Críticas epistemológicas y metodológicas a la concepción positivista en las ciencias sociales (2008) Gustavo Paredes

A lo largo del siglo XX se generaron diversas críticas sobre los planteamientos epistemológicos y metodológicos del positivismo, dirigidas básicamente contra la pretensión de aplicar el método de las ciencias naturales al estudio de la sociedad, como lo propuso Comte y los positivistas. La permanencia de esta concepción en el quehacer científico social ha mantenido activa la polémica en el campo de la filosofía de la ciencia, de un lado quienes rechazan la visión positivista y del otro quienes desde el positivismo, plantearon nuevas proposiciones, como fue el caso del Círculo de Viena.

Estas críticas han derivado en corrientes de pensamiento que han influido en los estudios sociales. A continuación veremos algunas de estas posiciones, que directa o indirectamente han cuestionado los postulados centrales del positivismo tradicional.

La hermenéutica

A finales del siglo XIX y comienzos del XX las críticas al positivismo provinieron de una concepción filosófica comúnmente denominada hermenéutica, entre cuyos principales representantes encontramos a los filósofos Wilhelm Dilthey (1833-1911), Hans Gadamer (1900-2002) y Paul Ricoeur (1913). Estos cuestionamientos giraron en torno a cuatro aspectos fundamentales de la teoría positivista:

En primer lugar, un único método válido para todas las ciencias, incluyendo las humanas, que no es otro que el modelo fisicalista de explicación causal, cuyo fin es el descubrimiento de leyes y la predictibilidad de los fenómenos sociales[1].

En segundo lugar, el reduccionismo metodológico, que atribuye a una ley o única causa las razones que explican los acontecimientos sociales y su devenir histórico.

En tercer lugar, el determinismo histórico, que señala que la historia inevitablemente transita por ciertos estados de evolución, de acuerdo con una ley natural que los rige y por donde necesariamente han de pasar todas las sociedades del mundo.

En cuarto lugar, la separación entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, que lleva al investigador a estudiar la sociedad como si fuera una cosa distinta a su naturaleza, razón por la cual ignora los condicionamientos axiológicos que la cultura y la historia ejercen sobre él.

A partir de estas controversias se elaboraron una serie de planteamientos desde la hermenéutica, orientados a darle a las ciencias humanas una metodología autónoma, más afín a su objeto de estudio. La primera de estas propuestas tenía que ver con el hecho de que las acciones humanas no pueden ser explicadas causalmente, sino que deben ser entendidas por medio de la interpretación, ya que entender el comportamiento humano pasa por comprender el significado o propósito de las acciones humanas; esto se alcanza no por vía de la experimentación, sino por la verstehen o conexión empática.

En segundo lugar, cada pueblo tiene una historia particular, por lo que la historia de las sociedades no es lineal ni obedece a leyes. De allí que entenderlas implica adentrarnos en lo que tienen de particular y no en lo que tienen de general o recurrente con otros pueblos (perspectiva ideográfica e historicista).

Por lo tanto, el interpretativismo elabora sus estudios desde una visión histórica y cultural, enfatizando los aspectos únicos y cualitativos[2].

En tercer lugar, el dualismo sujeto-objeto se desvanece al reivindicar la unidad de éstos. Mientras más se involucre el investigador con el contexto histórico cultural que pretende estudiar (en antropología, visión etic), más oportunidades tiene de comprender sus valores, significados y prácticas en relación con una persona que observa desde afuera (visión emic), y es precisamente ese involucrarse lo que permite la intersubjetividad en el proceso del conocimiento.

A diferencia del positivismo, en el que…el principio de la neutralidad llevaba a considerar al otro un objeto de las aplicaciones de instrumentos del investigador, con lo cual la comunicación se veía esencialmente como un efecto perturbador, que conspiraba contra la objetividad de los resultados[3].

Por último, el significado de una práctica está estrechamente ligado al contexto o sistema al cual pertenece, por lo tanto, no podemos comprenderla si no la relacionamos con las demás partes y con el todo. De allí que «(…) las personas, los escenarios o los grupos no son reducidos a variables, sino considerados como un todo (…) en el contexto de su pasado y de las situaciones en las que se hallan»[4].

Visión que excluye el aislamiento de variables (independiente y dependiente), más aún el reduccionismo o unicausalidad lineal, que hace derivar una gran cantidad de fenómenos y procesos sociales de una única ley. Tal reduccionismo no permite observar las numerosas repercusiones de un efecto ni cómo éstos se convierten en causas, reoperando incluso en la causa precedente.

El positivismo lógico

La reacción del positivismo hacia la hermenéutica vino de la mano del neopositivismo o Círculo de Viena, conformado a partir de las reuniones de una serie de filósofos en la Universidad del mismo nombre desde 1920 hasta 1940 aproximadamente. Entre los más representativos se encontraban Rudolf Carnap, Moritz Schlick y Otto Neurath, entre otros, quienes elaboraron una serie de escritos que giraban principalmente en torno al lenguaje, así como a los requisitos que debía tener para alcanzar la precisión de los enunciados científicos sujetos a comprobación empírica.

También respaldaron el intentopor crear una teoría unificada de la ciencia, la búsqueda de leyes, la experimentación como fuente última para la aceptación de proposiciones y el análisis del lenguaje que permitiera la conformación de conceptos con un claro correlatofactual, lejos de lo cual nada tendría sentido.

Tal como lo señala Carnap,El significado de un enunciado yace en el hecho de que expresa un estadode cosas (concebible, no necesariamente existente). Si un enunciado(ostensible) no expresa un estado de cosas (susceptible de ser concebido),entonces no tiene significado; es sólo en apariencia un enunciado. Si elenunciado expresa un estado de cosas, entonces es significativo encualquier caso; es verdadero si este estado de cosas existe, falso si no existe.Uno puede saber que un enunciado es significativo incluso antes de sabersi es verdadero o falso[5].

Dentro del positivismo lógico resaltan los estudios de Carl Gustav Hempel en el área de las ciencias sociales, en especial su libro La explicación científica: estudios sobre filosofía de la ciencia. Sus planteamientos modificaron algunos de los postulados iniciales del positivismo decimonónico, tal como lo veremos a continuación: en primer lugar, cuestiona el carácter nomológico-deductivo de las leyes; en segundo lugar, la posibilidad de verificar empíricamente las teorías, así como la importancia que tiene la racionalidad en la elaboración de proposiciones que expliquen los fenómenos sociales.

Hempel hizo más énfasis en las explicaciones deductivas que en las inductivas, a las que Comte y los positivistas tradicionales le habían asignado más valor, aun cuando no realizó ninguna investigación factual, practicando un apriorismo deductivo.

El tercer planteamiento rebate las leyes inexorables de la historia propuestas por Comte en su Ley de los tres estados. En consecuencia, deja de lado el determinismo causal, al señalar que no existen leyes históricas únicas y aplicables a un sinnúmero de culturas, que son regidas por éstas de forma invariante, aun cuando puedan determinarse las causas que generan específicos hechos en uno o reducido número de pueblos.

En cuarto lugar, se opone al método holístico que rudimentariamente presentó Comte y que en realidad poco aplicó, al señalar la posibilidad de explicar un fenómeno, sin tener necesariamente que hacer relaciones entre los distintos elementos que conforman la estructura social.

Por último, señaló que en los casos en los que no se pudieran elaborar leyes nomotéticas se debía apelar a la noción de probabilidad, es decir, un hecho es seguido por otro probabilísticamente, puesto que la presencia de un fenómeno no implica la aparición de otro siempre, en todo momento y en todo lugar; lo más que se puede decir es que si se presenta A es probable que aparezca B. Si bien Hempel planteó sus ideas influido por las numerosas propuestas desarrolladas por los integrantes del Círculo de Viena, fue uno de los que más mostró interés por trasladar todo este cuerpo de conceptos, proposiciones y teorías al campo de las ciencias sociales[6].

En términos generales, desde el punto de vista ontológico el neopositivismo supera al positivismo tradicional, al considerar que si bien existe una realidad objetiva independiente del sujeto cognoscente, ésta no puede ser aprehendida fielmente por vía de la observación. Por esta razón, nuestro conocimiento de la realidad no es preciso debido a los condicionamientos cognitivos del investigador y por el rasgo probabilístico de las leyes. Así, el realismo ingenuo del positivismo tradicional es suplantado por un realismo crítico.

Desde el punto de vista epistemológico y como resultado del anterior, se reconocen las debilidades para alcanzar la objetividad en la investigación y en las teorías que resultan de ésta, aun cuando se siga considerando como ideal a seguir. Por otro lado, se admite la influencia mutua entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, desvaneciéndose la tajante separación entre ambas. Se le da importancia al modelo hipotético deductivo y, en algunos casos, se acepta el criterio de falsación propuesto por Popper. Además, se suplanta la visión que Comte tenía sobre las leyes invariantes por la noción de probabilidad. En cuanto a la metodología, aun cuando dan cierto valor a la investigación cualitativa ésta sigue siendo básicamente cuantitativa, predominando la observación, la experimentación, el control de variables, los cuestionarios y la estadística descriptiva, entre otros.

La teoría cuántica

Dos principios que fueron desarrollados en el campo de la física, específicamente con el planteamiento de la Teoría Cuántica a comienzos del siglo XX y que tuvieron profundo impacto en la filosofía y en especial en la epistemología, son los conceptos de probabilidad e incertidumbre. El primero ampliamente desarrollado por Max Planck (1858-1947), Max Born (1882-1970) y Niels Bohr (1885-1962), entre otros; y el segundo por Werner Heisenberg (1901-1976).

De acuerdo con los planteamientos de Heisenberg, es imposible conocer simultáneamente la posición de una partícula y su velocidad, pues sólo podemos saber una u otra, lo que abre el margen de la perplejidad, más aún, cuando el fenómeno estudiado es harto complejo. De allí que:

El cuestionamiento [al mecanicismo determinista] está dirigido, especialmente, hacia el logos científico tradicional, es decir, hacia los criterios que rigen la cientificidad de un proceso lógico y los soportes de su racionalidad, que marcan los límites inclusivos y exclusivos del saber científico.

Así, Heisenberg, uno de los creadores de la teoría cuántica, dice al respecto:

Es precisamente lo limitado y estrecho de este ideal de cientificidad de un mundo objetivo, en el cual todo debe desenvolverse en el tiempo y en el espacio según la ley de la causalidad, lo que está en entredicho [7].

En términos generales, los planteamientos de la física cuántica cuestionaron la visión mecanicista de un universo pensado como especie de supermáquina, donde todos los hechos se reducían a leyes físico-matemáticas, es decir, regidos por relaciones lineales de causa-efecto, tal como lo imaginaron

Galileo, Newton y Descartes. Al contrario, para la física cuántica las leyes de la física son concebidas como probabilidades irreductibles. Desde esta perspectiva comienza a ser más difícil hablar de certidumbres, puesto que además de las leyes probabilísticas existen acontecimientos que no pueden ser deducidos por medio de éstas[8].

El racionalismo crítico

Otro autor que mostró preocupación por el método que debía emplear la ciencia en general y las ciencias sociales en particular, fue Karl Popper (1902-1994), fundador de la corriente conocida como Racionalismo Crítico.

En sus obras La lógica de la investigación científica (1934) y Miseria del historicismo (1963), Popper se opuso a los positivistas lógicos en cuanto al principio de verificación o comprobación empírica. Consideraba que las teorías eran hipotético-deductivas, puesto que

(…) no existe nada que pueda llamarse inducción. Por tanto, será lógicamente inadmisible la inferencia de teorías a partir de enunciados singulares que estén verificados por la experiencia. Así pues, las teorías no son nunca verificables empíricamente (…) Pero, ciertamente, sólo admitiré un sistema entre los científicos o empíricos si es susceptible de ser contrastado por la experiencia. Estas consideraciones nos sugieren que el criterio de demarcación que hemos de adoptar no es el de la verificabilidad, sino el de la falsabilidad de los sistemas[9].

En consecuencia, la verificación no valida definitivamente una teoría, en la medida en que no pueden comprobarse los elementos que están implicados en ella. Esto quiere decir que todos los casos que se pretende explicar por medio de una hipótesis deben ser examinados, pero como esto es imposible la ciencia debe emplear el criterio de falsación o falibilidad, esto es, no corroborar la teoría por lo casos particulares que la confirman, sino por aquel caso que la falsea.

«La aceptación generalizada de que los enunciados observacionales están saturados de teoría supone la aceptación de que son falibles»[10].

Por tanto, una teoría será considerada como cierta no por la verificación de algunos casos, sino porque aún no se haya encontrado uno que la contradiga; mientras no aparezca ese caso o casos que la refuten, la teoría provisionalmente se asume como válida intersubjetivamente por la comunidad de científicos. En palabras de Popper, las teorías en el campo de las ciencias no son plenamente verificables «(…) pero son, no obstante, contrastables (…) la objetividad de los enunciados científicos descansa en el hecho de que pueden contrastarse intersubjetivamente»[11].

De esto se desprende también que la ciencia siempre es conjetural, de allí que no debemos sentirnos seguros de poseer la verdad, sino reconocer que sólo nos aproximamos a ésta. Por esta razón Popper señala que la ciencia debe ser crítica, es decir, debe estar abierta y alentar el cuestionamiento permanente, lo contrario es una posición anticientífica y dogmática.

Popper también se opuso a la visión determinista propia del positivismo, así como de otras corrientes filosóficas como el marxismo, que plantean que todo fenómeno social, material o psíquico, obedece a una causa que lo rige de manera inexorable (por ejemplo, la infraestructura económica), de ahí que se pueda hacer predicciones sobre su devenir. Esta noción, Popper la denominó historicismo, esto es, un enfoque en los estudios sociales que considera la predicción histórica como «(…) el fin principal de éstas, y que presume que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los ritmos o los modelos, de las leyes o las tendencias que yacen bajo la evolución de la historia»[12].

En cambio, para Popper las predicciones en el mundo social son insostenibles, debido a las múltiples variables que están en juego y que escapan a regularidades similares a las del mundo natural. En este sentido, señala que el futuro de la sociedad permanece abierto, indeterminado y sujeto a diversas posibilidades (Popper, 1992). No obstante, a pesar de esta posición claramente antipositivista, Popper es considerado por muchos pensadores un «positivista», al sostener el monismo metodológico de carácter hipotético deductivo, es decir, un único método válido para las ciencias naturales como para las ciencias sociales.

Uno de sus discípulos, Paul Feyerabend (1924-1994), en su libro Contra el método se opuso al monismo metodológico, que entre otros planteó Comte y que habían defendido posteriormente el Círculo de Viena y Karl Popper.

En contraposición, propuso el pluralismo metodológico, considerando que la creatividad intelectual y el avance de la ciencia han sido posibles no por su fidelidad a un único método o metodología dominante, sino porque han buscado otras vías para alcanzar sus propósitos. Tal «epistemología anarquista» «(…) no sólo resulta preferible para mejorar el conocimiento o entender la historia. También para un hombre libre resulta más apropiado el uso de esta epistemología (…)»[13].

Por esta razón, nos dice Feyerabend que no debemos temer el vernos envueltos en el caos por prestar poco cuidado a las reglas y al orden en la ciencia, aunque éstas siempre existan y según él, en un futuro lejano serán más necesarias en la medida en que la ciencia se desarrolle. De allí que todo investigador en su quehacer científico ha de enfrentarse a numerosos problemas, que exigen emplear formas inesperadas de métodos que le permitan dar cuenta de la complejidad de la realidad estudiada.

En efecto, Feyerabend rechazó todo postulado absoluto que impidiera al científico llevar adelante una nueva o diferente forma sistemática de conocer e interpretar el mundo, pues consideraba que la adherencia dogmática a cualquier método científico resultaría ineficaz para el progreso de la ciencia, porque ningún método, por excelente que parezca para conocer la realidad, es aplicable con efectividad para el estudio de todos los casos. El monismo metodológico o unidad de método prescriptivo restringe el progreso de la ciencia de acuerdo con Feyerabend[14].

La teoría crítica

A partir de la década de los 20 surgió en Fráncfort el movimiento filosófico conocido como Escuela de Francfort o Teoría Crítica. Sus dos principales representantes, Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903- 1969), cuestionaron fuertemente el método positivista, pues consideraban que éste conducía a la aceptación de los hechos sin criticar los problemas o las implicaciones que pudieran generarle a la sociedad, tales como la exclusión, la desigualdad, la pobreza, etc.

Para ellos, una ciencia de este tipo legitimaba el poder de los sectores dominantes y contribuía a reproducir el estado de cosas, en consecuencia plantearon que la ciencia debía estar comprometida con la búsqueda de soluciones a los problemas que afectan a la sociedad y en especial, a aquellos que sufrían exclusión, malestar y desigualdad.

En uno de sus más conocidos artículos, Teoría tradicional y teoría crítica publicado en 1937, Horkheimer sostuvo que el criterio de verificación, como carta de aceptación para considerar una teoría como científica, debería incluir el cuestionamiento de la sociedad basada en la racionalidad instrumental (aquella que apunta a los medios) y en las propuestas de construcción de una realidad fundamentada en la racionalidad formal (aquella que apunta a los fines por sí mismos).

Ignorar la racionalidad formal nos sitúa en posiciones ideológicas que enmascaran la realidad con el propósito de legitimarla, independientemente de la clase social desde la cual se edifica un discurso, ya que:

En las circunstancias actuales, la conciencia de cualquier clase social puede volverse ideológicamente limitada y corrupta, aun cuando por su situación ella esté orientada hacia la verdad. La teoría crítica, pese a toda (…) coincidencia de sus elementos con las teorías tradicionales más progresistas, no posee otra instancia específica que el interés, ínsito en ella, por la supresión de la injusticia social (…) El conformismo del pensamiento, el aferrarse al principio de que ésta es una actividad fija, un reino cerrado en sí mismo dentro de la totalidad social, renuncia a la esencia misma del pensar[15].

Recordemos que los positivistas ignoraron la forma como el mundo axiológico del investigador afectaba su objetividad, para ellos la objetividad estaba garantizada. Razón por la cual no se preocuparon por los aspectos ideológicos envueltos en el conocimiento, sino por su utilidad para someter y controlar determinados elementos de la realidad social.

Ahora bien, la teoría crítica señala que tal objetividad no existe, pues todo conocimiento está impregnado de ideología por el fin que persigue. Por esta razón, si el interés del científico es dar cuenta de la realidad, sin pretender buscar las causas que generan los graves problemas sociales y sin hacer nada por cambiarlos, es conservador y no ético; al contrario, sería ético y liberador, por lo que siempre tendrá un interés, bien para someter o bien para liberar.

De allí que los teóricos críticos consideren que la teoría positivista está enmarcada dentro de la razón instrumental, es decir, una racionalidad que constriñe al hombre y que procura el perfeccionamiento de los medios para la consecución de fines determinados por el sistema, que no es otro que el mantenimiento y acrecentamiento de su poder[16].

Frente a este carácter conservador e instrumental del positivismo y del liberalismo burgués, los teóricos críticos plantean una racionalidad formal, es decir, una racionalidad que apunta hacia fines deseables por sí mismos y no a medios legitimadores del orden establecido, como lo hace el positivismo.

Anteponen a la verificación empírica como criterio de validez de la ciencia, el examen detallado de la sociedad a partir del cual se elaboren propuestas que permitan solucionar sus problemas y mejorar su calidad de vida. Si bien para la teoría crítica este es el punto más importante de la ciencia, no por ello ignora el proceso de investigación científico, sólo que plantea hacer ciencia (teorías, categorías y conceptos) que permita revelar los resortes ocultos sobre

los cuales se sustenta un orden social determinado. Es por esto que la Escuela de Francfort propone hacer ciencia crítica y comprometida con un interés emancipatorio de la sociedad.

Por último, los teóricos críticos cuestionaron al positivismo porque negaba el poder liberador de la razón (formal) y de los hombres como sujetos activos, al constreñirlos a la dinámica de las «fuerzas naturales»[17].

Tal como lo señala Vásquez: El rechazo positivista de la metafísica, nos dice Marcuse [en su libro Razón y Revolución], iba así unido a un rechazo del derecho del hombre a alterar y reorganizar sus instituciones sociales de acuerdo con su voluntad racional (…) De acuerdo con esa tesis, Comte establece que la principal virtud del hombre es la resignación: «la verdadera resignación, es decir, la disposición a soportar resueltamente los males necesarios sin ninguna esperanza de compensación, sólo puede surgir de un profundo sentimiento de la invariabilidad de las leyes que rigen el conglomerado de los fenómenos naturales»[18].

Constructivismo

Otra corriente que en los años 60 comenzó a discutir desde la epistemología el dogmatismo positivista, su realismo ingenuo y crítico, fue el constructivismo. Si bien los trabajos de Karl Manheim (1893-1947) se consideran pioneros de este enfoque, fueron las propuestas de Berger y Lukmann, en su libro La construcción social de la realidad (1967), las que desarrollaron las tesis centrales de esta teoría. En el campo de la pedagogía esta perspectiva también fue acogida por autores como Piaget, Kolhberg, Ausbel, Novak, De Bono, entre otros, quienes se opusieron al modelo conductista en la educación.[19]

El constructivismo llevó al extremo las posiciones interpretativistas de la hermenéutica, pues planteó que el conocimiento de la realidad no es una copia fiel de la misma, por el contrario, las teorías, categorías y conceptos son construcciones mentales a partir de las cuales captamos la realidad, le damos sentido y nos conducimos en ella. De acuerdo con González:

Al afirmar que nuestro conocimiento tiene un carácter constructivo-interpretativo estamos intentando superar la ilusión de la validez o la legitimidad de un conocimiento por su correspondencia lineal con una realidad, esperanza ésta que se ha convertido (…) en una construcción simplificadora y arbitraria de la realidad al fragmentarla en variables susceptibles de procedimientos estadísticos y experimentales de verificación (…)[20].

Desde esta perspectiva, el realismo ingenuo profesado por Comte y el realismo crítico por los neopositivistas, según el cual la realidad existe independientemente del sujeto y es percibida sensorialmente tal cual como se presenta, siendo nuestros conocimientos un reflejo exacto de la realidad, es rechazada por una concepción que propone que el conocimiento es una construcción y no una representación, donde el sujeto conocedor no descubre fenómenos sino que elabora interpretaciones sobre éstos. De esta manera, la verdad deja de ser objetiva, a la espera de ser descubierta por el investigador y pasa a ser una verdad que surge de las relaciones sociales, es decir, es el resultado de la elaboración de diferentes significados por parte de los individuos sobre una misma realidad de acuerdo con su contexto social.

En su forma extrema, el constructivismo plantea que no existen hechos sino interpretaciones o construcciones mentales, razón por la que el sujeto percipiente tiene preeminencia sobre los hechos, a diferencia del positivismo, que privilegiaba la realidad. En este sentido, para los constructivistas el mundo deja de ser real, independiente de quien lo observa y pasa a ser un mundo de significados «(…) en cuanto dado a un sujeto; lo que conocemos del mundo (…) no es el mundo, la realidad en sí misma, sino la construcción subjetiva que hace el sujeto cognoscente (…)»[21].

La posmodernidad

Más recientemente, a finales de los años 70 y en la década de los 80, surgió un movimiento filosófico que, con algunas imprecisiones, se ha denominado posmodernidad, en que encontramos a intelectuales como Jean-François Lyotard (1924), Gilles Deleuze (1925-1995), Jean Baudrillard (1929), Jacques Derrida (1930) y Gianni Vattimo (1936), entre otros. Jean Lyotard, en su libroLa condición posmoderna planteó los aspectos básicos de esta corriente[22].

La posmodernidad o posmodernismo surgió como un rechazo a la modernidad, en lo que respecta a su forma de conocer racional y positivista, y a la sociedad capitalista que surgió de ella. Considera que dicho orden social se ha edificado en función de un sistema de ideas y estructuras que constriñen al hombre, donde la ciencia, considerada por éstos como un juego del lenguaje, también sustenta ese orden por medio de grandes metarrelatos que legitiman el significado del individuo, de la sociedad y del mundo[23].

En esencia, la posmodernidad rechaza la fe en la razón heredada de la Ilustración y la racionalización de todos los aspectos de la vida social, así como el papel de los sujetos como protagonistas de la historia, de los grandes sistemas filosóficos que pretenden dar cuenta de todos los aspectos de la vida social y de la idea de progreso basada en la industrialización y en el avance de la ciencia y la tecnología.

De esta manera, la posmodernidad vino a cuestionar la existencia de principios racionales que organizaran la vida del hombre y de las capacidades y certidumbres en el conocimiento de la sociedad y del sentido de la historia. En consecuencia, propone que todo conocimiento deja de ser absoluto para ser plural, relativo y cambiante, deslegitimando así el estatus privilegiado del conocimiento científico de monopolizar la verdad al tener la «capacidad» de descubrir leyes universales.

Al contrario, señala que el conocimiento es contingente en la medida en que es el resultado de sistemas conceptuales prefigurados por un mundo de valores, tradiciones y vivencias que influencian las percepciones del investigador en detrimento de la objetividad.

Para los posmodernistas la creciente complejidad de la sociedad capitalista, caracterizada por un gran despliegue de ciencia y tecnología, ha modificado de tal forma las relaciones societales, los valores y las prácticas tradicionales sobre las cuales se asienta la vida cotidiana, que éstas han perdido sus referentes.

Tales modificaciones ya no pueden ser aprehendidas con los viejos conceptos y tampoco podemos inferir de ellas regularidades o leyes causales lineales, por lo que la incertidumbre marca la pauta sobre el determinismo, el reduccionismo y la idea de progreso. En otras palabras, ya no es posible comprender el mundo desde metadiscursos como el marxismo, el psicoanálisis o el positivismo, pues éste escapa o se rehúsa a ser definido por estos criterios.

En efecto, el posmodernismo pretende dar cuenta de las diferencias, de aquello que ha sido marginado del discurso científico (las emociones, las pasiones, en fin, los aspectos irracionales del hombre), busca nuevos estilos discursivos donde el lenguaje literario, científico y filosófico se alternan al unísono potenciando el significado de las palabras. De acuerdo con Lyotard, el concepto de posmodernidad expresa la desconfianza hacia los metarrelatos, ampliando nuestra percepción sobre las diferencias y profundizando nuestra tolerancia hacia lo inconmensurable[24].

En definitiva, el posmodernismo trata de descentrar el mundo del logos de lo racional, cuestionando el pensamiento único, la intolerancia y la exclusión que lleva a ignorar al otro y a lo otro desde una concepción autoritaria, que simplifica al máximo la realidad, reduciendo la diferencia, la multiplicidad y la diversidad a patrones, leyes y visiones (metarrelatos) de la vida[25].

Dentro de este contexto, Bentz y Shapiro señalan una serie de interrogantes en torno a la falta de claridad para determinar lo que es un conocimiento válido y los aspectos que debe reunir el mismo; así como el fin que persigue y a quiénes les servirá dicho conocimiento. Se preguntan si el conocimiento es descubierto como consideraban los positivistas o si, al contrario, es construido socialmente; proponen la deconstrucción del conocimiento para develar sus restricciones, intereses y condicionamientos. Por último, plantean hasta qué punto se puede alcanzar la verdad y la objetividad en las formas de conocer[26]. A continuación veremos un cuadro comparativo de las diferencias entre la modernidad y la posmodernidad:

DIFERENCIAS ENTRE MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD[27]

MODERNIDAD POSMODERNIDAD
1º Teorías generales o metarrelatos con pretensiones universales, homogenizantes y totalitarias, que reprimen y niegan las diferencias entre las sociedades, en una especie de imperialismo cultural. 1º Planteamientos y lenguajes teóricos múltiples que elevan la fragmentación, la no unidad de la explicación científica y las diversidades y particularidades socioculturales.
2º Exaltación de la racionalidad, el determinismo, el mecanicismo lineal y la simplicidad del conocimiento científico. 2º Revalorización de las contradicciones, de la opacidad y de las numerosas visiones y niveles de la realidad.
3º Búsqueda de leyes, generalizaciones empíricas, explicaciones causales y concepción acumulativa de las ciencias. 3º Diversidad de conocimientos, variadas visiones locales y contextuales.
4º Desconocimiento del otro, intolerancia hacia las minorías, insensibilidad ante los problemas sociales de los sectores excluidos y ejercicio del poder de forma vertical y autoritaria. 4º Revalorización del otro, acogimiento de las minorías y de los oprimidos, énfasis en el poder como categoría nodal que está presente en las distintas relaciones sociales. Por último, ejercicio del poder horizontal.

La teoría de la complejidad

Como hemos podido observar, a lo largo del siglo XX surgieron diferentes corrientes de pensamiento, que en su mayoría cuestionaron el paradigma simplista, al tiempo que plantearon nuevas formas de estudiar la sociedad.

Incluso el Círculo de Viena y el Racionalismo Crítico contribuyeron a socavar los principios mecanicistas, lineales, reduccionistas y deterministas del positivismo decimonónico.

Los aportes realizados por cada una de las corrientes de pensamiento ya expuestas, hoy están contenidos en un nuevo paradigma que a partir de los años 80 comenzó a tener cuerpo y aceptación en las ciencias, a saber, la complejidad. Entre los principales representantes se encuentran G. Bateson, Ilya Prigogine, H. Maturana, S. Kausman y Edgar Morin.

Para la complejidad la ciencia no es un saber acabado y cerrado, al contrario, considera que la ciencia debe apuntar a una comprensión multidimensional de la realidad, sin pretensiones de llegar a conclusiones definitivas, puesto que la historia de la ciencia ha demostrado que es un saber en constante reacomodo.

Es precisamente esa visión multidimensional la que conduce a la ciencia a dejar de lado el parcelamiento del conocimiento en disciplinas, que ha llevado cada vez más a una especialización de los estudios. No obstante, sin negar los conocimientos disciplinarios la complejidad propone el paradigma transdisciplinario; así, complejidad y transdisciplinariedad van juntas en esta nueva forma de investigar y entender la realidad.

La complejidad no se queda sólo en el ámbito de las ciencias, pues reconoce sus limitaciones para captar las distintas dimensiones del hombre, de la historia y de la sociedad en sus diferentes facetas (emocional, racional, psíquica, biológica, espiritual, económica, política, social, cultural, etc.). De allí que promueve el diálogo de saberes, donde la filosofía, la literatura, la teología, la poesía, etcétera. se integran para ampliar la visión de la realidad, pero sin dejar de aceptar las capacidades de la ciencia para comprender y explicar los fenómenos sociales.

Dentro de este contexto, la complejidad y la transdisciplinariedad representan todo lo contrario al pensamiento simplista y reduccionista del positivismo. Esta nueva episteme viene pues a superar (…) los fundamentos del pensamiento científico moderno; esto es, la objetividad, la distancia entre lo subjetivo y lo objetivo, la causalidad lineal, la neutralidad, la formulación de leyes generales, la especialización del conocimiento, [los cuales están] siendo seriamente cuestionados por la crisis que experimenta la modernidad occidental [En este sentido,] es claro el surgimiento de una nueva cosmovisión, donde nociones como integralidad, sensibilidad a las condiciones iniciales, inestabilidad, incertidumbre, caos, fluctuaciones, turbulencias, autoorganización, estructuras disipativas, azar, indeterminismo, fractalidad, etcétera, se manifiestan de manera conjunta y sin oposición a criterios como orden, determinismo, estabilidad, causalidad, linealidad o previsibilidad,

[donde]

el conocimiento científico es una de las diversas formas de conocer el mundo, pero no la única[28].

En efecto, el paradigma de la complejidad nos dice que la realidad es siempre contradictoria, razón por la cual debemos evitar el error de las visiones simplistas del mundo. Visiones que privilegian el orden y reducen las explicaciones a una única ley, ignorando las múltiples relaciones entre los distintos niveles de la realidad, política, cultural, social y económica, tal como lo hizo el positivismo. Si bien la simplicidad puede ver lo uno y lo múltiple, no logra advertir que en lo uno está contenida la multiplicidad y viceversa, vale decir, no puede ver lo uno en el todo ni el todo en lo uno.

En consecuencia, para la complejidad, el universo no está determinado por un principio reduccionista como lo creía el positivismo; al contrario, en él también operan la casualidad y el desorden, simultáneamente con elementos autoorganizadores con propósitos y finalidades (como lo señala Ilya Prigogine en su teoría del caos). Asimismo, en la sociedad se alternan la autonomía y el condicionamiento de factores múltiples, a diferencia de las leyes inexorables de la historia que dejan poco margen de actuación al hombre.

En este sentido, el hombre autónomo es aquel que tiene la capacidad de tomar sus propias decisiones e incidir en la construcción de su condición humana, social y en su devenir histórico, en sus múltiples dimensiones: racional, física, espiritual, económica, emocional, biológica, dentro de un marco social y físico diverso, donde se cruzan los planos político, cultural, económico, moral, geográfico, entre otros. He aquí una de las complejidades propiamente

humanas: no somos completamente libres aun cuando frecuentemente tenemos la idea de serlo.

A diferencia de esta visión compleja de la realidad, Morin sostiene que la racionalización pretende encapsular la realidad en una visión coherente, negando todo lo que la contradice e ignorándolo por considerarlo irreal.

Esta es la posición de los positivistas, que ignoran todo aquello que no puede ser comprendido desde la ciencia en términos de leyes y experimentación, desconociendo los enunciados lingüísticos que no tengan su correlato empírico y que no puedan estar sujetos a verificación.

Así, el nuevo paradigma de la complejidad, al contrario del simplista y disciplinario, no navega en la racionalización sino en la racionalidad y es allí donde opera «(…) el diálogo incesante, entre nuestro espíritu, que crea las estructuras lógicas, que las aplica al mundo, y que dialoga con ese mundo real. Cuando ese mundo no está de acuerdo con nuestro sistema lógico, hay que admitir que nuestro sistema lógico es insuficiente, que no se encuentra más que con una parte de lo real. La racionalidad, de algún modo, no tiene jamás la pretensión de englobar la totalidad de lo real dentro de un sistema lógico, pero tiene la voluntad de dialogar con aquello que lo resiste»[29].

Hasta aquí, podemos resumir lo que hemos expuesto en tres principios que caracterizan la complejidad:

1º El principio dialógico: admite la dualidad en el ámbito de la unidad y viceversa. Esto es, relaciona dos conceptos a la vez suplementarios y contradictorios.

2º El principio de la recursividad organizacional: implica que los productos y los efectos son a su vez causas y productores de los fenómenos que los producen, como si se tratara de un remolino en el que cada elemento es simultáneamente generado y generador. Esto se opone a la visión secuencial de causa y efecto.

3º El principio hologramático: señala que el todo está en la parte y la parte está en el todo. Este principio se sitúa más allá de la visión fragmentaria que no percibe más que las partes y de la visión holística que no ve más que el todo. De allí que el paradigma de la complejidad reúna tanto al observador como al conceptualizador en su conceptualización y observación. Todo esto se puede representar gráficamente de la siguiente manera:

LA COMPLEJIDAD[30]

permite pensar a la vez en:

-estática/sujeto/dinámica/objeto

 -repetición/cambio

 -orden/desorden

 -invariación/Innovación

-reproducción/involución

-individuo/sociedad

-determinismo/libertad

-mito/realidad

-unidad/conflicto

-armonía/discordia

lo que conduce a:

-Concebir y pensar la diversidad  poliocular y multidimensionalidad de la realidad

-Una mirada o visión polinucleada

Una teoría

y es capaz de:

-Reconocer la presencia del sujeto en el objeto

Concebir la sociedad como unidad/multiplicidad

Concebir lo que hace variar la invariación

Concebir la noción de rizo discursivo para comprender la autoorganización

Asociar lo que está desunido

Ahora bien, el paradigma de la complejidad propone la forma en que debe ser estudiada la realidad, ésta es la transdisciplinariedad. No obstante, para llegar a ella la ciencia pasó antes por distintas concepciones, la primera fue la pluridisciplinariedad, que surgió como el estudio de un objeto de una disciplina por distintas disciplinas simultáneamente. Más adelante apareció la interdisciplinariedad, que superó a la pluridisciplinariedad al orientar sus estudios al traspaso de métodos entre diferentes disciplinas. Si bien la pluridisciplinariedad y la interdisciplinariedad van más allá de los límites de las disciplinas, ellas continúan en la esfera disciplinaria; en cambio, la transdisciplinariedad se dirige a lo que está entre las múltiples disciplinas y allende toda disciplina.

Esto quiere decir que la transdisciplinariedad no posee, como las disciplinas, un método y un objeto de estudio específico; tampoco estudia un solo nivel de realidad o un segmento de dicho nivel, sino que se dedica al estudio de la dinámica que se genera por la actuación de diversos niveles de realidad y percepciones al unísono. Sin embargo, la disciplinariedad se aclara y enriquece en la investigación transdisciplinaria, al tiempo que ésta se alimenta de aquélla, por lo que ambas formas de estudio no deben ser vistas como contradictorias, sino como complementarias.

El paradigma transdisciplinario busca, según Nikolaevitch, la comprensión del mundo presente, la unidad del conocimiento, la lógica del tercer incluido, los niveles de realidad y la complejidad. Esto es, acepta la presencia de distintos niveles de realidad conjuntamente con diversos niveles de percepción, enfatizando su profunda correlación, pues parte de la idea de que la multidimensionalidad nos permite tener conciencia de que toda visión especializada es limitada[31].

No obstante, algunas desviaciones en la metodología nos pueden llevar, de acuerdo con Nikolaevitch, a ciertos errores que nos hagan dejar de lado la concepción de complejidad de la realidad y retornar al paradigma simplista y disciplinario.

Por ejemplo, al reducir todos los niveles de la realidad y de percepción a uno solo por desconocimiento de la complejidad. Otra desviación similar sería la de reducir de manera arbitraria todos los niveles de la realidad y de percepción a uno solo, pese a conocer la existencia de diversos niveles. Un tercer caso sería que el investigador reconoce que hay diversos niveles de percepción, pero ignora diversos niveles de realidad. Por último, al contrario de la anterior, acepta diferentes niveles de la realidad más niega diferentes niveles de percepción.

En consecuencia, la transdisciplinariedad, al igual que la complejidad, rompe con el paradigma simplista, unidimensional, reduccionista y positivista, abriendo espacio a la multidimensionalidad; a lo subjetivo y objetivo; a lo estático y dinámico; a lo micro y a lo macro; al orden y al conflicto. Enfatiza la imposibilidad de lograr certezas, de plantear leyes, de percibir la verdad y el orden absoluto, retomando el postulado lógico (Nagel ) que hace referencia a las ineludibles contradicciones lógicas presentes en nuestras percepciones.

La transdisciplinariedad y la complejidad, entendidas de esta manera, están estrechamente vinculadas al enfoque multiparadigmático o al esfuerzo por constituir un paradigma integrado y multidimensional, tal como en sociología es propuesto por Georges Gurvitch, Jeffrei Alexander y George Ritzer. Y en el campo de la metodología, con el modelo mixto que pretende integrar los enfoques cualitativos y cuantitativos de la investigación, propuesto por Roberto Hernández, Carlos Fernández y Pilar Baptista.

En este sentido, D. Thomas expresa muy bien esta idea cuando Sostiene que las ciencias sociales son ciencias multiparadigmáticas debido a dos factores: existe más de una visión (…) de la sociedad y las teorías son indeterminadas respecto a los hechos. Ambos elementos explican la existencia de más de un paradigma en sociología, puesto que si el mundo indetermina la teoría, el mismo tipo de instituciones o cambios institucionales pueden ser teorizados en formas diferentes. Por otro lado, una sociedad con una visión (…) monolítica que permitiera el dominio de un paradigma exclusivo sería imposible, amén de poco deseable[32].

La visión reduccionista con la que se iniciaron las ciencias sociales desde el positivismo hasta hoy, ha sido superada por los cuestionamientos que en especial han surgido en la segunda mitad del siglo XX, aun cuando todavía existen remanentes de tales postulados en algunos investigadores y profesores en nuestras universidades. En la siguiente figura observaremos la visión integrada o multidimensional tal como se ha propuesto en la sociología por los sociólogos antes mencionados:

LOS GRANDES NIVELES DEL ANÁLISIS SOCIAL MACROSCÓPICO/MICROSCOPICO[33]

  OBJETIVO SUBJETIVO
I. Macro-objetivo. Ejemplo: sociedad, Estado, estructuras sociales, instituciones, urbanidad, tecnología, relaciones macroeconómicas, derecho y lenguaje. II. Macro-subjetiva. Ejemplo: cultura, tradición, norma, grupos étnicos, distinciones sociales.
III. Micro-objetivo. Ejemplo: pautas de conducta, acción e interacción y la psiquis IV. Micro-subjetivo. Ejemplo: percepciones, creencias, significados.

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Resumen

En el siguiente artículo se presentan las críticas epistemológicas y metodológicas que se han elaborado en contra del modelo positivista desde inicios del siglo XX. Comenzando por la hermenéutica, el empirismo lógico, la teoría cuántica, el racionalismo crítico; más adelante la teoría crítica, el constructivismo y el posmodernismo, concluyendo con el paradigma de la complejidad y de la transdisciplinariedad.

Veremos cómo cada uno de estos paradigmas ha enfatizado determinados aspectos de la realidad (ontológicos) y de la forma de conocerla (gnoseológicos), hasta llegar en las décadas de los 70 y 80 a proponer visiones que integraron en el estudio de la sociedad, los diferentes niveles y dimensiones de la realidad: lo macro-micro, lo objetivo-subjetivo, lo estático-dinámico, las regularidades-incertidumbres, el orden-conflicto y lo holístico-fragmentario, como una forma más adecuada de explicar y comprender la realidad, que permitiera superar las limitaciones tanto de los interpretativistas como de los positivistas.


[1] Cfr. Mardones, J. y Ursúa, N. Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Materiales para una fundamentación científica. México: Ediciones Coyoacán, 2001.

[2] Cfr. Sandín, Ma. Investigación cualitativa en educación. Fundamentos y tradiciones. Madrid: McGraw-Hill, 2003.

[3] González, Fernando. Investigación cualitativa y subjetividad. India: McGrawHill, 2007, p. 10

[4] Taylor, S. y Bogdan, R. Introducción a los métodos cualitativos de investigación. Barcelona: Editorial Paidós, 1987, p. 20.

[5] Citado por Acero, Juan. Filosofía y análisis del lenguaje. Madrid: Cincel, 1985, p. 124.

[6] Cfr. Hempel, Carl. La explicación científica. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1979.

[7] Martínez, Miguel. Ciencia y arte en la metodología cualitativa. México: Editorial Trillas, 2004, p. 18

[8] Cfr. González, Alexis. Medición, experimentación y descubrimiento en las ciencias sociales. Caracas: UCV, 2000.

[9] Popper, Karl R. La lógica de la investigación científica. Madrid: Tecnos, 1985, p. 35.

[10] Sandín, Ma. Ob. cit., p. 6.

[11] Popper, Karl R. La lógica de la investigación científica…, p. 35.

[12] Popper, Karl. La miseria del historicismo. Madrid: Alianza Editorial, 1992, p. 17.

[13] Feyerabend, Paul. Contra el método. Barcelona: Ariel, 1975, p. 13.

[14] Bernal, César. Metodología de la investigación. México: Pearson, 2006, pp. 40-41.

[15] Horkheimer, Max. Teoría crítica. Buenos Aires: Amorrortu, 1974, pp. 20-271.

[16] Cfr. Hernández, Javier. Corrientes actuales de filosofía. Madrid: Tecnos, 1996.

[17] Cfr. Ritzer, George. Teoría sociológica moderna. Madrid: McGraw-Hill, 2001.

[18] Vásquez, Eduardo. Libertad y enajenación. Caracas: Monte Ávila Editores, 1987, pp. 235-236.

[19] Flórez, Rafael. Pedagogía del conocimiento. Colombia: McGrawHill, 2005.

[20] González, Fernando. Ob. cit., p. 5.

[21] Ander-Egg, Ezequiel. Métodos y técnicas de investigación social I. Acerca del conocimiento y del pensar científico. Buenos Aires: Lumen, 2001, pp. 56-57.

[22] Cfr. Ritzer, George. Ob. cit.

[23] Rodríguez, Francisco. Sujeto y posmodernidad. Guayana: Fundacite, 2006.

[24] Lyotard, Jean-François. La condición posmoderna. Madrid: Cátedra, 1989.

[25] Lyotard, Jean-François. La diferencia, Barcelona: Gedisa, 1988

[26] Cfr. Sandín, Ma. Ob. cit.

[27] Cuadro elaborado con base en Corbetta, Piergiorgio. Metodología y técnicas de investigación social. Madrid: McGraw-Hill, 2003, pp. 28-29.

[28] Bernal, César. Ob. cit., pp. 46-47.

[29] Morin, Edgard. Introducción al pensamiento complejo. Barcelona: Gedisa, 1997, p. 102.

[30] Tomado de Ander-Egg. Ob. cit., p. 94.

[31] Cfr. Stanislav Nikolaevitch. «La aproximación interdisciplinaria en la ciencia de hoy», en Interdisciplinariedad y ciencias humanas, Nueva York: Tecnos, UNESCO, 1998.

[32] Gómez, Amparo. Filosofía y metodología de las ciencias sociales. Madrid: Alianza, 2003, p. 266.

[33]

Narrativas de identidad. De la nación mestiza a los recientes desplazamientos de la metáfora social en Bolivia (2014) Javier Sanjinés

Afirma el historiador mexicano Tomás Pérez Vejo que la historia de los últimos dos siglos sería ininteligible sin el término nación (276). En efecto, este concepto ha terminado convirtiéndose en la forma hegemónica más importante de la identidad colectiva de la modernidad, y ha sido, además, la fuente de legitimación del poder político. Realidad insoslayable desde el siglo XVIII, la nación, concepto que regula la mayor parte de los aspectos de la vida colectiva, fue, junto a la noción de progreso, la nueva religión de Occidente.

Incluso más allá de los otros mitos de la modernidad, incluyendo la razón y el propio progreso, es la única construcción social que permanece indemne a las grandes convulsiones históricas del siglo pasado, de manera que, como señala Pérez Vejo, “la bondad de la nación como forma natural y deseable de organización social sigue gozando de un amplio consenso en la mayoría del planeta” (277).

Pero la nación no es un hecho “natural” ni universal. No ha existido siempre e incluso podría dejar de existir en el futuro. Creada por el desarrollo de la modernidad, es simplemente una respuesta histórica concreta a los problemas de identidad y de legitimación del poder. Por este motivo, y a diferencia de otras identidades colectivas, como las religiones, los estamentos y los grupos familiares, ella tiene ese carácter político preciso que hace que se confunda con el Estado, razón por la cual Pérez Vejo considera que el término Estado-nación no es más que “un pleonasmo semántico” (280).

Pleonásmico en la medida en que todo Estado necesita de una nación y toda nación aspira a ser un Estado, el Estado-nación responde a la modernidad de la nación, pero no a la “existencia de comunidades humanas que a lo largo de la historia han sido identificadas como naciones” (281). Así, el término nación existió antes de la modernidad europea, “pero con significado muy diferente del que comenzó a tener hacia finales del siglo XVIII, tanto en lo que se refiere a su sentido, como, sobre todo, a su uso político” (281).

Si, como construcción social, las naciones no son realidades objetivas, sino invenciones colectivas, ellas no son el resultado de una larga evolución histórica, sino el de una relativamente corta invención “voluntarista” (la nación cívica), opuesta a la “organicista” (la nación étnica).

En efecto, como observara el estudio promovido por la Unidad de Coordinación de la Asamblea Constituyente (Mayorga y Molina) a propósito de la realidad boliviana, la nación cívica y la nación étnica son entidades que, al oponerse entre sí, pesaron sustancialmente en el desarrollo del nacionalismo. Anthony Smith (The Ethnic Origins; The Ethnic Revival) y Benedict Anderson coinciden en afirmar que los dos tipos no siguen el mismo derrotero.

“Primordialista”, Smith se apega mucho más al pasado, al hecho de que las tradiciones étnicas continúan actuando en el presente, mientras que Anderson, moderno en su concepción de la nación, y siguiendo la lógica de la comunidad imaginada, se desentiende de las tradiciones pasadas que nada tienen que ver con la función de los medios de comunicación y con el rol modernizador del Estado (Calhoun 28).

Volviendo al caso boliviano, habría que enfatizar el hecho de que tanto la nación cívica como la nación étnica fueron concepciones elitistas que dieron como resultado la forma cultural que llamaré pedagógica, la misma que incluyó a los más importantes ensayistas del siglo XX.

Metáforas en torno a la “pedagogía nacional”

El crítico chileno Hernán Vidal, quien más investigó sobre las narrativas de identidad, las conceptuó como verdaderas artífices de la cultura nacional. Como en muchos de sus otros trabajos[1], Vidal expresa en su ensayo “An Aesthetic Approach to Issues of Human Rights” que todo el campo de las humanidades está regido por el “estudio de cómo los seres humanos crean sistemas simbólicos, analógicos, que dotan de sentido a su actuar en el entorno social”.

Para Vidal, los seres humanos ejercitan sus actos estéticos “como campos coherentes de respuestas corporales emotivo-intelectuales” (14) a los problemas que encuentran en la sociedad. Es claro que para Vidal, a quien sigo en la conceptualización de la identidad, los ensayos son parte de estas narrativas que fundan la nación.

Difundido por textos literarios –las crónicas y, posteriormente, los ensayos y las novelas– que representaban imaginariamente la situación contemporánea de la cultura patria, el proceso histórico de construcción de la nación tuvo una larga e importante trayectoria que, en el caso de América Latina, estuvo relacionada con conocidos ensayos que guiaron la formación de las diversas “culturas nacionales”.

Ligados al capitalismo de imprenta estudiado por Benedict Anderson[2] los ensayos “fundacionales” que incorporo brevemente en este apartado[3] se escribieron durante la primera mitad del siglo pasado. Estos ensayos eran construcciones imaginarias, es decir, interpretaciones históricas sui géneris que creaban campos metafórico-simbólicos capaces de orientar el orden social establecido.

Involucrados en la construcción de la nación, los “letrados” tuvieron la capacidad de representar lo público sin ser propiamente historiadores, sociólogos o cientistas sociales. Se trataba, más bien, de “hombres de letras” que estaban “en relación simbólica con el tiempo en que les tocó vivir”, como bien dijo Edward Said acerca de este tipo de escritores.

Hago hincapié en el hecho de que olvidamos con frecuencia el carácter “representacional” de estos ensayos fundacionales, es decir, que eran representaciones imaginarias de la realidad –entre lo real y lo representado, más que los hechos en sí mismos, importaba la manera de fundamentarlos, de argumentarlos–, no encuestas sociológicas ni documentos históricos directamente explicativos de la realidad. Mediados por símbolos y por metáforas, los ensayos fundacionales de la nación boliviana eran la representación imaginaria de cómo determinados grupos y clases sociales reproducían su existencia, siguiendo o rompiendo con patrones establecidos por el poder político hegemónico.

Considerado polémico por la élite intelectual de la época, uno de tales ensayos, y el primero en desarrollar la cultura del antimestizaje[4], fue Pueblo enfermo, ensayo del polémico escritor paceño Alcides Arguedas, al que me refiero muy brevemente en este trabajo. Quiero simplemente resaltar que, incapacitado para moldear el nosotros histórico que es el centro neurálgico de la construcción del Estado-nación, Arguedas observó la realidad boliviana a partir de la metáfora de la enfermedad. Así, la enfermedad como metáfora, expresión que nos recuerda el título de uno de los libros de Susan Sontag, terminó siendo el modelo icónico[5] desde el cual Arguedas representó la degeneración psicobiológica de la sociedad boliviana, realidad a la cual observó descarnadamente.

A lo largo del ensayo de Arguedas, la incurable enfermedad que acarreaba la raza mestiza explicaba la disfunción del todo social. En efecto, el mestizaje, barómetro de la degeneración humana, resultaba ser el mal que atacaba al cuerpo social, que invadía a todos los grupos y a todos los sectores sociales, incluyendo a blancos y a indios “acholados” que pretendían subir en la escala social.

Este culto del antimestizaje, que renovaba en Bolivia el pensamiento de Gustave Le Bon y de Octavio Bunge, su discípulo, afirmaba, como lo expresa Brooke Larson, que Arguedas “creía que las razas híbridas estaban caracterizadas por desbalances psicológicos y deficiencias morales, y que la Bolivia contemporánea estaba sufriendo las consecuencias de una raza mezclada” (35), hecho que podía ampliarse al hibridismo del conquistador español-árabe.

Pero el culto del antimestizaje no resultó ser un concepto igualmente apto para explicar el pensamiento de Franz Tamayo, el otro gran “letrado” de ese momento, adversario intelectual de Arguedas[6]. Tamayo se desvió imaginativamente del “antimestizaje”, aceptado por el positivismo de la época, y propuso mirar, desde una concepción “organicista” germana, más estrechamente la cultura local, y se alejó así del darwinismo social dominante a principios del siglo XX.

Puesto que Alcides Arguedas había dejado incumplida la tarea de curar la nación, Tamayo planteó la respuesta regeneradora, a través de un cambio metafórico que reubicó lo social y que engrandeció la cultura local. Surgió así la respuesta étnica que contrarrestó el impasse social expuesto por lo cívico. A través de ella, Tamayo pudo observar las fuerzas vitales de la nacionalidad.

Creación de la pedagogía nacional propuso, de este modo, una renovadora metáfora icónica – el cuerpo esbelto del indio gobernado por la inteligencia del mestizo– que, como se puede apreciar, exaltó al indio como “depositario de la energía nacional”, aunque le dio también su lugar a la inteligencia del mestizo. La nueva metáfora fue acomodando los factores “internos” de la cultura a los factores “externos” del progreso occidental que la vitalidad indígena no tomó en cuenta o desdeñó abiertamente.

Duro como el medio ambiente en el que habitaba, el indio resistía con una vocación extraña los embates de la civilización occidental. La resistencia a cambiar y a aceptar pasivamente los elementos exógenos de la civilización era una virtud y también un defecto del carácter de esta raza. Así, la nueva metáfora visualizaba, más allá de la enfermedad racial expresada en el ensayo de Arguedas, que el indio era un cuerpo y una voluntad que perdurarían.

Su alma, replegada sobre sí misma, explicaba la psicología del aymara. Desprovisto de inteligencia, el indio era pura voluntad y carácter, ajeno a toda imaginación estética y a todo pensamiento metafísico. Resultaba entonces vano buscar en la raza aymara los matices de una inteligencia superior. Esta era una cualidad del mestizo, quien revelaba facilidad comprensiva, vivacidad intelectual y habilidad para captar las formas estéticas. El mestizo, sin embargo, no tenía la voluntad del europeo. Hábil para copiar, pero sin la voluntad suficiente como para crear algo genuinamente propio, el mestizo no sabía imprimirles el sello de su voluntad a las cosas.

En su construcción de la nación étnica, era posible que las claras diferencias que Tamayo encontró entre el indio y el mestizo se superasen aplicando a las razas roles pedagógicos diferentes: la educación del indio demandaba una pedagogía de amorosa paciencia; la instrucción del mestizo, una disciplina que desarrollase su intelecto. Como puede apreciarse, ambas pedagogías tenían finalidades diferentes, pero se complementaban de una manera interesante: la del indio operaba desde la voluntad y desde la regia contextura de su cuerpo; la del mestizo, desde la cabeza, desde la inteligencia.

Esta propuesta configuró una imagen ideal –el mestizaje ideal– que relacionó al indio con el mestizo acriollado, con el mestizo occidentalizado, pero que impidió, mediante el riguroso control del imaginario social, que el indio se transformase en cholo y ascendiese política y socialmente[7].

Este será el desplazamiento metafórico que más tarde abordaré como uno de los factores fundamentales de la vertiente desterritorializadora de la nación. Por ahora, basta con decir que mestizo ideal no era el cholo, actor social que Tamayo borró del imaginario nacional. En efecto, hubo que esperar hasta las décadas de 1930 y de 1940 para que la élite de letrados se despojase del aura mística que envolvía a este mestizaje ideal, y para que forjase una nueva propuesta ideológica, más abarcadora y democratizante, que relacionase, “suturase”, lo cívico con lo étnico. Así surgieron letrados tan importantes como Augusto Céspedes y Carlos Montenegro, intelectuales de una clase media emergente, e importantes letrados disidentes, forjadores de la corriente “nacionalista revolucionaria”.

El atemperado discurso mestizo de Montenegro superó odiosas distinciones y controles raciales, particularmente la separación entre mestizos y cholos.

De este modo, el discurso de Montenegro pasó a formar parte del proyecto letrado de la construcción de la nación, aunque con objetivos diferentes a los que planteaban los promotores de la “cultura del mestizaje”, que proponían el disciplinamiento del sector indígena subalterno.

El ensayo de Montenegro fue un intento radical de cambiar el “culto del mestizaje”, tal cual este había sido construido por el relativamente compacto grupo de letrados oligárquico-liberales. Munido de una nueva propuesta ideológica –la metáfora nación vs. antinación–, el grupo de intelectuales disidentes era ahora llamado a reemplazar la esfera cultural del liberalismo.

Esta nueva propuesta, que seguía siendo letrada, impuesta por una intelligentsia revolucionaria que pensaba desde los sectores disidentes de clase media, debía ser mucho más accesible a las masas populares y capaz de conectar con lo que Montenegro denominó los “nervios vitales” de la nacionalidad.

El nacionalismo de Montenegro es un concepto relativamente vago, pero eficaz porque le confiere a Nacionalismo y coloniaje una particular orientación ideológica: la nación debía sobreponerse a las oscuras fuerzas del pasado y servir de bastión contra la rapacidad imperialista permitida y sacramentada por el sistema tradicional: la antinación.

De manera sugerente, y aunque inadvertido por los estudios exclusivamente políticos o sociológicos de este ensayo, cabe notar que la metáfora del mestizaje ideal no se ha ido del todo. La función de esta metáfora corporal, corregida y desmitificada, se encuentra vinculada a la lucha política de inicios de los cuarenta. Montenegro, quien creía en el poder de la literatura, interpretó esta metáfora cultural por medio de una extensa analogía literaria, y llamó a cada capítulo de su libro con el nombre de un género literario distinto.

Ataviado de épica, después de drama, luego de comedia, el mestizaje siguió teniendo su lugar en la visión del nacionalismo que Montenegro nos legó. Al final, de manera consistente con su argumento –el contenido de la nación fue degradado por la antinación oligárquica-liberal–, Montenegro vio en la novela la posibilidad de urdir una forma nueva que, guiándose por las masas, por la “nación verdadera”, lograse superar el pasado alienante.

En resumen, las metáforas constitutivas de la nación cívica y de la nación étnica dieron sentido a fronteras territoriales que, cual murallas o diques, impidieron el libre flujo de las identidades y controlaron celosamente la construcción elitista de lo social. En efecto, ambas concepciones de nación dieron lugar a fronteras duras –así las llama el historiador indio Prasenjit Duara, a propósito de su estudio sobre la China moderna– que fueron asumidas por élites que no pudieron construir proyectos auténticamente hegemónicos de “cultura nacional”.

En su reemplazo, la cultura del antimestizaje, al igual que la del mestizaje ideal, asentada en las metáforas de la enfermedad mestiza y de la regeneración corporal india, construyeron el Estado-nación sujeto a discursos de dominación que “excluían los valores culturales de los pueblos indígenas y de la mayoría de la población respecto de los derechos de la ciudadanía” (Mayorga y Molina 32).

Si la nación cívica fue un proyecto limitado a la expansión burocrática del criollaje, sin la correspondiente ampliación de los derechos de ciudadanía, la nación étnica también fue elitista porque buscó incorporar al indio bajo un idealismo abstracto que lo mantuvo postergado en lo concreto. Así, la nación étnica pretendió ser modelada bajo el proyecto de una nación mestiza promovida mediante propuestas pedagógicas de índole “civilizatoria”.

Hoy en día se percibe, sin embargo, la necesidad de ir más allá, de superar  la naturaleza dura, fija, homogénea de este Estado-nación. Así, surgen argumentos nuevos, posicionamientos ideológicos y discursivos de diversa naturaleza (posmodernos, poscoloniales, etc.) que cuestionan la rigidez de las fronteras construidas por el nacionalismo, la moderna narrativa reguladora de la historia.

Al contrarrestar esta fijeza con la naturaleza mucho más fluida y cambiante de las múltiples identidades que viven dentro de la nación –hoy día empleamos los términos nación plural, plurinacionalidad–, la tarea de extraer al Estado-nación de las fronteras duras de la modernidad es una posibilidad que, aunque necesaria, no deja de ser problemática. De todos modos, nuevas demandas de ciudadanización, provenientes de los procesos migratorios internos de las últimas décadas, provocan el resquebrajamiento de esta frontera dura, de condición mestiza, y hacen la metáfora mucho más fluida, mucho más sensible a las reivindicaciones étnicas asumidas por los movimientos sociales.

Se construye así la otredad, hecho que pone en evidencia las limitaciones de la nación concebida como comunidad homogénea. Ingreso, pues, a una nueva etapa, a una nueva vertiente interpretativa de lo nacional.

Desterritorialización y metáforas del fluir

En el caso boliviano, desterritorialización y desplazamiento son conceptos nuevos que estuvieron relacionados con el abigarramiento social que descubrió René Zavaleta Mercado. Fue Zavaleta (Bolivia; “Forma clase”) quien se apartó del modelo icónico de la nación mestiza y abrió el cauce a una de las más interesantes lecturas desterritorializadoras del presente: la planteada por el economista Carlos Toranzo Roca, acucioso investigador de la cara pluricultural y multilingüe de la Bolivia actual. Me concentraré en el trabajo de Toranzo para comenzar el análisis de lo que llamo metáforas del fluir.

El sugerente trabajo intelectual de Carlos Toranzo Roca aborda la óptica desterritorializadora desde la cual se hizo particularmente visible lo cholo, es decir, la construcción social más importante de “varios siglos de amestización” (Lo plurimulti 87). En efecto, los textos escritos por Toranzo en las décadas pasadas fueron ensayos descriptivos de la realidad que, dirigidos a las élites locales, pretendían que ellas, afanadas en autodefinirse como “criollas”, pudiesen entender que, en realidad, eran el producto del largo proceso de mestizaje construido por la historia boliviana. Aún más, Lo pluri-multi o el reino de la diversidad era:

[…] un alegato contra las homogeneidades. Si bien describía el proceso de mestización, no hablaba de un mestizo único, es decir, discrepaba del modelo culturalista homogeneizador de la Revolución de 1952 que entendía que la historia revolucionaria iba a construir un solo modelo de mestizaje, uno único, monocultural. En la medida en que se diferenciaba del MNR revolucionario, lo hacía también de los revolucionarios soviéticos que pretendieron construir otra homogeneidad, la proletaria, matando u obscureciendo todos los matices de la diversidad, u ocultando las heterogeneidades que se iban cultivando cada día y que lo siguen haciendo en cualquier parte del mundo. (52)

Resulta sugerente comprobar que, un siglo después de publicado el ensayo de Tamayo, la realidad boliviana todavía plantea la necesidad de que se siga pensando el mestizaje. Nótese, sin embargo, que hacerlo ahora exige una óptica desterritorializadora muy diferente. En efecto, y al proseguir con lo que afirmaba en Lo pluri-multi, Toranzo vuelve, a raíz de la conmemoración de los veinticinco años de fundación del Posgrado en Ciencias del Desarrollo en la Universidad Mayor de San Andrés (Cides-UMSA), a escribir uno de los más interesantes ensayos de ¿Nación o naciones en Bolivia?, libro coordinado por el cientista social Gonzalo Rojas Ortuste. Se trata de “Repensando el mestizaje en Bolivia”.

Repensar el mestizaje significa tener en cuenta que las diferencias raciales, supuestamente superadas por la modernización y la racionalización del Estado, no son un tema pasado, sino que, por el contrario, vuelven a ocupar el interés de los intelectuales del presente. En el fondo, se puede decir que, bajo el rótulo de la nación mestiza, la visión homogeneizadora de la realidad que, aparentemente, curó a Bolivia de la “enfermedad” racial que la aquejaba, reaparece con inusitada fuerza.

La necesidad de repensar el mestizaje muestra que la nación mestiza, tal cual ella había sido pensada por las políticas pedagógicas del siglo pasado, necesitaba ser reinterpretada por nuevas demandas de índole varia: étnica, de género, generacional, regional, gremial, etc. De este modo, se percibía, a fines del siglo pasado, la necesidad de estudiar la conformación de los multiples mestizajes (Toranzo, “Repensando” 45). En efecto, afirmaba Toranzo, en la última década del siglo pasado, que “cerrar los ojos a las centenas de mestizajes de este país implica simplemente cerrar los ojos a las mayorías de Bolivia” (46).

Pero el estudio sobre los múltiples mestizajes, o la descripción de su largo proceso en Bolivia, tal cual aparece en el reciente ensayo de Toranzo, significan tener muy en cuenta que la construcción histórica “no es lineal sino iterativa, con momentos a veces llenos de violencia” (46) que llenan dicho proceso de “tonalidades”, que no pueden ser abordadas como regularidades homogéneas, sino como heterogeneidades que deben ser reinterpretadas periódicamente.

Sin embargo, note el lector que reinterpretar no significa refundar. En efecto, Toranzo afirma que “es falaz la idea de las refundaciones, como es equivocado el criterio que expresa que los fenómenos políticos se inician de cero, como si no [hubieran] […] tenido ningún antecedente histórico” (46). En el fondo, Toranzo está planteando el fluir ordenado en el que se desplazan y mimetizan los mestizajes, identidades que “se construyen de la amalgama de pasado, de presente y de sueños de futuro” (46).

Por ello, en el fluir de las identidades estarían las huellas de la historia que, buenas o malas, marcarían dichos procesos. Negarlos, como sucede, según Toranzo, con las políticas culturales del actual Estado plurinacional, propugnador de un indianismo que relega y subalterniza los mestizajes reales, conduciría a ver mal la realidad.

Puesto que no existiría la identidad de lo boliviano como un hecho singular, Toranzo recurre a las identidades mestizas para replantear la necesidad de construir un nosotros común que sea capaz de reorientar el rumbo de la República de Bolivia, según él mal descrita por el Gobierno actual como Estado plurinacional.

Ahora bien, el desplazamiento de los mestizajes, su fluir en el tiempo, aleja a estos del territorio pedagógico, de la frontera dura delineada por Tamayo e impuesta más tarde por el “nacionalismo revolucionario”, a principios de la década de 1950. Para Toranzo, este modelo nacionalista no habría perdido su

relevancia, pero sí habría cambiado con el fluir del tiempo. Así, afirma Toranzo que los bolivianos, tanto rurales como urbanos, somos “datos de comunidad y presencia de diversidades” (49).

Los bolivianos, sin embargo, habríamos mutado de modelo icónico –el fenómeno de las identidades es básicamente movimiento–, hecho que quiero destacar porque constituye uno de los acontecimientos más importantes de este ensayo, y que seguramente quedaría olvidado por otra lectura, de corte exclusivamente sociológico, que desatienda la representación. Me concentro, pues, en esta mutación, en esta metáfora del fluir que ahora representa las identidades desde una óptica muy diferente.

La lectura del ensayo de Toranzo me lleva a revisar uno de los libros del historiador argentino Ignacio Lewkowicz, dedicado al estudio de la subjetividad contemporánea (Pensar sin Estado). Lewkowicz acentúa el hecho de que hablamos frecuentemente del fluir de la conciencia, pero no reparamos en que estamos empleando una metáfora que se desplaza de un modo muy peculiar: corre como flumen, como un río que cambia y que nunca es el mismo.

Pensado desde la orilla, nos dice Lewkowicz, “el río es la imagen de la fluidez concebida como ‘cambio’ que no se puede ‘bajar dos veces’” (235). Pero si en el río todo cambia, la mutación tiene un sentido ordenado, permanente: un nacimiento, un curso y una desembocadura. Así, “el río es el sentido del agua entre su fuente y su desembocadura” (235).

Esta imagen de la fluidez ordenada del río también permite repensar el mestizaje porque Toranzo recurre a ella para explicar, como ya observé, que “todo fluye en el tiempo”, porque “nadie es idéntico a lo que era en el pasado” (“Repensando” 50). De este modo, Toranzo expresa, a través de esta metáfora heraclitana del tiempo, la apertura de la nación mestiza a procesos históricos mucho más complejos, que no dejan a nadie incólume, petrificado en su origen: “No, no hay calcos exactamente idénticos en la historia, eso es válido para toda la sociedad, incluidas sus élites, ellas han ido cambiando en el tiempo […]” (58).

El resultado de todo proceso histórico es que nadie es idéntico a lo que fue en el pasado. No habría, pues, una nación mestiza inmutable, sino un proceso histórico, un fluir de las razas en permanente cambio. Nótese, sin embargo, que este fluir de los mestizajes tiene un final, una desembocadura precisa: la nación y la república.

El aspecto interesante, aunque también problemático, de esta fluida construcción multicultural de las identidades es precisamente la postulación del posible nosotros común que mediaría nuestros actos. Esta mediación tendría la capacidad de administrar los conflictos reales de manera tal que disiparía y resolvería, milagrosamente, hay que decirlo, la dificultad de construir la comunidad humana. Y estos conflictos se ahondan aún más cuando hay múltiples demandas de carácter étnico que los determinan y preceden.

A esta altura del análisis, cabe afirmar que el ordenado fluir de las identidades se desentiende del hecho de que la condición contemporánea se configura, como afirma Lewkowicz, “entre dos movimientos de distinta índole: por un lado,el desfondamiento del Estado; por otro, la construcción de una subjetividad que habita ese desfondamiento” (220). Y estas distintas formas de subjetividad que se construyen en el desfondamiento serían un nosotros muy diferente al que asume Toranzo como síntesis del curso seguido por la construcción de las identidades.

Lewkowicz lo describe como un nosotros contingente (277). Contingit nosotros es “el pronombre de la alegría breve, nombre propio de la fiesta revoltosa y del Estado al borde de su disolución” (231).

¿Dónde se originaría este nosotros impreciso, extraño y precario, que, dado el descalabro de la institucionalidad del Estado, parece formarse, sin previo aviso, en esquinas y plazas, es decir, en asambleas que aparentemente dejan instalada una nueva manera de pensar? Este nosotros sería el resultado de una manera diferente de concebir la fluidez, porque, dado el desmoronamiento del Estado, respondería a la dispersión de lo contenido ante la falta de continente.

Es el agua que, cual torrente incontrolable, fluiría sin desembocadura, “sin cartografía”, sin dique que la contenga. Hablo, pues, de aguas turbulentas que, tal cual las tiene pensadas Toranzo, modificarían, alterarían el curso ordenado de las identidades.

En efecto, la metáfora del río, afirmada como está en el fluir del proceso histórico, se desentiende de aquellos “atajos” que vienen del pasado y que crean turbulencia en las apacibles aguas de los mestizajes. Me parece que esta metáfora no representa esas avalanchas de agua y de tierra que bajan bateando debajo de la corriente cuando los ríos se cargan.

En otras palabras, la metáfora del río se desentiende de aquellas “ruinas”, de aquellos “torbellinos de pasado” que perturban nuestro presente porque responden a un más allá y a un entonces que de pronto se descubre; un pasado que no puede ser racionalizado y que es inservible para trazar el futuro. Ese allá y ese entonces que la metáfora del río encubre es el aquí que, siendo presente, se nutre de la memoria insomne pero fragmentada.

Es el ahora que corre tanto como se ahonda verticalmente en un tiempo espeso que acumula sin sintetizar las experiencias a las que llamo rescoldos del pasado, producto de un tiempo circular, mítico, que se dejó atrás, pero que sigue perturbando con rabia y con violencia el presente. Hablo, pues, de anhelos postergados, hundidos en la memoria, que, al volver a la superficie, cobran nueva y repentina importancia social y política, originando así una conciencia contingente que, a diferencia de la proletaria, es el punto de partida del sacudón histórico que vivimos actualmente.

Avalanchas, sacudones, turbulencias son, todos ellos, incorporaciones del pasado remoto que la metáfora del río, en su fluir ordenado y plácido, olvida registrar. A partir de dichas incorporaciones, aparecen los movimientos sociales que tienen hoy un rol específico en la dinámica del todo social. La avalancha y la turbulencia expresan el retorno de la multitud, de la plebe, a propósito de la cual me parece que sería conveniente seguir la huella dejada por “La forma multitud de la política de las necesidades vitales”, tema y título del ensayo de Raquel Rodríguez, Álvaro García Linera y Luis Tapia, en el cual se describe detalladamente el alud de humanidad (162) que la multitud genera.

“La forma multitud de la política de las necesidades vitales”, último ensayo del libro que, a propósito del retorno de lo plebeyo, escribieron sus tres autores, revela ampliamente los cambios producidos en la Bolivia de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. En realidad, los acontecimientos de abril de 2000 marcaron el inicio del desmoronamiento del Estado-nación, la crisis del sistema neoliberal y la emergencia del nosotros contingente que, siguiendo el trabajo de Ignacio Lewkowicz, acabo de plantear.

Los primeros meses del año 2000 hicieron que la ciudad de Cochabamba fuese el epicentro de una de las rebeliones sociales más importantes de la América Latina de nuestros días: la conocida guerra del agua. Entre enero y abril de ese año, se fue conformando en esta ciudad la Coordinadora del Agua y de la Vida, organización nueva, sin precedentes institucionales, que se opuso exitosamente a que el agua fuese privatizada, e impidió que, de acuerdo con una ley neoliberal promulgada a fines de 1999, el agua terminase siendo una mercancía y no un bien público.

Al reunir en asamblea a las asociaciones de regantes de los valles interandinos, a la Federación de Fabriles de Cochabamba, a los colegios de profesionales de clase media, a los sindicatos cocaleros y a los miembros de los ayllus de las zonas altas, esta Coordinadora del Agua fue, de acuerdo con los autores del ensayo, “una estructura organizativa con nuevas voces” (150) que emitieron el descontento de una “multitud plebeya” (150) que se representaba a sí misma en una enorme y espontánea asamblea callejera.

Era la “densidad plebeya” (154) que, como un alud, como una avalancha, como un torrente humano, se “arremolinaba en calles, plazas y avenidas” (163), y que daba lugar a un “cabildo deliberativo” (154) sin precedentes. Esta multitud, que se “desbordaba por las calles para llegar al centro de la ciudad” (157), no era, pues, una estructura sindical tradicional, sino un grupo compuesto, mayoritariamente, por “bloqueadores agrarios, vecinos y vecinas humildes de la periferia de la ciudad” (139). La multitud que se levantaba en Cochabamba, en abril de 2000, para exigir el respeto a sus “usos y costumbres” (136), era una “presión centripeta” (143) que se inventó espontáneamente en ese dispositivo, extraño y precario para toda organización política tradicional, que es la asamblea constituida en esquinas y en plazas de la ciudad.

Como lo expresa Lewkowicz, al referirse al nosotros contingente: “[…] la asamblea primero necesitó reunirse en esquinas o en plazas para pensar de este modo. Y aunque luego se disolviera o extenuara como asamblea efectiva, dejó instalada esa modalidad de pensar. La asamblea es la mecánica efectiva del nosotros” (221).

La renovada modalidad de pensar también necesitó de una nueva metáfora que la expresase más apropiadamente. Me refiero, pues, a la avalancha, al alud, es decir, a la metáfora fluvial del aquí y del ahora sin cartografiar que es el presente.

La avalancha es la acumulación violenta de asincronías, de tiempos encontrados, no contemporáneos, que rompen con la ordenada visión de la historia. Alejada de las playas, de la orillas seguras de la modernidad, del río que las representa y contiene; pensada desde un lugar de enunciación diferente y encontrado con la nación, la metáfora de la avalancha, de la turbulencia, desborda, como lo hicieron los guerreros del agua en los enfrentamientos sociales del año 2000. Según pudimos apreciar, el ensayo de referencia sobre la forma multitud reconstruye los días que siguieron al acontecimiento que dio inicio a la contemporaneidad boliviana: la guerra del agua.

Para los autores del ensayo, los guerreros del agua, quienes “bajaron a la ciudad encabezados por sus autoridades originarias” (168), no contemporizaron, sino “barrieron con la élite mestiza en el poder” (168). “Alud de humanidad que rebasó al Estado” (162), alzada de cholos y de campesinos, como también lo fue el acontecimiento revolucionario de 1952, que René Zavaleta Mercado relató con gran vigor en su Bolivia: el desarrollo de la conciencia nacional, los guerreros del agua fueron ese componente de “olores intensos de la muchedumbre que modifican el uso del espacio urbano en correspondencia a su sentido de fuerza y orgullo colectivo en movimiento” (Rodríguez, García y Tapia 154).

Así, la densa avalancha de la plebe insurgente de Cochabamba fue la forma multitud que, expansiva como el agua (155), lo inundó todo, incluyendo los territorios despolitizados por el neoliberalismo. Esta multitud “atacó, debilitó y reformó los viejos espacios nacionales de la política” (155).

Es muy sugerente que los autores del ensayo sobre la forma multitud concluyan su trabajo sobre la Bolivia más reciente, sobre la Bolivia plebeya, refiriéndose a ella como la “marea alta de la política de las necesidades vitales” (177), metáfora que altera el ordenado fluir de las aguas del río, y muestra su caudaloso y desordenado desembocar en el mar. Si el río era el perpetuo fluir, el perpetuo devenir de las identidades mestizas, la “marea alta”, el océano, parece ser el comienzo contingente de nuevos actores sociales que ya no fluyen ordenadamente, sino que, por el contrario, son el alud, la avalancha, la correntada, la marea y la resaca, el recomenzar perpetuo, el colapso del sentido del flumen y de las instituciones democráticas a las cuales representa.

Hecho significativo de este “alud de gente” producido en los albores del siglo XXI, y celebrado en el ensayo por su fuerza multitudinaria, fue el descubrimiento de la debilidad del Estado neoliberal mestizo, particularmente el descubrimiento de la pérdida progresiva de su capacidad “simbólica”, de su función cohesionadora.

Para sostenerse en el poder, el Estado debió recurrir a la violencia armada. El accionar del Estado neoliberal comenzó a perder validez y legitimidad ante los ojos de propios y ajenos, particularmente de aquellos que eran llamados a cumplir con los dictámenes arbitrarios que provenían del poder. De este modo, el “alud de humanidad que rebasaba las instituciones del Estado” (Rodríguez, García y Tapia 162) abría el nuevo ciclo, incierto, “sin cartografiar”, de la “democracia de la plebe”, cuya “marea alta” inundaba los espacios otrora despolitizados por el sistema imperante, y reabría una vez más los viejos esquemas nacionalistas que parecían haber desaparecido con la oleada neoliberal.

Llegado a este punto, no quiero terminar este apartado sin expresar que el

ensayo de Rodríguez, García y Tapia sobre la forma multitud –su antecedente es “Forma clase y forma multitud en el proletariado boliviano”, ensayo que Zavaleta escribiera a fines de 1970 en un tono menos celebratorio– concluye recordando a los lectores que si una de las funciones del “retorno de lo plebeyo” era la “rehabilitación de los usos y costumbres de los oprimidos” (177), otra de sus funciones también era la de traer al presente la vieja añoranza de Marx de que lo “arcaico” volviese a la modernidad en condiciones superiores, dándoles un renovado uso a las estructuras comunales agrarias. De este modo, el ensayo nos recuerda que “quedan en pie dos nuevas propuestas sociales de largo alcance: la autogestión político-económica y la comunidad o ayllu ampliado” (177). Ellas serían “los dos ejes discursivos de la multitud en acción” (177).

La metáfora del anfibio

Los recientes movimientos de las nacionalidades étnicas cuestionan, en mi criterio, lo que Rodríguez, Tapia y García Linera concibieron como “la marea alta de la política de las necesidades vitales” (77). En efecto, la resaca de la forma multitud me obliga a retornar a “tierra firme”. Me refiero a la necesidad de recuperar el diálogo fecundo entre espacios y tiempos “contemporáneamente no contemporáneos”, como el que promovieron los pueblos originarios de tierras bajas con la Marcha por el Territorio y por la Dignidad y la Búsqueda de la Loma Santa, acontecimientos que aunque tuvieron lugar en 1990 siguen alimentando el proceso de los movimientos indígenas más recientes.

En ambas movilizaciones se dio una poderosa construcción de símbolos que, como señala la autora de un libro reciente sobre el tema (Canedo), forjó una nueva utopía, una resignificación territorial que propugnó la instauración de un nuevo orden social y económico. La utopía creada por estos pueblos originarios no desestimó la modernización; antes bien, la equilibró con símbolos ancestrales de identidad étnica que ayudaron al habitante de las tierras bajas, de la Amazonia, a resignificar su territorio. Este retorno a los ancestros, al pasado mítico, religioso, promovió una mayor tolerancia y comprensión de la compleja interacción entre los seres humanos y la naturaleza.

Asimismo, generó nuevas asociaciones que cruzaron, desafiantes, aunque pacíficamente, los límites territoriales y pedagógicos trazados por el Estado, incluyendo las limitaciones de su percepción actual de qué debe entenderse por plurinacionalidad.

Ya observamos que si la “vertiente pedagógica” construía el Estado-nación, su desterritorialización producía, como efecto opuesto, el fluir identitario que remataba en su desfondamiento. Más allá de ambas, postulo aquí la (re)territorialización integradora, es decir, la posibilidad que tienen hoy los movimientos originarios de construir el diálogo, la fertilización recíproca entre la modernidad y la cultura ancestral.

Me parece que lo anfibio es la metáfora que mejor expresa este nuevo desplazamiento. A ella recurrió Orlando Fals Borda cuando explicó el mundo riberano de Colombia, y hoy lo demanda el análisis de aquellos países y regiones donde la diversidad cultural es fuente de renovadas potencialidades interpretativas. Se trata, pues, de una metáfora útil porque “toma el conocimiento de un cierto contexto para llevarlo a otro, reelaborándolo en función del contexto de destino” (Mockus 37). Veamos la metáfora más detalladamente.

En sentido lato, anfibia, que significa ambas vidas o ambos medios, es toda comunidad que “se desenvuelve solventemente en varias tradiciones culturales y que facilita la comunicación entre ellas” (Mockus 37). Metáfora de la comunicación entre culturas, la del anfibio ayuda a superar las diferencias que se presentan en sociedades contemporáneas que tienen niveles elevados de diversidad cultural y de segmentación social.

Por una parte, la metáfora acerca la ley a la moral y a la cultura, allí donde permanece el tradicional divorcio entre ellas. Por otra, el anfibio entrevé la posibilidad de superar la violencia a la que recurre el poder cuando resuelve conflictos. Si la metáfora del anfibio ilustra la posibilidad de elaborar normas compatibles con la diferencia, también muestra que es posible construir el diálogo entre las culturas.

Originalmente relacionada con una corriente de investigación que, liderada por Basil Bernstein, ve en la educación un proceso social de circulación del conocimiento, la metáfora del anfibio representa la capacidad que tiene la diferencia cultural para “obedecer a sistemas de reglas parcialmente divergentes sin perder integridad intelectual y moral” (Mockus 39).

Es precisamente esta integridad la que ayuda al anfibio “a seleccionar y jerarquizar fragmentos de conocimiento y de moralidad en un contexto para traducirlo y hacer posible su apropiación en otro” (39). Lo aquí señalado se aplica a ese diálogo entre lo ancestral y lo moderno que me permite ubicar la Marcha por el Territorio y la Dignidad de los pueblos originarios de tierras bajas como un ejemplo revelador de la cultura de la integración que lo anfibio representa.

La Marcha por el Territorio y la Dignidad postuló una demanda social que cambió completamente el modo en que tenían lugar la dotación y la ocupación de tierras, ambas registradas como acontecimientos exclusivamente materiales en las historias agrarias de América Latina. En la marcha de los pueblos amazónicos no era solo la tierra, sino un conjunto imbricado de valores materiales y simbólicos lo que estos pueblos exigían que el Estado les reconociese. El territorio se transformaba, pues, en un símbolo de la reivindicación autonómica que los pueblos originarios exigían al Estado y a los grupos de poder que los habían sojuzgado. Como lo expresa Álvaro Bello, en el prólogo del reciente libro de Gabriela Canedo, La Loma Santa: una utopía cercada, a propósito de la resignificación del territorio:

Frente a la legalidad del Estado y de quienes buscan apropiarse de las tierras indígenas, el territorio es una evidencia material, demostrable y mensurable de los “derechos verdaderos” y originales porque es una “prueba” irrefutable de la pertenencia y del “lugar” de la identidad.

Este es el caso de los mojeños que, como señala Gabriela Canedo, buscan representar a través del territorio el lugar central para la existencia y reproducción material, el lugar donde se desarrolla la caza, pesca, recolección y cultivo para la subsistencia. Pero es también, señala la autora, el lugar de los símbolos de la identidad étnica. La Loma Santa, el territorio simbólico, es una utopía movilizadora que propugna la instalación de un nuevo orden social y económico. Y por ello es que su defensa es un motor de la acción colectiva de los mojeños, pues a través de esta lucha han podido posicionarse como un actor político […] (12)

Al vivir tanto en la vida moderna como en la ancestral, los mojeños expresaban la capacidad que la diferencia cultural tenía para cruzar códigos culturales, para exigir que la legislación no relegase la costumbre sino que, por el contrario, la reconociese y la valorase. No era suficiente la legalidad impuesta desde el poder porque el mojeño, el habitante de las tierras bajas, intérprete y traductor de culturas, exigía, además, que la regla escrita no se desentendiese de la costumbre cultural.

De este modo, las marchas de 1990 demandaban la fertilización recíproca de la ley con la moral y la costumbre. Y esta fertilización ayudaba, además, a la ampliación de la democracia porque permitía que lo legal se comunicase con lo moralmente válido y con lo culturalmente relevante, aunque el derecho positivo no los reconociese taxativamente. De este modo, el surgimiento de nuevas fronteras blandas, anfibias, capaces de conectar lo moderno con lo ancestral, permitía la (re)territorialización de conceptos que se entrelazaban para dar respuestas novedosas, creativas, a los avances depredadores del desarrollismo.

Frente al avasallamiento de las tierras de comunidad, frente a la colonización de los espacios rurales, la Marcha por el Territorio y por la Dignidad y la Búsqueda de la Loma Santa creaban, pues, la posibilidad de que los argumentos del pasado remoto “acortasen” la distancia entre las costumbres y la ley. En efecto, la fuerza de lo cultural buscaba reducir la separación entre las costumbres ancestrales y los procedimientos expresos que eran ajenos a las interpretaciones sagradas y a las motivaciones éticas que están fuera del alcance del derecho positivo.

La funcionalidad sistémica de este, su razón instrumental, siempre sujeta a fines, eximía al derecho de tener que acudir a argumentos religiosos y culturales, y distinguía tajantemente los argumentos legales de los de aquellos grupos humanos que encontraban en la moral y en las costumbres ancestrales los valores que ampliaban sus libertades.

Finalmente, la puesta en práctica de argumentos culturales y religiosos que pertenecen al tiempo “de los dioses” (Chakrabarty) tiene enormes dificultades para influenciar el actuar comunicativo que se desarrolla en la “esfera pública”.

Ella desborda la razón instrumental del poder y del derecho positivo que lo legitima. Pero los pueblos anfibios que cruzan culturas, que las interrelacionan, parecen comprender que es urgente la compatibilidad de los sistemas y la adecuación de ellos a las necesidades del presente. Por ello, la fertilización recíproca de la ley, con la moral y la cultura, tiene hoy una sorprendente actualidad, habiendo ella confirmado que se lucha por la tierra y el territorio no solo para proteger los derechos humanos de los pueblos indígenas amazónicos, sino para extenderla a la protección de la naturaleza, de modo que su reconocimiento se torna en el “principal problema político y epistemológico del siglo XXI” (Komadina).

En efecto, este problema epistemológico aparece con notable claridad en las recientes marchas de los pueblos indígenas de las tierras bajas, particularmente en la marcha por la defensa de los Territorios Indígenas del Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), que sigue teniendo lugar por el reclamo de legítimos derechos.

Es el reclamo que los pueblos orginarios le hacen hoy al Estado, para exigirle el respeto no solo de los derechos que les garantizan sus derechos humanos, sino de aquellos que relacionan la naturaleza con la defensa del territorio. Bien sabemos hoy que de la observancia de estos derechos se desprende la mismísima razón de ser de la plurinacionalidad.

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[1] El autor recopila sus ensayos en La literatura en la historia de las emancipaciones latinoamericanas.

[2] Por capitalismo de imprenta Anderson entiende tres cosas: 1) que el lenguaje culto (el latín y las lenguas que derivaron de él) fue primordial para la construcción de la nación. El nacionalismo privilegió el uso de las lenguas vernáculas por sobre el latín. De este modo, la coincidencia entre el capitalismo y la tecnología de imprenta dio a la lengua su estrecha relación con el nacionalismo; 2) la capacidad de que determinadas lenguas –aquellas que adquirieron fijeza y estabilidad en el empleo de la gramática–dominasen el aparato administrativo del Estado; 3) la construcción de una “alta cultura”, capaz de dominar a la sociedad y de definirla de acuerdo con su capacidad “totalizadora”.

[3] Ver el análisis más detallado de los ensayos de Alcides Arguedas, Franz Tamayo y Carlos Montenegro, en mi libro El espejismo del mestizaje.

[4] Acuñada por la historiadora Brooke Larson, esta expresión reúne a los ensayistas liberales de las primeras décadas del siglo XX, quienes, afanados en construir el Estado-nación, y bajo una impronta fuertemente marcada por el darwinismo social de la época, consideraban que “la raza mestiza no unía ni fusionaba a indios y blancos, sino que encarnaba lo peor de ambas razas: la audacia, aventurerismo y fanatismo de los españoles y la pasividad, primitividad y pusilanimidad del indio”. En otras palabras, “el mestizaje eliminaba las cualidades redimibles de esas ‘razas puras’, mientras que, al perpetuar las características envilecidas del conquistador y del conquistado, la híbrida raza mestiza encarnaba una volátil mezcla de gente ingobernable” (33).

[5] El lector tiene un estudio detallado de la metáfora social en A Poetic for Sociology, de Richard Harvey Brown (77-171).

[6] Una revisión crítica de este culto del antimestizaje, que coincide con mis afirmaciones en torno a la figura intelectual de Franz Tamayo, se encuentra en el reciente libro de Ximena Soruco Sologuren, La ciudad de los cholos. Mestizaje y colonialidad en Bolivia, siglos XIX y XX.

[7] Estudios recientes prueban que el control ejercitado por el mestizaje ideal corre a lo largo de toda la “narrativa de la identidad”, hasta el proyecto nacionalista cristalizado en la Revolución Nacional de 1952. Ver Soruco.

Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntrico, 2000. Edgardo Lander

En los debates políticos y en diversos campos de las ciencias sociales, han sido notorias las dificultades para formular alternativas teóricas y políticas a la primacía total del mercado, cuya defensa más coherente ha sido formulada por el neoliberalismo. Estas dificultades se deben, en una importante medida, al hecho de que el neoliberalismo es debatido y confrontado como una teoría económica, cuando en realidad debe ser comprendido como el discurso hegemónico de un modelo civilizatorio, esto es, como una extraordinaria síntesis de los supuestos y valores básicos de la sociedad liberal moderna en torno al ser humano, la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el conocimiento y la buena vida.

Las alternativas a las propuestas neoliberales y al modelo de vida que representan, no pueden buscarse en otros modelos o teorías en el campo de la economía ya que la economía misma como disciplina científica asume, en lo fundamental, la cosmovisión liberal.

La expresión más potente de la eficacia del pensamiento científico moderno -especialmente en sus expresiones tecnocráticas y neoliberales hoy hegemónicas- es lo que puede ser descrito literalmente como la naturalización de las relaciones sociales, la noción de acuerdo a la cual las características de la sociedad llamada moderna son la expresión de las tendencias espontáneas, naturales del desarrollo histórico de la sociedad.

La sociedad liberal industrial se constituye -desde esta perspectiva- no sólo en el orden social deseable, sino en el único posible. Esta es la concepción según la cual nos encontramos hoy en un punto de llegada, sociedad sin ideologías, modelo civilizatorio único, globalizado, universal, que hace innecesaria la política, en la medida en que ya no hay alternativas posibles a ese modo de vida.

Esta fuerza hegemónica del pensamiento neoliberal, su capacidad de presentar su propia narrativa histórica como el conocimiento objetivo, científico y universal y a su visión de la sociedad moderna como la forma más avanzada -pero igualmente normal- de la experiencia humana, está sustentada en condiciones histórico culturales específicas. El neoliberalismo es un excepcional extracto, purificado y por ello despojado de tensiones y contradicciones, de tendencias y opciones civilizatorias que tienen una larga historia en la sociedad occidental.

Esto le da la capacidad de constituirse en el sentido común de la sociedad moderna. La eficacia hegemónica actual de esta síntesis se sustenta en las tectónicas transformaciones en las relaciones de poder que se han producido en el mundo en las últimas décadas. La desaparición o derrota de las principales oposiciones políticas que ha enfrentado históricamente la sociedad liberal (el socialismo real, y las organizaciones y luchas populares anti-capitalistas en todas partes del mundo), así como la riqueza y el poderío militar sin rival de las sociedades industriales del Norte, contribuyen a la imagen de la sociedad liberal de mercado como la única opción posible, como el fin de la Historia.

Sin embargo, la naturalización de la sociedad liberal como la forma más avanzada y normal de existencia humana no es una construcción reciente que pueda atribuirse al pensamiento neoliberal, ni a la actual coyuntura geopolítica, sino que por el contrario tiene una larga historia en el pensamiento social occidental de los últimos siglos.

La búsqueda de alternativas a la conformación profundamente excluyente y desigual del mundo moderno exige un esfuerzo de deconstrucción del carácter universal y natural de la sociedad capitalista-liberal. Esto requiere el cuestionamiento de las pretensiones de objetividad y neutralidad de los principales instrumentos de naturalización y legitimación de este orden social: el conjunto de saberes que conocemos globalmente como ciencias sociales.

Este trabajo de deconstrucción es un esfuerzo extraordinariamente vigoroso y multifacético que se ha venido produciendo en los últimos años en todas partes del mundo. Entre sus contribuciones fundamentales se destacan: las múltiples vertientes de la crítica feminista[1], el cuestionamiento de la historia europea como Historia Universal[2], el desentrañamiento de la naturaleza del orientalismo[3], la exigencia de «abrir las ciencias sociales«[4]; los aportes de los estudios subalternos de la India[5]; la producción de intelectuales africanos como V.Y. Mudimbe, Mahmood Mamdani, Tsenay Serequeberham y Oyenka Owomoyela[6], y el amplio espectro de la llamada perspectiva postcolonial que encuentra especial vigor en muchos departamentos de estudios culturales de universidades norteamericanas y europeas.

La búsqueda de perspectivas del conocer no eurocéntrico tiene una larga y valiosa tradición en América Latina (José Martí, José Carlos Mariátegui), y cuenta con valiosas contribuciones recientes, entre éstas las de Enrique Dussel[7], Arturo Escobar[8], Michel-Rolph Trouillot[9], Aníbal Quijano[10], Walter Mignolo[11], Fernando Coronil[12] y Carlos Lenkersdorf[13].

Este texto se inscribe dentro de este esfuerzo, argumentando que es posible identificar dos dimensiones constitutivas de los saberes modernos que contribuyen a explicar su eficacia naturalizadora. Se trata de dos dimensiones que tienen orígenes históricos diferentes, y que sólo adquieren su actual potencia naturalizadora por la vía de su estrecha imbricación.

La primera dimensión se refiere a las sucesivas separaciones o particiones del mundo de lo «real» que se dan históricamente en la sociedad occidental y las formas como se va construyendo el conocimiento sobre las bases de este proceso de sucesivas separaciones.

La segunda dimensión es la forma como se articulan los saberes modernos con la organización del poder, especialmente las relaciones coloniales/imperiales de poder constitutivas del mundo moderno.

Estas dos dimensiones sirven de sustento sólido a una construcción discursiva naturalizadora de las ciencias sociales o saberes sociales modernos.

I. Las múltiples separaciones de Occidente

Una primera separación de la tradición occidental es de origen religioso. Un sustrato fundamental de las formas particulares del conocer y del hacer tecnológico de la sociedad occidental la asocia Jan Berting a la separación judeo-cristiana entre Dios (lo sagrado), el hombre (lo humano) y la naturaleza. De acuerdo a Berting, en esta tradición:

Dios creó al mundo, de manera que el mundo mismo no es Dios, y no se considera sagrado. Esto está asociado a la idea de que Dios creó al hombre en su propia imagen y lo elevó sobre todas las otras criaturas en la tierra, dándole el derecho… a intervenir en el curso de los acontecimientos en la tierra. A diferencia de la mayor parte de los otros sistemas religiosos, las creencias judeo-cristianas no contienen inhibiciones al control de la naturaleza por el hombre[14].

Es sin embargo a partir de la Ilustración y con el desarrollo posterior de las ciencias modernas cuando se sistematizan y se multiplican estas separaciones[15]. Un hito histórico significativo en estos sucesivos procesos de separación lo constituye la ruptura ontológica entre cuerpo y mente, entre la razón y el mundo, tal como ésta es formulada en la obra de Descartes[16].

La ruptura ontológica entre la razón y el mundo quiere decir que el mundo ya no es un orden significativo, está expresamente muerto. La comprensión del mundo ya no es un asunto de estar en sintonía con el cosmos, como lo era para los pensadores griegos clásicos. … El mundo se convirtió en lo que es para los ciudadanos el mundo moderno, un mecanismo desespiritualizado que puede ser captado por los conceptos y representaciones construidos por la razón[17].

Esta total separación entre mente y cuerpo dejó al mundo y al cuerpo vacío de significado y subjetivizó radicalmente a la mente. Esta subjetivación de la mente, esta radical separación entre mente y mundo, colocó a los seres humanos en una posición externa al cuerpo y al mundo, con una postura instrumental hacia ellos[18].

Se crea de esta manera, como señala Charles Taylor, una fisura ontológica, entre la razón y el mundo[19], separación que no está presente en otras culturas[20]. Sólo sobre la base de estas separaciones -base de un conocimiento descorporeizado y descontextualizado- es concebible ese tipo muy particular de conocimiento que pretende ser des-subjetivado (esto es, objetivo) y universal.

Estas tendencias se radicalizan con las separaciones que Weber conceptualizó como constitutivas de la modernidad cultural, y una creciente escisión que se da en la sociedad moderna entre la población en general y el mundo de los especialistas y los expertos. Como señala Habermas:

[Weber] caracterizó la modernidad cultural como la separación de la razón sustantiva expresada en la religión y la metafísica en tres esferas autónomas: ciencia, moralidad y arte, que se diferenciaron porque las visiones del mundo unificadas de la religión y la metafísica se escindieron.

Desde el siglo XVIII, los problemas heredados de estas viejas visiones del mundo pudieron organizarse según aspectos específicos de validez: verdad, derecho normativo, autenticidad y belleza que pudieron entonces ser tratados como problemas de conocimiento, de justicia y moral o de gusto. A su vez pudieron institucionalizarse el discurso científico, las teorías morales, la jurisprudencia y la producción y crítica de arte. Cada dominio de la cultura correspondía a profesiones culturales, que enfocaban los problemas con perspectiva de especialistas. Este tratamiento profesional de la tradición cultural trae a primer plano las estructuras intrínsecas de cada una de las tres dimensiones de la cultura.

Aparecen las estructuras de la racionalidad cognitivo-instrumental, de la moral-práctica y de la estéticoexpresiva, cada una de ellas sometida al control de especialistas, que parecen ser más proclives a estas lógicas particulares que el resto de los hombres. Como resultado, crece la distancia entre la cultura de los expertos y la de un público más amplio.

El proyecto de modernidad formulado por los filósofos del iluminismo en el siglo XVIII se basaba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una moral universal, y una ley y un arte autónomos y regulados por lógicas propias[21].

En la autoconciencia europea de la modernidad, estas sucesivas separaciones se articulan con aquéllas que sirven de fundamento al contraste esencial que se establece a partir de la conformación colonial del mundo entre occidental o europeo (concebido como lo moderno, lo avanzado) y los «Otros», el resto de los pueblos y culturas del planeta.

La conquista ibérica del continente americano es el momento fundante de los dos procesos que articuladamente conforman la historia posterior: la modernidad y la organización colonial del mundo[22]. Con el inicio del colonialismo en América comienza no sólo la organización colonial del mundo sino -simultáneamente- la constitución colonial de los saberes, de los lenguajes, de la memoria[23] y del imaginario[24].

Se da inicio al largo proceso que culminará en los siglos XVIII y XIX en el cual, por primera vez, se organiza la totalidad del espacio y del tiempo -todas las culturas, pueblos y territorios del planeta, presentes y pasados- en una gran narrativa universal.

En esta narrativa, Europa es -o ha sido siempre- simultáneamente el centro geográfico y la culminación del movimiento temporal. En este período moderno temprano/colonial, se dan los primeros pasos en la «articulación de las diferencias culturales en jerarquías cronológicas»[25] y de lo que Johannes Fabian llama la negación de la simultaneidad (negation of coevalness)[26].

Con los cronistas españoles se da inicio a la «masiva formación discursiva» de construcción de Europa/Occidente y lo otro, del europeo y el indio, desde la posición privilegiada del lugar de enunciación asociado al poder imperial[27].

Esta construcción tiene como supuesto básico el carácter universal de la experiencia europea.

Las obras de Locke y de Hegel -además de extraordinariamente influyentes- son en este sentido paradigmáticas. Al construirse la noción de la universalidad a partir de la experiencia particular (o parroquial) de la historia europea y realizar la lectura de la totalidad del tiempo y del espacio de la experiencia humana a partir de esa particularidad, se erige una universalidad radicalmente excluyente.

Bartolomé Clavero realiza un significativo aporte a esta discusión en su análisis de las concepciones del universalismo, y del individuo y sus derechos, en el liberalismo clásico y en el pensamiento constitucional. Es éste un universalismo no-universal en la medida en que niega todo derecho diferente al liberal, que está sustentado en la propiedad privada individual[28].

La negación del derecho del colonizado comienza por la afirmación del derecho del colonizador; lo es de un derecho colectivo por un derecho individual. Locke en el segundo Treatise of Government, concibe más concretamente ese derecho como derecho de propiedad, como propiedad privada, por una razón muy precisa. La propiedad para él es derecho ante

todo del individuo sobre sí mismo. Es un principio de disposición personal, de esta libertad radical. Y el derecho de propiedad también puede serlo sobre las cosas en cuanto que resulte del ejercicio de la propia disposición del individuo no sólo sobre sí mismo, sino sobre la naturaleza, ocupándola y trabajándola. Es el derecho subjetivo, individual, que constituye, que debe así prestar constitución, al derecho objetivo, social. El orden de la sociedad habrá de responder a la facultad del individuo. No hay derecho legítimo fuera de esta composición[29].

‘Let him [the Man] plant in some in-land, vacant places of America’, que el hombre así colonice las tierras vacantes de América, un territorio que puede considerarse jurídicamente vacío porque no está poblado de individuos que respondan a los requerimientos de la propia concepción, a una forma de ocupación y explotación de la tierra que produzca ante todo derechos, y derechos antes que nada individuales[30].

…si no hay cultivo y cosecha, ni la ocupación efectiva sirve para generar derecho; otros usos no valen, esa parte de la tierra, este continente de América, aunque esté poblado, puede todavía considerarse vacante, a disposición del primer colono que llegue y se establezca. El aborigen que no se atenga a esos conceptos, a tal cultura, no tiene ningún derecho[31].

He aquí el punto de llegada del discurso propietario, punto de partida de la concepción constitucional. Y no es desde luego una mera ocurrencia de un pensador aislado. Estamos ante una manifestación realmente paradigmática de toda una cultura, quizás todavía la nuestra[32].

Para la perspectiva constitucional, para esta nueva mentalidad, los indígenas no reúnen las condiciones para tener derecho alguno, ni privado ni público. The Wealth of Nations de Adam Smith, su riqueza de las naciones no menos paradigmática, contiene y difunde la conclusión:

‘The native tribes of North America’ no tienen por su particular ‘state of society’, por un estado que se juzga primitivo, ‘neither sovereign nor commonwealth’, ni soberano ni república, derecho político alguno tampoco.

Con este alcance de privación jurídica de la población indígena, podrá ser alegado por tierras americanas incluso a efectos judiciales no sólo John Locke, sino también Adam Smith, su Wealth of Nations. Valen más como derecho para privar de derecho, que el propio ordenamiento particular[33].

Fue así necesario establecer un orden de derechos universales de todos los seres humanos, como paso precisamente para negar el derecho a la mayoría de ellos.

El efecto es, no la universalización del derecho, sino la entronización del propio universo jurídico, con expulsión radical de cualquier otro. Ya no es sólo que el indígena se encuentre en una posición subordinada. Ahora resulta que no tiene sitio ninguno si no se muestra dispuesto a abandonar completamente sus costumbres y deshacer enteramente sus comunidades para conseguir integrarse al único mundo constitucionalmente concebible del derecho[34].

…no se concibe solamente un derecho individual, este derecho privado. Derecho, también se admite colectivo, de una colectividad, pero sólo aquél o solamente de aquélla que se corresponda y sirva al primero, al derecho de autonomía personal y propiedad privada, a esta libertad civil fundamental que entonces así se concebía. Dicho de otro modo, sólo cabe como público el derecho no de cualquier comunidad, sino solamente de la institución política constituida conforme a dicho fundamento, con vistas a su existencia y aseguramiento.

Tanto las comunidades tradicionales propias como todas las extrañas, cuales aquellas indígenas sin soberano ni constitución, quedan excluidas de un nivel paritario del ordenamiento jurídico o incluso del campo del derecho sin más, lo uno respecto a las propias y lo otro, lo más excluyente, respecto a las ajenas que así no respondan a la forma estatal[35].

El universalismo de la filosofía de la historia de Hegel reproduce este mismo proceso sistemático de exclusiones. La historia es universal en cuanto realización del espíritu universal[36]. Pero de este espíritu universal no participan igualmente todos los pueblos.

Ya que la historia es la figura del espíritu en forma de acontecer, de la realidad natural inmediata, entonces los momentos del desarrollo son existentes como principios naturales inmediatos, y éstos, porque son naturales, son como una pluralidad la una fuera de la otra, y además del modo tal que a un pueblo corresponde uno de ellos; es su existencia geográfica y antropológica[37].

Al pueblo al que corresponde tal momento como principio natural, le es encomendado la ejecución del mismo en el progreso de la autoconciencia del espíritu del mundo que se despliega. Este pueblo, en la historia universal, y para esa época, es el dominante y en ella sólo puede hacer época una vez. Contra éste su absoluto derecho a ser portador del actual grado de desarrollo del espíritu del mundo, los espíritus de los otros pueblos están sin derecho, y ellos, como aquéllos cuya época ha pasado, no cuentan en la historia universal.[38]

De este universalismo eurocéntrico excluyente, se derivan las mismas conclusiones que en Locke respecto a los derechos de los pueblos. A diferencia de los pueblos que son portadores históricos de la razón universal, las naciones bárbaras (y sus pueblos) carecen de soberanía y de autonomía.

Un pueblo no es aún un Estado, y el tránsito de una familia, de una horda, de un clan, de una multitud, etc., a la situación de Estado constituye la realización formal de la idea en general en ese pueblo. Sin esa forma carece, como substancia ética que es en sí (an sich), de la objetividad de tener en las leyes, en cuanto determinaciones pensadas, una existencia empírica para sí y para los otros universal y omniválida y, por tanto, no es reconocido: su autonomía en cuanto carece de legalidad objetiva y de racionalidad firme para sí es sólo formal y no es soberanía[39].

…ocurre que las naciones civilizadas consideren a otras que se les han quedado atrás en los movimientos substanciales del Estado (los pueblos pastores frente a los cazadores, los agrícolas frente a ambos, etc.), como bárbaras, con la consciencia de un derecho desigual, y traten su autonomía como algo formal[40]. La narrativa de Hegel está construida sobre una tríada de continentes, (Asia, Africa, Europa).

Estas «… partes del mundo no están… divididas por casualidad o por razones de comodidad, sino que se trata de diferencias esenciales»[41]. La Historia se mueve de Oriente a Occidente, siendo Europa el Occidente absoluto, lugar en el cual el espíritu alcanza su máxima expresión al unirse consigo mismo[42]. Dentro de esta metanarrativa histórica, América ocupa un papel ambiguo. Por un lado es el continente joven, con la implicación potencial que esta caracterización puede tener como portador de futuro, pero su juventud se manifiesta fundamentalmente en ser débil e inmaduro[43]. Mientras su vegetación es monstruosa, su fauna es endeble[44], e incluso el canto de sus pájaros es desagradable[45]. Los aborígenes americanos son una raza débil en proceso de desaparición[46]. Sus civilizaciones carecían «de los dos grandes instrumentos del progreso, el hierro y el caballo»[47]. América siempre se ha mostrado y sigue mostrándose física y espiritualmente impotente[48].

Incluso las civilizaciones de México y del Perú eran meramente naturales: al acercarse el espíritu, la llegada de la incomparable civilización europea, no podían menos que desaparecer[49].

II. La naturalización de la sociedad liberal y el origen histórico de las ciencias sociales

El proceso que culminó con la consolidación de las relaciones de producción capitalistas y modo de vida liberal, hasta que éstas adquirieron el carácter de las formas naturales de la vida social, tuvo simultáneamente una dimensión colonial/imperial de conquista y/o sometimiento de otro continentes y territorios por parte de las potencias europeas, y una encarnizada lucha civilizatoria interna al territorio europeo en la cual finalmente terminó por imponerse la hegemonía del proyecto liberal.

Para las generaciones de campesinos y trabajadores que durante los siglos XVIII y XIX vivieron en carne propia las extraordinarias y traumáticas transformaciones: expulsión de la tierra y del acceso a los recursos naturales; la ruptura con las formas anteriores de vida y de sustento -condición necesaria para la creación de la fuerza de trabajo «libre»-, y la imposición de la disciplina del trabajo fabril, este proceso fue todo menos natural.

La gente no entró a la fábrica alegremente y por su propia voluntad. Un régimen de disciplina y de normatización cabal fue necesario. Además de la expulsión de los campesinos y los siervos de la tierra y la creación de la clase proletaria, la economía moderna requería una profunda transformación de los cuerpos, los individuos y de las formas sociales. Como producto de este régimen de normalización se creó el hombre económico[50].

En diversas partes de Europa, y con particular intensidad en el Reino Unido, el avance de este modelo de organización no sólo del trabajo y del acceso a los recursos, sino del conjunto de la vida, fue ampliamente resistido tanto en las ciudades como en el campo.

Detengámonos en la caracterización de esa resistencia, de este conflicto cultural o civilizatorio, que formula el historiador inglés E.P. Thompson, lúcido estudioso de la sensibilidad popular de ese período:

Mi tesis es que la conciencia de la costumbre y los usos de la costumbre, eran especialmente robustos en el siglo dieciocho: de hecho algunas de las ‘costumbres’ eran de invención reciente y eran en realidad reclamos de nuevos ‘derechos’. … la presión para ‘reformar’ fue resistida obstinadamente y en el siglo dieciocho se abrió una distancia profunda, una alienación profunda entre la cultura de patricios y plebeyos[51].

Esta es entonces una cultura conservadora en sus formas que apela a, y busca reforzar los usos tradicionales. Son formas no-racionales; no apelan a ninguna ‘razón’ a través del folleto, sermón o plataforma; imponen las sanciones del ridículo, la vergüenza y las intimidaciones.

Pero el contenido y sentido de esta cultura no pueden describirse tan fácilmente como conservadores. En la realidad social el trabajo está volviéndose, década tras década, más ‘libre’ de los tradicionales controles señoriales, parroquiales, corporativos y paternales, y más distanciado de la dependencia clientelar directa del señorío[52].

De ahí una paradoja característica del siglo: encontramos una cultura tradicional rebelde. La cultura conservadora de los plebeyos, tan a menudo como no, resiste, en el nombre de la costumbre, esas racionalizaciones económicas e innovaciones (como el cerramiento de las tierras comunes, la disciplina laboral, y los mercados ‘libres’ no regulados de granos) que gobernantes, comerciantes, o patronos buscan imponer.

La innovación es más evidente en la cima de la sociedad que debajo, pero como esta innovación no es un proceso tecnológico/sociológico neutral y sin normas (‘modernización’, ‘racionalización’) sino la innovación del proceso capitalista, es a menudo experimentado por los plebeyos en la forma de explotación, o la apropiación de sus derechos de uso tradicionales, o la ruptura violenta de modelos valorados de trabajo y ocio… Por lo tanto, la cultura plebeya es rebelde, pero rebelde en la defensa de las costumbres. Las costumbres defendidas son las de la propia gente, y algunas de ellas están, de hecho, basadas en recientes aserciones en la práctica[53].

Las ciencias sociales tienen como piso la derrota de esa resistencia, tienen como sustrato las nuevas condiciones que se crean cuando el modelo liberal de organización de la propiedad, del trabajo y del tiempo dejan de aparecer como una modalidad civilizatoria en pugna con otra(s) que conservan su vigor, y adquiere hegemonía como la única forma de vida posible[54].

A partir de este momento, las luchas sociales ya no tienen como eje al modelo civilizatorio liberal y la resistencia a su imposición, sino que pasan a definirse al interior de la sociedad liberal[55]. Estas son las condiciones históricas de la naturalización de la sociedad liberal de mercado. La «superioridad evidente» de ese modelo de organización social -y de sus países, cultura, historia, y raza- queda demostrada tanto por la conquista y sometimiento de los demás pueblos del mundo, como por la «superación» histórica de las formas anteriores de organización social, una vez que se ha logrado imponer en Europa la plena hegemonía de la organización liberal de la vida sobre las múltiples formas de resistencia con las cuales se enfrentó.

Es éste el contexto histórico-cultural del imaginario que impregna el ambiente intelectual en el cual se da la constitución de las disciplinas de las ciencias sociales. Esta es la cosmovisión que aporta los presupuestos fundantes a todo el edificio de los saberes sociales modernos.

Esta cosmovisión tiene como eje articulador central la idea de modernidad, noción que captura complejamente cuatro dimensiones básicas: 1) la visión universal de la historia asociada a la idea del progreso (a partir de la cual se construye la clasificación y jerarquización de todos los pueblos y continentes, y experiencias históricas); 2) la «naturalización» tanto de las relaciones sociales como de la «naturaleza humana» de la sociedad liberal-capitalista; 3) la naturalización u ontologización de las múltiples separaciones propias de esa sociedad; y 4) la necesaria superioridad de los saberes que produce esa sociedad (‘ciencia’) sobre todo otro saber.

Tal como lo caracterizan Immanuel Wallerstein y el equipo que trabajó con él en el Informe Gulbenkian[56], las ciencias sociales se constituyen como tales en un contexto espacial y temporal específico: en cinco países liberales industriales (Inglaterra, Francia, Alemania, las Italias y los Estados Unidos) en la segunda mitad del siglo pasado. En el cuerpo disciplinario básico de las ciencias sociales -al interior de las cuales continuamos hoy habitando- se establece en primer lugar, una separación entre pasado y presente: la disciplina historia estudia el pasado, mientras se definen otras especialidades que corresponden al estudio del presente.

Para el estudio de éste se acotan, se delimitan, ámbitos diferenciados correspondientes a lo social, lo político y lo económico, concebidos propiamente como regiones ontológicas de la realidad histórico-social. A cada uno de estos ámbitos separados de la realidad histórico-social corresponde una disciplina de las ciencias sociales, con su objeto de estudios, sus métodos, sus tradiciones intelectuales, sus departamentos universitarios: la sociología, la ciencia política y la economía. La antropología y los estudios clásicos se definen como los campos para el estudio de los otros.

De la constitución histórica de las disciplinas científicas que se produce en la academia occidental, interesa destacar dos asuntos que resultan fundantes y esenciales. En primer lugar, está el supuesto de la existencia de un metarrelato universal que lleva a todas las culturas y a los pueblos desde lo primitivo, lo tradicional, a lo moderno. La sociedad industrial liberal es la expresión más avanzada de ese proceso histórico, es por ello el modelo que define a la sociedad moderna. La sociedad liberal, como norma universal, señala el único futuro posible de todas las otras culturas o pueblos. Aquéllos que no logren incorporarse a esa marcha inexorable de la historia, están destinados a desaparecer.

En segundo lugar, y precisamente por el carácter universal de la experiencia histórica europea, las formas del conocimiento desarrolladas para la comprensión de esa sociedad se convierten en las únicas formas válidas, objetivas, universales del conocimiento. Las categorías, conceptos y perspectivas (economía, Estado, sociedad civil, mercado, clases, etc.) se convierten así no sólo en categorías universales para el análisis de cualquier realidad, sino igualmente en proposiciones normativas que definen el deber ser para todos los pueblos del planeta. Estos saberes se convierten así en los patrones a partir de los cuales se pueden analizar y detectar las carencias, los atrasos, los frenos e impactos perversos que se dan como producto de lo primitivo o lo tradicional en todas las otras sociedades.

Esta es una construcción eurocéntrica, que piensa y organiza a la totalidad del tiempo y del espacio, a toda la humanidad, a partir de su propia experiencia, colocando su especificidad histórico-cultural como patrón de referencia superior y universal. Pero es más que eso. Este metarrelato de la modernidad es un dispositivo de conocimiento colonial e imperial en que se articula esa totalidad de pueblos, tiempo y espacio como parte de la organización colonial/imperial del mundo.

Una forma de organización y de ser de la sociedad, se transforma mediante este dispositivo colonizador del saber en la forma «normal» del ser humano y de la sociedad. Las otras formas de ser, las otras formas de organización de la sociedad, las otras formas del saber, son trasformadas no sólo en diferentes, sino en carentes, en arcaicas, primitivas, tradicionales, premodernas.

Son ubicadas en un momento anterior del desarrollo histórico de la humanidad[57], lo cual dentro del imaginario del progreso enfatiza su inferioridad.

Existiendo una forma «natural» del ser de la sociedad y del ser humano, las otras expresiones culturales diferentes son vistas como esencial u ontológicamente inferiores e imposibilitadas por ello de llegar a «superarse» y llegar a ser modernas (debido principalmente a la inferioridad racial). Los más optimistas las ven como requiriendo la acción civilizadora o modernizadora por parte de quienes son portadores de una cultura superior para salir de su primitivismo o atraso. Aniquilación o civilización impuesta definen así los únicos destinos posibles para los otros[58].

El conjunto de separaciones sobre el cual está sustentada la noción del carácter objetivo y universal del conocimiento científico, está articulado a las separaciones que establecen los saberes sociales entre la sociedad moderna y el resto de las culturas. Con las ciencias sociales se da el proceso de cientifización de la sociedad liberal, su objetivación y universalización, y por lo tanto, su naturalización.

El acceso a la ciencia, y la relación entre ciencia y verdad en todas las disciplinas, establece una diferencia radical entre las sociedades modernas occidentales y el resto del mundo. Se da, como señala Bruno Latour, una diferenciación básica entre una sociedad que posee la verdad -el control de la naturaleza- y otras que no lo tienen.

En los ojos de los occidentales, el Occidente, y sólo el Occidente no es una cultura, no es sólo una cultura.

¿Por qué se ve el Occidente a sí mismo de esta manera? ¿Por qué debería ser Occidente y sólo Occidente no una cultura? Para comprender la Gran División entre nosotros y ellos, debemos regresar a la otra Gran División, aquélla que se da entre humanos y no-humanos…

En efecto, la primera es la exportación de la segunda. Nosotros los occidentales no podemos ser una cultura más entre otras, ya que nosotros también movilizamos a la Naturaleza.

Nosotros no movilizamos una imagen, o una representación simbólica de la naturaleza como lo hacen otras sociedades, sino a la Naturaleza, tal como ésta es, o por lo menos tal como ésta es conocida por las ciencias -que permanecen en el fondo, no estudiadas, no estudiables, milagrosamente identificadas con la Naturaleza misma[59].

Así, la Gran División Interna da cuenta de la Gran División Externa: nosotros somos los únicos que diferenciamos absolutamente entre Naturaleza y Cultura, entre Ciencia y Sociedad, mientras que a nuestros ojos todos los demás, sean chinos, amerindios, azande o barouya, no pueden realmente separar lo que es conocimiento de lo que es sociedad, lo que es signo de lo que es cosa, lo que viene de la Naturaleza, de lo que su cultura requiere. Hagan lo que hagan, no importa si es adaptado, regulado o funcional, ellos siempre permanecen ciegos al interior de esta confusión.

Ellos son prisioneros tanto de lo social como del lenguaje. Nosotros, hagamos lo que hagamos, no importa cuan criminal o imperialista podamos ser, escapamos a la prisión de lo social y del lenguaje para lograr acceso a las cosas mismas a través de un portón de salida providencial, el del conocimiento científico.

La partición interna entre humanos y no humanos define una segunda partición -una externa esta vez– a través de la cual los modernos se han puesto a sí mismos en un plano diferente de los premodernos[60].

Este cuerpo o conjunto de polaridades entre la sociedad moderna occidental y las otras culturas, pueblos y sociedades, polaridades, jerarquizaciones y exclusiones establece supuestos y miradas específicas en el conocimiento de los otros. En este sentido es posible afirmar que, en todo el mundo ex-colonial, las ciencias sociales han servido más para el establecimiento de contrastes con la experiencia histórico cultural universal (normal) de la experiencia europea, (herramientas en este sentido de identificación de carencias y deficiencias que tienen que ser superadas), que para el conocimiento de esas sociedades a partir de sus especificidades histórico culturales.

Existe una extraordinaria continuidad entre las diferentes formas en las cuales los saberes eurocéntricos han legitimado la misión civilizadora/normalizadora a partir de las deficiencias -desviaciones respecto al patrón normal de lo civilizado- de otras sociedades.

Los diferentes discursos históricos (evangelización, civilización, la carga del hombre blanco, modernización, desarrollo, globalización) tienen todos como sustento la concepción de que hay un patrón civilizatorio que es simultáneamente superior y normal.

Afirmando el carácter universal de los saberes científicos eurocéntricos se ha abordado el estudio de todas las demás culturas y pueblos a partir de la experiencia moderna occidental, contribuyendo de esta manera a ocultar, negar, subordinar o extirpar toda experiencia o expresión cultural que no ha correspondido con este deber ser que fundamenta a las ciencias sociales.

Las sociedades occidentales modernas constituyen la imagen de futuro para el resto del mundo, el modo de vida al cual éste llegaría naturalmente si no fuese por los obstáculos representados por su composición racial inadecuada, su cultura arcaica o tradicional, sus prejuicios mágico religiosos[61], o más recientemente, por el populismo y unos Estados excesivamente intervencionistas, que no respetan la libertad espontánea del mercado.

En América Latina, las ciencias sociales, en la medida en que han apelado a esta objetividad universal, han contribuido a la búsqueda, asumida por las élites latinoamericanas a lo largo de toda la historia de este continente, de la «superación» de los rasgos tradicionales y premodernos que han obstaculizado el progreso, y la transformación de estas sociedades a imagen y semejanza de las sociedades liberales-industriales[62].

Al naturalizar y universalizar las regiones ontológicas de la cosmovisión liberal que sirven de piso a sus acotamientos disciplinarios, las ciencias sociales han estado imposibilitadas de abordar procesos históricoculturales diferentes a los postulados por dicha cosmovisión. A partir de caracterizar las expresiones culturales «tradicionales» o «no-modernas», como en proceso de transición hacia la modernidad, se les niega toda la posibilidad de lógicas culturales o cosmovisiones propias. Al colocarlas como expresión del pasado se niega la posibilidad de su contemporaneidad.

Está tan profundamente arraigada esta noción de lo moderno, el patrón cultural occidental y su secuencia histórica como lo normal o universal, que este imaginario ha logrado acotar una alta proporción de las luchas sociales y de los debates político-intelectuales del continente.

Estas nociones de la experiencia occidental como lo moderno en un sentido universal, y de la secuencia histórica europea como el patrón normal con el cual es necesario comparar otras experiencias, permanecen como presupuestos implícitos, aun en autores que expresamente se proponen la comprensión de la especificidad histórico-cultural de este continente.

Podemos ver, por ejemplo, la forma como García Canclini aborda la caracterización de las culturas latinoamericanas como culturas híbridas[63]. A pesar de rechazar expresamente la lectura de la experiencia latinoamericana de la modernidad «como eco diferido y deficiente de los países centrales»[64] caracteriza al modernismo en los siguientes términos:

Si el modernismo no es la expresión de la modernización socioeconómica, sino el modo en que las élites se hacen cargo de la intersección de diferentes temporalidades históricas y tratan de elaborar con ellas un proyecto global, ¿cuáles son las temporalidades en América Latina y qué contradicciones genera su cruce?

La perspectiva Pluralista, que acepta la fragmentación y las combinaciones múltiples entre tradición, modernidad y posmodernidad, es indispensable para considerar la coyuntura latinoamericana de fin de siglo. Así se comprueba… cómo se desenvolvieron en nuestro continente los cuatro rasgos o movimientos definitorios de la modernidad: emancipación, expansión, renovación y democratización. Todos se han manifestado en América Latina. El problema no reside en que no nos hayamos modernizado, sino en la forma contradictoria y desigual en que estos componentes se han venido articulando[65].

Parece aquí asumirse que hay un tiempo histórico «normal» y universal que es el europeo. La modernidad entendida como universal tiene como modelo «puro» a la experiencia europea. En contraste con este modelo o estándar de comparación, los procesos de la modernidad en América Latina se dan en forma «contradictoria» y «desigual», como intersección de diferentes temporalidades históricas (¿temporalidades europeas?).

III. Alternativas al pensamiento eurocéntrico-colonial en América Latina hoy

En el pensamiento social latinoamericano, desde el continente y desde afuera de éste -y sin llegar a constituirse en un cuerpo coherente- se ha producido una amplia gama de búsquedas de formas alternativas del conocer, cuestionándose el carácter colonial/eurocéntrico de los saberes sociales sobre el continente, el régimen de separaciones que les sirven de fundamento, y la idea misma de la modernidad como modelo civilizatorio universal.

De acuerdo a Maritza Montero, a partir de las muchas voces en busca de formas alternativas de conocer que se han venido dando en América Latina en las últimas décadas, es posible hablar de la existencia de un «modo de ver el mundo, de interpretarlo y de actuar sobre él» que constituye propiamente un episteme con el cual «América Latina está ejerciendo su capacidad de ver y hacer desde una perspectiva Otra, colocada al fin en el lugar de Nosotros»[66].

Las ideas centrales articuladoras de este paradigma son, para Montero, las siguientes:

*Una concepción de comunidad y de participación así como del saber popular, como formas de constitución y a la vez como producto de un episteme de relación.

*La idea de liberación a través de la praxis, que supone la movilización de la conciencia, y un sentido crítico que lleva a la desnaturalización de las formas canónicas de aprehenderconstruir-ser en el mundo.

*La redefinición del rol de investigador social, el reconocimiento del Otro como Sí Mismo y por lo tanto la del sujeto-objeto de la investigación como actor social y constructor de conocimiento.

*El carácter histórico, indeterminado, indefinido, no acabado y relativo del conocimiento. La multiplicidad de voces, de mundos de vida, la pluralidad epistémica.

*La perspectiva de la dependencia y luego, la de la resistencia. La tensión ente minorías y mayorías y los modos alternativos de hacer-conocer.

*La revisión de métodos, los aportes y las transformaciones provocados por ellos[67].

Las contribuciones principales a este episteme latinoamericano las ubica Montero en la teología de la liberación y la filosofía de la liberación[68], así como en la obra de Paulo Freire, Orlando Fals Borda[69] y Alejandro Moreno[70].

IV. Tres aportes recientes: Trouillot, Escobar y Coronil

Tres libros recientes nos ilustran el vigor de una producción teórica cuya riqueza reside tanto en su perspectiva crítica del eurocentrismo colonial de los saberes sociales modernos, como en las reinterpretaciones de la realidad latinoamericana que ofrecen, a partir de otros supuestos[71].

Michel-Rolph Trouillot

Las implicaciones de la narrativa histórica universal que tiene a Europa como único sujeto significativo, son abordadas por Michel-Rolph Trouillot. En Silencing the Past. Power and the Production of History, analiza el carácter colonial de la historiografía occidental mediante el estudio de las formas como ha sido narrada la revolución haitiana, haciendo particular énfasis en caracterizar cómo operan las relaciones de poder[72] y los silencios en la construcción de la narrativa histórica[73].

Las narrativas históricas se basan en premisas o comprensiones anteriores que tienen a su vez como premisas la distribución del poder de registro (archival power). En el caso de la historiografía haitiana, como en el caso de la mayoría de los países del Tercer Mundo, esas comprensiones anteriores han sido modeladas profundamente por convenciones y procedimientos occidentales[74].

De acuerdo a Trouillot, la Revolución Haitiana fue silenciada por la historiografía occidental, porque dados sus supuestos, esta revolución tal como ocurrió, era impensable[75].

De hecho la afirmación de que africanos esclavizados y sus descendientes no podían imaginar su libertad -y menos aún, formular estrategias para conquistar y afianzar dicha libertad- no estaba basada tanto en la evidencia empírica como en una ontología, una organización implícita del mundo y de sus habitantes. Aunque de ninguna forma monolítica, esta concepción del mundo era ampliamente compartida por los blancos en Europa y las Américas, y también por muchos dueños de plantación no-blancos. Aunque dejó espacio para variaciones, ninguna de estas variaciones incluyó la posibilidad de un levantamiento revolucionario en las plantaciones de esclavos, y menos aún uno exitoso que condujese a crear un Estado independiente.

Así, la Revolución Haitiana entró en la historia mundial con la particular característica de ser inconcebible aún mientras ocurría[76].

En un orden global caracterizado por la organización colonial del mundo, la esclavitud y el racismo, no había lugar a dudas en cuanto a la superioridad europea, y por lo tanto acontecimientos que la pusiesen en cuestión no eran concebibles[77].

Lo impensable es aquello que no puede ser concebido dentro del rango de alternativas posibles, aquello que pervierte todas las respuestas porque desafía los términos a partir de los cuales se formulan las preguntas. En este sentido, la Revolución Haitiana fue impensable en su tiempo: retó el propio marco de referencia a partir del cual sus proponentes y opositores examinaban la raza, el colonialismo y la esclavitud[78].

La visión del mundo gana sobre los hechos: la hegemonía blanca es natural, tomada como dada; cualquier alternativa todavía está en el dominio de lo impensable[79].

De acuerdo a Trouillot, el silenciamiento de la Revolución Haitiana es sólo un capítulo dentro de la narrativa de la dominación global sobre los pueblos no europeos[80].

Arturo Escobar

En Encountering Development. The Making and Unmaking of the Third World, Arturo Escobar se propone contribuir a la construcción de un marco de referencia para la crítica cultural de la economía como una estructura fundacional de la modernidad. Para ello analiza el discurso –y las institucionalidades nacionales e internacionales- del desarrollo en la post-guerra. Este discurso, producido bajo condiciones de desigualdad de poder, construye al Tercer Mundo como forma de ejercer control sobre él[81]. De acuerdo a Escobar, desde estas desigualdades de poder, y a partir de las categorías del pensamiento social europeo, opera la «colonización de la realidad por el discurso» del desarrollo[82].

A partir del establecimiento del patrón de desarrollo occidental como la norma, al final de la segunda guerra mundial, se da la «invención» del desarrollo, produciéndose substanciales cambios en la forma como se conciben las relaciones entre los países ricos y los pobres. Toda la vida, cultural, política, agrícola, comercial de estas sociedades pasa a estar subordinada a una nueva estrategia[83].

Fue promovido un tipo de desarrollo que se correspondía con las ideas y expectativas del Occidente próspero, lo que los países occidentales consideraban que era el curso normal de la evolución y el progreso. …al conceptualizar el progreso en esos términos, la estrategia del desarrollo se convirtió en un poderoso instrumento para la normalización del mundo[84].

La ciencia y la tecnología son concebidas no sólo como base del progreso material, sino como la fuente de dirección y de sentido del desarrollo[85]. En las ciencias sociales del momento predomina una gran confianza en la posibilidad de un conocimiento cierto, objetivo, con base empírica, sin contaminación por el prejuicio o el error[86]. Por ello, sólo determinadas formas de conocimiento fueron consideradas como apropiadas para los programas del desarrollo: el conocimiento de los expertos entrenados en la tradición occidental[87]. El conocimiento de los «otros», el conocimiento «tradicional» de los pobres, de los campesinos, no sólo era considerado no pertinente, sino incluso como uno de los obstáculos a la tarea transformadora del desarrollo.

En el período de la post-guerra, se dio el «descubrimiento» de la pobreza masiva existente en Asia, Africa y América Latina[88]. A partir de una definición estrictamente económica y cuantitativa, dos terceras partes de la humanidad fueron transformadas en pobres – y por lo tanto en seres carentes y necesitados de intervención- cuando en 1948 el Banco Mundial definió como pobres a aquellos países cuyo ingreso anual per cápita era menor a US$100 al año: «… si el problema era de insuficiente ingreso, la solución era claramente el desarrollo económico.»[89] De esta forma:

El desarrollo obró creando anormalidades (los ‘pobres’, los ‘desnutridos’, los ‘analfabetos’, las ‘mujeres embarazadas’, los ‘sin tierra’), anormalidades que entonces procedía a tratar de reformar. Buscando eliminar todos los problemas de la faz de la tierra, del Tercer Mundo, lo que realmente logró fue multiplicarlos hasta el infinito. Materializándose en un conjunto de prácticas, instituciones y estructuras, ha tenido un profundo impacto sobre el Tercer Mundo: las relaciones sociales, las formas de pensar, las visiones de futuro quedaron marcadas indeleblemente por este ubicuo operador. El Tercer Mundo ha llegado a ser lo que es, en gran medida, por el desarrollo. Este proceso de llegar a ser implicó seleccionar entre opciones críticas y altos costos, y los pueblos del Tercer Mundo apenas comienzan ahora a comprender cabalmente su naturaleza[90].

Detrás de la preocupación humanitaria y la perspectiva positiva de la nueva estrategia, nuevas formas de poder y control, más sutiles y refinadas, fueron puestas en operación. La habilidad de los pobres para definir y hacerse cargo de sus propias vidas fue erosionada en una forma más profunda que quizás nunca antes. Los pobres se convirtieron en el blanco de prácticas más sofisticadas, de una variedad de programas que parecían ineludibles. Desde las nuevas instituciones del poder en los Estados Unidos y Europa; desde las oficinas del Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo y las Naciones Unidas; desde las universidades, institutos de investigaciones e instituciones de los Estados Unidos y Europa; y desde las nuevas oficinas de planificación de las grandes capitales del mundo subdesarrollado, este era el tipo de desarrollo que era activamente promovido, y que en unos pocos años extendió su alcance a todos los aspectos de la sociedad[91].

La premisa organizadora era la creencia en el papel de la modernización como la única fuerza capaz de destruir las supersticiones y relaciones arcaicas, a cualquier costo social, cultural o político. La industrialización y la urbanización eran vistas como inevitables y necesariamente progresivas rutas a la modernización[92].

Estos procesos, de acuerdo a Escobar, deben ser entendidos en el marco global de la progresiva expansión de estas formas modernas no sólo a todos los ámbitos geográficos del planeta, sino igualmente al corazón mismo de la naturaleza y la vida.

Si con la modernidad podemos hablar de la progresiva conquista semiótica de la vida social y cultural, hoy esta conquista se ha extendido al corazón mismo de la naturaleza y la vida. Una vez que la modernidad se ha consolidado y la economía se convierte en una realidad aparentemente ineluctable -para la mayoría un verdadero descriptor de la realidad- el capital debe abordar la cuestión de la domesticación de todas las relaciones sociales y simbólicas restantes en términos del código de la producción. Ya no son solamente el capital y el trabajo per se los que están en juego, sino la reproducción del código. La realidad social se convierte, para tomar prestada la expresión de Baudrillard, en ‘el espejo de la producción’[93].

En la búsqueda de alternativas a estas formas universalistas de sometimiento y control de todas las dimensiones de la cultura y la vida, Escobar apunta en dos direcciones complementarias: la resistencia local de grupos de base a las formas dominantes de intervención, y la deconstrucción del desarrollo[94], tarea que implica el esfuerzo de la desnaturalización y desuniversalización de la modernidad. Para esto último hace falta una antropología de la modernidad, conducente a la comprensión de la modernidad occidental como un fenómeno cultural e histórico específico[95]. Esto pasa necesariamente por la desuniversalización de los ámbitos en los cuales se ha separado la sociedad moderna.

¿Cuál es el código cultural que ha sido inscrito en la estructura de la economía? ¿Qué vasto desarrollo civilizatorio resultó en la actual concepción y práctica de la economía? (…). Una antropología de la modernidad centrada en la economía nos lleva a narraciones del mercado, producción y el trabajo, que están en las raíces de lo que podría llamarse la economía occidental. Estas narrativas son raramente cuestionadas, son tomadas como las formas normales y naturales de ver la vida. Sin embargo, las nociones de mercado, economía y producción son contingencias históricas. Sus historias pueden ser descritas, sus genealogías marcadas, sus mecanismos de poder y verdad revelados. Esto es, la economía occidental puede ser antropologizada, para demostrar cómo está compuesta por un conjunto de discursos y prácticas muy peculiares en la historia de las culturas.

La economía occidental es generalmente pensada como un sistema de producción. Desde la perspectiva de la antropología de la modernidad, sin embargo, la economía occidental debe ser vista como una institución compuesta por sistemas de producción, poder y significación. Los tres sistemas se unieron al final del siglo dieciocho y están inseparablemente ligados al desarrollo del capitalismo y la modernidad. Deben ser vistos como formas culturales a través de las cuales los seres humanos son transformados en sujetos productivos. La economía no es sólo, ni siquiera principalmente, una entidad material. Es ante todo, una producción cultural, una forma de producir sujetos humanos y órdenes sociales de un determinado tipo[96].

Los antropólogos han sido cómplice de la racionalización de la economía moderna al contribuir a la naturalización de los constructos de la economía, la política, la religión, el parentesco y similares, como los bloques primarios en la construcción de toda sociedad. La existencia de estos dominios como pre-sociales y universales debe ser rechazada. Por el contrario, debemos interrogarnos sobre los procesos simbólicos y sociales que hacen que estos dominios aparezcan como auto-evidentes y naturales[97].

Fernando Coronil

Del libro de Fernando Coronil The Magical State, interesa destacar su análisis de algunas de las separaciones fundantes de los saberes sociales modernos que fueron caracterizadas en la primera parte de este texto, asunto abordado a partir de la exploración de las implicaciones de la exclusión del espacio y de la naturaleza que se ha dado históricamente en la caracterización de la sociedad moderna. De acuerdo a Coronil ninguna generalización puede hacer justicia a la diversidad y complejidad del tratamiento de la naturaleza en la teoría social occidental. Sin embargo, considera que:

…los paradigmas dominantes tienden a reproducir los supuestos que atraviesan a la cultura moderna en los cuales la naturaleza es un supuesto más. Las visiones del progreso histórico posteriores a la Ilustración afirman la primacía del tiempo sobre el espacio y de la cultura sobre la naturaleza. En términos de estas polaridades, la naturaleza está tan profundamente asociada con espacio y geografía que estas categorías con frecuencia se presentan como metáforas una de otra. Al diferenciarlas, los historiadores y los científicos sociales usualmente presentan al espacio o a la geografía como un escenario inerte en el cual tienen lugar los eventos históricos, y a la naturaleza como el material pasivo con el cual los humanos hacen su mundo. La separación de la historia de la geografía y el dominio del tiempo sobre el espacio tiene el efecto de producir imágenes de sociedades cortadas de su ambiente material, como si surgieran de la nada[98].

Ni en las concepciones de la economía neoclásica, ni en las marxistas, la naturaleza es incorporada centralmente como parte del proceso de creación de riqueza, hecho que tiene vastas consecuencias. En la teoría neoclásica, la separación de la naturaleza del proceso de creación de riqueza se expresa en la concepción subjetiva del valor, centrada en el mercado.

Desde esta perspectiva, el valor de cualquier recurso natural se determina de la misma manera que toda otra mercancía, esto es por su utilidad para los consumidores tal como ésta es medida en el mercado[99]. Desde un punto de vista macroeconómico, la remuneración de los dueños de la tierra y de los recursos naturales es concebida como una transferencia de ingreso, no como un pago por un capital natural. Es ésta la concepción que sirve de sustento al sistema de cuentas nacionales utilizado en todo el mundo[100].

Marx, a pesar de afirmar que la trinidad (trabajo/capital/tierra) «contiene en sí misma todos los misterios del proceso social de producción»[101], termina por formalizar una concepción de la creación de riqueza que ocurre al interior de la sociedad, como una relación capital/trabajo, dejando fuera a la naturaleza. Como la naturaleza no crea valor, la renta se refiere a la distribución, no a la creación de plusvalía[102].

Para Coronil es fundamental el aporte de Henry Lefebvre[103] en torno a la construcción social del espacio como base para «pensar el espacio en términos que integren su significado socialmente construido con sus propiedades formales y materiales»[104]. Interesan aquí dos aspectos del pensamiento de Lefebvre sobre el espacio. El primero se refiere a la concepción del espacio como producto de las relaciones sociales y de la naturaleza (estos constituyen su «materia prima»)[105].

[El espacio] es tanto el producto de, como la condición de posibilidad de las relaciones sociales. Como una relación social, el espacio es también una relación natural, una relación entre sociedad y naturaleza a través de la cual la sociedad mientras se produce a sí misma transforma y se apropia de la naturaleza[106].

En segundo lugar, para Lefebvre, la tierra incluye «los terratenientes, la aristocracia del campo», «el Estado-nación confinado dentro de un territorio específico» y «en el sentido más absoluto, la política y la estrategia política»[107]. Tenemos así identificadas las dos exclusiones esenciales implicadas por la ausencia del espacio: la naturaleza, y la territorialidad como ámbito de lo político[108].

Coronil afirma que en la medida en que se deja afuera a la naturaleza en la caracterización teórica de la producción y del desarrollo del capitalismo y la sociedad moderna, se está igualmente dejando al espacio fuera de la mirada de la teoría. Al hacer abstracción de la naturaleza, de los recursos, del espacio, y de los territorios, el desarrollo histórico de la sociedad moderna y del capitalismo aparece como un proceso interno, autogenerado, de la sociedad europea, que posteriormente se expande hacia regiones «atrasadas». En esta construcción eurocéntrica, desaparece del campo de visión el colonialismo como dimensión constitutiva de estas experiencias históricas. Están ausentes las relaciones de subordinación de territorios, recursos y poblaciones del espacio no europeo. Desaparece así del campo de visibilidad la presencia del mundo periférico y sus recursos en la constitución del capitalismo, con lo cual se reafirma la idea de Europa como único sujeto histórico.

La reintroducción del espacio -y por esa vía la dialéctica de los tres elementos de la trinidad de Marx (trabajo, capital y tierra)- permite ver al capitalismo como proceso global, más que como un proceso auto-generado en Europa, y permite incorporar al campo de visión a las modernidades subalternas[109].

El recordar la naturaleza -reconociendo teóricamente su significado histórico- nos permite reformular las historias dominantes del desarrollo histórico occidental, y cuestionar la noción de acuerdo a la cual la modernidad es la creación de un Occidente auto-propulsado[110].

El proyecto de la parroquialización de la modernidad occidental (…) implica también el reconocimiento de la periferia como el sitio de la modernidad subalterna. El propósito no es ni homogeneizar, ni catalogar las múltiples formas de la modernidad, menos aún elevar a la periferia mediante un mandato semántico, sino el deshacer las taxonomías imperiales que fetichizan a Europa como el portador exclusivo de la modernidad y borra la constitución transcultural de los centros imperiales y las periferias colonizadas.

La crítica del locus de la modernidad desde sus márgenes, crea las condiciones para una crítica inherentemente desestabilizadora de la modernidad misma. Al desmontarse la representación de la periferia como la encarnación del atraso bárbaro, a su vez se desmitifica la auto-representación europea como la portadora universal de la razón y el progreso histórico[111].

Una vez que se incorpora la naturaleza al análisis social, la organización del trabajo no puede ser abstraída de sus bases materiales[112]. En consecuencia, la división internacional del trabajo tiene que ser entendida no sólo como una división social del trabajo, sino igualmente una división global de la naturaleza[113].

Lo que podría llamarse la división internacional de la naturaleza suministra la base material para la división internacional del trabajo: constituyen dos dimensiones de un proceso unitario.

El foco exclusivo en el trabajo oscurece a la visión el hecho ineludible de que el trabajo siempre está localizado en el espacio, que éste transforma a la naturaleza en localizaciones específicas, y que por lo tanto su estructura global implica también una división global de la naturaleza[114].

Como la producción de materias primas en la periferia está generalmente organizada en torno a la explotación no sólo del trabajo sino de los recursos naturales, yo creo que el estudio del neocolonialismo requiere un desplazamiento de foco del desigual flujo del valor, a la estructura desigual de la producción internacional. Esta perspectiva coloca en el centro del análisis las relaciones entre la producción de valor social y la riqueza natural[115].

Para romper con este conjunto de escisiones, en particular las que se han construido entre los factores materiales y factores culturales[116], Coronil propone una perspectiva holística de la producción que incluya dichos órdenes en un mismo campo analítico. Al igual que Arturo Escobar, concibe el proceso productivo simultáneamente como de creación de sujetos y de mercancías.

Una perspectiva holística en torno a la producción abarca tanto la producción de mercancías, como la formación de los agentes sociales implicados en este proceso, y por lo tanto, unifica dentro de un mismo campo analítico los órdenes materiales y culturales dentro del cual los seres humanos se forman a sí mismos mientras hacen su mundo. (…) Esta visión unificadora busca comprender la constitución histórica de los sujetos en un mundo de relaciones sociales y significaciones hechas por humanos. Como estos sujetos están constituidos históricamente, a la vez que son protagonistas de la historia, esta perspectiva ve la actividad que hace a la historia como parte de la historia que los forma e informa su actividad[117].

Una apreciación del papel de la naturaleza en la creación de riqueza ofrece una visión diferente del capitalismo. La inclusión de la naturaleza (y de los agentes asociados con ésta) debería reemplazar a la relación capital/trabajo de la centralidad osificada que ha ocupado en la teoría marxista. Junto con la tierra, la relación capital/trabajo puede ser vista dentro de un proceso más amplio de mercantilización, cuyas formas específicas y efectos deben ser demostrados concretamente en cada instancia.

A la luz de esta visión más comprensiva del capitalismo, sería difícil reducir su desarrollo a una dialéctica capital/trabajo que se origina en los centros avanzados y se expande a la periferia atrasada. Por el contrario, la división internacional del trabajo podría ser reconocida más adecuadamente como simultáneamente una división internacional de naciones y de naturaleza (y de otras unidades geopolíticas, tales como el primer y el tercer mundo, que reflejan las cambiantes condiciones internacionales). Al incluir a los agentes que en todo el mundo están implicados en la creación del capitalismo, esta perspectiva hace posible vislumbrar una concepción global, no eurocéntrica de su desarrollo[118].

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[1] Ver, por ejemplo, los ensayos incluidos en: Linda Christiansen-Ruffman (editora): Feminist Perspectives, International Sociological Association, Pre-Congress Volumes, Social Knowledge: Heritage, Challenges, Perspectives, María-Luz Morán (editora general), Montreal, 1998.

[2] Martin Bernal, Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization, Martin Bernal. Vol. I. The Fabrication of Ancient Greece 1785-1985, Rutgers University Press, New Brunswick, 1987; J. M. Blaut, The Colonizers Model of the World. Geographical Diffusionism and Eurocentric History, The Guilford Press, Nueva York, 1993; y 1492. The Debate on Colonialism, Eurocentrism and History, Africa World Press, Trenton, 1992.

[3] Edward Said, Orientalism, Vintage Books, Nueva York, 1979; y Culture and Imperialism, Vintage Books, Nueva York, 1994

[4] Immanuel Wallerstein, (Coordinador), Abrir las ciencias sociales. Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales, Siglo XXI Editores, México, 1996.

[5] Ranajit Guha (editor), A Subaltern Studies Reader 1986-1995, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1998; y Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán (compiladoras), Debates Post Coloniales: Una introducción a los estudios de la subalternidad, Historias, SEPHIS y Aruwiyiri, La Paz, 1997.

[6] V. Y. Mudimbe, The Idea of Africa, Indiana University Press, Bloomington e Indianapolis, 1994; Mahmood Mamdani, Citizen and Subject. Contemporary Africa and the Legacy of Colonialism, Princeton University Press, Princeton, 1996; Tsenay Serequeberhan (editor), African Philosophy. The Essential Readings, Paragon House, Nueva York, 1991.

[7] Karl-Otto Apel, Enrique Dussel y Raúl Fornet B., Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación, Siglo XXI Editores y UAM Iztapalapa, México, 1992; Enrique Dussel (compilador) Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico Norte-Sur desde América Latina, Siglo XXI Editores y UAM Iztapalapa, México, 1994; Enrique Dussel, Etica de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión, Editorial Trotta, Madrid, 1998.

[8] Encountering Development. The Making and Unmaking of the Third World, Princeton University Press, Princeton,1995.

[9] Silencing the Past. Power and the Production of History, Beacon Press, Boston, 1995.

[10] «Raza, «etnia» y «nación» en Mariátegui: Cuestiones abiertas», en Juan Carlos Mariátegui y Europa. La otra cara del descubrimiento, Amauta, Lima, 1992; Modernidad, identidad y utopía en América Latina, Editorial El Conejo, Quito, 1990; y «La colonialidad del poder y la experiencia cultural latinoamericana», en Roberto Briceño-León y Heinz R. Sonntag (editores), Pueblo, época y desarrollo: la sociología de América Latina, CENDES, LACSO, Nueva Sociedad, Caracas, 1998.

[11] The Darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality and Colonization, Michigan University Press, Ann Arbor, 1995; y «Posoccidentalismo: las epistemologías fronterizas y el dilema de los estudios (latinoamericanos) de área», Revista Iberoamericana, LXII, 1996.

[12] The Magical State. Nature, Money and Modernity in Venezuela, Chicago University Press, Chicago, 1997; y «Beyond Occidentalism: Toward Nonimperial Geohistorical Categories», Cultural Anthropology,vol. 11, nº 1, 51-87, 1996

[13] Los hombres verdaderos. Voces y testimonios tojolabales, Siglo XXI Editores, México,1996.

[14] «Technological Impacts on Human Rights: Models of Development, Science and Technology and Human Rights», en C.G. Weeramantry (editor), The Impact of Technology on Human Rights. Global Case Studies, United Nations University Press, Tokyo, 1993., p. 18. » De acuerdo a Max Weber, el cristianismo heredó del judaísmo su hostilidad al pensamiento mágico. Esto abrió el camino para importantes logros económicos ya que las ideas mágicas imponen severas limitaciones a la racionalización de la vida económica. Con la llegada del ascetismo protestante esta desmitificación del mundo se completó.» (idem).

[15] Dada la naturalización tanto de las relaciones sociales como de los acotamientos de los saberes modernos, incluida la fundante separación sujeto/objeto, resulta difícil la compresión del carácter histórico cultural específico de estas formas del saber sin acudir a otras perspectivas culturales que nos permiten des-familiarizarnos y por lo tanto desnaturalizar la objetividad universal de estas formas de concebir la realidad. Un texto que resulta particularmente iluminador en este sentido es el de Carlos Lenkersdorf, ya citado. Lenkersdorf estudia la cosmovisión de los tojolabales a través de su lengua. Caracteriza lo que llama una lengua intersubjetiva en la cual no hay separación entre objeto y sujeto, como expresión de una forma de compresión del mundo que carece de las múltiple escisiones que han sido naturalizadas por la cultura occidental.

[16] Frédérique Apffel-Marglin, «Introduction: Rationality and the World», en Frédérique Apffel-Marglin y Stephen A. Marglin, Decolonizing Knowledge. From Development to Dialogue, Clarendon Press, Oxford, 1996, p. 3.

[17] Idem.

[18] Op. cit. p. 4.

[19] Op. cit. p. 6.

[20] Op. cit. p. 7.

[21] Jurgën Habermas, «Modernidad, un proyecto incompleto», en Nicolás Casullo (compilador), El debate modernidad posmodernidad, Puntosur Editores, Buenos Aires, 1989, pp. 137-138.

[22] En palabras de Tzvetan Todorov: «…el descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente; aún si toda fecha que permite separar dos épocas es arbitraria, no hay ninguna que convenga más para marcar el nacimiento de la era moderna que el año 1492, en que Colón atraviesa el océano Atlántico. Todos somos descendientes de Colón, con él comienza nuestra genealogía -en la medida en que la palabra Un comienzo tiene sentido». La conquista de América. El problema del otro, Siglo XXI Editores, México, 1995 (1982), p. 15.

[23] Walter Mignolo, The Darker Side of the Renaissance…, op. cit.

[24] Ver: Aníbal Quijano, «Raza, etnia y nación en Mariátegui: cuestiones abiertas», op. cit.

[25] Walter Mignolo, op. cit., p. xi.

[26] «Por esto quiero decir una tendencia persistente y sistemática de ubicar los referentes de la antropología en un tiempo diferente al presente del productor del discurso antropológico.» Time and the Other. How Anthropology Makes its Object, Columbia University Press, Nueva York, 1983, p.31.

[27] Walter Mignolo, op. cit., 328.

[28] Ver: Derecho indígena y cultura constitucional en América, Siglo XXI, México, 1994; y Happy Constitution. Cultura y Lengua Constitucionales, Editorial Trota, S.A, Madrid, 1997.

[29] Bartolomé Clavero, Derecho indígena y cultura constitucional en América, op. cit., pp. 21-22.

[30] Op. cit., p. 22.

[31] Idem.

[32] Op. cit., pp. 22-23.

[33] Op. cit., p. 23.

[34] Op. cit., pp. 25-26.

[35] Op. cit., p. 27.

[36] «…la historia universal no es el mero tribunal de su fuerza, es decir, necesidad abstracta e irracional de un destino ciego, sino que, ella es razón en sí (an sich) y para sí y su ser para-sí en el espíritu es saber, en ella es el desarrollo necesario, únicamente desde el concepto de su libertad, de los momentos de la razón y así de su autoconciencia y de su libertad, la explicitación y realización del espíritu universal.» G.W.F. Hegel, Filosofía del Derecho (Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho o Compendio de derecho natural y ciencia del Estado), Ediciones de la Biblioteca, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1976, p. 333.

[37] Op. cit., p. 334.

[38] Op. cit., p. 334-335

[39] Op. cit., pp. 335-335.

[40] Op. cit., pp. 336

[41] G.W.F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, Werke, vol. VI, p.442. Citado por Antonello Gerbi, La disputa del nuevo mundo. Historia de una polémica, Fondo de Cultura Económica, México 1993 (1955), p. 535.

[42] G.W.F. Hegel, Lectures on the Philosophy of History, Cambridge University Press, Cambridge, 1975, p. 172 y 190-191. Citado por Fernando Coronil, «Beyond Occidentalism…» op. cit., p. 58.

[43] Antonello Gerbi, op. cit., pp. 527 y 537.

[44] Op. cit., p. 537.

[45] Op. cit., p. 542.

[46] Op. cit., p. 545.

[47] Op. cit., p. 537.

[48] G.W.F. Hegel, Phiosophie der Geschite, ed. Lasson, vol I, pp. 189-191. Citado por Antonello Gerbi, op. cit., p. 538.

[49] Antonello Gerbi, op. cit., pp. 545 y 548.

[50] Arturo Escobar, op. cit., p. 60.

[51] Customs in Common (Studies in Traditional Popular Culture), The New Press, Nueva York, 1993, p. 1.

[52] Op. cit. p. 9.

[53] Op. cit. p. 9-10.

[54] Para un análisis extraordinariamente rico de este proceso, ver el texto de E. P. Thompson, ya citado.

[55] Es el paso, por ejemplo, de la resistencia al maquinismo y a la disciplina laboral, a la lucha por el derecho a la sindicalización y por la limitación de la jornada de trabajo. «Mientras el capitalismo (o el ‘mercado’) rehicieron la naturaleza humana y la necesidad humana, la economía política y su antagonista revolucionario asumieron que este hombre económico era para siempre. » E. P. Thompson, op. cit., p. 15

[56] Immanuel Wallerstein, op. cit.

[57] Ver: Johannes Fabián, op. cit.

[58] Los problemas del eurocentrismo no residen sólo en las distorsiones en la comprensión de los otros. Está simétricamente implicada igualmente la distorsión en la autocomprensión europea, al concebirse como centro, como sujeto único de la historia de la modernidad. Ver más abajo la discusión de Fernando Coronil sobre este crucial asunto.

[59] Bruno Latour, We Have Never Been Modern, Harvard University Press, Cambridge, 1993, p. 97.

[60] Op. cit., pp. 99-100.

[61] El estudio de estos obstáculos culturales, sociales e institucionales a la modernización constituyó el eje que orientó la amplísima producción de la sociología y la antropología de la modernización en las décadas de los 50 y los 60.

[62] «El ambivalente discurso latinoamericano, en su rechazo a la dominación europea, pero en su internalización de su misión civilizadora, ha asumido la forma de un proceso de autocolonización, que asume distintas formas en diferentes contextos y períodos históricos.» Fernando Coronil, The Magical State… op. cit., p. 73.

[63] Néstor García Canclini, Culturas híbridas, Editorial Grijalbo y Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, México, 1989

[64] Perry Anderson, «Modernity and Revolution», New Left Review, número 144, marzo-abril 1984, citado por Néstor García Canclini, op. cit., p. 69.

[65] Néstor García Canclini, op. cit., p. 330.

[66] «Paradigmas, conceptos y relaciones para una nueva era. Cómo pensar las Ciencias Sociales dese América Latina», Seminario Las ciencias económicas y sociales: reflexiones de fin de siglo, Dirección de Estudios de Postgrado, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 20 de junio de 1998 (mimeo).

[67] Maritza Montero, op. cit.

[68] Enrique Dussel, Introducción a la filosofía de la liberación, Nueva América, Bogotá, 1988; y J.C. Scannone, Nuevo punto de partida de la filosofía latinoamericana, Guadalupe, Buenos Aires, 1990.

[69] Acción comunal. Una vereda colombiana, Universidad Nacional, Bogotá, 1959; y «Por la praxis. El problema de como investigar la realidad para transformarla», En Crítica y política en ciencias sociales. El debate Teoría y Práctica, Simposio Mundial en Cartagena, Punta de Lanza, Bogotá, 1978.

[70] El aro y la trama, Centro de Investigaciones Populares, Caracas, 1995.

[71] Estos tres textos, que han sido publicados en inglés en los Estados Unidos, son: Michel-Rolph Trouillot, Silencing the Past… op. cit.; Arturo Escobar, Encountering Development… op. cit. y Fernando Coronil, The Magical State…op. cit.

[72] «El poder es constitutivo de la historia. Rastreando el poder a través de varios ‘momentos’ simplemente ayuda a enfatizar el carácter fundamentalmente procedimental de la producción histórica, insistir en que lo que la historia es importa menos que cómo trabaja la historia; que el poder mismo trabaja conjuntamente con la historia; y que las preferencias políticas declaradas de los historiadores tienen poca influencia en la mayoría de las prácticas reales del poder». Op. cit., p 28.

[73] «Los silencios son inherentes en la historia porque cada evento singular entra a la historia careciendo de algunas de sus partes constitutivas. Algo siempre se omite mientras algo es registrado. Nunca hay un cierre perfecto de ningún evento. Así aquello que se convierte en dato, lo hace con ausencias innatas, específicas a su producción como tal. En otros términos, el mismo mecanismo que hace posible cualquier registro histórico, también asegura que no todos los hechos históricos son creados iguales. Ellos reflejan el control diferencial de los medios de producción histórica desde el primer registro que transforma un evento en un dato.» Op. cit., p. 49.

[74] Op. cit., p. 55.

[75] Op. cit., p. 27.

[76] Op. cit., p. 73.

[77] Op. cit., pp. 80-81.

[78] Op. cit., pp. 82-83.

[79] Op. cit., p. 93.

[80] Op. cit., p. 107.

[81] «…si muchos aspectos del colonialismo han sido superados, las representaciones del Tercer Mundo a través del desarrollo no son menos abarcantes y eficaces que sus contrapartes coloniales». Op. cit., p. 15. Op. cit., p. 5. «En síntesis, me propongo hablar del desarrollo como una experiencia histórica singular, la creación de un dominio de pensamiento y acción por la vía del análisis de las características e interrelaciones de los tres ejes que lo definen: las formas del conocimiento que se refieren a éste y a través de las cuales éste se constituye como tal y es elaborado en la forma de objetos, conceptos, teorías y similares; el sistema de poder que regula su práctica; y las formas de subjetividad gestadas por este discurso, aquéllas a través de las cuales la gente llega a reconocerse a sí misma como desarrollada o subdesarrollada.» Op. cit., p. 10.

[82]

[83] Op. cit., p. 30.

[84] Op. cit., p. 26.

[85] Op. cit., p. 30.

[86] Op. cit., p. 37.

[87] Op. cit., p. 111.

[88] Op. cit., p. 21.

[89] Op. cit., p. 24.

[90] Arturo Escobar, «Imaginando el futuro: pensamiento crítico, desarrollo y movimientos sociales», en Margarita López Maya (editora), Desarrollo y democracia, UNESCO, Rectorado de la Universidad Central de Venezuela y Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1991, p. 142.

[91] Arturo Escobar, Encountering Development… op. cit., p. 39.

[92] Idem

[93] Op. cit., p. 203.

[94] Op. cit., pp. 222-223.

[95] Op. cit., pp. 11.

[96] Op. cit., pp. 59.

[97] Op. cit., p. 61.

[98] Op. cit., p. 23.

[99] Op. cit., p. 42.

[100] Al dejar a la naturaleza fuera del cálculo económico de la producción de riqueza en las cuentas nacionales, el proceso de creación-destrucción que siempre está implicado en la transformación productiva de la naturaleza queda reducido a una de sus dimensiones. Su «lado oscuro», la destrucción/consumo/agotamiento de recursos, se hace completamente invisible.

[101] Citado por Fernando Coronil, op. cit., p. 57.

[102] Op. cit., p. 47. «La concepción estrictamente social de la creación de la explotación en Marx busca evitar la fetichización del capital, el dinero y la tierra como fuentes de valor. Pero termina por excluir la explotación de la naturaleza del análisis de la producción capitalista, y borra su papel en la formación de la riqueza.» Op. cit., p. 59.

[103] The Production of Space, Blackwell, Oxford, 1991.

[104] Fernando Coronil, op. cit., p. 28.

[105] Op. cit., p. 28.

[106] Op. cit., p. 28. De acuerdo con Lefebvre, el modelo dual simplificado (capital/trabajo) no es capaz de dar cuenta de la creciente importancia de la naturaleza para la producción capitalista.

[107] Henry Lefebvre, op. cit., p. 325. Citado por Fernando Coronil, op. cit., p. 57.

[108] Sólo a partir de estas exclusiones es posible la concepción de «lo económico» como una región ontológica separada tanto de la naturaleza como de la política, tal como se apuntó en la parte II de este texto.

[109] Op. cit., p. 8.

[110] Op. cit., p. 7.

[111] Op. cit., p. 74.

[112] Op. cit., pp. 29-30.

[113] Op. cit., pp. 29.

[114] Op. cit., pp. 29.

[115] Op. cit., pp. 29-30.

[116] Op. cit., pp. 32.

[117] Op. cit., p. 41.

[118] Op. cit., p. 61.

El mestizaje y la disyunción étnica de la plurinación: una visión personal del caso boliviano (2015). Javier Sanjinés

El tema del mestizaje –la mezcla cultural, étnica y racial de españoles e indígenas– dominó mi agenda intelectual durante las últimas décadas, junto al proyecto académico desarrollado alrededor de la modernidad/colonialidad/ decolonialidad.

En lo fundamental, afirmo a lo largo de mis dos últimos libros que el discurso del mestizaje se refiere a un proceso que es ficticiamente homogéneo porque encubre el hecho de que las sociedades latinoamericanas, particularmente las andino-amazónicas que investigo, no producen identidades que convivan entre ellas en pie de igualdad.

Por el contrario, el discurso forjado a propósito del mestizaje es la representación local de una perspectiva eurocéntrica que los letrados mestizos y criollos crearon para excluir las formas indígenas de concebir el mundo.

En efecto, tanto la “cultura del antimestizaje”, de principios del siglo XX, como el posterior “mestizaje cultural”, plasmado durante las siguientes décadas por intelectuales reformistas mestizos, fueron proyectos antagónicos que tuvieron un propósito común: construir la modernidad en Bolivia desde profundas desigualdades étnicas y raciales.

Pero a pesar de dominar el pensamiento del siglo pasado, el debilitamiento de ambos discursos tiene hoy mucho que ver con la “disyunción étnica” (Rodríguez, 2013) que vienen experimentando las sociedades pluriculturales.

Mi trabajo registra esta disyunción como un mestizaje “puesto de cabeza” por los pensadores y activistas indígenas del presente.

Por otra parte, debo señalar que mi investigación más reciente se abre a la exploración de futuros imprevisibles, todavía dominados por duros remezones étnicos y culturales que siguen sacudiendo nuestro horizonte de conocimientos.

Así como no creo prudente seguir celebrando el mestizaje como proyecto de unidad nacional, tampoco me parece oportuno continuar reciclando un latinoamericanismo que no pudo interpelar a la población “real” de América Latina. Así, desde los “rescoldos del pasado”, desde esa historia detrás de la historia que Walter Benjamin teoriza, afirmo la necesidad de perseverar en el estudio de la otredad, hecho que devela las limitaciones de una modernidad todavía preñada del acontecimiento colonial. Dichas limitaciones se hallan en lo medular del discurso mestizo que, desde el poder, sigue generando espejismos.

Complicado y esquivo, el mestizaje da lugar a múltiples interpretaciones. Es una suerte de espejismo, de refracción, que experimenta este debate identitario, y que parece influir incluso en la aritmética de los censos. De indudable importancia para la construcción de las identidades, los censos pueden, sin embargo, terminar siendo fácil presa de las políticas étnicas urdidas por grupos que pugnan por el poder. Pero de dicho forcejeo ideológico tampoco se libran los ensayos fundacionales que piensan la organización de la nación, y que constituyen el tema central de mi propuesta decolonial.

Publicado en 2004, bajo el título de Mestizaje Upside-Down. Aesthetic Politics in Modern Bolivia (Pittsburgh University Press), traducido al castellano en 2005, como El espejismo del mestizaje (PIEB), y reeditado en 2014 por el propio Proyecto de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB), este mi libro se aboca al estudio de la producción ensayística y de la cultura visual que, surgidas en diálogo, dominaron la construcción elitista de la nación boliviana durante la mayor parte del siglo pasado.

Al desconstruir este discurso hegemónico del mestizaje, al observarlo “desde abajo”, desde la propuesta subalterna indígena de principios del presente siglo, el libro cuestiona el mestizaje como modelo identitario de asimilación cultural impuesto por la cultura letrada relacionada con el poder.

El espejismo del mestizaje me permite resaltar cuatro aspectos que observan críticamente la modernidad desarrollista. Los tres primeros aspectos ayudan a ver que mi trabajo decolonial es un híbrido que se afianza en ejemplos visuales y literarios de cómo la estética dominante urdió el mestizaje. El cuarto aspecto, auténtico a priori de mi investigación, es la mirada crítica del telos histórico. La exploro más a fondo en mi nuevo libro, que reeditado bajo el título de Embers of the Past. Essays in Times of Decolonization (Duke University Press, 2013), fue originalmente publicado en castellano, como Rescoldos del pasado. Conflictos culturales en sociedades poscoloniales (PIEB, 2009).

En primer lugar, debo disipar algunas dudas surgidas de la lectura de El espejismo del mestizaje. Esta investigación no pretende ser una explicación histórica o sociológica del mestizaje. Fiel a la retórica de los ensayos fundacionales, diferencio mi investigación del análisis de los historiadores, sociólogos y politólogos en general.

En efecto, los cientistas[1] sociales abordan el tema de la identidad desde disciplinas nomotéticas e ideográficas que frecuentemente olvidan las figuras retóricas (sobre todo las metáforas, las metonimias y los símiles) de las novelas y de los ensayos que constituyen el corpus letrado de la primera mitad del siglo XX.

Los ensayos que aquí exploro eran representaciones primordialmente imaginarias de la realidad –entre lo real y lo imaginario, más que los hechos en sí mismos, importaba la manera de organizarlos y de representarlos–, pero no el resultado de encuestas censales ni de documentos históricos directamente explicativos de la realidad. Mediados por símbolos y por metáforas, la mayor parte de los ensayos que conforman este libro eran discursos ideológicos, es decir, representaciones imaginarias de cómo determinados grupos y clases sociales reproducían su existencia, siguiendo o rompiendo con patrones establecidos por el poder político y hegemónico.

Si, por ejemplo, se toma en cuenta la ensayística de la élite criolla que afirmaba el “antimestizaje” de principios del siglo XX, se observa que dichos ensayos no eran una explicación “objetiva” de la realidad boliviana de esa época, sino una mirada “controlada” del mestizaje que impedía a los letrados imaginar ese “nosotros” colectivo que se necesitaba para darle sentido a la Nación-Estado.

Es difícil comprender el significado de la metáfora central de estos ensayos –la enfermedad era la que predominaba– si quien los observa se concentra exclusivamente en el tema ideográfico del movimiento de las identidades de la época, y olvida o relega a un segundo plano la propuesta metafórica: homogeneizar, bajo la representación de la enfermedad, a toda una sociedad “amestizada” que, según la élite de la época, había perdido su vigor.

Téngase muy en cuenta que los intelectuales no observaban directamente la sociedad, sino que la disfrazaban y envolvían en la metáfora de los supuestos males que imposibilitaban su ordenamiento social. Dichos ensayos pretendían hallar la “cura” del mal que aquejaba a Bolivia a partir de doctos sistemas logocéntricos de observación que no eran endógenos, sino importados desde Europa.

De este modo, el “encholamiento” –término que los criollos, descendientes de españoles, empleaban para referirse despectivamente al mestizaje– estudiado desde las corrientes naturalistas europeas que divulgaban, entre otros, los textos de los franceses Gabriel Tarde y Gustavo LeBon, era la enfermedad del mestizaje, barómetro de la degeneración humana que afectaba a toda la sociedad boliviana, y que representaba la degeneración psico-biológica casi imposible de erradicar.

Pero los intelectuales mestizos de la primera mitad del siglo XX, también fundadores de la cultura, no solo letrada, sino visual de la modernidad (siguiendo el trabajo teórico de Martin Jay, me refiero en el libro al “régimen escópico de la modernidad”), contrarrestaron con su mestizaje utópico, ideal, el antimestizaje de las élites oligárquico-liberales.

Esta construcción letrada y visual del mestizaje tampoco se apoyó en cifras y censos. Su modelo de observación, tan eurocéntrico como el de los criollos, creó, sin embargo, una “visión mestiza” irracional, voluntarista, igualmente colonialista que la de aquéllos. Corrió esta visión, aparentemente ajena a las disciplinas sociales, por un carril alejado del análisis histórico de las identidades, sin recurrir necesariamente a los registros empleados por historiadores, sociólogos y cientistas sociales en general.

En segundo lugar, los ensayos fundacionales de criollos y de mestizos arrimados al poder, plantearon una lucha ideológica tenaz que no dejó las posiciones in medias res. De igual manera como el antimestizaje fue contrarrestado por una visión que, a contracorriente, idealizaba al mestizo, posteriormente el nacionalismo de mediados del siglo XX desbarató la “anti-nación” que representaba el viejo régimen oligárquico-liberal, relacionado con el coloniaje.

Argumento en este libro que las posiciones ideológicas de los ensayos no necesariamente superaron las miradas colonialistas de los acontecimientos sociales. Lo que sí hicieron es introducir, en el fragor de la lucha ideológica, cambios importantes en las representaciones simbólicas.

Obsérvese, por ejemplo, que la visión del “mestizaje ideal” no superó la mirada colonialista que relegaba al indio a cumplir las tareas de una servidumbre humana, pero planteó un cambio metafórico que, me atrevo a afirmar, es muy actual porque su visualización del mestizaje, tan ideal y abstracta como a muchos cientistas sociales seguramente les parece, tiene hoy tanta importancia como la discusión en torno a la vigencia del nacionalismo.

Los intelectuales mestizos crearon un “sistema representacional” que visualizó, dentro de los registros del colonialismo interno, una metáfora corporal –el cuerpo esbelto del indio gobernado por la inteligencia del mestizo– que, como se puede apreciar, aún hoy, en los debates ideológicos en torno a las identidades, exaltó al indio como “depositario de la energía nacional”, pero le dio preferencia a la inteligencia mestiza.

En estos cambios metafóricos en torno a la construcción de identidades se hace patente la necesidad de tomar conciencia de que lo étnico no corresponde exclusivamente a lo cívico. Ya en la construcción de la nación étnica, que los mestizos letrados prosiguieron con su mirada colonialista y logocéntrica de la modernidad, se pudo evidenciar que las diferencias entre el indio y el mestizo podían ser superadas si se aplicaban a ambas razas roles pedagógicos diferentes: la educación del indio demandaba una pedagogía de amorosa paciencia; la instrucción del mestizo, una disciplina que le permitiese desarrollar su intelecto.

Como puede verse, ambas razas tenían pedagogías diferentes que se complementaban de una manera interesante: la del indio operaba desde la voluntad y desde la regia contextura de su cuerpo; la del mestizo, desde la cabeza, desde la inteligencia. Esta propuesta configura la imagen del mestizaje “ideal”, que relacionó al indio con el mestizo acriollado, occidentalizado, pero que, dentro de los límites impuestos por el colonialismo interno, impidió, mediante el riguroso control del imaginario social, que el indio se transformase en mestizo y ascendiese política y socialmente.

Resulta interesante comprobar que en la representación del mestizo y del indio, elaborada tanto por criollos, como por mestizos, apareciese siempre el homúnculo que la organiza: era el ego moderno, el homúnculo de la occidentalidad, que relegaba al indio y lo ubicaba en un segundo plano.

De estas observaciones en torno a la cultura letrada, se ha podido ver que mi investigación explora el mestizaje como una “fábula de identidad” que busca desentrañar los mecanismos simbólicos de la construcción y negación de la identidad mestiza. Como discurso del poder que poco o nada tiene que ver con el tema de los mestizajes reales, pero sí con la indudable presencia del mestizaje en el discurso hegemónico que aquí exploro, El espejismo del mestizaje se entrelaza con el proceso de formación y de institucionalización del Estado-Nación durante el siglo XX, y con su más reciente crisis desde que los movimientos sociales y originario-campesinos se volvieron las fuerzas sociales y políticas más importantes del presente.

La presencia actual de lo originario-campesino no ha logrado erradicar del todo el hecho de que el indio sigue siendo tenido por un otro en la política real de aquéllos que detentan el poder. Como bien vio Jean Baudrillard, “el poder solo existe en virtud de la capacidad simbólica que tiene para crear al otro” (1990: 82). En efecto, la manía de etiquetar al otro sigue siendo, quiérase o no, parte integral de los proyectos urdidos desde el poder. Así, y aunque su retórica lo disimule, los poderosos siguen encontrando en ese otro un peligroso contrincante que, “desde abajo”, cuestiona su dominación ¿Acaso no son las luchas de los originarios amazónicos un ejemplo actualizado de este otro que, visto como enemigo del progreso, se opone a que la construcción de una carretera estatal parta en dos una de las reservas forestales más importantes de América Latina?

Si mestizaje y antimestizaje nacieron como tropos literarios que, desde el punto de vista de las élites de finales del siglo XIX y principios del XX, concibieron al indio como un ser inferior, poco apto para el ejercicio de la ciudadanía, la defensa indígena, en revueltas y en sendos congresos que tuvieron lugar a lo largo del siglo pasado, mostró que el discurso del poder fue siempre el producto de un desencuentro entre la tenaz pulsión hegemónica por darle al país una identificación y la respuesta popular que socavaba desde abajo ese efecto de identificación.

Por ello, toda presencia de indios y mestizos en el texto de la cultura –lo comprobamos incluso hoy con las disputas censales– lleva la huella del conflicto, no el feliz arribo de la entidad homogénea a una meta que, por el contrario, parece nunca llegar.

La misma razón que establece la identidad del otro como la de un subordinado, también registra aquello que escapa el control material y simbólico del discurso elitista. A fin de prevenir dichos escapes, no existe discurso dominante que deje de ocuparse de “controles del imaginario”, para emplear el feliz concepto que Luiz Costa-Lima acuñó en su explicación de la modernidad y de los excesos que la desbordan.

Como el lector podrá apreciar, los excesos aparecen con particular fuerza en la cultura visual que acompaña la crítica de los ensayos fundacionales. Ellos desnaturalizan la identidad hegemónica y sus mecanismos de representación, mostrando las grietas, las fisuras, que la desgarran.

En otras palabras, el mestizaje, una figura retórica, imaginada, y no solamente un hecho real en movimiento, en constante cambio, es testimonio de la dominación, pero también de la resistencia y de la ansiedad que ella genera al interior del poder. De este modo, podría decirse que el mestizaje encapsula en metáforas los poderes mitopoéticos de la élite, pero también las capacidades mitopoéticas de aquellas fuerzas “salvajes”, de aquellos poderes constituyentes que hoy se llaman “multitud”.

Como se evidencia de lo que hasta aquí arguyo, la propuesta de mi investigación, a la que le sigue la mirada crítica del tiempo histórico occidental de Rescoldos del pasado, tiene poco que ver con la historia del mestizaje; con el proceso que éste siguió desde la Colonia, o con el movimiento identitario registrado en censos y en otro tipo de mediciones ideográficas.

En tanto que discurso del poder, ligado a la construcción de una cultura nacional homogénea, me interesa repasar la historia de su representación. Como lo expresé, éste es un campo de observación que revela conflictos y sentidos encontrados que el Estado debe dominar simbólica, metafóricamente, imponiendo su representación imaginaria en los sectores urbanos y rurales de la sociedad civil.

De este modo, postulo que la representación del mestizaje es tan importante como lo son los mestizajes reales, los mestizajes concretos. Puesto que realidad y representación son temas no necesariamente afines, el diálogo entre ensayos fundaciones y visualizaciones pictóricas genera “regímenes escópicos” que tampoco son objeto de estudio de los historiadores del arte.

Por ello, la perspectiva decolonial de mi trabajo explora “estrategias retóricas” diseñadas para desconstruir el mestizaje, para observar cómo el discurso del poder siempre intenta “territorializarlo”, es decir, fijarlo, a fin de que su sentido no se “deslice” y cree “significantes flotantes” que pongan en entredicho su cerrazón ideológica.

La función del otro será precisamente la inversa: conflictuar y “desterritorializar”, a fin de que de las grietas y fracturas del discurso dominante surja la voz del sojuzgado, del subalterno que no fue convidado al festín del poder. En tal sentido, los ensayos fundacionales de El espejismo del mestizaje son prácticas hegemónicas que revelan inevitablemente insuficiencias y limitaciones.

Stuart Hall puntualizó apropiadamente que “la Nación-Estado nunca fue simplemente una entidad política. También fue una formación simbólica, un ‘sistema de representación’” (2000: 38). Fiel a este postulado, mi investigación reconstruye el mestizaje como un importante segmento del “sistema de representación” al que alude Hall.

En tercer lugar, me parece que el lector debe estar consciente de que la desconstrucción del mestizaje, de su manera exógena de observar lo local, no puede coincidir con la historia lineal, con el telos urdido por la modernidad europea.

Por este motivo, mi investigación, tanto en El espejismo del mestizaje, como en Rescoldos del pasado, se ubica a contracorriente de las grandes narrativas de la modernidad, en el borde mismo –de ahí la necesidad de crear un “pensamiento de frontera”, en el decir de Walter Mignolo (2000)– de las maneras opuestas y encontradas de pensar lo que nuestra hibridez revela; de nuestra imposibilidad de asir la realidad si el pensamiento no se mueve más allá de las categorías creadas o impuestas por la epistemología occidental que ha regulado nuestra manera de ver la realidad.

Mi mirada crítica del tiempo lineal dialoga con algunas de las más importantes investigaciones de los estudios culturales. Como es sabido, la producción académica dedicada al estudio literario y cultural de la modernidad latinoamericana de los siglos XIX y XX, fue profundamente transformada y reorientada por el trabajo crítico del uruguayo Ángel Rama, particularmente por su obra inconclusa La ciudad letrada, publicada póstumamente en 1984, y por una serie de artículos del crítico peruano Antonio Cornejo Polar, escritos en las décadas de los años ochenta y noventa.

La generación que continuó en la senda de estos trabajos revisionistas, ayudó a profundizar aún más la tesis elaborada por Rama acerca de las estrechas relaciones existentes entre la élite política y la literatura, tanto en la época colonial, como en la etapa republicana. Como John Beverley observara más concretamente en su libro sobre la subalternidad y la representación (1999), La ciudad letrada fue concebida como una auténtica genealogía de la institución literaria latinoamericana.

En esta obra, Rama mostraba cuan imbricada estaba la literatura con la formación de las élites coloniales y republicanas. Por ello, la obra de Rama ofrecía una anatomía de los mestizo-criollos encaramados en el poder. Original en sus hallazgos, Rama también mostraba su ceguera en lo concerniente a las culturas locales porque su punto de vista solamente contemplaba los cambios que la modernidad europea debió experimentar para poder adaptarse a la realidad latinoamericana. Esta reflexión exógena tenía poco que decir a propósito de las culturas indígenas, dominadas y colonizadas por una cultura letrada que no las representaba.

A diferencia de Rama, grande fue la importancia que Antonio Cornejo Polar dio a la “heterogeneidad cultural” de la zona andina, particularmente del Perú. En “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrante en el Perú moderno” (1996), publicado poco antes de su muerte, Cornejo Polar introdujo un importante cambio en el análisis de la realidad peruana.

En él, Cornejo modificó el tema de la “transculturación” –expresión acuñada por el cubano Fernando Ortiz para analizar el contacto cultural entre grupos socioculturales diferentes– y lo sustituyó por el discurso migrante esquizofrénico y descentrado que “se construye alrededor de ejes varios y simétricos, de alguna manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico” (844-845).

Cornejo afirmaba que este discurso “doble y múltiplemente situado” acogía no menos de “dos experiencias de vida que la migración, contra lo que se supone es el uso de la categoría de mestizaje, y en cierto sentido es el concepto de transculturación, no intenta sintetizar en un espacio de resolución armónica” (844-845).

Me acojo a esta “heterogeneidad no dialéctica” cuando pienso en el tiempo no lineal que define las culturas indígenas iletradas, aunque también pienso que en la vasta producción de Cornejo primó el modelo del intelectual letrado, ejemplo excelso de la cultura nacional. Así, tanto en Rama, como en Cornejo Polar, la literatura siempre ocupó la cúspide de la cultura.

Al pensar sobre todo en el trabajo de Rama, El espejismo del mestizaje no pretende dar un paso adelante que continúe su línea de análisis, sino desviarse de ella, ubicarse “al costado”, buscando intencionalmente transgredir la forma del ensayo; salir del carril histórico para así invertir la imagen del mestizaje: darle una dimensión visual que se aparte conscientemente de los proyectos letrados tradicionales de construcción nacional.

De este modo, no fue la descripción del mestizaje, entendida como una representación letrada de la realidad, que me indujo a escribir el libro, sino la necesidad de ponerlo “de cabeza”, de interpretar una serie de acontecimientos visuales que conflictuaban el mestizaje desde abajo, desde la mirada subalterna que encontré en una acuarela del pintor Darío Antezana. En efecto, Complicidad de Antezana que analizo en el último capítulo, dio inicio a mi investigación porque los personajes grotescos de esta acuarela me indujeron a pensar críticamente el mestizaje.

Cuatro meses pasé en la Universidad de Chicago analizando el modo cómo la acuarela se apartaba críticamente del régimen visual de la modernidad. A propósito de ella, Terry Smith, entonces director del Power Institute de la Universidad de Sydney, observaba que la ausencia de la identidad mestiza no era otra cosa que el oscurecimiento de la “ideología de la modernidad, contrarrestada por la pragmática carnal del colonialismo no superado (2001: 29).

A continuación, Smith se pregunta: “¿qué del arte y de las culturas visuales de aquéllos que no han ingresado plenamente en la modernidad?” (29), pregunta sin duda útil porque me ayudó a encontrar en lo cholo y en lo indio la crisis de la mirada criollo-mestiza; a cuestionar la representación, dudosamente uniforme, de lo nacional. En efecto, ¿qué imagen estaba siendo reemplazada por estos grotescos e irónicos cuerpos rebeldes?

Por otra parte, ¿dónde se originaba aquella imagen ideal, sublime, del mestizaje que quedaba ahora desplazada, cuestionada e ironizada? Encarar estas preguntas me significó revisar no solo la literatura fundacional de la Nación-Estado, sino también aquellos ejemplos pictóricos que mejor representaban y cuestionaban el carácter ideal y sublime de los sectores sociales supuestamente encargados de liderar la historia de Bolivia.

Pues bien, El espejismo del mestizaje modifica la percepción que se tiene de que el mestizaje, como discurso integrador de la nación, habría gravitado exclusivamente en la órbita del nacionalismo revolucionario, relacionándose exclusivamente con la ideología oficial del Estado nacionalista que surgió de la Revolución de 1952.

Por el contrario, afirmo que dicho proceso integrador ya estuvo presente en el discurso republicano de la primera década del siglo XX, momento en el cual quedó establecida la escisión entre el discurso liberal positivista de la oligarquía y el discurso étnico reformista que nació como contraoferta de las élites mestizas. Mi libro la destaca en los primeros capítulos como el “discurso sobre lo autóctono”. Dicha propuesta me ayudó a diferenciar las dos vertientes del discurso del poder: el “antimestizaje” y el “mestizaje”.

Es claro que El espejismo del mestizaje sigue cronológicamente, linealmente, el trayecto que va del discurso del mestizaje a las propuestas de los movimientos indígenas de principios del presente siglo. El lector no puede perder de vista, sin embargo, que, conceptualmente, el libro se emplaza en la lógica alternativa, es decir, en aquélla que estudia la “disyunción étnica”, según el comentario que Ileana Rodríguez hace a propósito de Rescoldos del pasado.

Al explicar que “disyunción étnica” significa la violenta separación entre lo cívico y lo étnico, Rodríguez dice: “Por disyunción étnica o ‘contemporaneidad no contemporánea’, para decirlo con las palabras de Ernst Bloch, esto es, la presencia simultánea de lo no moderno dentro de lo moderno, ciertamente atormenta las ideas occidentales” (2013: 34).

Rodríguez añade: “El gesto de Sanjinés consiste en rescatar el pasado de un tipo de trama ignominiosa, para recobrar las experiencias anteriores, indispensables y valiosas para entender los procesos históricos” (34). Y, finalmente, puntualiza que “su esfuerzo es conectar el presente con las experiencias pasadas, el ‘aquí y ahora’ crucial para entender la desconstrucción de la nación” (34).

Las anteriores observaciones, válidas también para El espejismo del mestizaje, muestran que los movimientos indígenas hoy día introducen quiebres profundos en la cultura política de países que, como Bolivia, tienen múltiples etnicidades.

Estos movimientos también permiten explorar los remezones que se producen

en las políticas académicas de los estudios latinoamericanos. En mi criterio, la disyunción étnica planteada en El espejismo del mestizaje es la siguiente: desde principios del siglo XX el reformismo social nacionalista buscó, hasta nuestros días, integrar al indígena, mientras que el positivismo social darwinista, que no ha desaparecido por completo, sigue encontrando en el indígena estigmas y atavismos que impiden la plena construcción de lo plurinacional.

De esta manera, el mestizaje, promovido primero con criterio reformista y, posteriormente, con criterio nacionalista, fue siempre una movida de élites. La disyunción étnica radica en el hecho de que los movimientos de las últimas décadas se niegan a aceptar que la política de las identidades originario-campesinas sean dádivas provenientes del poder, y exigen que se les reconozca lo que en justicia les pertenece.

Disyunción es, pues, el resultado de un movimiento radical que ya no puede ser controlado porque los ideales de la modernidad (emancipación, liberación, ciudadanía) fueron siempre concebidos como una entrega, como un don que cristianos, liberales y marxistas, hacían a los desposeídos, considerando incorrecto e inoportuno que éstos decidiesen actuar directamente, o se apartasen de la representación de las vanguardias políticas e intelectuales.

La encrucijada histórica que originó mi libro, y que antecedía al descalabro del Estado-Nación, planteaba ya la necesidad de que el rol mediador de los intelectuales fuese repensado, y que, de igual manera, las lógicas indígenas dejasen de ser “explicadas” por las disciplinas establecidas, incluidos los estudios culturales. Se abrían nuevas “nociones epistémicas” a partir de las cuales los estudios culturales debían ser reinterpretados y enjuiciada su complicidad con las ideologías de la modernidad.

Las propias nociones de telos histórico, de futuros predecibles y perfectibles, que se hallaban en el meollo mismo del concepto de “cultura nacional”, tenían que ser repensadas desde el nuevo paradigma de la modernidad/colonialidad/ decolonialidad. Y es precisamente este paradigma que guió mi proyecto intelectual, tanto en El espejismo del mestizaje, como, después, en Rescoldos del pasado.

La disyunción étnica invocada por Ileana Rodríguez plantea dos puntos teóricos que coinciden con lo que acabo de manifestar: uno, el cambio del concepto de ciudadano por el de multitud; dos, el cambio de historia lineal por el de mito.

Si la multitud se concibe como un actor espontáneo, desterritorializado, e incluso antinacional, “el cambio de la linealidad histórica al mito se efectúa mediante el reconocimiento de los poderes movilizadores del segundo” (35). En efecto, y tal como lo expreso en mi libro sobre el mestizaje, como también en el que enderezo mi crítica del tiempo histórico, el mito complejiza la modernidad, muestra su lado oscuro, y rearticula el poder de las masas.

Ofrece, pues, la desconstrucción del pensamiento cultural-progresista-nacionalista. Su poder movilizador obliga a repensar la posibilidad letrada, dándole una capacidad transgresora que, en Rescoldos del pasado, identifico con las nuevas posibilidades del ensayo, género que debería ser repensado más allá de la rearticulación de lo nacional.

No puedo dejar de referirme, como último tema, a las críticas que ha suscitado la dimensión temporal de mi investigación. Mi crítica del tiempo histórico se aparta de las nociones de continuidad y de progreso que caracterizan a la modernidad.

Como dije anteriormente, este aspecto es el a priori en el que se fundan mis dos libros.

Pero la crítica a todos “los amantes de la continuidades ancestrales”, que privilegian en su investigación “la tradicional búsqueda de espacios no contaminados por la modernidad liberal/ occidental” (Stefanoni, 2010: 36), olvida voluntariamente que la lucha con la modernidad desarrollista no pretende hallar “espacios no contaminados” por la modernidad, sino poner en diálogo los “tiempos en conflicto” que caracterizan nuestra vida actual, y que problematizan una modernidad que no puede ser tenida como simple copia del mundo occidental.

Precisamente ése es el a priori de mi investigación, la ruptura temporal que los pensadores desarrollistas se niegan a aceptar.

Los desarrollistas –se puede hablar de ellos como “neoestructuralistas” (Webber, 2011)– que se afirman en el continuum histórico de las etnicidades, critican rupturas epistemológicas como las que introduzco en mi investigación, sobre todo la “puesta de cabeza” del mestizaje. En efecto, es llegado el momento del “vuelco de la metáfora” cuando se me relaciona críticamente con “los análisis abstractos sobre el retorno del indio” (32). En mi criterio, este reparo implica un desconocimiento del pensamiento decolonial, que nada tiene que ver con la función ideográfica de cómo evolucionaron las lógicas organizativas de las identidades, tanto en sus relaciones comerciales, como personales.

Le molesta a la crítica las rupturas epistemológicas que apartan mi investigación de las continuidades que, supuestamente, se registrarían en la realidad. En mi caso, ello tendría que ver con el hecho de que ignoro por completo la continuidad existente entre el nuevo nacionalismo popular de Evo Morales y el nacionalismo forjado como resultado de la Revolución de 1952.

Aunque toco el tema solo tangencialmente en Rescoldos del pasado, me parece que habría mucho que decir a propósito de este giro “posneoliberal” que el “evismo” habría dado con su nuevo nacionalismo popular. Me limito a mencionarlo brevemente solo para relevar, también críticamente, el hecho de que el neoestructuralismo desarrollista promueve dicho giro para apaciguar cualquier violencia epistemológica que podría haberse dado en lo más hondo de la subalternidad.

También parece molestar a mis críticos que hable de un “ahora, carajo”, es decir, que me refiera a una ruptura que aparta al movimiento indígena del “todavía no” que, por el contrario, estaría más a tono con la continuidad del nacionalismo popular promovido por el nuevo Estado plurinacional.

Ellos encuentran, en mi inobservancia de la continuidad del “espacio público plebeyo”, que mi análisis esquiva las dinámicas políticas, económicas y sociológicas concretas, y que pierde la recomposición del movimiento nacional-popular de matriz campesina, plasmada con la llegada de Evo Morales al poder. De haber acatado esta “continuidad”, no habría tenido necesidad, en el criterio de mis críticos, de invocar la supuestamente falaz “ruptura epistemológica” de lo indígena. Si no procedo así en mi investigación, es porque dudo mucho de que estemos totalmente inmersos en una etapa “posneoliberal” de continuidad nacional-popular.

Sin embargo, el lector encontrará, en el último capítulo de Rescoldos del pasado, mi desconstrucción del tan mentado “retorno de lo plebeyo”. En dicho capítulo, también hallará una crítica del imaginario urdido por los cultores del nuevo Estado plurinacional.

En conclusión, los tiempos en conflicto a los que me refería en el momento de escribir El espejismo del mestizaje, no solo presentaban el vuelco metafórico del mestizaje, sino que anunciaban el final del Estado-Nación. Diez años después de su publicación en castellano, hoy podríamos seguir afirmando que vivimos tiempos en conflicto que, al reavivar los rescoldos del pasado, tornan visibles las insuficiencias del presente, particularmente las desavenencias entre el discurso socialista comunitario oficial y el modelo de desarrollo capitalista que lo conflictúa en la realidad. Seguirle el trazo a esta incongruencia será tarea de la que deberá continuar ocupándose el pensamiento crítico, y, fundamentalmente, el ensayo en tanto género literario capaz de ahondar en el tema de la descolonización.

Bibliografía

Baudrillard, Jean [1990] (1999). The Transparency of Evil: Essays on Extreme. Phenomena. London: Verso.

Cornejo-Polar, Antonio (1996). “Una heterogeneidad no dialéctica. Sujeto y discursos migrantes en el Perú moderno”. Revista Iberoamericana, N° 176-177. Tomo LXII. Pp. 837-844.

Hall, Stuart (2000). “Culture, Community, Nation.” En Representing the Nation: A Reader: Histories, Heritage and Museums, editado por David Boswell y Jessica Evans. London: Routledge.

Mignolo, Walter (2000). Local Histories/Global Designs. Princeton, NJ: Princeton University Press.

Orduna, Víctor (2007). “El mestizaje en tiempos de indigenismo” (Entrevista con Javier Sanjinés C.) Temas de debate. Boletín del PIEB. N°8. Año 4.

Rama, Ángel (1984). La ciudad letrada. Hanover, Mass: Ediciones del Norte.

Rodríguez, Ileana (2012). “Reimaginando el ‘Hemisferio Sur’: Reflexiones sobre la naturaleza del Estado-nación”. Umbrales. Revista del Posgrado en Ciencias del Desarrollo (La Paz, Bolivia) N° 24 (diciembre). Pp. 27-46.

Smith, Terry (2001). “Enervation, viscerality: the fate of the image in Modernity”. En Impossible Presence:Surface and Screen in the Photogenic Era, editado por Terry Smith. Chicago, IL: The University of Chicago Press.

Stefanoni, Pablo (2010). “Qué hacer con los indios…” Y otros traumas irresueltos de la colonialidad. La Paz: Plural Editores.

Webber, Jeffery R. (2011). From Rebellion to Reform in Bolivia. Class Struggle, Indigenous Liberation, and the Politics of Evo Morales. Chicago IL.: Haymarket Books.


[1] La palabra “cientista” no existe en español. El término en inglés es “scientist”, es decir, “científico”. También puede traducirse como “sociólogo” o “politólogo”, dependiendo del contexto.

The politics of hyphenated identities. Snéha Khilay

I have been given two hyphenated identities. The first one was given over 40 years ago when my family and I left Uganda and came to UK. We were referred to as ‘Ugandan Asians’.  This was to differentiate us from those of African ethnicity. More recently, the media, government policies and the census has put me into the category of ‘British Asian’*.

There has been an ongoing controversy whether hyphenated identities are considered woefully inadequate to truly encapsulate a multicultural UK, where different cultures do live and work together in some form of harmony, with about 400 languages spoken in London. There is also an expectation for the diaspora communities living in UK to absorb and merge into the British culture.

I was listening to a radio show last week where the presenter mentioned an ‘Indian’ caller who had raised concerns about a particular British political party and its racist undertones. My immediate and biased reaction was to wonder whether the caller, given that he was from India, had sufficient knowledge about British politics. The radio presenter corrected himself and said the ‘Indian’ caller was ‘British Asian’ at which point I accepted (assumed) that he would know about British politics.

The hyphenated identity is a term that implies a dual identity. It evokes questions regarding which side of the hyphen the person belongs to, giving the impression that the person is oscillating between two cultures. I certainly have been asked “So what are you, British or Asian?” I am aware that when I am in UK, I am considered Asian but when in India, I am referred to as British and even Non-Resident Indian (NRI). Thus, are these hyphenated identities based on culture, nationality, religion, country of origin or simply refer to skin colour?

In the UK, we openly use terms such as Black British, British Asian and even Black and Minority Ethnic, often known in its acronym form of BME. At a recent conference, I overheard a participant complain about a person jumping the queue at the train station and she went on to say “…that is the type of behaviour I would expect from a BME.” Through this one statement, the participant had totally negated the fact that Black and Minority Ethnic communities encompass a multitude of cultures, behaviours, rituals, language patterns and attitudes. She had tarnished everyone who is not white with the same negative brush stroke, all because someone had jumped a queue.

It is worth considering that the hyphenated labelling somehow does not seem to apply to other large migrant populations living in UK, we do not hear of ‘British Romanians’, ‘British Irish’, ‘British Portuguese’, ‘British Australians’ etc. Does this mean that dual identities are only applied to people who are not white?

There is another interesting concept for consideration. The Muslim community living in UK have been given the hyphenated identity of ‘British Muslim’, yet hyphenated identities have not been given to other religious groups living in UK. For instance, there are no references to  ‘British Jews’,  ‘British Hindus’, ‘British Sikhs etc.  It is hard to understand why the media has made a distinct reference specifically to British Muslims, identified only by religion and not by ethnicity or country.

Some believe that the British Asian identity, in my case British Indian identity, in essence has transplanted Indian identity, supposedly to preserve the ‘Indian’ culture, language and rituals. Others believe that a person who is British Asian is now intrinsically British and should be understood within the context of assimilation and multiculturalism.

During a recent visit to India, the street pedlars gave me a lot of hassle to buy their wares whilst my taxi waited at a traffic light. My response to the pedlars was to politely say “No, thank you” or “I am fine” which somehow allowed the street pedlars to hassle me further. My Indian friends, conditioned to respond differently, were highly amused by my British politeness and suggested that I should have been aggressive by telling the street pedlars to go away.

Have I been assimilated into the British culture to such an extent that my country of origin’s behaviour norms have become alien? I did think my Indian friends’ suggested response somehow contravenes what I had absorbed of the British culture, the concept of courtesy towards everyone irrespective of their status. Putting it another way, was I hooking my personal values into the notion that this is part of the British culture, a culture I am most familiar with?

Photo of two girls - a black girl smiling in the foreground, a white girl smiling in the back.

© Flickr user Viewminder

For me personally, being British and Indian has its advantages, I can easily and comfortably assimilate into either culture. However, there are times when I am very much aware and conscious of my ‘non-white’ status in a meeting or event, especially if I am the only person who is from a (visible) minority background. Admittedly there are times when I feel more British than Indian and other times more Indian than British, for instance at an Indian function when I am wearing a sari, dancing and miming to Bollywood songs and laughing at the in jokes which only an Indian person would understand.

I am aware that I have worked hard, with support from my family, so the incompatibility between being British and being Indian is reduced. My parents have instilled in me the value of independence, free thinking and that there should not be an excuse or reason for being held back. These values and ethics are universal and cannot be labelled to belonging to one country or one culture and fundamentally are more related to an individual’s beliefs and principles.

I have three identities – born in Uganda, of Indian ethnicity and holding British nationality – and all of these backgrounds have made me who I am now. I truly do not believe that I have to sacrifice any of the identities over another. In fact I value what the different identities have to offer and think I have become stronger, more open, accepting and resilient as a result.

*In UK, Asian is used to refer to those of South Asian ancestry, in particular Indian, Sri Lankan, Pakistani and Bangladeshi. The Chinese, Korean and Japanese are not included in this definition and are more likely to be defined by their country of origin.

Género: algunas precisiones conceptuales y teóricas (2004). Marta Lamas

El concepto de género se perfila a finales de los años cincuenta, su uso se generaliza en el campo psico-médico en los sesenta, con el feminismo de los setenta cobra relevancia en otras disciplinas, en los ochenta se consolida académicamente en las ciencias sociales, en los noventa adquiere protagonismo público y en este nuevo siglo se constituye en “la” explicación sobre la desigualdad entre los sexos.

Este paso de categoría analítica a fuerza causal o explanans (Hawkesworth, 1997) tiene que ver con que el concepto se volvió, en sí mismo, una forma de comprender el origen socio cultural de la subordinación de las mujeres. A eso hay que sumarle la gran difusión que se le hace, dentro de las instituciones políticas y las instancias multilaterales, a esta “visión” denominada perspectiva de género.

Agencias internacionales, como el Banco Mundial o el Interamericano, llegan a condicionar sus préstamos a los gobiernos al hecho de que tengan “perspectiva de género”. Por eso, más allá de su acepción académica, el concepto de género alcanza un gran impacto cultural y su uso se politiza. Y como lo que está en juego en relación al concepto género es una idea sobre el papel de las mujeres en la sociedad, provoca una reacción entre los grupos más conservadores. El Vaticano, que persiste en su inmutable explicación de que la subordinación social de las mujeres es “natural”, consecuencia de la diferencia sexual y por lo tanto designio de Dios, protagoniza un ataque desaforado contra el género.[1]

Sin embargo, con el término género se produce el fenómeno que Carlos Monsiváis denomina «contagio social», que filtra el discurso feminista de manera comprensible para amplias capas de la población y generaliza una aspiración igualitaria entre mujeres y hombres. De ahí que en México, y a pesar de la presión conservadora, para 1997 el término género se encuentre totalmente integrado al discurso político y hasta el PAN lo use en su plataforma electoral «Democracia para un buen gobierno». Por ello no es de extrañar, entonces, que en el año 2000, en su toma de posesión como presidente, Vicente Fox se comprometiera a que su gobierno tendría “perspectiva de género”.

Pero además, género se convierte en un eufemismo que engloba varias cosas: mujeres, relaciones entre los sexos y feminismo. Tal ambigüedad favorece un ocultamiento con el cual se evita precisar que hay discriminación u opresión, como por ejemplo cuando se usa la fórmula “eso ocurre por el género”. Decir “un asunto de género” suena menos fuerte que decir “un problema de sexismo”.

Igualmente, en el lenguaje cotidiano y coloquial cada vez es más frecuente oír “es una cuestión de género” para aludir a algo que tiene que ver con las mujeres. Así, al hablar del “avance del género” se hace referencia al protagonismo que las mujeres adquieren en los últimos años del siglo, cuando ocupan más cargos públicos y tienen una creciente presencia política. Esta asimilación de género a mujeres es de vieja data, y se sigue repitiendo en todos los ámbitos, hasta en el académico.

Es un hecho que las comunidades interpretativas se van construyendo en la medida en que comparten ciertos significados y se conectan en procesos. Más allá del triunfo de la perspectiva de género como requisito exigido para las políticas públicas, su verdadero éxito radica en que la comprensión de dicha perspectiva implica un salto conceptual: reconocer que los comportamientos masculinos y femeninos no dependen de manera esencial de los hechos biológicos, sino que tienen mucho de construcción social. Así, con la idea de perspectiva de género se retoma lo central del discurso feminista.

Justo a partir de los años noventa, cuando el ataque conservador contra el uso del término género cobra relieve internacional por las Conferencias de la ONU en El Cairo y Beijing, las reflexiones académicas sobre género dan un interesante giro. La comunidad académica feminista recibe un fuerte impulso en su producción de teorías y conocimientos sobre el género por el impacto intelectual que causa la reflexión acerca de las tensiones políticas que recorren el escenario mundial. Desde la antropología, la filosofía, la lingüística, la historia, la crítica literaria y el psicoanálisis se abordan nuevas teorizaciones sobre el sujeto y la génesis de su identidad, que interpretan la producción de la alteridad a partir de procesos relacionales e imaginarios y remiten al engarce de subjetividad y cultura. Por ello la relación entre lo simbólico y lo social, la construcción de la identidad y la capacidad de acción consciente (agency) se vuelven objetos privilegiados de estudio.

El uso del concepto en varias disciplinas conlleva una considerable crisis interdisciplinaria y transnacional (Visweswaran 1997) en torno al verdadero significado del género. Parte de la confusión deriva de la mirada multidisciplinaria y tiene que ver con lo que ya documentó Mary Hawkesworth (1997): a medida que prolifera la investigación sobre el género, también lo hace la manera en que las personas que teorizan e investigan usan el término.

Destaco unos ejemplos de la enorme variedad que Hawkesworth registra: se usa género para analizar la organización social de las relaciones entre hombres y mujeres; para referirse a las diferencias humanas; para conceptualizar la semiótica del cuerpo, el sexo y la sexualidad; para explicar la distinta distribución de cargas y beneficios sociales entre mujeres y hombres; para aludir a las microtécnicas del poder; para explicar la identidad y las aspiraciones individuales de mujeres y hombres.

Así, resulta que se ve al género como un atributo de los individuos, como una relación interpersonal y como un modo de organización social. El género también es definido en términos de estatus social, de papeles sexuales y de estereotipos sociales, así como de relaciones de poder manifestadas en dominación y subordinación. Asimismo, se lo ve como producto de la atribución, de la socialización, de las prácticas disciplinarias o de las tradiciones. El género es descrito como un efecto del lenguaje, una cuestión de conformismo conductual, un modo de percepción y una característica estructural del trabajo, del poder y de la catexis. También es planteado en términos de una oposición binaria aunque igualmente se toma como un continuum de elementos variables y variantes. Con esta diversidad de usos e interpretaciones, género se convierte en una especie de comodín epistemológico que explica de manera tautológica lo que ocurre entre los sexos de la especie humana: todo es producto del género.

En este espacio es imposible trazar el amplio recorrido de la prolífica reflexión académica feminista que ha introducido matices y precisiones significativas en la conceptualización inicial del género. Por ello voy a centrarme únicamente en algunas críticas y aportaciones relevantes que se han dado en la aplicación de este concepto en mi disciplina –la antropología-,[2] pero que son útiles teóricamente para las demás ciencias sociales.

En el campo antropológico, el concepto de género, entendido como la simbolización que los seres humanos hacen tomando como referencia la diferente sexuación de sus cuerpos, tiene más de tres décadas de uso.[3] La prevalencia de un esquema simbólico dualista, inherente a la tradición del pensamiento judeocristiano occidental, que se reproduce implícitamente en la mayoría de las posturas intelectuales, vincula la universal asimetría sexual a un esquema binario, casi estático, de definición de lo masculino y lo femenino, donde las mujeres se asocian a la naturaleza y los hombres a la cultura.

La desconstrucción de esta idea en el desarrollo posterior de la teoría de las relaciones de género en la antropología ha sido una tarea constante. Muchas investigadoras develan la manera en que se opone dicotómicamente a mujeres y hombres dentro de distintas tradiciones culturales, que coinciden en ubicar en las características biológicas la “esencia” que distingue a los sexos.

Los rasgos invariables de las diferencias biológicas han propiciado que se conciba la simbolización que hoy llamamos género como un aparato semiótico que sigue un patrón universal dual, definido a partir de la sexuación. Las antropólogas feministas se dividen frente al tema de la universalidad de la subordinación femenina y un grupo destacado sostiene, a partir de investigaciones de campo, que la realidad contradice el énfasis binario de los esquemas de clasificación humana.[4]

En el desarrollo posterior de la teoría de las relaciones de género en la antropología la crítica a oponer dicotómicamente a mujeres y hombres derivó en una resistencia para comprender el carácter fundante que tiene la diferencia sexual.

Para finales de los ochenta, un puñado de antropólogas de la nueva corriente llamada «etnografía feminista» había puesto en evidencia las deficiencias hermenéuticas derivadas de una perspectiva no reflexiva. Esta crítica era parte de una postura epistemológica mucho más general, con importantes implicaciones para la investigación social, que se cobijó bajo el amplio paraguas del postestructuralismo.

Lo interesante de las exponentes de esa corriente fue que mostraron, a partir de investigaciones de campo, que la realidad contradecía el énfasis estructuralista de los esquemas de clasificación binaria. Con un rico material etnográfico, ellas abrieron una línea interpretativa distinta, que iba más allá de sólo registrar las expresiones culturales de la simbolización de género. Tomo dos ensayos como ejemplos paradigmáticos: el de Sylvia Yanagisako y Jane Collier (1987) y el de Marilyn Strathern (1987).

Las norteamericanas Yanagisako y Collier revitalizan el debate en el campo antropológico al cuestionar si verdaderamente la diferencia sexual es la base universal para las categorías culturales de masculino y femenino. Ellas sostuvieron que diferenciar entre naturaleza y cultura era una operación occidental, y que las distinciones entre reproducción y producción, público y privado, eran parte de ese pensamiento y no supuestos culturales universales.

Ellas argumentaron en contra de la idea de que las variaciones transculturales de las categorías de género eran simplemente elaboraciones diversas y extensiones del mismo hecho. Este cuestionamiento, que ubicaron en el corazón de la teoría del parentesco, fue interpretado al principio como mera provocación, pero marcó el inicio de una sana actitud irreverente al criticar las premisas consagradas en el campo de la antropología del género.

Coincidiendo con Yanagisako y Collier en el propósito de desmantelar el argumento universalista, la británica Strathern trató de ver cómo se dan las desigualdades de género en el ámbito de la capacidad de acción consciente (agency) en una sociedad determinada: los hagen de Nueva Guinea, en Melanesia.

Al describir los arreglos de género y las condiciones sociales que los producen, Strathern mostró que en esta sociedad los significados de masculino y femenino pueden ser alterados según el contexto. Ella encontró que las prácticas otorgan a las mujeres un papel activo en la construcción de sentido social y señaló que las categorías de género no abarcaban todo el rango de posibilidades de acción y posición para los hombres y las mujeres individuales.

Por eso mismo, las personas no estaban limitadas por el hecho de ser mujer u hombre. Esta perspectiva difería totalmente de la visión tradicional, que planteaba que la conducta de hombres y mujeres estaba constreñida al modelo ideológico de su sociedad. Por eso la dicotomía naturaleza/cultura, que supuestamente produce la desigualdad entre mujeres y hombres, no se aplicaba en los hagen. El punto clave que Strathern subrayó fue que el significado típico del género no se aplica transculturalmente.

De este modo, al sostener que tanto la distinción entre naturaleza y cultura como la de reproducción y producción o la de público y privado no eran supuestos culturales universales, y al negarse a aplicar transculturalmente (cross-culturally) un significado general de género, estas antropólogas quebraron la línea interpretativa dualista. Además, al mostrar cómo el esquema occidental dificulta la comprensión de que la simbolización no siempre se da de manera binaria, estas investigadoras pusieron evidencia que la eficacia simbólica del género no es uniforme sino es dispareja. Por este tipo de acotaciones, a finales de los ochenta y principios de los noventa, varias antropólogas feministas emprendieron la tarea de precisar el vocabulario conceptual y teórico con relación a los procesos de simbolización de la diferencia sexual.[5]

La labor de deslindar dos términos básicos -género y sexo- cobró un lugar relevante; sin embargo se dejó de lado algo fundamental: formular nuevas preguntas. Ya desde principios de los ochenta Michelle Z. Rosaldo (1980) había señalado que el problema que enfrentaban las antropólogas feministas no era el de la ausencia de datos o de descripciones etnográficas sobre las mujeres, sino de nuevas preguntas.

Rosaldo llamó a hacer una pausa y a reflexionar críticamente sobre el tipo de interrogaciones que la investigación feminista le plantea a la antropología y puso sobre la mesa el tema del paradigma del cual se parte al hacer una interpretación. Ella expresó con claridad que el marco interpretativo limita o constriñe al pensamiento: Lo que se puede llegar a saber estará determinado por el tipo de preguntas que aprendamos a hacer (Rosaldo, 1980: 390).

¿Cuál era el paradigma sobre el género que no propiciaba nuevas preguntas? Inicialmente, en los setenta, se habló del sistema sexo/género como el conjunto de arreglos mediante el cual la cruda materia del sexo y la procreación humanas era moldeada por la intervención social y por la simbolización (Rubin, 1975). Después, en los ochenta, se definió al género como una pauta clara de expectativas y creencias sociales que troquela la organización de la vida colectiva y que produce la desigualdad respecto a la forma en que las personas valoran y responden a las acciones de los hombres y las mujeres. Esta pauta hace que mujeres y hombres sean los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones recíprocas, marcadas y sancionadas por el orden simbólico.

Al sostenimiento de ese orden simbólico contribuyen por igual mujeres y hombres, reproduciéndose y reproduciéndolo, con papeles, tareas y prácticas que cambian según el lugar o el tiempo. Y aunque en los noventa se asume que lo que son los seres humanos es el resultado de una producción histórica y cultural, hay un borramiento de lo que implica la sexuación.

Aquilatar que el sujeto no existe previamente a las operaciones de la estructura social, sino que es producido por representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales determinadas no debería dejar pasar por alto la materialidad de los cuerpos sexuados. Una cosa es distinguir las variadas y cambiantes formas de la simbolización y otra reconocer que si subsisten ciertas prácticas y deseos, habría que plantearse al menos la duda de si en verdad todo es producto del proceso de simbolización o si la diferencia sexual en sí condiciona algunas de esas diferencias. La formulación de que mujeres y hombres no son un reflejo de la realidad «natural» obliga, una vez más, a plantearse el interrogante sobre la naturaleza de la diferencia sexual.

La discusión teórica que de ahí se desprende es sobre el esencialismo: la creencia de que hay algo intrínsecamente distinto entre mujeres y hombres. Más allá de las estimulantes discusiones de los evolucionistas y del éxito de algunos trabajos de divulgación popular,[6] lo valioso de este debate es que se amplía al ámbito político y abre una reflexión sobre la voz de las mujeres.

Uno de los dilemas más acuciantes del feminismo es que parte sustancial del movimiento plantea la necesidad de hacer política, precisamente, “como mujeres”. Por eso se vuelve un desafío construir un discurso político movilizador que aborde el análisis del cuerpo sin caer en esencialismos.

Cuando el feminismo apela a un sujeto político universal –las mujeres— ¿está o no está haciendo un llamado esencialista? La manera de responder a esta interrogante depende justamente del enfoque teórico que se utilice: no es lo mismo un esencialismo sustancialista que un esencialismo estratégico, como lo sugiere Gayatri Spivak[7] (1989).

¿Cómo diferenciar un esencialismo estratégico de uno sustancialista? La respuesta de Spivak es doble: por un lado, para que verdaderamente se trate de un manejo estratégico, el uso político de la palabra “mujer” debe estar acompañado de una crítica persistente; si no hay crítica constante, entonces la estrategia se congela en una posición esencialista. Por otra parte, no da igual quién emplea la palabra “mujer”; no es lo mismo una mujer de barrio que una académica cuando dicen “yo, como mujer”; la distancia entre una mujer que se atreve a decir “yo, como mujer” en el despertar de su conciencia ante los poderes establecidos, y una universitaria con años de lecturas y discusiones, es similar a la que media entre una declaración esencialista estratégica y una concepción sustancialista.

En resumidas cuentas, el punto a dilucidar es dónde están situadas las personas que hablan y para qué usan el concepto. Definir quién habla y cómo lo hace es lo que distingue si se trata de esencialismo como estrategia, como recurso situacional o como creencia en una esencia de las mujeres, o sea, sustancialista.

Anteriormente, una vertiente crítica del movimiento feminista exploró qué implica referirse a las mujeres como unidad política, con los mismos intereses y necesidades. Al interrogarse si una mujer habla sólo como agente o representante de su sexo se respondió que también habla marcada por una cultura, una clase social, una pertenencia étnica o racial, por cierta sexualidad o determinada religión, en fin, por una historia o posición social determinada.[8]

Sin embargo, es de lo más común que las feministas se refieran a las mujeres así, sin distinción, como si se tratara de un sujeto colectivo. En su brillante análisis de las formas en que las mujeres legitiman su lenguaje público, Catherine Gallagher (1999) recuerda que lo que sacó a las mujeres a las calles, lo que las empujó a las distintas manifestaciones de la lucha feminista, desde las huelgas de hambre de las sufragistas hasta los variados enfrentamientos con la policía, fue “su sentimiento de lealtad hacia una comunidad de compañeras en el sufrimiento: en otras palabras, la solidaridad con un sujeto colectivo” (p. 55).

Indiscutiblemente el poder retórico del término “mujer” tiene que ver con ese sujeto colectivo. En política se necesita una idealización mínima para mover subjetividades y lograr cambios. Admitir que se requiere de un supuesto estratégico del cual partir, del tipo “todas las mujeres estamos oprimidas”, para facilitar procesos de apertura y comunicación, no es lo mismo que creer en una esencia compartida y defenderla. Por eso los llamados a una toma de conciencia política con frecuencia visten ropajes esencialistas, como la frase “yo, como mujer”.

Pero pasado ese primer momento, cada tendencia del movimiento feminista requiere desarrollar con más cuidado su posicionamiento respecto de la diferencia sexual. El uso acrítico del término “mujeres” conlleva un riesgo para la acción política, por ejemplo, al estimular la idea de que sólo una mujer puede saber realmente qué le ocurre a otra mujer; dicha suposición es equivocada, no sólo por “esencialista”, sino porque plantea la posibilidad del conocimiento en la identidad. Por eso hay que vigilar hasta el lenguaje: no es lo mismo hablar “como mujer” que hablar “desde un cuerpo de mujer”.[9]  Esta tenue distinción, plena de significado, es crucial para la forma en que se aborda la política.

Si mujeres y hombres no son un reflejo de la realidad “natural”, ¿cuál es la naturaleza de la diferencia sexual? El hecho de valorar que el sujeto no existe previamente a las operaciones de la estructura social, sino que es producido por las representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales determinadas tiene como consecuencia un olvido de la materialidad de los cuerpos. Sin embargo, el ser humano no es neutro, es un ser sexuado. Y aunque se distinguen las variadas y cambiantes formas de la simbolización, persiste una duda: ¿las prácticas son producto únicamente del proceso de simbolización o tal vez ciertas diferencias biológicas condicionan algunas de ellas?

A estas reflexiones, que se fueron afinando a medida en que la teoría y la investigación fueron avanzando, se sumó la oleada de debates que suscitó la formulación de Judith Butler (1990) sobre el género como performance. Butler definió al género como el efecto de un conjunto de prácticas regulatorias complementarias que buscan ajustar las identidades humanas al modelo dualista hegemónico.

En la forma de pensarse, en la construcción de su propia imagen, de su autoconcepción, los seres humanos utilizan los elementos y categorías hegemónicos de su cultura. Aunque Butler parte de que el género es central en el proceso de adquisición de la identidad y de estructuración de la subjetividad, ella pone el énfasis en la performatividad del género, o sea, en su capacidad para abrirse a resignificaciones e intervenciones personales.

En Gender Trouble (traducido como “El género en disputa”) Butler analizó la realidad social, concebida en “clave de género”, y mostró la forma en que opera la normatividad heterosexista en el orden representacional. Pero la vulnerabilidad de su análisis radicaba en que no daba cuenta de la manera compleja cómo se simboliza la diferencia sexual.[10] Con la estructura psíquica y mediante el lenguaje los seres humanos simbolizan la asimetría biológica. El entramado de la simbolización se hace tomando como base lo anatómico, pero parte de la simbolización se estructura en el inconsciente. Al concebir al género como performance, ¿dónde quedaba el papel de la estructuración psíquica?

Butler es criticada por varias antropólogas, entre las que destaca la antropóloga británica Henrietta L. Moore. Con varios ensayos y libros sobre el género en su haber (1988, 1994ª, 1994b) Moore cuestiona la interpretación sobre la performatividad del género de Butler y se deslinda de lo que califica una actitud voluntarista sobre el género. A partir del supuesto de Butler de que como el género se hace culturalmente, entonces se puede deshacer, se alienta también la suposición de que si el sexo es una construcción cultural entonces se puede desconstruir. Al describir la imposición de un modelo hegemónico de relaciones estructuradas dualmente, Butler postula la flexibilidad de la orientación sexual y legitima sus variadas prácticas. Pero precisamente por el inconsciente es que, aunque las prácticas regulatorias imponen el modelo heterosexual de relación sexual, existen la homosexualidad y otras variaciones queer. Éstas muestran la fuerza de la simbolización inconsciente y las dificultades psíquicas para aceptar el mandato cultural heterosexista.

La formulación del género como performance tiene éxito entre muchas teóricas e investigadoras estadunidenses. Pero del otro lado del Atlántico dicha idea no logra el mismo efecto. Por la rica tradición hermeneútica que en Europa tiene la teoría psicoanalítica, el trabajo de Butler no impacta igual a la academia.[11] La crítica fundamental que recibe Butler es la de que, al reducir la diferencia sexual a una construcción de prácticas discursivas y performativas, niega implícitamente su calidad estructurante.

Butler se ve obligada a explicar con más detalle su postura, y lo hace en un segundo libro, que no tiene tanto éxito, al que titula Bodies that matter (1993), “Cuerpos que importan”. La influencia de Butler es muy amplia, como se comprueba en la cantidad de trabajos que retoman el sentido performativo del género. Además, Butler ha ido enriqueciendo y transformando sus concepciones. En su último libro, Undoing Gender (2004), “Deshaciendo el género”, donde se centra en las prácticas sexuales y los procesos de cambio de identidad, Butler se acerca a la conceptualización de habitus de Bourdieu, y define al género como “una incesante actividad realizada, en parte, sin que una misma sepa y sin la voluntad de una misma” (2004:1).

Indudablemente, la reflexión sobre el género se enriquece con los debates sobre su carácter performativo. Pero en el campo de la antropología prevalece la vieja tradición de interpretar la cultura como un sistema de símbolos. La lingüística plantea cuestiones fundamentales e influye en los estudios de género, que empiezan a trabajar sobre las metáforas de la diferencia sexual y cómo éstas producen un universo de representaciones y categorías. Al tomar el lenguaje como un elemento fundante de la matriz cultural, o sea, de la estructura madre de significaciones en virtud de la cual las experiencias humanas se vuelven inteligibles, se ve que lo “femenino” y lo “masculino” están previamente presentes en el lenguaje. Y aunque el género se sigue definiendo como la simbolización de la diferencia sexual, simbolización que distingue lo que es “propio” de los hombres (lo masculino) y lo que es “propio” de las mujeres (lo femenino), se admite ya que los seres humanos nacen en una sociedad que tiene un discurso previo sobre los hombres y las mujeres, que los hace ocupar cierto lugar social.

Paulatinamente se entiende la “perspectiva de género” como la visión que distingue no sólo la sexuación del sujeto que habla sino también si lo hace con un discurso femenino o con uno masculino. Así, se abre el panorama a otras complejidades, por ejemplo, ¿a qué género pertenece una mujer con un discurso masculino; qué lugar ocupa socialmente, el de un hombre?

Aunque nadie duda a estas alturas que el género, por definición, es una construcción cultural e histórica, es evidente que se ha vuelto un concepto problemático no sólo por la dificultad para comprender la complejidad a la que alude sino también por el hecho generalizado y lamentable de su cosificación. Paulatinamente género se ha vuelto un sociologismo que cosifica las relaciones sociales, que son vistas como sus productoras, pues falla al explicar cómo los términos masculino y femenino están presentes en el lenguaje previamente a cualquier formación social. Aparte de la reificación que ha sufrido el concepto de género, también se ha convertido en un fetiche académico[12]. Más que nunca es necesario desmitificar, y continuar con la labor de introducir precisiones.

Una de las aportaciones más útiles en el campo antropológico es la que hace Alice Schlegel (1990). Ella se esfuerza por clarificar el significado de género, y despliega su análisis tomando al género como un constructo cultural que no incide en las prácticas reales de los hombres y las mujeres. Ella distingue entre el significado general de género (general gender meaning) -lo que mujeres y hombres son en un sentido general- y el significado específico de género (specific gender meaning) –que es lo que define al género de acuerdo con una ubicación particular en la estructura social o en un campo de acción determinado. Ella descubre que a veces el significado específico de género en una instancia determinada se aleja del significado general, e incluso varios significados específicos contradicen el significado general.[13]

Schlegel sostiene que es posible aclarar mucha de la confusión entre los significados si se toma en consideración el contexto. Mujeres y hombres, como categorías simbólicas, no están aisladas de las demás categorías que componen el sistema simbólico de una sociedad: el contexto de la ideología particular es la ideología total de la cultura. Pero también el contexto de los significados específicos de género son las situaciones concretas donde se dan las relaciones entre mujeres y hombres. El significado que se le atribuye al género tiene más que ver con la realidad social que con la forma en que dichos significados encajan con otros significados simbólicos. Por eso en la práctica se dan contradicciones.

Schlegel usa su investigación con los hopi de Estados Unidos como ejemplo, y señala cómo en muchas etnografías se alude a los significados generales, que se desprenden de los rituales, los mitos, la literatura, pero no se analizan los significados específicos. Ella dice que los significados específicos varían inmensamente, pues están cruzados por cuestiones de rango y jerarquía y las actitudes particulares de un sexo hacia el otro pueden discrepar del sentido general. Desde el significado general de género hay una forma en que se percibe, se evalúa y se espera que se comporten las mujeres y los hombres, pero desde el significado específico se encuentran variaciones múltiples de cómo lo hacen. Ella indica que todas las sociedades han llegado a una gran variabilidad en la práctica, en el significado específico, y que esto a veces se opone al significado general.

Además, las contradicciones aparentes en los mandatos sobre la masculinidad y la feminidad remiten al hecho de que aunque los seres humanos son una especie con dos sexos,[14] las parejas de sexos cruzados pueden ser no sólo marido y mujer sino de varios tipos: padre e hija, abuela y nieto, hermano y hermana, tía y sobrino, etc. Estas diferencias introducen elementos jerárquicos debidos a la edad o al parentesco que invierten o modifican los significados generales de género. Por eso, el primer paso en un análisis del género debería ser la definición de los significados generales y los específicos para luego explorar cómo surgen esos significados generales y cómo los específicos toman formas que resultan contradictorias con el significado general.

Para Schlegel queda claro que las categorías a través de las cuales los sistemas de sexo/género hacen aparecer como natural (naturalizan) la diferencia sexual siempre son construcciones ideales, y que las vidas concretas de los individuos, las experiencias de sus cuerpos y sus identidades, rebasan ese dualismo. Esto va muy en la línea de lo que señala una psicoanalista, Virginia Goldner (1991), en el sentido de afirmar que existe una paradoja epistemológica respecto al género. La paradoja es que el género es una verdad falsa pues, por un lado, la oposición binaria masculino-femenino es supraordenada, estructural, fundante y trasciende cualquier relación concreta; así masculino/femenino, como formas reificadas de la diferencia sexual, son una verdad. Pero, por otro lado, esta verdad es falsa en la medida en que las variaciones concretas de las vidas humanas rebasan cualquier marco binario de género y existen multitud de casos que no se ajustan a la definición dual.

Al introducir este tipo de matices y precisiones se va erosionando la idea del sistema de género como primordial, transhistórica y esencialmente inmutable[15] y se va perfilando una nueva comprensión de la maleabilidad del género, que tiene más que ver con la realidad social que con la forma cómo los enunciados formales sobre lo “masculino” o lo “femenino” encajan con otros significados simbólicos. También se empieza a comprender lo que dijo otra antropóloga, Muriel Dimen (1991): que el género a veces es algo central, pero otras veces es algo marginal; a veces es algo definitivo, otras algo contingente. Y así, al relativizar el papel del género, se tienen más elementos para desechar la línea interpretativa que une, casi como un axioma cultural, a los hombres a la dominación y a las mujeres a la subordinación.

A pesar de estos indudables avances, a finales de los noventa persiste una duda. Aunque se acepta que es el orden simbólico el que establece la valoración diferencial de los sexos para el ser parlante, ¿es posible distinguir qué corresponde al género y qué al sexo? La duda está presente en otros interrogantes. Si el sexo también es una construcción cultural, ¿en qué se diferencia del género? ¿No se estará nombrando de manera distinta a lo mismo? ¿Cómo desactivar el poder simbólico de la diferencia sexual, que produce tanta confusión y/o inestabilidad de las categorías de sexo y género?

La cuestión es difícil en sí misma, y más lo fue para muchas de las antropólogas feministas por su constructivismo social mal entendido. El constructivismo social parte de una postura anti-esencialista, que le otorga mucha importancia a la historia y a los procesos de cambio. Pero aunque el constructivismo social “no necesita negar el mundo material o las exigencias de la biología” (Di Leonardo apud. Roigan, 1991: 30), muchas antropólogas habían evitado entrar al debate sobre las implicaciones y las consecuencias de la sexuación, debate que persistía entre los antropólogos evolucionistas[16]. Sin embargo, llega un momento en que no se puede postergar más el abordar las consecuencias de la diferenciación sexual del cuerpo.

El tema, además, está muy cargado políticamente, pues la diferencia de los sexos en la procreación ha sido utilizada para postular su complementariedad “natural”. Mediante el proceso de simbolización se ha extrapolado la complementareidad reproductiva al ámbito social y político. Simbólicamente se ha visto a los dos cuerpos como entes complementarios. Así, tomando como punto de partida la interdependencia reproductiva, se han definido los papeles sociales y los sentimientos de mujeres y hombres también como interdependientes o complementarios.

Es evidente que la primera división sexual del trabajo estableció, hace miles de años, una diferenciación entre los ámbitos femenino y masculino. Pero el desarrollo humano posterior ha modificado sustancialmente las condiciones de esa primera división, que quedó simbolizada en la separación del ámbito privado y el público. Si bien los dos cuerpos se requerían mutuamente para la continuidad de la especie, sin embargo no son ineludiblemente complementarios en las demás áreas. Interpretar la complementareidad reproductiva como potente evidencia de una complementareidad absoluta es erróneo y peligroso.

Ese tipo de pensamiento llevó a considerar que las mujeres deben estar en lo privado y los hombres en lo público, lo cual ha significado formas conocidas de exclusión y discriminación de las mujeres. Pero las diferencias anatómicas no son expresión de diferencias más profundas; son sólo eso, diferencias biológicas. Para tener claridad, es necesario historizar el proceso de la división sexual del trabajo, y desconstruir las resignificaciones que las sociedades le han ido dando a la procreación.

El impacto que provocan el embarazo y el parto en los seres humanos se expresa de diversas maneras. Una de ellas, la perplejidad ontológica ante la diferencia procreativa, ha derivado en una mistificación de la heterosexualidad: el heterosexismo imperante. Esta mistificación es la base ideológica de la homofobia. Hay que deslindar la reproducción de la sexualidad. Pensar que la sexualidad humana también requiere complementareidad es un grave error interpretativo. La función reproductiva de mujeres y hombres no determina los deseos eróticos, ni los sentimientos amorosos. Además de insistir en esta puntualización, la reflexión antropológica se enfrentó a qué hacer ante la persistente recurrencia en darle a la biología más peso para explicar las cuestiones de la naturaleza humana.

Es evidente que con el abismo que hay actualmente entre las disciplinas biológicas y las sociales se dificulta situar con claridad qué implicaciones ha tenido la anatomía sexuada de los seres humanos en la producción de ciertos procesos culturales.[17]

En las condiciones sociales de producción de la cultura, la sexuación ha jugado un papel fundamental que ha ido cambiando históricamente. Y también el proceso de procreación humana se ha ido transformando. Recientemente, un fenómeno mundial ha hecho imperiosa la necesidad de una reflexión más elaborada sobre la relación entre biología y cultura: el desarrollo de las nuevas tecnologías reproductivas. Estas inéditas formas de procrear, que constituyen un ejemplo paradigmático de la capacidad humana para rebasar las limitaciones de la biología e imponer la cultura, han venido a cimbrar los supuestos consagrados de la ideología occidental respecto al parentesco.[18]

Así, para finales del siglo XX e inicios del XXI, la biología vuelve a cobrar presencia en las reflexiones feministas sobre las relaciones sociales. Pensar la compleja relación biología/cultura requiere, no sólo contar con análisis serios del peso de la sexuación en las prácticas de mujeres y hombres, sino también comprender que la desigualdad social y política entre los sexos es un producto humano, que tiene menos que ver con los recursos y las habilidades de los individuos que con las creencias que guían la manera cómo la gente actúa y conforma su comprensión del mundo.

Pero ¿es posible vincular ciertos aspectos de la desigualdad social con la asimetría sexual? Como existen pautas que se repiten, no hay que centrarse únicamente en las formas locales y específicas de relación social, sino que hay que atreverse a explorar lo biológico. Resulta paradójico que, a pesar de los avances teóricos, persista la dificultad para reconocer que el lugar de las mujeres y de los hombres en la vida social humana no es un producto sólo del significado que sus actividades adquieren a través de interacciones sociales concretas, sino también de lo que son biológicamente. Por eso, aunque en la vida social humana la biología, más que una causa de la desigualdad, es una excusa, cada vez resulta más crucial dar cuenta de la interacción con lo biológico. De ahí la importancia de construir puentes entre las ciencias sociales y las naturales.[19]

En el sentido de reconocer los vínculos con la biología, destaca el trabajo de la antes mencionada Henrietta Moore. En 1999 publica un agudo ensayo titulado “Whatever happened to Women and Men? Gender and other Crises in Anthropology” (¿Qué rayos pasó con las mujeres y los hombres? El género y otras crisis en la Antropología).

Moore examina las limitaciones teóricas del discurso antropológico al hablar de género, sexo y sexualidad, y contrasta transculturalmente la historia del pensamiento antropológico con relación a las variadas conceptualizaciones de la persona y del self (el yo propio). Su abordaje se nutre tanto de la teoría postestructuralista como de la teoría psicoanalítica. También registra un cambio en la conceptualización de género: “de ser una elaboración cultural del sexo ahora se convierte en el origen discursivo del sexo” (Moore, 1999: 155).

Desde su comprensión del psicoanálisis, Moore critica que se intente reducir la diferencia sexual a un constructo de prácticas discursivas variables históricamente y de que se rechace la idea de que hay algo invariable en la diferencia sexual. De este modo, recorre los términos del debate sexo/género que se dan en torno al clásico interrogante de qué es lo determinante, la naturaleza o la cultura, en distintas formas: esencialismo versus constructivismo, o sustancia versus significación. Moore recuerda que Freud fue de los primeros en señalar las limitaciones de este tipo de formulación al plantear que ni la anatomía ni las convenciones sociales podían dar cuenta por sí solas de la existencia del sexo. También sostiene que Lacan fue más lejos al decir que la sexuación no es un fenómeno biológico, porque para asumir una posición sexuada hay que pasar por el lenguaje y la representación: la diferencia sexual se produce en el ámbito de lo simbólico.[20]

Moore dice que aunque es obvio que sexo y género no son lo mismo, no hay que tratar de definir tajantemente la frontera entre ellos. Las fronteras se mueven: los seres humanos son capaces de variar sus prácticas, de jugar con sus identidades, de resistir a las imposiciones culturales hegemónicas.

Sin embargo, no hay que confundir la inestabilidad de las categorías sexo y género con el borramiento (o desaparición) de los hombres y las mujeres, tal como los conocemos, física, simbólica y socialmente. Moore señala que la sexuación de los cuerpos no se podrá comprender si se piensa que el sexo es una construcción social. Su dilema intelectual pasa por la posibilidad de reconciliar las teorías que aceptan al inconsciente con las de la elección voluntarista, las estructuras no cambiantes de la diferencia lingüística con la actitud discursiva performativa, el registro de lo simbólico con el del social. De ahí que ella plantee la necesidad de desarrollar una perspectiva interpretativa que reconozca la compleja relación entre el materialismo y el constructivismo social.[21]

Las antropólogas feministas que intentamos trabajar con el concepto de género tenemos que retomar el planteamiento de Moore y, aparte de abordar la tarea de reconciliar teorías y reconocer complejas relaciones, asumir lo que señaló Rosaldo (1980) hace un cuarto de siglo: lo crucial es hacer buenas preguntas. ¿Hoy cuáles serían éstas? No pretendo conocerlas todas, pero sí tengo una fundamental: si la diferencia sexual no es únicamente una construcción social, si es lo que podríamos llamar sexo/substancia y, al mismo tiempo, sexo/significación ¿hay o no una relación contingente entre cuerpo de hombre y masculinidad y cuerpo de mujer y feminidad? Despejar esta incógnita es imprescindible para esclarecer las consecuencias sociales de la disimetría biológica entre los machos y las hembras de la especie. Lo masculino y lo femenino ¿son transcripciones arbitrarias en una conciencia neutra o indiferente?

Es indudable que el hecho de que el cuerpo de mujer o el cuerpo de hombre tengan un valor social previo tiene un efecto en la conciencia de las mujeres y los hombres. Pero, aunque se reconozca el peso de la historia y la cultura, ¿hasta dónde gran parte de la significación del género tiene raíces en la biología? Estas interrogantes remiten a una duda que tiene un aspecto político: si tanto la feminidad como la masculinidad (en el sentido de género) son más que mera socialización y condicionamiento, si son algo más que una categoría discursiva sin referente material, o sea, si tienen que ver con la biología, ¿se podrá eliminar la desigualdad social de los sexos? El dilema político resuena en la teoría: ¿cómo aceptar a la diferencia sexual como algo fundante, sin que quede fuera de la historia ni sea resistente al cambio?

Marcadas por su sexuación y por una serie de elementos que van desde las circunstancias económicas, culturales y políticas hasta un desarrollo particular de su vida psíquica, las personas ocupan posiciones diferenciadas en el orden cultural y político. El desciframiento de su determinación situacional y relacional como seres humanos exige no sólo una mayor investigación sino una mejor teorización de la compleja articulación entre lo cultural, lo biológico y lo psíquico.

Dicha teorización requiere de conceptos que abarquen ambas dimensiones. Entre estos conceptos se encuentra el de habitus (Bourdieu 1991), que es al mismo tiempo un producto (el entramado cultural) y un principio generador de disposiciones y prácticas. Con el habitus se comprende que las prácticas humanas no son sólo estrategias de reproducción determinadas por las condiciones sociales de producción, sino también son producidas por las subjetividades. Otro concepto relevante es embodiment,[22] que transmite la idea de la presencia concreta del cuerpo y su subjetividad sensorial. Más determinante que el tema de la corporalidad de la diferencia, en el sentido de la diferencia anatómica entre mujeres y hombres, es el proceso de encarnación (de embodiment) en el cuerpo de las prescripciones culturales. Los conceptos de embodiment y de habitus resultan de gran utilidad para el análisis de los sistemas de género, o sea, de las formas cómo las sociedades organizan culturalmente la clasificación de los seres humanos.

No se puede concebir a las personas sólo como construcciones sociales ni sólo como anatomías[23]. Ambas visiones reduccionistas son inoperantes para explorar la articulación de lo que se juega en cada dimensión: carne (hormonas, procesos bioquímicos), mente (cultura, prescripciones sociales, tradiciones) e inconsciente (deseos, pulsiones, identificaciones). El cuerpo es más que la “envoltura” del sujeto. El cuerpo es mente, carne e inconsciente, y es simbolizado en los dos ámbitos: el psíquico y el social. La representación inconsciente del cuerpo necesariamente pasa por la representación imaginaria y la simbólica.

Pero aunque el cuerpo es la bisagra entre lo psíquico y lo social, esencializar su duplicidad biológica puede hacer resbalar hacia equívocos inquietantes, como el de creer, por ejemplo, que por el hecho de la sexuación el pensamiento de hombres y mujeres es diferente. De ahí que la apuesta sea, por lo tanto, doble: reconocer la diferencia sexual al mismo tiempo que se la despoja de sus connotaciones deterministas.

Entre las cuestiones más apremiantes está lograr que, en el campo antropológico, se asuma una actitud desmistificadora con la sexuación, pero que al mismo tiempo se valore su centralidad para la vida psíquica. Quienes se interesan por la investigación y reflexión sobre el género deben advertir la estrecha articulación que tiene la diferencia sexual con la dimensión psíquica, y los procesos de identificación que desata. Las relaciones de género son las más íntimas de las relaciones sociales en las que estamos entrelazados, y mucha de la construcción del género se encuentra en el ámbito de la subjetividad. Hay que recordar constantemente que el desarrollo de los procesos relacionales incluye una parte inconsciente de nuestras creencias sobre la diferencia sexual.

Aunque hace tiempo que el psicoanálisis definió al yo como un constructo relacional, en la actualidad también se lo entiende como un efecto de la construcción social del género. O sea, la simbolización de la diferencia sexual es un proceso que estructura las subjetividades. En ese sentido, el análisis de la construcción cultural de las subjetividades es uno de los grandes desafíos de la antropología hoy.

Henrietta Moore señala que, en cierto sentido, es “la continuación de debates antiguos sobre la relación estructura/capacidad de acción (agency)” (Moore, 1999). Esto es de suma importancia para la toma de conciencia que con frecuencia ocurre durante el trabajo de campo y que impulsa la capacidad de agency de los sujetos que estudiamos y con quienes nos relacionamos. Por eso, la antropología habrá de ampliar su vía reflexiva para explorar el impacto del género en algunos procesos identificatorios.

Por todo lo anterior, y aunque hoy por hoy no se han podido eliminar los usos indebidos y las acepciones ambiguas del concepto género, insisto en lo fundamental que es tener una verdadera perspectiva de género en el campo de la antropología. Algunas personas, hartas de la confusión definitoria, han renunciado a usar esa categoría y desprecian dicha perspectiva interpretativa.

Joan W. Scott, una historiadora norteamericana, autora de uno de los ensayos más importantes sobre el género (1986), hizo en un trabajo posterior un lúcido señalamiento: hay que leer esta confusión, mezcla e identificación que se sigue haciendo entre sexo y género como un síntoma de ciertos problemas recurrentes (1999: 200). Tal vez podríamos tomar como este tipo de síntoma un problema que Bourdieu denuncia: “la deshistorización y la eternización relativas de las estructuras de la división sexual y de los principios de división correspondientes” (2000:8).

Bourdieu propone detectar “los mecanismos históricos responsables” de estos procesos perversos, para “reinsertar en la historia, y devolver, por tanto, a la acción histórica la relación entre los sexos que la visión naturalista y esencialista les niega” (Bourdieu 2000: 8).

Finalmente, concluyo esta intervención convencida de que si se pretende explorar o reflexionar sobre el género, es necesario afinar el análisis asumiendo la complejidad. Esto implica, entre otras cosas, tener presente las tres dimensiones del cuerpo. Muchos errores en la utilización conceptual de género tienen que ver con esquivar las referencias a la sexuación. No se debe evitar el aspecto biológico, de la misma manera que no se lo puede privilegiar, repitiendo explicaciones que se centran únicamente en los procesos biológicos del cuerpo. Aunque por el momento no existan claras formulaciones que permitan comprender mejor nuestro intrincado objeto de estudio, es importante abrirse a la complejidad en cuestiones teóricas y conceptuales. Por eso, creo que viene al caso recordar lo que un escritor español, José María Guelbenzu (2003), señaló respecto a la claridad y la complejidad.

Él dijo, respecto a la literatura, que cuánto más se perfilan y decantan los elementos de una historia, más compleja se vuelve la narración y –paradoja aparente- más se aclaran las situaciones. Complejidad y claridad no son términos antagónicos; lo complejo es lo que permite al lector disponer de claridad a la hora de tomar posiciones ante los personajes a cuyo drama asiste.

Sólo asumiendo la complejidad de la simbolización de la diferencia sexual se podrá tener claridad para analizar las múltiples dimensiones de las relaciones entre los sexos. La teoría es necesaria no sólo para facilitar el indispensable cambio de paradigmas sobre la condición humana, sino para frenar las prácticas discriminatorias que traducen diferencia por desigualdad.

Al ver cómo los estragos reduccionistas de la interpretación dualista del género reverberan en las propuestas políticas feministas se comprueba la urgencia de aclarar estas cuestiones. Si alentar la capacidad de acción consciente (agency) es un objetivo del feminismo, una responsabilidad de las antropólogas comprometidas con esa causa es la de facilitar las herramientas reflexivas que movilicen la potencial conciencia de su clientela política. La acción colectiva se nutre, también, de las luces del conocimiento. Por eso, justamente, es que la teoría no es un lujo sino una necesidad.

Conferencia Magistral presentada en el XIII Coloquio Anual de Estudios de Género, en la Ciudad de México, el 17 de noviembre del 2004

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[1] Especialmente significativa fue la manera en que el Vaticano, institución misógina como pocas, usó su calidad de “observador” durante las conferencias de Naciones Unidas, en especial la de Población y Desarrollo (El Cairo 1994) y la de la Mujer (Pekín 1995) para presionar a los gobiernos para que el término género fuera eliminado del texto de los acuerdos. Su intento fracasó, y las conferencias de la ONU legitimaron en la esfera pública internacional el término género. Así como el Vaticano cuestionó el término género y se opuso a su utilización, de la misma manera lo hizo en México el Arzobispado y sus personeros. En espacios con notoria influencia del catolicismo se dieron rechazos simbólicos: hubo quien escribió un documento afirmando que el término género «ofendía a los mexicanos» y pidiendo que en México no se utilizara. Véase Lamas (2001).

[2] Mis ejemplos están acotados a algunas autoras en tres comunidades antropológicas: la norteamericana, la británica y la francesa. No incluyo aquí a la comunidad latinoamericana porque, aunque la producción de investigaciones sobre género es sustantiva, apenas ha tomado parte en el debate teórico. Sin embargo, quiero mencionar a dos autoras que ubican la situación de los estudios antropológicos de género en nuestra región: González Montes (1993), desde un panorama del estado de la investigación y Montecino ( 2002), quien realiza un análisis de las especificidades y los obstáculos de la producción intelectual latinoamericana, que contrapone a las antropólogas del Sur con las del Norte.

[3] Eso no quiere decir que la idea del género no estuviera presente ya desde los treintas, con Margaret Mead y se usara después con otras antropólogas de los cincuentas y sesentas. Mary Goldsmith (1986) hace un cuidadoso recuento de los debates que se dieron entre antropólogas anglosajonas en torno a los estudios de la mujer y la aparición de la categoría género.

[4] Un ejemplo del énfasis binario es la publicación casi simultánea de dos ensayos, uno en Estados Unidos y otro en Francia, con un título casi idéntico: “¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la cultura?” de Sherry B. Ortner (1972) y “¿Hombre-cultura y Mujer-naturaleza?” de Nicole-Claude Mathieu (1973). El trabajo de Ortner, revisado y vuelto a publicar en la exitosa antología de Rosaldo y Lamphere (1974), tuvo una influencia sustantiva en el pensamiento feminista, y su posición estructuralista fue cuestionada por Eleanor Leacock (1978, 1981), Karen Sacks (1982) y MacCormack y Strathern (1980). En 1996 Ortner revisa la vigencia de dicho ensayo (pp. 173-180), e introduce matices interesantes sobre el tema de la universalidad de la dominación masculina, y de qué entiende ella por “estructura”: en un sentido levistraussiano, la búsqueda de amplias regularidades a lo largo del tiempo y el espacio.

[5][5] Al igual que ocurre en otras disciplinas, la acepción en inglés de gender como sexo y en español como clase, tipo o especie han introducido desconciertos semánticos y conceptuales sobre la forma en que se emplea dicha categoría. Lamas (1996)

[6] Especialmente exitosa ha sido la obra de Helen Fisher, que en menos de quince años (de 1983 a 1999) logró posicionar al evolucionismo biológico feminista.

[7] Ella introduce esta distinción y defiende lo que llama un “strategic use of a positivist essentialism in a scrupulously visible political interest”. Veáse Spivak 1989, p. 126

[8] Linda Alcoff es de las teóricas que explican con claridad la noción de “posicionamiento social” dentro de la teoría feminista. Véase Alcoff (1988).

[9] Esta distinción la elabora espléndidamente una feminista italiana, Alessandra Bocchetti (1996).

[10] Contrasta la formulación de Butler con la de Pierre Bourdieu sobre el habitus y el uso que él le da al concepto de reproducción. Véase Bourdieu (1991).

[11] Aunque son varios los elementos que dificultan la aceptación de la formulación de Butler, uno fundamental es el estatuto del psicoanálisis entre las ciencias sociales en Europa. La utilización de la teoría psicoanalítica entre las científicas sociales francesas se extiende también a las británicas, y un nutrido número de antropólogas tiene formación lacaniana.

[12] El acto de tratar algo como si fuera un fetiche quiere decir, figurativamente, tenerle “admiración exagerada e irracional” (Diccionario de M. Moliner) y “veneración excesiva” (Diccionario de la Real Academia). Una consecuencia de la fetichización es la exclusión de lo que no se parezca al fetiche. Tal es el caso de Gender, el libro de Iván Illich publicado en 1982 y traducido al castellano como El género vernáculo (1990). Al revisar la bibliografía de los estudios sobre género en diversas disciplinas -antropología, sociología, historia- es notable la ausencia de referencias al libro de Illich. ¿Por qué? Illich contravino la tendencia de “olvidar” la diferencia sexual. Aunque Illich no logró formular con claridad sus certeras intuiciones sobre la calidad irreductible y fundante de la diferencia sexual, su mirada heterodoxa provocó la animadversión de la academia feminista norteamericana, lo cual le significó quedar excluido del circuito más poderoso sobre género. Esto es un ejemplo de lo que Bourdieu y Wacquant (2001) han denominado las “argucias de la razón imperialista”, que funcionan, por ejemplo, por la vía de la imposición de agendas de investigación – ¡y bibliografías!- promovidas desde la doxa norteamericana a través de sus universidades y fundaciones.

[13] Goldsmith encuentra como un antecedente fundamental a esta precisión entre significado general y específico el debate entre Leacock y Nash sobre ideología y prácticas, en Leacock (1981, pp. 242-263).

[14] Anne Fausto Sterling insiste en que hablar de dos sexos no es preciso, pues no incluye a los hermafroditas y a los intersexos con carga masculina y femenina (merms y ferms). Sin embargo, en la mayoría de las sociedades la ceguera cultural ante estas variaciones hace que se reconozcan sólo dos sexos. Véase Fausto-Sterling (1992, 1993).

[15] En referencia a lo inmutable, Bourdieu dice que lo que aparece como eterno sólo es un producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el Estado, la Escuela (2000: 8). El trabajo de eternizar es similar al de naturalizar: hace que algo construido a lo largo de la historia por seres humanos se vea como “eterno” o “natural”.

[16] Goldsmith me señaló que muchas de las antropólogas feministas de los 70s eran neo-evolucionistas, alumnas de Service y Sahlins, y que también había antropólogas físicas, como Leila Leibowitz y Jane Lancaster, que trataban de comprender la relación con lo biológico.

[17] Tres ensayos antropológicos van en esa dirección: el de Roger Larsen (1979), el de Barbara Diane Miller (1993) y el de Marvin Harris (1993).

[18] Es muy interesante lo que las antropólogas feministas están trabajando en el campo de la reproducción asistida y de las nuevas tecnologías reproductivas. Véase Héritier, Strathern y Olavarría.

[19] Esa fue una de las intenciones del Coloquio sobre “El hecho femenino. ¿Qué es ser mujer?”, del cual se publicaron las ponencias en un libro coordinado por Evelyne Sullerot (1979). Además, hay interesantes caminos abiertos desde la psicología evolutiva, como los trabajos de Wright (1994) y Browne (2002).

[20] De ahí que, pese a que los seres humanos se reparten básicamente en dos cuerpos (si no tomamos en cuenta los intersexos como señala Fausto-Sterling (1993), exista una variedad de combinaciones entre identidades y orientaciones sexuales.

[21] En eso coincide con Bourdieu, que exhorta a lo largo de su obra a escapar a las desastrosas alternativas (como la que se establece entre lo material y lo ideal) que no dan cuenta de esta compleja articulación.

[22] Ver la compilación de Csordas (1994), especialmente su introducción, donde plantea al cuerpo como representación y como forma de ser en el mundo, así como la compilación de ensayos teóricos editada por Weiss y Haber (1999).

[23] Roger Larsen señala: “El comportamiento no es ni innato, ni adquirido, sino ambas cosas al mismo tiempo” (1979: 352).

Medición y representación gráfica de las distancias culturales entre países latinoamericanos (2016) Pablo Farías

Pese al rol central que tienen las distancias culturales en las ciencias sociales, la literatura es sorprendentemente escasa en la medición cuantitativa y representación gráfica de este concepto en América Latina. El presente estudio aborda esta cuestión al mostrar un índice de distancia cultural usando las nueve dimensiones culturales medidas por House et al. (2004) para diez países latinoamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México y Venezuela.

También se representa gráficamente las distancias culturales calculadas. La relevancia de esta investigación radica en la posibilidad de incorporar indicadores culturales que permiten la comparación de la situación actual y perspectivas en América Latina. Con el propósito de ilustrar las implicancias de este estudio, se analiza el caso de las distancias culturales de México con los otros nueve países latinoamericanos.

Introducción

Las diferencias entre países que se observan en la forma de pensar, actuar y reaccionar de las personas tiene un gran impacto en las distintas áreas de las ciencias sociales; debido a esto adquiere gran importancia el hecho de poder reconocer, medir cuantitativamente e interpretar las distancias culturales entre países.

El concepto de distancia cultural entre éstos ha sido aplicado a una gran variedad de investigaciones, incluyendo el análisis del efecto de la distancia cultural entre países sobre el comportamiento de los inmigrantes y los expatriados, acuerdos internacionales entre naciones, cambios sociales, inversión extranjera, expansión internacional, funcionamiento de filiales extranjeras, transformación organizacional, preferencias del consumidor, efectividad de los formatos de publicidad, uso de medios y canales de distribución, aprendizaje organizacional, transferencias de tecnologías, etcétera (Shenkar, 2001; Manzur et al., 2012; Meunier y Medeiros, 2013; Olavarrieta et al., 2013; Farías, 2015).

Pese al rol central que tienen las distancias culturales entre países en las ciencias sociales, la literatura es sorprendentemente escasa en la medición cuantitativa y representación gráfica de este concepto en América Latina. El presente estudio aborda esta cuestión utilizando las nueve dimensiones culturales medidas por House et al. (2004) para diez países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México y Venezuela) y empleando las metodologías sugeridas por Kogut y Singh (1988) y Fernández et al. (2003) para medir cuantitativamente y representar gráficamente las distancias culturales entre países en América Latina.

En este estudio se presenta una metodología para medir cuantitativamente y representar gráficamente las distancias culturales y proyectar posibles cambios en las distancias culturales entre los diez países latinoamericanos incluidos en el estudio de House et al. (2004). La relevancia de este trabajo es la posibilidad de incorporar indicadores culturales que permiten la comparación de la situación actual y perspectivas en América Latina. El resto del artículo se compone de la siguiente forma: la segunda sección expone el marco conceptual.

La sección tres presenta formalmente la metodología y los resultados de la investigación. En la cuarta sección, con el propósito de ilustrar las implicancias de este estudio, se analiza el caso de las distancias culturales de México con los otros nueve países latinoamericanos. Finalmente, la quinta sección entrega las conclusiones y las implicancias de este trabajo para los investigadores y los administradores.

Marco conceptual

Cultura nacional

Hofstede (1980) condujo en la década de 1970 uno de los estudios más completos que se hayan hecho hasta esa fecha sobre diferencias culturales entre países. La investigación tuvo gran impacto en muchos ámbitos de la sociología y la administración, especialmente en negociación, gestión de equipos multiculturales y en la configuración de estrategias de marketing internacional (Hofstede, 2001; Hidalgo et al., 2007; Manzur et al., 2012). Hofstede (1980) analizó 70 países y simplificó complejos patrones culturales de conducta en sólo cuatro dimensiones culturales (aunque actualmente Hofstede utiliza seis dimensiones culturales). El trabajo de Hofstede ha mostrado que hay agrupamientos culturales a nivel nacional que afectan el comportamiento de las sociedades y las organizaciones.

De acuerdo con Hofstede (1991: 4), la cultura es siempre un fenómeno colectivo, debido a que es compartida con personas que viven o vivieron en un mismo ambiente social, en la cual la cultura es aprendida. La cultura se aprende, no se hereda. Ésta se deriva de un ambiente social, no de los genes. La cultura puede ser distinguida de la naturaleza humana, por un lado, y de la personalidad de los individuos, por otro (véase Figura 1 2 ). Hofstede (1991: 5) define «cultura» como la programación mental colectiva que distingue a miembros de un grupo o categoría de gente de los de otros.

Hofstede (2001: 2) señala que los programas mentales pueden ser heredados (transferidos a través de nuestros genes) o pueden ser aprendidos después de nacer; asimismo, define tres niveles de programación mental: individual, colectiva y universal.

Hofstede indica que a nivel individual, al menos una parte de la programación debe ser heredada; de lo contrario, es difícil explicar diferencias en habilidades y temperamento entre niños de una misma familia y ambiente.

A nivel colectivo, Hofstede (2001: 3) señala que la mayoría de nuestra programación mental es aprendida; lo ejemplifica con los estadounidenses, quienes son una multitud de variaciones genéticas, pero que, sin embargo, muestran una programación mental colectiva que es percibida por los extranjeros.

Hofstede (2001: 3) indica que el nivel universal de la programación mental es compartido por todos los seres humanos y se refiere a la naturaleza humana. Ésta es heredada por medio de los genes, determinando nuestro funcionamiento físico y psicológico básico. La capacidad humana de sentir miedo, furia, amor, placer, enojo, etcétera pertenecen a este nivel de programación mental.

Hofstede (1991: 5) se refiere a grupo como el conjunto de personas que mantienen contacto unas con otras. Una categoría de gente consiste en personas que sin necesariamente tener contacto entre ellas, tienen algo en común. Por ejemplo, todas las mujeres ejecutivas, deportistas, vegetarianos, filósofos, escritores, etc. Esta definición de cultura se refiere más tangiblemente a considerar las características personales que sean comunes y estándares en una sociedad dada. Ya que existe una gran variedad de personalidades individuales en cualquier sociedad, la que se observa con mayor frecuencia (en términos estadísticos) ha sido usada para aproximarse a la cultura nacional (Clark, 1990; Nakata y Sivakumar, 1996). El término «cultura», en este sentido, puede ser aplicado a naciones, organizaciones, ocupaciones y profesiones, grupos religiosos, grupos étnicos, etcétera.

El concepto de cultura es más aplicable a sociedades que a naciones. Sin embargo, históricamente, muchas naciones han desarrollado una forma conjunta, aún si ello consiste en grupos claramente diferentes y aún si éstas contienen minorías menos integradas. Además, también hay «fuerzas» que dificultan la integración. Por ejemplo, existen grupos religiosos, étnicos que buscan su propia identidad. Empero, al interior de las naciones han existido a través del tiempo «fuerzas» que posibilitan la integración: un lenguaje nacional dominante, medios de comunicación masivos comunes, sistema educacional nacional, ejército nacional, sistema político nacional, representación nacional en eventos deportivos, mercados nacionales de productos y servicios, etcétera.

De acuerdo con Hofstede (2001: 12), los orígenes de las distancias culturales de una nación a otra se encuentran arraigados en la historia universal; señala que en algunos casos son posibles las explicaciones de las causas de las distancias culturales. En muchos otros casos uno podría simplemente asumir que pequeñas diferencias hace cientos y miles de años atrás, transferidas de generación en generación, llevaron a esas pequeñas diferencias culturales a crecer y crecer hasta llegar a las distancias culturales actuales entre países.

El estudio de House et al. (2004)

House et al. (2004: 12), incorporando las dimensiones culturales de Hofstede (1980; 2001) y utilizando métodos cualitativos, identificaron y midieron nueve dimensiones culturales para 62 países. El trabajo de House et al. (2004) también es conocido como el estudio o proyecto GLOBE (Global Leadership and Organizational Behavior Effectiveness Research).

En este artículo, con el objetivo de presentar una metodología para medir cuantitativamente y representar gráficamente las distancias culturales entre los países latinoamericanos, se utilizan los puntajes de los países latinoamericanos en las nueve dimensiones culturales medidas por House et al. (2004). En los diez países latinoamericanos incluidos en el estudio de House et al. (2004) se encuestaron a 1.527 gerentes de nivel medio (ni presidentes ni vicepresidentes, y dos niveles por encima de los trabajadores) de empresas de tres sectores empresariales: telecomunicaciones, finanzas e industria procesadora de alimentos.

Los diez países latinoamericanos incluidos y el total de encuestas efectuadas por House et al. (2004) son los siguientes: Argentina (153), Bolivia (99), Brasil (265), Colombia (302), Costa Rica (114), Ecuador (49), El Salvador (25), Guatemala (110), México (260) y Venezuela (150). House et al. (2004: 11) midieron nueve dimensiones de la cultura nacional a través de las respuestas de los gerentes latinoamericanos sobre cómo es su cultura y cómo querían ellos que fuese su cultura en cada una de las nueve dimensiones culturales (véase Tabla 1).

La utilización de una muestra relativamente homogénea (i.e., gerentes de nivel medio de tres sectores empresariales) al interior de los países permite capturar las dimensiones culturales de una manera más limpia en comparación a usar una mayor heterogeneidad en las muestras al interior de cada uno de los países. Las dimensiones culturales medidas demostraron ser unidimensionales, con coeficientes alfa de Cronbach adecuados y con una fuerte capacidad de agregación social (House et al., 2004).

Las dimensiones culturales medidas por House et al. (2004)

El estudio de House et al. (2004: 11) midió nueve dimensiones de la cultura nacional: asertividad, colectivismo, colectivismo familiar, distancia de poder, evitar la incertidumbre, igualdad de género, orientación al desempeño, orientación al futuro y orientación humana. A continuación se describen brevemente estas nueve dimensiones culturales:

Asertividad.

House et al. (2004) distinguieron entre sociedades donde la gente es muy agresiva, afirmativa, dura en sus opiniones, dominante y recurre a la fuerza física para dirimir sus diferencias, de otras de comportamientos menos agresivos. Para los valores tradicionales del mundo esto tiene que ver con culturas masculinas y culturas femeninas (Hofstede, 1980): el ser tierno, poco dominante, suave, poco agresivo, se identifica con el temperamento «femenino», y los comportamientos más agresivos, dominantes, de predominancia física, opiniones fuertes, se identifican con el temperamento «masculino».

Colectivismo.

Se refiere al grado en el cual una sociedad valora la lealtad al grupo, el compromiso con las normas grupales y actividades colectivas, cohesividad social e intensa sociabilización por sobre los objetivos personales, autonomía y privacidad de las personas (Hofstede, 2001; Triandis, 2004).

Colectivismo familiar.

Esta dimensión trata de identificar la orientación hacia valores colectivos en la relación entre padres e hijos y la importancia de la familia en la sociedad.

Distancia de poder.

Esta dimensión se define como el grado en el cual una sociedad acepta la distribución desigual de poder en las instituciones y las organizaciones (De Mooij y Hofstede, 2002; Hodgetts y Luthans, 1993; Ryan et al., 1999). Las «instituciones» son los elementos básicos de la sociedad tales como la familia, la escuela y la comunidad. Las «organizaciones» son grupos sociales compuestos por personas, tareas y administración que forman una estructura sistemática de relaciones de interacción, tendientes a producir bienes o servicios o normativas para satisfacer las necesidades de una comunidad dentro de un entorno, y así poder lograr el propósito distintivo que es su misión (Hofstede, 2001).

Evitar la incertidumbre.

Es el grado en el cual los miembros de la sociedad se sienten inconfortables en situaciones no estructuradas (Hofstede, 2001). Hofstede (1991) señala que esta dimensión también puede ser definida como el grado en el cual las personas en un país prefieren situaciones estructuradas sobre situaciones no estructuradas. Una sociedad orientada a reducir la incertidumbre instruye normas, leyes, regulaciones y controles para disminuir la cantidad de incertidumbre (De Mooij y Hofstede, 2002; Lu et al., 1999; Shane, 1995). Estas reglas pueden ser escritas, pero también pueden ser no escritas e impuestas por tradición (Stohl, 1993). En estas culturas la gente busca situaciones estructuradas, conocer con precisión qué va a ocurrir, y, por lo tanto, la predicción de los eventos es muy valorado (Ryan et al., 1999; Triandis, 2004).

Igualdad de género.

Esta dimensión cultural trata de identificar hasta qué punto la gente de un país prefiere minimizar las diferencias de roles y estatus entre hombres y mujeres.

Orientación al desempeño.

Se trata de identificar el grado en el cual las personas están orientadas a la excelencia, al mejoramiento continuo, a obtener desempeño sobresaliente y al logro de los resultados.

Orientación al futuro.

Esta dimensión cultural trata de identificar si los individuos están orientados hacia el futuro, o si los criterios y valores están centrados en el presente o en el pasado.

Orientación humana.

Esta dimensión intenta determinar el grado en el cual los valores culturales de un país apoyan y recompensan a la gente por ser altruistas, justos, compasivos, amistosos y sensibles con los demás.

Estudio. Medición cuantitativa de las distancias culturales

Con el objetivo de medir cuantitativamente las distancias culturales entre los diez países latinoamericanos incluidos en House et al. (2004), en el presente estudio se usa la metodología propuesta por Kogut y Singh (1988), quienes desarrollaron un índice de distancia cultural para las dimensiones culturales medidas por Hofstede (1980). Kogut y Singh (1988) combinaron las dimensiones culturales de Hofstede (1980) en una medida agregada de distancias culturales entre países. Dicha medida ha sido ampliamente utilizada en posteriores investigaciones en diversas áreas de las ciencias sociales (e.g., Agarwal, 1993; Barkema et al., 1996; Roth y O’Donnel, 1996). Este índice se forma a partir del promedio de las desviaciones de los índices (I) entre el país «X» y el país «Y» en cada una de las «i» dimensiones culturales, corregidas por la varianza (V) de cada «i» dimensión cultural (Kogut y Singh, 1988: 422). Algebraicamente, el índice de «distancia cultural» entre el país «X» y el país «Y» (Cultural Distance – CDxy) para el estudio de House et al. (2004), de nueve dimensiones culturales, se puede calcular con la siguiente ecuación 1:

La Tabla 2 muestra las matrices de distancias culturales calculadas en este estudio para los diez países latinoamericanos incluidos en el trabajo de House et al. (2004). Se presentan las distancias culturales que los diez países latinoamericanos poseen actualmente (matriz de distancias culturales actuales) y también las distancias culturales que potencialmente podrían tener en el futuro los diez países latinoamericanos (matriz de distancias culturales potenciales).

Distanciamiento-acercamiento de las culturas nacionales

El diferencial entre cómo vive la gente y cómo desea vivir es un factor de insatisfacción, y por lo tanto, de cambio cultural. Dada la diferencia entre cómo vive la gente (matriz de distancias culturales actuales) y cómo desea vivir (matriz de distancias culturales potenciales) en América Latina, los esfuerzos por disminuir ese diferencial serán una tendencia importante de cambios culturales en el futuro (House et al., 2004).

La Tabla 3 indica el porcentaje de incremento potencial de la distancia cultural entre los diez países latinoamericanos. Valores positivos (negativos) indican que existe un potencial distanciamiento (acercamiento) cultural entre los países. Por ejemplo, Brasil y El Salvador muestran un relevante potencial de distanciamiento cultural (la distancia cultural se incrementaría en un 421,3%), dado que brasileños y salvadoreños difieren en la cultura nacional que desean tener en el futuro.

Por otra parte, las culturas nacionales de Ecuador y Venezuela presentan un significativo potencial de acercamiento en las próximas décadas (la distancia cultural se reduciría en un 85,1%). Consecuentemente, para cada uno de los diez países latinoamericanos se puede proyectar qué culturas nacionales se acercarán o distanciarán en el futuro.

Representación gráfica de las distancias culturales

Utilizando como variables de entrada las distancias culturales calculadas entre los diez países latinoamericanos (matrices de distancias culturales actuales y potenciales; véase Tabla 2), se realizaron dos escalamientos multidimensionales (EMD) con el objetivo de representar gráficamente estas distancias culturales en mapas. La Figura 2 (EMD; Stress = ,09417; RSQ = ,95240; índices de ajuste aceptables, Malhotra, 2004; Hair et al., 2006) presenta el mapa de las distancias culturales actuales encontradas entre los diez países latinoamericanos, usando los datos de la matriz de distancias culturales actuales.

El Stress mide el mal ajuste o la proporción de la varianza de los datos de escala óptima que no explica el EMD. Un Stress del 0,20 o superior es considerado malo, 0,05 es considerado bueno y 0,025 es visto como excelente (Malhotra, 2004: 617-618). RSQ (R cuadrado) señala la proporción de varianza de los datos de escala óptima que pueden explicarse con el EMD. Se considera aceptable valores de 0,60 en adelante (Malhotra, 2004: 617). La Figura 3 (EMD; Stress = ,06359; RSQ = ,97679; índices de ajuste aceptables, Malhotra, 2004; Hair et al., 2006) presenta el mapa de las distancias culturales potenciales encontradas entre los diez países latinoamericanos, ocupando los datos de la matriz de distancias culturales potenciales.

En ambos mapas de distancias culturales se puede observar que Brasil muestra una pequeña distancia cultural con Argentina y Colombia. Por otro lado, Brasil presenta una gran distancia cultural con México y Ecuador. En ambos mapas se puede observar que México presenta una pequeña distancia cultural con Ecuador. En contraste, México exhibe una gran distancia cultural con Argentina y Brasil (véanse Figuras 2 y 3).

Interpretación de las dimensiones de los mapas de distancias culturales

Posteriormente, se siguió la metodología sugerida por Fernández et al. (2003) para interpretar las dimensiones de los mapas obtenidos en los EMD. Como consecuencia, se realizó una regresión lineal para cada una de las nueve dimensiones culturales, es decir, la variable dependiente es el valor del índice (I) de la «i» dimensión cultural para cada país «X» y las variables independientes son las coordenadas del EMD (Dim1, Dim2) para cada país «X» (véase ecuación 2). De acuerdo con Fernández et al. (2003), la condición para una interpretación satisfactoria es que los coeficientes (betas) sean significativos estadísticamente (valor-p < 0,01) y un R cuadrado de 0,70 es considerado aceptable.

Para el EMD distancias culturales actuales, los resultados de la Tabla 4 indican con significación estadística que la dimensión 1 es explicada principalmente por las variables de colectivismo (negativamente) y distancia de poder, y la dimensión 2 se explica, sobre todo, por la distancia de poder (negativamente). Luego, es posible observar que la actual distancia cultural que presentan Costa Rica y Bolivia del resto de los países latinoamericanos se puede explicar tanto por la baja distancia de poder como por el alto colectivismo que muestran en relación con el resto los países.

Para el EMD distancias culturales potenciales, los resultados de la Tabla 5 indican con significación estadística que la dimensión 1 es explicada principalmente por la orientación humana, orientación al futuro y orientación al desempeño, y la dimensión 2 se explica, sobre todo, por la orientación humana y la igualdad de género. Se consideró aceptables los ajustes para orientación al futuro (valor-p = 0,012) e igualdad de género (R cuadrado = 0,697) al observarse en estos dos casos valores muy cercanos a los valores aceptables (valor-p < 0,01 y R cuadrado > 0,7), de acuerdo con Fernández et al. (2003). Entonces es posible observar que los individuos de los países de Argentina, Brasil y Colombia presentan un mayor deseo que el resto de los países latinoamericanos por tener una orientación más humana y una mayor igualdad de género, lo cual llevaría a éstos a un potencial distanciamiento cultural del resto de las naciones latinoamericanas en el futuro.

Análisis del caso de México

En esta sección se analiza el caso de México para ilustrar las implicancias de este estudio para los diez países latinoamericanos. La Figura 4 expone las distancias culturales actuales y potenciales que tiene México con los otros nueve países latinoamericanos. El presente trabajo muestra que hoy en día México exhibe una gran distancia cultural con Argentina, Guatemala y El Salvador. En contraste, México presenta en la actualidad una pequeña distancia cultural con Costa Rica y Ecuador. Además, es posible observar que México muestra un potencial distanciamiento cultural con Brasil (la distancia cultural se incrementaría en un 66,2%) y un potencial acercamiento cultural con Guatemala (la distancia cultural se reduciría en un 76,3%).

Las distancias culturales actuales y potenciales con otros países tienen implicancias en el desarrollo de América Latina y de México, en particular. Por ejemplo, se ha observado que la distancia cultural puede influir sobre el intercambio comercial entre países (Lee, 1998). Culturas más similares pueden generar acuerdos, relaciones, comportamientos comunes, facilitando el intercambio comercial entre los países. Utilizando datos de SE (2015), se analizó la asociación entre la distancia cultural actual y el crecimiento en las exportaciones de México hacia los nueve países latinoamericanos en los últimos diez años (2004-2014).

La Figura 5 muestra que los países que tienen actualmente una menor distancia cultural con México (e.g., Brasil, Colombia) presentan un mayor crecimiento en las exportaciones de México en los últimos diez años. En contraste, los países con mayor distancia cultural (e.g., Argentina, Guatemala, El Salvador, Venezuela) registran un menor crecimiento en las exportaciones de México en los últimos diez años.

Una menor distancia cultural entre países también puede facilitar la inmigración entre éstos (Tadesse y White, 2010). Con datos de INEDI (2015) se analizó la asociación entre la distancia cultural actual y el crecimiento en el periodo 1970-2010 en el número de inmigrantes que recibió México provenientes de los nueve países latinoamericanos. La Figura 6 muestra que los países que tienen actualmente una menor distancia cultural con México (e.g., Colombia) presentan un mayor crecimiento en el número de inmigrantes que recibió México en el periodo 1970-2010. En contraste, los países con mayor distancia cultural con México (e.g., Guatemala) presentan un menor crecimiento en el número de inmigrantes que recibió México en el periodo 1970-2010.

Debido a que la cultura también influye sobre los grupos de investigación (Kedia et al., 1992), los cuales se caracterizan por tener un horizonte de largo plazo al momento de trabajar y definir líneas de investigación, la distancia cultural potencial entre los países puede influir sobre el número de copublicaciones científicas entre grupos de investigación de distintas naciones. Grupos de investigación de países con una mayor distancia cultural potencial pueden ser más atractivos dadas las diferencias culturales potenciales para los grupos de investigación de un país determinado, debido a las diferencias entre investigadores, unidades de prueba, contextos, etcétera.

Con datos de Lozano et al. (2006) se analizó la asociación entre la distancia cultural potencial y el número de copublicaciones científicas entre grupos de investigación de México con grupos de investigación de los otros nueve países latinoamericanos. La Figura 7 muestra que los países con una mayor distancia cultural potencial con México (e.g., Brasil) presentan un mayor número de copublicaciones científicas con México. En contraste, los países con una menor distancia cultural potencial con México (e.g., Bolivia, Guatemala) exhiben un menor número de copublicaciones científicas con México.

Es importante señalar que en esta sección se describen asociaciones entre variables para ilustrar las implicancias del presente estudio. Futuras investigaciones en América Latina pueden incorporar variables de control que permitan concluir causalidad entre las variables analizadas u otras variables que el investigador quisiera examinar.

Conclusiones e implicancias

Esta investigación aborda la medición cuantitativa y representación gráfica de las distancias culturales entre diez países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México y Venezuela), utilizando las nueve dimensiones culturales medidas por House et al. (2004) para estos diez países latinoamericanos y empleando las metodologías sugeridas por Kogut y Singh (1988) y Fernández et al. (2003), para medir cuantitativamente, representar gráficamente e interpretar las distancias culturales entre países en América Latina.

Este estudio permitirá trabajar cuantitativamente la variable distancia cultural entre los países latinoamericanos, la que tradicionalmente muchas investigaciones a nivel mundial y en América Latina han abordado cualitativamente (para una revisión de éstos véase Alasuutari, 1995). Esto posibilitará dar un nuevo enfoque a futuras investigaciones en América Latina que incorporen la distancia cultural entre países en sus análisis. Por lo tanto, las implicancias de este trabajo son muchas para los investigadores en las distintas áreas de las ciencias sociales: se ha presentado una metodología para medir cuantitativamente y representar gráficamente distancias culturales y proyectar posibles cambios en las distancias culturales entre los diez países latinoamericanos incluidos en House et al. (2004).

Los investigadores en una amplia diversidad de áreas de las ciencias sociales pueden utilizar las distancias culturales calculadas como variables de entrada en modelos que incorporen este concepto, ya sea como variable dependiente, variable independiente o variable de control en futuras investigaciones en América Latina. La medición cuantitativa y representación gráfica de las distancias culturales entre los diez países latinoamericanos no sólo se podrá usar en enfoques cuantitativos, sino también en enfoques cualitativos, al poder ocupar los resultados de este estudio como datos secundarios para la elaboración de preguntas de investigación, comprender los resultados de una investigación, etcétera.

Los reguladores, directivos y administradores también pueden emplear esta herramienta para una toma de decisiones sensibilizada por las distancias culturales entre los países latinoamericanos. Es de esperar que en el futuro tanto investigadores como tomadores de decisión puedan contar con estudios que, utilizando metodologías comparables, incorporen en su análisis un mayor número de países latinoamericanos (i.e., no sólo los incluidos por House et al., 2004), para poder evaluar la evolución de las distancias culturales entre países y su potencial impacto en las diversas áreas de las ciencias sociales.

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Anexo

Tabla 1:

Dimensiones culturales medidas por House et al. (2004)

Tabla 2:

Distancias culturales actuales y potenciales

Tabla 3:

Potencial crecimiento de la distancia cultural

Tabla 4:

Análisis de regresión, EMD distancias culturales actuales

Tabla 5:

Análisis de regresión, EMD distancias culturales potenciales

Notas

1 Pablo Farías. Doctor en Gestión y Administración de Empresas. Es profesor asistente en la Universidad de Chile, donde imparte los cursos de introducción al marketing, investigación de mercados y métricas de marketing. Líneas de investigación: estrategia de precios, publicidad, marcas, marketing digital, comercio minorista y la toma de decisiones de consumidores y administradores. Publicaciones recientes: Farías, P., «Determinants of the success of global and local brands in Latin America», en RAE, 55(5) (2015); Farías, P. y R. Rodríguez, «Segment disclosures under IFRS 8’s management approach: has segment reporting improved?», en Spanish Journal of Finance and Accounting, 44(2) (2015); Valenzuela, L., Torres, E., Hidalgo, P., Farías, P., «Salesperson CLV orientation’s effect on performance», en Journal of Business Research, 67(4) (2014).

2 Todas las figuras y tablas se encuentran en el Anexo, al final del presente artículo (Nota del Editor).

Distinción y reciprocidad. Notas para una antropología de la equidad. Luis Reygadas

La antropología siempre se ha distinguido por sus aportes a la comprensión de la diversidad. ¿Podría contribuir también a un mejor entendimiento de la igualdad y la desigualdad entre géneros, clases, grupos étnicos, regiones y países?  Este escrito propone algunas líneas para la construcción de una antropología de la equidad, y para ello trata de reunir dos tradiciones antropológicas que casi siempre se han mantenido alejadas.

Por un lado, muchos antropólogos y antropólogas han estudiado los procesos que generan jerarquías, desigualdades, distinciones, inequidades. Por otro lado, y no siempre en diálogo con los primeros, otros colegas han analizado diversos mecanismos, sobre todo de reciprocidad, que alimentan tendencias a la nivelación, la igualación y la equidad dentro de las sociedades.

Esta separación está relacionada con una concepción dualista y cierta división del trabajo intelectual vinculada a ella. Se coloca, de un lado, a sociedades y grupos caracterizados por la preeminencia de mecanismos de igualación e intercambio solidario, y en el otro a sociedades donde predomina la generación de distinciones, jerarquías y desigualdades.

En un costado, la reflexión sobre sociedades “primitivas”, familias y grupos primarios, supuestamente horizontales, alérgicos a las jerarquías y la dominación. En el otro costado, los análisis de las sociedades “modernas” y sus instituciones complejas, a las que se concibe como esencialmente verticales, desiguales y atravesadas por el poder.

A veces, este dualismo se reproduce en el análisis de las sociedades contemporáneas: habría en ellas algunas instancias prístinas, por ejemplo las comunidades indígenas, los movimientos sociales y la “sociedad civil”, a las que se concibe impregnadas por la solidaridad, la honestidad y los valores comunales, mientras instancias como el mercado, los gobiernos y las empresas estarían caracterizadas por la explotación, la corrupción y las relaciones asimétricas.

Este dualismo impide advertir el vínculo dialéctico entre ambos procesos, presente en todo tipo de sociedades e instituciones.

Pero el problema no sólo es la unilateralidad de cada una de estas perspectivas tomadas por separado. En muchas ocasiones tiende a suponerse la existencia de alguna tendencia metahistórica, bien hacia la igualdad o bien hacia la desigualdad, que se impone no sólo por encima de las acciones y voluntades de los individuos, sino también predetermina la evolución de las sociedades.

Esta suposición presenta dos variantes principales. Por una parte, se piensa que esas tendencias brotan de una causalidad estructural inevitable (“la ley general de la acumulación capitalista”, “siempre habrá ricos y pobres”, “el poder y la riqueza tienden a concentrarse cada vez más”). Por la otra, se pone en juego alguna esencia innata compartida por todos los seres humanos (“está en nuestra naturaleza”, “el individuo siempre quiere destacar sobre los demás”).

Una mirada a la historia permite advertir que no existe tal predeterminación: en algunas épocas se han cerrado algunas brechas sociales que tiempo después vuelven a abrirse, y viceversa.

Para no ir más lejos, el siglo XX fue testigo de procesos que condujeron a una distribución más equitativa de la riqueza, tanto en países capitalistas en la época de oro del Estado de bienestar como entre los que optaron por la vía socialista; pero durante las últimas dos décadas del siglo pasado nuevamente se acentuaron las asimetrías sociales en los dos grupos de países. Más que establecer una tendencia a priori hacia la igualdad o la desigualdad, sería conveniente estudiar sus mecanismos de generación.

Propongo que reciprocidad y diferenciación pueden ser pensadas en su entrelazamiento y oposición, e insertarse en un marco analítico que dé cuenta de los procesos que pueden generar tanto intercambios compensatorios como desigualdades mayores.

Me interesa discutir estos temas desde la perspectiva de la antropología simbólica. Esto quiere decir que no voy a hablar de la equidad en general, sino fundamentalmente de la relación que existe entre los procesos simbólicos y la dialéctica igualdad-desigualdad. Argumentaré que los símbolos pueden ser, y de hecho son, utilizados tanto para crear distinciones como para disiparlas, y que la dimensión cultural es fundamental para la constitución de las asimetrías sociales.

Éstas no se agotan en sus aspectos significativos, están fundadas también en realidades materiales, económicas, biológicas, geográficas y políticas. Pero estas realidades no operan al margen de lo simbólico, y por ello vale la pena indagar la incidencia de la cultura sobre la estratificación social.

Del mismo modo, la construcción de la equidad está acompañada de utopías, reivindicaciones, declaraciones, proyectos y acciones que tienen un componente simbólico.

El artículo consta de tres partes. En la primera se discuten algunos enfoques que analizan la relación entre símbolos y desigualdad, a partir de las ideas de Mauss y Durkheim sobre las clasificaciones primitivas hasta llegar a la teoría de Bourdieu sobre la distinción.

En la segunda parte se reflexiona sobre la construcción simbólica de la reciprocidad y la igualdad, tomando como punto de partida los análisis de Malinowski y Mauss sobre los intercambios ceremoniales, para luego incluir algunas reflexiones contemporáneas sobre el tema. Por último, se pretende entrelazar ambas perspectivas para mostrar la dialéctica igualdaddesigualdad que atraviesa las relaciones y estructuras sociales, así como los significados que se generan en torno a ellas.

DE LAS CLASIFICACIONES PRIMITIVAS A LA DISTINCIÓN MODERNA

La relación entre símbolos y grupos sociales es un tema clásico de las ciencias sociales, abordado tempranamente por autores como Durkheim,Weber y Simmel (Durkheim, 1982; Durkheim y Mauss, 1996, Simmel, 1950). Debemos a Durkheim y Mauss, en su trabajo sobre las clasificaciones primitivas, la idea de que por medio de símbolos las sociedades y grupos establecen límites que definen conjuntos de relaciones.

Así, al clasificar las cosas del mundo se establecen entre ellas relaciones de inferioridad/superioridad y exclusión/inclusión vinculadas directamente con el orden social:

Clasificar no significa únicamente constituir grupos: significa disponer esos grupos de acuerdo a relaciones muy especiales. Nosotros los representamos como coordinados o subordinados los unos a los otros, decimos que éstos [las especies] están incluidos en aquéllos [los géneros], que los segundos subsumen a los primeros. Los hay que dominan, otros que son dominados, otros que son independientes los unos de los otros. Toda clasificación implica un orden jerárquico del que ni el mundo sensible ni nuestra conciencia nos brindan el modelo (Durkheim y Mauss, 1996: 30).

Para Durkheim y Mauss la función clasificatoria de la mente humana era explicada por la existencia de grupos sociales; es decir, establecían una relación de primacía o determinación de la estructura social sobre la estructura del pensamiento. Para ellos, las personas clasificaban los objetos del mundo en grupos debido a que la sociedad estaba dividida en grupos.[1]

Esta correspondencia entre las estructuras mentales y las estructuras sociales ha sido ampliamente criticada (Díaz, 2002), pero sigue teniendo partidarios tan renombrados como Pierre Bourdieu; en su libro sobre la distinción suscribió el llamado “conformismo lógico” de Durkheim al afirmar:

Las estructuras cognitivas que elaboran los agentes sociales para conocer prácticamente el mundo social son unas estructuras sociales incorporadas. El conocimiento práctico del mundo social que supone la conducta “razonable” en ese mundo elabora unos esquemas clasificadores […], esquemas históricos de percepción y apreciación que son producto de la división objetiva en clases [clases de edad, clases sexuales, clases sociales] y que funcionan al margen de la conciencia y del discurso. […] En la lucha y para las necesidades de la lucha funcionan unos principios de división inseparablemente lógicos y sociológicos que, al producir unos conceptos, producen unos grupos, los mismos grupos que los producen y los grupos contra los cuales se producen (Bourdieu, 1988:479 y 490).

Más allá de que se suscriba o no la tesis de la correspondencia entre las clasificaciones sociales y las clasificaciones simbólicas, o de que se postule algún tipo de autonomía entre ellas,[2] una idea que permanece con gran fuerza es que las desigualdades sociales se encuentran asociadas con un conjunto de operaciones simbólicas, siendo la de agrupar y clasificar una de las más relevantes.

De aquí no se sigue que las inequidades sólo son resultado del trabajo simbólico de ordenar, separar y etiquetar los diferentes grupos humanos, ya que además intervienen muchos otros procesos, entre ellos la explotación, los monopolios de diversos recursos y los cierres sociales. Dado que los estudios de antropólogos y otros científicos interesados en las dimensiones significativas muestran que las asimetrías sociales tienen un fuerte componente simbólico, vale la pena recordar algunas contribuciones al respecto.

Como se dijo antes, Durkheim y Mauss se interesaron en la actividad clasificatoria del ser humano, quien al ordenar, agrupar y separar objetos, animales y plantas, personas e instituciones, también marca diferencias, límites y fronteras entre ellos, define jerarquías, crea situaciones de inclusión y exclusión. Interesados en fundar una ciencia de lo social, insistieron en señalar que el origen de esta función clasificatoria no era lógico ni biológico, sino histórico y social, resultado de la segmentación de la sociedad en grupos.

La agudeza de la correlación conduce a reflexionar sobre las implicaciones sociales de acciones simbólicas tan simples y constantes como agrupar y separar, establecer un orden, incluir y excluir. Al analizar estas operaciones en el contexto de las relaciones de poder y de la distribución de recursos, privilegios y oportunidades, se entra de lleno en el estudio de la desigualdad.

Otro clásico, Max Weber, también vinculó el estudio de los significados con el análisis de las clases sociales y los grupos de estatus. Además de clases sociales formadas gracias a diversos monopolios sobre recursos económicos, Weber postulaba la existencia de grupos de status, explicados por la distribución desigual del prestigio y el honor social. Estos diferenciales de prestigio no pueden entenderse sin hacer referencia a lo simbólico, ya que se asigna a cada grupo de estatus cierta estimación social, positiva o negativa, asociada a una cualidad común a las personas de ese grupo (Weber, 1996: 684 y ss.).

Esta asignación es un hecho cultural, independientemente de que pueda estar asociada a situaciones económicas y políticas; sin embargo,Weber va más allá y postula la existencia de marcas rituales que acompañan la constitución de muchos grupos de status:

“… al lado de la garantía convencional y jurídica de la separación de estamentos existe también una garantía ritual, de suerte que todo contacto físico con un miembro de una casta considerada ‘inferior’ es para los pertenecientes a la casta ‘superior’ una mácula que contamina y es expiada desde el punto de vista religioso” (Weber, 1996: 689).

Relacionar la impureza y las manchas con las clasificaciones sociales ha sido un recurso empleado en diversas ocasiones, pero tal vez nadie le haya prestado tanta atención como Mary Douglas, quien recurre al análisis de lo puro y lo impuro, lo contaminado y lo sucio para comprender los límites simbólicos que separan los grupos. Lo sucio es lo que está fuera de lugar, lo que no corresponde con la estructura esperada. Al descifrar las estructuras simbólicas con que una sociedad distingue lo impoluto, lo limpio y lo inmaculado de lo contaminado, sucio o manchado puede aprenderse mucho de ciertas estructuras sociales (Douglas, 1984).

Contemplar las relaciones entre clases sociales o entre géneros desde la ventana abierta por Douglas representa un camino para descubrir formas sutiles de exclusión y discriminación.

Desde un registro muy diferente, Erwin Goffman reflexiona sobre los estigmas, un tipo particular de máculas que marcan de manera profunda a quienes son objeto de ellos (Goffman, 1986). A este autor no le interesan tanto las estructuras simbólicas que agrupan y distinguen a los individuos, sino las acciones e interacciones mediante las cuales se etiquetan a sí mismos y a los demás. Podría decirse que se preocupa más por las estrategias de clasificación que por las clasificaciones. Para Goffman, son los pequeños actos de deferencia o rebajamiento los que, al acumularse, constituyen las grandes diferencias sociales:

Rutinariamente la cuestión es: la opinión de quién es emitida más frecuente y contundentemente, quién hace las decisiones menores aparentemente requeridas para la coordinación de alguna acción conjunta en curso y a los intereses pasajeros de quién se otorga más peso. Y por más trivial que algunas de estas pequeñas ganancias y pérdidas puedan parecer, sumando todas ellas a lo largo de todas las situaciones sociales en las cuales ocurren, podemos ver que su efecto social es enorme. La expresión de subordinación y dominación a través de este enjambre de significados situacionales es más que un mero vestigio o símbolo o afirmación ritualista de la jerarquía social. Estas expresiones constituyen considerablemente la jerarquía (citado en Bourdieu, 1988: 493-494).

Los mitos también desempeñan su papel en la construcción de desigualdades, como demuestra Maurice Godelier en su estudio sobre la dominación masculina entre los baruya. En este pueblo de Nueva Guinea una compleja narrativa mítica consagra la supremacía de los hombres, a cuyo semen se atribuye un cúmulo de virtudes (produce la concepción, nutre al feto, alimenta a la esposa, se transforma en leche, fortalece a los jóvenes iniciados, etcétera), mientras la sangre menstrual es considerada una sustancia dañina y peligrosa.

Esta narrativa se prolonga en diferencias en torno a los cuerpos (el del hombre se considera bello, puede usar cintas y plumas) y en torno a los espacios (hay caminos dobles, los de los hombres son más altos, una línea imaginaria divide áreas masculinas y femeninas en las casas familiares). Esta pesadísima trama contribuye a la existencia de discriminaciones de género en los ámbitos económico y político (Godelier, 1986).

El tema de la desigualdad de género ha experimentado una impresionante expansión durante los últimos veinticinco años, y analizarlo, así sea someramente, requeriría varios artículos.

Para los propósitos de este escrito cabe recordar que la antropología del género, junto con muchas autoras feministas, ha contribuido a mostrar que las asimetrías entre hombres y mujeres han estado directamente relacionadas con construcciones simbólicas sobre lo que significa ser varón y ser mujer (Butler, 1996; Lamas, 1996; Ortner, 1979; Rubin, 1996).

La cosmología de muchas culturas está poblada de oposiciones entre lo masculino y lo femenino, mismas que con frecuencia sobrevaloran las cualidades positivas masculinas e infravaloran las femeninas lo cual contribuye a reproducir relaciones de dominación entre los géneros. La antropología también ha desempeñado un papel importante en las tareas de mostrar cómo la subordinación de las mujeres está en el origen de muchas otras asimetrías sociales.[3]

En un texto clásico de antropología política, Abner Cohen estudió los rituales de exclusividad que permitían a un grupo étnico de Sierra Leona constituirse en una elite social, política y cultural.

Habla de la “mística de la excelencia” y de los “cultos de elite” que permiten a un grupo validar y sostener su estatus privilegiado al afirmar que poseen cualidades escasas y exclusivas que son esenciales para la sociedad en su conjunto (Cohen, 1981). La ideología de la elite estaría objetivada y sostenida por un elaborado cuerpo de símbolos y desempeños dramáticos que incluyen modales, etiqueta, estilos de vestir, acento, patrones recreativos, costumbres y reglas matrimoniales.

Este estilo de vida sólo se adquiere a través de largos periodos de socialización, en particular en espacios informales como la familia, grupos de pares, clubes y actividades extracurriculares de la escuela (Cohen, 1981: 2-3).[4]

El trabajo simbólico de las elites les permite distinguirse del resto de la población en lo relativo a cosas tan vagas como el decoro, la elegancia, la educación y otros atributos que les permiten acceder a privilegios y recompensas extraordinarios.

De manera similar, Pierre Bourdieu encontró en el análisis del gusto algunos de los más sutiles resortes de la diferenciación clasista en las sociedades contemporáneas. Va más allá del simple análisis del consumo cultural como un poderoso marcador de estatus, para indagar en torno a los habitus de clase; es decir, los esquemas de disposiciones duraderas que gobiernan las prácticas y gustos de los diferentes grupos, los cuales resultan en sistemas de clasificación para ubicar a los individuos en determinada posición social no sólo por su dinero, sino también por su capital simbólico (Bourdieu, 1988).

Hasta en detalles aparentemente insignificantes, como la manera de hablar o la forma de mover el cuerpo, estaría inscrita la ubicación de un sujeto en la división social del trabajo (ibidem: 477).

Para Bourdieu, los símbolos, por el poder evocador de la enunciación, hacen ver otras cosas, otras propiedades de las cosas y de las personas, tienen un poder capaz de separar y de distinguir y, de este modo, de lo indiferenciado hacen surgir la diferencia:

El principio de división lógica y política que es el sistema de enclasamiento sólo tiene existencia y eficacia porque reproduce, bajo una forma transfigurada, en la lógica propiamente simbólica de las distancias diferenciales, es decir, de lo discontinuo, las diferencias, lo más frecuente graduales y continuas, que confieren su estructura al orden establecido: pero sólo añade su contribución propia, es decir, propiamente simbólica, al mantenimiento de ese orden porque tiene el poder propiamente simbólico de hacer ver y hacer creer que otorga la imposición de estructuras mentales (ibidem: 490).

Los símbolos también crean límites que pueden convertirse en fronteras entre los grupos sociales. Esas fronteras fijan un estado de las luchas sociales y de la distribución de las ventajas y las obligaciones en una sociedad. En ese sentido, Charles Tilly ha hecho un detallado análisis sobre la desigualdad categorial, una diferencia que surge de la distinción entre diferentes categorías de personas definidas socialmente[5].

De acuerdo con Tilly, las categorías son producidas culturalmente en torno a ciertas características, biológicas o sociales. La institucionalización de las categorías pareadas, y de sistemas de cierre y exclusión creadas en torno a ellas, hace que la desigualdad perdure. Se interesa en las diferencias que resultan de la existencia de categorías pareadas que separan claramente a las personas en dos grupos, pues los considera fundamentales en la generación de las desigualdades persistentes: “el argumento central reza lo siguiente: las grandes y significativas desigualdades en las ventajas de que gozan los seres humanos corresponden principalmente a diferencias categoriales como negro/blanco, varón/mujer, ciudadano/extranjero o musulmán/judío más que a diferencias individuales en atributos, inclinaciones o desempeños” (Tilly, 2000: 21).

Tilly critica las aproximaciones individualistas al fenómeno de la desigualdad, es decir, las centradas en la distribución de atributos, bienes o posesiones entre los actores. En contrapartida propone un enfoque relacional de la desigualdad, atento a las interacciones entre grupos de personas. Le interesa el trabajo categorial que establece límites entre los grupos, crea estigmas y atribuye cualidades a los actores ubicados a uno y otro lado de los límites (ibidem: 79 y ss.).

Los límites pueden separar categorías internas, específicas a una organización o grupo (por ejemplo los que separan a directivos de trabajadores o reclutas de oficiales), o bien distinguir categorías externas, comunes a toda la sociedad (hombre/mujer, blanco/negro). Cuando coinciden las categorías internas y externas la desigualdad se ve reforzada (ibidem: 87-90), mientras la utilización de categorías pareadas causa desigualdad persistente cuando permite la existencia de dos mecanismos básicos: la explotación y el acaparamiento de oportunidades.[6]

Cada uno de los autores mencionados parte de una perspectiva diferente, pero tienen algo en común: en primer lugar, apuntan que los símbolos desempeñan un papel fundamental en la creación y reproducción de las desigualdades.

No todas las desigualdades tienen un origen cultural, algunas se derivan del simple uso de la fuerza, de diferencias materiales o biológicas, pero incluso éstas van a ser filtradas por el entramado simbólico. Por ejemplo, dos hombres pueden diferir en estatura, aspecto físico o color de la piel por causas estrictamente genéticas (sin necesidad de considerar los casos en que la estatura u otros rasgos físicos varían por causas sociales), pero la cultura puede etiquetarlos como iguales o, por el contrario, establecer entre ellos jerarquías y diferencias valorativas.

Sobre esa base les pueden ser reconocidos diferentes derechos, obligaciones, retribuciones, castigos y privilegios. Las clasificaciones simbólicas no son condición suficiente para la producción de desigualdades materiales, culturales y políticas, más casi siempre son condición necesaria para su existencia al combinarse con jerarquías, instituciones y relaciones de poder específicas.

En segundo lugar, dichos autores identifican diversos procesos y operaciones simbólicas que entran en juego en la construcción de desigualdades.

Durkheim habla de clasificaciones y formación de grupos;Weber de atribución de cualidades y de marcas rituales; Mary Douglas propone calificaciones de pureza e impureza, Goffman de estigmas y así sucesivamente. El siguiente cuadro muestra las distintas operaciones simbólicas detectadas y los efectos de desigualdad que producen:

Relaciones entre simbolismo y desigualdad

Autor Operaciones simbólicas Efectos de desigualdad
Durkheim y Mauss Clasificación, ordenación y agrupación. Jerarquías, inclusión y exclusión
Weber Atribución de cualidades a los grupos. Marcas rituales Distribución desigual del prestigio. Cierres sociales y monopolios de recursos
Douglas Calificaciones de pureza e impureza Fronteras entre los grupos. Prescripción de relaciones adecuadas dentro de los grupos.
Goffman Estigmatización. Exclusión. Reproducción cotidiana de los privilegios y las desventajas.
Godelier Mitos. Simbolismo del cuerpo y del espacio. Ritos de iniciación. Dominación y subordinación de género
Butler, Lamas, Ortner y Rubin Construcción cultural del género. Sobrevaloración e infravaloración. Tabúes. Dominación masculina. Asimetrías de género.
Cohen Rituales de exclusividad. Cultos de elite. Mística de la excelencia. Constitución de elites. Distinción con respecto al resto de la población. Acceso a privilegios, estatus y recompensas extraordinarios.
Bourdieu Formación de habitus. Enunciación, separación y distinción. Distancias diferenciales. Sistemas de enclasamiento. Distinción de clase. Límites y fronteras entre los grupos sociales.
Tilly Categorías pareadas. Atribución de límites, estigmas y cualidades a los miembros de las categorías. Desigualdad persistente. Explotación. Acaparamiento de oportunidades.

La lista podría extenderse y extenderse, pues existe una gran cantidad de recursos simbólicos que pueden ser utilizados para crear y reproducir desigualdades. No tendría caso hacer una enumeración exhaustiva de dichos recursos, pero puede ser útil tratar de identificar algunos de las principales estrategias simbólicas que entran en juego en la construcción de la desigualdad.

En primer término están todas las que imputan características positivas al grupo social al cual se pertenece. En la misma línea opera la sobrevaloración de lo propio, las autocalificaciones de pureza y todas las operaciones que presentan los privilegios propios como resultado de la posesión de rasgos especiales. La mística de la excelencia y las estrategias de distinción constituirían una variante de estos mecanismos, en la medida en que presentan la ganancia de estatus como un resultado del esfuerzo, la inteligencia, la elegancia, el buen gusto, la cultura, la educación, la belleza o cualquier otra característica que posea el propio grupo.

Como complemento de lo anterior, pero de signo contrario, están todos los dispositivos simbólicos que atribuyen características negativas a los otros grupos: estigmatización, satanización, señalamientos de impureza, rebajamiento e infravaloración de lo ajeno o extraño. Todas ellas legitiman el estatus inferior de los otros por la posesión de rasgos físicos, sociales o culturales poco adecuados o de menor valor.

En conjunto, estos dos tipos de recursos simbólicos constituyen dispositivos de categorías pareadas, clasificaciones y ordenamientos que producen jerarquías y sistemas de enclasamiento.

Pero no basta con clasificar en grupos jerarquizados, se requiere además preservar la separación entre las agrupaciones conformadas, por lo que también entra en juego un tercer mecanismo, consistente en establecer fronteras y mantener las distancias sociales. Así, el trabajo de construcción y reproducción de límites simbólicos (boundary work) crea situaciones de inclusión y exclusión y sostiene los límites materiales, económicos y políticos que separan a los grupos.

La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra naturaleza.

Además de sobrevalorar, demeritar y separar, las tres estrategias anteriores también contribuyen a legitimar las desigualdades, mas puede añadirse una cuarta estrategia, enfocada específicamente en el trabajo de legitimación.

Se trata de recursos simbólicos que presentan los intereses particulares de un grupo como si fueran universales, es decir, cuya satisfacción redunda en el beneficio de toda la sociedad. También entran aquí todos los discursos que naturalizan la desigualdad o la consideran inevitable o normal.

Estas cuatro estrategias recurren a una diversidad de dispositivos simbólicos para lograr su eficacia. Probablemente el más analizado de ellos es el ritual, por la enorme fuerza expresiva que tienen las dramatizaciones rituales al concentrar una gran cantidad de símbolos que vinculan emociones y prescripciones (Díaz, 1998; Geertz, 2000; Turner, 1988).

Aun cuando el ritual es uno de los mecanismos más poderosos para conferir estatus y legitimar la obtención de privilegios (Kertzer, 1988: 51), no todo se reduce a éste: la construcción simbólica de las desigualdades también pasa por los mitos, las rutinas cotidianas, el discurso, el habitus, las narraciones y argumentaciones, el simbolismo del cuerpo y el espacio, las cosmovisiones y por un sinfín de acciones simbólicas que elevan, degradan, separan y legitiman las distancias y diferencias sociales.

La insistencia en la capacidad de los procesos simbólicos para generar fronteras y diferencias ayuda a comprender mejor la dinámica de la desigualdad, pero también entraña riesgos. Uno de ellos es sobrestimar su poder legitimador, hasta el punto de pensar que los dominados simplemente aceptan el lugar que les ha asignado la división social del trabajo, como señala Pierre Bourdieu:

Utilizando, para apreciar el valor de su posición y de sus propiedades, un sistema de esquemas de percepción y apreciación que no es otra cosa que la incorporación de las leyes objetivas según las cuales se constituye objetivamente su valor, los dominados tienden de entrada a atribuirse lo que la distribución les atribuye, rechazando lo que les es negado [“eso no es para nosotros”], contentándose con lo que se les otorga, midiendo sus esperanzas por sus posibilidades, definiéndose como los define el orden establecido, reproduciendo en el veredicto que hacen sobre sí mismos el veredicto que sobre ellos hace la economía, destinándose, en una palabra, a lo que en todo caso les pertenece (Bourdieu, 1988: 482).

Otro riesgo es el de considerar la existencia de un actor exclusivamente racional, orientado hacia la maximización de beneficios económicos o de estatus, una especie de homo oeconomicus u homo hierarquicus que siempre estaría esforzándose por alcanzar la mayor distinción posible. Para enfrentar estos riesgos resulta conveniente considerar que los procesos simbólicos también pueden actuar en sentido inverso; es decir, contribuir a limitar las desigualdades, a generar solidaridad, a cuestionar los argumentos legitimadores del poder y a erosionar las fronteras erigidas entre los grupos. En esa dirección apunta el siguiente apartado.

LA LÓGICA DEL DON Y EL HOMO RECIPROCUS

Por medio de los símbolos, los seres humanos no sólo establecen diferencias y fronteras en una realidad continua, también hacen lo contrario: afirman la continuidad y afinidad en realidades que de otro modo serían discontinuas, fragmentadas y desiguales. Así como diversos dispositivos simbólicos generan, reproducen y refuerzan las desigualdades, muchos otros son fundamentales para construir la igualdad; es aquí donde resultan relevantes los análisis antropológicos sobre los dones y la reciprocidad.

Bronislaw Malinowski, en su conocido texto Los argonautas del Pacífico Occidental… publicado en 1922, hizo una importante contribución al tema de la reciprocidad al presentar una detallada descripción del kula, sistema de intercambio ceremonial de los habitantes de las islas Trobriand (Malinowski, 1995).

El kula es una amplia red intertribal que une a gran número de personas mediante lazos concretos de obligaciones recíprocas, en la que circulan objetos rituales (brazaletes y collares de conchas). No tiene como fin la ganancia o la acumulación —aunque las expediciones kula puedan estar acompañadas de actividades de comercio—, ya que el receptor de un objeto kula sólo podrá poseerlo y exhibirlo durante un tiempo y luego deberá donarlo a otro asociado del circuito.

El intercambio kula, absurdo a los ojos del economista racional y calculador, permite a Malinowski críticar la noción de homo oeconomicus y destacar que esta actividad contribuye a crear redes de asociación y reciprocidad que preservan la paz y mantienen el flujo de las relaciones sociales. Malinowski reconoce que entre los trobriandeses no están ausentes ni el deseo de posesión ni la búsqueda del prestigio que se obtiene al regalar brazaletes y collares particularmente valiosos, pero estas tendencias se encuentran reguladas por normas y principios que aseguran los vínculos entre los asociados del circuito kula.

Dicho en otras palabras, la lógica de la distinción, descrita más arriba, se encuentra acotada por la lógica de la reciprocidad. Como ha dicho Godbout, el kula tiene como objeto esencial la apropiación del poder de dar más que la apropiación de las cosas (Godbout, 1997: 143).

Dos años más tarde, en 1924, Marcel Mauss publicó su famoso Ensayo sobre los dones, que se convirtió en referencia obligada para la mayoría de las discusiones posteriores sobre el tema de la reciprocidad (Mauss, 1979). El ensayo de Mauss se apoyó en el texto de Malinowski, en escritos de Boas sobre el potlach de los kwakiutl y en numerosas fuentes etnográficas e históricas sobre intercambios rituales en diversas culturas, para proponer una ambiciosa interpretación sobre la importancia de la lógica del don en los pueblos primitivos y en las sociedades modernas.

Según Mauss, en el kula, el potlach y otras instituciones similares no participan individuos aislados, sino grupos, tribus, familias y otros sujetos colectivos. Por medio de ellas “los pueblos consiguen sustituir la guerra, el aislamiento y el estancamiento, por la alianza, el don y el comercio” (ibidem: 262).

Para Mauss, los dones son al mismo tiempo voluntarios e imperativos, ya que se rigen por una triple obligación: la de dar, la de recibir y la de devolver.

Son también actos sociales totales, ya que implican aspectos económicos, jurídicos, familiares, morales, religiosos y sociológicos, no sólo se intercambian objetos: “la circulación de los bienes sigue la circulación de los hombres, mujeres y niños, la de las fiestas, ritos, ceremonias y danzas, incluso la de bromas o injurias. En el fondo es la misma” (ibidem: 222). Los procesos simbólicos que forman parte del don (ceremonias, tabúes, creencia en el hau o espíritu de las cosas, ritos, conjuros, etc.) tienen un sentido moral y social, la finalidad esencial sería la creación de un vínculo, la producción de un sentimiento de amistad, de recíproco respeto (ibidem:177 y 199).

En el estudio de los dones antiguos Mauss encuentra argumentos para postular la necesidad de una concepción moderna de la equidad, que implique cierta redistribución de la riqueza y la posibilidad de preservar la reciprocidad:

[…] los pueblos, las clases, las familias y los individuos podrán enriquecerse, pero sólo serán felices cuando sepan sentarse, como caballeros, en torno a la riqueza común. Es inútil buscar más lejos el bien y la felicidad, pues descansa en esto, en la paz impuesta, en el trabajo acompasado, solitario y en común alternativamente, en la riqueza amasada y distribuida después en el mutuo respeto y en la recíproca generosidad que enseña la educación (ibidem: 262).

Desde una perspectiva que otorga mayor prioridad al simbolismo, Claude Lévi-Strauss también abordó el tema de la reciprocidad y el intercambio. Considera la prohibición del incesto como una intervención cultural cuya finalidad es el reparto equitativo de mujeres, al hacer posible su circulación entre las secciones que componen a un grupo. La interdicción crea el intercambio:

[…] la mujer que nos vedamos y nos vedan es, por eso mismo, ofrecida. […]

El fenómeno fundamental que brota de la prohibición del incesto es el mismo: a partir del momento en que me vedo el uso de una mujer, quedando ella así disponible para otro hombre que renuncia a una mujer, que, por este hecho queda disponible para mí (Lévi-Strauss, 1949: 64-65).

La mujer tendría un valor crucial, es fundamental para la reproducción biológica y social, de modo que el grupo no podía dejar su distribución al azar o a la incertidumbre de la competencia.

Lévi-Strauss considera que la alianza posibilitada por la prohibición del incesto no sólo involucra a las secciones que participan en el intercambio, sino al grupo en su conjunto que se beneficia del reparto equitativo de mujeres (Lévi-Strauss, 1949: 38-39; Fages, 1972: 42-49). Nacida de la cultura, la prohibición del incesto está relacionada con “estructuras fundamentales del espíritu humano” como la noción de reciprocidad, que integra la oposición entre el yo y el otro, lo mismo que el carácter sintético de la donación que transforma a los individuos en asociados (Lévi-Strauss, 1949: 108).

Muchas interacciones humanas son evaluadas bajo los términos de un código de reciprocidad. Esto no quiere decir que la mayoría de relaciones sociales sean recíprocas o justas —por el contrario, casi siempre se presentan asimetrías y desigualdades, pero en muchos casos los agentes implicados en ellas consideran que deberían ser recíprocas.

Planteo como hipótesis que la persistencia de la reciprocidad en la interacción social y en los discursos acerca de ella (cotidianos y científicos), se debe en parte a la fuerza que tiene la narrativa igualitaria en muchos individuos y grupos, narrativa que se sostiene en un entramado simbólico tan denso como el que nutre los mecanismos de la distinción.

Las etnografías de grupos cazadores recolectores documentan la existencia de sociedades que en muchos aspectos son igualitarias, por lo menos dentro de cada categoría de edad y sexo; es decir, en las que existen tantas posiciones de prestigio en cualquier grado de edad-sexo como personas capaces de ocuparlas, si bien esto no es obstáculo para que existan profundas diferencias entre los géneros y grupos de edad (Fried, 1979:135).Tal igualdad no sólo se explica por el hecho de que las condiciones de la vida nómada hacen que cada individuo sólo pueda poseer aquello que puede cargar en largos traslados, sino por la existencia de dispositivos culturales que establecen que ciertos bienes estratégicos deben ser distribuidos entre todo el grupo.

En su descripción de los bosquimanos !kung, Lorna Marshall registra que existen patrones tan fuertemente arraigados en la distribución de la carne obtenida en la cacería de especies mayores (antílopes, sobre todo), que para ellos resulta inconcebible que un hombre no distribuya los frutos de la cacería entre los otros miembros de la banda:

La costumbre de compartir la carne está tan fuertemente establecida y es seguida de manera tan equitativa que se ha extinguido el concepto de no compartir la carne en las mentes de los !kung. Es impensable que una familia tuviera mucho que comer y otros nada cuando ellos se sientan en la noche muy juntos circundados por sus fogatas.

Cuando hice que trajeran a su imaginación la imagen de un cazador que escondiera carne para sí mismo o para su familia para comerla secretamente (lo que en realidad sería prácticamente imposible, porque adonde quiera que un !kung vaya y lo que él haga puede leerse en sus huellas), la gente se rió a carcajadas. Un hombre sería muy malo si hiciera eso, dijeron. Sería como un león. Ellos tendrían quetratarlo como un león, apartándolo oenseñándole modales no dándole nadade carne. No le darían ni siquieraun trozo delgado. Les pregunté: “¿algunavez conocieron a alguien que comierasolo como un león?”. Nunca, dijeron(Marshall, 1967: 23).

En cambio, otros bienes no son distribuidos de esa manera; por ejemplo, los animales pequeños y los productos vegetales recolectados por los !kung son distribuidos sólo entre los miembros de la familia nuclear. Esto sugiere que la distribución, la reciprocidad y los mecanismos de igualación están sancionados por la cultura no sólo como respuesta automática a necesidades adaptativas, sino también por una lógica propiamente simbólica. Otras sociedades son mucho menos igualitarias que las bandas de cazadores recolectores, pero en ellas también existen prescripciones culturales para establecer cuáles bienes son objeto de apropiación y usufructo privados y cuáles son materia de algún tipo de redistribución compensatoria.

El potlach de los kwakiutl, tal como fue descrito por Boas y otros autores a finales del siglo XIX y principios del XX, tenía una fuerte connotación de fiera competencia por el prestigio: los individuos rivalizaban por distinguirse de los otros mediante donaciones cada vez mayores, incluso llegando a destruir bienes en una encarnizada confrontación por el estatus. Otros autores han sugerido que el potlach previo al contacto con los europeos, es decir anterior a 1792, tenía otras características.

Stuart Piddocke sostiene que antes de ese contacto los kwakiutl —aunque en su conjunto tenían mayores recursos alimenticios que otros grupos conocidos de cazadores-recolectores—, enfrentaban problemas de escasez temporal en algunas tribus o numaym (unidad social básica), por lo que el potlach funcionaba más bien como un sistema de intercambio que aseguraba un movimiento continuo de alimentos desde los grupos que disfrutaban una abundancia temporal hacia los que sufrían una carencia temporal, lo cual contribuye a la supervivencia de toda la población (Piddocke, 1981: 106).

Quienes participaban en el potlach como donadores adquirían un mayor estatus, pero las rivalidades por el prestigio estaban subordinadas a la reciprocidad general que involucraba a todo el grupo. Después del contacto hubo una drástica disminución de la población kwakiutl debido al sarampión y a otras enfermedades, al mismo tiempo que tuvieron recursos adicionales por el comercio con los colonizadores de origen europeo, lo cual explicaría la abundancia posterior y la preeminencia de la encarnizada lucha por el estatus en el potlach descrito por Boas y sus contemporáneos.

Equidad y diferencia son dos caras de la misma moneda, pero dos caras contradictorias en tanto expresan tendencias y contratendencias que atraviesan a los grupos humanos. Me parece que Victor Turner planteó de manera sugerente esta confrontación, al referirse a la potencialidad que tienen los rituales para crear una communitas: “en la historia humana, yo veo una continua tensión entre estructura y communitas, en todos los niveles de escala y complejidad. La estructura, o todo lo que mantiene a la gente aparte, define sus diferencias y constriñe sus acciones, es un polo de un campo cargado, para el cual el polo opuesto es la communitas, o antiestructura, el igualitario “sentimiento para la humanidad”, del cual habla David Hume” (Turner, 1987: 274).

Para Turner, en la fase liminal del ritual se disuelven temporalmente las diferencias entre los participantes y se crean entre ellos vínculos directos e igualitarios que ignoran, revierten, cruzan u ocurren fuera de las diferencias de rango y posición que caracterizan a las estructuras sociales cotidianas.

Al crear la communitas, el ritual lanza el mensaje de que todos somos iguales —aunque sea un mensaje pasajero—para que después la sociedad puedafuncionar de manera ordenada dentro de su lógica estructural de distancia, desigualdad y, a veces, explotación.

Pese a sus diferentes puntos de vista, los autores comentados en este apartado apuntan en la misma dirección: en diversas sociedades existe una lógica del don que establece obligaciones de dar, recibir y devolver regalos en distintos tipos de intercambios ceremoniales que crean vínculos de reciprocidad entre individuos y grupos, generan flujos de bienes, personas, fiestas y rituales, algunos de los cuales funcionan como mecanismos de redistribución de la riqueza creada en esas sociedades.

Construcción simbólica de la reciprocidad

Autor Operaciones simbólicas Efectos de reciprocidad e igualación
Malinowski Intercambio ceremonial kula Formación de redes de asociación y reciprocidad.
Mauss Donaciones como actos sociales totales. Creación de vínculos entre grupos. Solidaridad. Redistribución de la riqueza mediante el gasto noble.
  Lévi-Strauss Prohibición del incesto. Circulación y reparto equitativo de las mujeres.
Marshall Imaginarios igualitarios Patrones de distribución equitativa de recursos particularmente apreciados
Piddocke Potlach. Transferencia de recursos desde áreas de abundancia temporal hacia áreas de escasez temporal.
Turner Liminalidad y creación ritual de la communitas. Disolución temporal de las categorías estructurales.

El funcionamiento de la reciprocidad estaría alimentado por diversos procesos simbólicos, que se resumen en el cuadro de la página anterior.

Aquí entran en juego dos estrategias simbólicas básicas que pueden repercutir en la construcción de igualdades.

Por un lado, todas aquellas acciones simbólicas que disuelven, relativizan o suspenden las diferencias entre los actores sociales, creando entre ellos sentimientos y nociones de igualdad, solidaridad, amistad, de ser parte de una comunidad, de un sujeto colectivo. Trabajan en este sentido los mitos y narrativas niveladoras e igualitarias, ya sea de carácter religioso, político, social o filosófico, lo mismo que las dimensiones del ritual que producen inclusión y communitas y los procesos simbólicos que transmiten el significado de que todos somos iguales.

Por otro lado están las ceremonias, creencias, mitos y rituales que hacen posibles los intercambios y, al hacerlo, generan circulación, vínculos, obligaciones, redistribución de bienes y personas y la formación de densas redes sociales. En conjunto, estos dos mecanismos indican la existencia, en palabras de Godbout, de un homo reciprocus, que se guía por creencias igualitarias y principios de correspondencia (Godbout, 1997).

Identificar estos procesos simbólicos permite reconocer una dimensión de la reciprocidad en la vida social que tuvo enorme fuerza en las sociedades primitivas, que aún persiste en muchos espacios y circunstancias de la vida moderna.

Pero no debe exagerarse esta fuerza ni caerse en la ingenua suposición de que la solidaridad y el igualitarismo son tendencias únicas en ciertos individuos o grupos sociales. El homo reciprocus es un tipo ideal que puede describir una dimensión de la vida social, aquella orientada por las normas del don; sin embargo, existen otras dimensiones a considerar: por ejemplo, una lógica de la maximización de los beneficios que ha sido bien descrita mediante otro tipo ideal, el del homo oeconomicus.

También puede ser útil recordar la distinción que hace Dumont entre homo aequalis y homo hierarquicus, para señalar que los seres humanos estamos atravesados por la tensión que existe entre la búsqueda de la igualdad y el afán por obtener un estatus superior (Dumont, 1977). En el siguiente apartado trataré de reflexionar en torno a esa tensión.

LA DIALÉCTICA DE LA JERARQUÍA Y LA EQUIDAD

La mayoría de estudiosos de la reciprocidad advierten que en las donaciones e intercambios ceremoniales está presente la lógica de la distinción: donar es una manera de adquirir estatus, de obligar al receptor a adquirir una deuda con el donante. No existe el don gratuito, ha señalado con claridad Mary Douglas (1989). Malinowski y Boas también fueron explícitos al afirmar que en el kula y el potlach había una competencia por el prestigio. Quizás sea Ruth Benedict quien haya expresado con mayor crudeza la idea de que las donaciones entrañan un interés egoísta, pues veía en los kwakiutl “la obsesión de la riqueza, el deseo de superioridad, y una megalomanía paranoica sin vergüenza” (Benedict, 1967: 2 53, citada en Godbout, 1997: 138).[7]

Esto es comprometerse demasiado con la idea del homo oeconomicus, y me parece más adecuado entender que los dones y muchas otras instituciones están atravesados por la dialéctica entre jerarquía y equidad. Aquí, nuevamente, Mauss puede ser un guía lúcido: considera que dar es signo de superioridad, los dones y los consumos furiosos establecen jerarquías entre jefes y vasallos, pero también hay una dimensión de gratuidad en el don: no se rige por la pura generosidad ni tampoco por el mero interés en las utilidades, sino por una “especie de hibrido” (Mauss, 1979: 253).

No se trata, entonces, de que unas sociedades se rijan exclusivamente por los lazos comunitarios, el don y la reciprocidad y otras por el mercado, la ganancia y las jerarquías, sino que en la mayoría de casos existen todos estos elementos en una tensión contradictoria, pero con diferente intensidad y distintas maneras de articularse en cada situación.

Se trata de un continuum en el que un extremo corresponde a las bandas de cazadores-recolectores, para las que el comercio, la acumulación y las distinciones jerárquicas están reducidos al mínimo. En el otro tenemos las sociedades capitalistas contemporáneas, donde el intercambio mercantil, la búsqueda del excedente económico y las desigualdades han proliferado por doquier. Pero en las primeras hay intercambios de mujeres y cierta competencia por el estatus, mientras en las últimas subsiste el don, aunque casi siempre arrinconado a la esfera de las relaciones íntimas.

Podría decirse que en las sociedades más simples el prestigio se encuentra muy acotado por vínculos personales, creencias y prácticas igualitarias, mientras en las sociedades contemporáneas las lógicas del mercado, el Estado y las jerarquías sobredeterminan la reciprocidad, y si bien ésta no ha desaparecido por completo, incluso en ocasiones reaparece y se reconstruye. En medio de los dos extremos hay una enorme diversidad de combinaciones.

Para ilustrar la superposición entre distinción y equidad y la dialéctica entre ellas quisiera mencionar un ejemplo mexicano como el sistema de cargos en Zinacantán, Chiapas. En esta región, los pobladores que desean ascender en la jerarquía lo hacen participando en los cargos ceremoniales, lo cual los obliga a distribuir entre los miembros de la comunidad una gran parte de su riqueza, ya que deben hacer importantes gastos en las fiestas del poblado:

Los ritos del sistema de cargos mexicano ilustran esta mezcla ritual de símbolos de igualdad y jerarquía en una clase muy diferente de sistema social. Entre los indios de Zinacantán prevalece una ideología igualitaria, reforzada por la creencia de que las personas que se vuelven ricos deben ser brujos y deben ser tratados en consecuencia.

El sistema de cargos es un complejo ritual en el cual los hombres pueden progresar durante el curso de sus vidas, escalando en una jerarquía de puestos en el ciclo ritual comunal. Para ocupar los peldaños más altos de esta escalera, y así adquirir prestigio, un hombre debe ser relativamente próspero, porque los gastos conectados con las responsabilidades rituales son considerables. Debe pagar por una variedad de fiestas y celebraciones de la comunidad.

Por medio de estos ritos, el hombre es capaz de transformar la riqueza en status públicamente reconocido, pese a la de otro modo tenaz adhesión de los aldeanos a una ideología igualitaria (Kertzer, 1988: 52, cursivas en el original).

Como es ampliamente conocido, muchos rituales sirven para elevar a los individuos, permitirles adquirir un estatus superior y, en ese sentido, para dar paso a desigualdades y jerarquías de diversa índole. Pero el ritual también puede equiparar e igualar, y esta misma dualidad recorre todas las construcciones simbólicas: excluyen e incluyen, elevan y denigran, disuelven clasificaciones tanto como las refuerzan, erigen y derriban fronteras, legitiman a los poderosos y cuestionan la dominación.

No tiene mucho sentido atribuir a priori a los procesos y artefactos culturales una función de producción de equidad o generación de distinciones, ya que ambas posibilidades existen y los efectos de igualdad o desigualdad dependen mucho del contexto, la dinámica simbólica y los intereses y acciones de los participantes en cada caso concreto. “El don entre iguales reproduce la igualdad, el don entre desiguales reproduce la desigualdad” (Godbout, 1997: 179).[8]

Pero no sólo se reproducen las condiciones previas, hay cualidades emergentes en las interacciones sociales, un proceso puede modificar la correlación de fuerzas preexistente, además de que se pueden producir consecuencias no buscadas. A veces, la suma de los deseos individuales por distinguirse y obtener estatus no produce una mayor jerarquía, sino un contexto igualitario de competencia.

Del mismo modo, acciones encaminadas a generar una mayor equidad pueden derivar en la aparición de nuevas diferenciaciones. Por ello es imprescindible el análisis histórico de cada caso concreto.

En conclusión, habría que alejarse de las definiciones esencialistas que prescriben de antemano funciones igualitarias o jerarquizantes a la cultura.

No existe una lógica estructural de la sociedad que conduzca irremisiblemente a la mayor desigualdad, ni siquiera en las sociedades contemporáneas, ya que en ellas las tendencias polarizantes de la acumulación capitalista se encuentran contrarrestadas por diversas instituciones compensatorias, y los mecanismos de distinción social son acotados por las tradiciones democráticas, la reconstrucción moderna de la reciprocidad y las luchas en pro de la equidad.

Del mismo modo, no puede postularse la existencia de estructuras sociales que garanticen de manera absoluta equidad y reciprocidad, porque incluso en las sociedades y grupos más igualitarios se ha documentado la acción de contratendencias que ocasionan asimetrías entre los géneros, competencia por el prestigio y estrategias de distinción. Lo que debe investigarse es de qué manera la estructura de cada grupo o sociedad, las interacciones entre sus miembros y las estrategias que siguen articulan esas tendencias y contratendencias.

Lo mismo ocurre si nos enfocamos en los individuos. Resulta poco fructífero suponer que el ser humano tiene una esencia inmutable que lo orienta siempre hacia la reciprocidad con sus semejantes o, por el contrario, aprovecharse de ellos y distinguirse del resto.

No hay una pulsión jerarquizante innata ni una propensión ahistórica hacia la justicia; no está en nuestra naturaleza ser ni homo reciprocus ni homo aeconomicus en estado puro, sino que somos, al mismo tiempo, las dos cosas y mucho más, es decir, individuos de carne y hueso, situados en circunstancias históricas específicas, formados en sociedades y culturas concretas que estamos atravesadas por múltiples contradicciones, una de las cuales es la que opone distinción y reciprocidad, pero no es la única ni la más importante.

No se puede reducir el simbolismo a alguna de las diversas funciones que tiene, ya que la cultura es un fenómeno complejo y abarcador que no se agota en sus implicaciones económicas, ecológicas, políticas, sociales o psicológicas.

Puede analizarse la manera en que los procesos simbólicos expresan, y a la vez constituyen, la dialéctica entre igualdad y desigualdad, pero ambos fenómenos contienen múltiples determinaciones que desbordan esa relación.

Para concluir, quisiera anotar algunas lagunas de este escrito, que deberán ser tomadas en consideración para el futuro de una antropología de la equidad.

En primer lugar, la mayor parte de las contribuciones sobre el tema que he revisado aquí se enfocan primordialmente en las acciones de los actores dominantes de la sociedad. Me explico.

Hay una fascinación especial de los analistas por lo que hacen los poderosos: jefes tribales que hacen donaciones, hombres que intercambian mujeres, big men que concentran y redistribuyen recursos para incrementar su prestigio, castas dominantes que erigen fronteras simbólicas y tabúes para alejarse de las castas inferiores, elites que acaparan recursos y protegen sus monopolios mediante sofisticados rituales, etnias privilegiadas que denigran a las minorías, burgueses que acrecientan su capital simbólico para distinguirse de la masa y reproducir sus privilegios.

Sin embargo, esto es sólo una cara de la moneda. Es imprescindible estudiar lo que hacen los dominados para erosionar los monopolios simbólicos y materiales, cuestionar los rituales de las elites, ridiculizar las estrategias de distinción, acotar las inequidades, derribar, traspasar o invertir las clasificaciones y las fronteras culturales, darle fuerza ritual a la resistencia y la rebelión.

No basta con estudiar la dialéctica entre la reciprocidad y la distinción, también hay que explorar los procesos de contradistinción y deconstrucción de la desigualdad.

En segundo lugar, hay que precisar los alcances y limitaciones de los procesos simbólicos en la construcción de igualdades y desigualdades. En este escrito traté de mostrar que la cultura no sólo expresa las estructuras sociales, sino también juega un papel central en la constitución de la jerarquía y la estratificación social. Las desigualdades sociales serían impensables, o al menos mucho más frágiles, sin las clasificaciones, las marcas rituales, las fronteras simbólicas, la acumulación asimétrica de capital cultural, los rituales de las elites, las estrategias de distinción, los mitos del poder, la reproducción de categorías pareadas y la legitimación de la dominación.

Pero la desigualdad no se reduce a la acción de estas operaciones simbólicas, también se relaciona con la distribución de recursos de todo tipo, el uso de la fuerza, condiciones ecológicas y estructuras económicas y políticas que aun cuando no actúan al margen de la cultura, tampoco se reducen a ella. Del mismo modo, la equidad está íntimamente vinculada con creencias igualitarias, lazos de reciprocidad, obligaciones de dar, recibir y devolver, intercambios ceremoniales, ideologías niveladoras y justicieras, creación ritual de communitas y sanciones rituales al enriquecimiento extremo; pero todos estos procesos simbólicos, indispensables para la construcción de un entorno

igualitario, no son suficientes para garantizarlo, también se requieren mecanismos compensatorios, reglas equitativas, redistribución de recursos de todo tipo, instituciones que reproduzcan la igualdad de oportunidades y, en general, dispositivos técnicos, políticos y económicos que propicien la continuidad de la justicia.

De ahí que una antropología simbólica de la equidad, al igual que toda antropología simbólica, requiera de un análisis de las relaciones entre los procesos culturales y el resto de las dimensiones de la vida social.

Por último, una antropología de la equidad tiene que construirse en diálogo permanente con la antropología de la diferencia: hoy más que nunca proliferan luchas y esfuerzos por lograr el respeto a la diversidad, y este reclamo de una mayor igualdad no puede divorciarse de la aspiración a la diferencia.

Sería estéril, ingenuo y hasta peligroso pensar que es posible lograr la equidad por la vía de suprimir la alteridad y la pluralidad, buscando la homogeneización de todos los individuos y grupos. Pero el derecho a la diferencia tampoco es satisfactorio si se traduce en desigualdades y asimetrías cada vez mayores.

El reto estriba en que las diferencias no se traduzcan en asimetrías, en encontrar caminos para poder ser diversos en un contexto de equidad. Pienso que la antropología tiene muchas contribuciones por hacer para enfrentar este reto, tanto en la teoría como en la práctica.

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[1] En otro pasaje de Clasificaciones primitivas (y otros ensayos de antropología positiva), Durkheim y Mauss lo expresan así: “Es porque los hombres están agrupados, y se piensan a ellos mismos en la forma de grupos, que en sus ideas ellos agrupan otras cosas” (citados en Lamont y Fournier, 1992: 2).

[2] El mismo Bourdieu señala que hay una autonomía relativa entre ambas: “En la independencia relativa de la estructura del sistema de las palabras enclasantes y enclasadas […] con respecto a la estructura de la distribución del capital, y, con mayor precisión, en el desajuste […] entre el cambio de los puestos, ligado al cambio del aparato de producción, y el cambio de las titulaciones, es donde reside el principio de las estrategias simbólicas que tratan de explotar las discordancias entre lo nominal y lo real, de apropiarse las palabras para tener las cosas que aquéllas designan o de apropiarse las cosas en espera de obtener las palabras que las sancionen” (Bourdieu, 1988: 491).

[3] Véase Godelier (1986); “la división del trabajo por sexos, por lo tanto, puede ser vista como un ‘tabú’: un tabú contra la igualdad de hombres y mujeres, un tabú que divide los sexos en dos categorías mutuamente excluyentes, un tabú que exacerba las diferencias biológicas y así crea el género” (Rubin, 1996: 58).

[4] Sobre la estrecha relación entre símbolos y clases sociales, Cohen afirma: “‘los grupos de clase’ son construcciones sociológicas abstractas que no pueden ser comprendidas al margen de los mecanismos simbólicos que entrelazan a sus miembros y sus familias, y entonces las transforman de meras categorías de personas en grupos corporativos concretos, cohesivos, cooperantes y relativamente durables” (Cohen, 1981: XVII).

[5] “Las categorías pareadas y desiguales, consistentes en relaciones asimétricas a través de una línea divisoria socialmente reconocida (y habitualmente incompleta), se reiteran en una amplia variedad de situaciones, y su efecto corriente es la exclusión desigual de cada red de los recursos controlados por la otra” (Tilly, 2000: 22).

[6] Tilly habla de otros dos mecanismos complementarios que refuerzan la desigualdad categorial: la emulación y la adaptación (2000:22-23)

[7] Raymond Firth y Melville Herskovits también consideraban los dones como una inversión material para obtener un provecho (Firth, 1972; Herskovits, 1965).

[8] El don horizontal puede dar paso al don vertical: en lo que Sahlins llama la reciprocidad equilibrada aparecen los dones horizontales, que “en principio se efectúan entre pares, o más bien crean paridad. Salvo que la paridad siempre está amenazada por el objetivo de obtención de una superioridad, que el hecho de devolver reabsorbe e invierte. Los donadores de mujeres son superiores a los tomadores, a menos que excepcionalmente sea la inversa. Soñar, como decía Mauss, que un don sea tan enorme que no pueda ser devuelto […], es soñar en transformar el don horizontal en don vertical” (Godbout, 1997: 183).

Ensayo histórico sobre el Partido Socialista Nicaraguense, PSN. Rafael Casanova Fuertes

Hasta los tiempos actuales, salvo los trabajos del historiador norteamericano Jeffrey Gould poco conocidos en el país (Amigos mortales enemigos peligrosos (1944-1946); y por su resistencia y pericia : las relaciones laborales en el ingenio de San Antonio (1912-1936), las obras de Guevara-Pérez Bermúdez y la tesis de Gustavo Mayorga, los estudios e interpretaciones serias sobre el papel de esta corriente,- que estuvo representada por el Partido Socialista, en buena parte de la historia contemporánea-, son casi inexistentes, lo más que hacen los autores que mencionan algunos hechos concatenados al socialismo marxista, lo hacen a partir de fuentes secundarias, pero sobre todo en las que predominan los criterios negativos, que se vertieron en tiempos polémicos, por parte de los rivales político-ideológicos de los socialistas criollos. Incluso en algunos trabajos históricos, se omite totalmente, a esta corriente, como si nunca hubiera existido. Esto último puede resultar incomprensible cuando aún sobreviven muchos protagonistas, que fueron parte integrante de sus filas y de sus gremios, algunos de los cuales, ostentan suficiente criterios para hacer al menos alguna referencia sobre su experiencia en las filas del socialismo nicaragüense. Se ha tenido la tendencia a presentar al Frente Sandinista de Liberación Nacional, como la única fuerza de izquierda que enfrentó a la dictadura somocista hasta 1979.Sin embargo en el mismo periodo de lucha contra la dictadura y en los mismos años ochenta, hubo puntos de vista que por el contrario visualizaron y caracterizaron al socialismo marxista, de una forma más objetiva. El dirigente sandinista de origen obrero José Benito Escobar Pérez asegura al final de su folleto “El Principio del fin” escrito en 1976, que las dos únicas fuerzas revolucionarias que enfrentaban a la dictadura en ese momento eran: el Frente Sandinista de Liberación Nacional y el Partido Socialista Nicaragüense. En esta misma dirección, Amaru Barahona sostiene en sus estudios sobre historia contemporánea que “la expresión política autónoma de las clases populares (desde el inicio de la 2ª generación dinástica hasta 1971) giró en torno a dos organizaciones políticas: el Partido Socialista Nicaragüense (PSN) y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)”.(Barahona 1987 p.70).Estos están entre los pocos (dirigente revolucionario, el primero y escritor el segundo) exponentes que se alejan de la visión sesgada y sectaria, que ha predominado hasta los tiempos actuales. Razón por la cual, hay distintas motivos para abordar con la debida objetividad la proyección del socialismo y al Partido Socialista Nicaragüense.En perspectiva histórica, las relaciones entre ambas organizaciones, nunca fueron las mejores, porque aunque ambas se identificaban como marxistas leninistas, competían por ganar una misma clientela que eran los sectores populares. La primera le dio énfasis al trabajo político-organizativo como medio de acumulación de fuerzas y consideró la lucha armada como una expresión final de la lucha política, para plantearse la toma del poder. El FSLN por el contrario consideró que la lucha armada debería ser lo principal como frente de lucha y eje aglutinante de las masas, para lograr este mismo objetivo. El triunfo del pueblo contra la dictadura dirigida por el FSLN, puede dejar en entredicho el papel de su principal rival mejor dicho que este hecho, restó razón histórica al PSN. Aunque hay que destacar que las versiones de los historiadores o relatores oficiales de los años ochenta descansaron por un lado en apologías al Frente Sandinista y por el otro a desnaturalizar u omitir lo no vinculado al sandinismo histórico (1927-1933) y con el mismo FSLN (1961-1979). Pero esta conducta, está alejada de la objetividad científica con la que se deben abordar los procesos históricos, razón por la cual hemos considerado necesario, hacer una excepción al referirnos a esta corriente, en particular en este caso vamos a hacer un poco de historia.¿Cuando y como surgieron los socialistas?El desarrollo de las ideas marxistas, estuvo íntimamente vinculado al también surgimiento del movimiento sindical. Por tanto el nacimiento del primer partido obrero como el segundo partido obrero se dio en el marco de relativos auges de la lucha sindical, el Partido Trabajador Nicaragüense PTN en los años treinta y el mencionado PSN en los años cuarenta. El PTN surgió en el año de 1931 y su fundación fue gestada por un grupo de jóvenes artesanos, simpatizantes del socialismo, algunos profesionales e intelectuales y desprendidos de los partidos tradicionales. Entre sus fundadores se pueden mencionar Manuel Vivas Garay, Carlos Pérez Bermúdez, Alejandro Bermúdez Alegría, Andrés Castro Wassmer, Jesús Maravilla, Emilio Quintana, Efraín Rodríguez, Andrés Murillo y otros. Algunos de ellos tuvieron una relación personal con las ideas marxistas como Jesús Maravilla y Roberto González, dado tuvieron vínculos en El Salvador, con el Partido Comunista Salvadoreño. En el proceso de desarrollo de la actividad del PTN, se vinieron definiendo dos posiciones una de izquierda representada por los antes mencionados y una de derecha y colaboracionista encabezada por el poeta Emilio Quintana, Absalón González y Jesús Maravilla Almendarez.Este esfuerzo organizativo llegó a su fin en el año de 1938 al darse una vasta represión en este año por parte de el aparato represivo somocista, la mayoría de los integrantes de la izquierda petenista fueron encarcelados, pero algunos pudieron huir a Costa Rica. Estos últimos serían el principal núcleo de fundadores del segundo partido obrero de Nicaragua, el Partido Socialista Nicaragüense (en lo adelante PSN). Los historiadores, en su mayoría establecen como punto de partida oficial el PSN, el 3 de julio de 1944, aunque su proceso gestativo se inició en 1939, su formación –como expresamos anteriormente- estuvo a cargo, de los artesanos y obreros progresistas sobrevivientes a la mencionada experiencia organizativa del primer partido obrero socialista: el Partido Trabajador Nicaragüense (PTN) de 1931 y 1938. Este núcleo que sumaba menos de una decena de integrantes, una vez refugiado en Costa Rica, bajo la sombra de los comunistas costarricenses del Partido: Vanguardia Popular Costarricense (VPC), Arnoldo Ferreto, Eduardo y Manuel Mora Valverde, formaron el núcleo inicial, del PSN. Una vez terminado su “adiestramiento” los integrantes del grupo, asumirían la misión de divulgar las ideas marxistas-leninistas entre la población nicaragüense y organizar a los sectores populares, para prepararlos estratégicamente hacia la toma del poder político, por parte de “la clase obrera”. Esto pasaba necesariamente por la formación del partido, al que llamaron inicialmente: Partido Comunista de Nicaragua. A su retorno al país en 1939, los novatos comunistas, coincidieron con otro grupo de dirigentes que ya trabajaban tanto en la formación del movimiento sindical, así como en la creación de un órgano de difusión de la clase obrera el semanario “Hoy”. El núcleo en total llegó a estuvo conformado por: Efraín Rodríguez, Manuel Pérez Estrada, los hermanos Juan y Augusto Lorío, Francisco Hernández Segura, Armando Amador Flores, Manuel Herrera, Carlos Pérez Bermúdez, Alejandro Bermúdez Alegría, Pedro Turcios y otros. Desde su ingreso a las fronteras nicaragüenses, los bisoños organizadores también se dieron cuenta de que el nombre de “comunista” no era adecuado para las condiciones de Nicaragua y optaron por llamar –aunque sin constituirse- a su naciente organización: Partido Socialista de Nicaragua. Desde 1940 se dio un amplio proceso de crecimiento organizativo de los sectores populares urbanos en las nacientes industrias textiles, talleres artesanales de zapatería, imprentas, puertos y enclaves mineros del Pacífico- Centro del país. Esto causado entre otras cosas, por las mismas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, cuando en todo el Subcontinente americano surgieron las llamadas industrias sustitutivas, al ser bloqueadas las vías de acceso marítimo de los productos industriales europeos, por los submarinos alemanes. Las huelgas y manifestaciones obreras demandaban reivindicaciones económicas, libertad de organización sindical, derecho de reunión, etc. Somoza García, desde entonces vio el potencial que representaba esta fuerza social organizada, y con sus propios agentes los sindicalistas somocistas Roberto González, Absalón González, Jesús Maravilla y otros, trató por todos los medios de ejercer control sobre el naciente movimiento obrero. El dictador, trataba de imitar el modelo populista de Juan Domingo Perón, razón por la cual no solo toleró las actividades organizativas de los obreros, sino que también, llegó a presentarse en mítines obreros y referirse a los capitalistas nicaragüenses como “sus enemigos” y reiterar su compromiso con la “clase trabajadora nicaragüense”.Empero, los sindicatos, las federaciones y la proyectada Central de Trabajadores de Nicaragua, se convirtieron en escenarios de confrontación entre socialistas y somocistas, los primeros lograron ejercer el control de las bases y los intermedios, los somocistas acapararon la mayoría de los cargos directivos de la CTN, sin tener contacto con las bases. En síntesis el naciente socialismo, en estas circunstancias, logró extender su actividad, a las principales ciudades del Pacífico-Centro Norte del País.El PSN y el sindicalismo independiente, se vieron fortalecidos por la participación e ingreso de una membrecía más joven y combativa tales como: Mario Flores Ortiz, Domingo Sánchez Salgado, Fernando Centeno, Guillermo Briceño, Rigoberto Palma, Ernesto Martinez Robelo, Alejandro Bermúdez Alegría, Jorge Galo Espinoza, Alejandro Dávila Bolaños, Onofre Guevara, Miguel Medina, etc.En la cuerda floja de julio de 1944. El clímax de este proceso se dio el 3 de julio de 1944, al gestarse la fundación del Partido lo cual se dio en un momento histórico muy complejo, en medio del auge de los movimientos antisomocistas, y de crecimiento del movimiento popular. El PSN, que se reconocía como producto de las clases populares y de la lucha de clases, habría de pasar por muchas pruebas. La complejidad de este momento, estuvo dictada por circunstancias en que se tenía que escoger, entre sumarse al vasto movimiento antisomocista que encabezaban los estudiantes o abstenerse de participar en las manifestaciones, que significaba un apoyo tácito al Dictador. El movimiento, demandaba la renuncia de Somoza García, había participación masiva del pueblo, y jugaban un rol beligerante los estudiantes universitarios, pero estaba encabezado principalmente por la oposición conservadora, cuyos dirigentes lanzaban lo mismo consignas antisomocistas, como clichés anticomunistas contra el naciente movimiento obrero, es decir que era un movimiento opositor, que expresaba abiertamente más prejuicios anticomunistas y anti obreros, que el mismo dictador Somoza García. En estas circunstancias, el Partido optó por aceptar la oferta social demagógica del dictador Anastasio Somoza García, quien hasta ese momento no solo “se había hecho de la vista gorda” con el trabajo político-organizativo de los trabajadores, sino que ofrecía a los trabajadores la introducción de una reforma para imponer constitucionalmente el “Código del Trabajo”. Dentro de esta lógica, el Partido a través del Consejo Ínter gremial Obrero (CIO), optó por no apoyar a la oposición. Gracias a esto Somoza García estuvo en capacidad de reprimir con la GN, las masivas manifestaciones encabezadas por los opositores: liberales independientes y conservadoresEsto, fue aprovechado por la oposición conservadora para endilgarles el cliché de colaboracionistas y aunque posteriormente, el PSN buscó un acercamiento en los años de 1946,1947 y 1948 con otras fuerzas antisomocistas en movimientos, no se lograron superar por parte de los dirigentes opositores, incluido los del PLI, los prejuicios anticomunistas y antipesenistas. Razón por la cual, en situaciones como la campaña electoral de 1946, el PSN participó por su cuenta, no en unidad, porque la oposición siempre rechazó un entendimiento formal con los socialistas; tanto, que éstos hicieron su propia campaña electoral en el 46 y lanzaron sus propias pre-candidaturas para diputados: Juan Lorío, Ricardo Zeledón, Mario Flores Ortiz y Fernando Centeno Zapata, estos últimos estudiantes entonces de medicina y derecho, respectivamente. Aunque en los frustrados intentos armados de 1947 y 1948, los socialistas, pudieron realizar alianzas de hecho, con sectores progresistas del exilio y sobrevivientes del sandinismo. La falta de estudios sobre el particular, influyen todavía para que algunos escritores contemporáneos, omitan a los socialistas o no haya un manejo correcto de estas situaciones. Ejemplo: el político René Herrera Zúñiga en su tesis: Relaciones Internacionales y poder político, prolonga hasta los años sesenta “la colaboración o alianzas tácticas del PSN con el somocismo”, sin evidencia de fuentes, que fundamenten, estas afirmaciones. Es totalmente cierto que los primeros años de la década de los cuarenta, el dictador Somoza García, dentro de sus aires social demagógicos se hizo de la “vista gorda” de la labor de sus dirigentes y activistas, mientras trató de controlarlos, por medio de sus títeres obreristas. Pero, cuando esto se hizo imposible, en el marco de las políticas anticomunistas de Guerra Fría y la histeria anticomunista que propagandizaban los Estados Unidos y los medios libero-conservadores, procedió a reprimirlos, violentamente. En 1948, desató una vasta represión encarcelando a 80 dirigentes y 300 militantes socialistas en todo el país. El dictador, hizo efectiva, la prohibición del Partido como organización comunista, unos pocos lograron escapar o refugiarse en embajadas y no volvieron a regresar al país. A los encarcelados, les propuso la firma de un documento de compromiso, de no involucrarse más en ningún tipo de actividad política y conexa al Partido, so pena de continuar encerrados de forma indefinida. Los dirigentes y militantes socialistas tomaron la decisión de retar al dictador, firmaron el documento y se comprometieron a reunirse dentro de unos meses en un punto señalado de la Capital para reorganizarse sindical y partidariamente. Así lo hicieron, aunque a esta convocatoria hubo quienes por temor a las amenazas, ya nunca regresaron ni a la reunión, ni al Partido en los años subsiguientes. Por lo que la misma represión somocista, propició una suerte de depuración en las filas socialistas.Hay dos elementos externos, que pesaron en la conducta de los socialistas de esos años : La línea del comunista norteamericano Earl Browder quien confundió la alianza táctica internacional contra el fascismo preconizada por la URSS, con el llamado a la colaboración de clases, en lo interno de los países, porque el enemigo inmediato era el fascismo, es decir que era un abandono de la lucha de clases en lo interno de los países ; y la influencia inmediata de los comunistas costarricenses, quienes en circunstancias muy particulares para su país, establecieron una hábil política de alianzas con el Partido Republicano de Rafael Ángel Calderón Guardia (de tendencia reformista) y el jefe de la iglesia Monseñor Sanabria. Esto les permitió a los comunistas ticos, ampliar sus espacios de participación y ser protagonistas de las garantías sociales (Reforma Política de 1943) en beneficio de los sectores populares y continuar hasta los sucesos de 1948 realizando su trabajo político- organizativo en un marco jurídico político, adecuado a las condiciones particulares de Costa Rica.Como notamos, el planteamiento de Browder, no es la línea de la Internacional Comunista, (desaparecida en 1943) de los frentes únicos antifascistas, que llamaba a la alianza con todos los sectores antifascistas, incluidas las burguesías locales, para luchar contra el enemigo común. Esta corriente (la de Browder) afectó en estos años, la línea política de algunos de los partidos comunistas de America Latina y el Caribe. Un ejemplo de estos fue el caso colombiano, en que el Partido además de cambiar de nombre, rechazó la alianza con los sectores radicales anti oligárquicos como el “populismo gaitanista” al calificarlos de fascistas, en tanto era el momento de la “unidad nacional contra el fascismo” a nivel internacional. Entonces en Nicaragua los novatos socialistas de esta época, descalificaban como fascistas a los opositores a Somoza García, encabezados por el Partido Conservador.Pero el error de algunos de sus críticos, es asegurar, que el PSN surgió en 1944 inspirado por Browder. Esto es borrar de un plumazo la experiencia interna de las clases populares, desde los años treinta, en que se hicieron los primeros sindicatos como producto de una reacción interna de las clases oprimidas contra las clases opresoras. En el caso de la lucha del Gral. Sandino los principales protagonistas fueron los campesinos, en este caso fueron los sectores urbanos de la población, quienes desde los años veinte se venían organizando en gremios artesanales y que a su vez protagonizaron dramáticos –y poco conocidos- movimientos huelguísticos en los enclaves madereros y mineros. Por tanto el PTN y el PSN, dentro de las limitaciones que se le señalan, fueron parte del desarrollo dialéctico de la lucha de clases dentro en el país, influenciadas a su vez, por las distintas corrientes internacionales, las que a su vez fueron asimiladas dentro del atraso político y cultural de la época. Esto también, lo puede dejar claro otra interrogante ¿Pasada la II Guerra mundial y desaparecidas los argumentos de Browder en medio de la persecución que siguió a la política de Guerra Fría, desapareció el PSN? Los acontecimientos demostraron lo contrario. En síntesis el PSN con independencia de sus limitaciones, fue la segunda fuerza política construida por las clases populares del país y su surgimiento –aunque parezca reiterativo-es producto de una reacción interna de las clases explotadas contra las clases explotadoras. Aunque también es válido denotar, que ya los socialistas, en el señalado año de 1948 habían guardado distancia de Somoza, pero además a nivel latinoamericano, los partidos comunistas en su totalidad se habían desprendido de las tesis de Browder, una vez finalizadas las condiciones que propició la Segunda Guerra Mundial.Los socialistas de esta generación lograron avances muy importantes en el proceso organizativo de las masas, presentándose como los primeros marxistas leninistas, tuvieron logros muy importantes, entre los que se pueden mencionar: la divulgación de las ideas socialistas en un amplio segmento de la población; la organización de los sectores populares en sindicatos que por primera vez presentaron batallas a las patronales capitalistas demandando reivindicaciones sociales.Pero los socialistas, no definieron un programa de lucha claro de lucha y de igual modo, los métodos correctos para ejecutar en términos estratégicos, la toma del poder político por parte de los trabajadores y su “partido de clase”. Por otro lado, el PSN también siguió las formas organizativas artesanales de los partidos tradicionales del país. Por ejemplo, las organizaciones de bases eran los “Comités de Barrio” integrados por decenas de personas y a pesar de no ser legales funcionaban de forma casi abierta en sus reuniones y actividades, la integración según lo reconocen fuentes de la misma Embajada Norteamericana, fue numerosa para su tiempo (de más de 1.200 miembros) aunque carecía de selectividad.Del reflujo de 1948 al auge de 1959.Entre 1948 y 1957 el Partido pasó por una especie de reflujo, en donde de más de un millar de militantes entre 1944 y 1948 -por razones antes explicadas- se redujo a una plantilla básica de unas pocas centenas de militantes, en todo el país, porque también existía la idea de dotar a las estructuras, de un carácter propiamente clandestino. (Entrevista a Efraín Rodríguez Vanegas. San José Costa Rica 5 de abril de 1994)). En estos años, el PSN creó la Unión General de Trabajadores (UGT) y se mostraron muy activos lo sindicatos de zapateros, de choferes y la Liga de Inquilinos. En la segunda oleada organizativa que se inició entre los años de 1957 y 1959 en que surgió una nueva generación de dirigentes y activistas, quienes empezaron a romper con los viejos métodos artesanales de trabajo de los dirigentes de los años de 1940, los comités de base o células –por ejemplo- aunque se siguen organizando por barrios, son estructurados de forma selecta y clandestina. En estas circunstancias el Partido se había recuperado de los golpes de 1940 con una nueva camada de militantes que habrían de prosperar en el futuro como la siguiente generación de dirigentes y hasta fundadores y dirigentes de otras organizaciones revolucionarias. Entre estos se pueden mencionar: Carlos Fonseca, Tomás Borge, Miguel Somarriba, Juan Ramón Chávez, Silvio Mayorga, Eleuterio Téllez, Pablo Martinez, Roger Cabezas, Álvaro Ramírez González, Noel Guerrero, Heriberto Carillo, Gonzalo Navarro, Manuel Domínguez, Gustavo Tablada, Guadalupe Téllez, Arnoldo Pastrán, Nicolás Arrieta .Cabe destacar que es en este lapso, en que se establecieron los vínculos internacionales con el Partido Comunista de la Unión Soviética y demás partidos comunistas del mundo, las que se oficializaron en 1959. En 1957 fue enviado a Moscú, el joven Carlos Fonseca al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, quien una vez finalizado el Festival, se trasladó a Leipzig, Alemania para participar, en el Congreso de la Federación Sindical Mundial, representando a los trabajadores nicaragüenses. Fonseca asume esta última representación, al no lograrse la salida clandestina (desde Costa Rica) de Jorge Galo Espinoza, joven dirigente de Unión General de Trabajadores (UGT). En los años subsiguientes se envían cuadros del Partido, Juventud, movimientos sindicales campesinos y femeniles a eventos y cursos de capacitación a la URSS. De igual modo que al fundarse la Universidad Patricio Lumumba en Moscú, en 1960, se empezaron a enviar a jóvenes a cursar carreras profesionales.Pero fue sobre todo la influencia de la Revolución Cubana en enero de 1959, la que incidió sustancialmente en un cambio de mentalidad y estilo, en las formas de actuar y de pensar de la nueva generación de revolucionarios socialistas, ejemplo se empezó a darle el carácter de organización clandestina al Partido, las células tuvieron un carácter más cerrado y se hizo una captación más rigurosa y selectiva de la militancia. Aunque en lo interno de Nicaragua hubo una especie de despertar de nuevos movimientos sociales como la liga de inquilinos y las huelgas de chóferes y de zapateros a partir de 1957. El auge revolucionario se expresó también a través de movimientos guerrilleros, juveniles, huelgas obreras, masivas manifestaciones. Los sindicatos se organizan en federaciones departamentales de trabajadores, adquirió un carácter territorial, el movimiento campesino, el femenil y juvenil. En estas circunstancias el PSN se va a nutrir de elementos jóvenes que van a desarrollar más agresividad no solo en las tareas organizativas, sino también que empiezan a plantearse la necesidad de proponerse nuevos métodos de lucha para derrotar a la dictadura. El PSN a su vez logró un tendido organizativo en la mayoría de los departamentos del país. Entre estos se pueden mencionar: Oscar Danilo Rosales, Jorge Navarro, Francisco Buitrago, Roberto Amaya, Guillermo y Félix Baltodano, Miguel Bejarano, Abdul Sirker, Carlos y Salvador Lara, Dámaso Picado, Doris Tijerino Haslam, Gladis Báez, Gladis Avilés, Julio Briceño Dávila, Roger Cabezas, Enrique Ruiz, Adolfo y Alberto Everts, Alfredo Valencia, Salvador Suárez, Félix Contreras, Faustino Aragón Pichardo, Bernardino Díaz Ochoa, Catalino Flores, Oscar Benavides, Denis Enrique Romero, Augusto Gutiérrez y otros. Se incorporan al PSN, hasta quienes habían adversado al partido como los sindicalistas: Guillermo Aguirre, Guillermo Pérez y otrosLos elementos jóvenes que pasan a las filas del PSN van a reforzar, a quienes desde dentro de las estructuras del Partido tienen una posición diferente, al grupo dirigente tradicional, una tendencia radical, que tuvo, entre otros, como representantes a: Rigoberto Palma, Abdul Sirker, Nicolás Arrieta (quien regreso al país en 1956-57, después del ajusticiamiento de Somoza García), Julio Briceño Dávila, César Cortés Téllez, Álvaro Montoya Lara, Guillermo y Félix Baltodano Serrano, Roberto Arévalo, Luís Sánchez Sancho. Algunos como Everts, Palma y Cortez, habían sido participantes en experiencias armadas como las guerrillas del Chaparral y la de Julio Alonso Leclair. Se dio el caso de elementos como Abdul Sirker que había sido preparados militarmente en Cuba e ingresado al país en 1960. Este grupo que puede considerarse el ala radical del PSN va a presionar primero desde los inicios de 1960, para que el Partido optara por la lucha armada. Finalmente, van a romper con el grupo conservador, que conservaba el control de la dirección del Partido en 1967. Entre los conservadores se pueden mencionar a: Manuel Pérez Estrada (Srio General), los hermanos Augusto y Ramón Lorío, Miguel Ángel Flores, Eliseo Altamirano y Ariel Bravo Lorío. En medio de esta situación surgió con la influencia del embajador cubano: Quintín Pino Machado, la Juventud Patriótica Nicaragüense (JPN). Esta organización que logra extenderse por todos los rincones del país, va a ser de corta duración (1959-1960) al disolverse, y convertirse en la nutriente de dos organizaciones revolucionarias: 1º del naciente Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y 2ºdel ya existente PSN, formando el núcleo fundamental de la Juventud Socialista Nicaragüense (JSN) en todos los territorios.la JSN se constituyó el 5 de noviembre de 1961, después de un año de trabajo organizativo en todo el país iniciado a finales de 1960.Del triunfo de la Revolución Cubana a la división de 1967.Los socialistas lograron en este lapso fundar la Confederación General de Trabajadores Independientes (CGTi), la Federación de Mujeres de Nicaragua (FMN), el Frente Estudiantil Revolucionario (FER), Los Comités de Defensa Popular (CDP) la Central de Campesinos y Trabajadores Agrícolas de Nicaragua (CCTAN). Algunas de estas cambiaron de nombre como la FMN que pasó a denominarse Organización de Mujeres Democráticas de Nicaragua (OMDN).La organización se extendió de forma considerable se fundaron seccionales en todos los departamentos del país, exceptuando Madriz, Río San Juan y la Costa Atlántica (esta última hasta 1974). De igual modo fundaron en las estructuras territoriales la Juventud Socialista Nicaragüense (JSN), para mantener una cantera partidaria y su influencia en los sectores juveniles. Entre 1961- 1963 al darse las contradicciones por diferencias de línea político ideológica, jóvenes socialistas encabezados por Noel Guerrero, Carlos Fonseca Amador, Tomás Borge Martínez Silvio Mayorga y otros, se separaron del PSN y tras varios intentos organizativos fundaron, el Frente de Liberación Nacional (FLN). Esta organización que a partir de 1964 se denominaría Frente Sandinista de Liberación Nacional, planteó la lucha armada como el eje fundamental para la toma del poder político. Válido es anotar que la principal fuerza en el movimiento estudiantil, el FER, pasaría desde entonces a ser regido por la línea política del FSLN y una buena parte de la naciente JSN entre los que se encontraban dirigentes fundadores, como Jorge Navarro y Francisco Buitrago, pasaron a ser parte de la nueva organización en los inicios de 1963. Otros, en este proceso de indefinición conservarían una especie de doble militancia hasta los años de 1967 tal como fueron los casos de Oscar Danilo Rosales y Roberto Amaya. De igual modo, muchos militantes y dirigentes intermedios del PSN, se convirtieron en colaboradores de la nueva organización.El PSN por su parte, sostuvo que el eje fundamental era el político-organizativo, basado en tres principales formas de lucha: la económica, para organizar a las masas en contra de la patronal capitalista; la ideológica para educar a los sectores populares en la ideología socialista revolucionaria; la lucha política era el planteamiento de la lucha por el poder político, esta implicaba el fortalecimiento del Partido, el desarrollo de una política de alianzas tácticas como el impulso de coaliciones anti dictatoriales que deberían involucrar a los sectores opuestos al somocismo, incluida la burguesía opositora; y estratégicas como era la consolidación de la alianza Obrero-campesina y la unidad con las otras fuerzas revolucionarias. La lucha armada era vista como la expresión más desarrollada de la lucha política, para plantearse la toma del poder político por la clase obrera, esta debería ser por medio de la insurrección popular de las masas, con una interrelación muy estrecha con las demás formas de lucha y debería impulsarse cuando las condiciones objetivas y subjetivas estuvieran lo suficientemente maduras. La experiencia de las FARNEn 1967 la situación demandaba cambios, el proceso de discusión de la línea política condujo a la primera división del partido, siendo desplazados de la dirección los hermanos Lorío y Manuel Perez Estrada, pasando a ocuparla una nueva generación de socialistas encabezada por Onofre Guevara, Álvaro Ramírez, Abdul Sirker y otros. El detonante de esta división fue la manifestación del 22 de enero, por la causa siguiente: los primeros, en una reunión de urgencia la noche del 21 de enero, se mostraron partidarios de denunciar públicamente los planes insurreccionales de un grupo dirigido por los conservadores para el día 22; los segundos se opusieron a eso, porque aparecerían como soplones del régimen con esa denuncia en un somocismo, más bien acordaron ir a la manifestación a prevenir a las masas sobre el peligro a que se exponía a la gente desarmada e ignorante de la maniobra conservadora, para evitar al máximo la masacre que efectivamente se produjo. Este esfuerzo fue insuficiente, la gente del partido fue rebasada por las masas agitadas, e incluso lamentó la muerte del compañero militante Manuel Aburto, obrero de la construcción. Valga reiterar que una denuncia pública, implicado una mayor preparación del aparato represivo GN, y la masacre hacia el pueblo hubiera sido mucho mayor.Los desplazados pasaron a formar lo que sería primero: el Partido Obrero socialista (POSN) entre 1967 y después el Partido Comunista de Nicaragua (PC de N) en 1970. Este partido tendría una proyección muy limitada, su actividad se limitó principalmente a la capital Managua, en algunos talleres artesanales (particularmente los metalúrgicos). Lograron conservar algunos organismos de base en León y Matagalpa después de la división, pero su militancia quedó reducida a un poco más de cien militantes a nivel nacional. Aunque hacia fines de los años setenta sobre todo a partir de 1978, en que la lucha antisomocista se acrecentó, lograron un relativo crecimiento. A pesar de que invadía de documentos a las representaciones de Partidos Comunistas afines en el Continente y el Campo Socialista, principalmente el PCUS de la URSS, no logró obtener ningún reconocimiento internacional. Tras el triunfo revolucionario de 1979, mientras el FSLN pasó a ocupar las responsabilidades en el Estado y otras fuerzas de izquierda se encontraban dentro del dilema de fusionarse o actuar como aliados u opositores del nuevo sistema, el PC de N actuó como fuerza independiente, aprovechó los nuevos espacios para extender su red organizativa por todo el territorio, organizando sindicatos y otros frentes de masas. Una situación que lo llevó a confrontarse con el Estado Revolucionario a lo largo de los años ochenta, pasando desde 1985 a ser parte de las alianzas opositoras antisandinistas. En los años noventa, tras el triunfo reaccionario de la derecha opositora se inició su proceso de defunción, al pasar algunos de sus líderes a ser cuadros de las nuevas opciones de la derecha y la pérdida de control de las bases creadas en los ochenta, lo llevaron a una situación más, reducida que la de los años setenta. Desde el surgimiento de esta fracción su principal dirigente ha sido Eliseo AltamiranoEl ala radical de los socialistas dirigida primero por Álvaro Ramírez y después por Onofre Guevara, experimentó con la actividad armada a través de lo que se conoció como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Nicaragua (FARN). Esta fue concebida como un brazo armado que debería realizar acciones que no deberían desnaturalizar el eje fundamental de la estrategia del partido, sustentado en el trabajo político-organizativo de las masas para educarlas y prepararlas para la toma del poder, por la clase obrera. Con la caída de Jacinto Baca Jerez, el jefe de operaciones militares de esta organización, en 1969, el partido fue objeto de una vasta represión, que se prolongó hasta 1971. Todo esto, propició el ascenso de Luís Sánchez Sancho, representante de una nueva tendencia conservadora a la dirección del Partido*, él y su círculo asumieron que la lucha armada como estaba planteada en el partido era una aventura, que la forma en cómo también la llevaba a cabo el Frente Sandinista, era una aventura. Que había que preparar seriamente, la lucha armada. Estos argumentos incidieron para que se procediera a desmantelar las FARN, en lo adelante Sánchez Sancho y su grupo, como los Lorío y Pérez Estrada en los inicios de los sesenta, pospusieron la lucha armada y la preparación militar de sus cuadros.Del auge del sindicalismo en 1973 hasta el triunfo de julio de 1979.Sin embargo el Partido Socialista desde 1971, hasta 1977 experimentó un proceso de crecimiento interno y externo. A pesar de las duras represiones que incluyeron el asesinato de dirigentes nacionales como Bernardino Díaz Ochoa, Rommel López y Efraín González en 1971, logró mantener la plantilla de más de 2.000 militantes en todo el país, las relaciones internacionales con los partidos comunistas, las organizaciones gremiales y colaboración con el PCUS; ampliar su base social en el campo y la ciudad, el crecimiento del movimiento sindical pasando a dirigir los sindicatos más combativos como el de las Construcciones (SCAAS) y el de los hospitalarios (compartido con la CTN en Managua)desarrollando huelgas y otros movimientos en las principales poblaciones del Pacífico. Siendo por añadidura los dirigentes de las principales movimientos huelguísticos del país en los años setenta (construcciones en 1973 y 1975, las hospitalarias de 1974 y 1975). Además, fueron integrantes de alianzas opositoras antisomocistas, como la Unión Democrática de Liberación (UDEL) en 1974, una unidad, muy criticada por su rival en la izquierda: el FSLN. Hubo un tendido organizativo en casi todos los departamentos del país incluido la región Caribe. El órgano juvenil del Partido, la JSN a crecentó su acción en los departamentos tales como: Chinandega, Matagalpa, Carazo, Rivas, Chontales, Y Río San Juan. En la Universidad logra insertarse como la segunda fuerza política entre los años de 1971 y 1974 y se extiende en la secundaria y movimientos juveniles de los departamentos del interior., tales como los de Matagalpa, Carazo y Rivas.La división de 1976-1977A fines de 1975, en medio de la represión contra las estructura del Partido tras la acción del FSLN contra la Casa de Chema Castillo empezaron a asomar las diferencias de posiciones, lo que condujo a una división definitiva en 1977, entre una nueva tendencia conservadora encabezada por Luís Sánchez Sancho y la tendencia progresista encabezada primero por Julio Briceño Dávila y después por Álvaro Ramírez González. A diferencia de la anterior división de 1967 este fraccionamiento se dio en dos partes más o menos iguales, tanto a nivel de estructuras internas intermedias como en organizaciones de masas. Los primeros (los Sánchez) alegaron ser representantes de la línea socialista proletaria pura, contra el espíritu pequeño burgués y aventurero de los segundos y que era necesario darle un carácter estratégico a la alianza opositora UDEL, de mantener la autonomía del movimiento sindical de la línea partidista. Los segundos Briceño-Ramírez)acusaron a los primeros de liquidacionistas, de abandonar totalmente la preparación del Partido para otras formas de lucha (lucha armada) de convertir el gremialismo en un fin y no en medio de organizar a la clase obrera para el fin estratégico que era la toma del poder político, bajo la dirección del Partido; de privilegiar la alianza tácticas con la derecha antisomocista y alejarse de las alianzas estratégicas: las fuerzas progresistas y revolucionarias (el FSLN) de la sociedad y el aliado natural de la clase obrera, el campesinado. Estas acusaciones y contra acusaciones iban acompañados en concordancia con la subcultura política del país de los llamados “golpes bajos” es decir señalamientos individuales. Los Briceño-Ramírez acusaban a los Sanchez de “mal manejo de los fondos del Partido, de mal aprovechamiento de la cooperación y convenios internacionales; de favoritismos familiares y personales en la distribución de responsabilidades y recursos”. Los Sanchez a su vez exaltaban los vicios y el aventurerismo pequeño burgués, de algunos de los dirigentes de los Briceño-Ramírez.” Ambos siguieron usando la misma denominación y siglas: PSN, con los apodos de mencheviques (los Sánchez) y bolcheviques (los Briceño- Ramírez), desarrollaron una vasta propaganda internacional (con resultados parciales) para ser reconocidos cada uno por los partidos homólogos de otros países, como la fuerza legítima. Algunos de los partidos como el PVC de Costa Rica optó por abstenerse de tomar una decisión, porque alegaron “no ver diferencia de líneas entre las tendencias”; otros como el mexicano una posición mediadora para la “reunificación”. En el Campo Socialista se optó por mantener el no reconocimiento de los dos grupos, pero manteniendo mejores relaciones con el de los Briceño- Ramírez, principalmente el Partido Comunista Cubano. Ejemplo de esto último, fue el convenio de becas en 1977 y el entrenamiento militar de de dos contingentes de jóvenes socialistas, entre 1978 y 1979 en campamentos guerrilleros cubanos.En lo interno el grupo de Briceño – Ramírez pasó a fundar la alianza de Izquierda: Movimiento Pueblo Unido (MPU) en alianza con los organismos intermedios de las tendencias del Frente Sandinista y el Grupo: P. C. de N. Además de ello en 1978, activó los viejos fierros y cuadros de la antigua FARN y empezó a actuar y configurar la Organización Militar del Pueblo OMP bajo la dirección de Álvaro Montoya, grupo que en 1979 se integró como fuerza operativa socialista a las columnas y frentes guerrilleros del FSLN en el Occidente, Oriente, Norte, Sur del país y Managua. En el Norte del País los socialistas (Matagalpa y Jinotega) siguieron manteniendo la sigla FARN y fueron muy activos en la toma de Jinotega. En Managua se destacaron en los combates de Bello Horizonte, la toma de Sierra Trece y el Aserrío de Morales en Carretera Norte; En los combates de la Inca y el Coyotepe en Masaya; en el Frente Sur los “especialistas”, dirigidos por Álvaro Montoya Lara.Mientras que el de los Sánchez, continuó en UDEL y después en el FAO apoyando hasta julio de 1979 en plena insurrección final, propuestas conservadoras como el plebiscito, para librarse del somocismo, por la vía pacífica, por un gobierno de unidad nacional incluidas las fuerzas de la derecha más extremista del país. Esto le granjeó el rechazo nacional de toda la izquierda nacional e internacional.La fusión con el FSLN en 1980.Tras el triunfo revolucionario de 1979 el grupo de Ramírez terminó fusionándose con el FSLN en 1980, sus cuadros, militantes (unas 1.000 personas) y candidatos (unos 4.000 registrados) disueltos en las estructuras del Estado Revolucionario, desapareciendo de forma definitiva del escenario político, buena parte del contingente histórico del antiguo PSN. Cuadros nacionales de este grupo como Federico López, Álvaro Ramírez y Nathán Sevilla pasaron a ocupar altos cargos en el Gobierno, el Partido y el Estado, otros cuadros y militantes, a pesar de que su perfil era político-organizativo fueron ubicados en las fuerzas armadas (policía y ejército). En general los “disueltos integrados” del PSN fueron vistos como advenedizos por los cuadros y militantes del FSLN, quienes en algunos casos, vieron la oportunidad de seguirles echando en cara su “pacifismo-reformismo” de los años anteriores. Una conducta, que fue facilitada por tres razones fundamentales: a)A los dirigentes del Partido en estas condiciones se les hizo difícil enfrentar una dualidad de direcciones en las condiciones del triunfo revolucionario la mayoría de sus cuadros y militantes integrados a la alianza política MPU(desaparecida en esos días) y la militar a través de la OMP con el FSLN estaban inmersos desde julio de 1979 por un lado en las tareas del Partido cuyo crecimiento lo concebían en estas condiciones como fundamental para el fortalecimiento de la Revolución y por otro lado el propio cumplimiento de las responsabilidades en el Estado Revolucionario Sandinista, que se les impuso como parte de la alianza política con el FSLN. Esto creo no solo dificultades, sino roces abiertos con miembros de base y las estructuras intermedias del Frente en el poder. Ejemplo: en la Escuela de Instrucción Militar “Oscar Turcios”, hubo choques sobre todo con cuadros de la Tendencia Proletaria quienes “confundieron” las reuniones y asambleas ordinarias de los instructores y cuadros socialistas, como una “labor proselitista” dentro del Ejército Sandinista y de esto los acusaron. El proceso de consolidación y reorganización de los sindicatos en los territorios por parte de los socialistas, quienes volcaron su experiencia a acometer esta labor, se encontraron con la oposición de los nuevos cuadros del Estado Revolucionario quienes carentes de experiencia en este sentido (además de su inmadurez política), recurrieron en muchos casos a la represión militar sin distinguir al resto de “enemigos” a los “aliados socialistas”. La documentación sobre este particular es abundante entre agosto de 1979 y marzo de 1980.b) Aún con todos los problemas de esos días, los miembros de la dirección de esta fracción no estuvieron en capacidad de calcular o avizorar de que los prejuicios sectarios en contra del PSN los iban a afectar en el futuro, tampoco estuvieron en capacidad (ni tuvieron la debida autoridad) de condicionar que se respetara políticamente a sus cuadros y militantes. Por el contrario insistir en que se debía aprovechar la experiencia organizativa y madurez ideológica de los socialistas para beneficio del mismo Frente, y la construcción del Proyecto Socialista en el país. Sino que en un acto voluntarista, entregaron sus cuadros y militantes confiando, que en las filas intermedias y dirección del FSLN ya existían suficientes condiciones, para asimilar de forma madura su integración al sandinismo. Los mencionados incidentes fueron el termómetro, de lo que podría ser más adelante. La experiencia demostró que la fusión debió ser producto de una decisión serena y meditada entre las dos organizaciones y no el resultado de una decisión precipitada. Pero además no existió un acuerdo de compromisos, firmado entre las partes. Los altos dirigentes de esta fracción pasaron a ocupar los cargos y entregaron al FSLN un listado de cuadros nacionales y territoriales, de militantes, acompañado de la especificación de sus capacidades. En estas circunstancias, los integrados, fueron ubicados en distintas estructuras del Estado, Gobierno, Partido y su tratamiento y proyección, fue en lo adelante, determinada por su relación subordinal a las propuestas y práctica del FSLN, en la construcción del nuevo Estado Revolucionario.c) La dirección del FSLN en medio de la euforia triunfalista, no había adquirido la debida madurez para impulsar una correcta política de alianzas en este nuevo contexto nacional, que demandaba de una amplia política de unidad popular, revolucionaria, progresista, y sobre todas las cosas: audaz, para aislar a las fuerzas de la derecha interna y externa. Pero además, la asimilación de otra organización entre sus filas, era también una experiencia desconocida en la historia del FSLN como organización, su práctica había sido, más orientada a la captación individual de cuadros de otras organizaciones, que a la fusión e integración de colectivos a sus filas. En la práctica consideraron como suficiente ceder algunas posiciones a los dirigentes de los integrados, desentendiéndose de las bases de estos. Afectando sin pretenderlo la perspectiva estratégica de la unidad popular. A las bases del Partido Sandinista, tampoco se le informó de esta integración desprendida de los socialistas y los cuadros socialistas fueron ubicados en cargos del Estado y el Partido según el criterio o nivel de madurez de los responsables inmediatos en los territorios, organizaciones e instituciones. En casos muy particulares como el del Frente Femenino, se tomó en cuenta la experiencia acumulada de las compañeras, pero fueron casos muy excepcionales.Para un observador cuidadoso de esa época y con la óptica serena que da el paso del tiempo, puede parecer contradictorio que quienes se encargaron de hacer los materiales de propaganda histórica del FSLN no cejaron sus ataques a las fuerzas antisomocistas no sandinistas incluidos los socialistas, sin medir que dentro de sus filas estuvieran “los integrados socialistas” quienes en algunos casos extremos, fueron objeto hasta de “puyas” por los nuevos compañeros. Las quejas, cuando se hicieron llegar sobre este comportamiento, nunca fueron atendidas debidamente, es mas “siempre hubo cosas más importantes que atender” en todo el universo de la Revolución, que resolver “problemas de poca importancia como la inmadurez de algunos compañeros”. La mayoría de los integrados socialistas a pesar de todo, continuaron hasta el final con el proyecto revolucionario, derrotando con estoicismo, los sectarismos y malos entendidos. Algunos (y algunas) pasaron a ocupar cargos, en las organizaciones específicas del Partido u organizaciones gremiales, en el Estado y el Gobierno. Onofre Guevara pasó a co- editorialista y a ocupar la página de opinión del órgano oficial “Barricada”; las conocidas hermanas Dávila Navarrete, en el movimiento femenil AMLAE. En algunos casos llegaron a alcanzar posiciones de mando en la policía, como el caso de Roger Cabezas (único que alcanzó el rango de Comandante del MINT) alcanzando rangos de subcomandantes, posteriormente Comisionados, algunos de ellos (como Eva Sacasa, Arnoldo Pastrán, Nubia Obando y Guillermo Vallecillo); otros estuvieron en posiciones claves en órganos intermedios de inteligencia (DGSE, Dirección 5ª, etc.), en menor grado en el ejército, donde algunos como el ex dirigente juvenil Bolívar Téllez, Francisco Medrano lograron obtener rangos de mayores, por debajo de personas de menor trayectoria, capacidad y méritos, y escala de valores revolucionarios La Fracción Socialista de los Sánchez.El grupo de Sánchez pasó primero entre 1979 y 1987 a una alianza primero con el FSLN y después a una oposición crítica y finalmente a una oposición total al proyecto revolucionario hasta ser parte de la alianza opositora UNO que ganó las elecciones en 1990. Algunos de sus cuadros como Adolfo Everts, Luís Sánchez y Gustavo Tablada pasaron a ocupar ministerios y diputaciones en el Gobierno de Violeta Barrios. Por estos años como se conoce, se produjo la disolución del Campo Socialista debilitándose las ya deterioradas relaciones internacionales del Partido. A diferencia del grupo Ramírez estos conservaron su independencia durante los años ochenta, pero si bien rechazaron el “hegemonismo sectario” del sandinismo, su posición no fue la de mantenerse como opositores de izquierda y que pudo ser una actitud de presión sobre el sandinismo para incidir en la radicalización del proceso. Por el contrario su posición crítica se hizo cada vez coincidente con los sectores más conservadores de la sociedad, hasta llegar a ser parte de la mencionada alianza UNO, instrumento de la derecha internacional para liquidar el proyecto revolucionario del sandinismo, sin percatarse que un triunfo de la derecha nacional e internacional, iba obrar en su propio deterioro y no solo del proyecto revolucionario, por lo que su liquidación política como fuerza beligerante, fue también, cuestión de tiempo. ¿Sobrevivieron los socialistas?Al margen de que como individuos, ni como cuadros, pudieron influir sustancialmente -por las características de su integración- en la línea de la revolución, una gran mayoría de socialistas quedaron disueltos en las estructuras territoriales del FSLN. De los antiguos dirigentes nacionales, solo figuraron en los últimos tiempos, el Dr. Ramírez González y Nathán Sevilla. El primero como precandidato a la nominación por el FSLN en 1996 y el segundo quien se destacó como legislativo del mismo FSLN hasta el año de 2006. Otro caso, fue el del conocido periodista Onofre Guevara, quien pasó a ser un disidente del FSLN desde 1995, reconociéndose en esta posición, como escritor en la página de opinión de El Nuevo Diario. En las filas del FSLN actual, no quedaron recuerdos del socialismo integrado y del socialismo en general, tan solo se manejan -cuando alguien los recuerda- las cansadas muletillas, con las que se les atacaba desde los años sesenta y que continuaron inalterables en los ochenta. Razón por la cual a algunos de los viejos ex -militantes socialistas, ni se les ocurre mencionar su pasado socialista, ante los nuevos compañeros. Finalizado la administración Barrios en 1996, se inició una especie de diáspora en la otra facción del socialismo. Años antes de su retiro Sánchez, como -Secretario General- le imprimió al partido un perfil socialdemócrata renunciando a las posiciones marxistas –leninistas, lo que no fue aceptado por la generalidad de la militancia. Por esta misma época, Sánchez renunció al partido y terminó siendo el encargado de la página editorial del diario conservador “La Prensa”. El Partido Socialista (de los Sánchez) pasó entonces a ser dirigido por el médico psiquiatra Dr. Gustavo Tablada, bajo cuya gestión a fines de los años noventa se produjo la dolorosa disolución del histórico PSN. Sin embargo sobreviven aún fracciones del mismo: la encabezada por el mencionado Dr. Tablada, quien mantiene hasta ahora una alianza con el Partido Liberal Constitucionalista del Dr. Arnoldo Alemán, lo forman un reducido núcleo de ex dirigentes que defienden esta alianza alegando el maltrato que históricamente han sufrido a manos del FSLN y que al menos el liberalismo –a diferencia del sandinismo- les ofrece la oportunidad de sobrevivir. Está el otro grupo de socialistas, el PSN que encabeza Enrique Ruiz Mendoza quien logró reunir parte de la antigua membresía de Managua, Rivas, Carazo y otros departamentos, participando hasta ahora en la alianza con la disidencia del FSLN (el MRS y Movimiento por el Rescate del Sandinismo) y con el Movimiento Patriótico por la República, MPR, a nivel internacional han logrado mantener relaciones con el Partido Comunista Cubano y con el Partido Socialista Obrero Español. Estos últimos coinciden en proclamar la reivindicación de las posiciones históricas y revolucionarias del antiguo PSN y su propuesta es reconstruir y reorganizar las estructuras nacionales del mismo. En esta dirección también se podrían señalar los intentos que desde 1990 realizó un grupo de militantes sandinistas provenientes del histórico socialismo fusionado de 1980. Quienes pretendieron desde dentro y fuera del FSLN constituir una tendencia marxista-leninista con la instancia: los Amigos del Socialismo y la Paz. Posteriormente con algunas decenas de ex militantes, lograron estructurar una organización que llamaron el Partido Unidad Popular (PUP) de efímera duración. El principal dirigente fue el médico Julio Briceño Dávila, acompañado de cuadros ex socialistas dirigentes como Federico Krauddy, Fernando Zúñiga, Porfirio García, Francisco Brenes, Lombardo Aburto y los fallecidos dirigentes: Mauricio Lacayo, Jorge Galo Espinosa y Abdul Sirker. Sus ejes de justificación estuvieron orientados primero a preservar los valores morales del proyecto revolucionario sandinista desde adentro del FSLN y después (en la década del 2.000) a la construcción de un verdadero partido marxista leninista, fuera de la estructura del Frente. En los últimos años, solo se conocen algunas reflexiones críticas personales, que ha presentado en los medios de difusión el Dr. Briceño, pero no se presume actividad de esta agrupación. Como tendencia general estas iniciativas han tenido hasta ahora serias dificultades para recuperar el brillo de las décadas anteriores, el derrumbe de la RPS en 1990, la caída del Campo Socialista entre 1989 y 1991, el discurso de la derecha moderada y recalcitrante contra las ideas socialistas, los triunfos de la derecha mundial, que “demuestran la inconsistencia del socialismo” como proyecto y a la vez el discurso apologético al nuevo orden neocapitalista. Todo esto, entre otras cosas, hace difícil aglutinar a nuevas generaciones de jóvenes, convertidos en consumidores de discursos distorsionados sobre los valores y las propuestas del socialismo.Los postulados ideológicos de los socialistas.Desde su surgimiento en 1944, los socialistas dijeron ser marxistas leninistas. “La lucha de clases es el motor que impulsa el progreso social y material de los pueblos” (Juan Lorío en prólogo a: Socialcristianismo. Su forma y su contenido de Onofre Guevara. Managua 1964,P 5). Así como esta expresión que los identificaba con los llamados partidos de nuevo tipo de orientación socialista el PSN a través de su historia se consideraba a sí mismo como el partido de los comunistas de Nicaragua, es decir dentro de una concepción mesiánica como el llamado a dirigir la revolución socialista en el país, la cual era considerada como algo inevitable “Justamente, nuestra época, en la que se resumen las mejores y más grandes creaciones del hombre en millones de años, está definida como la época en que se opera revolucionariamente la transición del capitalismo al socialismo”(Guevara Onofre 1965. P6).Los socialistas se proponían la toma del poder (siguiendo el modelo leninista de la revolución por etapas) pero en los años sesenta dentro de su concepción etapista, este objetivo lo dejaban demasiado implícito como lo deja entrever la siguiente cita “desde luego que los socialistas nicaragüenses no pretendemos en las actuales condiciones histórico- sociales hacer la socialización científica y verdadera. Creemos, y en eso encaminamos nuestras luchas, que en lo inmediato es necesario luchar por los derechos sociales para los trabajadores (seguro social, aplicación y ampliación de las conquistas laborales, mejores salarios, reducción del costo de la vida), por la democratización de nuestra vida pública y por la liberación nacional del tutelaje extranjero. Pero esas conquistas las planteamos no como el objetivo final, sino como un medio de aliviar las miserables condiciones económico –sociales en que el capitalismo sume a los trabajadores, mientras logran estos la liberación social definitiva.(Guevara 1965,p.30-31). Esta postura va a irse transformando, es la época que los socialistas llamaban el loriismo en donde el economicismo o la lucha sindical estaba en el centro y se obviaba públicamente en lo posible la contradicción clasista con el sistema, para definir que se perseguía como objetivo estratégico, la toma del poder político por la clase obrera.. Esto lo sustituían al plantear que la lucha inmediata era entre otras cosas por la democratización de nuestra vida pública y por la liberación nacional del tutelaje extranjero. Es decir la democracia que no al definían como democracia popular o democracia burguesa y la liberación nacional del dominio imperialista. En el otro objetivo se plantean las conquistas anteriores para mejorar las condiciones de los trabajadores (seguro social, aplicación y ampliación de las conquistas laborales, mejores salarios, reducción del costo de la vida), dentro del sistema capitalista mientras logran estos la liberación social definitiva. Es decir que la lucha por el socialismo debería de pasar necesariamente por las dos etapas anteriores. En 1972 en medio de una profunda confrontación con las posturas del FSLN, en una de sus publicaciones argumentaban sus puntos de vista defendiendo las tesis de los tres frentes, que según su concepción eran en los que descansaban los postulados básicos del marxismo – leninismo. Valga destacar que esta fue un planteamiento de los socialistas a través de la CGT(i) su frente sindical, es decir que desde esta posición gremial sustentan la toma del poder a partir de la lucha en las tres dimensiones que veremos a continuación. “La enconada lucha por resolver el antagonismo existente entre la burguesía y el proletariado y que unas veces adquiere las características de un enfrentamiento solapado y otras veces toma formas de huelga, de choques sangrientos y crueles, se desarrolla de manera permanente y tenaz en tres frentes fundamentales: el ideológico, el político y el económico.La lucha ideológica. Se manifiesta en el esfuerzo que desarrolla la burguesía (…) por mantener sometido al proletariado a sus concepciones idealistas del mundo y la sociedad (…) el desarme ideológico de los explotados (…) con la introducción del conformismo y demás sedantes a la lucha de la clase obrera. Esto por una parte y, por la otra (…) el esfuerzo del proletariado revolucionario por arrancar a las masas de la sumisión a la ideología reaccionaria de la burguesía y dotarlo de su propia ideología que es la concepción materialista de los fenómenos del mundo y de la sociedad con el objeto de transformarse en ella para transformar el mundo y la sociedad.(La Lucha de Clases, el sindicalismo y Revolucionarismo Pequeño Burgués. Folleto CGT(i) Managua,1972 s.p.i. p. 4)Esta concepción lo llevaba a una lucha en un escenario difícil de librar en una población en su mayoría analfabeta, con fuerte influencia religiosa, con una jerarquía eclesiástica fuertemente arraigada a una alianza con la burguesía y el capital, pero además aferrada a concepciones anticomunistas, que propagandizaban en los púlpitos la amenaza del comunismo ateo, como un nuevo demonio. Es decir que la confrontación más que contra los teóricos del capitalismo, era contra el atraso cultural, sin negar la ideología conformista e individualista que el somocismo y los medios del sistema trasmitían y reproducían a la población. Con respecto a la lucha política siguen diciendo en el material que el escenario de lucha es la que desarrolla …la burguesía como clase dominante para mantener su dominio en el poder estatal y utilizarlo para someter y reprimir al proletariado y demás sectores sociales oprimidos y que a su vez el también el proletariado y todos los oprimidos utilizan la lucha política con el propósito de arrebatarle a la burguesía el poder estatal y convertirlo en instrumento para ejercer su voluntad y concluyen que El problema central de la lucha política es la toma del poder político.(La Lucha de Clases, el Sindicalismo y Revolucionarismo Pequeño Burgués. Folleto CGT(i) Managua,1972..La lucha económica vista en esta época 7 años después, se diría que no presenta cambios sustanciales con respecto a lo planteado por Onofre en 1965 aunque no hablan de mejorar condiciones de vida de los trabajadores, sino de confrontar a los patronos capitalistas y derrotarlos.La lucha económica es la que llevan a cabo los capitalistas contra los trabajadores con el objeto de vencer la resistencia de estos a la explotación asalariada; y de la que se valen los trabajadores para “oponer resistencia a los capitalistas” para obtener condiciones ventajosas de venta de fuerza de trabajo(lucha exclusivamente sindical)en sus relaciones con grupos determinados de la clase patronal, pero no solo eso; la lucha económica es la que conocemos comúnmente como “tradeunionista”gremial o sindical. (La Lucha de Clases, el sindicalismo y Revolucionarismo Pequeño Burgués. Folleto CGT(i) Managua,1972 s.p.i. p. 5).Esta posición fue criticada por sus rivales, principalmente el FSLN, señalándole que aunque controlaran los sindicatos, solo planteaban la reivindicación salarial y que desde 1974 habían claudicado al pasar a ser parte de la unión opositora UDEL, encabezada por el Dr. Pedro Joaquín Chamorro. Los socialistas, se defendieron de estos ataques planteando que para la situación de Nicaragua la etapa de la lucha contra la dictadura se justificaba la unidad de todas las fuerzas anti dictatoriales y que rebasada esta etapa se pasaba a la de liberación nacional que la llevaría a chocar con los sectores burgueses de la oposición y que de aquí devendría la unidad estratégica con las fuerzas revolucionarias, de igual modo esta alianza debería continuar en la construcción del socialismo. Además, es evidente que la confrontación en el plano de la lucha económica no cesó con la alianza con la burguesía, en los años setenta las huelgas de la construcción y las hospitalarias se dieron entre los años de 1973 y 1975, contra las patronales capitalistas, se dieron de forma más cruda, cuando ya se había conformado la unión opositora UDEL.Aunque ha pasado mucho tiempo, los críticos de esta posición no establecen diferencias entre las posturas socialistas de una etapa y otra. Ejemplo no separan en sus análisis a la corriente de los Lorío que predominó hasta el año de 1967 y la que surgió de esta división. No explican la división -señalada anteriormente- que se dio entre los conservadores (el grupo de Sánchez) que plantearon que era necesario “respetar los derechos del aliado burgués” y concibieron el gremialismo en un fin y los radicales (Briceño-Ramírez) rompieron con los primeros y fueron a una alianza con las tendencias del FSLN y terminaron fusionándose con el mismo Frente en 1980, integrando su contingente y las organizaciones intermedias que estaban bajo su control. Pero sus críticos de la izquierda no actualizaron su pensamiento, para diferenciar la postura y práctica de los Briceño – Ramírez, de los Sánchez, cuando eran evidentes las diferencias, en concepciones y prácticas. Los rivales del PSN también ligaron la postura internacional de la Coexistencia Pacífica, enunciada por el Congreso partidario del PCUS en 1955 y aseguraban que esta fue impuesta por el PCUS a los Partidos Comunistas del mundo y que esta era la línea la que seguían los socialistas nicaragüenses. La coexistencia política, fue una política enunciada por el PCUS en su proceso de distensión mundial con el sistema capitalista para evitar una conflagración mundial con las potencias capitalistas y procurar el desarrollo pacífico de su sistema socialista, en plena Guerra Fría. La URSS tenía en su poder el la bomba atómica y la bomba H y según su dirigente N. Kruschev la distensión consistía entre otras cosas, en evitar la confrontación directa y aminorar los focos de tensión entre ambos sistemas. En un periodo de paz menor de veinte años la URSS iba a superar económicamente al Mundo Capitalista. Por esa razón y no por otras se lanzó propuesta de coexistencia pacífica de estados con distintos régimen, pero no se observa en la documentación una negación de las contradicciones internas de clase de cada país y las contradicciones antagónicas del socialismo de la URSS con el Capitalismo Mundial.Lo mayoría de las veces, se aplicaron de forma mecánica, las contradicciones chino-soviéticas en el campo internacional que se dieron a la largo de los años sesentas y setentas. Porque al plantearse la línea de la coexistencia pacífica, fue considerado por el Partido Comunista Chino como una traición a la Revolución Mundial de la dirigencia soviética. Las contradicciones entre estas dos propuestas propiciaron la primera división en el Campo Socialista y se denominaron: la línea maoísta y la línea pro-soviética.Los socialistas nicaragüenses, que proclamaban su eterna amistad y admiración por el PCUS y el papel rector de la URSS en el Movimiento Revolucionario Mundial y su lucha por la paz, condenaban las posiciones del Partido Comunista Chino y el Maoísmo. Alegaban que la posición y actuación de cada partido, obedecía a las particularidades internas de cada país y estos tenían su propia estrategia, totalmente independientes de la línea del PCUS y que no se debían confundir las contradicciones internas con las contradicciones mundiales. En Guatemala, Colombia y Filipinas, los Partidos Comunistas encabezaban la lucha armada contra los regímenes y gobiernos derechistas, siendo apoyados moral y materialmente por la URSS. Esto se dio, en la misma época de Coexistencia Pacífica, en que paralelo a ello la URSS desarrolló dentro de este afán una vasta ofensiva político-diplomática, para conjurar las provocaciones de los sectores más extremistas del Capitalismo Mundial. Pero no abandonó en ningún momento a los mencionados partidos. Valga reseñar en estas líneas, que Los partidos comunistas de Venezuela, Brasil, El Salvador, incluido el de Nicaragua (con las FARN), también organizaron algunos experimentos armados, en plena vigencia de la Coexistencia Pacífica. Razón por la cual quedan en entredichas, estas afirmaciones. Los socialistas del PSN por su parte, negaron que la URSS y el PCUS les trazaran la línea interna que deberían seguir en Nicaragua:“A la URSS íbamos a la Escuela de Cuadros del Partido en Moscú, estudiábamos filosofía y otros materiales, nos entrevistábamos con funcionarios de Partido Comunista de la URSS que atendían América Latina, hablábamos de nuestra experiencia interna, del trabajo político, ellos hacían algunas recomendaciones sobre la base de su experiencia, pero es falso,..son habladurías, eso que dicen, de que nos decían, lo que teníamos que hacer en Nicaragua”. (Entrevista a Jorge Galo Espinosa 19 de enero de 1996) Consideraban dentro de esta misma lógica que desde la desaparición de la Internacional en 1943, que orientaba una dirección vertical a los partidos comunistas, dado su falta de funcionalidad e inconsistencia el PCUS no estuvo, desde entonces (ni fue su objetivo) en capacidad de implantar líneas específicas, acerca de cómo debería orientarse la estrategia de un partido a nivel interno, aún cuando hubiesen, objetivamente, líneas generales, relación y colaboración entre estos y el PCUS. Los Partidos actuaban acertaban y se equivocaban, según su propia proyección y actuación interna.A pesar de la abundante documentación que existe sobre el particular en archivos públicos y privados no hay estudios empíricos que se orienten más al terreno de los hechos. Algunos escritores al momento aludir a este tema, se limitan a dar una explicación esquemática, prejuiciada y desfasada. Resultado entre otras cosas de las limitaciones de aquel tiempo histórico, en que se pensaba mas en el quehacer revolucionario, que en profundizar en los estudios. Aún no se alcanza a comprender en la actualidad, de que tales afirmaciones fueron producto de las fuertes contradicciones que existieron en la diferencia de líneas y de prácticas contrapuestas. El reto lo pueden asumir, nuevas generaciones de investigadores ajenos a los prejuicios que hemos señalado. ¿Hubo o no aportes de los socialistas a la sociedad nicaragüense? Para finalizar estas notas orientadas a realizar una aproximación al estudio de los partidos políticos en Nicaragua, y en particular el papel de los socialistas nicaragüenses y la corriente socialista, se hace necesaria una sustancial aclaración. es válido advertir que no solo el Partido Socialista representó a la corriente socialista, hubo tras agrupaciones identificadas con el socialismo marxista, sobre todo las surgidas en los años setenta, como el mencionado Partido Comunista de Nicaragua (PC de N), El Movimiento de Acción Popular (MAP), la Liga Marxista Revolucionaria (LMR), o Partido Trabajador Nicaragüense (PRT de filiación troskquista), aunque su proyección fue muy limitada con relación al PSN en los años que estudiamos, lograron aprovechar los espacios de los años ochenta para tener un crecimiento relativo. Pero a partir de de los años noventa se redujeron al mínimo o desaparecieron por completo de la escena política. Las mismas deben, de ser objeto de estudio en una ampliación de este mismo trabajo o posteriores estudios. Finalmente consideramos pertinente señalar que este trabajo va dirigido a la sociedad en general y es un modesto aporte para romper desde la perspectiva de la izquierda, con los esquemas sectarios que aún nos restringen y no nos permiten ver con la debida amplitud e integralidad, los procesos históricos contemporáneos. En esta dirección consideramos: Que con independencia de sus errores y limitaciones, fueron los socialistas organizados en el Partido Socialista Nicaragüense (PSN), los primeros en divulgar desde los años cuarenta, las ideas redentoras del socialismo en Nicaragua e imprimirle un contenido organizativo territorial a los movimientos populares de obreros, empleados, campesinos, mujeres, jóvenes etc. Que es evidente, que fue la presión de los trabajadores organizados en los sindicatos y organizaciones de los socialistas, los que hicieron posible conquistas sociales en distintas etapas de la historia, tales como el mencionado Código del Trabajo en 1945, la Ley de Inquilinato en 1957, los distintos ajustes salariales logrados en las mencionadas huelgas de 1973,1974 y 1975, etc. Que contrario a lo que se ha reafirmado el PSN, participó en la lucha armada a partir de dos experiencias político-militares las FARN entre 1966- 1971) y la OMP entre 1978-1979, aunque es válido señalar que no tuvieron las debidas dimensiones que se requirió para confrontar efectivamente al sistema. La primera muy efímera y la segunda fue el aporte de una de las fracciones en que se dividieron los socialistas, entre 1976-1977 y se integró a la lucha armada hasta el año de 1978. Esta organización aunque más extensa y mas experimentada que la primera, realizó pocas actividades como fuerza independiente al coordinar y realizar sus actividades con las tres tendencias del FSLN.Que las divisiones y contradicciones internas, las conductas inestables y vacilantes de sus máximos dirigentes a lo largo de su existencia (dejaron en evidencia el vacío de liderazgo y carisma individual que se requería para una dirección revolucionaria), no permitieron al Partido Socialista jugar un rol más beligerante en torno a vanguardizar la toma del poder, pero no se puede desconocer que los movimientos sociales no armados de mayor consistencia durante la dictadura, los dirigió el Partido Socialista Nicaragüense. Ejemplo de ello fueron: el movimiento de los inquilinos, las huelgas de los zapateros, y los transportistas en los años 50s y 60s, los movimientos campesinos en el Norte del país, tomas de tierras, como las de Mancarrón y Virgen Morena en Rivas en 1965, Sirama y Tonalá en 1978, las grandes huelgas de la construcción, y las hospitalarias en 1973 y 1975. Participación en los movimientos estudiantiles de 1966, 1967, 1971-1972, 1978-1978.Los movimientos comunales de los años 50s, 60s y 70s. Luchas que fueron dirigidas en la práctica por organización sociales intermedias del PSN, tales como JSN, la CCTAN, la CGT(i). , la OMDN, la FES, y los CDP, etc.Que fue también esta fuerza política -a partir de ser la primera organización realmente definida como izquierda- el principal semillero de todas las fuerzas de izquierda del país siendo el principal beneficiado el FSLN. Porque fue el trabajo paralelo en escenarios ajenos a la lucha armada de los socialistas -de lo que no se debe excluir a las otras tendencias marxistas- las que alimentaron al FSLN y le permitieron encontrar bases sociales politizadas tanto en la insurrección armada antisomocista de 1978- 1979, así como en la ejecución del proyecto revolucionario de los años ochenta.Bibliografía y otras fuentes consultadas y utilizadas.1-Barahona Amarú. Estudio sobre la Historia contemporánea de Nicaragua. INIES.1987. 2-Documento 3-20 OSN de 7 de noviembre de 1977. Archivo de Rafael Casanova Fuertes.3-Entrevista a Abdul Sirker diciembre de 1993. Ciudad Jardín, Managua4-Entrevista a Jorge Galo Espinosa 17 de enero de 1996).5- Socialcristianismo. Su forma y su contenido, de Onofre Guevara. Managua, 1964.(Publicación de la Comisión Política del PSN en forma de folleto)6-Entrevista a Efraín Rodríguez Vanegas. San José Costa Rica 5 de abril de 1994)).7-Entrevista a Miguel Bejarano Ruiz12 y 13 de septiembre de 1997).8-Entrevista a Fernando Zuñiga 1992- 1993.León)9-Gould, Jefrey. Amigos mortales enemigos peligrosos (1944-1946); y por su resistencia y pericia: las relaciones laborales en el ingenio de San Antonio (1912-1936).En: Anuario de Estudios Centroamericanos. UCR 13 (1) 25-42.1987. 10-Informe de la Comisión Internacional del Centro Universitario de la Universidad Nacional CUUN, al V Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua p. 25 León 6 de agosto de 1971). 11-La Lucha de Clases, el Sindicalismo y Revolucionarismo Pequeño Burgués. (Publicación de la Confederación General del Trabajadores independiente CGT(i) Managua,1972 s.p.i. ).. *El ascenso de Sánchez ocurrió de la forma siguiente: Álvaro Ramírez, renunció a la secretaría general en a finales de de 1967, por lo cual no participó nadie del PSN en el 70 aniversario de la revolución bolchevique en la URSS en noviembre de ese año; en febrero de 1968, el Comité Central sustituyó a Ramírez por Onofre Guevara y de inmediato fue enviado al exterior para representar al partido en la conferencia internacional de partido comunistas y obreros en Budapest en abril; así como para informar sobre las causas de la división del 67 y la renuncia de Álvaro y el nombramiento de otro secretario general. El régimen le negó el pasaporte a Onofre, y este salió por tierra, a pie, hacia Costa Rica, por uno de los puntos ciegos guiado por Rubén Jiménez–llamado “El Manco”—.Una vez en Costa Rica, Vanguardia Popular le proporcionó pasaporte tico, para asistir a Budapest y a Moscú. Logró en estas entrevistas, arreglar el reconocimiento oficial del PSN.El retorno fue de igual modo: a pie desde Honduras, en el mes de marzo, adonde lo fue a traer el dirigente campesino Pedro Rigby, siendo capturado el 5 de mayo y condenado a seis meses de cárcel. Al salir libre en noviembre del 68, fue avisado por Luis Sánchez y Carlos Salgado, del cambio operado en la dirección del partido de acuerdo “al principio de la dirección colectiva”: en consecuencia, Guevara le asignaron la representación oficial del PSN y la edición del semanario Tribuna: a Luis le recetaron las funciones políticas internas y las relaciones políticas del partido con otras organizaciones, o sea, las funciones del secretarlo general.En julio de 1969 se produjo la renuncia de Guevara, desde la cárcel, tras la represión que siguió al secuestro del terrateniente chinandegano Venerio Plazaola, y el ascenso de Luis Sánchez a la secretaría general del PSN. (Aclaraciones de Onofre Guevara, por correo electrónico Managua, febrero de 2012).
Rafael Casanova Fuertes Historiador y Ex-Miembro del P.S.N.

Relaciones de poder dentro de la pareja. Un análisis psicosocial. 2007. Elena Morales Marente

En la tesis doctoral «Análisis psicosocial del poder en las relaciones de género» se analizan las desigualdades de poder en las relaciones de pareja heterosexuales, utilizando como marco teórico el Modelo de Poder de Género (Pratto y Walker, 2004).

Este modelo considera que la desigualdad de género está basada en cuatro grandes bases: a) la fuerza o violencia –tanto de tipo físico como psicológico- (la amenaza con la violencia puede inducir a que otros obedezcan a nuestras demandas); b) el control de los recursos (poder económico o control de los recursos básicos); c) las obligaciones sociales (en una relación, la parte que tiene más obligaciones sociales está en una situación de inferioridad en cuanto al poder); d) la ideología (conjunto de creencias que justifican la desigualdad o las diferencias de poder).

El modelo predice una relación dinámica entre las diferentes bases de poder, así como que cada una de ellas podrá emplearse como una forma de obtener poder en las demás. Además, el modelo sugiere que las innumerables obligaciones sociales que tienen las mujeres en relación con sus parejas y familiares (cuidado de su salud, educación, responsabilidades en el hogar, etc.) constituyen una de las claves a la hora de explicar la inferioridad en cuanto al poder (de recursos, fuerza e ideología) que ostentan dentro de la relación de pareja.

Las posibilidades que brinda este modelo de analizar la situación real que viven cotidianamente hombres y mujeres es especialmente importantes para el estudio de las desigualdades de género. En primer lugar, es obvia la diferencia entre hombres y mujeres respecto a la violencia o fuerza como base de poder. De hecho, algunos autores han señalado la violencia tanto física como psicológica del hombre hacia la mujer como la mayor fuente de desigualdad de género.

En segundo lugar, existe también diferencias en el control y acceso a los recursos de hombres y de mujeres desde las sociedades más tradicionales hasta la actualidad, que abarcan desde diferencias salariales hasta el tipo de ocupación desempeñado, pasando por la ocupación de puestos de alto status.

En tercer lugar, la asimetría en las obligaciones sociales de hombres y mujeres hace que la obligación de proveer cuidados constituya el rol femenino por excelencia, convirtiéndose en un arma de doble filo al limitar las posibilidades de las mujeres para acceder a otras bases de poder (recursos económicos, por ejemplo).

Por último, las ideologías imperantes en nuestra sociedad fomentan estas diferencias entre hombres y mujeres e impregnan las creencias y prácticas sociales, produciendo un efecto que perpetúa la jerarquía establecida.

En definitiva, consideramos que la perspectiva formulada por Pratto y Walker (2004) constituye un rico e interesante análisis de la relación entre género y poder al incluir variables y aspectos de las relaciones, tanto en el ámbito público como privado. Además, pensamos que la conjunción de estas diferentes bases de poder ayudaría a explicar la complejidad de las relaciones heterosexuales de pareja desde una perspectiva muy completa.

Como parte de la tesis, además de otros estudios, se realizó una investigación en la que analizamos la distribución de las bases de poder de género en un amplio grupo de matrimonios. En este estudio participaron 278 personas (139 parejas) heterosexuales, todas ellas residentes en Andalucía, cuya edad media es de 43 años. La mitad de la muestra estuvo formada por parejas en las que hombres y mujeres trabajaban fuera del hogar, mientras que en la otra mitad los hombres trabajaban fuera del hogar y las mujeres eran amas de casa, y no tenían un trabajo remunerado. De esta forma, se analizó si existía una distribución diferente de las bases de poder en función de la situación laboral de la mujer.

Nuestros resultados indican que existen diferencias entre hombres y mujeres en las cuatro bases estudiadas. Los hombres presentan una mayor ideología sexista, tienen más recursos económicos (incluso en las parejas en que ambos tenían un trabajo remunerado) y usan más fuerza física que las mujeres. Por el contrario, las mujeres realizan más obligaciones sociales que sus parejas (también incluso en las parejas en que ambos trabajan fuera de casa). Aunque las autoras del modelo señalan que habría que reducir las diferencias en estos cuatro parámetros para conseguir la igualdad, nuestros datos indican que los primeros pasos hacia el cambio podrían darse modificando la ideología y como consecuencia, la distribución de obligaciones sociales dentro de la pareja.

Además, los análisis realizados muestran que trabajar sobre la ideología de la mujer sería importante para el cambio, sin caer en el tópico de culpar a la mujer de ser responsable de la desigualdad que ella misma sufre. La mujer tiene mucha capacidad para influir en las bases de poder de su pareja, es decir: si ella cambia su ideología hacia una más igualitaria, podría incidir en la de su pareja, y así en el resto de bases.

Por tanto, las principales implicaciones de nuestro trabajo serían trabajar sobre el reparto más equitativo de tareas domésticas y de cuidado, así como sobre las creencias y estereotipos que establecen y legitiman cuáles son los roles que hombres y mujeres debemos desempeñar (pensamientos del tipo «el hombre debe trabajar y la mujer no», «la educación de los hijos es tarea de la madre»).

Bibliografía:

Pratto, F. y Walter, A. (2004). The bases of gendered power. En A. H. Eagly, A. E. Beall y R. J. Sternberg (Eds.). The Psychology of Gender (2ª ed., pp. 242-268). New York: The Guilford Press.

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