La niña Juanita era una adorable señora de… bueno, la verdad es que resulta difícil precisar su edad, pues en el pueblo hasta las personas mayores decían que se acordaban de haberla visto ya señora, cuando aun eran cipotes, o cipotas. En el mercado, algunas señoras decían que la niña Juanita nunca tuvo hijos, y que vivía sola desde que, un día su marido se marchó al norte, y nadie volvió a saber de él. Otras señoras decían que la niña Juanita había tenido marido pero que se le murió y que tenía un hijo grande que se fue a vivir a otro país. Y por último estaban por cierto las más numerosas que afirmaban que la niña Juanita estaba virgen; decían: “nunca ha probado, no le han volado la corcholata, está cartucho, todavía está como Dios manda, no ha conocido hombre, es una santa, nunca le ha entrado, está virga, nunca ha jugado capirucho, no sabe lo que es canela fina, si supiera de lo que se está perdiendo, si supiera que es más rico que la tortilla”, etc., etc., etc. Y coincidían en decir que la niña Juanita moriría en olor de santidad.
De todas estas atenciones que la gente prestaba a su vida y que eran motivos de conversación en el mercado, la niña Juanita seguramente ni se enteraba. Vivía la señora en una casa enorme, conocida como La Casa de Caridad, que según el decir de la gente, era de una familia que hacía mucho tiempo se había ido a vivir al extranjero. La municipalidad y un patronato de gente cercanas a la iglesia se ocupaban de mandar a desherbar los dos patios interiores de la casa, y de mantener las paredes bien blanquitas con agua de cal. Ahí vivían gente sola y de extrema pobreza, o que por la avanzada edad no eran capaces de trabajar. La Casa de Caridad también era una ocasión de hacerse buena conciencia, para usureros, jugadores, dueños y dueñas de prostíbulos, honorables propietarios y propietarias de ventas de aguardiente clandestino, de bebida fermentada de maíz conocida como chicha, en suma, de pícaros y sinvergüenzas de todo tipo. La mentada Casa también servía de pretexto al señor cura para recaudar dinero por medio de las señoras devotas a María, pedir cal en las tiendas, y conseguir con el alcalde dos reos de las bartolinas municipales para desherbar y pintar la susodicha casa. ¿Y el dinero?. Sin duda para mantener la iglesia, es decir al señor curita. Es simpático agregar que a las señoras devotas a María, se les conocía socialmente como las señoras “De botas amarillas”, y es muy atinado decir que la tal casa le servía más a la gente que se movía alrededor de ella que a sus mismos moradores, pero en fin…
Todas la mañanas a las ocho, la niña Juanita barría el zaguán, sacaba una mesita, una banqueta, colocaba en un rinconcito una estampita de las ánimas benditas que un carpintero del pueblo con alma bondadosa le había enmarcado, y en un vaso colocaba un ramito de ruda. Después de ese casi ritual de todos los días, se iba para adentro a buscar unas cajas de cartón en las que guardaba dulces, lápices, nishpulos (dulces hechos con maíz y miel de caña), cartuchitos de pinol (maíz tostado y molido con azúcar y especies), botellitas y pistolitas de azúcar cristalizada, que conservaban en su interior el azúcar en jarabe (las había de diferente color y sabor), rosicleres ( trozos rosados de espuma de azúcar cristalizada, y del tamaño de una libreta de bolsillo y una pulgada de espesor, que después de mojarlos en un vaso de agua se chupaban hasta acabárselos), quiebra dientes, alegrías y caramelos de miel, estampitas, jabón de cuche, candelas de cebo, cancioneros, espejitos, polvos “Para Mi”, y cigarros que ella misma confeccionaba, de esos que la gente llama: “Pata de cabra”. Arreglaba su venta y se quedaba dormida sentada, esperando que llegaran a comprarle, o a encargarle un rezo para algún difunto, o alguna plegaria. Las plegarias eran encargadas por mujeres jóvenes, que guardaban secreta la intención por tratarse la mayoría de las veces de la reconciliación con el novio o con un amante secreto que habían perdido. Las mañanas transcurrían muy tranquilas, sin persona que viniera a interrumpirle su sueño para comprarle o encargarle algo. A las diez, la niña Inocenta, dueña de la tienda de la esquina llegaba con una batidorcito de barro para llevarle una taza de leche tibiecita. A las doce pasaban los cipotes de la escuela, que eran sus principales clientes, para comprarle cuartillo de dulces. A las doce y media la niña Juanita se levantaba, contaba los escasos centavos de la venta; con ellos empuñados en su manita, pequeñita y tierna como la de un niño, se persignaba, rogaba porque la venta del día siguiente fuera mejor, guardaba todo, entraba para calentar algo que comer en la cocina común de todos los habitantes del lugar y se acostaba a dormir hasta las tres, hora a la que se encaminaba a la iglesia para hacer los rezos que tenía encargados o para rezar por ella y entretenerse delante de cada imagen limpiando los candeleros de la esterina (estearina) derramada y decir una oración a la intención de todas las animas benditas del purgatorio, o fieles difuntos, como ella llamaba a los muertos.
Los días sábados, al pasar frente a su pequeño comercio, se oía un zumbido como de abejas. Era la niña Juanita y uno o dos niños rezando: El Padre nuestro que estas en los cielos… El Ave María Purísima sin pecado concebida… El creo en Dios padre todo poderoso… Diciendo las letanías del rosario; o cantando:
Vamos niños al sagrario
Que Jesús llorando está,
Pero viendo tantos niños,
Muy contento se pondrá.
Jesús vamos no llores,
Que nos vas a hacer llorar…
La fama de la niña Juanita en esos menesteres de preparar a los niños para la primera comunión (principal fuente de sus escasos ingresos) venía de que algunos de sus discípulos incluso habían llegado a ayudar el día domingo a dar misa, y se preparaban para participar en las celebraciones de la semana santa con el incensario, que servía (aunque el cura no lo dijera) para disimular con sus nubes de incienso todos los pedos que la gente se tiraba en las procesiones.
Así de tranquila e inmutable transcurría la vida de la niña Juanita, que se alteró solamente cuando cambió de iglesia (habían dos en el pueblo). Fue cuando a uno de los curas se le armó un escándalo en la entrada de la iglesia: Resulta que dos mujeres venidas de la capital se apostaron en la entrada, y cuando los fieles salían de la misa dominical, una de ellas se abalanzó sobre una señorita muy conocida y respetada en el pueblo, la agarró del pelo y literalmente la arrastró por todo el atrio de la iglesia, hasta que otras mujeres que asistían a la misa acudieron en su auxilio, pero tarde pues la atacante ya le había rajado la blusa y la falda. La pobre exhibía a la asistencia dominical su bikini celeste, y las chiches le bailaban fuera del brasier, mientras se esforzaba por soltarse de su agresora. Al acudir las demás mujeres, la segunda mujer apostada, que más parecía una boxeadora por su cuerpo y su desplante, comenzó a repartir manadas a diestra y siniestra, y cuando salió el sacristán y el cura de la casa parroquial, alarmados por el griterío y el tumulto de las mujeres, pero sin siquiera imaginarse el motivo, el sacristán no pudo impedir que la boxeadora hiciera trastrabillar al cura con un gancho, luego lo rematara de una trompada en el ojo izquierdo, lo hiciera ir a caer de culo encima de una mata de rosas, y pegara un grito que no esta claro si fue por la manada o porque se espino el trasero y los huevos. El sacristán corrió para auxiliarlo pero recibió una senda patada en las partes nobles, de tal magnitud, que lo hizo rodar por el suelo dando aullidos. Los hombres no se metieron aduciendo que se trataba de un pleito entre mujeres, aunque la verdad era (después se supo) que tenían miedo de recibir un trompón de la boxeadora y quedar en ridículo y en la historia popular del pueblo, por haber sido vergueados por una dama en pleno día domingo a las nueve de la mañana, a la salida de misa y delante de todo el mundo. Más tarde en la acción, esos espectadores que no se metían en pleitos de mujeres por ser hombres, al ver la suerte corrida por el cura y el sacristán, se fueron haciendo los majes y rapidito hicieron mutis.
En el desconcierto general y griterío de las mujeres que se habían apostado a un lado del atrio algunas ya con cacerolas palos y piedras, pero sin acercarse mucho, no fuera a ser… y mientras la principal agredida corría en bikini para su casa, todavía tratando de arreglarse las chiches, las dos asaltantes arrastraron al cura hasta un carro volkswagen escarabajo en el que un chofer, dicen que hermano de la que atacó a la señorita (aunque a estas alturas se dudaba si todavía lo era), ya había arrancado el motor, se apresuró para ayudar a meter al cura en el asiento de atrás entre las dos mujeres, y partió con rumbo desconocido.
Luego corrió la noticia, que la dama que primero atacó, era una mujer con quien el cura tenía amores en la ciudad capital, y que ésta, al darse cuenta de que su “Romeo” tenía otra “Julieta” en el pueblo, más joven y bonita que ella, y que indudablemente ponía en peligro su relación. había procedido como procedió.
La niña Juanita fue testigo. Y por eso se cambió de iglesia, porque vio la vergueada que le metieron a la señorita y la vergüenza en que la dejaron frente al pueblo por andar de caliente con los curas, que para la niña Juanita eran almas del señor; vio también la talegueada que le propinaron al cura por puto; y sintió lástima por los aullidos que pegaba el sacristán cuando la boxeadora le dio la patada por metido y andar defendiendo a un pecador. Sentada a un lado del atrio, vio todo, y oyó todos los improperios de uno y otro bando. No dijo nada, se puso a rezar el rosario en voz baja y decidió cambiarse de iglesia. Fue la única vez que en la vida de la niña Juanita hubo un cambio. Y no regresó a la iglesia, ni siquiera cuando la abrieron tres meses después, tiempo que transcurrió para que el obispo considerando que los ánimos ya se habían calmado, se decidiera nombrar como cura de la parroquia a un viejecito que por su edad resultaba impensable que todavía se le parara y se viera mezclado en tales líos.
Y por suerte la buena señora no se enteró que también cambiaron al cura de la otra iglesia, ¡Sino quien sabe!. En el pueblo había comenzado a saberse que, muy a pesar de su voto de castidad se le caía la mano, y formaba equipos de fútbol para rodearse de jóvenes
El resto de sus días los pasó aquella mujer lamentando el incidente que la había privado de ir a la iglesia de su devoción, la cual había visitado desde hacia una eternidad. Era tanta su tristeza que no volvió a pasar enfrente de la iglesia prefiriendo hacer un rodeo cuando tenia que ir por esa dirección. Así era la niña Juanita: aunque después de aquellos hechos, con una gran tristeza en el alma. Pero siempre tan inocente, tan tierna, y tan bondadosa con los niños, a quienes ofrecía un caramelo después del catecismo, mismo si un dulce podía significar un déficit para su pequeño comercio.
Tan inocente, que aunque jamás había hablado de ciertas cosas de su fe profunda, se podía adivinar, o yo pude enterarme siendo aun cipote choreado. Para ella las monjitas y los sacerdotes eran seres muy puros: ¡Almas del señor!. El Santo Papa, ya no se diga; tan, pero tan puro, que se tiraba pedos con olor a lavanda. Que cuando hacía pipi, él sólo se subía la sotana y un angelito le sacaba el arrocito para que parara su chorrito de agua bendita. Tan puro el hombre que cuando iba al baño para hacer pupú, un coro de angelitos bajaba del cielo, cantando, tocando liras, trompetas, y le limpiaban el culito con pétalos de rosas y de otras flores olorosas; que en lugar de caca hacia unas bolitas suavecitas de todos colores, como el dulce de algodón que venden en las fiestas para los niños. En su fe, los pedos para la niña Juanita eran las sufridas almas de los cerotes que se iban volando al cielo. Eso creía la niña Juanita. Por eso yo estaba convencido que era cierto que moriría en olor de santidad como decía la gente. Aunque, claro está que por ser Cipote, yo no entendía muy bien eso del olor de santidad, pero si podía imaginarme muy bien el agradable olor de santidad que la rodearía a la hora de su muerte. Olor de rosas, violetas, jazmines o algo más sutil.
Cierta vez pasaron tres días sin que se supiera nada de la niña Juanita. La gente dijo que se había ido de romería para ir a ver a no se que santo muy de moda en esos días, pero al pasar una semana sin noticia, los rumores comenzaron a correr en el mercado, hasta que decidieron ir a su cuarto para ver si encontraban un indicio de su misteriosa desaparición. La sorpresa fue terrible. Las señoras delegadas en el mercado para ir a su cuarto la encontraron muerta, y la noticia corrió por el pueblo, diríase que a la misma velocidad que la luz.
Cuando supe de la muerte de la niña Juanita fui corriendo a su casa. Conocía a la niña Juanita, porque para mí era la que vendía las pistolitas de azúcar más mieludas y los más sabrosos nishpulos del pueblo, y también porque desde hace tiempos estaba intrigado con eso del olor de santidad. Al llegar a la Casa de Caridad, agarré la curva del zaguán a toda velocidad, pero una señora me hizo alto y me dijo que no podía entrar. Advertencia que coincidió con los frenos que ya había aplicado a fondo a mi carrera. Di media vuelta y me regresé.
No se sabe de que murió la niña Juanita, pero en su agonía se había cagado y había quedado nadando en un charco de mierda líquida, que con los días se había secado y aumentaba el mal olor de su cadáver ya en descomposición.
Me alejé del lugar más de prisa que la que había tenido para llegar, sentí un miedo terrible de la muerte y me fui a sentar en una acera frente al parque. Allí me quede largo rato pensando en la niña Juanita y me dije: ¡Puta!, que horrible es el olor de santidad.