Purus ab omnia macula sanguinis

2. Purus ab omnia macula sanguinis1 El imaginario colonial de la blancura en la Nueva Granada (voy por pag. 72)

“Todo hombre de color que no era francamente negro como un africano, o cobrizo como un indio, se dice español. Pertenece a la gente de razón, y a esta razón que, hay que confesar, es a veces arrogante y perezosa, persuade a los blancos, y a los que lo creen ser, que la labranza de la tierra es cosa de esclavos. Nos sorprendió ver muchos zambos y mulatos y otras gentes de color que, por vanidad, se llaman españoles y se creen blancos, porque no son tan rojizos como los indios”
Alexander von Humboldt

El capítulo anterior me ha permitido establecer la relación entre el proyecto científico-social de la Ilustración (Cosmópolis) y el carácter geopolítico de sus enunciados.

Mi interés ha sido examinar la tensión creada entre la pretensión inmanente de ese discurso, a saber, la de carecer de un lugar particular de enunciación (la hybris del punto cero), y los intereses geoculturales y geopolíticos que marcaron su producción.

De la mano de Said y de teóricos latinoamericanos como Dussel , Quijano y Mignolo , hemos visto que esos Erkenntnisinteresse a menudo estaban articulados por el imaginario de la superioridad étnica de unas poblaciones sobre otras, profundamente arraigado en la subjetividad de los actores sociales.

Me he referido en particular al discurso de la limpieza de sangre, pues la tesis de estos autores es que ese imaginario colonial de la blancura no se contrapone a la modernidad (como suele plantear la teoría social moderna), sino que coexiste con ella. Modernidad y colonialidad son las dos caras de
una misma moneda.

Ahora vamos a mostrar la coexistencia entre modernidad y colonialidad a través de un estudio de caso. La tesis que voy a defender en los capítulos siguientes es que el lugar de enunciación del discurso ilustrado criollo coincide exactamente con el del discurso de la limpieza de sangre, es decir, que en ese lugar geocultural específico coincidían el imaginario moderno del punto cero con el imaginario colonial de la blancura .

Pero antes es preciso examinar de cerca el modo en que se construyó el imaginario de la blancura en la periferia colonial americana. En este capítulo segundo veremos, entonces, que el discurso de la pureza de sangre era el eje alrededor del cual se construía la subjetividad de los actores sociales en la Nueva Granada.

Ser blancos no tenía que ver tanto con el color de la piel , como con la escenificación de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y formas de producir conocimientos. Me concentraré en algunas de las prácticas culturales a través de las cuales fue construido este imaginario y el modo en que fue asumido por los diferentes grupos sociales en conflicto.

El propósito de este ejercicio es mostrar que la lucha de distanciamientos y apropiaciones centradas en el imaginario de blancura constituyó el piso sobre el cual se emplazó el conocimiento científico de la elite criolla ilustrada en la segunda mitad del siglo xviii.

2.1 La etnización de la riqueza

Antón de Olalla era un modesto labrador y alférez de infantería que llegó a la
Nueva Granada con la expedición de Jiménez de Quesada en 1537 y participó activamente en la “pacificación” de los indios panches y muiscas, así como en la guerra contra el cacique de Guatavita.2 Como premio a sus servicios, la Corona española asignó a Olalla una parte del botín expropiado a los indígenas por las tropas de Quesada, y le hizo parte, en forma ventajosa, del primer repartimiento de indios que se hizo en el Nuevo Reino.

Por cédula real fue nombrado en 1547 depositario de la encomienda de Bogotá, que abarcaba cientos de hectáreas de terrenos aledaños a la ciudad y contaba con cerca de mil indígenas tributarios que le pagaban el equivalente a mil pesos anuales. Aprovechando la gran cantidad de mano de obra indígena a su disposición, Olalla pudo acumular el suficiente capital para comprar tierras fértiles y fundar haciendas ganaderas en las proximidades de Bogotá, de tal modo que en poco tiempo se convirtió en el mayor terrateniente de la región. En menos de quince años consiguió apoderarse de siete estancias que producían una gran cantidad de ganado vacuno, carneros, cerdos, quesos, maíz y trigo.

2 Todos los datos aquí presentados sobre Olalla y su familia son tomados de la investigación realizada por el historiador colombiano Jairo Gutiérrez Ramos (1998: 16-26).

Su riqueza le aseguró además el acceso a importantes cargos políticos. En 1544 fue nombrado Teniente del gobernador del Nuevo Reino de Granada, y entre 1557 y 1573 fue alcalde ordinario de Bogotá en cuatro ocasiones.

Una vez muerto Olalla, sus descendientes iniciaron una muy bien calculada serie de alianzas matrimoniales, destinadas a consolidar e incrementar el patrimonio familiar heredado. La hija de Olalla, doña Jerónima de Orrego, contrajo nupcias con el almirante Francisco Maldonado de Mendoza, un hidalgo español recién llegado a la Nueva Granada. Éste tomó posesión oficial como nuevo encomendero de Bogotá en 1596 y procuró diversificar las actividades productivas de sus tierras.3

Aprovechando el “servicio personal” de los indios encomendados, dedicó la vida a incrementar su fortuna y multiplicar sus empresas. Trabajó en el comercio de víveres y se inició en el negocio de la minería, adquiriendo una cuadrilla de esclavos negros. Antes de morir en 1631, Maldonado de Mendoza fundó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, mediante el cual garantizaba que solamente los miembros de su linaje podrían tener acceso a sus bienes, obligándolos a usar su apellido.4

Las cuatro generaciones posteriores de descendientes, que cubren todo el siglo xvii, constituyeron un clan endogámico compuesto por las más prestigiosas familias santafereñas, clan que acaparó encomiendas, tierras, minas y además consiguió monopolizar el poder municipal y provincial en el
Nuevo Reino de Granada.

El ejemplo de Olalla y sus descendientes me permite plantear la hipótesis que quiero defender en esta sección: desde el comienzo mismo de la acción colonizadora en el territorio neogranadino, el fenotipo de los individuos (blanco, negro, indio, mestizo ) determinó su posición en el espacio social y, por lo tanto, su capacidad de acceso a aquellos bienes culturales y políticos que podían ser traducidos en términos de distinción. El caso de Olalla es interesante porque nos muestra que la construcción de una entramada red de parentescos y la adquisición de títulos de nobleza o su transmisión hereditaria, fueron las dos estrategias fundamentales que utilizó la elite colonial para perpetuar su linaje y poder.

3 Gutiérrez Ramos calcula que las tierras de don Francisco Maldonado al finalizar el siglo xvi alcanzabanlas 20.000 hectáreas. La cantidad de ganado vacuno que mantenía en sus tierras oscilaba entre 5.000 y 8.000 cabezas y solamente en su finca “El Novillero” se podían sostener hasta 12.000 ovejas (Gutiérrez Ramos, 1998: 37-40).
4 Vale la pena transcribir parte del testamento, tal como es reproducido por Gutiérrez Ramos: “con tanto que las personas que se casaren con las hijas sucesoras de este mayorazgo, sin embargo, de tener otros apellidos hayan de tener el mío y el de dicha mi mujer, llamándose y nombrándose Maldonado de Mendoza sin mezclarlo con otros apellidos y tomando las armas de estos dos apellidos trayéndolas en sus escudos, sellos, divisas y poniéndolas en las casas y obras que hicieran sin mezclarlas con otras ningunas, so pena del que lo contrario hiciera pierda el mayorazgo” (Gutiérrez Ramos, 1998: 46).

No obstante, estas dos estrategias compartían un mismo presupuesto: la necesidad de mantenerse a salvo de cualquier sospecha de “mancha de la tierra”, es decir, de trazar una frontera étnica que impidiera la mezcla de sangre con indios, negros, mulatos o mestizos. Me referiré a la construcción de un imaginario de blancura frente al cual todos los demás grupos raciales pudieran ser definidos, por carencia, como “pardos”.

Para precisar de qué modo la elite neogranadina construyó un imaginario cultural de blancura, veamos primero cómo se planteaba la relación entre nobleza, riqueza y pureza de sangre en la América Hispana. En 1736, los oficiales de la marina española Jorge Juan y Antonio de Ulloa describían de este modo el ethos de la clase dominante en Hispanoamérica:
“Es de suponer que la vanidad de los Criollos y su presunción en punto de
calidad se encumbra á tanto que cavilan continuamente en la disposición y
orden de sus genealogías, de modo que les parece no tienen que envidiar nada en nobleza y antigüedad á las primeras casas de España; y como están de continuo embelesados en este punto, se hace asunto en la primera conversación con los forasteros recién llegados, para instruirlos en la nobleza de la casa de cada uno, pero investigada imparcialmente, se encuentran á los primeros pasos tales tropiezos que es rara la familia donde falte la mezcla de sangre, y otros obstáculos de no menor consideración” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 417).5

El texto de Juan y Ulloa revela que la pretensión de limpieza de sangre, es decir, de gozar de la condición de noble blanco, era el signo distintivo que permitía a los criollos diferenciarse socialmente de los mestizos y demás grupos sociales. Lo importante aquí no era ser “realmente” blancos, puesto que casi ningún miembro de la elite criolla podía comprobar sus pretensiones de nobleza6, sino escenificarse socialmente como blancos y ser aceptados como tales por los estratos sociales más preeminentes.

5 El resaltado es mío.
6 En un estudio referente a la nobleza quiteña, Christian Büschges (1997: 51) destaca que en todo el periodo colonial no existió ninguna solicitud de comprobación de nobleza dirigida por las elites locales a las Reales cancillerías de Granada y Valladolid, instancias encargadas por la Corona española para dirimir estos casos. Esto prueba, según Büschges, que el concepto de nobleza tenía en la Nueva Granada un carácter altamente “informal”, puesto que se consideraba noble simple y llanamente a quien reclamaba serlo y era reconocido como tal por la elite criolla. Pilar Ponce de Leiva (1998: 43-44) habla en este sentido de una aristocracia de facto pero no de iure, y la compara con la baja nobleza castellana. Una cosa era, por tanto, alegar que se era noble – con el fin de asegurar un determinado prestigio social – y otra muy distinta era poseer un título de nobleza (es decir, ser noble “en propiedad”), que sólo podía ser expedido por cancillerías españolas.

Por esta razón, la blancura no tenía que ver estrictamente con el color de la piel , sino que designaba, por encima de todo, el tipo de riqueza y encumbramiento social de una persona. La blancura, como diría Bourdieu, era un capital cultural que permitía a las elites criollas diferenciarse socialmente de otros grupos y legitimar su dominio sobre ellos en términos de distinción . La blancura era, pues, primordialmente un estilo de vida demostrado públicamente por los estratos más altos de la sociedad y deseado
por todos los demás grupos sociales.

El ejemplo citado de Olalla nos deja ver con precisión en qué consistía este capital cultural de la blancura. Como ya se dijo, en la segunda generación después de Olalla se creó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, lo cual indica la formación de una nueva aristocracia colonial, empeñada en defenderse de cualquier intromisión de “escaladores sociales” y personajes ajenos al clan original. La pertenencia a este clan exigía el cumplimiento de por lo menos uno de dos requisitos: el primero era tener “sangre de conquistadores”, esto es, acreditar que se era descendiente directo de los “primeros pobladores” de la Nueva Granada (en nuestro ejemplo, los descendientes de Olalla); el segundo era tener “sangre noble”, es decir, acreditar que se era descendiente directo de un hidalgo (en nuestro ejemplo, los descendientes de Maldonado de Mendoza).

Dicho de otra manera, la elite neogranadina construyó a su alrededor una fortaleza social cimentada en dos concepciones de “honor”: de un lado, la nobleza de sangre o hidalguía, que se adquiría por ser hijo de padre noble y era transmitida legalmente a los descendientes; de otro lado, la nobleza de privilegio, que se adquiría por ser hijo de “beneméritos” – aunque no lo fuera por linaje –, pero que no tenía la misma validez que la nobleza de sangre.

Mi punto es que la piedra angular de esta fortaleza social, construida por las elites coloniales, era su carácter fundamentalmente étnico. Esto se hace claro si recordamos que el requisito para la obtención u ostentación de cualquier título de nobleza era la limpieza de sangre. Sabemos que en España la condición sine qua non para recibir un título de nobleza era que el pretendiente fuera “cristiano viejo” y no estuviera mezclado con “malas razas”, es decir con sangre de morisco, guineo, judío o gitano.

En América tal discriminación étnica fue todavía más fuerte debido a la existencia de dos repúblicas, la de blancos y la de indios, haciendo que el estatuto legal de una persona se relacionara directamente con su pertenencia a un grupo étnico. Esto hizo que las desigualdades sociales no se basaran sólo en los distintos niveles de vida material (ricos o pobres) sino, ante todo, en las diferencias provenientes de la sangre, la herencia y la adscripción a un linaje. Lo que significa que mientras en España la limpieza de sangre – solicitada, por ejemplo, a los españoles que deseaban “pasar a las Indias” – era primariamente una exigencia de carácter religioso, en América se convierte en una cuestión de orden étnico y tan solo secundariamente de orden religioso y económico.

La prueba de esto, como veremos más adelante, es que en la gran mayoría de los juicios de disenso, los argumentos que se esgrimen son básicamente de tipo racial, mientras que la argumentación relativa a la condición económica de los sujetos resulta marginal y, en todo caso, improcedente de acuerdo a las leyes que protegían el fuero social de la blancura .7

El orden jurídico reflejaba una escala cultural de valores en la que la distinción étnica resultaba mucho más importante que la distinción económica entre los actores sociales. Las desigualdades étnicas no se basaban, entonces, en apreciaciones puramente subjetivas de las elites, sino que se encontraban sancionadas por un orden jurídico que se encargaba de situar a cada individuo en el grupo étnico que le correspondía.

Así, por ejemplo, en las actas y libros de los cabildos, como también en los títulos de encomiendas, quedaba oficialmente consignado si una persona descendía o no de los “primeros pobladores”; las pretensiones de nobleza podían ser acreditadas ante la Real Audiencia y las alcaldías ordinarias, de tal manera que los blancos gozaban del derecho a recibir provisiones especiales de amparo a su condición étnica.8

También en los padrones oficiales se establecía una diferencia entre “vecino” y “morador”, reservando la primera categoría a los miembros de las familias más antiguas y distinguidas del lugar. De igual manera, en las actas sacramentales de la Iglesia se registraban en dos libros separados los bautismos de los blancos y los de los indios, negros y mulatos, como ocurría, por ejemplo, en la parroquia de Nuestra Señora de Santa Bárbara en
Bogotá (Ramírez, 2000: 44).

En todos estos casos, la función del orden jurídico era legitimar con argumentos étnicos las diferencias sociales y materiales existentes de facto entre los blancos y las castas. Debe quedar claro que los valores culturales privilegiados por la elite criolla para distinguirse socialmente de otros grupos, poco o nada tenían que ver con el tipo de profesión, con las actividades comerciales o con el éxito económico de una persona, sino con criterios tales como el honor, la nobleza y, por encima de todo, el estatuto étnico. Es por eso que el concepto de “clase” – en el sentido dado a este término por la tradición marxista – me parece poco adecuado para describir el tipo de relaciones de poder entre los diferentes grupos sociales durante el periodo colonial.

7 Véase por ejemplo la documentación del archivo del cabildo de Medellín entre 1674 y 1812 recopilada por William Jaramillo Mejía (2000).
8 Para colocar tan solo un ejemplo: cuando un blanco era encarcelado, estaba prohibido aplicarle cierto tipo de sanciones reservadas a los “pardos”, como el aseguramiento con grillos o cadenas y el castigo en el cepo. Tampoco se podía colocar a un blanco en la misma cárcel que un negro. Cuando estas leyes eran violadas, la víctima blanca podía quejarse abiertamente y solicitar una sanción ejemplar para la autoridad responsable del delito, por no haber tenido en cuenta su distinción y privilegios (Gutiérrez de Pineda ,Pineda Giraldo 1999: 426).

Prefiero describir estas relaciones utilizando la categoría de la “colonialidad del poder ”, que hace referencia, como vimos, a la creación y reproducción de un imaginario de blancura compartido de forma desigual por todos los sectores de la sociedad. Tal imaginario era la clave para construir la subjetividad personal, así como para consolidar las jerarquías sociales y mantener el orden establecido.

2.1.1 Sociología espontánea de las elites
En el capítulo uno, refiriéndome a las taxonomías étnicas de la población americana elaboradas por cartógrafos, cronistas y cosmógrafos españoles del siglo xvi, mostré que el discurso de la limpieza de sangre posee también una dimensión cognitiva. En la sección anterior dije que el dominio de las elites criollas sobre los grupos subalternos demandaba la construcción de un imaginario de blancura a partir del cual, tanto unos como otros “reconocían” la legitimidad de un orden social construido sobre la diferenciación étnica.

Ahora procuraré vincular estos dos aspectos, mostrando de qué manera las taxonomías étnicas formaban parte de un imaginario cultural de la blancura . Para ello estudiaré brevemente algunas de las representaciones “habituales”
– es decir, ancladas en el habitus – que el grupo dominante de los criollos se hacía de los demás, de sí mismos y de su “lugar natural” en la sociedad. Me refiero a toda una serie de supuestos, valoraciones y prenociones de carácter irreflexivo, a través de las cuales el grupo criollo “construye” la realidad social, proyectando sobre ella sus ideales y aspiraciones particulares. A esta serie de representaciones particulares, que elevan, sin embargo, una pretensión objetivadora de la realidad social, les llamaré sociología
espontánea de las elites. 9

El historiador sueco Magnus Mörner (1969: 61) ha señalado que la noción de
“casta” fue usada ampliamente por las elites de la América hispana colonial para designar a las personas de sangre mezclada. La pertenencia de un individuo a una de las castas adquiría en la sociedad colonial una valoración culturalmente peyorativa que estaba sancionada por el orden jurídico.

9 Althusser (1985: 35) acuñó el término “filosofía espontánea” para referirse al modo en que las “ideologías prácticas” se introducen soterradamente en la práctica teórica de los científicos. Estas ideologías o Weltanshauungen son vistas por Althusser como “instrumentos ideológicos de la hegemonía de la clase dominante”, que se filtran en la enseñanza y en la práctica de las ciencias sociales. Varios años más tarde, Pierre Bourdieu habló de “sociología espontánea ” para ilustrar la manera en que el lenguaje sociológico corre el peligro de filtrar toda una serie de prenociones encerradas en el lenguaje común, que contienen una “filosofía petrificada de lo social” (Bourdieu , 2000: 37).

Y aunque los censos oficiales de población, realizados en el siglo xviii, no utilizaban la categoría de “casta” – sino la de “blancos ”,“indios”, “esclavos” y “libres de todos los colores”-, era tanta la obsesión de las elites criollas por evitar cualquier sospecha de “mancha de la tierra” que establecieron una
gran cantidad de taxonomías clasificatorias con el fin de precisar a qué casta pertenecía cada individuo. A través de estas taxonomías, las elites construían imaginariamente un orden social y elaboraban representaciones sobre el lugar que ellos y las castas debían ocupar en ese orden.

Me referiré primero a una de las formas más interesantes de taxonomización social surgida en Hispanoamérica durante el siglo xviii: la llamada “cuadros de castas ”. Se trata de un género pictórico surgido en México, en el que se representan artísticamente las diferentes castas que componen la sociedad colonial (García Sáiz, 1989). Aunque es un tipo de pintura que no tuvo mucho arraigo en la Nueva Granada, resulta interesante estudiar sus características principales a fin de darnos una idea del modo en que operaba lo que aquí he denominado “sociología espontánea de las elites”.

Los cuadros de castas representan el complejo proceso de mestizaje que se estaba llevando a cabo en toda la América hispana durante el siglo xviii. Se trataba de un conjunto de escenas – por lo general 16 cuadros – en las que se mostraban los diferentes tipos de mezcla racial, designando a cada una con un nombre, una actividad y una posición social específicas. La serie de cuadros seguía una estricta progresión taxonómica: al comienzo aparecía una representación del modelo de “raza pura” – el español – y luego, en orden descendente, conforme al alejamiento respecto del modelo étnico original, eran representadas todas las castas.

En los cuadros aparece siempre el padre, la madre y el hijo, con su color de piel, vestido y actividad laboral característica. Los 16 “tipos de sangre” más frecuentemente representados en los cuadros de castas10 eran los siguientes:
1. De español e india, mestizo
2. De mestizo y española, castizo
3. De castizo y española, español
4. De español y negra, mulato
5. De mulato y española, morisco
6. De morisco y española, chino
7. De chino e india, salta atrás
8. De salta atrás y mulata, lobo
9. De lobo y china, jíbaro
10. De jíbaro y mulata, albarazado
11. De albarazado y negra, cambujo
12. De cambujo e india, zambaigo
13. De zambaigo y loba, calpamulato
14. De calpamulato y cambuja, tente en el aire
15. De tente en el aire y mulata, no te entiendo
16. De no te entiendo e india, torna atrás.
10 Véanse en: http://www.emory.edu/COLLEGE/CULPEPER/BAKEWELL/thinksheets/castas .html

Aunque varios de los nombres puedan parecernos algo pintorescos, estos no deben ser vistos como arbitrarios. Por el contrario, los nombres designaban el lugar exacto que correspondía a cada persona en el proceso de movilización social. A partir de los tres tipos básicos (español, indio, negro) se construía una serie de subtipos a los que correspondía un nivel más o menos alto de discriminación étnica. Las categorías “salta atrás” y “torna atrás”, por ejemplo, hacían referencia a que un mestizo descendiente de negros si se casaba con una india, retrocedía en el proceso de blanqueamiento (Rosenblat, 1954: 174).

La categoría “tente en el aire” significaba que no había adelanto posible, ya que la unión se hacía entre dos personas (calpamulato y cambuja) cuya sangre estaba ya completamente mezclada de las tres razas y, por tanto, se encontraban a igual distancia relativa del blanco y del indio. En otros casos, la categoría designaba alguna característica física o lingüística del individuo. El “chino” era aquel que, sin ser negro, llevaba el cabello rizado, mientras que el “no te entiendo” era resultado de la mezcla entre descendientes de personas (tal vez esclavos bozales) que no hablaban bien el castellano. Algunas categorías como “lobo”, “albarazado”, “barcino” y “cambujo” eran tomadas, despectivamente, de la nomenclatura usada comúnmente en el cruce entre animales.

Como puede verse, tanto la denominación como la progresión de los cuadros
revelan una “sociología espontánea ”: a mayor mezcla de sangre, menor posibilidad de movilización social. Lo cual significaba que entre menos “pura” fuera la sangre que corría por las venas de una persona, menor sería también su posibilidad de ascenso social. Nótese, por ejemplo, que el estigma de la mezcla racial podía desaparecer en la tercera generación sólo porque el varón mestizo era visto como hijo de dos razas “puras” (español e india) y tenía, por tanto, la oportunidad de “redimir” su prole si engendraba hijos legítimos con una mujer blanca. A su vez, el fruto de esta unión
(el castizo) podía tener hijos legítimos considerados ya como españoles, pero sólo si seguía fielmente el ejemplo de su padre, es decir, si se casaba con una mujer blanca.

En cambio, en el momento en que la sangre se “contaminaba” con elementos negros , la posibilidad de redención se tornaba imposible. El mulato, fruto de la unión entre español y negra, ya no podía blanquear su sangre, aunque él, sus hijos (moriscos) y sus nietos (chinos) tuvieran hijos legítimos con mujeres blancas. El principio es claro: la sangre negra no puede ser redimida. Por el contrario, entre mayor sea el porcentaje de sangre negra, mayor será también la degeneración racial y social. El uso de categorías zoológicas (lobo11, coyote12) indica que los individuos pertenecientes a estas castas en
poco o nada se diferencian de las bestias.

Aunque en la Nueva Granada los cuadros de castas no tuvieron mayor arraigo
entre los artistas, las elites criollas utilizaron el mismo principio clasificatorio para la elaboración de sus taxonomías étnicas. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje del fraile capuchino Joaquín de Finestrad :
“Semejantes a los árabes y africanos que habitan los pueblos meridionales,
tales son los indios, los mulatos, los negros , los zambos, los saltoatrás, los tente en el aire, los tercerones, los cuarterones, los quinterones y cholos o mestizos.

Los que tienen sangre de negro y blanco se apellidan mulatos; los de mulato y
negro, zambos; los de zambo y negro, saltoatrás; los de zambo y zamba, tente
en el aire; los de mulato y mulata, lo mismo; los de mulato y blanca, tercerón;
los de tercerón y mulata, saltoatrás; los de tercerón y tercerona, tente en el aire; los de tercerón y blanca, cuarterón ; los de cuarterón y blanca, quinterón; los de quinterón y blanca, español, que ya se reputa fuera de toda raza de negro” (Finestrad , 2000 [1789]: 135). Nótese que para Finestrad , todas las castas de la Nueva Granada son “semejantes a los árabes y africanos”, es decir que son “hijos de la maldición” por estar mezcladas con los descendientes de Sem y de Cam .13

De otro lado, utiliza nombres usados por los pintores mexicanos (“tente en el aire”, “saltoatrás”) pero adaptándolos a la particular situación racial de la Nueva Granada. No obstante, las categorías taxonómicas de Finestrad
son algo más precisas que las utilizadas en México. Nombres como “tercerón”, “cuarterón ” y “quinterón” hacían referencia a la cercanía o lejanía temporal frente al modelo racial de la pureza. Así, el tercerón era el que durante tres generaciones sucesivas había emparentado con blancos , el cuarterón lo había hecho por cuatro, y el quinterón era el que ya había limpiado su “mala sangre” durante cinco generaciones, por lo que podía engendrar hijos considerados ya como criollos .

11 http://www.artnet.com/magazine/features/ramirez/ram12-06.asp
12 http://www.artnet.com/magazine/features/ramirez/ram12-01.asp
13 Este punto lo ampliaré en el capítulo cuarto.

En un magnífico ensayo, Ilona Katzew (1997) afirma que los sistemas de clasificación étnica expresan la necesidad de las élites dieciochescas de crear un orden y un control en medio del caos que representaba para ellas el creciente proceso de mestizaje. Esta obsesión por el orden reflejaba también el espíritu de la Ilustración, con su interés por aquel tipo de clasificaciones sistemáticas que Michel Foucault denomina Tableaux.

De hecho, muchos de los cuadros de castas fueron enviados a las colecciones de historia natural que por esos días empezaban a ser populares en la España de los Borbones:
“In 1776, the same year the Gabinete [Real Gabinete de Historia Natural en
Madrid] opened its doors to the public, an official decree was issued requesting viceroys and other functionaries to send natural products and artistic curiosities. Casta paintings were displayed with a host of archeological objects, rocks, minerals, fossils, and other “ethnographic” items. By entering the space of the Gabinete, casta paintings acquired a specific meaning related to their assumed “ethnographic” value. The Gabinete provided the ideal forum from which colonial difference could be contained and articulated as a category of nature. Thus, the inclusion of objects such as casta paintings, in addition to satisfying Europeans´ curiosity for the exotic, points to their need to classify the peoples of the Americas as a way of gaining control to the unknown” (Katzew, 1997: 16).

Katzew señala con acierto la relación intrínseca entre los sistemas de clasificación étnica y la llamada historia natural, problema que tendré oportunidad de trabajar en el capítulo quinto. Por el momento me interesa resaltar el modo en que estos sistemas de clasificación se hallaban anclados en una sociología espontánea y formaban parte de un imaginario cultural de blancura . Recordemos que los cuadros de castas no fueron creados por científicos europeos sino por artistas criollos de la elite, que respondían sin duda a una necesidad de su grupo social. Se diría pues que, además de lo señalado por Katzew, la importancia de estas clasificaciones radica en el hecho de que a través de ellas, y a contraluz, la etnia dominante definía “sociológicamente” lo que significaba ser blanco.

Una vez se establecía una taxonomía de todas las posibles mezclas de sangre,
entonces era posible determinar ex negativo de qué privilegios sociales quedaban excluidas las personas que entraban en alguna de las castas o, lo que es lo mismo, qué privilegios eran exclusivos de aquellos que establecían las categorías.14 La conclusión es que el discurso de la limpieza de sangre , con toda su connotación étnica y separatista, formaba parte integral del habitus de la elite criolla dominante, en tanto que operaba como principio de construcción de la realidad social.

14 Con estas taxonomías ocurre lo mismo que señalaba Mignolo para el caso de las cartografías del Nuevo Mundo en el siglo xvi: el sujeto que taxonomiza – como el que dibuja los mapas – se encuentra “fuera de la representación” (Mignolo, 1995: 219-313).

Ahora bien, la sociología espontánea de las elites no sólo clasificaba y definía el número de las castas, sino que también asignaba un valor al carácter y a la personalidad de los individuos pertenecientes a ellas. Esto era parte importante en el propósito de las elites de generar un “orden” en medio del “caos” social provocado por el mestizaje durante todo el siglo xviii. El indio fue, por supuesto, el primer grupo sometido a tal clasificación axiológica. Por ser la raza vencida, su diferencia cultural fue interpretada como síntoma de carencia frente al ethos hispánico del vencedor.

El triunfo militar de los conquistadores significó, así, la imposición de un imaginario hispanocéntrico que estableció sus formas culturales de relacionarse con la naturaleza, con la sociedad y con la subjetividad, como norma normata a partir de la cual debían ser juzgadas todas las demás expresiones culturales.

De este modo, si los indios atribuían al trabajo un valor diferente al de la productividad, los españoles interpretaban esto como síntoma de pereza y holgazanería; si adoraban unos dioses diferentes a los de la Biblia, entonces
eran supersticiosos; si tenían una forma diferente de entender la sexualidad, eran tenidos como depravados; si poseían una tecnología diferente para cultivar la tierra, eran tildados de estúpidos o “escasos de luces”.
La desviación cultural con respecto al patrón dominante empezó a ser vista como un defecto natural propio de la casta. Pertenecer a la casta de los indios equivalía no solamente a tener unas características somáticas diferenciadoras, sino también, y principalmente, a poseer un carácter y una personalidad esencialmente inferiores a las del hombre occidental.

En la Nueva Granada, como en las otras regiones de América, la haraganería y la pereza fueron los “defectos naturales” que más se atribuyeron al carácter de los indios y de los mestizos. La espectacular disminución de la población indígena contribuyó a fomentar la idea de que los indios y sus descendientes mestizos eran “flojos” por naturaleza , y que lo mejor sería reemplazarlos por razas más fuertes y trabajadoras como la negra, o bien reclutarlos en el ejército para “disciplinarlos”. En su informe a las autoridades españolas, los oficiales Jorge Juan y Antonio de Ulloa se refieren a los mestizos como un conjunto de “gente vagamunda y viciosa”, es decir, como personas carentes del hábito del trabajo productivo y dispuestos, por ello, a caer en todo tipo
de costumbres licenciosas:
“Es de advertir que las provincias interiores de aquella parte de América, que
son las que están en las serranías, son asimismo las más dilatadas y pobladas
de gente que hay en todas ellas: en estas abunda mucho la casta de los mestizos, y estos son de muy corta ó ninguna utilidad en aquellos payses, porque la abundancia de frutos que hay en ellos, y la inaplicación que es común en estos al trabajo , los tiene reducidos á vida ociosa y perezosa; hechos depósitos de todos los vicios, la mayor parte de esta gente no se casan nunca, y viven escandalosamente, aunque allí no es extraña esta irregularidad de vida por ser muy común” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 164).

En cuanto a los negros , el estudio hecho por los antropólogos Virginia Gutiérrez de Pineda y Roberto Pineda (1999: 12-18), de los documentos de venta de esclavos en la Nueva Granada, así como de los juicios hechos en su contra, revela qué tipo de valoración social recibían estas personas. Si el principal vicio atribuido al indio era la pereza , el que más caracterizaba al negro era la soberbia.15 Este estereotipo sobre la personalidad “altanera” y “rebelde” del negro estaba tan arraigado, que el precio exigido por los comerciantes variaba según el lugar de donde proviniera el esclavo, pues los compradores pensaban que los que venían del Congo eran “fatuos” – y por
tanto debían ser más baratos -, mientras que los que venían de Angola eran “dóciles” y “comedidos”.16

Por lo general, los negros también eran acusados de ser mentirosos, de tener una “malignidad propensa a la calumnia” y de ser proclives a todo tipo de
costumbres licenciosas. Entre éstas se destaca la promiscuidad sexual, por lo que las mujeres negras eran tenidas por “fáciles y deslenguadas”, inclinadas a la prostitución y el amancebamiento, mientras que los hombres negros tenían fama de ser “inquietos en amores”.

Debido a que llevaban “sangre de la tierra ” en sus venas, los pardos en todas sus combinaciones (mestizos, mulatos, zambos, tercerones, etc.) eran vistos como racialmente inferiores a los españoles. Es decir, que no sólo llevaban en la sangre los vicios propios de la raza primaria – india o negra – de la que descendían, sino que además heredaban vicios nuevos, propios de la combinación racial. El zambo era tenido como la casta más despreciada de todas por ser resultado de la mezcla entre indios y negros .17

15 Nótese que ambos vicios se encuentran relacionados con el status laboral del indio y el negro. La valoración peyorativa se refiere, en un caso, a la resistencia del indio frente al trabajo corporal, mientras que en el otro a la resistencia del negro para obedecer las órdenes del capataz. Así mismo, los dos vicios eran considerados como “pecados capitales” por la doctrina católica. Pero en el indio y en el negro eran vistos como “defectos naturales”, propios de su constitución racial, lo cual hacía difícil – o imposible – su corrección mediante la penitencia y el arrepentimiento.
16 La procedencia geográfica del esclavo negro era inocultable para los comerciantes, puesto que todos traían en su cuerpo unas marcas llamadas “sajaduras” que identificaba a las distintas regiones de África (Díaz, 2001: 37).

Además de ser “sumamente iracundos, crueles, traidores y, en suma, gente
cuyo trato debe rehuirse”18, el zambo era considerado como “taciturno, de mirada torva o maliciosa y de índole tan perversa que lo lleva fácilmente al mal”19. Por el contrario, el hombre mulato era tenido como racialmente superior al zambo y se le reconocía su gran habilidad para el aprendizaje de las letras, por lo cual era temido por los blancos .20 Sin embargo, era visto como “escandaloso y petulante”, cualidades recibidas de su ascendencia negra, por lo que frecuentemente se le acusaba de robos y otros delitos contra la propiedad (Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999:63). La mujer mulata era muy apreciada por su belleza, pero tenida como heredera de la tendencia a la promiscuidad sexual propia de sus ancestros negros, por lo que la caracterización más difundida era su “irrefrenable sexualidad”. Pero no sólo la mujer mulata, sino en general todas las mujeres de las castas eran vistas por la elite blanca como inclinadas “por naturaleza ” a la fornicación y el amancebamiento. Jorge Juan y Antonio de Ulloa escriben que
“Estas mestizas ó mulatas desde el segundo grado hasta el cuarto o quinto se
dan generalmente á la vida licenciosa, aunque entre ellas no es reputada por
tal, mediante que miran con indiferencia el estado de casarse con sugeto de su igual, ó el de amancebarse […] No son las mugeres comprehendidas en las
clases de mulatas ó mestizas las únicas que se mantienen en este género de vida, porque también se entregan á ella las que habiendo salido enteramente de la raza de Indios ó negros , se reputan ya y son tenidas por Españolas” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 504-505).

Todos estos ejemplos muestran que no sólo la definición de quién pertenece a una casta conforme al grado de “impureza” de su sangre, sino también la imputación de un valor denigrativo sobre todos los miembros de esa casta, fueron estrategias utilizadas por el dominador para construir su imaginario de blancura .

17 El ilustrado criollo Jorge Tadeo Lozano escribe: “Últimamente del indio y del africano resulta una casta mixta, cuyos individuos se llaman Sambos. Esta casta, la peor de todas, es por su apariencia externa algo más análoga á la del negro, pero horriblemente desfigurada con algunas facciones del indio. Su
característica moral se compone de todas las malas qualidades de las razas de su origen” (Tadeo Lozano , 1809: 366).
18 Citado por Rosenblat, 1954: 167
19 Citado por Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999a: 361.
20 Rosenblat (1954: 162) cita el caso de un mulato de Cajamarca que fue castigado con 25 azotes en la plaza pública por haberse descubierto que sabía leer y escribir.

Es necesario insistir en que las tablas de clasificación – racial o moral – no eran un ejercicio puramente especulativo de las elites sino que poseían una materialidad concreta, pues se hacían sobre individuos cuyo función era ser mano de obra al servicio de los propietarios de minas, haciendas y encomiendas. Indios y negros eran vistos como propiedad personal, sujetos
a las leyes que regulaban la herencia, las deudas o los impuestos, y excluidos por tanto de todos los privilegios civiles y eclesiásticos. Esta condición de servidumbre fue, sin lugar a dudas, la base material sobre la cual el estamento dominante construyó su imaginario cultural de pureza racial .

2.1.2 El pathos de la distancia
Además de las tablas de clasificación étnica y moral, a las que he hecho referencia, la elite colonial neogranadina echó mano de otras estrategias para afirmar su identidad como etnia dominante. Me refiero a la utilización pública de distintivos de rango. Pierre Bourdieu ha desarrollado la noción de habitus para conceptualizar el modo en que los individuos incorporan en su estructura psicológica toda una serie de valores culturales pertinentes a su “condición de clase” y que le identifican, de forma indefectible, como miembro de un determinado grupo social.21

La profesión, la vestimenta, el uso del lenguaje , el tipo y lugar de la vivienda, el modelo de relación familiar, son una especie de “huella digital” que indica el lugar que ocupan los agentes en el espacio social y el modo en que se posicionan estratégicamente frente a otros agentes (Bourdieu , 1996: 134-135; 1998: 172). Utilizaré esta noción de habitus para mostrar que la ostentación de insignias culturales por parte de la elite neogranadina operaba como una estrategia de construcción social de la subjetividad .
Como signo de status y poder, la familia católica fue una de las insignias culturales utilizadas por la elite para demostrar sus prerrogativas étnicas.
El modelo de la familia española, sancionado institucionalmente por la Iglesia y el Estado, funcionó como un dispositivo social que permitía distinguir las relaciones familiares legítimas de las ilegítimas.

21 Para Bourdieu las diferencias de clase no tienen que ver únicamente con la posesión o no posesión de riquezas materiales, tal como pensaba Marx, sino que se explican también por la existencia de diferentes esquemas grupales de clasificación de las prácticas. Tales esquemas establecen diferencias entre lo “verdadero” y lo “falso”, entre lo “bueno” y lo “malo”, entre lo que es “distinguido” y lo que es “vulgar”. De este modo, las diferencias en las prácticas, en los bienes poseídos y en las opiniones expresadas, constituyen un auténtico “lenguaje ” o “código de comunicación” que comparten los individuos pertenecientes a una misma clase (Bourdieu , 1997a: 20).

La familia tenida socialmente por legítima era aquella que cumplía formalmente con las normas del matrimonio in facie eclesiae, es decir, del matrimonio católico. Por estar revestido de un carácter sacramental, el rito católico del matrimonio suponía una serie de requerimientos legales y morales, cuyo cumplimiento formal hacía parte del habitus de la clase dominante: indisolubilidad, monogamia, honor familiar, fidelidad sexual por parte de la mujer y responsabilidad del padre hacia la prole. La familia legítima era el lugar donde se establecía el consenso acerca del “orden natural” de las cosas, esto es, sobre el “sentido común” aceptado por todos sus miembros como apropiado a su condición social.

Utilizando los términos de Bourdieu (1997a: 129; 136), diría que la adquisición del habitus primario, en el seno de la familia católica, significa que era allí donde los miembros de la etnia dominante aprendían el conocimiento práctico (sens pratique) que regía el sentido de su “lugar” en el espacio social. Pero las normas que definen qué es la familia legítima son las mismas que excluyen cualquier otro modelo de relación familiar como “ilegítimo”. Y es precisamente esto lo que explica porqué razón la familia católica operó en la Nueva Granada como un mecanismo de construcción social de la blancura.

Las uniones casuales o permanentes entre los miembros de las castas se daban casi siempre al margen del matrimonio católico. Para los indios, negros y mestizos – debido en parte a que sus propias tradiciones culturales privilegiaban otros patrones familiares – resultaba difícil identificarse con el modelo hegemónico de la familia católica. Hasta bien entrado el siglo xviii, el paradigma matrimonial hispánico no formaba parte de su habitus porque
desde el comienzo de la conquista, las relaciones entre los hombres españoles y las mujeres indias, negras o mestizas no configuraban un núcleo familiar legítimamente sancionado.

Las mujeres que entraban en tales relaciones eran vistas como concubinas y los hijos habidos se consideraban no sólo ilegítimos sino bastardos. Estos hijos, ya contaminados con la “sangre de la tierra ”, adquirían automáticamente una condición de inferioridad social con respecto a la del progenitor español, lo cual les predisponía a entablar relaciones de mancebía y concubinato con miembros de otras castas. Por el contrario, el español se veía compelido – por su habitus – a entablar matrimonio legítimo con una mujer de su misma calidad social para llenar las exigencias de su
status. Puede decirse entonces que entre los miembros de la nobleza neogranadina, la matrimonialidad – y su consecuencia legal más inmediata, la legitimidad de los hijos-, funcionó como un mecanismo de diferenciación étnica frente al “amancebamiento” que predominaba en las castas (Dueñas Vargas, 1997).

La familia, según Bourdieu , es el lugar donde los agentes se apropian del patrimonio acumulado por generaciones anteriores y lo utilizan como punto de partida para la acumulación ulterior de capital . Este patrimonio heredado será, entonces, el instrumento a través del cual unos agentes se diferenciarán de otros según sea su posición en la jerarquía del espacio social. Por esta razón, el matrimonio “entre iguales” fue una de las estrategias más utilizadas por la elite colonial neogranadina para consolidar su distancia étnica frente a los demás estamentos sociales. Recordemos el caso citado de la hija del encomendero Olalla, doña Jerónima de Orrego. Su matrimonio con el noble español don Francisco Maldonado de Mendoza constituyó el inicio de una gran dinastía familiar que dominó el escenario político y social de la
Nueva Granada durante todo el siglo xviii.

Este tipo de alianzas fue muy frecuente entre los miembros de la elite dominante como medio para la transmisión, gestión y reconversión de capitales .22 A través de ellas se aseguraba que esa herencia inmaterial,
denominada limpieza de sangre , pudiera transmitirse a las generaciones siguientes, evitando así que el patrimonio acumulado pudiera ser amenazado por las aspiraciones de cualquier “advenedizo”. En una sociedad donde el concepto de honor estaba ligado directamente con el de legitimidad, cualquier hijo tenido por fuera del matrimonio era considerado como una interrupción del linaje y como una grave ofensa contra la dignidad de la familia. Mediante un cerrado sistema de alianzas era posible entonces protegerse de que algún miembro de las castas pudiera ingresar en el ámbito familiar de las elites, poniendo en peligro el honor, el prestigio y el buen nombre, es decir, el
capital simbólico acumulado por linaje.

El habitus primario que adquirían las elites criollas implicaba entonces lo que
Nietzsche llamara el pathos de la distancia, es decir, la necesidad de manifestar, en forma latente o abierta, la diferencia inconmensurable de los “señores” frente a sus inferiores.23 Por supuesto que este distanciamiento no fue posible del mismo modo para todos los miembros de la etnia dominante, ya que muchos de ellos no poseían la riqueza necesaria. La acumulación de capital económico, es cierto, no constituía para las elites el fin último y declarado de sus estrategias de posicionamiento en el espacio social, pero sin la riqueza material era difícil mantener por mucho tiempo la distancia frente a las castas. Así por ejemplo, muchos de los blancos pobres – o “vergonzantes”, como se les llamaba en la época – se vieron forzados a mezclarse, para mejorar su situación económica, con hijas de comerciantes mestizos enriquecidos.

22 Pilar Ponce de Leiva (1998: 273) muestra que en el caso concreto del cabildo de Quito, de los 94 miembros que ejercían voz y voto entre 1593 y 1701, 78 pertenecían a las familias más prominentes de la ciudad.
23 Para ejemplificar este pathos de separatismo étnico cabe citar el caso de un criollo santafereño de nombre Francisco Javier Bautista, que al ser invitado a participar en la fiesta de San Juan Bautista, patrono de la llamada ‘Cofradía de Pardos’, rechazó indignado el convite con el argumento de que tal situación era incompatible con su limpieza de sangre, y que la invitación obedecía sin duda a la “depravada intención de algunos que han pretendido molestar[me] atribuyéndome ser de su estirpe” (citado por Díaz 2001: 184).
24 A partir de datos y estadísticas , la historiadora Giomar Dueñas Vargas muestra cómo el desbalance étnico y sexual era una de las características de Santafe de Bogotá en el siglo xviii. El “mercado matrimonial” era desventajoso tanto para las mujeres blancas como para las mestizas. Las blancas tenían que buscar parejo entre los hombres ya “blanqueados” de las castas , o bien optar por la vida monacal y la soltería. Las mestizas optaban por lo general por las relaciones informales, lo cual generó una gran proliferación de hijos ilegítimos (Dueñas Vargas, 1997: 82)

Del mismo modo, y ante la escasez de cónyuges potenciales de su mismo rango, muchas mujeres blancas de familias empobrecidas tuvieron que casarse con miembros de las castas.24 Sin embargo, la regla general era que, aún ante la necesidad de ceder un poco frente al tabú del matrimonio interétnico, las elites criollas buscaban algo mucho más deseado que la riqueza misma: la posesión del imaginario de blancura como criterio de distinción social. El capital simbólico de la blancura se hacía patente mediante la ostentación de signos exteriores que debían ser exhibidos públicamente y que “demostraban”
públicamente la categoría social y étnica de quien los llevaba.

Uno de estos signos demostrativos era el vestuario. En la sociedad colonial neogranadina, el tipo de vestuario era una marca que identificaba el carácter socioracial de la persona. Las elites locales procuraban imitar el gusto de la alta nobleza española, institucionalizado desde fines del siglo xvii por las llamadas Leyes Suntuarias. De acuerdo a estas leyes, el tipo de lujos exhibidos por un individuo en su atuendo personal debía corresponder directamente con su rango social, de acuerdo a una jerarquía bien establecida: nobles con título, caballeros y regidores, mercaderes, escuderos y labradores (Martínez Carreño, 1995: 33).

Se buscaba reglamentar no sólo la forma de las prendas, sino también el material, la hechura y los adornos. A los nobles se les permitía ostentar costosas joyas y utilizar materiales lujosos como el terciopelo y la seda, mientras que a los estamentos más bajos se les prohibía. En América, donde la esclava doméstica representaba el status de su dueña y debía vestirse lujosamente, las Leyes Suntuarias tuvieron un régimen especial. El rey Felipe ii prohibió terminantemente que las negras y mulatas utilizaran vestidos de seda y se adornaran con oro, mantos y perlas, mandato cuya violación podría ser castigada hasta con cien azotes. Sin embargo, esto valía solamente para las castas, ya que cualquier miembro de la elite colonial se sentía
en libertad para utilizar prendas que en España eran prerrogativa de los estamentos nobles. En la Nueva Granada, “en donde una mantilla valía más que una gargantilla de oro y un pañuelo pequeño lo mismo que una res” (39), las elites estaban dispuestas a cualquier sacrificio con tal de obtener los signos visibles que aseguraran la exhibición de su blancura .25 No en vano, el contrabando de ropa lujosa proveniente de Europa se convirtió durante los siglos xvii y xviii en un fabuloso negocio.

En un ensayo ya clásico, el historiador Jaime Jaramillo Uribe (1989: 191-198) ha mostrado que la utilización del “don” fue otra de las estrategias simbólicas utilizadas por la elite neogranadina para perpetuar su ser social. Este monosílabo que antecedía el nombre, era en España un símbolo de nobleza y se otorgaba solamente a quien cumpliera ciertos requisitos, entre ellos la legitimidad de nacimiento y la limpieza de sangre.26

Pero con el “don” ocurrió en América lo mismo que con las Leyes Suntuarias:
las elites criollas se apropiaron de él informalmente, esto es, sin necesidad de acreditar los debidos títulos de nobleza, y lo utilizaron ampliamente para reforzar su distancia étnica frente los grupos subalternos. Tratar a alguien de “don” o de “caballero” significaba reconocer que él y su familia eran “gente decente” y no personas mezcladas o de baja extracción.

La exhaustiva investigación de Virginia Gutiérrez y Roberto Pineda en los padrones censales de la región de Santander hacia finales del siglo xviii muestra que las personas clasificadas oficialmente como “blancas”, llevaban generalmente el “don” o la “doña” antes de su nombre de pila (Gutiérrez de Pineda , Pineda Giraldo, 1999:424). En el caso de que el varón cabeza de familia llevara el “don”, pero su esposa no llevara el “doña”, esto significaba que él era blanco y ella era mestiza. Sin embargo, podían darse casos en que algunas personas fueran tenidas oficialmente por “blancas” pero no distinguidas con el “don”. Esto indica no sólo que el proceso de blanqueamiento cultural de los mestizos se encontraba ya muy avanzado en el siglo vxiii, sino también que algunos miembros de la aristocracia local no estaban dispuestos a tolerar que alguien utilizase el “don” indebidamente, es decir, sin acreditar su pertenencia a las familias más distinguidas de la región.

25 Un buen ejemplo de esto es el “pleito por ofensas al honor” que entablaron dos individuos de la elite antioqueña ante la Real Audiencia de Medellín. Uno de los testigos afirma que la hija del acusado llevaba “color rojo en sus vestidos”, por lo que le parecía que era “cuarterona de mestizos”. Otro testigo declara que no tuvo a esa misma persona por mulata o blanca sino por mestiza “porque gastaba saya y pañito” (Jaramillo Uribe 1989: 190). En otro caso, también documentado por Jaramillo Uribe , un señor de la Villa de San Gil acude a la Real Audiencia para quejarse de que el alcalde de la Villa de Ocaña le había prohibido utilizar el sombrero blanco, distintivo de los nobles. El ofendido afirma que el alcalde le había hecho sufrir “el sonrojo público de despojarme del birrete o gorro blanco que traía puesto, mandándome no usar más este abrigo en la cabeza por ser un distintivo de que sólo podían usar los nobles y no los plebeyos y gente de mala raza, hallándome presente en buena reputación y en la posición de hombre blanco y de sangre limpia” (Ibid).
26 Büschger (1997: 51) afirma que en España se daba este calificativo sobre todo a los caballeros de hábito, agregando que en América jamás se desarrolló un estamento nobiliario que pudiera exhibir el título oficial de “caballero”, otorgado por la Corona española a oficiales destacados por sus servicios militares. Hasta hoy día, tanto el nombre de “don” como el de “caballero” son utilizados en Colombia como signos de cortesía y/o reconocimiento social.
27 Esto significa que a determinados grupos étnicos se le reservaban determinados roles económicos, de tal manera que los individuos pertenecientes a esos grupos “nacían”, por así decirlo, para ocupar una
posición específica en el sistema de producción . Particularmente durante la época de constitución del sistema-mundo moderno – que Wallerstein identifica con “el largo siglo xvi” –, el contingente de actores sociales que formaba la fuerza básica de trabajo en las regiones periféricas no se agrupaba en “clases” sino en “étnias”. Su función económica venía determinada por su “cultura ”, es decir, por su lengua, religión, costumbres, procedencia geográfica y patrones de comportamiento.
El argumento de Wallerstein es que la “acumulación originaria de capital ” que hizo posible las tres grandes revoluciones mundiales de la modernidad – la científica en el siglo xvii, la política en el siglo xvii y la industrial en el siglo xix– tuvo lugar en el siglo xvi, precisamente en el momento en que, gracias a la división étnica del trabajo internacional,
España pudo extraer de sus colonias aquellas riquezas que generaron el fenómeno de la inflación sostenida en otras regiones de Europa (Wolf , 1997:139).
28 Jaramillo Uribe cita el caso del hijo de un cirujano de Cartagena que fue rechazado por el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santafé porque el oficio de cirujano era considerado mecánico e indigno de una persona noble (1989: 189). Renán Silva menciona dos casos similares: un candidato de Cartagena fue rechazado para “vestir la beca” porque su padre era comerciante (compraba y vendía ceras), mientras que otro fue rechazado por ser “plebeyo hijo de un panadero” (Silva, 1992a: 214-215).

Pero no sólo el “don” y el tipo de vestuario utilizado eran credenciales culturales que atestiguaban la blancura de una persona, sino también el tipo de actividades económicas a las que se dedicaba. Wallerstein (1998: 76) afirma que la división internacional del trabajo estaba revestida de un carácter fundamentalmente étnico.27 La etnización de la fuerza de trabajo de la que habla Wallerstein se manifestaba no sólo en el reclutamiento de la mano de obra para las haciendas, plantaciones y minas, sino también en el valor cultural que se imputaba al tipo de actividad ejecutado por las
personas que allí laboraban.

En la Nueva Granada, el trabajo manual era visto por la elite criolla como un ejercicio de “vileza” porque era realizado por esclavos negros, por
indios encomendados o por campesinos mestizos (también llamados “peones”). La demostración simbólica de la blancura exigía entonces que una persona tenida como tal debía ocuparse de “oficios nobles ” y no de “oficios viles y mecánicos” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 422). Además de las faenas propias del trabajo en el campo y las minas (agricultores, mazamorreros, cargueros, arrieros, etc.), estos oficios “plebeyos” incluían el ser maestro de escuela, sastre, zapatero, comerciante, platero, boticario, expendedor
de chicha , panadero e incluso cirujano .28

Por oficios “nobles” eran tenidos, en cambio, el ejercicio de cargos públicos (alcalde, militar, oidor, procurador, escribano, notario,fiscal), así como el trabajo intelectual, la práctica de la jurisprudencia y el sacerdocio.

Más que riqueza, para la adquisición de estos cargos y profesiones se requería tener un buen apellido y mantenerlo “limpio”, es decir, libre de toda contaminación étnica con los miembros de las castas.

Esta jerarquía de artes y oficios actuaba como un mecanismo de selección que
calificaba o descalificaba a un individuo para formar parte de la elite blanca. El mantenimiento de tal jerarquía estaba asegurado por el estatuto legal concedido a los gremios, organismos urbanos de carácter corporativo que agrupaban a trabajadores de distintos ramos (plateros, joyeros, panaderos, textileros, escribanos, etc.). Aunque algunos de estos grupos presionaron a la Corona para una mejor valoración social de su oficio, el estigma del origen étnico pesaba demasiado sobre sus practicantes, en su mayoría mestizos. Los escribanos, por ejemplo, podían alegar que su oficio no era mecánico,
pero el estamento dominante les consideraba inhabilitados para ocupar cargos de rango social más alto debido a que no tenían educación universitaria, es decir, no se habían sometido al régimen de las “informaciones ”. Como mostraré luego, las informaciones buscaban determinar con exactitud la procedencia étnica de los aspirantes a ingresar en la universidad, de tal manera que para que un escribano pudiera ocupar un cargo público no bastaba tan solo con saber leer y escribir, sino que además debía acreditar su condición de blanco.29

El tipo y lugar de la vivienda fue otra de la estrategias utilizadas por la elite criolla para la construcción social de la blancura . Una evaluación del tipo de materiales utilizados para la construcción de viviendas en la ciudad de Cali hacia comienzos del siglo xix revela lo siguiente: el 100% de las casas de teja y tapia eran habitadas por blancos ; el 53% de las construidas con teja y bahareque eran de blancos, seguidos de cerca por los mestizos (41.3%); por su parte, en el 81% de las casas hechas de paja y bahareque vivían mestizos, mientras que los blancos sólo ocupaban el 9.8%; por último, en las casas construidas con guadua y bahareque no vivía ningún blanco, el 37.1% era de mestizos, el 48.1% de negros y el 11.1% de indios (Gutiérrez de Pineda , Pineda Giraldo 1999: 439-440).

Si se mira, de otro lado, la distribución de la población en los distintos barrios de Bogotá hacia finales de la Colonia, las cifras continúan siendo demostrativas. La gente se agrupaba por castas y estratos sociales,
de acuerdo al siguiente patrón: en el barrio de La Catedral – hoy La Candelaria – vivía la aristocracia capitalina, en su mayoría compuesta por familias blancas, mientras que Las Nieves, Santa Bárbara y San Victorino eran barrios llamados “arrabales”, habitados en su mayoría por indios, mestizos o blancos empobrecidos que laboraban como sirvientes, comerciantes o artesanos (Dueñas Vargas, 1997: 90-93; Mejía Pavony, 2000: 302-310).

29 En la práctica, el criterio de discriminación social con base en el oficio no era estrictamente aplicado por la Corona. Sabemos que los cargos públicos podían venderse a hijos de personas cuyo oficio tenía relación directa con el trabajo manual. Sin embargo, me estoy refiriendo a la importancia que este tipo de discriminación étnica y laboral jugaba en el imaginario de la elite colonial.

Los materiales de la vivienda y el lugar donde ésta se ubicaba eran, por tanto, un signo distintivo del rango y de la “calidad étnica” de sus habitantes. Habría que agregar que algunas de las viviendas de la etnia dominante se encontraban marcadas con símbolos heráldicos. Las familias nobles hacían esculpir su escudo de armas a la entrada principal de sus casas, dejando claro que quienes allí vivían formaban parte de la “gente decente” y distinguida de la ciudad. Ello se manifestaba también en los decorados de las salas, en el mobiliario, en los retratos de los miembros de la familia y en algunos utensilios cotidianos (cubiertos y vajilla de mesa, abanicos, monturas).

Los emblemas y escudos de armas no eran tan solo un elemento decorativo,
sino que contenían todo un “lenguaje étnico”, pues daban testimonio de los rangos, el linaje y la limpieza de sangre de una familia.

Quizá una de las prácticas culturales más demostrativas de la condición de blancura era la posesión de esclavos. Tener esclavos no representaba para su dueño solamente un obvio valor económico, sino que también significaba la posibilidad de “mostrar” a los demás su status y poder. Así, por ejemplo, las esposas de los grandes propietarios no salían a la calle junto con sus esclavas solamente para tener quién las acompañara, sino para exhibir públicamente su condición de mujeres blancas y distinguidas. Cuando una mujer del estamento blanco ingresaba al convento como novicia, parte de la dote que se entregaba al convento era un contingente de esclavos negros o mulatos.30

Algo similar ocurría cuando los varones blancos ingresaban a las órdenes religiosas o a los colegios regentados por ellas. Esto explica porqué razón un gran porcentaje de los esclavos que vivían en Bogotá entre 1700 y 1750 estaban en poder del clero (Díaz, 2001:138).31 Los seminaristas, presbíteros, monjas y estudiantes, casi todos pertenecientes a la aristocracia criolla, eran dueños de esclavos y los exhibían públicamente como propiedad privada, al margen de los estatutos internos de las órdenes religiosas.

Como ya se mencionó antes, todas estas estrategias de construcción de la blancura tenían como propósito, velado o abierto, la concentración privada de capital (económico, social y cultural) en manos de la nobleza criolla. Ya desde el tiempo de la Conquista, los pobladores españoles se habían adueñado de los privilegios sociales y de la riqueza económica del territorio neogranadino, a expensas muchas veces de los intereses de la Corona.

30 Octavio Paz hace la siguiente descripción del convento de las Jerónimas en México, a donde ingresó Sor Juana Inés de la Cruz, pero que puede ser aplicable a conventos como el de Santa Clara en Bogotá o de las conceptas en Cuenca: “La población de los conventos estaba compuesta por las monjas, su
servidumbre (criadas y esclavas), las “niñas” y las “donadas” […] Las monjas llevaban al convento a sus criadas y esclavas. La proporción entre unas y otras es reveladora: había tres criadas por cada monja; en algunos conventos la proporción era todavía mayor: cinco criadas por monja” (Paz, 1982: 168)
31 La investigación de Rafael Díaz revela que de 2.044 propietarios de esclavos en la ciudad de Santafe de Bogotá entre 1700 y 1775, 680 eran presbíteros, 452 eran militares, 301 eran funcionarios del Estado, 131 eran abogados y 108 eran monjas o religiosos regulares (Díaz, 2001: 141).

Durante los siglos xvii y xviii sus descendientes, los encomenderos y hacendados criollos , buscaron fortalecer su poder frente al Estado mediante la creación de estrechas alianzas familiares. Para ello procuraban crear vínculos matrimoniales con funcionarios españoles recién llegados, ganando de este modo el apoyo incondicional de la burocracia peninsular para sus intereses locales. A través de ésta y de otras estrategias de empoderamiento – como por ejemplo la compra de cargos públicos – los criollos gozaban de un enorme influjo tanto en la audiencia como en el servicio fiscal. Este tipo de prácticas, muy usuales durante el período de los Habsburgo, se extendió hasta bien entrada la época borbónica del virreinato.

2.1.3 Tácticas del subalterno

He mostrado que la limpieza de sangre operó como un discurso hegemónico de subjetivación en la Nueva Granada colonial. Este discurso no fue construido a partir de teorías filosófi cas o ideas aprendidas en libros, sino de prácticas culturales inscritas en una red de saber/poder que, siguiendo a Mignolo y Quijano, he denominado la colonialidad del poder . El imaginario hegemónico de la blancura se formó al calor de la batalla entablada en contra de otros grupos por la posesión de privilegios sociales,
utilizando para ello un conjunto de estrategias de distanciamiento cultural.

Sin embargo, esta idea de una batalla cultural no quedaría completa si omitiera mencionar el modo en que los dominados “canibalizaron”, por así decirlo, las estrategias del dominador y las convirtieron en tácticas de resistencia.32 Las comunidades sometidas no fueron jamás elementos pasivos, funcionales al sistema colonial de Apharteid, sino que utilizaron el imaginario hegemónico de la blancura para posicionarse de forma ventajosa en el espacio social.

32 Utilizo aquí la distinción que hace el pensador francés Michel de Certeau entre “estrategias” y “tácticas”. La categoría de “estrategia” se refiere a la “manipulación de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder (una empresa, un ejército, una ciudad, una institución científica) […] postula un lugar susceptible de ser circunscrito como algo propio y de ser la base [desde] dónde administrar las relaciones con una exterioridad de metas o de amenazas (los clientes o los competidores,
los enemigos, el campo alrededor de la ciudad, los objetivos y los objetos de investigación, etc.) Como en la administración gerencial, toda racionalización estratégica se ocupa primero de distinguir en un “medio ambiente” lo que es “propio”, es decir, el lugar del poder y de la voluntad propios” (De Certeau 1996: 42). Con otras palabras, las estrategias son prácticas calculadas, conscientes e interesadas, hechas desde una posición de poder (social, científico, político, militar), que permiten delimitar un campo de acción propio frente al subalterno, por medio de la coacción física o de la persuasión ideológica. Las “tácticas”, por el contrario, son prácticas realizadas desde una posición desventajosa en las relaciones de poder. Son acciones de resistencia por parte del subalterno que buscan convertir en favorable una situación desfavorable, pero jugando con las mismas reglas establecidas por el poder hegemónico. “La táctica” – afirma De Certeau – “no tiene más lugar que el del otro. Además debe actuar [en] el terreno que le impone y organiza la ley de una fuerza extraña. No tiene el medio de mantenerse en sí misma, a distancia , en una posición de retirada, de previsión y de recogimiento de sí: es movimiento “en el interior del campo de visión del enemigo”, como decía Von Bülow, y está dentro del espacio controlado por éste […] Necesita utilizar, vigilante, las fallas que las coyunturas particulares abren en la vigilancia del poder propietario. Caza furtivamente. Crea sorpresas. Le resulta posible estar allí donde no se le espera. Es astuta. En suma, la táctica es un arte del débil” (1996: 43).

Siendo la blancura el capital cultural más apreciado, no resulta extraño que los miembros de las castas intentaran “blanquearse” paulatinamente como medio para luchar por la hegemonía . Diré entonces, siguiendo a Quijano, que
la cultura del dominador se convirtió en una “seducción que daba acceso al poder” y que los grupos subalternos intentaron apropiarse del capital cultural de la blancura y utilizarlo como instrumento de movilización social. La europeización cultural se convirtió en una aspiración compartida por todos, pero utilizada de diferentes maneras según la posición ocupada por los agentes en el espacio social (Quijano, 1992:438-439).

Un perspicaz observador de la época, el pensador criollo Pedro Fermín de Vargas , describe de este modo las estrategias de mulatos y mestizos en la Nueva Granada:
“Aquellos que han pasado por cinco generaciones sucesivamente enlazándose
con blancos son reputados en la categoría de estos últimos, y pueden pretender
sin obstáculos a la preeminencia de criollos , elevación que les da un lustre de
que son incapaces las clases anteriores […] Lo que sucede a los indios acaece
igualmente a los negros , y en su lugar los mulatos aumentan, y esta raza , como la de los mestizos, aspirando ambas a la jerarquía de los criollos, esto es a la de blancos del país, se enlazan cuanto pueden con ella y así ésta última aumenta cada día con progresos muy perceptibles […] La causa porque los indios y negros hacen cuanto pueden para transmutarse en mestizos y mulatos, acercándose a la condición de blancos, es natural que vea el envilecimiento en que se hallan en sus respectivas condiciones originarias, envilecimiento de que no pueden salir, en el estado actual de aquellas colonias, sino elevándose a la categoría de blancos” (Vargas, 1986 [1808]: 171; 174-175).

En efecto, con el avance de la mezcla racial en los siglos xvii y xviii, era cada
vez mayor el número de personas que aspiraban a los signos culturales de distinción privativos del estamento blanco. A esta situación contribuyeron básicamente dos factores, ambos contenidos en la observación de Vargas: el uno de carácter fenotípico y el otro de carácter económico. En primer lugar, la intensidad de la mezcla hizo cada vez más difícil diferenciar al blanco del mestizo por sus características externas.

Muchos tercerones podían hacerse pasar fácilmente por blancos , como lo demuestran los padrones censales y las cifras de bautismos en la época.33 En segundo lugar, el vertiginoso aumento de la población mestiza durante el siglo xviii estimuló una paulatina recuperación del carácter recesivo que había tenido la economía neogranadina en el siglo xvii y una mayor demanda de las tierras que estaban legalmente protegidas como resguardos de indios (McFarlane, 1997: 67).

La invasión o concesión ilegal de los resguardos a pequeños agricultores mestizos favoreció el paulatino enriquecimiento de aquellas personas que se dedicaban al comercio de esclavos, manufacturas y productos agrícolas. Sobre todo en regiones de “tierra caliente” como Tocaima, Vélez y Socorro, empezó a emerger en el siglo xviii un gran contingente de comerciantes, pequeños propietarios, en su mayoría mestizos y mulatos, que competían favorablemente con los terratenientes criollos . Estos comerciantes eran dueños de pequeñas fincas y trapiches que abastecían con gran dinamismo las necesidades de los centros urbanos, convirtiéndose así en la competencia de los grandes propietarios de haciendas (Díaz, 2001: 129-130). Al casarse además con mujeres de familias blancas empobrecidas, los nuevos ricos intentaban alejarse del “envilecimiento” de sus antepasados indios o
negros y reclamaban las credenciales simbólicas que legitimarían su poder económico. Intentaban, como dice Vargas, “transmutarse” y “elevarse a la categoría de blancos”.

Un caso bastante notorio del modo en que los comerciantes mestizos empiezan a empoderarse y a reclamar jurídicamente su condición de blancos hacia finales del siglo xviii, es el de la familia Muñoz de Medellín. En el año de 1786 Gabriel Ignacio Muñoz, un rico comerciante de la ciudad, entabla una demanda penal contra el teniente gobernador Pedro Elejalde por haberle denegado éste el tratamiento formal de “don” en un documento público.

33 Los datos recogidos por Guiomar Dueñas en las parroquias de Bogotá hacia finales de la Colonia demuestran que la cifra de niños bautizados y clasificados como blancos excede con mucho a la población “real” de hijos de españoles. Ya en 1779 la proporción de blancos era de 49.8% según el censo de aquel año, y hacia 1810 la proporción de niños blancos bautizados fue de 61.2% en relación con las castas. Estas cifras revelan con claridad que el grado de mestizaje era ya demasiado alto y que los mestizos luchaban con éxito por ser clasificados oficialmente como blancos (Dueñas Vargas, 1997: 90-91).
34 “Autos obrados por Don Gabriel Ignacio Muñoz, contra el teniente Gobernador Don Pedro Elejalde por haberle negado el “don” [1786]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 213; 217.

Como lo mencioné ya, la utilización del “don” antes del nombre de pila significaba la aceptación pública de la condición de blancura. Ciertamente los Muñoz provenían de un tronco familiar emparentado con mestizos y además eran reconocidos comerciantes de la región de Antioquia, es decir que practicaban “oficios mecánicos”. Para colmo de males, Gabriel Muñoz no era hijo legítimo sino hijo natural. Sin embargo, la riqueza y poder de su familia permitió que Gabriel se sintiera con derecho a exigir el tratamiento correspondiente a “gente blanca”. La táctica de la familia consistía en utilizar a contracorriente la misma estrategia de las elites criollas, esto es, construir una narración genealógica de sus antepasados que le remitiera hasta los primeros pobladores de la región. Por eso el alegato de Muñoz se realiza en estos términos:
“Don Gabriel Ignacio Muñoz, vecino del sitio de Nuestra Señora de Copacabana, jurisdicción de esta Villa [de Nuestra Señora de La Candelaria de Medellín], ante vuestra merced parezco, y como más haya lugar en derecho digo, que para efectos que al mío convienen, se le ha de servir admitirse información de testigos que serán examinados al tenor de las preguntas siguientes: […] si saben estoy en la reputación de hombre blanco y de sangre limpia […] si saben que soy hijo natural de don Francisco Muñoz de Rojas y de una señora principal de esta Villa, descendiente de sus primeros fundadores, y habido bajo la palabra de casamiento […] digan si por ambas líneas soy de limpia sangre, sin mezcla de moros, judíos, zambo , mulato , ni de otra alguna mala raza […]. En la cual verá vuestra señoría corroborado mi aserto en un todo, con más ventajas de las que llevo insinuadas, dejándose ver quiénes han sido mis padres, qué fueros y circunstancias han gozado, de que sacará vuestra señoría, señor Visitador, que no pudo ni debió el señor teniente negarme la cortesía del “don”, sin grave injuria de mi honor. Por ser constante que en esta provincia es esta cortesía la que distingue a los blancos de la demás gente de baja esfera, de suerte que al que se niega, por el mismo hecho no le guarda el común los debidos fueros”.34
Sin embargo, esta construcción imaginaria de la identidad familiar y el reclamo de las credenciales culturales de blancura hecha por Gabriel Muñoz, generó malestar en el seno de una nobleza criolla que no toleraba el encumbramiento social de los mestizos. Ansiosos de defender su capital cultural a toda costa frente a la pretensión de los “intrusos”, los criollos de la región se movilizaron prontamente contra la familia Muñoz. En 1787 el procurador general de Medellín pide oficialmente que se determine la calidad racial de “los Muñoces” mediante un examen cuidadoso de las actas de bautismo y empadronamiento, así como de los libros de casamientos y entierros hasta tres y cuatro generaciones. Se buscaba comprobar legalmente que los antepasados de la familia Muñoz habían sido empadronados en la categoría de “mestizos” y que varios de sus miembros tenían el oficio de herreros. Se sospechaba que, gracias a la influencia obtenida mediante su riqueza, los Muñoz habían logrado alterar varios documentos que certificaban su origen impuro. Por eso, la petición del procurador es que “se le entreguen por el cabildo los libros de las matrículas que se formaron sobre la distinción y clase de gentes, para que de ellas compulse las partidas en que están
matriculados los Muñoces Rojas en la clase de mestizos, y reconozca las enmendaduras y borrados que tienen”.35

Ante esta ofensiva el abogado de la familia Muñoz interpone un recurso de reposición en el que muestra brillantemente que las tachaduras en los registros no son prueba de nada y que el desempeño de oficios mecánicos en nada desfavorece la calidad de las personas y mucho menos perjudica al Estado, pues contribuye más bien a incrementar sus riquezas:
“Los romanos, cuya cultura no tuvo noticia de la sagrada historia, ignorando el verdadero origen de nuestra naturaleza y los sucesivos progresos, graduaron
las artes según los ejercicios, haciendo discrimen entre liberales y mecánicas,
apropiando a aquellas el honor que negaba a éstas. Siguieron este desviado rumbo algunos escritores españoles, pero se afanaron vanamente en aglomerar citas y autoridades que no sirven de otra cosa que de ocupar inútilmente el tiempo y desterrar el laudable ejercicio de las de la segunda clase. Por ello, los modernos se han esmerado en abolir un error que no trae sino fatales consecuencias al bienestar de los vasallos y acertado régimen de los pueblos, dándose a luz aquella útil, no menos que la necesaria obra de la educación popular en abierto. Y sólidamente se advierte como desviados de todo buen gobierno los ligeros y fantásticos pensamientos con que se intentaron engrandecerse unos oficios y envilecerse otros, porque si todos conspiran uniformemente a la sociedad y provecho de los pueblos, ¿por qué los unos han de constituirse viles y otros de estimación?”36
35 “Información que pretendía el procurador general de esta villa contra la calidad de los Muñoces” [1787]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 431.
36 En: Jaramillo Mejía, 2000: 461-462.
37 Esta fue exactamente la expresión utilizada por el abogado de los Muñoz para referirse con ironía al agravio del Procurador. En: Jaramillo Mejía, 2000: 461.
38 Esto ocurría también con otros sectores de la población, como entre los mulatos, por ejemplo, quienes preferían que sus hijas no se casaran con negros, ya que ello reforzaría la mácula de su origen. En general puede decirse que el matrimonio con un “inferior racial” era repudiado por todas las castas , pues ello significaba un retroceso en la posición social que se tenía.
39 Rafael Díaz menciona el caso de Joseph Perea, un mulato liberto que se enriqueció con el negocio de la minería empleando mano de obra esclava y que en 1739 donó al convento de la Concepción en Santafé la no despreciable suma de tres mil pesos, afirmando que tal donación no afectaría para nada sus
“bienes cuantiosísimos” (Díaz, 2001: 178)

Tal apelación al ethos ilustrado de la época y a las bondades de la biopolítica estatal fue suficiente para que los Muñoz fueran exonerados de todos los cargos en su contra y reconocidos socialmente como una prestigiosa familia de Medellín, a pesar de su “origen infecto”.37 Este ejemplo muestra que hacia finales del siglo xviii, el cambio de actitud estatal frente a los fueros tradicionales de nobleza y el paulatino enriquecimiento de la población mestiza hicieron que algunos subalternos – los más ricos – pudieran utilizar las mismas estrategias del dominador – apelando incluso a los aparatos ideológicos del Estado como el derecho, el matrimonio y la universidad – para reconvertir el capital económico obtenido, en capital cultural deseado.

Con ello esperaban blanquearse culturalmente, es decir, obtener la legitimación simbólica que hasta el momento era propiedad de los blancos para “igualarse” socialmente con ellos. Así por ejemplo, los mestizos enriquecidos buscaban afanosamente casar a sus hijas con blancos (aunque fueran pobres) para mejorar su status, ya que esto permitiría elevar su posición social y la de sus descendientes.38 A medida que mejoraba la capacidad económica de los mestizos, estos procuraban costearse los trajes y adornos que eran privativos del estamento blanco y exigían el tratamiento de “don” o de “doña”, como se vio en el caso de los Muñoz. Muchos mestizos hicieron todo lo posible por “lavar” el linaje de sangre de sus antepasados con el fin de que sus hijos pudieran ser aceptados para ocupar cargos públicos o para ingresar en seminarios, conventos o universidades,
ámbitos tradicionalmente reservados a la etnia dominante. Algunos mestizos y mulatos libertos se daban incluso el lujo de comprar esclavos negros y utilizarlos para su servicio personal, queriendo demostrar con ello una mayor dignidad social.39

Un ejemplo de blanqueamiento cultural muy cercano al tema de esta investigación es el de Salvador Rizo , un negro liberto oriundo de Mompox que trabajaba como dibujante en la expedición botánica . Sabemos que sus habilidades eran muy apreciadas por Mutis y que incluso fue honrado por éste al consagrarle el nombre de una nueva planta, la Rizoa. Su don de gentes le permitió ganar la confianza del científico gaditano, hasta el punto de ser nombrado mayordomo general de la expedición, encargado como tal de manejar todos los dineros de la institución.

Entre sus responsabilidades se encontraba la de contratar “esclavos obedientes y de buena raza” en Cartagena para que trabajaran en las fincas de tierra caliente donde tenía su sede la expedición botánica (Ortega Ricaurte, 2002: 125). Posteriormente, Rizo militó en el ejército libertador de Bolívar y fue finalmente arrestado y condenado a muerte por Pablo Morillo.

Su proceso de blanqueamiento cultural tuvo incidencia hasta en la misma forma de morir, ya que fue fusilado “honrosamente” en la Plaza de San Francisco en Bogotá, corriendo la misma suerte de sus compañeros de la expedición botánica, los “sabios” criollos Francisco José de Caldas y Jorge Tadeo Lozano, quienes, como veremos más adelante, no escondían su profundo escepticismo frente a la capacidad intelectual y moral de los negros. Hoy la historia recuerda el “martirio por la patria” de Caldas y Lozano, cuyos nombres se han otorgado a universidades y centros de apoyo a la investigación científica, pero ignora la suerte de personajes como Salvador Rizo.

El caso de Rizo es, sin embargo, sintomático de lo que estaba ocurriendo a nivel de toda la sociedad neogranadina. En la antesala de las guerras de independencia, la línea divisoria entre los distintos estamentos sociales, basada tradicionalmente en la adscripción étnica de los individuos, se estaba desdibujando paulatinamente. De acuerdo a los censos de 1778-80, la población de la Nueva Granada había cambiado su perfil racial de manera sorprendente, convirtiéndose en una sociedad mestiza y altamente hispanizada, muy distinta de las sociedades coloniales ubicadas en Mesoamérica y los Andes del sur.40 Los mestizos eran ya el 47% de la población de la Nueva Granada, mientras que los blancos constituían apenas el 26%, los indios el 20% y los esclavos negros el 8%. (McFarlane, 1997: 65).

En una sociedad con cerca del 50% de mestizos y en una coyuntura económica que favorecía el enriquecimiento de muchos de ellos, el proceso de blanqueamiento cultural resultaba inevitable. La blancura se convirtió en el imaginario cultural deseado por todos los estratos sociales, en particular por los mestizos, porque apropiarse de él significaba empoderarse frente al estamento criollo dominante. Blanquearse equivalía, entonces, a “igualarse” con el dominador empleando las mismas prácticas que le permitieron a éste construir su hegemonía cultural, para utilizarlas como táctica de resistencia y movilización.

40 En palabras de McFarlane, “la Nueva Granada tenía poco parecido con las sociedades coloniales de sus vecinos andinos, con sus grandes poblaciones quechua y aymara. Vista en conjunto, también difería marcadamente de la sociedad de la vecina provincia de Caracas, donde los plantadores criollos dominaban una sociedad basada en la esclavitud africana” (McFarlane, 1997: 72).

La nueva dinastía de los Borbones reconoció en su momento la necesidad de elaborar unas políticas raciales y poblacionales que se ajustaran a las nuevas realidades demográficas y económicas del continente, siguiendo el imperativo racionalista de la gubernamentalidad . Políticas que, como mostraré enseguida, generaron una intensificación de la “guerra de las razas” en la Nueva Granada.

2.2. El biopoder y la guerra de las razas

La topografía que describí en la sección anterior demuestra que las luchas sociales en esta región del mundo no se caracterizaron por ser un enfrentamiento de clases, sino de etnias y razas. El grupo dominante – los criollos – no se definía tanto por tener en sus manos los medios de producción económica y por valores culturales asociados con el rendimiento y la productividad, sino por ser los portadores de un imaginario definido en términos de “blancura ”. La limpieza de sangre se constituye en el discurso hegemónico de subjetivación que atraviesa tanto a dominadores como a dominados en la Nueva Granada.

Pero viene ahora la pregunta: ¿de qué modo fue alterada esta estructura de poder por las reformas borbónicas del siglo xviii? El fomento de la
ciencia moderna, propugnado por los Borbones, ¿se constituyó en una ruptura frente a los modos tradicionales de conocimiento y socialización vigentes en la sociedad neogranadina, o fue simplemente una prolongación de los mismos?

Esta sección mostrará que los nuevos diseños poblacionales del siglo xviii, lejos de transformar al mundo social en la dirección esperada por el Estado borbón, fueron asimilados por la gramática de la “colonialidad del poder” que se encontraba firmemente anclada en la sociedad neogranadina. Para ponerlo en otras palabras: la dinámica estatal y modernizadora del biopoder fue transformada por la dinámica cultural de la colonialidad del poder. Lo que se pretende resaltar aquí son las “consecuencias perversas” – por así decirlo – de las políticas de modernización borbónica, esto es, la
intensificación de la guerra de las razas en la Nueva Granada.

2.2.1 La perspectiva del Todo

Michel Foucault señala que hacia mediados del siglo xviii empieza a cambiar el “arte del buen gobierno” en Europa. Un buen gobernante no se definía ya por su habilidad de velar por las almas de sus súbditos (el modelo del “buen pastor”), sino por su capacidad de hacerse cargo de las relaciones sociales entre los hombres, dirigiéndolas sabiamente hacia una meta muy precisa: la optimización de los recursos materiales y humanos presentes en el territorio .

En una palabra, el arte del buen gobierno empieza a regirse por un modelo económico. Gobernar “bien” a un Estado significaba ejercer un control económico, es decir, una administración racionalmente fundada sobre los
habitantes, las riquezas, las costumbres, el territorio y la producción de conocimientos.

Aumentar las riquezas y crear un tipo de sujeto productivo mediante el control
racional de los procesos vitales de la población (natalidad, mortalidad, alimentación, lugar de residencia, salud y trabajo ), tales eran las características del buen gobierno en el siglo xviii. Esta nueva “ciencia de gobierno” centrada en la vida de la población es denominada por Foucault la “gubernamentalidad ” (Foucault , 1999c: 195):
“En el siglo xviii una de las grandes novedades en las técnicas de poder fue el
surgimiento, como problema económico y político, de la “población”: la población- riqueza, la población-mano de obra, la población en equilibrio entre su propio crecimiento y los recursos de que dispone. Los gobiernos advierten que no tienen que vérselas con individuos simplemente ni siquiera con un “pueblo”, sino con una “población” y sus fenómenos específicos, sus variables propias: natalidad, morbilidad, duración de la vida, fecundidad, estado de salud, frecuencia de enfermedades, formas de alimentación y de vivienda” (Foucault , 1987: 35).

Quizá en ninguna otra parte del mundo occidental se hacía tan necesario el proyecto ilustrado de la gubernamentalidad como en las colonias españolas de ultramar. Hacia comienzos del siglo xvii, cuando la dinastía de los Borbones ocupó el trono de los Habsburgos en España, la relación geopolítica de fuerzas había empezado a cambiar en toda Europa. A lo largo del siglo xvi, y gracias a un estricto monopolio comercial, España había establecido un dominio absoluto sobre el circuito del Atlántico, lo cual le permitió captar una gran cantidad de recursos provenientes de sus colonias americanas.

A través de la Casa de Contratación de Sevilla, los Habsburgo habían logrado canalizar todo el comercio con América hacia un único puerto de ingreso (Sevilla primero, luego Cádiz), colocando el tráfico transoceánico en manos de comerciantes españoles autorizados.

Los extranjeros se hallaban excluidos de cualquier vínculo comercial directo con las colonias españolas. Paradójicamente, los grandes beneficiarios de este tráfico no fueron los españoles mismos, sino mercaderes, banqueros y constructores navales extranjeros, en especial ingleses y holandeses.

Ya desde finales del siglo xvi se venía configurando en Holanda, Francia e Inglaterra una oligarquía comercial que tenía gran interés en expandirse hacia el Atlántico, respaldada por un gran poder naval y por la formación de compañías estatutarias. Durante todo el siglo xvii y sobre todo después de la firma del tratado de Westfalia, que dio fin en 1648 a la guerra de los
treinta años, España empezó a perder el control sobre el circuito comercial del Atlántico (Arrighi, 1999: 60-62).

Los comerciantes ingleses, franceses y holandeses, ayudados por corruptos funcionarios locales, consiguieron montar una extensa red de piratería y contrabando en el Caribe, de tal modo que hacia comienzos del siglo xviii los extranjeros se llevaban la mejor parte del mercado americano. Amsterdam reemplazó a Sevilla como nuevo punto neurálgico del comercio con América y el centro de la economía internacional se desplazó desde la costa sur hacia la costa noroccidental de Europa (Wallerstein , 1980: 37).

Sabiéndose en franca desventaja comercial, técnica y militar frente a sus poderosos vecinos, la dinastía de los Borbones se propuso recuperar
para España la hegemonía perdida. Los Borbones sabían muy bien que el control del comercio mundial lo obtendría aquella nación que lograra modernizar con mayor rapidez sus instituciones políticas, económicas y militares, pero, sobre todo, aquella que lograra ejercer un control racional sobre la población.

Sin embargo, cuando Jorge Juan y Antonio de Ulloa viajaron por América del Sur hacia mediados del siglo xviii como observadores secretos al servicio del Estado borbón, describían un panorama desolador. La inoperancia de las leyes, la rapacidad sin límites de los empleados públicos, el contrabando, la corrupción del clero y, por encima de todo, las costumbres económicas de la población, se constituían en un obstáculo para convertir a España en un serio competidor por el control de los mercados mundiales, frente a Inglaterra y Francia.

Se hacía necesario pues un paquete de políticas tendientes a cambiar radicalmente esos hábitos ancestrales. Estas políticas, basadas en un conocimiento exacto sobre la población a ser gobernada, los recursos naturales disponibles y las “leyes naturales” del comercio , serían suficientes para crear un nuevo tipo de hombre: el homo oeconomicus que necesitaba con urgencia el imperio español.

En el año de 1789 uno de los más eminentes economistas españoles de la época, don José del Campillo y Cossío , ministro del rey borbón Felipe v, hacía un balance crítico de la gestión española en América en los siguientes términos:
“Tras las conquistas entró la codicia de las minas, las que por una temporada
dieron grandes utilidades a España, mientras eran suyos los géneros con que
rescataban el oro y la plata, pero en lo sucesivo, cuando debiéramos haber
proporcionado nuestra conducta a las circunstancias y aplicarnos al cultivo y
ocupaciones que emplean últimamente a los hombres, hemos continuado sacando infinito tesoro que pasó y enriqueció a otras naciones; y el verdadero tesoro del Estado, que son los hombres, con esta cruel tarea se nos ha ido extinguiendo” (citado por Arcila Farias, 1955: 10).41
El informe de Campillo refleja con claridad el modo en que la gubernamentalidad , de la que habla Foucault , había empezado a permear la política de los Borbones en América. Los políticos y economistas españoles del siglo xviii tienen una idea muy clara de lo que debe ser el arte de “gobernar bien” el imperio: mejorar las manufacturas introduciendo máquinas, incrementar las riquezas mediante la promoción de la agricultura y la aplicación de conocimientos de botánica, construir caminos, canales y puertos.

Todo ello suponía un conocimiento sobre la población con el fin de optimizar
su fuerza de trabajo , ya que, como lo afirmaba Campillo, “el verdadero tesoro del Estado son los hombres”. A diferencia de los Habsburgo, los Borbones observan que la verdadera riqueza de las naciones no está primariamente en los recursos naturales sino en los recursos humanos disponibles. Los metales preciosos no constituyen por sí mismos riqueza alguna, sino que su utilidad depende directamente del tipo de hombre que los extrae, comercializa y administra. De lo que se trataba entonces era de crear un tipo de sujeto productivo y obediente a las directrices del Estado.

Las reformas borbónicas pretendían entonces crear las condiciones para que el Estado ejercitara una política de control sobre las instituciones sociales, sobre los recursos naturales y, por encima de todo, sobre la vida de sus súbditos.

Apoyado en una racionalidad técnico-administrativa, el Estado borbón pretende colocarse en la perspectiva del Todo: mediante sistemas de codificación como el censo y la estadística, concentra la información, la procesa y la redistribuye; a través de técnicas de objetivación como la cartografía , elabora una representación unitaria del territorio ; por medio de códigos de ordenamiento como el derecho, la educación y los rituales cívicos, moldea las estructuras mentales e impone formas unitarias de pensamiento; a través de estrategias de limpieza social como la medicina y la criminología, busca penalizar el ocio y crear una fuerza de trabajo útil para fomentar el desarrollo económico de las colonias; mediante dispositivos de vigilancia como la Visitación General, pretende centralizar y maximizar los ingresos fiscales, saneando las finanzas del Estado; a través de sistemas cognitivos como la nueva ciencia , realiza inventarios de los recursos naturales explotables, buscando también mejorar las técnicas de producción y comercialización de alimentos.

Lo que se buscaba en últimas era convertir al Estado español en una gran fábrica de subjetividades capaz de aprovechar sus inmensos recursos humanos para competir con éxito en la lucha por el control del comercio mundial.

41 El resaltado es mío. La cita es tomada de José del Campillo y Cossío, Nuevo sistema de gobierno económico para la América. Mérida: Universidad de los Andes 1971

Asesorados por lo que Phelan denominó un “pequeño grupo de tecnócratas incipientes” (1980: 19), los Borbones se dieron a la tarea de racionalizar por completo la estructura del imperio español. Esto suponía un triple proceso de formalización, instrumentalización y burocratización de la sociedad española y de sus instituciones.

La formalización hace referencia al intento de aplicar criterios abstractos de acción, es decir, no ligados a juicios de valor domésticos, privados o religiosos, para orientar la vida colectiva. Aparece la tendencia de someter la vida colectiva a un ordenamiento impersonal, legalmente estatuido, en oposición a un ordenamiento personalizado y vinculado a las tradiciones. Se trata, en últimas, de la disolución de los lazos comunitarios de tipo tradicional y el tránsito hacia un “actuar conforme a reglas” cuidadosamente diseñadas por el Estado.

La instrumentalización, por su parte, tiene que ver con el modo como estas reglas favorecían la utilización de una serie de instrumentos de carácter técnico, educativo, político y científico, para alcanzar determinados fines establecidos de antemano. La acción colectiva debía ser guiada hacia la consecución de fines “útiles para toda la sociedad” a través del cálculo de los medios más adecuados. Esto quiere decir que la acción humana ya no quedaba ligada a postulados axiológicos vigentes al interior de grupos particulares, sino que debía asumir un carácter decididamente técnico.

Finalmente, la burocratización se refiere al hecho de que el Estado – y ya no la Iglesia ni la aristocracia – era la instancia encargada de establecer los fines últimos de la vida social y de implementar los medios técnicos para lograrlos. Esto demandaba la concentración del poder en manos de una elite de tecnócratas y funcionarios especializados, leales únicamente al Estado y no a intereses particulares, cuya labor era diseñar y ejecutar políticas públicas de control sobre la población.

El objetivo de todas estas reformas, como queda dicho, era el aprovechamiento racional de los recursos humanos disponibles en todo el territorio español, y principalmente de la población concentrada en los reinos de Indias. Antes que guerreros y conquistadores, el Estado necesitaba de sujetos económicos que fueran capaces de producir riquezas y estimular actividades tales como el comercio y la industria. Pues tal como lo expresaba Campillo, de nada sirve el dominio por las armas sobre un territorio, si las riquezas de ese territorio y la capacidad productiva de sus pobladores no redundan en el beneficio universal de todos los estamentos del Imperio.42 La política indiana de los Borbones se orienta entonces hacia el fomento de la producción agrícola (en desmedro de la producción aurífera) y la ampliación del comercio entre las colonias mismas, liberándolo de su antigua reglamentación y de los excesivos impuestos, de tal manera que los productos españoles pudieran competir favorablemente con los del contrabando.

42 “No se hacían cargo nuestros españoles guerreros que el comercio de un país, teniéndole privativo, vale mucho más que su posesión y dominio, porque se saca el fruto y no se gasta en su defensa y gobierno” (citado por Arcila Farias, 1955: 9)

Todo esto exigía, por supuesto, una modernización del sistema fiscal y un régimen de protección a las industrias regionales, así como un reparto más equitativo de las cargas fiscales. Se necesitaba entonces una administración más estricta y eficiente, que recuperara el control de la metrópoli sobre las audiencias locales de ultramar, con el fin de unificar las finanzas y rechazar la agresión comercial de los rivales europeos (McFarlane, 1997: 289).

2.2.2 El rostro de Maquiavelo

Pero el carácter tecnocrático de las nuevas políticas atentaba directamente contra lo que Phelan llamó la “constitución no escrita” (1980: 32), refiriéndose a la práctica tradicional americana de someter las decisiones públicas a los intereses de actores privados tales como el clero y la aristocracia local. En este sentido, la política borbónica perturbó gravemente el equilibrio existente entre los principales grupos de poder en la Nueva Granada. Este equilibrio estaba fundamentado en el hecho de que las oligarquías locales, gracias a sus estrechos vínculos de amistad y de alianza con la burocracia colonial, acaparaban buena parte del capital económico, social y cultural disponible en los diferentes campos del espacio social.

Los Borbones inician una política de expropiación y concentración de capitales por parte del Estado, convertido ahora en administrador de todos los flujos de capital económico y simbólico de la sociedad. Esto significa que los grupos particulares, no importa cuánto fuese su poder económico (dinero) y
simbólico (legitimidad), fueron obligados a ceder una buena parte de la administración de ese poder a una instancia central e impersonal. De este modo, la racionalidad del Estado borbón vino constitutivamente ligada a una guerra interior llevada a cabo por todos sus “aparatos” en contra de la resistencia de los súbditos, que veían amenazados sus intereses particulares en aras de un abstracto y tecnocrático “interés general”.

El punto que busco resaltar aquí es que la racionalización del Estado borbón significó también una guerra interna contra el habitus de los criollos americanos, contra sus intereses económicos y, lo más importante para los objetivos de esta investigación, contra su imaginario tradicional de blancura .

En efecto, la nueva biopolítica imperial implicaba deshacerse de funcionarios incompetentes, improductivos y desleales hacia los intereses del gobierno central, fortaleciendo la autoridad metropolitana en las Audiencias. Era preciso romper el cordón umbilical que ligaba a los funcionarios públicos con los intereses particulares de la oligarquía criolla y de los contrabandistas extranjeros. Ya desde el siglo xvi se había establecido la práctica de que tanto el clero como las más importantes familias criollas incidían directamente en las decisiones políticas de las audiencias locales.

Esto lo hacían, como vimos, estableciendo todo tipo de alianzas – preferentemente familiares – con los funcionarios civiles y eclesiásticos enviados por la Corona. Siendo representantes de un gobierno que sentían lejano e incompetente, los funcionarios españoles terminaban atrapados en la red de alianzas y componendas tendida por los criollos, sirviendo más bien como sus voceros ante la autoridad metropolitana, en lugar de lo contrario.

Pero esta práctica de dos siglos, inscrita ya en el habitus de los criollos y tenida por ellos como algo “natural”, sería violentada por las reformas borbónicas . Ahora, la política oficial era expropiar a los criollos y a la Iglesia de todos sus privilegios económicos y administrativos.43 A partir sobre todo del gobierno de Carlos iii (1759-1788), la política imperial era la de formar una burocracia profesional en América, con funcionarios de tiempo completo, obedientes y bien entrenados, responsables única y directamente ante el Rey, que trabajaran con directrices uniformes y
garantizaran la estricta aplicación de las reformas de arriba hacia abajo.

Figuras como el ministro de estado José de Gálvez y el visitador general para la Nueva Granada, Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres , ejemplificaban el perfil del nuevo funcionario. No se trataba ya del político conciliador que buscaba cortejar al clero y a las elites, sino del tecnócrata impersonal que perseguía la obtención de fines racionales sin preocuparse por “adaptarlos” a las circunstancias locales.44

La visita de Gutiérrez de Piñeres a la Nueva Granada en 1778 nos deja ver algunos aspectos interesantes de esta política de expropiación . Una de las prioridades del Visitador General era eliminar la presencia de los criollos en la Audiencia de Santafé, para lo cual necesitaba golpear directamente los intereses económicos de la aristocracia local.

43 Esto implicaba, por ejemplo, suprimir la venta de cargos públicos, evitando de este modo que los criollos tuvieran acceso a las audiencias e inclinando la balanza del poder a favor de los funcionarios nombrados directamente por España (Phelan, 1980: 25). John Lynch afirma que en el periodo de 1647-1750, es decir antes del ascenso de los Borbones, el 44% de los miembros de las Audiencias americanas eran criollos. Y todavía en la década de 1760 la mayoría de los oidores de las Audiencias de Lima, Santiago y México eran criollos. Sin embargo, en los años de 1751 a 1808, tan solo el 23% de los nombramientos que hubo en las audiencias americanas recayeron sobre criollos. Para 1808 de los 99 individuos que ocupaban los tribunales coloniales, tal solo 6 eran criollos (Lynch, 1991: 21).
44 McFarlane (1997: 173) señala que el criterio de buen gobierno vigente entre los virreyes antes de 1778 era el de conservar la “armonía” entre los intereses de las elites y los intereses del Estado, implementando ciertas
políticas de la Corona pero omitiendo otras, por considerar que no se adaptaban a la situación local.

Hemos visto ya que tales intereses no poseían siempre una materialidad económica real – pues tan solo algunos criollos eran verdaderamente ricos en la Nueva Granada – sino que se anclaban, más bien, en la posesión de un capital simbólico (imaginarios de blancura , nobleza y distinción ) que podía ser eventualmente reconvertido a capital económico y político.45 Por eso, una de las estrategias de expropiación llevada a cabo por el Estado fue la de atacar directamente la fuente central de apropiación y acumulación de capital simbólico: las redes familiares criollas. Combatir los alardes
de nobleza y el nepotismo de los criollos implicaba destruir la unidad primordial de organización que les permitía acceder a cargos importantes en la Iglesia y el Estado.

De ahí que una de las primeras medidas de Gutiérrez de Piñeres fue la de cortar la posibilidad de reconversión de capitales , prohibiendo que funcionarios españoles contrajeran matrimonio con mujeres de la nobleza criolla y ordenando que parientes carnales “hasta el cuarto grado de consanguinidad o el segundo de afinidad” no pudieran ser empleados en el tribunal de cuentas (Phelan, 1980: 30).46

El habito de los criollos se encontraba trastornado no sólo por el desalojo de sus privilegios administrativos sino, ante todo, por la trasgresión simbólica que esto representaba. Si la posesión de cargos estatales era vista como un reconocimiento a la blancura y nobleza de los criollos, su asignación a personas de inferior calidad social por parte del Estado representaba poco más que una humillación y un insulto. Es importante insistir que hasta ese momento, la preeminencia social de la nobleza neogranadina no había estado garantizada tanto por la riqueza, como por recompensas de la Corona en forma de posiciones de privilegio legal y de cuotas en las prebendas y actividades del
gobierno.

De este modo, como afirma McFarlane, “la política de las elites se inspiraba
en la creencia de que la Corona y la nobleza eran mutuamente dependientes, con reclamos recíprocos entre sí, y la actividad política giraba en torno a la competencia por tener acceso a las recompensas que ofrecían el Estado patrimonial y la Iglesia” (1987: 359). No obstante, con su nueva política de expropiación , el Estado había creado unas reglas de juego muy distintas, ajenas por completo al habitus tradicional del patriciado criollo.

45 Utilizo aquí el concepto de “reconversión de capitales ” introducido por Pierre Bourdieu (1997a: 55).
46 Al parecer, uno de los objetivos centrales de esta medida era desmontar el clan de la familia criolla de los Álvarez, que controlaba buena parte la administración de la tesorería. Los funcionarios de esta dependencia estaban casi todos emparentados por sus matrimonios con miembros de aquella familia, que tenía fuertes intereses en el negocio del tabaco. Como una de las prioridades del Estado era crear un monopolio sobre la producción , distribución y exportación del tabaco, se hacía necesario debilitar los vínculos que ligaban a los propietarios de grandes fincas tabacaleras con las instancias de decisión política (McFarlane, 1997: 317-318). La estrategia de Gutiérrez de Piñeres fue exitosa, puesto que al cabo de tres años tan solo tres miembros de la familia Álvarez conservaban cargos fiscales en Bogotá (Phelan, 1980: 31).
Pero el golpe más fuerte del Estado contra el capital simbólico de las elites fue, sin lugar a dudas, la política que favorecía la movilidad social de indios, negros libres, mulatos y mestizos. He dicho que el interés principal del Estado borbón era la creación de un nuevo tipo de “sujeto” capaz de utilizar racionalmente los recursos naturales disponibles y de generar ingresos al tesoro real mediante la práctica de actividades productivas. Este tipo de sujeto deseado no se circunscribía solamente a las elites, sino que abarcaba también a los miembros de las castas y sus descendientes mestizos, que constituían ya casi la mitad de la población y eran, por tanto, la principal fuerza de trabajo en la Nueva Granada.47

El gobierno español, asesorado por un equipo de economistas, se da cuenta de que la condición de posibilidad para convertir a los miembros de las castas en verdaderos sujetos económicos era reducir al máximo las barreras legales que les separaban de los blancos. Algunos de estos economistas, como el ya citado Campillo, sugerían incluso que se estableciese una rigurosa igualdad social entre indios y españoles. Según Campillo, el indio, y por extensión el mestizo, debería tener los mismos derechos de entrada “en las casas de los gobernantes, intendentes y demás ministros, y el mismo lugar en la Iglesia y en todo empleo honorífico a que su mérito le haga acreedor; y en una palabra, se le dará en todo y por todo el mismo trato que a los españoles de la misma esfera”.48

Aunque la sugerencia de Campillo no fue atendida literalmente por la Corona, las políticas del Estado borbón sí procuraron al menos relajar un tanto la frontera entre nobles y plebeyos. Había que aprovechar la mano de obra de la creciente población mestiza y legitimar socialmente sus actividades productivas. Pero para ello se hacía necesario eliminar una serie de obstáculos jurídicos que impedían a los miembros de las castas desplegar toda su potencialidad económica. La eliminación de estas barreras jurídicas de segregación era importante, puesto que el enriquecimiento del mestizo no
era condición suficiente para que su actividad económica fuera tenida por legítima, si antes el individuo no había superado el obstáculo del blanqueamiento racial.

Una de las medidas tomadas por el Estado para “liberar” el potencial económico de los mestizos – sobre todo de los más ricos – fue el establecimiento de las llamadas cédulas de gracias al sacar , que ofrecían a los pardos la dispensa del “estado de infamia”.49
47 Recordemos, por ejemplo, que ya en 1523 el emperador Carlos v había establecido que los indígenas (varones útiles entre 18 y 50 años de edad) debían pagar un tributo al Estado español, como reconocimiento a la autoridad del Rey. Posteriormente se estableció que los descendientes directos de indios mezclados, es decir, los zambos (hijos de india y negro) y los mestizos (hijos de india y blanco), también debían pagar este tributo como lo hacían los indios. Pero con el crecimiento del mestizaje en el siglo xviii, no resultaba claro quién debía pagar el tributo y quién no. Cada vez se hacía más difícil establecer en los empadronamientos quién era mestizo , mulato , indio o zambo .
48 Citado por Arcila Farias, 1955: 11.

Los solicitantes que pudieran probar que por sus venas o las de sus hijos corría algún porcentaje de sangre española, obtenían jurídicamente el estatuto de blancura, lo cual les habilitaba para recibir educación, casarse con un blanco, entrar en el sacerdocio y, por encima de todo, ejercer una actividad económica productiva. “Lavando” jurídicamente la “mancha de la tierra” o, lo que es lo mismo, expropiando a las elites improductivas de su capital simbólico más preciado, el Estado buscaba premiar los logros económicos de la población mestiza y estimular la creación de riqueza. Poco a poco se fue creando una situación en la que era la ley del Estado y no el imaginario
segregacionista de los criollos , la que determinaba el estatuto social de cada individuo.50

El resultado fue doble: de un lado, se le dio vía libre al enriquecimiento de los mestizos con actividades económicas productivas y, paralelamente, se favoreció el empobrecimiento de los blancos improductivos, quienes no tuvieron más remedio que casarse con personas de “inferior calidad” – pero ricas – para mantener su status; de otro lado, se fueron diluyendo las líneas divisorias tradicionales entre blancos y pardos, lo cual, como se verá, alarmó grandemente a las elites criollas, que veían con horror cómo se deslegitimaban públicamente sus imaginarios de nobleza y pureza de sangre.

La promoción de pardos en el ejército fue otra de las medidas que sirvieron para expropiar a los criollos de su capital simbólico y estimular la movilidad social de los mestizos.51 Hasta mediados del siglo xviii el ejercito constituía un foco de poder y privilegios para los oficiales criollos que recibían todas las inmunidades de que disfrutaban los militares españoles por su condición de blancos.

49 Es claro que la solicitud de “gracias al sacar” solo la podían hacer los mestizos enriquecidos, ya que los aranceles que debían pagarse por ella eran bastante elevados. Por cédula real del 10 de febrero de 1795 se ordenaba que la dispensa de la calidad de pardo se obtenía por la suma de 500 reales y la dispensa de la calidad de quinterón (la más cercana a la categoría de blanco) se obtenía por 800 reales. En otra cédula del 3 de agosto de 1801 se establecía que la dispensa de la calidad de pardo costaba 700 reales y la de quinterón 1100 (Rosenblat, 1954: 180).
50 Con el objeto de estimular la producción industrial en las colonias, los Borbones ofrecieron ennoblecer a cualquier persona que hubiera mantenido y mantuviera trabajadores en los telares por dos o tres generaciones (Jaramillo Mejía, 1996: 63).
51 Recordemos que ya en 1738 Jorge Juan y Antonio de Ulloa recomendaban encarecidamente al Estado borbón degradar a los oficiales criollos y permitir que los mestizos fueran incorporados a cargos de responsabilidad en el ejército. “Ellos – escriben – se reconocen vasallos del rey de España, y aunque mestizos se honran con ser españoles y salir de indios, de tal como que no obstante participar tanto de uno como de otro, son acérrimos enemigos de los indios, que son su propia sangre […] La tropa formada con esta gente aunque en el color no fuese toda igual, y alguna pareciese más morena que los españoles, no dejaría de ser tan lúcida y buena como la mejor de Europa, porque los mestizos son regularmente bien hechos, fornidos y altos, algunos son de tan buena estatura que exceden á los hombres regularmente altos; y son propios para la guerra porque se crían en sus payses acostumbrados á traginar de unas partes á otras, hechos á andar descalzos, desabrigados por lo común y mal comidos, por lo que ningún trabajo se les haría extraño en la guerra, y la falta de inconveniencias no será para ellos incomodidad” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 177).

Ya desde 1643 el rey Felipe iv había expedido una cédula real, reiterada cuatro veces, en la que dispone que no se debían crear plazas de soldado para mulatos, morenos o mestizos (Rosenblat, 1954: 153). Pero los repetidos ataques ingleses a los puertos españoles en el Caribe obligaron al Estado a fortalecer y reestructurar el ejercito. Ante la imposibilidad de mantener grandes guarniciones peninsulares en América, y temiendo entregar a los
criollos demasiado poder sobre las tropas, los Borbones crearon una nueva milicia que otorgaba a los pardos una serie de privilegios antes reservados para los oficiales blancos.52

Los militares negros y mulatos, que componían el grueso de los batallones
pardos en Cartagena, recibieron dádivas y privilegios por parte del Estado como reconocimiento a sus méritos. Una vez más, la ley del Estado, con su protección al fuero militar concedido a los mestizos y el consecuente estímulo de su blanqueamiento social, violentaba el imaginario criollo de separación castal.

Valdría la pena ejemplificar este intento de la Corona por expropiar el capital
simbólico de los criollos , con el caso de don Jorge Miguel Lozano de Peralta, más conocido como el Marqués de San Jorge. Este distinguido representante de la elite criolla santafereña era descendiente directo de don Antón de Olalla, el encomendero español del siglo xvi cuyo caso he citado. Esto le convertía en depositario de un inmenso capital acumulado por varias generaciones, que le permitía aspirar a ocupar los más altos cargos en la administración colonial. Sin embargo, el Marqués se encontró con toda una cantidad de obstáculos burocráticos que le impedían acceder a los cargos deseados y que él consideraba como violatorios de sus “derechos nobiliarios”.

En 1767 el Estado le obligó a pagar una gran cantidad de dinero como tributo por el uso público de sus títulos, so pena de suspenderlos indefinidamente (Gutiérrez Ramos, 1998: 125).53 Luego, el virrey Messía de la Cerda , inquieto por las continuas quejas del marqués frente al Cabildo, le hizo detener por algunas horas en la cárcel y, posteriormente, el virrey Flórez le despojó de su encomienda en los Llanos. Todo esto constituía un atropello no sólo contra el encopetado Marqués, sino contra toda la elite criolla santafereña, que veía con enojo el modo en que el visitador Gutiérrez
de Piñeres “descriollizaba” paulatinamente el cabildo, siguiendo los parámetros de la nueva política estatal.

52 Hasta el siglo xvii el empleo del caballo y el uso de armas habían sido privativos del estamento blanco en la Nueva Granada. En particular los negros y los mulatos recibían fuertes castigos por andar a caballo.
53 Se trata del pago de los derechos de medias anatas y lanzas, vinculados a los títulos de nobleza. Durante el siglo xviii, y debido a la crisis del sistema de haciendas, muchas familias de la nobleza titulada pasaron por grandes dificultades económicas, lo que en algunos casos originó la pérdida de sus títulos, por no estar en condiciones de pagar al Estado las deudas acumuladas por años.

Asesorado por un equipo de abogados criollos, el Marqués envió
en 1785 un extenso documento al rey de España en el que se quejaba amargamente por la expropiación que el Estado había hecho de sus privilegios:
“Mas no será extraño dejar caer aquí los más tiernos sollozos de los españoles
americanos. ¿Dé qué, Señor, nos sirven en estas partes los méritos y servicios?
¿Dé qué la sangre gloriosamente vertida por nuestros antepasados en servicio
de Dios Nuestro Señor y de Vuestra Majestad? ¿De qué los afanes, trabajos y
miserias que pasaron en la conquista de estas Indias? ¿De qué el continuo afán
sobre ostentar nuestro amor a Vuestro Real servicio y gloriosas ocupaciones
que nos enseñó la fidelidad de nuestros predecesores? ¿De qué aquellas eficaces recomendaciones y preferente atención que nos conceden Vuestras leyes de Indias y particulares Reales Cédulas? De que aquí los Virreyes, sus familiares y respectivos Superiores nos atropellen, mofen, desnuden y opriman […] En fin señor, los tristes españoles americanos, cuanto más distinguidos tanto más padecen. Ya les han destruido la hacienda, ahora asestan a su honor y fama, maculándolos, por excluirlos de todo oficio honorífico que pueda juzgarse de utilidad” (Lozano de Peralta, 1996 [1785]: 281).

Las quejas de Lozano se centran en el desconocimiento de los privilegios heredados por la elite criolla (“los tristes españoles americanos”) que, como he argumentado largamente, se fundaban en un imaginario de carácter étnico. El Estado borbón, por medio de sus virreyes, no sólo había pisoteado el linaje de los criollos, descendientes directos de los conquistadores que dieron gloria y honor a España, sino también el derecho que les confería las leyes españolas.

El Marqués menciona específicamente el caso de un virrey que prefirió nombrar como gobernador a un cirujano o barbero en lugar de un ilustre criollo. Esta actitud es tenida por Lozano como una manifestación de soberbia y despotismo por parte de los funcionarios borbones, quienes designan arbitrariamente a sus criados para los mejores puestos administrativos, “aunque sean peluqueros, barberos, lacayos, como que los consideran acreedores de mejor derecho sobre los vecinos de más aventajado mérito” (Lozano de Peralta, 1996 [1785]: 279; 282). En otro apartado del mismo documento, el Marqués compara al virrey Caballero y Góngora con “Nicolás Machiavelo, profesor a todas luces de sus máximas y política ”, por el modo como desarticuló las barreras legales que separaban a los nobles de las castas , ignorando el cumplimiento de una ley denominada la Real Pragmática
(que estudiaré más adelante).

En efecto, el ejercicio de poder demostrado por algunos funcionarios del Estado borbón como Caballero y Góngora , aparecía a los ojos de la nobleza criolla como el rostro de Maquiavelo. Pero lo que no parecía quedar claro para estos criollos era que este ejercicio de poder no obedecía al capricho de tal o cual funcionario, sino a una política de Estado. Personajes como el Marqués de San Jorge, dueños de grandes cantidades de tierra improductiva y defensores de un ethos que privilegiaba la contemplación sobre el trabajo y la defensa del interés privado sobre el público, resultaban incómodos para las nuevas directrices económicas del Estado. Los funcionarios españoles lograron vincular al Marqués con la insurrección comunera de 1781 y el ministro Galvez, en carta fechada el 15 de junio de 1784, le ordena a Caballero y Góngora que “se le reduzca a prisión y se le encierre de por vida en el castillo de San Felipe de Barajas de Cartagena, sin más fórmula de juicio, guardándole en la prisión las consideraciones de su nobleza”, cosa que el Virrey hizo de buena gana (Gutiérrez Ramos 1998: 133). Allí moriría el envejecido Marqués el 11 de agosto de 1793.

Conscientes de la gran importancia social que empezaban a adquirir los mestizos y del problema que representaba la preeminencia de los criollos, los Borbones procuraron favorecer el ascenso de las castas, concediéndoles franquicias y dispensas, vendiéndoles incluso el apetecido capital de la blancura . Pero los criollos, ofendidos, defendieron violentamente sus privilegios y tomaron medidas jurídicas para mantener intactas las barreras étnicas y echar en cara al mestizo su “pecado de origen”. La biopolítica del
Estado borbón tendría que ceder ante la dinámica cultural de la colonialidad vigente en la Nueva Granada desde el siglo xvii.

2.2.3 La nostalgia del Apartheid

Las políticas borbónicas pretendían instaurar en las colonias una nueva racionalidad que integrara en un sólo proyecto a grupos sociales que durante 200 años se habían formado en medio del conflicto étnico. No se intentaba desmontar los principios de estratificación social heredados del pasado, sino conseguir la homogeneidad legal, económica y cultural que permitiera que el poder absoluto del monarca actuara con eficacia. Los Borbones creían que sería suficiente con diseñar una política more geométrico para poner a trabajar juntos a los diferentes estamentos de la sociedad colonial. Se tenía confianza en que bastaría con desembarazarse de los vicios burocráticos del pasado para que la acción humana, sabiamente conducida por el Estado, se pusiese en sintonía con el funcionamiento de las leyes naturales y el imperio español se encaminara, por fin, hacia un inevitable progreso material y espiritual. Pero el optimismo ilustrado de los Borbones chocaría frontalmente con la lucha étnica prevaleciente en las colonias.

Antes que activar la “armonía preestablecida” de las leyes naturales de la sociedad, las políticas de expropiación incrementaron las tensiones raciales en América. Acosados por el ascenso social, demográfico y fenotípico de los mestizos y presionados por las políticas liberales del Estado, los criollos se colocaron a la defensiva y buscaron atrincherarse en su ya debilitada fortaleza étnica. Celosos de una pureza de sangre cada vez más ilusoria, procuraron cerrar a los mestizos cualquier posibilidad de ingresar al mundo de los privilegios por la vía del emparentamiento. Según hemos visto anteriormente, el honor era considerado por los estamentos más altos como un patrimonio que debía mantenerse y defenderse a toda costa, pues este garantizaba la supremacía y distancia social de los criollos ennoblecidos con respecto de las capas sociales inferiores. Por tal razón, el hecho de que algún miembro de la familia pudiera entablar “matrimonio desigual” con un mestizo o una mestiza, era visto como un deshonor al nombre de todo el linaje. La estrategia del clero y de la aristocracia criolla fue la de ejercer una gran presión sobre el gobierno de Madrid con el fin de obtener mecanismos legales de protección a su capital simbólico más preciado: la blancura .54

Esperaban con ello que el Estado ratificara la idea tradicional de que los matrimonios entre personas de estamentos distintos eran una violación
del derecho natural, que constituía el fundamento jurídico de la estratificación social en la Colonia.

Como resultado de estas presiones, el gobierno central expidió en 1776 una ley denominada la Real Pragmática , que buscaba contrarrestar el proceso de blanqueamiento social de las castas mediante la estricta regulación de los “matrimonios desiguales”, impidiendo así que los mestizos entraran a gozar de los privilegios reservados al estamento blanco.

54 Así por ejemplo, el 6 de octubre de 1788 el cabildo de Caracas dirigía una súplica al rey en los siguientes términos: “Teme este cabildo que si los pardos son admitidos al estado eclesiástico, decaerá mucho del alto rango en que hoy está un clero tan distinguido como el de esta provincia. Los pardos son vistos
aquí con sumo desprecio, ya por su origen, ya por los pechos que vuestras reales leyes les imponen. Ellos descienden de esclavos, su filiación es ilegítima y tienen su origen en la unión de los blancos con las negras […] No serían menores los perjuicios en el estado secular si se concediera a los pardos permiso para contraer matrimonio con personas blancas del estado llano. Porque dentro de pocos años de permitidos estos matrimonios habría tal confusión entre la familia, que no se podría discernir las que están mezcladas
de las que no lo están. Se dificultarían los matrimonios de los europeos, que no querrán casarse sino con blancas, y en lugar de aumentarse el número de vecinos que tengan las calidades que piden las leyes para los empleos mayores, se disminuirían, con mengua notable del Estado […] Finalmente, la abundancia de pardos que hay en esta provincia, su genio orgulloso y altanero, el empeño que se nota en ellos por igualarse con los blancos, exigen, como medida política , que Su majestad los mantenga en la dependencia como hasta aquí; de otra manera se harán insufribles por su altanería, y al poco tiempo querrán dominar a los que en su principio han sido sus señores” (citado por Rosenblat, 1954: 183).

A fin de evitar que las familias blancas se vieran heridas en su honor por el casamiento indeseado de uno de sus miembros, la ley establecía que ningún
matrimonio entre menores de veinticinco años podría celebrarse sin el consentimiento específico de los padres o tutores:
“Y habiendo llegado a ser tan frecuente el abuso de contraer matrimonios desiguales los hijos de familias, sin esperar el consejo y consentimiento paterno o de aquellos deudos o personas que se hallen en lugar de padres que con otros gravísimos daños y ofensas a Dios resultan la turbación del bueno orden del Estado y continuadas discordias y perjuicios de las familias, contra la condición y piadoso espíritu de la Iglesia, que aunque no anula ni dirime semejantes matrimonios, siempre los ha detestado y prohibido como opuestos al honor, respeto y obediencia que deben los hijos prestar a los padres en materia de tanta gravedad e importancia […] mando que en adelante, conforme a lo prevenido en ellas, los tales hijos de familias menores de 25 años deben para celebrar el contrato de esponsales, pedir y obtener el consejo y consentimiento de su padre y en su defecto el de su madre […]. Que esta obligación comprenda desde las más altas clases del Estado sin excepción alguna hasta las más comunes el pueblo, porque en todas ellas sin diferencia tiene lugar la natural e indispensable obligación del respeto a los padres y mayores que estén en su lugar por derecho natural y divino y por la gravedad de la elección de estado con persona conveniente; cuyo discernimiento no puede fiarse a los hijos de familias y menores, sin que intervenga la deliberación y consentimiento paterno, para reflexionar las consecuencias y atajar con tiempo las resultas turbativas y perjudiciales al público y a las familias”.55

Esta ley contribuyó a fortalecer la conciencia étnica de la elite dominante, pues invocaba el viejo discurso de la limpieza de sangre para evitar que los blancos rompieran su tradicional enclaustramiento étnico. De esta manera, dos individuos de diferente condición racial no eran libres para entablar relación matrimonial, sino que tenían que acreditar la aprobación expresa de sus padres, so pena de recibir fuertes castigos de orden socioeconómico. Aunque la Iglesia no podía declarar inválido un matrimonio interracial, sí ejerció una enorme presión para evitar los cruces no deseados por el estamento blanco, por considerarlos “turbativos y perjudiciales al público y a las familias”.

55 “Pragmática sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales” [1776]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 764

En caso de celebrarse el matrimonio, la ley contemplaba que tanto la pareja en cuestión como sus hijos quedaban inhabilitados para recibir o transmitir herencias, y que sus padres, a quienes desobedecieron, quedaban libres para invalidar sus testamentos. Resulta claro que el propósito de esta medida era evitar que el capital simbólico de las elites, materializado en forma de títulos nobiliarios, mayorazgos, apellidos y otros privilegios hereditarios, cayera en manos de gentes de “mala raza”.

Como lo afirmaba Lorenzo Benítez, abogado de la Real Audiencia, el espíritu de la Real Pragmática “no fue otro que el que se conserven las familias con el lustre y honor con que salieron al mundo, y que no se mezclen los nobles con los plebeyos con el yugo del matrimonio”.56

Armado con este dispositivo jurídico el patriciado criollo inició una contraofensiva tendiente a perpetuar el régimen de apartheid sobre el que había sustentado tradicionalmente sus privilegios económicos y sociales.57 Los padres podían ahora entablar los llamados “juicios de disenso”, en los que hacían valer su derecho de evitar que sus hijos se casaran con gente de “inferior condición”, manteniendo de este modo la homogeneidad racial de la familia.

A pesar de los esfuerzos estatales por favorecer la movilidad de “las castas de la tierra”, los sectores más tradicionales de la sociedad colonial encontraron en los juicios de disenso el mecanismo idóneo para evitar los matrimonios interraciales. Ahora podían echar mano del viejo derecho de hidalguía y argumentar que la movilidad social de las castas era un peligro para la estabilidad social del imperio, ya que la obligación del Estado era trazar una barrera jurídica de separación étnica que protegiera el ideal del hombre blanco, noble, católico y leal al soberano. No es casualidad que en la mayor parte de los juicios de disenso, entablados en la Nueva Granada a finales del siglo xviii, la oposición a los matrimonios desiguales se fundara no tanto en argumentos de tipo económico y social, como de tipo racial.

56 “Disenso puesto por don Lucas y don Miguel Jerónimo Mejía al matrimonio que con Lorenzo Parra intenta contraer doña Salvadora Mejía” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 548
57 Hacia finales del siglo xviii el había llegado a un grado tal, que enclaustramiento étnico de los criollos hasta en las escuelas rurales se aplicaba un verdadero sistema de apartheid racial. Jaime Jaramillo Uribe
documenta el caso de una licencia para organizar una escuela pública solicitada al virrey por el párroco de Girón en el año de 1789. Entre los reglamentos de la escuela propuestos por el clérigo se encontraban
rígidas disposiciones de discriminación étnica y social, matizadas por la benevolencia propia de la “moral cristiana”: “En el aula escolar los alumnos quedarían separados por una distancia de media vara entre los blancos superiores e inferiores. Los niños blancos ocuparían los primeros, y los plebeyos y castas bajas los de abajo”. Para atenuar los efectos de la discriminación, que preocupaban al párroco autor de la iniciativa, “se cuidaría especialmente que los niños de buena estirpe no fueran osados de injuriar con
mofas y malas palabras a los de baja extracción, ni se mezclen con ellos sino para enseñarles aquello que ignoren, o auxiliarles en lo que necesiten por efecto de la generosidad que debe ser propia de la gente noble” (Jaramillo Uribe , 1982: 253).

Se esperaba de este modo contrarrestar la tendencia de muchas familias nobles pero empobrecidas – sin más recursos que su capital de la blancura – a emparentarse con mestizos ricos para mejorar su situación económica.

Es el caso, por ejemplo, del juicio interpuesto ante un tribunal de Medellín en
1793 por don José Ignacio Callejas, vecino de la ciudad de Rionegro en la provincia de Antioquia, con el objetivo de impedir el casamiento de su sobrina con un comerciante mestizo, a pesar de que el padre mismo de la joven había dado ya su consentimiento al matrimonio:
“Ante vuestra merced por persona de mi confianza y en la mejor forma de derecho, parezco y digo: que ha llegado a mi noticia de que don Miguel Mejía, vecino de esta villa de Medellín, sin reflexión y consideración de su calidad, preocupado de la mísera situación en que Dios lo tiene, y sin pensar con el honor que debiera, quiere amancillar y envilecer sus ascendientes y descendientes y juntamente a los Orrego, dando por esposa una de sus hijas, nombrada María Josefa, a Miguel Parra […] Suplico a vuestra merced no permita semejante casamiento, hasta que el citado Parra haga constar ser su calidad igual a la que pretende por consorte, pues por parte de ésta estoy pronto a satisfacer el juzgado que los Orrego, Velásquez y Noreña, no son de la calidad y mala raza que el Parra. Pues por documentos judiciales haré patente que son descendientes de personas nobles, blancas y españolas,
por cuya virtud y en fuerza del derecho que me asiste y por el nuestro
propio honor (ya que el padre de la contrayente no hace caso de esta, la más
estimable joya), me opongo al expresado casamiento, valiéndome para ello de
la real pragmática de Su Majestad el señor don Carlos iii”.58

El solicitante apela entonces a la Real Pragmática para impedir que el nombre de su familia sea “amancillado y envilecido” mediante el emparentamiento indeseado con un personaje de “mala raza ”. Presenta ante el tribunal documentos judiciales (actas de nacimiento, partidas de bautismo, testimonios escritos) para probar que los ascendientes de Miguel Parra eran reputados públicamente por mestizos o mulatos y que, por lo tanto, no igualaban en calidad racial a los Mejía. Una vez establecida la desigualdad racial entre los Parra y los Mejía, base de toda la argumentación jurídica, el solicitante presenta testigos que enfatizan la desigualdad económica y social de la
pareja.

58 “Sobre el pleito (porque) Miguel Mejía quiere casar a su hija” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 531.

Así por ejemplo, uno de los testigos asevera que “la calidad de los Parra no
es distinguida, si nos atenemos a la posesión en que estos han estado y al oficio de herrero que muchos de ellos han ejercido”.59 Ante tales pruebas, y a pesar de que la Real Pragmática favorecía la potestad del padre por encima de los demás parientes, el juez declara que “los Mejía son sujetos de distinción y limpios, y que en esta posición han estado, y los Parra en el concepto de baja esfera, por cuya razón es vista, media entre los dos contrayentes notable desigualdad que impide el dicho matrimonio, [por lo cual] declaro por justo y racional el disenso puesto por don José Ignacio Callejas y doña Rosalía Orrego, su consorte, al matrimonio que Miguel Parra intentaba contraer
con doña María Josefa Mejía y Orrego”.60

Citaré un caso más, documentado esta vez por Virginia Gutiérrez de Pineda y Roberto Pineda Giraldo, para demostrar que no sólo el color de la piel sino en general el fenotipo de una persona jugaba un papel fundamental en el imaginario de la limpieza de sangre que los criollos buscaban a toda costa defender. En el año de 1783, doña Tomasa Salazar decide interponer juicio de disenso contra las pretensiones matrimoniales de su hija Graciela Varelas con un sastre de nombre Domingo Gómez. En el expediente judicial, doña Tomasa consigna que todos sus parientes “son españoles blancos de público y notorio, limpios de toda mala raza”, mientras que el novio de su hija es “un mulato puro, viejo, sin dientes, de color canela oscura, nariz chata y pelo de paza enroscado”.61

Este caso muestra con claridad el modo en que los juicios de disenso fueron el arma principal utilizada por la elite criolla para defender el capital cultural heredado de la blancura, sobre todo cuando éste era amenazado por individuos
de raza negra.

59 “Disentimiento interpuesto para impedir el matrimonio entre Miguel Lorenzo Parra y Doña María Josefa Salvadora Mejía” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 526. En el imaginario hegemónico de blancura , como mostraré más adelante, los oficios mecánicos – como la herrería – eran tenidos como propios de las castas ya que la división étnica de la sociedad era también, y por encima de todo, una división étnica del trabajo .
60 “Sobre el pleito (porque) Miguel Mejía quiere casar a su hija” [1793]. En: Jaramillo Mejía, 2000: 541.
En este caso resulta interesante ver cómo Miguel Parra intenta utilizar los mismos elementos jurídicos que su acusador para lograr la nulidad del juicio de disenso. En primer lugar, acude a la Real Pragmática para argumentar que la demanda de José Callejas no es procedente, debido a que la novia tiene ya
el consentimiento de su padre. Ante el fracaso de esta tentativa, el acusado apela ante la corte con el argumento de que los ascendientes de la familia de su prometida son también mulatos y que, por tanto, los Parra no son de inferior calidad racial que los Mejía (2000: 542). Este es un ejemplo del modo como los subalternos intentan apropiarse de los mismos aparatos de dominio utilizados por las elites para devolverlos en su contra (“against the Grain”). Sin embargo, en este caso pesó mucho más el prestigio social de la familia Callejas.
61 Citado por Gutiérrez de Pineda y Pineda Giraldo, 1999: 475.

Los valores de la etnia criolla dominante, sancionados por la Iglesia y expresados en el discurso de la limpieza de sangre, tenían que ser defendidos frente al modo en que el Estado borbón pretendía legitimar el ascenso social de las castas . La batalla entre los grupos que aspiraban al blanqueamiento racial como medio de movilidad social y el estamento criollo dominante que buscaba contener este proceso, se tornó cada vez más dramática con el transcurrir del siglo xviii. La “guerra de las razas”, manifiesta ya desde los primeros años de la Conquista, se intensificó en la medida en que aumentaba el porcentaje de la población mestiza. Las reformas borbónicas, por su parte, contribuyeron a la exacerbación del conflicto étnico entre los diferentes grupos sociales. El efecto impensado, perverso, de la biopolítica borbona, fue el incremento de la distancia entre las elites criollas y el pueblo llano. Antes que lograr un consenso multiétnico en torno al proyecto racionalista de la modernidad imperial, las reformas se convirtieron en un factor que contribuiría a fortalecer el enclaustramiento étnico de las elites. Enclaustramiento que encontraría en aparatos ideológicos como la universidad colonial, una de sus expresiones más fehacientes.

2.3 Los muros de la ciudad letrada

Hasta el momento he mostrado que la red de poder en la sociedad neogranadina de los siglos xvi al xviii se caracterizaba por la “colonialidad” de sus prácticas, e intenté definir esa colonialidad no tanto en términos históricos (“colonialismo ”), sino en tanto que una modalidad de poder capaz de producir “sujetos”.

De la mano de Quijano y Mignolo, pero utilizando también algunos conceptos tomados de Foucault y Bourdieu , he intentado describir esa producción de subjetividad utilizando la noción de “limpieza de sangre ”. He argumentado que la blancura fue un principio de subjetivación compartido por dominadores y dominados, que sirvió como matriz catalizadora de los conflictos sociales en la Nueva Granada. Las reformas borbónicas, conducidas bajo el diseño global de la biopolítica , se vieron atrapadas e involucradas necesariamente en esta historia local de saber/poder.

Por estas razones, y atendiendo a la observación de Quijano según la cual, la colonialidad del poder adquiere necesariamente una dimensión epistemológica, es necesario preguntarse ahora por el modo en que el discurso de la “limpieza de sangre” queda emplazado en las instituciones de producción de conocimientos en la Nueva Granada y se encuentra presente en lo que he denominado la hybris del punto cero.

No obstante, la resolución de este problema demanda una investigación previa. Habrá que preguntarse primero por el estatuto social de los productores de ese conocimiento científico y por el modo en que la limpieza de sangre contribuyó a moldear su subjetividad. En una palabra, se tendrá que preguntar por la formación de una elite letrada colonial y por su función social al interior de la etnia dominante. Por ello, la última sección de este capítulo estará dedicada a mostrar que los letrados jugaron un papel fundamental en la consolidación y legitimación de un orden social estructurado jerárquicamente según el origen étnico.

Esto atendiendo a una observación de Ángel Rama según la cual, los letrados coloniales no se limitaron a reflejar pasivamente los dictados de un orden venido desde afuera, sino que fueron legitimadores – mediante el privilegio que les daba la escritura – de un “orden” y de un “sentido natural” del mundo social en el cual ellos mismos participaban:
“Las ordenanzas reclamaron la participación de un script (en cualquiera de sus divergentes expresiones: un escribano, un escribiente o incluso un escritor) para redactar una escritura.

A ésta se confería la alta misión que se reservó siempre a los escribanos: dar fe, una fe que sólo podía proceder de la palabra escrita, que inició su esplendorosa carrera imperial en el continente. Esta palabra escrita viviría en América Latina como la única valedera, en oposición a la palabra hablada que pertenecía al reino de lo inseguro y lo precario […] La escritura poseía rigidez y permanencia, un modo autónomo que remedaba la eternidad. Estaba libre de las vicisitudes y metamorfosis de la historia pero, sobre todo, consolidaba el orden por su capacidad de expresarlo rigurosamente en el nivel cultural” (Rama, 1984: 8-9).

La observación de Rama es importante, porque nos enseña que la función de los letrados coloniales era “ordenar”, a través de un lenguaje abstracto, unas dinámicas sociales marcadas por el signo de lo “caótico” y de lo “peligroso”. Dinámicas que, de acuerdo a lo visto en este capítulo, se caracterizaban por el conflicto en torno al capital simbólico de la blancura.

Percibiéndose como socialmente incondicionada, la práctica de los letrados establecía una ruptura entre la “doxa ” de las (otras) prácticas sociales y la “episteme” del conocimiento producido por ella misma. El conocimiento adquiere de este modo un estatuto privilegiado (un “valor”) dentro de la sociedad colonial. La inseguridad y precariedad de un mundo social atravesado por la “guerra de las razas ” debía ser domesticada mediante un orden ideal diseñado por la elite de expertos. Los letrados son entonces los especialistas en la producción de un lenguaje abstracto sobre las cosas divinas y humanas. Un lenguaje distante, “auratizado”, cuyo aprendizaje estaba limitado a un pequeño sector de la etnia blanca dominante.

Mi tesis será que la “razón ordenadora” de los letrados se constituyó en la bisagra que unía el poder con el saber, es decir, en el vínculo necesario entre la segmentación étnica de la sociedad neogranadina y el conocimiento que garantizaba el mantenimiento y control legítimos de esa segmentación.

2.3.1 Muros pintados de blanco

Desde comienzos de la acción colonizadora en América, la catequización de los indios fue uno de los motivos que impulsaron la formación de una elite letrada colonial.

En la medida en que la empresa colonial era justificada ideológicamente con el imperativo de la evangelización, las cabezas del clero secular (obispos y arzobispos) y de las órdenes religiosas (franciscanos, agustinos, dominicos y jesuitas) propugnaban por la formación de colegios y universidades que ofrecieran a los postulantes a clérigos una preparación adecuada. Sin embargo, no todos los dirigentes eclesiásticos estaban de acuerdo sobre la pertinencia de ofrecer a los indios la oportunidad de recibir educación y ordenarse como sacerdotes.

Sabemos que en el virreinato de la Nueva España, los franciscanos y los jesuitas intentaron formar una elite indiana educada en latín, artes, teología y filosofía, capaz de acceder al sacerdocio, obtener grados académicos e incluso acceder a cátedras de lengua nativa en la universidad.62 Pero esta iniciativa tropezó con la oposición del clero secular y de los dominicos, quienes cuestionaron la capacidad mental de los indios para asimilar el lenguaje abstracto del conocimiento occidental. Su falta de temple moral, su tendencia natural a la embriaguez y el temor de que pudieran mezclar la doctrina cristiana con idolatrías, fueron algunos de los argumentos utilizados (Chocano Mena, 2000: 66-68).

62 Hans-Albert Steger (1974: 228) menciona el caso del indio Antonio López, quien fue designado por la Universidad de Guatemala como catedrático de la lengua Cakchiquel. Pero esto alarmó tanto a las elites tradicionales, que lograron anular la designación de López acusándole de supuesta ebriedad mientras dictaba sus clases.
63 En tono con su política modernizadora, Carlos iii procuraba homogeneizar al imperio español con el fin de que su administración pudiera ser más eficiente. Para ello se requería, además de un rey, una religión y una ley, una sola lengua y un solo sistema de pesos y medidas. Su real cédula de 1770 afirmaba que las muchas lenguas desfavorecen el comercio y hace que los súbditos se confundan como en la torre de Babel, por lo que ordena que todos los indios sean catequizados en lengua castellana. Al mismo tiempo, ordena que “se extingan los diferentes idiomas que se usa en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano”. “Real cédula para que en los reinos de Indias se extingan los diferentes idiomas de que se usa y sólo se hable el castellano”. En: Tanck de Estrada, 1985: 37-45.

En la Nueva Granada también imperó la oposición a que los indios aprendieran humanidades y se ordenaran como sacerdotes. A lo sumo, y en virtud de la necesidad de catequizadores en lengua nativa, se les permitió tomar las “ordenes menores” y estudiar en algunos colegios regentados por agustinos y jesuitas. Pero en la medida en que la población indígena disminuía, las pocas cátedras de lengua chibcha fueron desapareciendo, como también el interés de la Corona en las políticas evangelizadoras. El advenimiento de los Borbones consolidó esta tendencia, y en 1770 el rey Carlos iii ordenó la extinción de las lenguas indígenas y solamente autorizó el uso oficial del idioma castellano.63

A esto se sumó la sospecha que pesaba también sobre los mestizos por parte de un aparato eclesiástico dominado por criollos y peninsulares. No sólo la ilegitimidad sino también la mezcla de sangres era vista como un obstáculo para obtener dignidades eclesiásticas o para acceder al conocimiento de la cultura letrada.

Los mestizos podían ordenarse como sacerdotes únicamente después de que los obispos hubiesen aprobado un riguroso y exhaustivo informe sobre su vida y costumbres. Limitado el acceso de los indios, negros y mestizos a la educación ofrecida por la Iglesia y desvirtuada la necesidad de aprender o enseñar las lenguas indígenas, se fue construyendo un muro alrededor de la cultura letrada, marcado por valoraciones de tipo étnico.

La etnia blanca dominante estaba decidida a impedir la incursión de las castas en el sacrosanto recinto del conocimiento, salvando para sí el exclusivismo del trabajo intelectual. Algunos indios y mestizos alfabetizados podían ciertamente trabajar como escribanos, pero, con contadas excepciones, ninguno de ellos podía ingresar al templo donde se formaban los cuadros de la alta vida intelectual: las universidades y colegios mayores.

En efecto, desde comienzos de la Colonia las universidades de la Nueva Granada habían funcionado como plataformas que legitimaban el monopolio de los más altos cargos administrativos y eclesiásticos por parte de la etnia blanca dominante. La población universitaria constituía una sociedad aparte, limitada al grupo de las elites selectas, compuesta por individuos que aspiraban a ejercer posiciones de liderazgo político y espiritual en las colonias. Nadie que no perteneciera por raza y linaje a estos grupos sociales podía ingresar a la universidad. Así lo expresan con claridad las actas de fundación del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, redactadas en 1653 por el arzobispo fray Cristóbal de Torres:
“Todos los colegiales que de aquí adelante se hubiesen de recibir, constituimos que se les haga información, por lo menos de limpieza, calidad que piden todos los colegios singularmente mayores; y es precisamente necesaria para servir al Santo Tribunal de la Inquisición. Más también estatuimos que sean preferidos cuanto fuere posible los ilustres en sangre; y no siendo notablemente inferiores en capacidad, sean escogidos necesariamente, pues en esto consiste una gran parte de la grandeza de este Colegio, y sus veneraciones y aprecios, por lo cual estatuimos, lo primero, que todos los colegiales sean legítimos, sin que lo contrario sea dispensable; y aun queremos que sean legítimos sus padres, y que se dispense con grandísimas causas lo contrario; lo segundo que sus padres no tengan oficios bajos, y mucho menos infames por las leyes del reino, sin que tampoco se pueda dispensar en esto; lo tercero que no tengan sangre de la tierra , y si la hubieren tenido sus progenitores, hayan salido de manera que puedan tener un hábito de nobleza y no de otra suerte; y lo cuarto, que sean personas de grandes esperanzas para el bien público”64

Este texto muestra que los aspirantes a ingresar en la universidad tenían que cumplir varias condiciones de tipo religioso, étnico, social y económico. A nivel religioso, los candidatos debían ser “limpios de sangre”, es decir cristianos viejos, sin ninguna contaminación con etnias de moros, gitanos o judíos, so pena de ser denunciados ante el tribunal de la Inquisición. Ya vimos cómo esto formaba parte de un imaginario étnico y poblacional que buscaba mantener la pureza de la fe católica en las colonias.

Sin embargo, el discurso de la limpieza de sangre suponía también el mantenimiento del imaginario hegemónico de blancura al que he hecho amplia referencia. Por eso se exigía que tanto el candidato como sus padres fueran hijos legítimos, que no desempeñaran “oficios bajos” y, sobre todo, que no estuvieran manchados con la “sangre de la tierra”, es decir, que no estuvieran mezclados con negros, indios, mestizos o mulatos.

Por último, se pedía que los candidatos acreditaran su pertenencia social a “familias nobles”, esto es, que los colegiales debían tener un estatuto social y económico que permitiera tenerles como “personas de grandes esperanzas para el bien público”.65

64 “Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” [1654]. Título iii, Constitución iii. El resaltado es mío.
65 Estas exigencias no eran exclusivas del Colegio Mayor del Rosario. También el Colegio de San Bartolomé, regenteado por los padres jesuitas, demandaba que sus alumnos fueran “españoles”, es decir, de raza blanca. En el acta de fundación del Colegio Seminario, firmada el 18 de octubre de 1605, se estipulaba lo siguiente: “mandamos que las personas que entraren en el dicho seminario sean pobres, españoles y de legítimo matrimonio, y de hedad de por lo menos doce años; y que sepan leer y screvir; de buenas costumbres y avilidad; y serán preferidos con yguales partes de las dichas, los descendientes de conquistadores” (citado por Jaramillo Mejía, 1996: 23).

La institución universitaria funcionaba en la Colonia como un rígido mecanismo de legitimación de la blancura como capital cultural heredado. Tal como lo ha mostrado Bourdieu , las elites tienden a perpetuar su ser social – es decir, a reproducir su patrimonio- utilizando estrategias de fecundidad, estrategias matrimoniales, estrategias económicas y, sobre todo, estrategias educativas (Bourdieu , 1997a: 33).

Ello explica porqué las familias de la clase dominante aspiran a que sus hijos se eduquen en las escuelas de mayor prestigio, ya que son éstas las que conducen a las posiciones sociales más elevadas. Visto desde esta perspectiva, el sistema escolar opera como un puente tendido entre el habitus primario, adquirido en el seno de la familia, y la realización de las aspiraciones sociales engendradas por ese hábito. La escuela instituye y legitima una diferencia social de rango, en el sentido de que naturaliza (y universaliza) el habitus de las clases dominantes. Ya vimos cómo, en el caso de la sociedad neogranadina, esa diferencia social de rango era, por encima de todo, una diferencia de carácter étnico.

El imaginario de la blancura y el “pathos de la distancia” frente a las castas formaban parte del habitus primario de las elites. La educación superior convertía, entonces, las diferencias étnicas de facto en diferencias sociales de jure. Por eso, el hecho de que uno de sus miembros fuera aceptado en la universidad significaba, para una familia criolla, el reconocimiento público de su condición de “blancos”, es decir la legitimación social de su capital cultural heredado.

Para ingresar a los dos Colegios Mayores de Bogotá, el de San Bartolomé o el del Rosario, o a las tres universidades que funcionaban en Quito, la jesuítica de San Gregorio Magno, la dominicana Santo Tomás de Aquino y la agustina de San Fulgencio, los aspirantes debían someterse a un riguroso interrogatorio denominado las “informaciones”.66

Sólo si el aspirante satisfacía completamente los requisitos inquiridos en el interrogatorio, podía ser admitido como colegial. Para llevar a cabo el proceso de selección, el colegio en cuestión designaba varios comisarios y un notario quienes debían recibir las declaraciones de los testigos (por lo general dos) convocados para certificar la “nobleza” del aspirante. En el Colegio de San Bartolomé de Bogotá, el procedimiento se encontraba rigurosamente reglamentado:
“Después de que por el señor rector y los nueve consiliarios que están señalados para investigar la nobleza del pretendiente, se le mande al secretario tomar las declaraciones, pasará a la secretaría con los dos consiliarios anuales, y ejecutar lo siguiente: Primeramente hará que los testigos, que son personas nobles, juren por Nuestro Señor y una señal de la cruz.

66 A los colegios se ingresaba usualmente pagando una matrícula (convictores) o mediante la obtención de una beca (becarios). El Colegio Mayor del Rosario ofrecía normalmente unas 15 becas por periodo académico, mientras que el Colegio de San Bartolomé ofrecía usualmente unas 10 o 12. También existían las becas reales para los hijos de funcionarios de la Corona (Silva, 1992a: 178).

Luego que se finalice se leerá al testigo y se hará que el dicho lo firme” (citado por Jaramillo Mejía, 1996: 55). Este ritualismo de las informaciones no es exagerado, pues corresponde en realidad a una ceremonia pública en la que se establecía una separación legítima entre los blancos y las castas, proclamando el establecimiento de unas fronteras étnicas vigentes de por vida. Separados étnicamente del resto de la población, los admitidos a “vestir la beca” eran consagrados, como en una ceremonia de armadura de los caballeros, para ocupar la jefatura material y espiritual de la sociedad.67

Por esta razón, el rechazo de un aspirante a la colegiatura representaba una profunda conmoción personal y colectiva, ya que ello significaba no solo excluirlo del “derecho a dirigir”, que creía tener por herencia, sino también exponer a toda su familia a la vergüenza pública, degradándolos a la incómoda condición de “no blancos”.

En efecto, si se examina el interrogatorio a que eran sometidos los testigos, se
comprenderá plenamente la gravedad de un posible rechazo. Para el caso del Colegio de San Bartolomé, el interrogatorio constaba en 1689 de seis preguntas. Se inquiría específicamente sobre la legitimidad y limpieza de sangre del pretendiente (“limpios de toda mala raza de moros, judíos y penitenciados por el Santo Oficio”), sobre si sus ascendientes “eran limpios de las razas de indio y negro esclavo”, y sobre la calidad laboral y jurídica de sus padres (Jaramillo Mejía, 1996: 52).

Ya para 1777, cuando las elites criollas se sentían amenazadas por el creciente mestizaje y por las políticas de movilidad social de los borbones, los requisitos de admisión se volvieron todavía más estrictos. Ahora son siete preguntas que inquieren por la legitimidad no solo del aspirante sino también de sus padres y abuelos (“hijos legítimos”), buscando determinar si alguien en la familia había ejercido “oficios viles o mecánicos” y si algún ascendiente del candidato se encontraba “manchado con la nota de vil, o de mala raza como de
judíos, moros, mulatos, mestizos o de recién convertidos”. Además, los testigos eran interrogados por la “vida y costumbres” del aspirante, pues el colegio debía asegurarse de que ninguno “tiene enfermedad habitual ni mal contagioso”.
67 Esta comparación la tomo de Bourdieu (1997a: 35), quien la utiliza para referirse a las ceremonias de grado. Pero la metáfora de Bourdieu es exacta también para el caso de la Nueva Granada. La Universidad Tomística de Santafé, única institución acreditada para expedir títulos de estudios superiores en la Nueva Granada, incluía en sus certificados de grado una cláusula que rezaba lo siguiente: vir purus ab omni macula sanguinis atque legitimus et natalibus descendens. Esta certificación de legitimidad de nacimiento y limpieza de sangre actuaba como un reconocimiento a la “blancura” del graduado y, por tanto, como un rito de iniciación en el mundo de las responsabilidades públicas.

La admisión a los colegios y el otorgamiento de becas suponía, entonces, un
riguroso procedimiento de selección étnica, religiosa y social, por el que solamente pasaban los miembros de las familias más prominentes. A su vez, las dinastías familiares se disputaban la obtención de becas, ya que éstas, al igual que las encomiendas y los esclavos, podían traspasarse por herencia de padres a hijos y de hermano a hermano (Silva, 1992a: 195).

De este modo, las familias más poderosas demostraban públicamente su blancura y se aseguraban el control y el acceso a los cargos públicos,68 por lo que “vestir una beca” en uno de los Colegios Mayores significaba entrar a formar parte del clan más selecto de la sociedad neogranadina.69 A este clan selecto pertenecieron algunos de los más eminentes pensadores y científicos de la ilustración neogranadina: Francisco Antonio Zea , Francisco José de Caldas , José Félix de Restrepo , Frutos Joaquín Gutiérrez , Eloy Valenzuela , Camilo Torres , Diego Martín Tanco , José María Salazar , Pedro Fermín de Vargas , Jorge Tadeo Lozano , José Ignacio de Pombo , y otros muchos.

Existía, sin embargo, un grupo de candidatos que no debían presentar las informaciones para ingresar al colegio y que no pertenecían, por lo tanto, a la categoría de “blancos limpios”. Se trata de los llamados “manteos”, “manteístas” o “capistas”, hijos por lo general de mestizos enriquecidos, que eran reclutados con el fin de cubrir la inmensa necesidad de clérigos. Ya dije que los mestizos eran admitidos al sacerdocio y a la educación solamente después de un escudriñamiento individualizado y exhaustivo.
Una vez admitidos al colegio, los manteos constituían un grupo étnico aparte. No podían tener mucho contacto con los estudiantes blancos, por lo que debían vivir fuera de las instalaciones del claustro, a pesar de que sus familiares pagaban todo el sostenimiento.
68 Por supuesto que los títulos académicos no eran condición necesaria ni suficiente para el acceso a los más altos cargos burocráticos. El ejemplo más claro de esto es el don Jorge Miguel Lozano de Peralta, el Marqués de San Jorge , quien a pesar de no haber concluido sus estudios de jurisprudencia en el Colegio Mayor del Rosario, fue regidor del cabildo de Santafe, alcalde ordinario de la ciudad y sargento mayor de milicias (Gutiérrez Ramos, 1998: 122; 131). Ni al final de la Colonia ni durante todo el siglo xix y buena parte del xx nos encontramos todavía frente a una profesionalización de los cargos públicos en Colombia.
69 Renán Silva ha demostrado el modo en que cuatro familias, procedentes de distintas regiones del reino, acapararon las becas del Colegio Mayor del Rosario durante la mayor parte del siglo xviiiI. La familia Flórez de Santafé obtuvo 16 becas entre 1662 y 1776; la familia Díaz-Granados de Santa Marta obtuvo 12 entre 1772 y 1800; la familia Caicedo de Cali obtuvo 11 entre 1777 y 1811, mientras que la familia Camacho de Tunja obtuvo 10 becas entre 1773 y 1819 (Silva, 1992a: 197). En el mismo estudio, Silva ha mostrado también que el 20.8 % de las becas ofrecidas por el Colegio Mayor del Rosario entre 1660 y 1830 fueron obtenidas por hijos de conquistadores y pobladores, el 18.2% por hijos de funcionarios reales y el 9.5% por hijos de encomenderos. Durante este largo período, tan solo una beca fue otorgada al hijo de un comerciante.

Finalizados sus estudios, los manteos no podían aspirar a los altos cargos
directivos, sino que eran destinados para ocupar cargos intermedios y subordinados (párrocos o escribanos), necesarios, sin embargo, en una sociedad mayoritariamente analfabeta. Sobre los manteos no es mucho lo que se sabe actualmente debido a la carencia de fuentes documentales. Renán Silva los describe como un grupo que tenía constantes problemas disciplinarios con las autoridades del colegio y supone que de allí salieron algunos de los capitanes y demás próceres que lucharon en las guerras de
independencia (Silva 1992a: 223).

Es necesario agregar que también los profesores debían acreditar plenamente su condición de blancos para poder enseñar en los colegios. Aunque los catedráticos eran por lo general reclutados de entre los contingentes de graduados por el mismo colegio, lo cual aseguraba ya un previo proceso de selección étnica, éste no se consideraba suficiente. En muchas ocasiones, y para despejar cualquier tipo de dudas frente a la calidad racial del profesor, el proceso de las informaciones era exigido cuando la universidad convocaba a la “oposición a cátedras”. Jaime Jaramillo Uribe documenta el caso de un clérigo de nombre Pedro Carracedo, bachiller del Colegio de San Bartolomé
y doctor de la Universidad Tomística, quien se presentó a una oposición para la cátedra vacante de filosofía en el Colegio Seminario de San Carlos en Cartagena. Don Juan José Sotomayor, oponente también a la cátedra, alegaba que, pese a sus títulos académicos y recomendaciones, el señor Carracedo no calificaba como candidato porque era mulato, ya que su madre era hija ilegítima de una negra:
“No se debe estimar como suficiente ejecutoria en el caso el título de presbítero, porque a más de que las informaciones que exige en los ordenados el Santo Concilio de Trento, no son de una limpieza de sangre rigurosa, en este obispado se dispensan muchas veces por la necesidad, como efectivamente ocurrió en el caso del presbítero que tratamos. Por esto es que la Universidad se debe manejar con mas escrúpulos, en asunto en que tanto interesa a su decoro, exigiendo la respectiva limpieza que demandan sus estatutos […] Las constituciones de nuestro Colegio exigen indispensablemente la circunstancia de descender de padres españoles, limpios de toda mala raza , que no lo son en verdad el procurador Matías Carracedo y Manuela Yraola, padres de nuestro opositor […], siendo obligado añadir, aunque con bastante sentimiento, que son habidos y reputados mulatos, y particularmente la madre, hija ilegítima de una negra que aún existe, acreditándoles suficientemente estos hechos no solo por la notoriedad, sino por la resistencia que hace a calificarse” (citado por Jaramillo Uribe , 1989: 187).

De otro lado, la exigencia de limpieza de sangre estaba dirigida también a los familiares que acompañaban a los colegiales. Los reglamentos de los colegios mayores estipulaban que los estudiantes – que en su mayoría ingresaban al colegio a una edad muy temprana – podían ser asistidos permanentemente por familiares dedicados a servir de “acudientes”. Estos familiares podían incluso trabajar en el colegio haciendo la función de sacristanes o secretarios, pero debían someterse a una estricta disciplina.

Sin importar su edad usarían uniforme sin escudo, comerían en el refectorio la misma comida que todos los demás y estarían subordinados al rector del claustro. A su vez, los estudiantes y sus familiares podían ser acompañados de sirvientes encargados de realizar “oficios menores”. Sin embargo, las reglas eran muy claras: “No queremos que los colegiales [ni sus familiares] tengan criados indios particulares de cada uno, por ser esto materia ocasionada de grandes disturbios y de infidelidades”.70 Esta regla, que buscaba evitar el servicio privado por miembros de las castas, no se aplicaba sin embargo para el caso de las dotes que traía consigo el estudiante. Era costumbre que los padres de familia “donaran” a la institución una cantidad moderada de sirvientes indios, peones mestizos o esclavos negros , destinados a labores agrícolas en las haciendas de los colegios.71

En efecto, la mano de obra esclava era sistemáticamente utilizada para sostener el régimen de Apartheid practicado por los colegios. El archivo histórico del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario está lleno de transacciones que documentan la compra de esclavos negros por parte del rector mismo, quien los destinaba al trabajo agrícola en las numerosas haciendas pertenecientes al colegio (Ortega Ricaurte, 2002: 137-145). El historiador Germán Colmenares (1998: 67) ha mostrado que una de las
mayores inversiones de los jesuitas era la compra de esclavos negros, que utilizaban para el duro trabajo en las más de cien haciendas que sustentaban sus colegios en la Nueva Granada.

70 “Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario ” [1654]. Título iii, Constituciónx
71 En el momento de su fundación, los colegios debían garantizar la posesión de rentas suficientes para cubrir sus necesidades. La posesión y administración de grandes haciendas, compradas o donadas, incluyendo los indios, mestizos y negros que allí trabajaban, era el medio para obtener esas rentas. En el inventario de las haciendas que conformarían el “capital inicial” del Colegio Mayor del Rosario, el arzobispo fray Cristóbal de Torres incluye la donación de mano de obra esclava: “Hay en estas haciendas cuarenta esclavos, conforme al número que nos han traído de ellos, hombres mujeres y niños. Teniendo los achaguas [una etnia indígena de la región], que su Excelencia nos hizo merced, no serán necesarios, pues antes de los achaguas, como nos certifican, son de mejor y mayor servicio. Será pues gobierno vender los dichos esclavos, por lo menos hasta treinta, dejando precisamente los demás, y echar en renta lo que montonaren estos esclavos, que serán como de ocho a nueve mil pesos, y rentarán cuatrocientos”
(Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario . Título i, Punto i).
72 Germán Colmenares (1998: 57-66) afirma que la preferencia por los esclavos negros podría deberse a que las leyes españolas prohibían otorgar encomiendas a los eclesiásticos y también al deterioro progresivo que esta forma de organización económica sufrió durante el siglo xvii. Sin embargo, muestra también que los jesuitas gozaron con largueza del “servicio personal” indígena y que algunas haciendas contaban con más de 120 indígenas trabajadores.
73 Como procuraré mostrar en los próximos capítulos, el letrado neogranadino – y en particular los pensadores ilustrados de la segunda mitad del siglo xviii – reintroducen en su práctica científica los supuestos inconscientes de su primera experiencia de lo social. Lo cual significa que las clasificaciones poblacionales y territoriales en las que trabajaron se encontraban atravesadas por lo que aquí he denominado la “sociología espontánea ” de las elites.

Tales haciendas se encontraban administradas con una estricta racionalidad económica. Los jesuitas calculaban la desvalorización de sus haciendas por causa de la disminución de la mano de obra indígena y el impacto que este factor demográfico podría tener en el cubrimiento de las rentas de los colegios, por lo cual preferían utilizar trabajadores negros y no indígenas.72
Los negros trabajaban en la crianza de ganado, así como en la producción de cacao, granos y azúcar. Los jesuitas encerraban con llave a los esclavos, separando a los hombres y las mujeres, y castigaban físicamente a los que se negaran a trabajar, aunque tales castigos no debían ser excesivos y en ningún caso podían ser administrados por mano de los padres mismos. Además, para evitar las tentaciones de la carne, los sacerdotes no debían estar presentes cuando las mujeres negras eran castigadas.

Sintetizando, digamos que las universidades coloniales, erigidas bajo el modelo disciplinario del convento, eran un espacio cerrado (privado) destinado a “formar” la personalidad de los letrados de acuerdo a las expectativas étnicas y sociales de la elite dirigente. En este ambiente separatista, el minoritario grupo de los letrados se definía no sólo por su adscripción racial, sino que en esas distinciones étnicas, legitimadas ahora
por el privilegio del saber, encontraban el sentido social de su existencia.

El letrado pertenecía a un grupo de elite y asumía como naturales los intereses, los esquemas de pensamiento, los gustos y estilos de vida, en síntesis, todo el sistema de supuestos que estaba ligado al habitus de la etnia blanca dominante. Su experiencia originaria de lo social (habitus primario), marcada por el imaginario cultural de la blancura , resultaba fundamental para la constitución de su subjetividad .73 Las elites, por así decirlo, impedían el acceso de las castas a la ciudad letrada por la “puerta de adelante”, pero la
favorecían por la “puerta de atrás”, ya que utilizaban mano de obra negra e indígena para el trabajo en las haciendas que sostenían económicamente a los colegios. De este modo, los negros, indios y mestizos contribuían a sostener materialmente el mismo aparato ideológico que los excluía.

2.3.2 Batallas por el capital universitario

La biopolítica de los Borbones, según hemos visto, representó una intromisión violenta en el habitus de las elites criollas, fundado en el imaginario de la blancura. Las reformas procuraban reducir los privilegios de la nobleza y aumentar la movilidad social de las castas, fortaleciendo la unidad del imperio bajo el control del Estado. Por encima de cualquier pertenencia de casta, etnia o condición social, todas las lealtades debían estar dirigidas hacia un solo centro. El Estado borbón procuró integrar a todos los estamentos en una sola “cultura nacional” a partir de tradiciones comunes (lengua, vasallaje y religión).

Desapareció así el antiguo concepto de una multiplicidad de reinos autónomos unidos entre sí por la persona del rey, para dar paso a la idea de un
Estado nacional homogéneo (König, 1994: 59). Los antiguos “reinos” de ultramar se transforman ahora en colonias, cuya obligación era dotar al Estado central de importantes beneficios económicos. Se instala, como dije, el modelo económico como ideal del “buen gobierno”.

Uno de los objetivos centrales de las reformas era disminuir la influencia de entidades “privadas” como la Iglesia Católica en todos los ámbitos de la sociedad. El imperativo de la concentración de capitales demandaba que el Estado tuviese la posibilidad de recibir tributos y ganancias provenientes de todas las posesiones de la Iglesia.

Baste recordar que la Iglesia era dueña de una gran parte de las tierras productivas en las colonias y que bajo su control estaba todo el aparato educativo. Si de lo que se trataba era de intensificar la producción agrícola, de crear a un nuevo tipo de “sujeto económico” y de colocar la nueva ciencia al servicio de la exploración de las riquezas naturales, entonces resulta claro porqué razón las órdenes religiosas se atravesaban en el camino de la biopolítica borbona.

No sería posible implementar los diseños globales del Estado, si las órdenes religiosas (sobre todo los jesuitas) continuaban ejerciendo una indiscutible autoridad moral sobre la población, además de acaparar los recursos
económicos de sus inmensos latifundios y de monopolizar la educación de las elites.

La expulsión de los jesuitas en 1767 fue un paso importante en el intento por fortalecer la autoridad del Estado, pero todavía hacía falta desmontar el aparato educativo que dejaban como herencia y sustituirlo por uno nuevo, ajustado a los imperativos de la gubernamentalidad . Era preciso colocar la educación bajo el control y los fines del Estado, lo cual generaría un conflicto permanente entre las “dos espadas”: el poder civil y el poder eclesiástico.

Los colegios de la Compañía de Jesús en la Nueva Granada estaban regidos por la llamada Ratio Studiorum, un tratado pedagógico que prescribía el modo en que debía realizarse la misión educativa de los jesuitas. El ideal educativo jesuítico estaba centrado en la formación religiosa y “caracterológica” del estudiante. Ello suponía el aprendizaje práctico de las virtudes cristianas mediante un estricto aislamiento del mundo, conforme al modelo privado del convento.74 Los estudiantes debían ser preservados del contagio con el “pueblo bajo”, como corresponde a hijos de la aristocracia.

Era importante evitar cualquier situación de “peligro moral”, por lo que el comportamiento de los estudiantes dentro y fuera del colegio debía ser atentamente vigilado por un “decurión” o condiscípulo a cargo de diez estudiantes y relevado de su cargo cada semana, cuya misión era informar a los maestros de cualquier falta observada en sus compañeros (Bertrán-Quera, 1984: 26). A los estudiantes se les prohibía asistir a cualquier tipo de espectáculo público y a tener contacto directo con mujeres en el interior del claustro y en la calle.75

74 La disciplina al interior de los colegios era verdaderamente conventual. El padre Juan Manuel Pacheco, historiador de la Compañía de Jesús en Colombia, describe así la rutina diaria de los estudiantes en el Colegio de San Bartolomé: “El colegial bartolino era despertado del sueño por un toque de campana que se daba a las cinco de la mañana. Disponía de media hora para vestirse y arreglarse, pues a las cinco y media debía hallarse en la capilla para hacer oración mental o vocal durante un cuarto de hora. Pasaba luego al estudio para consagrarse a él durante hora y cuarto. Seguía el almuerzo o desayuno a las siete. Iba luego al colegio de la Compañía, calle en medio, para asistir a la misa y a clases. Volvía luego a la sede del colegio a las diez y media para tener allí media hora de estudio. A las once se tocaba a comer.
Se dirigían todos en fila al comedor, y aguardaban de pie, junto a su puesto, a que el padre Rector bendijera la mesa y se sentara. Durante la comida se leía algún libro instructivo, que servía no sólo para aumentar los conocimientos de los colegiales, sino para hacer mejor guardar el silencio. Terminada la comida se les permitía un rato de recreación, a la que asistían todos juntos en un sitio señalado para el efecto. A la una, una hora de estudio, y a las dos volvían de nuevo al colegio para ir a las clases hasta las cinco. De nuevo en el seminario se les dejaba merendar y descansar hasta las seis. Venía luego una hora de estudio, y a las siete repetición de las lecciones oídas durante el día. A las siete y tres cuartos cena, y un corto recreo a continuación. Antes de acostarse iban a la capilla a rezar las letanías y a examinar sus conciencias. A las nueve la campana daba la señal para acostarse, y un cuarto de hora después las luces debían estar apagadas” (Pacheco, 1989: 130-131).
75 En las Constituciones del Colegio de San Bartolomé (1605) se estipulaba lo siguiente: “No entrará mujer alguna en el Colegio, por principal que sea, ni por respecto alguno, ni a coloquio o fiesta alguna, so pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda” (citado por Jaramillo Mejía, 1996: 23).

En cuanto a la formación académica, los estudiantes de los colegios jesuitas debían adelantar sus estudios en tres etapas progresivas: gramática, filosofía y teología. Las clases de gramática – también llamadas de “humanidades” – se concentraban en el aprendizaje y manejo de la lengua latina. Se usaban textos o fragmentos de Cicerón, Virgilio, Erasmo y Vives para ejercitar la lectura, interpretación, redacción y traducción de los clásicos latinos.
Por su parte, los estudios de filosofía duraban cuatro años e incluían clases de lógica, filosofía natural, filosofía moral y metafísica. Aristóteles era visto como la autoridad más eminente en todas estas materias, aunque también se leían textos de Scoto, Porfirio, Molina y Suárez. En teología la formación se centraba en el aprendizaje de Santo Tomás, con dos lecciones diarias, antes y después de las comidas, pero también se hacía énfasis en las clases de sagrada escritura y en la teología moral. El método de enseñanza empleado era la repetición, la recitación y la disputa.

La clase era dividida en “decurias”, esto es, en grupos de diez estudiantes bajo la vigilancia de un “decurión”, cuya función era hacer recitar la lección a sus compañeros y luego dar cuenta al maestro de los resultados (Bertrán-Quera, 1984: 42). También se acostumbraba dividir la clase en dos bandos, que escenificaban el enfrentamiento entre una tesis a ser defendida y otra tesis a ser atacada. Aquí lo más importante no era tanto el discernimiento sino el ejercicio de la memoria, cuyo objetivo era estimular la interiorización de las lecciones escuchadas.

Como puede verse, y con excepción de algunos cursos que dictaban los jesuitas de astronomía, matemáticas y cosmografía76, y otros de medicina que se dictaban en el colegio del Rosario de Bogotá y en la Universidad Santo Tomás de Quito, la educación neogranadina se centraba en el aprendizaje cuasi memorístico de textos escritos en lenguas griega o latina. El canon de los estudios era fijado enteramente por las órdenes religiosas, sin intervención alguna del Estado. Los adelantos que habían mostrado las ciencias europeas desde el siglo xvii eran prácticamente desconocidos en la Nueva Granada un siglo después.

No eran Newton , Galileo ni Copérnico sino Aristóteles y Santo Tomás los encargados de conducir al estudiante hacia un estudio “científico” de la naturaleza . La lógica y la teología eran vistas como “fundamentos” de cualquier estudio sobre el mundo social y natural. Y esto no ocurría tan solo en los colegios de los jesuitas sino en todas las demás instituciones educativas del Virreinato.

76 “Se enseñará – dice la Ratio -, empezando por Euclides, la aritmética práctica, geometría, principios de astronomía, cosmografía. Más adelante se pasa al estudio de la geometría más ampliada, agrimensura, teoría de los planetas. Se estudia a Ptolomeo, las cartas de Juan Monterregio, las tablas alfonsíes, etc. Sin olvidarse del tratado sobre la música” (Bertrán-Quera, 1984: 23).

En el Colegio Mayor del Rosario, regentado por los padres dominicos, se estipulaba lo siguiente:
“Ordenamos que ninguno pueda en el colegio oír otra Facultad alguna, sin haber oído primero las Artes de Santo Tomás, por muchas razones: la primera, porque no es justo que oigan Teología de Santo Tomás sin estar primero fundamentados en las Artes de Santo Tomás; lo segundo, porque también la medicina necesita de este fundamento; lo tercero, porque las leyes y cánones no se pueden conseguir consumadamente sin esta prevención, como nos enseñan las verdades logicales; y sin estos fundamentos no son consumadamente canonistas ni legistas”.77

Pero esta situación empezaría a cambiar una vez consolidada la expulsión de los jesuitas. En el año de 1768, el rey Carlos iii ordenó hacer un inventario completo de sus bienes (haciendas, iglesias, bibliotecas y colegios) con el fin de colocarlos al servicio del “bien público” (Soto, 1993: 5). En ese mismo año, el fiscal protector de indios en el Nuevo Reino de Granada, don Francisco Antonio Moreno y Escandón , fue comisionado por el virrey para elaborar un informe sobre el estado de la educación.

Su misión era evaluar las condiciones a partir de las cuales sería posible instaurar y financiar una universidad pública en la Nueva Granada. La intención del Estado borbón era desmontar el modelo privado del convento y declarar la educación como objeto de “utilidad pública”. A partir de entonces, el sistema de enseñanza debía estar subordinado a las políticas económicas del Estado, en donde los valores dominantes se orquestaban en nombre de la utilidad, la prosperidad material y la felicidad pública.

En este nuevo contexto ilustrado, la educación científica era vista por el Estado como un requisito indispensable para la puesta en marcha de su proyecto económico. Moreno y Escandón denuncia el monopolio de las órdenes religiosas sobre las universidades coloniales, criticando la inutilidad de unos estudios centrados en la formación privada de sus propios miembros. La consecuencia de esto era que las órdenes religiosas impartían un tipo de enseñanza destinada a formar curas, teólogos y metafísicos, impidiendo además que el Estado tuviera injerencia en los contenidos de la educación.

La biopolítica imperial necesitaba, en cambio, la formación pública
y secular de jueces, médicos y científicos fieles a los propósitos modernizadores del Estado, por lo que el control estatal sobre los procesos académicos se hacía cada vez más urgente.
77 “Constituciones para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” [1654]. Título v, Constituciónv.

La reforma del plan de estudios comprendía entonces la sustitución de las
“humanidades” (gramática, retórica) por las “ciencias útiles” (matemáticas, física):78
“Si en todo el orbe sabio ha sido necesaria la introducción de la filosofía útil,
purgando la lógica y metafísica de cuestiones inútiles y reflejas, y sustituyendo a lo que se enseñaba con nombre de física, los sólidos conocimientos de la naturaleza apoyados en las observaciones y experiencias: en ninguna parte del mundo parece ser más necesaria que en estos fertilísimos países, cuyos suelo y cielo convidan a reconocer las maravillas del Altísimo depositadas a tanta distancia de las sabias academias, para ejercitar en algún tiempo la curiosidad de los americanos” (Moreno y Escandón , 1982 [1774]: 62).

La explotación comercial de estos “fertilísimos países” demandaba pues un cambio radical en el estatuto institucional del conocimiento, comenzando por el idioma en el cual ese conocimiento era producido y transmitido. El latín, que durante siglos había sido el vehículo privilegiado para acceder al conocimiento letrado, comenzó desde el siglo xvii a ceder su lugar frente al empuje de las lenguas vernáculas europeas, en las que se venía produciendo el nuevo saber científico de la modernidad .

Por eso el fiscal opina que las cátedras de latinidad, útiles quizás para entender antiguos textos de poesía y teología (“cavilaciones y sofisterías inútiles”), en nada ayudaban a formar el tipo de homo academicus que estaba necesitando el Estado. La eliminación del latín en las cátedras universitarias no sólo buscaba la formación de un cuerpo de súbditos lingüísticamente homogéneo, sino también de un cuerpo amplio de letrados capaces de producir conocimientos en su propio idioma.

Lo que el Estado requería era conocimientos sometidos al modelo de la racionalidad económica: útiles a la sociedad, comunicables, reconvertibles en políticas de gobierno, susceptibles de circular con rapidez y de alcanzar un mayor número de usuarios. Por eso, el fundamento de la filosofía no podía ser ya la lógica aristotélica, que según Moreno y Escandón “corrompe los entendimientos de los niños, obligándolos a silogizar desde las primeras lecciones”, sino las matemáticas.

78 Pierre Bourdieu ha mostrado que la oposición entre estas dos áreas del conocimiento obedece a la lucha entre dos principios de legitimación del saber. Uno de ellos, representado en la defensa de las humanidades, vincula el conocimiento con la moral (ámbito privado) y con su administración por parte de la Iglesia. El otro, representado en las ciencias útiles, vincula el conocimiento con la economía (ámbito público) y con su administración por parte del Estado. Escribe Bourdieu en Homo Academicus : “A support for science which is confined with the hostile relationship which the Roman Catholic bourgeosie has always had with science. It has long tended to channel its children into private education, which upholds the moral order” (Bourdieu , 1988: 51).

Durante el primer año de filosofía se deberán estudiar elementos básicos de aritmética, álgebra, geometría y trigonometría. Para el segundo año, el fiscal
considera indispensable introducir al estudiante en los elementos básicos de la física moderna, de acuerdo al método newtoniano:
“Serán infinitas las utilidades que resultarán de esta instrucción en beneficio
propio y común en un país cuya geografía , su historia natural, las observaciones meteorológicas, el ramo de la agricultura y el conocimiento de sus preciosos minerales, está clamando por la instrucción, que sólo pueden lograr los curas para dirigir a los demás hombres en sus parroquias. Este será el origen de donde saldrá el influjo universal para el fomento de la agricultura, de las artes y el comercio de todo el reino, cuya ignorancia lo tiene reducido al mayor abatimiento” (Moreno y Escandón, 1982 [1774]: 67).

Resultaba claro, entonces, que la formación humanística debía ser desplazada en favor de una formación técnica y científica, útil para los proyectos gubernamentales del Estado. Pero la superioridad de la investigación empírica de la naturaleza sobre el estudio e interpretación de textos canónicos, no era tan solo un postulado epistemológico.

La racionalidad económica del Estado exigía una optimización de los recursos naturales existentes con base en el conocimiento científico. La ciencia, despojada de su pasado humanístico, debía convertirse en soporte fundamental de la biopolítica . Las políticas natalistas, los programas de extirpación de la ociosidad, la promoción del trabajo , los proyectos de colonización de zonas despobladas, las campañas higienistas, la creación de hospicios, en fin, el proyecto entero de la gubernamentalidad , debía quedar legitimado por los resultados “incuestionados” de la nueva ciencia.

La “felicidad pública” ya no necesitaba una legitimidad moral o teológica, sino una garantía científica. Pero la nueva política educativa causó gran malestar al interior no sólo de las órdenes religiosas, directamente afectadas por la pérdida de sus monopolios, sino también de la elite criolla local. Ya veíamos cómo la simple admisión de alguno de sus miembros en la universidad era un importante mecanismo de legitimación social para las familias aristócratas. Más que como la oportunidad de acceder a nuevos conocimientos, la educación superior era vista por los estudiantes como un reconocimiento a la noble condición de su familia. Pero las reformas borbónicas cambiaban radicalmente esta perspectiva.

La introducción de los métodos empíricos de investigación demandaba
el desarrollo de nuevas competencias por parte de los estudiantes. Competencias cuya adquisición nada tenía que ver con la condición social de su familia, sino con el esfuerzo personal, con la disposición a buscar la verdad en lugar de aprenderla de memoria.

La desaparición propuesta de la lectio y la disputatio como metodologías de enseñanza suponía precisamente que la verdad era un arduo proceso de conquista, y no la repetición de fórmulas congeladas en el tiempo. Los aspirantes a ejercer cargos públicos debían tener claro que la aristocracia intelectual de los humanistas debía ser sustituida por la meritocracia de los técnicos y científicos. Pero no todos los aristócratas criollos estaban dispuestos a aceptar esto.

De otro lado, las reformas de Moreno y Escandón afectaban los intereses económicos de los dominicos, que después de la expulsión de los jesuitas habían quedado con el privilegio de tener la única universidad autorizada para otorgar grados. Hasta el momento de su expulsión, los jesuitas habían mantenido una lucha jurídica y política ante la Corona española por obtener igualdad de derechos con los dominicos para poder otorgar grados, ya que sin esa prerrogativa sus egresados podrían quedar excluidos de los altos cargos administrativos, tanto civiles como eclesiásticos.79

Los esfuerzos de la Compañía resultaron exitosos pero se vieron truncados con su destierro obligatorio, situación que aprovecharon con gran habilidad los dominicos para captar una gran cantidad de recursos económicos. Sin embargo, Moreno y Escandón ve con malos ojos que el pago por los derechos de graduación caiga en manos privadas, sin que el Estado reciba beneficio alguno:
“En esta capital tiene la sagrada religión de predicadores en su convento de Santo Domingo, facultad de conferir grados hasta el Doctor, a cuyo permiso se le da el nombre de universidad y para ello la misma religión nombra por rector uno de sus individuos, y los Religiosos Lectores del mismo convento […] Perciben el precio de los grados, y propinas de argumentos que distribuyen entre sí” (Moreno y Escandón, 1982 [1774]: 60).

Los frailes dominicos, defensores oficiales del tomismo, no se oponían a la reforma educativa sólo por considerarla en contra de las sagradas escrituras – ya que incluía la enseñanza herética de Copérnico – sino, por encima de todo, porque ella les quitaría el monopolio sobre la educación superior. La introducción del nuevo currículum científico implicaba que los graduados entrenados en las viejas escuelas quedarían desplazados por los jóvenes ilustrados entrenados en geografía , historia natural, meteorología y agricultura (Safford 1989: 134).

79 Sobre esta disputa entre los bartolinos y los rosaristas, véase: Silva, 1992a: 41-44. Para el caso de la disputa entre jesuitas y dominicos en la ciudad de Quito, véase: Vargas, 1983.

Detrás de este conflicto de las disciplinas se encontraba la disputa por el acceso a cargos burocráticos y la defensa de viejos privilegios económicos. Por esta razón, los dominicos movilizan sus influencias en Madrid y Bogotá para, finalmente, lograr el fracaso del plan de reformas propuesto por Moreno
y Escandón (Soto, 1993: 53-57).80 La oposición encabezada por los dominicos, a la que se unió un sector mayoritario de la elite criolla, era prueba de que la política de expropiación implementada “desde arriba” por los Borbones chocaba directamente contra el imaginario cultural de las elites, forjado durante tres siglos de colonización.

La irrupción violenta sobre el habitus de los criollos determinaría, finalmente, el fracaso de las reformas borbónicas en la Nueva Granada. La biopolítica metropolitana dividió a la elite criolla en dos bandos, los ortodoxos y los ilustrados, que asumían actitudes opuestas frente al proyecto reformista del Estado. Los ilustrados se identifican con el pathos de la novedad pues estaban convencidos de que toda la sociedad debía ser renovada en su conjunto, de que era necesario romper con las formas tradicionales de producir y transmitir conocimientos, y de que la ciencia moderna proporcionaría las herramientas para inventarlo todo arrancando desde cero.

Los ortodoxos, en cambio, consideraban que esta actitud era peligrosa para el status quo y miraban a los ilustrados como la encarnación de todos los males, asumiendo frente a ellos una actitud agresiva. Gonzalo Hernández de Alba relata cómo algunos colegiales del ala ortodoxa encendieron una hoguera en la plaza mayor de Bogotá para quemar un retrato del ilustrado criollo Frutos Joaquín Gutiérrez , junto con una gran cantidad de libros y manuscritos científicos, al mismo tiempo que en la Catedral se tocaban las campanas a excomunión (Hernández de Alba, 1996: 142). El partido de los ortodoxos ganaría finalmente la batalla por el control del conocimiento en las universidades y los ilustrados tendrían que conformarse con la conquista de espacios fuera de las aulas (Silva 2002: 155-211).

80 Durante su estadía en Bogotá, el científico alemán Alexander von Humboldt fue testigo privilegiado de esta pugna por el control del saber universitario entre el Estado y los padres dominicos, aunque su
impenitente “optimismo ilustrado” frente al resultado de esa lucha resultó frustrado: “Mutis , quien ha tenido una influencia tan grande en la ilustración de esta región, fue el primero que se atrevió, en Santafé 1763, a demostrar, en un programa, las ventajas de la filosofía newtoniana sobre los peripatéticos y enseñó la primera públicamente como catedrático de matemáticas del Colegio del Rosario. Los dominicos, que juran sobre los escritos de Santo Tomás, quisieron acusarlo de hereje y denunciarlo a la Inquisición, pero sin éxito […] El Padre Rosas, un afable monje del convento de San Agustín, con el cual viví en gran amistad, quiso defender públicamente en el convento el sistema copernicano. Los dominicos se alarmaron y el fiscal Blaja se opuso al sistema copernicano a causa del decreto de la Junta. El Virrey dejó la decisión del asunto a dos clérigos, entre los cuales uno era Mutis […] El monje agustiniano defendió su tesis, para disgusto de los dominicos” (Humboldt , 1982 [1801a]: 46).

Pero, como tendremos oportunidad de ver en el capítulo cuarto, ambos partidos, enfrentados por el control de las aulas y los cargos, se encontraban unidos en la batalla frente a un enemigo común y mucho más peligroso: el conocimiento tradicional de las castas . El “pathos de la distancia” con
respecto a negros , indios y mestizos se reflejará también en una “ruptura epistemológica” frente a sus modos tradicionales de producir conocimientos. Y aquí serán los ilustrados, quienes mostrarán el camino de la victoria criolla.

2.3.3 El cadáver del doctor Eugenio

He descrito a la universidad colonial neogranadina utilizando la metáfora de la “ciudad letrada”, introducida por Ángel Rama , mostrando que sus muros se encontraban “pintados de blanco”, es decir, que marcaban una frontera étnica frente a todos aquellos que no pertenecieran al estamento blanco dominante. Sin embargo, los muros de la ciudad letrada no eran del todo impermeables. Algunos individuos pertenecientes a las castas lograron penetrar el interior de la ciudad y sortear innumerables obstáculos hasta conseguir el anhelado título universitario.
Pero se trató por lo general de victorias eximias y trágicas, ya que la sociedad colonial impuso finalmente sus patrones de exclusión étnica sobre estos personajes, echándoles en cara su bajo origen. Este fue el caso del médico quiteño Eugenio de Santa Cruz y Espejo , uno de los más importantes
pensadores ilustrados de la América hispana.

Espejo ilustra como ningún otro el destino de aquellos mestizos que hacia finales del siglo xviii, se atrevieron a desafiar abiertamente la colonialidad de las instituciones universitarias. Documentos de la época testimonian que Espejo era hijo de Luis Santa Cruz y Espejo, indio quechua natural de la región de Cajamarca, y de una mulata de nombre María Catalina Aldaz y Larrainzar, hija de un esclavo liberto.81 En efecto, parece no caber duda de que el abuelo de Espejo llevaba el apellido quichua Chusig, que posteriormente cambió por Cruz, y que su oficio era el de “picador de piedras”. Se trataba probablemente de un indio hispanizado, ya que de acuerdo al testimonio del fraile José del Rosario, “fue calzado, de capa y no de cotón o chusma”.82

81 En un documento de 1789, el fraile betlemita José del Rosario afirma que María Catalina Aldaz era reputada “por mestiza o mulata, de quien procedió Eugenio en calidad de naturaleza de cholo o zambaygo, respecto de haber sido su padre y abuelo indios” (citado por Astuto, 1981: 454).

Las dudas aparecen, en cambio, cuando se investiga la procedencia étnica de la madre de Espejo. Arturo Roig afirma que el testimonio según el cual la madre de Espejo era hija de una mulata liberta, es tan solo una infame calumnia escenificada por los enemigos políticos del pensador quiteño (Roig , 1984b: 23). Apoya esta tesis en importantes investigaciones genealógicas que demuestran que la abuela materna de Espejo era de ascendencia vasca.

De hecho, los extraños seudónimos utilizados por Espejo en su obra El nuevo Luciano de Quito (Don Xavier de Cía, Apéstegui y Perochena) probarían,
según Roig , que la rama materna de su familia descendía de un hidalgo español de la casa de Perochena llamado Peretón de Cía, llegado a América hacia finales del siglo xv, quien contrajo nupcias con María Martín de Larrainzar, vasca de la casa de solar de Apesteguy. Estos serían los abuelos de la abuela materna de Espejo. Lo que no dice Roig es si alguno de sus descendientes tuvo hijos con un esclavo o una esclava negra, lo cual confirmaría, por lo menos en parte, el citado testimonio del fraile betlemita.
Sea como fuere, lo cierto es que nuestro filósofo se encontraba indefectiblemente contaminado con la “mancha de la tierra” y que a los ojos de la elite criolla aparecía como un simple “cholo”. La pregunta es: ¿cómo pudo alguien que violaba de forma tan manifiesta el discurso hegemónico de la limpieza de sangre , ingresar en el sagrado recinto de la universidad colonial y obtener allí los títulos de médico y abogado? Quizá la respuesta podamos encontrarla en las nuevas políticas educativas implementadas por los Borbones hacia finales del siglo xviii.

He dicho que el interés de la Corona era transformar una universidad privada y eclesiástica, dirigida fundamentalmente a la educación de la nobleza, en una universidad pública y estatal, dirigida a la formación científica de los estratos económicos más dinámicos de la sociedad, entre los que se encontraban, por supuesto, los mestizos. En el caso específico de la ciudad de Quito, después de la expulsión de los jesuitas el Estado abrió las puertas para una verdadera
secularización de la educación superior, hasta lograr convertir en 1787 a la universidad de los dominicos , la Santo Tomás, en una universidad “pública”.

Y aunque, como ocurrió en Santafe de Bogotá, tales esfuerzos renovadores terminaron por fracasar, se puede afirmar que el joven Eugenio Espejo – y con él toda una generación de hijos de mestizos adinerados – resultó favorecido por esta ola pasajera. En efecto, aunque Espejo no podía mostrar el certificado de limpieza de sangre exigido por el régimen de las informaciones, sí podía en cambio obtener un certificado de vita et moribus, es decir, un informe de “buenas costumbres”, lo cual, bajo la nueva línea ilustrada de los Borbones, resultaba suficiente para el ingreso a la universidad.

82 Citado por Roig , 1984b: 29.

Fue de este modo como, muy probablemente, el joven Espejo logró sortear el primer obstáculo étnico para comenzar en 1765 sus estudios de medicina en el colegio dominico de San Fernando y graduarse dos años más tarde, contando tan solo con veinte años. Luego, en 1770, termina sus estudios de derecho civil y derecho canónico en la Universidad de Santo Tomás, obteniendo el título de licenciado.

Pero el problema no era tanto entrar a la universidad sino salir de ella para ejercer como profesional, ya que la obtención de los grados académicos y su utilización posterior eran celosamente controlados por los guardianes de la clase dirigente más tradicional, los regentes de la vida universitaria que no veían con buenos ojos las nuevas políticas borbónicas. Aquí es cuando Espejo tendría que enfrentarse de nuevo al desafío de superar el obstáculo de la limpieza de sangre, ya que solamente podían recibir títulos aquellos estudiantes que cumplían con las exigencias del “paseo”. Recordemos que para la ocasión del paseo, los graduandos tenían que exhibir públicamente los escudos de su familia, esto es, las credenciales de su condición de nobles y blancos .83

Roig supone que Espejo consiguió sortear este nuevo obstáculo echando mano de los títulos de nobleza de sus antepasados por línea materna y utilizando inteligentemente el apellido de su padre (Santa Cruz), exhibiendo una cruz recortada sobre un paño de tafetán rojo (Roig , 1984b: 38).

Sin embargo, las cosas no iban a resultar siempre tan fáciles para el flamante médico y abogado mestizo. Para obtener la licencia que le permitía ejercer su profesión, el cabildo de Quito le exigió probar su limpieza de sangre. Ante la acusación de tener la “mancha de la tierra”, Espejo quiso “olvidar” la sangre india de su padre, resaltando en cambio el carácter noble de sus abuelos maternos. No obstante, Espejo fue humillado públicamente y tuvo que esperar ocho años para obtener la licencia. Sus colegas, la mayoría de ellos pertenecientes a la encopetada nobleza quiteña, no estaban dispuestos a tolerar la presencia de un “cholo” en su gremio. No es de extrañar, entonces, la actitud combativa que Espejo empieza a adoptar frente a las costumbres de la sociedad de la época, que se refleja plenamente en el estilo punzante y satírico de sus obras.

83 En medio de gran pompa, el graduando era acompañado desde su domicilio hasta la puerta de la universidad por una comitiva integrada por el decano, profesores de la facultad, amigos, familiares y músicos. Después de recorrer las principales calles de la ciudad, el graduando ingresaba al recinto universitario, en donde recibía su título, y posteriormente reiniciaba la procesión de vuelta hasta su casa, donde le esperaba un festejo privado. De acuerdo con Steger (1974: 195), los estatutos de la universidad señalaban que
durante el paseo, el graduando debía exhibir las insignias correspondientes a su rango (escudos familiares, banderas, armas), que certificaban su condición de “blanco” y legitimaban públicamente el otorgamiento del grado. De este modo, la universidad presentaba en sociedad al nuevo doctor, consagrando su nueva función de “hombre público”.

En el año de 1779 Espejo escribe una obra titulada El Nuevo Luciano de Quito en la que critica de forma radical el sistema educativo vigente en la ciudad hacia finales del siglo xviii. Queriendo ridiculizar a la oligarquía que impedía su entrada en los círculos influyentes, Espejo dirige sus ataques contra la “ciudad letrada” en la que se educaban sus miembros, y particularmente contra el tipo de Homo Academicus que producía la universidad colonial. Para ejemplificar la pésima calidad de los profesionales egresados, el médico escogió un famoso sermón – “Los dolores de la Santísima Virgen”- pronunciado en la catedral de Quito por un tal Sancho Escobar y Mendoza, quien había estudiado en el colegio de los jesuitas y se preciaba de ser un gran orador. Como lo deja claro en la dedicatoria del libro, Espejo presenta a Escobar (a quien se refiere bajo el pseudónimo de “Murillo”) como “el retrato fiel del pedante, del semisabio, del hombre sin educación” (Espejo, 1981 [1779]: 6).

Lo que producía en realidad la universidad colonial, tan orgullosa de su nobleza y abolengo, era gente mediocre como Escobar, carente de buen gusto, ignorante de la nueva ciencia , preocupada por inútiles cuestiones metafísicas y envanecida por un saber (la Escolástica) que tan solo servía para discutir sutilezas incomprensibles.

Semejante ataque contra los fundamentos mismos de la educación colonial no
fue perdonado jamás por sus enemigos, quienes no descansarían hasta deshacerse por completo del incómodo médico mestizo . En venganza por las acusaciones recibidas en El Nuevo Luciano, don Sancho Escobar aprovecha la muerte de un paciente de Espejo para acusarle de incompetencia profesional e incluso de asesinato.

El enfermo no era otro que su propio sobrino, don Manuel de Escobar, diácono del pueblo de Zámbiza, a quien Espejo había atendido por espacio de dos meses, pese a lo cual murió como consecuencia de una recaída. Enfurecido ante el fatal desenlace, don Sancho asegura que Espejo dejó morir deliberadamente al paciente y que su perversión moral se había hecho evidente con la redacción de “papeles satíricos contra las personas de mayor respeto”. El punto que quiero resaltar aquí es que los argumentos de incompetencia profesional y degradación moral, esgrimidos por Escobar, se fundaban en el origen étnico de Espejo:
“Digo que lo que antes repara es que el Doctor Eugenio apellidado Espejo para presentarse ante el Señor Provisor no haya sido con reproducción del Señor Protector General de los naturales del distrito de esta Real Audiencia respecto de ser indio natural del lugar de Cajamarca; pues es constante que su padre Luis Chúsig por apellido, y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicho Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámaras al padre Fray Josef del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul, y un calzón de la misma tela, y por parte de su madre fulana Aldaz, aunque es dudosa su naturaleza , pero toda la duda solo recae en si es india o mulata […].

Porque conocía el declarante prácticamente la insuficiencia de dicho Eugenio
en mucho tiempo que se le metió en su casa; añadiéndose el mismo práctico
conocimiento que tenía el declarante del defecto de aplicación al estudio de
la medicina , para emplearlo solamente en registrar elencos de otros libros de
distintas facultades, y en tener todo su anhelo en formar papeles satíricos contra las personas de mayor respeto, creyendo por este medio aparentarse persona instruida en muchas facultades [… y] porque le pareció, no médico que curaba, sino aceite corrupto que ocasionaba un mortal contagio en el alma, además del sonrojo inevitable en el comercio con individuo de tan baja extracción y origen” (citado por Freile, 2001: 13).

Acusaciones como ésta entorpecieron la carrera profesional de Espejo y le cerraron las puertas de la docencia universitaria, a pesar de sus reconocidos talentos como médico, literato y filósofo. Las elites quiteñas procurando evitar “el comercio con individuo de tan baja extracción”, iniciaron contra él una campaña de descrédito que terminó involucrándolo en el famoso episodio de los Golillas.84 Espejo fue encarcelado injustamente y remitido a Bogotá para ser juzgado por el propio virrey de la Nueva Granada en 1789.

Pese a la gravedad de los cargos presentados en su contra – y de su amistad con personajes “sospechosos” como Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea-, fue dejado en libertad y pudo regresar a Quito para continuar con sus actividades científicas y literarias. Allí recibió la oferta de dirigir la recién fundada biblioteca pública que había pertenecido al Colegio Máximo de los ya expulsados jesuitas. Sin embargo, y como requisito para ser nombrado en el cargo, Espejo se vio obligado de nuevo a probar su limpieza de sangre, lo cual puso su nombre – una vez más – en la mira de sus enemigos.

Pero la peor tragedia del médico quiteño estaba todavía por llegar. Las campañas de descrédito público a las que fue sometido encontraron su clímax en la acusación de traición a la patria que recibió su hermano, el presbítero Juan Pablo Espejo. Este había sostenido una relación afectiva con una prostituta de nombre Francisca Navarrete, quien al parecer insatisfecha por la decisión que tomó el cura de terminar la relación, decidió acusarlo de proferir y divulgar proposiciones sediciosas.

84 Se trata de un pasquín titulado “Retrato de Golilla” dirigido contra las autoridades españolas en Quito. “Golillas” era el apodo despectivo que recibían los funcionarios españoles (“chapetones”) que ocupaban cargos públicos en Indias, pero que no pertenecían al grupo de los colegiales o egresados de los Colegios Mayores. El pasquín, atribuido falsamente a Espejo, hacía una burla del ministro de Indias, don José de Galvez, y apoyaba expresamente el levantamiento indígena de Túpac Amaru.

La mujer dejó en conocimiento de las autoridades que Espejo acusaba al Rey de ser un tirano, que era necesario expulsar a todos los “chapetones” de América, que los franceses no eran herejes sino defensores de la libertad humana y que ya estaba en marcha un plan para liberar a Quito del yugo de sus opresores.85

No es claro todavía si la mujer mintió abiertamente por despecho, si dijo la verdad sobre lo manifestado por el cura Espejo y, en caso de ser así, si su hermano Eugenio compartía estas ideas. Lo cierto es que los enemigos del médico vieron llegar la oportunidad que estaban esperando para
deshacerse definitivamente de él. Aún sin tener pruebas que le vinculasen directamente con los planes de su hermano, Espejo fue encarcelado y condenado a dos años de cárcel en el monasterio franciscano de Popayán. En la cárcel contrae la disentería y cae gravemente enfermo, pese a lo cual es encadenado y tratado como un reo vulgar.

A pesar de la dramática petición por su liberación, que hace desde la cárcel al virrey Ezpeleta86, Espejo continúa preso y muere el 27 de diciembre de 1795.
Su partida de defunción, fechada el 28 de diciembre de 1795, se encuentra registrada en el libro donde se asientan los mestizos, indios, negros y mulatos. El registro habla del “cadáver del Dr. Eugenio”, eliminando todos sus apellidos, según la práctica que los amos solían tener con sus siervos y esclavos (Roig 1984b: 32).
85 Véase: “Compendio de los puntos vertidos por el Presbítero Don Juan Pablo Espejo en dos conversaciones tenidas en la havitación de Doña Francisca Navarrete, que van en los mismos términos y voces que las profirió según que así se halla sentado con juramento en el gobierno de esta Real Audiencia” [1795]. En: Freile, 2001: 62-64.
86 Vale la pena transcribir algunos apartes de esta petición: “A pesar de una centinela de vista armada, de muchas espías vigilantísimas que me custodiaban, de un calabozo oscuro y húmedo en que moría encerrado; a pesar de todo esto y mucho más que hacía violentísima la opresión, yo hubiera meditado y hallado arbitrio de usar del remedio natural de postrarme a los pies de Vuestra Excelencia con mis representaciones, y aún volverle no solo accesible sino amabilísimo a mi dolor. Pero en los primeros momentos de éste, y de la escandalosísima vejación que se me ha irrogado, esperaba el pronto alivio emanado de un generoso sentimiento del error; y por otra parte mi corazón, siempre y profundamente sacrificado al culto del Soberano, ofrecía en obsequio de su Majestad el cruel tratamiento que se me daba, y el más alto silencio de este mismo tratamiento. Pasados dos meses de éste, en la dura prisión de un cuartel, ya resolví elevar mis quejas a los pies de esa misma sagrada Majestad, a quien se suponía falsa y calumniosamente había ofendido yo con la más sacrílega infidelidad […] Soy hasta ahora tratado con todo el aparato de reo de Estado. En las vistas fiscales, en los autos interlocutores, en todo un proceso monstruoso no llevo otro dictado” (Espejo, 2001 [1795]: 72).

Las elites blancas castigaron con la muerte y el oprobio el ataque realizado por un “cholo” en contra de la ciudad letrada y sus guardianes. Paradójicamente, el mismo Espejo se constituyó en uno de los mayores impulsores de la medicina ilustrada en la ciudad de Quito. La paradoja radica, como se verá en el capítulo siguiente, en que la medicina moderna se constituye a partir de una expropiación epistemológica de los conocimientos tradicionales.

La práctica médica no sólo jugaba en concordancia con la biopolítica estatal – que Espejo afirmó siempre obedecer y respetar -, sino que actuaba como un mecanismo de dominación social frente a las castas .87 De este modo, la violencia política y social que Espejo sufrió por causa de su origen étnico , tiene equivalencia directa con la violencia simbólica que él mismo ejerció, en tanto médico ilustrado, sobre los conocimientos tradicionales de los negros, indios y mestizos. La “sociología espontánea” que condena a Espejo, es la misma que Espejo reproduce con su defensa del conocimiento ilustrado.

Mi argumento será entonces que la colonialidad del poder extiende sus redes hacia un dominio que los pensadores ilustrados creían puro e incontaminado por las prácticas sociales: el discurso de la ciencia moderna.

87 He aquí tan solo un botón para la muestra (en próximos capítulos traeré más ejemplos): en su obra conocida como La ciencia blancardina, Espejo fustiga duramente a todos aquellos individuos que practicaban la medicina sin acreditar los debidos títulos universitarios, acusándolos de empíricos y legos (Espejo, 1981 [1780]: 323). Ya mostraré cómo la práctica de la medicina empírica, anclada en tradiciones culturales indígenas o africanas y practicada sobre todo por curanderos mestizos, es vista por los ilustrados como el pasado de la ciencia médica y como un peligro inminente para toda la sociedad.

Lugares de la Ilustración

1. Lugares de la ilustración. Discurso colonial y geopolíticas del conocimiento en el Siglo de las Luces
Santiago Castro-Gómez (voy por pagina 20)

Los orientales, los africanos, los amerindios, son todos componentes necesarios para la fundación negativa de la identidad europea y de la propia soberanía moderna como tal. El oscuro Otro del Iluminismo europeo está instalado en su cimiento, del mismo modo que la relación productiva con los “continentes negros ” sirvió como cimiento económico de los Estados-nación europeos
Michael Hardt y Antonio Negri

En septiembre del año 1774, el periódico alemán Berlinische Monatschrift publicó un ensayo en el que el filósofo Immanuel Kant respondía a la pregunta: Was ist Aufklärung?

Aquí Kant establece que la Ilustración es “la salida del hombre de la minoría
de edad”, entendida ésta como “la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la dirección de otro” (Kant , 1996: 53). La “madurez” que Kant creía observar de forma todavía incompleta en la Europa de su tiempo, es la negativa a aceptar la autoridad de la tradición y el sometimiento de toda creencia ante el tribunal supremo de la razón, para que allí sean juzgadas de acuerdo a principios establecidos por la razón misma.

Son estos principios normativos de carácter universal los que servirán para desentrañar los misterios de la naturaleza y encaminar a la sociedad humana por la senda inevitable del progreso. Los pueblos y los individuos que se resistan a seguir este camino son vistos por Kant como “autoculpables” y merecedores de su propia miseria, ya que las condiciones están ya dadas para que a finales del siglo xviii la humanidad empiece a salir de la ignorancia.

En ese mismo año, al otro lado del mundo, en la sombría capital de una remotísima y escarpada provincia del imperio español, el virrey de la Nueva Granada, don Manuel de Guirior, encarga al fiscal Francisco Moreno y Escandón la redacción de un plan de estudios que sirva de base a la organización de una universidad capaz de formar a la elite criolla en los principios científicos de la Ilustración. Dos años más tarde, y a contrapelo de esta pretensión, el abate holandés Cornelius de Paw publica en la Enciclopedia un artículo en el que sostiene que ningún ser nacido en América es capaz de ilustrarse, porque todos habitan una tierra húmeda y estéril.

Tan solo cinco años después, una coalición de criollos, indios y mestizos, nacidos todos en la Nueva Granada, se levanta contra las autoridades ilustradas con el fin de protestar contra el aumento de impuestos ordenado por la dinastía de los borbones para financiar su guerra imperialista contra los ingleses.

¿Cómo explicar esta serie de acontecimientos simultáneos y en apariencia contradictorios?

Un optimista filósofo prusiano, que jamás salió de su pueblo natal, se atreve a tomar la palabra en nombre de la humanidad entera para anunciar la llegada de una “época de ilustración” en la que todos podrán utilizar su entendimiento sin servirse de autoridades exteriores. No muy lejos de allí, un sacerdote ilustrado afirma que los habitantes de América son incapaces de “servirse de su propio entendimiento”, mientras que al otro lado del Atlántico, una “autoridad exterior” americana hace suyo el programa de la ilustración y ordena la creación de una universidad pública.

Órdenes que, sin embargo, son resistidas por un sector de la elite criolla local, que veía la Ilustración como una amenaza directa a sus privilegios tradicionales. Al mismo tiempo, una coalición de personajes nativos de América, actuando con independencia de autoridades exteriores, apelan a conocimientos y certezas locales para organizar la oposición tanto a la élite blanca contrailustrada, como al despotismo ilustrado de los virreyes.

¿Qué es entonces la Ilustración? ¿Por quiénes y contra quiénes es enunciada, en qué lugares y con qué propósitos? La tesis que quisiera defender es que la Ilustración no es un fenómeno europeo que se “difunde” luego por todo el mundo, sino que es, ante todo, un conjunto de discursos con diferentes lugares de producción y enunciación que gozaban ya en el siglo xviii de una circulación mundial.

Me propongo relacionar entre sí algunos de estos lugares y discursos, con el fín de mostrar que eventos aparentemente contradictorios como los arriba señalados, formaban parte en realidad de una misma y compleja red planetaria de ideas científicas, de sentimientos libertarios, de actitudes raciales y de ambiciones imperialistas. En este capítulo en particular me interesa investigar la relación entre el proyecto científico de la Ilustración y el proyecto colonial europeo, teniendo en cuenta que la pretensión central manifiesta por
el discurso ilustrado era que la ciencia carecía de un lugar empírico de enunciación.

Mostraré que lo que permite invisibilizar el lugar de enunciación del conocimiento es el modo en que la ciencia y las ambiciones geopolíticas empiezan a quedar articuladas en el sistema-mundo moderno/colonial a partir del siglo xvi. Mi hipótesis de lectura es que el escenario de la Ilustración fue la lucha imperial por el control de los territorios claves para la expansión del naciente capitalismo y de la población que habitaba esos territorios.

Para investigar la relación entre ciencia y geopolítica en el siglo xviii, tomaré como punto de partida el proyecto de una “ciencia del hombre” formulado inicialmente por Hume en 1734, a fin de plantear el problema que en este libro he denominado La hybris del punto cero. Luego intentaré reconstruir de forma inmanente los vínculos estructurales de este programa con el capitalismo y el colonialismo , utilizando para ello algunos escritos de Kant , Rousseau , Turgot y Condorcet .

Finalmente buscaré integrar estos dos aspectos en una mirada de conjunto, utilizando el marco de la teoría poscolonial de Edward Said , pero atendiendo especialmente a la relación entre ciencia y colonialidad, tal como ha sido pensada desde Latinoamérica por autores como Walter
Mignolo , Enrique Dussel y Aníbal Quijano. Con ello me propongo adquirir algunas herramientas teóricas que me permitirán, en los capítulos siguientes, reconstruir el discurso ilustrado criollo en la Nueva Granada.

1.1 El proyecto de Cosmópolis

En su libro Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity, el filósofo Stephen Toulmin argumenta que hacia mediados del siglo xvii, una nueva y extraña visión de la naturaleza y de la sociedad empezó a emerger en el seno de la intelectualidad europea.

Durante los siglos xv y xvi había primado en Europa una concepción “práctica” del conocimiento, en la que las cuestiones filosófi cas se hallaban vinculadas con problemas relativos a la experiencia de la vida humana. Pensadores como Las Casas , Vitoria, Montaigne, Vives, Erasmo y Moro reflexionaban sobre asuntos morales, políticos, religiosos, jurídicos y cotidianos de su época, desechando todo tipo de dogmatismo teórico y abstracto. Su opinión era que el conocimiento debe concentrarse en asuntos
circunstanciales, en lugar de dirigirse hacia cuestiones generales y escolásticas, desligadas de la experiencia vital.1

Sin embargo, durante el siglo xvii las cosas empiezan a cambiar radicalmente. La utilización de precisos instrumentos para observar los astros y calcular sus movimientos, el desarrollo de las matemáticas y la física, los nuevos asentamientos coloniales de Europa y la concomitante expansión de la economía capitalista, transformaron la mirada sobre el mundo social y natural.

La cognitio histórica de Montaigne, Vives y Erasmo empieza a ser reemplazada por la idea de una “ciencia rigurosa”, ejemplificada en figuras como Descartes , Galileo y Newton .

1 El conocimiento, como dirían Hardt y Negri (2001: 104-107), estaba firmemente comprometido con el plano de la inmanencia.

Toulmin sintetiza en cuatro puntos este “cambio de mentalidad” que empezó a operarse en la comunidad intelectual europea desde el siglo xvii (Toulmin, 1990: 30-34):
a. La lógica y la retórica, que hasta entonces habían sido vistas como campos legítimos de la ciencia – pues tenían un fin práctico ligado a la transmisión oral de saberes -, son consideradas ahora como irrelevantes. En lugar de la argumentación oral se instaura la prueba escrita, formulada en lenguaje matemático y comprendida sólo por expertos, como forma única de validación y transmisión de conocimientos.
b. La teoría jurídica y moral, enfocada en el entendimiento y resolución de casos particulares, es reemplazada por la ética como especulación orientada al estudio de principios universales de comportamiento (el bien, el mal, la justicia). Los “estudios de caso” quedan por fuera de la reflexión ética.
c. Las fuentes empíricas de conocimiento utilizadas por los humanistas (documentos antiguos, cartas geográficas, literatura de viajes, material etnográfico, prácticas esotéricas) son vistas ahora como causas de error y confusión. La única fuente confiable de conocimiento son las operaciones internas del entendimiento, es decir, las representaciones “claras y distintas” de la mente humana.
d. El tiempo y el espacio, variables esenciales en la reflexión de los pensadores renacentistas, son descartados como objetos dignos de la especulación filosófica. El papel del filósofo es tomar distancia de los condicionamientos espacio-temporales en que se desenvuelve su vida, para desentrañar las estructuras permanentes que subyacen a todos los fenómenos, sean estos naturales o sociales.

Toulmin concluye que bajo esta nueva configuración epistémica, el conocimiento sobre la vida humana intenta reunir dos aspectos simbolizados por las palabras griegas cosmos y polis. Cosmos hace referencia a la naturaleza ordenada, regida por leyes fijas y eternas, descubiertas por la razón, mientras que polis se refiere a la comunidad humana y a sus prácticas de organización. Desde un punto de vista científico, aparece la pretensión de elaborar un tipo de conocimiento que tome al hombre y a la sociedad como objetos de estudio sometidos a la exactitud de las leyes físicas, de acuerdo al modelo elaborado por Newton; desde un punto de vista político, aparece la pretensión de crear una sociedad racionalmente ordenada desde el poder central del Estado. Con la ayuda de la ciencia, y mediante la soberanía del Estado, el orden natural del cosmos podría ser reproducido en el orden racional de la polis (Toulmin , 1990, 67).

Ahora bien, lo que permite formular el proyecto mismo de Cosmópolis es la idea de que la sociedad puede ser observada desde un lugar neutro de observación, no contaminado por las contingencias relativas al espacio y el tiempo. Ninguno como el pensador René Descartes logró expresar con tanta claridad semejante pretensión.

En la primera de sus Meditaciones Metafísicas, Descartes expone que la certeza en el conocimiento científico sólo es posible si el observador se deshace previamente de todas las opiniones ancladas en el sentido común. Hay que eliminar todas las fuentes posibles de incertidumbre, ya que la causa principal de los errores en la ciencia proviene de la excesiva familiaridad que tiene el observador con su medio ambiente social y cultural.2

Por eso, Descartes recomienda que las “viejas y ordinarias” opiniones de
la vida cotidiana deben ser suspendidas, con el fin de encontrar un punto sólido de partida desde el cual sea posible construir de nuevo todo el edificio del conocimiento (Descartes , 1984: 115). Este punto absoluto de partida, en donde el observador hace tabula rasa de todos los conocimientos aprendidos previamente, es lo que en este trabajo llamaremos la hybris del punto cero .

Comenzar todo de nuevo significa tener el poder de nombrar por primera vez el mundo; de trazar fronteras para establecer cuáles conocimientos son legítimos y cuáles son ilegítimos, definiendo además cuáles comportamientos son normales y cuáles patológicos. Por ello, el punto cero es el del comienzo epistemológico absoluto, pero también el del control económico y social sobre el mundo. Ubicarse en el punto cero equivale a tener el poder de instituir, de representar, de construir una visión sobre el mundo social y natural reconocida como legítima y avalada por el Estado. Se trata de una representación en la que los “varones ilustrados” se definen a sí mismos como
observadores neutrales e imparciales de la realidad.

La construcción de Cosmópolis no solo se convierte en una utopía para los reformadores sociales durante todo el siglo xviii, sino también en una obsesión para los imperios europeos que en ese momento se disputaban el control del mundo.

1.1.1 El plano de la trascendencia

Según Michael Hardt y Antonio Negri , la Ilustración pone en marcha un aparato de fundación trascendental, cuyo propósito era establecer mediaciones racionales para todos los ámbitos de acción humana. La política , el conocimiento y la moral quedaron sometidas a un orden preconstituído que, sin reproducir los viejos dualismos de la Edad Media, sí postulaba un nuevo ordenamiento metafísico del mundo.

No era ya Dios sino la naturaleza humana el garante de que las leyes del cosmos tuvieran correspondencia con las leyes de la polis (Hardt y Negri 2001: 110-112). Y es quizás en el Tratado de la naturaleza humana , escrito por David Hume en 1734, donde por primera vez se formula sistemáticamente el proyecto de una ciencia fundada en el plano trascendente de la naturaleza humana, que sirviese de base racional para la construcción de Cosmópolis.3

Al igual que Descartes , Hume propone “un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, el único sobre el que las ciencias puedan basarse con seguridad” (Hume , 1981: 81). En Descartes , como se sabe, la objetividad de la ciencia proviene de un método en el que se busca en la conciencia una certeza primaria (ideas “claras y distintas”) para después, y de forma estrictamente matemática, deducir de ella todas las verdades científicas. Hume piensa que aunque todas las ramas de las ciencias parecen ocuparse de objetos que se encuentran fuera de la conciencia, en realidad son los hombres mismos quienes juzgan acerca de la verdad o falsedad de las proposiciones que utilizan para estudiar esos objetos. Por tanto, si lo que se busca es un fundamento sólido que garantice la certeza del conocimiento, ese fundamento no puede ser otro que las facultades perceptivas y cognitivas del hombre. El estudio de esas facultades de la naturaleza humana es el objeto de la “Science of Man”:

“Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con
la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran
distancia de ésta, regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las
matemáticas , la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo
de la ciencia del hombre, pues están bajo comprensión de los hombres y son
juzgadas según las capacidades y facultades de estos […] No hay problema de
importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre ; y
nada puede decidirse con certeza antes de que nos hayamos familiarizado con
dicha ciencia […] Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación
sólida de todas las demás, es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esta misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación (Hume , 1981: 79; 81).4

2 “Esas viejas y ordinarias opiniones tornan a menudo a ocupar mi pensamiento, pues el trato familiar y continuado que han tenido conmigo les da derecho a penetrar en mi espíritu sin mi permiso y casi adueñarse de mi creencia” (Descartes , 1984: 119).
3 De hecho, el subtítulo mismo del libro indica con claridad el propósito de Hume : “Attempt to introduce the Experimental Method of Reasoning into Moral Subjects”.
4 El resaltado es mío.

La ciencia del hombre se convierte así en el fundamento epistemológico de todas las demás ciencias, incluso de la filosofía natural, es decir de la física ejemplificada por Newton. ¿Cómo es esto posible? Según Hume , aplicando al estudio del hombre el “método experimental de razonamiento” que tan buenos resultados ha dado en el campo las ciencias físicas. De lo que se trata, entonces, es de investigar el comportamiento humano sin tomar como punto de partida una idea preconcebida y metafísica del hombre, sino utilizando solamente los datos empíricos proporcionados por la experiencia y la observación.5

Así como Newton logró despegarse de una concepción metafísica de la naturaleza , heredada de Aristóteles, para formular las leyes que rigen el movimiento de los cuerpos celestes, así también el científico de la sociedad (el
Newton de las ciencias humanas) debe distanciarse de todo tipo de preconcepciones mitológicas sobre el hombre, con el fin de formular las leyes que rigen la naturaleza humana.

En otras palabras: del mismo modo como la física logró establecer las leyes
que gobiernan el mundo celeste, la ciencia del hombre debe aplicar el mismo método para establecer las leyes que gobiernan el mundo terrestre de la vida social. Y como estas leyes, según Hume , se encuentran ancladas en la naturaleza humana, la nueva ciencia tomará como objeto de estudio las facultades cognitivas y perceptivas del hombre, con el fin de explicar, a través de la observación y la experiencia, las estructuras básicas que rigen su comportamiento social y moral.

Nótese que la pretensión de Hume , como la de Descartes , es ubicar a la ciencia del hombre en un punto cero de observación, capaz de garantizar su objetividad. Sólo que, a diferencia de aquel, ese punto cero es alcanzado mediante la aplicación del método experimental, con el fin de establecer una analogía entre el universo newtoniano y el universo político-moral. Pero la pretensión de ambos pensadores es la misma: convertir a la ciencia en una plataforma inobservada de observación a partir de la cual un observador imparcial se encuentre en la capacidad de establecer las leyes que
gobiernan tanto al cosmos como a la polis.

Alcanzar el punto cero implica, por tanto, que ese hipotético observador se desprenda de cualquier observación precientífica y metafísica que pueda empañar la transparencia de su mirada. La primera regla para llegar al punto cero es entonces la siguiente: cualquier otro conocimiento que no
responda a las exigencias del método analítico-experimental, debe ser radicalmente desechado. Para Hume , el cumplimiento estricto de esta regla permitirá que la ciencia del hombre mire a su objeto de estudio tal como es y no tal como debiera ser. Observar la naturaleza humana desde el punto cero equivale a poner entre paréntesis cualquier consideración moral, religiosa o metafísica sobre el hombre, para verlo en su facticidad pura. La ciencia del hombre no es normativa, sino descriptiva.

5 Sobre este tema, consúltese el ya clásico estudio del filósofo italiano Alberto Moravia La Scienza dell’Uomo nel Settecento, donde analiza con detalle la constitución de la “Societé des Observateurs de l’homme” en Francia y el nacimiento de la etnología en el siglo xviii (Moravia, 1989).
6 Véase: Hume , 1981: 707.
7 El resaltado es mío.
8 “En general” – afirma Hume – “puede afirmarse que en la mente de los hombres no existe una pasión tal como el amor a la humanidad, considerada simplemente como en cuanto tal y con independencia de las cualidades de las personas, de los favores que nos hagan o de la relación que tengan con nosotros” (Hume , 1981: 704).

¿Pero cuál es la facticidad de la naturaleza humana que la ciencia del hombre descubre? Las acciones humanas, afirma Hume , no son movidas por la razón sino por el interés en la propia conservación. Nadie actúa prescindiendo de su propio interés personal, de modo que la utilidad (o el placer) que una determinada acción pueda brindar al individuo, es aquello que explica por qué tal acción es juzgada como “buena” o “mala”. Así, la moral y la justicia no están inscritas en la naturaleza humana, sino que son convenciones a través de las cuales el hombre manifiesta públicamente sus pasiones6:

“Es manifiesto que en la estructura original de nuestra mente la atención más
intensa está centrada en torno a nosotros mismos; la siguiente en intensidad se dirige a nuestras relaciones y conocidos; tan sólo la más débil alcanza a los
extraños y a las personas que nos son indiferentes […] Ninguna afirmación
es más cierta que la de que los hombres están guiados en gran medida por su interés y que, cuando extiendan sus cuidados más allá de sí mismos, no los
llevan demasiado lejos ni les es usual en la vida ordinaria ir más allá de sus más cercanos amigos y conocidos” (Hume , 1981: 713; 770).7

La primera “ley de la naturaleza humana” descubierta por la ciencia del hombre es entonces la siguiente: el instinto natural lleva indefectiblemente al hombre a preferir lo cercano a lo remoto. Nada en su naturaleza le lleva a querer “extender sus cuidados más allá de sí mismo”, de modo que todas las acciones que emprende, aún las más desprendidas y altruistas, sólo tienen sentido en la medida en que redundan para su propio beneficio.8

La pregunta que hace Hume es entonces, ¿cómo es posible la vida en comunidad? Si por ley natural todos los hombres prefieren lo cercano, ¿cómo se explica que sean capaces de obedecer un código remoto de leyes impersonales y de comportarse unos frente a otros de forma civilizada? Si el hombre no es un ser social por naturaleza, como pensaba Aristóteles – este es un “mito precientífico ” del que hay que desprenderse -, ¿cuál es entonces el origen de la sociedad?

A través de una observación inobservada sobre el modo en que funcionan las pasiones humanas, la ciencia del hombre intentará explicar el origen de ese artificio histórico llamado sociedad.

Para Hume , como para Hobbes , las leyes de la sociedad no existen antes de que los individuos acuerden constituirse en un grupo social. Pero según el pensador escocés, lo que les llevó a establecer tal acuerdo no fue la inseguridad resultante de la guerra de todos contra todos, como suponía Hobbes , sino la necesidad de satisfacer una pasión fundamental: “el impulso natural de adquirir bienes y posesiones para nosotros y nuestros amigos más cercanos” (Hume , 1981: 717).

Como la naturaleza, sin embargo, no ha provisto a todos los hombres por igual de las capacidades y los medios para satisfacer este impulso, se hizo necesario recurrir a un artificio: la creación de leyes que regulen el comercio y la propiedad.9

Si bien es cierto que este artificio reprime los impulsos egoístas de unos individuos en favor de las necesidades de otros, considerado globalmente se trata de un arreglo benéfico para todos. Si el deseo insaciable de propiedad se dejara a su propio arbitrio, la guerra por los recursos se haría inevitable, el comercio se tornaría imposible y ningún individuo podría satisfacer su propio interés.

En suma: la ciencia del hombre establece que en el origen de la sociedad humana se encuentra la creación de un mecanismo regulador de la economía, cuya función es permitir que los individuos satisfagan sus necesidades naturales, pero sólo hasta el punto de no perjudicar lo que todos valoran como interés público: la autoconservación. La ley del Estado debe dar prioridad a lo remoto, con el fin de que todos puedan optar por lo cercano.

Ahora bien, este “gran descubrimiento” de la ciencia del hombre proclamado por Hume en la primera mitad del siglo xviii, fue recogido y desarrollado por uno de sus discípulos más brillantes: el pensador escocés Adam Smith. Al igual que Hume , Smith está convencido de que la ciencia del hombre debe sustentarse en el modelo de la física señalado por Newton . El orden social, al igual que el orden natural, se encuentra regido por una suerte de mecanismo que actúa con independencia de las intenciones humanas.

La sociedad (polis) debe ser entendida como un universo regido por leyes impersonales, análogas a las que gobiernan el mundo físico (cosmos): la gravitación, la atracción y el equilibrio. Y como Hume , Smith piensa que las actividades económicas de los hombres son el ámbito ideal para observar imparcialmente el modo como operan estas leyes de la naturaleza humana. Así, en The Wealth of Nations Smith establece que
“The Division of labor, from which so many advantages are derived, is not
originally the effect of any human wisdom, which foresees and intends that
general opulence to which it gives occasion.

9 Locke , en el segundo Ensayo sobre el gobierno civil, había dicho que la propiedad privada era un “derecho natural”, presente ya en el estado de naturaleza , y que su preservación y regulación había sido una de las causas que motivó la creación del Estado civil (Locke , 1983: 42).
10 “Give me that which I want, and I shall have this which you want, is the meaning of every such offer; and it is in this manner that we obtain from one another the far greater part of those good offices which we stand in need of. It is not from the benevolence of the butcher, the brewer, or the baker, that we expect our dinner, but from their regard to their own interest. We address ourselves, not to their humanity but to their self-love, and never talk to them of our own necessities but of their advantages” (Smith , 1993: 22). It is the necessary, through very slow and gradual consequence of a certain propensity in human nature which has in view no such extensive utility; the propensity to truck, barter, and exchange one thing for another” (Smith , 1993: 21).

La división del trabajo y la propensión al comercio mediante el intercambio de bienes son, entonces, fenómenos universales que no dependen de la conciencia individual de nadie ni de la cultura a la que alguien pertenece, sino que se hallan reguladas por un mecanismo impersonal que, precisamente, constituye el objeto de estudio de la ciencia del hombre y, en este caso, de la economía política. La universalidad de estos fenómenos se debe a que están anclados en una tendencia invariable de la naturaleza humana que ya había sido señalada por Hume : la necesidad de satisfacer los intereses cercanos por encima de los remotos. Si los hombres entablan relaciones comerciales, esto no se debe al interés de unos por suplir la carencia de los otros, sino a los resortes pasionales que subyacen a toda acción humana y que llevan, indefectiblemente, a la búsqueda egoísta del propio beneficio.10

Al igual que Hume , Smith se pregunta cómo potenciar esta búsqueda del propio beneficio, de tal modo que los intereses egoístas de los individuos puedan ser armonizados con los intereses de la colectividad. Pero la respuesta del discípulo varía un tanto con respecto a la ofrecida por el maestro. Mientras que Hume considera necesario reprimir (a través de la ley) el deseo natural de satisfacer lo cercano por encima de lo remoto con el fin de asegurar la convivencia pacífica, Smith piensa que cualquier tipo de coacción sobre la naturaleza humana resultaría perjudicial.

Antes que reprimir, lo que se debe hacer es potenciar las tendencias egoístas que movilizan las acciones de los hombres. Hay que “dejar-hacer” a los individuos su propia voluntad, con el fin de que la búsqueda egoísta de su propio enriquecimiento genere beneficios para toda la colectividad. No es necesario construir un mecanismo artificial que regule estatalmente la economía, sencillamente porque ese mecanismo ya existe (es ontológico) y se encuentra regulado por las leyes sociales del movimiento.

El mercado, visto por Smith no como el ámbito contingente donde unos hombres ejercen su poder sobre otros, sino como resultado necesario e inevitable de la evolución de la sociedad humana, es el mecanismo natural que regula el intercambio de mercancías (Smith , 1993: 53).

Basta entonces con dejar que los individuos entren libremente al mercado buscando satisfacer sus intereses cercanos, para que las leyes internas y supraindividuales del mecanismo, a la manera de una “mano invisible”, regulen con precisión el equilibrio entre lo individual y lo colectivo:
“By preferring the support of domestick to that of foreign industry, [every
individual] intends only his own security; and by directing that industry in
such a manner as its produce may be of the greatest value, he intends only his
own gain, and he is in this, as in many other cases, led by an invisible hand
to promote an end which was no part of his intention. Nor is it always the
worse for the society that is was no part of it. By pursuing his own interest, he
frequently promotes that of the society more effectually than when he really
intends to promote it (Smith , 1993: 291-292).11

La trascendentalidad del mercado mundial se fundamenta en las leyes de la naturaleza humana, descubiertas por la economía política. Smith y Hume parten entonces de un supuesto incuestionable: la naturaleza humana es un ámbito de fundación trascendental que vale para todos los pueblos de la tierra y funciona con independencia de cualquier variable cultural o subjetiva. Por eso, la ciencia que estudia esta naturaleza debe liberarse de cualquier opinión precientífica y ubicarse en el plano de la trascendencia, en el
punto cero desde el cual podrá ganar una mirada objetiva y totalizante sobre su objeto de estudio.

Pero aquí cabe la pregunta: ¿cuál es el lugar de enunciación que permite
a Smith y Hume afirmar que su enunciación no tiene lugar? ¿En dónde se encuentra la grilla inmanente de poder que postula que ese poder tiene una fundación trascendental?

La tradición marxista ha señalado que ese lugar de poder es el de la pujante burguesía comercial inglesa, con su escala de valores centrada en la ética del trabajo (Berufsethik), el mercantilismo y el utilitarismo. Desde esta perspectiva de análisis, el programa ilustrado de Smith y Hume sería expresión de una Weltanschauung típicamente burguesa, que se opone directamente a los valores de la aristocracia centrados en el ocio, la economía de subsistencia y la inutilidad del conocimiento.12

11 El resaltado es mio.
12 Como un botón para la muestra, baste recordar el profundo análisis que hace Lukács sobre las “antinomias del pensamiento burgués” en su ya clásico libro Historia y conciencia de clase. Pero a esta tradición pertenecen también Hardt y Negri , cuando afirman que “con Descartes estamos en el comienzo de la historia del Iluminismo, o mejor dicho, de la ideología burguesa. El aparato trascendental que él propone es la marca distintiva del Iluminismo europeo” (Hardt y Negri , 2001: 112).

Sin embargo, y aún reconociendo el vínculo obvio que existe entre la Ilustración y la burguesía europea, me parece que el locus enuntiationis de Smith y Hume posee una dimensión que va más allá de su condición de “clase” en el marco del capitalismo inglés. Para la época en que Hume y Smith escribieron sus tratados, Inglaterra, Holanda y Francia se encontraban disputando el control del circuito del Atlántico , que había
estado en manos españolas desde el siglo xvi. Estas potencias sabían que era necesario generar enclaves comerciales en las colonias de ultramar, con el fin de aprovechar la mano de obra de la población no europea.

Inglaterra en particular decidió fundar colonias estables en la ruta hacia las Indias, para que el trabajo productivo de los nativos (tanto colonos como esclavos) pudiera abrir nuevos mercados e incrementara las ganancias de las compañías de comercio (Wallerstein , 1980: 244-289; Wolf, 1997: 158-194). El acceso a nuevas fuentes de riqueza dependía entonces de la interacción asimétrica entre colonos europeos y poblaciones nativas.

Y es aquí donde el proyecto ilustrado de Cosmópolis, ejemplificado por Smith y Hume , puede ser visto como un discurso colonial. Tal como lo afirman Hardt y Negri ,
“Mientras que dentro de su dominio el Estado-nación y sus estructuras ideológicas trabajan incansablemente para crear y reproducir la pureza del pueblo, en el exterior el Estado-nación es una máquina que produce Otros, crea la diferencia racial y levanta fronteras que delimitan y sostienen al sujeto moderno de la soberanía. Estos límites y barreras, sin embargo, no son impermeables, sino que sirven para regular los flujos bi-direccionales entre Europa y su exterior. Los Orientales, los Africanos, los Amerindios, son todos componentes necesarios para la fundación negativa de la identidad europea y de la propia soberanía moderna como tal. El oscuro Otro del Iluminismo europeo está instalado en su cimiento, del mismo modo que la relación productiva con los “continentes negros ” sirvió como cimiento económico de los Estados-nación europeos” (Hardt y Negri 2001: 141).

Esto explica porqué razón Smith debe incluir no sólo a las naciones europeas sino también a las colonias de Europa en su teoría del mercado mundial . Las poblaciones de unas y de otras se encuentran ubicadas en el lugar exacto que les corresponde por naturaleza , esto es, que su función como productores, comercializadores o procesadores de materias primas no puede ser alterada, pues ello equivaldría a intervenir en las dinámicas propias del mercado, es decir, a querer cambiar las leyes de la naturaleza.

Por esta razón, una de las tareas centrales de la ciencia del hombre es mostrar, como veremos enseguida, que no todas las poblaciones del planeta se encuentran en el mismo nivel de la evolución humana y que esta asimetría obedece a un plan maestro de la naturaleza. La ciencia del hombre procurará dar cuenta no sólo del origen de la sociedad humana, sino que intentará reconstruir racionalmente su evolución histórica, con el fin de mostrar en qué consiste la lógica inexorable del progreso. Una lógica que permitirá a Europa la construcción ex negativo de su identidad económica
y política frente a las colonias, y que ayudará a los criollos de las colonias a fortalecer su identidad racial frente a las castas .

1.1.2 La negación de la simultaneidad

Durante la segunda mitad del siglo xviii, con los escritos de Turgot, Bossuet y Condorcet , el proyecto ilustrado de una ciencia del hombre buscó reconstruir la evolución histórica de la sociedad humana. Pero el proyecto enfrentaba un serio problema metodológico: ¿cómo realizar observaciones empíricas del pasado?
Si lo que caracteriza una observación científica es precisamente el “método experimental de razonamiento” que le garantiza ubicarse en el punto cero, ¿cómo tener experiencias de sociedades que vivieron en tiempos pasados? La solución a este dilema se apoyaba en un razonamiento simple: ciertamente no es posible tener observaciones científicas sino de sociedades que viven en el presente; pero sí es posible defender racionalmente la hipótesis de que algunas de esas sociedades han permanecido estancadas en su evolución histórica, mientras que otras han realizado progresos ulteriores.

La hipótesis de fondo es entonces la siguiente: como la naturaleza humana es una sola, la historia de todas las sociedades humanas puede ser reconstruida a posteriori como siguiendo un mismo patrón evolutivo en el tiempo.13

De modo que aunque en el presente tengamos experiencias de una gran cantidad de sociedades simultáneas en el espacio, no todas estas sociedades son simultáneas en el tiempo. Bastará con observar comparativamente, siguiendo el método analítico, para determinar cuáles de esas sociedades pertenecen a un estadio inferior (o anterior en el tiempo) y cuáles a uno superior de la escala evolutiva.

13 Arthur Lovejoy ha mostrado que durante el siglo xviii, la hipótesis de la “gran cadena del ser”, que operaba hasta ese momento como principio organizador del conocimiento en la ciencia occidental, empieza a temporalizarse. Esto significa que la plenitud ontológica de todos los seres empieza a ser concebida como un “plan de la naturaleza” que se despliega paulatinamente en el tiempo (Lovejoy, 2001: 242-287).

Este procedimiento analítico había sido ya ensayado por autores como John Locke y Thomas Hobbes en el siglo xvii, cuando intentaban explicar el origen histórico del Estado.14 En su segundo Ensayo sobre el gobierno civil, Locke investiga el tránsito de la sociedad humana desde el estado de naturaleza hacia el estado civil, para lo cual parte de la siguiente hipótesis: en los comienzos de la humanidad no había necesidad todavía de una división organizada del trabajo , ya que la economía era solamente de subsistencia y el valor de los productos sacados de la naturaleza estaba marcado por el uso que los hombres le daban para cubrir sus necesidades básicas (Locke , 1983: 45).

Pero este “estadio primitivo” de la sociedad humana empieza a quedar atrás cuando la densidad poblacional crece y aparece la competencia de unos pueblos con otros por la apropiación de los recursos, estableciéndose así la necesidad del comercio y la división racional del trabajo. Para Locke, la salida del estado de naturaleza viene marcada por la invención del dinero y la aparición del valor de cambio.

El punto es que para establecer el modo en que se organizaban las “sociedades
primitivas” – sin dinero y sin economía de mercado -, Locke apela a la observación de las comunidades indígenas en América, tal como éstas habían sido descritas por viajeros, cronistas y aventureros europeos. A diferencia de lo que ocurre en Europa, las sociedades de épocas anteriores vivían en escasez permanente, a pesar de la gran abundancia ofrecida por la naturaleza. No existía el mercado (elemento generador de riquezas) ya que los hombres se contentaban con trabajar lo suficiente para obtener aquello que necesitaban para sobrevivir:
“Demostración palmaria de ello es que varias naciones de América que abundan en tierras, escasean, en cambio, en todas las comodidades de la vida; la naturaleza las ha provisto con tanta liberalidad como a cualquier otro pueblo
de toda clase de productos y materiales, es decir, suelo feraz, apto para producir en abundancia todo cuanto puede servir de alimento, vestido y placer;
sin embargo, al no encontrarse beneficiadas por el trabajo , no disponen ni de una centésima parte de las comodidades que nosotros disfrutamos; reyes de un
territorio dilatado y fértil se alimentan, se visten y tienen casas peores que un
jornalero de Inglaterra […]Pues bien, en los tiempos primitivos todo el mundo
era una especie de América, en condiciones todavía más extremadas que las que ésta ofrece ahora, puesto que no se conocía, en parte alguna, nada parecido al dinero” (Locke , 1983: 45; 49).15

14 Quiero recordar aquí el excelente comentario de Rousseau en el Segundo discurso con respecto al procedimiento realizado por teóricos como Hobbes y Locke . Rousseau afirma que no es posible estudiar científicamente al hombre en su estado puro de naturaleza, pues todos los hombres empíricamente observables han sido afectados ya por procesos civilizatorios. Lo que hace la ciencia es aislar, de forma puramente analítica, al individuo de la civilización, para descubrir las leyes que rigen la “naturaleza humana”.
Establecida así la estructura básica de la naturaleza humana, será posible entonces aplicar este modelo para estudiar el “comienzo” de la historia, pero teniendo en cuenta que se trata solamente de la aplicación de un modelo tomado de la física y no de la determinación de una verdad histórica. En palabras de Rousseau : “No se deben tomar las investigaciones que se pueden hacer sobre este tema como verdades históricas, sino tan sólo como razonamientos puramente hipotéticos y condicionales, mucho más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para mostrar su verdadero origen, y semejantes a las que en nuestros días elaboran los físicos sobre la formación del mundo” (Rousseau , 1977: 152).

La observación comparativa de Locke establece que entre las sociedades contemporáneas europeas y las americanas existe una relación de no simultaneidad. Mientras que las sociedades europeas han logrado desarrollar un modo de subsistencia basado en la división especializada del trabajo y el mercado capitalista, las sociedades americanas se encuentran ancladas en una economía perteneciente al “pasado de la humanidad”.

La relación que existe entre un jornalero de Inglaterra y un pastor indígena de la Nueva Granada es de asimetría temporal. Ambos viven en el siglo xvii, pero pertenecen a estadios diferentes del desarrollo de la humanidad. Los diferentes modos de subsistencia en que transcurre la vida de estas personas son indicativos de que las sociedades progresan en el tiempo y de que este progreso consiste en un paulatino desarrollo del trabajo productivo.

La caza, el pastoreo, la agricultura y el comercio son estadios sucesivos de desarrollo que marcan el progreso de la humanidad (Meek, 1981). Miradas desde el punto cero, todas las sociedades aparecen como regidas por una ley inexorable que les conducirá, más tarde o más temprano, hacia el pináculo de la economía capitalista moderna. El telos de la historia es la supresión definitiva de aquello que durante milenios se constituyó en la maldición por excelencia de la realidad humana: la escasez .

Pero quizás sea en los escritos de Anne-Robert-Jacques Turgot donde mejor se expresa la pretensión de reconstruir científicamente las leyes que rigen el desarrollo de la historia humana. El presupuesto metodológico con el que trabaja Turgot es el mismo señalado por Descartes: la ciencia debe ubicarse en un punto cero de observación que garantice la “ruptura epistemológica” del observador con toda concepción religiosa y metafísica del mundo.

En particular, la mirada científica sobre el pasado debe quedar libre de la narrativa cristiana de la “historia de la salvación”, que veía los sucesos humanos como orientados hacia fines trascendentes. Despojada de este lastre metafísico, la historia empieza a ser vista como el resultado de la lucha feroz
entablada por el hombre para dominar la naturaleza mediante el trabajo ; lucha que no es producto del azar, sino que está gobernada por las mismas leyes mecánicas que estudió Newton . El filósofo debe dar cuenta de esas leyes, que son las mismas para todas las sociedades, ya que todos los hombres están dotados con los mismos órganos, sus ideas se forman obedeciendo a una misma “lógica” y sus necesidades, inclinaciones y reacciones frente a la naturaleza son las mismas.16

15 El resaltado es mío

La reconstrucción racional de Turgot trabaja entonces con el supuesto de que la naturaleza humana es una sola (homo faber) y, por tanto, de que en el comienzo de la historia todos los hombres eran iguales en la escasez y la barbarie. En la “primera época de la humanidad” los hombres vivían sumergidos en el caos de las sensaciones, el lenguaje no era capaz de articular ideas abstractas y las necesidades básicas eran suplidas mediante una economía de subsistencia (Turgot, 1998: 168-169).

De esta situación primitiva lograrán salir cuando el lenguaje se torne más complejo, pues sólo entonces la escritura, las ciencias y las artes tendrán oportunidad de desplegarse. Así, los hombres aprenderán a dominar técnicamente las fuerzas de la naturaleza, a organizar racionalmente la fuerza de trabajo, y la economía pasará lentamente de ser una economía doméstica de subsistencia, a ser una economía de producción sustentada en el mercado.

Para Turgot, el “progreso de la humanidad” combina dos factores que van de la mano: de un lado, el despliegue paulatino de las facultades racionales y el consecuente tránsito del mito hacia el conocimiento científico (paso de la doxa a la episteme); del otro, el despliegue de los medios técnicos y de las competencias organizacionales que permiten dominar la naturaleza a través del trabajo (paso de la escasez a la abundancia).

Tenemos entonces que, al igual que Hume y Smith, Turgot considera la dimensión económica de la vida humana como la clave para una reconstrucción racional de la historia de los pueblos. Y al igual que Locke, pensaba que los “salvajes de América” tenían que ser colocados en la escala más baja de esa historia (el estadio “infantil” de la humanidad), puesto que en ellos se observa el predominio absoluto de la doxa en materia cognitiva, y de la escasez en materia económica:
“Una ojeada a la tierra nos muestra hasta hoy día, la historia entera del género
humano, al exponer los vestigios de su tránsito y los monumentos de los diversos grados por los que ha pasado, desde la barbarie, aún subsistente en los pueblos americanos, hasta la civilización de las naciones más ilustradas de Europa.

16 En el Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano escribe Turgot: “Los mismos sentidos, los mismos órganos, el espectáculo del universo mismo han dado en todas partes las mismas ideas a los hombres, así como iguales necesidades e inclinaciones les han enseñado en todas partes las mismas artes” (Turgot, 1991: 38). Y en el Plan de dos discursos acerca de la historia universal agrega: “Revelar la influencia de las causas generales y necesarias, la de las causas particulares y de las acciones libres de los grandes hombres, así como la relación de todo esto con la constitución propia del hombre; mostrar las motivaciones y la mecánica de las causas morales por sus efectos: he aquí lo que es la historia a juicio de un filósofo” (Turgot, 1998: 166). El resaltado es mío.

¡Ay de mí!, ¡nuestros antepasados y los pelasgos que precedieron a los griegos se asemejaron a los salvajes de América!” (Turgot, 1998: 200-201).

Nuevamente encontramos el argumento de la no simultaneidad temporal entre las sociedades indígenas americanas y las sociedades ilustradas europeas. Observadas desde el punto cero, estas dos sociedades coexisten en el espacio, pero no coexisten en el tiempo, porque sus modos de producción económica y cognitiva difieren en términos evolutivos.

Para Turgot la evolución de la humanidad parece conducir necesariamente, con la misma necesidad de las leyes naturales, a la “ilustración” observada en las sociedades europeas de su tiempo. El modo de producción de riquezas (el capitalismo) y de conocimientos (la nueva ciencia) de la Europa moderna es mirada como el criterio a partir del cual es posible medir el desarrollo temporal de todas las demás sociedades.

El conocimiento habría pasado, entonces, por “diversos grados”, medidos en una escala lineal, de la mentalidad primitiva al pensamiento abstracto, y lo mismo puede decirse de los modos de producción de riqueza, que progresan de la economía de subsistencia a la economía capitalista de mercado. Nada en esta escala de progreso ocurre por casualidad y ninguno de los eslabones puede ser visto como innecesario.

Todo el conjunto revela la perfección y exactitud de un mecanismo racional, de tal modo que Turgot puede decir con toda confianza:
“El género humano, considerado desde su origen, parece a los ojos de un
filósofo un todo inmenso que tiene, como cada individuo, su infancia y sus
progresos […] En medio de sus destrucciones, las costumbres se suavizan, el
espíritu humano se ilustra, las naciones aisladas se acercan las unas a las otras.
El comercio y la política reúnen, en definitiva, todas las partes del globo. La masa total del género humano, con alternativas de calma y agitación, de bienes
y males, marcha siempre – aunque a paso lento – hacia una perfección mayor”
(Turgot, 1998: 200-201).

Lo que no explica el entusiasta Turgot es por qué razón, si todos los hombres son iguales en cuanto a sus facultades naturales, el pensamiento científico y la economía de mercado surgieron precisamente en Europa y no se desarrollaron primero en Asia, África o América. ¿Qué causas naturales explican la no simultaneidad temporal entre las distintas formas de producción de conocimientos y riquezas? ¿Quizá la influencia del clima y la geografía sobre las facultades humanas, como afirmaba Montesquieu ?

¿Quizá los cambios abruptos en las condiciones medioambientales, como suponía Rousseau ? ¿O tal vez tenga que ver la superioridad natural de la raza blanca, como sostenían pensadores alemanes como Blumenbach y Kant?

1.1.3 Razas inmaduras

Citaba a Kant al comienzo de este capítulo a propósito de su definición de
Aufklärung, pero es tiempo de regresar a él para establecer la relación entre el proyecto dieciochesco de las ciencias humanas y su famoso concepto de “inmadurez ” (Unmündigkeit). Me interesa mostrar de qué forma el pensamiento de Kant se vincula con ese proyecto ilustrado, y quiero hacerlo atendiendo a un comentario del filósofo nigeriano Emmanuel Eze : “Estrictamente hablando, la antropología y la geografía de Kant ofrecen la más fuerte, si no la única justificación filosófica suficientemente articulada de la clasificación superior / inferior de las ‘razas’ del hombre, de cualquier
escritor europeo hasta ese tiempo” (Eze , 2001: 249).

En efecto, aunque los escritos sobre antropología y geografía de Kant son vistos tradicionalmente como “obras menores” por la comunidad filosófica, Eze tiene razón al plantear que una consideración de esos textos puede darnos la clave para entender la posición de Kant con respecto a la ciencia del hombre o Menschenkunde, como él mismo la denominó.17 Como los demás pensadores europeos considerados hasta el momento, Kant estaba convencido de que el hombre debía ser mirado como parte integral del reino de la naturaleza y, por tanto, como un objeto de estudio perteneciente
a lo que en aquella época se denominaba “historia natural”.

Sin embargo, Kant pensaba que, además de ser parte de la naturaleza física, había algo en el hombre que escapaba al determinismo de las leyes naturales y que no podía ser estudiado por la historia natural. Ese “algo más” es la naturaleza moral del hombre, cuyo estudio debe fundarse en un método diferente al utilizado por las ciencias empíricas. De acuerdo con esto, la ciencia del hombre se divide en dos grandes subdisciplinas: la “geografía
física” que estudia la naturaleza corporal del hombre desde el punto de vista de sus determinaciones externas (medio ambiente, fisionomía, temperamento, raza ) y la “antropología pragmática” que estudia la naturaleza moral del hombre desde el punto de vista de su capacidad para superar el determinismo de la naturaleza física y elevarse al plano de la libertad (Kant , 1990: 3-4).

Kant atribuye a la antropología pragmática una clara preeminencia metodológica sobre la geografía física debido, básicamente, a su concepción dualista de que el alma posee una mayor dignidad que el cuerpo y que, por tanto, el estudio de la naturaleza moral es superior al estudio de la naturaleza física.

17 Hay que recordar que a lo largo de su carrera como profesor universitario, Kant dictó más cursos de antropología y geografía física que de metafísica y filosofía moral, enseñando estos cursos de forma continua durante más de cuarenta años. También es preciso tener en cuenta que hacia la década de 1760, Kant era conocido en Alemania precisamente por sus disertaciones sobre temas de historia, antropología y geografía (Zammito, 2002: 292).

No es que Kant despreciara los avances que habían realizado las ciencias físicas de su tiempo, particularmente con los trabajos de Newton (a quien admiraba profundamente), pero consideraba un despropósito aplicar, como quería Hume , el método de la experimentación a los asuntos de la moral.

Reconocía la importancia de los estudios empíricos, culturales e históricos para entender el comportamiento del hombre y la sociedad, pero creía que ellos no decían nada sobre el carácter moral del ser humano (Kant , 1990: 30-31). Debido entonces a las características de su objeto de estudio, la antropología pragmática no se funda en la experiencia y utiliza una metodología claramente antiempírica y dogmática. En lugar de tomar como objeto de estudio los aspectos de la vida humana que cambian con el tiempo, la antropología pragmática se concentra en aquello que no cambia nunca y que puede ser observado siempre del mismo modo: el “punto cero” de la moral.

Con todo, Kant comparte con los empiristas ingleses la idea de que la ciencia opera según máximas y principios definidos racionalmente, válidos con independencia de la posición relativa del observador, por lo que el punto de observación científica no depende de la naturaleza del objeto observado. El objeto puede cambiar según su ubicación en el tiempo y el espacio, pero la observación, en tanto que científica, se concentra en los principios universales que explican ese cambio. La observación del movimiento de los astros, por ejemplo, no varía de acuerdo a la posición del objeto observado ni de la situación particular del observador empírico, sino que se mantiene fija en el punto cero .18

Es por eso que la antropología pragmática y la geografía física poseen el mismo estatuto epistemológico, ya que todo conocimiento científico debe tener, según Kant , un fundamento trascendental que garantice su estatuto de universalidad. La diferencia es más bien de carácter metodológico, puesto que ambas disciplinas abordan dos aspectos cualitativamente distintos de la experiencia humana.

La geografía física, a diferencia de la antropología pragmática, toma como objeto de estudio al hombre desde el punto de vista de sus aspectos cambiantes en el tiempo y en el espacio, pero su observación continúa siendo realizada formalmente desde el punto cero. La geografía física utiliza por ello una taxonomía clasificatoria de los seres vivos semejante a la de Linneo, en la que se buscaba describir objetivamente al mundo natural a partir de la agrupación de diferentes individuos (minerales, animales, plantas, seres humanos) en categorías abstractas (género, clase y especie) con el fin de
establecer semejanzas formales entre ellos.

18 Esto explica porqué los ilustrados otorgaban preeminencia a la astronomía sobre la astrología. Mientras que la astrología atribuye al objeto observado una influencia especial sobre el mundo, dependiendo de la posición relativa de ese objeto y de la situación particular del observador, la astronomía se distancia por completo tanto del objeto como del observador particular para ubicarse en una plataforma neutra de observación. Tal neutralidad es la que otorga a la astronomía un estatuto de cientificidad, mientras que la astrología, que sigue observando desde puntos no neutrales (punto uno, dos, tres, etc.) queda relegada al ámbito de lo “precientífico” y es vista como un conocimiento perteneciente al “pasado” o a la “infancia” de la humanidad.

Un claro ejemplo del estatuto de cientificidad de la geografía física es el modo
como Kant aborda el problema de las razas. El concepto de “raza”, al igual que todas las categorías utilizadas por la historia, no tiene correspondencia alguna en la naturaleza, sino que es fruto de una operación formal del entendimiento, es decir, de una observación realizada desde el punto cero. En opinión de Kant, su utilidad científica radica en que permite establecer diferencias entre grupos que pertenecen ciertamente a una misma especie (Art), pero que han desarrollado características hereditarias diferentes (Abartungen).

Las diferencias en cuanto al color de la piel no hacen referencia entonces a distintas clases (Arten) de hombres, pues todos pertenecen al mismo tronco (Stamm), sino a distintas razas, en tanto que cada una de ellas perpetúa un fenotipo diferente.

En su ensayo de 1775 Von der Verschiedenen Rassen der Menschen, Kant
establece que son únicamente cuatro los grupos humanos que deben ser clasificados bajo la categoría formal de raza:
“Creo que sólo es necesario presuponer cuatro razas para poder derivar de ellas todas las diferencias reconocibles que se perpetúan [en los pueblos]. 1) la raza blanca, 2) la raza negra, 3) la raza de los hunos (mongólica o kalmúnica), 4) la raza hindú o hindustánica […] De estas cuatro razas creo que pueden derivarse todas las características hereditarias de los pueblos, sea como [formas] mestizas o puras (Kant , 1996: 14-15).19

Diez años después, en Bestimmung des Begriffs einer Menschenrasse, Kant distingue las cuatro razas según la geografía y el color de la piel , introduciendo una variante con respecto a su taxonomía anterior: los indios americanos, que antes eran tenidos como una variante de la raza mongólica, aparecen ahora como una de las Grundrassen debido al color rojo de su piel.20 Las cuatro razas fundamentales serían entonces la blanca (Europa), la amarilla (Asia), la negra (África ) y la roja (América) (Kant , 1996: 67).

19 Traducción mía.
20 La clasificación de las razas según el color de la piel revela con claridad la influencia de Johann Friedrich Blumenbach , quien en su libro De generis humani varietati nativa había distinguido cinco razas: caucásica (blanca), mongólica (amarilla), etiópica (negra), americana (roja) y malásica (cobrizo). (Véase: Vögelin, 1989: 74). Pero hay sin duda otro factor que explica el cambio hecho por Kant en su taxonomía. Entre 1775 y 1785, período de tiempo que marca la redacción de los dos ensayos aquí considerados, Kant se había familiarizado con la literatura de viajes, y particularmente con las crónicas que informaban al público europeo sobre los usos y costumbres de los indígenas americanos. De hecho, Kant comienza su ensayo de 1785 con la siguiente frase: “Los conocimientos sobre la inmensa variedad de la especie humana que son difundidos por los nuevos viajes, han contribuido más a estimular el deseo por la investigación de este tema, que a satisfacerlo” (Kant , 1996: 65, traducción mía).
21 Traducción mía.

No obstante, la tesis básica de Kant continúa siendo la misma: las cuatro razas no sólo corresponden a diferencias entre grupos humanos marcadas por determinaciones externas (clima y geografía), sino que también, y sobre todo, corresponden a diferencias en cuanto al carácter moral de los pueblos, es decir, a diferencias internas marcadas por la capacidad que tienen esos grupos o individuos para superar el determinismo de la naturaleza. En otras palabras, Kant está diciendo que la raza, y en particular el color de la piel, debe ser vista como un indicativo de la capacidad o incapacidad que tiene un pueblo para “educar” (Bildung) la naturaleza moral inherente a todos los hombres (1996: 68).

En efecto, por su peculiar temperamento psicológico y moral, algunas razas no pueden elevarse a la autoconciencia y desarrollar una voluntad de acción racional, mientras que otras van educándose a sí mismas (es decir, progresan moralmente) a través de las ciencias y las artes. Los africanos, los asiáticos y los americanos son razas moralmente inmaduras porque su cultura revela una incapacidad para realizar el ideal verdaderamente humano, que es superar el determinismo de la naturaleza para colocarse bajo el imperio de la ley moral.

Sólamente la raza blanca europea, por sus características internas y externas, es capaz de llevar a cabo este ideal moral de la humanidad. En su Physische Geographie, Kant establece claramente que
“La humanidad existe en su mayor perfección (Volkommenheit) en la raza blanca. Los hindues amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores y en el fondo se encuentra una parte de los pueblos americanos” (Kant , 1968: 316).21

La ciencia del hombre defendida por Kant plantea entonces la existencia de una jerarquía moral entre los hombres basada en el clima y el color de la piel . Así como Turgot y Condorcet negaban la simultaneidad de los conocimientos y las formas de producción al establecer una jerarquía temporal en donde la nueva ciencia y la economía de mercado aparecen como instituciones vanguardistas del progreso humano, Kant niega la simultaneidad de las formas culturales al establecer una jerarquía moral que privilegia los usos y costumbres de la raza blanca como modelo único de “humanidad”.

Por eso, así como Locke y Hobbes observaban a las sociedades americanas de forma similar al modo en que un palenteólogo observa los restos de un dinosaurio, es decir como un testimonio (congelado en el tiempo) de lo que fue la vida humana en el pasado, Kant ubica a la “raza roja” en el estadio más primitivo del desarrollo moral, estableciendo así el contraste entre el ayer de la Unmündigkeit y el hoy de la Aufklärung.

Michel Foucault tenía razón: la pregunta kantiana Was ist Aufklärung? es una pregunta por el estatuto ontológico del presente. Pero lo que Foucault no logró ver es que la observación de ese “presente” se funda en el contraluz, establecido por el discurso colonial de las ciencias humanas, entre Europa y sus colonias de ultramar. Es aquí, precisamente, donde cobra sentido la categoría analítica de la colonialidad del poder, desarrollada por la teoría crítica latinoamericana.

1.2 El paradigma de la modernidad /colonialidad

En la sección anterior he examinado el proyecto ilustrado de una “ciencia del
hombre” tal como fue formulado en el siglo xviii por pensadores como Hume , Smith , Rousseau , Condorcet , Turgot y Kant . Nuestro recorrido ha considerado este proyecto desde dos perspectivas complementarias: una, epistemológica, en la que se muestra cómo las nacientes ciencias humanas se apropian del modelo de la física para crear su objeto desde un tipo de observación imparcial y aséptica, que he denominado la hybris del punto cero.

La otra perspectiva muestra cómo, una vez instaladas en el punto cero, las ciencias del hombre construyen un discurso sobre la historia y la naturaleza humana en la que los pueblos colonizados por Europa aparecen en el nivel más bajo de la escala de desarrollo, mientras que la economía de mercado, la nueva ciencia y las instituciones políticas modernas son presentadas, respectivamente, como fin último (telos) de la evolución social, cognitiva y moral de la humanidad.

En esta sección procuraré integrar estos dos aspectos en una visión de conjunto, precisando la relación entre el proyecto ilustrado de Cosmópolis y el surgimiento del colonialismo moderno. Para ello recurriré inicialmente a la teoría poscolonial, y concretamente a los aportes del intelectual palestino Edward Said, con el fin de mostrar en qué consiste la relación entre colonialismo y ciencias humanas. Luego avanzaré hacia la teorización latinoamericana de la colonialidad, tal como ha venido siendo realizada por pensadores como Enrique Dussel , Walter Mignolo y Aníbal Quijano, con el fin de cerrar el círculo y mostrar cómo el punto cero de observación, desde el que Hume , Smith , Kant , Turgot y Condorcet imaginaron el proyecto ilustrado de Cosmópolis, fue construido geopolíticamente entre los siglos xvi y xviii.

1.2.1 La orientalización del oriente

No es este el lugar para una presentación detallada de la teoría poscolonial y del modo en que ésta fue desarrollada en Estados Unidos por aquellos autores que Robert Young identifica como la “sagrada trinidad” del movimiento: Edward Said , Homi Bhabha y Gayatri Chakravorty Spivak .22

Para establecer el punto que me interesa, la relación estructural entre colonialismo y ciencias humanas, me concentraré sólo en el trabajo de Said y, particularmente, en el más conocido de sus libros: Orientalismo.

Aquí, más que en otros textos, se plantea de forma clara que el proyecto ilustrado de la ciencia del hombre se sustenta en un imaginario geopolítico (el occidentalismo ) que postula la superioridad de la raza blanca europea sobre todas las demás formas culturales del planeta.

El argumento central de Orientalismo es que la dominación imperial de Europa sobre sus colonias de Asia y el Medio Oriente supuso la institucionalización de una cierta imagen o representación sobre “el oriente” y “lo oriental”. En opinión de Said, una de las características del colonialismo moderno es que el dominio imperial no se obtiene tan solo matando y sometiendo al otro por la fuerza, sino que requiere de un elemento ideológico o “representacional”. Es decir que sin la construcción de un discurso sobre el otro y sin la incorporación de ese discurso en el habitus tanto de los dominadores como de los dominados, el poder económico y político de Europa sobre sus colonias hubiera resultado imposible.

El dominador europeo construye al “otro colonial” como objeto de estudio (“oriente”) y, al mismo tiempo, construye una imagen de su propio locus enuntiationis imperial (“occidente”):
“Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición
a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, nada de
este Oriente es puramente imaginario . Oriente es una parte integrante de la
civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales[… El orientalismo] es un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y – la mayor parte de las veces – Occidente.

22 Para un estudio detallado de la obra de otros teóricos poscoloniales, remito al lector a dos antologías publicadas en ingles y dos en español, en las que se recogen algunos de los textos más importantes de esta corriente de pensamiento: Williams / Chrisman, 1994; Ashcroft / Griffiths / Tiffin, 1995; Rivera Cusicanqui / Barragán, (SF); Dube, 1999. Igualmente pueden consultarse los siguientes estudios: Ashcroft/ Griffiths / Tiffin, 1989; Young, 1990; Moore-Gilbert, 1997; Dirlik, 1997; Castro-Gómez / Mendieta,1998; Loomba, 1998; Gandhi, 1998; Berverley, 1999; Ashcroft / Ahluwalia, 2000.

Así pues, una gran cantidad de escritores – entre ellos, poetas, novelistas, filósofos, políticos, economistas y administradores del Imperio – han aceptado esa diferencia básica entre Oriente y Occidente como punto de partida para elaborar teorías, epopeyas, novelas, descripciones sociales e informes políticos relacionados con Oriente, sus gentes, sus costumbres, su
“mentalidad”, su destino, etc.” (Said , 1990: 19-21).23

Las representaciones y “concepciones del mundo”, así como la formación de la subjetividad al interior de esas representaciones son elementos fundamentales para el establecimiento del dominio colonial de Europa. En opinión de Said, el colonialismo moderno no se reduce tan solo al ejercicio arbitrario de un poder económico y militar, sino que posee una dimensión cognitiva que de aquí en adelante llamaremos la colonialidad.

Sin la construcción de un imaginario de “Oriente” y “Occidente”, no como
lugares geográficos sino como formas de vida y pensamiento capaces de generar subjetividades concretas, cualquier explicación (económica o sociológica) del colonialismo resultaría incompleta. Obviamente, anota Said , tales formas de vida y pensamiento no se encuentran solamente en el habitus de los actores sociales, sino que están ancladas en estructuras objetivas: leyes de Estado, códigos comerciales, planes de estudio en las escuelas, proyectos de investigación científica, reglamentos burocráticos, formas institucionalizadas de consumo cultural, etc.

Said tiene muy claro que el orientalismo no es sólo un asunto de “conciencia” (falsa o verdadera), sino que es, ante todo, la vivencia de una materialidad objetiva.

Me interesa particularmente el papel que Said otorga a las ciencias humanas en la construcción de este imaginario colonial. El orientalismo, ya desde el siglo XIX, encontró su lugar en la academia metropolitana con la creación de cátedras sobre “civilizaciones antiguas”, en el marco del gran entusiasmo generado por el estudio de las lenguas orientales. Said afirma que fue el dominio imperial de Gran Bretaña sobre la India lo que permitió el acceso irrestricto de los eruditos a los textos, los lenguajes y las religiones del mundo asiático, que hasta ese momento permanecían desconocidos para
Europa (Said , 1995: 77).

Precisamente fue un empleado de la East India Company y miembro además de la burocracia colonial inglesa, el magistrado William Jones, quien
aprovechando sus grandes conocimientos del árabe, el hebreo y el sánscrito, elaboró la primera de las grandes teorías orientalistas. En una conferencia pronunciada en 1786 ante la Asiatic Society of Bengal, Jones afirmaba que las lenguas europeas clásicas (el latín y el griego) proceden de un tronco común que puede rastrearse en el sánscrito. Esta tesis generó un entusiasmo sin precedentes en la comunidad científica europea y fomentó el desarrollo de una nueva disciplina humanística: la filología .24

23 El resaltado es mío.

El punto central de este argumento es que el interés por el estudio de las antiguas civilizaciones asiáticas obedece a una estrategia de construcción histórica del presente europeo. En el pasado del mundo asiático se buscan los “orígenes” de la triunfante civilización europea. La filología parecía “comprobar científicamente” lo que ya filósofos como Hegel venían planteando desde finales del siglo xviii: Asia no es otra cosa que el grandioso pasado de Europa.

La civilización “empieza” ciertamente en Asia, pero sus frutos son recogidos por Grecia y Roma, que constituyen el referente cultural
inmediatamente anterior de la Europa moderna. Como diría Hegel, la civilización recorre el mismo camino del sol: aparece en Oriente (allí tiene su arché) pero se despliega y llega a su término (es decir a su telos, a su fin último) en Occidente.

El dominio europeo sobre el mundo requería de una legitimación científica y es aquí donde empiezan a jugar un papel fundamental las nacientes ciencias del hombre: filología, arqueología, historia, etnología, antropología, geografía, paleontología. Al ocuparse del pasado de las civilizaciones orientales, estas disciplinas construyen a contraluz el presente ilustrado de Europa.

El orientalismo mostraba que el presente de Asia nada tenía que decir a Europa, puesto que esas manifestaciones culturales eran viejas y habían sido ya “rebasadas” por la civilización moderna. De las culturas asiáticas tan solo interesaba su pasado, en tanto que momento “preparatorio” para la emergencia de la racionalidad moderna europea. Desde la perspectiva ilustrada, todas las demás voces culturales de la humanidad son vistas como “tradicionales” o “primitivas” y se encuentran por ello fuera de la Weltgeschichte.

De ahí que en el imaginario orientalista, el mundo oriental – Egipto es quizás el mejor ejemplo de ello – es asociado directamente con lo exótico,
lo misterioso, lo mágico, lo estético y lo originario, es decir, con formas culturales “premodernas”. De este modo, las muchas formas de conocer están ubicadas en una concepción de la historia que deslegitima su coexistencia espacial y las ordena de acuerdo a un esquema teleológico de progresión temporal. Las diversas formas de conocimiento desplegadas por la humanidad conducirían paulatinamente hacia una única forma legítima de conocer el mundo: la desplegada por la racionalidad científi co-técnica de
la modernidad .

24 Lo mismo puede decirse del desarrollo de otras disciplinas como la arqueología, que impulsada por el estudio de la antigua civilización egipcia, fue hecho posible gracias a las invasiones napoleónicas (Said ,1995: 87).

Al establecer una relación directa entre el nacimiento de las ciencias humanas y el nacimiento del colonialismo moderno, Said deja en claro el vínculo ineludible entre conocimiento y poder señalado por autores como Michel Foucault .25 Sólo que mientras Foucault se concentró en el análisis de microestructuras de poder, Said decide ampliar este análisis hacia el ámbito macroestructural (relaciones imperiales de poder), lo cual nos coloca en el terreno de las geopolíticas del conocimiento:
“El orientalismo no es una simple disciplina o tema político que se refleja
pasivamente en la cultura , en la erudición o en las instituciones, ni una larga y
difusa colección de textos que tratan de Oriente; tampoco es la representación
o manifestación de alguna vil conspiración “occidental” e imperialista que
pretende oprimir al mundo “oriental”. Por el contrario, es la distribución de
una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la elaboración de una distinción geográfica básica (el mundo está formado por dos mitades diferentes, Oriente y Occidente), y también de una serie compleja de “intereses” que no sólo crea el propio orientalismo, sino que también mantiene a través de sus descubrimientos eruditos, sus reconstrucciones filológicas, sus análisis psicológicos y sus descripciones geográficas y sociológicas; es una cierta voluntad o intención de comprender – y en algunos casos de controlar, manipular o incluso incorporar – lo que manifiestamente es un mundo diferente” (Said , 1990: 31-32).26

Para Said , el nexo geopolítico entre conocimiento y poder que ha creado al oriental es el mismo que sostiene la hegemonía cultural, económica y política de Europa sobre el resto del mundo a partir del Siglo de las Luces.

De hecho, uno de los argumentos más interesantes de Said es que la colonialidad es un elemento constitutivo de la modernidad, ya que ésta se representa a sí misma, desde un punto de vista ideológico, sobre la creencia de que la división geopolítica del mundo (centros y periferias) se funda en una división ontológica.

De un lado está la cultura occidental (the West), presentada como la parte activa, creadora y donadora de conocimientos, cuya misión es llevar o “difundir” la modernidad por todo el mundo; del otro lado están todas las demás culturas (the Rest), presentadas como elementos pasivos y receptores de conocimiento, cuya misión es “acoger” el progreso y la civilización que vienen desde Europa.

25 De hecho, Said reconoce explícitamente su deuda con el pensamiento de Foucault : “Para definir el Orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel Foucault describe en La arqueología del saber y en Vigilar y castigar. Creo que si no se examina el orientalismo como un discurso, posiblemente no se comprenda esta disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular – e incluso dirigir – Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del periodo posterior a la ilustración ” (Said , 1990: 21).
26 El resaltado es mío.

Lo característico de Occidente sería entonces la disciplina, la creatividad,
el pensamiento abstracto y la posibilidad de instalarse cognitivamente en el punto cero , mientras que el resto de las culturas son vistas como preracionales, espontáneas, imitativas, empíricas y dominadas por el mito.

El gran mérito de Said es haber visto que los discurso s de las ciencias humanas se sostienen sobre una maquinaria geopolítica de saber/poder que ha subalternizado las otras voces de la humanidad desde un punto de vista cognitivo, es decir, que ha declarado como “ilegítima” la existencia simultánea de distintas formas de conocer y producir conocimientos.

Said muestra que con el nacimiento de las ciencias humanas en los siglos xviii y xix asistimos a la invisibilización de la multivocalidad histórica de la humanidad.27 A la expropiación territorial y económica que hizo Europa de las colonias, corresponde una expropiación epistémica que condenó a los conocimientos producidos en ellas a ser tan solo el “pasado” de la ciencia moderna. Pero aunque Orientalismo plantea de forma convincente los vínculos geopolíticos entre Ilustración, colonialismo y ciencias humanas, desde el campo de los estudios latinoamericanos se ha venido desarrollando una teoría de la colonialidad que no sólo complementa, sino que agrega nuevos elementos al poscolonialismo de Said .

1.2.2 La des-trucción del mito de la modernidad

La crítica al colonialismo goza ya de una gran tradición en la teoría social latinoamericana. Desde los trabajos de Edmundo O’Gorman, Rodolfo Stavenhagen y Pablo González Casanova en México, pasando por los aportes de Agustín Cuevas en Ecuador, Orlando Fals Borda en Colombia y Darcy Ribeiro en Brasil, hasta la gran producción de Aníbal Pinto, Ruy Mauro Marini, Fernando Henrique Cardoso y otros teóricos de la dependencia, para no hablar de Mariátegui, Haya de la Torre, Martí, Rodó y otros “clásicos” del pensamiento latinoamericano.

27 El antropólogo colombiano Cristóbal Gnecco lo formula de este modo: “La tradición occidental, sobre todo desde el siglo XIX, ha construido espacios de exclusión que le han permitido demarcar como singular, como necesaria y como inevitable la forma de conocer que ha ido pacientemente construyendo la ciencia , y oponerla a otras formas de conocer […]. El pensamiento primitivo fue considerado como una suerte de abstracción inicial mal desarrollada y fue colocado al principio de una escala de la condición humana que empezaría con la abstracción elemental, la primitiva, y terminaría con la abstracción total, la científica. Es claro, entonces, que el evidente hegemonismo evolucionista es el punto de partida de la
antropología , no su resultado, puesto que adoptar un punto de vista sobre las relaciones entre sociedades – entre Nosotros y la alteridad – es también un acto político” (Gnecco, 1999: 20-21).

Sin embargo, y con algunas notables excepciones, son pocos los estudios que han hecho énfasis en la dimensión propiamente epistémica del colonialismo. De hecho, la mayoría de los trabajos se concentran en sus aspectos económicos, históricos, políticos y sociales, abordados desde los paradigmas disciplinarios de las ciencias humanas, sin atender a lo que aquí he denominado la colonialidad.

Como podría esperarse, es desde la filosofía latinoamericana que empieza a delinearse una crítica al colonialismo que hace énfasis en su núcleo epistémico. Me refiero concretamente a los trabajos del filósofo argentino Enrique Dussel , y en particular a aquellos que tienen como centro de atención su crítica al eurocentrismo . De hecho, este tema ha sido uno de los pilares de su “filosofía de la liberación” desarrollada durante más de treinta años. Ya desde los setenta, Dussel se propuso demostrar que entre las grandes producciones teóricas de la filosofía moderna y la praxis colonial europea, existía una relación estructural.

Partiendo de la crítica de Heidegger a la metafísica occidental, Dussel afirmaba que la filosofía moderna de la conciencia, desde Descartes hasta Marx , desconoció que el pensamiento no está descorporizado sino que echa sus raíces en la cotidianidad humana (Lebenswelt) (Dussel , 1995: 92;
107).

Es precisamente la relación creada por el pensamiento moderno entre un sujeto abstracto (sin sexo, sin clase, sin cultura) y un objeto inerte (la naturaleza), lo que explica la “totalización” del mundo Occidental, ya que este tipo de representación bloquea de entrada la posibilidad de un intercambio de conocimientos y de formas de producir conocimientos entre diferentes culturas.

Por ello, la civilización europea ha mirado todo lo que no pertenece a ella como “barbarie”, es decir, como naturaleza en bruto que necesita ser “civilizada”. De este modo, la eliminación de la alteridad – incluyendo, como veremos, la alteridad epistémica – fue la “lógica totalizadora” que comenzó a imponerse sobre las poblaciones indígenas y africanas a partir del siglo xvi, tanto por los conquistadores españoles como por sus descendientes, los criollos americanos (1995: 200-204).

A partir de los años noventa, Dussel ha venido reformulando de manera creativa su teoría de la colonialidad. La lógica del dominio Occidental no es concebida ya en términos de una “totalidad ontológica”, al estilo de Heidegger, sino como un “mito” que recibe un nombre concreto: el eurocentrismo . Este mito, en opinión de Dussel , surge con el descubrimiento de América y ha dominado desde entonces nuestro entendimiento teórico y práctico de lo que significa la modernidad .

La tesis de Dussel (1999: 147) es que a partir del siglo xviii, el pensamiento ilustrado desarrolló una visión de sí mismo, un discurso sobre sus propios orígenes según el cual, la modernidad sería un fenómeno exclusivamente europeo originado desde finales la Edad Media y que luego, a partir de experiencias puramente intraeuropeas como el Renacimiento italiano

Frente a este modelo, Dussel propone uno alternativo que denomina el “paradigma planetario” y que formula de la siguiente forma: la modernidad es un fenómeno del sistema-mundo que surge como resultado de la administración que diferentes imperios europeos (España primero, luego Francia, Holanda e Inglaterra) realizan de la centralidad que ocupan en este sistema. Esto significa que eventos como la Ilustración, el Renacimiento
italiano, la Revolución Científica y la Revolución Francesa no son fenómenos
europeos sino mundiales y, por lo tanto, no pueden ser pensados con independencia de la relación asimétrica entre Europa y su periferia colonial .

En palabras de Dussel :
la Ilustración, la Revolución Científica y la Revolución Francesa, se habría difundido por todo el mundo (gráfico 1). De acuerdo con esta visión, Europa posee cualidades internas únicas que le habrían permitido desarrollar la racionalidad científico-técnica, lo cual explica la superioridad de su cultura sobre todas las demás. De este modo, el mito eurocéntrico de la modernidad sería la pretensión que identifica la particularidad europea con la universalidad sin más (Dussel , 1992: 21-34).
“La modernidad no es un fenómeno que pueda predicarse de Europa considerada como un sistema independiente, sino de una Europa concebida como centro. Esta sencilla hipótesis transforma por completo el concepto de modernidad, su origen, desarrollo y crisis contemporánea, y por consiguiente, también el contenido de la modernidad tardía o posmodernidad.

De manera adicional quisiera presentar una tesis que califica la anterior: la centralidad de Europa en el sistema-mundo no es fruto de una superioridad interna acumulada durante el medioevo europeo sobre y en contra de las otras culturas. Se trata, en cambio, de un efecto fundamental del simple hecho del descubrimiento, conquista, colonización e integración (subsunción) de Amerindia.

Este simple hecho dará a Europa la ventaja comparativa determinante sobre el mundo otomano-islámico, India y China. La modernidad es el resultado de estos eventos, no su causa. Por consiguiente, es la administración de la centralidad del sistema-mundo lo que permitirá a Europa transformarse en algo así como la “conciencia reflexiva” (la filosofía moderna) de la historia mundial […] Aún el capitalismo es el resultado y no la causa de esta conjunción entre la planetarización europea y la centralización del sistema mundial” (Dussel , 1999: 148-149).

Este paradigma alternativo (gráfico 2) desafía claramente la visión dominante según la cual, la conquista de América no fue un elemento constitutivo de la modernidad , ya que ésta se asienta en fenómenos intraeuropeos como la reforma protestante, el surgimiento de la nueva ciencia y la Revolución Francesa. España y sus colonias de ultramar habrían quedado por fuera de la modernidad, ya que ninguno de estos fenómenos tuvo lugar allí.

Dussel en cambio, siguiendo las tesis de Immanuel Wallerstein, muestra que la modernidad se cimentó sobre una materialidad creada ya desde el siglo
xvi con la expansión territorial española. Esto y fuerza de trabajo que permitió generó la apertura de nuevos mercados, la incorporación de fuentes inéditas de materias primas la “acumulación originaria de capital ”.

El sistema-mundo moderno/colonial empieza con la constitución simultánea de España como centro frente a su periferia americana.
La modernidad y la colonialidad pertenecen entonces a una misma matriz genética, y son por ello mutuamente dependientes. No hay modernidad sin colonialismo y no hay colonialismo sin modernidad porque Europa sólo se hace “centro” del sistema-mundo en el momento en que constituye a sus colonias de ultramar como “periferias”.

La importancia del “paradigma planetario” de Dussel radica en que nos permite mostrar la coexistencia de lugares desde los que la Ilustración es enunciada. Si la Ilustración no es algo que se predica de Europa sino del sistema-mundo como fruto de la interacción entre Europa y sus colonias, entonces puede decirse que la Ilustración es enunciada simultáneamente en varios lugares del sistema-mundo moderno/colonial.

Los discursos de la Ilustración no viajan desde el centro hasta la periferia, sino que circulan por todo el sistema mundo y se anclan en diferentes nodos de poder.

Dussel piensa también que la incorporación de América como primera periferia del sistema-mundo moderno no sólo generó la “acumulación originaria de capital ” en los países del centro, sino también las primeras manifestaciones culturales de orden propiamente moderno. La primera “geocultura ” de la modernidad -mundo, entendida como un sistema de símbolos de orden ritual, cognitivo, jurídico, político y axiológico, pertenecientes propiamente al sistema mundial en expansión, no tuvo su centro en Francia o Inglaterra, sino en la Europa católica mediterránea.28

Es así como hacia finales del siglo xviii, la lucha por la hegemonía entre las nuevas potencias imperiales había logrado redefinir el significado de la misión civilizatoria europea y el papel que en ella cumplía el conocimiento científico. La Ilustración es enunciada en ese momento desde esta nueva lucha por el control del mundo y es allí, como vimos, donde se articula el proyecto de una ciencia del hombre desarrollado por Hobbes , Rousseau , Smith , Hume , Kant , Turgot y Condorcet .

Igualmente puede decirse que el primer discurso moderno/colonial, ejemplificado en la polémica Sepúlveda-Las Casas , tuvo su origen en España. Lo que el mundo hispánico de los siglos xvi y xvii aportó al sistema-mundo no fueron sólo territorios, mano de obra y materias primas, como piensa Wallerstein , sino también elementos discursivos que
servirían para la constitución misma de la modernidad.
En efecto, Dussel habla de la modernidad como un fenómeno mundial, pero con dos manifestaciones diferentes: la primera se habría consolidado durante los siglos xvi y xvii y corresponde al ethos católico, humanista y renacentista que floreció en Italia, Portugal, España y sus colonias americanas (Dussel , 1999: 156). Esta modernidad fue administrada globalmente por la primera potencia hegemónica del sistema-mundo
(España) y generó no sólo una primera forma de subjetividad construida con base en el discurso moderno/colonial, sino también una primera crítica de ese discurso.29

Dussel conceptualiza esta subjetividad en términos filosófi cos (tomados del pensamiento de Levinas) y la describe como un Yo conquistador y aristocrático, que entabla frente al “otro” americano (negros , indios y mestizos) una relación excluyente de dominio.30

El ego conquiro de la primera modernidad constituye así la protohistoria del ego cogito de la modernidad segunda (Dussel , 1992: 67). Esta última, que se autorepresenta ideológicamente como la única modernidad, comienza apenas a finales del siglo xvii con el colapso geopolítico de España y el surgimiento de nuevas potencias hegemónicas.

La administración de la centralidad del sistema-mundo se realiza ahora desde otros lugares y responde a los imperativos de eficacia, biopolítica y racionalización descritos por Max Weber y Michel Foucault.

28 Esto no significa que antes de 1492 no se estuvieran gestando ya procesos de modernización cultural autocentrados en Europa. Dussel es claro al respecto: “De acuerdo a mi tesis central, 1492 es la fecha del
“nacimiento” de la modernidad , si bien su gestación envuelve un proceso de crecimiento “intrauterino” que lo precede. La posibilidad de la modernidad se originó en las ciudades libres de la Europa Medieval, que eran centros de enorme creatividad. Pero la modernidad como tal “nació” cuando Europa estaba en una posición tal como para plantearse a sí misma contra un otro; cuando en otras palabras, Europa pudo autoconstituirse como un ego unificado, explorando, conquistando, colonizando una alteridad que le
devolvía una imagen sobre sí misma” (Dussel , 2001: 58). El resaltado es mío.
29 Dussel ha escrito bastante sobre este tema. Su argumento central es que, en su polémica con Ginés de Sepúlveda hacia mediados del siglo xvi, Las Casas descubre por primera vez la irracionalidad del mito de la Modernidad, si bien utilizando las herramientas filosófi cas de un paradigma anterior. La propuesta de Las Casas era “modernizar” al otro sin destruir su alteridad; asumir la Modernidad pero sin legitimar su mito. Modernización desde la alteridad y no desde la “mismidad” del sistema (Dussel , 1992: 110-117).
30 “El conquistador es el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad” violenta a otras personas” (Dussel 1992: 56; 59).

Todo esto significa que la subjetividad moderna no es solamente la subjetividad burguesa, como ha querido la teoría social desde el siglo xix, sino que en las colonias hispánicas se generó también una forma de subjetividad que desde el siglo xvi formaba parte de la modernidad -mundo y que coexistió con el nacimiento de la burguesía europea en los siglos xvii y xviii. Nos referimos a la subjetividad hispánica, pero ante todo criolla, formada en concordancia con el discurso colonial de la limpieza de sangre.

La tesis que defenderé en esta investigación es que el lugar de enunciación del discurso ilustrado criollo coincide vis-a-vis con el lugar del discurso de la limpieza de sangre, y que esta coincidencia no debe verse como algo anormal o “híbrido”, como piensan los que establecen la ecuación Ilustración = burguesía , sino como un fenómeno propio de la modernidad en la periferia colonial hispánica.

1.2.3 El discurso de la limpieza de sangre

La filosofía de la liberación de Dussel entabla un diálogo crítico con el análisis del sistema-mundo de Wallerstein , buscando integrar la crítica al colonialismo en una perspectiva globalizante. No obstante, el punto central de divergencia entre uno y otro proyecto, a saber, el planteamiento de Dussel sobre el surgimiento de una geocultura moderna de corte hispano-católico antes de la Revolución Francesa, es algo que merece una reflexión más profunda. Esta labor fue realizada en gran parte por el semiólogo argentino Walter Mignolo , quien desarrolló una crítica explícita a las tesis de Wallerstein, asumiendo las reflexiones de Dussel en torno al surgimiento de una subjetividad moderno/colonial – si bien no burguesa – en el mundo hispánico.

Mignolo reconoce la importancia del monumental libro The Modern World-System para el desplazamiento epistemológico que se produjo en la teoría social durante los años setenta. Vinculando los aportes de la teoría de la dependencia con los trabajos de Braudel sobre el Mediterráneo, Wallerstein consigue analizar la centralidad del circuito del Atlántico para la formación del sistema-mundo moderno en el siglo xvi (Mignolo ,
2000: 11).

Con ello, el Mediterráneo deja de ser el eje de la historia mundial, como
lo había planteado Hegel 31, y Europa comienza a ser “provincializada” en el seno de la teoría social. Lo importante ahora no es el estudio de Europa como tal, sino del “sistema-mundo” con toda su variedad estructural (centros, periferias y semiperiferias).

31 Vale la pena recordar aquí la famosa frase de Hegel : “Las tres partes del mundo mantienen entre sí una relación esencial y constituyen una totalidad […] El mar Mediterráneo es el elemento de unión de estas tres partes del mundo, y ello lo convierte en el centro (Mittelpunkt) de toda la historia universal […] Sin el Mediterráneo no cabría imaginar la historia universal” (Hegel , 1980: 178).

Sin embargo, el proyecto de Wallerstein concibe todavía las periferias en términos de unidades geohistóricas y geoeconómicas, pero no geoculturales. Aunque Wallerstein acierta en señalar que el sistema-mundo moderno comienza alrededor del año 1500, su perspectiva es todavía eurocéntrica. Piensa que la primera geocultura de este sistema – el liberalismo – se formó apenas en el siglo xviii, a raíz de la mundialización de la
Revolución Francesa.

De este modo, en opinión de Mignolo , Wallerstein continúa prisionero del mito construido por los filósofos de la Ilustración según el cual, la segunda
modernidad (siglos xviii y xix) es la modernidad por excelencia (2000: 56-57). La geocultura de la primera modernidad permanece invisible desde esta perspectiva.

En su libro Local Histories / Global Designs, Mignolo afirma que la conquista de América significó no sólo la creación de una nueva “economía-mundo” (con la apertura del circuito comercial que unía el Mediterráneo con el Atlántico), sino también la formación del primer gran “discurso ” (en términos de Said / Foucault ) del mundo moderno.

En polémica con Wallerstein , Mignolo argumenta que los discursos universalistas que legitimaban la expansión mundial del capital no surgieron durante los siglos xviii y xix sobre la base de la revolución burguesa en Europa, sino que aparecieron ya desde mucho antes, en el “largo siglo xvi” y coincidiendo con la formación del sistema mundo moderno/colonial (Mignolo 2000: 23).

El primer discurso universalista de los tiempos modernos no se vincula entonces con la mentalidad burguesa liberal sino, paradógicamente, con la mentalidad aristocrática cristiana. Se trata, según Mignolo , del discurso de la limpieza de sangre . Este discurso operó en el siglo xvi como el primer esquema de clasificación de la población mundial. Aunque no surgió en el siglo xvi sino que se gestó durante la Edad Media cristiana, el discurso de la limpieza de sangre se tornó “mundial” gracias a la expansión comercial de España hacia el Atlántico y el comienzo de la colonización europea.

Esto significa que una matriz clasificatoria perteneciente a una historia local (la cultura cristiana medieval europea), se convirtió, en virtud de la hegemonía mundial adquirida por España durante los siglos xvi y xvii,
en un diseño global que sirvió para clasificar a las poblaciones de acuerdo a su posición en la división internacional del trabajo .

En tanto que esquema cognitivo de clasificación poblacional, el discurso de la
limpieza de sangre no es producto del siglo xvi. Echa sus raíces en la división tripartita del mundo sugerida por Herodoto y aceptada por algunos de los más importantes pensadores de la antigüedad: Eratóstenes, Hiparco, Polibio, Estrabón, Plinio, Marino y Tolomeo. El mundo era visto como una gran isla (el orbis terrarum) dividida en tres grandes regiones: Europa, Asia y África .32 Aunque algunos suponían que en las antípodas, al sur del orbis terrarum, podían existir otras islas habitadas quizá por una especie distinta de hombres, el interés de los historiadores y geógrafos antiguos se centró en el mundo por ellos conocido y en el tipo de población que albergaban sus tres regiones principales.

Así, la división territorial del mundo se convirtió en una división poblacional de índole jerárquica y cualitativa. En esa jerarquía, Europa ocupaba el lugar más eminente, ya que sus habitantes eran considerados más civilizados y cultos que los de Asia y África, tenidos por griegos y romanos como “bárbaros” (O`Gorman, 1991: 147).

Los intelectuales cristianos de la Edad Media se apropiaron de este esquema de clasificación poblacional, no sin introducir en él algunas modificaciones. Así por ejemplo, el dogma cristiano de la unidad fundamental de la especie humana (todos los hombres descienden de Adán) obligó a San Agustín a reconocer que si llegasen a existir otras islas diferentes al orbis terratum, sus habitantes, en caso de haberlos, no podrían ser catalogados como “hombres”, ya que los potenciales habitantes de la “Ciudad de Dios” sólo podían hallarse en Europa, Asia o África (O´Gorman, 1991: 148).

Asimismo, el cristianismo reinterpretó la antigua división jerárquica del mundo. Por razones ahora teológicas, Europa seguía ocupando un lugar de privilegio por encima de África y Asia.33 Las tres regiones geográficas eran vistas como el lugar donde se asentaron los tres hijos de Noé después del diluvio y, por tanto, como habitadas por tres tipos completamente distintos de gente. Los hijos de Sem poblaron Asia, los de Cam se establecieron en África y los de Jafet se asentaron en Europa.

Esto quiere decir que las tres partes del mundo conocido fueron ordenadas jerárquicamente según un criterio de diferenciación étnica: los asiáticos y los africanos, descendientes de aquellos hijos que según el relato bíblico cayeron en desgracia frente a su padre, eran tenidos como racial y culturalmente inferiores a los europeos, descendientes directos de Jafet, el hijo amado de Noé .34

32 Para la caracterización del orbis terrarum y de su influencia en la división poblacional del mundo, seguiré básicamente los argumentos desarrollados por el filósofo e historiador mexicano Edmundo O`Gorman en su libro La invención de América. Mignolo apoya expresamente su argumento en el texto de O`Gorman (Mignolo , 1995: 17)
33 Aunque ciertamente Europa no encarnaba la civilización más perfecta desde el punto de vista técnico, económico, científico y militar – se trataba, más bien, de una región pobre y “periférica” con respecto a Asia y el norte de África -, sí era vista por muchos como la sede de la única sociedad del mundo fundada en la fe verdadera. Esto la convertía en representante del destino inmanente y trascendente de la humanidad. La civilización cristiana occidental era portadora de la norma a partir de la cual era posible juzgar
y valorar todas las demás formas culturales del planeta (O´Gorman, 1991: 148).
34 El relato bíblico muestra que fue Noé mismo quien estableció la jerarquía entre sus tres hijos. El episodio que desencadenó esta jerarquización es narrado en el capítulo 9 del libro del Génesis: una vez
finalizado el diluvio, Noé se embriagó con vino y quedó desnudo en medio de su tienda. Cam , el hijo más joven, entró y vio la desnudez de su padre sin hacer nada para cubrirla, mientras que Sem y Jafet , andando hacia atrás, tomaron una manta y cubrieron el cuerpo de Noé. Al despertar de su embriaguez, Noé se enteró de lo sucedido y pronunció el siguiente juicio: “Maldito sea Canaán [el hijo de Cam]; siervo de siervos será a sus hermanos. Bendito por Jehová mi Dios sea Sem, y sea Canaán su siervo.
Engrandezca Dios a Jafet y habite en las tiendas de Sem y sea Canaán su siervo” (Genesis 9: 25-27). De acuerdo a este relato, la jerarquía queda establecida del siguiente modo: primero Jafet, el hijo mayor de Noé y padre de los europeos, luego Sem, padre de los asiáticos y por último Cam, el hijo maldito, padre de las naciones africanas.

Mignolo (1995: 230) señala que el cristianismo resignificó el antiguo esquema de división poblacional, haciéndolo funcionar como una taxonomía étnica y religiosa de la población35, cuya dimensión práctica empezó a mostrarse apenas en el siglo xvi. Los viajes de Colón habían puesto en evidencia que las nuevas tierras americanas eran una entidad geográfi ca distinta del orbis terrarum, lo cual suscitó de inmediato un debate a
gran escala en torno a la naturaleza de sus habitantes y de su territorio .

Si sólo la “isla de la tierra”, aquella porción del globo que comprendía a Europa, Asia y África , había sido asignada al hombre por Dios para que viviera en ella después de la expulsión del paraíso, ¿qué estatuto jurídico poseían entonces los nuevos territorios descubiertos? ¿Eran acaso tierras que caían bajo la soberanía universal del Papa y podían, por tanto,
ser legítimamente ocupadas por un rey cristiano?

Si sólo los hijos de Noé podían acreditar ser descendientes directos de Adán , el padre de la humanidad, ¿qué estatuto antropológico poseían entonces los habitantes de los nuevos territorios? ¿Eran acaso seres carentes de alma racional que podían, por tanto, ser legítimamente esclavizados por los europeos? Siguiendo a O´Gorman, Mignolo afirma que, finalmente, los nuevos territorios y su población no fueron vistos como ontológicamente distintos a Europa, sino como su prolongación natural (el “Nuevo Mundo”):

“Durante el siglo xvi, cuando “América” empezó a ser conceptualizada como
tal, no por la Corona española sino por intelectuales del norte (Italia, Francia),
estaba implícito que América no era ni la tierra de Sem (el Oriente) ni la tierra
de Cam (África ), sino la prolongación de la tierra de Jafet . No había otra razón que la distribución geopolítica del planeta implementada por el mapa cristiano T/O para percibir el mundo como dividido en cuatro continentes; y no había ningún otro lugar en el mapa cristiano T/O para “América” que su inclusión en los dominios de Jafet, esto es, en el Occidente. El occidentalismo es, entonces, el más antiguo imaginario geopolítico del sistema-mundo moderno/colonial” (Mignolo , 2000: 59).36

35 Mignolo hace referencia explícita el famoso mapa T-O de Isidoro de Sevilla. Este mapa, usado por vez primera para ilustrar el libro Etimologiae de Isidoro de Sevilla (560-636 E.C.), representa un círculo dividido en tres partes por dos líneas que forman una T. La parte de arriba, que ocupa la mitad del círculo, representa el continente asiático (Oriente) poblado por Sem , mientras que la otra mitad del círculo, la de abajo, está dividida en dos partes: la de la izquierda representa el continente europeo poblado por Jafet , y la derecha representa el continente africano poblado por Cam (Mignolo , 1995: 231).

El punto de Mignolo es que la creencia en la superioridad étnica de Europa,
sobre las poblaciones colonizadas, estaba emplazada en el esquema cognitivo de la división tripartita de la población mundial y sobre el imaginario del Orbis Universalis Christianus. La visión de los territorios americanos como una prolongación de la tierra de Jafet hizo que la explotación de sus recursos naturales y el sometimiento militar de sus poblaciones fuera tenida como “justa y legítima”, porque solamente de Europa podía venir la luz del conocimiento verdadero sobre Dios.

La evangelización fue entonces el imperativo estatal que determinó por qué razón únicamente los “cristianos viejos”, es decir, las personas que no se encontraban mezcladas con judíos, moros y africanos (pueblos descendientes de Cam o de Sem ) podían viajar y establecerse legítimamente en territorio americano. El Nuevo Mundo se convertía entonces en el escenario natural para la prolongación del hombre blanco europeo y de su cultura cristiana.

Dicho en otras palabras: el discurso de la limpieza de sangre es, de acuerdo
a la interpretación de Mignolo , el primer imaginario geocultural del sistema-mundo que se incorpora en el habitus de la población inmigrante europea, legitimando al mismo tiempo la división étnica del trabajo y la transferencia de personas, capital y materias primas a nivel planetario.

Notemos ahora que la lectura de Mignolo posee continuidades pero también
diferencias con la teoría poscolonial de Said . Al igual que Said , Mignolo sabe que sin la construcción de un discurso que pueda incorporarse al habitus tanto de los dominadores como de los dominados, el colonialismo europeo hubiera resultado imposible. Pero a diferencia de aquel, Mignolo no identifica este discurso con el “orientalismo ” sino con el “occidentalismo”, enfatizando así la necesidad de inscribir las teorías poscoloniales en el interior de legados coloniales específicos (en este caso, el
legado colonial hispánico).37

Con su planteamiento del orientalismo como el discurso colonial por excelencia, Said parece no darse cuenta que los discursos sobre el “otro”
generados por Francia y por el Imperio Británico corresponden a la segunda modernidad .
36 La traducción y el resaltado son míos.
37 “Intento enfatizar la necesidad de realizar una intervención política y cultural al inscribir la teorización poscolonial al interior de legados coloniales particulares: la necesidad, en otras palabras, de inscribir el “lado oscuro del Renacimiento” en el espacio silenciado de las contribuciones latinoamericanas y amerindias […] a la teorización poscolonial (Mignolo , 1995: xi). La traducción es mía.

Así las cosas, Said no sólo desconoce la hegemonía geocultural y geopolítica de España durante los siglos xvi y xvii, sino que termina legitimando el imaginario dieciochesco (y eurocéntrico) de la modernidad ilustrada denunciado por Dussel . Al respecto afirma Mignolo :
“No tengo intención de ignorar el tremendo impacto y la transformación
interpretativa hecha posible por el libro de Said . Tampoco intento unirme
a Aijaz Ahmad en su devastadora crítica a Said únicamente porque el libro
no dice exactamente lo que yo quisiera. Sin embargo, no tengo intención de
reproducir aquí el gran silencio que el libro de Said refuerza: sin el occidentalismo no hay orientalismo , ya que “las colonias más grandes, ricas y antiguas” de Europa no fueron las orientales sino las occidentales: las Indias Occidentales y Norteamérica.

“Orientalismo” es el imaginario cultural del sistema-mundo
durante la segunda modernidad , cuando la imagen del “corazón de Europa” (Inglaterra, Francia, Alemania) reemplaza la imagen de la “Europa cristiana” de los siglos xv hasta mediados del xvii (Italia, España, Portugal) […] Es cierto, como Said afirma, que el Oriente se convirtió en una de las imágenes europeas más recurrentes sobre el otro después del siglo xviii.

Sin embargo, el Occidente no fue nunca el otro de Europa sino una diferencia específica al interior de su mismidad: las Indias Occidentales (como puede verse en el nombre mismo) y luego Norteamérica (en Buffon , Hegel , etc.) eran el extremo occidente, no su alteridad. América, a diferencia de Asia y África, fue incluida [en el mapa] como parte de la extensión europea y no como su diferencia. Esta es la razónpor la cual, una vez más, sin occidentalismo no hay orientalismo” (Mignolo ,2000: 57).38

Con todo, y a pesar de sus diferencias, si en algo se identifican los proyectos teóricos de Mignolo y Said es en la importancia que otorgan al ámbito de la colonialidad para explicar el fenómeno del colonialismo . Tanto el orientalismo de Said como el occidentalismo de Mignolo son vistos ante todo como imaginarios culturales, como discursos que se objetivan no sólo en “aparatos” disciplinarios (leyes, instituciones, burocracias coloniales), sino que se traducen en formas concretas de subjetividad . El orientalismo y el occidentalismo son ante todo modos de vida, estructuras de pensamiento y acción incorporadas al habitus de los actores sociales.

Mignolo refuerza de este modo el argumento de Dussel : la subjetividad de la
Modernidad primera no tiene nada que ver con la emergencia de la burguesía , sino que está relacionada con el imaginario aristocrático de la blancura .
38 La traducción y el resaltado son míos.

Es la identidad fundada en la distinción étnica frente al otro, aquello que caracteriza la primera geocultura del sistema-mundo moderno/colonial. Una distinción que no sólo planteaba la superioridad de unos hombres sobre otros, sino también la superioridad de unas formas de conocimiento sobre otras.

Por esta razón , el discurso ilustrado de la elite criolla, con su énfasis en la objetividad del conocimiento, no entra en contradicción sino que refuerza el imaginario étnico de la blancura , como veremos en los capítulos siguientes. Imaginando estar ubicados en una plataforma neutral de observación, los
criollos “borran” el hecho de que es precisamente su preeminencia étnica en el espacio social (la limpieza de sangre ) lo que les permite pensarse a sí mismos como habitantes atemporales del punto cero , y a los demás actores sociales (indios, negros y mestizos) como habitantes del pasado.

De hecho, Mignolo sostiene que la clave para entender el surgimiento de la
epistemología científica ilustrada del siglo xviii es la separación que los geógrafos europeos habían realizado previamente entre el centro étnico y el centro geométrico de observación (Mignolo , 1995: 233-236).

En casi todos los mapas conocidos hasta el siglo xvi, el centro étnico y el centro geométrico coincidían. Así por ejemplo, los cartógrafos chinos generaron una representación del espacio en la que el centro
estaba ocupado por el palacio real del emperador y alrededor de él se ordenaban sus dominios imperiales. Igual ocurría con los mapas cristianos de la Edad Media, en los que el mundo aparecía dispuesto circularmente en torno a la ciudad de Jerusalén y en los mapas árabes del siglo xiii, donde el mundo islámico aparecía como el centro de la tierra. En todos estos casos, el “centro era móvil” porque el observador no se preocupaba por ocultar su lugar de observación, dejándolo fuera de la representación.

Al contrario, para el observador era claro que el centro geométrico del mapa coincidía con el centro étnico y religioso desde el cual observaba (cultura china, judía, árabe, cristiana, azteca, etc.).

Sin embargo, con la conquista de América y la necesidad de representar con precisión los nuevos territorios bajo el imperativo de su control y delimitación, empieza a ocurrir algo diferente. La cartografía incorpora la matematización de la perspectiva, que en ese momento revolucionaba la práctica pictórica en los países de la Europa católica mediterránea (especialmente en Italia).

La perspectiva supone la adopción de un punto de vista fijo y único, es decir, la postulación de una mirada soberana que se encuentra fuera de la representación. Con otras palabras, la perspectiva es un instrumento a través del cual se ve, pero que, a su vez, no puede ser visto; la perspectiva, en suma, otorga la posibilidad de tener un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista. Esto revoluciona por completo la práctica científica de los cartógrafos.

Al tornarse invisible el lugar de observación, el centro geométrico ya no coincide más con el centro étnico. Por el contrario, los cartógrafos y navegantes europeos, dotados ahora de instrumentos precisos de medición, empiezan a creer que una representación hecha desde el centro étnico es precientífi ca, pues queda vinculada a una particularidad cultural específica. La representación verdaderamente científica y objetiva es aquella que puede abstraerse de su lugar de observación y generar una “mirada universal” sobre el espacio . Es precisamente esta mirada que pretende articularse con independencia de su centro étnico y cultural de observación, lo que en este
trabajo denomino la hybris del punto cero .

Siguiendo de cerca lo argumentado por Dussel y Mignolo diré, entonces, que la hybris del punto cero , con sus pretensiones de objetividad y cientificidad, no surge con la modernidad segunda sino que echa sus raíces en la geocultura de la modernidad primera. No es un efecto de la revolución copernicana o del individualismo burgués39, sino de la necesidad que tenía el Estado español de ejercer control sobre el circuito del Atlántico – frente a las pretensiones de sus competidores europeos – y de erradicar en la periferia los antiguos sistemas de creencias, a los que consideraba “idolatrías”.

Ya no podían coexistir diferentes formas de ver el mundo, sino que había que taxonomizarlas conforme a una jerarquización del tiempo y el espacio. Desde la mirada soberana del observador inobservado, los mapamundis de los siglos xvi y xvii organizan el espacio en unidades mayores llamadas “continentes” y unidades menores llamadas “imperios” que son completamente irrelevantes para la geografía física.

Son construcciones geopolíticas que, como tales, aparecen ordenadas de acuerdo a imperativos extracientíficos. Europa– como había ocurrido ya con el mapa T/O de Isidoro de Sevilla – continúa actuando como centro productor y distribuidor de cultura, mientras que Asia, África y América
son tenidos como lugares de “recepción”.

Esta separación continental y geopolítica del mundo será, como veremos, la base epistemológica sobre la que se levantarán las teorías antropológicas, sociales y evolucionistas de la Ilustración. Mignolo refuerza esta tesis cuando escribe:
“La colonización del espacio (así como de la memoria y el lenguaje) tomó durante el siglo xvi la forma de un proceso evolucionista en el cual unas formas de representación territorial (lenguas y formas de representar el pasado) fueron consideradas preferibles a otras.

39 De hecho, la “hybris del punto cero ” tiene una clara impronta aristocrática – y no burguesa – como lo ha demostrado Bourdieu . Supone un divorcio entre el intelecto, considerado superior, y el cuerpo, considerado inferior. Afirma, además, el mundo como espectáculo, como escenario de contemplación desde las alturas (Bourdieu , 1999: 37). De este modo, al negar sus propias condiciones materiales de posibilidad, la “hybris del punto cero” legitima una separación ideológica entre el universo económico (del cual puede “abstraerse” tranquilamente el observador, por tenerlo ya garantizado) y el universo de la producción simbólica (que es el mundo “verdadero”, el que debe ser conquistado por medio del genio y la inteligencia).

Las diferencias fueron traducidas en valores […] Durante el siglo xvi tuvo lugar en Europa una transición en la organización del espacio que conllevaba también una evaluación del tiempo. […] Lo que estaba ocurriendo era el inicio de un largo proceso intelectual que Maravall identifica
bellamente como la emergencia de la idea de progreso en el Renacimiento
europeo […] La colonización del espacio (del lenguaje y de la memoria) estuvo marcada por la creencia de que las diferencias podían ser medidas en valores, y los valores medidos en términos de una evolución cronológica.
La escritura alfabética , la historiografía y la cartografía [del siglo xvi] empezaron a crear un marco más amplio de pensamiento en el que lo regional [Europa] podía ser universalizado y tomado como criterio único para evaluar el grado de desarrollo del resto de la humanidad” (Mignolo , 1995: 256-257).40

Es aquí donde se revela pertinente la categoría de geopolíticas del conocimiento , ampliamente utilizada por Mignolo . Decía que una de las consecuencias de la hybris del punto cero es la invisibilización del lugar particular de enunciación para convertirlo en un lugar sin lugar, en un universal. Esta tendencia a convertir una historia local en diseño global, corre paralela al establecimiento de ese lugar particular como centro de
poder geopolítico.

A la centralidad de España, luego de Francia, Holanda, Inglaterra
y los Estados Unidos en el sistema-mundo , corresponde la pretensión de convertir su propia historia local en lugar único y universal de enunciación y de producción de conocimientos.

Los conocimientos que no se produzcan en esos centros de poder o en los
circuitos controlados por ellos, son declarados irrelevantes y “precientífi cos”. La historia del conocimiento, tal como es representada desde el punto cero, tiene un lugar en el mapa, una geografía específica. Asia, África y América Latina, al igual que en el mapa T-O de Isidoro de Sevilla, quedan por fuera de esta cartografía y no son vistas como regiones productoras sino consumidoras del conocimiento generado en los centros.

1.2.4 La colonialidad del poder

Junto con Dussel y Mignolo , es preciso estudiar los aportes del sociólogo Aníbal Quijano en la construcción de una teoría crítica de la colonialidad. Ya desde sus estudios en los años setenta sobre la emergencia de la identidad chola en el Perú, así como en sus trabajos de los ochenta sobre la relación entre identidad cultural y modernidad , Quijano había planteado que las tensiones culturales del continente debían ser estudiadas tomando como horizonte las relaciones coloniales de dominación establecidas entre Europa y América.

40 La traducción y el resaltado son míos. También el antropólogo español José Alcina Franch ha mostrado en varios trabajos cómo la idea ilustrada de “progreso ” fue generándose ya desde el siglo xvi, y puede ser reconstruida en los escritos de Acosta y Las Casas (Alcina Franch, 1988: 207-211).

Sin embargo, durante los años noventa Quijano amplía su perspectiva y afirma que el poder colonial no se reduce a la dominación económica, política y militar del mundo por parte de Europa, sino que envuelve también, y principalmente, los fundamentos epistémicos que sustentaron la hegemonía de los modelos europeos de producción de conocimientos.

Para Quijano, la crítica del poder colonial debe pasar necesariamente por un cuestionamiento de su núcleo epistémico, es decir por una crítica del tipo de conocimientos que legitimaron el dominio colonial europeo y de sus pretensiones universales de validez.

Al igual que Mignolo , Quijano afirma que el colonialismo hunde sus raíces epistémicas en la clasificación jerárquica de las poblaciones realizada ya desde el siglo xvi, pero encontró su mayor legitimación con el uso de modelos naturalistas en el siglo xvii y biologicistas en el siglo xix. Se trata de aquellas taxonomías que dividían a la población mundial en diversas “razas”, asignándole a cada una de ellas un lugar fijo e
inamovible al interior de la jerarquía social. Aunque la idea de “raza” venía gestándose ya durante las guerras de reconquista en la península ibérica, es apenas con la formación del sistema-mundo en el siglo xvi que se convierte en la base epistémica del poder colonial (Quijano, 1999: 197).

La idea de que “por naturaleza ” existen razas superiores y razas inferiores, actuó como uno de los pilares sobre los que España consolidó su
dominio en América durante los siglos xvi y xvii, y sirvió como legitimación científica del poder colonial europeo en los siglos posteriores. Para dar cuenta de este fenómeno, Quijano desarrolla su noción de colonialidad del poder .

La colonialidad del poder es una categoría de análisis que hace referencia a la estructura específica de dominación implementada en las colonias americanas desde 1492. Según Quijano, los colonizadores españoles entablaron con los colonizados una relación de poder fundada en la superioridad étnica y cognitiva de los primeros sobre los segundos.

En esta matriz de poder, no se trataba sólo de someter militarmente a los indígenas y dominarlos por la fuerza, sino de lograr que cambiaran radicalmente sus formas tradicionales de conocer el mundo, adoptando como propio el horizonte cognitivo del dominador. Quijano describe la colonialidad del poder en los siguientes términos:
“Consiste, en primer término, en una colonización del imaginario de los dominados. Es decir, actúa en la interioridad de ese imaginario […] La represión recayó ante todo sobre los modos de conocer, de producir conocimiento, de producir perspectivas, imágenes y sistemas de imágenes, símbolos y modos de significación; sobre los recursos, patrones e instrumentos de expresión formalizada y objetivada, intelectual o visual […] Los colonizadores impusieron una imagen mistificada de sus propios patrones de producción de conocimientos y significaciones” (Quijano, 1992: 438)

Tenemos entonces que la primera característica de la colonialidad de poder, la más general de todas, es la dominación por medios no exclusivamente coercitivos. No se trataba sólo de reprimir físicamente a los dominados, sino de conseguir que naturalizaran el imaginario cultural europeo como única forma de relacionarse con la naturaleza , con el mundo social y con la subjetividad .

Estamos, pues, frente al proyecto sui generis de querer cambiar radicalmente las estructuras cognitivas, afectivas y volitivas del dominado, es decir, de convertirlo en un “nuevo hombre” hecho a imagen y semejanza del hombre blanco occidental. Para lograr este objetivo civilizatorio, el Estado español creó la encomienda , cuya función era integrar al indio a los patrones
culturales de la etnia dominante. El papel del encomendero era velar diligentemente por la “conversión integral” del indio mediante la evangelización sistemática y el duro trabajo corporal.

Ambos instrumentos, la evangelización y el trabajo, se dirigían hacia
la transformación de la intimidad, buscando que el indio pudiera salir de su condición de “menor de edad” y acceder, finalmente, a los modos de pensamiento y acción propios de la vida civilizada.

La colonialidad del poder hace referencia a la manera en que la dominación española intentó eliminar las “muchas formas de conocer” propias de las poblaciones nativas y sustituirlas por otras que sirvieran a los propósitos civilizatorios del régimen colonial. Apunta, entonces, hacia la violencia epistémica ejercida por la modernidad primera sobre otras formas de producir conocimientos, imágenes, símbolos y modos de significación.

Sin embargo, la categoría tiene otro significado complementario. Aunque estas otras formas de conocimiento no fueron eliminadas por completo sino,
a lo sumo, despojadas de su legitimidad ideológica y subalternizadas, el imaginario colonial europeo sí ejerció una continua fascinación sobre los deseos, las aspiraciones y la voluntad de los subalternos.

Quijano formula de este modo la segunda característica de la colonialidad del poder:
“La cultura europea se convirtió en una seducción; daba acceso al poder. Después de todo, más allá de la represión, el instrumento principal de todo poder es la seducción. La europeización cultural se convirtió en una aspiración. Era un modo de participar en el poder colonial” (Quijano, 1992: 439).41
41 El resaltado es mío.

Esta aspiración a la europeización cultural formaba parte de una estructura de poder que atravesaba tanto a dominadores como a dominados y que, como mostraré en este trabajo, constituyó la base sobre la que se emplazó, desde finales del siglo xviii, el proyecto ilustrado de Cosmópolis en la Nueva Granada.

Uniendo las tesis de Quijano con las de Mignolo , diré entonces que el imaginario de la blancura, producido por el discurso de la limpieza de sangre , era una aspiración internalizada por muchos sectores de la sociedad colonial y actuaba como el eje alrededor del cual se construía la subjetividad de los actores sociales.

Ser “blancos ” no tenía que ver tanto con el color de la piel , como con la escenificación personal de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de
comportamiento y, lo que resulta más importante para esta investigación, por formas de producir y transmitir conocimientos.

La ostentación de aquellas insignias culturales de distinción asociadas con el imaginario de blancura , era un signo de status social; una forma de adquisición, acumulación y transmisión de capital simbólico.

Concluyendo y sintetizando, diré entonces que pensadores como Dussel , Quijano y Mignolo han ampliado considerablemente la noción de discurso colonial introducida por Said hacia finales de los años setenta. De la mano de Foucault , el intelectual palestino había mostrado que el discurso colonial es un sistema de signos a partir del cual las potencias coloniales impusieron un tipo específico de conocimientos, disciplinas , valores y formas de comportamiento a los grupos colonizados.

Los teóricos latinoamericanos muestran que, entendido de esta forma, el discurso colonial no sólo recibe legitimación por parte de la ciencia moderna, sino que juega un papel importante en la configuración del imaginario científico de la Ilustración. La ciencia y el poder colonial forman parte de una misma matriz genealógica que se configura en el siglo xvi con la formación del sistema-mundo moderno. O dicho de otro modo: si la modernidad y la colonialidad son dos caras de una misma moneda, entonces es posible reconstruir los vínculos entre el proyecto colonial y el proyecto científico de la Ilustración.

Esta es la tesis que he querido presentar en este capítulo y que, a partir
de un estudio de caso, desarrollaré en los capítulos siguientes

La hybris del punto cero. Introducción

La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). (Introducción)
Santiago Castro-Gómez. Bogotá.2005.

Introducción

En el año de 1787, la emperatriz de Rusia Catalina II escribe una misiva al rey de España Carlos III , en la que le solicita el envío a San Petersburgo de todos los materiales que pudiera encontrar sobre las lenguas aborígenes de América. La emperatriz, una entusiasta defensora de las ciencias y amiga personal de Voltaire, planeaba entregar este material a los sabios de su corte para que elaboraran un estudio comparativo de todas las lenguas conocidas en el mundo.

Por aquella época, como lo ha mostrado Michel Foucault (1984), los ilustrados europeos creían poder descifrar las leyes gramaticales comunes a todos los dominios lingüísticos y que constituirían la estructura básica de todo idioma posible. El proyecto de la “Gramática general” demandaba comparar unas lenguas con otras, pero no para descubrir su origen histórico común, como se pensaba hasta entonces (el hebreo como “lengua madre”, antes de la confusión de Babel), sino para descubrir la estructura lingüística universal subyacente a todas las lenguas del planeta. Cada lengua particular sería, entonces, un modo específico de esa estructura universal. Los ilustrados de la corte rusa, encabezados por un sabio de nombre Pallas, enterados que los jesuitas habían publicado muchas obras sobre las lenguas indígenas americanas, pidieron a la emperatriz su colaboración para conseguir
este valioso material con el fin de trabajar en el proyecto.1

1 La obra de Pallas fue publicada en 1789 con el título Linguarium totius orbis vocabulario comparativa, augustissimae cura collecta, scilicet primae lenguas Europae, et Asiae complexae.

Accediendo a la petición de la emperatriz rusa, el rey Carlos III ordenó a sus virreyes de América la búsqueda, recolección y envío a España de todos los documentos existentes sobre el tema. En el Virreinato de la Nueva Granada, el virrey Antonio Caballero y Góngora designó al médico y matemático español don José Celestino Mutis como encargado de la tarea. Desde su llegada a la Nueva Granada en 1761, Mutis había dedicado parte de su tiempo a buscar manuscritos relativos a las lenguas indígenas.

En realidad, Mutis no se interesaba por los indios, sino en el adelanto de
la nueva ciencia de las lenguas humanas (la lingüística), por lo que recibe con alegría el encargo y reúne un equipo para empezar la búsqueda. Luego de un año de pesquisa por colegios, conventos y bibliotecas, Mutis logra reunir 21 manuscritos, entre los que se encontraban algunas de las más importantes obras de la lengua muisca redactadas por misioneros de la Nueva Granada.2

El valioso material fue enviado a España en el equipaje del propio virrey Caballero y Góngora , quien lo entregó personalmente a la
biblioteca de Palacio en el año de 1789.3

Casi veinte años antes, el mismo rey Carlos III había expedido un decreto en el que prohibía terminantemente el uso de lenguas indígenas en sus colonias americanas. Entre las prerrogativas de la dinastía de los Borbones no se encontraba ya la evangelización de los indios en sus propias lenguas, sino la unificación lingüística del Imperio con el fin de facilitar el comercio, desterrar la ignorancia y asegurar la incorporación de los vasallos americanos a un mismo modo de producción. Las lenguas vernáculas aparecían así como un obstáculo para la integración del Imperio español al mercado mundial y el castellano se convirtió en la única lengua que podía ser hablada y enseñada en América (Triana y Antorveza, 1987: 499-511).

2 De forma análoga a lo ocurrido en México con el nahuatl o en Perú con el quechua , el muisca (o chibcha ) fue considerado en los siglos xvi y xvii como la “lengua general de los indios” de la Nueva Granada, por lo cual se abrieron cátedras de esta lengua en las universidades para que fuera aprendida
por los misioneros y se redactaron diccionarios, gramáticas y vocabularios.
Entre las obras encontradas por Mutis se encontraban las célebres gramáticas del dominico Bernardo de Lugo (“Gramática de la lengua general del Nuevo Reino llamada mosca”) y del jesuita José Dadey (“Gramática, vocabulario y
confesionario de la lengua mosca-chibcha”). Para un estudio de las obras sobre lengua chibcha producidas antes de 1810, véase: González de Pérez, 1980.
3 Sabemos que el material enviado por Mutis jamás llegó a Rusia (Ortega Ricaurte, 1978: 101). El estallido de la revolución francesa y la muerte del rey Carlos iii pudieron haber disuadido a la Corona española para no cumplir el encargo de la emperatriz.

El edicto real de 1770 ordena entonces “que se instruya a los Indios en los Dogmas de nuestra Religión en Castellano, y se les enseñe a leer y escribir en este idioma, que se debe extender y hacer único y universal en los mismos Dominios, por ser el propio de los Monarcas y Conquistadores, para facilitar la administración y pasto espiritual a los naturales, y que estos puedan ser entendidos de los Superiores, tomen amor a la Nación Conquistadora, destierren la idolatría, se civilicen para el trato y Comercio; y con mucha diversidad de lenguas, no se confundan los hombres, como en la
Torre de Babel”.4

La pregunta es: ¿por qué razón el mismo rey que decreta la extinción de las lenguas indígenas ordena pocos años después recoger todos los estudios existentes sobre ellas? ¿Cuál es la relación entre el edicto de 1770 y la petición de la emperatriz rusa en 1787? ¿Qué tiene que ver la ciencia ilustrada de la lengua con la política ilustrada de la lengua? Este trabajo buscará resolver estas preguntas tomando como base la perspectiva abierta por los estudios culturales en general, y por la teoría poscolonial en particular.5

Las teorías poscoloniales gozaron de especial recepción en los departamentos
de letras y humanidades, sobre todo en algunas universidades europeas y de los Estados Unidos durante los años ochenta, y esto por una buena razón: poco a poco fue imponiéndose la idea de que la difusión mundial de lenguas como el español, el inglés, el francés y el portugués no podía seguir siendo vista como un fenómeno independiente del colonialismo europeo. En otras palabras, los teóricos poscoloniales empezaron a enfatizar en la idea de que la expansión colonial de la Europa moderna supuso necesariamente el diseño e imposición de una política imperial del lenguaje .

Los fenómenos lingüísticos empiezan a ser vistos, de este modo, como parte integral de la colonización del mundo, y el lenguaje mismo es considerado como un instrumento de dominio y/o emancipación. La historia de las lenguas modernas europeas y sus transformaciones se convierte para los teóricos poscoloniales en una especie de arqueología del colonialismo.

4 “Real cédula para que en los reinos de las Indias se extingan los diferentes idiomas de que se usa y sólo se hable el castellano”. En: Tanck de Estrada, 1985: 37.
5 Estos nuevos campos del saber emergieron en diferentes universidades de Inglaterra y los Estados Unidos hacia finales de los años setenta, muy influenciados por el posestructuralismo de Foucault y Derrida, pero también por la obra de filósofos marxistas como Gramsci y Althusser . Del posestructuralismo tomaron la crítica a las nociones clásicas de representación, conocimiento y realidad, que han sido básicas para la formación de “occidente” como proyecto cultural; del marxismo tomaron la sospecha de que los discursos etnocéntricos y las representaciones sobre el “otro” sirvieron como herramienta para la constitución de hegemonías políticas y culturales tanto en Europa como en sus colonias de ultramar (Moore-Gilbert, 1997; Loomba, 1998; Gandhi, 1998).

Ahora bien, y como lo ha mostrado Foucault (1984), el proyecto ilustrado de la “Gramática general” se funda en el supuesto de que la estructura de la ciencia posee una analogía con la estructura del lenguaje, y que ambas son un reflejo de la estructura universal de la razón. Sin embargo, en el marco de este proyecto, la ciencia tiene prerrogativa sobre el lenguaje. La ciencia no es otra cosa que un lenguaje bien hecho y los lenguajes particulares son una ciencia imperfecta, en tanto que son incapaces de reflexionar sobre su propia estructura. Por eso, durante el siglo xviii la Ilustración eleva la pretensión de crear un metalenguaje universal capaz de superar las deficiencias de todos los lenguajes particulares.

El lenguaje de la ciencia permitiría generar un conocimiento exacto sobre el mundo natural y social, evitando de este modo la indeterminación que caracteriza a todos los demás lenguajes. El ideal del científico ilustrado es tomar distancia epistemológica frente al lenguaje cotidiano – considerado como fuente de error y confusión – para ubicarse en lo que en este trabajo he denominado el punto cero.

A diferencia de los demás lenguajes humanos, el lenguaje universal de la ciencia no tiene un lugar específico en el mapa, sino que es una plataforma neutra de observación a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad.

Producido ya no desde la cotidianidad (Lebenswelt) sino desde un punto cero de observación, el lenguaje científico es visto por la Ilustración como el más perfecto de todos los lenguajes humanos, en tanto que refleja de forma más pura la estructura universal de la razón.

La pregunta general que plantea este trabajo es si el lenguaje de la ciencia puede ser visto análogamente al modo en que las teorías poscoloniales analizan el desarrollo de las lenguas modernas europeas. ¿Puede decirse también en este caso que el desarrollo del lenguaje científico – y en particular de las categorías de análisis desarrolladas por las ciencias humanas – corre paralelo y en estrecha relación con la expansión europea por el mundo? ¿Puede hablarse de una política imperial de la ciencia que funcionó de forma semejante a la política colonial del lenguaje? (Reinhard, 1982).

¿Puede ser vista la ciencia como “discurso colonialista” producido al interior de una estructura imperial de producción y distribución de conocimientos? En el presente trabajo intentaré responder afirmativamente a estas preguntas, mostrando que la política del “no lugar” asumida por las ciencias humanas en el siglo xviii tenía un lugar específico en el mapa de la sociedad colonial y fungió como estrategia de control sobre las poblaciones subalternas.

Este trabajo busca examinar entonces la Ilustración como un ensemble de discursos enunciados tanto en el centro como en la periferia colonial americana. Aquí partiré de la siguiente hipótesis de trabajo: al creerse en posesión de un lenguaje capaz de revelar el “en-sí” de las cosas, los pensadores ilustrados (tanto en Europa como en América) asumen que la ciencia puede traducir y documentar con fidelidad las características de
una naturaleza y una cultura exótica.

El discurso ilustrado adquiere de este modo un carácter etnográfi co. Las ciencias humanas se convierten así en una especie de “Nueva Crónica” del mundo americano, y el científico ilustrado asume un papel similar al de los cronistas del siglo xvi. En esta perspectiva, mi interés radica en examinar el modo en que “América”, en tanto que objeto de conocimiento, se halla en el centro del discurso ilustrado.

Pensadores europeos como Locke , Hume , Kant , Rousseau , Turgot y Condorcet estuvieron permanentemente informados sobre América y sobre la vida de sus habitantes a través, sobre todo, de las crónicas españolas del siglo xvi y de la literatura de viajes. En el primer capítulo mostraré que la traducción que hicieron estos filósofos de sus “lecturas americanas” fue uno de los factores que estimuló el nacimiento de las ciencias humanas en el siglo xviii.

América fue leída y traducida desde la hegemonía geopolítica y cultural adquirida por Francia, Holanda, Inglaterra y Prusia, que en ese momento fungían como centros productores e irradiadores de conocimiento. Pero el énfasis de mi trabajo se colocará desde luego en el proceso contrario: ¿cómo
fue leída y enunciada la ilustración en las colonias españolas, y particularmente en el Nuevo Reino de Granada?

Es por eso que mi interés no es preguntarme si los pensadores ilustrados neogranadinos leyeron bien o mal a Rousseau , Montesquieu , Locke
y Buffon , o si la Ilustración en Colombia fue algo más que la expresión simiesca de una “modernidad postergada”.

La Ilustración europea – como tendré oportunidad de argumentar en el primer capítulo – no es considerada en este trabajo como un texto “original” que es copiado por otros, o como un fenómeno intraeuropeo que se “difunde” por todo el mundo y frente al cual solo cabe hablar de una buena o de una mala “recepción”.

Mi interés radica, más bien, en preguntarme por el lugar desde el cual la Ilustración fue leída, traducida y enunciada en Colombia. En tanto que
toda traducción cultural conlleva la idea de dislocación, relocación y desplazamiento (Translatio, Über-setzung), mi pregunta tiene que ver con la especificidad de la Ilustración neogranadina, es decir, con el lugar particular en el que los discursos de la nueva ciencia fueron re-localizados y adquirieron sentido en esta región del mundo, a mediados del siglo xviii.

Para analizar las características de este locus enuntiationis me serviré de tres conceptos tomados de las ciencias sociales. El primero es la noción de habitus desarrollada por Pierre Bourdieu y que en este trabajo será considerada en relación directa con su noción de capital cultural. Defenderé la hipótesis de que la limpieza de sangre, es decir, la creencia en la superioridad étnica de los criollos sobre los demás grupos poblacionales
de la Nueva Granada, actuó como habitus desde el cual la Ilustración europea fue traducida y enunciada en Colombia.

Para los criollos ilustrados, la blancura era su capital cultural más valioso y apreciado, pues ella les garantizaba el acceso al conocimiento científico y literario de la época, así como la distancia social frente al “otro colonial” que sirvió como objeto de sus investigaciones. En su caracterología de la población neogranadina, los ilustrados criollos proyectaron su propio habitus de distanciamiento étnico (su “sociología espontánea”) en el discurso científico, pero ocultándolo bajo una pretensión de verdad, objetividad y neutralidad.

Con todo esto quiero resaltar que la Ilustración en Colombia no fue una simple transposición de significados realizada desde un lugar neutro (el “punto cero”) y tomando como fuente un texto “original” (los escritos de Rousseau , Smith , Buffon , etc.), sino una estrategia de posicionamiento social por parte de los letrados criollos frente a los grupos subalternos.

El concepto de biopolítica, desarrollado por Michel Foucault , me servirá para estudiar un segundo aspecto de la Ilustración en la Nueva Granada. Me refiero a los esfuerzos del imperio español por implementar una política de control sobre la vida en las colonias hacia mediados del siglo xviii. En un intento ya tardío por mantener su hegemonía geopolítica frente a potencias como Francia, Holanda e Inglaterra, la Corona española quiso aprovechar los discursos de la ciencia moderna para ejercer un control racional sobre la población y el territorio. Lo que buscaba el Estado borbón era tomar una serie de diagnósticos ilustrados sobre procesos vitales de la población colonial (estado de salud, trabajo, alimentación, natalidad, influencia del clima, fecundidad) y convertirlos en políticas de gobierno (“gubernamentalidad ”).

Se esperaba que ello contribuiría a racionalizar la administración del Estado, a mejorar las costumbres económicas de los súbditos y a aumentar la producción de riquezas, lo cual redundaría en un fortalecimiento del imperio español en su lucha por recuperar la hegemonía del mercado mundial. La Ilustración es leída y traducida desde (bio)políticas imperiales y esto marcará la forma en que los criollos de la Nueva Granada se posicionarán frente al tema.

Aunque las reformas borbónicas fueron bien acogidas por un sector de la elite local, ellas amenazaban el habitus criollo de la limpieza de sangre, por lo que la enunciación que hacen los pensadores criollos de la Ilustración no coincide vis-a-vis con la del Estado español. Mientras que el Estado enuncia la Ilustración europea desde un interés imperial, los criollos neogranadinos lo hacen desde un interés “nacional”.

Estamos pues frente a la escenificación de un protonacionalismo criollo, marcado por el imaginario de la limpieza de sangre, que sólo hasta mediados del siglo xix encontraría su propia forma de expresión biopolítica.

El tercer concepto del que me serviré para aproximarme a la Ilustración en la Nueva Granada es el de colonialidad del poder, desarrollado por teóricos latinoamericanos como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Enrique Dussel . Este concepto hace referencia a la forma en que las relaciones coloniales de poder tienen una dimensión cognitiva, esto es, que se ven reflejadas en la producción, circulación y asimilación de conocimientos.

La colonialidad del poder tiene dos dimensiones que serán exploradas en este trabajo : de un lado veremos cómo en las manos del Estado metropolitano y de las elites criollas neogranadinas, la ilustración fue vista como un mecanismo idóneo para eliminar las “muchas formas de conocer ” vigentes todavía en las poblaciones nativas y sustituirlas por una sola forma única y verdadera de conocer el mundo: la suministrada por la racionalidad científico-técnica de la modernidad . Este intento caracterizará también la actitud misionera de las elites políticas criollas durante todo el siglo xix en América Latina.

La otra dimensión de la colonialidad que abordará este trabajo tiene que ver con la constitución de las ciencias del hombre en el siglo xviii. Este es un tema que merece una investigación aparte, pero que aquí tiene su lugar por dos razones básicas. En primer lugar, y como ya lo han mostrado los trabajos de Said (en especial Orientalism), las ciencias humanas encuentran su sentido último y su condición de posibilidad en la experiencia colonial europea.

El contraluz que establecen los filósofos iluministas entre la barbarie de los pueblos americanos, asiáticos o africanos (“tradición”) y la civilización
de los pueblos europeos (“modernidad ”) no sólo provee a futuras disciplinas como la sociología y la antropología de categorías básicas de análisis; también sirve como instrumento para la consolidación de un proyecto imperial y civilizatorio (“Occidente”) que se siente llamado a imponer sobre otros pueblos sus propios valores culturales por considerarlos esencialmente superiores.

Este factor es importante para entender el modo en que los filósofos ilustrados del siglo xviii en Europa “traducen” los informes sobre otras formas de vida y los incorporan a una visión teleológica de la historia , en donde “Occidente” aparece como la vanguardia del progreso de la humanidad.

Sin embargo, la idea de que las ciencias humanas y la colonialidad son fenómenos estrechamente relacionados, no resulta evidente para muchos académicos y estudiosos de la historia latinoamericana. Buena parte de la teoría social de los siglos xix y xx, tributaria de la idea moderna del progreso , nos acostumbró a pensar en la colonialidad como el pasado de la modernidad , bajo el supuesto de que para “entrar” en la modernidad, una sociedad debe necesariamente “salir” de la colonialidad.

Hasta importantes teóricos de los estudios culturales como José Joaquín Brunner argumentan que antes de los años cincuenta del siglo xx, Latinoamérica toda vivía en un desencuentro radical con la modernidad, ya que no existía el “piso” social, tecnológico y profesional sobre el que ésta pudiera sostenerse. Apenas con el surgimiento de circuitos especializados
de producción , transmisión y consumo de bienes simbólicos empieza la modernidad propiamente dicha en América Latina y con ella el surgimiento de las ciencias humanas como disciplinas académicas.

Los discursos ilustrados y humanistas de épocas anteriores eran, en opinión de Brunner, tan solo una “trizadura ideológica” de las elites en medio de una cultura fundamentalmente colonial y premoderna (Brunner, 1992: 50-63).

En el capítulo primero veremos, sin embargo, que los discurso s científicos de la elite criolla neogranadina no fueron simples “trizaduras ideológicas” que operaban sólo “en las cabezas” de un pequeño grupo desconectado de su propio mundo y conectado exclusivamente con Europa, sino que se anclaban en un habitus colonial formado durante los siglos xvi y xvii: el imaginario de la limpieza de sangre . Es justo, desde este imaginario colonial, que la modernidad sea leída, traducida, enunciada y asimilada entre nosotros.
Por ello no tiene sentido hablar de un “desencuentro radical” con la
modernidad en América Latina, ya que modernidad y colonialidad no son fenómenos sucesivos en el tiempo, sino simultáneos en el espacio .

El segundo capítulo mostrará que el imaginario de la pureza de sangre era el eje alrededor del cual se construía la subjetividad de los actores sociales en la Nueva Granada desde el siglo xvi. Ser blancos no tenía que ver tanto con el color de la piel , como con la escenificación de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y, lo que más interesa a esta investigación, con las formas de producir conocimientos.

Los capítulos tres, cuatro y cinco abordarán tres aspectos diferentes del discurso ilustrado criollo. En el capítulo tres se verá cómo la ciencia moderna, y en particular la práctica médica, sirvió como un instrumento de consolidación de las fronteras étnicas que aseguraban la preeminencia social de los criollos en la Nueva Granada.

El capítulo cuatro examinará más de cerca en qué consistió la violencia simbólica del discurso ilustrado. Enunciada por las elites criollas y sancionada por las geobiopolíticas imperiales del Estado, la Ilustración no sólo planteaba la superioridad de unos hombres sobre otros, sino también la superioridad de unas formas de conocimiento sobre otras. Por ello jugó como un aparato de expropiación epistémica y de construcción de la hegemonía cognitiva de los criollos en el espacio social.
Finalmente, el capítulo cinco se concentrará en el discurso de la geografía , mostrando que el control territorial en la Nueva Granada respondía no sólo a los imperativos geopolíticos del Estado borbón, sino también al intento de las elites criollas por imponer su hegemonía sobre las diversas poblaciones que habitaban ese territorio .

La pregunta que anima este trabajo es la siguiente: si la ciencia ilustrada europea se presenta como un discurso universal, independiente de sus condicionamientos espaciales, ¿cómo fue posible entonces la traducción in situ que de ella hicieron los pensadores neogranadinos hacia finales del siglo xviii?

Por esto, a través de toda la investigación se mostrará el contraste entre el “no lugar” de la ciencia y el lugar de su traducción. De ahí la insistencia en el ya mencionado concepto del “punto cero”. Con ello me refiero al imaginario según el cual, un observador del mundo social puede colocarse en una plataforma neutra de observación que, a su vez, no puede ser observada desde ningún punto. Nuestro hipotético observador estaría en la capacidad de adoptar una mirada soberana sobre el mundo, cuyo poder radicaría precisamente en que no puede ser observada ni representada.

Los habitantes del punto cero (científicos y filósofos ilustrados) están convencidos de que pueden adquirir un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista. Esta pretensión, que recuerda la imagen
teológica del Deus absconditus (que observa sin ser observado), pero también del panóptico foucaultiano, ejemplifica con claridad la hybris del pensamiento ilustrado.

Los griegos decían que la hybris es el peor de los pecados, pues supone la ilusión de poder rebasar los límites propios de la condición mortal y llegar a ser como los dioses. La hybris supone entonces el desconocimiento de la espacialidad y es por ello un sinónimo de arrogancia y desmesura. Al pretender carecer de un lugar de enunciación y traducción, los pensadores criollos de la Nueva Granada serían culpables del pecado de la hybris. Un pecado que luego, en el siglo xix, quedaría institucionalizado en el proyecto criollo del Estado nacional.

El otro subalterno y liminar: un análisis de caso en el discurso de la colonia y en el del imperio

El otro subalterno y liminar: un análisis de caso en el discurso de la colonia y en el del imperio

Diego Alberto Beltrán
Universidad Nacional de Rosario
diegoabeltrán@yahoo.com.ar

Resumen
Esta ponencia se propone como objetivo inmediato comparar los discursos de Mariano Moreno e Immanuel Kant que refieren a la construcción del OTRO diferente pero constitutivo, precisamente por esta diferencia liminar, del NOSOTROS de la modernidad. El objetivo mediato o de más lago plazo es explorar las vetas descoloniales del discurso revolucionario independentista argentino y así mismo sus aristas prerrevolucionarias. Para cumplir dichos objetivos analizaremos algunos textos de corte político, antropológico y estético de los autores mencionados.

1. Lo universal y lo otro en Kant

La episteme kantiana se estructura a través de lo que, aunque en un análisis más vasto, Sylvia Wynter llama la situación de FALTA. Es decir en función de la necesidad de la creación de un OTRO incompleto a los efectos de constituir su razón universal categorial. Tenemos, de esta manera, su obra sobre cuestiones estéticas, geográficas y antropológicas en las que se construye una suerte de RAZÓN Y UNA CAPACIDAD DE PERCEPCIÓN ESTÉTICA SITUADA de la que sobresale, por ejemplo, “Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime” de 1764 (desde ahora O.S.B.S).

En este texto se indica que quienes acceden total e integralmente al nivel
cognoscitivo, sensorial y estético mencionado son los blancos europeos y quienes quedan excluidos totalmente son los y las africanas. En el arco de estas antípodas se encuentra toda una gama de diferenciaciones/exclusiones étnicas y de género que contrastan con textos como “¿Qué es la Ilustración?” de 1784.

La episteme kantiana es claramente colonialista-imperial. OSBS es escrita
en el marco del período precrítico de Kant. De todas formas existen unos cuantos elementos teóricos que prefiguran la etapa crítica. Por ejemplo, las sensaciones son producidas por el aparato perceptivo más que por el objeto en sí; esta situación explicaría las diferentes sensaciones que produce un mismo objeto: asco para unos placer para otros. Kant diferencia entre el sentimiento de lo sublime y el sentimiento de lo bello.

Para el primero da como ejemplos la vista de una montaña cuya cima se halla entre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno de Milton. En estas situaciones se produce una sensación de agrado unida a una de terror. La contemplación de campiñas floridas o de valles con arroyuelos serpenteantes cubiertos de rebaño pastando son imágenes que nos generan el sentimiento de lo bello.

La tragedia es conceptualizada por Kant dentro del sentimiento de lo sublime dado que “se nos muestra el magnánimo sacrificio en aras del bien ajeno, la decisión audaz y la fidelidad probada” (Kant 212). La comedia suscita el sentimiento de lo bello dado que “el amor no es aquí tan triste, sino alegre y confiado” (Kant 218).

Ahora bien, si apreciáramos cualidades intelectuales como si fueran valles y montañas o tragedias y comedias, la INTELIGENCIA y la AUDACIA estarían en el rango de lo sublime y el INGENIO y la ASTUCIA en el rango de lo bello y pequeño (Kant 224).

Con respecto a las cualidades morales, sólo la “verdadera virtud es sublime”; pero existen cualidades morales que son amables y bellas y por armonizar con la virtud son nobles (por ejemplo la compasión y la cortesía). La verdadera virtud descansa en principios generales que, en tanto se amplíe su grado de generalización, serán cada vez más nobles y sublimes. Un ejemplo de estos principios sería el “sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana”, es decir, un sentimiento de benevolencia general y respeto hacia
todo el género humano.

Kant imagina una situación óptima en la cual un ser humano que abrigue un
profundo amor por sí mismo se vería contrarrestado o contrabalanceado por el amor que sentiría hacia el resto del género humano. Pero dicha situación no condice con el promedio del género humano dado que este sentimiento ético general no ejerce el mismo poder en todos los seres humanos. De esta manera, el A PRIORI kantiano no opera ni influye de la misma manera en cada criatura dado que es el sistema “federativo” modular de la mente de cada individuo el que logra concretar las posibilidades potenciales del primero (Moya 2005, 61-68).

Para el común de los seres humanos hace falta lo que podríamos denominar aquí una ORTOPEDIA AXIOLÓGICA provista por la Providencia conformada por lo que Kant llama “instintos auxiliares” y “virtudes adoptadas” (en contraposición a la “genuina virtud”). Dichos instintos y virtudes son “bellos y seductores” pero sólo el núcleo duro ético, la VIRTUD GENUINA, es “sublime y venerable”.

Los primeros logran que el individuo adopte “un punto de vista fuera de sí mismo para juzgar la apariencia de su conducta, tal como se presenta a la vista del espectador” (Kant 230). Este punto de vista ex –centrado, que acompaña al individuo en el escenario social cuando intenta imponer sus “inclinaciones dominantes”, estaría formado por los sentimientos del honor, la vergüenza, la compasión y la cortesía (Kant 230).

Este complejo axiológico-estético construido por Kant tiene así mismo una justificación biológica. Según Kant la especie humana se ha conformado en base a unos elementos mínimos llamados gérmenes que se hallan autoorganizados y que en la mente adquieren la forma de una estructura modular.

Los gérmenes cumplen la función de limitar la “potencia autoformativa” de la capacidad adaptativa de la especie que no estaría dada por el azar de tipo darwinista (por lo menos en la versión darwinista más actual) sino por una respuesta interior a los estímulos externos del medio ambiente una de las cuales es la emergencia de la estructura modular de la mente.

La misma no es innata, es decir, no forma parte del acerbo filogenético haeckeliano o darwiniano de la especie sino que es un producto emergente monitoreado por los gérmenes originarios y que opera luego según reglas modulares enmarcadas en las posibilidades de las formas A PRIORI .

Este sistema federativo modular puede funcionar en forma discordante y dar lugar a las ILUSIONES TRANSCENDENTALES, ENFERMEDADES
MENTALES o a una forma de actividad mental PRE-RACIONAL E INSTINTUAL: En la medida en que se forma su cuerpo, las facultades de la naturaleza intelectiva reciben también los grados convenientes de perfectibilidad…Se desarrollan lo suficientemente temprano aquellas facultades por las que puede satisfacer las necesidades impuestas por su
dependencia de las cosas externas.

Algunos hombres no llegan más allá de este grado de desarrollo. La capacidad de unir conceptos abstractos, de dominar la tendencia a las pasiones por la libre aplicación del entendimiento, se presenta más tarde y en algunos casos nunca en toda su vida (Moya 2005, 143-166).

¿Acaso sobre una base universal existe una incapacidad singular, para ejecutar las posibilidades de las formas A PRIORI?:

  • Especificando la hipótesis adelantada más arriba diremos que en OSBS Kant establece una gradación declinante de la capacidad intelectual y perceptiva desde el género masculino al femenino y desde los europeos blancos a los africanos negros pasando por los árabes y aborígenes americanos.

*Por otra parte, esta progresión declinante justifica una educación desigual y asimétrica entre el hombre y la mujer europeos y entre los europeos y el resto de los pueblos no blancos y no europeos.

Para Kant existe una sola naturaleza humana y “dos mitades”; ambas poseen capacidad e intelecto para lo bello y lo sublime pero la proporción de ambos sentimientos y la proporción de las aptitudes intelectuales para experimentarlos no es la misma en el sexo masculino y en el femenino. Si bien la inteligencia que podríamos llamar genérica es similar en el hombre y la mujer; sin embargo en el primero la expresa en la forma de una “inteligencia profunda” que capta el sentimiento de lo sublime. En cambio, en el segundo caso la expresa en la forma de una “inteligencia bella” apta para captar el sentimiento de lo bello.

La mujer puede ir muy lejos en el estudio y la reflexión intelectual pero el recorrido de este camino borra los encantos y “méritos peculiares de su sexo”
transformándolas en “objeto de fría admiración” (Kant 240). La mujer accedería a lo sublime masculino desde lo que podríamos llamar HUMANO-UNIVERSAL aunque dicho acceso difumina su especificidad: “A una mujer con la cabeza llena de griego…o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales…parece que no le hace falta más que una buena barba; con ella su rostro daría más acabadamente la expresión que pretenden” (Kant 241).

Para no fomentar en la mujer lo UNIVERSAL-HUMANO relativo a la inteligencia abstracta y preservar la diferencia específica entre los sexos radicada en el diferente funcionamiento de sus subsistemas modulares; la mujer no debe recibir educación relativa a geometría, filosofía, física e
historia (dado que son campos de lo masculino-sublime). Pero en este último ramo, Kant realiza una diferenciación en el carácter de cada nación europea.

En los franceses e italianos predomina el sentimiento de lo bello y en los alemanes, ingleses y españoles sobresalen por el sentimiento de lo
sublime. Dado que en cada “carácter nacional, que contiene en sí la expresión de lo sublime, este es ya del género terrible”; si especificamos este rubro tenemos que los españoles son inclinados a lo sublime extravagante, los ingleses a lo sublime noble y los alemanes a lo sublime magnífico. Los
caracteres nacionales europeos signados por el sentimiento de lo bello no deben desesperar, por ejemplo, si bien los franceses tienden a imaginar o inventar en metafísica o religión son, en compensación, buenos en geometría y matemática. Cuando aplicamos esta lógica a territorios no europeos la situación cambia.

Si pasamos a Oriente quedamos en territorio de lo sensible para el
carácter árabe que “degenera” en “monstruosidad” en el resto de los pueblos orientales (hindúes, chinos, etc). Se recupera un sentimiento sublime atenuado (con respecto a Europa) en los “salvajes” de América del Norte con su sentimiento de honor que degenera en venganza. Hay algo del sentimiento por lo bello en los salvajes canadienses, por el rol importante que ocupa la mujer en estas sociedades; sin embargo, esto trae aparejada una hiperocupación de la mujer en tareas políticas y hogareñas que implica nuevamente una desviación del sentimiento original. En el resto de los
pueblos americanos Kant encuentra INSENSIBILIDAD que se profundiza si pasamos al continente africano dado que según este los negros son incapaces de sentir y de razonar:

Los negros de África carecen por completo de una sensibilidad que se eleva por encima de lo insignificante. El señor Hume desafía a que se le presente un ejemplo de que un negro haya mostrado talento, y afirma que entre los cientos de millares de negros transportados a tierras extrañas, y aunque muchos de ellos hayan obtenido la libertad, no se ha encontrado uno solo que haya imaginado algo grande en el arte, en la ciencia o en cualquiera otra cualidad honorable, mientras entre los blancos se presenta frecuentemente el caso de los que, por sus conocimientos superiores, se levantan de un estado humilde y conquistan una reputación ventajosa (Kant 257).

Recapitulando, Europa es un continente cooptado por lo sublime aunque los pueblos signados por el sentimiento de lo bello igualmente acceden a plano racional. En América se pasa de lo sublime atenuado a la venganza y de lo bello a la hiperocupación/explotación de la mujer. En Oriente el sentimiento de lo bello de los árabes degenera en monstruosidad en hindúes y chinos. En África, nos encontramos en lo que podríamos llamar el PUNTO CERO NEGATIVO situado en las antípodas de la HIBRYS DEL PUNTO CERO en la que están localizadas las reflexiones y conocimientos de los pensadores occidentales. Podemos pensar que es en esta región que Kant sitúa el lugar absoluto de la otredad.

Desde principios de la Edad Media los modos de producción y los modos de vida que estos implican han mutado constantemente pero “el sistema fundador de creencias de la judeocristiandad ha permanecido todavía como ‘el último punto referencial’ de los sistemas sociales occidentales” (Wynter 61). Sin embargo, a partir del siglo XVI dicho sistema de creencias se seculariza trayendo como consecuencia que el ESPACIO DE LA OTREDAD ya no se situará en el reino de lo sobrenatural sino en “las figuras incorporadas de aquellos Otros Humanos” o CONDENADOS (Wynter 59). De esta manera, aquel desprendimiento trascendental de la otredad trae como consecuencia una re-aprehensión regional de la misma que, desde el texto de Kant analizado, podría situarse en África y en la piel negra.

Los subsistemas modulares de Kant (sensibilidad, imaginación, entendimiento, juicio y razón), que tienen sus propias reglas a priori;
poseen sucesivos puntos liminares (género, cultura y epidermis) que permiten delinear lo universal a través de lo OTRO INFORME o, en términos aristotélicos, en PURA POTENCIA.

2. El Otro en lo universal y lo otro y lo universal en Mariano Moreno

Desde el otro lado del atlántico Mariano Moreno estructura una episteme bifurcada que, en el nivel delineado por el “Plan Revolucionario de Operaciones”, aparece sin la FALTA con la cual reforzar (en el contraste carencia-totalidad) el régimen de verdad de cualquier sistema social. Es decir, no hay un CONDENADO carente al cual referirse en forma negativa para delimitar su episteme revolucionaria iluminista; existiría en esta última UNA FALTA DE LA FALTA y la inexistencia y no funcionalidad del condenado como elemento liminar.

De todas formas el OTRO es el “mandón” contrarrevolucionario que si funcionaría como elemento liminar que no es delimitado por su piel o su género sino por su adscripción al imperio español. Los condenados del sistema colonial son incluidos en libertad, humanidad e igualdad jurídica y racial por ejemplo en el artículo primero inciso dieciocho del “Plan Revolucionario de Operaciones” de agosto de 1810. El otro nivel bifurcado de la episteme morenista se encuentra en su “Disertación Jurídica sobre el servicio personal de los indios en general, y sobre el particular de yanaconas y mitarios” de 1802.

En este caso se pide la abolición de la mita y el yanaconazgo al ser formas laborales serviles y contrarias a la igualdad iusnaturalista del “natural” indígena y , desde esta perspectiva, deconstruye la figura del INDIO colonial equivalente al LEPROSO medieval europeo mencionados por Sylvia Winter.

Sin embargo, emerge la figura del OTRO PROLETARIO al defender /aceptar las relaciones contractuales, vía mercado laboral, para el trabajo en la mina de Potosí y en las haciendas (a realizar por “indios voluntarios”) aunque con reformas en la forma de trabajo. Así mismo, mantiene la figura del OTRO ESCLAVO/NEGRO como una humanidad a la que no hay que defender ni
rehabilitar dado que reemplazaría al indígena servil y trabajaría junto con el indígena “voluntario” o asalariado.

2.1 El Plan de Operaciones y el Otro en lo universal

Mariano Moreno transgrede los postulados iluministas en cuanto a la propagación de la información sobre los acontecimientos de la revolución aduciendo que en ciertos casos las luces pueden oscurecer el entendimiento pero no duda ni un instante en establecer un “reglamento de igualdad y libertad entre las distintas castas que tiene el Estado”. Si bien el objetivo es “excitar más los ánimos” revolucionarios hay una razón concreta de tradición iluminista que excede la Razón de Estado revolucionaria:
…pues a la verdad siendo por un principio innegable que todos los hombres descendientes de una familia están adornados de unas mismas cualidades, es contra todo principio o derecho de gentes querer hacer una distinción por la variedad de colores, cuando son unos efectos puramente adquiridos por la influencia de los climas; este reglamento y demás medidas son muy del caso en las actualidades presentes (Moreno 71; 2009)

La influencia del medioambiente natural en la conformación del aspecto físico visible de los seres humanos (fenotipo) o la influencia del medioambiente cultural y educacional en su conformación psíquica e intelectual fue un tipo de influencia sustentada por la corriente ecologista del siglo XVIII.

El desarrollo del determinismo racial del siglo XIX constituyó la contracara de la obsesión por el progreso en el siglo anterior. Si en los siglos XVIII y XIX se construye el modelo tripartito de progreso con variaciones en la denominación de cada etapa (salvajismo-barbarie-civilización / estadio teológico-metafísico-positivo, por ejemplo) y para el iluminismo la educación era la variable fundamental para alcanzar el estadio civilizado; para el determinismo racial la preocupación era “demostrar la transmisión hereditaria de diferencias raciales en la aptitud para crear, adquirir o alcanzar la civilización”(Marvin Harris 93).

Podemos pensar que un reglamento como el citado anteriormente está de acuerdo con la perspectiva científica ecologista dieciochesca que opera dentro
del territorio del iluminismo. Por otra parte, este ecologismo iluminista de Moreno se ve reforzado por su deseo de establecer también un “reglamento de la prohibición de la introducción de la esclavatura, como asimismo de su libertad” (Moreno 72; 2009).

El decisionismo revolucionario retorna en la forma de aplicar este nuevo reglamento:
*Si los esclavos están en posesión de amos del bando reaccionario se los libertará en el acto.
*Si los esclavos son de propietarios enrolados o relacionados a la causa revolucionaria la manumisión será gradual, dado que los esclavos comprarán su libertad con “un tanto mensual” de sus salarios como soldados del ejército revolucionario. De esta manera, se evitará el descontento de sus antiguos amos y su posible desafección de la causa revolucionaria.

En el artículo 9º inciso 3º Moreno proyecta extender la liberación de esclavos al Brasil. En esta parte del Plan se evidencia la importancia personal que para su autor asumía la abolición de la esclavitud. Dentro del objetivo de la extensión de la revolución al Brasil, iniciando con la provincia del Río Grande, Moreno propone a la junta comprometer y atraer a “todos los pueblos” de este reino a la causa revolucionaria. Brasil tenía, desde el siglo XVI, una economía floreciente en los cañaverales de azúcar trabajados con mano de obra esclava que afluía desde África sumando un total de cuatro millones de esclavos importados entre el siglo XVI y mediados del siglo XIX (Steven Hahn 20) . El enrolamiento de los distintos pueblos deberá ser tan profundo que avanzando por este camino y después de haber pasado la mitad del Rubicón ya no puedan retroceder hacia los brazos del monarca y estén totalmente a merced de la protección de las tropas revolucionarias. Es en este
momento en que se proclamará la libertad de los esclavos
… bajo el disfraz, para no descontentar en parte a sus amos, que serán satisfechos sus valores, no sólo con un tanto mensual de los sueldos que tengan en la milicia, como también con la garantía de los tesoros nacionales, y bastando armarlos y formar algunos batallones bajo la dirección de jefes que los instruyan y dirijan con el acierto que sea debido (Moreno121; 2009)

La igualdad y libertad de los sectores postergados parece ser un objetivo morenista situado en una posición superior y exterior a la lógica de la Razón de Estado revolucionaria dado que la liberación de esclavos se produce a riesgo de comprometer el apoyo revolucionario de la parte de los “pueblos”
pertenecientes a la elite económica brasileña: los propietarios de tierras y esclavos ligados a la producción azucarera. De todas formas, los ex – esclavos cumplirían desde este momento una dura e inestimable función militar favorable a la revolución.

2.2. La disertación doctoral, lo universal y lo otro

A lo largo de todo el texto de la tesis doctoral Mariano Moreno mediatiza cualquier crítica a las instituciones serviles coloniales con el siguiente contrapunto argumental: por un lado los monarcas españoles y los Papas aseguran la libertad jurídica de los indios y por otro los conquistadores, con
Colón a la cabeza, disponen e instaura de facto prácticas laborales serviles con mano de obra indígena. De esta manera, lo que podríamos llamar “República legal” se pervertiría en las prácticas coloniales que en el fondo adquieren carácter necesario en la coyuntura que excede al derecho natural. La tesis consta de dos partes que versan sobre el “servicio personal de los indios en general” y sobre los servicios particulares de los indios en donde Moreno se fija como objetivo demostrar que existe una “conformidad” entre estas prácticas serviles y las “piadosas intenciones” de los monarcas.

En la primera parte señala que por Real Cédula de 1542 se prohíbe la esclavitud de indígenas y se les otorga el status de vasallos de la corona española. Moreno diferencia entre dos tipos de resoluciones reales; las que conservan “a los naturales de las Indias en su perfecta libertad” (propter timorem) como la cédula arriba mencionada y las que obligarían al status jurídico indígena enunciadas por las primeras (propter conscientiam).

Ejemplo de estas últimas sería un Breve papal emitido en 1537 a consecuencia de una carta del obispo de Tlaxcala en la que le informa a Paulo III sobre la situación de esclavitud y explotación en la que vivían los indios. El Breve papal manda a que todos los indios “descubiertos” y los “por descubrir” “sean tenidos por verdaderos hombres capaces de la fe y religión cristiana, y que por buenos y blandos medios sean atraídos a ella, sin que se les hagan molestias, agravios ni vejaciones, ni sean puestos en servidumbre” bajo pena de excomunión (Moreno 133; 2010). Sin embargo, la ANANKÉ CIVILIZATORIA, es decir, las exigencias del poblamiento/conquista de las Indias y la REALPOLITIK de la corona española se oponen a los decretos papales. La necesidad de mano de obra para el laboreo de las minas, hacienda
y casas particulares hizo que estas necesidades alegadas por los “españoles descubridores” sean tenidas por legítimas aunque fuesen lo contrario. De esta manera, la práctica de las encomiendas se ven prohibidas por cédulas reales aunque un frente común de gobernadores y encomenderos y la
necesidad del monarca de conservar a encomenderos y gobernadores en Indias genera una resolución de compromiso: si bien la encomienda es aprobada finalmente por la corona, se prohíbe el servicio personal de los indios dado que los encomenderos solo podían cobrar la tasa real mediante una deducción del salario percibido por el indígena. Diversas prohibiciones (Ley 41. Titulo 12. Libro 6 de la Recopilación de Indias contra el servicio personal para religiosos de Filipinas sin mediación salarial y Ley 43. Título 12 contra el mismo tipo de prácticas realizadas por párrocos peruanos) no eliminan la encomienda sino que le agregan el lubricante capitalista de la relación salarial. Moreno ve con buenos ojos la creación de un mercado laboral en donde la obligación de cada indígena de trabajar para el conquistador/colono español sea matizada con la “libre elección” del empleador. A favor de esta posición Moreno cita extensamente la Ley 1º. Título 12. Libro 6 en donde se ordena que “los indios se lleven, y salgan a las plazas, y lugares públicos
acostumbrados para esto, donde con más comodidad suya pudieran ir, sin vejación ni molestia” para elegir entre “españoles, o ministros nuestros, prelados, religiones, sacerdotes, doctrineros, hospitales, o indios, y otras cualesquier congregaciones y personas de todos estados, y calidades” al
empleador más conveniente (Moreno 140; 2010).

En la segunda parte de la tesis Moreno señala que si bien la mita y el yanaconazgo fueron instituciones habilitadas en la práctica por la coyuntura histórica, en la actualidad deben ser abolidas y reemplazadas por relaciones salariales y contractuales. La huída masiva de indígenas de los corregimientos hace que estos busquen refugio en haciendas en las que se les da condiciones de trabajo mínimas, una parcela de terreno para la autosubsistencia y por esta última quedan fijados a la tierra cual siervos feudales o adscriptos al colonato romano. Si se ausentaban de este lugar cometían un “verdadero hurto de sus propias personas” (Moreno 140; 2010).

Es decir, que mediante esta huída y relocalización laboral se producía un retroceso en el surgimiento del mercado laboral capitalista. El contexto político en el que Moreno pide la libertad indígena de contratación laboral
esta dada por un pleito jurídico entre los hacendados de Siporo y los indios yanaconas que están adscriptos a dichas haciendas y exigen que se les desligue de este vínculo servil. En lo que respecta a la mita o trabajo servil en las minas Moreno dice que dicha producción constituye un eje económico central incluso más importante que la producción agraria.

Al respecto da ejemplos de la antigüedad clásica y de España. Luego establece que al ser las labores productivas de interés colectivo, al faltar mano de obra para el trabajo en las minas y al resistirse los indígenas a este trabajo la corona española estableció por Ley 19. Titulo 12 Libro 6 de la Recopilación de Indias la implementación de la mita con aborígenes. Pero cuando se encuentre un número suficiente de “esclavos o naturales voluntarios” este servicio así organizado debía cesar. De esta manera la mita o servicio por turnos de origen incaico y adoptado por los conquistadores se reemplazaría por mano de
obra esclava y un mercado laboral con mano de obra indígena “voluntaria”.

La mita se establece entonces con un carácter de excepcionalidad y condicionalidad por contravenir el derecho natural y humanidad de los indígenas rehabilitado cuando los brazos requeridos sean proporcionados por el OTRO LIMINAR. En lo que respecta al peor trabajo minero, el de los desagues, por disposición real se procurará practicarlos “con negros o cualquier otra clase de gente” (Moreno 154; 2010).

3. A manera de conclusión

Podemos observar entonces como la episteme morenista del Plan de Operaciones es inclusiva con respecto al conjunto que denominaremos “razón-humanidad” al abarcar dentro de sí a cualquier región, estamento y color de piel. La episteme que emerge de la Disertación doctoral, quizá por ser
defendida a la vera del Cerro del Potosí aún en la etapa anterior a la revolución y al ser Moreno un sufrido estudiante de clase media de exiguos recursos, es con respecto al mismo conjunto inclusiva aunque asimétricamente con respecto al indígena y negadora de humanidad con respecto al esclavo
negro. El hermano y biógrafo de Mariano Moreno (Manuel Moreno) describe la excepcional situación de explotación de los integrantes de los pueblos originarios que al no ser adquiridos como los esclavos negros son expoliados hasta su extinción física sin perjuicio del minero capitalista.

Mariano Moreno, en el inicio de su carrera como abogado, centra su atención específicamente en estas comunidades a las que defiende desde el estudio de Agustín Gascón inculpando tanto al intendente de Cochabamba como al alcalde de Chayanta. Por esta labor en el foro, la situación de Moreno se complica y decide retornar a Buenos Aires luego de cinco años.

Bibliografía

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Términos claves de la teoría poscolonial latinoamericana 61

Las siete P’s de la violencia de los hombres

Las siete P’s de la violencia de los hombres
Michael Kaufman, Ph.D.
www.michaelkaufman.com

Por un momento mis ojos se alejaron de la concurrencia, pasando por las ventanas de la pequeña sala de conferencias hacia los Himalayas, al norte de Katmandú. Me encontraba allí conduciendo un taller producto, en gran medida, del notable trabajo de UNICEF y UNIFEM que, un año antes, habían reunido a mujeres y hombres del sur de Asia para discutir el problema de la violencia contra las mujeres y las niñas y, más importante aún, para trabajar conjuntamente en la búsqueda de soluciones.[1]

Al voltear a ver a las mujeres y los hombres del grupo, experimenté una sensación más familiar que diferente: mujeres que asumían grandes riesgos –en algunos casos poniendo sus vidas en peligro– para combatir la ola de violencia contra mujeres y niñas.

Hombres que apenas empezaban a encontrar sus voces anti-patriarcales y a descubrir formas para trabajar junto a las mujeres. Y lo que me sorprendió de una manera agradable fue la respuesta positiva a una serie de ideas que presenté acerca de la violencia de los hombres. Hasta entonces, no estaba del todo seguro de que se trataran principalmente de las realidades en Norte y Sudamérica y Europa –es decir, culturas fuertemente europeizadas– o que tuvieran una resonancia más amplia.

He aquí el núcleo de este análisis.

Poder patriarcal: la primera “P”

Los actos individuales de violencia de los hombres ocurren dentro de lo que he descrito como “la tríada de la violencia de los hombres”. La violencia de los hombres contra las mujeres no ocurre en aislamiento, sino que está vinculada a la violencia de los hombres contra otros hombres y a la
interiorización de la violencia; es decir, la violencia de un hombre contra sí mismo.[2]

De hecho, las sociedades dominadas por hombres no se basan solamente en una jerarquía de hombres sobre las mujeres, sino de algunos hombres sobre
otros hombres. La violencia o la amenaza de violencia entre hombres es un mecanismo utilizado desde la niñez para establecer ese orden jerárquico.
Un resultado de ello es que los hombres “interiorizan” la violencia — o quizás sea que las demandas de la sociedad patriarcal estimulan instintos biológicos que, de lo contrario, permanecerían relativamente dormidos o serían benignos. La consecuencia no es solamente que niños y hombres aprendan a utilizar selectivamente la violencia, sino también, como veremos más adelante, a transformar una gama de emociones en ira, la cual ocasionalmente se torna en violencia dirigida hacia sí mismos, como ocurre, por ejemplo, con el abuso de sustancias y las conductas autodestructivas.

Esta tríada de la violencia de los hombres –cada forma de violencia ayudando a crear las otras– ocurre dentro de un ambiente que nutre la violencia: la organización y las demandas de las sociedades patriarcales o dominadas por hombres.

Lo que ha dado a la violencia su arraigo como una forma de hacer negocios, lo que la ha naturalizado como una norma de facto en las relaciones humanas, es la manera en que ha sido articulada en nuestras ideologías y estructuras sociales. Dicho sencillamente, los grupos humanos crean formas
auto-perpetuadoras de organización social e ideologías que explican, dan significado, justifican y alimentan estas realidades creadas.

La violencia también es tejida en estas ideologías y estructuras por la sencilla razón de que les ha representado enormes beneficios a grupos particulares: en primer lugar, la violencia (o al menos la amenaza de violencia) ha ayudado a conferir a los hombres (como grupo) una rica gama de privilegios y formas de poder.

Si, de hecho, las formas originales de jerarquía y poder sociales son aquéllas que se basan en el sexo, entonces esto formó, hace tiempo, un modelo para todas las formas estructuradas de poder y privilegios que
otros disfrutan como resultado de la clase social o el color de la piel, la edad, la religión, la orientación sexual o las capacidades físicas. En tal contexto, la
violencia o la amenaza de ésta se convierte en un medio para asegurar el disfrute continuo de privilegios y de ejercicio de poder. Es, a la vez, un
resultado y el medio hacia un fin.

La percepción de derecho a los privilegios: la segunda “P”

La experiencia individual de un hombre que ejerce violencia puede no girar en torno a su deseo de mantener el poder. Su experiencia consciente no es
la clave aquí. Por el contrario, tal como el análisis feminista ha señalado repetidamente, tal violencia es a menudo la consecuencia lógica de la percepción que ese hombre tiene sobre su derecho a ciertos privilegios.

Si un hombre golpea a su esposa porque ella no tuvo la cena a tiempo sobre la
mesa, no lo hace sólo para asegurar que no vuelva a ocurrir; es también una indicación de que percibe tener el derecho a que alguien le sirva. Otro ejemplo es el hombre que ataca sexualmente a una mujer durante una cita: esto tiene que ver con su percepción del derecho al placer físico, aun cuando
ese placer sea enteramente unilateral. En otras palabras, tal como muchas mujeres han señalado, no son sólo las desigualdades de poder que conducen
a la violencia, sino una percepción consciente o a menudo inconsciente del derecho a los privilegios.

La tercera “P”: permiso

Indiferentemente de las complejas causas sociales y psicológicas de la violencia de los hombres, ésta no prevalecería si no existiera en las costumbres sociales, los códigos legales, la aplicación de la ley y ciertas enseñanzas religiosas, un permiso explícito o tácito para ejercerla. En muchos países, las leyes sobre la violencia contra las esposas o la violencia sexual son relajadas o inexistentes; en muchos otros, las leyes apenas son aplicadas; y en otros más hay leyes absurdas, como en los países donde una denuncia de violación sólo puede ser perseguida si existen varios testigos masculinos o donde no se toma en cuenta el testimonio de la mujer.

En tanto, los actos de violencia de los hombres o la agresión violenta (en este caso, usualmente contra otros hombres) son celebrados en los deportes y el cine, en la literatura y la guerra. La violencia no sólo es permitida; también se glamoriza y se recompensa.

La raíz histórica misma de las sociedades patriarcales es el uso de la violencia como un medio clave para resolver disputas y diferencias, ya sea entre individuos, grupos de hombres o, más tarde, naciones.

A menudo recuerdo este permiso cuando oigo sobre un hombre o una mujer que no llamó a la policía al percatarse que una vecina, un niño o niña estaba
siendo golpeada. Esto se considera un asunto “privado”. ¿Podemos imaginar a alguien que mira que una tienda está siendo robada y rehusándose a llamar a la policía porque es un asunto privado entre el delincuente y el propietario del establecimiento?

La cuarta “P”: la paradoja del poder de los hombres

Mi argumento, sin embargo, es que tales cosas no explican por sí mismas la diseminada naturaleza de la violencia de los hombres, ni las conexiones entre
la violencia de los hombres contra las mujeres, ni las múltiples formas de violencia entre hombres.

Aquí necesitamos revisar las paradojas del poder de los hombres o lo que yo he denominado “las experiencias contradictorias del poder entre los
hombres”.[3]

Las formas en que los hombres hemos construido nuestro poder social e individual son, paradójicamente, la fuente de una fuerte dosis de temor, aislamiento y dolor para nosotros mismos. Si el poder se construye como una capacidad para dominar y controlar, si la capacidad de actuar en formas “poderosas” requiere de la construcción de una armadura personal y de una temerosa distancia respecto de otros, si el mundo mismo del poder y los privilegios nos aparta del mundo de la crianza infantil y el sustento emocional, entonces estamos creando hombres cuya propia experiencia del poder está plagada de problemas incapacitantes.

Esto ocurre particularmente porque las expectativas interiorizadas de la masculinidad son en sí mismas imposibles de satisfacer o alcanzar. Éste bien podría ser un problema inherente al patriarcado, pero parece ser especialmente cierto en una era y en culturas donde los rígidos límites de género han sido derribados. Ya se trate de logros físicos o financieros, o de la supresión de una gama de emociones y necesidades humanas, los imperativos de la hombría (en contraposición a las simples certezas de la masculinidad biológica) parecen
requerir de vigilancia y trabajo constantes, especialmente para los hombres más jóvenes.

Las inseguridades personales conferidas por la incapacidad de pasar la prueba de la hombría, o simplemente la amenaza del fracaso, son suficientes para llevar a muchos hombres, en particular cuando son jóvenes, a un abismo de temor, aislamiento, ira, autocastigo, autorrepudio y agresión.
Dentro de tal estado emocional, la violencia se convierte en un mecanismo compensatorio. Es la forma de reestablecer el equilibrio masculino, de
afirmarse a sí mismo y afirmarles a otros las credenciales masculinas de uno. Esta expresión de violencia usualmente incluye la selección de un blanco que sea físicamente más débil o más vulnerable. Podría ser un niño, una niña o una mujer, o bien grupos sociales como hombres homosexuales, o una minoría religiosa o social, o inmigrantes, quienes son blancos fáciles de la inseguridad y la ira de hombres individuales, especialmente debido a que tales grupos a menudo no han recibido protección legal adecuada. (Este mecanismo compensatorio está claramente indicado, por ejemplo, en la mayoría de ataques a homosexuales cometidos por grupos de hombres jóvenes en un periodo de sus vidas en que experimentan el mayor grado de inseguridad respecto a pasar la prueba de la hombría.)

Lo que permite la violencia como un mecanismo compensatorio individual ha sido una amplia aceptación de ésta como un medio para solucionar diferencias y afirmar el poder y el control. La han hecho posible el poder y los privilegios que los hombres han gozado, lo codificado en las creencias, las prácticas, las estructuras sociales y las leyes.

La violencia de los hombres en sus múltiples formas es, entonces, el resultado tanto del poder de los hombres como de la percepción de su derecho a los privilegios, el permiso para ciertas formas de violencia y el temor (o la certeza) de no tener poder. Pero todavía hay más.

La quinta “P”: la armadura psíquica de la masculinidad

La violencia de los hombres es también el resultado de una estructura de carácter típicamente basada en la distancia emocional respecto de otros. Tal como muchas personas hemos sugerido, las estructuras psíquicas de la masculinidad son creadas en tempranas pautas de crianza que a menudo son tipificadas por la ausencia del padre y de hombres adultos — o, al menos, por la distancia emocional de los hombres.

En este caso, la masculinidad es codificada por la ausencia y construida al nivel de la fantasía. Pero aun en aquellas culturas patriarcales donde la presencia del padre es mayor, la masculinidad es codificada como un rechazo a la madre y a la feminidad, es decir, un rechazo a las
cualidades asociadas con los cuidados y el sustento emocional. Según han hecho notar varias psicoanalistas feministas, esto crea rígidas barreras del ego o, en términos metafóricos, una fuerte armadura.

El resultado de este complejo y particular proceso de desarrollo psicológico es una habilidad disminuida para la empatía (la experiencia de lo que otras personas están sintiendo) y una incapacidad para experimentar las necesidades y los sentimientos de otras personas como algo necesariamente relacionado a los propios. Los actos de violencia contra otra persona son, por tanto, posibles.

¿Cuán frecuentemente escuchamos a un hombre decir que él “realmente no lastimó” a la mujer a quien golpeó? Sí, él se está justificando, pero parte del problema es que puede no experimentar realmente el dolor que está provocando. ¿Cuán a menudo escuchamos a un hombre decir “ella quería tener sexo”? De nuevo, puede estar justificándose, pero esto también podría
ser un reflejo de su disminuida capacidad para leer y comprender los sentimientos de otra persona.

Masculinidad como una olla psíquica de presión: la sexta “P”

Muchas de nuestras formas dominantes de masculinidad dependen de la interiorización de una gama de emociones y su transformación en ira. No
se trata sólo de que el lenguaje de las emociones de los hombres sea frecuentemente mudo o que nuestras antenas emocionales y nuestra capacidad
para la empatía estén un tanto truncadas. Ocurre también que numerosas emociones naturales han sido descartadas como fuera de límites e inválidas.

Aunque esto tiene una especificidad cultural, es bastante típico que los niños aprendan, a una temprana edad, a reprimir sentimientos de temor y dolor. En el campo de los deportes enseñamos a los niños a ignorar el dolor. En casa les decimos que no lloren y que actúen como hombres. Algunas
culturas celebran una masculinidad estoica. (Y debo enfatizar que los niños aprenden todo esto para sobrevivir: de ahí la importancia de que no
culpemos al niño o al hombre individual por los orígenes de sus conductas actuales, aun cuando, a la vez, le responsabilicemos por sus actos.)

Por supuesto, como humanos seguimos experimentando incidentes que provocan una respuesta emocional. Pero los mecanismos usuales de la respuesta emocional, desde la vivencia real de una emoción hasta la expresión de los sentimientos, sufren un corto circuito a variados grados entre muchos hombres. Sin embargo, de nuevo para muchos hombres, la única emoción que goza de alguna validación es la ira. El resultado es que una gama de emociones es canalizada en la ira. Aunque tal canalización no es exclusiva de los hombres (ni es el caso para todos los hombres), en algunos no son inusuales las respuestas violentas ante el temor y el sufrimiento, ante la inseguridad y el dolor, ante el rechazo y el menosprecio.

Esto es particularmente cierto cuando el sentimiento producido es el de no tener poder. Tal sentimiento sólo exacerba las inseguridades masculinas: si la
masculinidad es una cuestión de poder y control, no ser poderoso significa no ser hombre. De nuevo, la violencia se convierte en el medio para probar lo contrario ante sí mismo y ante otros.

La séptima “P”: Pasadas experiencias

Para algunos hombres, todo esto se combina con experiencias más flagrantes. Demasiados hombres en el mundo crecieron en hogares donde la madre
era golpeada por el padre. Crecieron presenciando conductas violentas hacia las mujeres como la norma, como la manera de vivir la vida. Para
algunos, esto tiene como consecuencia una repulsión hacia la violencia, mientras en otros produce una respuesta aprendida. En muchos casos
ocurren ambas cosas: hombres que utilizan la violencia contra las mujeres a menudo experimentan un profundo repudio por sí mismos y por sus conductas.

Pero la frase “respuesta aprendida” es casi demasiado simplista. Los estudios han mostrado que niños y niñas que crecen presenciando violencia tienen muchas más probabilidades de actuar violentamente. Tal violencia puede ser una forma de recibir atención; puede ser un mecanismo de manejo, una forma de exteriorizar sentimientos imposibles de manejar. Estos patrones de conducta van más allá de la niñez: muchos de los individuos que terminan en programas para hombres que utilizan la violencia fueron testigos de abusos contra su madre o los sufrieron ellos mismos.

Las experiencias pasadas de muchos hombres también incluyen la violencia que ellos mismos han padecido. En numerosas culturas, aunque los niños
pueden tener la mitad de probabilidades de las niñas de experimentar abuso sexual, para ellos es doble la probabilidad de ser objeto de abuso físico. De
nuevo, esto no produce un resultado fijo, y tales resultados no son exclusivos de los niños. Pero en algunos casos estas experiencias personales inculcan profundos patrones de confusión y frustración, en los que los niños han aprendido que es posible lastimar a una persona amada y donde sólo las manifestaciones de ira pueden eliminar sentimientos de dolor profundamente arraigados.

Finalmente, está el amplio ámbito de la violencia trivial entre niños que, en la infancia, no parece en absoluto insignificante. En muchas culturas, los niños crecen con experiencias de peleas, de hostigamiento y brutalización. La mera
sobrevivencia requiere, para algunos, aceptar e interiorizar la violencia como una norma de conducta.

Poniendo fin a la violencia

Este análisis, aunque presentado en una forma tan condensada, sugiere que cuestionar la violencia de los hombres requiere de una respuesta articulada que incluya:
• Desafiar y desmantelar las estructuras de poder y privilegios de los hombres y poner fin al permiso cultural y social hacia los actos de violencia. Si aquí es donde la violencia empieza, no podemos erradicarla sin el apoyo de mujeres y hombres al feminismo y a las reformas y transformaciones sociales, políticas, legales y culturales que ello implica.
• Redefinir la masculinidad o, más bien, desmantelar las estructuras psíquicas y sociales de género que traen consigo tal peligro. La paradoja
del patriarcado es el dolor, la ira, la frustración, el aislamiento y el temor de la mitad de la especie, a la cual le son dados un poder relativo y privilegios.

Ignoramos todo esto a nuestro propio riesgo. A fin de llegar exitosamente a los hombres, este trabajo debe tener como premisas la compasión, el amor y
el respeto, combinados con un claro desafío a las normas masculinas negativas y sus resultados destructivos. Los hombres profeministas que
realizamos este trabajo debemos hablarles a otros hombres como si fueran nuestros hermanos, y no como extraños que no son tan iluminados o merecedores como nosotros.

• Organizar e involucrar a los hombres para que trabajen en cooperación con las mujeres a fin de dar una nueva forma a la organización de género de la
sociedad, en particular nuestras instituciones y las relaciones a través de las cuales criamos niños y niñas. Esto requiere de un énfasis mucho mayor en
la importancia de los hombres como sustentadores emocionales y cuidadores, plenamente involucrados en la crianza infantil en formas positivas y libres de violencia.
• Trabajar con hombres que ejercen violencia de una forma que simultáneamente cuestione sus percepciones y privilegios patriarcales y llegue a ellos con respeto y compasión. No es necesario que nos guste lo que han hecho para actuar con empatía hacia ellos y sentir horror por los factores que han llevado a un niño a convertirse en un hombre que a veces hace cosas terribles. A través de tal respeto, estos hombres pueden, de hecho, encontrar el
espacio para cuestionarse a sí mismos y unos a otros. De lo contrario, el intento por llegar a ellos sólo alimentará sus inseguridades como hombres
para quienes la violencia ha sido su compensación tradicional.
• Realizar actividades educativas explícitas, tales como la Campaña del Lazo Blanco, que involucran a hombres y niños en el cuestionamiento de sí mismos y de otros hombres para erradicar todas las formas de violencia.[4] Éste es un desafío positivo para que los hombres nos expresemos con nuestro amor y nuestra compasión por las mujeres, los niños, las niñas y otros hombres.
Toronto, Canadá
Octubre de 1999

1. Este taller fue organizado por Save the Children/ReinoUnido). El financiamiento para el viaje fue proporcionado por Development Services International de Canadá. La discusión del taller de 1998 en Katmandú se encuentra en el libro de Ruth Finney Hayward, «Breaking the Earthenware Jar» (que será publicado en el 2000). Ruth fue la mujer que motivó las
reuniones en Katmandú.
2. Michael Kaufman, “The Construction of Masculinity and the Triad of Men’s Violence”, en M. Kaufman, editor. «Beyond Patriarchy: Essays by Men on Pleasure, Power and Change», Toronto: Oxford University Press, 1985. Reimpreso en inglés en Laura L. O’Toole y Jessica R. Schiffman, «Gender
Violence» (Nueva York: NY University Press, 1997) y extractado en Michael S. Kimmel y Michael A. Messner, «Men’s Lives» (Nueva York: Macmillan, 1997); en alemán en BauSteineMänner, «Kritische Männerforschung» (Berlín:
Arument Verlag, 1996); y en español en «Hombres: Poder, placer y cambio» (Santo Domingo: CIPAF, 1989.)
3. Michael Kaufman, «Cracking the Armor: Power, Pain and the Lives of Men» (Toronto: Viking Canada, 1993 y Penguin, 1994) y “Men, Feminism, and Men’s Contradictory Experiences of Power,” en Harry Brod y Michael Kaufman, editores, «Theorizing Masculinities» (Thousand Oaks, CA:
Sage Publications, 1994), traducido al español como “Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Luz G. Arango et al, editores, «Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino» (Bogotá: Tercer Mundo, 1995) y en forma revisada como “Las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Teresa Valdés y José Olavarría, editores, «Masculinidad/es. Poder y crisis», Ediciones de las Mujeres No. 23. (Santiago: Isis Internacional y FLACSO Chile, junio de 1997).
4. White Ribbon Campaign (Campaña del Lazo Blanco), 365 Bloor St. East, Suite 1600, Toronto, Canadá M4W 3L4. Tel. 1-416-920-6684 – Fax: 1-416-920-1678.

Agradezco a las personas con quienes discutí varias de las ideas en este texto: Jean Bernard, Ruth Finney Hayward, Dale Hurst, Michael Kimmel, mis colegas en la Campaña del Lazo Blanco y una mujer en Woman’s World ’99 en Tromso, Noruega, quien no ofreció su nombre pero que, durante un
periodo de discusión sobre una versión anterior de este texto, sugirió que era importante destacar explícitamente el “permiso” como una de las “P’s”.

Una versión anterior de este texto fue publicada en una edición especial de la revista de la Asociación Internacional para Estudios sobre Hombres (International Association for Studies of Men), Vol. 6, No. 2 (junio de 1999)
(http://www.ifi.uio.no/~eivindr/iasom).

(c) Michael Kaufman, 1999. Este texto no deberá ser distribuido en forma impresa o electrónica sin autorización escrita.
Michael Kaufman
mk@michaelkaufman.com www.michaelkaufman.com

Traducido con autorización del autor por: Laura E. Asturias (Guatemala) leasturias@intelnet.net.gt
Lista de artículos sobre masculinidad (disponibles por correo electrónico): www.artnet.com.br/~marko/astulist.htm

La crisis y el agotamiento histórico de El Salvador

a arquitectura económica, social y político-institucional de la posguerra se agotó en el cuarto gobierno de ARENA (2004-2009), empeorándose la situación con la crisis económico-financiera internacional que golpeó más a El Salvador en Latinoamérica. La tarea histórica de los gobiernos del FMLN (2009-2019) era liderar una profunda transformación del país. Siete años y medio después constatamos que agudizaron la crisis heredada sin poner las bases mínimas de dicha transformación, agotándose el segundo gobierno en la mitad de su gestión. Sus últimos dos años y medio serán marcados por el ajuste fiscal y el deterioro de la situación económica y social, y por juicios de corrupción y enriquecimiento ilícito de funcionarios de anteriores administraciones y, talvez, de esta. Impulsados por la Fiscalía General de la República y la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia,

dichos procesos tendrán creciente respaldo internacional y apoyo popular, en el marco de una nueva matriz de opinión pública latinoamericana contra la corrupción y la impunidad.

El final de la década será también de las dos décadas de gobiernos populistas en Latinoamérica liderados por la familia del FMLN y de su gobierno: el Castro-Chavismo y la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA). Estos dilapidaron dos décadas de desarrollo y democracia en Latinoamérica y el impulso de una visión más realista de inserción competitiva y democrática de nuestros países en el capitalismo y la democracia global del siglo XXI.

La situación que hoy vivimos es producto de los efectos económicos y sociales acumulados de la guerra y de la instalación del modelo patrimonialista/neoliberal en el ámbito político-institucional y económico-social en la posguerra.

Este se caracterizó por un decreciente crecimiento económico y una limitada integración social que insertó al país a la globalización al revés, con un modelo de exportación de mucha gente y pocos bienes y servicios, con capacidad disminuida de producir y redistribuir riqueza, compensando los crecientes déficits familiares y macroeconómicos con remesas y endeudamiento crecientes. Mientras tanto, el sistema político-institucional fue incapaz de reformarse a tiempo para profundizar y consolidar la democracia y la institucionalidad, e impulsar el desarrollo. Este modelo económico- político nos llevó a la crisis actual, agudizada por la capacidad de los últimos dos gobiernos de exacerbarla y por su incapacidad de sentar las bases de la transformación nacional.

Pareciera que nuestra historia transcurre en ciclos de relativo progreso seguidos de crisis, ambos, en mi interpretación, de una duración aproximada de 20 años: 1950-1972/1972-1991/1992-2008/2008-…. La particularidad de la crisis de 1972-1991 correspondiente a la guerra civil y el progreso contradictorio de la posguerra 1992-2008 es que en dicho período de tres décadas y media, el mundo experimentó –probablemente– el más profundo cambio de época de la historia de la humanidad: de la hegemonía keynesiana a la hegemonía neoliberal en el pensamiento y política económica internacional; la reestructuración del capitalismo mundial y la globalización acelerada, la revolución científico-tecnológica y digital, y de las comunicaciones, el derrumbe del socialismo real, la conformación de los grandes bloques económicos comerciales, el surgimiento de las potencias económicas de China e India, y la hegemonía creciente de la economía asiática; y la importancia creciente de la democracia y de la institucionalidad en el mundo occidental al que pertenecemos.

La mayor parte del liderazgo y de los partidos políticos de las pequeñas naciones del norte de Centroamérica no tomaron nota de las implicaciones de semejante cambio, con liderazgos autoritarios centrados en la guerra, primero, y en la reconstrucción de posguerra, después. Su fotografía de la realidad nacional e internacional tiene entre dos y tres décadas de retraso. El sistema político-institucional y los liderazgos de la guerra y posguerra-que siguen siendo los mismos- están agotados, obstaculizando el desarrollo del CA-4 que El Salvador debería liderar. Una parte de la derecha política y del empresariado nacional sigue aferrada a una interpretación histórica y proyecto agotado. Su solución es simple: que regrese ARENA al poder, aun sin proyecto alguno de transformación nacional.

Un estudio reciente de la Escuela de Negocios de Harvard sobre la competitividad, alaborado por un equipo dirigido por Michael Porter, descubrió que el sistema político es uno de los principales obstáculos para el desarrollo económico de Estados Unidos: “El problema es que estamos estancados… nuestro sistema político se ha convertido en el principal obstáculo para el desarrollo de la economía…” (“Problemas no resueltos y una nación dividida”).

El diseño, visión compartida e implantación de un nuevo proyecto de desarrollo nacional/regional que tenga espacio, viabilidad y respaldo nacional e internacional constituye el mayor desafío de nuestro tiempo. – See more at: http://www.laprensagrafica.com/2016/09/22/la-crisis-y-el-agotamiento-historico-de-el-salvador#sthash.07ZKFhzm.dpuf

Eurocentrismo y colonialismo en el pensamiento social latinoamericano

EUROCENTRISMO Y COLONIALISMO EN EL
PENSAMIENTO SOCIAL LATINOAMERICANO
Edgardo Lander

El pensamiento político y social sobre este continente ha estado atravesado históricamente por una tensión entre la búsqueda de sus especificidades y miradas externas, que han visto estas tierras desde la óptica reducida de la experiencia europea. En forma asociada se ha dado la oposición entre la apuesta por las ricas potencialidades de este Nuevo Mundo, y el lamento de su diferencia en contraste con el ideal representado por la cultura y la composición racial europea.
Sin embargo, las miradas externas, propiamente coloniales y la aflicción de la diferencia han sido ampliamente hegemónicas.

Basta una revisión somera del texto de las primeras constituciones republicanas para ver como el pensamiento liberal, al buscar realizar un trasplante para instaurar aquí una réplica de su lectura de la experiencia europea o norteamericana, hace abstracción de las condiciones culturales e históricas particulares de las sociedades a propósito de las cuales se propone legislar.

El lamento de la diferencia, la incomodidad de vivir en un continente que no es blanco, urbano cosmopolita, civilizado, encuentra en el positivismo su máxima expresión. Asumiendo en bloque los supuestos y prejuicios del pensamiento europeo del siglo pasado el racismo científico, el patriarcado, la idea del progreso se reafirma el discurso colonial.

El continente es pensado desde una sola voz, a partir de un solo sujeto: blanco, masculino, urbano, cosmopolita. El resto, la mayoría, es un “Otro” bárbaro, primitivo, negro, indio, que nada tiene que aportar al futuro de estas sociedades. Habría que blanquearlos y occidentalizarlos, o exterminarlos.

La institucionalización en este siglo de las ciencias sociales en las universidades latinoamericanas sólo alteró parcialmente la hegemonía de este discurso. Los dogmas liberales del progreso, desarrollo, y el binomio atraso-modernización, fueron incorporados como premisas en una lectura que en consecuencia hacía pocas concesiones a la especificidad de la realidad estudiada. La sociología de la modernización ha sido la expresión más nítida de este positivismo científico colonial. En el marxismo latinoamericano, Mariátegui es la máxima expresión de la tensión con las miradas eurocéntricas, pero éstas terminan por hacerse dominantes tanto en el mundo académico como en la acción política. Sin que sea para ello necesario hacer un balance global de sus aportes y limitaciones, es posible afirmar que el intento más original de abordar colectivamente, desde perspectivas propias el diagnóstico y las propuestas de futuros posibles para estas sociedades, lo constituyen las formulaciones teóricas desarrolladas a partir del estructuralismo de la CEPAL y del enfoque de la dependencia en las décadas de los sesenta y los setenta.

En las ciencias sociales de esas décadas hay una fuerte vertiente que se diferencia de las prácticas metropolitanas no sólo por sus contenidos y problemas, sino también por su estilo intelectual. No se establecen deslindes absolutos entre los juicios de hecho y los juicios de valor propios de las ciencias positivistas, y no se le teme a la asociación entre producción de conocimiento y compromiso político. Las barreras entre los compartimientos disciplinarios, característicos en especial de las ciencias sociales norteamericanas, se hacen en extremo porosas. Más que aproximaciones interdisciplinarias o multidisciplinarias, tienden a respetarse poco esas demarcaciones. Sobre la indagación empírica y la cuantificación, prima el esfuerzo interpretativo global que busca dar cuenta de los procesos históricos, políticos, sociales y culturales, como realidad que no podía ser descompuesta en compartimientos estancos. Las categorías conceptuales más importantes de las ciencias sociales latinoamericanas de la época, muchas de ellas originales de éstas, ilustran las direcciones y la riqueza de las búsquedas que caracterizaron a esa producción intelectual: dependencia, colonialismo interno, heterogeneidad estructural, pedagogía del oprimido, marginalidad, explotación, investigación-acción, colonialismo intelectual, imperialismo, liberación. Consecuencia, sin duda, del contexto político internacional particularmente los procesos de descolonización y el tercer mundismo las ciencias sociales latinoamericanas interrumpen su diálogo exclusivo con las de los países centrales y por única vez en su historia se nutren de, y sobre todo enriquecen, la producción de los otros continentes del mundo periférico. Sin embargo, ésta producción teórica permaneció al interior del metarelato universal de la modernidad y del desarrollo, y no logró asumir sino tímidamente las consecuencias del pluralismo de historias, culturas y sujetos existentes en el continente.

En los últimos lustros ha sido clara la tendencia a la reversión de estos intentos de pensar al continente desde sí mismo, y a la readopción de las perspectivas, metodologías y visiones del mundo eurocéntricas. No se trata sólo de procesos internos a las ciencias sociales. Estos desplazamientos ocurren en un contexto de derrota de los movimientos revolucionarios y reformistas, la impronta profunda de la experiencia autoritaria del Cono Sur, la crisis del marxismo, el colapso del socialismo real, y la consecuente pérdida de la confianza utópica.
Un aspecto central de los cambios ocurridos en las ciencias sociales son sus transformaciones institucionales. En los países el Cono Sur las ciencias sociales fueron prácticamente expulsadas de las universidades, con consecuencias que aún después del retorno a la democracia, sería difícil sobreestimar. Se produjo una severa ruptura entre la historia anterior y las nuevas generaciones
de estudiantes. El desplazamiento hacia los centros privados, el trabajo de investigación con financiamiento externo, los informes sobre asuntos acotados a ser presentados en plazos perentorios, representaron cambios fundamentales de estilo intelectual cuyas consecuencias han sido ampliamente reconocidasiii.

En otros países la expansión violenta de la matrícula estudiantil, el colapso presupuestario y la trasformación de los recintos universitarios en arena privilegiada de confrontación política, territorio de reflujo de organizaciones de izquierda derrotadas en otros espacios de la sociedad, condujo a un profundo deterioro de la vida académica. El potencial de la universidad como ámbito para la creación de conocimiento alternativo fue sacrificado en función de un gremialismo y utilitarismo político a corto plazo que todavía representa un gran lastre para estas instituciones. Los actuales procesos de reforma de las universidades forman parte de una necesaria recuperación de estos espacios para la producción intelectual. Sin embargo, las tendencias que hoy dominan apuntan en direcciones inquietantes. En primer lugar, la actual institucionalización no cuestiona los nítidos deslindes disciplinarios de las ciencias sociales. La construcción del conocimiento a partir de los paradigmas del siglo XIX establece severas barreras a la posibilidad de pensar fuera de los límites definidos por el liberalismo. Consecuencia entre otras cosas del creciente énfasis en los estudios empíricos, se asumen como supuestos básicos, como fundamentos pre-teóricos respecto a la naturaleza de los procesos histórico sociales, algunas de las cuestiones primordiales que deberían ser motivo de reflexión crítica.
Las transformaciones en la escuelas de economía han sido particularmente notorias. El acotamiento de “lo económico”, como campo de estudio de una rigurosa disciplina científica objetiva, y el creciente énfasis en la cuantificación desconectan a la economía de las tradiciones reflexivas, y la convierten en una disciplina de orientación básicamente instrumental. El creciente formalismo que se ha instaurado en los análisis de la democracia en el continente y el progresivo desprendimiento de la idea de democracia de toda noción substantiva y normativa son igualmente ilustrativos de los desplazamientos que ocurren en la actualidad en las ciencias sociales del continente(Lander, 1997). Un indicador puntual, pero significativo, con potenciales repercusiones amenazantes para la posibilidad de un pensamiento más autónomo, son los modelos de evaluación de las universidades y de los investigadores que se generalizan a partir de la experiencia mexicana. Subyacen a la mayor parte de estos sistemas criterios “universalistas” de acuerdo a los cuales la producción de las universidades del continente debe tener como referente de excelencia a la ciencia de los países más “avanzados”. Expresión de esto es la ponderación privilegiada que se le da a la publicación en revistas extranjeras especializadas en estos sistemas de evaluación. Bajo el manto de la objetividad, de hecho, se está afirmando que la creación intelectual de los científicos sociales de las universidades latinoamericanas debe regirse por las demarcaciones disciplinarias, regímenes de verdad, metodologías, problemas y prioridades de investigación de las ciencias sociales metropolitanas, tal como estos se expresan en las políticas editoriales de las más prestigiosas revistas en cada disciplina. La evaluación estrictamente individualizada, en base a criterios de productividad. parecería estar expresamente diseñada para obstaculizar las dinámicas de trabajo colectivo y reflexiones abiertas, sin presiones inmediatas de tiempo y financiamiento, requeridas para repensar los supuestos epistemológicos, interpretaciones históricas y formas actuales de institucionalización del conocimiento de lo histórico-social.

Neoliberalismo y postmodernidad y teorías postcoloniales

Son dos las influencias teóricas preponderantes en las ciencias sociales latinoamericanas actuales: el neoliberalismo y la postmodernidad. Desde el punto de vista de las tensiones a las cuales se ha hecho referencia, el neoliberalismo tiene contenidos unívocos. Es una reafirmación dogmática de las concepciones lineales de progreso universal y del imaginario del desarrollo. Asume a los países centrales como modelo hacia el cual hay que dirigirse inexorablemente. Se refuerzan aquí las miradas coloniales que sólo reconocen como sujetos significativos a los portadores de proyectos modernizantes: los empresarios, los tecnócratas, los vecinos de clase media, los habitantes de la mitológica sociedad civil. La indiferencia ante los Otros, que no encuentran lugar en esta utopía de mercado y democracia liberal, delata la permanencia del racismo fundante del pensamiento colonial. Han sido retomados con renovado entusiasmo los supuestos más funestos de la sociología de la modernización. Desde el patrón de referencia del imaginario de lo “moderno”, toda diferencia se convierte en un obstáculo a ser superado. Las nociones de equidad y autonomía adquieren la connotación de lo arcaico, lo obsoleto. En esta radicalización del universalismo desaparece toda especificidad histórica. Los expertos de los organismos financieros internacionales pueden saltar de país en país e indistintamente asesorar a Rusia, Polonia o Bolivia en las virtudes del mercado. La economía es una ciencia, los lugares, la gente, las costumbres en la cuales ésta opera son un accidente de menor importancia ante la universalidad de sus leyes objetivas.
Es otro el potencial de la postmodernidad. A diferencia del carácter monolítico de las formulaciones teóricas neoliberales, los efectos de la postmodernidad en los problemas destacados en este texto han sido ambiguos. Esta abarca una amplia gama de perspectivas, propuestas de método y sensibilidades que ofrecen tanto amplias y ricas potencialidades, como nuevos obstáculos y riesgos para la meta de repensar el continente.
Las corrientes principales del pensamiento postmoderno (y su recepción en el continente) no han sido capaces de escapar los límites de la narrativa eurocéntrica occidental en la cual está, en lo esencial, ausente la incorporación del efecto de la experiencia imperial y colonialiv. De acuerdo a Gayatri Chakravorty Spivak, algunas de las críticas más radicales que se originan en el Occidente en la actualidad son el resultado de un deseo de conservar al “sujeto de Occidente o al Occidente como sujeto”, al pretender que éste carece de “determinaciones geopolíticas” (1994, p. 66). Explorando las posiciones de Foucault y Deleuze, concluye que sus aportes están severamente restringidos por el hecho de ignorar tanto la violencia epistémica del imperialismo, como la división internacional del trabajo. Argumenta Spivak que al asumir la versión del Occidente autocontenido, se ignora su producción por el proyecto imperialista (1994, p. 86). En estas visiones la crisis de la historia europea asumida como universal, se convierte en la crisis de toda historia. La crisis de los metarelatos de la filosofía de la historia, de la seguridad en sus leyes, se convierte en la crisis de todo futuro. La crisis de los sujetos de esa historia es la disolución de todo sujeto. El desencanto de una generación marxista que vivió en carne propia el derrumbe político y teórico del marxismo/socialismo y sufrió existencialmente el trauma del reconocimiento del gulag, son convertidos en escepticismo universal y en el fin de los proyectos y de la política, justificadora de una actitud cool de no compromiso en la cual está ausente la indignación ética ante la injusticia. En reacción al estructuralismo, economicismo y determinismo, se enfatizan los procesos discursivos y de creación de sentido tan unilateralmente que desaparecen del mapa cognitivo las relaciones económicas y toda noción de explotación.
La crisis de los modelos políticos y epistemológicos totalizantes conduce al retraimiento hacia lo descentrado, lo parcial, lo local, haciéndose opaco el papel que en el mundo contemporáneo desempeñan poderes políticos, militares y económicos centralizados. La Guerra del Golfo no pasa de ser un gran simulacro, un espectáculo televisivo. Lo que está en crisis para estas perspectivas no es la modernidad, sino una de sus dimensiones constitutivas, la razón histórica (Quijano, 1990). Su otra dimensión, la razón instrumental, el desarrollo científico-tecnológico sin límite, el pensamiento tecnocrático y la lógica universal del mercado, no encuentran aquí ni crítica ni resistencia. La historia continúa existiendo sólo en un sentido limitado: a los países subdesarrollados todavía les queda un trecho por recorrer para llegar a la meta en la cual los aguardan los ganadores de la gran carrera universal hacia el progreso. Poco parece importar el hecho de que muchos quizás la mayoría de los habitantes de la tierra no podrán llegar esa meta, dado que los patrones de consumo y niveles de bienestar material de los países centrales sólo son posibles como consecuencia de una utilización absolutamente desproporcionada de los recursos y de la capacidad de carga del planeta. No recogen estas opciones las potencialidades inmensas del reconocimiento de la crisis de la modernidad, que abren posibilidades de formas radicalmente diferentes de pensar al mundo, si entendemos la este momento histórico como crisis de las pretensiones hegemónicas del modelo civilizatorio occidental. Son otras las consecuencias de una interpretación que reconozca que no son los procesos históricos los que se agotan, sino la fantasmagórica historia universal imaginada por Hegel.

Serían otras las implicaciones para el mundo no occidental, y para los sujetos subordinados, excluidos, negados en todo el planeta, si el colonialismo, el imperialismo, el racismo, el sexismo, no fuesen pensados como lamentables subproductos de la modernidad europea, sino como parte de sus condiciones de posibilidad. Es otra la mirada que le podemos dar a la llamada crisis del sujeto si asumimos que el extermino de los “nativos” y la esclavitud transatlántica, la subordinación y exclusión del Otro, no fueron sino la otra cara, el espejo necesario para la construcción del sí mismo, condición y contraste indispensable para la constitución de las identidades modernas. No recogen estas opciones las potencialidades inmensas del reconocimiento de la crisis de la modernidad, que abren posibilidades de formas radicalmente diferentes de pensar al mundo, si entendemos la este momento histórico como crisis de las pretensiones hegemónicas del modelo civilizatorio occidental. Son otras las consecuencias de una interpretación que reconozca que no son los procesos históricos los que se agotan, sino la fantasmagórica historia universal imaginada por Hegel. Serían otras las implicaciones para el mundo no occidental, y para los sujetos subordinados, excluidos, negados en todo el planeta, si el colonialismo, el imperialismo, el racismo, el sexismo, no fuesen pensados como lamentables subproductos de la modernidad europea, sino como parte de sus condiciones de posibilidad. Es otra la mirada que le podemos dar a la llamada crisis del sujeto si asumimos que el extermino de los “nativos” y la esclavitud transatlántica, la subordinación y exclusión del Otro, no fueron sino la otra cara, el espejo necesario para la construcción del sí mismo, condición y contraste indispensable para la constitución de las identidades modernas.

Son estas lecturas las que desde diversas partes del mundo realizan en forma muy heterogénea los estudios subalternos (Guha y Spivak, 1988); el análisis del discurso colonial y la teoría postcolonial (Spivak, 1988; Williams y Chrisman 1994); el afrocentrismo (Asante, 1987 y 1992; Diop, 1974 y 1981). Se transciende en estas interpretaciones la noción eurocéntrica de la crisis de la modernidad y se exploran otros espacios, aparecen otras voces, historias y sujetos que no tenían cabida en el proyecto occidental universalizante. Estas vertientes teóricas comparten con las posturas postmodernas algunas preocupaciones y énfasis metodológicos como la crítica al determinismo y al economicismo, la centralidad tanto del estudio de los procesos culturales y simbólicos, como del análisis de los discursos y las representaciones. Igualmente algunos autores considerados fundantes de las vertientes postmodernas particularmente Foucault han tenido una significativa influencia en algunas de estas posturas que globalmente podrían ser caracterizadas como postcoloniales. Es este el caso, por ejemplo, de una de las obras seminales de estas perspectivas, El Orientalismo, de Edward Said (1979).
Se presentan aquí algunas disyuntivas y opciones de estrategia intelectual en relación a las formas en las cuales deben ser abordados, desde el pensamiento social latinoamericano, los retos que plantea la crisis de la modernidad. En vista de que, como dice Said: “Ha llegado un momento en nuestro trabajo en el cual ya no podemos ignorar los imperios y el contexto imperial de nuestros estudios.” (Said, 1993, p. 6), es indispensable interrogarse sobre la medida en que las perspectivas teóricas postmodernas ofrecen un marco de referencia adecuado para transgredir los límites coloniales de los saberes modernos.
Los asuntos a los cuales se refieren las propuestas postcoloniales han sido formulados y retomados en diferentes momentos de la historia del pensamiento social latinoamericano en este siglo. (Martí, 1987; Mariátegui, 1979; Fals Borda, 1970; Retamar, 1976)v. Ha habido un extraordinario desarrollo en los últimos lustros asociado a la revitalización de las luchas de los pueblos indígenasvi. Y sin embargo, paradójicamente, es ésta una preocupación relativamente marginal en el mundo académico fuera de la antropología y algunas áreas de las humanidades. La herencia de las ciencias sociales modernas continúa siendo asumida como “lo mejor el pensamiento universal”, que debe ser aplicada creativamente al estudio de las realidades del continente. Consecuencia tanto de las dificultades institucionales y de comunicación, como de las orientaciones universalistas prevalecientesvii (¿colonialismo intelectual? ¿cosmopolitanismo subordinado?), existe hoy en la academia latinoamericana poco diálogo con la vigorosa producción intelectual de la India, de muchas regiones de África y de académicos de estas regiones que están residenciados en Europa o los Estados Unidos. Los puentes más efectivos entre estas tradiciones intelectuales está siendo ofrecida hoy por latinoamericanos que trabajan en universidades norteamericanas (Escobar, 1995; Walter Mignolo, 1996a y 1996b; Coronil, 1996).

En América Latina, como en el resto del mundo, la creación artística y literaria y los estudios culturales no han estado amarrados por los sesgos impuestos por los moldes disciplinarios y regímenes de verdad de las ciencias sociales. Han sido por ello, mucho más permeables a la diversidad y la posibilidad de miradas no coloniales sobre este continente. Constituyen hoy un espacio particularmente rico desde los cuales asumir los retos de abrir e impensar las ciencias sociales que nos formula Immanuel Wallerstein (1991).

Poscriptum: El informe Gulbenkian
El informe Gulbenkian (Wallerstein, 1996) realiza un aporte fundamental a esta discusión al contextualizar tanto temporal como espacialmente el proceso de constitución y consolidación institucional de las disciplinas de las ciencias sociales, tal como hoy las conocemos. Es necesario, sin embargo, ir más allá y explorar todas las implicaciones que tiene para el conocimiento del mundo de hoy el hecho de que esas disciplinas fuesen establecidas de esa manera.
Como señala dicho texto, las ciencias sociales modernas se desarrollaron en Inglaterra, Alemania, Francia, Italia y los Estados Unidos, y se ocupaban de “describir la realidad de esos mismos cinco países” (Wallerstein, 1996, p. 23). Del hecho de que el resto del mundo fuese segregado a ser estudiado por otras disciplinas la antropología y el orientalismo (Wallerstein, 1996, pp. 23-28), no es posible concluir, sin embargo, que esos otros territorios, culturas y pueblos no estuviesen presentes como referente implícito todas las disciplinas. La separación entre los estudios de los euro-norteamericanos y los otros se hace sobre el supuesto de diferencias esenciales entre unos y otros. El problema que plantea el eurocentrismo de las ciencias sociales no es sólo que sus categoría fundamentales fueron desarrolladas para unos lugares y luego fueron posteriormente utilizadas más o menos creativa o rígidamente para el estudio de otras realidades. De ser así, bastaría con un conocimiento local, nativo latinoamericano para superar sus límites. El problema reside en el imaginario colonial a partir del cual construye su interpretación del mundo, imaginario que ha permeado a las ciencias sociales de todo el planeta haciendo que la mayor parte de los saber sociales del mundo periférico sea igualmente eurocéntricoviii. En esas disciplinas se naturaliza la experiencia de las sociedades europeas: su organización económica el mercado es la forma “natural” de la organización de la producción, corresponde a “una psicología individual universal” (Wallerstein, 1996) p. 20); su organización política el Estado europeo es la forma “natural” de la existencia política.
Los diferentes pueblos del planeta están organizados según una noción del progreso en sociedades jerárquicamente más avanzadas, superiores, modernas, y otras sociedades más atrasadas, tradicionales, no modernas. En este sentido, la sociología, la teoría política, y la economía no han sido menos coloniales ni menos liberales, que lo que lo han sido la antropología y el orientalismo, en los cuales estos supuestos han sido develados más fácilmente. Es esta la base del complejo cognitivo e institucional del desarrolloix.

No es lo mismo asumir que el patrimonio de las ciencias sociales es parroquial, que concluir que es colonial: las implicaciones son totalmente diferentes. Si se trata de un patrimonio parroquial, hay que plantearse el expandir el campo de cobertura de las experiencias y realidades estudiadas para completar unas teorías y métodos del conocer que son adecuadas para determinados lugares y tiempo, y menos adecuadas para otros. Es diferente el problema que se plantea cuando concluimos que nuestro conocimiento tiene carácter colonial y está asentado sobre supuestos que implican procesos sistemáticos de exclusión y subordinación.
Reconocer el carácter colonial de los saberes sociales hegemónicos en el mundo contemporáneo plantea retos más exigentes y más complejos que lo que podría suponerse a partir de las conclusiones del Informe Gulbenkian. Estos saberes están compleja, pero inseparablemente, imbricados en las articulaciones del poder en el mundo contemporáneo. El diálogo con otros sujetos y otras culturas no se logra sino muy parcial y tímidamente mediante la incorporación de representantes de esos sujetos y culturas otrora excluidos de la ciencias sociales. Esto supone largos procesos de aprendizajes y socialización en determinados regímenes de verdad a fin de los cuales puede suponer que sólo podrán darse críticas “internas” a la disciplina. Dadas, por ejemplo, las acotaciones actuales de la economía, son limitadas las posibilidades de formulación desde esa disciplina de alternativas radicalmente diferentes a las formuladas por el pensamiento liberal. La cosmovisión liberal (concepción de la naturaleza humana, de la riqueza, de relación hombre-naturaleza), está incorporada como premisa en la constitución disciplinaria de ese campo de conocimiento.
El logro de efectivas comunicaciones interculturales horizontales, democráticas, no coloniales y por lo tanto, libres de dominación, subordinación, y exclusión requería trascender el debate al interior de las disciplinas oficiales de las ciencias modernas y abrirse a diálogos con otras culturas y otras formas de conocimiento. Aquí, aparte de rigideces epistemológicas y del inmenso peso de la inercia institucional, los principales obstáculos son de naturaleza política: las posibilidades de una comunicación democrática están severamente limitadas por las profundas desigualdades de poder existentes entre las partes.

Referencias bibliográficas
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Kuper, A. (1988), The Invention of Primitive Society: Transformations of an Illusion, London: Routledge.
Lander, E. (1997), La democracia en las ciencias sociales contemporáneas, Serie Bibliográfica FOBAL-CS N1 2, Caracas: Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela e Instituto Autónomo Biblioteca Nacional.
Mariátegui, J.C. (1979), 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, Caracas, Biblioteca Ayacucho.
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Spivak, G.C. (1994), “Can the Subaltern Speak?”, en William, P. y L. Chrisman (eds.), Colonial Discourse and Post-Colonial Theory. A Reader, New York: Columbia University Press, 66-111.
Notas

i. Una versión preliminar de este texto será publicada en el número especial de la revista Nueva Sociedad con motivo de la celebración de sus 25 años.

ii. La eficacia de este orden discursivo colonial no ha sido evidentemente uniforme, su hegemonía no ha estado libre de contestación. La Revolución Mexicana es en América Latina el caso paradigmático de la presencia de otras voces y miradas como parte de un proceso de profunda convulsión social.

iii. Como aspecto positivo, desde el punto de vista de los temas que aquí se discuten, destaca el hecho de que estos nuevos contextos institucionales son mucho más flexibles que los departamentos universitarios, predominando el abordaje en base a problemas, sobre los nítidos deslindes disciplinarios.

iv. En palabras de David Slater, “…el etnocentrismo occidental no termina con lo moderno, y que su presencia en lo postmoderno requiere mucho más análisis crítico.” (Slater, 1994. p. 88). En este trabajo Slater analiza las limitaciones eurocéntricas de algunos de los autores más representativos del pensamiento postmoderno: Foucault, Baudrillard, Rorty y Vattimo.

v.Para un aporte más reciente, ver: Quijano, 1992.
vi. La expresión más rica de estos debates es la abundante colección de revistas y libros que sobre una amplia gama de asuntos relacionados con los pueblos indígenas ha venido publicando en Quito la editorial Abya Yala durante los últimos años.
vii. Esto es, asumir lo occidental-liberal como lo universal.
viii. De hecho algunas del las críticas más radicales y sólidas al eurocentrismo de las ciencias sociales están siendo formuladas en la actualidad desde la academia de Europa y sobre todos los Estados Unidos (Bernal, 1987; Stocking, 1987; Young, 1990 y 1995).
ix. Para un estudio extraordinariamente rico del proceso de creación del discurso e imaginario del desarrollo en la post-guerra, y su compleja y eficaz institucionalidad internacional, ver: Arturo Escobar, 1995.

Teaching social theory as alternative discourse

Teaching social theory as alternative discourse
Syed Farid Alatas
THIRD WORLD RESURGENCE

While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in the teaching of basic and mainstream social science courses in most universities around the world, says Syed Farid Alatas.

ORIENTALISM defines the content of education in such a way that the origins of the social sciences and the question of alternative points of view are not thematised. It is this lack of thematisation which makes it highly unlikely that the works of non-European thinkers would be given the same attention as European and American social theorists such as Marx, Weber, Durkheim and others. Orientalism is a thought-style that is not restricted to Europeans. The social sciences are taught in the Third World in a Eurocentric manner. This has contributed to the alienation of social scientists from local and regional scholarly traditions. Furthermore, courses in sociology and the other social sciences generally do not attempt to correct the Orientalist bias by introducing non-Western thinkers. If we take the 19th century as an example, the impression is given that during the period that Europeans such as Marx, Weber, Durkheim and others were thinking about the nature of society and its development, there were no thinkers in Asia and Africa doing the same.
The absence of non-European thinkers in these accounts is particularly glaring in cases where non-Europeans had actually influenced the development of social thought. Typically, a history of social thought or a course on social thought and theory would cover theorists such as Montesquieu, Vico, Comte, Spencer, Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Toennies, Sombart, Mannheim, Pareto, Sumner, Ward, Small, and others. Generally, non-Western thinkers are excluded.
Here it is necessary to make a distinction between Orientalism as the blatantly stereotypical portrayal of the ‘Orient’ that was so typical of 19th century scholarship, and the new Orientalism of today which is characterised by the neglect and silencing of non-Western voices. If at all non-Europeans appear in the texts and courses, they are objects of study of the European scholars and not knowing subjects, that is, sources of sociological theories and ideas. This is what is meant by the silencing or marginalisation of non-Western thinkers.
Teaching social theory: Universalising the canon
It seems fitting, therefore, to provide examples of social theorists of non-European backgrounds who wrote on topics and theorised problems that would be of interest to those studying the broad-ranging macro processes that have become the hallmark of classical sociological thought and theory. In my own teaching I have been concentrating on Ibn Khaldun and José Rizal (Alatas, S.F., 2009). I would like to say a few words about the latter, as I believe that his work is of particular interest to us in South-East Asia.
The Filipino thinker and activist José Rizal (1861-1896) was probably the first systematic social thinker in South-East Asia. He raised original problems and treated them in a creative way. He lived during the formative period of sociology but theorised about the nature of society in ways not done by Western sociologists. He provides us with a different perspective on the colonial dimension of the emerging modernity of the 19th century.
Rizal was born into a wealthy family. His father ran a sugar plantation on land leased from the Dominican Order. As a result, Rizal was able to attend the best schools in Manila. He continued his higher studies at the Ateneo de Manila University and then the University of Santo Tomas. In 1882 Rizal departed for Spain where he studied medicine and the humanities at the Universidad Central in Madrid.
Rizal returned to the Philippines in 1887. This was also the year that his first novel, Noli Me Tangere (Touch Me Not), was published. The novel was a reflection of exploitative conditions under Spanish colonial rule and enraged the Spanish friars. It was a diagnosis of the problems of Filipino society and a reflection of the problems of exploitation in Filipino colonial society. His second novel, El Filibusterismo (The Revolution), published in 1891, examined the possibilities and consequences of revolution.
If we were to construct a sociological theory from Rizal’s works, three broad aspects can be discerned in his writings. First, we have his theory of colonial society, a theory that explains the nature and conditions of colonial society. Second, there is Rizal’s critique of colonial knowledge of the Philippines. Finally, there is his discourse on the meaning and requirements for emancipation.
In Rizal’s thought, the corrupt Spanish colonial government and its officials oppress and exploit the Filipinos, while blaming the backwardness of the Filipinos on their alleged laziness. But Rizal’s project was to show that in fact the Filipinos were a relatively advanced society in pre-colonial times, and that their backwardness was a product of colonialism. This required a reinterpretation of Filipino history.
During Rizal’s time, there was little critique of the state of knowledge about the Philippines among Spanish colonial and Filipino scholars. Rizal, being well-acquainted with Orientalist scholarship in Europe, was aware of what would today be referred to as Orientalist constructions. This can be seen from his annotation and republication of Antonio de Morga’s Sucesos de las Islas Filipinas (Historical Events of the Philippine Islands) which first appeared in 1609. De Morga, a Spaniard, served eight years in the Philippines as Lieutenant Governor General and Captain General and was also a justice of the Supreme Court of Manila (Audiencia Real de Manila) (de Morga, 1890/1991: xxxv).
Rizal republished this work with his own annotation in order to correct what he saw as false reports and slanderous statements to be found in most Spanish works on the Philippines, as well as to bring to light the pre-colonial past that was wiped out from the memory of Filipinos by colonisation (de Morga, 1890/1962: vii). This includes the destruction of pre-Spanish records such as artefacts that would have thrown light on the nature of pre-colonial society. Rizal found de Morga’s work an apt choice as it was, according to Ocampo, the only civil history of the Philippines written during the Spanish colonial period, other works being mainly ecclesiastical histories. The problem with ecclesiastical histories, apart from the falsifications and slander, was that they ‘abound in stories of devils, miracles, apparitions, etc., these forming the bulk of the voluminous histories of the Philippines’ (de Morga, 1890/1962: 291 n. 4). For Rizal, therefore, existing histories of the Philippines were false and biased as well as unscientific and irrational. What Rizal’s annotations accomplished were the following:
1. They provide examples of Filipino advances in agriculture and industry in pre-colonial times.
2. They provide the colonised’s point of view of various issues.
3. They point out the cruelties perpetrated by the colonisers.
4. They furnish instances of hypocrisy of the colonisers, particularly the Catholic Church.
5. They expose the irrationalities of the Church’s discourse on colonial topics.
Rizal noted that the ‘miseries of a people without freedom should not be imputed to the people but to their rulers’ (Rizal, 1963b: 31). Rizal’s novels, political writings and letters provide examples such as the confiscations of lands, appropriation of labour of farmers, high taxes, forced labour without payment, and so on. Colonial policy was exploitative despite the claims or intentions of the colonial government and the Catholic Church. In fact, Rizal was extremely critical of the ‘boasted ministers of God [the friars] and propagators of light(!) [who] have not sowed nor do they sow Christian moral, they have not taught religion, but rituals and superstitions’ (Rizal, 1963b: 38).
This position required Rizal to critique colonial knowledge of the Filipinos. He went into history to address the colonial allegation regarding the supposed indolence of the Filipinos. This led to his understanding of the conditions for emancipation and the possibilities of revolution.
The myth of the indolent Filipino
Bearing in mind the reinterpreted account of Filipino history, Rizal undertakes a critique of the discourse on the lazy Filipino native that was perpetuated by the Spaniards. The theme of indolence is an important one that formed a vital part of the ideology of colonial capitalism. Rizal was probably the first to deal with it systematically. This concern was later taken up by Syed Hussein Alatas in his seminal work The Myth of the Lazy Native (1977), which contains a chapter entitled ‘The Indolence of the Filipinos’, in honour of Rizal’s essay of the same title (Rizal, 1963a).
The basis of Rizal’s sociology is his critique of the myth of the indolent Filipino. It is this critique, and the insight that the backwardness of Filipino society was due not to the Filipinos themselves but rather to the nature of colonial rule, that provides the proper background for understanding Rizal’s criticisms against the clerical establishment and colonial administration.
In his famous essay ‘The Indolence of the Filipinos’, he defines indolence as ‘little love for work, lack of activity’ (Rizal, 1963a: 111). He then refers to indolence in two senses. First, there is indolence in the sense of the lack of activity that is caused by the warm tropical climate of the Philippines that ‘requires quit and rest for the individual, just as cold incites him to work and to action’ (Rizal, 1963a: 113). Rizal’s argument is as follows:
‘The fact is that in the tropical countries severe work is not a good thing as in cold countries, for there it is annihilation, it is death, it is destruction. Nature, as a just mother knowing this, has therefore made the land more fertile, more productive, as a compensation. An hour’s work under that burning sun and in the midst of pernicious influences coming out of an active nature is equivalent to a day’s work in a temperate climate; it is proper then that the land yield a hundredfold! Moreover, don’t we see the active European who has gained strength during winter, who feels the fresh blood of spring boil in his veins, don’t we see him abandon his work during the few days of his changeable summer, close his office, where the work after all is not hard – for many, consisting of talking and gesticulating in the shade beside a desk – run to watering-places, sit down at the cafes, stroll about, etc.? What wonder then that the inhabitant of tropical countries, worn out and with his blood thinned by the prolonged and excessive heat, is reduced to inaction?’ (Rizal, 1963a: 113).
What Rizal is referring to here is the physiological reaction to the heat of a tropical climate, which, strictly speaking, as Syed Hussein Alatas noted, is not consistent with Rizal’s own definition of indolence, that is ‘little love for work’. The adjustment of working habits to the tropical climate should not be understood as a result of laziness or little love for work.
There is a second aspect of Rizal’s concept of indolence that is more significant, sociologically speaking. This is indolence in the real sense of the term, that is, little love for work or the lack of motivation to work:
‘The evil is not that a more or less latent indolence [in the first sense, that is, the lack of activity] exists, but that it is fostered and magnified. Among men, as well as among nations, there exist not only aptitudes but also tendencies toward good and evil. To foster the good ones and aid them, as well as correct the bad ones and repress them would be the duty of society or of governments, if less noble thoughts did not absorb their attention. The evil is that indolence in the Philippines is a magnified indolence, a snow-ball indolence, if we may be permitted the expression, an evil which increases in direct proportion to the square of the periods of time, an effect of misgovernment and backwardness, as we said and not a cause of them’ (Rizal, 1963a: 114).

A similar point was made by Gilberto Freyre in the context of Brazil:
‘And when all this practically useless population of caboclos and light-skinned mulattoes, worth more as clinical material than they are as an economic force, is discovered in the state of economic wretchedness and non-productive inertia in which Miguel Pereira and Belisario Penna found them living – in such a case those who lament our lack of racial purity and the fact that Brazil is not a temperate climate at once see in this wretchedness and inertia the result of intercourse, forever damned, between white men and black women, between Portuguese males and Indian women. In other words, the inertia and indolence are a matter of race…

‘All of which means little to this particular school of sociology. Which is more alarmed by the stigmata of miscegenation than it is by those of syphilis, which is more concerned with the effects of climate than it is with social causes that are susceptible to control or rectification; nor does it take into account the influence exerted upon mestizo populations – above all, the free ones – by the scarcity of foodstuffs resulting from monoculture and a system of slave labor, it disregards likewise the chemical poverty of the traditional foods that these peoples, or rather all Brazilians, with a regional exception here and there, have for more than three centuries consumed; it overlooks the irregularity of food supply and the prevailing lack of hygiene in the conservation and distribution of such products’ (Freyre, 1956: 48).

Rizal’s important sociological contribution is his raising of the problem of indolence to begin with, as well as his treatment of the subject-matter, particularly his view that indolence is not a cause of the backwardness of Filipino society. Rather, it was the backwardness and disorder of Filipino colonial society that caused indolence. For Rizal, indolence was a result of the social and historical experience of the Filipinos under Spanish rule. We may again take issue with Rizal as to whether this actually constitutes indolence as opposed to the reluctance to work under exploitative conditions. What is important, however, is Rizal’s attempt to deal with the theme systematically. Rizal examined historical accounts by Europeans from centuries earlier which showed Filipinos to be industrious. This includes the writing of de Morga. Therefore, indolence must have social causes and these were to be found in the nature of colonial rule. Rizal would have agreed with Freyre that:

‘It was not the “inferior race” that was the source of corruption, but the abuse of one race by another, an abuse that demanded a servile conformity on the part of the Negro to the appetites of the all-powerful lords of the land. Those appetites were stimulated by idleness, by a “wealth acquired without labor…”’ (Freyre, 1956: 329).
Freyre suggested that it was the masters rather than the slaves who were idle and lazy. He referred to the slave being ‘at the service of his idle master’s economic interests and voluptuous pleasure’ (Freyre, 1956: 329).
Teaching social theory: Correcting the biases

A course on social theory that corrects the Eurocentric bias should not only focus on non-Western thinkers. It should critically deal with Western thinkers that make up the canon. This is what a colleague, Vineeta Sinha, and I have done in our course on Social Thought and Social Theory at the National University of Singapore, a discussion of which was carried out in the journal Teaching Sociology (Alatas & Sinha, 2001). The discussion in the rest of this section is drawn from that paper.

Bearing in mind the ‘Western’ origins of writings that are seen to constitute the corpus of sociological theory, we felt that the theme of Eurocentrism would provide a crucial additional point of orientation and could also provide for a meaningful and empowering discourse.

A cautionary word on our usage of the term ‘Eurocentrism’ is necessary. As we understand the term, it signifies far more than its literal and common-place meaning ‘Europe-centredness’. We hold that Eurocentrism connotes a particular position, a perspective, a way of seeing and not-seeing that is rooted in a number of problematic claims and assumptions.

We also did not want to ourselves essentialise by assigning to the three theorists examined – Marx, Weber and Durkheim -the same, generalised usage of the label ‘Eurocentrism’. In fact we quite consciously strived to establish the specific and different ways in which aspects of the theories under consideration might be Eurocentric or not. We are further aware that the recognition of Eurocentrism in the writings of Marx, Weber and Durkheim is neither a surprise nor a recent discovery.

Yet despite the datedness of this theme in the social sciences, the critique of Eurocentrism has not meaningfully reshaped or restructured the ways in which we theorise the emergence of the classical sociological canon. So despite ‘knowing’ that some aspects of Marx’s, Weber’s and Durkheim’s writings are ‘Eurocentric’ and expectedly so, the issue of how this impacts our contemporary reading of their works remains largely unaddressed and untheorised.

We also made it clear to our students that to characterise the works of Marx, Weber and Durkheim as being Eurocentric or Orientalist was not to suggest that it was possible for European theorists to be otherwise. They were, after all, products of their time. However, from the vantage point of our own time other readings of their works are possible.
In an effort to deal with these issues, we assigned an essay by Wallerstein on Eurocentrism (1996). Wallerstein discusses a number of ways in which social science is Eurocentric. Eurocentric historiography yielded accounts according to which whatever Europe was dominant in (bureaucratisation, capitalism, democracy, etc.) was good and superior and such dominance was explained in terms of characteristics peculiar to Europeans. Thus, Europe considered itself to be a unique civilization in the sense that it was the site of the origin of modernity, the autonomy of the individual (vis-a-vis family, community, state, religion, etc.), and non-brutal behavior in everyday life. The idea that European society was progressive (industrialisation, democracy, literacy, education) and that this progress would spread elsewhere, became entrenched in the social sciences. Furthermore, social science theories assumed that the development of modern capitalist society in Europe was not only good, but would be replicated elsewhere and that, therefore, scientific theories are valid across time and space.
Our aim in this project was not only to look for ‘other’ founding fathers of sociology, such as Rizal, but to ask how we should read Marx, Weber or Durkheim given the Eurocentrism of the ‘Western’ social sciences. Thus, the rethinking entailed emphasising those aspects of, say, Marx’s works that demonstrate his Eurocentrism, or selecting Weber’s writings that either prove or invalidate similar charges levelled at him. For example, in addition to reading Marx’s Contribution to the Critique of Political Economy and the Grundrisse, we also chose to focus on Marx’s discussion of the Asiatic mode of production and his discussions on colonialism in India (Marx & Engels, 1968), themes that are routinely excluded in sociological theory courses. More importantly, through our treatment of these substantive issues we further hoped to generate discussions about the effects of identifying Eurocentric biases in these works.
The need to reorient the course in this way is held to be all the more important because we note that Eurocentrism is not only found in European scholarship, but has affected the development of the social sciences in non-Western societies in a number of ways:
(i) The lack of knowledge of our own histories as evidenced in textbooks. In textbooks used in Asia and Africa, there tends to be less information on these parts of the world because the textbooks are invariably written in the United States or the United Kingdom. For example, we know more about the daily life of the European premodern family than that of our own. This is because sociology arose in the context of the transition from feudalism to capitalism and, therefore, the European historical context is the defining one. Normal development is defined as a move from feudalism to capitalism; therefore, that is the normal thing to study. The object of study is defined by this bias of normal development. In our own societies, while the priority is to study modern capitalist societies as well, the problem is that we begin with European precapitalist societies and draw attention to our own precapitalist societies in order to show that they constituted obstacles to modernization.
(ii) Through Eurocentrism, images of our society are constructed which we come to regard as real until Eurocentric scholarship yields alternative images which may be equally Eurocentric. It was widely believed that values, attitudes and cultural patterns as a whole change in the process of modernization and that such changes were inevitable (Rudolph & Rudolph, 1967; Kahn, 1979). However, after the experience of high growth in East Asia in the 1980s and early 1990s, traditional cultural patterns such as those derived from Confucianism were offered as a factor explaining growth. With the onset of the Asian financial crisis in 1997, however, once again Confucianism and Asian values had become suspect for having a hand in the economic decline.
(iii) The lack of original theorizing. Because of the deluge of works on theory, methodology and empirical research arising mainly from North America and Europe, there has been much consumption of imported theories, techniques and research agendas.
Bearing in mind the above three problems, it was stressed to our students that they should (i) bear in mind the context in which sociological theory developed; (ii) gauge its usefulness for the study of our own context (non-Western); and (iii) be aware of the Eurocentric aspects of sociological theory, which detract from its scientific value.
In dealing with the theme of Eurocentrism in the course we presented to our students the following assessment with regard to specific aspects of the works of Marx, Weber and Durkheim. Here I discuss the example of Marx.
While the section on Marx did deal with traditional topics such as the transition from feudalism to capitalism, circulation and production, alienation, class consciousness, the state, and ideology, there was an attempt to work into the materials the three interrelated objectives referred to above. For example, we put it to the class that the relevance of Marx’s discussion on the transition from feudalism to capitalism is that it suggests that the presence of an emerging bourgeoisie in feudal society and a weak decentralised state in feudal societies were preconditions for the rise of capitalism. This in turn implies that these preconditions were non-existent in non-European societies. We pushed our students further with these queries: To what extent is this true and to what extent is this a Eurocentric view?
In line with Eurocentric assumptions that Europe was unique, it was assumed that such prerequisites were not to be found outside of Europe and that precapitalist modes of production outside of Europe were obstacles to capitalist development. An example was the Asiatic mode of production on which students were assigned readings.
Highlighted in the lectures were the features of the Asiatic mode of production, that Marx was often factually wrong in his characterization of ‘Asiatic’ economies and societies, and that undergirding his political economy were Orientalist assumptions which viewed non-European societies as being the polar opposite of Europe. To put things in perspective, bearing in mind the problematic nature of Marx’s characterization of Indian society and his discussion of the Asiatic mode of production, we also pointed out that despite this limitation Marx’s concept of the ‘mode of production’ is extremely central to sociological analysis. Yet, we emphasised that it is important to recognize the limitations in Marx’s discussion of the Asiatic mode of production because it continues to inform contemporary interpretations of his works and perpetuates certain images of Asiatic and/or Indian society.
The discussions on the Eurocentric elements in Marx then made it possible to provide a more critical reading of Singapore’s or South-East Asia’s past while retaining the universalistic aspects of Marxist theory. For example, an article on colonial ideology in British Malaya was assigned (Hirschman, 1986). Here it was possible to demonstrate the utility of the Marxist concept of ideology for the critique of the Eurocentric aspects of colonial capitalism, of which Marx himself partook.
In addressing such topics as class consciousness, the state, and ideology, we made it a point to include readings on contemporary Third World societies and on the region of South-East Asia in order that students might see the relevance of the ideas of Marx to regions and areas other than his own. There was a concerted attempt, therefore, to expose the Eurocentrism in Marx while preserving the universal elements of his work as well as his theoretical contributions.
The captive mind, academic dependency and teaching
My interest in this topic is due in large part to the lifelong concerns of my late father, Syed Hussein Alatas (1928-2007), with the role of intellectuals in developing societies. On this topic he wrote a number of works that developed themes such as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974) and intellectual imperialism (1969b, 2000).
The idea of intellectual imperialism is an important starting point for the understanding of academic dependency. According to Alatas, intellectual imperialism is analogous to political and economic imperialism in that it refers to the ‘domination of one people by another in their world of thinking’ (Alatas, S.H., 2000: 24). Intellectual imperialism was more direct in the colonial period, whereas today it has more to do with the control and influence the West exerts over the flow of social scientific knowledge rather than its ownership and control of academic institutions. Indeed, this form of hegemony was ‘not imposed by the West through colonial domination, but accepted willingly with confident enthusiasm, by scholars and planners of the former colonial territories and even in the few countries that remained independent during that period’ (Alatas, S.H., 2006: 7-8).
Intellectual imperialism is the context within which academic dependency exists. Academic dependency theory theorizes the global state of the social sciences. Academic dependency is defined as a condition in which knowledge production of certain social science communities is conditioned by the development and growth of knowledge of other scholarly communities to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more scientific communities, and between these and global transactions in knowledge, assumes the form of dependency when some scientific communities (those located in the knowledge powers) can expand according to certain criteria of development and progress, while other scientific communities (such as those in the developing societies) can only do this as a reflection of that expansion, which generally has negative effects on their development according to the same criteria.
This definition of academic dependency parallels that of economic dependency in the classic form in which it was stated by Teotonio dos Santos:
‘By dependence we mean a situation in which the economy of certain countries is conditioned by the development and expansion of another economy, to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more economies, and between these and world trade, assumes the form of dependence when some countries (the dominant ones) can expand and be self-sustaining, while other countries (the dependent ones) can do this only as a reflection of this expansion, which can have either a positive or a negative effect on their immediate development’ (dos Santos, 1970: 231).
The psychological dimension to this dependency, conceptualized by Syed Hussein Alatas as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974), is such that the academically dependent scholar is more a passive recipient of research agenda, theories and methods from the knowledge powers (Alatas, S.F., 2003: 603). According to Garreau and Chekki it is no coincidence that the great economic powers are also the great social science powers (Garreau, 1985: 64, 81, 89; see also Chekki, 1987), although this is only partially true as some economic powers are actually marginal as social science knowledge producers, Japan being an interesting example.
In previous work I had listed six dimensions of academic dependency. These are (a) dependence on ideas; (b) dependence on the media of ideas; (c) dependence on the technology of education; (d) dependence on aid for research and teaching; (e) dependence on investment in education; and (f) dependence of scholars in developing societies on demand in the knowledge powers for their skills (Alatas, S.F., 2003: 604). I would like to add a seventh dimension, that is, dependence on recognition.
Dependency on recognition of our works manifests itself in terms of the effort to enter our journals and universities into international ranking protocols. Our universities and journals strive to attain higher and higher places in the rankings. Institutional development as well as individual assessment are undertaken in order to achieve higher status in the ranking system, with a system of rewards and punishments in place to provide the necessary incentives that centre around promotion, tenure and bonuses. The consequences of this form of dependency include:
1. The de-emphasis on publications in local journals to the extent that local journals are not listed on the international rankings. The result of this is
2. The devaluation of local journals and the underdevelopment of social scientific discourse in local languages.
The problem is not to come up with alternative ways of teaching the social sciences. Nor has it to do with any difficulty of developing adequate or relevant textbooks and readings. These can easily be done. Rather, the problem has to do with the psychological problem of mental captivity and the structural constraints within which this takes place, that is, academic dependency.
Conclusion
The idea behind promoting scholars like Jose Rizal and Ibn Khaldun and a host of other well-known and lesser-known thinkers in Asia, Africa, Latin America, Eastern Europe as well as in Europe and North America, is to contribute to the universalization of sociology. Sociology may be a global discipline but it is not a universal one as long as the various civilisational voices that have something to say about society are not rendered audible by the institutions and practices of our discipline.
While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in basic and mainstream social science courses in most universities around the world. Basic introductory courses in the social sciences are generally biased in favour of American or British theoretical perspectives, illustrations and reading materials. On the other hand, the logical consequence of the critique of Orientalism in the social sciences is the development of alternative concepts and theories that are not restricted to Western civilisation as source. But, in order for this to be done, the critique of Orientalism must become a widespread theme in the teaching of the social sciences.
Syed Farid Alatas is Head of the Department of Malay Studies and Associate Professor of Sociology at the National University of Singapore. The above is extracted from his presentation at the International Conference on ‘Decolonising Our Universities’ held in Penang, Malaysia, in June 2011.
References
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de Morga, Antonio. 1890/1962. Historical Events of the Philippine Islands by Dr Antonio de Morga, Published in Mexico in 1609, recently brought to light and annotated by Jose Rizal, preceded by a prologue by Dr Ferdinand Blumentritt, Writings of Jose Rizal Volume VI, Manila: National Historical Institute.
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Wallerstein, Immanuel. 1996. ‘Eurocentrism and Its Avatars: The Dilemmas of Social Science’. Paper presented to Korean Sociological Association-International Sociological Association East Asian Regional Colloquium on ‘The Future of Sociology in East Asia’, Seoul, 22-23 November.
*Third World Resurgence No. 266/267, October/November 2012, pp 32-38

El eurocentrismo y sus avatares

El eurocentrismo y sus avatares: los dilemas
de las ciencias sociales
Immanuel Wallerstein

Las ciencias sociales han sido eurocéntricas a lo largo de su historia institucional, es decir, desde que han existido departamentos que han enseñando ciencias sociales dentro del sistema universitario1.

Esto no debe sorprendernos lo más mínimo. Las ciencias sociales
son un producto del sistema-mundo moderno y el eurocentrismo es constitutivo de la geocultura del mundo moderno. Además, como estructura institucional, las ciencias sociales se originaron básicamente en Europa.

Emplearemos aquí Europa más como una expresión cultural que cartográfica; en este sentido, cuando hablemos sobre los dos últimos siglos nos estaremos refiriendo principal y conjuntamente a Europa occidental y Norteamérica. Al menos hasta 1945, las disciplinas de las ciencias sociales estaban de hecho abrumadoramente localizadas en tan sólo cinco países: Francia,
Gran Bretaña, Alemania, Italia y los Estados Unidos.

1 Este texto constituye el discurso inaugural de la ISA East Asian Regional Colloquium, «El futuro de la sociología en el este de Asia», celebrado el 22-23 de noviembre de 1996, en Seúl, Corea, y coorganizado por la Asociación Coreana de Sociología y por la Asociación Internacional de Sociología.

Incluso hoy en día, a pesar de que las ciencias sociales han extendido su actividad globalmente, la gran mayoría de los científicos sociales del mundo siguen siendo europeos. Las ciencias sociales surgieron como respuesta a problemas europeos en un momento de la historia en el que Europa dominaba todo el sistema-mundo. Era prácticamente inevitable que la elección de su objeto, su teorización, su metodología y su epistemología reflejaran todas las fuerzas del crisol en el que se forjaron.

En el período posterior a 1945, sin embargo, la descolonización de
Asia y África y el incremento de la conciencia política de la totalidad del mundo no europeo han afectado al mundo del conocimiento tanto como a la política del sistema-mundo. Uno de los cambios fundamentales que se produjeron, y que perdura hasta hoy desde hace al menos treinta años, es que el «eurocentrismo» de las ciencias sociales ha sido atacado, duramente atacado.

Este ataque ha estado, por descontado, fundamentalmente justificado, y no hay ninguna duda de que, si las ciencias sociales han de progresar en el siglo XXI, están obligadas a superar su herencia eurocéntrica, que ha tergiversado sus análisis y su capacidad de abordar los problemas del mundo contemporáneo. Si, no obstante, tenemos que efectuar esta tarea, hemos de dilucidar cuidadosamente en qué consiste el eurocentrismo, ya que, como veremos, se trata de un monstruo de muchas cabezas que ha pasado por muchos avatares.

No va a ser fácil matar al monstruo inmediatamente. De hecho, si no tenemos cuidado, bajo la apariencia del intento de combatirlo, podemos criticar el eurocentrismo utilizando premisas eurocéntricas y, de ese modo, reforzar su influencia en la comunidad de estudiosos.

I. Las acusaciones

Se ha afirmado que el eurocentrismo de las ciencias sociales se ha
manifestado de cinco formas diferentes. No constituyen un grupo
estrictamente ordenado desde un punto de vista lógico, ya que se
superponen entre sí de forma poco clara. A pesar de ello, puede resultar útil revisar las alegaciones dirigidas contra cada una de estas
manifestaciones.

Se ha argumentado que las ciencias sociales revelan su eurocentrismo: 1) en su historiografía; 2) en el provincianismo
de su universalismo; 3) en sus presupuestos sobre la civilización
(occidental); 4) en su orientalismo, y 5) en sus intentos de imponer
la teoría del progreso.

1. Historiografía

Consiste en la explicación del dominio europeo del mundo moderno mediante los logros específicos de la historia europea.

Probablemente la historiografía sea fundamental para las otras explicaciones, pero asimismo es la variante más obviamente ingenua y aquella cuya validez más fácilmente puede cuestionarse. Sin duda alguna los europeos han estado durante los dos últimos siglos en la cima del mundo. Colectivamente, han controlado los países más ricos y los militarmente más poderosos. Han disfrutado de la tecnología más avanzada y han sido los principales creadores de esta avanzada tecnología. Estos hechos parecen en gran medida incuestionables, y de hecho son difíciles de rebatir de modo verosímil.

La cuestión es explicar el porqué de esta diferencia de poder y nivel de vida con el resto del mundo. Una posible respuesta es que los europeos han hecho algo meritorio y diferente de lo que han hecho los pueblos de otras partes del mundo. Esto es lo que defienden los estudiosos que hablan del «milagro europeo»2.
2 Véase, por ejemplo, E. L. Jones, The European Miracle: Environment, Economics and Geopolitics in the History of Europe and Asia, Cambridge, 1981

Los europeos han impulsado la revolución industrial, han mantenido el crecimiento, han fundado la modernidad, el capitalismo, la burocratización o la libertad individual.

Por descontado, tendremos que definir estos términos con más detalle y descubrir si realmente fueron los europeos los que crearon
estas novedades, sea cual fuere su contenido, y si es así, cuándo
exactamente. Sin embargo, incluso si nos ponemos de acuerdo en la definición y en el momento y, por tanto, por decirlo así, en la realidad del fenómeno, de hecho hemos explicado muy poco.

Pues también hemos de explicar por qué los europeos, y no otros, crearon estos fenómenos específicos y por qué lo hicieron en un momento determinado de la historia. Buscando estas explicaciones, la tendencia de la mayoría de los estudiosos ha sido remontarse en la historia buscando presuntos antecedentes.

Si los europeos hicieron «x» en el siglo XVI o XVIII, se entiende que ello ha sido así probablemente a causa de lo que sus antepasados (o sus supuestos antepasados, ya que la ascendencia es menos biológica que cultural, o pretendidamente cultural) hicieron o fueron en el siglo XI o en el V a.C. o incluso antes. Todos nosotros podemos pensar en diversas explicaciones que, una vez establecido o al menos asumido algún fenómeno ocurrido entre los siglos del XVI al XIX, nos remontan a diversos momentos pasados de los ancestros europeos en búsqueda de la variable realmente determinante.

Aquí opera una premisa que no se ha hallado realmente oculta, pero
que durante mucho tiempo no se ha debatido. Esta premisa es que
cualquiera que sea la novedad de la que se responsabilice a Europa
durante el período que media entre los siglos XVI y XIX, se trata de
algo bueno, algo de lo que Europa debería enorgullecerse y algo
que el resto del mundo debería envidiar o al menos apreciar. Esta
novedad se percibe como un logro, y los títulos de numerosos libros
nos dan testimonio de este tipo de evaluación.

Creo que no hay duda de que la historiografía real de las ciencias sociales mundiales ha expresado tal percepción de la realidad en un
grado muy elevado. Esta percepción puede ser cuestionada, por supuesto, aduciendo diversas razones de peso, y así se ha venido haciendo de modo cada vez más intenso en décadas recientes. Se puede cuestionar la exactitud de la descripción de lo que ocurrió tanto en Europa como en el mundo entre los siglos XVI y XIX.

Se puede ciertamente cuestionar la verosimilitud de los presuntos antecedentes culturales de lo que ocurrió en este período. Se puede insertar la historia de los siglos XVI-XIX en una duración mayor, extendiéndola a lo largo de varios siglos o decenas de miles de años. Si se hace esto, se afirmará habitualmente que los «logros» europeos de los siglos XVI-XIX parecen por ello menos notables o que forman parte en realidad de una variante cíclica, o incluso que pueden considerarse en menor medida logros cuyo mérito principal puede atribuirse Europa.

Por último, puede aceptarse que las novedades fueron reales, pero sostener que fueron un logro más negativo que positivo. Esta clase de historiografía revisionista es a menudo persuasiva en su minuciosidad, y ciertamente tiende a ser acumulativa. En un momento dado, desenmascarar o deconstruir pueden llegar a ser omnipresentes, e incluso una contrateoría puede tener éxito.

Esto es, por ejemplo, lo que parece estar pasando, o prácticamente ya ha ocurrido, con la historiografía de la Revolución Francesa, en la que, en cierto momento, se empezó a cuestionar la llamada interpretación social que había dominado la literatura especializada sobre la misma durante al menos siglo y medio, hasta que de alguna manera se destronó la mencionada interpretación durante los últimos treinta años. Hoy en día estamos entrando probablemente en uno de tales cambios de paradigma en la historiografía fundamental de la modernidad.

Cuando se produce un cambio de este tipo, sin embargo, deberíamos
respirar hondo, volver atrás y evaluar si las hipótesis alternativas son de veras más plausibles y, por encima de todo, si en realidad rompen con las premisas esenciales de las anteriores hipótesis dominantes. Ésta es la pregunta que quiero plantear en relación con la historiografía de los presuntos logros europeos en el mundo moderno.

Está siendo atacada. ¿Qué propuestas alternativas a la misma
existen? ¿Y hasta qué punto son diferentes? No obstante, antes de
abordar esta amplia cuestión, debemos revisar las otras críticas al eurocentrismo.

2. Universalismo

El universalismo es el punto de vista que sostiene que existen verdades científicas válidas en todo tiempo y lugar. El pensamiento europeo de estos últimos siglos ha sido en su casi totalidad marcadamente universalista. Se trataba de la era del triunfo cultural de la ciencia como actividad cognoscitiva. La ciencia desplazó a la filosofía como la forma más prestigiosa de conocimiento y árbitro del discurso social.

La ciencia a la que nos referimos es la ciencia de Newton y Descartes. Sus premisas eran que el mundo estaba gobernado
por leyes deterministas que adoptaban la forma de procesos de equilibrio lineal y que, postulando estas leyes como ecuaciones
reversibles universales, tan sólo necesitábamos conocer además un conjunto dado de condiciones iniciales, para que nos fuera posible predecir el estado del sistema en cualquier momento futuro o pasado.

Lo que esto significaba para el conocimiento social parecía evidente.
Los científicos sociales tendrían la posibilidad de descubrir los procesos universales que explican el comportamiento humano y cualquier hipótesis que pudiesen verificar se entendía que era válida en cualquier tiempo y lugar o debía enunciarse en términos tales que
fuera cierta en cualquier tiempo y lugar.

La persona del estudioso era irrelevante, ya que los estudiosos actuaban como analistas cuyos valores eran neutros. Y la ubicación de la evidencia empírica podía básicamente ignorarse con tal de que los datos fueran manejados de modo correcto, ya que se pensaba que los procesos eran constantes.

Las conclusiones no eran muy diferentes en el caso de aquellos estudiosos que preferían un acercamiento más histórico e ideográfico, en tanto que se asumiera la existencia de un modelo subyacente de desarrollo histórico.

Todas las teorías de las etapas (ya procedan de Comte, de Spencer o de Marx, por citar sólo algunos nombres de una larga lista) fueron principalmente teorizaciones de lo que se ha dado en llamar la interpretación whig de la historia, es decir, la presunción de que el presente es el mejor de los tiempos y de que el pasado llevaba inevitablemente al presente. E incluso los escritos históricos de marcada tendencia empirista, independientemente de cuánto proclamen su rechazo a teorizar, tendían de todas formas a reflejar inconscientemente una teoría de las etapas subyacente.

Ya sea en la forma ahistórica de un tiempo reversible de acuerdo con
el modelo de los científicos sociales nomotéticos o ya sea en la forma diacrónica de la teoría de las etapas de los historiadores, las ciencias sociales europeas han sido resueltamente universalistas al afirmar que sea lo que fuere lo que ocurrió en Europa entre los siglos XVI y XIX, ello representó un modelo que era aplicable en todas partes, ya fuera porque suponía un logro progresivo irreversible de la humanidad o porque
representaba la satisfacción de las necesidades humanas básicas
mediante la eliminación de los obstáculos que se oponían a su realización.

Lo que podía observarse entonces en Europa no era sólo bueno,
sino el rostro del futuro que se desplegaría en todas partes. Las teorías universalistas siempre han sido atacadas aduciendo que una
situación particular en un momento y lugar particulares no parecía encajar en el modelo.

Algunos estudiosos han argumentado también que las generalizaciones universalistas eran intrínsecamente imposibles. Sin embargo, en los últimos treinta años se ha lanzado un tercer ataque contra las teorías universalistas de las ciencias sociales modernas. Se ha sostenido la posibilidad de que estas teorías que se pretenden universales en realidad no lo sean, sino que sean una presentación del modelo histórico occidental tomado como universal.

Joseph Needham señaló, ya hace algún tiempo, como «el error fundamental del eurocentrismo… el postulado tácito de que la ciencia y la tecnología modernas, que en realidad tienen sus raíces en la Europa del Renacimiento, son universales y que de eso se deduzca que todo lo que es europeo es universal»3.
3 Citado en La dialectique sociale, de Anouar Abdel-Malek, París, 1972; traducido como Social Dialectics, vol. I, Civilizations and Social Theory, Londres, 1981. [Existe edición en castellano: La dialéctica social, Siglo XXI, Madrid.]

Así, las ciencias sociales han sido acusadas de ser eurocéntricas en
la medida en que eran particularistas. Y, más que eurocéntricas, se
afirmaba que eran provincianas. Esta acusación golpeaba justo donde más dolía, ya que las ciencias sociales modernas se enorgullecían especialmente de haber superado cualquier provincianismo. En tanto que esta acusación parecía razonable, era mucho más convincente que afirmar nuevamente que las proposiciones universales todavía no habían sido formuladas de tal manera que pudieran explicar todos los casos.

3. Civilización

El término civilización se refiere a un grupo de características sociales que contrastan con el primitivismo o la barbarie. La Europa moderna se consideraba a sí misma algo más que una «civilización» entre varias; se consideraba la única «civilizada» o aquella especialmente «civilizada».

Lo que caracterizaba este estado de civilización no es algo sobre lo que haya habido un consenso manifiesto ni siquiera entre los propios europeos. Para algunos, la civilización se hallaba englobada en la «modernidad», esto es, en los avances de la tecnología y en el incremento de la productividad, así como en la creencia cultural en la existencia del desarrollo histórico y del progreso.

Para otros, civilización significaba un incremento en la autonomía
del «individuo» frente a los demás actores sociales: la familia,
la comunidad, el Estado, las instituciones religiosas. Para otros, civilización significaba un comportamiento no brutal en la vida cotidiana, modales sociales en el más amplio sentido de la palabra.

Y, finalmente, para otros, civilización significaba reducir la esfera de la violencia legítima y ampliar la definición de crueldad. Y, por supuesto, para muchos, civilización incluía la combinación de algunos o de la totalidad de los rasgos mencionados.

Cuando los colonizadores franceses del siglo XIX hablaban de la misión civilisatrice, se referían a que, mediante la conquista colonial, Francia o, en general, Europa, impondrían a la población no europea los valores y las normas que estaban incluidos en estas definiciones de civilización.

Cuando, durante la década de 1990, distintos grupos de países occidentales han hablado del «derecho a la injerencia» en situaciones políticas existentes en diversas partes del mundo, aunque
casi siempre en zonas no occidentales, lo han hecho en nombre de tales valores de la civilización, que les conferían tal derecho.

Este conjunto de valores, con independencia de cómo prefiramos
designarlos –valores civilizados, valores secular-humanistas, valores
modernos–, impregna las ciencias sociales, como era de esperar, ya
que éstas son producto del mismo sistema histórico que los ha elevado a lo más alto de la jerarquía vigente. Los científicos sociales han incorporado estos valores en sus definiciones de los problemas –los problemas sociales, los problemas intelectuales–, que consideran dignos de ser estudiados. Han incorporado estos valores a los conceptos que han inventado y con los que analizan estos problemas, así como a los indicadores que utilizan para medir los conceptos.

En su mayoría, estos científicos sociales han insistido, sin duda, en que lo que pretendían era estar libres de valores, en tanto que han proclamado que sus preferencias sociopolíticas no les hacían tergiversar o malinterpretar los datos intencionadamente. Pero estar libre de valores en este sentido no significa en absoluto que los valores, en el sentido de decisiones sobre la importancia histórica de los fenómenos observados, estén ausentes. Éste, por supuesto, es el argumento central de Heinrich Rickert acerca de la especificidad lógica de lo que él denomina «ciencias culturales»4.

4 Heinrich Rickert, Die Grenzen der naturwissenschaftlichen Begriffbildung, Tubingen, 1913; traducido como The Limits of Concept Formation in the Physical Sciences, Cambridge,
1986.

Son incapaces de ignorar «valores» en el sentido de evaluar su importancia social. Obviamente, las premisas occidentales y sociocientíficas sobre la «civilización» no eran completamente insensibles al concepto de la multiplicidad de «civilizaciones».

Cada vez que se planteaba la cuestión del origen de los valores civilizados, es decir, cómo es que éstos habían aparecido originalmente, al menos así se argumentaba, en el moderno mundo occidental, la respuesta casi inevitablemente era que esos valores eran producto de tendencias únicas e inmemoriales inscritas en el pasado del mundo occidental, alternativamente descrito como la herencia de la Antigüedad y/o de la Edad Media cristiana, la herencia del mundo hebreo, o la herencia combinada de ambos, esta última también rebautizada y recalificada, en ocasiones, como la herencia judeo-cristiana.

Se pueden plantear y se han planteado muchas objeciones a este
conjunto de sucesivas premisas. Se ha cuestionado si el mundo moderno o el mundo europeo moderno es civilizado, de acuerdo con el propio sentido con el que la palabra se usa en el discurso europeo. Recuérdese el célebre sarcasmo de Mahatma Ghandi, quien, ante la pregunta: «Sr. Ghandi, ¿qué piensa de la civilización occidental?», respondió: «Sería una buena idea».

Además, se ha discutido la afirmación de que los valores de la antigua Grecia y de la Roma antigua o del antiguo Israel fueran más propicios para servir de base para estos denominados valores modernos, que los valores de otras civilizaciones antiguas. Y, por último, que la Europa moderna pueda señalar de una forma verosímil a Grecia o Roma, por un lado, o al antiguo Israel, por el otro, como su primer zócalo de civilización no es en absoluto obvio.

De hecho, se ha prolongado durante mucho tiempo el debate entre aquellos que han contemplado Grecia o Israel como orígenes culturales alternativos. En este debate, cada bando ha negado la plausibilidad de la alternativa del otro. El debate mismo arroja dudas sobre la plausibilidad de tal derivación.

En cualquier caso, ¿quién discutiría que Japón pueda señalar a las
antiguas civilizaciones del Índico como sus precursoras, basándose
en que fueron el lugar de origen del Budismo, que se ha convertido en un componente central de la historia cultural de Japón?

¿Están los actuales Estados Unidos más cerca culturalmente de la antigua Grecia, de Roma o de Israel que Japón de la civilización del Índico? Se podría aducir, después de todo, que la Cristiandad, lejos de representar una continuidad, marcó una ruptura decisiva con la antigua Grecia, con Roma y con Israel.

En realidad, los cristianos, hasta el Renacimiento, utilizaron precisamente este mismo argumento. Y ¿no es la ruptura con la Antigüedad aún hoy en día parte de la doctrina de las iglesias cristianas?

Sin embargo, actualmente, la esfera en la que la discusión sobre los
valores ha alcanzado más intensidad ha sido la esfera política. El primer ministro de Malasia, Mahathir, ha sido muy específico al argumentar que los países asiáticos pueden y deben «modernizarse» sin aceptar todos o algunos de los valores de la civilización europea. Y sus puntos de vista han encontrado amplio eco en otros líderes políticos asiáticos. El debate sobre los «valores» también ha adquirido una importancia decisiva en los propios países europeos y especialmente en los Estados Unidos, bajo la forma del debate sobre el «multiculturalismo».

Esta versión del debate actual ha tenido de hecho un gran impacto en las ciencias sociales institucionalizadas, con el florecimiento
de estructuras dentro de la universidad que agrupan a los estudiosos que niegan la premisa de la singularidad de algo denominado «civilización».

4. Orientalismo

El orientalismo se refiere a una declaración estilizada y abstracta de las características de las civilizaciones no-occidentales. Es el anverso del concepto «civilización» y se ha convertido en tema fundamental en la discusión pública a partir de los escritos de Anouar Abdel-Malek y Edward Said5. El orientalismo era hasta hace no mucho un signo de distinción 6.

Es un modo de conocimiento que tiene sus raíces en la Edad Media europea, cuando algunos monjes intelectuales cristianos se asignaron a sí mismos la tarea de comprender mejor las religiones no cristianas, aprendiendo sus lenguas y leyendo cuidadosamente
sus textos religiosos. Por supuesto, partieron de la premisa de la verdad de la fe cristiana y del deseo de convertir a los paganos,
pero de todas formas se tomaron los textos en serio, como
expresiones, aunque pervertidas, de la cultura humana.

Cuando el orientalismo se secularizó en el siglo XIX, la actividad se
llevaba a cabo de una forma que no era muy diferente. Los orientalistas continuaban aprendiendo las lenguas y descifrando los textos.

Durante el proceso, continuaban basándose en una visión binaria
del mundo social. En lugar de la distinción cristiano/pagano, colocaron la distinción occidental/oriental, o la de moderno/no moderno. En las ciencias sociales emergió una larga cadena de conocidas polaridades: sociedades militares e industriales, Gemeinschaft y Gesellschaft, solidaridad mecánica y orgánica, legitimación tradicional y racional-legal, estática y dinámica.

Aunque frecuentemente estas polaridades no se relacionaban directamente con la literatura sobre el orientalismo, no deberíamos olvidar que una de las primeras polaridades fue la de estatus y contrato de Maine, que se basaba explícitamente en una comparación de los sistemas legales hindú e inglés.

Los orientalistas se veían a sí mismos como personas que expresaban su benevolente aprecio por una civilización no occidental dedicando diligentemente sus vidas al estudio erudito de los textos para comprender (verstehen) la cultura. La cultura que comprendían de esta manera era, claro está, un constructo fabricado por alguien que provenía de una cultura distinta.

La validez de estos constructos se ha puesto en tela de juicio a tres diferentes niveles: se ha dicho que los conceptos no coinciden con la realidad empírica; que abstraen demasiado y, por tanto, eliminan la variedad empírica, y que son extrapolaciones de los prejuicios europeos.

El ataque contra el orientalismo fue, de todas formas, algo más que un ataque contra las carencias de esa disciplina académica. También fue una crítica de las consecuencias políticas de estos conceptos de las ciencias sociales. Se dijo que el orientalismo legitimaba la posición de Europa como potencia dominante, y que de hecho desempeñaba un papel esencial en el caparazón ideológico del papel imperial de Europa dentro del marco del sistema-mundo moderno.
El ataque al orientalismo ha estado unido al ataque contra la reificación y ha sido aliado de los múltiples intentos por deconstruir las narrativas de las ciencias sociales. De hecho, se han discutido algunos intentos no occidentales de crear un contradiscurso de «occidentalismo» y se ha sostenido, por ejemplo, que «todos los discursos elitistas del antitradicionalismo en la China moderna, desde el Movimiento del 4 de mayo hasta las manifestaciones de los estudiantes en 1989 en la plaza de Tiannamen, han estado ampliamente orientalizados»7, lo cual ha servido para sostener el orientalismo, en lugar de socavarlo.

5. Progreso

El progreso, su realidad, su inevitabilidad, fue un tema fundamental de la Ilustración europea. Hay quien lo remite a toda la filosofía occidental 8.

5 Abdel-Malek, La dialectique sociale; Edward Said, Orientalism, Nueva York, 1978. [Existe edición española: Orientalismo, Anagrama, Barcelona.]
6 Véase Wilfred Cantwell Smith, «The place of Oriental Studies in a University», Diogenes, núm. 16, 1956, pp. 106-111.
7 Xianomei Chen, «Occidentalism as Counterdiscourse: “HeShang” in Post Mao China», Critical Inquiry, vol. 18, núm. 4, verano de 1992, p. 687.
8 J. B. Bury, The Idea of Progress, Londres, 1920; Robert A. Nisbet, History of the Idea of Progress, Nueva York, 1980.

En cualquier caso, se convirtió en el punto de vista consensuado
de la Europa del siglo XIX, y siguió siéndolo durante gran
parte del siglo XX. Las ciencias sociales, tal y como fueron creadas,
estuvieron profundamente marcadas por la teoría del progreso.
El progreso se convirtió en la explicación subyacente de la historia del mundo, y en el fundamento racional de casi todas las teorías de las etapas.

Incluso se convirtió en el motor de todas las ciencias sociales
aplicadas. Se nos decía que debíamos estudiar ciencias sociales para entender mejor el mundo social, ya que así podríamos impulsar el progreso de una forma más sabia y acelerar su ritmo de un modo más seguro en cualquier parte o, al menos, ayudar a eliminar los obstáculos que se interponen en su camino. Las metáforas de la
evolución o del desarrollo no eran meros intentos de describir; eran
también incentivos para prescribir. Las ciencias sociales se convirtieron en el consejero, a veces incluso en la criada, de los responsables políticos, desde el panopticon de Bentham, pasando por la Verein für Sozialipolitik, hasta el Beveridge Report y otras innumerables comisiones gubernamentales, de las series sobre el racismo de la Unesco tras la Segunda Guerra Mundial, hasta las sucesivas investigaciones de James Coleman sobre el sistema educativo estadounidense.

Tras la Segunda Guerra Mundial, «el desarrollo de los países subdesarrollados» constituyó una rúbrica que justificaba el
compromiso de los científicos sociales de cualquier opción política
con la reorganización social y política del mundo no occidental.
El progreso no sólo se asumió o analizó, también se impuso. Esto
quizá no difiere demasiado de las actitudes que estudiamos bajo el
epígrafe de «civilización».

Lo que ha de subrayarse es que, en el momento en que la categoría de «civilización» empezó a ser una categoría que había perdido su inocencia y atraído sospechas, básicamente a partir de 1945, el «progreso» sobrevivió como categoría y fue más que adecuada para sustituir a la de «civilización», ya que olía algo mejor.

La idea del progreso parecía servir como el último reducto del eurocentrismo, como posición de retirada defensiva. La idea de progreso ha tenido siempre, por supuesto, sus críticos conservadores, aunque se puede decir que la fuerza de su resistencia
decreció drásticamente durante el período 1850-1950.

Sin embargo, al menos desde 1968, han surgido muchos críticos de la idea de progreso: entre los conservadores con renovadas fuerzas, y entre la izquierda con una fe recién descubierta. Existen, no obstante, muchas maneras distintas de atacar la idea de progreso. Se
puede sugerir que lo que se ha llamado progreso es un falso progreso, pero que existe un progreso real, aduciendo que la versión
europea era un engaño o un intento de engañar.

O puede sugerirse que no existe esa cosa llamada progreso, debido al «pecado original» o al ciclo eterno de la humanidad. O se puede sugerir que Europa ha conocido realmente el progreso, pero que ahora está intentando alejar al resto del mundo de los frutos del mismo, como han sostenido algunos críticos no occidentales del movimiento ecologista.

Lo que sí es evidente para muchos es que la idea de progreso se ha
identificado como una idea europea, hecho por el que ha sido atacada por su eurocentrismo. Este ataque ha sido, sin embargo, muy
contradictorio, dados los esfuerzos realizados por otros no occidentales por apropiarse del progreso, expulsando a Europa de la escena, pero no al progreso.

II. Las reivindicaciones del antieurocentrismo

Las múltiples formas de eurocentrismo y de crítica al eurocentrismo
no presentan necesariamente un cuadro coherente. Intentaremos
evaluar el debate fundamental. Como hemos observado, las ciencias sociales institucionalizadas empezaron su actividad en Europa. Se las ha acusado de dibujar una descripción falsa de la realidad social malinterpretando, exagerando en gran medida y/o distorsionando el papel histórico de Europa, particularmente su papel histórico en el mundo moderno.

Los críticos plantean generalmente tres reivindicaciones diferentes, en cierto sentido contradictorias. La primera es que con independencia de lo que hizo Europa, otras civilizaciones lo estaban haciendo, hasta que Europa empleó su poder geopolítico para interrumpir este proceso en otras partes el mundo.

La segunda es que lo que Europa hizo no es sino la continuación de lo que otros ya estaban haciendo durante mucho tiempo, incorporándose los europeos en un momento determinado al primer plano. La tercera es que lo que Europa hizo se ha analizado incorrectamente y ha sido objeto de extrapolaciones inapropiadas, que a su vez han tenido consecuencias peligrosas tanto para la ciencia como para el mundo político.

Los dos primeros argumentos, ampliamente representados, me
parece que adolecen de lo que yo llamaría «eurocentrismo antieurocéntrico». El tercero me parece indudablemente correcto y se merece que le prestemos toda nuestra atención. ¿Qué clase de extraño animal es ese «eurocentrismo antieurocéntrico»? Estudiemos cada uno de estos argumentos sucesivamente.

El primero que llega a la meta

A lo largo del siglo XX, hay quien ha sostenido que en el marco de, por ejemplo, la «civilización» china, india o árabe-musulmán, existían tanto los fundamentos culturales, como la pauta sociohistórica de desarrollo, que hubieran llevado a la emergencia del capitalismo moderno con todas sus características, o que, en realidad, tales civilizaciones se hallaban inmersas en el proceso que las conducía en esa dirección.

En el caso de Japón, el argumento cobra más fuerza incluso, afirmándose que el capitalismo moderno se desarrolló allí,
independientemente, pero coincidiendo en el tiempo con su desarrollo en Europa. El núcleo de la mayoría de estos argumentos está constituido por la teoría de las etapas del desarrollo, frecuentemente en su versión marxista, de la cual se deduce lógicamente que diferentes partes del mundo seguían caminos paralelos hacia la modernidad o el capitalismo.

Este tipo de argumento presuponía tanto la especificidad y la autonomía social de las distintas regiones civilizadas del mundo, por un lado, y su común subordinación a un modelo omnicomprensivo, por otro.
Dado que todas las discusiones de este tipo se refieren específicamente a una determinada zona cultural y a su desarrollo histórico, sería un ejercicio imponente discutir la verosimilitud histórica de cada caso, y no pretendo hacerlo aquí. Lo que quiero destacar es que existe una limitación lógica a esta línea de argumentación, con independencia de la región de la que hablemos, y una consecuencia intelectual general. La limitación lógica es bastante obvia.

Incluso si fuera cierto que algunas otras partes del mundo hubieran estado avanzando por el camino de la modernidad/capitalismo o quizá hubieran avanzado tremendamente en el mismo, esta argumentación nos deja todavía con el problema de explicar el hecho de que fuera Occidente, o Europa, quien alcanzó primero el objetivo y, por tanto, quien pudo «conquistar el mundo».

En este punto volvemos a la pregunta tal y como la planteamos originalmente: ¿por qué la modernidad/ el capitalismo en Occidente?

Por supuesto, en la actualidad hay quien niega que Europa conquistara el mundo en el sentido estricto de la palabra, aduciendo
que siempre ha habido resistencia; a mi juicio, creo que esto fuerza
nuestra lectura de la realidad. Hubo, después de todo, una conquista colonial real que cubrió una gran porción del globo.

Existen, después de todo, auténticos indicadores militares de la fuerza europea. Sin duda siempre existieron diversas formas de resistencia, activas y pasivas, pero si esta resistencia hubiera sido verdaderamente tan formidable, no tendríamos en la actualidad nada que discutir al respecto.

Si insistimos demasiado en el tema de una agencia no europea
acabaremos lavando todos los pecados europeos o, al menos, la
mayoría. No me parece que sea ésta la intención de los críticos.
En cualquier caso, independientemente de lo transitoria que consideremos la dominación europea, aún tenemos que explicarla. La mayoría de los críticos que siguen esta línea de argumentación tiene más interés en explicar cómo Europa interrumpió un proceso indígena en la parte del mundo objeto de su consideración, que en explicar cómo es que Europa fue capaz de hacerlo.

Aún más, intentando disminuir los méritos de Europa por este hecho, por este presunto «logro», refuerzan la idea de que fue un logro. La teoría convierte a Europa en un «héroe villano»: villano, sin duda, pero también sin duda héroe en el sentido más dramático del término, pues fue Europa la que hizo el esfuerzo final en la carrera y cruzó la línea de llegada en primer lugar.

Y, aún peor, existe la implicación, no demasiado lejos de la superficie, de que, si hubieran tenido la oportunidad los chinos, los indios o los árabes no sólo podrían haber hecho lo mismo, sino que lo habrían hecho; es decir, habrían fundado la modernidad/capitalismo, conquistado el mundo, explotado recursos y personas y adoptado también el papel de héroe villano.

Esta visión de la historia moderna parece ser muy eurocéntrica en su antieurocentrismo, ya que acepta la importancia, esto es, el valor, de los «logros» europeos precisamente en los mismos términos con que Europa los ha definido, y afirma tan sólo que otros podrían haberlo hecho también, o que también estaban haciéndolo. Probablemente por alguna razón accidental, Europa logró una ventaja temporal e interfirió en su desarrollo por la fuerza.

La afirmación de que otros también podrían haber sido europeos me parece una forma muy débil de oponerse al eurocentrismo que, en realidad, refuerza las peores consecuencias del pensamiento eurocéntrico sobre el conocimiento social.

Capitalismo eterno

La segunda línea de oposición a los análisis eurocéntricos es aquella que niega que hubiera algo realmente nuevo en lo que Europa hizo. Este argumento empieza por destacar que en la Baja Edad Media, e incluso desde mucho tiempo antes, Europa occidental era un área marginal y periférica del continente eurasiático, cuyo papel histórico y logros culturales estaban por debajo de los de otras partes del mundo, como Arabia o China. Esto es indudablemente cierto, al menos en un primer nivel de generalización.

Después, se da un rápido salto para situar a la Europa moderna dentro de la construcción de un ecumene o estructura-mundo que se ha estado creando durante varios miles de años9.

Esto no es inverosímil, pero, en mi opinión, la significación sistémica de este ecumene aún tiene que ser dilucidada. Es ahora cuando llegamos al tercer elemento de la secuencia.

De la inicial marginalidad de Europa occidental y de la construcción milenaria del ecumene-mundo eurasiático, se desprende que pasara lo que pasara en Europa occidental, no era nada especial, sino tan sólo una variante más en la construcción histórica de un sistema singular.

Este último argumento me parece conceptual e históricamente totalmente erróneo. No es mi intención, sin embargo, volver sobre él10.

Tan sólo deseo subrayar las formas en que este argumento es otra
forma de eurocentrismo antieurocéntrico. Lógicamente, implica suponer que el capitalismo no es nada nuevo, y, de hecho, algunos de los que defienden la continuidad del desarrollo del ecumene eurasiático han adoptado explícitamente esta posición.

A diferencia de la posición de aquellos que sostenían que alguna otra civilización se dirigía también hacia el capitalismo cuando Europa interfirió en este proceso, el argumento que se aduce aquí es que todos nosotros estábamos realizando esta tarea conjuntamente, y que en realidad no ha habido un desarrollo hacia el capitalismo en los tiempos modernos, porque el mundo en su conjunto, o por lo menos todo el ecumene eurasiático, había sido capitalista en algún sentido durante varios miles de años.

Permítaseme indicar, en primer lugar, que ésta es la posición clásica
de los economistas liberales. No difiere mucho en realidad de Adam
Smith cuando sostiene que existe una «propensión (en la naturaleza
humana) a trocar, permutar e intercambiar una cosa por otra»11.

9 Véanse varios autores en Stephen K. Sanderson, Civilisations and World Systems: Studying World-Historical Change, Walnut Creek, CA, 1995.
10 Immanuel Wallerstein, «The West, Capitalism and the Modern World-System», Review, vol. XV, núm. 4, otoño de 1992, pp. 561-619.
11 Adam Smith, The Wealth of the Nations [1776], Nueva York, 1939, p. 13. [Existe edición en castellano: La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid.]

Elimina diferencias esenciales entre sistemas históricos distintos. Si los chinos, los egipcios y los europeos occidentales han estado haciendo lo mismo históricamente, ¿en qué sentido son civilizaciones diferentes o sistemas históricos distintos?12

Quitándole méritos a Europa, ¿a quién concedérselos sino a la toda la humanidad? Sin embargo, y es lo peor de todo, al apropiarnos de lo que la moderna Europa hizo y anotarlo en el balance del ecumene eurasiático estamos aceptando el argumento ideológico esencial del eurocentrismo: que la modernidad, o el capitalismo, es milagroso y maravilloso, tan sólo añadiendo que todo el mundo siempre lo ha estado practicando siempre de una u otra manera.

Al negar el mérito de Europa, negamos su culpa. ¿Por qué es tan terrible la «conquista del mundo» por parte de Europa, si no se trata de nada más que el último tramo del proceso inexorable del ecumene? Lejos de ser un argumento crítico con Europa, implica aplaudir el que Europa, habiendo sido una parte «marginal» del ecumene, aprendiera finalmente la sabiduría de los otros, más antiguos, y la aplicara con éxito.

Y de ello se desprende inevitablemente el siguiente argumento no
explicitado. Si el ecumene eurasiático ha seguido un hilo conductor
durante miles de años y el sistema-mundo capitalista no es nada
nuevo, entonces, ¿qué posible razón existe para afirmar que este
hilo no continuará para siempre o, al menos, durante un larguísimo
e indefinido período de tiempo? Si el capitalismo no empezó en el
siglo XVI, o en el XVIII, no es probable que acabe en el siglo XXI.

Personalmente, no lo creo, y he tratado el asunto en varios escritos recientes13. Mi argumento principal es que esta línea de razonamiento no es en absoluto antieurocéntrica, ya que acepta el conjunto básico de valores propuesto por Europa en su período de dominación mundial y, por consiguiente, niega y/o infravalora los sistemas de valores rivales que estaban o están vigentes en otras partes del mundo.

El análisis del desarrollo europeo

Creo que tenemos que encontrar bases más sólidas para ir contra el eurocentrismo en las ciencias sociales, así como caminos más sólidos para perseguir este objetivo. La tercera forma de crítica –que todo lo que Europa ha hecho se ha analizado de forma incorrecta y ha sido objeto de extrapolaciones inapropiadas, que han tenido consecuencias peligrosas tanto para la ciencia como para el mundo político– en realidad es cierta.

Creo que hemos de empezar por cuestionarnos la presunción de que lo que Europa hizo fue positivo. Creo que hemos de establecer un cuidadoso balance de situación de lo que ha conseguido la civilización capitalista durante su vida histórica, y valorar si los beneficios son mayores que los perjuicios.

12 Para un punto de vista opuesto véase Samir Amin, «The Ancient World-Systems versus the Modern Capitalist World-System», Review, vol. XIV, núm. 3, verano de 1991, pp. 349-385.
13 Immanuel Wallerstein, After Liberalism, Nueva York, 1995; Terence K. Hopkins e Immanuel Wallerstein, coord., The Age of Transition: Trajectory of the World-System, 1945-2025, Londres, 1996.

Esto es algo que ya intenté en una ocasión, y que animo a otros a hacer14. Mi propio balance es totalmente negativo y, por tanto, no considero al capitalismo como una prueba del progreso humano. Por el contrario, lo considero consecuencia de una ruptura de las barreras históricas contra esta particular versión de un sistema explotador. Considero que el hecho de que China, la India, el mundo árabe y otras regiones no se hayan dirigido directamente hacia el capitalismo es una prueba de que estaban, y eso es mérito histórico suyo, mejor inmunizadas contra la toxina. Transformar su mérito en algo que deben justificar, supone para mí la quintaesencia del eurocentrismo.

Permítaseme explicarme mejor. Creo que en los sistemas históricos
(«civilizaciones») más importantes ha existido siempre un cierto nivel de mercantilización y, por tanto, de comercialización. En consecuencia, siempre ha habido personas que buscaban beneficios en el mercado. Pero existe una diferencia abismal entre un sistema histórico en el que existen algunos empresarios o mercaderes o «capitalistas», y otro en el que dominan el ethos y la práctica capitalista.
Antes del sistema-mundo moderno lo que ocurría en cada uno de estos otros sistemas históricos es que en el momento en que un estrato capitalista se hacía demasiado rico o tenía demasiado éxito o adquiría demasiada influencia sobre las instituciones existentes, otros grupos institucionales, culturales, religiosos, militares o políticos lo atacaban, utilizando tanto su importante cuota de poder como sus sistemas de valores para afirmar la necesidad de contener y refrenar al estrato orientado hacia el beneficio.

El resultado es que estos estratos vieron malogrados sus intentos de imponer sus prácticas en el sistema histórico como una prioridad. En ocasiones, se les arrebató cruel y brutalmente el capital acumulado y, en cualquier caso, se les obligó a obedecer a los valores y las prácticas que les mantenían a raya. A esto es a lo que me refiero cuando hablo de las antitoxinas que contuvieron el virus.

Lo que ocurrió en el mundo occidental fue que por una serie específica de razones momentáneas, o coyunturales, o accidentales,
las antitoxinas fueron más difíciles de encontrar y menos eficaces, y
el virus se extendió con rapidez mostrándose invulnerable a posteriores intentos de revertir sus efectos.

La economía-mundo europea del siglo XVI se convirtió irremediablemente en capitalista. Y una vez que el capitalismo se consolidó en este sistema histórico, una vez que este sistema se rigió por la prioridad de la incesante acumulación de capital, adquirió tal fuerza contra otros sistemas históricos, que ello le permitió expandirse geográficamente hasta absorber físicamente todo el globo, convirtiéndose en el primer sistema histórico que lograba este tipo de expansión total.

El hecho de que el capitalismo lograra esta clase de ruptura en el ámbito europeo y de que después se expandiera hasta cubrir el globo no significa, sin embargo, que esto fuera inevitable, deseable o que en cualquier sentido supusiese un progreso.
14 Véase Immanuel Wallerstein, «Capitalist Civilisation», Wei Lun Lecture Series II, Chinese University Bulletin, núm. 23, reproducido en Historical Capitalism, with Capitalist Civilization, Verso, Londres, 1995.

En mi opinión, no fue nada de esto. Y un punto de vista antieurocéntrico debe empezar por afirmarlo. Preferiría, por consiguiente, reconsiderar lo que no es universalista en las doctrinas universalistas que han surgido a partir de ese sistema histórico que es capitalista, nuestro moderno sistema-mundo.

El sistema-mundo moderno ha desarrollado estructuras de conocimiento significativamente distintas de las anteriores estructuras de conocimiento. Se dice a menudo que lo que es diferente es el desarrollo del pensamiento científico. Parece evidente, sin embargo, que esto no es cierto, independientemente de lo espléndidos que sean los modernos avances científicos.

El pensamiento científico antecede ampliamente al mundo moderno y está presente en la totalidad de las principales zonas civilizatorias. Todo esto ha sido magistralmente demostrado para el caso de China, por el conjunto de la obra de Joseph Needham15.

Lo que sí es específico de las estructuras del sistema-mundo moderno, por el contrario, es el concepto de las «dos culturas». Ningún otro sistema histórico ha instituido un divorcio fundamental entre la ciencia, por un lado, y la filosofía y las humanidades, por el otro; lo cual creo que se caracterizaría mejor describiéndolo como la separación entre la búsqueda de la verdad y la búsqueda de lo bueno y de lo bello.

En realidad, no fue tan sencillo incluir este divorcio en la geocultura del moderno sistema-mundo. Se necesitaron tres siglos antes de que la escisión se institucionalizara. En nuestros días, sin embargo, constituye un rasgo fundamental de la geocultura actual y forma la base de nuestros sistemas universitarios.
Esta escisión conceptual ha permitido que el mundo moderno concibiese ese extraño concepto del especialista no afectado por sus valores, cuyas valoraciones objetivas de la realidad podrían conformar la base no sólo de las decisiones técnico-organizativas, en el más amplio sentido del término, sino también de las decisiones sociopolíticas. Al proteger a los científicos de la valoración colectiva, y, en realidad, al fundirlos con los tecnócratas, se liberó a los científicos de la mano muerta de una autoridad intelectualmente irrelevante.

Pero, simultáneamente, ello evitó que las mayores y más fundamentales decisiones sociales que hemos tomado durante los últimos 500 años fueran objeto de un debate científico sustantivo, es decir, no técnico. La idea de que la ciencia está en un lado y las decisiones políticas en otro es el concepto central que sostiene al eurocentrismo, ya que las únicas proposiciones universalistas que han sido aceptables son aquellas que son eurocéntricas. Cualquier argumento que refuerce esta separación de las dos culturas sostiene, por tanto, el eurocentrismo.

Si se niega la especificidad del mundo moderno, no hay ninguna forma plausible de debatir la reconstrucción de las estructuras del conocimiento y, por lo tanto, ninguna forma plausible de alcanzar alternativas inteligentes y sustancialmente racionales al sistema-mundo existente.
15 Joseph Needham, Science and Civilisation in China, Cambridge, 1954, y otras obras posteriores del mismo autor.

Durante los últimos veinte años, la legitimidad de este divorcio ha
sido puesta en duda por vez primera de una forma significativa.
Éste, por ejemplo, es el sentido del movimiento ecologista. Y éste es el tema central que subyace en el ataque público contra el eurocentrismo.

Los desafíos han producido las llamadas «guerras entre las
ciencias» y «guerras entre las culturas», que muy a menudo han sido
oscurantistas y ofuscantes. Si debemos dotarnos de una estructura
de conocimiento reunificada y, por tanto, no eurocéntrica, es absolutamente esencial que no nos desviemos por caminos secundarios, que evitan este problema central.

Si tenemos que construir un sistema-mundo alternativo al actual que se halla inmerso en una fuerte crisis, debemos tratar simultánea e inextricablemente los problemas de lo que es verdad y lo que es bueno.

Y si queremos lograrlo, hemos de reconocer que Europa hizo algo
especial entre los siglos XVI y XVIII que transformó el mundo, pero en una dirección cuyas consecuencias negativas estamos sufriendo ahora. No debemos acometer el intento de privar a Europa de su especificidad aduciendo la falsa premisa de que estamos así privándola de un mérito ilegítimo. Todo lo contrario. Debemos reconocer abiertamente la particularidad de la reconstrucción del mundo por Europa, pues sólo entonces será posible superarla y alcanzar una visión más inclusivamente universalista de las posibilidades humanas, que no evite ninguno de los intrincados y complejos problemas que supone buscar simultáneamente lo que es verdad y lo que es bueno.

La mirada de Ulises

LA MIRADA DE ULISES:

LOS INTERTEXTOS DE UN SIGLO.

Federico García Morales

“Love/Old/Sweet/ Song/ Comes love’old/ lt’s a kind of a tour, don’t you see? Mr Bloom said…” (J.Joyce: Ulysses, cap. Lotus Eaters).

A la memoria de Reinaldo Moreno, viejo marino, que ya cruzó el mar.

Las Parcas tejen su red y cortan sus hilos con ojos ciegos. Buscan una mirada, una mirada perdida en una placa no revelada, primera y última reflexión, en un siglo repleto de desencuentros en formato de tragedia. Porque en la película “La Mirada de Ulises” la cámara reconstruye las tragedias históricas, las tragedias culturales, las tragedias políticas e individuales que echan a volar en la imaginación como en la apertura de una caja de Pandora. Este es cine inteligente, que sumó a un grupo talentoso: director, actores, guionistas, fotógrafos, músicos de casi toda Europa. Y desde lejos la aventura de Ulises, y sus versiones, en Homero, Kazantzakis y Joyce. “La mirada de Ulises” debe mucho a cada uno. Y la profunda humanidad del héroe aqueo crea la distancia necesaria para un recorrido y la adquisición de un sentido sobre lo que está ocurriendo en estos días nuestros. Hay otra referencia muda: en el espacio ofrecido por los Balcanes y, sobre todo, por Sarajevo. Es, en su suma trágica, una elegía. Y como elegía un homenaje a estos pueblos desgarrados, al ser humano aventado a este exilio de la esperanza. Y a quienes quisieron construir algo diferente en este siglo. En el ciclo de nuestras vidas. En algún momento hay un brindis para todos ellos.

En este artículo vamos a elaborar sobre los créditos.

Primero está Ulises,” ese varón ilustre de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas, ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras…”(La Odisea,l, 1-8)

La Odisea se asoma de tantas maneras en esta película: en la sucesión de sus rapsodias, convertidas en episodios de la película; en su recuperación mítica de contradicciones que sobreviven los milenios; en el multiforme personaje femenino, una suerte de “eterno femenino”, que encarna Maia Morgenstem, que ya es Penélope, una obsesión, un recuerdo y un fantasma, ya es Circe con sus embrujos y su afanada voluntad de retener al viajero en la casa de orillas del río, ya es Nausicaa en las brumas de Sarajevo . La cámara se embelesa en cada recodo recobrando pequeños objetos que se extraen del poema homérico, que retienen su valor simbólico original. Pero también se muestran versos enteros que recuperan una nueva significación. También aquí, hay una voz que pregunta por una identidad, y desde el barco que conduce a Lenin alguien responde “nadie”.(Rapsodia IX 364: “¿Cíclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre, y voy a decírtelo: mi nombre es Nadie.”)

Para no dudar de una remitencia hacia esos otros textos está entre los episodios el aparecimiento constante de un sustrato viejo de la película primordial que muestra a las tejedoras. Queda allí su mirada. Que establece desde el inicio una lucha silenciosa con la mirada que sostiene la narración, la del viajero, y la cámara la refrenda, de frente, de perfil, en el fondo de los ojos, en la vigilia y el sueño. En el mitema de vida y muerte que trabaja la película se retiene ese aspecto vital del héroe griego encarnado en el director de cine “A”, en la construcción del sujeto como exilio, en una dolida búsqueda de patria, de amor, de alianza con otros, de una continuidad negada, y de corresponsal de diálogos inconclusos. Algo que podría llamarse en una encarnación moderna, posagustiniana, el drama de la conciencia. Porque el tema de Ulises nos conduce en esta película hacia la conciencia de nuestro tiempo, y ya en este plan es pura historia, como ya fue la tentación del texto madre.

Luego viene La Odisea, la Secuencia Moderna, de Nikos Katzansakis, el gran escritor cretense que alguna vez realizó su propio periplo junto con Panait Istrati al corazón de una Unión Soviética que celebraba sus primeros diez años y que ya se caía en el abismo burocrático de donde ya no saldría nunca más. Es Kazantzakis el que inspira la modernización de la mirada de Ulises, ese traspasar por un mundo donde respira la tragedia y sobre todo los síntomas del alumbramiento de un tiempo que ojalá no podamos ver. Y es en Kazantzakis también en donde se puede refundar la vuelta de un Ulises que sostiene la condición humana en la conciencia revolucionaria y en el reclamo por los derechos del hombre, y sobre todo por espacios de libertad. Como contrapartida y exigencia de contexto, están esos viajes funerarios a lo largo de ríos donde no florece la esperanza y sólo hay humaredas, un viaje que en la secuencia es ese trayecto por el Nilo, en el comienzo, a través de un Egipto asolado por la guerra. Como se recordará, en la versión de Kazantzalús Ulises sufre un segundo exilio, luego de su regreso homérico a lthaca, y persiguiendo el fantasma de Helena llega a Egipto donde se vincula a una rebelión de esclavos y vive de nuevo, pero en una más vasta escala, las condiciones de una guerra eterna en busca de la libertad. En esta obra el personaje Ulises, a través de sus andanzas mundiales nos da la prueba metafórico de su contemporaneidad y de que es capaz, en la bogada final junto a Caronte, de seguir alumbrando una visión utópica.

En la película, la conciencia y la humanidad se sostienen en esa voluntad de búsqueda. En la resistencia y en el rechazo al horror que florecen en A y en otros personajes. Las condiciones de la agresión las provee el mundo balcánico en un discurso ya centenario. Pero podría ser cualquier lugar de la tierra. La película no escatima para eso llamadas a la guerra de los Balcanes, a principios del siglo, a los episodios de la segunda guerra y sus secuencias inmediatas, al establecimiento de diversas dictaduras. Las escenas de los allanamientos policiales, pueden encontrar sus intertextos en la “Rusia al Desnudo” de Pana¡ Kazantzakis y de algún modo Victor Serge, y en la impronta de búsqueda y persecusión que se aborda en la Secuencia Moderna.

La tercera aproximación intertextual inevitablemente proviene del Ulysses de Joyce, otra recomposición moderna del texto madre. De allí proviene sobre todo una capitulación, una atmósfera, diálogos, y la adaptación de algunas escenas, como por ejemplo la del capítulo Eumeus con el encuentro de Stehen Daedalus y Bloom y su conversación “acerca de sirenas y enemigos de la razón” y tantos homenajes, o el capítulo de los Lastrygonios que pone los términos “God wants blood victims” para el episodio de la matanza en la neblina. Las tomas de Sarajevo proveen los escenarios que arrancan de una novela que de algún modo “destruyó nuestra civilización”. El personaje A,(Ulyses para todos los efectos) y su amigo, tienen mucho de Stephan Daedalus/ Bloom. Sobre todo en esas operaciones oníricas y esos bruscos despertares que lo arrojan hacia corrientes encontradas de destino. La película mantiene la critica joyceana a esta civilización, aunque James Joyce no alcanzó a imaginar la capacidad de representación de ese desastre que nos donaría la historia de todo lo que restaba de este siglo. Aquí el personaje múltiple de Morgenstem, nos conduce a presentar de nuevo la posibilidad vital que planteó Joyce en el discurso “inagotable” de Molly Bloom (con todos sus intertextos femeninos enlazados al texto madre), pero también la película no nos ahorra su macabro final: algo que está más de acuerdo con los tiempos de Auschwitz, Hiroshima, Ruanda, y Acteal. Quizás por eso, ni las palabras ni las imágenes pueden tener más sentido que el tremendo aullido de Keitel / A.

Esta obra del director griego Theo Angelopoulu, tiene una duración de cerca de tres horas y es una meditación. Y fue un indudable acierto suyo recurrir a Ulises, ese héroe que se negó a ser dios y dejar de ser hombre, para ponemos “en situación’ a través de todos los tiempos. Muchas veces ese viaje interior in cámara pareciera resolverse en el puro placer de alguna visión sorprendente que no se puede interrumpir, y da a pensar en una intención de la suerte del fáustico “detente, eres tan bello”. Pero es que la cámara extiende también su trabajo para elaborar esos momentos de meditación que tanto necesitamos. Y permitirnos atraer junto a la imagen otros materiales, los del contexto vivido y todavía recordado, por ejemplo. La cámara encuentra aquí una posibilidad analítica.

En la actuación destaca la solidez que sabe hacer uso del silencio, de Harvey Keitel, que ya habíamos sabido estimar en “El Piano” y en alguna obra de Terentino. El argumento persigue el regreso de un director exiliado, A, que presenta una película que divide opiniones. Él lleva un designio en su regreso: rescatar tres rollos filmados por los hermanos Manakis a principios de siglo, y en donde supuestamente se habría capturado algún testimonio esencial del pasado balcánico, que podría tener alguna importancia explicativa “ahora que Grecia está muriendo”. Pero a lo largo de su búsqueda irá descubriéndose en otros encuentros que definirán, darán con la verdadera densidad de su vida. Como decíamos, algo del contenido de las películas perdidas asoma entrelazando los tiempos y las escenas, marcando la importancia de la memoria y de los símbolos. Pero sólo as¡ todo quedaría en arqueología si no fuera por las epifanías de los personajes de la Morgenstem que marcan la otra línea, el otro mensaje de este fílm, que lo empuja hacia el presente vivido.

La película se inicia con el primer encuentro con la Desconocida tras la escena que prefigura un mundo dividido entre la burguesía y un sector social integrista, para traspasarse al espacio de los exilios y de los registros policiales que ya no terminarán. En el trayecto, el héroe se encontrará con el embarque de una gigantesca estatua de Lenin que da ocasión para otros encuentros textuales, esta vez con la pintura de Margritte, y sus representaciones pétreas que levitan en el espacio. La frase de Morgenstem que comenta: “Es un largo viaje y habrá que comprar alimentos”, parece referir una apuesta de resistencia y de algún término para ese viaje, alguna llegada. En la superficie se relata un hecho verdadero: la compra de una estatua de Lenin por un millonario de Occidente. El viaje por el río da lugar a otro espectáculo cargado de sentido, en el homenaje que el pueblo de las orillas va rindiendo al gigante. Un monstruo comentaría un periodista que a lo mejor no está tan muerto ni sepultado. De todos modos, es indudable que la película lo ubica en el centro del escenario, y por un largo tiempo. El suficiente como para establecer, ya se sabrá, si un resumen o una profecía.

“A” continúa sus viajes. Ya a través de Rumania, ya entrando a Yugoeslavia. Se nos recuerda que es posible viajar por toda Europa, y en las edades medias se hacía, viajando por los ríos. Esta vez ríos estrechados por la guerra. Llega así a un lugar donde vive alguien, que es otra y es la misma, también encarnada por Maia Morgenstem, para todos los casos Circe, la encantadora, que trata de retenerlo. Pero todos sus caminos, y su voluntad lo dirigen hacia Sarajevo. Lo que origina una impresionante visión de una ciudad acribillada de impactos de misiles y morteros. En esa ciudad “A” encuentra a quien guarda todavía esas miradas griegas inocentes. El viejo cineasta, Personalizado por uno de los más notables actores bergmanianos, Erland Josephson, que guarda los rollos y podrá llegar a revelarlos, y su hija, también Morgenstem, para todos los casos y desde siempre Nausicaa, la hija del rey Alcinoo, una promesa de vida. El destino deseado nunca deberá cumplirse, como tampoco la promesa de esta civilización. Una tarde, en donde la música realza su belleza, pero una tarde de neblina, cede el espacio de la imagen a ordenes que en el nombre de la voluntad de Dios ejecutan a los amigos de “A”, y destruyen un amor que nace. “El amor, esa vieja canción que vino de tan lejos” (Joyce).

Es impresionante el apoyo que rinde a estas escenas la música de Eleni Karaindrou, que ya había acompaiñado a Theo Angelopoulus eb otras producciones (La Trilogía del Silencio). Será dificil encontrar otra película como esta, quizás porque nos pone frente a un mundo, y a sus héroes que tampoco volveremos a ver. Aunque uno no sabe si sigue vigente la promesa de la Egloga IV de Virgilio: “habrá otra Argos, y otros esforzados navegantes…”