La urbe cosmopolita a ritmo de swing

La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz en la
literatura de las primeras vanguardias y de la Generación del 27
Goialde Palacios, Patricio
Musikene. Miramar Jauregia. Miraconcha, 48.

1. LA MODERNIZACIÓN DE LAS COSTUMBRES Y DE LA VIDA COTIDIANA

La música de jazz, tras llegar a Europa al término de la Primera Guerra Mundial, se populariza en España en los “felices veinte”, años de prosperidad para ciertos grupos sociales, en los que las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, se transforman siguiendo las modas imperantes del continente. Los espacios de ocio y los hábitos sociales cambian y se renuevan: se introducen los “bares americanos”, que disponen de una pista con orquesta en directo y de sala de juego con ruleta; el fox-trot y el charlestón se convierten en los bailes de moda de la juventud más chic; el cine ocupa un lugar de importancia progresiva en el ocio de las clases acomodadas; la radio comienza sus emisiones, difundiendo, entre otras cosas, la nueva música negra; en fin, el deporte se convierte en un espectáculo de masas.

En este ambiente moderno, al que tiene acceso un sector restringido de la población, y a través de los bailes ya citados, se introduce en España la música de jazz1.

En efecto, la década de los años veinte es una etapa de modernización de la
cultura y de las costumbres de la vida cotidiana de nuestro país, una época de dinamismo cultural cuya referencia fundamental es Europa, de donde se importan las novedosas corrientes artísticas y las modas y diversiones que hacían furor en un continente que trataba de superar y olvidar los estragos de la guerra.

La ciudad se transforma en un espacio marcado por el desarrollo tecnológico,
que cambia su fisonomía con nuevos y modernos edificios, con la extensión del alumbrado eléctrico y la proliferación de automóviles, a la vez que se altera la vida doméstica con el uso del teléfono, del gramófono o de la radio. De forma paralela se introducen nuevos productos de consumo, sobre todo en el campo de los espectáculos y de las diversiones, con las nuevas formas de ocio, cuyos paradigmas pueden ser la pasión por el baile, por el cine o los espectáculos deportivos.

La vida social se transforma y cambia sus escenarios: los hoteles de lujo, con
rimbombantes nombres extranjeros –Palace, Ritz– y pistas de baile, se convierten en lugares de encuentro y diversión de la minoría social más adinerada; la vida nocturna se extiende y se populariza, concentrándose en las zonas más modernas de las ciudades, allí donde se encuentran los cabarets y las salas de baile; la juventud más elegante hace gala de una libertad, hasta entonces inédita, que se manifiesta en las nuevas costumbres –se extienden los cócteles, las bebidas exóticas y la cocaína-, en las modas y en las formas de vestir –se populariza un nuevo tipo femenino, la flapper o garçonne, una chica joven, delgada y maquillada, de cabello corto, que bebe, fuma y sabe conducir, y su correspondiente masculino, el frívolo “pollo-pera”-, en la vida sexual y amorosa –mucho más libre y licenciosa– e incluso en el lenguaje, plagado de extranjerismos –the danzant, cocktail, Maxim’s, etc-2.

1. El jazz en esta época es, ante todo, una música para bailar; de hecho, algunos testimonios literarios de la época cuestionan la naturaleza propiamente musical del jazz, por su relación directa con las acrobacias de los pies y de las piernas de sus bailarines. José Bergamín, en su primer libro de aforismos publicado en 1923, señala que “los americanos y los ingleses
hacen música como juegan a la pelota, con los pies”; por eso “el Jazz-Band suena bien cuando no pretende ser una música” (Bergamín, 1984: 69); Rafael López de Haro (Fútbol… jazz-band, 1924) establece una relación directa entre el fútbol y el jazz, ya que en ambos el mérito reside en las extremidades inferiores “que actúan con independencia como si a ellas hubiesen descendido
la inteligencia y la sensibilidad” (citado por García Martínez, 1996: 53).
Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Las novelas sicalípticas, es decir picantes o eróticas, que tanto éxito consiguieron en el período de entreguerras en España, constituyen una buena muestra de la presencia del jazz en este ambiente de mitificación de la modernidad. Por ejemplo, la protagonista de La señorita Frivolidad (1924), de Andrés Guilmaín, es una representación de la nueva mujer joven que vive de acuerdo con la moda –se viste de forma atrevida, fuma, juega al golf y al tenis, va al cine…– y que manifiesta una pasión por los nuevos bailes –el fox y el shimmy, entre otros-. Por todo ello, se enfrenta a su abuela, que encarna las esencias del pasado y añora a las mujeres recatadas y honestas, (…) que nada de común tenían con las damiselas aristocráticas de hoy, que se agitan
lascivamente al arrullo del “jazz-band”, se atreven a fumar en público cigarros turcos y visten trajes más audaces que los de las cortesanas (citado por Litvak, 1993: 216).

El jazz, entendido en su acepción más amplia como el conjunto de la música
y de bailes de raíz afroamericana que se implantaron en esa época en Europa3, es por lo tanto uno de los elementos que reflejan esta modernización de las costumbres, y su presencia en la literatura está ligada a la introducción de los nuevos bailes, a la popularización de los clubs nocturnos y a una juventud adinerada que intenta imponer sus formas de diversión a una sociedad anclada en las rutinas tradicionales de las modas decimonónicas.

2. LA POLÉMICA INTRODUCCIÓN DE UNA NUEVASICA

La música de jazz tuvo una recepción muy polémica en la España de los años
veinte y recibió numerosos ataques desde diferentes frentes, que se reflejaron
tanto en la literatura como en la prensa de la época.

La defensa de la tradición musical es el punto de partida de una parte importante de las críticas que recibió la nueva música. El jazz sería, según esta perspectiva, una “plaga de hoteles, restaurantes, cafés y cabarets del mundo entero” (Antonio G. de Linares, en La Esfera de Madrid, 10-10-1925, citado por Vila- San Juan, 1984: 144), que habría arrinconado los tradicionales bailes como las polcas, las mazurcas, las habaneras y los valses. Estas opiniones beligerantes hacen hincapié en una visión del jazz que lo identifica con el exotismo de su origen africano y, de una forma genérica, con el ruido y el estruendo, que se consideran propios de la raza negra y de la naturaleza selvática de la que ésta proviene (García Martínez, 1996: 27)4.

2. Sobre estos aspectos es de gran interés Litvak (1993: 11-79).
3. El término jazz-band es el que se utilizó habitualmente en la literatura y en la prensa de la época, si bien tras su uso generalizado se esconden diferentes acepciones: fue la denominación para la batería, un nuevo instrumento que se popularizó a través de esta música y que se colocaba en un lugar central del escenario; asimismo, se empleó en el sentido más literal del
término, es decir, para nombrar en su conjunto al grupo musical que tenía una batería y, de una forma más genérica, para designar la música que éste interpretaba, posiblemente muy variada, si bien siempre relacionada con los nuevos bailes de moda. Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…
4. El jazz se define por el estrépito y el alboroto que inevitablemente lo acompañan y por ser una música relacionada con el gusto excéntrico de ciertos jóvenes adinerados, que coquetean con el arte y la bohemia, mientras veranean en San Sebastián o Biarritz. Esta visión se acentúa en aquellas obras en las que el autor toma partido en la polémica suscitada por la introducción en España de esta nueva música; así, Jacinto Benavente, en el prólogo de su comedia La melodía del jazz-band (1931), presenta un jugoso diálogo entre los dos protagonistas de la obra: “Lucila detesta el jazz, ‘esa horrible música’, ‘ese estrépito de cacerolas’, que además quedará asociado en su memoria al final de su relación sentimental, mientras que Pepe, representante de un ambiente bohemio, de literatos y pintores, aún reconociendo los ‘ruidos discordantes’ que presenta, manifiesta su gusto por la melodía que aparece y se pierde entre el estruendo característico de la música de jazz” (Benavente, 1932: 8). También Antonio Marichalar, en “Pocas nueces”, afirma que “el jazz […] es el ruido hecho música por completo” (1929: 137).

De forma paralela, ésta defensa de la tradición musical deviene en muchas ocasiones en una reivindicación nostálgica y romántica de un pasado idílico e irrecuperable. Por ejemplo, Emilio Carrere, en varios poemas referidos a Madrid, como los titulados “Elegía del viejo Madrid” (1926) o “Viejos cafés” (1929), resume perfectamente esta sensación de pérdida de una ciudad que se ha europeizado, trucando su garbo por un “exótico chic”, en la que el jazz-band y el fox han desplazado a las habaneras y los viejos pianos:
El bar con pianola mató el café romántico; la bárbara estridencia del jazz-band negroide ahogó la voz divina de los viejos pianos (Carrere, 1999: 115)5.
5. Los cambios producidos con la introducción de los nuevos bailes se reflejan también en
otras obras, como Sentimental Dancing (1925), de Valentín Andrés Álvarez, que sintetiza estas transformaciones en una frase que ha hecho fortuna: “Al organillo sucedió el jazz-band” (citado por Ramos, 1999, p. 136). Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Esta posición defensiva ante lo que se considera un intrusismo de lo foráneo
no se limita a los tradicionales bailes de salón, sino que se extiende a la tradición folclórica de toda la Península, que algunos consideran una síntesis de lo bello y lo sublime ante la invasión ruidosa y extravagante del jazz band.

No olvidemos además que el nacionalismo musical, cuya propuesta básica es la utilización del folclore como fuente de inspiración, se encuentra en España en un momento de eclosión en el primer cuarto del siglo XX. Luis de Muro, en una copla publicada en el diario El País Vasco (15-8-1923), refleja con claridad esta sensación de pérdida y marginación del folclore ante la irrupción de la nueva música y los bailes que la acompañan:
Adiós, arte sublime […] Los cantos regionales, la España teatral, la típica vihüela, el tamboril de acá, la gaita pirenaica postrados quedan ya ante el foxtrot y el tango con cabaré y jazz band: ruidos de cacerolas sartenes y tan-tan, silbidos de los negros, bocinas, y, además, parejas que embriaga
un aire de “Indoustán”.

Una variante más de estas críticas son las numerosas comparaciones que
se establecen entre la belleza y la serenidad de la música clásica y el dislocado
estruendo de las orquestas de jazz, que además van poco a poco desplazando
del mercado a los considerados como verdaderos músicos, a los que conocen el repertorio clásico y dominan la técnica instrumental. “¿Qué dirán los virtuosos del violín cuando sepan que se paga a un jazz-band la cantidad de 75.000 pesetas mensuales?” se pregunta el autor anónimo de una crónica de la época, a la vez que muestra su extrañeza ante el hecho de que la explotación de los nuevos bailes “produzca más que un pozo de petróleo” (El País Vasco, 3-6-1923).

La música de las orquestas de jazz y los bailes que la acompañan no se libra
tampoco de la crítica integrista y religiosa, que los considera “impúdicos”, “lascivos”, “lujuriosos” y “desenfrenados”, como una muestra más de la “ola de asqueante inmoralidad que cubre todo el país”, en palabras de Bartolomé de Andueza (La Constancia, 31-7-1923).

Desde su llegada el jazz provocó numerosas polémicas entre los más castizos
y los jóvenes modernos, entre quienes defendían la tradición y los que se
identificaban con las novedades de la modernidad urbana. Algunas novelas de
esta época reflejan la beligerancia de estas disputas; así, El negro que tenía el
alma blanca (1922), de Alberto Insúa, relata la novedad y la expectación despertada por un bailarín negro, especialista en el fox-trot y otros bailes desconocidos en aquel entonces, y presenta escenas muy representativas de la controversia suscitada por el auge de una música que algunos reprobaban por extranjerizante, mientras que otros reivindicaban como signo de los nuevos tiempos:

El sexteto ejecutaba música americana, de jazz-band […].
– ¡Qué vergüenza! ¿Y esto es España? ¿Esto es Madrid?
– ¡Que se calle! ¡Que se calle!– le gritaban unos pollos de americana entallada y pantalones con pliegues.
– ¡Majaderos!
– ¡Vejestorio! (Insúa, 1980: 78)6.
6. En el epílogo de una obra posterior, El hombre de los medios abrazos (1933), de Samuel
Ros, también se produce una disputa entre los jóvenes y los mayores, en la disparatada narración de un banquete de boda; en ella se identifica a la nueva generación con el estadio, el motor, el jazz-band y el tabaco rubio (Ros, 1992: 240-241).

El jazz-band se convierte así en el centro de una polémica, ya que es uno de los símbolos de los cambios de las costumbres sociales que tienen lugar en España –precisando un poco más, en las grandes ciudades y entre un restringido grupo social– durante la década de los veinte. La literatura de las vanguardias literarias no tiene un punto de vista unánime en relación con el jazz; ahora bien, la mayoría tomará una posición clara en esta disputa, de identificación del jazz con la ciudad moderna y cosmopolita, nuevo espacio para una literatura que pretende romper amarras con el pasado7.
7. No obstante, este cambio convive con las rémoras del pasado y el casticismo de ciudades
como Madrid. José Díaz Fernández presenta un ejemplo de esta contradictoria convivencia
en una graciosa escena de La Venus mecánica (1929), que narra la llegada de un torero a un
cabaret de música de jazz, y la reacción del público, que mayoritariamente se acerca al torero, lo que suscita el comentario de un personaje, en referencia al Madrid de la época, que se debate entre “la superstición de los toros” y “los rascacielos y aeródromos” (Díaz Fernández, 1929:47).

3. LA MÚSICA DE JAZZ Y LAS PRIMERAS VANGUARDIAS LITERARIAS

La introducción del jazz coincide asimismo con una etapa de la vida cultural de especial interés, puesto que es el período de aparición y desarrollo, tanto en Europa como en nuestro país, de diferentes formas de expresión de la vanguardia artística y literaria.

A partir de 1917, y a través del futurismo, se introducen en la literatura de los diversos movimientos de la época nuevos temas: la gran ciudad cosmopolita y sus modos de vida se convierten en objetos de fascinación; las conquistas de la tecnología, desde los medios de transporte (trasatlánticos, automóviles y aeroplanos) hasta las nuevas formas de comunicación (teléfono y telégrafo), pasan a ser puntos de referencia de poetas y prosistas de la primera posguerra; los nuevos espectáculos urbanos, como el cine, el deporte, las salas de baile o la música de jazz, acaparan la atención de los jóvenes escritores, cuya literatura pretende ser un canto afirmativo y de integración del hombre en la urbe cosmopolita (Cano Ballesta, 1999: 121 y ss.)8.
A esta fascinación por lo urbano, por la ciudad como símbolo de lo moderno, se añade un encumbramiento del mundo angloamericano que, como modelo de la revolución tecnológica y del crecimiento económico, difunde modas que se identifican con las nuevas formas de vida de las ciudades; así, el golf, el musichall, el cine, el boxeo y el fútbol, los desfiles de modas o el jazz-band se convierten en elementos representativos de la nueva y prestigiosa existencia urbana (Cano Ballesta, 1999: 149). La frecuente utilización de términos de la lengua inglesa en los textos literarios en castellano (tennis, skating, dancing, cocktail, jazz-band…) y la aparición de numerosos personajes extranjeros en las novelas de la prosa de vanguardia de la época son dos rasgos novedosos que adquieren el significado de un homenaje a un mundo que se admira y que deslumbra con sus modas y su avance técnico9.

8. La literatura francesa es la pionera en esta relación del jazz con la modernidad y ésta es la vía por la que penetra en la literatura española. Jean Cocteau escribe ya en 1919 un artículo titulado “Jazz-Band” (Carte Blanche, 1920), en el que asocia el jazz con la modernidad importada de los Estados Unidos, con las máquinas, los rascacielos y los trasatlánticos (citado por Jiménez Millán, 2000: 183).
9. Ramón Gómez de la Serna, uno de los introductores de la vanguardia en España, en su novela Cinelandia (1923), imagina una ciudad articulada alrededor del cine, síntesis de diversas urbes de la época y proyección ideal del mundo moderno, en la que no faltan los cafés con música de jazz-band (Gómez de la Serna, 1995: 36). César M. Arconada publica en 1928 un libro titulado significativamente Urbe, cuyos poemas constituyen un canto a los avances técnicos de la metrópolis (“Allegretto de la velocidad”, “Elogio a una central eléctrica”, “Devoción por la torreta telefónica” son algunos de sus títulos) y a las nuevas modas y diversiones, como el cine y el jazz (“Te-Dancing-Delicias” o “Nocturno romántico en el cinema”).

La mayor parte de las referencias a la música de jazz que se encuentran en
la literatura de las vanguardias de los años veinte son una expresión de la consideración y del asombro de los escritores ante el mundo moderno, de la euforia con la que se percibe, y de su propósito de realizar una obra ligada a su tiempo, al ritmo frenético de una época que se pretende captar a través de la palabra.

Esta nueva literatura rompe así con la tradición y el discurso literario vigente y se aleja de la melancolía y la bohemia, del sentimentalismo y del romanticismo que habían presidido buena parte de las propuestas literarias realizadas hasta ese momento.

3.1. El ultraísmo
El ultraísmo, la primera plasmación de las vanguardias en España, muestra, en su afán iconoclasta, un entusiasmo sin límites por lo nuevo y lo actual, por los diferentes aspectos de esa vida urbana –desde el maquinismo y los avances técnicos al cine o al jazz-, que se convierten así en una temática inédita que este movimiento poético explora en su afán de coetaneidad y de ruptura con el pasado, el localismo y la tradición. La poesía de vanguardia incorpora estos nuevos temas del mundo moderno a la vez que arrincona otros más tradicionales por un afán de novedad y de deseo de superación del pasado, pero también para evitar motivos que arrastraban un lastre sentimental y que provocaban emociones y reacciones previsibles y determinadas (Geist, 1980: 62).

Guillermo de Torre, uno de sus representantes más insignes, teorizará sobre
el deber de fidelidad del artista a su época, a su atmósfera vital, sobre el valor
de lo pasajero y del espíritu propio de cada momento histórico, para concluir que los poetas ya no se creen enviados de los dioses, ni portavoces de la inspiración divina, sino que “son, sencillamente, hombres de su tiempo” (Torre, 1925: 15 y 20). Esta reivindicación de la actualidad que se impone a una visión cerrada de la tradición, se manifiesta en el interés mostrado por la literatura del período de entreguerras por los nuevos lenguajes artísticos, entre ellos el jazz, y por el arte negro, en general10.

10. En los años veinte y treinta, como una manifestación más del cosmopolitismo y del pluralismo de culturas, se produce una negrofilia, que se manifiesta en el gusto por los bailes y la música afroamericana. Guillermo de Torre en su “Manifiesto Ultraísta Vertical”, publicado en… 1920 en la revista Grecia (nº 50), reivindica el retorno a las primitivas estructuras del arte negro (Citado por Barrera López, 1998). En otro artículo titulado “Del tema moderno como “número de fuerza”” (Mediodía, 1927), de Torre señala algunos elementos definitorios de las vanguardias y ataca a los que pretenden rehabilitar los valores y símbolos antiguos, sobre todo a “quienes después de haber flirteado con las locomotoras, el jazzband y el arte negro, más tarde, ya por debilidad o hastío, niegan el valor estético de lo moderno” (Citado por Brihuega, 1982: 214). En otro registro diferente, Lily Litvak señala que los artistas negros se pusieron de moda en Madrid y cita la letra de un charlestón de 1926, que pedía: “¡Madre, cómprame un negro, / cómprame un negro en el bazar! / que baile el charlestón / y que toque el jazz band. / ¡Madre, yo quiero un negro, / yo quiero un negro / en el bazar” (Litvak, 1993: 18).

Rafael Cansinos-Assens en su novela El movimiento V. P. (1921), ofrece una
visión paródica del ultraísmo, que no por descreída resulta menos interesante
como crónica de ese grupo poético, señala en varias ocasiones la presencia de
la música de jazz en las discusiones teóricas de los ultraístas. Así, por ejemplo,
Renato –personaje que representa a Vicente Huidobro-, cuando instruye a los
asombrados poetas de la novela en las claves de la modernidad, observa que
no es extraña su incomprensión pues para entenderla “es preciso haber estudiado el arte negro y haber visto los taubes y bailado mucho jazz-band” (Cansinos- Assens, 1998: 79). En una de las escenas más cómicas de la novela, el vate Senectus Modernissimus, tras su muerte, asciende en un aeroplano al paraíso que, de acuerdo con su conversión al movimiento ultraísta poco antes de morir, aparece transformado en “un salón de baile en el que se danzaban fox-trots, jazz-bands y toda clase de bailes cosmopolitas” (1998: 274). El movimiento V. P. es un libro exagerado, como también lo fue el ultraísmo, y paródico, pero constituye un retrato de este grupo de poetas, de su esdrújulo lenguaje plagado de neologismos incomprensibles, de sus disputas y, por lo que a nosotros respecta, de su consideración del jazz como una representación de la modernidad.

Por lo tanto, el jazz aparece en la poesía del movimiento ultraísta como un
símbolo más de los nuevos tiempos reivindicados por estos poetas. Hélices
(1923), del mencionado Guillermo de Torre, constituye un magnífico ejemplo de lo que acabamos de decir: las referencias al jazz están íntimamente ligadas a los múltiples elementos que conforman la mitología de la modernidad: a los rascacielos como elemento emblemático de la ciudad (“Jazz-band / Evocación de los rascacielos / que trepan hacia la luna”, se lee en el poema titulado “Trapecio”), a los aviones y las hélices, a las grandes metrópolis como Madrid, París y Nueva York y sus cabarets (en “Bric-A-Brac”, por ejemplo) y a los motores que “suenan mejor que endecasílabos” (“Diagrama Mental”).

Además, en estos textos se revela una concepción del jazz muy relacionada con las acrobacias y los ritmos salvajes, acelerados, sincopados y contrapuntísticos (en “Trapecio” y “Diagrama Mental”, por ejemplo). Hélices es un libro en el que el término “jazz” ocupa un lugar en el conjunto de un vocabulario (“Arco voltaico”, “Semáforo”, “Reflector”, “Aviograma”, “En el cinema”, son algunos de los títulos de los poemas) que pone de manifiesto la fascinación del escritor por las innovaciones que se introducen en las ciudades; por ello, la aparición del citado término quizá no sea necesariamente el reflejo de una afición por esta música, sino un recurso que debe interpretarse como un intento de ruptura con el pasado poético
más reciente11.

11. El uso del término se repite en otros poetas del movimiento ultraísta: Rafael Lasso de la
Vega califica al jazz-band como “músicas acrobáticas de los negros jocosos” (“Cabaret”, en la
revista Grecia, nº 38; citado por Barrera López, 1998); Xavier Bóveda menciona el fox-trot en un
poema de exaltación del automóvil (“Un automóvil pasa”, en Grecia, nº 13; citado por Barrera
López, 1998). Eugenio Frutos, en Prisma, su libro más relacionado con la vanguardia, escrito
entre 1926 y 1929, utiliza el término Jazz-band como título de la primera parte del poemario; la
cita pone de relieve el carácter emblemático del término como representación de una época en
la que la poesía, en palabras del propio Frutos, es un cocktail revuelto de jazz-band, ismos literarios,
arte deshumanizado y juegos (citado por Montaner Frutos-Serrano Asenjo, 1990: 36).

Un procedimiento usual de algunos poetas ultraístas es la utilización del término jazz-band para representar el sonido y el ruido, tanto de los fenómenos naturales como los propios de las nuevas urbes y de su desarrollo tecnológico.

Así, José Rivas Panedas denomina a la lluvia “Jazz Band en el cielo”, en referencia al ruido musical que produce sobre los tejados (“He de cortar ramas de sol”, Grecia, nº 43, 1920; citado por Barrera López, 1998), mientras que Lucía Sánchez Saornil –la única escritora adscrita al movimiento ultraísta, que firmaba como Luciano de San-Saor-, refiriéndose al sonido de los automóviles comienza su poema “Panoramas urbanos” (Ultra, nº 18, 1921) con los siguientes versos:
“La noche ciudadana / orquesta su Jazz Band / Los autos desenrollan / sus
cintas sinfónicas por las avenidas / atándonos los pies” (Sánchez Saornil, 1996:102).

No todos los poetas de la vanguardia muestran el mismo interés por la nueva
música y los bailes de moda: por ejemplo, Rogelio Buendía, un escritor relacionado con el ultraísmo andaluz, en “Elogio del vals” (1919), contrapone la delicada belleza de esta música al “fox-trot ruidoso / y el cojo one-steep (sic)” (citado por Barrera López, 1987: 101), dos de las modalidades de baile de origen afroamericano que se habían puesto de moda, marginando a los estilos más tradicionales como el vals. Buendía, de esta manera, se suma en su poesía a la visión crítica de los nuevos bailes introducidos por la música de jazz que se dio en varios sectores de la opinión pública, como hemos señalado en un apartado anterior dedicado a la polémica que suscitó la nueva música de jazz.

Una visión bastante más irónica y distanciada de la vida moderna cantada
por las vanguardias se encuentra también en un poema de Francisco Vighi titulado “Actualidad (Incoherencia)”. En una treintena de versos, el poeta encadena, con una sonrisa, datos de la actualidad política con otros de la literaria (“Riñen los ultras con los da-da”), sin olvidar las industrias químicas o automovilísticas, el fútbol y el jazz (“música esdrújula”), presentados con la visión festiva de quien no se tomó en serio ni su poesía, ni la vanguardia a la que supuestamente pertenecía.

Los últimos versos del poema son una muestra del contraste que existe entre la solemnidad y grandilocuencia de algunos vanguardistas más “serios” y un poeta como Vighi, que puede hablar de los mismos temas, pero con muchísima más gracia:
Pronunciamientos en Portugal
Industrias químicas; se fija el nítrico…
Maeztu quiere ser sacristán.
El Ford, Spengler, la T.S.F.
Música esdrújula de los jazz-band.
Y al foot-ball juega con el planeta
Pedro, portero intercelestial (Vighi, 1995: 124)12.

12. En esta misma línea, un tanto burlesca y distanciada, puede leerse un texto de Agustín Espinosa, “Mr. Bacchus: eglógrafo puro” (Poemas a Mme. Josephine, 1932), en el cual se juega con la mitología griega y la modernidad, convirtiendo a Baco en un barman y dancing-master, y a Pan en un negro de jazz-band en cuya flauta suena el charlestón (Espinosa, 1982: 7).

3.2. Ramón Gómez de la Serna: defensa del jazz con buen humor

La extraordinaria capacidad de observación y la particular mirada de Ramón
Gómez de la Serna, que convierten a su obra en una peculiar crónica reflexiva
sobre su época, no podía olvidar la novedosa presencia de la música de jazz en
los ambientes madrileños más modernos de la década de los veinte. Tras el disfraz de la humorada y el dislate, realiza una defensa de esta música y muestra un buen conocimiento de la misma, como queda de manifiesto en su “Jazzbandismo”, publicado en La Gaceta Literaria (nº 51 y nº 52), en 1929, y recogido luego en Ismos (1931).

Este texto fue utilizado, en parte, como conferencia de presentación de la
película El cantor de jazz (The Jazz Singer) en una tumultuosa sesión del Cineclub Español, en 1929; a este acto Ramón Gómez de la Serna acudió disfrazado, vestido de esmoquin y con la cara pintada de negro, con el fin de hacer más verosímil su intervención; el disfraz acaba convirtiéndose en una parodia de la propia película, ya que en ella su protagonista finaliza su periplo actuando en una revista de Broadway con la cara embadurnada de negro13.
13. Sobre los aspectos concretos de esta presentación, véanse Gómez de la Serna (1988:
463) y Gubern (1999: 285-286).

“Jazzbandismo” comienza con una serie de apreciaciones históricas sobre el
origen del jazz y su introducción en Europa, aspectos que el propio autor considera poco relevantes, pues, continúa, los elementos de interés de la nueva música radican en su capacidad de adaptación a la época, en su rebeldía y en la “mezcla libertaria” que lo define como una síntesis entre un componente de la tradición negra, que remite a lo selvático y a lo exótico, y otro que proviene de la ciudad moderna (Gómez de la Serna, 1931: 179). Este carácter dual de la música de jazz que, por un lado, recuerda su matriz sonora africana y, por otro, lo sitúa en el ámbito de la cultura urbana es una muestra de la lucidez de nuestro autor a la hora de juzgar y presentar esta nueva música como “abrazo de dos civilizaciones” (1931: 183): la negra, que remite a lo primitivo, y la de las grandes ciudades, que representa la modernidad.

En comparación con otras músicas, connotadas por un sentido más recóndito,
subterráneo, religioso, introspectivo y letal –los calificativos son del autor-, el jazz es una música que intenta “sacar el mundo a la superficie”, poner “en circulación al mundo” (Gómez de la Serna, 1931: 181). Frente al carácter individual, sereno y escondido de la música clásica, el jazz que nuestro autor conoce–una música de baile, no lo olvidemos– sería la representación de lo extrovertido, de la fiesta colectiva y de la alegría nocturna.

El jazz-band es, en fin, la música del movimiento, del presente ruidoso de las metrópolis, que contrasta con el silencio, la inmovilidad y la seriedad del pasado.

En su defensa del jazz-band, le adjudica incluso propiedades terapéuticas,
catárticas, de “desahogo de la vida moderna” (1931: 185), pues su alegría, algarabía y jolgorio cuestionan los principios de nuestra forma de pensar y actuar, y propician actitudes de ruptura con las normas y los prejuicios que, supuestamente, corresponden a cada grupo social:
Por el jazz-band se rompe la hipocresía social, y el hombre importante y enlevitado que está deseando dar el grito intempestivo del magistrado loco tiene consignado su grito en el conjunto […].

Las notas del jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología, toda
nuestra sentimentalogía. El martillo pilón de la orquesta jazzbandista deshace las piedras de nuestra alma, que son más difíciles de disolver que las de nuestro hígado (Gómez de la Serna, 1931:184-185).
En la medida en la que avanza, el texto va perdiendo seriedad argumentativa
para ganar en humor, ironía y carácter burlesco, por medio de la utilización
de imágenes y metáforas que rompen toda lógica, y a través de consejos, predicciones y descripción de situaciones que rozan lo absurdo. Por ejemplo, el autor recomienda a las madres que no acuesten a sus niños sin que hayan oído una pieza de jazz, a poder ser en el cabaret; o imagina que la música del fin del mundo, que derrumbará las ciudades y despertará a los muertos, no será interpretada por las clásicos clarines y trompetas, sino por un jazz-band (1931:195).

Al final de “Jazzbandismo” el autor describe un banquete literario, una reunión de intelectuales interesados en sus propios discursos, cuya hostilidad hacia el jazz-band es manifiesta, ya que pugnan con la música por hacerse oír, imponiendo el silencio a la orquesta durante sus alocuciones. Gómez de la Serna, por el contrario, pide que la orquesta toque su música mientras él lanza su discurso, con el fin de “intentar romper la hostilidad que hay entre el mundo y los escritores, y que es lo que más les separa del público viviendo en un divorcio por mutuos malos tratos y desdenes” (1931: 196). Ante la disconformidad que parecen sentir los intelectuales con el mundo exterior en la obra –en este ocasión, representado por la música de jazz-, el autor propone la compatibilidad y la mezcla, pues en definitiva tanto los brindis oratorios del banquete como la música de jazz con la que pugnan no son sino dos espectáculos y, en todo caso, concluye Gómez de la Serna con ironía, habrá que levantar la voz lo suficiente para poder vencer el sonido de la orquesta.

El jazz, una música y un baile de moda, se convierte así en caracterización de la vida mundana que los intelectuales contemplan con extrañeza, actitud que el autor, al menos teóricamente, no comparte, puesto que puede “añadirle estímulo y acicate” al escritor (1931: 197).

Más allá de la ironía y la burla, este texto pone de manifiesto el interés de
Gómez de la Serna por la música de jazz y por la dualidad que la conforma: por un lado, su origen remoto que nos traslada al mundo primitivo y africano, y, por otro, su plasmación en la urbe moderna y cosmopolita, en la que se convierte en una representación de las nuevas modas y de los lenguajes artísticos de vanguardia.

3.3. La prosa de vanguardia

El escenario de la narrativa de vanguardia del período de entreguerras es
también la ciudad cosmopolita, que se constituye en una representación espacial de la modernidad. Como ha señalado Víctor Fuentes:
Las novelas vanguardistas se estructuran sobre la vida urbana moderna, su dinamismo maquinista y su estridente cosmopolitismo: aglomeraciones de gente, automóviles, bancos, hoteles, bares, cinematógrafos, anuncios luminosos, dancings, música de jazzband, hay en ellas todo un costumbrismo de lo moderno (Fuentes, 1983:59).

En efecto, las novelas de los años veinte reflejan la nueva fisonomía del
escenario urbano y las costumbres de sus habitantes, pero lo hacen además
con un espíritu alegre y divertido y con un optimismo eufórico que sólo se aplacará en los años treinta, cuando se vislumbren los aspectos negativos y alienantes del mundo industrial y cuando remita la frivolidad ante la omnipresencia de los conflictos sociales y políticos. A esta temática, que presenta los aspectos más novedosos de la vida urbana, hay que añadir una intención formal de ruptura de las convenciones del género novelístico, tanto en su estructura como en la creación de los personajes y en el tratamiento del tiempo y del espacio (Pino, 1999: 491).

Una revisión de algunos de los autores y novelas de esta época confirman la
presencia del jazz en un ambiente urbano y una cierta repetición de los tópicos
con los que esta música se define: ruido, alboroto, confusión y síntesis de lo salvaje y lo civilizado. Como ha señalado Patrick (2008: 559), el jazz en estas novelas cumple un “papel en la conceptualización vanguardista del medio urbano” y es un “emblema de una relación dialéctica entre primitivismo y modernidad”.

La obra narrativa de Francisco Ayala escrita en esta década –El boxeador y
un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930)– expresa la atmósfera de esta época y el interés del escritor por captar la nueva sensibilidad vanguardista, en cuya cosmovisión destaca la fascinación ante la técnica, la nueva fisonomía de las ciudades y las últimas modas. Así, “Polar estrella” (1928) es un relato dedicado al cine y a una de sus figuras, en el que no faltan menciones a las fábricas como nuevo paisaje industrial y a la música de jazz, que se cita relacionándola con el arte cinematográfico: “¡Polar, estrella de cine! ¡Belleza imposible, lejana y múltiple!

En las salas de todo el mundo su canción muda atraía hacia el borde de la
pantalla el oleaje admirativo, reiterado del jazz” (Ayala, 1973: 289). En otros relatos, como “Medusa artificial” (1928) y “Cazador en el alba” (1930), se reitera el carácter urbano del jazz –“Ella andaba siguiendo el ritmo del jazz urbano […]” (1973: 298)– o se utiliza esta música como un elemento imaginario del lenguaje para la descripción del ruido omnipresente en la ciudad: “El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones” (1973: 321). La primera narrativa de Ayala es deudora de la sensibilidad vanguardista y se muestra seducida por los nuevos elementos de la urbe contemporánea; en los relatos señalados, el jazz ocupa un lugar en la literaturización de la ciudad, en una presentación de la misma que tiende a fundir la música con el medio urbano (Patrick, 2008: 561).

Los cuentos y novelas de Benjamín Jarnés constituyen también un cuerpo
narrativo de gran interés para el análisis de la prosa vanguardista de la época
que tratamos. Para el estudio de la temática que nos ocupa, la presencia del
jazz, nos centraremos únicamente en dos obras: Paula y Paulita (1929) y “Bílbilis” (1944), una novela y un cuento relacionados, pues se cree que el segundo, a pesar de su publicación tardía e independiente, se escribió mucho antes para una proyectada segunda edición de la primera (Herrrero Senés-Ródenas de Moya, 2002: 374).

Además de algunas referencias en las que el jazz-band aparece mencionado
en relación con el bocinazo de un auto en el silencio de un paisaje rural o como representación de lo exótico (Jarnés, 1929: 36 y 135), lo más interesante y novedoso de las obras referidas es que en ambas el jazz se utiliza como elemento representativo de la modernidad en sendos diálogos sobre los paisajes arquitectónicos: en la novela, ante una antigua y ruinosa abadía cisterciense medieval, uno de los personajes, Mr. Brook, contrario a las reconstrucciones y a las nostalgias que producen las ruinas, afirma: “Yo traería aquí un magnífico jazzband, y, a golpes de bombo, haría derruir lo que queda de esta fábrica maltrecha” (1929: 158); por el contrario, en el relato, el doctor Cuevas, un obsesivo arqueólogo amante de las piedras y las ruinas, se opone a la propuesta de Mr. Brook de crear una ciudad en la que lo nuevo se infiltre en lo viejo, con las siguientes palabras:
– ¡No, no! Por ese camino se llega al jazz-band arquitectónico, a lo abigarrado y confuso. Preferiría, por ejemplo, que acordonasen Toledo, que la aislasen de todo lo actual, que quedase allí sola y venerable en toda su augusta belleza. Cada ciudad tuvo su tiempo. Un cabaret en Toledo, ¿no constituye una terrible profanación? (Jarnés, 2002: 297).

En ambos casos, a pesar de lo enfrentado de las posiciones, los personajes
conciben el jazz como una “expresión de las disonancias iconoclastas de la edad moderna” (Cano Ballesta, 1999: 233), con la fuerza suficiente para destruir los vestigios del pasado, de acuerdo con Mr. Brook, si bien no puede librarse de los tópicos que lo identifican con la confusión y la estridencia, algo que se repite de forma constante en la literatura de esta época.

Luna de copas (1929), de Antonio Espina, es una novela que se inicia con
una clara oposición entre el paisaje rural y un automóvil que circula por él a gran velocidad, y que proporciona a su conductora, Silvia, una visión inédita de contemplación de la naturaleza. La perspectiva se fragmenta y las sensaciones vertiginosas se suceden, mientras en el silencio, de acuerdo con la metáfora del autor, “bailan las cosas, con la música mezcla de jazz-band y de petardo de motor, y (en la noche) brillan luces como lentejuelas” (Espina, 2000: 149). El automóvil y el jazz, como representación de las novedades de los avances técnicos y de la ciudad cosmopolita, adquieren en esta novela una relevancia aún mayor, al ser presentados fuera del ambiente urbano y en oposición a una naturaleza que ya no se percibe en estado puro sino mediatizada por la velocidad y el ruido, de los motores y de las nuevas músicas.

La Venus mecánica (1929), de José Díaz Fernández, es una obra cuya peculiaridad más importante es el intento de compatibilizar el vanguardismo y la preocupación formal con un interés por la problemática humana y social. La novela presenta de forma crítica un retrato del ambiente social del Madrid de la dictadura de Primo de Rivera y denuncia, a través de las peripecias de sus protagonistas, la falsedad, la corrupción y la sensación de vacío ante la superficialidad del ambiente cosmopolita. El capítulo VI de la obra se desarrolla en un cabaret en el que aparecen entremezclados los tanguistas, el jazz-band y la juventud de vida ligera que admira a aviadores, automovilistas y toreros.

La intención crítica del autor determina la descripción del grupo de jazz, que no escapa al tópico de música de baile ruidosa que remite a un primitivismo salvaje:
Hasta el “jazz-band” pareció tomar más brío. Los negros multiplicaban sus alaridos, sus gritos, sus contorsiones del Far-West, como si estableciesen un diálogo primitivo con el bestiario de las dehesas y los espacios libres (Díaz Fernández, 1929: 46-47).

Hermes en la vía pública (1932), de Antonio de Obregón, es una novela sobre
el negocio de la industria musical, cuyo protagonista Hermes, el modelo del nuevo capitalista, es el jefe de una empresa de grabación musical y de fabricación y venta de gramófonos. La música se convierte así, no sólo en una representación de las nuevas formas de la cultura contemporánea, sino también en el modelo de las nuevas posibilidades industriales que la época proporciona a los emprendedores, cuyo paradigma es el capitalista que protagoniza la novela. No faltan las grabaciones de música de jazz, presentadas con la conocida argumentación de ser un ejemplo de síntesis entre el primitivismo de su origen salvaje y los avances de la moderna civilización urbana:
¡Oh, el Jazz!… Posee el misterio de las danzas totémicas, el fragor de las más apartadas hordas humanas, junto al estampido perfeccionado de nuestra civilización… ¡Oh, Nueva York! (Obregón, 1932: 183).

No obstante, la novela refleja un cierto desencanto del autor, no exento de ironía y cinismo, ante la ciudad y un modelo de civilización y de progreso económico que se considera fallido, después del crack bursátil de Nueva York; sus palabras sobre el jazz –”hordas humanas”, “estampido”– quizá deban interpretarse como un elemento más de la crítica a la masificación y pérdida de la individualidad que asoman en determinados pasajes de la novela.

Ernesto Giménez Caballero, en Julepe de menta (1929), presenta una visión
de América fundamentada en la dicotomía entre el Norte y el Sur,representada
en “Una América y otra” por dos músicas: el jazz y el charlestón, y el tango. Las primeras se asocian con el siglo XX, los rascacielos, el cine, las nuevas ciudades y la raza negra; la segunda, con el siglo XIX y el indio. De esta manera, el autor introduce un proceso de identificación entre el jazz y la urbe cosmopolita norteamericana, que se convierte en un modelo ideal de la modernidad. No obstante, Giménez Caballero concluye, de manera optimista, proponiendo la posibilidad de una convivencia –que ya se daba en los locales de la época-, ya que en ambos casos se trata de música de baile: “Tango y jazz: la América del Sur y la América del norte, enlazadas por la cintura. Como lo que son: una pareja de baile. Sobre el tablado oceánico” (Giménez Caballero, 1929: 87).

Como puede verse, la presencia del jazz en diferentes obras de la prosa de
vanguardia es importante y constituye una muestra de los lugares comunes con los que se identificaba el jazz en la década de los veinte: el ruido y el alboroto como caracteres más señalados y la síntesis entre lo salvaje y lo civilizado como definición más extendida.

4. LA GENERACIÓN DEL 27 Y LA MÚSICA DE JAZZ

A pesar de que algunos escritores de la Generación del 27 fueron aficionados
al jazz, la presencia de esta música en su obra es bastante escasa, sobre
todo si sólo consideramos la nómina oficial de poetas que suele incluirse bajo
ese marbete. En cualquier caso, hay algunos textos en prosa de interés, como el que estudiamos de Jorge Guillén, y, si abrimos el concepto de Generación del 27 a su entorno, encontramos obras, como Jacinta la Pelirroja de José Moreno Villa, en las que el jazz se convierte en un eje estructurador14.
14. Sobre la relación del jazz con los poetas de la generación del 27, es de interés el trabajo
de Jiménez Millán (2000).

4.1. Jorge Guillén: la crítica del jazz como un icono de la vanguardia

La música de jazz, junto con otras expresiones artísticas como el cine, se convirtió, como hemos visto ya, en una de las novedades aceptadas y reivindicadas por los movimientos de vanguardia del primer tercio del siglo XX. Como una voz discordante, en relación con este supuesto, aparece la figura de Jorge Guillén, cuyo trabajo como lector de español en la Sorbona (1917-1923) le permitió ser testigo directo –no por ello menos distanciado– de los gustos y las modas imperantes en el París de esa época. De su visión sarcástica e irónica nos han quedado sus colaboraciones en prensa como corresponsal de La Libertad, medio para el que Guillén escribió una crónica semanal de asuntos muy variados, entre los que nos interesan, para el tema aquí tratado, dos artículos dedicados a la música de jazz.

En efecto, “Negritos” (17-6-1921) y “Más negritos” (1-7-1921) son dos textos
en los que, con la excusa de la reseña de un concierto de la American Southern
Syncopated Orchestra en los Campos Elíseos, el poeta realiza una serie de consideraciones críticas sobre las vanguardias y su estima por el arte negro como elemento de renovación:
Poetas, músicos y pintores de hoy invocan al arte negro como a manantial de renovación. ¿Por qué no? ¿Quién podrá afirmar: el “ultra” no amanece por ese falso Levante? ¿Dónde está el Levante? ¿Dónde no está el Levante? (Guillén, 1999: 87).

La respuesta está implícita en la pregunta y el objetivo de estos artículos es
demostrar la falsedad de ese nuevo faro que ilumina el arte vanguardista. Para
ello Guillén recurre a una visión burlesca del grupo de jazz cuya actuación es
objeto de comentario: los diminutivos de los títulos de los artículos no son sino un anuncio de su contenido, que arranca con una ridiculización de algunos aspectos extramusicales, como el esmoquin o la sonrisa blanca de los músicos negros. La crítica propiamente musical identifica el jazz con un arte primitivo, prehistórico, caracterizado por la brusquedad, las líneas quebradas, la descomposición y por la ausencia de toda fluidez; se trata de una música, continúa Guillén, que se percibe en “volúmenes compactos”, cuya descripción espacial sería la recta, en contraposición a la sutileza de las “metáforas de incorporeidad” y la complejidad que representa la curva, elementos presentes en “la música que solemos oír” (Guillén, 1999: 89-90). En otras palabras el autor enfrenta dos modos: uno, representado por el jazz, carente de fluidez, áspero y tosco; el otro, por la música clásica, sutil, sugerente y delicado.

Este primitivismo genérico que Guillén adjudica al jazz adquiere rasgos de
animalidad cuando se detiene en el solo de trombón, cuya interpretación se define por medio de “bufidos”, “aullidos discordantes” y “alaridos que asetean el techo del teatro”. Esta forma de tocar el instrumento se concibe como el polo opuesto del ideal de la música clásica: “¿No es todo ello la antítesis de las sinuosidades que perfilan los arcos sobre los instrumentos de cuerda o de la túnica combada por el viento que sopla en los instrumentos de viento?” (1999: 90-91).

El autor considera que el espectáculo que presencia es cómico por lo caricaturesco de las gesticulaciones, de los bailes y de la algarabía de los músicos. Este aspecto externo es un componente más que contribuye a la desarmonía que reina en la música de jazz, identificada en última instancia con la mecanización del movimiento y del sonido: “motores, émbolos y embolismos bajo la gran marquesina reinante” (1999: 91).

Tras esta valoración negativa del jazz, Guillén vuelve nuevamente al objetivo
principal de sus artículos que no es tanto ofrecer una crítica musical, sino servirse de la misma para atacar el arte de vanguardia, en tanto que defensor del arte negro, en general, y del jazz en particular. Sus palabras son concluyentes:
Lógico es, por ende, que el arte actual de vanguardia, tan amigo del arte negro,
se resuelva a la postre en chocarrería bufa de guiñol. En uno y otro caso, la más infantil materialización automática (1999: 91).

4.2. José Moreno Villa: el jazz como representación del amor distante

José Moreno Villa es un poeta cuya obra se sitúa en la transición entre el espíritu del fin de siglo y las innovaciones vanguardistas del 27: sus primeros libros son deudores de la estética finisecular y proponen una poesía reflexiva, simbólica y con implicaciones filosóficas, mientras que los escritos posteriores a 1924, sobre todo Jacinta la pelirroja (1929), son textos que se sitúan de lleno en el panorama literario de los nuevos poetas.

Las referencias a la música de jazz que se encuentran en su obra están directamente relacionadas con la ciudad de Nueva York y con una experiencia amorosa que constituye el sustrato biográfico del mencionado libro. En 1927, Moreno Villa conoce a una joven neoyorquina (Florence, en la realidad; Jacinta, en sus versos) con la que vive una apasionada historia de amor y con la que proyecta casarse; los padres de la joven les proponen un viaje pagado a Nueva York con el fin teórico de conocer al pretendiente, pero con el objetivo claro de enfrentarse a los proyectos de su hija y de impedir la boda.

Jacinta la pelirroja (1929) es un libro de poemas fruto de esa experiencia
amorosa, cuya principal novedad es el tono empleado, alejado de la habitual
retórica romántica y sentimental, y escrito con la intención de alcanzar el punto de vista de un espectador irónico y escéptico, objetivo que se logra a medias, porque inevitablemente asoma el dolor de la ruptura15.
15. En su autobiografía, Vida en claro, Moreno Villa señala: “Jacinta la Pelirroja es un libro auténtico porque brota de una experiencia absolutamente concreta y personal; la de mis amores con Jacinta” (Moreno Villa,1976: 145).

De ese viaje surge también un libro en prosa, Pruebas de Nueva York, formado por una serie de artículos en los que el autor transmite algunas de sus impresiones sobre el modo de vida americano y sobre la gran ciudad en la que transcurre su estancia. La música de jazz es, según Moreno Villa, uno de los elementos que unifica la fisonomía del país americano: “No puedo figurarme cómo serían los Estados Unidos sin jazz”, afirma de forma categórica. El negro, continúa el autor, ocupa el estrato más bajo de la sociedad, pero a través de su música influye sobre el modo de vida yanqui, pues ese jazz sincopado, quebrado y enervante –son calificativos del escritor– se ha impuesto como música de baile para toda la sociedad y ha triunfado por su naturaleza eléctrica y embriagadora (Moreno Villa, 1927: 66).

Esa definición del jazz como un aspecto de la identidad negra que se incorpora
a la sociedad y se integra como un elemento de su fisonomía, vuelve a aparecer en su poesía estrechamente ligada a la figura de su pretendida.

Jacinta la pelirroja es un libro en el que, como se ha señalado (Salvador, 1978: 355), ante todo se contraponen dos formas de amar, dos maneras de vivir el erotismo, en definitiva, dos mundos: por un lado, el ardor y la implicación del amante, relacionado de forma ritual con el toro y la sangre; por otro, la frialdad y la distancia de la amada, representadas por abismales paisajes nevados. El poema “¡Dos amores, Jacinta!” resulta sumamente significativo en esta contraposición:
Mira el amor sangriento
y el amor nevado.
El torillo-amor con su flor de sangre
y el amor-alpino, de choza, nieve y barranco (Moreno Villa, 1998: 322).

Las referencias a la música de jazz aparecen siempre unidas con la figura de
Jacinta y constituyen un elemento connotativo que acentúa las distancias entre
dos formas de vivir la pasión amorosa, idea que acaba trasponiéndose a una
antagonismo genérico entre Europa y América, entre la tradición y la modernidad, entre el amante clásico y una joven desenvuelta y sin prejuicios.

Los primeros versos del poema que abre el libro, “Bailaré con Jacinta la pelirroja”, reflejan el intento del amante por acercarse al mundo de su amada, en el que el jazz es una representación del modo de vida americano:
Eso es, bailaré con ella
el ritmo roto y negro
del jazz. Europa por América (Ibid., 1998: 307).

Esta misma idea se vuelve a repetir en “Causa de mi soledad”, en el que el
poeta propone el ideal de sus oficios y ocupaciones, para terminar la estrofa con el conocido par “amante-torero”. Sin embargo, como si todo lo soñado resultara insuficiente para superar el sentimiento de soledad que le embarga, recuerda en última instancia la posibilidad de ser un cantante de jazz, una música que percibe como lejana y que, sin embargo, lo acerca a su amada:
Quisiera morir habiendo
sido poeta, carpintero,
pintor, filósofo, amante y torero.
¡Ah! y cantor negro
de un jazz que siento
a través de diez capas del suelo (Ibid., 1998: 328).
La historia amorosa de Moreno Villa con Florence-Jacinta revive a los diez
años de la ruptura mencionada, en un breve reencuentro que queda plasmado
en alguna de sus poesías, sobre todo en la titulada, de forma muy significativa,
“Otra vez”. El reconocimiento del ser amado, el recuerdo de los gozos y el dolor de la historia pasada, se sintetizan en dos músicas: la negra y el cante jondo, representación de dos mundos, de dos formas de entender el amor:
Otra vez delante de mí.
¿Dónde te vi por última vez?
Reconozco tus alas, tu mano,
que me levantaron, me llevaron,
entre luces y sombras,
por prados y pedregales,
por lagos y ventisqueros,
sin ver ni pensar,
en un remolino azul
de música negra y cante jondo,
en una espiral luminosa
que soñé sin fin (Ibid., 1998: 616).

Jacinta, con “su casa rectilínea” para la que “compra un Picasso” (1998: 316), con su aspecto elástico y deportivo, con su gusto por el teatro ruso, es la
representación de la modernidad que sufre y admira el poeta. La música de jazz no es sino un componente más de ese mundo inaprensible, no por ello menos deseado.

4.3. El jazz: ausencia y presencia en algunos poetas del 27

El jazz fue una música que cautivó a algunos de los poetas de la Generación
del 27, sobre todo a los más ligados a la Residencia de Estudiantes. Dalí, en su
Vida secreta, recuerda las salidas nocturnas de un grupo, entre los que se
encontraban Buñuel y García Lorca, al Club del Rector, local situado en el hotel Palace, que programaba habitualmente actuaciones de jazz, donde los jóvenes residentes descubrieron esta nueva música (Dalí, 1993: 200). Buñuel señala en sus memorias que se quedó también fascinado, hasta el punto de que llegó a comprarse un gramófono y varios discos de jazz que escuchaban en grupo, e incluso empezó a tocar el banjo (Buñuel, 1992: 80). En fin, Luis Cernuda también manifiesta en su correspondencia un interés por esta música, al igual que García Lorca, que frecuenta clubes de jazz de Harlem en su viaje a Nueva York (Gibson, 1998: 61) y establece, tal y como se puede leer en alguna de sus cartas, un paralelismo entre el jazz y el cante jondo (García Lorca, 1997: 626), lo que ha permitido lecturas de Poeta en Nueva York que ponen su acento en la relación entre los gitanos y los negros, entre el flamenco y la música de jazz, aunque en el mencionado libro las referencias a esta última sean bastante indirectas16.
16. Véanse por ejemplo Ortega (1986: 145-168) o Rabassó-Rabassó (1998: 341-375).

El interés por el jazz que muestran estos poetas contrasta con la escasa presencia de esta música en su obra literaria, limitada a unas pocas menciones en las que el jazz aflora como una corriente subterránea que influye en la inspiración, en la elección de algunos títulos o en la temática de ciertos poemas. Por ejemplo Cernuda, en Historial de un libro (1958), habla de sus fuentes de inspiración, de la relación de las mismas con su obra y de la dificultad de su plasmación en la expresión escrita, de su anhelo por “hallar en poesía el “equivalente correlativo” para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver a una criatura hermosa […] o al oír un aire de jazz”; el intento de “darles expresión”, en ocasiones fracasado, sería una forma de satisfacer la intensidad con que esas experiencias, visuales y auditivas, se interiorizaban (Cernuda, 1994: 632). También en algunas de sus cartas se manifiesta su temprana afición por el jazz17; ahora bien, su interés por esta música queda restringido a la primera etapa de su carrera literaria y, de manera especial, a sus meses de estancia en Toulouse, en 1928. Tras la Guerra Civil, como señala Lamillar (2000: 34), “las referencias al jazz se desvanecen y son sustituidas por la música clásica, que a partir de los años ingleses va a tener mayor importancia en su vida y a aparecer con mayor frecuencia en su obra”.
17. Por ejemplo, desde Toulouse envía unas líneas (12 de noviembre de 1928) a su amigo
Higinio Capote, en las que sintetiza su estado de ánimo lleno de tristeza en cuatro términos: crepúsculo, niebla, sherry y jazz. En otra carta, enviada a Luis Sánchez Cuesta (2 de enero de 1929), le informa de la compra de un aparato de música para escuchar fox, charlestón, valses y tango (Cernuda, 2003: 101 y 110).

La música de jazz fue también un elemento de inspiración para la escritura
de alguno de sus poemas; por ejemplo, “Quisiera estar solo en el Sur” (Un río,
un amor) fue interpretado, erróneamente, por Fernando Villalón como una evocación nostálgica de su tierra andaluza. El escritor aclara, en carta a Higinio Capote, que el origen de ese texto se encuentra en el título de un fox-trot y que, por lo tanto, no se refiere al sur de Andalucía, sino al de Estados Unidos (Cernuda, 2003: 119 y 127). En Historial de un libro (1958) vuelve a reiterar su explicación:
Dado mi gusto por los aires de jazz, recorría catálogos de discos y, a veces, un título me sugería posibilidades poéticas, como este de I want to be alone in the South, del cual salió el poemita segundo de la colección susodicha [se refiere a Un río, un amor], y que algunos, erróneamente, interpretaron como expresión nostálgica de Andalucía (Cernuda, 1994: 635).

En la obra de Vicente Aleixandre, quien al parecer se aficionó al jazz a través
de Cernuda, las referencias a esta música son también puntuales; el jazz que
Aleixandre conoció era un música para bailar y, como tal, su presencia en su obra poética quizá deba interpretarse en el conjunto de los diferentes bailes que en ella aparecen: el carácter trágico del baile jondo se opone al sabor popular de la verbena y la modernidad del jazz o del fox (Recalde Castells, 2009: 196). En “Superficie del cansancio” (Pasión de la tierra) hay una petición por parte del yo poético de una pieza jazzística: “El aire está poblado de cintas que se enredan cada vez más a cada ondeamiento de tus manos en desmayo. A ver, ¿no hay por ahí un jazz?” (2001: 197). Duque Amusco, uno de los principales intérpretes de la obra de Aleixandre, considera que la complejidad de la prosa de Pasión de la tierra “armoniza su negro horror al vacío […] con las variaciones y repentizaciones propias del swing o del jazz-band” y que su fluido ritmo es deudor de la improvisación jazzística.

También señala que Espadas como labios se tituló inicialmente Cantando en las Carolinas, un nombre inspirado en el título de ciertas piezas de fox y de swing (Cernuda, 2001: 1516 y 1518).

En la poesía de Pedro Salinas se encuentra una mención a la música de jazz
en un conocido poema dedicado a la ciudad de Nueva York: “Nocturno de los avisos” (Todo más claro y otros poemas, 1949); a pesar de su fecha tardía en relación con el resto de poemas aquí tratados, lo incluimos por considerar que la presencia del jazz está ligada también a la urbe cosmopolita, si bien su visión de la misma es bastante descreída. Se trata de un texto de carácter discursivo en el que el autor realiza una crítica de la ciudad moderna y, más en concreto, de la publicidad que ilumina sus noches, contraponiendo las falsas ilusiones de aquella a la luz suprema de una trascendencia que se identifica con lo astral y lo divino.

El mundo deshumano y mercantilizado se representa por los anuncios luminosos que invitan al consumo de tabaco (Lucky Strike), whisky (White Horse), refrescos (Coca-Cola) o de espectáculos musicales de bailarinas y coristas que, a ritmo de jazz, pretenderán transmitir a su público gozo y alegría, aun a sabiendas de la falsedad de su propuesta. El jazz forma parte de una mitología urbana, que Salinas contrapone a la mitología clásica (Arcadia, Pegaso y Afrodita) y a la verdadera luz que proporcionan las estrellas y constelaciones como “publicidad de Dios” y “anunciadoras de supremas tiendas” (Salinas, 2000: 783). De esta manera, para Salinas el jazz se convierte en una representación más de un mundo deshumanizado, que él intuye tras el espejismo de la sociedad americana de consumo18.
18. En el poema “Font-Romeu, noche de baile” (Fábula y signo, 1931) hay también una referencia al foxtrot.

Entre los poetas relacionados con la Generación del 27 destaca, para el tema
aquí tratado, la figura de Concha Méndez y sobre todo sus primeras obras,
Inquietudes (1926), Surtidor (1928) y Canciones de mar y tierra (1930), en las
que la autora muestra su interés por el ámbito urbano y la modernidad, con poemas dedicados a los deportes, al cine, a los automóviles y a los aviones, a los rascacielos y escaparates, y a la música de jazz. Estos libros se convierten en un ejemplo de un vanguardismo cercano a los presupuestos ultraístas, si bien, como contrapunto, no faltan en los mismos algunos elementos del neopopularismo.

Por otra parte, la presencia de la música y de su terminología particular
(sinfonía, acordes, melodía, balada, canción, violines…) es constante en estos
primeros libros en los que la búsqueda de la sonoridad y del ritmo parece un
objetivo claro de la autora. En este contexto general de manifestación del espacio urbano y de la música deben situarse los poemas con una presencia del jazz, como el titulado precisamente “Jazz-band”; la visión que transmite de esta música es similar a la de la vanguardia antes descrita: es una música urbana, ligada a los rascacielos, que se percibe como un “ritmo cortado”, con “acordes delirantes” y que se relaciona con lo exótico. En “Cinelandesco” (Surtidor) el jazz aparece nuevamente en relación directa con el cine, los anuncios luminosos y el deporte, es decir, ligado al nuevo paisaje urbano, mientras que en “Día de agosto” y “Dancing” (Canciones de mar y tierra) se incide en el aspecto rítmico del jazz y del foxtrot19.
19. En un poema de Ernestina de Champourcín, titulado “Atardecer”, publicado en La Gaceta
Literaria en 1927, el silencio del atardecer aparece roto por los automóviles que se dirigen al
baile del Ritz, donde les espera “un jazz que devora su propia estridencia” (Díez de Revenga,
1998: 629).

Como puede verse, la presencia del jazz en la Generación del 27 y los poetas
relacionados con ella es desigual: excepto en los casos de Guillén, que utiliza
esta música como estandarte para cuestionar la modernidad y las vanguardias,
y de Moreno Villa, que identifica el jazz con la vida americana y lo convierte en un eje de la traslación literaria de su desengaño sentimental, la aparición de
este género musical es muy puntual y más palpable en aquellos textos con ecos de los movimientos de vanguardia, que como se ha indicado mencionan el jazz ligándolo a la ciudad cosmopolita y los avances técnicos de una nueva época, de la que su literatura se reclama un testigo privilegiado.

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La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas1
Sérgio Costa, Manuela Boatcă

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas
Estudios Sociológicos, vol. XXVIII, núm. 83, mayo-agosto, 2010, pp. 335-358 El Colegio de México, A.C. Distrito Federal, México

Giros y regiros. Sobre la utilidad de los cambios de paradigma

Tanto en su propia concepción en cuanto campo académico como en su demarcación respecto de otras ciencias sociales, la sociología está inseparablemente vinculada a su objeto de investigación: la modernidad.

Las disciplinas en las cuales el mundo occidental servía tanto de sujeto parlante como de objeto de estudio fueron resultado de la división intelectual del trabajo que surgió en la Europa occidental hacia fines del siglo xix. A cada una de las supuestamente autónomas esferas de actividad humana consideradas características del mundo moderno -el mercado, el Estado y la sociedad (civil)—-se le asignó un campo académico, lo que arrojó la creación de las ciencias económicas, la ciencia política y la sociología (véase Wallerstein, 1999: 2).

En cambio, la antropología y los estudios orientales eran las que tenían la
consigna de explicar por qué el resto básicamente, la periferia no europea
no era o no podía ser moderno.

Esta distribución geopolítica de las tareas académicas en función de su
pertinencia para la modernidad occidental ha sido válida durante toda la existencia institucional de la sociología. Este acuerdo (ahora tácito) de la división académica del trabajo sigue allanando el camino para la investigación actual.

Mientras la antropología comenzó su existencia institucional ocupándose del mundo no europeo como ejemplo de lo “premoderno” y en consecuencia incorporó tanto las relaciones coloniales como los desarrollos poscoloniales relativamente pronto a su campo de investigación,2 una sociología de espectro global que vaya más allá del marco analítico de los Estados-nación modernos del mundo occidental(izado), todavía se ve en la necesidad de legitimarse.

1 Este artículo representa una versión corregida y ampliada de un texto publicado originalmente en alemán (Boatcă y Costa, 2010). Agradecemos a los dictaminadores anónimos de Estudios Sociológicos sus importantes sugerencias y comentarios críticos, los cuales han sido incorporados, en la medida de lo posible, a la presente versión.

Dado que los países colonizados o totalitarios no se hallan en la vía
hacia la modernidad, durante mucho tiempo se les negó la condición de objetos válidos para el análisis sociológico; a su vez, tras conquistar su independencia, se les permitió convertirse en receptores de teorías sociales europeas y norteamericanas, pero no en lugares productores de tales teorías.

Por ello, la globalización de la sociología en cuanto disciplina se considera a menudo como (o se le reduce a) la implementación exitosa del modelo occidental en contextos nacionales receptores:
Levantando el vuelo desde sus bastiones en Alemania, Francia y Estados Unidos, la sociología clásica se diseminó por todo el mundo, en todos los lugares en que cobró prominencia la idea de sociedad como la creación de un estado-nación.

(…) Al mismo tiempo, porque se halla atada al estado-nación y a la existencia
de una sociedad civil que tiene autonomía dentro del marco del estado-nación, la sociología estuvo ausente en los países colonizados así como en aquellos donde los líderes tradicionales seguían en el poder. (Touraine, 2007: 185 y s.)

Pese a los distintos énfasis en las diferentes culturas nacionales de la academia
y pese a sucesivos cambios epistemológicos y metodológicos de paradigma, como el giro cultural o el espacial, poco ha cambiado en términos
de este estrechamiento analítico (auto-impuesto) de la mirada sociológica.

Con estos antecedentes, hablar de una sociología poscolonial parece más bien una especie de contradicción en los términos.

Defender un giro poscolonial como una tendencia más sería, en nuestra
opinión, igualmente equivocado. Más que un cambio de paradigma, nos
interesa rastrear los orígenes del giro colonial que precedió a la institucionalización de la sociología y que hasta ahora ha impedido la emergencia de una sociología global de los contextos coloniales, neocoloniales y poscoloniales.

Por medio de ejemplos tomados de cada uno de los tres niveles de análisis
sociológico —el macro-, el meso- y el micro-estructural—, en lo que sigue nos proponemos señalar las correcciones necesarias que una sociología sensible a la poscolonialidad puede realizar en los diagnósticos de la teoría social actual.

2 No quiere decir esto que la antropología haya abordado aceptable o críticamente las relaciones coloniales de poder siempre, sino que el tratamiento (por más defectuoso) de los contextos coloniales fue parte íntegra de su auto-definición como disciplina académica lo cual no es el caso de la sociología. Acerca de la complicidad de la antropología con las políticas colonialistas y el arraigo de la perspectiva antropológica en las prácticas coloniales, véanse Asad (1973) y Fabian (1983).

Esto implica de entrada la tesis de que la sociología poscolonial en sí
misma no representa una aproximación que internamente se contradiga, sino
que se trata de una aproximación que se ha retrasado demasiado y necesita
una sistematización programática. Antes de atender el segundo aspecto, es necesario realizar una elucidación terminológica.

Por una parte, ¿qué es lo que hace que las teorías poscoloniales sean particularmente apropiadas para nutrir el conocimiento sociológico? Por otra, ¿qué es lo que hace útil al poscolonialismo en cuanto perspectiva explícitamente sociológica?

¿Por qué sociología poscolonial?

El giro posmoderno así como el posestructural colocaron la contingencia del conocimiento cultural e histórico, la construcción discursiva y el fin de las metanarrativas sociales y modernas, en el centro del escenario de los debates de las ciencias sociales ya desde los años setenta y principios de los ochenta.

Las teorías poscoloniales, cuya crítica de la afirmación de la modernidad
europea de su universalidad en parte son elaboraciones a partir de dichos debates, y cuya auto-denominación necesariamente proviene de los “pos-”
anteriores, estuvieron desde el principio bajo la sospecha de vender el mismo producto con una etiqueta un poco distinta. La tensión entre la necesidad de la etiqueta “poscolonial”, por una parte, y su ambigüedad política por la otra, consecuentemente se convirtió en materia de prolongados debates entre los propios representantes del poscolonialismo (véase Shohat, 1992; Dirlik, 1994; Hall, 2002).

Al contrario del supuesto de que sólo explica la ubicación temporal de las sociedades dentro de la historia colonial, el término “poscolonial” también se refiere a la reconfiguración de las relaciones económicas, sociales y políticas que el colonialismo ha detonado en las antiguas colonias y metrópolis, así como a la tensión entre el poder y la producción del conocimiento en el contexto de relaciones imperiales (Gutiérrez-Rodríguez, 1999; Coronil, 2004; Costa, 2005).

De esta manera, queda claro que el poscolonialismo en cuanto concepto
y perspectiva, a pesar de importantes diferencias internas, subraya el contexto histórico del poder (colonial) considerablemente más que el posestructuralismo y el posmodernismo y de esta postura deriva un programa político que difiere por mucho de los del posmodernismo y el posestructuralismo.

Mientras que, para el posmodernismo, el fin de las metanarrativas de la modernidad occidental logrado mediante la desconstrucción dio como resultado una yuxtaposición de esferas autónomas (Lyotard, 1986), para el poscolonialismo, el revelar la conexión entre las relaciones globales de poder establecidas en el contexto de la expansión colonial europea y las relaciones inequitativas históricas y actuales en los niveles local, nacional e internacional se logrará mediante la descolonización.

La demarcación con respecto a las estrategias posmodernas se vuelve así un paso explícito desde la formulación misma de las estrategias poscoloniales más prominentes. Para Dipesh Chakrabarty (2000: 43), “el proyecto de provincializar a Europa (…) no puede ser un proyecto de relativismo cultural. No se puede originar de la postura según la cual la razón, la ciencia, los universales que contribuyen a definir a Europa como lo moderno sencillamente son algo ‘específico de la cultura’ y por tanto sólo pertenecen a las culturas europeas”.

El relativismo cultural que, dentro de la exaltación posmoderna de la diferencia sexual, cultural, racial, étnica y religiosa, equivale a una “política de la imagen”, es por ello confrontado cada vez más en el contexto de las aproximaciones poscoloniales por una “política de la acción” intercultural o una “política de la desesperación” (Klein, 2000: 124; Chakrabarty, 2000: 45), cuyo objetivo es revelar la historia imperial y colonial de represión y violencia detrás del establecimiento de la división Norte-Sur.

En consecuencia, las diferentes estrategias traen consigo claras implicaciones políticas, como se refleja en la política posmoderna del multiculturalismo, por un lado, y la promesa poscolonial de la interculturalidad, por el otro.

Mientras la promoción del multiculturalismo al nivel de la política y el discurso de Estado se apoya en el principio del reconocimiento
y la tolerancia de los Otros raciales, étnicos, religiosos o sexuales, la interculturalidad en especial cuando la definen e implementan los movimientos indígenas en América Latina involucra un cuestionamiento de la realidad sociopolítica del (neo)colonialismo que se refleja en los modelos actuales del Estado, la democracia y la nación, y una transformación de estas estructuras de manera que se garantice la plena participación de todos los grupos de población en el ejercicio del poder político (Walsh, 2002).

Pese a que con frecuencia los términos se usan como sinónimos, representan agendas políticas muy divergentes: el multiculturalismo, equivalente a la política de identidad ya mencionada de los llamados “particularismos de las minorías” que buscan la inclusión en el sistema dominante, pretende desconstruir las jerarquías culturales actuales a cambio de una yuxtaposición de los modelos culturales; en contraste, la interculturalidad se concibe como un proyecto ético, político y epistémico con el objetivo de descolonizar las formas de organización social e institucional y las estructuras de gobierno, así como las perspectivas de conocimiento que se originan en el contexto sociohistórico de la modernidad europea y que fueron impuestas como universales durante los periodos coloniales y neocoloniales.

Esto queda más claro todavía en la sustitución de la noción posmoderna
no matizada de diferencia por el concepto poscolonial de “diferencia colonial” (Chatterjee, 1993; Mignolo, 1995), que se usa tanto en los Estudios Subalternos de la India como en el pensamiento descolonial latinoamericano,3 para explicar la reorganización de los criterios de diferenciación que dio lugar a la estructura racial y étnica de las colonias europeas. Las jerarquías socioeconómicas y epistémicas de las que emergieron las diferencias subalternas en los territorios colonizados se contextualizan históricamente de esta manera, con antelación a la consideración de las posibilidades de su transformación.

¿Por qué sociología poscolonial?

Parte de la contextualización necesaria del proceso de jerarquización implica
conectar la sociología institucionalizada a su ubicación en el mundo occidental
y sus comienzos en el apogeo del imperialismo occidental (Seidman, 2004:
261; Bhambra, 2007a). Aunque el establecimiento de la sociología como una
disciplina en el Reino Unido, Alemania, Francia e Italia se desarrolló a la
par de su competencia en pos de los territorios africanos y la creación de sus
imperios coloniales en Asia y África, las categorías, conceptos básicos y los
modelos explicativos clave de la sociología sólo reflejaban los desarrollos y
las experiencias internas de la Europa occidental.

Se consideró que los momentos cúspide de la modernidad occidental, de los cuales la aproximación sociológica debía presentar una explicación, eran la Revolución francesa y la revolución industrial originada en Inglaterra, pero no la política colonial de la Europa occidental ni la acumulación de capital mediante el comercio de esclavos a través del Atlántico y la economía de explotación de los recursos naturales de ultramar.3

El abordaje descolonial, surgido en América Latina, difiere de la crítica formulada por el campo (eminentemente de lengua inglesa) de la teoría poscolonial, porque se considera que éste ha privilegiado al colonialismo británico en la India en detrimento de otras experiencias coloniales del mundo. Por ello, los estudios descoloniales se enfocan en los múltiples contextos
coloniales y poscoloniales en un afán de hacer entrar en vigor “una diversalidad epistémica de las intervenciones descoloniales en el mundo” (Grosfoguel, 2006: 142).

Mientras la distinción entre lo poscolonial y lo descolonial es importante, y las discusiones acerca de “descolonializar los estudios poscoloniales” aún están en curso, lo que consideramos de particular relevancia para la sociología es el denominador común de ambas aproximaciones, es decir, el estudio de
las relaciones coloniales de poder y sus consecuencias para la época presente.

La supresión de la dinámica colonial e imperial de la caja de herramientas
de la sociología clásica es válida para las respectivas sociologías nacionales,
sin que importe prácticamente el grado de éxito de sus Estados en cuanto
potencias coloniales (Bhambra, 2007b: 872). El panorama es ligeramente
distinto en lo que toca al periodo tras la descolonización de Asia y África en
la segunda mitad del siglo xx. A diferencia del contexto inglés, en el que la
historia del dominio colonial tiene un papel prominente, en el debate alemán,
el menos extenso pasado colonial así como los desarrollos durante el periodo
poscolonial se tratan en el mejor de los casos como cantidades insignificantes
(Castro Varela y Dhawan, 2005). Dentro de la sociología alemana, las
perspectivas poscoloniales tienen así la fama de ser productos importados de
tercer grado: el primero, por provenir de los estudios culturales o literarios;
el segundo, por provenir de la región anglófona; y el tercero, por provenir
de un contexto diferente, es decir, “genuinamente” poscolonial. En cuanto
tales, se les asigna una importancia sociológica limitada dentro de los debates
teóricos en Alemania, pero no un contenido sociológico independiente
(Gutiérrez-Rodríguez, 1999: 21).

Y aun así, las teorías poscoloniales apuntan sin vacilar al corazón de
la terminología central de la sociología. Al criticar las oposiciones binarias como las de Occidente-el resto del mundo [West-Rest], Primer-Tercer mundo o modernidad vs. tradición por considerarlas esencialistas, y en cambio al llamar la atención sobre la relacionalidad entre los conceptos involucrados, revelan que los que tienen una connotación positiva -Occidente, el Primer mundo, la modernidad—-son universales prescriptivos y ahistóricos (Trouillot,2002: 848), a los que ninguna realidad social independiente y objetiva corresponde, y que por ello guardan en su seno estrategias de exclusión.

A su vez, la contextualización histórica como un método poscolonial permite que la tradición se considere no como un hecho objetivo, como sin mucho empacho las teorías sociales modernas
lo suponen, sino como un conjunto de proyecciones desde la perspectiva
de las teorías de la modernidad hacia cualquier cosa de la cual uno se
delimita.

Al mismo tiempo, la tradición es una parte necesaria del discurso de
la modernidad, sin la cual la modernidad no puede existir o ser ubicada en un
lugar. Construye de la nada el campo en el cual la modernidad penetra y al
que trata de subyugar. Poner fin a (…) la idea de tradición sería el fin del discurso de la modernidad. (Randeria, Fuchs y Linkenbach, 2004: 18; traducción nuestra)
Macrosociología poscolonial

El debate acerca de la globalización de la sociología de los años noventa y la
discusión subsecuente sobre las modernidades múltiples puso en cuestión seriamente la fijación en el nacionalocentrismo y el occidentalocentrismo de las aproximaciones macrosociológicas convencionales. El mundo globalizado expulsó al Estado-nación en cuanto marco analítico, y de repente la modernidad occidental sólo era una de muchas modernidades —aunque conservaba (implícita o explícitamente) el prestigio de ser el punto histórico de partida, o por lo menos la referencia clave para las variantes no occidentales subsecuentes-:la india, la musulmana o la latinoamericana.

No obstante, la afirmación de la nueva macrosociología según la cual con esto alcanzaba un espectro global, dejaba sin abordar la mirada colonial inherente en las grandes teorías vigentes. El denominador común así como el meollo del asunto en disputa de las teorías de la globalización y modernidades múltiples era el tema de la convergencia de los patrones societales.

Los teóricos de la globalización consideraron que la emergencia de una sociedad civil global, de una cultura mundial y de tecnologías de la comunicación globales, era una señal de la reafirmación mundial de los modelos de desarrollo occidentales (Robinson, 2001; Giddens, 2002), y por ello daban su acuerdo en lo general a la tesis de la convergencia.

Los académicos dedicados al estudio de la modernidad múltiple, a su vez, ponían el acento en la diversidad de patrones institucionales, identidades colectivas y proyectos sociopolíticos creados por todo el mundo como resultado de la confrontación entre el programa cultural de la modernidad
occidental europea y las realidades sociales en los territorios controlados
militar y/o económicamente por las potencias europeas (Eisenstadt, 2000), y
por tanto subrayaban la divergencia.

Al mismo tiempo, ambos diagnósticos, así como las perspectivas que los sustentaban, tomaban como punto de referencia el patrón occidental de modernidad (Spohn, 2006). Como ha demostrado Raewyn Connell (2007: 60), por medio del ejemplo de conceptos centrales como “posmodernidad global” y “sociedad mundial del riesgo”, la mayor parte de teorías de la globalización no dejan ver un nuevo programa de investigación a la medida del análisis de la sociedad mundial, sino estrategias teóricas que aceptablemente podrían ser descritas como apoyándose en el
“efecto elevador” de las explicaciones macrosociológicas: tendencias que
se observaron en un principio y se conceptualizaron en el contexto de las
sociedades metropolitanas se pasan a un nivel superior y se usan para describir
procesos globales.

Esto convierte a la globalización en un proceso mediante el cual los riesgos, la acumulación de capital o la hibidrización se tornan literalmente globales ante la patente ausencia de algún centro de poder o principio de dominación reconocible (Escobar, 2007: 181 y ss.; Costa, 2006:cap. 4).

Semejante postura implícitamente transmite el deseo de muchos macrosociólogos surgido en 1989 a raíz de la deslegitimación del marxismo en cuanto alternativa política y teórica de guardar sus distancias respecto de la economía política como un abordaje científico-social, y por ende demarcarse de las teorías del imperialismo, neocolonialismo y el sistema mundial (Boatcă, 2007).

Es revelador para esta tendencia, que la perspectiva de las modernidades múltiples haya abordado el análisis de la divergencia empleando
una aproximación neoweberiana que enfatizaba la diversidad de programas
culturales asociados a la expansión de la modernidad occidental en el
continente americano, pero no las dependencias estructurales y los procesos
de jerarquización que venían aparejados a la colonización.

Al reducir la diversidad de aproximaciones a la modernidad al nivel cultural, y al atribuir un papel pionero al modelo occidental europeo en la generación de esta diversidad es decir, “al no permitir que la diferencia marcara una diferencia en las categorías originales de la modernidad” (Bhambra, 2007b: 878) los autores partidarios de la modernidad múltiple paradójicamente apuntalaron el concepto mismo que criticaban: el de la modernidad occidental autosuficiente, que defendía la teoría de la modernización. En palabras de Shmuel Eisenstadt (2000: 24): “Mientras el punto común de partida fue alguna vez el programa cultural de la modernidad según se desarrolló en Occidente, los desarrollos más recientes han presenciado una multiplicidad de formaciones culturales y sociales que rebasan por mucho los aspectos homogeneizadores de la versión original”.

Hasta la fecha, no hay una macrosociología poscolonial unificada que
haga las veces de contrapeso a las perspectivas de la globalización y de
las modernidades múltiples. No obstante, cada vez más aproximaciones
—de las cuales sólo algunas se autodenominan poscoloniales— le dan una
importancia central a la experiencia histórica del colonialismo para la explicación de procesos globales.

Por un lado, las teorías neo marxistas de la globalización han señalado las continuidades entre el imperativo liberal del desarrollo como determinante de las políticas económicas de los países que dejaron de ser colonias después de la Segunda Guerra Mundial y el postulado neoliberal de la globalización de los años noventa, haciendo énfasis en las asimetrías neocoloniales de poder que ambas cosas ayudaron a reproducir. Al identificar tanto el desarrollismo como la globalización como proyectos o estrategias
discursivas, al mismo tiempo han mostrado cómo su naturalización
(“no hay alternativa”) oscurece el papel que tiene el colonialismo en la
construcción de los modelos que había que seguir en cada caso (McMichael,
2004; Wallerstein, 2005).

Por el otro, los modelos teóricos ubicados en la intersección de la antropología, la historia y la sociología, los cuales rastrean la emergencia de “modernidades entrelazadas” e “historias conectadas” (Randeria, 1999; Subrahmanyan, 1997) hasta el vínculo constitutivo entre los patrones occidentales europeos de la modernidad y los procesos de modernización
(pos)coloniales, han atraído una atención cada vez mayor de parte de
la sociología (Costa, 2009; Bhambra, 2007a).

En ello, la tradición no se concibe como una oposición rígida a la modernidad, sino como una parte integrante de una historia colonial entrelazada, la cual dio como resultado un desequilibrio estructural entre los “centros” y las “periferias” que implicaba una distribución desigual de la definición del poder entre Occidente y el “resto” con respecto al propio grado de modernidad de uno (Therborn, 2003; Knöbl,2007).

También en este caso, no hay una modernidad universal o primigenia
que haga las veces de guía referencial para los que vienen después, sino varios
senderos que llevan a modernidades entrelazadas.

La “perspectiva descolonial” latinoamericana, a su vez, plantea la cuestión
del entrelazamiento mediante el concepto de “colonialidad” para analizar
la emergencia de la “tradición” en el contexto de la construcción de
diferencia con respecto a la presunta modernidad de las potencias coloniales
de la Europa occidental en aquellas áreas periféricas bajo dominio colonial.

Por tanto, la colonialidad se entiende como una relación de poder entre los
centros (coloniales) y las periferias (colonizadas), que se prolongó más allá
del colonialismo administrativo y político, cuya lógica sigue influyendo en lo económico, lo social, lo cultural y lo ideológico. Como tal, representa tanto el reverso (o lado oscuro) como una condición necesaria de la modernidad occidental desde el “descubrimiento” del Nuevo Mundo.

Con ayuda de oposiciones binarias como las de civilización-barbarie, racional-irracional, desarrollado-subdesarrollado o moderno-tradicional, la identidad moderna podría quedar, por un lado, encasillada y demarcada fuera de la alteridad colonial y, por el otro, la intervención política, la explotación económica y el paternalismo epistemológico hacia las colonias quedarían legitimados como un medio para llevar los bienes de la modernidad a la periferia (Quijano, 2000; Dussel, 2002; Grosfoguel, 2002).

El imaginario social del mundo moderno se configuró, por ende, alrededor de un sistema de clasificación global que elevó la civilización europea occidental a la condición de patrón universal mediante el cual las asimetrías de poder económico y político entre centros y periferias se reflejaban en lo cultural y lo epistemológico (Mignolo, 2000: 13).

La retórica occidentalista correspondiente pasó por varias fases en las cuales
la construcción de la diferencia colonial con respecto al ser europeo occidental
se organizó alternativamente alrededor de los conceptos de raza, etnicidad, o ambos. A su vez, la jerarquización procedió siguiendo una dimensión espacial (los cristianos del norte vs. los salvajes del sur), una temporal (los civilizados del centro vs. los primitivos de la periferia), o una mezcla de ambas (desarrollados vs. subdesarrollados), consideradas en función de la cosmovisión europea dominante de la época que se trate (Mignolo, 2000; Boatcă, 2009).

La colonialidad de la heterogénea estructura de poder resultante
-es decir, no sólo de una naturaleza económica, sino política, cultural
y epistemológica- se revela por el duradero carácter de las dimensiones de
desigualdad global en cuanto a los orígenes coloniales: (…) si se observan las líneas principales de la explotación y dominación social a escala global, las líneas matrices del poder mundial actual, su distribución de recursos y de trabajo entre la población del mundo, es imposible no ver que la vasta mayoría de los explotados, de los dominados, de los discriminados, son exactamente los miembros de las “razas”, de las “etnias”, o las “naciones” en que
fueron categorizadas las poblaciones colonizadas, en el proceso de formación de ese poder mundial, desde la conquista de América en adelante. (Quijano,1992: 12)

Mientras el modelo de la “posmodernidad global” sigue atrapado en el
eurocentrismo insistiendo en que siquiera se reconozcan estas diferencias,
al mismo tiempo que mantiene a la globalización como su objetivo universal, el proyecto de la “transmodernidad” (Dussel, 2002) asume la universalidad potencial de todos los elementos culturales que representan la “exterioridad excluida” de la modernidad occidental, la cual ahora puede ser transformada desde esta misma exterioridad.

De manera muy similar a la del abordaje de los Estudios Subalternos de la India (Chakrabarty, 2000), la crítica de la modernidad llevada a cabo desde la posición subalterna de la colonialidad desvela la historia universal de Occidente como una historia local con un carácter particular. Sus proyectos globales -ya sean la civilización, el desarrollo o la globalización— aparecen desde este punto de vista como generalizaciones de la experiencia histórica local de la Europa occidental, cuyo objetivo es apuntalar su propia reafirmación del poder, y poner al descubierto las continuidades (pos)coloniales en la jerarquización de la diferencia, más que exaltar tales diferencias por sí mismas.

Palabras como “transmoderno” y “colonialidad” son, por ende, no únicamente categorías putativas, que podrían —o deberían— intercambiarse por “tradición”, sino que implican la posibilidad de reconceptualizar la modernidad desde una perspectiva histórica mediante el desvelamiento de su equivalente colonial.

De esta manera, nos permiten abordar las interdependencias mutuas entre
desarrollo y subdesarrollo, inclusión y exclusión, en lugar de ubicarlas en
contextos convergentes o divergentes de la modernidad, por un lado, y la tradición, por el otro.

Nivel mesoanalítico: la sociología política de las relaciones de poder

Análisis recientes dedicados a la investigación de las disputas y asimetrías
del poder en varios contextos nos permiten identificar un conjunto común de
críticas que forma el núcleo de lo que llamamos la sociología política poscolonial.

A diferencia de la sociología política convencional, en este caso, las fronteras nacionales no delinean la unidad analítica central, como tampoco las instituciones políticas nacionales constituyen el foco preferente de
investigación. En cambio, el acento se pone en las relaciones de poder, las
cuales involucran a actores de distintas naturalezas (Estados, organizaciones
multilaterales, movimientos sociales) a diferentes niveles (local, regional,
nacional, global).

El interés en las disputas por el poder también condiciona el aparato conceptual puesto en marcha para estos estudios, en la medida en que las categorías que no resaltan las relaciones asimétricas entre regiones del mundo y grupos sociales se evitan o son tratadas críticamente. Los primeros esfuerzos
de crítica en este campo tienen en la mira de sus ataques a la idea evolucionista de desarrollo sacada de la teoría de la modernización, según la cual la modernización implica la simple transferencia de estilos de vida y de estructuras sociales europeas al resto del mundo.

Así, varias obras de este campo de los estudios poscoloniales muestran que el desarrollo no representa un mero proceso de irradiación de formas modernas desde Europa, sino una transformación interdependiente que simultáneamente produce prosperidad en las naciones más ricas y desventajas en las más pobres (Pieterse y Parekh, 1995; Dussel, 2000; Escobar, 2004; para una visión de conjunto véase Manzo, 1999).

En términos generales, se puede argumentar que el esfuerzo crítico emprendido por la sociología política poscolonial se está desarrollando en dos
claras direcciones. La primera línea de investigación incluye estudios acerca de las relaciones políticas entre las distintas regiones del mundo y se puede interpretar como una reacción en contra de las aproximaciones que, tras la caída del socialismo real, describen el nuevo orden internacional como un espacio que ya no está dominado por las disputas y los conflictos, sino por
relaciones horizontales y la búsqueda de la realización de intereses supuestamente universales (paz mundial, derechos humanos, desarrollo sustentable, etc.).

Conceptos derivados de este contexto, así como, en particular, obras
basadas en la idea de gobernanza [governance],4 son el blanco de agudas
críticas por parte de los estudios poscoloniales (Ziai, 2006; Randeria, 2003;
Eckert y Randeria, 2006). Según estas críticas, el énfasis puesto en el concepto
de gobernanza presenta la ilusión de una arena ecuménica internacional sin
conflictos en cuyo ámbito aquellos objetivos comunes a toda la humanidad
siempre prevalecen. Un análisis de las nuevas configuraciones de la política
global sensible a las relaciones de poder debería arrojar precisamente un resultado contrario, es decir, arrojar luz sobre cómo las asimetrías se reproducen y cómo las nuevas desigualdades se producen en el ámbito internacional:

En la nueva arquitectura de la gobernanza mundial, el poder aparece con una forma difusa y fugaz, y la magnitud de la soberanía, en cada caso, aparece estrictamente relacionada con los bandos políticos, los territorios y grupos de población específicos. (…) Es necesario basar el estudio de la globalización en etnografías distintivas y estudios de caso históricos que vinculen los niveles micro y macro. Esto permite el trabajo con las especificidades presentes en las varias formas de transnacionalización en las distintas regiones y diferentes “épocas”. (Eckert y Randeria, 2006: 16 y s.)

La concretización del programa de investigación poscolonial en términos de la perspectiva que acabamos de describir ya está en marcha, por lo menos en parte. Un ejemplo es la cuidadosa desconstrucción del papel del concepto
de soberanía dentro de la historia del derecho internacional desarrollada
por B. S. Chimni (2004) o el tratamiento crítico dado por A. Anghie (2004) a
las nuevas herramientas del derecho administrativo internacional. Asimismo,
Aiwa Ong (1999) muestra desde una perspectiva etnográfica cómo la ciudadanía es moldeada en el contexto de prácticas culturales y relaciones de poder asimétricas, más allá de pretensiones legalistas.

Estos trabajos representan esfuerzos ejemplares de cómo cuestionar el universalismo profesado en los discursos del derecho. Indican que las instituciones del derecho internacional también tienen un papel en la perpetuación de las formas coloniales de dominación y de los privilegios legales y reales que los sectores más ricos disfrutan en muchos lugares del mundo.

4 Estas contribuciones tratan de ampliar el concepto convencional de conducción política empleado en ciencias políticas, incluyendo, además de los Estados-nación y las organizaciones internacionales e intergubernamentales, actores no estatales así como estructuras de toma de decisiones a distintos niveles (una aproximación multinivel) como parte de un proceso complejo de gobernación que supere las fronteras nacionales. Tras su introducción en 1995 mediante la “Comisión de Gobernanza Global” [Comission on Global Governance], el concepto de gobernanza adquirió una prominencia cada vez mayor tanto en las discusiones académicas como en la práctica política a raíz de su adopción por parte de organizaciones que iban del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (pnud) a la Comisión Europea (véase entre otros a Brand et al., 2000).

La segunda línea de desarrollo de la sociología política poscolonial se
relaciona con los estudios acerca del proceso de democratización que tiene
lugar en América Latina, África, Asia y en Europa austral y oriental desde los años setenta.

El paradigma de la transición -dominante desde los años ochenta
(O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986)-, aplica los fundamentos de la
teoría de la modernización a la política, con lo que transforma la investigación acerca de la democratización en un campo implícitamente comparativo, dentro del cual los modelos de transformación observados en las “hiper-reales” (Chakrabarty, 2000) democracias consolidadas de Europa occidental se tratan como el único modelo válido de democracia. Los actores y estructuras encontrados en “otras” sociedades son interpretados [are signified] como déficits u obstáculos en la democratización.

Con el desarrollo de la democracia en las sociedades “no occidentales”,
no obstante, quedó claro que las premisas teóricas y los métodos de análisis de
la investigación de la transición no eran apropiados ni para identificar las dificultadas que surgían, ni para siquiera enmarcar adecuadamente los desarrollos positivos. Las sociedades civiles y las esferas públicas locales han
mostrado dinámicas diferentes a la que suponía la investigación acerca de la
transición. Así, actores y estructuras como los movimientos étnicos o las asociaciones de barrio, la cuales, según los conceptos de política empleados en la investigación de la transición, no son los vehículos primarios de valores democráticos, ejecutan un papel fundamental en el fomento de la democracia en esas sociedades (Costa y Avritzer, 2009). Al mismo tiempo, las estructuras legales y de toma de decisiones erigidas según los moldes de instituciones similares en América del Norte o Europa no cumplen las funciones esperadas: los nuevos parlamentos resultan ser crónicamente vulnerables a la corrupción y el abismo entre el derecho formal y la realidad social parece ser un problema
intratable (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 1999).

No obstante, la investigación acerca de la transición sigue buscando una solución para sus propias insuficiencias analíticoteóricas en cuanto a la implícita comparación con las democracias “maduras” de Occidente, mientras que a las nuevas democracias las tilda de “defectuosas”, gobernadas por “estados fallidos” y caracterizadas por una “ciudadanía de baja intensidad” (O’Donnell, 2007).

Varias contribuciones en el campo de las investigaciones poscoloniales
en diferentes continentes han dado forma a una sociología de la democratización que en parte complementa el paradigma de la transición y en parte lo corrige (Costa, 2006; Macamo, 2006; Randeria, 2007; Walsh, 2005). Según estas contribuciones, las estructuras locales que se encuentran en las diferentes regiones ya no son presentadas como una copia tardía de las estructuras correspondientes que se observan en Europa occidental y en América del Norte, sino que se interpretan considerando el contexto socio-histórico que les dio sentido.5

Al mismo tiempo, la investigación poscolonial intenta superar el
endogenismo de la investigación acerca de la transición, investigando las
transformaciones locales en el contexto de las interrelaciones con las intervenciones de los organismos multilaterales (Macamo, 2006; Walsh, 2005), de los conflictos transicionales en relación con el uso de los recursos naturales locales (Escobar, 2004; Randeria, 2003) y de las conexiones establecidas por los actores democráticos regionales en el plano global (Costa, 2006; Randeria, 2005).

En suma, la investigación poscolonial en el campo de la sociología política
suministra impulsos cruciales para la reflexión crítica acerca de las constelaciones de poder que se forman en los ámbitos locales y nacionales y cómo se articulan globalmente. Mientras la sociología política clásica pierde terreno paulatinamente por limitarse a las fronteras nacionales y por su concentración exclusiva en la política en su forma institucionalizada, la investigación poscolonial proporciona nuevas razones y motivos para el interés de la sociología en la política. Además, al llevar la cuestión del poder una vez más al centro del interés de la investigación, la sociología política poscolonial también llena los huecos cognitivos dejados por la ciencia política en su proceso reciente de especialización y orientación cada vez mayor hacia la resolución de problemas prácticos.

En pro de una microsociología de las relaciones culturales

Por lo menos desde la segunda mitad del siglo xx, el concepto constructivista de cultura se ha vuelto el único concepto de cultura aceptado como válido por la sociología contemporánea (véase una explicación detallada en Costa, 2009). Otros intentos primordialistas anteriores de definir la cultura con base en lazos metafísicos o supuestamente naturales (raza, influencia del clima, predestinación) han perdido legitimidad por ello. Aunque semejantes definiciones todavía pueden ser investigadas en cuanto autorrepresentación de ciertos actores, ya no cuentan como explicaciones sociológicas.5

El convincente estudio de Randeria (2005) acerca de la contribución política de las castas en cuanto actores de la sociedad civil de la India constituye un buen ejemplo de cómo investigar el desarrollo local sobre la base de su propia semántica social.

De acuerdo con el concepto constructivista de cultura hegemónico en la
sociología, el carácter de las culturas de ser algo construido se puede observar tanto en la constitución de las identidades individuales así como en la diferenciación de las unidades culturales colectivas.

Mientras que, según esta lectura, la identidad cultural individual es un proceso intersubjetivo mediante el cual las disposiciones societales se interiorizan y procesan en la forma de una identidad individual estable (por ej., Mead, 19691934: 86 y ss.), la constitución de unidades amplias, como las etnicidades, naciones y minorías culturales, implica un desarrollo histórico de largo plazo, caracterizado por la consolidación de una infraestructura comunicativa especializada en el procesamiento y transmisión de experiencias comunes.

Es en el ámbito de estos procesos de transmisión simbólica que se forman tanto los grupos culturales a los que se les atribuye una existencia (sociológica) concreta los británicos, los europeos, los musulmanes como las diferentes unidades culturales (cultura británica, cultura alemana, etcétera).

La cultura, en esta concepción, queda definida ejemplarmente por Habermas
(2006: 305) como un conjunto de condiciones de posibilidad para actividades que resuelven problemas.

Dota a los sujetos que en ella crecen no sólo con elementales capacidades
lingüísticas, de acción y cognoscitivas, sino también con imágenes del
mundo gramaticalmente preestructuradas y con saberes semánticamente acumulados.

Para los estudios poscoloniales, así como para distintas corrientes en el
campo de los estudios culturales críticos, esta manera de definir la cultura
en cuanto a que involucra unidades demarcadas y separadas en el ámbito en
cual se producen y reproducen los elementos comunes, tiene insuficiencias
teóricas, empíricas y metodológicas. Según la crítica poscolonial, el concepto
sociológico de cultura supone construcciones homogeneizadoras de la
identidad, casi siempre definidas mediante un vínculo a un territorio y asociadas a lugar de origen o de residencia, ambientes culturales y sociales, etc.

Este concepto de cultura no toma en cuenta la separación entre lo social y el
territorio y es ciego ante la cada vez mayor desterritorialización de los procesos de circulación cultural en el mundo contemporáneo (Hall, 2000: 99;1994: 44).

Desde un punto de vista teórico, los estudios poscoloniales le reprochan
al concepto sociológico dominante de cultura el no ser apto para detectar las
relaciones de poder inscritas en los contactos culturales. Es decir, en la medida en que la sociología emplea las unidades culturales definidas por los propios actores sociales como categorías descriptivas y políticamente neutras, la disciplina es insensible al hecho de que las adscripciones culturales presuponen la existencia de relaciones de poder asimétricas y al mismo tiempo contribuyen a su reproducción.

Las investigaciones de Pieterse sobre las tensiones entre las identidades
nacionales y la formación de etnicidad ilustran esto:
Entender cómo se construye la diferencia cultural es entender la formación y políticas de la identidad nacional (…). La identidad nacional es un proceso histórico; la etnicidad, las políticas de identidad y el multiculturalismo son fases de este proceso continuo. Desde un punto de vista histórico, la formación de la nación es una forma dominante de etnicidad. En pocas palabras, la nacionalidad es etnicidad dominante y las minorías o grupos étnicos representan la etnicidad subalterna. (Pieterse, 2007: 17; cursivas del original)

Desde un punto de vista metodológico, la manera en que la sociología
trata a la cultura o a las culturas es igualmente problemática para los estudios
poscoloniales, dado que las autorrepresentaciones de los actores sociales no
se desconstruyen críticamente sino que se aceptan como pruebas de la existencia de las identidades culturales. El concepto sociológico establecido de
cultura no toma en cuenta que incluso la referencia a una tradición original y
auténtica es parte de la presentación [performance] -entendida en el sentido
lingüístico de acción y en el sentido de escenificación- de la diferencia y
sólo puede entenderse con base en un análisis del contexto social-discursivo
en el que está inserta:
Los términos de la relación cultural, ya sea antagónica o de afiliación, se producen performativamente. La representación de la diferencia no se debe leer precipitadamente como el reflejo de rasgos étnicos o culturales dados con antelación que han sido fijados en las tablas de la ley de la tradición. (Bhabha, 1994: 2)

Mediante su crítica del concepto sociológico de cultura y de las aproximaciones precedentes de la sociología de la cultura, los estudios poscoloniales ofrecen a la investigación sociológica un conjunto de categorías y procedimientos metodológicos que pueden entenderse como piezas de una
innovadora microsociología de las negociaciones de las diferencias culturales.
Particularmente relevante aquí son las contribuciones en el ámbito de los
estudios culturales británicos, impulsados por Stuart Hall y Paul Gilroy.
Mientras Hall (1994) básicamente se concentra en las tensiones internas
de los movimientos antirracistas del Reino Unido, Gilroy (1995; 2000) introduce una dimensión comparativa, al buscar interacciones políticas y culturales dentro del espacio imaginado del “Black Atlantic” [Atlántico negro].6

El punto de partida de ambos autores es la idea de diferencia que toman del
posestructuralismo, más precisamente, el concepto de différance de Derrida. Emplean la noción de différance para desconstruir los discursos antinómicos que se oponen al “yo” y el “otro”, el “nosotros” y el “ellos” (Hall, 1994: 137 y ss.). En este contexto, la construcción de las identidades culturales se entiende como un proceso político dinámico en el que la identidad, o, como prefiere Hall, la identificación, no se expresa al interior de un sistema cerrado de signos culturales. Al contrario: la identificación, para Hall, se construye en el ámbito mismo de la política y sigue las posibilidades de reconocimiento que ofrece el contexto social.7

Esto no quiere decir que la evocación de unidades culturales como “los
ingleses” o “los estadounidenses” sea irrelevante para las construcciones culturales observadas. No obstante, estas identidades culturales no funcionan como un programa de computadora que define modelos de comportamiento a
priori; ante todo son interpelaciones discursivas ante las cuales los que están
involucrados en una interacción social están obligados a posicionarse. La identificación se constituye dinámica e interactivamente en un ámbito de negociaciones que involucran afiliaciones, discriminaciones así como intereses privados.

Conclusiones: hacia una sociología poscolonial

El que intentemos delinear un programa para una sociología poscolonial
es en sí mismo indicio de nuestra posición epistemológica. A diferencia de
McLennan (2003), por ejemplo, no entendemos el análisis poscolonial como
algo que implica la desaparición de la sociología como disciplina. Más bien,
en la aproximación entre la sociología y los estudios poscoloniales, vemos una oportunidad de completar y expandir la sociología precisamente en aquellos
puntos de inflexión donde parece llegar a sus límites epistemológicos.

6 En la variación resaltada por Gilroy, el concepto de Black Atlantic presenta una definición doble. Empíricamente, el Black Atlantic tiene que ver con el proceso de difusión y reconstrucción de una “cultura negra” [black culture] que va aparejado a las rutas de la diáspora africana. Políticamente, Black Atlantic se refiere a una dimensión basada en la modernidad, al punto de iluminar el nexo entre la esclavitud y la modernidad y, además, muestra a las instituciones políticas como espacios particularmente aptos para la reproducción de las visiones e intereses del hombre blanco (Gilroy, 1993).
7 El concepto clave empleado por Hall para describir la posición del sujeto en el ámbito de una formación discursiva determinada es el de “articulación”, entendido de una manera doble, es decir, tanto la idea de expresión y expresarse, como el vínculo entre dos elementos que tienen la posibilidad de juntarse. El principio de articulación contingente puede, según Hall, observarse tanto en la formación del sujeto individual como en la producción de sujetos colectivos (Hall, 1996).

Cuando hablamos de complementariedad en este contexto, queremos decir que tanto el aparato conceptual como los métodos de los estudios poscoloniales son compatibles con una aproximación sociológica. Sobre todo, encontramos que los intereses epistemológicos de la sociología, por un lado, y de los estudios poscoloniales, por el otro, se traslapan en un aspecto decisivo: en que afirman poder situar las relaciones sociales y las estructuras societales dentro de matrices analíticas complejas.

Los defectos que la crítica poscolonial ve en la sociología no son deficiencias
irreparables e inevitables de una disciplina académica, sino más bien
consecuencias de un proceso particular de institucionalización. Como mostramos en lo que precede, tanto el enfoque de la sociología en el Estado-nación y su “mirada colonial” sobre las sociedades no occidentales se derivan
de esta historia institucional. Al mismo tiempo, la reflexividad, la apertura,
la auto-crítica y la capacidad de hacer cambios de perspectiva también son
parte de la manera como se entiende la sociología a sí misma, son elementos
constitutivos de su raison d’être. Reconocer la necesidad de reaccionar ante
el estrechamiento de su propia perspectiva crítica debería, por lo tanto, ser
parte de la dinámica de la sociología. Es precisamente aquí donde encajan
los estudios poscoloniales en este campo.

En el nivel macrosociológico, los resultados de los análisis poscoloniales
desembocan en una superación de la historia convencional de evolución lineal
de las sociedades modernas, sin caer en el particularismo de modernidades
infinitamente multiplicadas. Para ello, el concepto poscolonial de modernidad entrelazada así como el concepto de historias compartidas y conectadas apuntan hacia las interdependencias, pero también hacia las rupturas y asimetrías, en la constitución del mundo moderno y (pos)colonial.

En el nivel mesoanalítico, los estudios poscoloniales arrojan luz sobre
las interpenetraciones entre actores y las estructuras de poder históricamente
construidas atadas a los contextos de acción en diferentes niveles (local, regional, transnacional y transregional), con lo que contribuyen considerablemente a aumentar el potencial epistemológico. Estas posibilidades heurísticas ni son accesibles para la sociología política convencional, que se concentra en el espacio nacional y en los actores políticos establecidos, ni para el campo de las relaciones internacionales, el cual en buena medida ha desarrollado una ceguera ante las relaciones de poder.

En el nivel microsociológico, la contribución de los estudios poscoloniales
reside, sobre todo, en un concepto sociológico de cultura expandido y más
dinámico. Consecuentemente, las piezas que importan de las interacciones
sociales no son los repertorios culturales que se originan en culturas herméticamente cerradas y atadas a un determinado espacio geográfico, sino
las diferencias culturales que se articulan espontáneamente. No obstante, a
diferencia de la interpretación posmoderna del posestructuralismo, la articulación de diferencias en la lectura poscolonial no tiene nada que ver con el ejercicio de una libertad de identidad hiper liberal. Los estudios poscoloniales tratan las diferencias en el contexto de las estructuras societales, entendidas como estructuras de poder, y por ello contienen una clara intención sociológica.

En este contexto, la sociología poscolonial sería el equivalente de una
sociología del poder atenta al contexto y sensible a la historia, cuya materia de estudio no es el mundo occidental, ni una hueste de modernidades pluralizadas sin cesar a la manera posmoderna, sino la “modernidad entrelazada” (Randeria, 1999) que surgió en la intersección del poder militar, la expansión del capital y la transculturalidad; no es la civilización de la región norte del Atlántico, sino la compleja modernidad del siglo xxi, consecuencia de las interacciones del Norte con el Atlántico Negro así como con otras experiencias de diásporas y minorías de la “mayoría del mundo” (Connell, 2007).

Traducción del inglés de Germán Franco
Recibido: junio, 2009
Revisado: diciembre, 2009
Correspondencia: Lateinamerika-Institut/Freie Universität Berlin/Rüdesheimer
Str. 54-56/14197 Berlin/Alemania/correo electrónico: S. C.: sergio.
costa@fu-berlin.de/M. B.: manuelaboatca@yahoo.com

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Posmodernidad: una sociedad transparente

POSMODERNIDAD: ¿UNA SOCIEDAD TRANSPARENTE?1
Gianni Vattimo

Hoy día se habla mucho de posmodernidad; más aún, se habla tanto de ella que ha venido a ser casi obligatorio guardar una distancia frente a este concepto, considerarlo una moda pasajera, declararlo una vez más concepto «superado». Con todo, yo sostengo que el término posmoderno sigue teniendo un sentido, y que este sentido está ligado al hecho de que la
sociedad en que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada, la sociedad de los medios de comunicación (“mass media”).

Ante todo, hablamos de posmoderno porque consideramos que, en algún aspecto suyo esencial, la modernidad ha concluido. El sentido en que puede decirse que la modernidad ha concluido depende de lo que se entienda por modernidad. Creo que, entre las muchas definiciones, hay una en la que podemos llegar a un acuerdo: la modernidad es la época en la que el hecho de ser moderno viene a ser un valor determinante.

En italiano y en otras muchas lenguas, según creo, es todavía una ofensa llamarle a uno «reaccionario», es decir, adherido a los valores del pasado, a la tradición, a formas «superadas» de pensar. Más o menos, esta consideración «eulógica», elogiosa, del ser moderno es lo que, a mi parecer, caracteriza toda
la cultura moderna.

Esta actitud no es tan evidente desde fines del “Quattrocento” (fecha en que «oficialmente» se pone el comienzo de la edad moderna), aun cuando desde entonces, por ejemplo en la nueva manera de considerar al artista como genio creador, gana terreno un culto cada vez más intenso por lo nuevo, por lo original, que no existía en las épocas precedentes (en las que, al contrario, la imitación de los modelos era un elemento de suma importancia). Con el paso de los siglos se hará cada vez más claro que el culto por lo nuevo y por lo original en el arte se vincula a una perspectiva más general que, como sucede en la época de la Ilustración, considera la historia humana como un proceso progresivo de emancipación, como la realización cada vez más perfecta del hombre ideal.

Si la historia tiene este sentido progresivo, es evidente que tendrá más valor lo que es más «avanzado» en el camino hacia la conclusión, lo que está más cerca del final del proceso. Ahora bien, para concebir la historia como realización progresiva de la humanidad auténtica, se da una condición: que se la pueda ver como un proceso unitario. Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso.

1 Texto perteneciente al libro En torno a la posmodernidad. G. Vattimo y otros. Barcelona: Anthropos, 2000.

Pues bien, en la hipótesis que yo propongo, la modernidad deja de existir cuando –por múltiples razones- desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria. Tal concepción de la historia, en efecto, implicaba la existencia de un centro alrededor del cual se reúnen y ordenan los acontecimientos. Nosotros concebimos la historia como ordenada en torno al año del nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las vicisitudes de las naciones situadas en la zona «central», del Occidente, que representa el lugar propio de la civilización, fuera de la cual están los hombres primitivos, las naciones «en vías de desarrollo», etc.

La filosofía surgida entre los siglos XIX y XX ha criticado radicalmente la idea de historia unitaria y ha puesto de manifiesto cabalmente el carácter ideológico de estas representaciones. Así, Walter Benjamin, en un breve escrito del año 1938, sostenía que la historia concebida como un decurso unitario es una representación del pasado construida por los grupos y las clases sociales dominantes.

¿Qué es, en efecto, lo que se transmite del pasado? No todo lo que ha acontecido, sino sólo lo que parece relevante. Por ejemplo, en la escuela aprendimos muchas fechas de batallas, tratados de paz, incluso revoluciones; pero nunca nos contaron las transformaciones en el modo de alimentarse, en el modo de vivir la sensualidad o cosas por el estilo. Y así, las cosas de que habla la historia son las vicisitudes de la gente que cuenta, de los nobles, de los soberanos y de la burguesía cuando llega a ser clase poderosa; en cambio, los pobres e incluso los aspectos de la vida que se consideraban «bajos» no hacen historia…

Si se desarrollan observaciones como éstas (siguiendo un camino iniciado por Marx y por Nietzsche, antes que por Benjamin), se llega a disolver la idea de historia entendida como decurso unitario. No existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los demás (como sería «la historia» que engloba la historia del arte, de la literatura, de las guerras, de la sensualidad, etc.).

La crisis de la idea de la historia lleva consigo la crisis de la idea de progreso: si no hay un decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá ni siquiera sostener que avanzan hacia un fin, que realizan un plan racional de mejora, de educación, de emancipación. Por lo demás, el fin que la modernidad pensaba que dirigía el curso de los acontecimientos era también una representación proyectada desde el punto de vista de un cierto ideal del hombre.

Filósofos de la Ilustración, Hegel, Marx, positivistas, historicistas de todo tipo pensaban más o menos todos ellos del mismo modo que el sentido de la historia era la realización de la civilización, es decir, de la forma del hombre europeo moderno. Como la historia se concibe unitariamente a partir sólo de un punto de vista determinado que se pone en el centro (bien
sea la venida de Cristo o el Sacro Romano Imperio, etc.), así también el progreso se concibe sólo asumiendo como criterio un determinado ideal del hombre.

Sin embargo, habida cuenta que en la modernidad este ideal ha sido siempre el del hombre moderno europeo –como diciendo: nosotros los europeos somos la mejor forma de humanidad-, todo el decurso de la historia se ordena según se realice más o menos completamente este modelo supremo…

Teniendo todo esto en cuenta, se comprende también que la crisis actual de la concepción unitaria de la historia, la consiguiente crisis de la idea de progreso y el ocaso de la modernidad no son solamente acontecimientos determinados por transformaciones teóricas, por las críticas que el historicismo decimonónico (idealista, positivista, marxista, etc.) ha padecido en el plano de las ideas.

Ha sucedido algo mucho mayor y muy distinto: los pueblos «primitivos», los así llamados, colonizados por los europeos en nombre del buen derecho de la civilización «superior» y más desarrollada, se han rebelado y han vuelto
problemática de hecho una historia unitaria, centralizada. El ideal europeo de humanidad se ha manifestado como un ideal más entre otros muchos, no necesariamente peor, pero que no puede pretender, sin violencia, el derecho de ser la esencia verdadera del hombre, de todo hombre…

Juntamente con el final del colonialismo y del imperialismo ha habido otro gran factor decisivo para disolver la idea de historia y acabar con la modernidad: a saber, la irrupción de la sociedad de la comunicación. Llegamos así al segundo punto de esta conferencia, el que se
refiere a la «sociedad transparente».

Como se habrá observado, la expresión «sociedad transparente» aparece ya en el título con un signo de interrogación. Lo que trato de defender es lo siguiente:
a) que en el nacimiento de una sociedad posmoderna desempeñan un papel determinante los medios de comunicación;
b) que esos medios caracterizan a esta sociedad no como una sociedad más «transparente», más consciente de sí, más «ilustrada», sino como una sociedad más compleja, incluso caótica, y, por último,
c) que precisamente en este relativo «caos» residen nuestras esperanzas de emancipación.

Ante todo: la imposibilidad de concebir la historia como un decurso unitario, imposibilidad que, según la tesis aquí defendida, da lugar al ocaso de la modernidad, no surge solamente de la crisis del colonialismo y del imperialismo europeo: es también, y quizás en mayor medida, el resultado de la irrupción de los medios de comunicación social. Estos medios -prensa,
radio/televisión, en general todo aquello que en italiano se llama «telemática»- han sido la causa determinante de la disolución de los “puntos de vista centrales” (lo que un filósofo francés, Jean Francois Lyotard, llama los grandes relatos).

Este efecto de los medios de comunicación es exactamente el reverso de la imagen que se hacía de ellos todavía un filósofo como Theodor Adorno. Apoyado en su experiencia de vida en Estados Unidos durante
la segunda guerra mundial, Adorno, en obras como Dialéctica de la Ilustración, preveía que la radio (más tarde también la televisión) tendría el efecto de producir una homologación general de la sociedad, haciendo posible e incluso favoreciendo, por una especie de tendencia demoníaca interna, la formación de dictaduras y gobiernos totalitarios capaces
como el «Gran Hermano» de George Orwell en 1984 de ejercer un control exhaustivo sobre los ciudadanos por medio de una distribución de slogans publicitarios, propaganda (comercial no menos que política), concepciones estereotipadas del mundo…

Pero lo que de hecho ha acontecido, a pesar de todos los esfuerzos de los monopolios y de las grandes centrales capitalistas, ha sido más bien que radio, televisión, prensa han venido a ser elementos de una explosión y multiplicación general de Weltanschauungen, de concepciones del mundo.

En los Estados Unidos de los últimos decenios han tomado la palabra minorías de todas clases, se han presentado a la palestra de la opinión pública culturas y sub-culturas de toda índole. Se puede objetar ciertamente que a esta toma de la palabra no ha correspondido una verdadera emancipación política -el poder económico está todavía en manos del gran capital, etc. Puede ser, no quiero alargar aquí demasiado la discusión sobre esa materia. Pero el hecho es que la lógica misma del «mercado» de la información postula una ampliación continua de este mercado y exige en consecuencia que “todo”, en cierto modo, venga a ser objeto de comunicación…

Esta multiplicación vertiginosa de las comunicaciones, este número creciente de sub-culturas que toman la palabra, es el efecto más evidente de los medios de comunicación y es a su vez el hecho que, enlazado con el ocaso o, al menos, la transformación radical del imperialismo europeo, determina el paso de nuestra sociedad a la posmodernidad.

El Occidente vive una situación explosiva, una pluralización irresistible no
sólo en comparación con otros universos culturales (el “tercer mundo”, por ejemplo) sino también en su fuero interno. Tal situación hace imposible concebir el mundo de la historia según puntos de vista unitarios.

La sociedad de los medios de comunicación, precisamente por estas razones, es lo más opuesto a una sociedad más ilustrada, más “educada”; los medios de comunicación, que en teoría hacen posible una información “en tiempo real” de todo lo que acontece en el mundo, podrían parecer en realidad como una especie de realización práctica del Espíritu Absoluto de Hegel, es decir, una autoconciencia perfecta de toda la humanidad, la coincidencia entre lo que acontece, la historia, y la conciencia del hombre.

Mirándolo bien, críticos de inspiración hegeliana y marxista, como Adorno, razonan pensando cabalmente en este modelo y fundamentan su pesimismo en el hecho de que tal modelo (por culpa, en el fondo, del mercado) no se realiza como pudiera, o se realiza de un modo pervertido y caricaturesco (como en el mundo homologado, quizás incluso “feliz” a causa de la manipulación de los
deseos, y dominado por el “Gran Hermano”).

Pero la liberación de todas esas múltiples culturas y Weltanschauungen, hecha posible por los medios de comunicación, ha olvidado precisamente el ideal de una sociedad transparente: ¿qué sentido tendría la libertad de
información, aunque no fuera más que la existencia de más canales de radio y de televisión, en un mundo en que la norma fuese la reproducción exacta de la realidad, la perfecta objetividad, la identificación total del mapa con el territorio?

De hecho, intensificar las posibilidades de información acerca de la realidad en sus más variados aspectos hace siempre menos concebible la idea misma de una realidad. Si tenemos una idea de la realidad, no puede entenderse ésta como el dato objetivo que está por debajo o más allá de las imágenes
que de ella nos dan los medios de comunicación. ¿Cómo y dónde podremos alcanzar tal realidad “en sí misma”?

La realidad, para nosotros, es más bien el resultado de cruzarse y “contaminarse” las múltiples imágenes, interpretaciones, re-construcciones que distribuyen los medios de comunicación en competencia mutua y, desde luego, sin coordinación “central” alguna.

A modo de conclusión provisional, estoy tratando de proponer una tesis que puede enunciarse así: en la sociedad de los medios de comunicación, en lugar de un ideal de emancipación modelado sobre el despliegue total de la auto conciencia, sobre la conciencia perfecta de quien sabe cómo están las cosas, se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del
mismo “principio de realidad”.

Toda la importancia de las enseñanzas filosóficas de autores como Nietzsche o Heidegger está aquí, en el hecho de que estos autores nos ofrecen los instrumentos para comprender el sentido emancipante del final de la modernidad y de su idea de historia. Nietzsche, en efecto, ha demostrado que la imagen de una realidad ordenada racionalmente sobre la base de un principio central (tal es la imagen que la metafísica se ha hecho siempre del mundo) es sólo un mito «asegurador» propio de una humanidad todavía
primitiva y bárbara: la metafísica es todavía un modo violento de reaccionar ante una situación de peligro y de violencia; trata, en efecto, de adueñarse de la realidad con un “golpe sorpresa”, echando mano (o haciéndose la ilusión de echar mano) del principio primero del que depende todo (y asegurándose por tanto ilusoriamente el dominio de los acontecimientos…).

Heidegger, siguiendo en esta línea de Nietzsche, ha demostrado que concebir el ser como un principio fundamental y la realidad como un sistema racional de causas y efectos no es sino un modo de hacer extensivo a todo el ser el modelo de objetividad «científica», de una mentalidad que, para poder dominar y organizar rigurosamente todas las cosas, las tiene que reducir al nivel de puras apariencias mensurables, manipulables, sustituibles, reduciendo finalmente a este nivel incluso al hombre mismo, su interioridad, su historicidad…

Por consiguiente, si con la multiplicación de las imágenes del mundo perdemos el «sentido de la realidad», como se dice, no es en fin de cuentas una gran pérdida. Por una especie de perversión de la lógica interna, el mundo de los objetos mensurables y manipulables por la ciencia técnica (el mundo de lo real, según la metafísica) ha venido a ser el mundo de las mercaderías, de las imágenes, el mundo fantasmagórico de los medios de comunicación

¿Tendremos que contraponer a este mundo la nostalgia de una realidad sólida, unitaria, estable y «autorizada»? Semejante nostalgia corre el peligro de transformarse continuamente en una actitud neurótica, en el esfuerzo por reconstruir el mundo de nuestra infancia, donde la autoridad familiar era a la vez amenazante y aseguradora…

Pero, ¿en qué consiste más específicamente el posible alcance emancipador, liberador, de la pérdida del sentido de la realidad, de la verdadera y propia erosión del principio de realidad en el mundo de los medios de comunicación? Aquí, la emancipación consiste más bien en el desarraigo (dépaysement) que es también, y al mismo tiempo, liberación de las diferencias,
de los elementos locales, de lo que podríamos llamar en síntesis el dialecto.

Una vez desaparecida la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla como una multiplicidad de racionalidades «locales» minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas (como los punk, por ejemplo), que toman la palabra y dejan de ser finalmente acallados y reprimidos por la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera digna de realizarse, con menoscabo de todas las peculiaridades, de todas las individualidades limitadas, efímeras, contingentes.
Dicho sea de paso, este proceso de liberación de las diferencias no es necesariamente el abandono de toda regla, la manifestación irracional de la espontaneidad: también los dialectos tienen una gramática y una sintaxis, más aún, no descubren la propia gramática hasta que adquieren dignidad y
visibilidad. La liberación de las diversidades es un acto por el cual éstas «toman la palabra», se presentan, es decir, se «ponen en forma» de manera que pueden hacerse reconocer; algo totalmente distinto de una manifestación irracional de la espontaneidad.

El efecto emancipante de la liberación de las racionalidades locales no es, sin embargo, solamente garantizar a cada uno una posibilidad más completa de reconocimiento y de «autenticidad»; como si la emancipación consistiese en manifestar finalmente lo que cada uno es «de verdad»: negro, mujer, homosexual, protestante, etc. La causa emancipante de la liberación de las diferencias y de los «dialectos» consiste más bien en el compendioso efecto
de desarraigo que acompaña al primer efecto de identificación.

Si, en fin de cuentas, hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre otros muchos. Si profeso mi sistema de valores religiosos, estéticos, políticos, étnicos en este mundo de culturas plurales, tendré también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos estos sistemas, comenzando por el mío.

Es lo que Nietzsche, en una página de la Gaia Ciencia, llama «continuar soñando sabiendo que estoy soñando». ¿Es posible algo por el estilo? La esencia de lo que Nietzsche llamó el «superhombre», el Ubermensch, está aquí plenamente; y es el cometido que él asigna a la humanidad del futuro, precisamente en el mundo de la comunicación intensificada.

Un ejemplo de lo que significa el efecto emancipante de la «confusión» de los dialectos se puede encontrar en la descripción de la experiencia estética que da Wilhelm Dilthey. Dilthey piensa que el encuentro con la obra de arte (como, por lo demás, el mismo conocimiento de la historia) es un modo de hacer experiencia, con la imaginación, de otras formas de existencia, de otros modos de vida diversos de aquél en el que de hecho nos deslizamos en nuestra vida concreta de cada día. Cada uno de nosotros, a medida que vamos madurando, restringimos los propios horizontes de la vida, nos especializamos, nos cerramos dentro de una esfera determinada de afectos, intereses, conocimientos.
La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, mostrándonos así también la contingencia, relatividad, finitud del mundo dentro del cual estamos encerrados.

En la sociedad de la comunicación generalizada y de la pluralidad de culturas, el encuentro con otros mundos y formas de vida es quizás menos imaginario de lo que era para Dilthey: las «otras» posibilidades de existencia se llevan a efecto bajo nuestros ojos, son aquéllas que están representadas por los múltiples «dialectos», y también por los universos culturales que nos hacen accesibles la antropología y la etnología.

Vivir en este mundo múltiple significa hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación continua entre pertenencia y desasimiento. Se trata de una libertad problemática, no sólo porque este efecto de los medios no está garantizado, es solamente una posibilidad que se ha de reconocer y cultivar (los medios pueden también ser, siempre, la voz del «Gran Hermano»; o de la banalidad estereotipada, del vacío de significado…); sino también porque nosotros mismos no sabemos todavía demasiado bien qué fisonomía tiene -nos cuesta trabajo concebir esta oscilación como libertad:
la nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la vez, aseguradores sigue todavía arraigada en nosotros como individuos y como sociedad.

Filósofos nihilistas como Nietzsche o Heidegger, mostrándonos que el ser no coincide necesariamente con lo que es estable, fijo, permanente, que tiene algo que ver más bien con el acontecimiento, el consenso, el diálogo, la interpretación, se esfuerzan por hacernos capaces de captar esta
experiencia de oscilación del mundo posmoderno como oportunidad de un nuevo modo de ser (quizás: por fin) humanos.

Derechos Humanos: del universalismo abstracto a la universalidad concreta

DERECHOS HUMANOS: DEL UNIVERSALISMO ABSTRACTO
A LA UNIVERSALIDAD CONCRETA
Ma Encarnación Fernández Ruiz-Gálvez

1. VOCACIÓN DE UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS

El punto de partida de las reflexiones contenidas en este trabajo es la consideración de que la vocación de universalidad, que supone la igualdad de todos los seres humanos en cuanto a la titularidad de tales derechos, es un rasgo esencial de la idea de derechos humanos1 .

1. No ignoro que esta no es una cuestión pacífica. En la doctrina española
ha sido objeto de un intenso debate, sobre todo a partir de un conocido trabajo de Francisco LAPORTA, “Sobre el concepto de derechos humanos”, en Doxa 4 (1987), pp. 23-46, al que respondió Antonio Enrique PÉREZ LUÑO, “Concepto y concepción de los derechos humanos (Acotaciones a la ponencia de Francisco Laporta)”, en Doxa 4, pp. 47-77. En la discusión han participado, entre otros, Luis PRIETO SANCHIS, Estudios sobre derechos fundamentales, Madrid, Debate, 1990, pp. 80-83; Blanca MARTÍNEZ DE VALLEJO, “Los derechos humanos como derechos fundamentales”, en AA. VV., Derechos humanos. Concepto, fundamentos, sujetos (Jesús Ballesteros, ed.), Madrid, Tecnos, 1992, pp. 46-48; Javier DE LUCAS, El desafío de las fronteras, Madrid, Ensayo, 1994, passim; Joaquín RODRÍGUEZ-TOUBES, La razón de los derechos, Madrid, Tecnos, 1995, pp. 62-69 y Antonio-Luis MARTÍNEZPUJALTE,
“La universalidad de los derechos humanos y la noción constitucional
de persona”, en A A. VV., Justicia, Solidaridad, Paz. Estudios en homenaje al Profesor José María Rojo Sanz (Jesús Ballesteros, Ma Encarnación
Fernández Ruiz-Gálvez y Antonio-Luis Martínez-Pujalte, coords.), Valencia, 1995, vol. I, pp. 263-283.

La noción de derechos humanos en cuanto concepto cultural e histórico, en cuanto ideal regulativo ético y jurídico prepositivo, lleva aparejada desde sus orígenes una vocación de universalidad, una vocación de ser derechos adscritos a todos los seres humanos, cuya titularidad corresponde a todos los seres humanos.

Desde el punto de vista histórico de la formación doctrinal de los derechos humanos, esta conexión entre la idea de igualdad y la noción misma de derechos humanos aparece con toda claridad. En general2 se considera que la gestación doctrinal del concepto de derechos humanos no se inicia hasta que empieza a abrirse paso la idea de la igual dignidad de todos los seres humanos.

2. En este sentido, entre otros, BALLESTEROS, Jesús, Sobre el sentido del derecho, Madrid, Tecnos, 1986(2a), pp. 110 y s s . ; BEA, Emilia, “Los derechos humanos”, en AA. VV., Introducción a la teoría del Derecho (Javier de Lucas, coord.), Valencia, Tirant lo Blanch, 1997 (3a), p. 328; PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos fundamentales, Madrid, Tecnos, 1995 (6a), pp. 30-33; VERGÉS, Salvador, Derechos humanos: Fundamentación, Madrid, Tecnos, 1997, pp. 9 7 y s s .

Existe un acuerdo generalizado en lo que respecta a considerar que las raíces filosóficas de los derechos humanos se remontan, y se hallan íntimamente ligadas, a los avatares históricos del pensamiento humanista, entendiendo por tal aquél que afirma la dignidad humana, la dignidad de todo ser humano por el mero hecho de serlo, con independencia de cualquier otra circunstancia.

Este pensamiento humanista sentaría las bases para la fundamentación filosófica de tales derechos. La idea de la igual dignidad tiene un doble origen: en el estoicismo, por un lado y en el Cristianismo, de otro.
El estoicismo afirma la unidad universal de los hombres. El origen de este universalismo o cosmopolitismo se encuentra en el estoicismo medio, concretamente en la obra de Panecio de Rodas en la que aparece por primera vez la conciencia de la igual dignidad de todos los hombres como algo previo a su pertenencia a cualesquiera grupos y la necesidad de un idéntico respeto a
todos ellos.

Esta idea será recogida y desarrollada por Cicerón y Séneca. Se trata de la noción de humanitas, cuyo valor estriba en la superación del particularismo propio del pensamiento griego clásico, en el que la fuente del reconocimento era la pertenencia a la comunidad política, no la condición de ser humano. No había una concepción universal del hombre. Por ello los extranjeros aparecían como esclavos potenciales. Frente a esto, la noción de humanitas subraya la irreductibilidad del ser humano al ciudadano.

Sin embargo, el estoicismo adolecería de una doble limitación a los efectos de fundamentar adecuadamente la idea de derechos humanos. En él no se alcanza la noción de persona3 .

3. VERGÉS, S., op. cit., p. 99.

Por otra parte, la primacía concedida a la autarquía o independencia humana
“conduce a ver la dignidad humana exclusivamente como dignidad ética, fruto de la virtud olvidando la dignidad ontológica, como algo dado por igual a todos”. Ballesteros destaca que el estoicismo ha tenido una influencia decisiva en la concepción moderna del ser humano, que acaba por reducir la condición de sujeto de derechos, de persona a aquél que es independiente.
Ahora bien en el paso del estoicismo a la Modernidad va a tener lugar, al menos en parte, una transposición del ideal de la autarquía del ámbito de la praxis, a la esfera de la poiesis (dominio técnico de la naturaleza, autosuficiencia económica del individuo)4 .
4. BALLESTEROS, Jesús, “La costituzione dell’ immagine attuale dell’
uomo”, en AA.VV., Immagini dell’uomo. Percorsi antropologici nella filosofía moderna (Ignacio Yarza, a cura di), Roma, Armando editore, 1997, pp. 23 y ss. La cita es de la p. 25.

El Cristianismo, por su parte, va a subrayar la igualdad esencial de todos los seres humanos ante Dios. Recoge, profundiza y universaliza la idea judía del ser humano creado a imagen de Dios. Ya desde los primeros siglos del cristianismo, los Padres de la Iglesia desarrollan la noción de persona. Desde el punto de vista cristiano, la imago Dei y la condición personal dotan de un valor absoluto a todo ser humano por el mero hecho de serlo.

Esta concepción personalista del hombre de inspiración cristiana es decisiva para una adecuada fundamentación de los derechos humanos y de su universalidad5.

5. Un cuidadoso examen del origen de la idea de derechos humanos en el
Cristianismo, en MONZÓN, August, “Derechos humanos y diálogo intercultural”, en.AA.VV., Derechos Humanos (Jesús Ballesteros, ed.), cit., pp. 129-130.

Sobre estas bases ya en la Edad moderna, se elaboran las teorías de los derechos naturales (precedente inmediato de la noción de derechos humanos). Anticipadas ya en la Escuela española del Derecho natural y de gentes, son desarrolladas por el iusnaturalismo racionalista y ampliamente difundidas por el pensamiento ilustrado.

De acuerdo con estas teorías, los derechos naturales, como su propia denominación indica, encuentran su fundamento en la naturaleza humana y son, por tanto, derechos innatos, inherentes por naturaleza a todo ser humano, en suma, derechos universales.

Esta concepción de los derechos humanos como derechos naturales y universales es la que plasmaron las primeras declaraciones de derechos del último cuarto del siglo XVIII (Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia, parágrafo I. Declaración de Independencia de los Estados Unidos, Preámbulo. Declaración francesa de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, arts. 1 y 2).

Hasta aquí, he intentado explicitar y justificar hasta qué punto la vocación de universalidad es inherente, consustancial a la idea misma de derechos humanos desde sus orígenes.

Esta vocación de universalidad es la que le da a la idea de derechos humanos su sentido, su significado propio como instrumento de progreso, de liberación, de emancipación humana y, también, de defensa, de protección, de tutela de los más débiles. Ambos aspectos guardan conexión, pero no se identifican totalmente. Sobre esto volveremos más adelante.

En particular, esa vocación de universalidad, de igualdad en cuanto a la titularidad de los mismos, es la que ha originado y, sobre todo, legitimado los procesos de generalización y de especificación. Ahora bien, lo dicho hasta ahora no significa que los derechos humanos sean universales como cuestión de hecho, pues es obvio que no lo son. Es un dato empírico incuestionable que tales derechos no han sido reconocidos siempre de hecho a todos los seres
humanos (lo que hoy llamamos derechos humanos es una conquista
histórica, no han existido siempre. Durante un dilatadísimo pasado histórico no sólo es que no se hayan garantizado eficazmente, es que ni siquiera se han concebido como tales derechos) y que tampoco hoy se encuentran reconocidos y garantizados de un modo universal6.
6. DE LUCAS, J., El desafío de las fronteras, cit., pp. 38-39.

Sin perjuicio de constatar que los derechos humanos no son universales como cuestión de hecho y precisamente por ello, entiendo que no es acertado ni desde el punto de vista teórico, ni desde el punto de vista práctico de la protección y garantías de los derechos, prescindir de la universalidad como nota del concepto de derechos humanos (en cuanto ideal regulativo ético y jurídico prepositivo).

Despojada del rasgo de la universalidad, la noción de derechos humanos se desvirtúa, pierde su sentido y significado propios, su poder emancipador y protector. De hecho, en los períodos de mayor florecimiento de la idea de derechos humanos (a finales del siglo XVIII y después de la segunda guerra mundial), se ha hecho hincapié en su universalidad, aunque, en ocasiones, esto haya tenido un carácter puramente retórico, como enseguida veremos. Me temo que si se oscurece la conciencia de la universalidad, la propia noción de derechos humanos se debilite.

En este sentido, me parece un retroceso el hecho de que en el documento final de la IV Conferencia internacional sobre la Mujer (Beijing, septiembre, 1995) se ha suprimido, por primera vez en un texto de Naciones Unidas, el calificativo universales aplicado a los derechos humanos. Además, la renuncia a la universalidad en el terreno de los principios opera siempre en detrimento de los más débiles, de los peor situados que son los que más necesitan la protección y la legitimación para reivindicar la igualdad
que proporciona la idea de derechos universales.

Ahora bien, no obstante lo dicho, no es menos cierto que la universalidad es una de tantas promesas incumplidas de la Ilustración. Quisiera detenerme ahora brevemente en esta cuestión.

2. LA UNIVERSALIDAD: PROMESA INCUMPLIDA DE LA ILUSTRACIÓN

En las doctrinas de los más destacados autores ilustrados defensores de la idea de derechos naturales y en el primer momento del reconocimiento jurídico-positivo de los derechos humanos encontramos proclamaciones retóricas de la universalidad de los mismos. Al mismo tiempo y paradójicamente, amplios sectores de personas quedan excluidos de la titularidad y de los beneficios
de los derechos (las mujeres, los no blancos, los no propietarios,
esto es, los trabajadores manuales).

Como digo, esta incoherencia se da tanto en el plano teórico, como en el jurídico-político. En el terreno doctrinal, Locke sostenía la existencia de derechos naturales de todo hombre, y aceptaba sin dificultad la institución de la esclavitud. Los esclavos “perdieron el derecho a la vida y a sus libertades al mismo tiempo que sus bienes, y como su condición de esclavos los hace incapaces de poseer ninguna propiedad, no pueden ser considerados, dentro de ese estado, como partes de una sociedad civil, ya que la finalidad primordial de ésta es la defensa de la propiedad“7.

7. LOCKE, John, Ensayo sobre el Gobierno civil, Buenos Aires, Aguilar,
1960 (2a), cap. VII, sección 85.

En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se proclama solemnemente “Tenemos las siguientes verdades por evidentes en sí mismas, que todos los hombres han sido creados iguales, que les han sido otorgados por su Creador ciertos derechos inalienables, que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Afirmación que se compatibilizó con el mantenimiento de la esclavitud hasta la finalización de la guerra
de Secesión casi un siglo después. Las personas de color no quedaban
por tanto incluidas dentro del concepto genérico “hombres”.

La Declaración francesa de 1789 establece que “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Afirmación que durante mucho tiempo coexistió con el voto censitario y con la exclusión de las mujeres del derecho de voto. Las mujeres, por tanto, no quedaban incluidas en el genérico “hombre”.

Se trata de contradicciones que saltan a la vista. De hecho, desde el primer momento hubo quienes las pusieron de manifiesto. Así ya en la época en la que se elaboró la Declaración de Independencia hubo quienes subrayaron la dificultad de conciliar la afirmación de la igualdad esencial de todos los seres humanos con el mantenimiento de la esclavitud. En la redacción inicial de la Declaración había una clausula que condenaba la esclavitud,
pero en el debate del Congreso fue suprimida a instancia de los representantes de Carolina del Sur y de Georgia. Desde 1774 diversas sociedades abogaban por una progresiva abolición de la esclavitud, lo cual trajo como consecuencia la abolición en algunas leyes locales: Vermont (1777), Massachusets (1780), New Jersey (1804), Nueva York (1799 y 1817).

Es evidente que la coherencia con los principios ilustrados exigía la supresión de la esclavitud. De hecho así se decretó en Francia durante el período revolucionario. Por su parte, la exclusión de los trabajadores manuales del derecho de sufragio apareció siempre como algo discutible y discutido en el interior mismo del movimiento revolucionario francés.

De hecho, la constitución de 1793, aunque nunca llegó a entrar en vigor, ya establecía el sufragio universal masculino. En cuanto a la exclusión de las mujeres, no faltaron algunas voces, aunque ciertamente muy aisladas, para denunciarla. Son los llamados precursores en la reivindicación de los derechos de las mujeres, entre los que destacan Condorcet8 y Olimpia de Gouges9 en el marco del movimiento revolucionario francés y, fuera del ámbito francés, aunque muy vinculada a los círculos liberales británicos y a los principios de la Revolución francesa, Mary Wollstonecraft10. El principal argumento que esgrimen es el de la igualdad natural entre los sexos, en particular en lo que se refiere a sus facultades intelectuales.

8. CONDORCET, “Cartas de un burgués de Nuevo Hampshire a un ciudadano de Virginia sobre la utilidad de dividir el poder legislativo en varios cuerpos”, en Influencia de la revolución de América sobre Europa, trad, de T. Ruiz Ibarlucea, prólogo de A. Palcos, Buenos Aires, Elevación, 1945, pp. 139 y ss; Id., “Essai sur 1’ admission des femmes au droit de cité”, en Journal de la société de 1789, n° 5, 3 de julio de 1790 (citado por P. M. DUHET, Les femmes et la Révolution (1789-1794), Paris, Julliard, 1971, pp. 57-67) e Id., Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, trad, de Marcial Suárez, con introducción de Antonio Torres del Moral, Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 241.
9. DE GOUGES, Olympe, Déclaration des droits de la femme et de la
citoyenne, en Oeuvres, Paris, Mercure de France, 1986, pp. 99-112.
10. WOLLSTONECRAFT, Mary, A Vindication of the Rights of Woman
(1792), reed., London/New York, J.M. Dent/Dutton, 1965.

Esta tesis ya había sido sostenida en el último tercio del S. XVII por el racionalista Poullain de la Barre, quien había proclamado que la inteligencia, que la razón no tiene sexo11 Semejante afirmación nos parece hoy evidente, sin embargo en su momento constituía un decisivo paso adelante, frente a posiciones como las de Rousseau o Hegel que defendían abiertamente
el carácter limitado de la razón de las mujeres, que nunca alcanzaría
el mismo nivel que la de los varones.

11. POULLAIN DE LA BARRE, Francois, De V égalité des deux sexes
(1673), reed., Paris, Fayard, 1984, p. 59 y passim

Por lo demás, esta afirmación de la igualdad natural entre los sexos en el plano racional, esto es, en cuanto a capacidad intelectual, tiene una importancia decisiva a la hora de justificar los derechos de las mujeres. En la concepción de la época, los derechos humanos se fundaban en la naturaleza y en la razón. Luego, si ambos sexos participan de la misma naturaleza y de la misma razón, a ambos deben reconocérseles los mismos derechos.

No obstante, las aludidas contradicciones se mantuvieron durante mucho tiempo, debido probablemente al hecho de que, mientras se afirmaba la universalidad de los derechos humanos, había sectores de personas en los que no se reparaba o no se quería reparar. Esto es precisamente lo que caracteriza el fenómeno de la marginación. Marginados son aquellos que, estando presentes, son tratados como ausentes. Se los ignora, no se repara en ellos, no se los tiene en cuenta. Sin perjuicio de esto, también se intentaban dar argumentos que justificasen la exclusión de estas personas del disfrute de los derechos. Se sostenía la inferioridad física e intelectual de los negros; la fragilidad física, la menor capacidad intelectual y la tendencia a dejarse llevar por los sentimientos, más que por la razón, de las mujeres; la falta de independencia económica de los trabajadores manuales que les impedía
poder dedicarse a la política (en esta línea, Locke, Sieyés, Kant, Constant); etc..

Además, existe un amplio acuerdo en subrayar que el origen de estas exclusiones se encuentra en el individualismo que inspira la concepción ilustrada de los derechos naturales. En ella convivirían la fundamentación universalista de los derechos y la raíz de las exclusiones. De ahí la ambigüedad del mensaje de la Ilustración en la cuestión que nos ocupa.

De acuerdo con la filosofía individualista, el titular, pretendidamente
universal de los derechos, no son todos los seres humanos (aunque así se proclame retóricamente) concretos, reales, existentes, sino el individuo. El individuo, no simplemente en su acepción de cada miembro de la especie humana que no puede ser dividido (yo no vería ningún problema en presentar así al sujeto de los derechos), sino el individuo concebido como una
abstracción.

Según el DRAE, abstraer significa “Separar por medio de una operación intelectual las cualidades de un objeto para considerarlas aisladamente o para considerar el mismo objeto en su pura esencia o noción”. Esto es precisamente lo que hace el individualismo con el ser humano.

La abstracción individualista presenta al individuo como autónomo,
autosuficiente, independiente; no sólo distinto, sino aislado y separado de los demás. Se opera una confusión entre libertad e independencia; y se presenta esa autosuficiencia como la esencia del ser humano. El individuo así entendido no es real, es un sujeto ficticio, contrafáctico e inexistente.

Los seres humanos realmente existentes no somos “independientes por naturaleza” (como proclama Locke1 2 y la Declaración de derechos de Virginia, parágrafo I), somos libres pero en el contexto de una estrecha red de vinculaciones recíprocas con los otros, como ha subrayado el personalismo, y con el entorno, según destaca en nuestros días el pensar ecológico.

12. LOCKE, John, Ensayo sobre el Gobierno civil, cit., cap.VIII, sección
95.

Cada persona es distinta de las demás y no puede ser confundida con otras y es en sí misma un valor absoluto y, por lo tanto, no puede ser sacrificada a los intereses de otros o de la colectividad. Este me parece un punto de no retorno, la parte de la herencia ilustrada, liberal o incluso si se quiere individualista, a la que no podemos renunciar. Pero cada persona no está separada, aislada, desvinculada de las demás, ni es autosuficiente. Ningún
ser humano real, concreto es autosuficiente. La existencia de cada cual se halla en estrecha interdependencia con la existencia de otros y con el entorno.

Lo primero se halla en la base de la mejor tradición del iusnaturalismo humanista y democrático sobre el que se construye la fundamentación moderna de los derechos humanos: desde sus formulaciones cristianas, replanteadas en el tránsito a la modernidad por los clásicos españoles y el pensamiento racionalista hasta Kant que puede ser considerado como
su culminación y máximo representante.
Lo segundo sería fruto de la abstracción individualista que tendría un origen más reciente ya estrictamente moderno, aunque anticipado en el pensamiento protoburgués de la Baja Edad media (Ockam).

Por lo demás, la filosofía individualista es expresión de unos intereses sociales, políticos y económicos muy concretos, los de la burguesía como clase social ascendente a lo largo de la Edad moderna.

Así, el individualismo identifica ideológicamente a ese sujeto abstracto e inexistente con una determinada categoría de seres humanos (ahora sí concretos y realmente existentes). El varón, blanco, adulto, propietario o al menos profesional y ciudadano se convierte en el prototipo de lo humano.

Por esta razón, S. Benhabib sostiene que el pretendido universalismo de las teorías morales de la tradición occidental desde Hobbes hasta Rawls no es tal, sino un universalismo sustitucionalista, en el que se sustituye el todo (la universalidad humana en su pluralidad y diversidad) por una de sus partes. Lo universal se identifica subrepticiamente con las experiencias de un grupo específico de sujetos1 3.

13. BENHABIB, Seyla. “El otro generalizado y el otro concreto. La
controversia Kohlberg-Gillígan y la teoría feminista”, en BENHABIB, Seyla y CORNELLA, Drucilla, Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Edicions Alfons el Magnáním, 1990,pp. 126-127.

Esta sustitución ideológica y subrepticia (subrepticia, sólo hasta cierto punto, a la vista de lo explícitos que son algunos textos) explicaría todas las exclusiones a las que hasta ahora nos hemos referido.

La crítica feminista ha desvelado que esa abstracción del varón, adulto antes de haber nacido y antes de haber sido niño e independiente en la esfera pública económica y política, oculta todo un sector de la realidad, el ámbito doméstico-familiar en el que se proporciona protección a la indigencia humana y se satisfacen las necesidades de alimentación, cuidado, afecto, reproductivas, etc . , tareas que quedan asignadas a las mujeres y excluidas
del ámbito de la justicia y de los derechos1 4.
14. BENHABIB, Seyla, “El otro generalizado y el otro concreto…”, cit.,
pp. 127-135.

Por su parte, la crítica marxista, aunque no podamos compartirla en todos sus extremos, puso de manifiesto como los derechos del individuo burgués descansaban sobre la explotación del proletariado. A esto habría que añadir el expolio de las colonias.

Esto nos lleva a referirnos a la exclusión de los extranjeros que también encuentra, de nuevo, paradójicamente, sus fundamentos teóricos en la filosofía individualista y en las modernas doctrinas contractualistas que son una de sus más claras manifestaciones.

En ellas se da una síntesis entre individualismo y estatalismo. De
acuerdo con las teorías contractualistas, los derechos del hombre del estado de naturaleza se convierten en derechos del ciudadano una vez constituida la sociedad civil y el Estado. El contenido práctico y el significado político de las teorías de los derechos naturales estriba en fundamentar los derechos del ciudadano que el ordenamiento jurídico estatal debe reconocer, respetar y garantizar.

El pacto consiste en que un cierto número de individuos a través de su consentimiento libre e igual deciden establecer entre ellos una comunidad política y atribuir el poder a los gobernantes con la finalidad de obtener una mejor protección para sus derechos naturales que en el estado de naturaleza se hallan en una situación precaria. Esos individuos cuyo consentimiento explica y justifica la existencia del Estado se convierten en miembros de esa comunidad política, en ciudadanos, y ellos son los que gozan de plenitud de derechos en el seno de la comunidad política así constituida. Locke es explícito al respecto1 5 .

15. LOCKE, J., Ensayo sobre el Gobierno civil, cit., cap. VIII, sección 95.

Desde esta perspectiva se justificaba sin dificultad el expolio colonial.
Además, las fundamentaciones liberal-individualistas, al situar el origen y la base de los derechos en la autonomía humana (los derechos aparecen como instrumentos de defensa de la autonomía individual), implican una concepción voluntarista de los derechos, con los inconvenientes bien conocidos que la misma comporta.

Entre otras cosas, encierran el riesgo de la exclusión de los derechos de los no autónomos, o de los no plenamente autónomos desde el punto de vista psicológico, quienes aquí y ahora no se hallan en el pleno ejercicio de sus facultades racionales y volitivas (concebidos, niños, incapaces, deficientes mentales, personas en estado de coma, incluso los ancianos en ciertos casos, por no hablar de las futuras generaciones). Este riesgo implícito en la concepción ilustrada de los derechos se ha manifestado de modo más intenso en nuestros días. En la actualidad han surgido nuevas modalidades de amenaza o de agresión contra los derechos de estos grupos de personas, o por lo menos han alcanzado una extensión e intensidad impensables en otras épocas. Por el momento, sólo quiero apuntar esta cuestión sobre la que volveré más tarde.

Antes y retomando el hilo de la exposición, examinaré brevemente
el llamado proceso de generalización y su significado.

3. IGUALDAD Y GENERALIZACIÓN

A pesar de las contradicciones iniciales a las que nos referíamos con anterioridad, la potencialidad universalista que encierra el concepto de derechos humanos dio lugar a la progresiva extensión de los mismos a aquellas categorías de personas inicialmente excluidas, por razones de sexo, raza, clase, etc. Este es el denominado proceso de generalización registrado a lo largo de los siglos XIX y XX. No cabe duda de que este proceso es, al menos en parte, aunque no exclusivamente, resultado de la lucha por los derechos. Pero no es menos cierto que lo que legitimó esa lucha fue la conciencia de su universalidad.

Así, el movimiento obrero y el socialismo democrático pusieron de manifiesto las contradicciones del modelo liberal que limitaba la participación por razones de cultura y de riqueza y reclamaron la generalización de los derechos de participación política a los trabajadores, a los no propietarios.

Paulatinamente esta reivindicación se fue incorporando al Derecho
positivo. En términos generales, el sufragio universal masculino se fue consiguiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en los distintos países.

De forma simultánea a la lucha por la generalización de los derechos de participación política y protagonizada por las mismas fuerzas sociales y políticas: el movimiento obrero y el socialismo democrático, tuvo lugar la lucha por los derechos sociales, económicos y culturales, necesarios para que las libertades sean reales y efectivas para todos. El proceso desembocó en la incorporación de estos derechos sociales, económicos y culturales al
Derecho positivo, al lado de los tradicionales derechos individuales.

Se trata de la segunda generación de derechos humanos, considerados como característicos del Estado social de Derecho.

La cuestión del sufragio femenino siempre se vio relegada a un segundo plano y, de hecho, su reconocimiento jurídico positivo tuvo lugar, en general, en un momento posterior al de la consecución del sufragio universal masculino.

Por otra parte, el principio de igualdad de derechos sin discriminación por razón de sexo empezó a abrirse paso en las constituciones a comienzos de nuestro siglo, se hizo más común a mediados del mismo por ej., lo recoge la Constitución de la Segunda República española de 9 de diciembre de 1931 y se encuentra ya generalizado, salvo contadas excepciones, en las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El principio de no discriminación en el disfrute de los derechos humanos, entre otras causas por razón de sexo, se encuentra reconocido asimismo en el ámbito del Derecho internacional universal (art. 55. c) de la Carta de las Naciones Unidas; art. 2.1. de la DUDH; art. 2.1 del PIDCP; art. 2.2 del PIDESC.

Algunos autores sostienen que el principio de no discriminación en el disfrute de los derechos humanos, así como el de igualdad ante la ley son principios estructurales del Derecho internacional de los derechos humanos y que forman parte del ius cogens internacional1 6 y regional (art. 14 CEDH).

16. VILLÁN DURAN, Carlos, “Significado y alcance de la universalidad
de los derechos humanos en la Declaración de Viena”, en Revista española de Derecho Internacional, Vol. XLVI, 1994, pp. 509 y ss.

A partir de este principio de no discriminación por razón de sexo proclamado por numerosas constituciones y textos internacionales, y a partir también del derecho a la igualdad ante la ley que es en realidad un derecho de primera generación (aparece recogido ya en el art. 6 de la Declaración francesa de 1789), paulatinamente, en los distintos países, pero sobre todo en los occidentales democráticos, se ha procedido a eliminar disposiciones jurídicas discriminatorias, para garantizar la igualdad formal entre varones y mujeres.

El proceso de consecución de la igualdad en la titularidad de los derechos por parte de las personas de color en EEUU fue largo y complejo. Puede decirse que se extiende desde la Proclamación de la Emancipación (liberación de los negros de la esclavitud) por el Presidente Lincoln (1863), pasando por las enmiendas XIII (abolición de la exclavitud), XIV (”…Ningún Estado podrá… negar a cualquier persona que se encuentre dentro
de sus límites jurisdiccionales la protección de las leyes, igual para todos”) y XV (igualdad en cuanto al derecho de sufragio), ratificadas, respectivamente, en 1865, 1868 y 1870 y la histórica sentencia del Tribunal Supremo en el caso Brown vs. Ministerio de Educación de 1954 en la que se declaró inconstitucional la segregación racial, por ser incompatible con el derecho constitucional a la igualdad proclamado en la Decimocuarta Enmienda
(antes de esta decisión la segregación racial se consideraba compatible
con la igualdad. Se trataba de la doctrina “iguales pero separados” que fue establecida por el Tribunal Supremo en una sentencia de 1896 recaída en el asunto Plessy vs. Ferguson).

El proceso culminará con la lucha por los derechos civiles que se inicia con la llamada Revolución negra americana en el verano de 1963. Existe bastante acuerdo en considerar que el proceso de generalización supone la progresiva realización histórica de la dimensión igualitaria presente en el concepto de derechos humanos desde sus orígenes1 7. Así puede decirse que los derechos de participación política tienen un doble carácter. Son derechos de libertad, en cuanto que su contenido consiste en el ejercicio de una libertad. Y son derechos de igualdad, en la medida en que la lucha por la generalización de los mismos que culminó con la conquista del sufragio universal se llevó a cabo invocando como fundamento las exigencias de la igualdad formal1 8.

17. En este sentido, PECES-BARBA, Gregorio, Curso de derechos fundamentales
(I) Teoría general, Madrid, Eudema, 1991, pp. 139 infine -150 y
DE LUCAS, J., El desafío de las fronteras, cit., p. 52.
18. PRIETO SANCHÍS, L., Estudios sobre derechos fundamentales, cit.,
1990, pp. 47 y 128.

En cuanto a los derechos sociales, habitualmente se considera que el valor inspirador de los mismos es la igualdad, en su vertiente de igualdad material.
Ahora bien, quisiera hacer ciertas observaciones para precisar el significado y alcance del proceso de generalización.

Primera. En las democracias desarrolladas los trabajadores, las mujeres, las personas de color (en el caso específico de Estados Unidos) han alcanzado la plena igualdad de derechos, sin que ello signifique que se ha superado su situación de discriminación y/o explotación. Esta última se está incrementando en la actualidad con el retroceso de los derechos sociales.

Y, en cuanto a los países del Sur, en muchos supuestos, las mujeres ni siquiera gozan de igualdad jurídica y, en todo caso, son objeto de prácticas sociales muy extendidas gravemente discriminatorias. Tampoco podemos ignorar la práctica inexistencia de derechos sociales en tales países, razón por la cual en la actual situación de mundialización de la economía las grandes multinacionales tienden a trasladar a ellos sus industrias. Esto tiene una doble trascendencia. Por de pronto, la explotación efectiva de los trabajadores del Sur (a menudo son niños). Y, en segundo lugar, el riesgo que ello comporta para el mantenimiento de los derechos sociales en los países desarrollados. Esta es una buena muestra de la indivisibilidad de las violaciones de los derechos humanos. Unas violaciones acarrean otras.
Quiero decir que el proceso de generalización es una tarea ardua, siempre incompleta e inacabada.

Segunda. Por otra parte, como recuerda De Lucas, el proceso de generalización no puede considerarse concluido, porque incluso en los ordenamientos jurídicos más desarrollados, en los de las democracias actuales, la extranjería sigue siendo una causa de diferenciación en el reconocimiento y, sobre todo, en el ejercicio de los derechos fundamentales19.
19. DE LUCAS, J., El desafío de las fronteras, cit., pp. 46, 53 y cap. 3, pp.
115 y ss.

La situación jurídica es, en general, de equiparación sólo parcial en el trato entre nacionales y extranjeros, y ello unido a una situación social de creciente marginación xenófoba y racista de los extranjeros en Europa. Centrándonos en la posición jurídica de los extranjeros, entiendo y he tenido ocasión de manifestarlo en algún trabajo anterior20 , siguiendo por lo demás al profesor Ballesteros2 1 , que la estructura del Derecho como no discriminación exige una igualdad mínima entre todos los seres humanos, consistente precisamente
en el igual reconocimiento a todos ellos de los derechos humanos, como indispensables a todo persona, con independencia entre otras cosas de la condición de extranjero.

20. FERNÁNDEZ RUÍZ-GÁLVEZ, Encarnación, “Principio de equiparación y principio de diferenciación. Su articulación práctica”, Anuario de Filosofía del Derecho, 1994, p. 151.
21. BALLESTEROS, Jesús, “El Derecho como no discriminación y no
violencia”, Anuario de Filosofía del Derecho, Tomo XVII, 1974, passim y
Sobre el sentido del derecho, cit., pp. 125 y ss.

Ahora bien, esto ¿cómo se concreta? Con un planteamiento sustancialmente coincidente con el que acabo de exponer, Martínez-Pujalte22 sostiene que debe considerarse injusta, por contraria a la universalidad de los derechos humanos, toda regulación normativa que excluya a los extranjeros del reconocimiento, esto es, de la titularidad de determinados derechos. Sin embargo, introduce una salvedad a esto, respecto de la cual yo manifestaría ciertas dudas. La negación a los extranjeros de la titularidad del derecho de sufragio (tal como hace el art. 13.2 de la CE, aunque con la excepción relativa a las elecciones municipales) no le parece incompatible con el reconocimento
de la universalidad de este derecho.
22. MARTÍNEZ-PUJALTE, A. L., “La universalidad de los derechos humanos…”,
cit., 272-273.

Esa negación sería una consecuencia del propio contenido del derecho de sufragio que es el derecho a intervenir en la formación de la voluntad de la
comunidad política a la que se pertenece y no en la de cualquiera otra y el vínculo de pertenencia a una comunidad política es la nacionalidad. Aun admitiendo el argumento, entiendo que no sólo la nacionalidad, sino también el hecho de haber crecido en un país o de residir en él de forma estable y continuada, trabajando e integrándose en la vida del país, puede generar un vínculo de pertenencia a esa comunidad política, y por tanto un cierto derecho
a gozar en ella del derecho de sufragio.

En todo caso respecto de los restantes derechos (todos los derechos civiles y sociales), no parece que esté justificado negarle su titularidad a los extranjeros. En este sentido, las normas que han introducido algunos Estados de los EE.UU. excluyendo a los extranjeros (concretamente a los inmigrantes ilegales) del disfrute de ciertos derechos sociales, los relativos a la educación y a la asistencia sanitaria, representan un auténtico retroceso de la universalidad de los derechos humanos.

Cabría, en cambio, establecer limitaciones, restricciones, “condicionamientos
adicionales al ejercicio de derechos fundamentales por parte de los extranjeros” (STC 115/87, de 7 de julio). Así ha interpretado nuestro Tribunal Constitucional el art. 13.1 de la Constitución (STC 107/84, de 23 de noviembre; 99/85, de 30 de septiembre y 115/87, de 7 de julio).

No obstante, aunque en algún caso las sentencias no son del todo claras al respecto, parece que esta diferencia de tratamiento entre españoles y extranjeros en cuanto al ejercicio de los derechos fundamentales, es posible respecto de ciertos derechos (por ej. derechos de reunión y asociación), pero no respecto de otros cuya regulación ha de ser igual para ambos. Así sucede con aquellos derechos fundamentales “que pertenecen a la persona en cuanto tal y no como ciudadano” o, dicho de otro modo, “que son imprescindibles para la garantía de la dignidad humana que conforme al artículo 10.1 de nuestra Constitución constituye fundamento del orden político español”.

Se trata de derechos tales como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, la libertad ideológica, el derecho a la tutela judicial
efectiva, etc.2 3 Por lo demás, no hay que olvidar que siempre existe el riesgo
de que esas limitaciones al ejercicio de los derechos por los extranjeros, en la práctica, por el modo de ser interpretadas y aplicadas, lleguen a convertir ciertos derechos en inexistentes. Este es un debate que se ha planteado en España con especial intensidad.
23. STC 107/84, de 23 de noviembre, Fs. 3 y 4 y STC 99/85, de 30 de
septiembre, F. 2.

Tercera. Como última observación sobre el alcance del proceso de generalización quisiera destacar lo siguiente. Este proceso en cuanto resultado de la lucha por los derechos responde a la lógica de la primacía de la autonomía de la voluntad. En el propio Ihering la lucha por los derechos, aunque en realidad él la sitúa en el ámbito del Derecho privado, pero su planteamiento es válido para nuestro objeto, aparece ligada a una concepción
voluntarista de los mismos, como algo que depende de la libre iniciativa individual2 4.
24. IHERING, Rudolf von, La lucha por el Derecho, en Estudios jurídicos,
Buenos Aires, Heliasta, 1974, cap. IV, pp. 46-47.

Lo que quiero decir es que sólo puede reivindicar sus derechos quien tiene, en mayor o menor medida, la posibilidad de autodeterminarse. Con esto no intento restarle ni un ápice de su importancia, ni de su heroísmo, a la lucha por los derechos como vía de progreso. La historia demuestra que es un camino necesario, indispensable incluso para avanzar en la universalización de los derechos. La lucha por los derechos expresa la capacidad emancipadora,
liberadora de la idea de derechos humanos, pero no da cuenta suficientemente de su vertiente tutelar, protectora de los más débiles, de los que no pueden exigir o reclamar por sí mismos sus derechos, los “sin voz“2 5 .

4. A VUELTAS CON EL INDIVIDUALISMO

En resumen, el proceso de generalización, de universalización de los derechos está incompleto. Pero es que no puede dejar de estarlo, mientras persista la abstracción individualista (voluntarista-racionalista) que vincula la dignidad y los derechos a la autonomía.

Ahora bien, lo cierto es que el individualismo sigue siendo la ideología dominante en nuestras sociedades, fundamentalmente en el Norte, pero con tendencia a extenderse, junto con la primacía del mercado, a los países del Sur con las tensiones dramáticas que ello acarrea en sociedades cuyas tradiciones culturales subrayan precisamente lo contrario: la importancia de las dimensiones comunitarias de la existencia humana y la primacía de los
deberes sobre los derechos.

Es más, en los últimos años asistimos a una radicalización
liberal individualista. Así algunos autores2 6 ponen de manifiesto el cambio registrado desde la Declaración Universal de Derechos Humanos hasta nuestros días.

26. MONZÓN, August, “Derechos humanos y diálogo intercultural”, cit.,
pp. 120-123 y GLENDON, Mary Ann, “La familia y la sociedad: las organizaciones internacionales y la defensa de la familia”, en Actas del Congreso

Se ha repetido hasta la saciedad que la Declaración Universal recoge la idea de derechos humanos elaborada principalmente en Occidente. Pero, como destaca Monzón, esa noción es el resultado de diversas tradiciones religiosas, filosóficas y políticas surgidas o desarrolladas en Occidente y que han contribuido a articular la idea de derechos humanos, el cristianismo, el liberalismo, el socialismo, de las cuales sólo el liberalismo sería de orientación claramente voluntarista individualista2 7 .

27. MONZÓN, August, “Derechos humanos y diálogo intercultural”, cit.,
pp. 117 y 124 y ss.

Es más, creo necesario matizar que lo es especialmente uno de los componentes de esta tradición, el liberalismo económico, pero no el otro elemento presente en ella, el liberalismo ético con su defensa del individuo
como sujeto moral y espiritual.

En cuanto a la Declaración de 1948 recibió no sólo la herencia liberal, sino también la socialista, como lo prueba el hecho de que se recogieran en un único texto los llamados “derechos civiles y políticos” y los denominados “derechos económicos, sociales y culturales”, y por supuesto la inspiración cristiana subyacente.

Se ha dicho que la Declaración universal de 1948, así como la Declaración americana de derechos y deberes del hombre (Bogotá, 2-V-1948) que es su precedente inmediato, pertenecen a un grupo de instrumentos de postguerra relativos a los derechos, que no son ni individualistas, ni colectivistas. Serían más bien de orientación personalista.

La DUDH está centrada en los derechos del individuo, pero incluye una referencia a la familia en el art.l6.3:“La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Y hay en ella algunas alusiones a los deberes aunque escasas y genéricas. Art. 1:
“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Art. 29:“Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”. En suma, la DUDH consideraría al individuo, titular de los derechos, no como una mónada autosuficiente, sino como una persona
vinculada a una comunidad y a una familia2 8.

28. En este sentido, GLENDON, M.A., op. cit., pp. 37-40.

No obstante, la DUDH presenta aspectos insatisfactorios desde el punto de vista de las perspectivas no occidentales, por no subrayar suficientemente la importancia de la vertiente comunitaria de la existencia humana, ni la necesaria correlación entre derechos y deberes.

En los últimos tiempos, el individualismo no ha cesado de consolidarse como ideología hegemónica e inspiradora de la concepción dominante de los derechos humanos con consecuencias que no pueden ser sino negativas para la universalidad de los mismos.

En primer lugar, porque favorece las marginaciones de los pobres, con los recortes del Estado social; de los extranjeros (especialmente si son pobres), lo cual se manifiesta en la indiferencia ante la miseria del Tercer Mundo, en el cierre de fronteras con políticas que limitan la inmigración y en la marginación xenófoba y racista hacia los extranjeros (pobres) que logran
acceder a los países desarrollados; y tiende también a dejar sin protección jurídica a los no autónomos, con la admisibilidad creciente del aborto (es significativo que la STC 53/85 de 11 de abril, sostuviese que el concebido no es titular del derecho a la vida, si bien esta es un bien jurídico protegido por el ordenamiento.

Hay aquí una explícita exclusión de la titularidad de los derechos), de la eutanasia (ciertamente se intenta justificarla con el argumento de la autonomía individual, pero tras ella se esconde el riesgo de la llamada eutanasia inducida y el de que en la práctica se aplique sobre personas inconscientes, en estado de
coma, etc.. ). La tendencia a articular los derechos de los niños en torno a la idea de autonomía infantil, tal como sucede en la Convención sobre los Derechos del Niño (aprobada por la Asamblea general de la ONU el 20 de noviembre de 1989. Entrada en vigor 2 de septiembre de 1990) y en nuestra Ley de protección del menor, puede traducirse en la práctica en una situación de desprotección de los niños.

Su autonomía realmente es muy escasa, está muy mediatizada. Lo que los niños necesitan, como destaca MacCormick2 9 , es que se les asegure aquello que constituye un bien para ellos, independientemente de que a ellos se lo
parezca o no. En esta misma línea, está surgiendo en nuestras sociedades un fenómeno preocupante y que va en aumento de marginación y desprotección de los ancianos.

En segundo lugar, esta creciente impronta voluntarista individualista
de la concepción dominante de los derechos humanos resulta difícilmente admisible desde el punto de vista de las tradiciones culturales no occidentales que subrayan la importancia de las dimensiones comunitarias de la existencia humana y la primacía de los deberes3 0 . Y no sólo esto. Desde el Sur se
percibe hasta qué punto el economicismo individualista y también
estatalista del Norte es el responsable del mantenimiento de un orden económico internacional injusto y esta conciencia no es ajena a la reviviscencia de los integrismos3 1.
29. McCORMICK, Neil, “Los derechos de los niños: una prueba de fuego
para las teorías de los derechos”, en Anuario de Filosofía del Derecho, tomo V (nueva época), Madrid, 1988, pp. 293 y ss.
30. MONZÓN, August, “Derechos humanos y diálogo intercultural”, cit.,
pp. 120-123.
31. Sobre ello, MERNISI, Fatima, El miedo a la modernidad. Islam y democracia, Madrid, Ediciones de oriente y del mediterráneo, 1992, pp. 200-203.

Para el universalismo abstracto, la dignidad residiría en ciertas cualidades o propiedades del ser humano (racionalidad; libertad, identificada ideológicamente por el individualismo como autonomía, independencia, autosuficiencia, incluso como independencia económica; capacidad moral, etc. , pero consideradas en abstracto, aisladamente, separadamente.

Esta abstracción, cuando se lleva al extremo, conduce a la exclusión de la dignidad y de los derechos de ciertas categorías de seres humanos: Quienes hic et nunc no se hallan en plena posesión de sus facultades intelectuales y volitivas, o incluso quienes, en el orden social establecido, no gozan de independencia.

Frente a esto, se trata de reconocer que la dignidad humana se manifiesta, está presente en todos y en cada ser humano concreto. Y ello porque la dignidad es indivisible, no reside en ciertas características del ser humano aisladamente consideradas, sino en el ser humano como tal en su unidad indivisible. No habría por tanto seres humanos más dignos que otros, ni vidas más dignas
que otras. Ahora bien, frente a estos obstáculos, entiendo que para que la
vocación de universalidad que encierra el concepto de derechos
humanos tenga posibilidades de realizarse, parece necesario, conservar
el núcleo de la idea de derechos humanos (la noción de humanitas, de dignidad humana), pero superar el lastre de abstracción que no es esencial en el concepto de derechos humanos, ni tampoco en la tradición occidental, sino que está ligado epistemológicamente al racionalismo-cientificismo moderno e ideológicamente al individualismo.

Desde esa perspectiva, el sujeto de los derechos humanos sería el ser humano universalmente concreto3 2 . La universalidad viene asegurada por nuestra común humanidad y dignidad. Pero ésta no es una realidad abstracta, sino concreta, encarnada en cada ser humano.

Esta atención a lo concreto permite tener en cuenta la pluralidad de modos de manifestarse el ser humano. Y es que, como destaca Viola3 3 , los seres humanos participamos de nuestra común humanidad precisamente a través de nuestra específica manera de ser y de las diversas situaciones vitales. Somos seres humanos al ser mujeres, varones, concebidos, niños, adultos, trabajadores, parados, consumidores, ancianos, inmigrantes, refugiados, sanos, enfermos, minusválidos, moribundos.

No hay un modelo paradigmático de ser humano. Por el contrario, detrás de las distintas formas de exclusión suele esconderse ese prejuicio. Para el androcentrismo el varón aparece como paradigma de lo humano. El etnocentrismo ve, por ejemplo, al hombre blanco como paradigma. En la Edad Moderna, la salud aparece como paradigma, la enfermedad como disfunción.

Esta atención a la pluralidad de modos de manifestarse el ser humano, lleva a plantear la universalidad en y desde la diversidad. Esta sería la auténtica universalidad, no la que se consigue mediante la definición ficticia de un sujeto generalizado, con la que se disuelve la diferencia entre el yo y el otro 3 4. En este marco cobra pleno sentido el llamado proceso de especificación
que supondría vincular los derechos humanos no meramente al ser humano en abstracto, sino a las distintas situaciones vitales, a las diferentes esferas existenciales humanas, a los diversos modos de ser ser humano.

32. MEYER-BISCH, Patrice, Le corps des droits de V homme, Fribourg,
Editions Universitaires, 1992, p. 364.
33. VIOLA, F., “Individuo, comunità, diritti. L’ identità dell’ individuo alla luce dei diritti dell’uomo”, en Teoria politica, Vili, n. 3. pp. 74-78.
34. BENHABIB, S., “El otro generalizado y el otro concreto…”, cit., pp.
135 y ss.

El proceso de especificación responde a la necesidad de concretar más, de determinar mejor a los titulares de los derechos. Determinadas situaciones o circunstancias del ser humano se consideran relevantes y se entiende que exigen un tratamiento especial. Y así se habla de los derechos de ciertas categorías específicas de personas: derechos de las mujeres, de las minorías, de los emigrantes, de los refugiados, de los niños, de los ancianos, derechos
de los enfermos y minusválidos físicos o psíquicos y de los incapacitados, derechos de los consumidores, incluso, derechos de las futuras generaciones.

Todas estas categorías de personas a las que alcanza el proceso de especificación tendrían como característica en común la de que se trata de grupos que, por razones diversas, se encuentran en una posición social desventajosa, en una “situación social de particular desprotección e indefensión“3 5 , incluso de marginación, de discriminación. “Estamos ante estatus sociales que por razones culturales, físicas o psicológicas, y de papel en el seno de sociedades desarrolladas, llevan supuesta una debilidad que el
Derecho intenta paliar o corregir” 36 . En definitiva, lo que unifica a estas categorías especiales de sujetos de los derechos humanos “es el tratarse de grupos de personas necesitadas de una protección o tutela especial, aunque varíe la amenaza que hace necesaria esa protección, que puede ser el economicismo en el caso de los nuevos pobres, el sexismo en el caso de las mujeres, el etnocentrismo y el racismo en el caso de las minorías, la violencia doméstica en el caso de los niños, la violencia ecológica en el caso de las futuras generaciones“3 7.

35. MARTÍNEZ-PUJALTE, A. L., “La universalidad de los derechos humanos cit., p. 274.
36. PECES-BARBA, Gregorio, Curso de derechos fundamentales (I) Teoría general, cit., p. 156.
37. BALLESTEROS, L, “Introducción” a AA. VV., Derechos humanos.
Concepto, fundamentos, sujetos (Jesús Ballesteros, ed.), cit. p. 9.

En este sentido, el proceso de especificación explicitaría la dimensión tutelar o protectora de los derechos humanos que es complementaria y no excluyente de su faceta emancipadora. Por lo demás, este proceso no excluiría la universalidad de los derechos humanos 38 , porque no supone atribuirles a las personas pertenecientes a estos grupos derechos distintos, sino únicamente
concretar algunas exigencias específicas de los derechos humanos básicos en su situación particular39 (por ej. el derecho de los niños a ser alimentados, o el derecho de las mujeres a ser protegidas contra la violencia sexual).
38. En sentido contrario, hay quienes ven en el proceso de especificación
un dato que contribuiría a desmentir la pretendida universalidad de los derechos humanos. Así PRIETO SANCHÍS, L., Estudios sobre derechos fundamentales, cit, pp. 81 in fine-82; MARTÍNEZ DE VALLEJO, B., “Los derechos humanos como derechos fundamentales…”, cit., pp. 46-47 y DE LUCAS, J., El desafío de las fronteras, cit., p. 55.
39. MARTÍNEZ-PUJALTE, A. L., “La universalidad de los derechos humanos cit., pp. 173-174.

En segundo lugar, la atención a lo concreto permite tener en cuenta la complejidad del ser humano. Este sujeto de los derechos humanos, en cuanto concreto, esto es, en cuanto no lo reducimos a una pura abstracción, presenta una multiplicidad de facetas (por de pronto, corpórea y espiritual; una dimensión de singularidad, mismidad, identidad o irreductibilidad personal y una alteridadnecesidad y capacidad de relacionarse con los otros tanto en un
plano interpersonal, como social que se manifiesta en su pertenencia
simultánea a una pluralidad de grupos sociales, de comunidades, etc.. y que genera unos vínculos de interdependencia respecto de los demás seres humanos; capacidad de autonomía y de autodeterminarse, pero también indigencia y fragilidad y por lo tanto necesidad de protección y responsabilidad por parte de los otros ). Estas diferentes esferas aparecen como inseparables, como indivisibles. El ser humano es una unidad en la complejidad.

Las consecuencias de esta complejidad en el plano de los derechos humanos son: la complejidad, pluralidad y diversidad de los derechos humanos y al mismo tiempo su profunda unidad, su sentido unitario4 0 ; la doble vertiente emancipadora y protectora de los derechos y la necesaria interdependencia entre derechos y deberes.

El principio de unidad (“le simple” en palabras de Meyer-Bisch) en los derechos humanos, más allá de todas las distinciones necesarias, es “la dignidad humana manifestada en el cuerpo y su palabra“41 . Esta doble referencia a la corporeidad y a la palabra revela que la dignidad humana es una unidad concreta y compleja, cuya realización se diversifica en una multiplicidad de exigencias, pero que responden a una dinámica unitaria. Revela la ineludibilidad de una comprensión integral del ser humano, que tenga en cuenta su corporeidad, vinculada al conjunto de la naturaleza en la que habita42, la indivisibilidad de sus capacidades físicas y espirituales y la complejidad de sus necesidades. De ahí, la exigencia de huir de cualquier interpretación simplista de los derechos humanos, tanto en el ámbito teórico, como en el de las estrategias de puesta en práctica.

40. MEYER-BISCH, P., Le corps des droits de V homme, cit., p. 290.
41. MEYER-BISCH, P., Le corps des droits de V homme, cit., p. 263
infine.
42. La importancia de la corporeidad, esto es, de la satisfacción de las
necesidades materiales básicas, como condición indispensable para que la dignidad humana pueda realizarse ya había sido puesta de manifiesto con el surgimiento de los derechos sociales. La aparición del nuevo derecho humano al medio ambiente representa la toma de conciencia de la interdependencia existente entre la posibilidad para los seres humanos de satisfacer sus necesidades materiales y el respeto por su parte del entorno en el que habitan.

La defensa de la dignidad humana “manifestada en el cuerpo y su palabra” exigiría, como señala Martínez-Pujalte43 , que estén protegidos los bienes de la vida, la salud y la libertad, pero tal tutela ha de interpretarse no de un modo restrictivo, sino en toda la plenitud de sus implicaciones. En efecto, la defensa de tales bienes se especifica a través de una pluralidad de derechos que
aparecerían como las concreciones particulares de los derechos humanos básicos (a la vida, a la salud y a la integridad física y mental y a las libertades personales). Así, el derecho a la vida incluiría: a) el derecho a la vida en sentido estricto, como derecho de primera generación (derecho a no ser objeto de atentados directos contra la vida), b) y también los derechos de supervivencia humana (derecho a la alimentación, derecho al agua no contaminada, e t c . ) , que ponen de relieve la necesidad de proteger la
vida frente a los atentados indirectos contra la misma que representan el hambre, la sed y las situaciones de absoluta miseria en las que se carece del mínimo necesario para la subsistencia. Por su parte, el derecho a la salud y a la integridad física y mental se concretaría a través de: a) el derecho a la integridad física y moral como derecho de primera generación, b) pero también a través de un amplio grupo de derechos de segunda generación, como los relativos a la satisfacción de las necesidades materiales básicas
(alimentación, vestido, vivienda); el derecho a la salud propiamente dicho, en toda la complejidad del mismo que abarca desde las medidas preventivas, hasta el derecho a la asistencia sanitaria y al tratamiento médico adecuado en caso de enfermedad; el derecho a la seguridad e higiene en el trabajo, e t c . En cuanto al derecho a las libertades personales, éste se concreta a través de toda una serie de libertades específicas que han ido tomando forma a lo largo de la historia de los derechos humanos y que, en la actualidad, se encuentran recogidas, en términos sustancialmente semejantes, en los diversos textos internos e internacionales.

43. MARTÍNEZ-PUJALTE, A.L., “Los derechos humanos como derechos inalienables”, en AA.VV., Derechos Humanos (Jesús Ballesteros, ed.), cit., pp. 94-97.

Además, para que las libertades formales, jurídicamente atribuidas a las personas, sean libertades reales, efectivamente disfrutadas por sus titulares, se requiere la satisfacción de las necesidades materiales básicas, a través de los derechos antes indicados, así como la efectividad de los derechos a la educación y a la cultura. Poca es la libertad de elección de domicilio y residencia para quienes carecen de los recursos necesarios para acceder a una vivienda digna. Tal situación puede llegar incluso a constituir un obstáculo para el ejercicio del derecho de sufragio, por no figurar en el censo. El analfabetismo y, en general, la falta de acceso a la educación y a la cultura limitan considerablemente, hasta hacerla prácticamente inexistente, la libertad de expresión.

Como puede verse, cada uno de los derechos humanos básicos se diversifica en una serie de derechos tanto de primera, como de segunda generación. Esto pone de relieve hasta qué punto ambas categorías de derechos responden a una aspiración unitaria: la salvaguardia de la vida, la salud y la libertad en las que se manifiesta la dignidad humana.

Por otra parte, los derechos de tercera generación, en general, explicitarían las condiciones que hacen posibles los derechos de las generaciones anteriores44 y, en este sentido, entroncarían también con la finalidad básica de la defensa de la dignidad expresada en la corporeidad y en la libertad.

Puede decirse que los derechos de la tercera generación vienen a desarrollar lo expresado en el artículo 28 de la DUDH: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos”. Ante esta enorme y creciente complejidad, pluralidad y diversidad de los derechos humanos, se impone huir de un planteamiento simplista de la universalidad.
44. BALLESTEROS, J., “Ecopersonalismo y derecho al medio ambiente”, en Humana Iura, 6, 1996, p. 24.
Se impone una interpretación concreta, no abstracta de la universalidad.
Los derechos humanos troncales o básicos son universales. Y, en función de las diversas situaciones vitales (por ej. Hallarse en las primeras etapas de la vida, esto es ser un niño; o ser minusválido; o ser refugiado o inmigrante; o simplemente estar detenido); de los diversos papeles sociales e institucionales (por ej. en cuanto trabajador o en cuanto madre o padre) y de las distintas
culturas, esos derechos se especifican a través de una pluralidad de derechos más concretos y particulares.

Los derechos de los detenidos no los tienen propiamente quienes están libres. Muchos derechos sociales, aunque no todos, son derechos de los trabajadores (En ocasiones, se ha esgrimido este argumento para negarle a los derechos sociales el carácter de derechos humanos, pues no serían derechos de todos los seres humanos, sino sólo de los trabajadores). La libertad de educar a los hijos es un derecho de los padres.

Pues bien, la universalidad no debe entenderse en el sentido de que todos los derechos humanos particulares y específicos, correspondan a todos los seres humanos en todo momento y en cualquier circunstancia, sino en el sentido de que pertenecen a cualquier ser humano, sin excepciones posibles, que reúna las condiciones de titularidad (esto es mientras sea niño, en cuanto sea minusválido o sea trabajador o padre, o esté detenido) y de ejercicio (por ej. edad nubil o mayoría de edad para ejercitar los derechos de sufragio)45.

45. En esta línea RODRÍGUEZ-TOUBES, J., La razón de los derechos, cit., pp. 68-69.

EL MARXISMO Y LA INSURRECCION

EL MARXISMO Y LA INSURRECCION (306)

V. I. Lenin

Entre las más malignas y tal vez más difundidas tergiversaciones del marxismo por los partidos “socialistas” dominantes, se encuentra la mentira oportunista de que la preparación de la insurrección, y en general, considerar la insurrección como un arte, es “blanquismo”.

Bernstein, dirigente del oportunismo, se ganó ya una triste celebridad acusando al marxismo de blanquismo, y, en realidad, con su griterío acerca del blanquismo, los oportunistas de hoy no renuevan ni “enriquecen” en lo más mínimo las pobres “ideas” de Bernstein.

¡Acusar a los marxistas de blanquismo, porque conciben la insurrección como un arte! ¿Es posible una más flagrante distorsión de la verdad, cuando ningún marxista niega que fue el propio Marx quien se pronunció del modo más concreto, más claro y más ir refutable acerca de este problema diciendo precisamente que la insurrección es un arte, que hay que tratarla como tal arte, que es necesario conquistar un primer triunfo y insurrección es un arte, que hay que tratarla como tal arte, que es necesario seguir la ofensiva contra el enemigo, aprovechándose de su confusión, etc., etc.?

Para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en una conjuración, no en un partido, sino en la clase más avanzada. Esto en primer lugar. La insurrección debe apoyarse en el auge revolucionario del pueblo. Esto en segundo lugar. La insurrección debe apoyarse en aquel momento de viraje en la historia de la revolución ascensional en que la actividad de la vanguardia del pueblo sea mayor, en que mayores sean las vacilaciones en las filas de los enemigos y en las filas de los amigos débiles, a medias, indecisos, de la revolución. Esto en tercer lugar. Estas tres condiciones, previas al planteamiento del problema de la insurrección, son las que precisamente diferencian el marxismo del blanquismo.

Pero, si se dan estas condiciones, negarse a tratar la insurrección como un arte equivale a traicionar el marxismo y a traicionar la revolución.

Para demostrar que el momento actual es precisamente el momento en que el Partido está obligado a reconocer que la insurrección ha sido puesta al orden del día por la marcha objetiva de los acontecimientos y que la insurrección debe ser considerada como un arte, para demostrarlo, acaso sea lo mejor emplear el método comparativo y trazar un paralelo entre las jornadas del 3 y 4 de julio(307) y las de septiembre.

El 3 y 4 de julio se podía, sin faltar a la verdad, plantear el problema así: lo justo era tomar el Poder, pues, de no hacerlo, los enemigos nos acusarán igualmente de insurrectos y nos tratarán como a tales. Pero de aquí no se podía hacer la conclusión de que hubiera sido conveniente tomar el Poder en aquel entonces, pues a la sazón no existían las condiciones objetivas necesarias para que la insurrección pudiera triunfar.

1) No teníamos todavía con nosotros a la clase que es la vanguardia de la revolución.

No contábamos todavía con la mayoría de los obreros y soldados de las capitales. Hoy tenemos ya la mayoría en ambos Soviets308. Es fruto, sólo de la historia de julio y agosto, de la experiencia de las “represalias” contra los bolcheviques y de la experiencia de la kornilovada.

2) No existía entonces un ascenso revolucionario de todo el pueblo. Hoy existe, después de la kornilovada. Así lo demuestra el estado de las provincias y la toma del Poder por los Soviets en muchos lugares.

3) Entonces, las vacilaciones no habían cobrado todavía proporciones de serio alcance político general en las filas de nuestros enemigos y en las de la pequeña burguesía indecisa. Hoy, esas vacilaciones son gigantescas: nuestro principal enemigo, el imperialismo de la Entente y el imperialismo mundial (ya que los “aliados” se encuentran a la cabeza de éste) empieza a vacilar entre la guerra hasta el triunfo final y una paz separada dirigida contra Rusia. Y nuestros demócratas pequeñoburgueses, que ya han perdido, evidentemente, la mayoría en el pueblo, vacilan también de un modo extraordinario, habiendo renunciado al bloque, es decir, a la coalición con los kadetes.

4) Por eso, en los días 3 y 4 de julio, la insurrección habría sido un error: no habríamos podido mantenernos en el Poder ni física ni políticamente. No habríamos podido mantenernos físicamente, pues aunque por momentos teníamos a Petersburgo en nuestras manos, nuestros obreros y soldados no estaban dispuestos entonces a batirse y a morir por Petersburgo: les faltaba todavía el “ensañamiento”, el odio hirviente tanto contra los Kerenski, como contra los Tsereteli y los Chernov. Nuestros hombres no estaban todavía templados por las persecuciones contra los bolcheviques, en que participaron los eseristas y mencheviques.

Políticamente, los días 3 y 4 de julio no habríamos podido sostenernos en el Poder, pues, antes de la kornílovada, el ejército y las provincias podían marchar y habrían marchado sobre Petersburgo.

Hoy, el panorama es completamente distinto.

Hoy, tenemos con nosotros a la mayoría de la clase que es la vanguardia de la revolución, la vanguardia del pueblo, la clase capaz de arrastrar detrás de sí a las masas.

Tenemos con nosotros a la mayoría del pueblo, pues la dimisión de Chernov no es, ni mucho menos, el único indicio, pero sí el más claro y el más palpable, de que los campesinos no obtendrán la tierra del bloque de los eseristas (ni de los propios eseristas), y éste es el quid del carácter popular de la revolución.

Estamos en la situación ventajosa de un partido que sabe firmemente cuál es su camino en medio de las más inauditas vacilaciones, tanto de todo el imperialismo como de todo el bloque de los mencheviques y eseristas.

Nuestro triunfo es seguro, pues el pueblo está ya al borde de la desesperación y nosotros señalamos al pueblo entero la verdadera salida: le hemos demostrado, “en los días de la kornilovada”, el valor de nuestra dirección y, después, hemos propuesto una transacción a los bloquistas, transacción que éstos han rechazado sin que por ello hayan terminado sus vacilaciones.

Sería el más grande de los error es creer que la transacción propuesta por nosotros, no ha sido rechazada todavía, que la Conferencia Democrática309 puede aceptarla todavía. La transacción era una oferta hecha de partido a partidos. No podía hacerse de otro modo. Los partidos la rechazaron. La Conferencia Democrática es sólo una conferencia, y nada más. No hay que olvidar una cosa: la mayoría del pueblo revolucionario, los campesinos pobres, irritados, no tienen representación en ella. Trátase de una conferencia de la minoría del pueblo; no se debe olvidar esta verdad evidente. Sería el más grande de los errores, el mayor de los cretinismos parlamentarios, que nosotros considerásemos la Conferencia Democrática como un parlamento, pues aun suponiendo que se hubiese proclamado parlamento permanente y soberano de la revolución, igualmente no resolvería nada: la solución está fuera de ella, está en los barrios obreros de Petersburgo y de Moscú.

Contamos con todas las premisas objetivas para una insurrección triunfante. Contamos con las excepcionales ventajas de una situación en que sólo nuestro triunfo en la insurrección pondrá fin a unas vacilaciones que agotan al pueblo y que son la cosa más penosa del mundo; en que sólo nuestro triunfo en la insurrección dará inmediatamente la tierra a los campesinos; en que sólo nuestro triunfo en la insurrección hará fracasar todas esas maniobras de paz por separado, dirigidas contra la revolución, y las hará frac asar mediante la oferta franca de una paz más completa, más justa y más próxima, una paz en beneficio de la revolución.

Por último, nuestro Partido es el único que, si triunfa en la insurrección, puede salvar a Petersburgo, pues si nuestra oferta de paz es rechazada y no se nos concede ni siquiera un armisticio, nos convertiremos en “defensistas”, nos pondremos a la cabeza de los partidos de guerra, nos convertiremos en el partido “de guerra ” más encarnizado de todos los partidos y libraremos una guerra verdaderamente revolucionaria. Despojaremos a los capitalistas de todo el pan y de todas las botas. No les dejaremos más que migajas y los calzaremos con alpargatas. Y enviaremos al frente todo el pan y todo el calzado.

Y, así, salvaremos a Petersburgo.

En Rusia, son todavía inmensamente grandes los recursos tanto materiales como morales con que contaría una guerra verdaderamente revolucionaria: hay un 99 por 100 de probabilidades de que los alemanes nos concederán, por lo menos, un armisticio. Y, en las condiciones actuales, obtener un armisticio equivale ya a triunfar sobre el mundo entero.
***

Luego de haber reconocido la absoluta necesidad de la insurrección de los obreros de Petersburgo y de Moscú para salvar la revolución y para salvar a Rusia de un reparto “separado” por los imperialistas de ambas coaliciones, debemos: primero, adaptar nuestra táctica política en la Conferencia Democrática a las condiciones de la insurrección creciente; segundo, debemos demostrar que no sólo de palabra aceptamos la idea de Marx de que es necesario considerar la insurrección como un arte.

Inmediatamente debemos unir en la Conferencia Democrática la minoría bolchevique, sin preocuparnos del número ni dejarnos llevar del temor de que los vacilantes continúen en el campo de los vacilantes; allí, son más útiles a la causa de la revolución que en el campo de los luchadores firmes y decididos.

Debemos redactar una breve declaración de los bolcheviques, subrayando con energía la inoportunidad de los largos discursos y la inoportunidad de los “discursos” en general, la necesidad de proceder a una acción inmediata para salvar a la revolución, la absoluta necesidad de romper totalmente con la burguesía, de destituir íntegramente al actual gobierno, de romper de una manera absoluta con los imperialistas anglo-franceses, que están preparando el reparto “separado ” de Rusia, la necesidad del paso inmediato de todo el Poder a manos de la democracia revolucionaria, con el proletariado revolucionario a la cabeza.

Nuestra declaración deberá formular esta conclusión en la forma más breve y tajante y de acuerdo con los proyectos programáticos: paz a los pueblos, tierra a los campesinos, confiscación de las ganancias escandalosas, poner fin al escandaloso sabotaje de la producción por los capitalistas.

Cuanto más breve y tajante sea la declaración, mejor. En ella deben señalarse claramente dos puntos de extraordinaria importancia: el pueblo está agotado por tantas vacilaciones, que está harto de la indecisión de los eseristas y mencheviques; y que nosotros rompemos definitivamente con esos partidos porque han traicionado a la revolución.

Una cosa más: la oferta inmediata de una paz sin anexiones, la inmediata ruptura con los imperialistas aliados, con todos los imperialistas, o bien obtendremos en seguida un armisticio, o bien el paso de todo el proletariado revolucionario a la posición de la defensa, y toda la democracia revolucionaria, dirigida por él, dará comienzo a una guerra verdaderamente justa, verdaderamente revolucionaria.

Después de dar lectura a esta declaración y de reclamar resoluciones y no palabras, acciones y no resoluciones escritas, debemos lanzar todo nuestro grupo a las fábricas y a los cuarteles: allí está su lugar, allí está el pulso de la vida, allí está la fuente de salvación de nuestra revolución y allí está el motor de la Conferencia Democrática.

Allí debemos exponer, en discursos fogosos y apasionados, nuestro programa y plantear el problema así: o la aceptación íntegra del programa por la Conferencia, o la insurrección. No hay término medio. No es posible esperar. La revolución se hunde.

Si planteamos el problema de ese modo y concentramos todo nuestro grupo en las fábricas y los cuarteles, estaremos en condiciones de determinar el momento justo para iniciar la insurrección.

Y para enfocar la insurrección al estilo marxista, es decir, como un arte, de bemos, al mismo tiempo, sin perder un minuto, organizar un Estado Mayor de los destacamentos de la insurrección, distribuir las fuerzas, enviar los regimientos de confianza contra los puntos más importantes, cercar el Teatro de Alejandro y ocupar la Fortaleza de Pedro y Pablo, arres tar el Estado Mayor y al gobierno, enviar contra los cadetes militares y contra la “división salvaje”, aquellas tropas dispuestas a morir antes de dejar que el enemigo se abra paso hacia los centros de la ciudad; debemos m ovilizar a los obreros armados, haciéndole s un llamamiento para que se lancen a una desesperada lucha final; ocupar inmediatamente el telégrafo y la telefónica, instalar nuestro Estado Mayor de la insurrección en la central telefónica y conectarlo por teléfono con todas las fábricas, todos los regimientos y todos los puntos de la lucha armada, etc.

Todo esto, naturalmente, a título d e ilustración, como ejemplo de que en el m omento actual no se puede ser fiel al marxismo, a la revolución, sin considerar la insurrección como un arte.

NOTAS

[306] EI marxismo y la insurrección: carta que escribió Lenin al CC del Partido para preparar la insurrección armada por el Poder. El 15 (28) de septiembre de 1917, el CC del Partido discutió esta carta y la otra titulada Los bolcheviques deben tomar el Poder. (Obras Completas, t. XXVI.) Kámenev, adversario de la orientación del Partido de la revolución socialista, propuso su proyecto de resolución en contra de las directivas de Lenin sobre la insurrección armada expuestas en estas históricas cartas. J. Stalin dio respuesta al ataque traidor de Kámenev y el CC rechazó el proyecto de Kámenev. Las cartas de Lenin fueron enviadas por el CC a las más grandes organizaciones del Partido bolchevique según la proposición de Stalin.

[307] Lenin se refiere a la manifestación del 3-4 (16-17) de julio de 1917 en Petrogrado. El 3 (16) de julio comenzaron manifestaciones espontáneas contra el gobierno provisional en el barrio Viborg. El primero en salir a la calle fue el 1.er regimiento de ametralladoras. A él se unieron otras unidades y los obreros de fábricas y talleres. La manifestación amenazaba transformarse en una acción armada contra el gobierno provisional.

El Partido bolchevique estaba en ese momento en contra de una acción armada, por considerar que la crisis revolucionaria no había madurado aún y que el ejército y el interior del país no estaban preparados todavía para apoyar el levantamiento en la capital. El CC, reunido el 3 (16) de julio a las 4 de la tarde junto con el Comité de Petrogrado y la Organización Militar del POSDR (b) resolvió abstenerse de manifestar. Idéntica resolución adoptó la II conferencia de bolcheviques de la ciudad de Petrogrado que se realizaba al mismo tiempo. Los delegados de la conferencia se encaminaron a los talleres y distritos para disuadir a las masas de la manifestación, pero ésta ya había comenzado y resultó imposible detenerla.

Teniendo en cuenta el estado de ánimo de las masas, el CC junto con el Comité de Petrogrado y la Organización Militar, muy avanzada la noche del 3 (16) de julio, adoptó la resolución de participar en la manifestación para conferirle un carácter pacífico y organizado. Lenin no se encontraba en aquel entonces en Petrogrado. Después de haber sido informado de los acontecimientos llegó a Petrogrado en la mañana del 4 (17) de julio . Más de 500.000 personas tomaron parte en la manifestación del día 4, realizada bajo la consigna de los bolcheviques “¡Todo el Poder a los soviets!”

Con el consentimiento del Comité Ejecutivo Central en manos de los mencheviques y socialistas revolucionarios fueron lanzados, contra los obreros y soldados que manifestaban pacíficamente, destacamentos de junkers y oficiales que abrieron fuego sobre los manifestantes. Habían sido llamadas tropas contrarrevolucionarias del frente para sofocar el movimiento revolucionario.

En la noche del 4 (17) de julio el CC de los bolcheviques tomó la resolución de suspender las manifestaciones. Ya avanzada la noche Lenin llegó a la Redacción de Pravda para revisar los materiales del número a publicarse, y media hora después de su partida la redacción fue asaltada por un destacamento de junkers y cosacos.

Los mencheviques y los socialistas revolucionarios resultaron, de hecho, cómplices de la matanza. Una vez reprimida la manifestación, ellos se lanzaron, de concierto con la burguesía, contra el Partido bolchevique. Los periódicos bolcheviques Pravda, Soldátskaia Pravda y otros, fueron clausurados por el gobierno provisional. Empezaron las detenciones en masa, allanamientos y pogroms. Las tropas revolucionarias de la guarnición de Petrogrado fueron retiradas de la capital y enviadas al frente.

Después de las jornadas de julio el Poder en el país pasó por completo a manos del gobierno provisional contrarrevolucionario, en el cual los soviets no fueron más que un apéndice impotente. Terminó la dualidad del Poder. Tocó a su fin el período pacífico de la revolución. Ante los bolcheviques se planteó la tarea de preparar la insurrección armada para derrocar al gobierno provisional.

[308] Se alude a la transformación de los soviets en manos bolcheviques: de Petrogrado — 31 de agosto (13 de septiembre) y de Moscú– 5 (18) de septiembre de 1917.

[309] La Conferencia Democrática de toda Rusia: convocada por los mencheviques y eseristas para debilitar el creciente movimiento revolucionario en el país, transcurrió del 14 al 22 de septiembre (27 de septiembre a 5 de octubre) de 1917 en Petrogrado. Asistieron a ella los representantes de los diferentes partidos pequeñoburgueses, de los soviets conciliad ores, sindicatos, zemstvo, círculos comerciales e industriales y de unidades militares.

La Conferencia Democrática tomó la resolución de formar el Anteparlamento (Consejo Provisional de la República). Utilizando éste, los mencheviques y eseristas trataban de desviar el país del camino revolucionario de los soviets para seguir el burgués y constitucional. El CC del Partido bolchevique insistió categóricamente en el boicot al Anteparlamento. Unicamente los capitulacionistas Kámenev y Zinoviev exigían que el proletariado rechazara su actividad preparatoria para la insurrección armada y permaneciera en el Anteparlamento. Los bolcheviques desenmascararon las acciones traidoras del Anteparlamento llamando a las masas a preparar la insurrección armada. Para una apreciación sobre el Anteparlamento véase los artículos de Lenin “Los héroes del fraude y los errores de los bolcheviques” y ” Del diario de un publicista”. (Obras Completas, t. XX VI.)

La «derecha religiosa», ¿un virus mortal para la Iglesia?

La “derecha religiosa”, ¿un virus mortal para la Iglesia?

Todos esos movimientos de la “derecha religiosa” tienen un olor a corrupción (y no a ovejas)

Marius Morin, 07 de agosto de 2016 a las 11:05

Un viento de pánico sopla sobre la “derecha religiosa” de la Curia Romana

(Marius Morin).- Un virus es una entidad biológica no autónoma, parasitaria. Tiene que entrar en una célula para vivir y multiplicarse. En ese sentido, puede ser considerado como un asesino de energía. Hoy tengo el gusto de compartirte mi visión de la “derecha religiosa”. Hay radicales en la Iglesia católica como en todas las religiones. Eso es el lobby de los tradicionalistas y conservadores.

Como ustedes saben, estamos llamados a vivir nuestra fe en una sociedad cada vez más pluralista y secular. Como consecuencia, nuestra cultura cristiana está más diluida y confrontada al pluralismo y valores de la modernidad. Hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica impuso sus valores a todas las poblaciones. Era la época de la espada y el cepillo. Pero ese tiempo se ha ido, pero no para la “derecha religiosa” sostenida por creyentes, sacerdotes, obispos y cardenales. Los rigoristas se aferran a la letra de la ley y no al espíritu de la ley. Desde su elección, el Papa Francisco está comprometido en un clima de constantes fricciones en el Vaticano.

Unos movimientos de la “derecha religiosa” en la Iglesia

Aquí es una rápida vuelta para recordar algunos hechos y entender mejor los grandes desafíos de hoy.

El Opus Dei fue fundado en 1928 por el sacerdote español, José María Escrivá, al servicio de la aristocracia y de las élites políticas. Estuvo marcada por la guerra española de 1936-1938. Él era un gran admirador del general Franco de España. Hizo un lugar importante a las mujeres de su congregación y aun admitió a no católicos y cristianos como cooperadores del Opus Dei, con tal que eran generosos y obedientes hacia la Obra de Dios. Él ha santificado la sacramentalidad de la Iglesia, la aristocracia, la derecha política y el trabajo. Los únicos confesores deben ser del Opus Dei. El Papa Juan-Pablo II apoyó su beatificación en 1992 y lo declaró santo en 2002, lo que es muy raro en la historia de la Iglesia, con solo 20 años de la muerte de un individuo.

Los Cursillos de cristiandad es un movimiento de laicos miembros de la Iglesia Católica romana cuyo propósito es la profundización de la fe y la formación cristiana. Luego este movimiento se extendió por todo el mundo; Fue fundado en España en 1944 por Eduardo Bonnin. Su tratamiento de choque consiste en participar en un fin de semana de tres días, sin horario ni reloj, a una reunión semanal de la Eucaristía y una Ultrella después de cada fin de semana de cursillo. Su enseñanza se basa en testimonios inspirados de los Evangelios y sus miembros disfrutan de una cierta libertad.

Francisco José Gómez Argüello, un pintor español católico, vivió una crisis de fe existencial. Un sacerdote le hace conocer el Cursillo de cristianidad. En 1964, descubrió la pobreza material y la miseria social que prevalece en los barrios pobres, particularmente en Palomeras Altas, cerca de Madrid. Siente la llamada a dar testimonio a los pobres y los gitanos ya no proporcionándoles consuelos materiales, pero viviendo con ellos en sus campamentos improvisados. Quiere una reforma litúrgico-catequética. Unido a Carmen Hernández (+ que el Padre le dé la bienvenida a su Casa) y el italiano sacerdote Mario Pizzi, fundó el neocatecumenado. Esos tres fundadores no desean una asociación pública internacional de fieles pero un “catecumenado post-bautismal” de la Iglesia. El 1er febrero de 2014, recibiendo algunos de sus miembros, Papa Francisco les exhortó a respetar la libertad de sus miembros.

Otro movimiento de la “derecha religiosa” nació en 1975, el Lefebvrisme y su fraternidad sacerdotal de San Pío X. Esta comunidad reaccionaria contra el Concilio Vaticano II. Subió una investigación por Roma en 1976. El Papa Benedicto XVI ha intentado una reconciliación levantando la excomunión de 4 obispos de la sociedad de San Pío X en 2009, pero no la de Monseñor Lefebvre. Nada ha cambiado y sus miembros son todavía activos y reaccionarios.

Otra comunidad es la de los Legionarios de Cristo, fundada en México en 1941par el sacerdote Marcial Maciel Degollado. Esta organización recibió su reconocimiento Pontificio en el año 2004, con su Universidad romana y su asociación laica del Regnum Christi. Lo que se alega en su contra es de estar pegados a grandes fortunas y administrar grandes sumas de dinero sin la suficiente transparencia. En abril de 2010, una encuesta de la National Catholic Reporter ha revelado su trabajo de lobby intenso en el Vaticano, especialmente con Juan-Pablo II. La Santa Sede inició una investigación, repudiando al Padre Marcial Maciel, cuestionando el ejercicio de su autoridad en la congregación y sus abusos sexuales. En 2013, el cardenal de Paolis convocó un capítulo general de los Legionarios de Cristo para designar a un nuevo Superior general y escribir nuevos estatutos para la congregación.

Todos esos movimientos de la “derecha religiosa” tienen un olor a corrupción (y no a ovejas)

El problema que enfrentan los movimientos reformistas en la Iglesia es formar buenos, Santos, perfectos y salvados. Para identificar a tales movimientos de la “derecha religiosa” bastan dos criterios sobre los cinco siguientes.

La sumisión a un maestro, un líder, un gurú indiscutible (fundador);

Una doctrina que se presenta como “única verdad” y prohíbe cualquier crítica;

El grupo se convierte en una nueva familia, una comunidad cerrada y exclusiva;

Se utilizan técnicas psicológicas para mejor manipulación mental;

El dinero está destinado exclusivamente a la austeridad de los miembros y al enriquecimiento del grupo.

Un viento de pánico sopla sobre la “derecha religiosa” de la Curia Romana

Desde la llegada del Papa Francisco en Roma un espanto sopla sobre la Curia Romana. El prefecto para la Doctrina de la fe, el Cardenal alemán Gerhard Müller ha declarado públicamente que la formación teológica de Bergoglio era insuficiente y que “ el matrimonio es indisoluble por voluntad divina y nadie, ni un Papa, podría cambiar esa doctrina.”

El Cardenal Robert Sarah, nombrado para el Ministerio de la educación católica y disciplina de los sacramentos, acepta ninguna concesión sobre la indisolubilidad del matrimonio sacramental. Pide a los sacerdotes de celebrar misas Tridentinas, espaldas al pueblo.

El Cardenal Marc Ouellet, responsable del Dicasterio de la designación y control de los obispos amenazó al Papa Francisco de dimitirse, porque este último modifica las listas de candidatos para los futuros obispos. Sabemos que el Papa Francisco quiere obispos con “olor a ovejas”, en una línea evangélica y no aristocrática de poder y de dinero.

El Papa ha elegido al arzobispo de Sídney, el cardenal George Pell, para hacer frente a la económica y finanzas del Vaticano. Quiere un cambio profundo en la reorganización de la Curia. Pero este súper Ministro de economía del Vaticano dio un montón de dolores de cabeza al Papa. Su estrategia se considera más o menos efectiva. Además, en Australia, está todavía confrontado a denuncias que lo acusan de haber cubierto la acción de varios sacerdotes pedófilos en su país.

El Cardenal Opus Dei, Juan Luis Cipriani Thorne de Lima, es cada vez más cuestionado por los sacerdotes y el episcopado peruano para cubrir abusos sexuales y por su cruzada contra todo aborto y matrimonio homosexual: según él, esos son los dos criterios esenciales en la selección de obispos y futuros sacerdotes, al diablo la teología de la liberación, la justicia social, el compromiso con los pobres y desea la bienvenida a bases militares de Estados Unidos, etc. Pide a las mujeres de cesar de provocar con su vestimenta y comportamientos. ¡Qué machón!

La semana pasada, el arzobispo de Filadelfia, el Arzobispo Charles Chaput, provocó reacciones negativas por parte del alcalde Jim Kenney, un católico, declarando que las instrucciones del Arzobispo Chaput eran francamente no cristianas, desde que este último pide a las parejas divorciadas y parejas homosexuales renunciar a cualquier relación sexual si quieren recibir la comunión en la iglesia. Este prelado no comprendió el significado de la hospitalidad y el acompañamiento defendido por el Papa Francisco. Hace unos días un grupo de 45 ultraconservadores, compuesto de obispos, profesores, sacerdotes, escribieron al cardenal Angelo Sodano para demostrar su rechazo total a Amoris Laetitia y lanzaron una campaña de desobediencia hacia el Papa Francisco.

¿Qué significa esta declaración? Ustedes constatan como Yo que el hecho de vivir en una sociedad pluralista y laica es un desafío para estas personas de la “derecha religiosa”. El pluralismo religioso les obliga a enfrentarse a la realidad en la cual vivimos. Eso significa que ningún grupo religioso pueda imponer sus valores a todas las poblaciones, incluyendo la Iglesia católica. ¡Qué insulto y deshonra para todos los individuos de la “derecha religiosa” que forman parte de la elite aristocrática de la Iglesia!

Debemos darnos cuenta de algo. La práctica tradicional cristiana centrada en los sacramentos, y en particular la Eucaristía Dominical no es significativa para muchos católicos, donde notamos el desafecto de esa práctica, en América del Norte y Europa. Sin embargo es consolador observar que el catolicismo está vivo en América del Sur, África y Asia.

¿Para una sociedad al servicio de la humanidad, qué debería ser la práctica de un discípulo de Jesús de Nazaret? ¿Qué buscaba Jesús? Jesús busca a adoradores en espíritu y verdad (Juan 4: 23-24). ¿Qué significa ello? La verdadera adoración debe provenir de la parte hundida del corazón en comparación con el formalismo religioso exterior (¿ya sea en el Monte Gorizia, en Jerusalén, en el camino a Jericó, o en otros lugares?). La adoración en espíritu y verdad significa amar con todas nuestras fuerzas. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente y a tu prójimo como a ti mismo”, en otras palabras, con todo lo que eres, con toda tu inteligencia, tu voluntad, tu educación, tu generosidad, todos tus talentos, tus recursos y aún con todos tus defectos y

debilidades. La adoración en espíritu y en verdad va más allá de nuestras palabras hermosas, de nuestras promesas sublimes, de nuestras celebraciones divinas, de nuestras magníficas oraciones. “Cuando la gente se me acerca, me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. (Mateo 15,7-8; Isaías 29,13). El Dios de Jesús es un samaritano, un Dios humano, un Dios pastor que tiene olor a ovejas (según lo definido por el Papa Francisco) que se aventura por los vericuetos de nuestras vidas. Pero ¿cómo saber si nuestra adoración es cierta? ¿Donde Jesús se deja encontrar? Algunos textos bíblicos para iluminar nuestra linterna.

1 Juan 4: 20-21 “Si alguien dice: amo a Dios y aborrece a su hermano, es mentiroso; porque el que no ama a su hermano que ve, ¿cómo puede amar a Dios que no ve? Y tenemos de él este mandamiento: que quien ama a Dios ama a su hermano también. »

1 Juan 3:16-18 “Hemos experimentado el amor, en lo que dio su vida por nosotros; también damos nuestras vidas por los hermanos. Si alguien tiene bienes de este mundo y ve a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo el amor de Dios permanecerá en él? Hijitos, no amemos en palabras y con la lengua, pero en acciones y con verdad.»

Santiago 2, 15-18 “Supongamos que un hermano o una hermana no tenga como vestirse o qué no pueda comer cada día; si uno de vosotros les dice: “vete en paz”. ¡Ponte caliente y coma! ‘, sin darles lo necesario para vivir, ¿a qué le sirve? Pues la fe, si no está puesta en obras, está muerta. Por el contrario, digamos: «Tu tienes fe; Yo tengo obras. Así que muéstrame tu fe sin obras; Yo por mis obras te mostraré fe. »

Mateo 25.35 ‘ Tuve hambre y me disteis de comer; Tuve sed y me disteis de beber; Fui extranjero y me acogiste. “Este es el juicio final donde encontramos a Jesús, siempre encarnado en nuestros hermanos y hermanas.

Fácilmente nos podemos encerrar nuestra fe en una ‘religión de culto’, de tiempo, rituales, ceremonias, sermones, retiros, peregrinaciones… y tener una conciencia errónea. Nuestro relleno exagerado de religión a menudo seca nuestros corazones y cava nuestro vacío interior.

Muchos ciudadanos con que trabajo rechazan a la Iglesia católica porque ha centrado su mensaje en la dimensión sexual de la vida, especialmente desde Humanae vitae de Pablo VI, en la década de 1970, especialmente contra la anticoncepción, la homosexualidad, el divorcio, el aborto (*), la igualdad hombre/mujer en la iglesia, la eutanasia, el morir con dignidad, el matrimonio de los sacerdotes, la ordenación de las mujeres, el rechazo de la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar, etc..

Los católicos preguntan, dónde está la doctrina social de la iglesia sobre la justicia, la economía compartida, el comercio equitativo, la condena del neoliberalismo predador y destructivo del medio ambiente y de los recursos naturales. En medio de los lobos, es lo que el buen Papa Francisco se esfuerza por hacer en sus escritos: Evangelii Gaudium. Laudatae Sí. Laetitia Amoris; Lumen Fidei; La mano de Dios es la misericordia; La iglesia que espero; Ponerse al servicio de los demás, eso es el poder real y la verdadera misión, etc.

Para concluir, creo que nuestras autoridades religiosas subestiman enormemente el daño que la “derecha religiosa” hace en la Iglesia y a la fe cristiana, tanto entre los Católicos como los Protestantes. Son conscientes nuestros sacerdotes y nuestros obispos de que vivimos en una sociedad plural, globalizada y que los ciudadanos confían cada vez más en la razón y su sentido común. Necesitamos personas (cristianos) cuya fe hace más humanos.

(*) Una discreción. Jesús estaría probablemente en contra del aborto como lo fue en contra del adulterio, pero ante la mujer sorprendida en adulterio, hizo inoperante la ley que penalizaba el adulterio diciendo: “Que uno que esté sin pecado le tire la primera piedra.” Como el Papa Francisco dijo acertadamente, en otras palabras: ‘ ¿Quién soy Yo para juzgar a los homosexuales? “

Discurso racista

Discurso racista
TEUN A. VAN DIJK
Universidad Pompeu Fabra
PRÓLOGO

EL DISCURSO RACISTA es una modalidad de la práctica social discriminatoria que se manifiesta tanto en el texto, como en el habla y la comunicación. El discurso racista, junto con las otras prácticas (no verbales) discriminatorias, contribuye a la reproducción del racismo como una forma de dominación étnica o racial. Lo habitual es que se lleve a cabo mediante la expresión, confirmación o legitimación de las opiniones, actitudes e ideologías racistas del grupo étnico dominante.

Aunque existen otros tipos de racismo en otras muchas partes del mundo, la forma de racismo más corriente e históricamente devastadora ha sido el racismo europeo contra los pueblos no europeos. Es por ello que este artículo se limitará al estudio del racismo europeo o “blanco”, así como los diferentes tipos de discursos que giran a su alrededor.

DISCURSO RACISTA DIRIGIDO EN CONTRA DE LOS OTROS

Básicamente, existen dos modalidades principales de discurso racista:
a. Discurso racista dirigido a los Otros étnicamente diferentes.
b. Discurso racista sobre los Otros étnicamente diferentes.

La primera forma de discurso racista es una de las muchas maneras a través de las que los miembros del grupo dominante interactúan verbalmente con los miembros de los grupos dominados: minorías étnicas, inmigrantes, refugiados, etc. Pueden hacerlo de forma descubierta utilizando expresiones ofensivas, derogatorias, insultos, groserías u otras formas de discurso que explícitamente expresan y promulgan la superioridad y falta de respeto.

Debido a que estas formas descaradas de discriminación verbal son generalmente
consideradas “políticamente incorrectas”, la mayoría de los discursos racistas dirigidos a los miembros del grupo étnico dominado tienden a convertirse en sutiles e indirectos. De este modo, los hablantes «blancos» pueden, por ejemplo,
negarse a dar el uso de la palabra a los hablantes de la minoría, interrumpirles indebidamente, ignorar los temas sugeridos por sus interlocutores, centrarse en los temas que suponen propiedades negativas del grupo étnico minoritario al que pertenece su interlocutor, hablar muy ruidosamente, mostrar signos de aburrimiento con la cara, evitar mirar a su interlocutor a los ojos, utilizar un tono de soberbia, así como otras muchas manifestaciones de falta de respeto.

Es posible que, como es habitual, algunas de estas desigualdades verbales provengan más bien de un problema de comunicación multicultural, pero otras muchas son genuinamente expresiones de dominio racial o étnico de los hablantes «blancos».

En otras palabras, estos son los tipos de discurso e interacción verbal que
normalmente se consideran como desviados o inaceptables para ser utilizados
en las conversaciones que se mantengan con los miembros del propio grupo,
por lo que son formas de dominación étnica denominadas como “racismo cotidiano.”

Por supuesto, estos discursos también pueden presentarse en las conversaciones con gente del propio grupo, pero en este caso, quienes las utilizan son censurados por groseros y maleducados. La diferencia fundamental reside en que los miembros del grupo minoritario se tienen que enfrentar diariamente
con este tipo de habla racista no por lo que hacen o dicen, sino únicamente por lo que son —por ser diferentes al pertenecer a otro grupo. De este modo, están sujetos a una forma acumulativa y agravante de acoso racista que
constituye una amenaza directa a su bienestar y calidad de vida.

DISCURSO RACISTA SOBRE LOS OTROS

La segunda modalidad de discurso racista generalmente se realiza con otros miembros del grupo dominante, cuando en sus conversaciones se refieren a los Otros étnicos o raciales. Esta modalidad discursiva puede abarcar desde las conversaciones cotidianas o los diálogos organizativos (por ejemplo, los debates parlamentarios), hasta los diferentes tipos de texto escrito, documentos multimedia o eventos comunicativos, como pueden ser los espectáculos televisivos, películas, noticias, editoriales, libros de texto, publicaciones académicas, leyes, contratos, etc. La característica general de este tipo de discurso racista se resume en una imagen negativa de Ellos, combinada frecuentemente con una representación positiva de Nosotros mismos.

El corolario de esta táctica es mitigar una representación positiva de los Otros, así como también evitar la posible imagen negativa de nuestro propio grupo. Algo típico para este segundo caso de discurso racista es la negación o mitigación del racismo.

El conjunto de estas tácticas discursivas puede aparecer en todos los niveles
de texto o habla, es decir, en niveles visuales, de sonido (volumen, tono), de
sintaxis (orden léxico), niveles semánticos (significado y referencia), de estilo (usos variables de palabras y orden léxico), retóricos (usos persuasivos de la gramática o de los tropos), pragmáticos (el habla actúa como afirmación o amenaza), de interacción, etc.

Los temas de conversación

Así, los temas de conversación, las noticias, los debates políticos o los artículos académicos sobre las minorías o inmigrantes pueden estar sesgados, desde el momento en que éstos enfocan o implican estereotipos negativos. Así, es posible que la inmigración sea tratada en términos de invasión, inundación, amenaza o, al menos, como un problema grave, en lugar de como una importante y necesaria contribución para la economía, la demografía o la diversidad cultural del país.

La investigación sobre la conversación, los medios de comunicación, libros
de texto y otros géneros del discurso ha demostrado que, de un número potencialmente infinito de posibles tópicos o temas, los textos y las conversaciones sobre minorías e inmigrantes normalmente se circunscriben a tres categorías temáticas principales:
1. Ellos son diferentes.
2. Ellos son perversos.
3. Ellos son una amenaza.

La primera clase está constituida por temas de discurso donde se enfatiza la
diferencia de los Otros y, por tanto, la distancia que les separa de Nosotros.
Puede que este énfasis tenga un sesgo aparentemente positivo, siempre que los
Otros se representen en términos exóticos. Sin embargo, muy frecuentemente
esta diferencia se evalúa de forma negativa: los Otros son representados como
menos listos, guapos, rápidos, trabajadores, democráticos, etc. que Nosotros.

Estos temas son comunes en todas las conversaciones cotidianas, en los libros
de texto y, especialmente, en los medíos de comunicación. Este primer paso de
la polarización discursiva endogrupo/exogrupo, que también caracteriza las actitudes subyacentes e ideologías expresadas en estos discursos, normalmente también implica el que todos Ellos sean catalogados con idénticos patrones al pertenecer al mismo grupo (mientras que Nosotros somos todos diferentes individualmente unos de otros).

El segundo grupo temático va un paso más lejos en la polarización entre
Nosotros y Ellos, destacando la perversidad del comportamiento de los Otros, que les lleva a romper y no cumplir nuestras normas y reglas: ellos no hablan nuestra lengua (porque no quieren), andan por las calles vestidos de forma cómica, con ropas extrañas, comen comida rara, maltratan a sus mujeres, etc. La presuposición o conclusión de estos temas normalmente es que Ellos no se adaptan a nuestras normas, aunque deberían hacerlo para ser como Nosotros.

Pero, por otra parte, incluso aunque los miembros de los grupos minoritarios o
inmigrantes se adapten por completo, los Otros seguirán siendo considerados
diferentes.

En la tercera categoría discursiva, los Otros pueden ser representados como
una amenaza para Nosotros. Esto sucede desde el momento en que los inmigrantes llegan; como por ejemplo cuando la inmigración es representada en términos de invasión, hasta que se establecen en «nuestro» país los nuevos ciudadanos.

En este caso, se les puede echar en cara el ocupar nuestro espacio, empeorar nuestros barrios, quitarnos nuestros puestos de trabajo o viviendas, acosar a nuestras mujeres, etc.

Sin embargo, el tema más prominentemente tratado es la delincuencia. Todas las estadísticas sobre la cobertura de los inmigrantes, o sobre otros colectivos marginados, muestran que tanto en las conversaciones cotidianas, como en los medios de comunicación y los discursos políticos, varios tipos de delitos sin excepción permanentemente aparecen asociados con las minorías y los inmigrantes: tales como las falsificaciones de pasaportes, asaltos, robos y, sobre todo, las drogas.

En efecto, la muy común expresión de “delincuencia étnica» sugiere que este tipo de delitos pertenecen a una categoría especial y diferente: crímenes realizados por los miembros de las minorías. En Estados Unidos y otros países, por ejemplo, el tráfico de drogas es normalmente considerado como un crimen típicamente de ‹negros». Sin embargo, otros temas normales» tales como los de la política, economía, empleo o la cultura (elevada) apenas se asocian con las minorías. Y si estas personas de las minorías consiguen aparecer positivamente en las noticias, lo harán por haber destacado como campeones de algún deporte o como músicos.

De acuerdo con la estrategia general de auto-representación positiva y representación negativa del otro, se prefieren los temas positivos o neutrales sobre Nosotros, mientras que los negativos serán ignorados u omitidos. De este modo, una noticia informativa puede llegar a abordar nuestra discriminación contra las minorías, pero como esta forma de presentación choca con la auto-representación positiva antes mencionada, esa noticia tenderá a ser relegada a un espacio de menor relevancia dentro de la página o del periódico.

La lógica» discursiva racista de la auto-representación positiva y representación negativa del otro no sólo controla el nivel fundamental de los contenidos globales o temas, sino que se extiende a todos los demás niveles y dimensiones del discurso. De este modo, la lexicalización o selección de las palabras tiende a estar sesgada de muchas maneras, no sólo en el insulto racial o étnico explícito, sino también en formas más sutiles de discurso, empezando por el mismísimo problema de designar a los otros.

Por ejemplo, el cambio y la variación a lo largo de los años desde (entre otras) expresiones como «piel oscura, «negro», «afro-americano», «americano de origen africano» hasta “gente de color», es prueba evidente de lo mal que se denomina a otro pueblo. Además, con toda la seguridad cada una de esas expresiones fue criticada, sugiriéndose en cada caso el empleo de otro término usado por los propios miembros del grupo minoritario, que tras un tiempo pasaba de nuevo a resultar ofensivo.

Otra forma bien conocida para resaltar Sus cosas negativas es la de manipular
las morfologías sintácticas que hacen que el agente malvado aparezca más
destacado, como por ejemplo, mediante el uso de frases en voz activa. Por otro
lado, si hay que hablar o escribir de Nuestro racismo o sobre Nuestro acoso policial, la gramática permite mitigar estos actos que son inconsistentes con una
auto-imagen positiva, por ejemplo, expresándolos con frases en voz pasiva
(fueron acosados por la policía» o fueron perseguidos») o utilizando nominalizaciones («el acoso») en lugar de la frase directa en voz activa («la policía acosaba a los jóvenes negros»).

Otras formas similares de énfasis y mitigación son típicamente manejadas
mediante figuras retóricas, como las hipérboles y los eufemismos. De este modo, pocos países o instituciones occidentales tratan explícitamente el (propio) racismo.

Tanto en el discurso político como en los medios de comunicación se están
utilizando muchas formas de mitigación, como la «discriminación», «prejuicios» o
incluso el “descontento popular”. Por otra parte, sucede todo lo contrario cada
vez que los Otros hacen algo que no nos gusta. Así, y como hemos visto, su
inmigración es a menudo descrita con la metáfora militar de la “invasión” .

De manera parecida, los grupos numerosos de inmigrantes o peticionarios de asilo no sólo se presentan simplemente a través de grandes cifras, sino que a menudo se utilizan términos amenazantes más referidos a grandes cantidades de agua o nieve con las que incluso podemos perder la vida, tales como «olas», «inundaciones », «avalanchas», etc.

Lo mismo ocurre con el llamado «juego de cifras», usado extensamente en la política y los medios de comunicación, una estrategia que se aplica para agrandar el número de inmigrantes presentes en la sociedad mediante un constante énfasis en la cantidad de nueva gente que ha llegado.

El discurso es más que únicamente palabras o frases. También se caracteriza
típicamente en niveles más globales del análisis, como hemos podido observar
para el estudio de temas. De modo similar, el discurso tiene formas, formatos o
esquemas más globales que pueden convertirse en formatos populares y convencionales, como una historia, un reportaje informativo de prensa, un artículo científico, o una conversación mundana y cotidiana. Aunque estos formatos están bastante generalizados y no suelen cambiar en función del contexto, razón por la que siempre son los mismos tanto en el discurso racista como en el antirracista —de hecho, una historia o chiste racista puede ser tanto eso, como un discurso antirracista—, existen algunas otras formas interesantes a través de las que dichas estructuras pueden relacionarse con diferentes intenciones u opiniones de los usuarios del lenguaje.

De este modo, encontramos que las historias cotidianas negativas sobre los
vecinos o la gente extranjera tienden a resaltar la categoría de la Complicación,
en contraste con la categoría de la Orientación pacífica («estaba caminando
tranquilamente por la calle y, entonces, de repente…»).

Pero, a menudo estas historias dejan fuera la categoría de la Resolución, como si se quisiera recalcar que la presencia de los extranjeros es un problema que no se puede resolver. Como de costumbre, los hablantes menos sesgados o estereotipados en una situación como esta sí que mencionarán alguna forma (positiva) de resolución, incluso aunque inicialmente tuvieran que afrontar alguna dificultad».

De manera semejante, en los debates parlamentarios, editoriales, artículos
científicos y cualquier otro discurso donde los argumentos son muy importantes, también podemos esperar vías a través de las que la argumentación tiende a sesgarse contra los Otros. Fuentes de autoridad, tales como la policía o expertos (blancos), son citadas para «probar» que los inmigrantes son ilegales, no son de fiar o que, de cualquier manera, tienen que ser problematizados, marginados, trasladados o expulsados.

Esta práctica es muy típica dentro del recurso falaz a la Autoridad. Los debates sobre la inmigración están repletos de este tipo de falacias, así como también otra falacia que es la de la exageración. Con ella, por ejemplo, la llegada de un pequeño grupo de refugiados puede convertirse en una catástrofe nacional, a través de la repetición de frases corno que «si mantenemos leyes de extranjería laxas, todos los refugiados vendrán a nuestro país.

Por último, también se puede decir que el discurso es más que palabras y
estructuras globales, puesto que mantiene una asociación semiótica con la información visual, como por ejemplo la paginación, el emplazamiento, las
fotografías, tablas, etc. en el caso de la prensa, o los sonidos y películas en la
televisión o Internet. Estos mensajes no verbales constituyen formas poderosas
para implementar la estrategia general de la auto-representación positiva y alterrepresentación negativa.

Así, los artículos de prensa que tratan sobre el delito y la violencia de los Otros (tales como alborotos urbanos definidos como disturbios raciales») tienden a aparecer en las portadas, en la parte superior de la página, con artículos extensos, utilizando grandes titulares y con fotografías destacadas en las que Ellos son representados como agresivos y Nosotros (nuestra policía) como las víctimas. Frente a ello, nuestro racismo o el acoso a los negros por parte de nuestra policía apenas saldrán en un lugar tan relevante y tenderán a ser relegados a las páginas interiores, a artículos menos sustanciales y sin énfasis en los titulares.

En suma, podemos observar que en muchos géneros y, a todos los niveles y
dimensiones del texto y el habla, el racismo y el prejuicio pueden expresarse, representarse y reproducirse diariamente, como una de las prácticas de una sociedad racista. Dicho discurso, no obstante, no aparece solo, sino que trae consigo sus condiciones, consecuencias y funciones en los contextos comunicativo, interactivo y social.

Las noticias segadas o estereotipadas son producidas en las organizaciones mediáticas, por los periodistas y otros profesionales. Los
debates parlamentarios son realizados por los políticos. Los libros de texto, la
docencia y las publicaciones académicas son producidos por docentes y académicos.

Todos ellos llevan a cabo estas actividades como parte de las rutinas y
procedimientos diarios desde sus diferentes roles y como miembros de muchos
y variados grupos profesionales y sociales.

Las noticias son recogidas bajo el control de los directores y, normalmente,
son suministradas por las instituciones u organizaciones de la mayoría, como
son las agencias gubernamentales, la policía, las universidades o los juzgados.
Los grupos y fuentes de las minorías son sistemáticamente ignorados o se les atribuye una menor relevancia o experiencia. Las redacciones de los medios de comunicación en Norte América, Europa y Australia son en su mayoría “blancas” (y masculinas).

Los periodistas pertenecientes a las minorías mantienen bajas tasas de empleo o son discriminados con los falsos argumentos de siempre. No es de extrañar que el discurso dominante de la sociedad, particularmente el que
trata los asuntos étnicos y las comunidades minoritarias, esté tan mal informado, por lo que su difusión es también pésima. En otras palabras, las sociedades e instituciones racistas producen discursos racistas, y los discursos racistas generan los estereotipos, prejuicios e ideologías que son utilizados para defender y legitimar el dominio blanco.

Es de este modo cómo se cierra el círculo discursivo simbólico, y la manera a través de la que el habla y el texto de la elite dominante contribuyen a la reproducción de racismo. Afortunadamente, también ocurre lo mismo en el discurso antirracista. Por eso, cuando los lideres responsables de los medios de comunicación, la política, la educación, la investigación, los tribunales, las empresas corporativas y las administraciones estatales se ocupen de este tipo de discursos, podremos esperar que la sociedad sea más diversa y, por tanto, verdaderamente democrática.

REFERENCIAS
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Postmodernidad y Tercer Milenio

POSTMODERNIDAD y TERCER MILENIO
Jesús Ballesteros

En los diez últimos años, puede considerarse que se han afianzado
las dos posibilidades de las que hablaba en mi libro “Postmodernidad:
decadencia o resistencia“l, las cuales surgen ante la “universalidad como promesa incumplida de la Ilustración“2. Sin embargo se manifiestan de modo totalmente antitético.

l. POSTMODERNIDAD DECADENTE: EL NEOTRIBALISMO:
LA IDENTIDAD COMO EXCLUSIÓN LA OTREDAD COMO EXTRAÑEZA

Lo que he llamado postmodernidad como decadencia va a recibir un apoyo importante en la década de los 90 a través del movimiento de lo llamado “políticamente correcto“3 y aparece claramente en contra de toda pretensión de universalidad, que es juzgada como resultado de un etnocentrismo occidental intolerante e intolerable. Se parte de la creencia en la imposibilidad de superar los límites de la propia cultura o concepción del mundo.

1. BALLESTEROS, Jesús, Postmodernidad: Decadencia o Resistencia,
Madrid, Tecnos, 1989.
2. FERNÁNDEZ RUIZ-GÁL VEZ, Encarnación, Derechos Humanos. Del
universalismo abstracto a la universalidad concreta, en “Persona y Derecho”,
Vol. 41-1999, Estudios en Homenaje al prof. Javier Hervada (T.U), p. 62.
3. Sobre ello, SÁNCHEZMARA, Ignacio, LAFUENTE, Fernando R.,
La apoteosis de lo neutro, Madrid, Fundación FAES, 1996.

No existe la verdad ni el sentido; sólo el poder. Se trata del ideal del “yo estético” de los neonietzchianos que se apoya en la negación del horizonte de la semántica4. En la medida en que se introduce en las políticas de la diferencia, feminismo y multiculturalismo, genera el relativismo de la equivalencia de culturas, del “todo vale igualmente”.

Esta visión de la realidad transforma a los seres humanos en extraños unos de otros, lo que el bioético anglosajón, T. Engelhardt, ha llamado “extraños morales“5. Teresa Ebert se ha referido a tal tipo de postmodemidad como lúdico, espectral o escéptico, centrado en el fabuloso potencial combinatorio de los signos y que niega la verdad e imposibilita la transformación de la realidad 6.

La tardomodemidad, el nombre más adecuado para esta forma de relativismo cultural, se empecina en el encastillamiento de las diferencias. Se admiten todos los discursos, y creencias, en cuanto expresión de las diferentes tribus, se rechaza sólo el discurso universalista, en cuanto manifestación del deseo de imponerse de una cultura particular sobre las demás culturas 7. Este
planteamiento se dirige en muchos casos explícitamente contra el humanismo, y naturalmente contra los derechos humanos, que aparecerían como pretendida imposición de Occidente sobre el resto de culturas. Ello se da en Foucault, para el que el humanismo pretendería introducir un discurso normalizador del comportamiento, al pretender hablar para todos, cuando sólo se puede hablar para uno mismo, o para la propia tribu.

4.TAYLOR, Charles, La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 1994 p. 93 ss. y 74.
5. ENGELHARDT, H. Tristam, Los fundamentos de la bioética, Barcelona, Paidós, 1995, p. 106.
6. MeLAREN, Peter, Pedagogía crítica y cultura depredadora, políticas de oposición en la era postmoderna, Barcelona, Paidós, 1977, p. 243 ss., MARINA, José Antonio, Elogio y refutación del ingenio, Barcelona, Anagrama, 1990, y, Crónicas de la Ultramodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000.
7. Cfr. TAYLOR, Charles, Argumentos Filosóficos, Barcelona, Paidós, 1997, p. 328, y 329.

No existe el hombre, ni la familia, ni la amistad, ni el derecho, sino sólo los
hombres, las familias, las amistades, los derechos. Tal esteticismo conduce a una cultura del desbocamient08.

La hostilidad hacia el universalismo es hostilidad hacia el cristianismo que debería quedar reducido, como ya señaló Troelsch a religión sólo para Europa, y en general contra todas las religiones que, en cuanto mantienen la pretensión de universalidad, se identifican automáticamente con el fundamentalismo 9.

De este modo, la separación entre los seres humanos, entendidos como nosotros y ellos, se incrementa, como veremos. Habermas ha señalado con razón que tal discurso, que nosotros llamaríamos tardomoderno se debe a la falta de distinción entre universalismo convincente el de los derechos humanos, y el etnocéntrico e imperialista 10.

Los rasgos de lo políticamente correcto serían:
a) La incontaminación de las culturas: la no aceptación de que la propia cultura tenga error o culpa alguna: Se trata en el fondo de un determinado modo de pensar las diferencias, que consiste en verlas bajo el signo de la oposición y la separación, en la línea indicada por Montesquieu, ¿cómo se
puede ser persa?, que hoy bajo la influencia de lo políticamente correcto se ha convertido más bien en la pregunta ¿cómo se puede ser blanco, varón y protestante? La verdad se disuelve en cultura e interpretación.

8. BALLESTEROS, Jesús, Hacia un modo de pensar ecológico, Anuario Filosófico, Universalidad de Navarra, 1985 y ahora GIDDENS, Anthony, Un mundo desbocado, Madrid, Taurus, 2000. Sobre la crítica a Foucault, véase HABERMAS, Jürgen, El discurso filosófico de la Modernidad, Madrid, Taurus, 1989.
9. Véase, OTXOTORENA, Juan M., Sobre laicismo y fundamentalismo, Nuestro Tiempo, abril 2000, p. 103 ss.
10. HABERMAS, Jürgen, La constelación posnacional, Madrid, Taurus,
1999.

Lo políticamente correcto está inspirado en el rechazo de la nación como melting pot, como crisol, que absorbe a las distintas minorías en una unidad. Responde al deseo de venganza de las minorías, que conduce a una verdadera ba1canización de la sociedad. Coincide totalmente con la tardomodemidad de Foucault, Derrida, S. Fish, según los cuales la realidad se reduce a la lucha
por el poder, negado todo cognitivismo. Las culturas se vuelven intraducibles por la sobrevaloración de las gramáticas y los vocabularios en función de un idealismo lingüístico. No cabe salirse del lenguaje 11 . Sólo el que se encuentra dentro de una cultura puede valorarla. Así un africano no podría leer a Dostoievski, ni un europeo entender a Gandhi.

b) La equivalencia de las culturas. Ninguna construcción cultural vale más que otra: “todo vale igualmente”. El tan tan vale tanto como Bach. Cada cultura debe permanecer separada. El gran enemigo a eliminar es el mestizaje. Lo válido es la balcanización.

La visión de la alteridad como extrañeza y hostilidad lleva bien a la indiferencia y la lejanía, bien al odio y la violencia. Contribuye así al inadecuado planteamiento de las relaciones entre los sexos, las culturas, y entre el ser humano y la naturaleza.

En todos los casos, la identidad aparece como exclusión del otro,
tal como fue analizada agudamente por Freud en sus escritos
Introducción al psicoanálisis, y Los instintos y sus destinos. La
identidad va unida al llamado instinto tanático, que desea la
exclusión y muerte del otro.

En el caso de las culturas, la defensa de la identidad lleva a la oposición entre tribus, y por tanto al racismo y la xenofobia. Este odio suele estar alimentado por la peculiar interpretación de su historia pasada en clave de víctima del pueblo vecino.

11. RORTY, Richard, Contingencia, Ironía, Solidaridad, Barcelona, Paidos, 1996, p. 93, HABERMAS, Jürgen, La constelación posnacional, cit. p. 189.

Se inventa una historia de humillaciones para justificar la hostilidad contra los otros l2. Un caso paradigmático y con trágicas consecuencias
en el presente ha sido el odio entre serbios y albaneses, como elemento fundamental de su propia identidad, tal como ha sido glosado por Ismael Kadaré, en Tres cantos fúnebres por Kosovo.

Este odio se daba incluso cuando luchaban juntos contra los otomanos: les pesaba más el resentimiento del pasado que el compromiso presente y futuro de alianza contra el invasor. En el campo del feminismo esta identidad excluyente conduce a la presentación de las relaciones entre mujer y varón en términos de hostilidad, como si el varón fuera un ser sin posibilidad de salvación dominado por la violencia.

Un autor que puede tomarse como el paradigma de la postmodernidad
decadente, pese a pretender defender el universalismo de la Ilustración, es el filósofo norteamericano Richard Rorty. Este autor rechaza la idea de la verdad como correspondencia con la realidad y al propio tiempo la noción de humanidad:
“La historia nietzchiana de la cultura y la filosofía davidsoniana del lenguaje conciben el lenguaje tal como nosotros vemos ahora la evolución: como algo compuesto por nuevas formas de vida que constantemente eliminan a las formas antiguas y no para cumplir un propósito más elevado, sino ciegamente” 13.

De este modo Rorty, apoyándose en su autor predilecto, el pragmatista John Dewey afirma que “el crecimiento es el único fin moral” ya que “el mal aparece sólo como un bien que ha quedado anticuado, como el bien de una situación anterior“14. “La bondad se basa en la maldad, esto es, la buena acción siempre está basada en una acción que fue buena una vez, pero que es mala si persiste en ella en circunstancias cambiantes” 15.
12. Sobre ello, HOBSBAWM, Eric, La invención del pasado, Barcelona,
Crítica, 1998.
13. RORTY, Richard, Contingencia, cit. p. 39.
14. Ibid. p. 296, nota.

De este modo, el historicismo de Hegel yel cientifismo de Darwin orientan
sus pasos. El progreso sustituye a la idea de verdad y de bien, ya que resulta tan absurdo plantearse que la humanidad haya podido equivocarse en su crecimiento como que un animal lo haya hecho en su evolución. Así escribe en su trabajo “Dewey, entre Hegel y Darwin”: Que las comunidades humanas se pregunten: ¿Nuestra historia política reciente, esa que resumimos en un relato de progreso paulatino nos está llevando en la dirección correcta? resulta tan fútil como que la ardilla se pregunte si su evolución desde la musaraña ha ido en la dirección adecuada. Las ardillas hacen lo que pueden según sus propias luces y lo mismo hacemos nosotros”.

Todo está regido por el azar, desde la desaparición de los dinosaurios, que hizo posible la aparición de los antropoides, a la sed de oro que contribuyó a la aparición de USA16. Rorty intenta crear un nacionalismo USA, inspirado en la identidad nacional y la religión civil de Dewey. El esquema sigue siendo la separación-oposición entre nosotros y ellos, aunque ahora el nosotros se haya ampliado de las minorías al conjunto de la nación. En ambos casos, se da un etnocentrismo, y una primacía de la identidad incontaminada del grupo.

Este planteamiento se debe a la creencia en la suficiencia o autosuficiencia de
individuos y culturas. Se afirman los derechos del grupo nosotros contra los otros. Por ello Rorty se muestra contrario al universalismo, tanto en Contingencia, ironía y solidaridad como en Construir el país. En este último libro propugna la religión civil en la línea de Dewey, “de acuerdo con la cual los estadounidenses se sentirán orgullosos de lo que los Estados Unidos podrían llegar a hacer por sí mismos y por sus propios medios, no por su
obediencia a cualquier autoridad, ni siquiera a la de Dios”.
15. Ibid. p. 338, nota 45.
16. Ibid. p. 323, 260 nota 26, p. 337.

El mayor crecimiento de Occidente justifica la propuesta de un etnocentrismo occidental, ya que sólo los “ricos, poderosos y seguros de sí están en condiciones de resultar condescendientes con los demás y tolerantes” 17, y por tanto a llegar a una solidaridad inclusiva, a través de una educación sentimental que les lleve a compadecerse del sufrimiento ajeno.

Esta es la única universalidad que Rorty considera posible, la de la compasión de los poderosos, basada en la seguridad de las rentas y el escepticismo de las conviccionesl8. Pero ciertamente esta universalidad es muy reducida, por la carencia del sentido de lo sagrado. El progreso humano para Rorty es muy especialmente supresión de toda veneración: “Intentamos llegar a un punto en el que ya no veneraremos nada, en el que no tratamos a nada como cuasi divinidad, en el que tratamos todo como producto del tiempo y del azar” 19.

Rorty hace expresamente apología del aborto, en cuanto que considera que la persona es una cuestión de grados y no de todo o nada. Ve con gran simpatía a S. Hampshire, principal inspirador del Informe Wamock, que permite la manipulación de los embriones durante los primeros 14 días. No parece que de su obra pueda desprenderse ninguna crítica al avance gigantesco pero inquietante de la tecnología, según la cual los seres humanos llegan a ser tratados como animales, como reconoce Silver 20.

“Yo quisiera reemplazar las experiencias religiosas como las filosóficas de un fundamento suprahistórico o de una convergencia en el final de la historia escribe Rorty por una narración histórica acerca del surgimiento de las instituciones y las costumbres liberales“21. Esto lleva a aceptar la tesis del argentino Rabossi en el sentido de que la cultura de los derechos humanos, tal como es practicada por Naciones Unidas hace innecesario todo intento de buscar fundamento filosófico a los derechos humanos. Estos son una realidad que Occidente puede extender al mundo con condescendencia.

17. Ibid. p. 235 Y 252 nota.
18. RORTY, Richard, Verdad y progreso, Barcelona, Paidos, 2000, p. 235,
Contingencia, cit. p. 65.
19. Contingencia, p. 42, ver también p. 22 nota.
20. SIL VER, Lee M., Vuelta al edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz, Madrid, Santillana, 1998, p. 26.
21. RORTY, Richard, Contingencia, cit p., 87.

Sin embargo, frente a lo que afirma Rorty, parece más, bien que Occidente mantiene una gran indiferencia ante las desgracias ajenas, defendiendo la tesis de la culpabilidad del Sur a consecuencia de su política natalista. Por ello no se ve que esta condescendencia vaya a proponer unas reglas de comercio más justas y una atención mayor al medio ambiente. La condescendencia parece proyectarse más bien sobre el tráfico de armas y la subsistencia de las hambrunas. En el fondo Rorty considera que no existe la humanidad 22.

La postmodemidad genuina se caracteriza más bien por la conciencia de los límites de los recursos, pero ello admite también varias interpretaciones, no todas ellas adecuadas. Existe en efecto una interpretación inhumanista, apoyada en ideologías como el utilitarismo, la sociobiología, que tienden a asimilar y reducir al ser humano a lo biológico, negando las diferencias
entre el ser humano y el animal 23.

Incluso, tal como ocurre desde el ecologismo radical de la deep ecology, la defensa de la biodiversidad lleva a presentar al ser humano como cáncer de la
biosfera proponiendo la drástica reducción de sus efectivos. El ser humano desde esta visión debería reducirse al estado pétreo (pensar como una montaña), algo que el propio Freud ya previó (en Más allá del principio del placer) como manifestación del impulso tanático.

22. Ibid. p. 40.
23. BALLESTEROS, Jesús, Sobre la fundamentación antropológica de la universalidad de los derechos, Discurso de ingreso en la Real Academia de Cultura Valenciana, 1999.

Existe el riesgo de que, en el ámbito del pensamiento, se reduzca la conciencia de las diferencias entre el ser humano y el animal, debido a su amplia coincidencia genética, así como su idéntica posibilidad de manipulación científica, por la aplicación de las nuevas biotecnologías. Ello resulta más grave en cuanto coincide con las tendencias antes aludidas a aumentar las diferencias culturales entre los seres humanos. La disgregación de la
humanidad y el acercamiento simultáneo al reino animal es un rasgo inquietante del presente, que puede conducimos a experiencias totalitarias como las de los años 30 en el mundo germánico.

Esto ha sido advertido con su habitual agudeza por la gran pensadora de la política, Hanna Arendt. “Subyacente a la creencia de los nazis en las leyes raciales como expresión de la ley de la naturaleza en el hombre, —escribe en Los orígenes del totalitarismo24- se halla la idea darwiniana del hombre como producto de una evolución natural que no se detiene necesariamente
en la especie actual de seres humanos”. Por ello la Arendt concluye otro de sus grandes libros, La vida del Espíritu25 afirmando que “la misma idea de progreso -si es más que un mero cambio de circunstancias y es un mejoramiento del mundo contradice la idea kantiana de dignidad del hombre”.

A este respecto resulta significativo que el iniciador de la técnica de la
Fecundación in Vitro, Robert Edwards no tuviera una titulación
en Medicina sino en Genética animal, y en su tesis hubiera trabajado con embriones de ratón26. C. S. Lewis ha hablado con razón de la “abolición del hombre”, como consecuencia del dominio total de la tecnología sobre la naturaleza, que se acaba volviendo contra el hombre mism027. Este riesgo de totalitarismo puede unirse a la utilización impropia de la genética, que dé origen a la eugenesia, como ha señalado Rifkin28 entre otros.

24. Madrid, Alianza, p. 598.
25. Madrid, CEC, 1978, p. 506.
26. El dato lo aporta Lee M. SIL VER, en su libro Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz , cit., p. 100.
27. Madrid, Encuentro, 1990, pp. 55-60. Véase también BALLESTEROS, Jesús, Sobre el sentido del derecho, Madrid, Tecnos, 1997, cap. 1.

2. POSTMODERNIDAD COMO RESISTENCIA: LA SOCIEDAD COMO RED SOLIDARIA LA OTREDAD COMO EXIGENCIA DE SALIR DE SÍ

La característica fundamental de la postmodemidad resistente radica en el reconocimiento de límites, pero no del conocimiento, sino de los recursos, a través del descubrimiento de la ley de la entropía. Los límites ahora proceden del ámbito de la naturaleza no humana, lo que coloca en el centro la problemática ecológica, pero al servicio de la dignidad y la excelencia humanas29.

La importancia creciente de las nuevas tecnologías informáticas quiere ser una respuesta a este reto en cuanto constituyen una manifestación del fenómeno contrario a la entropía. Aumentan las posibilidades de comunicación entre los seres humanos, favoreciendo la unidad del género humano con un mínimo coste energético. Por ello se ha señalado con razón por parte de Margalef, que la información tiene una gran importancia en ecología, en cuanto reduce el coste energético y la producción de residuos sin reducir la satisfacción de necesidades humanas. Es por tanto un factor decisivo para elevar la calidad de vida en el sentido integral del términ030.
28. El siglo de la biotecnología, el comercio genético y el nacimiento de un
mundo feliz, Barcelona, Crítica, 1998. Ver también SANMARTÍN, José, Los
nuevos redentores, Madrid, Anthropos, 1987 y BELLVER, Vicente, ¿Clonar?, Ética y derecho ante la clonación humana, Granada, Comares, 2000.
29. Ello ha sido destacado por KOSLOWSKI, Peter, en “Razón e Historia, la
modernidad del postmodernismo”, en Anuario Filosófico, 1994; LEY, David y
MILLS, Caroline, “Can There Be a Postmodernism of resistance”, en Paul
Knox (ed.). The restless urban landscape, Englewood Clifts. New Jersey, 1992.
Véase también, BALLESTEROS, Jesús, Ecologismo personalista, Madrid, Tecnos, 1995.
Para la formación de la sociedad postmoderna resistente no basta naturalmente con la existencia de la red como capacidad de comunicación informática, es necesario reconocer los vínculos de interdependencia social, base de las redes del voluntariado Social y de la práctica del cuidado 31.

Este nuevo paradigma implica partir de la cognoscibilidad del mundo real. Hay que superar el relativismo cultural en el que se ha encerrado la postmodernidad decadente eliminando la tesis del lenguaje como cárcel del ser humano. “El mundo real no es una creación cultural. El mundo real es cognoscible, está ahí afuera, existe y tiene reglas y fórmulas y leyes. Si todo es retórica y juego de palabras, entonces la lógica interna y la consistencia de
un texto es lo de menos“32. Como ha escrito Alejandro Llano, “si hoy día nos resulta tan difícil superar el relativismo y apoyamos en un reflexivo humanismo cívico, es porque nos movemos en una cultura que tiende a considerar la realidad entera como representación y se goza en ese ‘descubrimiento’ como si fuera una liberación de la dureza de la vida”. Frente a ello, hay que aceptar que “todo se da a través de la representación, pero no todo es representación“33.
30. MARGALEF, Ramón, entrevista en Nuestro Tiempo, 1985, BALLESTEROS,
Jesús, Identidad planetaria y medio ambiente, en VV.AA. (Ballesteros
y Pérez Adán, ed.), Madrid, Trotta, 1997.
31. Sobre ello, DONATI, Pierpaolo, Pensiero sociale cristiano e societa
postmoderna, Roma, Veritas, 1997, RIECHMANN, Jorge y FERNÁNDEZ
BUEY, Francisco, Redes que dan libertad. Introducción a los Nuevos Movimientos
Sociales, Barcelona, páidós, 1996 , aST, Francois “Los tres modelos
de juez”, Doxa, 1993, LLANO, Alejandro, Humanismo Cívico, Barcelona,
Ariel, 2000.
32. Esto ha sido bien visto en libro de A. SOKAL, Imposturas intelectuales,
Barcelona, Paidós, 2000, p. 22.
33. LLANO, Alejandro, Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 2000, p. 143,
Véase así mismo su libro El enigma de la representación, Madrid, Síntesis,
1999.

La verdad no se reduce a las culturas, hay que superar el encierro de la verdad dentro de las diferentes culturas, la verdad las transciende. Esta sería la clave de la autentica postmodernidad.

De modo semejante en el ámbito de la arquitectura, Jencks sustituye la autoreferencialidad por el doble código para conectar no sólo con los expertos, sino también con el gran público 34.

La nota fundamental de la postmodernidad resistente consiste en ver copulativas, donde la Modernidad veía disyuntivas. “Hay que escapar de la visión que plantea una cosa u otra y hasta el final”. El error es generalmente reduccionismo: confusión de la parte con el todo 35.

Desde la perspectiva de la postmodernidad resistente, cambia radicalmente el modo de concebir la otredad. Ahora el otro deja de aparecer como extraño y hostil. Como se ha señalado recientemente36, el nosotros amenazado en la sociedad del riesgo somos ahora todos los ambientes del planeta tierra, lo que vuelve obsoleta la categoría de enemigo, y surge como necesaria la aparición
de la sociedad cosmopolita.

Para llegar al respeto verdaderamente universal al otro hace falta comprenderle, como hace Spaeman37 como un continuum que va del cigoto a la muerte natural: “Uno de los errores, que se remonta a Locke, consiste en decir que la identidad personal se constituye exclusivamente por la conciencia y el recuerdo propios. Sin embargo determinar si fui yo el que hizo o dejó de hacer esto o aquello no depende sólo de mí, pero ¿cuál es el criterio de
los demás para determinar mi identidad? Es un criterio exterior, a saber, la identidad de mi cuerpo como existencia continua en el espacio y en el tiempo”. Se trata de la tesis señalada ya por Gabriel Marcel, según la cual “yo soy mi cuerpo“38.

34. JENCKS, Charles, El advenimiento de la arquitectura postmoderna,
Barcelona, Gustavo Gili, 1982.
35. Sobre ello ha insistido recientemente FINKELKRAUT, Alain, La
humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX, Madrid, Anagrama, 1998.
36. GIDDENS, Anthony, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización
en nuestras vidas, cit p. 39,46,2).
37. SPAEMANN, Robert, Personas, Pamplona, EUNSA, 2000, p. 54.

El otro aparece bien como indigente y necesitado de nuestro cuidado, (es el caso del niño, del anciano, del enfermo) bien como diferente y llamado a complementarnos, dada nuestra propia indigencia y . limitación (las relaciones mujer-varón, interlocutores de diferentes culturas). “La comunidad entre personas descansa siempre en diferencias cualitativas“39. Lo primero es lo
que ocurre en todas las llamadas éticas del cuidado, (Gilligan, Jonas) que destacan al tiempo la particular predisposición de la mujer a tales tareas, al tiempo que instan a que el varón se incorpore con prontitud a las mismas. En las éticas del cuidado no se abandona la universalidad, dadas sus convergencias con las éticas de la justicia40.
Desde el punto de vista de la fundamentación antropológica, la apertura real a la universalidad en el momento presente va unida a la recuperación del punto central del pensamiento cristiano respecto a la dignidad: la toma de conciencia de que la dependencia nada tiene de indigna 41, ya que la dignidad es algo que se posee por ser humano, y que no necesita ser conquistada. Este punto de vista fue olvidado por la Ilustración, debido a la influencia estoica y su confusión entre libertad e independencia, entre dignidad y práctica de la virtud.

38. Sobre ello remito a Postmodernidad, cit. p. 154.
39. SPAEMANN, Robert, Personas, cit., p. 56, véase también MeLAREN,
Peter, Pedagogía crítica y cultura depredadora, cit. p. 43, RICOEUR, Paul, Soi
meme comme un autre, Paris, Seuil, 1990, p. 184 ss., T A YLOR, Charles,
Argumentosfilosóficos, cito p. 332, n. 39.
40. Sobre la especial predisposición de la mujer a pensar en términos de
red, de contextualización e interdependencia, véase FISCHER, Helen, El primer
sexo, Madrid, Taurus, 2000, razón por la cual se apresura a decir que el siglo
XXI será por antonomasia el siglo de las mujeres. Pero tal afirmación va unida
a la comprensión de que mujeres y varones son diferentes y complementarios.
Sobre la convergencia entre universalismo y ética del cuidado, KYMLlCKA,
Will, Filosofía política contemporánea, Barcelona, Ariel, 1995, p. 296 ss.
41. Sobre ello, insiste MACINTYRE, Alasdair, en su último libro, Dependent
Rational Animals Why Human Being Need the Virtues, Chicago y La
Salle, Open Court, 1999.
28 JESÚS BALLESTEROS

El particularismo, el narcisismo colectivo, tal como se presenta por ejemplo en Rousseau, cree necesario optar entre educar al ciudadano o al hombre (Emilio). Frente a ello, es necesario asumir una identidad que tenga en cuenta la otredad, en varios sentidos. Así por ej. las solidaridades concéntricas, reconocidas por la Stoa y antes en Aristóteles y posteriormente por Holderlin,
en Hyperion: “Llegad a ser personalidades. Así llegaréis a ser los mejores ciudadanos del Estado y al mismo tiempo hombres y ciudadanos del mund042. Todavía más contundente se presenta la defensa de la caridad cristiana, desde Agustín de Hipona, como amor universa1 43 . Este espíritu cristiano reaparece en Montesquieu, al destacar la primacía del bien común sobre el bien particular. El otro como diferente y complementario conduce así
al modelo del mestizaje, como tercera cultura, tal como se presentaba en la obra de José Vasconcelos, y más recientemente en los escritos de Octavio Paz y Carlos Fuentes44. El mestizaje es la clave del Barroco y el Neobarroco, y de la verdadera postmodemidad45.

Frente al fanatismo que exalta lo propio como encarnando la perfección y frente a todo espíritu hipócrita, basado sólo en la apariencia, hay que tener en cuenta la otredad como capacidad de error e ignorancia y también como culpa y como mal. Esto fue señalado por Rousseau, Diderot (El sobrino de Rameau) y Hegel, (Fenomenología del Espíritu) considerando que la moral (el
pensamiento) está más allá de la cultura (representación) y que la
cultura supone un cierto extrañamiento, una cierta mentira.
42. VV.AA. (Martha Nussbaum ed.), Los límites del patriotismo, Barcelona, Paidós, 1999.
43. Ver KRISTEVA, Julia, Extraños para nosotros mismos, Barcelona, Plaza Janés, 1991, TAYLOR, Argumentosfilosóficos, cit., p. 332, n. 39.
44. El espejo enterrado de Carlos FUENTES y El Laberinto de la Soledad de Octavio PAZ. Sobre ello, Postmodernidad, cit., p. 125.
45. BEUCHOT, Mauricio, Filosofía, Neobarroco y multiculturalismo, México, Itaca, 1999, MONZÓN, August, “Derechos humanos y diálogo intercultural”, en VV.AA. (Jesús Ballesteros ed.) Derechos humanos, Madrid, Tecnos, 1992.

De. modo análogo Freud, propugna la necesidad de asumir lo extraño
(Umheimliche) para evitar la esquizofrenia. Las culturas, como los seres humanos, no son sólo conciencia, sino también opacidad, de ahí la importancia de la sombra46, como lo no querido, lo impensable, el error y el horror. Este pensamiento es también de ascendencia cristiana. Se encuentra, por ej. en Pablo de Tarso cuando escribe “veo otra ley en mis miembros”. Es necesario por tanto asumir la culpa, perdonar y pedir perdón. Tal asunción de culpas es lo que hace posible en cualquier época el diálogo entre
culturas y la integración de las mismas en otras nuevas. Asimismo, el único modo de luchar contra la violencia radica en que se acepte la diferencia entre inocente y culpable, lo que ocurre en el cristianismo y no en el mito, como ha recordado Peguy47 y se admita que el inocente no debe olvidar pero sí perdonar para evitar convertirse en nuevo verdugo48.

De otro lado, la postmodernidad resistente continúa manifestándose en comportamientos de solidaridad con los marginados frente al avance imparable de un consumismo, que no tiene en cuenta las desigualdades sociales49. Este sentido resistente de la postmodernidad se vincula con la conciencia ecológica y con un nuevo modo de entender la identidad inclusivo y no excluyente.

En efecto, el planteamiento de las relaciones entre ser humano y naturaleza debe partir de la conciencia de la excelencia humana, en cuanto ser capaz de salir de si mismo y cuidar de los otros, y ante la realidad de la crisis ecológica, subrayar la necesidad de superar los narcisismos colectivos.
46. Pensemos en ensayos literarios de la importancia de El hombre que perdió su sombra, El hombre que quería ser culpable. Sobre ello, mi artículo “El intelectual cristiano en la cultura actual”, en Palabra, 1995, abril, p. 75 ss.
47. CLlO, en Oeuvres, Tomo 1111, Paris, GaIlimard, 1990.
48. Véase BRUCKNER, Pascal, La tentación de la inocencia, Barcelona, Anagrama, 1996.
49. Así, LEY, David y MILLS, Caroline, “Can there be a postmodernism of Resistance in the Urban Lansdscape?”, en P. Knox (ed.). The Restless Urban Landscape, 1992, cit. p. 268 ss.

La conciencia ecológica, como elemento central de la postmodernidad debería posibilitar un nuevo modo de entender la identidad, “una identidad que •se percibiera como la suma de todas nuestras pertenencias y en cuyo
seno la pertenencia a la comunidad humana iría adquiriendo cada vez más importancia hasta convertirse en la principal, aunque sin anular por ello todas las demás pertenencias particulares“50. Se trataría por tanto de destacar la centralidad de los bienes comunes (salud y ambiente, como se señala en el último capítulo del libro) como bienes relacionales distintos de los bienes públicos del Estado, y de los privados del mercado 51. “Elevar la democracia
a la talla de una ciudad mundial, cuidando de la suerte de las generaciones futuras, constituye la apuesta más considerable del derecho postmoderno“52.

La Modernidad ha razonado en términos nacionales. La postmodernidad tiene que razonar en términos planetarios. La inalienabilidad de los derechos aparece hoy día especialmente relevante para hacer frente a los peligros del “totalitarismo light”, unidos a la reducción del ser humano al homo oeconomicus, y que no ve nada inconveniente en ofender la dignidad de
la persona, si cuenta con el consentimiento del ofendido y por ello apoya la venta de la intimidad en los diversos medios de comunicación. Es cierto que este economicismo se opone a la crueldad física, pero autoriza la domesticación de las personas.

Como decía Orwell, en su novela 1984 se trata de “hacer pedazos las mentes humanas y volver a recomponerlas dándoles las formas que elijamos”.

50. MAALOUF, Amin, Identidades asesinas, Madrid, Alianza, 1999, p. 12l.
51. Sobre ello, DONATI, Pierpaolo, Pensiero socialcristiano, cit. p. 135;
SEN, Amartya, Desarrollo y libertad, Barcelona, Planeta, 2000, p. 295 ss. y
161 SS., PÉREZ ADÁN, José, La salud social, Madrid, Trotta, 1998.
52. OST, Francois, Los tres modelos de juez, cit. p. 193.

Para hacer frente a los diversos riesgos que afectan a la dignidad humana parece mucho más sensato confiar en la defensa de los derechos humanos por parte de los que son capaces de sacrificar su seguridad, los disidentes, los resistentes53, que no por parte de los beati possidenti, a los que apela Rorty.
Frente al modelo decadente, que insiste en que todo se debe al azar y la necesidad, lo que aboca al nihilismo y el inhumanismo, en el modelo resistente, coincidiendo de nuevo con el Barroco, se recuperan las ideas que hacen humana la experiencia, tal como destacó Vico: la idea de providencia, pudor e inmortalidad54. Se destacaría así lo digno de respeto: “Junto al hombre, lo que está por debajo del hombre (la naturaleza), y por encima del hombre (Dios)“55. Como señala C.S. Lewis, “la ciencia que tengo en mente no haría con el reino mineral y el animal lo que la tecnología moderna pretende hacer con el mismísimo hombre56.

En el comienzo del Tercer Milenio, ha triunfado la cultura de la resistencia contra los totalitarismos explícitos, de cualquier signo, cultura de la que debe considerarse un testigo excepcional a Juan Pablo II 57. El gran reto del futuro es hacer frente a los ataques a la dignidad humana que se presentan hoy por parte del cientificismo y el economicismo como pretendidas manifestaciones de progreso inevitable.

53. SEN, Amartya, Desarrollo y libertad, cit. p. 298.
54. Sobre el retorno de la idea de Providencia en la postmodernidad, véase,
LYON, David, Postmodernidad, Madrid, Alianza, 1994, p. 128 Y 152.
55. GOETHE Johann Wolfgang, Wanderjahre, cit. en BALLESTEROS,
“Hacia un modo ecológico de pensar”, Anuario Filosófico, 1985, p. 176.
56. La abolición del hombre, Madrid, Encuentro, 1994, cit. p. 77.
57. WEIGEL, George, Juan Pablo 1/, testigo de esperanza, Madrid, Plaza
Janés, 2000.

Provincializing Europe

Provincializing Europe
Dipesh Chakrabarty:

Europe… since 1914 has become provincialized,…only the natural sciences are able to call forth a quick international echo.(Hans-Georg Gadamer, 1977)
The West is a name for a subject which gathers itself in discourse but is also an object constituted discursively; it is, evidently, a name always associating itself with those regions, communities, and peoples that appear politically or economically superior to other regions, communities, and peoples. Basically, it is just like the name “Japan,”…it claims that it is capable of sustaining, if not actually transcending, an impulse to transcend all the particularizations.(Naoki Sakai, 1998)
Table of Contents:
Acknowledgments ix
Introduction: The Idea of Provincializing Europe 3
PART ONE: HISTORICISM AND THE NARRATION OF MODERNITY
Chapter 1. Postcoloniality and the Artifice of History 27
Chapter 2. The Two Histories of Capital 47
Chapter 3. Translating Life-Worlds into Labor and History 72
Chapter 4. Minority Histories, Subaltern Pasts 97
PART TWO: HISTORIES OF BELONGING
Chapter 5. Domestic Cruelty and the Birth of the Subject 117
Chapter 6. Nation and Imagination 149
Chapter 7. Adda: A History of Sociality 180
Chapter 8. Family, Fraternity, and Salaried Labor 214
Epilogue. Reason and the Critique of Historicism 237
Notes 257
Index 299
INTRODUCTION
The idea of providencializing Europe

PROVIDENCIALIZING EUROPE is not a book about the region of the world we call “Europe.” That Europe, one could say, has already been provincialized by history itself. Historians have long acknowledged that the so-called “European age” in modern history began to yield place to other regional and global configurations toward the middle of the twentieth century.1

European history is no longer seen as embodying anything like a “universal human history.”2 No major Western thinker, for instance, has publicly shared Francis Fukuyama’s “vulgarized Hegelian historicism” that saw in the fall of the Berlin wall a common end for the history of all human beings.3 The contrast with the past seems sharp when one remembers the cautious but warm note of approval with which Kant once detected in the French Revolution a “moral disposition in the human race” or Hegel saw the imprimatur of the “world spirit” in the momentousness of that event.4

I am by training a historian of modern South Asia, which forms my archive and is my site of analysis. The Europe I seek to provincialize or decenter is an imaginary figure that remains deeply embedded in cliche´d and shorthand forms in some everyday habits of thought that invariably subtend attempts in the social sciences to address questions of political modernity in South Asia.5 The phenomenon of “political modernity”— namely, the rule by modern institutions of the state, bureaucracy, and capitalist enterprise—is impossible to think of anywhere in the world without invoking certain categories and concepts, the genealogies of which go deep into the intellectual and even theological traditions of Europe.6 Concepts such as citizenship, the state, civil society, public sphere, human rights, equality before the law, the individual, distinctions between public and private, the idea of the subject, democracy, popular sovereignty, social justice, scientific rationality, and so on all bear the burden of European thought and history. One simply cannot think of political modernity without these and other related concepts that found a climactic form in the course of the European Enlightenment and the nineteenth century.

These concepts entail an unavoidable—and in a sense indispensable— universal and secular vision of the human. The European colonizer of the nineteenth century both preached this Enlightenment humanism at the colonized and at the same time denied it in practice. But the vision has been powerful in its effects. It has historically provided a strong foundation on which to erect—both in Europe and outside—critiques of socially unjust practices. Marxist and liberal thought are legatees of this intellectual heritage. This heritage is now global. The modern Bengali educated middle classes—to which I belong and fragments of whose history I recount later in the book—have been characterized by Tapan Raychaudhuri as the “the first Asian social group of any size whose mental world was transformed through its interactions with the West.”7 A long series of illustrious members of this social group—from Raja Rammohun Roy, sometimes called “the father of modern India,” to Manabendranath Roy, who argued with Lenin in the Comintern—warmly embraced the themes of rationalism, science, equality, and human rights that the European Enlightenment promulgated.8 Modern social critiques of caste, oppressions of women, the lack of rights for laboring and subaltern classes in India, and so on—and, in fact, the very critique of colonialism itself—are unthinkable except as a legacy, partially, of how Enlightenment Europe was appropriated in the subcontinent. The Indian constitution tellingly begins by repeating certain universal Enlightenment themes celebrated, say, in the American constitution. And it is salutary to remember that the
writings of the most trenchant critic of the institution of “untouchability” in British India refer us back to some originally European ideas about liberty and human equality.9
I too write from within this inheritance. Postcolonial scholarship is committed, almost by definition, to engaging the universals—such as the abstract figure of the human or that of Reason—that were forged in eighteenth-century Europe and that underlie the human sciences. This engagement marks, for instance, the writing of the Tunisian philosopher and historian Hichem Djait, who accuses imperialist Europe of “deny[ing] its own vision of man.”10 Fanon’s struggle to hold on to the Enlightenment idea of the human—even when he knew that European imperialism had reduced that idea to the figure of the settler-colonial white man—is now itself a part of the global heritage of all postcolonial thinkers.11 The struggle ensues because there is no easy way of dispensing with these universals in the condition of political modernity. Without them there would be no social science that addresses issues of modern social justice.
This engagement with European thought is also called forth by the fact that today the so-called European intellectual tradition is the only one alive in the social science departments of most, if not all, modern universities. I use the word “alive” in a particular sense. It is only within some very particular traditions of thinking that we treat fundamental thinkers who are long dead and gone not only as people belonging to their own times but also as though they were our own contemporaries. In the social sciences, these are invariably thinkers one encounters within the tradition that has come to call itself “European” or “Western.” I am aware that an entity called “the European intellectual tradition” stretching back to the ancient Greeks is a fabrication of relatively recent European history. Martin Bernal, Samir Amin, and others have justly criticized the claim of European thinkers that such an unbroken tradition ever existed or that it could even properly be called “European.”12 The point, however, is that, fabrication or not, this is the genealogy of thought in which social scientists find themselves inserted. Faced with the task of analyzing developments or social practices in modern India, few if any Indian social scientists or social scientists of India would argue seriously with, say, the thirteenth-century logician Gangesa or with the grammarian and linguistic philosopher Bartrihari (fifth to sixth centuries), or with the tenth-or eleventh-century aesthetician Abhinavagupta. Sad though it is, one result of European colonial rule in South Asia is that the intellectual traditions once unbroken and alive in Sanskrit or Persian or Arabic are now only
matters of historical research for most—perhaps all—modern social scientists in the region.13 They treat these traditions as truly dead, as history. Although categories that were once subject to detailed theoretical contemplation and inquiry now exist as practical concepts, bereft of any theoretical lineage, embedded in quotidian practices in South Asia, contemporary social scientists of South Asia seldom have the training that would enable them to make these concepts into resources for critical thought for the present.14 And yet past European thinkers and their categories are never quite dead for us in the same way. South Asian(ist) social scientists would argue passionately with a Marx or a Weber without feeling any need to historicize them or to place them in their European intellectual contexts. Sometimes—though this is rather rare—they would even argue with the ancient or medieval or early-modern predecessors of these European theorists.
Yet the very history of politicization of the population, or the coming of political modernity, in countries outside of the Western capitalist democracies of the world produces a deep irony in the history of the political. This history challenges us to rethink two conceptual gifts of nineteenth-century Europe, concepts integral to the idea of modernity. One is historicism—the idea that to understand anything it has to be seen both as a unity and in its historical development—and the other is the very idea of the political. What historically enables a project such as that of “provincializing Europe” is the experience of political modernity in a country like India. European thought has a contradictory relationship to such an instance of political modernity. It is both indispensable and inadequate in helping us to think through the various life practices that constitute the political and the historical in India. Exploring—on both theoretical and factual registers—this simultaneous indispensability and inadequacy of social science thought is the task this book has set itself. THE POLITICS OF HISTORICISM Writings by poststructuralist philosophers such as Michel Foucault have undoubtedly given a fillip to global critiques of historicism.15 But it would be wrong to think of postcolonial critiques of historicism (or of the political) as simply deriving from critiques already elaborated by postmodern and poststructuralist thinkers of the West. In fact, to think this way would itself be to practice historicism, for such a thought would merely repeat the temporal structure of the statement, “first in the West, and then elsewhere.” In saying this, I do not mean to take away from the recent discussions
of historicism by critics who see its decline in the West as resulting from what Jameson has imaginatively named “the cultural logic of late-capitalism.”16 The cultural studies scholar Lawrence Grossberg has pointedly questioned whether history itself is not endangered by consumerist practices of contemporary capitalism. How do you produce historical observation and analysis, Grossberg asks, “when every event is potentially evidence, potentially determining, and at the same time, changing too quickly to allow the comfortable leisure of academic criticism?”17 But these arguments, although valuable, still bypass the histories of political modernity in the third world. From Mandel to Jameson, nobody sees “late capitalism” as a system whose driving engine may be in the third world. The word “late” has very different connotations when applied to the developed countries and to those seen as still “developing.” “Late capitalism” is properly the name of a phenomenon that is understood as belonging primarily to the developed capitalist world, though its impact on the rest of the globe is never denied.18
Western critiques of historicism that base themselves on some characterization of “late capitalism” overlook the deep ties that bind together historicism as a mode of thought and the formation of political modernity in the erstwhile European colonies. Historicism enabled European domination of the world in the nineteenth century.19 Crudely, one might say that it was one important form that the ideology of progress or “development” took from the nineteenth century on. Historicism is what made modernity or capitalism look not simply global but rather as something that became global over time, by originating in one place (Europe) and then spreading outside it. This “first in Europe, then elsewhere” structure of global historical time was historicist; different non-Western nationalisms would later produce local versions of the same narrative, replacing “Europe” by some locally constructed center. It was historicism that allowed Marx to say that the “country that is more developed industrially only shows, to the less developed, the image of its own future.”20 It is also what leads prominent historians such as Phyllis Deane to describe the coming of industries in England as the first industrial revolution.21 Historicism thus posited historical time as a measure of the cultural distance (at least in institutional development) that was assumed to exist between the West and the non-West.22 In the colonies, it legitimated the idea of civilization.23 In Europe itself, it made possible completely internalist histories of Europe in which Europe was described as the site of the first occurrence of
capitalism, modernity, or Enlightenment.24 These “events” in turn are all explained mainly with respect to “events” within the geographical confines of Europe (however fuzzy its exact boundaries may have been). The inhabitants of the colonies, on the other hand, were assigned a place “elsewhere” in the “first in Europe and then elsewhere” structure of time. This move of historicism is what Johannes Fabian has called “the denial of coevalness.”25
Historicism—and even the modern, European idea of history—one might say, came to non-European peoples in the nineteenth century as somebody’s way of saying “not yet” to somebody else.26 Consider the classic liberal but historicist essays by John Stuart Mill, “On Liberty” and “On Representative Government,” both of which proclaimed self-rule as the highest form of government and yet argued against giving Indians or Africans self-rule on grounds that were indeed historicist. According to Mill, Indians or Africans were not yet civilized enough to rule themselves. Some historical time of development and civilization (colonial rule and education, to be precise) had to elapse before they could be considered prepared for such a task.27 Mill’s historicist argument thus consigned Indians, Africans, and other “rude” nations to an imaginary waiting room of history. In doing so, it converted history itself into a version of this waiting room. We were all headed for the same destination, Mill averred, but some people were to arrive earlier than others. That was what historicist consciousness was: a recommendation to the colonized to wait. Acquiring a historical consciousness, acquiring the public spirit that Mill thought absolutely necessary for the art of self-government, was also to learn this art of waiting. This waiting was the realization of the “not yet” of historicism.
Twentieth-century anticolonial democratic demands for self-rule, on the contrary, harped insistently on a “now” as the temporal horizon of action. From about the time of First World War to the decolonization movements of the fifties and sixties, anticolonial nationalisms were predicated on this urgency of the “now.” Historicism has not disappeared from the world, but its “not yet” exists today in tension with this global insistence on the “now” that marks all popular movements toward democracy. This had to be so, for in their search for a mass base, anticolonial nationalist movements introduced classes and groups into the sphere of the political that, by the standards of nineteenth-century European liberalism, could only look ever so unprepared to assume the political responsibility of self-government. These were the peasants, tribals, semi-or unskilled industrial workers in non-
Western cities, men and women from the subordinate social groups—in short, the subaltern classes of the third world. A critique of historicism therefore goes to the heart of the question of political modernity in non-Western societies. As I shall argue in more detail later, it was through recourse to some version of a stagist theory of history—ranging from simple evolutionary schemas to sophisticated understandings of “uneven development”—that European political and social thought made room for the political modernity of the subaltern classes. This was not, as such, an unreasonable theoretical claim. If “political modernity” was to be a bounded and definable phenomenon, it was not unreasonable to use its definition as a measuring rod for social progress. Within this thought, it could always be said with reason that some people were less modern than others, and that the former needed a period of preparation and waiting before they could be recognized as full participants in political modernity. But this was precisely the argument of the colonizer—the “not yet” to which the colonized nationalist opposed his or her “now.” The achievement of political modernity in the third world could only take place through a contradictory relationship to European social and political thought. It is true that nationalist elites often rehearsed to their own subaltern classes—and still do if and when the political structures permit—the stagist theory of history on which European ideas of political modernity were based. However, there were two necessary developments in nationalist struggles that would produce at least a practical, if not theoretical, rejection of any stagist, historicist distinctions between the premodern or the nonmodern and the modern. One was the nationalist elite’s own rejection of the “waiting-room” version of history when faced with the Europeans’ use of it as a justification for denial of “selfgovernment” to the colonized. The other was the twentieth-century phenomenon of the peasant as full participant in the political life of the nation (that is, first in the nationalist movement and then as a citizen of the independent nation), long before he or she could be formally educated into the doctrinal or conceptual aspects of citizenship.
A dramatic example of this nationalist rejection of historicist history is the Indian decision taken immediately after the attainment of independence to base Indian democracy on universal adult franchise. This was directly in violation of Mill’s prescription. “Universal teaching,” Mill said in the essay “On Representative Government,” “must precede universal enfranchisement.”28 Even the Indian Franchise Committee of 1931, which had several Indian members, stuck to a position that was a modified version of Mill’s argument. The members of the committee agreed that although
universal adult franchise would be the ideal goal for India, the general lack of literacy in the country posed a very large obstacle to its implementation.29And yet in less than two decades, India opted for universal adult suffrage for a population that was still predominantly nonliterate. In defending the new constitution and the idea of “popular sovereignty” before the nation’s Constituent Assembly on the eve of formal independence, Sarvepalli Radhakrishnan, later to be the first vice president of India, argued against the idea that Indians as a people were not yet ready to rule themselves. As far as he was concerned, Indians, literate or illiterate, were always suited for self-rule. He said: “We cannot say that the republican tradition is foreign to the genius of this country. We have had it from the beginning of our history.”30 What else was this position if not a national gesture of abolishing the imaginary waiting room in which Indians had been placed by European historicist thought? Needless to say, historicism remains alive and strong today in the all the developmentalist practices and imaginations of the Indian state.31 Much of the institutional activity of governing in India is premised on a day-to-day practice of historicism; there is a strong sense in which the peasant is still being educated and developed into the citizen. But every time there is a populist/political mobilization of the people on the streets of the country and a version of “mass democracy” becomes visible in India, historicist time is put in temporary suspension. And once every five years—or more frequently, as seems to be the case these days—the nation produces a political performance of electoral democracy that sets aside all assumptions of the historicist imagination of time. On the day of the election, every Indian adult is treated practically and theoretically as someone already endowed with the skills of a making major citizenly choice, education or no education.
The history and nature of political modernity in an excolonial country such as India thus generates a tension between the two aspects of the subaltern or peasant as citizen. One is the peasant who has to be educated into the citizen and who therefore belongs to the time of historicism; the other is the peasant who, despite his or her lack of formal education, is already a citizen. This tension is akin to the tension between the two aspects of nationalism that Homi Bhabha has usefully identified as the pedagogic and the performative.32 Nationalist historiography in the pedagogic mode portrays the peasant’s world, with its emphasis on kinship, gods, and the so-called supernatural, as anachronistic. But the “nation” and the political are also performed in the carnivalesque aspects of democracy: in rebellions, protest marches, sporting events, and in universal adult franchise. The question is: How do we think the political at these moments when the peasant or the
subaltern emerges in the modern sphere of politics, in his or her own right, as a member of the nationalist movement against British rule or as a full-fledged member of the body politic, without having had to do any “preparatory” work in order to qualify as the “bourgeois-citizen”?
I should clarify that in my usage the word “peasant” refers to more than the sociologist’s figure of the peasant. I intend that particular meaning, but I load the word with an extended meaning as well. The “peasant” acts here as a shorthand for all the seemingly nonmodern, rural, nonsecular relationships and life practices that constantly leave their imprint on the lives of even the elites in India and on their institutions of government. The peasant stands for all that is not bourgeois (in a European sense) in Indian capitalism and modernity. The next section elaborates on this idea.
SUBALTERN STUDIES AND THE CRITIQUE OF HISTORICISM
This problem of how to conceptualize the historical and the political in a context where the peasant was already part of the political was indeed one of the key questions that drove the historiographic project of Subaltern Studies.33 My extended interpretation of the word “peasant” follows from some of the founding statements Ranajit Guha made when he and his colleagues attempted to democratize the writing of Indian history by looking on subordinate social groups as the makers of their own destiny. I find it significant, for example, that Subaltern Studies should have begun its career by registering a deep sense of unease with the very idea of the “political” as it had been deployed in the received traditions of English-language Marxist historiography. Nowhere is this more visible than in Ranajit Guha’s criticism of the British historian Eric Hobsbawm’s category “prepolitical” in his 1983 book Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India.34 Hobsbawm’s category “prepolitical” revealed the limits of how far historicist Marxist thought could go in responding to the challenge posed to European political thought by the entry of the peasant into the modern sphere of politics. Hobsbawm recognized what was special to political modernity in the third world. He readily admitted that it was the “acquisition of political consciousness” by peasants that “made our century the most revolutionary in history.” Yet he missed the implications of this observation for the historicism that already underlay his own analysis. Peasants’ actions, organized—more often than not—along the axes of kinship, religion, and caste, and involving gods, spirits, and supernatural agents as actors alongside humans, remained for him symptomatic of a
consciousness that had not quite come to terms with the secular-institutional logic of the political.35 He called peasants “pre-political people who have not yet found, or only begun to find, a specific language in which to express themselves. [Capitalism] comes to them from outside, insidiously by the operation of economic forces which they do not understand.” In Hobsbawm’s historicist language, the social movements of the peasants of the twentieth century remained “archaic.”36
The analytical impulse of Hobsbawm’s study belongs to a variety of historicism that Western Marxism has cultivated since its inception. Marxist intellectuals of the West and their followers elsewhere have developed a diverse set of sophisticated strategies that allow them to acknowledge the evidence of “incompleteness” of capitalist transformation in Europe and other places while retaining the idea of a general historical movement from a premodern stage to that of modernity. These strategies include, first, the old and now discredited evolutionist paradigms of the nineteenth century—the language of “survivals” and “remnants”—sometimes found in Marx’s own prose. But there are other strategies as well, and they are all variations on the theme of “uneven development”—itself derived, as Neil Smith shows, from Marx’s use of the idea of “uneven rates of development” in his Critique of Political Economy (1859) and from Lenin’s and Trotsky’s later use of the concept.37 The point is, whether they speak of “uneven development,” or Ernst Bloch’s “synchronicity of the non-synchronous,” or Althusserian “structural causality,” these strategies all retain elements of historicism in the direction of their thought (in spite of Althusser’s explicit opposition to historicism). They all ascribe at least an underlying structural unity (if not an expressive totality) to historical process and time that makes it possible to identify certain elements in the present as “anachronistic.”38 The thesis of “uneven development,” as James Chandler has perceptively observed in his recent study of Romanticism, goes “hand in hand” with the “dated grid of an homogenous empty time.”39
By explicitly critiquing the idea of peasant consciousness as “prepolitical,” Guha was prepared to suggest that the nature of collective action by peasants in modern India was such that it effectively stretched the category of the “political” far beyond the boundaries assigned to it in European political thought.40 The political sphere in which the peasant and his masters participated was modern—for what else could nationalism be but a modern political movement for self-government?—and yet it did not follow the logic of secular-rational calculations inherent the modern conception of the political. This peasant-but-modern political sphere was not
bereft of the agency of gods, spirits, and other supernatural beings.41 Social scientists may classify such agencies under the rubric of “peasant beliefs,” but the peasant-as-citizen did not partake of the ontological assumptions that the social sciences take for granted. Guha’s statement recognized this subject as modern, however, and hence refused to call the peasants’ political behavior or consciousness “prepolitical.” He insisted that instead of being an anachronism in a modernizing colonial world, the peasant was a real contemporary of colonialism, a fundamental part of the modernity that colonial rule brought to in India. Theirs was not a “backward” consciousness—a mentality left over from the past, a consciousness baffled by modern political and economic institutions and yet resistant to them. Peasants’ readings of the relations of power that they confronted in the world, Guha argued, were by no means unrealistic or backward-looking.
Of course, this was not all said at once and with anything like the clarity one can achieve with hindsight. There are, for example, passages in Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India in which Guha follows the tendencies general to European Marxist or liberal scholarship. He sometimes reads undemocratic relationships—issues of direct “domination and subordination” that involve the so-called “religious” or the supernatural—as survivals of a precapitalist era, as not quite modern, and hence as indicative of problems of transition to capitalism.42 Such narratives often make an appearance in the early volumes of Subaltern Studies, as well. But these statements, I submit, do not adequately represent the radical potential of Guha’s critique of the category “prepolitical.” For if they were a valid framework for analyzing Indian modernity, one could indeed argue in favor of Hobsbawm and his category “prepolitical.” One could point out—in accordance with European political thought—that the category “political” was inappropriate for analyzing peasant protest, for the sphere of the political hardly ever abstracted itself from the spheres of religion and kinship in precapitalist relations of domination. The everyday relations of power that involve kinship, gods, and spirits that the peasant dramatically exemplified could then with justice be called “prepolitical.” The persisting world of the peasant in India could be legitimately read as a mark of the incompleteness of India’s transition to capitalism, and the peasant himself seen rightly as an “earlier type,” active no doubt in nationalism but really working under world-historical notice of extinction.
What I build on here, however, is the opposite tendency of thought that is signaled by Guha’s unease with the category “prepolitical.” Peasant
insurgency in modern India, Guha wrote, “was a political struggle.”43 I have emphasized the word “political” in this quote to highlight a creative tension between the Marxist lineage of Subaltern Studies and the more challenging questions it raised from the very beginning about the nature of the political in the colonial modernity of India. Examining, for instance, over a hundred known cases of peasant rebellions in British India between 1783 and 1900, Guha showed that practices which called upon gods, spirits, and other spectral and divine beings were part of the network of power and prestige within which both the subaltern and elite operated in South Asia. These presences were not merely symbolic of some of deeper and “more real” secular reality.44
South Asian political modernity, Guha argued, brings together two noncommensurable logics of power, both modern. One is the logic of the quasi-liberal legal and institutional frameworks that European rule introduced into the country, which in many ways were desired by both elite and subaltern classes. I do not mean to understate the importance of this development. Braided with this, however, is the logic of another set of relationships in which both the elites and the subalterns are also involved. These are relations that articulate hierarchy through practices of direct and explicit subordination of the less powerful by the more powerful. The first logic is secular. In other words, it derives from the secularized forms of Christianity that mark modernity in the West, and shows a similar tendency toward first making a “religion” out of a medley of Hindu practices and then secularizing forms of that religion in the life of modern institutions in India.45 The second has no necessary secularism about it; it is what continually brings gods and spirits into the domain of the political. (This is to be distinguished from the secular-calculative use of “religion” that many contemporary political parties make in the subcontinent.) To read these practices as a survival of an earlier mode of production would inexorably lead us to stagist and elitist conceptions of history; it would take us back to a historicist framework. Within that framework, historiography has no other way of responding to the challenge presented to political thought and philosophy by involvement of the peasants in twentieth-century nationalisms, and by their emergence after independence as full-fledged citizens of a modern nation-state. Guha’s critique of the category “prepolitical,” I suggest, fundamentally pluralizes the history of power in global modernity and separates it from any universalist narratives of capital. Subaltern historiography questions the assumption that capitalism necessarily brings
bourgeois relations of power to a position of hegemony.46 If Indian modernity places the bourgeois in juxtaposition with that which seems prebourgeois, if the nonsecular supernatural exists in proximity to the secular, and if both are to be found in the sphere of the political, it is not because capitalism or political modernity in India has remained “incomplete.” Guha does not deny the connections of colonial India to the global forces of capitalism. His point is that what seemed “traditional” in this modernity were “traditional only in so far as [their] roots could be traced back to pre-colonial times, but [they were] by no means archaic in the sense of being outmoded.”47 This was a political modernity that would eventually give rise to a thriving electoral democracy, even when “vast areas in the life and consciousness of the people” escaped any kind of “[bourgeois] hegemony.”48
The pressure of this observation introduces into the Subaltern Studies project a necessary—though sometimes incipient—critique of both historicism and the idea of the political. My argument for provincializing Europe follows directly from my involvement in this project. A history of political modernity in India could not be written as a simple application of the analytics of capital and nationalism available to Western Marxism. One could not, in the manner of some nationalist historians, pit the story of a regressive colonialism against an account of a robust nationalist movement seeking to establish a bourgeois outlook throughout society.49 For, in Guha’s terms, there was no class in South Asia comparable to the European bourgeoisie of Marxist metanarratives, a class able to fabricate a hegemonic ideology that made its own interests look and feel like the interests of all. The “Indian culture of the colonial era,” Guha argued in a later essay, defied understanding “either as a replication of the liberal-bourgeois culture of nineteenth-century Britain or as the mere survival of an antecedent pre-capitalist culture.”50 This was capitalism indeed, but without bourgeois relations that attain a position of unchallenged hegemony; it was a capitalist dominance without a hegemonic bourgeois culture—or, in Guha’s famous terms, “dominance without hegemony.”
One cannot think of this plural history of power and provide accounts of the modern political subject in India without at the same time radically questioning the nature of historical time. Imaginations of socially just futures for humans usually take the idea of single, homogenous, and secular historical time for granted. Modern politics is often justified as a story of human sovereignty acted out in the context of a ceaseless unfolding of unitary historical time. I argue that this view is not an adequate intellectual
resource for thinking about the conditions for political modernity in colonial and bourgeois relations of power to a position of hegemony.46 If Indian modernity places the bourgeoisie and the social. The first is that the human exists in a frame of a single and secular historical time that envelops other kinds of time. I argue that the task of conceptualizing practices of social and political modernity in South Asia often requires us to make the opposite assumption: that historical time is not integral, that it is out of joint with itself. The second assumption running through modern European political thought and the social sciences is that the human is ontologically singular, that gods and spirits are in the end “social facts,” that the social somehow exists prior to them. I try, on the other hand, to think without the assumption of even a logical priority of the social. One empirically knows of no society in which humans have existed without gods and spirits accompanying them. Although the God of monotheism may have taken a few knocks—if not actually “died”—in the nineteenth-century European story of “the disenchantment of the world,” the gods and other agents inhabiting practices of so-called “superstition” have never died anywhere. I take gods and spirits to be existentially coeval with the human, and think from the assumption that the question of being human involves the question of being with gods and spirits.51 Being human means, as Ramachandra Gandhi puts it, discovering “the possibility of calling upon God [or gods] without being under an obligation to first establish his [or their] reality.”52 And this is one reason why I deliberately do not reproduce any sociology of religion in my analysis.
THE PLAN OF THIS BOOK
As should be clear by now, provincializing Europe is not a project of rejecting or discarding European thought. Relating to a body of thought to which one largely owes one’s intellectual existence cannot be a matter of exacting what Leela Gandhi has aptly called “postcolonial revenge.”53 European thought is at once both indispensable and inadequate in helping us to think through the experiences of political modernity in non-Western nations, and provincializing Europe becomes the task of exploring how this thought—which is now everybody’s heritage and which affect us all— may be renewed from and for the margins.
But, of course, the margins are as plural and diverse as the centers. Europe appears different when seen from within the experiences of
colonization or inferiorization in specific parts of the world. Postcolonial scholars, speaking from their different geographies of colonialism, have spoken of different Europes. The recent critical scholarship of Latin Americanists or Afro-Caribbeanists and others points to the imperialism of Spain and Portugal—triumphant at the time of the Renaissance and in decline as political powers by the end of the Enlightenment.54 The question of post-colonialism itself is given multiple and contested locations in the works of those studying Southeast Asia, East Asia, Africa, and the Pacific.55 Yet, however multiple the loci of Europe and however varied colonialisms are, the problem of getting beyond Eurocentric histories remains a shared problem across geographical boundaries.56
A key question in the world of postcolonial scholarship will be the following. The problem of capitalist modernity cannot any longer be seen simply as a sociological problem of historical transition (as in the famous “transition debates” in European history) but as a problem of translation, as well. There was a time—before scholarship itself became globalized— when the process of translating diverse forms, practices, and understandings of life into universalist political-theoretical categories of deeply European origin seemed to most social scientists an unproblematic proposition. That which was considered an analytical category (such as capital) was understood to have transcended the fragment of European history in which it may have originated. At most we assumed that a translation acknowledged as “rough” was adequate for the task of comprehension.
The English-language monograph in area studies, for example, was a classic embodiment of this presupposition. A standard, mechanically put together and least-read feature of the monograph in Asian or area studies was a section called the “glossary,” which came at the very end of the book. No reader was ever seriously expected to interrupt their pleasure of reading by having to turn pages frequently to consult the glossary. The glossary reproduced a series of “rough translations” of native terms, often borrowed from the colonialists themselves. These colonial translations were rough not only in being approximate (and thereby inaccurate) but also in that they were meant to fit the rough-and-ready methods of colonial rule. To challenge that model of “rough translation” is to pay critical and unrelenting attention to the very process of translation. My project therefore turns toward the horizon that many gifted scholars working on the politics of translation have pointed to. They have demonstrated that what translation produces out of seeming “incommensurabilities” is neither an absence of relationship between dominant and dominating forms of knowledge nor equivalents that
successfully mediate between differences, but precisely the partly opaque relationship we call “difference.”57 To write narratives and analyses that produce this translucence—and not transparency—in the relation between non-Western histories and European thought and its analytical categories is what I seek to both propose and illustrate in what follows. This book necessarily turns around—and, if I may say so, seeks to take advantage of—a fault line central to modern European social thought. This is the divide between analytic and hermeneutic traditions in the social sciences. The division is somewhat artificial, no doubt (for most important thinkers belong to both traditions at once), but I underline it here for the purpose of clarifying my own position. Broadly speaking, one may explain the division thus. Analytic social science fundamentally attempts to “demystify” ideology in order to produce a critique that looks toward a more just social order. I take Marx to be a classic exemplar of this tradition. Hermeneutic tradition, on the other hand, produces a loving grasp of detail in search of an understanding of the diversity of human life-worlds. It produces what may be called “affective histories.”58 The first tradition tends to evacuate the local by assimilating it to some abstract universal; it does not affect my proposition in the least if this is done in an empirical idiom. The hermeneutic tradition, on the other hand, finds thought intimately tied to places and to particular forms of life. It is innately critical of the nihilism of that which is purely analytic. Heidegger is my icon for this second tradition. The book tries to bring these two important representatives of European thought, Marx and Heidegger, into some kind of conversation with each other in the context of making sense of South Asian political modernity. Marx is critical for the enterprise, as his category “capital” gives us a way of thinking about both history and the secular figure of the human on a global scale, while it also makes history into a critical tool for understanding the globe that capitalism produces. Marx powerfully enables us to confront the ever-present tendency in the West to see European and capitalist expansion as, ultimately, a case of Western altruism. But I try to show in a pivotal chapter on Marx (Chapter 2) that addressing the problem of historicism through Marx actually pushes us toward a double position. On the one hand, we acknowledge the crucial importance of the figure of the abstract human in Marx’s categories as precisely a legacy of Enlightenment thought. This figure is central to Marx’s critique of capital. On the other hand, this abstract human occludes questions of belonging and diversity. I seek to destabilize this abstract figure of the universal human by bringing to bear on my reading of Marx some Heideggerian insights on human belonging and historical difference. The first part of the book, comprising Chapters 1 to 4, is organized, as it were, under the sign of Marx. I call this part “Historicism and the Narration of Modernity.”Together, these chapters present certain critical reflections on historicist ideas of history and historical time, and their relationship to narratives of capitalist modernity in colonial India. They also attempt to explicate my critique of historicism by insisting that historical debates about transition to capitalism must also, if they are not to replicate structures of historicist logic, think of such transition as “translational” processes. Chapter 1 reproduces, in an abridged form, a programmatic statement about provincializing Europe that I published in 1992 in the journal Representations.59 This statement has since received a substantial amount of circulation. Provincializing Europe departs from that statement in some important respects, but it also attempts to put into practice much of the program chalked out in that early statement. I have therefore included a version of the statement but added a short postscript to indicate how the present project uses it as a point of departure while deviating from it in significant ways. The other chapters (2–4) revolve around the question of how one might try to open up the Marxist narratives of capitalist modernity to issues of historical difference. Chapters 3 and 4 attempt this with concrete examples, whereas Chapter 2 (“The Two Histories of Capital”) presents the theoretical pivot of the overall argument.
The second part of the book—I call it “Histories of Belonging”—I think of as organized under the sign of Heidegger. It presents some historical explorations of certain themes in the modernity of literate upper-caste Hindu Bengalis. The themes themselves could be considered “universal” to structures of political modernity: the idea of the citizen-subject, “imagination” as a category of analysis, ideas regarding civil society, patriarchal fraternities, public/private distinctions, secular reason, historical time, and so on. These chapters (5–8) work out in detail the historiographic agenda presented in the 1992 statement. I try to demonstrate concretely how the categories and strategies we have learned from European thought (including the strategy of historicizing) are both indispensable and inadequate in representing this particular case of a non-European modernity.
A word is in order about a particular switch of focus that happens in the book between Parts One and Two. The first part draws more from historical and ethnographic studies of peasants and tribals, groups one could call “subaltern” in a straightforward or sociological sense. The second part of the book concentrates on the history of educated Bengalis, a group which, in the context of Indian history, has often been described (sometimes inaccurately)
as “elite.” To critics who may ask why a project that arises initially from the histories of the subaltern classes in British India should turn to certain histories of the educated middle classes to make its points, I say this. This book elaborates some of the theoretical concerns that have arisen out of my involvement in Subaltern Studies, but it is not an attempt to represent the life practices of the subaltern classes. My purpose is to explore the capacities and limitations of certain European social and political categories in conceptualizing political modernity in the context of non-European life-worlds. In demonstrating this, I turn to historical details of particular life-worlds I have known with some degree of intimacy.
The chapters in Part Two are my attempts to begin a move away from what I have earlier described as the principle of “rough translation,” and toward providing plural or conjoined genealogies for our analytical categories. Methodologically, these chapters constitute nothing more than a beginning. Bringing into contemporary relevance the existing archives of life practices in South Asia—to produce self-consciously and with the historian’s methods anything like what Nietzsche called “history for life”— is an enormous task, well beyond the capacity of one individual.60 It requires proficiency in several languages at once, and the relevant languages would vary according to the region of South Asia one is looking at. But it cannot be done without paying close and careful attention to languages, practices, and intellectual traditions present in South Asia, at the same time as we explore the genealogies of the guiding concepts of the modern human sciences. The point is not to reject social science categories but to release into the space occupied by particular European histories sedimented in them other normative and theoretical thought enshrined in other existing life practices and their archives. For it is only in this way that we can create plural normative horizons specific to our existence and relevant to the examination of our lives and their possibilities. In pursuing this thought, I switch to Bengali middle-class material in the second part of the book. In order to provide in-depth historical examples for my propositions, I needed to look at a group of people who had been consciously influenced by the universalistic themes of the European Enlightenment: the ideas of rights, citizenship, fraternity, civil society, politics, nationalism, and so on. The task of attending carefully to the problems of cultural and linguistic translation inevitable in histories of political modernity in a non-European context required me to know, in some depth, a non-European language other than English, since English is the language that mediates my access to European thought. Bengali, my first language, has by default supplied that need. Because of the accidents and
gaps of my own education, it is only in Bengali—and in a very particular kind of Bengali—that I operate with an everyday sense of the historical depth and diversity a language contains. Unfortunately, with no other language in the world (including English) can I do that. I have relied on my intimacy with Bengali to avoid the much-feared academic charges of essentialism, Orientalism, and “monolingualism.” For one of the ironies of attempting to know any kind of language in depth is that the unity of the language is sundered in the process. One becomes aware of how plural a language invariably is, and how it cannot ever be its own rich self except as a hybrid formation of many “other” languages (including, in the case of modern Bengali, English).61
My use of specific historical material in this book from middle-class Bengali contexts is therefore primarily methodological. I have no exceptionalist or representational claims to make for India, or for that matter Bengal. I cannot even claim to have written the kind of “Bengali middle-class” histories that Subaltern Studies scholars are sometimes accused of doing these days. The stories I have retold in Part Two of the book relate to a microscopic minority of Hindu reformers and writers, mostly men, who pioneered political and literary (male) modernity in Bengal. These chapters do not represent the history of the Hindu Bengali middle classes today, for the modernity I discuss expressed the desires of only a minority even among the middle classes. If these desires are still to be found today in obscure niches of Bengali life, they are living well past their “expiration date.” I speak from within what is increasingly—and perhaps inevitably—becoming a minor slice of Bengali middle-class history. I am also very sadly aware of the historical gap between Hindu and Muslim Bengalis, which this book cannot but reproduce. For more than a hundred years, Muslims have constituted for Hindu chroniclers what one historian once memorably called the “forgotten majority.”62 I have not been able to transcend that historical limitation, for this forgetting of the Muslim was deeply embedded in the education and upbringing I received in independent India. Indian-Bengali anticolonial nationalism implicitly normalized the “Hindu.” Like many others in my situation, I look forward to the day when the default position in narratives of Bengali modernity will not sound exclusively or even primarily Hindu.
I conclude the book by trying to envisage new principles for thinking about history and futurity. Here my debt to Heidegger is most explicit. I discuss how it may be possible to hold together both secularist-historicist and nonsecularist and nonhistoricist takes on the world by engaging seriously the question of diverse ways of “being-in-the-world.” This chapter seeks to bring to a
culmination my overall attempt in the book to attend to a double task: acknowledge the “political” need to think in terms of totalities while all the time unsettling totalizing thought by putting into play nontotalizing categories. By drawing upon Heidegger’s idea of “fragmentariness” and his interpretation of the expression “not yet” (in Division II of Being and Time), I seek to find a home for post-Enlightenment rationalism in the histories of Bengali belonging that I narrate. Provincializing Europe both begins and ends by acknowledging the indispensability of European political thought to representations of non-European political modernity, and yet struggles with the problems of representations that this indispensability invariably creates.
A NOTE ON THE TERM “HISTORICISM”
The term “historicism” has a long and complex history. Applied to the writings of a range of scholars who are often as mutually opposed and as different from each another as Hegel and Ranke, it not a term that lends itself to easy and precise definitions. Its current use has also been inflected by the recent revival it has enjoyed through the “new historicist” style of analysis pioneered by Stephen Greenblatt and others.63 Particularly important is a tension between the Rankean insistence on attention to the uniqueness and the individuality of a historical identity or event and the discernment of a general historical trends that the Hegelian-Marxist tradition foregrounds.64 This tension is now an inherited part of how we understand the craft and the function of the academic historian. Keeping in mind this complicated history of the term, I try to explicate below my own use of it.
Ian Hacking and Maurice Mandelbaum have provided these following, minimalist definitions for historicism:
[historicism is] the theory that social and cultural phenomena are histori
cally determined and that each period in history has its own values that
are not directly applicable to other epochs.65(Hacking)
historicism is the belief that an adequate understanding of the nature of any phenomenon and an adequate assessment of its value are to be gained through considering it in terms of the place it occupied and the role which it played within a process of development.66(Mandelbaum)
Sifting through these and other definitions, as well as some additional elements highlighted by scholars who have made the study of historicism their specialist concern, we may say that “historicism” is a mode of think
ing with the following characteristics. It tells us that in order to understand the nature of anything in this world we must see it as an historically developing entity, that is, first, as an individual and unique whole—as some kind of unity at least in potentia—and, second, as something that develops over time. Historicism typically can allow for complexities and zigzags in this development; it seeks to find the general in the particular, and it does not entail any necessary assumptions of teleology. But the idea of development and the assumption that a certain amount of time elapses in the very process of development are critical to this understanding.67 Needless to say, this passage of time that is constitutive of both the narrative and the concept of development is, in the famous words of Walter Benjamin, the secular, empty, and homogenous time of history.68 Ideas, old and new, about discontinuities, ruptures, and shifts in the historical process have from time to time challenged the dominance of historicism, but much written history still remains deeply historicist. That is to say, it still takes its object of investigation to be internally unified, and sees it as something developing over time. This is particularly true—for all their differences with classical historicism—of historical narratives underpinned by Marxist or liberal views of the world, and is what underlies descriptions/explanations in the genre “history of”—capitalism, industrialization, nationalism, and so on.

“El marxismo o la teoría científica no pueden existir sin criticar permanentemente”

“El marxismo o la teoría científica no pueden existir sin criticar permanentemente”
Conferencia de Etienne Balibar

Etienne Balibar, filósofo francés, discípulo de Canguilhem y Althusser, visitó Argentina entre el 21 y el 24 de abril de 2015. Es profesor emérito de Filosofía Política y Moral en la Universidad París X Nanterre, docente de la Universidad de California en Irvine y uno de los más prestigiosos filósofos políticos contemporáneos.

Entre sus ensayos traducidos al castellano podemos mencionar: Para leer El Capital (1969, en coautoría con Louis Althusser), La filosofía de Marx (1984), Nosotros, ¿ciudadanos de Europa?: Las fronteras, el Estado, el pueblo (2003), Derecho de ciudad: Cultura y política en democracia (2004), Spinoza y la política (2011), Ciudadano Sujeto, Vol. 1 y 2 (2010-2012) y La propuesta de la igualibertad (2015, en preparación).

La visita de Balibar coincidió con el 50º aniversario de la publicación de Para leer El Capital (1965), escrito en colaboración con Louis Althusser.

En la oportunidad, recibió el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de San Martín. En el marco del ciclo “¿Qué hacer con Marx?”, dictó la conferencia “Teoría y crítica después del estructuralismo” y participó de un taller coorganizado con la Escuela de Humanidades y el IDAES de la Universidad.

Además, invitado por el Programa de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Sociales, dictó una conferencia en esa casa de estudios. Allí aprovechamos para solicitarle una entrevista para Topía, pero debido a la brevedad de su estadía, nos sugirió grabarla y publicarla con su autorización.

Mario Hernandez

“El marxismo o la teoría científica no pueden existir sin criticar permanentemente”

Amigos, colegas, compañeros y compañeras tengo que hacer dos aclaraciones preliminares, primero agradecer inmensamente la invitación a Buenos Aires y la recepción que me hacen, adonde vuelvo luego de algunos años y, debo decir con emoción, que es un honor y un placer estar aquí esta noche. Lo más importante, no tengo en mi propio lenguaje ni la décima parte del humor y del estilo que tiene mi amigo Emilio de Ipola y, por lo tanto, tampoco lo tengo en español, así que después de una ponencia brillante, humorística e inteligente de Emilio, van a escuchar algo mucho más aburrido.

Habría que preguntarse a título de qué estoy aquí hoy, en cierto sentido ustedes tienen por delante a dos personas diversas, hay un joven de 23 años coautor de “Para leer El Capital”, sobreviviente por milagro de aquella época, y debo decir que para mí, la otra persona que está aquí, es un viejo profesor meritorio de varias universidades. Primero, es una sorpresa increíble tener que reconocer que después de la escritura de este libro han pasado 50 años, dos generaciones, y hemos pasado, como bien sabemos, de una época histórica a otra casi completamente diferente.

Naturalmente, al joven de quien estaba hablando, yo no lo conozco muy bien, sinceramente, tratando de contestar a preguntas sobre “Para leer El Capital”, el texto que había escrito, no bajo la dictadura de mi maestro, sino en cierta comunión de intenciones y de ideas de las que voy a hablar en unos momentos, ahora casi no lo entiendo.

Eso también da una posibilidad de ser un poco más objetivo, es decir, releer todo esto y tratar en modo más o menos incierto o vacilante, de ocupar diversos lugares intelectuales y acaso morales acerca del objeto, no de la reliquia del mismo. Según me decía Natalia al entrar en la sala, aquí todos son althusserianos y si seguimos a Emilio ustedes probablemente no tendrían que existir, porque los althusserianos no existen. Pero, probablemente yo sería el único no althusseriano, de todas formas eso no me priva de la necesidad de enseñar a Althusser.

Quisiera tratar de hacer dos cosas, primero quisiera no destruir al mito, deconstruir al objeto del que estaba hablando que ustedes conocen mejor que yo, sino más sencillamente introducir algunos elementos históricos y factuales para mejor comprender el modo de producción de este libro y, como consecuencia, ciertos de sus aspectos extraños, que no se ven inmediatamente. Todos ustedes tienen en sus manos un libro que se llama “Para leer El Capital”, con los dos nombres de sus autores, Louis Althusser y Étienne Balibar, su discípulo. ¿Alguien me lo podría prestar? Este es el objeto material, pero es engañoso y no es puramente una cuestión de narcisismo o coquetería, hay verdaderamente hoy en día después de 50 años, algunos de los enigmas que se ocultan debajo de él. También voy a tratar de decir algunas cosas acerca del contenido y de su valor actual.

Primero, ¿qué fue “Para leer El Capital” originalmente? Fue la transcripción de las ponencias presentadas en un seminario organizado en la Escuela Normal Superior que es el corazón más prestigioso, más elitista, del sistema académico francés, en el Departamento de Filosofía, por un grupo de estudiantes dirigidos por su maestro, Louis Althusser, un joven profesor de filosofía.

En Francia había una jerarquía muy fuerte en estos establecimientos e institutos académicos en aquellos años, antes del ´68, y de hecho, Althusser no era un profesor de alto nivel, era un ayudante, pero en este lugar elitista y prestigioso. Los que participaron en el seminario, lo hacían en diversos modos, es muy importante recordar que se trataba de un trabajo colectivo y voy a indicar algunas consecuencias de eso.

Hubo alumnos de Althusser que jugaron un papel muy importante en la fase de preparación del seminario. Si queremos tomar el proceso de preparación en su conjunto, habría que empezar cuatro años antes del Seminario sobre El Capital, es decir, en 1961, cuando yo, totalmente desconocido en todo el mundo, porque jamás había escrito una línea, fui en cierto modo el espíritu inspirador junto a Jacques-Alain Miller, un poco más tarde el famoso lacaniano y su amigo, Jean-Claude Milner, vinimos a encontrar a nuestro profesor de filosofía, de poco más de 40 años, que nos enseñaba a Platón, Spinoza, Rousseau y otros. Obviamente, tenía un interés especial por la filosofía política clásica. Se sabía que era miembro del Partido Comunista y el mismo año él había publicado un primer artículo, luego inserto en el volumen “Por Marx”, traducido por Marta Harnecker bajo el título “La revolución teórica de Marx” que se llamaba “Sobre el joven Marx”, no voy a contar lo que todos ustedes ya conocen acerca de la importancia que tuvo.

Ese artículo había provocado un efecto notable, inclusive cierto escándalo en el espacio intelectual francés porque, por un lado, atacaba cierta controversia del comunismo oficial y desde lo interno del partido y, por otro lado, atacaba al marxismo humanista especialmente a su versión más hegeliana la que precisamente un año antes, el filósofo francés más prestigioso de toda la época, el propio Jean Paul Sartre, había desarrollado en un libro inacabado, casi imposible de leer, porque lo había publicado como lo había escrito, o sea, sin puntuación, sin subtítulos, una frase única de 700 páginas, que se llamaba “La crítica de la razón dialéctica”.

Nosotros tratamos de leerlo con enormes dificultades, pero en la Introducción había una fórmula que tuvo una resonancia enorme; todos ustedes la conocen: “El marxismo es el horizonte insuperable de su época”. Luego Sartre decía que había que añadir algunas cosas, porque según él al marxismo le faltaba alguna doctrina del sujeto y de la experiencia humana, una antropología filosófica. Para nosotros esa declaración fue absolutamente indiscutible, las razones que tomamos en cuenta, aún una vez más simplificando, no por razones puramente especulativas o teóricas, sino más bien por razones políticas e históricas.

Entramos en una nueva estación revolucionaria

Añadamos otra fecha. Sartre publica este libro con esta frase y un año antes triunfa la Revolución Cubana en La Habana que rápidamente se transformó en una revolución socialista. La Revolución Cubana, con otros aspectos de la situación en el momento, tuvo una fuertísima repercusión en la juventud francesa porque estábamos en medio de la guerra de Argelia, por lo tanto, el problema de la lucha antiimperialista y de sus perspectivas, no solamente nacionales sino socialistas, se imponía a nosotros con una fuerza enorme, naturalmente había todo tipo de divergencias y conflictos al interior del movimiento estudiantil de apoyo a la independencia argelina en el que todos nosotros nos inscribimos con entusiasmo.

Para resumir, diría que una parte importante de esa generación, no solo jóvenes intelectuales burgueses formando parte de esa elite de la que estaba hablando, se imaginaron, se soñaron como revolucionarios y algunos de ellos lo fueron en diversos modos, pero sí fuimos convencidos de que estábamos entrando en algo que yo llamaría una nueva estación revolucionaria.

Quería tomar la palabra que todos ustedes tan bien conocen, la fórmula que uno de nosotros, no directamente althusseriano, pero alumno y amigo de Althusser, Régis Debray, después de haber viajado a Cuba para encontrarse con el Che Guevara, la fórmula que él adoptó, tal vez bajo la influencia de alguno de sus amigos cubanos, no sé si fue sugerida por alguno de ellos de alto nivel, de “la revolución en la revolución” y esa es la idea que nosotros teníamos exactamente.

Entramos en una nueva estación revolucionaria y se va a caracterizar por una revolución, es decir, un cambio en las formas, los métodos, no los objetivos pero sí los modos de organización, de hacer y combinar la teoría y la táctica. Eso produjo un efecto no secundario que hay que mencionar, y estoy hablando de los jóvenes, no estoy hablando de Althusser porque él es otro caso que no tenía la misma historia ni era de la misma generación.

Los acontecimientos trágicos, antiguos o recientes de la historia del socialismo real, no es que no los consideramos o los ignoramos completamente, pero sí los consideramos como una contradicción secundaria, un aspecto secundario de la contradicción. Tal vez el caso más significativo, pensando en mi experiencia, pienso en conversaciones que tuvimos cuando entré primero a la organización juvenil comunista en 1960 y luego en el partido en 1961, había un acontecimiento reciente que cumple un papel muy importante en las controversias acerca de la naturaleza del comunismo como movimiento histórico y es la revolución húngara del ´56. Recuerdo muy bien discusiones, no con Althusser, otro punto ciego del cual nunca hablamos, sino con otros comunistas que nos convencieron que había habido que elegir entre el socialismo con todos sus errores y desviaciones ante el imperialismo en pleno período de agresividad, el mismo año del golpe de Suez.

Le dijimos a Althusser que sus clases sobre Platón eran muy interesantes pero que más nos interesaba Marx

Dejando todo esto de lado nos dijimos que estábamos entrando en una nueva estación de la revolución. Pero para estar a la altura de la situación había que conocer el marxismo y en la misma escuela en la que estábamos había un comunista marxista que empezaba a hacerse conocido, Louis Althusser; lo citamos y le dijimos que sus clases sobre Platón eran muy interesantes pero que había algo que nos interesaba más que era Marx, entonces le pedimos que nos hiciera trabajar sobre él.

Es importante tener en claro que nosotros lo buscamos, él nos dijo esencialmente dos cosas a lo largo de los 3 o 4 años que siguieron, “primero, ustedes me preguntan acerca del marxismo y el marxismo no existe, existe solo en fragmentos, algunos de ellos como El Capital son fragmentos enormes, pero la idea de marxismo como sistema como ha sido impuesto por el materialismo histórico y dialéctico de Stalin y de otros, no existe”.

Tengo que aclarar que él no conocía ciertas corrientes críticas, o no las quería conocer por diversas razones, lo cual hubiera hecho más interesantes las discusiones o hacer estudios comparativos. El segundo aspecto del efecto encantador de Althusser fue decirnos que no podía inventarnos el marxismo, que teníamos que inventarlo juntos, con trabajo colectivo, y así se creó algo que seguramente tiene otros ejemplos equivalentes, es decir, un grupo de compañeros intelectuales compuesto de jóvenes ávidos de lecturas sin experiencia y otro un poco más viejo pero que no se comportaba como maestro.

Althusser pertenecía a otra generación y tenía intenciones no diría secretas pero tampoco explícitas y una cierta parte de eso ahora se hace más visible y se puede entender, porque hay documentos que han sido publicados durante este último tiempo que son reveladores.

Algunos de ustedes probablemente recuerden que en su escrito autobiográfico, texto muy complejo lleno de relaciones interesantes y de enormes errores voluntarios o involuntarios, algunos debidos al aspecto autodestructor de lo que escribe acerca de su propia experiencia. En ese libro hay un momento en que Althusser vuelve al inicio del trabajo del que estaba hablando, el que pertenece al período que él más tarde definiera como teoricista que incluye naturalmente a “Para leer El Capital” como su elemento central, y dice que para los miembros del movimiento comunista francés, así como para los del movimiento comunista internacional, la teoría de Marx era considerada científica, para el Partido Comunista Francés (PCF) era algo casi sagrado.

Entonces, en sus “Memorias”, presenta su empresa como una tentativa de superación interna, de transformación subversiva y escribe que era necesario adoptar el lenguaje, la postura y el punto de vista del discurso científico para atacar a la doctrina del partido desde el interior, adoptando el lenguaje que el partido no podía rechazar. Cuando leí este pasaje en las “Memorias”, y como la editorial me consideraba un buen discípulo de Althusser, me pidieron que escribiera un prefacio para la nueva edición de “La revolución teórica de Marx” y al final del mismo me enojé un poco y dije que no podía aceptar esa presentación manipuladora y desprovista de lo que hicimos en 1965, puedo equivocarme, naturalmente, o haber sido víctima de una manipulación inconscientemente, pero esa presentación desprovista de toda la historia, es una especie de versión melancólica y retrospectiva.

El hecho es que en aquel momento los que creían en la verdad y la importancia teórica, desde un punto de vista científico y en la verdad de la teoría de Marx fuimos nosotros, no el PCF, tampoco los burócratas del partido, que no se preocupaban de la teoría en ese sentido. Algunos meses después se publicó un documento interesante que pueden encontrar en internet en francés con fecha del 25 de febrero de 1965, de 40 páginas que tiene la extraña forma y ficticia en cierto sentido de algo como una relación para el Comité Central del partido dirigida a un importante dirigente, el responsable de los intelectuales.

Saben ustedes que en los partidos comunistas soviéticos había un responsable cada dos intelectuales. Después de una conversación que ellos tuvieron, Althusser le manda una carta que habla de la relación del partido y los intelectuales en general, del nuevo tipo de intelectuales que existe en la sociedad científica y técnica, y explica que el partido se equivoca completamente si imagina poder influenciar a los intelectuales explicándoles que hay que someterse y considerarse fuerza de apoyo de la clase obrera, la vieja idea de que los intelectuales tienen que insertarse en el movimiento obrero porque ellos tienen sus razones para ser comunistas.

Pero para transformar la teoría del partido y su lenguaje, explica Althusser, hace falta un esfuerzo enorme en el campo de la filosofía marxista, el materialismo dialéctico del lenguaje de la época, y para eso el partido francés, escribe tal vez un poco vanidoso, está muy mal preparado porque los intelectuales y filósofos que tiene son nulos, no tienen ningún valor. En un momento le explica a la dirección del partido que está preparando una nueva generación de nuevos jóvenes filósofos marxistas que van a ser mucho mejores que los que tienen ustedes.

Fuimos manipulados

Después de este acontecimiento, sí hubo una especie de manipulación en cierto sentido, fuimos manipulados, no con intenciones absurdas. La impresión que tengo es que Althusser tenía, y se podría explicar en términos maquiavelianos, que él usó más tarde, según pienso hoy, dos ideas en mente: primero, pensaba que el movimiento comunista internacional, lo que él llamaba con mayúsculas la fusión de la teoría y del movimiento obrero, era una cosa única en la historia, algo radicalmente nuevo y único en la historia, una práctica política que necesariamente contenía e integraba en su propia práctica un momento de teoría y de ciencia en sentido fuerte. En consecuencia, había algo como un punto de honor, para un partido comunista o marxista, estar a la altura de su propia pretensión teórica, algo que naturalmente los partidos comunistas de la época no lograban.

Existía también la idea de cambiar el tipo de relación entre la teoría y la dirección política; eso tocaba al corazón del sistema del comunismo oficial como había sido teorizado por Stalin y que daba la regla.

Recordemos que Althusser escribió frases llenas de admiración a los dirigentes comunistas y marxistas que en la historia combinaron la capacidad teórica con la capacidad de dirección política, y los nombres que nos vienen a la mente son Lenin y Mao Tse Tung.

Otra idea más implícita que me tienta llamar con un término más propio de la historia de la Iglesia y del catolicismo, la idea de la protesta indirecta. Hay que establecer una especie de distancia entre la dirección política y la práctica teórica o el trabajo teórico, para que la organización política no pudiera seguir utilizando a la teoría como servidora de la dirección política, que era exactamente lo que hacían los partidos comunistas y que de hecho siguen haciendo muchas organizaciones políticas. Decidimos una línea, un día es clase contra clase, otro día es frente popular u otra táctica, y eso aumenta el prestigio de la función intelectual. La palabra intelectual orgánico en Gramsci tiene ciertas ambivalencias en este aspecto y nosotros los dirigentes políticos les pedimos a los intelectuales hacer un discurso teórico para explicar por qué nuestra línea política es justa y es la única posible, aún si es distinta a la que tuvimos en otro período. Esto es lo que Althusser quería destruir.

Althusser nos dijo que para renovar al marxismo había que hacer un gran “rodeo” por la teoría, y fue a través de muchas cosas, del estructuralismo, de la lectura de Lacan, muy importante para todos nosotros ya que teníamos la idea de que entre marxismo y psicoanálisis, aunque se diferencian, era imprescindible la complementariedad. Hicimos ese rodeo y luego hicimos el seminario.

Quisiera insistir en que el libro “Para leer El Capital” fue publicado el mismo año, con dos meses de diferencia, que la colección de los escritos del propio Althusser, “La revolución teórica de Marx” (“Por Marx”), el resultado de esto, que yo considero negativo, fue que ambos libros se consideraron inmediatamente como piedras angulares y fundamentales de una nueva escuela marxista y un nuevo discurso marxista. La gente empezó a leer “Para leer El Capital” en los términos que se encontraban en “Por Marx” y a leer “Por Marx” con ayuda de “Para leer El Capital”.

Pero por las razones que indicaba hace un momento, “Por Marx” es un libro únicamente de Althusser, que aunque cambió sus ideas, el libro nunca dejó de ser el producto de su inteligencia. La comparación que yo hago en la historia del marxismo y que también demuestra, según pienso, la relevancia y la importancia del libro en este aspecto, es con la famosa obra de juventud de Lukacs, “Historia y conciencia de clase”. Son libros del mismo tamaño, organizados como una colección de textos, con un gran ensayo central, sobre la dialéctica que es la conciencia de clase y el proletariado en el caso de Luckas. También hay aspectos estéticos y políticos.

La comparación es aún más interesante porque los dos tipos son de diversas épocas. Uno es del período inicial del comunismo, el otro, Althusser, aunque no lo sabía, del comienzo del período legal. Las posiciones son muy opuestas, pero a nivel de estructura y estilo la comparación tiene sentido.

Mientras, “Para leer El Capital” es una obra, digamos, más híbrida y heterogénea; eso no lo entendimos en la época, pero para mí ahora está claro.

En este punto hay que decir, primero, que fuimos nosotros, en cierto sentido, los responsables del llamado “teoricismo”, naturalmente Althusser lo sabía y nos empujó y aconsejó leer a los epistemólogos franceses famosos y otros, Lacan, etc., en ese sentido tiene la responsabilidad inicial, pero nosotros como buenos estudiantes fuimos completamente entusiastas.

La autocrítica de Althusser es en verdad una crítica a lo que sus alumnos habían escrito y que no completamente concordaba con su visión.

El segundo aspecto, que no es una confesión al estilo católico, un arrepentimiento, pero sí veo al grupo con un sentimiento de terrible vergüenza porque la primera edición de “Para leer El Capital”, la edición completa, está hecha de ensayos de cinco autores. Empieza con la introducción general de Althusser, que naturalmente fue escrita después de la redacción de las ponencias, contiene un ensayo de Jacques Ranciere que se llama “El concepto de crítica en Marx”, sigue un ensayo más breve sin mayor interés porque su mayor contribución al trabajo althusseriano de aquella época fue sobre la producción literaria, sobre teoría de la literatura; luego viene la contribución del mismo Althusser como miembro del seminario, luego viene mi propia contribución y finalmente una contribución de otro miembro de nuestro grupo que no fue ponencia del seminario.

Se editaron dos volúmenes en 1965, tres años después, en 1968, tras muchos acontecimientos, el desarrollo del movimiento maoísta, en el que muchos jóvenes althusserianos tuvieron un papel decisivo, el propio Althusser jugando una especie de doble juego muy complicado entre el Partido Comunista de un lado y los maoístas del otro, con la consecuencia de que finalmente terminó cautivo en medio de los tiros de ambos campos, el partido acusándolo de ser maestro de los maoístas y los maoístas acusándolo de ser un revisionista que no quería tomar sus responsabilidades con consecuencias dramáticas para su estado psíquico y mental.

En 1968, antes de la movilización estudiantil, Althusser nos dice que el libro había tenido un éxito enorme, pero que para ser aún más útil para militantes de base, había que reducirlo a un tamaño más pequeño y para hacer eso había dos soluciones, o bien elegimos algunos textos y eliminamos los otros, o hacemos una redacción resumida de todos las contribuciones.

Nosotros le preguntamos qué prefería hacer él, a lo que nos respondió que prefería la primera solución, inmediatamente le preguntamos qué íbamos a mantener y qué íbamos a eliminar, a lo que respondió que íbamos a mantener el texto de Balibar porque es un texto muy claro que la mayoría de los lectores consideran muy útil en términos de aplicación a las ciencias sociales, la economía, la antropología, y vamos a dejar de lado los demás porque son mucho más complicados, filosóficos y difíciles de comprender para los militantes.

Yo como un cretino absoluto no vi la trampa en esa solución, esa versión reducida fue utilizada como base de las traducciones en todo el mundo, así se creó el libro de Althusser y Balibar, en el cual la cara invisible era la declinación de los otros y en particular de Jacques Ranciere.

Dejo de lado explicar el conflicto que se produjo algunos años después entre Ranciere y Althusser, más bien consecuencia de la evolución de aquél y segundo, aunque naturalmente él no lo reconoce, pero para mí ahora está claro que estaba muy implicado en el movimiento maoísta de esos años y que Althusser, por el contrario, había abandonado al menos visiblemente toda inclinación en esa dirección y trabajaba críticamente.

Voy a dejar el aspecto teórico de lado, solo voy a decir algo. Al hacer estas modificaciones tuve que releer mi propio texto, el de Ranciere y el prefacio que Althusser escribió. El caso no es que uno haya sido más estructuralista que otro, todos lo éramos, como lo sabe muy bien Emilio; este libro cambió mucho mi comprensión de todo ese proceso, para simplificar, la orientación de Ranciere es crítica en un sentido casi kantiano, hace referencias permanentes a Kant, su problema es como el problema de Kant con la dialéctica trascendental, explicar la posibilidad e incluso la necesidad de una ilusión trascendental, la ilusión del sujeto ideológico como consecuencia inevitable del juego de las categorías centrales del pensamiento, que son las categorías de la economía política, una cosa que Marx decía cuando hablaba de las formas del pensamiento objetivas que producen un efecto de ilusión subjetiva, así Ranciere se mantiene a nivel filosófico de una tentativa de tipo crítico.

Mientras que yo tomo el punto de vista exactamente opuesto y escribo un texto esencialmente positivista, esa fue la razón por la que, yo no los quiero insultar, pero los llamados militantes, y sobre todo economistas, antropólogos, historiadores marxistas influidos por la revolución teórica anunciada por Althusser encontraron en mi texto un instrumento útil; porque yo decía que la crítica ya estaba acabada, que habíamos entrado en el campo de la ciencia y en él podíamos definir conceptos que no tienen ninguna relación con las ideologías o las ilusiones ideológicas del pasado, sino que explican objetos reales de la historia presente.

El problema que como buen militante comunista me interesaba era el problema de la revolución y yo lo reformulé en términos de transición, una cosa que en ese momento jugaba un papel muy importante esencialmente en los países subdesarrollados donde se desarrollaban las luchas antiimperialistas.

Todo el mundo estaba interesado en cómo analizar los fenómenos y procesos de transición, pero la transición como yo la describía, en términos positivistas, se presentaba como una combinación contradictoria de dos tipos de estructuras, las capitalistas y las socialistas o tal vez comunistas. Lo extraño en este sentido es que unas existen en la realidad mientras que las otras, naturalmente, son intelectuales. Lo interesante también es que yo tenía una cuestión en común a nivel formal que era el poner las estructuras intermedias impuras, excepto que para Althusser el concepto central era cómo entender la posibilidad de un discurso como la economía política que el propio Marx consideraba semi científico y semi ideológico, una especie de contradicción interna; mientras yo me ocupaba de una “contradicción real” en la historia.

En la nueva edición, la que ustedes tienen, tanto en mi texto como en el de Althusser, fueron eliminadas las fórmulas que tenían un sabor demasiado estructuralista. Althusser y yo, pero también otros althusserianos habíamos decidido no solo que el estructuralismo no era útil para refundar el marxismo, sino que además era una ideología peligrosa. De tal manera la genealogía profunda que Emilio discute y explica muy bien en su libro, acerca de la combinación paradójica naturalmente, pero también muy productiva intelectualmente, entre estructuralismo y marxismo, en el sentido intelectual, esa combinación está más o menos acordada y escondida en el texto final.

Si ustedes toman los textos de Althusser más el mío, ¿qué tienen en sus manos? Tienen un equivalente, no digo en todos los aspectos del contenido, del libro de Stalin “Materialismo dialéctico y materialismo histórico”; el propio Althusser lo dijo. El texto de Althusser “Materialismo dialéctico” y el texto de Balibar “Materialismo histórico”, uno es la fundación del otro, el segundo es la ilustración de las capacidades científicas del primero. Habría que reflexionar sobre la larga influencia del esquema estaliniano en el pensamiento de Althusser. Tiene razón Emilio cuando lo llama esotérico, más político el lector de Maquiavelo e inventor de esa palabra extraña “materialismo aleatorio”, con carga negativa, no es solamente el materialismo que tiene el azar como su contenido, se puede entender también como un materialismo muy improbable. Lo cierto es que tiene muy poco de materialismo estaliniano y probablemente no tiene nada de marxista, de hecho no tiene nada que ver con él, es una invención filosófica.

Quisiera matizar esta presentación muy negativa y muy autocrítica en cierto sentido, porque en los dos textos que Althusser introduce en el Prefacio hay dos cosas que no se deducen de esto. La primera es la idea de la lectura sintomal, que es una primera tentativa de rectificación de las orientaciones opuestas que tuvimos en el texto. Es una idea dialéctica en cierto sentido, hay una interpretación, la interpelación restringida de la idea de lectura sintomal que está de acuerdo con el famoso tema del corte epistemológico, la lectura sintomal fue lo que hizo Marx para criticar la economía política y el método que usó para producir el corte epistemológico.

Althusser propuso otra interpelación, la idea del corte epistemológico continuado. Pero no llevó la idea del corte epistemológico hasta las consecuencias que, en cierto sentido, el concepto de lectura sintomal contiene. Si leen el texto van a ver que es la mejor interpretación, es decir, se trata de un proceso infinito, no acabado; lo que quiere decir que el marxismo o la teoría científica no pueden existir sin criticar permanentemente, no solo a una ideología pre existente, sino más bien a la ideología que su propia actividad teórica recrea y reproduce en su relación con los movimientos políticos. Hay que aplicar la lectura sintomal a sí mismo, hay que añadir otro nivel de transferencia y de control.

El otro elemento imprescindible, es un elemento que hay que reconstruir tomando algo de “Por Marx” y algo de “Para leer El Capital”, en el párrafo final del Prefacio aparece la formula sencilla que dice que habría que estudiar el efecto de sociedad; fórmula muy extraña porque da la impresión de ser una cosa nueva que el texto no contiene, de hecho lo contiene, el efecto de sociedad no es otra cosa que la sobredeterminación y ésta no es otra cosa que la unidad de contrarios, lo cual es muy difícil de pensar y conceptualizar entre estructuras y coyunturas en la práctica política.

El corazón de todo esto, para mí, la parte más bella de “Para leer El Capital” porque es el cristal filosófico, es el capítulo de Althusser que se llama “Esbozo de un concepto de tiempo histórico”, es interesante porque es vecino de un capítulo atroz que se llama “El marxismo no es un historicismo”, el ataque a Lukacs y a Gramsci, que es una ilustración casi perfecta del método estalinista llamado leninista de criticar a las desviaciones de izquierda de Lukacs y a las de derecha de Gramsci, explicando que tienen el mismo contenido, que es la misma incapacidad de comprender la dialéctica. Es horrendo, pero la contrapartida positiva e inacabada es el esbozo de un concepto que yo llamaría no vulgar, no lineal, no evolucionista, no teológico de la historicidad como no contemporaneidad estructural del presente.

Es aquí que Althusser puede ser comparado con otras grandes figuras del marxismo del siglo XX que estaba mencionando antes. Esto no es para explicar que uno es mejor o superior, es para decir que estamos aquí en el corazón del problema filosófico y que Althusser verdaderamente lo tocó en esta época. Muchas gracias.