Oscar del Barco – la crítica del marxismo como técnica liberacionista. Sergio Villalobos-Ruminott

“Si verdaderamente se ha vuelto posible este tipo de lectura esencialmente no-edípica del texto filosófico, y no únicamente filosófico, en su historia, ¿qué nos impide tratar de leer a Marx así? Más aún, ¿no será ya ésta la única forma posible de leer a Marx, a ese Marx no-marxista que él señaló a la letra? Una lectura que podríamos llamar pos-crisis; lo cual aleja toda tentación de rescate y nos instala en la travesía inmanente de la crisis, que no es solo del marxismo sino de la razón “en general”. Oscar del Barco. El otro Marx[1]

¿Se trata de salvar una tradición? O, por el contrario, ¿es esa tradición la que pesa en gran parte del movimiento revolucionario impidiéndole liberarse teórica y prácticamente de ideas y formas organizativas y políticas que han caducado históricamente? Oscar del Barco. Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas.[2]

Introducción

¿Qué está en juego en el trabajo de Oscar del Barco? ¿Porqué sus intervenciones “filosóficas”, “teóricas”, poéticas o incluso artísticas podrían ser relevantes para pensar nuestro tiempo? En el siguiente ensayo quisiéramos detenernos en los textos tempranos que del Barco dedica a Marx y al marxismo, pues en ellos se esboza, con una llamativa nitidez hasta ahora ignorada, la crítica de un cierto determinismo, de un cierto teoricismo y de un cierto voluntarismo que habrían provocado el fracaso de la experiencia revolucionaria del siglo XX; en particular, el fracaso de la Revolución Rusa, tenida hasta hace muy poco como ejemplo de lucha y resistencia contra el capitalismo.

Del Barco elabora una cuidadosa lectura de las paradojas teóricas de Marx, de las consecuencias de su método, de la prioridad de la “práctica” y de la “inversión” teorética realizada por una joven burocracia congregada en torno a los escritos del alemán convertidos en “sagradas escrituras” de una nueva clerecía.

Pero, su trabajo referido al marxismo no termina ahí, pues muy temprano elabora una crítica de la teoría y la práctica leninistas y de sus inclinaciones vanguardistas que resultaron ser contraproducentes para el horizonte democrático anti-capitalista históricamente identificado con el marxismo.

Su temprano distanciamiento de las euforias y militancias partisanas de un marxismo mecánicamente adaptado a las realidades latinoamericanas, lo llevó a un ejercicio sui generis de “renovación” que no debe ser confundido con el oportunismo euro-comunista ni con los giros post-marxistas con los que, en otras latitudes latinoamericanas, se abandonó la agenda democratizadora en nombre de un tibio realismo de época.

Su renovación puede ser leída como una experiencia de agotamiento y abandono, pues en su desmontaje de las trabas intelectualistas del vanguardismo partisano y en su interrogación crítica del método marxista, lo que sobrevive no es un corpus corregido y dispuesto a ser analizado, sino una experiencia radical de lectura que lo aleja de toda innovación formal, y lo expulsa hacia un ámbito donde la política ya no viene asegurada por ninguna conciencia filosófica.

Bien podría decirse que entre el agotamiento del potencial revolucionario del marxismo “teórico” y la intraducible experiencia de una búsqueda que no intenta restituirle una filosofía a la historia, que habita precisamente en la destrucción de toda filosofía de la historia, se haya la cuestión más relevante a ser pensada en la orfandad radical de su estilo, de su práctica de lectura, de su confrontación polémica con lo real.

Pero, del Barco también está asociado a uno de los más álgidos debates en la Argentina actual, un debate en torno a la violencia política guerrillera y a la copertenencia entre partisanismo y militarismo. En efecto, su carta a la Revista Intemperie (fines del 2004), bajo el altisonante título “No matarás”, dio paso a una

seguidilla de respuestas donde, entre otras acusaciones, abundaron aquellas que lo identificaban con un abandono de la política, un arrepentimiento casi religioso de las acciones y creencias del pasado, una caída en la ética y un llamado pacifista a la autocrítica y al perdón.

Sostenemos, sin embargo, que una breve revisión de la perspectiva que del Barco viene desarrollando desde su exilio en México debiera ser suficiente para relativizar dichos juicios, sobre todo porque lo que está en juego en su trabajo no es una ética o una política alternativa, que prescriba desde su auto-suficiencia conceptual un qué hacer programático, sino, por el contrario, sus elaboraciones están domiciliadas en una particular coyuntura histórica en la que se comienza a hacer imposible seguir “suturando” la diversidad de la historia efectiva desde una cierta filosofía o racionalidad.

De ahí la relevancia de su temprana revisión crítica del marxismo, ya a principios de los ochenta, antes que las sociologías transicionales que fundaban su legitimidad en una necesaria revisión del pasado, confundieran dicha revisión con un obstinado anti-marxismo incapaz de cuestionar el giro neoliberal en la región. Lo que distancia a la renovación de del Barco de la renovación transitológica es que la primera interrumpe la disponibilidad teórica para fundar una nueva práctica política (pues la política es una intensidad de toda práctica y no un ámbito acotado e iluminado por el saber[3]), mientras que la renovación propugnada por las sociologías transicionales apuntaba a la constitución de una nueva filosofía de la historia que legitimara la tardía modernidad latinoamericana y la consiguiente transición desde el Estado nacional-popular hacia el mercado global y la política gestional.

Por otro lado, el debate en torno al “no matarás” reordenó una serie de posiciones sobre el pasado de la izquierda latinoamericana, sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria y su diferencia o semejanza con la violencia capitalista, sobre la viabilidad de la revolución como experiencia definitoria de la democracia radical, y sobre las particularidades de la guerrilla argentina y latinoamericana en general.

Así, problemas relativos a la crítica interna de la tradición marxista aparecen ahora aparejados con problemas relativos a la historia de la izquierda contemporánea, cuestión que marca una continuidad problemática entre la teoría y la práctica marxista, y que marca a esta misma continuidad como una cuestión problemática. De una u otra forma, su trabajo crítico y reflexivo testimonia una cierta dislocación de la relación entre teoría y práctica, entre filosofía y facticidad, que nos deja domiciliados en una cierta intemperie, una cierta orfandad para la que no habría una institución formal o categorial que nos resguarde, obligándonos a una confrontación sin cuartel con las verdades naturalizadas de nuestras militancias.

Por supuesto, el debate en torno al “No matarás” requiere un análisis detenido, pero nuestro cometido aquí consiste simplemente en mostrar que las posiciones asumidas en su compleja postura ya están en ciernes y, a veces, plenamente desplegadas, en sus intervenciones más acotadas sobre Marx, el marxismo y la revolución.

Es, en su crítica del marxismo como filosofía de la historia y del leninismo como vanguardismo burgués iluminado, donde se encuentran las razones fundantes de su desasosiego con el tono negligente de nuestro tiempo.

También quisiéramos dejar claro desde el principio que la lectura intentada en estas páginas no debe agotarse en una historia disciplinada del marxismo latinoamericano, historia para la cual el trabajo de del Barco debería resultar insoslayable. Otras son las motivaciones que la animan, a saber, la posibilidad de leer en sus críticas la paulatina emergencia de una conciencia política no convencional ni reducible a la racionalidad calculabilista moderna, una concepción no formalizada de la política que hoy asociamos con el pensamiento impolítico italiano o con la menos conocida infrapolítica.

De tal forma, después de exponer algunos puntos centrales de su crítica al marxismo-leninismo y a las paradojas de la razón instrumental de izquierda, intentaremos elaborar la relación entre su singular pensamiento y lo que hoy llamamos infrapolítica, no para re-capturarlo o disciplinarlo en una “nueva” perspectiva o escuela, sino para mostrar que su pensamiento es el resultado histórico de, pero también una respuesta a, la crisis de un modo específico de entender la relación entre teoría y práctica, entre marxismo y política.

Así, el pensamiento de del Barco no puede ser inscrito en una “historia” de la filosofía, del marxismo o del pensamiento latinoamericano sin violentar la singularidad de su gesto, que no consiste en un arrebato anti-filosófico, hoy en día más o menos estandarizado, sino en un cuestionamiento de la misma funcionalización de la filosofía como lógica, principio, arché, fundamento o razón.

No se trata, en otras palabras, de un rechazo advenedizo de la filosofía, sino de un pensamiento filosófico an-árquico, a-principial y polémico, que sin renunciar nihilistamente a ella, la problematiza, des-edipizando su lectura y descolocando su función de autoridad, para abrirse a una política que ya no puede ser pensada en los términos modernos de la Gran Política que dirigirá los destinos de la Historia Humana, sino como una infrapolítica, no desde abajo (pues esto sería una inversión topológica vulgar), sino desde la incongruencia constitutiva de vida y saber, acción y razón, teoría y práctica.

La infrapolítica no es una teoría política ni una forma conceptual acotada, sino un nombre para la insubordinación del pensamiento en la época de la realización de la metafísica occidental. En este sentido, intentamos una lectura de del Barco desde las particularidades de su polemos, pero en el entendido de que sus contribuciones -término injusto que intenta captar la dinámica de un pensamiento siempre en retirada-, co-inciden con la serie de preocupaciones que han dado paso a la reflexión infrapolítica, que es la que define nuestro trabajo actual.

El marxismo como técnica liberacionista

En sus dos libros sistemáticos dedicados a la revisión crítica del marxismo, Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas (1980) y El otro Marx (1983), despunta un diagnóstico brutal contra toda forma de ortodoxia y reduccionismo político. En efecto, a principios de los años ochenta, antes que las nuevas teorías de la democracia y de la “tardía” modernidad latinoamericana coparan los ámbitos académicos, y cuando todavía se discutía acaloradamente sobre el carácter “fascista” o “autoritario” de las dictaduras militares del Cono Sur, en el campo marxista los debates teóricos no se reducían a la simple adaptación de las recomendaciones de la Komintern, ni a la consolidación de una política de alianzas para derrotar al enemigo interno e internacional (el imperialismo).

Aún resonaban las tempranas contribuciones de José Carlos Mariátegui sobre la cuestión indígena, junto al debate en torno a los modos de producción en América Latina, la caracterización de las sociedades asiáticas, la crítica del desarrollismo y la dependencia y la determinación del carácter feudal o capitalista del proceso histórico latinoamericano, cuestiones que dividían el campo marxista entre los más “etapistas” y aquellos identificados con una versión libre de “la ley del desarrollo desigual y combinado”.

Para unos, se trataba de recuperar la democracia, afirmar el horizonte democrático-burgués y fortalecer los partidos comunistas (partidos de masas con un claro rol pedagógico) en su lucha por radicalizar la democracia. Para otros, el análisis debía ser hecho en términos del sistema capitalista global, y mediante una adaptación libre de la teoría leninista del “eslabón más débil”, se seguía la inminencia revolucionaria.

Desde Agustín Cuevas y René Zavaleta Mercado, hasta Roger Bartra o José Revueltas, el marxismo latinoamericano estaba lejos de ser un campo homogéneo y estructurado en torno a una filosofía de la historia convencional. Del Barco pertenece a esta coyuntura, pero su singularidad consiste en la forma radical en que plantea no una adaptación del marxismo soviético oficial, sino una crítica radical de sus usos convencionales, soviéticos o no.

Encontramos en él no solo claridad con respecto a la coyuntura marxista en la región, sino una rigurosa lectura de las obras efectivas de la tradición marxista y una particular sensibilidad filosófica que le permitía estar atento a las contribuciones del pensamiento contemporáneo.[4]

A la vez, más allá de su pertenencia al grupo de los gramscianos argentinos que desde los Cuadernos de Pasado y Presente, y después desde el exilio mexicano, habrían realizado una sólida contribución al marxismo teórico y político en la región[5], del Barco sin embargo, no puede ser homologado con figuras consulares tales como José Aricó o Nicolás Casullo, sin omitir sus derivas particulares.

Quizás se podría afirmar, sin desmerecer la importancia histórica y teórica de estos intelectuales, que el trabajo de del Barco permite una tensión más “productiva” cuando es comparado con el giro post-marxista de Ernesto Laclau y con las críticas al ethos racionalista y sacrificial del marxismo oficial, desarrolladas por el pensador ecuatoriano Bolívar Echeverría, pues lo que estos tres pensadores comparten es una sospecha radical con las promesas de la misma revolución como interrupción de la lógica capitalista de acumulación.

En efecto, mientras que para Ernesto Laclau la revolución fue sobre-codificada por una lógica de la necesidad que terminaba haciendo imposible a la misma política al interior del marxismo convencional, para Bolívar Echeverría la revolución más que una interrupción de las formas de violencia mítica propias del capitalismo, sería parte fundamental de su puesta en escena, mecanismo interno y definitorio del capital.[6]

Para del Barco, lo que importa es una lectura histórica de Marx y no una repetición del código marxista. En este sentido, se trata de una “reactivación”, para usar una figura fenomenológica, que despabila al mismo alemán, sepultado por una “sedimentación” sistemática de su pensamiento a cargo de la intelligentsia revolucionaria oficial.

El Marx que sale de su pluma es ya otro, no hijo de Hegel o de la filosofía burguesa, pero tampoco aquel que habría puesto la dialéctica al revés, invirtiendo el viejo idealismo alemán, sino un Marx inundado de historia, atento a las dinámicas críticas de la sociedad de su tiempo, y por lo mismo, no el autor de esquemas conceptuales de validez universal, sino una especie de etnógrafo sensible  a las particularidades históricas y sociales de su entorno.

Este otro Marx es un escritor lleno de contradicciones, y del Barco no lo lee para asegurarse un acceso privilegiado a los secretos de la historia, sino que lo lee como un sismógrafo, buscando en sus textos el registro involuntario de las dinámicas sociales más allá de toda lógica, pues “todo intento por constreñir lo real dentro de una lógica termina por hacer estallar la lógica” (OM 69).

Esto último es relevante, pues ya no se trata de determinar ni la validez ni la génesis del canon marxista, y lejos de remitir su circunstancialidad a una afortunada síntesis de economía política inglesa, socialismo francés y filosofía alemana, el Marx que emerge de los escritos del argentino no es ni un filósofo ni un economista, sino un crítico de lo real: “Para Marx, y esto es lo que no termina de entenderse, se trata de cuestionar lo real (que aquí es el modo de producción capitalista) y la “ciencia” de lo real; de criticar el sistema criticando el sistema-de-categorías del sistema”. (OM 17)

En este sentido, del Barco escribe desde la crisis del marxismo, pero no para sentenciarla normativamente, sino para insistir que es la misma crisis, en cuanto condición ontológica de la historia (si se nos permite este oxímoron foucaultiano), la que define la ocasión de Marx. En efecto, es desde la crisis que ha surgido la textualidad del alemán, y así, sus categorías son siempre momentáneas y sus observaciones metodológicas siempre históricamente encarnadas y nunca deberían haber sido convertidas en un método general.

Sin embargo, la historia del marxismo podría ser leída como un intento incesante por establecer un corpus, un método, una epistemología que resuelva, de una vez y para siempre, su política, es decir, su relación epistemológica con lo real desde su domesticación categorial.

Aquí es donde la filosofía de la historia, en cuanto programa teleológico de culminación de una cierta voluntad subjetiva, la estructura onto-teológica de la metafísica y el partisanismo político marxista convierten el pensamiento de Marx, que es un pensamiento abierto o irresuelto frente a la “lógica” inanticipable del acaecer, en técnica, haciendo de su critica de la técnica una técnica más en la larga historia de la determinación de la existencia, de la enajenación, no como extravío desde la verdad del “yo”, sino en cuanto reducción de la travesía ontológica de la existencia a la disciplinada condición del sujeto y de la conciencia.

Del Barco entiende perfectamente este problema, la conversión del marxismo en técnica liberacionista, y entonces no puede dejar de advertir la paradoja de hacer de la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía (que es la culminación des-humanizante de la historia de la técnica) una forma de la filosofía de la reconciliación y de la conciencia, pues en esa lectura hegeliana, la reconciliación y la restitución de la conciencia son posibles por la reducción de la misma negatividad de la experiencia a una forma positiva del saber.[7]

Para él, incluso Heidegger no alcanza a percibir en Marx más que una teoría propia del siglo 19, sin percatarse que lo que hay allí es “una inmensa fenomenología-crítica precisamente de la técnica devenida sujeto social” (OM 19).

De una u otra forma, en su resistencia al sujeto hegeliano, ya se adivina su desconfianza no solo con el carácter monolítico del sujeto político marxista, el obrero en cuanto clase consciente para sí y el respectivo reduccionismo de clases del marxismo vulgar, sino también su distancia con el proceso auto-télico desde el que la sustancia deviene sujeto, haciendo de la política una cuestión relativa al saber absoluto.

Para anticipar una preocupación propiamente infrapolítica, podríamos decir que es en este plano donde del Barco ya piensa lo político más allá del sujeto.

Pero antes de ir a este punto, destaquemos cómo el filósofo cordobés, de manera análoga a cierto pensamiento agrupado bajo el mote de post-estructuralismo, y gracias a su lectura destructiva de la filosofía de la historia, no solo suspende la naturalizada relación entre teoría y práctica, sino que no cesa de darle prioridad a la práctica, no como implementación de un recetario definido desde algún esquematismo conceptual, sino como confrontación con lo real, y por tanto, no como actividad reservada a un sujeto en particular, asignado acríticamente desde la división del trabajo, sino como propiedad de la misma existencia.[8]

Esto implica leer lo real no como aquello informado por la voluntad de algún sujeto histórico, sino como aquello frente a lo cual el sujeto no cesa de darse cabezazos, hasta destruirse como figura meramente epistemológica, arriesgándose a transitar la delgada línea que separa el nihilismo subjetivista de la filosofía de la conciencia. La política aparece entonces no como habilitación o salvación de un sujeto, sino como posibilidad de una experiencia de lo real más allá de la mediación categorial que nos entrega lo real ya siempre técnicamente mediado.

Sin embargo, no se trata de postular una experiencia originaria, sin mediación técnica, como si su crítica de lo posthumano restituyera la dicotomía metafísica de physis y techné, que sigue abasteciendo a las políticas identitarias, vernáculas, contra-modernas en la actualidad. Se trata, por el contrario, de una problematización radical de la técnica no como producción de una naturaleza inorgánica o artificial del hombre, sino como condensación de las relaciones de poder y subordinación que caracterizan al proceso de acumulación capitalista y a su variante liberacionista.

Esa es la consecuencia radical que del Barco lee en el método marxista, y no una serie de preceptos que dictaminarían un cierto qué hacer teórico o práctico, pues todo su trabajo es una interrupción, nos atrevemos a sugerir, de ese qué hacer que es la forma distintiva de la conversión del pensamiento de Marx en marxismo o técnica liberacionista.

En otras palabras, su crítica de la técnica no es antropológica sino que relativa a la cuestión del poder y la acumulación.

Así, su lectura de la relación entre Hegel y Marx es una lúcida problematización del estatuto de la teoría, no como actividad contemplativa o reflexiva, sino como narrativización conceptual del acaecer.

Del Barco no intenta mostrar la herencia hegeliana en Marx, sino desacreditar su presencia en un marxismo teorético que cada vez que es llamado a explicar dicha relación termina por “hegelianizar” la especificidad del pensamiento de Marx, más allá del hecho, perfectamente hegeliano, de presentar la teoría marxista como inversión o, incluso, como materialización de Hegel.

Pero, no se trata solo de una cuestión filosófica relativa a las herencias conceptuales, entre las que destacarían, en primera instancia, la totalidad, la historia, el sujeto y la dialéctica, sino de una cuestión mucho más determinante, inscrita en un nivel menos explícito, relativa al hecho de hacer comparecer ambos pensamientos, de manera equivalencial o proporcional, a un cierto plano de comparabilidad en el que, mediante una analogía general, se disuelve la resistencia que el riguroso pensamiento de Marx le opone al cierre teórico de la filosofía hegeliana.

En otras palabras, no se trata de establecer una relación de continuidad o discontinuidad entre ambos, sino de pensar el surgimiento, con Marx, de un espacio no teórico, lo real, y por lo tanto, no capturado por la astucia de la razón filosófica.

Permítasenos una extensa cita donde todo está lúcidamente articulado:

“La diferencia entre Marx y Hegel está en que mientras Hegel reprime lo real de la relación concepto-real, haciendo del conocimiento el desenvolvimiento del concepto y afirmando la filosofía (más precisamente su lógica) como la verdadera Ciencia; Marx refiere el concepto a lo real, el concepto es concepto-de-lo-real, de lo concreto real, en su forma conceptual; además y, esencialmente, el concepto vuelve encarnado políticamente al concreto-real para su transformación: en ese “comienzo” y en esta vuelta se desmarca el estatuto del teórico-originario propio de las clases explotadas; mientras la “ciencia burguesa”, ya sea la Economía Política o la Lógica, se dispara hacia lo abstracto clausurándose en el concepto, la teoría revolucionaria “deviene fuerza material”, deviene-mundo. Este movimiento trans-teórico produce un desplazamiento absoluto del corpus filosófico.” (OM

63)

Algo similar es lo que ocurriría con los esfuerzos, finalmente infructuosos, de Louis Althusser por problematizar la práctica y darle un estatuto en el sistema teórico marxista. Ya sea la práctica política, la ideológica o la teórica, es el intento por fijar su estatus lo que traiciona la brillante intuición originaria de su anti-hegelianismo.

De esta forma, en vez de desmontar el andamiaje conceptual del teoricismo hegelo-marxista, Althusser terminó por producir, al interior de la teoría, una inversión anti-historicista que resultó contra-producente y limitada para pensar la historicidad radical de las prácticas sociales.

Es esta diferencia entre historicismo e historicidad la que le permite a del Barco tomar distancia del estructuralismo marxista y, aún cuando su crítica del historicismo burgués es fundamental, eso no lo lleva a negar la historicidad radical de las prácticas sociales desde una cómoda con-ciencia filosófica.

El problema de fondo, como advertíamos, es la pérdida de potencia de la crítica de Marx a la técnica, articulada como crítica del fetichismo de la mercancía, pues del Barco lee dicho fetichismo no como una espuria categoría de la conciencia enajenada, predispuesta a ser reintegrada o recuperada en una Aufhebung concientizante, sino como concreción del mismo desarrollo des-humanizante de la técnica, en una proximidad con Heidegger que plantea la cuestión de la misma técnica más allá de la hipótesis antropológica convencional.

En tal caso, en su des-hegelianización de Marx, Althusser habría llegado a suprimir no solo los textos juveniles, considerados como ideológicos, sino incluso el mismo capítulo primero del capital, cuestión que le impidió entender al mismo Capital como una crítica de la técnica en cuanto concreción des-humanizante de una racionalidad operativa y teórica a la vez:

Su teoricismo epistemológico –concluye del Barco- le produce una especie de estrabismo conceptual: considera que un término hegeliano, o filosófico, implica toda la problemática propia de su contexto y, consecuentemente, se dedica a expurgar a Marx de “conceptos” hegelianos. (OM 105)

Obviamente, la crítica del pensador argentino es compleja y elaborada, no está focalizada solo en Althusser, sino en la misma conversión del marxismo en una suerte de teoría general o filosofía materialista de la historia, pero ya en la época de la publicación de El otro Marx éste conocía la famosa Lección de Althusser con la que Rancière problematizaba su distanciamiento de la escuela althusseriana.[9]

A la pasada, en una línea que contiene el programa de todo pensamiento a-principial y an-árchico contemporáneo, del Barco comenta: “Como dice Rancière ‘la lucha de clases en la teoría es el último recurso de la filosofía para eternizar la división del trabajo que le da lugar’” (OM 111). Lo que está puesto en cuestión acá no es solo el carácter técnico-liberacionista del marxismo, su falta de problematización del lugar que se le asigna en la división del trabajo (trabajo intelectual / trabajo manual), sino la complicidad de este marxismo con los mismos mecanismo de acumulación que definen al capitalismo, pues lo que sostiene su condición de técnica liberacionista es su expropiación de la inteligencia colectiva y su apropiación de la reflexión teórica, cuestión que no solo crea una burocracia de expertos o una vanguardia de iluminados, sino que desbarata el “comunismo de la inteligencia” remitiendo al obrero a una lógica identitaria que lo condena a actuar una identidad de clases definida desde el guion de la teoría.

Si Rancière piensa la noche de los proletarios[10] como aquella instancia donde estos se des-identifican y desmarcan de las

narrativas sacrificiales y heroicas reproducidas no solo por la teoría sino también por la historiografía marxista, del Barco, con una intuición similar, entiende que el trabajo de Marx no puede ser apropiado por un régimen de saber autónomo, pues la misma condición de posibilidad de dicho trabajo es la crítica del orden disciplinar y disciplinario que surge de la determinación teoricista de la práctica y de la política:

“Marx –sostiene el cordobés- no fue un teórico a la manera como lo entiende Althusser: como un profesor que sabe mucha economía y mucha filosofía. Sabía si mucha economía y mucha filosofía pero las criticó, no acepto el juego de quedarse en la economía y en la filosofía. Porque no tenía lugar en ellas pudo criticarlas” (OM 101).

Sin embargo, hay que entender que esta crítica al teoricismo marxista no es ella misma una crítica teórica, pues eso sería repetir la tautología estructurante del marxismo, su autoafirmación como inmanencia absoluta y conceptual. Por el contrario, la verdadera raíz del teoricismo marxista radica en su condición de forma histórica de saber, es decir, en las decisiones no de la teoría sino del teórico.

Por lo mismo, necesitamos aclarar que del Barco no está proponiendo una crítica psicologista al carácter de los marxistas, sino una crítica radical al embelesamiento híper-explicativo, auto-referente o auto-suficiente con que los marxistas confrontan las incertidumbres de lo real.

Si la premisa fundamental y básica del análisis materialista era la inversión de las categorías subjetivas (o genérico-sensibles) de Hegel y Feuerbach, dicha inversión fue restituida por el marxismo que terminó por generalizar las categorías del análisis de Marx, olvidando su condición radicalmente histórica, política. El marxismo es una intervención en el orden de lo real o no es nada, es decir, o entendemos el marxismo como una forma de la práctica históricamente constituida de los proletarios o convertimos el marxismo en una filosofía de la historia de la liberación, sin advertir que el problema con esto radica en el lugar de comando que le seguimos asignando a la filosofía.

Aquí es donde del Barco entiende la pertinencia de una “ciencia proletaria”, entre comillas, pues no se trata del fomento estalinista de una ciencia obrera, ni del entusiasmo vanguardista con la Proletkult, sino de una interrupción de la objetivación que el saber supone sobre el mundo, desde la perspectiva de sus hacedores (para no decir agentes o actores), los mismos que se encuentran sometidos tanto a la lógica de la acumulación capitalista como a la lógica de la liberación marxista.

Aquí mismo es donde la crítica del Barco a la función técnica de la filosofía se muestra como una crítica de la función filosófica de la técnica:

“De esta manera la ciencia, a través de la máquina, se convierte en el sujeto fetichizado de la sociedad capitalista y es este fetiche, fruto de una inversión real, el que funda lo que llamamos el fetichismo de la ciencia. La importancia constitutiva que tiene la ciencia en nuestra sociedad deriva de su encarnación maquínica: es el cerebro de ese gran autómata (complejo de máquinas que funcionan automáticamente) que es el modo de producción capitalista. (OM 189)

Pero, todas estas observaciones en contra de la conversión del marxismo en técnica liberacionista ya habían sido explícitamente articuladas, unos años antes, cuando del Barco emprende un riguroso análisis de la Revolución Rusa y de la relación entre leninismo y estalinismo.

Hacia allá quisiéramos desplazarnos ahora, pues eso nos permitirá complementar la crítica del liberacionismo técnico con la crítica del vanguardismo iluminista, en cuanto ambos son eficientes en la expropiación del “comunismo de las inteligencias” que termina por perpetuar en el marxismo oficial su complicidad con los procesos de expropiación y acumulación.

El fracaso de la revolución

El punto de partida en la reflexión histórico-política de del Barco es, significativamente, la conciencia clara respecto del fracaso de la Revolución Rusa, que pasó de ser una instancia democratizadora y liberadora a una máquina autoritaria que terminó por convertir al país en un inmenso campo de concentración basado en un proceso innovador y autoritario de “acumulación socialista”, tanto a nivel económico, como a nivel político.

Dicha acumulación entonces no solo replicó el modo de producción capitalista en una forma acelerada y centralizada, sino que instituyó un fundamento teológico para la acción que hacía más evidente la relación entre capitalismo y religión, precisamente porque el socialismo surgido del leninismo instituía, sin cinismo ni mediaciones, los rituales propios del capitalismo occidental, según una nueva nomenclatura que disputaba superficialmente el modelo modernizador de Occidente solo para confirmarlo a nivel de sus premisas fundamentales (autoritarismo, productivismo, sacrificialidad, racionalidad principial, etc.).[11]

Habría que insistir aquí en dos cosas, por un lado, el análisis propuesto por del Barco no es propiamente conceptual o historiográfico, sino histórico-político, pues su examen de las limitaciones del pensamiento leninista y de las consecuencias materiales de tales limitaciones va allá de la situación rusa o de la Revolución Bolchevique en particular y se extiende hacia el horizonte general del marxismo contemporáneo.

Por otro lado, este análisis tampoco se conforma con la habitual, aunque ahora insostenible, hipótesis que ve en el estalinismo la razón de la crisis de la Revolución; por el contrario, y en esto reside la singularidad de su investigación crítica, es en el mismo Lenin donde se encuentran una serie de paradojas que acaban sobre-determinando el proceso revolucionario desde una lógica autoritaria y finalmente nefasta.

En Lenin la teoría funda la práctica política, sustrae las luchas inmediatas de las clases sometiéndolas a un sentido trascendente, que existe fuera y por sobre la clase, y del cual es depositario el partido como organización política de la clase.

Este sentido, a su vez, constituye la base de un tipo de partido rigurosamente estructurado en un orden pedagógico, de guía y maestro, tal como fue expresado cientos de veces por la vieja y la nueva ortodoxia. (ECL 177)

Necesitamos detenernos acá para destacar la prolijidad del argumento. La Revolución tiene, al menos, dos etapas bien marcadas, la primera relativa a la lucha contra el zarismo y la preeminencia de los Soviets como organizaciones populares y democráticas, la segunda como lucha por la consolidación del socialismo y por la organización efectiva del nuevo Estado soviético, en el contexto de la Primera Guerra Mundial y de los ataques “imperialistas” europeos.

La figura de Lenin es central en todo el proceso, pero lo que le importa a del Barco no es su pensamiento como sistema de reglas o preceptos, sino la circunstancialidad efectiva de sus elaboraciones. Lenin aparece entonces como un pensador de la cuestión nacional y del socialismo, que va elaborando sus “tesis” en directa relación con las coyunturas históricas y políticas.

Sin embargo, en esas elaboraciones o “tesis”, y no solo es su

canonización posterior por parte del estalinismo, es donde encontramos las paradojas que terminan por obstruir el mismo proceso revolucionario y facilitar una reconcentración del poder en manos de una nueva burguesía disfrazada de burocracia partidaria, cuya legitimidad venía asegurada por el mismo esquema intelectualista que Lenin formula para pensar las relaciones entre teoría y clase.

“La idea leninista de que la teoría de la clase obrera se gesta y existe al margen de la clase, fuera de la clase, genera la concepción “bolchevique” de que el partido es el depositario del saber y del deber-ser de la clase; como consecuencia lógica de esta premisa la función prioritaria del partido consistirá en hacer penetrar en la clase la conciencia-de-clase elaborada por los intelectuales burgueses al margen de la clase; de esta manera el Partido será la “correa de transmisión” encargada de trasladar (de afuera hacia el interior) la ciencia-del-proletariado; será el encargado de transmitir la verdad de la clase desde el lugar de la teoría al lugar del proletariado. (ECL 29)

En efecto, no sería exagerado decir que del Barco escribe La lección de Lenin, pues su crítica apunta centralmente a la manera en que las decisiones acotadas del ruso van generando las condiciones para una “acumulación socialista” quizás más eficiente en el corto plazo que la misma acumulación capitalista, retardada en el territorio nacional gracias a las contantes invasiones mongoles y a la persistencia de una organización autárquica y señorial.

Sin embargo, en términos más acotados, del Barco pone atención, en el pensamiento de Lenin, a la conversión del campesinado ruso (mayoritario a principios del siglo 20) en una espuria noción de clase asalariada, cuestión que permitió recurrir a la mecánica justificación marxista de la revolución como desenlace inexorable de la historia y como producto de la acción organizada del proletariado.

Al sentar las bases del desarrollo capitalista en Rusia y extender en demasía la misma noción de clase obrera, no solo ésta se volvía irrelevante, sino que se desconocían las mismas reformulaciones que Marx había elaborado respecto a la comuna agraria rusa y a la cuestión campesina en general.

En efecto, tanto en sus escritos etnológicos, en sus análisis sobre las formaciones económicas pre-capitalistas o en sus correspondencia con Vera Zasulich, Marx había revisado los postulados propios del Manifiesto del Partido Comunista (1848) que le asignaban una centralidad estratégica a la clase obrera, para pensar la crítica del capital más allá de la prioridad ontológica asignada una subjetividad en particular.[12]

Todo este otro Marx, que comienza a ser cada vez más relevante desde mediados del siglo 20, quedaba supeditado a una lectura reduccionista que ponía énfasis en la centralidad de la clase obrera como sujeto político de la revolución.

Sin embargo, aquí hay un segundo momento central en el leninismo, pues si bien es la clase obrera la que constituye el potencial revolucionario al interior del capitalismo, esta clase no cuenta con una conciencia clara de su condición de clase y esta conciencia debe ser “importada” desde el exterior por una vanguardia revolucionaria que represente de manera radical sus intereses de clase.

Esa es la tarea de los bolcheviques, en primera instancia. Sin embargo, del Barco atiende a la misma metamorfosis interna del poder en el Partido Comunista, a las purgas y a la re-concentración del poder en una nueva burguesía emergente en la Rusia post-revolucionaria, como causas de la conversión del movimiento revolucionario en una forma totalitaria de Estado-Partido unificado, cuya voluntad baja desde el comité central hacia las bases, contraviniendo la teoría clásica del centralismo democrático, cuestión que no se debe solo al estalinismo, sino que aparece en Lenin como “excepcionalidad” demandada por la coyuntura.

De una u otra forma, en la lectura realizada por del Barco, Lenin aparece como un soberano schmittiano que decide sobre la excepción y determina la vigencia o suspensión del pacto social.

“El razonamiento se articulaba de la siguiente manera: si el Estado era ocupado por el partido que a su vez era el verdadero representante de la clase, ¿por qué los obreros concretos de esta o aquella fábrica, esos obreros primitivos, sin ciencia y sin técnica, iban a tener que hacerse cargo de las mismas? Más bien debían poner en práctica (obligatoria) su fidelidad a ese partido que era el depositario del saber, dejando que gobernara en nombre de ellos.” (ECL 155)

La lección de Lenin nos indica, entonces, que gracias a una serie de medidas excepcionales, el ruso fue consolidando la concentración del poder en la Unión Soviética, expropiando a las masas campesinas y trabajadoras de su agencia política, sometiéndolas a los imperativos, estatalmente diseñados, de la revolución y su consolidación, y favoreciendo las purgas intestinas que terminaron con la crisis epocal del socialismo como estalinismo.

En tal caso, el estalinismo no es una traición o un desvío del marxismo leninismo, sino su consecuencia lógica, toda vez que en él se expresan la serie de criterios elitistas, sacrificiales y vanguardistas que terminaron por convertir a la misma revolución en una performance del capital.

A pesar de las críticas de Luxemburgo, para quien la organización obrera era inmanente al movimiento mismo (a la huelga general), o de los populistas rusos que insistían en que era desde el ceno del pueblo desde donde debían surgir las tendencias y políticas democráticas, Lenin no vaciló en implementar un Estado fuerte y centralizado (modelo alemán), en los años 1920, cuestión que facilitó la conversión de la revolución en una fallida experiencia autoritaria.

Así, al igual que su crítica del teoricismo marxista, del subterfugio hegeliano y del althusserianismo como práctica teórica, del Barco concibe el problema de Lenin como una insuficiente problematización del estatus de la teoría y de su función normativa con respecto a la política.

El gran problema de Lenin, nos parece, es que piensa la realidad desde la teoría, desde fuera hacia adentro. No se trata de que no piense la realidad rusa, pues constantemente piensa y discute acerca de la realidad rusa, incluyendo al campesinado, sino que piensa dicha realidad, y esto es lo que queremos marcar, desde una óptica teórica determinada: su teoría de la revolución, la relación entre teoría y clase, y, finalmente, el tipo de partido que implica como necesaria dicha concepción. (ECL 58)

Aquí radica entonces la singularidad del pensamiento de del Barco, en su análisis crítico y destructivo del horizonte onto-teológico que sigue limitando a la tradición marxista, convirtiéndola en un dispositivo al servicio de la acumulación y del dominio técnico sobre lo viviente. La nitidez de sus planteamientos no fue suficiente para abrir un debate fundamental, que de una u otra manera, vuelve a explotar a principios del 2000 con su intervención relativa a la violencia guerrillera y la complicidad que él mismo habría tenido, irreflexivamente, con el partisanismo guerrillero del pasado.[13]

Pero en cada una de sus intervenciones lo que está en juego no es una ética o un arrepentimiento personal, sino un cuestionamiento de la sobre-determinación teórica de la práctica, que representa una forma de la política asociada con la disputa argumental, hegemónica y principial.

Es por esto que nos interesa leer la sui generis política de su polemos en relación a la serie de problemas que identificamos ya como infrapolíticos, pero no porque la infrapolítica sea una alternativa teórica más eficiente (o una mera proposición práctica), sino porque como tal ésta nombra el exceso de la vida con respecto a la teoría, o si se quiere, la insuficiencia de la teoría para dar cuenta de las formas históricas de la existencia.

La dislocación

Decíamos que nuestra percepción del trabajo crítico de Oscar del Barco podría beneficiarse notablemente al ser contrastada con las perspectivas desarrolladas por Bolívar Echeverría y Ernesto Laclau. Dicha comparación, sin embargo, que solo podemos sugerir acá, debería partir por evaluar las formas en que estos pensadores elaboran su crítica del marxismo y del socialismo realmente existente.

La forma en que revisan tanto el reduccionismo de clases como el esquema evolutivo del marxismo convencional, y finalmente, la forma en que repiensan el estatuto de la revolución y de la misma política. Nos remitiremos estrictamente a la crítica que Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe) han desarrollado del marxismo occidental, desde tres planteamientos fundamentales, a saber, 1) la crítica del reduccionismo de clases, 2) la crítica de la lógica de la necesidad (y de la inexorabilidad de la revolución) y, 3) la crítica del economicismo que hace imposible una teoría marxista de lo político, al concebirla como un reflejo de las relaciones sociales de producción.

Frente a esto, ellos presentan una innovadora lectura de la tradición gramsciana, apropiándose y problematizando la noción de hegemonía que en toda su polisemia conceptual, comienza a funcionar como descripción del poder fácticamente articulado, como teoría de la formación del poder y las disputas políticas y como sinónimo de la misma política en general.

Más allá de la necesaria discusión en torno a esta lectura en particular, interesa para nuestro cometido actual, mostrar cómo la teoría de la hegemonía funciona en términos teóricos e históricos.

Por un lado, para Laclau la hegemonía pareciera contener todo el campo de lo político, mientras que por otro lado, ésta funcionaría como modelo explicativo de la misma historia del poder y de la formación del Estado, en América Latina y más allá. Nada de esto es problemático, sin embargo, si se comparten las premisas explicitas de esta formulación, a saber, la configuración discursiva de lo hegemónico, la ontologización de lo social como articulación post-fundacionalista de la sociedad, el primado de los procesos de significación colectiva y la disputa hegemónica por el control del aparato de Estado en general.

De hecho, la teoría de la hegemonía es una formulación muy precisa de la relación entre contingencia y necesidad, ya que invirtiendo la lógica del marxismo clásico, Laclau (y hasta cierto punto Mouffe) conciben lo político como el espacio de la indeterminación de lo social (radicalizando al mismo Claude Lefort, si se quiere), donde lo que está en juego es la toma, no revolucionaria, del poder.

Sin embargo, a pesar de las similitudes superficiales, quizás es en la noción de “travesía inmanente de la crisis” acuñada por del Barco en su lectura de Marx donde podríamos domiciliar un desacuerdo fundamental. Mientras que Laclau y Mouffe presentan su teoría como elaboración sustitutiva (discursiva) de un evento traumático que altera el orden hegemónico previo, haciendo que la política sea una permanente elaboración de cadenas significantes capaces de re-articular un sentido para la experiencia social desarticulada [14] ; del Barco presenta la crisis como dislocación radical y no como un momento teleológicamente adherido a la nueva operación articulatoria.

De esta diferencia se sigue, por lo tanto, que la travesía inmanente de la crisis no se resuelve en una reconfiguración discursiva, finalmente teórica (aunque no se trate de teoría académica), ni tampoco la política coincide con la noción de hegemonía ni con la disputa irrenunciable por el poder (como si la hegemonía fuese otro nombre de la “voluntad de voluntad” metafísica).

Quizás en esto mismo radica la diferencia en términos de influencia política que la obra de ambos tiene en el concierto latinoamericano actual, pues mientras Laclau se deja leer, de manera natural y lógica, como el referente teórico de las nuevas experiencias de la izquierda regional, del Barco no parece hacer posible el tránsito de sus formulaciones a la condición de referente para una forma, hegemónica o contra-hegemónica, de la política actual.

Sin embargo, no nos interesa sancionar la razón populista y hegemónica de Laclau como una nueva “filosofía de la historia” en tiempos de globalización, ni tampoco intentamos repetir el gesto advenedizo y, finalmente, reaccionario, de concebir el trabajo de del Barco como una reflexión filosófica incontaminada por la política.

Pues aun cuando del Barco funciona como referente para organizar nuestras reflexiones, habría que advertir que su estilo particular consiste en la anulación del dato biográfico y en el sabotaje permanente de la noción de autoría.

Es aquí donde, finalmente, queremos destacar la convergencia de su permanente cuestionamiento con el tipo de problemas que la infrapolítica identifica como relevantes, sin negar que esto pueda todavía resultar gratuito e incluso violento para él mismo.

Si la infrapolítica no es ni un concepto ni un “approach”, ni menos una retirada desde la política, sino una forma oblicua de problematizarla y un éxodo con respecto a la problemática de la voluntad de poder, entonces, las condiciones para la reflexión infrapolítica coinciden, y esta sería nuestra sugerencia final, con las que traman el trabajo crítico del pensador cordobés.

A saber, una problematización de la hegemonía como razón política suficiente (la infrapolítica es post-hegemónica en la medida en que su cometido no está tramado por las disputas en torno a la hegemonía ni a la toma del poder) y una problematización de la prioridad de la política, de la racionalidad y de la teoría como monopolio de una vanguardia iluminada, que todavía descansa sobre procesos flexibles de acumulación y sobre la obliteración del comunismo de las inteligencias sociales, gracias al privilegio de los “expertos”.

El cuestionamiento radical que del Barco realiza de la tradición marxista nos lleva a un momento central de la discusión infrapolítica, momento en que la lógica principial y el principio de razón constitutivo de la metafísica, se muestran en su copertenencia al interior de la tradición onto-teo-lógica y totalmente alojados en la historia moderna del liberacionismo.

La conversión del marxismo en técnica de la liberación es, en tal caso, su reducción a la lógica hegemónica y principial que define convencionalmente lo político. La infrapolítica no intenta sobre-codificar este movimiento, sino que habitar en su imposible sutura, lugar donde la historia no coindice con la lógica y donde lo política es siempre algo más que el sujeto. La infrapolítica apunta, de una u otra forma, a una experiencia insobornable de la intemperie, y así, la singularidad del pensamiento de Oscar del Barco no debe ser confundida con la oferta teórica de la máquina semiótica universitaria, pues lo que él hace no es teoría, sino el registro sutil y permanente del descentramiento radical de la existencia.

Si sus críticas devastadoras de la tradición marxista, del leninismo y del fracaso de la revolución tienen algún sentido, no debería sorprender entonces que hayan sido desatendidas por tanto tiempo, pues lo que está en juego en ellas es la misma posibilidad de una política de izquierda no sujeta al principio de razón ni a la lógica de la hegemonía.

Más allá de las acusaciones circunstanciales sobre su abandono de la política y su “caída” en la ética o en la teología, habría que pensar cómo, desde este trabajo, lo que se hace posible es una nueva comprensión de la política; a esta posibilidad atendemos con sumo cuidado siempre que la infrapolítica no se entretiene con la búsqueda de nuevos fundamentos.

Fayetteville, marzo 2015


[1] Oscar del Barco, El otro Marx, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983, pp. 12-13. De ahora en adelante citado como “OM”.

[2] Oscar del Barco, Esbozo de una crítica de la teoría y práctica leninistas, México, Universidad Autónoma de Puebla, 1980, p. 102. De ahora en adelante citado como “ECL

[3] “Por consiguiente resulta imposible hablar de una práctica política y habría que decir más bien que la política no es una práctica sino una intensidad propia de toda práctica” (OM 41).

[4] Por ejemplo, junto a Conrado Cerreti, del Barco es traductor de la temprana versión en español de De la Gramatología (México, Siglo XXI Editores, 1971), libro fundamental de Jacques Derrida que había aparecido un poco antes, en 1967.

[5] Raúl Burgos, Los gramscianos argentinos. Cultura y política en la experiencia de Pasado y Presente, Argentina, Siglo XXI, 2004.

[6] Ver de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una democracia socialista, España, Siglo XXI, 1987. Y de Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 1998

[7] Este sería uno de los problemas a seguir en sus textos posteriores, pues no se trata de afirmar ni una ruptura con un momento juvenil, ni una obra “sistemática”, a la manera en que los filósofos profesionales leen el pensamiento según los postulados de la historia de las ideas. Ver, por ejemplo, Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, Argentina, Caja Negra Editora, 2010.

[8] No se trata, entonces, de una simple inversión de la jerarquía teoría-práctica, sino de su disolución radical, cuestión que no pasa por darle privilegio epistemológico o político a la práctica, sino por

liberarla de las contracciones de la lógica y de la técnica liberacionista. Pensar la práctica más allá del horizonte liberacionista implica llevar al extremo la crítica de la sobre-determinación técnica de la existencia y abrirse a una nueva concepción de la experiencia, cuestión que solo podemos dejar señalada acá, para evitar el contrabando de una noción vulgar o empirista de práctica en su trabajo.

[9] Jacques Rancière, La lección de Althusser, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1975.

[10] Jacques Rancière, La noche de los proletarios, Argentina, Tinta Limón, 2010.

[11] Por supuesto, estamos aludiendo al breve pero sugerente texto de Walter Benjamin, “Capitalism as Religion”. Selected Writings Vol. 1, 1913-1926, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1997, pp. 288-291.

[12] Para dar una simple muestra de la creciente bibliografía al respecto, y para enfatizar la pertenencia del análisis de del Barco a comienzos de los 1980, permítasenos referir a Kevin B. Anderson, Marx at the Margins: On Nationalism, Ethnicity and Non-Western Societies, Chicago, University of Chicago Press, 2010. Y el más reciente volumen de Jean Tible, Marx Selvagem, São Paulo, Annablume, 2013. Mucho más habría que decir de las intervenciones de Álvaro García Linera al respeto, pero será para otra oportunidad.

[13] Ya en su libro sobre Lenin, del Barco señala lúcidamente está dimensión heroica y sacrificial de la militancia, pero no como una tara posológica, sino como efecto de una economía de la verdad y del poder: “En cierto sentido el terrorismo es la exaltación del elemento teórico, el que conforma un grupo en posesión de la verdad (teórica) de la revolución y cuyos integrantes actúan en consecuencia elevándose jerárquicamente a la posición de héroes (ECL 39). Es decir, en 1980 ya está sentado el criterio que le llevará, más tarde, a revisar su misma militancia juvenil.

[14] Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Argentina, Nueva Visión, 1983.

Xi Jinping Says He Is Preparing China for War.  The World Should Take Him Seriously. Foreign Affairs. John Pomfret,   March 29, 2023

Chinese leader Xi Jinping says he is preparing for war. At the annual meeting of China’s parliament and its top political advisory body in March, Xi wove the theme of war readiness through four separate speeches, in one instance telling his generals to “dare to fight.”

His government also announced a 7.2 percent increase in China’s defense budget, which has doubled over the last decade, as well as plans to make the country less dependent on foreign grain imports. And in recent months, Beijing has unveiled new military readiness laws, new air-raid shelters in cities across the strait from Taiwan, and new “National Defense Mobilization” offices countrywide.

It is too early to say for certain what these developments mean. Conflict is not certain or imminent. But something has changed in Beijing that policymakers and business leaders worldwide cannot afford to ignore. If Xi says he is readying for war, it would be foolish not to take him at his word.

WEEPING GHOSTS, QUAKING ENEMIES

The first sign that this year’s meetings of the National People’s Congress and the Chinese People’s Political Consultative Conference—known as the “two-sessions” because both bodies meet simultaneously—might not be business as usual came on March 1, when the top theoretical journal of the Chinese Communist Party (CCP) published an essay titled “Under the Guidance of Xi Jinping Thought on Strengthening the Army, We Will Advance Victoriously.”

The essay appeared under the name “Jun Zheng”—a homonym for “military government” that possibly refers to China’s top military body, the Central Military Commission—and argued that “the modernization of national defense and the military must be accelerated.”

It also called for an intensification of Military-Civil Fusion, Xi’s policy requiring private companies and civilian institutions to serve China’s military modernization effort. And riffing off a speech that Xi made to Chinese military leaders in October 2022, it made lightly veiled jabs at the United States:

    “In the face of wars that may be imposed on us, we must speak to enemies in a language they understand and use victory to win peace and respect. In the new era, the People’s Army insists on using force to stop fighting. . . . Our army is famous for being good at fighting and having a strong fighting spirit. With millet and rifles, it defeated the Kuomintang army equipped with American equipment. It defeated the world’s number one enemy armed to the teeth on the Korean battlefield, and performed mighty and majestic battle dramas that shocked the world and caused ghosts and gods to weep.”

Even before the essay’s publication, there were indications that Chinese leaders could be planning for a possible conflict. In December, Beijing promulgated a new law that would enable the People’s Liberation Army (PLA) to more easily activate its reserve forces and institutionalize a system for replenishing combat troops in the event of war. Such measures, as the analysts Lyle Goldstein and Nathan Waechter have noted, suggest that Xi may have drawn lessons about military mobilization from Russian President Vladimir Putin’s failures in Ukraine.

The law governing military reservists is not the only legal change that hints at Beijing’s preparations. In February, the top deliberative body of the National People’s Congress adopted the Decision on Adjusting the Application of Certain Provisions of the [Chinese] Criminal Procedure Law to the Military During Wartime, which, according to the state-run People’s Daily, gives the Central Military Commission the power to adjust legal provisions, including “jurisdiction, defense and representation, compulsory measures, case filings, investigation, prosecution, trial, and the implementation of sentences.”

Although it is impossible to predict how the decision will be used, it could become a weapon to target individuals who oppose a takeover of Taiwan. The PLA might also use it to claim legal jurisdiction over a potentially occupied territory, such as Taiwan. Or Beijing could use it to compel Chinese citizens to support its decisions during wartime.

Since December, the Chinese government has also opened a slew of National Defense Mobilization offices—or recruitment centers—across the country, including in Beijing, Fujian, Hubei, Hunan, Inner Mongolia, Shandong, Shanghai, Sichuan, Tibet, and Wuhan. At the same time, cities in Fujian Province, across the strait from Taiwan, have begun building or upgrading air-raid shelters and at least one “wartime emergency hospital,” according to Chinese state media. In March, Fujian and several cities in the province began preventing overseas IP addresses from accessing government websites, possibly to impede tracking of China’s preparations for war.

XI’S INNER VLAD

If these developments hint at a shift in Beijing’s thinking, the two-sessions meetings in early March all but confirmed one. Among the proposals discussed by the Chinese People’s Political Consultative Conference—the advisory body—was a plan to create a blacklist of pro-independence activists and political leaders in Taiwan. Tabled by the popular ultranationalist blogger Zhou Xiaoping, the plan would authorize the assassination of blacklisted individuals—including Taiwan’s vice president, William Lai Ching-te—if they do not reform their ways. Zhou later told the Hong Kong newspaper Ming Pao that his proposal had been accepted by the conference and “relayed to relevant authorities for evaluation and consideration.” Proposals like Zhou’s do not come by accident. In 2014, Xi praised Zhou for the “positive energy” of his jeremiads against Taiwan and the United States.

Also at the two-sessions meetings, outgoing Premier Li Keqiang announced a military budget of 1.55 trillion yuan (roughly $224.8 billion) for 2023, a 7.2 percent increase from last year. Li, too, called for heightened “preparations for war.” Western experts have long believed that China underreports its defense expenditures.

In 2021, for instance, Beijing claimed it spent $209 billion on defense, but the Stockholm International Peace Research Institute put the true figure at $293.4 billion. Even the official Chinese figure exceeds the military spending of all the Pacific treaty allies of the United States combined (Australia, Japan, the Philippines, South Korea, and Thailand), and it is a safe bet China is spending substantially more than it says.

But the most telling moments of the two-sessions meetings, perhaps unsurprisingly, involved Xi himself. The Chinese leader gave four speeches in all—one to delegates of the Chinese People’s Political Consultative Conference, two to the National People’s Congress, and one to military and paramilitary leaders. In them, he described a bleak geopolitical landscape, singled out the United States as China’s adversary, exhorted private businesses to serve China’s military and strategic aims, and reiterated that he sees uniting Taiwan and the mainland as vital to the success of his signature policy to achieve “the great rejuvenation of the Chinese ethnos.”

In his first speech on March 6, Xi appeared to be girding China’s industrial base for struggle and conflict. “In the coming period, the risks and challenges we face will only increase and become more severe,” he warned. “Only when all the people think in one place, work hard in one place, help each other in the same boat, unite as one, dare to fight, and be good at fighting, can they continue to win new and greater victories.” To help the CCP achieve these “greater victories,” he vowed to “correctly guide” private businesses to invest in projects that the state has prioritized.

    Xi may have drawn lessons about military mobilization from Russia’s failures in Ukraine.

Xi also blasted the United States directly in his speech, breaking his practice of not naming Washington as an adversary except in historical contexts. He described the United States and its allies as leading causes of China’s current problems. “Western countries headed by the United States have implemented containment from all directions, encirclement and suppression against us, which has brought unprecedented severe challenges to our country’s development,” he said. Whereas U.S. President Joe Biden’s administration has emphasized “guardrails” and other means of slowing the deterioration of U.S.-China relations, Beijing is clearly preparing for a new, more confrontational era.

On March 5, Xi gave a second speech laying out a vision of Chinese self-sufficiency that went considerably further than any of his previous discussions of the topic, saying China’s march to modernization is contingent on breaking technological dependence on foreign economies—meaning the United States and other industrialized democracies. Xi also said that he wants China to end its reliance on imports of grain and manufactured goods. “In case we’re short of either, the international market will not protect us,” Xi declared. Li, the outgoing premier, emphasized the same point in his annual government “work report” on the same day, saying Beijing must “unremittingly keep the rice bowls of more than 1.4 billion Chinese people firmly in their own hands.” China currently depends on imports for more than a third of its net food consumption.

In his third speech, on March 8 to representatives from the PLA and the People’s Armed Police, Xi declared that China must focus its innovation efforts on bolstering national defense and establish a network of national reserve forces that could be tapped in wartime. Xi also called for a “National Defense Education” campaign to unite society behind the PLA, invoking as inspiration the Double Support Movement, a 1943 campaign by the Communists to militarize society in their base area of Yan’an.

In his fourth speech (and his first as a third-term president), on March 13, Xi announced that the “essence” of his great rejuvenation campaign was “the unification of the motherland.” Although he has hinted at the connection between absorbing Taiwan and his much-vaunted campaign to, essentially, make China great again, he has rarely if ever done so with such clarity.

TAKING XI SERIOUSLY

One thing that is clear a decade into Xi’s rule is that it is important to take him seriously—something that many U.S. analysts regrettably do not do. When Xi launched a series of aggressive campaigns against corruption, private enterprise, financial institutions, and the property and tech sectors, many analysts predicted that these campaigns would be short-lived. But they endured. The same was true of Xi’s draconian “zero COVID” policy for three years—until he was uncharacteristically forced to reverse course in late 2022.

Xi is now intensifying a decadelong campaign to break key economic and technological dependencies on the U.S.-led democratic world. He is doing so in anticipation of a new phase of ideological and geostrategic “struggle,” as he puts it. His messaging about war preparation and his equating of national rejuvenation with unification mark a new phase in his political warfare campaign to intimidate Taiwan. He is clearly willing to use force to take the island. What remains unclear is whether he thinks he can do so without risking uncontrolled escalation with the United States.

El origen histórico de la Virgen de Guadalupe de México y su lienzo “misterioso”: un mito imperialista que murmura raíces prehispánicas. David García.CMI

Uno de los símbolos más importantes para muchos mexicanos –sobre todo los más humildes- es la imagen de la Virgen de Guadalupe y la leyenda de sus apariciones que se simboliza y celebra en el santuario del Tepeyac. Aunque sólo fuera por su importancia cultural es interesante escudriñar los orígenes históricos de una imagen y de una leyenda; orígenes que revelan raíces y motivos contradictorios, no sólo de dominación ideológica (elemento fundamental, sin duda), sino también creencias con antecedentes prehispánicos que han sido –en ocasiones- vehículos ideológicos de rebeliones. Reencontrarse con las raíces históricas que dieron origen a un mito puede ser de sumo interés, no sólo para los marxistas o historiadores, sino, incluso, para aquéllos que suelen peregrinar año con año ya que encontrarán que la imagen que adoran tiene mucho más trasfondo que si se trata de un milagro –los milagros no necesitan explicaciones pues, como decía Tertuliano, se “cree porque es absurdo”-.

El marxismo es una teoría materialista y, por lo tanto, atea. Comprende que la devoción religiosa hunde sus raíces en las contradicciones sociales reales, en la necesidad de los oprimidos por encontrar un consuelo y explicación de sus sufrimientos en este “valle de lágrimas” y, por otro lado, la necesidad de las clases dominantes por someter ideológicamente a las masas explotadas. El “opio” religioso no dejará de ser inevitable mientras exista explotación, tampoco es posible erradicar la fe religiosa simplemente con recuentos históricos. Pero el estudio de la historia es fundamental para entender el presente y preparar el futuro e incluso para entendernos a nosotros mismos y la cultura que nos envuelve. Si bien es cierto que nuestro estudio contradice el dogma religioso, sí revela –en compensación para el creyente que nos haga el favor de leerlo- una faceta de la famosa imagen que pocas veces se le atribuye y que, desde nuestro punto de vista, la vuelve más interesante, aunque el símbolo baje del cielo a la tierra.

Quizá algunos creyentes redescubran parte de la historia y a un estandarte que fue enarbolado en una revolución –la que comenzó el cura Hidalgo-, a lo mejor –pecando nosotros de ingenuos- ello pueda inspirar a los fieles a luchar contra el mal gobierno que nos somete hoy en día, como en su tiempo lo hizo el famoso cura, “Padre de la patria”. De lo que sí estamos seguros es que el estudio histórico acerca del origen de un mito no es una tarea inútil. Independientemente de si uno comparte o no la fe en la devoción mariana, siempre hemos creído, como marxistas que somos, que la unidad de los explotados es un principio que está por encima de diferencias religiosas, de nacionalidad, de preferencias sexuales y cualquier otra que no sea los intereses colectivos de los trabajadores. Una vez aclarado nuestro enfoque e intenciones estudiemos el fascinante origen del mito.

Adaptaciones católicas de viejos mitos

Una de las varias calzadas que conectaban a La Gran Tenochtitlan con tierra firme se dirigía, rumbo al oriente, al cerro del Tepeyac – hablamos de la avenida ahora conocida como Misterios- donde se adoraba a la diosa de la tierra Tonantzin (“nuestra madrecita”). Este culto era relevante para un pueblo agrícola que obtenía su sustento de la fertilidad de la tierra.

La adoración a la madre tierra –en sus diferentes representaciones-estaba tan arraigada entre las comunidades indígenas que el poder virreinal construyó durante el siglo XVI una ermita dedicada a la Virgen en el mismo lugar en donde tradicionalmente se ofrendaba a Tonantzin, los pilares de la primer capilla, mandada levantar por Zumárraga en 1531, se encuentran en lo que hoy es la “Capilla de Indios”; pero para perplejidad y enojo de las autoridades coloniales los indígenas acudían a esa capilla para seguir adorando a Tonantzin y no precisamente a la madre terrenal de Cristo.

En realidad la historia de la iglesia está repleta de ejemplos de conversión de creencias paganas en santos, vírgenes, ángeles y arcángeles católicos; en el santoral abundan dioses de origen greco-romano e incluso otros de antigüedad mayor. No pocas capillas del Viejo Mundo fueron construidas en antiguos sitios de adoración paganos y no pocas fechas y dioses de origen pagano fueron convertidos en festividades cristianas; por ejemplo, el templo a la diosa griega Artemisa (Diana Juno Lucina) se convirtió en el Templo de San Lorenzo de Lucina; la diosa de la fertilidad Isis, que se representaba amamantando a su hijo Horus –al que concibió de forma milagrosa- se convirtió en el modelo de la Virgen María amamantando al niño Jesús, y durante el siglo IV la fecha del nacimiento de Cristo se hizo coincidir con la fecha en que, durante el Solsticio de Invierno, los romanos celebraban el nacimiento del Sol y la Saturnalia –en donde se daba “acción de gracias” a Saturno por las cosechas de invierno y se intercambiaban regalos-. El modelo de las apariciones marianas fue repetido en todas las colonias españolas en América en un periodo que abarca de1580 a 1680, así nacieron las “milagrosas” vírgenes: Itatí en Argentina, Virgen de Copacabana de Bolivia, Virgen del Cobre de Cuba, Virgen del Rosario de Guatemala, Virgen de la Merced en Perú, Virgen de la Providencia en Puerto Rico, etc. Reveladoramente, a la Virgen se le “olvidó” aparecerse en Belice y Estados Unidos porque éstos no fueron países católicos. 1

2

Al principio fue una pastorela

¿Cómo se apropió la dominación colonial el culto a Tonantzin? Al parecer un clérigo llamado P. Sánchez publicó por primera vez, en el siglo XVII, un libro con la historia de la aparición que no por casualidad se fechó en 1531, como hemos visto, el mismo año de la edificación de la primera ermita. Sánchez retomó la historia –a la que agregó toda suerte de relaciones bíblicas excéntricas- de una representación sacra, usada para evangelizar (lo que en el contexto de la natividad conocemos como pastorela), compuesta por el indio Antonio Valeriano, y éste, a su vez, lo tomó de una leyenda española. Finalmente, la versión que hoy conocemos fue publicada en 1647.

Alumno destacado de fray Bernardino Sahagún (de hecho fue uno de los ayudantes que contribuyó a recopilar la información para la “Historia general de las cosas de la Nueva España”3), Valeriano llegó a ser gobernador de Azcapotzalco, gobernador de indios en México Tenochtitlan y por ello interesado en la evangelización de los indígenas que acudían a venerar la imagen de una virgen que identificaban con Tonantzin.4 La versión de la aparición, tal como la conocemos, se difundió de forma masiva en lengua nahua por Lazo de la Vega, capellán del “Santuario de Guadalupe”, en 1647,5 bajo el título “Nicam mopohua6” (“Aquí se refiere”). De esta forma, la leyenda de la aparición del Tepeyac que data de 1531 fue, en realidad, inventada más de cien años después de acontecido el supuesto milagro de las apariciones.

El cuento de Valeriano es una adaptación –redactada en estilo y con simbología prehispánica como ha mostrado Portilla- del mito español de la aparición de Guadalupe, mito que data del siglo XIV; la historia original de la aparición se sitúa en la sierra de Guadalupe en Villuercas Extremadura. De ahí proviene el nombre de Guadalupe (nombre de origen árabe que significa río escondido). En la leyenda original a un humilde vaquero llamado Gil Cordero (hasta en la prosodia se parece a Juan Diego) se le pierde una vaca, cuando la busca se le aparece la virgen y ésta le ordena que se le construya una capilla en ese lugar:

Un vaquerizo natural de Cáceres perdió una de sus vacas cuando pastoreaba su ganado cerca de Alía; la buscó por espacio de tres jornadas y, al fin, la encontró muerta. Intentó el hombre desollar la res, y para ello, le hizo en el pecho la señal de la cruz con el cuchillo. Fue entonces cuando se verificó el prodigio. La vaca se levantó por sí misma ante el espanto del buen extremeño. No fue eso todo, la voz celestial de la Señora reveló al pastor la existencia de la imagen enterrada siglos atrás en aquel mismo lugar, al tiempo que le encomendaba propagar su descubrimiento entre los clérigos. La Madre de Dios expuso también la conveniencia de levantar en aquel paraje una pequeña capilla para dar culto a las reliquias que se descubrirían.7

En síntesis, la historia de la aparición protagonizada por Juan Diego no era más que una especie de adaptación -al contexto indígena- de una leyenda española.

Vale la pena añadir que Juan de Zumárraga no pudo haber jugado el papel de protector de los indios que le atribuye la historia de Juan Diego ya que el primer Obispo de la diócesis de México fue un cruel inquisidor etnocida y destructor de la cultura indígena, en sus memorias se vanaglorió por haber destruido 20 mil ídolos y 500 templos indígenas, impuso la pena de muerte a aquél indígena que osara esconder sus libros sagrados, tal fue el caso de Ometochtxin –y de otros jefes indios de Texcoco y Tlaxcala-quienes fueron condenados a muerte por Zumárraga. Al respecto el dominico Fray Servando Teresa de Mier, ideólogo independentista, escribió una carta en la que denuncia el mito Guadalupano como simple idolatría, en ella se pueden leer certeras acusaciones contra Zumárraga:

[Zumárraga] no sólo tenía, según Torquemada, presos en San Francisco a varios indios por hechiceros, sino que después de haber hecho quemar por medio de sus frailes en un mismo día del año de 1528 todos los magníficos templos de Anáhuac, hizo quemar al mismo tiempo sus voluminosas bibliotecas que se guardaban en ellos; de suerte que según don Fernando de Alva, cuando se sacó a quemar la de Tezcuco, que era la Atenas de los indios, se levantaba tan alto como una montaña”.8

La pintura de Cicpactli

El famoso lienzo de la virgen de Guadalupe que se exhibe actualmente en la Basílica tiene, igualmente, una historia digna de ser contada. El lienzo es síntesis de tradiciones católicas, indígenas y musulmanas. La obra original fue hecha por un indígena en el siglo XVI y ya era una virgen morena, la segunda versión pertenece al siglo XVII y es obra del pintor mestizo, la tercera y última versión es de un autor desconocido, hecha también en el siglo XVII. Las versiones del siglo XVII acentúan los rasgos indígenas e introducen simbología prehispánica, como las flores izquixóchitl en el vestido de la virgen. Retomemos el hilo de esta historia detectivesca que incluye la misteriosa desaparición de una corona, tres pinturas de la virgen, la planta de la mariguana y, por si fuera poco, una curiosa mezcla contradictoria entre embuste, vasallaje y resistencia.

La pintura original de la virgen morena, hecha en el siglo XVI9, exactamente en 1556,10fue realizada en el taller de fray Pedro de Gante, por un indígena llamado Marcos Cicpactli o Marcos de Aquino [Tal vez el nombre correcto sea Marcos Cicpactli de Aquino] -como lo reveló un sermón, contra la naciente devoción, que proclamó el fraile franciscano Francisco de Bustamante en la capilla de San José el 8 de septiembre de 1556-.11

En una entrevista en 1971, el pintor mexicano Jorge González Camarena informó que trabajando en la reparación de los frescos del convento de Huejotzingo había descubierto que la Virgen de la Letanía, pintada por el indio Marcos, era muy similar a la pintura de la virgen morena y que aquélla había sido copiada de la virgen de Extremadura. En 1982 el perito restaurador Sol Rosales demostró “que la actual imagen de la Virgen fue pintada por una mano humana. Detalla, incluso, su preparación, los materiales base de sus colores y los repintes que se hicieron a la figura”,12éste no ha sido el único estudio científico que refuta el origen divino de la imagen-más adelante hablaremos de otros-

Marcos de Aquino fue un destacado pintor de murales religiosos, aprendiz en el taller de Pedro de Gante; el arzobispo Alonso de Montúfar, le encargó una pintura para la capilla que se construyó en donde antes se veneraba a Tonantzin, probablemente ésta sea una de las primeras pinturas sacras realizadas en la Nueva España y podría ser una de las primeras manifestaciones de sincretismo. De hecho un pintor apellidado Aquino es mencionado por Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España13 como uno de los tres pintores indios, quienes hacían pinturas tan excelsas que estaban al nivel de los mejores pintores italianos y españoles. El historiador Augusto Vallejo de Villa señala algunos datos biográficos de Marcos Cicpactli o Marcos de Aquino:

[…] nació en 1517 y murió a más tardar en la primera mitad de los años ochenta del siglo XVI; ubicó su primera residencia en Santa María Tlacuechincan o Santa María la Redonda y posteriormente en Santa María Analpa; contrajo matrimonio con Lucía Juárez y de esa unión procreó cuando menos tres hijos. […] el virtuosismo de las pinturas del indio Marcos puede apreciarse en diversos murales de conventos franciscanos en Puebla, como el de Cuauhtinchan, donde entre las imágenes religiosas destaca una estilizada de la rúbrica del pintor encima del dintel de una puerta. Otros casos son los conventos de Huaquechula, donde existe una reproducción de la Virgen Inmaculada muy semejante en rasgos y vestimenta a la de Guadalupe; y el de Huejotzingo, donde, además de retratar otra virgen, debajo de una representación de Santo Tomás el creador […].14

Marcos de Aquino retomó como modelo la imagen de la Virgen del Coro de Extremadura la cual tiene impresionantes similitudes con la “virgen morena”, es muy posible que se haya escogido a ésta como modelo porque Hernán Cortés era de Extremadura y durante la invasión traía como estandarte a esta virgen coronada; además, el modelo de Extremadura es una virgen de piel oscura producto de la influencia musulmana.

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Símbolos prehispánicos, persistencia de la memoria

No es descartable que otra de las razones por las que se haya escogido aquél modelo son las sorprendentes relaciones que se pueden establecer entre la imagen y la simbología prehispánica. Sea estas relaciones obra de la causalidad o una elección deliberada por parte de Marcos o de quienes le encargaron la obra, sea este sincretismo obra de Cicpactli o de los pintores de las dos vírgenes superpuestas – al menos es seguro que las flores izquixóchitl fueron un motivo indígena deliberadamente introducido por los pintores- vale la pena señalar alegorías que parecen ser de origen mexica: la virgen está posada sobre la luna, símbolo de la fertilidad –media luna presente también en la religión musulmana-; el manto que la cubre tiene plasmadas estrellas como las que representan a los hermanos celestes de Coyolxauhqui –diosa de la luna-, el manto podría recordar el vestido que cubre a Teteo Innan o Toci (“nuestra abuela”, madre de los dioses, patrona de los tejedores), las flores que aparecen en su vestido son de la especie izquixóchitl –favoritas de la diosa Xochiquétzal- y recuerdan a la fertilidad, la belleza y las artes; por si fuera poco, se observa en el vestido el símbolo Nahui-Ollin o flor de cuatro pétalos que en la simbología náhuatl simboliza a los cuatro rumbos del universo.16 La pintura de Cicpactli era ya venerada antes de la invención de la aparición, los indígenas la adoraban como Tonantzin y le atribuían milagros para enojo de algunos frailes –incluido Bernardino de Sahagún-, finalmente tendrán que adaptarse a dicho culto, apropiándoselo por así convenir a sus intereses.

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Muy sugerente al respecto de las raíces prehispánicas de la imagen mariana es el “Códice Teotenantzin” que muestra dos imágenes de deidades femeninas que se adoraban tanto en el cerro del Tepeyac como en el cerro de Zacahuitzco. El códice –en realidad no es tal por no ser una obra indígena- fue realizado entre los años 1736 y 1743 y, al parecer, fue mandado dibujar por Lorenzo Boturini con el objetivo de preservar la imagen de las esculturas de dos deidades, esculturas que no se conservaron.18 Lo interesante del dibujo, desde el punto de vista de nuestro estudio, consiste no sólo en que –de acuerdo a López Lujan- se representa a Tonantzin-Cihuacóatl (imagen de la izquierda) y a Toci Teteoinnan Chicomecóatl (a la derecha), sino que la imagen de la derecha, como se puede observar, lleva una especie de manto que se parece al que cubre la imagen de la virgen así como una especie de corona.

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La corona indiscreta y las limosnas

En 1979 la pintura de la Virgen fue analizada por Jody Smith y Philips Callagan –científicos de la NASA-con rayos infrarrojos, revelando que la pintura había sufrido múltiples añadiduras, retoques y restauraciones: enmendaduras y agregados en los rayos solares, las estrellas; además “las manos fueron retocadas para acortar los dedos y convertirlos, de esbeltos dedos formados originalmente, en dedos indígenas más cortos. Los brazaletes dorados y los puños de armiño fueron añadidos para acomodar la imagen al estilo gótico”.20 No fue el primer estudio encargado por las autoridades eclesiásticas, durante el siglo XVIII se le encomendó al célebre médico novohispano José Ignacio Bartolache que hiciera un examen de la tilma; su estudio ya había revelado que la pintura era obra de varias manos, que el lienzo no era de maguey sino de otra fibra y que la pintura sufría deterioro por humedad y hongos. No sólo la iglesia mandó a hacer estudios sobre la pintura sino también estudios históricos sobre las apariciones, el más destacado de éstos fue el encomendado por el Arzobispo Antonio de Labastida y Dávalos al historiador católico Joaquín García Icazbalceta en 1883, en su estudio Icazbalceta no deja piedra sobre piedra del mito Guadalupano, entre otros puntos interesantes señala que es de llamar la atención que ninguno de los protagonistas históricos que vivieron la época de las supuestas y sensacionales apariciones escribieron nada al respecto: ni Zumárraga, ni Torquemada, ni Motolinia, ni Bernardino de Sahagún, ni Mendieta.

En síntesis, la cúpula de la iglesia católica siempre ha sido consciente de que el mito Guadalupano es un fraude, pero un fraude muy rentable y conveniente desde el punto de vista económico y político, por ello todos los estudios encargados por la iglesia han sido estrictamente secretos y han tratado de ser ocultados a los feligreses que pagan las limosnas. Cuando alguno de los altos jerarcas han cometido actos de indiscreción, como cuando el abad de la Basílica Schulemburg confesó en una entrevista realizada en 1995 que la Virgen de Guadalupe de México era una tradición pero no una realidad, han sido duramente sancionados: Schulenburg corrió con suerte ya que sólo fue orillado a renunciar; otros como Sánchez Camacho, obispo de Tamaulipas en tiempos de Don Porfirio, fueron obligados a abandonar el país, lo que ya era una “avance” en comparación con la época Colonial donde hubieran sido condenados a muerte por la Santa Inquisición; se dice que Porfirio Díaz mandó llamar al obispo Sánchez Camacho para tener una breve pero sustanciosa conversación: “¿Así que usted no cree en las apariciones? No señor -¿Y en las desapariciones? Le replicó el viejo dictador”.21

Como lo demuestran las reproducciones anteriores a 1895 -incluso la que enarboló el cura Hidalgo-la imagen de la virgen portaba una corona mientras que la que se exhibe actualmente en la Basílica no la presenta. Ante este bochornoso detalle, que revela a una obra humana, los aparicionistas han sostenido que se trató de un milagro mariano más.22 Pero la explicación es más prosaica. En 1895 el ultraconservador abad de la Basílica Antonio Plancarte y Labastida –fundador de la congregación “Hijas de María Inmaculada de Guadalupe”- mandó al famoso pintor mexicano José Salomé Pina que borrara la corona de la virgen23 con el objetivo de lograr la aprobación del Vaticano para la coronación de la virgen –para obtener mayores recursos y limosnas de los fieles-; es así como la pintura cobró la apariencia que hoy se puede contemplar. De hecho si uno observa detenidamente la imagen actual –incluso en los “souvenirs” que se venden en el santuario- podrá notar la plasta de pintura con la que se cubrió la corona. No fue la última de las innumerables modificaciones y restauraciones; en 1926, durante la Guerra Cristera, la imagen fue sustraída de la Basílica con el objetivo de ser resguardada. Entre esa fecha y 1926 fue restaurada del rostro tal como lo revelan las imágenes tomadas antes y después de estas fechas.24

Tres vírgenes en una

Pero quizá el descubrimiento más asombroso vino en 1999: la imagen no sólo había sido repintada, sino que literalmente había tres vírgenes superpuestas. Cuál si fuera una novela de Dawn Brown, Leoncio Garza-Valdés, connotado microbiólogo de la universidad de San Antonio Texas –que tenía relaciones de amistad con Norberto Rivera en virtud de las cuales se le encargó el estudio-, descubrió en 1999 que la pintura original –firmada efectivamente por Marcos Aquino con fecha 1553-está cubierta por dos pinturas de la virgen, la más reciente de ellas es la imagen actual –a la que además, como ya vimos, se le borró la corona-. Las pinturas fueron realizadas sobre un lienzo de cáñamo (nada que ver con el ayate que se degrada rápidamente y sí todo que ver con la misma planta que da las hojas de mariguana), Leoncio Garza explica al reportero de la revista Proceso su emocionante hallazgo:

[…] yo no andaba buscando eso. Yo buscaba la capa bioplástica de las bacterias. Nunca imaginé que fuera a encontrar dos imágenes escondidas bajo la actual. Fue un hallazgo inesperado, de chiripa. Hubieran excomulgado a quien antes se imaginara esto.

Pues bien, entré a la bóveda, donde en las noches se guarda la imagen, y empecé a fotografiarla. Utilicé cámaras con filtros especiales que sólo dejan pasar radiaciones electromagnéticas de entre 250 y 400 milimicras, que es el espectro del ultravioleta. Son filtros nuevos que acaban de salir. [La primera imagen revelada por las técnicas fotográficas]Es muy distinta a la actual. La Virgen no usa túnica sobre su cabello. Y, además, sobre su brazo izquierdo sostiene al niño Jesús desnudo. Pero también le salen los rayos solares tras su espalda, y bajo sus pies está la media luna sostenida por un angelito. Es una Inmaculada Concepción.25

Leoncio Garza también aportó información sobre el autor de la segunda pintura que se sobrepuso después de haber cubierto la primera con una base de pintura blanca: “en el Archivo General de la Nación me encontré con un documento, de 1625, en el que se testifica que se le pagó al artista Juan de Arrúe26 por haber pintado la imagen de la Virgen de Guadalupe”.27 Sobre la última imagen –la que hoy se observa- no sabe decir más, sólo que data también del siglo XVII.

Las autoridades de la Basílica, naturalmente, intentaron que Leoncio Garza guardara secreto sobre sus descubrimientos, pero afortunadamente se negó a ello; evidentemente se le cancelaron los permisos para continuar sus estudios, por lo menos hasta después de la canonización de Juan Diego –por lo que sabemos éstos nunca se reanudaron-, ya que podrían echar a perder el grandioso negocio y el espectáculo de la canonización de un personaje inexistente. Leoncio Garza publicó sus hallazgos en un libro que vio la luz en 2002 bajo el título Tepeyac, cinco siglos de engaños, en él el autor explica:

Soy católico y creo en mi religión. Sin embargo, no acepto que se nos engañe para manejarnos como simples títeres. El hallazgo de tres imágenes diferentes en el lienzo de cáñamo de nuestra madre santísima de Guadalupe, pinturas sobrepuestas una a la otra, y que publiqué en un libro anterior con el título de La Triple Imagen, ha sido factor de discusión y servido para que algunas personas me agredieran, aún representantes del clero, […] fruto de un engaño iniciado entre 1648 y 1649. En esos años México fue engañado de tal forma, que aún cinco siglos después todavía estamos sufriendo sus consecuencias. […] lo que no puedo aceptar es que mientan sin necesidad acerca de la manera como se inició este culto, y que se desee subir a los altares a una persona que nunca existió.28

A pesar de que Norberto Rivera y el Vaticano –como es natural- eran perfectamente conscientes de que el lienzo de la virgen era obra humana y que la historia de la aparición no era más que una suerte de pastorela para evangelizar, no dudaron en impulsar la canonización de Juan Diego; como tampoco el que Plancarte, para impulsar sus intereses, hubiera mandado borrar la corona de la virgen–profanando una imagen supuestamente milagrosa- le impidió fundar una congregación en honor de una “inmaculada virgen de Guadalupe” que bien sabía era un fraude y ya no era “inmaculada” aunque sólo fuera por haber sido borroneada bajo sus órdenes.

La venganza de Tonantzin: de símbolo de vasallaje a símbolo de revolución

Aunque el mito de las apariciones del Tepeyac significó fundamentalmente de un acto de vasallaje ideológico, no faltaron las ocasiones en que las rebeliones indígenas retomaron este estandarte, en parte de origen prehispánico, para enfrentarse a la explotación y a la virgen rubia de “Los remedios” enarbolada por los gachupines. La independencia fue una revolución donde se enfrentó “virgen contra virgen” como dice Paco Taibo II.29 El cura Hidalgo, que tan bien supo interpretar el sentir de los indígenas insurrectos que encabezó, tomó de la Sacristía de Atotonilco un pesado lienzo de la Virgen de Guadalupe que desprendió del marco y lo amarró a un palo para utilizarlo como bandera de la revolución. La imagen legitimó ante los indios su propia insurrección, desafiantes y orgullosos la cargaban dificultosamente a turnos en la vanguardia de la muchedumbre que iba engrosándose conforme avanzaba, ni siquiera permitieron a Allende adelantarse al estandarte pues nadie más que la virgen podía encabezar su marcha. Cien años después, Ejército Libertador del Sur volvió a enarbolar la imagen.30

Es realmente notable cómo una virgen que había impuesto el genocida Hernán Cortés se convirtió en la bandera de una revolución. No cabe duda que las revoluciones suelen “obrar por vías misteriosas” y que en la historia abundan las ironías. Las tradiciones indígenas expresan la “persistencia de la memoria” que se niega a desaparecer, cuando se convierten en tradiciones de lucha truecan el vasallaje en resistencia, convirtiendo un símbolo en su contrario. La virgen como estandarte revolucionario expresaba a una sociedad predominantemente agraria e indígena, por lo que este fenómeno no será el dominante en las insurrecciones por venir, sin embargo, no está lejano el día en que muchos fieles volverán a transformar un instrumento de enajenación en el estandarte de lucha contra el orden establecido. Recientemente sucedió en Atenco y volverá a suceder. Algunos participaremos en esa rebelión desde posiciones marxistas y ateas –la única posición consistentemente revolucionaria- pero lo haremos junto con el pueblo independientemente de cualquier diferencia religiosa.

1 Rius, El Mito Guadalupano, México, Grijalbo, 1996, p. 56.

2 Isis amamantando a Horus (ECM 1717, Eton College, Myers Colection).

3 Véase el proemio general que hace María Garibay en: Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, México, Porrúa, 2013, p. 7.

4 León- Portilla, M. Tonantzin Guadalupe, pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican mopohua”, México, FCE, 2000, p. 35.

5 García Icazbalceta, Carta acerca del origen de la imagen de nuestra señora de Guadalupe de México al Iimo. Señor Arzobispo D. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos [octubre 1883], México, Ediciones al margen, 2000, pp. 50-53.

6 León- Portilla, M. Tonantzin Guadalupe, pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican mopohua”, México, FCE, 2000, p. 14. De acuerdo con León Portilla la fecha de publicación del texto en náhuatl fue 1649 y contenía, además de éste, otros textos donde se explicaban los milagros de la virgen bajo un título en náhuatl que traducido al castellano dice: “Maravillosamente se apareció la señora celeste Santa María, Nuestra amada madre Guadalupe, aquí junto a la gran ciudad de México, donde se dice el Tepeyácac” México, en la imprenta de Juan Ruyz, año de 1649.

7 Tomado de: www.viajarporextremadura.com/cubic/ap/cubic.php/Real-Monasterio-de-Santa… (link is external)ía-de-Guadalupe-312.htm

8 Citado por Rius, El mito Guadalupano, México, Grijalbo, 1996, p. 106.

9 Rius, El mito guadalupano, México, Grijalbo, 1996.

10 “La Guadalupana 3 imágenes en una”, por Rodrigo Vera, Proceso, 25 de mayo de 2002: http://www.proceso.com.mx/proceso/hemeroteca_interior.html?aid=13334n19.rtf (link is external)

11 García Icazbalceta, Carta acerca del origen de la imagen de nuestra señora de Guadalupe de México al Iimo. Señor Arzobispo D. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos [octubre 1883], México, Ediciones al margen, 2000, p. 22.

12 “La Guadalupana 3 imágenes en una”, por Rodrigo Vera, Proceso, 25 de mayo de 2002: http://www.proceso.com.mx/proceso/hemeroteca_interior.html?aid=13334n19.rtf (link is external)

13 Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Porrúa, 1983, p. 581. Aunque hay que aclarar que el Aquino mencionado por Díaz del Castillo lleva el nombre de Andrés, sin embargo, historiadores como Augusto Vallejo de Villa sostienen que se trata del mismo personaje. Véase: “Subsiste obra pictórica de Marcos de Aquino”, en: La Jornada, 10 de diciembre de 2010.

14 “Subsiste obra pictórica de Marcos de Aquino”, en: La Jornada, 10 de diciembre de 2010.

15 Virgen situada en el coro del Santuario de Guadalupe, Extremadura, parte del culto a la Virgen de Guadalupe de Cáceres.

16 Ponencia: “El  Nahui-Ollin plasmado en la Pintura Guadalupana y en el Calendario Azteca: el Universo de la Cultura Náhuatl guardado en un símbolo” impartida por el Maestro Zitlaxochitzin, Filo; en las Segundas Jornadas sobre el Universo de la Cultura Náhuatl, en el Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla el 23 de marzo de 2010.

17 Imagen tomada de: “El  Nahui-Ollin plasmado en la Pintura Guadalupana y en el Calendario Azteca: el Universo de la Cultura Náhuatl guardado en un símbolo” ponenciaimpartida por el Maestro Zitlaxochitzin, Filo; en las Segundas Jornadas sobre el Universo de la Cultura Náhuatl, en el Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla el 23 de marzo de 2010.

18 Noguez, Javier, “Códice de Teotenantzin”, en Arqueología Mexicana número 131, pp. 14-15.

19 “Códice de Teotenantzin” en la Biblioteca Nacional de Antropología (bóveda de documentos pictográficos), catálogo número 35-38.

20 Citado por: Rius, El mito Guadalupano, México, Grijalbo, 1996, p. 121.

21 Rius, El Mito Guadalupano, México, Grijalbo, 1996, p. 117.

22 El padre Gabino Chávez, por ejemplo, publicó en 1895 una obra llamada celeste y terrestre o las dos coronas guadalupanas, donde sostenía que la desaparición de la corona era milagro divino.

23 López Beltrán, Lauro, Cuestionario guadalupano, México, Tradición segunda, 1973.

24 Franyutti, Rodrigo, El verdadero rostro de la Virgen de Guadalupe, citado por Rius en El mito guadalupano, México, Grijalbo, 2006, p. 124.

25 “La Guadalupana 3 imágenes en una”, por Rodrigo Vera, Proceso, 25 de mayo de 2002: http://www.proceso.com.mx/proceso/hemeroteca_interior.html?aid=13334n19.rtf (link is external)

26 Sobre este pintor Leoncio Garza informa: “Sé que fue hijo de una indígena y un español. Su padre fue un pintor-escultor que vino de Sevilla. Antes de llegar a la Nueva España, trabajaba en la catedral de Sevilla. Es todo lo que conozco de él”.

27 “La Guadalupana 3 imágenes en una”, por Rodrigo Vera, Proceso, 25 de mayo de 2002: http://www.proceso.com.mx/proceso/hemeroteca_interior.html?aid=13334n19.rtf (link is external)

28 Garza-Valdés, Leoncio, Tepeyac, cinco siglos de engaños, México, Plaza y Janés, 2002, p. 18.

29 Taibo II, P. El cura Hidalgo y sus amigos, México, Ediciones B, 2007, pp. 47-50.

30 León- Portilla, M. Tonantzin Guadalupe, pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican mopohua”, México, FCE, 2000, pp. 14-15. 

Fecha: 

12 de diciembre de 2015

Alejandro: el mundo nunca es suficiente. Irene Vallejo. 2020

Alejandría no hay solo una. Un reguero de ciudades con ese nombre señalan la ruta de Alejandro Magno desde Turquía hasta el río Indo. Los distintos idiomas han desfigurado el sonido original, pero a veces se distingue todavía

la lejana melodía. Alejandreta, Iskenderun en turco. Alejandría de Carmania, actual Kermán, en Irán. Alejandría de Margiana, ahora Merv, en Turkmenistán. Alejandría Eschate, que se podría traducir como Alejandría en el Fin del Mundo, hoy Juyand en Tayikistán. Alejandría Bucéfala, la ciudad fundada en recuerdo del caballo que había acompañado a Alejandro desde niño, después llamada Jelapur, en Pakistán. La guerra de Afganistán nos ha familiarizado con otras antiguas Alejandrías: Bagram, Her ̄at, Kandahar.

Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.

El impulso que movía a Alejandro, la razón de su energía desbordante, capaz de lanzarlo a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros, era la sed de fama y de admiración. Creía profundamente en las leyendas de los héroes; es más, vivía y competía con ellos. Tenía un vínculo obsesivo con el personaje de Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega. Lo había elegido de niño, cuando su maestro Aristóteles le enseñó los poemas homéricos, y soñaba con parecerse a él. Sentía la misma admiración apasionada por él que los chicos de hoy en día por sus ídolos deportivos.

Cuentan que Alejandro dormía siempre con su ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada. La imagen nos hace sonreír, pensamos en el chaval que se queda dormido con el álbum de cromos abierto en la cama y sueña que gana un campeonato entre los aullidos enfervorizados del público.

Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas. El historial de sus conquistas, logradas en solo ocho años — Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central, la India—, lo catapulta a la cumbre de las hazañas bélicas. En comparación con él, Aquiles, que se dejó la vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante.

La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió acercarse a un anciano de pelo cano. Al llegar a su lado, el misterioso desconocido recitó unos versos de la Odisea que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el

sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia. La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada.

Le pareció un sitio hermoso. Allí, el desierto de arena tocaba el desierto de agua, dos paisajes solitarios, inmensos, cambiantes, esculpidos por el viento. Él mismo dibujó con harina el trazado exterior en forma de rectángulo casi perfecto, mostrando dónde debería construirse la plaza pública, qué dioses deberían tener templo y por dónde correría el perímetro de la muralla.

Con el tiempo, la pequeña isla de Faro quedaría unida al delta con un largo dique y albergaría una de las siete maravillas del mundo.

Cuando empezaron a construir, Alejandro continuó su viaje, dejando una pequeña población de griegos, de judíos y de pastores que durante mucho tiempo habían vivido en aldeas de los alrededores. Los nativos egipcios, según la lógica colonial de todas las épocas, fueron incorporados como ciudadanos de estatus inferior.

Alejandro no volvería a ver la ciudad. Menos de una década más tarde, regresaría su cadáver. Pero en el año 331 a. C., cuando fundó Alejandría, tenía veinticuatro años y se sentía invencible.

4

Era joven e implacable. De camino a Egipto, había vencido dos veces seguidas al Ejército del Rey de Reyes persa. Se apoderó de Turquía y Siria, declarando que las liberaba del yugo persa. Conquistó la franja de Palestina y Fenicia; todas las ciudades se le rindieron sin ofrecer resistencia, salvo dos: Tiro y Gaza. Cuando cayeron, después de siete meses de asedio, el libertador les aplicó un castigo brutal. Los últimos supervivientes fueron crucificados a lo largo de la costa —una hilera de dos mil cuerpos agonizando junto al mar. Vendieron como esclavos a los niños y las mujeres. Alejandro ordenó atar al gobernador de la torturada Gaza a un carro y arrastrarlo hasta morir, igual que el cuerpo de Héctor en la Ilíada. Seguramente le gustaba pensar que estaba viviendo su propio poema épico y, de vez en cuando, imitaba algún

gesto, algún símbolo, alguna crueldad legendaria.

Otras veces, le parecía más heroico ser generoso con los vencidos.

Cuando capturó a la familia del rey persa Darío, respetó a las mujeres y renunció a usarlas como rehenes. Ordenó que siguieran viviendo sin que las molestaran en sus propios alojamientos, conservando sus vestidos y joyas.

También les permitió enterrar a sus muertos caídos en batalla.

Al entrar en el pabellón de Darío vio oro, plata, alabastro, percibió el olor fragante de la mirra y los aromas, el adorno de alfombras, de mesas y aparadores, una abundancia que no había conocido en la corte provinciana de su Macedonia natal. Comentó a los amigos: «En esto consistía, según parece, reinar». Le presentaron entonces un cofre, el objeto más precioso y excepcional del equipaje de Darío. «¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?», les preguntó a sus hombres. Cada uno hizo sus sugerencias: dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra. Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada, de la que nunca se separaba.

5

Nunca perdió una batalla. Siempre afrontó como uno más, sin privilegios, las penalidades de la campaña. Apenas seis años después de suceder a su padre como rey de Macedonia, a los veinticinco, había derrotado al mayor ejército de su época y se había apoderado de los tesoros del Imperio persa. No era suficiente para él. Avanzó hasta el mar Caspio, atravesó los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán, cruzó los pasos nevados de la cordillera del Hindu Kush, y luego un desierto de arenas movedizas hasta el río Oxus, el actual Amu Daria. Siguió adelante por regiones que ningún griego había pisado antes (Samarcanda y el Punyab). Ya no conseguía victorias brillantes, sino que se desgastaba en una agotadora lucha de guerrillas.

La lengua griega tiene una palabra para describir su obsesión: póthos. Es el deseo de lo ausente o lo inalcanzable, un deseo que hace sufrir porque es imposible de calmar. Nombra el desasosiego de los enamorados no

correspondidos y también la angustia del duelo, cuando añoramos de manera insoportable a una persona muerta. Alejandro no encontraba reposo en sus ansias de ir siempre más allá para escapar al aburrimiento y la mediocridad.

Todavía no había cumplido treinta años y empezaba a temer que el mundo no sería lo suficientemente grande para él. ¿Qué haría si un día se acababan los territorios que conquistar?

Aristóteles le había enseñado que el extremo de la tierra se encontraba al otro lado de las montañas del Hindu Kush, y Alejandro quería llegar hasta el último confín. La idea de ver el borde del mundo le atraía como un imán.

¿Encontraría el gran Océano Exterior del que le habló su maestro? ¿O las aguas del mar caerían en cascada sobre un abismo sin fondo? ¿O el final sería invisible, una niebla espesa y un fundido en blanco?

Pero los hombres de Alejandro, enfermos y malhumorados bajo las lluvias de la estación de los monzones, se negaron a seguir adentrándose en la India. Les habían llegado noticias de un enorme reino indio desconocido más allá del Ganges. El mundo no daba señales de terminar.

Un veterano habló en nombre de todos: a las órdenes de su joven rey, habían recorrido miles de kilómetros, masacrando por el camino al menos a setecientos cincuenta mil asiáticos. Habían tenido que enterrar a sus mejores amigos caídos en combate. Habían soportado hambrunas, fríos glaciales, sed y travesías por el desierto. Muchos habían muerto como perros en las cunetas por enfermedades desconocidas, o habían quedado horriblemente mutilados.

Los pocos que habían sobrevivido ya no tenían las mismas fuerzas que cuando eran jóvenes. Ahora, los caballos cojeaban con las patas doloridas, y los carros de abastecimiento se atascaban en los caminos embarrados por el monzón. Hasta las hebillas de los cinturones estaban corroídas, y las raciones se pudrían a causa de la humedad. Calzaban botas agujereadas hacía años.

Querían volver a casa, acariciar a sus mujeres y abrazar a sus hijos, que apenas les recordarían. Añoraban la tierra donde habían nacido. Si Alejandro

decidía continuar su expedición, que no contase con sus macedonios.

Alejandro se enfureció y, como Aquiles al comienzo de la Ilíada, se retiró a su tienda de campaña entre amenazas. Empezó una lucha psicológica. Al principio, los soldados guardaron silencio, después se atrevieron a abuchear a su rey por haber perdido los estribos. No estaban dispuestos a dejarse humillar después de haberle regalado los mejores años de su vida.

La tensión duró dos días. Después, el formidable ejército dio media vuelta, rumbo a su patria. Alejandro, después de todo, perdió una batalla.

La ciudad de los placeres y de los libros. Irene Vallejo. 2020

La mujer del mercader, joven y aburrida, duerme sola. Hace diez meses que él zarpó de la isla mediterránea de Cos rumbo a Egipto y desde entonces no ha llegado ni una carta desde el país del Nilo. Ella tiene diecisiete años, todavía no ha dado a luz y no soporta la monotonía de la vida apartada en el gineceo, esperando acontecimientos, sin salir de casa para evitar murmuraciones. No hay mucho que hacer. Tiranizar a las esclavas parecía divertido al principio, pero no es suficiente para llenar sus días. Por eso le alegra recibir visitas de otras mujeres. No importa quién llame a la puerta, necesita desesperadamente distraerse para aligerar el peso de plomo de las horas.

Una esclava anuncia la llegada de la anciana Gílide. La mujer del mercader se promete un rato de diversión: su vieja nodriza Gílide es deslenguada y dice obscenidades con mucha gracia.

—¡Mamita Gílide! Hace meses que no vienes a mi casa.

—Sabes que vivo lejos, hija, y tengo ya menos fuerzas que una mosca.

—Bueno bueno —dice la mujer del mercader—, a ti aún te quedan fuerzas para darle un buen achuchón a más de uno.

—¡Búrlate! —contesta Gílide—, pero eso queda para vosotras las jovencitas.

Con una sonrisa maliciosa, con astutos preámbulos, la anciana desembucha por fin lo que ha venido a contar. Un joven fuerte y guapo que ha ganado dos veces el premio de lucha en los Juegos Olímpicos se ha fijado en la mujer del mercader, se muere de deseo y quiere ser su amante.

—No te enfades y escucha su propuesta. Lleva el aguijón de la pasión clavado en la carne. Concédete una alegría con él. ¿Te vas a quedar aquí,

calentando la silla? —pregunta Gílide, tentadora—. Cuando quieras darte cuenta, te habrás hecho vieja y las cenizas se habrán zampado tu lozanía.

—Calla calla…

—¿Y a qué se dedica tu marido en Egipto? No te escribe, te tiene olvidada, y seguro que ya ha mojado los labios en otra copa.

Para vencer la última resistencia de la chica, Gílide describe con labia todo lo que Egipto, y especialmente Alejandría, ofrecen al marido lejano e ingrato: riquezas, el encanto de un clima siempre cálido y sensual, gimnasios, espectáculos, manadas de filósofos, libros, oro, vino, adolescentes y tantas mujeres atractivas como estrellas brillan en el cielo.

He traducido libremente el principio de una breve pieza teatral griega escrita en el siglo III a. C. con un intenso aroma de vida cotidiana. Pequeñas obras como esta seguramente no se representaban, salvo algún tipo de lectura dramatizada. Humorísticas, a veces picarescas, abren ventanas a un mundo proscrito de esclavos azotados y amos crueles, proxenetas, madres al borde de la desesperación a causa de sus hijos adolescentes, o mujeres sexualmente insatisfechas.

Gílide es una de las primeras celestinas de la historia de la literatura, una alcahueta profesional que conoce los secretos del oficio y apunta, sin dudar, al resquicio más frágil de sus víctimas: el miedo universal a envejecer. Sin embargo, a pesar de su talento cruel, Gílide fracasa esta vez. El diálogo acaba con los insultos cariñosos de la chica, que es fiel a su marido ausente, o tal vez no quiere correr los terribles riesgos del adulterio. ¿Se te ha reblandecido la mollera?, le pregunta la mujer del mercader a Gílide, pero, por otra parte, la consuela ofreciéndole un trago de vino.

Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros; la capital del sexo y la palabra.

2

La leyenda de Alejandría no dejó de crecer. Dos siglos después de que se escribiera el diálogo de Gílide y la chica tentada, Alejandría fue el escenario

de uno de los grandes mitos eróticos de todos los tiempos: la historia de amor de Cleopatra y Marco Antonio.

Roma, que para entonces se había convertido en el centro del mayor imperio mediterráneo, era todavía un laberinto de calles tortuosas, oscuras y embarradas cuando Marco Antonio desembarcó por primera vez en Alejandría. De pronto, se vio transportado a una ciudad embriagadora cuyos palacios, templos, amplias avenidas y monumentos irradiaban grandeza. Los romanos se sentían seguros de su poder militar y dueños del futuro, pero no podían competir con la seducción de un pasado dorado y del lujo decadente.

Con una mezcla de excitación, orgullo y cálculos tácticos, el poderoso general y la última reina de Egipto construyeron una alianza política y sexual que escandalizó a los romanos tradicionales. Para mayor provocación, se decía que Marco Antonio iba a trasladar la capital del imperio de Roma a Alejandría. Si la pareja hubiera ganado la guerra por el control del Imperio romano, hoy tal vez los turistas acudiríamos en manadas a Egipto para fotografiarnos en la Ciudad Eterna, con su Coliseo y sus foros.

Al igual que su ciudad, Cleopatra encarna esa peculiar fusión de cultura y sensualidad alejandrina. Dice Plutarco que en realidad Cleopatra no era una gran belleza. La gente no se paraba en seco a mirarla por la calle. Pero a cambio rebosaba atractivo, inteligencia y labia. El timbre de su voz poseía tal dulzura que dejaba clavado un aguijón en todo aquel que la escuchara. Y su lengua, continúa el historiador, se acomodaba al idioma que quisiese como un instrumento musical de muchas cuerdas.

Era capaz de hablar sin intérpretes con etíopes, hebreos, árabes, sirios, medos y partos. Astuta, bien informada, ganó varios asaltos en el combate por el poder dentro y fuera de su país, aunque perdió la batalla decisiva. Su problema es que solo han hablado de ella desde el bando enemigo.

También en esta historia tempestuosa juegan un papel importante los libros. Cuando Marco Antonio se creía a punto de gobernar el mundo, quiso deslumbrar a Cleopatra con un gran regalo. Sabía que el oro, las joyas o los banquetes no conseguirían encender una luz de asombro en los ojos de su

amante, porque se había acostumbrado a derrocharlos a diario. Cierta vez, durante una madrugada alcohólica, en un gesto de provocativa ostentación, ella disolvió en vinagre una perla de tamaño fabuloso y se la bebió. Por eso, Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca.

En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones.

Dos escritores muertos durante el siglo XX se han convertido en nuestros guías por los entresijos de la ciudad, añadiendo capas de pátina al mito de Alejandría. Constantino Cavafis era un oscuro funcionario de origen griego que trabajó, sin ascender nunca, para la Administración británica en Egipto, en la sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas. Por las noches se sumergía en un mundo de placeres, gentes cosmopolitas y mala vida internacional. Conocía como la palma de su mano el dédalo de burdeles alejandrinos, único refugio para su homosexualidad «prohibida y severamente despreciada por todos», como él mismo escribió. Cavafis era un lector apasionado de los clásicos y poeta casi en secreto.

En sus poemas hoy más conocidos reviven los personajes reales y ficticios que poblaban Ítaca, Troya, Atenas o Bizancio. En apariencia más personales, otros poemas escarban, entre la ironía y el desgarro, en su propia experiencia de madurez: la nostalgia de su juventud, el aprendizaje del placer o la angustia por el paso del tiempo.

La diferenciación temática es en realidad artificial. El pasado leído e imaginado emocionaba a Cavafis tanto como sus recuerdos. Cuando merodeaba por Alejandría, veía la ciudad ausente latir bajo la ciudad real. Aunque la Gran Biblioteca había desaparecido, sus ecos, susurros y bisbiseos seguían vibrando en la atmósfera. Para Cavafis, aquella gran comunidad de fantasmas volvía habitables las frías calles por donde rondan, solitarios y atormentados, los vivos.

Los personajes de El cuarteto de Alejandría, Justine, Darley y sobre todo Balthazar, que dice haberlo conocido, recuerdan constantemente a Cavafis, «el viejo poeta de la ciudad». A su vez, las cuatro novelas de Lawrence

Durrell, uno de esos ingleses asfixiados por el puritanismo y el clima de su país, amplían la resonancia erótica y literaria del mito alejandrino. Durrell conoció la ciudad en los años turbulentos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto estaba ocupado por tropas británicas y era un nido de espionaje, conspiraciones y, como siempre, placeres. Nadie ha descrito con más precisión los colores y las sensaciones físicas que despertaba Alejandría.

El silencio aplastante y el cielo alto del verano. Los días calcinados. El luminoso azul del mar, las escolleras, la ribera amarilla. En el interior, el lago Mareotis, que a veces aparece borroso como un espejismo. Entre las aguas del puerto y del lago, calles innumerables donde se arremolinan el polvo, los mendigos y las moscas. Palmeras, hoteles lujosos, hachís, embriaguez. El aire seco cargado de electricidad. Atardeceres de color limón y violeta. Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta. En Alejandría, escribe Durrell, la carne despierta y siente los barrotes de la prisión.

La Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. En la última novela del Cuarteto, Clea describe un melancólico paisaje. Los tanques varados en las playas como esqueletos de dinosaurios, los grandes cañones como árboles caídos de un bosque petrificado, los beduinos extraviados entre las minas explosivas. La ciudad, que siempre fue perversa, ahora parece un enormeorinal público —concluye—. Lawrence Durrell nunca volvió a Alejandría después de 1952. Las milenarias comunidades judía y griega huyeron después de la guerra del canal de Suez, el fin de una época en el Medio Oriente.

Viajeros que regresan de la ciudad me cuentan que la ciudad cosmopolita y sensual ha emigrado a la memoria de los libros.

No estamos ante el fin de la globalización. Talha Khan. 2022

¿Estamos asistiendo al final de la globalización o es demasiado exagerado hablar de su posible decadencia?

Ideas principales

En nuestra opinión, y aunque se enfrenta a numerosas dificultades, no estamos ante el fin de la globalización.

    A pesar de los cambios que se están produciendo en el proceso de globalización, muchas compañías de todo el mundo continúan generando gran parte de sus ingresos y beneficios fuera de su mercado nacional.

    Las consecuencias de la evolución de la globalización en la inversión podrían tardar varios años en materializarse, lo que pone de manifiesto la importancia de invertir con una perspectiva a largo plazo.

Talha: La globalización es el proceso de creciente interdependencia entre las economías mundiales, expresada a través de los flujos financieros, migratorios, de comercio transfronterizo y de información. En términos históricos, la globalización ha tenido sus altibajos, pero en general ha mostrado una tendencia alcista.

La Revolución Industrial, las mejoras en el transporte de mercancías y la revolución global de internet han respaldado esta tendencia de globalización, mayoritariamente positiva. La velocidad a la que se distribuyen los productos y se transmiten las ideas también ha aumentado, mientras que la curva de costes ha disminuido, lo que ha llevado a un aumento de la eficiencia y a un crecimiento económico generalizado.

Es evidente que las guerras y los conflictos no favorecen la globalización, sobre todo si los riesgos se extienden y comienzan a afectar a las cadenas de suministro. Echando la vista atrás, el orden internacional que se estableció tras la Segunda Guerra Mundial favoreció enormemente la globalización y las medidas de reconstrucción posteriores a la guerra tuvieron una gran importancia en este sentido.

Más adelante, el proceso de integración europea, que comenzó con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en la década de 1950 y que acabó convirtiéndose en la Unión Europea, ofreció también un gran impulso a la integración del sistema económico mundial.

Tras la caída del Muro de Berlín, se vivió un periodo que podríamos llamar de «hiperglobalización», en el que el fin del telón de acero que afectaba a Rusia y otros países bajo su control coincidió con la integración de China y otras economías emergentes en la cadena de valor mundial. El resultado fue un periodo de relativa paz y estabilidad geopolítica.

Esta fase de «hiperglobalización» alcanzó su punto álgido antes de la crisis financiera mundial y ha ido retrocediendo desde entonces, algo que podemos ver en los términos de intercambio, el producto interior bruto mundial y los flujos financieros, que no han recuperado los máximos que registraron en 2007.

Por otro lado, tras la crisis financiera mundial comenzaron a ganar protagonismo en varios países las corrientes políticas más nacionalistas y populistas, lo que también afectó a la globalización. Esta crisis financiera se convirtió en el primer choque sistémico que logró provocar una gran perturbación, pero la pandemia de COVID-19 y ahora la guerra de Ucrania han provocado nuevas crisis que han cuestionado aún más la importancia de los mercados globales frente a la seguridad nacional.

El actual periodo de la globalización se enfrenta a numerosas dificultades, pero eso no significa que nos encontremos ante el fin del proceso. En mi opinión, lo más probable es que en los próximos años asistamos a una reconfiguración de la globalización. La pandemia y la guerra han hecho que los países se replanteen la durabilidad de sus cadenas de suministro.

Hay una tendencia creciente hacia la localización o regionalización que disminuye algunos de los riesgos asociados a la dependencia de un país o una región como fuente de producción.

Es importante reconocer que la respuesta a la pandemia, sobre todo en lo que se refiere al desarrollo de las vacunas, puso de manifiesto las ventajas prácticas de la globalización.

La comunidad internacional de científicos que trabajó a una velocidad vertiginosa para desarrollar una vacuna no habría sido posible si no hubiera sido por la globalización, las ideas y la ciencia.

Ulrica o El enamorado y la muerte. A propósito de un cuento de Jorge Luis Borges. Ana María Hurtado

Acercarse con el deseo de aprehender  la cosmogonía borgiana podría tener el carácter de una desmesura, si no se tiene en cuenta que la obra de Borges es incesante, inagotable y, lejos de ser un corpus unitario y compacto, tiene el carácter que él mismo señala en los fragmentos de un Evangelio Apócrifo: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”.

Como el propio universo, su obra tiene agujeros negros, estrellas novas, bucles cuánticos y toda una fina red en expansión, de tal manera que al sumergirnos en alguno de estos mundos circulares que se vuelven sobre sí, tendremos que tener presente esta cualidad cambiante donde la arena misma es el devenir de la piedra, y viceversa.

El viaje a través de estos mundos tiene el encanto de esas tareas imposibles de realizar por completo, que dejan cabos sueltos y cuyo destino es siempre impreciso. Bajo esta premisa, y hablando de arena, intentaré tomar un hilo de este laberinto, que me lleve precisamente al Libro de Arena, publicado en 1975, y que contiene un cuento singular: “Ulrica», del cual el mismo Borges dijera poco antes de morir que era su cuento preferido.

De este cuento, que también se ha convertido en mi preferido, surgen varios hilos que me llevan por igual a un hombre asediado por las mitologías del amor, a las espadas del “áspero Norte», a una misteriosa mujer nórdica y al final, a una lápida en el cementerio de Plainpalais en Ginebra.

Una de sus singularidades es que se trata del único cuento explícito de amor de Borges, escrito en la última etapa de su vida, y en el cual la figura femenina adquiere una relevancia que no se manifiesta en otros relatos. Aceptando la premisa de que Borges puede “hablar de sí mismo y habla en realidad de otro, e inversamente», tal como afirma Guillermo Sucre (Borges, el poeta. 1968), y que toda literatura es autobiográfica, como habría afirmado el mismo Borges, en El tamaño de mi Esperanza (1926):

“Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él […] toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico“.

Sin embargo, no deberíamos literalizar, como algunos hacen, afirmando que el cuento se refiere a una amiga nórdica (Ulrike von Külhman) con quien se carteaba y a quien en algún momento  prometió escribirle un cuento. Si bien algunas coordenadas nos llevan a ella, el cuento sobrepasa en mucho cualquier aproximación a una mujer concreta, incluso a la misma María Kodama, quien se adjudicaba el apelativo de Ulrica.

Tal es la riqueza de significados de este texto caleidoscópico donde cada quien mira algo distinto, dado que en él conviven en clave simbólica elementos biográficos, míticos, cabalísticos, alquímicos, herméticos, neoplatónicos y de psicología profunda.

No obstante, debemos tener en cuenta que Borges, permanente explorador de estas vastedades, es también habitante de un universo lúdico, donde el niño solitario de Palermo permanece jugando a las escondidas y a múltiples  acertijos.

Tanto se ha escrito de Borges y de este cuento, que extenderme sería caer en reiteraciones; intentaré, no obstante, explorar una visión “nueva” –si es que eso puede existir– centrándome en ese Borges hombre que habitó entre nosotros y que muchas veces rozó la ficción, convirtiéndose a sí mismo en un personaje.

Sin embargo, si seguimos al autor sabemos que los límites entre realidad y ficción son cambiantes y aleatorios, y que un hombre puede a la vez ser muchos hombres. Coincido con Guillermo Sucre cuando afirma que el Borges narrador «no procede por combinaciones aleatorias de elementos reales, sino más bien como el poeta, por exploración exacta y completa de elementos virtuales».

Del breve amor

El texto relata una breve historia de amor ocurrida en la ciudad de York entre un profesor colombiano, Javier Otárola, y una misteriosa noruega llamada Ulrica. Ambos se hallan de paso, con caminos divergentes. Javier, quien se enamora inmediatamente de Ulrica, narra en primera persona las particularidades del encuentro  que culmina en un acto de amor físico, que bien pudiera configurar un poema o un sueño.

El cuento transcurre en una atmósfera casi fantasmal y onírica, donde pareciera  que el lector  es incitado a completar la fantasía, a  emprender –como lo hacen los protagonistas- un viaje colmado de claves por descifrar.

La primera clave es el propio epígrafe extraído de unos versos de la Völsunga saga (saga islandesa del siglo XIII), citado por Borges en el libro Literaturas Germánicas Medievales (1951):

«Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert».

Y cuya traducción sería: «Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos».

El epígrafe hace referencia a un episodio de la  historia de Sigurd y Brynhild, en el cual dos amantes estando en un mismo lecho se hallan separados por una espada, de tal manera que no puedan consumar un amor que ostenta cierto tinte incestuoso (Brynhild es la esposa del hermano de Sigurd).

No obstante, más adelante terminarán unidos en la muerte por un destino trágico. El símbolo de esta imposibilidad es la espada de Sigurd que los separa en el lecho, pero que desaparecerá en la tumba.

Es ampliamente conocida la afición de Borges por las antiguas literaturas nórdicas y por el tema de las espadas, por lo cual no es extraño que ambas cobren especial protagonismo en este cuento. Entre los variados simbolismos asociados a la espada está el que la relaciona con el logos, la palabra, y en este sentido –más allá de la visión guerrera– adquiriría en Borges un matiz esencial. Tal vez Borges puso muchas veces el ejercicio de la Palabra como separación entre él y la vida, esa amante tan difícil.

Un encuentro en el espacio del mito

Borges comienza el relato aclarando que si bien pareciera fiel a la realidad, es más un ejercicio del recuerdo, que en última instancia es lo que determina y otorga consistencia a nuestro registro de la realidad. El tema de la memoria y de la identidad, tan entrañables para Borges, aparecen en el comienzo del relato haciendo las veces de aquel “Había una vez…” de los cuentos infantiles.

Ese lugar impreciso donde el recuerdo personal ordena los acontecimientos. «La crónica abarcará una noche y una mañana», no obstante, ese breve lapso en cronología lineal significa mucho más en la cronología circular, pues el encuentro de Javier y Ulrica prefigura un encuentro más antiguo, más esencial, de carácter intemporal, hasta el punto de que ambos terminarán representando a otros personajes: los propios Sigurd y Brynhild. Ya sabiéndolos ubicados en el tiempo y espacio del mito, intentaré hacer algunos señalamientos simbólicos que al ser integrados permiten ensayar un acercamiento al misterio de la humanidad de Borges.

El protagonista afirma que la primera visión de Ulrica, previa al encuentro en la pequeña posada, ocurrió mientras miraba unos altos vitrales “puros de toda imagen”  de la antigua y mágica catedral de York. Ulrica es una hermosa mujer que conjugaba en sí misma el “oro y la plata”, interesante referencia alquímica a la unión de los opuestos; ella vestida de negro hacía alarde de su feminidad, mostrándose altiva y segura en correspondiente oposición a la timidez del profesor Otárola.

El hecho de que Borges fantasee la historia en su amada Inglaterra, y más precisamente en la ciudad de York, conocida por sus leyendas y su atmósfera casi irreal, nos ubica en un espacio mágico –suerte de heterotopía– que invita a la realización de un viaje hacia la insularidad del protagonista; un periplo heroico si recordamos el epígrafe y todas las leyendas vinculadas a la antigua Inglaterra, entre ellas las historias artúricas y las remotas sagas sajonas.

El vitral llamado las cinco hermanas York, al que Borges hace referencia, se encuentra en la parte norte de la imponente catedral y corresponde a cinco ventanales contiguos  de más de 16 metros de altura, y cuya cualidad “puros de toda imagen” nos indica simbólicamente que hay una apertura hacia la experiencia que está por suceder, una desnudez de la sensorialidad.

Esa especie de virginidad de las imágenes nos coloca en una posición inicialmente diferente a la reiterada obsesión de Borges por los espejos, así como también a la profusión de su  imaginería personal. El vitral sin imágenes es otro recurso que invita a adentrarse en el terreno de lo desconocido. Me atrae pensar que es un guiño a su ceguera, a la «magnífica ironía» de Dios.

El descenso

La travesía se inicia cuando ambos protagonistas se ponen en marcha hacia  el descenso, conectándonos de esa manera con una simbólica disminución del nivel de consciencia, lo cual dará paso hacia el mundo interno, precisamente al mundo de las imágenes.

Sería el equivalente al “Abaissement du niveaumental», término utilizado por Jung para designar un descenso de las defensas conscientes que da paso a contenidos del inconsciente, ya sea como predecesor de un acto creativo o de algún quiebre psicótico. En este caso el descenso los conducirá a un espacio intermedio entre realidad y fantasía.

En ese caminar juntos que los lleva “río abajo”, el amor ha asaltado a Otárola; Ulrica se muestra receptiva y le hace una promesa de entrega al ansioso profesor, sin embargo, le prohíbe expresamente tocarla antes de la noche  –evoco el Nole mi tangere de Jesús a Magdalena, tras la resurrección.

En el caso que nos compete, pareciera invocarse una separación necesaria antes de la unión definitiva, separación que es límite y diferenciación, paso previo a la posibilidad de un vínculo. Ulrica ha “colocado la espada entre los dos” a través de la utilización de la palabra.

“Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera”, reflexiona Javier Otárola, al tiempo que recuerda sus desengaños amorosos. En este punto, no podemos dejar de pensar en los mismos desengaños de Borges, este hombre que desde su juventud no se había sentido cómodo con su cuerpo, y los avatares del amor físico lo asustaban, haciéndole casi imposible la consecución y consolidación de una pareja.

Tal circunstancia desemboca en un primer matrimonio tardío e infausto impulsado por la madre, y el segundo matrimonio ya en su vejez, que parecía ser más una unión sustentada en los intereses intelectuales y en la admiración mutua.

“Todo esto es como sueño”, afirmación que da cuenta no sólo de la cualidad onírica del episodio, sino, por esa misma vía, anuncia la irrupción de contenidos del inconsciente. Regresa allí el tema de la refutación de la realidad sustituida por la constante del elemento onírico. La escena se desarrolla en una suerte de espacio-tiempo intermedio, relacionado con la subjetividad. Igualmente ocurre con el tema de la identidad.

La famosa frase “ser colombiano es un acto de fe» nos conecta con la ausencia del referente externo, concreto, asociado a la tierra de origen, y en su lugar coloca la fe, que más bien tiene que ver con un despegarse de los asideros reales y mantenerse aferrado a lo intangible.

Si lo interpretamos en clave simbólica se comprendería que hay un intento de diferenciación, un distanciamiento de la madre-tierra originaria, tema crucial en la vida íntima de Borges, quien mantuvo una estrecha y prolongada relación con su madre, no exenta de contradicciones y ambivalencias, al igual que su relación con su Argentina natal, de la cual se distanció definitivamente.

Podría agregar que este acto de fe en la identidad del colombiano resuena con ironía borgiana en el carácter de la identidad nacional de los argentinos, esa nostalgia de Europa, que comparten en mayor o menor medida con el resto de los latinoamericanos y que nos hace ser pobladores fantasmales, siempre en exilio de un paraíso perdido.

Otárola hace referencia a una búsqueda personal que parece culminar en Ulrica. Se permite así la emergencia del deseo de unión junto a la posibilidad cierta del intercambio amoroso, en tanto se va dando el progresivo descenso por los páramos. En ese trayecto Javier y Ulrica no pueden pronunciar sus nombres verdaderos, se convierten en Sigurd y Brynhild, aquellos amantes víctimas del destino, revividos en eterno retorno para reencontrase y cambiar la historia, otro tema insistente en Borges: las infinitas posibilidades del tiempo. 

A continuación,  la pareja inicia el ascenso por los páramos  hasta pernoctar en una posada gemela de la primera y con el mismo nombre donde, cubiertos por  el advenimiento de la noche, se hace posible el encuentro erótico.

Las referencias decorativas a los tapices de William Morris, cultor prerrafaelita de los temas medievales, el intenso colorido en consonancia con la vida y en evidente oposición a los paisajes helados y blancos del afuera, son el escenario para la desnudez de Ulrica, quien ahora lo llama por su nombre –ya no es un personaje ficticio: “secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y única vez la imagen de Ulrica”. Ese “primera y única vez“, en el decir borgiano, se convierte en el territorio de lo eterno, donde las cosas suceden en presente y para siempre.

Georgie, el amenazado

Los invito ahora a pensar en Jorge Luis Borges, el Georgie de Leonor Acevedo –la madre– y de Anna Haslam –la abuela inglesa. Él que ha sido también, al igual que Otárola, un insistente célibe asustado ante lo femenino, parece iniciar casi al final de la vida un viaje de encuentro con su ánima, en el sentido junguiano, con esa doncella interior, su dama, para alcanzar la unión mística prefigurada en las bodas alquímicas con su aspecto femenino, hecho que habría estado obstaculizado por la estrecha relación con su madre.

Recuerdo a Parsifal, quien aún envuelto en las telas que la madre le ha puesto debajo de la armadura, sale en un viaje heroico, mientras en su ausencia ocurrirá la muerte materna, haciéndose posible la necesaria separación en el camino evolutivo de la psique masculina.

Hay claras referencias alquímicas en el relato, que nos conectan con el Borges que busca más que una transmutación de los metales en oro –en clave literaria– una transformación  de su sustancia anímica a través de la escritura.

En Nueve ensayos dantescos (1982), su aproximación a la Divina comedia, Borges vislumbra que Dante escribe esta portentosa obra con el fin último de hacer posible un encuentro con Beatrice, aunque sea en el ámbito de la literatura.

Tomando en consideración las referencias anteriores y el momento de la vida al cual pertenece este relato, intuyo que Borges, ya adentrado en su madurez tardía, en el umbral de la vejez, escribe el texto como preparación y anticipo a su propia muerte, bajo el ropaje de un cuento de amor.

Borges parece intentar el encuentro definitivo con su Dama, haciéndolo en clave de amor cortés, hecho que, como en las sagas de caballería, implica una profunda transformación: los caballeros al encontrar su dama, luego de matar al dragón que las mantiene cautivas, se desnudan, tal como el metal desnudo de la espada, despojándose así de su ensamblaje defensivo y proceden a la unión amorosa, que prefigura la muerte del adolescente heroico, como señala Jaime Lopez-Sanz, lo que subsecuentemente da paso a la aparición o renacer del caballero (El héroe y el ánima en Doña Bárbara).

La reina de los lobos

Conjuntamente existe en el cuento una aproximación arquetipal: la mujer loba sugerida en Ulrica (nombre que significa “Reina de los Lobos”), vestida de negro como la Hécate de los griegos, a quien también representaban acompañada de lobos. Nos hallamos ante una Dama, sin duda, emparentada con la muerte –como tantas damas. Ella que habla con los pájaros y sabe que va a morir, preludiando el inframundo, de ahí su cualidad de psicopompo.  Jung afirmaba que la propia psique intenta prepararse para el tránsito más contundente que nos toca a los humanos, y para ello produce espontáneamente sueños cuyos contenidos son un intento del alma por compensar la finitud, con la certeza de que la vida persiste. Y si hablamos de sueños, hablamos también de arte y literatura, pues ambos beben de la fuente del inconsciente personal y colectivo.

Ulrica, no sólo es la reina de los lobos sino que asume el nombre de Brynhild, quien es a su vez la reina de las valquirias, doncellas guerreras que recibían en el Valhalla a los héroes fallecidos, como podemos observar, persiste el tema de la muerte y del lugar adonde van los fallecidos.

En la antigua saga es  la misma Brynild quien ocasionará la muerte de Sigurd. Si la espada con su metal desnudo desapareció entre ellos, es porque ya la muerte los uniría para siempre,  se daría sin distancia el sumergirse en la coniuctio perfecta.

Borges nos habla de adentrarse en la eternidad de la mano de la «imagen» de Ulrica, magnífica referencia a su condición de ciego, que conserva dentro las imágenes del mundo. Así como Alfonso X, el sabio, quien deseaba encontrar a su dama y, al no hallarla entre las mortales, dedicó su ímpetu amoroso a Notre Dame, María, a quien le dedica sus magníficas cantigas.

En ese sentido, creo que Borges ofrece este canto a su dama sublimada que es la muerte, mezclando el simbolismo de las sagas nórdicas, el amor cortés y de soslayo, un guiño juguetón a la mitología griega. Con esto recalco que se trata de la crónica atemporal de un encuentro-hallazgo íntimo, donde se prefigura la entrega final a la muerte, esa dama que siempre nos espera, pero que es una dama bifronte –tal como la lápida que luego veremos en Ginebra–  indisolublemente relacionada con la vida.

Integrar el ánima conduce a la posibilidad de plenitud en la experiencia amorosa, asimismo conduce, a través del proceso de individuación, a la integración de los contrarios y a esa postrera boda alquímica, quizá necesaria para sentir que la vida ha tenido sentido y de alguna manera se pueda asumir la finitud, ingresando a la Zoe colectiva, la vida inagotable y que persiste más allá de nosotros, como personas biográficas.

En la Zoe es donde el hombre es inmortal, en tanto se sumerge en las configuraciones arquetípicas colectivas. El encuentro con la dama fantasmal es a su vez resolución de la pareja interna, dejar definitivamente a la «joven madre», pero como al mismo tiempo es muerte, significa volver en circularidad a la madre –ahora en términos arquetipales– a esa mujer que es todas las mujeres. En ese punto nos dirigimos a la lápida y a su epitafio en Ginebra. Ella es la que da unión y sentido a lo que he venido proponiendo.

Quiero acá hacer una pausa para compartir parte del poema «Lo Perdido», de El Oro de los Tigres (1972):

“¿Dónde estará mi vida, la que pudo                                                         haber sido y no fue, la venturosa                                                                       o la del triste horror, esa otra cosa                                                                   que pudo ser la espada o el escudo.

(…)

pienso también en esa compañera                                                                    que me esperaba, y que tal vez me espera.”

Vi entrar señora tan blanca

Para finalizar llegamos a la tumba de Plainpalais en Ginebra. La lápida blanca y áspera tiene en su anverso un grabado circular con siete figuras humanas que representan a unos guerreros northumbrios que van directo a la muerte, pues ya perdieron la batalla, y debajo una inscripción en sajón antiguo: «And ne forhtedon na«,  que significa “…y que no temieran”. Por último, una pequeña cruz de Gales.  El episodio al que hace referencia se halla expuesto por Borges en el libro ya mencionado Literaturas Germánicas Medievales (1966), escrito  junto a uno de sus amores frustrados María Esther Vásquez. En ese libro encontramos este párrafo:

«Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo«.

El tema de la espada rota, como símbolo de derrota, es un tema que aparece en las leyendas del Grial. Una espada rota encima de un ataúd esperando ser recompuesta por un caballero de corazón puro, forma parte del cortejo del Grial en el castillo del Rey Pescador.

La cara posterior de la lápida nos hace topar con la sorpresa, aparece en ella el epígrafe de Ulrica:«Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert»,«Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos». Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga. Y bajo ésta, una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otárola». En el anverso el heroísmo, en el reverso el destino trágico de Sigurd durmiendo para siempre con Brynhild, de la que un día lo separó la espada, junto a la referencia directa a los personajes del cuento que nos ocupa.

María Kodama frente a la tumba de Jorge Luis Borges, durante el homenaje por los 30 años de su muerte. Foto: Cezaro de Luca (Tomado de: Clarín.com)

Sea o no este epitafio expresamente deseado por Borges, lo que sí es cierto, es que se corresponde con temas esenciales en su producción literaria y que me parece están contenidos en este cuento que, según sus propias palabras, fue su preferido.

He aquí a Borges, el hombre con sus mitologías, lejos de su tierra natal y sus antepasados guerreros, con un epitafio en idiomas antiguos, muy distintos a su lengua materna, de la cual es insigne representante. Borges ya en su pura desnudez, hecho imagen y eternidad en un singular y particularísimo acto de fe.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. El libro de arena. Emecé Editores. Buenos Aires, 1975.

Borges, Jorge Luis. Literaturas germánicas medievales. Emecé Editores. Buenos Aires, 1989.

Borges, Jorge Luis. Nueve ensayos dantescos. Emecé Editores. Buenos Aires, 1999.

Borges, Jorge Luis. Obras completas. Emecé Editores. Buenos Aires, 1974

López Sanz, Jaime. Héroe y ánima en Doña Bárbara. Diosas, musas y mujeres. Monte Ávila Editores. Caracas, 1993

Rodríguez Monegal, Emir.  Borges por él mismo, Monte Ávila Editores. Caracas, 1980

Sucre, Guillermo. Borges el poeta. Monte Ávila Editores. Caracas, 1968.

El último artificio de Borges. Juan Jacinto Muñoz

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Hace muy poco, el 24 de agosto de 1999, el universal escritor argentino Jorge Luis Borges habría cumplido cien años; pero ya va para tres lustros que le fueron dadas las dos abstractas fechas, si bien no el olvido.

Sé que no tenemos tiempo, que debemos cada minuto al compromiso que hace siglos adquirimos con nuestra rutina, pero olvidemos por un momento los hechos, que nada importan, que son el mero punto de partida para impulsar la invención, imaginemos por un momento que estamos en Ginebra, al pie de los Alpes, nos llega el frescor del lago Léman y nos adentramos en la ciudad -el clima, pese a ser agosto, es indulgente-.

Cuando consigamos coger un taxi, le tendremos que indicar al taxista: «el número 10 de la Rue des Rois», que queda en el centro de Ginebra, en la orilla izquierda del Ródano, y: «el cimetiére de Plainpalais».

Llegaremos a un lugar con la apariencia de un gran parque; atravesaremos la entrada y, sin demasiado esfuerzo, descubriremos una vitrina con un listado en su interior. Buscaremos con la mirada la «B» de Borges, y allí veremos su nombre, y los sombríos datos «número de tumba 735, posición D-6». Nuestros pasos sonaran por el solitario sendero, e iremos dejando atrás bifurcaciones, longevos árboles, césped bien regado, lápidas grises y alguna fuente, hasta llegar al pie de un ciprés, a cuya derecha está la sepultura.

La realización de la lápida fue encargada al escultor argentino Eduardo Longato. La piedra es blanca y áspera, y en lo alto de su cara anterior se lee «Jorge Luis Borges». Justo debajo la inscripción «And ne forhtedon na» junto a un grabado circular con siete figuras humanas. Por último, una pequeña cruz de Gales y «1899/1986» es todo lo demás que puede apreciarse en el anverso.

La inscripción «And ne forhtedon na», formulada en inglés antiguo, ha sido traducida hasta la saciedad -acaso por la influencia del libro Borges, esplendor y derrota, de María Esther Vázquez– como «Las puertas del cielo se abrieron hacia él»; sin embargo, éste parece sólo un error condenado a repetirse, y la traducción correcta -conviniendo con el artículo «Siete guerreros nortumbrios» de Martín Hadis, publicado en la revista Idiomanía- es en realidad «Y que no temieran».

Serviré por unos minutos de modesto guía del novicio visitante de la tumba de Jorge Luis Borges en este día de conmemoraciones. Borges era un enamorado de las antiguas sagas nórdicas, en colaboración con la propia María Esther Vázquez escribió el volumen Literaturas germánicas medievales, allí podemos encontrar un artículo titulado «La balada de Maldon», que nos explica un poema épico del siglo X.

El poema describe el enfrentamiento que tuvo lugar el diez u once de agosto del año 991, en el río Blackwater, en Essex, Inglaterra; el pasaje que nos interesa es el que sigue: «Entonces comenzó Byrhtnoth a arengar a los hombres / Cabalgando les aconsejó, enseñó a sus guerreros / Cómo debían pararse y defender sus lugares / Les ordenó que sostuvieran bien sus escudos / con sus puños firmes y que no temieran. / Entonces cuando sus huestes estuvieron bien ordenadas / Byrhtnoth descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar / Entre aquellos guerreros que él sabía más fieles». A la segunda parte del quinto verso transcrito pertenece el epitafio del anverso de la lápida de Borges.

El grabado de los siete guerreros es copia del grabado de otra lápida -posiblemente la lápida erigida en el siglo IX en el monasterio de Lindisfarne, en el norte de Inglaterra, que conmemora el ataque vikingo sufrido por el monasterio en el año 793- que Borges relacionó con «La balada de Maldon»; él mismo nos habla de ella: «Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo».

Las afirmaciones que Borges hizo en vida sobre la muerte son contradictorias, a veces dijo no temerla, sino ansiarla como la única vía para salvarse de él mismo; otras dijo no suicidarse por cobardía. Los heroicos guerreros sajones de su lápida parecen querer infundirle valor ante su último acto en el mundo… y que no temiera.

Pero no es todo batalla y valor en el frío mármol sepulcral. La cara posterior de la lápida en el cementerio de Plainpalais contiene la frase «Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert», que se corresponde con dos versos del capítulo veintisiete de la Völsunga Saga (saga noruega del siglo XIII): «El tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos«. Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otálora».

El sentido original de la segunda inscripción hace referencia a la historia del héroe Sigurd, que cuando comparte el lecho con Brynhild, la pretendida por el hermano de su esposa, para no tocarla coloca la espada entre ambos.

Años después, en una crisis de celos, Brynhild hace matar a Sigurd; cuando comprende que no puede sobrevivir su muerte se apuñala, y pide yacer en la misma pira que Sigurd, y que de nuevo esté entre los dos la espada desnuda, como en aquellos días en que subieron juntos a un mismo lecho. Gram, como Escalibur, como Durandal, era el nombre de una espada.

Los dos mismos versos los utilizó también Borges como epígrafe de su relato «Ulrica», único relato de amor del autor, escrito en 1975: «El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro ejemplo que ‘Ulrica'». En la fecha de composición de este relato, cuyo protagonista se hace llamar Javier Otálora, Borges ya mantenía relaciones con María Kodama, su último amor, la heredera de todas sus obras, lo que nos hará inevitable pensar que la tercera inscripción debe interpretarse como «De María Kodama a Jorge Luis Borges».

Cuando Borges inició su idilio con Kodama, él tenía setenta y cinco años y ella treinta y ocho. Por ésa, y por otras muchas razones, el visitante de la tumba de Borges, allá en la arbolada necrópolis suiza, pudiera conjeturar que el mensaje de la espada desnuda está cargado de implicaciones sexuales, pero yo no avendré en esas disquisiciones, porque al fin y al cabo Borges ya murió, y con él la suma del intolerable universo.

A paso de cangrejo. Humberto Eco. 2006

A paso de cangrejo es como parece caminar la historia en este nuevo milenio. Tras el 11 de septiembre la humanidad entró en una peligrosa regresión. Volvieron los viejos conflictos territoriales, las guerras medievales con denominación de «cruzada», la nostalgia por los totalitarismos, el antisemitismo y otras formas de racismo.

Eco arremete contra la forma de vida contemporánea, las guerras, la política internacional y el consumo en las grandes superficies como único espacio de ocio posible, sin olvidar el nefasto papel de los medios de comunicación, empeñados en construir una imagen del mundo basada en el espectáculo. El resultado es un libro intenso y combativo, cargado de lúcidos análisis sobre el escenario que nos rodea.

Los pasos del cangrejo

Este libro recoge una serie de conferencias y artículos escritos entre los años 2000 y 2005.

Se trata de un período fatídico, que se abre con la inquietud ante el nuevo milenio, comienza con el 11 de septiembre, al que siguen las dos guerras en Afganistán y en Irak, y en Italia se presencia el ascenso al poder de Silvio Berlusconi.

Por consiguiente, prescindiendo de muchas otras colaboraciones sobre temas variados, he querido recoger tan sólo los escritos que hacían referencia a los acontecimientos políticos y mediáticos de estos seis años. El criterio de selección me lo sugirió uno de los últimos artículos de mi anterior selección ( La bustina de Minerva), que llevaba por título «El triunfo de la tecnología ligera».

Adoptando la forma de una falsa recensión de un libro atribuido a un tal Crabe Backwards, observaba que en los últimos tiempos se habían producido avances tecnológicos que constituían auténticos pasos hacia atrás. Observaba que la comunicación pesada había entrado en crisis a finales de los años setenta.

Hasta entonces, el principal instrumento de comunicación era el televisor en color, una caja enorme que dominaba con su presencia engorrosa y emitía en la oscuridad siniestros resplandores y sonidos susceptibles de molestar al vecindario.

El primer paso hacia la comunicación ligera se dio con el invento del mando a distancia; gracias a él, el espectador no sólo podía reducir o incluso suprimir el sonido, sino también eliminar los colores y zapear.

Saltando de un debate a otro, frente a una pantalla en blanco y negro y sin sonido, el espectador había entrado ya en una fase de libertad creativa, llamada «fase de Blob».

Además, la vieja televisión, que transmitía los acontecimientos en directo, nos hacía depender de la propia linealidad del acontecimiento. La liberación del directo se produjo con la llegada del vídeo, que no sólo supuso el paso de la televisión al cine, sino que permitió al espectador rebobinar las cintas y abandonar así del todo la relación pasiva y represiva con el suceso contado.

En ese momento incluso se habría podido eliminar completamente el sonido y comentar la sucesión desordenada de las imágenes con bandas sonoras de pianola, sintetizada en el ordenador; y, teniendo en cuenta que las propias cadenas emisoras, con el pretexto de ayudar a las personas sordas, habían adquirido la costumbre de insertar subtítulos para comentar las acciones, muy pronto se llegaría a una situación en que, mientras dos se besan en silencio, aparecería un recuadro con la frase «Te quiero». Así que la tecnología ligera habría inventado las películas mudas de los Lumière.

El paso siguiente se logró con la supresión del movimiento de las imágenes. A través de internet, el usuario podía recibir, con un buen ahorro neural, tan sólo imágenes inmóviles de baja definición, a menudo monocromas, y sin necesidad alguna de sonido, puesto que las informaciones aparecían en caracteres alfabéticos sobre la pantalla.

Según decía en mi artículo de entonces, el estadio siguiente de este retorno triunfal a la galaxia Gutenberg sería la supresión radical de la imagen. Se inventaría una especie de caja, que abultaría muy poco, sólo emitiría sonidos y no necesitaría siquiera el mando a distancia, puesto que se podría zapear directamente haciendo girar un mando. Creía que había inventado la radio y estaba vaticinando, en cambio, la aparición del iPod.

Destacaba finalmente que se había alcanzado el último estadio cuando en el ámbito de las transmisiones por ondas, que originaban muchas interferencias, con el pay per view y con internet había comenzado la nueva era de la transmisión por vía telefónica, pasando de la telegrafía sin hilos a la telefonía con hilos, superando a Marconi y volviendo a Meucci.

Estas observaciones, hechas más o menos en broma, no eran del todo aventuradas. Por otra parte, se vio claramente que avanzábamos hacia atrás después de la caída del muro de Berlín, cuando la geografía política de Europa y de Asia cambió de forma radical.

Los editores de atlas tuvieron que desechar todas sus existencias (que se habían vuelto obsoletas por la presencia de la Unión Soviética, Yugoslavia, Alemania del Este y otras monstruosidades semejantes) e inspirarse en los atlas publicados antes de 1914, con sus mapas de Serbia, de Montenegro, de los estados bálticos, etc.

Pero la historia de los pasos hacia atrás no se detiene aquí, y este comienzo del tercer milenio ha sido pródigo en pasos de cangrejo. Sólo voy a poner algunos ejemplos: después de los cincuenta años de guerra fría, los casos de Afganistán y de Irak nos retrotraen triunfalmente a la guerra real o guerra caliente, resucitando incluso los memorables ataques de los «astutos afganos» del siglo XIX en el Kyber Pass, y nos ofrecen un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, regresando a las gestas de Lepanto (y algunos afortunados libelos de los últimos años podrían resumirse con el grito de «¡Socorro, los turcos!»).

Han reaparecido los fundamentalismos cristianos, que parecían propios de la crónica del siglo XIX, con el replanteamiento de la polémica antidarwiniana, y ha surgido de nuevo (aunque sea en términos demográficos y económicos) el fantasma del peligro amarillo. De un tiempo a esta parte, nuestras familias acogen nuevamente a siervos de color, como en el Sur de Lo que el viento se llevó, se han reanudado las grandes migraciones de pueblos bárbaros, como en los primeros siglos después de Jesucristo, y (como se observa en uno de los artículos publicados en este libro) renacen, al menos en nuestro país, ritos y costumbres del Bajo Imperio.

Ha regresado triunfante el antisemitismo con sus Protocolos, y tenemos a los fascistas (bastante después, aunque algunos son los mismos) en el gobierno. Por otra parte, mientras estoy corrigiendo las galeradas, un atleta ha saludado a la romana en el estadio a la multitud que le aplaudía.

Exactamente lo que hacía yo cuando era un cadete, salvo que a mí me obligaban. Por no hablar de la «Devoluzione»,[*] que nos retrotrae a una Italia pregaribaldina.

Se ha reabierto el contencioso poscavouriano entre Iglesia y Estado y, hablando de retornos casi a vuelta de correo,  está regresando, bajo distintas formas, la Democracia Cristiana.

Parece como si la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición.

A partir de los artículos de este libro se descubrirán muchos otros fenómenos de marcha atrás, suficientes en definitiva para justificar su título. Pero no hay duda de que, al menos en nuestro país, ha ocurrido algo nuevo, algo que nunca había sucedido antes: la instauración de una forma de gobierno basada en el llamamiento populista a través de los medios, realizado por una empresa privada cuyo objetivo es su propio interés; experimento nuevo, sin duda, al menos en el escenario europeo, y mucho más sutil y tecnológicamente preparado que los populismos del Tercer Mundo.

A este tema van dedicados muchos de estos artículos, nacidos de la preocupación y de la indignación por esta novedad que se va imponiendo y que (al menos mientras envío a la imprenta estas líneas) no parece que pueda detenerse.

La segunda parte del libro está dedicada al fenómeno del régimen de populismo mediático, y no tengo ningún reparo en hablar de «régimen», al menos en el sentido en que los medievales (que no eran comunistas) hablaban de regimine principum.

Con este propósito, y a propósito, comienzo la segunda parte con un llamamiento que escribí antes de las elecciones de 2001 y que fue muy criticado. Ya entonces, un periodista de derechas, pero que evidentemente me tiene en cierta estima, se sorprendía entristecido de que un hombre «bueno» como yo pudiese tratar con tanto desprecio a la mitad de los ciudadanos italianos que votaban una opción diferente de la mía.

Y recientemente también, y no por parte de la derecha, este tipo de compromiso ha sido tachado de arrogante, de actitud destructiva que convierte en antipática buena parte de la cultura de oposición.

Como tantas veces se me ha acusado de querer resultar simpático a toda costa, descubrirme antipático me llena de orgullo y de sana satisfacción.

No obstante, es curiosa esta acusación, como si en su tiempo se acusara (si parva licet componere magnis) a Rosselli, a Gobetti, a Salvemini, a Gramsci, por no hablar de Matteotti, de no ser suficientemente comprensivos y respetuosos con su adversario.

Si alguien lucha por una opción política (y en este caso, civil y moral), al margen del derecho-deber que tiene todo el mundo de poder cambiar de opinión algún día, en ese momento ha de creer que tiene razón y ha de denunciar enérgicamente el error de quienes tienden a comportarse de forma diferente.

No me imagino un debate electoral que pueda desarrollarse bajo el lema de «Vosotros tenéis razón, pero votad al que está equivocado». Y en el debate electoral las críticas al adversario han de ser severas, despiadadas, para poder convencer al menos al que está dudoso.

Además, muchas de las críticas que se consideran antipáticas son críticas de costumbres. Y el crítico de costumbres (que a menudo en el vicio ajeno censura también el propio, o las propias tentaciones) ha de ser mordaz. O sea, y remitiéndonos siempre a los grandes ejemplos, si quieres ser crítico de costumbres, debes comportarte como Horacio; si te comportas como Virgilio, escribes un poema, de una belleza extraordinaria incluso, en loor del divino reinante.

Pero los tiempos son oscuros, las costumbres corruptas y hasta el derecho a la crítica, cuando no lo ahogan las medidas de censura, está expuesto al furor popular.

De modo que publico estos textos movido por esa antipatía positiva que reivindico.

Como se podrá ver, en cada texto remito a la fuente, aunque muchos han sido parcialmente modificados. Y por supuesto no para actualizarlos ni para incluir en ellos profecías que después se han cumplido, sino para despojarlos de repeticiones (es difícil en estos casos no insistir de forma obstinada en los mismos temas), corregir el estilo o eliminar alguna referencia vinculada en exceso a hechos de la actualidad inmediata, que el lector habrá olvidado ya y que, por tanto, le pueden resultar incomprensibles. I LA GUERRA, LA PAZ Y OTRAS COSAS

Can Russia Get Used to Being China’s Little Brother?. The power dynamic between Beijing and Moscow has switched dramatically. Philipp Ivanov. 2023

In 1949, a new tune hit Soviet airwaves in honor of Chinese leader Mao Zedong’s first visit to Moscow. “Moscow-Beijing” was a hearty military march sung by an all-male choir, with a catchy opening line—“Russians and Chinese are brothers forever”—capturing the spirit of socialist solidarity.

The Soviet Union was cast as a big brother to the newly emerged People’s Republic of China, weakened by the devastating Japanese invasion and the civil war. And while Beijing was happy to take Soviet aid, resentment at being cast as the younger sibling would be one of the factors that eventually led the relationship to curdle.

This week, as Chinese President Xi Jinping and Russian President Vladimir Putin meet in Moscow, the power dynamics are reversed. Today, China is the big brother—and Russia is increasingly, if not completely, playing the role of supplicant.

China, the world’s second superpower, is a senior partner to a Russia now enfeebled and isolated by its war on Ukraine and more dependent than ever on China for economic, technological, and diplomatic support. If Russian trade data is to be believed, in January and February Chinese exports to Russia grew by nearly 20 percent to a total of $15 billion, and imports from Russia climbed by more than 31 percent to $18.65 billion. The yuan has surpassed the U.S. dollar as the most traded currency on the Moscow stock exchange. Russia overtook Saudi Arabia as China’s largest oil supplier, with nearly 24 percent year-on-year growth in the first two months of this year.

China is clearly the top dog in the relationship, with an economy more than 10 times larger than Russia’s, a rapidly modernizing military, technological superiority, and global diplomatic weight.

But it is premature to call Russia a vassal state to China, as some analysts have done. Dependency does not equal subservience. Russia remains a major nuclear power and globally significant exporter of energy, resources, and food.

The Russian economy—while damaged—has so far demonstrated a remarkable resilience in the face of Western sanctions. Russia has a strategic bulk that China needs as it prepares for long-term competition and potential conflict with the United States. China and Russia share one of the longest land borders between nation-states, one that has been peaceful for decades, giving both countries a breathing space to face their respective adversaries in the East and West.

So while diminished and lonely on the world stage, Russia still has agency and heft in its relationship with a more dominant and powerful China.

China—facing a hostile United States, disillusioned Europe, and slowing economy at homealso needs Russia in its corner in its quest to become a global rule-setter and the dominant power in Asia.

Top of the agenda is Ukraine. Xi’s briefing pack is China’s “peace initiative” for Ukraine—a summary of Beijing’s official positions on the conflict. None of its 12 points offer anything specific to end the bloodshed. All of them promote—albeit only rhetorically—Beijing’s credentials as a responsible and peace-loving global power.

Xi seeks quick wins and Russia’s endorsement of the plan to show the world that China has the capabilities to resolve a global conflict.

“Show” is the key word here. The audience is Europe, China’s second-largest trading partner but increasingly skeptical about Beijing’s friendship with Moscow, and the global south, agnostic about the Russia-Ukraine conflict but wary of its impacts on their economies.

Russia is publicly supportive of China’s plans. On Tuesday, Putin announced that China’s peace plan could be the basis of the resolution of the war, when and if Kyiv and its Western backers are ready. This is a win for China.

But it does not entice either Moscow or Beijing to do anything else. We will see this tension between rhetoric and reality in the final leaders’ statement after the visit. Russia is highly unlikely to follow through, given that Moscow and Kyiv are gearing up for the decisive spring and summer offensives.

China does not want Russia to lose the war and descend into chaos—or worse, face regime change—from which a different Russia, less sympathetic to China, might emerge. But neither does Beijing want to be seen as an accomplice to a brutal invasion. China’s support for Russia is unwavering, but its messaging to other countries is much more neutral and moderate.

Xi is also in Russia to reap the economic rewards of Russia’s global isolation. China has now solidified its status as the main supplier of basic but critical technologies, electronics, telecommunications, machinery, and cars—the sectors most severely affected by Western sanctions.

China also ramped up purchases of Russian energy and commodities at a discounted price. The cornerstone of Russia’s forced diversification strategy is economic connectivity with China. Xi’s visit has delivered: Among the outcomes are agreements on clearing the final hurdles in the Power of Siberia 2 gas pipeline, ramping up food and agricultural trade, a joint commission to develop cooperation on the Northern Sea Route in the Arctic, and a greater use of the yuan in Russia’s trade with countries in Africa, Asia, and Latin America.

For Putin, the visit is an opportunity to ensure the critical lifeline that China provides to an embattled Russia is intact and can be expanded.

Putin’s big ask is for political-diplomatic and technical-military support of his war. The former was already forthcoming—China has been consistent in its messaging of support for Russia. Xi even went further in his first press conference in Moscow, where he flattered Putin by endorsing him for next year’s presidential election—even before Putin himself announced his candidacy.

The latter is more problematic. Unless China sees an imminent collapse of Russia on the battlefield and ensuing chaos in the Kremlin, it is not in China’s interests to lift its support for Russia so dramatically, at a time when Beijing is trying to play peacemaker. But other forms of dual-use assistance are not out of the question, especially if Russia makes an offer of more preferential deals in energy or access to military technologies, the Arctic transport corridors, or the space program that so far have been out of reach to China.

Putin’s and Xi’s agendas are not quite aligned on Ukraine. Putin will not stop his war in the next few months. More importantly, it’s impossible to imagine Ukrainian President Volodymyr Zelensky accepting an offer to negotiate, let alone on the current status quo of territorial control.

Beyond the immediate theatrics of the visit, China and Russia keep getting closer.

The Russia-Ukraine war has been the single-most powerful accelerator of the Russia-China strategic and economic complementarity. For Russia, a deepening dependence on China is a forced choice. For China, it is an opportunity to expand its market share, secure critical energy supplies, and entrench Russia as its strategic backyard while watching and learning from Russia’s blunders on the battlefield and in its rapid decoupling with the West.

Russia and China are in lockstep in their opposition to the U.S.-led global order. While both are committed to strategic autonomy, it is possible that they may be deepening their defense cooperation, as the United States strengthens its own alliances and deterrence strategies in Europe and Asia.

And Russia is just part of the agenda. Despite its slowing economy and dented reputation, China is set on becoming a global rule-setter and power broker. In the last few weeks, China has managed to facilitate a minor but symbolic diplomatic deal between Saudi Arabia and Iran, released its Global Security Initiative and Global Civilization Initiative, and engaged in intensive diplomacy in Europe and Russia.

It all may seem futile and insincere to the West, but to China it is a preparation for a protracted competition with the United States and its allies. That’s why we should not dismiss China’s peace efforts altogether. China remains interested in resolving the Russia-Ukraine conflict, if more for the sake of its own image than any concern for Ukrainians, and may still play a useful role. Xi is expected to speak with Zelensky after his Moscow visit—the first time the two leaders will speak since Russia invaded. The outcome of that call will show if China is serious about peace.

Few Russians would have made much of the line in “Moscow-Beijing” that declares: “This is the mighty Soviet Union / And marching alongside it is China.” But to many Chinese, it was yet another example of Russia’s condescending imperial attitude to China, resented by the Chinese Communist elite.

It was partly because of this inequality and Russia’s patronizing policies toward China that the Sino-Soviet split in the late 1960s put an abrupt end to this communist bromance. With the roles reversed in 2023, China is marching across the globe, and its more dependent younger brother is shuffling behind.

Philipp Ivanov. the Fulbright scholar in Australian-United States Alliance Studies and a visiting research fellow at Georgetown University.