¡Fallece Profesor Miguel Ángel Ayala, militante revolucionario salvadoreño!

SAN SALVADOR, 2 de agosto de 2022(SIEP). “Luego de más de sesenta años de militancia revolucionaria, inicialmente en el Partido Comunista de El salvador, PCS, y luego en el frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN, falleció este día nuestro querido amigo Profesor Miguel Ángel Ayala…” expreso Roberto Pineda, director del Servicio Informativo Ecuménico y Popular.

Agrego que “Miguel Ángel inició su jornada revolucionaria de toda una vida en la lucha contra el dictador Lemus, inspirado por la gesta guerrillera de Fidel Castro en la Sierra Maestra, luego fue uno de los forjadores de los núcleos magisteriales que  en 1965 se fusionaron en la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños, Andes 21 de Junio, destacándose en sus dos huelgas, la del 68 y la del 71.”

“Es capturado en 1981 y fue de los fundadores del Comité de Presos Políticos de El Salvador, COPPES, desde donde contribuyó a convertir las cáceles de la dictadura en nuevas trincheras de combate y de denuncia, y de lucha por un país más justo…” 

“Que los sueños de democracia y socialismo que animaron la vida de nuestro querido Profe Ayala, que  su alegría y su optimismo inevitable en los momentos más difíciles, sigan inspirando a nuevas generaciones de jóvenes revolucionarios, para los próximos combates por la vida, un saludo  fraternal para su hijo Berne…”

Una crítica marxista relacional del poshumanismo en arqueología. Randall H. McGuire. 2021

Introducción

Vivimos en un mundo material que acarrea incesantes
y variadas interacciones entre la gente y las cosas.
Tradicionalmente, los arqueólogos han usado estas interacciones
para estudiar y entender el cambio cultural
. Recientemente,
nuevas y atractivas teorías/filosofías posthumanistas han atraído
a muchos arqueólogos, que han abrazado distintas formas de
neomaterialismo.

Estas filosofías pregonan el poder de las cosas (Bennett 2010), ontologías orientadas a los objetos (Morton, 2017, p. 12), teoría de conjuntos o ensambles (assemblages) (DeLanda, 2016) y teoría de las cosas (Brown, 2003).

Para dar lugar al neomaterialismo, estos filósofos posthumanistas rechazan al viejo marxismo materialista histórico. Para estos filósofos, Marx ist tot (está muerto). La presente crítica considera las aplicaciones arqueológicas del neomaterialismo, especialmente la arqueología simétrica.

Mi crítica se dirige a la filosofía, pero se aplica a la arqueología aunque no a los filósofos que estos arqueólogos interpretan. El rechazo que la arqueología simétrica hace del marxismo se origina en una sobre-simplificación de las teorías marxistas, así como en una lectura errónea de la dialéctica relacional o hegeliana.

Marxismo relacional

El marxismo, como otras grandes teorías de la sociedad,
incluye diversos puntos de vista
, toma conceptos de otras teorías
e inspira a investigadores no marxistas. Como ocurre con otras
grandes teorías, algunas personas han tergiversado el marxismo
convirtiéndolo en un instrumento pernicioso.

El marxismo occidental que empleo aquí se desarrolló luego de la Segunda Guerra Mundial como una crítica tanto del capitalismo como del marxismo soviético. El marxismo relacional (o dialéctico) se desarrolló en este contexto y emplea una dialéctica hegeliana (Ollman, 2003).

Interpretaciones de Marx

Karl Marx consideró las cuestiones básicas de la vida
social para formular una teoría crítica del capitalismo basada
en un concepto radical de la historia.

Para Marx, la historia creaba el contexto para la acción social, pero la gente creaba la historia. La creación de la historia implica cultura, identidad e interpretación, y que la gente puede alcanzar una conciencia crítica de sus propias acciones sociales. Los marxistas adoptan un enfoque holístico dialectico para estudiar la historia humana.

Este holismo evita que los investigadores reduzcan la vida real a alguna de sus partes (cultura, economía, política o sociedad),
con teorías específicas para cada una de esas partes. La dialéctica
conduce a los investigadores a estudiar la sociedad como un todo
interconectado.

Por más de un siglo, el marxismo occidental se ha
desarrollado y diversificado
. En la actualidad no es una teoría de
la sociedad doctrinaria, única y unificada que pueda ser amarrada
simplemente a nuestro carro empírico o que los críticos puedan
descartar en unas pocas frases breves. Por el contrario, es una
tradición de pensamiento, una filosofía, y un modo de producción teórica que ha producido y producirá muchas teorías acerca de la sociedad.

En los estados comunistas, el marxismo se convirtió en
un comunismo totalitario de partido que empleaba a la arqueología
para legitimar al
estado (Klejn, 1991, p. 70; 1993; Trigger, 1995,
p. 326). El marxismo occidental rechaza el comunismo de
partido
.

Muchos arqueólogos marxistas occidentales adoptaron
un marxismo tradicional o clásico basado en la dialéctica de la
naturaleza de Engels (1927) (Woods & Grant 2015). Esto incluye
tanto a académicos anglófonos (Childe, 1989; Gilman, 1998;
Patterson, 2003; Trigger, 1995; 2003) como a la Arqueología
Social hispánica (Bate 1998; Lull & Micó 2011; Lull et al.,
1990; Lumbreras, 1974; Tantaleán, 2016; Vargas & Sanoja,
1999).

Otros desarrollaron una arqueología crítica derivada
del marxismo estructural francés, de la Escuela de Frankfurt y
de la obra de Antonio Gramsci
(Leone, 2005; Shackel, 2000).
En América del Norte, muchos investigadores han abrazado el
marxismo hegeliano o relacional
(McGuire, 1992; 2008; Wurst,
2002). Estas arqueologías marxistas occidentales forman un
continuo que abarca desde el marxismo clásico científico hasta el
más humanista marxismo relacional
.

Las críticas hacia la arqueología marxista raramente se
toman el duro trabajo de entender la gama y profundidad de los
diferentes enfoques corporizados en el marxismo occidental.
Algunos arqueólogos simétricos rechazan al marxismo lisa y
llanamente. Para ello eligen arbitrariamente a los estudios de
representación de Mark Leone y presentan a su arqueología
crítica como si representara al conjunto de los enfoques marxistas
(Harris & Cipolla, 2017, p. 24).

Dialética hegeliana relacional

El pensamiento dialéctico comienza con las relaciones
sociales más que con la definición de entidades concretas
(tales
como clases, economía, modos de producción). Estas entidades
son solo las manifestaciones superficiales de una red de relaciones
sociales dialécticamente vinculadas. Una red de interconexiones
complejas define a cualquier entidad por su relación con otras
entidades.

No existen los amos sin los esclavos, ni los esclavos
sin los amos. Una relación social subyacente, la esclavitud,
define tanto al amo como al esclavo
. Cada entidad social requiere
de la presencia de su opuesto y de la relación social que los crea a
ambos. Esta es la unidad de los opuestos. La dialéctica relacional
no asume que las entidades que conforman el todo social se
ajustarán cómodamente entre sí.

Pueden encajar bien, pero el cambio no resulta de estas relaciones funcionales. En vez de ello, el cambio se origina de las contradicciones relacionales que son inherentes a la unidad de los opuestos. Así, la esclavitud define tanto al amo como al esclavo.

Para que exista uno debe existir el otro, aunque son opuestos y, como tales, están inherentemente en conflicto. Tienen intereses contrarios y una diferente experiencia de vida en el contexto de una historia compartida. El cambio en las relaciones nunca es simplemente cuantitativo o cualitativo.

Los cambios cuantitativos pueden conducir a cambios
cualitativos
, mientras que el cambio cualitativo necesariamente
implica cambio cuantitativo. Los conflictos que resultan de
las contradicciones relacionales pueden producir cambios
cuantitativos en esas relaciones que luego escalen a un cambio
cualitativo. Las relaciones sociales que se originan en un cambio
cualitativo como este rehacen lo antiguo con el agregado de lo
nuevo.

La dialéctica relacional es tanto una manera de ver el
mundo como un método de investigación. No predice ni explica
el cambio social (Ollman, 2003, p. 12). Las explicaciones del
cambio social residen en las contradicciones y en relaciones
sociales históricamente específicas. Una visión dialéctica del
mundo exitosa ayuda a los arqueólogos a elegir los problemas
importantes y los conduce a las observaciones empíricas
necesarias para evaluar dichos problemas. Provee un marco para
realizar observaciones empíricas que ayuden a los investigadores
a construir conocimiento, a hacer una crítica del mundo y a
actuar en él.

El marxismo relacional construye praxis (McGuire, 2008).
La praxis se origina en la comprensión de que la gente hace
el mundo social en sus vidas diarias, y que también puede
transformar ese mundo. Una praxis efectiva requiere que la gente
conozca el mundo, critique el mundo y actúe en el mundo. La
acción sin conocimiento basado en hechos fracasará, pero un
simple empirismo no producirá conocimiento útil tampoco.

Los arqueólogos producen conocimiento en una dialéctica compleja
entre la realidad que observan, los métodos que emplean y la
conciencia que aplican a esa observación. Tienen que ser auto-
reflexivos y críticos acerca de cómo esos factores afectan sus
preguntas y la producción de conocimiento. Si los arqueólogos
no cuestionan la ética, la política, la epistemología y la realidad
detrás de su conocimiento
, entonces sus acciones en el mundo no
serán confiables y estarán llenas de consecuencias no anticipadas
dañinas y/o contraproducentes.

La crítica sin un conocimiento certero que la respalde provoca auto-engaño, mientras que la crítica que no va acompañada de acción produce nihilismo.

Neomaterialismo

¿Por qué elegir el marxismo, cuando podemos jugar con
los nuevos y brillantes materialismos?. Estas cosas brillantes
y resplandecientes atraen actualmente a muchos teóricos de
la arqueología (Harris & Cipolla, 2017). Nos dicen que el
marxismo es antiguo y está cansado. Esas nuevas cosas brillantes
y resplandecientes incluyen una variedad de enfoques que han
sido denominados de diversas maneras, como “posthumanismo”,
“agencia de los objetos”, “teoría de las cosas” y “nuevo
materialismo”.

El neomaterialismo surge de las cenizas del postmodernismo.
Reemplaza al discurso y al giro lingüístico con el giro material.
Bruno Latour (2005) ofrece la teoría del actor-red; Bill Brown
(2003) define la teoría de las cosas para discutir las interacciones
literarias entre los objetos y la cultura. Jane Bennett (2010)
es partidaria del poder de las cosas y de tomar seriamente
lo material.

Timothy Morton (2017) propone una ontología orientada a los objetos que sitúe a todos los seres (incluyendo nuestras percepciones) y sus cualidades esenciales en un mismo
plano.

Muchos arqueólogos posthumanistas se nutren de la teoría

de los conjuntos o ensambles de Manuel DeLanda (2016).

Estas perspectivas comparten puntos en común significativos –el más importante, que deberíamos estudiar a las cosas en su propio derecho y no simplemente como vías para entender a los humanos. Ven a humanos, no humanos y cosas como agentes activos en la variación y el cambio cultural. Este amplio concepto de actante y agencia surge de un rechazo a los dualismos, como cultura/naturaleza, animado/inanimado, pensamiento/ser, sujeto/objeto y humano/animal. Rechazan los enfoques antropocéntricos que instalan a los humanos en el
centro de nuestro análisis.
Finalmente, abandonan el foco en la
epistemología (cómo los humanos conocen el mundo) y en vez
de ello enfatizan la ontología (la naturaleza de las cosas en el
mundo)


Puedo concordar con mucho de lo que plantea el neomaterialismo. El argumento que propone tomar en serio a las cosas es atractivo para los arqueólogos. Dar precedencia al estudio del material en su propio derecho prioriza las cosas que los arqueólogos recuperan, observan y estudian. Las cosas se convierten en los objetos de nuestras explicaciones, no ya como medios inferiores para acceder a la agencia humana y al cambio cultural.

Conceptos como “conjunto/ensamble” siguen la lógica
arqueológica
. Como Van Dyke (2015a, 2015b, 2021) sostiene,
algunas variantes del posthumanismo nos serían útiles para pensar
más creativamente acerca de las relaciones entre humanos y no
humanos. Por lo general, cuando leo al neomaterialismo pienso,
“si, si”, hasta que alcanzo un punto donde sólo puede decir “no,
no”, o tal vez incluso, “diablos, no”.

El anti-antropocentrismo, la ontología plana y la arqueología simétrica me enojan.

Arqueología simétrica

El principio aboga por una arqueología simétrica –Michael
Shanks (Olsen et al., 2012), Bjørnar Olsen (2010), Christopher
Witmore (2014) y Þóra Pétursdóttir (2017) comienzan con
una crítica de la arqueología postmoderna. La acusan de estar
preocupada por el individuo, el significado y lo sociocultural
, así
como de ignorar el “componente material” (thingly component)
del pasado. Argumentan que el postmodernismo creó una relación
asimétrica entre la gente y las cosas, privilegiando lo humano por
sobre lo material.

Los arqueólogos simétricos, por el contrario, equilibran la
relación entre la gente y las cosas. Quieren estudiar las cosas no
simplemente como objetos útiles o como contenedores vacíos que
se llenan con significado humano, sino como actantes. Rechazan
la “estupidez” del excepcionalismo humano y rechazan convertir
a los humanos en el centro de todo. La arqueología simétrica,
por lo menos inicialmente, crea una ontología plana que sitúa a
las cosas, los animales y los humanos en un mismo plano
(Olsen
& Witmore, 2015). Dejan abierta la posibilidad de destacar lo
humano, pero comienzan sus análisis quitando la prioridad a las
personas.

Dualismo y dialéctica

Los arqueólogos simétricos rechazan cualquier noción de
dualismo. El dualismo prioriza las ontologías occidentales a
expensas de las no occidentales. Los dualismos son esencialistas.
Asumen que cada entidad posee atributos (esencias) que definen
su identidad
, como opuesta a las esencias de otras entidades.

Finalmente, los dualismos imponen categorías que pueden o no
existir y que pueden o no ser útiles para el análisis. El planteo
crítico que impulsan los arqueólogos simétricos, sin embargo,
depende paradójicamente de la existencia de un dualismo entre
el pensamiento cartesiano (dualista) y el pensamiento relacional
(no dualista).

Este desprecio por los dualismos encabeza la condena que
hace la arqueología simétrica del marxismo (Harris & Cipolla,
2017, p. 90–94). Descartan a la dialéctica, ya sea por considerarla relacionalmente inadecuada, o por constituir también una forma de dualismo.

Atacan el trabajo dialéctico sobre la materialidad de Daniel Miller (2012) por ser insuficientemente relacional. Se equivocan profundamente acerca de la unidad entre opuestos
marxista, al considerarla como una forma de dualismo (Webmoor
& Witmore, 2008, p. 56–61). No siquiera consideran a la
dialéctica relacional hegeliana, la cual es una herramienta más
poderosa que el empirismo relacional que ellos defienden.

Llamar dualismo a la dialéctica hegeliana malinterpreta el
concepto central de la unidad de los opuestos. Los opuestos en
una dialéctica no son categorías esencialistas. Por el contrario,
es una relación social subyacente la que crea los opuestos
y son
los cambios en esa relación los que transforman a las entidades.

Las explicaciones de la dialéctica presentan dos opuestos para
simplificar el concepto. Pero en los casos históricos reales, las
relaciones subyacentes son complejas, multifacéticas e implican a múltiples entidades.

En el sur de los Estados Unidos en el período anterior a la guerra civil, la relación subyacente de esclavitud producía al amo y al esclavo en Alabama, pero también producía al supervisor en la plantación, al comerciante de algodón en Charleston y a los trabajadores textiles de Manchester, Inglaterra. Una rebelión de esclavos que alterara la producción de algodón o una huelga que detuviese las fábricas textiles podrían haber transformado toda la compleja red de relaciones que conformaban el modo de producción.

Los críticos suelen referirse a una dialéctica tripartita de tesis,
antítesis y síntesis para refutar el carácter activo y relacional de
la dialéctica (Harris & Cipolla, 2017, p. 91). Esta comúnmente
invocada tríada no es relacional, porque es mecánica y porque
sugiere cierre o conclusión (síntesis). Este concepto triádico no
tiene nada que ver con la dialéctica relacional hegeliana, ni con
la dialéctica de Marx (Mueller, 1958). Hegel no usó la tríada de
tesis, antítesis, síntesis.

Fue Emanuel Kant quien definió tesis y antítesis; luego, su discípulo Johann Gottlieb Fichte agregó la síntesis para crear la dialéctica tripartita (McFarland, 2002).

En un único pasaje, Hegel se refiere al uso que hace Kant de
tesis y antítesis, pero no acepta su definición de la dialéctica ni
tampoco emplea el término “síntesis” (Kaufmann, 1966). Marx
empleó una dialéctica relacional hegeliana, no la mencionada
tríada (Ollman, 2003).

La frecuente atribución que se hace de esta dialéctica tripartita a Hegel o Marx resulta de lecturas incorrectas de Hegel y Marx. En arqueología, los críticos invocan esta tríada para caracterizar erróneamente a todos los conceptos de dialéctica como formas de dualismo (Harris & Cipolla, 2017, p. 91). También ignoran el hecho de que la dialéctica relacional resuelve el dualismo que la arqueología simétrica plantea entre pensamientos cartesiano y relacional.

Historia

La arqueología simétrica considera a la economía política con el mismo desdén que muestra hacia las dualidades. La economía política se encuentra en el núcleo del materialismo
histórico
, y existen muchas interpretaciones del materialismo
histórico.

Todas las teorías de la economía política, sin embargo,
se enfocan en las sociedades humanas y en cómo cambian a
través de la historia. El materialismo histórico plantea que los
medios que los humanos emplean colectivamente para satisfacer
las necesidades de la vida guían los cambios en la sociedad
humana. Los arqueólogos marxistas estudian la materialidad para entender los procesos de cambio en las sociedades humanas. Los arqueólogos simétricos estudian la materialidad para entender a las cosas en sí mismas.

Esta diferencia constituye una ruptura mayor entre la
arqueología marxista y la arqueología simétrica, y lleva a una
diferencia fundamental en cómo cada arqueología emplea la
historia. Ambas arqueologías abordan la historia mediante
el examen empírico de los restos materiales. La arqueología
simétrica, no obstante, no extiende este estudio a la interpretación
del cambio social.

Para los arqueólogos simétricos, debemos entender cuidadosamente la historia de las cosas antes de poder hablar del cambio social. Los arqueólogos simétricos estudian la historia de las cosas (biografías de artefactos), desde las materias primas hasta su manufactura, sus usos y, finalmente, su descarte y descomposición.

Para entender completamente las biografías de los artefactos, los estudios simétricos también consideran las relaciones cambiantes entre estas cosas y otras cosas, humanos y animales. Sus historias se convierten en descripciones exhaustivas e interminables.

El estudio de Andreassen y colaboradores (2010) de la ciudad
minera ártica soviética de Pyramiden proporciona un buen
ejemplo del análisis que promueve la arqueología simétrica. Los
autores mencionan, pero no analizan, los procesos económicos,
políticos y sociales que crearon las minas y que llevaron a su
decadencia. No discuten economía política. En vez de ello,
presentan una historia descriptiva de los edificios y de las cosas, y de su descomposición posthumana. Ilustran el estudio con bellas
fotografías artísticas que esteticizan el abandono y la oxidación.

Ontología simétrica

Las fotos románticas y estéticas de las ruinas cautivan
al espectador, presentando cosas deterioradas y ausencia de
humanos. La ausencia de humanos corporiza el rechazo de la
arqueología simétrica hacia una arqueología antropocéntrica
.
La simetría proviene de una ontología plana que asume que los
humanos, los animales y las cosas tienen una misma naturaleza
de ser en el mundo.

En contraste, los arqueólogos marxistas enfatizan que la
gente, los animales y las cosas tienen ontologías distintivas;
Marx
(1906, p. 198) hace un contraste entre las abejas y los humanos:
“una araña lleva a cabo operaciones que se asemejan a aquellas
que hace un tejedor y una abeja humillaría a muchos arquitectos
con la construcción de sus panales. Pero lo que distingue al peor
arquitecto de la mejor de las abejas es esto: que el arquitecto erige
su estructura en su imaginación antes de hacerlo en la realidad
”.

Los arqueólogos marxistas entienden que las cosas no sufren
como lo hacen los humanos (Bernbeck, 2018). Las cosas no
sienten dolor, agonía, pérdida, fatiga, angustia o terror.
Las cosas no sangran si se las punza. No se ríen si se les hace cosquillas.

El antropólogo cultural Tim Ingold (2011, p. 172-188)
compara los árboles y las casas en un ejemplo de ontología
simétrica que rechaza la oposición entre naturaleza y cultura
y entre organismo natural y diseño cultural. El árbol, como
una casa, es habitado. La forma que el árbol va a tener no está
prefigurada exclusivamente en el ADN, sino que la misma
emerge como resultado de ser en el mundo.

De manera similar, una casa no es una cosa fija sino un proceso material construido por la gente y los animales que habitan en ella. Tanto los árboles como las casas emergen de una trama relacional entre personas, plantas, materiales, clima, etc. Ingold concluye que los árboles y las casas difieren no en que unos son organismos naturales y las otras de diseño cultural, sino más bien en su grado de
intervención humana. Concluye que árboles y casas existen en
un mismo ámbito ontológico.

El análisis de Ingold mejora el entendimiento relacional
de árboles y casas, pero las cosas no tienen que existir en el
mismo plano ontológico para ser entendidas relacionalmente.
Las similitudes que Ingold muestra no afectan a la verdad que
hay en la comparación de Marx entre abejas y arquitectos.

Observa adecuadamente que árboles y casas difieren en su grado
de intervención humana, pero no demuestra una ausencia de
diferencia ontológica. Los árboles pueden variar en su grado de
implicación humana –piénsese en la diferencia entre los árboles
de jardinería y los pinos en un bosque. Pero para entender la
diferencia entre un árbol de jardinería y un pino salvaje debemos evocar la conciencia humana
, conceptos de estética y tal vez relaciones de clase.

Tales relaciones son esenciales para ser humanos en el mundo pero no son parte de ser cosa en el mundo. Þóra Pétursdóttir (2017) estudia el “material de arrastre” (drift matter) (basura marina) que es arrojada a las playas del norte de Noruega e Islandia. Este material flota y se acumula en zonas situadas entre corrientes marinas. Puede constituir tanto un recurso para los humanos que caminan por la playa, como un problema ambiental global.

Pétursdóttir argumenta perceptivamente que el material de arrastre expone tanto las oportunidades como los impedimentos que enfrenta una arqueología del Antropoceno. La autora se pregunta cómo los
cambios físicos e ideológicos del Antropoceno afectarán el oficio
de la arqueología, y cómo la arqueología puede enfrentar de
forma significativa estos desafíos. Se toma al material de arrastre
muy seriamente, considerándolo un agente activo que existe en
un espacio posthumano.

De manera trágica, los agentes materiales posthumanos
no son las únicas cosas que el mar arrastra hacia las costas
del mundo. Recientemente, miles de refugiados han perecido
ahogados en el mar Mediterráneo y en el río Grande en Texas.
No podemos olvidar la desgarradora foto del niño de 27 meses
de edad Alan Kurdi, arrojado a una playa turca (Kurdi, 2018).
Si aceptamos una ontología plana, una arqueología simétrica
que rechaza el abordaje antropocéntrico, deberíamos entonces
tratar inicialmente al material de arrastre y al cuerpo del niño
como equivalentes. Olsen y Witmore (2015) sostienen que la
ontología debería ser plana solamente en el primer momento. En
un segundo momento, ¿podemos reconocer la humanidad y la
angustia de un niño muerto en la playa?

Aun así, por lo menos algunos arqueólogos simétricos
efectivamente igualan la ontología de las cosas con el sufrimiento.
Estos arqueólogos argumentan que las cosas explotadas merecen
más atención que los humanos
. Olsen (2003, p. 100) sostiene:
“Los arqueólogos deberían unirse en defensa de las cosas, una
defensa de esos miembros subalternos del colectivo que han sido
silenciadas y “otrizadas” (othered) por los discursos sociales y
humanistas imperialistas
”.

Esta igualación de la explotación y el sufrimiento humano con el ser de las cosas preocupa a muchos arqueólogos. En una bien argumentada crítica de la arqueología simétrica, Severin Fowles (2016) destaca que en las últimas décadas de siglo XX los pueblos no occidentales se han resistido a ser sujetos de la investigación occidental.

Su resistencia interrumpió así la producción de conocimiento occidental, lo que condujo a algunos antropólogos y académicos relacionados a tratar a los objetos no humanos como sujetos cuasi-humanos. Resulta más fácil estudiar cosas que gente, sostiene Fowles, porque las cosas no responden (y he aquí otra diferencia
ontológica).

Praxis

La diferencia más fundamental entre una arqueología
marxista relacional y la arqueología simétrica reside en el
compromiso marxista con la praxis. Para comprometerse con la
praxis, necesitamos entender las relaciones y entrelazamientos
en los que la gente se vincula con otros humanos, animales,
cosas, plantas. La dialéctica relacional proporciona un método
para reconocer y analizar el rol activo de las cosas no humanas.
Pero si queremos diseñar, facilitar o participar en un cambio
transformador, debemos examinar la relación entre estos actantes
no humanos y la agencia humana consciente e intencionada.

Retornando a la muerte de Alan Kurdi, los arqueólogos
simétricos y marxistas relacionales harían preguntas muy
distintas acerca de esta tragedia. Los arqueólogos simétricos
verían al mar y a las cosas como actantes. Un mar agitado arroja
a la gente por la borda de barcos precarios y sobrecargados. Los
chalecos salvavidas en mal estado absorben agua, hundiendo a
quienes los usan bajo el agua y ahogándolos. Como marxista, yo
preguntaría cómo estas cosas objetivizan las relaciones sociales
que llevan a las madres a arriesgarse a llevar a sus hijos
con ellas
en embarcaciones precarias y sobrecargadas en mares agitados.
¿Quién se beneficia cuando los niños se ahogan? ¿Quién sufre y
por qué?.

Mi propia investigación se enfoca en la frontera entre los
Estados Unidos y México (McAtackney & McGuire, 2020;
McGuire, 2013). Desde mediados de los años 90, los Estados
Unidos han militarizado esta frontera para detener la inmigración de indocumentados y el tráfico de drogas
. La militarización ha forzado a los migrantes a aventurarse en los hostiles terrenos del Desierto de Sonora, donde miles de ellos han muerto (De León, 2015). Cientos de millas lineales de muro constituyen el instrumento más visible de la militarización estadounidense, pero el muro no asegura la frontera. Estados Unidos construyó el muro para limitar la agencia de quienes cruzan.

El muro, sin embargo, habilita una agencia que sus constructores nunca imaginaron o desearon, y quienes cruzan continuamente crean nuevas maneras de transgredir la barrera.

El límite material facilita y restringe al mismo tiempo la
agencia de quienes cruzan la frontera, quienes la rematerializan
en formas que contravienen los intereses de las naciones-estado.
Esto a su vez conduce a la nación-estado a rematerializar el límite
para enfrentar esta transgresión.

La arqueología simétrica plantearía que el muro fronterizo es
una cosa que convoca, con un conjunto de otras cosas en torno a él
–guardias, incursores indisciplinados, barras de hierro, empresas
de construcción, perros, drogas, etc. Luego comenzarían desde
la base examinando las relaciones entre todas estas entidades,
con el objetivo de dejar que emerjan las relaciones significativas
a través de este análisis descriptivo detallado (Latour, 2005).

Presumiblemente, los arqueólogos simétricos eventualmente
llegarían al punto de hablar acerca de la relación entre el
sufrimiento humano y las políticas del estado neoliberal.
El marxismo relacional, sin embargo, nos permite cortar
camino y llegar directamente al corazón de lo que es realmente
importante en esta situación. Podemos examinar directamente
la relación dialéctica entre el estado neoliberal, el miedo a las
fronteras abiertas, los inmigrantes indocumentados que cruzan
la frontera y el sufrimiento humano.
Como sostiene Van Dyke
(2021), nuestro mundo está en crisis. Lo que necesitamos
son herramientas poderosas que nos ayuden a enfrentar esta
situación, inmediata y rápidamente. La propuesta filosófica de
la arqueología simétrica es buena, pero constituye un desvío que
no podemos darnos el lujo de tomar en este punto. El marxismo
relacional es un instrumento más poderoso, que no podemos
y no debemos descartar. De hecho, rechazar una arqueología
políticamente comprometida sirve a los intereses del estado
neoliberal (Van Dyke, 2015).

A pesar de los esfuerzos de cada brillante teoría nueva
para refutar al marxismo, Marx lebt (vive). Los arqueólogos
simétricos que abogan por un Nuevo Materialismo descartan
al marxismo, caracterizando incorrectamente a la dialéctica
relacional como otra forma de pensamiento oposicional.

Pero ignoran la naturaleza dualista de su propio planteo. Sostienen
que los humanos y las cosas comparten una ontología común.
El marxismo relacional resuelve la naturaleza dualista de su
postura y demuestra que cosas, animales y personas pueden
estudiarse relacionalmente
, aunque reconociendo las diferencias
ontológicas entre ellas.

Agradecimientos

Quiero agradecer a Manuel Fernández-Götz, John Robb y a
tres evaluadores anónimos por sus útiles comentario. Más que
todo, debo agradecer a Ruth Van Dyke por su crítica, ayuda y
apoyo.

Bibliografía
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Anuario de Arqueología, Rosario (2021), 13:00-00 e-ISSN: 2684-0138 | ISSN: 1852-8554
1 Binghamton University. 4400 Vestal Parkway, Binghamton, NY
13902-4600. Estados Unidos. Email: rmcguire@binghamton.edu
2 Este trabajo fue publicado originalmente en Cambridge Archaeological Journal, pp. 1-7. doi:10.1017/S0959774321000184. Traducido al español por Juan B. Leoni.

La economía digital. Dagoberto Gutiérrez. Agosto de 2021

A mediados del siglo XIX, el capitalismo estadounidense estaba lanzado en todos los mares del mundo a la matanza de ballenas para extraer el aceite, que era la base del alumbrado público en las mayores ciudades del mundo de entonces. Este negocio se hizo muy costoso por las grandes tormentas y la escasez de ballenas y cachalotes.

Los capitalistas volvieron sus ojos al oeste y se dedicaron a capturar a sangre y fuego todas las tierras pertenecientes a los pueblos originarios: comanches, cheyenes, apaches, sioux, cherokee, chiricahuas y otros, que fueron aniquilados en ríos de sangre para abrirle paso al ferrocarril hasta llegar al océano Pacífico. Acto seguido, despojaron a México de California, Arizona, Texas y Nuevo México, y cayeron como aves de rapiña sobre Cuba, ya en tiempos de Theodore Roosevelt, tal era la ruta de expansión del capitalismo imperialista.

Unos 100 años después de estos acontecimientos, el capital avanza hacia un nuevo horizonte: hacia lo que podemos llamar ciberespacio. Estos iniciaron en algunos garajes de la periferia de San Francisco y, en aquel momento, se presentaban en una forma antiestatal y planteando un supuesto potencial liberador de las computadoras. Así, en esos años se inicia lo que podemos llamar la colonización digital del mundo, que ahora podemos apreciar con un impresionante desarrollo.

Desde el Valle del Silicio hasta los ríos asiáticos, este movimiento expansivo ha penetrado las más recónditas esquinas de este mundo y está transformando rápidamente al mundo, a las personas y a las relaciones entre ellas a una velocidad desconcertante. Sin embargo, el motor de este desarrollo sigue siendo el mismo, de tal manera que los protagonistas de este fenómeno no son más que una parte de los engranajes de las ansias y necesidades del capital para valorizarse y, en ese afán, el capitalismo se adapta a nuevas condiciones, destruyendo lo viejo y creando lo nuevo.

En Costa Rica, la empresa californiana Uber, que opera a escala mundial en más de 65 países y más de 600 ciudades, empezó a ofrecer sus servicios en 2015, y, desde entonces, uno de cada seis habitantes, entre los 5 millones de personas del país, son clientes de Uber. Alrededor de 22,000 conductores trabajan para la compañía. Pero, un momento, no trabajan para Uber, trabajan con Uber, así lo define, al menos, el lenguaje usado por la empresa, porque Uber no solo no posee ningún tipo de vehículo, sino casi no tiene empleados, y los conductores de Uber mencionados aparecen como empresarios autónomos del transporte.

Pongámosle atención al hecho de que esta empresa digital no tiene ninguna obligación con sus trabajadores, no paga seguros, no paga salarios, no lidia con ningún sindicato, no costea la reparación de ningún vehículo, es decir, que estamos ante un capitalismo que ha construido un nuevo juego y unas nuevas reglas del juego. Que, además, no paga impuestos y compite con el transporte público. Y todo esto, este capitalismo lo hace usando su plataforma, un algoritmo y los datos de sus usuarios. Nada más.

En nuestros días, las máquinas analíticas que contienen abundante información planetaria están unidas por una red invisible que ha sido llamada internet. Esta es una infraestructura para la comunicación y la producción mundial, supraestatal y a menudo gratuita. Es lo que se puede llamar la Internacional de la Información y se ha convertido en la espina dorsal de la sociedad global y en el agregado de información más importante del mundo.

Este capitalismo es el que ha salido fortalecido de la actual pandemia global y esto no es exactamente una buena noticia, porque este no necesita mano de obra, pero tiene obreros que están constituidos precisamente por los usuarios, que son los que hacen el trabajo. Aquí el medio de producción es el algoritmo, la mercancía es la información y el proletariado está constituido por todos los usuarios que, sin embargo, no ganan ni un solo centavo. Estamos, entonces, frente a formas nuevas de explotación, en donde los pueblos de la periferia tenemos las menores posibilidades de comprensión, de reacción y de resistencia, pese a que, de todas maneras, tenemos que pasar a ese momento para enfrentar a una nueva oligarquía planetaria que es ahora digital. Esta establece una relación fetichista con la tecnología, tratándose de un capitalismo que no busca vender productos, sino cambiar al mundo, intentando llenar el vacío producido por la retirada del Estado frente al mercado, por el fracaso del sector público y por el desencanto social ante las corruptelas estatales y mercantiles.

Nos toca enfrentar una nueva fase de un capitalismo que descubre un nuevo modelo de acumulación, que aparenta no explotar directamente al trabajo vivo, que parece no extraer plusvalía en el proceso directo de producción y que construye una clase dominante del internet que cuenta con muchos trabajadores: miles de millones de usuarios que trabajan para ella sin recibir ningún salario, pero que le permiten hacer más dinero del dinero, incluso con esa cosa que se llama información digital, la cual es una especie de híbrido entre producto y servicio, entre bien común y propiedad privada, pero que, en definitiva, forma un capitalismo digital que gana inmenso dinero con información, con algoritmos y con contenidos generados por los usuarios.

 Los pueblos del mundo nos enfrentamos a un fenómeno abarcador, peligroso y enmascarado, que requiere y requerirá aún más, en lo inmediato, de nuestra más atenta y minuciosa mirada.

3 años de Bukelismo: alta aprobación, promesas incumplidas e instauración de una nueva dictadura. PSOCA. Junio de 2022

El    3  de  febrero  del  2019  Nayib Bukele  fue  electo  democráticamente como nuevo Presidente de la República El  Salvador,  tomando  posesión  el  1  de junio del 2019. Al asumir el cargo, le  adelanto  al  pueblo  salvadoreño  lo que  nos  esperaba:  “…Nuestro  país es  como  un  niño  enfermo.  Nos  toca ahora,  a  todos,  cuidarlo.  Nos  toca ahora, a todos, tomar un poco de medicina amarga.  Nos  toca ahora,   a   todos, sufrir  un  poco.  Nos toca  ahora,  a  todos, tener  un  poco  de dolor. Asumir nuestra responsabilidad, y    todos,    como hermanos,    sacar adelante  a  ese  niño, que es nuestra familia, es nuestro país, es El Salvador…”. 

A  pocos meses,  Bukele  asaltó  militarmente  la  instalaciones  de  la  Asamblea Legislativa.

El  1 de mayo del 2021, al tomar posesión la nueva Asamblea Legislativa integrada  por  64    Diputados  afines a Bukele (56  de Nuevas Ideas, 5 de GANA, 2 de PCN y 1 del PDC) versus 20 de la oposición,  el Bukelismo minaría uno de los pilares fundamentales  de la  democracia  burguesa,  como  es  la separación de poderes, al destituir sin juicio previo a Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y Fiscal General,  irrespetando los procesos establecidos en la Constitución. Ese fue el inicio de un proceso de concentración de poder bajo la mano de hierro de Bukele.

A partir de esa fecha, Bukele dejó claro  sus  verdaderas    intenciones,  por lo que se hace necesario evaluar la  gestión  de  estos  tres  años  de gobierno,  de  junio  del  2021  al  2022.

Este  periodo  ha  estado  marcado  por un  grave  deterioro  de  las  libertades democráticas, una crisis sin precedentes del  régimen  bipartidista  impuesto con  los  Acuerdos  de  Paz  de  1992, concentrando casi todo el poder en sus manos,  pero  fortaleciendo  las  bases del sistema capitalista y manteniendo  la  continuidad  del  modelo  neoliberal aplicado bajo los gobiernos de ARENA y del FMLN. Como parte de este nuevo  neoliberalismo   entreguista,   Bukele está impulsando la creación de Zonas de  Empleo  y  Desarrollo  Económico (ZEDE), la inauguración de Bitcoin City, la  proliferación  de  Asocios  Públicos-Privados  (APP),  la  privatización  de servicios  básicos  de  las  instituciones públicas, etc.

En  este  tercer  año  de  gobierno, Bukele ha logrado mantener solo una parte de los programas de asistencia social  de  los  gobiernos  anteriores, perfeccionando algunos de ellos como ejemplo  la  entrega  de  computadoras y  la  vacunación  masiva  contra  el COVID-19. En  materia económica su mayor  apuesta  como  fue  legalizar  el Bitcoin, pero esta audaz maniobra no le  dado  mayores  resultados.  Existe un  agotamiento  de  las  fuentes  de financiamiento del Estado. Para evitar un  estallido  social,  se  vio  obligado  a retirar  temporalmente  los  impuestos a  los  combustibles  para  paliar  la crisis económica y detener un poco la galopante inflación. 

En  materia  de  infraestructura, Bukele no ha inaugurado ninguna obra importante,  más  bien  le  ha  tocado inaugurar  o  finalizar  los  proyectos iniciados   por   sus   antecesores, mostrando  retraso  en  la  ejecución de  algunos  de  ellos  como  en  la infraestructura  hospitalaria.  En  este  tercer año,  Bukele  logró  recuperar  sus  altos  niveles  de  popularidad,  los cuales  venían  en  descenso,  por  las maniobras  en  torno  al  tema  sensible de  la  seguridad.  A partir de la instauración del    “régimen    de excepción”,    Bukele inició una guerra contra las  pandillas,  a  pesar que    anteriormente había  dialogado  con ellas.  En  las  últimas semanas,  Bukele  ha utilizado el “régimen de excepción” para atacar no solo a las pandillas, sino   a   periodistas, sindicalistas,  activistas sociales, y todo aquel que se le oponga, cometiendo  graves  violaciones  a  las libertades  democráticas  y  Derechos Humanos, al capturar a personas que no  tienen  vínculos  con  estructuras delincuenciales,  lo  que  es  motivo  de preocupación en la población.

Homicidios Vrs Desaparecidos

En  enero  de  las  2022,  Bukele exaltaba  sus  éxitos  en  materia  de seguridad manifestando “…Entre 2019, 2020 y 2021 suman 4,879 asesinatos. La  cifra  está  muy  por  debajo  de  los 15,857 homicidios contabilizados entre 2014, 2015 y 2016… En los últimos dos años y medio se contabiliza una baja de 10,978 crímenes con relación al anterior periodo…”   (https://www.presidencia.gob.sv).

Sin  embargo,  según  medios  de información  “…los  últimos  tres  años, la  Policía  Nacional  Civil  registró  un total de 4,847 denuncias por personas desaparecidas… al cabo de esos tres años,  al  menos  1,740  personas  no fueron encontradas por las autoridades.

Es  decir,  que  ese  total  de  víctimas no  pudo  volver  con  sus  familias  y sus  casos  continúan  activos…“  ( LPG 4/06/2022).  Las cifras de los últimos años  demuestran  que,  mientras  los homicidios (cuyos  cuerpos quedaban  expuestos  al  público)    se  reducían,  las desapariciones aumentaron. En la mayoría  de  casos  los  cuerpos  de  los desaparecidos han sido encontrados  en fosas comunes.  Antes de la remoción del Fiscal General, en mayo del 2021, siempre  existió  una  gran  diferencia entre  las  cifras  proporcionadas  por   la  Fiscalía,  la  Policía  Nacional  Civil

(PNC) y medicina legal. Para este año, solamente  se  tienen  “…65  denuncias recibidas  por  la  Policía  desde  el  1 de  enero  hasta  el  10  de  febrero…” (4/06/2022).

La guerra contra las pandillas elevó niveles de aprobación de Bukele

Siendo   candidato   presidencial, Bukele  gozaba  de  altos  niveles de  popularidad    que  rondaban  en el  mayor  de  los  casos  el  61.0%  (CONARES.17/01/2019).  Electo  como presidente,  fue  el mejor evaluado en los últimos años, obteniendo en  sus primeros  100  días    una  calificación del  83,7%  según  encuesta  de  la Universidad  Centroamericana  (UCA).

En  su  tercer año de gobierno, según encuesta  del  Centro  de  Estudios Ciudadanos  (CEC),  de  la  Universidad Francisco Gavidia (UFG), la  calificación para Bukele es de  83,4 y según   la Unidad de Investigación de La Prensa Gráfica el 87%  de la población aprueba la gestión de Bukele.

  Estos  niveles  de  aprobación  se deben  a  que  el  gobierno  de  Bukele ha sabido maniobrar ante la principal demanda  del  pueblo  salvadoreño, como es la seguridad. La mayoría de la  población  percibe  una  mejoría  en la  seguridad,  primero  con  el  llamado Plan de Seguridad de Control Territorial (aunque este fue posible por un pacto con las pandillas) y posteriormente por la  implementación  del  “régimen  de excepción” o guerra contra las pandillas, a  pesar  que  han  sido  suprimidas  muchas  garantías  constitucionales.

Ante décadas de violencia en las calles, la  población  termina  aceptando  el recorte de las libertades democráticas con  tal  de  conquistar  un  poco  de seguridad.  

? ¿Cuánto tiempo durara la seguridad o paz derivada del régimen excepción

Bukele  ha  atacado  furiosamente  a las  pandillas,  encarcelando  a  más  de 30.000  sospechosos,  pero  con  ello solo esta atacando las consecuencias y no las causas sociales que originan la violencia y la criminalidad en las calles.

Bukele no está dando una solución a las  causas estructurales que  generan la violencia y delincuencia,  como son  el  desempleo,  salarios,  educación, falta  de  pensiones  dignas,  solamente está  cortando  temporalmente  los efectos de la barbarie que aflige a El  Salvador. La amenaza de la violencia y delincuencia seguirán presente, porque las  condiciones  de  pauperización generará  nuevas  pandillas,  muchos más violentas que las que ahora están encarceladas. Una pequeña muestra es que, a pesar del régimen de excepción, los  casos  de  robos  en  el  transporte público han aumentado.

No  cabe  la  menor  duda  que  la actual  guerra  contra  las  pandillas, ordenada  por  Bukele,  tendrá  efectos temporales  muy  limitados.  Ante  el inminente  fracaso,  Bukele  intentará iniciar  acciones  que  probablemente conduzcan   a   una   masacre   de jóvenes  que  viven  en  condiciones  de marginalidad social.

Inflación y Salarios insuficientes

Otro  factor  determinante  a  favor de  Bukele,  ha  sido  la  aprobación  de algunos  aumentos  y  nivelaciones salariales  a  los  empleados  públicos, y  la  eliminación  de  impuestos  a  los

combustibles.  No  obstante,  el  pueblo empieza a resentir los elevados precios de los productos de la canasta básica,  mientras los  salarios son insuficientes para cubrirlo. La crisis económica y la inflación se agudizan cada día más, y al gobierno se le dificulta obtener fondos para su funcionamiento, lo cual pone en riesgo salarios y prestaciones de los trabajadores del sector público, donde ha  obtenido  por  el  momento  cierto apoyo.

No es una casualidad que, utilizando el  régimen  de  excepción,  Bukele  ha perseguido  y  encarcelado  a  algunos dirigentes  sindicales,  sobre  todo  en aquellos sindicatos que son muy críticos.

Es necesario el fortalecimiento y unidad de las organizaciones sindicales de los trabajadores públicos y privados, para exigir  también  una  nivelación  salarial para  los  trabajadores  de  la  empresa privada, y estar listos para defender a los dirigentes sindicales.

Bukele tiene el camino preparado para la  reelección

A  partir  de  obtener  mayoría calificada  dentro  de  la  Asamblea Legislativa, Buekele inició un acelerado proceso  de  centralización  del  poder en  torno  a  su  persona.  Al  destituir magistrados,  sin  proceso  previo  y violentado  la  Constitución,  asumió el  control  del  órgano  judicial  y  de  la Fiscalía  General  de  Republica,  todos los poderes e instituciones del Estado están bajo el control directo de Bukele, lo  que  abre  las  puertas  a  un  nuevo tipo de dictadura, que se apoya en la manipulación del descontento popular, pero sobre todo en la FAES y la PNC.

El control de la Asamblea Legislativa le  ha  servido  a  Bukele  para  aprobar leyes o cambiarlas a su favor, como la aprobación  del  estado  de  excepción y  su  prorroga.  En  el  contexto  del régimen de excepción están suprimidas garantías  y  derechos  constitucionales como:  libertad de reunión, asociación, inviolabilidad  de  la  correspondencia y  telecomunicaciones,  derecho  a  la defensa y a un debido proceso, unido a ello también están siendo encarcelados líderes sindicales críticos al gobierno e inclusive líderes sindicales que dan su apoyo al gobierno

No  en  vano  en  su  informe  de los  tres  años  de  gobierno,  Bukele manifestó:  “…  la  anterior  Sala  ya hubiera  declarado  inconstitucional  el régimen de excepción y las reformas a las leyes contra pandillas (…) y muchos de  los  viejos  jueces  hubieran  dejado libres a muchos (de los capturados)”.

En el fondo, al manipular el tema de la seguridad, Bukele está creando las condiciones para la instauración de una nueva dictadura, que pasa por imponer la reelección presidencial. Conforme el artículo 152 de la Constitución de 1982 y  sus  reformas,    Bukele    no  podría reelegirse: … No podrán ser candidatos a Presidente de la República: 1ºEl que haya  desempeñado  la  Presidencia  de la República por más de seis meses,…consecutivos o no, durante el período inmediato  anterior,  o  dentro  de  los últimos seis meses anteriores al inicio del período presidencial;…El cónyuge y los parientes dentro del cuarto grado de    consanguinidad  o  segundo  de afinidad de cualquiera de las personas que hayan ejercido la Presidencia.

No  obstante,  copiando  a  Daniel Ortega  y  a  Juan  Orlando Hernández,  esta  prohibición  ha   quedado   aparentemente superada    por  una  sentencia espuria  de  la  nueva  Sala Constitucional  impuesta,  con fecha 3 de septiembre del 2021, la  que  autorizó  la  reelección presidencial  inmediata,  lo  que podría  facilitarse  por  el  control de  Bukele  sobre  el  Tribunal Supremo Electoral (TSE).

A dos años para que finalice la   gestión de  Bukele, ya existen grupos que están promoviendo la  reelección  presidencial.  Lo único  que  puede  detener  la instauración  de  una  nueva  dictadura, y  la  posible  reelección  de  Bukele, es  la  unidad  de  acción  del  conjunto de  la  oposición  y  la  movilización independiente de las fuerzas sindicales y populares

Trabajadores y sindicatos continúan esperando reforma de pensiones

Durante su campaña, y ya electo Presidente,  Bukele  ha  prometido mejorar  las  pensiones.  Esta  es  una demanda  muy  sentida  entre  los trabajadores.  La  clase  trabajadora  y los  sindicatos  continúan  exigiendo  la eliminación  de  las  Administradoras de  Fondos  Pensiones  (AFP)  y  la renacionalizacion  bajo  control  de  los trabajadores y una pensión digna.

Dentro  de  las  organizaciones sindicales  existe  el  bloque  Unidad  Sindical  Salvadoreña  (USS)  liderada por  Ricardo  Monge  y  Jaime  Avalós, que tácticamente han dado su apoyo  crítico a Bukele, reconociendo algunos aspectos positivos de la gestión en este tercer año de gobierno, manifestando:

“… respaldamos totalmente la gestión del Presidente Nayib Bukele y todo el trabajo  que  ha  hecho  en  estos  tres años” (DES. 2/06/22)

Aunque Bukele enarbole y manipule reivindicaciones muy sentidas, como las pensiones, los sindicatos deben tener una visión crítica y actuar siempre de manera  independiente,  exigiendo  a Bukele que cumpla sus promesas, pero no se le debe dar un cheque en blanco.

Se estancó la lucha contra la corrupción

La  lucha  contra  la  corrupción fue  uno  de  los  principales  ejes  de campaña  presidencial  de  Bukele.  En su momento propuso   la creación de la  Comisión  Internacional  contra  la Impunidad en El Salvador (CICIES), la que  fue creada el 6 de septiembre de 2019, dicha comisión dio avisos ante la Fiscalía General  de unos 12 posibles casos  de  corrupción  de  funcionarios del actual gobierno, lo cual no  fue del agrado  de  Bukele.  Apenas  impuso  al nuevo Fiscal, se anunció la finalización del  Convenio el 4 de junio de 2021, disolviéndose  la CICIES. Actualmente el gobierno mantiene en reserva  mucha información respecto al manejo de los fondos.

La corrupción y la impunidad bajo  el  gobierno  de  Bukele  es  una realidad  que  debe  ser  investigadas  y castigadas.

Con organización, unidad de acción  y movilización, derrotaremos al Bukelismo

En  su  tercer  año  de  gobierno, Bukele  ha acentuado las características de un régimen  Bonapartista, usando el  poder  judicial  para    perseguir, encarcelar  a  miembros  de  partidos de  la    oposición  parlamentaria provenientes  de  ARENA  y  del  FMLN-FPL, y  a dirigentes de partidos políticos en formación  y a miembros disidentes de mismo  partido Nuevas Ideas. 

En las entrañas del gobierno de Bukele se gesta un movimiento de organizaciones opositoras al gobierno las que  rechazan su forma de gobernar y el deterioro de la democracia burguesa.

A      nivel   sindical   ha existido  un  irrespeto  a    la libre   autodeterminación   de los trabajadores  y de   la independencia  sindical,  Bukele ha   tratado   de   controlarlas mediante la entrega  condicionada de las credenciales  de las Juntas Directivas electas democráticamente.   Es   por ello  que  250  sindicatos  (DES.  2/06/22)  aprueban  los  tres años  de  gestión  de  Bukele  y admiten  su  posible  reelección.

En  su  mayoría  son  sindicatos de  empleados  públicos  que han  recibido  algunas  migajas económicas  y mejores prestaciones.

Para  detener  a  la  dictadura de  Bukele,  el  Partido  Socialista Centroamericano   (PSOCA)   llama a  todas  las  fuerzas  políticas  y sociales  a  la  más  amplia  unidad  de acción  en  defensa  de  las  libertades democráticas. A las centrales obreras, sindicatos y organizaciones populares, los  convocamos  a  constituir  una coordinadora de lucha para defender, no solo las libertades democráticas sino, fundamentalmente, para luchar por las reivindicaciones  más  sentidas  de  los trabajadores: aumento de salarios, un sistema de pensiones justo, el control de la inflación y la carestía de la vida, la independencia de los sindicatos, etc.

Centroamérica, 4 de junio del 2022

Secretariado Ejecutivo Centroamericano (SECA)

Partido socialista Centroamericano (PSOCA).

Apuntes a tres años del terremoto político.  LPG 30 de mayo de 2022

En El Salvador, hace años que se discute acerca de la democracia y de su futuro. Las decisiones gubernamentales, la crisis y eclipse de los partidos antes mayoritarios, la atomización del espectro político entre muchos otros factores mantienen en el centro de la conversación nacional, al menos entre los sectores académicos, profesionales, de construcción de pensamiento y de renta media o alta, el futuro de la democracia en el país.

La cuestión no gira alrededor de si debe o no haber democracia, todos los actores de la vida pública se consideran demócratas o en todo caso no se reconocen como enemigo de ese sistema político; lo que pasa es que mientras el oficialismo sostiene que la serie de medidas, de ideas y de conceptos que se pretende popularizar no van reñidos con ese modo de hacer política, otros sectores de la sociedad consideran todo lo contrario. Lamentablemente, no hay discusión al respecto porque la crispación que se sufre impide cualquier otra cosa que no sea una reunión de los que piensan igual.

Sería una discusión intensa, larga, agotadora, pero fructífera. Y además, de que ese proceso se lleve a cabo dependería el triunfo, inasible o no, del republicanismo salvadoreño. Por eso mismo, siempre es buen momento para analizar el tema y, si hay fortuna, aportar algún elemento para el análisis.

Ninguna duda hay sobre la legitimidad de los gobiernos que El Salvador ha tenido desde la firma de los Acuerdos de Paz. Es un buen punto de partida porque el edificio de la democracia se sustenta en elecciones libres que garanticen que el pueblo, en su condición de soberano, transmite su poder hacia el vértice del sistema; luego, teóricamente, ese corazón operativo del Estado se encarga de que ese mandato sea utilizado en aras del bien común.

Pero la principal queja sobre los últimos administraciones de los dos partidos antes mayoritarios fue que ese gobierno sobre el pueblo poco o nada tuvo que ver con un gobierno del pueblo o a favor del pueblo. En la práctica, el aparato del Estado fue usado para beneficiar agendas personales o de facciones económicas afectando en el camino a los intereses colectivos en materias como la inversión pública, el combate a la corrupción, al crimen organizado, a las pandillas, la preservación de los derechos ciudadanos o la protección del medio ambiente, entre otros.

Estos ya casi tres años de gobierno de GANA, el último de ellos con el apoyo de Nuevas Ideas, sólo pueden ser explicados desde esos hechos. El terremoto político que eso supuso ya está consumado con todo y sus réplicas municipales y legislativas. Sin embargo, una vez superada la crisis sanitaria y también por culpa de ella, muchas de las necesidades que agobian a la nación continúan ahí o se agudizaron en este período.

Paradójica y desafortunadamente, a esa crisis económica, de empleo y al endeudamiento que un escenario post covid supone para decenas de naciones como la salvadoreña, hubo que agregar los manierismos, los recelos y los resentimientos que la nueva clase política amasó a partir de sus experiencias con la partidocracia tradicional, de la cual proviene en buena medida una importante porción de sus cuadros. En otras palabras, este momento de la crónica nacional no se reduce a sus partes, y sus partes sumadas constituyen un todo que todavía es difícil de leer. Por eso, la pregunta de esta serie de reflexiones está vigente: ¿vivimos en democracia?

II

Democracia perfecta no hay, nunca en ningún lado. La democracia es siempre perfectible tanto en lo mecánico como en lo operativo; lo fundamental de ese sistema político es su aspiración, lo inalienable del concepto de participación en igualdad y de voluntad de las mayorías sin perjuicio de los derechos de todas las minorías, el resto son detalles sujetos a revisión y progreso.

Desde el ejercicio democrático, si el desarrollo de la sociedad le ha permitido gozar de suficientes y poderosos contrapesos, entonces la agenda de esa nación avanzará, caminará a partir de un equilibrio entre las esferas de lo público, lo privado, el Estado, el mercado, las mayorías, las oligarquías, etc. Esa noción liberal de la sociedad es el caldo nutricio de la república democrática con independencia de que en algunos casos, la tiranía haya nacido en las urnas porque siempre habrá dictadores y autócratas que sólo crean en el sufragio como justificación para licencias despóticas.

Del conflicto armado, El Salvador emergió sobre unas bases débiles y estableció un equilibrio que no garantizó justicia ni desarrollo pero al menos permitió la convivencia de las fuerzas que protagonizaron la guerra. Durante años se creyó que la ampliación del espectro político y el concurso de diversas corrientes de pensamiento, algunas de ellas contrapuestas diametralmente, abonaría a una cultura democrática, única póliza posible para que la nación no recorriera una vuelta en círculo hacia los desencuentros y las infamias que llevaron a la violencia.

Hubo primavera democrática, manifiesta en una sociedad civil inquieta y activa, pero esa estación duró poco. Las fuerzas políticas que se sucedieron en el poder en los primeros 30 años de posguerra fueron acomodando y diseñando un modo de administrador del Estado que facilitara la corrupción, el favorecimiento de élites, grupos empresariales afines y camarillas familiares, y esos abusos a veces sofisticados y otras veces brutalmente vulgares tejieron un extenso velo de impunidad del que los ciudadanos se hartaron.

Al arrasar con ARENA y el FMLN en sucesivos ejercicios electorales, la nación desmontóaquello en lo que dejó de creer. Pero tal cual lo confirma una y otra vez en los estudios de opinión pública, la población no abjuró ni se desdijo de su vocación demócrata, de lo que conquistó en estas tres décadas de vida en democracia, de su ilusión por justicia, igualdad y libertad.

La aclaración es necesaria porque, ante la escalada de tensión política de estos años, desdealgunas tribunas se culpa a los salvadoreños de los efectos de la política y de la administración pública, de los riesgos institucionales y de todos los ayes relativos al Estado. Es una consideración injusta, un pensamiento hasta clasista, elaborado desde una vil abstracción. Nadie asistió a las urnas hace tres años ni hace un año para participar en un referendo sobre garantías constitucionales, orden democrático o Estado de derecho. Todos, tanto los participantes en esas elecciones como los votantes, se sometieron a las leyes de la República y juraron respetarlas y defenderlas.

La pregunta de si vivimos en democracia que se hacía en este espacio ayer es valedera pero debe hacerse desde la nación y no como reclamo contra ella, porque lo bueno y lo malo que haya dado el proceso histórico salvadoreño ha dependido de las posibilidades más que de las voluntades.

III

Superado el medio término del gobierno de Bukele, hay que admitir la estupefacción. Aunque narrativamente se enfocó desde un inicio en hacer pagar a los partidos políticos que fueron sus contendientes electorales y a los que después convirtió en pararrayos de la insatisfacción popular, con los efectos que eso supuso en los comicios legislativos y municipales de hace poco más de un año, en la práctica su gestión ha reconfeccionado la administración pública, reorientado la inspiración de algunas instituciones y desactivado o eliminado otras. Por supuesto, la velocidad con la que eso ha ocurrido es una sorpresa pero no menor es el asombro por los aliados y la falta de resistencia que encontró en ese afán.

Aun hace algunos meses se intentó interpretar las acciones del gobierno a partir del Plan Cuscatlán, que era a la vez un diagnóstico muy resumido y una ecléctica colección de ideas y acciones a propósito del quinquenio. El tiempo demostró muy rápido que ese no era ni el manual de jugadas de Bukele ni su ideario personal o la matriz ideológica de su partido, sino un insumo de sentido publicitario.

También fue el tiempo el que le enseñó a la nación que la administración de GANA sería de continuos sobresaltos porque, a falta de un proyecto de Estado orgánico, que tradujera en estrategias y políticas una cosmovisión, lo que habría sería más un ejercicio gerencial: a un problema, una solución; a una amenaza, una reacción defensiva; reactividad total. Esa dinámica que funciona tan bien en lo comunicacional y en lo propagandístico, ha sido a la vez la fortaleza y la debilidad del régimen y la variable ante la que los ciudadanos se sienten a ratos entretenidos y a ratos desesperados.

Ante la epidemia homicida con la que inició su administración, Bukele lanzó un plan de control en el territorio que incluiría medidas de reconstrucción del tejido social representadas en los cubos suburbanos; ante la necesidad de incentivar el turismo, una de las pocas industrias a las que cabía inyectar creatividad y dinamismo, se vino Surf City, una marca más que un producto; para investigar a los corruptos del pasado, se celebró la apertura de una Comisión Internacional contra la Impunidad, la CICIES prometida durante la campaña. Acciones desconectadas unas de otras pero que apuntaban a una dirección común y respondían, con sus lógicos matices, al interés ciudadano.

La crisis sanitaria interrumpió esa lógica y durante su contención, que El Salvador celebra luego de meses de sufrimiento y luto, el gobierno cambió su aproximación a la población, se enfocó contundentemente en dominar la opinión pública y buscó unos márgenes de acción tales en la administración de medicinas e insumos que terminó desarmando mucho del músculo contralor del Estado. Después de los meses más aciagos del encierro y la enfermedad, el gobierno ya no fue el mismo, profundizó sus rasgos más ásperos, se aisló de los sectores, voces e instancias nacionales e internacionales que pudieron servirle de contrapeso y de polo a tierra, y las elecciones de hace un año reavivaron la crispación.

Por todo eso, aun siendo que en su último año detentó más poder, el gobierno lució más tenso que en los dos años anteriores. Los retos son mayúsculos y requieren de estrategias, de una lectura que integre todas las aristas de la realidad nacional. La administración no ha podido sortear la crisis económica a la vez acelerada y cultivada por su enfrentamiento a la pandemia, e insiste en enfrentar cada coyuntura como si no estuviera conectada con las otras problemáticas, cuencos conectados en lugar de separados.

Los pocos participantes de la vida nacional, gran empresa, academia y diplomacia que pudieron gravitar alrededor del gobierno en estos años no consiguieron ampliar la visión de los tomadores de decisión y han acabado sumándose a la simplificación y la propaganda. Ahí se ha desperdiciado una valiosa oportunidad; volver a abrirla requerirá de muchas energías, de la voluntad de sectores que han estado alejados del régimen, de una energía incluyente que el oficialismo no ha transmitido a la fecha, y tendrá que acontecer en el enrarecido aire supuesto por la ola homicida de marzo y el subsiguiente estado de excepción. En suma, que la democracia tendrá que abrirse frente no gracias a sino a pese al mismo proceso.

IV

En las actuales condiciones, en El Salvador la democracia tendrá que abrirse paso no gracias a sino pese al mismo proceso. Y el verbo es imperativo porque si la involución nacional continúa, el deterioro no sólo se llevará de paso a las instituciones sino al concepto mismo de la república.

¿Puede haber república sin democracia? Sí, pero a los efectos de la nación salvadoreña, la salud de la forma de gobierno puede equivalérsele siempre y cuando honre los principios de la igualdad ante la ley, división de poderes y soberanía popular. La aspiración ciudadana después del violento final del siglo anterior y de las insatisfacciones de la posguerra se constriñe a esas condiciones elementales porque con ellas se garantizaría una mejor convivencia, un ambiente más favorable para enfrascarse en las otras cuitas del colapso de la economía y el postergado desarrollo humano.

Dicho en pocas palabras, a la mayoría de los salvadoreños le bastaría con que el gobierno honre el ideal republicano, aun si en sus manifestaciones y en su hacer hay más de reflejo despótico que democrático.

¿Cómo se reconoce la pulsión autocrática de un gobierno? En principio, a partir de la consideración en la que tiene al pluralismo y al concierto de las ideas, si los funcionarios tienen o no al disenso como una creencia de valor, si abrazan la tolerancia en oposición al fanatismo y al dogmatismo, si rehúyen del uso de la fe como elemento ideológico.

Así considerado, en El Salvador hay una poderosa tendencia hacia el otro lado del pluralismo, hacia el sendero opuesto a la democracia. Es la dirección en la que se mueve el aparato del Estado en este momento, una realidad que obedece a la falta de programa del partido oficial, a su rompimiento con las fuerzas políticas con las que contendió, a la agenda de negocios de un grupo alrededor de la administración y a la erosión del sistema de partidos parido por los Acuerdos de Paz. El desequilibrio electoral y la acumulación de poder derivada de esa matriz de causas amenazan con alienar a la función pública en pleno y trastornar a la misma república.

Como decía Cicerón, «somos siervos de la ley para poder ser libres». Esa es a la postre la viga fundamental del edificio republicano, que todos los ciudadanos admitan la tutela de las normas en el entendido de que garantizarán la paz porque se aplican a todos sin distinción, incluidos los legisladores y los administradores de la fuerza del Estado. Pero si la dialéctica política escala primero a una crispación irreconciliable y luego a una tensión que impide todo diálogo hasta imposibilitar los acuerdos mínimos connaturales a toda democracia, se vive al borde del despotismo y de la persecución. Y a la denominación de «enemigos del orden» que se hace contra los que piensan distinto a un régimen tal, fácilmente puede sucederle la agresión, el irrespeto a sus derechos y acariciarse la idea de la impunidad.

El Salvador ya cruzó bastantes metros después de la frontera que se puso en 1992, en Chapultepec. En el camino se han firmado injusticias y simplificado realidades de las que se arrepentirá y avergonzará en el futuro. Pero en este momento lo más urgente es que se desande la deriva de intolerancia en la que la nación ha caído.

No ocurrirá por iniciativa del oficialismo, que sigue creyendo en sus posibilidades contra la crisis económica, la falta de liquidez y el rompimiento del tejido social aun cuando ha roto muchos de los puentes y vasos comunicantes con sociedad civil, academia, diplomacia internacional y movimientos sociales. Pero debe ocurrir.

Y a tres años del terremoto político es congruente afirmar que la democracia puede hacer por el Estado más de lo que el Estado puede hacer por la democracia. De la generosidad, creatividad y resiliencia de los demócratas y de los republicanos depende que el proceso nacional vuelva de esta coyuntura el extremo de un péndulo y no un pantano.

Democracia o imperio global. Jorge Gomez Barata. Julio de 2022

Ningún imperio y ninguna guerra han logrado alterar sustancialmente las tendencias civilizatorias de la humanidad. Paradójicamente los promotores de la II Guerra Mundial, el más grande cataclismo humano quisieron establecer un imperio autoritario en grado superlativo y resultó lo contrario. 

En la lucha antifascista los dos sistemas mundiales sumaron fuerzas y la victoria sobre los nazis acentuó las tendencias a la democracia, la colaboración, el multiculturalismo y el multilateralismo, de lo cual la ONU es el mejor exponente. La zaga de aquel nefasto evento puso fin al colonialismo y favoreció el crecimiento del socialismo que se convirtió en un sistema mundial. 

De lo que se trata es de que, haya sido creada por la Providencia o sea fruto de la evolución, la especie humana, social por excelencia, tiene una marcada tendencia a lo gregario. Espontáneamente, los individuos se agruparon en familias, hordas, clanes, tribus, naciones y estados. Los casi ocho mil millones de habitantes del planeta forman unos 200 países integrados en la ONU. 

Dos países, China e India cuentan con más de mil millones de habitantes, cada uno, Estados Unidos posee más 320 millones, tres estados, Indonesia, Pakistán y Brasil más de 200, con más de 100 hay diez. Con cincuenta millones o más existen 14 y con más de 20 millones figuran 20. Ningún humano por ermitaño que sea vive aislado. 

En esos procesos en los cuales se combinó la evolución orgánica y el progreso cultural se modeló la espiritualidad y se gestó la cultura que fue primero local, luego nacional y más tarde universal, sin que unos fenómenos anularan a otros. A pesar de invasiones y conquistas, aunque despreciadas y desestimadas, excluidas y perseguidas, son pocas las culturas ancestrales que han sido borradas. 

El dato más relevante del devenir milenario y planetario es que, a pesar de evolucionar aisladas las unas de las otras todas las culturas, civilizaciones y comunidades, en diferentes momentos y bajo circunstancias específicas, llegan a los mismos resultados. Todas crearon sus lenguas y su literatura, sus leyendas y su fe, además de su arte, la ética, la moral y los más altos valores. Todas aspiran a vivir en democracia y quienes la disfrutan luchan por hacerla más perfecta. 

Por difíciles caminos, venciendo la intolerancia, la exclusión y el absolutismo, progresaron las doctrinas humanistas y el pensamiento político que, en la misma andadura crearon el cristianismo, el islam, el judaísmo, el liberalismo, el socialismo y las grandes corrientes políticas contemporáneas que florecen porque el proceso civilizatorio y no ningún caudillo o partido, instalaron la democracia. Un bien que cuando se posee se critica y cuando se carece se extraña y se sufre. 

En su magnífica condición de bien nunca terminado, la democracia es la principal categoría política creada por la cultura humana. Con ella comienza y termina todo y sin ella no hay progreso posible. En nombre de la democracia se han hecho todas las revoluciones. 

En democracia florecen las ideas y se expande el pensamiento, se acelera el desarrollo económico y el progreso general, se amplían los horizontes de la educación y de la cultura popular y se caracterizan las personalidades. Un dato relevante es que todos los países avanzados y emergentes son democracias

En esa lógica del desarrollo humano, florecieron los estados nacionales, el nacionalismo y el patriotismo que paulatinamente y sin rupturas dolorosas, son trascendidos por la integración. En el Viejo Continente, donde la pluralidad cultural, el liberalismo, el marxismo, el socialismo dieron lugar al nacimiento de la “ciudadanía europea”, la conquista cívica más relevante de la modernidad. 

Cuando la integración madure y haya también ciudadanías americana, africana y asiática, habrá surgido la premisa para la ciudadanía global. Tal vez antes que el egoísmo y la maldad construyan un imperio global, se imponga una democracia total que llegará como llegó el momento actual cuando ya no hay colonias y los imperialismos parecen caducos. 

La guerra que ahora se libra en Europa, con sus alardes de superioridad militar, las búsquedas de reivindicaciones locales y conquistas territoriales es, entre otras cosas, expresión de un primitivismo que no se impondrá porque el tiempo transita en una sola dirección del pasado al futuro. Se puede reinterpretar, falsificar, honrar o añorar el pasado, lo que no puede es reconstruirse. Allá nos vemos.

La Habana, 15 de julio de 2022

Más allá del cooperativismo, más allá de la economía social. Fundación de los Comunes. 2016, Emmanuel Rodríguez.

El cooperativismo ha tenido una tendencia, con larga historia, a considerarse como una realidad (cumplida) de transformación social. La idea podría resumirse como sigue: basta producir de forma cooperativa y democrática, con relaciones horizontales que primen la equidad, la solidaridad, el respeto al medio ambiente y cierta atención al principio «de cada cual según su capacidad a cada cual según su necesidad» para que podamos decir que estamos algo más cerca de un modelo económico alternativo —socialista, comunista se diría hace algún tiempo— a las relaciones de “mercado”, o por hablar con propiedad, a las relaciones capitalistas.

Aunque en estricto sentido esta idea es cierta, creemos que carece del necesario rigor a la hora de servir de estímulo a la expansión y politización del cooperativismo, y a la postre como herramienta de transformación. La presunción de “es una alternativa” tiende a encerrar al cooperativismo en una cápsula autosuficiente y limitante de lo que son y para lo que pueden servir estos experimentos de economía alternativa.

Lo que sigue son apenas unas notas a fin de discutir (e incluso definir) una hipótesis política para el movimiento que hoy se organiza en torno a la economía social. El análisis arranca de los límites y problemas de la economía social, lo que llamamos su “déficit de politicidad”, a partir de dos premisas.

Una primera que consiste en hacer un mínimo análisis sobre la historia del cooperativismo (mutualismo sería una palabra más apropiada), centrado en dos momentos: el mutualismo obrero que se desarrolla entre mediados del siglo XIX y el primer tercio del XX, y en segundo lugar, el cooperativismo (también obrero) de los años setenta y ochenta.

Este desarrollo nos conduce al momento actual, que definimos como una tercera fase en torno a la “economía social”.

La segunda premisa se despliega en tensión con las condiciones de desarrollo de la economía social, lo que también con una palabra vieja debemos llamar “economía política”, es decir: las condiciones del mercado actual (globalizado), la regulación “neoliberal” de la organización productiva, los nichos de la economía social y también la relación entre esta y los movimientos de protesta de los que, muchas veces, arranca. A partir de este análisis tratamos de esbozar una hipótesis política, al tiempo que la tratamos de probarla en condiciones concretas.

Algo de historia

Hacia la década de 1830-1840 —llevaba algún tiempo cocinándose— se expande por el continente europeo, y especialmente entre las figuras de un nuevo artesanado cada vez más desprovisto de las condiciones que organizaban su oficio, la idea (entonces se decía en mayúsculas “La Idea”) de la “asociación obrera”.

Se trataba de algo sencillo: fomentar la unión de los trabajadores, arrancados de sus viejas tradiciones gremiales, para defender las condiciones de su oficio, pero también para organizar la producción al margen de las condiciones de “competencia” que en aquellos tiempos se consideraban el origen de todos los males obreros: la depresión de los salarios impuesta por los emergentes mercados nacionales e internacionales, las continuas crisis que arruinaban a las empresas y producían el fenómeno del paro, la insolidaridad y “soledad” del obrero.

Si se atiende bien, en aquellos tiempos de formación de la clase obrera, sindicato y cooperativa apenas eran distinguibles. La Idea (en mayúsculas) era la “mutualidad obrera”, una asociación-cooperativa de defensa y apoyo mutuo de los obreros, que podían compartir desde la propiedad colectiva de un taller hasta la puesta en marcha de un economato (cooperativa de consumo), pasando por la organización de seguros para viudas, huérfanos, enfermos y lisiados.

Ante la total ausencia del Estado, entonces reducido a ser policía, ejército y ley, la asociación obrera se convierte en la “alternativa” para el naciente mundo obrero. Todo el socialismo utópico (Saint Simon, Fourier, Owen) trabajaba para recuperar o negar esta idea de la asociación obrera, para buscar una reconciliación entre capital y trabajo que impidiese la extensión de las condiciones de competencia capitalista. No hace falta recordar aquí la crítica de Marx sobre estos socialismos, acerca de su “falta” de método científico, pero conviene señalar, en cualquier caso, la incapacidad de estos socialistas para reconocer que entre capital y trabajo existía(e) un antagonismo irreconciliable.

De hecho quizás, la transición del socialismo utópico (de carácter reaccionario o burgués) a un socialismo, propiamente obrero, se encuentra en el momento en el que el naciente movimiento obrero toma la idea del mutualismo, como la base de un proyecto político propio. Fue seguramente Proudhom y el primer anarquismo, los que dieron el primer cuerpo teórico y de proyecto “socialista” a esta hipótesis a partir de los principios del mutualismo y el apoyo mutuo: la idea de una “asociación libre de trabajadores, agrupados y libremente federados” en sus respectivos oficios y talleres. Los textos de la Primera Internacional (1864-1976) están trufados de “proudhonismo”, de base mutualista, la autoorganización de los artesanos a partir de sus “asociaciones”, sin apoyo del Estado.

Lo cierto es que la evolución de la economía capitalista (la tercera y cuarta ola de la revolución industrial), posterior a la Comuna de París de 1871 y el fracaso de la Primera Internacional, tendieron a desmentir, o más bien, a hacer cada vez más obsoleta la primitiva idea del mutualismo obrero. Los cambios se produjeron en todos los órdenes.

En el desarrollo del capitalismo decimonónico se produjo un nuevo salto en la generalización de la gran industria y una nueva vuelta de tuerca en la proletarización del trabajo. Las nuevas figuras obreras son definitivamente arrancadas de los pequeños talleres y de las tradiciones de oficio, y aplicadas en grandes fábricas con una organización moderna del trabajo.

El proceso se acentúa todavía más a partir de la generalización de las cadenas de montaje y el taylorismo (décadas de 1910-1930). Del mismo modo, las nuevas organizaciones industriales, pero también el Estado, acabarán por pisar el suelo de las mutualidades obreras, ocupando el terreno en el que habían tenido un mayor desarrollo: las mutuas por enfermedad, seguros, etc. Desde Bismark, siempre con el fin de hacer frente al emergente movimiento socialista, se desarrolla el Estado social, que se concibe como un inverso del mutualismo, una gigantesca mutua autoritaria organizada por los seguros del Estado.

La acelerada división del trabajo, los efectos de una organización del trabajo cada vez más compleja y abstracta, la ampliación a escala mundo del mercado global, “alienan” progresivamente al trabajador de sus viejas tradiciones que eran la base del mutualismo.

Progresivamente el movimiento obrero se “sindicaliza”. Surgen grandes sindicatos (a veces acompañados de grandes partidos políticos: los de la II Internacional) capaces de enfrentarse a las nuevas corporaciones capitalistas en su mismo terreno: la gran huelga, la paralización de una industria e incluso de una economía nacional al completo, la toma del Estado.

Se entiende que el capitalismo ha “socializado” progresivamente la producción (en los trusts, las sociedades por acciones, etc) y el mando (en el Estado nacional moderno). Bastará entonces con tomar los medios de producción y el Estado, para someterlos bajo mando obrero (la famosa dictadura del proletariado) a las condiciones de producción del socialismo.

No obstante, el viejo mutualismo obrero (y todo su entramado cooperativo) no desaparecerá, conservando un papel relevante en la vida obrera. El economato, la cooperativa de consumo, los pequeños talleres o servicios para cuestiones básicas, así como el asociacionismo cultural (que iba desde las “tabernas socialistas” hasta los orfeones también socialistas), seguirán marcando la vida proletaria, su sociabilidad, su solidaridad concreta y efectiva. Pero la diferencia es que la “hipótesis” estratégica, y con ello el proyecto político, ha sufrido un desplazamiento radical.

Y aquí conviene no hacer una lectura simple, como aquella que señala el desplazamiento del mutualismo proudhoniano al marxismo y los partidos de la segunda Internacional como una opción obligada. En este desplazamiento (desde luego mucho más rico que lo que aquí se puede demostrar) el movimiento obrero responde a unas condiciones económica y políticas que han mutado. El propio anarquismo español dará un viraje similar, al del resto del movimiento obrero europeo, que le llevará, por medio una larga travesía, de la derrota de la I Internacional y la Primera República a la formación de sindicatos y en 1910 a la constitución de la CNT.

Y también en el anarcosindicalismo hispano se pueden ver discusiones parecidas a las que se sostienen en el socialismo, y luego en el comunismo, europeos. Como en este, dentro del magma de la CNT y del mundo libertario hispano sobrevivió una fuerte tendencia mutualista y un entorno cooperativo desarrollado, pero este no dejo de ser criticado como “insuficiente” frente a la preparación de la revolución y la colectivización de la producción.

Si se pueden sacar algunas conclusiones rápidas del desarrollo del mutualismo obrero es que este no dejó de pensarse, en ningún momento, como una herramienta a un tiempo económica y política de defensa de una nueva clase social.

Siempre existió una tendencia a “despolitizar” el mutualismo como una mera mejora de la producción frente a los excesos de la competencia capitalista. Si se observa bien, esto es lo que luego explotaron formas de cooperativismo “a medias”, como las que impulsa el sindicalismo católico desde la primera década del siglo XX, especialmente en aquellos sectores sometidos a un intenso proceso de transformación y subordinación y a nuevas condiciones de mercado, como los pequeños campesinos propietarios.

Pero lo crucial aquí, es que mientras existió movimiento obrero y política obrera, el cooperativismo ocupó un papel más o menos destacado según las condiciones del momento, y el valor político en términos de “ofensiva” del propio experimento cooperativo.

Pasemos al segundo momento.

1973, los precios del petróleo se multiplican por tres en el espacio de unos pocos meses debido a la guerra del Yom Kippur y la fundación de la OPEP. Desde 1968, al menos, la agitación en los grandes centros industriales de Occidente empuja los salarios por encima de los pactos keynesianos que los ligaban a los incrementos de productividad. La crisis está servida. Son años de huelgas salvajes, de crítica al sindicato como “gestor del capital”, de consignas anómalas como la del “rechazo del trabajo”… En muchas fábricas, al patrón ya no le sale a cuenta producir en esas condiciones. Y la abandona. En ocasiones, los obreros se hacen cargo de la producción.

Toman las fábricas con ideas que no corresponden exactamente con el grueso de la reivindicación obrera principal: menos horario, más salario. Se apoyan en los viejos conceptos del consejismo obrero, de la autogestión (entonces todavía circulaba cierta idealización del experimento yugoslavo). En España más de un millar de unidades productivas son así tomadas por los propios trabajadores. Se calcula que son más de cien mil los trabajadores y trabajadoras que participan en estas experiencias. El gobierno socialista se ve obligado a reconocerlas y crea una figura nueva parecida aunque atemperada a la del viejo “cooperativismo”: las sociedades laborales.

La experiencia de este industrialismo cooperativo es, no obstante, agridulce. Se produce al final de un ciclo de movilización obrera que acaba en derrota política tras la institucionalización sindical y los pactos de la Transición, pero también cultural.

El paro, la reconversión, la desindustrialización, el alcoholismo y la heroína minan la vida y la convivencia en los barrios obreros. No hay alternativas de vida. El cooperativismo o la sociedad laboral son experimentados como una solución a veces desesperada, a veces como un mal menor.

Un documental “Numax Presenta”, de Joaquim Jordá, muestra las dificultades y las contradicciones de un grupo de trabajadores que tomaron la fábrica ante el abandono del empresario en 1976-1977. La fábrica en “régimen de autogestión”, como muchas otras después y especialmente en la década siguiente, no sobrevive. La reproducción de la organización del trabajo, el empeoramiento del mercado entonces en proceso de contracción y de exceso de capacidad a nivel global, sobre todo, sitúan unas condiciones que llevan a la incapacidad de que la autogestión suponga otro régimen laboral y de comunidad, y se constituyen en razones aducidas en el fracaso de la experiencia.

Aquella época dejó, de todas formas, un gran número de experiencias cooperativas que perduran hasta hoy, como es el caso de la CC de Mondragón y también de muchas cooperativas de autoempleo en servicios públicos que sirvieron para que determinados colectivos salvaran la crisis de empleo de los años ochenta.

Pasada esta experiencia, ¿estamos hoy ante algo parecido a una nueva economía social, un nuevo cooperativismo?

Entre el emprendizaje y la empresa política

Treinta años de neoliberalismo, de erosión del Estado social, de extensión de las prácticas de las subcontratación, de terciarización de la economía, de precarización generalizada, de ataque al salario y la organización obrera, separan nuestra situación de la última “explosión cooperativa”. Pero ahora, parece, se intuye un nuevo cooperativismo. Tiene fuentes diversas, a veces contradictorias.

En muchos casos, surge como un experimento asociativo del trabajo profesional ante el abandono del Estado (del servicio público directo). Así se crean cooperativas de padres y profesores (colegios concertados principalmente), de médicos y personal sanitario, de trabajo e intervención social, también en distintos ámbitos de la consultoría, e incluso en el propio fomento del cooperativismo, como “consultoría de autoempleo”.

Se trata, en términos de Bologna (véase la bibliografía que acompaña a esta ponencia) del “trabajo autónomo de segunda generación”, que corresponde con una composición social que desborda el perfil del movimiento obrero: trabajo profesional, de alta cualificación, formación universitaria. Antes que “cooperativismo obrero” se trata de trabajo profesional mutualizado, que corresponde con los perfiles característicos de la clase media.

Clave en este trayecto y también en su composición (middle class) es que en muchos casos, por no decir la gran mayoría, el cooperativismo de los profesionales tiene una alta dependencia de los presupuestos del Estado. Se trata de servicios que el Estado (y sobre todo a los ayuntamientos) subcontrata y que las asociaciones de profesionales, en régimen cooperativo, pueden prestar en condiciones de más baratos y a veces de mayor calidad y eficacia. La paradoja es que, aunque muchas veces, se realiza como “servicio a la comunidad”, en términos objetivos puede suponer una pérdida o una diferenciación en el acceso a los derechos sociales. Un ejemplo paradigmático es el de las cooperativas adscritas a los conciertos escolares, lo que tiende (se quiera o no) a reforzar el régimen dual del sistema educativo español.

Motor también de este nuevo cooperativismo son los “emprendimientos económicos” que se organizan directamente desde los movimientos sociales, en muchos casos como parte orgánica de los mismos. En este caso, la valencia política cobra una importancia muy por encima de la profesional; antes política que autoempleo.

Los emprendimientos surgen en paralelo al desplazamiento de la centralidad obrera a las nuevas formas de protesta de los movimientos sociales.

Ligadas al feminismo surgen así las clínicas y centros de planificación familiar; al ecologismo, las cooperativas de investigación y producción de energías renovables.

Posteriormente, a partir de los años noventa (en el Estado español) y con la emergencia de una nueva generación de movimientos sociales de carácter juvenil, aparecen los emprendimientos de ocio (como bares, cines, etc.) y de formación (como librerías, periódicos, etc.), que se incardinan dentro de estos mismos movimientos liderados principalmente por los centros sociales okupados.

Del mismo modo, el movimiento neorrural unido al ecologismo, da también cuerpo a las cooperativas de producción agroecológica y de consumo. La experimentación tecnológica ligada a la expansión de Internet y a la aparición del hacktivismo producirá una nueva generación de empresas cuyo centro es el software libre.

En la experiencia de estos emprendimientos de última generación se dibuja una forma de empresarialidad que va más allá del cooperativismo. Se intuye que lo que se trata no es de “vivir” de algo que “gusta”, sino de reforzar una forma de vida, que se “vive” ante todo como política. Se intuye también que de lo que se trata es de “autonomizar” las competencias que se deben prestar al mercado para construir una forma de empresa que en realidad es una herramienta política.

Incluso se llega a acuñar el concepto de “empresa política”, para significar a un colectivo que tiene una actividad económica pero al que le importa es hacer política, esto es, intervenir sobre un terreno concreto, prestando las competencias y la energía (que de otra manera se tendrían que “vender al mercado”) en una actividad autónoma.

En cualquier caso, en la mayoría de estas experiencias domina la precariedad de las iniciativas, la debilidad de la financiación, y sobre todo su estrecha conexión con una forma de vida, que se prueba (como muchas veces ocurre con estos movimientos) como al margen de la sociedad y el mercado, o al menos los circuitos convencionales de mercado.

Se trata, por tanto, de órdenes de experiencia económica claramente distintos. No obstante, entre ambos extremos, entre la asociación laboral de profesionales y los emprendimientos de los movimientos sociales, existe una amplia paleta de grises, salpicada de experiencias que se alimentan de otras fuentes, como aquellas que vienen de los años setenta y ochenta, mucho más conectadas con la crisis industrial y las iniciativas contra el paro. Sea como sea, estas experiencias son las que conforman el grueso de lo que hoy se llama “economía social”, un conglomerado que dista de ser homogéneo.

De hecho, uno de los problemas centrales de la economía social, y probablemente uno de los lugares en los que esta se resquebraja y empieza a mostrarse de forma contradictoria está en aquello que las “unifica”.

Formalmente, lo que parece reunir al nuevo cooperativismo es una cierta apuesta por relaciones laborales democráticas, la inclusión de una política de “valores”, así como la vocación por construir una economía al servicio de la “gente”, de la sociedad.

Políticamente esto se considera como un valor en sí, e incluso como una “alternativa” a la economía de mercado. La cuestión es ¿basta esto como hipótesis política? ¿Es esta modalidad cooperativa una “alternativa” eficiente al modelo capitalista?

Por tomar otro punto de partida, dentro de la heterogeneidad de estas experiencias, destacar que todas ellas están sometidas a los condicionantes de una nueva economía política dominada por la retirada del Estado social y la precarización, así como por la erosión progresiva del derecho laboral.

En una situación de escasez de renta y sobre todo del empleo, el cooperativismo no es sólo una alternativa (ideal, “pura”, libre a la salarización), sino muchas veces un medio de pura y simple supervivencia. Para los emprendimientos de los movimientos sociales esto tiene una importancia no pequeña. En la medida en que sus precarias economías, son tomadas como un medio para continuar una forma de vida “militante” (en parte de los ámbitos que señalábamos: hacktivismo, agraoecología, producción cultural), las tensiones estallan casi inmediatamente entre el sostenimiento del emprendimiento y la vocación política del mismo.

En muchos casos, y a menudo empujadas por la maduración biológica de sus trabajadores, se produce una tendencia a la profesionalización, entendida como asimilación a las condiciones de mercado en las que se realiza la actividad. El resultado es una pérdida progresiva de la comunidad-movimiento de origen (que a veces desaparece en ese proceso) y con ello una asimilación a las condiciones empresariales de la asociación cooperativa profesional de autoempleo. La consecuencia es también la progresiva despolitización de la actividad.

Por otra parte, en tanto, la búsqueda de mercado se tiende a realizar, cada vez más, sobre clientes institucionales, lo que se produce es una progresiva asimilación de las modalidades de cooperativismo. La dependencia de los presupuestos convierte a estas empresas cooperativas en otra cosa quizás distinta a la que era la intención de partida.

De hecho, conviene considerar seriamente la posibilidad de que estos experimentos cooperativos sean funcionales como avanzadilla de nuevas formas de gestión de una fuerza de trabajo que se abandona a la “autogestión”, que se gobierna a partir “autoorganización” laboral y su explotación directa por las asimetrías del mercado.

Algo que parece confirmarse en el mismo grado que su “despolitización”, esto es, en función de su alejamiento de formas y experiencias de organización política.

Por si esto no fuera poco, a partir de los años noventa y especialmente a partir de las crisis de 2007, se generaliza un nuevo discurso empresarial, el “emprendizaje”. La iniciativa personal, como mecanismo de generación de riqueza, la expansión y desarrollo de las competencias propias, la creatividad, el “tu lo vales”, el trabajo como autorrealización constituyen elementos centrales de esta narrativa. En el ala izquierda de los discursos del emprendizaje se admite también a la economía social, a la autoorganización colectiva, a los experimentos cooperativos.

Un ejemplo: en el cénit de la crisis (2009-2010), el gobierno británico acuña el eslogan big society, gran sociedad. La política austericida muta, la retirada del Estado se disfraza en autoorganización social para la autoprestación de servicios.

Si una biblioteca carece de presupuesto que la “autogestionen” los usuarios. El cooperativismo y el mutualismo se vuelven solución, como en los años setenta, pero esta vez no para mantener el empleo, sino el Estado social. La big society no pasa de ser un amago, pero en paralelo se generalizan una serie conceptos que no dejan de compartir el mismo marco.

Los más importantes son el de “economía colaborativa” donde cada cual puede convertirse en autónomo o en consumidor de un producto sin intermediarios, y normalmente sin regulación estatal ni contribución fiscal. (La economía colaborativa va como se sabe desde el chapuzas a domicilio, al alquiler de una habitación a un turista, pasando por convertirte en taxista sin licencia.)

El otro concepto interesante es el de innovación social, que extiende la vieja figura del empresario, reconvertida en emprendedor, a todo colectivo y comunidad con capacidad de “emprender” para satisfacer una “necesidad social”.

La economía dominante tiende a asimilar a la “economía social y alternativa” como una forma de empleabilidad en línea con la “rarificación” de la renta y el empleo. Al mismo tiempo, la economía social tiende a despolitizarse al asumir posiciones cada vez más centrales en el marco de la economía convencional. Véamos el problema con un ejemplo reciente, que a nuestro entender apunta a los límites del nuevo cooperativismo.

Un ejemplo al caso: las “alcaldías del cambio” en sus límites

De cara a aterrizar la discusión nos parece interesante situar como caso concreto los desarrollos sobre cooperativismo y economía social y solidaria, que se están impulsando o están en proyecto de activación en los diferentes ayuntamientos salidos de las últimas elecciones.

El primer punto de partida es entender que la llegada de las nuevas fuerzas políticas a los ayuntamientos nace de la apuesta de por democratizar dichas instituciones. Entendemos democratizar por devolver la institución municipal a la ciudadanía rompiendo el secuestro de la misma por parte de los intereses oligárquicos que sobre todo en las últimas décadas y de forma diversa, han aplicado la agenda neoliberal de recortes de derechos y privatización de empresas y bienes públicos.

Si tomamos como contraejemplo el modelo de la Big Society que mencionábamos antes, las políticas públicas deberían apostar por una serie de líneas de trabajo que describimos a continuación.

Desde los ayuntamientos entendidos como gran empresa proveedora de servicios públicos debe de revertir las dinámicas marcadas por las políticas neoliberales.

Por tanto, revertir los procesos de expropiación de los bienes públicos por medio de subcontratación o directa privatización de los mismos. Para ello, pensamos que la remunicipalización de servicios públicos en régimen de cooperativa mixta, modelo joven, pero ya practicado en algunas zonas, debería ser uno de los modelos a elegir, aunque no el único.

A través de esta cooperativización, la economía solidaria podría incluir sus principios en la prestación de servicios a través de procesos de acompañamiento o incluso incorporar a sus entidades como prestadoras de servicios.

Es imprescindible además incluir en este proceso de remunicipalización a las experiencias sindicales y procesos de lucha que se han opuesto a la privatización de los servicios públicos. Sumaríamos además a las empresas en quiebra apoyando los procesos de recuperación por parte de sus propias plantillas.

Consideramos esencial el contacto directo con los sectores en lucha, sindicados o no, así como el establecimiento de líneas de trabajo directo con los grupos organizados de trabajadoras y trabajadores domésticos en lucha por la dignificación del sector. Un sector clave en un contexto de envejecimiento generalizado de la población en nuestras sociedades. Y situado además, en el centro de la crisis de cuidados que se despliega por la sociedad capitalista en su conjunto.

Sólo afrontando estas articulaciones superaremos algunos de los límites a los que se enfrente el cooperativismo y la economía solidaria hoy en día.

Elementos de hipótesis

La economía social debe arrancar de su posición en los circuitos de explotación capitalista de los que, quiera o no, forma parte. La formas de organización de la producción tienden hoy a abandonar segmentos enteros de la cadena de valor hacia la autoorganización productiva, al trabajo autónomo organizado. No en otro sentido va la generalización de las prácticas de subcontratación y externalización.

De igual modo, el Estado y el servicio público se están adaptando a esas mismas modalidades de organización. En este sentido, el trabajo en régimen de cooperativa no se sitúa como una alternativa a la economía capitalista sino en la misma línea de tendencia del capitalismo más moderno y agresivo.

Por decirlo con otras palabras, ya no es la subordinación jerárquica dentro de la empresa la que organiza el trabajo, sino su subdivisión y subcontratación externa en régimen de competencia. En este sentido, dentro de un mismo espacio económico pueden convivir prácticas igualitarias y cooperativas dentro de una microempresa y la más feroz competencia fuera de la misma, y presionando sobre la misma.

El mercado y la precariedad son las nuevas formas del mando, frente a la jerarquía y la disciplina del empleo industrial.

Algunas orientaciones generales pueden servir para definir el trabajo cooperativo como un espacio económico no sustraído a los circuitos capitalista de producción de valor, pero si al menos, como ocurrió en el viejo mutualismo, convertido en arma política y de construcción de clase (en este caso de comunidad).

 1. La vinculación de las experiencias cooperativas y de los emprendimientos económicos con movimientos sociales y políticos concretos. En este sentido la empresa se debe entender como parte orgánica de una comunidad concreta (importante que sea concreta) y en lucha sobre cuestiones generales o específicas.

 2. La orientación de la actividad económica de la cooperativa a las necesidades de esa comunidad concreta en un régimen no de mercado, cuanto de servicio público-común a la misma.

 3. La consideración de que el mejor cooperativismo es aquel que no depende del presupuesto público y que no suple servicios que deberían realizarse directamente por la administración pública. Obviamente muchos de estos servicios de deben y se pueden “mutualizar” pero estos se comprenden principalmente ligados a experiencias sindicales, y no como trabajo profesional subcontratado.

 4. La consideración de los elementos internos laborales y la política de valores como insuficientes en tanto elementos diferenciales en el marco de las economías de mercado. Es de nuevo, el vínculo a las comunidades concretas y a formas de vida específicas, en definitiva, a la construcción de sujetos colectivos, lo que debiera ser el principal motivo del emprendimiento económico.

 5. La consideración del autoempleo como un motivo ambiguo y menor en las experiencias cooperativas, en línea con lo ya señalado en términos de la tendencia a externalizar segmentos enteros de trabajo, sobre la base del discurso del emprendizaje y de la innovación social.

David Hernández y la inquisición de la UCA . Diario 1.com. 2018. Luis Canízales 

En los años setenta perteneció a La Cebolla Púrpura, un grupo literario que se desvaneció en los años de la guerra. Colaboró con los movimientos de izquierda. Estudió en la Unión Soviética. Viajó mucho. Escribió poco. En 1995 le quemaron una novela en UCA Editores y se convirtió en el primer (y el único) escritor que le han destruido una obra después de los Acuerdos de Paz.)

Entramos a un edificio amorfo, con dos puertas de vidrio y un amplio pasillo amorfo. En la primera puerta nos dicen que no, que ahí no es la Editorial Universitaria, que es en la puerta de enfrente. Con Miguel Lemus, el fotoperiodista, nos dirigimos a la puerta de enfrente. Tocamos. Abrimos. Entramos. Y ahí, frente a nosotros, aparece David Hernández, el poeta y novelista que nos ha traído hasta este lugar. Está en su escritorio, rodeado de libros y papeles.

— ¿Cómo le va, señor? —le pregunto mientras le extiendo la mano.

David nos observa con desconfianza y tras un corto silencio pregunta:

— ¿A quién buscan ustedes? ¿A David Hernández?

— Así es.

— No. Pero ustedes se han confundido. Yo no soy David Hernández. David Hernández está allá, al fondo.

Por un momento nos hace dudar. Pero cuando giramos el cuello para ver a la persona que nos ha señalado, caemos en cuenta que nos está engañando. El hombre que está al fondo de la oficina no es el hombre que hemos visto en las fotos de los periódicos. Una risotada delata su broma. Le  explico el motivo de nuestra visita: queremos saber sobre sus viajes por la extinta URSS, su colaboración con la guerrilla y sus peripecias literarias. David parece estar ante una emboscada sin salida y acepta de buena gana. En seguida comenzamos una extensa plática con la que se construye la siguiente narración.

***

I- Preguerra

A inicios de los años setenta, cuando los movimientos guerrilleros comenzaban a dar sus primeros golpes en San Salvador, surgió un grupo literario denominado la Cebolla Púrpura. Los fundadores fueron tres jóvenes poetas, capitalinos, que no sobrepasaban los treinta años: Jaime Suárez Quemain, Roberto Góngora y David Hernández. La actividad fue intensa: fundaron una revista, publicaron poemas en periódicos, dieron recitales y tuvieron contacto con las incipientes guerrillas urbanas. También se enrolaron con grupos de sindicatos. Sus referencias literarias eran, en el terreno nacional, los poetas de la Generación Comprometida y, en el plano latinoamericano, César Vallejo, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Ernesto Cardenal y otros.

De los tres poetas fundadores, solo David Hernández sobrevivió. Los otros dos fueron asesinados durante la guerra civil. Su generación fue como una generación perdida. Suárez murió en 1980, cuando dirigía un periódico de izquierda llamado La Crónica del Pueblo. Y Góngora fue asesinado en 1982, en Guazapa, cuando combatía contra el Ejército desde las Fuerzas Populares de Liberación (FPL).

— ¿Y usted no se vinculó con ningún grupo guerrillero? —pregunto.

— Yo nunca me he organizado. La única organización a la que pertenecí fue los Boy Scout cuando era joven, que, por cierto, me expulsaron por insubordinación  —dice David mientras empuja su cuerpo hacia atrás y se acomoda en su silla.

— ¿Pero simpatizaba?

— Sí, había una identificación a nivel de política, una idea general de confrontación con la dictadura militar.

David recuerda que a mediados de 1971 tuvo un extraño encuentro, en el municipio de Ciudad Delgado, con una persona enigmática que intentó reclutarlo para las FPL, y, que, solo años después supo que era Salvador Cayetano Carpio, el comandante Marcial, máximo jefe de esa estructura guerrillera. El contacto lo hizo un amigo al que conocía como el Drácula, quien, según recuerda, muchos años después fue ejecutado luego de ser descubierto como agente policial.  El encuentro fue breve, de pocas palabras, una invitación a secas para integrar esa guerrilla. Pero David no aceptó. No aceptó porque siempre se ha considerado un hombre temeroso, cobarde, que odia las armas sobre todas las cosas.

Parecía una contradicción. Pero no la era.  En ese tiempo David era más conocido como dirigente estudiantil y no como un poeta que escribía en las páginas de los periódicos, sobre todo en diario El Mundo, donde su director, Cristóbal Iglesias, le había otorgado a su grupo un espacio literario. Por eso es que el comandante Marcial, un hombre notable por su aversión hacia los intelectuales, había tratado de reclutarlo pensando en sus cualidades organizativas. Eran días de gran agitación social, de represión, de efervescencia en los núcleos de izquierda. Un año atrás, en 1970, el comandante Marcial había roto con el Partido Comunista Salvadoreño y había creado su propia organización guerrillera para hacer la revolución armada, mientras que los comunistas continuaban batallando en el terreno electoral para llegar al poder a través de una coalición partidaria con los socialdemócratas y democratacristianos.

Nada de eso era nuevo para David. Años antes, cuando todavía era un adolescente, había tenido acercamientos con un sindicato afincado en la Plazuela Ayala, en San Salvador, denominado Unión de Trabajadores de Ferrocarriles (UTF).  El novelista había nacido en esa misma comunidad el 3 de marzo de 1955. Uno de sus vecinos era un obrero ebanista llamado Armando Arteaga, quien, a mediados de los años setenta, sería conocido como Pancho, el guerrillero que fue asesinado junto al poeta Roque Dalton en circunstancias oscuras. A Pancho lo conoció y lo trató a distancia. Quizá por eso, muchos años después, cuando estos dos fueron asesinados tras una disputa al interior del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), investigaría con obstinación ese caso.

No era nada extraño que, a inicios de los años setenta, el mundo de David oscilara en dos extremos. La política y la literatura. La literatura y la política. Ambas cosas  iban de la mano. Era la tendencia de época. Un día podía estar escribiendo un poema, un relato, un artículo literario; y otro día estaba repartiendo propaganda, protestando en una plaza pública o tomándose una escuela. Iba de un lado a otro. Frecuentaba a los poetas de la Generación Comprometida, especialmente a Manlio Argueta y a Roberto Armijo, quienes laboraban en la Editorial Universitaria, el primero,  y en la Librería Universitaria, el segundo. Ahí se nutría de buenas lecturas. Pero también aprendía de la experiencia política que estos habían adquirido en el terreno social.

La formación académica de David era una paradoja. Escribía literatura pero no estudiaba ni letras, ni periodismo, ni ninguna otra carrera vinculada a las ciencias sociales. Estudiaba Ingeniería Agronómica y era uno de los alumnos más destacados en esa carrera. Llevaba excelentes notas. Así lo recuerda el novelista. Fue por eso que, en 1976, le llegó una invitación tentadora, difícil de rechazar, de personas no tan conocidas que laboraban en la Universidad Nacional.

— Me contactaron en la Universidad y me hacen la propuesta. El problema, me dijeron, es que solo hay boleto de ida, no sabemos cuándo vas a regresar. No importa, les dije…

— ¿Pero estas personas eran de alguna organización de izquierda?

— Bueno, me imagino que era gente vinculada a la izquierda. Pero yo fui como un tonto útil. Me fui enganchado. Pero eso me di cuenta hasta después. ¡Jaja!

II- Viaje a la URSS

Otro mundo. La URSS era otro mundo al cual David se había acercado solo a través de las lecturas de Shólojov, Pasternak, Dostoyevski, Tolstoi. Pero en 1976 vivió esa experiencia en primera línea. Los soviéticos analizaron su formación agronómica y le hicieron ver que en esas tierras no se cultivaba café, pero que buscarían un producto familiarizado con sus conocimientos. Fue así que lo enviaron a Tayikistán, una región ubicada entre la frontera de China y Afganistán donde se cultivaba abundante algodón. Ahí estuvo un año. Después lo enviaron a hacer cítricos al Mar Negro. Y, por último, estuvo cinco años en Kiev, estudiando maíz.

Durante esos años, David no desatendió la literatura. Siguió leyendo. Siguió escribiendo. Tampoco se desprendió de la política. La información era limitada. Solo tenía acceso a la prensa cubana y soviética. No podía hablar por teléfono para comunicarse con amigos y familiares. Pero se enteraba de los últimos acontecimientos de su país a través de los salvadoreños y latinoamericanos que pasaban por la URSS. Eran días agitados. La noche del 29 de diciembre de 1979 no pudo dormir. Se encontraba en una vivienda de Dusambé, capital de Tayikistán, cuando escuchó pasar los tanques soviéticos que se dirigían a invadir Afganistán. Al día siguiente los salones de clases estaban vacíos. No había estudiantes soviéticos. Solo latinoamericanos. Uno de los instructores explicó que los estudiantes se habían alistado como traductores del Ejército Rojo. También les detalló todo el problema con Afganistán.

—La pregunta era por qué habían violado la soberanía —dice David, mientras se acomoda el saco azul puesto al inicio de la entrevista—. Recuerdo que hicimos una visita guiada y yo, que siempre fui muy crítico, hice esa pregunta. Todo fue muy aleccionador. Los soviéticos ya tenían claro, en el 79, el problema del fundamentalismo. Recuerdo que el instructor me dijo en ruso: “Occidente después nos va a agradecer. Aquí le estamos haciendo el trabajo sucio a Occidente”. Y así fue.  Después vinieron todos los problemas del fundamentalismo.

— ¿Escribió algo en esos años?

— Sí. Escribí un diario de siete años y una novela. Pero, desgraciadamente, estando en Praga fui a despedirme del mundo socialista. Fue ahí por 1983. Entonces me gustaba beber cerveza y ahí perdí todos mis manuscritos. No sé si los perdí o me los robaron, porque en esos textos era bastante crítico. Yo llevaba un diario de todo. Eran como seis cuadernos.

David se despidió del mundo socialista, desilusionado, convencido de que los gobernantes de la URSS habían sido incapaces de llevar la justicia que tanto pregonaban. Pensó en radicarse en Italia para dedicarse a tiempo completo a la literatura. Pero ocurrió algo imprevisto.

— Decido irme a Italia. Pero, como iba borracho, el tren me llevó a Berlín, a Berlín comunista. Al despertarme me di cuenta dónde estaba. Ya en esa época conocía bien Europa Oriental y Occidental, excepto Albania, entonces compré el billete de metro que valía un marco alemán y pasé a la otra Alemania.

— ¿Y se dedicó a escribir?

— Al llegar a Berlín Occidental puse solicitudes de beca en varias fundaciones. Tres de ellas me contestaron que estaba becado, pero al final me fui con la Friedrich Ebert. Me aprobaron hacer un doctorado en ciencias agronómicas, pero yo había trabajado un año como agrónomo principal en Ucrania, que, por cierto, trabajé como a 60 kilómetros de Chernóbil, y cuando me vengo, como al año siguiente, estalló….  Pero de ahí me aburrí de trabajar como agrónomo. Como lo mío siempre había sido la literatura, entonces decido estudiar filología germánica.

III- Inquisición

A David le quemaron una novela. Fue el primer escritor salvadoreño que vivió la inquisición después de la guerra civil. Su producción literaria no es vasta, pero sus pocos libros han desatado una avalancha de polémicas. El primero es una recopilación de cuentos y poemas que publicó en los años setenta y que ahora es difícil de conseguir. Su título es Prehistoria de aquella declaración de amor

El segundo libro es Salvamuerte, inspirado en un grupo de salvadoreños que estuvieron en la Unión Soviética y que fueron conocidos como los esquimales. Muchos de ellos se sumaron a la guerra y murieron. Otros sobrevivieron. El tercero es Putolión, una novela incendiaria que narra los años de La Cebolla Púrpura con mucho humor, con irreverencia, con desenfado. El libro fue publicado por UCA Editores en 1995, pero, según el novelista, fue retirado del mercado seis semanas después.

— ¿Qué fue lo que pasó con ese libro?

— El libro se publicó, pero lo retiraron y lo quemaron. Una vez que yo vine a El Salvador, ahí por 1998, porque yo vivía en Alemania, vino el señor que le tocó quemar la novela. Era el jefe de talleres de la UCA y vino a pedirme una disculpa: “Lo quería ver, me dijo, es que a mí me ordenaron quemarla y cumplí órdenes”. Parece que hubo un malentendido, alguien le fue a decir a David Escobar Galindo que esa novela era contra él, lo cual es falso. La novela no toca a Escobar Galindo. Es sobre la Cebolla Púrpura. Pero Escobar Galindo creyó que era contra él y escribió una carta a la UCA, y Rodolfo Cardenal (director de la editorial) me escribió diciéndome que ya habían quemado el libro. Ni siquiera me consultaron.

— ¿Qué explicación le dio Cardenal?

—Lo que pasa es de que yo le había dado a Manlio la novela. Ahí hay una parte de un desfile bufo donde dice “David Escoba, que lindo culito”, pero eso no implica que ese sea Escobar Galindo. Pero él mandó una carta a Cardenal. Creo que estaba en juego  una subvención bien jugosa del ministerio de Educación para la UCA y retiraron el libro. Lo quemaron.

— ¿El libro se publicó después en España?

— Antes de eso llegó un periodista de El Diario de Hoy a visitarme, pero yo me negué a darle declaraciones. Algunas personas me habían dicho que no cayera en provocaciones porque la derecha iba a aprovecharse y acusar a los jesuitas de quemar libros. Entonces me negué a hablar. Yo era miembro del PEN Club y de la Asociación de Escritores de Alemania. Comenzaron a llamarme, pero yo no busqué protagonismo.  Entonces llegó un editor español y me dice: “Mire, usted se ha sacado la lotería, le quemaron su novela y con eso, puta, vamos a hacer plata”. ¡Jaja!

— ¡Jaja!

— Me dijo que tenía un plan. Me explicó que iba hacer una novela ignifuga, con un material que es contra fuego. Así fue que sacó como 5 mil ejemplares. Me llevó a España y me presentaba como en circo: “Al que le quemaron la novela”. Incluso, la portada tiene un cuadro de la inquisición. A los días me llamó y me dijo: “Qué suerte, su novela está vendiéndose en El Salvador, compraron toda la edición”. Pero aquí no circuló. Alguien la compró y la ha de haber tirado al mar. ¡Jaja!

David siguió escribiendo. En 2004 ganó el premio Alfaguara con su novela Berlin años guanacos, una trama de detectives y espionajes, mitad en El Salvador y mitad en Alemania. Su última novela es Roquiana, publicada en 2014, la cual narra la truculenta historia del poeta Roque Dalton. La elaboración fue un arduo trabajo, de muchos años de investigación, de recopilación de documentos, de un sinfín de entrevistas. El libro es polémico por develar partes no tan conocidas de la vida del poeta. También ha publicado ensayos sobre la historia literaria del país. Actualmente es el director de la Editorial Universitaria, donde ha rescatado La Universidad, una de las revistas más antiguas de Centroamérica. También ha publicado a poetas poco conocidos de la guerra y a los mejores poetas contemporáneos.

***

David Hernández ha terminado de hablar. Nos despedimos. Atrás dejamos el edificio amorfo, con dos puertas de vidrio y un pasillo amorfo… Y un novelista al que le quemaron su novela en tiempos de paz.

Fallece Tirso Canales (1930-2022)  poeta comunista salvadoreño

SAN SALVADOR, 29 de junio de 2022 (SIEP) “Lamentamos profundamente el deceso de nuestro querido camarada Tirso Canales, militante comunista de muchas décadas, por lo que fue perseguido político, además de poeta  integrante de la Generación Comprometida de 1956…”

“Nuestro abrazo solidario y militante para su esposa, Alma Benítez,  a sus hijos Alma Rossia y Tirso Nasín, y nietos” señaló Roberto Pineda, director del Servicio Informativo Ecuménico y Popular, SIEP.

Añadió que “Tirso que era originario de Planes de Renderos, como militante del Partido Comunista de El Salvador, PCS, participó en muchas y variadas luchas por la democracia y el socialismo, incluyendo a finales de los  años 50s las jornadas populares contra el dictador Lemus desde las filas del Partido Revolucionario Abril y Mayo, PRAM, actividad por la que sufrió persecución y cárcel.”

“Asimismo formó parte de la Asociación de Jóvenes 5 de Noviembre, que aglutinaba a la juventud progresista de ese tiempo, y fue un infatigable defensor y admirador de la Revolución Cubana, del Chile de Allende y la Nicaragua sandinista.”

“En 1959 publica su poemario Lluvia en el viento; luego del golpe de estado del 25 de enero de 1961 fue capturado y expulsado a Guatemala, y luego a México; regresó y  se integró a la  Columna 9 de Mayo del Frente Unido de Acción Revolucionaria, FUAR.”

“En 1963 recibió una condecoración honorifica por su trabajo partidario de manos del entonces secretario general del PCS, Daniel Castaneda, ese mismo año se publicó la pieza teatral Los Ataúdes, escrita en colaboración con Napoleón Rodríguez Ruiz.”

 “En 1967 publica junto con Manlio Argueta, Roberto Armijo, José Roberto Cea, y Alfonso Quijada Urías el controversial poemario De aquí en adelante…además fue secretario general del Sindicato de Trabajadores de la UES, el STUS, director de la Editorial Universitaria y en 1970  publica Crónicas de las higueras y otros poemas.”

“Fue uno de los fundadores de la publicación La Pájara Pinta; participó activamente en el proceso de Reforma Universitaria impulsado por el Rector Fabio Castillo, y luego en la campaña presidencial de éste de 1967, desde el Partido de Acción Renovadora, PAR.”

“A principios de los años setenta, se incorpora desde la dirección del partido Unión Democrática Nacionalista, UDN, a las campañas presidenciales de la Unión Nacional Opositora, UNO, que llevaba como candidato en 1972 al Ing. José Napoleón Duarte; y en 1977 al Coronel Ernesto Claramount.”

“En 1977,  es comisionado para la representación del PCS en Costa Rica, donde a partir de 1980 integró el equipo unitario del FMLN; continuo escribiendo poesía y fue el responsable de la agencia de prensa Noticias y Análisis de El Salvador, NOTISAL. Su hermano menor Efraín, murió en la guerra.”  

“Entre su extensa obra política y literaria sobresale Si es vida tiene que ser susto (1999) Los Coroneles y Otras Tragedias Salvadoreñas (1981),  Pueblito Cachimbón (1981),  La poesía con las Armas en la Mano (1982), Lucha pasión y muerte de nuestro padre, hermano y compañero. Epopeya Cuscatleca (1987)”

“Luego de los Acuerdos de Paz regresa a El Salvador, y se incorpora a la lucha por las transformaciones sociales desde la actividad política, cultural y periodística, publicando una columna en Colatino llamada Fantasmario; en 2007 publica la biografía  Schafik Handal, por la senda revolucionaria , y en 2008 la novela Ciudad sin memoria.

Desde la memoria agradecida de este pueblo te decimos:  ¡Tirso Canales, hasta la victoria siempre!”

Soft Power. Joseph Nye. 1990. Foreign Affairs.

JOSEPH S. NYE, JR., is director of the Center for International Affairs at Harvard University. This article draws from his 1990 book, Bound to Lead: The Changing Nature of American Power (New York: Basic Books).

The Cold War is over and Americans are trying to understand their place in a world without a defining Soviet threat. Polls report that nearly half the public believes the country is in decline, and that those who believe in decline tend to favor protectionism and to counsel withdrawal from what they consider «overextended international commitments.»

In a world of growing interdependence, such advice is counterproductive and could bring on the decline it is supposed to avert; for if the most powerful country fails to lead, the consequences for international stability could be disastrous. Throughout history, anxiety about decline and shifting balances of power has been accompanied by tension and miscalculation.

Now that Soviet power is declining and Japanese power rising, misleading theories of American decline and inappropriate analogies between the United States and Great Britain in the late nineteenth century have diverted our attention away from the real issue-how power is changing in world politics.

The United States is certainly less powerful at the end of the twentieth century than it was in 1945. Even conservative estimates show that the U.S. share of global product has declined from more than a third of the total after World War II to a little more than a fifth in the 1980s.

That change, however, reflects the artificial effect of World War II: Unlike the other great powers, the United States was strengthened by the war. But that artificial preponderance was bound to erode as other countries regained their economic health. The important fact is that the U.S. economy’s share of the global product has been relatively constant for the past decade and a half.

The Council on Competitiveness finds that the U.S. share of world product has averaged 23 per cent each year since the mid-1970s. The CIA, using numbers that reflect the purchasing power of different currencies, reports that the American share of  world product increased slightly from 25 per cent in 1975 to 26 per cent in 1988.

These studies suggest that the effect of World War II lasted about a quarter century and that most of the decline worked its way through the system by the mid-1970s. In fact, the big adjustment of American commitments occurred with then President Richard Nixon’s withdrawal from Vietnam and the end of the convertibility of the dollar into gold.

The dictionary tells us that power means an ability to do things and control others, to get others to do what they otherwise would not.

Because the ability to control others is often associated with the possession of certain resources, politicians and diplomats commonly define power as the possession of population, territory, natural resources, economic size, military forces, and political stability.

For example, in the agrarian economies of eighteenth-century Europe, population was a critical power resource since it provided a base for taxes and recruitment of infantry.

Traditionally the test of a great power was its strength in war. Today, however, the definition of power is losing its emphasis on military force and conquest that marked earlier eras. The factors of technology, education, and economic growth are becoming more significant in international power, while geography, population, and raw materials are becoming somewhat less important.

If so, are we entering a «Japanese period» in world politics? Japan has certainly done far better with its strategy as a trading state since 1945 than it did with its military strategy to create a Greater East Asian Co-Prosperity Sphere in the 1930s.

On the other hand, Japan’s security in relation to its large military neighbors, China and the Soviet Union, and the safety of its sea routes depend heavily on U.S. protection. While they may diminish, these problems will not vanish with the end of the Cold War. One should not leap too quickly to the conclusion that all trends favor economic power or countries like Japan.

What can we say about changes in the distribution of power resources in the coming decades? Political leaders often use the term «multipolarity» to imply the return to a balance among a number of states with roughly equal power resources analogous to that of the nineteenth century. But this is not likely to be the situation at the turn of the century, for in terms of power resources, all the potential challengers except the United States are deficient in some respect.

The Soviet Union lags economically, China remains a less-developed country, Europe lacks political unity, and Japan is deficient both in military power and in global ideological appeal.

If economic reforms reverse Soviet decline, if Japan develops a full-fledged nuclear and conventional military capability, or if Eu-rope becomes dramatically more unified, there may be a return to classical multipolarity in the twenty-first century.

But barring such changes, the United States is likely to retain a broader range of power resources-military, economic, scientific, cultural, and ideological-than other countries, and the Soviet Union may lose its superpower status.

The Great Power Shift

The coming century may see continued American preeminence, but the sources of power in world politics are likely to undergo major changes that will create new difficulties for all countries in achieving their goals. Proof of power lies not in resources but in the ability to change the behavior of states.

Thus, the critical question for the United States is not whether it will start the next century as the superpower with the largest supply of resources, but to what extent it will be able to control the political environment and get other countries to do what it wants.

Some trends in world politics suggest that it will be more difficult in the future for any great power to control the political environment. The problem for the United States will be less the rising challenge of another major power than a general diffusion of power. (Nye was completely wrong).

Whereas nineteenth-century Britain faced new challengers, the twenty-first century United States will face new challenges.

As world politics becomes more complex, the power of all major states to gain their objectives will be diminished. To understand what is happening to the United States today, the distinction between power over other countries and power over outcomes must be clear.

Although the United States still has leverage over particular countries, it has far less leverage over the system as a whole. It is less well-placed to attain its ends unilaterally, but it is not alone in this situation. All major states will have to confront the changing nature of power in world politics.

Such changes, of course, are not entirely new. For example, the rapid growth of private actors operating across international borders, whether large corporations or political groups, was widely recognized in the early 1970s.

Even Henry Kissinger, with his deeply rooted belief in classical balance-of-power politics, conceded in a 1975 speech that «we are entering a new era. Old international patterns are crumbling…. The world has become interdependent in economics, in communications, in human aspirations.»

By the late 1970s, however, the American political mood had shifted. Iran’s seizure of the U.S. embassy in Tehran and the Soviet invasion of Afghanistan seemed to reaffirm the role of military force and the primacy of the traditional security agenda. Ronald Reagan’s presidency accentuated these trends in the early1980s. The U.S. defense budget increased in real terms for five straight years, arms control was downgraded, and public opposition to nuclear forces and deterrence grew.

Conventional military force was used successfully, albeit against the extremely weak states of Grenada and Libya. The shifting agenda of world politics discredited the 1970s’ concern with interdependence and restored the traditional emphasis on military power.

But interdependence continued to grow, and the world of the 1980s was not the same as that of the 1950s.

The appropriate response to the changes occurring in world politics today is not to abandon the traditional concern for the military balance of power, but to accept its limitations and to supplement it with insights about interdependence. In the traditional view, states are the only significant actors in world politics and only a few large states really matter. But today other actors are becoming increasingly important.

Although they lack military power, transnational corporations have enormous economic resources. Thirty corporations today each have annual sales greater than the gross national products (GNPs) of 90 countries. In the 1980s, the annual profits of IBM and Royal Dutch/Shell Group were each larger than the central government budgets of Colombia, Kenya, or Yugoslavia.

Multinational corporations are sometimes more relevant to achieving a country’s goals than are other states. The annual overseas production by such corporations exceeds the total value of international trade.

In a regional context, a portrait of the Middle East conflict that did not include the superpowers would be woefully inadequate, but so would a description that did not tell of transnational religious groups, oil companies, and terrorist organizations. The issue is not whether state or nonstate actors are more important-states usually are.

The point is that in modern times, more complex coalitions affect outcomes.

With changing actors in world politics come changing goals. In the traditional view, states give priority to military security to ensure their survival. Today, however, states must consider new dimensions of security. National security has become more complicated as threats shift from the military (that is, threats against territorial integrity) to the economic and ecological.

For example, Canadians today are not afraid that U.S. soldiers will burn Toronto for a second time (as in 1813); rather they fear that Toronto will be programmed into a backwater by a Texas computer. The forms of vulnerability have increased, and trade-offs among policies are designed to deal with different vulnerabilities.

The United States, for instance, might enhance its energy security by sending naval forces to the Persian Gulf; but it could accomplish the same goal by enlarging its strategic petroleum reserve, by imposing a gasoline tax to encourage conservation at home, and by improving cooperation in institutions like the International Energy Agency.

While military force remains the ultimate form of power in a self-help system, the use of force has become more costly for modern great powers than it was in earlier centuries. Other instruments such as communications, organizational and institutional skills, and manipulation of interdependence have become important. Contrary to some rhetorical flourishes, interdependence does not mean harmony.

Rather, it often means unevenly balanced mutual dependence. Just as the less enamored of two lovers may manipulate the other, the less vulnerable of two states may use subtle threats to their relationship as a source of power. Further, interdependence is often balanced differently in different spheres such as security, trade, and finance.

Thus, creating and resisting linkages  between issues when a state is either less or more vulnerable than another becomes the art of the power game. Political leaders use international institutions to discourage or promote such linkages; they shop for the forum that defines the scope of an issue in the manner best suiting their interests.

As the instruments of power change, so do strategies. Traditionalists consider the goal of security and the instrument of military force to be linked by a strategy of balancing power.

States wishing to preserve their independence from military intimidation follow a balancing strategy to limit the relative power of other states. Today, however, economic and ecological issues involve large elements of mutual advantage that can be achieved only through cooperation. These issues are often critical to the reelection of political leaders.

A French president today would not interfere with Germany’s increased economic growth because German growth is critical to French economic growth. The French decision to forego an independent economic policy and remain in the European monetary system in the early 1980s is one example of such interdependence.

Traditionalist accounts of world politics often speak of an international system that results from the balancing strategies of states.

Although bipolarity and multipolarity are useful terms, today different spheres of world politics have different distributions of power-that is, different power structures. Military power, particularly nuclear, remains largely bipolar in its distribution. But in trade, where the European Community acts as a unit, power is multipolar. Ocean resources, money, space, shipping, and airlines each have somewhat different distributions of power. The power of states varies as well, as does the significance of nonstate actors in different spheres. For example, the politics of international debt cannot be understood without considering the power of private banks.

If military power could be transferred freely into the realms of economics and the environment, the different structures would not matter; and the overall hierarchy determined by military strength would accurately predict outcomes in world politics.

But military power is more costly and less transferable today than in earlier times. Thus, the hierarchies that characterize different issues are more diverse. The games of world politics encompass different players at different tables with different piles of chips. They can transfer winnings among tables, but often only at a considerable discount.

The military game and the overall structure of the balance of power dominate when the survival of states is clearly at stake, but in much of modern world politics, physical survival is not the most pressing issue.

Converting Power

The fragmentation of world politics into many different spheres has made power resources less fungible, that is, less transferable from sphere to sphere. Money is fungible, in that it can be easily converted from one currency to another. Power has always been less fungible than money, but it is even less so today than in earlier periods.

In the eighteenth century, a monarch with a full treasury could purchase infantry to conquer new provinces, which, in turn, could enrich the treasury. This was essentially the strategy of Frederick II of Prussia, for example, when in 1740 he seized Austria’s province of Silesia.

Today, however, the direct use of force for economic gain is generally too costly and dangerous for modern great powers. Even short of aggression, the translation of economic into military power resources may be very costly.

For instance, there is no economic obstacle to Japan’s developing a major nuclear or conventional force, but the political cost both at home and in the reaction of other countries would be considerable. Militarization might then reduce  rather than increase Japan’s ability to achieve its ends.

Because power is a relationship, by definition it implies some context. Diminished fungibility means that specifying the context is increasingly important in estimating the actual power that can be derived from power resources. More than ever, one must ask the

question, «Power for what?» Yet at the same time, because world politics has only partly changed and the traditional geopolitical agenda is still relevant, some fungibility of military power remains.

The protective role of military force is a relevant asset in bargaining among states. The dependence of conservative oil-producing states on the United States for their security, for example, limited their leverage on the United States during the 1973 oil crisis.

The United States is still the ultimate guarantor of the military security of Europe and Japan, and that role is a source of bargaining power in negotiations with its allies. In general, the allies’ need for protection strengthens American influence, and may continue to do so even with a reduced Soviet threat. During the Cold War, the United States often worried about the frailty of its allies and tended to sacrifice some economic interests in its effort to contain the perceived Soviet menace. Despite the waning of that threat, if the United States worries less than its allies do, it may be able to demand more of them.

To evaluate power in a post-Cold War world, it is necessary to recognize instruments and balance-of-power strategies necessary for a successful policy. But new elements in the modern world are diffusing power away from all the great powers. Thus, any successful strategy must incorporate both continuity and change.

The great powers of today are less able to use their traditional power resources to achieve their purposes than in the past. On many issues, private actors and small states have become more powerful.

At least five trends have contributed to this diffusion of power: economic interdependence, transnational actors, nationalism in weak states, the spread of technology, and changing political issues.

New forms of communications and transportation have had a revolutionary effect on economic interdependence. A century ago, it took two weeks to cross the Atlantic; in 1927, Charles Lindbergh did it in 33 hours; today, the Concorde flies across in three and a half hours. Modern telecommunications are instantaneous, and satellites and fiber-optic cables have led to a tenfold increase in overseas telephone calls in the last decade.

The declining costs of transportation and communication have revolutionized global markets and accelerated the development of transnational corporations that transfer economic activity across borders. World trade has grown more rapidly than world product, becoming more important in all major economies. Trade has more than doubled its role in the U.S. economy over the past two decades.

Changes in financial markets are even more dramatic. International monetary flows are some 25 times the world’s average daily trade in goods. The rapid expansion of Eurocurrency and Eurobond markets (that is, currencies held outside their home country) has eroded the ability of national authorities to control their capital markets.

In 1975, foreign exchange markets handled some $10-15 billion daily; by 1986, they handled $200 billion. Governments can intervene in such markets; but if they do so with a heavy hand, they will incur enormous costs in their own economic growth and risk unintended effects.

For instance, efforts by the U.S. government in the1960s to slow the export of capital by U.S.-based multinational firms encouraged those firms to keep and borrow dollars outside the United States. The result was the rapid burgeoning of Eurocurrency markets outside U.S. controls.

In addition to constraining the way states pursue their national interests, transnational actors affect the way such interests are initially defined. Transnational investment creates new interests and complicates coalitions in world politics.

For example, Honda of America is steadily turning into an American car maker. It plans to export 50,000 cars annually to Japan in the early 1990s. American officials are now pressing Europeans to open their market to Japanese automobiles produced in the United States.

In other words, transnational investments have changed an American interest.

The American case is not unique. For years, France restricted Japanese automobiles to 3 per cent of the French market and restricted investment by Japanese companies in France. When Japanese automakers began to establish plants in other European countries that could export to France, the French government dropped its restrictions. Transnational investments changed a long-standing French policy.

The diffusion of power to private transnational actors and the resulting complication of national interests is likely to continue even though it is not recognized in many comparisons of the power resources of major states.

More than ever, one must ask the question, «Power for what?» Modernization, urbanization, and increased communication in developing countries have also diffused power from government to private actors. Military power is more difficult to apply today than in the past because a social awakening has stirred nationalism in otherwise poor or weak states. This increased social mobilization makes military intervention and external rule more costly.

The nineteenth-century great powers carved out and ruled colonial empires with a handful of troops. In 1953, the United States was able to restore the Shah of Iran to his throne through a minor covert action. It is hard to imagine, however, how many troops would have been needed to restore the Shah in the socially mobilized and nationalistic Iran of 1979. The United States and the Soviet Union found the costs of maintaining troops in Vietnam and Afghanistan unsupportable. In each case, the cause was less an increase in the power of a weaker state than the costliness for outsiders of ruling actively antagonistic populations.

Another trend in the diffusion of power is the spread of modern technology, which has enhanced the capabilities of backward states.While the superpowers have kept a large lead in military technology, the forces that many Third World states can deploy in the 1990s make regional intervention more costly than in the 1950s. In addition, at least a dozen Third World states have developed significant arms-export industries. Meanwhile, many arms recipients have sought to diversify their purchases in order to gain leverage over the major or sole supplier. When arms are supplied from outside, the supplier often has leverage through technical assistance, spare parts, and replacements. The growth of indigenous arms industries removes that leverage.

In addition, more countries are acquiring sophisticated weapons capabilities. Today about 20 countries have the capability to make chemical weapons, and by the year 2000 an estimated 15 Third World countries will be producing their own ballistic missiles. Five states had the bomb when the Nuclear Non-Proliferation Treaty was signed in 1968; India, Israel, Pakistan, and South Africa have since developed some nuclear capability.

Within the next decade Argentina, Brazil, and several others might also develop military nuclear capability. However, a small nuclear capability will not make these states contenders for global power; in fact, it may increase the risks they face if their neighbors follow suit or if the weapons fall into the hands of rebel or terrorist groups. On the other hand, nuclear capability would add to these states’ regional power and increase the potential costs of regional intervention by larger powers.

Technology also increases the power of private groups. For instance, handheld antiaircraft missiles helped guerrillas in Afghanistan and new plastic explosives are effective tools for terrorists.

The ability of great powers with impressive traditional power resources to control their environments is also diminished by the changing nature of issues in world politics. Increasingly, the issues today do not pit one state against another; instead, they are issues in which all states try to control nonstate transnational actors. The solutions to many current issues of  transnational interdependence will require collective action and international cooperation.

These include ecological changes (acid rain and global warming), health epidemics such as AIDS, illicit trade in drugs, and terrorism. Such issues are transnational because they have domestic roots and cross international borders.

As the nuclear accident at Chernobyl in the USSR demonstrated, even a domestic issue like the safety of nuclear reactors can suddenly become transnational.

Although force may sometimes play a role, traditional instruments of power are rarely sufficient to deal with the new dilemmas of world politics. New power resources, such as the capacity for effective communication and for developing and using multilateral institutions, may prove more relevant.

Moreover, cooperation will often be needed from small, weak states that are not fully capable of managing their own domestic drug, health, or ecological problems. For example, the United States cannot use its traditional power resources to force Peru to curtail the production of cocaine if a weak Peruvian government cannot control private gangs of drug dealers.

And if the U.S. government cannot control the American demand, a transnational market for cocaine will survive. Although the traditional power resources of economic assistance and military force can assist in coping with terrorism, proliferation, or drugs, the ability of any great power to control its environment and to achieve what it wants is often not as great as traditional hard power indicators would suggest.

The changing nature of international politics has also made intangible forms of power more important. National cohesion, universalistic culture, and international institutions are taking on additional significance. Power is passing  from the «capital-rich» to the «information-rich.»

Information is becoming more and more plentiful, but the flexibility to act first on new information is rare. Information becomes power, especially before it spreads. Thus a capacity for timely response to new information is a critical power resource. With the rise of an information-based economy, raw materials have become less important and organizational skills and flexibility more important.

Product cycles are shortening and technology is moving toward highly flexible production systems, in which the craft-era tradition of custom-tailoring products can be incorporated into modern manufacturing plants. Japan has been particularly adept at such flexible manufacturing processes; the United States and Europe need to do more, and the Soviet Union and China lag seriously behind.

Timely response to information is not only important in manufacturing but also in critical services such as finance, insurance, and transportation. In the past, markets were defined by the limits of transportation and communication between buyers and sellers. Today, however, the new means of communication convey immediate information on market trends to buyers and sellers worldwide.

Satellites and fiber-optic cables instantaneously and continuously link people watching  little green screens in London, New York, and Tokyo. That China and the Soviet Union do not significantly participate in these transnational credit markets seriously limits their access to intangible aspects of power.

In the 1980s, other governments such as Britain and Japan had to follow the United States in the deregulation of money  markets and financial operations in order to preserve their positions in these important markets.

Intangible changes in knowledge also affect military power. Traditionally, governments have invested in human espionage. But now major powers like  the United States and the Soviet Union employ continuous photographic and electronic surveillance from space, providing quick access to a variety of economic, political, and military information. Other countries, such as France, are beginning to make low-resolution satellite information commercially available, but the United States leads in high-resolution information.

Another intangible aspect of power arises from interdependence. The overt distribution of economic resources poorly describes the balance of power between interdependent states.

On the one hand, the influence of the ostensibly stronger state may be limited by the greater organization and concentration of its smaller counterpart. This difference helps to account for Canada’s surprising success in bargaining with the United States. On the other hand, if a relationship is beneficial to both parties, the possibility that the weaker side might collapse under pressure limits the leverage of the seemingly stronger partner.

The «power of the debtor» has long been known: If a man owes a bank $10,000, the bank has power over him. But if he owes $100 million, he has power over the bank. If Mexico or some Caribbean states became too weak to deal with internal poverty or domestic problems, the United States would face a new foreign policy agenda involving larger influxes of migrants, drugs, or contraband.

Similarly, the failure of developing countries to prevent destruction of their forests will affect the global climate; yet those states’ very weakness will diminish other countries’ power to influence them. The current U.S  neglect of weak Third World countries may reduce its ability to affect their policies on the new transnational issues. The United States will have to devote more attention to the paradoxical power that grows out of political and economic chaos and weakness in poor countries.

 The Changing Face of Power

These trends suggest a second, more attractive way of exercising power than traditional means. A state may achieve the outcomes it prefers in world politics because other states want to follow it or have agreed to a situation that produces such effects. In this sense, it is just as important to set the agenda and structure the situations in world politics as to get others to change in particular cases.

This second aspect of power-which occurs when one country gets other countries to want what it wants-might be called co-optive or soft power in contrast with the hard or command power of ordering others to do what it wants.

Parents of teenagers have long known that if they have shaped their child’s beliefs and preferences, their power will be greater and more enduring than if they rely only on active control. Similarly, political leaders and philosophizers have long understood the power of attractive ideas or the ability to set the political agenda and determine the framework of debate in a way that shapes others’ preferences.

The ability to affect what other countries want tends to be associated with intangible power resources such as culture, ideology, and institutions.

Soft co-optive power is just as important as hard command power. If a state can make its power seem legitimate in the eyes of others, it will encounter less resistance to its wishes. If its culture and ideology are attractive, others will more willingly follow. If it can establish international norms consistent with its society, it is less likely to have to change. If it can support institutions that make other states wish to channel or limit their activities in ways the dominant state prefers, it may be spared the costly exercise of coercive or hard power.

In general, power is becoming less transferable, less coercive, and less tangible. Modern trends and changes in political issues are having significant effects on the nature of power and the resources that produce it.

Co-optive power -getting others to want what you want-and soft power resources-cultural attraction, ideology, and international institutions-are not new. In the early postwar period, the Soviet Union profited greatly from such soft resources as communist ideology, the myth of inevitability, and transnational communist institutions.

Various trends today are making co-optive behavior and soft power resources relatively more important.

Given the changes in world politics, the use of power is becoming less coercive, at least among the major states. The current instruments of power range from diplomatic notes through economic threats to military coercion.

In earlier periods, the costs of such coercion were relatively low. Force was acceptable and economies were less interdependent. Early in this century, the United States sent marines and customs agents to collect debts in some Caribbean countries; but under current conditions, the direct use of American troops against small countries like Nicaragua carries greater costs.

Manipulation of interdependence under current conditions is also more costly. Economic interdependence usually carries benefits in both directions; and threats to disrupt a relationship, if carried out, can be very expensive.

For example, Japan might want the United States to reduce its budget deficit, but threatening to refuse to buy American Treasury bonds would be likely to disrupt financial markets and to produce enormous costs for Japan as well as for the United States. Because the use of force has become more costly, less threatening forms of power have grown increasingly attractive.

Co-optive power is the ability of a country to structure a situation so that other countries develop preferences or define their interests in ways consistent with its own. This power tends to arise from such resources as cultural and ideological attraction as well as rules and institutions of international regimes. The United States has more co-optive power than other countries. Institutions governing the international economy, such as the International Monetary Fund and the General Agreement onTariffs and Trade, tend to embody liberal, free-market principles that coincide in large measure with American society and ideology.

Multinational corporations are another source of co-optive power. British author Susan Strange argued in her 1988 book States and Markets that U.S. power in the world economy has increased as a result of transnational production:

“Washington may have lost some of its authority over the U.S.-based transnationals, but their managers still carry U.S. passports, can be sub-poenaed in U.S. courts, and in war or national emergency would obey Washington first. Meanwhile, the U.S. government has gained new authority over a great many foreign corporations inside the United States. All of them are acutely aware that the U.S. market is the biggest prize.”

This power arises in part from the fact that 34 per cent of the largest multinational corporations are headquartered in the United States (compared to 18 per cent in Japan) and in part from the importance of the American market in any global corporate strategy.

American culture is another relatively inexpensive and useful soft power resource. Obviously, certain aspects of American culture are unattractive to other people, and there is always danger of bias in evaluating cultural sources of power. But American popular culture, embodied in products and communications, has widespread appeal. Young Japanese who have never been to the United States wear sports jackets with the names of American colleges. Nicaraguan television broadcast American shows even while the government fought American-backed guerrillas. Similarly, Soviet teenagers wear blue jeans and seek American recordings, and Chinese students used a symbol modeled on the Statue of Liberty during the 1989 uprisings.

Despite the Chinese government’s protests against U.S. interference, Chinese citizens were as interested as ever in American democracy and culture.

Whereas nineteenth-century Britain faced new challengers, the twenty-first century United States will face new challenges.

Of course, there is an element of triviality and fad in popular behavior, but it is also true that a country that stands astride popular channels of communication has more opportunities to get its messages across and to affect the preferences of others. According to past studies by the United Nations Educational, Scientific, and Cultural Organization, the United States has been exporting about seven times as many television shows as the next largest exporter (Britain) and has had the only global network for film distribution. Although American films account for only 6-7 per cent of all films made, they occupy about 50 per cent of world screen-time. In 1981, the United States was responsible for 80 per cent of worldwide transmission and processing of data. The American language has become the linguafranca of the global economy.

Although Japanese consumer products and cuisine have recently become more fashionable, they seem less associated with an implicit appeal to a broader set of values than American domination of popular communication.

The success of Japan’s manufacturing sector provides it with an important source of soft power, but Japan is somewhat limited by the inward orientation of its culture. While Japan has been extraordinarily successful in accepting foreign technology, it has been far more reluctant to accept foreigners. Japan’s relations with China, for example, have been hampered by cultural insensitivities. Many Japanese are concerned about their lack of «internationalization» and their failure to project a broader message.

While Americans can also be parochial and inward-oriented, the openness of the American culture to various ethnicities and the American values of democracy and human rights exert international influence. West European countries also derive soft power from their democratic institutions, but America’s relative openness to immigrants compared to Japan and Europe is an additional source of strength.

As European scholar Ralf Dahrendorf has observed, it is «relevant that millions of people all over the world would wish to live in the United States and that indeed people are prepared to risk their lives in order to get there.» Maintaining this appeal is important.

In June 1989, after President George Bush criticized the Chinese government for killing student protesters in China, ordinary Chinese seemed more supportive of the United States than ever before. Subsequently, by sending a  delegation of too high a level to Beijing to seek reconciliation, Bush squandered some of those soft-power resources. When ideals are an important source of power, the classic distinction between realpolitik and liberalism becomes blurred.

The realist who focuses only on the balance of hard power will miss the power of transnational ideas.

Americans are rightly concerned about the future shape of a post-Cold War world, but it is  a mistake to portray the problem as American decline rather than diffusion of power. Even so, concern about decline might be good for the United States if it cut through complacency and prodded Americans to deal with some of their serious domestic problems.

However, pollsters find that excessive anxiety about decline turns American opinion toward nationalistic and protectionist policies that could constrain the U.S. ability to cope with issues created by growing international interdependence. There is no virtue in either overstatement or understatement of American strength.

The former leads to failure to adapt, the latter to inappropriate responses such as treating Japan as the new enemy in place of the Soviet Union.

As the world’s wealthiest country, the United States should be able to pay for both its international commitments and its domestic investments. America is rich but through its political process acts poor. In real terms, GNP is more than twice what it was in 1960, but Americans today spend much less of their GNP on international leadership. The prevailing view is «we can’t afford it,» despite the fact that U.S. taxes represent a smaller percentage of gross domestic product than those of other advanced industrial countries.

This suggests a problem of domestic political leadership rather than long-term economic decline.

As has happened many times before, the mix of resources that shapes international power is changing. But that does not mean that the world must expect the cycle of hegemonic conflict with its attendant world wars to repeat itself. The United States retains more traditional hard power resources than any other country. It also has the soft ideological and institutional resources to preserve its lead in the new domains of transnational interdependence. In this sense, the situation is quite different from that of Britain at the century’s beginning.

Loose historical analogies and falsely deterministic political theories are worse than merely academic; they may distract Americans from the true issues confronting them. The problem for U.S. power after the Cold War will be less the new challengers for hegemony than the new challenges of transnational interdependence.