1. Malintzin, la lengua (La modernidad de lo barroco) Bolívar Echeverría. 1981.

… unsere ubertragungen gehen von einem falschem

grundsatz aus sie wollen das indische griechische

englischen verdeutschen anstatt das deutsche zu verin-

dischen vergriechischen verenglischen…[1]

Rudolf Pannwitz

La historia cuenta de ciertas acciones singulares -aventuras individuales- que en ocasiones se convierten en causas precipitantes de transformaciones colectivas de gran alcance; se complace en narrar los puntos de coincidencia en los que ciertos acontecimientos coyunturales, casuales, contingentes como una vita, se insertan de manera decisiva en otros de amplia duración, inevitables, necesarios como la circunvalación de los planetas. Y parecería que en mucho el suspense de su discurso depende de la desproporción que es capaz de presentarnos entre los unos y los otros.

En efecto, entre la acción singular y la transformación colectiva puede haber una relación hasta cierto punto proporcionada, como la que creemos encontrar ahora entre el pacto de los reyes o caciques aqueos y la destrucción de la gran ciudad de Troya. Pero esa relación puede ser también completamente desmedida: una acción de escasa magnitud puede desatar una transformación gigantesca.

Tal vez para nosotros, los modernos, ninguna de las desproporciones históricas de los últimos siglos haya sido más decisiva que la que es posible reconocer entre la aventura de los conquistadores de América – hecha de una serie de acciones de horizonte individual y muchas veces desesperadas o aleatorias-, por un lado, y una de las más grandes transformaciones del conjunto de la historia humana, por otro: la universalización definitiva de la medida en que ella es un acontecer compartido, gracias al triunfo de la modernidad capitalista como esquema civilizatorio universal.

De los múltiples aspectos que presenta la coincidencia desmesurada entre los hechos de los conquistadores y la historia universal, interesa destacar aquí uno que tiene que ver con algo que se ha dado en llamar «el encuentro de los dos mundos » y que, a mi parecer, consiste más bien en el reencuentro de las dos opciones básicas de historicidad del ser humano: la de los varios «orientes» o historicidad circular y la de los varios «occidentes» o historicidad abierta.

Aspecto que en el primer siglo de la modernidad decididamente capitalista pudo parecer poco importante – cuando lo inagotable del territorio planetario permitía todavía a las distintas versiones de lo humano proteger su cerrazón arcaica, coexistir en apartheid, «juntarse sin revolverse», recluidas en naciones o en castas diferentes-, pero que hoy en día, en las postrimerías del que parece ser (de una manera o de otra) el último siglo de la misma, se revela como la más grave de las «asignaturas» que ha dejado «pendientes».[2]

En el escenario mexicano de 1520, la aventura singular que interviene en la historia universal consiste en verdad en la interacción de dos destinos individuales: el de Motecuhzoma, el taciturno emperador azteca, que lo hunde en las contradicciones de su mal gobierno, y el de Cortés, que lo lleva vertiginosamente a encontrar el perfil y la consistencia de su ambición.

Intersección que tuvo una corporeidad, que fue ella misma una voluntad, una persona: «una india de buen parecer, entrometida y desenvuelta» (dice Bernal Díaz del Castillo, el conquistador-cronista), la Malintzin.

Quisiera concentrarme en esta ocasión en el momento crucial de esa interacción, que no será el más decisivo, pero sí el más ejemplar: los quince meses que van del bautizo cristiano de la «esclava» Malin o Malinali, con el nombre de Marina, y del primer contacto de Cortés con los embajadores de Motecuhzoma, en 1519, al asesinato de la élite de los guerreros aztecas y la posterior muerte del emperador mexicano, en 1520.

En el breve periodo en que la Malintzin se aventura, por debajo de los discursos de Motecuhzoma y Cortés, en la función fugaz e irrepetible de «lengua» o intérprete entre dos interlocutores colosales, dos mundos o dos historias.

«La lengua que yo tengo», dice Cortés, en sus Cartas, sin sospechar en qué medida es la «lengua» la que lo tiene a él.

Y no sólo a él, sino también a Motecuhzoma y a los desconcertados dignatarios aztecas.

Ser – como lo fue la Malintzin durante esos meses- la única intérprete posible en una relación de interlocución entre dos partes; ser así aquella que concentraba de manera excluyente la función equiparadora de dos códigos heterogéneos, traía consigo al menos dos cosas.

En primer lugar, asumir un poder: el de administrar no sólo el intercambio de unas informaciones que ambas partes consideraban valiosas, sino la posibilidad del hecho mismo de la comunicación entre ellas. Pero implicaba también, en segundo lugar, tener un acceso privilegiado – abierto por la importancia y la excepcionalidad del diálogo entablado- al centro del hecho comunicativo, a la estructura del código lingüístico, al núcleo en el que se definen las posibilidades y los límites de la comunicación humana como instancia posibilitante del sentido del mundo de la vida.

En efecto, ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor, bifacético, de ida y venida entre dos lenguas, desentendido de la reacción metalingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas.

La mediación del intérprete parte necesariamente de un reconocimiento escéptico, el de la inevitabilidad del malentendido. Pero consiste sin embargo en una obstinación infatigable que se extiende a lo largo de un proceso siempre renovado de corrección de la propia traducción y de respuesta a los efectos provocados por ella. Un proceso que puede volverse desesperante y llevar incluso, como llevó a la Malintzin, a que el intérprete intente convertirse en sustituto de los interlocutores a los que traduce.

Esta dificultad del trabajo del intérprete puede ser de diferente grado de radicalidad o profundidad; ello depende de la cercanía o la lejanía, de las afinidades o antipatías que guardan entre sí los códigos lingüísticos de las hablas en juego. Mientras más lejanos entre sí los códigos, mientras menos coincidencias hay entre ellos o mientras menos alcancen a cubrirse o coincidir sus respectivas delimitaciones de sentido para el mundo de la vida, más inútil parece el esfuerzo del intérprete. Más aventurada e interminable su tarea.

Ante esta futilidad de su esfuerzo de mediación, ante esta incapacidad de alcanzar el entendimiento, la práctica de la interpretación tiende a generar algo que podría llamarse «la utopía del intérprete».

Utopía que plantea la posibilidad de crear una lengua tercera, una lengua-puente, que, sin ser ninguna de las dos en juego, siendo en realidad mentirosa para ambas, sea capaz de dar cuenta y de conectar entre sí a las dos simbolizaciones elementales de sus respectivos códigos; una lengua tejida de coincidencias improvisadas a partir de la condena al malentendido.

La Malintzin tenía ante sí el caso más difícil que cabe en la imaginación para la tarea de un intérprete: debía mediar o alcanzar el entendimiento entre dos universos discursivos construidos en dos historias cuyo parentesco parece ser nulo. Parentesco que se hunde en los comienzos de la historia y que, por lo tanto, no puede mostrarse en un plano simbólico evidente, apropiado para equiparaciones y equivalencias lingüísticas inmediatas.

Ninguna sustancia semiótica, ni la de los significantes ni la de los significados, podía ser actualizada de manera más o menos directa, es decir, sin la intervención de la violencia como método persuasivo.

Se trata de dos historias, dos temporalidades, dos simbolizaciones básicas de lo Otro con lo humano, dos alegorizaciones elementales del contexto o referente, dos «elecciones civilizatorias» no sólo opuestas sino contrapuestas.

De un lado, la historia madre u ortodoxa, que se había extendido durante milenios hasta llegar a América. Historia de los varios mundos orientales, decantados en una migración lentísima, casi imperceptible, que iba agotando territorios a medida que avanzaba hacia el reino de la abundancia, el lugar de donde sale el sol.

Historia de sociedades cuya estrategia de supervivencia está fincada, se basa y gira en torno de la única condición de su valía técnica: la reproducción de una figura extremamente singularizada del cuerpo comunitario. Cuya vida prefiere siempre la renovación a la innovación y está por tanto mediada por el predominio del habla o la palabra «ritualizada» (como la denomina Tzvetan Todorov) sobre la palabra viva; del habla que en toda experiencia nueva ve una oportunidad de enriquecer su código lingüístico (y la consolidación mítica de su singularización), y no de cuestionarlo o transformarlo.

Del otro lado, el más poderoso de los muchos desprendimientos heterodoxos de la historia oriental, de los muchos occidentes o esbozos civilizatorios que tuvieron que preferir el fuego al sol y mirar hacia el poniente, hacia la noche: la historia de las sociedades europeas, cuya unificación económica había madurado hasta alcanzar pretensiones planetarias.

Historia que había resultado de una estrategia de supervivencia según la cual, a la inversa de la oriental, la valía técnica de la sociedad gira en torno del medio de producción y de la mitificación de su reproducción ampliada. Historia de sociedades que vivían para entonces el auge de los impulsos innovadores y cuya «práctica comunicativa» se había ensoberbecido hasta tal punto con el buen éxito económico y técnico del uso «improvisativo» del lenguaje, que echaba al olvido justamente aquello que era en cambio una obsesión agobiante en la América antigua: que en la constitución de la lengua no sólo está inscrito un pacto entre los seres humanos, sino también un pacto entre ellos y lo Otro.

Los indígenas no podían percibir en el Otro una otredad o alteridad independiente. Una «soledad histórica», la falta de una «experiencia del Otro», según la explicación materialista de Octavio Paz, había mantenido incuestionada en las culturas americanas aquella profunda resistencia oriental a imaginar la posibilidad de un mundo de la vida que no fuera el suyo.

La otredad que ellos veían en los españoles les parecía una variante de la mismidad o identidad de su propio Yo colectivo, y por tanto un fenómeno perfectamente reductible a ella (en la amplitud de cuya definición los rasgos de la terrenalidad, la semi-divinidad y la divinidad pertenecen a un continuum).

Tal vez la principal desventaja que ellos tuvieron, en términos bélicos, frente a los europeos consistió justamente en una incapacidad que venía del rechazo a ver al Otro como tal: la incapacidad de llegar al odio como voluntad de nulificación o negación absoluta del Otro en tanto que es alguien con quien no se tiene nada que ver.

Los europeos, en cambio, aunque percibían la otredad del Otro como tal, lo hacían sólo bajo uno de sus dos modos contrapuestos: el del peligro o la amenaza para la propia integridad. El segundo modo, el del reto o la promesa de plenitud, lo tenían traumáticamente reprimido. La otredad sólo era tal para ellos en tanto que negación absoluta de su identidad.

La «Europa profunda» de los conquistadores y los colonizadores, la que emergía a pesar del humanismo de los proyectos evangelizadores y de las buenas intenciones de la Corona, respetaba el universalismo abstracto de la iglesia católica, pero sólo como condición del buen funcionamiento de la circulación mercantil de los bienes; más allá de este límite, lo usaba como simple pretexto para la destrucción del Otro.

No sólo lejanos sino incompatibles entre sí eran los dos universos lingüísticos entre los que la Malintzin debía establecer un entendimiento. Por ello su intervención es admirable. Una mezcla de sabiduría y audacia la llevó a asumir el poder del intérprete y a ejercerlo encauzándolo en el sentido de la utopía que es propia de este oficio.

Reconoció que el entendimiento entre europeos e indígenas era imposible en las condiciones dadas; que, para alcanzarlo, unos y otros, los vencedores e integradores no menos que los vencidos e integrados, temían que ir más allá de sí mismos, volverse diferente de lo que eran.

Y se atrevió a introducir esa alteración comunicante; mintió a unos y a otros, «a diestra y siniestra», y les propuso a ambos el reto de convertir en verdad la gran mentira del entendimiento:’[3] justamente esa mentira bifacética que les permitió convivir sin hacerse la guerra durante todo un año.

Cada vez que traducía de ida y de vuelta entre los dos mundos, desde las dos historias, la Malintzin inventaba una verdad hecha de mentiras; una verdad que sólo podría ser tal para un tercero que estaba aun por venir.

Tzvetan Todorov ve en la Malintzin (junto con el caso inverso del dominico Diego Duran) «el primer ejemplo y por eso mismo el símbolo del mestizaje [cultural]», comprendido este como afirmación de lo propio en la asimilación de lo ajeno.[4]

Puede pensarse, sin embargo, que la Malintzin de 1519-1520, la más interesante de todas las que ella fue en su larga vida, prefigura una realidad de mestizaje cultural un tanto diferente, que consistiría en un comportamiento-activo – como el de los hablantes del latín vulgar; colonizador, y los de las lenguas nativas, colonizadas, en la formación y el desarrollo de las lenguas romances – destinado a trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural ajena, para que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una forma tercera, diferente de las dos.

La prefigura, porque, si bien fracasa como solución inventada para el conflicto entre Motehcuzoma y Cortés, de todas maneras contiene en sí el esquema del mestizaje cultural «salvaje», no planeado sino forzado por las circunstancias, que se impondrá colectivamente «después del diluvio», más como el resultado de una estrategia espontánea de supervivencia que como el cumplimiento de un programa utópico, a partir del siglo XVII

En efecto, lo que desde entonces tiene lugar en la América Latina es sin duda uno más de aquellos grandes procesos inacabados e inacabables de mestizaje cultural – como el de lo mediterráneo y lo nórdico, que, como lo afirmaba Fernand Braudel, constituye incluso hoy el núcleo vitalizador de la cultura europea original– en los que el código del conquistador tiene que rehacerse, reestructurarse y reconstituirse para poder integrar efectivamente determinados elementos insustituibles del código sometido y destruido.

Se trata de procesos que se han cumplido siempre a espaldas del lado luminoso de la historia.[5] Que sólo han tenido lugar en situaciones límites, en circunstancias extremas, en condiciones de crisis de supervivencia, en las que el Otro ha tenido que ser aceptado como tal, en su otredad – es decir, de manera ambivalente, en tanto que deseable y aborrecible-, por un Yo que al mismo tiempo se modificaba radicalmente para hacerlo. Procesos en los que el Yo que se autotrasciende elige el modo del potlach para exigir sin violencia la reciprocidad del Otro.

Como figura histórica y como figura mítica, la actualidad de la Malintzin en este fin de siglo es indudable.

En tanto que figura histórica, la Malintzin finca su actualidad en la crisis de la cultura política moderna y en los dilemas en los que ésta se encierra a causa de su universalismo abstracto. Este, que supone bajo las múltiples y distintas humanidades concretas un común denominador llamado «hombre en general», sin atributos, se muestra ahora como lo que siempre fue, aunque disimuladamente: un dispositivo para esquivar y posponer indefinidamente una superación real, impracticable aunque fuese indispensable, del pseudo-universalismo arcaico – de ese localismo amplificado que mira en la otredad de todos los otros una simple variación o metamorfosis de la identidad desde la que se plantea.

El desarrollo de una economía mundial realmente existente, es decir, basada en la unificación tecnológica del proceso de trabajo a escala planetaria, vuelve impostergable la hora de una universalización concreta de lo humano. Cada vez se vuelve más evidente que la humanidad del «hombre en general” sólo puede construirse con los cadáveres de las humanidades singulares. Y la cultura política de la modernidad establecida se empantana en preguntas como las siguientes: ¿las singularidades de los innumerables sistemas de valores de uso – de producción y disfrute de los mismos que conoce el género humano son en verdad magnitudes négligeables que deben sacrificarse a la tendencia globalizadora o «universalizadora» del mercado mundial capitalista?

Si no es así, ¿es preciso más bien marcarle un límite a esta «voluntad» uniformizadora, desobedecer la «sabiduría del mercado» y defender las singularidades culturales? Pero, si es así, ¿hay que hacerlo con todas? ¿O sólo con las «mejores»?

El fundamentalismo de aquellas sociedades del «tercer mundo» que regresan, decepcionadas por las promesas incumplidas de la modernidad occidental, a la defensa más aberrante de las virtudes de su localismo, tiene en el racismo renaciente de las sociedades europeas una correspondencia poderosa y experimentada. Ambas son reacias a concebir la posibilidad de un universalismo diferente.

La figura derrotada de la Malintzin histórica pone de relieve la miseria de los vencedores; el enclaustramiento en lo propio, originario, auténtico e inalienable fue para España y Portugal el mejor camino al desastre, a la destrucción del otro y a la autodestrucción. Y recuerda a contrario que el «abrirse» es la mejor manera del afirmarse, que la mezcla es el verdadero modo de la historia de, la cultura y el método espontáneo, que es necesario dejar en libertad, de esa inaplazable universalización concreta de lo humano.  

Como figura mítica, que en realidad se encuentra apenas en formación, figura que intenta superar la imagen nacionalista de «Malinche, la traidora» – la que desprecia a los suyos, por su inferioridad, y se humilla ante la superioridad del conquistador (según R. Salazar Mallén ) – , la Malintzin hunde sus raíces en un conflicto común a todas las culturas: el que se da entre la tendencia xenofóbica a la endogamia y la tendencia xenofílica a la exogamia, es decir, en el terreno en el que toda comunidad, como todo ser singularizado, percibe la necesidad ambivalente del Otro, su carácter de contradictorio y complementario, de amenaza y de promesa.

Frente a los tratamientos de este conflicto en los mitos arcaicos, que, al narrar el vaivén de la agresión y la venganza, enfatizan el momento del rapto de lo mejor de uno mismo por el Otro, el que parece prevalecer en la mitificación de la Malintzin – la dominada que domina – pone el acento más bien en el momento de la entrega de uno mismo como reto para el Otro.

Moderno, pero no capitalista, el mito de la Malintzin sería un mito actual porque apunta más allá de lo que Sartre llamaba «la historia de la escasez», una historia cuya superación es el punto de partida de la modernidad que se ha agotado durante el siglo XX y cuyo restablecimiento artificial ha sido el fundamento de la forma capitalista de esa modernidad.

APENDICE:

El mestizaje y las formas

El atractivo, la fascinación incluso, que tienen para muchos de nosotros las «obras de arte» provenientes de las culturas prehispánicas de América suele explicarse con razón por el hecho de que ellas no son exactamente obras de arte. Que lo que en ellas está en juego es algo menos y a la vez algo más que el «arte»: su carácter de obras de culto, de objetos cuya objetividad plena se encuentra en la dimensión de la práctica festiva y ceremonial, de la repetición imaginaria del sacrificio fundante de la comunidad y su singularidad.

Se trata sin duda de una explicación acertada; pero es incompleta. Olvida hacer mención de lo más evidente: el hecho de la extrañeza de tales obras para nosotros. Extrañeza que no consiste solamente en su antigüedad; que está sobre todo en la ajenidad del tipo de vida o de mundo al que pertenecen,  y desde el cual y para el cual están hechas.

Tal vez esta ajenidad pueda percibirse de mejor manera cuando prestamos atención a la idea que parece regir en ellas de lo que es en sí misma la acción de dar forma a un objeto o de conformar un material, acción que está en el origen de toda obra y muy en especial de toda obra de arte.

Cuando Miguel Ángel, el prototipo de creador moderno -ex nihilo-, decía con humildad autocrítica que su trabajo de escultor consistía en liberar del bloque de mármol la figura que ya estaba en él, quitando sólo lo sobrante, exponía sin querer no su programa de acción sino, curiosamente, el de un tipo de «creadores» completamente diferentes de él: los escultores de la América antigua.

Descubrir, enfatizar; ayudarle al propio «material» a dibujar una silueta y definir una textura, a resaltar un relieve, a redondear un cuerpo y precisar unos rasgos que estaban ya esbozados o sugeridos, realizados a medias en el mismo: ésta parece haber sido toda la intervención que el escultor prehispánico se creía llamado a tener en la «creación de una obra».

Seguramente «el milagro espantoso» de la Coatlicue se había manifestado y había sido sentido ya por muchos en la piedra original cuando el «artista» inició su obra; éste sólo debió ayudarle a vencer ciertas indecisiones formales que le impedían destacarse con la debida fuerza. La idea de lo que es «dar forma» que prevalece aquí no es sólo diferente de la idea europea, o contraria a ella; es sobre todo ajena a ella.

Lo es porque implica una elección de sentido completamente divergente de la suya, que subraya la continuidad entre lo humano y lo Otro. Para la idea prehispánica, la elección de sentido europea es tan «absurda» que es capaz de plantear al sujeto como completamente separado del objeto, es decir, a la naturaleza como  material pasivo e inerte, dócil y vacío, al que la actividad y la inventiva humanas, moldeándolo a su voluntad, dotan de realidad y llenan de significación.

Un abismo parece separar la inteligibilidad del mundo a la que pertenece la noción de «dar forma» que rige en la composición de una obra de la antigüedad americana de la inteligibilidad del mundo propia de la modernidad europea.

El abismo que hay sin duda entre dos mundos vitales construidos por sociedades o por «humanidades» que se hicieron a sí mismas a partir de dos opciones históricas fundamentales no sólo diferentes sino incluso contrapuestas entre sí: la opción «oriental» o de mimetización con la naturaleza y la opción «occidental» o de contraposición a la misma.

Se trata justamente del abismo que los cinco siglos de la historia latinoamericana vienen tratando de salvar o superar en el proceso del mestizaje cultural.

La insistencia en la ajenidad – en la dificultad y el conflicto que habla desde el encanto que tienen para nosotros los restos intactos, las «obras de arte», de la antigüedad prehispánica permite enfatizar con sentido crítico un aspecto del fenómeno histórico del mestizaje cultural que no suele destacarse o que incluso se oculta en el modo corriente de concebirlo, fomentado por la ideología del nacionalismo oficial latinoamericano.

Empeñada en contribuir a la construcción de una identidad artificial única o al menos uniforme para la nación estatal, esta ideología pone en uso una representación conciliadora y tranquilizadora del mestizaje, protegida contra toda reminiscencia de conflicto o desgarramiento y negadora por tanto de la realidad del mestizaje cultural en el que está inmersa la parte más vital de la sociedad en América Latina.

¿Es real la fusión, la simbiosis, la interpenetración de dos configuraciones culturales de «lo humano en general» profundamente contradictorias entre sí? Si lo es, ¿de qué manera tiene lugar?

La ideología nacionalista oficial expone su respuesta obligadamente afirmativa a esta cuestión con una metáfora naturalista que es a su vez el vehículo de una visión sustancialista de la cultura y de la historia de la cultura. Una visión cuyo defecto está en que, al construir el objeto que pretende mirar, lo que hace es anularlo. En efecto, la idea del mestizaje cultural como una fusión de identidades culturales, como una interpenetración de sustancias históricas ya constituidas, no puede hacer otra cosa que dejar fuera de su consideración justamente el núcleo de la cuestión, es decir, la problematización del hecho mismo de la constitución o conformación de esas sustancias o identidades, y del proceso de mestizaje como el lugar o el momento de tal constitución.

La metáfora naturalista del mestizaje cultural no puede describirlo de otra manera que: a] como la «mezcla» o emulsión de moléculas o rasgos de identidad heterogéneos, que, sin alterarlos, les daría una apariencia diferente; b] como el «injerto” de un elemento o una parte de una identidad en el todo de otra, que alteraría de manera transitoria y restringida los rasgos del primero, o c] como el «cruce genético» de una identidad cultural con otra, que traería consigo una combinación general e irreversible de las cualidades de ambas.

No puede describirlo en su interioridad, como un acontecer histórico en el que la consistencia misma de lo descrito se encuentra en juego, sino que tiene que hacerlo desde afuera, como un proceso que afecta al objeto descrito pero en el que éste no interviene.

Ha llegado tal vez la hora de que la reflexión sobre todo el conjunto de hechos esenciales de la historia de la cultura que se conectan con el mestizaje cultural abandone de una vez por todas la perspectiva naturalista y haga suyos los conceptos que el siglo XX ha desarrollado para el estudio específico de las formas simbólicas, especialmente los que provienen de la ontología fenomenológica, del psicoanálisis y de la semiótica.

Baste aquí, para finalizar, un apunte en relación con esta última para indicar la posibilidad y la conveniencia de tal cambio de perspectiva en la reflexión. Si la identidad cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista más bien como un «estado de código» – como una peculiar configuración transitoria de la subcodificación que vuelve usable, «hablable», dicho código-, entonces, esa «identidad» puede mostrarse también como una realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o «hablan», está siendo hecha, transformada, modificada por ellos.


[1] «… nuestras traducciones parten de un falso principio: quieren germanizar lo hindú griego inglés en lugar de induizar grequizar anglizar lo alemán…»

[2] Octavio Paz, Ignacio Bernal y Tzvetan Todorov, «La conquista de México. Comunicación y encuentro de civilizaciones». Vuelta, n. 191, México, octubre de 1992.

[3] R. Salazar Mallcn sería un buen ejemplo) ele la cerrazón chauvinista ante este tipo de comportamientos . Véase «El complejo de la Malinche», Sábado, suplemento de Uno Más Uno, n. 722. México, agosto de 1991.

[4] La conquete de Amerique. La cuestion de l’outre. Seuil, París, 1982.

[5] Carlos Monsiváis, entrevista con Adolfo Sánchez Rebolledo, «México 1992: “¿idénticos o diversos?». Nexos, n. 178, México, octubre de 1992.

Discusiones en la izquierda latinoamericana. Claudio Katz. 10 de febrero de 2023

El futuro de la región no depende sólo de la lucha social, la confrontación con la derecha y los desengaños con el progresismo de baja intensidad. También será determinado por la

consolidación de alternativas políticas de izquierda, que demuestren inteligencia y capacidad para lidiar con las complejas disyuntivas que se avecinan.

Sólo esas vertientes podrían abrir un curso superador de la nueva oleada de gobiernos de centroizquierda, mediante dinámicas de radicalización política. Ese curso permitiría desenvolver la perspectiva anticapitalista que requiere un proyecto emancipador.

JUSTIFICACIONES DEL PROGRESISMO

Para forjar un rumbo de victorias populares hay que exponer los cuestionamientos al progresismo sin vergüenza, timidez o culpa. Ninguna de esas críticas favorece a la derecha, si es expuesta desde un campo de confrontación con las fuerzas reaccionarias y en un frente de batalla contra ese enemigo principal. No se puede construir un proyecto popular en silencio o con maniobras que eludan el debate. Los caminos alternativos no brotarán en forma espontánea, sin clarificar divergencias, ni asumir el costo de incomodar a los propios aliados.

La forma más corriente de soslayar este desafío es la presentación de los gobiernos progresistas como acontecimientos auspiciosos, en comparación a las opciones reaccionarias. Esa obviedad debería ser simplemente señalada como punto de partida, para evaluar las enormes falencias de esas administraciones. Pero esta segunda parte del problema es frecuentemente omitida, a la espera que el propio curso de la vida política corrija las carencias de esos gobiernos. Esa expectativa carece de asidero, puesto que el simple paso de tiempo suele agravar esas insuficiencias.

Sólo encarando una acción decidida contra las capitulaciones de los mandatarios de centroizquierda, se puede evitar la canalización derechista del descontento popular. Esa captura por parte de las fuerzas conservadoras es muy probable, si no existen alternativas de izquierda construidas con propuestas oportunas y factibles. Este último curso se forja en la polémica con los desaciertos del progresismo.

Es evidente, por ejemplo, que el triunfo de la derecha en el plebiscito de Chile demostró la capacidad de los lideres conservadores, para difundir mentiras y ocultar sus propias trayectorias. Pero esos engañosprosperaron por el vacío imperante en el otro bando, como consecuencia de incontables capitulaciones. 

Esas agachadas son la tónica predominante en el progresismo light, que no inicia las rupturas pendientes con el neoliberalismo. El esperado avance hacia un estadio posliberal no se consumó en el ciclo anterior, ni irrumpirá en la oleada actual, si persisten las políticas de sometimiento a las clases dominantes. Estas adversas orientaciones deben señalarse para conquistar las metas del movimiento popular.

Una forma habitual de soslayar este problema es el elogio al progresismo cuando obtiene triunfos y el silencio ante los escenarios inversos. En el primer caso se comparte acertadamente el gran fervor que suscitan las buenas noticias. Pero lo más importante son los pronunciamientos en la adversidad. Aquí no basta con reproducir la descripción de lo sucedido. Hay que exponer abiertamente las causas del retroceso que generan las políticas de perpetuación del status quo (Aznárez, 2021).

MIRADAS COMPLACIENTES

Lo ocurrido en Argentina ilustra las negativas consecuencias de convalidar la sumisión del progresismo a los poderosos. Toda la gestión de Alberto Fernández estuvo signada por ese sometimiento, desde su renuncia a expropiar una estratégica y quebrada empresa de alimentos (Vicentin). Posteriormente suscribió un acuerdo con el FMI que afianzó el modelo actual de deterioro salarial, desigualdad y precarización. Favoreció a los grandes exportadores en desmedro del desarrollo interno y aceptó las presiones de la derecha para preservar el poder de una casta judicial, sostenida por los grandes medios de comunicación.

Los críticos de ese rumbo dentro de la coalición oficialista expusieron muchas quejas, pero no ofrecieron otro camino. Nunca exhibieron decisión para revertir la impotencia gubernamental. Al contrario, paulatinamente transformaron sus objeciones en meras justificaciones. El argumento más frecuente de esa convalidación fue la ¨adversidad de las relaciones de fuerza¨ para confrontar con la derecha y cumplir con el electorado. Afirmaron que Alberto debió aceptar los chantajes del poder dominante por la ausencia de un contrapeso equivalente en el campo popular (Aleman, 2022).

Pero esa mirada describe las relaciones de fuerzas como un dato dominante e invariable del escenario político, como si hubiera sido depositado en ese contexto por alguna mano divina. Se omite señalar que los presidentes, ministros y legisladores de un gobierno, no son ajenos a esa puja entre contendientes. Los protagonistas de la vida política forjan o socavan con su acción cotidiana, el balance de fuerzas con los antagonistas. El inmovilismo y la mansedumbre de Fernández influyó directamente en la generación de un marco favorable a los derechistas. Si se divorcia esa actitud de sus consecuencias, lo sucedido en Argentina se torna inexplicable.

Los justificadores de la rendición del gobierno avalaron también el acuerdo con el FMI, repitiendo la extorsión difundida por la derecha para forzar ese compromiso (¨nos quedamos fuera del mundo¨). En lugar de subrayar las nefastas consecuencias de ese convenio, propagaron fantasías sobre su viabilidad (¨podemos pagar, crecer y distribuir¨). Además, el deterioro del nivel de vida que generó ese pacto fue equivocadamente atribuido a otras causas, como la pandemia o la guerra (Katz, 2021).

Esa postura de resignación ante los financistas determinó la acotada resistencia en las calles contra los acreedores. El broche final de esa inacción fue la aprobación legislativa (en forma explícita o disimulada) de un fraude que hipoteca el futuro de varias generaciones.

Muchos progresistas reconocen las terribles consecuencias de esa política oficial, pero relativizan sus efectos en comparación al virulento ajuste que propicia la derecha. Pero en esa caracterización escinden ambos cursos, como si conformaran dos universos desconectados. Lo cierto es que la capitulación del gobierno facilita los atropellos de los neoliberales. La derecha ha recuperado pujanza electoral por el desengaño que generó el oficialismo.

Los desaciertos del progresismo son también justificados con apreciaciones sociológicas. En Argentina es muy frecuente culpar a toda la ¨sociedad¨ en forma indistinta por las agachadas que consuma el oficialismo, como si los gobernados tuvieran la misma responsabilidad que los gobernantes en las decisiones de una gestión. Con ese razonamiento se intenta explicar las consecuencias políticas negativas del rumbo gubernamental.

Un planteo semejante fue expuesto en Brasil durante la década pasada para evaluar la desilusión con el PT. Se afirmó que esa decepción fue consecuencia de la irrupción de una nueva clase media con valores individualistas. El consumismo de ese segmento habría afectado al gobierno que facilitó la propia mejora de ese sector. Esa paradójica sanción a los padrinos de un ascenso social fue enunciada como la principal determinante del retroceso sufrido por el lulismo (Natanson, 2022).

Pero ese abordaje situó un problema político en el diferenciado universo de las conductas sociales. De esa forma se eludió indagar la responsabilidad de los gobernantes en la pérdida de influencia sobre sus viejos adherentes (Katz, 2015:173-176). Este balance tiene enorme actualidad en el comienzo del tercer mandato de Lula. Si en esta nueva oportunidad se repiten las políticas favorables al gran capital, volverán a emerger las frustrantes consecuencias de esas orientaciones.

PROBLEMAS DEL “POSPROGRESISMO”

El generalizado resurgimiento de gobiernos de centroizquierda refuta el influyente diagnóstico de extinción de esa vertiente que expusieron muchos analistas. Resaltaron un ocaso definitivo de la centroizquierda que ha quedado totalmente desmentido,

De esa evaluación también surgieron convocatorias a forjar proyectos “posprogresistas”, con acertadas críticas a las limitaciones de esas experiencias (Modonesi, 2019). Pero esas objeciones incluyeron caracterizaciones muy discutibles de esos gobiernos.

Particularmente polémica fue la tesis de una “revolución pasiva” consumada por esas administraciones, para apuntalar nuevos modelos de las clases dominantes, disciplinando o desmovilizando a las clases subalternas. Esa mirada objetó el postulado opuesto de un “empoderamiento popular” incentivado por esos gobiernos.

En los hechos no prevaleció ninguna de esas dos situaciones contrapuestas. Los pueblos no asumieron el control del sistema político, pero tampoco fueron inmovilizados o anulados como sujetos activos. En realidad, se verificó una variedad de escenarios en los distintos países de la región.

El protagonismo popular conquistado en Bolivia nunca se diluyó, la presencia callejera de los sindicatos y los movimientos sociales argentinos tampoco se extinguió y el indigenismo ecuatoriano retomó la iniciativa una y otra vez. Por el contrario, en Brasil se registró un efectivo reflujo de la acción popular, pero sin derivar en la estabilización de la derecha.

Es cierto que la restauración conservadora advino por las frustraciones que generaron los gobiernos progresistas. Pero ese negativo impacto no sepultó el largo ciclo de luchas populares, que desembocó en las rebeliones de los últimos años y en la presencia de un renovado contexto de centroizquierda gobernante. El desalentador diagnóstico del “posprogresismo” no condice con esta realidad.

Si la experiencia de la década pasada hubiera desembocado en la regimentación o en la desmoralización de los pueblos, América Latina afrontaría un cuadro de inactividad por abajo y no de revueltas. Tampoco se habría verificado un retorno tan generalizado del progresismo al gobierno. En la dinámica de la “revolución pasiva”, esa modalidad habría desaparecido o empalmado con alguna vertiente de la restauración conservadora.

La ultraderecha justamente irrumpe con furia en la actualidad contra el progresismo, porque esa fuerza persiste como un oponente de los grupos reaccionarios. América Latina no ingresó en un período “posprogresista”, sino en un nuevo round de la experiencia anterior.

Estas evaluaciones son importantes para recordar que la opción de la izquierda se forja subrayando que la derecha es el enemigo principal y que el progresismo falla por impotencia, complicidad o cobardía frente a su adversario. De ninguna manera se asemeja a las corrientes reaccionarias. Esta distinción es clave y su omisión obstruye la gestación de una alternativa.

El desconocimiento de este principio fue el principal problema que afrontó en la década pasada la tesis del Consenso de Commodities. Ese enfoque ponía un signo de igual en todos los gobiernos de la región por su compartido aliento a la exportación de materias primas.

Con esa mirada se equiparaba a las administraciones enfrentadas y sometidas a Estados Unidos. Se asemejaba también a los gobiernos en conflicto con los amoldados a las clases dominantes y finalmente se igualaba a los mandatorios sensibles a las demandas de los empobrecidos, con los presidentes manejados por los enriquecidos. Todos quedaban identificados en el mismo casillero por la mera prioridad que asignaban a la explotación de los recursos naturales. Con esa miopía, Evo Morales, Macri, Chávez, Uribe, Lula, Piñera, Correa, Bolsonaro o Kirchner eran colocados una misma bolsa de gobiernos extractivistas (Katz, 2015: 63-75).

Los errores de esa evaluación deben ser asimilados en el nuevo período. La experiencia de la década pasada fue muy aleccionadora y ahora corresponde distinguir con criterios políticos, a los gobiernos de centroizquierda de sus enemigos derechistas. Esa diferenciación es decisiva para desenvolver estrategias que permitan el avance de la izquierda.

MÉXICO Y ECUADOR

            La tesis de una etapa ya ulterior al progresismo es expuesta a veces a partir de la experiencia mexicana, en una polémica con el rol jugado por el nuevo gobierno de AMLO en la conjura de las luchas de Ayotzinapa y los movimientos del 2014 (Oprinari, 2022).

            Las críticas a los desaciertos de esa administración abarcan un amplio número de tópicos económicos, sociales y geopolíticos (Aguilar Mora, 2023). Pero a diferencia de los precedentes sudamericanos, el progresismo en ese país es un acontecimiento muy reciente que incluye mejoras, expectativa popular y capacidad de movilización contra la derecha.

            Las caracterizaciones que acertadamente subrayan las significativas diferencias de AMLO con sus enemigos de la reacción, estiman que ese mandatario presenta un perfil de bonapartismo progresivo (Hernández Ayala, 2023).

Su consolidación en la centroizquierda se ha consumado, frente al techo que alcanzó al cabo de 28 años la experiencia alternativa del zapatismo. En el pico de su popularidad (2001), esa vertiente reunió multitudes en la principal plaza del país. El declive posterior estuvo signado por el aislamiento en campañas auto centradas. Ese curso permitió su consolidación en varias comunidades indígenas, pero diluyó su peso como referencia nacional. La presentación de AMLO como un enemigo equivalente a las tradicionales fuerzas conservadoras contribuyó a ese debilitamiento (Hernández Ayala, 2019).

            Estas dificultades presentan un estrecho parentesco con los problemas del enfoque autonomista, que en la década pasada contrapuso la dinámica contestaria de los movimientos sociales, con el amoldamiento de los gobiernos de centroizquierda al status quo. Ese contrapunto inspiró la teoría de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, que no pasó la prueba de alguna experiencia exitosa en la región. En ningún país se demostró la factibilidad de concretar conquistas sociales o avances democráticos, soslayando la disputa por el poder luego de acceder al gobierno.

            En esa mirada se inspiró también la errónea identificación de las administraciones progresista con sus enemigos de la derecha. Esa equivalencia tuvo consecuencias electorales negativas, cuando implicó convocatorias al voto en blanco, en las disputas entre ambas fuerzas.

El caso más reciente de este desacierto se registró en el balotaje ecuatoriano entre

el progresista Arauz y el derechista Lasso. El llamado al voto nulo permitió la conversión del candidato de las fuerzas reaccionarias en presidente del país. Por ese resultado, Ecuador quedó marginado del mapa centroizquierdista que impera en Sudamérica.

            Ese caso confirmó cuán equivocada es la equiparación de las dos fuerzas diferentes, como variantes análogas de una misma dominación de los poderosos. Un gobierno que frustra las expectativas populares no se asemeja a otro que reprime manifestaciones, encarcela dirigentes y asesina a los militantes. Salta a la vista la mayor adversidad de este segundo escenario para cualquier proyecto popular.

            Es cierto que la hostilidad de Correa hacia los movimientos sociales y su estrategia de transformaciones por arriba (“revolución ciudadana”) crearon un fuerte resentimiento en grandes sectores populares. Pero esas tensiones no justifican la neutralidad electoral frente al enemigo derechista. Se ha corroborado que la izquierda no puede apuntalar su propio proyecto, facilitando el triunfo de personajes tan reaccionarios como Lasso.

            La fulminante derrota del presidente ecuatoriano en los comicios de medio término confirma ese diagnóstico. Lasso fue aplastado por el correísmo -con un alto número de votantes- en las principales ciudades y provincias. Los electores sepultaron además el referéndum sobre la seguridad, que el mandatario introdujo con improvisada demagogia para conquistar adhesiones. El resultado de estas elecciones sintoniza con las tendencias políticas imperantes en toda la región y corrobora el desacierto previo de la postura abstencionista.

DEFINICIONES TÁCTICAS EN BRASIL

La postura de la izquierda frente a la segunda vuelta electoral se ha transformado en un problema muy corriente por la frecuencia de esos balotajes. En muchos casos, esas definiciones de la presidencia incluyen un gran protagonismo de la ultraderecha. Esa gravitación, tuvieron tres nefastos personajes en los recientes comicios de Colombia (Hernández), Chile (Kast) y Brasil (Bolsonaro). Esta última elección suscitó, además, importantes debates en la izquierda.

Las controversias en el PSOL -la formación política que se alejó del PT en el 2004 cuestionando el amoldamiento de Lula al neoliberalismo- han sido particularmente aleccionadoras. Ese partido se desarrolló con candidaturas propias y cuando apareció Bolsonaro, mantuvo sus figuras en la primera vuelta, para apoyar al representante del PT (Haddad) en la ronda final.

Pero en la reciente compulsa optó por otro curso. Decidió sostener a Lula en las dos instancias electorales, renunciando a la presentación de sus propios postulantes. Esa decisión fue tomada al cabo de una intensa discusión interna, que terminó priorizando el peligro creado por la eventual reelección de un personaje con proyectos represivos y discursos neofascistas.

La mayoría del PSOL entendió que Bolsonaro podía conseguir un nuevo mandato, a partir de la fuerza social construida por el ex capitán. Comprendió que la batalla contra esa amenaza requería conformar un bloque en torno a Lula, para apuntalar la respuesta callejera a la ultraderecha.

Ese diagnóstico también registró el drástico cambio de escenario que introdujo la liberación del líder del PT y la consiguiente recuperación de ese partido (Arcary, 2022a). Con estos fundamentos, el PSOL decidió relegar su propia construcción para asegurar la derrota del enemigo principal. Percibió, además, el peligro de confinarse a la marginalidad si optaba por sostener su candidatura, chocando con la voluntad colectiva de llevar nuevamente a Lula a la presidencia.

            Esa postura prevaleció frente a un enfoque minoritario, que propuso mantener la presentación de papeletas propias en la primera vuelta, para marcar distancias con la designación de Alckmin como vicepresidente (Sampaio Júnior, 2022). La crítica a esta regresiva alianza fue unánime dentro del PSOL, pero la mayoría rechazó dividir el voto antibolsonarista, frente al peligro de un triunfo ultraderechista.

            El resultado de las dos vueltas confirmó el acierto de este enfoque. El inmenso caudal de sufragios conseguidos por el ex capitán corroboró que estuvo muy cerca de la reelección. Esa pesadilla fue evitada por la pujante movilización que suscitó el liderazgo de Lula. Además, el acuerdo concertado con el PT le permitió al PSOL obtener 12 diputados y el principal dirigente de esa formación (Boulos) consiguió una excelente votación en Sao Paulo.

            Actualmente se desenvuelve otro debate en el PSOL que opone a los partidarios y críticos de ocupar cargos en la nueva gestión. El primer enfoque sostiene, que en un gobierno en disputa corresponde apuntalar desde adentro esa pugna con posturas radicales El segundo planteo considera que la defensa de la nueva administración frente a las agresiones de la derecha, no implica asumir puestos oficiales. Entiende que ese ingreso neutralizaría la acción de la izquierda, impidiéndole exigir el cumplimiento de lo prometido en la campaña (Arcary, 2022b).

Pero ambas vertientes coinciden en destacar que la derrota del Bolsonaro en las urnas, inaugura una batalla que prosigue en las calles, con una nítida agenda de demandas sociales y democráticas (Boulos, 2022). Esa meta puede ser planteada porque se consiguió la victoria electoral. Es evidente que esas iniciativas serían tímidas, defensivas o inexistentes, si Bolsonaro hubiera persistido como presidente de Brasil.

ANTICIPOS EN LA IZQUIERDA ARGENTINA

            El debate en Brasil fue seguido con gran atención por la principal coalición de la izquierda argentina (FIT-U), que procesó una gran variedad de posturas (convergentes y divergentes) con la desenvuelta por el PSOL.

Un sector objetó la decisión adoptada por esa corriente en Brasil, señalando que correspondía votar en blanco en el balotaje, a pesar de la potencial continuidad de un mandatario ultraderechista (Heller, 2022). Basta observar el escaso margen de diferencia en el conteo final, para notar las dramáticas consecuencias de ese planteo, si hubiera tenido incidencia en el desenlace de la elección.

Ese enfoque reconoció las diferencias entre Bolsonaro y Lula, pero destacó que el militar no había logrado forjar un régimen fascistizante. Omitió destacar que ese fracaso no garantizaba el mismo resultado en una segunda gestión. Desconoció cuán suicida resultaba consentir esa posibilidad con el voto en blanco.

El segundo argumento para postular la indiferencia entre ambos candidatos al momento de emitir el voto, fue señalar que la clase capitalista de Brasil (y del imperio) sostenían a Lula y a su conservadora versión de un tercer mandato. Pero si esa actitud de los poderosos fuera determinante de la postura electoral de la izquierda, correspondería sufragar por Bolsanaro, que de acuerdo a esa interpretación carecería de sostén entre los acaudalados.

En los hechos prevaleció una división entre los dominadores locales, acorde a la fractura entre Biden (pro Lula) y Trump (pro Bolsonaro). Pero esa fractura o unanimidad del bloque dominante no aporta ninguna guía para la izquierda. El principal barómetro de ese espacio es la potencial vigencia o anulación de las conquistas democráticas. Con esa brújula, el voto en blanco y el consiguiente peligro de continuidad de Bolsonaro equivalía a un harakiri.

Esta definición es importante en Argentina frente a la eventualidad de disyuntivas del mismo tipo. Hasta ahora esa encrucijada no se avizora, pero es una posibilidad siempre presente en el incierto escenario del 2023.

Lo ocurrido en Brasil tiene gran impacto en Argentina. Bolsonaro perdió, pero la derecha argentina tomó nota del enorme basamento forjado por el ex capitán y repite el mismo discurso ultraliberal y represivo. Milei es un clon del militar que logró gran predicamento y se perfila como una figura de peso en la próxima elección.

El peronismo estaba muy entusiasmado con la victoria de Lula, hasta la reciente (y siempre eventual) renuncia de Cristina a participar en los comicios. Hay muchas analogías entre las dos figuras. Ambos han sido perseguidos por el poder mediático y judicial y gozan de una arrolladora centralidad, tanto entre sus seguidores como en la vida nacional.

Pero existe una obvia diferencia que obstruye la repetición de mismo proceso. Mientras que Lula ganó como opositor denunciando las penurias ocasionadas por Bolsonaro, Cristina es vicepresidenta y no logra despegarse de la fracasada gestión actual.

En la tremenda crisis económico social de Argentina, nadie puede pronosticar lo que sucederá en los próximos meses. La comparación con Brasil interesa en la izquierda, para analizar la política del FIT-U en relación a la experiencia transitada por el PSOL. Esta última formación debatió en el momento acertado el voto a Lula, mientras que en el primer frente suele postular la abstención en esas disyuntivas.

CONFIRMACIONES EN CHILE

            La postura de la izquierda frente a los balotajes -que oponen a los vacilantes candidatos progresistas con los agresivos exponentes de la ultraderecha- cobró dramatismo en el desenlace chileno entre Boric y Kast. El primer candidato arrastraba duros cuestionamiento en su propio espacio, pero el segundo exaltaba sin ningún disimulo la trayectoria de Pinochet.

            Tal como ocurrió en el primer contrapunto regional de este tipo -Bolsonaro contra Haddad en 2019- la gran mayoría de la izquierda votó por Boric, exponiendo numerosas prevenciones (Boron, 2021).

Posteriormente, algunos sectores que habían sumado su voto contra la ultraderecha, modificaron esa actitud en el plebiscito sobre la Constituyente. Evaluaron que el Apruebo y el Rechazo constituían dos vías para restaurar la misma hegemonía de la clase dominante y optaron por el voto en blanco (Tótoro 2022). Esa postura ilustró la ambivalencia y las contramarchas que suscitan las definiciones electorales en el escenario latinoamericano.

La experiencia acumulada frente a esos desenlaces en los últimos años, no debería dejar ninguna duda sobre conveniencia de votar contra la derecha, en las frecuentes polarizaciones de los comicios finales.

            Esa actitud es cuestionada por las corrientes que suelen denunciar las afinidades entre dos sectores pertenecientes al mismo segmento burgués. Objetan la resignación y destacan el daño que genera a la construcción de un proyecto revolucionario cualquier apoyo al reformismo.

            En el caso chileno, ese cuestionamiento se asienta en forma valedera en la total adaptación de Boric al establishment y en la objetable permanencia de fuerzas de izquierda en su gabinete. En la dura batalla cultural que se desenvuelve en ese país, contra los arraigados prejuicios neoliberales que instaló el Pinochetismo (y preservó la Concertación), resulta indispensable exponer sin rodeos las críticas al gobierno actual.

Pero esas objeciones nunca deben equiparar a las corrientes reaccionarias con las vertientes progresistas. En esa igualación se confunde a los enemigos con los adversarios, como si fueran dos partes de una misma totalidad.

A veces se justifica esa equivalencia afirmando que no existe un “mal menor”. Pero se olvida que esa misma calificación podría aplicarse a las ponderadas victorias sindicales, sociales o políticas, que se consiguen sin consumar el ideal socialista. Ninguna de esas metas es despreciable por permanecer distanciada del objetivo histórico de la izquierda.

El voto al progresismo contra la derecha -en los plebiscitos o balotajes- simplemente contribuye a frenar la restauración conservadora. Permite limitar los atropellos económicos y contener la violencia contra los oprimidos. De esa forma, se generan escenarios más favorables para el avance de la izquierda y se forjan relaciones de fuerzas más afines a ese objetivo. Esta estrategia resulta además comprensible a la mayoría de la población, que nunca capta los enmarañados razonamientos expuestos para justificar la abstención.                                           El categórico señalamiento de la derecha como enemigo principal, no se limita a las encrucijadas electorales. Es un principio igualmente decisivo frente a las maniobras golpistas de los reaccionarios en el Parlamento. Lo ocurrido recientemente en Perú, donde un sector de la izquierda convalidó con su voto el operativo del fujimorismo y los conservadores para derrocar a Castillo, es ilustrativo del mareo que irrumpe en los momentos decisivos (Aznárez, 2022).

En esas circunstancias emerge a la superficie la ausencia de una brújula estratégica, Esa orientación debe ser retomada revisando los avances y las dificultades que afrontan los proyectos radicales en la región, que analizaremos en el próximo texto.

                                                                                                                      10-2-2023

RESUMEN

Una alternativa de izquierda es indispensable para superar la tibieza del progresismo actual. Esa opción sólo emergerá exponiendo críticas a la inconsecuencia de ese espacio. Para modificar las relaciones de fuerza hay que compartir alegrías y objetar capitulaciones.

La derecha es el enemigo principal que el progresismo no enfrenta con contundencia. La omisión de esa diferencia ha sido problemática en México o Ecuador. La acertada decisión de sostener a Lula en las dos vueltas, contribuyó a crear un escenario más favorable para las demandas populares. En Argentina se afrontan dinámicas semejantes. En Chile y Perú ha quedado corroborada la necesidad de distinguir a los enemigos de los adversarios.

REFERENCIAS

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Aguilar Mora, Manuel (2023) Los diez días de 2023 que AMLO nunca olvidará 

Hernández Ayala, José Luis (2023). Dos organizaciones de la izquierda socialista mexicana se fusionan 12/01/2023 https://rebelion.org/dos-organizaciones-de-la-izquierda-socialista-mexicana-se-fusionan/

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Arcary, Valerio (2022b). Tres opciones dividen a la izquierda socialista https://vientosur.info/brasil-tres-opciones-dividen-a-la-izquierda-socialista/

Boulos, Guilherme (2022) líder del PSOL y aliado de Lula https://www.pagina12.com.ar/tags/25236-guilherme-boulos

Heller, Pablo (2022). Brasil: por qué votar nulo o en blanco en la segunda vuelta https://prensaobrera.com/internacionales/brasil-por-que-votar-nulo-o-en-blanco-en-la-segunda-vuelta

Boron, Atilio (2021). Antonio Gramsci y el balotaje en Chile https://atilioboron.com.ar/antonio-gramsci-y-el-balotaje-en-chile/        

Tótoro Dauno (2022) nos ofrece una mirada https://www.laizquierdadiario.com/Convencion-Constituyente-en-Chile

Aznárez, Carlos (2022). Los errores de Castillo no pueden justificar el reconocimiento de un gobierno golpista de derecha https://www.resumenlatinoamericano.org/2022/12/09/peru-los-errores-de-castillo-no-pueden-justificar-el-reconocimiento-de-un-gobierno-golpista-de-derecha/

Post festum, pestum…Maxi Olariaga. 2005

ASÍ SENTENCIÓ el romano hace más de dos mil años. «Post festum, pestum et post coitum, tedium». Es la visión pesimista, realista de la vida. Traducido: «Después del festín, la fetidez; y después del coito, el tedio».

Tras los banquetes, la náusea, el vómito. Tras el coito, el aburrimiento, la dejadez, el abandono, la soledad quizá. Podría haber un lugar para la esperanza pero el romano ya sabía entonces que todo se había consumado. Seguramente en el futuro habría multitud de ocasiones para rectificar, pero Roma, su Roma, estaba perdida para siempre.

Tal y como transcurren las cosas, los avatares vitales que nos envuelven en una atmósfera de seda tóxica y letal, nosotros, como el romano, sabemos que irremediablemente el bauprés de la nave singla rumbo al caos, a las tinieblas, pero no tenemos el valor de decirlo en voz alta, de dejarlo escrito.

Esa verdad la guardamos bajo llave en un cofrecillo oculto en el más oscuro rincón de la cómoda del alma y alguna noche, en su silencio negro, en su soledad tremenda, le echamos un vistazo húmedo para cerciorarnos de que es real como nuestra respiración alterada por la ansiedad de la certeza. Al alba, tras la ducha, nos reconfortamos y salimos a las calles como si nada hubiera ocurrido.

Nos relacionamos, hablamos, amamos, jugamos a sabiendas de que todo está perdido, de que no hay vuelta atrás. La indigesta aldea global nos ha abocado a ser como dioses pero sólo en su poder de ubicuidad, de manera que, a la vez, estamos en nuestro pueblo y en todos los pueblos.

Cualquier barbanzán ha pasado estas Navidades rodeado de turrones y cadáveres, de confeti e injusticias notorias, de besos y metralla. Sin embargo con el ding dong de un reloj que el satélite nos trae desde Madrid, alzamos nuestras copas y, al igual que hace un año, brindamos por un futuro que no existe, por una paz prostituida, por un día que sólo tiene de bueno el ser mejor que el siguiente.

«Post festum, pestum…», dijo el romano y sobre su cabeza se abatieron las columnas del Capitolio pulverizadas por el hambre de los hombres del este que huían del frío y la miseria.

Hoy huyen de la injusticia los hombres del sur y del norte, del este y del oeste, y los césares aseguran sus fronteras. No han aprendido nada del romano. No saben aún hoy, con todos sus ordenadores y misiles, que el ser humano, su clamor, es invisible e inmortal, y está condenado a sobrevivir a todas las manifestaciones de poder por omnímodas que estas sean. Una civilización que asiste impávida a la tortura, al escarnio, al asesinato, al robo, al abuso de la fuerza, no tiene futuro. Es una civilización muerta.

Por eso no es necesario salir de Noia, de Boiro o de Ribeira para saber del devenir del mundo., Todo está en tu casa y en la casa de al lado. También al otro lado de la calle y en los barrios periféricos. Todo está ahí, y en las plazas se sigue azotando a culpables e inocentes por igual.

Han cambiado los instrumentos de tortura pero el alma y el cuerpo son llagados con más saña. Desde el poder se ríen de los que piden justicia. Desde los altos tronos se mofan de los que reivindican su derecho. Y todo sucede en un ambiente insolidario, distante y frío como el iceberg que acuchilló el Titanic .

Por eso no salgo de Noia ni de mi infancia. Retorno frecuentemente a ella no porque la nostalgia me invada hasta el sentimentalismo, sino porque fue mi único día feliz. Entonces era inocente y sólo los inocentes son felices. Los fatuos se esfuerzan hasta el patetismo por parecerlo, pero la advirtió el romano: «Post festum, pestum et post coitum, tedium».

¿Son democráticas las mayorías? Roberto Heycher Cardiel . El Faro. Agosto de 2022

No es lo mismo acceder al ejercicio del gobierno por la vía de elecciones libres y auténticas que gobernar democráticamente.

La democracia no es el gobierno de las mayorías. Con frecuencia algunas personas afirman lo contrario. Sostienen que las mayorías tienen el derecho a decidir arbitrariamente sobre los asuntos públicos. Bajo esa concepción, quienes triunfan en las urnas ostentan el monopolio en la determinación de la dirección social. Por ende, bajo esa visión, las minorías carecen del legítimo derecho de participar en el destino de la comunidad de la que forman parte.

La tiranía de la mayoría, como las describió el profesor Michelangelo Bovero, es en realidad una grave desviación del modelo democrático para gobernar. No es lo mismo acceder al ejercicio del gobierno por la vía de elecciones libres y auténticas que gobernar democráticamente.

El hecho de que una coalición obtenga el poder político vía elecciones democráticas, no significa que en automático su método de gobierno sea democrático también. Una cosa es cumplir con las reglas de acceso al poder y otra, muy distinta, ejercer ese poder en clave democrática. Esto significa que, de un proceso electivo auténticamente democrático, pueden emerger tiranías.

Si se asume que una coalición con la mayoría de los sufragios adquiere el legítimo derecho subjetivo de gobernar, entonces valdría preguntarnos: ¿quién o quiénes son los sujetos obligados por ese derecho subjetivo? ¿Quién o quiénes deben colmar esa pretensión o expectativa futura y justificada en una norma jurídica? ¿Corresponde al conjunto de actores políticos, principalmente de oposición a esa coalición mayoritaria?

Se podría pensar que quien obtiene el triunfo electoral tiene el derecho de determinar la dirección social y a reclamar de la oposición la conformidad con las decisiones que se tomen por quienes obtuvieron la mayoría obtenida en las urnas. Bajo esta lógica, quien o quienes perdieron la elección deben ceder el terreno a la visión del triunfador.

Por lo tanto, en este modelo el rol de las mayorías es gobernar, no bajo el paradigma de los derechos fundamentales ni del estado de derecho, sino con la voluntad de las mayorías políticas.

En una sociedad plural que ha elegido a la democracia como el régimen bajo el cual el poder político se distribuye y se ejerce, no son coherentes las visiones únicas y excluyentes de las minorías de cualquier tipo (étnicas, religiosas, por color de piel, lengua, identidad sexogenérica o, desde luego, por preferencias políticas).

Las minorías y la oposición política no pueden ser invisibilizadas ni exterminadas: deben ser protegidas. ¿Quién debe protegerlas?  Deben protegerse a sí mismas, pero también deben ser garantizados sus derechos por quienes ejercen el poder político: las mayorías. Propongo, a continuación, tres ideas clave sobre el papel que las mayorías deben cumplir en régimen democrático.

1. Las mayorías políticas deben articular el interés público. Los gobiernos emanados de la mayoría tienen doble responsabilidad. Por un lado, gobernar atendiendo a la visión de la ciudadanía que procuró su triunfo en las urnas; al mismo tiempo, deben velar por el interés público, el cual incluye el interés y los derechos de las minorías, no sólo por mandato de derecho internacional en materia de derechos humanos, sino también porque la democracia asume que toda minoría tiene capacidad de ser mayoría en elecciones futuras.

En su calidad de autoridades o representantes políticos, los cuerpos mayoritarios son expresión de la fuerza del Estado y, como tal, garantes y promotores del conjunto de derechos indisponibles para las mayorías, para el Estado o para el mercado; hablamos de los derechos fundamentales.

En Derechos débiles, democracias frágiles, el profesor Bovero explicó que nuestra era, la moderna, está marcada por los derechos fundamentales. La Declaración Universal de 1948 puede considerarse un hito que posibilitó la expansión de las democracias en el mundo.

No fue casualidad que al iniciar el nuevo milenio, la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Declaración del Milenio, estableciera que la democracia es el entorno más propicio, en los ámbitos social y político, para la salvaguarda, protección y ejercicio y protección de los derechos humanos.

Por ello es importante enfatizar que en el canon democrático el triunfo en las urnas no es un endoso para que las mayorías determinen el rumbo social en ausencia de las minorías. La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece una cláusula categórica: toda persona está obligada a respetar la ley y el orden público en una sociedad democrática, pues en democracia las personas, siendo todas libres e iguales, sólo pueden someterse a la autoridad de otras si participan en la elaboración de las normas constitucionales.

Así, los derechos fundamentales no están a disposición del mercado, pero tampoco del Estado. Su extinción se encuentra más allá del alcance de los poderes políticos, sea cual  fuere el origen de éstos (elecciones o golpe de Estado), sea cual fuere el régimen (democracias o dictadura), o sea cual fuere la forma de gobierno (presidencial o parlamentaria).

Las coaliciones mayoritarias deben promover la cohesión narrativa sobre la unidad nacional basada en la pluralidad. Cuando una mayoría se asume como la única identidad o ideología legítima para dirigir el rumbo de la comunidad, desconoce y atenta contra el principio de unidad nacional.

Este principio reconoce en la multiculturalidad y la diversidad una fortaleza para delinear la identidad de una comunidad política. Por lo tanto, la narrativa que se apropia de la legitimidad basada en la diferencia de raza, religión, origen partidario, creencias o ideologías políticas, se aparta de la aspiración democrática. De esta forma, en realidad, desconoce los derechos fundamentales, específicamente en materia política de las minorías, al crear y difundir un discurso supremacista.

Las mayorías, vistas bajo la lente democrática, deben evitar basar sus decisiones en ideologías políticas excluyentes.  Para decirlo en términos de Sir Bernard Crick, el pensamiento ideológico es contrario al pensamiento político.

* Roberto Heycher Cardiel Soto es Director Ejecutivo de Capacitación Electoral y Educación Cívica (DECEyEC) del Instituto Nacional Electoral; Secretario Técnico de la Comisión de Capacitación Electoral y Educación Cívica, así como del Comité Editorial del Instituto; y forma parte del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Puedes seguirlo en @robertheychermx y en @ReformasLATAM

Lo personal y lo político: propuesta para una concertación de la oposición en Nicaragua. Zoilamérica Ortega Murillo. 31 de octubre de 2022

He tenido un largo camino de relación con «la política» y con «lo político». Nació conmigo. Estaba en la historia familiar, en el parentesco de mi abuela con Sandino y en el antisomocismo que respiré desde mi infancia. Con el tiempo, aprendí la única diferencia entre «la política» y «lo político»: la política se ha percibido por muchos como un escenario ajeno a lo cotidiano; algo en lo que para participar se deben acumular medallas, trofeos, premios.

En resumen, méritos para hacerte de una imagen pública que justifique alcanzar un estatus diferente. Sin embargo, en mi experiencia particular, «la política» era algo así como una burbuja a la que se puede, o no, pertenecer. En ello hay varias dicotomías: ¿se estudia para ser político o hay que participar en alguna «lucha», batalla o guerra real o simbólica para ser político? Si fuera esto último, la conclusión nos llevaría a pensar que hay que ser casi un héroe para ser político.

Para complicar la reflexión anterior, basándome también en mi propia experiencia, asumí tres variables: las jerarquías políticas, la ideología política y la «línea política». Este trinomio garantizaría siempre el poder político. En mis momentos de adolescente haciendo política, me enfocaba en esas tres cosas.

Primero, proteger un liderazgo político, intentar que nada me apartara de la doctrina política que había aprendido, y una ceguera que me condicionó a nunca discutir órdenes sino a aceptarlas con la sumisión de una verdadera hija de la política. Hoy, algunas de las experiencias citadas son las causas, entre muchas otras, de que tengamos una dictadura autoritaria y una cultura política que nos atropella

En el contexto actual, la liberación de nuestra Nicaragua ha tropezado con obstáculos que parecen ser tan fuertes como el mismo apego patológico de la dictadura con el poder. Uno de ellos ha sido las dificultades para tener una gran concertación, la unidad organizacional que permita coordinar los métodos de resistencia y lucha cívica y, por supuesto, que pueda gestar la visión programática para el país del futuro.

Se resume en una alianza de grupos que nos permita a todos y todas saber que vamos a salir de la dictadura juntos y que, el día después del fin de la dictadura, estaremos preparados para empezar la reconstrucción de nuestra Nicaragua.

Cuando se piensa en el listado de razones por la que los distintos grupos de oposición no caminamos organizados de manera conjunta, y algunos hasta huyen de la llamada «unidad», existen argumentos de toda índole. Algunos son factores que combinan lo histórico, lo ideológico y lo emocional.

Hay quienes se niegan a unirse porque se juraron no comprometerse con los que, en el pasado, actuaron de una u otra manera. Otros no favorecen la unidad por la desconfianza que les alerta de la posibilidad de ser traicionados por los mismos de siempre. Nadie quiere correr el riesgo, menos aún, pagar las consecuencias. También están los que se plantean incapaces de encontrar puntos medios en temas ideológicos, tales como el libre mercado, género o espiritualidad, entre otros.

A estos argumentos se suman incluso las interrogantes nunca resueltas sobre la narrativa y sobre la metodología para gestar estas alianzas políticas. ¿Se debe llamar diálogo? «No, porque antes de dialogar necesito saber exactamente lo que vamos a dialogar», dicen algunos. ¿Y si lo llamamos «negociación»? «No, porque no tenemos nada que negociar. Nos unimos solo para derrocar a la dictadura y no necesitamos más». ¿Entonces lo llamamos «acuerdo» ? «No, porque eso suena a pacto y los pactos no son bien vistos». 

No está demás decir que a estas se suman preguntas sobre los protagonistas de los mencionados procesos: ¿Con quién hay que concertarse? ¿Con quién hay que unirse? Y entonces, vienen respuestas devenidas de la experiencia: «No… Esos no tienen gente»; «No… Esos anduvieron en tal o cual grupo».

También los más exigentes condicionan su participación dependiendo de quiénes representarán a los otros grupos. Ahí nos complicamos más porque todo mundo, como se dice, «tiene cola». Se suma a esto la creencia de que, detrás de cada grupo, hay un gobierno extranjero financiando la llamada concertación de actores de la oposición. Y luego viene la sospecha principal: la muy temida posibilidad de que un diálogo entre la oposición vaya a desembocar en un diálogo con la dictadura. Esto último ya nos lleva a concluir que es mejor cerrar toda opción a articularnos.

En conclusión, queremos unirnos solo con quienes nunca han cometido errores políticos, con quienes nos garanticen probidad histórica y con quienes tenemos coincidencias de principios y programas.

Todas estas posiciones desconocen que cada uno de nosotros hemos estado inmersos en un contexto de violencia política brutal. Nuestras organizaciones y nosotros, como personas, somos sobrevivientes o víctimas, o partícipes de esta contienda. Todos tenemos historia, y además de eso, todos hemos sufrido traiciones, decepciones o hemos tenido que mutar de un grupo a otro porque alguien nos purgó, desconfió o nos vio como amenaza.

Olvidamos que la dictadura hizo un esmerado y exitoso trabajo de vincularnos a ellos en algún momento de su historia. La dictadura ha manchado nuestras banderas bien intencionadas o, lo que es peor, nos generó divisiones oportunistas para su propia conveniencia y caímos en la tentación de separarnos de algún grupo y entrar en otro. Todos venimos de algún pedazo de Nicaragua. Todos venimos de alguna organización que se desarticuló por conflictos internos o que la desarticuló el régimen.

Haciendo la descripción anterior, todo parece remitirnos a la dimensión de «la política» o de «lo político»: se nos olvida que quienes representamos a los grupos y organizaciones en todos estos procesos somos personas. Dentro de cada uno de nosotros hay emociones, sentimientos, subjetividad, historia…

Dicho de otra manera, la desconfianza, el miedo, la duda, las alertas y el enojo reprimido, o la antipatía a una persona (aunque sea en el ámbito político) son factores que forman parte del área de la personalidad.

En oposición a todo esto, se requieren actitudes y valores, es decir, competencias socioemocionales y políticas para ser capaz de aceptar al otro. Se trata de no imponer siempre mi criterio como el más importante, de aprender a relacionarme con alguien sin darle toda mi confianza. Se podría añadir que se necesita autoestima para tener liderazgo sin estar siempre en primera fila.

La humildad es una virtud que acompaña la capacidad de cederle el lugar visible a otro de forma alterna y rotativa. Se necesita madurez para reconocer que ya es hora de dar un paso atrás y ceder a otra generación la representatividad; aceptar que no soy el mejor puente para transitar hacia el futuro. Todo esto nos demanda un acto de grandeza humana y profunda coherencia personal.

Entonces, ¿la coherencia personal es algo diferente de la coherencia política? La pregunta quizá no se entiende hasta que se vive. En mi propia historia de violencia he aprendido que lo personal es político. Tener un tipo de conducta personal distinta a la política implica contradicción y doble moral. Y por eso es necesario que, ateniéndonos a la verdad y a la ética, empecemos a reconocer que no hemos logrado la unidad política contra la dictadura porque no hemos logrado tampoco aceptarnos y unirnos como seres humanos diferentes. Y las coincidencias políticas pueden ser difíciles, pero las coincidencias humanas están en nuestra esencia.

Proponernos una concertación de ideas, propósitos y visión del cambio y libertad de Nicaragua requiere, primero, ser capaces de tener voluntad personal. Yo no creo que personas que no se aceptan entre sí, que no se pueden dar la mano, mirarse a los ojos o escucharse puedan siquiera encontrar mínimas coincidencias políticas.

La falta de aceptación nos lleva a las intolerancias, a los estigmas, a los prejuicios y a una serie de barreras que, a fin de cuentas, justifican nuestra incompetencia para descubrir en «los otros», se llamen de izquierda, de derecha o de cualquier otra corriente, puntos mínimos para la liberación y reconstrucción de Nicaragua. 

Y si lo personal es político, yo en este momento de mi vida estoy aprendiendo de la coherencia de aceptar, con amor, el abrazo, la risa, la complementariedad y hasta de dejarme intrigar por lo diferente. Me he atrevido a buscar lo diferente para entenderlo, para aprender de ello e incluso, recibirlo en mi corazón para el resto de mi vida. En lo diferente hay sorpresas.

Es imperativo reconocer que no basta la voluntad política para concertar, también hay que tener voluntad personal. Este acto complementario de voluntad personal y voluntad política es una demanda ética de la sociedad nicaragüense para quienes decimos querer un país diferente. Nuestra incoherencia ante el desafío de la concertación ha representado desesperanza para los y las nicaragüenses. También estamos ante la oportunidad de crear precedentes de nuevas formas de relacionarnos dentro del escenario político. Humanizar las dinámicas de los vínculos y comunicación entre políticos, que siempre serán personas, ojalá, al servicio de su comunidad y sociedad.

¡Domingo Santacruz, hasta la victoria siempre!

SAN SALVADOR, 8 de febrero de 2023 “Con un inmenso dolor recibimos la noticia esta mañana de la muerte de nuestro querido camarada Domingo Santacruz…mis condolencias para su esposa Zoila y sus hijos…” expreso Roberto Pineda, director del Servicio Informativo Ecuménico y Popular (SIEP).

Agregó que “Domingo, originario de Ahuachapán, de seudónimo Eduardo, dedicó más de 60 años de su vida como fundador del Movimiento Revolucionario 2 de Abril, luego del FUAR, y como militante comunista en las filas del Partido Comunista y luego del FMLN a la lucha por un El Salvador socialista, por la liberación del pueblo salvadoreño.”

Subrayó que “ya hoy Domingo esta acompañando en la eternidad a sus dos hijos, Danilo y Jorge,  que cayeron en combate durante la Guerra Popular revolucionaria de los años ochenta, así como a su querido amigo y compañero de mil batallas, Jorge Schafik Handal.”

Relató que “conocí a Domingo a mediados de los años ochenta en México, cuando era el responsable de Finanzas del PCS,  y  me sorprendió unos meses después volver a encontrármelo en un restaurante de San Salvador, lo más tranquilo, planificando diverso proyectos, con muchas ideas para gestionar fondos… “

“Luego de la guerra, siguió con múltiples actividades revolucionarias, incluyendo promover la educación política y la organización de los sectores profesionales mediante el  MPTIES, Movimiento de Profesionales y Técnicos de El Salvador, y luego en 2009 es nombrado como nuestro primer Embajador en Cuba y luego en Venezuela.”

Finalizó diciendo que “el ejemplo de militancia revolucionaria Domingo Santacruz sirvió y servirá para que las nuevas generaciones de revolucionarios se eduquen en la entrega a los más altos intereses de nuestro sufrido pueblo. Querido Domingo, ¡hasta la victoria siempre!”

El marxismo latinoamericano ante dos desafíos: feminismo y crisis ecológica. Luis Vitale. 1983

Los marxistas latinoamericanos no han tomado aún plena conciencia de los desafíos fundamentales de la última década. Cuando parecía haberse superado el dogmatismo, se ha producido una parcial involución, cayendo en una posición a la defensiva frente a problemas como la insurgencia femenina, la crisis ambiental, la relación etnia-clase, el papel revolucionario de otras capas explotadas -y no solo del proletariado- puesto de manifiesto en la revolución nicaragüense y salvadoreña, el proceso de regionalización de la revolución latinoamericana y el socialismo que queremos.

Está de moda hablar de la crisis del marxismo. A nuestro modo de entender, lo que está en crisis es el marxismo convertido en escolástica, el dogmatismo sedicentemente marxista, el estalinismo, el neo- y el mao-stalinismo. En ese nuevo catecismo todo parece reducirse a las «siete leyes inmanentes» de la dialéctica, al binomio fuerzas productivas-relaciones de producción o a la fórmula cuasi mágica de estructura-superestructura para explicar de un modo reduccionista los complejos y multifacéticos problemas de las formaciones sociales

Así se fue forjando una nueva ortodoxia que transformó al marxismo en filosofía, tirando por la borda la herencia de sus fundadores que lucharon precisamente por la supresión de la filosofía como ideología. Y se pretendió no solo convertir al marxismo en filosofía sino también en una nueva ciencia, en una ciencia de las ciencias. En nombre de la sedicente ciencia marxista Althusser llegó a negar la teoría de la alienación, calificándola de mera ideología, cuando constituye la esencia del pensamiento de Marx.

El marxismo no necesita el certificado de ciencia para legitimarse en las aulas universitarias. El marxismo es más que una ciencia. Es una teoría y una praxis para construir una nueva sociedad, para derrocar a la clase dominante y reemplazarla por un gobierno de obreros, campesinos y demás capas oprimidas de la sociedad, que permitirá construir un socialismo autogestionario y basado en la auténtica democracia de los trabajadores, con el fin de extinguir progresivamente el Estado hasta llegar a la sociedad sin clases. Esto es y no es ciencia. Es también política.

Construir una nueva sociedad -distinta de los actuales «socialismos burocráticos reales»- es más que una ciencia. Por eso, el planteamiento estratégico de Marx no fue la mera formulación economicista relacionada con los medios de producción, sino la lucha permanente por liquidar la alienación humana.

Esta teoría no está en crisis. Lo que está en crisis es la ideología pervertida del denominado «campo socialista» que con sus deformaciones burocráticas y abiertamente represivas y autoritarias -al estilo Jaruzelski- ha distorsionado la imagen del socialismo proyectada por los fundadores del marxismo. Está en quiebra, también, la forma de generar el poder en la sociedad global y dentro del partido.

De más está decir que ante todo está en crisis el pensamiento burgués. Ni el liberalismo, el neopositivismo, el neotomismo y el estructural funcionalismo, ni los postulados de un Spengler, un Mannheim, un Popper o un Toynbee han podido superar la falta de un proyecto histórico de sociedad que viene arrastrando hace más de un siglo el sistema capitalista mundial. Las únicas banderas que dicen representar, la libertad y los derechos humanos, se disuelven como pompas de jabón ante realidades tan evidentes como las masacres de Vietnam, El Líbano y Centroamérica.

Periodización tentativa del pensamiento marxista latinoamericano

Podrían señalarse las siguientes fases: la de gestación (1870-1910), caracterizada por la divulgación de los libros de Marx y Engels, la organización de las seccionales de la Internacional y la elaboración de los primeros programas socialistas por Enrique Roig y Carlos Baliño en Cuba, Rhodakanaty y Zalacota en México, Vázquez y Vasseur en Uruguay y el alemán H. Ave Lallemant, que hizo uno de los primeros análisis marxistas de Argentina, publicados en El Obrero y en Die Neue Zeit, además de ser fundador del movimiento obrero argentino, junto a otros inmigrantes que se quedaron definitivamente en ese país. Paralelamente, surgió el pensamiento socialdemócrata, bernsteiniano, liderado por J. B. Justo.

En la segunda fase (1910-1930), se destacaron precursores de la talla de Recabarren, Salvador de la Plaza, Mariátegui, Mella y Ponce. Entonces se planteó creadoramente la cuestión de la tierra ligada al problema indígena, la unidad de los pueblos latinoamericanos retomando el pensamiento bolivariano en un nuevo contexto de clase, la lucha nacional-antimperialista y el carácter socialista de la revolución.

La tercera fase, que transcurrió desde 1930 hasta 1960, estuvo caracterizada por un proceso de esclerosamiento ideológico que condujo a un dogmatismo incapaz de ver más allá de lo que dictaban los manuales de la Unión Soviética. Fueron los tiempos en que había que fabricar tesis, como la de América Latina feudal, al servicio de la estrategia de turno: el Frente Popular, expresión de la teoría de la revolución por etapas.

Tuvo que advenir una gran revolución, como la cubana, para que pudiera romperse el corsé estalinista, inaugurando la cuarta fase, una de las más ricas del pensamiento marxista en nuestro continente. Se inició así el cuestionamiento de los manuales, del llamado materialismo dialéctico y de la interpretación escolástica de nuestra historia. Esta ruptura con el dogmatismo ha tenido subperiodos de alza, de la Revolución Cubana al triunfo popular de Allende; de estancamientos, como los sufridos a raíz de los golpes militares en el Cono Sur, que «choquearon» a los intelectuales marxistas; y de resurgimientos estimulados por el triunfo de la revolución nicaragüense.

En general, han sido 20 años de continuo enriquecer del pensamiento marxista latinoamericano, que se expresa en la reinterpretación de las historias de cada país, de los nuevos papeles del Estado, de los nuevos sectores de clase, de la llamada «marginalidad», de los movimientos sociales, etc.

Hemos tenido un rico debate sobre los modos de producción y las formaciones sociales, que puso al desnudo la ideologización hecha por el estalinismo en relación con una supuesta existencia de feudalismo para justificar su política de colaboración de clases con la burguesía industrial «progresista».

Hemos logrado romper los esquemas y modelos europeos que se aplicaban acríticamente a nuestras sociedades atrasadas semicoloniales, aunque todavía quedan algunos con «mente colonizada», como diría Franz Fanon.

A pesar de la derrota sufrida por los partidarios de la concepción unilineal de la historia, que rebuscaron obstinadamente en América Latina la secuencia esclavismo-feudalismo-capitalismo, ha vuelto a resurgir un dogmatismo tardío, bajo un nuevo ropaje. Su portavoz más publicitado es Marta Harnecker, repetidora fiel de los modelos del estructuralismo althusseriano. Ha llegado el momento de hacer un anti-Dühring para América Latina, salvando en lo puntual, por supuesto, las distancias entre el señor Dühring y la señorita en cuestión.

La discusión sobre el carácter de la dependencia abrió un nuevo campo de investigación a los pensadores marxistas, que comenzaron a cuestionar la teoría desarrollista de la Cepal, poniendo de manifiesto que era otra ideologización al servicio de una nueva reasociación del capital privado y estatal con el capital monopólico internacional. Sin embargo, algunos pretendieron erigir la «dependencia» como una nueva teoría, cuando en realidad se trata de una categoría de análisis que puede utilizarse en las fases de la historia latinoamericana, despojándola de la ideología de los «dependentólogos», de su metodología estructuralista, del dualismo centro-periferia y, sobre todo, del enfoque aséptico que ha menospreciado el papel de la lucha de clases.

Una nueva generación de marxistas ha comenzado a criticar la llamada «teoría de la dependencia» –cuyo estancamiento es obvio– por haber unilateralizado el análisis, al poner el acento en el carácter exógeno de nuestra economía, en detrimento del estudio de las relaciones de producción y del conflicto de clases.

Los llamados factores «externos e internos» forman parte de un mismo proceso global insertado en el sistema capitalista mundial. Las relaciones de dependencia se expresan tanto a través de la opresión semicolonial y étnica, como de la explotación de clase, las repercusiones de la crisis ecológica y las formas especiales de opresión de la mujer en América Latina.

Etnia-clase-sexo-colonialismo constituyen en América Latina partes interrelacionadas de una totalidad dependiente que no puede escindirse, a riesgo de parcelar el conocimiento de la realidad y la praxis social, como si por ejemplo las luchas de la mujer por su emancipación estuvieran desligadas del movimiento ecologista, indígena, clasista y antimperialista, y viceversa.

Solo a la luz de este análisis totalizante de la formación social podemos enfocar problemas como los del feminismo y la crisis ecológica.

Feminismo y marxismo

Los «marxistas» fosilizados y lamentablemente la mayoría de los partidos de la izquierda latinoamericana no se han atrevido a dar una respuesta integral a las luchas de la mujer por su emancipación, aunque existen algunos promisorios avances en Cuba y Nicaragua. Basta mirar los programas y la praxis diaria de la mayoría de esos partidos para comprobar que su «comprensión» del problema no va más allá de permitir tímidas reformas que, a fin de cuentas, mediatizan la lucha feminista.

Ni qué decir si uno se adentra en la vida interior de esos partidos, donde en las células o núcleos se reproduce la misma forma de dominación machista, autoritaria y represiva, que en la sociedad global: los hombres dirigen y teorizan, las mujeres hacen de secretarias, servidoras de café y organizadoras de fiestas para recolectar fondos destinados al partido. Los dirigentes de los comités centrales, temerosos de perder votos, no quieren que se les mencione la posibilidad de hacer una campaña por el derecho al aborto, a pesar de estar informados que en cada uno de nuestros países entre medio y un millón de mujeres practican anualmente el aborto ilegal, con todos sus riesgos fatales.

Los partidos autodenominados «marxistas-leninistas» tratan de minimizar las luchas de la mujer manifestando que el movimiento es diversionista y ¡cuando no! pequeño burgués, ya que sus reivindicaciones específicas tenderían a desviar el proceso de la lucha de clases, como si el combate de la mujer estuviera desligado de esa lucha de clases que tanto propugnan y tan poco practican.

Prometen a las mujeres que su liberación comenzará con el socialismo. Dicen luchar contra el sistema, pero parecen ignorar que el sistema de dominación se afirma también en la ideología de la opresión femenina. Se niegan a reconocer que los pioneros del marxismo no alcanzaron a formular una teoría sistemática de la explotación y opresión de la mujer. La mayoría de los marxistas creyó que la incorporación masiva de la mujer al trabajo sentaría las bases esenciales para la liberación femenina. La realidad ha demostrado que eso no basta. Más aún, la revolución socialista es la condición sine qua non para iniciar el proceso de emancipación de la mujer, pero no lo garantiza. El curso deformado de las revoluciones socialistas ha demostrado que aún subsisten ciertas formas de explotación de la mujer y que los hombres se resisten a perder sus privilegios, superviviendo rasgos heredados de la familia patriarcal burguesa.

Los varones marxistas latinoamericanos por su parte, tampoco se han atrevido, salvo excepciones, a dar una respuesta al desafío planteado por más de la mitad de la población. Manuel Agustín Aguirre, el que suscribe y otros, hemos intentado hacer algunas contribuciones sobre el tema, tratando de señalar la especificidad de las luchas de la mujer latinoamericana: su etnia indígena y negra, sus prejuicios condicionados por la ideología de la clase dominante, sus creencias religiosas, su sobrecarga de trabajo hogareño y el especial machismo que soportan.

Pero los aportes fundamentales han sido realizados por las propias mujeres latinoamericanas, lo cual constituye una clara expresión de la renovación del pensamiento marxista. Una Giovanna Machado en Venezuela, Mirta Henault, Elena Gil e Isabel Larguía en Argentina, Lourdes Arispe en México, Margaret Randall, Viezzer Domitila en Bolivia, la Revista FAM de Ecuador, y otras de Perú, Colombia, México y Brasil, son muestras elocuentes de una teoría propia, latinoamericana, que se está abriendo paso con sus propias fuerzas.

La teoría marxista acerca de la mujer debe considerar que no es solamente oprimida, postergada y objeto sexual, sino desentrañar su proceso de explotación económica y la magnitud de su contribución a la acumulación originaria de capital desde la colonia y a la ulterior consolidación del modo de producción capitalista. La base de la opresión es la explotación. Las diferentes variantes de alienación sexual, psíquica y cultural tienen como basamento la alienación en el trabajo, dentro y fuera del hogar.

La mujer: reproductora de la fuerza de trabajo

La función básica que realiza la mujer es la de reproducir la fuerza de trabajo. El capitalismo no invierte un centavo en esa reproducción. La mujer se encarga de la reproducción sin que el capitalismo retribuya su trabajo. Parece increíble, pero hay que repetirlo: la crianza de los hijos es un trabajo, un trabajo no remunerado.

Detrás de la ideología, que pretende idealizar el papel de la madre, están los intereses del capitalismo para asegurar, sin inversión, la reproducción de la fuerza de trabajo. El trabajo «doméstico» de la mujer, considerado como función natural, complementa el salario o «trabajo necesario» del obrero o empleado.

Un ideólogo burgués podría argumentar que la alimentación de los hijos es subvencionada por el pago del salario. La verdad es que el «trabajo necesario» pagado al trabajador solo alcanza para que se mantenga y vuelva con nuevas energías a la producción. Sin el trabajo de la mujer en el hogar, dicho salario no bastaría para la familia. La mujer realiza un trabajo no remunerado en la preparación de los alimentos para el hombre que tiene que seguir entregando plusvalía en la empresa. La mujer no solo cría hijos y elabora gratis la comida sino que también produce valores de uso, como vestidos, tejidos, etc. Los marxistas latinoamericanos tenemos que analizar las especificidades de esta explotación económica en América Latina, como parte del enriquecimiento a la Economía Política en relación con el proceso de acumulación capitalista.

La teoría del valor-trabajo sirve para explicar el fenómeno de la plusvalía y del excedente económico, pero no ha evaluado el significado del trabajo de la mujer como factor decisivo en la reproducción de la fuerza de trabajo. No se trata de aplicar la teoría de la plusvalía al trabajo doméstico de la mujer, ya que en esta labor no se dan las reglas del juego capitalista: trabajo necesario y trabajo excedente. No hay extracción de la plusvalía por parte del hombre en relación con el trabajo de la mujer en el hogar, pero hay una transferencia de valor al conjunto del sistema capitalista.

La mujer realiza un trabajo, y todo trabajo produce valor. Si la mujer que trabaja en el hogar produce un valor, cabe analizar cómo se manifiesta ese valor. Es evidente que los alimentos y vestidos producidos en el hogar son valores de uso. Pero el problema se hace más complejo cuando se trata de la reproducción de la fuerza de trabajo destinada al mercado laboral.

Marx demostró que la fuerza de trabajo es una mercancía en el capitalismo. El obrero-mercancía vende «libremente» su fuerza de trabajo una vez que ha sido criado por su madre. Sería osado deducir de esta afirmación -como lo han hecho ya algunas autoras- que la madre produce mercancías. Lo que hace la mujer es reproducir gratis la fuerza de trabajo que luego se convertirá en mercancía en el momento en que el obrero se ofrece por un salario.

La explotación de la mujer en el capitalismo

Otro de los trabajos no remunerados de la mujer se realiza en las pequeñas explotaciones indígenas y campesinas de tipo familiar. El trabajo no remunerado de esposa e hijas en las labores de campo permite al campesino vender sus productos a bajos precios. El capitalismo se beneficia de estos precios de los productos de consumo popular porque los trabajadores pueden adquirirlos para renovarse como fuerza de trabajo. De modo que la explotación de tipo familiar -que obviamente no es capitalista- sirve para reforzar el proceso de acumulación. Es fundamental investigar en qué medida han tomado conciencia de esta explotación las mujeres indígenas y campesinas y si estarían dispuestas a luchar para que su trabajo sea remunerado.

Las mujeres obreras y empleadas entregan tanta o más plusvalía que los hombres porque son contratadas con bajos salarios, en los llamados trabajos «no calificados». La verdad es que en algunas industrias la productividad de la mujer es superior a la de los hombres y, por tanto, la plusvalía producida es mayor. Este es otro tema de investigación para el marxismo latinoamericano; es fundamental porque permitiría explicar el proceso de acumulación de capital en la primera fase de la industrialización por sustitución de algunas importaciones que se dio en América Latina entre 1930-1960, con mayor incidencia del capital variable. Hay que estudiar -como se ha hecho en Japón- en qué trabajos «no calificados» la mujer es capaz de alcanzar una velocidad de ejecución y una minuciosidad que el hombre no puede lograr.

Si el marxismo latinoamericano pudiera demostrar este tipo de explotación ayudaría a que las obreras y empleadas tomen conciencia de la necesidad de luchar para que a igual trabajo, calificado o no, se pague igual salario, terminando así con la discriminación por sexo en el trabajo. Quizá ese convencimiento las lleve a exigir una Secretaría de la Mujer en los sindicatos, como se hace en España, y desde esa trinchera organizada de clase, defender el derecho al aborto, luchar para no ser despedida en caso de embarazo y reafirmar el derecho de la mujer a hacer libre uso de su cuerpo.

El numeroso contingente de mujeres que trabajan por cuenta propia en América Latina produce valores de cambio, como vestidos y alimentos. Otras son explotadas por las empresas que les dan trabajo a domicilio. El marxismo tiene que analizar cómo ha bajado el salario real a través de la integración de la mujer al masivo ejército industrial de reserva. La mujer no solamente reproduce la fuerza de trabajo que engrosa esa masa de cesantes, sino que también es parte potencial y real del propio ejército de reserva de mano de obra.

Las mujeres latinoamericanas se han organizado, todavía minoritariamente, en movimientos autónomos, democráticos y antiautoritarios, muchos de ellos convocados al Segundo Congreso Latinoamericano de Mujeres a realizarse este año en Perú. Están en contra del verticalismo partidario que las frustró por ser en el fondo una expresión de la sociedad patriarcal represiva. Los hombres de izquierda deben entender que la mayoría de las mujeres no solo luchan por sus reivindicaciones específicas, sino también por una forma alternativa de comunidad igualitaria, proyecto histórico del cual tienen mucho que aprender los marxistas. Quizá las mujeres jueguen un papel clave en la estructuración de una nueva concepción de partido y de generación del poder. De ahí, las numerosas coincidencias estratégicas entre el movimiento feminista y el de los Verdes ecologistas.

Ecología y marxismo

El marxismo tiene otro gran desafío: dar respuesta teórica y política a la crisis ambiental, porque en torno de esta cuestión clave se está jugando la supervivencia de la humanidad. El dilema «socialismo o barbarie», planteado por Rosa Luxemburg, está más vigente que nunca.

Los marxistas han descuidado el estudio del ambiente, reaccionando muchos de ellos a la defensiva, negando la trascendencia de la crisis ecológica o denunciando los grupos ecologistas como movimientos diversionistas que distraen la atención de las tareas de la lucha de clases. Uno se pregunta si esta falta de respuesta de la izquierda, y especialmente de los partidos comunistas, se debe a que en la URSS, los países de Europa oriental y China existen similares impactos ambientales, ya que aún no han inventado una tecnología distinta a la del capitalismo industrial, que no altere los ecosistemas.

La indiferencia de la izquierda latinoamericana ante la crisis ecológica ha facilitado el camino para que un «ecologismo demagógico», de ideología burguesa, arrebate ciertas banderas al auténtico movimiento ambientalista reduciendo la crisis a la contaminación y el conservacionismo.

También se ha desarrollado un «dogmatismo energético», que plantea el problema de la energía por encima de las clases, como si los flujos energéticos no estuvieran mediados por las relaciones de poder. Se ha llegado a plantear que la ecología ha superado al marxismo y su teoría de la lucha de clases, no advirtiendo que la crisis ambiental solo será superada a través de la lucha de clases, del enfrentamiento con los explotadores, responsables del deterioro ambiental.

También los «desarrollistas» se han puesto a la moda incorporando la «variable ecológica» y el estudio del «medio ambiente», según los informes de los últimos años de la Cepal. Antes que nada, es necesario aclarar que el ambiente no es «medio», sino la totalidad constituida por la naturaleza y la sociedad humana. Por eso es un error hablar de medio ambiente; la palabra medio debe utilizarse en relación al medio natural, medio geográfico, etc. Es también incorrecto emplear el término «variable ambiental» porque el ambiente no es ninguna variable sino el todo.

Cuando los teóricos de la Cepal se refieren a la necesidad de incorporar la «dimensión» ambiental, quieren expresar que toda planificación económica debe contemplar la «variable» ambiental. En rigor, debería partirse de la planificación ambiental y dentro de ella considerar la variable económica. Pero la Cepal no plantea el problema de esta manera porque le interesa el «crecimiento sin deterioro» o «el desarrollo con el mínimo daño permisible», modelo de por sí falso, ya que es el actual tipo de desarrollo capitalista el que precisamente ha conducido a la crisis ambiental más grave de la historia. La Cepal trata de conciliar lo inconciliable: desarrollo capitalista y mínimo deterioro ambiental.

Ahora están preocupados de determinar la «oferta ecológica» potencial. Cabe preguntarse: ¿quién cuantifica la oferta ecológica? y ¿quién se la apropia? Paralelamente, sugieren incorporar a las «cuentas nacionales» los recursos naturales para registrar el monto del deterioro. ¿Acaso las cuentas nacionales no son controladas por la misma clase social que provoca el deterioro?

Las sugerencias de la Cepal para un «crecimiento sin deterioro» se hacen en un momento en que las transnacionales están trasladando a Latinoamérica industrias altamente contaminantes, reactores nucleares y empresas de alto consumo energético. El nuevo modelo de acumulación, basado en el crecimiento de las industrias de exportación no tradicionales, va también en contra de toda ilusión de un crecimiento sin deterioro. El aumento de la inversión extranjera, de 18.000 a 38.000 millones de dólares entre 1967 y 1975 en América Latina, se ha dado precisamente en las industrias de mayor impacto ambiental. ¿Cómo hará la Cepal para pedirle a esas transnacionales un crecimiento con el «mínimo daño permisible»?

Naturaleza y sociedad

Los marxistas deben partir del reconocimiento que han estudiado solamente la sociedad humana. Para comprender la totalidad naturaleza-sociedad, que es el ambiente, es necesario retornar a la concepción de la historia formulada por Marx, a la indisoluble relación entre naturaleza e historia. Así, podrá entenderse el proceso de la naturaleza socialmente mediada por la producción de bienes materiales. El fenómeno de la producción es el aspecto más relevante de la interacción naturaleza-sociedad. Para estudiar esta interrelación hay que crear una nueva disciplina, o Ciencia del Ambiente.

Las actuales ciencias y subciencias parcelan la realidad.

Los marxistas tenemos que reexaminar la forma en que los ecosistemas condicionaron nuestros modos de producción desde la sociedad precolombina y cómo la ecobase determina la productividad de los recursos naturales, afectando las condiciones de producción, es decir, estudiar la incidencia de los ecosistemas en la formación del valor, especialmente en la renta de la tierra de nuestros latifundios y haciendas.

Comprendiendo la interrelación entre naturaleza y sociedad global humana, tomará una nueva dimensión la Economía Política, al analizar los costos ecológicos de la explotación petrolera, del cobre, estaño, madera y demás materias primas. De este modo, podrá plantearse una clara política de protección a los ecosistemas, denunciando los desastres ambientales provocados por el capitalismo y los regímenes burocráticos, al mismo tiempo que adquirirá un perfil más claro el tipo de socialismo que queremos.

Mientras el marxismo europeo discute acerca de las nuevas alternativas de vida, en América Latina seguimos repitiendo viejos esquemas de la transición, ignorando el papel que pueden jugar en la lucha social los movimientos feministas y ecológicos en el diseño de una nueva sociedad y de una nueva calidad de vida.

Hasta ahora la izquierda latinoamericana ha criticado solamente el régimen de producción del sistema capitalista, pero no el estilo de consumo ni lo que se produce. Hay que cuestionar tanto las pautas de consumo como el tipo de producción, criticando los monocultivos que han proliferado en América Latina en función de las empresas agroindustriales y postulando una diversificación que incorpore las experiencias de la agricultura campesina.

En tal sentido, los marxistas tienen mucho que aprender de los indígenas y campesinos que conocen mejor que muchos técnicos de escritorio el funcionamiento de los ecosistemas naturales y los riesgos que corren sus tierras con los pesticidas y la contaminación de las fábricas. El marxismo tiene que retomar el problema de la tierra en la tradición de Mariátegui, pero integrando la problemática ambiental. Si no se comprende la relación etnia-clase-ambiente se puede caer en un mal tratamiento del problema indígena, como le ha sucedido a los compañeros sandinistas con los misquitos, cuya única reivindicación es que se respete el derecho a la autodeterminación de su pueblo.

Nuestra izquierda sigue denunciando al imperialismo en los mismos términos de hace medio siglo, no advirtiendo que las transnacionales están trasladando reactores nucleares e industrias altamente contaminantes, que no sólo saquean nuestras materias primas y se apoderan de las industrias sino que ahora también nos envenenan el ambiente.

Algunos alientan ilusiones acerca de la posibilidad de lograr una planificación ambiental. La burguesía puede programar ciertas campañas contra la contaminación, pero jamás planificará en beneficio del ambiente de la calidad de vida del pueblo, porque la lógica de la acumulación del capital va precisamente en contra de los ecosistemas. Existe una contradicción insalvable entre la acumulación capitalista y los ciclos ecológicos.

La estrategia global de ecodesarrollo se logrará solamente en una sociedad socialista, autogestionaria y practicante de la democracia de los que trabajan, capaz de generar una tecnología propia, de bajo costo ecológico y de uso racional de la energía.

Sin ruptura del nexo semicolonial en América Latina no habrá planificación ambiental ni posibilidades de implementar un auténtico ecodesarrollo. Como dice Philippe Saint Marc: «la única manera de proteger la naturaleza es socializarla».

Los mil y un marxismos. Miguel Mazzeo. La Tizza.2018

Desde la muerte de Carlos Marx, hemos asistido al despliegue interminable de una extensa serie de marxismos. Nos referimos a un universo que va más allá de las taxonomías convencionales y que excede con creces a las diversas «escuelas del pensamiento marxista» (la Escuela de Budapest, la Escuela de Frankfurt, la Escuela anglosajona/analítica, por ejemplo).

Se habló y se habla de un marxismo engelsiano, leninista, trotskista, estalinista, maoísta, guevarista; de uno hegeliano, antihegeliano, spinozista, leibniziano, althusseriano, postalthusseriano; de uno soviético, chino, eurocéntrico, occidental, latinoamericano. También de un marxismo escolástico, cientificista, mecanicista, legal, funcionalista, estructuralista, humanista, historicista, analítico o de «elección racional».

A lo largo de la historia se identificaron marxismos economicistas o voluntaristas, racionalistas o teológicos, teoricistas o practicistas, productivistas o culturalistas, deterministas o subjetivistas, deshistorizados o historizados, colonizados o descolonizados, colonizadores y descolonizadores, dogmáticos o heréticos, oficiales o disidentes, reformistas o revolucionarios, liberales y antiliberales, parlamentaristas o consejistas, burocráticos o autónomos, politicistas o societarios, ortodoxos o revisionistas, doctrinarios y antidoctrinarios, chauvinistas o cosmopolitas, ortodoxos o heterodoxos, autoritarios y libertarios, imitativos o creativos, hiperformalizados e informales, cerrados o abiertos, sectarios o pluralistas, rígidos o flexibles, solemnes o descontracturados, gélidos o cálidos, superficiales o profundos, vulgares o elaborados y refinados, retóricos o medulares, «sagrados» o «profanos», oficiales o alternativos, opacos o relumbrosos.

Algunos marxismos se emparentaron con las ciencias naturales o físicas, otros prefirieron la cercanía de la poesía. Marx fue ubicado, ora en el laboratorio de un médico (o peor: de un entomólogo), ora en una taberna proletaria (o en un boliche de suburbio o de campo). Algunos marxismos pusieron el énfasis en los conceptos y otros en la realidad. Algunos marxismos se ocuparon de problemas epistemológicos, económicos, culturales y estéticos, otros se centraron en las cuestiones vinculadas a la estrategia revolucionaria. Algunos marxismos se afincaron en las academias, otros prefirieron las calles de las barriadas populares, las fábricas y los montes, montañas y selvas.

A fines del siglo XIX surgió un «neomarxismo», que planteaba que la concentración del capital, el desarrollo de los monopolios y la expansión imperialista reforzaban la estabilidad del sistema en su conjunto. Rudolf Hilferding puede ser considerado un representante de esta corriente.

Las críticas a estas posturas fueron delineando una ortodoxia. En el transcurso del siglo XX hubo otros «neomarxismos», estructurados sobre tópicos disímiles. Y también hubo «otras ortodoxias». Esto significa que, en el marxismo, el lugar de la ortodoxia no fue un lugar estático.

Como se puede apreciar, se trata de marxismos que, además de diversos, también han sido y son antagónicos. Pertenecen a redes conceptuales distintas, a gramáticas incompatibles, a linajes divergentes. Pero entre las condiciones convergentes, las amalgamas han sido habituales.

Existen marxismos producidos en contextos donde las perspectivas para las fuerzas transformadoras fueron radiantes; contextos de alza de las luchas populares, la organización y la conciencia política de los pueblos; y también existen marxismos elaborados en situaciones donde las perspectivas se revelaron como sombrías para estas fuerzas, situaciones de derrota histórica.

El marxismo supo ser definido, en el plano filosófico, como materialismo dialéctico: el DIAMAT, sobre el que volveremos más adelante; y como materialismo histórico: el HISTMAT o HISTOMAT, que usualmente se asocia al plano de las «aplicaciones» del DIAMAT. Este último se convertirá en la base de la monocultura soviética, pero la excederá con creces. No será la filosofía exclusiva del estalinismo. Se esparcirá ampliamente en la cultura de la izquierda marxista.

DIAMAT e HISTOMAT son unos términos que, vale recodar, Marx jamás utilizó. Marx se autodefinió como materialista, la primera vez junto con Engels en La Sagrada Familia y luego en otros trabajos. Para él, el materialismo era inseparable del socialismo y el comunismo. También en El Capital habló de un «método dialéctico» de base materialista. Suele considerarse que la mejor síntesis de la visión «materialista de la historia» de Marx está presente en el Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política de 1859.

Quien sí recurrió a estos términos fue Engels. Empleó el término «materialismo histórico» en su folleto Socialismo utópico y socialismo científico, (los artículos que lo componen fueron publicados entre 1876 y 1878). Otros trabajos suyos dieron lugar a la fórmula del «materialismo dialéctico»: El Anti-Dühring. O «La revolución de la ciencia» de Eugenio Dühring. Introducción al estudio del socialismo de 1878; Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana de 1888. También su Dialéctica de la naturaleza, elaborada en la década de 1870 y nunca concluida.

 Estas obras han funcionado como un verdadero reservorio de insumos para las lecturas más groseras del marxismo y para todos los incidentes positivistas, aunque todavía se siga viendo en ellas buenos intentos de articular ciencia y dialéctica.

Sin dejar de reconocer los aportes de Engels en otros campos, y dando cuenta de la existencia de una versión caricaturizada de sus planteos, nos cuesta mucho encontrar en estas obras pasajes enriquecedores de la dialéctica o propuestas teóricas refinadas.

Distinta es la situación cuando tomamos –como muestra de otra perspectiva– la carta de Engels a P. Ernst del 5 de junio de 1890, la carta a Joseph Bloch del 21 de septiembre de 1890 o la carta a Conrad Schmidt del 27 de octubre del mismo año. Por ejemplo, en la primera de las cartas mencionadas, Engels decía:

    «En cuanto a vuestra tentativa de explicar la cosa de una manera materialista, tengo que deciros, ante todo, que el método materialista se transforma en su contrario si, en vez de servir de hilo conductor en los estudios históricos, es aplicado como un modelo preparado sobre el cual se tallan los hechos históricos».

Gueorgui Plejanov, padre del marxismo ruso devenido antibolchevique en tiempos de la Gran Revolución de Octubre de 1917, decía que en las obras de Engels citadas, concretamente en las dos primeras, «están expuestas las concepciones que constituyen la base filosófica del marxismo». Más adelante volveremos sobre Plejanov y el «materialismo dialéctico».

También sirvieron como insumo para el DIAMAT los trabajos en los que Lenin intentó –creemos que de manera infructuosa– una «filosofía en acto», específicamente: Materialismo y empiriocriticismo de 1908. En este libro el líder bolchevique propone una crítica a los marxistas seducidos por corrientes idealistas y subjetivistas como el empiriocriticismo (Alexander Bogdanov, entre otros). El problema de fondo presente en estas obras de Engels y Lenin, y que aquí sólo enunciaremos, consiste en una comprensión de la dialéctica que es de carácter más ontológico que metodológico y relacional. En ellas la praxis, con la razón desontologizadora que le es inherente, se diluye. Como veremos, en menos de una década y al calor de acontecimientos significativos y lecturas edificantes, Lenin modificará radicalmente sus posiciones y su misma vida política se convertirá en una expresión aguda de la dialéctica.

Corresponde aclarar que no toda referencia al método del «materialismo dialéctico» o a la «dialéctica materialista» tiene las connotaciones negativas del DIAMAT. Muchas veces esas referencias remiten a la simple contraposición entre la dialéctica idealista y la dialéctica materialista, entre Georg W. F. Hegel y Marx.

Del mismo modo, no toda referencia al materialismo histórico debería asociarse al HISTOMAT. Por ejemplo, Plejanov consideraba que el materialismo histórico (el marxismo) era la versión moderna del materialismo de Baruch Spinoza, que tenía en Ludwig Feuerbach una estación inmediatamente anterior. Esta visión, por cierto tan atractiva como discutible, introduce dimensiones que no son compatibles con las tipificaciones elementales del HISTOMAT.

El DIAMAT es la antítesis de la dialéctica. Porque la dialéctica enfatiza la dinámica, la interacción recíproca entre personas y entre personas y cosas. Sus conceptos remiten a relaciones, no a sustancias.

La dialéctica incluye siempre en los conceptos un «factor de reflexión subjetiva» (en términos de Adorno). Favorece la autorreflexividad del pensamiento. La dialéctica es polifacética, está implícita en la crítica real, en la «crítica de clase», y repudia los sistemas omnicomprensivos.

Marx nos propone una reinvención de la dialéctica. Un ajuste de la misma a la dinámica propia del capitalismo; a un sistema inarmónico y desordenado en el que «todo lo sólido se desvanece en el aire»; un mundo en proceso cuyo signo distintivo es la contradicción, la oposición, la irresolución, la interiorización, la reproducción, la expansión, el exceso, la trasgresión de algún límite, el cambio y el reinicio del proceso en un punto nuevo que se bifurca en un espacio prácticamente ilimitado. Un mundo repleto de posibilidades, latencias y tendencias.

Con los años, el DIAMAT se erigió en un «sistema filosófico», en la «única filosofía revolucionaria» capaz de explicar absolutamente todo lo que acontece en el universo y sus arrabales, desde los procesos sociales a los geofísicos.

Un hito en la consolidación del DIAMAT fue la edición del libro de Nicolai I. Bujarin La teoría del materialismo histórico. Ensayo popular de sociología marxista, publicado en Moscú en 1921. Bujarin toma los costados menos disruptivos de la dialéctica hegeliana, propone un materialismo mecanicista y presenta a la dialéctica en los términos de la física.

A partir del DIAMAT se confeccionará la interminable lista de los supuestos «enemigos» del marxismo; entre otros, el psicoanálisis, el existencialismo o la cibernética. El DIAMAT, base de la Vulgata marxista, hizo del marxismo un clericalismo lóbrego y oficial e impulsó la escisión entre teoría y práctica. En este último aspecto nodal, el rudo estalinismo coincide con el más sofisticado marxismo occidental.

Hubo y hay otros marxismos que hicieron de la posición antidialéctica una profesión de fe. Fueron abiertamente antidialécticos a diferencia del DIAMAT, que asumía la dialéctica para tergiversarla y limitarla. Nos referimos al marxismo empirista y evolucionista, de base spenceriana, que llegó a proponer un reemplazo de la dialéctica por la evolución biológica o por la mirada fenomenológica.

Para Eduard Bernstein, uno de los representantes más conspicuos de esta posición, la dialéctica era una «jerga» y una «trampa», un «elemento pérfido de la doctrina marxista», una especie de deleznable prejuicio hegeliano. Kautsky también desarrolló una lectura antidialéctica del marxismo.

Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista Argentino (PSA) y traductor (en sentido estrictamente literal) de El Capital al castellano, solía decir que Marx y Engels habían sido grandes «a pesar de la dialéctica». Este tipo de marxismo constituyó un extravío, puesto que propuso una claudicación del pensamiento y asumió como punto de partida la renuncia a penetrar la realidad.

Según la clásica definición de Lenin en su Marx, el marxismo es continuación y consumación «de las tres grandes corrientes espirituales del siglo XIX, que tuvieron por cuna a los tres países más avanzados de la humanidad: la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés unido a las ideas revolucionarias francesas en general». Es por demás valiosa la ubicación del marxismo como producto histórico situado y la identificación de sus aptitudes para sintetizar las tradiciones de pensamiento más avanzadas de su tiempo y para deducir de esa síntesis (cuya proyección promueve) consecuencias emancipatorias.

    Por supuesto, nosotros y nosotras debemos relativizar la caracterización de Alemania, Inglaterra y Francia como países avanzados.

Plejanov, enfatizando una perspectiva metodológica, decía que el marxismo aportaba una solución «algebraica» y no «aritmética»: «no la explicación de las causas de los diferentes fenómenos, sino la del modo como hay que proceder para descubrirlas». Un método justo.

Labriola estimaba conveniente definir al marxismo como «comunismo crítico» y no como socialismo científico. Benedetto Croce prefería delimitarlo como un canon de interpretación histórica «extraordinariamente sugestivo». Charles Wrigth Mills consideraba que era imposible alcanzar la talla de un «científico social» sin adentrarse en el marxismo y, convencido de que el marxismo tenía la última palabra, también habló de un marxismo «creativo». Ernst Bloch identificó una corriente cálida del Marxismo.

    Mariátegui propuso una traducción fecunda del marxismo a la realidad de nuestra América: un «marxismo mestizo». El Amauta hizo del marxismo latinoamericano una «denominación de origen», un producto singular que reivindica una particular herencia cultural. Años más tarde, la Revolución cubana, Fidel Castro y el Che, se encargaron de ratificar las garantías de ese producto. En las últimas décadas la Revolución Bolivariana, con sus claroscuros, se ha erigido en baluarte de esta tradición, y el chavismo plebeyo y comunero ha realizado aportes sustanciales.

Ha generado un proceso de fermentación donde el marxismo y la trilogía compuesta por Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora se intercalan en la función de enzimas.

En una línea emparentada con Mariátegui, pero a la vez diferenciada de él, otros y otras prefirieron hablar de un «marxismo indianizado» (Fausto Reinaga, por ejemplo).

Cabe agregar que hubo muchos aportes –dispares, por cierto– a esta denominación de origen que es el marxismo de nuestra América. Inclusive se le pueden rastrear precursores al Amauta: Luis Emilio Recabarren, por ejemplo, o desarrollos paralelos, como en el caso de Julio Antonio Mella. Luego llegaron, entre otros y otras: Vania Bambirra, John William Cooke, Agustín Cueva, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Bolívar Echeverría, Florestán Fernándes, Alberto Flores Galindo, Silvio Frondizi, Michel Löwy, Ruy Mauro Marini, Fernando Martínez Heredia, Caio Prado Junior, Aníbal Quijano, Adolfo Sánchez Vázquez, Ludovico Silva, Renán Vega Cantor, Luis Vitale, Rene Zavaleta Mercado. Mencionamos arbitrariamente a unas pocas figuras que, como efecto central o colateral de su praxis, dejaron algunas huellas literarias.

En un sinfín de rincones de nuestra América, a lo largo del último siglo, una mirada atenta y desprejuiciada está en condiciones de identificar diversas expresiones de un «marxismo cafre».

Maximilien Rubel decía que el materialismo marxista era una «concepción sensualista y pragmática del mundo», una «sociología pragmática». Pier Paolo Pasolini habló de un «marxismo visceral», que era un componente básico de su empirismo herético y mágico. Jean Paul Sartre definió al marxismo como «una filosofía hecha mundo» y como el «horizonte insuperable de nuestro tiempo» e, indefectiblemente, se le impuso la expresión: «marxismo viviente».

Joseph Schumpeter consideraba a Marx como una rara especie de genio y profeta. La anomalía respondía al hecho de que a estos «dones», Marx agregaba erudición y originalidad. Schumpeter era un auténtico Think Tank del capital. Situado en las antípodas del marxismo, tendía a celebrar en Marx todo lo que había de David Ricardo. Pero nada de eso constituyó una limitación para que reconociese la riqueza conceptual del marxismo; lo que él denominaba: el «carácter caleidoscópico de su contribución», en particular el análisis del capitalismo tendiente a develar su lógica y su carácter sistémico, su lectura de las crisis capitalistas como «incidentes cíclicos», etcétera.

En su «Marx economista», Schumpeter consideraba que Marx «fue el primer economista de gran clase que reconoció y enseñó sistemáticamente cómo la teoría económica puede convertirse en análisis histórico y cómo el planteamiento histórico puede convertirse en historia razonada». Es notorio el contraste entre la visión de Schumpeter y la indigencia teórica de los economistas prosistémicos actuales, sobre todo con los neoclásicos.

Jacques Lacan sostuvo que Marx tuvo el mérito de reconocer el valor del síntoma en la estructura social: todo aquello que oculta el fetichismo de la mercancía.

Partiendo del antropólogo argentino Rodolfo Kusch (que no era marxista) podemos identificar un «marxismo hediondo» para designar a un marxismo inmerso en la realidad que debe interpretar/transformar, un marxismo que supera el temor de impregnarse del olor de esa realidad, el temor de ser nosotros mismos y nosotras mismas. Un marxismo abierto a las diversas formas del conocimiento.

La figura del hedor remite a unos modos no occidentales, no europeos y no burgueses de conocer. Unos modos que toman en cuenta el lado vivencial y afectivo de las cosas. De ahí el sentido que se puede derivar de la situación, referida por Kusch, en la que el Inca Atahualpa huele la Biblia que le presenta el fraile Valverde.

El mismo sentido que, posiblemente, podamos identificar en el horizonte político-gnoseológico asumido por Pier Paolo Pasolini (como vimos más arriba, un «marxista visceral») al colocarle un título como El olor de la india a su crónica de viaje por ese país.

Para conocer a través del olfato, se impone la cercanía, el contacto físico. Para lograr una profunda comprensión de los procesos de descomposición históricos o para reconocer lo que constituye un abono, es inevitable atravesar la experiencia de la repugnancia, de la náusea. Para conocer el mundo no-occidental, el mundo no-pulcro, es necesario hacer caer algunas representaciones y algunas represiones, superar algunas convenciones occidentales y atildadas: la barrera del asco, por ejemplo. Y el asco se disipa con el encuentro de los cuerpos, con el amor y, también, con el proyecto.

    Hablamos de un marxismo contrapuesto al «marxismo pulcro» y que, por lo tanto, se alcanza en la lucha de clases más que en la Universidad; por eso no es, recurriendo a los términos que el propio Kusch utilizaba para caracterizar a la pulcritud, «política pura y teórica» o «economía impecable».

Se trata de un marxismo que, como decía Sartre en su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, exige llevar la dialéctica «hasta sus últimas consecuencias». Para Sartre, esta operación también implicaba un strip tease del humanismo occidental, del humanismo burgués o del pseudohumanismo, que no era más que una «ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje».

El marxismo hediondo sería un marxismo que articula un «conocimiento objetivo» con «un saber hacer», lo causal con lo seminal. Un marxismo que considera a la conciencia tanto en sus aspectos teóricos-predicativos (racionales) como en sus aspectos antepredicativos (intuitivos), superando el positivismo y el cientificismo al que conduce la sobrevaloración del primer aspecto y el irracionalismo al que conduce la sobrevaloración del segundo.

Un marxismo que aporta al autoconocimiento de las clases subalternas y oprimidas. Un marxismo que no le tiene asco a lo que hiede. Un marxismo que es capaz de poner en duda la completitud de su universo cultural en función de lograr la plenitud del diálogo. Un marxismo que enseña a no despreciar. Un marxismo que no se deleita con el olor de epopeyas ajenas.

Kusch rechazaba básicamente el componente cartesiano del marxismo, la actitud meramente intelectual frente al mundo, la herencia de los peores postulados de la modernidad y del iluminismo, y todo aquello que el marxismo compartía con el «humanismo burgués»: una concepción teleológica y determinista, ascendente y unidireccional del desarrollo histórico, principalmente la idea del progreso ininterrumpido o la idea –absurda desde todo punto de vista– de que «lo último» siempre es mejor a «lo anterior»; algunas tendencias a la cosificación del sujeto (presentes en las versiones más dogmáticas del marxismo) y una cultura anticontemplativa y, por ende, seriamente limitada para captar la belleza y la humanidad y altamente destructiva de la naturaleza.

Vale aclarar que esta concepción del progreso teleológica, determinista, ascendente y unidireccional no dejaba de ser, en última instancia, una concepción emparentada con ideales y proyectos a largo plazo. Pero sucede que, en buena parte de nuestra América y a lo largo de su historia «moderna», las clases dominantes asumieron, en los hechos, el inmediatismo más grosero que fue el correlato de las diversas formas de saqueo, desde las más directas hasta las más sutiles.

Tanta adjetivación, indirectamente, promovió la afirmación sustantiva y así también tenemos un marxismo «a secas». Pero tal vez este sea uno de los menos fiables: se adjudica la autoridad interpretativa y una función rectora; reivindica un marxismo estable y constante y en estado puro, sin infiltraciones; niega contextos, mediaciones y subjetividades; no reconoce intercambios y procesos miméticos; rechaza las progresivas estratificaciones de aportaciones; tiende a negar la esfera axiológica.

Le asigna al marxismo el estatuto de un saber acabado. Tampoco da cuenta de aquellos elementos incorporados colectivamente bajo la forma de representaciones e imaginarios con los que (o mejor: en los que) tiene que interactuar de manera indefectible. Peor aún: ve en ellos una amenaza y una fuente de decadencia teórica. Se considera autoengendrado y, por ende, no escapa al vicio de la autoreferencialidad.

Algunos y algunas marxistas «a secas» se pueden parangonar con los inquisidores de Galileo Galilei: se aferran a las verdades preconcebidas e impugnan la experiencia concreta, la realidad.

También se asemejan a Juan Ginés de Sepúlveda, quien negaba la humanidad de los pueblos originarios de nuestra América porque no eran mencionados en la Biblia y porque eran diferentes a todo lo conocido hasta entonces desde Europa. Por cierto, abundan los modos de leer El Capital (y la obra de Marx en general) asimilables al método de Sepúlveda.

El marxismo «a secas» no deja de exhibir altas dosis de jactancia mientras blande un fósil, un abalorio teórico. Siguiendo a Adorno, debemos tener presente que la teoría concebida como definitiva y universal se objetiva frente al hombre y a la mujer que piensa. Desde este emplazamiento, la teoría indirectamente promueve una actitud acrítica frente a la pseudorealidad de las objetivaciones del capitalismo.

El marxismo «a secas» se perfila como la «mano invisible» del marxismo. Sus cultores le asignan a su militancia el carácter de una fuerza correctiva (autocorrectiva).

    En dos extremos contrapuestos, el marxismo-leninismo en su formato tradicional y el marxismo analítico pueden ser considerados como dos versiones del marxismo «a secas».

El primero se asume como dialéctico y no reniega en absoluto de la lucha de clases ni la considera una abstracción teórica. Todo lo contrario. Asimismo, conserva las inquietudes por la estrategia política. Pero reitera los tradicionales incidentes dogmáticos y vulgares: una dialéctica acotada a los límites del DIAMAT, una visión ultrasimplificada de la lucha de clases (tanto de la «lucha» como de las «clases») que no contribuye a labrar las continuidades de las experiencias plebeyas y que no da cuenta de diversas situaciones de subyugación.

Es decir, la dominación social queda reducida a la dominación «material» de clase y sigue considerando a la fábrica como el ámbito por excelencia de la lucha de clases. Como hace 50 años, el ojo está puesto en los espacios productivos de mercancías y poco y nada en los espacios reproductivos de la vida. Luego, tiende a asumir los conceptos categoriales del marxismo como transhistóricos, e insiste en la neutralidad y la autonomía de las diversas tecnologías, ya sean industriales, políticas, culturales, etcétera.

Por estos motivos, entre otros, el marxismo-leninismo no ha realizado aportes sustanciales en las últimas décadas, ni en materia crítica, ni en materia estratégica. Continúa aferrado al manual y al partido. Su idea de la revolución social extrae la poesía del pasado (por ejemplo, de la Revolución Rusa) y no del futuro. Desde este emplazamiento, experiencias tan relevantes para el desarrollo del marxismo, como pueden ser el neozapatismo o el chavismo plebeyo, entre muchas otras más, han sido tildadas como «posmarxistas».

El segundo presenta a un conjunto de autores que se reconocen a sí mismos como no bullshit marxists («marxistas sin pamplinas»). Sin contradecir los buenos aportes de autores como Cohen, Brenner, Olin Wrigth, lo cierto es que predomina en ellos una visión que tiende a soslayar la dialéctica. Por cierto: la dialéctica aparece conformando el núcleo mismo de «las pamplinas». En aras de un supuesto rigor, asignan una jerarquía conceptual que subestima algunas categorías marxistas. Así, terminan priorizando análisis causales y asumiendo posturas cuasi positivistas o, directamente, reducen el marxismo a una formalización.

John Roemer, por ejemplo, basa su visión de la explotación y las clases sociales en modelos neoclásicos. Otros autores apelan a la teoría de los juegos o a la teoría de la elección racional. La gran mayoría muestra su predilección por el individualismo metodológico. La elipsis de la dialéctica va de la mano de la elipsis de la lucha de clases y la estrategia política.

    Desde hace algunas décadas también existe un «posmarxismo». Como casi todo lo que se designa como «pos», tiende a firmar certificados de defunción a diestra y siniestra y suele cargar con el lastre de la moda y con el consiguiente riesgo de lo efímero y pasajero.

En líneas generales, el posmarxismo puede ser considerado un hijo legítimo del «giro lingüístico». El posmarxismo vino a proponer un nuevo determinismo: el determinismo de los símbolos, junto a un nuevo reduccionismo que consiste en sobredimensionar los elementos puramente discursivos de la lucha de clases que queda acotada a la lucha de significantes.

El corolario: un marxismo sin ardores, demasiado enredado en los juegos del lenguaje, la deconstrucción, la opción por lo fragmentario y el pensamiento débil. Al asignarle primacía ontológica a lo simbólico y a lo discursivo, el posmarxismo ha tendido a desjerarquizar la explotación y la lucha de clases, disociando las formas dispares de opresión que pesan sobre los diversos colectivos humanos de la opresión específica de clase y de la división del trabajo.

En consonancia con estos planteos, el posmarxismo ha reivindicado una autonomía absoluta (no relativa) para lo político, en abierta contraposición a los planteos de Marx vinculados a la alienación, la enajenación política, o la superstición política, que a su vez están relacionados con las categorías de mistificación y de fetichismo.

De este modo, frente a las dificultades del marxismo para producir una nueva política emancipatoria, el posmarxismo propone una política que consiste en rellenar estratégicamente los significantes. No es para nada casual que, en las últimas décadas, el posmarxismo haya sido la referencia teórica de un conjunto de alternativas que abjuraron del anticapitalismo y asumieron dicciones administrativas y «pospolíticas»; alternativas que suelen denominarse, con sentidos que pueden ser o bien críticos o bien laudatorios, como de «izquierda liberal» o como «neopopulistas».

El culto por la ortodoxia cae en el fundamentalismo en un sentido literal, remite a un supuesto retorno a los «principios originarios» y se manifiesta como arrogancia teórica y opresión intelectual, dado que impone la primacía del código con la consiguiente ablación del pensamiento.

Más recientemente se planteó una diferenciación entre los marxismos del siglo XIX, el XX y el XXI. Se identificó un marxismo de preguerra, de entreguerras y de posguerra. Hasta se ha perpetrado el anacronismo que sugiere un «marxismo dieciochesco», modernizador y cientificista.

Löwy reivindicó un «marxismo romántico» llamado a corregir los desaciertos de la ilustración y, retomando a Mariátegui (entre otros pensadores marxistas), le adosó a los fundamentos racionales del marxismo los derechos de la tradición, el sentimiento y, principalmente, de la praxis. De este modo, con un gesto herético y en las adyacencias del desacato, Löwy resignifica positivamente uno de los componentes menos reconocidos del marxismo y de los más difamados por la «cultura marxista».

Para Jameson el marxismo es un mastercode, un código maestro, un metarelato o un metacomentario histórico.

Mészáros revalorizó aspectos opacados del marxismo, que resultan indispensables para la comprensión de nuestro tiempo. Destacó el aporte del marxismo en la comprensión de las mediaciones que el capital instituye en la relación entre la humanidad (el trabajo), la producción y la naturaleza. Mediaciones que producen una humanidad (trabajo), una producción y una naturaleza alienadas.

Asimismo, el pensador húngaro propuso una periodización del marxismo. Un primer marxismo: el que su maestro Luckács despliega en Historia y conciencia de clase. Un segundo marxismo: el marxismo-leninismo en todas sus versiones. Y un tercer marxismo, en el cual él mismo está inscripto y que busca comprender el proceso de totalización de las relaciones sociales por parte del capitalismo actual.

Franz Hinkelammert considera a Marx uno de los principales críticos de la «ley» (y lo ubica en una línea de continuidad con Pablo de Tarso), mientras que ve en el marxismo una de las pocas corrientes de pensamiento capaz de dar cuenta de la irracionalidad de lo racionalizado.

Podríamos agregar más definiciones y prolongar la lista de marxismos –e intentar calificativos ingeniosos– hasta lo indecible. Por ejemplo, podríamos haber partido de los «humores» del médico griego Claudio Galeno e identificar un marxismo colérico, uno melancólico, otro sanguíneo y, finalmente, uno flemático. O, inspirados en la literatura de Julio Cortázar, instituir un marxismo fama y otro cronopio. Es decir, un marxismo que consiste «en dejarse ir» y otro marxismo que sabe ser «contra cada cosa que los demás aceptan».

Algunos de los marxismos listados partieron a Marx en dos o reivindicaron fragmentos de su obra. Por ejemplo Althusser, quien pretendiendo exorcizar al marxismo de todo demonio romántico, propuso la fórmula de un Marx «premarxista» y otro Marx «marxista».

Por un lado, un joven Marx idealista puro, en un primer momento humanista nacionalista-liberal y poco más tarde humanista comunitario; por el otro, un viejo Marx «científico», que se deslastra de los recursos propios del idealismo hegeliano, que rompe con toda antropología y todo humanismo filosófico, que abandona categorías tales como sujeto, ideal, entre otras, y que va delineando un antihumanismo teórico. De este modo se construyeron territorios marxistas aislados, sin vínculos entre sí. O se usaron partes de la obra de Marx a modo de desechos para confeccionar embutidos.

    Nosotros consideramos que existe una coherencia de fondo en la obra y el pensamiento de Marx, más allá de sus incongruencias, sus asimetrías y sus evidentes contradicciones (algunas superficiales, otras no tanto). Las continuidades, las visiones y preocupaciones persistentes son demasiado potentes como para ensayar particiones significativas.

Entre las juveniles cavilaciones sobre la alienación humana y los sesudos desarrollos sobre el fetichismo de la mercancía y la teoría del valor no media precisamente un abismo. Sólo se trata de afinar un poco la mirada para percibir aquello que hilvana esos tópicos.

Estamos de acuerdo con quienes plantean que en los textos producidos por Marx en la década de 1840 está presente el trazo grueso de su obra posterior: la trama de la que sería su crítica de la economía política, su concepción sobre la praxis, etcétera. En lo fundamental, no hay diferencias entre el joven y el viejo Marx. Desde el plan de 1843 (inconcluso) de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, a sus últimos trabajos.

En otros aspectos sí corresponde hacer la distinción entre el joven y el viejo Marx. Por ejemplo, en relación al tema colonial y al tema nacional, como veremos más adelante. Estos cambios en su visión responden a las circunstancias que suelen explicar cualquier trayecto intelectual, que van desde la incorporación de saberes y experiencias a los cambios en el contexto histórico.

Entonces, hubo un marxismo que asumió la unidad constitutiva de la obra de Marx y a partir de esa certeza se desarrolló. Una unidad de fondo, en absoluto afectada por las superficies divergentes o por las notorias ambigüedades. Una unidad que remite a una continuidad que está condicionada por la asunción de un punto de partida: la opción por la emancipación humana; la opción por el socialismo junto con la idea, tomada de Flora Tristán, que establece que la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras es autoemancipación (la fórmula: «la emancipación de los obreros por los obreros mismos»).

Asimismo, hubo marxismos que propusieron desarrollos teóricos a partir de los «baches» presentes en la obra de Marx o que rectificaron los errores de la letra original. También hubo marxismos que tomaron esos errores como fundamentos.

Por ejemplo, los marxismos de manual, con sus versiones soviéticas y antisoviéticas: Georges Politzer o George Novack. Sin olvidar una versión precursora del «manualismo» dogmático, evolucionista, reduccionista y mecanicista condensada en el Ensayo popular de Bujarin. Lenin sostuvo que este era un libro marxista, pero «con muchas reservas». Gramsci puso en evidencia todas sus falencias y la incompatibilidad del subgénero de los manuales con el marxismo.

Porque si los manuales asumen una filosofía convencional simplificada como punto de partida para una pedagogía revolucionaria, el marxismo debe comenzar su tarea crítica y transformadora desde el núcleo mismo de las experiencias y vivencias populares, debe partir de la «filosofía espontánea» del pueblo. Porque si los manuales obturan los debates, el marxismo debe abrirlos permanentemente a riesgo de perder su principal fuente de enriquecimiento y desarrollo.

Quienes estaban convencidos y convencidas de la autonomía epistemológica del marxismo cultivaron el purismo para preservarlo incontaminado de otras filosofías pero, en general, este emplazamiento aséptico oculta filosofías segundas de la peor catadura: racionalistas, positivistas, liberales. También consideraron que el lenguaje marxista ya estaba completo y cerrado.

En el marco de este hábito de seccionar al marxismo, muchas veces se escindieron sus categorías en categorías de/para la lucha y categorías de/para el análisis.

    Como si las categorías analíticas no remitieran a la praxis de los hombres y las mujeres, como si las categorías no estuviesen mediadas por los sujetos, como si los procesos y las estructuras marcharan por caminos distintos y no constituyeran una unidad. Vale decir que esta escisión es falsa y no está presente en Marx.

Otros y otras propiciaron las mixturas, los ensamblajes. O, simplemente, los aceptaron como consecuencias lógicas de los procesos históricos de la periferia, en particular en aquellas sociedades (o formaciones económico-sociales) con tiempos fracturados y discontinuos, como las de nuestra América; en fin, como efecto de las inevitables y maravillosas intromisiones del mundo y de la vida. Claro está, consideraron al lenguaje marxista como praxis y no como objeto. Es decir, como un lenguaje susceptible de ser enriquecido. Más que un marxismo actualizado, han preferido un marxismo reconstruido. Que es como decir: permanentemente construido. Una construcción que articula viejas y nuevas categorías; historia, experiencia y transmisión con descubrimiento. En fin, el mejor camino para reeditar la radicalidad originaria.

Vale decir, también, que se puede ser marxólogos y no ser marxistas (o serlo de un modo superficial).

La tarea de los marxólogos ha sido y es inestimable. Ha aportado y aporta al conocimiento estricto y detallado de la obra de Marx y del conjunto de los autores marxistas, a su análisis sistemático. Pero la rigurosidad en el manejo de las fuentes marxistas, los cotejos eruditos, de ningún modo garantizan el ejercicio de un oficio crítico radical y el compromiso con las praxis orientadas a la transformación del mundo.

No todos los marxólogos han seguido y siguen las orientaciones de una figura señera como la de David Riazanov. Luego, existe un modo insoportable de ser marxistas de algunos marxólogos que consiste en ser ganados por la tentación de convertirse en administradores del verbo y custodios de la interpretación. Lo mismo cabe para las marxólogas, claro está.

Va de suyo que para ser marxista no necesariamente hay que ser marxólogo o marxóloga. Porque el marxismo, en contra de lo que promueve cierto dandismo académico, no debería ser una etiqueta ni un signo de distinción intelectual. Por supuesto, un marxista debe asumir con esfuerzo y dedicación, a lo largo de toda su vida, la tarea de alcanzar, peldaño tras peldaño, todo el Marx que se pueda. Por supuesto, se puede hacer mucho con poco y poco con mucho. Muchos y muchas marxistas no conocieron los textos de Marx publicados tardíamente como La ideología alemana o los Grundrisse (producidos en 1857 y 1858), entre otros, y eso no inhibió su capacidad de enriquecer la praxis marxista. A la inversa, otros y otras, que dispusieron de bibliotecas enteras y del ocio procurado por diferentes instituciones, no hicieron aportes significativos.

Por supuesto, nunca conviene encarar la faena de la formación marxista en soledad. Creemos que las cimas del marxismo sólo se alcanzan en el marco de procesos colectivos. Más allá de los necesarios momentos de introspección individual, jamás la soledad y el aislamiento pueden ser las condiciones óptimas para el pensamiento, menos aún para el pensamiento crítico y emancipador.

El mismo Marx, frente a las tempranas interpretaciones empalagosas de su obra y su pensamiento, frente a los recortes que sugerían caricaturas, llegó a afirmar que no era marxista. Esto se lo dijo alguna vez a su yerno Paul Lafargue. Es decir: sostuvo que él no se reconocía en muchas formulaciones y planteos que invocaban su pensamiento en vano, porque lo tergiversaban o lo acotaban, porque querían hacer cuadrada o rectangular una obra que es poliédrica. Como dice Aldo Casas en su libro Karl Marx, nuestro compañero: «Marx fue el primer crítico del marxismo».

Sin dudas, Gramsci fue uno de los discípulos del maestro de Treveris más certeros cuando, inspirado en Labriola, definió al marxismo como la filosofía de la praxis (y no precisamente una «filosofía de la materia» o una «filosofía del logos»). Una filosofía que exige una teoría crítica: de la economía política, de la ideología, la cultura, etcétera.

Una praxis que articula ciencia y ética, racionalidad y fraternidad, crítica y acción social concreta. Gramsci era perfectamente consciente de los alcances de esa definición, que no debería considerarse una expresión derivada de una estrategia de disimulo con el fin de eludir la vigilancia carcelaria. Podría haber utilizado otras alternativas de encubrimiento.

La definición gramsciana pone en evidencia una dimensión fundamental de esa peculiar filosofía: el marxismo no sólo se limita a dar cuenta de la praxis o a reflexionar sobre su objeto, también la desea fervientemente y busca impulsarla. A su modo, el jesuita francés Jean Yves Calvez retomó la definición gramsciana cuando sostuvo que el marxismo era una «teoría del actuar».

La contribución a la praxis es inherente al marxismo, está inscripta en su ADN, lo mismo que su constitución en un componente más –uno categórico– de la praxis. Como se verá más adelante, nosotros y nosotras preferimos definir esa filosofía de la praxis, con su inalterable afán por lo concreto, directamente, como una antifilosofía.

(Tomado de Marx Populi. Collage para repensar el marxismo. Editorial El Colectivo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2018. pp. 51–66.)

Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política. Carlos Marx. 1859

Mis estudios profesionales eran los de jurisprudencia, de la que, sin embargo, sólo me preocupé como disciplina secundaria, junto a la filosofía y la historia. En 1842‑1843, siendo redactor de “Gaceta Renana”[[1]] me vi por primera vez en el trance difícil de tener que opinar sobre los llamados intereses materiales. Los debates de la Dieta renana sobre la tala furtiva y la parcelación de la propiedad de la tierra, la polémica oficial mantenida entre el señor von Schaper, por entonces gobernador de la provincia renana, y Gaceta Renana acerca de la situación de los campesinos de Mosela y, finalmente, los debates sobre el librecambio y el proteccionismo, fue lo que me movió a ocuparme por primera vez de cuestiones económicas.

Por otra parte, en aquellos tiempos en que el buen deseo de “ir adelante” superaba en mucho el conocimiento de la materia, “Gaceta Renana” dejaba traslucir un eco del socialismo y del comunismo francés, tañido de un tenue matiz filosófico.

Yo me declaré en contra de ese trabajo de aficionados, pero confesando al mismo tiempo sinceramente, en una controversia con la “Gaceta General” de Ausburgo[[2]] que mis estudios hasta ese entonces no me permitían aventurar ningún juicio acerca del contenido propiamente dicho de las tendencias francesas.

Con tanto mayor deseo aproveché la ilusión de los gerentes de “Gaceta Renana”, quienes creían que suavizando la posición del periódico iban a conseguir que se revocase la sentencia de muerte ya decretada contra él, para retirarme de la escena pública a mi cuarto de estudio.

Mi primer trabajo emprendido para resolver las dudas que me azotaban, fue una revisión crítica de la filosofía hegeliana del derecho[[3]], trabajo cuya introducción apareció en 1844 en los “Anales francoalemanes”[[4]], que se publicaban en París.

Mi investigación me llevó a la conclusión de que, tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu humano, sino que, por el contrario, radican en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil”, y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.

En Bruselas a donde me trasladé a consecuencia de una orden de destierro dictada por el señor Guizot proseguí mis estudios de economía política comenzados en París. El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de transformación por su conciencia, sino que , por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana.

Federico Engels, con el que yo mantenía un constante intercambio escrito de ideas desde la publicación de su genial bosquejo sobre la crítica de las categorías económicas (en los Deutsch‑Französische Jahrbücher)[[5]], había llegado por distinto camino (véase su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra) al mismo resultado que yo. Y cuando, en la primavera de 1845, se estableció también en Bruselas, acordamos elaborar en común la contraposición de nuestro punto de vista con el punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, liquidar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía poshegeliana[[6]].

El manuscrito ‑dos gruesos volúmenes en octavo‑ ya hacía mucho tiempo que había llegado a su sitio de publicación en Westfalia, cuando no enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación. En vista de eso, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, ya había sido logrado. Entre los trabajos dispersos en que por aquel entonces expusimos al público nuestras ideas, bajo unos u otros aspectos, sólo citaré el Manifiesto del Partido Comunista escrito conjuntamente por Engels y por mí, y un Discurso sobre el librecambio, publicado por mí. Los puntos decisivos de nuestra concepción fueron expuestos por primera vez científicamente, aunque sólo en forma polémica, en la obra Miseria de la filosofía, etc., publicada por mí en 1847 y dirigida contra Proudhon. La publicación de un estudio escrito en alemán sobre el Trabajo asalariado[[7]], en el que recogía las conferencias que había dado acerca de este tema en la Asociación Obrera Alemana de Bruselas[[8]], que interrumpida por la revolución de febrero, que trajo como consecuencia mi alejamiento forzoso de Bélgica.

La publicación de la “Nueva Gaceta Renana” (1848‑1849) y los acontecimientos posteriores interrumpieron mis estudio económicos, que no pude reanudar hasta 1850, en Londres. El enorme material sobre la historia de la economía política acumulado en el British Museum, la posición tan favorable que brinda Londres para la observación de la sociedad burguesa y, finalmente, la nueva etapa de desarrollo en que parecía entrar ésta con el descubrimiento del oro en California y en Australia, me impulsaron a volver a empezar desde el principio, abriéndome paso, de un modo crítico, a través de los nuevos materiales. Estos estudios a veces me llevaban por sí mismos a campos aparentemente alejados y en los que tenía que detenerme durante más o menos tiempo. Pero lo que sobre todo reducía el tiempo de que disponía era la necesidad imperiosa de trabajar para vivir. Mi colaboración desde hace ya ocho años en el primer periódico anglo‑americano, el New York Daily Tribune, me obligaba a desperdigar extraordinariamente mis estudios, ya que sólo en casos excepcionales me dedico a escribir para la prensa correspondencias propiamente dichas. Sin embargo, los artículos sobre los acontecimientos económicos más salientes de Inglaterra y del continente formaba una parte tan importante de mi colaboración, que esto me obligaba a familiarizarme con una serie de detalles de carácter práctico situados fuera de la órbita de la verdadera ciencia de la economía política.

Este esbozo sobre la trayectoria de mis estudios en el campo de la economía política tiende simplemente a demostrar que mis ideas, cualquiera que sea el juicio que merezcan, y por mucho que choquen con los prejuicios interesados de las clases dominantes, son el fruto de largos años de concienzuda investigación. Pero en la puerta de la ciencia, como en la del infierno, debiera estamparse esta consigna:

Qui si convien lasciare ogni sospetto;

Ogni viltá convien che qui sia morta[[9]]

Londres, enero de 1859.

Publicado en el libro; Zur Kritik der plitischen Oekonomie von Karl Marx, Erstes Heft, Berlín 1859.


[1] Gaceta renana (“Rheinische Zeitung”): diario radical que se publicó en Colonia en 1842 y 1843. Marx fue su jefe de redacción desde el 15 de octubre de 1842 hasta el 18 de marzo de 1843.

[2] Gaceta general (“Allegemeine Zeitung”): diario alemán reaccionario fundado en 1798; desde 1810 hasta 1882 se editó en Ausburgo. En 1842 publicó una falsificación de las ideas del comunismo y el socialismo utópicos y Marx lo desenmascaró en su artículo “El comunismo y el Allegemeine Zeitung de Ausburgo”, que fue publicado en Rheinische Zeitung en octubre de 1842.

[3] C. Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

[4] Deutsch‑französische Jahrbücher (“Anales franco‑alemanes”): órgano de la propaganda revolucionaria y comunista, editado por Marx en parís, en el año 1844.

[5] “Anales franco‑alemanes”

[6] Marx y Engels, La ideología alemana.

[7] Marx, Trabajo asalariado y capital.

[8] La Asociación Obrera Alemana de Bruselas fue fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847, con el fin de educar políticamente a los obreros  alemanes residentes en Bélgica y propagar entre ellos las ideas del comunismo científico. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la sociedad se convirtió en un centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica y mantenía contacto directo con los clubes obreros flamencos y valones. Los mejores elementos de la asociación entraron luego en la organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación Alemana en Bruselas se suspendieron poco después de la revolución burguesa de febrero de 1848 en Francia, debido al arresto y expulsión de sus miembros por la policía belga.

[9] Déjese aquí cuanto sea recelo;/ Mátese aquí cuanto sea vileza. (Dante, La divina comedia).

Una aproximación epistemológica a los derechos humanos desde la dimensión vivencial pragmática. Enrique Uribe

I. Consideraciones previas

Es inconcuso que los derechos humanos son indivisibles. Aunque la doctrina se ha ocupado de estudiar múltiples aspectos de gran relevancia, tal vez sea este el de mayor peso, pues se configura como la primera y la más importante de las afirmaciones que podemos hacer sobre los derechos de los seres humanos. La unidad y la unicidad[1] de los derechos humanos son la más evidente prueba de su naturaleza indisoluble e inmanente.

A pesar de ello, hay una cuestión que no deja de llamar la atención desde el momento en que nos aproximamos a la comprensión del objeto en estudio, pues resulta evidente que no todos los derechos humanos se materializan en la misma medida.

Es decir, que aunque todos los derechos humanos pertenecen a la misma categoría es innegable que entre ellos existen diversos segmentos (o tal vez distintos momentos o proyecciones), según sea el grado de evolución que cada cual tenga.

Por citar un ejemplo, los derechos humanos de proyección civil, como el derecho a la libre manifestación de las ideas o el derecho a la libre asociación, son derechos que han alcanzado un nivel de aceptación y por consiguiente de consolidación que nadie pone en duda.

Hoy en día, en casi cualquier parte del mundo,[2] los habitantes podemos organizamos y manifestar nuestra forma de pensar.

Sin embargo, existen otros derechos que no tienen ese «nivel» de desarrollo y aceptación. En este rubro podemos incluir a casi todos los derechos de reciente manufactura y estructuración, como el derecho al desarrollo o el derecho a un medio ambiente sano, por citar algunos. En muchos países, la contaminación del aire, del agua y de la tierra alcanzan niveles alarmantes y el tema de la garantía de los citados derechos es poco menos que ilusoria.[3]

La reciente catástrofe ambiental provocada por la empresa British Petroleum[4] es, sin duda, la más elocuente muestra de esta falta de garantías para tan noveles y poco desarrollados derechos humanos.

Esto significa que los derechos humanos «de papel»[5] que existen en todos los instrumentos internacionales y en las Constituciones deben ser replanteados en su dimensión vivencial y en los mecanismos para su aseguramiento, en ánimo de permitir la generación de escenarios que hagan viable su presencia cotidiana en todos los espacios de la vida humana.

A partir de esta percepción asimétrica entre los diversos derechos que pertenecen a los seres humanos, hemos considerado la necesidad de generar una clasificación que permita distinguir, entre los derechos humanos, cuáles son los que deben ser potenciados para servir como detonador de todos los demás.

En este sentido, una primera cuestión exige saber si en términos epistemológicos es posible establecer diferentes jerarquías o niveles entre los derechos humanos. Concretamente podemos preguntarnos, ¿existen diferentes jerarquías entre los derechos humanos?[6]

Ante una pregunta de tal envergadura, no podemos menos que madurar la respuesta con mesura y cuidado; incluso hasta podríamos expresar nuestro desacuerdo por la manera en que la referida pregunta ha sido formulada, pues la respuesta que de inmediato podemos lanzar es que todos los derechos humanos pertenecen a la misma familia, a la misma categoría.

Con este ejercicio un tanto provocativo, damos inicio a este discurso con el que pretendemos hacer una aproximación a la manera en que hasta hoy se ha categorizado a los derechos humanos y cómo de esa categorización se derivan otras cuestiones esenciales como los alcances de la protección de los derechos humanos.

Como se verá, la cuestión no es asunto menor, justamente porque de su adecuada concepción podemos derivar una serie de consecuencias que a fortiori van anudadas a la visión que se puede construir en torno a los derechos humanos y su garantía.

En este sentido, bien podemos traer a colación las clásicas perspectivas del iusnaturalismo y el positivismo que a lo largo del tiempo han ocupado la escena en esta discusión ya vieja sobre la esencia y el origen de los derechos humanos.

Por un lado, está la afirmación de la inmanencia de estos derechos en la naturaleza de los seres humanos; por el otro, la idea de que es el Estado quien los otorga o los reconoce.[7] Una y otra mirada nos han conducido de manera inexorable a un callejón sin salida, pues desde su raíz ambas tendencias teóricas se han asentado en puntos de partida distintos, en cierto sentido irreconciliables, pero además incompletos.

En la primera expresión, los derechos humanos de cuño iusnaturalista necesitan ir acompañados de su necesaria protección; en la segunda, la fuente de validación que es el poder del Estado, puede incurrir en lamentables fallas si acota o anula ciertos derechos que ya no quiera «otorgar» ni «reconocer».[8]

Pues bien, los derechos humanos necesitan una visión más fresca, holística, integral. Lejos de las discusiones meramente conceptuales, nos parece que la perspectiva epistemológica tiene que ser conducida desde la manera en que los derechos inmanentes a los seres humanos son vividos cotidianamente, y los distintos modos o mecanismos con que son asegurados.

Prima facie, en este proceso vivencial es claro que no todos los derechos humanos se proyectan con la misma fuerza. Algunos derechos se pueden potenciar incluso hasta el nivel de autoprotección, cuando su «apropiación y ejercicio» son simultáneos. Permítasenos hacer una afirmación con la cual intentamos robustecer nuestro planteamiento: No todos los derechos humanos pueden ser al mismo tiempo una garantía.

Más bien, casi todos los derechos son sólo derechos. Lo cual significa que aún sin pronunciarnos sobre la existencia de distintos grados o jerarquías entre los derechos humanos, sí podemos introducir dos «categorías» que nos permitirán ir definiendo cuál es la impronta y relevancia de cada uno de estos derechos. Por supuesto que no vamos a estudiar en forma individual cada derecho, pues resultaría un tanto riesgoso hacer un estudio particular y concreto, cuando la ciencia se construye con categorías y conceptos.

En este sentido, vamos a utilizar un argumento que conecta los derechos humanos con la democracia y el Estado constitucional. Esta triada que conforma lo que hemos denominado el ciclo constitucional garantista,[9] es una construcción teórica que permite mirar con mayor claridad cuál es el papel que los derechos humanos tienen en la praxis de la democracia y en la construcción del Estado constitucional.

II. La cuestión epistemológica

Es típica la clasificación que establece al menos tres generaciones de derechos humanos. La primera que corresponde al desarrollo de los derechos civiles y políticos, la segunda que se vincula a los atisbos de los derechos sociales, y la tercera que tiene que ver con el despunte de los derechos de solidaridad. Esta clasificación basada meramente en el criterio cronológico, es ahora insuficiente para contener a los nuevos derechos humanos que paulatinamente han ido apareciendo en los diversos contextos.

Hoy, por ejemplo, se menciona ya una cuarta generación de derechos humanos que algunos autores identifican con la «sociedad tecnológica» y las formas en que los avances tecnológicos impactan en la vida humana; también hay voces que inscriben en esta misma generación a los derechos de las minorías y a los nuevos actores y movimientos sociales. En el mismo orden de ideas, hasta se menciona ya una quinta generación de derechos humanos que, según la perspectiva que se atienda, puede incluir alguna de las manifestaciones antes señaladas.

Como podemos advertir, los derechos de las minorías o los derechos informáticos (que también se identifican como cyber-rights) resultan poco precisos para delinear y delimitar los contenidos de cada generación. De seguir en esta ruta, pronto estaremos avistando una sexta o hasta una séptima generación de derechos humanos de trazos poco precisos.

Lo cierto es que en tal caso, lo más relevante no se sitúa en el número de generaciones que podamos armar desde el punto de vista temporal. En nuestra opinión, es necesario apostar a nuevos criterios de clasificación que nos permitan traspasar la sola dimensión cronológica, estática y poco creativa, a una perspectiva que hemos denominado vivencial-pragmática, que entre otras cosas pretende incluir en tales ensayos de clasificación, los mejores procedimientos para hacer que los derechos humanos sean algo más que el solo eco de lo que el poder público es capaz de manifestar. Antes de entrar de lleno al estudio de esta construcción, es preciso aclarar cuál es el alcance de lo que aquí hemos dicho.

De acuerdo con lo que podemos advertir en los textos sobre la materia, los derechos humanos tienen una relación inmediata con el poder público. Nos parece que aún desde la mirada del iusnaturalismo y siendo inmanentes a la naturaleza de los seres humanos, los referidos derechos tienen que ser respetados por los agentes externos que pueden incidir en su vulneración.

Esto significa que aún para los partidarios de la visión iusnaturalista, los derechos humanos se relacionan, quiérase o no, con la potestad del Estado, pues cualquier manifestación o ejercicio de sus atribuciones tiene que respetar invariablemente los derechos que se identifican como inherent rights.

En este supuesto, la actuación del Estado es pasiva, pues se limita a respetar la esfera jurídica de los habitantes. Podemos decir que en este caso, sin hacer nada, el Estado hace todo; el Estado y sus órganos cumplen con el respeto a los derechos humanos en la medida que son capaces de reprimir y limitar los alcances de su potestad. Como fácilmente se desprende de esta afirmación, una manera de ver las cosas en esta proyección se queda a la mitad del camino, pues no muestra la otra parte del respeto y garantía de los derechos humanos; aquella donde la actitud pasivo-permisiva del Estado es insuficiente para dar paso a la configuración de los derechos y a la actualización de sus medios de protección.

Podemos decir que de manera similar al laissez faire, laissez passer del liberalismo burgués, el Estado se sitúa en el papel de frío observador que no interviene sino hasta que los habitantes le requieren que lleve a cabo una investigación sobre posibles violaciones a derechos humanos o que emita algún pronunciamiento, jurisdiccional o no, sobre el particular. Estos son los derechos humanos de configuración más simple.

Por supuesto, la referida configuración poco tiene que ver con el momento temporal de la aparición de los derechos humanos en cuestión. De modo tal que en este escenario lo mismo podemos encontrar un derecho de primera generación (o al menos aspectos de algún derecho de primera generación) que cualquier otro derecho de segunda o tercera generación.

Para poder identificar de mejor manera lo que aquí hemos expresado, vamos a decir que el derecho a votar (primera generación) es un derecho que se configura desde el momento mismo en que la Constitución prescribe su existencia y disfrute. En este sentido, cualquier ciudadano se sabe titular del citado derecho, y para «apropiarse» de él no necesita más que cumplir con los requisitos que la Constitución marca y ejercerlo. En la misma dinámica podemos encontrar derechos de segunda o tercera generación que se tienen desde el momento mismo en que son incluidos en la carta magna.

Por ejemplo, en México, todos los niños son titulares de los derechos a la alimentación, a tener una familia, un nombre, etcétera. En los dos casos citados, los derechos humanos se dan frente al Estado y ante las demás personas, de manera concomitante a su regulación constitucional. Ni el ciudadano que va a votar, ni el niño que es registrado para tener un nombre, necesitan accionar a los órganos del Estado para que los derechos en comento se configuren y actualicen.

Con esto, podemos decir además que todas las cuestiones concernientes a la legitimación para el ejercicio de los citados derechos, ni siquiera es un asunto relevante, pues los sujetos titulares de los mismos asumen un papel pasivo; hacia ellos se referencia la potestad del Estado, pero solamente como recipiendarios de los derechos humanos que el Estado mismo les otorga o les reconoce, y ante los cuales el poder público limita o atenúa su potestad.

Se trata en esencia de ciertos aspectos de los derechos humanos que, por lo general, no sufren disminución ni afrenta por parte del Estado. Por lo tanto, su configuración y disfrute caminan de la mano con la existencia misma de los citados derechos. En tal caso, podemos citar, a guisa de ejemplo, los derechos inmanentes a la mayoría de edad, como el derecho a votar que se obtiene con el solo hecho de cumplir 18 años. Es evidente que toda persona que reúna las condiciones plasmadas en la carta magna tiene (sin mayor trámite) el derecho a votar, y por ende, el derecho a que se le incluya en el padrón electoral y a que se le expida una credencial, etcétera. Vamos a llamar a estos derechos humanos derechos de disfrute inmanente.

Estos derechos, que también podemos llamar derechos de tipo reflejo o derechos-espejo, coexisten de manera inmediata con el sujeto titular de los mismos. El sujeto titular de los derechos humanos se mira al espejo y los derechos regresan de inmediato a él; es más, ni siquiera regresan, permanecen en sí mismo, pues a él le pertenecen; esto es, forman parte de su ser; sin ellos, simplemente no puede vivir. La inmanencia de estos derechos permite que las personas los lleven consigo a dondequiera que se encaminen.

Por supuesto, muchos de los derechos que podemos inscribir en este nicho, no pueden ser valorados desde la visión temporal, toda vez que la aparición cronológica de los derechos humanos es la sola manifestación del reconocimiento de ciertos derechos que en algún momento histórico determinado resulta imposible reducir o ignorar.

Por ejemplo, la revolución francesa vio nacer los derechos civiles y políticos, porque la expoliación del pueblo francés en ese momento histórico había llegado a su culmen y era imposible continuar con el status quo entonces imperante.

Cuestión distinta se plantea cuando un derecho humano necesita de una acción adicional que permita perfeccionar su configuración. En tal caso, podemos señalar que el derecho por sí mismo no se inscribe en el circulo de atribuciones de la persona humana que es su titular, sino hasta el momento en que el sujeto en cuestión realiza alguna acción que convierte ese derecho que se encuentra «en estado de latencia», en un derecho de ejercicio pleno que se potencia y proyecta a la vida de los seres humanos.

Citamos, a manera de ejemplo, el derecho a la información, que no obstante estar reconocido constitucionalmente, no se tiene a plenitud, sino hasta el momento en que se acude ante los órganos del Estado a solicitar información.

Se podrá decir, en contra de lo que aquí hemos descrito, que nuestra referencia atiende dos arcos temporales distintos de los derechos humanos; por un lado, su reconocimiento como tales; por el otro, el momento de su ejercicio; sin embargo, vale decir que aún en el caso de que todos los derechos estén constitucionalmente reconocidos, no todos se tienen como vivencia inmediata. Por eso, podemos formular la siguiente expresión: todos los derechos humanos son inherentes a la naturaleza del ser humano, pero no todos se disfrutan ipso facto. Esta segunda categoría da lugar a lo que hemos llamado los derechos de disfrute condicionado. Como podremos ver, unos y otros derechos dan lugar a distintos escenarios y posibilidades.

III. La dimensión vivencial pragmática de los derechos humanos

De acuerdo con lo que hasta aquí hemos apuntado, los derechos humanos necesitan ser vistos con el auxilio de nuevas herramientas metodológicas que permitan la construcción de una dimensión epistemológica más acorde con las exigencias actuales en este campo.

Dijimos ya que no basta con la simple configuración temporal y los ejercicios descriptivos sobre el significado y contenido de los derechos humanos. A nadie le sirve saber que tiene tal o cual derecho si cuando pretende vivirlo y disfrutarlo, pocas o nulas son las posibilidades que tiene al alcance de su mano para pasar de lo descriptivo (e incluso prescriptivo) sobre el referido derecho, a la fase vivencial pragmática.

Ahora bien, en esta construcción epistemológica, es claro que hay dos grandes momentos intrínsecamente relacionados: por un lado, todo lo concerniente a la concepción de los derechos humanos; por otra parte, lo referente a la manera en que los citados derechos pueden ser (y deben ser) garantizados por el poder del Estado (en principio esta responsabilidad es del Estado; empero, la proyección internacional[10] de esta cuestión es un asunto cada vez más consistente y aceptado). En seguimiento de esta idea, es evidente que la orientación teórica de la concepción sobre los derechos humanos indica de inmediato e incide decisivamente en la orientación de la forma en que los citados derechos pueden ser garantizados.

En cuanto a lo primero, las ya citadas concepciones clásicas sobre los derechos humanos muestran a cabalidad los dos grandes escenarios para la comprensión del significado y alcances de estos. En el iusnaturalismo, los derechos pertenecen a todos los seres humanos; en el positivismo, su existencia depende de la capacidad y de la voluntad del Estado.

Esta manera de aproximarse al tema que nos ocupa plantea de inmediato algunas otras consecuencias derivadas de la concepción antes apuntada. Por ejemplo, en la primera orientación, los derechos son vistos de manera unidimensional (todos los derechos son de todos); en la segunda, el factor temporal es decisivo (los derechos evolucionan en la medida que el Estado avanza).

En la primera aproximación teórica, los derechos pueden o no ser protegidos; lo más relevante es comprender su existencia en todo ser humano; en la segunda perspectiva, el mayor triunfo de los derechos humanos reside en su constitucionalización.

A partir de estos trazos conceptuales, la concepción de los derechos humanos se apunta como un momento de relevancia indiscutible. De manera tal que podemos armar el siguiente axioma: la concepción de los derechos humanos influye y determina los alcances de su protección.

Pues bien, de acuerdo con esto, ni el iusnaturalismo ni el positivismo pueden construir los escenarios idóneos para el respeto indeclinable de los derechos humanos. En este orden de ideas, tampoco las orientaciones de reciente cuño sirven para la tarea que hemos anotado; el argumento a favor de la constitucionalización de los derechos humanos se queda a la mitad del camino, pues no basta con que la carta magna los reconozca para que los habitantes los disfruten de inmediato; una visión garantista de los derechos humanos se queda igualmente corta, pues en muchos casos la mejor garantía ni siquiera es asunto de los tribunales del Estado.

Como podemos colegir de todo esto, la concepción de los derechos humanos tiene que ser completa, integral. Debemos ver desde un principio, no solamente los bordes del horizonte hermenéutico, sino también la estructura y contenido del continente llamado derechos humanos. De este modo, será posible avistar desde la concepción misma, el desarrollo, el disfrute y la evolución de los derechos consustanciales a los seres humanos.

Por eso, nos ha parecido insuficiente la visión histórica que encarga la existencia de los derechos humanos a su aparición en determinado momento y acontecimiento histórico, por eso también, los procesos de reconocimiento y constitucionalización de los referidos derechos se advierten fríos e irrelevantes y, aún más, la afirmación de que estos derechos pueden ser plenamente garantizados por el Estado —sin que este haga algo más que mirar el desarrollo de la sociedad—, nos parecen franca evidencia de que la concepción de los derechos humanos debe ser revisada y replanteada.

Luego entonces, pretender que la concepción es algo distinto y hasta ajeno a la protección de los derechos humanos, es una manera parcial e insuficiente de entender el verdadero quid de estos derechos irreductibles e irrenunciables que deben tener en el Estado su garantía plena. Desde luego, la tendencia (al menos en Europa) apunta hacia la proyección internacional (comunitaria) de los derechos humanos, en el propósito de que estos sean plenamente garantizados, sin importar a qué país pertenezca la persona que deba ser objeto de dicha protección.[11]

Es necesario entonces que la nueva construcción epistemológica sobre el particular anude estos dos momentos centrales y los comprenda inseparables: en primer término, la concepción de los derechos humanos desde una visión holística, ajena a condiciones temporales o sucesos históricos; en segundo lugar, la verdadera garantía (más allá del garantismo) constitucionalmente prevista e internacionalmente procedente.[12]

Como hemos podido anotarlo en este trabajo, la concepción aquí delineada entraña un ejercicio epistemológico que debe moldear y modelar a los derechos humanos —más allá de conceptos y definiciones— como atributos consustanciales, atemporales, irreductibles de los seres humanos con independencia de la ubicación geográfica y condiciones de vida de sus titulares.

Esto significa que los derechos humanos pueden y deben acompañar a sus titulares en todo momento, en cualquier lugar, más allá de los artificios que en el derecho internacional pueden distinguir a los nacionales de los extranjeros, a los comunitarios de los no comunitarios, a los inmigrantes de los no inmigrantes, a los residentes de los «sin papeles»,[13] y otras frioleras de similar catadura.

Estos son los derechos humanos: los atributos inexpugnables de los seres humanos: no sólo los derechos tangibles como el derecho a cambiar de residencia (por cierto, no garantizado por el orden jurídico internacional), sino también aquellos derechos intangibles como la dignidad y el valor personal que de manera invariable deben ser equidistantes, entre su concepción y su ejercicio. En seguimiento de todo esto, no hay fórmula secreta para poder comprender y argumentar adecuadamente sobre los derechos humanos. Comprender y describir es la primera tarea que debemos realizar en este campo; luego, es necesario diseñar y aglutinar en un modelo todos los elementos interactuantes del sistema; finalmente, es indispensable establecer las vías de ejercicio de los derechos humanos.

Como hemos dicho, estos derechos son la parte nuclear de todo ser humano; más allá de su descripción simple e irrelevante, debemos procurar los escenarios y los mejores instrumentos para su praxis cotidiana; para su dimensión vivencial aquí y ahora. Entonces, la más adecuada concepción de los derechos humanos debe estar conectada de manera directa, inmediata, con su disfrute y luego con las garantías para dicho disfrute. No al revés, porque entonces, parecería como si las garantías (asunto de índole procesal) fueran el estadio previo del disfrute de los derechos humanos.

De acuerdo con este hilo argumentativo, podemos establecer la conexión lógica entre los elementos que aquí hemos citado. La concepción de los derechos humanos y el disfrute de los mismos se puede plasmar en este esquema que nos muestra en diferentes fases cada momento de esta construcción. Así, de la concepción que se ubica en la primera fase podremos llegar hasta el tema de las garantías como consecuencia final, natural e irreductible de la cosmovisión sobre los derechos humanos.

Como podemos desprender de todo esto, la afirmación derechos humanos sin garantías es una aporía:

    Fase 1. Derechos humanos = concepción y praxis.

    Fase 2. Concepción derechos humanos = quid y disfrute.

    Fase 3. Disfrute derechos humanos = dimensión vivencial.

    Fase 4. Dimensión vivencial = praxis e instrumentos «constitucionales» (garantías).

El asunto fino está entonces en cómo llevar a cabo la dimensión vivencial. Este es el punto central de la construcción epistemológica que nos ocupa, y que se advierte esencial en el intento por hacer que el disfrute de los derechos humanos sea la regla y no la excepción.

IV. Los escenarios y los procesos

Hemos señalado que la apuesta por la dimensión vivencial de los derechos humanos acusa pertinencia y posibilidad en el intento por acercar los dos elementos ya referidos. La praxis de los derechos humanos puede permitir la materialización del nexo entre la cosmovisión, entre el quid y los mecanismos para la protección cotidiana, común y corriente de los mismos.

Como podemos ver en el esquema que antecede, el arribo a la «fase 4 del modelo» implicados condiciones o elementos (según se quiera ver) que son la praxis y los instrumentos constitucionales necesarios para hacer asequible en la realidad y en la vida de todos los días, el disfrute de los derechos de los seres humanos. Para el logro de estas dos condiciones, es necesaria la aproximación taxonómica que trazamos al principio. Id est que no todos los derechos humanos pertenecen a la misma categoría. Hay derechos de disfrute inmanente y derechos de disfrute condicionado. Unos y otros dan lugar a escenarios distintos y, por supuesto, dan cabida también a una distinta manera de intervención por parte del Estado.

Los derechos humanos de tipo inmanente, por lo general, no requieren mayor intervención del poder estatal. Como son parte inexpugnable de las personas, estos derechos se tienen y se vivencian desde el momento mismo de su existencia.

El problema mayúsculo se vive en el campo de los derechos de disfrute condicionado, pues aquí los individuos precisan el auxilio de otros elementos que no siempre acompañan a los derechos-sustancia que se pretende vivenciar. En este caso, es necesario entonces armar a los habitantes con los escenarios, mecanismos y procedimientos que sean útiles y accesibles para el propósito antes apuntado.

De este modo, tienen lugar dos escenarios que se pueden identificar en dos planos diferenciados. En primer término, el del Estado en actitud pasivo-permisiva. En segundo lugar, el del Estado proactivo; el del Estado ocupado en generar las condiciones óptimas para que sus habitantes puedan vivir sus derechos humanos sin ambages ni pretextos. Como ya lo anotamos en este trabajo, el Estado que se sitúa en una actitud pasivo-permisiva, poco o nada hace en relación con la generación de escenarios y procesos a favor de la evolución de los derechos humanos. Lo más relevante se identifica con la dimensión garantista, en virtud de la cual, el Estado se limita a establecer los procedimientos y los tribunales para que los habitantes acudan a ellos en caso de alguna violación a sus derechos esenciales. Vale decir que lamentablemente, ni siquiera este escenario ha sido desarrollado con atención y prestancia.

El segundo escenario que se identifica con la actitud del Estado, proclive al impulso y desarrollo de los derechos humanos, representa el escenario ad hoc, el contexto idóneo en el tema que nos ocupa. Empero, un escenario de tal naturaleza demanda muchas otras condiciones que no pueden faltar en eso que hemos llamado el ciclo constitucional garantista. Por lo pronto, los dos tipos de intervención estatal que hemos apuntado, provocan la generación de dos tipos de procesos que también son divergentes en su sentido y proyección.

El proceso natural para el primer tipo de escenario, es el proceso reactivo. El Estado solamente interviene cuando los gobernados se lo piden; el Estado actúa en su papel de garante del statu quo plasmado en la Constitución. Los derechos humanos de disfrute condicionado —por su propia naturaleza— necesitan que el Estado tenga una actitud más abierta, proactiva y de franca colaboración y coadyuvancia. En caso contrario, el mismo Estado se convierte en el principal agente de su aletargamiento y olvido. Ahora bien, la actitud de potenciación que se estima necesaria de parte del Estado, da lugar a una intervención estatal mediante lo que hemos llamado el proceso proactivo. Aquí el Estado se identifica a sí mismo como el principal promotor y defensor de los derechos humanos.

Una clasificación planteada en estos términos da lugar a dos escenarios totalmente diferentes en cuanto a la protección de los derechos fundamentales. En este caso, la parte esencial no se sitúa ya en la forma como las leyes del Estado recogen y reconocen los derechos humanos, sino que se ubica en el momento vivencial-pragmático donde lo más relevante, sin duda, se mira en la forma en que los derechos son puestos en práctica cotidiana.

El primero de los procesos se identifica con el garantismo de tipo procesal; id est se trata de un escenario en el que los habitantes necesitan de manera ineluctable los procedimientos, escenarios y mecanismos de un adecuado sistema de justicia constitucional capaz de dotar a sus ciudadanos y habitantes, en general, con las herramientas de tipo jurisdiccional constitucional, viables y eficaces para la defensa y protección de sus derechos.[14]

Empero, este primer proceso no es, con mucho, el que mejor abona a favor de la «garantía» de los derechos fundamentales, habida cuenta de que siendo el Estado el principal garante de estos, antes que los tribunales y los procesos judiciales, tiene que ponerse la mira en las acciones de gobierno útiles y pertinentes para que los gobernados pocas veces se vean compelidos a exigirle al poder público que respete sus derechos. Esto es parte indeclinable de un genuino Estado constitucional.

Como se ve, la consecución de un escenario como el planteado en segunda instancia no es un asunto fácil; con toda seguridad podemos aseverar que tampoco el primer supuesto es un asunto sencillo. Sin embargo, para ningún Estado que en la actualidad se precie de estar evolucionando hacia las reformas que lo identifiquen como un Estado constitucional, resulta difícil el establecimiento de los procedimientos (incluso constitucionales) para que los habitantes puedan alegar el respeto a sus derechos humanos.

Lo que en realidad tiene un alto grado de dificultad por todos los factores que inciden en ello, es el establecimiento de los diseños adecuados para que los habitantes puedan tener en el Estado al principal promotor y defensor de sus derechos; lo anterior demanda políticas públicas de alto contenido humanista y de fuerte vocación social. Lamentablemente, en la mayoría de los países, el poder del Estado es ejercido de manera vertical descendente, las más de las veces a partir de una visión autoritaria del poder.[15]

Casi por lo general, el contenido de la justicia constitucional se sitúa en los procesos constitucionales viables para dicha protección y para el mantenimiento de los ámbitos competenciales de los órganos del Estado. Sin embargo, como podemos derivar de todo lo que hasta aquí hemos dicho, la justicia constitucional debe ser armada con otros elementos que no son necesariamente procesos ni tribunales.

Por lo anterior, creemos que un gran primer paso podríamos materializarlo en el diseño de un sistema de justicia constitucional que hiciera posible la configuración del ciclo constitucional garantista ya anunciado y que se explica más adelante.

Pero como la cuestión de fondo se halla en la manera que el Estado puede llevar a cabo esta relevante función de cumplir ad libitum con el respeto de los derechos de los habitantes, por eso insistimos en el ejercicio de lege ferenda que nos lleva al planteamiento sobre la necesidad y condición inaplazable de que el diseño constitucional del Estado contenga necesariamente estos escenarios (procesos) para el disfrute cotidiano, sin cortapisas, de los derechos inherentes a la condición humana.

V. Configuraciones y consecuencias

Como podemos ver, la concepción de los derechos humanos es el punto de inflexión en los modos de articular la mejor defensa posible de estos. La misma concepción va enderezada a configurar una manera de actuar del Estado —proactiva o pasiva, según sea el caso— que abonará a favor de los derechos humanos o simplemente permanecerá expectante testimoniando su desarrollo o hasta su involución.

Por estar conectado con todas estas derivaciones de la misma cuestión central, debemos destacar el caso de la participación internacional del Estado en estas tareas, pues no podemos dejar de señalar la responsabilidad internacional que cada Estado asume con el tema que nos ocupa.[16]

De este modo, la concepción o las diversas concepciones dan paso a otras tantas configuraciones que implican al Estado (poder público) y a otras fuentes de poder (incluso particular). También, la concepción da paso a otras configuraciones de tipo espacial donde los derechos humanos se pueden proyectar con fuerza hacia el exterior o simplemente permanecer estancados, ajenos a la evolución, en el interior del Estado. De todo esto podemos extraer algunas reflexiones que lógicamente se desprenden de lo que hemos afirmado.

Configuración A. La concepción configura y predetermina los alcances de los derechos humanos. Aquí se inscriben las corrientes de pensamiento como el positivismo y el iusnaturalismo que atienden a dos diferentes maneras de comprender los derechos humanos, y en consecuencia, a las distintas vías para procurar su disfrute y protección.

Configuración B. La concepción configura y predetermina el tipo de intervención del Estado. En este caso, la concepción puede dar paso a una actitud pasivo-permisiva o proactiva, según sea el sentido e intensidad del interés del Estado en este tema.

Configuración C. La concepción configura y predetermina un tipo especial de relación de las personas con las fuentes de poder (público y privado). A partir de esto, el Estado puede identificarse bien sea en su profunda vocación social o en el ejercicio autoritario del poder. En este nicho podemos situar a las personas como el centro de la preocupación del Estado, con políticas públicas encaminadas a mejorar sus condiciones de vida o, por otro lado, al Estado vuelto hacia sí mismo y ajeno a las preocupaciones y penurias cotidianas de los habitantes.

Configuración D. La concepción sirve para explicar la aparición de los derechos humanos, su génesis y su prospectiva. La visión cronológica-histórico-temporal explicará la formación de los derechos humanos a partir de sus nexos irreductibles con cierto momento de la historia; la expresión vivencial-pragmática proyectará a los derechos humanos hacia su disfrute pleno más allá de lo que el Estado, los poderes públicos y/o privados deban hacer al respecto e incluso, más allá de lo que las Constituciones domésticas puedan incidir en su protección y desarrollo.

De cada una de estas concepciones es posible extraer algunas consideraciones. En cuanto a la primera, las consecuencias de las visiones dogmáticas ya fueron anotadas líneas atrás, ni positivismo ni iusnaturalismo, ninguna de estas dos miradas alcanzan a explicar el quid de los derechos humanos; ni siquiera los intentos de la corriente sociológica, intentada como una alternativa de las otras dos, puede dar respuestas satisfactorias a la cuestión central de los derechos humanos.

En lo tocante a la segunda concepción, es palpable la ineficacia del Estado cuando simplemente se espera de él que funja como árbitro o que dote a los habitantes de herramientas para su defensa. Como ya lo señalamos, el Estado tiene que ser el principal promotor de los derechos humanos.

Por cuanto hace a la tercera perspectiva, el ejercicio del poder guarda una relación estrecha con los derechos humanos; tal vez sea esta la mejor vía para entender a qué se refiere dicha temática, pues de la manera en que se ejerce la potestad del Estado, podemos saber en qué tipo de Estado vivimos; el axioma no puede ser más contundente: dime qué tanto le interesa a tu Estado el tema de los derechos humanos y te diré en qué tipo de Estado vives.

Por último, si la concepción va a seguir lastrada por el influjo del tiempo y de los acontecimientos históricos concretos, tendremos que atenernos a la aparición de otros sucesos que no sabemos en qué sentido se vayan a direccionar, para saber qué otros derechos humanos no natos podrán hacer su aparición en el futuro.

Con lo que hasta hoy nos ha reportado la historia, no podemos llegar muy lejos. Si, en cambio, más allá de las distintas generaciones de derechos humanos, ponemos nuestro empeño en la construcción de los escenarios y el diseño de los mecanismos y procedimientos para su disfrute pleno, nos parece que entonces estaremos en el camino adecuado. Los derechos humanos y su evolución, sin duda, dependen más de su praxis (que los puede proyectar hacia otras dimensiones hasta ahora ni siquiera esbozadas) que de las construcciones científicas a posteriori.

VI. Derechos y democracia para el Estado constitucional

Lo hasta aquí expresado adquiere su ratio esendi cuando nos acercamos a la consecuencia natural de que los derechos humanos son el campo idóneo para abonar en favor de la democracia y la justicia.

En este punto, de nada valen las construcciones intelectuales más pulidas sobre los derechos humanos si, como hemos dicho, los citados derechos se estrellan con insalvables límites provenientes de las más variadas fuentes; entre otras, el poder autoritario, centralizado, carente de límites y controles; los frágiles mecanismos de protección y defensa de los citados derechos; los escenarios para su protección, cercenados e incompletos; la cortedad de miras de quienes todavía creen que el Estado y sus tribunales domésticos son el límite en la protección de los derechos humanos; por último, la tibieza en el ejercicio de los derechos humanos por parte de sus titulares indiscutibles: los habitantes y, más aún, los ciudadanos.

Veamos en el diagrama de la página siguiente cómo podemos enlazar el diseño epistemológico propuesto. En la dimensión vivencial-pragmática, los derechos humanos necesitan ser vivenciados para hacerlos respirar a toda hora. El ciclo constitucional garantista busca ser una respuesta a esta ingente necesidad. Así, los derechos humanos, la democracia, la justicia constitucional y el Estado constitucional, conforman un ciclo donde cualquiera de sus fases es irremplazable y esencial: la democracia, que es mucho más que procesos electorales, no puede estar completa si carece de un sistema de protección y defensa de los derechos humanos; la justicia constitucional no puede ser plena si su sistema de garantías está a medio diseño; el Estado constitucional tampoco puede alimentarse si le faltan estos pilares.

En este ciclo, la dimensión vivencial-pragmática de los derechos humanos es irremplazable, pues si no son ejercidos, estos derechos fácilmente enmohecen y mueren, y abren paso franco a todo tipo de abusos y ejercicio incontrolado del poder.[17] Ergo, es urgente y nos llama con apremio una concepción de los derechos humanos que pueda poner énfasis en esta necesidad ciudadana de vivir y practicar cada día y a cada instante nuestros derechos.

VII. Conclusiones

Primera. Todas las reflexiones que hemos ido hilvanando a lo largo de este trabajo nos han permitido llevar a cabo el ejercicio epistemológico consistente en buscar otras posibilidades y otros caminos en la necesidad de construir la plataforma para lanzar a los derechos humanos hacia su plena realización. Es claro que el diseño plasmado a lo largo de este trabajo resulta aplicable a cualquier país y a todo ser humano. Hemos destacado en alguna parte el caso de México, por ser el más cercano a nuestra experiencia; esto no significa que el estudio se deba limitar a nuestro país, pues el intento científico aquí contenido pretende sentar las bases de una nueva forma de comprender, explicar y aplicar los derechos humanos.

Segunda. Ahora bien, no desconocemos que los derechos humanos conceptualmente difieren de los derechos fundamentales; para los efectos de nuestro estudio, las diferencias entre ambos conceptos poco interesan, pues la proyección epistemológica que nos ha ocupado fácilmente comprende ambas categorías conceptuales. En todo caso, ya es hora de replantear no sólo la denominación, sino desde luego, las posibilidades reales de saltar de la potentia al acto para que los derechos humanos y los derechos fundamentales formen parte de la agenda colectiva y personal de los seres humanos.

Tercera. En este elevado propósito, es necesario un Estado proactivo que sitúe en el centro de sus afanes a los seres humanos, que sea capaz de llevar a cabo una reforma sustancial que catapulte la evolución de los derechos humanos a su plano más inmediato, es decir, a su vivencia, a su disfrute. En este propósito que identifica y distingue a cualquier Estado constitucional, la reforma del Estado debe incluir una visión prospectiva donde la democracia, la justicia constitucional y un sólido Estado constitucional, sean tenidos por los habitantes como el más preciado de sus logros como generación.

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FUENTES ELECTRÓNICAS

http://www.adnmundo.com/contenidos/politica/rusia_manifestantes_detienen_reprimen_medvedev_pi_310110.html el 8 de marzo de 2010 13:15.

http://www.jornada.unam.mx/2010/06/30/index.php?section=mundo&article=034n2mu.


[1] El significado de estas dos palabras corrobora lo aquí dicho. La unicidad significa (Del lat. unicitas, -âtis). 1. f. Cualidad de único. La unidad significa (Del lat. unitas, -âtis). 1. f. Propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere. 2. f. Singularidad en número o calidad. 3. f. Unión o conformidad. De esta segunda palabra, hemos tomado solamente las primeras acepciones, ya que la fuente indica muchos otros significados que en la raíz hacen referencia al carácter indivisible de las cosas. Diccionario de la lengua española, Madrid, Real Academia Española, 2001, versión electrónica.

[2] Lamentablemente, aún con todo y su reconocimiento de rango constitucional, todavía hay gobiernos que se resisten a garantizar los citados derechos. Veamos, a manera de ejemplo, lo siguiente: «La policía rusa, en clara violación a su Constitución, reprimió ayer varias protestas contra el Gobierno que se realizaron en la plaza Triumfálnaya de Moscú y en San Petersburgo y detuvo a algunos grupos de manifestantes, entre los que se encontraban conocidos líderes de la oposición. Varios cientos de manifestantes se reunieron en una plaza del centro de Moscú para desafiar una prohibición impuesta por las autoridades. Los manifestantes gritaban ‘¡Vergüenza!’ cuando los agentes antidisturbios los empujaban al interior de autobuses. La protesta fue prohibida en una clara violación de la Constitución rusa, que garantiza el derecho de la gente a reunirse». http://www.adnmundo.com/contenidos/politica/rusia_manifestantes_detienen_reprimen_medvedev_pi_310110.html, 8 de marzo de 2010.

[3] En el caso de México, una de las más claras manifestaciones de esto son los reiterados intentos por recuperar el río Lerma y que no han tenido los resultados que todos esperamos. Para los habitantes que viven a orillas del citado afluente, la garantía del derecho humano a la salud y a un medio ambiente sano es inexistente; sus derechos son conculcados de manera cotidiana y, a causa de ello, no es extraño encontrar personas (sobre todo niños) que padecen enfermedades cutáneas y gastrointestinales.

[4] http://www.jornada.unam.mx/2010/06/30/index.php?section=mundo&article=034n2mun.

[5] Utilizo esta expresión lejos de cualquier asomo peyorativo, en el sentido de que se trata de derechos formalmente incluidos en los textos legales, pero que en la vida de todos los días, lamentablemente están lejos de ser disfrutados a plenitud.

[6] Introducimos con toda mesura esta afirmación, y así esperamos que la advierta el lector, pues la simple mención del término «categoría» puede conducirnos a equivocaciones, ya que ningún «derecho humano» puede ser categorizado; es decir, que entre los derechos de los seres humanos no puede haber categorías ni rangos ni jerarquías ni cualquier otra expresión en sí misma conceptualmente diferenciadora.

[7] La literatura sobre el particular es abundante; baste con citar algunas obras que pueden ilustrar cualquiera de estas dos tendencias: Bidart Campos, German J., Teoría general de los derechos humanos, Buenos Aires, Astrea, 1991; Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías, la ley del más débil, Madrid, Trotta, 2002; Jiménez Campo, Javier, Derechos fundamentales, concepto y garantías, Madrid, Trotta, 1999; Truyol y Serra, Antonio, Los derechos humanos, Madrid, Tecnos, 2000; Bartolomé Cenzano, José Carlos de, Derechos fundamentales y libertades públicas, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003.

[8] Podemos citar, a manera de ejemplo, el caso del artículo 22 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que desde el 5 de febrero de 1917 (fecha en que fue promulgada) y hasta el 1 de diciembre de 2005 (fecha en que el citado artículo fue reformado), conservó en su texto la pena de muerte, con lo cual dejó de «reconocer» uno de los derechos esenciales del ser humano: el derecho a la vida.

[9] Esta expresión está contenida en el trabajo de nuestra autoría, intitulado «La naturaleza constitucional dual del derecho a la información y su papel en la construcción del Estado constitucional en México», que se hizo acreedor al primer lugar en categoría de Investigación del Premio Estatal de Transparencia, edición 2009, convocado por el Instituto de Acceso a la Información del Estado de México.

[10] Cfr. Reidy,David A.,»An Internationalist Conception of HumanRights», The Philosophical Forum, vol. XXXVI, núm. 4, invierno de 2005.

[11] Cfr. Dellavalle, Sergio, Constitutionalism Beyond the Constitution. The Treaty of Lisbon in the Light of Post-National Public Law, New York University School of Law, Jean Monnet Working Paper 03/09, 2009. Este autor expone la importancia y al mismo tiempo la dificultad que entraña introducir en el orden jurídico europeo el tema de los derechos humanos a fin de garantizar su protección. El citado autor da cuenta del desarrollo que entre 1950 y 1990 tuvo esta cuestión al seno de la European Court of Justice (ECJ). «The third phase, finally, expanded the judicial review of the ECJ to comprehend also member states insofar as these apply Community law or, following the more far-reaching interpretation of the Court, issue legal acts within the scope of the Treaties».

[12] El tema de la protección de los derechos humanos no puede seguir siendo vista como un asunto de la incumbencia (inicialmente particular) de los Estados; esto implica incluso que las construcciones teóricas como el garantismo, deben proyectarse hacia el plano internacional. Ahora, las garantías son mucho más que tribunales domésticos y procedimientos constitucionales. En este plano epistemológico, salta a la vista lo pueril de nuestros procedimientos de protección constitucional de los derechos humanos (fundamentales) entre los que campea el juicio de amparo, pues su diseño nació de una visión bastante limitada. Véase, al respecto, Giegerich, Thomas, «The Is and the Ought of International Constitutionalism: How Far Have We Come on Habermas’s Road to a Well-Considered Constitutionalization of International Law?», German Law Journal, vol. 10, núm. 1, http://www.germanlawjournal.com/index.php?pageID=2&vol=10&no=1.

[13] La persecución policial de que son objeto los «ilegales» o «sin papeles» en muchos países como Estados Unidos, España o Francia, es una malsana consecuencia de esta construcción parcial sobre los derechos humanos. Quiérase o no, la idea de que en el Estado los extranjeros deben tener una «residencia legal» es un paroxismo que facilita la discriminación y los abusos. Este asunto ni siquiera necesita mayor motivación, como puede constatarse con la famosa Ley SB1070 del Estado de Arizona que ha exacerbado la xenofobia en contra de los ilegales, y ha justificado la inhumanidad de gente como el desde ahora tristemente célebre sheriff Arpaio.

[14] Por nuestra parte, consideramos que la defensa de lo más preciado de los seres humanos no tiene mejor vía que la jurisdiccional; en este sentido, lo más aconsejable es la vía jurisdiccional constitucional. Véase Uribe Arzate, Enrique y González Chávez, María de Lourdes, «La protección jurídica de las personas vulnerables», Revista de Derecho, Barranquilla, División de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Norte, núm. 27, 2007.

[15] Véase, a manera de ejemplo, el siguiente caso: «A pesar de ser punta de lanza en el impulso de reformas en materia de violencia, salud y participación política para que los gobiernos en turno adopten políticas públicas con perspectiva de género, las y los diputados de la LXI legislatura no asignaron presupuesto a la Comisión de Equidad y Género (CEG) para su ejercicio de este año… Entre los principales pendientes de la CEG en materia de derechos humanos, se encuentra la defensa del derecho a la maternidad libre y voluntaria, que a decir de las especialistas se verá amenazada durante la actual legislatura por grupos conservadores que buscarán restringirlo». Milenio Estado de México, 18 de abril de 2010, p. 10.

[16] Véase Koskenniemi, Martti, «The Politics of International Law, 20 Years Later», The European Journal of International Law, vol. 20, núm. 1, EJIL, 2009, p. 10,http://www.ejil.org/pdfs/20/1/1785.pdf.

[17] Cada vez es más fuerte la corriente de opinión y, sobre todo, los estudios científicos a favor del control del poder; cfr. Ackerman, Susan Rose, «Rendición de cuentas y el Estado de derecho en la consolidación de las democracias», Perfiles Latinoamericanos, México, Flacso, núm. 26, julio-diciembre de 2005; Warren, Mark E., «La democracia contra la corrupción», Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, México, UNAM, vol. XLVII, enero-marzo de 2005; Zúñiga Urbina, Francisco, «Responsabilidad constitucional del gobierno», lus et Praxis, Talca, Universidad de Talca, vol. 12, núm. 2, 2006.