Interacción cultural en El Salvador antes de los pipiles: Una mirada desde el centro de México. Blas Castellón.2017.

Desde hace muchos años, son bien conocidas las notorias semejanzas culturales entre la arqueología del centro de México y El Salvador. Estas analogías hacen énfasis en los aspectos lingüísticos y estilísticos de las dos regiones, cuyo origen se sitúa en distintos periodos y distintos modelos de interacción propuestos desde el Preclásico Medio hasta la época de la conquista.

Aunque existe la posibilidad de distintos flujos migratorios a larga distancia con personas que establecieron nuevos enclaves de población, normalmente se considera que la causa más probable de las semejanzas se debe al movimiento frecuente de productos, conceptos, artefactos, íconos, e incluso elementos tecnológicos a lo largo de los siglos.

Como los procesos de difusión involucran muchas formas distintas y posible transmisión de ideas y elementos materiales, no existen respuestas fáciles para proponer con precisión rutas, duración o simplemente, la elección de unos elementos más notorios en lugar de otros.

Hasta hace 20 años, el tema de las migraciones nahua pipiles y el establecimiento de grupos con esta filiación cultural en el centro y occidente de El Salvador, se explicaba de manera más bien general por referencia a la información de tipo lingüístico, etnohistórico y algunos datos arqueológicos, cuyo contexto no siempre estaba bien documentado.

No obstante, esta situación ha cambiado rápidamente en las últimas dos décadas y ahora se están haciendo reevaluaciones y nuevas exploraciones arqueológicas, cuyos resultados seguramente conoceremos con mayor precisión la naturaleza de estos procesos y el porqué de las similitudes culturales entre ambas regiones (Fowler, 2011; Escamilla, 2011 y Mc Cafferty, 2011).

En el presente trabajo me enfocaré hacia los periodos más tempranos y a lo que parece ser una tradición de mayor profundidad histórica en las interacciones y contactos entre el centro y norte, con el sureste de Mesoamérica, la cual se remonta desde el Preclásico y a través del periodo Clásico.

Aquí daré mayor énfasis a algunos datos arqueológicos del centro de México que pudieran estar relacionados con posibles procesos de interacción cultural, o al menos con el movimiento norte-sur-norte de elementos de cultura material que cada vez son mejor conocidos, cuya presencia está documentada en El Salvador.

Esta presentación, además, es parte de mi propia experiencia como arqueólogo que trabaja en el centro de México desde hace dos décadas y también tiene como antecedente dos experiencias de trabajo en El Salvador, por lo cual mencionaré datos de tipo arqueológico y su posible potencial de transferencia hacia regiones más lejanas, haciendo eco de los esfuerzos más recientes en esta materia, en la arqueología salvadoreña.

Mi propuesta general es que las manifestaciones culturales de semejanza entre México y El Salvador, tales como los nahua pipiles durante el Posclásico, son parte de una tradición mucho más antigua en el traspaso y proyección de elementos de cultura material y creencias, que puede ser rastreada en todo lo largo de la secuencia de desarrollo mesoamericano.

Mi hipótesis es que la difusión y transmisión de ideas, estilos e idiomas entre el centro de México y El Salvador define lo que llamaré una zona de «alto impacto» de los desarrollos mesoamericanos desde al menos el Preclásico Medio, en diferentes regiones circundantes al norte y este de Guatemala, Honduras y Nicaragua.

El Salvador es una región que fue amplia receptora de elementos transmitidos a todo lo largo de Mesoamérica desde al menos el Preclásico Medio, a través de la reelaboración y adaptación de estas tendencias y que, a diferencia de otras regiones adyacentes de menor impacto y desarrollos más locales, siempre se mantuvo abierta al flujo de estilos e ideas que marcaron los cambios más importantes, interactuando con todas las demás áreas lejanas y cercanas.

Como esto es demasiado amplio y ambicioso para los límites de este artículo, necesariamente debo seleccionar sólo algunos ejemplos, subrayando más el periodo que va desde finales del periodo Preclásico en el centro de México hasta finales del periodo Clásico durante las últimas manifestaciones de la influencia teotihuacana, sin abordar los periodos más tardíos en donde se han ubicado recientemente la mayoría de analogías entre las dos regiones dentro de lo que se ha dado a nombrar la «diáspora tolteca» (Fowler, 2011).

Los olmecas llegaron ya

Si iniciamos la búsqueda desde el establecimiento de las comunidades agrícolas y las primeras unidades políticas importantes en Mesoamérica, la difusión y el empleo de rasgos comunes, sin duda coincide con la expansión del primer gran estilo horizonte que es conocido como olmeca, con una gran extensión territorial entre los siglos X y IV antes de nuestra era.

Sin pretender entrar en detalle, es preciso recordar que en Guatemala y El Salvador existen muchos indicios de la presencia de este estilo, los cuales indican las primeras evidencias de transmisión y adopción de rasgos culturales de norte a sur del área mesoamericana (Sharer, 1989, pp. 227).

Pongamos un ejemplo bien conocido: los monumentos 1 y 12 de Chalchuapa (Figura 1 a y b), se trata de dos personajes con claros rasgos olmecas que sujetan una especie de insignia o bastón que Taube (1996, Figuras 1 a y c) identifica con la insignia del maíz.

El culto al maíz es, a partir del Preclásico Medio, el punto de partida para rastrear lo que este autor considera «una extensa red de intercambio con las tierras altas de México y la región maya», a través de objetos portables que son la expresión de lo precioso, tales como las cuentas de jade y las plumas de quetzal, ambas identificadas iconográficamente con el maíz.

Las élites olmecas procuraban el acceso a objetos exóticos y raros como indicadores de rango social y riqueza manejable. Las representaciones iconográficas se encuentran en lo que se considera áreas estratégicas asociadas con rutas de comercio y para la obtención de materiales considerados preciosos.

Este es justamente el caso de Chalchuapa que debemos identificar como un importante centro político portador del estilo olmeca, con presencia de relieves tallados en monumentos de piedra asociados a rituales públicos.

Este sitio, ubicado alrededor de 900 a. C. sería parte de un sistema de comercio muy extendido, que permitió el acceso a las fuentes de jade al norte, las plumas de quetzal al oriente y su distribución e intercambio a nivel local y hacia regiones muy distantes entre las que se encuentran sitios tan lejanos como Teopantecuanitlán, en Guerrero, y Chalcatzingo, en Morelos, ambos a más de 1100 km de distancia.

Pensar estos contactos sólo en términos de desplazamiento de personas es posible, pero por los costos de las distancias, la geografía y las posibilidades logísticas de la época es más factible que el amplio sistema de comunicación en torno a creencias, ya bien establecidas como los cultos agrícolas, fuera operativo mediante la transmisión de ideas y objetos portables entre regiones adyacentes, que a su vez expandían su información en un efecto de ondas de agua, con distintos núcleos o zonas emisoras, de las cuales el occidente de El Salvador fue sin duda una muy importante desde el Preclásico.

Los detalles de estos contactos son aún poco claros, aunque se han propuesto básicamente dos modelos: uno jerárquico y otro en forma de red con frecuentes intersecciones de rutas (Demarest,

1989).

También se ha observado que las cerámicas y figurillas en El Salvador tienen más cercanía con objetos similares de la costa del Pacífico de Guatemala, lo que hace pensar que la distribución de parafernalia olmeca es selectiva e indirecta, e incluso se ha planteado que no existe un estilo olmeca, sino la manifestación de distintas identidades locales, de las cuales los sitios como Chalchuapa y Ahuachapán serían manifestaciones regionales (Love y Guernsey, 2008).

Esta posición se ve reforzada por los estudios más recientes en sitios del occidente de El Salvador, donde los complejos cerámicos también son similares a los de la costa de Guatemala y sitios de Chiapas, pero difícilmente van más allá de la costa del Golfo o centro de México, aunque se conoce la arquitectura de tierra, muy común en todo Mesoamérica, y formas cerámicas frecuentes como los tecomates o cántaros de cuello largo (Valdivieso, 2011).

Fue sólo después del 800 a 900 a. C., que lo «olmeca», ya formado, llegó hasta la parte sureste de Mesoamérica. En el grupo de Las Victorias, en Chalchuapa, los relieves posiblemente corresponden al periodo Preclásico Medio, pero la culminación del estilo va hasta el Preclásico Tardío, lo cual pondría este caso en correspondencia con los relieves del mismo estilo que se encuentran en Chalcatzingo, en el estado de Morelos, centro de México (Grove, 1987 y Gay, 1972).

La posible conexión de rasgos de este estilo desde la costa del Golfo de México hasta Centroamérica debe, además, considerar otras posibilidades, ya que el estilo olmeca se encuentra también con gran fuerza en la zona montañosa del estado de Guerrero y la dispersión de estos rasgos ya no parece exclusiva de una sola región.

A la vez, es necesario comparar las figurillas y otros objetos portables como piedras labradas, hachas, orejeras y máscaras que se encuentran dispersas por todo el sur de Mesoamérica, lo cual implica un trabajo permanente de identificación de fuentes de material e iconografía.

Las propuestas actuales aún dudan entre considerar la difusión de lo olmeca como un fenómeno externo o poner de relieve los desarrollos locales. Ambos casos son importantes, por tanto es necesario multiplicar los estudios comparativos. Sin embargo, creo que la amplia difusión de rasgos reconocidos como olmecas durante el Preclásico Medio son una expresión de varios hechos comunes a todo Mesoamérica.

Uno de ellos es la amplia adopción del cultivo del maíz y otras plantas asociadas como actividad agrícola principal, con sus consecuencias en términos religiosos. La segunda es la consolidación de una gran cantidad de unidades políticas autónomas que definieron identidades locales e inmediatamente establecieron rutas de intercambio con sus vecinos cercanos y lejanos, esto para fines de legitimación.

Evidentemente, el tercer factor tiene que ver con el surgimiento de un amplio sistema de comunicación que debe estar relacionado con este estilo «internacional». Este último aspecto implica el posible surgimiento de sistemas de escritura e iconografía religiosa, que parece ser una necesidad en todas las regiones, incluido El Salvador y territorios más al sur.

De esta manera, se puede decir que no necesariamente hubo una intervención o presencia directa de «gentes olmecas» desde la costa del Golfo, al mismo tiempo se puede comprender por qué en muchos sitios de Centroamérica, los rasgos de tipo olmeca están presentes.

Cabe destacar que se trata siempre de objetos relacionados con aspectos religiosos, o de prestigio, y no necesariamente con cuestiones administrativas o de subsistencia, de las que no hay mucha evidencia, aunque la adopción del maíz como cultivo importante desde estas épocas en El Salvador tuvo que ser un factor decisivo para la difusión de lo olmeca, cuya iconografía está muy relacionada con esta planta (Taube, 1996).

Los personajes con máscaras que parecen representar a dignatarios y sacerdotes con símbolos de poder son muy semejantes en cuanto a detalles iconográficos.

Tomemos de nuevo el ejemplo de Chalchuapa, los personajes están tallados en relieves que se exhiben públicamente como parte de un contexto ritual. Sus rostros se muestran de perfil con su inconfundible estilo olmeca (ojos semicerrados, labiosabultados) y ataviados con especies decascos y medallones indican a primera vista que se trata de gobernantes o sacerdotes de un culto importante.

La jerarquía que los monumentos sugieren es parte de elementos ampliamente difundidos para esta época por todo Mesoamérica.

Los bastones o insignias se pueden rastrear hasta la costa del Golfo y centro de México, Chiapas y costa de Guatemala (Taube, 1996, p. 72, Fig. 24), y resultan junto con la especie de capa que llevan atrás, casi idénticos a los atavíos de monumento 2 de Chalcatzingo, Morelos (Figura 1c) y (Gay, 1972, p. 47, Fig. 17a).

El Salvador participó de este sistema de creencias y comunicación que está relacionado con aspectos religiosos y ceremoniales, principalmente.

Los linajes jerárquicos en Chalchuapa, Ahuachapán y Coatepeque, por ejemplo (Wassen, 1966; Boggs, 1950, 1971 y Casasola, 1974), aunque autóctonos, estaban bien al tanto de lo que ocurría mucho más al norte.

La legitimación del poder y la comunicación efectiva entre unidades políticas vecinas o distantes implicaba la circulación de íconos de poder y autentificación de los gobernantes, lo que puede dar lugar a diversas combinaciones de rasgos locales y foráneos.

El conocimiento de la existencia de centros de poder lejanos y el contacto esporádico por cuestiones de intercambio puede ser suficiente para la presencia de estos rasgos externos, que pudieron ser absorbidos y adaptados si las condiciones sociales lo permitían, lo cual era evidentemente el caso en el occidente de El Salvador con una amplia población desde el Preclásico temprano en costas y valles fértiles, con recursos variados y excelentes tierras para el cultivo del maíz y otras plantas.

(Figura 1: Mapa de influencias olmecas y ejemplos: a) Monumento 1 del grupo Las Victorias en Chalchuapa, b) Monumento 12 de Chalchuapa y c) Monumento 2 de Chalcatzingo Morelos. Mapa y dibujos del autor.)

Si esta dinámica de rasgos compartidos a través del ejercicio del poder y la consolidación de las élites fue una constante en el desarrollo de Mesoamérica y, evidentemente, la región de El Salvador participó siempre de estos cambios, las preguntas deben enfocarse hacia los procesos locales mediante los cuales se establecieron en distintas épocas nuevas formas de expresión plástica a través de escultura, arquitectura, objetos portables, costumbres funerarias y ubicación de asentamientos para fines habitacionales, rituales, defensivos y de actividades varias.

Las migraciones, entendidas como desplazamientos de personas portadoras de rasgos culturales de una región a otra, incluidas sus creencias, cultura material e idioma, debieron ser sólo una de las razones de la dispersión de esos rasgos, pero de ninguna manera la única ni la más importante.

De hecho, los movimientos poblacionales documentados para periodos más tardíos se presentan siempre como un caso extremo de rompimiento político, que implica una perturbación de lo cotidiano y, a la vez, forma parte del imaginario colectivo que pasa a ser asimilado a los mitos fundacionales en unidades políticas emergentes.

Esos movimientos de gente debieron ocurrir como algo inevitable en épocas de crisis y carencia de otras opciones de supervivencia ante desastres naturales, guerras o falta oportunidades, tal y como ocurre en la actualidad. Aún en este caso, resulta complicado distinguir entre rasgos foráneos producto de desplazamientos voluntarios o forzados de población, enclaves étnicos (Rattray,1987 y Spence, 1996), contactos comerciales, peregrinaciones religiosas, avanzadas militares, embajadas políticas, intercambios matrimoniales o una combinación de todos estos (Rattray y otros, 1981).

La arqueología en Mesoamérica aún debe resolver estos y muchos otros problemas que han sido revisados con más detalle en relación a los grandes centros de poder del periodo Clásico al Posclásico, pero el occidente y centro de El Salvador fueron desde el Preclásico una zona abierta a los sistemas de comunicación más dinámicos de todo Mesoamérica.

Teotihuacanos al abordaje

Teotihuacán, el gran centro urbano del periodo Clásico en el centro de México, floreció entre 100 y 600 d. C. mediante una fuerza coercitiva que organizó a las poblaciones dispersas en un solo lugar (Sanders, 1988 y Millon, 1988).

Asimismo, fue un centro administrativo que llegó a tener alrededor de 150 mil habitantes en su momento de mayor desarrollo entre 300 y 500 d. C., reorganizando la jerarquía de asentamientos en la cuenca de México y probablemente en otros lugares más lejanos, donde pudo establecer «centros provinciales» para fines de comercio.

La ciudad, con más de 20 km² de extensión, presenta una traza ortogonal hasta entonces desconocida en centros de población, dentro de la cual, la mayoría de las personas organizadas en grupos familiares residían al interior de complejos habitacionales cerrados, hechos de mampostería y adobes, muy semejantes a las ciudades modernas.

El estilo de representación gráfica teotihuacana es fácil de reconocer, se trata de la expresión más bien esquemática de elementos religiosos y emblemas de poder de forma abstracta y angulosa, contrastando claramente con el anterior estilo olmeca, que tenía rasgos más ondulantes y sinuosos en la integración de figuras humanas y símbolos naturales o abstractos.

Este nuevo estilo teotihuacano se difundió rápidamente por toda Mesoamérica y es parte del debate actual para determinar si tal difusión es el resultado de migraciones o contactos que implicaron algún tipo de colonización con fines militares, o para proteger las rutas de intercambio.

En términos generales, la mayoría de los especialistas coincide en indicar que la presencia de rasgos, evidentemente teotihuacanos, está relacionado, igual que el anterior estilo olmeca, con prácticas de prestigio que fueron absorbidas por las élites locales (Braswell, 2003).

Esto es especialmente cierto en el caso de los grandes centros mayas del periodo Clásico tardío como Kaminaljuyú, Tikal, Altun Ha, o Copán, pero la presencia teotihuacana es mucho más frecuente y común de lo que originalmente se había creído.

Actualmente, uno de los temas más estudiados es la cronología precisa y el impacto local que tuvo lo que ahora se conoce como la «entrada teotihuacana» en estos centros de poder ubicados muy lejos de Teotihuacán como Kaminaljuyú (1,000 km) en las tierras altas, Tikal (1,000 km) en el Petén y Copán (1,160 km) en la cuenca del Motagua.

Se ha planteado que en Teotihuacán se habló principalmente una variante de las lenguas otomangueanas, posiblemente el otomí (Knab, 1983), aunque se menciona la presencia de «olmecas xicallancas», que en realidad son grupos multiétnicos, posiblemente portadores de idiomas diversos, también de la familia otomangue, tales como el popoloca y el mixteco más antiguo.

No obstante, de acuerdo a algunos lingüistas, es posible que los primeros grupos de hablantes de la variante más antigua del náhuatl, conocida como el náhuatl oriental, estuvieran presentes durante los primeros siglos del desarrollo teotihuacano, aunque los flujos migratorios del proto-nahuat que llegaron hasta El Salvador ocurrieron mucho después, posiblemente hasta 1250 d. C. (Wright, 2015).

Es bien conocido el carácter cosmopolita de Teotihuacán, en donde existieron auténticos barrios o parcialidades de personas que procedían de lugares muy distantes como Oaxaca, la costa del Golfo, e incluso del área maya (Rattray, 1993; Gómez, 2002; Taube, 2003 y Sugiyama y otros, 2016).

Aún es importante trabajar sobre cronologías confiables de la presencia de lo teotihuacano en regiones más alejadas, así como un contexto bien definido de lo que se considera «teotihuacano», a fin de poder definir la naturaleza y función de otros sitios alejados de la gran ciudad pero que presentan claras coincidencias con el centro principal.

Tradicionalmente, estos elementos se identifican por la arquitectura de talud-tablero, algunos tipos cerámicos como vasos trípodes con soportes calados y tapa, incensarios muy elaborados con aplicaciones e incensarios portátiles, imágenes pintadas como dioses de la lluvia («Tlaloc»), símbolos del año, figurillas, obsidiana verde y figuras humanas con perfil y tocados al estilo del centro de México, entre muchos otros emblemas relacionados principalmente con el sacrificio y la guerra.

Este grupo de rasgos presentes en sitios del sur y sureste de Mesoamérica creó, igualmente, la impresión de que existieron migraciones de personas desde el gran asentamiento urbano del centro de México, que se establecieron y dominaron poblaciones mucho más al sur.

No obstante, desde mediados de la década de los 80 quedó claro que los procesos de desarrollo en el área maya, especialmente, se remontan hasta el Preclásico Temprano; de este modo, existe arquitectura monumental desde el Preclásico Medio.

Una vez establecido que lo teotihuacano no fue en modo alguno resultado de una influencia o intervención directa sino la adaptación de algunos rasgos seleccionados, las explicaciones se orientaron a explorar la posibilidad de que estas coincidencias pudieran deberse a cuestiones de intercambio y prestigio político e ideológico.

Un ejemplo bien conocido es la región de Tiquisate-Escuintla en la costa pacífica de Guatemala. Desde la década de los 70 en el siglo pasado, comenzaron a aparecer una gran cantidad de incensarios con claro estilo e indicadores de tipo teotihuacano, en colecciones particulares (Hellmuth, 1975).

Estos objetos de cerámica con aplicaciones modeladas alrededor representan rostros, tocados, aves, y muchos otros objetos hechos en molde, que eran evidentemente de manufactura local, pero la innegable coincidencia en su composición y representación con los que existen en Teotihuacán dejaban poca duda respecto a la relación con aquella lejana ciudad.

En su estudio de estas piezas, Janet Berlo indica que probablemente se trató de un lugar donde realmente se establecieron guerreros de ascendencia teotihuacana, quienes decidieron mantener vivos sus cultos religiosos.

Incluso, planteó la posibilidad de que esta zona de la costa de Guatemala sirviera de plataforma para otras incursiones locales dentro del área maya más al norte (Berlo, 1984, pp. 199-217). No obstante, se subraya el carácter «provincial» y ecléctico de estas producciones como adaptaciones autóctonas que contribuyeron a la formación de un nuevo estilo (Bove y Medrano, 2003).

Esto contrasta con la constante presencia de cánones teotihuacanos en la iconografía de otros centros de mayor importancia como Kaminaljuyú en las tierras altas y Tikal en las selvas del Petén. En estos casos, la presencia foránea es mucho menos visible, pero siempre se encuentra en contextos especiales de entierros de élite o sitios de importancia ritual, por lo cual, los mayistas, como Linda Schele, pusieron el énfasis en el carácter sagrado, de poder y prestigio que puede tener la aparición de rostros de Tláloc, por ejemplo, dentro de las élites mayas que de este modo se apropiaron ideológicamente de la reputación de la gran ciudad (Schele y Miller, 1986; Schele y Friedel, 1990).

Actualmente, está muy claro que los centros mayas del periodo Clásico fueron ciudades y que su origen y evolución poco o nada tienen que ver con Teotihuacán, de modo que, salvo el caso de la costa de Guatemala, la presencia de rasgos del México central es observado con más cuidado en su posible función política.

Es así como los trabajos de epigrafía actuales han definido lo que se conoce como la «entrada teotihuacana» alrededor del año 378 d. C. (Stuart, 2,000). Esta presencia se observa con mucha más fuerza en Tikal, por tanto se ha propuesto que este lugar vivió una «élite bicultural» maya y teotihuacana, que a su vez influyó en la difusión de rasgos teotihuacanos hacia otros lugares como Holmul (Belice) y Copán (Honduras) (Estrada Belli y otros, 2009).

El asunto no es fácil de resolver porque el constante hallazgo de pinturas y artefactos con imágenes de estilo claramente teotihuacano ha llevado a proponer, aún en años recientes, la presencia de personas o grupos militares reales posiblemente llegados desde Teotihuacán (Sharer 2003; Martin y Grube, 2000, pp, 29-35), hasta posiciones más moderadas que favorecen modelos de interacción indirecta a través de eventos importantes o alianzas matrimoniales en distintos momentos (Marcus, 2003).

Por lo general, los arqueólogos intentan colocar los hallazgos de pintura mural y objetos de estilo teotihuacano recientes en un contexto más preciso para evitar la suposición de contactos a larga distancia, pero las evidencias epigráficas en tumbas reales, como la de Copán (Nielsen, 2006a), sugieren que tales contactos sí fueron posibles (Nielsen, 2006b).

En todo caso, los objetos y conceptos teotihuacanos posiblemente se comenzaron a difundir hacia el sur en alguna época cercana al 300 d. C., si no es que antes, y esto debió ocurrir principalmente por zonas geográficas consideradas desde hace mucho como «corredores» culturales, que posiblemente fueron utilizados por emisarios y comerciantes desde Teotihuacán y que existían desde siglos anteriores.

Mucho trabajo arqueológico hace falta para definir correctamente las rutas, pues, curiosamente, se han estudiado mucho las relaciones entre lo maya y Teotihuacán, a larga distancia, pero muy poco en sitios del periodo Clásico que están a 200 o 300 km de Teotihuacán, de los cuales no sabemos casi nada (Cowgill, 2003, p. 324).

Tenemos entonces que existe una larga e ininterrumpida cadena de asentamientos con influencia teotihuacana, pero sin explorar, que a grandes rasgos pasa por diversos valles de la región Puebla-Tlaxcala al sureste de Teotihuacán. Luego se interna hacia el sureste por el Valle de Tehuacán, hacia la región montañosa de la Mixteca, para llegar más al sur a los valles centrales de Oaxaca, y desde aquí desciende por el istmo hacia la costa del Pacífico en Chiapas, para posteriormente dirigirse hasta la costa de Guatemala.

Esta parece ser la ruta más notoria en sitios con arquitectura, monumentos y artefactos teotihuacanos, así se cree que desde la costa de Guatemala se difundió este nuevo gran estilo al resto del mundo maya en el norte y este (Figura 2).

Aunque no está claro si los sitios «teotihuacanos» eran efectivamente estaciones de paso para los mercaderes teotihuacanos, lugares colonizados directamente o asentamientos regionales donde las élites locales de otras etnias establecieron lazos de colaboración con Teotihuacán, lo cierto es que la influencia de esta ciudad fue muy grande en el centro y sur de toda Mesoamérica.

Sobre la ruta de los caminantes

Mencionaré a manera de comparación dos sitios con fuerte influencia teotihuacana a lo largo de la ruta mencionada, los cuales han sido explorados en años recientes, pues creo que los datos que ofrecen pueden ayudar a comprender mejor el flujo de información e ideas que ocurrieron desde inicios del periodo Clásico entre el centro de México y el área maya, pero sobre todo con las regiones del sureste de Mesoamérica y en especial con El Salvador.

El primero de ellos es el recién descubierto sitio de Teteles de Santo Nombre, ubicado 180 km al sureste de la ciudad de México y al norte del valle de Tehuacán, Puebla. Se trata de un centro ceremonial del periodo Clásico Temprano, con arquitectura monumental, que floreció a la par de Teotihuacán.

Aunque los rasgos teotihuacanos ya eran bien conocidos en la región sur de Puebla hace mucho tiempo, no se conocía un lugar como este con semejanzas tan notables al gran centro urbano, sobre todo en arquitectura y en la parafernalia de ofrendas dedicadas a los templos.

El sitio tuvo un desarrollo continuo desde el periodo Preclásico Tardío alrededor de 400 a. C., aumentó sus monumentos y zonas habitacionales en los siglos siguientes hasta alcanzar una extensión aproximada de 6 km², y alrededor del año 650 d. C. fue abandonado, igual que Teotihuacán, mediante un ritual de terminación.

En esta clausura, se desmontó buena parte de la mampostería de los edificios mayores, se quemaron y destruyeron ofrendas frente a los mismos y se sellaron los contextos con capas de piedra, arena y barro, una práctica que era común desde tiempos preclásicos en sitios mayores del área maya como Cerros y Colhá, por ejemplo (Walker, 1998 y Mock, 1998).

Entre 2009 y 2011, realizamos exploraciones en varias partes de este asentamiento, principalmente en el conjunto conocido como Plaza Gran Altar, que resultó ser un complejo arquitectónico con plaza hundida rodeada por tres templos y una plataforma baja de acceso, semejante a los que existen en la calle de los muertos en Teotihuacán, pero en este caso de dimensiones más grandes.

Entre las ofrendas hasta ahora recuperadas, pues las exploraciones continúan, tenemos más de 300 cuentas de piedra, ollas miniatura, restos de alrededor de diez braseros efigie, sahumadores, platos, caracoles marinos, figurillas, mazorcas, frijoles, y pequeñas esculturas, entre otras. Todos los objetos están referidos al carácter agrícola de los templos (Castellón, 2014).

Casos casi idénticos se pueden mencionar en Teotihuacán, donde ocurrieron clausuras de edificios semejantes en la misma época, por lo cual podría incluso tratarse de casos directamente relacionados.

No obstante, hemos observado que la mayoría de la cerámica y seguramente gran parte de las ofrendas mismas deben ser de manufactura local, hechas con arcillas de la región, y con una solución final distinta de los objetos similares en Teotihuacán. Estos objetos portables están en un contexto arquitectónico muy parecido a Teotihuacán, pero también hay diferencias.

Los tableros y taludes de los edificios piramidales tienen una solución distinta, más semejante a los tableros de molduras abiertas de Monte Albán y otras regiones del sur, indicando una especie de combinación de rasgos que confirmaría el carácter híbrido de este lugar. Otros elementos como la piedra altar central, el tipo de figurillas y esculturas y la ubicación del lugar en el pie de monte de una serranía baja parecen indicar las soluciones preferidas por las élites políticas locales desde tiempos más antiguos, que posiblemente se adaptaron a las modas teotihuacanas y a necesidades de tipo social y político de cada momento.

Pondré un ejemplo de estilo teotihuacano más específico. Se trata de un brasero efigie encontrado entre las ofrendas al edificio sur de la Plaza Gran Altar, cuyo contexto está fechado en el momento del cierre hacia 650 d. C., muestra a un personaje a manera de guerrero con un escudo cuadrado, una especie de cuchillo y atavíos que incluyen un gran tocado de plumas (Figura 3c, e).

El simbolismo de la guerra parece ser un elemento religioso y de prestigio importante en los conceptos compartidos a todo lo largo y ancho de Mesoamérica en épocas antiguas. Los guerreros de frente y perfil son abundantes en figurillas y, por supuesto, en relieves que se encuentran desde la región del estado de Guerrero al sur, hasta el área maya, luciendo por lo general los tocados, narigueras y objetos de guerra en las manos como escudos, lanzas, lanza-dardos y cuchillos, entre otros. Estos se asemejan mucho a los incensarios tipo «teatro» cuya relación con los guerreros muertos ha sido señalada repetidamente (Sugiyama, 2002 y García Des Lauriers, 2008).

Si miramos hacia las colecciones de la región de Escuintla en Guatemala, con su abundante presencia de objetos de arcilla con evidentes rasgos de origen teotihuacano y en donde el culto a los guerreros muertos debió ser muy importante, veremos cómo se estrechan las relaciones entre los cultos e imágenes del sur-centro de México y la costa pacífica de Centroamérica.

Existe en el Museo Nacional de Antropología de El Salvador un objeto de tipo teotihuacano, pero con evidentes semejanzas a los braseros e incensarios de Guatemala. Se trata de una pieza procedente de Tazumal, que presenta el rostro de un personaje enmarcado por una estrella de cinco puntas, rasgo diagnóstico de la iconografía teotihuacana comúnmente relacionado con el agua, el cielo y el culto al dios de la lluvia (Yanagisawa, 2005, pp. 44-46; Ruiz, 2013) (figura 3a).

Curiosamente, las características de esta pieza en particular se pueden hallar en el lejano sitio de Santo Nombre en Puebla.

El rostro central, por ejemplo, tiene la boca abierta y muestra los dientes, sus ojos están bien delineados y representan la pupila, tal como ocurre con la mayoría de personajes en los murales teotihuacanos. Tiene dos pequeñas cuentas en las fosas nasales, que normalmente simbolizan cuentas de jade o la noción de «aliento vital» (Taube, 2007). Las orejeras tienen un objeto que brota de ellas a manera de hacha, pero que puede indicar una cabeza de serpiente, muy común en el arte maya y presente en México central (Taube, 2005, pp. 44,Fig. 19).

En todo caso, esto relaciona a las orejeras con flores de donde emana el «aroma» que se relaciona con la vida. Las orejeras del personaje en el brasero de Santo Nombre son, efectivamente, flores y hay al menos un rostro de otro brasero con una cuenta en la nariz (Figura 2).

En cuanto a la estrella de cinco puntas que puede ser una estrella de mar, frecuente en la iconografía mural teotihuacana se ha encontrado en cerámica sellada de Santo Nombre (Figura 3e). Las serpientes emplumadas presentes en la parte posterior del personaje de Tazumal son muy comunes en Teotihuacán, pero en su forma bicéfala se relacionan casi siempre con chorros de sangre y sacrificio (Winning, 1987I, p. 125), pero también con la misma noción de aliento, reforzado esto por la presencia de volutas de humo arriba de la estrella (Taube, 2005, p. 33, Fig. 9), además de que los monstruos bicéfalos son muy comunes en la iconografía maya.

Estamos, entonces, ante complejos iconográficos formalmente equivalentes que fueron replicados a lo largo de cientos de kilómetros en sitios con importancia política regional, posiblemente formando un amplio complejo religioso compartido, cuyo impacto está presente en El Salvador, lo cual no necesariamente implica desplazamientos grandes de población, pero sí de conceptos que entre el 300 al 600 d. C. eran bien conocidos en todas partes.

Si vemos lo que ocurría más al sur sobre la ruta propuesta, veremos que los motivos teotihuacanos abundan en Oaxaca, aunque aquí se desarrolló, igual que en el área maya, un estilo regional vigoroso que tuvo en Monte Albán su expresión más notable. Entonces, no es raro encontrar expresiones plásticas mixtas en arquitectura, cerámica y escultura, entre el centro de Oaxaca y Santo Nombre en Puebla. Por eso es interesante moverse aún más al sur en la costa de Chiapas, para encontrar otro sitio «teotihuacano» muy notable por su escultura y complejos arquitectónicos que recuerda patrones bien conocidos en el centro de México.

Los sitios cercanos a Tonalá, Chiapas, llamaron la atención desde hace décadas por su notable cercanía con la iconografía teotihuacana. En particular el sitio de Cerro Bernal, a 500 km de distancia de Tazumal, donde existen representaciones de Tláloc y posibles signos calendáricos de estilo teotihuacano en estelas talladas, aunque no hay mayores datos sobre su arquitectura (Navarrete, 1976).

Varios sitios alrededor de este cerro presentan relieves que combinan numerales y signos en «cartuchos» y desde sus primeros reportes se vislumbró la posibilidad de que se tratara de un centro de control de una ruta hipotética debida a su ubicación en una elevación frente al mar sobre la amplia y transitable costa del Pacífico y cerca del istmo de Tehuantepec.

En años recientes, un proyecto más específico se lleva a cabo en esta zona en el sitio de Los Horcones, que ya era conocido sobre todo por su Estela 3, una piedra alargada de casi 5 m de altura que representa una elaborada imagen en relieve del dios de la lluvia parado de fren-te y sujetando en su mano derecha un elemento curvo que parece ser el rayo a la manera de los murales teotihuacanos de Techinantitla.

Los estudios de años recientes han registrado varios conjuntos arquitectónicos desde las partes más bajas hacia las más altas, unidas por un camino, pertenecientes al Clásico Temprano (250-650 d. C.). Destaca la presencia de seis juegos de pelota que estaban asociados a las estelas con excelentes relieves (García Des Lauriers, 2012ª y 2012b).

Igual que como ocurre en sitios de influencia teotihuacana, existen artefactos y arquitectura que evocan las de aquel gran centro, pero a la vez hay indicadores de la presencia maya, además de que se considera que la población local era mixe-zoque con fuertes interacciones con los mayas y con el centro de Veracruz y centro de México.

Es muy importante subrayar que a partir de los trabajos recientes se ha puesto de relieve la importancia del juego de identidades que debió tener lugar en sitios como éste, sobre todo por la confluencia de diversos grupos étnicos y el uso de símbolos similares conocidos en regiones muy distantes.

En general, se considera que este sitio funcionó como punto de control en la ruta hacia el Soconusco, por su posición intermedia entre el centro de México y el área maya, posiblemente hacia los centros urbanos de Kaminaljuyú, Copán y Tikal.

En particular, me parece muy revelador el empleo de un espacio arquitectónico que puede estar presente en Mesoamérica desde épocas anteriores, pero que durante el periodo Clásico parece marcar los espacios que tendrán importancia religiosa, política y de intercambio. El grupo F del sitio de Los Horcones, situado en la parte más alta del sitio y orientado al suroeste, consiste en una amplia plaza cerrada por plataformas (Figura 4a).

En su parte posterior cierra con una plataforma de 200 m de largo sobre la cual se encuentra el edificio piramidal principal y edificios menores a los lados. El acceso a este conjunto es por una larga y estrecha calle, lo cual hace pensar que los rituales aquí efectuados eran la culminación de una procesión que debía seguir un orden específico.

En la plaza pudieron entrar más de 2,300 personas si se consideran hasta tres individuos por metro cuadrado (García Des Lauriers, 2012a, p. 68, tabla 6.1). Este patrón de plazas cerradas con posible ruta de acceso, que generalmente reproducen un conjunto triádico, tienen antecedentes desde el Preclásico Medio en la parte noreste del Petén principalmente (Szymanzki, 2014), pero se encuentran también representados en el centro de México en el Preclásico Tardío en arquitectura doméstica (Plunket y Uruñuela, 1998) y constituyen lo que se conoce en Teotihuacán como «conjuntos de tres templos» (Manzanillas, 1993, p. 41).

En el caso de Santo Nombre, la Plaza Gran Altar es un complejo de este tipo, existe una serie de montículos antepuestos que conducen hasta este lugar, con un posible juego de pelota frente a su entrada que es una plaza hundida, cerrada y rodeada de tres pirámides mayores (Figura 4b).

De este modo, las procesiones siguen un eje que culmina siempre en un conjunto de estas características, lo cual parece ser un elemento importante durante este periodo en los sitios que pudieron estar conectados por rutas de intercambio.

Siguiendo la ruta de la costa, los siguientes sitios de importancia serían aquellos de la región de Tiquisiate y Escuintla, con sus abundantes ejemplos de incensarios de estilo teotihuacano y, continuando hacia el este, el sitio de Tazumal en El Salvador.

Aquí es difícil establecer indicadores directos de su relación con las tradiciones que vienen desde Teotihuacán, ya que se ha cuestionado la existencia de arquitectura con «cornisa y talud», sobre todo en la estructura B1-2, tal como fue reconstruido este edificio en 1950, pues exploraciones recientes indican que los edificios anteriores tenían un aspecto distinto (Valdivieso, 2005).

Además, los edificios de esta plaza parecen haber sido reutilizados durante el Posclásico Temprano mediante la construcción de pórticos con columnas. No obstante, el conjunto arquitectónico tiene al menos cuatro fases y su estructura mayor, la B1-1, alcanzó los 23 m de altura con múltiples agrandamientos.

Hay que considerar que Tazumal, en Chalchuapa, ha tenido ocupación continua durante 3,500 años, cuenta con alrededor de 5 km² de extensión y existen más de seis conjuntos de monumentos arqueológicos, siendo Tazumal el más grande.

Entonces, cabe la posibilidad de que hacia finales del Clásico Tardío, esta plaza funcionara a la manera de los conjuntos de tres templos ya mencionados, como punto de llegada de procesiones hasta este lugar. Entre los artefactos hallados aquí se encuentran incensarios de influencia teotihuacana, muy al estilo de los hallados en la costa de Guatemala (Ruiz, 2013), y estelas labradas.

El periodo Clásico en el sureste de Mesoamérica se extiende con una fuerte mezcla de estilos locales, combinados con lo maya y lo teotihuacano. Los complejos cerámicos normalmente son diagnósticos de los gustos de las élites locales y los objetos foráneos aparecen más aislados en contextos rituales (Alfaro, 2011).

No obstante, todo el occidente de El Salvador participaba activamente de las tendencias y cambios conocidos y producía sus propias versiones regionales de cerámicas polícromas, escultura y arquitectura, y sus poblaciones interpretaban las formas externas aportando las propias, aun teniendo tan cerca la influencia de los grandes sitios mayas del Clásico como Copán.

De ninguna manera era una región marginal o aislada, sino una zona muy receptiva y dinámica donde se pueden reconocer desde el periodo Clásico, y aún antes, la llegada de expresiones simbólicas que son incorporadas por las élites locales a sus propias necesidades, pero esta receptividad y respuesta cultural parece ser la constante en toda la secuencia de su desarrollo prehispánico.

El final del Clásico llega a su término cuando las poblaciones de El Salvador ampliamente distribuidas al occidente del Lempa en múltiples centros políticos ocupan toda la extensión de las mejores tierras de cultivo de manera muy intensa.

Los sitios de la ruta ancestral colapsan y los nuevos ajustes estilísticos, resultados de movimientos de población y fuertes cambios políticos en el área maya y centro de México dan lugar, una vez más, a adaptaciones y trasformaciones.

Y permanecieron los antiguos señores

El centro de México, Teotihuacán y su enorme prestigio quedaron como un lejano recuerdo, junto con las evidencias de su interacción de siglos con el área maya.

Cacaxtla y Xochicalco fueron sitios cuya arquitectura, iconografía y artefactos menores combinaron símbolos teotihuacanos y mayas, pero en proporciones muy distintas y con resultados que no pueden ser simplemente asignados a ninguna región foránea en particular (Quirarte, 1983 y López y López, 1996, pp. 173-193), como expresión de ajustes en las ideologías y en la percepción de los antiguos centros del poder del Clásico, ahora desaparecidos, así como la necesidad de un nuevo orden en una Mesoamérica acostumbrada a la permanente conexión e intercambio de ideas.

El fin del periodo Clásico apunta a la reorganización de grupos de población y de unidades políticas emergentes, posiblemente por la falta de una entidad o estado lo suficientemente fuerte para integrar a varias regiones.

El periodo Epiclásico entre 800 y 1,000 d. C. es entonces una época cuya principal característica es de un eclecticismo iconográfico, aunque algunos autores (Hirth, 1984 y Nagao, 1989) opinan que se trata en realidad del resultado de la interacción entre tierras bajas y tierras altas, donde a veces es difícil establecer la fuente original de ciertos elementos.

Se trata más bien de programas políticos en donde se usan símbolos ya conocidos que presentan una nueva realidad deseable, pero no necesariamente con referencia a una exactitud histórica (Ringle y otros, 1998) y donde los ejecutantes de las obras pueden ser especialistas que han viajado y pueden crear un nuevo conjunto iconográfico al gusto de las élites locales.

Estos elementos escultóricos, relieves y de pintura mural, asociados a arquitectura, deben ser comparados con los objetos portables para indicar en cada caso cuáles son las soluciones locales.

Así, se dice que Cacaxtla, fue gobernada por «olmecas xicallancas», pero en realidad, la mayoría de los íconos son de influencia maya de las tierras bajas, a pesar de su cercanía con la antigua Teotihuacán (67 km) e inclusive puede tratarse del rechazo de ese estilo, pues durante esta época, Teotihuacán se había apagado y posiblemente ya habían pasado más de 200 años de su decadencia.

En el caso de Xochicalco, a 100 km de distancia al sur de Teotihuacán, la combinación derasgos en relieves, distribución deestructuras en partes altas y objetosportables parecen estar más inspiradas en modelos provenientes deOaxaca y de la región mixteca. Unaobservación interesante es que loforáneo ocurrió en Teotihuacán demanera acotada y, cuando lo hizo,fue en barrios o parcialidades adonde se cree que se establecieronpersonas de otras áreas.

En cambio,el estilo teotihuacano es muy fuertey rígido en otras regiones periféricas, excluyendo a menudo los estiloslocales y foráneos. Tal vez por eso ala desaparición de Teotihuacán le siguió un periodo de evaluación crítica de su simbolismo, lo cual produjodistintos estilos locales yuxtapuestos como aquellos que aparecieronen la escultura y artes menores de lacosta del Pacífico en Guatemala y El Salvador, regiones donde tradicionalmente las grandes modas culturales fueron sometidas a un riguroso examen e interpretación local.

Los anteriores hechos conocidos por la arqueología podrían entonces estar relacionados a lo que quizás fue la primera migración importante, posiblemente consecuencia de la desintegración del estado teotihuacano en el centro de México: la de los pipil nicarao, es decir, los hablantes del náhuatl oriental más antiguo, que debió ocurrir entre los siglos VII y IX (600 a 1,000 d. C.).

Estos primeros hablantes de náhuatl serían, hipotéticamente, los creadores del estilo escultórico de Cotzumalguapa en la costa del Pacífico, que se manifiesta más al sur, y que posiblemente se extendió hasta El Salvador y Nicaragua.

En el caso de El Salvador, el sitio más conocido de esta época es Cara Sucia, de donde se cree que proviene el famoso disco de jaguar que es un ícono importante de este país (Figura 5a).

Esta escultura en relieve fue objeto de discusión acerca de su cronología y posible pertenencia al estilo Cotzumalguapa, pero en años recientes ha quedado claro que su cercanía estilística está con los monumentos de Pasaco, en Jutiapa, el monumento 14 de El Baúl y el monumento 86 de Bilbao, todos ellos pertenecientes a aquel estilo y al Clásico Tardío (Perrot-Minnot y Paredes S. F).

Sin embargo, vale la pena mencionar que la presencia de esculturas tipo «jaguar» estilizadas, bastante frecuentes en sitios de El Salvador tienen sus antecedentes en el Preclásico Medio a Tardío (Figura 5 c, d) y algunos rasgos como la presencia de espigas horizontales en esculturas y estilizaciones en cejas y boca parecen haberse prolongado hasta el Clásico Tardío, por lo cual los materiales de estilo Cotzumalguapa, en especial la representación del jaguar, podrían formar parte de una larga tradición de esta parte del Pacífico (Figura b).

El estilo posteotihuacano de la costa pacífica es una especie de renacimiento de la gran escultura y de reelaboración de temas relacionados con el poder y con la mitología antigua que, efectivamente, pertenecen a una larga tradición desde el Preclásico en sitios como Izapa.

En Cotzumalguapa, con impresionantes relieves y escultura de bulto, abundan escenas de personajes en espacios floridos y solares, jaguares, retratos elaborados, seres descarnados, escenas de ascensión al poder, sacrificio y desmembramiento, entre muchas otras, con un estilo firme y magistralmente tallado en piedras volcánicas que formaban parte de un paisaje urbano entre conjuntos arquitectónicos como El Castillo, Bilbao y El Baúl, cerca de la población actual de Santa Lucía Cotzumalguapa, aunque no todos son estrictamente contemporáneos (Chinchilla, 2011).

Destaca, por ejemplo, la representación de escenas que integran los conceptos mayas de la montaña florida con detalles que eran conocidos en el centro de México y el área maya. El monumento 21 de Bilbao, por ejemplo, es una evidente reconfiguración regional de estos temas que puede ser reconocida en sus detalles (Chinchilla, 2008).

Esta efervescencia por reinterpretar los antiguos temas religiosos de poder, curiosamente, parece tener una continuidad en lo geográfico a través de los mismos trayectos establecidos desde muchos siglos antes. Como muchos sitios aún no son conocidos ni explorados, casi siempre las referencias de esta época son sobre los bien conocidos centros de Xochicalco y Cacaxtla en el México central, donde las combinaciones y nuevos estilos en escultura y pintura mural se manifiestan igualmente de manera vigorosa.

No obstante, quiero hacer énfasis en la región de Puebla, mejor conocida por mí, donde el impacto de la caída de Teotihuacán también produjo una situación similar a lo que ocurría en las provincias del sur de Mesoamérica en el periodo entre 700 y 1,000 d. C.

Si, como hemos visto, al término del periodo Clásico, y ya sin la influencia de Teotihuacán, las poblaciones locales habían participado por siglos en el intercambio de bienes a través de las rutas que conducían hacia Oaxaca y hacia el Pacífico y, si ya desde esta época en el sur de Puebla estaba presente la variante más antigua del náhuatl oriental, conviviendo con los idiomas otomangueanos locales, cabe la posibilidad de que el flujo de ideas y estilos de esta región participara en la creación de las nuevas manifestaciones plásticas que se desarrollaron durante el Epiclásico y el Posclásico temprano. Veamos con más detenimiento esta situación.

En el sur de Puebla, región muy poco estudiada aún desde el punto de vista arqueológico, existen, tal vez desde finales del periodo Clásico, indicadores arqueológicos de semejanza con El Salvador y nombres de población inconfundibles y sugerentes como Tehuacán, Coxcatlán, Zacabasco o Xaltepec, por nombrar solo algunos, por lo cual vale la pena revisar estas semejanzas con más detenimiento, aun cuando los datos arqueológicos son todavía escasos o no están debidamente asignados a un periodo cronológico o a una filiación cultural bien determinada.

La población de San Gabriel Chilac, en el valle de Tehuacán, es hasta hoy hablante de náhuatl, del cual poseen la variante más antigua (Canger, 1983 y 1988), pero no es la única población de la región, ya que también se encuentran otras como Altepexi, Zinacatepec, Ajalpan, Coapan y Mihuatlán, entre las más conocidas.

Los títulos de fundación de Chilac, ciertamente, indican que sus habitantes son de ascendencia tolteca (Gil y Neely, 1972). Muchas poblaciones del sur de Puebla fueron fundadas en estos territorios hacia el siglo XII con la llegada de los toltecas-chichimecas desde Tula (Kirchhoff y otros, 1976 y Cruz, 2006).

Vale la pena señalar que algunos lingüistas consideran que el náhuatl más antiguo, el que se conoce como nahuat, era el lenguaje de los toltecas, y este es mucho más antiguo que la variante que hablaron los aztecas, con terminación tl, es decir, el náhuatl.

El nahua-pipil deriva de aquel idioma más antiguo, al extremo que las formas más arcaicas se encontraban en lenguas como el pipil de Izalco:

«Ya que el dialecto de Izalco en El Salvador, de acuerdo a mis notas, ha preservado formas gramaticales más completas que el azteca mexicano, se deduce que el primero debe ser más antiguo que el segundo. Sí, aún más antiguo que los antiguos himnos aztecas de Sahagún, más antiguo que el pipil de Guatemala» (Lehmann citado en Canger, 1988, pp. 29-30).[1]

(Figura 5: Ejemplos comparativos de escultura y pintura del centro y sureste de Mesoamerica: a) Disco de Cara Sucia, Ahuachapán, adaptado de Perrot-Minnot y Paredes (S. F.), fig. 5, b) Jaguar en relieve de El Baúl, Cotzumalguapa, Escuintla, c) Altar con jaguar de El Trapiche, Chalchuapa, y Altar 1 de Quelepa, San Miguel (El Salvador), d) Mural de la Tumba 1 de Ixcaquixtla, Puebla, adaptado a partir de foto de Cervantes y otros, 2005, p.67 y e, f y g) Altar con jaguar de San Martín, Zapotitlán Salinas, Puebla. Los dibujos pertenecen al autor.)

Antes de que esto ocurriera, hay motivos arqueológicos en la zona de Puebla para suponer que los hablantes de náhuatl antiguo, nombrados Nonoalcas, junto con hablantes de idiomas locales como el popoloca, nombrados confusamente «olmeca-xicallanca», fueron portadores, desde finales del periodo Clásico, de un estilo visual que retomaba las antiguas representaciones teotihuacanas, combinados con el estilo zapoteco de Monte Albán y elementos curvilíneos de la costa del Golfo, que Paddock (1966) nombró «estilo Ñuine», pero que en mi opinión son manifestaciones regionales más generalizadas que se extendieron en todo lo largo de las antiguas rutas utilizadas por Teotihuacán en los siglos anteriores y que continuaron haciéndolo durante los siglos VIII a X, entre 700 y 1,000 d. C.

Estos grupos «olmeca-xicallanca» que habitaron el sur de Puebla, adaptaron elementos locales y foráneos como ya hemos visto en el caso de Xochicalco, y sobre todo de Cacaxtla, y establecieron poco a poco una simbología que derivó en el estilo horizonte dominante durante el periodo Posclásico, conocido como Mixteca-Puebla.

Este estilo, que es el de los códices de la región, junto con escultura, arquitectura y cerámica, entre otros, tiene su origen en el sur de Puebla como una transformación del estilo teotihuacano y los estilos regionales desde el Clásico tardío y debe ser también resultado de las interacciones culturales durante el periodo Epiclásico entre el centro y sur de Mesoamérica (Nicholson, 1982 y Yanagisawa, 2005).

Un buen ejemplo es la tumba de Ixcaquixtla con pinturas murales que anuncian el nuevo estilo, pero aún con una fuerte influencia teotihuacana y de la región centro de Oaxaca (Figura 5e).

En ellas se observa una deidad de frente que porta rayos a la manera del dios del agua y otros personajes sentados con atavíos sencillos, pero con su posible nombre indicado por un amplio símbolo (Cervantes y otros, 2005), esta escena recuerda también los temas solares de los monumentos 3 y 6 de Bilbao, durante el Clásico Tardío (Chinchilla, 2013, pp. 210-11, Figs.7 y 8).

Otro ejemplo es un sitio del Clásico Tardío en la zona de Zapotitlán, donde se halló recientemente un par de esculturas que recuerdan claramente el estilo de las esculturas del estilo Cotzumalguapa. En particular, se trata de un pequeño altar con volutas y otro con cabeza de jaguar tallado al frente (Figuras 5f, g) que guardan semejanzas no sólo con los de Oaxaca, sino con los altares hallados en distintas partes de El Salvador, que, si bien pueden ser mucho más tempranos, también parecen ser parte de una tradición que se prolonga hasta finales del periodo Clásico (Figura 5).

Otros indicadores de la época entre Puebla y Oaxaca son incensarios con rostros de ancianos y felinos, aparición de cerámica con fondo sellado con motivos geométricos que se difundió por varias regiones del centro de México, Veracruz y Oaxaca (Castellón, 1996 y Castellón y Dumaine, 2000), vasijas asimétricas o «patojos», presencia de cámaras funerarias subterráneas o al interior de edificios piramidales como en el caso del Cerro de la Máscara o Cuthá (Castellón 2006), y posiblemente la aparición de figurillas y esculturas con el rostro del dios desollado o Xipe, muy características del inicio de etapa Posclásica en El Salvador.

La presencia de comunidades multiétnicas y lingüísticas en la Mixteca (al menos nueve idiomas se distinguieron entre 600 y 900 d. C.) estableció la necesidad de crear un lenguaje visual en el cual se pudieran expresar la mayor parte de las comunidades y centros políticos dispersos por toda la geografía montañosa. Es muy posible que estos elementos viajaran hasta Centroamérica en escalas y grados distintos.

Aunque hace casi 50 años se había señalado que el estilo Cotzumalguapa podía tener una etapa inicial de contactos culturales y otras de dispersión de influencias entre el Clásico y el Clásico Tardío (Parsons, 1969), un problema que aún subsiste es la datación precisa de muchos de estos contextos o esculturas, que son muchas veces resultado del hallazgo fortuito o del saqueo.

En todo caso, si esta tradición es coincidente con los rasgos ya mencionados, es también probable que su transmisión haya estado unida a movimientos de población en la época entre el 600 y el 900 d. C. incluyendo a hablantes de náhuat y otras lenguas locales, siempre a lo largo de las antiguas rutas que unían Centroamérica con Teotihuacán.

Es preciso hacer énfasis en el carácter multiétnico y plurilingüístico de las poblaciones de estos siglos anteriores al inicio del periodo Posclásico. El idioma no es sinónimo de etnia y muchos idiomas de distintas familias debieron estar unidos a los rasgos iconográficos que se distribuían de un extremo a otro de Mesoamérica.

En el caso de los sitios entre el centro de México y Centroamérica, muchos idiomas en formación participaron de los intercambios y aunque algunos de éstos hayan sido hablantes de náhuatl y sus variantes, otros portadores de los mismos rasgos debieron hablar idiomas distintos. La extensión del nahua pipil durante los siglos posteriores a Teotihuacán pudo haber sido un factor importante de comunicación, pero es necesario aún establecer las condiciones políticas, simbólicas y culturales de esta expansión, pues los idiomas de la familia otomangueana como el mixteco, zapoteco, y aún el mangue, podrían también haber estado representados en migraciones del Clásico Tardío, hasta lugares tan lejanos como Honduras y Nicaragua donde fueron conocidos en tiempos tardíos como chorotega (Kaufman, 2001), aunque la arqueología de esas regiones aún está intentando definir estas relaciones (McCafferty, 2011).

Comentarios finales

He intentado aquí proponer un panorama de las relaciones entre centro y sur de Mesoamérica anterior al establecimiento de los nahua-pipiles, para hacer énfasis en la profundidad histórica de los contactos culturales y estilísticos mucho más comunes de lo que a menudo se logra percibir. En esta dinámica constante de intercambio de formas, ideas y objetos, la zona sureste de Mesoamérica y en particular el occidente de El Salvador fue una región muy receptiva a todas las influencias y cambios que ocurrieron desde el centro de México y área maya principalmente, en una escala inclusive mayor que en otras regiones adyacentes. No obstante, el conocimiento de las expresiones culturales de otras regiones no fue adaptado directamente sino, como sucede a menudo, fue sujeto de negociación y reinterpretación en distintos niveles sociales.

En el caso de El Salvador, las unidades políticas debieron ser lo suficiente complejas para recibir o transformar a sus propias necesidades los estilos en boga durante muchos siglos, como seguramente ocurrió en sociedades de escala mayor como Teotihuacán, con grupos sociales sobrepuestos en la misma ciudad (Murakami, 2016).

Aunque menores en extensión, las sociedades del Preclásico Tardío hasta inicios del Posclásico como Izapa, Cotzumalguapa o Chalchuapa, por ejemplo, debieron ser de un grado de complejidad permanente a lo largo de los siglos, como lo atestiguan sus conjuntos iconográficos.

Aunque falta aún mucho para determinar los caminos y sitios precisos que unieron en distintos periodos al centro y sur de Mesoamérica, una ruta muy evidente salta a la vista, como franja de transmisión constante de elementos visuales, lingüísticos y materiales. Este corredor cultural es el que baja por la zona de Puebla-Tlaxcala, el valle de Tehuacán, donde he realizado investigaciones en los últimos 20 años, llega al centro de Oaxaca y desciende por el istmo de Tehuantepec hacia la planicie costera, para de ahí continuar hasta el occidente de El Salvador.

En las partes intermedias debe haber aún muchos lugares por explorar, aquí sólo he destacado la presencia de algunos de ellos de acuerdo a las exploraciones más recientes. Los pueblos asentados aquí hablaron distintos idiomas y tuvieron producciones materiales diferentes, pero siempre estuvieron al tanto de las principales ideas religiosas y políticas que se difundieron con rapidez en todas partes.

Sin duda, hay algunas estaciones que por su monumentalidad debieron ser críticas y estratégicas para el paso de caravanas de mercaderes que eran quienes normalmente difundían las novedades de uno y otro extremo, e informaban primero de eventos como la caída de Teotihuacán o la inminente llegada de embajadas importantes o personas en busca de nuevo asiento.

Actualmente, solo podemos hacer un esbozo general y esperar a que nuevos proyectos arqueológicos se efectúen en las extensas zonas de esta franja hasta ahora casi desconocidas.

Por lo pronto, me parece importante señalar que en la zona sur de Puebla con una profundidad histórica que se remonta al origen de las plantas cultivadas, especialmente el maíz, junto con la adyacente zona montañosa de la Mixteca, existen muchos rasgos que se pueden comparar con lo que ocurría en el sur de Mesoamérica, región esta última que ya no puede ser considerada una «zona de frontera» como a principios del siglo XX, sino más bien como parte de un amplio sistema de comunicación complejo y multicultural que abarcó cientos de kilómetros y zonas geográficas muy diversas.

Resulta cada vez más claro que los modelos de influencia unidireccionales son obsoletos y los modelos de interacción se aceptan como los más adecuados, especialmente cuando se consideran los casos más típicos de influencias mutuas como Teotihuacán-área maya, o bien, Tula-Chichén Itzá (Joyce, 1986 y Jordan, 2016).

Por supuesto, cabe destacar que las perspectivas de una mejor definición de los contactos a larga distancia requieren de mejores fechas y datos arqueológicos más precisos, lo cual afortunadamente, en el caso de El Salvador, ha venido ocurriendo de manera continua desde hace 25 años (Erquicia, 2011; Alabarracín-Jordán y Valdivieso, 2013; Paredes y Erquicia 2013 y Escamilla, 2015).

Notas al final

1 En el original: “As the dialect from Izalco in El Salvador according to my notes has preserved fuller grammatical forms than the Mexican Aztec, it follows that the former must be older than the latter, yes even older tan Sahagun’s Old Aztec hymns, older than Pipil from Guatemala”.

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[1]

Chalchuapa. Capital regional en el occidente de El Salvador. Nobuyuki Ito.

En Mesoamérica se encuentran diversos componentes culturales que simbolizan el poder de la sociedad, por ejemplo, en la cultura olmeca, los monolitos del tipo mesa-altar se consideran el trono del gobernante; en lzapa, Kaminaljuyú y otros sitios existieron mesas-altar tetrápodos, las cuales además pueden ser consideradas como tronos. También podrían significar poderío, como son las estelas esculpidas con glifos y el uso del sistema calendárico, como la cuenta larga, componentes todos que se encuentran en la Costa Sur de Mesoamérica.

La zona arqueológica de Chalchuapa, en El Salvador, consta de diez áreas: El Trapiche, Pampe, Peñate, Casa Blanca, Las Victorias, Tazumal, Nuevo Tazumal, Laguna Cuscachapa, Laguna Seca y El Gavilán. En Chalchuapa el Preclásico se subdivide en cinco fases a partir de los datos de excavación, lo que muestra la secuencia de la historia de Chalchuapa (Sharer, 1978).

La fase Tok es la más temprana y se desarrolla entre 1200 y 900 a.C. Esta fase se caracteriza fundamentalmente por las actividades domésticas.

Durante la fase Colos (900-650 a.C.) se incrementaron las actividades domésticas y se iniciaron las actividades ceremoniales. En el área de El Trapiche se construyó una estructura monumental conocida como E3-1-2a, hecha de barro con revestimiento de piedra basáltica y 22 m de altura. También se esculpió una pequeña escultura obesa, llamada Monumento 7.

Durante las fases Kal (650-400 a.C.) y Chul (400- 200 a.C.) se extendieron las actividades domésticas y ceremoniales hacia otras áreas de Chalchuapa. Durante la fase Caynac (200 a.C.-200 d.C.), en El Trapiche, sobre la estructura E3- 1-2a se construyó la estructura E3-1- 1a; además, se intensificó la construcción en otras estructuras, como la E3-3, y E3-6, de la misma área, entre otras, y varias estructuras monumentales, como la C1-1 y C3-6, en otra área chalchuapaneca.

En El Trapiche se localizaron varias esculturas de piedra que simbolizan el poder: cabezas de jaguar estilizado, tronos tetrápodos, estelas esculpidas con glifos, entre otras.

Estelas con glifos y la fecha más temprana

En la Costa Sur de Mesoamérica se localizaron 300 estelas esculpidas, aproximadamente; sin embargo, en la mayoría de los casos no se pudo conocer el contexto arqueológico por medio del registro científico (Ito, 2004). Sólo una docena de estelas se encontraron dentro de un contexto arqueológico (in situ) del Preclásico. Correspondiente a ese mismo periodo, en Chiapas, México, se localizaron cinco sitios arqueológicos: Tzutzuculi, Izapa, Mirador, Chiapa de Corzo y Padre Piedra. En Guatemala se registraron estelas esculpidas en cinco sitios arqueológicos: Tak’alik Ab’aj, Nueve Cerros, Los Mangales, El Portón y Kaminaljuyú, y en El Salvador, sólo dos sitios: Ataco y Chalchuapa.

En estos sitios son menos las estelas con glifos. En este sentido se puede inferir que los sitios que presentan un sistema de escritura son lugares que tenían un nivel cultural avanzado y alta tecnología. No obstante, en la Costa Sur de Mesoamérica se localizaron cuatro sitios que tienen estelas con las fechas más tempranas de 7 baktún –Chiapa de Corzo, Tak’alik Ab’aj, El Baúl y El Trapiche–, mientras que fuera de esta región sólo hay un sitio: Tres Zapotes.

Los pobladores de estos sitios conocían la cuenta larga y contaban con alta tecnología, por lo que es posible considerarlos centros regionales principales. De hecho, en El Trapiche se encontraron varios fragmentos de estelas al frente del Montículo E3-1, entre ellos dos fragmentos de estela vinculados a las cabezas de jaguar estilizado que tienen la misma orientación del eje arquitectónico del montículo, y que se colocaron como ofrenda al frente del acceso a la estructura. El Monumento 1 se colocó sobre el eje de la Estructura E3-1. En el fragmento están esculpidas ocho columnas con glifos y un personaje asociado. Otro fragmento de estela fue colocado con el lado esculpido hacia el suelo al construir el piso. Se trata de un fragmento de estela de estilo Izapa-Kaminaljuyú. Se puede observar una banda terrestre, en la cual se encuentra un símbolo en forma de U. Sobre esta misma banda se colocó una base de petate. Un señor está sentado sobre esa base o trono; sin embargo, sólo se puede observar una parte de su rodilla. Esta escena podría ser de un gobernante chalchuapaneco.

Más hacia el sur de la Estructura E3-1, y al frente a la Estructura E3-2, se encontró otro fragmento de estela con la fecha de cuenta larga relacionada al 7 baktún. Por el contexto arqueológico puede deducirse la secuencia de colocación del fragmento correspondiente: 1) se excavó un hoyo en el piso original; 2) se rellenó el hoyo con un poco de piedras; 3) se colocó el fragmento de estela con el lado esculpido hacia arriba; 4) se tapó el hoyo con piedras; 5) se hizo otro piso con arena. El lado esculpido muestra que se hizo una columna un poco más alta que las otras para colocar el glifo introductorio de la serie inicial y el número 7 para baktún.

Nobuyuki Ito. Maestro en arqueología por la Universidad de Kanazawa y doctor en arqueología por la Universidad de Nagoya. Profesor asistente de la Universidad de Nagoya, Japón. Director del Proyecto Arqueológico de El Trapiche, Chalchuapa, El Salvador.

David Stuart. Profesor Schele de arte y escritura mesoamericanos. Colabora en el Departamento de Arte e Historia del Arte de la Universidad de Texas, en Austin. Miembro del Consejo de Asesores de esta revista.

Is this the end of globalisation? Niklas Albin Svensson. January 2023 (IMT).

In May 2022, the CEO of BlackRock declared that “the Russian invasion of Ukraine has put an end to the globalisation we have experienced over the last three decades”. He undoubtedly has a point. The war in Ukraine has brought to a head the conflicts that have been brewing between the major powers for some time.

This development needs an explanation. The bourgeois commentators bemoan our impending doom and the shortsightedness of politicians. But there is little point in this kind of hand-wringing. One cannot understand the world in terms of ‘policy choices’ and similarly useless terminology.

Rather, we must try to understand the contexts in which free trade (which is the real content of globalisation) and protectionism develop. Globalisation has to be understood as a process, which was brought about by certain conditions; conditions that are no longer there.

How world trade has transformed the world

Back in the early 2000s, globalisation and free trade were in fashion. Liberals and conservatives alike worshipped at the altar of Adam Smith. The Wealth of Nations was considered the most profound thing ever written.

Their admiration for free trade had a certain justification. World trade has transformed the world, and for the better. The productive forces have burst the limits of the nation state. The world has become interconnected in a way that it has never been before. Supply chains have connected nations, industries and workers across the world.

With the growth of world trade, productivity also rose. The industries in the advanced economies produced increasingly advanced goods, and even former colonial countries began developing significant bases of industry, in particular in China, of course, a country we will return to later on.

World trade cheapened raw materials by shifting production or extraction to those places where they were most accessible, as Adam Smith had foreseen. Why not extract iron ore in the Australian outback where it costs $30 per tonne, rather than in China where it costs $90 per tonne?

Likewise, only the combination of all the resources of the world could create modern technology. Take cobalt, for example. Half of the world’s reserves and production are to be found in the Democratic Republic of Congo. One third of the world’s nickel is produced in Indonesia, and half of the world’s lithium is produced in Australia. These materials are all essential components of lithium batteries.

Furthermore, by concentrating production in huge factories that serve the world market, tremendous economies of scale can be achieved. The Foxconn iPhone assembly line in Shenzhen, for instance, is capable of outputting 100,000 iPhones per day. This is a far cry from capitalism’s early years, when production was carried out by handloom workers, weaving, powered by nothing more than the individual workers’ own muscles and skill.

In just the last 30 years, the Chinese economy has been completely transformed. The number of workers involved in the primary sector (mining, agriculture, etc.) fell from 60 to 34 percent, whilst the share of industrial workers increased from 20 to 34 percent, which means that China now has one of the highest shares of industrial workers in the world. The value added per industrial worker in Chinese industry increased tenfold in US dollar terms between 1991 and 2019, although it remains only one fifth of that produced by US workers.

The worldwide division of labour massively increased the productivity of labour and made possible the production of cheap commodities, including the provision of mobile phones all over the world. Even in a poor country like India, today there are 84 mobile phone subscriptions per 100 people (up from one in 2001). This massive improvement in the productivity in industry has also allowed an increasing share of the population to dedicate their working hours to the service sector, healthcare and education, as well as tourism and hospitality.

The whole period following the Second World War witnessed a massive expansion of world trade, starting in the 1950s and 1960s, which continued to soar thereafter. In 1970, the ratio of world trade to world GDP was 13 percent – in other words, approximately an eighth of all goods and services were produced for export. By 1980, this figure had reached 21 percent. In the 1990s, there was another spurt of growth up to 24 percent, and by 2008 it reached 31 percent.

Political developments followed alongside economic development. The General Agreement on Tariffs and Trade (GATT) was concluded in 1947 by 20 countries. This was followed by multiple further agreements among the signatories throughout the 1950s and 1960s, as well as an increase in the number of signatories, from 20 in 1949 to 37 in 1959, to 75 by 1968. By the time the World Trade Organisation (WTO) was created in 1994, GATT had 128 signatories.

The WTO itself included a far more comprehensive trade agreement including services; a dispute settlement mechanism; agreements on the protection of intellectual property, etc. On average, trade tariffs fell from 22 percent in 1947, to 5 percent at the time of the creation of the WTO.

This was made possible by the massive expansion of the world economy that took place after the Second World War, meaning that even if you had to cede some ground to your competitor or close down some of your industry, the overall increase in the world markets would leave you significantly better off.

In this period, the dynamic of free trade really worked in the way Adam Smith and David Ricardo (who developed Smith’s ideas) suggested it would. The looming dominance of the US over the capitalist world pushed a free trade agenda onto reluctant participants, smoothing over the whole process.

In the 1990s, the International Marxist Tendency (IMT) produced a document that explained this process:

“The fact that we have entered an entirely new situation on a world scale is shown by the changed role of world trade. The massive development of world trade in the period 1948-73 was one of the main reasons for the post-war upswing in world capitalism. This enabled capitalism—partially and for a temporary period—to overcome the main barriers to the development of the productive forces: the nation state and private property.” (A New Stage in the World Revolution)

This is what was known as globalisation, i.e. a massive expansion of the world market to overcome the limitations of the national markets. In other words: the limits of the nation state.

The nation state

At this point, it is necessary to consider how the nation state relates to the development of capitalism. When capitalism emerged onto the scene of world history it overcame regional, feudal limitations, to create a national market. The peculiarities of isolated markets around market-towns and regional capital were overcome, and prices were established through competition on a national scale between farmers and companies. This national market was the key to the development of capitalism in the first centuries of its existence.

But as capitalism developed the productive forces, competition gave way to monopoly. The handloom gave way to the power loom, and ‘barriers to entry’, as the economists call them, became greater. To start a weaving mill, you now needed not just a workshop and some handlooms, but a factory, a steam engine and power looms. The development of the productive forces, i.e. the development of new technology and its application to production, almost always leads to greater monopolisation, i.e. the concentration of more capital in the hands of fewer capitalists.

Once the monopolies have dominated and exhausted the domestic market, they are forced to seek out other outlets for their products. This leads to a massive expansion of the world market and world trade. Yet this too ceases to be sufficient at a certain point. The monopolies also need to find new outlets for their accumulated profits. Capital seeks new profitable investments, no longer available on the domestic markets. This is the beginning of the export of capital.

Capital is exported by means of finance capital (banks, insurance companies etc.), which comes to dominate the domestic and the world market. This is the world that Lenin described in his work, Imperialism: the Highest Stage of Capitalism. This is also the world that we live in today, although on an even higher level.

Lenin explained that the narrow, limited borders of the nation hem in the productive forces, which each capitalist nation is forced to attempt to overcome. Therefore, as the productive forces developed during the 20th century, world trade developed far quicker.

The consequences were tremendous:

    “The intensification of the international division of labour, the lowering of tariff barriers, and the growth of trade, particularly between the advanced capitalist countries acted as an enormous stimulus for the economies of the national states. This was in complete contrast to the dismemberment of the world economy in the period between the Wars, when protectionism and competitive devaluations helped to turn the slump into a world depression.” (A New Stage in the World Revolution)

Furthermore, the upswing of the post-war period was both the cause, and the effect of the development of world trade:

    “This enabled capitalism—partially and for a temporary period—to overcome the main barriers to the development of the productive forces: the nation state and private property.”  (A New Stage in the World Revolution)

Protectionism

Protectionism, the polar opposite of free trade has, of course, also existed throughout the history of capitalism, and for very good reasons.

By the mid-19th century, British industries reigned supreme on the world market. Using cheap commodities, they conquered the world. This was the era of British free trade. It was reflected in the domination of the Whigs in the British Parliament, and the repeal of the tariffs on grain, known as the Corn Laws. Thus, food for the working class was cheapened, enabling the bosses to keep wages down.

However, the domination of British industry posed a problem for other nations whose industries were far less developed. They needed some means of shielding their industries from British competition. As Engels put it, these nations “did not see the beauty of a system by which the momentary industrial advantages possessed by England should be turned into means to secure to her the monopoly of manufactures all the world over and forever.” (Engels, “The French Commercial Treaty”, 1881)

In Sweden for example, they introduced a system of export restrictions. The British industries were drawing in ever increasing amounts of raw materials. But supplying Britain with unprocessed logs, iron ore and other minerals would do little to develop Swedish industries. Therefore restrictions were put in place on exports of pig iron, iron ore and logs, in order to ensure that the processing took place in Sweden. When the Swedish metal and wood industry caught up, the restrictions were lifted, and Sweden entered a free trade agreement with Britain and France.

Similarly, the cotton-producing Confederates during the US Civil War were free-trade advocates. They wanted lower barriers to export raw cotton to England. The industrial north, however, favoured protective tariffs to protect its industries from their English counterparts. Slavery was therefore intimately connected with economic backwardness and free trade. Again, once the US had developed its industries, its bourgeoisie became massive proponents of free trade.

However, this development towards free trade does not flow in only one direction. By the end of the 19th century, British industries were facing increasingly stiff competition abroad, particularly from Germany and the US. This began causing a shift in the UK. The Tory Party returned to power, and started pushing an increasingly protectionist agenda. What was known as ‘imperial preference’ became one means of applying protectionism. This entailed Britain’s colonial possessions enacting preferential treatment for trade inside the British Empire. This policy was particularly targeted against the US and Germany.

This policy coincided with a turn towards land-grabbing of colonies. Lenin explained this process in Imperialism. The competition between monopolies turned into competition between nations. By 1900, the imperialist nations had carved up the world between themselves, and so any further expansion could only come at the expense of the other imperialist nations. The increasing contradictions between the capitalist powers – their battle over markets for goods and investments – were leading to increasing tensions in international relations.

As Germany had the smaller share of the colonies, its industries strained against the limitations imposed on it by its lack of colonies and access to the colonies of other nations. The German bourgeoisie needed and demanded a re-division of the world, in proportion to Germany’s newfound economic development. When the boom of the late 19th and early 20th century ended, the contradictions spilled over into world war.

There is therefore a close connection between economic crisis, protectionism, crises in international relations and war. We should remember, as Clausewitz pointed out, that war is politics by other means. And, as Lenin put it, politics itself is only concentrated economics.

The First World War solved none of the contradictions in the world economy. It only intensified them, and after the war, protectionism really took off. Britain introduced ‘Imperial Preference’ in 1932-33, bringing the policy of the colonies into line with the mainland. In 1933, President Hoover introduced the Buy American Act, which forced government contractors to use US-made products. Similar policies were enacted all around the world, contributing to a dramatic collapse in world trade by some 30 percent in the three years following the 1929 crash.

Adam Smith said that protectionist nations were “beggaring all their neighbours”, i.e. turning their neighbours into paupers, from which the phrase ‘beggar-thy-neighbour’ comes. Smith was describing attempts to cure recession and unemployment by exporting it, by shifting consumption to domestically produced goods. Of course, in a recession and especially a depression, these contradictions are exacerbated, as shrinking markets create more idle factories.

Protectionism on the rise

The crisis of 2007-8 really put an end to the further extension of free trade. The Doha Round of WTO-led negotiations was already in trouble, but the crisis finished it off. The negotiations were meant to tackle the issue of agricultural subsidies in Europe and the United States. After the collapse of negotiations, only half-hearted attempts were made to renew them. Instead, the process of rolling back world trade started.

Often, Trump is credited with bringing back protectionism, but he was only the logical next step. Obama launched the slogan, “Buy American!” in 2009. The Buy American Act had remained in force ever since 1933, but had been watered down significantly by various agreements like GATT, NAFTA and the Agreement on Government Procurement. Obama beefed it up in his 2009 Recovery Act and would have gone further in his 2011 Jobs Act, if it hadn’t been for the Republicans blocking it. Both acts were heavily criticised by the EU and Canada for undermining free trade.

Trump, of course, introduced a raft of protectionist measures, particularly around steel, but he remained constrained by WTO provisions. Biden rolled back some of these measures, particularly against Europe, Japan and Canada. However, far from abandoning protectionism, he has promised to try to ‘modernise’ the WTO rules, by which he means watering them down to give the US more scope for protectionist measures. The EU, for obvious reasons, is less than enthusiastic about this proposal.

Biden’s Inflation Reduction Act (IRA) follows the precedent set by Obama. In order to qualify for a subsidy to your electric car purchase, you have to buy a car ‘Made in America’. Similarly, investments in Green Energy need to comply with the conditions of the Buy American Act, i.e. they need to source their raw materials from the US. This has really inflamed tensions between the US and the EU, who feel that the US is discriminating against its ‘allies’. Macron called for a ‘Buy European Act’ and although the Germans have taken a less confrontational approach, they have nonetheless been pressuring the US for concessions.

German Chancellor Scholtz in his typically reserved diplomatic style, wrote in Foreign Affairs:

    “I believe that what we are witnessing is the end of an exceptional phase of globalisation, a historic shift accelerated by, but not entirely the result of, external shocks such as the COVID-19 pandemic and Russia’s war in Ukraine.”

In other words, globalisation as we know it is finished, and it won’t be coming back, precisely because it is not just the result of the war in Ukraine or the pandemic.

Alongside the economic forces pushing towards protectionism, there are also political factors connected to the impact of the crisis on workers across the advanced economies. Pressures of unemployment, attacks on wages and conditions etc. have created a huge discontent among workers.

The traditional bourgeois parties find themselves without anything to offer except more attacks and austerity. The only way to try to find a base in this situation is to move to the right, and to nationalism, including economic nationalism. Flag waving, anti-immigration sentiment and protectionism go hand-in-hand and are the only way in which the bourgeois can somehow cobble together an electoral base.

Trump was the most obvious example of this. He talked about restoring the position of “the American working class” by restricting immigration and foreign trade – a combination of ‘beggar-thy-neighbour’ policies; of keeping industry at home; and of keeping out the masses abroad, impoverished by imperialist wars and economic plunder. At least this was what he attempted to achieve.

The rise of China

Another pressure is the rise of China. The economic development of China was a massive boon to the world economy. The opening up of the economies to the world market – in Eastern Europe, but especially in China – was one of the key factors in prolonging the boom into the 1990s and early 2000s.

What industrial development we’ve seen on a world scale over the past 30 years has taken place largely in China, which has emerged as a new world power. Since the mid-1990s, China’s labour productivity has grown by 7 to 10 percent annually.

After initially hailing the Chinese economic success, and leaning on China to recover from the 2008 crash, the US and the EU started to become concerned about Chinese growth. They started noticing how Chinese companies took a serious interest in patents and intellectual property. This ranged from agriculture to electronics. Chinese companies like Lenovo, Geely and Huawei were also acquiring companies and market shares in the West. And so the western powers started to worry.

Already by Obama’s presidency, there was talk of a ‘Pivot to Asia’, but after the announcement of the ‘Made in China 2025’ plan in 2015, quantity turned into quality. China became a serious worry and during Trump’s presidency, the US began a serious attempt to hold back China’s development.

‘Made in China 2025’ was an announcement to the world that China was no longer content with producing merely furniture and clothes, and assembling electronics. It wanted to compete in the most advanced technological sectors and reduce its dependence on foreign suppliers.

China has a massive population, and the value of the total output of its economy is now approaching that of the US. The modernisation of Chinese industries has made China into one of the biggest industrial nations. However, China still lags far behind. The IMF estimates that its average labour productivity in industry is 35 percent of that of global best practices.

Only in the most advanced areas, like the cities around the Pearl River Estuary, Shanghai or Beijing, do you get a GDP per capita which is comparable to Spain or Portugal. China is not on par with advanced imperialist countries like Germany, Japan or the US, but it has laid out its ambition to become so.

The US is now leveraging its economic and diplomatic power to stop countries exporting key components to China and buying technologies like 5G from Huawei. It also has set itself the task of ‘liberating’ its supply chains and those of its allies from China.

Many of its allies remain unconvinced by their approach. Indeed, Scholtz, contrary to the wishes of the US, decided to make a visit to Xi Jinping. He was determined to resolve Germany’s disputes with China independently of the US. Macron has a very similar approach, and the communique of ‘agreements’ after his recent meeting with Biden, notably did not mention China.

The smaller EU powers are unhappy with the way the conflict with Russia has been handled by the US: twisting their arms to take measures that have a limited impact on the US economy, but are very heavily damaging European industry, in particular that of Germany. One anonymous senior EU official called it a “historic juncture” in the EU-US relationship (Europe accuses US of profiting from war – POLITICO). The European powers fail to see the allure of another trade war in which they must abide by US dictates.

Yet the US is quite capable of taking unilateral action, and it has continued to do so. It is imposing new legislation, not just on US companies but on any company in the world. The recent ban on the export of machinery to produce semiconductors to China is one such example. Similarly, in its blockade against Cuba, the US has unilaterally demanded compliance from companies in Europe, Taiwan, etc., or risk being sanctioned in turn.

The world’s biggest producer of semiconductors is a Taiwanese company called TSMC. It now has to apply for permission from the US government to import machinery to its plants in China. The largest producer of such machinery is ASML, a Dutch company. The Dutch government is now in discussions with the US about what additional barriers to impose on exports to China. The US is essentially forcing its methods of ‘competition’ with China onto its allies.

The US remains the super power, and just as the British fleet back in 1914 had a policy of maintaining a naval capacity larger than its two biggest competitors combined, so the US is spending as much as the ten following nations combined on its military, or 2.7 times that of China, which comes in second. In the past, this power was used to keep free trade flowing. But increasingly, it is now being used for the opposite purpose.

This turn in the US has major implications. Unlike in the past, its power is no longer used to defend the general interests of the capitalist class against the Soviet Union or world revolution, but its own narrow interests against the other major powers. It has thus taken up the role of a declining power, attempting to shield itself from competition, somewhat like Britain at the end of the 19th century.

Yet it would be quite wrong to see protectionism merely from a US perspective. The European Union also has an interest in countering Chinese competition. They have their own “Chips Act”, their own attempts to secure battery plants for lithium batteries, and so on. The Chinese government has limited new protectionist initiatives, but there are plenty of complaints about unofficial measures taken to make life difficult for Western companies operating in China.

All these conflicts are intensifying under the pressure of events. This will have major consequences. Refashioning supply chains to avoid Russia and China will be tremendously expensive. The attempt to move microchip production apparently means investment in lithography systems to the tune of $300 billion from TSMC, Intel and Samsung.

According to ASML, TSMC has already announced investment plans of $100 billion. Once established, these new factories will have to be protected against foreign competition by tariffs and other measures. The fact that they are all likely to overshoot the demand of the world market for semiconductors, with consequences for prices, makes this particularly true. Thus, protectionism feeds protectionism.

This will have long-term consequences for levels of investment. The IMF estimated that every point reduction in tariffs resulted in a 0.4 point increase in investment, because of the cheapening of machinery. Now, increased protectionism will lead to more expensive machinery and thus less investment.

In this scramble, world trade will not cease. How can it? But it will become more expensive, which will mean more expensive goods, i.e. more inflation. This will have to be countered then by the raising of the interest rates to try to cool down the economy, which will in turn provoke recession.

Why are they doing it, one might ask? Certainly the liberal press asks this time and time again. Yet it is not hard to find the reason. Firstly, it is the policies of free trade that have led us precisely to this point. Free trade both postponed and also massively exacerbated the crisis. Neither free trade nor protectionism can resolve the contradictions of capitalism.

Secondly, in increasingly harsh economic conditions, governments are trying to find some kind of way of stabilising the political system and ensuring that the main monopolies retain or gain an edge over the competition. They attempt to buy themselves a bit of time, so that if revolutionary convulsions will collapse a regime, they can ensure it won’t be their regime. Yet, because they’re all acting in the same way, they destroy the fabric of the world economy, and by extension, of the capitalist system as a whole.

Where do Marxists stand?

The market, or the ‘invisible hand’, played a historically progressive role, but is clearly unable to do so any more. For us it’s not a question of supporting free trade against protectionism. It’s not our role to try to turn the clock back to 2006 or even to 1967. The whole crisis shows the inability of capitalism to take humanity forward, and in its senile decline, capitalism is destroying many of the gains it had made in the past.

It is destroying its supply chains, it’s destroying its system of international relations, it’s returning us to wars, militarism and all the associated waste in economic resources and human life. Our role is to explain why this is taking place, and how neither side will solve anything by their measures.

We must understand that protectionism is a dead end. The whole development of the past 80 years shows the complete reactionary utopia that was ‘socialism in one country’. We are one interconnected globe and there are huge advantages for us in sharing experiences, technology and resources. Socialism would be built on a foundation of trade and internationalism, not by forcing the productive forces into the straight jacket of the nation state.

Free trade and liberalisation can no longer take us one step forward, whilst the turn to protectionism just makes things worse. We are socialists, Marxists and revolutionaries. We see in this collapse of globalisation only another stage in the crisis of the system as a whole. We see the great benefits of world trade, but this path is now finished. Only on the basis of the working class taking power can we re-establish world trade and world relations on a healthy basis. We will prepare the way for a massive leap forward.

El gran dilema de quienes controlan el FMLN. Wilfredo Zepeda. CRS del FMLN. Diciembre de 2022

El FMLN lleva más de tres años cargando una contradicción entre el sentimiento antigobierno de su militancia y el comportamiento progobierno del grupo que controla el partido.

Es normal que la militancia del Frente rechace a un Gobierno como este, que persigue a dirigentes y ex funcionarios del partido, ataca al movimiento popular, viola los derechos humanos y el marco legal, miente sobre las causas de la guerra (que atribuye a un pacto entre la guerrilla y la oligarquía para matar al pueblo), denigra los Acuerdos de Paz, roba y tiene la economía estancada, entre otras cosas.

Toda persona de izquierda y progresista de verdad, no de pose, siente aversión por este régimen, uno de los peores de la historia del país. Pero resulta que el grupo que comanda el FMLN ve las cosas de otro modo, hasta el punto de que su jefe, el señor Ramiro, elogió recientemente el Estado de Excepción, el cual ha generado decenas de muertes, miles de detenciones arbitrarias e infinidad de atropellos, mientras el Gobierno protege a los cabecillas de las pandillas, les da empleo a muchos de ellos y les otorga otras prebendas a cambio de que reduzcan los asesinatos.

Hay que recordar que el grupo que manda en el FMLN dijo, en el documento “Análisis del momento actual y líneas estratégicas para el período 2019-2024”, que “el “presidente Bukele está estrechamente vinculado y coincide con el enemigo estratégico en el propósito de destruir al FMLN como opción revolucionaria” y que “el FMLN desarrollará una estrategia para evitar que se consolide esa alianza”. ¿Cuál alianza? La de Bukele con los enemigos estratégicos, el imperialismo y la oligarquía. O sea, que hay que atraer a Bukele.

La mayoría de militantes no conoce ese documento, pero percibe la pasividad de quienes dirigen el partido, que no opinan sobre los problemas nacionales, no enfrentan al gobierno, siguen lamentando la expulsión de Bukele del FMLN y le dedican buena parte de su tiempo a atacar al grupo que lo expulsó. Hay una especie de angustia en la militancia del FMLN, que no ve a su dirección a la altura de las circunstancias, sino coqueteando con el régimen.

Para calmar las inquietudes de la militancia, y sobre todo para cohesionar a la base que le apoya, el grupo dirigente hace tres cosas: dice que el enemigo principal solo está integrado por la oligarquía y el imperialismo, o sea, excluye al gobierno de ese bloque; difama a la corriente revolucionaria del partido; y calumnia al movimiento popular, al que acusa de recibir dinero de la embajada de Estados Unidos, exactamente lo mismo que dice Bukele.

La calificación del enemigo principal, donde el clan Bukele no aparece, es muy curiosa. Cuando en la izquierda (y en la derecha) se habla del enemigo principal o inmediato, se hace referencia al bloque de fuerzas que hay que vencer para avanzar hacia el poder o para tomarlo.

Durante la guerra, cuando el PDC gobernaba, el FMLN tenía claro que el enemigo principal era el bando integrado por la Fuerza Armada (FAES), el gobierno de Duarte y el imperialismo como sostén de los otros dos. Si el FMLN hubiera ganado la guerra en esos años, su victoria hubiera sido, al mismo tiempo, contra la FAES, el gobierno de Duarte y el imperialismo. Y una vez en el poder, se enfrentaría de nuevo al imperialismo y también a la oligarquía, pues ambos conforman el enemigo estratégico, es decir, el obstáculo a vencer para aplicar el programa de transformación.

Pero una vez ARENA llegó al Ejecutivo, sacó al PDC del lugar que ocupaba como enemigo principal y le dio entrada a la oligarquía, que a su vez era (y siempre es) parte del enemigo estratégico. Si el FMLN tomaba el poder durante la ofensiva de 1989, hubiese derrotado, al mismo tiempo, a la FAES, al gobierno de Cristiani y al imperialismo. Y luego se enfrentaría de nuevo al imperialismo y a la oligarquía para defender al gobierno revolucionario y aplicar su programa.

¿Y cómo está la cosa hoy? ¿El clan Bukele es o no es parte del  enemigo principal? Por supuesto que lo es, pues controla el Estado y golpea al FMLN, al movimiento popular y a las fuerzas progresistas. Pero lo hace con el apoyo de un sector de la oligarquía y el respaldo del imperialismo.

El gobierno de Bukele tiene el apoyo público de Roberto Kriete, de los Meza, los Regalado, los Dueñas, los Calleja y otros oligarcas que respaldan sus acciones (incluyendo las ilegales), al tiempo que se lucran de las compras públicas, la privatización del agua y los permisos ambientales para sus proyectos. La oligarquía mantiene en silencio a sus gremios (ANEP, ASI, CAMAGRO y otros) y está complacida con el daño ocasionado por el clan Bukele al FMLN, el enemigo al que ella y el imperialismo no pudieron derrotar en la guerra y la postguerra.

El clan gobernante también tiene el apoyo del gobierno de Estados Unidos, que le pide guardar las apariencias democráticas mientras le agradece sus ataques al FMLN, a las fuerzas progresistas y al movimiento popular, así como la ruptura de relaciones diplomáticas con Venezuela y la República Saharaui Democrática. El gobierno de Estados Unidos le ayuda con los préstamos del BID y a hurtadillas le dona aeronaves militares, entre otras cosas. 

Es claro que el imperialismo solo adversa a las fuerzas de izquierda y progresistas. Y Bukele no dirige un proyecto de esa naturaleza, sino de derecha. Nadie lo ha visto en foros de grupos de izquierda, ni celebrando los triunfos electorales de la izquierda ni coincidiendo con los gobiernos revolucionarios y progresistas de América Latina. 

De manera que, para la izquierda verdadera, el enemigo a vencer es el agrupamiento integrado por el clan Bukele, el sector de la oligarquía que lo apoya y el imperialismo norteamericano. A ese agrupamiento hay que enfrentarlo en las luchas de calle y en las elecciones de 2024 y más allá. El sector oligarca no bukelista, que sigue en ARENA o anda en otros pasos, no será parte del Frente Amplio opositor que enfrentará al régimen. Es enemigo secundario, pero enemigo, no amigo.

¿Podrán los que controlan el FMLN convencer a la militancia de que el clan gobernante no es parte del enemigo principal? Tal vez la gente más fanatizada acepte esa versión. Y es justamente a esas personas que el jefe del grupo les dice que la oligarquía y el imperialismo masacraron en el pasado y atacaron a Alba Petróleo, como si la militancia no lo supiera. Pero ese esfuerzo por “sensibilizar” únicamente contra esos enemigos es cuesta arriba, pues la militancia también sabe que el régimen de los Bukele reprime al pueblo, roba y difama con el respaldo de los principales oligarcas y del imperialismo. Por lo tanto, en la fórmula de Ramiro sobre el enemigo principal hay un cabo suelto que genera angustia en la militancia del partido.

Sobre la difamación a la corriente revolucionaria del FMLN, la que expulsó a Bukele del partido y a la que acusan de querer una alianza con ARENA, la vida aclarará esa calumnia. Además, la militancia sabe que dicha corriente es la que enfrenta al régimen. Por lo tanto, esa maniobra morirá por falta de oxígeno.

Sobre los ataques al movimiento popular que lucha contra el gobierno, la maniobra del jefe del FMLN y sus operadores políticos es muy precaria, pues la militancia ve a ese movimiento luchando contra el régimen y vinculado a la izquierda continental.

Para justificar su aislamiento, el grupo que dirige al FMLN dice que el partido tiene 500,000 votos. Pero esa cifra es falsa, pues es la suma de los votos de las elecciones presidenciales y los votos de las legislativas y municipales, como si quienes votaron en ambas elecciones fueran diferentes.

Ese grupo también anda diciendo que no hará alianza con ningún partido de derecha, incluidos los que no están en el bando del enemigo principal. Olvidan las alianzas del Partido Comunista de El Salvador con los demócratacristianos y los socialdemócratas en los años setenta, entre muchas experiencias históricas de alianzas estratégicas y tácticas en el país y en el mundo.

Decir que un grupo de izquierda solo debe aliarse con otro similar es negar toda la experiencia del FMLN y de la izquierda mundial. Y es hipocresía celebrar las victorias pasadas del FMLN y las victorias de la izquierda latinoamericana (pasadas y presentes), que se sustentan en alianzas con sectores que no son de izquierda pero que coinciden en la lucha contra el enemigo principal.

Sobre el tema de las alianzas, Lenin afirmó que «…uno de los errores más graves de los comunistas, es la idea de que una revolución puede ser hecha por los revolucionarios solos…Sin alianza con los no comunistas en las más diversas esferas de la actividad, no puede hablarse siquiera de una exitosa construcción comunista…” («La significación del materialismo militante.») También dijo que no se puede “ignorar que toda la historia del bolchevismo, tanto antes como después de la revolución de octubre, está llena de casos de táctica de maniobras, de conciliación y de compromisos con otros partidos, incluidos los partidos burgueses. “El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo.”). ¿Se estudia a Lenin en la escuela del FMLN?

Las poses de “pureza” que asume el grupo que controla el FMLN solo demuestran su decisión de no enfrentar al régimen. Pero el autoengaño y el aislamiento son peligrosos en política. ¿Será que ese grupo tiene baja autoestima y cree que si habla con un derechista se hace de derecha? ¿Será que desea que el partido termine consumido? ¿O será que quiere contribuir a la victoria de Bukele? 

Vociferar contra la oligarquía y el imperialismo, al margen de enfrentar al gobierno de Bukele, es propio de falsos izquierdistas, que dejan de lado el problema más candente: la reelección ilegal de Bukele y el posible afianzamiento de su gobierno dictatorial. Enfrentar ese peligro mediante una amplia alianza opositora es la tarea revolucionaria del momento. Lo demás es fraseología contra la oligarquía y el imperialismo, pero sin enfrentarse a su instrumento principal, el régimen de turno.

¿Qué pasará, entonces, en el FMLN? La convención de diciembre será crucial, pues si se aprueba que el FMLN solo hará alianza con un grupito social que responde a la dirección, irá solo a las elecciones de 2024 y el resultado ya se sabe cuál será. El 2.6% que le da la UCA equivale a menos de 100,000 votos, que, dispersos en el país, tal vez ni alcancen para tener presencia en la Asamblea Nacional.

Tres años complejos, complicados, difíciles. Diario El Mundo. 2 de junio de 2022

El presidente Nayib Bukele arribó ayer a su tercer año de Gobierno con elevados niveles de aprobación y en medio de una ofensiva frontal contra las pandillas.

Han sido tres años difíciles, complejos, complicados. La pandemia, la crisis económica que vino con ella, la inseguridad que llegó de manera trágica a su peor explosión en marzo con aquellos días tenebrosos de homicidios, todo eso han sido variables que le ha tocado enfrentar al gobierno.

Evidentemente ha habido dificultades, hay cuestionamientos y críticas a nivel nacional e internacional desde que se destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al Fiscal General de la República, ha habido también preocupación sobre la institucionalidad democrática.

Luego con el régimen de excepción hay denuncias de violaciones de Derechos Humanos y otros señalamientos. La confrontación con Estados Unidos también ha sido tema de preocupación.

Pero además de esas críticas, hay una realidad incuestionable y es que todas las encuestas muestran un nivel elevado de aprobación para el mandatario y la mayoría de sus medidas, con excepción de la economía y la apuesta por el bitcoin.

Eso se puede explicar porque el mandatario ha tomado medidas osadas que la inmensa mayoría de la población respalda como el combate frontal a las pandillas. La población estaba harta de los crímenes de esas bandas y urge una solución permanente contra la violencia, las extorsiones, el acoso de estas.

Como todo gobierno, hay avances y hay deudas. Es vital conservar un sistema democrático, con libertades y Estado de Derecho, que sepa escuchar a la población y sus necesidades.

Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la «invención del otro». Santiago Castro-Gómez

Durante las últimas dos décadas del siglo XX, la filosofía posmoderna y los estudios culturales se constituyeron en importantes corrientes teóricas que, adentro y afuera de los recintos académicos, impulsaron una fuerte crítica a las patologías de la occidentalización. A pesar de todas sus diferencias, las dos corrientes coinciden en señalar que tales patologías se deben al carácter dualista y excluyente que asumen las relaciones modernas de poder.

La modernidad es una máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas. La crisis actual de la modernidad es vista por la filosofía posmoderna y los estudios culturales como la gran oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias largamente reprimidas.

A continuación mostraré que el anunciado «fin» de la modernidad implica ciertamente la crisis de un dispositivo de poder que construía al «otro» mediante una lógica binaria que reprimía las diferencias. Con todo, quisiera defender la tesis de que esta crisis no conlleva el debilitamiento de la estructura mundial al interior de la cual operaba tal dispositivo.

Lo que aquí denominaré el «fin de la modernidad» es tan solo la crisis de una configuración histórica del poder en el marco del sistema-mundo capitalista, que sin embargo ha tomado otras formas en tiempos de globalización, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema-mundo.

Argumentaré que la actual reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre la producción de las diferencias y que, por tanto, la afirmación celebratoria de éstas, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo.

Defenderé la tesis de que el desafío actual para una teoría crítica de la sociedad es, precisamente, mostrar en qué consiste la crisis del

proyecto moderno y cuáles son las nuevas configuraciones del poder global en lo que Lyotard ha denominado la «condición posmoderna».

Mi estrategia consistirá primero en interrogar el significado de lo que Habermas ha llamado el «proyecto de la modernidad», buscando mostrar la génesis de dos fenómenos sociales estrechamente relacionados: la formación de los estados nacionales y la consolidación del colonialismo. Aquí pondré el acento en el papel jugado por el conocimiento científico-técnico, y en particular por el conocimiento brindado por las ciencias sociales, en la consolidación de estos fenómenos.

Posteriormente mostraré que el «fin de la modernidad» no puede ser entendido como el resultado de la explosión de los marcos normativos en donde este proyecto jugaba taxonómicamente, sino como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder, esta vez ya no basada en la represión sino en la producción de las diferencias.

Finalizaré con una breve reflexión sobre el papel de una teoría crítica de la sociedad en tiempos de globalización.

1. El proyecto de la gubernamentabilidad

¿Qué queremos decir cuando hablamos del «proyecto de la modernidad»? En primer lugar, y de manera general, nos referimos al intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento. El filósofo alemán Hans Blumemberg ha mostrado que este proyecto demandaba, a nivel conceptual, elevar al hombre al rango de principio ordenador de todas las cosas[1].

Ya no es la voluntad inescrutable de Dios quien decide sobre los acontecimientos de la vida individual y social, sino que es el hombre mismo quien, sirviéndose de la razón, es capaz de descifrar las leyes inherentes a la naturaleza para colocarlas a su servicio. Esta rehabilitación del hombre viene de la mano con la idea del dominio sobre la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, cuyo verdadero profeta fue Bacon.

De hecho, la naturaleza es presentada por Bacon como el gran «adversario» del hombre, como el enemigo al que hay que vencer para domesticar las contingencias de la vida y establecer el Regnum hominis sobre la tierra[2].

Y la mejor táctica para ganar esta guerra es conocer el interior del enemigo, oscultar sus secretos más íntimos, para luego, con sus propias armas, someterlo a la voluntad humana. El papel de la razón científico-técnica es precisamente acceder a los secretos más ocultos y remotos de la naturaleza con el fin de obligarla a obedecer nuestros imperativos de control. La inseguridad ontológica sólo podrá ser eliminada en la medida en que se aumenten los mecanismos de control sobre las fuerzas mágicas o misteriosas de la naturaleza y sobre todo aquello que no podemos reducir a la calculabilidad.

Max Weber habló en este sentido de la racionalización de occidente como un proceso de «desencantamiento» del mundo.

Quisiera mostrar que cuando hablamos de la modernidad como «proyecto» nos estamos refiriendo también, y principalmente, a la existencia de una instancia central a partir de la cual son dispensados y coordinados los mecanismos de control sobre el mundo natural y social.

Esa instancia central es el Estado, garante de la organización racional de la vida humana. «Organización racional» significa, en este contexto, que los procesos de desencantamiento y desmagicalización del mundo a los que se refieren Weber y Blumemberg empiezan a quedar reglamentados por la acción directriz del Estado.

El Estado es entendido como la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar una «síntesis», esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos. Para ello se requiere la aplicación estricta de «criterios racionales» que permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo.

Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa de ella para «dirigir» racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios establecidos científicamente de antemano.

El filósofo social norteamericano Immanuel Wallerstein ha mostrado cómo las ciencias sociales se convirtieron en una pieza fundamental para este proyecto de organización y control de la vida humana[3].

El nacimiento de las ciencias sociales no es un fenómeno aditivo a los marcos de organización política definidos por el Estado-nación, sino constitutivo de los mismos. Era necesario generar una plataforma de observación científica sobre el mundo social que se quería gobernar[4]. Sin el concurso de las ciencias sociales, el Estado moderno no se hallaría en la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, definir metas colectivas a largo y a corto plazo, ni de construir y asignar a los ciudadanos una «identidad» cultural[5].

No solo la reestructuración de la economía de acuerdo a las nuevas exigencias del capitalismo internacional, sino también la redefinición de la legitimidad política, e incluso la identificación del carácter y los valores peculiares de cada nación, demandaban una representación científicamente avalada sobre el modo en que «funcionaba» la realidad social. Solamente sobre la base de esta información era posible realizar y ejecutar programas gubernamentales.

Las taxonomías elaboradas por las ciencias sociales no se limitaban, entonces, a la elaboración de un sistema abstracto de reglas llamado «ciencia» – como ideológicamente pensaban los padres fundadores de la sociología -, sino que tenían consecuencias prácticas en la medida en que eran capaces de legitimar las políticas regulativas del Estado.

La matriz práctica que dará origen al surgimiento de las ciencias sociales es la necesidad de «ajustar» la vida de los hombres al aparato de producción. Todas las políticas y las instituciones estatales (la escuela, las constituciones, el derecho, los hospitales, las cárceles, etc.) vendrán definidas por el imperativo jurídico de la «modernización», es decir, por la necesidad de disciplinar las pasiones y orientarlas hacia el beneficio de la colectividad a través del trabajo.

De lo que se trataba era de ligar a todos los ciudadanos al proceso de producción mediante el sometimiento de su tiempo y de su cuerpo a una serie de normas que venían definidas y legitimadas por el conocimiento. Las ciencias sociales enseñan cuáles son las «leyes» que gobiernan la economía, la sociedad, la política y la historia. El Estado, por su parte, define sus políticas gubernamentales a partir de esta normatividad científicamente legitimada.

Ahora bien, este intento de crear perfiles de subjetividad estatalmente coordinados conlleva el fenómeno que aquí denominamos «la invención del otro». Al hablar de «invención» no nos referimos solamente al modo en que un cierto grupo de personas se representa mentalmente a otras, sino que apuntamos, más bien, hacia los dispositivos de saber/poder a partir de los cuales esas representaciones son construidas.

Antes que como el «ocultamiento» de una identidad cultural preexistente, el problema del «otro» debe ser teóricamente abordado desde la perspectiva del proceso de producción material y simbólica en el que se vieron involucradas las sociedades occidentales a partir del siglo XVI[6].

Quisiera ilustrar este punto acudiendo a los análisis de la pensadora venezolana Beatriz González Stephan, quien ha estudiado los dispositivos disciplinarios de poder en el contexto latinoamericano del siglo XIX y el modo en que, a partir de estos dispositivos, se hizo posible la «invención del otro».

González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura.

Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad

de ordenar e instaurar la lógica de la «civilización» y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones.

Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria[7].

La formación del ciudadano como «sujeto de derecho» sólo es posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución. La función jurídico-política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad.

La constitución venezolana de 1839 declara, por ejemplo, que sólo pueden ser ciudadanos los varones casados, mayores de 25 años, que sepan leer y escribir, que sean dueños de propiedad raíz y que practiquen una profesión que genere rentas anuales no inferiores a 400 pesos[8]. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual.

Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la «ciudad letrada», recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye.

Pero si la constitución define formalmente un tipo deseable de subjetividad moderna, la pedagogía es el gran artífice de su materialización. La escuela se convierte en un espacio de internamiento donde se forma ese tipo de sujeto que los «ideales regulativos» de la constitución estaban reclamando.

Lo que se busca es introyectar una disciplina sobre la mente y el cuerpo que capacite a la persona para ser «útil a la patria». El comportamiento del niño deberá ser reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le permitan asumir un rol «productivo» en la sociedad.

Los manuales de urbanidad

Pero no es hacia la escuela como «institución de secuestro» que Beatriz González dirige sus reflexiones, sino hacia la función disciplinaria de ciertas tecnologías pedagógicas como los manuales de urbanidad, y en particular del muy famoso de Carreño publicado en 1854.

El manual funciona dentro del campo de autoridad desplegado por el libro, con su intento de reglamentar la sujeción de los instintos, el control sobre los movimientos del cuerpo, la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada como «bárbara»[9].

No se escribieron manuales para ser buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser «buen ciudadano»; para formar parte de la civitas, del espacio legal en donde habitan los sujetos epistemológicos, morales y estéticos que necesita la modernidad.

Por eso, el manual de Carreño advierte que «sin la observancia de estas reglas, más o menos perfectas, según el grado de civilización de cada país […] no habrá medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y el progreso de los pueblos y la existencia de toda sociedad bien ordenada»[10].

Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las más diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas dependerá su mayor o menor éxito en la civitas terrena, en el reino material de la civilización.

La «entrada» en el banquete de la modernidad demandaba el cumplimiento de un recetario normativo que servía para distinguir a los miembros de la nueva clase urbana que empezaba a emerger en toda Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX.

Ese «nosotros» al que hace referencia el manual es, entonces, el ciudadano burgués, el mismo al que se dirigen las constituciones republicanas; el que sabe cómo hablar, comer, utilizar los cubiertos, sonarse las narices, tratar a los sirvientes, conducirse en sociedad. Es el sujeto que conoce perfectamente «el teatro de la etiqueta, la rigidez de la apariencia, la máscara de la contención»[11].

En este sentido, las observaciones de González Stephan coinciden con las de Max Weber y Norbert Elias, para quienes la constitución del sujeto moderno viene de la mano con la exigencia del autocontrol y la represión de los instintos, con el fin de hacer más visible la diferencia social.

El «proceso de la civilización» arrastra consigo un crecimiento del umbral de la vergüenza, porque se hacía necesario distinguirse claramente de todos aquellos estamentos sociales que no pertenecían al ámbito de la civitas que intelectuales latinoamericanos como Sarmiento venían identificando como paradigma de la modernidad.

La «urbanidad» y la «educación cívica» jugaron, entonces, como taxonomías pedagógicas que separaban el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie.

Las gramáticas de la lengua

En este proceso taxonómico jugaron también un papel fundamental las gramáticas de la lengua. González Stephan menciona en particular la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, publicada por Andrés Bello en 1847. El proyecto de construcción de la nación requería de la estabilización lingüística para una adecuada implementación de las leyes y para facilitar, además, las transacciones comerciales.

Existe, pues, una relación directa entre lengua y ciudadanía, entre las gramáticas y los manuales de urbanidad: en todos estos casos, de lo que se trata es de crear al homo economicus, al sujeto patriarcal encargado de impulsar y llevar a cabo la modernización de la república.

Desde la normatividad de la letra, las gramáticas buscan generar una cultura del «buen decir» con el fin de evitar «las prácticas viciosas del habla popular» y los barbarismos groseros de la plebe[12].

Estamos, pues, frente a una práctica disciplinaria en donde se reflejan las contradicciones que terminarían por desgarrar al proyecto de la modernidad: establecer las condiciones para la «libertad» y el «orden» implicaba el sometimiento de los instintos, la supresión de la espontaneidad, el control sobre las diferencias.

Para ser civilizados, para entrar a formar parte de la modernidad, para ser ciudadanos colombianos, brasileños o venezolanos, los individuos no sólo debían comportarse correctamente y saber leer y escribir, sino también adecuar su lenguaje a una serie de normas. El sometimiento al orden y a la norma conduce al individuo a sustituir el flujo heterogéneo y espontáneo de lo vital por la adopción de un continuum arbitrariamente constituido desde la letra.

Resulta claro, entonces, que los dos procesos señalados por González Stephan, la invención de la ciudadanía y la invención del otro, se hallan genéticamente relacionados. Crear la identidad del ciudadano moderno en América Latina implicaba generar un contraluz a partir del cual esa identidad pudiera medirse y afirmarse como tal. La construcción del imaginario de la «civilización» exigía necesariamente la producción de su contraparte: el imaginario de la «barbarie».

Se trata en ambos casos de algo más que representaciones mentales. Son imaginarios que poseen una materialidad concreta, en el sentido de que se hallan anclados en sistemas abstractos de carácter disciplinario como la escuela, la ley, el Estado, las cárceles, los hospitales y las ciencias sociales. Es precisamente este vínculo entre conocimiento y disciplina el que nos permite hablar, siguiendo a Gayatri Spivak, del proyecto de la modernidad como el ejercicio de una «violencia epistémica».

Ahora bien, aunque Beatriz González ha indicado que todos estos mecanismos disciplinarios buscaban crear el perfil del homo economicus en América Latina, su análisis genealógico, inspirado en la microfísica del poder de Michel Foucault, no permite entender el modo en que estos procesos quedan vinculados a la dinámica de la constitución del capitalismo como sistema-mundo.

Para conceptualizar este problema se hace necesario realizar un giro metodológico: la genealogía del saber-poder, tal como es realizada por Foucault, debe ser ampliada hacia el ámbito de macroestructuras de larga duración (Braudel / Wallerstein), de tal manera que permita visualizar el problema de la «invención del otro» desde una perspectiva geopolítica. Para este propósito resultará muy útil examinar el modo en que las teorías poscoloniales han abordado este problema.

2. La colonialidad del poder o la «otra cara» del proyecto de la modernidad

Una de las contribuciones más importantes de las teorías poscoloniales a la actual reestructuración de las ciencias sociales es haber señalado que el surgimiento de los Estados nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX no es un proceso autónomo, sino que posee una contraparte estructural: la consolidación del colonialismo europeo en ultramar.

La persistente negación de este vínculo entre modernidad y colonialismo por parte de las ciencias sociales ha sido, en realidad, uno de los signos más claros de su limitación conceptual. Impregnadas desde sus orígenes por un imaginario eurocéntrico, las ciencias sociales proyectaron la idea de una Europa ascéptica y autogenerada, formada históricamente sin contacto alguno con otras culturas[13].

La racionalización – en sentido weberiano – habría sido el resultado de un despliegue de cualidades inherentes a las sociedades occidentales (el «tránsito» de la tradición a la modernidad), y no de la interacción colonial de Europa con América, Asia y Africa a partir de 1492[14].

Desde este punto de vista, la experiencia del colonialismo resultaría completamente irrelevante para entender el fenómeno de la modernidad y el surgimiento de las ciencias sociales. Lo cual significa que para los africanos, asiáticos y latinoamericanos el colonialismo no significó primariamente destrucción y expoliación sino, ante todo, el comienzo del tortuoso pero inevitable camino hacia el desarrollo y la modernización.

Este es el imaginario colonial que ha sido reproducido tradicionalmente por las ciencias sociales y la filosofía en ambos lados del Atlántico.

Las teorías poscoloniales han mostrado, sin embargo, que cualquier recuento de la modernidad que no tenga en cuenta el impacto de la experiencia colonial en la formación de las relaciones propiamente modernas de poder resulta no sólo incompleto sino también ideológico.

Pues fue precisamente a partir del colonialismo que se generó ese tipo de poder disciplinario que, según Foucault, caracteriza a las sociedades y a las instituciones modernas. Si como hemos visto en el apartado anterior, el Estado-nación opera como una maquinaria generadora de otredades que deben ser disciplinadas, esto se debe a que el surgimiento de los estados modernos se da en el marco de lo que Walter Mignolo ha llamado el «sistema-mundo moderno/colonial»[15].

De acuerdo a teóricos como Mignolo, Dussel y Wallerstein, el Estado moderno no debe ser mirado como una unidad abstracta, separada del sistema de relaciones mundiales que se configuran a partir de 1492, sino como una función al interior de ese sistema internacional de poder.

Surge entonces la pregunta: ¿cuál es el dispositivo de poder que genera el sistema-mundo moderno/colonial y que es reproducido estructuralmente hacia adentro por cada uno de los estados nacionales? Una posible respuesta la encontramos en el concepto de la «colonialidad del poder» sugerido por el sociólogo peruano Aníbal Quijano[16].

En opinión de Quijano, la expoliación colonial es legitimada por un imaginario que establece diferencias inconmensurables entre el colonizador y el colonizado. Las nociones de «raza» y de «cultura» operan aquí como un dispositivo taxonómico que genera identidades opuestas. El colonizado aparece así como lo «otro de la razón», lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por parte del colonizador. La maldad, la barbarie y la incontinencia son marcas «identitarias» del colonizado, mientras que la bondad, la civilización y la racionalidad son propias del colonizador.

Ambas identidades se encuentran en relación de exterioridad y se excluyen mutuamente. La comunicación entre ellas no puede darse en el ámbito de la cultura – pues sus códigos son inconmensurables – sino en el ámbito de la Realpolitik dictada por el poder colonial. Una política «justa» será aquella que, mediante la implementación de mecanismos jurídicos y disciplinarios, intente civilizar al colonizado a través de su completa occidentalización.

El concepto de la «colonialidad del poder» amplía y corrige el concepto foucaultiano de «poder disciplinario», al mostrar que los dispositivos panópticos erigidos por el Estado moderno se inscriben en una estructura más amplia, de carácter mundial, configurada por la relación colonial entre centros y periferias a raíz de la expansión europea.

Desde este punto de vista podemos decir lo siguiente: la modernidad es un «proyecto» en la medida en que sus dispositivos disciplinarios quedan anclados en una doble gubernamentabilidad jurídica. De un lado, la ejercida hacia adentro por los estados nacionales, en su intento por crear identidades homogéneas mediante políticas de subjetivación; de otro lado, la gubernamentabilidad ejercida hacia afuera por las potencias hegemónicas del sistema-mundo moderno/colonial, en su intento de asegurar el flujo de materias primas desde la periferia hacia el centro. Ambos procesos forman parte de una sola dinámica estructural.

Nuestra tesis es que las ciencias sociales se constituyen en este espacio de poder moderno/colonial y en los saberes ideológicos generados por él. Desde este punto de vista, las ciencias sociales no efectuaron jamás una «ruptura epistemológica» – en el sentido althusseriano – frente a la ideología, sino que el imaginario colonial impregnó desde sus orígenes a todo su sistema conceptual[17].

Así, la mayoría de los teóricos sociales de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Bossuet, Turgot, Condorcet) coincidían en que la «especie humana» sale poco a poco de la ignorancia y va atravesando diferentes «estadios» de perfeccionamiento hasta, finalmente, obtener la «mayoría de edad» a la que han llegado las sociedades modernas europeas[18].

El referente empírico utilizado por este modelo heurístico para definir cuál es el primer «estadio», el más bajo en la escala del desarrollo humano, es el de las sociedades indígenas americanas tal como éstas eran descritas por viajeros, cronistas y navegantes europeos.

La característica de este primer estadio es el salvajismo, la barbarie, la ausencia completa de arte, ciencia y escritura. «Al comienzo todo era América», es decir, todo era superstición, primitivismo, lucha de todos contra todos, «estado de naturaleza». El último estadio del progreso humano, el alcanzado ya por las sociedades europeas, es construido, en cambio, como «lo otro» absoluto del primero y desde su contraluz.

Allí reina la civilidad, el Estado de derecho, el cultivo de la ciencia y de las artes. El hombre ha llegado allí a un estado de «ilustración» en el que, al decir de Kant, puede autolegislarse y hacer uso autónomo de su razón. Europa ha marcado el camino civilizatorio por el que deberán transitar todas las naciones del planeta.

No resulta difícil ver cómo el aparato conceptual con el que nacen las ciencias sociales en los siglos XVII y XVIII se halla sostenido por un imaginario colonial de carácter ideológico.

Conceptos binarios tales como barbarie y civilización, tradición y modernidad, comunidad y sociedad, mito y ciencia, infancia y madurez, solidaridad orgánica y solidaridad mecánica, pobreza y desarrollo, entre otros muchos, han permeado por completo los modelos analíticos de las ciencias sociales.

El imaginario del progreso según el cual todas las sociedades evolucionan en el tiempo según leyes universales inherentes a la naturaleza o al espíritu humano, aparece así como un producto ideológico construido desde el dispositivo de poder moderno/colonial.

Las ciencias sociales funcionan estructuralmente como un «aparato ideológico» que, de puertas para adentro, legitimaba la exclusión y el disciplinamiento de aquellas personas que no se ajustaban a los perfiles de subjetividad que necesitaba el Estado para implementar sus políticas de modernización; de puertas para afuera, en cambio, las ciencias sociales legitimaban la división internacional del trabajo y la desigualdad de los términos de intercambio y comercio entre el centro y la periferia, es decir, los grandes beneficios sociales y económicos que las potencias europeas estaban obteniendo del dominio sobre sus colonias.

La producción de la alteridad hacia adentro y la producción de la alteridad hacia afuera formaban parte de un mismo dispositivo de poder. La colonialidad del poder y la colonialidad del saber se encuentraban emplazadas en una misma matriz genética.

3. Del poder disciplinar al poder libidinal

Quisiera finalizar este ensayo preguntándome por las transformaciones sufridas por el capitalismo una vez consolidado el final del proyecto de la modernidad, y por las consecuencias que tales transformaciones pueden tener para las ciencias sociales y para la teoría crítica de la sociedad.

Hemos conceptualizado la modernidad como una serie de prácticas orientadas hacia el control racional de la vida humana, entre las cuales figuran la institucionalización de las ciencias sociales, la organización capitalista de la economía, la expansión colonial de Europa y, por encima de todo, la configuración jurídico-territorial de los estados nacionales.

También vimos que la modernidad es un «proyecto» porque ese control racional sobre la vida humana es ejercido hacia adentro y hacia afuera desde una instancia central, que es el Estado-nación. En este orden de ideas viene entonces la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando hablamos del final del proyecto de la modernidad?

Podríamos empezar a responder de la siguiente forma: la modernidad deja de ser operativa como «proyecto» en la medida en que lo social empieza a ser configurado por instancias que escapan al control del Estado nacional. O dicho de otra forma: el proyecto de la modernidad llega a su «fin» cuando el Estado nacional pierde la capacidad de organizar la vida social y material de las personas. Es, entonces, cuando podemos hablar propiamente de la globalización.

En efecto, aunque el proyecto de la modernidad tuvo siempre una tendencia hacia la mundialización de la acción humana, creemos que lo que hoy se llama «globalización» es un fenómeno sui generis, pues conlleva un cambio cualitativo de los dispositivos mundiales de poder. Quisiera ilustrar esta diferencia entre modernidad y globalización utilizando las categorías de «anclaje» y «desanclaje» desarrolladas por Anthony Giddens: mientras que la modernidad desancla las relaciones sociales de sus contextos tradicionales y las reancla en ámbitos postradicionales de acción coordinados por el Estado, la globalización desancla las relaciones sociales de sus contextos nacionales y los reancla en ámbitos posmodernos de acción que ya no son coordinados por ninguna instancia en particular.

Desde este punto de vista, sostengo la tesis de que la globalización no es un «proyecto», porque la gubernamentabilidad no necesita ya de un «punto arquimédico», es decir, de una instancia central que regule los mecanismos de control social[19].

Podríamos hablar incluso de una gubernamentabilidad sin gobierno para indicar el carácter espectral y nebuloso, a veces imperceptible, pero por ello mismo eficaz, que toma el poder en tiempos de globalización. La sujeción al sistema-mundo ya no se asegura mediante el control sobre el tiempo y sobre el cuerpo ejercido por instituciones como la fábrica o el colegio, sino por la producción de bienes simbólicos y por la seducción irresistible que éstos ejercen sobre el imaginario del consumidor.

El poder libidinal de la posmodernidad pretende modelar la totalidad de la psicología de los individuos, de tal manera que cada cual pueda construir reflexivamente su propia subjetividad sin necesidad de oponerse al sistema. Por el contrario, son los recursos ofrecidos por el sistema mismo los que permiten la construcción diferencial del «Selbst». Para cualquier estilo de vida que uno elija, para cualquier proyecto de autoinvención, para cualquier ejercicio de escribir la propia biografía, siempre hay una oferta en el mercado y un «sistema experto» que garantiza su confiabilidad[20].

Antes que reprimir las diferencias, como hacía el poder disciplinar de la modernidad, el poder libidinal de la posmodernidad las estimula y las produce.

Habíamos dicho también que en el marco del proyecto moderno, las ciencias sociales jugaron básicamente como mecanismos productores de alteridades. Esto debido a que la acumulación de capital tenía como requisito la generación de un perfil de «sujeto» que se adaptara fácilmente a las exigencias de la producción: blanco, varón, casado, heterosexual, disciplinado, trabajador, dueño de sí mismo.

Tal como lo ha mostrado Foucault, las ciencias humanas contribuyeron a crear este perfil en la medida en que formaron su objeto de conocimiento a partir de prácticas institucionales de reclusión y secuestro. Cárceles, hospitales, manicomios, escuelas, fábricas y sociedades coloniales fueron los laboratorios donde las ciencias sociales obtuvieron a contraluz aquella imagen de «hombre» que debía impulsar y sostener los procesos de acumulación de capital.

Esta imagen del «hombre racional», decíamos, se obtuvo contrafácticamente mediante el estudio del «otro de la razón»: el loco, el indio, el negro, el desadaptado, el preso, el homosexual, el indigente. La construcción del perfil de subjetividad que requería el proyecto moderno exigía entonces la supresión de todas estas diferencias.

Sin embargo, y en caso de ser plausible lo que he venido argumentando hasta ahora, en el momento en que la acumulación de capital ya no demanda la supresión sino la producción de diferencias, también debe cambiar el vínculo estructural entre las ciencias sociales y los nuevos dispositivos de poder. Las ciencias sociales y las humanidades se ven obligadas a realizar un «cambio de paradigma» que les permita ajustarse a las exigencias sistémicas del capital global.

El caso de Lyotard me parece sintomático. Afirma con lucidez que el metarelato de la humanización de la Humanidad ha entrado en crisis, pero declara, al mismo tiempo, el nacimiento de un nuevo relato legitimador: la coexistencia de diferentes «juegos de lenguaje».

Cada juego de lenguaje define sus propias reglas, que ya no necesitan ser legitimadas por un tribunal superior de la razón. Ni el héroe epistemológico de Descartes ni el héroe moral de Kant funcionan ya como instancias transcendentales desde donde se definen las reglas universales que deberán jugar todos los jugadores, independientemente de la diversidad de juegos en los cuales participen. Para Lyotard, en la «condición posmoderna» son los jugadores mismos quienes construyen las reglas del juego que desean jugar. No existen reglas definidas de antemano[21].

El problema con Lyotard no es que haya declarado el final de un proyecto que, en opinión de Habermas, todavía se encuentra «inconcluso«[22]. El problema radica, más bien, en el nuevo relato que propone. Pues afirmar que ya no existen reglas definidas de antemano equivale a invisibilizar – es decir, enmascarar – al sistema-mundo que produce las diferencias en base a reglas definidas para todos los jugadores del planeta.

Entendámonos: la muerte de los metarelatos de legitimación del sistema-mundo no equivale a la muerte del sistema-mundo.  Equivale, más bien, a un cambio de las relaciones de poder al interior del sistema-mundo, lo cual genera nuevos relatos de legitimación como el propuesto por Lyotard. Sólo que la estrategia de legitimación es diferente: ya no se trata de metarelatos que muestran al sistema, proyectándolo ideológicamente en un macrosujeto epistemológico, histórico y moral, sino de microrelatos que lo dejan por fuera de la representación, es decir, que lo invisibilizan.

Algo similar ocurre con los llamados estudios culturales, uno de los paradigmas más innovadores de las humanidades y las ciencias sociales hacia finales del siglo XX[23].

Ciertamente, los estudios culturales han contruibuido a flexibilizar las rígidas fronteras disciplinarias que hicieron de nuestros departamentos de sociales y humanidades un puñado de «feudos epistemológicos» inconmensurables. La vocación transdisciplinaria de los estudios culturales ha sido altamente saludable para unas instituciones académicas que, por lo menos en Latinoamérica, se habían acostumbrado a «vigilar y administrar» el canon de cada una de las disciplinas[24].

Es en este sentido que el informe de la comisión Gulbenkian señala cómo los estudios culturales han empezado a tender puentes entre los tres grandes islotes en que la modernidad había repartido el conocimiento científico[25].

Sin embargo, el problema no está tanto en la inscripción de los estudios culturales en el ámbito universitario, y ni siquiera en el tipo de preguntas teóricas que abren o en las metodologías que utilizan, como en el uso que hacen de estas metodologías y en las respuestas que dan a esas preguntas. Es evidente, por ejemplo, que la planetarización de la industria cultural ha puesto en entredicho la separación entre cultura alta y cultura popular, a la que todavía se aferraban pensadores de tradición «crítica» como Horkheimer y Adorno, para no hablar de nuestros grandes «letrados» latinoamericanos con su tradición conservadora y elitista.

Pero en este intercambio massmediático entre lo culto y lo popular, en esa negociación planetaria de bienes simbólicos, los estudios culturales parecieran ver nada más que una explosión liberadora de las diferencias. La cultura urbana de masas y las nuevas formas de percepción social generadas por las tecnologías de la información son vistas como espacios de emancipación democrática, e incluso como un locus de hibridación y resistencia frente a los imperativos del mercado.

Ante este diagnóstico, surge la sospecha de si los estudios culturales no habrán hipotecado su potencial crítico a la mercantilización fetichizante de los bienes simbólicos.

Al igual que en el caso de Lyotard, el sistema-mundo permanece como ese gran objeto ausente de la representación que nos ofrecen los estudios culturales. Pareciera como si nombrar la «totalidad» se hubiese convertido en un tabú para las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas, del mismo modo que para la religión judía constituía un pecado nombrar o representar a Dios.

Los temas «permitidos» – y que ahora gozan de prestigio académico – son la fragmentación del sujeto, la hibridación de las formas de vida, la articulación de las diferencias, el desencanto frente a los metarelatos. Si alguien utiliza categorías como «clase», «periferia» o «sistema-mundo», que pretenden abarcar heurísticamente una multiplicidad de situaciones particulares de género, etnia, raza, procedencia u orientación sexual, es calificado de «esencialista», de actuar de forma «políticamente incorrecta», o por lo menos de haber caído en la tentación de los metarelatos. Tales reproches no dejan de ser justificados en muchos casos, pero quizás exista una alternativa.

Considero que el gran desafío para las ciencias sociales consiste en aprender a nombrar la totalidad sin caer en el esencialismo y el universalismo de los metarelatos. Esto conlleva la difícil tarea de repensar la tradición de la teoría crítica (aquella de Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Sartre y Althusser) a la luz de la teorización posmoderna, pero, al mismo tiempo, de repensar ésta a la luz de aquella. No se trata, pues, de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos; se trata, más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener al nuevo vino. Este «trabajo teórico», como lo denominó Althusser, ha sido comenzado ya en ambos lados del Atlántico desde diferentes perspectivas.

Me refiero a los trabajos de Antonio Negri, Michael Hardt, Fredric Jameson, Slavoj Zizek, Walter Mignolo, Enrique Dussel, Edward Said, Gayatri Spivak, Ulrich Beck, Boaventura de Souza Santos y Arturo Escobar, entre otros muchos.

La tarea de una teoría crítica de la sociedad es, entonces, hacer visibles los nuevos mecanismos de producción de las diferencias en tiempos de globalización. Para el caso latinoamericano, el desafío mayor radica en una «descolonización» las ciencias sociales y la filosofía.

Y aunque éste no es un programa nuevo entre nosotros, de lo que se trata ahora es de desmarcarse de toda una serie de categorías binarias con las que trabajaron en el pasado las teorías de la dependencia y las filosofías de la liberación (colonizador versus colonizado, centro versus periferia, Europa versus América Latina, desarrollo versus subdesarrollo, opresor versus orpimido, etc.), entendiendo que ya no es posible conceptualizar las nuevas configuraciones del poder con ayuda de ese instrumental teórico[26].

Desde este punto de vista, las nuevas agendas de los estudios poscoloniales podrían contribuir a revitalizar la tradición de la teoría crítica en nuestro medio[27].

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[1] Cf. H. Blumemberg, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt 197, parte II.

[2] Cf. F. Bacon, Novum Organum # 1-33; 129.

[3] Cf. I. Wallerstein, Unthinking Social Science. The Limits of Nineteenth-Century Paradigms. Polity Press, Londres, 1991.

[4] Las ciencias sociales son, como bien lo muestra Giddens, «sistemas reflexivos», pues su función es observar el mundo social desde el que ellas mismas son producidas. Cf. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 23 ss.

[5] Sobre este problema de la identidad cultural como un constructo estatal me he ocupado en el artículo «Fin de la modernidad nacional y transformaciones de la cultura en tiempos de globalización», en: J. Martín-Barbero, F. López de la Roche, Jaime E. Jaramillo (eds.), Cultura y Globalización. CES – Universidad Nacional de Colombia, 1999, pp. 78-102.

[6] Por eso preferimos usar la categoría «invención» en lugar de «encubrimiento», como hace el filósofo argentino Enrique Dussel. Cf. E. Dussel, 1492: El encubrimiento del otro. El orígen del mito de la modernidad. Ediciones Antropos, Santafé de Bogotá, 1992.

[7] B. González Stephan, «Economías fundacionales. Diseño del cuerpo ciudadano», en: B. González Stephan (comp.), Cultura y Tercer Mundo. Nuevas identidades y ciudadanías. Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1996.

[8] Ibid., p. 31.

[9] Id., «Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado«, en: B. González Stephan / J. Lasarte / G. Montaldo / M.J. Daroqui (comp.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina. Monte Avila Editores, Caracas, 1995.

[10] Ibid., p. 436.

[11] Ibid., p. 439.

[12] B. González Stephan, «Economías fundacionales», p. 29.

[13] Cf. J.M. Blaut, The Colonizer`s Model of the World. Geographical Diffusionism and Eurocentric History. The Guilford Press, New York, 1993.

[14] Recordar la pregunta que se hace Max Weber al comienzo de La ética protestante y que guiará toda su teoría de la racionalización: «¿Qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que, al menos como solemos representárnoslos, parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?» Cf. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Madrid, 1984, p. 23.

[15] Cf. W. Mignolo, Local Histories / Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges and Border Thinking. Princenton University Press, Princenton, 2000, p. 3 ss.

[16] Cf. A. Quijano, «Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina», en: S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999, p. 99-109.

[17] Una genealogía de las ciencias sociales debería mostrar que el imaginario ideológico que luego impregnaría a las ciencias sociales tuvo su origen en la primera fase de consolidación de sistema-mundo moderno/colonial, es decir, en la época de la hegemonía española.

[18] Cf. R. Meek, Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981.

[19] La materialidad de la globalización ya no está constituída por las instituciones disciplinarias del Estado nacional, sino por corporaciones que no conocen territorios ni fronteras. Esto implica la configuración de un nuevo marco de legalidad, es decir, de una nueva forma de ejercicio del poder y la autoridad, así como de la producción de nuevos mecanismos punitivos – una policía global – que garanticen la acumulación de capital y la resolución de los conflictos. Las guerras del Golfo y de Kosovo son un buen ejemplo del «nuevo orden mundial» que emerge después de la guerra fría y como consecuencia del «fin» del proyecto de la modernidad. Cf. S. Castro-Gómez / E. Mendieta, «La translocalización discursiva de Latinoamérica en tiempos de la globalización», en: Id., Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, Poscolonialidad y Globalización en debate. Editorial Porrúa, México, 1998, p. 5-30

[20] El concepto de la confianza (trust) depositada en sistemas expertos lo tomo directamente de Giddens. Cf. op.cit., p. 84 ss.

[21] Cf. J.-F. Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Rei, México, 1990.

[22] Cf. J. Habermas, Die Moderne – Ein Unvollendetes Projekt. Reclam, Leipzig, 1990, p. 32-54.

[23] Para una introducción a los estudios culturales anglosajones, véase: B. Agger, Cultural Studies as Critical Theory. The Falmer Press, London / New York, 1992. Para el caso de los estudios culturales en América Latina, la mejor introducción sigue siendo el libro de W. Rowe / V. Schelling, Memoria y Modernidad. Cultura Popular en América Latina. Grijalbo, México, 1993.

[24] Es preciso establecer aquí una diferencia en el significado político que han tenido los estudios culturales en la universidad norteamericana y latinoamericana respectivamente. Mientras que en los Estados Unidos los estudios culturales se han convertido en un vehículo idóneo para el rápido «carrerismo» académico en un ámbito estructuralmente flexible, en América Latina han servido para combatir la desesperante osificación y el parroquialismo de las estructuras universitarias.

[25] Cf. I. Wallerstein, et.al, Open the Social Sciences. Report of the Gulbenkian Commission on the Restructuring of the Social Sciences. Stanford University Press, Stanford, 1996, p. 64-66

[26] Para una crítica de las categorías binarias con las que trabajó el pensamiento latinoamericano del siglo XX, véase mi libro Crítica de la razón latinoamericana, Puvill Libros, Barcelona, 1996.

[27] S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides, «Introducción», en: Id. (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999.

El problema del sujeto en las luchas por la hegemonía: ¿clase o proyecto?  Por Javier Balsa. La Tizza. Octubre 13, 2022.

La fe en los conceptos sólidos, por un lado, y en la certeza de las cosas reales, por el otro, están en el origen de las posiciones antidialécticas más empedernidas. Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica

Hay un interrogante en torno a los análisis políticos que hace tiempo me preocupa: ¿por qué, en las últimas décadas, existe un abandono de los enfoques clasistas, incluso por parte de los y las analistas «de izquierda»?

Pocos parecieran recordar la formulación de Karl Marx acerca de que, si «a primera vista» las disputas políticas, en la Francia de mediados del siglo XIX, parecían una lucha entre monárquicos y republicanos, entre la reacción y los «eternos derechos humanos», «examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases…».[1]

Hay dos causas relativamente reconocidas de este «olvido»: la progresiva reducción de la incidencia directa de la pertenencia de clase sobre las conductas políticas, y la propia crisis del proyecto socialista, que hizo perder la fe en que la clase obrera fuera la clase dirigente de un proceso anticapitalista.[2] Sin embargo, considero que existe una tercera causa menos advertida:

la propia complejidad de la lucha por la hegemonía es la que dificulta leer la disputa política en términos de lucha de clases; dificultad que se ha agravado debido a un abandono de una perspectiva dialéctica.

En esta complicación para vincular hegemonía y clases inciden dos factores. Por un lado, la disputa por la hegemonía contiene un componente universalista y una discursividad retórica que, de manera intencional, tienden a no explicitar sus bases clasistas. Y, por otro lado, el escaso desarrollo de una sistemática teoría de la hegemonía genera un déficit conceptual para abordar la relación entre clase y disputas por la hegemonía. En este trabajo defiendo la tesis de que la tensión entre hegemonía y clases no puede ser resuelta, sino que tiene que ser transitada en una serie de relaciones recursivas que se abordan en el último apartado de este texto y que siempre tienen que ser analizadas en su condición de históricamente situadas.

Dominación hegemónica y universalización

Toda dominación procura recubrirse de una ideología que la legitime e, incluso, la invisibilice como tal. De todos modos, en las sociedades clasistas anteriores al capitalismo tendía a existir una separación tan marcada entre las clases o estamentos — sin que hubiera igualdad legal entre estos últimos — que la coerción era el elemento central de la dominación.

Por el contrario, en el capitalismo, la igualdad legal teórica y las luchas populares fueron imponiendo formas de gobierno basadas en el sufragio universal. Esto significó un desafío a la dominación clasista, pues, como Marx señaló, se instala una contradicción entre la forma de gobierno republicano y la dominación burguesa: el sufragio universal «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses».

En cambio, «a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder», poniendo «en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa».[3]

Hoy este peligro parece temporalmente conjurado, pues la burguesía supo desarrollar con éxito una forma de dominación basada en la hegemonía, donde la coerción pasó a un segundo plano frente a una lógica del consenso concretada en la elección periódica de los principales cargos políticos sobre la base del sufragio universal.[4]

Lo cual no implica que el recurso a la coerción esté ausente, sino que opera, en la esfera pública, solo ante la amenaza de cambio social y, en el plano de lo cotidiano, a través de una serie de micro-instancias que modelan lo correcto y lo deseable a partir de violencias legitimadas en los espacios laborales, domésticos o en cuanto al uso del espacio público (y, en general, también legalizadas o toleradas por las instancias judiciales).

En este marco republicano-representativo, la disputa por las posiciones gubernamentales y por la dirección ideológica de la sociedad no se da, como en el pasado, en los términos de una guerra entre estamentos, sino en los de una lucha entre partidos y fuerzas políticas que, por la propia dinámica de la lucha por la hegemonía, tenderá ineludiblemente a ocultar — o, al menos a moderar — su vínculo con las clases.

Gramsci deja en claro que, en la lucha por la hegemonía, resultan esenciales dos elementos: la operación de universalización y los partidos.[5]

Los intereses particulares de la clase dominante — o de la clase que procura serlo — tienen que ser presentados como los intereses generales del conjunto de la sociedad — o de la mayoría de ella — , es decir, como intereses de pretensión universal. Es de este modo que se eleva la lucha política del plano de lo corporativo — eminentemente defensivo — , al plano de la disputa por la hegemonía, por la dirección de la sociedad.

Dice Gramsci que, en este momento, «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados», para lo cual deben situarse en ese plano «universal», «creando así la hegemonía». Más específicamente, escribió:

    «Esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de ellas o al menos una combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»[6]

La cuestión de la universalización

En esta reescritura realizada en el Cuaderno 13, Gramsci agrega un vínculo más fuerte entre universalización y hegemonía que el que estaba en la versión del Cuaderno 4, cuando la relación era presentada a través de una mera yuxtaposición sintáctica.[7]

Además, las comillas que colocó en «universal» — que no estaban en la redacción del Cuaderno 4 — , pueden interpretarse en términos de que Gramsci quiso resaltar que no habla de «universal» en un sentido absoluto, sino en tanto construcción discursivo-ideológica.

Una construcción que será efectiva solo si logra ser considerada como verdadera por el conjunto de la sociedad, es decir, si se vuelve hegemónica.

Considero que es necesario analizar con más detalle esta cuestión de la «universalización» en los Cuadernos de la cárcel. Giuseppe Cacciatore, en la entrada «Universale» del Dizionario Gramsciano, distingue, en primer lugar, un significado filosófico que ubica en la vinculación entre: por un lado, la unidad económica y política y, por otro lado, la unidad intelectual y moral; cuestión desarrollada en los ya citados fragmentos de los Cuadernos 4 y 13.[8]

En segundo lugar, distingue otro plano de carácter ético y político presente en las asociaciones, pues todas ellas requieren de principios éticos de carácter universal, según analizó Gramsci en el Cuaderno 6, apartado 79. En tercer lugar, el concepto de «universal» aparece cuando aborda el método científico, planteando que solo estaría en la lógica formal y la matemática, que tendrían «la metodología más genérica y universal». [9]

En cuarto lugar, la universalidad se encuentra vinculada con la «libertad»: para Gramsci «solamente es libertad la que es ‘responsable’ o sea ‘universal’, en cuanto que se plantea como aspecto individual de una ‘libertad’ colectiva o de grupo, como expresión individual de una ley», o mejor dicho de una necesidad.[10] Y, un último uso del concepto lo encuentra Cacciatore cuando Gramsci define lo objetivo como lo «universal subjetivo», tal como lo desarrolla en los Cuadernos 8 y 11.

Considero que debemos incorporar otro significado no desarrollado por Cacciatore. En el Cuaderno 16, Gramsci se aboca nuevamente a la cuestión de lo necesario, a partir de una crítica al concepto de «naturaleza humana». Afirma que «un determinado tipo de civilización económica […] exige un determinado modo de vivir, determinadas reglas de conducta, un cierto hábito» y agrega que, por lo tanto,

    «…en esta objetividad y necesidad histórica (que por lo demás no es obvia, sino que tiene necesidad de que se la reconozca críticamente y se la haga sustentable en forma completa y casi ‘capilar’) se puede basar la ‘universalidad’ del principio moral, más aún, nunca ha existido otra universalidad que no sea esta objetiva necesidad de la técnica civil, si bien interpretada con ideologías trascendentes o trascendentales y presentada en cada ocasión en la forma más eficaz históricamente para alcanzar el objetivo deseado.»[11]

Vemos así que se agrega cierta idea de «objetividad y necesidad» — en términos de requerimientos propios de un modo de producción — a la interpelación «universalista» de que debería aceptarse cierto «conformismo» para el desarrollo económico de una sociedad en un determinado momento.

Aquí emergen, al menos, tres tensiones en las que se articulan buena parte de las significaciones de «universalidad» presentes en Gramsci. En primer lugar, habría ciertos requerimientos que surgirían de los modos de producción, o de sus formas más específicas, como lo desarrolla en el Cuaderno 22, dedicado a Americanismo y Fordismo.

En este sentido, serían exigencias objetivas en un sentido estructural del término. Y esto se vincula con cierta objetividad del contenido universalista del proyecto que procura ser hegemónico: contiene un núcleo de verdad en su apelación a hacer progresar la sociedad; su «promesa» tiene que ser factible, viable.

Gramsci, no obstante, relativiza este objetivismo estructural. Por un lado, en el Cuaderno 11 ha planteado que «objetivo» es «universalmente compartido»,[12] y en el párrafo antes citado, vimos que la «objetividad y necesidad histórica» «no es obvia», sino construida (discursivamente).

Esta construcción de la necesidad histórica es producto de los «esfuerzos incesantes y perseverantes» de «las fuerzas políticas operantes». Así, la existencia de las «condiciones necesarias y suficientes» dependerá de las relaciones de fuerza, y no de cuestiones meramente económicas.

Son estas fuerzas antagónicas las que «tienden a demostrar […] que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente…».[13] Como puede observarse en el conjunto del fragmento, esta demostración y «su verdad» se obtienen con el triunfo político que posibilita la construcción de una nueva realidad:

    «Estos esfuerzos incesantes y perseverantes [de las fuerzas políticas que buscan la defensa de la estructura] (porque ninguna forma social querrá nunca confesar haber sido superada) forman el terreno de lo ‘ocasional’ sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que en último análisis solo se consigue y es ‘verdadera’ si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que inmediatamente se desarrolla en una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etcétera, cuya concreción es evaluable por la medida en que resultan convincentes y transforman el alineamiento preexistente de las fuerzas sociales) que existen y a las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente (deban, porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden necesario y prepara catástrofes más graves).».[14]

En segundo lugar, en cada coyuntura, el proyecto que se postula como hegemónico procurará presentarse como la encarnación de las necesidades generales o «universales» de la sociedad y, por lo tanto, como capaz de garantizar su desarrollo. En la medida en que la interpelación sea exitosa, y la gran mayoría de la sociedad la comparta, los postulados del proyecto devendrán «objetivos», en el sentido de «universalmente subjetivos» — más allá de que, en los márgenes de la opinión pública, haya grupos que los critiquen — .

Esta interpelación tendrá su costado más estructural, en el sentido de que determinados proyectos difícilmente puedan lograr el crecimiento económico y/o la inclusión de las mayorías, al menos, en algún tipo de participación de los beneficios de este crecimiento.

La hegemonía lograda, en esos casos, tendrá corta duración y es muy probable que sobrevenga algún tipo de crisis de hegemonía que, en tanto crisis orgánicas, de seguro dificultarán la consolidación del proyecto y la demostración de su «necesidad». Si bien encontramos varias referencias que indican que Gramsci está planteando la mayor parte de estas cuestiones en términos de la transición del capitalismo al socialismo, el papel de la universalización en relación con la necesidad histórica podría generalizarse a cambios de menor envergadura. Esto es posible de observar en su análisis de la relación entre americanismo y fordismo, y también en sus invocaciones de la capacidad de reconstitución de la hegemonía burguesa.

El siguiente fragmento, en el que Gramsci distingue la existencia de una mayor «crisis orgánica» en Inglaterra, en comparación con Alemania, puede interpretarse en este último sentido, vinculando este tipo de crisis con la incapacidad para volver a dar empleo a los desocupados:

    «Puede decirse que la desocupación inglesa, aun siendo inferior numéricamente a la alemana, indica que el coeficiente ‘crisis orgánica’ es mayor en Inglaterra que en Alemania, donde por el contrario el coeficiente ‘crisis cíclica’ es más importante. O sea que, en la hipótesis de una recuperación ‘cíclica’, la absorción de la desocupación sería más fácil en Alemania que en Inglaterra.»[15]

Y, en tercer lugar, corresponde señalar la existencia de una recursividad entre consenso y viabilidad de un determinado proyecto y, por lo tanto, en su postulada «universalidad», pero también en su «verdadero» carácter de favorable para el conjunto de la sociedad.

Grados de consenso altos pueden generar adecuaciones en las subjetividades y el rechazo a los proyectos alternativos por parte de las mayorías; incluso, pueden reducirse bastante las resistencias corporativas, en un clima de resignación frente a la instalación del proyecto que, así, se tornaría fuertemente hegemónico.

De este modo, se reducirá la conflictividad social y, por lo tanto, aumentará la viabilidad del proyecto dominante y su capacidad para generar un crecimiento económico del conjunto de la sociedad. Esto es así pues la confianza en la viabilidad es recursiva.

En el caso de los proyectos capitalistas, porque la burguesía, si sintiera una clara certeza en la continuidad del mismo, efectuará las inversiones que garantizarán el crecimiento y se «demostrará» su necesidad histórica; por el contrario, en un clima de incertidumbre, no realizará las inversiones y quebrará la viabilidad del mismo.

    En el caso de proyectos de transición al socialismo, solo la creencia en un futuro mejor y en su concreta capacidad de derrotar los intentos de restauración capitalista pueden conseguir concitar los esfuerzos, sacrificios y privaciones propias de estos períodos de transición. Es necesario formular una aclaración: el desarrollo económico también puede consolidarse por la vía de períodos en los que predomine una fuerte coerción; etapas que han operado como momentos de afianzamiento de nuevos tipos de órdenes económicos — por dar solo dos ejemplos: la larga dictadura chilena y su imposición del modelo neoliberal, y el estalinismo como forma de consolidación del «socialismo real» — .

En algunos casos, la construcción de la hegemonía tiene lugar luego de esta consolidación coercitiva del modelo económico como su base de sustentación material.

En contraste con una relación armoniosa entre hegemonía y desarrollo, las situaciones de fuerte disputa entre proyectos tienden a debilitar estos efectos recursivos positivos: al proyecto dominante le cuesta «demostrar» su necesidad histórica, no hay «objetividad» en tanto creencias universalmente compartidas, tiende a crecer la conflictividad social y, por lo tanto, es difícil que se logre consolidar un proyecto hegemónico en una situación de «empate hegemónico», tal como conceptualizara Juan Carlos Portantiero la realidad argentina de los años sesenta,[16] pero que podría servir para describir también las disputas durante la última década.[17]

En síntesis, es posible vincular estos tres sentidos de la universalidad: como verdad epistemológica-cognoscitiva — «objetivo» como «universalmente subjetivo» — , como necesidad de un determinado proyecto para el desarrollo económico de una sociedad — y el despliegue de cierta capacidad de integración social — y como presentación político-discursiva de los intereses particulares como universales.

Sin embargo, más allá de ciertos límites estructurales a la universalidad como necesidad de un proyecto — y a las dificultades inherentes a estas cuestiones — ,[18] es posible observar que el centro de la argumentación gramsciana se ubica en la capacidad discursiva de universalizar los intereses particulares, e imponer cierta «objetividad» a través de la lucha político-ideológica.

Por lo tanto, en el resto del trabajo vamos a centrarnos en este plano de la «universalidad», sin por ello dejar de lado las anteriores reflexiones.

Por último, antes de abandonar este recorrido por la cuestión de la «universalidad», podemos explorar la posibilidad de conectar las cuestiones más generales que acabamos de considerar con el plano de lo universal presente en las asociaciones. Gramsci, en el apartado 12 del Cuaderno 16, luego de reflexionar sobre la cuestión de lo «artificial» y lo «convencional» en los fenómenos de masas, señala la centralidad del «problema de quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas».

Y responde negando que se pueda «crear un ‘papa’ especial o una oficina competente» para que tomen estas decisiones y que, por el contrario, «las fuerzas dirigentes nacerán por el hecho mismo de que el modo de pensar estará dirigido en este sentido realista y nacerán del mismo choque de los pareceres discordantes, sin ‘convencionalidad’ y ‘artificio’ sino ‘naturalmente’».[19]

Se observa aquí una defensa del debate democrático como base para la resolución de las diferencias al interior de las organizaciones populares.[20]

Una reflexión que puede vincularse con una crítica a las construcciones políticas autoritarias, donde predomine la «autoridad» versus la «universalidad», relacionadas, respectivamente, con la «dictadura (momento de la autoridad y del individuo)» y con la «hegemonía (momento de lo universal y de la libertad)», aunque no como «oposición de principio entre principado y república».[21]

Entonces, establece una relación entre hegemonía y universalidad en el plano de la construcción de las fuerzas políticas. En este sentido, podemos recuperar el significado de «universal» vinculado a las asociaciones que había detallado Cacciatore, pues Gramsci afirma que «no puede existir una asociación permanente y con capacidad de desarrollo que no se sostenga en determinados principios éticos» y que hay una tendencia «universal a la ética de grupo que debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad».

Desde allí, critica la idea de una «élite-aristocracia-vanguardia como […] una colectividad indistinta y caótica; en la que, por gracia de un misterioso espíritu santo o de otra misteriosa y metafísica deidad ignota, desciende la gracia de la inteligencia», aunque reconoce que «este modo de pensar es común», y «de ahí la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional y por ello, en esta pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la democracia».

En fin, vemos así cómo se vincula en Gramsci la democracia interna de las asociaciones políticas con la «filosofía de la praxis», con la idea de hegemonía y «universalidad». Lo cual nos conecta con la cuestión del partido, y el lugar que en el Cuaderno 13 le reserva en la lucha por la hegemonía.[22]

El papel de los partidos políticos y los proyectos

En el proceso de universalización, el papel de los partidos es imprescindible. Así, en el Cuaderno 3 Gramsci había escrito que «los partidos no son solamente una expresión mecánica y pasiva de las clases mismas, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, consolidarlas, universalizarlas».[23]

Y, regresando al apartado 17 del Cuaderno 13, vemos que el segundo elemento ineludible que aparece en esta reescritura es el papel del partido en este pasaje al plano de la lucha por la hegemonía — que tampoco estaba en la versión del Cuaderno 4 — . Gramsci escribe ahora que «las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha».[24]

En similar sentido, en el apartado 1 de este mismo Cuaderno 13 especifica que el partido moderno debe desarrollar esta lógica universalizante: «el partido político, [es] la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales».[25]

En esta misma línea, que subraya la centralidad de los proyectos en la disputa por la hegemonía, Raúl Burgos ha planteado que el sujeto de la guerra de posiciones es un «sujeto-proyecto» que lucha por la hegemonía. Así, los sujetos que se constituyen en la lucha por la hegemonía, lo hacen «en torno de un proyecto y en curso de un proceso-proyecto.

En este sentido podríamos, parafraseando a Althusser, decir que los proyectos ‘interpelan a los grupos sociales y a los individuos constituyéndolos en sujetos’ (en el sentido de ‘atrayéndolos para el centro gravitatorio’) de un cierto proyecto». Y reafirma Burgos su idea sosteniendo que es por eso que para Gramsci «las grandes transformaciones sociales son obra de voluntades colectivas, preanuncio y al mismo tiempo realización de un bloque social intelectual y moral alma mater del nuevo bloque histórico (una nueva formación económico-social)».[26]

Surge así una primera dificultad para comprender, en términos de intereses de clase, las disputas por la hegemonía, pues estas se presentan como luchas entre partidos, proyectos y voluntades colectivas que, a su vez, se postulan como defensores de intereses universales (o cuasi-universales), y no como soporte de intereses corporativos de las clases.[27] De modo que, en estas luchas por la hegemonía, las clases parecen perder protagonismo. Como lo sintetiza James Martin, en Gramsci «las clases son descentradas como agentes políticos concretos pero, sin embargo, son privilegiadas como actores históricos».[28]

Este fenómeno afecta a las clases en su propia capacidad de reconocimiento de las situaciones de dominación. En primer lugar, a las clases dominadas, que tienden a no percibir las situaciones de dominación como tales. Göran Therborn ha analizado de qué manera las interpelaciones ideológicas dominantes procuran, como objetivo primario, que no se tematice la propia existencia de relaciones de dominación; solo como segunda opción, si la dominación es percibida, procuran que sea valorada en forma positiva.[29]

Y, en segundo lugar, también a las clases dominantes — o que buscan serlo — se les complejiza la identificación de sus intereses al enredarse en las disputas por la hegemonía, pues exigen que moderen el contenido clasista de los proyectos políticos que promueven. Gramsci afirma que, para que esta operación hegemónica sea exitosa, los intereses de la clase dominante deben saber sofrenarse: «los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico-corporativo».[30]

Como analizaremos más adelante, la evaluación de cuáles son sus intereses en el juego de relaciones de fuerzas de cada coyuntura es algo que tiene que ser interpretado, y aquí el papel de los intelectuales resultará clave, pero, al mismo tiempo, se desplegará en una relación compleja con las clases. Es decir, que los intereses actualizados de la clase, en cada coyuntura, implican ceder «hasta cierto punto» sus intereses más «burdos»; pero cuánto hay que ceder para lograr ser hegemónicos y en qué medida no se está cediendo de más, será siempre una cuestión de cómo se interpreta la relación de fuerzas, tanto en términos tácticos como estratégicos.

Podemos agregar que este «cierto punto» dependerá no solo de la fuerza propia, sino también de la capacidad de las clases antagónicas para disputar la hegemonía. Si esta facultad fuera elevada es probable que las clases dominantes — o las que procuran serlo — deban ceder muchos de sus intereses más inmediatos en pos de defender su propia situación de clase dominante — o la viabilidad de convertirse en tales — .

Esto es, tal vez, más fácil de observar en las «revoluciones pasivas» que, como había planteado Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría marxista, siempre conllevan un riesgo para la clase dominante que ensaya esta estrategia pues «cuando una clase dominante ha ido demasiado lejos en su absorción de contenidos del discurso ideológico de las clases dominadas, corre el riesgo de que una crisis disminuya su propia capacidad neutralizadora y de que las clases dominadas impongan su propio discurso articulador en el seno de los aparatos del Estado».[31]

En casos extremos puede resultar difícil identificar la centralidad de la defensa de los intereses de la clase dominante, pues podría parecer que se están concretando e, incluso, legitimando desde el poder estatal muchas de las demandas de las clases subalternas — aunque, en efecto, el objetivo de una «revolución pasiva» es que estos cambios sean realizados «desde arriba», y no «desde abajo» — .

Tal vez el ejemplo más notorio de esas situaciones que pueden ser percibidas como extravíos de los intereses de clases fueron los Estados de Bienestar de Europa occidental en la segunda posguerra. Para defender la sociedad capitalista ante una posible deriva de las masas hacia el comunismo, se realizaron muchas concesiones hacia la clase obrera, no solo en términos materiales, sino también en cuanto a que fueron sedimentando esas concesiones como derechos considerados legítimos.

La burguesía lo hizo hasta que le resultó intolerable y/o percibió que este peligro comunista se había disipado y pudo lanzar su ofensiva neoliberal, desmontando la mayor parte de estas concesiones y el propio consenso sobre su legitimidad.

Ahora bien, el mismo fenómeno histórico de estos Estados de Bienestar puede ser interpretado como un desvío por parte de la clase obrera, representada por los partidos socialistas o socialdemócratas que, para obtener, por vía democrática, la dirección política de la sociedad, tuvieron que hacer demasiadas concesiones hacia los intereses de las clases potencialmente aliadas o, incluso, de fracciones de la clase dominante para procurar dividir su unidad.[[32]]

De modo que, en las disputas por la hegemonía se extraviaron los originales objetivos anticapitalistas — que, al menos en teoría, postulaban los proyectos reformistas — cuando la posibilidad de conseguirlos era, tal vez, posible. A diferencia de la burguesía que sí pudo retomar la ofensiva con objetivos claros, vemos hoy que la mayoría de los partidos vinculados con la clase obrera europea ya no proponen, ni siquiera en el mediano plazo, iniciar procesos de transición hacia el socialismo.

En síntesis, puede que el proyecto que presenta los intereses de una clase como los intereses de toda la sociedad (o de su mayoría) acabe extraviando o relegando por demás el núcleo de los intereses de esa clase. Cabe, incluso, la posibilidad de que la operación de universalización de las propuestas termine desdibujando por completo los objetivos originales de partidos y proyectos que buscaban defender los intereses de una determinada clase.[[33]]

Pero estas serán siempre apreciaciones relativas, basadas en el análisis de las correlaciones de fuerzas entre las clases que realice cada analista. No son datos «objetivos» incuestionables. Una clase que no sepa ceder sus intereses más «burdos», puede acabar socavando su propia hegemonía al empujar a casi todo el resto de la sociedad en su contra o, a la inversa, una clase que trata de disputar la hegemonía sin construir articulaciones con las clases potencialmente aliadas y sin dividir a la clase dominante, con seguridad se marginará de esta disputa.

Por lo tanto, el análisis de cuáles son estas correlaciones y de las distintas capacidades para modificarlas en cada coyuntura será clave para plantear cuál proyecto es el que mejor defiende los intereses de una clase. En este sentido, debe evitarse una lectura posibilista de las relaciones de fuerza que tiende a conceptualizarlas como estáticas.

Por el contrario, son relaciones que siempre son transformables a través de la lucha política e ideológica. Incluso aquellas relaciones que Gramsci ubica en el terreno de la «estructura» y que, en la coyuntura, resulta «una realidad rebelde» que «nadie puede modificar»,[[34]] pueden ser alteradas en el mediano plazo a través de políticas específicas.

El lugar y el problema de la retórica en la lucha por la hegemonía

Consideremos ahora el segundo elemento que agrega complejidad a la percepción del núcleo clasista de la hegemonía: la retórica. Laclau ha explicado de qué manera el uso de metáforas, metonimias y catacresis tiene un papel central en la construcción de hegemonía.[[35]] A ello podemos agregar también el empleo de los razonamientos retóricos.[[36]]

La retórica es el arte de la persuasión y se basa en la ambigüedad. Siempre hay un rétor que persuade y un auditorio que es persuadido pues no tiene claridad de cómo funcionan estas operaciones retóricas. Un elemento clave en estas operaciones es el uso de significantes ambiguos — «tendencialmente vacíos» diría Laclau — que poseen una gran capacidad interpelativa para así sumar una enorme diversidad de sectores sociales a un determinado proyecto político. Tal vez el más notable ha sido el significante «pueblo», eje de las construcciones populistas y con el cual el propio marxismo ha mantenido una compleja relación.[[37]]

Tanto los significantes tendencialmente vacíos, como también los razonamientos retóricos, por su inherente ambigüedad dificultan la correcta comprensión de lo que «describen» o «explican» en el plano retórico: no permiten ver con claridad las relaciones de dominación.[[38]] Si bien este es el objetivo por el cual se los emplea, estas dificultades afectan no solo a las clases que se quiere dominar, también aquejan a las propias clases sociales que tratan de ser dominantes — además de dificultar la interpretación — .

El problema, tanto para las clases dominantes, como para las que desafían esta dominación es el hacer uso de estas operaciones retóricas y de universalización — pues son inherentes a la lucha por la hegemonía — , sin caer en su propia trampa. Desarrollar su propia «poesía» (Marx) pero, al mismo tiempo, procurar un lenguaje que devele la dominación y permita trazar cursos de acción que se aproximen mejor a los intereses de la clase; es decir, controlar el repertorio semiótico en función de procurar un análisis científico de la realidad social.[[39]]

En este sentido, no podemos dejar de mencionar una tensión que surge a todo proyecto emancipatorio que intenta el camino de la disputa por la hegemonía: como en la presentación del proyecto resulta imprescindible el empleo de la universalización y de la retórica, siempre habrá una pérdida de claridad para los propios integrantes de la comunidad emancipatoria. De allí tiende a derivarse la centralidad del líder o la lideresa en la dinámica política populista, pues ellos sí pueden ocupar el papel del rétor único que persuade, con cierto grado de conciencia de las operaciones retóricas que realiza al configurar un «pueblo». Pero esta centralidad del líder se contradice con la propuesta de desarrollar la autoconsciencia y la emancipación de las clases subalternas.

La crítica de Laclau a la clase y al interés de clase, y la disolución del concepto de «dominación»

Hasta aquí hemos desarrollado dos componentes inherentes a las operaciones hegemónicas que tienden a restar claridad a los intereses de las clases, tanto para los dominados como para los dominadores. Sin embargo, no hemos abordado aún el propio concepto de «interés de clase». Sin él no es posible vincular las clases con la hegemonía. Ernesto Laclau, en su dura crítica al concepto de «interés de clase», arroja luces sobre dos cuestiones: el carácter imprescindible de su empleo, si se quiere mantener un vínculo entre clases sociales y hegemonía, y el componente teleológico o utópico intrínseco.

    Laclau partió de una crítica al clasismo — entendido como corporativismo — como estrategia política, por considerarlo poco efectivo en la lucha por la hegemonía, para deslizarse luego hacia una impugnación total a presuponer la centralidad de la clase en la lucha política; al tiempo que, al formular esta crítica teórica, terminó en una posición en la que se desdibujó su anticapitalismo y, en última instancia, la propia idea de «dominación».

En 1977 afirmaba que las clases «en cuanto tales, no tienen ninguna forma de existencia necesaria a los niveles ideológico y político». Por lo tanto, «si la contradicción de clase es la contradicción dominante al nivel abstracto del modo de producción, la contradicción pueblo/bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social».[[40]]

En su presentación en Morelia de 1980 sostuvo que no hay «identificación primaria de las clases al nivel de la base del que se derivan ‘intereses de clase’ claramente definidos».[[41]] Sin embargo, nunca desarrolló la posibilidad de que estos intereses pudieran ser precisados y así mantener la articulación entre clase e intereses de clase en la lucha por la hegemonía. Por el contrario, se volvió por completo contrario a la idea de «intereses de clase».

En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe explicaron que solo la idea de «interés objetivo», pensado como «intereses históricos» — en su ejemplo, de la clase obrera en la instauración del socialismo — , podía permitir vincular el concepto de clases, en tanto posiciones sociales, con la idea de la clase como actor político.

Pues posibilitaría establecer un vínculo que no dependiera de la contingencia de la capacidad de los discursos para tener éxito en articular posición de clase y proyecto político. Pero Laclau y Mouffe descartaron por completo esta opción al afirmar que la noción de «interés objetivo» carece de todo basamento teórico, e incluso, de evidencia histórica.

Esta última, para ellos, se sostenía en la expectativa de un proceso de unificación, que no aconteció, de todos los sectores subalternos en torno a la clase obrera — por una pauperización y una proletarización generalizadas — . Por lo tanto, suponer que las clases tienen «intereses objetivos» e, indirectamente, pensar en las clases como sujetos políticos, poseería una inherente carga teleológica. En cambio, como las identidades sociales no están fijadas, no habría que colocar límites de clase en el análisis a la lógica de la constitución simbólica de lo social.[[42]]

En siguientes textos, Laclau aclaró que el sujeto de la hegemonía es un sujeto que no preexiste a las disputas discursivas, sino que es establecido dentro de los discursos y, por lo tanto, dependerá de estos. Entonces, la constitución de los sujetos en tanto que clases es solo una posibilidad histórica y no debería pensarse como un destino inexorable.[[43]] Se abre aquí toda la problemática que tiene la concepción del sujeto en Laclau y que ha sido abordada con agudeza por Martín Retamozo,[[44]] al diferenciar entre el proceso de construcción de un sujeto político — como agente — y la construcción de una subjetividad política — como colectivo de identificación — en el marco de una lucha hegemónica.

Quisiera plantear mi acuerdo con dos puntualizaciones de Laclau: (1) sin el concepto de «interés de clase» no es posible relacionar las posiciones de clase con la elaboración de propuestas políticas vinculadas con la lucha de clases, ni analizar la dinámica política en términos clasistas y (2) más allá de la connotación negativa de la palabra «teleológica», toda imputación de intereses, por fuera de lo que los integrantes de una clase social manifiestan positivamente, requiere siempre de un juicio basado en algún tipo de estimación acerca de los futuros posibles, sean de corto o largo plazo.

Pero como Laclau rechazó ambos componentes — el interés de clase y el componente prospectivo — terminó haciendo depender la existencia de las clases, en la arena política, de que sus integrantes realizasen un autoreconocimiento de su pertenencia a la «clase» y de que actuasen en el terreno político guiados por esta identidad.

    Un problema derivado de esta argumentación es que no solo podría no haber clases incidiendo en el plano político, sino también que podría desaparecer la «dominación». Si un discurso se tornase fuertemente hegemónico, podría ocurrir que los sujetos dominados no se representasen a sí mismos como clase o, ni siquiera, como dominados y, por lo tanto, no fuera posible hablar ni de sectores dominados ni de dominación. Es cierto que nunca Laclau llegó a escribir esto en forma textual, pero resulta notorio el abandono del uso del concepto de «dominación» en sus escritos.

Considero que la base de los problemas de este planteo de Laclau no está en la excesiva centralidad que le otorga a lo discursivo — como la mayoría de los marxistas le criticaron — , sino en su renuncia a ubicarse en un plano crítico-especulativo. Su temor a caer en el teleologismo lo condujo a una posición positivista al reducir lo real a lo dado, en su caso, a lo enunciado. La adhesión al programa foucaultiano de La arqueología del saber — más allá de algunas críticas — , lo lleva a pensar una hegemonía de formaciones discursivas sin sujetos o con sujetos que solo emergen dentro de estas mismas formaciones. No por casualidad Michel Foucault reconoce el perfil positivista de esta propuesta de análisis.[[45]]

Para salir de las aporías a las que nos conduce el planteo de Laclau, debemos profundizar en el reconocimiento de una postura epistemológica clara. Una postura que no implique regresar a un positivismo marxista que sostenga una identificación apriorística entre clase e ideología — que ya Lenin criticó en el ¿Qué hacer? — , pero que tampoco reduzca lo real a lo dado, en este caso, a lo discursivamente dado. Es decir, que realice una clara ruptura epistemológica con el positivismo, en cualquiera de sus versiones.

Ruptura epistemológica y propuesta crítico-especulativa

Un análisis crítico no puede limitarse a describir la realidad en los propios términos de los enunciados emitidos. Es decir, a considerar a la realidad social como equivalente a lo dicho. En este caso, la razón no cumpliría ningún papel en el proceso cognitivo y el efecto conservador de los estudios sociales quedaría epistemológicamente sancionado.

Retomando a Fredric Jameson,[[46]] creemos que la «esencia» de una realidad es una postulación del pensamiento especulativo y, en este sentido, nunca puede ser probada. El pensamiento especulativo es siempre un salto, una apuesta, en términos metafísicos o ideológicos.[[47]] En este sentido es que, en los siguientes apartados, formularemos una serie de postulados sobre las clases, sus luchas y sus intereses, que no pretenderán ser verificables.

Más en general, para escapar del positivismo se debe postular que en la propia realidad se encuentra en potencia una nueva realidad diferente en lo cualitativo, y es este el punto de apoyo de toda la crítica social — tal como hicieron los pensadores iluministas y los marxistas — .

Como lo sintetizó Irving Zeitlin, al establecer una clara oposición con el positivismo sociológico de mediados del siglo XIX, para Marx, en sintonía con la tradición del Iluminismo y de Hegel, «el dominio del ‘es’ siempre debe ser criticado y puesto en tela de juicio para revelar sus posibilidades intrínsecas. El orden fáctico existente es una negatividad transitoria que debe ser trascendida».[[48]]

Recupera así la operación básica del Iluminismo: someter a las instituciones «a una crítica implacable desde el punto de vista de la razón» y reclamar «un cambio en aquellas que la contrariaban» y que «impedían a los hombres realizar sus potencialidades».[[49]]

Por ello, cuando Laclau saluda el fin de la «dictadura racionalista del Iluminismo» pierde este espíritu crítico,[[50]] y le queda solo la toma de partido personal. Y es que, sin la creencia en algún tipo de imagen sobre una posible sociedad radicalmente alternativa, no es posible impulsar un proceso de cambio social y, ni siquiera, formular una crítica sustancial a la realidad presente.[[51]]

De modo que, «la capacidad de potenciar en una direccionalidad consiste en poder captar la dinámica constitutiva de una realidad, lo que significa el reconocimiento de opciones».[[52]] En la misma línea, Adrián Piva afirma que «identificar clase y lucha es también una apuesta política. Es empujar en el sentido de una posibilidad práctica, una intervención en la lucha por la definición del campo de confrontación social».[[53]]

Cabe aclarar que este conocimiento crítico no tiene que pensarse en términos de un reflejo de la realidad, sino como una construcción discursiva que procura dar cuenta del mejor modo posible de esa realidad. Un conocimiento perfectible y que es elaborado a partir de una metodología también criticable y mejorable y, en este sentido, se entronca con una perspectiva científica.

Al mismo tiempo, el conocimiento que surge de esta actitud crítica, en tanto impulso para la acción, tiene que ser considerado como «verdadero» por la militancia, pero también debe someterse a la corroboración de la praxis, que sirve de guía para el despliegue de lo potencial desde lo dado.[[54]] Esta cuestión posee aun más complejidad, pues, como lo analizó Gramsci, la propia lucha ideológica puede modificar lo que es considerado como «dado», como «verdadero» por las mayorías, tal como ya lo hemos analizado.

    En contraste con esta reivindicación de lo especulativo y su articulación con la praxis, nos preocupa que la mayoría del marxismo académico actual procura ceñirse «a los datos». Una de las fórmulas encontradas ha sido reducir al marxismo a una sociología económica o a una sociología del trabajo; mientras que otra fórmula ha sido convertir a los estudios marxistas en estudios sobre la historia del marxismo como corriente de pensamiento. En consecuencia, brillan por su ausencia los debates en torno a la estrategia política.

El problema de la circularidad entre clase y formación de la clase, y la necesidad de adoptar un punto de partida que la evite

Las relaciones entre las clases están modeladas por la propia lucha de clases. Así, las modificaciones en la legislación o la disputa político-sindical cotidiana especifican la relación entre las clases — incluso, pueden abrir caminos de ascenso social que alteren las posiciones de clase en el plano intergeneracional — y, de modos más drásticos, también lo hacen las revoluciones sociales.

Pero no solo los planos legal y político alternan las relaciones de las clases, sino que, como lo analizara Louis Althusser,[[55]] las operaciones ideológicas deben conseguir la eficacia interpelativa al construir subjetividades que acepten las posiciones de clase dominadas, al menos en la cantidad suficiente para ocupar las posiciones imprescindibles para que el sistema siga funcionando y las clases dominantes puedan continuar usufructuando de él.

Pero el riesgo de comenzar el análisis en la confrontación político-ideológica entre las clases es el de caer en una problemática circularidad que requiere de la formación de la clase e, incluso, de su conciencia, para poder hablar de ella.[[56]] Si la clase se forma en procesos históricos de lucha, entonces, esta formación resulta contingente, como lo es toda lucha. De este modo, es posible que la clase no se constituya como tal y lleguemos a un lugar igual, o casi igual, al que arribó Ernesto Laclau.

El punto de nacimiento de esta circularidad ha sido, tal vez, una lectura particular del empleo que realiza Marx del concepto de clase en sus análisis políticos sobre la coyuntura francesa de mediados del siglo XIX. Así, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que los campesinos «forman una clase», «en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil».[[57]] Pero, a la vez, plantea que como «existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase».[[58]]

Sin embargo, una simple lectura del conjunto de esta obra muestra que el hecho de que el campesinado no se había conformado como clase ni como comunidad de sentido, ni como organización política, no le impidió a Marx hacer un profuso análisis sobre el papel de esta clase en la dinámica política de esa coyuntura. Y lo mismo puede decirse sobre otras clases, ya que, a pesar del énfasis que muchos analistas colocaron sobre las dificultades del campesinado, observaciones similares pueden encontrarse sobre casi todas las demás clases en cuanto a las dificultades de construir su representación política.[[59]]

Es decir que, la no conformación de la clase en el plano político — lo cual, por otro lado, es siempre una cuestión de grados, más allá de la dicotomía que Marx había escrito en La miseria de la filosofía, donde distinguía una situación de clase «con respecto al capital», de la «constitución» en «clase para sí» — [[60]] no implica que la clase se encuentre ajena a relaciones de lucha con las otras clases. Por el contrario, es justo en estos procesos de lucha (política) que la clase se va constituyendo en clase para sí. Como lo plantea Erik Olin Wright, las clases y «la lucha de clases existen incluso cuando las clases están desorganizadas».[[61]]

Vamos, entonces, a proponer un primer postulado que permita romper con la circularidad y evite sus riesgos:

    (1) es posible comenzar el análisis a partir de reconocer la presencia de clases sociales, en tanto posiciones en la división social del trabajo — que, de todos modos, son relaciones de clase; evitamos el término «relaciones» solo para darle más claridad a este punto de partida que excluye el plano más «político-subjetivo» que podría considerase presente en la idea de «relación» — .

Interpretamos que es en este sentido, de punto de arranque para el análisis, que Gramsci distingue un primer momento de las relaciones de fuerza: una «relación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres», «los agrupamientos sociales», «una realidad rebelde», pues «nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su correspondiente población urbana, etcétera».[[62]]

Estas afirmaciones tienen que ser comprendidas en términos de una propuesta para el análisis de coyuntura: Gramsci no negaría que es posible, en el mediano o largo plazo, desarrollar, por ejemplo, industrias y procesos de urbanización que modifiquen esta «realidad rebelde».

Esta elección de un punto de arranque del análisis en una determinada coyuntura es lo que permite romper con una circularidad que conduciría, de manera inexorable, a la posibilidad de que haya que abandonar el análisis clasista en los casos en los que las clases no estén «formadas» en el plano político-ideológico o, incluso, en el más básico, de la sociabilidad común.

Entonces, si bien es cierto lo que plantea Marcelo Gómez de que «son las clases con sus acciones las que establecen el ‘poder de mercado’ de algunos tipos de propiedad en vez de otros, sus distribuciones y límites»,[[63]] esto no convierte en «engañoso» el hecho de «deducir las clases de la propiedad», como él plantea. Pues, desde la perspectiva que proponemos — y que de forma indirecta y por momentos, Gómez emplea, por ejemplo, al escribir «son las clases» — , el punto de arranque del análisis se sitúa en la identificación de clases existentes en una determinada coyuntura.

Cabe aclarar que no existe un momento ex-ante de las luchas y las interpelaciones. La clase no preexiste a las mismas. Solo a modo de postulado es que escogemos un enfoque que parte de la existencia de las clases, en tanto posiciones de clase. Pero, estas clases se definen, incluso en tanto posiciones sociales, no en términos de una estratificación, sino a partir de su relación con otras clases sociales. Y estas relaciones están signadas por el poder. Entonces, podemos agregar un segundo postulado que propone que

(2) las clases se encuentran en distintos grados de tensión o lucha con las otras clases en pos de mantener, acrecentar o conquistar una posición de dominación.

Esta dominación, en el caso de las clases, es la condición de posibilidad que permite la explotación[[64]] o, en todo caso, transitar un proceso que procure su erradicación.[[65]] De este modo, con este postulado, obtenemos un fundamento que se ubica en un plano analítico previo a la lucha entre partidos o grupos ideológicos, y que permite terminar de eludir la circularidad a la que hacíamos referencia.

Es posible generalizar estos dos postulados e independizarlos del concepto de «clases sociales».

    Todo análisis puede comenzar desde algún punto de partida que defina a los individuos que son sus unidades de análisis con cierta independencia de la constitución discursiva de los sujetos y de su grado de organización para la disputa por la hegemonía, y postular, desde allí, la existencia de situaciones de dominación — que pueden no tener como objetivo la explotación — .

Así sería posible realizar postulados similares para otras situaciones de dominación, como la de los hombres, los blancos, los europeos u occidentales, los «normales» y un largo etcétera. Esto no implica negar que es en las luchas discursivas donde se terminan de constituir, en formas mucho más específicas, esos sujetos hegemónicos. Pero este tipo de postulados permiten mantener la idea básica de que la operación hegemónica es una operación de dominación. Solo desde esta perspectiva consideramos fructífero retomar de Laclau y Mouffe la propuesta de la centralidad de la «articulación» de distintas posiciones dominadas, con sus consiguientes demandas, para desarrollar las estrategias socialistas de disputa por la hegemonía,[[66]] así como analizar las «constelaciones hegemónicas» que consolidan las posiciones de los dominadores.[[67]]

Los intereses de clase y la lucha por la hegemonía

A estos dos primeros postulados, deberemos agregar la cuestión de los intereses de clase para poder conceptualizar la relación entre las clases y la hegemonía. Para ello formularemos un tercer postulado, vinculado al segundo a través de la cuestión del poder:

    (3) las clases poseen «intereses de clase» en mantener o cambiar un determinado orden social.

    Son esos «intereses de clase» los que permiten comprender por qué la clase dominante opera para perpetuar el orden social capitalista y realizar las modificaciones necesarias para adecuar o, incluso, profundizar su posición de dominio. Al mismo tiempo, la existencia de estos intereses posibilita postular que a las clases dominadas les conviene modificar esta realidad que las ubica como tales, es decir, acabar con el capitalismo.

Es por ello que las clases sociales constituyen el factor explicativo básico de la estabilidad de un modo de producción y las fracciones de clase en el interés por consolidar un determinado modelo de acumulación. Y es la lucha entre las clases sociales la que resuelve el predominio de un modo de producción y el tipo de sociedad que el mismo define; tal como Gramsci enfatiza al destacar la importancia del fragmento del «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» donde Marx escribió que es en «las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto [contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción existentes] y lo dirimen».[[68]]

Estos «intereses de clase» son imputaciones realizadas por el o la analista. Como ha planteado Erik Olin Wright, los intereses de clase son hipótesis sobre los objetivos de las luchas que tendrían lugar «si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de sus situaciones».[[69]] En cierto sentido, se recupera así la idea de Georg Lukács de que la conciencia de clase sería «las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva».[[70]]

Y agrega unos renglones después, «la consciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción».[[71]]

Dejando de lado las claras reminiscencias weberianas de estas reflexiones, reparemos en algunas cuestiones que considero claves para nuestra argumentación. En primer lugar, Lukács no plantea que esa conciencia de clase exista, sino que es algo atribuido a la clase por el o la analista marxista. En segundo lugar, esta atribución es construida en términos tan ideales (de nuevo Weber) que solo podría funcionar como un horizonte inalcanzable.

Esto no lo dice Lukács tal cual, pero la complejidad de la lucha por la hegemonía, por sus componentes universalistas y retóricos, más la compleja relación entre intelectuales y clase (que abordaremos en el último apartado), hace que captar completamente una situación histórica, con sus múltiples determinaciones, de modo de tener clara conciencia de la situación «y de los intereses resultantes de ella», resulte imposible al menos de un modo inequívoco. Por último, el significante «conciencia» da lugar a una serie de problemas vinculados con su casi ineludible sentido subjetivo que, por momentos, utiliza el propio Lukács a pesar de que para este plano proponía el concepto de «psicología de clase».[[72]]

Frente a estos problemas semánticos e, incluso, mecanicistas, vamos a dejar de lado el concepto de «conciencia de clase» y mantener solo el de «intereses de clase». De todos modos, como comentábamos, estos intereses son también imputados, contienen un elemento contrafáctico o utópico y, a la vez, son históricamente situados. Al respecto, José Aricó planteaba que para Lenin la conciencia de clase no estaba vinculada a la necesidad abstracta del socialismo (como en Kautsky), sino al conocimiento (científico) de la totalidad económico-social, en el sentido de la realidad concreta de una formación económico-social.[[73]]

Por otro lado,  resulta clave diferenciar los intereses imputados a la clase de los intereses individuales que, como han señalado Przeworski[[74]] y Gómez, son altamente competitivos: «la sumatoria de intereses competitivos no da interés colectivo sino casi siempre todo lo contrario: los intereses colectivos suelen estar asociados a la suspensión o superación de los intereses competitivos y los intereses competitivos en general son poco compatibles con los intereses colectivos».[[75]]

Consideramos que, si bien los intereses de clase son imputaciones discursivas, de alguna manera son pasibles de verificación a posteriori, pero dentro de la complejidad de la lucha política entre las clases. De allí la importancia de los contra-fácticos para evitar permanecer solo en el plano de «lo dado», pero también para mensurar las reales posibilidades presentes en cada coyuntura.

El complejo entramado de relaciones de fuerza entre partidos y proyectos que disputan la hegemonía solo permite evaluar ex-post cuál de ellos era el que mejor defendía los intereses de una determinada clase. Es decir, solo luego del desarrollo de una determinada lucha política — y generando un corte temporal arbitrario — será posible observar qué proyecto beneficiaba más a cada clase, según la capacidad objetiva que poseía de triunfar. Y, en este sentido, se podría analizar qué analista tenía razón en las imputaciones de intereses que había realizado.

Estos «intereses de clase» operan en tres planos distinguibles desde lo analítico: el estructural, el coyuntural y el organizativo, que procura lograr la unidad de la clase; aunque, en la realidad, los tres se encuentran muy imbricados.

    Las posibilidades de mantener, profundizar o cambiar radicalmente los modos de producción centrales en una sociedad se vincula con la situación política, ideológica, social y económica más coyuntural y también, con el plano de lo organizativo; es decir, depende de las capacidades de las clases para unificarse — y dividir a las otras clases — y para imponer en cada coyuntura sus intereses más inmediatos.

De todos modos, la relación entre estos tres tipos de intereses no es lineal. Si bien la unidad y la obtención de beneficios en el corto plazo pueden colaborar en afianzar la capacidad de la clase para luchar por el tipo de sociedad que más le conviene, también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo, puede hacerla olvidar este objetivo estratégico. Esto obliga a pensar la articulación entre estos tres planos de los intereses de clase y, de ningún modo, dejar de lado unos en función de otros.

En fin, la imputación de intereses dependerá del análisis que se haga de las relaciones de fuerzas y de las posibilidades que tiene cada clase de avanzar en la concreción de estos intereses. Entonces, los intereses de las clases tienen que ser pensados y sopesados en términos relacionales y coyunturalmente situados. Pero no solo eso, sino que también tienen que ser formulados y compartidos por los integrantes de las clases. Cuestión que se complica por la propia dinámica de la disputa por la hegemonía, en la cual los dirigentes y los intelectuales de las clases tienden a no manifestar con transparencia sus intereses, incluso hacia el conjunto de su propia clase.

La complejidad de la construcción-reconocimiento de los intereses de clase en las disputas por la hegemonía

Tenemos ya un enfoque epistemológico y una serie de postulados básicos que nos permitirán adentrarnos en la complejidad de la relación entre clases y hegemonía. Al respecto, Gramsci procuró pensar la relación entre las clases y sus intereses sobre la base de un conjunto de conceptos: «buen sentido», «sentido de separación», «sentido común», «autoconsciencia», «hegemonía» e «intelectuales orgánicos», al tiempo que realizó una clara ampliación del concepto de «intelectual», al incluir dentro de ellos y ellas a todos quienes cumplen una «función intelectual», «personas ‘especializadas’ en la elaboración conceptual y filosófica», pero también en tanto «organizadores y dirigentes».[[76]]

Abrió, con esta batería conceptual, un camino para evitar el salto cuasi-metafísico entre la clase y la consciencia de sus intereses. Vamos a tratar de esbozar un sendero que las vincule con mayor sistematicidad a partir del desarrollo de cuestiones no siempre analizadas por Gramsci.

El malestar de los intelectuales

Por Jorge Luis Acanda

Para evaluar cuál proyecto político apoyar las clases cuentan, en primer lugar, con ciertas capacidades «instintivas» o de «buen sentido» que les permiten identificar si sus más básicos intereses están siendo contemplados, ignorados, o perjudicados por estas propuestas.[[77]]

Este instinto les genera un «sentido de separación» con los proyectos que claramente las perjudican. Sin embargo, estas apreciaciones «instintivas» resultan en suma rudimentarias y, para Gramsci, no llegan a constituir una «conciencia de clase». Gramsci plantea que el «buen sentido» genera un «sentimiento de ‘distinción’, de ‘desapego’, de independencia apenas instintivo».[[78]] Así, el «odio ‘genérico’ es aún de tipo ‘semifeudal’, no moderno, y no puede ser aportado como documento de conciencia de clase: es apenas su primera vislumbre, es sólo, precisamente, la posición negativa y polémica elemental». Es que «el ‘pueblo’ siente que tiene enemigos y los identifica sólo empíricamente en los llamados señores».[[79]]

Además, las clases también tienen elementos de «ideología de clases», que serían núcleos de discursos propios de cada posición de clase.[[80]] Y, aunque no son iguales a los «intereses de clase», ni tampoco son «doctrinas», constituyen elementos desde los cuales los miembros de las clases perciben la conveniencia, o no, de apoyar determinadas alternativas políticas.

Pero ni estas «ideologías de clase», ni el «sentido de separación» aseguran una correcta defensa de los intereses de clase en medio de las luchas por la hegemonía. Como las propuestas hegemónicas evitan defender los intereses más «burdos» de las clases, y realizan un profuso uso de las operaciones retóricas, la complejidad de la lucha por la hegemonía podría conducir a las clases a muchos equívocos si se guiaran solo por estas apreciaciones simples y de corto plazo.

Para realizar apreciaciones más certeras acerca de cuál proyecto político las clases deben apoyar e incluso para elaborar estos proyectos propios que luchen por la hegemonía, las clases cuentan con los «intelectuales orgánicos». Así como, según hemos visto, el o la analista imputa intereses a las clases y puede juzgar la conciencia y la capacidad política de la clase para defenderlos o imponerlos en una determinada coyuntura, los intelectuales orgánicos a la clase realizan una operación similar pero más estrechamente vinculada con la praxis de la clase.[[81]] De este modo, los intelectuales orgánicos a una clase construyen en el discurso cuáles serían los intereses de la clase para la que trabajan.

Estos intelectuales les proponen a la clase estos intereses para que los adopten y guíen sobre esa base sus conductas en el terreno de la lucha de clases.[[82]]

Gramsci describió esta relación recursiva al comienzo del Cuaderno 12, por la cual la clase crea a sus propios intelectuales que, a su vez, son quienes logran elaborar la unidad de la clase y darle conciencia de sus intereses, por ellos construidos, incluso en el plano de lo político:

    «Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político…».[[83]]

Este deslizamiento hacia el terreno de lo político se debe a que la clase tiene que analizar y escoger qué partidos y proyectos serán destinatarios de sus apoyos e, incluso, si debe impulsar la creación de nuevas alternativas políticas e ideológicas. Es decir, debe sumirse en toda la complejidad de la lucha por la hegemonía, al menos si no quiere ser un actor pasivo en estas disputas.

También la clase puede automarginarse de la lucha por la dirección político-ideológica, Marx lo comentó en varios pasajes de El dieciocho brumario, como cuando escribió que el proletariado, luego de la derrota de junio de 1848, «en parte, se entrega a experimentos doctrinarios», desplegando cierta actitud de autoexclusión de la lucha política, refugiándose en entidades mutualistas como «bancos de cambio y asociaciones obreras».

Esto, para Marx, implica «un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo» y, en cambio, se «intenta, por el contrario, conseguir la redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa».[[84]]

Entonces, para disputar la hegemonía o, al menos, para poder participar de la lucha política, la clase requiere de sus propios intelectuales. Considero que corresponde diferenciar, al menos en lo analítico, dos planos al interior de estos «intelectuales orgánicos»: uno más cercano a la clase y otro ubicado en el plano de la lucha política.

Entre los más cercanos a la clase,[[85]] encontramos a los y las dirigentes de las organizaciones corporativas de las clases — incluyendo a quienes están más cerca de sus bases, como un delegado gremial — y también a los y las integrantes de la clase que, sin ser dirigentes formales de sus organizaciones, constituyen sus figuras más locuaces, tanto en la esfera pública, como en los espacios de sociabilidad de la clase — desde los lugares de encuentros exclusivos de la alta burguesía, hasta los espacios de encuentros en las barriadas populares — .[[86]]

Además, entre estas y estos intelectuales cercanos a la clase se destaca la incidencia de quienes forman parte de las fundaciones o centros de investigación vinculados con la clase. Esto es algo que la burguesía desarrolla con mayor potencia, pero que también lo hacen las centrales sindicales y, de forma más indirecta, las fracciones pequeño burguesas.[[87]]

Estos y estas intelectuales tienen la función específica de evaluar las distintas opciones políticas e ideológicas desde la perspectiva de los intereses de la clase que los financia. Como norma, sus textos y charlas son los insumos claves para que los miembros de la clase y también otras y otros intelectuales cercanos a la clase efectúen sus propias evaluaciones.

Todos estos y estas intelectuales, en su sentido amplio, realizan permanentes juicios (positivos o negativos) acerca de la conveniencia de que la clase apoye o se oponga a determinados proyectos o partidos que se disputan la hegemonía.

Ahora bien, los proyectos políticos son, a su vez, elaborados por las y los políticos, es decir, por otros intelectuales que se distancian de las clases, al menos en forma relativa, para poder presentar sus proyectos en un plano de mayor universalidad. Como norma, estos políticos y políticas están imbuidos de una actitud ideológica intrínseca a su función de «políticos» que los impulsa a obtener y conservar el mayor grado posible de poder estatal. Esta actitud puede incluso llevarlos a pensar que son independientes de las clases y emparentarse, en su dinámica, con los que Gramsci denomina «intelectuales tradicionales».

Estas posibilidades de triunfar en la lucha por el control del poder estatal pueden ser pensadas en términos más personales o en términos de sus convicciones ideológicas — las distinciones suelen ser difíciles de realizar, salvo en los casos más evidentes — . De todas formas, más allá de los objetivos personales, el accionar de todo político o política beneficia siempre, en esencia, más a algunas clases que a otras. Por ello, continúan siendo intelectuales orgánicos de alguna clase, incluso cuando no tengan una conciencia clara de ello — de allí que esta catalogación es siempre una imputación que realiza el o la analista — .

No existe ninguna diferencia cualitativa en esta cuestión de la relación clase-intelectuales entre las distintas clases sociales. La asociación implícita en Gramsci — y buena parte de la izquierda de su generación — entre intelectuales de la clase obrera y Partido Comunista ha sido fuente de graves problemas a la hora de realizar un análisis y una propuesta gramsciana para la izquierda — la incorporación de la idea del «partido-mito», de ningún modo soluciona el problema, sino que puede tender a agravarlo — .

En la realidad histórica, la clase obrera siempre se encuentra con distintas opciones, encarnadas en distintas fuerzas políticas, y los intelectuales orgánicos más cercanos a la clase deben realizar constantes evaluaciones de cuál estrategia y cuál táctica son las que mejor representan o construyen sus intereses en cada coyuntura.

    Si no hay diferencia cualitativa, sí la hay en términos cuantitativos. Las clases subalternas poseen muchas más dificultades para organizarse.

Gramsci lo describe en términos un tanto pesimistas en su Cuaderno 25, al plantear que «la tendencia a la unificación (…) de los grupos sociales subalternos (…) es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes».[[88]]

Sin embargo, en realidad, todos los Cuadernos se centran en proponer formas de revertir esta situación, por lo cual esta idea pesimista no debe hipostasiarse. Es claro que no le resulta sencillo contar con el apoyo de intelectuales orgánicos, ya sea de los más cercanos a la clase, ya sea de aquellos que luchan por la hegemonía política. Reconocer el problema podría ser un primer paso para evitar caminos que considero errados y, muchas veces, extendidos en fuerzas marxistas, como el de confundir el interés que se imputa a la clase obrera con el interés que la mayoría de los y las integrantes de esa clase tienen en mente. Muchas veces, esto ha conducido a considerar a la fuerza política o al agrupamiento sindical que se cree más cercano a estos intereses imputados como si fuese «la clase». Y tampoco habría que considerar a la organización sindical o a la fuerza política que votan la mayoría de los integrantes de una clase como automática defensora de los intereses de la clase. Por todo esto, debemos ser muy cuidadosos en hablar de la acción de «la clase» en el terreno político.

La lucha por la hegemonía implica, entonces, un juego de luchas entre partidos y proyectos diferentes que, a la vez que luchan contra partidos y proyectos sostenidos por otras clases sociales, tienen que demostrar a las clases que los sustentan que son quienes mejor defienden sus intereses, con la mediación de los/as intelectuales más cercanos/as a la clase. En este proceso de «demostración» los partidos operan sobre los integrantes de las clases procurando socializarlos dentro de una determinada perspectiva en relación con el orden social y, más en específico, en determinadas lecturas sobre la realidad coyuntural.

La referencia a «partidos» tiene que ser ampliada en la actualidad, pues en las últimas décadas asistimos a una progresiva dilución de este papel socializador de ideologías (los partidos han tendido a reducirse a aparatos electorales, cuando no a solo articulaciones en torno de una figura personal).

    La función «partido» ha sido ocupada por medios de comunicación concentrados y organizaciones político-ideológicas «en las sombras». De todos modos, el papel de las fuerzas políticas continúa siendo ineludible en la disputa por el acceso electoral a los cargos públicos y, por ende, en la lucha por la hegemonía política.

Si bien el corte entre intelectuales más estrechamente vinculados con la clase e intelectuales más vinculados a la política es muy útil para comprender mejor la dinámica entre clases y hegemonía, nunca resulta nítido. Resulta mucho más ajustado a la realidad conceptualizar un gradiente que va desde integrantes de la clase que cumplen cierto papel intelectual al pronunciarse sobre los intereses de la clase, hasta las y los políticos que forman parte de partidos con vínculos muy laxos con las clases. Además de ser pensado como un gradiente y no como una división dicotómica, existen fuertes vínculos a lo largo de este continuo.

Por un lado, los y las intelectuales más cercanos/as a la clase están muy influidos por los proyectos y discursos ideológicos que emiten los y las intelectuales más estrechamente vinculados/as a los proyectos político-hegemónicos. No son solo «orgánicos/as» a la clase, sino que tienden a concebirse con cierta independencia de la misma y a procurar tener una perspectiva ideológica que escape a lo meramente socioeconómico. Incluso, por su propia función intelectual deben conocer y vincularse con el plano de lo político o, al menos, del análisis político. Lo cual tiende a conducir a permanentes desfasajes entre la clase y sus propios/as intelectuales. Y, por otro lado, las y los políticos tienden a estar atentos/as a las observaciones y juicios que emiten las y los intelectuales más cercanos a las clases cuyos apoyos procuran conseguir.

A esta dinámica coyuntural, debemos agregar dos elementos. En primer lugar, como ya dijimos, el escenario de la correlación de fuerzas «objetivas» puede ser modificado, en el mediano plazo, en el plano del peso económico y demográfico-electoral de las clases. En este sentido, la «extraña no-muerte del neoliberalismo»[[89]] se explica, en buena medida, por las propias transformaciones en los procesos de trabajo, en las subjetividades y en las estructuras de los medios de comunicación que han reforzado el poder «objetivo» de la burguesía más concentrada y debilitado las capacidades de unificación y lucha de las clases subalternas e, incluso, de aliarse con fracciones de las burguesías mediana y pequeña.

En segundo lugar, existe la posibilidad de que la clase ayude a construir nuevos proyectos político-ideológicos alternativos, incluso al tiempo que despliegue apoyos diferentes en el plano coyuntural. Tal vez el ejemplo más claro fue el despliegue por la burguesía de la propuesta neoliberal más pura en los años sesenta — promoviendo una serie de centros intelectuales — , mientras apoyaba políticas concesivas hacia la clase obrera por parte de partidos más «centristas». Es decir, la clase puede alterar la correlación de fuerzas en un plano ideológico más radical. Algo similar aconteció con la clase obrera y su apoyo al marxismo, a fines del siglo XIX, al tiempo que el proletariado también sostenía posturas más moderadas, desde el sindicalismo y la búsqueda de la universalización del sufragio en alianzas con diversas fuerzas políticas. Pero estos dos planos han tendido a disociarse en el caso de la clase obrera, mientras que la burguesía ha sido más hábil en desplegar, en simultáneo, tácticas de acuerdo y estrategias de combate ideológico más radical.

Para finalizar, solo agregaré que la relación entre hegemonía y clases incluye también otros elementos que le suman complejidad pero que no podremos abordar aquí, como la cuestión del lenguaje — que nunca es transparente — , la de la representación política — en la que se yuxtaponen diversos planos — y la de los varios niveles en los que las luchas por la hegemonía inciden sobre las actitudes de los y las integrantes de las clases, de modos que trascienden lo específicamente político e ideológico, y se despliegan por diversos aspectos de la vida cotidiana en los cuales los individuos deben aceptar o «negociar» situaciones más allá de sus preferencias, pero que, en el mediano plazo, terminan siendo introyectadas en procesos de «hibridación».

    Este texto pretendía ofrecer una alternativa analítica para mantener la centralidad del concepto de «clase» en lo que respecta a las disputas por la hegemonía.

Para ello resulta imprescindible formular una serie de postulados y, en cada coyuntura, este análisis clasista requiere que estos postulados más abstractos sean contextualizados en relación con los discursos, tradiciones e identidades que existen en cada escenario y que interpelan, con distinta capacidad, a los y las integrantes de cada clase. En este sentido, el análisis clasista de las luchas por la hegemonía requiere sopesar, ex-ante, las alternativas político-ideológicas concretas y sus posibilidades de éxito, al tiempo que evaluar, ex-post, la justeza de estos juicios.

De igual forma, es necesario saber combinar una perspectiva que mantenga la tensión existente entre las clases y la hegemonía, en el sentido de no procurar disolver las primeras en la lucha por la hegemonía, ni reducir esta a un epifenómeno de un simple choque entre clases.

Notas

[33] Otros detalles sobre esta operación de universalización y su lugar en las disputas sobre la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Estado, universalização e as formas de hegemonia: o problema de manter a ‘revolução (ou a reforma) em permanência’ a partir do próprio aparelho estatal». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021, pp. 49–78.

[34] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[35] Laclau, Ernesto. Misticismo, retórica y política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

[36] Una síntesis de este papel en Laclau puede consultarse en Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones». Simbiótica, Vitória, v.6, n.2 (jul.-dez./2019), pp. 51–73; y una perspectiva más global en Balsa, Javier. «Hegemonía, dialogismo y retórica». Revista Diferencias, 9, 2019, pp. 33–44.

[37] Balsa, Javier. «Il popolo in Marx (del giovane Marx al 18 Brumaio de Luigi Bonaparte)», Consecutio Rerum, vol. 5 núm. 8, 2020, pp. 41–71.

[38] No es que adhiramos a los planteos de Teun Van Dijk, que contienen cierto idealismo habermasiano, sobre la posibilidad de un discurso no manipulativo. Sin embargo, tampoco acordamos con la idea de que todo discurso es igualmente retórico (Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones», Simbiótica, Vitória, v.6, n.2, jul.-dez./2019, pp. 51–73).

[39] Ver más detalles sobre esta cuestión, en un análisis del lugar del lenguaje en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en Balsa, Javier. «Lenguaje y política en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Marx e o Marxismo, v.7, n.13, jul/dez 2019, pp. 319–343.

[40] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978. p. 122.

[41] Laclau, Ernesto. «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política», en: Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI, 1985. pp. 19–38.

[42] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI, 1987. pp. 102–103.

Adrián Piva sintetiza esta crítica de Laclau al enfoque marxista haciendo hincapié en una cuestión conexa: para que la relación de subordinación se convierta en una relación de antagonismo se requiere de un discurso exterior que provoque esta conceptualización en términos de antagonismo. Por lo cual, para Laclau, ya no existiría un fundamento objetivo de la relación de antagonismo (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, p.174).

[43] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 54.

[44] Retamozo, Martín. «Hegemonía, subjetividad y sujeto: notas para un debate a partir del posmarxismo de Ernesto Laclau». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021. pp. 24–48.

[45] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI, 1995. pp. 212–213.

Lo cual no implica negar el enorme aporte que significó en términos metodológicos, que he recuperado en un trabajo previo (Balsa, Javier. «Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía. Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943». Papeles de trabajo, UNSAM, 11 (19), 2017, pp. 231–260).

[46] Jameson, Fredric. Valencias de la dialéctica. Buenos Aires, Eterna Cadencia editora, 2013.

[47] Ibídem, p. 93. Como el «Entendimiento» (en tanto sentido común, que se limita a dar cuenta de la «mera apariencia» y, por lo tanto, confunde lo visible con todo lo real) no puede ser eliminado, como no podemos partir de un lenguaje nuevo y neutro, y como la capacidad de alcanzar las esencias a partir del pensamiento especulativo tiene un componente, justamente, especulativo (es decir no demostrable y utópico), lo que nos queda es simplemente la capacidad de enunciar estas tensiones. Estas tensiones se ubican entre la pretensión de alcanzar un conocimiento verdadero, que capte las esencias de lo real, y un punto de partida que siempre parte de las meras apariencias. Por lo cual, tal vez, solo nos quede «domesticar el error» (Jameson y también Bachelard).

[48] Zeitlin, Irving. Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires, Amorrortu, 2001. p. 104.

Como lo resume Herbert Marcuse, «el sentido común y el pensamiento científico tradicional toman el mundo como una totalidad de cosas que existen per se y buscan la verdad en objetos considerados como independientes del sujeto cognoscente». Todo lo cual resulta en «una renuncia a las potencialidades reales de la humanidad en favor de un mundo ajeno y falso» (Marcuse, Herbert. Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Alianza, 1999, pp. 112–113). Y, Marx retoma esta perspectiva general, procurando dejar de lado su costado metafísico: «cada hecho es más que un mero hecho; es una negación y una restricción de posibilidades reales» (Ibídem, p. 277).

[49] Zeitlin, Irving. Ob. Cit., p. 13.

[50] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 20.

[51] Zemelman, Hugo. «Recuperar una visión utópica», Jornal da Educação, 22 (75), 2001.

Para ello son imprescindibles los «mitos» o las «utopías» (sus diferencias esconden otra tensión presente en Los Cuadernos que abordaremos en un futuro trabajo).

[52] Zemelman, Hugo. Los horizontes de la razón. Barcelona, Anthopos-El Colegio de México, 1992. Tomo II, p. 112.

[53] Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 170–220.

[54] Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36.

[55] Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.

[56] Tal vez el ejemplo más claro de esta posición sea el de Thompson, E. P. La Formación de la clase obrera en Inglaterra. Barcelona, Crítica, 1989.

[57] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 133.

[58] Ibídem, pp. 133–134.

[59] Balsa, Javier. «La cuestión de la representación en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Materialismo Storico. Urbino, vol. VI, n. 1, 2019, pp. 76–107.

[60] «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política» (Marx, Karl [1847]. La miseria de la filosofía. México, Siglo XXI, 1987.p. 120).

[61] Wright, Erik Olin. Clase, Crisis y Estado. Madrid, Siglo XXI editores, 1983. p. 24.

[62] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[63] Gómez, Marcelo. El regreso de las clases. Buenos Aires, Biblos, 2014. p. 52.

[64] Miliband, Ralph. «Análisis de clases», en A. Giddens, J. Turner y otros, La teoría social, hoy, México, Alianza, 1990. p. 422.

[65] Si un proceso de transición al socialismo procura la eliminación de la explotación y de las relaciones de clase, implica un momento inicial en el cual las clases subalternas se vuelvan dominantes.

[66] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Ob. Cit.

[67] En un artículo de ya hace varios años explorábamos la posibilidad de pensar en «constelaciones hegemónicas» para dar cuenta de estas articulaciones entre hegemonías en diversos planos (Balsa, Javier. «Hegemonías, sujetos y revolución pasiva». Tareas (CELA, Panamá), núm. 125, enero-abril 2007, pp. 29–51).

[68] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§18. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 45; Marx, Karl [1859]. «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Introducción general a la crítica de la economía política/1857, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984. p. 67.

[69] Wright, Erik Olin. Ob. Cit., pp. 82–83.


[1] Marx, Karl (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 48.

[2] También, muy probablemente, esta negación de los enfoques clasistas ocurra como reacción frente a análisis simplistas o sustitucionistas de algunas izquierdas que se autoerigen en «representantes de la clase obrera» (con total independencia de si ella las reconoce como tales) y se ubican en los márgenes de la disputa política (autoexcluyéndose de la real lucha por la dirección de la sociedad).

[3] Marx, Karl (1850). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Anteo, 1973. p. 82.  Más detalles de la tensión entre la dominación burguesa y el sistema republicano, que Marx llega a describir como «la forma revolucionaria de la destrucción de la sociedad burguesa», pueden encontrarse en Balsa, Javier. «La metáfora de la política como escenario y la valoración de la república parlamentaria en La lucha de clases en Francia y en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Utopía y praxis latinoamericana, 85, pp. 220–238.

[4] En los últimos siglos, y en particular durante el siglo XX, la burguesía logró desplegar toda una serie de dispositivos que operan para consolidar esta dominación en el terreno político, como la burocracia, la política parlamentaria, la política plebiscitaria y la tecnocracia (Therborn, Göran. ¿Cómo domina la clase dominante? Madrid, Siglo XXI, 1998).  Se destaca la constitución de enormes partidos de masas que defienden los intereses burgueses. Tal como ha señalado Therborn (Ibídem, p. 231), esta fue una situación que ni Marx ni Engels llegaron a prever, más allá de ya reconocer la posibilidad de que el sufragio plebiscitario consolidase la dominación burguesa. En las últimas décadas, se agregó el control de casi todos los medios de comunicación de masas, potenciándose la consolidación de esta dominación hegemónica.

[5] Queremos aclarar que más que de «hegemonía», preferimos hablar de «disputas por la hegemonía», de modo de dejar en claro que la hegemonía nunca es completa (aunque en situaciones puede llegar a parecerlo), sino que siempre existen luchas por la hegemonía. Un detalle de estas cuestiones y de su vinculación con una crítica a una base estructuralista de la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Una base lingüística de la teoría de la hegemonía. Algunos aportes». Tram(p)as de la comunicación y la cultura, núm. 85, 2020, pp. 1–30.

[6] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[7] «…determinando, además de la unidad económica y política, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal, de hegemonía de un agrupamiento social fundamental sobre los agrupamientos subordinados» (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 4§38. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 170).

[8] Cacciatore, Giuseppe. «Universale», en G. Liguori y P. Voza (ed.), Dizionario Gramsciano, 1926–1937, Roma, Carocci, 2009. p. 874.

[9] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§180. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 124–125.

[10] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§11. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, p. 19.

[11] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 276.

[12] En el Cuaderno 11 Gramsci sistematiza claramente la forma en que piensa, de modo inmanente, las relaciones entre verdad, objetividad, subjetividad y hegemonía (Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36).

[13] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 33.

[14] Ibid.

[15] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 9§61. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 43.

[16] Portantiero, Juan Carlos. «Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual», Pasado y Presente, 1 (nueva serie), 1973; Portantiero, Juan Carlos. «Economía y política en la crisis argentina», Revista Mexicana de Sociología, 2, 1977.

[17] Un ejemplo reciente lo tenemos en el fracaso de la experiencia macrista (Piva, Adrián (en prensa). «Economía y política en la larga crisis argentina (2012–2021)». Argumentos, Estudios críticos de la sociedad, UAM).

[18] Como es posible notar en las dificultades que tiene el neoliberalismo actualmente para continuar siendo hegemónico, por su incapacidad de ofrecer, no solo empleo formal a las nuevas generaciones, sino también un lugar a la mayor parte de la burguesía que asiste a imparables procesos de concentración (Balsa, Javier. «Crisis? What Crisis? Los tipos de crisis en Gramsci y la interpretación de la crisis de hegemonía actual». Materialismo Storico, Vol. 9 (2), 2020, pp. 326–372).

[19] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 16§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 278.

[20] En la medida que estos debates deban basarse en análisis «científicos», en tanto aproximaciones fundadas a la verdad, podría incluirse aquí el último de los significados de «universal» descriptos por Cacciatore: su vínculo con la lógica, como base de una metodología más universal.

[21] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 20.

[22] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§79. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 65–66.

[23] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§119. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 102.

[24] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[25] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 15.

[26] Burgos, Raúl. «Para una teoría integral de la hegemonía. Una contribución a partir de la experiencia latinoamericana». Realidad Económica, núm. 271, 2012, pp. 133–170.

[27] Aunque, en ocasiones, algunos de ellos pueden ser más explícitamente defendidos dentro de este marco universalizante.

[28] Martin, James. Gramsci’s Political Analysis. A Critical Introduction. Londres, MacMillan, 1998.

[29] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991

[30] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 37.

[31] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978

[32] Ver un análisis detallado en Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990.

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[70] Lukács, Georg. «Consciencia de clase», en G. Lukács, Historia y consciencia de clase, tomo I, Madrid, Sarpe, 1920. p. 131.

[71] Ídem.

[72] Ver una sistematización al respecto en Dos Santos, Theotonio. Concepto de clases sociales. Buenos Aires, Galerna, 1973.

[73] Aricó, José [1979]. Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo. Buenos Aires, FCE-El Colegio de México, 2012. pp. 164–165.

[74] Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990. p. 32.

[75] Gómez, Marcelo. Ob. Cit., p. 236.

En este sentido, los procesos de ascenso social tienden a generar fenómenos de desclasamiento. Una cuestión que la sociología había identificado hace tiempo, pero que no fue considerada como un problema por parte de las fuerzas políticas progresistas que, al estimularlos desde sus gobiernos, socavaron buena parte de su base de sustentación, tanto con la constitución de Estados de Bienestar como con la generación de lo que se llamó «una nueva clase media» en los recientes procesos nacional-populares latinoamericanos.

[76] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[77] Gramsci desarrolla estas reflexiones para las clases subalternas, pero considero que las mismas son también aplicables a las clases dominantes, más allá de que, por lo general, cuentan con equipos de intelectuales orgánicos que pueden hacer menos necesarias estas capacidades «instintivas».

[78] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[79] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§46. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 48.

Este sentimiento, que también llama «sentimiento de escisión», Gramsci reconoce haberlo tomado de Sorel (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 182). Es posible identificar, vinculado a este «sentido de separación», la existencia de un elemento contradictorio en la relación capital-trabajo que, debido al carácter formalmente libre del obrero, según Piva, entonces establece además de una relación de subordinación, una perspectiva normativa desde la que es posible mirarla como una relación de opresión, sin necesidad de un discurso exterior (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 177–178). Y es en este «mínimo de subjetivación, como personificaciones de las relaciones de producción cosificadas o representantes de cosas (recursos), es que son clases» (Ibídem, p. 210). Lo cierto es que esto, si bien explica el renacer del conflicto de clase, más allá de la capacidad ideológica de la burguesía por acallarlo (algo del terreno de «lo real» que emerge), no establece cuáles son los intereses específicos de las clases en una coyuntura específica.

[80] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991.

[81] Obviamente, esta distinción es solo analítica; no existe una divisoria tajante entre el plano del análisis y el de la confrontación real, porque estos y estas analistas también se involucran (más directa o más indirectamente) con las funciones intelectuales en la lucha por la hegemonía. Ni siquiera puede plantearse una distinción absoluta en términos de análisis de coyuntura y análisis historiográficos, porque toda valoración de las acciones pasadas (en particular si son de un pasado reciente, pero no solo ellas) forma parte de los balances y perspectivas que inciden en las evaluaciones y los diseños de las acciones futuras.

[82] Dos Santos planteó que «es solamente una actividad intelectual sistemática la que permite extraer las consecuencias de la praxis y sistematizarla de tal forma que la conciencia se transforme en efectiva conciencia de los individuos de la clase», a través de la ideología (Dos Santos, Theotonio. Ob. Cit., p. 49). Pero, esto dentro de la dinámica de la lucha de clases: «solo podemos comprender estos intereses [de clase] desde un punto de vista dinámico en que el conflicto y las contradicciones entre ellos provocan una dinámica de la sociedad, una lucha de clases» (Ibídem, p. 61).

[83] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 12§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 353.

[84] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 25.

[85] Existen también los intelectuales orgánicos cercanos a la clase en el orden de la organización de la producción, pero que también modelan las subjetividades y, en este sentido, construyen hegemonía, como analizó Gramsci en la relación entre americanismo y fordismo. Sin embargo, aquí nos interesa abordar el papel de los intelectuales en la disputa hegemónica entre proyectos, especialmente en el plano de la llamada «opinión pública».

[86] Acerca de cómo se imbrican estos espacios de sociabilidad, con los encuentros más ideológicos y políticos, véase Casimiro, F.H.C. A nova direita. Aparelhos de ação política e ideológica no Brasil contemporâneo. São Paulo: Expressão Popular, 2018; en especial de las páginas 205 a la 232.

[87] Por ejemplo, colegios profesionales lo canalizan a través de charlas o conferencias con especialistas invitados, pero que tienden a ser menos «orgánicos/as» que aquellos/as que viven de un sueldo pagado por la clase.

[88] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§2. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 178.

[89] Crouch, Colin. La extraña no-muerte del neoliberalismo. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.

Cómo construimos el camino del cambio a partir del 2009 y por qué estamos a un solo paso de perder estos avances? Mauricio Funes. Enero de 2023

Mucho se ha dicho y escrito sobre mi gobierno, desafortunadamente en la mayoría de estos análisis predomina el sesgo y una visión bastante simplista y oportunista del cambio que inició el 1 de Junio del 2009 en El Salvador con la llegada del FMLN al Ejecutivo, así como con los márgenes de maniobra con los que contaba el equipo de gobierno y el mismo FMLN para empujar este proceso.

De la derecha oligárquica podemos esperar que diga cualquier cosa, especialmente luego de haber perdido una cuota importante de poder con el triunfo de la fórmula presidencial del FMLN en las elecciones del 2009.

Las nuevas dinámicas económicas, políticas y sociales que propiciaron esta victoria electoral fueron obstaculizadas por la derecha oligárquica que solo había perdido el control del Ejecutivo pero que seguía manteniendo el control hegemónico sobre los demás Órganos del Estado.

Esta realidad ni siquiera algunos en la izquierda, incluso en el mismo FMLN, han sido capaces de entender en todo este tiempo.

Haber ganado las elecciones presidenciales y una bancada numerosa en la Asamblea Legislativa (35 Diputados) así como una cantidad importante de gobiernos locales no aseguraba que la nueva administración sería capaz de implementar todos los cambios estructurales que el país requería y que el pueblo demandaba.

Heredamos una configuración del poder, sobre todo económico, prácticamente intacta y que se había fortalecido a lo largo de 20 años de gobiernos de ARENA.

Y es que la derecha oligárquica no había sido derrotada con las elecciones generales del 2009.

Su presencia en la economía y en otros Órganos del Estado seguía siendo dominante.

Como era previsible, no estaba dispuesta a ceder y mucho menos a perder sus privilegios sin dar la batalla política, legal y mediática.

Esta derecha seguía manteniendo el control de las decisiones legislativas y judiciales, con una capacidad de veto suficiente como para tener contra la pared al nuevo gobierno.

Contaba con mayoría calificada en la Asamblea Legislativa, con el control de la Fiscalía y la Corte de Cuentas y sobre todo, con el control del Órgano Judicial.

Aún cuando había perdido el gobierno, la derecha oligárquica contaba aún con los instrumentos necesarios para frenar cualquier intento de cambio estructural o cualquier acción del Ejecutivo que tuviera como propósito desmontar el sistema de privilegios propio del capitalismo oligárquico neoliberal que se había creado y fortalecido durante los gobiernos de ARENA.

Caímos en la cuenta de que para avanzar en la implementación de los cambios prometidos en la campaña electoral debíamos establecer y construir un sistema de alianzas políticas y sociales, tanto nacionales como internacionales, para empujar este proceso.

La nueva correlación que permitirían estas alianzas era de entrada muy desfavorable en la medida que no teníamos una presencia dominante en los demás Órganos e instituciones del Estado.

Para el caso, la recuperación del rol redistributivo de la riqueza por parte del aparato de gobierno se vio frenada por la falta de votos necesarios en la Asamblea Legislativa para impulsar una Reforma Tributaria Progresiva.

En los diez años que estuvo el FMLN en el gobierno no fue posible aprobar un impuesto al patrimonio (al gran capital) o un aumento al impuesto a las ganancias de la gran empresa así como a la repatriación de utilidades de empresas domiciliadas en el exterior que habrían hecho llegar más recursos al gobierno para no tener que depender del endeudamiento externo o de la cooperación internacional.

Propuestas como el incremento de impuestos a las bebidas alcohólicas, a los carros de lujos y a los bienes inmuebles ociosos, como las casas de verano, fueron frenadas por la derecha en la Asamblea.

Otras iniciativas de Ley que le quitaban el carácter patrimonialista que la derecha había impuesto al Ejecutivo, sobre todo a las instituciones autónomas, fueron declaradas inconstitucionales una vez que habíamos logrado el consenso necesario para su aprobación.

De igual forma, el sistema de privilegios de la derecha oligárquica fue prácticamente imposible desmontarlo dado el control que tenían los grupos económicos de las diferentes Salas de la Corte Suprema de Justicia.

Multas millonarias establecidas por la Superintendencia de Competencia o impuestos gravados por el fisco a grandes empresas no pudieron ser cobrados luego que la Sala de lo Contencioso Administrativo en manos de la derecha resolviera a su favor.

Cito dos ejemplos significativos: La multa millonaria que le impusimos a la empresa Molinos de El Salvador (MOLSA) por prácticas monopólicas en el negocio de la harina nunca fue pagada porque su propietario, Adolfo Salume, compró la voluntad de la Sala de lo Contencioso Administrativo a fin de lograr una resolución que impidió el cobro de ella.

Un impuesto del IVA al combustible consumido por la empresa de aviación comercial propiedad de la familia Kriete y del grupo AVIANCA, que ascendía a unos $30 millones y que había sido gravado por el Ministerio de Hacienda durante mi gobierno, fue perdonado por una resolución de la Sala de lo Contencioso Administrativo en el 2019.

Aunque la decisión de la Sala ocurrió luego de asumir la Presidencia Nayib Bukele, el recurso de apelación fue presentado en el 2012 y en todo ese tiempo Hacienda no pudo hacer efectivo el cobro.

Ese diagnóstico de la situación fue el que no entendió un sector de la dirigencia del FMLN.

Nunca comprendieron que no habíamos llegado al poder por una revolución sino por una victoria electoral que solo nos dio acceso a una cuota de poder, pero no el poder total.

A esto hay que agregar que la dirigencia del FMLN (comandada por José Luis Merino, aún no siendo el Secretario General) vió en el triunfo en las elecciones presidenciales del 2009 una oportunidad para fortalecer el grupo económico que había comenzado a crear desde el gobierno del ex Presidente Saca, vinculado a los negocios con el petróleo venezolano.

José Luis Merino, más conocido por su nombre de guerra como “Ramiro Vásquez”, se apartó poco a poco de los objetivos fundacionales de ALBA PETRÓLEOS, la empresa mixta que varios alcaldes del FMLN habían creado con el apoyo de PEDEVESA, para utilizarla de plataforma económica y política para que algunos ex comandantes y testaferros se convirtieran en una especie de nuevo grupo oligárquico en el país.

Por eso es que este grupo de dirigentes del FMLN, al igual como lo había hecho la oligarquía en el pasado, necesitaba controlar el aparato de gobierno y utilizar los resortes del Estado para acumular riqueza y fortalecer su poder económico empresarial.

En una reunión privada de José Luis Merino y el empresario suizo salvadoreño Enrique Rais, dedicado al negocio del procesamiento de la basura, en la que estuvo presente un reconocido hombre de negocios que facilitó la relación de mi gobierno con el sector empresarial, Merino me mandó el siguiente mensaje: “Dígale a Funes que la oligarquía ha vivido por décadas enteras de hacer negocios con el gobierno, ahora nos toca a nosotros, es nuestro turno”.

Lo que Merino estaba exigiendo en tanto dirigente del partido era seguir con una práctica propia de los gobiernos de derecha en el país: El uso patrimonialista del Estado.

La idea era convertir a su grupo empresarial en un poder económico con capacidad para disputarle el poder a la oligarquía tradicional.

Aclaro que, si el objetivo hubiera sido debilitar la influencia de la derecha oligárquica en las decisiones del gobierno, yo personalmente habría apoyado ese esfuerzo.

Pero el propósito era otro. El objetivo era competir con la derecha oligárquica usando el músculo del Estado.

No fue casual que desde la creación de Alba Petróleo se organizaron bajo su sombra 23 empresas que conformaron el Grupo Alba con inversiones ya no solo en la venta del combustible venezolano sino también en el negocio de los bienes raíces, de las finanzas, de la generación de energía, de la producción agrícola, entre otras actividades rentables, incluyendo las llamadas “empresas o sociedades de cartón” destinadas a lavar dinero.

El Grupo de las empresas Alba no estaba empoderando al pueblo salvadoreño como fue su propósito inicial y mucho menos contribuyendo con el gobierno y el FMLN a sacar a las familias de la pobreza en que vivían.

El Grupo Alba fue utilizado y sigue siendo utilizado por el ex dirigente del FMLN José Luis Merino y sus testaferros como un negocio para lavar dinero y obtener ganancias millonarias de operaciones ilegales, tanto dentro como fuera del país, sobre todo en paraísos fiscales.

El proyecto económico manejado por José Luis Merino y sus testaferros no tenía como propósito financiar los programas sociales creados en el primer gobierno del FMLN y que continuaron con Sánchez Cerén, por mucho que se vendiera como un proyecto de empresas con finalidad social.

¿Qué finalidad social puede tener una sociedad del Grupo Alba como “Inverval SA de CV” dedicada a construir viviendas para clase media alta en barrios residenciales del Municipio de Nuevo Cuscatlán?

O ¿qué finalidad social puede tener Alba Petróleo que acabó vendiendo el galón de gasolina a precios similares a los de las transnacionales y otorgando millonarios préstamos a empresas como “Precocidos de El Salvador”, propiedad del ex Ministro de Agricultura, Pablo Anliker, o “Baterías Rayo”, propiedad del ex Ministro de Economía de Sánchez Cerén, que se quedó con el negocio de la venta de baterías de carro cuando “Baterías Record” se vio forzada a cerrar operaciones?

Fue hasta en el segundo gobierno del FMLN que Alba creó una pequeña empresa de ensamblaje de computadoras con la que donaron un poco más de 4 mil Laptops a estudiantes de las escuelas y de los institutos públicos del país.

Alba en el fondo se dedicó a hacer negocios con algunas alcaldías en manos del FMLN como la de Nuevo Cuscatlán y la de San Salvador durante el período de Nayib Bukele o con el Ministerio de Agricultura y Ganadería de Sánchez Cerén siendo Orestes Ortez (miembro de la Comisión Política en esos momentos) el encargado del ramo. 

Merino tampoco buscaba construir alianzas políticas para romper con la estructura de poder creada por la oligarquía.

A lo sumo pretendía desplazarla de algunos negocios bajo la protección del Estado.

El interés de Merino siempre fue hacer negocios bajo una lógica capitalista y oligárquica, aunque para ello tuviera que pactar con el diablo y colocarse al margen de la Ley.

De ahí la necesidad de asegurarse inmunidad, primero como Diputado del PARLACEN y luego como Viceministro de Cooperación del gobierno de Sánchez Cerén.

La alianza política y empresarial que, según la agencia de prensa INFOBAE y el periódico digital El Faro, ha construído José Luis Merino con Nayib Bukele desde que fue Alcalde por el FMLN en el municipio de Nuevo Cuscatlán, le ha garantizado a la fecha la inmunidad y la libertad de acción que requiere para operar y delinquir.

Se sabe que, por presiones de algunas agencias federales de investigación de Estados Unidos, como el FBI y la DEA, las empresas del grupo Alba fueron investigadas por lavado de dinero en el tiempo en que la Fiscalía era dirigida por el abogado de ARENA, Raúl Melara.

Fue el nuevo Fiscal General, Rodolfo Delgado, quien dicho sea de paso en el 2019 trabajó para Alba Petróleos, el que archivó una vez fue designado por los Diputados oficialistas como Fiscal General de la República, el expediente de investigación por lavado de dinero y otros activos que Melara había abierto años atrás.

Todos estos elementos, así como la correlación de poder con que nos encontramos, nos llevó a tomar y a emprender algunas iniciativas sin las cuales mi gobierno no habría podido hacer ni la mitad de lo que finalmente hicimos.

En primer lugar, tuvimos que construir nuevas relaciones con el sector empresarial y potenciar el surgimiento de un empresariado progresista identificado con los cambios.

Era imprescindible atraer nuevas inversiones y garantizar la gobernabilidad democrática, además de reconstruir el tejido productivo que había sido dañado por los gobiernos de ARENA.

El beneficio de programas sociales insignia como fueron los paquetes escolares, la alimentación escolar y el vaso de leche no solo consistió en dotar de uniformes, zapatos y útiles escolares a un millón y medio de estudiantes de las instituciones educativas públicas de todo el país, o de asegurar una mejor dieta alimenticia a centenares de miles de estudiantes a nivel nacional.

También fueron beneficiados miles de agricultores y ganaderos del país, así como proveedores artesanales y pequeños y medianos empresarios nacionales.

Construímos además, alianzas políticas en la Asamblea Legislativa para promover proyectos específicos, incluso con diputados de derecha.

Aprovechamos la división de ARENA en Septiembre del 2009 y el surgimiento de GANA para alcanzar acuerdos y decisiones que tenían que ver con la aprobación de algunos préstamos internacionales y el Presupuesto General de la Nación para cada ejercicio fiscal en los 5 años de gobierno.

Hubo importantes reformas legales que intentamos promover, como es el caso de una reforma tributaria progresiva que asegurara los recursos necesarios para el impulso de los programas sociales y que garantizara una mejor distribución de la riqueza nacional, que no fue posible aprobar porque lesionaba intereses económicos oligárquicos que no solo ARENA defendía.

Los Diputados de la derecha, como era habitual en ellos, canjearon sus votos por honorarios pagados por la Oligarquía con el propósito de frenar iniciativas que lesionaban sus intereses.

De estos honorarios o bonos se beneficiaron Diputados de GANA, PCN y PDC, y por supuesto, parlamentarios de ARENA, en ese momento el partido de la Oligarquía.

Además de la falta de consenso para aprobar una reforma fiscal progresiva, estos diputados no apoyaron tampoco la creación de un impuesto al patrimonio, un impuesto a las grandes fortunas y tampoco un aumento del impuesto a las ganancias, tal como lo propusimos.

Pese a esta resistencia y muy a pesar de la negativa de algunos dirigentes del FMLN logramos construir acuerdos y alianzas con sectores económicos progresistas, especialmente con pequeños y medianos empresarios que habían sido desplazados durante los gobiernos de ARENA, además de acuerdos con organismos financieros internacionales como el BID y el BCIE que apoyaron la agenda social del nuevo gobierno del FMLN, acuerdos con la administración del Presidente Obama y con algunos países dispuestos a apoyar los cambios en El Salvador, como Brasil durante el gobierno de Lula, Cuba y Venezuela, países de dónde provino una fuerte solidaridad internacional especialmente en el área de la Salud, Taiwán, Corea y España, entre otros.

Siempre estuvimos conscientes que los márgenes de maniobra eran reducidos, sobre todo en el contexto de la crisis económica del 2008, ante choques externos como la caída de la demanda internacional que afectó el empleo y los ingresos y la caída de los precios internacionales del café, el aumento en el precio del Barril del Petróleo y de los alimentos, así como el impacto de fenómenos climatológicos en la infraestructura y la producción agropecuaria en el país.

En el quinquenio 2009-2014 debimos enfrentar al menos 4 tormentas tropicales (IDA, Agatha, Alex y Mathew) y la depresión tropical 12E.

Solo las dos primeras tormentas (IDA y Agatha) provocaron daños y pérdidas por un monto de $1,329.3 millones, que equivalía al 5.9% del PIB.

Estos problemas llevaron a reorientar recursos públicos a la reconstrucción y a la atención de la emergencia, con el consiguiente impacto en el crecimiento económico y en la disponibilidad de recursos para financiar las políticas sociales, sobre todo, en Salud y Educación y atrasaron la implementación de la estrategia del cambio. 

Entre las primeras decisiones que adoptamos se buscó un nuevo acuerdo con el FMI para estabilizar las finanzas públicas y se implementaron medidas como el aumento del gasto social para proteger a la población más pobre de los efectos de la crisis económica y la utilización de la inversión pública para generar empleos y coadyuvar a la reactivación de la economía.

El acuerdo con el FMI no fue un programa ortodoxo neoliberal basado en el ajuste fiscal y en una reducción del gasto público, sobre todo del gasto social, tal como este organismo estaba acostumbrado.

Lejos de eso, se diseñó desde los primeros meses del gobierno un Plan Global Anticrisis para proteger a la población más vulnerable del país, estabilizar las finanzas públicas y llevar a cabo una reforma social basada en la implementación de programas sociales orientados a reducir las vulnerabilidades, proteger el ingreso, mejorar las condiciones de vida de la población, sobre todo de las familias más pobres del país, reducir la pobreza y recortar la brecha entre ricos y pobres que habíamos heredado de los 20 años de gobiernos de ARENA.

Bajo esa óptica se impulsó la creación del Sistema de Protección Social Universal, el más importante cambio en la formulación de políticas públicas de los últimos años, y el Plan Quinquenal 2010-2014 que trazó las metas del desarrollo y las bases de un nuevo modelo económico y social para el país.

La base del cambio, que se comenzó a construir en el primer gobierno del FMLN, fue el Sistema de Protección Social Universal por medio del cual se diseñaron políticas públicas destinadas a combatir la pobreza, a disminuir las desigualdades sociales y económicas, a reducir la brecha social, a procurar procesos de inclusión social y a crear mecanismos institucionales que permitieran una distribución más equitativa de la riqueza y de los beneficios del crecimiento económico.

Para ello se llevaron a cabo programas enfocados primordialmente en poblaciones específicas que se encontraban en condición de pobreza y vulnerabilidad.

Estos programas sociales fueron: Comunidades Solidarias (urbanas y rurales), Programa de Apoyo Temporal al Ingreso (PATI), Pensión básica universal para adultos mayores, Ciudad Mujer, Dotación de Uniformes, Zapatos y Útiles Escolares a estudiantes de instituciones educativas públicas, Programa de entrega de Semilla y Abono a los agricultores del país, Agricultura Familiar, Programa de Alimentación Escolar, la entrega del Vaso de Leche, entre otros.

En el caso de Ciudad Mujer se construyeron seis sedes a nivel nacional para atender a mujeres de todos los estratos socioeconómicos y brindar atención especializada a mujeres vulneradas.

Sus ejes transversales fueron la equidad e igualdad de género, la inclusión y la seguridad social, la participación comunitaria y el desarrollo local.

La implementación del Sistema de Protección Social ha significado la inversión social más importante en la historia reciente del país.

Estos programas continuaron en el segundo gobierno del FMLN.

Según datos del BCR, de la encuesta de hogares y propósitos múltiples y de la CEPAL, los hogares en pobreza pasaron del 40% en el 2008, el último año de gobierno de ARENA, al 26% en el 2019, el último año del FMLN en el Ejecutivo.

Lo mismo ocurrió con las desigualdades económicas y sociales.

La CEPAL certifica que en el quinquenio 2009-2014 la brecha social entre ricos y pobres se redujo en 5 puntos porcentuales.

El coeficiente de GINI (que mide la desigualdad) paso de 0.48 en el 2008 a 0.34 en el 2019.

En los 10 años de gobiernos del FMLN, sobre todo en el primer gobierno que concluyó en 2014, no solo se redujo la pobreza, sino que también se acortó la diferencia entre ricos y pobres.

Los Hogares con acceso a energía eléctrica  pasaron del 91% en el 2008 al 96.7% en el 2019.

Igual creció el porcentaje de Hogares con acceso a agua por cañería: De 79.1% en el 2008 a 88.3% en el 2019.

El salario mínimo pasó de $192 al mes en el 2008 a $304 en el 2019.

La mortalidad infantil cayó de 23 por cada mil nacidos vivos a solo 9.

La mortalidad materna cayó de 49 por 100 mil partos a 28, casi la mitad del último año de Saca.

Los establecimientos de salud pasaron de 421 en el 2008 a 820 en el 2019.

Se inauguraron 578 Equipos Comunitarios de Salud Familiar (ECOSF).

El abastecimiento de medicinas en los Hospitales aumentó del 50% en el 2008 a más del 80% en el 2019.

Eliminamos la cuota voluntaria que se pagaba en los Hospitales y las Unidades de Salud.

Para el 2019 como resultado del Programa de Alfabetización de Adultos que se inició en el 2009 había 167 municipios libres de Analfabetismo.

La Deserción Escolar se redujo del 6.1% en el 2008 a solo 1.1% en el 2019, en parte como efecto de la entrega de los paquetes escolares que redujeron a cero el costo de la educación pública en el país y ayudaron a abaratar la canasta básica ampliada.

A partir del 2009 se pararon las privatizaciones y el Estado recuperó las acciones de La GEO, logrando retomar el control accionario de la empresa generadora de energía geotérmica en el 2015.

La economía superó el estancamiento provocado por la crisis internacional del 2008 (-2.1% con Saca) alcanzando una tasa positiva de crecimiento de 2.5% en el 2019.

Acá debemos hacer una reflexión sobre los programas sociales que comenzaron en el primer gobierno del FMLN.

La Política Social bajo el FMLN superó el enfoque asistencialista propio de la derecha.

Se diseñaron e implementaron más de una veintena de programas sociales para combatir la pobreza y reducir las desigualdades, tal como efectivamente ocurrió.

En esto la dirigencia actual del FMLN se equivoca y se coloca del lado de Bukele cuando sostiene que los programas sociales impulsados en los 10 años de gobierno fueron programas reformistas, de corte asistencialista y que nos dedicamos a administrar el neoliberalismo y a proteger a los grupos de poder.

En el fondo revelan una completa ignorancia de la naturaleza de los cambios impulsados y sobre todo de lo que era posible construir con los reducidos márgenes de maniobra que heredamos.

La dirigencia actual del FMLN, controlada por José Luis Merino, pasa por alto el impacto de los programas sociales en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, sobre todo de las familias más pobres del país.

En su análisis, el FMLN perdió respaldo popular y electoral porque sus gobiernos se distanciaron de las aspiraciones de la población y drenaron recursos públicos que fueron a parar al bolsillo de sus funcionarios.

No fueron sus gobiernos y mucho menos el primero del 2009 al 2014, los que nos distanciamos de las demandas populares.

Fue el FMLN el que como partido político no acompañó territorialmente las políticas públicas de combate a la pobreza y a la exclusión social en momentos en que la Secretaría de Organización, la de educación y la de Comunicaciones estaban en manos de dirigentes afines a la corriente que lidera José Luis Merino.

Nunca organizó a la población en torno a los beneficios que estos programas generaron y mucho menos garantizó la defensa de los mismos.

Esta falta de acompañamiento político a la gestión pública provocó el declive electoral del FMLN.

Para las elecciones del 2014 fue el gobierno y no el FMLN el que articuló una estrategia electoral para que el apoyo de la población a los programas sociales se convirtiera en respaldo al candidato presidencial.

Sánchez Cerén ganó las elecciones presidenciales en el 2014 no porque gozara de un amplio apoyo popular o por su papel como Vicepresidente de la República. Las ganó porque la gente votó por la continuidad de los programas sociales que un gobierno de ARENA no garantizaba.

En cambio, para las elecciones presidenciales del 2019, el FMLN era visto por la población como un partido político alejado de las aspiraciones populares, incapaz de defender sus más importantes conquistas y aspiraciones.

El gobierno de Sánchez Cerén no fue capaz de endosar el respaldo que aún tenían los programas sociales que habían iniciado en el 2009 al candidato presidencial, Hugo Martínez. Tampoco supo sacarle provecho electoral al evidente mejoramiento de las condiciones de vida de los más pobres.

Parecía un gobierno sin rumbo claro y sin un liderazgo firme, incapaz de enfrentar políticamente a sus detractores y de mantener y ampliar los programas sociales que venían desde el 2009.

Llegó a tales extremos que no buscó ni aseguró el financiamiento de algunos programas sociales ejemplares como Ciudad Mujer (la sexta y última sede se construyó en Morazán con recursos gestionados por el gobierno que concluyó en el 2014); Comunidades Solidarias, que era un programa de entrega de subsidios a familias rurales y urbanas de escasos recursos que finalmente desapareció por falta de financiamiento; el Programa de Apoyo Temporal aI Ingreso (PATI) que beneficiaba anualmente a más de 70 mil mujeres emprendedoras y la entrega de la Pensión Básica Universal a adultos mayores de 70 años que nunca cotizaron con el ISSS ni con las AFPs.

El gobierno de Sánchez Cerén también se hizo de la vista gorda frente a las negociaciones de las empresas del Grupo Alba con empresarios de corte neoliberal que necesitaban del apoyo del Estado.

En eso jugaron un papel destacado desde sus cargos de gobierno el Secretario Técnico y de Planificación, Roberto Lorenzana, muy cercano a empresarios cañeros del país como el ya fallecido Tomás Regalado; el ex Ministro de Agricultura y Ganadería, Orestes Ortez, miembro de la Comisión Política del FMLN y directivo de Alba; los ex Ministros de Economía, Tharsis Salomón López (quién como dije antes recibió un préstamo de Alba para su empresa Baterías Rayo) y Luz Estrella Rodríguez (testaferra de Merino y directiva de Alba); el ex Presidente de CEPA, Nelson Vanegas; el Gerente de CEPA, quién operaba los negocios que se hacían desde el Puerto de Acajutla y el aeropuerto Monseñor Romero; el ex Presidente de CEL, David Antonio López, ex cuñado del Secretario General del FMLN en esos años y el ex Vicepresidente de la República, Oscar Ortiz, quién tuvo negocios años atrás con el jefe del Cártel de Texistepeque.

Y es que de la misma manera que los grupos oligarcas del país intentaron incidir en el primer gobierno del FMLN a través de propuestas de funcionarios que hicieron llegar en el momento de la conformación del gabinete de gobierno, de igual forma la Comisión Política del FMLN se atribuyó la facultad de nombrar y designar a casi el 90% de los funcionarios del primer gobierno del FMLN que acabábamos de ganar.

Ambos esfuerzos fueron inmediatamente rechazados por mi equipo de gobierno bajo la convicción de que había que acabar con el uso patrimonialista del Estado como estilo de ejercicio gubernamental. Una deformación del ejercicio del poder propio de los tradicionales grupos oligarcas del país que fue compartida por los dirigentes del FMLN comandados por José Luis Merino durante el gobierno de Sánchez Cerán a la fecha.

Si en el primer gobierno del FMLN las pretensiones oligarcas y de la dirigencia efemelenista de entonces fueron rechazadas, eso no ocurrió en el gobierno de Sánchez Cerén, en el que el partido se vació en todas las instituciones gubernamentales, configurándose una especie de Gobierno-Partido.

Estoy convencido que la debacle electoral del FMLN fue y sigue siendo de exclusiva responsabilidad de su segundo gobierno y de una dirigencia partidaria controlada y manipulada por el ex dirigente José Luis Merino, quien apostó por la derrota del candidato presidencial, por la desaparición del FMLN del mapa político electoral y por el empoderamiento de Nayib Bukele, su aliado y actual socio empresarial.

El FMLN cayó en la trampa de regirse por los intereses económicos del Grupo Alba, con lo que contribuyó a frenar el proceso de cambios que iniciamos en el 2009 y que ahora se encuentra en un claro retroceso.

Para quiénes en la izquierda sostienen que las denuncias de corrupción que afectaron a mi gobierno lesionaron la imagen del partido entre sus electores hay que hacerles ver que, a la fecha, ninguna de estas infundadas y arbitrarias acusaciones ha sido demostrada por la derecha y la Fiscalía. No existen pruebas de que lo delitos imputados se hayan cometido.

Tampoco hay evidencias documentales del desvío de recursos públicos que debieron destinarse a atender las necesidades más apremiantes de la población.

El primer gobierno del FMLN ha sido víctima de una persecución penal con motivación política (Lawfare) que la dirigencia del FMLN apenas comienza a entender y combatir, aunque sin éxito.

Sin una renovación de los cuadros dirigenciales de la izquierda salvadoreña y sin una refundación de sus principios doctrinarios, el cambio en El Salvador iniciado en el 2009 está en vías de extinción.

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Why language is such an important issue?

Language is the vehicle that we commonly use to exchange ideas in our shared environment. In short, language is one of the keys that unlock the human mind. However, language is not the sole criterion that reveals our beliefs and identity, but one of the most important.

It often binds the speakers of it together, harmonizes their communication, imparts a feeling of affinity, and can become the foundation for the creation of a new nation based on the simple sharing of a language.

There are numerous cases in history that the identity of a nation has survived the loss of its language, while there are similarly other cases that evidence the reverse. In short, the importance of a common language– like other primary binding factors of culture–ought to be evaluated in the context of a given nation and not in generalities.

Take the case of the Irish nation as an example. How were the Irish affected after the loss their language to English? Did they lose their culture; their identity? Indeed, none were affected, and in fact became stronger in face of the clear and present danger of assimilation.

Roughly half of the Kurds in Turkey speak only Turkish. But the same half also forms the most active sector in the Kurdish national struggle in that state and the source of most violence in that context. While the loss of language does not predicate the loss of common identity among people, conversely, nor does a common language by itself dictate a common identity.

The Croatians, Serbians and the Bosniaks share the same language, and yet, they are so diverse in their national aspirations and identity to take up murderous arms against each other for generations. In their case, religion is their national binding glue. One could easily argue that throughout the ages, religion has always outperformed language in this role. Islam and Christianity REQUIRE a change of identity at the time of conversion. A Muslim becomes part of a new nation, “the Umma” (the nation of believers), to the exclusion of all other national identities (branded at the time as “Sha’ubiyya” or factionalism).

Until the French Revolution that advanced language as the primary, if not the sole element of national identity in the West, all European Christians were part of the “Christendom.” If they were Catholics, then their rulers were ‘accredited’ by the Pope in Rome, because technically they were all part of the same kingdom of Christ, formed his nation, and were ruled by his vicar, the Pope.

Kings and princes were but ancillaries to the absolute power that resided in Rome. If they were the Orthodox, the Patriarch bestowed the same identity on their mass of followers. Using language as the identifier was the remedial invention of the French Revolution when the Pope following the expropriation of the church’s assets by the revolutionaries excommunicated that state and its people.

Having been thrown out of the fold of the Christendom and the Christian nation, the revolutionaries proposed that the French form a nation of their own, distinct from the Christian nation. How was a Frenchman be defined and what was his identity following the excommunication?

The revolutionaries argued that they should be defined by the only element left in common among them: their language. This is taken by the historians to be the source of the current, language-based ‘ethno-nationalism’ that has ripped the world asunder in the past two centuries and created over 200 countries and numerous “national liberation” movements bent on creating even more.

One could ask: What were these “nations” doing before the advent of the French Revolution and the ensuing ethno-nationalism? Well, they were parts of a greater entity: their religion’s kingdom. Looking at the world histories and literature before the French Revolution, one is hard pressed to find more than one or two isolated cases referencing the language as a national glue, or even as an important factor in that regard.

Language is the vehicle of the thought, not the thought itself. Vehicles can be changed over time, without harming the thought. Man’s identity is his thoughts not his tongue.

For instance speaking English does not make a person an Englishman, or being conversant in Spanish renders a man a Spaniard. However, it can, if the intellectuals and the mind-molders of a society or societies say so and work at it.

In the past two hundred years, of the 386 German-speaking states, 382 joined to form a united Germany. Four did not, and remain independent today despite their common language. Twenty-eight states joined to form France, some actually not French speaking at the time of their joining. In the past one hundred years, the Arabic speaking intellectuals have been trying to form a single Arab identity among the speakers of that language, where none had ever existed before.

They have achieved this to a large extent, by standardizing the Arabic languages (many too far removed from one another to be called a dialect) and inculcating a sense of belonging among all its speakers. The Kurds are a nation that for eons have been defined by their life-style of mountaineering: individualism, freedom, nonconformity, and atomism. Language had NEVER been the identifier of a Kurd, as they have and still are conversant in many dialects, which like Arabic, are so far removed from each other to form languages. Like all other aspects of a Kurd, as they have and still are conversant in many dialects, which like Arabic, are so far removed from each other to form languages.

Like all other aspects of ones identity, it is imperative to preserve ones language. But, losing it does NOT change the person’s identity. There are a myriad other aspects that preserve the person’s identity. Keep those, and the loss of language would mean unfortunate, but not lethal. Today’s world, however, is largely the by-product of the trends set by the French Revolution: A nation needs a common language and often defined by it.

The odd and inaccurate term, “ethnolinguistic groups” presupposes the language to define the ethnicity. No one wants to argue with that self-evident fallacy today, because it seems to be “done deal” in the minds of most everyone. And yet, it does not take an expert to see this simply is not true. Despite the evidential fallacy of the language-based identity of the people, it is how the international institutions commonly recognize a “nation”–by its common language.

Creating or fostering a “national language,” that many already be there is, therefore, of utmost importance in the debate that a given nation actually exists. This has become more evident in the context of modern revolution in communication, requisition a common vehicle to facilitate the education and foster the culture of developing and vibrant nation. Kurds are not an exception to this.

In fact, entities that oppose the existence of a Kurdish identity or nationhood have shown a great proclivity in the course of the past century to attack and try to eliminate its language. This is most evident in Turkey. In a country like Turkey where the French paradigm, the language–Turkish, defines the ethno-national identity of the citizens, permitting, much less fostering a fundamentally different langua

fostering a fundamentally different language (Kurdish) would be a sacrilege. From the start of the Turkish Republic and its constitution of 1925, Kurdish language, along with all other vestiges of Kurdish culture and identity were criminalized and banned. The said ban is still in enforce, although no longer officially, to the present day. This policy has included, among others, legal restrictions on the use of Kurdish names; the renaming of nearly all historic geographical names: cities, towns, villages, rivers, mountains, etc; bans on Kurdish speaking or singing in Kurdish, ergo its teaching and learning.

In fact the use of several letters of alphabet peculiar to Kurdish has also been criminalized in that state. These acts are intended to forcibly assimilate the Kurds into the Turkish pool. To achieve this end, the government planners in Ankara–a country that defines its own identity by a language– have falsely assumed that the prime target of attack on Kurdish identity should be primarily to eliminate its language.

Apparently, the lessons of the British in Ireland, or the Russians in Poland that achieved the reverse impact of actually heightening the nationalistic feelings of those to ancient nations has been largely missed by the Turkish planners. Today, the issue is not whether language is the sole or a primary guardian of the Kurdish identity, but its role in fostering a vibrant and growing culture and facilitating education and the economy that requisites the creation and promotion of a single standard and sophisticated vernacular for high level communication and education to guarantee this future.

Funes, el memorioso. Jorge Luis Borges. 1942

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo.

Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo «; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos.

Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.

Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental.

Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son, Ireneo?»».

Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: ‘Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.

Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.

Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista.

Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, «del día 7 de febrero del año 84», ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó «, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín».

Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una

broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.

El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El «Saturno» zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación.

Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo XXIV del libro vil de la Naturalis historia.

La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audítum.

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.)

Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.

Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras».

Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sístema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.

Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo.

Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce.

El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los «números «El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendióo no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las vecesque la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en elespejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.

Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras, (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.

Irineo Funes murió en 1899, de una congestión pulmonar.

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