Edward Said y la otredad cultural. Claudia Zapata

…la historia de la cultura no es otra que la historia de préstamos culturales. Las culturas no son impermeables; así como la ciencia occidental tomó cosas de los árabes, ellos las tomaron de los indios y los griegos. La cultura no es nunca cuestión de propiedad, de tomar y prestar con garantías y avales, sino más bien de apropiaciones, experiencias comunes, e interdependencias de toda clase entre diferentes culturas.  E. SAID, 1996 (1993):337.

1. ENTRE DOS MUNDOS

EN 1998, Edward W. Said publicó un hermoso artículo titulado “Entre dos mundos”, donde adelantaba parte de las memorias que saldrían a la luz pública al año siguiente con el título de Fuera de lugar. Estas reflexiones biográficas se insertan plenamente en la temática de su obra, donde el lugar de enunciación de su autor ocupó un sitial preponderante pues se entendía a sí mismo resultado de los procesos culturales que analizó desde una perspectiva crítica, acercamiento que tenía como punto de partida la experiencia de un sujeto oriental en la nueva metrópoli mundial: los Estados Unidos.

¿Qué se siente venir de un país que ya no existe? ¿Cómo se enfrenta ser señalado como Otro, a veces de manera paternalista y en otras de manera violenta? Son temas que Said aborda en estas memorias, pero cuyos detalles más sorprendentes y anecdóticos son revelados en este artículo. Cito parte de estas confesiones: “A veces me daba cuenta de que me había convertido en una criatura peculiar para muchos, incluso algunos amigos, que suponían que ser palestino equivalía a ser algo mítico como el unicornio o una variante desahuciada del ser humano” (Said, 1998:109).

Es decir, que incluso en el ámbito académico un colega palestino podía llegar a ser concebido como un sujeto exótico y observable, cosa que a nuestro autor le ocurrió en innumerables ocasiones: cuando una sicóloga quiso visitarlo en su casa sólo para saber cómo vivía (saliendo decepcionada porque encontró un piano), o cuando un publicista pidió con extraña insistencia comer con él antes de cerrar un acuerdo porque quería –según confesó su ayudante– ver cómo se comportaba en la mesa… Más allá de lo anecdótico (y cruel) de estos episodios, en años anteriores estas marcaciones de otredad habían sido más violentas en el contexto de un conflicto árabe-israelí en el cual Said ya había tomado partido (en 1985 su oficina de la universidad fue quemada por un grupo sionista).

Si bien estas situaciones estuvieron rodeadas de intenciones muy distintas, en todas ellas existe un núcleo común: el Otro oriental como dato anterior y determinante del sujeto en cuestión, una condición que se ubica por sobre la posición cultural compleja de nuestro autor (que él mismo utiliza con el objetivo de no homologar su experiencia de exilio y discriminación con la de quienes mayoritariamente protagonizan la diáspora palestina en calidad de refugiados): una educación refinada de cuño británico que recibió en El Cairo durante los años cuarenta por formar parte de una familia de élite en la colonia, cuyo proyecto había sido aproximarse lo más posible a la cultura de los colonizadores, de ahí su nombre que, como él mismo reconoce, emulaba al del Príncipe Eduardo de Inglaterra.

En esta formación Said aprendió la estricta disciplina británica y alcanzó un conocimiento profundo del canon literario y musical de Occidente, sin embargo y como solía recordar, aquella aproximación a la cultura del colonizador tenía un límite estricto: “Aunque me enseñaron a creer y pensar como alumno inglés, también me enseñaron a comprender que era extranjero, un Otro no europeo, educado por mis superiores a entender mi condición y no aspirar a ser británico” (Said, 1998:98).

Fuera de lugar fue escrito en la ciudad de Nueva York, donde vivió gran parte de su vida, donde fue señalado (negativamente) como oriental y donde construyó su identidad palestina a partir de una biografía compleja: una madre originaria de Nazaret, un padre de Jerusalén (con nacionalidad norteamericana por haber participado en la I Guerra Mundial), educado en el Gezira Preparatory School y en el Victoria College de El Cairo y doctorado en literatura inglesa en los Estados Unidos.

Aparte de narrar una infancia y adolescencia transcurridas en el Medio Oriente –“…un mundo perdido u olvidado en lo esencial” (Said, 2003a:11)– Fuera de lugar permite problematizar en la existencia de su propio autor la pertinencia del concepto de otredad para nombrar una cultura distinta de la occidental. Lejos de este supuesto, Said ha sostenido sistemáticamente en su obra –principalmente Orientalismo ([1978]2003b) y Cultura e imperialismo ([1993]1996a)– la ahistoricidad de este concepto, que tiene más que ver con Occidente (lugar desde el cual se enuncia) que con las culturas no occidentales.

Este trabajo tiene por objetivo destacar el aporte de Edward Said en la deconstrucción de las esencias culturales que continúan vigentes en la crítica contemporánea y cuyos riesgos permanecen por sobre la voluntad de valoración de los grupos que han sido inferiorizados culturalmente en distintos procesos de colonización desde el siglo XV.

2. OTREDAD CULTURAL Y CRÍTICA CONTEMPORÁNEA

La anécdota de la sicóloga que deseaba observar in situ la cotidianeidad de un oriental en los Estados Unidos pero que se retira decepcionada al descubrir que su morador cultiva la música occidental, entraña una actitud que ha ido ganando adeptos en las últimas décadas: el deseo de sujetos culturalmente puros de acuerdo con parámetros de autenticidad atemporales y externos que deberían encarnar con fidelidad.

La fascinación actual con la otredad cultural nos sitúa en un presente marcado en el ámbito académico y social por la crítica a la modernidad clásica y a las características particulares que hoy presenta esa crítica (considerando que esta actitud no es nueva en la historia del proyecto moderno). Me refiero a la correspondencia que se ha establecido entre modernidad, ilustración y Occidente, incluyendo al Estado nacional como su producto derivado.

Frente a este conjunto pretendidamente homogéneo suele oponerse esta otredad que representa la existencia de un afuera para quienes no advierten futuro en el proyecto moderno, un afuera en el que se depositan esperanzas políticas y la posibilidad de una crítica radical a todo aquello que se busca reemplazar.

Si bien esta fascinación por lo culturalmente opuesto es un tema antiguo que ha recorrido distintos campos del conocimiento y de la creación artística (Hobbes y Gaugin son algunos ejemplos entre muchos), en la actualidad esta posición ha tomado fuerza a tal punto que se ha constituido en referente para una parte importante de la crítica contemporánea enfrentada a un público predispuesto a aceptar el principio de la dicotomía Oriente-Occidente o la existencia de un mundo no occidental difuso, pero mejor. Dicotomía en la que Occidente y la modernidad aparecen con una connotación negativa, haciendo que de manera automática se revista de características positivas a todo aquello que –se cree– se ubica afuera, erigiéndose como “lo otro”.

Este auge se produce en un contexto histórico que facilita una mirada comprensiva: el fin de la guerra fría, la crisis de la izquierda y el protagonismo de sujetos que han dado vida a potentes movimientos sociales fundados en identidades culturales, genérico-sexuales, entre otras. Estos hechos, resumidos esquemáticamente, constituyen el marco en el cual reemerge esta fascinación que puedo ejemplificar con el tema indígena en América Latina por ser el que me resulta más conocido.

Tanto la crisis antes mencionada como el rol determinante que han tenido los llamados nuevos movimientos sociales han erigido a los movimientos indígenas como referente cultural y político para varios autores y cientistas sociales que han reformulado sus ideales libertarios, desplazando la crítica desde la burguesía y el capitalismo hacia la modernidad y la cultura occidental.

De este modo, las sociedades indígenas son destacadas por su externalidad con respecto a ese Occidente moderno que se busca combatir en el ámbito cultural, teórico y epistemológico, posición que aparece como un atributo deseable per se. Es más, se cuentan autores que no han ocultado su deseo de reemplazar toda su formación académica occidental por la llamada epistemología indígena (lo que se le ha escuchado durante el último tiempo a Walter Mignolo), proyecto que parte de la base de una distancia insalvable entre indígenas y no indígenas.

Varios son los autores latinoamericanos que sustentan sus trabajos en esta dicotomía, todos los cuales parecen coincidir –con matices por cierto– en que los indígenas constituyen una alternativa a la política tradicional, al conocimiento científico, al capitalismo y a la episteme moderna. Se podría citar al Enrique Dussel de El encubrimiento del indio: 1492 ([1992]1994), a John Beverley con Subalternidad y representación ([1999]2004), Silvia Rivera Cusicanqui con “La raíz: colonizadores y colonizados” (1993), y más recientemente a Javier Sanjinés con El espejismo del mestizaje (2005)[1].

Mi inquietud por este tema surge de la revisión crítica de estos trabajos en el marco de una investigación que trata sobre los intelectuales indígenas, sujetos que escapan a estos compartimentos que separan de manera tajante lo indígena de lo occidental, pero que además pertenecen a sociedades indígenas que en el presente no se subordinan a la dicotomía señalada, y que probablemente nunca formaron ese polo en el cual se los confina pues los indígenas son señalados como tales con la colonización, de manera que el vínculo con Occidente –problemático, conflictivo, pero real– es un elemento ineludible sin el cual resulta imposible entender su trayectoria política, su desarrollo cultural y las respuestas que han ofrecido a la inferiorización cultural de la que han sido objeto desde que fueron nombrados como indios.

3. CULTURA E HISTORIA

La posición frente a la cual me he manifestado de manera crítica no deja de ser rescatable en una historia de exclusión legada por los procesos de colonización, pero al mismo tiempo es válido preguntarse por la real distancia entre estas concepciones positivas de una parte y negadoras de la otra. Más allá del juicio de valor, se comparte una base teórica que consiste en la dicotomía Oriente-Occidente donde las culturas aparecen como entes perfectamente delimitados e incompatibles.

Para Said, en cambio, el problema no es el contacto sino la forma en que éste se produce, de hecho, afirmó que la comunicación y los préstamos en uno y otro sentido es inherente a las culturas, a tal punto que sería un ejercicio estéril discutir sobre la propiedad de tal o cual objeto (de ahí su discrepancia con la afirmación de lo propio en un sentido excluyente)[2]. Por lo tanto, el conflicto no radica en el cambio cultural sino en el tipo de relaciones que lo producen, es aquí cuando repara en la violencia del imperialismo moderno en todos los ámbitos: cultural, ideológico, económico, social y político.

Su concepto de cultura se alejó de otros que la ubican por sobre las relaciones humanas, no contaminada ni intervenida por éstas (la superestructura en un lenguaje marxista clásico). Ya en Orientalismo, su famoso estudio de 1978, vincula el desarrollo de la cultura con los avatares de la historia, señalando que todo lo que se ha dicho sobre los orientales no puede pasar por alto el hecho colonial, es más, que ese acervo de conocimiento forma parte del engranaje colonial. Pero es en Cultura e imperialismo, publicado quince años más tarde, donde articula mejor una idea de cultura integrada a las relaciones sociales cotidianas, interferida por la historia, por los intereses de distintos actores y sus ideologías:

… la cultura es una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said, 1996a:14).

Said criticó Occidente, pero sin negar el vínculo con éste y sin aspirar al fin de ese contacto, actitud que lo aparta de la dicotomía señalada en el apartado anterior y lo reúne, de cierta manera, con aquellos pensadores anticolonialistas que supieron distinguir entre Europa y el eurocentrismo, entre Occidente y el colonialismo. Me refiero a intelectuales y activistas políticos que en su momento fueron los artífices de las primeras respuestas intelectuales al colonialismo en un ámbito sensible para su funcionamiento: el de la representación y la ideología.

Son los casos de Aimé Cesaire y Frantz Fanon, cuya defensa encendida de las sociedades colonizadas de las cuales formaron parte no pasó por alto el beneficio del contacto entre las culturas[3]. No debe extrañar entonces que Cultura e imperialismo, libro en el que se hace cargo “del otro lado” con el tema de la resistencia, se sustente en el diálogo con estos autores, principalmente Fanon, en perjuicio de un Michel Foucault que lo acompañó en Orientalismo, pero que más tarde se volvió un obstáculo al calor de su compromiso con el pueblo palestino. Sobre las posibilidades políticas que abren uno y otro, hace un contraste lapidario:

Los dos autores se nutren de la herencia de Hegel, Marx, Freud, Nietzsche, Canguihelm y Sartre, pero sólo Fanon da a este formidable arsenal un sentido antiautoritario. Foucault, debido quizá a su desencanto respecto a las insurrecciones de los años 60 y con la revolución iraní, se desvía por completo de la política (Said, 1996a: 429-430).

Siguiendo esta línea, Said centró su obra en el estudio del imperialismo moderno, pero sin suponer que esa maquinaria que ha dejado tantas víctimas era inevitable en la historia europea. Tampoco renegó de la cultura occidental, aspecto que no consideraron algunos de sus detractores que lo criticaron por formular su análisis antiimperialista con los documentos y procedimientos de Occidente.

Pero más allá de los ataques personales (que incluyeron intentos por desconocer su nacimiento en Jerusalén y su condición de oriental), este tipo de críticas colocan en evidencia concepciones opuestas de la cultura y de la resistencia, lo que se expresa en una tensión básica: ¿sólo quiénes inventan una idea pueden usarla? Fue la pregunta que rondó las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo y que también está presente en los movimientos de grupos subordinados hasta hoy.

La idea de incompatibilidad cultural juega para uno y otro lado: para los que creen que las culturas inferiores sólo imitan (el eurocentrismo más conservador) y para quienes piensan que los miembros de estas culturas sólo deben resistir desde su particularidad cultural[4]. El análisis de la resistencia que hace Said incorpora la premisa del contacto, lo que en un contexto de colonialismo (también se podría agregar el neocolonialismo) le otorga una forma específica pues no se puede olvidar que la imposición violenta de una cultura se hizo en detrimento de otra señalada como inferior, afectando prácticas distintivas como la lengua y la memoria.

Desde esta perspectiva, la resistencia no consiste en descubrir espontáneamente la cultura propia, sino en abrir espacios cerrados por la ideología colonial para entender el presente y desnaturalizar esa ideología, emprender un viaje hacia el pasado para encontrar fragmentos de lo que fue negado y arrebatado. Es aquí donde se produce un doble movimiento en torno a la lengua: habitar aquella que se comparte con los colonizadores y recuperar las que han sido proscritas o confinadas a espacios sociales reducidos (Said, 1996a: 352).

Al mismo tiempo advirtió los peligros de esta búsqueda, como aquella de entender la diferencia no sólo en el origen sino también en el destino de los grupos que la reivindican, un ensimismamiento que vuelve a poner obstáculos al diálogo libre entre las culturas. Poniendo como ejemplo la metáfora de Caliban, apropiada en América Latina para representar a las culturas subordinadas por la colonización, señala:

Los peligros del chauvinismo y la xenofobia (“África para los africanos”) son muy reales. Es mejor la opción en que Caliban ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia situación social e histórica (Said, 1996a: 333)[5].

La presencia de Occidente en la constitución de los sujetos coloniales –tanto en aquellos que han internalizado la ideología colonial como en aquellos que han podido sacudirse de ella– se advierte en estas prácticas de resistencia: “En esto consiste la tragedia parcial de la resistencia: en que, hasta cierto punto, debe esforzarse por recobrar formas ya establecidas por la cultura del imperio o, al menos, infiltradas o influidas por él” (Said, 1996a:327).

Uno de los ámbitos donde la resistencia muestra al mismo tiempo su efectividad política y esta posición cultural compleja, es el de la representación, donde la instalación de voces propias constituye una subversión de la ideología colonial que la había monopolizado, tal como lo analizó con profundidad en Orientalismo, donde los discursos políticos, intelectuales y artísticos sobre el Oriente no contemplaban la voz de sus habitantes, para siempre mudos en aquellos textos.

Por el contrario, la producción intelectual y los liderazgos políticos emergidos de las sociedades colonizadas introducían polifonía en el campo de la representación, abriendo la posibilidad de contrastar estas voces. El cambio fundamental lo constituye la aparición de los hasta entonces Otros nativos en la posición de narradores y actores políticos, abandonando el silencio al que los había condenado el Orientalismo.

Esta resistencia, en todas las dimensiones señaladas, produjo la crisis de la representación metropolitana sobre los Otros, demostrando que éstos sólo adquieren funcionalidad en relación con quien los nombra. El concepto de otredad se revela aquí en su naturaleza ideológica, como un ingrediente indispensable en la relación jerárquica que han fomentado los centros metropolitanos. El llamado de Said es a entender la otredad no en relación con las culturas no occidentales sino como un producto de Occidente mismo[6]: “…ver a los Otros no como algo dado ontológicamente, sino como históricamente constituidos” (Said, 1996c:58).

Tal vez en este punto se ubica la principal contribución de Orientalismo, donde Said se aproxima a esa relación desigual desde sus huellas textuales. El libro se introduce en la historia de Occidente y su relación con el Oriente, referente histórico y geográfico que no es materia del estudio tal como se aclara en las primeras páginas, donde define el Orientalismo como:

…un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro (Said, 2003b:19-20).

Si bien este libro no contiene una posición sobre cómo serían los orientales (categoría abarcadora que mira con distancia por no dar cuenta de la heterogeneidad cultural temporal y geográfica), sí deja clara la funcionalidad ideológica de la otredad cultural. Para Said, el Otro no es la otra cara de la moneda, ni los vencidos a quienes se desea reivindicar, sino la pieza fundamental de una relación dialéctica en la que ya habían reparado autores anticolonialistas como Césaire y Fanon ya citados. No puede pasar inadvertido entonces el hecho de que ese Otro existe en función del sujeto metropolitano, que se constituye como superior a partir de ese contraste.

Por cierto, Said no ha sido el primero ni el último en esta forma de entender las culturas, sólo basta recordar a Raymond Williams (de quien nuestro autor se declara tributario) reclamando la materialidad de la cultura e incorporando las variables del poder, la posición social y la historia en su discusión con el marxismo ortodoxo (Williams, 2000:129), o Terry Eagleton, cuya crítica al pensamiento posmoderno –ampliamente receptor y difusor de la fascinación por los otros– recuerda a los militantes de esta corriente el lugar secundario de los Otros en defensas de este tipo: “Si el ‘otro’ es reducido a ser cualquier cosa que desbarata mi identidad, ¿es esto un movimiento humildemente descentrador o una autocontemplación?” (Eagleton, 2004:135).

En América Latina he descubierto hace un par de años el trabajo interesante en esta línea de la argentina Claudia Briones, antropóloga de formación, quien habla del peso del esencialismo en su disciplina, hecho que explica la predilección por el estudio de los indígenas de comunidades rurales, entendidas como el espacio de la cultura originaria, el punto de referencia a partir del cual se distingue aquello original (esencial) de sus derivados (Briones, 1998:229).

Esto ocurre a pesar del desarrollo dinámico de esta disciplina, que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y en medio del proceso de descolonización que se libraba en África y Asia, sintió la presión por actualizar sus marcos de comprensión teórica. Briones no anula la diferencia pero tampoco la entiende como un conjunto de rasgos consustanciales a ciertos sujetos y grupos, afirmación que tiene como corolario la desarticulación del binarismo que coloca en veredas distintas e irreconciliables a indígenas y no indígenas.

4. LA ANTROPOLOGÍA

Edward Said fue un autor polémico que participó activamente en el debate público hasta su muerte en septiembre de 2003, recibiendo críticas desde distintos frentes: por cierta literatura reacia al excesivo vínculo de esta disciplina con la historia; por los estudios orientales cuyos exponentes se vieron de pronto formando parte de una maquinaria ideológica que ha construido un Oriente irreal; por el sionismo y por el nacionalismo palestino en la arena de la real politik (sus enfrentamientos con Yaser Arafat fueron de público conocimiento) y por académicos que han celebrado la supremacía norteamericana tras la caída del muro de Berlín y la guerra de Estados Unidos contra el Medio Oriente, con quienes se enfrentó en los últimos años, especialmente tras los atentados que derribaron las torres gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 (Francis Fukuyama y, sobre todo, Samuel Huntington). En este artículo y por la importancia del tema tratado, me referiré a su polémica con la antropología, disciplina que para este autor ocupa un lugar relevante en la construcción de los Otros.

Desde la mirada postcolonial que propone Said, la antropología forma parte de un contexto imperial y es funcional a su dominio de ultramar pues cumple con la misión de levantar un conocimiento especializado acerca de sus habitantes, sobre todo entre los años treinta y sesenta en que esta disciplina asume un lenguaje cientificista de acuerdo al paradigma de las ciencias sociales.

La misma metodología sigue la geografía imperial cuando el antropólogo se traslada hacia las colonias africanas y asiáticas para observar de cerca a los colectivos no occidentales, cuya diferencia registra y traduce al público occidental, de lo cual surge un texto escrito que contiene la representación hecha por un sujeto metropolitano. Para Said, la práctica antropológica reproduce la relación de poder que subordina la colonia a la metrópoli, lo que se puede verificar en el lugar que ocupan esos Otros en la producción de ese conocimiento: el de informante nativo.

Si las últimas décadas del siglo XX fueron de crisis en las humanidades y las ciencias sociales (de límites disciplinarios, objetos y métodos), la crisis de la antropología se encuentra fatalmente unida al desmantelamiento del imperialismo europeo. La oleada de descolonización que se inició con la independencia de la India en 1947 modificó por completo el escenario sobre el cual se había desplegado la práctica antropológica, pues los movimientos de liberación nacional fueron acontecimientos masivos y heterogéneos que desmoronaron la imagen de una otredad radical, compacta e intraducible (excepto por quienes se erigían como sus especialistas). A la erosión de la otredad así entendida contribuye también el desarrollo vertiginoso de las comunicaciones que han acortado, en el espacio virtual al menos, las distancias geográficas.

En la perspectiva de Said, la antropología se constituye a partir de una premisa básica: la existencia de Otros radicales. ¿Qué ocurre entonces cuando el fundamento de una disciplina se diluye?, la respuesta de Said no ha dejado indiferentes a los antropólogos, incluso aquellos que han tratado de productivizar esta crisis para reformular su oficio en un sentido democrático. Dice Said:

… la antropología es, ante todo, una disciplina que ha sido constituida y construida históricamente, desde su mismo origen, a través de un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un nativo no-europeo que ocupaba, por así decir, un estatus menor y un lugar distanciado, es recién ahora a fines del siglo XX que algunos/as antropó-logos/as buscan, frente al desconcierto que sienten por el estatus mismo de su disciplina, un nuevo “otro” (Said, 1996c:34-35).

Estas palabras formaron parte de un encuentro académico donde Said coincidió con varios antropólogos. Su conferencia abordó esta crisis de la representación antropológica e insistió en la asociación antropología-imperialismo incluso tras varios años de la crisis (asumida en lo general) de la antropología clásica: “Se dirá que he relacionado la antropología con el imperialismo demasiado crudamente, de una manera muy indiscriminada; a lo que respondo preguntando cómo –y realmente quiero decir cómo– y cuándo fueron separados” (Said, 1996c:38)[7].

La crisis de las humanidades y las ciencias sociales se expresa en la inestabilidad de las bases sobre las cuales se constituyeron las disciplinas occidentales. La dimensión más productiva de esta crisis ha sido el surgimiento de tendencias críticas que han sometido a revisión estos fundamentos con el fin de reformular el vínculo de sus disciplinas con un entorno que se ha transformado profundamente. La antropología no ha estado ajena a estas revisiones, algo que el mismo Said reconoce cuando menciona a la antropología marxista y la antropología antiimperialista, a la que se debe sumar la llamada antropología posmoderna, movimiento que surge en la academia norteamericana a principios de los años ochenta (Reynoso, 2003) y que se caracteriza por reconocer la mediación de relaciones de poder donde el antropólogo ocupa una posición privilegiada, prestando atención a los procedimientos escriturales en que esta relación se manifiesta (Clifford, 2001).

Uno de los exponentes más connotados de esta antropología es el estadounidense James Clifford. Por eso resulta interesante considerar la crítica que hace este autor a la propuesta de Edward Said en Orientalismo, pues se trata de una obra cuyo tema es la representación de la otredad desde una posición de poder y porque Clifford participa de una antropología que ha reconocido la responsabilidad de esta disciplina en la representación exotizada de los Otros.

En su famosa reseña de Orientalismo, publicada en 1980 y que en líneas generales es favorable a la obra, Clifford expone con lucidez las principales tensiones que recorren ese libro de Said, las cuales acompañaron al crítico palestino en los años siguientes y que fueron evolucionando conjuntamente con su compromiso político[8]. Una primera crítica (frecuentemente reproducida) señala que Said cuestiona el Orientalismo pero sin proponer alternativa alguna.

Clifford sostiene que no es posible hacer una crítica de esas dimensiones y al mismo tiempo eludir este desafío con el argumento de que escapa a los límites del estudio (Clifford, 2001:310). Otro reparo dice relación con que Said habría incurrido en los esencialismos que critica desde el momento que realiza distinciones gruesas como aquella que califica de orientalista a todos quienes suscriben la dicotomía Oriente-Occidente (lo que sería aparentemente contradictorio con la posición de oriental que este autor asume), homogeneizando tanto al Orientalismo como al orientalista (Clifford, 2001:308 y 310). También existen objeciones con la delimitación del estudio: que ese Oriente deformado por el Orientalismo (que según Clifford tampoco se define con exactitud) está ausente, cuestión que es real y que Said aclara en sus primeras páginas[9].

La mayoría de estas críticas apuntan a todo lo que se encuentra ausente en el libro, especialmente una alternativa a esa forma de establecer relaciones entre las culturas, cuestión que a la luz del desarrollo posterior de la obra y actividad política de su autor se antoja excesiva en la medida que la introducción de Orientalismo señala el objetivo de exponer un problema histórico-político en un escenario temporal y geográfico determinado, con una aproximación interdisciplinaria. La polémica parece tener origen en la naturaleza ideológica del tema y de su vigencia, más que en las inexactitudes y cabos sueltos que efectivamente se encuentran en Orientalismo.

Pero Clifford aborda otras cuestiones que sí me parecen neurálgicas en la obra de Said y que él vislumbró con lucidez en aquel libro que se considera fundador de la crítica postcolonial, la mayoría de las cuales se desprenden de la tensión entre Said y Foucault. Es interesante este reparo porque Orientalismo suele indicarse como un libro de cuño foucaultiano por estructurarse en torno a la noción de discurso y de formación discursiva[10], pero se suele pasar por alto las tensiones y desplazamientos con respecto a este enfoque, lo cual ratifica que las distancias son anteriores al abandono definitivo de Foucault como soporte principal de sus reflexiones.

Una primera tensión –correctamente identificada por Clifford– es la que se advierte entre el concepto de formación discursiva y la importancia que Said otorga a los autores, pues como sabemos, en Foucault la formación discursiva opera independientemente de éstos, a quienes determina, condiciona y predispone, sin embargo, Said se apoya en autores para introducir las variantes que pueden existir al interior del Orientalismo (Clifford, 1998:311).

Más que un uso totalmente libre de la teoría foucaultiana, en Orientalismo se aprecia un vínculo conflictivo que determina algunas ambivalencias claves, como aquella que identifica su crítico antropólogo entre la afirmación, por una parte, de un Oriente real que ha sido deformado, y por la otra, la imposibilidad de éste en aquellos pasajes donde Said pretende un alineamiento más fiel a los postulados foucaultianos (Clifford, 1998:308).

Otro nudo conflictivo, tal vez el más importante pues articula los anteriores, es la contradicción básica entre la reivindicación que hace Said del humanismo y el uso de estas teorías antihumanistas: “Las perspectivas humanistas de Said no armonizan con su empleo de un método derivado de Foucault, quien es por supuesto un crítico radical del humanismo” (Clifford, 1998:313).

En su obra posterior, Said afianzará su adhesión al humanismo en detrimento de un postestructuralismo que lo cuestiona como parte de su crítica a la modernidad, pues vio en ese humanismo –necesariamente reformulado– la posibilidad de establecer un diálogo no jerárquico ni excluyente entre las culturas. Este proyecto fue lo que determinó el distanciamiento con el que había sido su principal referente en 1978, sin que por ello renuncie a hacer un uso productivo y particular de estas propuestas, como aquella de la relación entre poder y saber, que él logra expandir para dar cuenta de la relación entre las metrópolis y sus colonias en uno y en otro sentido (cuestión por completo ausente en Foucault), pero apartándose de ese concepto de poder circulante que se ubica por sobre los sujetos, como ya aparece en Orientalismo, donde el uso de una categoría por entonces desprestigiada como la de imperialismo ya marca una distancia suficiente en la medida que involucra la existencia de centros de poder y sujetos que lo ejercen.

Más que el postestructuralismo de Foucault, lo que incomodó a Clifford fue esa defensa del humanismo que desde su perspectiva era contradictoria con la formulación de una crítica antiimperialista, de hecho, acusa la ambigüedad de Said por incurrir en los “… hábitos totalizantes del humanismo occidental” (Clifford, 2001:321), cuestión que el autor palestino refutó con firmeza en su último libro –Humanismo y crítica democrática– dedicado, precisamente, a defender la vigencia y necesidad actual del humanismo, recordando en su primer capítulo este reparo de Clifford (Said, 2006:28-29).

Este debate forma parte de la relación controvertida que estableció Said con la antropología, alcanzando también a las corrientes que la cuestionan desde su seno, pues aunque reconoce desplazamientos importantes respecto de la vertiente clásica, no ve en el trabajo de estos antropólogos una ruptura con esa tradición autoritaria: “… los recientes trabajos de investigadores marxistas, anti-imperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) nunca revelan un genuino malestar sobre el estatus sociopolítico de la antropología como un todo” (Said, 1996c:29)[11].

5. UN INTELECTUAL SITUADO

La teoría postcolonial actual, inaugurada por Said en 1978[12], tiene entre sus componentes principales un lugar de enunciación donde el autor especifica su procedencia (alguna de las ex colonias) y la complejidad cultural del sujeto que enuncia. Por cierto es una característica que recorre todas las obras de Said, incluso aquéllas donde no se manifiesta de manera explícita, como fue el caso de sus primeros estudios literarios que versaron sobre Joseph Conrad: “Durante años parecía estar yo pasando por el mismo tipo de vivencia en los trabajos que realicé, pero siempre a través de los escritos de otros”, dice en relación a la obra del escritor polaco que escribía en inglés (Said, 1998:95).

En Said ese lugar de enunciación no podía ser otro que el de un oriental que habita la principal metrópoli del mundo contemporáneo, cuestión que no dejó indiferentes a sus críticos, quienes sospecharon de esta instalación frente a la refinada cultura occidental adquirida por Said desde su infancia en Egipto. James Clifford nos sirve nuevamente como ejemplo, pues su sospecha dice relación con la coherencia de ese lugar de enunciación con los argumentos de quien escribe y no al mezquino afán de deslegitimar el compromiso político de Said con los derechos del pueblo palestino. Para Clifford, no existe relación entre la “actitud oposicional postcolonial” –según sus propias palabras– y la experiencia de vida de quien la formula. Es el atrevimiento de instalarse fuera de la problemática que analiza lo que exaspera al antropólogo estadounidense:

El propio Said escribe de maneras que simultáneamente afirman y subvierten su propia autoridad. Mi análisis sugiere que no puede haber suavización final de las discrepancias de su discurso, puesto que es cada vez más difícil mantener una posición cultural y política “fuera” de Occidente, desde la cual se lo pueda atacar sin riesgo (Clifford, 1998:26).

Por cierto, Clifford está pensando en la maestría con que Said maneja la literatura, el arte y la historia de Occidente, cuestión que pone en serios aprietos la pretensión de ese afuera, salvo por una cuestión que no es menor: que Said no formula su identidad oriental y específicamente palestina a partir del principio de pureza cultural, requisito que como señaló en la mayoría de su producción intelectual posterior a Orientalismo, estaba lejos de integrar su horizonte de expectativas. Como se trató en el segundo apartado, el problema de Said no fue la existencia de Occidente, ni el diálogo con esta rica cultura, sino el tipo de relación imperial que en determinado período de la historia se estableció con otras tradiciones culturales, entendiendo que el contacto entre Oriente y Occidente tampoco era algo novedoso.

En su caso, tampoco pudo ni quiso ocultar su particular configuración como sujeto de la élite nativa en una colonia, por lo tanto, su identidad oriental no dice relación con negar su componente occidental, sino con tomar partido y decidir nombrar aquello que había sido borrado por la historia imperial:

La división básica en el seno de mi vida es la que hay entre el árabe, mi idioma natal, y el inglés, el idioma de mi educación y mi expresión posterior como académico y profesor. Por esa razón, el hecho de intentar narrar una parte de mi vida en el idioma de la otra –por no hablar de las numerosas maneras en que los idiomas se mezclaban para mí y saltaban de un ámbito al otro- ha sido una tarea realmente compleja (Said, 2003a:14).

Este vínculo problemático, expresado en su propia existencia, es el que aborda largamente en Cultura e imperialismo, especialmente en el tema de la resistencia, estableciendo que ésta surge de los espacios de fricción entre colonizadores y colonizados, un análisis que completa el proyecto crítico iniciado con Orientalismo a la vez que ofrece la posibilidad de calibrar en su justa medida las formas de resistencia practicadas por su propio autor. La necesidad consciente de argumentar su condición de oriental es al mismo tiempo coherente con la defensa de un Oriente heterogéneo, no reductible a un puñado de rasgos exóticos ni posible de ser medido de acuerdo a parámetros de autenticidad que han impuesto las representaciones coloniales, a lo cual llamó precisamente Orientalismo. La defensa de su identidad palestina forma parte de este empeño, pues Said se entiende a sí mismo como una forma más de ser palestino, sin estar ligado a lo que se supone deberían ser todos los integrantes de este pueblo (musulmanes principalmente).

El Clifford de 1980 también puso en duda la pertinencia de estos anclajes identitarios en el trabajo intelectual con el argumento de que éste debe responder a las condiciones de su entorno, en este caso del mundo globalizado, opinión que Said no suscribía en lo absoluto, a pesar de que la cuestión identitaria no lo convencía del todo (sus expresiones fundamentalistas al menos). Por este motivo dedicó tiempo y tinta al tema de los intelectuales en el mundo contemporáneo, defendiendo siempre el principio del intelectual situado que transparenta el lugar desde el cual habla, que reconoce intereses y el peso de su biografía, en oposición al conocimiento objetivo, técnico, experto o aséptico que adquirió impulso en los ochenta con el auge del modelo neoliberal.

Esta idea de intelectual situado se opone al estereotipo del intelectual universal que se ubica por sobre las querellas de este mundo en el cual se refugian no pocos intelectuales, universalismo que para Said ha sido y es una falacia, no así la dimensión universal que es imprescindible para poner en diálogo las diferencias: “En otras palabras, hablar hoy de los intelectuales significa hablar específicamente de las variaciones nacionales, religiosas e incluso continentales del tema, porque cada una de dichas variaciones parece requerir una consideración independiente” (Said, 1996b:41).

Esta concepción del trabajo intelectual también lo apartó de la figura del intelectual orgánico o militante, a la cual opone un intelectual crítico que aporta a una causa desde la exposición permanente de los conflictos que cruzan la lucha por ella. Desde esta vereda apoyó el movimiento palestino, al mismo tiempo que advertía sobre el peligro del integrismo y de las identidades excluyentes.

Su visión de la democracia y la diversidad tenía como punto de partida el concepto de cultura abierta ya comentado, de ahí su crítica a la categoría de otredad porque se opone, precisamente, a la diversidad que es necesario reconocer para articular espacios públicos democráticos. Frente a la espectacularización de las diferencias culturales –riesgo intrínseco a la otredad- Said y otros autores en esta perspectiva plantean un desafío que a mí me parece fundamental, aun cuando la búsqueda no esté concluida, el cual consiste en cómo pensar las diferencias culturales sin caer en riesgosos estereotipos que limitan la creatividad, el diálogo y el intercambio entre las culturas: “… preguntarse cómo se pueden estudiar otras culturas y pueblos desde una perspectiva libertaria, y no represiva o manipulativa” (Said, 2003b:49).

Para Said –y en esto sigue al Fanon de Los condenados de la tierra–, el diálogo cultural no jerárquico constituía la base necesaria para reconocer la humanidad de todos los habitantes del planeta. Su último libro, Humanismo y crítica democrática, concluido en mayo de 2003, a meses de su muerte y publicado al año siguiente, confirmó este compromiso con el humanismo y su convicción de que es posible y necesario habitarlo en una perspectiva emancipadora. En sus primeras páginas, que a la vez fueron las últimas de este autor palestino, señala:

Las culturas coexisten e interaccionan de un modo muy fructífero en una proporción mucho mayor de lo que combaten entre sí. Es a esta idea de cultura humanística como coexistencia y comunidad compartida a lo que pretenden contribuir estas páginas; y, con independencia de que lo consigan o no, me queda al menos la satisfacción de haberlo intentado (Said, 2006:18).

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[1] Trato este asunto con detalle en un artículo que se titula “Cultura, diferencia, otredad y diversidad. Apuntes para discutir la cuestión indígena contemporánea”, en prensa.

[2] Lo interesante de este argumento (contenido en la cita que da comienzo a este artículo a modo de epígrafe), es que Said advierte estas características en todas las culturas y en todas las épocas, no como un elemento propio del siglo XX favorecido por los medios de comunicación masivos, como parece apuntar el antropólogo James Clifford cuando analiza acertadamente la crisis de la autoridad etnográfica (Clifford, 2001: 29).

[3] Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1950), uno de las más potentes acusaciones contra el colonialismo europeo, señala: “…admito entonces que poner en contacto las diferentes civilizaciones es bueno; que es excelente casar mundos distintos; que una civilización, cualquiera que sea su íntimo genio, al replegarse en sí misma, se marchita” (Césaire, 1993:308). Por su parte Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra (1961), también introduce distinciones entre Europa y el colonialismo, otorgando un sitial a la cultura occidental pero condenando el dominio establecido en su nombre: “Se trata, para el Tercer Mundo, de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa…” (Fanon, 1963:291).

[4] Recuerdo una entrevista al subcomandante Marcos, uno de los líderes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, México, realizada al poco tiempo de la rebelión de 1994, donde se le preguntaba si no era impropio que indígenas mayas recurrieran a la estrategia militar y a la política occidental, frente a lo cual respondió argumentando sobre la inviabilidad de pelear contra un ejército regular con arcos y flechas. Por cierto, el movimiento zapatista se debate también entre las expectativas de otredad cultural de algunos sectores de la nueva izquierda, que advierten en ellos la posibilidad de una acción política no contaminada por la ideología, las estrategias y los partidos. Por otra parte, ha sufrido también la descalificación de quienes piensan que se trata de indígenas manipulados por la ultraizquierda urbana: ambas posiciones se sustentan, como aquí he querido expresar, en la dicotomía Oriente-Occidente que en el caso indígena no reconoce su vínculo con los procesos nacionales y sus trayectorias de militancia política.

[5] Para seguir la disputa en torno a la figura de Caliban y otros personajes que componen la pieza teatral de Shakespeare, ver “Caliban” del cubano Roberto Fernández Retamar, publicado en 1972, donde hace una genealogía de las interpretaciones en torno a la obra y su propia reivindicación de Caliban como el personaje representativo de los sectores excluidos de la sociedad latinoamericana.

[6] A esto habría que agregar que todas las culturas son etnocéntricas y construyen sus otros, por lo tanto, no es una innovación de Occidente. El factor determinante es, entonces, el prestigio y la fuerza política de Occidente luego de los procesos coloniales.

[7] El título de esta conferencia expone de partida las tensiones que determinan el vínculo entre la antropología y su objeto de estudio: “Representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología”. El texto fue publicado por primera vez en 1989.

[8] En la Introducción a Dilemas de la cultura, su influyente libro de 1988, Clifford apunta que la obra posterior de Said atenúa o disipa muchas de las dudas y críticas que despertó Orientalismo en 1978 (la reseña de Clifford se publicó en la revista History and Teory, Nº 19, en 1980).

[9] Otra delimitación importante fue la opción de analizar el imperialismo de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, cuestión que también es objeto de duras críticas, incluyendo a Clifford y la reseña ya mencionada. Esta objeción fue la menos considerada por Said, quien en el Prólogo a la edición española del 2003 señala: “…ello no impidió que algunos críticos resaltaran el hecho irrelevante de que yo había desatendido el Orientalismo alemán, holandés o italiano” (Said, 2003b:9).

[10] Said fue uno de los primeros autores de la academia estadounidense en utilizar el postestructuralismo francés. En Orientalismo se remite a dos libros de Foucault: La arqueología del saber y Vigilar castigar.

[11] En el caso específico de la llamada antropología posmoderna (término que acuña Stephen Tyler en 1983), aunque se avanza en la autoconciencia de los procesos escriturales y en los procedimientos mismos de la investigación, prácticamente no se tensiona el binomio antropólogo/informante, como tampoco la (auto)concepción del antropólogo como traductor de las diferencias culturales. Por ende, no se critica ni deconstruye la categoría de Otro (Ver la compilación de Reynoso, 2003).

[12] En otros trabajos hemos sostenido la necesidad de distinguir dos momentos en este tipo de reflexión intelectual: el primero que se extiende entre los años cuarenta y setenta al calor de los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América Latina, donde destacan autores como Aimé Césaire, Frantz Fanon y Albert Memmi; y el segundo que tiene como telón de fondo la crisis de la bipolaridad que caracterizó a la guerra fría (a favor de Estados Unidos) y la globalización, una crítica influenciada por las corrientes postestructuralistas y postmodernas que surge de la academia norteamericana por parte de autores provenientes de las ex colonias, como es el caso de sus exponentes más connotados: Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. (Ver Rojo, Grínor; Salomone, Alicia y Zapata, Claudia, 2003).

Interculturalidad una larga historia colonial Daniel Montañez

La interculturalidad es un término bien conocido por los pueblos de nuestra región, teniendo un uso muy temprano por organizaciones como el CRIC colombiano. (El Consejo Regional Indígena de Cauca realiza un intenso trabajo político y educativo por la autonomía y la defensa del territorio de los pueblos desde los años 70; la interculturalidad es un pilar fundamental en sus proyectos educativos, económicos y políticos).

El término representa una crítica a los esencialismos que entienden las identidades como realidades “puras” y estancas y, por otro lado promueve relaciones éticas y respetuosas entre los pueblos y comunidades del mundo. Pone énfasis en la cuestión relacional, tanto en las relaciones interiores de cada pueblo como en las exteriores, oponiéndose a los enfoques multiculturales, paternalistas, colonialistas o racistas que hacen apologías de las culturas de los pueblos como forma de desprecio estructural y herramienta de dominación social.

Sin embargo, y esto no es nuevo para el pensamiento crítico contemporáneo de nuestros pueblos indígenas, en la práctica la interculturalidad suele actuar como paradigma de control social, que utiliza y refuncionaliza parte de las culturas de los pueblos para establecer refinadas formas de dominación (véanse aportes de Silvia Rivera Cusicanqui o José Quintero Weir en este sentido).

Nuestros pueblos han observado junto con sus comunidades cómo la interculturalidad se hace efectiva a través de políticas públicas coloniales de diversa índole, que generalmente sustituyen proyectos anteriores degradados mediante la renovación del nombre. En vez de políticas multiculturales, indígenas, de solidaridad y desarrollo, ahora serán “interculturales”.

Algunas críticas del ámbito académico vinculadas a la defensa del territorio y el desarrollo propio de las comunidades han detectado también esta cuestión, y ya hablan de una “interculturalidad crítica” en contraposición a la “interculturalidad funcional”, “posmoderna”, “capitalista”, “dominadora”, “liberal” o “neoliberal” (véanse los aportes de Catherine Walsh y Jorge Viaña).

Pero como dice un amigo: “cuando comenzamos a poner apellidos a las cosas es que algo va mal”. No todos los términos han sido igualmente cooptados por Estados, gobiernos, bancos, empresas y ONGs. Pensemos en el concepto de autonomía. Imaginen que fuera cooptado de la misma forma y que cambiaran el programa “Oportunidades” de México por uno de “Autonomías” que ofreciera a las mujeres de las comunidades la posibilidad de construir “autonomía” mediante la gestión de una tienda de Sabritas y sopas Maruchan. Se les podría maquillar más. Ya no Sabritas ni Maruchan; serían “papitas nahuas” o “ancestrales sopas mayas de fideo chino con camarones y aderezo de chile habanero”. Todos ellos productos que trabajan por el bienestar y la “autonomía” de las comunidades, con el imprescindible “toque intercultural” por el cual los ingredientes estarán, con todo orgullo, escritos en lenguas originarias.

El uso y refuncionalización de las culturas propias de los pueblos para su refinada dominación se trata de una cosa seria y muy antigua. Revisemos tres momentos históricos para hacerla explícita:

Siglos VI a XVI.

Despojo y evangelización de los pueblos de Europa. Karl Marx estudió bajo la idea de “acumulación originaria” la transición al modo capitalista de producción desde la Edad Media temprana. Así, estaríamos hablando de un largo proceso de despojo en múltiples dimensiones: de tierras, conocimientos y cuerpos de los pueblos que habitaban el territorio hoy conocido como Europa.

Se han realizado nuevos estudios que complementan el texto de Marx sobre la acumulación originaria en términos de despojo de conocimientos, luchas y dominación de género (como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici, México, Pez en el Árbol, 2013).

La imposición del cristianismo jugó un papel esencial en este proceso, pero no todos los pueblos fueron fáciles de evangelizar. Ya tempranamente el papa Gregorio el Grande, durante la evangelización de los sajones en el siglo VI, dijo a sus enviados: “No olvidéis nunca que no debéis estorbar ninguna creencia tradicional que pueda armonizarse con el cristianismo” (citado por Luis Werkman en La herencia medieval de México. Colmex/FCE, México, 1994).

Siglos XVI a XVII.

La conquista de América. Estas tendencias viajaron a América de la mano de conquistadores que venían de la guerra contra Al-Andalus. Eran conscientes de la paradoja de destruir el conocimiento no cristiano para imponerse (de la quema de las bibliotecas de Córdoba y Granada a la destrucción de códices en Yucatán), a la vez que necesitaban conservarlo y cristianizarlo.

¿Gracias a quiénes leyeron los renombrados frailes del siglo XVI las obras de Aristóteles? ¿Quiénes les enseñaron el número 0 y la potencia de calendarios mucho más exactos? Muchas obras enfatizan el robo de conocimientos de la modernidad europea para presentarlos como invenciones propias. Gutenberg inventó la imprenta siglos después que los chinos, Galileo descubrió la redondez de la tierra siglos después que los árabes y diversos pueblos de América.

Es interesante el estudio de George Saliba, quien estudia los aportes científicos que los europeos tomaron del Islam para emprender su “renacimiento” (en Islamic Science and the Making of the European Renaissance, MIT Press, 2007).

En esta destrucción-conservación-refuncionalización de los saberes de los pueblos en nuestra región participaron varios frailes, sobre todo dominicos y jesuitas.  Algunos autores han visto estas labores como honorables ejercicios de antropología temprana que habrían contribuido notablemente a nuestro conocimiento de las culturas prehispánicas.

Es el caso de Miguel León Portilla, autor muy importante para los estudios de las culturas prehispánicas (Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología, UNAM/Colmex, 1999). De Sahagún realizó exhaustivos estudios de las lenguas y culturas de los pueblos que evangelizaba. Los frailes solían olvidar mencionar que eran estudios solicitados por el propio Vaticano, que formaba a los frailes para estas labores con el fin de conocer mejor a los pueblos que quería evangelizar, y que por lo general no tenían ningún especial cariño por estas culturas, y lo que pretendían era traducir dioses y ritos locales a la tradición cristiana para que la evangelización fuera más pacífica y profunda.

No, no eran “defensores de los indios”, eran evangelizadores con herramientas de conversión refinadas, aprendían los conocimientos locales para dominarlos; el énfasis que algunos de ellos pusieron en contra de la esclavitud indígena fue funcional a la conversión al cristianismo y su inclusión dentro del universo católico moderno, que comenzaba a desplegarse como paradigma de conquista con anhelo mundial.

 No olvidemos que Bartolomé de Las Casas, mientras defendía a los indios frente a los encomenderos y las propuestas de Sepúlveda, era íntimo amigo del cardenal Cisneros, encargado de quemar la biblioteca de Granada. El ejemplo de los jesuitas es el epítome de este proceso, el cual elevaron a escala global y lo relacionaron con grandes luchas por el poder político y económico de las regiones en las que se asentaban.

Siglos XIX y XX.

La construcción de las naciones. Las culturas de los pueblos tomaron gran importancia para la construcción de las identidades nacionales de América Latina. Importaban las culturas pasadas, ya que las contemporáneas precisaban de “modernizarse” o “desarrollarse”. Preferían al indígena muerto. Las leyendas anticoloniales de Nezahualcoyotl y Xicotencatl, antes que las culturas y comunidades concretas que aún resistían a la colonización nacional.

El componente religioso no dejaba de estar presente, lo podemos ver en las “misiones culturales” vasconcelistas de principios de siglo XX, donde parecían llegar nuevos “misioneros” con una férrea voluntad espiritual de modernizar las comunidades rurales mexicanas. También en la antropología cubana de Fernando Ortiz desde los años 40, según refiere Horacio Cerutti; Ortiz hacía una analogía de la transubstanciación en su propuesta de transculturación, donde enfatizaban los componentes afroamericanos e indígenas como parte fundamental de la identidad caribeña y latinoamericana.

Y, cómo no, en la persistencia del papa Juan Pablo II, quien retomaría en la década de 1980 la tradición de Gregorio el Grande con el desarrollo de la “inculturación”, algo así como una evangelización lenta, pacífica y culturalmente apropiada.

Si tomamos en serio esta larga historia de dominio y control social, que utiliza las culturas y tradiciones en su propia contra, debemos tener cuidado y seguir batallando por el contenido de las ideas y no sólo por sus nombres. Las buenas intenciones no bastan.

Queremos educación e investigación intercultural si eso sí significa una educación basada en paradigmas, metodologías y necesidades reales y propias de las comunidades en lucha.

Salud intercultural no significa tener limpiando los hospitales a las abuelas parteras ni esterilizar a las indígenas. Derecho intercultural significa tomar en serio las autonomías de los pueblos y no sólo tener traductores en juicios sumarios. Gestión intercultural si no significa convertir las culturas ancestrales en mercancías. Sostenibilidad intercultural si eso sí está vinculado a procesos de defensa del territorio y de lucha contra los despojos del Capital, en vez de a proyectos de conservación para ecoturismo o venta de bonos de carbono a Coca-Cola.

En definitiva: queremos menos rollos y más realidades, y que nos dejen de joder de forma perversa en nombre de nuestras propias culturas y ancestros.

Daniel Montañez Pico es estudiante de doctorado en Estudios Latinoamericanos y profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Michel Foucault y los Dispositivos de Poder en el Capitalismo Paul Antonio Córdoba Mendoza.

En la actualidad, apreciamos por todo el orbe –hasta en los países más desarrollados– movimientos de resistencia capitalista antineoliberal, en sus múltiples formas de expresión, (cacerolazos, ollas populares, marchas, cortes de ruta, bocinas, huelgas, crucifixiones, piquetes y hasta desnudamientos), en las cuales participan, hombres, mujeres, estudiantes, campesinos y de todos los sectores populares.

Estas formas de resistencia podemos considerarlas, como formas de negación, gritos de ira, síntomas del fracaso de la promesa neoliberal y del capitalismo. Pero como si hay, claramente visible un descontento global frente a la dinámica de poder de acumulación capitalista, como sí cada da crece más el descontento de grandes sectores de población.

Cómo es posible que se mantenga este sistema excluyente? más aún: Cuales son los dispositivos de poder que garantizan su cumplimiento efectivo? Estas dos grandes interrogantes son las que autores tales como Michel Foucault, intentaron darle respuesta en sus diversos estudios, sobre los dispositivos del poder insertos en el capitalismo.

Hoy hay muchos elementos del pensamiento teórico foucaultiano que se encuentra vigente, para comprender las anteriores interrogantes. Para realizar este ensayo sobre los mecanismos o dispositivos del poder propios del capitalismo, la obra teórica de Michel Foucault, es inminente que sea revisada, ya que el mismo dedicó gran parte de su vida profesional, a analizar el fenómeno del poder disciplinario desde diferentes aristas (cárcel, escuela, hospitales, la sexualidad, la burocracia entre otras formas), rompiendo con la tradición que ubicaba al poder en personas y lugares específicos.

Siguiendo el planteamiento foucoualtiano, el presente ensayo intenta probar que, el poder disciplinario somete, vigila, excluye, discrimina, normativisa y domeña a los seres humanos, lo cual es una realidad masiva y lacerante en el conjunto de las instituciones sociales, económicas y políticas que constituyen la vida diaria de las sociedades surgidas o integradas desde la modernidad.

En el presente trabajo, entonces desarrollar, las principales perspectivas foucaultianas en cuanto al tema específico de los dispositivos de poder en el capitalismo. Como lo son: el poder disciplinario, el poder carcelario, entre otros.

Foucault y el Poder.

 El análisis del concepto y la (as) forma (as) de poder vienen siendo objeto de numerosos debates en todas las ciencias sociales al menos en los últimos 30 años. Aunque la definición sociológica clásica, data de Max Weber (1864-1920), en donde para él poder es la probabilidad de que un actor dentro de una relación social, esté en condiciones de hacer prevalecer su voluntad incluso contra su resistencia, al margen de la base sobre la que descansa dicha probabilidad.[1]

Expresado esto esquemáticamente  diríamos que el poder, es la capacidad de que A logre que B haga C (tanto si B le place o no). Para Talcott Parsons (1902-1979) el concepto de poder solo puede ser entendido en la medida que contemplamos manifestaciones explícitas o reales de dicho poder es decir la significación del poder en el sistema social, además de la institucionalización de los derechos de posiciones particulares depende del hecho de su generalización y, como consecuencia su cuantificación[2] .

En fin algunas definiciones se centran, con diferentes grados de sutileza, en la capacidad que dispone una persona o un grupo para lograr que otra persona o grupo, haga algo en contra de su voluntad. Este poder se ubica en los procesos de toma de decisiones, en el conflicto y la fuerza, cuanto más poder tiene una persona, menos tiene la otra. Otras definiciones distinguen entre varios tipos de poder, que se entiende que sirven a distintos propósitos y tienen diferentes efectos en o sobre la sociedad. Entre ellos se incluyen el poder de amenaza, el poder económico, el poder integrador o el poder para crear relaciones como el amor, el respeto, la amistad o la legitimidad, entre otros.

Una concepción realmente innovadora y que nos permite analizar hasta las formas más microscópicas de la concepción del poder nos la muestra Michel Foucault (1926-1984), el autor de Vigilar y Castigar, devela que la concepción de poder capitalista, como un ente objetivo institucional, ya sea bajo la forma de Estado, ejército, no se muestra muy clara, ya que, el poder para él, no lo posee un individuo o grupos de ellos en particular.

El poder es una relación social, y existe más allá de las fronteras del estado y grupos de individuos. Es por lo tanto, una inmanencia; está presente en todas las relaciones humanas, ya sea como saber, poder físico, religión, deseo etc.

Por eso en cuanto a cómo funcionan estos mecanismos de poder señala: Cuando me refiero al funcionamiento de poder no me refiero nicamente al problema del estado, o a la clase dirigente, a las castas hegemónicas sino a toda una serie de poderes cada vez más sólidos, microscópicos que se ejercen sobre los individuos, en sus comportamientos cotidianos y hasta en sus propios cuerpos [3]

Al analizar escritos centrales de la vasta obra de Michel Foucault, en cuanto a nuestro tema preciso de investigación, Dispositivos de poder en el capitalismo debemos comenzar aclarando que para el filósofo francés, el poder es una vasta tecnología que atraviesa el conjunto de relaciones sociales; una maquinaria que produce efectos de dominación a partir de un cierto tipo peculiar de estrategias y tácticas especificas [4]

Para Foucault cada formación social existente ha requerido como condición estructural de su surgimiento y reproducción la existencia de un régimen de verdad (dispositivo productor de poder que disciplina).

En la Edad Media se manifiesta una relación de poder fundamentalmente ligada al control y a la propiedad de la tierra y sus productos, el poder se identifica con la sangre mediante la reivindicación del abolengo de la aristocracia, y con la propiedad a través de la posesión de enormes extensiones de tierra que simbolizan la grandeza y el poderío en esta epoca histórica.

Entonces el poder no se afinca en el control disciplinario, sino en la presencia de la soberanía, la alcurnia, el rango, y la heroicidad en tanto que valores sociales y culturales preestablecidos e incuestionables.[5]

Por ello entonces el poder en el capitalismo para Foucault, estuvo precedido, por el poder de la soberanía durante la época feudal medieval, principalmente ligado al poder y control de la tierra y sus productos. El poder en el medioevo gira en torno al domino absoluto, previamente sacralizado del soberano y del Papa, y se establece sobre la base de agrupación de grandes latifundios que funcionan como principal fuente de riqueza [6]

En cuanto a la aparición del capitalismo, este introdujo su disciplina propia, significó el perfeccionamiento de este mecanismo utilizado en el feudalismo, por ello en este periodo capitalista se inventa una nueva tecnología del poder. En cuanto al poder la disciplina capitalista implica una aceptación por parte de los dominados de toda una compacta red de obligaciones y responsabilidades laborales fijadas, contractualmente en la cual ya no es necesario el sometimiento al poder del soberano.

De lo anterior se desprende que en sus investigaciones, el objetivo, para Foucault, fundamental es el de develar la esencia de esa política de verdad del sistema capitalista, como fundamento de la pervivencia de su dominación. [7]

Ya que estos mecanismos o dispositivos centrales no eran analizados a profundidad, por los intelectuales, ya sea de parte de teóricos del liberalismo por un lado, ni del marxismo por el otro. La Manera como el poder se ejercía concretamente y en detalle, con toda su especificidad, sus técnicas y sus tácticas, no era algo que preocupara; uno se contentaba con denunciarlo en el otro, en el adversario de un modo polémico y global: el poder en el socialismo soviético era denominado por sus adversarios, totalitarismo; y en el capitalismo occidental era denunciado por los marxistas, como dominación, de clase, pero la mecánica de poder no se analizaba nunca.[8]

Entonces, con la llegada del capitalismo, se hacía necesario correlacionar la nueva cultura liberal, con el proceso de acumulación capitalista había que introducir la disciplina en tanto que fuente creadora de comportamientos reglamentados en la familia, la escuela y todas las instituciones sociales, como la única forma de poder modelar una específica conducta tecnocratica y sumisa de los obreros en las fábricas y de los individuos en la sociedad.[9]

De lo anterior se expresa que la disciplina capitalista es una forma de acumular hombres que cuenten con una nueva mentalidad reglamentada y normativizada que los convierta en eficaces y productivos trabajadores asalariados, sustituyendo con ello los antiguos y costosos procedimientos de control político financiados en el poder de la tradición, el carisma la violencia y el sometimiento religioso propio del feudalismo.

Por ende la acción permanente de la disciplina en el capitalismo sobre los grupos sociales, conduce al objetivo esencial de lo que Foucault llama biopolítica, es decir la fabricación de hombres y mujeres sumisos a la lógica del poder capitalista. [10]

La disciplina capitalista produce un doble efecto que actúa en forma recíproca: se domeña y mantiene la sujeción sobre el cuerpo, así como se doblega y educa el alma para la obediencia. Lo que hace que el poder se aferre que sea aceptado, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas, induce al placer, formas de saber, produce discursos; es preciso considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social, que como una instancia negativa que tiene como función reprimir.[11]

Al ser el poder una relación social y circular en forma de disciplina, dispersa entre las redes sociales, el autor parte de que en algún momento todos poseemos algún tipo de poder sobre alguien.

Este poder, produce también mecanismos de valoración y discriminación (crea discursos) generados por la perorata disciplinaria, mediante el cual el biopoder capitalista puede recurrir a la exclusión de leprosos apestados, enfermos, homosexuales, delincuentes y locos, pretendiendo la culpabilización de los excluidos y marginados mediante su internamiento en hospitales, correccionales, cárceles, asilos, con el objetivo de aislarlos de la vida social normal y de poder justificar el ejercicio sistemático de poder.

Por esto cuestionar las formas capitalistas de vida implica conocer las formas insidiosas mediante las cuales operan poderes y saberes específicos, pero a la vez asumir en nuestra propia existencia la renuncia de un conocimiento, a una identidad que nos ha sido asignada [12]

Ahora en cuanto a los dispositivos disciplinarios de poder que garantizan el cumplimiento efectivo del capitalismo, la práctica del poder en la era moderna, se ha caracterizado, por un lado, por una legislación, un discurso, una organización basada en el derecho público, articulado en el cuerpo social y el status de delegación de cada ciudadano; por otro lado, por coerciones disciplinarias cuyo propósito es asegurar la cohesión del mismo cuerpo social

«En cualquier sociedad hay relaciones manifiestas de poder que permean, caracterizan y constituyen el cuerpo social, y esas relaciones de poder no pueden ser establecidas, consolidadas ni implementadas sin la producción, acumulación y funcionamiento de un discurso» [13]

El discurso se asocia a la disciplina y esos dos instrumentos complementarios, viabilizan el poder. Michel Foucault denominó disciplina, a esta mecánica de poder basada en la normalización, la disciplina fabrica los cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles. La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos de utilidad) y disminuye esas fuerzas (en términos políticos de obediencia).

Por ende la disciplina capitalista no podrá funcionar sin el valiosísimo auxilio que representa la interiorización de las normas sociales de conducta. Un ser humano disciplinado es aquel que ha aprendido e integrado totalmente un determinado código de reglas de comportamientos dictada por el padre, el maestro, el juez, el alcalde, el psiquiatra… [14]

Pero en la actualidad quienes, qué o cuales son los discursos disciplinarios encargados de garantizar el cumplimiento efectivo e integrar a los individuos al sistema? Son varios estos dispositivos disciplinarios, en la cual el poder no reprime al sujeto humano, no se mantiene ni se prolonga hacia el futuro en base a la represión, sino que, al revés, le inyecta o inocula unos ciertos saberes.

La escuela busca disciplinar el cuerpo y la mente de los individuos para desenvolverse dentro de determinadas coordenadas de poder. En el caso de la enseñanza el instrumento del examen es una de las estrategias de reproducción de las relaciones de poder. En la medida en que el estudiante se encuentra a merced del examinador y que no tiene otra alternativa que moverse dentro de los parámetros establecidos por aquel, está siendo sometido a un poder manifiesto.

La fábrica aunque ha variado un poco desde que Foucault la vislumbraba como mecanismo de poder, pero aún mantiene algunos elementos, se trata la medida que se concentran las fuerzas de producción, de obtener de ellas el máximo de ventajas y neutralizar sus inconvenientes (robos, interrupciones del trabajo, agitaciones y cábalas)[15] en definitiva, para ello era necesario establecer, vigilantes, castigos, penalidades y multas para quienes violentaran los horarios de entrada a la fábrica.

En cuanto a las disciplinas, las fábricas y los talleres no eran diferentes. Y así son también las escuelas y las universidades con sus relojes, timbres, uniformes, y reglamentación. La puntualidad, la frugalidad, orden e industriosidad enseñada por algunas escuelas inglesas de caridad era alabada por los religiosos y los dueños de fábricas por ser la manera en la que los niños entraban a un nuevo universo de tiempo disciplinado.

En cuanto al hospital, este tiende a convertirse en aparato de examinar. El ritual de la visita médica, se convierte en su forma más llamativa de disciplinar. Cuando una observación regular pone al enfermo en situación de examen lo cual trae dos consecuencias: en la jerarquía interna, el médico, elemento ahora externo, comienza a adquirir preeminencia sobre el personal religioso.

Aparece la categoría del enfermero. El hospital bien disciplinado constituira el lugar adecuado de la disciplina médica. La cárcel es la forma de poder más delirante y exacerbada de la disciplina capitalista en la prisión advierte Foucault el poder no se oculta no se enmascara se muestra como tiranía llevada hasta los más ínfimos detalles, poder cínico y al mismo tiempo puro enteramente justificado ya que puede formularse enteramente en el interior de una moral que enmarca su ejercicio.[16]

Foucault concibe a las prisiones como la institución por excelencia que cristaliza y materializa la existencia del poder coercitivo. Estos y otros dispositivos como la familia etc. son algunos de los dispositivos disciplinarios necesarios para que se pudiera consolidar el capitalismo, utilizando para ello el mecanismo de la disciplina.

El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada; un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican[17] o a su vez comenta también Foucault se trata de establecer las presencias y las ausencias, de saber dónde y cómo encontrar a los individuos, instaurar las comunicaciones útiles, interrumpir las que no lo son, poder en cada instante vigilar la conducta de cada cual, apreciarla sancionarla, medir las cualidades o los méritos. [18]

Sumado a lo anteriormente expuesto un elemento central de la disciplina de poder en la actualidad, nos advierte Foucault, proveniente del discurso capitalista y este es el encierro en la cual vive el obrero. El endeudamiento obrero le obliga por ejemplo a pagar su alquiler un mes por adelantado, y en cambio cobra su salario a fin de mes, la venta a plazos, el sistema de cajas de ahorro, las cajas de retiro y asistencia, las ciudades obreras, todos estos han sido medios para controlar a la clase obrera, de una manera mucho ms sutil, mucho ms inteligente mucho más fina y para secuestrarla.[19]

Para concluir este breve ensayo (muy sintético, por lo breve que fue tratado el tema del poder en el capitalismo siguiendo la teoría focultiana), hay que tener en cuenta que el paradigma marxista utilizado históricamente para cambiar el mundo y las relaciones de poder, es por medio del control político del estado, ya sea en cualquiera de sus dos dimensiones la reforma (cambio gradual hacia el socialismo) y la revolución (cambio radical), estos dos modelos de transformación social, han descuidado para autores como Holloway el hecho de que el trabajo está organizado sobre una base capitalista significa, que lo que el estado hace y puede hacer esta limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte.

Por ello cambiar y/o transformar el mundo y por ende las relaciones de poder no implica necesariamente el control político del estado, ya que de ser así se separa al estado del cúmulo de relaciones sociales que lo rodea y se lo eleva como si fuera un autor autónomo. Por ello se debe tener claridad que si nos rebelamos contra el capitalismo y sus dispositivos de saberes, los cuales crean poderes, no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque se pretende construir una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas y donde se crea una sociedad basada en el reconocimiento de la dignidad de las personas.

Por último se debe destacar que el poder no es un atributo ni una esencia es una relación de fuerza que pasa tanto por las fuerzas dominadas como por los dominantes. No podemos pensar el poder como algo que unos poseen y otros no (no es apropiable) no podemos pensar que en la sociedad hay grupos que detentan el poder y otros excluidos del mismo. El poder hay que pensarlo como ejercicio, el cual no se posee se ejerce. El poder no es monolítico y totalmente controlado.

Aunque en la sociedad hay un grupo de una clase que ocupa estratégicamente posiciones de poder no controlan del todo el poder ya que este no está localizado, en un lugar específico como los estados, sino en pequeños poderes capilares (padre sobre el hijo, maestro sobre el alumno, empresario sobre obrero.. etc.) lo que permite y hace posible que el estado se reproduzca y funcione.

En fin es preciso interpretar la evolución de la sociedad capitalista como proceso de formación y desarrollo de una «sociedad disciplinar», mostrando los hilos que unen a diversas organizaciones como la escuela, la cárcel, el hospital, el ejército y la fábrica.

Foucault llama disciplinas al conjunto de métodos que permiten un control minucioso de las operaciones del cuerpo y que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas, garantizando la obediencia para conseguir una mayor utilidad.

Las fábricas, las escuelas, los hospitales, las prisiones, en general devinieron en lugares privilegiados para moldear la experiencia y los modos de pensar en términos del orden social. Por ultimo queremos señalar que desde el punto de vista del poder la teoría foucaultiana muestra esa ruptura con el pensamiento clásico tradicional, aportando nuevos y variados elementos para entender el poder y sus múltiples relaciones.

De lo anterior se desprende que si se rebelan contra el capitalismo, no es porque se quiere un sistema de poder diferente, es porque se pretende construir una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas y donde se crea una sociedad basada en el reconocimiento de la dignidad de las personas.

Lo anterior tiende a expresarse en la actualidad por medio de la participación en organizaciones no gubernamentales o por preocupaciones individuales y colectivas de maestros, médicos, trabajadores en general, etc. Cuyo objetivo central no es ganar posiciones de poder, sino por el contrario han proporcionado importantes focos para el movimiento antipoder.

Bibliografía

Foucault, Michel. Microfísica del Poder. Madrid: editorial la piqueta. 1980 Foucault, Michel. El Poder y la Norma. En: Revista la nave de los locos N 8. Universidad San Nicols Morelia. 1984.                                                     Foucault, Michel. El Sujeto y el Poder. Torres-Rivas Edelberto (comp.) En: Teoría y métodos. San José: Educa. 1990,                                                 Foucault, Michel. Asilos, Sexualidad y Prisiones. En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos. 1999                                         Foucault, Michel. Verdad y Poder. En: Estrategias de Poder. Volumen II. Barcelona: Editorial Paidos. 2000.                                                                Foucault, Michel. Vigilar y Castigar: el Nacimiento de la Prisión. Madrid. Siglo Veintiuno editores. 2000.                                                                   Foucault, Michel. Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos. 2000.

Otros Autores Consultados:

Bendix, R, y Lipset, S (comps). Clases, status y poder. Madrid. Editora Euroamericana 1972.                                                                                   Ceballos Héctor. Foucault y el Poder. Mexico: Ediciones Coyoacan. 1997. Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, Buenos Aires: editorial Herramienta. 2002.                       Parsons, Talcott. El Sistema Social. Madrid: editorial Alianza 1999.


[1] Bendix, R., y Lipset, S (comps), Clases, status y poder, Madrid. Editora Euroamericana 1972

[2] Talcott, Parsons, El Sistema Social, Madrid: Editorial Alianza 1999, Pg. 122

[3] Foucault, Michel, 1999, Asilos, Sexualidad y Prisiones, En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pag. 283

[4] Cfr. Foucault, Michel, Microfsica del poder, Madrid: editorial la piqueta, 1980, Pg., 144

[5] Cf. Ceballos Hctor, 1997, Foucault y el Poder, Mxico: Ediciones Coyoacan, Pg. 67

[6] Idem., Ceballos, Héctor Pg. 67

[7] Idem.

[8] Foucault, Michel, 1999, Verdad y Poder; En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 46

[9] Cfr. Ceballos Hctor, 1997, Foucault y el Poder, Mxico: Ediciones Coyoacan, Pg. 69

[10] Cfr. Maurizio Lazzarato, del Biopoder a la Biopolitica, documento bajado de Internet, el da 1 de agosto de 2006, http://sindominio.net/arkitzean/otrascosas/lazzarato.htm

[11] Foucault, Michel, 1999, Verdad y Poder; En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 48

[12] Foucault, Michel, 1999, Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 17-18

[13] Foucault, Michel, 2000, Vigilar y Castigar, Madrid, Siglo Veintiuno editores, Pg. 212

[14] Cfr. Foucault, Michel El poder y la norma, En: Revista la nave de los locos N 8, 1984, Universidad San Nicols Morelia.

[15] Foucault, Michel, 2000, Vigilar y Castigar, Madrid, Siglo Veintiuno editores, Pg. 146

[16] Cfr. Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid: editorial la piqueta, 1980, Pg., 81

[17] Idem

[18] Idem 147

[19] Foucault, Michel, 1999, A propósito del encierro penitenciario; En: Un dialogo sobre el poder y otras conversaciones, Madrid: Alianza Editorial, Pg. 67

Masculinidad y emociones. Una aproximación a su construcción social (2016) Juan Carlos Ramírez Rodríguez

Introducción

Pareces mariquita. Aguántese m’ijo, ¿que no es hombre? Los niños grandes no lloran. Ya, ya hombre, no es pa’ tanto.

Las mujeres se guían por sus emociones y los hombres por la razón. Fue una afirmación propuesta a las y los jóvenes mexicanos como parte de la Encuesta Nacional de Juventud en el año 2005. Cada joven tenía la posibilidad de responder de “De acuerdo”, “Acuerdo en parte”, “En desacuerdo” y las opciones residuales “No sé” y “No contesta”.

La respuesta me sorprendió, porque esperaba una adhesión importante a esta creencia muy difundida y que suponía muy aceptada[1]. 21.4 y 19.9% a nivel nacional y en la zona metropolitana de Guadalajara, respectivamente, estuvieron de acuerdo con esta afirmación (Ramírez Rodríguez y López López, 2013). Esto es, apenas una persona joven de cada 5.

El “Pareces mariquita”, el “Aguántese m’ijo, ¿qué no es hombre?”, el “Los niños grandes no lloran”, el “Ya, ya hombre, no es pa’ tanto”, remite a pensar a los hombres, grandes y chicos, como individuos emocionales. ¿Cuál es la relación entre estas exigencias y las respuestas de las y los jóvenes en México y en la ZMG sobre la emoción y la razón en mujeres y hombres? Mejor todavía, ¿existe una relación entre ellas? Si la menor proporción de hombres y mujeres consideran a estos como no necesariamente racionales, ¿se puede suponer que ellos son tan emocionales como ellas?

Incluso ¿podría decirse que no es necesariamente la emocionalidad lo que define a los hombres y a las mujeres? Iniciar una problematización de la relación entre las emociones y el género de los hombres es el principal objetivo de esta comunicación. Pretendo cuestionar sobre la obviedad, esculcar sobre lo dicho acerca de las emociones en los hombres en algunos de los planteamientos teóricos sobre la construcción de las masculinidades.

También se presentará una breve incursión sobre algunos de los elementos teóricos de la perspectiva sociológica de las emociones, es particular, sobre la perspectiva constructivista. Incorporo algunos cuestionamientos sobre sus relaciones como posibilidades para conformar una línea de investigación de largo plazo.

I. Sobre las emociones en el género de los hombres.

Antes de presentar algunos de los señalamientos sobre las emociones que distintos autores hacen al proponer una concepción teórica del género de los hombres conviene puntualizar algunos puntos de partida. Cuándo nos referimos a la(s) masculinidad(es), al género de los hombres[2], ¿a qué nos estamos refiriendo o a qué queremos referirnos? ¿A ciertas características de ciertos hombres; al rol social que se les asigna; a los estereotipos que se construyen sobre ellos; a los significados que se les atribuyen; a las estructuras sobre las que se fincan las relaciones y las prácticas sociales entre hombres y mujeres?

Cada perspectiva tiene un sustento teórico y desde luego connotaciones interpretativas distintas. Es pertinente considerar las posibilidades y sopesarlas para una vez elegida una orientación, mantener una coherencia, y desde luego evitar la adopción acrítica de las propuestas teóricas. Aquí consideraré la masculinidad como:

a) Un proceso de búsqueda permanente y reafirmación constante de asimetrías y alternativas de cambio en las relaciones entre los géneros e intragenéricamente. Promover y mantenerlas o romper con ellas requiere un trabajo continuo que está estructurado socialmente.

b) La participación de los sujetos en este proceso de relaciones asimétricas se da tanto de forma consciente como inconsciente.

c) Es ante todo una relación de poder-resistencia-contrapoder. No es un sistema de complementariedad y distribución de papeles para los hombres y las mujeres que necesita un ordenamiento; más bien es un enfrentamiento de visiones del mundo y un espacio de prácticas sociales.

d) Es la construcción de un universo simbólico en constante cambio. Los significados que sobre el significante se construyen, se modifican con el tiempo. El universo de significantes encierra el mundo material y las relaciones sociales.

e) Las relaciones entre los géneros e intragenéricamente están traspasadas por la intersección del tiempo vital y secular. La temporalidad nos ayuda a comprender los procesos de simbolización y cambio de la masculinidad y de los géneros.

f) La masculinidad incide en el sujeto y lo transforma; éste, a su vez, posee elementos que pueden modificar la estructura social. La masculinidad es, entonces, una red de relaciones complejas de interconexión múltiple y no una relación lineal de dependencia entre estructura social (flecha) objeto sexuado (Ramírez Rodríguez, 2005).

La masculinidad como un campo de estudio forma parte y es deudor de los estudios de género con mujeres y del feminismo. No son espacios teóricos y de práctica social monolíticos, más bien su carácter multiforme los convierte en una fuente rica de proposiciones para comprender la realidad social en que están inmersas las mujeres y los hombres. Las proposiciones conceptuales son instrumentos elaborados críticamente para comprender fenómenos sociales particulares. Veamos ahora el sentido con que se aluden las emociones por parte de algunos estudiosos de la masculinidad.

Uno de los temas más relevantes en los estudios de género de los hombres son las relaciones de poder. El poder es generalmente concebido como control con diversidad de aristas. Kaufman (1997) en el artículo “Las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, cuestiona esta concepción que se presenta como unívoca y muestra sus contradicciones asociadas a la alienación y la opresión.

Por una parte reconoce que el poder también puede formularse «en función del potencial para usar y desarrollar nuestras capacidades humanas. Este punto de vista se basa en la idea de que somos hacedores y creadores, capaces de utilizar el entendimiento racional, el juicio moral, la creatividad y las relaciones emocionales.» (Kaufman, 1997:67).

En general el poder es entendido como imposición, como el control sobre otros y sobre sí mismo, “sobre nuestras indómitas emociones”. Este control sobre las emociones es uno de los costos que muchos hombres pagan para construirse como sujetos de masculinidad que respalda una hegemonía de género y reafirma las estructuras de la sociedad patriarcal.

La empatía, la receptividad, la compasión son rechazadas y generan dolor. El ejercicio de poder es fuente de dolor[3] y alienación porque el individuo y la colectividad, de la que forma parte, transforma su conciencia hasta hacerla contradictoria con lo que debería esperarse de ella.

“La alienación de los hombres en la ignorancia de nuestras emociones, sentimientos y necesidades y de nuestro potencial para relacionarnos con el ser humano y cuidarlo (…) aumenta la solitaria búsqueda del poder y enfatiza nuestra convicción de que el poder requiere la capacidad de ser distante.” (Kaufman, 1997:72).

El aislamiento, consciente e inconsciente, produce una falta de diálogo entre hombres sobre como presentarse como sujetos de masculinidad durante las distintas etapas de ciclo vital. También se favorece la colusión, la complicidad entre hombres, que aunque juntos, difícilmente pueden llegar a intimidar, de manera que las dudas, confusiones y tensiones experimentadas como hombres terminan ocultándose por el temor a ser criticados. De esta manera se entretejen poder, dolor y miedo.

Una manera de presentar esquemáticamente esta compleja relación es la siguiente: la configuración de una práctica de género de un hombre opta por formas de control y dominación de sí mismo para poder hacerlo con los demás. Ello implica negar la expresión de emociones y de necesidades diversas (autocuidado, compasión, perdón. etc.), conlleva sufrimiento que no es posible manifestarlo porque sería signo de debilidad, feminización, generando temor, que se expresa como homofobia[4].

Para afirmarse masculino tiene que mostrar prácticas acordes a la concepción dominante de masculinidad. Existe una relación directa entre temor-dolor-control. El dolor y las heridas son producto de la forma en que se ejerce el poder patriarcal, que si bien es beneficiario de privilegios, deben también asumirse los costos implicados.

Nunca se llegan a suprimir las emociones, de manera que la represión genera intensificación y transmutación; una acumulación de energía emocional negativa (Turner, 2011) que nos hace más dependientes de ella y se buscan blancos socialmente aceptados para canalizarla, nos volvemos más dependiente de ellas expresándose en prácticas que infligen dolor que se es incapaz de reconocer, porque ha sido suprimido en sí mismos (Kaufman, 1999), entonces se presenta la violencia contra las mujeres, contra otros hombres, contra sí mismos.

La homofobia y la misoginia surgen como formas de acallar el miedo y dolor que genera en los hombres como constitutivo del ejercicio de poder patriarcal. Connell (1987) planteó en su libro Gender and Power. Society, the person and sexual politics, una estructura de relaciones para comprender la construcción de la masculinidad.

Consideró tres dimensiones: la laboral, la de poder y la cathexia. Esta última dimensión la desarrolla teniendo como referente a Freud. Considera la cathexia como aquello que está vinculado a lo emocional, que tiene una carga psíquica o energía instintual asociada a un objeto mental o a una imagen.

Las emociones asociadas a los objetos o imágenes pueden tener una carga hostil, negativa y no solamente aquellas energías emocionales que muestren afectos positivos; otra manera es presentarse como ambivalentes, que es la forma más común en las relaciones de cathexia. En The Man and the Boys (Connell, 2000), presenta el análisis de la cathexia en jóvenes australianos. El interés se centra en las experiencias sexuales de los jóvenes.

En ello aparecen distintas emociones como los celos, el amor y la vergüenza, entre otros, no hay un análisis específico de las emociones, sino que se aluden a las mismas como anexas a las vivencias que los jóvenes experimentan en sus prácticas sexuales. De la misma manera registra las percepciones y experiencias que tienen los jóvenes con su cuerpo y con el cuerpo de otros para analizar la importancia de lo corporal como elementos constitutivo de la masculinidad durante su desarrollo.

Las emociones, se enlistan, pero no se analizan. De esta forma, el potencial de la categoría cathexia, como el ámbito de lo emocional en la estructura de la masculinidad, podría ser un ámbito de exploración y desarrollo amplio. Bourdieu discutió en distintos momentos de su obra una conceptualización sobre la dominación social (Bourdieu y Wacquant, 1995).

Al aplicar esa reflexión a las relaciones entre hombres y mujeres utilizó el concepto de dominación masculina (Bourdieu, 2000), que no es otra cosa sino una versión de la crítica feminista a las estructuras de poder patriarcal en las distintas sociedades, con la particularidad de estar sustentado en las bases teóricas del campo y el habitus.

Una limitante de esta orientación es la concepción binaria recurrente, dominador/dominada, hombre/mujer, documentada en distintos pasajes de su trabajo. En su libro “La dominación masculina” apunta la importancia de las emociones, pasiones y sentimientos como elementos de la violencia simbólica.

«Los actos de conocimiento y de reconocimiento prácticos de la frontera mágica entre los dominadores y los dominados que la magia del poder simbólico desencadena, y gracias a las cuales los dominados contribuyen, unas veces sin saberlo y otras a pesar suyo, a su propia dominación al aceptar tácitamente los límites impuestos, adoptan a menudo la forma de emociones corporales -vergüenza, humillación, timidez, ansiedad, culpabilidad-o de pasiones y de sentimientos- amor, admiración, respeto-; emociones a veces aún más dolorosas cuando se traducen en unas manifestaciones visibles, como el rubor, la confusión verbal, la torpeza, el temblor, la ira o la rabia impotente, maneras todas ellas de someterse, aunque sea a pesar de uno mismo y como de mala gana, a la opinión dominante, y manera también de experimentar, a veces en el conflicto interior y el desacuerdo con uno mismo, la complicidad subterránea que un cuerpo que rehúye las directrices de la conciencia y de la voluntad mantiene con las censuras inherentes a las estructuras sociales.» (Bourdieu, 2000:55).

Las emociones, pasiones y sentimientos no son elementos accesorios en la comprensión de la construcción de la masculinidad dominante, son parte de los diversos mecanismos que permiten consciente o inconscientemente reproducir los procesos de asimetría social, que garantizan y refuerzan las posiciones dominantes, aún contra toda voluntad de transformación, ya que como el mismo Bourdieu anota: «Si bien es completamente ilusorio creer que la violencia simbólica puede vencerse exclusivamente con las armas de la conciencia de la voluntad, la verdad es que los efectos y las condiciones de su eficacia están duraderamente inscritos en lo más íntimo de los cuerpos bajo forma de disposiciones.» (Bourdieu, 2000:55).

Por ello es complejo y difícil modificar las prácticas de relación de dominación (que se ejemplifican en la violencia de género, la conciliación de los espacios y prácticas laborales y domésticas, la relación en los grupos de pares) porque la dominación está instituida no en el campo de lo cognitivo de manera exclusiva, sino está inscrito en los procesos de percepción del mundo, en las creencias, en las estructuras que moldean las dominación como parte de las instituciones: familia, escuela, trabajo, redes sociales, diversión, el humor, etc.

Inscrita en los cuerpos, en las emociones, sentimientos, percepciones, valoraciones y deseos, es una disposición duradera que se dispara en momentos clave como: la elección de pareja, la relación con hombres, con mujeres, la manera de relacionarse consigo mismo.

«La virilidad, entendida como capacidad reproductora sexual y social, pero también como aptitud para el combate y para el ejercicio de la violencia (en la venganza sobre todo), es fundamentalmente una carga. (…) el hombre <<realmente hombre>> es el que se siente obligado a estar a la altura de la posibilidad que se le ofrece de incrementar su honor buscando la gloria y la distinción en la esfera pública. La exaltación de los valores masculinos tiene su tenebrosa contrapartida en los miedos y las angustias que suscita la feminidad[5] (…) Todo contribuye así a hacer del ideal imposible de la virilidad el principio de una inmensa vulnerabilidad» (…) Al igual que el honor -o la vergüenza, su contrario, de la que sabemos que, a diferencia de la culpabilidad, se siente ante los demás-, la virilidad tiene que ser revalidada por los otros hombres, en su verdad como violencia actual o potencial, y certificada por el reconocimiento de la pertenencia al grupo de los <<hombres auténticos>>. Muchos ritos de institución, especialmente los escolares o los militares, exigen auténticas pruebas de virilidad orientadas hacia el reforzamiento de las solidaridades viriles. (Bourdieu, 2000:69-70).

Venganza, miedo, honra, angustia, vulnerabilidad, vergüenza, culpa. Un vendaval de emociones, sentimientos, pasiones que conducen a la configuración de una masculinidad caracterizada por la libido dominandi, a la que se sujeta y para fin de reafirmarse recurre a violaciones colectivas (un ejemplo reciente es la violación de turistas españolas en la ciudad de Acapulco[6]), visitas colectivas al burdel. Igual sucede con las formas de «valentía» reconocidas por el ejército o la policía (Figueroa Perea, 2007), por los grupos de élite, por las bandas de delincuentes (Cruz Sierra, En prensa), incluso colectivos en el espacio laboral, como los trabajadores de la construcción que rechazan medidas de seguridad, desafían el peligro a través de fanfarronerías y son responsables de accidentes y muertes (López Gallegos, 2008).

El principio de estas acciones está en el miedo al rechazo del grupo, ser considerado como débil. La valentía-cobardía, al parecer es una suerte de transmutación derivado del miedo reprimido (Turner, 2011). ¿Cómo sistematizar este complejo conjunto de emociones que surgen y dan sentido a las relaciones sociales, a la construcción del género de los hombres? ¿Son resultado de la estructura social o son parte de la misma? ¿Las emociones tienen origen y son expresión de nuestra condición biológica o son una suerte de procesos socioculturales o una combinación biosociocultural? ¿Son las emociones una ventana para comprender las configuraciones de las masculinidades o son atributos? ¿Nos ayudan a entender las prácticas de género de los hombres en sus distintos campos de relación social?

Sin el ánimo de dar respuesta a estos cuestionamientos, pero sí de brindar algunas pistas de la importancia de las emociones bajo una óptica sociocultural, pasemos al siguiente apartado.

II. Las emociones desde una perspectiva social

Hay distintas propuestas que tratan de caracterizar lo que son la emociones. Elster (2001) propone algunas de ellas, que considera que no se pueden universalizar. Así anota las siguientes: Sensación cualitativa singular Aparición súbita Imprevisibilidad Corta duración La desencadena un estado cognitivo Dirigidas hacia un objeto intencional Inducen cambios fisiológicos (excitación) Tienen expresiones fisiológicas y fisonómicas Inducen tendencia a realizar determinadas acciones Van acompañadas de placer o dolor (valencia) (Elster, 2001:35).

Estas características o propiedades de las emociones orientan a pensarlas como procesos complejos y multidimensionales que requieren de un ordenamiento no basado en sí mismas, sino en un sustento teórico que proporcione sentido, orden y estructura de éstas y quizá otras características. Más que campo disciplinar, las emociones convocan a diversidad de disciplinas para estudiarlas, aportando métodos y técnicas de aprehensión particulares para describir y analizar sus distintas facetas y relaciones (Stets y Turner, 2007). Veamos algunas de ellas. Se han propuesto tres modelos para su comprensión: Orgánico o biológico que considera las emociones como naturales, involuntarias y universales; Interactivo en que la génesis de las emociones es una mezcla biológica y social, las emociones son producto de las interacciones; Construcción social que las entiende como productos socioculturales con distinto grado de radicalidad, la más acendrada concibe incluso las emociones primarias como productos socioculturales porque intervienen procesos congnitivos (creencias, juicios) que no pueden atribuirse a seres no humanos.

Por otro lado se encuentra una vertiente no radical o débil que considera tanto componentes biológicos como socioculturales (Enríquez Rosas, 2009). Otra manera de acercarse a analizar las emociones desde una orientación sociológica es la propuesta por Bericat Alastuey (2000), que distingue: la sociología de las emociones, la sociología con emociones, y la emoción en la sociología. La sociología ‘de’ la emoción estudia las emociones haciendo uso del aparato conceptual y teórico de la sociología, o sea, estudia las relaciones entre la dimensión social y la dimensión emocional del ser humano.

Considera a Kemper como uno de sus exponentes, que relaciona los conceptos claves como son el estatus y el poder con cuatro emociones negativas: depresión, vergüenza, culpa y miedo. La sociología ‘con’ emociones representa la voluntad de incorporar el componente emotivo en las investigaciones. En este caso, Hochschild muestra como la incorporación de las emociones en el estudio sociológico contribuye a descubrir fenómenos sociales y la definición precisa de su naturaleza. La emoción ‘en’ la sociología incorpora las emociones al análisis metateórico. En este vertiente Scheff trata la comprensión social de los sentimientos de vergüenza y orgullo. Él considera que “los vínculos instrumentales que puedan unirlos a las personas, nuestros vínculos propiamente sociales que se definen y alimentan por los procesos emotivos de la vergüenza y el orgullo. Una interacción social no susceptible de provocar los vergüenza u orgullo no constituye un vínculo social en sentido estricto.» (Bericat Alastuey, 2000:151).

Cada modelo u orientación representa un potencial para explicar distintos componentes de la construcción social del género de los hombres. Dado mi interés en la orientación constructivista, retomo el planteamiento que Bericat denomina como “sociología con emociones” y presento algunos planteamientos elaborados por Gordon (1990).

Gordon identifica cuatro dimensiones de las emociones: 1. El origen de las emociones que considera están sujetas a una definición social. 2. La temporalidad. Emociones como de corto plazo y largo plazo. Las primeras tienen particular importancia para la psicología, en cambio las de largo plazo (por ejemplo: el amor, la amistad, la venganza) lo son para las ciencias sociales. 3. La estructura se refiere a la organización social de las emociones que puede ser parcial o totalmente independiente de los que el individuo experimenta de manera particular. 4. El cambio de las emociones a nivel micro no tienen una causa psicológica pura.

¿Cómo describir las emociones? La experiencia y el comportamiento permiten acercarse a la descripción de las emociones considerando cuatro aspectos: 1. Sensaciones corporales. Son los estados orgánicos y sus transformaciones, cuando tienen impacto en la acción social, entonces adquieren relevancia para el análisis social. 2. Expresiones gestuales y acciones moduladas socialmente. 3. La situación social o relacional que tiene un componente cognitivo y otro social. 4. Cultura emocional. Para cada emoción aprendemos un vocabulario asociado, normas y creencias acerca de ella. Las emociones son un sistema abierto y por tanto todos los elementos que las componen y aquellos con los que entran en contacto son no sólo factibles de estudiarse sino que es deseable hacerlo.

Ahora bien, pensando en las implicaciones que tiene para los hombres ¿cómo se va construyendo el universo emocional ligado a la masculinidad? Una posibilidad es identificar el vocabulario que los hombres utilizamos para referir las emociones, vocabulario compuesto por: a) experiencias comunes compartidas por los hombres; b) atendiendo aspectos significativos de la interacción social; c) identificando las unidades que son suficientemente distintas. Al respecto cabe preguntarse ¿cómo se denominan las emociones por los hombres? ¿Existe una subcultura emocional entre los hombres? ¿El humor, el doble sentido, el albur forma parte del acervo emocional compartido por los hombres, o es un espacio sociocultural lúdico que favorece la expresión emocional y en tal sentido otro ámbito de discusión diferenciado de las emociones?

Kaufman (1997) entre otros autores[7] advierte que existe un semivacío emocional en los hombres, porque suprimen aquellas que lo pueden colocar en una situación de descrédito en su entorno, por tanto, parecería que no se cuenta con recursos para identificar determinado tipo de emociones. ¿Cuáles son los problemas que se desarrollan en la interacción social cuando se carece de nombres para las emociones o cuando un dominio emocional amplio como puede ser la tristeza es solamente discriminado por el lenguaje de una manera burda?

Esta inquisición sugerida por Gordon resulta pertinente para comprender la vida emocional de los hombres, que no tenemos un desarrollo amplio y suficiente para denominar las distintas experiencias emocionales por las que transitamos y se necesitan explorar éstas no sólo a través de listados de palabras referidas a emociones, sino reconocerlas en las conversaciones abiertas, en la gestualidad, en los sentimientos que se experimentan poniendo atención en el caló, en los regionalismos, en el leguaje ambiguo e incompleto, en los juegos en que participan.

Los hombres nos vamos construyendo como sujetos de género a lo largo del ciclo vital. La socialización en la familia es fundamental y es muy probable que esta sea una instancia de formación universal.

Los y las cuidadoras de los niños modelan su experiencia emocional de distintas maneras, al estimularlos ya sea sancionando o premiando: «los muchachos grandes no lloran», «no te escucho como si realmente estuvieras arrepentido»; las mujeres cuidadoras son menos tolerantes al enojo de los niños que los hombres. Esta socialización diversa relacionada con diferentes agentes de socialización nos pueden proporcionar información sobre el vocabulario, las normas, los estilos de expresión y la manera como se integran todos dentro de una persona que manifiesta un comportamiento y una experiencia emocional particular.

Sin duda alguna es relevante la socialización y cómo ésta impacta la construcción de las emociones. Berger y Luckman son enfáticos en señalar que la socialización primaria tiene un impacto en la configuración identitaria en la niñez porque está acompañada de un componente emocional, por tanto, es difícil su modificación. En cambio la socialización secundaria es más endeble y factible de modificarse (Berger y Luckman, 2011).

Considerando la socialización ¿cómo se vertebra la formación o educación emocional a lo largo del ciclo de vida? ¿Cuáles emociones son reconocidas, nombradas y estimuladas? ¿Existe un proceso secuencial en la construcción de la vida emocional de los hombres? Si es así, ¿cuál es la secuencia de socialización de las emociones entre los hombres? ¿Cuáles son los espacios y relaciones particulares de mayor fuerza: la familia, la escuela, los grupos de pares, el espacio laboral, los ámbitos recreativos y de ocio?

En las últimas dos décadas han aparecido grupos de hombres que trabajan con hombres atendiendo problemas de violencia por lo que es pertinente preguntarse ¿cuáles son las implicaciones emocionales de los hombres en procesos de resocialización de género? Hasta dónde ésta resocialización incorpora elementos moralizantes y si están presentes como impacta en la reconfiguración de las emociones de los hombres participantes. Otras fuentes socioculturales que impactan la construcción emocional de los sujetos son las publicaciones científicas; los discursos religiosos; los manuales de comportamiento cívico y urbano; las revistas de esparcimiento y ocio. Este es un espacio sociocultural privilegiado para el análisis por ser una vitrina que exhibe la manera como se promueve, reafirma, rechaza y sanciona expresiones emocionales genéricas que tensionan las relaciones entre mujeres y hombres, y entre hombres.

México que es reconocido como una país en que el promedio de libros leídos por persona en muy bajo, paradójicamente tiene grandes tirajes de comic’s como la revista “Vaquero” y que promueve no sólo prácticas sino una vida emocional de género, ¿qué impacto tienen este tipo de revistas en los hombres que las consumen? En iguales circunstancia se encuentran las revistas Playboy, Men’s Health, entre otras.

Otro ámbito de exploración de trascendencia es la institucionalización de las emociones. Las instituciones tienen asociadas formas de expresión emocional específicas, por ejemplo, la institución matrimonial institucionaliza emociones como el amor y la expresión sexual; los militares organizan el enojo o el regocijo en la batalla8[8]la religión gobierna la tristeza sobre la muerte y la pérdida; el deporte y el juego, la sorpresa.

La desinstitucionalización de las emociones, pone como ejemplo la ritualización del coraje y la agresión entre los aficionados, que en el futbol mexicano han añadido elementos simbólicos y de territorialidad, el uso de un lenguaje insultante, agresivo y homofóbico.

La “Barra 51” del Atlas popularizó y fue acogido sin ninguna reserva por otras barras de clubes el grito “Eeeeeeeeeeeeehhh ¡puuutoos! En el momento de que despeja el portero contrario. Estos procesos en el que están en constante tensión la institucionalización y la desinstitucionalización de las emociones, en otras palabras lo que se controla y lo que se desborda y que configura formas de masculinidad tienen trascendencia por los efectos lesivos que producen y merecen atención.

III. A manera de cierre.

Se ha presentado un apunte sobre las emociones aludidas en algunos planteamientos teóricos sobre el género de los hombres, las masculinidades. No existe una homogeneidad sin distintos énfasis en el componente emocional. La sistematización teórica desde los estudios de género de los hombres sobre las emociones necesita ser desarrollada, porque, lo que si se evidencia es su centralidad en la definición de las configuraciones genéricas.

La sociología de las emociones, en particular el constructivismo social abren una ventana para sistematizar un estudio de largo plazo sobre la relación entre emociones y masculinidad.

Se han incorporado una serie de cuestionamientos preliminares con el fin de estimular una discusión que pueda fructificar en el corto plazo en la elaboración de una línea de investigación sobre este importante campo del conocimiento.

Referencias

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[1] 1 Es pertinente cuestionar acerca de esta afirmación y su respuesta que en apariencia es contundente. Habría que explorar las implicaciones que tiene la racionalidad como práctica social y sus formas de expresión, espacios, actores, etc. Por tanto, caben algunas preguntas como las siguientes: ¿Qué significa la razón? ¿Cómo se interpreta? ¿Cómo se ejerce o cuáles son sus formas de práctica social? ¿Cómo se constituye en una práctica social y se adquiere una connotación de género, de apropiación de la masculinidad o de una configuración(es) de masculinidad(es)? ¿Acaso no se contrapone con la herencia de la modernidad, con la ilustración, como argumenta Seidler (2000)? ¿Hasta dónde ha permeado esto en la sociedad mexicana, tapatía? ¿Tienes relación con la clase social o con el entorno cultural ilustrado, porque entre quienes no han desarrollado habilidades argumentativas que son producto del ejercicio racional, los argumentos son sustituidos por la coerción? Eso se puede observar en las relaciones de violencia, no sabemos nombrar las emociones, sentimientos, entonces se trasladan a acciones, a la quinesia corporal.

[2] Desde luego que otras perspectivas se contraponen a este planteamiento, por ejemplo la perspectiva mitopoética de la masculinidad, se sustenta en otras premisas teóricas, recurren a los arquetipos jungeanos que definirían desde un lugar del inconsciente colectivo lo que se considera como lo masculino con un carácter universal. En tal sentido puede consultarse a Moore y Gillette (1993) y Thompson (1993).

[3] «Las entrevistas con violadores y con hombres que han golpeado a mujeres muestran no sólo desprecio hacia ellas, sino frecuentemente un odio y un desprecio mucho más profundos hacia sí mismos. Es como si, incapaces de soportarse, atacaran a otros, posiblemente para infligir sentimientos similares a quienes han sido definidos como un blanco socialmente aceptable, para experimentar una sensación momentánea de poder y control.» (Kaufman, 1997:72) 4 Para una discusión sobre este concepto ver Núñez Noriega (2005), Kimmel (1994).

[4]

[5] Godelier (1986) describe en detalle los miedos que los hombres baruya experimentan por la resistencia con que las mujeres pueden enfrentar la dominación de ellos y que ha derivado incluso en asesinatos o suicidios.

[6] Lo refiero no porque sea algo extraordinario (que debería serlo), sino porque ha recibido atención mediática y ha sido del conocimiento general. Desafortunadamente es una práctica frecuente y silenciada (http://www.eluniversal.com.mx/notas/900757.html, http://www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/c177db937c7f4deb5ef6f32cca6aeec8).

[7] Seidler (2000) a partir del trabajo en grupos de consciencia entre hombres y la reflexión filosófica y de la teoría social; Castañeda Gutman (2002) desde la perspectiva psicoterapéutica.

[8] De la que tenemos experiencias cotidianas en nuestro convulsionado país, dada la violencia institucionalizada.

Le nouveau monde surgit devant nous par Thierry Meyssan (octobre 2019)

Cest un moment qui n’arrive qu’une ou deux fois par siècle. Un nouvel ordre du monde surgit. Toutes les références antérieures disparaissent. Ceux qui étaient voués aux gémonies triomphent tandis que ceux qui gouvernaient sont précipités aux enfers. Les déclarations officielles et les interprétations que livrent les journalistes ne correspondent manifestement plus aux événements qui s’enchainent. Les commentateurs doivent au plus vite changer leur discours, le renverser en totalité ou être happés par le tourbillon de l’Histoire.

En février 1943, la victoire soviétique face au Reich nazi marquait le basculement de la Seconde Guerre mondiale. La suite des événements était inéluctable. Il fallut pourtant attendre le débarquement anglo-états-unien en Normandie (juin 1944), la conférence de Yalta (février 1945), le suicide du chancelier Hitler (avril 1945) et enfin la capitulation du Reich (8 mai 1945) pour voir se lever ce monde nouveau.

En un an (juin 44-mai 45), le Grand Reich avait été remplacé par le duopole soviéto-US. Le Royaume-Uni et la France, qui étaient encore les deux premières puissances mondiale, douze ans plus tôt, allaient assister à la décolonisation de leurs Empires.

C’est un moment comme celui-là que nous vivons aujourd’hui.

Chaque période historique a son propre système économique et construit une super-structure politique pour le protéger. Lors de la fin de la Guerre froide et de la dislocation de l’URSS, le président Bush père démobilisa un million de militaires US et confia la recherche de la prospérité aux patrons de ses multinationales.

Ceux-ci firent alliance avec Deng Xiaoping, délocalisèrent les emplois US en Chine qui devint l’atelier du monde. Loin d’offrir la prospérité aux citoyens US, ils accaparèrent leurs profits, provoquant progressivement la lente disparition des classes moyennes occidentales. En 2001, ils financèrent les attentats du 11 septembre pour imposer au Pentagone la stratégie Rumsfeld/Cebrowski de destruction des structures étatiques. Le président Bush fils transforma alors le « Moyen-Orient élargi » en théâtre d’une « guerre sans fin ».

La libération en une semaine d’un quart du territoire syrien n’est pas seulement la victoire du président Bachar el-Assad, « l’homme qui depuis huit ans doit partir », elle marque l’échec de la stratégie militaire visant à établir la suprématie du capitalisme financier. Ce qui paraissait inimaginable a eu lieu. L’ordre du monde a basculé. La suite des événements est inévitable.

La réception en très grande pompe du président Vladimir Poutine en Arabie saoudite et aux Émirats arabes unis atteste du spectaculaire revirement des puissances du Golfe qui basculent dès à présent dans la camp russe.

La tout aussi spectaculaire redistribution des cartes au Liban sanctionne le même échec politique du capitalisme financier. Dans un pays dollarisé où l’on ne trouve plus de dollars depuis un mois, où les banques ferment leurs guichets et où les retraits bancaires sont limités, ce ne sont pas des manifestations anti-corruption qui stopperont le renversement de l’ordre ancien.

Les convulsions de l’ordre ancien s’étendent. Le président équatorien, Lenín Moreno, attribue la révolte populaire contre les mesures imposées par le capitalisme financier à son prédécesseur, Rafael Correa qui vit en exil en Belgique, et à un symbole de la résistance à cette forme d’exploitation humaine, le président vénézuélien Nicolás Maduro, bien qu’ils n’aient aucune influence dans son pays.

Le Royaume-Uni a déjà replié ses forces spéciales de Syrie et tente de sortir de l’État supranational de Bruxelles (Union européenne). Après avoir pensé conserver le Marché commun (projet de Theresa May), il décide de rompre avec toute la construction européenne (projet de Boris Johnson). Après les erreurs de Nicolas Sarkozy, de François Hollande et d’Emmanuel Macron, la France perd subitement toute crédibilité et influence.

Les États-Unis de Donald Trump cessent d’être la « nation indispensable », le « gendarme du monde » au service du capitalisme financier pour redevenir eux-mêmes une grande puissance économique. Ils retirent leur arsenal nucléaire de Turquie et s’apprêtent à fermer le CentCom au Qatar. La Russie est reconnue par tous comme le « pacificateur » en faisant triompher le droit international qu’elle avait créé en convoquant, en 1899, la « Conférence internationale de la paix » de La Haye, dont les principes ont été depuis foulés aux pieds par les membres de l’Otan.

Comme la Seconde Guerre mondiale a mis fin à la SDN pour créer l’Onu, ce monde nouveau va probablement accoucher d’une nouvelle organisation internationale fondée sur les principes de la Conférence de 1899 du tsar russe Nicolas II et du Prix Nobel de la paix français, Léon Bourgeois. Il faudra pour cela d’abord dissoudre l’Otan, qui tentera de survivre en s’élargissant au Pacifique, et l’Union européenne, État-refuge du capitalisme financier.

Il faut bien comprendre ce qui se passe. Nous entrons dans une période de transition. Lénine disait, en 1916, que l’impérialisme était le stade suprême de la forme de capitalisme qui disparut avec les deux Guerres mondiales et la crise boursière de 1929. Le monde d’aujourd’hui est celui du capitalisme financier qui ravage une à une les économies pour le seul profit de quelques super-riches. Son stade suprême supposait la division du monde en deux : d’un côté les pays stables et mondialisés, de l’autre des régions du monde privées d’États, réduites à n’être que de simples réserves de matières premières. Ce modèle, contesté aussi bien par le président Trump aux États-Unis, les Gilets jaunes en Europe occidentale ou la Syrie au Levant agonise sous nos yeux.

Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres Michael Kaufman

En un mundo dominado por los hombres, el de éstos es, por definición, un mundo de poder. Ese poder es una parte estructurada de nuestras economías y sistemas de organización política y social; hace parte del núcleo de la religión, la familia, las expresiones lúdicas y la vida intelectual.

Individualmente mucho de lo que nosotros asociamos con la masculinidad gira sobre la capacidad del hombre para ejercer poder y control.

Sin embargo, la vida de los hombres habla de una realidad diferente. Aunque ellos tienen el poder y cosechan los privilegios que nuestro sexo otorga, este poder está viciado.[1]

Existe en la vida de los hombres una extraña combinación de poder y privilegios, dolor y carencia de poder. Por el hecho de ser hombres, gozan de poder social y de muchos privilegios, pero la manera como hemos armado ese mundo de poder causa dolor, aislamiento y alienación tanto a las mujeres como a los hombres.

Esto no significa equiparar el dolor de los hombres con las formas sistemáticas de opresión sobre las mujeres, solamente quiere decir que el poder de los hombres en el mundo –cuando estamos descansando en la casa o caminando por las calles, dedicados al trabajo o marchando a través de la historia– tiene su costo para nosotros. Esta combinación de poder y dolor es la historia secreta de la vida de los hombres, la experiencia  contradictoria del poder entre ellos.

La idea de estas experiencias contradictorias no simplemente sugiere que en la vida de los hombres se encuentran el dolor y el poder. Tal afirmación ocultaría el carácter central de su poder y las causas del dolor dentro de ese poder.

La clave, en realidad, es la relación entre los dos. Como sabemos, el poder social de los hombres es la fuente de su poder y privilegios individuales, pero como veremos, también es la fuente de su experiencia individual de dolor y alienación. Este dolor puede convertirse en un impulso para la reproducción individual –la aceptación, afirmación, celebración y propagación– del poder individual y colectivo de los hombres, pero además puede servir de impulso para el cambio.[2]

La existencia del dolor de los hombres no puede servir de excusa para actos de violencia u opresión a manos de éstos. Después de todo, el marco global para este análisis es el punto básico del feminismo –y aquí afirmo lo obvio–: que casi todos los seres humanos viven actualmente dentro de sistemas de poder patriarcal que privilegian a los hombres y estigmatizan, penalizan y oprimen a las mujeres.

Más bien, el reconocimiento [3] de tal dolor es un medio para poder entender mejor a los hombres y el carácter complejo de las formas dominantes de la masculinidad.

La toma de conciencia de las expresiones contradictorias del poder entre los hombres nos permite entender mejor las interacciones entre clase, orientación sexual, etnicidad, edad y otros factores en la vida de los hombres; por esto hablo de experiencias contradictorias de poder en forma plural. Nos permite entender mejor el proceso de adquisición del género para los hombres. Nos permite captar mejor lo que podríamos clasificar como el trabajo genérico de una sociedad.

La comprensión de las experiencias contradictorias del poder entre los hombres nos permite, cuando sea posible, acercarnos a ellos con compasión, aun cuando seamos críticos severos de acciones y creencias particulares y desafiemos las formas dominantes de la masculinidad. Tal comprensión puede ser vehículo para entender cómo algunos buenos seres humanos pueden hacer cosas horribles y cómo algunos tiernos niños pueden convertirse en horribles adultos. Nos puede ayudar a entender la forma de llegar a la mayoría de los hombres con un mensaje de cambio. Es, en pocas palabras, la base para que los hombres acepten el feminismo.

Este artículo desarrolla el concepto de las experiencias contradictorias del poder entre los hombres dentro de un análisis del poder de género, del proceso social-psicológico de desarrollo del género y de la relación entre poder, alienación y opresión. Aborda el surgimiento de una posición profeminista entre los hombres, buscando explicar el fenómeno dentro de un análisis de experiencias contradictorias del poder entre ellos. Concluye con algunas ideas sobre las implicaciones de este análisis para el desarrollo de prácticas contrahegemónicas por parte de hombres profeministas, que puedan tener un atractivo masivo y un amplio impacto social.

I. Experiencias contradictorias del poder entre los hombres

Género y poder

La teorización en torno a las experiencias contradictorias del poder entre los hombres comienza con dos distinciones.

La primera es la bien conocida, pero demasiadas veces ignorada distinción entre sexo biológico y género socialmente construido. La segunda, que se deriva de la primera, es el hecho de que no existe una sola masculinidad, aunque haya formas hegemónicas y subordinadas de ésta. Tales formas se basan en el poder social de los hombres, pero son asumidas de manera compleja por hombres individuales que también desarrollan relaciones armoniosas y no armoniosas con otras masculinidades.

La importancia entre la distinción entre sexo y género en este contexto es una herramienta conceptual básica que sugiere cómo partes integrales de nuestra identidad, comportamiento, actividades y creencias individuales pueden ser un producto social que varía de un grupo a otro, a menudo en contradicción con otras necesidades y posibilidades humanas. Nuestro sexo biológico –ese pequeño conjunto de diferencias absolutas entre todos los machos y hembras– no prescribe una personalidad fija y estática. La distinción sexo/género[4] sugiere que existen características, necesidades y posibilidades dentro del potencial humano que están consciente e inconscientemente suprimidas, reprimidas y canalizadas en el proceso de producir hombres y mujeres. Es de estos productos, lo masculino y lo femenino, el hombre y la mujer, de lo que trata el género.[5]

El género es la categoría organizadora central de nuestra psique, el eje alrededor del cual organizamos nuestra personalidad; además, a partir de él se desarrolla un ego distintivo. Es tan imposible separar a Michael Kaufman-ser humano de Michael Kaufman-hombre, como hablar de las actividades de la ballena sin referirse al hecho de que ésta pasa toda la vida en el agua.

Los discursos sobre el género han tenido dificultades para liberarse de la noción, fácil pero limitada, de roles sexuales. Sin duda los roles, expectativas e ideas acerca del comportamiento [6] apropiado sí existen, pero la esencia del concepto de género no está en la prescripción de algunos roles y la proscripción de otros; después de todo, la gama de posibilidades es amplia y cambiante y, además, rara vez son adoptados sin conflicto. Al contrario, lo clave del concepto de género radica en que éste describe las verdaderas relaciones de poder entre hombres y mujeres y la interiorización de tales relaciones.

Las experiencias contradictorias de poder entre los hombres se dan en el campo del género, lo que sugiere que en cierto sentido la experiencia de género es conflictiva. Sólo una parte del conflicto se da entre las definiciones sociales de masculinidad y las posibilidades abiertas a nosotros dentro de nuestro sexo biológico. También hay conflicto debido a la imposición cultural de lo que Bob Connell llama formas hegemónicas de masculinidad.[7]

Mientras que para la mayoría de los hombres es simplemente imposible cumplir los requisitos de los ideales dominantes de la masculinidad, éstos mantienen una poderosa y a menudo inconsciente presencia en nuestras vidas.

Tienen poder porque describen y encarnan verdaderas relaciones de poder entre hombres y mujeres, y de los hombres entre sí: el patriarcado existe no sólo como un sistema de poder de los hombres sobre las mujeres, sino de jerarquías de poder entre distintos grupos de hombres y también entre diferentes masculinidades.

Los ideales dominantes varían marcadamente de una sociedad a otra, de una época a otra y, hoy en día, de década en década. Cada subgrupo, con base en la raza, la clase, la orientación sexual, etc., define el ser hombre acorde con las posibilidades económicas y sociales del grupo en cuestión. Por ejemplo, parte del ideal de masculinidad entre hombres blancos norteamericanos de clase obrera enfatiza la destreza y habilidad físicas para manipular el medio ambiente, mientras parte del ideal de sus homólogos de clase media alta enfatiza las habilidades verbales y la habilidad para manipular el ambiente por medios económicos, sociales y políticos.

Cada imagen dominante lleva una relación con las posibilidades reales en la vida de estos hombres y las herramientas que tienen a su disposición para el ejercicio de alguna forma de poder.[8]

Poder y masculinidad

Poder, en efecto, es el término clave a la hora de referirse a masculinidad hegemónica. Como he argumentado detenidamente en otra parte, el rasgo común de las formas dominantes[9] de la masculinidad contemporánea es que se equipara el hecho de ser hombre con tener algún tipo de poder.

Existen, por supuesto, distintas maneras de conceptualizar y describir el poder. El filósofo político C.B. Macpherson señala las tradiciones liberales y radicales de los últimos dos siglos, y nos dice que una de las maneras como hemos llegado a concebir el poder humano, es en función del potencial para usar y desarrollar nuestras capacidades humanas. Este punto de vista se basa en la idea de que somos hacedores y creadores, capaces de utilizar el entendimiento racional, el juicio moral, la creatividad y las relaciones emocionales.[10]

Tenemos el poder de satisfacer nuestras necesidades, de luchar contra las injusticias y la opresión, el poder de los músculos y el cerebro, y de amar.

Todos los hombres, en mayor o menor grado, experimentan estos significados del poder.

El poder, obviamente, tiene otra manifestación, más negativa. Los hombres hemos llegado a verlo como una posibilidad de imponer el control sobre otros y sobre nuestras indómitas emociones. Significa controlar los recursos materiales a nuestro alrededor. Esta forma de entender el poder se funde con el que describe Macpherson, porque parece que en sociedades basadas en jerarquías y desigualdades, no todo el pueblo cuenta con la posibilidad de desarrollar sus capacidades en igual medida. Uno tiene poder si puede tomar ventaja de las diferencias existentes , entre la gente. Siento que puedo tener poder sólo si puedo acceder a mayores recursos que usted. El poder es visto como poder sobre algo o sobre alguien más.

Pese a que todos experimentamos el poder de diversas formas, algunas que celebran la vida y la diversidad, y otras que giran sobre el control y la dominación, los dos tipos de experiencias no son iguales a los ojos de los hombres, siendo la última la concepción dominante del poder en nuestro mundo.

La equiparación de poder con dominación y control es una definición que ha surgido a través del tiempo, en sociedades en las cuales algunas divisiones son fundamentales para organizar nuestras vidas: una clase tiene el control sobre los recursos económicos y políticos, los adultos tienen el control sobre los niños, los hombres tratan de controlar la naturaleza, los hombres dominan a las mujeres, y en muchos países un grupo étnico, racial, religioso o de determinada orientación sexual tiene el control sobre los demás. Existe sin embargo un factor común a estas sociedades: todas son dominadas por hombres. La equiparación de la masculinidad con el poder es un concepto que ha evolucionado a través de los siglos, y ha conformado y ha justificado a su vez la dominación de los hombres sobre las mujeres en la vida real y su mayor valoración sobre éstas.

Los hombres como individuos interiorizan estas concepciones en el proceso de desarrollo de sus personalidades ya que, nacidos en este contexto, aprendemos a experimentar nuestro poder como la capacidad de ejercer el control. Los hombres aprenden a aceptar y a ejercer el poder de esta manera porque les otorga privilegios y ventajas que ni los niños ni las mujeres disfrutan en general. La fuente de tal poder está en la sociedad que nos rodea, pero aprendemos a ejercerlo como propio. Este es un discurso de poder social, pero el poder colectivo de los hombres no sólo radica en instituciones y estructuras abstractas sino también en las formas de interiorizar, individualizar, encarnar y reproducir estas instituciones, estructuras y conceptualizaciones del poder masculino.

El trabajo de género (No sé si es la mejor traducción, es la que pusieron en Colombia)

La forma como se interioriza el poder es la base para una relación contradictoria con éste.[11] El corpus de trabajo más importante que estudia este proceso es, paradójicamente, el de uno de los patriarcas intelectuales más famosos del siglo XX, Sigmund Freud. No importa cuán insuficientes hayan sido sus creencias sexistas y confusas ideas acerca de la sexualidad femenina, este autor identificó los procesos psicológicos y las estructuras por medio de las cuales se construye el concepto de género. Los trabajos de Nancy Chodorow, Dorothy Dinnerstein y Jessica Benjamin y, en un sentido diferente, los escritos psicoanalíticos de Gad Horowitz, hacen un aporte importante a la comprensión de los procesos por medio de los cuales el género se adquiere individualmente.[12]

El desarrollo individual de una personalidad masculina normal es un proceso social dentro de las relaciones familiares patriarcales.[13] La posibilidad de construir el género radica en dos realidades biológicas: la maleabilidad de los impulsos humanos y el largo período de dependencia infantil. Sobre esta estructura biológica puede operar un proceso social por cuanto este período de dependencia es vivido en sociedad. Dentro de diversas formas de familia, cada sociedad provee un escenario en el cual el amor y el anhelo, el apoyo y la desilusión permiten el desarrollo de una psique genérica. La familia da un sello personalizado a las categorías, valores, ideales y creencias de una sociedad en donde el sexo es un aspecto fundamental de autodefinición y vida.

La familia toma los ideales abstractos y los convierte en la sustancia del amor y el odio. En la medida en que la feminidad es representada por la madre (o por figuras maternas) y la masculinidad por el padre (o figuras paternas), tanto en la familia nuclear como en la familia extensa, los conceptos se encarnan. Ya no hablamos de patriarcado y sexismo o de masculinidad y feminidad, como categorías abstractas. Me estoy refiriendo a su madre y su padre, a sus hermanas y hermanos, a su hogar, sus parientes y su familia.[14]

A la edad de cinco o seis años, antes de que tengamos muchos conocimientos conscientes acerca del mundo, los elementos para la construcción de nuestra personalidad genérica están firmemente anclados. Sobre esta estructura construimos al adulto mientras aprendemos a sobrevivir y, con suerte, a prosperar dentro de un conjunto de realidades patriarcales que incluye la escuela, los establecimientos religiosos, los medios masivos y el mundo laboral.

La interiorización de las relaciones de género es un elemento en la construcción de nuestras personalidades, es decir, la elaboración individual del género, y nuestros propios comportamientos contribuyen a fortalecer y a adaptar las instituciones y estructuras sociales de tal manera que, consciente o inconscientemente, ayudamos a preservar los sistemas patriarcales. Este proceso, considerado en su totalidad, constituye lo que yo llamo el “trabajo de género” de una sociedad. En virtud de las múltiples identidades de los individuos y de las formas complejas en que todos encarnamos tanto el poder como su carencia –como resultado de la interacción entre nuestro sexo, raza, clase, orientación sexual, etnicidad, religión, capacidades intelectuales y físicas, y la simple suerte–, el trabajo de género no es un proceso lineal. Pese a que los ideales de género existen como masculinidades y feminidades hegemónicas, y a que el poder de género es una realidad social, cuando vivimos en sociedades heterogéneas luchamos con presiones, exigencias y posibilidades que están frecuentemente en conflicto.

La noción de trabajo de género sugiere que existe un proceso activo que crea y recrea el género, que este proceso puede ser permanente, con tareas particulares en momentos particulares de nuestras vidas y que nos permite responder a relaciones cambiantes de poder de género. Igualmente, sugiere que el género no es algo estático en lo cual nos convertimos, sino una forma de interacción permanente con las estructuras del mundo que nos rodea.

Mi masculinidad es un nexo, un eslabón (pegamento?) que me une al mundo patriarcal, hace que ese mundo sea el mío y que sea más o menos cómodo para habitarlo. Mediante la incorporación de una forma dominante de masculinidad específica de mi clase, raza, nacionalidad, época, orientación sexual y religión, he logrado beneficios reales y un sentido individual de mi propio valor. Desde el momento en que aprendí, inconscientemente, que no sólo había dos sexos, sino también un significado social atribuido a ellos, el sentido de mi propio valor empezó a medirse con la vara del género.

Como varón joven pude disfrutar de una dosis de fantasía que amortiguara la falta de poder que existe en la temprana niñez, porque inconscientemente comprendí que yo pertenecía a esa mitad de la humanidad con poder social. Mi capacidad, no sólo de asumir los roles sino también de aferrarme a este poder –aun si, al principio, existía únicamente en mi imaginación–, fue parte del desarrollo de mi individualidad.

El precio

En términos más concretos, la adquisición de la masculinidad hegemónica (y la mayor parte de las subordinadas) es un proceso a través del cual los hombres llegan a suprimir toda una gama de emociones, necesidades y posibilidades, tales como el placer de cuidar de otros, la receptividad, la empatía y la compasión, experimentadas como inconsistentes con el poder masculino. Tales emociones y necesidades no desaparecen; simplemente se frenan o no se les permite desempeñar un papel pleno en nuestras vidas, lo cual sería saludable tanto para nosotros como para los que nos rodean.

Eliminamos estas emociones porque podrían restringir nuestra capacidad y deseo de autocontrol o de dominio sobre los seres humanos que nos rodean y de quienes dependemos en el amor y la amistad. Las suprimimos porque llegan a estar asociadas con la feminidad que hemos rechazado en nuestra búsqueda de masculinidad.

Los hombres hacemos muchas cosas para tener el tipo de poder que asociamos con la masculinidad: tenemos que lograr un buen desempeño y conservar el control. Tenemos que vencer, estar encima de las cosas y dar las órdenes.

Tenemos que mantener una coraza dura, proveer y lograr objetivos. Mientras tanto, aprendemos a eliminar nuestros sentimientos, a esconder nuestras emociones y a suprimir nuestras necesidades.

Sea como fuere, el poder que puede asociarse con la masculinidad dominante también puede convertirse en fuente de enorme dolor. Puesto que sus símbolos constituyen, por último, ilusiones infantiles de omnipotencia, son imposibles de lograr. Dejando las apariencias a un lado, ningún hombre es capaz de alcanzar tales ideales y símbolos. Por una parte, todos seguimos experimentando una gama de necesidades y sentimientos considerados inconsistentes con el concepto de masculinidad, los cuales se convierten en fuente de enorme temor.

En nuestra sociedad, este temor se experimenta como homofobia o, para expresarlo de otra manera, la homofobia es el vehículo que simultáneamente transmite y apacigua ese temor.

Este temor y este dolor tienen dimensiones intelectuales, emocionales, viscerales –aunque ninguna es necesariamente consciente–, y cuanto más nos sintamos presos del temor, más necesitamos ejercer el poder que nos otorgamos como hombres. En otras palabras, los hombres también ejercemos poder patriarcal, no sólo porque cosechamos beneficios tangibles de él sino porque hacerlo es una respuesta frente al temor y las heridas que hemos experimentado en la búsqueda del poder. Paradójicamente, los hombres sufrimos heridas debido a la manera como hemos aprendido a encarnar y ejercer nuestro poder.

El dolor de un hombre puede estar profundamente enterrado, ser apenas un susurro en su corazón o brotar por todos sus poros. Así mismo, puede ser evanescente rastro de algo que ocurrió o de actitudes y necesidades adquiridas hace 20, 30 ó 60 años. Como quiera que sea, el dolor inspira temor porque significa no ser hombre, lo cual quiere decir, en una sociedad que confunde el sexo con el género, no ser macho. Esto significa perder el poder y ver desmoronarse los elementos básicos de nuestra personalidad. Este temor tiene que ser reprimido porque es, en sí mismo, inconsistente con la masculinidad dominante.

Cualquier mujer que conozca a los hombres puede decirnos que lo extraño del intento de éstos por suprimir sus emociones es que conduce a una mayor dependencia. Al perder el hilo de una amplia gama de necesidades y capacidades humanas, y al reprimir nuestra necesidad de cuidar y nutrir, los hombres perdemos el sentido común emotivo y la capacidad de cuidarnos. Las emociones y necesidades no confrontadas, no conocidas y no esperadas no desaparecen sino que se manifiestan en nuestras vidas, en el trabajo, en la carretera, en un bar o en el hogar. Los mismos sentimientos y emociones que hemos tratado de suprimir ganan un extraño poder sobre nosotros.

No importa cuán serenos y controlados parezcamos, ellos nos dominan. Pienso en el hombre que sufre la sensación de carencia de poder y golpea a su mujer en un ataque de rabia incontrolable. Entro a un bar y veo a dos hombres abrazándose en una borrachera, incapaces de expresar su mutuo afecto excepto cuando están ebrios. Leo acerca de adolescentes que salen a golpear a los homosexuales y de hombres que convierten su sentido de impotencia en una furia contra los negros, los judíos o cualquier otro grupo que les sirva de cómodo chivo expiatorio.

Por otra parte, los hombres podrían dirigir su dolor escondido contra sí mismos en forma de autoodio, autodesprecio, enfermedad física, inseguridad o adicción. A veces este fenómeno está relacionado con el primero. Las entrevistas con violadores y con hombres que han golpeado a mujeres muestran no sólo desprecio hacia ellas, sino frecuentemente un odio y un desprecio mucho más profundos hacia sí mismos. Es como si, incapaces de soportarse, atacaran a otros posiblemente para infligir sentimientos similares a quienes han sido definidos como un blanco socialmente aceptable, para experimentar una sensación momentánea de poder y control.[15]

Podemos pensar que el dolor de los hombres tiene un aspecto más dinámico. Podemos desplazarlo o volverlo invisible, pero con ello lo hacemos aún más intenso. Esta forma de opacar el sentido del dolor es otra manera de decirles a los hombres que deben aprender a llevar puesta una armadura, es decir, que debemos mantener una barrera emocional frente a los que nos rodean para poder seguir luchando y ganando. Las barreras impenetrables del ego discutidas en el psicoanálisis feminista simultáneamente protegen a los hombres y los mantiene presos de su propia creación.

Poder, alienación y opresión

El dolor de los hombres y la manera como ejercemos el poder no sólo son síntomas de nuestro orden de género actual. Juntos forman nuestro sentido de ser hombres, porque la masculinidad se ha convertido en una especie de alienación. La alienación de los hombres es la ignorancia de nuestras emociones, sentimientos, necesidades y de nuestro potencial para relacionarnos con el ser humano y cuidarlo.

Esta alienación también resulta de nuestra distancia con las mujeres y de nuestra distancia y aislamiento con otros hombres. En su libro The Gender of Oppresion, Jeff Hearn sugiere que lo que concebimos como masculinidad es el resultado de la forma como se combinan nuestro poder y nuestra alienación: “Nuestra alienación aumenta la solitaria búsqueda del poder y enfatiza nuestra convicción de que el poder requiere la capacidad de ser distante”.[16]

La alienación de los hombres y su distancia frente a las mujeres y a otros hombres asume formas extrañas y bastante conflictivas. Robert Bly y los que hacen parte del movimiento mítico-poético de los hombres han utilizado muchas veces el tema de la pérdida del padre y de la distancia de muchos hombres con respecto a sus propios padres, al menos en las culturas dominantes norteamericanas.

En parte tienen razón, porque su punto de vista simplemente reafirma los resultados de importantes trabajos realizados durante las últimas décadas sobre los padres y la actividad de ser padre. La discusión de estos puntos, sin embargo, carece de la riqueza [17] y profundidad del psicoanálisis feminista, el cual sostiene, como punto central, que la ausencia de los hombres en la mayor parte de las tareas de alimentación y crianza de los hijos significa que el concepto de masculinidad interiorizado por los niños se basa en la distancia, la separación y en una imagen de fantasía sobre el hecho de ser hombre, opuesta al sentido de unidad y fusión típico de las primeras relaciones entre madre e hijo.

La distancia con respecto a otros hombres se acentúa, al menos en muchas culturas heterosexuales, masculinas, por la distancia emocional establecida por otros machos que empieza a desarrollarse durante la adolescencia. Los hombres pueden tener pandillas, compinches, compañeros y amigos, pero rara vez alcanzan la confianza total y la intimidad disfrutadas por muchas mujeres. Nuestras experiencias de amistad son limitadas debido a la reducida empatía que se convierte en norma masculina.[18] Como resultado, tenemos la siguiente paradoja: los hombres más heterosexuales (e incluso muchos gays) en la cultura dominante norteamericana están aislados de los otros hombres.

En efecto, muchos de los sitios de reunión –clubes, eventos deportivos, juego de cartas, locker rooms, sitios de trabajo, gremios laborales, jerarquías profesionales y religiosas– son un medio para proporcionar un sentido de seguridad a los hombres aislados que necesitan encontrarse a sí mismos, hallar un terreno común con otros hombres y ejercer colectivamente su poder.

Tal aislamiento significa que cada hombre puede [19] permanecer sordo a su propio diálogo de dudas acerca del problema de obtener las credenciales de masculinidad: dudas sobre sí mismo, conscientemente experimentadas por casi todos los machos en la adolescencia y luego, consciente o inconscientemente, por los adultos. En un sentido paradójico, este aislamiento es la clave para conservar el patriarcado: en mayor o menor grado incrementa la posibilidad de que todos los hombres terminen en colusión con éste –en todos sus diversos mitos y realidades–, puesto que sus propias dudas y sentido de confusión quedan enterrados.

Los hombres, incluso la mayoría de los más machos, no solamente mantienen su distancia frente a los otros hombres sino también ante las mujeres. Una vez más, una importante percepción del psicoanálisis feminista nos da la clave: la separación del niño de la madre o figura materna significa levantar barreras más o menos infranqueables del ego y afirmar la distinción, diferencia y oposición ante aquellas cosas identificadas con las mujeres y la feminidad. Los varones jóvenes reprimen características y posibilidades consciente o inconscientemente asociadas con la madre/la mujer/lo femenino. Así que Bly y los teóricos mítico-poéticos están totalmente equivocados cuando sugieren que el problema central del hombre contemporáneo (y con esto parecen querer referirse al típico hombre norteamericano blanco, de clase media urbana, de joven a mediana edad) es que se ha feminizado. El problema es que los rasgos y las potencialidades asociados con las mujeres han sido reprimidos y suprimidos totalmente.[20]

Estos factores sugieren la complejidad de la identidad, la formación y las relaciones de género. Parece que necesitamos métodos de análisis que den cabida a las relaciones contradictorias entre los individuos y las estructuras de poder de las cuales se benefician.

Resulta extraña la situación cuando el poder y el privilegio reales de los hombres en el mundo dependen no sólo de este poder, sino también de la alienación y la impotencia, originadas en las experiencias de la infancia, pero reforzadas de distinta manera durante la adolescencia y la adultez. Estas experiencias (sumadas a los beneficios obvios y tangibles) se convierten en el impulso, a nivel individual, para recrear y celebrar las formas y estructuras por medio de las cuales los hombres ejercen el poder.

Sin embargo, no existe una masculinidad única, ni una experiencia única de ser hombre. La experiencia de distintos hombres, su poder y privilegio real en el mundo, se basa en una variedad de posiciones y relaciones sociales. El poder social de un blanco pobre es diferente del de uno rico, el de un negro de clase obrera del de un blanco de la misma clase, el de un homosexual del de un bisexual o un heterosexual, el de un judío en Etiopía del de un judío en Israel, el de un adolescente del de un adulto. Los hombres generalmente tienen privilegios y poder relativo sobre las mujeres en el mismo grupo, pero en la sociedad en conjunto las cosas no siempre son tan claras.

Los nuevos discursos sobre la relación entre la opresión basada en el género, la raza, la clase social y la orientación sexual son tan sólo un reflejo de la complejidad del problema. Estas discusiones son cruciales para el desarrollo de una nueva generación de análisis y praxis feministas.

Lamentablemente, hoy en día se tiende a sumar categorías de opresión como si fueran unidades separadas y, en ocasiones, estas sumas son utilizadas incluso para decidir quién, supuestamente, es el más oprimido. El problema puede volverse absurdo por dos razones: una es la imposibilidad de cuantificar las experiencias de la opresión; la otra, que las fuentes de ésta no llegan en unidades aisladas. Después de todo, pensemos en un hombre de clase obrera, homosexual, negro y desempleado. Podríamos afirmar que es explotado económicamente por el empleador y controlado por supervisores como miembro de la clase obrera, aunque disfruta de ciertos privilegios en comparación con las mujeres; que es oprimido y estigmatizado como homosexual, oprimido y víctima del racismo porque es negro, terriblemente sufrido porque está sin trabajo (con mayor probabilidad que una mujer negra); que se siente disminuido y que se fortalece con imágenes dominantes de una masculinidad hipersexual, pero no vamos a decir: “¡Ah, está oprimido como hombre!”.

Por supuesto que no está oprimido como hombre, pero temo que la distinción es bastante académica porque ninguna de las cualidades utilizadas para describirlo puede separarse por completo de las demás. Al fin y al cabo, su sentido particular de ser hombre, es decir, su masculinidad, es en parte el producto de los otros factores mencionados. La palabra hombre sirve tanto para calificar a negro, de clase obrera, desempleado y gay, como éstas para calificar a la palabra hombre.

Nuestras vidas, nuestras mentes, nuestros cuerpos simplemente no están divididos de manera que podamos aislar las distintas categorías de nuestra existencia. Las experiencias y la autodefinición de este hombre, así como su ubicación dentro de las jerarquías del poder, están codeterminadas por una multitud de factores.

Además, puesto que las distintas masculinidades denotan relaciones de poder entre los hombres, y no sólo desde el punto de vista de hombres contra mujeres, un hombre que tiene poco poder social, en la sociedad dominante, cuya masculinidad no es de la variedad hegemónica, que es víctima de una tremenda opresión social, podría también manejar enorme poder en su propio medio y vecindario frente a las mujeres de su misma clase o grupo social, o frente a otros hombres, como en el caso del pendenciero en el colegio o el miembro de una pandilla urbana, quien seguramente no tiene poder estructural en la sociedad.

Todo nuestro lenguaje para hablar de la opresión requiere una reforma porque está basado en oposiciones binarias simplistas, en ecuaciones reduccionistas entre identidad y ubicación sexual, y en nociones unidimensionales del yo.

Lo que importa aquí no es negar que los hombres, como grupo, tengan el poder social, sino más bien afirmar que existen distintas formas de poder estructural y de carencia de poder entre los hombres. De igual manera, es importante reconocer, como hemos visto anteriormente, que no existe una relación lineal entre un sistema estructurado de desigualdades de poder, los beneficios supuestos y reales de éste, y la propia experiencia en cuanto a estas relaciones.

II. Los hombres y el feminismo

El análisis de las experiencias contradictorias del poder entre los hombres nos brinda una percepción muy útil de la relación potencial de éstos con el feminismo. El lado del poder en la ecuación no es nada nuevo y, en efecto, el poder y los privilegios de los hombres constituyen una buena razón para que, individual y colectivamente, se opongan al feminismo.

Sin embargo, sabemos que un creciente número de hombres se han convertido en simpatizantes del feminismo (en cuanto al contenido, aunque no siempre en cuanto al nombre), y se han acogido a la teoría y a la acción feminista (aunque, de nuevo, más en función de teoría que de acción). Hay diferentes razones para esta aceptación del feminismo.

Podría ser por indignación ante la desigualdad; podría resultar de la influencia de un colega, un familiar o una amistad; podría deberse a su sentido de la injusticia sufrida a manos de otros hombres; podría ser por un sentido de opresión compartida, por ejemplo a causa de su orientación sexual; podría ser por su sentido de culpabilidad por los privilegios que disfruta como hombre; podría ser por horror ante la violencia de los hombres o bien por simple decencia.

Mientras que la mayoría de los hombres en Norteamérica aún no se declaran abiertamente partidarios del feminismo, un número considerable de ellos en el Canadá y un porcentaje razonable en los Estados Unidos simpatizarían con

muchos de los problemas planteados por este movimiento. Como sabemos, esto no siempre se traduce en cambios del comportamiento, pero las ideas están cambiando cada vez más y, en algunos casos, el comportamiento se pone a la altura de las ideas.

¿Cómo puede explicarse el creciente número de hombres que apoyan el feminismo y la liberación de las mujeres (para usar un término que se abandonó demasiado rápido antes de finalizar la década de los años sesenta)? Con la excepción del caso del marginado o el iconoclasta, la historia ofrece pocos ejemplos en los que miembros de un grupo dominante hayan apoyado la liberación de sus dominados, y de cuya subordinación se han beneficiado.

Una posible explicación es que la ola feminista actual –con todas sus debilidades y la reacción que pueda existir en su contra– ha tenido un impacto masivo durante las últimas dos décadas y media. Gran número de hombres, al igual que muchas mujeres que han apoyado el statu quo, se han dado cuenta de que la marea ha cambiado y, gústeles o no, el mundo está cambiando. La rebelión de las mujeres contra el patriarcado lleva implícita la promesa de acabar con él; aunque éste, en sus diversas formas sociales y económicas, todavía tiene mucha capacidad de resistir, muchas de sus estructuras sociales, políticas, económicas y emocionales se están volviendo inoperantes. Algunos hombres reaccionan con acciones de retaguardia, mientras que otros pisan, temerosa o decididamente, en dirección al cambio.

Esta explicación del apoyo al cambio es sólo una parte del escenario. Las experiencias contradictorias del poder entre los hombres sugieren que hay una base para la aceptación del feminismo por parte de éstos que va más allá de una simple disposición a dejarse llevar por la marea.

El auge del feminismo ha alterado el balance entre el poder y el dolor de los hombres. En sociedades y épocas en que el poder social masculino fue muy poco cuestionado, éste superaba tanto al dolor que prácticamente lo disimulaba en su totalidad. Cuando uno manda en el gallinero, da todas las órdenes y se encuentra más cerca de Dios, no queda mucho campo para el dolor, al menos para el tipo de dolor que parece estar ligado a las prácticas de la masculinidad. Pero con el surgimiento del feminismo moderno, la balanza entre el poder de los hombres y el de las mujeres ha estado sufriendo un rápido cambio. Esto es particularmente cierto en las culturas en donde la definición del poder de los hombres ya dejó de hacerse partiendo de un control rígido sobre el hogar y de un fuerte monopolio en el dominio laboral.[21]

En la medida en que se desafía el poder de los hombres, aquellas cosas que llegan como compensación, como premio o como distracción de por vida frente a cualquier dolor potencial quedan progresivamente reducidas o, al menos, puestas en tela de juicio. Al mismo tiempo que la opresión de las mujeres se problematiza, muchas formas de esta opresión se convierten en problemas para los hombres. Las experiencias individuales de dolor e inquietud generadas entre los hombres y relacionadas con el problema de género se manifiestan cada vez más y han comenzado a lograr una audiencia y una expresión sociales en formas sumamente diversas, incluyendo distintas vertientes del movimiento de los hombres –desde grupos reaccionarios, antifeministas, hasta movimientos mítico-poéticos del tipo Bly u organizaciones masculinas partidarias del feminismo.

En otras palabras, si la categoría del género trata del poder, entonces, en la medida en que las relaciones reales de poder entre hombres y mujeres, y entre distintos grupos de hombres (como, por ejemplo, entre heterosexuales y homosexuales, entre blancos y negros) comienzan a cambiar, nuestras experiencias y nuestras definiciones de género también deben hacerlo. El proceso del trabajo de género es constante y necesariamente incluye reformulaciones y transformaciones.

Apoyo creciente y peligros en el camino

La acogida del feminismo por parte de los hombres no es, sorprendentemente, algo nuevo. Tal como argumenta Michael Kimmel en su reveladora introducción a Against the Tide: Pro-Feminist Men in the United States, 1776- 1990. A Documentary History, los hombres partidarios del feminismo han representado una corriente minoritaria pero constante en el escenario sociopolítico de Estados Unidos durante dos siglos.[22]

Lo que diferencia a la situación actual es que el apoyo masculino a este movimiento (o por lo menos la aceptación de ciertas críticas y de la acción política feministas) está alcanzando grandes dimensiones. Algunas ideas descartadas casi unánimemente por los hombres (y, de hecho, por muchas mujeres) hace tan sólo 25 años, tienen hoy una amplia legitimidad.

Cuando yo dirijo talleres en escuelas de enseñanza media, planteles de educación superior y lugares de trabajo, los hombres –aun aquellos que se manifiestan molestos por el cambio en las relaciones de género o porque se sienten despreciados o rebajados– entregan una lista de las formas de poder y privilegios con los cuales ellos todavía están de acuerdo y que las mujeres ya rechazan, sugiriendo sin presiones que ellas tienen razón en preocuparse de tales desigualdades. Por supuesto que todavía hay individuos que mantienen una posición fuertemente pro-patriarcal y la mayor parte de las entidades siguen siendo dominadas por los hombres. Pero los cambios se ven.

Los programas de acción afirmativa tienen una gran difusión, y muchas instituciones sociales controladas por los hombres –en la educación, las artes, las profesiones, la política y la religión– están sufriendo un proceso de integración sexual, aun cuando esto generalmente requiere no sólo presión constante sino que las mujeres se adapten a culturas masculinas del trabajo. En varios países el porcentaje de los hombres que están a favor del derecho al aborto es igual o mayor que el número de mujeres que lo apoyan. Gobiernos dominados por hombres han aceptado la necesidad de adoptar leyes que han sido parte de la agenda feminista.

(Por ejemplo en el Canadá, en 1992, el Gobierno del Partido Conservador reformuló por completo la ley sobre violaciones, después de un proceso de consulta popular con grupos de mujeres. La nueva ley reglamentó que toda relación sexual tiene que ser explícitamente consensual, es decir, que no significa no, y que se requiere un sí, formulado y dado clara y libremente, para que constituya un sí. De nuevo, pensando en el Canadá, está el ejemplo de la manera como las organizaciones feministas insistieron en tener presencia –y fueron aceptadas como partícipes principales– en la mesa de negociaciones durante la ronda de discusiones sobre la nueva Constitución en 1991 y 1992.) Todos estos cambios fueron el resultado del arduo trabajo y del impacto del movimiento de mujeres; este impacto sobre instituciones controladas por los hombres demuestra la creciente aceptación por parte de ellos, de por lo menos algunos de los términos del feminismo, no importa si tal aceptación es o no reconocida.

Para los hombres y las mujeres interesados en el cambio social y en acelerar el tipo de cambio descrito anteriormente, subsisten algunos problemas serios: mientras existe una creciente simpatía masculina por la causa de la igualdad de derechos para las mujeres, y en tanto que algunas instituciones han sido obligadas a adoptar medidas que promueven esta igualdad, persiste una brecha entre las ideas aceptadas por los hombres y su comportamiento.

Y mientras muchos pueden, de manera reacia o entusiasta, apoyar esfuerzos para el cambio, el profeminismo entre ellos aún no ha logrado formas organizacionales masivas en la mayor parte de los casos. Esto nos lleva a considerar las implicaciones del análisis de este artículo con respecto al problema de la organización profeminista de los hombres.

Hay algunos aspectos positivos potencialmente progresistas en este enfoque, además del trabajo de miles de individuos que participan en grupos de hombres dentro de este marco. Uno, el más simple pero significativo, es el reconocimiento del dolor de los hombres; otro, su participación en los grupos de hombres y la toma de decisión por parte de éstos (generalmente, mas no siempre, hombres prototípicos) de romper su aislamiento frente a los otros hombres y de buscar caminos colectivos de cambio.

Gracias al creciente impacto del feminismo moderno, durante las últimas décadas ha surgido lo que, a falta de un término mejor, se ha conocido como el movimiento de los hombres. En este movimiento han existido dos corrientes principales. Una es el movimiento mítico-poético de los hombres, el cual, pese [23] a que llegó a ser importante en la última parte de los años ochenta (en particular con el éxito del libro Iron John, de Robert Bly), es en realidad la última expresión de una tendencia surgida antes de la década de los setenta, que hace énfasis en el dolor y en el costo de ser hombre, o una política que tiene más de cien años y que intentó crear espacios masculinos como antídoto contra la supuesta feminización de los hombres.[24]

Por otra parte, como Michael Kimmel y yo argumentamos detenidamente en otro documento (Kimmel y Kaufman, op cit.), el marco teórico de este movimiento ignora virtualmente el poder social e individual de los hombres (y su relación con el dolor), ignora lo que hemos llamado la herida madre (de acuerdo con los aportes del psicoanálisis feminista) y, de la forma más cruda, intenta apropiarse de una mezcla de culturas indígenas, al tiempo que distrae a los hombres de las prácticas sociales (y posiblemente las individuales) que desafiarán el patriarcado. Mis agradecimientos a Michael Kimmel por la formulación de las políticas masculinistas, creando un nuevo espacio homosocial.

La otra tendencia, menos numerosa, es el movimiento de hombres a favor de la causa feminista (dentro del cual cuento mis propias actividades), que ha enfocado en las expresiones individuales del poder y de los privilegios de los hombres, incluyendo los problemas de la violencia masculina.

Desafortunadamente, las formas dominantes de expresión de estas dos corrientes se han desarrollado con sus propias deformidades, idiosincrasias y errores en el análisis y en la acción. En particular cada una ha tratado de considerar, principalmente, un aspecto de la vida de los hombres: su poder, en el caso del movimiento profeminista, y su dolor, en el caso del mítico-poético.

Al hacerlo así, ignoran no sólo el significado de toda la experiencia masculina en una sociedad dominada por los hombres, sino también la relación crucial entre el poder y el dolor de los hombres.[25]

El movimiento profeminista se origina en el reconocimiento por parte de los hombres del poder y los privilegios que disfrutan en una sociedad dominada por ellos. Aunque pienso que éste debe ser nuestro punto de partida, en realidad no es sino un comienzo, ya que existen muchas preguntas desafiantes: ¿Cómo podemos animar a los hombres a entender que apoyar el feminismo significa más que apoyar cambios institucionales y legales; que también significa cambios en sus vidas personales?

¿Cómo podemos lograr un apoyo masivo y activo a favor del feminismo entre los hombres? ¿Cómo podemos unir las luchas contra la homofobia y contra el sexismo y cómo hacer entender en la práctica que la homofobia es uno de los factores principales que promueven la misoginia y el sexismo entre los hombres?

Dentro de estos parámetros se presenta una serie de problemas teóricos, estratégicos y tácticos. Si nuestra meta no es sólo acumular puntos de debate académico o político, ni sentirnos bien junto a las mujeres con nuestras credenciales profeministas, sino afectar realmente el curso de la historia, entonces sería crucial tomar muy en serio algunos de ellos.

Para mí, surgen varios puntos de este análisis.

Ya sea que un hombre asuma que su mayor área de interés sea trabajar en favor de la igualdad de las mujeres y desafiar el patriarcado, o retar la homofobia y desarrollar una cultura positiva con respecto a los homosexuales y las lesbianas, o mejorar la calidad de vida de todos los hombres, nuestro punto de partida tiene que ser el reconocimiento de la centralidad del poder y el privilegio masculinos y entender la necesidad de desafiar este poder.

Esto constituye no sólo un apoyo para el feminismo, sino el reconocimiento de que la construcción social y personal de ese poder es la causa del malestar, la confusión y la alienación sentidas por los hombres de nuestra era, así como una fuente importante de homofobia.

Cuanto más nos demos cuenta de que en la mayor parte de las sociedades patriarcales alguna forma de homofobia es importante en la experiencia de los hombres, que la homofobia y el heterosexismo moldean las experiencias diarias de todos los hombres, y que tal homofobia desempeña un papel central en la construcción del sexismo, más capaces seremos de desarrollar la comprensión y las herramientas prácticas necesarias para lograr la igualdad.

El movimiento profeminista masculino en América del Norte, en Europa y en Australia ha ofrecido una oportunidad única para que los homosexuales, los hombres comunes y corrientes y los bisexuales se reúnan, trabajen y bailen juntos.

Sin embargo, no creo que la mayoría de los hombres prototípicos, pero profeministas, consideren como una prioridad la necesidad de confrontar la homofobia ni que la vean como algo que tiene una importancia central en sus vidas, suponiendo que figure en su lista de prioridades.[26]

La noción de experiencias contradictorias del poder, en plural, proporciona una herramienta analítica para integrar problemas de raza, clase y etnicidad al núcleo de la organización de los hombres profeministas. Nos permite relacionarnos, con sentimientos de empatía, con toda la gama de problemas en las experiencias masculinas, y comprender que el poder de los hombres no es lineal y que está sujeto a una variedad de fuerzas sociales y psicológicas. Además, deja entrever formas de análisis y de acción que entienden que el comportamiento de cualquier grupo de hombres es el resultado de una inserción, a menudo contradictoria, dentro de varias jerarquías del poder.

Desmiente cualquier idea de que nuestras identidades y experiencias como hombres pueden separarse de las que se basan en el color de la piel o en los orígenes sociales; por tanto, sugiere que la lucha contra el racismo, el antisemitismo y los privilegios de clase, por ejemplo, es parte integral de la lucha para transformar las relaciones contemporáneas de género.

Quizás, sea un problema la misma terminología que utilizo. Al igual que otros, continuamente me he referido al profeminismo. Este término pone la problemática de principio a fin, como hombres apoyando las luchas de las mujeres y cuestionando el poder de ellos sobre las mujeres. Pero esta forma de análisis sugiere que aunque este apoyo y cuestionamiento sean indudablemente fundamentales, ellos no constituyen asuntos singulares o problemas para los hombres.

Además, tampoco es el único camino para destruir el patriarcado y crear una sociedad de igualdad humana y liberación. Pero, si incluimos un análisis del impacto de una sociedad dominada por los hombres en los propios hombres, entonces el proyecto se transforma no sólo en profeminista sino en algo que es antisexista (en el sentido que las ideas y prácticas sexistas afectan a hombres y mujeres, aunque en forma muy diferenciada), antipatriarcal y antimasculinista (pero siendo claramente masculino-afirmativo, así como femenino-afirmativo).

Actualmente, las recompensas de la masculinidad hegemónica son insuficientes para compensar el dolor que provoca en las vidas de muchos hombres. La mayoría de los hombres en la cultura norteamericana experimentan, en diferente medida, dolor por tratar de seguir y asumir las imposibles normas de virilidad, lo cual sobrepasa las recompensas que ellos normalmente reciben. En otras palabras, el patriarcado no es sólo un problema para las mujeres. La gran paradoja de nuestra cultura patriarcal (especialmente desde que el feminismo ha levantado demandas significativas) es que las formas dañinas de masculinidad dentro de la sociedad dominada por los hombres son perjudiciales no sólo para las mujeres, sino también para ellos mismos.

Algunos grupos de hombres saben y comprenden esta problemática. Tal es el caso de los gay y bisexuales, quienes han desarrollado una nueva autoconciencia e instituciones culturales, y se han organizado como hombres, pese a la aversión, temor y fanatismo que ellos reciben y a las formas dominantes de masculinidad (aunque, al mismo tiempo, muchos hombres gay acepten parcialmente la visión y prácticas dominantes). Desde hace mucho tiempo, ellos han estado conscientes del dolor que les provoca la sociedad patriarcal actual.

Los hombres negros han desarrollado su propia cultura de resistencia contra la discriminación estructural y la aversión que ellos experimentan de muchos hombres y mujeres en el marco de la sociedad blanca dominante. Aunque algunas de estas formas de resistencia incluyen una reafirmación de algunos de los peores rasgos de la cultura patriarcal (pensemos en el sexismo, homofobia y antisemitismo de la Nación del Islam, la brutalidad reflejada y reafirmada por grupos de rap, o el machismo de la cultura deportiva dominante en cuyo pináculo se encuentran actualmente atletas negros), existe también una afirmación de la inteligencia de los hombres negros, de la gracia masculina, y de un lenguaje distinto, todas las cuales fueron denigradas por la cultura dominante y las formas dominantes de virilidad.

Y para citar un breve tercer ejemplo, los hombres jóvenes de todas las razas saben que han disminuido dramáticamente sus posibilidades de repetir los privilegios económicos relativos disfrutados por sus padres y abuelos.

Esto no significa que los hombres dentro de esos grupos, o incluso considerados todos ellos como grupo, no gocen actualmente de ciertas formas de privilegio y poder. La intención es simplemente señalar que diversos grupos de hombres han estado luchando como hombres para rechazar por lo menos algunas de las ideas hegemónicas de virilidad y algunos aspectos de la cultura masculina hegemónica. El problema es que ellos no lo han hecho necesariamente dentro de un análisis de género y sexismo, o lo han hecho combinándolo con una simpatía por el feminismo o por las mujeres, o con una comprensión de la naturaleza del poder social e individual del hombre.

De todas formas, mirar la experiencia de grupos particulares de hombres puede beneficiar a todos los hombres en su conjunto; encontrando en esas experiencias particulares, causas, preocupaciones y desafíos comunes, hay, sin duda, una base para que los hombres se organicen como hombres y lo hagan ellos solos, lo cual podría ser parte de un movimiento antipatriarcal, más amplio. Sería un movimiento antimasculinista de hombres que iría de la mano con el feminismo, pero que tendría su propia razón de ser y claramente establecidos sus asuntos y prioridades.

Al establecer este camino, debemos seguir la dirección del movimiento de mujeres asegurando no sólo la importancia del cambio personal y social, sino la relación de ambos. Como hombres, necesitamos abogar y organizarnos activamente para apoyar los cambios legales y sociales, en favor de la libertad de elegir los programas de cuidado infantil, las nuevas iniciativas para combatir la violencia de los hombres con programas de acción afirmativa en lugares de trabajo, sindicatos, asociaciones profesionales, clubes, centros religiosos y comunidades.

Debemos ver estas acciones no sólo como asuntos de mujeres sino como problemas que debemos encarar y que nos afectan a todos.

Este último punto es importante si realmente pretendemos crear una política antipatriarcal adoptada por hombres y mujeres. Por ejemplo, en el caso del cuidado infantil, la agenda de los hombres no sólo debe apoyar las visiones del movimiento feminista y las necesidades de las madres (aunque este apoyo constituye una parte importante de nuestro quehacer), sino que también debe articular las políticas del cuidado infantil que mejoren la vida de muchachos y hombres, que les permitirá ser mejores padres, cuidadores y educadores.

Debemos mirar la experiencia de Suecia, por ejemplo, donde se ha logrado en medio de éxitos y fracasos, utilizar las políticas públicas y la autoridad de gobierno, para reconstruir el trabajo y la vida familiar, de una manera que permita formas más sanas de paternidad y maternidad.

Una clave para futuras políticas sociales centradas en la infancia es acortar la jornada laboral. Ello tiene enormes implicancias para la vida de los hombres (incluyendo las de los jóvenes y de hombres de color quienes experimentan grandes discriminaciones en el mercado laboral). También tiene grandes implicancias para la propia identidad de todos los hombres, ya que la vida laboral, con sus riesgos y costos, ha sido parte integral de la identidad masculina.

Para que los hombres escapen de las dolorosas obligaciones de la penosa masculinidad, entre otras cosas, debemos redefinir el trabajo de la paternidad y el mundo del trabajo.

Esto dará a las organizaciones de la clase media formadas por hombres antisexistas, nuevas posibilidades para llenar vacíos que a veces nos separan de las preocupaciones y aspiraciones de los hombres de la clase trabajadora.

Esto también es válido en la salud y seguridad de los hombres. Las propias definiciones de las formas imperantes de masculinidadque somos siempre fuertes, que no sentimos dolor, que nunca nos asustamos, entre muchas otras– significan que por definición es aterrador para los hombres considerar seriamente asuntos de su propia salud y seguridad.

El hecho de considerar tales asuntos pareciera ser una confesión de que no somos masculinos. Esto se comprueba en lugares de trabajo riesgosos, donde los hombres muy rara vez se niegan a trabajos inseguros o a rechazar el sobretiempo que los mantiene lejos de sus familias, provocándoles enormes tensiones físicas y emocionales, a pesar de los beneficios económicos. Esto también [27] se comprueba en los resultados obtenidos por sociedades patriarcales que han privilegiado la producción, logro y conquista sobre las necesidades humanas en un medio ambiente muy adverso.

Pienso, por ejemplo, en la baja cantidad de espermas de un número creciente de hombres en el mundo y de la incidencia creciente del dimorfismo sexual entre los niños recién nacidos. Pareciera que una gran parte del problema se origina por componentes clorados elaborados por el hombre, con efectos parecidos al estrógeno. Estos son los asuntos sobre los cuales los hombres no hablan, pero que tienen un impacto enorme en nuestras vidas. Los hombres deben y pueden encarar estos tópicos, en acuerdo a preocupaciones similares de las mujeres.

Este trabajo no sólo implica entregar apoyo verbal, financiero y organizacional a las campañas organizadas por mujeres, sino que requiere que los hombres organicen campañas dirigidas a ellos mismos. Esfuerzos como el realizado por la White Ribbon Campaign del Canadá[28] son cruciales para romper el silencio de los hombres en una gama de problemas que afectan la vida de las mujeres. Este esfuerzo, que se focaliza en la violencia contra la mujer, ha sido sorprendentemente exitoso y ha motivado a los hombres a identificarse con esas preocupaciones, permitiendo el uso de recursos a los cuales ellos tienen un acceso desproporcionadamente mayor que las mujeres.

Dichos esfuerzos deben llevarse a cabo en diálogo y consulta con grupos de mujeres, para evitar que los hombres dominen este trabajo.

Al igual que otros grupos de hombres que trabajan en el tema de violencia contra la mujer, la citada campaña ha aclarado que los hombres no deben quedarse atrás para asumir asuntos profeministas como propios. La mayoría de los hombres no son físicamente violentos contra las mujeres, sino que la mayoría se ha mantenido silencioso respecto a esa violencia. La campaña reconoce que los hombres tienen la responsabilidad de hablar y de cuestionar a otros hombres. No todos somos responsables por los incidentes de violencia, sino que más bien tenemos una responsabilidad compartida para detenerlos.

La campaña también ha tomado iniciativas para ir más allá de la reacción a la violencia, refiriéndose a la cultura patriarcal que ha producido hombres violentos. Hemos hablado de los cambios individuales y sociales que se necesitan para criar hijos sin violencia y para educar una generación de hombres que no acudan a la violencia. En otros términos, junto con apelar a la compasión, enojo y preocupación por las experiencias de las mujeres que amamos, también apelamos a los propios intereses de los hombres, motivándolos para encontrar caminos que los conduzcan a vidas más sanas y más felices.

Cualquiera sea el foco de nuestro trabajo para combatir el sexismo y el patriarcado, ya sea la violencia, la orientación sexual, salud, racismo, cuidado infantil, seguridad laboral, o lo que sea, al mismo tiempo que nos comprometemos en el activismo social, necesitamos aprender a escudriñar y cuestionar nuestra propia conducta.

Debemos entender que nuestra contribución al cambio social estará limitada si continuamos interactuando con las mujeres en base a la dominación, será limitada si no cuestionamos activamente la homofobia y el sexismo entre nuestros amigos y compañeros de trabajo, e incluso dentro de nosotros mismos. El cambio será limitado si no comenzamos a crear las condiciones inmediatas para la transformación de la vida social, especialmente esforzándonos para la igualdad en el trabajo doméstico y el cuidado de los niños.

Esto no significa caer en la culpa o llevar a esos hombres a la comunidad de antisexistas que disfrutan por tener una buena camiseta. Después de todo, un sentimiento de culpa difuso (en oposición al remordimiento específico por acciones particulares) puede ser una emoción profundamente conservadora, desmovilizadora y reducidora de poder.

Muchos de los que somos activos en el trabajo profeminista, antipatriarcal y antimasculinista, tenemos momentos en que dejamos de ser honestos con nosotros mismos y nos preocupamos más de complacer a las mujeres o de lo que pudieren pensar de nuestro trabajo algunos subgrupos particulares del movimiento de mujeres. A veces nos sentimos culpables por nuestros éxitos. En lugar de la culpa, deberíamos afirmar que ya es tiempo que hagamos este trabajo, deberíamos estar celebrando el hecho de que estamos haciendo una contribución para el cambio, y deberíamos entender que nuestros éxitos, son los éxitos del movimiento de mujeres que ha alcanzado a los hombres.

Más aún, los esfuerzos que se «adjudican al feminismo y al movimiento de mujeres» a veces ignoran el hecho que no hay un feminismo y que existe diferencias muy reales y debates dentro del movimiento de mujeres, por lo tanto no hay forma que podamos estar de acuerdo con todos o adoptar políticas que lograrán la aprobación de todas las feministas. (Pensemos en un ejemplo, como la pornografía, para darnos cuenta de que hay muchas visiones en el feminismo, lo que significa la existencia de muchos feminismos[29]).

En lugar de sentirnos culpables por nuestros éxitos por llegar a otros hombres o de cuestionar nuestra habilidad para aportar buenas ideas e iniciativas que contribuyan, como iguales a las mujeres, a una política antipatriarcal, los hombres necesitamos afirmar orgullosamente que el trabajo de género es tanto trabajo de hombres como de mujeres.

Debemos llamar a los hombres a clarificar sus propios intereses. Esto no sólo significa apoyar los esfuerzos de las mujeres, sino explorar y descubrir formas en las que nuestros intereses verdaderamente coincidan. A menos que los hombres se organicen para llegar a otros hombres, los hombres como grupo nunca dejarán de mantener y perpetuar el orden patriarcal. ¿Por qué? Porque, para la mayoría de los hombres, la definición de masculinidad hecha por otros hombres es lo que importa más que todo. Parte del camino del cambio es para los hombres actuar como ejemplos y modelos para otros hombres, sobre cómo se puede ser totalmente varonil –esto es, simplemente criaturas biológicas que son machos– sin ser masculinistas.

Y en este proyecto, en esta celebración de hombría, los hombres heterosexuales tienen mucho que aprender de los hombres gay y bisexuales.

Los hombres podemos orgullosamente tomar nuestro lugar –en el contexto de respeto por la autonomía de la mujer, de las capacidades, prioridades y conocimiento profundo del feminismo– como líderes en el movimiento antipatriarcal y antisexista. Para tener éxito, necesitamos de la contribución única del hombre y del conocimiento profundo de las contribuciones y voces únicas de las mujeres.

Parte de esta lucha por el cambio personal y social por los hombres es la necesidad de que rompamos nuestro aislamiento de otros hombres. Aunque este aislamiento puede ser experimentado más agudamente por los hombres heterosexuales, no es simplemente un asunto de orientación sexual. Es un asunto de la naturaleza de nuestra interacción con otros hombres, ya sea que somos capaces de crear un verdadero sentido de seguridad e intimidad emocional, por lo menos con algunos otros hombres.

Esto es importante porque, en el aislamiento, la mayoría de los hombres continúan aceptando como realidad la suposición no probada, sobre lo que significa ser hombre. Antes señalé que esto actúa en la sociedad patriarcal como una forma de alucinación colectiva. Es como si millones de personas hubiesen tomado la misma droga y caminaran sabiendo, con aparente certeza, la realidad de lo que un hombre es, cuando, de hecho, es simplemente una construcción de género.

Cualquier duda que se nos plantee como individuo, rápidamente la desechamos debido a que, aislados de otros hombres, llegamos a asumir que sólo nosotros somos los equivocados, que sólo nosotros sentimos esas diferencias. Esas dudas, sólo le confirma a muchos que ellos no son realmente hombres –porque hoy ningún hombre puede vivir de acuerdo a sus ideales. El conflicto entre nuestra propia realidad y lo que hemos aprendido que se supone es la realidad real, explicaría por qué el hombre individual construye y reconstruye personalidades moldeadas por el patriarcado.

Y es por ello que es totalmente consistente desarrollar un enfoque de acción social –y más aún se requiere– que los hombres desarrollen organizaciones de apoyo, grupos de apoyo, lazos informales de intimidad y apoyo entre ellos. Tales prácticas individuales y grupales nos permite observar nuestro proceso individual de trabajo de género, y cómo todos hemos sido moldeados por el sistema patriarcal. Nos permiten examinar nuestras propias relaciones contradictorias con el poder de los hombres. Nos permite solucionar el miedo que impide a la mayoría de los hombres, hablar y combatir el sexismo y la homofobia. Nos puede dar un sentido nuevo y diferente de fortaleza.

En todo esto, en nuestro trabajo público, en nuestro combate al sexismo y a la homofobia, al racismo y a la intolerancia en nuestra vida diaria, no debemos temer asumir una política de compasión. Esto significa tener siempre presente el impacto negativo del patriarcado contemporáneo sobre los propios hombres, aunque nuestro sistema tenga como centro la opresión de las mujeres. Ello significa considerar el impacto negativo de la homofobia en todos los hombres, evitar el lenguaje de culpa y reproche y substituirlo por el de la responsabilidad para el cambio.

Tal política de compasión sólo es posible si partimos de la distinción entre sexo y género. Si el patriarcado y sus síntomas fueran un mandato biológico, los problemas no sólo serían virtualmente inmanejables, sino que parecería también que el castigo, la represión, el reproche y la culpa serían sus corolarios necesarios. Pero si partimos de la premisa de que los problemas son de género –y que el género se refiere a las relaciones particulares de poder estructuradas socialmente y encarnadas individualmente– entonces podemos ser a la vez críticos del poder colectivo de los hombres, de su comportamiento y actitudes de manera individual y de ser afirmativos como hombres, diciendo que la destrucción del patriarcado mejorará nuestra vida, que con el cambio todos ganan, pero se requiere que los hombres abandonen formas de privilegio, poder y control.

A nivel psicodinámico –en cuyo dominio podemos presenciar la interacción entre los movimientos sociales y la psique individual– el desafío que plantea el feminismo a los hombres es desterrar la psique masculina hegemónica.

Esto no es una interpretación psicológica del cambio; dicha fuente de cambio radica en el desafío social al poder de los hombres y la reducción de su poder social. Actualmente está siendo cuestionado lo que una vez constituyó una relación obvia entre poder sobre los otros/control sobre sí mismo/y la supresión de una gama de necesidades y emociones de los hombres. Lo que habíamos sentido como estable, natural y correcto se está revelando como fuente de opresión para otros, como fuente principal de dolor, angustia y ansiedad para los propios hombres.

La implicancia de todo esto es que el reto femenino al poder de los hombres tiene el potencial de liberarlos y de ayudar a muchos de ellos a descubrir nuevas masculinidades, las cuales contribuirán a demoler el género completamente. Cualesquiera que sean los privilegios y formas de poder que indudablemente perderemos, ello será compensado con creces con el fin del dolor, el temor, las formas disfuncionales de conducta, la violencia experimentada a manos de otros hombres, la violencia autoinflingida, la interminable presión de competir y tener éxito y la simple imposibilidad de cumplir con nuestros ideales de masculinidad.

Nuestra conciencia de las experiencias contradictorias de poder entre los hombres nos entrega las herramientas necesarias para simultáneamente desafiar el poder de los hombres y expresar su dolor. Esto configura la base para una política de compasión y para atraer el apoyo de los hombres a favor de una revolución que está desafiando la estructuras más básicas y duraderas de la civilización humana.

Do not reproduce or reprint without permission.

© Michael Kaufman, 1995

mk@michaelkaufman.com www.michaelkaufman.com

Translation by Símon Cazal in Paraguay (info@paragay.com)


[1] Aunque pueda ser incómodo para las mujeres que lean esto, a menudo me refiero a los hombres en primera persona plural –nosotros, nos, nuestro– para reconocer mi posición dentro del objeto de análisis.

[2] Agradezco a Harry Brod, quien me advirtió hace unos años sobre el riesgo de hablar del poder y del dolor de los hombres como dos caras de una misma moneda, un comentario que me condujo a enfocar la relación entre las dos. Gracias a Linda Briskin, quien, hace algunos años, me comprometió en una discusión que me llevó a clarificar el concepto de las experiencias contradictorias del poder entre los hombres. Mis agradecimientos también a Harry, y a Bob Connell por sus comentarios sobre una versión inicial de este artículo. Gracias a Varda Burstyn por sus reflexiones y contribuciones en las sección de las conclusiones. Quiero expresar particularmente mi aprecio a Michael Kimmel tanto por sus comentarios sobre la versión original como por nuestro rico y permanente intercambio intelectual y de amistad.

[3] Aunque ha habido controversia sobre la aplicabilidad de la palabra patriarcado –véanse, por ejemplo, las reservas en cuanto al uso del término expresadas por Michele Barrett y Mary McIntosh en The Anti-Social Family, London: Verso, 1982–, al igual que otros autores, la utilizo como un término descriptivo amplio para sistemas sociales dominados por hombres.

[4] Incluso la frontera aparentemente fija entre hombres y mujeres –fija en función de diferencias genitales y reproductivas– está sujeta a variación, como se ve en el número relativamente significativo de machos y hembras con las llamadas “anormalidades” genitales, hormonales y cromosómicas que distorsionan la clara distinción entre los sexos –dejando hombres o mujeres infértiles, mujeres u hombres con características sexuales secundarias generalmente asociadas con el sexo opuesto, y mujeres u hombres con diferentes combinaciones genitales. No obstante, la noción de sexo biológico es útil para distinguir el sexo del género construido socialmente. Para otra discusión accesible, especialmente sobre la endocrinología de la diferenciación sexual, véase John Money y Anke A. Ehrhardt, Man & Woman. Boy & Girl. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1972.

[5] La distinción sexo/género es ignorada o borrada no sólo por ideólogos o biólogos reaccionarios (de mentalidad tanto liberal como conservadora), quienes quieren afirmar que las vidas, roles y relaciones actuales entre los sexos son hechos biológicos dados, eternos. Existe por lo menos una corriente de pensamiento feminista –llamada feminismo cultural o feminismo de las diferencias por sus críticos– que celebra hasta diferentes puntos una gama de supuestamente eternas cualidades femeninas naturales. Así mismo, los que están influenciados por el pensamiento junguiano, como Robert Bly y los pensadores mito-poéticos, también plantean cualidades esenciales del ser del hombre y de la mujer. Incluso aquellas feministas que aceptan la distinción sexo/género a menudo utilizan el término género cuando están refiriéndose a sexo –como en los dos géneros y el otro género, cuando en realidad existe una multiplicidad de géneros, como se ha sugerido en los conceptos de feminidades y masculinidades. De manera similar, muchas mujeres feministas y hombres partidarios de estas ideas se refieren erróneamente a “la violencia masculina” –en lugar de “la violencia de los hombres”– aunque la categoría biológica macho (en oposición a la categoría genérica hombres) implica que una propensión a cometer actos de violencia es parte del mandato genérico de la mitad de la especie, una suposición que ni la antropología ni la observación contemporánea justifican.

[6] Para una crítica de los límites de la teoría de roles sexuales, véase, por ejemplo Tim Carrigan, Bob Connell y John Lee, Hard and Heavy: Toward a New Sociology of Masculinity, en Michael Kaufman (ed.), Beyond Patriarchy: Essays by Men on Pressure. Power and Change. Toronto, Oxford University Press, 1987.

[7] R. W. Connell, Gender and Power. Stanford, Stanford University Press, 1987.

[8] El tema de las diferentes masculinidades es analizado en varios artículos en Harry Brod y Michael Kaufman, editores, Theorizing Masculinities, Newbury Park, Sage Publications, 1994.

[9] 11. Cracking the Armour: Power, Pain and the Lives of Men. Toronto, Viking Canada, 1993.

[10] C. B. Macpherson, Democratic Theory. London, Oxford University Press, 1973.

[11] Aunque me refiero aquí a las relaciones contradictorias de los hombres con el poder masculino, una discusión paralela, aunque muy diferente, también se podría llevar a cabo sobre la relación de las mujeres con el poder de los hombres y sus propias posiciones de poder y carencia de poder a nivel social, familiar e individual.

[12] Véanse Nancy Chodorow, The Reproduction of Mothering, Berkeley, Universidad de California, 1978; Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur, Nueva York, Harper Colophon, 1977; Jessica Benjamin, The Bonds of  Love, Nueva York, Random House, 1988, y Gad Horowitz, Repression, Basic and Surplus Repression in Psychoanalitic Theory, Toronto, University of Toronto Press, 1977.

[13] Este párrafo se basa en un texto de Kaufman, Cracking the Armour, op. cit., y Kaufman, The Construction of Masculinity and the Triad of Men’s Violence, en Beyond Patriarchy, op. cit.

[14] No estoy insinuando que la naturaleza de las relaciones o de los conflictos sea la misma de un tipo de familia u otro, ni siquiera que “la familia” como tal exista en todas las sociedades. (Véase M. Barrett y M. McIntosh, op. cit.)

[15] Véanse, por ejemplo, los casos de Sylvia Levine y Joseph Koenig (eds.), Why Men Rape, Toronto, Macmillan of Canada, 1980, y Timothy Beneke, Men on Rape, Nueva York, St Martin’s Press, 1982.

[16] Jeff Hearn, The Gender of Oppression. Brighton, Wheatsheaf Books, 1987.

[17] Entre las numerosas fuentes sobre la actividad de ser padre, véanse Michael E. Lamb (ed.), The Role of the Father in Child Development, Nueva York, John Wiley & Sons, 1981; Stanley H. Cath, Alan R. Gurwitt, John Munder Ross, Father and Child, Boston, Little Brown, 1982. Véanse también Michael W. Yogman, James Cooley, DanieI Kindlon, Fathers, Infants, Toddlers, Developing Relationship y otros en Phyllis Bronstein y Carolyn Pape Cowan, Fatherhood Today, Nueva York, John Wiley & Sons, 1988; Kile D. Pmett, Infants of Primary Nurturing Fathers, en The Psychoanalitic Study of the Child, vol.38, 1983 y para un enfoque diferente, véase Samuel Osherson, Finding our Fathers, Nueva York, Free Press, 1986.

[18] Lillian Rubin, Intimate Strangers, Nueva York, Harper Colophon, 1984. Véase también Peter Nardi (ed.), Men’s Friendships, Newbury Park, Sage, 1992.

[19] Kaufman, Cracking the Armour, op cit. Ver también Varda Burstyn, The Rites of Men, Toronto, University of Toronto Press, de próxima publicación.

[20] El marco mítico-poético es discutido detenidamente por Michael Kimmel y Michael Kaufman en Weekend Warriors: The New Men’s Movement, en Brod y Kaufman, op. cit., y en un artículo más breve, The New Men’s Movement: Retreat and Aggression with America’s Weekend Warriors, en Feminist Issues, de próxima publicación.

[21] Un recuento fascinante del control patriarcal total del hogar es el libro de 1956 de Naguib Mahfouz, Palace Walk, Nueva York, Anchor Books, 1990.

[22] Michael Kimmel y Tom Mosmiller (eds.), Against the Tide: Pro-Feminist Men in the United States, 1776-1990. A Documentary History, Boston, Beacon. 1992.

[23] Un tercer movimiento es el antifeminista y, desvergonzadamente, misógino, el movimiento de los derechos del hombre, que no nos concierne en este artículo.

[24] En los años setenta y principios de los ochenta, los libros y artículos escritos por hombres como Herb Goldberg y Warren Farrell hablaban de las características nefastas del sentido de hombría –en particular del sentido que era letal para los hombres. Cuando el libro Iron John, de Robert Bly, alcanzó la lista de los best-sellers a finales de 1990, los vagos análisis de esos años se cristalizaron en un amplio movimiento norteamericano con un nuevo periódico: Wingspan, grupos de retiros de hombres, círculos de tamboreo, boletines regionales y una serie de libros que continúa apareciendo.

[25] Aunque la categorización de estas dos corrientes del movimiento de los hombres sirve de herramienta útil para la discusión, no existen límites bien marcados entre las dos. Un buen número de hombres (más en el Canadá que en los Estados Unidos), atraídos por el movimiento mítico poético, simpatizan con el feminismo y con las luchas actuales de las mujeres. Mientras tanto, la mayoría de los hombres, atraídos por el marco teórico profeminista, también se preocupan por mejorar las vidas de los hombres. Y los hombres, especialmente los que se encuentran en la última categoría, están preocupados por el impacto de la homofobia en todas las categorías de hombres.

[26] Mi anécdota favorita acerca de la resistencia de muchos de los “comunes y corrientes” al identificarse con la necesidad de desafiar la homofobia públicamente fue contada por un colega, quien en Toronto, en los primeros años de la década de los ochenta, enseñaba un curso sobre el cambio social. En la taberna de los estudiantes, una noche después de clase, uno de ellos lamentaba no haber vivido en otra época. “Habría sido maravilloso vivir en la última parte de los años treinta –decía–, para poder haberme enlistado y luchado en la guerra civil española”. Mi colega le dijo: “¿Sabes que docenas de casas de baños para homosexuales fueron allanadas por la policía esta semana y ha habido grandes manifestaciones casi todas las noches? Podrías unirte a ellos”. El estudiante lo miró y le dijo: “Pero yo no soy gay”, ante lo cual mi colega le respondió “Tampoco sabía que fueras español”. Sobre la relación entre homofobia y la construcción de una masculinidad normal, véase Michael Kimmel, Masculinity as Homophobia, en Harry Brod y Michael Kaufman, Cracking the Armour, op. cit. Véase también Suzanne Pharr, Homophobia: A Weapon of Sexism, Little Rock, Chardon Press, 1988.

[27] Hace varios años, trabajé brevemente en un aserradero de Columbia Británica. Un día, por mi escasa experiencia en ese trabajo, me vi enfrentado a un embrollo de maderas transportadas por cadenas que las conducían desde una sierra a la próxima. En medio del amplio taller, el supervisor apuntó un botón rojo que detendría las cadenas en movimiento, antes de que yo me atreviera a meterme en el medio. El aclaró que se detendría la operación total, pero enfatizó que cualquiera que no fuera lo suficientemente hombre para entrar en las cadenas en movimiento no debería trabajar allí.

[28] La White Ribbon Campaign enfoca el fenómeno de la violencia que los hombres ejercen contra las mujeres. En un pequeño grupo empezamos la campaña a finales de 1991, y después de una semana miles de hombres en todo el Canadá llevaban una cinta blanca durante una semana, jurando que “no cometerían, condonarían, ni se quedarían callados con respecto a un crimen violento cometido contra las mujeres”. Esta campaña, que tiene el propósito de romper el silencio de los hombres en relación con la violencia ejercida contra las mujeres, y de movilizar la energía y los recursos de los hombres, goza de apoyo dentro del espectro sociopolítico y ha empezado a extenderse a otros países. Actualmente, da particular atención al trabajo con niños y hombres jóvenes y ha producido un número apreciable de materiales educativos para el uso de profesores y estudiantes. Para información, contactar a: The White Ribbon Campaign, 220 Yonge Street, Suite 214, Toronto, Canada M5B 2H1; teléfono: (416) 596 15 13; fax: (416) 596 23 59; correo electrónico: whiterib@idirect.com

[29] En algunas respuestas de los hombres al tema de la pornografía, ver Michael Kaufman, Leather Whips and Fragile Desires: The Riddle of Pornography, capítulo 6 de Cracking the Armour, op. cit. y Michael S. Kimmel, editor, Men Confront Pornography, New York: Crown Publishers, 1990.

Poder hegemónico y contrahegemónico: una aproximación conceptual Simona Violeta Yagenova

El concepto de poder, debe entenderse como una relación social ejercido por individuos, grupos, clases sociales o nacionales, en un contexto histórico y territorio determinado.

PODER se puede definir como la capacidad de influir, condicionar, determinar el comportamiento de otros para que actúen de una u otra manera. Las relaciones desiguales de poder se construyen debido al acceso desigual a determinados recursos, que permiten a unos realizar sus intereses, personales o de clase e imponerlos a otros.

Estas relaciones de poder construidas históricamente y marcadas por la lógica del capital, la discriminación étnica y de género, son desiguales y asimétricas. Muchos han escrito, analizado y aportado a la comprensión del concepto de poder, y cómo en la práctica las relaciones de dominación-poder hegemónico se construyen y reproducen, o son enfrentadas.

En este apartado, se  brindará una breve visión de los aportes que Michel Foucault, Carlos Marx y Antonio Gramsci realizan a la teoría del poder y dónde se sitúan los debates contemporáneos librados por los movimientos sociales y teóricos críticos frente al sistema existente.

1. El poder desde la perspectiva de Foucault

Tal como lo plantearan distintos teóricos pero especialmente Foucault en su obra Vigilar y castigar, las relaciones de poder no son una cosa, no se concentran en un lugar determinado sino se diseminan por todo el tejido social, aunque éstos se relacionan con determinados centros hegemónicos del poder:

Cuando me refiero al funcionamiento de poder no me refiero únicamente al problema del estado, o a la clase dirigente, a las castas hegemónicas… sino a toda una serie de poderes cada vez más sólidos, microscópicos que se ejercen sobre los individuos, en sus comportamientos cotidianos y hasta en sus propios cuerpos.[1]

Según el análisis que realiza Mendoza de la obra de Foucault, las relaciones de poder se modifican en los distintos momentos históricos, derivados de los cambios estructurales existentes:

En la Edad Media se manifiesta una relación de poder fundamentalmente ligada al control y a la propiedad de la tierra y sus productos, el poder se identifica con la sangre mediante la reivindicación del abolengo de la aristocracia, y con la propiedad a través de la posesión de enormes extensiones de tierra que simbolizan la grandeza y el poderío en esta época histórica. El poder en el medioevo gira en torno al dominio absoluto, previamente sacralizado del soberano y del Papa, y se establece sobre la base de agrupación de grandes latifundios que funcionan como principal fuente de riqueza.[2]

Foucault, al estudiar cómo opera el poder en la fase de desarrollo capitalista quiso develar los dispositivos propios de este sistema que garantizara la reproducción del sistema de dominación, llevándole a la conclusión, que de allí se perfecciona una nueva tecnología de poder.[3] El destacado autor, citado por Mendoza, plantea que dentro del capitalismo se construye una biopolítica[4] que se subordina a los hombres y mujeres a la lógica al poder capital. La disciplina capitalista produce un doble efecto que actúa en forma recíproca: se domeña y mantiene la sujeción sobre el cuerpo, así como se doblega y educa el alma para la obediencia.[5]

El poder se difumina por el tejido social en dispositivos disciplinatorios,

nuevos saberes, imaginarios, discursos, prácticas que garantizan la reproducción del capital que etiquetan lo que es” normal” o “anormal”, prohibido y aceptado por el sistema de dominación existente:

Por esto cuestionar las formas capitalistas de vida implica conocer las formas insidiosas mediante las cuales operan poderes y saberes específicos, pero a la vez asumir en nuestra propia existencia la renuncia de un conocimiento, a una identidad que nos ha sido asignada.[6]

Foucault, al analizar los dispositivos garantes para la reproducción del poder, enfatiza el rol y la relación que existe entre disciplina y discurso. “En cualquier sociedad hay relaciones manifiestas de poder que permean, caracterizan y constituyen el cuerpo social, y esas relaciones de poder no pueden ser establecidas, consolidadas ni implementadas sin la producción, acumulación y funcionamiento de un discurso.”[7]

Según Michel Foucault, dentro del marco del sistema capitalista, se construye una serie de dispositivos de poder “normas” y “disciplinas”[8] que se reproducen en el tejido social y son interiorizadas: “Un ser humano disciplinado es aquel que ha aprendido e integrado totalmente un determinado código de reglas de comportamientos dictada por el padre, el maestro, el juez, el alcalde, el psiquiatra[9]

Sumado a lo anteriormente expuesto un elemento central de la disciplina de poder en la actualidad, advierte Foucault, proveniente del discurso capitalista y este es el “encierro” en la cual vive el obrero: “El endeudamiento obrero le obliga por ejemplo a pagar su alquiler un mes por adelantado, y en cambio cobra su salario a fin de mes, la venta a plazos, el sistema de cajas de ahorro, las cajas de retiro y asistencia, las ciudades obreras, todos estos han sido medios para controlar a la clase obrera, de una manera mucho más sutil, mucho más inteligente mucho más fina y para secuestrarla.”[10]

Mendoza advierte que “El poder no es monolítico y totalmente controlado. Aunque en la sociedad hay un grupo de una clase que ocupa estratégicamente posiciones de poder no controlan del todo el poder ya que éste no está localizado en un lugar específico como los Estados, si no en pequeños poderes capilares (padre sobre el hijo, maestro sobre el alumno, empresario sobre obrero. etc.) lo que permite y hace posible que el Estado se reproduzca y funcione.”[11]

El poder entonces, según la perspectiva foucoultana es una red imbricada de relaciones estratégicas complejas[12] que se transforman permanentemente.

2. El poder y la hegemonía desde la perspectiva marxista

Adolfo Sánchez Vásquez[13] en un ensayo sobre el concepto de poder en la obra de Marx, inicia su reflexión en torno a los autores quienes de una u otra manera han cuestionado que Marx haya elaborado una teoría sobre el poder: “Así, fuera del marxismo, Foucault ve en Marx ante todo al teórico de la explotación y niega que haya elaborado una teoría del poder. Norberto Bobbio subraya que, al centrar Marx su atención en el sujeto del poder, deja a un lado como consecuencia el problema de cómo se ejerce el poder.

Asimismo, al partir de una concepción negativa del Estado no prestaría atención a las formas de gobierno ni delinearía un Estado alternativo, socialista, frente al Estado representativo, burgués, puesto que en definitiva todo poder estatal sería transitorio y estaría destinado a desaparecer. Este problema y el de su conquista estarían en el centro de su atención. De ahí derivarían las insuficiencias de la concepción de Marx del poder, al que, por otra parte, no dedicaría ninguna obra expresamente.”

Adolfo Sánchez Vásquez, si bien reconoce que Marx no se dedicó exclusivamente a construir una teoría política sobre el poder, coincidiendo parcialmente con quienes sostienen esta tesis, sí afirma que a lo largo de su obra se expresan algunas tesis que nutren una perspectiva marxista del poder.

Estas son:

a) La desmitificación de que el poder político en una sociedad marcada por la lógica del capital esta ajeno a las clases en conflicto; b)El poder político concentrado en el Estado es una expresión del poder de la clase dominante que actúa en función de la reproducción de la lógica sistémica del capital; c) Desvirtúa que el poder estatal actúa desde una perspectiva autónoma frente a los constituidos o construidos históricamente y que se expresan en la estructura social existente; d) Que el poder político en el marco del sistema capitalista puede adquirir distintas formas de gobierno, desde autoritarios hasta democráticas, siempre y cuando cumplan la función de garantizar que se reproducen los intereses de la clase dominante; e) Marx reflexionó en torno al poder y la violencia, afirmando que el ejercicio del poder político implica en la práctica el ejercicio de la fuerza; f) Esboza algunos rasgos de cómo se expresaría el poder político en manos de la clase obrera en un contexto de transición del capitalismo hacia el comunismo, que aspira a la eventual extinción del Estado y la devolución a la sociedad de las funciones que ésta ha absorbido.

Se trata entonces, del esbozo de un poder distinto, que se construye mediante un proceso de democratización profundo, que aspira a eliminar la dominación de clase surgida en el marco del capitalismo. Según Sánchez, Marx establece la relación entre la desaparición de las condiciones sociales de los antagonismos de clase, que hacen necesaria la dominación, y la desaparición del poder en cuanto instrumento de dominación.

Isabel Rauber, al reflexionar en torno al aporte de Marx, señala “que el dominio de una clase sobre otra, aunque enraizada a nivel estructural, sólo es posible y durable si las clases dominantes han logrado un ordenamiento de la sociedad en función de su proyecto social. A ello alude el propio Marx cuando señala que a toda sociedad le corresponde un determinado tipo de Estado.”[14]

3. El aporte de Gramsci-Poder y hegemonía

Reflexionar en torno al poder evoca necesariamente la obra de Antonio Gramsci, quien nutrió la teoría marxista con una nueva interpretación y aplicación del concepto de hegemonía.

En 1901 se refiere directamente al concepto de hegemonía: “En función de la posición histórica de nuestro proletariado, la socialdemocracia rusa puede conseguir la hegemonía (gegemoniya) en la lucha contra el absolutismo”.[15]

A pesar de que es poco conocido, éste tuvo una amplia aplicación por parte del movimiento socialdemócrata ruso durante el periodo de 1908 a 1917, en que se debatía la estrategia política de la clase obrera frente al zarismo. Plejanov, en escritos que datan del periodo 1883-1883, cuando se fundaba el Grupo de Emancipación del Trabajo (1884), le daba la connotación de que la lucha de los obreros debería trascender el plan económico frente a la parte patronal, hacia la lucha política en contra del zarismo. Axelrod (1989) por su parte, planteó que la clase obrera debería jugar el papel dirigente en la lucha contra el absolutismo zarista, “La vanguardia de la clase obrera debe actuar sistemáticamente como el destacamento dirigente de la democracia en general.”

Gramsci, quien tuvo conocimiento de estos debates que se realizaron en el seno de la III Internacional y le servirían de base para un proceso de reflexión en torno al concepto de hegemonía, que marcaría un punto de inflexión fundamental en la teoría política marxista posterior. Uno de los aportes más significativos, según Perry Anderson, fue el hecho de que amplió la noción de hegemonía desde su aplicación original de las perspectivas de la clase obrera en una revolución burguesa contra un orden feudal, a los mecanismos de dominación burguesa sobre la clase obrera en una sociedad capitalista estabilizada.”[16]

Anderson, Perry, ibid pág. 164, citando a Axelrod, K. Vopágs.osu, pág. 27. Según Anderson (2002), “el énfasis introducido por Plejanov y Axelrod en la vocación de la clase obrera a adoptar una orientación “totalmente nacional” hacia la política y a luchar por la liberación de todas las clases y grupos oprimidos de la sociedad, iba a ser desarrollado con una elocuencia y un punto de vista completamente nuevos por Lenin en el ¿Qué Hacer? en 1902”. Este mismo autor plantea que el término hegemonía fue uno de los más utilizados por el movimiento obrero ruso antes de la Revolución de Octubre (1917) y posteriormente fue aplicado en los primeros congresos de la III Internacional de la Comintern, donde la aplicación del término se centraba sobre todo en torno al deber del proletariado de ejercer la hegemonía sobre los otros grupos explotados o sea sus aliados de clase contra el capitalismo, la guerra y a favor de la emancipación de la humanidad. El IV Congreso del Comintern (1922) marca un parteagua en el sentido de que se comienza a utilizar el concepto en torno a la dominación de la burguesía sobre el proletariado.

El perfeccionamiento del modelo de dominación capitalista, a pesar de las luchas realizadas por la clase obrera, ya era percibible en la década de los años veinte cuando Gramsci desarrolló su reflexión teórica-política.

Isabel Rauber (2002) destaca la importancia de la obra de Gramsci para poder comprender la complejidad del sistema de dominación que combina eficazmente lo político-ideológico y cultural para garantizar la reproducción del sistema:

La hegemonía constituye un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida, no se limita al ámbito de lo ideológico y sus formas de control y dominio.

En su múltiple dimensión cultural, la hegemonía constituye un ‘sentido de la realidad’, sentido que busca imponer –culturalmente‑ como ‘natural’ a través de los modos de producción y reproducción cotidianas de vida, transformándolo en parte del llamado sentido común acerca del deber ser de la realidad social de la que se es parte. Tanto es así que R. Williams afirma que ‘en el sentido más firme, [la hegemonía] es una cultura, pero una cultura que debe ser considerada asimismo como la vívida dominación y subordinación de clases particulares’. [Polleri, 2003] Disputar ese ‘sentido’ es, por tanto, parte vital en la imprescindible disputa político-cultural por el cambio social que es necesario desplegar en todo momento.”[17]

Sin embargo, el ejercicio hegemónico siempre está enfrentado a un escenario de disputa por las fuerzas opositoras, tal como lo plantea Ceceña[18] (2000), Rauber (2005) y Kohan. Este último al referirse a este tema plantea que:

La hegemonía nunca se acepta de forma pasiva, está sujeta a la lucha, a la confrontación, a toda una serie de ‘tironeos’. Por eso, quien la ejerce debe todo el tiempo renovarla, recrearla, defenderla y modificarla, intentando neutralizar a sus adversarios incorporando sus reclamos (…). Como la hegemonía no constituye entonces un sistema formal cerrado, sus articulaciones internas son elásticas y dejan la posibilidad de operar sobre ellas desde otro lado: desde la crítica al sistema, desde la contrahegemonía (a la que permanentemente la hegemonía del capital debe contrarrestrar, disgregar y fragmentar). Si la hegemonía fuera absolutamente determinante –excluyendo toda contradicción y toda tensión interna– sería impensable cualquier disidencia radical y cualquier cambio en la sociedad.[19]

Isabel Rauber (2002) reflexiona en torno a la vigencia del pensamiento

gramsciano para poder comprender hoy por hoy la lucha popular frente al poder hegemónico del capital y su esfuerzo por construir poderes contra-hegemónicos alternativos al sistema:

El modo de articulación política sociocultural que impone, reafirma y recrea el tipo de poder dominante fue definido por Gramsci como hegemonía, concepto que hoy cobra peculiar significación práctica en el proceso de confrontación de los oprimidos con el poder dominante, en el que se desarrolla también las construcciones de poder propio (hegemonía popular) desde abajo.[20]

La importancia del aporte de Gramsci y Foucault reside en que rompe con aquellas perspectivas que se sustentaban en la premisa de que se podría “tomar” el poder y, por ende, la lucha por el poder o por la transformación de los poderes hegemónicos tendría como vía principal “la toma del Estado” que marcó, por un periodo prolongado, las estrategias de los partidos de izquierda y movimientos revolucionarios. Si bien, no se trata de obviar la importancia que tiene el poder estatal para la reproducción del sistema de dominación, esta perspectiva dejaba relegado en un plano secundario y subordinado las luchas reivindicativas de aquellos movimientos como el de mujeres, indígenas, juveniles, etcétera.

La ya citada autora, al reflexionar en torno a las consecuencias de esto, plantea que la diferencia entre la perspectiva de “tomar el poder” vs “construir poder desde abajo”, marca vías estratégicas de transformación distinta; dado que la segunda noción parte de la construcción de poderes contrahegemónicos desde la vida cotidiana y en los microespacios como un eslabón ineludible para la construcción y consolidación de una transformación sistémica profunda. [21]

La equivocada concepción de que se puede “tomar el poder” lleva ineludiblemente a subestimar la complejidad del sistema de dominación que está imbricado en las relaciones sociales cotidianas, en la cultura, en los imaginarios y prácticas sociales, que no se pueden desaparecer por “decreto” ni por medio de las victorias electorales de un partido de izquierda.

Un aspecto clave entonces es enfrentar el poder hegemónico con una correlación de fuerzas de poderes contrahegemónicos que trascienden el cuestionamiento del sistema hacia la construcción de formas alternativas de vida. En este sentido, son los movimientos sociales quienes mediante su amplio repertorio de acciones colectivas construyen pensamiento crítico y prácticas sociales que abonan a concebir modelos alternativos sistémicos:

Los actores sociales desarrollan un proceso simultáneo de destrucción-construcción. Destrucción de la hegemonía dominante y la construcción de la hegemonía de liberación: Una moral, una ética, una conducta y práctica social opuesta a la de la dominación. Teniendo en cuenta que hegemonía es Poder, puede afirmarse que ese proceso de construcción de contrahegemonía va dando cuerpo a un Poder popular, que se va gestando día a día en cada reunión, en cada acto solidario, en cada lucha, en cada forma de organización y en cada resolución política local o nacional.

Ese poder popular adquiere verdadera fuerza y corporeidad cuando se afianza conjugando lo humano y lo territorial, es decir, cuando existe como organización, administración y práctica colectiva cotidiana en un territorio concreto como Poder Local.[22]

La construcción de los poderes contrahegemónicos, no es, entonces, obra de un sujeto privilegiado históricamente determinado, como en su momento se consideraba a la clase obrera, sino obra de la confluencia de fuerzas sociales críticas, que han acumulado poderes y saberes para propiciar cambios sustanciales en el sistema existente.

El rol que juega dentro de este marco la clase obrera ha sido objeto de un amplio y extenso debate entre quienes sostienen que el sujeto privilegiado para la transformación del sistema capitalista sigue siendo la clase obrera y quienes plantean que, más bien, es un sujeto colectivo, diverso, heterogéneo con capacidad de construir pensamiento critico y construir las alternativas frente al sistema capital existente.

Para Marx, el proletariado era el sujeto histórico potencialmente emancipador desde el momento en que comienza a accionar en función de sus intereses de clase enfrentado al capital. Según Kohan[23] el aporte de Marx a la comprensión de clase, incluye a lo menos tres atributos que permiten comprender la construcción de la identidad y subjetividad de clase: (a) el modo de vivir; (b) los intereses; y (c) la cultura:

En consecuencia, las clases no se definen sola ni únicamente por la posesión o no posesión de los medios de producción ni por la cantidad de trabajadores asalariados existentes en una formación social dada en un momento determinado de la historia, tal como lo indica la estadística “objetiva” del censo. Sin dar cuenta al mismo tiempo de la tradición rebelde transmitida de generación en generación, de la cultura popular sedimentada y recreada en las clases subalternas, de la decisión y predisposición al enfrentamiento (a partir del cual se genera la propia identidad subjetiva de clase), de la perspectiva de confrontación y la iniciativa de hegemonía, nunca se podrá comprender a fondo el conflicto y la lucha de clases en la historia.[24]

Las clases son sujetos que se desarrollan, explayan y enfrentan en una relación antagónica propia del sistema capitalista que se expresa en el plano objetivo y subjetivo, creando identidades propias, y “estructuras de sentimiento”[25] que interactúan en la vida cotidiana y las prácticas políticas y socioculturales:

Esa experiencia histórica colectiva existe en la medida en que es vivida y reproducida cotidianamente por los trabajadores. Si las clases dominantes y dirigentes construyen su hegemonía, las fracciones organizadas y políticamente más decididas de las clases explotadas, subordinadas y subalternas pugnan, también cotidianamente, por contrarrestar esa dominación con su contrahegemonía.[26]

Kohan recuperando los aportes de Marx, introduce a la discusión la categoría de clase y sujeto como portadores de la reproducción del poder hegemónico y construcción de poderes contrahegemónicos. Según este autor,[27] la clase obrera reviste sin embargo singular importancia dentro del marco de un bloque de fuerzas críticas del sistema, dado que expresa en sí el antagonismo y contradicción entre capital y trabajo.

Citando a Meiksins Wood,[28] plantea que el capitalismo puede permear cierto pluralismo e ir integrando la política de las diferencias. Pero lo que no puede hacer jamás, a riesgo de no seguir existiendo o dejar de reproducirse, es abolir la explotación de clase.

Isabel Rauber (2005) coincide con este análisis, en el sentido de que el poder hegemónico se construye sobre bases de una sociedad dividida en clases sociales y marcada por la contradicción capital-trabajo:

El poder se constituye como síntesis articulador político-social-cultural de las relaciones sociales levantadas a partir de la oposición estructural capital‑trabajo, que instaura desde los cimientos mismos el carácter de clase de las múltiples interrelaciones entre las fuerzas sociales del capital y las del trabajo, entre las luchas por la hegemonía y la dominación, y las luchas de resistencia y oposición a ello, que –de conjunto‑ definen una determinada correlación entre las fuerzas (de clase) a escala social.[29]

4. Los aportes de Isabel Rauber al debate sobre el poder hegemónico y contrahegemónico

Rauber apuesta a la necesaria construcción de un sujeto colectivo múltiple que acumula fuerza y poder para transformar el sistema desde abajo. El concepto de construir poder desde abajo no alude a una dimensión geográfica, sino una ruta metodológica sociopolítica en la que los históricamente empobrecidos, marginados, explotados se convierten en el sujeto político para llevar a cabo las transformaciones sistémicas.

Elenfrentar la hegemonía dominante constituye una parte fundamental de este procesoque implica, a su vez, la deconstrucción de prácticas políticas y socioculturales que reproducen el modelo de dominación, aun en el seno de las fuerzas sociales de cambio.

Esta deconstrucción, según Rauber, tiene que partir de una base sustancialmente diferente para que puedan convertirse en alternativas:

Construir una nueva civilización humana, liberadora, justa solidaria y ecológicamente sustentable no será una realidad si los cambios se limitan a ser la contracara del capital, a dar vuelta a la tortilla; no se trata de construir una contrahegemonía, sino de construir una cultura y conciencia políticas radicalmente diferentes, superadoras de discriminaciones, jerarquizaciones y exclusiones de cualquier tipo, y también de todo pensamiento único.[30]

Pero ¿cuál es la base sobre la cual se construye estas alternativas de vida? Según Rauber, desde los sujetos populares que consciente y críticamente luchan frente al sistema, donde se han acumulado experiencias, saberes, prácticas y sueños que cuestionan profundamente el sistema dominante. La posibilidad de construir alternativas frente al modelo se realiza en un contexto de una ardua disputa ideológica, política y sociocultural que requiere de la acumulación de fuerzas y poderes populares antes de convertirse en hegemónico.

Esto implica enormes retos para las fuerzas sociales críticas porque tienen que demostrar en la práctica, en la vida cotidiana, que sí es posible trascender y cambiar radicalmente el sistema de dominación existente, mostrando, en

las palabras de Rauber, en las experiencias y construcciones de los movimientos sociales que la sociedad buscada existe ya en ellas, esbozada en pequeños logros.

Dentro de este marco, cobra importancia a su vez la lucha política como un eslabón fundamental para la construcción de poderes populares, que define en los siguientes términos:

La lucha política, la lucha por el poder, es un complejo proceso histórico en el cual ‑del entrecruzamiento de fuerzas sociales, políticas y culturales‑, se constituye y fortalece la fuerza político-social capaz de crear y erigir alternativas en todos los terrenos en los que el bloque dominante realiza su hegemonía. Dirigir los esfuerzos hacia su construcción y consolidación, atendiendo a las peculiaridades de cada momento político, avanzando en la articulación, organización y el empoderamiento colectivo en cada ámbito en que se manifiesta la lucha, es el desafío ideológico-cultural, intelectual y práctico más importante de la hora actual.”[31]


[1] Córdoba Mendoza, Paul Antonio, Michel Foucault y los dispositivos del poder en el capitalismo, Oppdium 2010, Chile, basado en Foucault, Michel, 1999, “Asilos, Sexualidad y Prisiones”. En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidós, pág. 283.

[2] Córdoba Mendoza, Paul Antonio, Michel Foucault y los dispositivos del poder en el capitalismo, Oppdium 2010, Chile, basado en Cf. Ceballos Héctor, 1997, Foucault y el Poder, México: Ediciones Coyoacán, pág. 67.

[3] Córdoba Mendoza, Paul Antonio, op. cit., pág. 73.

[4] Cfr. Lazzarato, Maurizio “del Biopoder a la Biopolítica”, documento bajado de Internet, el día 1 de agosto de 2006, http://sindominio.net/arkitzean/otrascosas/lazzarato.htm

[5] Ibíd.

[6] Foucault, Michel, 1999, Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidós, págs. 17-18.

[7] Foucault, Michel, 2000, Vigilar y Castigar, Madrid, Siglo Veintiuno editores, pág. 212.

[8] El concepto de sociedad disciplinaria acuñado por Foucault, se refiere a la existencia de una serie de dispositivos cargadores de “la verdad” que producen y retroalimentan prácticas sociales de “obediencia” a la entramada de poderes existentes.

[9] Cfr. Foucault, Michel “El poder y la norma”, en: Revista la nave de los locos, N 8, 1984, Universidad San Nicolás,Morelia.

[10] Foucault, Michel, 1999, “A propósito del encierro penitenciario”, en: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Madrid: Alianza Editorial, pág. 67

[11] Paul Antonio Córdoba Mendoza, Michel Foucault y los dispositivos del poder en el capitalismo, Oppdium 2010, Chile.

[12] Díaz, Reinaldo Geraldo, “Poder y resistencia en Michel Foucault”, Tabula Rasa,enero-junio 2006, Universidad Colegio Mayor Cundinamarca, Bogotá, Colombia, pág. 108.

[13] Sánchez Vásquez, Adolfo, “Entre la realidad y la utopía, ensayo sobre política, moral y socialismo, La cuestión del poder en Marx”, http// www.corrientepraxis.org, pág. 1.

[14] Isabel Rauber, “La noción de poder en la construcción del poder local”, en Paradigmas y Utopías, Revista de reflexión teórica y política del Partido de Trabajo, GRAMSCI, revista bimestral, julio/agosto 2002, No.5 pág. 268.

[15] El término hegemonía puede derivar del griego eghesthai, que significa “conducir”, “ser guía”, “ser jefe”; o tal vez del verbo eghemoneno, que significa “guiar”, “preceder”, “conducir”, y del cual deriva “estar al frente”, “comandar”, “gobernar”. Por eghemonia, el antiguo griego entendía la dirección suprema del ejército. Se trata pues de un término militar. Egemone era el conductor, el guía y también el comandante del ejército. En el tiempo de la guerra del Peloponeso, se habló de la ciudad hegemónica, a propósito de la ciudad que dirigía la alianza de las ciudades griegas en lucha entre sí. Lucciano Grupágs., (1978) El concepto de Hegemonía en Gramsci (México: Ediciones de Cultura Popular). Caps. I y V, págs. 7-24 y 89-111, respectivamente.

[16] Anderson, Perry (2002), ibid, págs. 170-171.

[17] Rauber, Isabel, “La noción de poder en la construcción del poder local”, en Paradigmas y Utopías, Revista de reflexión teórica y política del Partido de Trabajo, GRAMSCI, revista bimestral, julio/agosto 2002, No.5 pág. 268.

[18] Ceceña, Ana Esther, “Estados y empresas en la búsqueda de la hegemonía económica mundial”, en Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda (Coord), Producción estratégica y hegemonía mundial, México, Siglo XXI, 2000.

[19] Kohan, Nestor, “Nuestro Marx”, pág. 22. www.rebelion.org en sección de libros libres.

[20] En el capitalismo el poder es una suerte de macro interrelación social (interrelación de interrelaciones) que sintetiza política y socialmente a favor de los intereses del capital las relaciones sociales levantadas a partir de la oposición estructural capital-trabajo. Esta oposición instaura ‑desde los cimientos‑ el carácter de clase de las interrelaciones entre los polos que conforman dicha contradicción, de las luchas por la hegemonía y la dominación, y de las luchas de resistencia y oposición a ello. En este antagonismo concreto se desarrollan dinámicas que configuran y definen en cada momento una determinada correlación de fuerzas (de clase) a favor de uno u otro polo, correlación que actúa (se hace sentir) en toda la sociedad.

[21] Rauber, Isabel, (2002) ibid, pág. 274.

[22] Rauber, Isabel (2002), ibid, pág. 279.

[23] Kohan, Nestor, Nuestro Marx, pág. 255.

[24] Kohan, Nestor, Nuestro Marx, pág. 259.

[25] Aquí el autor se refiere a un concepto acuñado por Raymond Williams, definido como un “proceso social vivido y organizado prácticamente por significados y valores específicos”, que parte de las experiencias individuales insertas en una determinada clase social; Raymond Williams en Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 1980. pág. 155.

[26] Kohan, Nestor, Nuestro Marx, pág. 259.

[27] Kohan, Nestor, op. cit., pág. 33.

[28] Meiksins Wood, Ellen, Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico. Ed. Siglo XXI, México, 2000, págs. 304-305

[29] Rauber, Isabel, “Luchas sociales y representaciones políticas”, Argentina, 2005, documento PDF; pág. 37.

[30] Rauber, Isabel, “Rumbos estratégicos y tareas actuales de los movimientos sociales y políticos en América Latina”, Pasado y Presente, Santo Domingo, 2005.

[31] Rauber, Isabel, op. cit..

39 años del FMLN: Guerrilla, reformismo y decadencia Alberto Castro (PSOCA)

El pasado 10 de octubre se cumplieron 39 años de la fundación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Vanguardia Unificada (FMLN-VU), organización político militar cuya duración data de1980 con el inicio de la guerra civil a 1992, finalizando con los acuerdos de paz, acto seguido nació con el mismo nombre, el partido político que actualmente forma parte de la fuerzas políticas de la Asamblea Legislativa conocido por todos quien, después de una larga espera en la oposición que duró 20 años, de 2009 a 2019 fue partido gobernante.

Debemos diferenciar al partido político que con junto a ARENA protagonizó la larga trama bipartidista de la posguerra del frente guerrillero de la guerra civil, entre ambos existen diferencias que principian por distintos contextos históricos, seguido por los tipos de estructuras, las funciones y limites programáticos. Por tal motivo en los siguientes párrafos se agrega una genealogía de la guerrilla, para posteriormente hacer balance crítico del FMLN como partido político.

La década de los preparativos y de acumulación de fuerzas.

La dinámica sociopolitica que discurría desde 1932, propició a inicios de 1970, el ascenso del movimiento de masas. En abril de ese año, un ala del Partido Comunista Salvadoreño (PCS), estrechamente vinculado al movimiento sindical, rompió con el aludido partido para fundar la organización político militar llamada: Fuerzas Populares de Liberación ’’Farabundo Martí’’ (FPL).

De los círculos cristianos en el mismo año surgió el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), esta organización a diferencias de las FPL, se orientó desde sus inicios en tácticas estrictamente militaristas, distanciándose del movimiento de masas, acción que fundamentó con la caracterización que, desde 1972 la situación política del país era revolucionaria, lo cual no era compartido por todos sus militantes, llevando a que se desprendiera de sus filas, un grupo que más tarde se hizo llamar Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN).

En esta década nacieron las organizaciones de masas paralelas a la dirección de los frentes guerrilleros, siendo estas organizaciones populares: el Frente de Acción Unificada (FAPU) surgida en 1974, en 1977 las Ligas Populares 28 de febrero (LP´s 28) dependiente del ERP y en 1975 el Bloque Popular Revolucionario (BPR) alineado a las FPL. De 1977 a 1979,.el control del PCS sobre el movimiento sindical descendió al no estar este acorde a la situación prerevolucionaria que se había germinado, y se desarrollaba al compás de combinaciones de acciones armadas con huelgas, autodefensas, ocupaciones de fábricas, iglesias, embajadas, etcétera. 

El PCS hecho a la medida del estalinismo, hizo lustre de sus prácticas traidoras, adhiriéndose mediante la Unión Democrática Nacional, a un sector de la burguesía que estaba aislado de la participación política por la oligarquía y la dictadura, así, bajo el espejismo de alianzas con la ‘’burguesía progresista’’ se integró a la Unión Nacional Opositora (UNO), el cual fue un intento, tanto de este grupo burgués como del PCS por recobrar la confianza de las masas, atrayéndolas a una nueva oferta electoral en curso. El descaro del PCS no termina aquí, tras el golpe de Estado del 15 de octubre del mismo año (cuyo propósito buscaba frenar el ascenso revolucionario), miembros de la UND aceptaron integrar la Junta de Gobierno a la que también se integraron miembros del PDC y del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR).

Esa Junta de Gobierno para legitimarse buscó consenso mediante el ‘’Foro Popular’’ la cual fue una artimaña  política para diluir en ella al movimiento revolucionario, trampa en la que cayeron en un inicio las Lp28 y en un mayor grado las FARN-FAPU, sin embargo tanto las FPL como el ERP con  claridad alertaron al pueblo lo adverso del golpe describiendo que se trataba de ‘’nueva maniobra de la oligarquía y el imperialismo que pretende desviara las masas hacia un proceso electoral’’,  logrando separar a las Lp28 de ese espacio. Entre octubre de 1979 y febrero de 1980 hubo dos Juntas de Gobierno que resultaron frustradas por el retiro del MNR y del PCS, quedando solo Napoleón Duarte. Los años 70 fue el periodo de acumulación de fuerzas y consolidación de cuadros políticos de las organizaciones revolucionarias, quienes al final de la década supieron desenredar las trampas desprendidas del golpe de Estado de 1979.

El Plataforma del Gobierno Democrático Revolucionario (GDR).

En febrero de 1980 el BPR, el FAPU, las LP28 y la UDN dieron vida a la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), y sobre sus fundamentos  nació el Frente Democrático Revolucionario (FDR), el cual a su vez agrupaba al MNR, al Movimiento Socialdemócratacristiano (MPC), entre otros, días más tarde la CRM detalló su proyecto mediante la ‘’Plataforma Programática del Gobierno Revolucionario’’ el cual se basaba en: 1º) La completa destrucción de la maquinaria político militar de la dictadura existente desde hace medio siglo. 2º) La liquidación definitiva de la dependencia económica, política y militar del imperialismo yanqui. 3º)  Las garantías de las libertades democráticas; una revolución agraria radical; la transferencia al pueblo, mediante la nacionalización y creación de empresas colectivas y cooperativas, de los medios de producción y distribución fundamentales, en especial las compañías de producción y distribución de electricidad, de las refinerías de petróleo, las grandes empresas industriales, el comercio exterior, la distribución el transporte y las finanzas (bancos y compañías de seguros).

La CRM asumía el papel organizador de todas las fuerzas revolucionarias del país, mediante la GDR que no era un conjunto de salidas reformistas compactas, pues propugnaba por en primer lugar la toma del poder, es decir, derrocar al poder oligarca mediante una revolución armada y en segundo lugar esbozaba la destrucción del sistema capitalista.

El nacimiento de la guerrilla FMLN.    

A tan solo ocho días de que la CRM lanzará la GDR, el FDR dirigió a toda la nación la propuesta de adoptar con base  a la plataforma, un Gobierno para anquilosar la guerra civil que se divisaba. El 10 de octubre de 1980 se concretiza el trabajo organizativo de unidad guerrillera, las FPL, ERP, RN-FARN, y el PCS dan vida al FMLN, cuya preparación se desglosa de la Coordinadora Político Militar (CPM), creada en 1979 por FPL, RN y PCS; aquí fue excluido el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC), en mayo de 1980 se formó la Dirección Revolucionaria Unificada, en la que convergieron las FPL, PCS, RN y ERP, el RN la abandonó a causa de sus permanentes pugnas con el ERP, volviendo a integrarse a la unidad guerrillera con la constitución del FMLN. el PRTC al igual que en la CPM fue marginado de esta, al ser tildado de trotskista, lo cual evidencia la desastrosa influencia que tuvo el estalinismo y las variantes maoístas en las organizaciones de aquella época, quienes obligaron al PRTC a separarse de la dirección regional, dejar de ser una sección nacional y constituirse como organización autónoma. Solo cumpliendo tales exigencias pudo integrarse al FMLN en diciembre de 1980.

La ofensiva de 1981 y la supresión del movimiento de masas.

La represión militar se enfocaba en el aniquilamiento y exterminio de toda la aposición política de la dictadura, el 27 de septiembre de 1980 fueron secuestrados, torturados y asesinados los miembros del Comité Ejecutivo del FDR. descabezando la disidencia que confluía con el FMLN, entre los asesinados está Enrique Alvarez Córdova, un hijo faccioso de la oligarquía. 

El 10 de enero de 1981 el FMLN lanzó la ofensiva guerrillera a nivel nacional, con el objetivo de resolver el problema del poder a través de la GDR, la táctica se basó, en establecer territorios bajo control guerrillero para desarrollar la insurgencia popular de manera prolongada, previendo esto, anticipadamente la dictadura desarrolló unos meses antes la táctica criminal de guerra ‘’Tierra Arrasada’’, masacrando sin piedad a poblaciones civiles del interior que, potencialmente pudieran convertirse en base social del FMLN.

El movimiento de masas que, un año antes de la ofensiva guerrillera había realizado la movilización más grande registrada hasta la fecha en El Salvador (22 de enero de 1980), al finalizar la ofensiva del 10 de enero de 1981, ese movimiento de masas fue absorbido en los frentes de guerra, que se definieron de la siguiente forma: el occidental, frente ’’Feliciano Ama’’; el Central, frente ’’Modesto Ramírez’’; el Paracentral, frente ‘’Anastasio Aquino’’ y el Occidental, frente ’’Francisco Sánchez’’.

Durante el primer año a la guerrilla se le presenta el desafío de resistir, desarrollarse y avanzar, es decir, defender las zonas de control, consolidarlas y extenderlas. justo cuando llega a la presidencia de EEUU, Ronald Reagan para quien Centro América figuraba como uno de los puntos más importante de la política exterior en el combate contra los movimientos de liberación. El régimen oligárquico sustentado por la vieja dictadura militar, pasó a inicios de esta década a ser un régimen contrainsurgente; cuyo plano militar relativo a la logística  y operatividad provino de la asesoría directa de Washington.

Los sucesos de 1983 y el giro del GDR al GAP.

A finales de 1981 iniciaron las campañas guerrilleras que, en concreto fueron ofensivas territoriales para consolidarse en la medida que se desgasta al enemigo, el 29 de diciembre del mismo año, las FPL inician exitosamente la campaña en Chalatenango, lo siguen en Cabañas y Cuscatlán, y para finales de 1982 realizan la ofensiva guerrillera en el frente paracentral. El ERP por su parte en 1982 inicia la campaña político militar ‘’comandante Gonzalo’’, en agosto otra campaña a nivel regional y en 1983 golpea exitosamente importantes posiciones de la dictadura como el de Oscicala y Delicias de Concepción.

Para  finales de 1983, el FMLN tenia logrado los objetivos  militares de control territorial que se había propuesto, pasa a su siguientes objetivos: la guerra de desgastes militares y políticos contra las Fuerzas Armadas y contra el Gobierno de Napoleón Duarte. Pero algo más sucedió en ese año,  el 6 de abril de 1983 en Managua es asesinada Melida Anaya Montes (comandante Ana María) en Nicaragua, e inmediatamente se responsabiliza  a Salvador Cayetano Carpio, comandante ‘’Marcial’’, quien según la versión hasta ahora difundida y nada esclarecida, se suicida a la postre. Después de estos hechos, comienza un nuevo proceso dentro del FMLN. El 9 de febrero de 1984 la comandancia general del FMLN y el FDR en México, dieron una conferencia de prensa dando a conocer la integración y plataforma del Gobierno Provisional de Amplia Participación (GAP). Sustituyendo al GDR,  ’’El Gobierno de Amplia Participación será un gobierno en donde no predominara una sola fuerza, sino la expresión de la amplia participación de las fuerzas políticas y sociales dispuestas a eliminar el régimen oligárquico y rescatar la independencia y soberanía nacional… donde exista la propiedad privada y la inversión extranjera…’’.

El GAP le permitió ser parte a sectores burgueses progresistas en el futuro gobierno. Abandonando el GDR, se renunciaba a la lucha por la toma del poder político. Con el GAP no se proseguía la victoria militar, sino la búsqueda de una negociación, que se logro y consolido en 1992. Es evidente que  el PCS desempeñó un papel influyente en los virajes sucedidos en 1983, haciendo uso de sus métodos, se manifestó el burocratismo, el verticalismo el dogmatismo, el oportunismo, la calumnia, la mentira, las purgas, etc. La GDR tuvo vigencia en el FMLN hasta cuando se había consolidado el control territorial.

FMLN como partido y como Gobierno.

En enero de 1992 finalizó la guerra con los acuerdos de paz que, incluyeron compromisos tanto por de la dirección guerrillera y como del Estado salvadoreño. La guerrilla se desmovilizó, se reformo la  constitución de 1983, creándose una institucionalidad democrática, el FMLN por decreto legislativo, se volvió partido político legal, el sueño del PCS.

El PCS al interior del FMLN impuso su política reformista en el nuevo partido. En las elecciones de 1994 el FMLN logro los primeros curules en la Asamblea Legislativa, también logro ganar importantes alcaldías. Un año más tarde en 1995, en el partido se planteo la necesidad de unificación que implicaba la disolución de las estructuras operativas heredadas de la época guerrillera. En el congreso las cinco organizaciones celebraron su congreso final de disolución. Posterior a ello, de manera audaz el PCS al interior del FMLN siguió funcionando secretamente, copando los organismos de dirección nacional, Departamentales y Municipales, claro esto pasó con la complicidad de los dirigentes oportunistas de las otras organizaciones. El FMLN ascendió como la segunda fuerza política de la Asamblea Legislativa (a.L). En 1992 surgió un partido democrático y conservador, no socialista, los años de oposición le fueron moldeando, hasta ser la opción izquierdista del régimen. El FMLN en sus años de oposición llevó al pleno de la Asamblea Legislativa, algunas de las iniciativas de ley de los sindicatos y organizaciones populares, con lo que gano base social. Pero con el FMLN en la A.L al pueblo salvadoreño se le impuso el modelo neoliberal. Durante fue oposición no lideró la lucha revolucionaria porque su dirección se volvió empresaria. Se comprueba el éxito del proyecto enmascarado de Schafick Handal, que se fundamenta en su libro  ’’vigencia del pensamiento revolucionario’’, donde expone la brillante idea de entrar en el sistema pero más sin embargo, no ser absorbido por el sistema, ¡nada más burdo!

El FMLN en las elecciones presidenciales de 2009 ganó Con Mauricio Funes Cartagena por primera vez, tras cuatro periodos consecutivos de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). El FMLN no tardó en fortalecer a su empresa ENEPASA creada gracias a los Asocio Publico Privado por alcaldías gobernadas por el FMLN y PetroCaribe. En el primer periodo de Gobierno iniciaron algunos programas de asistencia social, sostenidos a través del incremento de la carga tributaria goleando a la clase media , sin tocar al empresariado agremiado en la ANEP. En el segundo periodo continuó el deterioro económico, la crisis fiscal le llevó a reducir los programas asistencialistas como parte de sus políticas económicas para reducir el gasto público, mermando también pare de su base social. Al no poder dar solución los principales problemas del país, donde se incluye el auge delincuencial de las maras y pandillas, es derrotado el 3 de febrero de 2019 por Nayib Bukele, expulsado de sus filas, terminando su ciclo presidencial con una de las peores derrotas electorales en su historia, al mismo tiempo que es mancillado por la apertura de acciones judiciales en contra del gobierno de Mauricio Fúnes Cartagena.

Los trabajadores y pueblo salvadoreño debemos volver a la organización revolucionaria, al margen del FMLN, recuperando las tradiciones de la guerrilla, en unidad con el pueblo centroamericano.

Masculinidades alternativas en el mundo de hoy Angels Carabi

INTRODUCCIÓN

Àngels Carabí y Josep M. Armengol

Este libro surge de una imperiosa necesidad. En un mundo globalizado y rápidamente cambiante como el nuestro, aún prevalecen en la mayoría de las sociedades modelos hegemónicos de masculinidad que perpetúan relaciones desiguales entre los géneros. Según las feministas y los estudiosos de las masculinidades, los hombres deberían reconocer que su derecho a un poder desigual es falso; deberían oponerse a los valores culturales de dominación y desarrollar una responsabilidad ética para establecer relaciones de género más equitativas. Afortunadamente, en numerosos países, los hombres, tanto de forma individual como en grupo, cada vez tienden más a cumplir estos objetivos.[1]

Sin embargo, la mayoría de los varones sensibles que quieren cambiar no saben cómo hacerlo. Tienen dudas sobre qué significa exactamente comportarse como padres o amigos afectuosos, responder sin violencia ante una agresión, o comportarse como iguales sin «perder» su masculinidad.

Se necesitan nuevas formulaciones de hombría tanto para los jóvenes como para hombres de todas las edades. Además, debido al increíble crecimiento de las relaciones internacionales y los entornos multiculturales en los que se relacionan personas de diferentes orígenes, culturas y religiones, estas nuevas formulaciones son necesarias en todo el mundo.

Con el fin de arrojar algo de luz sobre estas tensiones, nuestro estudio de las masculinidades no solo pretende impugnar los comportamientos masculinos normativos y hegemónicos sino que, por encima de todo, confía en preparar el camino para unas formas de masculinidad nuevas o «alternativas».

Aunque abundan los estudios sobre las representaciones masculinas tradicionales, y aunque en varias obras se deconstruyen las imágenes normativas de la masculinidad, se ha escrito mucho menos sobre textos que proponen maneras «alternativas» de ser hombre en la cultura y en la sociedad.

Así pues, el presente volumen contribuye a llenar este vacío, con la convicción, junto a James D. Riemer, de que para cambiar la vida de los hombres se necesita algo más que reconocer los efectos negativos de nuestros ideales actuales de hombría; «también se han de reconocer y reforzar las alternativas positivas a los ideales y los comportamientos masculinos tradicionales » (1987, p. 298).

En esta estimulante aventura, hemos tratado de salvar la distancia entre las ciencias sociales y las humanidades por considerar que los dos campos se necesitan el uno al otro. Los eminentes científicos sociales que han tenido la amabilidad de colaborar con nosotros en la primera parte de este volumen ofrecen perspectivas reveladoras que nos conducen hacia cambios esperanzadores.

En la segunda parte, nuestro grupo de investigación con sede en Barcelona, Construyendo nuevas masculinidades (CNM) (www.ub.edu/masculinities), formado por estudiosos de la literatura contemporánea estadounidense, profundiza en los complejos itinerarios que siguen los personajes de ficción para llegar a ser hombres más igualitarios. Es un intento, parte de los autores, de identificar en la ficción «alternativas» que podrían concretarse en la vida real, partiendo de la base de que la gran variedad y complejidad psicológica de los personajes literarios pueden resultar especialmente útiles para los hombres a la hora de repensar su propia identidad masculina de una manera nueva y profunda.

Todo debate sobre masculinidades «alternativas» o «contrahegemónicas» debe retornar, ya sea implícita o explícitamente al concepto de masculinidad «hegemónica» tal como lo definió Raewyn Connell (1987), que ha tenido una influencia duradera sobre los estudios de género y masculinidad. Como sabemos, Connell desarrolló la idea de masculinidad hegemónica para destacar la importancia del poder patriarcal, sobre el cual, en el esquema de roles sexuales de la década de 1970, no se elaboró prácticamente ninguna teoría.

De este modo, propuso la existencia de un modelo de masculinidad dominante, que dependía de la subordinación y la opresión de grupos marginados, constituidos, sobre todo, por hombres y mujeres homosexuales. A pesar de su influencia permanente en diversos campos, desde la sexualidad y los estudios homosexuales hasta la psicología y la sociología, este modelo puede criticarse, y se ha criticado, por diferentes razones y desde distintas perspectivas.

Partiendo del concepto de bloque histórico de Antonio Gramsci y del concepto de hibridez de Homi Bhabha, Demetrakis Demetriou

(2001), por ejemplo, sugiere que la masculinidad hegemónica no es una práctica exclusivamente blanca ni heterosexual, sino más bien «un bloque híbrido» que une masculinidades hegemónicas y no hegemónicas para asegurar la reproducción del patriarcado.

La propia Connell ha reconocido los límites y las contradicciones de su formulación inicial. En un artículo escrito con James W. Messerschmidt (2005) reconoce que la masculinidad hegemónica no puede entenderse como una visión unidimensional de la jerarquía y las características de género, sino que forma parte de las luchas sociales en las que las masculinidades subordinadas influyen en las formas dominantes y a menudo conviven con ellas.

Así pues, en general, los estudios sobre hombres y masculinidades pueden dividirse en tres categorías principales. En primer lugar, hay gran cantidad de trabajos que abordan, de un modo u otro, el concepto de masculinidad hegemónica. Según Connell y Messerschmidt (p. 830), hay más de doscientos artículos que utilizan el término exacto de «masculinidad hegemónica» en el título o en el resumen, mientras que varios centenares utilizan alguna variante o usan el término en el texto. Asimismo, cada vez son más los trabajos académicos que critican el concepto de hegemonía de Connell desde perspectivas sociológicas, psicológicas, posestructuralistas y materialistas (Demetriou, 2001; Wetherell y Edley, 1999).  

De este modo, abogan por un modelo más complejo de jerarquía de género, subrayando la capacidad de acción de las mujeres y un análisis más contextualizado del privilegio y el poder, así como la interacción entre los niveles local y global. Finalmente, algunos estudios (Groes- Green 2012) al parecer avanzan un poco más, ya que no solo hacen mayor hincapié en la dinámica y la maleabilidad de la masculinidad hegemónica, sino que también reconocen las contradicciones internas y, por ende, las posibilidades de un desplazamiento hacia una democracia de género. Estos estudios han demostrado que podría defenderse la existencia de masculinidades «subordinadas» o «contrahegemónicas» que desafían la norma predominante.

De conformidad con esas tres tendencias, muchos estudios de las masculinidades han utilizado el concepto de Connell para explorar la organización de la masculinidad hegemónica y/o para deconstruirla.

Así, mientras algunos estudiosos han mostrado el funcionamiento de la hegemonía en distintos contextos masculinos, otros han sostenido que el establecimiento de la masculinidad hegemónica, si bien representa un privilegio, también tiene un precio para los hombres en términos de daños emocionales y físicos. Otro grupo de estudiosos ha profundizado en los desafíos a la hegemonía, subrayando la pluralidad irreductible y las contradicciones de las masculinidades.

En este sentido, Connell y Messerschmidt, por ejemplo, han demostrado que siempre hay una lucha por la hegemonía, que la masculinidad hegemónica a menudo convive con prácticas no hegemónicas y que esta convivencia podría derivar en «medios más humanos y menos opresivos de ser hombre» (2005, p. 833).

Por lo que se ha expuesto aquí, parecería que, al formular la idea de masculinidad hegemónica, Connell contempla no solo las relaciones de poder entre géneros y dentro de ellos, como se ha reconocido a menudo, sino también «la posibilidad de un cambio generado internamente» (Demetriou, 2001, p. 339). Además de distinguir entre lo que Demetriou (p. 341) llama hegemonía «externa » e «interna» (la hegemonía de los hombres sobre las mujeres y de algunos hombres sobre otros hombres, respectivamente), en realidad Connell parece apuntar a las masculinidades no hegemónicas como posibles alternativas para el cambio social.

Sin embargo, aunque la teoría de Connell deja espacio para las masculinidades alternativas, las define en términos bastante negativos, como prácticas y comportamientos masculinos que están subordinados a la masculinidad hegemónica y, por tanto, no queda claro cómo podrían desarrollarse masculinidades igualitarias. Por consiguiente, la idea de «masculinidades alternativas» sigue estando muy poco explorada dentro de los estudios actuales sobre masculinidad. Pese a la gran cantidad de estudios sobre la estructura y la influencia de la masculinidad hegemónica, y pese a su reciente deconstrucción en diferentes contextos y desde distintas perspectivas críticas, los estudiosos han prestado poca atención tanto a la posibilidad como a la necesidad de explorar modelos alternativos y no hegemónicos de masculinidad.

En tal sentido, pues, este estudio pretende centrarse en las prácticas y los comportamientos masculinos alternativos partiendo de la suposición crítica de que, a la larga, «a los hombres les resultará más fácil revisar su manera de vivir si podemos ayudarles a reconocer lo que podrían llegar a ser» (Riemer, 1987, p. 298).

Evidentemente, este libro no pretende cuestionar (ni que fuera posible) la hegemonía masculina ni poner en entredicho la hegemonía de unos hombres sobre otros. Sin embargo, sí que afirma, al destacar la multiplicidad y las contradicciones internas en los modelos masculinos de todo el mundo, que esta hegemonía no es universal ni inmutable. Explorar múltiples subjetividades masculinas en diferentes contextos en lugar de clasificar a todos los hombres en una única categoría permite, como propone correctamente Christian Groes-Green, «configuraciones alternativas sin ignorar sus manifestaciones contradictorias» (2012, p. 91).

Más allá de las críticas académicas a los hombres y las masculinidades dominantes, este estudio pretende, por tanto, especificar alternativas posibles a los modelos perjudiciales de hombría que pueden existir y, como veremos, a menudo existen uno junto al otro. En otras palabras, queremos poner en tela de juicio toda movilización fácil o sencilla de la categoría de masculinidades «alternativas», por encima o en contra de un supuesto modelo «hegemónico» o «normativo», y mostrar su habitual dependencia e interrelación.

Sin embargo, mientras en las instituciones sociales y culturales de todo el mundo predominan los valores patriarcales, este estudio se centra en varias subjetividades masculinas que cuestionan las jerarquías de género dominantes y contempla contextos específicos en los que resulta más probable la aparición de prácticas masculinas positivas.

Si, como sugiere Groes-Green (p. 93), pocos estudios indican «de dónde pueden proceder los cambios en las estructuras de género y cómo pueden los hombres desempeñar un rol positivo en la sociedad», este estudio contribuye a llenar este vacío, no solo mediante un análisis de las contradicciones internas de la masculinidad hegemónica sino también centrándose en las maneras no dominantes de ser hombre en las que el poder (masculino) no sea sinónimo de opresión.

Según insiste Groes-Green, «cuesta pasar por alto el apremio por explorar y desarrollar ideas de hombría profemeninas en términos empíricos y teóricos, si deseamos incluir a los hombres en la lucha contra la desigualdad de género, la violencia contra las mujeres y el control masculino» (p. 107).

Sin dejar de reconocer la desigualdad entre los géneros, este estudio pretende explorar las tendencias igualitarias en todo el mundo y buscar contextos sociales y culturales específicos en los que se acentúen los modelos contrahegemónicos de hombría. De este modo, se centra en lo que Gary Barker (2000) llamó «desviados positivos (positive deviants)», es decir, hombres y masculinidades no dominantes que encarnan la igualdad de género de una manera profeminista.

Teniendo en cuenta este punto de vista, el estudio se divide en dos partes principales. La primera ofrece una perspectiva interdisciplinaria sobre el tema de las masculinidades alternativas e incluye estudios de académicos reconocidos en los campos de la teoría del trabajo social (Pease), la sociología (Flood), la antropología (Gutmann) y los estudios literarios (Leverenz).

La segunda parte, en cambio, explora las representaciones culturales de las masculinidades alternativas y se centra en imágenes masculinas alternativas en la literatura y la cultura estadounidenses. Mientras que la primera parte encara el tema con un enfoque teórico interdisciplinario, la segunda aplica la teoría a la práctica analizando representaciones literarias de la masculinidad. Esta segunda parte gira en torno a una serie concreta de temas relacionados con las masculinidades alternativas, que van desde los modelos de hombría no violentos y los nuevos modelos de paternidad hasta la aparición de masculinidades alternativas en la vejez o más allá del capitalismo y en contextos transnacionales, entre otros.

Los artículos analizan numerosos textos literarios estadounidenses contemporáneos que se «adelantan» o van «más allá» de los modelos masculinos tradicionales y, por el contrario, representan formas más positivas e igualitarias de ser hombre. Los capítulos abarcan gran variedad de autores y textos, desde Paul Auster y Richard Ford hasta Jonathan Franzen y autores chicanos, asiaticoamericanos y araboamericanos contemporáneos, entre otros.

Creemos que las dos partes se complementan y se nutren mutuamente a partir de la hipótesis crítica de que para entender mejor su construcción social es esencial analizar representaciones «de ficción» de la masculinidad.

Al fin y al cabo, es ampliamente reconocido que «el género es una representación» y que «la representación del género es su construcción» (De Lauretis, 1987, p. 3).

De ello se deduce, por tanto, que los estudios de las representaciones culturales de la masculinidad son especialmente relevantes para el análisis de la construcción y la deconstrucción social de la masculinidad. Así pues, en este sentido, debe considerarse que la primera y la segunda parte del presente estudio son complementarias y se enriquecen entre sí, ya que la «novela» (estadounidense) ofrece un amplio abanico de personajes masculinos psicológicamente complejos y plenamente desarrollados en los que se inscriben múltiples discursos de masculinidad.

En el caso de las masculinidades alternativas, las obras literarias (por ser obras de ficción) se convierten en espacios privilegiados y fuentes de inspiración a partir de los cuales los hombres pueden imaginar maneras alternativas de experimentar su hombría y sus relaciones de género. Por consiguiente, veremos que la mayoría de los artículos de la segunda parte «conversan» con los de la primera y son muchos los críticos literarios que se basan en las ideas de los sociólogos y los antropólogos de la primera sección.

Aunque para nosotros los personajes literarios no son modelos «ideales», nos centramos en representaciones literarias alternativas de la masculinidad porque creemos, como se demostrará, que la literatura, tal y como sugirió la nobel Toni Morrison, suele contener «algo que ilustra, algo que abre la puerta e indica el camino», aunque «no sea una monografía ni una receta» (Evans, 1984, p. 341).

Es bien sabido que la falta de reconocimiento constituye una forma de injusticia social. Por tanto, es necesario transformar la subjetividad, además de reestructurar las relaciones de poder opresivas, para alcanzar esta justicia social. Sin embargo, como indica en este volumen Pease, teórico del trabajo social, muchas mujeres sostienen que los hombres son incapaces de lograr un cambio personal significativo ni un activismo sostenido en relación con la igualdad de género.

 ¿Qué posibilidades hay de que los hombres contribuyan a la igualdad de género y a la eliminación de la violencia y el abuso machistas?  El primer capítulo, escrito por Pease, explora esta cuestión al analizar los dilemas y las perspectivas que tienen los hombres como reacción a los cuestionamientos feministas con respecto al privilegio de su género. También analiza, especialmente a partir de su amplia experiencia en seminarios, hasta qué punto es posible que los hombres reduzcan sus lazos con las posiciones de sujeto dominante dentro del patriarcado.

Una expresión cada vez más visible de las masculinidades «alternativas» en todo el mundo es la implicación de los hombres en la lucha por evitar la violencia machista contra las mujeres. Según el sociólogo australiano Michael Flood, los hombres que participan en esta lucha, como activistas o educadores, por ejemplo, emprenden proyectos de cambio personal junto con un cambio social más amplio. Tratan de «convertirse en el cambio que desean ver en el mundo» y se esfuerzan por debilitar sus propios privilegios de género y por comportarse de manera igualitaria y no violenta.

En el segundo capítulo, Flood examina la trayectoria que siguen los hombres hasta llegar a implicarse en proyectos colectivos con el fin de evitar la violencia machista y lograr la igualdad de género, las transformaciones personales que experimentan los hombres y las maneras en que pueden llegar a ser cómplices de relaciones patriarcales de género, y concluye con un examen de las dificultades de encarar el privilegio personal e institucional.

En el capítulo siguiente, el antropólogo Matthew Gutmann analiza cuestiones relacionadas con la desigualdad, el poder y el cambio de género, sobre todo con respecto a los hombres y las masculinidades.

La dificultad especial de estudiar a los hombres que tienen poder (arriba), a los marginados sociales (abajo) y a aquellos cuyo capital político, social y económico es más intermedio (lateral) enmarca un análisis de determinadas peculiaridades que aparecen en el estudio de los hombres y las masculinidades. Es interesante destacar que Gutmann cuestiona toda separación clara entre masculinidades «hegemónicas» y «alternativas» desde una perspectiva antropológica.

Contrastando las ideas de dominación de género con las de inclusión y resistencia, aborda, mediante estudios etnográficos, la problemática de definir lo que son «hombres reales» y «masculinidades alternativas». El artículo destaca en concreto estos retos conceptuales con la exploración de espacios homosociales, que abarcan desde el Club de Judo Moiliili de Hawái hasta el Jardín Etnobotánico de Oaxaca, en México, así como la «integración de géneros» (tanto respecto a mujeres como a homosexuales) en las fuerzas armadas de los Estados Unidos y en las operaciones de paz de las Naciones Unidas en Haití, Líbano y otros lugares del mundo.

El capítulo siguiente, escrito por el crítico literario David Leverenz, se centra en la búsqueda de modelos de masculinidades alternativas representados por personajes masculinos ancianos de la literatura estadounidense. Como indica Leverenz, aunque el pene erecto sigue siendo «la sinécdoque más elemental para la virilidad y la fuerza masculinas», «cuando se acercan a los ochenta, la mayoría de los hombres se dan cuenta de que, en lugar de decirles “lánzate”, como antes, su pene les dice “abstente”».

Este capítulo analiza una gran variedad de textos, sobre todo novelas estadounidenses modernas, para argumentar que la mayoría de los personajes masculinos de edad avanzada están atrapados en la sinécdoque de su pene.

Los personajes de Philip Roth son los más enojados y solitarios. John Updike, Saul Bellow, Paul Auster, Louis Begley y Marilynne Robinson presentan personajes masculinos mayores que, para tratar de recuperar su virilidad, rescatan la figura de algún hijo o hija. El capítulo analiza también El rey Lear de William Shakespeare y varios de sus descendientes estadounidenses. En muy contadas ocasiones, si acaso, los ancianos descubren una actitud emocional abierta con sus parejas duraderas. En dos aparentes contraejemplos, A Gathering of Old Men de Ernest Gaines y En lugar seguro de Wallace Stegner, la amistad y la intimidad ocultan una rivalidad patriarcal.

Si pasamos al análisis literario, en los tres primeros capítulos de la segunda parte el padre aparece como un posible modelo alternativo de masculinidad. En la primera parte de su artículo, Leverenz cuenta que hacer de padre de dos hijas adoptivas y de un hijo y una hija propios reorientó sus valores y lo ayudó a convertirse en el padre que nunca tuvo.  

Pasar de ser un competidor por un puesto de trabajo a un progenitor igualitario le supuso sacrificar hasta cierto punto su ambición profesional. Sin embargo, también le reportó recompensas diferentes de los placeres del capital cultural.

Su dedicación a la paternidad le hizo arrojar por la borda buena parte de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, influyó en su lectura de la literatura estadounidense y lo ayudó a ver el funcionamiento de la masculinidad en sí mismo, en sus amigos y en su vida cotidiana.

En la segunda parte, que ha sido escrita quince años después, Leverenz narra el cambio que experimentó su vida con el fracaso de su nuevo libro y también cuando sus hijos se fueron de casa para ingresar en la Universidad y dejaron de ser el centro de su vida. Al principio intentó contrarrestar la sensación de nido vacío mediante el trabajo intensivo y volviendo tarde a casa. Sin embargo, tanto él como su esposa no tardaron en darse cuenta de que el trabajo no era la solución, sino el problema. Liberados a partir de entonces del «papel, alimentado por ellos mismos, de proporcionar conocimiento, atención y recursos económicos», los dos miembros de la pareja empezaron a dedicarse el uno al otro para conseguir una intimidad adulta vigorizadora y enriquecedora.

Por su parte, el artículo de Bárbara Ozieblo explora las maneras en que se han representado los padres en el teatro estadounidense a fin de estudiar el papel del progenitor masculino y su transformación en obras más recientes de mujeres dramaturgas. En obras clásicas, como las de Eugene O’Neill o Tennessee Williams, aparecen figuras paternas inolvidables; un ejemplo que viene a la mente de inmediato es el padre de Largo viaje hacia la noche. Sin duda, el Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo también es padre, aunque no se le presente como tal.

Lorraine Hansberry nos proporciona el típico ejemplo del padre ausente de la familia en A Raisin in the Sun. Sin embargo, Ozieblo se centra en particular en dos obras recientes de dramaturgas asiaticoamericanas. En Satellites, Diana Son estudia las relaciones de poder en una familia joven en la que el padre busca trabajo mientras la madre, una profesional de éxito que acaba de dar a luz, trata de combinar la maternidad con el trabajo.

The Architecture of Loss de Julia Cho trata de un padre que había abandonado a su familia y después regresa a casa. Aunque Son especifica la identidad racial, en ninguna de las dos obras la raza desempeña un papel fundamental en las relaciones entre los personajes, de modo que el público tiene libertad para presenciar e interpretar la cuestión más significativa de la paternidad y la manera en que los padres consiguen crear modelos de masculinidad que se alejan del retrato hegemónico tradicional del padre como el poderoso sostén de la familia que no interviene en absoluto en la educación de sus hijos.

Por último, el capítulo de Teresa Requena-Pelegrí analiza la tensión entre la idea cultural de «nueva paternidad» y hasta qué punto este concepto lleva a una transformación real de las costumbres en Atando cabos de Annie Proulx (1993) y Las correcciones de Jonathan Franzen (2007).

A tal fin, sostiene que el desarrollo de una paternidad alternativa tiene lugar en oposición a un modelo hegemónico de masculinidad y paternidad y, por tanto, está intrínsecamente relacionado con el desarrollo de características masculinas no hegemónicas. Por consiguiente, en este artículo se entiende la paternidad alternativa o nueva como un compuesto de características tanto hegemónicas como no hegemónicas en el cual se da prioridad a las primeras, mientras que las segundas siguen coexistiendo y, en ocasiones, salen a la luz.

En consecuencia, la paternidad alternativa no se define como parte de un binomio producido por un desarrollo lineal desde unas prácticas distantes o autoritarias hasta otras más implicadas y cuidadoras, sino, más bien, como un conjunto de características que se destacan en diferentes periodos históricos.

A partir de modelos de paternidad alternativa, los dos capítulos siguientes exploran modelos de hombría no fálicos y no violentos. El capítulo de Josep M. Armengol se centra en varios textos literarios del autor estadounidense contemporáneo Richard Ford, en particular Rock Springs (1987) y Pecados sin cuento (2001), como ejemplos de la posible deconstrucción de la (hetero)sexualidad y la violencia masculinas en la novela estadounidense de hoy en día. Además de explorar las representaciones no fálicas de la heterosexualidad masculina en Ford, Armengol demuestra que sus relatos están poblados de personajes masculinos jóvenes que se enfrentan a la violencia machista —ejercida, en general, por una figura paterna mayor— desde una edad muy temprana y optan, por el contrario, por un modelo nuevo, alternativo y no violento de virilidad. El capítulo también compara y contrasta los relatos de Ford con la película danesa En un mundo mejor (2010), dirigida por Susanne Bier y ganadora de un Oscar, que propone una meditación profunda sobre la violencia masculina.

Esta película ofrece, sin duda, un contrapunto interesante a las novelas de Ford, porque, mientras que su ficción está poblada por niños que se alejan de las figuras paternas violentas, Bier se centra en un padre pacifista que trata de transmitir a sus hijos un modelo de hombría no violento.

De la gran cantidad de series de ciencia ficción, Saga de Ender de Orson Scott Card es, sin duda, la favorita de los lectores. Este universo ficticio en expansión comprende en la actualidad doce novelas, el mismo número de relatos y una larga lista de cómics.

Además, la saga ganó los premios Hugo y Nébula concedidos a la primera novela, El juego de Ender (1985, actualizada en 1991 y actualmente en proceso de adaptación para llevarla al cine), y a la segunda, La voz de los muertos (1986). El capítulo de Sara Martín versa sobre la masculinidad alternativa del protagonista, Andrew «Ender» Wiggin, en las cinco novelas centrales: las dos ya mencionadas, junto con Ender el xenocida (1991), Hijos de la mente (1993) y Ender en el exilio (2008, cronológicamente situada después de El juego de Ender).

El conocido argumento presenta la manipulación de un niño, Ender, por parte de los militares para exterminar a una raza alienígena supuestamente hostil (los fórmicos, apodados «insectores») mientras juega a algo que, según él, no es más que un videojuego. Cuando al final descubre que los fórmicos exterminados no suponían ninguna amenaza, rechaza el militarismo y emprende una vida adulta nómada, dedicada a compensar el genocidio cometido y a impedir que ocurra lo mismo a otra raza de extraterrestres.

Como es evidente, la saga de Card ya ha sido objeto de análisis académicos centrados principalmente en el mal, el militarismo, la infancia, el heroísmo, la sexualidad y el género. Sin embargo, no se ha hecho ningún estudio sobre la masculinidad de Ender, ni mucho menos uno que considere su evolución de niño a hombre, marcada por el despertar de Ender a la conciencia de su culpa genocida, que es lo que Martín pretende ofrecer aquí.

A fin de explorar las relaciones de género alternativas y de cuestionar las representaciones hegemónicas de la masculinidad negra como su premisa principal, el capítulo de Mar Gallego intenta explorar modelos alternativos de hombría afroamericana en algunas de las obras más fascinantes y transgresoras de la escritora Toni Morrison, como Beloved (1987), Amor (2003) y Volver (2012).

Partiendo de percepciones teóricas proporcionadas por estudios de la masculinidad en general, pero sobre todo los de críticas feministas tan destacadas como bell hooks, Patricia Hill Collins y Athena Mutua, Gallego se plantea un doble propósito: por un lado, demostrar brevemente la crítica de las ideas hegemónicas y racistas sobre la masculinidad que guía todas las representaciones literarias de las masculinidades negras que hace Morrison en estas narraciones y, por el otro, examinar otras prácticas y comportamientos que subvierten y deconstruyen explícitamente el statu quo y allanan el camino hacia formas más sanas, holísticas e inclusivas de habitar la hombría negra y los cuerpos masculinos negros.

Dentro de este contexto, resulta de especial utilidad que Mutua haya acuñado la expresión «masculinidades negras progresivas» para analizar los personajes masculinos que pueblan estas novelas y también para iluminar su posicionamiento estratégico con respecto a relaciones de género más equitativas, tanto a nivel familiar como comunitario. Se demuestra así que el proceso de (re)construcción de masculinidades negras alternativas requiere una reconfiguración de los discursos y las prácticas que afectan todo el tejido de la comunidad negra, y va ligado a ella.

Solo mediante la eliminación de las definiciones limitadoras y dañinas de la masculinidad hegemónica ideal, los hombres negros pueden llevar a cabo un cambio positivo que sostenga una transformación crucial y a largo plazo, que al final facilite la armonía y una coexistencia más pacífica entre los sexos.

En el capítulo siguiente, escrito por Aishih Wehbe-Herrera, se analiza la novela póstuma de Arturo Islas La Mollie and the King of Tears (1996) como una exploración más de las relaciones de género.

Wehbe-Herrera analiza la construcción de la masculinidad en esta novela como un ejemplo de la politización de género del macho chicano/latino a finales del siglo XX. En tal sentido, el capítulo trata de la presentación que hace Islas de un personaje masculino que pone en duda los discursos sobre machismo, heterosexismo y discriminación de género a través del relato de sus experiencias personales y que, a su vez, lo muestra cuestionándose constantemente a sí mismo en términos de género.

Esta práctica de autoanálisis incorpora una perspectiva interseccional que aborda sin ambages cuestiones de raza, etnia, clase, género y sexualidad y pone en evidencia los tradicionales privilegios de la masculinidad hegemónica chicano/latina y angloamericana en detrimento de las mujeres y los homosexuales. El capítulo reflexiona sobre el precio que pagan los hombres cuando luchan por llegar a un ideal tan inalcanzable, así como el efecto que tiene esta lucha en su vida emocional y su relación con el mundo.

Situando las masculinidades alternativas como un proceso y un posicionamiento, en lugar de como un resultado firme y definitivo, el análisis de Wehbe-Herrera revela que el ejercicio de las masculinidades alternativas constituye, en sí, una lucha, una contradicción marcada por las alianzas de los hombres con el patriarcado y su desvinculación de él.

Finalmente, la última sección está dedicada a las prácticas de género alternativas que implican traspasar fronteras y límites, tanto figurativos, por ejemplo en el caso de la movilidad social (descendente) (Cuenca), como reales, por ejemplo en el caso de la migración transnacional (Bosch Vilarrubias). En su capítulo sobre las masculinidades «al margen» del capitalismo, Mercè Cuenca explora la relación que se establece en los textos literarios contemporáneos entre moralidad y clase social e intenta demostrar su importancia en la representación de las prácticas alternativas incipientes de masculinidad.

Centrándose en la novela de Paul Auster Sunset Park (2010), Cuenca analiza de qué forma, al producirse la crisis económica de 2008, los hombres empezaron a buscar estilos de vida masculinos alternativos que suponían el rechazo de la acumulación capitalista de dinero y bienes materiales. Sostiene la autora que estos personajes consiguen implicarse en prácticas de masculinidad alternativa que se sustentan ofreciendo cuidados a los demás. Así, al ser representados como ciudadanos solícitos, estos hombres de ficción constituyen una alternativa ética a la masculinidad hegemónica.

Las minorías étnicas transnacionales tienen que reconstruir sus identidades en la diáspora. El último capítulo, escrito por Marta Bosch Vilarrubias, analiza la construcción híbrida de las identidades inmigrantes masculinas, centrándose en el caso de los árabes estadounidenses. Los árabes en la diáspora tienen que reconstruir su masculinidad en un espacio transnacional entre la tradición (adquirida en su lugar de origen, y/o de sus padres o ancestros) y la cultura nueva que encuentran como inmigrantes. Si bien en el caso concreto de los hombres de origen árabe en Estados Unidos los antropólogos han documentado una tendencia a volver al tradicionalismo, existe también cierta negociación identitaria que se abre a nuevas formas de masculinidad.

Este artículo estudia estas configuraciones híbridas y ambivalentes de masculinidad que nos trasmite la literatura contemporánea araboamericana. En concreto, las escritoras árabes estadounidenses posteriores al 11 de septiembre (cuya obra se publica en la actualidad con mayor frecuencia que la de los hombres del mismo origen) exploran en sus novelas las configuraciones de la hombría de los árabes estadounidenses y presentan personajes masculinos que viven en un «tercer espacio», una masculinidad transitoria entre el tradicionalismo y la modernidad, que abre la puerta a una hombría verdaderamente alternativa.

Mediante la exploración de los principales personajes masculinos de novelas araboamericanas como West of the Jordan (2003) de Laila Halaby, Abrázame (2005) de Alicia Erian o A Map of Home (2008) de Randa Jarrar, se elucidan las luchas y las potencialidades de las hombrías dislocadas.

A modo de epílogo, el libro concluye con un debate de preguntas y respuestas sobre las masculinidades alternativas entre Victor J. Seidler y los miembros del grupo de investigación CNM que tuvo lugar en Barcelona en noviembre de 2012. El debate giró en torno a la necesidad de ser escrupulosos al establecer una masculinidad alternativa como modelo ideal y fijo. Por el contrario, las masculinidades alternativas deberían verse como un proceso transformador en el tiempo.

Seidler defiende la idea de una «masculinidad alternativa personificada» en la que los hombres están más «en relación con su cuerpo como parte de la naturaleza, en lugar de limitarse a controlarlos o instruirlos». Seidler ve la necesidad de implicarse en lo que él denomina «masculinidades culturales» y llama a un diálogo entre diferentes masculinidades que incluya la historia de la cultura, así como las historias particulares.

En cuanto al envejecimiento, el epílogo explora la idea de los «múltiples cuerpos» que los hombres llevan durante toda su vida, ya que a edades diferentes corresponden ideas diferentes de la masculinidad. ¿Conducirían las masculinidades alternativas a formas alternativas y diferentes de paternidad? ¿De qué manera cambiarían las masculinidades alternativas las relaciones de género? Se investigan estas cuestiones y se trata de encontrarles respuesta. Sin embargo, lo que importa, al fin y al cabo, es que la exploración de las masculinidades alternativas abra un espacio para que los hombres se cuestionen a sí mismos y demuestren que, a pesar de todo, el cambio es posible y plausible.

Son estos intentos de cambio personal lo que explora este libro, centrándose en los valiosos esfuerzos de algunos hombres para tratar de «avanzar» cambiándose a sí mismos en un mundo que cambia rápidamente.

Referencias bibliográficas

BARKER, Gary (2000), «Gender Equitable Boys in a Gender Inequitable World: Reflections from Qualitative Research and Program Development with Young Men in Rio de Janeiro, Brazil», Sexual and Relationship Therapy, 15, pp. 263-282.

CONNELL, Raewyn (1987), Gender and Power, Allen and Unwin, Sydney.

— y James W. MESSERSCHMIDT (2005), «Hegemonic Masculinity: Rethinking the Concept», Gender and Society, 19, 6, pp. 829-

859.

DE LAURETIS, Teresa (1987), Technologies of Gender, Indiana University Press, Bloomington.

DEMETRIOU, Demetrakis Z. (2001), «Connell’s Concept of Hegemonic Masculinity: A Critique», Theory and Society, 30, pp. 337-361.

EVANS, Mari (ed.) (1984), Black Women Writers (1950-1980): A Critical Evaluation, Anchor, Nueva York.

GROES-GREEN, Christian (2012), «Philogynous Masculinities: Contextualizing Alternative Manhood in Mozambique», Men and Masculinities, 15, 2, pp. 91-111.

RIEMER, James D. (1987), «Rereading American Literature from a Men’s Studies Perspective: Some Implications», The Making of Masculinities: The New Men’s Studies, Harry Brod (ed.), Allen and Unwin, Boston, pp. 289-300.

WETHERELL, Margaret y Nigel EDLEY (1999), «Negotiating Hegemonic Masculinity: Imaginary Positions and Psycho-discursive Practices», Feminism and Psychology, 9, 3, pp. 335-356.

Grupos de hombres igualitarios

Canviem-ho, Homes per l’equitat de gènere. Ajuntament de Barcelona

AHIGE, Asociación de Hombres por la Igualdad de Género

Hombres por la Igualdad

Centro de estudios de la condición masculina

Red iberoamericana y africana de masculinidades

Homes en Diàleg

Grup de Estudis de Gènere UVIC


[1] De las organizaciones internacionales que trabajan para promover el cambio en los hombres y las masculinidades, una de las más influyentes es el Instituto ProMundo, con sedes en Brasil y en Washington D. C., cuya misión, como indica su página web, es «promover masculinidades y relaciones de género solícitas, no violentas e igualitarias en Brasil e internacionalmente». Su director internacional, Gary Barker, dijo unas palabras en la Asamblea Anual del 2013 de la Iniciativa Global Clinton. Véase: <www.promundo.org.br/en/>.

Batalla cultural Nora Merlín*

El neoliberalismo, nueva versión del capitalismo, constituye un dispositivo que se expande ilimitadamente, apropiándose de los gobiernos, las democracias y de la vida en general. No solo la economía real sostiene la reproducción capitalista, sino también la ideología neoliberal que logró imponerse al ganar la batalla cultural. Ese sistema no es posible sin la instalación de creencias, ideales, identificaciones, imperativos y lo que recortamos en su núcleo ideológico: una satisfacción en el odio que cobró fijación y funciona como una sedimentación social resistente.

Una cultura organizada por la libertad de mercado y la lógica empresarial construye una subjetividad concebida como “capital humano”, en la que el consumo, el rendimiento ilimitado, la figura del empresario de sí y la meritocracia devienen imperativos e ideales. El individualismo extremo se naturaliza y una exigencia insaciable destruye al sujeto que se autoexplota sin alcanzar nunca la medida esperada, obteniendo a cambio una culpa crónica.

El neoliberalismo, fundamentado en la tiranía angurrienta de un poder concentrado al servicio de minorías privilegiadas, es un sistema que segrega y descarta mientras produce cultura de masas: un consenso social obediente y uniforme que se cohesiona en el odio, dispuesto a la ofrenda sacrificial de una parte segregada para beneficio de otra minoritaria.

Neoliberalismo-odio constituye un par indisoluble en el que sus términos se retroalimentan. El odio es un afecto-pasión que funciona como un veneno violento, que conmueve directamente a la subjetividad sin mediación racional. Avanza a través de las redes sociales, se difumina por los medios de comunicación y se impone de manera visible e invisible en los múltiples aspectos de la vida social. Se expande por contagio e identificación, constituyendo el núcleo pulsional del sentido común que se articula al argumento de la lucha contra la corrupción. Estimula un sadismo extremo hacia los “otros” que se satisface en la calumnia y la discriminación, justificando la represión y la venganza.

La construcción del modo social de la masa por los medios de comunicación concentrados – la voz del poder – resulta el mejor medio para conseguir un rebaño asustado, que obedezca los deseos del amo y demande mano dura y orden. Una pedagogía del odio triunfó dejando como saldo una sociedad colonizada compuesta por odiadores seriales, que repiten frases difamatorias y desprecian al semejante.

La ideología neoliberal es cínica y sostenida por la mentira: rechaza la política mientras utiliza el odio como cemento de cohesión de una parte de lo social contra el adversario político. A través de la represión y la violencia el poder neoliberal intenta hacer de lo político un asunto policial o judicial como una lucha entre corruptos y decentes, que degrada la democracia a una guerra entre dos bandos enemigos. Naturaliza los privilegios, afirma no tener ideología – como si fuera posible – y fomenta un supuesto consenso que en realidad es disciplinamiento y obediencia inconsciente. El poder produce adoctrinamiento ideológico, formatea la opinión pública transformándola en sentido común uniformado.   

 Un odio que demoniza inmigrantes, dirigentes populares y a la política en general, al tiempo que se pretende imponer verdades absolutas, resulta incompatible con la democracia, caracterizada por el diálogo político, el debate plural, la orientación permanente hacia la ampliación de derechos y la felicidad para las mayorías. Disolvente de los vínculos sociales, el odio rompe el tejido social, enferma la cultura instalando el paradigma del hombre como lobo del hombre, poniendo en riesgo la vida de todxs. La concentración de poder, el rechazo de la política, el modo de tramitar el conflicto político transformando al adversario en enemigo y la construcción de la masa cohesionada por el odio, son elementos suficientes para afirmar que el neoliberalismo es un simulacro democrático que encubre un retorno del totalitarismo. Se trata de un sistema que precisa producir una subjetividad odiadora sin pensamiento crítico, que opere un rechazo de la política en tanto es la única herramienta que tienen los pueblos para emanciparse.

Un deseo colectivo de volver, transformado en experiencia política de articulación hegemónica orientada por lo nacional-popular-feminista, fue la condición de posibilidad de una fórmula de unidad: Fernández-Fernández. Estas dos piezas ensambladas, la experiencia política tejida horizontalmente y desde abajo y la concreción de la fórmula a nivel de la dirigencia, hicieron que la política triunfe sobre el marketing y el odio neoliberal, imponiéndose en las últimas elecciones PASO por amplia mayoría el Frente de Tod@s.

Comienza un nuevo tiempo político, pero estamos advertidos que no alcanza con ser gobierno porque el poder corporativo no sabe perder, pretende dominar, es desestabilizador, capaz de operaciones antidemocráticas que no se privará de realizar.

Habrá que reparar el desastre económico y social producido por el gobierno de Cambiemos que destruyó casi todo, la economía, la cultura, la ciencia y la tecnología. Sin embargo, el mayor daño realizado y más difícil de revertir consiste en las fijaciones de odio que se han sedimentado en la cultura y que tienen múltiples expresiones.

Será necesario profundizar la política de unidad lograda y hacer que persevere más allá de las elecciones. Eros deberá activarse aún más y hacer lo suyo que consiste en ligar y conseguir unidad al tiempo que limita a Thánatos, pulsión desintegradora, tal como afirmaba Freud en “El Malestar en la cultura”.

La unidad no significa amontonamiento ni supone la uniformidad del pensamiento único; por el contrario, es una tarea de articulación de diferencias que nunca cesa, con la que se tejen lazos de encuentro y solidaridad. La unidad se opone al privilegio, a la excepción y es un modo de amor político para enfrentar la desigualdad y la indiferencia hacia el otro. Unidad y organización del campo popular basadas en la libertad de pensamiento implica la construcción de una política de la otredad capaz de alojar “diferencias compañeras”. Una cultura democrática, nacional y popular resulta incompatible con prácticas patriarcales o machistas y debe expandir al máximo la libertad, que no significa ausencia de límites o regulaciones.

Resulta un problema político principal dar la batalla cultural cuya prioridad es custodiar activamente la unidad popular conseguida, asumiendo la decisión de radicalizar la democracia como gobierno del pueblo.  Construir el “Nosotros” significa mantener palpitante el conflicto político, la brecha ontológica, que se diferencia netamente de actuar “la grieta” del odio.

La batalla Implica una democracia con hegemonía fundamentada en la voluntad popular, que rechace el neoliberalismo y toda forma de colonialismo, dejando de lado una mirada eurocéntrica o hacia los “países en serio”, elevándose con decisión a la dignidad de lo nacional, popular y feminista. Supone ser capaces de enfrentar y deconstruir los ideales individualistas neoliberales, sustituyéndolos por otros orientados por la solidaridad, la participación activa y una vida política tejida entre todxs, de modo que el deseo de comunidad sea mayor que el interés de excluir o desintegrar.

*Nora Merlin, psicoanalista, magister en Ciencias políticas, autora de “Populismo y psicoanálisisis”, “Colonización de la subjetividad”, “Mentir y colonizar. Obediencia inconsciente y subjetividad neoliberal”. Septiembre 2019. Argentina Política Revista Nº 131 (09/2019)