El futuro de la lectura depende del futuro de los lectores: Carlos Monsiváis
>>JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Lector y escritor precoz, Carlos Monsiváis (ciudad de México, 1938) es uno de los intelectuales mexicanos que, con mayor agudeza y profundidad ha examinado los diversos ámbitos de la cultura. Desde hace por lo menos cuatro décadas “ejerce la crítica como una higiene moral”, según la acertada observación definitoria de Octavio Paz. A través de la crónica, el ensayo, el reportaje y el artículo cultural y político, Monsiváis aborda con rigor, ironía, amenidad y humor la realidad de México y América Latina. Su escritura crítica por excelencia se auxilia del excelente dominio de la paradoja y gusta de trabajar con esmero una fluida y cordial narrativa que le ha valido la gratitud y la admiración de los lectores.
Autor, entre otros libros, de Principados y potestades (1969), Días de guardar (1970), Amor perdido (1976), Nuevo catecismo para indios remisos (1982), Entrada libre: Crónicas de la sociedad que se organiza (1987), Escenas de pudor y liviandad (1988), Los rituales del caos (1995), Aires de familia: Cultura y sociedad en América Latina (2000), con el cual obtuvo, en España, el XXVIII Premio Anagrama de Ensayo, Salvador Novo: Lo marginal en el centro (2000) y Yo te bendigo, vida: Amado Nervo, crónica de vida y obra (2002), y de los volúmenes antológicos La poesía mexicana del siglo XX (1966) y A ustedes les consta: Antología de la crónica en México (1980). Por esta obra diversa, que se encuentra entre lo mejor de la literatura reflexiva y el periodismo analítico de nuestro país, Carlos Monsiváis ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Periodismo (1977), el Premio Mazatlán de Literatura (1987) y el Premio Xavier Villaurrutia (1996).
A decir de Sergio Pitol, Carlos Monsiváis “es un incomparable historiador de las mentalidades, un ensayista intensamente receptivo y agudo y el cronista de todas nuestras desventuras y prodigios”. Él mismo, sin embargo, se mira más bien con modestia y considera la posteridad como el juicio de los amigos que le importan y que le sobrevivan.
Lector como pocos, y conocedor de los temas de la lectura y la escritura, entre otros múltiples terrenos culturales, el autor de Amor perdido confiesa que muchas veces ha pensado que podría dedicarse exclusivamente a leer y a ver películas. “La idea —dice— no me molesta en lo absoluto. Pero he encontrado que la única manera de equilibrar mi desaforado consumo de libros, revistas, películas y exposiciones, es escribir. Lo que me permite encontrar la mínima armonía entre mis necesidades de consumidor y mi vida personal es escribir, y tengo que seguir escribiendo como un método de salud mental y sobre todo de correspondencia con todo aquello que consumo”.
Refractario al denso mar de las solemnidades, Carlos Monsiváis conversa con su interlocutor y comparte con él y con los otros lectores, sus dudas y certezas de su apasionada vocación de lector; una vocación que lo ha absorbido desde que tenía seis años de edad y que, en su caso, muestra fehacientemente el enriquecimiento espiritual e intelectual que se opera en todo gran lector sensible e inteligente. En la conversación que sigue nos esclarece un ámbito, el de la lectura, para documentar nuestro optimismo o, en algunos casos, decantar nuestro pesimismo.
“Bienaventurado el que lee —escribe en sus “Parábolas de las postrimerías” con las que cierra magistralmente Los rituales del caos—, y más bienaventurado el que no se estremece ante la cimitarra de la economía, que veda el acceso al dudoso paraíso de libros y revistas, en estos años de ira…”
El que habla es Carlos Monsiváis el lector; un lector convencido de que la lectura obra prodigios en quienes el día menos pensado se encuentran con un libro y luego se dan cuenta que ya no pueden vivir sin esa compañía.
¿Cuándo y de qué forma descubriste la lectura?
En general, siempre creamos nuestras propias mitologías del recuerdo, y yo no soy la excepción. Sin embargo, hay detalles de la memoria que, aunque se incorporen a un horizonte mitológico, son muy precisos y reales. Descubrí la lectura a los seis años, en la escuela primaria, cuando empezaba yo a descifrar los signos y llegó a mis manos un libro de la colección argentina Billiken, que era la Odisea, de Homero. No recuerdo para nada cuál fue en ese momento mi impresión, pero sí sé que para los ocho años ya leía regularmente y que durante la primaria agoté la serie de clásicos de Billiken: la Ilíada, la Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, etcétera, en versiones muy bien hechas que, además, tomaban en cuenta la capacidad intelectual del niño, pues no lo relegaban a libros con ilustraciones, sino que los editores eran muy generosos al pensar que un niño tenía capacidad y facultades para enfrentarse a los grandes temas de la literatura clásica.
¿Además de los clásicos de Billiken, ¿qué otros libros leíste en esa etapa?
Leí, desde luego, los Cuentos de Navidad y David Copperfield, de Dickens, y ya en quinto o sexto de primaria Los papeles póstumos del Club Pickwick. Leí también muchísimo a Agatha Christie, que fue para mí la emoción del suspense, la intriga, y el placer de darme cuenta de que no tenía ninguna capacidad detectivesca. Leí bastantes títulos de la colección Biblioteca Enciclopédica Popular, que publicaba José Luis Martínez en la Secretaría de Educación Pública, y que tenía, por ejemplo, resúmenes de Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano y de algunos libros que, en ese momento, eran para mí exotismo total, como Una excursión a los indios ranqueles, del general Lucio V. Mansilla, prócer argentino.
¿Ya leías, entonces, poesía?
Salvo la que memorizaba, en realidad no leí mucha poesía en esa primera etapa. Yo entré a la poesía por la memorización. Lo primero que memoricé en la primaria fue Rubén Darío (recita las primeras estrofas del poema “Del trópico”):
¡Qué alegre y fresca la mañanita!
Me agarra el aire por la nariz;
los perros ladran, un chico grita
y una muchacha gorda y bonita,
junto a una piedra, muele maíz.
Un mozo trae por un sendero
sus herramientas y su morral;
otro, con caites y sin sombrero,
busca una vaca con su ternero
para ordeñarla junto al corral.
Para mí, inevitablemente, el ejercicio de la memoria se asocia con la poesía.
¿Te diste cuenta, en ese momento, de la importancia que tenía para tu vida la lectura?
Diría más bien que, para mí, fue sorprendente cómo logré darme cuenta que sin la lectura yo mismo no funcionaba. Lo supe a través de un hecho muy concreto: por las noches, me fastidiaba que mi madre me apagase la luz, porque yo quería seguir leyendo. Es decir, no presumo de otra cosa sino de una devoción real por la lectura; no sé si porque me aleja de mi reconocimiento de incapacidad para otras cosas o porque realmente ahí sí me encuentro a gusto.
¿Recuerdas el primer libro o la primera lectura que cambió tu percepción de las cosas o que al menos la haya modificado de manera notable?
La lectura de los clásicos, en las versiones que sean, te modifica, de manera indudable, la percepción de las cosas, porque te hace entrar en contacto con el universo de lo que te parecerá siempre sublime en la medida en que los héroes participan de la calidad de los dioses y los dioses se humanizan. Cuando, en la secundaria, leí la Ilíada ya no en versión abreviada sino en el texto clásico perfectamente fijado, ese arranque homérico del “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos…”, recuerdo que me sacudió tremendamente, del mismo modo que me conmovieron y me entusiasmaron, con intensidad, los episodios de Néstor, el más anciano de los aqueos, o el momento en que los mirmidones se lamentan de la decisión del retiro de Aquiles, o el llanto de Aquiles por Patroclo, etcétera. Todo me llevaba a un entusiasmo de saber que ese era un mundo de lo alejado, de lo opuesto a lo cotidiano, porque ahí todo era monumental. Yo creo que todo eso, indudablemente, me cambió.
También me cambió una novela de Agatha Christie, Quién mató a Roger Ackroyd, por la magistral forma en que la escritora maneja la intriga, la trampa y la puñalada por la espalda. Me cambió la lectura de Los papeles póstumos del Club Pickwick, porque me reía con todo ese universo enloquecido del disparate, la pretensión y la bobaliconería que sabía transmitir a través de sus personajes el genio narrativo de Dickens. Y, sobre todas las cosas, me cambió la Biblia. La Biblia es el libro que más leí en la niñez y en la adolescencia, y si no lo mencioné en primer término es porque estaba tan integrado a mis costumbres cotidianas que yo no lo veía tanto como lectura sino como reafirmación de la vida familiar.
Aparte de la poesía, memorizar fragmentos de la Biblia fue para mí un ejercicio indispensable (recita): “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, y el espíritu de Dios se movía, aleteaba, por encima de las aguas.” Todo esto tenía para mí muchísimo sentido, y yo creo que lo que introdujo la Biblia en mi vida es la belleza de la sonoridad del lenguaje; el lenguaje como un instrumento, al principio, de placer acústico, y luego del reconocimiento de la belleza que sólo radica en la palabra: “Los cielos cuentan la gloria de Dios y la expansión denuncia la obra de sus manos. En un día emite palabra y a la siguiente noche declara sabiduría”…
En este sentido, ¿la lectura te condujo, como suele aceptarse, a perfeccionar el uso de la memoria y a mejorar el aprecio por tu idioma?
Por supuesto. Ahora te lo estoy diciendo ya con una conciencia demasiado trabajada, pero en su momento yo no lo sabía. Memorizaba todo aquello que me parecía extraordinario y, cuando lo resentí o lo supe por vez primera, es porque ya estaba instalado en la alucinación del lenguaje. Y, de inmediato, vino ya la poesía, en especial Rubén Darío. Rubén Darío fue para mí, en la pubertad y en la adolescencia, simplemente el espectáculo magnífico de la palabra (recita):
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.
La espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.
Con Darío no estaba descubriendo únicamente la poesía, estaba descubriendo el idioma. Esto, claro, lo supe más tarde.
¿Había en tu casa libros y antecedentes lectores?
Había muy pocos libros, pero mi madre sí leía. Había estos dos estantes (los señala), y yo descubrí como en quinto o sexto de primaria los libros de viejo, y durante muchísimo tiempo fue mi biblioteca expropiable; cada domingo iba yo a comprar.
En la escuela, ¿hubo algún profesor que haya contribuido a que tú leyeras?
No. Me temo que no. La atmósfera misma, sí, porque no era todavía la atmósfera del resentimiento antiintelectual que luego se produce, ni era todavía la masificación, pero no tuve un profesor que fuera a la vez un lector que me haya animado a seguir leyendo. Eso para nada. Aunque lo que pasaba también es que yo era un pedante intolerable, y en tercero de secundaria tuve un problema que ahora me abochorna: durante su clase, uno de los profesores se refirió a los enciclopedistas y nombró a Rousseau, a Voltaire, a Diderot… y a Cadillac, y a mí me dio un ataque de risa porque yo había leído ya por entonces el Tratado de las sensaciones de Condillac; y la idea de que alguien pudiera confundir a Condillac con Cadillac me parecía enormemente graciosa, y, claro, era también, de mi parte, de una pedantería grotesca, pero así fue. El profesor me sacó de la clase, y al otro día tuvo que ir mi madre a solicitar perdón, por una estupidez de mi parte. Pero, en fin, ésta es sólo una anécdota acerca del tono, digamos, de la vida educativa. Otros maestros me sirvieron muchísimo en otro sentido: me orientaron hacia las ideas de izquierda, porque era todavía una generación muy marcada por el cardenismo y por el Partido Comunista, y uno de mis maestros de secundaria, Jorge Fernández Anaya, me reclutó para las Juventudes Comunistas. Se trataba de una experiencia que muy poco tenía que ver con la lectura; su propósito era, básicamente, la militancia.
¿Ha fallado la escuela en la tarea de propiciar el gusto por la lectura?
No es que haya fallado, lo que sucede es que nunca la ha impulsado. No ha fallado en el sentido de que alguna vez quisiera impulsarla y no supiese los métodos conducentes; lo que pasa es que nunca lo ha intentado.
¿A qué lo atribuyes?
A la burocratización de la enseñanza, a la decisión de no ver en los maestros a personas con un desarrollo necesario culturalmente hablando, a sujetarlo todo a un proceso de hecho industrial donde los maestros son capataces del conocimiento y no formadores en el sentido digamos clásico que, por otra parte, tampoco se ha dado en México. Basta leer las crónicas de Altamirano para percibir hasta qué punto no ha habido nunca un verdadero aprecio por el maestro, y esa reducción salvaje del maestro a sus mínimas posibilidades en el siglo XIX tiene un momento de cambio con todo el espíritu de las misiones culturales y educativas, pero dura muy poco y en ese lapso no se consigue fomentar el culto a la lectura. José Vasconcelos lo intenta y lo intenta también Jaime Torres Bodet, pero el proyecto no cuaja.
¿Qué tipo de lecturas populares influyeron en tu gusto por leer?
El cómic. Leí muchísimo cómic. Leí entonces todo lo que había que leer. De los cómics mexicanos, en especial La Familia Burrón, A Batacazo Limpio y Rolando el Rabioso. También cómics norteamericanos como El Agente X-9, que yo ignoraba entonces que tenía guión de Dashiel Hammett; cuando lo supe y lo releí me pareció más extraordinario; asimismo Batman, Spirit, Flash Gordon y Tarzán. Además, de Tarzán me leí toda la serie de libros de Edgard Rice Burroughs, los dieciséis tomos. Y, de Arthur Conan Doyle, todo Sherlock Holmes, y El mundo perdido, una novela que me parece estupenda. Leí todos los libros de science fiction de H. G. Wells. Era un consumista de lecturas populares y especialmente de cómics, pero también de libros que habían inspirado esos cómics.
De acuerdo con esta experiencia, ¿crees que el cómic o la historieta faciliten el gusto por la lectura y, a la postre, puedan conducir hacia lecturas más complejas o más serias?
El buen cómic, sí; no la basura que se vende ahora. Es decir, hoy el buen cómic se vende en las librerías, y por lo tanto no es barato y, en consecuencia, no es literatura popular.
¿Hubo amigos o compañeros que hayan influido en tu gusto por la lectura?
Sí, en la preparatoria. Recuerdo el día en que un amigo me prestó el Retrato del artista adolescente, de Joyce; fue para mí un vuelco, porque en la secundaria empecé a leer mucha literatura comunista, y llegué a Pablo Neruda por la literatura comunista, no por la poesía. Lo primero que leí de Neruda fue el “Nuevo canto de amor a Stalingrado” (recita):
Guárdame un trozo de violenta espuma,
guárdame un rifle, guárdame un arado,
y que lo pongan en mi sepultura
con una espiga roja de tu estado,
para que sepan, si hay alguna duda,
que he muerto amándote y que me has amado,
y si no he combatido en tu cintura
dejo en tu honor esta granada oscura,
este canto de amor a Stalingrado.
Este poema me lo sé de memoria desde la secundaria. Qué horror por Stalin, pero todavía recuerdo el entusiasmo doliente con el que fui al Teatro Lírico a la ceremonia luctuosa en honor del “camarada Stalin”. Y me avergüenzo. Pero entonces tenía quince años.
¿Qué fue lo que te dio, entonces, la lectura?
En todo ese lapso me dio el conocimiento de que no estaba yo encerrado en mi realidad cotidiana. Claro, lo estoy diciendo ahora. En ese momento no lo hubiera podido ni siquiera formular vagamente, pero creo que es eso, exactamente, lo que me dio. Y también la certeza, que todavía conservo, de que la literatura popular es también muy valiosa. Leer en fascículos Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, fue una experiencia extraordinaria.
¿Tuviste lo que se denomina lecturas infantiles?
Sí, pero no me interesaron mucho. No sabía que me parecían bobaliconas, pero esa era la sensación. Por otra parte, tampoco había muchas. No había nada de lo que hay ahora. Me acuerdo haber leído en secundaria Winnie the Pooh, del escritor británico Alan Alexander Milne, que me sigue pareciendo una obra maestra y a la cual creo que la película de Walt Disney no le hace para nada justicia. Leí, desde luego, Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, que como se quiera ver es lo más portentoso que uno pueda leer de niño. Si hay una cumbre de la literatura infantil, si es posible transmutar la formación del niño en un espíritu distinto, eso es Alicia, sin duda. Leí estas obras pero sin creer, ni saber, que se trataba de literatura infantil; yo la leía sencillamente como literatura. La idea de una “literatura infantil”, así masivamente, como se conoce ahora, con esa superabundancia de publicaciones, es posterior, es ya de la década de los sesenta y los setenta.
¿Qué encontrabas en tus libros de texto?
Bueno, los leía, que ya era mucho. En esto sí soy un desastre. No los hojeaba, como muchos de mis compañeros, sino que los leía completos. Me interesaban mucho los de historia, pero la historia, independientemente de los libros de texto, la comencé a leer después, en la preparatoria. Por supuesto, sabía cómo se llamaba el Héroe de Nacozari, sabía frases de Morelos o de Guerrero y tenía una idea más o menos clara de la genealogía de los reyes de Francia, lo que, por cierto, yo le debía a Alejandro Dumas.
Esto quiere decir que también te entusiasmaron las novelas de aventuras…
Dumas, Michel Zévaco, Emilio Salgari y Julio Verne, sobre todo, a los que, con toda injusticia, se les ha relegado, constituyeron para mí lecturas compulsivas en secundaria. Los leí completos: los 22 tomos de Los Pardaillan, de Zévaco, y todos los episodios de Los tigres de Mompracem, de Salgari, además de todas las historias fantásticas de Verne: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en ochenta días, Los hijos del capitán Grant, La isla misteriosa, Miguel Strogof, etcétera. Estos autores me daban lo que me daba también, complementariamente, el cine, porque en el caso de mi generación el cine y la literatura fueron una misma experiencia formativa, nunca desligada.
¿Crees que una mala película venza siempre a un buen libro?
No, por supuesto que no. Una mala película vence la buena idea que tengas de ti mismo si la ves completa. Esta es la razón por la cual no me he decidido a ver Zapata, de Alfonso Arau, porque sé que es una mala película. A cambio vi ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, que no es una muy buena película pero que tiene la actuación de Marlon Brando, que es en sí misma de un aliento épico que te subyuga. En cambio, una mala película, si no la estás gozando, inventándotela, te descompone la experiencia misma.
Leer y escribir ¿fueron para ti actividades simultáneas?
Si es que escribo, empecé a hacerlo en la secundaria, en donde realizaba parodias acerca de mis compañeros; unas quizá muy tontas, pero que me divertían enormemente. Eran parodias de poetas, porque, eso sí, tengo una gran facilidad de versificación. No podré escribir un poema, pero sí puedo hacer parodias. Y ya, luego, por el periodismo, empecé a escribir, entre 1954 y 1955.
¿Cuál es, desde tu experiencia, la mejor manera de contagiar el gusto por la lectura?
El entusiasmo familiar. No conozco otro. En segundo lugar, pero sólo en segundo lugar, el entusiasmo del profesor. La familia como crepitación de la gana de leer es primordial, y luego si el maestro además está contagiado de esa alegría puede ser muy útil. Pero el del maestro no es un ejemplo cotidiano, en la medida en que los grandes lectores, si son profesores, duran un año en su influencia, mientras que la familia, por desgracia y por fortuna, dura mucho más tiempo. Entonces, creo que el ejemplo familiar es el más importante para contagiar ese entusiasmo.
¿Crees que se necesite una disposición especial para ser lector, del mismo modo que hay toreros, futbolistas, boxeadores, etcétera?
Sí. Cualquiera puede ser un lector regular, pero para ser un lector compulsivo, un lector profesional, por así decirlo, sí se necesita una predisposición especial. Se necesita renunciar al chantaje de que cuando lees no estás viviendo. Esto requiere, absolutamente, una predisposición.
¿Para qué sirve leer?
Cada quien responde a su manera. A todos les sirve para conocer, para abandonar prejuicios, para disciplinar su mente y para usar creativamente el idioma. Ya más específicamente, cada quien lo hace a su manera. El gozo de la metáfora sólo lo conoce a fondo quien lee poesía. Estoy haciendo un trabajo sobre la anécdota para un simposio y de pronto me acordé de líneas poéticas que son en sí mismas pequeños cuentos. Dice Pellicer: “El otoño en Atenas es una primavera en ruinas”. Ahí, al leer esto, entro en otra realidad. O dice Emily Dickinson: “La esperanza es una cosa con plumas”. En ambos casos la metáfora te ilumina. Y te ilumina para el resto de tu vida.
¿Hay libros que cambian el curso de la historia?
Algunos, no todos. La Biblia, el Corán, El origen de las especies, la literatura de Freud… Son muy pocos.
¿Hay realmente demasiados libros?
Sí, esto nadie lo puede dudar, pero tampoco puede uno dudar de que gracias a esos demasiados libros se mantiene el espíritu del conocimiento y de la imaginación. Una cosa por la otra.
¿Por qué elegiste el ensayo y la crónica como medios habituales de expresión?
Se me impusieron, en parte por mi flojera, en parte porque eran géneros periodísticos, y yo he vivido del periodismo. En parte, también, porque me parecen maravillosos como géneros. Por estas tres razones.
¿Has sentido que tus libros hayan modificado en algún momento la percepción de tus lectores?
No, para nada. Eso no es fácil. Si me preguntas de alguien a quien se le pueda reconocer ese don te digo de inmediato que Juan Rulfo y López Velarde, pero esas son palabras mayores.
¿Y Octavio Paz?
Sí, en cierto sentido, pero por el conjunto de su obra. Ningún libro de Paz tiene la fuerza de Pedro Páramo, El Llano en llamas o La sangre devota. La totalidad de su obra, sí.
¿Contribuye Internet a la lectura?
Muchísimo, pero es una lectura tan de fragmentos que rompe el propósito unitario que ha hecho posible la cultura del libro.
¿Hiciste uso de las bibliotecas públicas en algún momento de tu vida?
Sí, toda mi secundaria y toda la preparatoria fui a las bibliotecas, en especial a la Benjamín Franklin. Después ya no, porque, como te puedes dar cuenta, tengo una modesta biblioteca aquí en la casa.
¿De cuántos volúmenes?
Poco más de 25 mil.
¿Cómo está integrada?
Literatura, historia y arte, básicamente.
¿Notas la diferencia entre el hábito lector que existe en México y el existente en otros países?
Sí, claro. Como quiera que sea, no puedes comparar Francia, Inglaterra y Estados Unidos con México. El hábito lector en esos países es sin duda superior, infinitamente superior.
¿Te preocupa transmitir la necesidad de leer?
No, porque sé que a fin de cuentas leer es una decisión personal, y a nadie le preocupa transmitir decisiones personales que, por definición, resultan ajenas para los demás. Me preocupa, esto sí, apoyar que los libros estén al alcance de los lectores probables, pero la necesidad de leer es un asunto tan personal que dudo mucho que alguien pueda transmitirla.
Un buen lector, ¿lee de todo?
Sí, lee de todo y abandona rápidamente lo que no le sirve y lo que le molesta. Un buen lector no está hecho de sacrificios.
¿Cómo determinas tus lecturas?
Por necesidades de trabajo y por la imposibilidad de abandonar un libro.
¿Cuál es la diferencia entre una emoción de lector y una emoción no lectora?
La emoción del lector tiene que ver con el pasmo ante el idioma o ante la creación de personajes, y la emoción no lectora tiene que ver con la capacidad que tengas de vivir a fondo una relación amorosa, una situación familiar, un momento político o una frustración histórica que puede darse en la pertenencia a una comunidad a la que se le cierran todas las salidas creativas y laborales.
Para ti, ¿la lectura es un hábito en el sentido de que no puedas estar sin leer, o más bien una afición que puedes relegar sin sentimiento de culpa?
Si abandono la lectura, sólo vivo ya para el sentimiento de culpa. Decreto mi propia Almoloya.
La lectura y la escritura, ¿producen siempre mejores personas?
No. Producen mejores personas en quienes son mejores personas. Me explico: no es fácil encontrar a un gran lector que sea un verdadero imbécil, definitivamente no es fácil, pero sí es posible encontrar a un gran lector que sea un canalla. Desde luego, no hay un determinismo en tanto tal. En general, un gran lector no es un canalla ni sería un carcelero en Auschwitz, ni se prestaría a las trampas del racismo, pero tampoco hay que olvidar que, por ejemplo, el siglo XIX está lleno de conservadores que eran grandes lectores y que, al mismo tiempo, eran absolutos enemigos de la libertad de creencias.
¿Hay alguna diferencia entre usuarios de la cultura escrita y no lectores en cuanto a su capacidad sensible y para expresar sentimientos?
Sí la hay, y se nota. Sin embargo, debemos tomar en cuenta ciertas cosas. Tú haces una buena argumentación al respecto en tu libro ¿Qué leen los que no leen? cuando dices que no es posible ponderar la ventaja moral del lector sobre el no lector, porque sería algo insano y porque ello, de alguna manera, sugiere un clasismo. Esto me parece no sólo atendible sino también perfectamente razonado, apoyándote en un momento en algunas reflexiones de Gabriel Zaid, igualmente justas. Pero, por otra parte, lo que me queda muy claro también es que el no lector no vive cotidianamente el goce del idioma del buen lector; entonces, su expresión, como sea, está reducida, y esa reducción del uso de la palabra, que no indica ninguna disminución moral, sí indica una desvinculación de la fuente del goce idiomático que se empobrece. Otra cosa que hallo en el no lector es la disminución del poder de las comparaciones: un buen lector siempre está comparando lo que vive, lo sepa o no, con situaciones de las novelas o está recordando un poema en el momento en que, por ejemplo, ve un paisaje. En uno de sus más hermosos “Nocturnos”, Pellicer dice (recita):
Al hallar el otoño, qué sorpresa
de ver lo que fue oscuro ya amarillo.
El mismo sol, aerógrafo y caudillo,
con aire de ganado que regresa.
Cuando he memorizado estas líneas y veo un paisaje, estoy remitiéndolo siempre a Pellicer, o cuando me propongo la autocrítica, pienso en los primeros dos versos, extraordinarios, que escribió López Velarde en “El perro de San Roque” (recita):
Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo
que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo.
Todo eso está allá y, como lector, me enriquece la intensidad de lo que vivo.
Sociológicamente, hay quienes creen que la falta del hábito lector predispone a actividades negativas o antisociales, ¿tú crees que esto sea así?
Para responderte esto, te remito, nuevamente, a la lectura del libro ¿Qué leen los que no leen?, que me parece que al respecto tiene una buena argumentación. O dicho, rápidamente, y en ello estarás de acuerdo, no creo, en definitiva, que eso sea así.
¿Cuál es el futuro de la lectura?
El futuro de la lectura depende del futuro de los lectores. Cuando la gente se resigna a perder ese depósito invaluable de las generaciones, cuando se resigna a no leer a los clásicos, cuando se resigna a no leer a Eliot, a Homero, a Virgilio, a Dante, cuando se resigna claramente a no beneficiarse de lo mejor de la humanidad entonces no hay futuro para la lectura, porque tampoco hay futuro para una minoría importantísima, no la mejor ni la peor moralmente, pero sí la más dispuesta al goce idiomático e imaginativo. Y, entonces, si no hay futuro para ellos, no hay futuro para la lectura. Así lo veo, tan apocalíptica o tan genésicamente.
Ciudad de México, 31 de mayo de 2004.