Hacia 1977 yo estaba por salir del bachillerato y por cumplir 17 años. Vivía en Jocoro, un pequeño pueblo en el oriente del país, y desde allá venía a San Salvador a visitar a mis amigos escritores y artistas que se reunían en el antiguo Café Skandia.
En aquellos momentos, la gran mayoría de los intelectuales salvadoreños estaba por ingresar a alguna de las organizaciones guerrilleras o ya estaba vinculada a ellas de manera encubierta. En mi caso había iniciado acercamientos con el Ejército Revolucionario del Pueblo.
En la capital había dos librerías donde podían conseguirse libros de literatura y política bastante actualizados: Neruda, atendida por Chito Silis, que en secreto era dirigente de la Resistencia Nacional, y Extemporáneos, regenteada por Armando Herrera que, también en la clandestinidad, era dirigente del Partido Comunista.
Yo andaba buscando una biografía de Trotsky escrita por Isaac Deutscher que no estaba disponible en ninguna de las dos librerías. El Zarco Herrera me dijo que me la conseguiría. En efecto, un par de día después regresé a Extemporáneos y el Zarco me entregó los tres gordos y relucientes tomos de Deutscher, pero junto a la trilogía me dio una publicación especial del Partido Comunista Salvadoreño titulada «Nuestra polémica con la ultraizquierda».
Yo había leído ya algunas de las posiciones y contraposiciones de esa polémica, aunque ignoraba que los teóricos enfrentados eran, por una parte, Dagoberto Gutiérrez y, por la otra, Rafael Arce Zablah, del PCS y del ERP, respectivamente.
La polémica en cuestión bien podía resumirse en dos frases emblemáticas y contrapuestas: «El izquierdismo es una enfermedad infantil del comunismo», sostenía Dago; «El izquierdismo es el remedio para la enfermedad senil del comunismo», le respondía Arce Zablah.
El Zarco y yo discutimos un rato sobre ese tema y de pronto me dijo: «Vení, quiero presentarte a un amigo», y acto seguido me condujo a una habitación que, de forma disimulada, se comunicaba por la parte de atrás con la librería.
Para mi sorpresa, el amigo era el joven, pero ya el entonces mítico y ubicuo Dagoberto Gutiérrez, y aquel cuartito atestado de libros y documentos era uno de sus tantos escondrijos clandestinos. En ese primer encuentro no hablamos absolutamente nada de política, sino solo de literatura.
Dos fueron mis principales impresiones iniciales, la primera: aquel hombre parecía haber leído todos los libros; la segunda: aquel hombre tranquilo desconocía el miedo y era simpático, brillante y generoso a mares. Nada que ver con la imagen sombría y sigilosa que yo tenía de los comunistas (continuará).