Francisco (†1226) y Clara (†1253), ambos de Asís, son dos de las más queridas figuras de la cristiandad, de las cuales podemos realmente enorgullecernos. Los dos unían tres grandes pasiones: por Cristo pobre y crucificado, por los pobres, especialmente los leprosos, y del uno por el otro.
El amor por Cristo y por los pobres no disminuía en nada el amor profundo que los unía, mostrando que entre las personas que se consagran a Dios y al servicio de los otros puede existir verdadero amor y relaciones de gran ternura. Hay entre Francisco y Clara algo misterioso que conjuga Eros y Ágape, fascinación y transfiguración. Los relatos que se conservan de la época hablan de los encuentros frecuentes entre ellos. Sin embargo, «regulaban tales encuentros de manera que aquella divina atracción mutua pudiese pasar desapercibida a los ojos de la gente, evitando rumores públicos».
Lógicamente, en una pequeñísima ciudad como Asís todos sabían todo de todos. Así, también entre Clara y Francisco del amor. Una leyenda antigua se refiere a esto con tiernísimo candor: «En cierta ocasión, Francisco había oído alusiones inconvenientes. Fue a Clara y le dijo: ¿Has oído, hermana, lo que el pueblo dice de nosotros? Clara no respondió. Sentía que su corazón se iba a parar y que si decía una sola palabra más, lloraría. Es tiempo de separarnos, dijo Francisco. Ve tú delante y antes de que caiga la noche habrás llegado al convento. Yo iré solo y te acompañaré de lejos, según me conduzca el Señor. Clara cayó de rodillas en medio del camino, poco después se repuso, se levantó y siguió caminando sin mirar hacia atrás. El camino atravesaba un bosque. De repente, ella se sintió sin fuerzas, sin consuelo y sin esperanza, sin una palabra de despedida antes de separarse de Francisco.
Aguardó un poco. Padre, le dijo, ¿cuándo nos veremos de nuevo? Cuando llegue el verano, cuando vuelvan a florecer las rosas, respondió Francisco. Y entonces, en aquel momento, sucedió algo maravilloso: parecía que hubiera llegado el verano y miles y miles de flores irrumpían sobre los campos cubiertos de nieve. Tras el asombro inicial, Clara se apresuró a coger un ramillete de rosas y lo puso en las manos de Francisco». Y la leyenda termina diciendo: «A partir de ese momento Francisco y Clara nunca más se separaron».
Estamos ante el lenguaje simbólico de las leyendas. Son ellas las que guardan el significado de los hechos primordiales del corazón y del amor. «Francisco y Clara nunca más se separaron», es decir, supieron articular su mutuo amor con el amor a Cristo y a los pobres de tal forma que era un solo gran amor. Efectivamente jamás salió uno del corazón del otro. Un testigo de la canonización de Clara dice con grazie que a ella Francisco «le parecía oro de tal forma claro y luminoso que ella se veía también toda clara y luminosa como en un espejo». ¿Se puede expresar mejor la fusión de amor entre dos personas de excepcional grandeza de alma?
En sus búsquedas y dudas ambos se consultaban, y buscaban un camino en la oración. Un relato biográfico de la época cuenta: «Una vez, Francisco, cansado, llegó a una fuente de aguas cristalinas y se inclinó a mirar durante largos instantes esas aguas claras. Después, volvió en sí y dijo alegremente a su íntimo amigo fray León: Fray León, ovejita de Dios, ¿qué crees que vi en las aguas claras de la fuente? La luna, que se refleja ahí dentro, respondió fray León. No, hermano, no vi la luna, sino el rostro de nuestra hermana Clara, lleno de santa alegría, de suerte que todas mis tristezas desaparecieron».
Ahora en 2011 se celebran los 800 años de la fundación de la Segunda Orden, las Clarisas, por Clara. El relato histórico no podría estar más cargado de densidad amorosa. Francisco convino con Clara que, bellamente ataviada, la noche del domingo de Ramos huyese de casa y viniese a encontrarlo en la capillita que había construido, la Porciúncula. En efecto, ella huyó de casa y llegó a la iglesita donde estaban Francisco y sus compañeros con antorchas encendidas. Alegres, la recibieron con aplausos y con inmenso cariño. Francisco le cortó sus hermosos cabellos rubios. Era el símbolo de su entrada en el nuevo camino religioso. Ahora eran dos en un solo y mismo camino y hasta hoy «nunca más se separaron».