A mediados del siglo XIX, el capitalismo estadounidense estaba lanzado en todos los mares del mundo a la matanza de ballenas para extraer el aceite, que era la base del alumbrado público en las mayores ciudades del mundo de entonces. Este negocio se hizo muy costoso por las grandes tormentas y la escasez de ballenas y cachalotes.
Los capitalistas volvieron sus ojos al oeste y se dedicaron a capturar a sangre y fuego todas las tierras pertenecientes a los pueblos originarios: comanches, cheyenes, apaches, sioux, cherokee, chiricahuas y otros, que fueron aniquilados en ríos de sangre para abrirle paso al ferrocarril hasta llegar al océano Pacífico. Acto seguido, despojaron a México de California, Arizona, Texas y Nuevo México, y cayeron como aves de rapiña sobre Cuba, ya en tiempos de Theodore Roosevelt, tal era la ruta de expansión del capitalismo imperialista.
Unos 100 años después de estos acontecimientos, el capital avanza hacia un nuevo horizonte: hacia lo que podemos llamar ciberespacio. Estos iniciaron en algunos garajes de la periferia de San Francisco y, en aquel momento, se presentaban en una forma antiestatal y planteando un supuesto potencial liberador de las computadoras. Así, en esos años se inicia lo que podemos llamar la colonización digital del mundo, que ahora podemos apreciar con un impresionante desarrollo.
Desde el Valle del Silicio hasta los ríos asiáticos, este movimiento expansivo ha penetrado las más recónditas esquinas de este mundo y está transformando rápidamente al mundo, a las personas y a las relaciones entre ellas a una velocidad desconcertante. Sin embargo, el motor de este desarrollo sigue siendo el mismo, de tal manera que los protagonistas de este fenómeno no son más que una parte de los engranajes de las ansias y necesidades del capital para valorizarse y, en ese afán, el capitalismo se adapta a nuevas condiciones, destruyendo lo viejo y creando lo nuevo.
En Costa Rica, la empresa californiana Uber, que opera a escala mundial en más de 65 países y más de 600 ciudades, empezó a ofrecer sus servicios en 2015, y, desde entonces, uno de cada seis habitantes, entre los 5 millones de personas del país, son clientes de Uber. Alrededor de 22,000 conductores trabajan para la compañía. Pero, un momento, no trabajan para Uber, trabajan con Uber, así lo define, al menos, el lenguaje usado por la empresa, porque Uber no solo no posee ningún tipo de vehículo, sino casi no tiene empleados, y los conductores de Uber mencionados aparecen como empresarios autónomos del transporte.
Pongámosle atención al hecho de que esta empresa digital no tiene ninguna obligación con sus trabajadores, no paga seguros, no paga salarios, no lidia con ningún sindicato, no costea la reparación de ningún vehículo, es decir, que estamos ante un capitalismo que ha construido un nuevo juego y unas nuevas reglas del juego. Que, además, no paga impuestos y compite con el transporte público. Y todo esto, este capitalismo lo hace usando su plataforma, un algoritmo y los datos de sus usuarios. Nada más.
En nuestros días, las máquinas analíticas que contienen abundante información planetaria están unidas por una red invisible que ha sido llamada internet. Esta es una infraestructura para la comunicación y la producción mundial, supraestatal y a menudo gratuita. Es lo que se puede llamar la Internacional de la Información y se ha convertido en la espina dorsal de la sociedad global y en el agregado de información más importante del mundo.
Este capitalismo es el que ha salido fortalecido de la actual pandemia global y esto no es exactamente una buena noticia, porque este no necesita mano de obra, pero tiene obreros que están constituidos precisamente por los usuarios, que son los que hacen el trabajo. Aquí el medio de producción es el algoritmo, la mercancía es la información y el proletariado está constituido por todos los usuarios que, sin embargo, no ganan ni un solo centavo. Estamos, entonces, frente a formas nuevas de explotación, en donde los pueblos de la periferia tenemos las menores posibilidades de comprensión, de reacción y de resistencia, pese a que, de todas maneras, tenemos que pasar a ese momento para enfrentar a una nueva oligarquía planetaria que es ahora digital. Esta establece una relación fetichista con la tecnología, tratándose de un capitalismo que no busca vender productos, sino cambiar al mundo, intentando llenar el vacío producido por la retirada del Estado frente al mercado, por el fracaso del sector público y por el desencanto social ante las corruptelas estatales y mercantiles.
Nos toca enfrentar una nueva fase de un capitalismo que descubre un nuevo modelo de acumulación, que aparenta no explotar directamente al trabajo vivo, que parece no extraer plusvalía en el proceso directo de producción y que construye una clase dominante del internet que cuenta con muchos trabajadores: miles de millones de usuarios que trabajan para ella sin recibir ningún salario, pero que le permiten hacer más dinero del dinero, incluso con esa cosa que se llama información digital, la cual es una especie de híbrido entre producto y servicio, entre bien común y propiedad privada, pero que, en definitiva, forma un capitalismo digital que gana inmenso dinero con información, con algoritmos y con contenidos generados por los usuarios.
Los pueblos del mundo nos enfrentamos a un fenómeno abarcador, peligroso y enmascarado, que requiere y requerirá aún más, en lo inmediato, de nuestra más atenta y minuciosa mirada.