La resistencia a la injusticia: una ética feminista del cuidado
Carol Gilligan
Con In a different voice, también yo me salí del marco. Al principio, parecía muy sencillo.
A la pregunta «¿Cómo te describirías si tuvieras que presentarte a ti misma?», una estudiante de medicina respondía:
“Esto suena un poco raro, pero creo que de un modo maternal, con todas sus connotaciones. Yo me veo en un papel de cuidadora y educadora, quizá no ahora, pero en el futuro, como médica, como madre… Me cuesta pensar en mí misma sin pensar en otras personas a mi alrededor a quienes aportar algo.”
Esta mujer no carecía de un sentido de su propia persona, pero le sonaba «raro» describirse a sí misma como una persona conectada a otras, en vez de separada de las demás. Con esto nos ponía sobre aviso de una cultura en la que se supone que el Yo es una entidad separada, así como de la diferencia entre su voz y la de otra entrevistada que responde a la misma pregunta diciendo: «Me describiría como una persona entusiasta, apasionada y ligeramente arrogante. Soy una persona con preocupaciones, comprometida, pero ahora mismo estoy muy cansada porque anoche no dormí lo suficiente»3.
Dos voces distintas: una habla de relaciones cuando se describe a sí misma; la otra, no.
Al final resultó que no era tan fácil salirse del marco. El esquema de referencia regresaba una y otra vez como un ordenador que se reinicia: los hombres son autónomos y las mujeres viven en relaciones; los hombres son racionales, y las mujeres, sentimentales; los hombres son heroicos, y las mujeres, ángeles de la guarda; los hombres son justos, y las mujeres, bondadosas. ¿De dónde venía este marco? ¿Qué lo sujetaba?
Hasta que no vi a los niños entrar en el marco y me di cuenta de lo que estaba en juego no empecé a atisbar el contorno de una nueva estructura de referencia. Entonces, comencé a plantearme otras preguntas y a centrarme en la relación entre psicología y cultura, en la interacción entre nuestros dos mundos, el interior y el exterior. Me llamaron la atención la capacidad de los niños de ofrecer resistencia a una autoridad falsa y también los indicios de una disociación —nuestra capacidad para sacar del estado consciente fragmentos de nuestra experiencia de modo que podamos conocer y también desconocer lo que realmente sabemos.
En esta conferencia voy a plantear tres cuestiones:
1. Teniendo en cuenta el valor que representa el cuidado y el precio que supone la ausencia del mismo, ¿por qué sigue amenazada la ética del cuidado?
2. ¿Qué se discute realmente en el debate académico entre justicia y cuidado?
3. ¿Qué relación tiene todo esto con las mujeres y, de manera más general, con la vida de la gente? ¿Siguen siendo tan importantes las voces de las mujeres a la hora de llamar la atención sobre este tema?
La ética del cuidado apremia ahora incluso más que hace treinta años, cuando escribí por primera vez sobre este tema. Vivimos en un mundo cada vez más consciente de la realidad de la interdependencia y del precio que acarrea el aislamiento. Sabemos que la autonomía es ilusoria —las vidas de la gente están interrelacionadas. Como dijo Martin Luther King, «Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, ligados en el tejido único del destino. Cuando algo afecta a una persona de forma directa, afecta indirectamente a todas»4.
Conocemos mejor el trauma y cómo puede alterar nuestra neurobiología y afectar a nuestra psicología hasta el punto de causar una pérdida de la voz y de la memoria y, por tanto, de la capacidad de narrar nuestra propia historia verazmente.
En el cuento El traje del emperador, es un niño pequeño quien revela la desnudez del emperador. En la novela de Hawthorne La letra escarlata, Perla, a sus siete años, ve lo que las matronas y los puritanos no son capaces de discernir: la conexión entre su madre y el clérigo. En mi investigación, fue una niña de once años quien respondió a mi afirmación de «esta entrevista queda sólo entre tú y yo» añadiendo «y tu grabadora». Cuando le expliqué que la cinta sólo la escucharían otros miembros del equipo de investigación, me preguntó: «Entonces, ¿por qué no entran todos en la habitación?».
Las preguntas eran problemáticas. Necesitaba que aceptara sin más lo que le estaba diciendo para poder continuar con mi trabajo, y de hecho se sometió a mis condiciones y eligió el seudónimo que quería que usáramos en el estudio.
Pero a partir de entonces empezó a sonar deprimida. El precio de mantener la relación conmigo era callar —no decir lo que veía— y simular —actuar como si lo que le había dicho tuviera sentido.
No podía seguir trabajando así. Al ceñirme a las convenciones existentes en el campo de la investigación psicológica, estaba pidiendo a niños que simularan no saber lo que en realidad sabían y estaba ignorando yo misma la evidencia.
En una clase de quinto curso de primaria, durante las fiestas de Halloween, observé que las niñas de diez años fijaban la vista en las ventanas o en el techo mientras su profesora les leía un cuento detrás de otro en que se estrangulaba o se maltrataba de algún otro modo a una mujer. Le tenían cariño a la maestra y sabían que no quería que se dieran cuenta de ese detalle. La resistencia que me llamó la atención era la resistencia a la disociación.
Al transformarse en mujeres, las chicas eran conscientes de las presiones que existían para que se ajustaran a maneras de ver y de hablar que exigían descartar sus propias percepciones y desconfiar de su propia experiencia, pero también las resistían. Al explorar la resistencia de estas chicas, vi que suponía un desafío a un proceso de iniciación sancionado por la cultura e impuesto por la sociedad. Desde muchos puntos de vista, admirar el traje del emperador y no ver que el clérigo de la novela de Hawthorne, quien profesaba amar la verdad, «vivía una mentira», como él mismo reconocía, era una medida adaptativa que podría considerarse incluso indispensable.
No me había dado cuenta de que la palabra «patriarcado» aparecía en repetidas ocasiones a lo largo de La letra escarlata. Había leído la novela como tragedia de amor y como parábola sobre las consecuencias del pecado. Pero ahí estaba el patriarcado, impreso en la página: «privilegio patriarcal», «figura patriarcal», «cuerpo patriarcal», junto con la confesión:
“Yo solía observar y estudiar su figura patriarcal (el padre de la Aduana), con más curiosidad que la de cualquier forma humana que hubiese visto nunca. Era, en verdad, un raro fenómeno, tan perfecto desde cierto punto de vista, tan superficial, tan contradictorio, tan impalpable y de una nulidad tan absoluta desde todos los demás.”
Hasta entonces, había asociado el patriarcado con la antropología y el estudio de tribus antiguas, además de con un tipo de feminismo que veía a los hombres como monstruos. Sin embargo, al escribir con mi hijo una obra de teatro inspirada en La letra escarlata y al convertir el guión en un libreto para una ópera titulada Perla, a ambos nos sorprendió la clarividencia de Hawthorne sobre lo que se suele pasar por alto acerca del dilema americano: la tensión entre la visión radical protestante de unas relaciones sin mediación alguna con Dios, a quien se puede rendir culto cualquiera y en cualquier lugar —en casa, en el bosque o en la iglesia—, y la perpetuación de una jerarquía clerical exclusivamente masculina; entre la visión de una sociedad democrática, la «ciudad resplandeciente» de la colina, y la continuación del privilegio y el poder patriarcal. En un aria de la ópera, nos preguntábamos: «Si Dios es amor, ¿cómo puede ser pecado amar?».
El patriarcado es la antítesis de la democracia, pero también se encuentra en tensión con el amor. Al final de su novela, a todos los que acudían en busca de consejo o consuelo, Hester Prynne confesaba su firme convicción de que «en alguna época mejor en que el mundo llegase a su madurez y en que el reino de los cielos imperase, se revelaría una nueva verdad, para establecer un nuevo vínculo entre el hombre y la mujer sobre una base más firme de felicidad mutua».
En su primera aparición ante el Congreso, el presidente Obama habló de dejadez —y de sus consecuencias en la sanidad, la educación, la economía y el planeta— y de la necesidad de sustituir la actual ética del beneficio propio por una ética del cuidado y de la responsabilidad colectiva. Durante la campaña, pronunció un discurso conmovedor en el que instaba a los americanos a comprender y luego a dejar atrás diálogos tan antiguos como amargos sobre la raza. Pero este alegato no estuvo acompañado por otro a favor de un nuevo diálogo sobre el género. ¿Por qué? ¿Por qué sigue amenazada la ética del cuidado? ¿De qué va realmente el debate entre justicia y cuidado? ¿Qué relación tiene todo esto con las mujeres y, de manera más general, con la vida de la gente?
Los estudios sobre el desarrollo de las chicas, junto con un estudio realizado con niños y una investigación nueva sobre la infancia, han arrojado luz sobre las facultades relacionales del ser humano. Los niños pequeños escudriñan el mundo humano que los rodea, experimentan emociones y pensamientos, tanto propios como ajenos, y los interpretan.
Los hallazgos empíricos sobre el desarrollo convergen con nuevos descubrimientos en los campos de la neurobiología y la antropología evolutiva en la demostración de que, en ausencia de trauma o lesión cerebral, nuestros sistemas nerviosos conectan las emociones con el pensamiento, y que la facultad de comprensión mutua —de empatía, telepatía y cooperación— forma parte de nuestra historia evolutiva y es fundamental para la supervivencia de la especie. Como observó recientemente Alison Gopnik:
Creíamos que los bebés y los niños pequeños eran irracionales, egocéntricos y amorales; que su pensamiento y experiencia eran concretos, inmediatos y limitados. Sin embargo, los psicólogos y los neurocientíficos han descubierto que los bebés no sólo aprenden más, sino que imaginan más, cuidan más y experimentan más de lo que creeríamos posible. En cierto modo, los niños pequeños son más listos, imaginativos, bondadosos e incluso conscientes que los adultos5.
Al parecer, la historia que habíamos estado contando sobre nosotros mismos era falsa.
En El nacimiento del placer, me planteaba esta pregunta: ¿cómo llegamos a perder el conocimiento de lo que sabemos? ¿Por qué nos atraen las historias de amores trágicos? Las voces de las adolescentes en entornos contemporáneos—de las chicas que participaron en mis estudios— recordaban a las voces de las jóvenes de las novelas y las obras de teatro escritas en épocas y culturas muy distintas.
Antígona e Ifigenia, la Viola de Noche de Reyes y la Miranda de La tempestad. Son todas chicas con voces sinceras y valientes, que contestan al padre, que cuestionan la voz de la autoridad. Antígona desafía la decisión de Creonte de dejar el cuerpo de su hermano sin sepultura; Ifigenia acusa a Agamenón de locura por pensar en sacrificarla y cuestiona una cultura que da más valor al honor que a la vida; Viola enseña a amar a Orsino, y Miranda pregunta a Próspero: «¿Tu motivo para desatar esta tempestad?» y «¿No tenía yo cuatro o cinco mujeres atendiéndome?» ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Y dónde están las mujeres?
En el pasaje bíblico sobre la expulsión del Paraíso, Eva come del fruto prohibido y se lo ofrece a Adán, el fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal. Se trata de una historia sobre el saber moral. Dios expulsa a Adán y a Eva del Paraíso. Desde entonces, se ganarán el pan con el sudor de la frente. Pero Dios también ata el deseo de Eva al de Adán, de modo que, a partir de entonces, sólo querrá lo que él quiera y sólo sabrá lo que él sepa: «desearás a tu marido y él te dominará”.
Dios está por encima de Adán; Adán, a su vez, por encima de Eva, y la serpiente se encuentra abajo del todo. La palabra «patriarcado» significa jerarquía, el gobierno de los sacerdotes, donde el hieros, el sacerdote, es un pater, un padre: la voz de la autoridad moral.
Con El nacimiento del placer, situé mis estudios del desarrollo en un marco histórico y cultural más amplio. Lo que se había calificado de desarrollo —la separación del Yo y las relaciones, de la mente y el cuerpo, del pensamiento y la emoción— era un proceso de iniciación que exigía la disociación.
Al escuchar a las chicas narrar sus experiencias en el paso a la edad adulta, me enteré de sus dilemas entre saber y no saber. ¿Podían decir lo que veían, escuchar lo que oían, ser conscientes de lo que sabían y vivir en relación con otros? Si no decían lo que sentían y pensaban, entonces no se encontraban en una relación con otros.
En un estudio con hombres y mujeres que habían llegado a un punto muerto en su relación de pareja, descubrí que era posible abrir camino entre la maleza escuchando en las mujeres la voz sincera y valiente de la niña de once años y, en los hombres, la voz franca y emocionalmente inteligente del niño de cuatro años. Escribí El nacimiento del placer para demostrar que poseemos un mapa de resistencia en forma de una narrativa muy antigua.
El mito de Psique y Cupido cuenta una historia de amor destinada a la tragedia que se convierte en otra que acaba en un matrimonio justo y equitativo y en el nacimiento de una hija llamada Placer. La semilla de la transformación se encuentra entre nosotros.
El modelo binario y jerárquico del género es el ADN del patriarcado, la base sobre la que se erige el orden patriarcal. Ser hombre significa no ser mujer, ni parecerlo, y estar encima. En The Deepening Darkness6, observé, junto a David Richards, que lo que excluye el patriarcado es el amor entre iguales, por lo que hace imposible la democracia, que se funda en dicho amor y en la libertad de expresión que fomenta.
Me incorporé al debate en torno a las mujeres y la moralidad en los años setenta, en el momento más álgido del movimiento feminista. Entrevisté a mujeres embarazadas que se planteaban la posibilidad de abortar justo después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos diera una voz decisiva a las mujeres en el caso de Roe contra Wade, y las escuché calificar lo que querían hacer (ya fuera tener el niño o abortar) de «egoísta», mientras que consideraban bueno hacer lo que los otros querían que hicieran. Recuerdo a Nina diciéndome que iba a abortar porque su novio quería terminar la carrera de derecho y dependía del apoyo que ella le daba.
Cuando le pregunté qué quería hacer ella, me miró con cara de sorpresa: «¿Qué tiene de malo hacer algo por alguien a quien quieres?». «Nada», le contesté, y repetí mi pregunta. Después de varias iteraciones de esta misma conversación, con la palabra «egoísta» resonándome en los oídos, empecé a preguntar a las mujeres: «Si es bueno sentir empatía hacia los otros y responder a sus deseos y preocupaciones, ¿por qué es egoísta responder a ti misma?».
Y en ese momento histórico, una mujer tras otra respondía: «Buena pregunta».
Las mujeres estaban sometiendo a escrutinio la moralidad que les había ordenado volverse «abnegadas» en nombre de la bondad, teniendo en cuenta que esa abnegación implicaba la abdicación de la voz y la elusión de la responsabilidad y la relación. No era sólo algo problemático desde el punto de vista moral, sino también incoherente desde una perspectiva psicológica: estar en una relación significa estar presente, no ausente. El sacrificio de la voz era un sacrificio de la relación.
Después de escuchar a estas mujeres, establecí una distinción crucial para comprender la ética del cuidado. En un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina. Cuidar es lo que hacen las mujeres buenas, y las personas que cuidan realizan una labor femenina; están consagradas al prójimo, pendientes de sus deseos y necesidades, atentas a sus preocupaciones; son abnegadas.
En un contexto democrático, el cuidado es una ética humana. Cuidar es lo que hacen los seres humanos; cuidar de uno mismo y de los demás es una capacidad humana natural. La diferencia no estaba entre el cuidado y la justicia, entre las mujeres y los hombres, sino entre la democracia y el patriarcado. Cuando escribí In a different voice, describí el desarrollo moral de las mujeres en forma de progresión de un interés por el Yo a una preocupación por el prójimo y de ahí a una ética del cuidado que abarcaba al Yo y al prójimo.
En el marco conceptual dentro del cual trabajaba, el desarrollo moral se veía como el paso del pensamiento pre-convencional al convencional, y del convencional al post-convencional. Para las mujeres, suponía la transición de la maldad (egoísmo) a la bondad (abnegación), y de ahí a la verdad, a raíz del reconocimiento de que tanto el egoísmo como la abnegación son retiradas de las relaciones y suponen restricciones al cuidado.
La escolar de once años Amy, la única niña tratada con detenimiento en el libro, fue la primera que me llevó a cuestionar este marco. La oposición entre egoísmo y abnegación no condicionaba la noción que tenía de sí misma ni su manera de pensar en temas de moralidad. No era capaz de trazar una línea que conectara la voz de Amy con la de las mujeres del libro. El problema con el que estaban lidiando simplemente no era un problema para Amy. Amy estaba fuera del marco.
La comprensión mutua —una estructura horizontal— es intrínsecamente democrática. Para convertir lo horizontal en vertical, con superiores e inferiores, resulta imprescindible que se produzcan varias escisiones. Si la facultad de comprensión mutua —empatía, telepatía y cooperación— es innata, como confirman ahora los hallazgos en los campos de la psicología del desarrollo, la neurobiología y la antropología evolutiva, esta capacidad se debe romper o, como mínimo, relegarse a la periferia.
Este es el objetivo del proceso de iniciación al patriarcado que, de tener éxito, instala en la psique elementos ajenos a la naturaleza humana.
Los niños y las niñas dotados de una mayor resiliencia lograrán resistir a las presiones a las que se les somete para que separen la mente del cuerpo, el pensamiento de las emociones, la noción de sí mismos de las relaciones. Son presiones que piden enterrar la voz honesta, una voz que supuestamente no existe en nuestra cultura posmoderna.
En este contexto, a la gente le resulta difícil saber lo que el cuerpo y las emociones conocen sin sentirse perdidos. Y decir lo que saben puede causar problemas tanto a otros como a sí mismos.
Anna, una alumna de catorce años, escribió dos redacciones sobre la leyenda del héroe: «una es una leyenda cursilona, y la otra, la que en realidad quería escribir». Entregó las dos redacciones junto con una nota en la que explicaba a la profesora sus motivos. «Me puso sobresaliente en la normal. Le entregué la otra porque tenía que escribirla. Estoy un poco cabreada».
Siendo testigo de cómo su padre y su hermano recurrían a la fuerza bruta en momentos de frustración, Anna se había dado cuenta de que la necesidad de parecer heroicos podía llevar a los hombres a ocultar su vulnerabilidad con la violencia. Desde esta perspectiva, la leyenda del héroe le parecía comprensible, pero peligrosa.
Al optar por discrepar abiertamente con su profesora y por no vender su mente ni «cometer adulterio cerebral»7, como diría Virginia Woolf, Anna se volvía insumisa. Su profesora le parecía «estrecha de miras» por ceñirse rígidamente al concepto de héroe de Joseph Campbell como alguien «que fue y salvó a toda la humanidad». Al contemplar a este héroe desde otra perspectiva, Anna dijo que tenía que escribir la redacción: «Tenía que escribirla para explicárselo, ¿entiendes? Para que comprendiera».
Anna, de familia obrera, veía el marco en que se encuadraban los mundos que habitaba. Con gran dolor, se había dado cuenta de las contradicciones que había en la postura de su colegio privado en cuanto a las diferencias económicas —dónde había dinero y dónde no—, de los límites de la meritocracia a la que se adhería. Al darse cuenta de las contradicciones, se obsesionó con la diferencia entre la realidad de las cosas y el nombre que recibían, y jugaba con la provocación de tomárselo todo al pie de la letra en su esfuerzo por llamar las cosas por su nombre.
Un año más tarde, a los quince, Anna empezó a plantear preguntas literales sobre el orden que no se cuestionaba en el mundo que la rodeaba: preguntas sobre la religión y sobre la violencia. «En el arca de Noé tendría que haber habido un montón de pienso para los animales, ¿no?». Era consciente de que sus preguntas no eran del agrado de muchas de sus compañeras y de que sus opiniones provocaban a menudo un gran silencio. En medio de una discusión muy acalorada en clase, se dio cuenta de toda la gente que no hablaba:
«Había un montón de gente que no hacía más que escuchar, sin moverse».
La relación de Anna con su madre parecía fundamental para su resiliencia. La intimidad con su madre y la franqueza de sus conversaciones eran en ocasiones dolorosas. Anna sentía que los sentimientos de su madre la «corroían», y a veces le resultaba difícil saber lo que sentía u opinaba. Se daba cuenta de que el punto de vista de su madre no era más que uno, y no sabía hasta qué punto exageraba. Aún así, veía que gran parte de lo que decía era verdad.8
En uno de los hallazgos más concluyentes en el campo de la psicología, los estudios sobre niños y niñas resilientes han demostrado una y otra vez que la mejor protección frente a una situación de estrés consiste en contar con una relación de confianza; es decir, una relación en la que el menor pueda decir lo que piensa y lo que siente. Además de a su madre, Anna tenía unas cuantas amigas con las que podía hablar y que la entendían, aunque no eran muchas.
Anna era la directora del periódico del colegio, una alumna de sobresaliente que cantaba en un coro y que consiguió una beca para ir a la prestigiosa universidad de su elección. Anna ilustra la posibilidad de ejercer una resistencia sana que se trata, además, de una resistencia política. Esta chica encontró un canal eficaz que le permitía expresar lo que sabía, denunciar la verdad ante el poder y moverse por los mundos de su colegio y su familia, no sin conflicto, pero de un modo que no ponía en peligro su futuro.
Respondemos entonces a la primera pregunta: la ética feminista del cuidado está amenazada porque el feminismo está amenazado. Las guerras culturales de Estados Unidos han hecho aflorar las continuas tensiones que existen en el seno de la sociedad americana entre el compromiso con las instituciones y los valores democráticos y el mantenimiento del privilegio y del poder patriarcales.
Las tensiones entre una ética feminista y una ética femenina del cuidado se han manifestado en los recientes debates sobre la asistencia sanitaria. Como bien observó mi amigo y politólogo Stephen Holmes, la asistencia sanitaria, propia del género femenino, se consideraba demasiado cara y no responsabilidad del Estado (carga que, presumiblemente, asumirían las mujeres y aquellos que realizan labores femeninas), mientras que el gasto militar y Wall Street (propios del género masculino) recibían una vía relativamente libre.
Diversos movimientos cuestionaron estas construcciones patriarcales de la masculinidad y la feminidad en los años sesenta: el antibélico, el feminista y el de liberación gay. Ser hombre no significaba necesariamente hacerse soldado ni prepararse para la guerra; ser mujer no exigía ser madre ni prepararse para tener hijos y cuidarlos. Las sexualidades y las familias podían adoptar formas muy diversas. Pero mientras que el aborto, el matrimonio homosexual y la guerra se convertían en temas candentes de la política americana, quedó claro que estos avances se enfrentaban a otros esfuerzos encaminados a restituir las estructuras patriarcales y a imponer la ley del padre. George W. Bush lo expresó con estas palabras: «Yo soy quien decide».
Con esto llegamos a la llamada «polémica Kohlberg-Gilligan». Quisiera reiterar un punto fundamental: el cuidado y la asistencia no son asuntos de mujeres; son intereses humanos. Para ver este debate tal y como es, no hay más que mirar a través de la óptica del género: la justicia se coloca junto a la razón, la mente y el Yo —los atributos del «hombre racional»—, y el cuidado, junto a las emociones, el cuerpo y las relaciones —las cualidades que, como las mujeres, se idealizan a la vez que se menosprecian en el patriarcado.
Aunque no se suele reconocer el encuadre patriarcal de este debate, el modelo binario y jerárquico del género llama la atención de quien escucha. Con esta división de la moralidad por razón de género, la masculinidad ofrece fácilmente un pasaporte al descuido y la desatención, defendidos en nombre de los derechos y la libertad, mientras que la femineidad puede implicar una disposición a renunciar a derechos a fin de preservar las relaciones y mantener la paz. Pero es absurdo sostener que los hombres no se interesan en los demás y que las mujeres no tienen sentido de la justicia.
Identifiqué una voz diferente no a través del género, sino del tema. La diferencia refleja la unión de lo que el patriarcado fragmenta: el pensamiento y la emoción, la mente y el cuerpo, el Yo y las relaciones, los hombres y las mujeres. Al deshacer las rupturas y las jerarquías patriarcales, la voz democrática expresa normas y valores democráticos: la importancia de que todos tengamos una voz y que esa voz sea escuchada, por derecho propio y en sus propios términos, y atendida con integridad y respeto. Las voces diferentes, en lugar de poner en peligro la igualdad, son imprescindibles para la vitalidad de una sociedad democrática.
La asociación entre una voz atenta y las mujeres de mi investigación fue una observación empírica que admitía excepciones (no todas las mujeres son atentas y cuidadosas) y en absoluto limitada a las mujeres (el cuidado es una facultad humana).
Sin embargo, por razones que pasaré a exponer en breve, las mujeres están mejor preparadas para resistirse a la separación entre la noción de sí mismas y la experiencia de las relaciones y para integrar el sentimiento con el pensamiento.
Cuando se considera buena a la mujer relacional, y agente moral de principios al hombre autónomo, la moralidad sanciona y refuerza los códigos del género de un orden patriarcal. En la cultura del patriarcado, tanto manifiesta como encubierta, la voz diferente suena femenina. Cuando se escucha por derecho propio y en sus propios términos, no es más que una voz humana.
Como ética relacional, el cuidado aborda tanto los problemas de la opresión como los del abandono. Cuando escuchamos a niños y niñas, oímos sus gritos: «No es justo»; «No te importo». Teniendo en cuenta que los niños son más débiles que los adultos y dependen de su cuidado para la supervivencia, el interés por la justicia y el cuidado forma parte integral del ciclo vital humano. Los problemas psicológicos surgen cuando la gente no puede decir lo que siente en lo más profundo de su ser, o expresar lo que le parece más real y verdadero.
A sus diecisiete años, Gail reflexiona: «Tiendo a guardarme lo que pienso, lo que me preocupa y todo lo que se interpone ante mi idea de lo que debería ser; me lo meto dentro, como una esponja que lo absorbe todo». El proceso de iniciación al patriarcado se guía por el género y se impone con las armas de la deshonra y la exclusión. Los signos delatores son una pérdida de la voz y de la memoria que pone en peligro nuestra capacidad de vivir en relación con nosotros mismos y con los demás. Así pues, la iniciación de menores al orden patriarcal deja un legado de pérdida y algunas de las cicatrices que asociamos al trauma.
Becka, de doce años, una de las chicas que aparece en Meeting at the Crossroads, un libro sobre la psicología de las mujeres y el desarrollo de las niñas que escribí junto con Lyn Mikel Brown, habla de perder su noción de sí misma:
No estaba contenta, ni estaba segura de mí misma… No estaba… conmigo, ni estaba pensando en mí misma. Sólo quería tener este grupo de amigos… Estaba perdiendo la confianza, perdiéndome de vista, ya no me reconocía a mí misma9.
Al final del bachillerato, los chicos de los estudios de Way hablaban de perder a los amigos íntimos, aquellos con los que compartían los secretos. Nick, un alumno del último año, decía: «Ahora no tengo intimidad con nadie».
No es de extrañar que estos momentos en el desarrollo en los cuales las chicas hablan de no reconocerse a sí mismas, y los chicos de volverse estoicos e independientes en el terreno emocional, se caractericen por muestras de sufrimiento psicológico.
Son momentos en que los chicos y las chicas sienten una gran presión para interiorizar el modelo binario y jerárquico del género con la idea de convertirse en una mujer buena («lo que debería ser») o de hacerse hombre. Pero esta inducción a los códigos y los guiones del género patriarcal sucede a una edad más temprana en la vida de los niños, alrededor de los cuatro o cinco años.
En su próximo libro, When Boys Become Boys, Judy Chu describe el grado de atención, locuacidad, autenticidad y franqueza de los niños de cuatro y cinco años en sus relaciones con ella y entre unos y otros. Pero a medida que sigue el paso de los niños desde el preescolar hasta el primer año de primaria, asiste a su transformación gradual en niños más desatentos, menos expresivos, más falsos e indirectos entre sí y con ella. Se convierten en «chicos»10.
Las chicas disponen de más margen para cruzar el modelo binario del género, hasta llegada la adolescencia. Entonces es cuando se enfrentan a la división entre niñas buenas y malas, y también a un modelo de la realidad construido desde hace siglos principalmente por hombres, en el que la experiencia humana y la condición humana se interpretan en gran medida desde un punto de vista masculino. Tienen que hacer frente a una crisis de conexión, de vínculo: ¿cómo mantener el contacto consigo mismas, ser conscientes de su propia experiencia y respetar sus ideas, y a la vez mantener el contacto con el mundo que las rodea?
En Deep Secrets, Niobe Way describe una crisis parecida entre los chicos en los últimos años de bachillerato. En la primera adolescencia, con el despertar de la subjetividad y el renacimiento del deseo de intimidad emocional, los chicos describen amistades estrechas con otros chicos —amistades en las que comparten secretos. Justin, un chico de quince años, dice de su mejor amigo:
[Mi amigo y yo] nos queremos… no hay más… porque es algo muy hondo que tienes dentro y no se puede explicar. Es como si supieras que esa persona es esa persona… Creo que en la vida, a veces dos personas se entienden muy bien y se tienen confianza, respeto y cariño. Es una cosa que simplemente pasa, es parte del ser humano.
Pero hay otra cosa que «simplemente pasa» y que Justin describe dos años más tarde, en su último curso de bachillerato. Como la mayoría de los chicos de los estudios de Way, ya no tiene ningún amigo íntimo. A la pregunta de cómo han cambiado sus amistades, contesta:
No sé, quizá no mucho, pero creo que el que era tu mejor amigo pasa a ser un colega, y luego los colegas son amigos sin más, y luego los amigos sin más acaban siendo conocidos… Si hay distancia, si es normal o lo que sea…, pues yo qué sé, pero pasa, quieras o no11.
Lo que pasa, como demuestra Way, es que los chicos han interiorizado un modelo binario del género, junto con la homofobia que socava la confianza de los chicos en sus compañeros y que convierte el deseo de cercanía emocional y de amistades íntimas en algo propio de chicas u homosexuales. La historia falsa es la que se escribe después de que esto sucede —una historia narrada, por así decirlo, después de la caída. La disociación ya se ha producido y la historia se reescribe. Cuando esto sucede, las mujeres se olvidan de la voz sincera y valiente de la niña de once años que dice, «Mi casa está empapelada de mentiras», o lo oyen como una estupidez o una grosería.
Los hombres no recuerdan la franqueza y la inteligencia emocional del niño de cuatro años que pregunta a su madre, «Mama, ¿por qué sonríes si estás triste?», o del de cinco años que dice a su padre, «Te da miedo de que si me pegas, cuando sea mayor yo también voy a pegar a mis niños», o del de quince que dice que, sin un amigo del alma, alguien a quien le puedes contar los secretos, «Te vuelves loco».
Desde este punto de vista, resulta más fácil comprender la tenacidad de los códigos y las costumbres patriarcales, incluso en sociedades comprometidas con las instituciones y los valores democráticos. Las estructuras de dominación se vuelven invisibles porque han sido interiorizadas. Una vez incorporadas en la psique, no parecen manifestaciones de la cultura sino parte de la naturaleza, de nosotros mismos.
Entre los cinco y los siete años, aproximadamente, en la época en que se produce la iniciación de los niños y su transformación en un «machote» o un «chico como Dios manda», el momento en que los niños cruzan las fronteras del género y se les llama niñas o mariquitas o cobardes o niños de mamá, abundan los casos de trastornos del habla y del aprendizaje, de problemas de atención y diversas formas de desconexión o de comportamiento descontrolado.
Los niños muestran más signos de depresión que las niñas hasta la adolescencia, momento en que comienza la iniciación de éstas, junto a prácticas a menudo viciosas de inclusión y exclusión. Durante la adolescencia es cuando la resiliencia de las chicas se encuentra bajo una mayor amenaza y se produce repentinamente una incidencia elevada entre las niñas de depresión, trastornos de la alimentación, autolesión u otros comportamientos destructivos. En los últimos años de bachillerato, cuando Nick decía, «Ahora no tengo intimidad con nadie», la tasa de suicidios aumenta rápidamente entre los chicos, lo mismo que la tasa de homicidios.
Con esto llegamos a la última de las preguntas que planteaba: ¿por qué las mujeres? ¿Siguen siendo las voces de las mujeres cruciales a la hora de llamar la atención sobre estos temas? No es una cuestión de esencialismo. Las mujeres no son esencialmente diferentes de los hombres en cuanto a sensibilidad o inteligencia emocional; ni son todas las mujeres iguales.
Como tampoco se trata de un problema en sí mismo de socialización. Más bien es la edad más tardía de iniciación de las niñas a la vida bajo las leyes del padre, con su modelo binario y jerárquico del género. Las mayores capacidades cognitivas en la adolescencia, junto con una mayor variedad de experiencia, implican que las chicas son más propensas a ver el desfase entre la realidad de las cosas y la versión que se da de las mismas.
Por tanto, las mujeres son más proclives a reconocer la falsedad de la narrativa patriarcal, en la que además tienen un menor interés. Sarah Blaffer Hrdy, reflexiona así sobre sus descubrimientos en el campo de la antropología evolutiva: «Las ideologías patriarcales que se centraban en la castidad de las mujeres y en la perpetuación y el aumento del linaje masculino debilitan la tradición de dar prioridad al bienestar de los menores».
Observa que la familia nuclear no es ni tradicional ni original desde el punto de vista evolutivo; hemos evolucionado como «criadores colectivos»; ni la familia nuclear ni el cuidado exclusivo de la madre se encuentran en nuestra codificación genética, pero sí lo están las familias extendidas y la comprensión mutua, que son fundamentales para la supervivencia de la especie humana. Teniendo en cuenta los avances médicos y las distintas condiciones sociales, a Hrdy le preocupa que…
Si la empatía y la comprensión se desarrollan únicamente bajo determinadas condiciones de crianza, y si una proporción cada vez mayor de la especie no se encuentra con estas condiciones, pero aun así sobrevive y se reproduce, poco importará lo valiosas que fueran las bases para la cooperación en el pasado. La compasión y la cuestión del vínculo emocional desaparecerán lo mismo que la vista en los peces de las cavernas12.
Hrdy cita estudios que muestran que las condiciones óptimas para criar hijos y fomentar sus capacidades de empatía y comprensión son aquellas en que éstos disponen de al menos tres relaciones próximas y seguras (del sexo que sean), lo que implica tres relaciones que transmiten claramente el mensaje:
«Te vamos a cuidar, pase lo que pase». Sandra Laugier, filósofa moral que ha escrito sobre la ética del cuidado, observa que «las teorías del cuidado, como muchas de las teorías feministas radicales, padecen de falta de reconocimiento… porque a diferencia de los enfoques generales de “género”, una ética del cuidado auténtica no puede existir sin una transformación social»13.
En la transformación que imagina, la ética del cuidado se desprende de su posición subordinada dentro de un esquema basado en la justicia. Al dejar de considerarse una cuestión de obligaciones especiales o de relaciones interpersonales, se reconoce como lo que es: fundamental para la supervivencia humana.
En The Testament of Mary, el novelista irlandés Colm Tóibín se imagina a la Virgen María de anciana, viviendo sola en la ciudad de Éfeso, muchos años después de la crucifixión de su hijo y aún empeñada en comprender los sucesos que se convirtieron en la narrativa del Nuevo Testamento y de la fundación del Cristianismo. Los autores del Evangelio son sus guardianes, le procuran refugio y alimento y la visitan a menudo con la intención de que su historia se ajuste a la de ellos. María no acepta que su hijo sea el Hijo de Dios, ni que el «grupo de inadaptados que congregó a su alrededor, hombres que no mirarían a una mujer a los ojos», fueran sus santos discípulos. Se condena sin piedad por abandonar a su hijo para salvar su vida propia, en vez de permanecer a los pies de la Cruz hasta su muerte. Al final de la novela, dice: «Yo estuve allí». Y luego oímos su veredicto:
Huí antes de que acabara, pero si quieres testigos, yo soy uno, y te digo ahora que, cuando dices que salvó al mundo, yo te diré que no merecía la pena. No merecía la pena14.
En un artículo escrito para The New York Times, «Our Lady of the Fragile Humanity», Tóibín reflexionaba sobre su proyecto. «Quería darle una voz, dejarla hablar… Quería crear una mujer mortal, alguien que ha vivido en el mundo. Su sufrimiento tenía que ser real; su memoria, exacta; su tono, urgente». Tenía que imaginar la vida de María —la casa donde vivía, el tono de su voz. Las fuentes —los cuatro evangelios— «no solían ser de gran ayuda. Tenía que crear su versión de la historia. Tenía que encontrar su voz y seguirla, respetarla, pero también blandirla y moldearla».
Esta gran proeza de la imaginación adoptó primero la forma de obra de teatro, interpretada en una producción de taller en el Festival de Teatro de Dublín. Tóibín recordaba: «Jamás olvidaré el silencio del teatro cuando el público se dio cuenta de que Mullen, la figura sobre el escenario, era la Virgen María en toda su humanidad».
Más tarde reescribió el texto, lo amplió y lo publicó en forma de novela. Para la producción de esta primavera en Broadway, retomó la obra de teatro original y la reescribió, «con unas imágenes más austeras, una voz más urgente y cargada de dolor humano»15. El estreno tuvo lugar a mediados de abril y, después de diecisiete representaciones, la obra se clausuró.
Asistí a la última función y recuerdo el silencio que reinaba en la sala cuando cayó el telón. Las últimas palabras de la obra —«No merecía la pena»— permanecían en ese silencio. Son las palabras más radicales que jamás haya oído pronunciar sobre un escenario.
¿Qué sucedería si las madres de los hombres, entre las que me incluyo, concluyeran que el sacrificio de sus hijos por salvar al mundo, o por vivir una u otra versión de la leyenda del héroe, no merece la pena? En la novela de Tóibín, los escritores del Evangelio se marchan, y en los últimos párrafos, María reflexiona así:
Se marcharon esa noche en una caravana, camino de las islas, y en la manera y el tono advertí un nuevo distanciamiento, algo parecido al miedo, aunque quizá más próximo a la pura exasperación. Pero me dejaron dinero y provisiones y con la sensación de que seguía bajo su protección. Me fue fácil mostrarme amable. No son tontos. Me parece admirable su determinación, la precisión de sus planes, su dedicación… Les irá bien, triunfarán, y yo moriré… El mundo se ha aflojado, como una mujer que se prepara para irse a la cama y deja que el pelo le caiga sobre los hombros. Y yo susurro las palabras, porque sé que las palabras son importantes, y sonrío mientras las pronuncio ante las sombras de los dioses de este lugar, que permanecen en el aire para guardarme y escucharme16.
Comencé a trabajar en la ética del cuidado con el objetivo de descifrar las voces de las mujeres cuando sus conceptos del Yo y de la moralidad no encajaban en los cajones mentales dominantes. Quería demostrar que lo que se había calificado de debilidad propia de mujeres o se había percibido como una limitación a su desarrollo, se podía interpretar en cambio como virtud humana. Ahora reconocemos el valor de la inteligencia emocional, una inteligencia que une el sentimiento con el pensamiento, que procura estar todo lo despierta que puede, al tanto de cuanto sucede, consciente de donde pisa, receptiva y responsable, que cuida de uno mismo y de los demás.
Los dilemas éticos se han enmarcado «así como problemas de matemáticas con humanos» —en palabras de Jake, un niño de once años. Respondiendo a la pregunta de Kohlberg —¿Debería un hombre, cuya mujer se está muriendo de cáncer, robar un medicamento demasiado caro para salvarle la vida?—, explosiva. Jake aísla las exigencias morales, sopesa el valor de la vida frente al valor de la propiedad y la ley, y concluye que Heinz debería robar la medicina porque la propiedad es reemplazable y la vida no y, además, «la ley se puede equivocar».
A sus quince años, todavía puede hacer el cálculo, pero cuando dice «Tienes que preguntarte cómo se sentiría un hombre al que se le está muriendo la mujer y que tiene que enfrentarse a eso, que su mujer se está muriendo», el problema de matemáticas se ha convertido en una historia humana.
Las voces de las mujeres y las niñas siguen abriendo debates éticos que, de lo contrario, podrían guardarse en silencio. Las mujeres son quienes primero hablaron del abuso sexual y la violación, permitiendo así a los hombres denunciar también sus propias experiencias de violación. Por eso conocemos la magnitud de las violaciones sexuales de niños por parte de sacerdotes, entrenadores y jefes scout.
Las mujeres son quienes sacaron a la luz los abusos sexuales que proliferan en el ejército estadounidense, quienes han renovado el llamamiento a favor del cambio en la estructura del mercado laboral para permitir a la gente trabajar pero también cuidar de sus familias. Las mujeres han puesto en marcha muchísimos proyectos a fin de salvar vidas y transformar la sociedad. En Estados Unidos, madres contra la conducción bajo los efectos del alcohol y madres contra la contaminación ambiental son dos de tantos.
Another Mother for Peace es otro grupo que movilizó a las mujeres americanas para unirse a los hombres contra la guerra de Vietnam, una protesta que se originó dentro del propio ejército y que se ha convertido en un movimiento internacional para acabar con la violencia contra las mujeres al que se han sumado muchos hombres. En la introducción a In a different voice, aplacé la explicación de las diferencias que encontré entre las voces de hombres y mujeres: «No se sostiene pretensión alguna sobre los orígenes de las diferencias descritas ni de su distribución en una población más amplia, en distintas culturas o a lo largo del tiempo». Me di cuenta de la interacción entre estas voces dentro de las mujeres y de los hombres y observé que «su convergencia marca momentos de crisis y cambio»17.
La investigación con chicas preadolescentes y con niños de cuatro y cinco años proporcionó un marco para explicar lo que había visto y oído. Las diferencias de género en la voz moral no son producto de la naturaleza o de la crianza en sí, sino del modelo binario y jerárquico fundamental para el establecimiento y la conservación de un orden patriarcal.
Los requisitos de amor y ciudadanía en una sociedad democrática son una misma cosa: tanto la voz como el deseo de vivir en relaciones inherente a la naturaleza humana, junto a la facultad de detectar una autoridad falsa. Los psicólogos que estudiaron a los hombres y generalizaron sus hallazgos a todos los humanos, o que enmarcaron sus teorías desde una perspectiva masculina, confundieron el patriarcado con la naturaleza.
¿Quieres saber lo que pienso o quieres saber lo que pienso de verdad?, me preguntó una mujer al principio de la investigación. Le había pedido que respondiera a uno de los dilemas hipotéticos que los psicólogos usan para evaluar el desarrollo moral. Su pregunta implicaba que había aprendido a pensar en temas de moralidad de un modo que difería de su verdadera forma de pensar, pero albergaba ambas voces en su interior.
El silenciamiento de las mujeres se convirtió en causa célebre del movimiento feminista, símbolo de la opresión de las mujeres. Los silencios de los hombres, en su mayoría, pasaron desapercibidos. En Violence: Reflections on a National Epidemic, mi marido, James Gilligan, identificó la vergüenza como la causa necesaria, aunque no suficiente, de la violencia.
Dentro de los códigos de honor de la masculinidad patriarcal, la violencia es un modo de borrar la vergüenza y restaurar el honor; es una forma de establecer o restaurar la hombría18.
Liberar a los hombres de las restricciones de un modelo binario e inflexible del género y de la violencia asociada a la hombría patriarcal supone un empeño voluble, ya que en la transición de la hombría patriarcal a las masculinidades democráticas, los hombres se exponen a la vergüenza. La hombría se pone en evidencia. Y cuando la hombría se ve amenazada, la violencia es inmanente, como ha demostrado la historia una y otra vez, desde la guerra de Troya hasta la guerra de Irak que siguió a los atentados del 11 de septiembre, pasando por el ascenso de Hitler. En algún nivel de la conciencia, las mujeres lo saben y, cuando detectan la vulnerabilidad de los hombres, pueden retirarse como medida de autoprotección o para mantener la olla tapada en una situación explosiva.
En las elecciones presidenciales de 2004 que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, la diferencia de género en la votación desapareció por primera vez en más de veinte años. Las mujeres se sumaron a los hombres para reelegir a George Bush. Pero la pausa fue temporal. En 2008, la brecha volvió a aparecer y, en 2012, alcanzó un máximo histórico con un 70% de las mujeres solteras votando a favor de la reelección de Barack Obama. Sólo las mujeres casadas y los hombres blancos dieron a Romney la mayoría; las mujeres, por un margen muy pequeño.
Necesitamos un debate nuevo sobre el género y otro también nuevo sobre la ética. Desde el Holocausto, las teorías del desarrollo moral se han visto cuestionadas a raíz del reconocimiento de que los marcadores habituales del desarrollo —la inteligencia, la educación y la clase social— no constituyen barreras contra la atrocidad.
Sin embargo, incluso en las sociedades totalitarias que apuntan a la psique en su ataque, siempre hay gente a quien no engañan las mentiras y que denuncia la verdad ante el poder. Escuchamos a mujeres que asumieron grandes riesgos durante el régimen nazi —Magda Trocme, la mujer del pastor de Le Chambon-sur-Lignon que respondía a los judíos que llamaban a su puerta con un «Adelante»; o Antonina Zabinska, la mujer del guarda del zoológico de Varsovia que escondió a más de trescientos judíos en pleno centro de la ciudad ocupada— quienes, cuando les preguntaban cómo obraron de aquella manera, respondían que eran humanas.
Hicieron lo que cualquier otro habría hecho en su lugar. Sabían el riesgo que asumían, pero no cuidar de estas personas les parecía un riesgo aún mayor. Y no estaban solas. André Trocme, el pastor, rescató a niños judíos; Jan Zabinski, el guarda del zoológico, sacó a judíos del gueto vigilado por los nazis. Durante la entrevista que le hizo la prensa israelí cuando el matrimonio recibió el título de Justos entre las Naciones en Yad Vashem, Jan explicó: «No fue un acto de heroísmo, sino una simple obligación humana»19.
Ahora sabemos que el patriarcado deforma la naturaleza tanto de las mujeres como de los hombres, aunque de maneras distintas. También sabemos cuándo, cómo y por qué lo hace. Pero, al igual que un cuerpo sano combate la infección, una psique sana se resiste a elementos ajenos a la naturaleza humana. Los hallazgos empíricos en los distintos campos de las ciencias humanas convergen en un mismo punto convincente: somos, por naturaleza, homo empathicus en vez de homo lupus.
La cooperación está programada en nuestros sistemas nerviosos; nuestros cerebros dan más luz cuando optamos por estrategias cooperativas en vez de competitivas —la misma región cerebral que se ilumina con el chocolate20.
Los descubrimientos en neurobiología y antropología evolutiva se suman a los de la psicología del desarrollo para transformar el paradigma cambiando la pregunta. En vez de plantearnos cómo adquirimos la capacidad de cuidar, nos preguntamos: ¿Cómo perdemos nuestra humanidad?
Notas
1. Gilligan, C. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
2. Lindqvist, S. Exterminate All the Brutes. Nueva York: The New Press, 1996, citado en Gilligan, C. El nacimiento del placer. Una nueva geografía del amor. Barcelona: Paidós Ibérica, 2003.
3. Gilligan, C. Op. cit.
4. Luther King, M. «Carta desde la cárcel de Birmingham», 16 de abril de 1963. (Citado por Salil Shetty en «Los derechos humanos no conocen
fronteras», prol. a AA.VV. Informe 2013: el estado de los derechos humanos en el mundo, Madrid: Ed. Amnistía Internacional, 2013, p. 11.)
5. Gopnik, A. El filósofo entre pañales. Revelaciones sorprendentes sobre la mente de los niños y cómo se enfrentan a la vida. Madrid: Temas de Hoy, 2010.
6. Gilligan, C. y Richards, D. A. J. The Deepening Darkness: Patriarchy, Resistance, and Democracy’s Future. Nueva York: Cambridge University Press, 2009. p. 19.
7. Woolf, V. Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral, 2001.
8. Para un análisis más amplio de Anna, véase «Identifying the Resistance», cap. 4, Gilligan, C. Joining the Resistance. Cambridge, Reino Unido: Poli- 2002). ty Press, 2011 y Brown, L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads: Women’s Psychology and Girls’ Development. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1992, pp. 185-195.
9. Brown, L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads: Women’s Psychology and Girls’ Development. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1992.
10. Chu, J. When Boys Become Boys: Development, Relationships, and Masculinity. Nueva York: New York University Press (en prensa).
11. Way, N. Deep Secrets: Boys’ Friendships and the Crisis of Connection. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2011, pp. 1, 19.
12. Blaffer Hrdy, S. Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2009, pp. 287, 293.
13. Laugier, S. «Care et Perception: L’éthique comme attention au particulier», en Laugier, S. y Papperman, P. (Eds.), Le souci des autres: Étique et politique du care. París, Éditions de l’École des hautes études en sciences sociales, col. «Raisons pratiques», 2005.
14. Tóibín, C. The Testament of Mary. Nueva York: Scribner, 2012, p. 80.
15. Tóibín, C. «Our Lady of the Fragile Humanity». The New York Times (4 de abril de 2013).
16. Tóibín, C. The Gospel of Mary, p. 81.
17. Gilligan, C. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
18. Gilligan, J. Violence: Reflections on a National Epidemic. Nueva York: Vintage, 1997. 19. Hallie, P. P. Lest Innocent Blood be Shed: The Story of the Village of Le Chambon and How Goodness Happened There. Nueva York: Harper and Row, 1979; Ackerman, D. La casa de la buena estrella. Barcelona: Ediciones B, 2008; Aviva Lori. «Code Name: Fox». Ha’Aretz (22 de febrero de 2008).