Por regla general; la mayor parte de los analistas (y en particular los marxistas) tienden a conceder mayor importancia a las ideas historiográficas más dudosas de Marx y, en ese proceso, tienden a descuidar sus ideas más originales y fructíferas. Quizá sea lo lógico, pero no resulta de gran utilidad.
Suele decirse que cada cual tiene su Marx, y sin duda es cierto. De hecho, yo añadiría que cada cual tiene dos Marx, como nos recuerdan los debates de los últimos treinta años sobre el joven Marx, la ruptura epistemológica, etc. Mis dos Marx no son cronológicamente consecutivos y tienen su origen en lo que me parece una contradicción interna fundamental de la epistemología de Marx, que se traduce en dos historiografías diferentes.
Por una parte, Marx es la rebelión suprema contra el pensamiento liberal burgués, con su antropología centrada en el concepto de naturaleza humana, sus imperativos categóricos kantianos, su creencia en la mejora lenta aunque inevitable de la condición humana, su preocupación por el individuo en busca de la libertad.
Contra este conjunto de conceptos, Marx sugirió la existencia de múltiples realidades sociales, cada una de ellas dotadas de una estructura diferente y localizada en mundos distintos, cada uno de los cuales se definía por su modo de producción. La cuestión estribaba en descubrir el funcionamiento de estos modos de producción tras sus pantallas ideológicas.
Creer en «leyes universales» nos impide precisamente reconocer las particularidades de cada modo de producción, descubrir los secretos de su funcionamiento y, por consiguiente, examinar claramente los caminos de la historia.
Por otra parte, Marx aceptó el universalismo en la medida en que aceptó con su antropología lineal la idea, de un avance histórico inevitable hacia el progreso.
Sus modos de producción parecían estar en fila, como colegiales, por estaturas, es decir, según el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. (Aquí se encuentra en realidad el origen del gran desconcierto que provoca el concepto de modo de producción asiático, que parecía desempeñar el papel de escolar travieso, negándose a seguir las normas y a colocarse en su sitio).
Es obvio que el segundo Marx es mucho más aceptable para los liberales, y es con este Marx con el que han estado dispuestos a ponerse de acuerdo, tanto intelectual como políticamente. El otro Marx es mucho más molesto. Los liberales temen y rechazan a Marx y, desde luego, le niegan legitimidad intelectual. Héroe o demonio, el primer Marx es el único que me parece interesante y el que todavía tiene algo que decirnos hoy.
Lo que está en juego en esta distinción entre los dos Marx son las diferentes expectativas de desarrollo capitalista que se deducen de los mitos históricos opuestos. Podemos construir nuestra historia del capitalismo en torno a uno de los dos protagonistas: el burgués triunfante o las masas empobrecidas.
¿Cuál de ellas es la figura clave de los cinco siglos de historia de la economía mundo capitalista? ¿Cómo valoraremos la época del capitalismo histórico? ¿Globalmente positiva porque conduce, dialécticamente, a su negación y a su Aufhebung? ¿O como globalmente negativa porque trae consigo el empobrecimiento de la gran mayoría de la población mundial?
Me parece incuestionable que esta elección de óptica se refleja en cualquier análisis detallado. Sólo voy a citar un ejemplo, el de una observación realizada de pasada por un autor contemporáneo. La cito precisamente porque es una observación hecha de pasada, y por tanto podemos decir que de manera inocente.
En un debate erudito y perspicaz sobre las ideas de Saint-Just acerca de la economía durante la Revolución Francesa, el autor llega a la conclusión de que sería adecuado calificar a Saint-Just de «anticapitalista”, y de que este calificativo podría ampliarse de hecho al capitalismo industrial. El autor añade: «En este sentido, podemos decir que Saint-Just es menos progresista que algunos de sus predecesores contemporáneos ¿Por qué “menos» progresista y no «más» “progresista”? Ahí está el quid de la cuestión.
Marx era, desde luego, un hombre de la Ilustración, smithiano, jacobino y saint-simoniano. El mismo lo decía. Estaba profundamente imbuido de las doctrinas del liberalismo burgués, al igual que todos los buenos intelectuales de izquierda del siglo XIX.
Es decir, compartía con todos sus colegas la protesta permanente y casi instintiva contra todo lo que oliera al Antiguo Régimen: privilegio, monopolio, derechos señoriales, holgazanería, piedad, superstición. Frente a este mundo caduco, Marx defendía lo racional, serio, científico y productivo. El trabajar duro era una virtud.
Aun cuando Marx tuviera algunas reservas sobre esta nueva ideología (y no tenía demasiadas), consideró útil desde el punto de vista táctico afirmar su lealtad hacia estos valores y utilizarlos después políticamente contra los liberales, atrapándolos en sus propias redes.
No le resultó muy difícil mostrar que los liberales abandonan sus principios siempre que el orden se ve amenazado en sus Estados. Así pues, para Marx fue tarea fácil hacer que los liberales se atuvieran a su palabra; llevar la lógica del liberalismo hasta su extremo y hacer así que los liberales tragasen la medicina que prescribían para los demás.
Podría decirse que una de las consignas fundamentales de Marx fue más libertad, más igualdad, más fraternidad. Sin duda, a veces estuvo tentado de dar un salto con la imaginación hacia un futuro saint-simoniano; pero es evidente que dudó a la hora de ir demasiado lejos en esa dirección, tal vez por temor a aportar su granito de arena al voluntarismo utópico y anarquista que siempre había considerado desagradable y, desde luego, pernicioso.
Es precisamente a las ideas de ese Marx, el Marx burgués y liberal, a las que debemos acercarnos con una gran dosis de escepticismo.
Es en cambio al otro Marx, al que veía la historia como una realidad compleja y sinuosa, al que insistía en el análisis del carácter específico de los diferentes sistemas históricos, al Marx que era, por tanto, crítico del capitalismo como sistema histórico, a quien debemos devolver al primer plano.
¿Qué encontró Marx cuando examinó a fondo el proceso histórico del capitalismo? Encontró no sólo la lucha de clases, que a fin de cuentas era el fenómeno “desde las sociedades existentes hasta el presente», sino también la polarización de las clases. Esta fue su hipótesis más radical y atrevida y, por consiguiente, la más criticada.
Al principio, los partidos y los pensadores marxistas esgrimieron este concepto que, por su carácter catastrofista, parecía asegurar el futuro. Sin embargo, al menos desde 1945, a los intelectuales antimarxistas les resultó relativamente fácil demostrar que, lejos de empobrecerse, los trabajadores de los países industriales occidentales vivían mucho mejor que sus abuelos y que, en consecuencia, no se había producido empobrecimiento, ni siquiera relativo, ni mucho menos absoluto.
Por lo demás, tenían razón. Nadie lo sabía mejor que los propios obreros industriales que constituían la base social fundamental de los partidos de izquierda en los países industrializados. Así pues, los partidos y los pensadores marxistas comenzaron a batirse en retirada en lo que se refiere a este tema.
Tal vez no fue una desbandada, pero al menos a partir de ahí, tuvieron sus dudas a la hora de sacar a colación el tema. Poco a poco, las referencias a la polarización y al empobrecimiento (al igual que al debilitamiento del Estado) disminuyeron radicalmente o desaparecieron, al parecer refutadas por la propia historia.
De este modo se produjo una especie de descarte imprevisto y desordenado de una de las ideas más perspicaces de nuestro Marx, porque Marx fue más absoluto en lo que se refiere a la perspectiva a largo plazo de lo que solemos pensar.
La realidad es que la polarización es una hipótesis históricamente correcta, no falsa, y podemos demostrarlo empíricamente, siempre que utilicemos como unidad de cálculo la única entidad que realmente importa para el capitalismo, la economía-mundo capitalista.
En esta entidad, hace más de cuatro siglos que se registra una polarización de las clases no solo relativa sino absoluta. Y si esto es cierto, ¿dónde reside el carácter progresista del capitalismo?.
Huelga decir que hemos de concretar qué entendemos por polarización. La definición no es en modo alguno evidente. En primer lugar, debemos distinguir entre la distribución social de la riqueza material (en sentido amplio), y la bifurcación social que es resultado de los procesos inseparables de proletarización y burguesificación.
Por lo que se refiere a la distribución de la riqueza, puede calcularse de diversas formas. Debemos elegir inicialmente la unidad de cálculo, no sólo espacial (ya hemos indicado nuestra preferencia por la economía-mundo sobre el Estado nacional o la empresa), sino también temporal.
¿Hablamos de distribución por hora, por semana, por año o por treinta años? Cada uno de estos cálculos podría ofrecer resultados diferentes, incluso contradictorios.
En realidad, a la mayoría de las personas les interesan dos cómputos temporales. El primero de ellos es un plazo muy corto, que podemos denominar cálculo de supervivencia; al segundo podemos llamarlo cálculo de vida, y se emplea para medir la cantidad de vida, la valoración social de la vida diaria.
El cálculo de supervivencia es por naturaleza variable y efímero. El cálculo de vida es el que nos ofrece la mejor medida, objetiva y subjetivamente, de si ha tenido lugar o no una polarización material. Debemos establecer comparaciones intergeneracionales y a largo plazo de estos cálculos de vida. Sin embargo, no nos referimos a comparaciones entre generaciones de un solo linaje, porque de este modo se introduciría un factor no pertinente desde la perspectiva del sistema-mundo en su conjunto: el índice de movilidad social en zonas concretas de la economía-mundo.
Por el contrario, debemos comparar estratos semejantes de la economía-mundo en momentos históricos sucesivos, midiendo cada estrato a lo largo de la vida de sus integrantes. La pregunta es si, para un estrato dado, la experiencia de vida en un momento histórico es más o menos dura que en otro, y si con el tiempo ha aumentado o no el espacio que separa a los estratos superiores de los inferiores.
El cálculo debe incluir, no sólo el total de ingresos de la vida, sino también estos ingresos divididos por el total de horas de trabajo de la vida dedicadas a la adquisición (en la forma que sea) con el fin de obtener cifras que sirvan de base para el análisis comparativo.
Debe considerarse también la duración de la vida, calculada preferiblemente a partir de la edad de un año o incluso de cinco (con el fin de eliminar el efecto de las mejoras sanitarias que puedan haber reducido la tasa de mortalidad infantil, sin afectar necesariamente a la salud de los adultos).
Por último, debemos introducir en el cálculo (o índice) los diversos etnocidios que, al privar a muchas personas de descendientes, desempeñaron un papel en la mejora de la suerte de otras.
Si finalmente se llega a algunas cifras razonables, calculadas a largo plazo y en el conjunto de la economía-mundo, creo que esas cifras demostrarían con claridad que en los últimos 400 años ha tenido lugar una importante polarización material en la economía-mundo capitalista.
Hablando claro, quiero decir que en la actualidad la gran mayoría (todavía rural) de la población de la economía-mundo trabaja más y durante más tiempo y por una recompensa material menor que hace 400 años.
No tengo la menor intención de idealizar la vida de las masas en épocas anteriores; sólo deseo valorar el nivel global de sus posibilidades humanas comparándolo con el de sus descendientes actuales. El hecho de que los trabajadores especializados de un país occidental disfruten de una situación económica mejor que la de sus antepasados dice muy poco de la vida de un obrero no especializado de la Calcuta actual, por no hablar de un jornalero agrícola peruano o indonesio.
Tal vez pueda objetarse que soy demasiado «economicista» al utilizar como medida de un concepto marxista como la proletarización el estado de cuentas de los ingresos materiales.
Después de todo, mantienen algunos, lo importante son las relaciones de producción. Sin duda es un comentario acertado. Por consiguiente, consideremos la polarización como una bifurcación social, una transformación de múltiples relaciones en la antinomia burgués-proletario. Es decir, consideremos no sólo la proletarización (un elemento permanente de la literatura marxista), sino también la burguesificación (su compañero lógico, del que sin embargo apenas se habla en esta misma literatura).
También en este caso debemos concretar qué entendemos por estos términos. Si aceptamos que, por definición, sólo puede ser burgués el típico industrial de la «Franglaterra» de comienzos del siglo XIX, y sólo puede proletario ser la persona que trabaja en la fábrica de ese industrial, es completamente cierto que no se ha registrado una gran polarización de las clases en la historia del sistema capitalista.
Podemos defender incluso que la polarización se ha reducido. Sin embargo, si por burgués y proletario auténticos entendemos aquellos que viven de sus ingresos actuales, es decir; Sin depender de ingresos procedentes de fuentes heredadas (capital; propiedades, privilegios, etc.), y hacemos la distinción entre aquellos (los burgueses) que viven de la plusvalía que los otros (los proletarios) crean, sin que intervengan en exceso los roles mixtos, podemos afirmar que a lo largo de los siglos ha ido aumentando el número de personas que se han situado inequivocadamente en una u otra categoría y que esto es consecuencia de un proceso estructural que dista mucho de haber terminado.
El razonamiento quedará más claro si analizamos a fondo todos estos procesos. ¿Qué ocurre realmente en la «proletarización»? Los trabajadores de todo el mundo viven en grupos reducidos de “estructuras familiares” en la que se comparten los ingresos. No es habitual que estos grupos que no están ni necesaria ni totalmente vinculados al parentesco ni comparten necesariamente la misma residencia, prescindan de ciertos ingresos salariales.
Pero tampoco es habitual que subsistan exclusivamente gracias a sus ingresos salariales. Redondean sus ingresos salariales con pequeñas producciones de bienes de primera necesidad, arrendamientos, regalos y pagos de transacciones y, por último aunque no lo menos importante, producción de subsistencia. Así comparten múltiples fuentes de ingresos, naturalmente en proporciones muy distintas en lugares y tiempos distintos.
Por consiguiente, podemos pensar que la proletarización es el o de crecimiento de la dependencia de los ingresos salariales en relación con el conjunto de ingresos. Es totalmente ahistórico pensar que una estructura familiar pasa súbitamente del cero por ciento al ciento por ciento en su dependencia de los salarios. Es más probable que se pase, por ejemplo, de una dependencia del veinticinco por ciento a una dependencia del cincuenta por ciento, habida cuenta de los cambios operados en las estructuras familiares, a veces en períodos reducidos. Así ocurrió más o menos, por ejemplo, en un locus classicus, los «enclosures» ingleses del siglo XVIII.
¿A quién beneficia la proletarización? Dista mucho de ser cierto que sea a los capitalistas. A medida que aumenta el porcentaje de los ingresos de la estructura familiar que proceden de los salarios, el nivel salarial debe aumentar simultáneamente y no descender, con el fin de acercarse al nivel mínimo necesario para la reproducción. El lector tal vez piense que el razonamiento es absurdo. Si estos trabajadores no hubieran recibido previamente el salario mínimo biológico, ¿cómo podrían haber sobrevivido?
Sin embargo, la verdad es que no es absurdo. Si los ingresos salariales sólo equivalen a una pequeña proporción del total de ingresos de la estructura familiar, el patrón del trabajador asalariado puede pagar un salario por hora inferior al mínimo, obligando a los demás “componentes” del total de ingresos de la estructura familiar a “completar” la diferencia existente entre el salario pagado y el mínimo necesario para sobrevivir.
Así pues, el trabajo exigido para conseguir unos ingresos superiores al nivel mínimo, a partir del trabajo de subsistencia o de la producción de bienes de primera necesidad a pequeña escala, con el fin de «alcanzar el promedio» en un nivel mínimo para el conjunto de la estructura familiar actúa de hecho como una «subvención» para el empresario del trabajador asalariado, como una transferencia a este empleador de una plusvalía adicional. Así se explican las escalas salariales escandalosamente bajas de las zonas periféricas de la economía-mundo.
La contradicción fundamental del capitalismo es bien conocida. Se trata de la existente entre el interés del capitalista como empresario individual que pretende conseguir el máximo de beneficios (y por tanto reducir al mínimo los costes de producción, incluidos salarios) y su interés como miembro de una clase que no puede ganar dinero a menos que sus miembros realicen sus beneficios, es decir, vendan lo que producen. Por consiguiente, necesitan que se incrementen los ingresos en efectivo de los trabajadores.
No voy a examinar aquí los mecanismos en virtud de los cuales los reiterados estancamientos de la economía-mundo conducen a incrementos discontinuos aunque necesarios (es decir, repetidos) del poder adquisitivo de algún (nuevo en cada ocasión) sector de la población (mundial). Sólo diré que uno de los mecanismos más importantes en el incremento del poder adquisitivo real es el proceso que llamamos proletarización.
Aunque la proletarización pueda redundar a corto plazo en beneficio (sólo a corto plazo) de los capitalistas como clase, va en detrimento de sus intereses como empleadores individuales y, por tanto la proletarización tiene lugar normalmente a pesar de ellos y no causa de ellos. La exigencia de proletarización tiene otro origen. Los trabajadores se organizan de diversas formas y así consiguen algunas de sus reivindicaciones, lo cual les permite de hecho alcanzar el umbral de unos verdaderos ingresos salariales mínimos. Es decir, los trabajadores se proletarizan gracias a sus propios esfuerzos, y después cantan victoria.
El verdadero carácter de la burguesificación es asimismo muy distinto del que nos han hecho creer.
La descripción sociológica clásica del burgués que hace el marxismo está llena de contradicciones epistemológicas que residen en la base del propio marxismo. Por una parte, los marxistas insinúan que el burgués-empresario-progresista es lo contrario del aristócrata-rentista-ocioso.
Entre los burgueses se distingue entre el capitalista comerciante que compra barato y vende caro (por tanto, también especulador-financiero-manipulador-ocioso) y el industrial que «revoluciona» las relaciones de producción. Este contraste es más marcado cuando el industrial ha tomado el camino «auténticamente revolucionario» hacia el capitalismo, es decir, cuando el industrial se parece al héroe de las leyendas liberales, un hombre pequeño que con su esfuerzo se ha convertido en un gran hombre.
De esta manera, inaudita pero profundamente arraigada, los marxistas se han convertido en algunos de los mejores proveedores de alabanzas para el sistema capitalista.
Esta exposición hace que casi nos olvidemos de la otra tesis marxista sobre la explotación del trabajador, que adopta la forma de obtención de plusvalía de los trabajadores por parte del mismo industrial que, a partir de ese momento engrose lógicamente las filas de los ociosos, junto con el comerciante y el «aristócrata feudal». Pero si todos son iguales en este aspecto esencial, ¿por qué debemos dedicar tanto tiempo a explicar las diferencias,-a estudiar la evolución histórica de las categorías, las supuestas regresiones (por ejemplo, la «aristocratización» de las burguesías que se niegan, según parece, a «desempeñar su papel histórico»)?
¿Es correcta esta descripción sociológica? Del mismo modo que los trabajadores viven en estructuras familiares cuyos ingresos proceden de múltiples fuentes (sólo una de las cuales son los salarios), los capitalistas (especialmente los grandes capitalistas) viven en empresas que en realidad obtienen ingresos de diversas inversiones (rentas, especulación, beneficios comerciales, beneficios «normales» de producción, manipulación financiera). Cuando estos ingresos adquieren la forma de dinero, son idénticos para los capitalistas: un medio para que continúe esa acumulación incesante e infernal a la que están condenados.
En este punto entran en escena las contradicciones psicosociológicas de sus respectivas posiciones. Hace mucho tiempo, Weber señaló que la lógica del calvinismo está en contradicción con el aspecto «psicológico» del hombre. La lógica nos dice que es imposible que el hombre conozca el destino de su alma porque, si pudiera conocer las intenciones del Señor, ese mismo hecho limitaría Su poder y El ya no sería omnipotente.
Pero psicológicamente el hombre se niega a aceptar que no pueda influir en modo alguno en su destino. Esta contradicción condujo al «compromiso» teológico calvinista. Si pudiéramos conocer las intenciones del Señor, podríamos reconocer al menos una decisión negativa por medio de «signos externos», sin extraer necesariamente la conclusión inversa en ausencia de tales signos. Así, la moraleja llegó a la siguiente formulación: llevar una vida recta y próspera es una condición necesaria, aunque no suficiente, para la salvación.
En la actualidad, la burguesía sigue haciendo frente a esta misma contradicción, aunque con una apariencia más secular. Lógicamente, el Señor de los capitalistas exige que el burgués no haga otra cosa que acumular, y castiga a quienes vulneran este mandamiento, empujándolos antes o después a la quiebra. Pero la verdad es que no es tan divertido no hacer otra cosa que acumular. En ocasiones se desea saborear los frutos de la acumulación.
El demonio del «aristócrata-feudal» ocioso encerrado en el alma burguesa emerge de las sombras, y el burgués pretende «vivir noblemente». Sin embargo, para «vivir noblemente» hay que ser rentista en sentido amplio, es decir, disponer de fuentes de ingresos que exijan poco esfuerzo, que estén «garantizadas» políticamente y que puedan «heredarse”.
Así pues, lo «natural», lo que «pretenden» todos los actores privilegiados de este mundo capitalista no es cambiar el status de rentista por el de empresario sino precisamente lo contrario. Los capitalistas no quieren convertirse en “burgueses” sino que prefieren con mucho convertirse en «aristócratas feudales».
Si es cierto que no obstante, los capitalistas se burguesifican cada vez más, no es por su voluntad, sino a pesar de ella. La situación guarda grandes semejanzas con la proletarización de los trabajadores, que no se produce por la voluntad de los capitalistas sino a pesar de ella. El paralelismo va más allá. Si el proceso de burguesificación avanza, se debe en parte a las contradicciones del capitalismo y en parte a las presiones de los trabajadores.
Objetivamente. a medida que se extiende, el sistema capitalista se racionaliza, provoca una mayor concentración, la competencia se hace cada vez más dura. Quienes descuidan el imperativo de la acumulación sufren los contraataques cada vez más rápidos, certeros y feroces de los competidores.
Por consiguiente, cada paso en dirección a la «aristocratización» se penaliza de modo aún más severo en el mercado mundial, y exige una adecuación interna de la «empresa», sobre todo si es de grandes dimensiones y está (cuasi) nacionalizada.
Los niños que pretendan heredar la dirección de una empresa deben recibir una formación externa, intensiva y «universalista». El papel del ejecutivo tecnócrata se ha ido ampliando poco a poco. Este directivo es quien personifica la burguesificación de la clase capitalista.
La burocracia estatal, si pudiera monopolizar realmente la obtención de plusvalía, la personificaría a la perfección, haciendo que la totalidad de los privilegios dependieran de la actividad presente y no una parte de la herencia individual o de clase.
Es evidente que la clase trabajadora hace avanzar este proceso. Todos sus esfuerzos por apropiarse de los mecanismos que dominan el funcionamiento de la vida económica y eliminar la injusticia tienden a presionar a los capitalistas y hacerles retroceder hacia la burguesificación. La ociosidad feudal-aristocrática se torna demasiado obvia y demasiado peligrosa políticamente,
De este modo se cumple el pronóstico historiográfico de Karl Marx: la polarización material y social en dos grandes clases: burguesía y proletariado. Pero ¿por qué tiene importancia esta distinción entre los enfoques útiles e inútiles que pueden derivarse de la lectura de Marx? Importa mucho cuando se aborda la formulación de una teoría de la «transición» al socialismo, en realidad de una teoría de las «transiciones» en general.
El Marx que calificó al capitalismo de «progresista» frente a la realidad anterior también habla de las revoluciones burguesas, de la revolución burguesa, como una especie de piedra angular de las múltiples “transiciones” nacionales del feudalismo al capitalismo.
El mismo concepto de «revolución» burguesa, prescindiendo de sus dudosas cualidades empíricas, nos lleva a pensar en una revolución proletaria a la que de algún modo está vinculada como precedente y como condición previa. La modernidad se convierte en la suma de estas dos «revoluciones» sucesivas.
Naturalmente, la sucesión no se produce sin dolor ni es gradual, sino violenta y disyuntiva; es, sin embargo, inevitable, como lo fue la transición del feudalismo al capitalismo. Estos conceptos implican una estrategia para la lucha de las clases trabajadoras, una estrategia llena de vergüenza moral para los burgueses que descuidan su papel histórico.
Sin embargo, si es cierto que no hay revoluciones burguesas, sino simplemente luchas intestinas entre sectores capitalistas, rapaces, tampoco hay un modelo que copiar ni un «retraso» político que superar. Puede darse el caso de que incluso haya que huir de la estrategia «burguesa». Si es cierto que la «transición” del feudalismo al capitalismo no fue progresista ni revolucionaria, si esta transición fue la gran salvación de los estratos dominantes, que les permitió reforzar su control sobre las masas trabajadora y aumentar el grado de explotación (ahora hablando el idioma del otro Marx), podemos concluir que aunque hoy sea inevitable una transición, no es inevitablemente una transición al socialismo (es decir, una transición hacia un mundo igualitario en el que la producción se destine a valor de uso). Podemos concluir que la cuestión clave en la actualidad es la dirección de la transición global.
Que veremos la defunción del capitalismo en un futuro no demasiado lejano me parece a la vez cierto y deseable. Es fácil demostrarlo mediante un análisis de sus contradicciones endógenas «objetivas». Que la naturaleza de nuestro mundo futuro sigue siendo una cuestión abierta que depende del resultado de las luchas actuales, me parece igualmente cierto.
La estrategia de la transición es, de hecho, la clave de nuestro destino. No es probable que encontremos una buena estrategia si nos entregamos a la apología del carácter progresista histórico del capitalismo. Esa forma de énfasis historiográfico corre el riesgo de implicar una estrategia que nos lleve a un «socialismo» no más progresista que el sistema actual, un avatar, por así decirlo, del sistema.