Posmodernismo y contrarrevolución

Posmodernismo y contrarrevolución
Creado en 15 Mayo 2012
Oscar A. Fernández O. (*)
La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. Karl Marx
SAN SALVADOR – Karl Marx (1818-1867) amplió el campo de aplicaciones en el debate sobre que define la llamada “modernidad” y con ello también el horizonte de su transcendencia; así, en un primer estadio de su análisis crítico que incide ante todo sobre el ámbito socioeconómico, lo “moderno” equivale a una categoría más bien negativa que viene a identificarse con la abstracción, la metafísica y el dualismo que alienan al hombre y que deben superarse para alcanzar la realización del hombre; posteriormente, al hacer extensivo su análisis al ámbito político y tocado él mismo por la visión optimista de la época ante el progreso, atribuye a la modernidad una noción más positiva: la transición de una sociedad menos desarrollada a otra más desarrollada en la que se hacen presentes los nuevos elementos progresivos –si bien, el progreso no ha de entenderse aquí necesariamente en su vertiente moral de mejoramiento, sino en el sentido histórico de incremento y acumulación, con el que se da paso a la liberación del hombre en el nuevo tipo de sociedad (socialista) que surge- (Ruíz Esparza: 1992)
Lo que se ha dado en llamar “posmodernidad” no es un fenómeno puramente ideológico, es decir, que no se trata de un juego conceptual elaborado por intelectuales deprimidos y nihilistas del “primer mundo”, sino, ante todo, de un discurso civilizatorio, un cambio de sensibilidad sobre el ser humano. Hoy la posmodernidad, es vista como antítesis de la modernidad, se entiende como “negación” de la modernidad; crisis y acabamiento –muerte- de la razón; pesimismo, desconfianza en la razón; tiempo de pragmatismo y prejuicio, deconstrucción de la historia. (Castro Gómez:1997)
La posmodernidad es pues, la agudización de la modernidad y por tanto, la expresión de un capitalismo jadeante pero voraz. Por lo tanto podemos concluir que las características que suelen atribuirse al postmodernismo no son más que las que constituyen a la Modernidad (Giddens 1994)
Adolfo Sánchez Vázquez opina que la posmodernidad es una ideología propia de la “tercera fase de expansión del capitalismo” que se inicia después de terminada la segunda guerra mundial. A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase, llegando a penetrar incluso en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el “capitalismo tardío” engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad.
En opinión de Sánchez Vázquez, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de “ razón” y “derecho”, con lo cual se arruina todo intento de legitimar un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipador de la modernidad, la postmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético. Así mismo, la reivindicación de lo fragmentario y lo justo elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fin. (Castro Gómez: 2001)
El economista y filósofo Franz Hinkelammert ve en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes del nazismo. La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues de lo que se trata es de corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Vivimos en una Sociedad postmoderna, es decir, en un “no lugar”, en donde se deja que el capitalismo limite y reglamente el poder de la sociedad de disponer de éste. No existe base social ni constitución política, el contrato social se ha rescindido y solo se enuncia el derecho del capital globalizado.

En esta visión de las cosas el discurso emancipador queda abolido, la emancipación también; la filosofía que se forma como conjunción de teoría y praxis y como pensamiento que proviene de la historia y va hacia ella, pierde todo sentido porque la historia también la ha perdido. El pueblo como sujeto no representa ninguna legitimidad porque los sujetos como tales están deslegitimados; la idea del futuro pende de un horizonte sin historia, como pieza de arqueología en los museos de la modernidad. Todo lo moderno es ya arcaico, fósil.

La estética que engloba la vida cotidiana es un proceso del modelaje de la llamada modernidad tardía, caracterizada por la creciente individualidad, expresión personal y autoconciencia estilística de los sujetos. Autores como Bourdieu y Featherstone proponen pensar al sujeto del capitalismo tardío como un ser preocupado por el estilo y la estética de su vida, y que en función de ello mantiene un profundo deseo por aprender y enriquecerse continuamente, por buscar nuevos valores y vocabularios. Se trata de un sujeto que autoconstruye su propia cotidianeidad a partir del consumo de bienes y servicios simbólicos, y que cree además que la vida estética es la vida éticamente buena.
La postmodernidad no es solamente la deslegitimación y desconstrucción de los modelos, arquetipos y relatos que dejarían a la ideología, entre otras cosas, archivada en los museos del tiempo irremediablemente pasado, sino que es la construcción de nuevos modelos a partir de una realidad globalizante.
Aparentemente hay una gran diferencia entre posmodernismo que se autodefine como un pensamiento débil y escéptico y el neoliberalismo presentado como una doctrina fuerte y dogmática del mundo. Sin embargo, ambos están ligados por un carácter robustamente doctrinario en su rechazo tajante a la modernidad. Para los posmodernos el socialismo no es más que un mito, una leyenda fantasiosa y por ello el fin de la modernidad sería asimismo el fin del socialismo y sus argumentos.
El neoliberalismo, como corriente de pensamiento, comienza a configurarse en los años 40 con la obra de Friedrich Hayek, “El Camino de la Servidumbre”. Después de tres décadas de deambular por los ámbitos académicos, los sectores dominantes del poder político lo comienzan a asumir y lo pondrán en práctica en las principales naciones del capitalismo industrializado. Estos sectores vieron en esta nueva doctrina la posibilidad de poner en práctica los programas de ajuste y reestructuración necesarios para salir de la crisis de acumulación del régimen fordista y por ende del salvataje del sistema en su conjunto.
Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania fueron los países que asumieron con mayor dinamismo el proceso de reestructuración política y económica que llevó progresivamente a la derechización de gran parte del mundo en la década de los 80 y 90. Nos descubrimos ante un verdadero proyecto hegemónico de escala planetaria. (Javier García: 1997)
“La respuesta neoliberal es simplista y engañosa: promete más mercado cuando, en realidad, es en el propio mercado donde se encuentran las raíces de la exclusión y la desigualdad. Es en el mercado donde la exclusión y la desigualdad se reproducen y se amplían. El neoliberalismo nada nos dice acerca de cómo actuar contra las causas estructurales de la pobreza; por el contrario, él actúa intensificándolas (R. Aruj, 2000)
La revolución conservadora de Reagan y Tatcher se alimentó de estas ideas reaccionarias y pesimistas para desarrollar una salvaje política de hostilidad contra el Estado del bienestar. Contradictoriamente, bajo la apariencia de una política estrictamente neoliberal, se reforzaron políticas keynesianas para la producción de armamentos que contribuyeron decisivamente al auge en los ’80. (J. Garcia: 1997)
Tras la quiebra del llamado socialismo real dirigido por la ex Unión Soviética, el postmodernismo se transformó en pensamiento único, afianzándose como la nueva filosofía política contemporánea, encumbrando las delicias del mercado y convirtiéndose así en el principal soporte ideológico del neoliberalismo.
El discurso de la globalización construye un imaginario que introyecta la ilusión de un mundo mejor en el cual hay una dudosa libertad, consumismo, hedonismo y búsqueda constante y posible de una mejor calidad de vida por un camino individual, sin importar la ética: ¡sálvense quién pueda! El proyecto neoliberal de la globalización, tiene como premisa lograr el desarrollo de la humanidad sin tener en cuenta los costos que ello implique, apuntando a que un sector (aquellos que detentan el poder y algunos de sus seguidores) subsista hasta el final del camino. Para ello ha desplegado una serie de instrumentos que junto con el desarrollo de la tecnología, le han permitido un mayor poder para lograr y mantener ese control.
El pensamiento único puede y debe presentarse como sucesor umbilical del postmodernismo político. La diferencia sustancial es que el pensamiento único es una ideología cerrada y totalizadora, que se autoafirma presentándose con la autoridad de lo indiscutible. Caído el muro, no hay otra alternativa que el capitalismo realmente existente.
Pero, la realidad es bien distinta. El nuevo orden prometido no tardó en convertirse en un colosal desorden. La globalización económica, es decir, la internacionalización de los mercados financieros y la producción manufacturera combinada con la incesante revolución tecnológica del fin de siglo, devora todo lo social, empequeñece el papel del estado, robando paulatinamente la soberanía nacional de cada burguesía e instaurando la gran dictadura mundial de los mercados. La democracia burguesa, es decir, la dictadura con rostro humano del gran capital de cada estado nacional, se ha convertido en la plutocracia “prestigiosa” de mercados que fluctúan sin control arrasando a su paso, cual plaga de langostas, las bolsas, monedas y reservas de divisas de los más débiles, obligándolos a hipotecarse hasta el cuello, convirtiendo así las deudas en impagables, lo que los vuelve dueños de naciones enteras.
Este nuevo darwinismo macroeconómico impone la selección natural de las economías más fuertes y estables excluyendo grandes áreas geopolíticas como África, que no han sido ni siquiera invitadas al gran juego de la globalización.
La desvergüenza y la palabra vacía con la que se manejan los representantes de los intereses del neoliberalismo, pretende paralizar cualquier tipo de acción alternativa, es una condición movilizadora y a la vez paralizante, es un mensaje que indica el hacer, el quehacer y el pensar. La masa debe obedecer las palabras y sus consignas, y luego las repite. “Quien domine la jerga no necesita decir lo que piensa, ni siquiera pensarlo honestamente; de esto le exonera la jerga, que al mismo tiempo desvaloriza el pensamiento”. (Aruj: cit.)
La dictadura de los mercados concentra el capital cada vez en menos manos, como pronosticó Marx con gran acierto hace ahora siglo y medio. Pero el fenómeno de la concentración oligárquica de la riqueza conlleva necesariamente la depauperación económica de amplias capas de la sociedad. Esto ha provocado como relación causa-efecto, situaciones insostenibles de inestabilidad política que más temprano que tarde, traerán consigo grandes conmociones sociales que ponen encima de la mesa la cuestión del poder.
Como en todo proceso de revolución y contrarrevolución, la humanidad se enfrentará a una crisis de civilización a escala planetaria que, con diferentes ritmos dependiendo de cada país, planteará dos únicas alternativas globales: o la clase trabajadora rompe el dominio del capital en un país clave abriendo de nuevo la posibilidad de la construcción revolucionaria del socialismo a nivel mundial, o la burguesía desesperada pondrá su futuro en manos de nuevas dictaduras fascistas, incluso en los civilizados países de Europa y Estados Unidos, desatando una voracidad imperialista sin precedentes.
El marxismo leninismo no tiene nada que ver con la melancolía. Reivindicamos nuestro derecho al optimismo revolucionario. Pero, si no somos capaces de aprovechar los próximos años en educar cuadros revolucionarios y extender las ideas del marxismo, nos enfrentaremos a esos procesos con una debilidad innecesaria que puede facilitar la derrota del proletariado e incluso la vuelta al fascismo. Si bien en la izquierda no hemos logrado aún sacudirnos del todo la polvareda levantada por la caída del muro de Berlín, nuestro propio desarrollo nos impone repensar la teoría y ponerla a tono con el mundo de hoy.
Este ejercicio teórico y de rediseño de la práctica, requiere también de la investigación seria y concienzuda del ayer; precisa del reencuentro con el marxismo clásico, la lucha de clases y del estudio de todo el pensamiento social, sobre todo de aquel que desde una postura revolucionaria se mostró original y creativo, a fin de que el análisis contribuya a la necesaria recomposición de la teoría en este extravagante tiempo de globalización, desprecio de la razón y culto a la apariencia.

Una radiografía marxista de la globalización

Una radiografía marxista de la globalización.
(Olmedo Beluche)
En este siglo XXI, siete mil millones de seres humanos vivimos bajo el signo de lo que se ha llamado “globalización”. Este concepto procura captar una realidad compleja pero concreta, que determina, cual si de Dios se tratase, nuestras vidas: empleo, pobreza, migraciones, democracia, identidad, gustos, formas de pensar, etc. ¿Dónde está la esencia de este fenómeno multidimensional? ¿Qué es lo determinante: el proceso económico, el político – institucional, sus resultados sociales o sus consecuencias culturales?
“Marxismo y globalización capitalista”, de Roberto Ayala Saavedra, profesor de sociología de la Universidad de Costa Rica, aborda de manera brillante este complejo problema y lo hace, como indica desde su título, con el método del materialismo histórico, “una teoría de la totalidad social,…, que busca fundar racionalmente la acción y que se construye en esa acción,…, una praxis transformadora que quiere ser consciente y racional”.
De la generación de cientistas sociales centroamericanos de este inicio del siglo XXI, Roberto Ayala es uno de los más capacitados para acometer la titánica tarea de arriesgar una radiografía de la globalización bajo la lupa del método marxista. Ayala es una persona que ha combinado la lucidez de un pensamiento crítico, basado en una sólida formación teórica, con una vida de compromiso militante desde hace 40 años.
“Praxis transformadora” que Roberto ha sostenido inquebrantable desde que lo conocimos como brillante estudiante de secundaria y dirigente estudiantil, a mitad de los años 70; pasando por sus años de formación académica y política en Brasil; que lo llevó a ser uno de los fundadores del Partido Socialista de los Trabajadores de Panamá; y que ha sostenido por 20 años en Costa Rica, donde emigró y ha continuado combinando su labor académica con el compromiso militante hasta el día de hoy.
Globalización, un proceso abierto y en disputa
“Marxismo y globalización capitalista” es una obra extraordinaria, que disecciona al “capitalismo del siglo XXI” o “capitalismo tardío” (concepto tomado de Ernest Mandel), en una reflexión crítica que polemiza con enfoques teórico metodológicos de diversas corrientes de la Ciencia Social. Cada momento del análisis concreto va acompañado de una explicación metodológica, uno de sus mejores aportes, en que Ayala demuestra un dominio sobre el método hegeliano-marxista. El libro está compuesto por cinco capítulos y su conclusión: capitalismo global; América Latina: reconsideración del problema de la dependencia; globalización y cambio cultural; cuestión social y capitalismo; neoliberalismo y ética.
Desde la Introducción, Ayala se aleja de interpretaciones mecanicistas y metafísicas, para señalar que la globalización: “…es un proceso abierto y en disputa, cuya ulterior conformación depende de la relación de fuerzas entre diversas clases…” (Pág. 5). Siendo que una característica del capitalismo es su expansión sin fronteras y que desde el siglo XVI existe lo que I. Wallerstein llama “sistema mundo”, Ayala se focaliza en las características específicas del capitalismo bajo la globalización actual.
De manera que define a la globalización como una realidad “compleja, multidimensional y móvil”, estructurada y jerarquizada, no una “amalgama”, que tiene “su base y condición general de posibilidad… su anatomía, en la economía política…” (Págs. 26 y 27). La globalización tiene cuatro dimensiones: económica, política, tecnológica y cultural, según Ayala.
Las cuatro dimensiones de la globalización
Respecto de la dimensión económica, llama a repudiar lo métodos que se focalizan sobre aspectos incidentales, abusando de la fenomenología y el método individualista, deshistorizando lo real. Por ende, a partir de la cita de Marx (“el problema de la historia es la historia del problema”), invita a comprender la globalización a partir de la historia del capitalismo como un sistema de explotación de clases.
Al abordar la dimensión tecnológica, propone repudiar la “fetichización tecnológica” que se niega a ver que todos los desarrollos en esta dimensión tienen como objetivo el aumento de la productividad del trabajo, es decir, la explotación de clase.
Sobre la dimensión político-institucional, Roberto Ayala recuerda que el objetivo de la ideología liberal, y neoliberal por extensión, no es otro que la “naturalización” del mercado (“reificación”, diría Lukacs). La globalización ha implicado una “ofensiva capitalista en la lucha de clases” (J. Hirsh), bajo los criterios neoliberales. Pero esta ofensiva es velada a través de una institucionalidad internacional (ONU, OMC, UE, OEA, etc.) que opera como legitimadora de las decisiones, impulsando métodos políticos que han reducido la democracia a una práctica restringida y una ciudadanía con derechos humanos reducidos.
En el plano de la cultura, “las industrias culturales (audiovisuales), organizan la canalización del placer hacia formas y ámbitos compatibles con la reproducción económica y social del orden vigente” (Pág. 52). A la vez que promueven un hiperindividualismo, la indiferencia social, el consumismo cosificante con derrapes escapistas.
La globalización desplaza a las burguesías ‘nacionales’ de su propio mercado interno.
El capítulo 2, donde se aborda el problema de la dependencia en América Latina, es uno de los más brillantes y donde se hacen aportes novedosos. Luego de polemizar con la teorías desarrollistas y de la dependencia, defendiendo la marxista teoría del imperialismo, Roberto Ayala sostiene que la fase de la globalización implica una nueva situación, un salto adelante de la internacionalización del sistema capitalista y dependencia de nuestros países.
La globalización implicaría un desplazamiento de los capitales nacionales en favor de los multinacionales imperialistas, una “tendencia general que desplaza a una posición subordinada, en su propio mercado ‘nacional’… su participación en el excedente internamente producido se reduce a una porción bastante menor… Desplazamiento en su propio mercado por el capital metropolitano…” que implica la derrota del proyecto capitalista autónomo en la periferia (Pág. 104 y 105).
Esta nueva realidad marca los límites y determina lo que pueden hacer los gobiernos “neodesarrollistas”, que algunos llaman “populistas” o “progresistas”.
Al respecto señala: “Cualesquiera que sean los avances puntuales, justamente apropiados y defendidos por los trabajadores y sectores populares como conquistas, en absoluto modifican la estructura socioeconómica interna ni las relaciones con la economía mundial, los mecanismos de la dominación permanecen inalterados… el neodesarrollismo no rompe con la lógica del sistema, se limita a buscar estrategias y políticas económicas heterodoxas que impulsen el crecimiento, mitiguen la desigualdad… No va más allá, aún en su versión de retórica más radical, de una variante de gestión del capitalismo periférico” (Pág. 119).
Las subjetividades moldeadas por la industria cultural

En lo que atañe a la globalización y el cambio cultural, Ayala empieza por señalar que tratar el tema de la cultura como una entidad separada de “las condiciones generales de existencia” es metodológicamente incorrecto porque rompe la unidad compleja de los social y lleva a caer en la metafísica idealista.

Las relaciones individuo / sociedad “se dan mediadas por objetos simbólicos, climas culturales,…, que refuerzan tendencias estructurales… las subjetividades adaptadas, integradas…” (Pág. 142). De ahí que proponga que una teoría de la acción social no puede despreciar los contextos históricos, que dan sentido a la acción, en esa perspectiva Ayala rescata el interaccionismo simbólico de G. H. Mead, y la fenomenología de Berger y Luckmann.

En una sociedad de clases como la globalizada capitalista, la industria cultural fabrica el clima cultural en que se forman las subjetividades individuales. “La modernidad burguesa se funda en el impetuoso desarrollo de las fuerzas productivas, pero se apoya en la colonización de la subjetividad. La interiorización naturalizada y mayormente inconsciente de las relaciones sociales imperantes” (Pág. 150).
Pero también se producen resistencias culturales, acciones subversivas y lucha de los oprimidos que no se reduce a la acción política o económica, sino que también es cultural. Estas respuestas son producidas por las evidentes contradicciones del sistema, en el que el gran desarrollo de fuerzas productivas no hace más feliz al ser humano, sino que la mayoría padecen sumidos en una vida frustrada por la miseria y el trabajo alienante (cuando lo consiguen).
Resistencias reaccionarias y resistencias revolucionarias
Ahora bien, el lado positivo del proceso en la visión de Ayala, es que “la globalización no es solo hamburguesas y coca cola, comporta todo un amplio espectro de normas y valores, ideologías y representaciones… (la) transculturización de los valores…” (Págs. 196 y 197). Esos valores no solo reproducen las relaciones sociales capitalistas, sino también conquistas democráticas que pertenecen a la humanidad y que confrontan valores y costumbres tradicionalistas, conservadoras y fundamentalistas arcaicas, pero que aún perviven.
De ahí que Ayala rescata el concepto de “sociedad abierta”, pese a provenir de uno de los más grandes voceros del liberalismo, Karl Popper. Y lo hace en el sentido siguiente: “El capitalismo da lugar a una forma social incomparablemente abierta respecto de todas las formas que le antecedieron, impulsando de esta manera un proceso de individuación y secularización…” (Pág. 203).
Por eso no hay que confundirse, no todas las resistencias son progresivas. Nos propone Ayala que diferenciemos de las diversas resistencias que genera la globalización aquellas que son de tipo reaccionario (“conservatismo atávico, exaltación teológico-trascendentalista, escapismo neorromántico, nihilismo epistemológico posmoderno o ingenuidad primitivista”) de las resistencias que, basadas en el pensamiento crítico, defiendan las conquistas democráticas de la modernidad, “sin el oscuro costado del capitalismo”.
De la caridad cristiana al enfoque neoliberal de las políticas sociales
En el capítulo IV se traza la historia de las doctrinas sociales, desde los siglo XIV al XVI, cuando se emitieron las primeras “leyes de pobres”, época en que se interpretaba la pobreza como castigo divino, y asignaba a las parroquias el deber de auxiliarla, mientras que el objetivo de esa legislación consistía en obligar a la fuerza de trabajo desplazada del campo a disciplinarse de manera forzosa en las nacientes manufacturas y la vida urbana, so pena de cárcel y virtual esclavitud.
El análisis histórico pasa por la consolidación del capitalismo en el siglo XIX, en que el problema social adquiere dos perspectivas coetáneas: la liberal ascética, que percibe la riqueza como premio al trabajo (Mandeville), pero que promueve un individualismo insolidario que llega al paroxismo con el darwinismo social de Spencer; por otro lado, como subproducto de la Revolución Francesa se visualiza el problema desde la “dignidad humana” que no debe permitir la degradación social extrema, de la cual surgirá perspectiva de Bismarck, que busca atenuar el conflicto social con políticas de mitigamiento en las que la atención a la pobreza se desplaza de las parroquias a un deber del Estado.
La crisis posterior a la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa (primer intento concreto de construir una sociedad sin explotación de clases), la quiebra de 1929 y los dramáticos acontecimientos políticos de ese período, parieron el Estado Benefactor (J. M. Keynnes) como una forma de salvar al capitalismo de sí mismo, regulando la economía y las relaciones sociales desde el estado, dando origen así a la verdadera “política social”. Pero el Estado Benefactor seguía siendo un estado capitalista que no podía superar sus contradicciones, dando paso el “boom” de la post guerra al estancamiento económico.
De esa crisis abierta en los años 70, se impone en la lógica del capital la doctrina neoliberal y su particular manera de enfocar el problema social, la cual arrecia a partir de la desaparición de la URSS, una de las amenazas a las que el estado de beneficio intentaba responder.
En “…la nueva fase de despliegue del capitalismo… la cuestión social sufre un replanteamiento correlativo…: retirada del estado, limitación fiscal, focalización, centralidad de la gestión de la pobreza (…), protagonismo del llamado tercer sector (ONG’s), alejamiento de los sectores medios de los servicios públicos y reorientación hacia el mercado, desplazamiento semántico de ‘igualdad’ a ‘equidad’”, con el consiguiente aumento de la pobreza y la desigualdad (Pág. 321).
En fin, que la política social no ha escapado al objetivo de reproducir las condiciones de existencia del capitalismo administrando la cuestión social.
Frente a la ética individualista del capitalismo la ética de la solidaridad, única garantía de la libertad individual
El capítulo dedicado al neoliberalismo y la ética inicia analizando la filosofía del grupo de Mont Pelerine, y su ideólogo, Fiedrich von Hayek, para quienes el “igualitarismo” del Estado Benefactor mataba la libertad individual porque la desigualdad era un valor positivo, ya que alentaba la competencia, de la que depende el progreso social, en la perspectiva neoliberal.
Bajo la lógica liberal el individuo lo es todo, la sociedad o colectividad o no existe, o es una coerción contra el primero. Cita a Mario Vargas Llosa: “La libre elección está en la base del pensamiento liberal. Y lo está como manifestación de su individualismo, de su cerrado rechazo del colectivismo, de la defensa que hace, frente a la pretensión ideológica de convertir lo social en una instancia moral o política superior a los hombres y mujeres particulares”. En palabras de Margaret Tatcher: “’la sociedad no existe’, sería un invento de los comunistas” (Pág. 354).
Ayala señala que en vez de libre elección, esta nefasta ideología liberal es egoísmo social, que pretende elevar a la ética las reglas convenientes al orden social capitalista. Esa ética liberal pretende naturalizar la desigualdad social y pone como su norte la competencia, y la división del mundo entre ganadores y perdedores, como algo “normal”.
Esa perspectiva egoísta del capitalismo es introducida por el clima cultural en la mente de los oprimidos “mediante una sutil operación de fragmentación (demolición) de la estructura de la personalidad del individuo… y el consecuente desarrollo de los rasgos de carácter típicos, timidez, vida interior pobre, reverencia ante el poder, subordinación servil, baja autoestima y pobre autoconfianza, formas estereotipadas de pensamiento, inclinación al pensamiento mágico y a la superstición, resentimiento, canalizado con violencia en la relaciones personales, o en la situaciones de anonimato del individuo-masa,…, desprecio hacia los de su propio entorno…” (Págs. 368 y 369).
De manera que la lucha por una sociedad superior al capitalismo sólo puede construirse desde una ética en que “la libertad personal está en función de sí misma, mediada por la aspiración y la lucha por la emancipación humana y el enriquecimiento de la vida. Lo cual quiere decir que solo se torna realizable, alcanzable, sobre la base de una sociedad emancipada (de la explotación y las desigualdades estructurales) y emancipadora” (Pág. 375).
“El liberalismo es una falsa defensa de la libertad y la defensa de una falsa libertad”, dictamina Ayala. Para él, “el yo humano solo puede actualizarse y ser entendido en el contexto condicionante y posibilitador del nosotros (la solidaridad es indispensable para el desarrollo de la individualidad); la consciencia/autoconsciencia solo puede surgir en la interacción; fuera de la interacción no hay sujeto humano…” (Pág. 382).
Crisis de la civilización es el fracaso de encontrar una salida al capitalismo
En sus conclusiones finales Roberto Ayala reflexiona sobre los grandes desgarramientos sociales, miserias y desigualdades que son producidos por este capitalismo del siglo XXI, llamado globalización o “capitalismo tardío”. Reiterando, con Rosa Luxemburgo, que la disyuntiva humana actual está entre conquistar el socialismo o retroceder a la barbarie. La incapacidad hasta ahora demostrada para conseguir el primer objetivo es lo que explica los síntomas de la llamada “crisis civilizatoria”.
“… sólo la acción consciente y decidida de los trabajadores, de todos los explotados y oprimidos, junto a la intelectualidad crítica y comprometida, siempre crucial, de todos aquellos, en fin que aspiran a un futuro de libertad, igualdad y solidaridad, puede abrir el horizonte a posibles vías de superación progresiva de la crisis civilizatoria a la que ha conducido el orden capitalista”, concluye.
Panamá, 11 de septiembre de 2016.

(tomado de Redacción Popular, Argentina)

Romero Losacco: Colonialismo se consolidó sobre el supuesto de la superioridad cultural

Romero Losacco: Colonialismo se consolidó sobre el supuesto de la superioridad cultural
21 octubre, 2016 • 0 Comentarios
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

La Cátedra de Historia Insurgente Federico Brito Figueroa contó este jueves 20 de octubre con la participación del antropólogo José Romero Losacco, quien habló sobre Divergencia y brecha colonial, en la sala Federico Brito Figueroa, ubicada en el Archivo General de la Nación. Romero Losacco es investigador del Centro de Estudios Sociales y Culturales de la Universidad Central de Venezuela y miembro fundador del Centro Internacional de Investigaciones Descoloniales. Su investigación ha girado en torno a la problemática del colonialismo a partir de una crítica radical de la modernidad y a la hegemonía cultural de occidente.
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Texto: Prensa MPPC / Fotos: AVN (Rosalia Barreto)

Tal como expresó, esta hegemonía se consolidó a partir de la difusión de la supuesta superioridad del occidental frente a las demás manifestaciones culturales. La narrativa de occidente se articuló desde el progreso y se estableció una línea ascendente en la cual esta cultura ocupa la vanguardia.

“La idea de occidente está articulada fundamentalmente desde la idea de progreso, pero a esto hay que sumarle la lectura crítica de hechos como la influencia decisiva del racismo y la esclavitud y la cristianidad como legitimadora”, agregó.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Esto trajo como consecuencia una historiografía y una periodización que permitiera justificar esa aparente preeminencia, mantenida por la tradición e incluso por intelectuales que abordan el tema pero que no analizan de manera crítica su propia historia. Por ello, los pensadores que se encarguen de desentrañar este tipo de temas deben hacerlo de una manera crítica, profundizando en el análisis de la historiografía más allá de su propio relato.

“Esa periodización se traslada luego al interior de nuestras regiones y empezamos a periodizar introduciendo en nuestras propias realidades conceptos y categorías que van en contra de la identidad de nuestros pueblos y hablamos de conquista, colonia, república y eso que ahora se llama historia contemporánea sin que nada de eso hable de lo que somos”, enfatizó Romero.

El antropólogo señaló que la aparente preeminencia occidental sólo ha sido posible a partir de lo que llamó, citando a Boaventura de Sousa, cuatro genocidios-epistemicidios, es decir, la eliminación no sólo de pueblos enteros, sino de sus creaciones culturales y el conocimiento en ellas contenido.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

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Romero resaltó que a pesar de los años esta actitud occidental no ceja. Aun en pleno siglo XXI, la emergencia de la economía china deja ver los prejuicios bajo los cuales occidente construyó su hegemonía y a partir de los cuales pretende sostenerla.

El caso chino fue clave para Romero, quien demostró, a partir de un análisis profundo de las fuentes historiográficas, que el recelo que existe contra su cultura no es más que otra operación de extrañamiento, cuyo propósito es mostrar el peligro que corre el sistema-mundo si China se vuelve el centro del orden mundial.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Sin embargo, más de 50 años de debate y crítica contra el eurocentrismo y el occidentalismo han dado frutos, y los recelos dan paso a un nuevo examen sobre la exclusión cultural que lleva como bandera occidente allá donde va.

De hecho, para Romero Lossaco, los mitos bajo los cuales la hegemonía cultural occidental se extendió a la economía dejan ver que China no está haciendo nada que no haya hecho antes y que la grandilocuencia con la que se ha construido el relato del proceso a través del cual occidente accedió a la “cúspide” de lo humano es sólo parte de una forma bastante interesada de narrar la historia.

Romero mencionó dos puntos clave: la supuesta renuencia de China a participar en el comercio internacional y la “poderosa” revolución industrial que, a juicio del antropólogo, “ni fue tan revolución ni tampoco tan industrial”.

La crítica contra la actitud de China con respecto al comercio cumple una doble función negativa, pues desconoce los procesos internos del país y le da preeminencia a la actitud y al papel que tuvieron los comerciantes occidentes en la constitución de las relaciones de poder del mundo.
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José Romero Losacco. Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Sin embargo, recordó que para 1830, cuando occidente se supone estaba en uno de sus momentos de mayor auge, era China la que representaba cerca de 30 % del Producto Interno Bruto mundial, lo que desdice la supuesta renuencia china al comercio.

Además, frente a la supuesta industrialización de Francia, Inglaterra y el resto de Europa y Occidente, el antropólogo recordó que en plena ebullición industrial Inglaterra, paradigma industrial según la tradición historiográfica, producía un poco menos hierro del que producía China en el siglo X.

Se trata de desmontar una operación de encubrimiento que occidente ha llevado a cabo una y otra vez, estableciendo un límite abismal aparentemente insalvable entre una cultura y otra.

Por ello, el investigador instó a los presentes a analizar de manera crítica la hegemonía occidental, pues sólo así es posible encarnar la divergencia y llevar a cabo un proceso de verdadera descolonización cultural, única forma de alcanzar la soberanía como parte de los pueblos del mundo.

Enrique Dussel: “Sin una descolonización del pensamiento no hay revolución.”

Enrique Dussel: “Sin una descolonización del pensamiento no hay revolución”
12 octubre, 2016 • 0 Comentarios
Foto: AVN

Foto: AVN

Fundador de la tendencia de la Filosofía de la Liberación, figura emblemática del pensamiento crítico latinoamericano, Enrique Dussel concedió una entrevista a Clodovaldo Hernández, de LaIguana.TV, durante su reciente visita a Caracas. En la conversación habló acerca de la coyuntura política latinoamericana, caracterizada por un reflujo de las fuerzas conservadoras y de la importancia que tiene la filosofía en la lucha de los pueblos por su definitiva emancipación.
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Fuente: LaIguana.tv (Clodovaldo Hernández)

Enrique Dussel es un filósofo y un trotamundos. Muchos son licenciados o doctores en Filosofía, o son profesores de la especialidad. Pero Dussel (Mendoza, Argentina, 1934) es un pensador en el sentido estricto de la palabra, más allá de los títulos, que también los tiene en cantidad (licenciatura de la Universidad de Cuyo, Argentina, doctorados de la Complutense de Madrid, Sorbona de París y Münster de Alemania, en Filosofía, Historia y Teología), y de las credenciales docentes que abarcan casas de estudio en todo el planeta, incluyendo el rectorado interino de la Universidad Nacional Autónoma de México, su patria adoptiva.

¿Y lo de trotamundos? Pues, para Dussel la filosofía no es un ejercicio de meditación en una torre de marfil, sino un contacto permanente con la realidad que se interpreta. Por eso ha recorrido Latinoamérica de cabo a rabo, y ha sido un intelectual trashumante, desde mediados del siglo pasado, en Europa, el Medio Oriente, África y Asia.
Entrevista Exclusiva Cara a Cara: Enrique Dussel

Mire este video en Youtube.

Fundador de la tendencia de la Filosofía de la Liberación, figura emblemática del pensamiento crítico latinoamericano, Dussel concedió una entrevista al equipo de LaIguana.TV durante su reciente visita a Caracas. En la conversación habló acerca de la coyuntura política latinoamericana, caracterizada por un reflujo de las fuerzas conservadoras y de la importancia que tiene la filosofía en la lucha de los pueblos por su definitiva emancipación.

Al respecto, expresó ideas como las siguientes:

Hoy, cuando se siente la carencia de Hugo Chávez, se aprecia más su importancia, pues él es considerado por la izquierda y por la derecha como un parteaguas, es un hombre que dejó muchas cosas y cuya falta se hace sentir.
Por distintos factores internos y externos, estamos en una situación que podría describirse como que habíamos dado dos pasos hacia adelante y ahora hemos dado uno hacia atrás, pero de ninguna manera puede hablarse de triunfo de la reacción. La historia es como un forcejeo, una dialéctica compleja a largo plazo, aun los triunfos también son cortos y hay que saber acumular fuerzas para los próximos dos pasos adelante.
Ahora, cuando les dan de pronto el frenazo, muchos de los que votaron (por Macri en Argentina, por la oposición en Venezuela, por el NO en Colombia) se van a dar de nariz contra la pared y se van a preguntar qué hicimos. A veces el pueblo, engañado por la prensa y por ilusiones, tiene que confrontar la realidad y hay un sufrimiento inevitable.
Hay que tener mucho cuidado para que en los próximos dos pasos adelante no volvamos a cometer los errores que hemos cometido. La etapa anterior debemos entenderla como una escuela.
Ahora ha cobrado una fuerza y el pensamiento crítico debe dar un horizonte de largo plazo, pues una revolución que no llega a una descolonización del pensamiento, sigue siendo colonial.
Estamos en una situación colonial agobiante, pero mucho más sutil que antes y mucho más extractiva de nuestras riquezas. Los españoles nos robaron pequeñas cosas. Ahora nos roban hasta el alma.
A medida que voy creciendo, ganando años, pero no perdiendo juventud, voy viendo más la importancia de la filosofía
La filosofía permite saber que lo que nos proponen son fantasías e ir a la esencia de las cosas. Y ese es el origen de cualquier revolución. No quiero ponerme a citar clásicos, pero alguien dijo que una revolución sin teoría no es revolución.
La filosofía hay que pensarla por su contenido político, económico, psicológico porque el asunto no es hablar, sino de qué hablo.
Cuando le preguntan a un shamán, en una comunidad indígena quiché o guahibo, el sentido de la muerte, él cuenta un mito y le da un sentido. El filósofo puede comparar el distinto sentido que ha dado a la muerte cada civilización.
En Venezuela, la crisis se plantea en términos filosóficos entre gente que quiere dar de comer al hambriento y gente que, en nombre de principios modernos, están en contra de ese aspecto fundamental del cristianismo. Lo que les interesa es alimentar al capital.
La situación va a cambiar, pero no mañana ni pasado, ni en diez años, se va a llevar todo el siglo XXI. El que quiera hacer la revolución a fondo en vida, es un iluso, las revoluciones se hacen por siglos. Hay que echarse una mochila al hombro, de mucha alegría, y entrar a la historia, porque si no tienes alegría no vas a aguantar. Dimos un pasito atrás, ya veremos más adelante cuándo damos los próximos dos hacia adelante.

A continuación, una versión del diálogo completo de Dussel con el periodista Clodovaldo Hernández:

-En América Latina veníamos avanzando hacia una etapa de desarrollo de las fuerzas progresistas, y con ello de la discusión de temas como la descolonización y una nueva ética política, pero en los últimos años ha habido retrocesos por vía electoral o por otras vías. Usted, como el trotamundos que ha sido, ¿diría que va a triunfar la reacción, que va a imponerse la doctrina que nos estaba arropando en los años 90, el neoliberalismo, el fin de la historia, la postmodernidad?

-Bueno, el imperio, Estados Unidos, ha ido siempre modificando sus prácticas para detener la emergencia de los pueblos latinoamericanos. En algún momento fueron las dictaduras militares, después fue el atractivo de la expansión de las trasnacionales y el neoliberalismo. Pero, efectivamente, desde el fin del siglo XX, desde 1999, y debe decirse que por influencia de la experiencia muy particular de Venezuela, hemos presenciado el avance de las fuerzas progresistas. Hoy, cuando se siente la carencia de Hugo Chávez, se aprecia más su importancia, pues él es considerado por la izquierda y por la derecha como un parteaguas, es un hombre que dejó muchas cosas y cuya falta se hace sentir.

Pero no se trata de individuos, sino de estructuras más generales, y de ahí en adelante (desde la Revolución Bolivariana) vivimos lo que llamamos la primavera política de América Latina, con Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil. Eso amplió la fisonomía de América Latina. Así lo reflejé en un libro de 2006, titulado Veinte tesis políticas, en el que planteaba que hay que repensar la política desde esta primavera. Por distintos factores internos y externos, estamos en una situación que podría describirse como que habíamos dado dos pasos hacia adelante y ahora hemos dado uno hacia atrás, pero de ninguna manera puede hablarse de triunfo de la reacción. La historia es como un forcejeo, una dialéctica compleja a largo plazo, aun los triunfos también son cortos y hay que saber acumular fuerzas para los próximos dos pasos adelante. Y esos pasos tendrán que darse porque estos gobiernos que están surgiendo, y hasta el NO de Colombia, están demostrando que sí, el pueblo ha sido desorientado. En el caso de Argentina, la gente que votó por Macri, en gran parte, ya está arrepentida y sufriendo los efectos.

Con el pueblo brasileño va a pasar exactamente igual. Estaban montados sobre la alegría de los logros y lo que querían era disfrutarlos. Perdieron de vista que esos logros se habían alcanzado gracias a una conducción severa, objetiva, que había defendido los intereses del pueblo. Ahora, cuando les dan de pronto el frenazo, muchos de los que votaron se van a dar de nariz contra la pared y se van a preguntar qué hicimos. A veces el pueblo, engañado por la prensa y por ilusiones, tiene que confrontar la realidad y hay un sufrimiento inevitable. Claro que sufren más los que vieron el peligro, los que estuvieron en contra, pero también los que se dejaron atraer por espejitos. Hay que preparar los dos pasos adelante. Entender que no hay triunfo de los que están gobernando y tampoco la izquierda progresista debe creer que los logros que había alcanzado eran definitivos, toda vez que son muy perecederos, y aceptar que se han cometido errores, ha habido corrupción. El militante, a veces, es austero, disciplinado y luchador mientras está en la base, pero al llegar a posiciones de poder tiene un salario alto, se compra un auto, cambia de casa, y resulta que se corrompió. Hay que tener mucho cuidado para que en los próximos dos pasos adelante no volvamos a cometer los errores que hemos cometido. La etapa anterior debemos entenderla como una escuela.

-Esos próximos dos pasos adelante tienen mucho que ver, según numerosos análisis, con que haya una revolución cultural, que en la mente y en el alma de las personas se produzca de verdad un cambio revolucionario. ¿Que faltó en esta primavera para instaurar esa revolución en el terreno cultural?

-Bueno, uno ha estado entregado a este mundo de la filosofía desde los quince años de edad y ve la complejidad de este lenguaje de lenguajes, este metalenguaje muy complejo, que es una cierta visión orgánica, argumentada, histórica de la realidad. Es lo que va detrás de siglos, del pensamiento de Platón en Grecia, de Confucio en China o del Upanishad en la India. Y lo que estamos descubriendo es un pensamiento crítico que en América Latina comenzó hace cuarenta años. Cuando planteamos una filosofía latinoamericana de liberación se le quiso dar un sentido anecdótico. Lo profesores en Estados Unidos y Europa lo veían como el producto de una incultura, no de una cultura latinoamericana. Teníamos que golpear las puertas de las universidades, y nos rechazaban, no nos permitían ser profesores. Ahora (esta doctrina) ha cobrado una fuerza y el pensamiento crítico debe dar un horizonte de largo plazo, pues una revolución que no llega a una descolonización del pensamiento, sigue siendo colonial. Ni la izquierda esta vacunada de seguir siendo colonial. Hasta los sectores más vanguardistas, entre comillas, porque son dogmáticos.

La tarea es difícil, pero ya la empezamos. Lo que debemos es tomar conciencia de cosas que estamos elaborando, que no dependen de EEUU o Europa, es algo nuestro porque partimos de una realidad distinta, hemos aprendido a pensar y ahora tenemos que ser responsables y hacer cambios mucho más profundos. Debemos tomar conciencia de que tenemos en la cabeza, en el fondo, una interpretación eurocéntrica de todo, tan profunda que cuando uno da ciertos ejemplos, la gente se espanta porque cómo es posible que yo viera las cosas de un modo tan unilateral, a la europea, negándome a mí mismo y justificando la dominación que sufría. Debemos entender que el último nivel de la dominación, y al mismo tiempo de la transformación histórica, es una cierta visión del mundo.

Y a eso hoy le hemos llamado descolonización epistemológica. Epistéme significa ciencia, por lo que sería una descolonización filosófica, científica y tecnológica. Tenemos que ver que nuestro mundo latinoamericano, el que tenemos por delante, es colonial. No debemos seguir creyendo que ya en 1810 o 1820 nos liberamos de España y pasamos a ser independientes, pues caímos en manos de Inglaterra y EEUU, y por eso, como lo habían dicho Mariátegui y Martí, nos toca la segunda emancipación. Estamos en una situación colonial agobiante, pero mucho más sutil que antes y mucho más extractiva de nuestras riquezas. Los españoles nos robaron pequeñas cosas. Ahora nos roban hasta el alma. La dominación no es que haya un soldado en un destacamento español a cientos de kilómetros, sino que se metan en nuestras camas con la televisión y la propaganda. Por ejemplo, la oposición a esta Revolución Bolivariana es no solo de un conservadurismo económico, político, burgués, liberal: es histórica, cultural, y hasta espiritualmente y cristianamente colonial, no saben pensar lo nuestro, desprecian lo nuestro. Y el mismo pueblo a veces, tal es la influencia de la educación, los medios de comunicación, la televisión, llega a despreciarse a sí mismo y anhela salir. No podrá hacerlo, tendrá que aprender a revalorizar lo propio y a partir de allí construir un proyecto de felicidad.

-Venezuela vive una crisis bastante grave desde los puntos de vista económico y social. Y eso lleva a una vieja pregunta que mucha gente se ha hecho: ¿para qué sirve la filosofía?, y en casos como el nuestro, ¿para qué sirve cuando la persona está pasando necesidades o tiene hambre?

-Debo decir que esto es una convicción que he ido acumulando con los años, desde que era un joven licenciado de 23 años, hace casi 60. A medida que voy creciendo, ganado años, pero no perdiendo juventud, voy viendo más la importancia de la filosofía. No es un asunto de comer hoy, es comer mañana. Es, como decía un líder asiático, no es cuestión de darle a alguien, como limosna, un pescado, sino de enseñarle a pescar (bueno, si hay pescado, si el capitalismo no los ha matado a todos).

Considero que es tanta la importancia de la filosofía que hasta me extraña que me pregunten para qué sirve. Sirve para cambiar el cerebro, la interpretación, para poder ver lo que nos están haciendo. Porque aparte de eso solo hay apariencias, la Coca Cola, la riqueza, el modelo americano… y los mismos ciudadanos americanos están completamente desilusionados de lo que son. Basta ver los dos candidatos que tienen. El pueblo no cree en ellos. Y ese pueblo, que parece ser la imagen de la democracia es un pueblo barbarizado, voy a atreverme a decirlo. Se le dan las noticias que convienen, casi todas norteamericanas. Van a Siria y la destruyen sin siquiera saber lo que es Siria.

Destruyeron Alepo sin saber nada de ese lugar, destruyeron Bagdad, que es el centro de una cultura mundial, el origen de las matemáticas modernas, de la astronomía, un lugar donde vivieron grandes filósofos aristotélicos, que luego pasaron a Fez, a Córdoba y apenas llegaron a París en el siglo XIII. Bagdad es la Mesopotamia, el origen la cultura humana, allí estuvo Hamurabi, allí estuvo el pueblo de Israel en el exilio, allí empezaron a escribir la Biblia, en estilo cuneiforme. Y el señor Bush, que se dice cristiano fundamentalista de derecha, es un ignorante que no ve ni lo que tiene delante de la nariz, destruyó Bagdad sin saber que destruía la cuna de la Biblia. Bueno, la filosofía permite saber que lo que nos proponen son fantasías e ir a la esencia de las cosas. Y ese es el origen de cualquier revolución.

No quiero ponerme a citar clásicos, pero alguien dijo que una revolución sin teoría no es revolución. En ese sentido, Hugo Chávez era un estadista excepcional en todo el mundo, que leía y estudiaba, que cuando hablaba mostraba los libros que había leído en la semana. ¿Qué presidente hace eso? Por cierto, los adversarios siempre se opusieron por atavismos eurocéntricos. Me gustaría ponerlos a discutir con mis colegas de la universidad y poderles probar que tienen una suma ignorancia, pues se dedican, cuando mucho, a comentar a los europeos. Les preguntan, ¿usted qué es?, y responden kantiano; ¿y usted?, hegeliano; ¿y usted?, comentador de Habermas… Señor, son repetidores, ¿dónde está la filosofía nuestra?, ustedes no son filósofos. Les llamo sucursaleros y lo son, de vergüenza. No se dan cuenta de que ni sus líderes los quieren. ¿Usted cree que Habermas va a querer a alguien porque está propagando su pensamiento? No, no lo va a respetar porque no ha hecho nada. El punto sería que criticara a Habermas y fuera más denso que él, desde Venezuela. Allí sí, hasta el propio Habermas diría “este me está serruchando el piso desde una situación distinta”. Pero no se animan porque son cobardes políticamente e ignorantes teóricamente.

-Usted ha postulado la necesidad de impulsar una filosofía de los pueblos originarios latinoamericanos. ¿Cómo puede instrumentarse esa filosofía, tomando en cuenta que en su mayoría fueron pueblos sin una lengua escrita?

-Mire, dice Aristóteles, y luego lo reiteraron Platón y los demás griegos, que el filósofo es mitopoyético (creador de mitos). Porque el mito es método para hacer filosofía, contra lo que piensan algunos analíticos, formalistas del lenguaje anglosajones que hoy tienen el poder político y filosófico en casi todos los departamentos de Filosofía en la Tierra y a los que solo les interesa el habla. La filosofía hay que pensarla por su contenido político, económico, psicológico porque el asunto no es hablar sino de qué hablo. El mito, decía mi profesor en la Sorbona, muy famoso, Paul Ricoeur, que el mito es un relato racional basado en signos. Si es racional das justificación, argumentas simbólicamente, no unívocamente. Hay que tener hermenéutica para saber interpretar los mitos para ver el contenido racional, no la parte estúpida, para chiquillos o inventada. El sabio crea mitos en el sentido de que pone relatos que son muy difíciles de interpretar. Por ejemplo, el relato de Adán y Eva es un mito en el sentido de Ricoeur, es una cosa muy seria, muy racional, no es para chicos, es para grandes, está cifrado simbólicamente. El tema no es el pecado original, sino la estructura de la falta moral hoy y siempre.

Es un relato que corrige otro mito, el de Gilgamesh en la Mesopotamia, en el siglo V antes de la era común o cristiana, hace 25 siglos. Si yo leo solo al mito adánico, no entiendo nada porque no sé a quién corrige. Es un mito absolutamente actual, que me enseña cosas que en cada época puedo leer. El mito es un gran instrumento de la filosofía. Dirán que el mito no es filosófico, pero la filosofía tampoco es ciencia, sino que piensa el principio de la ciencia. El geómetra es un científico, pero el filósofo se pregunta qué es el espacio. El matemático es un científico, pero el filósofo indaga qué es un número, qué es la cantidad, va al fundamento de la ciencia. Cuando a un shamán, en una comunidad indígena quiché o guahibo, le preguntan el sentido de la muerte, él cuenta un mito y le da un sentido y el filósofo puede comparar el distinto sentido que ha dado a la muerte cada civilización. Eso ha sido clave porque unos, como los griegos, los hindúes y los indoeuropeos, decían que muere el cuerpo, pero el alma es inmortal. En cambio, los semitas, los de Babilonia, los palestinos, los egipcios, decían que muere todo el ser humano, pero luego resucita. Otro mito. Ninguno de los dos se puede probar científicamente, pero cada uno le da un sentido diferente a la vida. Si yo creo que el alma es lo bueno, lo divino, lo ingenerado y eterno, el cuerpo es el origen del mal, tener deseos sexuales es pecados, como creyó el pobre San Agustín.

Osiris, tres siglos antes del fundador del cristianismo y 19 siglos antes de Engels y Marx, le preguntó al muerto: “¿Qué has hecho de bueno en la Tierra?”, y el muerto le respondió: “Le di de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo y una barca al peregrino en el Nilo”. Todos eran principios vitales, relacionados con la carne. Para los semitas y para el fundador del cristianismo, dar de comer era la primera obligación, eso es una política, una economía, una concepción del mundo. En Venezuela, la crisis se plantea en términos filosóficos entre gente que quiere dar de comer al hambriento y gente que, en nombre de principios modernos, están en contra de ese aspecto fundamental del cristianismo. Lo que les interesa es alimentar al capital. El filósofo les muestra su contradicción. Así ocurre en otros países. Vengo de Colombia, allá hay un tal Uribe, un gánster.

Es un país católico y ahora hay un papa que dice que la paz es importante, pero el señor Uribe dice que el papa es castro-cheguevarista. Y no vaya a ser que tenga razón, pero para el bien, porque él es un adorador de Satán. Satán come seres humanos, igual que el capitalismo. Pero Uribe jura que es cristiano. Lo que hablo no es una crítica de doce o quince años, sino de toda una historia mundial de 5 mil años, que ahora está en ebullición porque se acaba el eurocentrismo, la China y la India comienzan a crecer y habrá un mundo multipolar. La situación va a cambiar, pero no mañana ni pasado, ni en diez años, se va a llevar todo el siglo XXI. El que quiera hacer la revolución a fondo en vida, es un iluso, las revoluciones se hacen por siglos. Hay que echarse una mochila al hombro, de mucha alegría, y entrar a la historia, porque si no tienes alegría no vas a aguantar. Dimos un pasito atrás, ya veremos más adelante cuándo damos los próximos dos hacia adelante.

The possibilities of global sociology

THE POSSIBILITIES OF, AND FOR, GLOBAL SOCIOLOGY:
A POSTCOLONIAL PERSPECTIVE (leído 30 de sept,16)
Gurminder K. Bhambra

ABSTRACT

This article addresses the way in which perceptions about the globalized nature of the world in which we live are beginning to have an impact within sociology such that sociology has to engage not just with the changing conceptual architecture of globalization, but also with recognition of the epistemological value and agency of the world beyond the West.

I address three main developments within sociology that focus on these concerns: first, the shift to a multiple modernities paradigm; second, a call for a multicultural global sociology; and third, an argument in favor of a global cosmopolitan approach.

While the three approaches under discussion are based on a consideration of the ‘‘rest of the world,’’ their terms, I suggest, are not adequate to the avowed intentions. None of these responses is sufficient in their address of earlier omissions and each falls back into the problems of the mainstream position that is otherwise being criticized.

In contrast, I argue that it is only by acknowledging the
significance of the ‘‘colonial global’’ in the constitution of sociology that it is possible to understand and address the necessarily postcolonial (and decolonial) present of ‘‘global sociology.’’

Postcolonial Sociology
Political Power and Social Theory, Volume 24, 295–314
Copyright r 2013 by Emerald Group Publishing Limited

INTRODUCTION

This article addresses the way in which perceptions about the globalized nature of the world in which we live are beginning to have an impact within sociology such that sociology has to engage not just with the changing conceptual architecture, as Saskia Sassen (2007) calls it, of globalization, but also with recognition of the epistemological value and agency of the world beyond the West, as Leela Gandhi (1998) has put it.

The idea of a ‘‘global sociology,’’ I shall argue, has been promoted as a way in which sociology can redress a previous neglect of those represented as ‘‘other’’ in its construction of modernity pointing toward a rejuvenation of sociology that is adequate for this new global age.

In this article, I shall address three main developments within sociology that focus on these concerns: first, the shift to a multiple modernities paradigm away from earlier theories of linear modernization; second, a call for a multicultural global sociology taking into account the work of scholars from other parts of the world; and third, an argument against the perceived methodological nationalism of much social science in favor of a global cosmopolitan approach.

While the three approaches under discussion are based on a consideration of the ‘‘rest of the world,’’ usually in response to earlier critiques of a lack of such an engagement, its terms, I suggest, are not adequate to the avowed intentions.

My argument will be that none of these responses is sufficient in their address of earlier omissions and that each falls back into the problems of the mainstream position that is otherwise being criticized. To a large extent, these approaches replicate existing divisions and problems as opposed to challenging and resolving them.

Instead, I shall argue that a postcolonial ‘‘connected sociologies’’
approach, with its critique of Eurocentrism and its central concern with histories of colonialism and slavery, provides more adequate resources for making sense of our contemporary global world.

It is only by acknowledging the significance of the ‘‘colonial global’’ in the constitution of sociology, I suggest, that it is possible to understand and address the necessarily postcolonial (and decolonial) present of ‘‘global sociology.’’

Recognition of the historical role of colonialism and slavery in the making of the modern world enables us to examine how these world-historical processes have constructed our conceptions of the global in terms of racialized hierarchies embedded both in institutions and in the development of sociological concepts and categories.

The re-organization of understanding through the lens of coloniality, I argue, acknowledges the significance of a specific kind of hierarchical ordering that has, for the most part, been implicit to our discipline and remains missing in the three responses under discussion.

While the sociological imagination hitherto has been formed around particular transformations of hierarchy – for example, from status to citizenship (and the associated issues of class and gender in that process) – the postcolonial sociological imagination broadens this remit through an examination of the reproduction and transformation of racialized hierarchies on a global scale and the argument that they have similar significance to other hierarchies and are similarly embedded within them.
The emergence and development of postcolonial criticism within the
social sciences has led proponents of the ‘‘standard’’ view to make minor adjustments, but then to suggest that this is all now very familiar. The argument is that, while the critique may once have had purchase, its force now is only in relation to positions that have already been superseded. The minor modifications made to existing positions are believed to be sufficient and the focus is generally on changing future applications of sociology in line with these modifications.

I argue, however, that the postcolonial critique of sociology has not yet properly been acknowledged, let alone superseded. Further, any proper transformation would require a reconstruction ‘‘backwards’’ of our historical understandings of modernity and the emergence of sociology, as well as ‘‘forwards’’ in terms of how this newly reconstructed sociological understanding would enable us to address present and future issues differently.

A parallel that might be useful to think with is that of feminism and its critique of sociology. The issue within feminist debates in sociology was not simply about a claim that the empirical range of problems that sociology addresses needed to be extended, but also that existing topics needed to be understood in terms of the relation to the issues of gender that were, and are, implicit to them. In its strongest form, feminism introduced a conceptual reorientation
of sociology around the idea of patriarchy, and in a weaker form, around the gendered nature of social relations.

These critiques did not simply involve statements that at the moment of recognition of gender we had entered a world that was now to be understood as gendered and that, in the future, sociological categories should address gender issues. Rather, the argument was also that established understandings about the past were deficient precisely insofar as gender was an issue of the past (albeit having
been unrecognized) as well as of the present and future.

The necessity for the reconstruction of sociology’s objects was not discernible prior to the impact of feminism upon sociology and sociology has necessarily been reconstructed as a consequence of engagement with feminist critique (Holmwood, 1995, 2001; Jackson 1999; Stanley 2000, 2005). The analogous situation in relation to postcolonial critiques of the social sciences is to argue that colonialism is a social and political structure of modernity that necessarily impinges upon other social structures associated with modernity and that social relations are necessarily racialized or otherwise hierarchized in colonial terms (see Bhambra, 2007b).

The remit of ‘‘global sociology,’’ properly understood, must be to address problems and issues that cannot simply be seen as a consequence of manifestations of ‘‘late modernity.’’ A truly global sociology would need to recognize histories of colonialism and
slavery in any attempt to rethink sociology as adequate for our global (postcolonial) age.1

Sociology and modernity, as many scholars have argued, need to be understood as co-constitutive (Heilbron, 1995).2 It was with the emergence of what is understood to be the ‘‘modern world’’ – the combined and cumulative events of the Renaissance and Reformation, the Scientific Revolution, the French and Industrial Revolutions – that a new, ‘‘modern,’’ form of explanation, sociology, emerged to make sense of that world.

Indeed, setting out the parameters of ‘‘the modern’’ became defined as a key task of sociology, both conceptually and methodologically. Even where sociologists have subsequently disagreed about the nature of modernity, the timing of its emergence, or its later character, they all agree on its central role in the configuration of the discipline (see, e.g., Giddens 1973; Heilbron,1995; Nisbet, 1966).

Further, notwithstanding the many differences between sociologists in their attempts to delineate modernity, they all agree that it is
marked by ideas of rupture and difference: a temporal rupture between a premodern past and a modern industrial present, and a qualitative spatial (cultural) differentiation between Europe (and the West) and the rest of the world.

With sociology being constituted both in the context of the
emergence of the modern world and organized in terms of providing a modern form of explanation of that world, it is no surprise that sociology came to be strongly associated with understandings of ‘‘the modern.’’ The ‘‘traditional,’’ from which the modern was distinguished, was seen as the preserve of anthropology, or then area studies (see Steinmetz, 2007).3

In this way, the disciplinary divide itself structured a division of the world that obscured the interconnections constituting the global that was in process of being divided. Indeed, it re-cast that division in terms of a developmental process that would resolve differences in the diffusion of a modernity that was represented as world-historical in its significance.

This division – posited as both explanatory and normative – was carried through methodologically via the use of ideal types as the basis for comparative historical analysis. Ideal types necessarily abstract a set of particular connections from wider connections and, further, suggest sui generis endogenous processes as integral to the connections that are abstracted (for further discussion, see Holmwood and Stewart, 1991).

The connections most frequently omitted are those ‘‘connecting’’ Europe and the West (the modern) to much of the rest of the world (tradition). These connections are thereby rendered exogenous to the processes abstracted from them at the same time as these processes are represented as having a significant degree of internal coherence, independent of these wider connections.

In this way, a dominant Eurocentered focus to the analysis is
established, both methodologically and normatively, while relegating non-European contributions to specific cultural inflections of preexisting structures that are held to be a product of European modernity (Bhambra, 2007a). This is best exemplified by the fact that continuing belief in the miracle in Europe, if not of Europe; is, following Weber, a belief that modernity emerged first in Europe and then diffused around the rest of the world.

While the association of modernity and Europe is now less likely to be presented as a normative exemplar, it is nonetheless posited as historical fact; and one where there is an elective affinity between the instituted structures of modernity and Enlightenment values attributed European origin. In this way, modernity is conflated with Europe and the process of becoming modern is rendered, at least in the first instance, one of endogenous European development, followed by diffusion to the rest of the world.

Industrialization, for example, is seen to be a European phenomenon that was subsequently diffused globally. However, if we take the cotton factories of Manchester and Lancaster as emblematic of the industrial revolution in the West, then we see that cotton was not a plant that was native to England, let alone the West (Washbrook, 1997). It came from India as did the technology of how to dye and weave it.

Cotton was grown in the plantations of the Caribbean and the southern United States by enslaved Africans who were transported there as part of the European trade in human beings. The export of the textile itself relied upon the destruction of the local production of cotton goods in other parts of the world (Bhambra, 2007a).

In this way, we see that industrialization was not solely a European or Western phenomenon but one that had global conditions for its very emergence and articulation. The history of modernity as commonly told, however, rests, as Homi Bhabha argues, on ‘‘the writing out of the colonial and postcolonial moment’’ (1994, p. 250; see also Chakrabarty, 2000).

The rest of the world is assumed to be external to the world-historical processes selected for consideration and, concretely, colonial connections significant to the processes under discussion are erased, or rendered silent. This is not an error of individual scholarship, I suggest, but something that is made possible by the very disciplinary structure of knowledge production that
separates the modern (sociology) from the traditional and colonial (anthropology) thereby leaving no space for consideration of what could be termed, the ‘‘postcolonial modern.’’

Following Bhabha (1994), I argue that the starting point for any
understanding of ‘‘global sociology’’ has to be consideration of a history adequate to the social and political conditions of the present. These conditions are not simply informed by understandings of ‘‘globalization,’’ but more specifically by an understanding of the postcolonial global conditions which are rarely the starting point for sociological analyses (see Bhambra, 2007b).

As Seidman remarks, for example, sociology’s emergence coincided with the high point of Western imperialism, and yet, ‘‘the dynamics of empire were not incorporated into the basic categories, models of explanation, and narratives of social development of the classical sociologists’’ (1996, p. 314).

Those who defend the dominant approach to comparative historical sociology frequently accept that Eurocentrism is a problem that has sometimes distorted the way in which modernity has been conceptualized within sociology. They also argue that ‘‘Eurocentrism’’ cannot be denied as ‘‘fact,’’ that, put simply, the European origins of modernity cannot be denied.

However, it is precisely that ‘‘fact’’ that is denied when global interconnections are recognized (see Bhambra, 2007a; Hobson, 2004).

In this article I argue that continuing to see Europe as the ‘‘lead society,’’ to use Parsons’s (1971) significant formulation, albeit the lead society within what is now characterized as a globally constituted plurality of ‘‘multiple modernities’’ (e.g., Beck 2000; Eisenstadt 2000; Wittrock, 1998), keeps in place a problematic (and implicitly normative) hierarchy, based on an historically inadequate account of the emergence of modernity, that does not enable the consideration of a properly global sociology. In a properly global sociology, interconnections would be recognized as constitutive of modernity and its institutional orderings and not simply be seen as an aspect of a later phase of globalization.

MULTIPLE MODERNITIES AND GLOBAL CULTURAL VARIETIES

In recent years, modernization theory, with its assumption of unilinear global convergence to an explicitly Western model, has been supplanted by the approach of multiple modernities and its concern with global cultural variations (Eisenstadt, 2000).4

Within this approach, the modern is understood as encompassing divergent paths, with the global variety of cultures giving rise to a multiplicity of modernities. The shift from earlier modernization theory has come, in part, as a consequence of scholars beginning to appreciate that the differences manifest in the world were not, as had previously been believed, simply archaic differences that would disappear through gradual modernization.
Instead, there is recognition that other societies could modernize differently and that these differences, for theorists of multiple modernities, now represent the different ways in which societies adapted to processes of modernization. There is still a belief that modernity was, in its origins, a European (and Western) phenomenon, but now the argument is that in its diffusion outward it interacted with the different traditions of various cultures and societies and brought into being a multiplicity of non-convergent modernities.

It is this multiplicity that is seen to set the theory of multiple modernities apart from earlier modernization theory which, it is allowed, was Eurocentric in its postulation of a singular modernity to which all other societies were expected to converge.

This apparent recognition of difference and the structural inclusion of multiplicity within the conceptual framework of modernity are deemed to be sufficient modifications to answer the postcolonial critique of modernity as Eurocentric.

The argument put forward by theorists of multiple modernities is that, while the idea of one modernity, especially one that has already been achieved in Europe, would be Eurocentric, theories of multiple modernities must, nonetheless, take Europe as the reference point in their examination of alternative modernities (Eisenstadt & Schluchter, 1998, p. 2).

This is as a consequence of their characterization of modernity in terms of a division between its institutional form and a cultural program which, they suggest, is itself ‘‘beset by internal antinomies and contradictions, giving rise to continual critical discourse and political contestations’’ (Eisenstadt, 2000, p. 7).

These internal antinomies are regarded as the basis for the variety of forms of modernity – usually pathological – that subsequently come into being, such as the communist Soviet types and the fascist, national-socialist types (see Arnason, 2000).

The standard European type of modernity is presented as the exemplary form – in which the tensions between issues of
autonomy, emancipation, and reflexivity, on the one hand, and of discipline and restrictive controls on the other, are resolved – and as the basis of critique of other pathological forms. While theorists of multiple modernities point to the problem of Eurocentrism, then, they do so at the same time as asserting the necessary priority to be given to the West in the construction of a comparative historical sociology of multiple modernities.

The suggestion by theorists of multiple modernities that modernity needs to be understood in terms of an institutional constellation inflected by cultural differences, enables them to situate European modernity – seen in terms of a unique combination of institutional and cultural forms – as the originary modernity and, at the same time, allows for different cultural encodings that result in modernity having become multiple.

In this way, Europe becomes the origin of the Eurocentered type and its Enlightenment assumptions (Eisenstadt & Schluchter, 1998, p. 5). Further, those assumptions are argued to be necessary to the critique of pathologies at the same time as they are absolved of implication in the creation of those pathological types.

In particular, it is notable that issues of colonialism and enslavement appear neither in representations of the exemplary, nor the pathological forms and are, in fact, not regarded to be a part of the sociopolitical or economic structures of modernity. Arguing for the cultural inflection of institutions enables multiple modernities theorists to present the idea that core institutions are not themselves socio-culturally formed.

In this way, issues of race and ethnicity, for example, come to be regarded as external limits on, or additions to, market forms, rather than themselves being built into market forms. Whereas one sociological response to conventional accounts of modernization was to argue that core institutional forms should be understood as structured by class or by gender, what remains missing is the parallel criticism that those forms also embed racialized hierarchies (see Bhambra, 2007b; Holmwood, 2001).

As Arif Dirlik has argued, by identifying ‘‘multiplicity’’ with culture and tradition, ‘‘the idea of ‘‘multiple modernities’’ seeks to contain challenges to modernity’’ – and, I would argue, to the substantial reconfiguring of sociology – ‘‘by conceding the possibility of culturally different ways of being modern’’ (2003, p. 285), but not contesting what it is to be modern and without drawing attention to the social interconnections in which modernity has been constituted and developed.

By maintaining a general framework within which particularities are located – and identifying the particularities with culture (or the social) and the experience of Europe with the general framework itself – theorists of multiple modernities have, in effect, sought to neuter any challenge that a consideration of the postcolonial could have posed.

In this way, theorists of multiple modernities seek to disarm
criticism by allowing for multiplicity at the same time as maintaining the fundamental structure of the original argument. The idea of multiple modernities can be argued to represent a kind of global multiculturalism, where a common (Eurocentered) modernity is inflected by different (other) cultures. In this context, it is significant that other – seemingly unconnected – calls for global sociology have the form of a call for a global multicultural sociology.

While the argument of multiple modernities provides a critique of linear modernization theory and engages with a re-examination of the substance of sociological categories, what I am calling global multicultural sociology addresses issues of sociological epistemology in the context of multiple modernities. The most recent arguments for a global multicultural sociology have come in the wake of two conferences of the National Associations
Committee of the International Sociological Association organized respectively by Sujata Patel in Miami in 2006 and by Michael Burawoy in Taipei in 2009.

The discussions from these conferences have been widely reported
in journals, edited volumes and other publications (see, e.g., Burawoy et al., 2010 and Patel, 2010b), and they consolidate themes from earlier engagements by sociologists on understandings and delineations of ‘‘global sociology.’’

The 1980s, for example, saw extensive debate on the possibilities
for the ‘‘indigenization’’ of the social sciences, centered on the arguments of Akinsola Akiwowo (1986, 1988). Akiwowo’s project of indigenization was based upon a call for learning from the traditions of various cultures in order to develop, through a process of investigation and argumentation, universal propositions and frameworks that would be adequate for the task in a variety of locations.

While calls for the indigenization of sociology opened up ‘‘spaces for alternative voices,’’ they were seen to have had little discernible impact on the hierarchies of the discipline more generally (Keim, 2011, p. 128; see also Keim, 2008). The critiques were dismissed as political, or politically correct, and there was little engagement with the epistemological issues being raised (notwithstanding that they raised similar issues to feminist critiques of sociology at more or less the same time (see, e.g., Hartsock, 1984; Smith, 1987)).

The debates on indigenization were followed in subsequent decades with discussions concerning the development of autonomous or alternative social science traditions. These arguments for a newly constituted version of global sociology were put forward by scholars such as Syed Hussein Alatas (2002, 2006), Syed Farid Alatas (2006, 2010), Vineeta Sinha (2003), and Raewyn Connell (2007), and focused on the need to recognize multiple, globally diverse, origins of sociology.

The debate, as outlined by S. F. Alatas, focused on two complementary strands: one, ‘‘the lack of autonomy’’ of Third World social science and two, ‘‘the lack of a multicultural approach in sociology’’ (2006, p. 5). The common position among the different arguments put forward by these scholars centered on a belief in the importance of the civilizational context for the development of autonomous, or alternative, social science traditions.

With this, they aligned themselves, intentionally or not, with the approach espoused by theorists of ‘‘multiple modernities’’ whereby the Western social scientific tradition, linked to modernity, is given centrality and is regarded, as ‘‘the definitive reference point for departure and progress in the development of sociology’’ in other places (S. F. Alatas, 2006, p. 10).

The autonomy of the different traditions rests on studies of historical
phenomena believed to be unique to particular areas or societies. As S. F. Alatas argues, autonomous traditions need to be ‘‘informed by local/regional historical experiences and cultural practices’’ as well as by alternative ‘‘philosophies, epistemologies, histories, and the arts’’ (2010, p. 37).

Western social science, then, becomes a reference point for the
divergence (or creativity, as expressed through the appropriation of Western traditions read through local contexts) of other autonomous traditions, as opposed to the site of convergence (or imitation, as expressed through the application of Western traditions to local contexts), as was believed to be the case with earlier indigenization approaches (that, it was suggested, simply sought to replace expatriate scholars with ‘‘local’’ scholars trained in the expatriate traditions).

As with multiple modernities, however, there is little discussion of what the purchase of these autonomous traditions would be for a global sociology, beyond a simple multiplicity. The most that is suggested is that the development of autonomous traditions would require new attention to be ‘‘given to subjects hitherto outside our radius of thinking’’ and that this ‘‘would entail the repositioning of our sociological perspective’’ (S. H. Alatas, 2006, p. 21).

There is little discussion, however, of why these subjects might have previously been outside our radius of thinking or what the process of bringing them inside consists of; the exclusions are naturalized and made issues of identity, not methodology or disciplinary construction.

The limitations of existing approaches are seen to reside in their failure to engage with scholars and thinkers from outside the West and the main problem is taken to be one of marginalization and exclusion. The solution, then, is a putative equality, through recognition of difference, and redressing the ‘‘absence of non-European thinkers’’ in histories of social and sociological thought.

While this may enable the creation of a (more) multicultural sociology for the future, it does little to address the problematic disciplinary construction of sociology in the past (see, Adams
et al., 2005, and for discussion, Bhambra, 2010, 2011a).

Unsurprisingly, the idea of a multicultural global sociology, as with
feminist critiques before it (see Stanley, 2000), has generated claims of a problematic relativism which is seen to debilitate sociology.

Margaret Archer, for example, in her Presidential Address to the ISA World Congress, criticized the move within sociology toward what she saw as fragmentation and localization. With the title of her address, ‘‘Sociology for One World: Unity and Diversity,’’ Archer proceeded to map ‘‘the irony of an increasingly global society which is met by an increasingly localized sociology’’ (1991, p. 132).

Piotr Sztompka, another former President of the ISA, followed Archer in arguing strongly against the move to establish a
multicultural global sociology. In a recent review of the volumes that came out of the ISA Taipei conference, Sztompka (2011) argues that a particular ideology has pervaded the ISA – one which regards the hegemony of north American and European sociology as problematic; which believes in the existence of alternative, indigenous sociologies; and sees the struggle for global sociology as a way of contesting the hegemony of the dominant forms and creating a balanced unity of the discipline.

In contrast, his key concern, following Archer (1991), is highlighting the fact that ‘‘there is, and can be, only one sociology studying many social worlds’’ (2011, p. 389). The place of sociologists outside of the West, according to him, is to supplement the truths of the centre. As he suggests, ‘‘the most welcome contribution by sociologists from outside Europe or America is to provide evidence, heuristic hunches, ingenious, locally inspired models and hypotheses about regularities to add to the pool of sociological knowledge which is universal’’ (2011, p. 393).

There is little understanding that the new knowledges thus generated
might in some way call for the reconstruction of existing sociological concepts and categories and thereby maintain a single sociology; that is, one reconstructed on the basis of these new insights. This is so notwithstanding the acceptance in the orthodox account of an explanation of the origins of sociology in a moment of ‘‘de-centering’’ of Europe by societies at its North Western edges.

A de-centering of sociological epistemologies is taken to be a
one-off matter, which is ironic, given that the sociological conditions of present concerns about globalization look very much like a similar geopolitical shift in power to that which accompanied the emergence of modernity as presented in standard accounts.

GLOBAL COSMOPOLITANISM

While Archer (1991) and Sztompka (2011) have criticized the move toward a multicultural global sociology from the standpoint of the adequacy of existing forms of sociological understanding, others have done so by outlining an alternative position. Perhaps the most persuasive articulation for an alternative to global multicultural sociology is in the claims for a new universalism of a globally cosmopolitan sociology as put forward by Ulrich Beck (2000, 2006).

His argument goes some way toward recognizing the ‘‘localism’’ of the centre, but it does so by casting it as a restriction on future
developments (from elsewhere) as we shall see in the following section. For Beck, the problem is how to avoid the relativism of local knowledges, including that of Western sociology, rather than how to learn from local knowledges elsewhere.

Over the first decade of the twenty-first century, Beck (2000, 2006) has argued for the necessity of a cosmopolitan approach to engage critically with globalization and to go beyond the limitations of state-centered disciplinary approaches typical of the social and political sciences.5 He suggests that sociology delimits the object of its inquiry within national boundaries, displaying an outdated methodological nationalism, rather than in the more appropriate context of ‘‘world society.’’

As a consequence, it is less well able to engage with the ‘‘increasing number of social processes that are indifferent to national boundaries’’ (2000, p. 80). This global age, for Beck, is marked by a transition from the ‘‘first age of modernity’’ which had been structured by nation-states, to a cosmopolitan ‘‘second age’’ in which ‘‘the Western claim to a monopoly on modernity is broken and the history and situation of diverging modernities in all parts of the world come into view’’ (2000, p. 87).

The global age, then, is necessarily perceived as being a multicultural age, given that multiple modernities are said to be the expression of cultural differences. With this, Beck follows the approach of multiple modernities theorists in their general analysis, but his call for a second age of modernity, and what follows from this – a call for a cosmopolitan sociology – is distinctive.

Beck (2000, 2006) not only argues that modernity is now multiple, but further suggests that the concepts which had been in use in developing sociological understandings in the first age are now no longer adequate to the task of understanding modernity in its second age.

This is primarily a consequence of the fact that the standard concepts of the social sciences were developed to understand a world composed of nation-states. Now that we are in the second, global, age of modernity, he argues, these concepts are no longer appropriate. Instead, what is needed is a new set of categories and concepts that would emerge from reflection upon this new cosmopolitan age of modernity as represented by the moves toward world society.

While I have also argued that sociological concepts are inappropriately bounded – specifically, that they are ‘‘methodologically Eurocentric,’’ rather than methodological nationalistic – this is not something that is only now becoming an issue as a supposedly ‘‘first modernity’’ gives way to a
contemporary now-globalized world. At a minimum, ‘‘first modernity’’ could be argued to be as much characterized by empires and regional blocs as by nation-states (see also Wimmer & Schiller, 2003).

As a consequence, the concepts of the ‘‘first age,’’ I argue, were as inadequate in their own time as they are claimed to be today and need more comprehensive reconstruction than is suggested by Beck.
Beck (2002) sees cosmopolitanism – and the reconstruction of sociology through a cosmopolitan paradigm – as an issue of the present and the future.

There is no discussion in his work of thinking cosmopolitanism back into history and re-examining sociology’s past in light of this. Further, there is little acknowledgment that if certain understandings are taken to be problematic today, they are likely also to have been problematic in the past and thus require a more comprehensive overhaul than he proposes.

Indeed, Beck argues that he is not interested in the memory of the global past, but simply in how a vision of a cosmopolitan future could have an impact on the politics of the present. He seems to think that it is possible to discuss ‘‘the present implications of a globally shaped future’’ (2002, p. 27) without addressing the legacies of the past on the shaping of the present. He simply brushes away the historically inherited inequalities arising from the legacies of European colonialism, imperialism, and slavery and moves on to imagine a world separate from the resolution of these inequalities.

In contrast, I would argue that any theory that seeks to address the question of ‘‘how we live in the world’’ cannot treat as irrelevant the historical configuration of that world (for discussion, see Trouillot, 1995). In this way, I argue, Beck’s cosmopolitan approach is as limited as the state-centered approaches it criticizes precisely in the way that it sanctions the appropriateness of their concepts to the past, arguing that it is simply their application to the present
and the future that is at issue (for further discussion, see Bhambra, 2011b; also Patel, 2010a).

Ultimately, Beck’s arguments for a cosmopolitan sociology continue to take Western perspectives as the focus of global processes, and Europe as the origin of a modernity which is subsequently globalized. His particular version of cosmopolitanism, I would suggest, is an expression of cultural Eurocentrism masquerading as potential global inclusivity; potential, because this inclusivity is dependent upon ‘‘others’’ being included in the ‘‘us’’ as defined by Beck (2002).

It is not an inclusivity that recognizes ‘‘others’’ as having been present, if marginalized and silenced, within standard frameworks of understanding; nor is it an inclusivity that seeks to establish cosmopolitanism from the ground up (for properly cosmopolitan
understandings of cosmopolitanism, see Lamont & Aksartova, 2002;
Mignolo, 2000; Pollock et al., 2000).

Rather, for Beck, a cosmopolitan sociology is a normative injunction determining how others ought to be included and how those others ought to live with us in this newly globalizing age. His hostility to others is nowhere better exemplified than in the title of his article, ‘‘Cosmopolitan Society and its Enemies.’’

In contrast, a global sociology that was open to different voices would, I suggest, be one that provincialized European understandings in its address of the global and created a new universalism based upon a reconstructed sociology of
modernity.

TOWARD A POSTCOLONIAL GLOBAL SOCIOLOGY

The different approaches discussed above – multiple modernities, multicultural sociology, cosmopolitanism – all attempt to grapple with two main issues in their statement of a global sociology.

First, how can sociology address the critiques made by postcolonial theorists, among others, regarding its failure to address issues of difference as it is manifest in the world; and second, how can sociology be made relevant to a world newly understood in global terms.

The main way of addressing the first issue is through an additive approach that celebrates a contemporary plurality of cultures and voices. The multiple modernities paradigm, for example, recognizes the diversity of globally located cultures and accepts the possibility of culturally diverse ways of being modern. These aspects, of multiplicity (over singularity) and divergence (over convergence), are deemed to be sufficient to address earlier critiques.

Yet, there is little acknowledgment of the presence of these ‘‘others’’ in the history of modernity as understood in its originary form. The world-historical events recognized in the constitution of modernity remain centered upon a narrowly defined European history and there is no place for the broader histories of colonialism or slavery in their understandings of the emergence
of the modern.

This failing of multiple modernities is replicated in the move to multiple, or multicultural, global sociologies where the centrality of the West remains in place and new voices are allowed to supplement the already existing truths about a Eurocentered modernity, but not to reconstruct them.

If the new cosmopolitanism in the ‘‘age of second modernity’’ appears different, it is only by virtue of eschewing multiculturalism, while paradoxically accepting the conceptual and methodological premises of the multiple modernities paradigm.

As Holmwood notes, although scholars allow for new (postcolonial) voices within sociology, their understandings of the sociological endeavor are such that these new voices ‘‘do not bear on its
previous constructions’’ (2007, p. 55). All reconstruction is to be applied to the future while maintaining the adequacy of past interpretations and conceptual understandings.

In their address of the global, all three approaches regard it as constituted through contemporary connections between what are presented as historically separate civilizational contexts. None of the approaches take into consideration the histories of colonialism and slavery as central to the development of the ‘‘global’’ and, therefore, they work with an impoverished understanding that sees the global only as a phenomenon of recent salience.

Beck’s global cosmopolitanism, for example, addresses the
inadequacy of sociological concepts for the present age, but he does not recognize ‘‘the global’’ as constituted historically. Rather, he is simply concerned with the emergence of a new cosmopolitan global age and a cosmopolitan sociology adequate to new challenges in the future.

In a similar fashion, calls for a multicultural global sociology, in which voices from the periphery would enter into debates with the centre, are based on the idea that sociology could be different in the future with little acknowledgment that, in order for this to happen, sociology would also need to relate differently to its past. In contrast, I argue that to address what is regarded as problematic within contemporary understandings of sociology, we need to start by examining the way in which sociology understands the past and how this influences its configuration of categories and concepts in the present. The main issue, I propose, is the failure to address the omission of the colonial global from understandings of how the
global came to be constituted as such.

By silencing the colonial past within the historical narrative central to the formation of sociology, the postcolonial present of Europe (and the West) is also ignored. As a consequence, sociological attempts to address the ‘‘newly’’ global are misconstrued and thereby inadequate for a proper address for the problems we share in common. In accepting the adequacy of sociological accounts that exclude considerations of the world from understandings of world-historical processes, a form of ethnocentrism is perpetuated.

As Bhabha argues, however, shifting the frame through which we view the events of modernity forces us to consider the question
of subaltern agency and ask: ‘‘what is this ‘now’ of modernity? Who defines this present from which we speak?’’ (1994, p. 244).

This provocation calls on us to re-examine the conceptual paradigm of modernity from the perspectives of those ‘‘others’’ usually relegated to the margins, if included at all. The task, as he puts it, is to take responsibility for the unspoken, unrepresented pasts within our global present and to reconstruct present understandings adequate to that past (1994, p. 7); and, I would add, reconstruct past understandings adequate to our shared present.

One example of this would be for nation-states in the West to confront their colonial and imperial histories (and thereby recognize their postcolonial present) by acknowledging the ‘‘influx of postwar migrants and refugees’’ as part of ‘‘an indigenous or native narrative internal to national identity’’ (Bhabha, 1994, p. 6, emphasis added; see also Amin, 2004).

Just as in standard sociological accounts industrialization is
represented as endogenous and its extension as diffusion, so migration has usually been regarded as a process both exogenous and subsequent to the formation of nation-states. The idea of the political community as a national political order has been central to European self-understanding, and remains in the three sociological approaches discussed in this article.

Yet most European states were colonial and imperial states as much as they were national states – and often prior to or alongside becoming national states – and so the political community of the state was much wider and more (and differently) stratified than is usually now acknowledged.

By locating migration as subsequent to nation-state formation,
migrants are themselves then located as newcomers with their stake within that community regarded as different in relation to those accepted as native to it (see Wimmer & Schiller, 2003). In this way, to the extent that migrants are often racially marked, understandings of race and ethnicity become associated with issues of their later distribution within a political community – as ‘‘minorities’’ – rather than an examination of their constitutive role in the formation of those communities.

The essential ‘‘character’’ of these communities is argued to be formed independently of the processes by which migrants come to be connected to their places of new settlement. A more appropriate address would locate migrants within the broader systems of nation-state formation in the context of imperial states and colonial regimes and therefore to be understood as integral to such processes as opposed to being regarded as subsequent additions to them.

The turn to the global, as exemplified by the approaches under
consideration here, is presented as a new development within sociology.

However, as I have sought to demonstrate, these approaches simply perpetuate earlier analytical frameworks associated with understandings of the Eurocentered modern. Replacing the ‘‘modern’’ with the ‘‘global,’’ an increasingly contested sociological history is naturalized, enabling sociologists to sidestep the fundamental issue of the relationship between modernity and sociology. In this way, the global histories of colonial interconnections across, what are presented as, separate modernities
continue to be effaced from both historical and analytical consideration.

As a consequence, understandings of ‘‘global sociology’’ are seen to emerge through the accretion of ‘‘new’’ knowledge from different places with little consideration of the long-standing interconnections among the locations in which knowledges are constructed and produced. Nor is there recognition that global sociology would require sociology itself to be re-thought backward, in terms of how its core categories have been constituted in the context of particular historical narratives, as well as forwards in terms of the further implications of its reconstruction.

A postcolonial approach to historical sociology, in contrast, requires address of histories of colonialism and empire in the configuration of understandings of the global. What is in prospect, is not an embrace of relativism, but a recognition that a truly global sociology with universal claims will derive from reconstructing present understandings in the light of new knowledge of the past and the
present.

ACKNOWLEDGMENTS

Thanks to John Holmwood, Ipek Demir, and Vicky Margree for comments and suggestions on this article. Any errors that remain are mine.

NOTES
1. For discussion of sociology’s engagement with issues of empire and colonialism, see Magubane (2005) and Go (2009).
2. The arguments of this section are developed in more detail in Bhambra (2007a).
3. In this context, it is significant that Latour’s (1993) challenge to the idea of modernity – that we have never been modern – is itself conducted from an ‘‘anthropological’’ perspective, asserting both difference and the lack of fundamental difference between the modern and what preceded it. However, in his elaboration of
extended networks in the construction of social phenomena, Latour, himself, does not go beyond the West.
4. For further elaboration of the arguments in this section, see Bhambra (2007a, pp. 56–79).
5. Some of the arguments in this section are further elaborated in Bhambra (2011b).

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Cuba promueve en UES Doctorado en Filosofía

Cuba promueve en UES Doctorado en Filosofía

San Salvador, 21 de octubre de 2016 (SIEP) “Es para nosotros motivo de mucha satisfacción y alegría iniciar este Curso Propedéutico, que será facilitado por la Dra. Yohanka del Río, como parte del Doctorado que realizaremos junto con el Instituto de Filosofía de Cuba” indicó el Maestro Guillermo Campos, Jefe del Departamento de Filosofía de la Universidad de El Salvador, UES.

Agregó que “es justo mencionar que este esfuerzo es resultado también de nuestra relación académica estratégica con el Centro de Estudios de El Salvador, CEES, con quienes compartimos la visión de una filosofía de naturaleza emancipadora, así como hemos realizado ya diversas actividades conjuntas.”
Explicó que se abrió el Curso Propedéutico “para 30 profesionales de la UES, en particular para docentes e investigadores de la Facultad de Ciencias y Humanidades, ya que uno de los objetivos es el de capacitar personal para que en un futuro cercano este Doctorado en Filosofía se realice de manera presencial en nuestro país.”
Concluyó afirmando que “no es casual que este Doctorado lo iniciemos con Cuba Socialista, sino que responde a nuestra tradición como conciencia crítica de nuestra sociedad, y al desafío planteado en este momento de ofensiva neoliberal, de formar profesionales con una mentalidad crítica, comprometida y propositiva.”

Carta a los jurados de los premios Nobel: Guerra y paz, Bob Dylan y Juan Manuel Santos

Carta a los jurados de los premios Nobel: Guerra y paz, Bob Dylan y Juan Manuel Santos
Por Paolo Lüers14.oct.2016 | 20:03
Distinguidos letrados:

Ustedes tienen el poder de marcar rumbo con los premios que otorgan. Detrás de los premios Nobel, sobre todo de Paz y de Literatura, hay una enorme autoridad ética e intelectual. El peso mundial de los Nobel les da un gran poder a ustedes, quienes año por año escogen entre cientos de personalidades a los mejores. Para nosotros, los mortales, resulta difícil criticar los criterios que aplican. Pero nadie es infalible… A mi humilde criterio, esta vez acertaron con el Nobel de Literatura, y fallaron con el Nobel de Paz.

El jurado noruego al cargo del Nobel de Paz quería premiar los esfuerzos de los colombianos por superar una estúpida guerra de 52 años y alcanzar la paz. Implacable decisión. Pero no es al presidente Santos a quien tenían que premiar. Pocas veces son los poderosos, los presidentes, que merecen ser premiados. Si ustedes hubieran dado el Nobel de Paz 2016 a las víctimas de las FARC, de los paramilitares y de los excesos represivos de la Fuerza Armada que se unieron para apoyar una paz con justicia y reconciliación, mejor servicio hubieran dado al proceso de paz en Colombia. Valorar el papel de los políticos como Santos o Uribe es tarea del pueblo colombiano, y este jurado todavía no tiene veredicto. Intervenir con el Nobel de Paz para Santos en la disputa interna de los colombianos sobre el cómo de la paz, no es tarea de ustedes, y compromete el prestigio moral del Nobel, igual como lo hizo su decisión de premiar a Barak Obama.

En cambio, me encanta la decisión sabia que tomó el jurado sueco al dar el Nobel de Literatura a Bob Dylan.

Franz Josef Wagner, el columnista alemán a quien robé la idea de las cartas, escribió en su “Correo de Wagner”:
Querido Bob Dylan: Te escribo escuchando “Blowin’ in the wind”. Lo escuché por primera vez en los años sesenta. Fue una locura: Todos escucharon esta canción.
Fue nuestro himno. “Blowin’ in the wind” fue un medio de transporte, nos movilizó, nos transformó. La canción resultó más poderosa que las armas. En los años sesenta reinaba la guerra de Vietnam. Ya era tiempo que Bob Dylan recibiera el Nobel de Literatura. “Blowin’ in the wind” es gran literatura. Literatura no es escribir bonito. ¿Cuántos idiotas no figuran en los ranking de los bestsellers?

Tuve la suerte de estudiar literatura con un gran escritor y maestro, Walter Höllerer, quien fundó en la Universidad Técnica de Berlín el “Instituto del Lenguaje en el Siglo Tecnológico”. Nos puso a analizar, con los métodos de la lingüística y de la ciencia de la literatura, formatos como películas, reportajes, música Rock, comics, telenovelas, películas, spots de televisión – a la par de novelas, poemas, y obras de teatro. En este instituto se prepararon futuros escritores, catedráticos, dramaturgos, editores, periodistas, directores de cine – y Höllerer nos obligó a todos explorar el potencial de todos los formatos de la literatura.

Me tocó escribir, como tesis, un análisis sobre cómo el nuevo lenguaje combinado de fotografía, música pop, y reportaje de guerra marcó la manera como mi generación, en todo el planeta, procesó la guerra en Vietnam. En esta investigación, Bob Dylan y el fotógrafo Eddie Adams de AP (quien hizo la foto del jefe de la policía de Sur Vietnam ejecutando a un prisionero), jugaron un papel mucho más importante que Jean Paul Sartre, Bertrand Russel y Julio Cortázar con su “Vietnam Tribunal”. Cité estas líneas de Bob Dylan: “There's the battle outside raging/It'll soon shake your windows and rattle your walls/For the times they are a-changing/Come mothers and fathers/throughout the land/and don’t criticize/what you can’t understand/your sons and daughters are beyond your command” (“ahí fuera está rabiando la batalla/pronto sacudirá sus ventanas/y hará temblar sus muros/porque los tiempos están cambiando/vengan padres y madres/de todo el país/no critiquen lo que no saben entender/sus hijos e hijas están fuera de su control”) – y otros versos de John Lennon, Edwin Starr, Jimmy Hendrix…

Felicidades por la valiente decisión del jurado sueco de ampliar el concepto de literatura; y un llamado al jurado noruego que no sigan usando criterios de conveniencia política para otorgar el Nobel de Paz.

Disculpen el atrevimiento, pero los premios Nobel son patrimonio de la humanidad.

Saludos, Paolo Lüers

Fugaz

A mi me toca decir que seré la persona
Que siempre estará ahí
Para mirarte cuidarte y también expresarte
Y dar mi vida por ti

Las veces, que sea necesario
Esconderte, tras de un armario
Y cobijarte las noches y abrazar tu llanto
Y ser tu héroe, tus risas, tus juegos, tu sueños, tu canto

Y dibujarte castillos con sueños perdidos
Volvértelos realidad
Y resanar las paredes de tu cuerpo herido
Para que pueda amar

Tu sueño personal el mas inesperado
La estrella que alumbra el hilo de tus pesadillas
Y sigiloso meterme bajo tu cama
Y ser por siempre el que a toda hora cuide de tu alma

Y ser tu sueño fugaz
Y ser tu sueño fugaz
Y ser un sueño fugaz que de paso te convierta
El rostro en una canción
Y ser tu ocaso y tu aurora
Quien por las noches te devora
Ser de tu mente un pensamiento
Que vuela a traves del tiempo

A mi me toca decir que seré la persona
Que siempre estará ahí
Para mirarte cuidarte y también expresarte
Y dar mi vida por ti

Las veces, que sea necesario
Esconderte, tras de un armario
Y cobijarte las noches y abrazar tu llanto
Y ser tu héroe, tus risas, tus juegos, tu sueños, tu canto, y ser un sueño fugaz

Consistencia, desafíos y peligros de la cultura cubana frente a las tácticas imperiales

Consistencia, desafíos y peligros de la cultura cubana frente a las tácticas imperiales
Por: Luis Toledo Sande

20 octubre 2016
Más que a una celebración anual, la feliz expresión fiesta de la cubanía merece dar nombre a una actitud cotidiana que aúne júbilo y seriedad en el sentido de trascendencia que debe regir los actos mayores del pueblo cubano. Ese logro no cabe confiarlo a la espontaneidad. La cultura de Cuba tiene la fuerza heredada de su fragua: los preparativos y la lucha armada por la liberación, de la cual, ya arrancada a un imperio, otro la despojó. No en vano su Día de bautismo honra a la primera guerra de independencia en que se alzó la nación que se gestaba, y al estreno en sus inicios, y ya con letra, de su Himno. Por ese camino se llegó a la victoria de 1959, que los gobernantes de los Estados Unidos se han negado a aceptar.
Todo eso es conocido, y merece conocerse cada vez más. Pero la cultura cubana es relativamente joven, y ello, junto con los bríos que la han mantenido viva y en desarrollo, suscita asimismo la falta del sedimento propio de culturas milenarias, y que pueden suplir la conciencia de lo que se es y se quiere ser, y el entusiasmo, pero no el embullo irresponsable, capaz de conducir a deformaciones y trampas funestas. Es necesario estar atentos a los peligros y a los desafíos que la cultura cubana tenga ante sí, y que la ciudadanía deba vencer para cuidar lo que el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, ha llamado el escudo de la nación.
Ahora que se habla de la posible normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, hay muchas cosas en que pensar, o continuar pensando. Una de ellas, no por fuerza la más importante, radica en cuánto al imperio le convendría que, tras el hipotético y esperado fin del bloqueo contra Cuba —llamada por el césar a olvidar la historia, como si el pasado no viviera en el presente y en la marcha de este hacia el futuro—, se le concediera el derecho de seguir utilizando libremente, sin desembolso alguno, el cine de los Estados Unidos. A él, además, como a todo lo del país que representa, suele regalársele el gentilicio americano, con lo que se acepta —y que sea de modo inconsciente no mengua el peso del hecho— la geofagia que desde su fragua aquella nación abrazó hasta en el idioma.
Propiciar que pululen películas del país imperial en Cuba —donde acaso también haya productos audiovisuales de factura nacional marcados por el influjo estadounidense— la llenaría de caballos de Troya portadores de mensajes. Ya prosperan confusiones hasta en planos tan sensibles y representativos como los símbolos. Para ahorrarme argumentaciones que están en textos publicados me permito una autorreferencia bibliográfica: antes y después del 17 de diciembre de 2014 vengo insistiendo sobre el tema en artículos como “¿Banderas nada más?”, “Más que banderas”, “Porque si está la bandera…” y, hace apenas días, “¿Se trata de símbolos?”. Se localizan con relativa facilidad en la red y, el primero de ellos, en la edición digital y en la impresa de la revista Bohemia.
De distintos modos atañen a un tema que he tratado en más artículos, como “Cuba y los Estados Unidos: otra etapa”, aparecido en Cubadebate escasos días después de aquel 17 de diciembre, y reproducido en varios sitios más. A partir de aquella fecha parece haberse disparado algo que venía de antes. El uso, bueno o malo, acertado o desorientado, de los símbolos remite a realidades que los desbordan, y en nuestro caso, se mezcla con muestras de trato irrespetuoso a la bandera y al Himno de la patria la invasión del país por banderas estadounidenses. Ante ello sería irresponsable permanecer indiferentes. Pero ya el hecho se observa, cada vez más, hasta en vehículos de propiedad social que se usan no solo en dependencias subalternas, sino en organismos centrales del Estado.
Para no decir otra cosa, sería candoroso menospreciar semejante señal, y asumir que lo que se despliega en automóviles o se lleva estampado en prendas de vestir, en el calzado y en otros artículos, es no más que la bandera de un pueblo. Por esa condición merece respeto, sí; pero dicho pendón es también, sobre todo oficialmente, el de la potencia que ha generado y genera guerras de rapiña en todo el mundo, y ha intentado estrangular a Cuba por hambre para que se rebele contra el afán socialista y retorne al capitalismo.
Ese es el fin perseguido por el bloqueo económico, financiero y comercial que perdura y ha tenido consecuencias calamitosas para la economía y el pensamiento del país bloqueado. Los estragos en la primera se han contabilizado en cifras colosales, y en el segundo han funcionado de dos modos contradictorios pero que se refuerzan mutuamente: de un lado, la idea de que las carencias sufridas por Cuba se deben a causas internas; del otro, la inercia generada en la justificación de deficiencias propias que no siempre ni por completo se deben al bloqueo.
Pero el bloqueo no ha sido la única acción del imperio contra Cuba: le ha hecho sufrir asimismo una invasión armada, bandas de alzados criminales, ataques terroristas como el de Barbados y otros hechos sangrientos. Tal es el imperio cuyo césar anunció en 2104 que esa política no ha dado los resultados que sucesivas administraciones en su potencia esperaban, por lo cual él y su equipo —encarnación de una línea que viene dando tumbos por lo menos desde John F. Kennedy pero no ha podido imponerse sobre la más burda y retrógrada— entienden necesario buscar otra táctica, para conseguir los mismos fines. Así lo ha dicho el propio césar, desfachatadamente, como corresponde a un emperador. Si hay quienes optan por dejarse engañar no es responsabilidad de ese mandatario.
Reconocer que Cuba necesita el levantamiento del bloqueo, y el cese definitivo de otros crímenes que ella ha venido padeciendo, no obliga a ignorar los rejuegos del imperio. Para vendernos las tácticas de la zanahoria y disimular las del garrote visitó el césar La Habana este año. Me hallaba entonces en España, y algunas personas amigas, solidarias con Cuba pero a menudo con la vista empañada por la distancia y por vivir otras realidades, me preguntaban si tal visita nos haría daño. Les respondía en dos partes. La primera: “Confío en la mayoría de mi pueblo y en nuestra historia revolucionaria”. La segunda: “Espero que la visita no nos dañe más que el bloqueo”.
En ambos casos fui sincero. Pero, estando donde estaba, confieso que no pude sustraerme a recordar una frase que el escritor español Manuel Vázquez Montalbán acuñó para comparar el odioso régimen franquista con las ilusiones propaladas por una transición democrática que algunos han llamado transacción: “Contra Franco estábamos mejor”. Cuba merece que su pueblo logre librarse del bloqueo sin aceptar derivaciones por las cuales se pudiera decir luego: “Contra el bloqueo estábamos mejor que sin él”.
También sinceramente creo que el césar obtuvo logros con su visita. Bastaría saber que, gracias a nuestra televisión —no a la que ofende con su nombre a José Martí—, entró en los hogares y escenificó su papel de tipo simpático. Algún comentarista, en opinión difundida en un medio digital nuestro, llegó a sostener que merecía ese premio por haber venido a Cuba a traernos paz. Y de una cita que el césar hizo del artículo “Tres héroes”, de La Edad de Oro, una cubana dijo a una agencia de prensa de otro país que el gobernante imperial había venido a descubrirnos un Martí que ignorábamos.
Así dijo, a pesar de ser un texto martiano tan conocido, en particular la cita: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía”, una máxima que, por si alguna vez alguien la hubiera olvidado, deberíamos poner en el pórtico de nuestra Constitución socialista junto a otras palabras de Martí que allí ocupan merecido espacio. Ante actos de alabarderismo como aquellos mencionados, indignarse sería poco para un patriota consciente, aunque vinieran de la ignorancia, y no cabe la resignación de considerarlos casos aislados, porque no es seguro que lo sean tanto como quisiéramos.
Otras expresiones verbales y fácticas hablan también de la existencia de hijos e hijas de Cuba prestos a dejarse confundir por la prédica cesárea. Que sean una minoría no es motivo para desconocer ese hecho o restarle importancia. Con razón esas actitudes se han percibido relacionadas con la posibilidad de ver en el césar un salvador, en el camino abonado por la cultura imperial desde los muñequitos hasta el cine, pasando por cuantos terrenos haya podido ella pisar, muchas veces con destripamiento de indios y negros.
Honestidad le faltará al césar, no astucia. Hace poco tiempo visitó Japón, y, aunque en plena ceremonia protocolar un ministro local le recordó abusos cometidos por militares de los Estados Unidos en Okinawa, evadió el elemental deber de pedir perdón al pueblo japonés por hechos tales y, sobre todo, por la barbarie de Hiroshima y Nagasaki. Pero, de haber pedido perdón, ¿habría sido sincero? De paso por Vietnam, ¿no coqueteó aviesamente con ese país, al que la potencia del Norte y sus aliados quisieran utilizar contra China? El tema daría para mucho más, pero apúntese que a la patria de Ho Chi Minh, tan castigada como fue por la salvaje agresión del imperio, al que derrotó, el césar intentó camelarla citando supuestos o reales elogios hechos a su arroz por Thomas Jefferson.
Si avala lo dicho sobre un cereal por ese político —uno de los fundadores de la nación construida a base de usurpaciones que empezaron por los territorios de los pobladores originarios, y se explayaron—, ¿no cabe suponer que abraza también su idea, plasmada en 1820, pero incubada desde antes, según la cual Cuba debía pertenecerles a los Estados Unidos? El entonces presidente de ese país, y autor de su Declaración de independencia, no se quedó en la idea: le instruyó a su secretario de Guerra tomar a Cuba cuanto antes. Tal pensamiento dio origen, en 1823, a la formulación de la llamada teoría de la fruta madura y, en 1898, a la intervención que le arrebató a Cuba el triunfo que ella había probado merecer contra el colonialismo español.
Hoy la invasora presencia de la bandera de los Estados Unidos en Cuba rinde tributo factual a ese pensamiento. A quienes dicen que la exhiben porque les resulta difícil adquirir una enseña cubana, ¿les vamos a creer, aunque tal dificultad sea cierta? Si ostentan la de los Estados Unidos, ¿aman tanto la de su patria? Fuera del uso atenido a protocolos oficiales, otros motivos para tal exhibición puede haber, y ninguno debe resultarnos indiferente. Si es fruto de la indolencia, o del desconocimiento de lo que esa bandera significa para Cuba, algo anda mal en nuestra educación y en nuestra propaganda política, y en parte de nuestro pueblo. Si la causa es simpatía por el imperio, estamos en presencia de una actitud que lleva por directo —o viene de él— al deslumbramiento filoanexionista, si no al anexionismo con todas sus letras, que es harto peligroso.
Cabe insistir en que la anexión está condenada al fracaso, porque, aunque eso ocurra desde perspectivas opuestas, contra ella actúan el pensamiento patriótico y revolucionario y el propio imperio: el primero, por su naturaleza independentista y antimperialista; el segundo, porque no está interesado en anexarse pueblos que considera inferiores, sino en someterlos como colonias, y saquearlos. Pero el anexionismo les abre el camino a las actitudes e ideas lacayunas y antinacionales, y eso basta para que sea necesario combatirlo.
El imperio no cesa en el afán de minar ideológica y culturalmente a Cuba para doblegarla. Mantiene el bloqueo en sus columnas principales; con la decisión del propio césar revalidó hace pocas semanas la Ley de Comercio con el Enemigo, que data de 1917 y da base al bloqueo; sigue aplicando la llamada Ley de Ajuste Cubano y los engendros asociados a ella; ni admite poner en discusión —al menos de modo que llegue a ser noticia— la devolución del territorio de Guantánamo ocupado contra la voluntad de Cuba. Añádase que hace apenas unos días el imperio confirió rango de embajador al máximo representante de su embajada en La Habana, investido hasta entonces como encargado de negocios, asimetría irrespetuosa con respecto a Cuba y su representación en Washington.

Fuentes del imperio mismo revelan planes para quebrantar nuestra sociedad civil y ponerla a su servicio. En estos días se conoció públicamente el informe de 2015 de la denominada Fundación Nacional para la Democracia, con una larga lista de frentes en los cuales proclama lo que invierte el gobierno de los Estados Unidos en busca de que Cuba tenga la sociedad civil que a él le interesa. Con sus particularidades, esa Fundación, al igual que instituciones del tipo de la Agencia para el Desarrollo Internacional y World Learning, son tan brazos del imperio como la CIA y la OTAN, y parte de la maniobra imperial, so pretexto de intercambio académico, estriba en organizar cursos para formar líderes jóvenes contra el proyecto socialista cubano.

La reacción de nuestro estudiantado, con sus organizaciones al frente, ha sido clara. Pero ¿debemos suponer que representa por igual a la totalidad de los estudiantes y de la población? ¿Sería sensato considerar que los planes del imperio no han tenido ningún éxito en nuestra sociedad? Si los ha tenido, urge revertirlos. Habría que hurgar en determinados órganos o sistemas de información llamados independientes pero financiados por fuerzas hostiles a la Revolución Cubana. Esos órganos o sistemas aprovechan, entre otras cosas, reales o supuestas deficiencias de nuestra prensa, que no debe compararse con la inmoral del capitalismo, y sí perfeccionarse, como reclaman el pueblo y la dirección revolucionaria.

La lucha, ni fácil ni corta, solo terminaría con la desaparición del imperio, la cual no está a la vista, o con el sometimiento de Cuba, y eso nos toca a nosotros impedirlo. La proliferación de la bandera estadounidense tendrá distintas implicaciones, y dos de ellas no son equivalentes pero tienen concomitancias entre sí, o todo un conjunto intersección: de un lado, la idealización de los Estados Unidos; del otro, la marginalidad presente en nuestro cuerpo social. Esta concierne incluso a la formación del gusto, que no siempre ni básicamente es cuestión de responsabilidad individual. Corresponde a la sociedad en pleno y a sus instituciones de información y educacionales, y al mercado, que a veces parece que, en cuanto a ropa, abona lo que pudiéramos llamar estética jineteril.

Probablemente entre marginales proliferen más que en cualquier otro ámbito la bandera estadounidense y referencias a ella en prendas de vestir o modos de llevarlas que están lejos de evidenciar buen gusto. Pero entre nosotros la marginalidad requiere una valoración particular y a fondo. Si la entendemos como el sector que se autoexcluye del centro de un proyecto social determinado, hallaremos marginales de cuello blanco, muy bien vestidos, y otros que habría que ubicar muy cerca o de lleno en el lumpen, que en nuestra sociedad a veces parece ocupar espacios centrales y arrinconar a las personas decentes.
Eso quizás no pueda saberse bien, o se tendrá solamente como un dato más o menos abstracto, si no se frecuentan nuestras calles ni se usa el transporte colectivo, que viene a ser como una universidad sociológica itinerante. Por lo menos en la capital del país los ómnibus llamados urbanos merecen ese nombre por las zonas donde circulan, no porque los caracterice la urbanidad. Acaso el mal entendido igualitarismo —ojo: no esgrimirlo contra la aspiración de alcanzar una justa equidad— haya propiciado que se le dé a la chusma espacios que no le pertenecen ni se le debe permitir que domine.
José Martí, quien echó su suerte con los pobres de la tierra —lejos de proclamarlo como simple consigna, optó por ser pobre cuando pudo haber sido rico—, en 1880 dijo: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”. Y fue también el revolucionario que en 1887, ante el drama terrible que en los Estados Unidos generaba la represión antiobrera, escribió que aquella república, devenida cesárea, se confabulaba y ponía sus recursos en función de “aterrar […] no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes”.
Cabría meditar sobre cuánto es probable que en ocasiones hayamos dejado de ser un país de razón. Aquí la chusma, ni siquiera ya adolorida —o no más adolorida que el pueblo que trabaja, padece penurias y se esfuerza por salvar la patria—, emerge y contagia. A niveles colectivos ello se aprecia en el apogeo de la grosería, en una creciente pérdida de la fineza, cualidad que ha sido una de las características de la cultura cubana hasta en sus expresiones más populares. Se manifiesta incluso en el doble sentido cultivado por compositores como Ñico Saquito o El Guayabero, y que ya parece pensado para niños y niñas ante la andanada de groserías que prosperan en hombros del peor reguetón, y valga lo de peor, porque ningún género está fatalmente llamado a ser grosero. Si la vulgaridad pulula, búsquese la explicación en la sociedad, no en una expresión musical determinada.
Sería terrible que lo cubano terminara confundido con la vulgaridad. Pero eso, más que un peligro, es a veces un hecho, y la cultura cubana necesita salvarse de todo aquello que la ponga en peligro, aunque sea porque niegue la fineza de su alma popular. En esta parte retomo y amplío puntos de una entrevista que a finales de septiembre o inicios de octubre circuló en Cubarte. En ella, para la que respondí un cuestionario de la periodista Astrid Barnet, rocé elementos concernientes a la cubanidad y la cubanía, y a circunstancias que pueden abonarlas o empobrecerlas.
Si conceptos que pudieran descansar en sus soportes naturales —textos especializados y otros por el estilo— saltan de esos sitios y se agitan reclamando atención, probablemente sea porque las circunstancias demandan reflexionar sobre su significado, sus implicaciones y sus exigencias. Eso ha venido ocurriendo en torno a expresiones empleadas en 1949 por Fernando Ortiz en su conferencia “Los factores humanos de la cubanidad”, en la cual definió ese concepto y otro afín, la cubanía. Es más o menos sabido que aquel concierne a la condición genérica —objetiva, digamos— del ser cubano, mientras el segundo remite a esa condición asumida en el plano afectivo, emocional, con capacidad para ejercerla. Es cuestión de idiosincrasia, sicología y querencia.
Para Cuba y su cultura la cubanidad y la cubanía son vitales, y no deben tomarse con chovinismos patrioteros, pero sí con patriotismo, con orgullo natural y fértil en una nación formada en lucha o resistencia contra imperios. La ausencia de patriotismo refuerza peligros diversos, máxime cuando no se vislumbra el triunfo a escala planetaria del internacionalismo liberador, y en su inmensa mayoría los pueblos viven amenazados por unas pocas potencias que obedecen a una de ellas, cuartel general de un imperio todavía hegemónico, o dominante al menos. Su declive, ya en marcha, se vislumbra largo: ha usurpado recursos que le permiten perdurar y seguir influyendo sobre el resto del mundo.
No solamente goza de poderío económico, militar y político. Su industria del entretenimiento y de la moda le aporta frutos que, comoquiera que merezcan ser considerados —razones sobran a veces para calificarlos de anticulturales— han tenido éxito en el plano cultural. Con ello ha conseguido que su cultura muchos la tengan por paradigmática, como si fuera, sin más, la cultura del mundo.
A la cultura cubana le urge librarse de esas expresiones colonizantes, y de las andanadas de la vulgaridad. Así como el robo es objetivamente más contrarrevolucionario que una consigna contrarrevolucionaria escrita en una pared, la grosería es profundamente anticultural, contraria a la mejor cubanía, y no se debe seguir permitiendo que los cultores de lo grosero actúen a sus anchas para que no se revuelvan políticamente, porque su vulgaridad, como el robo, es contraria a la Revolución y a la convivencia bien educada que ella necesita, debe y merece fomentar.
La cubanidad es un hecho objetivo, ni siquiera limitada a revolucionarios. Puede hallarse en personas que no compartan no digamos ya la aspiración socialista, sino un pensamiento opuesto al neoliberalismo, al culto de la propiedad privada. Pero la cubanía, en la que también caben matices políticos diferentes —aunque aspiremos a que en ella prime el patriotismo revolucionario— solamente puede vivir de la alegría y el orgullo de ser cubano, o cubana, y esa actitud, que no se ha de confundir con banalidad y chapucería, no se da gratis ni de modo automático en todas las personas que son objetivamente cubanas.
Las penurias materiales generan una miseria que infecta la esfera espiritual, y puede menguar la plenitud que la cubanía requiere para ser verdaderamente firme y constituir una fuerza capaz de enfrentar desafíos, confusiones, maniobras imperiales y otros retos. Si extranjero, palabra que nació con intención más bien insultante —excluyente al menos, como forastero y fuereño, sin olvidar bárbaro— se convierte en un rótulo parecido al nombre de un oficio rentable, algo puede lacerar la cubanidad y, sobre todo, la cubanía.
Especialmente contra la segunda pueden operar las carencias, las privaciones que no todas las personas asumen con igual actitud, con la misma entereza, sin dejarse aplastar por ellas y manteniendo una máxima que era orgullo de las mejores expresiones de cubanos y cubanas: ser pobre, pero honrado. Esa dicotomía valdría la pena replantearla de un modo más orgánico: ser pobre y honrado, sin olvidar que el desiderátum digno no está ni en la riqueza opulenta ni en la miseria, y que la prosperidad material vale poco y se sostiene mal si no se acompaña de la prosperidad de las virtudes, de la utilidad de la virtud, la que Martí quería para su Ismaelillo, que en él, todo un Ismael fundador, sería de hecho el pueblo y la república a cuya fundación se consagraba, no solo su hijo carnal.
En un terreno donde la individualidad desempeña un papel tan relevante pueden causar estragos los males fomentados por el bloqueo y otras acciones del enemigo; pero también se puede sufrir el efecto provocado por decisiones internas que, aunque fueran ineludibles o se estimara que lo son, dejan secuelas deplorables. Pensemos en lo que significa, en el país del Nicolás Guillén de “Tengo”, prohibir a sus naturales entrar en hoteles. Esa prohibición se derogó hace años ya, felizmente; pero no tienen por qué haber desaparecido sus huellas, y los peligros acechan por distintos caminos, como contratar, para construir en Cuba, a obreros de otras naciones que así reciben, aunque explotados por empresas extranjeras, beneficios económicos que los trabajadores y trabajadoras del país necesitan.
Esa contratación podrá ser incluso legal —lo que llamaría a revisar leyes y reglamentos—, y tal vez se requiera en algunas especialidades de la construcción, aunque Cuba ha sido capaz de exportar fuerza de trabajo para construir en otros países. Pero no dejará de tener efectos nocivos, máxime cuando en la realidad, o en la imaginación —a veces tan influyente como los hechos, o más—, la opción se explica por la falta de trabajadores cubanos capaces de construir con altos niveles de calidad, y aún peor si se dice que en general no son confiables, porque roban.
Semejante generalización, como otras, será injusta; pero ello no borraría la evidencia de que el país está urgido de sanearse en el plano ético, sin el cual ninguna esfera de la sociedad estará bien plantada. Y esa no es una meta que empiece y termine en abstracciones: incluye fomentar, junto con la honradez personal y colectiva, y la pericia en oficios y profesiones, el hábito y la disciplina laborales, imprescindibles para crear los bienes materiales necesarios y nutrir la moral cotidiana. Si el trabajo no es la fuente principal de la existencia y del bienestar, el funcionamiento de la sociedad será, cuando menos, fallido.
Lo indeseable que se ha dicho en los párrafos precedentes, y a lo cual seguramente habría que añadir otros elementos, es peligroso para un país que se ha forjado, y se ha hecho su lugar en el mundo, a base de luchar contra el colonialismo y contra el imperialismo. Estos, aun vencidos, pueden dejar huellas y esporas de su herencia, incluidos los complejos de inferioridad que en tales circunstancias prosperan de modo sostenido en algunas mentes. Quién sabe si no en pocas.
Con respecto a eso, hay una realidad sobre la cual una afirmación categórica no podría hacerse sin la debida investigación. Pero no parece aventurado relacionar la proliferación de banderas de los Estados Unidos en Cuba con la cantidad de personas, no solo jóvenes, que aquí —como en otras latitudes— cifran sus esperanzas en emigrar al mismo país imperial que ha agredido y bloqueado a Cuba, pero que, poderoso como es, mucho ha invertido en dar una imagen amable de sí mismo, la imagen con que se enmascara una potencia que en realidad siembra muerte y saqueo en todas partes. La cifra de personas que ven en los Estados Unidos la solución de sus problemas, ¿no encarna un logro visible del llamado “sueño americano”, traducción mecánica de American dream, que debería pasarse al español como “sueño estadounidense”?
Antes cargábamos la mano al estimar que la emigración a los Estados Unidos era de carácter político, y quienes se iban para allí eran apátridas que no pasarían de lavaplatos. Soslayábamos que ningún trabajo es de suyo indigno, y que el imperio invertiría para beneficiar interesadamente, y enfrentarlos a la Revolución, a los cubanos y cubanas que llegaran a él. Ahora tal vez incurramos en otra valoración simplista: dar por sentado que la emigración responde solo a causas económicas. En último caso, si es política, debe alarmarnos, porque habla de contradictores, para no decir enemigos, del proyecto revolucionario; y, si es económica, también, porque habla de penurias materiales y de un funcionamiento que el país no ha alcanzado, y necesita que sea cotidiano para ser no solo próspero y sustentable, sino también vivible con alegría.
Impedir ese logro ha sido uno de los propósitos del bloqueo imperialista, pero la nación cubana tiene el deber de revertir los efectos de tal propósito, exista o no exista el bloqueo. Es, al menos, un desiderátum ineludible. Y el sentido común, no solo el marxismo que a veces parece que olvidamos, a cada paso muestra que la política y la economía son inseparables. Cuando se les intenta desvincular, se corren peligros como sucumbir a un politicismo dogmático, desmedulado de realidad, o a un pragmatismo que está lejos de representar propiamente las aspiraciones revolucionarias y emancipadoras, el afán de independencia, soberanía y justicia social.
Hacer que el país sea vivible supone crear condiciones para que permanecer en Cuba resulte atractivo, amable, y no parezca un sacrificio al que solo están dispuestos quienes sean revolucionarios verdaderos. La vanguardia revolucionaria se esforzará por mantener en pie a la nación, con soberanía y con equidad. Pero no todos los pobladores del país estarán en la vanguardia, y esta, por serlo, lo más probable es que sea minoritaria, o no alcance la cifra que, más a base de deseos que de datos, le atribuimos.
Si la cubanía se quiebra por indiferencia ante los valores que la nutren, o estos se ignoran, hay motivos para preocuparse, porque no solo estará en peligro un sentimiento: lo estarán la cultura de la nación, y la nación misma. Sin esa cultura Cuba no sería la que deseamos que exista y perdure, y que debemos defender, cultivar como realidad emancipadora en desarrollo, no como fantasmagoría de nociones propaladas por el imperio y sus voceros.
Lo hasta aquí dicho no hace más que insistir en la voz de alarma que numerosas personas han venido dando, durante años ya, desde posiciones y ángulos diversos. Pero urge acometer la acción necesaria para hacer frente a la realidad descrita, para no confiar a un rumbo espontáneo lo que debe ser objeto de la conciencia y de la dirección de la sociedad. Por ello esta intervención termina glosando dos de los mensajes que le llegaron al autor a propósito del texto “¿Se trata de símbolos?”, escrito para el espacio Dialogar, dialogar y ya mencionado. No revelo los nombres de sus remitentes, porque no les he pedido autorización para hacerlo.
De la ciudad histórica y heroica, Monumento Nacional, donde estamos reunidos, me llegó, y ahora lo resumo, este criterio de una compañera: el discurso de la preocupación por el mal uso de los símbolos y por el destino del país debería interiorizarse en el diálogo con las personas que tienen responsabilidades en las diferentes esferas del Partido y del Gobierno en todos los territorios del país, para pasar resueltamente de la preocupación y la alarma a la acción contra lo mal hecho.
Y de un colega de la propia Habana, y con reconocida autoridad intelectual, son unas líneas que despojo de algunos adjetivos y juicios y dejo en puro hueso: “Ayer iba a Dialogar, dialogar, pero a última hora la salud me impidió hacerlo. Sentí mucho no acompañarlos. Es muy impresionante que contemos con tanta riqueza de conciencia y de revolucionarios de verdad, y no se emprenda una batalla ideológica para salvarnos”.
Ciertamente a veces se percibe una pasividad que, para decirlo con una expresión frecuente en tiempos de mis padres, da grima. Como si el recuerdo de excesos interdictivos en que alguna vez incurrimos nos hiciera tener un paralizante complejo de culpa. Sin practicar contraproducentes cacerías de brujas, urge la batalla necesaria para enfrentar y vencer las tácticas imperiales enfiladas contra la nación cubana y la cultura patriótica, revolucionaria, justiciera y fina que, junto con la acción —de armas y de pensamiento— le permitió a este país conquistar la dignidad de sus hijos y sus hijas, y lo elevó al sitio con que ganó la admiración del mundo. Descender de esa altura sería una deserción imperdonable, un acto de lesa patria, cuando menos, y no podemos permitirnos un despropósito semejante.
*Base para la conferencia del autor sobre el tema, el 18 del presente mes, en la Fiesta de la Cubanía, celebrada en Bayamo.
(Tomado de Cubarte)

Marxismo y religión: ¿opio del pueblo?

Marxismo y religión: ¿opio del pueblo?
Michael Löwy
¿ES AÚN LA RELIGIÓN, tal como Marx y Engels la entendían en el siglo XIX, un baluarte de reacción, oscurantismo y conservadurismo? Brevemente, sí, lo es. Su punto de vista se aplica aún a muchas instituciones católicas (el Opus Dei es sólo el ejemplo más obvio), al uso fundamentalista corriente de las principales confesiones (cristiana, judía, musulmana), a la mayoría de los grupos evangélicos (y su expresión en la denominada “iglesia electrónica”), y a la mayoría de las nuevas sectas religiosas, algunas de las cuales, como la notoria iglesia del reverendo Moon, son nada más que una hábil combinación de manipulaciones financieras, lavado de cerebro y anticomunismo fanático.

Sin embargo, la emergencia del cristianismo revolucionario y de la teología de la liberación en América Latina (y en otras partes) abre un capítulo histórico y alza nuevas y excitantes preguntas que no pueden responderse sin una renovación del análisis marxista de la religión.
Inicialmente, confrontados con tal fenómeno, los marxistas recurrirían a un modelo tradicional que concibe a la iglesia como un cuerpo reaccionario enfrentando a los trabajadores y los campesinos cristianos que podrían haber sido considerados soportes de la revolución. Incluso mucho tiempo después, la muerte del Padre Camilo Torres Restrepo, quien se había unido a la guerrilla colombiana, fue considerada un caso excepcional. Corría el año 1966. Pero el creciente compromiso de los cristianos –incluidos muchos religiosos y curas– con las luchas populares y su masiva inserción en la revolución sandinista claramente mostraron la necesidad de un nuevo enfoque.
Los marxistas desconcertados o confundidos por estos desarrollos aún recurren a la distinción usual entre las prácticas sociales vigentes de estos cristianos, por un lado, y su ideología religiosa, por el otro, definida como necesariamente regresiva e idealista. Sin embargo, con la teología de la liberación pensadores religiosos utilizarán conceptos marxistas y bregarán a favor de las luchas emancipatorias.
De hecho, algo nuevo sucedió en la escena religiosa de Latinoamérica durante las últimas décadas, de importancia histórica a nivel mundial. Un sector significativo de la iglesia –creyentes y clérigos– en América Latina ha cambiado su posición en el campo de la lucha social, poniendo sus recursos materiales y espirituales al servicio de los pobres y de su pelea por una nueva sociedad.
¿Puede el marxismo ayudarnos a explicar estos eventos inesperados?
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La conocida frase “la religión es el opio del pueblo” es considerada como la quintaesencia de la concepción marxista del fenómeno religioso por la mayoría de sus partidarios y oponentes. ¿Cuán acertado es este punto de vista? Antes que nada, uno debería enfatizar que esta afirmación no es del todo específicamente marxista. La misma frase se puede encontrar, en diversos contextos, en los escritos de Immanuel Kant, J. G. Herder, Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer, Moses Hess y Heinrich Heine.
Por ejemplo, en su ensayo sobre Ludwig Börne (1840), Heine ya la empleaba –en una manera positiva (aunque irónica) –: “Bienvenida sea una religión que derrama en el amaro cáliz de la sufriente especie humana algunas dulces, soporíferas gotas de opio espiritual, algunas gotas de amor, esperanza y creencia”. Moses Hess, en su ensayo publicado en Suiza en 1843, toma una postura más crítica (pero aún ambigua): “La religión puede hacer soportable […] la infeliz conciencia de servidumbre […] de igual forma el opio es de buena ayuda en angustiosas dolencias” (citado en Gollwitzer, 1962: 15-16) [1].
La expresión apareció poco después en el artículo de Marx Acerca de la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844). Una lectura atenta del párrafo marxista donde aparece esta frase revela que la cuestión es más compleja de lo que usualmente se cree. Aunque obviamente crítico de la religión, Marx toma en cuenta el carácter dual del fenómeno y expresa: “La angustia religiosa es al mismo tiempo la expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como lo es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Marx, 1969a: 304).
Si uno lee el ensayo completo, aparece claramente que el punto de vista de Marx debe más a la postura de izquierda neo-hegeliana –que veía la religión como la alienación de la esencia humana– que a la filosofía de la Ilustración –que simplemente la denunciaba como una conspiración clerical. De hecho, cuando Marx escribió el pasaje mencionado era aún un discípulo de Feuerbach y un neo-hegeliano. Su análisis de la religión era, por consiguiente, “pre-marxista”, sin referencia a las clases y ahistórico. Pero tenía una cualidad dialéctica, codiciando el carácter contradictorio de la “angustia” religiosa: a la vez una legitimación de condiciones existentes y una protesta contra estas.
Fue sólo después, particularmente en La ideología alemana (1846), que el característico estudio marxista de la religión como una realidad social e histórica tuvo su origen. El elemento clave de este nuevo método para el análisis de la religión es acercarse a ella como a una de las diversas formas de ideología –a saber, de la producción espiritual de un pueblo; de la producción de ideas, representaciones y conciencia, necesariamente condicionadas por la producción material y las correspondientes relaciones sociales. Aunque él suele utilizar el concepto de “reflejo” –el cual conducirá a varias generaciones de marxistas hacia un callejón sin salida– la idea clave del libro es la necesidad de explicar la génesis y el desarrollo de las distintas formas de conciencia (religiosa, ética, filosófica, etc.) por las relaciones sociales, “lo que significa, por supuesto, que la cuestión puede ser representada en su totalidad” (Marx, 1969b: 154, 164). Una escuela “disidente” de la sociología de la cultura marxista (Lukács, Goldmann) estará a favor del concepto dialéctico de totalidad en lugar de adscribir a la teoría del reflejo.
Luego de escribir junto a Engels La ideología alemana, Marx prestó poca atención a la cuestión de la religión como tal, a saber, como un universo específico de significados culturales e ideológicos. Uno puede encontrar, sin embargo, en el primer volumen de El Capital, algunas observaciones metodológicas interesantes. Por ejemplo, la bien conocida nota a pie de página en la que responde al argumento sobre la importancia de la política en la Antigüedad y de la religión en la Edad Media revela una concepción amplia de la interpretación materialista de la historia: “Ni la Edad Media pudo vivir del Catolicismo ni la Antigüedad de la política. Las respectivas condiciones económicas explican, de hecho, por qué el Catolicismo allá y la política acá juegan el rol dominante” (Marx, 1968: 96, Tomo I). Marx nunca se tomaría la molestia de suministrar las razones económicas que explicarían la importancia de la religión en el Medioevo, pero este pasaje es importante porque reconoce que, bajo ciertas condiciones históricas, la religión puede de hecho jugar un rol dominante en la vida de una sociedad.
A pesar de su poco interés por la religión, Marx prestó atención a la relación entre protestantismo y capitalismo. Diversos pasajes de El Capital hacen referencia a la contribución del protestantismo a la primitiva acumulación de capital –por ejemplo, por medio del estímulo a la expropiación de propiedades de la iglesia y prados comunales. En los Grundrisse, Marx formula –¡medio siglo antes del famoso ensayo de Max Weber!– el siguiente comentario, significativo y revelador respecto de la íntima asociación entre protestantismo y capitalismo: “El culto del dinero tiene su ascetismo, su auto-abnegación, su auto-sacrificio –la economía y la frugalidad, desprecio por lo mundano, placeres temporales, efímeros y fugaces; el correr detrás del eterno tesoro. De aquí la conexión entre el Puritanismo inglés o el Protestantismo holandés y el hacer dinero” (Marx, 1968: 749-750, Tomo I; 1973: 232; 1960a: 143). La semejanza –no la identidad– con la tesis de Weber es sorprendente, más aún puesto que el autor de Ética protestante no pudo haber leído este pasaje (los Grundrisse fueron publicados por primera vez en 1940).
Por otra parte, Marx se refiere cada tanto al capitalismo como una “religión de la vida diaria” basada en el fetichismo de mercancías. Describe al capitalismo como “un Moloch que requiere el mundo entero como un sacrificio debido”, y el progreso del capitalismo como un “monstruoso Dios pagano, que sólo quería beber néctar en la calavera de la muerte”. Su crítica a la política económica está salpicada de frecuentes referencias a la idolatría: Baal, Moloch, Mammon, Becerro de Oro y, por supuesto, el concepto de “fetichismo” en sí mismo. Pero este lenguaje tiene más un significado metafórico que sustancial (en términos de la sociología de la religión) (Marx, 1960b: 226, Vol. 9 y 488, Vol. 26) [2].
Friedrich Engels desplegó (probablemente por su educación pietista) un interés mucho mayor que el de Marx por el fenómeno religioso y su rol histórico. El aporte principal de Engels al estudio marxista de la religión es su análisis de la relación de las representaciones religiosas con las luchas de clases. Más allá de la polémica filosófica de “materialismo contra idealismo”, él estaba interesado en entender y explicar formas históricas y sociales concretas de religión. La cristiandad no apareció (como en Feuerbach) como una “esencia” atemporal, sino como un sistema cultural experimentando transformaciones en diferentes períodos históricos. Primero la cristiandad fue una religión de los esclavos, luego la ideología estatal del Imperio Romano, después vestimenta de la jerarquía feudal y, finalmente, se adapta a la sociedad burguesa. Así aparece como un espacio simbólico en el que se enfrentan fuerzas sociales antagónicas –por ejemplo en el siglo XVI: la teología feudal, el protestantismo burgués y los plebeyos herejes.
Ocasionalmente su análisis tropieza con un utilitarismo estrecho, interpretación instrumental de movimientos religiosos. En Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, escribe: “cada una de las distintas clases usa su propia apropiada religión […] y hace poca diferencia si estos caballeros creen en sus respectivas religiones o no” (Engels, 1969a: 281).
Engels parece no encontrar nada más que el “disfraz religioso” de intereses de clases en las diferentes formas de creencias. Sin embargo, gracias a su método de análisis en términos de lucha de clases, Engels se da cuenta, y así lo expresa en La guerra campesina en Alemania, de que el clero no era un cuerpo socialmente homogéneo: en ciertas coyunturas históricas, se dividía internamente según su composición social. Es así que durante la Reforma tenemos, por un lado, el alto clero, cumbre de la jerarquía feudal, y, por el otro, el bajo clero, que da sustento a los ideólogos de la Reforma y del movimiento revolucionario campesino (Engels, 1969b: 422-475).
Siendo materialista, ateo y un irreconciliable enemigo de la religión, Engels comprendió, como el joven Marx, el carácter dual del fenómeno: su rol en la legitimación del orden existente, pero además, de acuerdo a circunstancias sociales, su rol crítico, de protesta e incluso revolucionario.
En primer lugar, él estaba interesado en la cristiandad primitiva a la cual definía como la religión de los pobres, los desterrados, condenados, perseguidos y oprimidos. Los primeros cristianos provenían de los niveles más bajos de la sociedad: esclavos, hombres libres a los cuales les habían sido negados sus derechos y pequeños campesinos perjudicados por las deudas (Engels, 1969c: 121-122, 407). Tan lejos fue que hasta mostró un asombroso paralelo entre esta primitiva cristiandad y el socialismo moderno, planteando que: a) ambos movimientos fueron creados por las masas –no por líderes ni profetas–; b) sus miembros fueron oprimidos, perseguidos y proscriptos por las autoridades dominantes, y c) predicaron una inminente liberación y eliminación de la miseria y la esclavitud. Para adornar su comparación, un tanto provocativamente, Engels citó un dicho del historiador francés Renán: “si quiere tener una idea de cómo fueron las primeras comunidades cristianas, mire la rama local de la Asociación Internacional de Trabajadores” (Engels, 1969c).
Según Engels, el paralelismo entre socialismo y cristiandad temprana está presente en todos los movimientos que sueñan, desde todos los tiempos, restaurar la primitiva religión cristiana –desde los laboristas de John Zizka (“de gloriosa memoria”) y los anabaptistas de Thomas Münzer hasta (luego de 1830) los comunistas revolucionarios franceses y los partisanos del comunista utópico alemán Wilhelm Weitling.
Sin embargo, y según deja constancia en sus Contribuciones a la historia de la cristiandad primitiva, Engels encuentra que se mantiene una diferencia esencial entre los dos movimientos: los cristianos primitivos eligieron dejar su liberación para después de esta vida, mientras que el socialismo ubica su emancipación en el futuro próximo de este mundo (Engels, 1960: capítulo 25).
¿Pero es esta diferencia tan clara como parecía a primera vista? En su estudio de las grandes guerras campesinas en Alemania ya no se plantea esta oposición. Thomas Münzer, el teólogo y líder de la revolución campesina y hereje anabaptista del siglo XVI, quería el inmediato establecimiento en la tierra del Reino de Dios, el reino milenario de los profetas. De acuerdo con Engels, el Reino de Dios para Münzer era una sociedad sin diferencias de clases, sin propiedad privada y sin autoridad estatal independiente de, o externa a, los miembros de esa sociedad. Sin embargo, Engels estaba aún tentado a reducir la religión a una estratagema: habló de la “fraseología” cristiana de Münzer y su “manto” bíblico (Engels, 1969b: 464). La dimensión específicamente religiosa del milenarismo de Münzer, su fuerza espiritual y moral, su experimentada auténtica profundidad mística, Engels parece haberlas eludido. Sin embargo, Engels no esconde su admiración por el profeta alemán, describiendo sus ideas como “cuasi-comunistas” y “religiosas revolucionarias”: eran en menor medida una síntesis de las demandas plebeyas de aquellos tiempos, “una brillante anticipación” de futuros objetivos emancipadores proletarios. Esta dimensión anticipadora y utópica de la religión no es explorada por Engels pero será trabajada de manera intensa y rica por Ernst Bloch.
El último movimiento subversivo bajo el estandarte de la religión fue, según Engels, el movimiento puritano inglés del siglo XVII. Si la religión, y no el materialismo, suministró la ideología de esta revolución, es por la naturaleza políticamente reaccionaria de la filosofía materialista en Inglaterra, representada por Hobbes y otros partisanos del absolutismo real. En contraste con este materialismo y deísmo conservador, las sectas protestantes dieron a la guerra contra la monarquía de los Estuardos su bandera religiosa y sus combatientes (Engels, 1969d: 99).
Este análisis es interesante: rompiendo con la visión lineal de la historia heredada de la Ilustración, Engels reconoce que la lucha entre materialismo y religión no necesariamente corresponde a la guerra entre revolución y contrarrevolución, progreso y regresión, libertad y despotismo, clases oprimidas y dominantes. En este preciso caso, la relación es exactamente la opuesta: religión revolucionaria contra materialismo absolutista.
Engels estaba convencido de que, desde la Revolución Francesa, la religión no podía funcionar más como una ideología revolucionaria, y se sorprendió cuando comunistas franceses y alemanes –tales como Cabet o Weitling– proclamaron que “cristiandad es comunismo”. Este desacuerdo sobre la religión fue una de las principales razones de la no participación de comunistas franceses en el Anuario Franco-Alemán en 1844 y de la ruptura de Marx y Engels con Weitling en 1846.
Engels no podía anticipar la teología de la liberación, pero, gracias a su análisis del fenómeno religioso desde el punto de vista de la lucha de clases, trajo a la luz el potencial de protesta de la religión y abrió camino para un nuevo acercamiento –distinto tanto de la filosofía de la Ilustración cuanto del neo-hegelianismo alemán– a la relación entre religión y sociedad.
***
La mayoría de los estudios realizados sobre religión en el siglo XX se limitan a comentar, desarrollar o aplicar las ideas esbozadas por Marx y Engels. Tales fueron los casos, por ejemplo, de los ensayos de Karl Kautsky sobre el utopista Tomás Moro o sobre Thomas Münzer. Kautsky consideraba a todas estas corrientes religiosas como movimientos “precursores del socialismo moderno” cuyo objetivo era un estilo de comunismo distributivo –opuesto al comunismo productivo del movimiento obrero moderno. Mientras Kautsky nos provee interesantes revelaciones y detalles acerca de las bases sociales y económicas de estos movimientos y sus aspiraciones comunistas, usualmente reduce sus creencias religiosas a un simple “envoltorio” o “ropaje” que “oculta y disimula” su contenido social. Las manifestaciones místicas y apocalípticas de las herejías medievales son, desde su punto de vista, expresiones de desesperación, resultantes de la imposibilidad de consumar sus ideales comunistas (Kaustky, 1913: 170, 198, 200-202). En su libro acerca de la Reforma alemana, Kaustky no pierde tiempo con la dimensión religiosa de la lucha entre católicos, luteranos y anabaptistas: despreciando lo que él llama la “disputa teológica” entre estos movimientos religiosos, concibe como única tarea del historiador “remontar las luchas de esos tiempos a la contradicción de intereses materiales”. En este sentido, las 95 Tesis de Lutero, según Kautsky, no reflejaron tanto un conflicto sobre el dogma, como un conflicto en torno de temas económicos: el dinero que Roma extraía de Alemania bajo la forma de impuestos eclesiásticos (Kautsky, 1921: 3, 5).
Su libro sobre Tomás Moro es más original: ofrece un candente e idílico dibujo de la popular cristiandad medieval como una jubilosa y alegre religión, llena de vitalidad y bellas celebraciones y fiestas. El autor de Utopía, Tomás Moro, es presentado como el último representante de este popular, viejo y feudal catolicismo –completamente diferente del jesuítico moderno. Según Kautsky, Moro eligió como religión el catolicismo en lugar del protestantismo porque estaba en contra de la brutal proletarización del campesinado resultante de la destrucción de la iglesia tradicional y de la expropiación de tierras comunitarias por la Reforma Protestante en Inglaterra. Por otro lado, las instituciones religiosas de la isla Utopía muestran que él estaba lejos de ser un partidista del establecido autoritarismo católico: defendía la tolerancia religiosa, la abolición del celibato clerical, la elección de curas por sus comunidades y la ordenación de mujeres (Kautsky, 1890: 101, 244-249, 325-330).
Muchos marxistas en el movimiento de trabajadores europeo eran radicalmente hostiles a la religión, pero creían que la batalla atea contra la ideología religiosa debía subordinarse a las necesidades concretas de la lucha de clases, la cual demandaba la unidad entre trabajadores que creen en Dios y aquellos que no creen. Lenin mismo, que seguidamente denunció la religión como una “niebla mística”, insistió en su artículo “Socialismo y religión” (1905) en que el ateísmo no debería ser parte del programa del Partido porque la “unidad en la real lucha revolucionaria de las clases oprimidas por un paraíso en la tierra es más importante que la unidad en la opinión proletaria sobre el paraíso en el cielo” (Lenin, 1972: 86, Vol. 10).
Rosa Luxemburgo compartió esta estrategia, pero desarrolló un argumento diferente y original. Aunque ella misma era una ferviente atea, en sus escritos atacó menos a la religión como tal que a las políticas y programas reaccionarios de la iglesia, en nombre de su propia tradición. En un ensayo escrito en 1905 (“Iglesia y socialismo”) insistió en que los socialistas modernos son más leales a los principios originales de la cristiandad que el clero conservador de hoy. Desde que los socialistas luchan por un orden social de igualdad, libertad y fraternidad, los curas, si honestamente quieren implementar en la vida de la humanidad el principio cristiano “ama al prójimo como a ti mismo”, deberían dar la bienvenida al movimiento socialista. Cuando el clero apoya al rico, y a aquellos que explotan y oprimen al pobre, está en contradicción explícita con las enseñanzas cristianas: sirve no a Cristo sino al Becerro de Oro. Los primeros apóstoles de la cristiandad eran comunistas apasionados, y los Padres de la Iglesia (como Basilio y Juan Chrysostomo) denunciaron las injusticias sociales. Hoy esta causa la lleva adelante el movimiento socialista que acerca al pobre el evangelio de la fraternidad y la igualdad, y llama a la gente a establecer en la tierra el reino de la libertad y del amor al prójimo (Luxemburgo, 1971: 45-47, 67-75). En lugar de levantar una batalla filosófica en nombre del materialismo, Rosa Luxemburgo intentó rescatar la dimensión social de la tradición cristiana para el movimiento de los trabajadores.
Austro-marxistas como Otto Bauer y Max Adler eran mucho menos hostiles a la religión que sus camaradas alemanes o rusos. Parecieron considerar al marxismo como compatible con alguna forma de religión, pero esto referido principalmente a la religión como una “creencia filosófica” (de inspiración neo-kantiana) más que como concretas tradiciones religiosas históricas [3].
En la Internacional Comunista se prestó poca atención a la religión, aunque un número significativo de cristianos se unieron al movimiento, y un ex pastor protestante suizo, Jules Humbert-Droz, se transformó en los años veinte en una de las figuras líderes de la Internacional Comunista. La idea dominante entre marxistas en aquellos tiempos era que un cristiano que se convirtiera en socialista o comunista necesariamente abandonaría su previa creencia religiosa “anti-científica” e “idealista”. La pieza teatral de Bertolt Brecht, Santa Juana de los Mataderos (1932), es un buen ejemplo de este tipo de planteamiento acerca de la conversión de cristianos a la lucha por la emancipación proletaria. Brecht describe con mucha precisión el proceso por el cual Juana, una líder del Ejército de Salvación, descubre la verdad sobre la explotación y la injusticia social y muere denunciando sus primeras y antiguas ideas. Pero para él debe haber una total y absoluta ruptura entre la antigua creencia religiosa del personaje y su nuevo credo de lucha revolucionaria. Poco antes de morir Juana dice a los obreros:
Si alguna vez alguien viene a decirte
que existe un Dios, invisible sin embargo,
de quien puedes esperar ayuda,
golpéalo duro con una piedra en la cabeza
hasta que muera (Brecht, 1976).
La intuición de Rosa Luxemburgo respecto de que uno puede pelear por el socialismo también en nombre de los verdaderos valores de la cristiandad original se perdió en este tipo crudo y algo intolerante de perspectiva materialista. Pocos años después de que Brecht escribiera esta pieza, apareció en Francia (1936-1938) un movimiento de cristianos revolucionarios, de varios miles de seguidores, que apoyaba activamente el movimiento obrero, en particular sus más radicales tendencias (el ala izquierda del Partido Socialista). Su principal eslogan era: “Somos socialistas porque somos cristianos” [4].
Entre los líderes y pensadores del movimiento comunista, Gramsci es probablemente quien prestó la mayor atención a temáticas religiosas.
A diferencia de Engels o Kautsky, no estaba interesado en la Cristiandad primitiva o los herejes comunistas del Medioevo, sino en la función de la iglesia católica en la sociedad capitalista moderna: es uno de los primeros marxistas que intentó entender el rol contemporáneo de la iglesia y el peso de la cultura religiosa entre las masas populares.
En sus escritos juveniles, Gramsci muestra simpatía por formas progresistas de religiosidad. Por ejemplo, está fascinado por el socialista cristiano francés Charles Péguy: “la más obvia característica de la personalidad de Péguy es su religiosidad, la intensa creencia […] sus libros están llenos de este misticismo inspirado por el más puro y persuasivo entusiasmo, que lleva la forma de una prosa muy personal, de entonación bíblica”. Leyendo Nuestra juventud, de Péguy, “nos emborrachamos con ese sentimiento místico religioso del socialismo, de justicia que lo impregna todo […] sentimos en nosotros una nueva vida, una creencia más fuerte, alejada de las ordinarias y miserables polémicas de los pequeños y vulgares políticos materialistas” (Gramsci, 1958: 33-34; 1972: 118-119) [5].
Pero sus escritos más importantes sobre religión se encuentran en los Cuadernos de la cárcel. A pesar de su naturaleza fragmentaria, poco sistémica y alusiva, estos contienen observaciones penetrantes. Su irónica crítica a las conservadoras formas de la religión –particularmente la rama jesuítica del catolicismo, por la cual siente sincera aversión– no le impidió percibir también la dimensión utópica de las ideas religiosas:
La religión es la utopía más gigante, la más metafísica que la historia haya jamás conocido, desde que es el intento más grandioso por reconciliar, en forma mitológica, las reales contradicciones de la vida histórica. Afirma, de hecho, que el género humano tiene la misma “naturaleza” que el hombre […] como creado por Dios, hijo de Dios, es por lo tanto hermano de otros hombres, igual a otros y libre entre y como los demás hombres […]; pero también afirma que todo esto no pertenece a este mundo sino a otro (la utopía) De esta forma las ideas de igualdad, fraternidad y libertad entre los hombres […] han estado siempre presentes en cada acción radical de la multitud, de una u otra manera, bajo formas e ideologías particulares (Gramsci, 1971).
Gramsci también insistió en las diferenciaciones internas de la iglesia según orientaciones ideológicas –liberal, moderna, jesuítica, y corrientes fundamentalistas dentro de la cultura católica– y según las diferentes clases sociales: “toda religión […] es realmente una multiplicidad de distintas y a veces contradictorias religiones: hay un catolicismo para los campesinos, uno para la pequeña burguesía y trabajadores urbanos, uno para la mujer, y un catolicismo para intelectuales”. Además, sostuvo que el cristianismo es, bajo ciertas condiciones históricas, “una forma necesaria de deseo de las masas populares, una forma específica de racionalidad en el mundo y la vida”; pero esto se aplica sólo a la inocente religión de la gente, no al cristianismo jesuitizado, “puro narcótico para las masas populares” (Gramsci, 1971: 328, 397, 405; 1979: 17).
La mayoría de sus notas se refieren al rol histórico y presente de la iglesia católica en Italia: su expresión política y social a través de la Acción Católica y el Partido del Pueblo, su relación con el Estado y las clases subordinadas, etcétera. Mientras se concentra en las divisiones de clases dentro de la iglesia, Gramsci advierte la relativa autonomía de la institución, como un cuerpo compuesto por “intelectuales tradicionales” (el clero y los seglares católicos intelectuales) –es decir, intelectuales ligados a un pasado feudal, y no orgánicamente conectados a ninguna clase social moderna. Este es el motivo principal para la acción política de la iglesia y para su relación conflictiva con la burguesía italiana: la defensa de sus intereses corporativos, su poder y privilegios.
Gramsci está muy interesado por la Reforma Protestante, pero, a diferencia de Engels y Kautsky, no se centra en Thomas Munzer y los anabaptistas, sino en Lutero y Calvino. Como lector atento del ensayo de Max Weber, cree que la transformación de la doctrina calvinista de la predestinación en “uno de los mayores impulsos para la iniciativa práctica que tuvo lugar en la historia del mundo” es un ejemplo clásico del pasaje de un punto de vista del mundo a una norma práctica de comportamiento. De cierta forma, uno podría considerar que Gramsci utiliza a Weber para suplantar el planteamiento economicista del marxismo vulgar, insistiendo en el rol históricamente productivo de ideas y representaciones (Gramsci, 1979: 17-18, 50, 110; Montanari, 1987: 58).
Para él, la Reforma Protestante, como un movimiento nacionalpopular auténtico capaz de movilizar las masas, es un tipo de paradigma para la gran “reforma moral e intelectual” que el marxismo quiere implementar: la filosofía de la praxis “corresponde a la conexión Reforma Protestante + Revolución Francesa: es una filosofía que es también política y una política que es a la vez filosofía” (Gramsci, 1979). Mientras Kautsky, viviendo en la Alemania protestante, idealizó al Renacimiento italiano y despreció a la Reforma por “bárbara”, Gramsci, el marxista italiano, elogió a Lutero y Calvino y denunció al Renacimiento por considerarlo un movimiento aristocrático y reaccionario (Gramsci, 1979: 105; Kautsky, 1890: 76).
Las observaciones de Gramsci son ricas y estimulantes, pero en última instancia sigue el patrón clásico marxista para el análisis de la religión. Ernst Bloch es el primer autor marxista que cambió radicalmente la estructura teorética –sin abandonar la perspectiva marxista y revolucionaria. De forma similar a Engels, distinguió dos corrientes sociales opuestas: por un lado, la religión teocrática de las iglesias oficiales, opio de los pueblos, un aparato mistificador al servicio de los poderosos; por el otro, la secreta, subversiva y herética religión de los albigenses, los husitas, de Joaquín de Flores, Thomas Münzer, Franz von Baader, Wilhelm Weitling y León Tolstoi. Sin embargo, a diferencia de Engels, Bloch se negó a ver a la religión únicamente como un “manto” de intereses de clase: criticó expresamente esta concepción, mientras que la atribuía solamente a Kautsky. En sus manifestaciones contestatarias y rebeldes, la religión es una de las formas más significativas de conciencia utópica, una de las expresiones más ricas del Principio Esperanza. A través de su capacidad de anticipación creativa, la escatología judeo-cristiana –universo religioso favorito de Bloch– contribuye a dar forma al espacio imaginario de lo aún no existente (Bloch, 1959; 1968).
Basándose en estas presuposiciones filosóficas, Bloch desarrolla una interpretación iconoclasta y heterodoxa de la Biblia –teniendo en cuenta ambos: el Antiguo y Nuevo Testamento– marcando el pauperismo que denuncia a los faraones y llama a cada uno a elegir entre César y Cristo.
Un ateo religioso –para él sólo un ateo puede ser un buen cristiano, y viceversa– y un teólogo de la revolución. Bloch no sólo produjo una lectura marxista del milenarismo (siguiendo a Engels) sino también –y esto era nuevo– una interpretación milenarista del marxismo, a través de la cual la lucha socialista por el Reino de la Libertad es percibida como la herencia directa de las herejías escatológicas y colectivistas del pasado.
Por supuesto Bloch, como el joven Marx de la famosa cita de 1844, reconoció el carácter dual del fenómeno religioso, su aspecto opresivo y su potencial para la sublevación. El primero requiere del uso de aquello que él denomina “la corriente fría del marxismo”: el implacable análisis materialista de las ideologías, de los ídolos y de las idolatrías. El segundo, sin embargo, necesita de “la corriente caliente del marxismo”, aquella que ambiciona rescatar el excedente cultural utópico de la religión, su fuerza crítica y anticipadora. Más allá de cualquier “diálogo”, Bloch soñó con una auténtica unión entre cristiandad y revolución, como aquella que tuvo lugar durante las guerras campesinas del siglo XVI.
Las ideas de Bloch eran, en cierto punto, compartidas por algunos de los miembros de la Escuela de Frankfurt. Max Horkheimer consideró que “la religión es el registro de los deseos, nostalgias (sehnsuchte) y acusaciones de innumerables generaciones” (Horkheimer, 1972: 374). Erich Fromm, en su libro El dogma de Cristo (1930), usó al marxismo y al psicoanálisis para iluminar la esencia mesiánica, plebeya, igualitaria y anti-autoritaria de la cristiandad primitiva. Y Walter Benjamin trató de combinar, en una original síntesis, teología y marxismo, mesianismo judío y materialismo histórico, lucha de clases y redención [6].
La obra de Lucien Goldmann es otro intento de abrir el sendero para la renovación del estudio marxista de la religión. Aunque de inspiración muy distinta a la de Bloch, estaba también interesado en el valor moral y humano de la tradición religiosa. En su libro El Dios oculto (1955), desarrolló un muy sutil e inventivo análisis sociológico de la herejía jansenista (incluyendo el teatro de Racine y la filosofía de Pascal) como una visión trágica del mundo, expresando la peculiar situación de un estrato social (la nobleza togada) en la Francia del siglo XVII. Una de sus innovaciones metodológicas consiste en relacionar la religión no sólo con los intereses de la clase, sino con su total condición existencial: examina por tanto cómo este estrato legal y administrativo, entre su dependencia de y su oposición a la monarquía absoluta, dio una expresión religiosa a sus dilemas en la visión trágica del mundo del jansenismo. De acuerdo con David McLellan, este es el “análisis específico más impresionante de la religión producido por el marxismo occidental” (McLellan, 1987: 128).
La parte más sorprendente y original del trabajo es, sin embargo, el intento de comparar –sin asimilar una a otra– creencia religiosa y creencia marxista: ambas tienen en común el rechazo del puro individualismo (racionalista o empirista) y la creencia en valores trans-individuales –Dios para la religión, la comunidad humana para el socialismo. En ambos casos, la creencia está basada en una apuesta –la apuesta pascaliana en la existencia de Dios y la marxista en la liberación de la humanidad– que presupone el peligro del fracaso y la esperanza del éxito. Ambos casos implican algunas creencias fundamentales que no son demostrables en el nivel exclusivo de juicios objetivos. Lo que separa a dichas creencias es, por supuesto, el carácter supra-histórico de la trascendencia religiosa:
La creencia marxista es una creencia en el futuro histórico que el ser humano crea por sí mismo o, mejor dicho, que debe hacer con su actividad; se trata de una “apuesta” al éxito de sus acciones; la trascendencia de la que es objeto esta creencia no es ni supernatural ni trans-histórica sino supra-individual, nada más pero tampoco nada menos (Goldmann, 1955: 99).
Sin pretender de ninguna manera “Cristianizar al Marxismo”, Lucien Goldmann introdujo, gracias al concepto de creencia, una nueva manera de concebir la relación conflictiva entre convicción religiosa y ateísmo marxista.
La idea de que existe un campo común entre el espíritu revolucionario y la religión ya ha sido sugerida, en una forma menos sistemática, por el peruano José Carlos Mariátegui, el marxista latinoamericano más original y creativo. En el ensayo “El hombre y el mito” (1925), propuso una visión heterodoxa de los valores revolucionarios:
La burgueses intelectuales ocupan su tiempo en una crítica racionalista del método, la teoría y la técnica revolucionaria. ¡Qué malentendido! La fuerza de los revolucionarios no descansa en su ciencia, sino en su creencia, su pasión, su deseo. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito […] La emoción revolucionaria es una emoción religiosa. Las motivaciones religiosas se han mudado del cielo a la tierra. No son más divinas sino humanas y sociales (Mariátegui, 1971a: 18-22).
Celebrando a Georges Sorel, el teórico del sindicalismo revolucionario, como el primer pensador marxista en entender el “carácter religioso, místico y metafísico del socialismo”, escribe pocos años después en su libro Defensa del marxismo (1930):
Gracias a Sorel, el marxismo pudo asimilar los elementos y adquisiciones substanciales de las corrientes filosóficas que vinieron después de Marx. Sustituyendo las bases positivistas y racionalistas del socialismo en su tiempo, Sorel encontró en Bergson y las pragmatistas ideas que fortalecieron el pensamiento marxista, restableciéndolo a su misión revolucionaria. La teoría de los mitos revolucionarios, aplicando al movimiento socialista la experiencia de los movimientos religiosos, estableció las bases para una filosofía de la revolución (Mariategui, 1971b: 21).
Estas formulaciones –expresión de una rebelión romántica-marxista contra la interpretación dominante (semi-positivista) del materialismo histórico– pueden parecer muy radicales. En cualquier caso, debe estar claro que Mariátegui no quiso hacer del socialismo una iglesia o una secta religiosa, sino que intentó restaurar la dimensión espiritual y ética de la lucha revolucionaria: la creencia (“mística”), la solidaridad, la indignación moral, el total compromiso, la disposición a arriesgar la propia vida (lo que el autor llama “heroico”). El socialismo para Mariátegui era inseparable de un intento de re-encantar al mundo a través de la acción revolucionaria. Se transformó en una de las referencias marxistas más importantes para el fundador de la teología de la liberación, el peruano Gustavo Gutiérrez.
Marx y Engels pensaron que el rol subversivo de la religión era cosa del pasado, sin significación en la época moderna de la lucha de clases. Este pronóstico fue más o menos históricamente confirmado por todo un siglo –con unas pocas importantes excepciones (particularmente en Francia): los socialistas cristianos de los años treinta, los sacerdotes obreros de los cuarenta, el ala izquierda del sindicalismo cristiano en los cincuenta, etcétera. Pero para entender qué ha ido sucediendo en los últimos treinta años en América Latina (y en menor extensión también en otros continentes) alrededor de la temática de la teología de la liberación, necesitamos integrar a nuestro análisis los planteamientos de Bloch y Goldmann sobre el potencial utópico de la tradición judeo-cristiana.
BIBLIOGRAFÍA
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NOTAS
[1] Otras referencias de estas expresiones podrán encontrarse en el presente artículo.
[2] Algunos teólogos de la liberación (por ejemplo, Enrique Dussel y Hugo Assmann) harán extensivo el uso de estas referencias a su definición de capitalismo como idolatría.
[3] Un libro muy útil y sumamente interesante sobre este tema es el escrito por David McLellan (1987).
[4] Ver la excelente investigación de Agnès Rochefort-Turquin (1986).
[5] Gramsci parece estar también interesado, a comienzos de la década del veinte, en un movimiento campesino liderado por Guillo Miglioli de la izquierda católica. Ver sobre el particular el destacado libro de Rafael Díaz-Salazar, El Proyecto de Gramsci (1991: 96-97).
[6] Ver, de mi autoría, los artículos “Revolution against Progress: Walter Benjamin’s Romantic Anarchism” (1985) y “Religion, Utopia and Countermodernity: The Allegory of the Angel of History in Walter Benjamin” (1993).