De Giuliani y de Gilligan

Rudolph Giuliani alcanzó notoriedad al lograr reducir el índice de crímenes en la ciudad de New York en un 70%, lo cual, representa un logro notable. Por su parte el Dr. James Gilligan que fue contratado como director médico del hospital psiquiátrico penitenciario en Bridgewater, Massachusetts, debido a las altas tasas de suicidios y de homicidios dentro de sus prisiones, también tuvo un logro notable al reducir los dos índices a cerca de cero. Mientras la tarea de Giuliani se concentró en encerrar a los delincuentes en las cárceles, Gilligan se concentró en resolver la patología violenta de los prisioneros. Mientras Giuliani trabajó en controlar la expresión visible e ilegal de la violencia Gilligan trabajó en la violencia misma.

El gran aporte de Gilligan fue el de aplicar el método epidemiológico al problema de la violencia. Identificó como patógeno el estado de humillación abrumadora. La violencia surge cuando la persona no posee las herramientas para manejar adecuadamente su estado de humillación. Las principales herramientas son los sentimientos de amor y de compasión hacia los demás. Si la infancia ha estado plagada de maltrato, abuso, acoso y violencia, el niño aprende a volverse insensible y pierde el sentido de culpa sobre sus actos. Cuando la violencia surge, la persona puede matar sin la menor compasión y sin el menor remordimiento. La violencia es el medio por el que puede ganar respeto y recuperar su auto valía destruida.

Dentro de la pandilla el joven adquiere aceptación, respeto y una admiración que es proporcional a su nivel de insensibilidad y crueldad. Marginado por la sociedad decide dejarla de lado y se integra a un grupo que no responde a las motivaciones del delito común sino a la sed profunda de estima y respeto. En el rompimiento total con la sociedad, los jóvenes abandonan y rechazan todo lo que es del “sistema”: escuela, deportes, convenciones sociales, capacidad de tolerancia, trabajo, etc. Sus formas de vestir y de tatuarse indican que están fuera del sistema y que no quieren volver a él. Cuando la represión les encarcela y les hace vivir en condiciones inhumanas el sentimiento de humillación se fortalece y el patógeno se propaga. Las cárceles mismas se convierten en vectores de propagación y logran el efecto inverso al esperado: en lugar de reducir la violencia, la multiplican. Esto explica el sentido de lo mil veces repetido: a mayor represión, mayor violencia. Nuestros últimos 20 años de historia lo ilustran.

Esto, no supone que quienes cometen delitos deban ser dejados impunes. Pero sí supone que los centros de detención deban ser verdaderos centros de rehabilitación para quienes han delinquido. No un lugar donde las personas mueren de calor, deshidratación y asfixia. A mayor inhumanidad en el trato a los detenidos, mayor el sentimiento de humillación y mayor la violencia. En la medida que se les trata como personas, que han delinquido ciertamente, pero que siguen siendo personas, sus sentimientos de autoestima comienzan a mejorar y el patógeno de la violencia comienza a debilitarse. Eso fue lo que permitió al Dr. Gilligan llevar a casi cero no el delito sino la violencia, nuestro verdadero problema. Sería genial que a las recomendaciones de Giuliani se añadieran las recomendaciones de Gilligan, que pueden ser tomadas de sus siete libros donde resume 25 años de trabajo.

Ajustes a la noción de vanguardia

AJUSTES A LA NOCIÓN DE VANGUARDIA
Alain Bihr
Hoy parece que la noción de vanguardia pertenece, definitivamente, al museo de antigüedades de la historia del movimiento obrero o, peor aún, a los famosos basureros de la historia. Puede en rigor interesar académicamente a determinados investigadores del movimiento obrero, pero ni siquiera este tipo de referencias existe en las organizaciones que se reivindican herederas del mismo. Algunas, de tradición anti-autoritaria (libertaria o consejista), siempre la rechazaron considerándola directamente enfrentada al proyecto de auto-emancipación, central en la lucha de los oprimidos. Otras, sobre todo las provenientes de la tradición leninista, en su inmensa mayoría, ni se atreven a mencionarla o explícitamente renunciaron a ella, a causa de los dramas y crímenes cometidos en su nombre.

Por eso es arriesgado tratar de retomar la discusión del concepto de vanguardia, sobre todo cuando se reivindica (como es mi caso) una concepción no-autoritaria de la revolución social. Dicho de otra manera, cuando se piensa que, tal como afirma el preámbulo de los estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional) “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos” y en consecuencia no habrá “salvadores supremos”, “ni Dios, ni César, ni tribuno”, como bien dice Eugène Pottier en las estrofas de La Internacional. A más de uno, sin duda, esto podrá parecerle inconsecuencia o provocación.
Para aclarar mi propósito, lo presentaré bajo la forma de tesis. Es también una manera de indicar que el artículo no pretende agotar la cuestión, que deja en suspenso o en la sombra muchos de los problemas que hoy plantea la noción de vanguardia y que gran parte de la argumentación necesaria no está desarrollada. Espero que permita, al menos, relanzar la discusión referida a la cuestión de las vanguardias.
Tesis 1. No hay que confundir vanguardia y estado-mayor
Pienso en efecto que toda la discusión sobre la noción de vanguardia está falseada por la confusión entre vanguardia y estado-mayor. Por ello es que hay que comenzar diferenciando ambas nociones.
Puesto que las dos provienen de una metáfora militar, nos referiremos al arte de la guerra y la organización de los ejércitos. En este terreno, son dos nociones claramente distintas. En la organización militar, modelo si no prototipo de organización jerárquica y autoritaria, el estado-mayor es el órgano que dirige, organiza y controla los movimientos del conjunto de la tropa, de acuerdo con una estrategia que sólo él conoce, de la que se derivan distintas tácticas según las circunstancias. Exige y obtiene al menos normalmente una obediencia sin fallas en los niveles de mando inferiores y, por supuesto, en la simple tropa. Sus órdenes bajan a lo largo de la cadena de mandos y espera recibir, desde los escalones inferiores, el balance de su ejecución e informaciones que permitirán rectificaciones, de ser necesario.
La vanguardia es, por su parte, la pequeña parte de la tropa en movimiento que se adelanta al grueso de la misma para reconocer el terreno, obtener información sobre las posiciones ocupadas por el enemigo y sus intenciones y a veces enfrentar de urgencia alguna imprevista maniobra ofensiva del mismo, estableciendo una primer línea defensiva. De manera que aunque su rol puede ser precioso y muchas veces decisivo, no deja de estar totalmente subordinada a la conducción del estado-mayor y de ninguna manera podría sustituirlo.
Dejemos el terreno militar para volver al terreno político. En el movimiento obrero, la confusión entre vanguardia y estado-mayor se remonta a la constitución de los partidos políticos federados en el seno de la IIª Internacional, fundada en 1889 principalmente alrededor del Partido Socialdemócrata Alemán. En efecto, emergió entonces un modelo muy particular de movimiento obrero, el modelo socialdemócrata (en el sentido que el término tenía entonces y hasta 1914) que, subordinando la emancipación del proletariado a la toma y al ejercicio del poder del Estado, hace del partido político la organización de vanguardia del conjunto de la clase.[1] De hecho, en el espíritu de quienes lo concibieron y sobre todo en la práctica de sus dirigentes, este partido es mucho más un estado-mayor que una vanguardia: dirigido por “intelectuales” socialistas que, esclarecidos por el marxismo, poseerían la ciencia de las leyes de la historia y serían los únicos capaces de comprender y explicar el devenir presente y futuro del capitalismo. El partido socialdemócrata sería depositario de los intereses históricos del movimiento obrero y el único capaz de conducir al proletariado en la vía de su emancipación.
Posiblemente sorprenda que atribuya esta confusión entre vanguardia y estado-mayor a la tradición socialdemócrata y no al leninismo, como frecuentemente se hace. De hecho el principal texto fundacional del leninismo en este sentido, ¿Qué Hacer? (1902), no hace más que repetir adaptándolos a las circunstancias de la Rusia zarista los principios generales de la organización socialdemócrata que todos los grandes partidos afiliados a la IIª Internacional practicaban. Es como un digno discípulo de Kautsky, al que además se refiere muchas veces, que Lenin elabora en el ¿Qué Hacer? los principios de la reforma del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia que dará nacimiento a su tendencia bolchevik (mayoritaria). Y posteriormente el leninismo de ninguna manera tendrá el monopolio de esos principios, pese a que sería en la corriente que surgió del mismo, sobre todo en el seno de la IIIª y la IVª Internacional, en donde esos principios serían aplicados mas rigurosamente. Con los resultados ya conocidos…[2]
Inversamente, ¿qué es una vanguardia política? En general, es el punto más avanzado de un movimiento social. Reagrupando cierto número de “francotiradores” individuales, de grupos aislados o en red, de organizaciones más o menos formalizadas, de distinta naturaleza, semejante vanguardia debe tener la vocación de explorar teórica y prácticamente el horizonte de ese movimiento, reconocer y señalizar el terreno sobre el cual se debe avanzar, elaborando en consecuencia proposiciones teóricas, programáticas, estratégicas y tácticas que debe someter a la discusión y la deliberación colectivas en su seno. Pero esto no le confiere ningún derecho a pretender dirigir el conjunto del movimiento instituyéndose en comandante en jefe para luego sustituirlo. Una vanguardia no debe, pues, tratar de “dirigir” el movimiento del cual es la avanzada; debe limitarse a ilustrarlo con sus informaciones y análisis; aconsejarlo con proposiciones tácticas y estratégicas, instruirlo, pero también y recíprocamente debe escuchar y aprender del movimiento. Porque “el educador mismo necesita ser educado”; [3] y las vanguardias deben estar preparadas para recibir rudas lecciones por parte del movimiento al cual quiere abrir camino. Y esto, precisamente, porque no deben considerarse poseedoras de una verdad absoluta, de la fórmula única y definitiva, sino que deben estar abiertas al devenir histórico, a la evolución de las relaciones de fuerza en el seno de la lucha de clases y las peripecias en el interior de ellas, a la inventiva del proletariado en lucha, rectificando cada vez que sea necesario sus propias posiciones y proposiciones.
Resumiendo. Una vanguardia está situada en el movimiento social, del que es una parte integrante, es su punto avanzado, su cabeza investigadora. El estado-mayor, por el contrario, se sitúa fuera del movimiento y busca dirigirlo en función de una estrategia o un plan de batalla elaborado desde el exterior.
Tesis 2. Las vanguardias son necesarias
Incluso necesarias por partida doble. Por una parte, son inevitables debido a las desigualdades del desarrollo (en las luchas, en la organización, en la conciencia de la clase, en la elaboración de un proyecto político autónomo) que se evidencian en el seno del movimiento general de emancipación del proletariado. Esas desigualdades resultan de múltiples factores que se superponen y se refuerzan o, al contrario, se atenúan según los casos: concentración y centralización de la clase acompañando las del capital, posiciones respectivas de sus diferentes capas y fracciones en la división social y espacial del trabajo, experiencia acumulada de luchas anteriores, estructuras y tradiciones políticas nacionales, en definitiva, posición de la formación nacional en el sistema capitalista mundial, etc.
Actualmente, el proletariado europeo tiene la rica experiencia de dos siglos de lucha y organizaciones políticas y sindicales, acumulando victorias y derrotas, de las que pueden sacar provecho sectores del proletariado de formaciones sociales periféricas que cayeron más recientemente bajo la dominación del capital industrial debido a la transnacionalización (las “deslocalizaciones”); mientras que, inversamente, éste acumuló una experiencia de articulación de sus luchas con las del campesinado pobre o proletarizado, así como de auto-organización de la producción de bienes y servicios colectivos, necesarios para la supervivencia cotidiana, de las que el proletariado de las formaciones centrales debe aprender recíprocamente.
Contribuir en cada ocasión a sintetizar esas experiencias, formalizarlas, hacerlas conocer, constituyendo y enriqueciendo así el patrimonio común de una lucha de clase con dimensiones históricas y mundiales simultáneamente, es precisamente una de las tareas de las vanguardias que se pueden constituir en las situaciones que acabamos de evocar, cuyas particularidades pueden llegar a ser un obstáculo para la unificación de la clase, pero que pueden convertirse por el contrario en su fuerza si se las arranca de esa particularidad para convertirlas en parte de un patrimonio común.
De igual modo, las vanguardias son también necesarias para permitir el progreso del movimiento de emancipación del proletariado en su conjunto. Sin su mediación (porque lo que deben realizar es un trabajo esencialmente de mediación), cada fragmento o sector de la clase corre el riesgo de quedar prisionero de su propia particularidad, y obligado algunas veces a repetir el largo y doloroso camino recorrido por otros fragmentos o sectores; o, inversamente, no pudiendo beneficiar al resto de la clase con las enseñanzas teóricas y prácticas de su propia experiencia. Es precisamente esa función de mediación la que Engels y Marx asignan a los comunistas en el Manifiesto escribiendo: “Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios, por un lado por el hecho de que, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, enfatizan y hacen valer los intereses comunes de todo el proletariado, independientes de la nacionalidad; por otro, por el hecho de que, en los diferentes estadios de desarrollo que recorre la lucha entre el proletariado y la burguesía, siempre representan el interés del movimiento total”. [4]
Tesis 3. No hay vanguardia de derecho, únicamente vanguardias de hecho
Esto surge directamente de lo anterior. Contrariamente a un estado-mayor que obtiene su poder de una instancia externa y superior que, simultáneamente, lo legitima y confiere autoridad (el Estado como depositario del “monopolio de la violencia legítima” en el caso del estado-mayor militar, la supuesta “ciencia de las leyes históricas” en el caso del estado-mayor político) y en cuyo nombre ejerce su comando, una vanguardia tal como la concebimos, no se puede decretar: no puede auto-instituirse ni auto-proclamarse.
Como la situación social en que se encuentra y de la que no es de alguna manera más que la conciencia refleja, una vanguardia es siempre un simple estado de hecho. Además solo podrá jugar el rol de vanguardia a condición cobrar precisamente conciencia del privilegio de su situación (y de las obligaciones que implica), llegando a obtener conquistas válidas para el conjunto del movimiento y que puedan ser compartidas. Esto exige, pues, que toda vanguardia deba pasar por una especie de prueba: que llegue a destacarse e imponerse como tal en el seno del movimiento, probando en cada momento la corrección de sus orientaciones mediante la capacidad de hacerlas compartir por el conjunto del movimiento y enriqueciéndolas en consecuencia cualitativamente. En suma, debe hacerse reconocer como vanguardia por el conjunto del movimiento en relación a lo que le aporta. Y el reconocimiento se mantendrá en función de ese aporte.
Tesis 4. No hay vanguardia total, únicamente vanguardias parciales
El movimiento de emancipación del proletariado es un fenómeno social total, que refracta, incluso en las situaciones particulares o singulares que se consideren (cierta lucha en una empresa, tal organización sindical, una tradición nacional, determinada expresión de conciencia de clase, etcétera), al conjunto de aspectos, elementos, niveles, dimensiones de la actividad social. Por lo tanto es completamente imposible que un grupo o una organización llegase a sintetizar la totalidad de la experiencia del movimiento, incluso en un limitado marco espacio-temporal.
Esto implica que, en el mejor de los casos, cualquier vanguardia consigue asimilar una parte de la situación o de la experiencia total en la que participa y de la que trata de dar cuenta para ponerla a disposición del conjunto del movimiento. Según la implantación en el movimiento, las actividades, su proyecto, la tradición de la que proviene, etcétera, cuanto mucho la vanguardia podrá asimilar y dar cuenta de una parte de esa situación o experiencia socio-histórica. Otras vanguardias, en función de otras implantaciones, otras actividades, u otras preocupaciones, captarán necesariamente otros aspectos, y no por ello menos sino más ricos en enseñanzas. De aquí se deriva evidentemente que toda vanguardia es parcial y, por consiguiente, también relativa. Así, un grupo u organización que puede estar a la vanguardia del movimiento de emancipación en tal o cual cuestión teórica o práctica, que haya podido captar toda la novedad o potencial radicalismo de tal o cual experiencia de lucha o forma de organización, de tal o cual idea, concepto, etcétera, estará en la retaguardia del movimiento sobre otras determinadas cuestiones, defendiendo posiciones superadas o abandonadas por gran parte del movimiento. ¡Una buena razón para morigerar los ardores vanguardistas!
Tesis 5. No existe una sola vanguardia, sino siempre una pluralidad de vanguardias
De lo precedente resulta también la inevitable pluralidad de las vanguardias. Debido a las continuas opciones que implica un combate político, debido a la complejidad de los problemas teóricos y prácticos planteados al movimiento de emancipación del proletariado en cualquier situación histórica, debido finalmente a la diversidad esencial de las tradiciones políticas e ideológicas que constituyen la herencia y el sustrato de las vanguardias, también las opciones estratégicas y tácticas son inevitablemente múltiples y distintas en cada ocasión. En tal sentido, es bueno y deseable que así ocurra: que el movimiento en su conjunto tenga siempre la posibilidad de escoger entre diversas vanguardias, portadoras de una pluralidad de diferentes opciones políticas, teóricas y programáticas, y pueda confrontarlas juzgando sus actos y sus obras.
De esta manera, más que de una vanguardia constituida, sería conveniente hablar de un polo de vanguardia, necesariamente diversificado y en movimiento, en el seno del cual es deseable que “cien flores florezcan” [5] permanentemente. Sin embargo, este polo de vanguardia no puede cumplir su misión con respecto al conjunto del movimiento sino es a condición de que se establezcan entre las distintas vanguardias relaciones fundadas en la tolerancia recíproca, y más aún, en una discusión permanente, una confrontación de puntos de vista y opciones con mutuo respeto. La riqueza y resultados de esa discusión es la mejor garantía de la contribución de las vanguardias al progreso del conjunto del movimiento.
También acá la distinción entre vanguardia y estado-mayor es esencial. Sólo a condición de que las vanguardias renuncien a toda pretensión de “dirigir” el movimiento en su conjunto se pueden crear las condiciones de semejante debate democrático entre ellas. En suma, una relación democrática entre las vanguardias tiene como condición de posibilidad una relación democrática de éstas con el conjunto del movimiento.
Tesis 6. Toda vanguardia no es más que una mediación orientada a crear las condiciones de su propio fin
De lo dicho anteriormente es fácil deducir lo que deberían ser la forma, la estructura y el funcionamiento de las vanguardias tal como las concebimos.
Está claro en primer lugar que de ninguna manera pueden retomar y asumir la forma partido, que es solidaria de la vieja cultura estatista del modelo socialdemócrata de movimiento obrero. En efecto, el partido es una forma de organización política que se constituye con el único fin de conquistar y ejercer el poder de Estado; un partido le imprime una forma estatal a los intereses, la voluntad y el proyecto de una clase social o, mas en general, de un bloque social (en el sentido de un complejo sistema de alianzas entre diferentes clases, fracciones de clase, capas o categorías sociales).
En consecuencia, en todos los aspectos de su funcionamiento (relaciones con las masas y la sociedad en general funcionando con la delegación del poder; organización burocrática basada en la reproducción ampliada de la división entre funciones de dirección y funciones de ejecución; acaparamiento de de la dirección de la organización por cúpulas que escapan cada vez mas al control democrático de la base, sean cuales fueren las garantías formales de control que se ofrezcan; inamovilidad de los dirigentes y opacidad de sus actividades; carácter codificado de sus discursos; obediencia más o menos incondicional exigida a los militantes que puede llegar hasta la militarización de la organización; fetichismo del partido en cuanto tal, etc.), el partido político aparece como un calco del aparato de Estado. En tales condiciones, el individuo que adhiere a un partido (el mismo término es significativo), aliena en todo o en parte su autonomía intelectual y moral. Las grandes orientaciones de la organización escapan a los militantes, salvo a lo que pueden acceder a las instancias dirigentes.
Así, en tanto se quieran al servicio de reforzar la auto-actividad del proletariado para hacer posible su auto-emancipación, lo que implica destruir y deconstruir el aparato de Estado, las vanguardias no pueden compartir ni las finalidades ni los modos de funcionamiento de los partidos políticos. Tampoco pueden identificarse con las sectas políticas elitistas (en lo que cierta ultra-izquierda leninista, consejista e incluso situacionista se ha especializado durante las décadas pasadas) que se han considerado depositarias exclusivas de una verdad intangible, desde cuya altura juzgan el curso de la lucha de clases, a falta de poder tener una mínima participación.
Por el contrario, la estructura de estas vanguardias ajustarse estrictamente a principios federalistas. Porque en la misma medida en que deben convertirse en la punta del movimiento anticapitalista en su conjunto, su cabeza investigadora, sus estructuras y sus modos de funcionamiento deben prefigurar la sociedad comunista en tanto “libre asociación de los productores” (Marx). De ahí la necesidad de la auto-gestión colectiva del poder en su seno con todo lo que ello implica: rotación de tareas, ausencia de funcionarios rentados vitalicios, circulación de la información, muy amplia democracia interna basada en la descentralización de la decisión y la acción, garantías a las minorías eventualmente opuestas a las decisiones mayoritarias, etc.
En cuanto a las funciones de las vanguardias, las mismas no pueden sino favorecer la auto-actividad del proletariado en la pluralidad de sus dimensiones: su auto-determinación (capacidad de elaborar su proyecto político, orientaciones programáticas, estrategias y tácticas en función de las relaciones de fuerza en la lucha de clases), su auto-organización (las formas de organización que permitían movilizarse como clase social y ejercer colectivamente su poder en tanto clase), su auto-reflexión (capacidad de elaborar por si misma su conciencia de clase) [6] En una palabra, la función de las vanguardias es trabajar estimulando y reforzando las capacidades de auto-emancipación del proletariado.
En esta misma medida, toda vanguardia está colocada en el corazón de una contradicción que debe tratar de manejar. Por una parte, debe buscar influenciar al movimiento social en su conjunto, proponiéndole (pero no imponiéndole) análisis teóricos, orientaciones estratégicas, modalidades organizativas, tácticas de lucha, etc. Mientras que, por otra parte, tratando precisamente de estimular y reforzar las capacidades de auto-actividad del proletariado, la vanguardia trabaja para lograr que su propia acción sea innecesaria. En suma, debe trabajar creando las condiciones de su propia desaparición.
Artículo publicado en La Breche Nº 4, octubre-noviembre-diciembre 2008, traducido para Herramienta por Aldo Casas.
NOTAS
[1] Sobre el modelo social-demócrata de movimiento obrero, que terminó imponiéndose sobre el desafortunado rival que fue el sindicalismo revolucionario, que floreció hacia la misma época, ver Entre Bourgeoisie et proletariat. Le mouvement ouvrier européen en crise. Editions Ouvrieres (Editions de l’Atelier), 1991.
[2] En la fuente histórica de la noción social-demócrata de partido de vanguardia, derivada de la confusión entre estado-mayor y vanguardia, existe sin dudas (como en otros muchos aspectos) la herencia burguesa del Iluminismo, en particular la idea de que el pueblo solo puede ser emancipado (conducido por el camino del Progreso) por una elite esclarecida. Esta idea se encuentra enraizada en todas las revoluciones burguesas, sobre todo en sus tendencias más radicales, que realizan la alianza temporal de algunos elementos de la burguesía con elementos de las clases populares (campesinos y proletarios). En la Revolución Francesa, por ejemplo, esta idea está en el corazón del jacobinismo.
[3] K. Marx, Tesis sobre Feuerbach.
[4] K. Marx, F. Engels, El manifiesto comunista, Buenos Aires, Ediciones Herramienta, 2008, pag. 41.
[5] Posiblemente habría que distinguir entre una vanguardia informal (lo que acabo de llamar polo de vanguardia), en cuyo seno existe necesariamente una pluralidad de vanguardias “formales” (grupos y organizaciones en posiciones de vanguardia).
[6] Sobre el conjunto de estos conceptos ver mi artículo “Elementos para una teoría de la auto-actividad del proletariado”, revista Carré Rouge Nº 34, París, 2005.

El proceso de canonización de Monseñor Romero

El proceso de canonización de Monseñor Romero

Este año celebramos el XVIII Aniversario del martirio de Monseñor Romero cuando ya está en marcha el proceso oficial de su canonización. En este comentario queremos reflexionar sobre dicho proceso, pero no tanto sobre lo que tiene de procedimiento eclesiástico, sino sobre su significado actual para la Iglesia y el pueblo. Lo vamos a hacer enunciando y comentando seis breves proposiciones.

1. Antes de la canonizacion oficial, ya ha tenido lugar la canonización popular de Monseñor Romero. El hecho es evidente, y de esta canonización popular vive la canonización oficial.

Aunque sea conocido, hay que recordarlo porque es fundamental para reflexionar adecuadamente sobre la canonización oficial de Monseñor. A los pocos días de su asesinato, don Pedro Casaldáliga –profeta certero y portador de buenas nuevas– escribió, agradecido, su conocido poema San Romero de América. La realidad tomaba la palabra en la pluma de don Pedro y pronunciaba la expresión que reserva para momentos de singular importancia: “santo”. Y es que en un mundo como el nuestro, de crueldad y mentira, de vez en cuando hace su aparición lo humano cabal, la compasión sin componendas, la verdad sin segundas intenciones, el compromiso hasta el final. Y entonces, con sorpresa, con gozo –también con el sentimiento de ser interpelados– y sobre todo con agradecimiento, a los seres humanos se nos escapa la palabra “santo”.

El pueblo –“su pobrería” sobre todo-– lo vio así desde el principio. Sin mucha ciencia ni derecho canónico, pero con un gran sensus fidei, con el sentido innato que discierne entre lo bueno y lo malo, la auténtico y lo falaz, que discierne sobre todo la presencia de Dios en nuestro mundo, enseguida llamó a Monseñor Romero profeta, pastor y mártir. Certeramente expresó desde el principio esta triple realidad con palabras como éstas: “Monseñor Romero dijo la verdad, nos defendió a nosotros de pobres y por ello lo mataron”. Y dio un paso más, verdaderamente audaz, aceptando con entusiamo que Monseñor Romero era santo, y además un santo suyo, como no lo son otros santos, más distantes que Monseñor en el espacio y en el tiempo.

Este es el hecho mayor. En vida “el pueblo te hizo santo”, dice don Pedro. Ahora ese mismo pueblo lo quiere como a un santo, pero no sólo como a un santo “de altar”, que intercede y concede favores, sino también como a un santo “de familia”, a quien se le quiere entrañablemente. De ahí también –de nuevo don Pedro– que “sería pecado querer canonizarlo”.

De santo salvadoreño Monseñor se convirtió muy pronto en santo universal. “Les tengo una mala noticia”, dijo alguien venido de Francia. “Monseñor Romero ya no es de ustedes. Es de todos”. Y así es. Católicos, cristianos de todas las confesiones, incluso de comunidades y asambleas evangélicas, lo hacen suyo. Y también marxistas y hasta agnósticos. Y es que ser santo es ser cabal, y esto lo capta bien mucha gente en todo el mundo.

Y los años transcurridos desde su asesinato no han llevado a “descanonizar” a Monseñor, como pudiera haber sucedido, sino que, por el contrario, lo canonizan más y con todas las señales que acompañan a una canonización popular. Canonizado está ya el “tiempo”: no hace falta explicar qué quiere decir “el 24 de marzo”, como no hace falta explicar qué quiere decir el 24 de diciembre o el 15 de septiembre aquí en El Salvador. Canonizado está también el “lugar”, convertido, como Belén o el Calvario, en lugar sagrado de peregrinación. Y así no hace falta explicar qué significa “el hospitalito”, a donde llegan peregrinos con devoción sentida –probablemente mayor que con la que llegan a otros santuarios– pues allí se respira todavía profecía, buena notitica y martirio. Canonizado está su “recuerdo” con la publicación de sus escritos, homilías, discursos, diario, traducidos a numerosos idiomas, con la publicación de otros muchos escritos sobre él, posters, estampas, poesías, corridos, óperas, películas, instituciones que llevan su nombre… No podemos asegurarlo con certeza, pero Monseñor Romero bien pudiera ser el mártir y personaje religioso de nuestra época que ha tenido mayor impacto. En la abadía de Westminster su figura estará desde el próximo mes de julio como uno de los diez mártires de este siglo.

Y la piedad popular, a su modo, pero certeramente, le adjudica lo que es típico de los santos canonizados: Monseñor Romero intercede por los necesitados, hace milagros, como lo dicen las placas sobre su tumba y los innumerables papelitos, escritos con letra de pobres, que, lamentablemente, no han sido conservados. Una sencilla campesina de Guazapa contaba un milagro que le había hecho Monseñor, y añadía, orgullosa, “éste es el primer milagro que hizo Monseñor Romero” -–como en el evangelio de Juan. Qué milagros sean ésos, no es pregunta muy importante ahora. Lo importante es que con ellos la gente expresa que así como Monseñor en vida estuvo en su favor, así lo sigue estando ahora: hace favores, a los pobres sobre todo, cuando muy poca gente se preocupa de ellos.

En conclusión, la canonización popular de Monseñor Romero es un hecho evidente. Ocurre como en las canonizaciones por aclamación popular del cristianismo primitivo, pero añadiendo un matiz importante: Monseñor Romero es aclamado porque es querido, y es querido porque él en verdad amó a su pueblo.

Ese es el hecho mayor. Y digamos para terminar que esta “canonización popular” es lo que da sentido a la canonización oficial. Ambas responden a distintos ámbitos de realidad y ambas son necesarias, pero no son lo mismo. Lo fundamental y primigenio es el conocimiento que tiene el pueblo de la presencia de Dios entre nosotros, en acontecimientos y personas, lo cual va acompañado de cariño, entusiasmo y esperanza. Lo derivado es el reconocimiento que hace la Iglesia jerárquica, que reglamenta –canon significa regla– el entusiasmo y garantiza que no se cometan abusos.

2. El proceso de canonización oficial de Monseñor Romero no es evidente. Ha tenido que superar obstáculos importantes dentro de la Iglesia y de la sociedad civil. Es una victoria.

Más adelante analizaremos en positivo el significado del proceso oficial de canonización, pero comencemos diciendo que el de Monseñor Romero no ha sido nada evidente. Recordemos algunos datos importantes.

(a) En vida, a diferencia, por ejemplo, con lo ocurrido con la madre Teresa de Calcuta —acogida y venerada por Iglesias y gobiernos–- Monseñor Romero no fue bien visto, en general, por la jerarquía eclesiástica. Es bien conocido que aquí en El Salvador Monseñor fue atacado por todos los obispos salvadoreños con la excepción de Mons. Rivera. Esto puede parecer hoy sorprendente y desconcertante, pero en su día fue de dominio público. Varias veces sus hermanos obispos se pronunciaron contra él. Cuando junto con Mons. Rivera publicó su tercera carta pastoral sobre “La Iglesia y las organizaciones populares” -–magnífica carta tenida internacionalmente como pionera sobre el tema-–, los otros cuatro obispos publicaron un breve mensaje en el que la contradecían. El mismo Monseñor dejó escrito en su diario espiritual, un mes antes de ser asesinado, que uno de sus grandes problemas, junto al miedo a la muerte que preveía cercana y su vida espiritual -–preocupación ésta de alma delicada-–, eran sus hermanos obispos. “Otro aspecto de mi consulta espiritual… fue mi situación conflictiva con los otros obispos” (25 de febrero de 1980). De hecho, sólo Mons. Rivera asistió a su entierro. Y hasta el día de hoy algunos de ellos siguen expresándose en su contra. En la reciente vista de Juan Pablo II a El Salvador, en 1996, cuando el papa preguntó a los obispos qué pensaban de la canonización de Monseñor, el entonces presidente de la Conferencia Episcopal respondió que Monseñor Romero había sido responsable de 70,000 muertos.

Y en el Vaticano las cosas no fueron muy diferentes. El nuncio estaba en su contra. En la congregación para los obispos se pensó seriamente en destituirlo o anularlo, dejándolo como figura decorativa con un administrador sede plena con plenos poderes. En poco más de un año, el Vaticano envió tres visitadores apostólicos -–medida extrema que normalmente se utiliza cuando hay serios y graves problemas en una diócesis. Con el papa Pablo VI le fue bien, y salió confortado de su visita en 1977, pero la primera visita a Juan Pablo II fue dolorosa, pues el papa no pareció apreciar la gravedad de la persecución a la Iglesia salvadoreña y más bien le puso en guardia de hacer el juego al comunismo. Muy distinta será su actitud posterior, pero en aquel entonces Monseñor Romero dejó el Vaticano triste y lloroso, buscando consuelo en el cardenal Pironio y en el Padre Arrupe, expertos también en incomprensiones vaticanas.

Después de su asesinato -–aunque no fuese más que por pudor-–, la tesis oficial, que sospechaba del ministerio de Monseñor, se hizo más benigna, pero en definitiva seguía siendo de desaprobación hacia su persona: Monseñor habría sido una buena persona, pero ingenuo y sin personalidad, de lo cual otros se aprovecharon para manipularlo, sobre todo los jesuitas. La verdad es que Monseñor Romero, con su fidelidad a Medellín y Puebla, al Evangelio y a los pobres, introducía el conflicto en la Iglesia, sacaba a luz actitudes eclesiales poco coherentes, y con su ejemplo interpelaba a la honradez. Por ello la oposición fue honda y las cosas sólo cambiaron con el viaje de Juan Pablo II a El Salvador en 1983. En aquellos años nada hacía pensar que la Iglesia oficial estuviese interesada en canonizar a Monseñor.

(b) La segunda dificultad para la canonización, no decisiva, pero que sí hay que tener en cuenta de alguna forma, proviene del conflicto que aquélla puede generar con gobiernos y otros poderes, conflictos que, en la medida de lo posible, se desean evitar. En el caso de Monseñor –y dada la cercanía de los hechos–, la canonizacion es objetivamente una provocación –inevitable, no antojadiza– para muchos de los poderosos en El Salvador. En efecto, al canonizarlo, se está proponiendo como cristiano y como ser humano ejemplar, digno de imitación y beneficioso para el país, a quien ha sido odiado y difamado hasta el extremo.

Y este conflicto se agrava, al canonizarlo como mártir, pues “mártir” supone haber sido asesinado, y ello remite por necesidad a sus verdugos. Dada la cercanía de los hechos, muchos de los responsables intelectuales y materiales del asesinato y muchos de los que lo apludieron siguen vivos -–y son personas prominentes en el país y el partido en el gobierno. La Comisión de las Naciones Unidas lo dijo lapidariamente en el Informe de la Verdad: “El exmayor Roberto D’Abuisson dio la orden de asesinar al Arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando como ‘escuadrón de la muerte’, de organizar y supervisar la ejecución del asesinato”. Mons. Rivera lo recordó con valentía poco antes de las elecciones presidenciales de marzo de 1994, relacionándolo con el partido en el poder: “Lo quieran o no, la sombra de este crimen sacrílego persigue a quienes, aun después de catorce años, siguen impenitentes idolatrando al hombre que quiso resolver los problemas de El Salvador a sangre y fuego”.

En la actualidad, esos mismos grupos siguen sin reconocer las virtudes de Monseñor Romero, por supuesto, y siguen repitiendo que fue nefasto, que sobrepasó el límite de lo religioso, como dice el candidato de ARENA. Además, un miembro del actual gobierno ha dicho sin tapujos: “Mons. Romero: un desastre. Mayor D’Abuisson: un mártir”. Siguen, pues, aclamando al responsable de su asesinato, sin expresar ningún tipo de arrepentimiento ni reparación por lo ocurrido. Difaman o silencian a la víctima y ensalzan y aclaman al asesino. De ahí la conclusión de Mons. Rosa: “Los más declarados adversarios de la canonización de Monseñor Romero son los mismos que le hostigaron en vida, que le escribían cartas anónimas acusándolo de ser comunista, y que por desgracia continúan hostigándolo incluso ahora”.

Canonizar hoy a la víctima significa automáticamente juzgar –aunque después se otorgue perdón– a sus asesinos. Esto, en sí mismo, no facilita el proceso. Es claro que en estos tres últimos años la nunciatura y algunos obispos salvadoreños han dado gran importancia a la armonía y buenas relaciones entre Iglesia y estado –y de ahí también que se invoque con ligereza la tesis del olvido–, aunque también hay que recalcar y agradecer que la comisión diocesana encargada del proceso ha dado muestras de independencia y firmeza en investigar el asesinato.

Dada la cercanía de los hechos y la actual situación del país, la canonización de Monseñor “chirría” objetivamente. Hasta el día de hoy, ni los gobiernos, ni los políticos habituales, ni la fuerza armada, ni la oligarquía, han pedido perdón por cómo lo trataron, ni mucho menos han mostrado agradecimiento por Monseñor. (Y habría que recordar también la oposición del gobierno norteamericano, sus presiones ante el Vaticano para callar a Monseñor -–aunque para una superpotencia esta injusticia sea peccata minuta.)

A pesar de todo, la comisión sigue trabajando con decisión y el proceso sigue adelante. Lo que hace 18 años parecía impensable se ha hecho posible, y lo imporante es saber por qué.

3. El proceso de canonización ha sido posible por la convergencia de varios factores. Dos de ellos, externos a Monseñor, son (a) el apoyo personal de Juan Pablo II, y (b) el peso mundial de Monseñor Romero.

Más allá de cumplir a satisfacción –por lo que se conoce– los requisitos formales que se exigen en el proceso (constatación de su ortodoxia y sus virtudes, recopilación de testimonios en pro y en contra, evitar el culto público etc.), éste ha sido posiblitado por varias cosas.

(a) Juan Pablo II cambió de postura hacia Monseñor, y lo ha expresado claramente con sus hechos. Independientemente de las razones (el impacto personal de su martirio ante todo, mejor información, lectura de sus escritos), el hecho es innegable. En su vista a El Salvador en 1983, por deseo propio –y contra el deseo del gobierno– fue a visitar la tumba de Monseñor en Catedral, visita que había sido excluida en la programación. La fotografía de Karol Woijtila –lo formulamos así porque en ella aparece el ser humano antes que el papa– rezando ante la tumba de Monseñor Romero y las palabras con que se refirió a él como “celoso pastor que dio la vida por su pueblo”, son un testimonio personal entrañable, y, además, supuso un radical cambio de dirección en el Vaticano: el Papa lo había alabado y ya no se podía decir impunemente dentro de la Iglesia que Monseñor había sido marxista, colaborador de la guerrilla, tonto útil manipulado… Y cuando en 1994 Mons. Rivera decidió poner en marcha el proceso diocesano, reconoció que ello no gustaba en algunos dicasterios vaticanos, pero que Juan Pablo II, personalmente y a pesar de ello, dio el visto bueno.

La postura del Papa nos parece que ha sido decisiva como condición sine qua non para que se inicie y prosiga el proceso. Al nivel eclesiástico, de curias y dicasterios, ya no se puede ir contra Monseñor. Y más importante, a nivel eclesial, el del pueblo de Dios, el afecto del papa a Monseñor ha fortalecido el del pueblo. En su segunda visita en 1996, sólo hubo un aplauso en público: cuando Juan Pablo II recordó en Catedral a Monseñor Romero “brutalmente asesinado mientras ofrecía el sacrificio de la misa”. Para que haya prosperado el proceso de canonización oficial, la postura del papa no ha sido del todo suficiente, pero sí ha sido positiva y necesaria.

(b) Otra cosa que ha forzado objetivamente a comenzar el proceso es el impacto mundial, duradero y en aumento de Monseñor. Cuando murió la madre Teresa de Calcuta surgieron voces pidiendo su pronta canonización. Con Monseñor Romero no ocurrió lo mismo y no se habló de canonizacion, pero se desencadenó un ingente movimiento de admiración, agradecimiento, cariño y reconocimiento de su necesidad para el mundo. Comenzó muy pronto lo que podemos llamar el “romerismo”, la tradición generada por Monseñor, del mismo modo como Francisco de Asís generó el “franciscanismo”.

En la conciencia colectiva de este fin de siglo, más o menos por supuesto, Monseñor está presente en el mundo como suspiro de alivio de que lo humano es posible, como agradecimiento de que hay seres humanos que nos salvan y nos redimen de nuestro egoísmo y pequeñez, que son como aquel Jesús en quien podemos tener “fijos los ojos” en nuestras aflicciones, y también en nuestras decisiones de enrumbar este mundo en una dirección muy distinta a la actual.

Es sabido, pero no hay que trivializarlo sino valorarlo grandemente. En el último Sínodo para las Américas, celebrado en Roma, discutieron los obispos si los cristianos que habían sido asesinados por la defensa de la justicia debían ser llamados “mártires” o sólo “testigos”, reservando el término de “mártir” para quien moría explícitamente por causa de la fe –-disquisiciones y casuística a las que somos dados los humanos. Pero cuando Mons. Gregorio Rosa habló de Mons. Romero, de su persona, de su profecía, de su martirio, se olvidó la casuística y en el aula sinodal resonó el mayor y más prolongado aplauso de todo el sínodo.

También en muchos obispos Monseñor Romero ha impactado personalmente, sobre todo en quienes están en situaciones parecidas a las suyas, como lo reconoce don Samuel Ruiz. En otros hay respeto por ese hermano suyo salvadoreño, y hasta sano “orgullo de clase” de que haya obispos como él, profetas, evangelizadores, sin miedo y con esperanza.

Monseñor Romero sigue causando un impacto mundial -–más allá de las incomprensiones y pequeñeces de algunos-– y ese impacto tiene un peso objetivo que fuerza a su canonización. ¿Cómo decir al mundo que ignoramos a personas como Monseñor, que lo hacemos pasar desapercibido? En la conciencia colectiva de esta humanidad nuestra esto es hoy –afortunadamente-– muy difícil, casi imposible.

4. Lo que ha forzado en definitiva a la canonización de Monseñor Romero es su santidad real, muy necesaria en nuestro mundo y nuestra Iglesia.

A este impacto mundial ha ayudado, indudablemente, una serie de factores poco comunes. Monseñor fue figura pública en un país y una Iglesia que fueron noticia mundial durante mucho tiempo: masacres, sacerdotes asesinados, “haga patria mate un cura”, su carta a Carter, sus últimas palabras “en nombre de Dios, ¡cese la represión!”, y tantas otras cosas. Pero más allá de esto, y teniendo en cuenta que en la historia cambian unas cosas, sí, pero otras permanecen, como permanece la condición humana, la verdad es que hay algo en Monseñor que fuerza a mantenerlo vivo y presentarlo como ser humano y cristiano cabal -–que eso significa canonización también el día de hoy. Podemos decir que en Monseñor Romero hay algo de meta–paradigmático, más allá de los cambios de paradigmas –tan invocados hoy– y no siempre para hacer lo que hay que hacer.

Lo que se impone de Monseñor a través de los tiempos es su autenticidad, honradez, compasión… Pero, aunque verdaderas, estas palabras sólo cobran su hondura real desde sus destinatarios directos, aquellos que llenaron el corazón de Monseñor Romero y aquellos que lo acogieron en su corazón: los pobres de este mundo. Como hemos dicho antes, ellos definen a Monseñor Romero desde la verdad, la compasión y la fidelidad. Y esto es lo que se impone de Monseñor hasta el día de hoy.

En un mundo de mentiras –ayer como hoy–, ayer más burdamente en las declaraciones de gobiernos (el nuestro y el de Estados Unidos), de fuerzas armadas, de políticos y oligarcas, hoy más sutilmente, con concesiones a una mayor libertad de expresión, pero con el encubrimiento fundamental de la verdad (la mitad de la población del mundo está amenazada de pobreza), la verdad es como “el agua limpia que baja de los montes”, que decía Rutilio Grande. Esa verdad, mil veces negada, oprimida, manipulada en favor de los opresores y en contra de los oprimidos, eso es lo que significa hasta el día de hoy Monseñor Romero, sin que –en plena euforia de democracia– se haya encontrado un símbolo mejor de la verdad que el Monseñor profeta.

En un mundo de crueldad –ayer como hoy–, ayer más burdamente con masacres aberrantes, hoy con la cotidiana pobreza (el producto interno bruto en El Salvador es menor que el de antes de la guerra), con la cotidiana violencia (diez mil fueron los asesinados violentamente en 1995 y otros diez mil en 1996) y con el cotidiano desprecio a las mayorías populares, la compasión, el amor, la justicia son como bálsamo que cura heridas y anima a trabajar. Esa compasión a los pobres de este pueblo es lo que hasta el día de hoy expresa Monseñor Romero, sin que “el juego de la democracia”, ni los datos macroeconómicos, ofrezcan algo mejor que el Monseñor justo y consolador.

En un mundo dividido y antagónico, hecho de ricos Epulones (las transnacionales en todo el mundo, el capital financiero en nuestro país) y de pobres Lázaros que esperan migajas (el rebalse); en un mundo inhumano en que no interesa la familia humana, sino el propio interés, en el que no hay líderes que guíen al pueblo, sino que se aprovechan de él y lo desuellan, como dice Oseas, Monseñor Romero expresa la cercanía, el conocimiento de sus ovejas, como buen pastor. Monseñor Romero sigue siendo el gran conocedor de los pobres de este pueblo, y ellos lo conocen a él. Monseñor sigue siendo hasta el día de hoy -–sin que se vislumbre ningún candidato que lo reemplace-– la voz de los sin voz.

En un mundo alienado, infantilizado por los modernos y nada antiguos “circenses”, decidido a industrializarlo todo (naturaleza, vacaciones, deporte, música, moda, funerales de celebridades…), haciendo bueno el dicho de que business is business y que, por lo tanto, está permitido desnaturalizarlo todo para comercializar y dinerizarlo todo, Monseñor Romero expresa que es posible vivir con gozo, en el encuentro de unos con otros, en aquellos encuentros suyos con los campesinos, en los cantones o en la curia arzobispal. Es el gozo que se le escapó en estas palabras: “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”.

En un mundo de componendas, de evitar tensiones y conflictos -–aunque los exija la realidad-–, de no tomar nada totalmente en serio, a no ser el propio interés, de no animar al compromiso fiel, aquello que exige la ética y la fe, y aquello que, además, lleva a la verdadera felicidad, Monseñor Romero expresa que es posible ser humano y ser cristiano comprometido y fiel “hasta el final”. Eso fue su martirio.

Y una última palabra. En un mundo en que se ignora, peor aún, en que se trivializa y banaliza la fe en el misterio de Dios, Monseñor sigue siendo el creyente en el Dios de Jesús, el Dios de la vida, el Dios de las víctimas, “el Dios en quien el pobre encuentra compasión”. Monseñor Romero es el creyente que ofrece a todos al Dios de Jesús para que los humanos seamos más que humanos, como decía Agustín.

De todo esto tiene necesidad el mundo y también la Iglesia. En una Iglesia con exceso de verticalismo y autoritarismo Monseñor aparece como un obispo popular y sin populismo. En una Iglesia con miedo en su interior, en que cuesta decir con sinceridad lo que se piensa, Monseñor aparece como pastor hermano, abajado a todos y gozoso de estar con todos. En una Iglesia distanciada a veces de la realidad, viviendo en el mundo que se fabrica y que muchas veces no coincide con el mundo real, Monseñor aparece como un creyente encarnado. En una Iglesia que, eficazmente, da muchas veces ultimidad a la doctrina y a la ley, Monseñor aparece como el servidor del pueblo, el defensor de la vida de los pobres, el compasivo ante las víctimas, y en ello y en su Dios pone él la ultimidad.

Todo esto lo capta muy bien el sensus fidelium. Se impone la canonización de Monseñor Romero y su presentación en la doble dimensión de santo canonizado. Santo es el intercesor, quien está en favor nuestro, intercediendo ante Dios en lenguaje de la tradición, quien da ánimo, fuerza, vida y esperanza en lenguaje histórico. Y santo es el modelo, quien nos muestra el camino a seguir, con sus virtudes eximias en lenguaje de la tradición, con su ser salvadoreño y cristiano cabal en lenguaje histórico.

Y quizás una última cosa, más visible en Monseñor Romero que en otros santos ya distantes. Santo es quien produce gozo, buena noticia en un mundo de malas realidades. Más allá de su utilidad como intercesor y modelo, santo es quien hace presente la ternura de Dios en este mundo, ante lo cual sólo cabe decir “gracias”. De Jesús se dijeron cosas sublimes, pero la que en defintiva le define son aquellas palabras de los Hechos: “Pasó haciendo el bien y consolando a todos los afligidos”. O aquellas otras de la carta a Tito: “Ha aparecido la benignidad de Dios”. De Monseñor Romero unos, como Ignacio Ellacuría, dijeron que era “un enviado de Dios para salvar a su pueblo”. Otros dijeron que era “una buena noticia de Dios para los pobres”.

A este Monseñor hay que ponerlo en lo alto para que sea luz que ilumine las tinieblas y sea ánimo que venza a la indiferencia. La canonización de Monseñor Romero se impone. Parafraseando a Jesús, “si la Iglesia callara, las piedras hablarían”.

5. La canonización oficial, como todo lo humano, tiene también sus peligros. En este caso, el peligro consitiría en canonizar a un Monseñor Romero desdibujado y en que la Iglesia lo acaparase indebidamente.

Todo lo humano es ambivalente, está abierto a la gracia, pero es también proclive a la pecaminosidad. De esto no hay que sorprenderse y por ello hablamos también de los posibles peligros de esta canonización.

(a) Es difícil detener el proceso de canonización de Monseñor Romero, pero se lo puede desdibujar y cooptar. Desde este punto de vista, el peligro consistiría en canonizar a un Monseñor bueno, piadoso, sacerdotal, pero en definitiva a un Monseñor aguado. Consistiría en quitarle las aristas y el fuego que tuvo como profeta, y el quitarle las entrañas de misericordia que tuvo como buen samaritano.

Siempre existe el peligro de entender la santidad, como si, en defintiva, ésta se expresase mejor en la cercanía a Dios, y de entender a Dios como lo que estuviese más allá de lo humano o en competencia con lo humano, como si Dios fuese celoso de hombres y mujeres. Es el peligro que expresan estas palabras ya clásicas: “Como no son de la tierra creen que son del cielo. Como no son de los hombres creen que son de Dios. Como no aman a los hombres creen que aman a Dios”.

Si no en esta forma burda, sí en otras más sutiles piensan algunos en la Iglesia que para santificar a un ser humano más seguro será acercarlo a Dios y distanciarlo de los humanos, que acercarlo a ellos, pues esto los distanciaría de Dios -–y, así, desde este presupuesto se podría canonizar a un Monseñor Romero aguado, no al verdadero Monseñor.

Es evidente que Monseñor fue hombre de Dios, creyente, devoto; que fue sacerdote, dispensador de los misterios de Dios; que fue arzobispo, cuidador de la fe y de las cosas santas de su pueblo. Pero a eso hay que añadir –y hacer de ello cosa central– que Monseñor fue un insigne salvadoreño que por eso se encarnó en una realidad de conflicto y de muerte. Que fue defensor de los pobres, y que por eso fue amado y venerado por ellos. Que fue profeta, denunciador y desenmascarador de militares, oligarcas, gobernantes y políticos, y que por eso fue odiado por ellos. Que fue voz de los sin voz, y que por eso fue voz contra los que tienen demasiada voz. Que fue creyente y hombre de Dios, y que por eso fue enemigo acérrimo de los idolos. En suma, es evidente que el verdadero Monseñor vivió todo para Dios y todo para la justicia. Ese fue el Monseñor Romero total, el “verdadero” Monseñor. Y ese Monseñor es el que el pueblo espera que sea canonizado, el que sea presentado como protector y modelo de este pueblo. Un Monseñor distinto, desdibujado, aguado, sería irreconocible. Y de él –la verdad– no habría mucha necesidad.

(b) Relacionado con esto, es también peligroso que con ocasión del proceso de canonización la Iglesia repitiera, con cierto exclusivismo, que “Monseñor Romero es nuestro”, que “no nos dejemos arrebatar a Monseñor”. Esto se decía antes -–con algo de razón hasta cierto punto-– para evitar que Monseñor fuese manipulado espúreamente. Pero no debiera prevalecer este enfoque exclusivista, y menos hoy. Monseñor Romero, como salvadoreño, como ser humano y como cristiano, es de todos. Si lo hacen con honradez, todos tienen derecho a invocarle y a todos puede hacer un gran bien. Y lo empobrecedor de insistir en el “es nuestro” es que así se privaría a los oprimidos de una esperanza y se ofrecería a los opresores una excusa para no tener que imitarle.

En este contexto es bueno recordar que cuando, pocos años después de su asesinato, comunidades de base y organizaciones populares salieron a la calle –superando el miedo a la represión de aquellos días– se oyeron voces que querían encerrar a Monseñor en el templo. Entonces Ignacio Ellacuría escribió: “Bien está Monseñor en el templo, y bien está Monseñor en la calle. Y que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”.

Esto que hemos llamado “peligro” podría, quizás, aparecer en la redacción del acta de canonización, qué de Monseñor Romero se menciona en ella, y qué –-si algo-– se calla de él. Pero, indudablmente, eso no es lo decisivo. Pasará el día de su canonización y se olvidará cómo quedó redactada el acta. Lo decisivo está ocurriendo ahora, cuando se está fraguando la imagen de Monseñor. Ya hay muchos análisis de su vida y obra, y hay sobre todo la convicción de su realidad total como salvadoreño y cristiano. Así, en esa totalidad, todo de Dios y todo de los pobres, Monseñor sigue siendo una buena noticia.

6. La canonización oficial de Monseñor Romero puede traer bienes muy grandes: confrontarnos con nuestra realidad, llamar a conversión, devolver dignidad a las víctimas, proclamar a América Latina continente mártir.

(a) La canonización oficial de Monseñor puede ser una ocasión para repensar la realidad del país. Recordar las víctimas y los verdugos de entonces, puede llevar a analizar los de ahora, la pobreza, la violencia, la injusticia, y a buscar la dirección en que se construye una sociedad justa. Puede llevar a repensar los errores de la impunidad y de amnistías inconsultas y precipitadas, y a una buena administración de justicia. Puede llevar –ojalá– a la conversión, exigida y facilitada por la presencia de Monseñor Romero y de muchos otros mártires entre nosotros. (En la canonización de María Goretti, asesinada al principio de siglo por no ceder ante quien la quería forzar, estuvo presente su asesino). Y puede llevar a comprender la necesidad de “revertir la historia”. Todo esto es utópico, evidentemente, pero no deja de expresar bienes importantes y necesarios. Y una buena ocasión de propiciarlos sería la canonización de un mártir típicamente salvadoreño, como Monseñor Romero.

Más claramente, esta canonización puede llevar consuelo a muchísima gente, y sobre todo el sentimiento de que una institución importante, el Vaticano, y una persona importante, el Papa, “les dan la razón”. No estaban ellos equivocados, Monseñor es santo. Y no es éste pequeño gozo para un pueblo que nada cuenta a la hora de decidir las cosas importantes y a quien no se suele preguntar su opinión sobre ellas.

Más específicamente, la canonización de Monseñor Romero devolverá dignidad a muchas otras víctimas, y con ello traerá hondo consuelo a sus seres queridos –-tanto mayor cuanto que, al ser personas religiosas muchísimas de ellas–- esa dignidad viene ahora envuelta en lo sagrado de Dios. Recordémoslo. Monseñor Romero, y tantos otros, en vida fueron difamados, calumniados. Se les negó honradez y fe cristiana. Se les acusó, con mentira, de toda clase de aberraciones: “Monseñor Romero vende su alma al diablo”, decía el título de un periódico de la época. La Comisión de la Verdad fue sensible a esta aberración y exigió reparación a la dignidad de las víctimas. Puede ser que algún día se construya un monumento en su honor, pero, aunque así ocurra, una canonización es cosa distinta. Es Dios quien devuelve la dignidad. Y de esa dignidad que otorga la canonización de Monseñor participan todos los mártires.

En nuestra historia actual y concreta, la canonización de Monseñor Romero –y, en él, la de muchos más– no tiene la estructura de “revancha”, ni menos de “venganza”. Pero sí tiene la estructura del Magnificat, el trastrueque que opera Dios: “A los pobres los llenó de bienes, y a los soberbios despidió vacíos”. Y por ello muchos salvadoreños -–madres, sobre todo-– dirán: “Engrandece mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.

(b) Ya ha quedado insinuado, pero hay que explicitarlo. Monseñor Romero es un mártir conocido, quizás el más conocido, pero no es el único. Como Jesús en la Carta los Hebreos es el hermano mayor en una inmensa nube de testigos. Esto quiere decir que el martirio en América Latina –o en amplias regiones de ella– ha supuesto una verdadera globalización.

Las instituciones mundiales -–incluidas Naciones Unidas-– no tienen interés en reconocer esta “globalización del martirio”, por la incapcidad de sus mecanismos en dirimir estos asuntos y por las presiones políticas a las cuales suelen ceder. Pero bien lo puede hacer la Iglesia católica. Y –soñando– quizás se puedan encontrar modos para que, de alguna manera, aunque sea simbólicamente, en esa canonización participasen todas las Iglesias; y para que en la canonización de Monseñor se reconociese también, de alguna manera, a los innumerables mártires de América Latina y de todo el mundo de los pobres.

Que se llegue a realizar esta utopía es muy difícil, por supuesto. Pero es importante tener presente la identificación de Monseñor Romero con su pueblo, con las víctimas sobre todo, y en aquellos aspecto “martiriales” ya durante su vida. “Yo no quiero ninguna seguridad mientras no se la den a mi pueblo”. Permítasenos la audacia pero, ¿no pudiera pensarse que Monseñor esté ahora diciendo “yo no quiero una canonización que no incluya la de mi pueblo?”, aunque sea “de alguna manera”, añadimos nosotros.

Dicho primero en forma negativa, esta canonización no debiera prescindir del contexto histórico real: la abundancia de cristianos y de seres humanos a quienes se ha dado muerte por su amor y defensa de los pobres (los privilegiados de Dios), por su compromiso con la verdad y la justicia (reflejo en la historia del compromiso de Dios), y todo ello en muchos explícitamente, en otros anónimamente, por la fe en uno Dios, Padre y Misterio, y por el seguimiento humilde de Jesús. Y no debiera olvidar las masacres de “santos inocentes”, ancianos, niños y mujeres, asesinados simplemente para facilitar la actividad bélica. Esta realidad, que en América Latina es cuantitativamete masiva, y cualitativamente cruel y esperanzadora, a la vez, no debiera estar ausente al canonizar a su símbolo real: Monseñor Romero.

Dicho en forma positiva, ahora que se globaliza la trivialización de la fe y la existencia, que se globaliza el consumismo y el egoísmo, que se globaliza el desprecio y la exclusión de centenares, si no de miles de millones de seres humanos, es muy importante apuntar a otro tipo de globalización: la de la verdad, la del compromiso, del amor, de la ternura.

Al canonizar a Monseñor Romero, y, simbolizados en él, a todos los mártires, la Iglesia puede ofrecer ese servicio a nuestro mundo. Ojalá que en la canonización de Monseñor Romero estén presentes Ellacuría y Julia Elba, Monseñor Angelelli y los indígenas del Quiché, los niños de Somalia y de Ruanda, las madres de Timor del Este y de Bosnia. Ojalá esté presente un continente mártir, los pueblos crucificados.

Y no hay aquí masoquismo. A una víctima, a un mártir, Jesús, Dios le hizo justicia y lo resucitó de entre los muertos. De ellos es la esperanza. A los vivos queda la responsabilidad de trabajar para bajarlos de la cruz.

Jon Sobrino

Tres estrategias que dividen a la(s) izquierda(s) mexicana(s) –Parte I

Tres estrategias que dividen a la(s) izquierda(s) mexicana(s) –Parte I

Miércoles 29 de julio de 2009 por CEPRID

César Enrique Pineda Ramírez

CEPRID

En medio de una creciente inestabilidad política y económica en México, el análisis sobre la situación de la(s) izquierda(s) se vuelve central para imaginar escenarios de transformación y lucha. Trataré en este texto de exponer una serie de divisiones estratégicas que fragmentan la acción de los movimientos, luchas y resistencias en México; los límites estratégicos de buena parte de las izquierdas mexicanas y cómo la división de enormes conglomerados de los movimientos en nuestro país se deben a las grandes diferencias de sus horizontes emancipatorios, es decir, a las ideas de cambio y transformación que se materializan en muy distintas prácticas políticas y estrategias de lucha. Aunque no comparto la clasificación o etiqueta de izquierda para muchas de las tendencias y movimientos de los que aquí hablaré, usaré esta clasificación como el sentido común que muchos de los movimientos, organizaciones, redes, organismos y colectivos utilizan, sin entrar en una discusión sobre la conceptualización de la izquierda misma. Utilizaré tres ideas o ejes estratégicos rectores en la acción política de las izquierdas mexicanas, a mi parecer, piedra de toque en las divisiones y fragmentaciones actuales. Estas ideas o ejes de acción son:

1. Se puede llegar a un pacto con la clase política o con el poder económico para reorientar al país (nuevo pacto social).

2. Se puede tomar el poder y desde ahí imponer la soberanía nacional y una mayor redistribución de la riqueza.

3. Una vez que se ha tomado el gobierno, es posible controlar el sistema económico para el beneficio del pueblo, de las mayorías, de los pobres o de los trabajadores.

1. Pactar con la clase política la reorientación del rumbo del país.

Una fuerte corriente de las izquierdas mexicanas afirma que desde el cambio de gobernantes – esencialmente la presidencia- o bien mediante el diálogo y el acuerdo con las fuerzas políticas, puede lograrse como horizonte de cambio:

a) un Estado democrático socialmente responsable y/o con justicia social;

b) un nuevo pacto social – o acuerdo social- de desarrollo con un modelo económico más “humano” que fomente el crecimiento económico;

c) todo ello logrado a través y de forma paralela a una profunda “reforma del Estado” que permita:

d) una inserción ventajosa y soberana en el mercado mundial.

Para acercarse a este horizonte de transformación se utilizan distintas estrategias incidiendo en las fuerzas políticas a través de dos vías. La primera es la promoción o cabildeo de cambios legislativos con todas las fuerzas políticas. La segunda es el diseño y cabildeo de políticas públicas con gobiernos de todos los niveles (municipal, delegacional, estatal, federal) de todas las fuerzas políticas. La variante más importante de esta estrategia es no sólo influir en las reglas del sistema político sino ser parte de él, generalmente a través de la que es considerada la izquierda partidaria (lo que fue el Frente Amplio Progresista, pero especialmente el Partido de la Revolución Democrática). La consigna es ser mayoría y lograr cambios, en los distintos niveles de gobiernos y en el ámbito legislativo.

Esta izquierda parte de dos premisas básicas. La primera es que en el pasado en México se logró – a pesar del autoritarismo- un crecimiento económico que otorgaba bienestar social para las mayorías y si éste terminó es porque la voluntad e ideología de los gobernantes cambió. La llegada de los neoliberales modificó esta voluntad y a su vez cambió el modelo económico. La otra premisa es que hoy – a diferencia del pasado- hay democracia en México. Estas dos premisas permiten situar las estrategias de cambio: influir en el poder o ser parte del poder para modificar la voluntad, las leyes y la forma de gobernar para orientar al país con un nuevo rumbo.

¿Por qué no es posible un pacto con la clase política y con el poder económico?

Lo que la clase dominante llama globalización es en realidad un fuerte ciclo de ofensiva para reestablecer los procesos de acumulación de capital controlados y favorables para las elites. (Harvey 2005) Es una agresiva estrategia para restaurar el poder de las clases dominantes y durante más de 25 años lo han ido logrando en todo el planeta – no sin contratiempos ni resistencias-. Las clases económicas dominantes empujaron un reordenamiento del mundo a partir de la década de lo 70`s con una estrategia de cuatro ejes de acción.

La primera estrategia es la financiarización de la acumulación, que provoca un desplazamiento del poder, antes radicado en la producción, hacia la esfera financiera. A pesar de lo inestable e incontrolable que puede ser esta forma de acumulación, este mecanismo ha hecho crecer geométricamente a la elite global. La producción de capital ficticio y la cantidad de ganancias que se generan han quedado claras en la reciente crisis global. Para entender su magnitud, algunos hablan de que hoy el mundo financiero representa entre 12 y 20 veces el producto bruto mundial anual. De ese tamaño de la reorientación del capital pero también de su crisis. Sin embargo, esto no quiere decir que la acumulación esté sólo centrada en el mundo financiero.

La segunda es el proceso de reordenamiento del rol del Estado, el desmantelamiento del Estado de bienestar – o sus equivalentes- basado en la privatización y la desarticulación de la seguridad social. Ha sido un proceso de ir apretando el cinturón a los pobres y progresivamente ir aflojándoselo a los ricos. A esto es lo que comúnmente se le llama neoliberalismo. La ola de privatizaciones se ha comenzado a detener por agotar muchas de las áreas estratégicas del Estado, pero en especial por la reacción y resistencia a las privatizaciones que le ha dado la vuelta al mundo.

La tercera es la expansión e intensificación de la acumulación en esferas de la vida y la realidad antes consideradas no mercantiles. La educación, las semillas, el agua, la información, el trabajo inmaterial, son sólo algunos de los ejemplos de cómo el poder económico ha crecido como nunca en la historia, mercantilizando todo, valiéndose de fuertes procesos de despojo. Se crean nuevos mercados, colonizando e invadiendo territorios reales y simbólicos fuera de la mercantilización. La acumulación se intensifica en los últimos territorios y recursos naturales que estaban “fuera” de su alcance. Bosques, manantiales, manglares, playas, arrecifes, lagos, lagunas, ríos, selvas y montañas son el campo de intensificación del capital. Este mecanismo se está acelerando en todo el planeta, multiplicando los conflictos y resistencias populares.

La cuarta y última estrategia es el reordenamiento de la producción a nivel global. relocalización es el concepto que permite entender cómo el capital ha fragmentado la producción y llevado cada parte de ella al mejor lugar del planeta que ofrezca la mano de obra más barata o los menores costos para la extracción de recursos. Este reordenamiento intensivo de las formas de producción se sostiene en las nuevas tecnologías de la información pero, en especial, en una inmensa ofensiva para desposeer de poder a la fuerza organizada del trabajo. La destrucción, debilitamiento, desarticulación y/o domesticación del poder obrero es uno de los cimientos para este nuevo ciclo de acumulación.

Una primera observación es que el capital no puede negociar condiciones más equitativas de redistribución (reglas más justas para el medio ambiente, redistribución de la renta con fines sociales, reducción o contención de sus ganancias para fortalecer al Estado, reglas democráticas y éticas de su comportamiento) porque estas cuatro líneas de acción les han permitido, en efecto, restablecer, restaurar y construir un poder de clase que ha crecido exponencialmente.

Su estrategia es como una enorme guerra de conquista que les ha permitido darse el lujo de no negociar – con los trabajadores, con el Estado, con los movimientos sociales, con el resto de la sociedad- porque simple y llanamente no necesitan negociar con ninguno de ellos. La restauración-construcción de poder de las elites es tal que cualquier negociación o pacto es en desventaja de las mayorías y a favor de dicha elite. No es posible pactar con el capital porque simplemente el capital no quiere y ha generado las condiciones para no hacerlo. El capital cambió el campo y las condiciones de la relación capital-trabajo. Para construir una estrategia de resistencia es indispensable dimensionar los cambios en la estrategia de la clase dominante.

¿Por qué antes fue posible un pacto con el capital y hoy no?

Las izquierdas mexicanas suelen exagerar el papel y la voluntad de los gobernantes para reorientar las decisiones estructurales. Para algunas izquierdas la solución es elegir un gobernante con la voluntad y disposición de modificar el rumbo del país y piensan que, desde la presidencia y el congreso puede lograrse – si hay voluntad- el pacto necesario con el capital permitiendo a la vez el crecimiento económico (o sea la acumulación de las elites) y cierta redistribución más justa o humana (es decir, mayores condiciones de bienestar entre la población).

Nuestra segunda afirmación importante es que es un error pensar en un posible pacto con el capital por la simple determinación de la clase política o el grupo gobernante. El capital, en el pasado inmediato al neoliberalismo pactó porque estaba obligado a pactar, y porque también el pacto siempre les favoreció. Es lo que conocemos como los años dorados de crecimiento, como Estado de bienestar o sus equivalentes y también como milagro mexicano. En el pasado el capital estuvo dispuesto a negociar porque existieron condiciones que cimbraron su poder. Condiciones histórico- sociales que les hicieron evaluar al pacto con el trabajo (a través del Estado) como conveniente para proteger sus intereses. Existen al menos cuatro de estas condiciones de carácter global para que el capital se mostrara dispuesto al pacto con el trabajo durante buena parte del siglo XX: la profunda crisis económica de 1929; el movimiento comunista internacional anclado en la Unión Soviética; el poder organizado y creciente de los trabajadores (a través del sindicalismo); y las insurrecciones y movimientos de liberación nacional (que lucharon para destruir el colonialismo).

Por otro lado, en México, el terremoto social de la revolución había desarticulado a la clase gobernante y debilitado al poder económico, poniéndolo contra la pared constituyendo una correlación de fuerzas que permitió a la nueva elite dominante (articulada en el sistema corporativo-autoritario) tener amplios márgenes para la redistribución de los ingresos a cambio, por supuesto, de la supeditación y lealtad política de las mayorías. Un último factor esencial es comprender este pacto como el mecanismo encontrado para contener el riesgo y la amenaza de las clases “peligrosas” que representaron la revolución. No fue, aunque pareció serlo, un pacto que favoreciera por completo al trabajo, sino el proceso a largo plazo de su supeditación y domesticación. El pacto logró casi tres décadas de crecimiento en buena parte del mundo y en México pareció ser la vía de bienestar “generalizado” a pesar de que enormes sectores sociales fueron excluidos del bienestar del “milagro”.

Además de estos factores, en México las condiciones que permitieron un crecimiento sostenido por varias décadas fueron: a) la necesidad casi obligatoria de buscar el desarrollo endógeno frente a la crisis global de la década de los 30 y la falta de inversiones de los países del centro enfocados en la segunda guerra mundial; b) una mano de obra totalmente controlada sinónimo de un paraíso para la inversión “nacional” pero también internacional; c) una agresiva política de industrialización acordada y pactada en todo momento con las elites locales; d) una política económica de sustitución de importaciones que a mediano plazo hizo crecer ciertas ramas de la economía pero a largo plazo fue insostenible, acrecentando la dependencia mexicana a las inversiones en áreas estratégicas. Cuando estos factores empezaron a reordenarse, la política económica de desarrollo endógeno comenzó a derrumbarse.

Es de resaltar que el neoliberalismo avanzó no sólo por la maldad o perversidad de los gobernantes, sino esencialmente por la debilidad o por la cooperación de la fuerza de los trabajadores, es decir, por el equilibrio de fuerzas de clase existentes en cada país. En México, con una clase obrera domesticada, bajo la presión estadounidense y la quiebra técnica del Estado, el neoliberalismo avanzó a pasos agigantados.

Sin embargo, ahora, las condiciones que obligaban a pactar al capital se han modificado: el movimiento comunista prácticamente desapareció como fuerza global con la caída del mundo del socialismo real; los movimientos de liberación nacional expulsaron al poder imperial de sus gobiernos y proclamaron sus independencias, para luego entrar en un profundo reflujo; la peligrosidad del poder de los trabajadores fue domesticado a través de la institucionalización y burocratización de sus organizaciones. Pero lo más importante, el patrón de acumulación que aseguró bienestar tanto para los trabajadores como para el capital entró en crisis, y colapsó precisamente en la década de los 70’s. En México, las elites económicas beneficiadas por décadas de crecimiento se han reordenado. El capital no va a negociar porque los factores que lo obligaban se han ido, y porque cualquier pacto ahora no le es benéfico. Ellos necesitan seguir ganando a toda costa, y no desean ningún pacto que se los obstaculice o limite. Cuando se piensa como posible un pacto de equilibrio entre empresarios, Estado y sociedad quizá debemos preguntarnos ¿realmente creemos que el poder económico está dispuesto a autocontener sus privilegios?

La respuesta no es sólo de desconfianza hacia la clase dominante. Factores estructurales nos permiten responder que no lo harán.

Imaginemos el mundo como una naranja a la cual se le puede exprimir ganancias a través de la producción capitalista (es decir, a través de la explotación del trabajo y de la explotación del planeta mismo, con todos sus seres vivientes). Durante 200 o 300 años la naranja ha dado buen jugo aunque con algunos sobresaltos. El proceso de industrialización aceleró a un ritmo la explotación (tanto del trabajo como del planeta) que por un tiempo mucha gente vivió un estado de bienestar en algunas partes generalizado y en otras relativamente exitoso. Fueron años de “desarrollo” y en México, aunque se vivía la hegemonía autoritaria del priísmo, cierta izquierda considera este periodo como de éxito (el milagro mexicano). Pero por alguna razón, la naranja ha dejado de dar tanto jugo desde la década de los 70.

Existen varias explicaciones globales para ello. La primera es que se produjo mucho más de lo que se podía vender. Durante dos décadas y media se había producido mucho y se podía vender mucho. Sin embargo “los mercados” empezaron a agotarse y por tanto las ganancias también. Es decir, habríamos entrado en una crisis de sobreproducción mundial. La segunda explicación apunta al crecimiento geométrico del Estados Unidos de la posguerra como el principal empuje del crecimiento global. Sin embargo treinta años después de terminada la guerra, tanto Europa y Japón (la triada económica dominante) se habrían reestablecido de sus precarias condiciones por la segunda guerra. La competencia interimperialista de estos tres centros económicos habría saturado los mercados globales. Es decir, había más competidores ahora y por tanto, menos ganancias. Por último, se dice también que una oleada de desobediencia y resistencia de los trabajadores azotó buena parte de Europa Occidental, una vez más en la década de los 70`s, sumándose a la crisis productiva del fordismo-taylorismo, reduciendo el nivel de ganancias de las elites económicas. Se habla también del impacto y la crisis del trabajo, ante la desobediencia de los trabajadores, los movimientos de insurrección de la década de los 60s. Otros más hablan de la inviabilidad de la forma de producción al interior de la industria. A esto se le sumaría la crisis por los precios del petróleo que habría comenzado a llegar a sus picos históricos de producción.

Sea una razón u otra, o una combinación de todos estos factores (y varios más), la tasa de ganancias desde hace más de treinta años tiende a un decrecimiento global en prácticamente todo el planeta salvo algunas excepciones. Desde hace tres décadas se vive un modesto crecimiento global. Cuando algunas izquierdas plantean el fracaso del neoliberalismo porque no trajo bienestar a las mayorías, es indispensable analizar que la ofensiva de las elites dominantes estaba diseñada para otro fin: en medio de una caída de las ganancias absoluta, asegurar para las elites el acaparamiento de las “pocas” ganancias existentes. Regresando al ejemplo de la naranja, el neoliberalismo, lo que ha hecho con un fruto casi sin jugo alguno, es apretar con una fuerza nunca antes vista para provocar algo totalmente previsto y deliberado por ellos. La estrategia ha sido apretar con tal fuerza el fruto, para que poco o nada del precioso jugo (las ganancias) escurra hacia abajo. Por el contrario, la presión de la mano sobre la naranja debe ser tal, que el poco jugo que sale de ella se empuje hacia arriba. Aunque las ganancias son “pocas”, acaparadas por unas minorías, son de tal tamaño, que representan un poder sin precedentes en la historia para las élites. A la vez, esta presión sobre la tierra y la humanidad provoca enormes efectos de devastación y destrucción amenazando la vida y la sobrevivencia.

A pesar de la histórica ofensiva de las elites para reconstituir su poder de clase y para asegurar y acaparar privilegios, las ganancias siguen reduciéndose, encaminándose incluso entre ellos a una guerra fraticida por mercados, a una disputa sin precedentes entres imperialismos, entre Estados, entre empresas trasnacionales y por supuesto una guerra contra la gente y contra el planeta.

La lógica de un pacto con el capital atenta contra el principio de la máxima ganancia y hoy están encaminados en una ofensiva planetaria por las ganancias. No hay razones para el capital para pactar. Pensar que se puede pactar con el capital a través del Estado y sus instituciones es un poco como pensar negociar con un tiburón para que coma menos carne en medio de un estanque donde empieza a escasear el alimento. La única forma de seguir acaparando y acumulando es manteniendo y radicalizando las cuatro estrategias de financiarización, privatización, relocalización e intensificación que hemos mencionado. No las abandonarán ni atenuarán, porque sería abandonar sus privilegios y su poder. Pactar, en este momento para ellos, sería suicidio. Pactar sería reducir sus ganancias y ellos tienen el suficiente poder para no sentirse obligados a pactar.

El eje rector de una estrategia basada en el posible diálogo con el poder económico queda con estos argumentos al menos puesto en duda. Sin embargo hay otros puntos críticos que deberíamos pensar sobre esta estrategia.

1) Pensando al Estado de Bienestar como un equilibrio del pasado basado en la correlación de fuerzas globales existentes, es poco probable que haya un “New Deal”, un pacto social y de justicia, como proponen fuerzas del liberalismo progresista y como exigen una parte de los movimientos sociales mexicanos. El problema aquí es que se piensa el pacto como un proceso de acuerdo racional y no como fruto de las luchas y de las resistencias.

2) Esta estrategia privilegia en exceso al aparato estatal y sus instituciones. El liberalismo ha propagado que los cambios se realizan a través del marco legal y constitucional. Como hemos visto, los cambios sociales, las leyes y las transformaciones sociales dependen de una serie de factores mucho más complejos que los procesos institucionales del Estado. Sin embargo, buena parte de la izquierda progresista ha comprado el discurso dominante que plantea y privilegia la comunicación, el diálogo y la institucionalidad como vehículo de cambio.

3) La estrategia también sobredimensiona y confunde el papel del Estado, pensando que es un instrumento que puede utilizarse para obligar al poder económico a supeditarse al poder político. Esta idea continúa el discurso dominante que plantea al Estado de derecho, la legalidad y la institucionalidad como un marco al cual incluso el poder económico debe sujetarse. En realidad, la historia contradice ese marco liberal, donde las elites y el poder económico han utilizado siempre el poder estatal para la acumulación y para proteger sus privilegios.

4) Por otro lado, esta estrategia es casi siempre de orden nacional y entre sus valoraciones no contempla que la forma del Estado en las periferias globales (autoritarismo, corrupción, colonialismo, racismo) SIGUE siendo funcional a los intereses de las clases dominantes y por ello, los Estados en los llamados países en vías de desarrollo, tercermundistas, periféricos o del Sur mantienen ciertas formas de supeditación, subordinación, explotación y dominio que son útiles a la acumulación de elites locales, “nacionales” o globales, y por tanto, la reestructuración del Estado se hace a la medida de las necesidades de dichas elites, dejando en numerosas ocasiones intocadas las relaciones de dominación. No evolucionaremos necesariamente pues, a democracias “avanzadas” o “maduras”, ya que la forma del Estado dependiente, colonizador y racista es funcional y siempre lo ha sido a la acumulación capitalista.

5) La estrategia se basa también en la premisa de que en México vivimos en democracia. Sería más certero si dijéramos como plantea Castoriadis que vivimos bajo una oligarquía liberal. Sostenemos que la llamada transición democrática es en realidad un pacto de elites para asegurar la estabilidad del sistema político. Un pacto que incluyó a la llamada izquierda partidaria y ha servido para fortalecer una nueva composición de la clase política, que sin embargo ha entrado en una profunda disputa y progresiva fragmentación y descomposición. Una especie de autoritarismo basado en el consenso, y en la renuncia a la participación a través de la delegación.

6) Por supuesto son posibles ciertas reformas y políticas públicas siempre y cuando no afecten la reproducción económica – conducida por las clases dominantes- y no abran verdaderamente el poder retenido por la clase política. Esta estrategia avanza en ciertos márgenes permisibles por las clases dominantes y mantiene el riesgo siempre de fortalecer su hegemonía.

7) Quizá la única posibilidad de un pacto es que la crisis financiera global cambie por completo la correlación de fuerzas estatales y empresariales, debilitando estructuralmente a las elites dominantes. Sin embargo, ese pacto dependería a la vez de una enorme fuerza social global que los obligara a ello.

Esta idea rectora, la de pactar, o incidir en la clase política para un posible acuerdo normativo para mejorar las condiciones de vida divide profundamente en dos campos a las izquierdas mexicanas: el primero aglutina a quienes orbitan alrededor del poder, los medios, el congreso y en su caso el poder judicial, lo que implica concentrar la energía en la elaboración de políticas públicas, cabildeo, reforma del estado, diálogo con los partidos e interpartidario, conferencias de prensa, diálogo con gobiernos municipales, delegacionales, estatales e instancias federales o bien insertándose y participando en dicha estructura. El segundo campo reúne a quienes se concentran en la calle, la movilización, los procesos sociales, la organización productiva, política, social y cultural, esencialmente de movimientos sociales, pero a la vez de barrios, comunidades, pueblos y sectores sociales. Es la primera gran división que analizaremos.

Pero existe una segunda posición sobre el pacto con el capital. Se piensa que si el capital no está dispuesto a negociar, entonces hay que obligarlo. La vía para obtener mejores condiciones de vida, es quitar del gobierno a los neoliberales, y desde el poder, afirmar la soberanía de la nación frente a otros países, especialmente frente a los imperialistas. Al interior de la nación, tomar la decisión de empujar otro modelo económico no neoliberal – que habría que apuntar que no queda exactamente claro cuál es-. Desde el gobierno, se tendría el poder – se piensa- para hacer ambas reorientaciones. Pero aquí, tenemos precisamente otra diferencia que separa a las izquierdas mexicanas. El tema del poder.

Enrique Pineda es licenciado en Sociología e integrante de Jóvenes en Resistencia Alternativa.

El Salvador: las torres y los puentes de la transición

El Salvador: las torres y los puentes de la transición Roberto Pineda 15 de mayo de 2015

“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”. Marx, C. Crítica del Programa de Gotha.

Los lejanos ecos europeos de la Critica del Programa de Gotha realizada por Marx hace 140 años todavía resuenan en las discusiones sobre la nueva sociedad salvadoreña que se construirá luego del capitalismo. Pero desde entonces ha pasado mucha agua bajo los puentes y muchos vendavales sobre las torres de los procesos y movimientos revolucionarios alrededor del mundo.

Incluso, en nuestro pequeño rincón “mágico” de este planeta globalizado, vivimos en una sociedad en disputa entre el proyecto popular y el proyecto oligárquico; y han pasado ya seis años del inicio de un nuevo periodo histórico, (junio de 2009) de control de la izquierda del gobierno central y se impone una evaluación sobre en qué medida hemos avanzado en la transición hacia un nuevo tipo de sociedad, que fue el propósito básico por el que se juntaron en octubre de 1980 las cinco fuerzas político-militares que dieron origen al FMLN.

Logro grande fue haber terminado con la dictadura militar en 1992, pero el sueño por el que se entregaba la vida iba más allá, hablábamos de una nueva sociedad, de socialismo. En definitiva, la izquierda marxista es básicamente un proyecto de transformación social.

Identificar los puentes y las torres

Debido a esto una preocupación central que debe de acompañarnos es la de identificar las torres y los puentes de este periodo de transición. Utilizo el concepto de puentes para referirme a las nuevas relaciones sociales que deberían estar surgiendo y volviéndose determinantes y el de torres para referirme a las viejas relaciones sociales que deberían de estar siendo eliminadas.

Claro está, hablamos de un proceso dialéctico de coexistencia y a la vez de disputa, de lucha en el que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo pugna por nacer. Es preciso identificar lo nuevo (los puentes) para fortalecerlo y lo viejo (las torres) para terminarlo, tanto en la gestión gubernamental como en la sociedad en general, incluyendo al mismo partido revolucionario y al movimiento popular y social.

Por lo que el impulso a la construcción de una cultura democrática al interior del FMLN y en la sociedad salvadoreña es uno de los principales puentes que debemos de forjar. Y este es un proceso que nos llevara un largo período histórico, con avances y retrocesos, con fases y etapas, cada una de las cuales con su respectivo balance de fuerzas y tareas específicas. Pero lo importante es tener claridad del rumbo. Es lo clave.

Y en este singular marco de urgentes reflexiones sobre el rumbo, sobre la relación entre proyecto y horizonte, surgen preguntas ineludibles que debemos de respondernos para tener claridad sobre donde están las nuevas trincheras en las cuales asentarnos y cuáles son las torres que deben ser derribadas y los puentes que deben ser construidos. A continuación exploramos brevemente estos elementos desde algunas interrogantes fundamentales: entre otras el poder, las formas de lucha, el sujeto, la vanguardia, las alianzas, el programa, las relaciones internacionales.

El problema del poder: ¿tomarlo, conquistarlo, asaltarlo, romperlo, destruirlo, construirlo, desecharlo, ignorarlo, disfrutarlo?

La búsqueda del poder como premisa básica ha orientado la acción de la izquierda marxista-leninista salvadoreña desde hace 90 años porque el poder lo hemos concebido como un valioso objeto que hay que contemplar o capturar y luego retener. Como partido revolucionario lo teníamos para ejercerlo o no lo teníamos, no había términos medios. Así como que el tesoro del poder estaba en manos de la oligarquía y debía pasar a nuestras manos proletarias.

Era como un anillo o una cadena que había que arrebatar para ponerlo al servicio de los explotados. Esa era nuestra visión y es importante saber de dónde venimos para saber adónde vamos. Es claro que no venimos de los que hoy bajo el paradigma posmoderno predican cambiar el mundo sin tomar el poder o el desarrollo del anti-poder (Holloway, Negri) ni de la circularidad del poder de Foucault, ni de la visión zapatista del Sub Marcos, pero tampoco de los que practican y predican la construcción de poder popular (Dri). Es un debate de paradigmas de lucha que debemos de conocer.

Por el contrario, la meta soñada y hasta fumada era bajar de Guazapa y llegar e instalarnos en la Casa Presidencial de San Jacinto, el símbolo del poder, para desde ahí impulsar los cambios estructurales. Como ejemplo, en noviembre de 1989 las tropas del FMLN se trasladaron a la ciudad capital para buscar la conquista del poder. Y en esos mismos días de combate popular, en la ahora cercana Europa estaba cayendo el Muro de Berlín y fracasando estrepitosamente el modelo verticalista que había orientado por años, por décadas nuestra utopía. Ironías de la historia, mientras unos eran bajados otros iban subiendo la cuesta.

Para esta utopía clásica de “tomar el poder” durante el corto siglo XX hicimos uso de diversas formas de lucha. Intentamos la insurrección y fuimos derrotados. Luego de esta derrota de 1932, la izquierda o sea el PCS mantuvimos una rígida posición anti-electoral y de exclusiva lucha sindical hasta mediados de los años 60 que se decide participar en elecciones. Una década después, en los setenta competían en la “vanguardia dispersa” dos visiones: la de la lucha armada y la de la lucha electoral.

En los ochenta el problema del poder en teoría estaba resuelto: la lucha armada era la panacea. Nicaragua mostraba el camino, como Cuba lo había mostrado antes. En la práctica el problema era derrotar a las fuerzas armadas de la dictadura militar y para esto se necesitaba un ejército popular. Al final no se logra tomar el poder pero se logra un acuerdo negociado. Luego, en los noventa el problema del poder pasaba por derrotar por la vía electoral al partido de la oligarquía, el cual se esforzaba exitosamente por cierto, por imponernos la camisa de fuerza neoliberal, que aún llevamos puesta.

A finales de la primera década del siglo XXI (2009) se logra la meta de llegar al gobierno. Ahí estamos ahora. ¿Seguimos pensando en tomar el poder? Me parece que sí. Pero el problema está en que hoy el poder es más elusivo que antes. Y la reflexión teórica unida a la lucha popular en América Latina ha revelado que además de tomarlo se requiere construirlo y que el poder es una relación social de reconocimiento (Dri 2002). Incluso algunos aconsejan alejarse de él por su influencia nociva. Me viene a la mente en este tema del poder que en un divertido relato, Roque señalaba como se decide ir del Zoológico ¡a Casa Presidencial! (Las historias prohibidas…).

Es un hecho que durante 60 años, de la guerra de 1932 a la guerra de 1980 y a los acuerdos de paz de 1992, la izquierda marxista salvadoreña sobrevivió, creció y se convirtió en alternativa nacional bajo el paradigma de la escuela leninista, que aportó claridad de propósito, voluntad y disciplina militante y perspectiva de victoria. Esta es la raíz por la que hoy estamos como izquierda en el gobierno.
Este poder institucional alcanzado se deriva fundamentalmente de la autoridad política lograda durante la ética de la clandestinidad y la guerra, de la lucha contra la dictadura militar, y este es un tesoro que debemos ser cuidadosos en conservar y cultivar, porque puede fácilmente perderse, desgastarse. La gente nos observa y mide si seguimos siendo humildes y sacrificados, como en el pasado, por lo que no podemos permitir que nuestros aliados de GANA nos impongan su visión de mundo.
La pregunta del millón es desde aquí hacia donde caminamos. Hay diversos senderos en esta milpa: mantenernos a flote y tratar de evitar el conflicto (volvernos confiables para la oligarquía y el imperialismo, como algunos se esmeran en mostrarse); mantenernos y seguir o empezar a acumular fuerza social (no buscar la ruptura pero tampoco temerle); y mantenernos y desgastarnos hasta ser desplazados, llegar hasta donde nos lleve el río (los resultados electorales de este año son significativos).
Las nuevas realidades y los nuevos desafíos
Desde 1992 la construcción exitosa de un sólido aparato partidario electoral ha permitido a esta altura para el FMLN la acumulación de un considerable poder institucional (municipal, legislativo, ejecutivo, electoral, judicial, mediático), a lo que hay que agregar la importante y novedosa inserción en el aparato productivo vía Alba, así como la indiscutible hegemonía en el movimiento popular y social por medio de la Coordinadora Unitaria Social y Sindical (CUSS).
Es una acumulación política significativa y valiosa refrendada en el imaginario ´popular por una guerra contra la dictadura militar, que le permite al FMLN mantener la iniciativa política y sostener múltiples alianzas sociales (cafetaleros y un sector del bloque comercial árabe, entre otros) y alianzas legislativas incluso con desgajamientos de ARENA (partido GANA). Arrebatarle esta iniciativa es el sueño máximo de la derecha.
Es claro que la vía de la revolución no puede eludir los compromisos políticos tácticos con aliados no confiables, como el alcanzado recientemente para conducir la Asamblea Legislativa 2015-2018 un tramo el FMLN y el otro GANA a riesgo de quedar aislado. Incluso no puede descartarse la necesidad en determinado momento de realizar repliegues tácticos e incluso estratégicos, como respuesta a las realidades políticas de la lucha de clases, o sea a la correlación de fuerzas sociales y políticas.

En general, la táctica seleccionada e implementada por la conducción política del FMLN durante veinte años parece rendir frutos. Pero no obstante que existen nuevas acumulaciones derivadas de la gestión gubernamental social, esta política tiene límites. Y hay que conocerlos para enfrentarlos.

Existe un poder en disputa, con nuevas realidades y nuevos desafíos. Tiene límites electorales como lo indican las elecciones de este año y tiene frágiles techos políticos ya que la derecha ha podido crecer electoralmente y consolidar su instrumento político, y lo más peligroso a mediano y largo plazo, ha fortalecido sus aparatos de dominación ideológica, en particular ha recobrado su hegemonía en la Iglesia Católica Romana, ha crecido en iglesias protestantes derechistas, ha logrado apoderarse de la conducción de la UES; así como atomizar y silenciar al movimiento artístico y cultural contrahegemónico.

Cada uno de estos espacios puede considerarse como Territorios Sociales en Disputa por la Hegemonía, (TSDH) categoría que nos permite entender las fluctuaciones en los esfuerzos por la conquista de la hegemonía, la cual se lucha palmo a palmo, pulgada a pulgada. Y a la vez comprender que toda relación de poder se expresa como relación entre dominadores y dominados. No podemos a esta altura ser ingenuos.

Este poder en disputa ha permitido el desarrollo de una peligrosa cultura delincuencial que al romper y terminar con los lazos y la organización popular y comunitaria, se ha apoderado de buena parte del territorio de los sectores populares, imponiendo un ánimo de desconfianza, temor y resignación, de individualismo y consumismo, de alejamiento de las luchas populares así como de la potencial búsqueda desesperada de opciones autoritarias de derecha.

Por otra parte, la oligarquía en este periodo ha sido desplazada del ejecutivo pero ha logrado avanzar en la consolidación de su hegemonía o sea su legitimidad como clase dominante, aceptada por los grupos subalternos. Romper de nuevo esta torre es de crucial importancia y ya fue hecho en el pasado, durante la década del setenta. Es posible reconstruir la hegemonía y es parte de la construcción del poder popular.

Lo anterior amerita una profunda reflexión desde la militancia de izquierda dentro y fuera del FMLN sobre la necesidad de convertir cada espacio político ganado –legislativo, municipal, ejecutivo) en espacios de disputa ideológica por la hegemonía y de construcción de poder popular; y cuando hablamos de poder popular nos referimos a un poder horizontal democrático, desde abajo.
Las nuevas realidades y los nuevos desafíos nos exigen saber combinar lo acumulado en el poder institucional (desde arriba) con lo acumulado en poder popular (desde abajo) que permita lograr la ruptura con el sistema. Pensar que se lograra avanzar exclusivamente desde la gestión gubernamental es ilusorio. Se necesita la presión popular.

Y un elemento fundamental radica en fortalecer y ampliar el movimiento popular y social y acompañarlo en sus justas luchas. En definitiva regresar a la antigua tarea leninista de organizar, concientizar y movilizar a los sectores populares, pero bajo una nueva visión, horizontal, democrática, alternativa. Los agachados de Rius deben ponerse de pie. Los hacelotodo de Roque deben de organizarse y luchar. Pero no debemos seguir reproduciendo relaciones de dominación. Por suerte, faltan tres años para nuevas elecciones, que podemos aprovecharlos en discutir y proponer nuevos desafíos. Entre estos el de la construcción de poder popular.

Porque si la hegemonía en el FMLN y en la sociedad no se construye desde un inicio, desde nuestro primer acercamiento, desde los primeros pasos, desde los primeros besos del noviazgo, no la vamos a construir después, es “paja” como decimos, y estaremos repitiendo relaciones de subordinación o de clientelismo, igual que en el pasado.
No podemos seguir siendo los iluminati, la elite revolucionaria, los que saben, los que mandan, los que conocen, los que bajan la línea…a la base, a los compitas, al movimiento social y popular. Por el contrario, debemos promover el protagonismo popular, la relación horizontal, de verdaderos camaradas de lucha social, incluyendo la electoral. Nos educamos todos y todas en la misma lucha, en la práctica social. ¿Verdad Paulo?
No podemos seguir buscando súbditos o soldados, sino compañeros y compañeras que nos realicemos como personas en la lucha revolucionaria. No se trata de un cambio de dominadores sino de combatir hasta eliminar la dominación. La felicidad es la lucha decía Marx. Es un cambio radical de visión. Y choca contra el peso de nuestra tradición autoritaria que es muy fuerte. Como dice la canción chilena: “porque esta vez no se trata de cambiar a un presidente…”
Esta vez necesitamos abrir nuevas ventanas que nos amplíen el horizonte y abrir nuevas puertas hacia el corazón de la gente, construir hegemonía cultural y poder popular para lo cual son valiosas las enseñanzas del revolucionario italiano Antonio Gramsci. Y también de la alemana Rosa Luxemburgo. Y de nuestra herencia latinoamericana. Construir lo que Schafik llamaba un partido de luchadores sociales para transformar el sistema, el sistema capitalista.
El problema del sujeto revolucionario: ¿clase obrera o sectores populares?
Desde la formación en los años veinte del siglo pasado, de los primeros grupos marxistas en sectores artesanales, la izquierda salvadoreña asumió por principio doctrinal a la clase obrera como la principal fuerza motriz de la revolución. Como la clase destructora del capitalismo y constructora del socialismo. Como el sujeto señalado por la historia para conducir el proceso revolucionario. Y además lo decía el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Y lo repetía Lenin. Y hasta Trotski lo aceptaba. Y el camarada Mao. Por eso fue recibido con mucho entusiasmo el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones de los años sesenta. Estaba naciendo nuestra clase obrera industrial. Se creaban las premisas materiales para el socialismo.
Pero sucedió que cuando estalló la guerra revolucionaria en los ochenta fueron pocos los obreros que se incorporaron a los frentes guerrilleros. No hubo insurrección en el Bulevar del Ejército ni huelga general. Lo que hubo fue una larga guerra (doce años) dirigida por sectores procedentes de la pequeña burguesía (Schafik, Joaquín, Ferman, Roca, e incluso Leonel) y librada por sectores campesinos. Y el propósito era apoderarse de la olorosa guayaba* que descansaba en los jardines de casa Presidencial.
Y aunque después los obreros desde la UNTS, pero principalmente los empleados públicos en los años ochenta se convirtieron en una poderosa oposición popular a la dictadura militar, el peso de la rebeldía, de la guerra, fue llevado por los sectores campesinos, principalmente jóvenes, en Guazapa, Chalatenango y Morazán.
Posteriormente luego de los Acuerdos de Paz, observamos un significativo cambio en el discurso del FMLN, de manera que cuando se constituye como partido político en 1994 abandona su adhesión a la clase obrera y se identifica como un partido de naturaleza popular en general.
El problema de la vanguardia o la conducción revolucionaria.
Con la creación el 30 de marzo de 1930 del Partido Comunista los revolucionarios marxistas habían resuelto el problema de contar con una vanguardia del movimiento popular. Esta vanguardia recién creada se encontró con la necesidad de conducir militarmente una insurrección a la vez que organizaba su participación electoral. Singular dilema que fue resuelto en beneficio de la oligarquía, la cual mediante el ejército hizo fraude electoral, aplastó el levantamiento y condenó a la muerte, clandestinidad o al exilio a los comunistas sobrevivientes.
Luego de la derrota de 1932, las ideas de Lenin permitieron sobrevivir a la dictadura militar y finalmente derrotarla. Lograron forjar militantes de acero que resistieron la soledad de la clandestinidad, la tortura en las cárceles y derrotaron ya durante la guerra del ochenta, las ofensivas contrainsurgentes. La férrea disciplina leninista permitió el maravilloso hecho de transformar la fuerza de los movimientos de masas en fuerza guerrillera y luego en fuerza electoral.
Pero a la vez construyó por décadas esquemas mentales verticalistas y una cultura política autoritaria. Desde lo alto se bajaba la línea para ser seguida por las bases. Y la conciencia política, nos enseñaba el Qué hacer? era “inyectada” por los “revolucionarios profesionales” del partido revolucionario a los obreros o sectores populares. Esa fue la otra cara de la moneda.
¿Cómo entonces resolver la necesidad de una conducción revolucionaria con la necesidad de profundizar la democracia hacia el interior de la izquierda? Durante la clandestinidad y la guerra, muchas veces el mismo enemigo se encargaba de garantizar la continuidad y el cambio de la conducción mediante la represión. En la actualidad la conducción política histórica se vuelve un privilegio que permite acceder de manera permanente a espacios de poder institucional y partidario.
Y esto origina la conservación y reproducción de esquemas verticalistas y autoritarios heredados de la guerra y de la anterior clandestinidad. ¿Cómo garantizar entonces en la conducción la combinación de experiencia y juventud? ¿Cómo garantizar el ineludible relevo generacional? ¿Cómo garantizar la representación regional y de género? ¿Cómo construimos hegemonía y no clientelismo? Únicamente mediante la democracia interna y realizada bajo el asedio de la derecha, del imperialismo, no hay otro camino. No podemos ofrecer a la sociedad lo que no tenemos.
El problema de las alianzas
Luego de la derrota de 1932, periodo en el que por problemas de sectarismo no se logra construir una alianza del PCS con los sectores democráticos araujistas, la izquierda ha logrado acercarse a los sectores democráticos en diferentes periodos históricos. La lucha contra la dictadura militar comprendió diversas experiencias de este tipo.
Durante las jornadas de abril y mayo de 1944 el PCS logra incorporarse a la gran alianza de militares y civiles democráticos que realiza el derrocamiento del General Martínez, y luego unir fuerzas alrededor de la candidatura del Dr. Arturo Romero; durante las jornadas de septiembre y octubre de 1960 se logra unificar a sectores democráticos contra el Coronel Lemus; en 1972 y 1977 en marco de la Unión Nacional Opositora (UNO) se aglutinaron democratacristianos, socialdemócratas, militares progresistas y comunistas. La Guerra Popular Revolucionaria de los años ochenta estuvo acompañada por la alianza entre el FMLN y el FDR, que tuvo como primer presidente al ganadero demócrata Enrique Álvarez Córdoba. Y en la actualidad los dos gobiernos del FMLN han tenido a su base la alianza con sectores democráticos.
El problema del programa
Durante sesenta años el problema de la conquista de la democracia frente a una dictadura militar constituyó la principal bandera de lucha de los sectores populares salvadoreños. Era el corazón del programa histórico de la revolución salvadoreña. A esta reivindicación fundamental se sumaban las de una reforma agraria profunda y las de la liberación de la dependencia del imperialismo estadounidense.
En la actualidad y en el marco de una sociedad, una economía y una cultura neoliberalizada, con un segundo gobierno de izquierda, con una tercera parte de la población viviendo en Estados Unidos, las banderas de lucha se han modificado y se cristalizan en la lucha por el empleo, la calidad de vida y la seguridad. Estas luchas están mediadas por un crecimiento significativo del sector informal en la economía y del sector delincuencial en la sociedad.
El problema de la inserción o de las relaciones internacionales.
Los revolucionarios de las jornadas de enero de 1932 se atrevieron a formar soviets por algunos días en el occidente del país, luego fueron barridos por la metralla oligárquica. Sabían que contaban con la solidaridad de la entonces joven Unión Soviética y que al triunfar la revolución iban a recibir apoyo y solidaridad del primer estado socialista. Este fue una convicción que se mantuvo vigente por sesenta años. A este fenómeno Schafik lo llamó las revoluciones “insertadas” en el campo socialista.
Las realidades han cambiado. Los Estados Unidos lograron luego del desmoronamiento del Campo Socialista dirigido por la Unión Soviética, erigirse como la única superpotencia militar, en un mundo compuesto de bloques económicos (Unión Europea, China-Japón) que luchan por la conquista de mercados. Y en los Estados Unidos vive una tercera parte de nuestra población. Esto hace que las relaciones con Washington sean muy sensibles, pero no deberían ser de subordinación.
Y en especial en un mundo donde ha surgido últimamente un bloque de fuerzas conocido como BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudafrica, que representa una alternativa ante estos bloques. Y en una Latinoamérica atravesada por gobiernos progresistas de diverso signo: Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Cuba, Nicaragua, El Salvador. Este es el complejo mundo en el que nos movemos. Y en el que necesitamos diseñar una estrategia que nos permita navegar en estas aguas sin naufragar.
Conclusiones
La impresionante y considerable acumulación política lograda por el FMLN únicamente puede ser mantenida y consolidada en la medida que este respaldada por un partido revolucionario que combine la fortaleza electoral con la fortaleza de la lucha social; acompañado de un poderoso movimiento popular y social que construya desde sus territorios hegemonía cultural y poder popular; que vincule su accionar a las luchas revolucionarias libradas por los pueblos latinoamericanos y caribeños. En esta tarea el recuperar la memoria histórica se vuelve una necesidad estratégica, así como la lucha por recuperar el derecho a la tranquilidad, a vivir en paz y con seguridad.

*En El Salvador la fruta de la guayaba se relaciona con el poder gubernamental.

Álvaro Cedeño: Conceptos remolones

Álvaro Cedeño: Conceptos remolones
POR Álvaro Cedeño / acedenog@gmail.com – Actualizado el 11 de mayo de 2015 a: 03:33 p.m.

¿Cuánto tiempo tarda una buena idea en convertirse en resultados? Con cuánta frecuencia le ponemos ilusión a una idea, pensando erróneamente que pronto dará resultados. Hace más de cuarenta años comentaba sobre la importancia del planeamiento estratégico con el rector de una universidad. Cero respuesta.
Hoy, tener un plan estratégico es uno de los elementos exigidos como parte de los esfuerzos de calidad de las universidades.
Hace igual tiempo, argumentos sistemáticos sobre la importancia de la función de mercadeo en uno de los bancos del estado, encontraron como respuesta ¿Para qué? Nunca tendremos que competir con nadie.
El libro de Drucker sobre innovación y emprendimiento cumple este año, treinta. Y no es sino muy recientemente que se han popularizado ambos temas.
La caja dentro de la cual nos encontramos encerrados supone que todo lo estamos haciendo bien y que el entorno con el cual estamos lidiando, no cambiará.
El cambio disruptivo del cual empezó a hablar Clayton Christensen hace casi veinte años en “El dilema del innovador”, todavía sigue tomando por sorpresa a distintas actividades empresariales, a pesar de lo claro que todos tenemos el fenómeno y de lo palpable que resulta, por ejemplo, la forma cómo Amazon arrasó el negocio de las librerías y está transformando ahora otros negocios.

En una empresa de productos lácteos, hace mucho tiempo plantee a sus ejecutivos el problema de qué hacer en el caso de que surgiera competencia en helados, producto muy rentable entonces. El ejercicio no pudo ser completado porque los ejecutivos consideraron que era un problema que apenas cabía en la imaginación de alguien que no conociera a fondo el negocio.

Abrámosle paso a preguntas aparentemente absurdas: ¿Cómo alojar viajeros sin construir nuevos hoteles? Airbnb lo hace. ¿Se puede incursionar en el negocio de taxis sin más automóviles?

Busque las aplicaciones de viajes compartidos (rideshare). Eso invita a preguntarse si se podría mejorar la educación pública sin tener que convertir a los maestros. O si la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) podría promover la salud a través de los grupos naturales de amigos. O resolver los problemas de transporte urbano sin nueva infraestructura.

Un amigo recomendaba que una vez que hubiéramos visto muchas veces un paisaje o un ángulo de la ciudad, convenía ponerse cabeza abajo para tener una percepción totalmente distinta de la habitual.

Un día al mes deberíamos ponernos cabeza abajo para mirar el entorno, nuestras rutinas, lo consabido, desde una perspectiva fresca. O caminar hacia atrás. O escribir con la mano menos diestra. Porque sigue habiendo una ventaja en ser el que primero mueve.

La construcción del poder popular

Rubén Dri

La construcción del poder popular

“Los que son considerados como jefes de las naciones, las gobiernan como si fueran sus dueños; y los poderosos las oprimen con su poder. Pero entre ustedes no ha de ser así. Al contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, que se haga servidor de todos, y el que quiera ser el primero, que se haga el siervo de todos” (Mc 10, 42-43) .

El poder es uno de esos temas cuya historia es tan antigua como la humanidad. Desde siempre, a pesar del individualismo liberal, sabemos que el hombre es un ser esencialmente social. Nunca existió el ser humano solo, en soledad absoluta. Existieron hermitaños que vivieron su soledad en el desierto, pero previa su propia socialización. Pues bien, la simple relación de dos personas plantea el problema del poder. Si queremos influir en un cambio social, si pensamos en la revolución, resistiendo la corriente de considerarla como una cosa del pasado, propia de mentes simplemente románticas o nostalgiosas, no podemos menos de replantearnos ese problema tan antiguo y tan nuevo. Es lo que trataré de hacer en estas breves reflexiones.

1. – El poder como objeto.

En los movimientos sociales y políticos de las décadas del 60 y 70 que marcaron profundamente a nuestra sociedad, el problema del poder fue planteado con fuerza, en contra de concepciones de izquierda tradicionales para la cuales el tema se postergaba de manera indefinida. Partidos considerados siempre de izquierda como el Partido Comunista, los diversos Partidos Socialistas, las variantes maoístas y trotzquistas no se planteaban el problema del poder. No significa ello que no hablasen sobre el poder. El asunto es que para ellos el problema no se imponía como una exigencia perentoria a realizar. No se cuestionaba en los hechos seriamente el poder del capitalismo. Por una u otra razón, la revolución estaba postergada, de manera que había tiempo de sobra para debatirlo. El problema, en cambio, adquirió no sólo actualidad, sino exigencia perentoria en las diversas agrupaciones y partidos de una nueva izquierda, por llamarla de esa manera, que se proponían hacer la revolución. Ello significaba, terminar con la sociedad capitalista, sustituirla por una sociedad socialista. Ya no se trataba de una meta lejana, sino de algo que estaba en cierta manera a la mano. El debate sobre el poder fue intenso, y las concepciones, diversas, pero todas, de una u otra manera se sintetizaban en “la toma del poder”. En realidad la expresión pertenece a la teoría que fundamentó los procesos revolucionarios del siglo veinte. Toma del poder, asalto al poder, asalto al cielo, son expresiones equivalentes. Sin duda que son movilizadoras, encienden en la imaginación figuras utópicas que impulsan a la voluntad para la lucha. El poder, en primer lugar, es concebido como un objeto. Así como se puede tomar, asir, o, en términos populares, “agarrar” un objeto, también se puede tomar o agarrar el poder. De esta manera, se piensa que no se tiene el poder, no se lo ejerce, hasta que no se lo ha tomado. El poder está en manos de las clases dominantes, de los grandes consorcios, del ejército. En fin, alguien, o algunos lo tienen. Se trata de arrebatárselo. En segundo lugar, el poder está en un lugar determinado. Ese lugar puede ser la “Casa Rosada”, Campo de Mayo o La Tablada. Quienes están ahí tienen el poder. Para arrebatárselo es necesario trasladarse hasta ese lugar.

La columna del Che, desde la sierra Maestra a Santa Clara, y desde allí a la Habana, o la “Larga Marcha” a Pekín son símbolos de este ir hasta el lugar donde se encuentra el poder, para tomarlo, arrebatándoselo al enemigo. El poder, en consecuencia, es como una cosa que está en un determinado lugar al que hay que trasladarse para tomarlo. Algo semejante a la expedición de los Argonautas dirigidos por Jason a la Cólquide para arrebatar el célebre “vellocino de oro”. Pero ya se sabe, semejante tesoro está bien guardado, bien custodiado. La marcha para su conquista no es una fiesta, sino una lucha. Menester es tener la organización y los instrumentos necesarios para dar esa lucha. El instrumento por excelencia es el partido político. Para la toma del poder se necesita un partido revolucionario y para que éste lo sea, debe estar constituido por el sujeto o los sujetos revolucionarios. Como en la teoría marxista tradicional el sujeto revolucionario es el proletariado, el partido debe ser un partido obrero y, su meta próxima es la conquista del poder y el establecimiento de la dictadura del proletariado. El concepto de “dictadura del proletariado” es por demás significativo. Normalmente significó lo contrario a la democracia, en cualquiera de sus formas. Entiendo que no fue ésa la concepción de Marx, en el cual, por otra parte, el concepto es marginal, nunca tematizado. Pero en él el concepto de dictadura no se oponía al de democracia, en el sentido de elecciones, partidos políticos diferentes, en la medida en que consideraba que las democracias burguesas eran dictaduras. Ello significa que para Marx la dictadura implicaba la dominación de una clase sobre las otras, no necesariamente la de un partido político. Así como la dictadura de la burguesía se ejerce mediante diversos partidos políticos, lo mismo podría hacer el proletariado. Quiero decir que la lógica de la dominación de clase no implica necesariamente el partido único.

El establecimiento de las dictaduras del proletariado ha producido resultados decepcionantes. Los partidos revolucionarios que lograron la toma del poder establecieron efectivamente una dictadura que se llamó “dictadura del proletariado” pero que, en realidad, fue una dictadura del partido, del aparato burocrático y finalmente del líder, depositario de la ciencia. La revolución se había realizado para construir una sociedad plenamente liberada, con igualdad efectiva de derechos para todos. La realidad fue decepcionante. La dominación no fue quebrada sino sustituida. Los revolucionarios pasaron a ser los nuevos señores. Mentiras, crímenes y corrupción acompañaron a la nueva sociedad, que no resultó nueva, sino antigua. La caída del Muro de Berlín es el símbolo de la derrota de las revoluciones que tomaron el poder. Hablar de traición, referirse a las condiciones difíciles en que se produjo la revolución soviética, a la temprana muerte de Lenin y a otras circunstancias, de ninguna manera logran explicar un fracaso tan rotundo. Volver al debate entre Lenin y Rosa Luxemburgo pude ser un ejercicio excelente, no para darle ahora la razón a Rosa, sino para bucear en el destino de una revolución realizada por una organización, el partido político, que “toma el poder”.

2. – Hegemonía y poder.

Como es sabido el triunfo de la revolución en la Rusia zarista y las derrotas de los intentos revolucionarios de la segunda década del siglo XIX en Alemania, Hungría e Italia, llevaron a Antonio Gramsci a una profunda reflexión sobre las causas de tan dispar destino de los intentos revolucionarios. La contribución más importante de estas reflexiones gira alrededor del concepto de hegemonía que, desde entonces figura en todas las elucubraciones que tienen que ver con la realidad política. Me interesa en estas reflexiones trabajar sobre la relación que veo entre dicho concepto y la construcción del poder popular, reinterpretando el concepto de hegemonía, o, incluso, corrigiéndolo. Para empezar, hay una observación importante que hace Gramsci al referirse a las diferencias existentes entre las tareas que le esperan a la revolución de octubre y las que es perentorio realizar en las revoluciones del los países centroeuropeos. Siendo la sociedad zarista una sociedad en la que prácticamente no había sociedad civil, tomado el Estado, o la fortaleza, como lo denomina Gramsci, la tarea a realizar era nada menos que la de crear la sociedad civil, lo que significa, crear la hegemonía, entendida ésta como consenso de los ciudadanos. Ese consenso es poder. Construir la hegemonía es construir poder, poder horizontal, democrático. Esta tarea no puede ser creada desde arriba, pero es el único lugar en que esa revolución la podía realizar. Una contradicción prácticamente insoluble, como se mostró ulteriormente.

Como se ve, me estoy sirviendo del concepto gramsciano de hegemonía, pero transformado o reinterpretado, como se quiera. Es muy difícil, por no decir imposible, que la revolución soviética no terminase en el estalinismo. De hecho, esto ya había sido expuesto por Hegel en la célebre dialéctica del señor y el siervo. El camino del señor es un callejón sin salida. Desde el poder de dominación, aunque éste se denomine “dictadura del proletariado” es imposible pasar a una sociedad del mutuo reconocimiento. Los sujetos no se realizan por una concesión que hace desde arriba. Se conquista en una lucha en la que los siervos, dejan de serlo, no se reconocen como siervos, sino como sujetos. Gramsci plantea correctamente, para las sociedades avanzadas, con sociedad civil ampliamente desarrollada, que la hegemonía debía preceder a la toma del poder o del Estado. Creo que ese principio vale para toda revolución y no sólo para las sociedades avanzadas, porque si la hegemonía no se construye en el camino, no se la construirá posteriormente. Se repetirán las prácticas anteriores. La hegemonía como consenso democrático no puede ser construido desde arriba, porque ello implica subordinación. Quien detenta el poder del Estado o el poder político y económico puede obtener legitimación, que implica aceptación de la dominación, pero no hegemonía en el sentido de consenso democrático. Éste sólo puede lograrse desde el seno de la sociedad

civil. Es una construcción que se realiza entre iguales. Algunos ejemplos históricos ilustrarán lo que quiero expresar. Tomaré dos de los más significativos, el del cristianismo primitivo y el de la Revolución Francesa. El primero como un caso histórico que muestra la conquista y la pérdida de la hegemonía, y el segundo, el de una conquista que se mostró irreversible. Después de la muerte de Jesús de Nazaret que había bregado por una revolución igualitaria en la sociedad hebrea del siglo primero, sus discípulos, una vez recuperados del desconcierto de la derrota que significó la muerte de su líder, comenzaron a repensar su práctica en un contexto totalmente distinto. Efectivamente, del pueblo hebreo, en el cual había una historia en la que se insertaba el proyecto liberador de Jesús habían pasado a habitar en pueblos sometidos por el imperio romano, en los que la única manera de insertar el proyecto era enfrentar al poder opresor del imperio. La tarea que emprenden es la de una verdadera lucha por la hegemonía que implica, entre otras cosas, reinterpretar determinados símbolos, cambiando su sentido, de opresor en liberador, y crear otros. Tomaré algunos de los símbolos más significativos que tuvieron esta metamorfosis.

2. 1.- El evangelio viene del pobre, no del poder.

“Principio del evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Así comienza Marcos su narración sobre la práctica y el mensaje de Jesús de Nazaret, conocida como evangelio. Hoy el vocablo “evangelio”, reinterpretado desde el poder de dominación, ha pasado a significar una narración religiosa sin connotación alguna con cuestionamientos que tenga que ver con situaciones sociales, económicas o políticas. Sin embargo, se trata de una de las geniales creaciones del lenguaje anti-imperial de algunas de las primeras comunidades que contraponen la práctica y el mensaje liberador de Jesús de Nazaret a la práctica y el mensaje opresor del imperio romano. Efectivamente, según el Diccionario Teológico del Nuevo Testamento es “un término técnico para ´nuevas victorias´”, especialmente en las batallas militares”. (Ched Myers, 1988 p. 123). El evangelio del imperio se transmitía a través de las victorias de las tropas que significaban destrucción, muerte y opresión para los vencidos. La descripción del “endemoniado de Gerasa” nos muestra claramente las consecuencias de semejante evangelio: “Andaba siempre, día y noche, entre los sepulcros y por los cerros, gritando y lastimándose con piedras”. (Mc 5, 5). El demonio que se había apoderado de este individuo se llamaba “legión”, es decir, el imperio romano en su expresión más tenebrosa para los dominados, el ejército. La dominación ocasiona desequilibrios en los dominados. A éstos se les cierra el horizonte, se les truncan las posibilidades de realizarse como sujetos. Son reducidos a objetos descartables. La osadía de Marcos es mayúsculas. El verdadero evangelio no es el que transmite el imperio sino el que surge del mensaje del campesino de Nazaret llamado Jesús. El evangelio es: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios: conviértanse y crean en el evangelio”. (Mc 1,

15) . El evangelio o buena nueva o excelente noticia no es el imperio romano sino el Reino de Dios. El Reino de Dios es una sociedad antimonárquica, antijerárquica, antitributaria. Es una sociedad de iguales, de hermanos, en la que todo se comparte. El único rey aceptado es Dios quien ni vive en templos sino en el pueblo. Toda la actividad de Jesús se realiza en las aldeas, en el campo, en las casas de familia, en las sinagogas. El templo, para Jesús, es como la higuera que no da frutos.

2. 2.- El campesino Jesús es el Señor, no el emperador.

En la ideología del imperio, había un solo Señor, el emperador, el verdadero “señor del mundo” como la denomina Hegel. En su lucha contrahegemónica las comunidades cristianas otorgan ese título a Jesús, el campesino de Nazaret que pasa a ser el Cristo, el Señor – Kyrios-. Ésta es la raíz de las persecuciones que sufrirán diversas comunidades cristianas. Celso nos proporciona un buen testimonio sobre el tema. En efecto, al principio que sostienen los primeros cristianos sobre la imposibilidad de servir a dos señores, contesta Celso que ésas son “palabras de facciosos que quieren hacer grupo aparte y separarse del común de la sociedad”. (Celso, 1989 p.111) Más adelante agrega Celso: “quien, hablando de Dios, declara que hay un solo ser al que se debe el nombre de ´Señor´, es un impío que divide el reino de Dios e introduce en él la sedición, como si hubiese dos partidos opuestos, como si dios tuviese delante de sí un rival para hacerle frente”. (Id. p. 112). La indignación de Celso es explicable. Los cristianos admiten al Cristo como único Señor. Ello significa que se lo niegan al emperador y a los dioses del imperio. En consecuencia se niegan a participar en los cultos públicos, pues éstos significaban la legitimación del imperio. Era la utilización te la teología para legitimar el poder de dominación imperial, ese pecado que es imperdonable al decir de Jesús. (Mc 3, 28-30).

Con más claridad y contundencia todavía se expresa Celso: “Suponed que os ordenen jurar por el Jefe del Imperio. No hay ningún mal en hacer tal cosa. Porque, es entre sus manos en donde fueron colocadas las cosas de la tierra, y es de él de quien recibís todos los bienes de la existencia. Conviene atenerse a la antigua frase: ´Es necesario un solo rey, aquel a quien el hijo del artificioso Saturno confió el cetro´. Si procuráis minar este principio, el príncipe os castigará, y razón tendrá; es que si todos los demás hiciesen como vosotros, nada impediría que el Emperador se quedase en solitario y abandonado y el mundo entero se tornaría presa de los bárbaros más salvajes y más groseros. No existiría en breve ninguna señal de vuestra hermosa religión, y lo mismo acontecería de la verdadera sabiduría entre los hombres”. (Celso, 1989 p. 122). Hic Rhodus, hic salta! Aquí hay que saltar. Aquí está el problema que los cristianos le plantean al imperio, aquí se encuentra la clave de las persecuciones. Celso es claro y contundente. Dice que en manos del emperador “fueron colocadas todas las cosas de la tierra”. Los cristianos lo niegan. Ellas están en manos del único Señor que no es precisamente el emperador. Éste las ha usurpado. Del emperador reciben todos los bienes de la existencia sólo los poderosos, los que pertenecen a la burocracia imperial o a la aristocracia. La mayoría no sólo no recibe esos bienes, sino que recibe los males de la opresión militar, de la opresión económica, del hambre y la muerte, denunciados por el apocalipsis en las figuras de los jinetes. (Ap ).

2. 3.- Jesús es el Hijo de Dios, no el emperador.

“Cayo Octavio nació el 23 de septiembre del año 63 a.e.c. y se convirtió en hijo adoptivo y heredero legítimo de Julio César, asesinado el 15 de marzo del 44 a.e.c.. Luego de la deificación de César por el Senado de Roma el 1º de enero del 42 a.e.c., Octavio se convirtió inmediatamente en divi filius, hijo de un divino” (Crossan 1996 p. 20). Octavio, el fundador del imperio romano es proclamado Hijo de Dios. El poeta Virgilio se encargará de fundamentar la naturaleza divina del emperador en la Eneida y en la Cuarta Égloga. Mientras en la primera de estas obras narra la historia de la estirpe divina de los emperadores romanos, en la segunda celebra el “nuevo orden” que comienza con el imperio. En la moneda que le presentaron a Jesús cuando tramposamente lo interrogan sobre la licitud del pago del tributo al César se leía: Ti(berius) Caesar Divi Aug(usti) F(illius) Augustus cuya traducción es: “Tiberio Augusto, César, hijo del divino Augusto”. De modo que el poder del emperador se encontraba legitimado religiosamente. Había una teología imperial que sostenía la naturaleza divina de quien detentaba el poder. El título de augusto que recibía tenía carácter divino. El Apocalipsis tiene las expresiones condenatorias más terminantes para este tipo de legitimación religiosa. Marcos inicia su evangelio de la siguiente manera: “Principio arjé del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.

El Génesis inicia la obra de creación del mundo de la misma manera: “En el principio” en arjé. No es casual. Se trata de una nueva creación. Jesús crea un mundo nuevo, una nueva sociedad. Mujeres y hombres nuevos. Con Jesús comienza el mundo nuevo y no con Octavio como proclamaba Virgilio en la célebre cuarta égloga. Jesús, el Cristo, es decir, el Ungido, el Mesías es el trae el evangelio, no el emperador, como hemos visto. Por otra parte, Jesús es el verdadero “Hijo de Dios”, no emperador romano. Menester es captar esta categoría aplicada a Jesús, el Cristo, en todas sus dimensiones, es decir, en su dimensión político-religiosa. En primer lugar, su sentido político. Proclamar a Jesús de Nazaret, un campesino de la oscura región de Galilea como el verdadero Hijo de Dios, tenía un claro sentido antiimperial. Marcos escribe su evangelio para mostrar que efectivamente es ese campesino el verdadero Hijo de Dios. Esta proclamación, por otra parte, tenía un profundo significado religioso en el que se encuentra implicado no sólo Jesús, sino también todos los hombres. Para entender esto debemos pasar del concepto al símbolo, o mejor, devolver esa expresión a su expresión simbólica como lo fue en su creación. Su paso del símbolo al concepto y, de éste, al dogma, lo empobreció, unilateralizó y permitió que se lo utilizara en forma opresora. La realidad es infinita, inagotable. El ser humano se encuentra abierto a esa infinitud. Abierto a ella, pero sin poder nunca agotarla o abarcarla completamente. Los símbolos expresan esa infinitud, por lo cual son polisémicos. Poseen múltiples, inagotables significaciones. El concepto, en cambio, acota las significaciones de los símbolos. El símbolo transformado en concepto pasa a tener una significación unívoca, presta para ser propuesta como dogma. La expresión “Hijo de Dios” es uno de los símbolos más ricos y profundos de la experiencia religiosa. En ese nivel, es decir, como símbolo expresa, por una parte que en Jesús de Nazaret, en su práctica y su mensaje se nos presenta Dios. En otras palabras, la práctica y el mensaje de Jesús nos hablan de la presencia de Dios. Por otra parte, esa elevación del hombre a la divinidad pertenece a todo hombre. Jesús, el Cristo, es una manifestación eximia de la elevación del ser humano.

Nadie puede saber, conceptualmente, qué significa ser Hijo de Dios. Sabemos qué significa ser hijo de un padre y de una madre humanos. Transportar esta experiencia a la divinidad sólo puede hacerse de manera simbólica, o, en todo caso, analógica, pero nunca como una verdad que puede afirmarse conceptualmente y, menos, dogmáticamente. Pero en una sociedad como la helenista el paso de lo simbólico a lo conceptual era una necesidad. Ello no significa todavía su paso a lo dogmático. Éste se dará no por una necesidad cultural sino política. Efectivamente, se hace en el siglo IV cuando las comunidades cristianas conforman la iglesia, una institución ya avanzada en su proceso de jerarquización que negocia con Estado, esto, con el imperio romano los espacios de poder. El símbolo reducido al concepto y éste, al dogma, queda bajo la interpretación de la institución que ha realizado la transmutación. Naturalmente que no se puede entender conceptualmente cómo es eso de que un hombre sea al mismo tiempo Dios o Hijo de Dios. Se lo impone dogmáticamente y se lo declara un “misterio” que debe ser aceptado por la fe o adhesión ciega, incomprensible. Efectivamente, la elevación del ser humano a la divinidad, o, en otras palabras, la trascendencia del ser humano es incomprensible para el intelecto, es decir, no se puede traducir conceptualmente. Pero es plenamente comprensible en el nivel simbólico, únicamente manera de expresar las experiencias más profundas del ser humano. ¿Alguien puede, acaso, expresar conceptualmente, en forma acabada, la experiencia del amor o la amistad? Poetas, novelistas y músicos pueden hacerlo de manera mucho más satisfactoria.

2. 4.- Jesús es el Salvador, no el emperador.

Según Lucas el ángel del Señor se les presentó a unos pastores y les anunció “una gran alegría que será para todo el pueblo: les a ustedes ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor”. (Lc 2, 11). Dos puntos son importantes en este anuncio. En primer lugar, se hace a los pastores, pobres entre los pobres, marginados entre los marginados. En segundo lugar, se les anuncia que para ellos ha nacido el Salvador. El signo distintivo de los cristianos en ciertas comunidades primitivas, como las de Roma según puede verse todavía por ejemplo, en la catacumba de San Calixto, era el pez que en griego se dice ixtús. Esta palabra da lugar a un acróstico que se descompone de la siguiente manera: Iesoús Xristós Theoú Uiós Sotér. En castellano: “Jesús Cristo de Dios Hijo, Salvador”, o sea, Jesucristo, Salvador, Hijo de Dios. Igual que “evangelio”, para nosotros “salvador” tiene un sentido puramente “religioso”. Jesús nos salva de los pecados. Éstos, por otra parte, pertenecen a la intimidad de cada uno. Se encuentran al margen de toda connotación política o social. Jesús nos salva de la condenación eterna que habríamos merecido por pecados tales como haber consentido a malos pensamientos, haber tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio bendecido por la Iglesia Pero “salvador” sotér era uno de los títulos preferenciales de los emperadores. La salvación tenía, pues, un clarísimo significado político y social. El nacimiento del nuevo emperador era saludado como el nacimiento del salvador. La comunidad de Lucas celebraba el nacimiento de Jesús como el nacimiento del verdadero salvador, entendiendo la salvación en toda su densidad y profundidad, es decir, abarcando todas las dimensiones del ser humano. Efectivamente, en esa comunidad se recitaba el célebre cántico que Lucas pone en boca de María: “Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios en el sentir de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos”. (Lc 1, 52-53). Los soberbios, en la terminología profética y, por ende, evangélica son los poderosos, los miembros de la corte o de la nobleza, mientras que los humildes son los pobres, en especial los campesinos.

2. 5.- El Reino de Dios contra el imperio.

El evangelio que anunciaba Jesús es el advenimiento del Reino de Dios: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Conviértanse y crean en el evangelio”. (Mc 1, 15). La proclamación del “Reino de Dios” es polémica. Su primera proclamación se confunde con el mismo nacimiento de los hebreos como pueblo. Los hebreos eran tanto el grupo que, con Moisés logra salir de Egipto, como los grupos que, en la tierra de Canaán, en el siglo XIII aC se habían sublevado contra las monarquías cananeas. La propuesta del grupo de Moisés es pactar una nueva sociedad que reconozca Yavé, el Dios de Moisés, como único rey. En el siglo XIII la proclamación del Reino de dios era polémica frente a las monarquías del momento, las que se alternaban en el dominio de la Media Luna de tierras fértiles o Fértil Creciente, es decir de las monarquías babilónica, asiria, hitita, mitanni, y, en general, cananeas. La proclamación realizada por Jesús de Nazaret, retomada por diversas comunidades cristianas, como podemos ver en los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, se hace en contra del imperio romano. En la comunidad de Marcos, al imperio se lo presentaba como “el hombre fuerte” al que había que amarrar para saquear la casa (Mc 3, 27) y como el demonio al que es necesario expulsar (Mc 5, 9). Recuperar la radicalidad del mensaje del Reino de Dios es una de las tareas prioritarias para la conquista de la hegemonía. Parece que hablar de imperio o imperialismo pertenece a una etapa que ya ha sido completamente superada. En cierto sentido tienen razón quienes así piensan, pues ya estamos integrados al imperio en relaciones que pornográficamente fueron definidas como “carnales”. Esta integración al imperio tiene como contrapartida la marginación de la mayor parte de la población que presenta los síntomas de desintegración y descomposición de la propia personalidad que leemos en el endemoniado a quien Jesús libera del demonio del imperio: “Andaba siempre, día y noche, entre los sepulcros y por los cerros, gritando y lastimándose con piedras”. (Mc 5, 5). La violencia volcada sobre sí mismo o sobre sus iguales. El ser humano desarticulado, humillado, drogado que anda por los basurales buscando sobras inmundas con qué alimentarse.

Después del encuentro con Jesús, “el que había tenido la legión estaba sentado, vestido y en su sano juicio”. (Mc 5, 15). Comenzada la lucha contra el demonio imperial, se produce la liberación. El dominado recupera su sano juicio, se recupera a sí mismo cuando reconoce al opresor y contra él vuelve su fuerza. Son conocidos los análisis de Frantz Fanon sobre los desequilibrios psicológicos producidos por el colonialismo. El segundo ejemplo al que me quiero referir brevemente es la Revolución Francesa. Todos los grandes teóricos de la revolución socialista, ya se trate de Marx, Engels o Lenin, la han tenido en cuenta. Gramsci la propone como uno de los casos históricos, tal vez el mejor logrado, de conquista de la hegemonía, que la tornó irreversible. Efectivamente, la lucha por la hegemonía se produce a lo largo de dos siglos, XVII y XVIII,. En el primero se sientan las bases filosóficas del consenso, la racionalidad burguesa, que debía sustituir a la racionalidad medieval. Son Descartes, Malebranche, Spinoza, Leibniz, Locke, Hume y otros quienes se encargan de la tarea. En el siglo siguiente, se da propiamente la lucha ideológica, la construcción del nuevo consenso, con nombres como los de Voltaire, D´Alambert, Diderot. La Enciclopedia es el símbolo máximo de esta etapa. A fines del siglo ya el nuevo consenso se había logrado, lo que significa el poder burgués había sido construido. El poder ya no se encontraba ya no se encontraba en Versalles, sino en el Tercer Estado. Sólo había que cambiar los símbolos, el rey, la corte, y poner los nuevos, correspondientes a la República. El símbolo máximo del poder monárquico, la Bastilla, se encontraba vacía.

3. – El poder como relación social.

El poder, decíamos, no es un objeto o una cosa que se encuentra en algún lugar al que es necesario ir para tomarlo. Es una tendencia difícil de vencer, como anotaba Hegel, poner en movimiento las representaciones propias del entendimiento. El poder concebido como objeto no es otra cosa que una representación del entendimiento. Menester es fluidificarlo, ponerlo en movimiento. El poder es una realidad propia del ámbito de las relaciones humanas que, de una u otra manera, siempre son sociales y políticas. No existe, no es, igual que los sujetos. Se hace, se construye en la misma manera en que se construyen los sujetos. Éstos, para crearse, empeñan una lucha a muerte por el reconocimiento. Esta lucha genera poder. Todo cambio, toda transformación, toda revolución que se proponga siempre tiene en su centro el tema del poder que significa quién y como será reconocido. La frase que he puesto como acápite es el corte que le da Jesús a la discusión que se había entablado entre los componentes más cercanos de su movimiento, cuando, al dirigirse a Jerusalén pensaban en el triunfo de la propuesta liberadora.

Los dirigentes del movimiento de Jesús discuten sobre cómo se van a repartir el poder en la nueva sociedad, y Jesús les replica que no habrá nada que repartir, porque habrá que pensar el poder de una manera totalmente distinta, contraria a la que ellos pensaban. No como poder de dominación, no en la relación señor-siervo, sino como diakonía, como servicio, como mutuo reconocimiento de sujetos plenamente libres. Ese poder no puede empezar a construirse una vez que “se lo ha tomado”, porque en realidad entonces lo que se ha hecho es ocupar el lugar que antes tenían “los otros”. No se rompe la relación señor-siervo, aunque se sostenga que ello constituye una fase para romper la dominación anterior. La célebre “dictadura del proletariado” que es, siempre, la dictadura del partido, de determinados aparatos del Estado o de una persona, el “líder”, no se instala para desinstalarse en función de la diakonía, sino que llega para quedarse a perpetuidad si ello es posible. El poder es esencialmente relación social, relación de reconocimiento. En ese sentido es fluido, circula, cambia. Pero necesita momentos de reposo, de instalación. Es el momento de las célebres estructuras, sin las cuales todo poder se evapora. La mínima relación, la que se produce entre dos sujetos, sean éstos madre e hijo, amigo con amigo, novios, es lucha por el reconocimiento y, en consecuencia genera un ámbito de poder. En ese sentido todos hacemos ejercemos y se ejerce poder sobre nosotros.

Crear nuevo poder, crear poder popular significa crear nuevas relaciones humanas, nuevas relaciones sociales, nuevas relaciones políticas. Éstas no pueden comenzar cuando, por ejemplo, de tome el aparato del Estado. Se realizan en el camino, en el proceso. Si el otro es un objeto para mí, o un súbdito, mero soldado del partido o de al organización, se está reproduciendo el poder de dominación. Microfísica del poder, en consecuencia, y redes del poder. Foucault tiene razón. Pero dicho así es una media verdad y, en consecuencia, un error. Los poderes que circulan entre los componentes de una sociedad, se encuentran englobados en megapoderes. De la microfísica es necesario pasar a la macrofísica, no en forma línea sino dialéctica. Los pequeños poderes se encuentran englobados en los megapoderes. No hay paso lineal de unos a los otros. Esto significa que toda lucha, ya sea barrial, villera, campesina, en las cárceles, en la escuela, en la familia debe conectarse dialécticamente con una lucha más amplia, que tenga como horizonte la totalidad. Si ello se pierde de vista, estamos condenados a movernos en un círculo sin salida. Es un magro consuelo o una burla decirles a desocupados que ellos también ejercen poder. Micropoderes, redes de poder, circulación de poderes, fluidez de relaciones. Todo ello es cierto, pero toda fluidez tiene momentos de condensación. Dicho de otra manera, el movimiento necesita estructurarse.

4. – Lo social y lo político.

La revolución burguesa o capitalista produjo una escisión entre el ámbito político, perteneciente al Estado, y el de la sociedad civil. Los estamentos, grupos sociales en los que lo político y lo social se encontraban completamente soldados, se rompen. Pasan a ser clases. Su significado ya no es directamente político como en los estamentos, sino “social”. Son las clases sociales. Aristóteles había definido al ser humano como “animal político”. La traducción que se realizó como “animal social”, no tiene ningún sentido si con ello se quiere hacer una verdadera exégesis de lo expresado por el filósofo griego. Lo social como diferenciado de lo político estaba completamente fuera del horizonte cultural griego. Lo mismo pasaba en la sociedad feudal y en las sociedades precapitalistas de América, que se escalonaban desde un determinado “comunismo primitivo” hasta sociedades tributarias. “La sociedad política”, decía Marx en la Cuestión judía, refiriéndose a la revolución burguesa, “destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad. La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad civil”. Éste es un aspecto fundamental de la sociedad capitalista que se conoce con el nombre general de “la cuestión social”.

Fue Hegel el primero en exponer con claridad la diferenciación de los dos ámbitos, el de la sociedad civil y el del Estado, que pasó a ser luego, la diferenciación entre la cuestión social y la cuestión política. Marx hundió su análisis en la sociedad civil, o sea, en la estructura, señalando su carácter político, pero no directamente político como en las sociedades estamentales. De manera que hay una escisión entre lo social y lo político, pero no se trata de una escisión total. Lo que se ha roto es la relación inmediata entre ambos. En lugar de relación inmediata, relación mediata a través de un cúmulo de mediaciones Ello significa que todo es político y todo es social, pero no lo es de la misma manera. Las luchas por los derechos humanos son políticas, sin ninguna duda. Sin embargo su acento no está puesto directamente en lo político, sino en lo social. Menester es, pues, poner un poco de claridad sobre el significado preciso que pretendemos darle a uno y otro concepto. Cuando hablamos de lo político en sentido estricto nos estamos refiriendo al poder, a la voluntad de construir y ejercer el poder para transformar la realidad, se entiende la realidad humana, social, política. Cuando, en cambio, pretendemos significar sólo lo social, nos referimos al logro de determinados derechos, a su reivindicación, sin que de por sí, explícitamente, se plantee el tema del poder.

Cuando se plantea lo político siempre se tiene en mente la totalidad. Lo político por excelencia es el Estado. Allí se concentra, o se debe concentrar el poder supremo. Todo el pensamiento y la acción política tiende a apoderarse del Estado, o mejor, a construir un nuevo Estado. Se hacen análisis y se crean los instrumentos necesarios como partidos políticos, organizaciones políticas de base o intermedias que reciben diversas denominaciones, etc. Cuando se plantea lo social, desaparece, del horizonte, explícitamente el tema del poder. No se piensa en construir un nuevo Estado, ni siquiera en reformarlo. Naturalmente que se dan matices que dejamos de lado, para tipificar en forma pura ambos tipos de comportamientos. Se analizan problemas parciales como falta de agua, insalubridad de la vivienda, destrucción de la naturaleza y se crean organismos para trabajar en esas reivindicaciones. La acción política debiera tener siempre en mente estos dos ámbitos que en la realidad nunca están en estado puro. Son dos ámbitos dialécticamente conectados que tiene cada uno de ellos su propia lógica y sus propios instrumentos. Hay momentos históricos en los que la dominación ha logrado tal fragmentación del movimiento popular, que hace casi imposible una acción política concertada que cuestione al sistema. Son momentos, además, en los que la práctica política es completamente desnaturalizada, corrompida. En esos momentos pasa a primer plano la acción social. Lo político entra en una especie de cono de sombra. Es lo que ha pasado en nuestro país. Organismos de derechos humanos, luchas por los derechos de la mujer, de los homosexuales, movimientos ecologistas, sociedades de fomento, cooperativas, agrupaciones de base, movimientos sociales en general y tantos otros, pusieron su acento en lo social. Como lo expresaba un militante de los movimientos sociales: “En el trabajo social somos locales. En lo político, somos visitantes”. Esto es una gran verdad, pero tiene su techo. La política neoliberal nos lo hace sentir cada día en forma por demás dolorosa e intransigente. Esto plantea la imperiosa necesidad de que lo social vaya adquiriendo cada vez más, no digo significación política, pues de por sí la tiene, sino organización política que se proponga expresamente la conquista de hegemonía y construcción de poder.

Para ello habría que tener en cuenta algunos criterios fundamentales:

a) No partir de organizaciones o partidos políticos ya estructurados, con línea que se pretende clara para bajarla a los sectores populares que se están movilizando. Esta práctica expresa todo lo contrario de la construcción de una nueva sociedad en la que sus miembros sean sujeto reconocidos. Dejar de lado, en consecuencia, la concepción leninista de que al proletariado o, en nuestro caso, a los sectores populares, se les inyectará conciencia “desde afuera”. Sería conveniente, al respecto, como dije más arriba, revisar las polémicas entre Lenin y Rosa Luxemburgo sobre el partido.

b) Por el contrario, hacer efectiva la concepción gramsciana de que se debe partir del “buen sentido” que radica en el desagregado y caótico “sentido común” que se encuentra en dichos sectores. O, en palabras del Che, ayudar a desarrollar “los gérmenes de socialismo” que se encuentran en el pueblo. Toda pretensión de construcción que tenga que ver con una elaboración teórica separada de las aspiraciones, expectativas, valores presentes en los sectores populares, contribuirá a instalar una nueva dominación. El socialismo tendrá sentido y será una verdadera solución si es el despliegue de valores profundamente arraigados en los seres humanos. Ello no significa renegar de la teoría. El problema es que se confunde teoría o ciencia o filosofía con conciencia. La conciencia nunca puede venir de fuera. La conciencia es autoconciencia desde el primer momento, pero sólo lo es implícitamente. Avanza de desde los primeros balbuceos en el plano de lo sensible. Toda teoría al entrar en relaciones dialécticas con la conciencia será motivo de crecimiento de ésta, tanto de la conciencia del teórico como de aquél a quien se comunica la teoría, la cual a su vez sufre un proceso de transformación en el proceso. De avanza de la conciencia a la autoconciencia, o de la conciencia en sí a la conciencia para sí, como dice Marx en la Miseria de la filosofía.

c) No interesa el pregonado problema de la “unión de la izquierda”, si ello significa hacer unidos lo mismo que se está haciendo en forma separada. La verdadera unión hay que encontrarla atreviéndose a criticar las formas tradicionales de concepción de los partidos de izquierda e ir confluyendo con inserción verdadera en los sectores populares.

d) Un proyecto alternativo que ya se encuentra en germen en agrupaciones, comunidades, organismos de derechos humanos, luchas de diverso tipo deberá asumir una forma movimientista que será necesario ir descubriendo y construyendo, a medida que se avance. Esto hay que comenzar a hacerlo.

e) Para la construcción de la identidad, sin la cual no hay sujeto, por una parte, es necesario recuperar auténticos símbolos populares como Agustín Tosco, John W. Cook, Enrique Angelelli, Evita. El Che se está mostrando como un poderoso símbolo convocante para las nuevas generaciones. Por otra parte, es necesario dar la lucha hermenéutica en torno a los símbolos arraigados en los sectores populares.

f) Desde las diversas prácticas sociales y políticas es necesario ir confluyendo en un proyecto político común que sea la unión en la diversidad. Para ello se necesita la voluntad política de hacerlo. Por el anterior análisis aquí insinuado éste sería el momento de intentarlo con fuerza.

5. – Desde la base.

a) Recuperación del proyecto y la utopía.

Es absolutamente imposible construir un sujeto, tanto a nivel individual como colectivo, sin proyecto, porque lo propio del sujeto es proyectar y proyectarse. Pero no se trata de mirar directamente hacia el gran proyecto que significa luchar directamente contra las transnacionales y los organismos multilaterales como el FMI y el BIRD. Ése debe ser el horizonte, la meta última, por decirlo así. Es necesario proceder por niveles. En un primer nivel, local, se trata de elaborar proyectos que apunten a las necesidades básicas como el trabajo, el salario, la tierra, la vivienda. Para esa tarea se crean organizaciones particulares. Aquí se comienza a construir el socialismo de cada día. El segundo nivel estaría constituido por la región. Las distintas organizaciones particulares crean redes, las cuales juntan los problemas, discuten los temas del poder, de la lucha, etc. Un tercer nivel podría ser el nacional, en el cual ya habría redes de redes, que rematarían en el nivel latinoamericano. El proyecto siempre remata en una utopía. Ésta debe siempre estar presente y actuar en forma crítica frente a toda posible burocratización. Es como utopía que hay que tener siempre presente el comunismo como sociedad en la que se realice plenamente la fraternidad.

b) Recuperación de la memoria histórica.

Así como no hay sujeto posible sin proyecto y utopía, tampoco lo hay sin memoria. La dominación necesita borrar la memoria de las luchas y los símbolos populares, para que no se pueda reconstruir el sujeto popular capaz de cuestionar su dominación. También aquí es necesario distinguir niveles. En el nivel local es necesario reconstruir la memoria del barrio, del colegio, de la Facultad, del gremio, de la parroquia, de la comunidad de base, de la zona, de la ciudad. El segundo nivel sería el regional. Así, se puede distinguir una zona Sur, otra del NO, una tercera de Buenos aires, una cuarta del Litoral. De cada zona sería necesario reconstruir la memoria de las luchas populares y sus símbolos. Así de la zona Sur es necesario recuperar la memoria de los mapuches, su historia, sus luchas, sus símbolos; luego la historia de los peones de la Patagonia. En la zona del Litoral se recuperará la memodira de los charrúas y guaraníes; José Gervasio Artigas y su ideario; López Jordán y sus luchas. Un tercer nivel estaría formado por la nación. Luchas que atraviesan todo el territorio y toda su historia. Símbolos señeros como los de Artigas, San Martín, Felipe Varela, los 30.000, etc.

c) Recuperación la realidad y el sentido del trabajo.

Ser sujeto es hacerse sujeto, crearse como sujeto. Crearse, a su vez, implica crear. En la medida en que transformamos el mundo nos transformamos a nosotros. El acto creativo es esencial al sujeto. El trabajo en su sentido más profundo es precisamente creación. Mediante el trabajo nos creamos a nosotros, creamos los bienes con los que vivimos, y creamos el ethos o casa espiritual en la que habitamos. El capitalismo previerte este acto esencial del ser humano, y en la etapa neoliberal, literalmente se lo quita a la mayoría de los sectores populares. Recuperarlo, pues, en su realidad y en su profundo sentido es tarea prioritaria. Todos los avances tecnológicos deberían servir para acortar las horas y la intensidad del trabajo necesario para reproducir las condiciones de vida y otorgar tiempo para el trabajo creativo al que cada uno se sienta inclinado.

d) Construcción del poder.

También aquí se trata de no pretender inmediatamente la gran meta, lo que históricamente se conoce como la toma del poder. En primer lugar, porque el poder es ninguna cosa u objeto que se tome y, en segundo lugar, porque es necesario plantearse metas reales, a las que sea posible acceder. El poder no es una cosa u objeto, sino “relación social”. Se trata, en consecuencia, de ir creando nuevas relaciones sociales, acordes con lo que pensamos que deba ser una realización del poder que sea efectivamente liberadora. En consecuencia, relaciones lo más horizontales posibles, con la vista puesta en el horizonte utópico de un poder horizontal, profundamente democrático. No es que no queramos transformar toda la sociedad, derrotar definitivamente al capitalismo. Claro que queremos hacer eso, pero debemos tratar de clarificarnos sobre lo que nos corresponde hacer hoy, en un hoy en el que debemos hacer presentes los valores socialistas.

e) Construcción del socialismo de cada día.

El socialismo no se ha de construir a partir de las ideas “científicas” que tengamos en nuestra cabeza o en nuestros libros, ni por la acción de un grupo esclarecido. Ya ha comenzado su construcción. Está en camino en los diversos movimientos a los que hemos hecho alusión. Como decía el Che, el socialismo está en germen en el pueblo. No es el socialismo ninguna construcción teórica o “científica” pensada desde fuera, sino el desarrollo contradictorio, creativo, que se realiza todos los días en nuestras luchas, proyectos, encuentros, debates. La solidaridad, la ayuda, el diálogo, la fiesta, el compartir constituyen valores esenciales del socialismo de cada día.

Revista Koeyu Latinoamericano

Debate sobre el poder en el movimiento popular

Debate sobre el poder en el movimiento popular
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Rubén Dri

Las movilizaciones de los últimos tiempos han puesto en evidencia una fuerte voluntad popular de afirmar su realidad subjetual. Pero ser sujeto significa ponerse como tal, crearse, luchar por el reconocimiento, lo cual implica necesariamente plantearse el problema del poder, en torno al cual, en el ámbito del movimiento popular, podemos vislumbrar tres posiciones típicas:

La concepción clásica del marxismo-leninismo que se expresa como “toma del poder”.
La de pensadores influenciados por el posmodernismo, como Negri y Holloway, cuya concepción es la de “huida del poder”.
La de militantes de los nuevos movimientos sociales y políticos que prefieren hablar de la “construcción del poder”.
Se trata de una tipificación que permite tomar las diversas concepciones como si se tratase de casos puros y resaltar, de esa manera, las diferencias y oposiciones. En la realidad las concepciones se suelen entrecruzar.

1.- Toma el poder o el poder como objeto

En los movimientos sociales y políticos de las décadas del 60 y 70 que marcaron profundamente a nuestra sociedad, el problema del poder fue planteado con fuerza, en contra de concepciones de izquierda tradicionales para la cuales el tema se postergaba de manera indefinida. Partidos considerados siempre de izquierda como el Partido Comunista, los diversos Partidos Socialistas, las variantes maoístas y trotzquistas no se planteaban el problema del poder.
No significa ello que no hablasen sobre el poder. El asunto es que para ellos el problema no se imponía como una exigencia perentoria a realizar. No se cuestionaba en los hechos seriamente el poder del capitalismo. Por una u otra razón, la revolución estaba postergada, de manera que había tiempo de sobra para debatirlo.
El problema, en cambio, adquirió no sólo actualidad, sino exigencia perentoria en las diversas agrupaciones y partidos de una nueva izquierda, por llamarla de esa manera, que se proponían hacer la revolución. Ello significaba, terminar con la sociedad capitalista, sustituirla por una sociedad socialista. Ya no se trataba de una meta lejana, sino de algo que estaba en cierta manera a la mano.
El debate sobre el poder fue intenso, y las concepciones, diversas, pero todas, de una u otra manera se sintetizaban en “la toma del poder”. En realidad la expresión pertenece a la teoría que fundamentó los procesos revolucionarios del siglo veinte. Toma del poder, asalto al poder, asalto al cielo, son expresiones equivalentes. Sin duda que son movilizadoras, encienden en la imaginación figuras utópicas que impulsan a la voluntad para la lucha.
El poder, en primer lugar, es concebido como un objeto. Así como se puede tomar, asir, o, en términos populares, “agarrar” un objeto, también se puede tomar o agarrar el poder. De esta manera, se piensa que no se tiene el poder, no se lo ejerce, hasta que no se lo ha tomado. El poder está en manos de las clases dominantes, de los grandes consorcios, del ejército. En fin, alguien, o algunos lo tienen. Se trata de arrebatárselo.
En segundo lugar, el poder está en un lugar determinado. Ese lugar puede ser la “Casa Rosada”, Campo de Mayo o La Tablada. Quienes están ahí tienen el poder. Para arrebatárselo es necesario trasladarse hasta ese lugar. La columna del Che, desde la sierra Maestra a Santa Clara, y desde allí a la Habana, o la “Larga Marcha” de Mao son símbolos de este ir hasta el lugar donde se encuentra el poder, para tomarlo, arrebatándoselo al enemigo.
El poder, en consecuencia, es como una cosa que está en un determinado lugar al que hay que trasladarse para tomarlo. Algo semejante a la expedición de los Argonautas dirigidos por Jason a la Cólquide para arrebatar el célebre “vellocino de oro”. Pero ya se sabe, semejante tesoro está bien guardado, bien custodiado. La marcha para su conquista no es una fiesta, sino una lucha. Menester es tener la organización y los instrumentos necesarios para dar esa lucha.
El instrumento por excelencia es el partido político. Para la toma del poder se necesita un partido revolucionario y para que éste lo sea, debe estar constituido por el sujeto o los sujetos revolucionarios. Como en la teoría marxista tradicional el sujeto revolucionario es el proletariado, el partido debe ser un partido obrero y, su meta próxima es la conquista del poder y el establecimiento de la dictadura del proletariado.
El concepto de “dictadura del proletariado” es por demás significativo. Normalmente significó lo contrario a la democracia, en cualquiera de sus formas. Entiendo que no fue ésa la concepción de Marx, en el cual, por otra parte, el concepto es marginal, nunca tematizado. Pero en él el concepto de dictadura no se oponía al de democracia, en el sentido de elecciones, partidos políticos diferentes, en la medida en que consideraba que las democracias burguesas eran dictaduras.
Ello significa que para Marx la dictadura implicaba la dominación de una clase sobre las otras, no necesariamente la de un partido político. Así como la dictadura de la burguesía se ejerce mediante diversos partidos políticos, lo mismo podría hacer el proletariado. Quiero decir que la lógica de la dominación de clase no implica necesariamente el partido único.
El establecimiento de las dictaduras del proletariado ha producido resultados decepcionantes. Los partidos revolucionarios que lograron la toma del poder establecieron efectivamente una dictadura que se llamó “dictadura del proletariado” pero que, en realidad, fue una dictadura del partido, del aparato burocrático y finalmente del líder, depositario de la ciencia.
La revolución se había realizado para construir una sociedad plenamente liberada, con igualdad efectiva de derechos para todos. La realidad fue decepcionante. La dominación no fue quebrada sino sustituida. Los revolucionarios pasaron a ser los nuevos señores. Mentiras, crímenes y corrupción acompañaron a la nueva sociedad, que no resultó nueva, sino antigua. La caída del Muro de Berlín es el símbolo de la derrota de las revoluciones que tomaron el poder.
Hablar de traición, referirse a las condiciones difíciles en que se produjo la revolución soviética, a la temprana muerte de Lenin y a otras circunstancias, de ninguna manera logran explicar un fracaso tan rotundo. Volver al debate entre Lenin y Rosa Luxemburgo puede ser un ejercicio excelente, no para darle ahora la razón a Rosa, sino para bucear en el destino de una revolución realizada por una organización, el partido político, que “toma el poder”.

2.- Huir del poder o fugar al anti-poder.

Las posiciones de Holloway, de Negri y de Hardt pertenecen al amplio espacio abierto por autores que, desencantados de las revoluciones que se habían producido bajo la égida del marxismo ortodoxo, reniegan de todo lo que suene a estructura o institución. Se fundan en interpretaciones de las nuevas prácticas que se generaron luego de la caída del Muro de Berlín, como las de Chiapas, las de los Sin Tierra de Brasil, las de los diversos Movimientos Sociales, de las Asambleas en Argentina y, en general, de los movimientos anti-globalización.
El planteo de Holloway guarda semejanzas con el de Negri y Hardt, pero también diferencias, cuya base fundamental se encuentra en la diferente posición frente a la dialéctica. Mientras éstos la rechazan como un elemento burgués inserto en el pensamiento revolucionario, Holloway, por el contrario, la incorpora como clave de su pensamiento.
En este sentido, recupera a Hegel y fundamentalmente a Marx. Sus análisis de la alienación en Marx, especialmente como se expresa en los Manuscritos de 1844 son excelentes. Pero su dialéctica no es tanto la de Marx, sino la dialéctica negativa de Adorno. Esto lo lleva directamente a la conclusión de que toda institución constituye una alienación. La única formulación posible de una revolución que se pretenda liberadora será la del anti-poder.
Las coincidencias fundamentales contemplan dos rubros, “la centralidad de la lucha oposicional (ya sea que la llamemos poder de la multitud o anti-poder) como la fuerza que da forma al desarrollo social” y el concentrarse en la revolución, que “no puede concebirse en términos de tomar el poder del Estado”. (Holloway; 2002; 244). Mientras los autores de “Imperio” a la fuerza de oposición la denominan “multitud”, Holloway, le da el nombre de “anti-poder”.
La diferente denominación no es una simple cuestión de nombres. Significan dos posiciones diferentes en cuanto al contenido mismo de la oposición. La “multitud”, aunque sea algo indeterminado, volátil, pulverizado, es “algo”, mientras que el anti-poder es nada, o mejor, es “no”. Ninguna posibilidad de darle un contenido, una forma, una estructura.
La segunda coincidencia es, en realidad, la verdadera coincidencia. La alergia al Estado, a cualquier Estado es total, porque el Estado no es otra cosa que “una forma rigidizada o fetichizada de las relaciones sociales. Es una relación entre personas que no parece ser una relación entre personas, una relación social que existe en la forma de algo externo a las relaciones sociales” (Id.; 142). Es necesario escapar del Estado. La fuga, en todos los autores citados es la clave de toda la lucha por una nueva sociedad.
Holloway, al igual que Negri, se considera heredero del pensamiento de Marx. Se plantea entonces aquí un problema, pues para Marx, el Estado es mucho más que la simple fetichización de las relaciones sociales. Es la forma “en la que se condensa toda la sociedad civil de una época” (Marx; 1977; 72), por lo cual en el primer proyecto de su obra, esto es, de El Capital, figura como el tercer momento de la primera dialéctica, formada de la siguiente manera: 1) “Las determinaciones abstractas que corresponden en mayor, o menor medida a todas las formas de sociedad”. 2) “Las categorías que constituyen la articulación interna de la sociedad burguesa”. 3) “Síntesis de la sociedad burguesa bajo la forma de Estado”. (Marx; 1980; 29-30).
En la concepción tradicional, ortodoxa del marxismo se sostiene la desaparición del Estado, pero al final, luego del acto revolucionario de toma del mismo por parte del proletariado dirigido por el partido. Menester es tener en cuenta que el concepto “destrucción” o “eliminación” es antidialéctico. Engels lo utiliza sin problemas y de allí provienen las confusiones posteriores. Marx es mucho más cauto al respecto y suele referirse al problema mediante el concepto de Auf-hebung, que traducimos por “superación”.
Se lograría ello no mediante una destrucción, sino mediante la universalización de la satisfacción de necesidades. La característica cautela de Marx para no incursionar en realidades futuras que sólo podían ser barruntadas es, en cierta manera compartida por Holloway, si bien tanto él como Negri exageran nuestra ignorancia con respecto a todo futuro.
Las disidencias, por su parte, están centradas “en el tema del paradigma”. Para Hardt y Negri, en efecto, la revolución consiste en un cambio de paradigma, semejante a los que ya hubo, como ser, “del imperialismo al Imperio” o “ de la modernidad a la posmodernidad, de la disciplina al control, del fordismo al posfordismo, de una economía industrial a una informacional” (Idem; 245). Ello significa que la sociedad es algo estable, lo cual es totalmente contradictorio con una dialéctica negativa como la de Holloway.
El enfoque paradigmático lleva al funcionalismo, según Holloway, a una concepción de la sociedad en la que todo encaja. Su origen se encuentra en la posición anti-dialéctica y anti-humanista de ambos autores, lo que, por otra parte, los lleva a sostener la continuidad entre animales, seres humanos y máquinas, siendo éstas últimas, prótesis de nuestros cuerpos y mentes. Con ello entramos en una antropología del ciberespacio, pero “el problema con esta visión, dice Holloway, seguramente, es que ni las hormigas ni las máquinas se rebelan. Una teoría que está basada en la rebelión tiene poca opción: tiene que reconocer el carácter distintivo de la humanidad” (Idem; 249).
La revolución no es otra cosa que “el desarrollo del anti-poder”, del no-poder, de la negación del poder, la cual “toma millones de formas diferentes: desde arrojar el despertador contra la pared, hasta llegar tarde al “trabajo”, realizar tareas sin esforzarse, ausentismo, sabotaje, luchas por descansos, por el acortamiento de la jornada laboral, por vacaciones más largas, por mejores pensiones, huelgas de todo tipo, etc.” (Idem; 270).
Dos observaciones se imponen al respecto. En primer lugar, es imposible pensar todas estas prácticas como simple no-poder. De hecho constituyen construcción de poder. Son prácticas constitutivas del poder popular. Es que el concepto mismo de anti-poder como no-poder que se debe lograr, es contradictorio, pues para lograrlo hay que luchar, lo cual significa siempre construir poder.
La pesadilla de la que Holloway quiere escapar mediante su concepción del anti-poder es el círculo diabólico de la circularidad del poder, sobre el cual se había explayado Foucault. El poder como siempre se lo ha considerado y practicado es el poder-sobre, la dominación sobre otros. Cuando se lucha en contra de ese poder, de hecho lo que se hace es cambiar de quien ejerce el poder-sobre.
Así ha pasado con las revoluciones socialistas, especialmente con aquéllas que fueron denominadas del “socialismo real”. No se modificaron sustancialmente las relaciones sociales. Cambiaron los dominadores, pero no se eliminó la dominación. Holloway quiere salir del círculo con la pretensión de separar taxativamente el poder-hacer del poder-sobre, como si el sujeto pudiese ejercer un poder sin encontrarse con la relación de poder del otro. En otras palabras, pretende saltar afuera de la diale´ctica del señor y del siervo.
En segundo lugar, todas esas prácticas han sido realizadas por los obreros, maestros, empleados, profesores universitarios, y trabajadores distintos desde la implantación del capitalismo. Nunca se consideró que ello se hacía por el no-poder. Todo lo contrario, lo que se quería es un poder de abajo, de los dominados, un poder alternativo.
Entre las formas de lucha Holloway destaca la migración, pues mediante ella “millones de personas huyen del capital, buscando esperanza” (Idem; 270). Esta apreciación de la migración es compartida con entusiasmo por Hardt y Negri. Dos observaciones se imponen también aquí. En primer lugar, la migración puede interpretarse, más allá de la conciencia de los migrantes como una fuga del capital, pero de hecho éstos buscan un lugar donde el capital les permita tener un trabajo que en su lugar de origen no consiguen. El mexicano que pasa a Estados Unidos lo hace bajo esa condición, lo mismo que el boliviano que migra a la Argentina.
En segundo lugar, es curiosa esta manera de privilegiar la migración como forma de lucha por el anti-poder. Es cierto que constituye una forma de lucha, como todas las enumeradas, pero está lejos de ser privilegiada. Es una lucha penosa, amarga y que al capital no le ocasiona demasiados trastornos. En todo caso los soluciona con medidas cada vez más represivas.

Otro aspecto de la concepción de Holloway con respecto a la revolución es el heroísmo. En su concepción “el movimiento del comunismo es anti-heroico”, pues “el objetivo de la revolución es la transformación de la vida común, cotidiana y es ciertamente de esa vida común y ordinaria que la revolución debe surgir” (Idem; 302; 303). Esto lo lleva, a su vez, a criticar la concepción revolucionaria que se basa en la conducción de los líderes y los héroes.

Toda revolución que se realiza a partir de un liderazgo, reproduce desde el principio las relaciones que quiere subvertir e hipoteca las realizaciones a la voluntad del líder. Éste, por otra parte, tenderá a ahogar todo avance que suponga una mengua de su propio poder-sobre. En este sentido, Holloway tiene razón. Además, el liderazgo siempre tenderá a perpetuarse y tendrá fuertes tentaciones de manera el poder como si proviniese de él y no del pueblo.

Es importante la observación de Holloway en lo referente a los héroes. Efectivamente, la revolución no es una tarea de héroes, sino del pueblo. La revolución no la hacen los héroes, ni se hace para vivir una vida heroica. Se hace para vivir mejor, para “vivir bien” como quería Aristóteles, donde “bien” no significa sólo realidades materiales, las que deben ser suficientes, sino la posibilidad del sujeto de realizarse plenamente.

Pero las afirmaciones de Holloway no parecen admitir espacio alguno para el heroísmo, virtud excelsa que expresa realizaciones humanas superiores, en el sentido cualitativo, sin que ello dé ninguna razón para ejercer un poder sobre los demás. La construcción de esa futura sociedad en la que podamos fraternizar entre todos, puede exigir, y de hecho así es, actos de heroísmo. Un piquetero que, entre las balas de la policía, se detiene a auxiliar al compañero caído es un acto heroico. La lucha siempre estará llena de ellos.

Los 30.000 mil compañeros detenidos-desaparecidos eran jóvenes, la mayoría de ellos, como cualesquiera de los jóvenes de hoy, con una vida común, con sus afectos, virtudes y defectos. En un momento determinado fueron puestos en la situación-límite del heroísmo. Pero ello le sucede también a la más común de las madres cuando debe enfrentar situaciones-límites en la defensa de su hijo.
Por otra parte, el heroísmo es un momento fundamental en los proyectos que se formulan en la juventud. Nada más aplastante y descorazonador que encontrarse con jóvenes que quieren vivir una vida tranquila. Pasión, ansias de transformar la realidad, son constitutivas de una juventud no contaminada por el cansancio de la vida, propio de sociedades decadentes. No por nada muchas veces se siente tentada por la aventura fascista. No se hace una revolución para vivir una vida heroica, pero su realización suele exigir momentos de heroísmo.

3.- La construcción del poder, o el poder como relación social.

El poder, veíamos, no es un objeto o una cosa que se encuentra en algún lugar al que es necesario ir para tomarlo. Es una tendencia difícil de vencer, como anotaba Hegel, poner en movimiento las representaciones propias del entendimiento. El poder concebido como objeto no es otra cosa que una representación del entendimiento. Menester es fluidificarlo, ponerlo en movimiento.

El poder es una realidad propia del ámbito de las relaciones humanas que, de una u otra manera, siempre son sociales y políticas. No existe, no es, igual que los sujetos. Se hace, se construye de la misma manera en que se construyen los sujetos. Éstos, para crearse, empeñan una lucha a muerte por el reconocimiento. Esta lucha genera poder. Generarse como sujeto es generar poder.
Todo cambio, toda transformación, toda revolución que se proponga siempre tiene en su centro el tema del poder que significa quién y como será reconocido. La frase que figura como acápite es el corte que le da Jesús a la discusión que se había entablado entre los componentes más cercanos de su movimiento, cuando, al dirigirse a Jerusalén pensaban en el triunfo de la propuesta liberadora.
Los dirigentes del movimiento de Jesús discuten sobre cómo se van a repartir el poder en la nueva sociedad, y Jesús les replica que no habrá nada que repartir, porque habrá que pensar el poder de una manera totalmente distinta, contraria a la que ellos pensaban. No como poder de dominación, no en la relación señor-siervo, sino como diakonía, como servicio, como mutuo reconocimiento de sujetos plenamente libres.
Ese poder no puede empezar a construirse una vez que “se lo ha tomado”, porque en realidad entonces lo que se ha hecho es ocupar el lugar que antes tenían “los otros”. No se rompe la relación señor-siervo, aunque se sostenga que ello constituye una fase para romper la dominación anterior. La célebre “dictadura del proletariado” que es, siempre, la dictadura del partido, de determinados aparatos del Estado o de una persona, el “líder”, no se instala para desinstalarse en función de la diakonía, sino que llega para quedarse a perpetuidad si ello es posible.
El poder es esencialmente relación social, relación de reconocimiento. En ese sentido es fluido, circula, cambia. Pero necesita momentos de reposo, de instalación. Es el momento de las célebres estructuras, sin las cuales todo poder se evapora. La mínima relación, la que se produce entre dos sujetos, sean éstos madre e hijo, amigo con amigo, novios, es lucha por el reconocimiento y, en consecuencia genera un ámbito de poder. En ese sentido todos ejercemos y se ejerce poder sobre nosotros.
Crear nuevo poder, crear poder popular significa crear nuevas relaciones humanas, nuevas relaciones sociales, nuevas relaciones políticas (1). Éstas no pueden comenzar cuando, por ejemplo, se tome el aparato del Estado. Se realizan en el camino, en el proceso. Si el otro es un objeto para mí, o un súbdito, mero soldado del partido o de la organización, se está reproduciendo el poder de dominación.
Microfísica del poder, en consecuencia, y redes del poder sobre las cuales nos informa abundantemente Foucault. Pero su planteo no logra romper, traspasar las paredes que encierran a los micropoderes en los cuales nos enredamos. No habría otra salida que un juego de poderes y contrapoderes, o en todo caso un pequeño espacio de liberación, ese espacio en el que se ejerce mi poder, que sería la “línea de fuga” de Deleuze o, en todo caso el ser “militante de la acción restringida, limitada” de Badiou.
Ello significa lisa y llanamente renunciar a construir poder popular en sentido fuerte, es decir a construir una sociedad del mutuo reconocimiento, una sociedad plenamente democrática, en la que el poder se ejerza tendencialmente en forma horizontal. En otras palabras, los micropoderes se encuentran englobados en megapoderes, y así como hay que construir los primeros, también hay que construir los segundos. De la microfísica es necesario pasar a la macrofísica, no en forma línea sino dialéctica. Los pequeños poderes se encuentran englobados en los megapoderes. No hay paso lineal de unos a los otros.
Esto significa que toda lucha, ya sea barrial, villera, campesina, en las cárceles, en la escuela, en la familia debe conectarse dialécticamente con una lucha más amplia, que tenga como horizonte la totalidad. Si ello se pierde de vista, estamos condenados a movernos en un círculo sin salida. Es un magro consuelo o una burla decirles a desocupados que ellos también ejercen poder. Es cierto que ejercen poder, y lo hacen cuando, por ejemplo cortan rutas y obligan al poder político a ceder a determinados reclamos. Pero ese poder es totalmente asimétrico con el poder del gran capital, de las grandes corporaciones.
Los trabajadores desocupados, los villeros, los campesinos construyen poder con su trabajo, con sus debates, con sus asambleas, con sus medidas de lucha. Ese poder comienza siendo micropoder, o mejor, micropoderes que se gestan en las diversas asambleas que se conectan entre sí en forma de redes. Éstas interactúan con los megapoderes, confrontan con ellos, negocian, se retiran y vuelven.
Micropoderes, redes de poder, circulación de poderes, fluidez de relaciones. Todo ello es cierto, pero toda fluidez tiene momentos de condensación. Dicho de otra manera, el movimiento necesita estructurarse. Con la estructuración aparecen nuevos desafíos, expresados sobre todo en el fenómeno de la burocratización. Un verdadera construcción del poder, o sea de relaciones sociales, luchará siempre contra la tendencia, siempre renaciente a la burocratización.

Hegemonía y poder

Como es sabido el triunfo de la revolución en la Rusia zarista y las derrotas de los intentos revolucionarios de la segunda década del siglo XIX en Alemania, Hungría e Italia, llevaron a Antonio Gramsci a una profunda reflexión sobre las causas de tan dispar destino de los intentos revolucionarios. La contribución más importante de estas reflexiones gira alrededor del concepto de hegemonía que desde entonces figura en todas las elucubraciones que tienen que ver con la realidad política.
Me interesa, en este apartado, trabajar sobre la relación entre dicho concepto y la construcción del poder popular, reinterpretando el concepto de hegemonía, o, incluso, corrigiéndolo. Para empezar, hay una observación importante que hace Gramsci al referirse a las diferencias existentes entre las tareas que le esperan a la revolución de octubre y las que es perentorio realizar en las revoluciones del los países centroeuropeos.
Siendo la sociedad zarista una sociedad en la que prácticamente no había sociedad civil, tomado el Estado, o la fortaleza, como lo denomina Gramsci, la tarea a realizar era nada menos que la de crear la sociedad civil, lo que significa, crear la hegemonía, entendida ésta como consenso de los ciudadanos. Ese consenso es poder. Construir la hegemonía es construir poder, poder horizontal, democrático, lo cual significa, a la vez, construirse como sujetos.
Esta tarea no puede ser creada desde arriba, pero es el único lugar en que esa revolución la podía realizar. Una contradicción prácticamente insoluble, como se mostró ulteriormente. Como se ve, nos estamos sirviendo del concepto gramsciano de hegemonía, pero transformado o reinterpretado, como se quiera. Es muy difícil, por no decir imposible, que la revolución soviética no terminase en el estalinismo.
De hecho, esto ya había sido expuesto por Hegel en la célebre dialéctica del señor y el siervo. El camino del señor es un callejón sin salida. Desde el poder de dominación, aunque éste se denomine “dictadura del proletariado” es imposible pasar a una sociedad del mutuo reconocimiento. Los sujetos no se realizan por una concesión que se les hace desde arriba. Se conquista en una lucha en la que los siervos, dejan de serlo, no se reconocen como siervos, sino como sujetos.
Gramsci plantea correctamente, para las sociedades avanzadas, con sociedad civil ampliamente desarrollada, que la hegemonía debía preceder a la toma del poder o del Estado. En realidad, ese principio vale para toda revolución y no sólo para las sociedades avanzadas, porque si la hegemonía no se construye en el camino, no se la construirá posteriormente. Se repetirán las prácticas anteriores.
A menudo se me pregunta en los seminarios si los amos o señores no pueden también lograr el reconocimiento y, por lo tanto ser sujetos en sentido pleno. La respuesta es absolutamente negativa. Ni los señores, ni los siervos pueden logra el reconocimiento como autoconciencias o sujetos sin dejar de ser señores o siervos. Tanto el ser siervo como el ser señor es la negativa del sujeto.
La hegemonía como consenso democrático no puede ser construida desde arriba, porque ello implica subordinación. Quien detenta el poder del Estado o el poder político y económico puede obtener legitimación, que implica aceptación de la dominación, pero no hegemonía en el sentido de consenso democrático. Éste sólo puede lograrse desde el seno de las sociedad civil. Es una construcción que se realiza entre iguales, entre sujetos que se reconocen mutuamente como tales.

4.- Criterios fundamentales.

En la construcción del poder popular habría que tener en cuenta algunos criterios fundamentales:
No se debe partir de organizaciones o partidos políticos ya estructurados, con línea que se pretende clara para bajarla a los sectores populares que se están movilizando. Esta práctica expresa todo lo contrario de la construcción de una nueva sociedad en la que sus miembros sean sujetos reconocidos. Esa estructura partidaria es la representación de la sociedad en la que unos saben y los otros son ignorantes, unos son esclarecidos y otros andan en tinieblas, unos mandan y otro obedecen.
Por lo tanto, es necesario dejar de lado la concepción leninista de que al proletariado o, en nuestro caso, a los sectores populares, se les inyectará conciencia “desde afuera”. Sería conveniente, al respecto, como he dicho más arriba, revisar las polémicas entre Lenin y Rosa Luxemburgo sobre el partido, no para darle ahora la razón a Rosa en contra de Lenin, sino para incorporar críticamente algunas intuiciones y aciertos de Rosa en cuanto al protagonismo popular en el proceso revolucionario.
Decía Rosa, en contra de Kautsky: “Piensan que educar a las masas proletarias en el espíritu socialista significa darles conferencias, distribuir panfletos. ¡No! La escuela proletaria socialista no necesita de eso. La actividad misma educa a las masas” (Cliff 1971; 64). Descontextualizada esta afirmación es errónea. Rosa aquí exagera, porque está polemizando con la dirección burocrática de la socialdemocracia alemana que pretendía dar conciencia desde afuera, mediante conferencias y panfletos. La conciencia crece en la práctica, en la acción, en la lucha.
En ese proceso de práctica-conciencia, de lucha-reflexión se cometen errores, pero “los errores cometidos por un movimiento obrero auténticamente revolucionario, dice Rosa, son mucho más fructíferos y tienen más importancia histórica que la infalibilidad del mejor Comité Central” (Ibidem). Ya sabemos a dónde han conducido la infalibilidad de los diversos comités centrales. Los pueblos en su lucha aciertan y se equivocan, logran victorias y sufren derrotas. Aprenden continuamente. Una dirigencia infalible nunca aprende, ya lo sabe todo. Eso no tiene remedio.
En contra de la concepción de una determinada élite revolucionaria que desde arriba, desde afuera pretende dar conciencia a los trabajadores, o a los sectores populares, es conveniente hacer efectiva la concepción gramsciana de que se debe partir del “buen sentido” que radica en el desagregado y caótico “sentido común” que se encuentra en dichos sectores. O, en palabras del Che, ayudar a desarrollar “los gérmenes de socialismo” que se encuentran el pueblo. Toda pretensión de construcción que tenga que ver con una elaboración teórica separada de las aspiraciones, expectativas, valores presentes en los sectores populares, contribuirá a instalar una nueva dominación. El socialismo tendrá sentido y será una verdadera solución si es el despliegue de valores profundamente arraigados en los seres humanos.
En contra de que el socialismo es primeramente una teoría que habría nacido recién en el siglo XIX, menester es tener en cuenta que, en cuanto expresa, por una parte, valores, aspiraciones, ideales y utopías y, por otra, luchas para conseguirlos, es tan antiguo como el mismo ser humano. Luchas en contra de la opresión, luchas de liberación han existido siempre. Realizaciones socialistas, en el sentido de agrupaciones o sociedades humanas liberadas, con relaciones relativamente horizontales, siempre se han dado en la historia.
El socialismo es fundamentalmente la realización de una sociedad fundada en los mejores valores del ser humano. Éste es tanto egoísta como altruista, tanto tacaño como generoso, tanto se ama a sí mismo como se odia, tanto ama a su vecino como lo aborrece. Es un ser dialéctico. El buen sentido del que habla Gramsci está constituido, precisamente, por los valores de amor a sí mismo, de generosidad, de bondad. De esos valores socialistas es necesario partir.
Ello no significa renegar de la teoría. El problema es no confundir teoría o ciencia o filosofía con conciencia. La conciencia nunca puede venir de fuera. La conciencia es autoconciencia desde el primer momento, pero sólo lo es implícitamente. Avanza de desde los primeros balbuceos en el plano de lo sensible. Toda teoría al entrar en relaciones dialécticas con la conciencia será motivo de crecimiento de ésta, tanto de la conciencia del teórico como de aquél a quien se comunica la teoría, la cual a su vez sufre transformaciones en el proceso. Se avanza de la conciencia a la autoconciencia, o de la conciencia en-sí a la conciencia para-sí, como dice Marx en la Miseria de la filosofía.
El para-sí o nivel superior de la conciencia no es un agregado que viene de fuera. Es el en-sí que se supera en el para-sí. Este segundo momento, que en realidad es tercero,, es decir, en-sí-para-sí, es una superación –Aufhebung- que sólo puede darse en el sujeto. Es éste que se supera en su totalidad. Si el tercer momento no estuviese ya en el primero, nunca llegaría a ser, por más adoctrinamiento externo que se practicase.
La conciencia socialista no se inventa, no se crea desde arriba, no se introduce desde afuera. O ya está en la conciencia humana o nunca estará. Está, pero no está “puesta” para decirlo hegelianamente. O no está “en acto”, para emplear la categoría aristotélica. No está puesta, y puede no estarlo nunca. Ello dependerá de la práctica o, para decirlo con una categorización marxiana, dependerá de la revolución. Ésta es el proceso de mediatizar lo inmediato o llevar al acto lo que está en potencia.
Por lo tanto no se avanza con la “unión de la izquierda”, si ello significa hacer unidos lo mismo que se está haciendo en forma separada, es decir, actuar como estructuras piramidales que poseen “la ciencia”. La verdadera unión hay que encontrarla atreviéndose a criticar las formas tradicionales de concepción de los partidos de izquierda e ir confluyendo con inserción verdadera en los sectores populares.
Un proyecto alternativo que ya se encuentra en germen en agrupaciones, comunidades, organismos de derechos humanos, movimientos de trabajadores desocupados, asambleas barriales, luchas de diverso tipo, asume una forma movimientista que se está descubriendo y construyendo. El peligro del movimientismo es su posible transformación en un “gigante invertebrado y míope”, según la expresión de John W. Cook El movimiento, verdadero torrente de los sectores populares, debe estructurarse, con todo lo que ello implica de peligro de burocratización y obstaculización de la marcha dialéctica.
Para la construcción de la identidad, sin la cual no hay sujeto, por una parte, es necesario recuperar auténticos símbolos populares como Agustín Tosco, John W. Cook, Enrique Angelelli, Evita. El Che por su parte, es un poderoso símbolo convocante para las nuevas generaciones. Por otra parte, es necesario dar la lucha hermenéutica en torno a los símbolos arraigados en los sectores populares.
No hay identificación posible o, de otra manera, no hay construcción posible de un sujeto sin los símbolos. Los sujetos son esencialmente simbólicos y, entre los símbolos, los que asumen características religiosas –tal vez sea la realidad de todos- tienen especial importancia, por cuanto los sectores populares son particularmente religiosos. La posición “cientificista” que el marxismo “ortodoxo” heredó de la Ilustración es ciego frente a esta realidad.
Si el símbolo con el cual construye su identidad determinado sujeto es considerado sólo únicamente como “fetiche”, ya se ha puesto un telón de acero para comprender qué construye dicho sujeto en la relación con el símbolo. No se tiene en cuenta que borrar el símbolo es borrar al sujeto que con él se relaciona y, fundamentalmente, que la relación símbolo –fetiche es una relación dialéctica. Todo símbolo tiene algo de fetiche.
Desde las diversas prácticas sociales y políticas es necesario ir confluyendo en un proyecto político común que sea la unión en la diversidad. Como todo proyecto político debe darse su instrumento que tradicionalmente es el partido. Pero, de acuerdo a lo que venimos reflexionando, el partido tradicional de izquierda no nos sirve. Reproduce las relaciones de dominación. Se necesita un nuevo tipo de partido que sea una verdadera articulación del poder popular gestado en la base.

5.- El socialismo de cada día.

Con la caída del denominado “socialismo real” y la imposición de la globalización neoliberal conservadora entró en crisis también una determinada concepción de lo que significa hacer la revolución. Ésta era pensada como una lucha en la que siempre se jugaba el todo social. Se trataba de derribar el capitalismo para instaurar el socialismo. La consecuencia era que, salvo en los países que esto se habría logrado, en todas las demás sociedad la revolución o había fracasado o estaba retrasada.
La visión que en general se tenía era que una sociedad era capitalista o socialista. El socialismo como modo de vida no podía realizarse en una sociedad capitalista, de manera que el sujeto socialista sólo surgiría cuando esa nueva sociedad pudiese implantarse. La visión totalizadora, el bosque, no permitía ver las partes, los árboles.
La globalización, verdadera imposición del universal abstracto, como hemos visto, produce un resquebrajamiento del todo social en fragmentos aislados. Contradictoriamente esta nueva realidad ha permitido repensar todo el problema de la revolución y, en consecuencia, del socialismo. Por una parte hay un impulso posmoderno de quedarse en la sola parcialidad, pero, por otra, permitió repensar la totalidad no sólo sin sacrificar la parcialidad, sino tomándola como punto de partida.
En esta visión, no se trata de pretender inmediatamente la gran meta, lo que históricamente se conoce como la toma del poder. En primer lugar, porque el poder no es ninguna cosa u objeto que se tome; en segundo lugar, porque es necesario plantearse metas reales, a las que sea posible acceder y finalmente porque si las relaciones sociales no se cambian en el camino, cuando se llegue a la meta y se pretenda realizar el socialismo, lo que se hará será reproducir las relaciones anteriores. Esto ya no necesita demostración alguna. La historia del “socialismo real” lo ha puesto en claro.
El poder no es una cosa u objeto, sino “relación social”. Se trata, por lo tanto, de ir creando nuevas relaciones sociales, acordes con lo que pensamos que deba ser una realización del poder que sea efectivamente liberadora. En consecuencia, relaciones lo más horizontales posibles, con la vista puesta en el horizonte utópico de un poder horizontal, profundamente democrático.
No es que no queramos transformar toda la sociedad, derrotar definitivamente al capitalismo. Claro que queremos hacer eso, pero debemos tratar de clarificarnos sobre lo que nos corresponde hacer hoy, en un hoy en el que debemos hacer presentes los valores socialistas.
La objeción que surge de toda la concepción anterior es que no se puede vivir con los valores socialistas, es decir, humanos, en una sociedad capitalista, porque ésta impone sus leyes. Esta objeción es verdadera sólo en parte y, en consecuencia, si se la afirma de esa manera, es falsa. Es cierta en el sentido de que ninguna parte, llámese un grupo, una organización o un individuo pueda sustraerse de las leyes que impone la sociedad en la que se encuentran enclavadas.
Esto puede incluso generalizarse, como lo hizo Marx, al mundo entero. Ninguna nación, y aquí es necesario colocar a Cuba, puede realizar el socialismo hasta que éste se realice de manera hegemónica en el mundo entero, porque finalmente el sistema hegemónico termina imponiendo sus leyes. Eso es cierto cum grano salis, porque allí se viven auténticos valores socialistas, humanistas, como el haber sacado del “negocio” a la salud, la educación y la alimentación.
Ello también puede y debe realizarse, con todas las limitaciones y contradicciones del caso, en el seno de la sociedad capitalista. Si un sujeto quiere vivir de acuerdo con valores socialistas, ¿quién se lo puede impedir? ¿No es posible ser generoso? ¿Debemos necesariamente verlo todo como un negocio?
El socialismo no se ha de construir a partir de las ideas “científicas” que tengamos en nuestra cabeza o en nuestros libros, ni por la acción de un grupo esclarecido. Ya ha comenzado su construcción. Está en camino en los diversos movimientos a los que he hecho alusión.
Como decía el Che, el socialismo está en germen en el pueblo. No es el socialismo ninguna construcción teórica o “científica” pensada desde fuera, sino el desarrollo contradictorio, creativo, que se realiza todos los días en nuestras luchas, proyectos, encuentros, debates. La solidaridad, la ayuda, el diálogo, la fiesta, el compartir constituyen valores esenciales del socialismo de cada día.

Notas
(1) Prefiero hablar siempre de “construcción del poder popular” y no de “contrapoder” o “doble poder”. La expresión “contrapoder” expresa una voluntad de permanecer siempre allí, en la contra, por lo cual va acompañado de “contracultura”. Ello implica considerar que sólo es política el contraponerse. Será siempre una política marginal. La expresión de “doble poder”, es la concepción leninista que supone dos poderes como dos entidades ubicadas una arriba y la otra abajo. Se trata de derribar la que está arriba para poner la que está abajo.

Bibliografía citada
Cliff, Tony: Rosa Luxemburg- (Introducción a su lectura). Galerna, Buenos Aires, 1971.
Holloway, John: Cambiar el mundo sin tomar el poder. (El significado de la revolución hoy). Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla. Buenos Aires, 2002.
Marx, Karl: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858) 1. Siglo XXI, México, 1980.
Marx, Karl: La ideología alemana. Ediciones Pueblos Unidos, México, 1977.

Rubén Dri
Buenos Aires, 15 de noviembre de 2002

De la multitud al pueblo, del no-poder al poder popular

De la multitud al pueblo, del no-poder al poder popular
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Autor(es): Dri, Rubén

Dri, RubénDri, Rubén. Teólogo y Filósofo. Profesor del Doctorado de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Autor de numerosos libros entre los que figuran: La Rosa en la Cruz; Hegel y la lógica de la liberación; La Fenomenología del Espíritu de Hegel. Perspectiva latinoamericana; Los modos del saber y su periodización y El movimiento antiimperial de Jesús. Además es director desde 2002 de la revista de filosofía y ciencias sociales Diaporías.

En 2002 John Holloway publica Cambiar el mundo sin tomar el poder y da una conferencia en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que resultó colmada de alumnos ávidos de escuchar esa nueva concepción, venida de México. En 2010, la revista mexicana Proceso, en su número 1.773, publica un dossier bajo el estremecedor título “Medio país bajo el poder narco”.

1. Del pueblo a la multitud
Desde mediados de la década del 60 del siglo pasado, golpe de Estado mediante que pone al general Onganía como presidente, los intentos de imponer los ajustes que requiere la implementación del plan bosquejado por el neoliberalismo en 19471 fracasan ante la fuerza de resistencia que tiene el movimiento popular. El célebre “Cordobazo”, producido el 29 de mayo de 1969, significó la sentencia de muerte para la dictadura que los recambios de Onganía por Levingston y de éste por Lanusse no lograron revertir.
El interregno de la presidencia de Héctor Cámpora (1973) y del mismo Juan Domingo Perón (1973-1975), jalonado por el criminal accionar de los paramilitares de las Tres A, sirvió de preparación para el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que instaló el terrorismo como política de Estado para quebrar definitivamente la voluntad popular de resistir los ajustes del neoliberalismo.
La política de terror y exterminio sobre el pueblo dio los frutos esperados, es decir, el quebrantamiento de las organizaciones populares, de tal manera que el proyecto neoliberal conducido por Martínez de Hoz pudiese instalarse. Dos aspectos son necesarios señalar de ese proyecto que tendrán consecuencias desastrosas para la sociedad, la desindustrialización, con la consecuente desocupación, y la destrucción del ámbito ético o tejido social.
Todo ser viviente vive en un determinado ethos, es decir, en un determinado ámbito o hábitat que le es esencial. Es la guarida del animal y, en general, la naturaleza como ámbito de lo sensible de todos los seres vivos. El ser humano es un animal que ha roto con la pura animalidad al abrirse a la universalidad mediante la aparición de la razón. Ya no le sirve el ethos animal. Necesita un nuevo ethos, un nuevo ámbito en el que su vida como ser humano le sea posible.
El terrorismo impuesto por la dictadura militar impregnó a toda la sociedad. El otro perdía toda posibilidad de ser un amigo o compañero y pasaba a ser un enemigo. Podía ser un delator o subversivo y, en todo caso, alguien a quien había que dominar, en la medida en que todo se reducía a competir. Se rompen los lazos fraternales y todo se transforma en la más despiadada competencia.
Terminada la dictadura militar (1983), llega el gobierno constitucional de Ricardo Alfonsín, quien, aparte de su espíritu democrático, no tiene un proyecto alternativo al neoliberal impuesto durante la dictadura. Por otra parte, se encuentra acosado por los militares quienes, en su versión “carapintada”, producen diversos levantamientos para lograr la suspensión de los juicios a los militares por los atroces crímenes cometidos.
Lamentablemente el gobierno cede y, en sentido contrario de los juicios que valientemente había promovido en contra de los principales responsables, otorga las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que prácticamente consagran la impunidad. A ello se agrega que, en lugar de proponer una alternativa económica al neoliberalismo, proclama la “economía de guerra”, con lo cual mostraba que su proyecto se ajustaba a lo que pedía el neoliberalismo. El problema es que no tenía la voluntad política de llevar a fondo las medidas que dicho proyecto necesitaba.
Los grandes poderes del capital producen entonces un golpe de Estado mediante la “hiperinflación”, un fenómeno que deja a los sectores populares en el aire, sin saber dónde están parados. Dicho golpe es acompañado por los rumores más apocalípticos posibles. Sectores medios se asustan ante la invasión de la “negrada” de los barrios y las villas. Era el temido “aluvión”. Alfonsín se ve obligado a renunciar antes de terminar su mandato, y dejar el gobierno al candidato ya elegido, Carlos Saúl Menem.
Llegamos, de esa manera, a la década del 90, la Segunda Década Infame, sin duda más infame que la primera. El plan político del neoliberalismo se aplicó de una manera fundamentalista como es difícil que se haya hecho en cualquier otro país. El resultado fue la desindustrialización señalada, con la consecuente desocupación masiva, el individualismo más exacerbado y el sometimiento al imperio más vergonzoso de que tengamos memoria.
El pueblo había desparecido, convertido en una “multitud” de átomos dispersos, cada uno de los cuales debía velar por sí mismo. El otro ya no podía ser visto como otro con quien dialogar o a quien reconocer y por quien ser reconocido, sino como un enemigo actual o en potencia a quien había que vencer en una despiadada competencia.

2. De lo político a lo social
Ello significó la derrota política más profunda que haya experimentado el pueblo. ¿Qué hacen entonces los militantes populares? Recurren a la “sabiduría popular” o “buen sentido” que anida en el “sentido común”, como dice Gramsci. Como el animal perseguido se refugia en su guarida, donde puede montar su defensa, los militantes populares se refugian en “lo social”.
¿Qué significa lo social frente a lo político? Desde Aristóteles, por lo menos, sabemos que el ser humano es un “animal político” y, en ese sentido, todo lo que hace es en cierta manera político, es decir, tiene que ver con la “polis”, con el ámbito en el que se desarrolla, en el que se dan las relaciones intersubjetivas que siempre son relaciones de poder. Pero la manera de pertenecer a lo político, o mejor, la manera de ejercer acciones políticas no es unívoca. Existe entre ellas una rica gama de diferencias, entre las cuales es fundamental distinguir las que pertenecen a lo político en sentido, podríamos decir, eminente o, tal vez, estricto, y las que sólo pertenecen a lo político en forma indirecta, pasando por lo social.
En la relación dialéctica entre el universal y el particular o el universal y las particularidades de toda sociedad, lo social mira a lo particular y tiende a solucionar los problemas que se presentan en esa esfera. Son problemas como los que presentan necesidades “materiales”, como la luz, el agua, el trazado de calles de una villa o barrio o el salario, o necesidades “espirituales” como la escuela, la universidad, la biblioteca o el cine.
La acción social tiende a solucionar los problemas inmediatos y, de por sí, no procura extender la acción más allá. En sentido estricto, la acción social es propia de las sociedades modernas en las que se ha producido la separación de lo social y lo político que en las sociedades anteriores se encontraban confundidos como lo mostró Marx en su célebre artículo sobre “la cuestión judía”.
Lo político tiene que ver directamente con lo universal. No mira sólo a resolver problemas particulares, sino que apunta al todo de la sociedad a la que quiere ya sea transformar, revolucionar o defender de posibles revoluciones. La política puede ser revolucionaria, reformista, reaccionaria o conservadora, pero siempre apunta a la totalidad. La acción social desarrolla un poder esencialmente acotado, particularizado. La acción política, por el contrario, despliega todo el poder, busca construir un poder que implica al todo de la sociedad.
Este aspecto de lo político, el de apuntar a la totalidad, es fundamental. Las concepciones que consideran imposible el conocimiento de la totalidad, suponen que la política en el sentido expresado es imposible. Es el caso de concepciones como la de los filósofos de la “diferencia”, para los cuales lo único que puede haber en relación a lo político es una “acción restringida, limitada”[2] o “una anti-política de eventos” como el mayo francés, la rebelión zapatista, Davos y Seattle.[3]
La década del 90 significó el momento culminante de la derrota del movimiento popular. El animal perseguido por una jauría de perros, derrotado en la lucha en campo abierto, se refugia en su guarida, como acabamos de señalar, para montar allí su defensa y comenzar el contra-ataque. Es lo que hicieron los militantes populares. Derrotados en lo político, se refugiaron en lo social. Allí iniciaron su recuperación.
Esto, que es producto de una gran sabiduría popular, tiene riesgos de los que no es fácil librarse, el principal de los cuales consiste en “hacer de necesidad virtud” y terminar consagrando la acción social como la única válida frente a la acción política que se termina condenando como necesariamente corrupta o inconducente para un proceso de liberación. Si la acción social no trasciende los límites sociales hacia lo político y, en consecuencia, no entra en relaciones dialécticas con las instituciones de lo político, no podrá evitar la derrota.
La diferencia entre lo social y lo político, como la he mostrado, implica, a su vez, la diferencia entre lo macro y lo micro. Lo social trabaja en lo micro, en espacios reducidos. Estos espacios existen y en ellos se construye poder, pero este poder está siempre en relación dialéctica con los grandes poderes. Ocultarse esto es ir inexorablemente a la derrota.

3. La pueblada del 19-20 de diciembre de 2001
La década del 90 llega a su fin y comienza la nueva década con un gobierno que, al continuar con el proyecto neoliberal da por tierra con todas las esperanzas puestas en él. Se suceden las manifestaciones de descontento que sólo necesitaban la chispa para declararse el incendio. Ésta se produjo cuando el presidente Fernando de la Rúa, para frenar esas manifestaciones declaró el “estado de sitio”.
En lugar del acatamiento esperado, la multitud se insurreccionó, surgió desde todos los barrios de la Capital y del conurbano con cuanto instrumento encontrase a mano, predominando las cacerolas, para hacer un ruido ensordecedor al grito de ¡Que se vayan todos! ¡Que no quede ni uno solo! Al son de las cacerolas y de otros instrumentos ruidosos la marea humana comienza a confluir hacia Plaza de Mayo, el centro simbólico del poder.[4]
19 y 20 de diciembre de 2001 fueron dos días de manifestaciones, marchas y resistencia a la represión que se desató en contra de los manifestantes. En total fueron treinta muertos en todo el territorio nacional. Eso se continuó en los días siguientes. En los espacios abiertos de la ciudad y en las esquinas, había reuniones, debates, propuestas, reclamos. Comienzan a florecer las “asambleas”, mientras de Chiapas, México, nos llegan los mensajes del sub-comandante Marcos que muestra los avances de un proyecto que no se propone tomar el poder ni quiere relación alguna con el Estado.

4. El debate sobre el poder
Las asambleas que brotaron como hongos después de una lluvia forman parte de los movimientos sociales. Esos años de efervescencia son atravesados por múltiples debates, y todos ellos, de una u otra manera, se refieren al poder. Haciendo una especie de tipo ideal podemos dibujar tres concepciones en pugna.[5]
En primer lugar, la concepción de la izquierda marxista-leninista, que se puede expresar como “toma del poder”, que supone que éste se encuentra en algún lugar al que es preciso ir para tomarlo. Ese lugar puede ser tanto el Palacio de Invierno como la Casa Rosada o La Tablada. Para ello se construye el partido revolucionario, la vanguardia formada por los “revolucionarios profesionales”. Una vez tomado el poder, se comenzará la construcción de la sociedad socialista.
El poder ahora está en manos de los revolucionarios. Es un poder vertical como el anterior al que se ha desbancado. La organización, o sea, el partido político revolucionario, reproduce en su seno las mismas relaciones que se quieren subvertir. Ello hace que en la nueva sociedad se repitan esas mismas relaciones. El derrumbe del denominado “socialismo real” ha mostrado su fracaso.
Frente a esa realidad y, teniendo en cuenta nuevas experiencias tanto en Europa, con los movimientos autonomistas, como en América Latina, con el zapatismo, se gestó una concepción diametralmente opuesta a la anterior, según la cual no sólo no hay que tomar el poder, sino que hay que huir de él, pues el poder es un “círculo diabólico” del que, una vez que se ha entrado en él, es imposible salir, y el poder siempre es dominación.
La obra que expresa claramente esta concepción es el libro de John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. Pero Holloway no sólo ataca la concepción de la toma del poder, sino directamente el poder:

Nuestro grito es un grito de frustración, es el descontento de quien no tiene poder. Pero si no tenemos poder no hay nada que podamos hacer. Y si intentamos volvernos poderosos fundando un partido, levantándonos en armas o ganando una elección, no seremos diferentes de todos los otros poderosos de la historia. Entonces, no hay salida, no hay rupturas de la circularidad del poder. ¿Qué podemos hacer? Cambiar el mundo sin tomar el poder.(Holloway, 2002: 26, el destacado es de Rubén Dri).

“La circularidad del poder”. Una vez que se entra en él, ya no se puede salir y como el poder es dominación de unos sobre otros, se reproduce la relación amo-esclavo. En consecuencia, hay que huir de él. Se apoya esta concepción en la dialéctica negativa que se queda en la primera negación, no pudiendo pasar a la segunda, porque allí la espera Auschwitz.
En realidad lo que Holloway dice al respecto es que no hay que pasar de lo negativo, o sea, del rechazo del capitalismo, a lo positivo, es decir, a la construcción de instituciones, como partidos políticos, gremios, y, sobre todo Estado, porque eso significa construcción de poder. Nos quedamos en la simple negación, en la crítica, en el grito, en el reloj hecho trizas contra la pared.
Una concepción diferente en su formulación, pero coincidente con Holloway en lo sustancial, es la de Tony Negri que dispersa en la “multitud” todo tipo de construcción:

Al haber alcanzado el nivel global, el desarrollo capitalista se encontró directamente enfrentado cara a cara con la multitud, sin ninguna mediación. De ahí que se evaporara la dialéctica, la ciencia del límite y su organización. La lucha de clases, al impulsar la abolición del Estado-nación y traspasar así las barreras impuestas por éste, propone la constitución del imperio como el sitio del análisis y del conflicto. Sin aquella barrera, se abre, pues por completo la situación de lucha. El capital y el trabajo se oponen de manera directamente antagónica. (Hardt y Negri, 2002:222).

Nos encontramos, dice Negri, en una etapa en la que las clases sociales, los gremios y todo tipo de construcción se disolvió en la “multitud” que, como tal, como conjunto de átomos, se encuentra enfrentada al capital que tomó la forma de “imperio”. Al enfrentarse cara a cara la multitud con el imperio, es claro que la dialéctica no tiene lugar, porque ésta sólo se da en el ámbito intersubjetivo que ha desaparecido por completo.
Con la desaparición de la dialéctica desaparece también la “ciencia del límite” o al revés, con la ciencia del límite desaparece la dialéctica, lo cual es evidente, por cuanto la primera negación es la posición del límite y la segunda la superación del mismo y la reposición de un nuevo límite.
Con “la ciencia del límite y su organización” Negri se refiere a todas las organizaciones sociales, gremiales, políticas y, en especial, al Estado. Es en ese sentido que “eventos” como el mayo francés del 68 y la pueblada del 19-20 diciembre se transforman en momentos ideales. El problema es que esa ruptura de límites, al no ser restaurados éstos por el sujeto popular, lo hace el dominador. Es así que a la revuelta del mayo francés le sigue el Estado degaulliano y a la pueblada del 19-20 diciembre, el Estado dualista.

La tercera concepción se expresa como “construcción del poder”. En este caso el poder es concebido como relación. La construcción de redes sociales son construcciones de poder. No se trata ahora de “tomar”, porque no hay nada que tomar, pero tampoco de “huir”, por ser ello imposible, en cuanto que construirse como sujeto significa construir poder, sino de “construir”. Todas las relaciones sociales son relaciones de poder. Construir nuevas relaciones es construir nuevo poder.

Pero aquí se plantea un nuevo problema discutido con vehemencia en las asambleas y en general en las diversas agrupaciones sociales. Se trata de la contradicción entre verticalidad y horizontalidad, que en los hechos se traduce en la contradicción entre organización y horizontalidad, entre proyecto y utopía. En esta contradicción se filtra, a su vez, el tema de la representación y, en general, el de las relaciones con las instituciones y, en especial, con el Estado.

El sujeto no es una realidad estática como el objeto. No es algo que simplemente está. De hecho nunca está, sino que siempre está siendo y en este estar siendo se está construyendo o, para decirlo con Hegel, se está poniendo. Pero este ponerse es un co-ponerse, un ponerse con otro. En otras palabras es una co-construcción, una construcción con otros. El sujeto es esencialmente inter-sujeto, “el yo es nosotros” (Hegel, 1973) o sea “el ensamble de relaciones sociales” (Marx, 1985).
Ahora bien, construirse como sujeto o ponerse, es construir poder, ejercer poder.

El debate era si esta construcción debía ser horizontal o vertical. La horizontalidad plena impregnó la discusión en las asambleas, fogoneada por interpretaciones que hacían del zapatismo una construcción plenamente horizontal, confundiendo, de esa manera, el proyecto con la utopía.

No hay manera de escapar del poder. En esto tiene razón Foucault, pero el poder no está constituido simplemente por redes que no sabe de dónde provienen. Todo sujeto crea poder, todas sus relaciones son relaciones de poder. Estas relaciones son creativas, liberadoras, si el poder tiende a la horizontalidad o si es “servicio” (Mc 10, 41-45)[6] y no dominación. Ése debe ser el proyecto. Pero las relaciones nunca pueden ser plenamente horizontales, porque ello significaría el estatismo. La sociedad estaría fuera de la historia. La plena horizontalidad es la utopía que debe estar siempre presente, orientando la creación.

La pretensión de la plena horizontalidad fue uno de los motivos centrales por el cual múltiples asambleas se disolvieron, dispersándose sus miembros cual si no fuesen más que una multitud. Una asamblea, una agrupación de cualquier tipo que fuese, si quiere actuar debe organizarse, es decir, debe formar un organismo y, como se sabe, en todo organismo hay funciones y éstas, a su vez, crean poder.

5. De lo social a lo político, de la multitud al pueblo

En la década del 90, como señalábamos, los militantes populares se refugian en lo social. De allí era menester pasar a lo político, o abrirse a lo político. No se encontró la manera y, en consecuencia, la enorme presión que se había acumulado subterráneamente en los trabajos sociales explotó, originándose la pueblada del 19-20 de diciembre del 2001. Pero en ella la frustración de no poder acceder a lo político originó su violento rechazo: ¡Que se vayan todos!, incluyendo en ese todo no sólo a los políticos y las respectivas instituciones, sino directamente a la política.

La pueblada significó, como lo señala Negri, la ruptura de todos los límites, quedando sólo las “singularidades inconmensurables” de la multitud, pero al negar la dialéctica, considera que esa ruptura de límites es la solución y que, en consecuencia, todo intento de poner o reponer límites como sería cualquier tipo de organización, sería una vuelta a la dominación.

Quien explotó el 19-20 de diciembre no fue simplemente una multitud, como cree Negri, sino un “pueblo”, es decir, una multitud que, en ese acto de rebelarse y expresar su voluntad de rechazo absoluto de la política se constituía como ese sujeto colectivo que llamamos “pueblo” y que forma parte esencial de las luchas políticas argentinas y latinoamericanas.

Alguien, ya sea un individuo o un grupo de individuos, se construye como sujeto cuando “se pone”, o, en otras palabras, decide, actúa. En el acto de decidir o de ponerse, se construye como sujeto. Éste es histórico, es decir, se transforma continuamente. Puede crecer, decrecer o desaparecer. El individuo que se somete simplemente desaparece como sujeto, se transforma en objeto.

En una pueblada la multitud se pone como pueblo, como sujeto-pueblo. Rompe todos los límites para ponerse nuevos límites que deben ser, a su vez, sobrepasados. Destroza un Estado que no le sirve, que lo aprisiona, que lo oprime, para construir un nuevo Estado y no, como creen Negri y Holloway, para terminar definitivamente con el Estado.

Luego de la pueblada surgieron en Buenos Aires y en las principales ciudades del interior una multiplicidad de asambleas que fueron escenarios de debates intensos. Era una experiencia nueva que se encontró obstaculizada en su intento de avanzar a lo político por dos concepciones contrapuestas. Por una parte, las agrupaciones políticas de izquierda con su concepción de “toma del poder” proponían la disolución de las asambleas en dichas agrupaciones. Sostenían que no había nada nuevo bajo el sol.

Por otro lado batallaban con la fuerza inusitada de lo nuevo las concepciones plenamente horizontalistas, asamblearias puras, sustentadas por las teorías de la dialéctica negativa y de la multitud. Las asambleas no debían pasar de ser asambleas plenas sin la organización que requiere funciones, liderazgos, representaciones. Está claro que, de esa manera, se aseguraba la “derrota” como así sucedió. Salvo las pocas asambleas en que se dieron el debate político, las que no lograron sobrepasar el nivel “rizomático”, desaparecieron.

En el 2011 podemos visualizar en América Latina el resultado de las dos posiciones principales contrapuestas, la que se planteó la huida del poder o, por lo menos, la no disputa por el poder y la que se planteó la creación de poder. Dejamos de lado la concepción de la toma del poder porque su resultado ya lo conocemos.

El zapatismo, por un lado, y la república pluricultural boliviana, por el otro. El zapatismo impactó con su propuesta en momentos en que el neoliberalismo parecía haber dado por tierra toda pretensión de una búsqueda alternativa. Parecía que, en efecto, la historia había terminado con el triunfo definitivo de la “democracia” detrás de la cual se ocultaba el triunfo neoliberal.

Pero actualmente puede verse con claridad las limitaciones de la propuesta zapatista. Efectiva para lo micro, resultó impotente frente a lo macro. La alergia frente a lo institucional y, en especial frente al Estado, queda sin respuesta frente a un México hoy bajo las garras del poder narco. Diferente es la propuesta boliviana que, desde las raíces de los pueblos originarios, como también es el caso mexicano, supo trascender “superando” dialécticamente al contradicción entre lo micro y lo macro, entre lo social y lo político, entre la construcción del poder desde abajo y su relación dialéctica con la realizada desde arriba.

Esta construcción, cuya visualización más clara la vemos en la Bolivia de Evo Morales, de diferentes maneras se realiza en Venezuela, Ecuador, Brasil y Argentina. El porvenir de esta construcción radica en la capacidad de crear poder desde abajo, desde las bases, desde lo social, y de conectarse dialécticamente con el “arriba”, con las instituciones, en una palabra con el Estado, apuntando a transformar el Estado, poniéndolo al servicio del pueblo. La creación de poder popular significa transformar la multitud en pueblo, sujeto colectivo, movimiento.
Buenos aires, 27 de diciembre de 2010
Artículo escrito para Herramienta.

Bibliografía

Badiou, Alain 1999 El ser y el acontecimiento. Buenos Aires: Manantial. 1999

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix 1988 Mil Mesetas (Capitalismo y esquizofrenia). Valencia, Pretextos.

Dri, Rubén (2006) La revolución de las asambleas. Buenos Aires, Ediciones Diaporías,.

Hardt, Michael y Antonio Negri: Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002.

Hegel, G. W. F. (1973) Fenomenología del Espíritu. México, Fondo Cultura Económica.

Holloway, John 2002 Cambiar el mundo sin tomar el poder, Buenos Aires,Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla.

Marx, Karl 1985 “Tesis sobre Feuerbach” en Marx, Karl y Engels, Federico La ideología Aleman. México, Pueblos Unidos.

Negri, Antonio y otros: Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina, Buenos Aires, Paidós, 2003.

[1] En 1947, cuando se empieza a implementar el rescate del capitalismo mediante la propuesta keynesiana, los principales intelectuales de la concepción neoliberal se reúnen en la localidad suiza de “Monte Peregrino”. Crean la sociedad “Monte Peregrino”, encargada de impulsar las ideas neoliberales.
[2] Vésae, a Badiou, Alain 1999 El ser y el acontecimiento. Buenos Aires: Manantial. 1999; página 85.
[3] Vésae Holloway, John 2002 Cambiar el mundo sin tomar el poder. Buenos Aires, Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla; páginas 307-308.
[4] No ignoramos que en la pueblada intervinieron otras causas, que los asaltos a los supermercados fueron planeados. Aquí lo que nos interesa se refiere al hecho del protagonismo popular independientemente de los planes que hayan tenidos los golpistas.
[5] Estas concepciones las he desarrollado en diversos trabajos, especialmente en La revolución de las asambleas. Buenos Aires, Diaporías.Ver especialmente Debate sobre el poder en el movimiento popular. Buenos Aires, El Colectivo; páginas 97 a 115 y “Construcción y organización del poder popular”, en revista Diaporías n° 2,páginas 117 a 129, Buenos Aires.
[6] El texto del evangelio según Marcos.

Gobiernos populares de Latinoamérica, ¿transición o reciclaje?

martes, 31 de diciembre de 2013
Gobiernos populares de Latinoamérica, ¿transición o reciclaje?
Notas a propósito del artículo de E. Gudynas, “La izquierda y el progresismo: la gran diferencia”

El texto de Gudynas intenta poner en blanco y negro los cambios políticos que vienen teniendo lugar en territorios de Nuestra América. En ese sentido, al iniciar el artículo afirma: “Uno de los mayores cambios políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda.” Nótese que el autor define a estos gobiernos latinoamericanos como “los gobiernos de la nueva izquierda”, sin embargo, de inmediato los subclasifica como “progresistas”, por considerarlos anclados “en la idea de progreso”. Sobre esta base, asegura, se marca una “divergencia” con “muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana clásica.”

Así, en el primer párrafo del texto, el autor emplea tres categorías políticas diferentes: nueva izquierda, progresismo e izquierda clásica. Atribuye a ellas diferencias sustantivas en las miradas estratégicas, las propuestas y planes gubernamentales, y en las prácticas políticas concretas de los actores políticos que las encabezan. Sin embargo, no deja en claro qué entiende por “nueva izquierda”, ni por “izquierda clásica”. Tampoco define claramente que entiende por “progresismo” ni por “progreso”.

Al principio parecería que, según el autor, la “nueva izquierda” es el “progresismo”, sin embargo, línea a línea, se ocupa de demostrar que los gobiernos que engloba indiferenciadamente al inicio como de la “nueva izquierda”, en realidad no lo son, puesto que solo llegan a ser “progresistas”. Aquí surgen interrogantes: ¿Por qué definirlos entonces como algo que inmediatamente se niega? Al parecer esto responde a la intención del autor de marcar una distancia sustantiva entre el período inicial de los gobiernos de la “nueva izquierda” en Latinoamérica, y el período actual, en el que –siempre siguiendo a Gudynas‑, estos han devenido en: “progresistas”, anclados en las viejas ideas de progreso y crecimiento económico, es decir, economicistas. De aquí se derivarían, a ojos del autor, políticas muy limitadas de estos gobiernos en relación con la perspectiva de cambio social, ancladas en exportación de materias primas, en estimulación del consumo, en planes de asistencia económica a los sectores desprotegidos, para lo cual apelan –fundamentalmente‑ a políticas extractivistas…
“El progresismo actual (…) no discute las esencias conceptuales del desarrollo”, afirma el autor. Esto supondría, en síntesis, que los gobiernos de la ex-nueva izquierda devenidos en progresistas, se atienen planamente a la antigua concepción economicista del desarrollo, contradiciendo y alejándose crecientemente de los procesos democratizadores originariamente impulsados desde abajo, con los movimientos sociales, y ahora frenados-negados desde arriba. Llegado a este punto el autor entra en una seguidilla de consideraciones que buscan reforzar sus objeciones a los que considera hoy son ex-gobiernos de la “nueva izquierda”. Con las generalizaciones secundariza o menosprecia los esfuerzos por construir instancias articuladoras regionales (ALBA, UNASUR, CELAC) y su significación política en este tiempo para los procesos de cambio que pugnan por profundizase y enraizarse en cada país.
La transición en la nueva realidad global y continental
Un debate postergado pero imprescindible
El articulo mencionado resulta una provocación interesante, porque –aunque su autor no se lo proponga‑ con sus reclamos e imputaciones, pone al descubierto la necesidad de abrir debates acerca de la transición hacia la nueva sociedad, acerca de sus contenidos, sus tareas, sus significados, sus actores centrales, sus alcances, su horizonte histórico… en las condiciones actuales de Latinoamérica, en el actual sistema mundo y tiempo histórico que vivimos.
Vivimos tiempos de cambios constantes y de confusión, y ello lo refleja también Gudynas al escribir de forma confusa. Es evidente que tiene preocupaciones y se percata de algunos problemas, en realidad, poco novedosos para quienes seguimos de cerca el curso de los procesos actuales. Pero aunque no enseña nada nuevo, su análisis recorre algunos puntos clave que es preciso discutir. Toca muchas aristas y, al hacerlo –aunque de modo disperso y forzando regularidades donde, si existen, no están suficientemente claras aún‑, llama la atención y provoca el debate, considero que en ello radica probablemente su principal aporte.
No ocurre lo mismo cuando se refiere a las interrelaciones entre movimientos sociales y ong’s, estableciendo prácticamente una equiparación entre ellos, con lo cual da por tierra sus planteamientos respecto del protagonismo de los movimientos (¿o se refería a ong’s?). Igualmente resulta cuando menos llamativo su elogio a la CIDH, como si se tratar de un organismo que brillara por su criterio de justicia para con los pueblos… Estas referencias parecen más bien una reacción de enojo del autor frente a alguna crítica de la que pudo ser destinatario, aunque no lo manifiesta así en este artículo.
Algunos temas o problemáticas a considerar
-Cambio de mentalidad y construcción de un nuevo pensamiento crítico
Analizar con parámetros de ayer la realidad del presente es fuente segura de errores. Y ello ocurre cuando se intenta trazar una línea de continuidad analítica entre la realidad social local y mundial, las tareas y la perspectiva estratégica que se planteó la izquierda en el siglo XX, y la realidad del sistema-mundo actual del cual es parte nuestra región y, consiguientemente, entre las propuestas y actitudes políticas de la izquierda que hoy gobierna (“nueva izquierda”, “progresismo”), y los planteamientos de la “izquierda clásica” (de fines del siglo XX).
Vale hacer notar, además, que en el siglo pasado no existió una “izquierda clásica”, hubo muchas izquierdas, muchas miradas, propuestas, estrategias y caminos para lograrlas, protagonizados por actores políticos diversos, generalmente enfrentados entre sí. Tal fue el caso, por ejemplo, de la división entre los reformistas (camino gradual de reformas dentro del capitalismo) y los revolucionarios (toma del poder, ruptura con el sistema e implantación del socialismo), y sus consiguientes propuestas de las entonces llamadas vía pacífica (electoral) y la vía armada (insurreccional o guerra de guerrillas para la “toma del poder”).
Indudablemente estas polémicas, lejos de estar saldadas, se manifiestan hoy bajo nuevas formas, aunque ahora tienen lugar en la realidad de un nuevo sistema-mundo regido por la hegemonía global del capital con sus instituciones de poder global del mercado. Al plantearse el cambio social, es necesario entonces, dar cuenta y enfrentar nuevas problemáticas, nuevos contenidos, horizontes y actores. No se puede trazar una línea directa entre los reformistas ayer y quienes hoy plantean caminos de reformas, ni viceversa. No se puede tampoco, contraponer abstractamente, reforma y revolución; dicotomía que cada día se revela más obsoletas, a la vez que surgen y se plantean nuevas y complejas mediaciones, contradicciones y tensiones entre lo viejo y lo nuevo, entre reformas y cambios raizales.
¿Qué significa hoy ser revolucionario?, ¿tomar el poder?, ¿qué poder?, ¿quiénes? Y, en tal caso: ¿qué harían el día después?, ¿quiénes?, ¿con quiénes?, ¿cómo?
¿Para qué se quiere o se necesita el poder político-institucional? Pues para impulsar cambios en la realidad social, promover la organización y ampliación del sujeto político-social en su desarrollo hacia la conformación de la fuerza social de liberación, capaz de constituirse en conducción soiopolítica popular del proceso histórico de cambios, desde abajo, en los ámbitos parlamentario y extraparlamentario. Y para pensar colectivamente, decidir y realizar los cambios raizales, en la medida que el conjunto de condiciones sociales, culturales, de conciencia, organización, y en la subjetividades, así lo haga posible… transformando la correlación de fuerzas anclada en el poder constituido, desde el nuevo poder constituyente.
-De la izquierda del ‘deber ser’ a la izquierda del ‘ser’
Ser de izquierda significa que se es revolucionario, no que se recitan textos, ni que se dicen bonitos discursos, o que se tienen perfectos programas. Ser revolucionario es ser parte del proceso colectivo de cambio del mundo en sentido de justicia, equidad, paz, progreso humano, en el sentido y con el contenido que esto tiene para el horizonte revolucionario… ¿Qué cantidad de cambios hay que hacer en cada momento y a qué velocidad han de realizarse? Nada de ello puede definirse fuera de la arena de los acontecimientos y sus contradicciones. No hay recetas; no hay fórmulas. Se trata de una pulseada permanente con el poder del capital en general y con los nichos de su hegemonía que están dentro de nosotros mismos.
La teoría revolucionaria no puede existir fuera de los procesos revolucionarios y sus sujetos; es guía para la acción en tanto emana de ella, se nutre y enriquece en las prácticas socio-transformadoras y hacia ellas vuelve, marcando aciertos, errores, desafíos, mostrando trampas y abriendo caminos… estimulando la marcha. Es pensamiento crítico de las prácticas revolucionarias, por eso puede orientarlas, ser “guía para la acción”. Lamentablemente, esta expresión se tomó al pie de la letra, mecánicamente, suponiendo que para ello debía haber una doctrina correcta, científica, previa a los acontecimientos. Ella, como si fuera una linterna, habría de conducir a los pueblos en lucha por el buen camino, alejando a sus conducciones de errores y derrotas. Nada más alejado de la realidad, de la propuesta epistemológica de Marx, y de la verdad histórica.
No existe una teoría absoluta sobre el comunismo, el socialismo comunista, comunitario, o del siglo XXI, esperando en el algún lugar (fuera del mundo), para ser “aplicada” a cada realidad. Nada más apriorístico y dogmático que ello. Como ya advirtiera Marx, esta es “la oposición típica del idealismo entre la realidad y lo que debe ser…”, paradójicamente el rasgo característico del mal llamado “marxismo científico” en el siglo XX. [Marx,C., 1966: 11]
La ideología, el pensamiento crítico revolucionario, el pensamiento político y social se van construyendo permanentemente, es decir, están en constante cambio, con los acontecimientos históricos, con la maduración de conciencia de los sujetos en sus prácticas, con las dinámicas de las luchas sociales de clases, etcétera. Como advirtiera Mariátegui: es una “creación heroica” de los pueblos, y por tanto, hay que rescatar esa creación, sistematizarla y conceptualizarla y reconceptualizarla permanentemente, desde abajo, en articulación orgánica con los sujetos colectivos de las prácticas sociales, siendo –a la vez- parte de ellos.
-Del enfoque analítico abstracto a la mirada analítica sistémica (concreta)
El autor presenta sus enfoques aún atrapados por los límites del pensamiento lineal‑fragmentario propio del siglo XX: aborda las cuestiones ecológicas o de la naturaleza de modo aislado, igualmente lo relativo a pobreza, desarrollo, democracia… como si estas problemáticas sociales se pudieran analizar y resolver aisladamente, sin contar con un enfoque integral sistémico de la realidad social en cada momento (integrando economía, política, cultura, modo de vida). Concuerda con el Buen Vivir levantado por los gobiernos, pero les recrimina que no lo llevan a cabo.
La pregunta, en tal caso, sería: ¿Cómo saber si lo llevan a cabo o no?, ¿a partir de qué elementos?, ¿desde dónde, con quiénes y con cuáles parámetros medirlo? ¿Porqué? Indudablemente hay que entrarle de lleno a estos debates.
Urge reflexionar sobre las condiciones de la transición en la situación actual del mundo y de nuestras sociedades, teniendo como punto de partida (y de llegada), las experiencias de los actores sociopolíticos que las llevan adelante, sus y las subjetividades, identidades, cosmovisiones…
-Recuperar la dimensión analítica y sistémica de la categoría “modo de producción”
Ser ecologista, por ejemplo, no implica necesariamente estar ubicado en el nuevo tiempo. Si se piensa en la ecología separada del modo de producción y reproducción de la vida social, se mantiene la vieja concepción de la naturaleza como objeto del cual la humanidad puede “servirse”, en tanto sujeto.
Integralmente, el debate acerca de la ecología es parte del debate civilizatorio, del planteo claro de la indivisible interrelación naturaleza-sociedad como clave para la defensa de la vida toda. Este resulta uno de los anclajes epistemológico-cosmovisivo fundamental pues abre posibilidades para la creación de un nuevo modo de producción y reproducción de la vida social, es decir, de un modo de vida, anclado en la indivisibilidad de la vida humana y de la naturaleza. Es por ello, un horizonte promotor de la creación de una nueva civilizan (re-humanizada).
La civilización creada por el capital y su lógica de mercado amenazan a la sociedad y la naturaleza de muerte, el sistema mundo anclado en la producción destructiva para satisfacer la voracidad creciente de ganancias de los centros del poder global del capitalismo actual, profundiza un sistema productivo-destructivo que no toma en cuenta el sistema reproductivo, es decir, no se hace cargo de las consecuencias o cargas sociales que su reproducción sistemática imponen a la sociedad (con énfasis en las interrelaciones humanas y sus modos de vida) y a la naturaleza. Encontrándonos al borde del abismo, la defensa de la vida se impone y es integral y reclama la construcción de una convivencia armónica entre sociedad y naturaleza como parte de un todo que se llama vida. Con esto quiero subrayar un elemento central: el contenido sistémico, interconectado de las problemáticas a enfrentar y, por tanto, de las respuestas a construir para superarlas.
En relación con esto, está claro que los caminos de la transición hacia la nueva sociedad y el nuevo mundo ‑cuyo horizonte se redefine y abre con la llegada de estos gobiernos de la “nueva izquierda progresista” latinoamericana‑, ya no pueden analizarse con los lentes de una lupa del siglo XX, cuyos parámetros pertenecen a un mundo y un tiempo histórico que ya no existe.
Las problemáticas de hoy no son exactamente las mismas de ayer, recicladas. Aunque muchas coinciden, se desarrollan en situaciones y dimensiones nuevas, con aristas e interconexiones no solamente nuevas, sino anteriormente desconocidas o inimaginadas. Por ello hay que descubrirlas y analizarlas tal como ellas existen y se manifiestan hoy.
Habría que ir incluso unos pasos atrás y ver si existe una claridad común en la definición acerca de cuáles son los pilares claves para avanzar hacia una civilización capaz de superar los males, las tragedia, los modos de interrelacionamiento y pensamiento humanos de la civilización actual, regida por la lógica del metabolismo social del capital.
Un recorrido por las programáticas de los actuales gobiernos progresistas, de izquierda, revolucionarios o populares de la región parece indicar que no es así. Esto refuerza la necesidad de centrar las reflexiones también en este aspecto ‑aunque sin pretender unificar o encasillar procesos socioculturales profundamente diferentes‑, para ir fortaleciendo, tal vez, sus posibilidades de encaminarse hacia la construcción de convergencias estratégicas. Esto es parte de los desafíos del presente. A ello se anudan interrogantes claves. Entre ellas:
¿Quiénes son los creadores y protagonistas de las definiciones del rumbo de los cambios, de sus contenidos, sus ritmos, etc.? ¿Puede el pueblo de un solo país, aisladamente, en el mundo globalizado, crear y construir una civilización nueva?, ¿en qué aspectos sí y en qué debe hacerlo interarticuladamente con otros? ¿Cuál es el sentido de la integración latinoamericana?, ¿está relacionada con la posibilidad de construir un referente regional capaz de correr el horizonte civilizatorio mas allá de los límites del capital o es solo un campo formal para el intercambio mercantil y diplomático?, etcétera.
Reflexionar sobre esto ayudará a pensar hasta dónde un proceso de cambios sociales raizales puede avanzar dentro del capitalismo, realidad sociopolítica, económica y cultural en la que viven y se desarrollan todos los países, gobiernos y procesos del mundo, y desde la cual y en la cual también creamos, construimos los cambios y pensamos la transición. Ello contribuiría, por ejemplo, a matizar o reinterpretar la expresión del autor cuando, refiriéndose a los gobiernos de la “nueva izquierda” o “progresistas” latinoamericanos, dice: “…en algunos casos hay una retórica de denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en éste…”.
¿Acaso supone el autor que los que ganaron las elecciones podrían romper inmediata y tajantemente con el capitalismo? ¿Cómo?, ¿con cuáles fuerzas sociales?, ¿con cuales propuestas?, ¿reemplazándolo con qué sistema?, ¿apuntalando cuál civilización? ¿Acaso considera el autor que ya existe, prefabricado, el nuevo sistema productivo-reproductivo social que puede reemplazar al del mercado, y que solo se trataría de “aplicar” su recetario a las realidades concretas? ¿Se trata acaso de “aplicar” o de crear, construir y apostar a lo nuevo, conociéndolo en la medida que se lo va creando y construyendo? Estas son solo algunas interrogantes que pueden estimular el pensamiento colectivo acerca de estas problemáticas de fondo.
Está claro que los pueblos no saltan al vacío; los grandes cambios sociales ocurren siempre por acumulación, a partir de desarrollar las fuerzas sociales, económicas, culturales y políticas del pueblo capaces de desplazar (imponerse sobre) el –entonces- viejo orden metabólico social. Esto supone procesos histórico-sociales de creación colectiva de los pueblos, su autoconstitución en sujetos políticos de su vida, de su historia; supone la refundación democrática de nuevas institucionalidades e instituciones, de nuevas interrelaciones entre todos los integrantes de una sociedad, y con el mundo entero y con la naturaleza.
No se puede vivir en libertad en un mundo plagado de injusticias, salvo desde una posición individualista: Si yo estoy bien, no me importan los demás. No hay salida individual, por países, si no hay salida para todos los países, global. Se trata, entonces, en principio, de una transición anclada en diversos procesos integrales de cambios en el ámbito de cada país que tenderán a orientarse hacia el mismo rumbo y horizonte estratégico. En materia de integración, este es uno de los mayores desafío: definir un rumbo y un horizonte civilizatorio colectivos capaz de traccionar los procesos locales y regionales en una misma dirección, y definir cuál es esa dirección para encaminarse hacia el horizonte común. Es entonces cuando la paciencia histórica, así como la creación sostenida y la resistencia al capital y sus tentaciones cotidianas, se imponen como realidad.
Si se acepta que los procesos todos se desarrollarán durante bastante tiempo dentro del capitalismo, es de suponer entonces, pulseadas constantes, palmo a palmo, con el poder del capital, luchando por construir, sostener y desarrollar desde abajo otra hegemonía, popular, orientada a abrir cauces a una nueva civilización, anclada en el Buen Vivir y Convivir. En esta perspectiva, tal vez lo que el autor define como “retórica” anticapitalista de los gobiernos, resulte, en algunos casos, un recurso pedagógico político orientador-estimulador de cambios y creaciones, fortalecedor de procesos en curso que desde abajo alimentan las esperanzas y las utopías del nuevo mundo, haciéndolas realidad día a día en sus comunidades, en sus economías, en sus modos de vida solidarios, en un respeto creciente a la naturaleza recuperándola como sujeto de vida y para la vida, creciendo en la conciencia integral de la vida y de los modos de vida.

Todo esto supone un proceso integral de cambios en la concepción del mundo, del progreso, el bienestar, el desarrollo, la economía, la sociedad y las interrelaciones humanas y con la naturaleza. Nada puede verse, pensarse o resolverse por separado. Una nueva mentalidad, un cambio cultural se impone.
-Una nueva concepción de totalidad se abre paso

Es interesante notar que en el tiempo en que los posmodernistas anunciaban el fin de la totalidad y del “relato” colectivo, revive con fuerza el pensamiento científico que argumenta la concatenación universal de los fenómenos en la naturaleza y en la sociedad. Por supuesto, se trata de una totalidad nueva, profundizada y ampliada con el apoyo de la nano-sociología hasta lo macro, siempre con la mirada integradora que anuncia que lo analítico (fragmentado) es parte de un fenómeno social mayor al que se articula y que en esa articulación se define socialmente, o más exactamente, se interdefine permanentemente en procesos de interacción constante y redefiniciones mutas, cambios, saltos… Tales son las dinámicas sociales dialécticas, más precisamente identificadas ahora como tales, por la denominada “teoría de la complejidad”.
-El lugar central de los procesos está en los sujetos

No hay teoría, ni propuesta, ni programa ni organización que pueda desplazar o sustituir el protagonismo creativo colectivo de los sujetos sociales y políticos, su capacidad para (auto)constituirse en fuerza sociopolítica de liberación, conducción política colectiva del proceso de cambios en los ámbitos parlamentario y extraparlamentario (conjugados, articulados). Concebir la actual tarea histórica civilizatoria de defensa integral de la vida, desde las élites, grupos reducidos, llámense estos partidos, movimientos, ong’s… implica quedar atrapado por una retórica testimonial que, a lo sumo, puede servir como justificación personal frente a la titánica labor colectiva de los pueblos abocados a crear el mundo que ha de sustituir a este.

-La interculturalidad y descolonización
Y esto alude directamente a presupuestos nuevos, que den cabida a la diversidad de actores, con sus modos de vida, cosmovisiones, cosmopercepciones, sus identidades, subjetividades, aspiraciones, propuestas… es decir, habla de superar el obsoleto paradigma dogmático acerca del sujeto revolucionario, que lo limitaba a una supuesta clase obrera industrial que, en rigor, nunca existió en Latinoamérica, llama a dejar atrás el eurocentrismo negador de los pueblos indígenas como sujetos con plenos derechos y capacidades, llama también a abrir espacios políticos a las mujeres con sus pensamientos liberadores, como a todos/as los marginados/as o excluidos/as según sus capacidades físicas, sus identidades sexuales, etc., en resumen, llama a abrir las prácticas políticas a la perspectiva intercultural para concebirlas desde este lugar, reclamando por tanto, una mirada que dé cuenta de los disímiles intereses de los diversos actores y sectores que conforman el llamado “campo popular”.
Esto supone también hacerse cargo de las disputas de poder que tienen y tendrán lugar en el seno del pueblo y que acompañarán la creación del nuevo mundo buscando nuevas relaciones y modalidades de organización y acción que vayan superando la verticalidad jerárquica instalada como el “saber hacer” de la humanidad durante milenios. Sobre esta base se podrán ir abriendo pasos hacia una perspectiva de interrelacionamiento cada vez más horizontal, reconociendo la igualdad entre los diferentes, en derechos, identidades, subjetividades, modos de vida, estableciendo condiciones para la convivencia de las diferencias sobre la base de equidad y la complementariedad. La democracia ocupa aquí un lugar central, puesto que limitarla a aquella –representativa o directa‑ que solo reconoce el derecho de las mayorías es, en realidad, una modalidad encubierta de autoritarismo, pactado y reglamentado en las constituciones.
El derecho es siempre para quienes lo necesitan, no para quienes lo poseen, es decir, alcanza también a las minorías, a los relegados/as de siempre, a los subordinados/as y excluidos/as históricos… Y su reconocimiento y ejercicio efectivo hay que construirlo colectivamente. No hay modos de convivencia colectiva que puedan imponerse a la humanidad, por muy perfectos que ellos resulten en la propuesta teórica. De ellos hay sobradas muestras en la historia reciente.
Por ello, la interculturalidad presupone, se asienta y promueve, la descolonización cultural (modo de vida y de pensamiento) de nuestras realidades, desde la historia hasta el futuro pasando por el presente. No dice solo respecto de la colonia, la conquista y colonización emprendidas en el siglo XV. Teniendo en cuenta que la conquista y colonización de América, genocidio mediante, implantó el capitalismo en estas tierras, los actuales procesos de descolonización comprenden todo el período histórico, desde tiempos de la llegada del capitalismo a nuestras tierras de la mano de la conquista y colonización hasta la liberación del jugo del capital en lo económico-social y cultural, en el modo de vida, de percepción, de conocimiento, de interrelacionamiento humano y con la naturaleza.
Para expresarlo sintéticamente: interculturalidad y descolonización constituyen pilares claves promotores de la nueva civilización, anclados en la equidad, la solidaridad y la búsqueda de armonía en la convivencia humana y con la naturaleza y, todo ello, sustentado en un nuevo modo de producción y reproducción, cuyo ciclo garantice la reproducción de la vida humana y de la naturaleza. Se trata de un proceso búsqueda y creación colectivas de una nueva racionalidad del metabolismo social, proceso que Franz Hinkelammert define como: racionalizar lo racionalizado (por el capital).
Esta es, en trazos gruesos, la situación.
Dibuja un tiempo movido por un gran tembladeral histórico en el que transitamos sacudidos permanentemente por reajustes o resquebrajamientos de la agonizante civilización construida y regida por el capital. No es de extrañar, por tanto, que los caminos diversos que hoy se plantean acerca de la transición orientada a una superación de esta civilización, provoquen mas incertidumbres que certezas. Vamos a un mundo nuevo, que depende de nuestras capacidades. No viene del más allá; no hay nadie que a priori lo haya prediseñado para nosotros… Como dice Silvio Rodríguez, “la revolución se hace a mano y sin permiso”.
-El Estado, ¿actor central o herramienta popular para la transición?
Destaco particularmente, en primer lugar, lo referente a la concepción y el papel del Estado, tanto en los inicios de los procesos de cambio orientados a la transición, como a los cambios que necesariamente habrán de ir suscitándose en el curso de esos procesos.
En este aspecto, se plantea una diferenciación entre los procesos encabezados por los gobiernos populares del continente, puesto que algunos de ellos, tal vez mejor avenidos a la definición de “progresistas” dada por Gudynas, se plantean ser una variante “prolija” del capitalismo, definiendo a esta civilización como su horizonte histórico.
Recuperar el papel central del Estado como institución pública garante de derechos sociales y del respaldo económico para el ejercicio efectivo de esos derechos, es apenas un primer paso, casi obligado, del que arrancan los gobiernos dada su situación posneoliberal inicial. Pero superado ese momento, se abren interrogantes claves. Entre ellas: ¿Es el Estado un actor central del proceso o es una herramienta? Si es una herramienta, ¿de quiénes y para quienes?. Y en ambos casos, ¿quiénes lo motorizan y conducen?, es decir, ¿quiénes son los protagonistas del proceso? Y aquí se abre una inmensidad para pensar y reflexionar. Aunque no es factible ahora adentrarme en este tema, vale recordar que el Estado, como toda institución pública, es la personificación de un poder de clase social específico, está hecho a su medida y en función de la defensa de sus intereses, que representa y para lo cual fue constituido. Es absurdo entonces, sostenerlo tal cual, es decir, ajustado a la defensa de esos intereses y su jurisprudencia y pretender que, a la vez ‑en tales términos‑, pueda resultar una herramienta de cambio social.
-Potenciar la participación y el control popular
Para poner la dirección en este rumbo hay procesos democratizadores transformadores imprescindibles, como por ejemplo, las asambleas constituyentes, cuya realización abre –jurídicamente- las puertas a la participación de la ciudadanía popular (movimientos indígenas y sociales) en la definición de las políticas publicas y la gestión de lo público, de sus territorios, sus comunidades, etc. Esta participación habrá de incrementarse sustantivamente en función de las tareas que los pueblos se tracen en cada momento, de ahí que las asambleas constituyentes serán varias, tantas como lo demande el proceso democratizador revolucionario en cada sociedad.
‑Transformar raizalmente la democracia
Los procesos democrático revolucionarios necesitan transformar la democracia, abrirla a la diversidad de ciudadanías que habitan en nuestras tierras, apostar a la participación de los pueblos desde abajo, avanzar hacia la plurinacionalidad, en cada país y en el continente.
No hay posibilidad de Estado plurinacional sin democracia plurinacional, pero esto hay que crearlo y construirlo, sostenerlo y desarrollar, en cada país y en el continente. La revolución democrático-cultural que tiene lugar en Bolivia, por ejemplo, lleva en esto la delantera, es el laboratorio de la nueva Latinoamérica, plurinacional, intercultural y descolonizada. No es que ya haya madurado como Estado plurinacional, pero esta definición ubica la plurinacionalidad en el horizonte y en los imaginarios, estimulando y traccionando el proceso hacia ese rumbo. Esto es parte de la conducción político-ideológica de los procesos.
¿Qué están llenos de errores?, obviamente. Lo contrario sería propio de un engaño.
No hay nada que hagamos, saliendo de las entrañas del mundo regido por el mercado y su lógica mezquina y competitiva que pueda ser “puro” y propio de un mundo otro, que todavía no ha sido creado por nosotros. Su alumbramiento ocurrirá mediante un parto doloroso, pero como en todos los caos, será maravilloso y balsámico. Por eso, en este contexto, más que la razón individual –que es importante, sobretodo para quien la sostiene-, es primordial aportar a la construcción de la razón colectiva, sustento de la voluntad colectiva. Esto no significa, sin embargo, que haya que silenciar las opiniones o críticas a los procesos; siempre que se hagan desde adentro, redundarán en beneficio colectivo, incluso si ellas también contienen errores.
No hay arbitro individual ni colectivo, partidario, onegeístico o institucional estatal o religioso que pueda dictaminar quién tiene la razón y quién no. No hay nada mas “feo” en política que la “razón de Estado”, en todos los casos.
Los intelectuales (orgánicos) no pueden diluirse en la gestión del gobierno o el Estado; ciertamente deben estar comprometidos, entrar al “fango” de la vida real, ser parte de las búsquedas y los procesos de construcción de lo nuevo; pensar desde afuera de los procesos no aporta, pero tampoco su exégesis. Es necesario ser parte, estar comprometidos y, a la vez, mantener un distanciamiento critico, necesario para que sea posible aportar al proceso colectivo. En esa interrelación, ser uno más, no aporta.
En resumen, considero que un trabajo como el que me ha movido a escribir estas líneas es un ejemplo palpable de las contradicciones de la diversidad de miradas, juicios y prejuicios que atraviesan los procesos políticos abiertos con los actuales gobiernos populares en el continente. Ellos tal vez abran cauces a transiciones que podrían desarrollarse a partir del presente, es decir a partir del inicio de las etapas posneoliberales, de la mano de grandes luchas sociales, intentan ahora embanderan procesos de cambios raizales.
Que estas reflexiones contribuyan a promover debates necesarios acerca de la transición hacia el mundo nuevo, alentando la búsqueda de un nuevo modo de producción y reproducción que haga posible el Buen Vivir y Convivir entre la humanidad y la naturaleza, anclado en nuevos paradigmas de bienestar, progreso, desarrollo y democracia, alimentando así un nuevo pensamiento critico revolucionario que nos convoca hoy a defender la vida atravesando los campos minados por el capital, sin entrenamiento previo.
Tales son algunos desafíos.
31 de diciembre de 2013
Bibliografía empleada
Ø Gudynas, Eduardo (2013) “América Latina. Izquierda y progresismo: la gran divergencia”, ALAI http://alainet.org/active/70074
Ø Rauber, Isabel. (2012) Revoluciones desde abajo. Ed. Continente-Peña Lillo, Buenos Aires.
Ø Marx, Carlos. (1966) Crítica de la filosofía del estado de Hegel, Editora Política, La Habana,
Publicado por Isabel Rauber en 15:34

Isabel Rauber
Pensadora latinoamericana. Estudiosa de los procesos de construcción de poder popular desde abajo en indo-afro-latinoamerica. Profesora universitaria. Pedagoga política. Doctora en Filosofía.

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