José Luis González

(Santo Domingo, 1926 – México, 1997) Escritor puertorriqueño. Marxista militante y partidario activo de la independencia de Puerto Rico, su producción narrativa refleja los problemas de las clases menos favorecidas de su país.

La primera infancia de José Luis González transcurrió en la República Dominicana, hasta que la llegada al poder del dictador Rafael Leónidas Trujillo (1930) obligó a toda la familia a trasladarse a Puerto Rico, donde recibió su formación primaria y secundaria y se licenció por la Universidad de Puerto Rico (más tarde obtendría en México el doctorado en Filosofía y Letras).

Al tiempo que realizaba sus estudios, se inició en la literatura con el volumen de narraciones breves En la sombra (1943), obra a la que pronto se sumaron otras dos recopilaciones de relatos: Cinco cuentos de sangre (1945), libro premiado por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, y El hombre de la calle (1948). A finales de los cuarenta se trasladó a los Estados Unidos; fijó su residencia en Nueva York y amplió sus estudios. Por esa época recibió el influjo de narradores norteamericanos y europeos (Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Franz Kafka o Jean Paul Sartre), que marcaron su producción.

El precoz reconocimiento que recayó sobre la figura de José Luis González pronto se vio perjudicado por su postura política. Desde 1943 se había convertido en uno de los primeros intelectuales puertorriqueños que hacía profesión pública de su adhesión al marxismo. Ello le condujo a un período de exilio en el que se acentuó su obsesión por los espacios y tiempos fragmentarios, rotos por continuos desplazamientos. La experiencia de la salida forzosa de la isla se convirtió también en su obra en una constante preocupación temática.

El exilio se inició en 1950, cuando José Luis González, entonces militante del Partido Comunista, se desplazó hasta Checoslovaquia para participar en un congreso marxista como delegado estudiantil. Durante su ausencia se desató una ola de represión política que obligó a González a permanecer durante tres años en Europa. Su situación política empeoró a partir 1953: con la creación del Estado Libre Asociado, la «caza de brujas» impulsada por el senador McCarthy emprendió en el país sus persecuciones anticomunistas.

José Luis González hubo de marchar a México, donde compondría y publicaría la mayor parte de su obra. Las autoridades de Inmigración, dependientes de la administración estadounidense, le negaron el regreso durante más de veinte años. Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1955, y se ganó la vida como editor y traductor de obras relacionadas con la política (como las biografías de Stalin y Trotski), la historia de la filosofía y la crítica literaria. Posteriormente se doctoró con una tesis titulada Literatura y sociedad en Puerto Rico. De los cronistas de Indias a la generación del 98 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que fue catedrático.

En la década de los años setenta José Luis González pudo, finalmente, regresar a Puerto Rico, donde se le reconoció como destacado creador en narrativa breve, sobre todo gracias a sus obras El hombre de la calle (1948) y En este lado (1954), en las que era bien patente el modelo de prosa que había desarrollado José Luis González: historias sucintas, con atención primordial a los núcleos básicos de la narración y escasos alardes descriptivos.

El desamparo de las clases humildes y el desarraigo de los emigrantes antillanos sobresalen entre sus constantes temáticas. En 1950 publicó una de sus novelas cortas más destacadas, Paisa, una narración realista de fondo socio-político. Su prestigio le valió ser incluido por René Marqués en su muestra antológica titulada Cuentos puertorriqueños de hoy (1959).

Mambrú se fue a la guerra (1972) es una recopilación de novelas cortas que supuso su regreso a la ficción novelesca después de un largo silencio. Un año después, José Luis González publicó dos antologías de sus relatos, tituladas En Nueva York y otras desgracias (1973) y Cuento de cuentos y once más (1973). En 1978 publicó la novela Balada de otro tiempo (1978), una obra ambiciosa que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.

Le siguieron la obra favorita del autor, La llegada (1980), una “crónica con ficción” (según reza su subtítulo), y un nuevo volumen de cuentos, Las caricias del tigre (1984). Con posterioridad publicó el ensayo Nueva visita al cuarto piso (1986), la biografía La luna no era de queso: memorias de infancia (1988), una Antología personal (1990) y la recopilación definitiva de todas sus narraciones breves en Todos los cuentos (1992).

César Andreu Iglesias: la esperanza en la derrota

Los derrotados, de César Andreu Iglesias (1915-1976), se publicó por primera vez en 1956. Es una novela sobre la esperanza en medio de la derrota política. Fue escrita por un intelectual comunista puertorriqueño en los años en que estaba siendo procesado por las represivas leyes del macartismo. Junto a su familia, Andreu se había refugiado en Las Indieras de Maricao, en una especie de exilio interno. Tenía razón de sobra para buscar refugio, tanto por la persecución política que imperaba en la isla como por su propia relación conflictiva al interior del Partido Comunista[1].

Andreu se sabía vigilado por la policía puertorriqueña y por las agencias de espionaje del gobierno federal de los Estados Unidos. No es difícil percibir resonancias personales en el título de la novela. En las montañas remotas de la vieja región cafetalera, el escritor marxista parecía haber logrado el sosiego necesario para la reflexión y la escritura.

Andreu encontró en aquel refugio la distancia crítica que puede ofrecernos la literatura, y completó su primera novela, Los derrotados. Había descubierto dentro de sí la fuerza que le impelía hacia adelante. La voluntad permanente de recomenzar la lucha nos recuerda la imagen de Sísifo en la que insistió Albert Camus. En ese sentido, pienso que es necesario detenerse en las estrofas que Andreu escogió como epígrafe para Los derrotados.

Son versos de Arthur Hugh Clough –poeta de la Inglaterra victoriana (1819-1861)– que se centran en la renovación y en la esperanza. A título de epígrafe, aquellos versos anticipaban la tesis propuesta por Andreu: “No digáis que la lucha no adelanta, / que el afán y los golpes son en vano, / que el enemigo no cede ni se rinde, / que nada cambia, que todo permanece” (Say not the struggle naught availeth, / The labor and the wounds are vain, / The enemy faints not, nor faileth, / And as things have been, they remain)[2]].

Los derrotados fue un intento de mostrar, a través de la ficción, los fundamentos culturales y los dilemas éticos de la vida política. Fue también un esfuerzo por encontrar la clave para descifrar el enigma de una relación colonial particularmente compleja, así como las tensiones y las discrepancias entre nacionalistas y comunistas puertorriqueños.

En la novela Andreu no ofrece una crítica directa del Partido Comunista, del que había sido presidente. Lo que emerge con fuerza es la sensación de fracaso que pesaba sobre los opositores radicales de la colonia, a la vez que la terca fe de Andreu en la posibilidad de nuevos comienzos. Prácticamente todos los personajes, tanto mujeres como hombres, parecen prisioneros de códigos y valores rígidamente definidos.

La prisión que aparece al final no es la única imagen carcelaria de la novela. Sin embargo, a medida que los protagonistas se enfrentan a nuevos desafíos, el autor parece decir que las experiencias vividas les permiten cobrar conciencia y resistir a la condición colonial. Esos saberes pueden ayudar en las luchas anticoloniales futuras. Entender esas luchas conlleva, no obstante, la necesidad de reconocer su potencial destructivo. Un sentido de derrota, sí, pero también es, tomando prestada la bellísima frase de Albert O. Hirschman, a bias for hope, un “prejuicio a favor de la esperanza”.

Esas palabras resumen la relación dialéctica que le imprime una cierta ambigüedad a Los derrotados.

Andreu no quería borrar las líneas entre ficción y crónica histórica. Sin embargo, sí siguió algunas convenciones de lo que solemos llamar realismo. Los personajes se mueven en un espacio y un tiempo específicos[[3]].

Los personajes históricos casi nunca aparecen con nombre y apellido. Pero hay algunas excepciones: el líder radical nacionalista Pedro Albizu Campos (1891-1965), cuyos discursos y oratoria sumamente impactantes son recordados por los protagonistas; Luis Muñoz Marín (1898-1980), líder carismático que en los tiempos evocados por la trama de la novela ya era gobernador del Estado Libre Asociado; y algunas figuras históricas como Ramón Emeterio Betances, José de Diego y Luis Llorens Torres.

Por contraste, abundan las referencias a lugares concretos con nombre propio, situados en geografías reconocibles, desde las calles del viejo San Juan hasta las urbanizaciones modernas, el barrio obrero de Villa Palmeras, la carretera de Caguas, Maricao, o incluso la ciudad de Nueva York. También abundan las alusiones a los anuncios comerciales de la radio local, a la comida, a la cultura del litoral, a marinos estadounidenses que poblaban los bares y prostíbulos, o a la desolada realidad de la cárcel La Princesa en San Juan.

Marcos Vega, el protagonista, era un viajante de profesión que recorre la isla hasta llegar a la hacienda cafetalera de Maricao. Los personajes quedan enmarcados en su ambiente, en el terreno público y en el privado.

Andreu va construyendo de forma gradual un retrato de Puerto Rico en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el país de los triunfos políticos consecutivos de Muñoz Marín y del establecimiento del Estado Libre Asociado (1952). Un Puerto Rico que sufría la represión que siguió a la insurrección de 1950 y al atentado de 1954 en contra del Congreso de los Estados Unidos, ambos llevados a cabo por militantes del Partido Nacionalista de Albizu Campos. Uno de los aspectos de la novela que merece nuestra atención es la insistencia de Andreu en la necesidad del debate, su esfuerzo por abrir la posibilidad de una reflexión crítica, no solo en torno al carácter específico del imperialismo estadounidense, sino también sobre las debilidades y los fracasos de las izquierdas puertorriqueñas.

Releyendo Los derrotados en la excelente traducción al inglés de Sidney W. Mintz, queda claro una vez más que no es posible narrar la historia de Puerto Rico en el siglo XX –ni de su política y su cultura– sin incluir a nacionalistas, independentistas y comunistas. Contar esa historia requiere repensar el significado que dichas palabras e identidades tenían para los puertorriqueños y las puertorriqueñas que se involucraron en la lucha, incluidas sus contradicciones.

La década de 1950, cuando se publicó originalmente la novela, fue un tiempo de conversiones, complicidades y maquinaciones políticas que hicieron posible nuevas alianzas pero también ponían a prueba las lealtades.

Fue un tiempo en el que los disidentes fueron criminalizados, cooptados, y, con frecuencia, silenciados. Pero también fue un período en que el Partido Independentista Puertorriqueño, bajo el liderazgo de Gilberto Concepción de Gracia (1909-1968), se convirtió en una vibrante fuerza política que participó en el sistema electoral y en la legislatura.

Por otro lado, y durante esos mismos años de la Guerra Fría, oleadas de migrantes puertorriqueños estaban creando para sí mismos nuevas identidades culturales, sociales y políticas, tanto en Nueva York como a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos.

Lo que demuestra la novela convincentemente es que el clima político –tanto en las ciudades como en las zonas rurales de la isla– había cambiado, y que se necesitaban nuevas alianzas y nuevas formas de pensar el presente. Para Andreu, la idea de liberación implicaba necesariamente ir más allá del imaginario tradicional del Estado-nación. No obstante, el novelista estaba en contra de la idea, sostenida por Muñoz Marín y sus seguidores, de que el Estado-nación era un “anacronismo” que debería ser superado en nombre del progreso.

Andreu nunca abandonó su creencia en el socialismo y en la independencia, a pesar de los riesgos que corría. Al mismo tiempo, tuvo la valentía de seguir provocando debates internos con otros independentistas. Al igual que ellos, él, como intelectual de izquierda, se identificaba con una tradición revolucionaria que tenía su origen el siglo XIX, y en la figura de Ramón Emeterio Betances. Paralelamente, se inscribía en una tradición literaria que había ido adquiriendo forma a lo largo del siglo XX.

Andreu había pasado la mayor parte de su vida en Puerto Rico. Vivió una serie de transformaciones políticas que habían representado puntos de inflexión en la larga historia de la isla, y con los que se seguiría identificando durante el resto de su vida. De ello solo puedo dar aquí una visión muy esquemática. Tenía apenas dos años cuando, en 1917, el Congreso de los Estados Unidos impuso la ciudadanía a los puertorriqueños; una ciudadanía que ha sido continuamente disputada, a pesar de seguir siendo para muchos un símbolo de unidad[[4]].

De joven, Andreu fue testigo del empobrecimiento de Puerto Rico como colonia azucarera dominada por los Estados Unidos, así como de la proliferación del descontento social. En los años 30, se materializaron importantes momentos y movimientos de oposición, en los cuales se destacaron los militantes nacionalistas y socialistas como fuerzas políticas plenamente organizadas. Tres acontecimientos que parecían poner en jaque al poder imperial fueron centrales en el aprendizaje intelectual y político de Andreu.

El primero corresponde al surgimiento de Pedro Albizu Campos como dirigente del partido Nacionalista. El segundo fue la fundación del Partido Comunista de Puerto Rico en 1934. El tercero fue la Masacre de Ponce en 1937.

En el transcurso de la década que se inicia en 1930, el Imperio estadounidense marcó de forma indeleble a la cultura y la sociedad puertorriqueñas, dividiendo a sus ciudadanos.

Simultáneamente, se fue creando un contexto en el cual el surgimiento de un movimiento de autodeterminación nacional parecía posible. Había indicios de que se abrían grietas en el poder político y militar que había dominado desde 1898. Lo más notable era la manera en la que los nuevos movimientos nacionalistas y socialistas colaboraban entre sí, marcando el imaginario político de la juventud. Como miembro de esa nueva generación, el joven Andreu se sintió atraído por las luchas obreras y los movimientos sindicalistas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte del ejército de los Estados Unidos.

Durante esos años vio el ascenso de Muñoz Marín y la estabilización del Partido Popular Democrático, el cual se mantuvo en el poder hasta 1968. Finalmente, experimentó de primera mano la represión ejercida contra nacionalistas, independentistas y comunistas en

los años del macartismo, y en particular, después de la insurrección de 1950 y el ataque al Congreso en el año 54. Todo ese entramado jugó un papel importantísimo en su formación y en su sensibilidad intelectual, tal como demuestra su obra ensayística y periodística.

La década de los 50 no fue la edad de la inocencia. Andreu estaba más que consciente de la vulnerabilidad de sus correligionarios anticolonialistas. El aparato de vigilancia del Imperio estadounidense los tenía a todos en la mira. Por otra parte, la retórica pro-yanqui era ensordecedora. Los derrotados nos obliga a imaginar la singularidad de aquel momento.

El paisaje que dibuja es como un retrato colectivo de un sector de la sociedad puertorriqueña. El retrato va surgiendo de la trama, de sus personajes, y de múltiples momentos de silencio y de espera. La novela nos dice mucho sobre lo que aconteció a vencedores y vencidos en la batalla por el futuro de la nación que se desató a finales de los años 40 y a principios de los 50.

También se ponen en primer plano las dudas de Andreu sobre el uso y la legitimación de la violencia para conseguir los objetivos políticos. Es un gran logro haber producido una ficción que plantea más interrogantes que respuestas. Las preguntas que se quedan sin responder aparecen sobre todo en los sueños o en las historias de personajes profundamente solitarios que nos revelan un territorio de sombras y conflictos con los que no podían bregar.

En ese sentido, es particularmente significativo cómo la trama mezcla preocupaciones íntimas y domésticas con cuestiones públicas. Se tematizan así tanto la ruptura entre lo público y lo privado como la necesidad de vincular el mundo de los afectos con el mundo de la política. La estructura de los capítulos parece seguir un esquema de enfrentamiento y colisión, tanto político como emocional, que sirve para centrar la mirada del lector.

Andreu utiliza las problemáticas sociales implícitas en el melodrama. Era un gesto innovador que iba en contra de quienes solo ven escapismos y vaguedades anti-históricas en dicho género.

La novela también cuenta una historia con sabor existencialista, acaso producto de la influencia de Jean-Paul Sartre. Todos los personajes se encuentran confinados por su condición social, su educación, o su género: todas y todos dejan ver su vulnerabilidad, su malestar y su frustración. El amor es casi imposible. Por todas partes reina el descontento y el resentimiento. El matrimonio de Marcos es visto como una forma de encarcelamiento que apunta a fracasos de otro tipo.

Los derrotados, como la filosofía de Richard Rorty, es un “espejo de la naturaleza”, es decir, de la naturaleza humana: espejo de las aspiraciones e ilusiones humanas, así como de sus tensiones y fracasos. Por otro lado, uno siente que Andreu está siempre presente en su escritura. La novela no es abiertamente autobiográfica, pero en sus retratos de la vida cotidiana sentimos constantemente la presencia del autor.

Los derrotados fue concebida como una ficción política que le permitía al autor posicionarse en el presente y fomentar el debate. Hoy, casi setenta años después, no puede leerse como una novela “histórica”. Sigue siendo importante por su propio valor y por las preguntas que hoy le formulemos, incluso sacándola fuera de contexto.

Hoy contamos, es cierto, con buena cantidad de archivos, relatos y estudios que pueden ayudar a entender mejor dicho período. Pero a pesar de la acumulación de conocimientos y de la riqueza de las reflexiones teóricas que se han elaborado, Los derrotados sigue siendo una fuente

5/9 valiosísima para acercarse a verdades que no podían ser dichas o que permanecían ocultas.

Andreu logró mantenerse, a la vez, dentro y fuera de su relato, una postura compleja que le permitió contemplarlo como novelista, con distancia crítica. En las descripciones minuciosas los personajes se encuentran en un paisaje urbano en intenso proceso de transformación, y en condiciones sociales creadas por cambios acelerados en el sistema de transporte y en los medios de comunicación.

Sobre todo, se encuentran cara a cara con cuestiones cruciales: el precio de la modernización, el significado de la libertad y de la muerte, la subordinación de la mujer ante el hombre, la represión sexual, y el culto a los héroes.

Los derrotados presenta también un contrapunto interesante a discusiones de aquellos años sobre la masculinidad y sobre la ansiedad en cuestiones de género y roles sociales.

Son cuestiones recurrentes en obras profundamente melancólicas de escritores como René Marqués (1919-1979), quien exploró el nacionalismo puertorriqueño, por ejemplo, en los relatos de Otro día nuestro (1955). Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Andreu es cómo logra cruzar la frontera entre géneros narrativos típicamente considerados “femeninos” –el melodrama o la novela rosa– y géneros estereotípicamente “masculinos”, como la novela y la película de acción.

Aunque la novela trata principalmente de los dilemas de Marcos, algunas de las escenas más impactantes son las que tienen lugar entre él y otros personajes masculinos y femeninos en el interior cerrado de una habitación. Hay una conexión directa entre género y lugar, como demuestran los desplazamientos de Delia.

La política se presenta como un mundo dominado por los hombres, con reconocimiento en el espacio público. Pero todas y cada una de las voces femeninas tienen una relevancia central: Sandra, la mujer de Marcos, Delia, su amante, Antonia, prostituta, María Encarnación, nacionalista resignada que idolatra al hombre que la rechaza, y Monse, nacionalista a quien se le prohíbe participar en el atentado por el hecho de ser mujer. Por otra parte, en Los derrotados se cuestiona continuamente si la pasión erótica personal puede o debe tener lugar en una vida marcada y regida por ilusiones heroicas.

Por otra parte, la novela narra cómo los hombres negocian entre sí sus ambiciones y preocupaciones políticas. Pero entre ellos hay muy poco espacio para el afecto, la intimidad, o incluso la confianza. En los personajes coexiste la necesidad de actuar con el deseo de escuchar sus propias voces, que incluyen recuerdos del proceso revolucionario, pero también sus pasiones, desvaríos y fantasmas. Queda así al descubierto una red de contradicciones que genera una cierta confusión.

La última parte de la novela, centrada en el fracaso de la conspiración nacionalista, está dominada cada vez más por la incertidumbre y la desconfianza que desde el comienzo amenaza la operación, algo que la sacralización patriótica no puede ocultar. Todo ello le añade complejidad a lo narrado.

Al fin y al cabo, los nacionalistas fueron derrotados. El reconocimiento de la derrota constituye el centro de esta conmovedora novela. No obstante, Andreu nos recuerda que sería una grave simplificación tachar de “patológicos” o “aberrantes” a los nacionalistas.

Desde su perspectiva, es central la noción de que la lucha no se agota con el colapso del Partido Nacionalista. En la novela, la creencia de los nacionalistas en la lucha heroica y en el sacrificio es, a la vez, verdadera y problemática. El relato concluye con un paralelismo.

Un joven nacionalista, Camuñas, muere en el atentado. Marcos sobrevive, pero en la cárcel es socialmente marginado. El viejo Bienvenido pierde todo sentido de lugar y de tiempo. A Andreu le preocupaban ante todo la ambivalencia y la fragilidad humanas frente a la lucha armada. Sin embargo, en el capítulo 20 –particularmente importante– encontramos una de las claves de su pensamiento. Se trata de la conocida parábola del sembrador: “La labor de sembrar no es menos labor por el hecho de que la semilla no germine”.

Contrario a muchas personas que leyeron Los derrotados como un ataque contra los nacionalistas, pienso que hoy podría leerse como una novela que intentaba reconciliar la conciencia escindida de los puertorriqueños. Era un acto de fe que suponía también un compromiso muy complejo: abandonar la visión redentorista del sacrificio para reemplazarla por una comprensión secular de lo político y por la creencia en que la justicia puede, en efecto, ser alcanzada.

Andreu entendía bien la amargura de la derrota. Pero queda claro lo que rechazaba, que en la novela se manifiesta a través de las metáforas de muerte-en-vida. El narrador lo enuncia con claridad: “A veces el vivir requiere más valor que el morir”. En las últimas escenas en la prisión, la visión de Marcos llega a ser más amplia, liberándolo de su anterior encierro en la intransigencia política.

Apoyado en un marxismo crítico, Andreu rechaza por ingenua toda fe en la mitología del progreso concebido como proceso lineal. Entendía, además, que la política no debe sustituir a la religión. Al mismo tiempo, juzgaba necesario reconocer que las experiencias cotidianas de los puertorriqueños en la posguerra exigían nuevas formas de concebir el presente. La novela cierra con una imagen esperanzadora: “[Marcos] levantó la vista al cielo. Estaba lleno de estrellas”.

Quizás aún no sepamos lo suficiente sobre la génesis de Los derrotados o sobre cómo el proceso mismo de narrar la historia haya transformado la mirada de su autor. Sí podemos especular que el trabajo de escritura de la novela tuvo que haber sido una experiencia liberadora para Andreu. Algo parecido ocurrió veinte años después con su edición de los manuscritos del tabaquero Bernardo Vega (1885-1965), que ahora forma parte de su obra y de su rico legado. Como su admirado Vega, cuyas Memorias logró editar poco antes de morir, Andreu estaba a la vanguardia de los movimientos socialistas e independentistas[[5]].

Al igual que Vega, era un militante infatigable, un editor original y un historiador del movimiento obrero puertorriqueño. Su meta siempre fue alentar a quienes dudaban de la importancia de su propia historia. Desde muy temprano Andreu se había volcado apasionadamente a luchas sociales que a su vez marcaron su pensamiento y sus escritos.

La política es algo omnipresente en su obra. La intensidad con que narra los debates entre nacionalistas y socialistas en Los derrotados es central en sus artículos periodísticos y en sus ensayos. Andreu era, simultáneamente, un creyente y un escéptico, un intelectual rebelde y desafiante, capaz de criticar –desde dentro– la cultura y las prácticas de las izquierdas.

Andreu valoraba enormemente la “misión” de la literatura, convicción compartida por otros escritores y artistas puertorriqueños contemporáneos –como Nilita Vientós Gastón, René Marqués, Margot Arce de Vázquez, Tomás Blanco, Luis Palés Matos, José Luis González, Pedro Juan Soto, Lorenzo Homar, y Rafael Tufiño. Durante aquella época emergían nuevas formas culturales en la colonia modernizada. Desde la literatura y el arte se estaba construyendo un innovador archivo de memorias que habían sido silenciadas. De hecho, Los derrotados fue publicada en México por primera vez en Los Presentes (1956), una pequeña editorial de izquierdas. El escritor José Luis González (1926-1996), amigo y camarada más joven, entonces exiliado en la capital mexicana, cumplió un rol decisivo en que se lograra esa publicación. Andreu y González tenían mucho en común.

González siempre se sintió endeudado intelectualmente con respecto a su amigo, y construyó buena parte de su propia obra sobre los fundamentos que de él había heredado. Ambos fueron críticos del uso indiscriminado de la violencia, y cuestionaron el culto a la muerte en las luchas políticas. Por otra parte, Andreu y González sufrieron las consecuencias de la vigilancia y la represión macartistas, pero a pesar de ello siempre manifestaron su apoyo incondicional a la independencia de Puerto Rico. Lucharon también por liberarse de la terrible herencia del racismo.

González sin duda tuvo muchos deseos de ver publicada la primera novela de su camarada. Andreu, a su vez, encontró en la ficción un modo de volver a empezar. Los derrotados tuvo una acogida crítica muy favorable por parte de la distinguidísima intelectual Nilita Vientós Gastón, y fue comentada por el propio González.

En 1957, la novela recibió el premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. En 1958 se publicó en serie en el periódico El Imparcial. Al menos dos ediciones más salieron a la luz (en 1964 y 1973). Pero desde entonces –con muy pocas excepciones– ha sido en buena medida ignorada.

Queda aún mucho por decir sobre Andreu, sobre su novela y sobre el período en que se escribió. Gracias a la fiel y bella traducción de Sidney W. Mintz al inglés, y a sus agudos comentarios, Andreu ha encontrado, en efecto, otros nuevos comienzos. La traducción de Mintz surge de décadas de inmersión en la vida puertorriqueña y caribeña, y de largas investigaciones como, por ejemplo, su clásico libro Worker in the Cane (1960). Mintz conocía íntimamente no solo a Puerto Rico y su lenguaje. Sabía también, como sugirió el crítico literario Mijail Bajtín, que las palabras en sí mismas “recuerdan” mundos anteriores y conservan modos de hablar.

No podría pensar en mejor traductor. Con su generosidad característica, Mintz escribió en su nota introductoria: “Los derrotados de esta novela están dominados por un deseo que no logran alcanzar. Pero creo que lo que los mueve a actuar es algo que todos debemos sopesar con genuina humildad”. Estamos en deuda con Mintz por estos nuevos comienzos.

Este volumen es un gran motivo para celebrar.

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NOTAS:

* Este ensayo se publicó por primera vez en inglés en el 2002 como “afterword” a la traducción de Sidney W. Mintz de Los derrotados (The Vanquished, The University of North Carolina Press, pp. 205-214). El ensayo ha sido traducido ahora por Diego Baena, en colaboración con Arcadio Díaz-Quiñones.

 

 

 

 

 


[1] Me ha sido indispensable la excelente y documentadísima biografía de Andreu escrita por Georg H. Fromm, César Andreu Iglesias: aproximación a su vida y obra (Rio Piedras: Ediciones Huracán, 1977).

[2] Andreu Iglesias tradujo estos versos para la segunda edición de la novela, en 1964. En la primera edición de 1956, el epígrafe aparecía solo en el original inglés.

[3] En la nota a la segunda edición, de 1964, Andreu escribe: “la trama de esta obra se desarrolla en Puerto Rico, en la época actual, con un trasfondo de acontecimientos históricos. Sin embargo, el argumento es puramente novelesco y sus personajes son hijos de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas es mera coincidencia”.

[4] Dos publicaciones recientes son imprescindibles: Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Juridical and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (Washington D.C.: American Psychological Association, 2000), y Christina Duffy Burnett y Burke Marshall, eds., Foreign in a Domestic Sense (Durham, N.C., Duke University Press, 2001).

[5] Véase la bellísima traducción al inglés de Juan Flores, Memoirs of Bernardo Vega (New York: Monthly Review Press, 1984). El prefacio de Flores a esa edición es particularmente iluminador.

Fragmentos globales: latinoamericanismo de segundo orden. Alberto Moreiras

1. El imaginario inmigrante

El ataque lanzado por James Petras y Morris Morley en 1990 contra los intelectuales institucionales latinoamericanos resulta injusto sólo en la medida en que se limita a los intelectuales institucionales latinoamericanos.

Al definirlos como aquellos que “trabajan y escriben dentro de los confines dados por otros intelectuales institucionales, sus patrones en el exterior, y sus conferencias internacionales, en cuanto ideólogos encargados de establecer las fronteras de la clase política liberal” (Petras/Morley 1990:152), Petras y Morley mientan en realidad las condiciones generales del pensamiento académico global en el mundo contemporáneo, con respecto a las cuales toda práctica ajena es práctica de negación y resistencia y por lo tanto todavía resulta marcada por ellas.

Las fronteras del neoliberalismo, como versión política del capitalismo global, son por otra parte difíciles de trazar, y decir que uno quiere salirse de ellas no equivale a hacerlo. Existe la necesidad de desarrollar un marco teórico coherente desde el cual la reflexión sobre constreñimientos pueda dar lugar a la reflexión sobre posibilidades.

En mi opinión, algunas de esas posibilidades pueden encontrarse en el espacio abierto por la aparente contradicción entre globalización tendencial y teorías regionales.

Dentro de los Estados Unidos el escenario institucional más obvio para ese conflicto es el aparato académico de los llamados “estudios de área”.

Los estudios de área nunca fueron concebidos como teoría antiglobal. Por el contrario, en palabras de Vicente Rafael, “desde el fin de la segunda guerra mundial, los estudios de área han estado integrados en marcos institucionales más amplios, que van desde las universidades a las fundaciones, y que han hecho posible la reproducción de un estilo de conocimiento norteamericano orientado simultáneamente hacia la proliferación y el control de orientalismos y críticas a orientalismos” (Rafael 1994: 91).

Tal proyecto siguió una lógica integracionista en la que la “función conservadora” de los estudios de área, esto es, segregar diferencias, se hizo coincidir con su”función progresista”, esto es, sistematizar la relación entre diferencias dentro de un conjunto flexible de prácticas disciplinarias bajo la supervisión de expertos vinculados entre sí por su búsqueda común de conocimiento total” (Ibid., 96).

De esa forma un proyecto secretamente imperial vino a unirse al proyecto epistémico de superficie: “el estudio disciplinado de los otros funciona en última instancia para mantener un orden nacional pensado como correlato del orden global” (Ibid., 97).

Para Rafael, sin embargo, la práctica tradicional de estudios de área está hoy amenazada por la entrada en escena de lo que llama el “imaginario inmigrante,” una de cuyas consecuencias es problematizar las relaciones espaciales entre centro y periferia, entre dentro y fuera, entre la localidad de producción de conocimiento y su lugar de intervención:

“Desde la descolonización, y frente al capitalismo global, las migraciones de masas, los regímenes laborales flexibles, y las invasoras tecnologías de telecomunicación, ha dejado de ser posible que los estudios de área sean meramente una empresa colonial que presume el control metropolitano sobre sus entidades administrativas discretas” (Ibid., 98, 103).

Aunque quizás todavía no en grado suficiente, el Latinoamericanismo norteamericano está ciertamente condicionado por los drásticos cambios demográficos y la inmigración latinoamericana masiva a Estados Unidos en décadas recientes, y no puede ya pretender ser una ocupación meramente epistémica con los “otros” situados más allá de las fronteras geográficas. Las fronteras se han desplazado hacia el norte y hacia adentro.

El imaginario inmigrante debe por lo tanto afectar y modificar las prácticas de conocimiento antes basadas en la necesidad nacional-imperial de conocer al otro, dado que tal otro es ahora en buena medida nosotros mismos o una parte considerable de nosotros mismos.

En palabras de Rafael, “la categoría del inmigrante  —en tránsito, atrapado entre estados-nación, desarraigado y potencialmente desarraigante— le da pausa al pensamiento, forzándonos a considerar la posibilidad de una erudición ni colonial ni liberal ni indígena, pero al mismo tiempo constantemente implicada en todos esos estados de ser” (Ibid., 107).

Tal erudición híbrida está siendo hoy en parte teorizada bajo el nombre de estudios poscoloniales siguiendo una nomenclatura derivada de una historia que sólo hasta cierto punto coincide con la historia de América Latina. El término ha dado lugar a cierta confusión. Hablar de Latinoamericanismo poscolonial no implica ni vindicar una igualdad de historias entre diversas partes del mundo, ni tampoco limitarse al siglo diecinueve, que sería la época “propiamente” poscolonial para la mayor parte de la región.

“Poscolonial” en cuanto adjetivo califica a la práctica de estudio más que a su objeto. “Latinoamericanismo poscolonial” es por lo tanto un término comparativamente útil, si no literalmente exacto, que refiere a un latinoamericanismo informado por la situación global, por el imaginario inmigrante, y por lo latinoamericano al interior de la máquina académica metropolitana. No reivindica que la historia de Latinoamérica en el siglo presente sea homologable a la historia de Africa, por ejemplo, sino que las condiciones de pensamiento en el presente son tales que una práctica académica responsable debe buscar la necesaria articulación entre región de estudio y región de enunciación en el contexto marcado por condiciones globales.

Tal práctica académica procede de una contrapolítica de posición, puesto que la posición estuvo siempre plenamente inscrita en prácticas anteriores, y se centra en localidades diferenciales de enunciación en su diferencia con respecto del espacio liso de la enunciación hegemónica metropolitana.

En esa medida, el Latinoamericanismo poscolonial se autoconcibe como práctica epistémica antiglobal orientada hacia la articulación y/o produposibilidad de contraimágenes latinoamericanistas respecto del Latinoamericanismo históricamente constituido. En ellas el Latinoamericanismo intenta constituirse como instancia teórica antiglobal, en oposición a las formaciones imperiales de conocimiento que han acompañado el movimiento del capital hacia la saturación universal en la globalización.

Dentro de ello, lo que debe decidirse es si es posible para el movimiento antiglobal ser lo suficientemente fuerte como para contrariar con eficacia la fuerza de control del latinoamericanismo históricamente constituido. Es claro que este último no va a limitarse a quedar relegado a la ruina de su historicidad, puesto que en cierto sentido su historicidad es hoy más fuerte que nunca. Tratará de reconstituirse a través del inmigrante imaginario mismo, domándolo y reduciéndolo a una posición contingente entre otras, o a un conjunto de posiciones móviles dentro de los nuevos paradigmas sociales.

En otras palabras, no hay garantías de que la diferencia simbolizada en el imaginario inmigrante no vaya a ser asimilada en última o en primera instancia, o de que no haya sido ya de hecho asimilada al aparato global y a su constante recurso a la homogeneización de la diferencia. Se abre en consecuencia una pregunta: quizás los desarrollos disciplinarios recientes y el nuevo papel de la universidad global en la reproducción y el mantenimiento del sistema global no se den realmente en oposición a la teorización académica de movimientos e impulsos singularizantes o heterogeneizantes.

Quizás los últimos sean sólo el lado presentable de los primeros, o en cierto sentido una necesidad de los primeros, forzada por la expansión continuada de la homogeneización global, y así un tipo de alimento autogenerado. De todos modos, incluso si la homogeneización y la heterogeneización no son realmente antinómicas sino que permanecen envueltas en alguna forma de relación dialéctica, la relación entre ellas, tal como se da, constituye una región esencial para la práctica política. Es quizás la región más propia para la reflexión sobre nuevos tipos de trabajo en estudios de área. Aunque las siguientes observaciones se refieren a los estudios de área en general,  me permito presentarlas como pertinentes a la posibilidad de un Latinoamericanismo otro, o Latinoamericanismo segundo.

2. Dos clases de Latinoamericanismo

Durante el debate de 1995 en los medios norteamericanos a propósito de la implicación de la CIA en el aparato centroamericano de contrainsurgencia, el New York Times publicó un artículo, firmado por Catherine S. Manegold, que podría tomarse como ejemplo arquetípico de la forma en la que el imaginario occidental regula y controla su relación con la alteridad en tiempos de posguerra fría.

El artículo entrega una narrativa poderosa pero fundamentalmente reactiva, cuyo subtexto coloca al trabajo latinoamericanista de solidaridad contra el telón de fondo del oscuro deseo de jungla o fascinación de corazón de tinieblas: Jennifer Harbury tenía treinta y nueve años cuando vio por primera vez a Efraín Bamaca Velázquez. Era una abogada que trabajaba en un libro sobre las mujeres en el ejército rebelde guatemalteco, siguiendo un camino idiosincrásico hacia el cada vez más profundo interior de una bien escondida sociedad de guerrilleros endurecida por la guerra.

Su investigación la había llevado desde Texas, pasando por Ciudad de México, hasta las selvas occidentales de Guatemala. Estaba allí para contar la historia que le interesaba. No pretendía objetividad. No veía lo gris y no quería verlo. (Manegold 1995:A1)  Así el romance de guerrilla entre Harbury y el más joven y hermoso comandante maya, descrito como “un cervatillo” (“a fawn”) en probable alusión subliminar al Bamby de Walt Disney, se convierte en el artículo de Manegold en explicación plausible y tendencialmente exhaustiva para un compromiso con luchas sociales y políticas que, de otra manera, parecerían fuera de tono para la graduada de la Harvard Law School: “La perspectiva de la muerte ordenaba los días del comandante. El temor de la banalidad los de ella” (Ibid., A1).

La muerte aparece como figura o cifra de exótica autenticidad, y así también como fuente o destino de un perverso anhelo —el de una negación camuflada como afirmación. En el artículo de Manegold, a través de la historia paradigmática de Harbury, la relación de una ciudadana norteamericana con los movimientos revolucionarios centroamericanos viene a ser interpretada como engañado orientalismo del corazón: “Harbury lo cuenta todo como una historia de amor, la primera para ella, aunque había estado antes casada con un abogado texano con quien vivió por corto tiempo” (Ibid., A5).

Orientalismo del corazón es sin duda la contrapartida semi-mítica del tipo de política global que la CIA, junto con el FBI, la DEA y otras agencias policiales norteamericanas se inclinan a promover por altas razones de seguridad planetaria y terrorismo transnacional.

Dentro de tal discurso, el orientalismo del corazón se torna quizás la única explicación posible para la energía anímica que puede llevar a alguien a abrirse a la alteridad en tiempos globales. A través de Harbury, toda la colectividad de trabajadores en movimientos de solidaridad con Centro América y de intelectuales progresistas, así como todos los ciudadanos demasiado asiduos a ciertas formas de melodrama, vienen a ser condenados al nivel de su estructura afectiva: su deseo, podrá siempre decirse, es sólo oscuro amor, y por lo tanto no viable ni política ni epistemológicamente: “No tenía pretensión de objetividad. No veía lo gris y no quería verlo.”

La globalización está esencialmente relacionada con el impulso soberano del capital y con la soberanía no sólo como fundación sino como apoteosis del imperio. Lo que Kenneth Frampton ha llamado “el empuje optimista hacia la civilización universal” ya no es quizá dependiente en nuestros tiempos de las proyecciones imperiales de esta o aquella formación nacional, o de un conjunto dado de formaciones imperiales. Tal dependencia ha dejado de ser necesaria.

En su lugar, las teorías sobre la posmodernidad nos dicen que sigue el flujo del capital hacia una saturación tendencial del campo planetario. La totalización globalista afecta el autoentendimiento metropolitano, igual que afecta las localidades intermedias o periféricas, al reducir constantemente sus reivindicaciones de posicionalidad diferencial en relación con la estandarización. La diferencia global puede así estar en un proceso acelerado de conversión en identidad global, a ser conseguido mediante alguna monstruosa síntesis final tras la cual no habrá ya posibilidad alguna de negación.

Y sin embargo la negación ocurre, aunque sea sólo como instancia residual condenada a autoentenderse a través de la confrontación con la muerte: “La perspectiva de la muerte ordenaba sus días”, dice Manegold del comandante maya, como si sólo la muerte pudiera dar compensación, o al menos presentarle un límite, a la banalidad desesperada del standard global.

El Latinoamericanismo es el conjunto o suma total de las “representaciones comprometidas” que proporcionan un conocimiento viable del objeto de enunciación latinoamericano (Greenblatt 1991: 12-13). El deseo latinoamericanista puede pretender tener una fuerte asociación con la muerte por lo menos de dos maneras: por un lado, el Latinoamericanismo, como aparato epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana, busca su propia muerte mediante la integración de su conocimiento particular en lo que Robert B. Hall, en uno de los documentos fundadores de estudios de área tal como los conocemos, llamó “la totalidad fundamental” y la “unidad esencial” de todo conocimiento (Hall 1947:2, 4).

En este primer sentido, el conocimiento latinoamericanista aspira a una forma particular de poder disciplinario que hereda del aparato de estado imperial. Funciona como instanciación de la agencia global, en la medida en que busca entregar sus hallazgos al tesoro universal de conocimiento del mundo en sus diferencias e identidades. Nacido de una ideología de diferencialismo cultural, su orientación básica persigue la captura de la diferencia latinoamericana para liberarla en el corral epistémico global.

Funciona pues como máquina de homogeneización, incluso cuando se autoentiende en términos de preservar y promover diferencias. A través de la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global.

Así es como el conocimiento latinoamericanista, entendido en este primer sentido, quiere su propia muerte, al trabajar para transfigurarse en su propia negación, o para disolverse en el panóptico. Por otro lado, el Latinoamericanismo puede concebiblemente producirse como aparato antirrepresentacional, anticonceptual, cuya principal función sería la de entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia su total clausura.

En tal sentido, el Latinoamericanismo no sería primariamente una máquina de homogeneización epistémica sino lo contrario: una fuerza de disrupción en el aparato, una instancia antidisciplinaria o “bestia salvaje” hegeliana cuyo deseo no pasa por la articulación identitario-diferencial, sino más bien por su constante desarticulación, mediante la apelación radical a un afuera residual, a una exterioridad que todavía rehuse dejarse doblar hacia el interior imperial.

En tal sentido, el Latinoamericanismo busca la complicidad con localidades alternativas de enunciación o producción de conocimiento para formar una alianza contra la representación latinoamericanista históricamente constituida y contra sus efectos sociopolíticos. En el primer sentido, el Latinoamericanismo apunta hacia su paradójica disolución en el momento de su consumación apoteósica, que será el día en que la representación latinoamericanista pueda por fin autoentregarse a la integración apocalíptica del conocimiento universal.

En el segundo caso, el Latinoamericanismo lidia con la muerte al operar una crítica total de sus propias estrategias representacionales en relación con su objeto epistémico. Pero esta práctica crítica antirrepresentacional depende de la formación previa, y así debe tomarse como su negación. Sólo adquiere posibilidad en el momento en que el primer Latinoamericanismo empieza a ofrecer signos de su éxito final, que son también los signos de su disolución como tal.

Sin embargo, tal éxito puede no ser enteramente mérito exclusivo del primer Latinoamericanismo: algo más ha sucedido, un cambio social que ha alterado profundamente el juego de la producción de conocimiento. En comentario a la idea de Gilles Deleuze de que “hemos experimentado recientemente un pasaje desde la sociedad disciplinaria a la sociedad de control,” Michael Hardt hace la siguiente observación: El panóptico, y la diagramática disciplinaria en general, funcionaba primariamente en términos de posiciones, puntos fijos e identidades. Foucault vio la producción de identidades (incluso identidades “desviadas” u “oposicionales,” como las del obrero o el homosexual) como fundamental para la función de la regla en sociedades disciplinarias. El diagrama de control, sin embargo, no está orientado hacia posición e identidad, sino más bien hacia movilidad y anonimidad. Funciona sobre la base del “lo cualquiera,” la performance flexible y móvil de identidades contingentes, y por lo tanto sus construcciones e instituciones son elaborados primariamente mediante la repetición y la producción de simulacros. (Hardt 1995:34, 36).

Si el primer Latinoamericanismo era uno de los avatares institucionales de la manera en que la sociedad disciplinaria entendía su relación con la alteridad, algo así como una ventana en el panóptico, podría concebirse el segundo Latinoamericanismo como la forma de producción de contingencias epistémicas que aparecen como consecuencia del cambio hacia una sociedad de control. Ya no atrapado en la busca y captura de “posiciones, puntos fijos, identidades,” el segundo Latinoamericanismo encuentra en esta inesperada liberación la posibilidad de una nueva fuerza crítica.

Tal fuerza depende, entre otras cosas, de la medida en que el segundo Latinoamericanismo pueda constituirse como tal en la fisura de la disyunción histórica que media el cambio de disciplina a control. Si las sociedades de control presumen el colapso final de la sociedad civil en sociedad política, y así la entrada en existencia del Estado global de la sumisión real del trabajo al capital, ¿cuál es entonces el modo de existencia de las sociedades no-metropolitanas en tiempos globales?

Tendrían que caracterizarse por una presencia cuantitativamente más amplia en su medio de elementos de configuraciones sociales previas, a su vez en procesos de desaparición, pero a un paso comparativamente más lento. En otras palabras, “lo cualquiera” está activo en sociedades periféricas todavía sólo como horizonte dominante, no como factum social. En las sociedades metropolitanas, en palabras de Hardt, en lugar del disciplinamiento del ciudadano como identidad social fija, el nuevo régimen social busca controlar al ciudadano como identidad “cualquiera,” o como un molde para identidades infinitamente flexible.

Tiende a establecer un plano autónomo de regla, un simulacro de lo social separado del terreno de las fuerzas sociales conflictivas. Movilidad, velocidad y flexibilidad son las cualidades que caracterizan a este plano de regla separado. La máquina infinitamente programable, el ideal de la cibernética, nos da al menos una aproximación al diagrama del nuevo paradigma de regla. (Ibid., 40-41).

Pero tal paradigma no está todavía lo suficientemente naturalizado en sociedades periféricas. Mientras tanto, en la brecha temporal que separa disciplina periférica y control metropolitano, el segundo Latinoamericanismo se anuncia como máquina crítica cuya función para el presente es doble: por un lado, desde su posición disjunta y cambiante desde el diagrama de disciplina al diagrama de control, disolver la representación latinoamericanista en tanto que respondiente a epistemologías disciplinarias obsoletas; por otro lado, desde su conexión disjunta y residual con las formaciones sociales disciplinarias latinoamericanas, criticar la representación latinoamericanista en su evolución hacia el nuevo paradigma de regla epistémica.

La segunda forma de Latinoamericanismo, que surge de disyunciones epistémicas, puede entonces usar su problemático estatuto alternativa o simultáneamente contra paradigmas disciplinarios y paradigmas de control. Así anunciada, permanece sólo como posibilidad lógica y política cuyas condiciones y determinaciones necesitan ser sistemáticamente examinadas y en todo caso ganadas en cada momento de análisis, puesto que la complacencia crítica es la forma más obvia de perderlas.

El primer Latinoamericanismo opera bajo la presunción de que lo alternativo, o lo “otro”, puede siempre y de hecho siempre debe ser reducido teóricamente; pero el segundo Latinoamericanismo se entiende en solidaridad epistémica con las voces o los silencios residuales de la otredad latinoamericana. Afirmar tal otredad no se hace sin riesgo.

En la medida en que deba conservarse algún tipo de vinculación entre prácticas de solidaridad, epistémicas o no, y localidades de enunciación tercermundistas o coloniales, la globalización amenaza con volver tales prácticas aspectos de una poética orientalista de lo singular residual, de lo que se desvanece, de lo bellamente arcaico: aquello representado en la frase de Mangold “parecía un cervatillo”. La globalización, una vez lograda, olvida localidades de enunciación alternativas y reduce lo político a la administración de lo mismo.

Dentro de la globalización cumplida sólo hay lugar para la repetición y la producción de simulacros: hasta la llamada diferencia sería no más que la diferencia homogeneizada, una diferencia bajo control siempre de antemano predefinida y planeada en “léxicos y representaciones,[en] sistemas de conflictos y respuestas”.

Sin embargo, en la medida en que la globalización no está todavía consumada, en la medida en que la brecha de temporalidad, o la diferencia entre sociedades de disciplina y sociedades de control, no se ha cerrado sobre sí misma, la posibilidad de fuentes alternativas de enunciación permanecerá dependiente de una articulación con lo singular, con lo necesariamente tenue o desvaneciente, con lo arcaico.

Lo que quiera que es susceptible de hablar en lenguas singularmente arcaicas sólo puede ser una voz mesiánica. Es una voz singularmente formal, puesto que dice única e incesantemente “escúchame.” Es una voz en prosopopeya, en el sentido de que es una voz de lo muerto o de lo muriente; una voz en duelo, como toda voz mesiánica.

El Latinoamericanismo puede abrirse a las intimaciones mesiánicas de su objeto mediante una afirmación activa de solidaridad. La solidaridad tiene fuerza epistémica en la medida en que se entienda a sí misma en resistencia crítica a paradigmas nuevos y viejos de regla social. Una política del conocimiento latinoamericanista en solidaridad es por lo tanto una extensión a la práctica académica metropolitana de prácticas de contracontrol y contradisciplina surgientes en principio del campo social latinoamericano.

La política de solidaridad, así entendida, debe concebirse como una respuesta contrahegemónica a la globalización y como una apertura a la traza de lo mesiánico en el mundo global. La política de solidaridad localizada en lo metropolitano, en la medida en que representa una articulación específica de la acción política con reivindicaciones redentoristas originadas en un otro subalterno, no es la negación de la globalización: es más bien el reconocimiento, dentro de la globalización, dentro del marco de la globalización o de la globalización como marco, de una memoria siempre desvaneciente y sin embargo persistente, una inmemorialidad preservadora del afecto singular, incluso si tal singularidad debe entenderse en referencia a una comunidad dada o a una posibilidad dada de afiliación comunitaria.

Hay por lo tanto otra lectura para la historia que cuenta Manegold. Harbury no encuentra su goce en el orientalismo, sino que, a través de su solidaridad con lo muerto y lo muriente, se abre a la posibilidad de preservación de lo que es inmemorial, y por lo tanto a un nuevo pensamiento más allá de la memoria: un pensamiento post-memorial, aglobal, que viene de la singularidad que resta. Si el pensamiento es siempre pensamiento de lo singular, del secreto singular, pensamiento pues de singularidades afectivas, no hay pensamiento globalizado; y sin embargo, la globalización revela lo que la revelación misma destruye, y al hacerlo lo entrega como asunto del pensamiento: pensamiento de la singularidad en duelo, y del duelo de la singularidad, de lo que se revela en la destrucción.

Tal pensamiento no está ni puede estar nunca dado. Como posibilidad, sin embargo, cifrada para mí en la posibilidad de un segundo Latinoamericanismo, prefigura una ruptura epistemológica, con todo tipo de implicaciones para una revisión de la política geocultural, incluyendo una revisión de los estudios de área y de su articulación con las políticas de identidad.

3. El sueño singular

La globalización en la esfera ideológico-cultural es consecuencia del sometimiento de los ciudadanos a impulsos de homogeneización promovidos por lo que Leslie Sklair llamase “la cultura-ideología del consumismo” (Sklair 1991:41). La apropiación del producto de consumo es siempre en última instancia individual, local y localizada. Como dice George Yúdice, si la ciudadanía debe definirse fundamentalmente en términos de participación, pero si la participación no puede hoy definirse fuera del marco de la ideología consumista, entonces ciudadanía y consumo de bienes, ya materiales o fantasmáticos, están vinculadas.

Esos parámetros presuponen que la sociedad civil no puede entenderse hoy fuera de las condiciones globales, económicas y tecnológicas, que contribuyen a la producción de nuestra experiencia o que la coproducen. Para Yúdice, esas condiciones globales serían de hecho productoras fundamentales de experiencia.

En sus palabras, las teorías acerca de la sociedad civil basadas en experiencias de lucha de movimientos sociales contra el estado o a pesar del estado, que capturaron la imaginación de los teóricos político-sociales en los años ochenta, han tenido que repensar el concepto de sociedad civil como espacio aparte. Cada vez más hay hoy una orientación hacia el entendimiento de las luchas políticas y culturales como procesos que tienen lugar en los canales abiertos por el estado y el capital. (Yúdice: 8) 

Arjun Appadurai establece una argumentación similar respecto a la sociedad civil al describir las condiciones bajo las que ocurren los flujos globales en el presente como producidas por “ciertas disyunciones fundamentales entre la economía, la cultura y la política” Para Appadurai, “[los procesos] culturales globales de hoy son productos del conflicto mutuo e infinitamente variado entre la mismidad [homogeneización] y la diferencia [heterogeneización] en un escenario caracterizado por disyunciones radicales entre diferentes tipos de flujos globales y los paisajes inciertos creados en y por tales disyunciones” (Appadurai 1993: 287).

Las “disyunciones radicales” de  Appadurai desarticulan y rearticulan actores sociales en maneras impredecibles y por lo tanto incontrolables (de formas “radicalmente dependientes del contexto,” como añade Appadurai con cierto eufemismo [292]). Así son, hoy, proveedores de experiencia y no sus objetos. Si, como dice Yúdice, la cultura-ideología del consumismo es responsable en última instancia, en el sistema global, por la forma de articulación misma de reivindicaciones sociales y políticas de oposición, en otras palabras, si la globalidad consumista no sólo circunscribe absolutamente, sino que hasta produce la resistencia a sí misma como una posibilidad más de consumo, o si “las disyunciones fundamentales entre economía, cultura y política” son responsables por una administración global de la experiencia que ninguna agencia social puede controlar y ninguna esfera pública contener, entonces parecería que los intelectuales, junto con los demás trabajadores en la esfera ideológico-cultural, están forzados a ser poco más que los facilitadores de una integración más o menos suave del sistema global a sus propias condiciones de aparición.

No hay praxis ideológico-cultural que no esté siempre de antemano determinada por los movimientos del capital transnacional, es decir, todos somos factores del sistema global, incluso si y cuando nuestras acciones se autoentienden como acciones desistematizadoras.

La ideología, por lo tanto, en cierto sentido fuerte, siguiendo el movimiento del capital, ya no está producida por una clase social dada como forma de establecer su hegemonía; ni siquiera debe ser entendida como el instrumento de formaciones hegemónicas transclasistas, sino que ha venido a funcionar, inesperadamente, a través de las brechas, fisuras y disyunciones del sistema global, como el suelo sobre el cual la reproducción social distribuye y redistribuye una miríada de posiciones de sujeto constantemente sobredeterminadas y constantemente cambiantes.

Bajo esas condiciones, hasta la noción gramsciana del intelectual orgánico progresista como alguien con “un vínculo directo con luchas anti-imperialistas y anticapitalistas” parecería ser un producto ideológicamente envasado para el consumo subalterno. La “nueva generación” de potenciales intelectuales orgánicos a la que se refieren Petras y Morley tendrá un duro trabajo por delante (Petras/Morley 1990:156). Si no hay tendencialmente exterior alguno concebible o afuera del sistema global, entonces todas nuestras acciones parecerían condenadas a hacerlo más fuerte. El discurso llamado de oposición corre el riesgo más desafortunado de todos: el de permanecer ciego a sus propias condiciones de producción como una clase más de discurso sistémico o intrasistémico.

Por otro lado, ¿qué conseguiría la visión lúcida? En otras palabras, ¿de qué sirve la metacrítica de la actividad intelectual si esa misma metacrítica está destinada a ser absorbida por el aparato cuyo funcionamiento debería entorpecer?; ¿si incluso la buscada singularidad metacrítica de nuestros discursos, ya sea pensada en términos conceptuales o en términos de estilo, de voz o de afecto, va a ser incesantemente reabsorbida por el marco que le da lugar, produciendo el lugar de su expresión?

Tal sospecha puede sólo ser nueva en términos de su articulación concreta. Muchos teóricos contemporáneos han hecho observaciones similares, todos ellos desde una genealogía hegeliana: Louis Althusser al hablar del aparato ideológico del estado, y Fredric Jameson al hacerlo del capital en su tercer estadio, y su discurso no es tan drásticamente diferente en este aspecto de los parámetros cuasitotalizantes de Jacques Lacan en referencia al inconsciente, de Martin Heidegger y Jacques Derrida sobre la ontoteología occidental o la era de la tecnología planetaria, o de Michel Foucault a propósito de la fuerza radicalmente constituyente de los entramados de poder/conocimiento.

Todos estos pensadores llegan al lado lejano de su pensamiento abriendo en él, por lo general de forma bien ambigua, la posibilidad de un pensamiento del afuera que, en cuanto tal, se convierte en región redentora o salvífica. Tal posibilidad parece ser de hecho un imperativo del pensamiento occidental, o incluso el sitio esencial de su constitución: una disyunción inefable en su origen, o la traza de lo mesiánico en él, que Derrida pensó recientemente en su libro sobre Marx, como un nombre otro de la deconstrucción (Derrida 1994: 28).

Tal traza mesiánica, que aparece en el pensamiento contemporáneo como necesidad compulsiva de encontrar la posibilidad de un afuera del sistema global, un punto de articulación que permita el sueño de un discurso extrasistémico, ha venido expresándose, desde la dialéctica hegeliana, como el poder mismo de la instancia metacrítica o autorreflexiva del aparato de pensamiento.

Si es verdad, por un lado, que la metacrítica siempre será reabsorbida por el sistema que la genera o que abre su posibilidad, parecería ser también verdad entonces que, en algún lugar, en alguna región de inefabilidad o ambigüedad máxima, la metacrítica pudiera estropear la máquina de reabsorción, inutilizándola o paralizándola por más que temporalmente. Tal es, quizás, el sueño utópico del pensamiento occidental en la era de la reproducción mecánica.

Pero la era de la reproducción mecánica, la era del sistema global y de la tecnologización planetaria de la experiencia, es también la era en la que la pregunta sobre si hay o no algo otro que un pensamiento que debe ser llamado “occidental” encuentra nueva legitimidad. La pregunta en sí viene del pensamiento occidental mismo, pues sólo él está suficientemente naturalizado en el sistema global como para poder soñar legítimamente, por así decirlo, con una singularización alternativa del pensar.

Pero es una pregunta especial, puesto que en ella el pensamiento occidental quiere encontrar el fin de sí mismo como forma de respuesta a sí mismo. Tal fin no tendría necesariamente que hallarse en espacios geopolíticos no-occidentales. Bastaría de hecho encontrarlo internamente, tal vez como un pliegue en la pregunta misma por el fin.

El “fin del pensamiento” fue anunciado paradójicamente por Theodor Adorno como consecuencia de la victoria históricamente irreprimible de la razón instrumental. La negación radical de la negatividad misma, entendiéndose la última como fuerza de alienación, era para Adorno el motor de un pensamiento que, una vez puesto en marcha, no podría pararse antes de llegar a negar la posibilidad misma del pensamiento crítico como negación de negatividad siempre insuficiente, siempre bajo el riesgo de una reificación positiva de su impulso de negación.

Pero el melancólico abandono de la esperanza en Adorno ante lo que entendía como el error fundamental pero también fundamentalmente inevitable de la totalidad, que es también la total alienación, podría todavía encontrar redención en un contramovimiento utópico siempre recesivo con respecto del error de totalidad en la medida en que tal contramovimiento pueda ser imaginado, aunque quizás nunca articulado.

Martín Hopenhayn ha mostrado hasta qué punto el pesimismo adorniano estaba determinado por su localización metropolitana, y por su internalización más o menos inconsciente de una perspectiva histórica naturalizada como universal.

Hopenhayn sostiene que es perfectamente posible hoy, y hasta necesario, desde la perspectiva de los nuevos movimientos sociales latinoamericanos y de otras prácticas de oposición emergentes, entender y usar la fuerza plena de un pensamiento de la negatividad inspirado en la teoría crítica y orientado contra el sistema global como totalidad errada; y al mismo tiempo usar tal conocimiento adquirido a favor de la afirmación concreta “de aquello que niega el todo (intersticial, periférico)” (Hopenhayn 1994: 155).

Este sería un pensamiento de la disyunción histórica, para la que concebir una relación estrictamente dialéctica entre la negación y la afirmación puede no ser apropiado. Supuesto que los “chispazos de intersticios” (Ibid., 155) no venzan o incendien la globalidad, pueden todavía pensarse espacios de coexistencia, pliegues en el sistema global en los que una cierta no-interioridad con respecto de lo total emerja como región de una libertad concreta y posible, aunque sometida a restricciones: la negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios en que ese orden es resistido.

No hay, desde esta perspectiva, cooptación absoluta por parte de la razón dominante, pero tampoco hay un proceso de rebasamiento de dicha razón por parte de las lógicas contra-hegemónicas, siempre confinadas a micro-espacios. De manera que esta función crítica del saber social se sitúa a mitad de camino. […] ni expansión de lo contra-hegemónico […] ni clausura total del mundo por el orden dominante (Ibid., 155)

Los espacios intersticiales o periféricos de Hopenhayn son espacios disyuntivos, de los cuales se afirma que guardan la posibilidad de una singularización del pensar más allá de la negatividad.

Comparten con el pensamiento negativo la noción de que no hay clausura histórica en la medida en que la historicidad de cualquier sistema pueda todavía ser entendida como historicidad, esto es, en la medida en que pueda imaginarse una historicidad diferente.

Pero estos espacios intersticiales no quedan diferidos, como lo habrían sido para Adorno, al improbable y siempre más tenuemente percibible futuro de la redención utópica, sino que han de encontrarse en presentes alternativos, en la temporalidad diferencial de otras localizaciones espacio-culturales. Hopenhayn cita una frase de Adorno que podría definir el aspecto de negatividad del nuevo pensar de lo singular: “sólo es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no está totalmente arrastrado por ese movimiento” (Ibid., 133).

Beatriz Sarlo abre sus Escenas de la vida posmoderna con una frase similar: “lo dado es la condición de una acción futura, no su límite” (Sarlo 1994:10). Pero la negatividad del pensar de lo singular, en la medida en que remite formalmente a lo singular como límite condicionante de una práctica crítica, no precisa avanzar en cuanto tal hacia sustancializaciones positivas o reificables.

La negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios donde ese orden es resistido. Si el Latinoamericanismo pudiera encontrar en la negatividad una posibilidad de constatación de conocimientos o enunciaciones alternativas, no sería todavía un pensamiento de lo singular, pero se habría abierto al acontecimiento que lo anuncia y, de este modo, a la posibilidad de una no-interioridad respecto de lo global.

En el Latinoamericanismo, por lo tanto, entraría en operación un fin del pensamiento que es también su meta postulada: la preservación y efectuamiento de una singularidad latinoamericana capaz de entorpecer la clausura total del mundo por el orden dominante.

4. El Neo-Latinoamericanismo y su otro

No estamos todavía fuera de la región definida por lo que Jameson llamara la “paradoja temporal” de la posmodernidad, que, al pensarse a escala global, adopta también carácter espacial. En su primera formulación, la paradoja es “la equivalencia entre un ritmo de cambio sin paralelo a todos los niveles de la vida social y una estandarización sin paralelo de todo —de los sentimientos junto con los bienes de consumo, del lenguaje además del espacio construido— que parecería incompatible con tal mutabilidad”. (Jameson 1994:15).

Si el Latinoamericanismo pudo en algún momento pensarse a sí mismo como la serie o suma total de representaciones comprometidas preservadoras, aunque de manera tensa o contradictoria, de una idea de Latinoamérica como repositorio de una diferencia cultural sustancial y susceptible de resistir la asimilación por la modernidad eurocéntrica, para Jameson tal empresa estaría hoy privada o vacía de verdad social.

El avance del capitalismo global y del modo de producción contemporáneo ha reducido de forma drástica la presencia en Latinoamérica de una contramodernidad que se habría, al menos tendencialmente, “desvanecido de la realidad del previo Tercer mundo o de las sociedades colonizadas” (Ibid., 20).

El énfasis latinoamericanista en diferencia cultural debería hoy entenderse de otra forma: ya no como preservativo, sino como identificatorio. En esa medida constituiría una práctica neotradicional, asociada a las políticas de identidad, y se presentaría, también en palabras de Jameson, como “una opción política colectiva y deliberada, en una situación en la que poco permanece de un pasado que debe ser completamente reinventado” (Ibid.).

Esta variante particular del constructivismo epistémico moderno, que desde luego provee a los estudios de área históricamente constituidos de una posibilidad poderosa de resistencia o revivificación, se da en relación paradójica con la función que la modernidad entiende como propia del intelectual, que es crítica y desmitificatoria.

En opinión de Jameson, el intelectual moderno “es una figura que ha parecido presuponer la omnipresencia del Error, definido en varias maneras como superstición, mistificación, ignorancia, ideología de clase, e idealismo filosófico (o metafísica), de tal manera que remover tal error mediante operaciones de desmitificación deja un espacio en el que la ansiedad terapéutica va mano a mano con una autoconciencia y reflexividad intensificadas, si no de hecho con la Verdad misma” (Ibid., 12-13).

El latinoamericanista tradicional, a través de su apelación constitutiva a la función integrativa de su conocimiento particular en el conocimiento universalista y emancipatorio, preservaba la diferencia como diferencia histórica y tomaba al mismo tiempo distancia con respecto de tal diferencia en la función crítica de la razón.

El riesgo del neolatinoamericanista es invertirse meramente en una producción neotradicional de diferencia que ya no podrá ser interpretada como poseedora de carácter desmitificatorio. Lo contramoderno residual latinoamericano, en la medida en que todavía existe y es invocado como existente en la producción simbólica del periodismo, el cine, o el discurso académico, por ejemplo, es hoy frecuentemente no más que un pretexto voluntaria y voluntariosamente construido mediante el cual la postmodernidad global se narra a sí misma mediante el desvío de una supuesta heterogeneidad regional, que no es sino la contrapartida dialéctica de la estandarización universal, la instancia necesaria para que lo último pueda constituirse en toda su radicalidad.

Si el recuento por Catherine Manegold de la historia de Jennifer Harbury tiene poder revelatorio, es porque muestra la estructura profunda de tal construccionismo epistémico. Si tal poder es fundamentalmente reactivo, es porque refuerza el construccionismo más de lo que intenta modificarlo o contrariarlo.

El segundo Latinoamericanismo debe pues ser cuidadosamente distinguido de tal neoconstruccionismo positivista. La principal función de un Latinoamericanismo segundo, negativo, antirrepresentacional y crítico, es entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia la articulación total.

El segundo Latinoamericanismo debe concebirse como performatividad epistémica contingente, surgida de la brecha temporal entre sociedad disciplinaria y sociedad de control. El segundo latinoamericanismo se entiende a sí mismo como práctica epistémica en solidaridad crítica con lo que quiera que en las sociedades latinoamericanas pueda aún permanecer en una posición de exterioridad vestigial o residual, es decir, con lo que quiera que rehusa activamente interiorizar su subalternización respecto del sistema global.

De hecho, este segundo Latinoamericanismo emerge como oportunidad a través de la toma metacrítica de conciencia de que el Latinoamericanismo histórico ha llegado a su productividad final con el fin del paradigma de regla disciplinaria que entendía el progreso del conocimiento como búsqueda panóptica y captura de “posiciones, puntos fijos, identidades.”

Pero no podría mantenerse en su fuerza crítica si acepta como su nueva misión histórica ocuparse en la sustitución de la vieja diferencia histórico-identitaria por una diferencia basada en el simulacro o repetición de la anterior. La solidaridad con lo singular pide, no su reconstrucción en diferencia positiva, sino cabalmente una apertura sin cierre a procesos de negación epistémica respecto de los saberes identitarios que son productos de la configuración disciplinaria o de su reconstitución como control.

El Latinoamericanismo históricamente constituido busca su reformulación al servicio del nuevo paradigma de dominación, la acumulación flexible, el capitalismo global, a través de un constructivismo (“no hay identidades, sólo identificaciones”) que homogeneiza la diferencia en el mismo proceso de interpelarla como tal. Esta construcción de neo-diferencia es nada más que un rodeo pos-sociedad civil hacia la meta de subsunción universal de las prácticas de vida en el estándar global.

Tal nuevo avatar del Latinoamericanismo, el Neolatinoamericanismo, cuya genealogía directa es el Latinoamericanismo histórico, aparece hoy como el verdadero enemigo del pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de acción contrahegemónica desde la institución académica.

Contra el Neolatinoamericanismo, entonces, como su negación y su posibilidad secreta, otro Latinoamericanismo, cuya posibilidad mora en la brecha abierta entre la ruptura de la epistémica disciplinaria (y su constante recurso a “posiciones, puntos fijos, identidades”) y su reformulación como epistémica de control (y su recurso a “lo cualquiera” como el molde infinitamente contingente para una identidad que no puede ir nunca más allá de tal molde, y debe por lo tanto producirse continuamente como simulacro y repetición).

Entre disciplina y control, pues, la performatividad siempre contingente de un pensar negativo de lo singular latinoamericano, contra cualquier tipo de disciplina y control. Tal Latinoamericanismo sólo puede anunciarse ahora, en vista del carácter programático de este ensayo.

Su límite, que es también por lo tanto la condición de su acción futura, en la frase de Sarlo, puede estar dado en la noción de entorpecimiento de la clausura total del mundo por el orden dominante. Pero su peligro es el neoconstructivismo epistémico localizado en la noción de producción neolatinoamericanista de diferencias identificatorias, que responden al nuevo régimen de control.

No parece posible encontrar la manera en que el Latinoamericanismo pueda ofrecer nada sino una heterogeneidad construida al intentar formular lo singular latinoamericano: en otras palabras, lo singular latinoamericano, al ser sometido a interpelación latinoamericanista, no puede sino convertirse en singular latinoamericanista.

Por esa misma razón, sin embargo, la apertura radical a la heterogeneidad extradisciplinaria a través del trabajo o del destrabajo de la negación se ofrece como la marca de este Latinoamericanismo crítico y antirrepresentacional, que la autorreflexividad sólo prepara.

5. Coda

El relato de Catherine Manegold tiene un subtexto neorracista. La precisa definición del neorracismo que da Etienne Balibar permite entenderlo como la contrapartida reactiva al imaginario inmigrante de Vicente Rafael. Balibar menciona explícitamente la inmigración, “como sustituto de la noción de raza y disolvente de la ‘conciencia de clase,’ como la primera pista para el entendimiento del neorracismo transnacional contemporáneo” (Balibar 1991:20).

El neorracismo es la contrapartida siniestra de la política cultural de la diferencia que los grupos subalternos generalmente utilizan hoy como bandera emancipatoria. El neorracismo es así, de hecho, la imagen especular de la política de la identidad, una especie de política de identidad de lo dominante, cuyo resultado específico es un racismo diferencialista, en la medida en que pide simplemente preservar su propia diferencia con respecto de la de los grupos subalternos.

Según Balibar el racismo diferencialista “es un racismo cuyo tema dominante no es la herencia biológica sino la irreducibilidad de las diferencias culturales, un racismo que, a primera vista, no postula la superioridad de ciertos grupos en relación a otros, sino ‘sólo’ lo dañino de abolir fronteras, la incompatibilidad de estilos de vida y tradiciones” (Ibid., 21).

La ridiculización a la que Manegold somete la historia de Harbury al colocarla bajo el signo del orientalismo del corazón o del tercermundismo romántico promueve la necesidad de separación cultural basada en diferencias. El segundo Latinoamericanismo se orienta contra el fundamento culturalista del neorracismo. Si, como dice Balibar, “el racismo diferencialista es un metarracismo, o un racismo de segunda posición,” entonces el segundo Latinoamericanismo es también un Metalatinoamericanismo que ha entendido los peligros culturalistas del Neolatinoamericanismo y su cooptación de la diferencia.

No es, por lo tanto, la imagen especular del neorracismo, sino que rehusa enfrentarse políticamente a él como su mera negación en contrapartida dialógica o agonística. Su relación es de antagonismo: contra el suelo culturalista del neorracismo y contra su agónica derivación bienpensante en el Neolatinoamericanismo, puede entenderse dentro de la mirada de una comunidad global alternativa.

BIBLIOGRAFÍA

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La potencialidad de los límites: la crisis del marxismo y sus derivas contemporáneas

Nombre del Profesor: Dr. Martín Cortés / Dra. Mariana de Gainza

Área temática sugerida: Teoría política / teoría social

1. Fundamentación (específica de la propuesta y relevancia en relación con el programa de doctorado)

El fracaso de una dialéctica de la historia que afirmaba, en sus versiones más programáticas, la necesidad ineluctable del movimiento de emancipación de la humanidad, se asoció con las derrotas de los movimientos revolucionarios del siglo de XX y, más específicamente, con la frustración de las esperanzas depositadas en los llamados a “socialismos reales”.

Desde aquella especie de “refutación fáctica” de los postulados que suponían la inevitabilidad del fin de la injusticia y de la desigualdad, los esfuerzos de una parte considerable de la filosofía política contemporánea (identificada con las aspiraciones de emancipación social y política que el marxismo supo expresar), se esforzaron en la renovación del pensamiento político desde un repertorio ampliado de referencias teóricas.

En ese sentido, la llamada “crisis del marxismo” supuso, en los años setenta, una potente revisión de numerosos tópicos de la tradición socialista, al menos en cuatro sentidos.

En primer lugar, de cara a un capitalismo que giraba hacia su forma neoliberal y un “socialismo” cada vez más cuestionado, se producía el quebranto de la confianza histórica en la realización del socialismo: la crítica benjaminiana a la certeza de los socialistas de “nadar a favor de la corriente” tomaba una consistencia inapelable.

En segundo lugar, las décadas de Estado de Bienestar y la evidente omnipresencia del Estado en la Unión Soviética interrogaban directamente a la teoría política: ¿podía seguir planteándose la idea de la “desaparición del Estado y de lapolítica” en la sociedad comunista? ¿Podía una teoría de la transición al socialismoseguir basándose en los escritos de Marx acerca del episodio de la Comuna de París?¿Qué consideración acerca de la democracia –aún en su faceta más formal- debíaincorporar la construcción de la sociedad comunista?

En tercer lugar, surgía unapregunta por el sujeto de la transformación social a partir del descentramiento de los Partidos Comunistas como ejes de articulación de la política de los sectores subalternos.Éste se explicaba en parte por el surgimiento de múltiples expresiones de protesta y organización irreductibles a los conflictos de clase: movimientos ecologistas, feministas, étnicos, etc.

Finalmente, las derivas trágicas de la experiencia soviética recolocaban en el centro de la escena las preguntas éticas sobre la violencia política y las libertades en contextos de transformación social, no sólo procurando comprender elproceso histórico efectivamente acaecido, sino también interrogando la validez mismade la idea de revolución.

Esta serie de problemas empujaron a una renovación del pensamiento político, histórico y filosófico, que suscitó creativas revisiones de la obra de Marx y del conjunto de la tradición marxista. Vista desde el presente, la “crisis del marxismo” se revela como ocasión de una intensa revitalización de la crítica, que nos permite entonces reconocer que cuando la teoría y la práctica se muestran capaces de enfrentar sus límites, se abren necesariamente nuevas posibilidades de experimentación.

Posibilidades que aún permanecen vigentes, y que encuentran un contexto particularmente favorable para su exploración en la América Latina de hoy, donde sujetos sociales complejos y novedosos encabezan procesos políticos y cambios institucionales que reinstalan los dilemas de la transformación social.

2. Objetivos

1. Realizar una lectura en profundidad de los textos que protagonizaron la denominada “crisis del marxismo” de los años 70, interpretándolos como un material imprescindible para abordar los desafíos contemporáneos del pensamiento social y político.

2. Contextualizar históricamente y analizar las reflexiones contenidas en una serie precisa de discusiones filosófico-políticas que giraron en torno a la potencialidad crítica del pensamiento de Marx. Las reflexiones en las que enfocaremos el seminario incluyen el trabajo de autores muy diversos, pero que consideramos también como decisivos para las derivas del pensamiento contemporáneo: L. Althusser, P. Macherey, E. Balibar, G. Deleuze, A. Negri, J. Aricó, O. del Barco, Alvaro García Linera y E. Laclau.

3. Trabajar el sentido específico de la investigación teórica, pensado según una relación reflexiva y creativa con la historia a partir de los problemas del mundo contemporáneo que este curso indagará: la historicidad de lo social, la instancia del sujeto, la relación entre Estado y política y, finalmente, los dilemas éticos que implica la idea de revolución.

4. Estimular la articulación de problemas de las áreas de filosofía, epistemología, teoría social y teoría política que trabajan en el campo de las ciencias sociales.

3. Contenidos (divididos en unidades temáticas)

Unidad 1. Adorno y Althusser. Lecturas de Marx frente a la crisis

Tensiones del marxismo en los sesenta y setenta. ¿Qué dialéctica para la crisis de la modernidad? Coyuntura, sobredeterminación y materialismo: leer a Marx más allá de la filosofía de la historia.

Unidad 2 Debates del marxismo italiano

Bobbio y la teoría política del socialismo. La Scuola di Bari, el retorno a Gramsci y el debate sobre la relación entre socialismo y democracia. La autonomía de lo político en el marxismo. Toni Negri y la autonomía obrera.

Unidad 3 El debate latinoamericano

El exilio en México y los debates sobre estrategia y teoría política del marxismo. Crítica de la filosofía de la historia y problema nacional. Razón, Estado, democracia, socialismo. Marx, Gramsci y Althusser leídos desde la derrota.

Unidad 4 Derivas contemporáneas

Materialismo, contingencia, temporalidades múltiples: la reconsideración del proceso histórico, entre la dialéctica y la inmanencia. Encuentros y desencuentros: crítica del eurocentrismo y perspectiva latinoamericana. Tensiones creativas. Discurso, política e ideología. Populismo, agonismo, y redefiniciones de la idea de democracia, entre Laclau, Balibar y García Linera.

4. Metodología de trabajo

Las exposiciones introductorias estarán a cargo de los titulares del seminario, que permitirán, en la segunda parte de cada encuentro, desarrollar una discusión entre los asistentes. El cronograma de los textos y los ejes de discusión de cada clase serán ofrecidos al comienzo del curso.

5. Evaluación

Para la aprobación del seminario se solicitará la redacción de un ensayo monográfico final, que podrá consistir tanto en el desarrollo de algún núcleo problemático específico o en la interpretación y el análisis de alguno/s de los autor/es trabajado/s en el curso. La idea general de estos trabajos es que puedan servir para el desarrollo de los temas de tesis de los proyectos de doctorado de cada uno de los participantes.

6. Bibliografía (obligatoria para los estudiantes y de referencia)

Bibliografía del seminario

Adorno, Theodor [1966] (1995) Dialéctica Negativa. Madrid, Taurus.

Althusser, Louis [1978] (2003) Marx dentro de sus límites. Madrid, Akal.

Althusser, Louis [1972-1986] (2004) Maquiavelo y nosotros. Madrid, Akal.

Althusser, Louis [1963-1978] (2008) La soledad de Maquiavelo. Madrid, Akal.

Aricó, José [1977] (2012) Nueve Lecciones de Economía y Política en el Marxismo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Aricó, José [1980] (2010) Marx y América Latina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Blasi, Felice (2007) Introduzione alla École barisienne. Bari, Laterza

Del Barco, Oscar (1980) Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas. Puebla, Universidad Autónoma de Puebla.

Del Barco, Oscar [1982] (2008) El Otro Marx. Buenos Aires, Milena Caserola.

Del Barco, Oscar (2011) Escrituras. Filosofía. Buenos Aires, Ediciones Biblioteca Nacional.

Deleuze, Gilles (2002). Diferencia y repetición. Buenos Aires, Amorrortu.

Fistetti, Francesco (2006) La crisi del marxismo in Italia. Genova, Il melangolo

García Linera, Álvaro (2013) Democracia, Estado, Nación. La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional

García Linera, Álvaro (2011) Las tensiones creativas de la revolución. La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional

González, Horacio [1983] (2006) Los Asaltantes del cielo. Política y emancipación. Buenos Aires, Gorla.

Habermas, Jürgen [1976] (1981) La reconstrucción del materialismo histórico. Madrid, Taurus.

Laclau, Ernesto (1978) Política e ideología en la teoría marxista. México, Siglo XXI.

Macherey, Pierre (2013) Hegel o Spinoza. Buenos Aires, Tinta Limón.

Negri, Antonio [1978] (2001) Marx más allá de Marx. Madrid, Akal.

Negri, Antonio [1977] (2004) Los libros de la autonomía obrera. Madrid, Akal.

Poulantzas, Nikos [1978] (1991) Estado, Poder y Socialismo. México, Siglo XXI.

VVAA (1982) Discutir el Estado: posiciones frente a una tesis de Louis Althusser. México, Folios.

VVAA Il marxismo e lo Stato. Il dibattito aperto nella sinistra italiana sulle tesi di Norberto Bobbio. Roma, Quaderni di Mondoperaio.

Bibliografía complementaria

Althusser, Louis (1978) Lo que no puede durar en el Partido Comunista, Madrid, Siglo XXI.

Althusser, Louis (2002) Para un materialismo aleatorio. Madrid, Arena Libros.

Anderson, Perry (2004) Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI.

Balibar, Etienne y Labica, Georges (1980) “La crisis del marxismo”, entrevista de Oscar del Barco y Gabriel Vargas Lozano, en Revista Dialéctica, Nº 8, Puebla.

Balibar, Etienne; Bois, Guy; Labica, Georges; Lefebvre, Jean Pierre (1979) Ouvrons la fenêtre, camarades ! Paris, Maspero.

Cavazzini, Andrea (2009) Crise du marxisme et critique de l’Etat. Le dernier combat d’Althusser. Paris, Le Clou dans le Fer.

Cerroni, Umberto (1975) “Discutendo con Norberto Bobbio. Esiste uma scienza política marxista?” en Revista Rinascita, Nº46

Claudín, Fernando (1977) Eurocomunismo y socialismo, Madrid, Siglo XXI.

Claudín, Fernando (1980) “Vigencia y/o crisis del marxismo”, en Revista Dialéctica, Nº 8, Puebla.

Derrida, Jacques (1998) Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Madrid, Trotta.

Dussel, Enrique (1990) El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana. México, Siglo XXI

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Habermas, J. (1987) De Lukács a Adorno, la racionalización como cosificación, en “Teoría de la acción comunicativa I”, ed. Taurus, Madrid.

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Magri, Lucio (2011) El sastre de Ulm. El comunismo del siglo XX. Hechos y reflexiones. Buenos Aires, CLACSO.

Norberto Bobbio, (1986) ¿Qué socialismo?, Madrid, Plaza y Janés.

Paramio, Ludolfo (1988) Tras el diluvio: la izquierda ante el fin de siglo, Madrid, Siglo XXI.

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Terán, Oscar (1983) “¿Adiós a la última instancia?”, en Revista Punto de Vista Nº 17. Buenos Aires, abril-julio.

I Sujetos de Sexo, Género, Deseo. El género en disputa de Judith Butler

No se nace mujer: llega una a serlo. SIMONE DE Bouvoir

Estrictamente hablando, no puede decirse que existan las «mujeres». JULIA KRISTEVA

La mujer no tiene un sexo. LUCE IRlGARAY

El despliegue de la sexualidad (…)  estableció esta noción de sexo. MICHEL FOUCAULT

La categoría del sexo es la categoría política que crea a la sociedad como heterosexual. MONIQUE WITTIG

LAS «MUJERES» COMO SUJETO DEL FEMINISMO

En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres, que no sólo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política. Pero política y representación son términos que suscitan opiniones contrapuestas. Por un lado, representación funciona como término operativo dentro de un procedimiento político que pretende ampliar la visibilidad y la legitimidad hacia las mujeres como sujetos políticos; por otro, la representación es la función normativa de un lenguaje que, al parecer, muestra o distorsiona lo que se considera verdadero acerca de la categoría de las mujeres.

Para la teoría feminista, el desarrollo de un lenguaje que represente de manera adecuada y completa a las mujeres ha sido necesario para promover su visibilidad política. Evidentemente, esto ha sido de gran importancia, teniendo en cuenta la situación cultural subsistente, en la que la vida de las mujeres se representaba inadecuadamente o no se representaba en absoluto.

Recientemente, esta concepción dominante sobre la relación entre teoría feminista y política se ha puesto en tela de juicio desde dentro del discurso feminista. El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes.

Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del «sujeto» como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de qué es, o debería ser, la categoría de las mujeres. Los campos de «representación» lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos, y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma, deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación.

Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan. Las nociones jurídicas de poder parecen regular la esfera política únicamente en términos negativos, es decir, mediante la limitación, la prohibición, la reglamentación, el control y hasta la «protección» de las personas vinculadas a esa estructura política a través de la operación contingente y retractable de la elección.

No obstante, los sujetos regulados por esas estructuras, en virtud de que están sujetos a ellas, se constituyen, se definen y se reproducen de acuerdo con las imposiciones de dichas estructuras. Si este análisis es correcto, entonces la formación jurídica del lenguaje y de la política que presenta a las mujeres como «el sujeto» del feminismo es, de por sí, una formación discursiva y el resultado de una versión especifica de la política de representación.

Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación. Esto se convierte en una cuestión políticamente problemática si se puede demostrar que ese sistema crea sujetos con género que se sitúan sobre un eje diferencial de dominación o sujetos que, supuestamente, son masculinos. En tales casos, recurrir sin ambages a ese sistema para la emancipación de las «mujeres» será abiertamente contraproducente.

El problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político en el que se basan las estructuras jurídicas.

El poder jurídico «produce» irremediablemente lo que afirma sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley produce y posteriormente esconde la noción de «un sujeto anterior a la ley»” para apelar a esa formación discursiva como una premisa fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía reguladora de esa misma ley.

No basta con investigar de qué forme las mujeres pueden estar representadas de manera más precisa en el lenguaje y la política. La crítica feminista también debería comprender que las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de «las mujeres», sujeto del feminismo.

En efecto, la cuestión de las mujeres como sujeto del feminismo plantea la posibilidad de que no haya un sujeto que exista «antes» de la ley, esperando la representación en y por esta ley. Quizás el sujeto y la invocación de un «antes» temporal sean creados por la ley como un fundamento ficticio de su propia afirmación de legitimidad.

La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico.

La invocación performativa de un «antes» no histórico se convierte en la premisa fundacional que asegura una ontología presocial de individuos que aceptan libremente ser gobernados y, con ello, forman la legitimidad del contrato social.

Sin embargo, aparte de las ficciones fundacionistas que respaldan la noción del sujeto, está el problema político con el que se enfrenta el feminismo en la presunción de que el término “mujeres” indica una identidad común. En lugar de un significante estable que reclama la aprobación de aquellas a quienes pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un término problemático, un lugar de refutación, un motivo de angustia.

Como sugiere el título de Denise Riley, Am I that Name? [¿Soy yo ese nombre], es una pregunta motivada por los posibles significados múltiples del nombre.[1] Si una «es» una mujer, es evidente que eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una «persona» con un género predeterminado sobrepase los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se constituye de forma coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas. Así, es imposible separar el «género» de las intersecciones políticas y culturales en las que constantemente se produce y se mantiene.

La creencia política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede fundarse en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas, a menudo va unida a la idea de que la opresión de las mujeres posee alguna forma específica reconocible dentro de la estructura universal o hegemónica del patriarcado o de la dominación masculina.

La idea de un patriarcado universal ha recibido numerosas críticas en años recientes porque no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce.

Una vez examinados esos contextos diversos en el marco de dichas teorías, se han encontrado «ejemplos» o «ilustraciones» de un principio universal que se asume desde el principio. Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un «Tercer Mundo» o incluso un «Oriente», donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental.

La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado -con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia

una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres.

Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las «mujeres», la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto.

¿Comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? ¿Están siempre contraindicadas la especificidad y la integridad de las prácticas culturales o lingüísticas de las mujeres y, por tanto, dentro de los límites de alguna formación cultural más dominante? ¿Hay una región de lo «específicamente femenino», que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por consiguiente, supuesta?

La oposición binaria masculino/femenino no sólo es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad, sino que de cualquier otra forma la «especificidad» de lo femenino, una vez más, se descontextualiza completamente y se aleja analítica y políticamente de la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder que conforman la “identidad” y hacen que la noción concreta de identidad sea errónea.”[2]

Mi intención aquí es argüir que las limitaciones del discurso de representación en el que participa el sujeto del feminismo socavan sus supuestas universalidad y unidad.  De hecho, la reiteración prematura en un sujeto estable del feminismo -entendido como una categoría inconsútil de mujeres- provoca inevitablemente un gran rechazo para admitir la categoría. Estos campos de exclusión ponen de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque ésta se haya llevado a cabo con objetivos de emancipación.

En realidad, la división en el seno del feminismo y la oposición paradójica a él por parte de las «mujeres» a quienes dice representar muestran los límites necesarios de las políticas de identidad. La noción de que el feminismo puede encontrar una representación más extensa de un sujeto que el mismo feminismo construye tiene como consecuencia irónica que los objetivos feministas podrían frustrarse si no tienen en cuenta los poderes constitutivos de lo que afirman representar.

Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad «estratégica», porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas.

En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación de que el feminismo plantee un sujeto estable, ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables.

Por lo tanto, es obvio que la labor política no es rechazar la política de representación, lo cual tampoco sería posible.

Las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de sus propias acciones legitimadoras. Como tal, el punto de partida crítico es el presente histórico, como afirmó Marx. Y la tarea consiste en elaborar, dentro de este marco constituido, una crítica de las categorías de identidad que generan, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídicas actuales.

Quizás haya una oportunidad en esta coyuntura de la política cultural (época que algunos denominarían posfeminista) para pensar, desde una perspectiva feminista, sobre la necesidad de construir un sujeto del feminismo.

Dentro de la práctica política feminista, parece necesario replantearse de manera radical las construcciones ontológicas de la identidad para plantear una política representativa que pueda renovar el feminismo sobre otras bases. Por otra parte, tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que invariablemente niega. ¿Acaso las prácticas excluyentes, que fundan la teoría feminista en una noción de «mujeres» como sujeto, debilitan paradójicamente los objetivos feministas de ampliar sus exigencias de «representación»?[3]

Quizás el problema sea todavía más grave. La construcción de la categoría de las mujeres como sujeto coherente y estable, ¿es una reglamentación y reificación involuntaria de las relaciones entre los géneros? ¿Y no contradice tal reificación los objetivos feministas? ¿En qué medida consigue la categoría de las mujeres estabilidad y coherencia  únicamente en el contexto de la matriz heterosexual?[4]

Sí una noción estable de género ya no es la premisa principal de la política feminista, quizás ahora necesitemos una nueva política feminista para combatir las reificaciones mismas de género e identidad, que sostenga que la construcción variable de la identidad es un requisito metodológico y normativo, además de una meta política.

Examinar los procedimientos políticos que originan y esconden lo que conforma las condiciones al sujeto jurídico del feminismo es exactamente la labor de una genealogía feminista de la categoría de las mujeres. A lo largo de este intento de poner en duda a las «mujeres» como el sujeto del feminismo, la aplicación no problemática de esa categoría puede tener como consecuencia que se descarte la opción de que el feminismo sea considerado una política de representación. ‘

¿Qué sentido tiene ampliar la representación hacia sujetos que se construyen a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias normativas tácitas del sujeto? ¿Qué relaciones de dominación y exclusión se establecen de manera involuntaria cuando la representación se convierte en el único interés de la política? La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista si se asume que la formación del sujeto se produce dentro de un campo de poder que desaparece invariablemente mediante la afirmación de ese fundamento.

Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la «representación» tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las «mujeres» no se dé por sentado en ningún aspecto.

EL ORDEN OBLIGATORIO DE SEXO/GÉNERO/DESEO

Aunque la unidad no problemática de las «mujeres» suele usarse para construir una solidaridad de identidad la diferenciación entre sexo y género plantea una fragmentación en el sujeto feminista. Originalmente con el propósito de dar respuesta a la afirmación de que «biología es destino», esa diferenciación sirve al argumento de que, con independencia de la inmanejabilidad biológica que tenga aparentemente el sexo, el género se construye culturalmente: por esa razón, el género no es el resultado causal del sexo ni tampoco es tan aparentemente rígido como el sexo. Por tanto, la unidad del sujeto ya está potencialmente refutada por la diferenciación que posibilita que el género sea una interpretación múltiple del sexo.”

Si el género es los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no puede afirmarse que un género únicamente sea producto de un sexo. Llevada hasta su límite lógico, la distinción sexo/género muestra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos.

Si por el momento presuponemos la estabilidad del sexo binario, no está claro que la construcción de «hombres» dará como resultado únicamente cuerpos masculinos o que las «mujeres» interpreten sólo cuerpos femeninos. Además, aunque los sexos parezcan ser claramente binarios en su morfología y constitución (lo que tendrá que ponerse en duda), no hay ningún motivo para creer que también los géneros seguirán siendo sólo dos.[5]

La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él. Cuando la condición construida del género se teoriza como algo completamente independiente del sexo, el género mismo pasa a ser un artificio ambiguo, con el resultado de que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer.

Esta separación radical del sujeto con género plantea otros problemas. ¿Podemos hacer referencia a un sexo «dado» o a un género «dado» sin aclarar primero cómo se dan uno y otro y a través de qué medios? ¿Y al fin y al cabo qué es el «sexo»? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal, y cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales «hechos»?[6] ¿Tiene el sexo una historia?[7] ¿Tiene cada sexo una historia distinta, o varias historias?

¿Existe una historia de cómo se determinó la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos aparentemente naturales del sexo tienen lugar discursivamente mediante diferentes discursos científicos supeditados a otros intereses políticos y sociales?

Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada «sexo» esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.[8]

En ese caso no tendría sentido definir el género como la interpretación cultural del sexo, si éste es ya de por sí una categoría dotada de género. No debe ser visto únicamente como la inscripción cultural del significado en un sexo pre-determinado (concepto jurídico), sino que también debe indicar el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí.

Como consecuencia, el género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la «naturaleza sexuada» o «un sexo natural» se forma y establece como «prediscursivo», anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura.

Trataremos de nuevo esta construcción del «sexo» como lo radicalmente no construido al recordar en el capítulo 2 lo que afirman Lévi-Strauss y el estructuralismo. En esta coyuntura ya queda patente que una de las formas de asegurar de manera efectiva la estabilidad interna y el marco binario del sexo es situar la dualidad del sexo en un campo prediscursivo.

Esta producción del sexo como lo prediscursivo debe entenderse como el resultado del aparato de construcción cultural nombrado por el género. Entonces, ¿cómo debe reformularse el género para incluir las relaciones de poder que provocan el efecto de un sexo prediscursivo y esconden de esta manera ese mismo procedimiento de producción discursiva?

GÉNERO: LAS RUINAS CIRCULARES DEL DEBATE ACTUAL

¿Existe «un» género que las personas tienen, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta; «¿De qué género eres?»? Cuando las teóricas feministas argumentan que el género es la interpretación cultural del sexo o que el género se construye culturalmente, ¿cuál es el mecanismo de esa construcción?

Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el agente actúe y cambie? ¿Implica la «construcción» que algunas leyes provocan diferencias de género en ejes universales de diferencia sexual? ¿Cómo y dónde se construye el género? ¿Qué sentido puede tener para nosotros una construcción que no sea capaz de aceptar a un constructor humano anterior a esa construcción?

En algunos estudios, la afirmación de que el género está construido sugiere cierto determinismo de significados de género inscritos en cuerpos anatómicamente diferenciados, y se cree que esos cuerpos son receptores pasivos de una ley cultural inevitable. Cuando la «cultura» pertinente que «construye» el género se entiende en función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el   género es tan preciso y fijo como lo era bajo la afirmación de que «biología es destino». En tal caso, la cultura, y no la biología, se convierte en destino.

Por otra parte, Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que “No se nace mujer: llega una a serlo.”[9] Para Beauvoir, el género se «construye», pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo se  adopta o se adueña de ese género y, en principio podría  aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir? ¿Podría circunscribirse entonces la «construcción» a una forma de elección?

Beauvoir sostiene rotundamente que una «llega a ser» mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el «sexo», En su estudio no hay nada que asegure que la «persona» que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo femenino.

Sí “el cuerpo es una situación»,[10] como afirma, no se puede eludir a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por tanto, el sexo podría no cumplir los requisitos de una facticidad anatómica prediscursiva. De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.[11]

La polémica surgida respecto al significado de construcción parece desmoronarse con la polaridad filosófica convencional entre libre albedrío y determinismo. En consecuencia, es razonable suponer que una limitación lingüística común sobre el pensamiento crea y restringe los términos del debate.

Dentro de esos términos, el «cuerpo» se manifiesta como un medio pasivo sobre el cual se circunscriben los significados culturales o como el instrumento mediante el cual una voluntad apropiadora e interpretativa establece un significado cultural para sí misma. En ambos casos el cuerpo es un mero instrumento o medio con el cual se relaciona sólo externamente un conjunto de significados culturales.

Pero el «cuerpo» es en sí una construcción, como lo son los múltiples «cuerpos» que conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una existencia significable antes de la marca de su género; entonces, ¿en qué medida comienza a existir el cuerpo en y mediante la(s)  marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad rotundamente inmaterial?[12]

El hecho de que el género o el sexo sean fijos o libres está en función de un discurso que, como se verá, intenta limitar el análisis o defender algunos principios del humanismo como presuposiciones para cualquier análisis de género.

El lugar de lo intratable, ya sea en el «sexo» o el «género» o en el significado mismo de «construcción», otorga un indicio de las opciones culturales que pueden o no activarse mediante un análisis más profundo. Los límites del análisis discursivo del género aceptan las posibilidades de configuraciones imaginables y realizables del género dentro de la cultura y las hacen suyas.

Esto no quiere decir que todas y cada una de las posibilidades de género estén abiertas, sino que los límites del análisis revelan los límites de una experiencia discursivamente determinada. Esos límites siempre se establecen dentro de los términos de un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias que se manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal.

De esta forma, se elabora la restricción dentro de lo que ese lenguaje establece como el campo imaginable del género.

Incluso cuando los científicos sociales hablan del género como de un «factor» o una «dimensión» del análisis, también se refieren a personas encarnadas como «una marca» de diferencia biológica, lingüística o cultural.

En estos casos, el género puede verse como cierto significado que adquiere un cuerpo (ya) sexualmente diferenciado, pero incluso en ese caso ese significado existe únicamente en relación con otro significado opuesto. Algunas teóricas feministas aducen que el género es «una relación», o incluso un conjunto de relaciones, y no un atributo individual.

Otras, que coinciden. con Beauvoir, afirman que sólo el género femenino está marcado, que la persona universal y el género masculino están unidos y en consecuencia definen a las mujeres en términos de su sexo y convierten a los hombres en portadores de la calidad universal de persona que trasciende el cuerpo.

En un movimiento que dificulta todavía más la discusión, Luce lrigaray afirma que las mujeres son una paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres son el «sexo» que no es «uno».

Dentro de un lenguaje completamente masculinista, falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüísticas. Dentro de un lenguaje que se basa en la significación unívoca, el sexo femenino es lo no restringible y lo no designable.

En este sentido, las mujeres son el sexo que no es «uno», sino múltiple.[13] Al contrario que Beauvoir, quien piensa que las mujeres están designadas como lo Otro, Irigaray sostiene que tanto el sujeto como el Otro son apoyos masculinos de una economía significante, falogocéntrica y cerrada, que consigue su objetivo totalizador a través de la exclusión total de lo femenino.

Para Beauvoir, las mujeres son lo negativo de los hombres, la carencia frente a la cual se distingue la identidad masculina; para Irigaray, esa dialéctica específica establece un sistema que descarta una economía de significación totalmente diferente. Las mujeres no sólo están representadas falsamente dentro del marco sartreano de sujeto significante y Otro significado, sino que la falsedad de la significación vuelve inapropiada toda la estructura de representación.

En ese caso, el sexo que no es uno es el punto de partida para una crítica de la representación occidental hegemónica y de la metafísica de la sustancia que articula la noción misma del sujeto.

¿Qué es la metafísica de la sustancia, y cómo influye en la reflexión sobre las categorías del sexo? En primer lugar, las concepciones humanistas del sujeto tienen tendencia a dar por sentado que hay una persona sustantiva portadora de diferentes atributos esenciales y no esenciales.

Una posición feminista humanista puede sostener que el género es un atributo de un ser humano caracterizado esencialmente como una sustancia o «núcleo» anterior al género, denominada «persona», que designa una capacidad universal para el razonamiento, la deliberación moral o el lenguaje.

No obstante, la concepción universal de la persona ha sido sustituida como punto de partida para una teoría social del género por las posturas históricas y antropológicas que consideran el género como una «relación» entre sujetos socialmente constituidos en contextos concretos.

Esta perspectiva relacional o contextual señala que lo que «es» la persona y, de hecho, lo que «es» el género siempre es relativo a las relaciones construidas en las que se establece.[14]

Como un fenómeno variable y contextual, el género no designa a un ser sustantivo, sino a un punto de unión relativo entre conjuntos de relaciones culturales e históricas específicas.

Pero Irigaray afirmará que el «sexo» femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Esta ausencia no está marcada como tal dentro de la economía significante masculina, afirmación que da la vuelta al argumento de Beauvoir (y de Wittig) respecto a que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está. Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una «carencia» ni un «Otro» que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad.

Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni «Otro» ni «carencia», pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir.

Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje falogocéntrico.

Así pues, el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

Las diferenciaciones entre las posiciones mencionadas no son en absoluto claras; puede pensarse que cada una de ellas problematiza la localidad y el significado tanto del «sujeto» como del «género» dentro del contexto de la asimetría entre los géneros socialmente instaurada. Las opciones interpretativas del género en ningún sentido se acaban en las opciones mencionadas anteriormente.

La circularidad problemática de un cuestionamiento feminista del género se hace evidente por la presencia de dos posiciones: por un lado, las que afirman que el género es una característica secundaria de las personas, y por otro, las que sostienen que la noción misma de persona situada en el lenguaje como un «sujeto» es una construcción y una prerrogativa masculinistas que en realidad niegan la posibilidad estructural y semántica de un género femenino.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género (es más, acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es, de hecho, más fundamental, o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre) hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Para Beauvoír, el «sujeto» dentro del análisis existencial de la misoginia siempre es masculino, unido con lo universal, y se distingue de un «Otro» femenino fuera de las reglas universalizadoras de la calidad de persona, irremediablemente «específico», personificado y condenado a la inmanencia.

Aunque suele sostenerse que Beauvoir reclama el derecho de las mujeres a convertirse, de hecho, en sujetos existenciales y, en consecuencia, su inclusión dentro de los términos de una universalidad abstracta, su posición también critica la desencarnación misma del sujeto epistemológico abstracto masculino.[15]

Ese sujeto es abstracto en la medida en que no asume su encarnación socialmente marcada y, además, dirige esa encarnación negada y despreciada a la esfera femenina, renombrando efectivamente al cuerpo como hembra.

Esta asociación del cuerpo con lo femenino se basa en relaciones mágicas de reciprocidad mediante las cuales el sexo femenino se limita a su cuerpo, y el cuerpo masculino, completamente negado, paradójicamente se transforma en el instrumento incorpóreo de una libertad aparentemente radical. El análisis de Beauvoir formula de manera implícita la siguiente pregunta: ¿a través de qué acto de negación y desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad desencarnada y lo femenino se construye como una corporeidad no aceptada?

La dialéctica del amo y el esclavo, replanteada aquí por completo dentro de los terminos no recíprocos de la asimetría entre los géneros; prefigura lo que Irigaray luego definiré como la economía significante masculina que abarca tanto al sujeto existencial como a su Otro.

Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora.[16] La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo. Pese a mi empeño por afirmar lo contrario, parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos.[17]

La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica.

La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.[18]

En consecuencia, toda reproducción sin reservas de la diferenciación entre mente/cuerpo debe replantearse en virtud de la jerarquía implícita de los géneros que esa diferenciación ha creado, mantenido y racionalizado comúnmente.

La construcción discursiva del «cuerpo» y su separación de la «libertad» existente en la obra de Beauvoir no logra fijar; en el eje del genero, la propia diferenciación entre mente/cuerpo que presuntamente alumbra la persistencia de la asimetría entre los géneros. Oficialmente, para Beauvoir el cuerpo femenino está marcado dentro del discurso masculinista, razón por la cual el cuerpo masculino, en su fusión con lo universal, permanece sin marca.

Irigaray explica de forma clara que tanto la marca como lo marcado se insertan dentro de un modo masculinista de significación en el que el cuerpo femenino está «demarcado», por así decirlo, fuera

del campo de lo significable.

En términos poshegelianos, la mujer está “anulada”, pero no preservada. En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer «es sexo» se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino, más bien, el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad.

Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

TEORIZAR LO BINARIO, LO UNITARIO Y MÁS ALLÁ

Beauvoir e lrigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros; la primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista.

Si bien Irigaray extiende claramente el campo de la crítica feminista al explicar las estructuras epistemológica, ontológica y lógica de una economía significante masculinista, su análisis pierde fuerza justamente a causa de su alcance globalizador. ¿Se puede reconocer una economía masculinista monolítica así como monológica que traspase la totalidad de contextos culturales e históricos en los que se produce la diferencia sexual? ¿El hecho de no aceptar los procedimientos culturales específicos de la opresión de géneros es en sí una suerte de imperialismo epistemológico, que no se desarrolla con la mera elaboración de diferencias culturales como «ejemplos» del mismo falogocentrismo? El empeño por incluir culturas de «Otros» como amplificaciones variadas de un falogocentrismo global es un acto apropiativo que se expone a repetir el gesto falogocéntrico de autoexaltarse, y domina bajo el signo de lo mismo las diferencias que de otra forma cuestionarían ese concepto totalizador.[19]

La crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica respecto de las acciones totalizadoras del feminismo. El empeño por describir al enemigo como una forma singular es un discurso invertido que imita la estrategia del dominador sin ponerla en duda, en vez de proporcionar una serie de términos diferente. El hecho de que la táctica pueda funcionar tanto en entornos feministas como antifeministas demuestra que la acción colonizadora no es masculinista de modo primordial o irreductible.

Puede crear distintas relaciones de subordinación racial, de clase y heterosexista, entre muchas otras. Y es evidente que detallar las distintas formas de dominación, como he empezado a hacerlo, implica su coexistencia diferenciada y consecutiva en un eje horizontal que no explica sus coincidencias dentro del ámbito social. Un modelo vertical tampoco es suficiente; las opresiones no pueden agruparse sumariamente, relacionarse de manera causal o distribuirse en planos de «originalidad» y «derivatividad».[20]

De hecho, el campo de poder, estructurado en parte por la postura imperializante de apropiación dialéctica, supera e incluye el eje de la diferencia sexual, y proporciona una gráfica de diferenciales cruzadas que no pueden jerarquizarse de un modo sumario, ni dentro de los límites del falogocentrismo ni en ningún otro candidato al puesto de «condición primaria de opresión».

Más que una estrategia propia de economías significantes masculinistas, la apropiación dialéctica y la supresión del Otro es una estrategia más, supeditada, sobre todo, aunque no únicamente, a la expansión y racionalización del dominio masculinista.

Las discusiones feministas actuales sobre el esencialismo exploran el problema de la universalidad de la identidad femenina y la dominación masculinista de distintas maneras.

Las afirmaciones universalistas tienen su base en una posición epistemológica común o compartida (entendida como la conciencia articulada o las estructuras compartidas de la dominación) o en las estructuras aparentemente transculturales de la feminidad, la maternidad, la sexualidad y la écriture feminine.

El razonamiento con el que inicio este capítulo afirmaba que este gesto globalizador ha provocado numerosas críticas por parte de mujeres que afirman que la categoría «mujeres» es normativa y excluyente y se utiliza manteniendo intactas las dimensiones no marcadas de los privilegios de clase y raciales. Es decir, insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el conjunto concreto de «mujeres».

Se ha intentado plantear políticas de coalición que no den por sentado cuál sería el contenido de “mujeres”. Más bien proponen un conjunto de encuentros dialógicos con los que mujeres de posturas diversas propongan distintas identidades dentro del marco de una coalición emergente.

Es evidente que no debe subestimarse el valor de la política de coalición, pero la forma misma de coalición, de un conjunto emergente e impredecible de posiciones, no puede imaginarse por adelantado. A pesar del impulso, claramente democratizador, que incita a construir una coalición, ninguna teórica de esta posición puede, involuntariamente, reinsertarse como soberana del procedimiento al tratar de establcer una forma ideal anticipada para las estructuras de coalición que realmente asegure la unidad como conclusión. Los esfuerzos por precisar qué es y qué no es la forma verdadera de un diálogo, qué constituye una posición de sujeto y, sobre todo, cuándo se ha conseguido la «unidad», pueden impedir la dinámica autoformativa y autolimitante de la coalición.

Insistir anticipadamente en la «unidad» de coalición como objetivo implica que la solidaridad, a cualquier precio, es una condición previa para la acción política. Pero, ¿qué tipo de política requiere ese tipo de unidad anticipada? Quizás una coalición tiene que admitir sus contradicciones antes de comenzar a actuar conservando intactas dichas contradicciones.

O quizá parte de lo que implica la comprensión dialógica sea aceptar la divergencia, la ruptura, la fragmentación y la división como parte del proceso, por lo general tortuoso, de la democratización. El concepto mismo de «diálogo» es culturalmente específico e histórico, pues mientras que un hablante puede afirmar que se está manteniendo una conversación, otro puede asegurar que no es así.

Primero deben ponerse en tela de juicio las relaciones de poder que determinan y restringen las posibilidades dialógicas. De lo contrario, el modelo de diálogo puede volver a caer en un modelo liberal, que implica que los agentes hablantes poseen las mismas posiciones de poder y hablan con las mismas presuposiciones acerca de lo que es «acuerdo» y «unidad» y, de hecho, que ésos son los objetivos que se pretenden. Sería erróneo suponer anticipadamente que hay una categoría de «mujeres» que simplemente deba poseer distintos componentes de raza, clase, edad, etnicidad y sexualidad para que esté completa.

La hipótesis de su carácter incompleto esencial posibilita que esa categoría se utilice como un lugar de significados refutados que existe de forma permanente. El carácter incompleto de la definición de esta categoría puede servir, entonces, como un ideal normativo desprovisto de la fuerza coercitiva.

Es precisa la «unidad» para una acción política eficaz? ¿Es Justamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad la causante de una división cada vez más amarga entre los grupos? Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de una coalición, justamente porque la «unidad» de la categoría de las mujeres ni se presupone ni se desea.

¿Establece la «unidad» una norma de solidaridad excluyente en el ámbito de la identidad, que excluye la posibilidad de diferentes acciones que modifican las fronteras mismas de los conceptos de identidad o que precisamente intentan conseguir ese cambio como un objetivo político explícito? Sin la presuposición ni el objetivo de «unidad», que en ambos casos se crea en un nivel conceptual, pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones específicas cuyos propósitos no son la organización de la identidad. Sin la expectativa obligatoria de que las acciones feministas deben construirse desde una identidad estable, unificada y acordada, éstas bien podrían iniciarse más rápidamente y parecer más aceptables para algunas «mujeres», para quienes el significado de la categoría es siempre discutible .

Este acercamiento antifundacionista a la política de coalición no implica que la «identidad» sea una premisa, ni que la forma y el significado del conjunto en una coalición puedan conocerse antes de que se efectúe. Puesto que la estructuración de una identidad dentro de límites culturales disponibles establece una definición que descarta por adelantado la aparición de nuevos conceptos de identidad en acciones políticamente comprometidas y a través de esas, la táctica fundacionista no puede tener como fin normativo la transformación o la ampliación de los conceptos existentes de identidad. Asimismo, cuando las identidades acordadas o las estructuras dialógicas estipuladas, mediante las cuales se comunican las identidades ya establecidas, ya no son el tema o el sujeto de la política, entonces las identidades pueden llegar a existir y descomponerse conforme a las prácticas específicas que las hacen posibles.

Algunas prácticas políticas establecen identidades sobre una base contingente para conseguir cualquier objetivo. La política de coalición no exige ni una categoría ampliada de «mujeres» ni una identidad internamente múltiple que describa su complejidad de manera inmediata.

El género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un reíos normativo de definición cerrada.

IDENTIDAD, SEXO Y LA METAFISICA DE LA SUSTANCIA

¿Qué significado puede tener entonces la «identidad» y cuál es la base de la presuposición de que las identidades son idénticas a sí mismas, y que se mantienen a través del tiempo como iguales, unificadas e internamente coherentes?

Y, por encima de todo, ¿cómo configuran estas suposiciones los discursos sobre «identidad de género»? Sería erróneo pensar que primero debe analizarse la «identidad» y después la identidad de género por la sencilla razón de que las «personas» sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género.

Los análisis sociológicos convencionales intentan dar cuenta de la idea de persona en función de la capacidad de actuación que requiere prioridad ontológica respecto de los distintos papeles y funciones mediante los cuales adquiere una visibilidad social y un significado.

Dentro del propio discurso filosófico, la idea de «la persona» se ha ampliado de manera analítica sobre la hipótesis de que el contexto social «en» que está una persona de alguna manera está externamente relacionado con la estructura de la definición de «calidad de persona» [personhood], ya sea la conciencia, la capacidad para el lenguaje o la deliberación moral. Si bien no profundizaremos en esos estudios, una premisa de esas investigaciones es su énfasis en la exploración crítica y la inversión.

Mientras que la cuestión de qué es lo que establece la «identidad personal» dentro de los estudios filosóficos casi siempre se centra en la pregunta de qué aspecto interno de la persona determina la continuidad o la propia identidad de la persona a través del tiempo, habría que preguntarse: ¿en qué medida las prácticas reguladoras de la formación y la separación de género determinan la identidad, la coherencia interna del sujeto y, de hecho, la condición de la persona de ser idéntica a sí misma?

¿En qué medida la «identidad» es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia? ¿Cómo pueden las prácticas reglamentadoras que determinan el género hacerlo con las nociones culturalmente inteligibles de la identidad?

En definitiva, la «coherencia» y la «continuidad» de «la persona» no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas. En la medida en que la «identidad» se preserva mediante los conceptos estabilizadores de sexo, género y sexualidad, la noción misma de «la persona» se pone en duda por la aparición cultural de esos seres con género «incoherente» o «discontinuo» que aparentemente son personas pero que no se corresponden con las normas de género culruralmente inteligibles mediante las cuales se definen las personas.

Los géneros «inteligibles» son los que de alguna manera instauran y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia, concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la «expresión» o «efecto» de ambos en la aparición del deseo sexual a través de la práctica sexual.

La noción de que puede haber una «verdad» del sexo, como la denomina irónicamente Foucault, se crea justamente a través de las prácticas reguladoras que producen identidades coherentes a través de la matriz de reglas coherentes de género. La heterosexualización del deseo exige e instaura la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre «femenino» y «masculino», entendidos estos conceptos como atributos que designan «hombre» y «mujer».

La matriz cultural -mediante la cual se ha hecho inteligible la identidad de género– exige que algunos tipos de «identidades» no puedan «existir»: aquellas en las que el género no es consecuencia del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son «consecuencia» ni del sexo ni del género.

En este contexto, «consecuencia» es una relación política de vinculación creada por las leyes culturales, las cuales determinan y reglamentan la forma y el significado de la sexualidad. En realidad, precisamente porque algunos tipos de «identidades de género» no se adaptan a esas reglas de inteligibilidad cultural, dichas identidades se manifiestan únicamente como defectos en el desarrollo o imposibilidades lógicas desde el interior de ese campo. No obstante, su insistencia y proliferación otorgan grandes oportunidades para mostrar los límites y los propósitos reguladores de ese campo de inteligibilidad y, por tanto, para revelar -dentro de los límites mismos de esa matriz de inteligibilidad- otras matrices diferentes y subversivas de desorden de género.

Pero antes de analizar esas prácticas desordenadoras, es importante entender la «matriz de inteligibilidad». ¿Es singular? ¿De qué está formada? ¿Cuál es la peculiar unión que aparentemente hay entre un sistema de heterosexualidad obligatoria y las categorías discursivas que determinan los conceptos de identidad del sexo? Si la «identidad» es un efecto de las prácticas discursivas, ¿hasta qué punto la identidad de género, vista como una relación entre sexo, género, práctica sexual y deseo, es el efecto de una práctica reguladora que puede definirse como heterosexualidad obligatoria? ¿Nos devolvería esa explicación a otro marco totalizador en el que la heterosexualidad obligatoria simplemente ocupa el lugar del falogocentrísmo como la causa monolítica de la opresión de género?

Dentro del ámbito de las teorías feminista y postestructuralista francesas, se cree que diferentes regímenes de poder crean los conceptos de identidad del sexo. Considérese la oposición entre esas posturas, como la de lrigaray, que sostienen que sólo existe un sexo, el masculino, que evoluciona en y mediante la producción del «Otro»; y, por otra parte, posturas como la de Foucault, que argumenta que la categoría de sexo, ya sea masculino o femenino, es la producción de una economía difusa que regula la sexualidad.

Considérese también el argumento de Wittig respecto a que la categoría de sexo, en las condiciones de heterosexualidad obligatoria, siempre es femenina (mientras que la masculina no está marcada y, por tanto, es sinónimo de lo «universal»).

Aunque parezca paradójico, Wittig está de acuerdo con Foucault cuando afirma que la categoría misma de sexo se anularía y, de hecho, desaparecería a través de la alteración y el desplazamiento de la hegemonía heterosexual.

Las diferentes explicaciones que se presentan aquí revelan las diversas maneras de entender la categoría de sexo, dependiendo de la forma en la que se organiza el campo de poder. ¿Se puede preservar la complejidad de estos campos de poder y al mismo tiempo pensar en sus capacidades productivas?

Por un lado, la teoría de Irigaray sobre la diferencia sexual expresa que no se puede definir nunca a las mujeres según el modelo de un «sujeto» en el seno de los sistemas de representación habituales de la cultura occidental, justamente porque son el fetiche de la representación y, por tanto, lo no representable como tal. Las mujeres nunca pueden “ser”, según esta ontología de las sustancias, justamente porque son la relación de diferencia, lo excluido, mediante lo cual este dominio se distingue.

Las mujeres también son una «diferencia» que no puede ser entendida como la mera negación o el «Otro» del sujeto ya siempre masculino. Como he comentado anteriormente, no son ni el sujeto ni su Otro, sino una diferencia respecto de la economía de oposición binaria, que es por sí misma una estratagema para el desarrollo monológico de lo masculino.

No obstante, para todas estas posiciones es vital la idea de que el sexo surge dentro del lenguaje hegemónico como una sustancia, como un ser idéntico a sí mismo, en términos metafísicos. Esta apariencia se consigue mediante un giro performativo del lenguaje y del discurso que esconde el hecho de que «ser» de un sexo o un género es básicamente imposible.

Según lrigaray, la gramática nunca puede ser un indicio real de las relaciones entre los géneros porque respalda justamente el modelo sustancial de género como una relación binaria entre dos términos positivos y representables.”

Para Irigaray, la gramática sustantiva del género, que implica a hombres y mujeres, así como sus atributos de masculino y femenino, es un ejemplo de una oposición binaria que de hecho disfraza el discurso unívoco y hegemónico de lo masculino, el falogocentrismo, acallando lo femenino como un lugar de multiplicidad subversiva.

Para Foucault, la gramática sustantiva del sexo exige una relación binaria artificial entre los sexos, y también una coherencia interna artificial dentro de cada término de esa relación binaria. La reglamentación binaria de la sexualidad elimina la multiplicidad subversiva de una sexualidad que trastoca las hegemonías heterosexual, reproductiva y médico-jurídica.

Para Wittig, la restricción binaria del sexo está supeditada a los objetivos reproductivos de un sistema de hetero-sexualidad obligatoria; en ocasiones afirma que el derrumbamiento de ésta dará lugar a un verdadero humanismo de «la persona» liberada de los grilletes del sexo.

En otros contextos, plantea que la profusión y la difusión de una economía erótica no falocéntrica harán desaparecer las ilusiones de sexo, género e identidad. En otros fragmentos de sus textos «la lesbiana» aparentemente aparece como un tercer género que promete ir más allá de la restricción binaria del sexo instaurada por el sistema de heterosexualidad obligatoria.

En su defensa del «sujeto cognoscitivo», aparentemente Wittig no mantiene ningún pleito metafísico con las formas hegemónicas de significación o representación; de hecho, el sujeto con su  atributo de autodeterminación, parece ser la rehabilitación del agente de la elección existencial bajo el nombre de «lesbiana»:

«La llegada de sujetos individuales supone destruir primero las categorías de sexo (…) la lesbiana es el único concepto que conozco que trasciende las categorías de sexo».” No censura al «sujeto» por ser siempre masculino según las normas de lo Simbólico inevitablemente patriarcal, sino que recomienda en su lugar el equivalente del sujeto lesbiano como usuario del lenguaje.[21]

Identificar a las mujeres con el «sexo» es, para Beauvoir y Wittig, una unión de la categoría de mujeres con las características aparentemente sexualizadas de sus cuerpos y, por consiguiente, un rechazo a dar libertad y autonomía a las mujeres como aparentemente las disfrutan los hombres.

Así pues, destruir la categoría de sexo sería destruir un atributo, el sexo, que a través de un gesto misógino de sinécdoque ha ocupado el lugar de la persona, el cogito autodeterminante. Dicho de otra forma, sólo los hombres son «personas» y solo hay un género: el femenino.

“El género es el índice lingüístico de la oposición política entre los sexos. Género se utiliza aquí en singular porque realmente no hay dos géneros. Únicamente hay uno: el femenino pues el “masculino” no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino, sino lo general.”[22]

Así pues, Wittig reclama la destrucción del «sexo» para que las mujeres puedan aceptar la posición de un sujeto universal. En ese camino hacia esa destrucción, las «mujeres» deben asumir tanto una perspectiva particular como otra universal.[23]

En tanto que sujeto capaz de conseguir la universalidad concreta a través de la libertad, la lesbiana de Wittig corrobora la promesa normativa de ideales humanistas que se asientan en la premisa de la metafísica de la sustancia, en vez de refutarla. En este sentido, Wittig se desmarca de lrigaray no sólo en lo referente a las oposiciones ahora muy conocidas entre esencialismo y materialismo,[24] sino también en la adhesión a una metafísica de la sustancia que corrobora el modelo normativo del humanismo como el marco del feminismo.

Cuando Wittig parece defender un proyecto radical de emancipación lesbiana y distingue entre «lesbiana» y «mujer», lo hace mediante la defensa de la «persona» anterior al género, representada como libertad.

Esto no sólo confirma el carácter presocial de la libertad humana, sino que también respalda esa metafísica de la sustancia que es responsable de la producción y la naturalización de la categoría del sexo en sí.

La metafísica de la sustancia es una frase relacionada con Nietzsche dentro de la crítica actual del discurso filosófico.

En un comentario sobre Nietzsche, Michel Haar afirma que numerosas ontologías filosóficas se han quedado atrapadas en ciertas ilusiones de «Ser> y «Sustancia» animadas por la idea de que la formulación gramatical de sujeto y predicado refleja la realidad ontológica previa de sustancia y atributo.

Estos constructos, según Haar, conforman los medios filosóficos artificiales mediante los cuales se crean de manera efectiva la simplicidad, el orden y la identidad. Pero en ningún caso muestran ni representan un orden real de las cosas.

Para nuestros fines, esta crítica nietzscheana es instructiva si se atribuye a las categorías psicológicas que rigen muchas reflexiones populares y teóricas sobre la identidad de género.

Como sostiene Haar, la crítica de la metafísica de la sustancia conlleva una crítica de la noción misma de la persona psicológica como una cosa sustantiva:

La destrucción de la lógica mediante su genealogía implica además la desaparición de las categorías psicológicas basadas en esta lógica. Todas las categorías psicológicas (el yo, el Individuo, la persona) proceden de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común, sino también a los filósofos, es decir, la creencia en el lenguaje y, más concretamente, en la verdad de las categorías gramaticales.

La gramatica (la estructura de sujeto y predicado) sugirió la certeza de Descartes de que «yo» es el sujeto de «pienso», cuando más bien son los pensamientos los que vienen a «mi»: en el fondo la fe en la gramática solamente comunica la voluntad de ser la «causa» de los pensamientos propios. El sujeto, el yo, el indivíduo son tan sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística.[25]

Wittig ofrece una crítica diferente al señalar que las personas no pueden adquirir significado dentro del lenguaje sin la marca del género. Analiza desde la perspectiva política la gramática del género en francés. Para Wittig, el género no solo designa a personas -las «califica» por así decirlo- sino que constituye una episteme conceptual mediante la cual se universaliza el marco binario del género. Aunque el francés posee un género para todo tipo de sustantivos de personas, Wittig sostiene que su análisis también puede aplicarse al inglés. Al principio de «The Mark of Gender» (1984), escribe:

Para los gramáticos, la marca del género está relacionada con los sustantivos. Hacen referencia a éste en términos de función. Si ponen en duda su significado, lo hacen en broma, llamando al género un «sexo ficticio» [… ). En lo que concierne a las categorías de la persona, ambos [inglés y francés] son portadores de género en la misma medida. En realidad, ambos originan un concepto ontológico primitivo que en el lenguaje divide a los seres en sexos distintos [ … [. Como concepto ontológico que trata de la naturaleza del Ser, junto con una nebulosa distinta de otros conceptos primitivos que pertenecen a la misma línea de pensamiento, el género parece atañer principalmente a la filosofía.”

El hecho de que el género «pertenezca a la filosofía» significa, según Wittig, que pertenece a «ese cuerpo de conceptos evidentes por sí solos, sin los cuales los filósofos no pueden definir una línea de razonamiento y que según ellos se presuponen, ya existen previamente a cualquier pensamiento u orden social en la naturaleza».”

El razonamiento de Wittig se confirma con ese discurso popular sobre la identidad de género que, sin ningún tipo de duda, atribuye la inflexión de «ser» a los géneros y a las «sexualidades». La afirmación no problemática de «ser» una mujer y «ser» heterosexual sería representativa de dicha metafísica de la sustancia del género. Tanto en el caso de «hombres» como en el de «mujeres», esta afirmación tiende a supeditar la noción de género a la de identidad y a concluir que una persona es de un género y lo es en virtud de su sexo, su sentido psíquico del yo y diferentes expresiones de ese yo psíquico, entre las cuales está el deseo sexual.

En ese contexto prefeminista, el género, ingenuamente (y no críticamente) confundido con el sexo, funciona como un principio unificador del yo encarnado y conserva esa unidad por encima y en contra de un «sexo opuesto», cuya estructura presuntamente mantiene cierta coherencia interna paralela pero opuesta entre sexo, género y deseo.

Las frases «Me siento como una mujer» pronunciada por una persona del sexo femenino y «Me siento como un hombre» formulada por alguien del sexo masculino dan por sentado que en ningún caso esta afirmación es redundante de un modo carente de sentido. Aunque puede no parecer problemático ser de una anatomía dada (aunque más tarde veremos que ese proyecto también se enfrenta a muchas dificultades), la experiencia de una disposición psíquica o una identidad cultural de género se considera un logro.

Así, la frase «Me siento como una mujer» es cierta si se acepta la invocación de Aretha Franklin al Otro definidor: «Tú me haces sentir como una mujer natural».[26] Este logro exige diferenciarse del género opuesto. Por consiguiente, uno es su propio género en la medida en que uno no es el otro género, afirmación que presupone y fortalece la restricción de género dentro de ese par binario.

El género puede designar una unidad de experiencia, de sexo, género y deseo, sólo cuando sea posible interpretar que el sexo de alguna forma necesita el género -cuando el género es una designación psíquica o cultural del yo- y el deseo -cuando el deseo es heterosexual y, por lo tanto, se distingue mediante una relación de oposición respecto del otro género al que desea-. Por tanto, la coherencia o unidad interna de cualquier género, ya sea hombre o mujer, necesita una heterosexualidad estable y de oposición. Esa heterosexualidad institucional exige y crea la univocidad de

cada uno de los términos de género que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un sistema de géneros binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa al deseo. Se presupone que la unidad metafísica de los tres se conoce realmente y que se manifiesta en un deseo diferenciador por un género opuesto, es decir, en una forma de heterosexualidad en la que hay oposición. Ya sea como un paradigma naturalista que determina una continuidad causal entre sexo, género y deseo, ya sea como un paradigma auténtico expresivo en el que se afirma que algo del verdadero yo se muestra de manera simultánea o sucesiva en el sexo, el género y el deseo, aquí «el viejo sueño de simetría», como lo ha denominado lrigaray, se presupone, se reifica y se racionaliza.

Este esbozo del género nos ayuda a comprender los motivos políticos de la visión sustancializadora del género. Instituir una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y reglamenta al género como una relación binaria en la que el término masculino se distingue del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas del deseo heterosexual. El hecho de establecer una distinción entre los dos momentos opuestos de la relación binaria redunda en la consolidación de cada término y la respectiva coherencia interna de sexo, género y deseo.

El desplazamiento estratégico de esa relación binaria y la metafísica de la sustancia de la que depende admite que las categorías de hembra y macho, mujer y hombre, se constituyen de manera parecida dentro del marco binario. Foucault está de acuerdo de manera implícita con esta explicación.

En el último capítulo del primer tomo de La historia de la sexualidad y en su breve pero reveladora introducción a Herculine Barbin, llamada Alexina B.[27] Foucault dice que la categoría de sexo, anterior a toda categorización de diferencia sexual se establece mediante una forma de sexualidad históricamente específica. La producción táctica de la categorización discreta y binaria del sexo esconde la finalidad estratégica de ese mismo sistema de producción al proponer que el «sexo» es «Una causa» de la experiencia, la conducta y el deseo sexuales. El cuestionamiento genealógico de Foucault muestra que esta supuesta «causa» es «un efecto», la producción de un régimen dado de sexualidad, que intenta regular la experiencia sexual al determinar las categorías discretas del sexo como funciones fundacionales y causales en el seno de cualquier análisis discursivo de la sexualidad.

Foucault, en su introducción al diario de este hermafrodita, Herculine Barbin, sostiene que la crítica genealógica de estas categorías reificadas del sexo es la consecuencia involuntaria de prácticas sexuales que no se pueden incluir dentro del discurso médico legal de una heterosexualidad naturalizada. Herculine no es una «identidad». sino la imposibilidad sexual de una identidad.

Si bien las partes anatómicas masculinas y femeninas se distribuyen conjuntamente en y sobre su cuerpo, no es ésa la fuente real del escándalo. Las convenciones lingüísticas que generan seres con género inteligible encuentran su límite en Herculine justamente porque ella/él origina una convergencia y la desarticulación de las normas que rigen sexo/género/deseo.

Herculine expone y redistribuye los términos de un sistema binario, pero esa misma redistribución altera y multiplica los términos que quedan fuera de la relación binaria misma.

Para Foucault, Herculine no puede categorizarse dentro de la relación binaria del género tal como es; la sorprendente concurrencia de heterosexualidad y homosexualidad en su persona es originada -pero nunca causada- por su discontinuidad anatómica. La apropiación que Foucault hace de Herculine es “sospechosa,” pero su análisis añade la idea interesante de que la heterogeneidad sexual (paradójicamente impedida por una hetero-sexualidad naturalizada) contiene una crítica de la metafísica de la sustancia en la medida en que penetra en las categorías identitarias del sexo.

Foucault imagina la experiencia de Herculine como un mundo de placeres en el que «flotaban, en el aire, sonrisas sin dueño».[28] Sonrisas, felicidades, placeres y deseos se presentan aquí como cualidades sin una sustancia permanente a la que presuntamente se adhieran. Como atributos vagos, plantean la posibilidad de una experiencia de género que no puede percibirse a través de la gramática sustancializadora y jerarquizadora de los sustantivos (res extensa) y los adjetivos (atributos, tanto esenciales como accidentales).

A partir de su interpretación sumaria de Herculine, Foucault propone una ontología de atributos accidentales que muestra que la demanda de la identidad es un principio culturalmente limitado de orden y jerarquía, una ficción reguladora.

Si se puede hablar de un «hombre» con un atributo masculino y entender ese atributo como un rasgo feliz pero accidental de ese hombre, entonces también se puede hablar de un «hombre» con un atributo femenino, cualquiera que éste sea, aunque se continúe sosteniendo la integridad del género. Pero una vez que se suprime la prioridad de «hombre» y «mujer» como sustancias constantes, entonces ya no se pueden supeditar rasgos de género disonantes como otras tantas características secundarias y accidentales de una ontología de género que está fundamentalmente intacta. Si la noción de una sustancia constante es una construcción ficticia creada a través del ordenamiento obligatorio de atributos en secuencias coherentes de género, entonces parece que el género como sustancia, la viabilidad de hombre y mujer como sustantivos, se cuestiona por el juego disonante de atributos que no se corresponden con modelos consecutivos o causales de inteligibilidad.

La apariencia de una sustancia constante o de un yo con género (lo que el psiquiatra Roben Stoller denomina un «núcleo de género»)[29] se establece de esta forma por la reglamentación de atributos que están a lo largo de líneas de coherencia culturalmente establecidas. La consecuencia es que el descubrimiento de esta producción ficticia está condicionada por el juego des reglamentado de atributos que se oponen a la asimilación al marco prefabricado de sustantivos primarios y adjetivos subordinados.

Obviamente, siempre se puede afirmar que los adjetivos disonantes funcionan retroactivamente para redefinir las identidades sustantivas que aparentemente modifican y, por lo tanto, para ampliar las categorías sustantivas de género de modo que permitan posibilidades antes negadas. Pero si estas sustancias sólo son las coherencias producidas de modo contingente mediante la reglamentación de atributos, parecería que la ontología de las sustancias en sí no es únicamente un efecto artificial sino que es esencialmente superflua.

En este sentido, género no es un sustantivo, ni tampoco es un conjunto de atributos vagos, porque hemos visto que el efecto sustantivo del género se produce performativamente y es impuesto por las prácticas reguladoras de la coherencia de género. Así, dentro del discurso legado por la metafísica de la sustancia, el género resulta ser performativo, es decir, que conforma la identidad que Se supone que es.

En este sentido, el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. El reto que supone reformular las categorías de género fuera de la metafísica de la sustancia deberá considerar la adecuación de la afirmación que hace Nietzsche en La genealogía de la moral en cuanto a que «no hay ningún “ser” detrás del hacer, del actuar, del devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».”

En una aplicación que el mismo Nietzsche no habría previsto ni perdonado, podemos añadir como corolario: no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas «expresiones» que, al parecer, son resultado de ésta.

LENGUAJE, PODER Y ESTRATEGIAS DE DESPLAZAMIENTO

No obstante, numerosos estudios feministas han afirmado que hay un «hacedor» detrás de la acción. Sin un actuante, se afirma, no es posible la acción y, por lo tanto, tampoco la capacidad para transformar las relaciones de dominación dentro de la sociedad.

En el continuo de teorías sobre el sujeto, la teoría feminista radical de Wittig es ambigua. Por un lado, Wittig parece refutar la metafísica de la sustancia pero, por el otro, mantiene al sujeto humano, el individuo, como el sitio metafísico donde se sitúa la capacidad de acción.

Si bien el humanismo de Wittig presupone de forma clara que hay un realizador de la acción, su teoría de todas formas traza la construcción performativa del género dentro de las prácticas materiales de la cultura, refutando la temporalidad de las explicaciones que confundieran «causa» con «resultado».

En una frase que muestra el espacio intertextual que une a Wittig con Foucault (y descubre los rastros de la noción marxista de reificación en ambas teorías), ella escribe:

Un acercamiento feminista materialista manifiesta que lo que consideramos la causa o el origen de la opresión es, en realidad, sólo la marca impuesta por el opresor, el «mito de la mujer», más sus efectos y manifestaciones materiales en la conciencia y en los cuerpos de las mujeres que han sido apropiados. Así, esta marca no existe antes de la opresión [ … ]; el sexo se considera un «dato inmediato», un «dato sensible», «rasgos físicos» que pertenecen a un orden natural. Pero lo que consideramos una percepción física y directa es únicamente una construcción mítica y compleja, una «formación imaginería».[30]

Puesto que esta producción por parte de la «naturaleza» se desarrolla de acuerdo con los dictados de la heterosexualidad obligatoria, la aparición del deseo homosexual, según ella, va más allá de las categorías del sexo: «Si el deseo pudiera liberarse, no tendría nada que ver con las marcas preliminares de los sexos».[31]

Wittig hace referencia al «sexo» como una marca que de alguna forma se refiere a la heterosexualidad institucionalizada, una marca que puede ser eliminada u ofuscada mediante prácticas que necesariamente niegan esa institución.

Obviamente, su visión se aleja radicalmente de la de lrigaray. Ésta entiende la «marca» de género como parte de la economía significante hegemónica de lo masculino, la cual funciona mediante los dispositivos de especularización que funcionan por sí solos y que prácticamente han establecido el campo de la ontología en la tradición filosófica occidental.

Para Wittig, el lenguaje es un instrumento o herramienta que en ningún caso es misógino en sus estructuras, sino sólo en sus utilízacíones.[32] Para Irigaray, la posibilidad de otro lenguaje o economía significante es la única forma de evitar la «marca» del género que, para lo femenino, no es sino la eliminación falogocéntrica de su sexo.

Mientras que Irigaray intenta explicar la relación presuntamente «binaria» entre los sexos como una estratagema masculinista que niega completamente lo femenino, Wittig afirma que posturas como la de Irigaray vuelven a afianzar lo binario entre masculino y femenino y vuelven a poner en movimiento una noción mítica de lo femenino. Claramente influida por la crítica que Beauvoir hace del mito de lo femenino en El segundo sexo, Wittig dice: «No hay “escritura femenína».”[33]

Wittig es perfectamente consciente del poder que posee el lenguaje para subordinar y excluir a las mujeres. Con todo, como «materialista» que es, cree que el lenguaje es «otro orden de materialidad»,[34] una institución que puede modificarse de manera radical. El lenguaje es una de las prácticas e instituciones concretas y contingentes mantenidas por la elección de los individuos y, por lo tanto, debilitadas por las acciones colectivas de los individuos que eligen.

La ficción lingüística del «sexo», sostiene, es una categoría producida y extendida por el sistema de heterosexualidad obligatoria en un intento por ceñir la producción de identidades sobre el eje del deseo heterosexual. En algunos de sus escritos, la homosexualidad —tanto masculina como femenina, así como otras posiciones independientes del contrato heterosexual- ofrece la posibilidad tanto para el derrocamiento como para la proliferación de la categoría de sexo.

Sin embargo, en El cuerpo lesbiano y en otros textos, Wittig se desmarca de la sexualidad genitalmente organizada per se y propone una economía de los placeres diferente que refutaría la construcción de la subjetividad femenina marcada por la función reproductiva presuntamente distintiva de las mujeres.[35] Aquí la proliferación de los placeres fuera de la economía reproductiva implica una forma específicamente femenina de difusión erótica, vista como una contraestrategia a la construcción reproductiva de la genitalidad.

En cierto modo, El cuerpo lesbiano puede interpretarse, según Wittig, como una lectura «invertida» de los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud, donde éste afirma la superioridad de desarrollo de la sexualidad genital por encima y en contra de la sexualidad infantil, la cual es menos limitada y más prolija. El «invertido» -la definición médica usada por Freud para designar a -homosaexual- es el único que no «cumple» con la norma genital.

Al hacer una crítica política contra la genitalidad, Wittig muestra la «inversión» como una práctica de lectura crítica, que valora justamente los aspectos de una sexualidad no desarrollada nombrada por Freud y que de hecho inicia una «política posgenital».[36]

En realidad, la idea de desarrollo puede interpretarse sólo como una normalización dentro de la matriz heterosexual. Pero, ¿es ésta la única interpretación posible de Freud? ¿Yen qué medida está implicada la práctica de «inversión» de Wittig con el mismo modelo de normalización que ella pretende rebAtir?

En definitiva, si el modelo de una sexualidad antigenital y más difusa es la única opción de oposición a la estructura hegemónica de la sexualidad, ¿en qué medida está esa relación binaria obligada a reproducirse de manera interminable? ¿Qué posibilidad existe de alterar la oposición binaria en sí?

La relación de oposición con el psicoanálisis planteada por Wittig tiene como consecuencia que su teoría supone precisamente esa teoría psicoanalítica del desarrollo, ahora totalmente «invertida», que ella intenta vencer. La perversidad polimorfa, que supuestamente existe antes que las marcas del sexo, se valora como el telos de la sexualidad humana.[37]

Una posible respuesta psicoanalítica feminista a Wittig seria que ésta subteoriza y subestima el significado y la función del lenguaje en la que tiene lugar «la marca del género».

Wittig concibe la práctica de marcar como algo contingente, radicalmente variable y hasta prescindible. La categoría de una prohibición fundamental en la teoría lacaniana opera con mayor fuerza y menor contingencia que la idea de una práctica reguladora en Foucault, o el análisis materialista de un sistema de dominación heterosexista en Wittig.

En Lacan, así como en el replanteamiento poslacaniano de Freud que hace lrigaray, la diferencia sexual no es un mero binarismo que preserva la metafísica de la sustancia como su fundamento. El «sujeto» masculino es una construcción ficticia elaborada por la ley que prohíbe el incesto y dictamina un desplazamiento infinito de un deseo heterosexualízador. Lo femenino nunca es una marca del sujeto; lo femenino no podría ser un «atributo» de un género. Más bien, lo femenino es la significación de la falta, significada por lo Simbólico; un conjunto de reglas lingüísticas diferenciadoras que generan la diferencia sexual. La postura lingüística masculina soporta la individualización y la heterosexualízación exigidas por las prohibiciones fundadoras de la ley Simbólica, la ley del Padre. El tabú del incesto, que aleja al hijo de la madre y de este modo determina la relación de parentesco entre ellos, es una ley que se aplica «en el nombre del Padre». De forma parecida, la ley que repudia el deseo de la hija por la madre y por el padre exige que la niña acepte el emblema de la maternidad y preserve las reglas del parentesco. De esta manera, tanto la posición masculina como la femenina se establecen por medio de leyes prohibitivas que crean géneros culturalmente inteligibles, pero únicamente a través de la creación de una sexualidad inconsciente que reaparece en el ámbito de lo imaginario.[38]

La apropiación feminista de la diferencia sexual, ya sea vista como oposición al falogocentrismo de Lacan (Irigaray) o como una reformulación crítica de Lacan, no teoriza lo femenino como una expresión de la metafísica de la sustancia sino como la ausencia no representable elaborada por la negación (masculina) en la que se asienta la economía significante a través de la exclusión. Lo femenino como lo rechazado/excluido dentro de ese sistema posibilita la crítica y la alteración de ese esquema conceptual hegemónico.

Las obras de Jacqueline Rose[39] y de Jane Gallop[40] exponen de distintas formas la condición construida de la diferencia sexual, la inestabilidad propia de esa construcción y la consecuencia doble de una prohibición que al mismo tiempo establece una identidad sexual y permite enseñar la frágil base de esa construcción.

Aunque Wittig y otras feministas materialistas dentro del contexto francés afirmarían que la diferencia sexual es una imitación irreflexiva de una sucesión reificada de polaridades sexuadas, sus críticas pasan por alto la dimensión crítica del inconsciente que, como un lugar de sexualidad reprimida, reaparece dentro del discurso del sujeto como la imposibilidad misma de su coherencia.

Como afirma rotundamente Rose, la construcción de una identidad sexual coherente, sobre la base disyuntiva de lo femenino/masculino, sólo puede fracasar;[41] las alteraciones de esta coherencia a través de la reaparición involuntaria de lo reprimido muestran no sólo que la «identidad» se construye, sino que la prohibición que construye la identidad no es eficaz (la ley paterna no debe verse como una voluntad divina determinista, sino como un desacierto continuo que sienta las bases para las insurrecciones contra el padre).

Las divergencias entre la posición materialista y la lacaniana (y poslacaniana) aparecen en una confrontación normativa sobre si hay una sexualidad recuperable ya sea «antes» o «fuera» de la ley en el modo del inconsciente o bien «después» de la ley como una sexualidad posgenital. Paradójicamente se piensa que el tropo normativo de la perversidad polimorfa es una característica de ambas perspectivas sobre la sexualidad distinta. Con todo, no hay ningún acuerdo sobre la forma de concretar esa «ley» o serie de «leyes».

La crítica psicoanalítica logra explicar la construcción del «sujeto» -y posiblemente también la ilusión de sustancia- dentro de la matriz de relaciones normativas de género. Desde su postura existencial materialista, Wittig alega que el sujeto, la persona, posee una integridad presocial y previa al género. Por otra parte, «la Ley paterna» en Lacan, al igual que el dominio monológico del falogocentrismo en lrigaray, está caracterizada por una singularidad monoteísta que quizá sea menos unitaria y culturalmente universal de lo que pretenden las principales suposiciones estructuralistas del análisis.[42]

No obstante, la confrontación también hace referencia a la articulación de un tropo temporal de una sexualidad subversiva que cobra fuerza antes de la imposición de una ley, después de su derrumbamiento o durante su reinado como un reto permanente a su autoridad. Llegados a este punto es recomendable rememorar las palabras de Foucault quien, al afirmar que la sexualidad y el poder son coextensos, impugna de manera implícita la demanda de una sexualidad subversiva o emancipadora que pudiera no tener ley.

Podemos concretar más el argumento al afirmar que «el antes» y «el después» de la ley son formas de temporalidad creadas discursiva y performativamente, que se usan dentro de los límites de un marco normativo según el cual la subversión, la desestabilización y el desplazamiento exigen una sexualidad que de alguna forma evita las prohibiciones hegemónicas respecto del sexo.

Según Foucault, esas prohibiciones son productivas de manera repetida e involuntaria porque «el sujeto» -quien en principio se crea en esas prohibiciones y mediante ellas- no puede acceder a una sexualidad que en cierto sentido está «fuera», «antes» o «después» del poder en sí.

El poder, más que la ley, incluye tanto las funciones jurídicas (prohibitivas y reglamentadoras) como las productivas (involuntariamente generativas) de las relaciones diferenciales. Por tanto, la sexualidad que emerge en el seno de la matriz de las relaciones de poder no es una mera copia de la ley misma, una repetición uniforme de una economía de identidad masculinista.

Las producciones se alejan de sus objetivos originales e involuntariamente dan lugar a posibilidades de «sujetos» que no sólo sobrepasan las fronteras de la inteligibilidad cultural, sino que en realidad amplían los confines de lo que, de hecho, es culturalmente inteligible.

La norma feminista de una sexualidad posgenital recibió una critica significativa por parte de las teóricas feministas de la sexualidad, algunas de las cuales han llevado a cabo una apropiación específicamente feminista o lesbiana de Foucault. Esta idea utópica de una sexualidad liberada de las construcciones heterosexuales, una sexualidad que va más allá del «sexo», no admitía las maneras en que las relaciones de poder siguen definiendo la sexualidad para las mujeres incluso dentro de los términos de una heterosexualidad «liberada» o lesbianismo.[43]

También se ha criticado la noción de un placer sexual específicamente femenino que esté tajantemente diferenciado de la sexualidad fálica. El empeño de Irigaray por obtener una sexualidad femenina específica de una anatomía femenina específica ha sido el centro de debates antieseneialistas durante algún tiempo.[44]

El hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino. Pero ya sea que la sexualidad femenina se conforme en este caso a través de un discurso biológico por motivos meramente estratégicos,[45] o que, de hecho, se trate de un retomo feminista al esencialismo biológico, la representación de la sexualidad femenina como rotundamente diferente de una organización fálica de la sexualidad todavía es problemática. Las mujeres que no aceptan esa sexualidad como propia o que afirman que su sexualidad está en parte construida dentro de los términos de la economía fálica se quedan fuera de los términos de esa teoría, puesto que están «identificadas con lo masculino» o «no iluminadas». En realidad, no está del todo claro en el texto de Irigaray si la sexualidad se construye culturalmente, o si sólo se construye culturalmente con respecto al falo. Es decir, ¿está el placer específicamente femenino «fuera» de la cultura como su prehistoria o como su futuro utópico? Y si lo está, ¿de qué manera se puede utilizar esa noción para negociar las luchas contemporáneas de la sexualidad dentro de los términos de su construcción?

El movimiento a favor de la sexualidad dentro de la teoría y la práctica feministas ha sostenido que la sexualidad siempre se construye dentro de lo que determinan el discurso y el poder, y este último se entiende parcialmente en función de convenciones culturales heterosexuales y fálicas. La aparición de una sexualidad construida (no determinada) en estos términos, dentro de entornos lésbicos, bisexuales y heterosexuales, no es, por tanto, el signo de una identificación masculina en un sentido reduccionista.

No es el proyecto fracasado de criticar el falogocentrismo o la hegemonía heterosexual, como si una crítica política pudiera desmontar la construcción cultural de la sexualidad de la feminista crítica.

Si la sexualidad se construye culturalmente dentro de relaciones de poder existentes, entonces la pretensión de una sexualidad normativa que esté «antes», «fuera» o «más allá» del poder es una imposibilidad cultural y un deseo políticamente impracticable, que posterga la tarea concreta y contemporánea de proponer alternativas subversivas de la sexualidad y la identidad dentro de los términos del poder en sí.

Es evidente que esta labor crítica implica que operar dentro de la matriz del poder no es lo mismo que crear una copia de las relaciones de dominación sin criticarlas; proporciona la posibilidad de una repetición de la ley que no sea su refuerzo, sino su desplazamiento.

En vez de una sexualidad «identificada con lo masculino» (en la que «masculino» se utiliza como la causa y el significado irreductible de esa sexualidad), se puede ampliar la noción de sexualidad construida en términos de relaciones fálicas de poder que reabren y distribuyen las posibilidades de ese falicismo justamente mediante la operación subversiva de las «identificaciones», las cuales son ineludibles en el campo de poder de la sexualidad.

Si las «identificaciones», según Jacqueline Rose, pueden ser vistas como fantasmáticas, entonces se puede llevar a cabo una identificación que revele su estructura fantasmática. Si no se rechaza radicalmente una sexualidad culturalmente construida, lo que queda es el tema de como reconocer y «hacer» la construcción en la que uno siempre se encuentra.

¿Existen formas de repetición que no sean la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, consolidación de la ley (la noción anacrónica de «identificación con lo masculino» que debería descartarse de un vocabulario feminista)? ¿Qué opciones de configuración de género se plantean entre las diferentes matrices emergentes y en ocasiones convergentes de inteligibilidad cultural que determinan la vida separada en géneros?

Es evidente que, en el seno de la teoría sexual feminista, la presencia de la dinámica de poder dentro de la sexualidad no es en absoluto lo mismo que la mera consolidación o el incremento de un régimen de poder heterosexista o falogocéntrico. La «presencia» de las supuestas convenciones heterosexuales dentro de contextos homosexuales, así como la abundancia de discursos específicamente gays de diferencia sexual (como en el caso de butch y femme como identidades históricas de estilo sexual), no pueden entenderse como representaciones quiméricas de identidades originalmente heterosexuales; tampoco pueden verse como la reiteración perjudicial de construcciones heterosexistas dentro de la sexualidad y la identidad gay. La repetición de construcciones heterosexuales dentro de las culturas sexuales gay y hetero bien puede ser el punto de partida inevitable de la desnaturalización y la movilización de las categorías de género; la reproducción de estas construcciones en marcos no heterosexuales pone de manifiesto el carácter completamente construido del supuesto original heterosexual.

Así pues, gay no es a hetero lo que copia a original sino, más bien, lo que copia es a copia. La repetición paródica de «lo original» (explicada en los últimos pasajes del capítulo 3 de este libro) muestra que esto no es sino una parodia de la idea de lo natural y lo original.[46]

Aunque las construcciones heterosexistas circulan como los sitios disponibles de poder/discurso a partir de los cuales se establece el género, restan las siguientes preguntas: ¿qué posibilidades existen para la recirculación?, ¿qué posibilidades de establecer el género repiten y desplazan -mediante la hipérbole, la disonancia, la confusión interna y la proliferación- las construcciones mismas por las cuales se movilizan?

Hay que tener en cuenta que no sólo las ambigüedades e incoherencias dentro y entre las prácticas heterosexuales, homosexuales y bisexuales se eliminan y redefinen dentro del marco reificado de la relación binaria disyuntiva y asimétrica de masculino/femenino, sino que estas configuraciones culturales de confusión de géneros operan como sitios para la intervención, la revelación y el desplazamiento de estas reificaciones.

Es decir, la «unidad» del género es la consecuencia de una práctica reguladora que intenta uniformizar la identidad de género mediante una heterosexualidad obligatoria. El poder de esta práctica reside en limitar, por medio de un mecanismo de producción excluyente, los significados relativos de «heterosexualidad», «homosexualidad» y «bisexualidad», así como los sitios subversivos de su unión y resignificación. El hecho de que los regímenes de poder del heterosexismo y el falogocentrismo adquieran importancia mediante una repetición constante de su lógica, su metafísica y sus ontologías naturalizadas no significa que deba detenerse la repetición en sí –como si esto fuera posible-.

Si la repetición debe seguir siendo el mecanismo de la reproducción cultural de las identidades, entonces se plantea una pregunta fundamental: ¿qué tipo de repetición subversiva podría cuestionar la práctica reglamentadora de la identidad en sí?

Si no es posible apelar a una «persona», un «sexo» o una «sexualidad» que evite la matriz de las relaciones discursivas y de poder que de hecho crean y regulan la inteligibilidad de esos conceptos, ¿qué determina la posibilidad de inversión, subversión o desplazamiento reales dentro de los términos de una identidad construida? ¿Qué alternativas hay en virtud del carácter construido del sexo y el género?

Mientras que Foucault mantiene una postura ambigua sobre el carácter concreto de las «prácticas reguladoras» que crean la categoría de sexo y Wittig parece hacer responsable de la construcción a la reproducción sexual y su instrumento -la heterosexualidad obligatoria-, otros discursos coinciden en inventar esta ficción de categorías por motivos no siempre claros ni sólidos. Las relaciones de poder que infunden las ciencias biológicas no disminuyen con facilidad, y la alianza médico-legal que aparece en Europa en el siglo XIX ha originado categorías ficticias que no podían predecirse. La complejidad misma del mapa discursivo que elabora el género parece prometer una concurrencia involuntaria y generalizada de estas estructuras discursivas y reglamentadoras. Si las ficciones reglamentadoras de sexo y género son de por sí sitios de significado muy refutados, entonces la multiplicidad misma de su construcción posibilita que se derribe su planteamiento unívoco.

Obviamente, el propósito de este proyecto no es presentar dentro de los términos filosóficos tradicionales, una ontología del género, mediante la cual se explique el significado de ser una mujer o un hombre desde una perspectiva fenomenológica. La hipótesis aquí es que el «ser» del género es un electo, el objeto de una investigación genealógica que delinea los factores políticos de su construcción al modo de la ontología.

Afirmar que el género está construido no significa que sea ilusorio o artificial, entendiendo estos términos dentro de una relación binaria que opone lo «real» y lo «auténtico». Como una genealogía de la ontología del género, esta explicación tiene como objeto entender la producción discursiva que hace aceptable esa relación binaria y demostrar que algunas configuraciones culturales del género ocupan el lugar de «lo real» y refuerzan e incrementan su hegemonía a través de esa feliz autonaturalización.

Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujeres de por sí un término en procedimiento, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar tajantemente que tenga un inicio o un final. Como práctica discursiva que está teniendo lugar, está abierta a la intervención y a la resignificación. Aunque el género parezca congelarse en las formas más reificadas, el «congelamiento» en sí es una práctica persistente y maliciosa, mantenida y regulada por distintos medios sociales.

Para Beauvoir, en definitiva es imposible convertirse en mujer, como si un telos dominara el proceso de aculturaeión y construcción. El género es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas -dentro de un marco regulador muy estricto-,-. que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser. Una genealogía política de ontologías del género, si se consigue llevar a cabo, deconstruirá la apariencia sustantiva del género en sus acciones constitutivas y situará esos actos dentro de los marcos obligatorios establecidos por las diferentes fuerzas que supervisan la apariencia social del género.

Revelar los actos contingentes que crean la apariencia de una necesidad naturalista -lo cual ha constituido parte de la crítica cultural por lo menos desde Marx- es un trabajo que ahora asume la carga adicional de enseñar como la noción misma del sujeto, inteligible sólo por su apariencia de género, permite opciones que antes habían quedado relegadas forzosamente por las diferentes reificaciones del género que han constituido sus ontologías contingentes.

El siguiente capítulo explora algunos elementos del planteamiento psicoanalítico estructuralista de la diferencia sexual y de la construcción de la sexualidad en relación con su poder para refutar los regímenes reguladores aquí bosquejados, y también en relación con su función de reproducir esos regímenes sin criticarlos. La univocidad del sexo, la coherencia interna del género y el marco binario para sexo y género son ficciones reguladoras que refuerzan y naturalizan los regímenes de poder convergentes de la opresión masculina y heterosexista.

En el capítulo 3 se investiga la noción misma de «el cuerpo», no como una superficie disponible que espera significación, sino como un conjunto de límites individuales y sociales que permanecen y adquieren significado políticamente. Puesto que el sexo ya no se puede considerar una «verdad» interior de disposiciones e identidad, se argumentará que es una significación performativamente realizada (y, por tanto, que no «es») y que, al desembarazarse de su interioridad y superficie naturalizadas, puede provocar la proliferación paródica y la interacción subversiva de significados con género.

Así pues, este texto continúa esforzándose por reflexionar sobre si es posible alterar y desplazar las nociones de género naturalizadas y reificadas que sustentan la hegemonía masculina y el poder heterosexista, para problematizar el género no mediante maniobras que sueñen con un más allá utópico, sino movilizando, confundiendo subversivamente y multiplicando aquellas categorías constitutivas que intentan preservar el género en el sitio que le corresponde al presentarse como las ilusiones que crean la identidad.


Os BRICS, o imperialismo e a luta dos trabalhadores. Andrea Rossi. Setembro de 2023

– Lenin – O imperialismo, fase superior do capitalismo

Na recente cimeira dos BRICS, o anúncio do seu alargamento a 6 novos países gerou uma onda de declarações otimistas, quase piedosas, de destacados dirigentes do PCP sobre as virtudes desta organização que reúne um grupo (agora maior) de países do chamado “Sul global”.

António Filipe, antigo deputado e membro do Comité Central do PCP, escreveu no Expresso que a “multipolaridade emergente dos BRICS é a possibilidade de cada país obter apoios ao desenvolvimento sem estar sujeito à tutela imperial […] É uma boa notícia para o mundo e não deixará de ter um impacto significativo no desenvolvimento das lutas sociais.”

Já nas páginas do Avante! podemos ler o elogio público que Luís Carapinha (também membro do CC) faz do papel do PC da China como “impulsionador de   grandes projetos de cooperação internacional e investimento […] Iniciativas que, em conjunto, lançam as bases para a transição para uma nova era de desenvolvimento global mais equitativo, embrião de uma nova ordem económica internacional.

O panegírico termina, no entanto, com um aviso importante: “Há um caminho de luta a seguir para transformar as preocupações e interesses económicos convergentes do Sul Global – e dos povos – em alternativas eficazes de cooperação. Sem nunca perder de vista o inimigo principal, em cada momento concreto.” Nós comunistas, de facto, nunca perdemos de vista aquele que é o inimigo principal: a burguesia, em todo e cada «momento concreto».

BRICS

Não se pode negar que, nas últimas décadas, houve um importante desenvolvimento das forças produtivas nos países conhecidos como BRICS. Do ponto de vista marxista, isso não é mau – muito pelo contrário! Ao desenvolver a indústria, a burguesia fortalece a classe trabalhadora e, em última análise, cria as condições para o seu próprio derrubamento. A expansão da indústria, o desenvolvimento económico, facilitam a tarefa da revolução socialista nesses países.

Cabe esclarecer que os BRICS não são uma organização de beneficência, mas um conjunto de países – as chamadas “economias emergentes” – que se associaram para poder projetar seu crescente poder económico no plano geopolítico, potencializando-o. As classes dominantes dos países membros do BRICS não querem um “desenvolvimento mais equitativo”, mas, como todas as classes dominantes das demais nações capitalistas, querem uma parcela maior do “desenvolvimento”, isto é, do comércio mundial.

Além disso, a organização BRICS não apaga as diferenças de classe que existem dentro de cada um dos países que a compõem, nem superara as contradições do capitalismo ou tem um remédio para sua crise atual. Então… que tipo de “impacto significativo” os BRICS podem ter nas lutas sociais ou nas condições de vida da classe trabalhadora?

Para nós, comunistas, o “desenvolvimento global mais equitativo” é obtido pela luta de classes e pela tomada do poder pelo proletariado, não pela associação entre os imãs do Irão, os generais egípcios, os capitalistas brasileiros, os príncipes sauditas, os oligarcas russos e os burocratas chineses.

Imperialismo(s)

É um erro apresentar o panorama mundial como se fosse composto apenas por dois tipos de nações: por um lado, um punhado de potências imperialistas (EUA, Europa e Japão) e, por outro, todos os demais países percepcionados como pobres, subdesenvolvidos e totalmente dependentes do chamado “Ocidente”.

De acordo com este ponto de vista, estes últimos países não podem desempenhar um papel independente na política mundial ou na economia mundial; as suas ações estão inteiramente subordinadas e dependentes das grandes potências imperialistas (principalmente os EUA); nunca podendo ser considerados imperialistas.

Esta forma de encarar as coisas ignora a realidade. Podemos, por exemplo, colocar a Etiópia, a Bolívia ou o Bangladesh ao mesmo nível do Brasil, da Rússia e da China? É evidente que estes países se encontram em níveis muito diferentes de desenvolvimento económico. E com o desenvolvimento económico vêm outras questões: o desejo de ganhar uma maior quota dos mercados mundiais, mais acesso ao petróleo e a outras matérias-primas; prestígio e poder militar.

E é precisamente o desenvolvimento do capitalismo que conduz necessariamente ao imperialismo, a sua fase superior. Há mais de 100 anos, Lenin explicava que a correlação de forças entre as potências imperialistas não era imutável:

Há meio século, a Alemanha era uma absoluta insignificância comparando a sua força capitalista com a da Inglaterra da época; o mesmo se pode dizer do Japão, se o compararmos com a Rússia. É “concebível” que dentro de dez ou vinte anos a correlação de forças entre as potências imperialistas permaneça invariável? E absolutamente inconcebível.

Em Imperialismo, fase superior do capitalismo, Lenin definiu os 5 traços fundamentais do imperialismo: 1) concentração monopolista 2) fusão do capital bancário e industrial e criação de uma “oligarquia financeira” 3) exportação de capital 4) associação transnacional de capitalistas 5) partilha do mundo – na época através da colonização direta e hoje, durante o neocolonialismo, através das “esferas de influência”.

Alguém pode negar a concentração monopolista, a predominância financeira, a exportação de capitais, as associações transnacionais ou a gula por novos mercados do capitalismo brasileiro, russo ou chinês?

Veja-se, o exemplo histórico de Portugal. Durante a ditadura, o PCP não afirmou (corretamente) que Portugal era simultaneamente um país colonizador e colonizado? E se era possível caracterizar, nessa altura, o país mais pobre e atrasado da Europa Ocidental como um país simultaneamente dependente e imperialista, por que não poderíamos caracterizar hoje a Rússia ou a China (países muito mais poderosos que o Portugal do Estado Novo) como países com ambições e políticas imperialistas, apesar de os Estados Unidos continuarem a ser a mais importante potência imperialista do mundo?

E aqui temos de ser claros e cristalinos: O governo dos Estados Unidos conta com a nossa total e irreconciliável oposição porque é a força mais reacionária e agressiva no planeta! Só nos últimos 30 anos bombardeou ou invadiu e ocupou a Somália, o Sudão, a Jugoslávia, o Afeganistão, o Iraque, a Líbia e a Síria. São inúmeros os exemplos de ingerências, chantagens, sanções, golpes de Estado ou “revoluções coloridas” com o patrocínio do governo americano nas últimas décadas.

Mas tudo isso resulta não duma específica e particular maldade ou voracidade do capitalismo americano, mas do seu papel no mundo como a maior potência capitalista e, portanto, como o maior poder imperialista. Os Estados Unidos (antigas colónias que tiveram de lutar pela sua independência e liberdade do jugo britânico) desempenham hoje o papel que desempenhou a Inglaterra no séc. XIX; papel esse que amanhã poderá ser desempenhado por outro país, caso os Estados Unidos sejam suplantados como o país capitalista mais avançado e poderoso. Isto porque, “no fim do dia”, o que conta não são os discursos ou as intenções declaradas, mas as leis históricas do desenvolvimento do capitalismo.

Portanto, a questão que se coloca é: foi a natureza do imperialismo que mudou desde o tempo de Lenin, desde os tempos em que Portugal era simultaneamente um país colonizador e colonizado? Ou terá simplesmente mudado a posição do PCP sobre o imperialismo?

O papel da China

O facto de a China ser governada por um partido que formalmente se diz comunista não torna, necessariamente, a sua economia socialista. Pelo contrário, a camarilha burocrática que domina a China liderou a restauração capitalista no país nas últimas décadas. Isto aconteceu quer através de uma política maciça de privatizações, quer através da liberalização do mercado interno e do comércio externo, quer através da recepção de investimento estrangeiro a uma escala sem precedentes –  é hoje o país do mundo que é capaz de atrair mais investimento externo.

A base do recente desenvolvimento económico da China foram as décadas de economia nacionalizada e de planeamento económico. Mas esse tempo já passou. Atualmente, o setor privado contribui para 60% do PIB da China, responde por cerca de 60% do investimento realizado, gera mais de 80% dos empregos nas cidades e constitui cerca de 80% do tecido empresarial total do país. São estas as características de uma economia socialista?

Em Portugal, após a revolução do 25 de abril, todo o sector bancário e financeiro, bem como as principais indústrias, tinham sido já nacionalizados e os latifúndios desmantelados. No entanto, apesar do peso do sector público (e até autogestionário e cooperativo), Portugal nunca deixou de ser uma economia capitalista, em que as empresas nacionalizadas operavam segundo os critérios e normas da “economia de mercado”, por oposição a um planeamento económico decidido e implementado democraticamente pelos trabalhadores.

Ora, o que temos hoje na China, é um país com uma economia capitalista onde o Estado (altamente centralizado) mantém um sector público (ainda) importante e alguns elementos de controlo económico e dirigismo (herdados da revolução de 1949) sobre uma economia capitalista. Quem não se lembra ainda do famoso slogan  “Enriqueçam!“(recuperado de Bukharine…) e agitado nos anos 90 por Deng Xiao Ping? Pouco depois, em 2001, foi a vez de Jiang Zemin  apelar abertamente aos capitalistas para se juntarem ao Partido, numa altura em que mais de 100.000 empresários já eram seus militantes…

Quem quiser argumentar que também Lenin, depois da guerra civil, defendeu a aplicação da NEP que viria a permitir uma certa liberalização da economia soviética, não pode perder de vista que a Nova Política Económica continuou a deixar nas mãos do Estado as principais alavancas económicas e foi aplicada em circunstâncias muito especiais: o país fora devastado, estava totalmente cercado pelas potências imperialistas e a NEP foi vista como uma política temporária para ganhar algum tempo e fôlego até ao triunfo da revolução comunista na Europa Ocidental. As políticas pró-capitalistas na China são tudo menos temporárias: duram há décadas, setores-chave da economia foram privatizados e os líderes do PC da China não apelam à revolução mundial, mas ao enriquecimento pessoal e à adesão dos capitalistas chineses ao partido. E de resto, alguém consegue imaginar Lenin defendendo a adesão da burguesia russa ao Partido Bolchevique? E aqui reside outra grande diferença: malgrado a ameaça de burocratização que já ameaçava Outubro, não é comparável o sistema de democracia operária e o livre debate político que subsistia na Rússia no princípio dos anos 20 com o monolitismo do atual regime chinês.

Finalmente, a política externa de um país representa a manifestação externa dos interesses da sua classe dominante. A chamada “Nova Rota da Seda” tem atraído muitas atenções e debates e é frequentemente apresentada como um exemplo das diferentes naturezas e intenções no tipo de relações que a China e os Estados Unidos estabelecem com outros países.  

Que a China queira construir portos, estradas, caminhos-de-ferros, aeroportos, todo tipo de infraestrutura e fazer investimentos produtivos noutros países nada tem de “inovador”: chama-se “exportação de capital”! A China fornece empréstimos que serão usados em obras, projetos, investimentos a cargo (na maioria das vezes) de empresas chinesas, tal como os britânicos também construíram caminhos-de-ferro na Índia às custas dos indianos, não para unir os povos e regiões do subcontinente, mas para saquear os seus recursos e vender-lhes os produtos fabricados pela Grã-Bretanha.

E o facto da China poder apresentar neste momento condições mais vantajosas aos seus parceiros não decorre da bondade idiossincrática dos líderes chineses, mas da necessidade de poder competir e conquistar novos mercados arrebatados ao Estados Unidos (e aos seus aliados do G7).   Não se chamará a isto “estratégia comercial”?

Uma ordem mundial mais justa?

Varrendo para debaixo do tapete a natureza concreta dos países BRICS, os seus defensores concentram-se no “desenvolvimento mais equitativo” que esta associação poderia proporcionar.

Porém, temos de ser frontais: o capitalismo está em crise.  Esta crise é resultado das contradições e limites do sistema. Nas últimas décadas o crescimento económico resultou, por um lado, do crédito barato e da expansão fiduciária; por outro, o desenvolvimento do comércio mundial.

Agora, as alavancas do passado tornaram-se os travões do presente.  A economia mundial está a polarizar-se em dois blocos rivais como resultado da crescente rivalidade económica entre os Estados Unidos e a China, que está a evoluir rapidamente para uma guerra comercial aberta (tarifas, sanções, restrições à partilha e ao acesso a tecnologias de ponta, etc.). O comércio mundial está, por conseguinte, ameaçado por uma onda crescente de protecionismo, em que cada país tentará exportar a crise para os países vizinhos.  E a conta do protecionismo, do aumento do custo das cadeias de abastecimento, dos fatores de produção, será necessariamente paga pelos consumidores, ou seja: pela classe trabalhadora!

Neste contexto, como poderemos falar de uma “ordem mundial mais justa”? E para quem seria mais “justo”? Para os emires do Dubai? Ou para os trabalhadores imigrantes do Sudeste Asiático que por lá são explorados no limiar da escravidão?

Entre 2009 e 2022, o PIB dos Estados Unidos subiu de 14,47 trilhões para 25,46 trilhões de dólares. O salário-mínimo permaneceu em 7,25 dólares por hora.  Que benefícios colheu a classe trabalhadora americana de toda a riqueza produzida no seu país, de todos os recursos que os “seus” capitalistas saquearam por todo o mundo?

Mesmo que os países BRICS conseguissem conquistar uma parcela maior do comércio mundial, mesmo que se beneficiassem da chamada “desdolarização” e da decolagem das instituições financeiras dominadas pelo Ocidente, no quadro da divisão da sociedade em classes, a criação de mais riqueza não significa automaticamente (por magia?) uma redistribuição mais justa dos rendimentos em cada país. E no contexto da crise capitalista essa expectativa não passa de uma quimera!

A Teoria da Revolução Permanente

A reboque da tática da “Frente Popular” (reciclada do menchevismo por Estaline), após a Segunda Guerra Mundial, os partidos comunistas defenderam alianças com os setores ditos “progressistas” das burguesias dos países colonizados na luta contra as potências colonizadoras. Supostamente, nos países colonizados, haveria um setor da burguesia “anti-imperialista”, com quem as massas camponesas e proletárias teriam que se aliar para conquistar a independência e a libertação do colonialismo e do subdesenvolvimento.  Mas por toda a parte, em todos os momentos, os sectores ditos “democráticos”, “progressistas” ou “anti-imperialistas” da burguesia nunca perderam de vista que o proletariado e as massas oprimidas são o seu inimigo principal

As sucessivas derrotas dos movimentos revolucionários, o esmagamento dos movimentos populares, a dependência neocolonial em que permanecem desde há décadas os países libertados do jugo colonial direto, são demonstrações evidentes de quão utópicas, erradas e até reacionárias são quaisquer expetativas que (ainda hoje!) se possam ter num suposto papel “progressista” por parte dos capitalistas do chamado “Sul Global”.

Antes de 1917, apesar de imperialista, a Rússia também era um país relativamente atrasado e dependente e, não obstante, a existência de gigantescas concentrações industriais, a maior parte do país pouco evoluíra dos tempos da servidão, continuando subjugado à nobreza agrária. Ao desenvolver a teoria da revolução permanente, Trostky explicou como, num país atrasado na época do imperialismo, a “burguesia nacional” estava inseparavelmente ligada aos resquícios do feudalismo, por um lado; e ao capital imperialista, por outro, sendo, portanto, completamente incapaz de realizar qualquer das suas tarefas históricas.

E, como Trotsky previu, a corrompida burguesia russa foi incapaz de resolver as tarefas mais prementes colocadas pela História, especialmente a questão agrária. Foi por essa razão que os bolcheviques puderam tomar o poder com base em slogans de conteúdo essencialmente democrático-burguês (Paz, Pão, Terra, Assembleia Constituinte, Direito à Autodeterminação das nacionalidades oprimidas). Mas, tendo tomado o poder em suas mãos, através dos uma luta independente, os trabalhadores russos não pararam, mas procederam à expropriação dos capitalistas e começaram a tarefa da transformação socialista da sociedade.

De igual modo, devido à debilidade endémica das burguesias nacionais do chamado “Sul Global” e aos laços e interesses irmanados que têm com o(s) imperialismo(s), estas burguesias jamais serão capazes de cumprir as suas tarefas históricas e serão sempre os agentes servis dos grandes poderes – estejam eles sediados em Washington ou Pequim.

No Manifesto, Marx e Engels escreveram: “a emancipação dos trabalhadores será obra dos trabalhadores“. Foi sob essa perspectiva que em 1917 os bolcheviques organizaram a classe trabalhadora russa e a dirigiram na luta contra a reacionária nobreza czarista, contra a mal chamada burguesia “liberal” russa e contra os poderes imperialistas tanto da “Entente Cordiale”, como das “Potências Centrais”.

Ontem como hoje, nós comunistas não temos outra perspectiva, se não que “a emancipação dos trabalhadores será obra dos trabalhadores“. E de mais ninguém!

Andrea Rossi

Cuatro arquetipos sexuales en la obra de Mario Vargas Llosa. Iván Thays

La Linda

Mi primer contacto con un arquetipo sexual en la obra de Vargas Llosa ocurrió bajo la lluvia. Estaba lloviendo el día en que empecé a leer la novela La ciudad y los perros. En la novela también llovía mientras Alberto, El Poeta, invitaba a salir a Teresita. No le parecía guapa, pero tenía bonita sonrisa. Era linda. Pero era la muchacha que le gustaba a su mejor amigo, apodado El Esclavo, y además era de condición humilde mientras él era un miraflorino. Todo mal. Pero llovía. Hay que decir que, en realidad, en Lima nunca llueve. Aquello que en otras partes del mundo llaman «lluvia»en Lima es, apenas, una garúa ligera, una precipitación de alfileres de agua, aunque aveces, por terca, puede terminar mojando las calles y las ventanas como una auténtica llovizna. La garúa, dice un escritor de la generación de Mario Vargas Llosa, llamado Luis Loayza (a quien Vargas Llosa conoció y frecuentó mucho en su juventud, y a quien le dedica Conversación en La Catedral, junto a otro amigo común, el crítico Abelardo Oquendo) es una metáfora del amor limeño. Un amor mortecino, desesperado.Un amor que no se decide a convertirse en auténticas gotas de agua y que, al final,termina confundiéndose con la humedad limeña, nuestra pecera común. El amor que yo leía en las páginas de Vargas Llosa era un amor mortecino. No había posibilidad de que triunfase -y no sucede-, aunque en ese momento yo no lo sabía y en el fondo esperaba que Alberto y Teresa vencieran las barreras sociales, y las circunstancias poco propiciasen que se conocieron, y se enamorasen de verdad. Digo que lo esperaba pero no sé sieso es cierto. Por aquel entonces, yo era un adolescente y sabía poco o nada -más bien nada- sobre el amor. Pero no necesitaba haber amado a nadie (ni leído la frase de Luis Loayza) para saber que la garúa nos volvía sentimentales.Por aquellos años, en medio de una terapia a la que me vi obligado a asistir por exigencia de mis profesores, me preguntaron cómo quería yo que fuese mi pareja.Nunca había tenido relación con una chica -y pasarían varios años antes de tener una- yeso, aunque no era un problema para mí, al parecer sí para mis padres y tutores. Le contesté a la psicóloga (una mujer de lápices muy afilados, que olían mucho a madera,que de vez en cuando me hacía dibujar o llenas cuestionarios con ellos) que me2imaginaba enamorado de una chica igual a mí: que le gustase leer, ver películas,quedarse callada, no asistir a fiestas ni esperar que yo tuviese un auto (ya desde entonces sabía que jamás aprendería a conducir, y así ha sido). «¿Entonces qué van a hacer? ¿Van a quedarse sentados mirándose el uno al otro?».La pregunta, que podría sonar cruel -de hecho, me asombró un poco-, pero que ella hizo con una sonrisa, es válida. ¿Realmente quería amar a alguien como yo? Ahoras é que no es necesario, que incluso es preferible amar lo distinto, pero en esos años de fobia social a punto de ser diagnosticada me pareció que no estaba mal enamorarse de alguien como uno mismo. «¿Por qué no?».Yo quería que Alberto se enamorase de Teresa porque creía en el amor y además garuaba y las chispas mojaban mis ventanas. Pero la verdad es que sabía que eso no ibaa funcionar. Cuando uno es adolescente, como lo era yo o como lo es Alberto en la novela, solo puede enamorarse de su igual. Y ese fue el destino de Alberto y también de Teresa, que terminó casándose con un antiguo compañero de escuela, de su misma condición social y quien además la amaba sin aquellos «pero» de Alberto. Que aquel niño ingenuo, futuro empleado bancario, del que se nos muestran algunas escenas retrospectivas en la novela sea el violento Jaguar es una coincidencia que debemos aceptar como válida. Tres muchachos, venidos de diversos lugares, con carácter muy distintos, terminan enamorándose de la misma chica en La ciudad y los perros. Parece difícil de aceptar -en términos de verosimilitud, no de realidad, que siempre es inverosímil y sobre todo irónica- pero en la novela es necesario que suceda así para que se convierta en un arquetipo. Teresa es la linda. El arquetipo sexual de una chica que no le hará daño a ningún hombre, que se recogerá en tu pecho o dejará caer su cabeza en tu hombro. Aquella que te escribirá una frase linda, algún día, y decorará tu cuarto conalgún peluche para que no la olvides. Luego, se casará contigo, te pondrá un apodocariñoso que esconde alguna burla como «gordo» o «loco» y será la estupenda madre de tus hijos. Teresa es la mujer que todos quieren tener en algún momento en su vida, pero que nunca es suficiente.

La puta

Mientras Teresita se queda encerrada en su sueño doméstico, sin capacidad de hacerle daño a nadie y sin expectativa de que no se lo hagan, tarde o temprano, a ella,surge un nuevo arquetipo sexual: la puta.3Recuerdo un amigo escritor que solía ir mucho de putas. Me contaba esas incursiones como si fueran safaris, como búsquedas de tesoro, como una travesura de hombre grande. Nunca me habían llamado la atención las putas, o mejor dicho los prostíbulos. Esos locales los imaginaba siempre como aquel bar miserable, lleno de viejos parroquianos dispuestos a burlarse -si no a asaltar y matar de un cuchillazo- delcuento de Alfredo Bryce Echenique «Yo soy el rey». Al fin, mi amigo me convenciópara ir a un prostíbulo que había descubierto por la avenida Brasil. Un lugar discreto,dijo, una casa como cualquier otra, en un tercer piso sin ascensor, donde las prostitutas estaban sentadas esperando a que las escogiesen. Era temprano, antes del mediodía, un horario poco adecuado para un prostíbulo y, por lo tanto, era poco probable que me encontrase con uno de los habituales, borrachos y enfurecidos contra los nuevos clientes. «¿De qué me estás hablado?», dijo mi amigo: «Ahí no hay ningún bar, nadie toma, solo están las putas y tres cuartos con baño». Me sentí mejor. Cuando subimos por la escalera de cemento sin pulir, lo que le dio un toque miserable que yo esta babuscando, entramos, en efecto, a un departamento como cualquier otro, lleno de chucherías y con sillones que parecían recogidos de un basurero, uno de aquellos que yo conocía muy bien porque aunque no frecuentaba prostíbulo sí lugares de lectura de Tarot, cada cual más miserable y pobre. Mi amigo de inmediato capturó a una mujer grande, con cara caballuna, y se internó con ella dejándome solo, a merced de esas chicas que, conversando entre ellas como si fueran alumnas de un instituto esperando la evaluación oral o muchachas esperando que la agencia de empleos la envíe a limpiar una casa o cuidar un anciano. A excepción de la que se llevó mi amigo, ninguna usaba ropa sexy ni se destacaba del resto. Fueron varios minutos de duda, de vacío total,mientras decidía si entraba o no a uno de esos cuartos con baño que, me imaginaba,debían ser sofocantes como la misma sala. Minutos delante de esas mujeres que jugaban con el pelo y me echaban miradas también, de vez en cuando, pero nada insinuantes,más bien miradas lánguidas y aburridas, desinteresadas.En ese momento de tensión, se me pasó por la cabeza que debía haber llevado una navaja. Una navaja pequeña, invisible, o un revólver y una cartuchera, como un detective privado, que solo yo sabría que existía. Algo que me pusiera en una situación de ventaja frente a esas mujeres que apenas si se habían percatado de mi existencia. Esa sensación de horizontalidad -pese a que yo llevaba dinero, el dinero que ellas necesitaban- me había vuelto invisible. Necesitaba la verticalidad, quería el poder.4Las novelas de Mario Vargas Llosa son retratos muy precisos y detallados sobre el poder. El poder en todas sus formas, en sus obviedades y en sus vericuetos. Resulta tan omnipresente el poder en las novelas de Vargas Llosa, tan versátil en sus formas de aparecer, que cualquier otra obra que trate el tema puede entenderse, analizarse ycriticarse en comparación con las novelas de Vargas Llosa. Aunque, como he dicho antes, el poder aparece en todas sus máscaras y ficciones, quizá el más obvio es el poder masculino. Las novelas de Vargas Llosa están enmarcadas dentro de una sociedadmachista, contra la cual no vale la pena rebelarse, solo asumirla. Por eso, no es deextrañar que las novelas de Vargas Llosa estén llenas de prostitutas. No son las prostitutas-cadáveres de las novelas de Juan Carlos Onetti, espectros de mujeres, ni tampoco las voluptuosas y jocosas prostitutas de las novelas de Cabrera Infante. Las prostitutas de las novelas de Vargas Llosa son objetos de intercambio, mercancía,moneda de uso o costumbre en la sociedad de machos y sus cachorros. Quizá la mejor prostituta que ha creado la literatura latinoamericana sea La Chunga, una mujer hecha así misma, dañina y víctima al mismo tiempo, despectiva como las muchachas de ese prostíbulo de la avenida Brasil, quien aprendió en el puterío de la Casa Verde, en las arenas piuranas, que la única forma de dominar en un mundo de machos es convertirse en un objeto de deseo permanente. Los hombres se ufanan a sí mismos de ser«inconquistables» y, sin embargo, terminan compareciendo todas las noches en el mismo lugar, abandonados, extraviados en sus contradicciones. El poder de las prostitutas, quienes aceptan someterse al mundo de hombres para recuperar autoridad,está representado en la célebre Visitadora, la brasileña, la mujer que termina conquistando al cuadriculado militarismo de Pantaleón y su cuadro donde contabilizalas «prestaciones» de sus visitadoras. Si, como queda claro en Los cachorros, el instrumento simbólico de poder es el pene, la única forma de conseguir el poder para quien carece de este -las mujeres, se entienden, no Cuéllar- es apropiarse de ese símbolo con el canto de sirena del sexo. El arquetipo de la mujer sexual, opuesto al de la mujer pura que representa Teresa, está presente en la obra de Vargas Llosa siempre como elobjeto del conflicto (salvo en el caso del Periodista Miope y su amor sexual, casi sálmico, por Jurema en La guerra del fin del mundo). Matar a la brasileña en la novela Pantaleón y las visitadoras es una forma de castigar ese poder excesivo arrebatado a los hombres. Es un castigo divino. Y mencionar a la divinidad, en esta ocasión, es preciso.Mientras que la idealización del arquetipo linda conduce a una vida terrenal, la idealización de la prostituta conduce a la divinidad. El sexo es un acto incomprensible5en todas las novelas de Vargas Llosa, algo que difícilmente encuentra equilibrio ysiempre crea desastres. El sexo es la tragedia griega, la fatalidad. El sexo deja desprotegidos a los hombres, humanos al fin, y le entrega la divinidad a las mujeres,poseedoras de un secreto imposible de alcanzar. Los adolescentes se estrenan con prostitutas, los hombres rondan prostíbulos. Las mujeres-bien, las lindas, en cambio,dosifican el sexo y lo mantienen bajo una discreción (incluso en la juguetona Lucrecia de don Rigoberto, insospechado objeto sexual de capacidad explosiva) como vemos en el retrato idílico de la Tía Julia, una mujer adulta y divorciada que, pese a ello, se abstiene de tener sexo con el joven Varguitas hasta que no se casen. Quizá la prueba más subrayable de cómo el sexo termina divinizando a las mujeres de Vargas Llosa,cuando lo ejercen de manera profesional digamos, es en el personaje de La ciudad y los perros que habita un cubil del jirón Huatica y con la que sueñan, y guardan sus propinas, todos los adolescentes durante semanas. Ella atiende largas colas de leonciopradinos que la han elevado a un altar imposible, inimaginable incluso para las novelas pornográficas con que equilibra sus deficiencias machistas el poeta Alberto, y ella es la verdadera reina del pabellón. Una mujer fea, morena, que atiende con una puerta abierta y los pies desnudos, lo único que pueden ver los jóvenes que atisban antes de ingresar al cubil y que han idealizado hasta llamarla, con un epíteto digno de una divinidad homérica, la Pies Dorados.El castrado/aCuando hablamos de castración el nombre que se nos viene de inmediato a la cabeza es el de Cuéllar. La novela breve Los cachorros es, quizá, una de las más conocidas de Mario Vargas Llosa. Su técnica, donde dos narradores (uno omnisciente yel otro testigo, aunque ese puesto parece ocupado por varios amigos aleatoriamente) se entrelazan si mayores marcas textuales, se ha convertido en un manual de escritura para jóvenes escritores. Sin embargo, además de la novedad narrativa, la historia es absolutamente impecable. Un niño bien, de Miraflores, ingresa a un colegio de curas. Es el cachorro de fiera, el pequeño que se educa para ser un triunfador y detentar el poder como lo hace su padre. Y al principio del relato queda clarísimo que el papel no le quedará corto. Cuando ingresa a estudiar es un pésimo jugador de fútbol, luego de usar sus vacaciones para entrenar duro consigue convertirse en una estrella. Esa perseverancia, unida al dinero e incluso a la belleza física, lo convierten en el proyecto6de un triunfador de la burguesía peruana. Pero ocurre algo, una traición ocasionada por un perro (la importancia de los perros en la obra de Vargas Llosa, he ahí un buen tema para discutir) llamado precisamente Judas, quien aparece en el vestidor luego de un partido y muerde a Cuéllar. Emascular es el nombre que se usa en los textos de colegio,para que los niños no entiendan nada. Castración es lo que sucede, una dolorosa castración.Uno de sus compañeros de clase lo dice de manera oblicua, pero contundente:«pobre, si un pelotazo ahí duele cómo habrá dolido una mordida».El dinero y la gracia de los padres, sintiéndose culpables, logran hacer que Cuéllar, pese a llevar un horrendo sobrenombre («Pichula») que le recuerda lo que carece, siga siendo popular en la escuela. Tiene automóvil, corre olas, es audaz, le encanta el vértigo, no parece tenerle miedo a la muerte. Esa adrenalina es solo la tapada temporal ante el temor de Cuéllar, que es crecer. Porque mientras uno se hace más grande, más obvio se convierte la necesidad de tener un falo para aspirar a ser algo más que un cachorro. Para obtener el poder. Cuéllar, al estar castrado, no puede detentar ese poder y eso se hace más patente mientras sus amigos, menos dotados para el éxito queél, empiezan a hacer una vida de adultos, plena, con enamoradas, profesiones e inclusouna barriguita, mientras Cuéllar, el castrado, vive una eterna adolescencia. Y aquelloque marca la línea final, la frontera, es la presencia de una mujer. Quizá en algún momento todos creyeron que Cuéllar podría lograr algo, pero la presencia de una chica(Teresita Arrarte, una linda) hermosa mueve el piso de Cuéllar y el no poder alcanzarla-no se atreve a declarársele, previendo que en algún momento tendría que confesar lo inconfesable: que no tiene lo que necesita un hombre para satisfacer a una mujer según las reglas de la sociedad machista en que vive- y al perderla frente a otro hombre, se dacuenta de que la castración fisiológica no es tan grave como la castración mental que lesucede.De esa nadie se recupera.Y un ejemplo de ello es una castrada, un personaje tan maravilloso y complejo como Cuéllar, que es Urania en La fiesta del chivo. Ella también es una castrada. Hija de un político, el cerebro detrás del poder del dictador dominicano Trujillo, termina entregada por su propio padre al dictador (quien es un obseso sexual, un animal erótico,un hombre que tiene fama de erección permanente y macho procreador, relacionando ese poderío sexual a su poder político, otro arquetipo sexual vargasllosiano) para que este la desvirgue. Urania tiene quince años. Su padre teme haber perdido la gracia del7dictador y ante el pedido de este de que le entregue a su pequeña hija virgen, ve la posibilidad de congraciarse con él y no duda. Urania es llevada con engaños al palacio del Chivo, quien aparece como una caricatura de sí mismo, un viejo galante, un militar glorioso, un seductor viril antes que del jet set como su hijo. Obviamente, ninguna de esas armas atraen a la púber Urania, sino que la repelen. Entonces, el dictador pasa alacto y deja de bailar e intentar seducirla y la arroja contra una cama e intenta violarla.La escena es desgarradora, descrita con una maestría notable. Lo cierto es que el dictador Trujillo no solo desea a Urania por ser una joven virgen y bella, sino para probarse a sí mismo que aún es un macho cabrío. Pero falla en el intento, pues no logra mantener la erección. Además, sufre de la próstata y teme no poder retener la orina yquedar aún más expuesto. Ante la imposibilidad de tener una erección, pero decidido a humillar a la mujer que le demuestra que su poder está en decadencia, opta por desvirgarla con los dedos. La novela ocurre muchos años después, cuando Urania regresa a República Dominicana para ver a su padre enfermo. Ahora vive en Estados Unidos y es catedrática. El éxito profesional no tiene resonancia con el sentimental. Los hombres le dan asco, nunca ha tenido relaciones sexuales, jamás podrá establecer una relación con nadie. Al igual que Pichula Cuéllar, Urania es una castrada por la violencia del poder, simbolizado por un falo que no existe o que no puede mantenerse erecto.Homosexualidad. El tema de la homosexualidad, dentro del Boom, ha sido tratado siempre de un modo caricaturesco o ridículo, salvo en contados casos, como el de la obra de Manuel Puig. Dictadores y prostitutas tienen poder, pero los homosexuales son los marginales sociales, aquellos que no tienen ninguna oportunidad de sobrevivir en el mundo machista y en la exhibición violenta del poder.En la literatura de Mario Vargas Llosa, el tema de la homosexualidad casi siempre ha sido presentado de modo tangencial, una alusión o, mejor dicho, una especulación. ¿Era homosexual el Esclavo, con sus maneras afeminadas y engreídas,como lo acusaban sus compañeros? ¿Era homosexual Cuéllar, como creen sus amigos cuando lo ven pasear, siendo adulto, con adolescentes en su poderoso Ford? Por otra parte, llamar «maricón» a alguien es un insulto que, aunque no tenga relación directa con la homosexualidad, sí comprueba que en una sociedad machista la cobardía, las8malas artes, el engaño, la deslealtad o el engreimiento son calificativos negativos que se relacionan siempre con la homosexualidad o la «mariconada». Sin embargo, existen dos personajes homosexuales interesantes en la obra deMario Vargas Llosa. Curiosamente, ambos tienen algunos puntos de relación aunquetambién son diametralmente opuestos. Se trata de Mayta, de Historia de Mayta, y Roger Casement, en El sueño del celta. Ambos son revolucionarios, ambos están metidos en políticas, ambos tienen ambiciones de cambiar la sociedad, ambos son soñadores,ambos fracasan en sus sueños. Pero Mayta es un personaje sin heroicidad, mientras que Casement es un héroe épico. Mayta es un iluso, Casement un utópico. Mayta es un hombre degradado, confuso, el producto de una ideología mal asimilada, un revolucionario sin mayores méritos. Roger Casement es un patriota que no duda en traicionar por quienes luchó al inicio, si detrás de eso hay una verdad superior.Casement es un personaje histórico, Mayta es un pobre diablo perdido en la larga e irregular lista de revolucionarios latinoamericanos. Uno es trotskista, el otro un nacionalista. Ambos, finalmente, han planteado una lucha que resume el conflicto por excelencia de Vargas Llosa: el uso de la violencia para vencer la violencia. La dialéctica de una violencia que se justifica, y una que solo explota su naturaleza para mantener el poder.Las ilusiones políticas de Mayta, el revolucionario de izquierda, se desvanecen al tiempo que se desinflan las ideologías. Al final, tiene que aceptar que es un iluso y encajar la decepción. La ilusión política de Casement no desfallece nunca e, incluso,contagia a su carcelero. Muere convencido de la justicia de su causa. Uno, Casement es decapitado. El otro, Mayta, termina de heladero en carretilla.¿Es curioso o una coincidencia que ambos personajes sean homosexuales? No,no lo es. Lo que sí es bastante significativo es que la homosexualidad de ambos es narrada como si fuera un capítulo aparte de su vida, una interpretación, un discurso distanciado del discurso ideológico que defienden. Es decir, en ningún momento -como sí lo hace Puig- Vargas Llosa hace una relación entre la lucha política y la lucha sexual.Ninguno de ellos es un defensor de sus ideales sexuales sino que, al contrario, se avergüenzan de ellos. La historia de Mayta es contada por otros, lo que siempre da pie a que cada uno de los testigos cuente su propia historia, con la distorsión natural de todo relato. Mayta intenta esconder su homosexualidad a través de un matrimonio falso, y nunca la asume completamente. Al final, parece también desencantado de su opción sexual. En realidad, la homosexualidad de Mayta no es militante, solo subraya un9aspecto más de su marginalidad. Es significativo que muchos críticos consideren que la novela de Mayta es una caricatura del guerrillero, originada por la decepción del propio Vargas Llosa de la izquierda política, y que la homosexualidad de su personaje es solo un motivo de burla más contra este, como ponerle una nariz larga o un defecto al caminar. Esa versión descalifica la posibilidad de que un homosexual sea también un revolucionario y demuestra la hipótesis de Vargas Llosa: para la revolución trotskista,para obtener el poder, ser un «macho» es un principio inobjetable. Un guerrillero no puede ser gay, porque atentaría contra la visión machista del revolucionario latinoamericano.En la novela El sueño del celta, Vargas Llosa describe la homosexualidad de Roger Casement casi con fastidio, como un pie de página ante la lucha de este héroe épico casi creado por Victor Hugo. Un capítulo donde se habla de su gusto por los adolescentes peruanos y la mala conciencia de pagar por sexo y prostituir a esos jóvenes, a quienes busca defender contra los abusos de sus explotadores. Casement se siente afectado por esa contradicción pero su lascivia puede más y se entrega a ella con vergüenza.¿Podría Vargas Llosa o alguien del Boom central -Cortázar, Fuentes, GarcíaMárquez, Vargas Llosa- retratar un héroe gay cuya homosexualidad sea un rasgo revolucionario y liberador? No, tal parece que no es posible. La homosexualidad es un rasgo de marginalidad incluso en los revolucionarios más entregados a su causa. Un asunto vergonzante. Una página que no encaja bien en las biografías ni en las decisiones de la sociedad machista, falocéntrica y violenta, que retrata Vargas Llosa con tanta precisión.

Carta a los partidos de oposición: Escojan bien la cancha en la cual quieren jugar. Paolo Luers, 11 de septiembre de 2023

Hay que definir las prioridades y hacer las apuestas donde tienen sentido. No hay que abandonar todo, vale la pena meter en cada una de las nuevas alcaldías uno o dos concejales opositores. Pero esto no puede ser la prioridad. No puede distraer esfuerzos y recursos de la campaña presidencial.

Amigos:

A veces en política -así como en la vida- hay que tomar decisiones que duelen. Al definir prioridades, a veces es indispensable sacrificar otras cosas importantes.

Hace poco un amigo, que es uno de los dirigentes de un  partido opositor, se enojó conmigo cuando le planteé, en esta mi manera tajante y a veces chocante, que se olviden de las alcaldías y las diputaciones y que apuesten los limitados recursos financieros, organizativos y humanos a la carrera presidencial. Le dije: “Tienen que escoger la cancha en la cual quieren jugar y pelear. Si tratan de jugar al mismo tiempo en las tres canchas -la municipal, la legislativa y la presidencial- no van a lograr nada”.

Al fin, discutiéndolo bien, nos pusimos de acuerdo. Ahora le toca llevar esta discusión a sus compañeros – y será difícil e incómodo.

Antes de que Bukele mandara a cambiar las reglas del juego con sus reformas electorales a última hora -la reducción de curules a 60; la reducción de los municipios a 44; la decisión de agregar todos los votos digitales de la diáspora a al departamento de San Salvador; y la adopción del sistema d’Hondt, que castiga a los partidos pequeños- la estrategia de la oposición era clara y coherente: La meta principal era cambiar la correlación en la Asamblea y quitar a Nuevas Ideas y sus partidos compinches la mayoría calificada, que les facilitó tomar control de todo el aparato estatal. Se iba a participar en la carrera por la presidencia, pero en función de apoyar las candidaturas legislativas.

Esta estrategia fue tan lógica que también el oficialismo la entendió. Por eso hicieron las reformas, al margen de la ley. Con ellas será imposible para la oposición competir exitosamente en las elecciones de diputados – y de paso también en las elecciones municipales. Le pusieron candado a su mayoría calificada.

Había una remota posibilidad de competir con algún éxito por algunas diputaciones. Para esto los cuatro partidos de oposición (Arena, Frente, Nuestro Tiempo y Vamos) tendrían que haberse coaligados en una solo lista de candidatos a diputados. El sistema d’Hondt de asignación de diputaciones privilegia el partido con más votos, deja vivo al segundo y mata a los demás. Juntos, los 4 partidos de oposición hubieran sido la segunda fuerza y colocado algunos diputados. Pero esto fue pedir demasiado a las dirigencias partidarias. Ni siquiera lo discutieron en serio. Con esto, quedarán condenados, con suerte, a la irrelevancia, con un máximo de 2 diputaciones – o incluso a la muerte, igual que el PCN, PDC, CD y GANA.

Siendo las cosas así, sería irracional aferrarse a la estrategia original, y seguir apostando todo a la tarea de elegir diputados. Este plan ya no tiene validez. Las prioridades tienen que cambiar – y las apuestas también.

Si la cancha legislativa está totalmente desnivelada, igual que la municipal, solo queda la tercera cancha: la presidencial, en la cual van a jugar tres fórmulas opositoras. Uno podría decir: Pero en esta cancha tampoco se puede ganar, ¡vean las encuestas, vean la popularidad del presidente, vean todos los recursos, que el Estado va a invertir en la reelección de Bukele!

Por supuesto que no se puede ganar, mucho menos con recursos tan limitados, con el clima de miedo que apacigua a los movimientos ciudadanos, y con 3 fórmulas en vez de una sola unitaria. Pero no se trata solo de ganar – se trata de pelear, de levantar la cabeza, de mostrar opciones más racionales y éticas, de poner la oposición en el mapa, de consolidarla. Para todos estos fines políticos la cancha adecuada es la nacional, la presidencial, la que genera debate, controversia, posturas.

En esta cancha, también desnivelada, en estas condiciones, no se puede ganar la presidencia – pero sí se puede ganar el debate. Si de todos modos no se va a ganar la presidencia, ya no es tan grave que no se haya logrado una sola candidatura unitaria. Si las tres fórmulas logran que un 25, 30, 35 ó 40 por ciento vote por ellos, o sea por la oposición y contra la reelección de Bukele, sería una victoria política y moral importante que marcará los siguientes años.

Hay que definir las prioridades y hacer las apuestas donde tienen sentido. No hay que abandonar todo, vale la pena meter en cada una de las nuevas alcaldías uno o dos concejales opositores. Pero esto no puede ser la prioridad. No puede distraer esfuerzos y recursos de la campaña presidencial.

Si todas las campañas presidenciales opositoras salen raquíticas, el costo lo van a pagar todos los partidos. Por una vez en la vida, definan bien sus prioridades y pónganse las pilas.

Saludos,

Paolo Luers

Putin’s Real Security Crisis. The Most Important Lesson of the Wagner Rebellion Is the FSB’s Failure. Andrei Soldatov. FA. July  2023

Among the many lingering questions about the Wagner leader Yevgeny Prigozhin’s rebellion is why Russia’s vast security apparatus was so poorly prepared for it.

The FSB, the Kremlin’s main internal security service, has long placed a heavy emphasis on “prevention” and taking aggressive steps to preempt any threats to the state before they occur.

The security agency even had informants within the Wagner organization. Yet it seems to have taken no action to stop the mutiny before it started or to warn the Kremlin about Prigozhin’s plans.

Then, as Wagner forces made their move, both the FSB and Russia’s National Guard, the main body assigned to maintain internal security and suppress unrest in Russia, failed as rapid response forces.

The National Guard made every effort to avoid a direct confrontation with Wagner; for its part, the FSB—which also has several elite special forces groups—did not appear to take any action at all. Instead, the most powerful security agency in the country issued a press release calling on Wagner’s rank and file to stay out of the uprising and to go arrest Prigozhin—on their own.

Equally startling was the reaction of Russia’s military intelligence, GRU, to the Wagner escapade. Consider that moment when Wagner forces marched into Rostov-on-Don, Russia’s main command center for the war in Ukraine.

As Prigozhin sat together with Yunus-Bek Yevkurov, deputy minister of defense, and Vladimir Alekseyev, first deputy head of the GRU, Alekseyev seemed to agree with Prigozhin that there was a problem with Russia’s military leadership.

When Prigozhin said he wanted to get Defense Minister Sergei Shoigu and General Valery Gerasimov, the head of Russian forces in Ukraine, apparently to make them answer for their mistakes, Alekseyev laughed and replied, “You can have them!” Shortly after these comments were aired, a member of Russian special forces told us, “Alekseyev is right.”

In the wake of the Prigozhin crisis, Russian President Vladimir Putin faces a dilemma. It has become clear that the larger threat to his regime may not have been Prigozhin’s mutiny itself but the reaction of the military and the security services to that mutiny.

Now, he needs to find a way to deal with that intelligence and security failure without creating new uncertainty about his grip on power. And unlike in previous crises, he may no longer be able to rely on the security agencies he has long used to ensure political stability.

WHERE SYMPATHIES LIE

The threat posed by Prigozhin’s rebellion had little to do with the relative strength of Wagner forces. When Wagner forces declared victory in Bakhmut in May, Prigozhin touted it as a major triumph in a battle that had lasted for months, and it inflated his ambitions to a dangerous degree.

In reality, however, Bakhmut was little more than a local success, and its value was questionable. In the weeks since the Ukrainian counteroffensive began, that victory has become a distant memory.

Wagner has not had a significant role in deterring the counteroffensive, and Prigozhin’s mercenaries—despite their much-hyped capabilities—seem far less relevant to the war than they were in the spring.

In fact, the rebellion came precisely at a moment when Wagner’s influence was weakening and Russia’s military command was gaining renewed confidence. With the Ukrainian counteroffensive off to a slow start, there was a growing perception that Ukraine’s tanks and other advanced weapons supplied by the West were more vulnerable than anticipated, and Russian officers reported that army morale was growing. No longer were Wagner fighters seen as the only capable forces on the Russian side.

These shifting perceptions should not come as a surprise. Ever since Russia launched its full-scale invasion of Ukraine in February 2022, the Russian army has existed in a state of continual and sudden mood swings. Enthusiasm at the start of the war, for example, was almost immediately followed by deep embarrassment from the abject failure of the initial campaign.

Then, in the summer of 2022, the army gained more confidence again in the east, only to be met with the shock of the first major Ukrainian counteroffensive and the loss of Kherson. Still later, there was renewed confidence as the army regrouped amid expectations of a big Russian offensive in the winter—only to meet with more disillusionment at no progress. This was followed by the drawn-out victory at Bakhmut, and then again, deep anxiety as Russia awaited the big Ukrainian counteroffensive. 

    The rebellion opened the door to criticism from within.

Even before Prigozhin’s mutiny, Russia’s seesawing fortunes in Ukraine had led to a growing mysticism among the army rank and file. Battalions have been named after saints; soldiers have increasingly shared icons and prayers on Telegram; and pro-war priests have gained growing popular followings. But the instability had also eroded trust in the military leadership.

In fact, this has been an age-old problem for the Russian army, which faced terrible morale toward the end of the Crimean War in 1856, in the Russo-Japanese War in 1904–5, in World War I, following Hitler’s invasion of the Soviet Union in 1941, and more recently, in the Afghan and Chechen wars.

The significance of Prigozhin’s rebellion, then, was in opening the door to criticism of Russia’s military leadership. And as Prigozhin did it as head of Wagner, Alekseyev, as deputy head of military intelligence, showed that this criticism could come from within.

In fact, Alekseyev’s comments carry more than a little weight—and they show how complicated the Wagner situation is. Alekseyev is one of the most powerful generals in military intelligence. But he was also one of the founders of Wagner, and he has long experience supervising Russian special forces and is well respected by those units, as our own reporting makes clear.

Alekseyev’s comments were a signal to those in the military who share Prigozhin’s views that there could be room for a serious conversation about the military leadership. Although they were not ready to support Wagner in action, this faction within the military saw an opening to start talking about what was going wrong in the war. In short, Alekseyev had broken the official silence around Russia’s military leadership and made the impossible possible.

It was in this context that Putin addressed the public when the mutiny ended. He appeared to be concerned not so much with Prigozhin but with the military itself. His strongly worded speech was aimed at sending a clear message to the armed forces: in effect, Putin said, I will call Prigozhin a traitor so that you, as the army, have no choice but to distance yourselves from him and his message.

In doing so, Putin didn’t miscalculate—he wanted to cut off Wagner from the military and security services, and for the time being, it seems that he did.

But in the long term, Putin has allowed for a new challenge to his cherished political stability to emerge. He successfully ended the mutiny, but such criticism of the generals at the top will remain and is likely to grow.

The fact that 13 Russian military pilots were shot down by Wagner forces, and that Shoigu and Gerasimov were entirely absent during the crisis, has only given more fuel to dissatisfaction within the infantry. And what will happen when Russia suffers new setbacks in the war and the mood in the military swings back in a negative direction?

INSECURITY STATE

Military morale is only one of the things Putin needs to worry about. His handling of the security services following the crisis could put his hold on power at even greater risk. For the moment, he has simply stood by. Although there has been widespread chatter in Moscow about post-rebellion repressions, these rumors only concern the military; Putin has left the FSB and the National Guard untouched.

Instead of attacking the leaders of the FSB and the National Guard for failing him in the crisis, he seems to have decided either to do nothing or to give these agencies expanded authority. In fact, the national guard hopes to strengthen its position by getting permission to have tanks in its service.

This lack of repercussions for the security services is particularly startling in view of the FSB’s performance in the crisis. When Prigozhin captured the headquarters of the Southern Military District—where he spoke to Yevkurov and Alekseyev—it looked almost like a hostage taking of several of Russia’s top military commanders.

Yet according to sources in the FSB, in response to the arrival of Wagner forces, the FSB agents in Rostov-on-Don simply barricaded themselves in their local headquarters. Also absent during the crisis were several of Putin’s top security officials, including the head of the Security Council, Nikolai Patrushev, and FSB chief Alexander Bortnikov.

While a column of Wagner mercenaries marched toward Moscow, taking down helicopters and shooting into the houses of civilians on the way, these brave generals failed to show up—not at the scene or in front of the public at all.

    The security services were paralyzed at a moment of national crisis.

It appears shocking, but this was not the first time that Russia’s security services have been paralyzed at a moment of national crisis. Take the 1991 coup attempt, in which a group of communist top officials headed by a KGB leader put President Mikhail Gorbachev under house arrest at his summer villa in Crimea.

Although their plan to seize power failed and tens of thousands of people went to the streets to defend their freedom, KGB officers chose not to participate in the events and stayed at home. The officers who were at KGB headquarters on Lubyanka that night barricaded themselves in the building and watched the events from their windows.

In 2004, when terrorists took hostage more than 1,000 children and teachers at a school in Beslan, North Ossetia, Russia’s top generals seemed to respond with fear and helplessness. At the time, Patrushev, who was then FSB director, accompanied then Interior Minister Rashid Nurgaliyev to the city airport, conferred in secret, and then hurried back to Moscow.

The officials got so scared that they left the situation to be sorted out by the local FSB branch, which by all standards was not in a position to tackle a terrorist crisis of this scale. In the end, more than 300 people were killed, including many children. Putin never punished these officials, and all these years later, Patrushev and Nurgaliyev are on Russia’s Security Council.

GETTING AWAY WITH IT?

For the first time during more than 20 years in power, Putin’s KGB background might not serve him well. As an officer of the KGB who also did nothing to protect the political regime he had sworn to protect, he seems willing to let slide the excuses made by today’s FSB generals. Of course, there could still be purges in the time to come, but in past crises, when Putin decided to make a change, it has usually happened swiftly: in 2004, for example, when Chechen militants briefly seized control of Ingushetia, heads rolled at the FSB almost overnight.

For now, it is not just Prigozhin who seems to have gone unpunished but also the security services who supposedly were protecting Putin from precisely such a threat.

For any autocrat, this is a strange way to reassert control. In the short term, Putin may see it as the best way to downplay the crisis and move on. But his security services will be unable to save him from the new reality that has taken shape in which the military itself is open to criticism and even challenges to its rule. If such challenges continue, they may not be limited to the military. They could extend to Putin’s own hold on power.

The Global South Is a Geopolitical Reality. Shada Islam. June,2023

Focused on great power competition, European policymakers once dismissed Asian, African, and Latin American countries as marginal, easily pliable, and largely insignificant. They were viewed as attractive markets, investment destinations, and raw material suppliers. But developing countries’ voices, priorities, and concerns were mostly disregarded in an international order crafted and led by the West.

Times are changing. As illustrated most recently at the Group of Seven (G7) summit in Hiroshima, the Global South is now climbing up the international agenda, with Western leaders seeking to court and coax developing countries to shun relations with Russia and China in favor of closer ties with a united and “revived West.”

Geopolitics is no longer that simple, however. While they were certainly interested in some of the G7 offers, and flattered by the international attention as well as invitations to show up at once-exclusive gatherings, the small group of selected leaders invited to the summit in Hiroshima did not fall obediently in line with Western demands.

As they did in 2022 when asked to publicly vote against and condemn Russia’s aggression against Ukraine—and impose sanctions on Moscow—most countries of the Global South are staying out of the fray, determined not to disengage from Russia or join the West’s geopolitical and geo-economic contest with China.

Instead, for many the focus is on ensuring national economic development amid geopolitical uncertainties. It is also on the impact of rising debt levels on their ability to provide food and healthcare for their citizens, and ensuring climate justice while coping with an energy crisis caused by rising prices for oil and gas.

A Eurocentric World View

These and other concerns do get some international attention—sometimes. Mostly, however, Western policymakers as well as think tankers, academics, and journalists remain anchored in a West-centric and Eurocentric worldview. Little attention is given to Senegalese President Macky Sall when he warns that Africa’s “burden of history” means the continent does not want to become the breeding ground for a new cold war, or when Indian Foreign Minister Subrahmanyam Jaishankar urges Europe to “grow out of the mindset that its problems are the world’s problems, but the world’s problems are not Europe’s problems.”

Resistance to the subtle and often not-so-subtle global transformations is strongest in Washington where US policymakers are fixated on consolidating American dominance as an “indispensable nation,” preserving inter alia the international supremacy of the US dollar, and where China’s rise is seen as an existential threat that must be contained.

Despite the pro-development rhetoric and less confrontational approach toward China, EU institutions in Brussels and national governments appear to be equally at sea as they struggle to understand the scope of the global re-ordering underway, and the many ways in which Europe must adjust and adapt its foreign, trade, and development policies—as well as its public diplomacy outreach—to life in a transformed and increasingly complicated multipolar or post-unipolar world.

The Need for Change

For the European Union, there is much to reflect on—and much to change. With its multiple economic cooperation agreements and millions of euros spent on development projects in poorer nations, the EU has long thought of itself as a champion of multilateralism, a force for global good, and a benign international actor. Yet across EU capitals, developing countries are still largely viewed through a self-centered and mostly transactional and transatlantic lens. Little surprise, then, that many in the Global South see the EU as “hypocritical, self-serving, and postcolonial.”

Many European policymakers privately acknowledge the need to change. But old habits die hard. For all the talk of building “equal partnerships” with developing countries, especially in Africa, access to EU trade and aid benefits goes hand in hand with simplistic “us and them” narratives embedded in Orientalist and postcolonial approaches. EU conversations with developing nations tend to center on stopping illegal migration and fighting corruption; in addition, there are usually stern lectures on human rights. Little time is spent on listening and responding to demands from the Global South for reform of multilateral agencies, quicker implementation of the UN Sustainable Development Goals, or eliminating global inequalities including in accessing COVID-19 vaccines.

Betraying just such a bias, in an October 2022 speech to young European diplomats, the EU’s foreign and security policy chief, Josep Borrell, compared Europe to a garden which is “the best combination of political freedom, economic prosperity, and social cohesion that humankind has been able to build.” In contrast, he underlined: “Most of the world is a jungle and the jungle could invade the garden.” 

Borrell has walked back on the statement, admitting in a more recent blog post that much of the “fence sitting” on Russia’s war against Ukraine by the Global South is the result of “perceived double standards and frustration that other issues do not receive the same sense of urgency and massive resources that have been mobilized for Ukraine.”

German Chancellor Olaf Scholz also recently recognized that developing countries are unhappy with the “unequal application” of international rules, want representation on equal terms, and emphasize the need to end Western double standards because “if countries get the impression that we only approach them because we are interested in raw materials or because we want their support on a UN resolution it should not surprise us that their willingness to cooperate is limited at best.”

Facing Facts

Such self-criticism and recognition of past mistakes are important. But Europeans will need to do much more to upgrade their muddied relationship with an increasingly self-confident, vocal, and influential Global South. Below, based on years of experience covering EU foreign policy, are some partial but hopefully helpful suggestions.

First, it is important to face reality and stop finding comfort in self-soothing narratives. Like it or not, the Global South is now a geopolitical reality, not a Russian invention or a Chinese-led conspiracy against the West. Leaders in developing countries who do not want to isolate either Russia or China are not foolishly naïve or chronically misinformed. Like the West, they are pursuing their domestic and external interests.

Realpolitik has certainly played its part in determining the positions of certain countries on Russia’s war against Ukraine. India has traditionally been dependent on Moscow for military supplies. Southeast Asian countries need Russian and Ukrainian grain and fertilizer, as do many African countries that also have long-standing military links with Moscow. China’s “no limits friendship” with Russia may have more to do with its competition with the US than with any real feelings of warmth toward Moscow, but it makes it impossible for President Xi Jinping to openly criticize President Vladimir Putin.

There are other important reasons at play. Many developing countries see Russia’s war in Ukraine and the West’s rivalry with China as distracting from urgent issues such as debt, climate change, and the ongoing effects of the pandemic. When asked to condemn Russia’s aggression, they point to the US-led wars in Afghanistan and Iraq as proof of Western hypocrisy and double standards. There is also shock at the disconnect between the West’s show of compassion for the victims of war in Ukraine and their indifference to the suffering of those elsewhere.

International charities point out that the UN appeal for humanitarian aid for Ukraine has been 80 to 90 percent funded in contrast to similar UN interventions for people caught in crises in Ethiopia, Syria, and Yemen. African and Asian countries have also drawn attention to Europe’s warm welcome of  Ukrainian refugees and the very strict implementation of “Fortress Europe” policies toward those fleeing other wars.

A Multipolar World

Second, like it or not, accept it or not, it is a multipolar world. German Chancellor Scholz, France’s Emmanuel Macron and the EU’s Borrell have made cautious references to the need to adapt to global changes, with Scholz even highlighting the “multipolar character of the world.” But they remain the exception. For others, accepting multipolarity is difficult because of the false assumption that it implies accepting Russian and Chinese narratives, and is therefore inherently anti-American.

The truth is more complex. Certainly, China and Russia are using the moment to step up their own outreach in Asia, Africa, and Latin America but so are the US, the United Kingdom, and the EU. Beijing may seek to present itself as the champion of Global South interests, but it faces pushback not only from India, but others including Brazil, South Africa, and Indonesia. There is no “leader” of the Global South today and there is unlikely to be one in the future.

Multipolarity, however, is here to stay. The US still has a unique capacity to project military power across the globe, and also has command of most multilateral agencies. American soft power is unmatched and potent. Yet, instead of only looking to the US or the EU, many Global South countries are picking and choosing among an array of partners, including China. Many don’t like to talk about permanent “alliances,” preferring instead to focus on issue-based cooperation.

“Mix and Match” Partnerships

Examples of such “mix and match” partnerships abound. India may be on the West’s side when it comes to bashing China—but it certainly is not embracing US and EU demands to stop buying oil from Russia or sanction Moscow. Japan is trying to keep its relations with China on a stable footing, despite developing closer links with the US, Europe, and NATO. Arch-adversaries Saudi Arabia and Iran have signed on to a Chinese-brokered diplomatic deal even though Riyadh isn’t giving up its long-standing US ties. Israel is close to the US but also increasingly close to China. The US dollar reigns supreme but many states are moving away from the greenback as the international reserve currency.

It is going to get even more complicated. As developing nations continue to struggle with the economic fall-out from Russia’s war against Ukraine, they are likely to become even more persistent in driving home their concerns both through the G20, which is currently led by India, and through bilateral talks with G7 leaders. Expect fireworks also at the meeting of the BRICS group comprising Brazil, Russia, India, China, and South Africa, which will meet in Johannesburg in August, with expansion to include a potential 19 hopeful entrants and the feasibility of introducing a common currency on the agenda.

Adapt and Adjust

Third, despite the challenges and the complexities, the EU is well positioned to adapt and adjust to the global transformations. With the EU as a collection of disparate, diverse, and often squabbling states, European policymakers have experience in dealing with complexity and know a thing or two about the art of compromise and negotiation. If they play their cards right, Europe can actually thrive in a multipolar world.

But there is work to be done. Getting ahead in such an environment will require the EU to move beyond the West-centric transatlantic frame and truly engage with developing countries. It means sharing Europe’s knowledge, experience, and wisdom with partners—but not lecturing and hectoring them. It means listening and learning, not moralizing and finger-wagging.

Governments that violate the UN charter must be taken to task. But pressure to safeguard a “rules-based international order” is pointless unless everyone is held to the same standards. Certainly, the EU must continue to comment on poor governance and human rights violations in the Global South. But it should be careful not to engage in selective outrage or to weaponize human rights in the name of geopolitical competition.

There’s also the awkward question of double standards. Much of Europe’s legitimate concerns about the erosion of human rights, democracy, and the rule of law worldwide are being undermined by its failure to put its own house in order. Rising racism, the increased popularity of Europe’s far-right parties, and the presence of populists in power are making a mockery of Europe’s claims to be a union of values and equality. EU leaders can hardly call out discrimination against minorities abroad if they are ready to accommodate racism, Islamophobia, and antisemitism at home.

Europe’s hopes of upgrading its trade, business, and diplomatic relations with the Global South will depend not on promoting values via referencing “democracy vs. autocracy” arguments, but on respecting differences among nations and prioritizing economic interests. This requires EU policymakers to stop talking about upping the EU’s game in the global “battle of narratives and offers” and start working on real policy reforms. Brussels’ hopes for closer relations with African leaders, for example, will continue to be stymied by immigration policies that are perceived to be embedded in structural racism. Making the EU Global Gateway connectivity project more attractive to the Global South will require listening to their concerns, not imposing EU standards.

As they seek to globalize the EU Green Deal, European diplomats will have to take note of comments such as those by Indonesian President Joko “Jokowi” Widodo who has cautioned the EU about the disconnect between its stated goal of equal ties with nations and its restrictive environmental and trade policies.

Many in the West may still prefer life in a unipolar set-up, but there is really no option: the world is moving on and if the EU is serious about retaining its influence as a global actor, not merely a regional one, it must embrace the future, learn to live with the Global South, and acquire the skills needed to navigate an unpredictable and often fractious multipolar world. To misquote Borrell, abandoning the comfort of a tidy, well-managed European garden will not be easy. But the EU has much to gain and little to lose by venturing out into a vibrant and exciting jungle.

Shada Islam is a Brussels-based specialist on EU affairs running, inter alia, the global strategy and advisory media company, New Horizons Project (NHP).