La Crítica de la filosofía latinoamericana a la posmodernidad. Santiago Castro-Gómez. 1996

En opinión del mexicano Gabriel Vargas Lozano, el debate sobre la posmodernidad alude a los nuevos fenómenos que aparecen en la fase actual del desarrollo capitalista[1].

Siguiendo los análisis del marxista norteamericano Frederic Jameson, Vargas Lozano afirma que la posmodernidad es la forma como se ha denominado a la lógica cultural del “capitalismo tardío”. La emergencia de nuevos rasgos en las sociedades industrializadas tales como la popularización de la cultura de masas, el ritmo y complejidad en la automatización del trabajo y la creciente informatización de la vida cotidiana, hace que el sistema capitalista desarrolle una ideología que le sirva para compensar los desajustes entre las nuevas tendencias despersonalizadoras y las concepciones de la vida individual o colectiva.

Para enfrentar estos desajustes, el sistema capitalista precisa deshacerse de su propio pasado, es decir, de los ideales emancipatorios propios de la modernidad, y anunciar el advenimiento de una época pos-moderna, en donde la realidad se transforma en imágenes y el tiempo se convierte en la repetición de un eterno presente.

Nos encontraríamos, según Vargas Lozano, frente a una legitimación ideológica del sistema, acorde con la orientación actual del capitalismo informatizado y consumista.

Adolfo Sánchez Vázquez adhiere también a Jameson y opina que la posmodernidad es una ideología propia de la “tercera fase de expansión del capitalismo” que se inicia después de terminada la segunda guerra mundial[2]. A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase, llegando a penetrar incluso en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el “capitalismo tardío” engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad.

En opinión de Sánchez Vázquez, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de “fundamento”, con lo cual se arruina todo intento de legitimar un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipatorio de la modernidad, la postmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético.

Además, mediante el anuncio de la “muerte del sujeto” y del “fin de la historia”, los filósofos posmodernos liberan al artista de la responsabilidad por la protesta que la estética moderna le había otorgado. Asimismo, la reivindicación de lo fragmentario y lo ecléctico elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fin.

El economista y filósofo Franz Hinkelammert ve en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes del nazismo[3]. La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues de lo que se trata es de corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Al igual que su maestro, los autores posmodernos identifican a Dios con el “gran relato” de la ética universal y anuncian a cuatro vientos su muerte.

Y así como Nietzsche legitimaba el poder de los más fuertes al considerar que la ética universal es la ética de los pobres, los esclavos y los débiles, la posmodernidad se coloca del lado de los países ricos al socavar los fundamentos de una ética universalista de los derechos humanos basada en la razón. De esta manera, la posmodernidad se presenta como el mejor aliado de las tendencias neoliberales contemporáneas, que se orientan a la expulsión del universalismo ético del ámbito de la economía[4].

Hinkelammert piensa también que el “anti-racionalismo” de la posmodernidad se coloca en la línea de una tradición anarquista que va desde los movimientos obreros del siglo XIX hasta las protestas estudiantiles de los años sesenta. Se trata de una protesta anti-sistema que tiende a chocar contra todo tipo de institucionalidad, y cuyo objetivo final es construir una sociedad ideal sin Estado.

Sin embargo -advierte-, el anti-institucionalismo de los movimientos anarquistas les impide proponer algún tipo de proyecto político, lo cual les obliga siempre a buscar soluciones extremistas. Es el caso de los grupos terroristas y guerrilleros, que al no encontrar una vía para abolir al Estado desde la izquierda, se orientaron entonces en la dirección señalada por Bakunin: la destrucción como pasión creadora.

El neoliberalismo de hoy -continúa Hinkelammert- ofrece a todos los anarquistas una nueva perspectiva de abolición. No es extraño que un buen número de Hippies, maoistas y demás militantes de los antiguos movimientos de protesta hayan aterrizado en el neoliberalismo.

De este encuentro nace el “anarco-capitalismo”, la nueva religión del mercado fundada por Milton Friedman y entre cuyos predicadores se encuentran Nozick, Glucksman, Hayek, Fukujama, Vargas Llosa y Octavio Paz.

Todos ellos persiguen el antiguo sueño de la abolición del Estado, esta vez sobre las bases realistas de un capitalismo radical y ya no sobre las bases románticas imaginadas por Bakunin. Pero el resultado final es el mismo: abolir el Estado mediante la totalización del mercado, sin importar el número de sacrificios humanos que ello pueda costar.

La batalla posmoderna por erradicar la racionalidad es, a los ojos de Hinkelammert, un mecanismo para eliminar a los enemigos de la totalidad: ninguna utopía más, ninguna teoría capaz de pensar la realidad como un todo, ninguna ética universal[5].

El filósofo cubano Pablo Guadarrama advierte, por su parte, acerca del grave peligro que representa la negación de dos conceptos básicos para América Latina: el progreso social y el sentido lineal de la historia[6].

La crítica posmoderna al teleologismo persiste en desconocer un hecho innegable: jamás ha habido un proceso histórico que no se edifique sobre estadios inferiores o menos avanzados. Otra cosa es que unos pueblos “avancen” a ritmos más acelerados que otros, o que alcancen mayores o menores niveles de vida en el orden económico o cultural. Pero lo cierto, afirma Guadarrama, es que existen “momentos ascencionales de humanización de la humanidad”[7].

Y América Latina no constituye la excepción, sino la confirmación de esta regla. En algunas áreas del continente se observa una persistencia de formas precapitalistas de producción, mientras que en otras hay procesos bastante avanzados de industrialización. La existencia de diversos “grados de desarrollo” en la estructura social de los países latinoamericanos resulta, entonces, innegable.

Justamente por esta razón, Guadarrama piensa que no puede hablarse de una “entrada” de América Latina a la posmodernidad. Mientras Latinoamérica no termine de arreglar sus cuentas con la modernidad, esto es, mientras no se haya realizado una experiencia plena de este proceso histórico, resulta inoficioso e inútil pensar en una vivencia posmoderna.

El criterio habermasiano de que la modernidad es un proyecto incompleto – escribe Guadarrama- ha encontrado justificados simpatizantes en el ámbito latinoamericano, donde se hace mucho más evidente la fragilidad de la mayor parte de los paradigmas de igualdad, libertad, fraternidad, secularización, humanismo, ilustración, etc., que tanto inspiraron a nuestros pensadores y próceres de siglos anteriores. Se ha hecho común la idea de que no hemos terminado de ser modernos y ya se nos exige que seamos pos modernos.[8]

Una de las críticas más interesantes es la del filósofo argentino Arturo Andrés Roig, para quien la posmodernidad, además de ser un discurso alienado de nuestra realidad social, es también alienante, pues invalida los excelentes logros del pensamiento y la filosofía latinoamericana. Proclamar el agotamiento de la modernidad implicaría sacrificar una poderosa herramienta de lucha, de la cual han echado mano todas las tendencias liberadoras en América Latina: el relato crítico.

Roig afirma que  la modernidad no fue solamente violencia e irracionalidad, sino también apertura a la función crítica del pensamiento. La llamada “filosofía de la sospecha” ( Nietzsche, Marx, Freud) nos enseña que “detrás” de la lectura inmediata de un texto se encuentra escondido otro nivel de sentido, cuya lectura deberá ser mediatizada por la crítica.

Y es justamente esta idea del “desenmascaramiento” la que ha dado sentido a la filosofía latinoamericana, interesada en mostrar los mecanismos ideológicos del “discurso opresor”. Renunciar a la sospecha, como pretenden los posmodernos, equivale a renunciar a la denuncia y, con ello, caer en la trampa de un “discurso justificador” proveniente de los grandes centros del poder mundial[9].

Roig señala que este “discurso justificador”, interesado en hacernos creer que hemos quedado en una especie de “orfandad epistemológica”, nos dice que todas las utopías han quedado definitivamente desacreditadas y que la historia ha llegado a su culminación.

Pero la filosofía latinoamericana se ha caracterizado, en su opinión, por ser un tipo de pensamiento “matinal”, cuyo símbolo no es el búho hegeliano sino la calandria argentina. Es decir que se trata de un discurso que no mira hacia atrás justificando el pasado, como en el caso de Hegel, sino que mira siempre hacia adelante, firmemente asentado en la función utópica del pensamiento.

Por ello mismo, renunciar a este “discurso de futuro” sería negar la esperanza por una vida mejor, que es el anhelo de los sectores oprimidos  en América Latina. Caer en el nihilismo a la política en favor de un “dejar hacer” en lo económico, una voluntad débil y autosatisfecha mediante las caseteras y los estéreos.[10].


[1] G. Vargas Lozano, “Reflexiones críticas sobre modernidad y postmodernidad”, en: id., ¿Qué hacer con la filosofía en América Laiina?, México, UAMNAT, 1991, pp. 73-83.

[2] A. Sánchez Vázquez, “Posmodernidad, posmodernismo y socialismo”, en: Casa d e las Américas 175 ( 1 989), La Habana. pp. 137-145.

[3] F. Hinkelammert, “Frente a la cultura de la postmodernidad: proyecto político y utopía”, en: id., El capitalismo al desnudo, Bogotá, Editorial El Búho, 199 1 , pp. 135-137.

[4] Este lamentable error de apreciación parece haberse convertido en lugar común de muchos intelectuales latinoamericanos que creen ver aparecer el fantasma del “neoliberalismo” por todos lados. El filósofo mexicano Mario Magallón escribe, por ejemplo: “El neoliberalismo y la posmodernidad son una nueva forma ideológica, económica, política, social y cultural que se caracteriza por el neoconservadurismo de las élites de poder, por medio de las cuales se busca la manera de plantear cualquier proyecto alternativo a la “libertad del hombre”. En términos casi milenaristas agrega Magallón que la posmodernidad “constituye la batalla final por suprimir definitivamente el racionalismo… Se trata de suprimir todo: la dialéctica, el Estado, los derechos humanos”. cf. M. Magallón, Filosofía política de la educación en América Latina, México, UNAM, 1993, p. 158. Reflexiones semejantes pueden verse en el artículo de los cubanos Manuel Pi Esquijarosa y Gilberto Valdés Gutiérrez “El pensamiento latinoamericano ante la “putrefacción” de la historia”, en Casa de las Américas 196 (1994). pp. 99-111.

[5] Ibid., pp.130-135.

[6] P. Guadarrama González, “La malograda modernidad latinoamericana”, en id., Postmodernidad y crisis del marxismo, México, UAEM, 1994, pp. 47-54.17. Ibid., p. 47.

[7] Ibid., p. 47

[8] Ibid, 52.

[9] A.A. Roig. ”~Qué hacer con los relatos, la mañana, la sospecha y la historia? Respuestas a los

post-modernos”, en: id.. Rostro y filosofia de América Latina, Mendoza, EDIUNC, 1993, pp.

118-122

[10] Ibid., pp. 126.129.

Los desafíos de la posmodernidad a la filosofía latinoamericana. Santiago Castro-Gómez.1996

En el año de 1979 Horacio Cerutti presenta en Caracas una ponencia en el IX Congreso Interamericano de Filosofía, que titula: “posibilidades y límites de una filosofía latinoamericana después de la filosofía de la liberación[1].

En esta comunicación, Cerutti reconoce la intención de la “filosofía de la liberación” en asumir decididamente la realidad latinoamericana como problema filosófico, retomando de esta manera la preocupación por el sentido y la necesidad de un pensamiento comprometido con la realidad de nuestros pueblos, tal como había sido ya esbozado desde el siglo XIX por Juan Bautista Alberdi y los próceres de la “emancipación mental”.

Reconoce también el gran esfuerzo de este movimiento por asumir filosóficamente los aportes de las otras dos corrientes intelectuales aparecidas en la primera y segunda mitad de la década de los 60 respectivamente: la teoría de la dependencia y la teología de la liberación.

Pero a pesar de todos estos logros, el filósofo argentino piensa que ya para esa época (1979), los tres discursos liberacionistas se habían esterilizado en su productividad[2].

Entre las razones aducidas por Cerutti para esta decadencia se encuentran la distorsión que tanto la filosofía como la teología realizaron de la teoría de la dependencia, separándola del núcleo de reflexión teórica que la sustenta y constituye, así como la caducidad de un cierto pensamiento “cristiano” que colocaba la fe como exigencia previa para filosofar liberadoramente.

Hoy día, quince años después de estas reflexiones, valdría la pena retomar las cuestiones planteadas por Cerutti y reformularlas de la siguiente manera: ¿qué tipo de transformaciones socio-estructurales han apresurado el envejecimiento de las categorías filosóficas, sociológicas y teológicas de los discursos liberacionistas?; ¿cuáles aportes nos es posible retomar de estos discursos para un diagnóstico contemporáneo de las sociedades latinoamericanas?; y. ¿qué clase de reajuste categorial tenemos que realizar para consolidar un nuevo tipo de discurso crítico en América Latina?

Dudo mucho de que exista algún pensador o pensadora en Latinoamérica, que afiliado(a) todavía a la filosofía o a la teología de la liberación, deje de preguntarse por el inevitable reajuste ideológico que implica el derrumbe de los regímenes socialistas en Europa del Este.

Pues, aún teniendo en cuenta las diferencias existentes al interior de ellos, casi todos los discursos liberacionistas estuvieron fuertemente influenciados por la retórica que animó la consolidación ideológica del socialismo.

La liberación de los oprimidos, la tesis de que el imperialismo es el único culpable de la pobreza y miseria de las naciones latinoamericanas, la fe en las reservas morales y revolucionarias del pueblo, el establecimiento de una sociedad en donde no existieran antagonismos de clase, todos estos fueron motivos centrales de la reflexión filosófica y teológica en la América Latina de los años sesenta y setenta.

Eran los días de la guerra fría y de la consecuente polarización ideológica en todo el continente; del temor ante la amenaza atómica que se cernía sobre toda la humanidad; de los procesos emancipatorios en África; del movimiento estudiantil y el auge de las guerrillas de liberación nacional; de la revolución cubana y el comportamiento valiente de Fidel en la Sierra Maestra y en Bahía de Cochinos; del sacrificio del Ché Guevara y Camilo Torres en Sudamérica; del apoteósico regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina; del martirio de monseñor Romero y de muchos otros cristianos comprometidos en Centroamérica; del triunfo de la Unidad Popular en Chile y del movimiento sandinista en Nicaragua; de la resistencia popular a las brutales dictaduras que ensangrentaron al sur del continente.

En no pocos sectores se respiraba un ambiente de esperanza en que ya pronto se lograría realizar la revolución verdadera y derrocar finalmente el poder de la burguesía capitalista, sacando de este modo a nuestros países de la pobreza y el sub-desarrollo.

Pero los años ochenta transcurrieron sin que la anhelada revolución apareciera por ninguna parte. Y allí donde se insinuó de cerca su presencia, fue aplastada sin piedad por las fuerzas poderosas del orden establecido, que demostraron ser inmunes a los “saltos cuantitativos” de orden estructural. Se incrementó, por el contrario, la pobreza, el endeudamiento externo y el crecimiento desordenado de las grandes ciudades, hasta el punto de que aquellos años pasaron a la historia con el nombre poco honroso de la “década perdida”. Pero lo que se perdió en Latinoamérica no es mensurable solamente en términos cuantitativos (decrecimiento de la renta per cápita, del producto social bruto, de las exportaciones, etc.), sino que incluye también un desencanto ideológico que permea el tejido entero de nuestras sociedades.

¿Cómo interpretar fenómenos tales como el fracaso del socialismo y el cambio de sensibilidad que se observa actualmente en casi todos los países de Occidente, incluyendo, por supuesto, a la América Latina?

Creemos que un diálogo con los teóricos de la posmodernidad contribuiría a damos luces al respecto. Sin embargo, un diálogo semejante demanda, en primer lugar, confrontarnos con la gran avalancha de criticas a la posmodernidad, provenientes sobre todo de ciertos sectores filosóficos en América Latina que se resisten todavía a repensar su discurso según las nuevas exigencias de los tiempos.

Nos ocuparemos, entonces, de examinar el contenido de estas críticas, para luego pasar a un diálogo con las nuevas tendencias de las ciencias sociales en América Latina respecto al cambio de sensibilidad ya mencionado. Finalmente examinaremos algunas de las propuestas teóricas posmodernas, enfatizando aquellos elementos que pueden servirnos para revitalizar un discurso crítico en América Latina.


[1] H. Cerutti Guldberg. “Posibilidades y límites de una filosofía latinoamericana después de la “filosofía de la liberación”, en La filosofi’a en América. Trabajos presentados en el IX Congreso Interamericano de Filosofia, Caracas, Sociedad Venezolana de Filosofía, 1979, tomo l. pp. 189-192.

[2] De hecho, la tesis de un “Adiós a la teoría de la dependencia” se presentó ya en 1974 con motivo del I I Congreso Latinoamericano de Sociología. cf. J.L. De Imáz, “¿Adiós a la teoría de la dependencia?. Una perpectiva desde la Argentina”, en: Estudios Internacionales 28 (1974), pp. 49-75. Entre las razones aducidas por José Luis De Imáz para esta despedida se encuentran la pretensión elevada por la teoría de la dependencia de ofrecer una explicación omnicomprensiva del subdesarrollo, sobrepasando de este modo las posibilidades de comprobación empírica, así como la tendencia a un “externalismo” que impediría asumir la propia responsabilidad frente a los problemas de nuestras sociedades.

Personalidad: 5 rasgos que la definen. Celia Rodríguez Ruiz.

La personalidad es un concepto abstracto difícil de definir y delimitar, es algo que no podemos ver, que solo podemos deducir a través de la observación de las conductas, actitudes y formas de ser de las personas. Pero, lo cierto es que cuando alguien tiene una personalidad arrolladora, no pasa desapercibida. ¿Por qué, qué la define?

Personalidad: 5 rasgos que la definen

La personalidad ha sido estudiada desde épocas muy antiguas y desde diversas disciplinas como la psicología, la medicina, la antropología, la sociología, la psiquiatría, o la filosofía, siendo diferentes las teorías que han tratado de explicar este concepto. Entre ellas el modelo de los Cinco Grandes o Big Five, nos explica los cinco grandes factores de la personalidad.

La personalidad, ¿qué define a una persona con personalidad? La personalidad, puede definirse como el conjunto de características o rasgos psicológicos internos que describen la forma de ser de la persona y determinan la manera que tiene de comportarse en diferentes situaciones.

La personalidad es un constructo psicológico que engloba el conjunto de actitudes, pensamientos, sentimientos y conductas, que tiene cierta estabilidad, de modo que nos permite en cierto grado predecir la forma de ser y de reaccionar de las personas.

¿Cómo se forma la personalidad? Carácter y temperamento

Cada persona tiene su propia personalidad, es algo que nos hace únicos. Al nacer no tenemos una personalidad definida, tenemos cierta disposición genética a ser de una u otra manera que se irá configurando con la experiencia.

Podemos decir que la personalidad tiene una parte determinada por los genes, el temperamento, que se configura en función de las experiencias que vive cada persona y da lugar al carácter. El temperamento y el carácter delimitan la personalidad de cada persona.

Temperamento. El temperamento es innato. Las personas nacemos con un tipo u otro de temperamento. El temperamento es la parte de la personalidad que viene determinada genéticamente y por lo tanto es inevitable y no se puede cambiar.

Carácter. El carácter es la parte adquirida de la personalidad. El carácter hace referencia a los comportamientos y reacciones que se han desarrollado y se convierten en hábitos como resultado de las experiencias vitales. El carácter puede modificarse.

Aunque todos nacemos con una predisposición genética determinada, el temperamento, éste se va moldeando con las experiencias vitales que vivimos, dando lugar al carácter.

El modelo de los Cinco Grandes Rasgos de Personalidad

El Modelo de los Cinco grandes Rasgos, o Big Five, es un modelo que explica la personalidad como el resultado de la combinación de 5 grandes rasgos o factores. Para obtener los cinco grandes rasgos se hizo una investigación donde algunas personas tenían que definir la personalidad de otras (Golberg 1993).

Tras los datos obtenidos se delimitaron 5 grandes rasgos que al combinarse dan lugar a la personalidad de cada persona: extraversión (o sociabilidad), responsabilidad, apertura, amabilidad y neuroticismo.

Cada uno de los rasgos es un continuo con dos extremos, y según el lugar donde se situé la persona darán lugar a un tipo u otro de personalidad o manera de responder.

1. Apertura a nuevas experiencias.

Este rasgo indica si la persona tiende a buscar nuevas experiencias o no. Si le gusta hacer cosas nuevas o no. Las personas abiertas tienden a buscar nuevas experiencias continuamente, en cambio las menos abiertas son más convencionales en cuanto a sus intereses.

2. Extroversión o sociabilidad. Esta característica nos indica si la persona es más o menos sociable. Las personas extrovertidas serán muy sociables y buscarán la compañía de otras personas, en el lado opuesto están las personas introvertidas serán menos sociables, que tenderán a aislarse y disfrutaran de su soledad.

3. Responsabilidad. Esta característica nos indica si la persona está centrada o no con sus metas y objetivos personales. Es la capacidad de dirigir y controlar los propios impulsos y la propia conducta. Las personas responsables controlan sus impulsos y trazan planes para lograr sus metas, en cambio las personas irresponsables son más impulsivas y tienen dificultades para lograr sus objetivos.

4. Amabilidad. La amabilidad indica si la persona muestra simpatía, y buenas maneras con los demás o no. Las personas amables tienden a cooperar con los demás y a simpatizar con otros, en el polo opuesto están las personas menos amables, son personas críticas, que no saben cooperar con los demás y a menudo se muestran suspicaces.

5. Estabilidad emocional o neuroticismo. Este rasgo hace referencia a la manera de las personas de enfrentarse a los problemas de la vida. Las personas con estabilidad emocional se muestran sosegadas ante los problemas, mantienen un estado de ánimo estable, lo que les permite afrontar los problemas y buscar soluciones. En cambio las personas con poca estabilidad emocional, suelen variar sus estados de ánimo, tienen una tendencia a las emociones negativas (ira, miedo, vergüenza, culpa, etc.), en situaciones adversas.

Publican libro de Roberto Pineda sobre Iglesia Luterana y Movimiento Popular en El Salvador 2001-2002

SAN SALVADOR, 13 de junio de 2023. “Era una deuda pendiente, la de transcribir las experiencias de fe y lucha popular desde la Iglesia Luterana de principios de este siglo XXI….” indicó Roberto Pineda, luchador social y autor salvadoreño.

Agregó que “durante más de cuarenta años (1982-2023) la Iglesia Luterana en El Salvador ha jugado un importante papel en el acompañamiento de las luchas populares por la democracia y la justicia social. Este compromiso evangélico inicia en el marco del conflicto armado que desangró al país de 1980 a 1992 y se prolonga hasta nuestros días.”

Explicó que “el presente libro trata sobre una de las reflexiones  teológicas derivada de ese compromiso evangélico con la paz y la justicia, y comprende principalmente predicaciones realizadas en la iglesia rural luterana de la Comunidad Monseñor Romero en Suchitoto, en la Iglesia Luterana La Resurrección de San Salvador y luego desde la Iglesia Luterana Popular, surgida en 2005.”

Roberto Pineda (1959…) ha publicado Fuego Cruzado (San José, C:R:1982); Las luchas de los movimientos populares1810-2010 (san Salvador, 2014); El Salvador: voces de la memoria rebelde (San Salvador, 2015); Ideas emancipadoras y tradiciones de lucha Tomo I,II y III (San Salvador, 2016,2017); Crónica de los Patriarcas (San Salvador, 2017); Los Ríos de la Memoria del jaguar rebelde (San Salvador, 2018); Nace la esperanza, viene el cambio (San Salvador, 2020); y la novela El viaje a Moscú (2020).

Qué es la teoría crítica de la raza y por qué es tan polémica en las aulas de EE.UU. Rafael Abuchaibe.BBC

Después de un juicio cargado de fuertes emociones, Payton Grendon -un joven estadounidense de 19 años- fue condenado a cadena perpetua por matar a 10 personas indiscriminadamente en un supermercado de Buffalo, en el estado de Nueva York.

Además de transmitir el ataque del 14 de mayo de 2022 en vivo, Payton Gendron dejó un documento de 180 páginas en el que explicó que su objetivo era “asustar a la mayor cantidad posible de gente no blanca y no cristiana” para que se fueran del país.

Dentro de los muchos argumentos que esgrimió como justificación para su terrible crimen, Gendron resaltó un presunto plan labrado por “los judíos para reemplazar a la raza blanca”.

Para el asesino, una parte fundamental de ese supuesto plan es la “imposición de la CRT” (siglas en inglés de la teoría crítica de la raza, Critical Race Theory) en las escuelas y universidades de Estados Unidos.

Lo cierto es que la teoría crítica de la raza se ha convertido en los últimos años en uno de los temas de confrontación favoritos de los políticos y comentaristas conservadores en el país norteamericano.

II. ¿Qué es la teoría crítica de la raza?

La raza no existe, pero la necesitamos para entender la historia.

Este marco teórico ofrece una perspectiva histórica más completa y un mejor contexto para comprender el presente. La historia es una ciencia social por demás activa, en artículos anteriores hemos hablado sobre su capacidad de autoanalizarse y reescribirse. La investigación, la perspectiva, los nuevos datos y lecturas son cruciales en la construcción del devenir histórico.

Elementos como la conciencia social o de raza también pueden influir en una reevaluación tanto de la historia, como de la forma en que se escribió. Un movimiento académico dentro de la comunidad de historiadores es ejemplo de estos cambios de óptica sobre el pasado. Estamos hablando de la teoría crítica de la raza.

Las consideraciones de un racismo sistémico

La teoría crítica de la raza es un marco teórico para enseñar historia y otras disciplinas sociales. El término fue acuñado por la jurista Kimberlé Crenshaw a finales de la década de los 80. Consiste en agregar al currículum y a la conversación esos incisos dentro del evento o tema de estudio que pudieron estar marcados por la raza y la discriminación racial.

Por ejemplo, si estamos abordando el final de la Segunda Guerra Mundial, el regreso de los veteranos a Estados Unidos y el consecuente auge de los suburbios americanos durante la década de los 50, no podemos dejar de lado la experiencia de los soldados afroamericanos y todo el marco legal que evitó que pudieran hacerse de un hogar asequible igual que sus compañeros blancos.

Si dentro de determinado momento histórico existe una barrera legal o costumbre socialmente reforzada que habilite la discriminación racial sistémica, la teoría crítica de la raza es necesaria para tener un panorama completo de cómo se desenvolvió ese momento del pasado y qué consecuencias podría seguir teniendo en el presente.

En el caso específico de la situación de vivienda de los veteranos afroamericanos de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias de ese serio desbalance para la obtención de casas puede verse reflejado en las dificultades actuales de la comunidad afroamericana para conseguir precios y préstamos bajos en comparación con los americanos caucásicos.

Este es un ejemplo básico acerca de cómo un análisis del pasado con una perspectiva que cubra aspectos relacionados con el racismo sistémico es vital para comprender las condiciones actuales de un grupo demográfico completo. Como herramienta de investigación y contextualización histórica, el rol de la teoría crítica de la raza es difícil de discutir pero su presencia en programas académicos y aulas abre otro debate.

¿Debería enseñarse en las escuelas?

La conversación más acalorada sobre el tema de la teoría crítica de la raza es si debería estar presente en las aulas. El racismo es un tema por demás complicado y hay validez en la idea de que no es necesario poner en los niños una carga cognitiva de esa naturaleza. El problema de este argumento, es que solo aplica si los niños en cuestión no pertenecen a ninguna etnia, raza o grupo social que este sujeto a discriminación.

En marzo del presente año, una niña de 9 años testificó en el caso de George Floyd, uno de los eventos de violencia sistémica racial más sonados de la década. Si una infante de tan corta edad puede ser expuesta a presenciar un homicidio y testificar sobre el mismo en la corte, debido a que la violencia racial es así de terrible en su país, ¿por qué privar a los niños de su edad de las herramientas cognitivas para entender y combatir el racismo sistémico bajo el argumento de que “es complicado”?

La raza y el racismo son constructos sociales, como sostiene Tony Morrison, Premio Nobel de literatura y activista para la educación sobre la conciencia de raza. Sin embargo, estos constructos no solo afectan seriamente la vida de millones de personas de minorías raciales en el mundo también juegan un papel importante en el diseño y ejecución de sistemas económicos.

Para erradicar el racismo sistémico es necesario un cambio estructural, y este es prácticamente imposible de gestionar sin una educación histórica y social ciega a la influencia de los desbalances provocados por la discriminación social.

¿Habías oído hablar antes de la teoría crítica de la raza? ¿Te parecería buena idea incluir el tema en tus clases? Si eres estudiante, ¿algún curso que hayas llevado incluyó el tema? ¿Cuáles fueron tus impresiones? Cuéntanos en los comentarios.

El inmortal. Jorge Luis Borges

Salomon saith. There is no new thing upon the earth. So that as Plato had and imagination, that all knowledge was but remembrance; so Salomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion. FRANCIS BACON: Essays LVIII.

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y de inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló éste manuscrito.

El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I

Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.

Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la Luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del Oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias.

Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el Occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, ricas en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río.

Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla.

Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto.

Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantes, que tienen mujeres en común y se nutren de Leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable.

De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que en esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible.

Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la Luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas, otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres.

Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II

Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales.

Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.

La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo…

No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la Luna y el Sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar – yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma – mi primera detestada ración de carne de serpiente.

La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el Poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad.

Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto, que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.

He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que sus muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz idea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.

En el fondo de un corredor, un no provisto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de luz tan azul que pudo parecerme púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrálagos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol.

Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.

Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales.

Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado

de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos.

Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar.

Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III

Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos, recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El Sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el viaje de regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último.

Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de los irracionales.

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos.

Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas.

Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo, consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa. Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla.

Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes aquienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.

Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.

Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé

IV

Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre.

Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.

Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales.

Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo.

 Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto…

Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos…

Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales.

Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.

Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años.

Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.

Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas palabras Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño.

Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.

Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce.

En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1683 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1].

Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo.

Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres.

Esa noche dormí hasta el amanecer.

…He revisado al cabo de un año, estas páginas. Me constan que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.

La historia que he narrado parece irreal, porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de “una reprobación que era casi un remordimiento”; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee inter alia: “En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia”. Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].

Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.

No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Postdata de 1950

Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans, de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot, y finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”.

Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.

A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros


[1] Hay una tachadura en el manuscrito; quizás el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el « Geambattista » que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Geambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.

Los teólogos. Jorge Luis Borges. El Aleph.1949

Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.

Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla.

Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también anulares) profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no será.

En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz. Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de dios, iba a impugnar tan abominable herejía.

         Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no hay novedad sin riesgo: luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.)

Más le dolió la intervención —la intrusión— de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De septima affectiones dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los anulares…

Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; resolvió adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rueda.

         Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese rencor.

Erigió vastos y casi inextricables períodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del desdén. De la cacofonía hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio.

Agustín había escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo; con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles; con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a adornos.)

Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá a vender al Señor, y otro de los Academica priora de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales.

Además esgrimió contra los monótonos el texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.

Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo.

El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres.

         Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó con el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera.

Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran toda las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.

Cayó la Rueda ante la Cruz[1], pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban con el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras.)

Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la Tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo.

Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del señor, en Cesárea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.

         La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas), pero de todos el más recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan Damasceno los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres.

Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) “pacían como los bueyes y su pelo crecía como de águila”. De la mortificación y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad.

Todas eran blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploraban los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribió “El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las Injurias con que se fustigó su Impiedad”; Erfjord ha sugerido que esas “injurias” (que preserva un códice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.

         En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 (“perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”) y 11:12 (“el reino de los cielos padece fuerza”) para demostrar que la Tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 (“vemos ahora por espejo, en oscuridad”) para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo.

También imaginaron que nuestros actos proyectan en reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme; si fornicamos, el otro es casto; si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades: ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre.

Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, “en el término de una sola vida, son leones, son dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol”. Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: “Yo he venido para que tenga vida los hombres y para que la tengan en abundancia”(Juan 10:10).

También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica… Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo; otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas: dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.

Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencionó. El prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología especulativa.

Su secretario – antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con él – gozaba de renombre de puntualísimo inquisidor de heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos párrafos: cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria: las admoniciones de la nueva doctrina (“¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra.

Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo”) eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena.

Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras era debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía; indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.

         Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse; repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos.

No entendió (No quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de los ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los períodos más brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era rigurosamente heterodoxa. Discutió con los hombres cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El 26 de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera.

Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos.

Arañaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada en azufre; al lado, un ejemplar del pestilente Adversus annulares. Había llovido la noche anterior y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado: Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron; después gritó y fue como si un incendio gritara.

Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la de Juan, pero sintió lo que sentía un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en Macedonia dejó que sobre él pasaran los años. Buscó los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas y los contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino.

En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Luz de las luces encendida en la carne de un réprobo.

En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese minucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan

El final de la historia sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia ( el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.

En las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven entrelazados.

Prefacio al Sublime Objeto de la Ideología de Slavo Zizek

PREFACIO

ERNESTO LACLAU

Como todas las grandes tradiciones intelectuales, la teoría psicoanalítica lacaniana ha alumbrado en una serie de direcciones. Estos efectos iluminadores han tenido tendencia a presentar esta teoría como una fuente de inspiración difusa que alimenta corrientes intelectuales sumamente diferenciadas, y no como un corpus teórico cerrado y sistemático. La recepción que se ha dado a Lacan ha variado, así pues, de un país a otro.

Según cada conjunto de circunstancias, se han destacado diferentes aspectos de una obra teórica que ha pasado por una considerable transformación a lo largo de un prolongado periodo de tiempo. En Francia, y en los países latinos en general, la influencia de Lacan ha sido clínica en lo principal y, por lo tanto, ha estado estrechamente vinculada a la práctica psicoanalítica.

La formación profesional de psicoanalistas ha sido el aspecto más importante de ello y ha tenido lugar en instituciones organizadas con este objetivo: primero, la École Freudienne de Paris y después la École de la Cause Freudienne. Esto no significa que el impacto cultural de la teoría lacaniana no se haya extendido a círculos más amplios —a la literatura, a la filosofía, a la teoría fílmica y demás—, sino que la práctica clínica ha seguido siendo el punto central de referencia a pesar de esas extensiones.

En los países anglosajones, este carácter central del aspecto clínico ha estado ausente en gran medida y la influencia de Lacan ha girado casi exclusivamente en torno al triángulo literatura-cine-feminismo. Por ejemplo, el trabajo en relación con la revista Screen en la década de los setenta (Stephen Heath, Colin MacCabe, Jacqueline Rose) con su teoría de la “sutura” o, en el campo del feminismo, el uso crítico de determinadas nociones lacanianas, como el “significante fálico”, para revelar el funcionamiento del orden patriarcal (Juliet Mitchell, Jacqueline Rose y el grupo alrededor de la publicación periódica m/f).

Vale la pena mencionar también que la tendencia en el mundo anglosajón ha sido acentuar las afinidades de la teoría lacaniana con el campo general del “posestructuralismo” —desconstrucción, por ejemplo— en tanto que en Francia se han mantenido grados mayores de demarcación y de confrontación entre las corrientes intelectuales.

A estas variantes nacionales hemos de agregar una diferenciación en función de las diversas interpretaciones de la obra lacaniana, además de una serie de intentos de articularla con otras perspectivas filosóficas. En cuanto a la interpretación, hemos de indicar la oposición que existe en Francia entre las diferentes “generaciones” lacanianas.

Por una parte, está la perspectiva de la “vieja escuela” o primera generación de lacanianos (Octave y Maud Mannoni, Serge Leclaire, Moustafa Safouan, etc.), que hace hincapié en los problemas clínicos y en el papel crucial que desempeña lo Simbólico en el proceso psicoanalítico. Esta perspectiva se basa ampliamente en los escritos de Lacan de los años cincuenta, la época del alto estructuralismo, en la que el registro Imaginario se presenta como una serie de variantes que se han de referir a una matriz simbólica estable.

Por otra parte, la generación más joven (Michel Silvestre, Alain Grosrichard, etc., con Jacques-Alain Miller a la cabeza) ha tratado de formalizar la teoría lacaniana, señalando las distinciones entre las diferentes etapas de su enseñanza y acentuando la importancia teórica de la última etapa, en la que se otorga un papel central a la noción de lo Real como aquello que resiste a la simbolización.

En cuanto a los intentos de articular la teoría lacaniana con otras perspectivas teóricas, vale la pena mencionar en primer lugar la apropiación hermenéutica de Lacan que ha tenido lugar principalmente en Alemania (Hermann Lang, Manfred Frank, etc.).

Esta tendencia consiste en lo fundamental en un intento por mostrar que el “horizonte de prejuicios” hermenéuticos puede ofrecer el fundamento filosófico adecuado al psicoanálisis. A esto hay que añadir la interpretación marxista-estructuralista de Lacan llevada a cabo por Althusser y sus seguidores (en especial, Michel Pêcheux).

Esta lectura presenta al psicoanálisis lacaniano como la única teoría psicológica que contiene una noción del sujeto que es compatible con el materialismo histórico.

Dentro de este marco general de referencia, la escuela lacaniana eslovena, a la que pertenece este libro de Žižek, posee rasgos sumamente originales.

En contraste con el mundo latino y el anglosajón, las categorías lacanianas se han usado para una reflexión que es esencialmente filosófica y política. Si bien los teóricos eslovenos se esfuerzan por extender su análisis al campo de la literatura y del cine, la dimensión clínica está totalmente ausente.

Caracterizan a esta escuela dos rasgos fundamentales. El primero es su insistente referencia al campo ideológico-político: su descripción y teorización de los mecanismos fundamentales de la ideología (identificación, el papel del significante amo, la fantasía ideológica); sus intentos por definir la especificidad del “totalitarismo” y sus diferentes variantes (estalinismo, fascismo) y esbozar las principales características de las luchas democráticas radicales en las sociedades de Europa del Este.

La noción lacaniana del point de capiton (punto de acolchado) se concibe como la operación ideológica fundamental; la “fantasía” se convierte en un argumento imaginario que encubre la división o “antagonismo” fundamental en torno al cual se estructura el campo social; se contempla la “identificación” como el proceso a través del cual se constituye el campo ideológico; el goce, o jouissance, nos permite entender la lógica de la exclusión que opera en discursos como el del racismo.

El segundo rasgo distintivo de la escuela eslovena es el uso que hace de las categorías lacanianas en el análisis de los textos filosóficos clásicos: Platón, Descartes, Leibniz, Kant, Marx, Heidegger, la tradición analítica anglosajona y, sobre todo, Hegel. La orientación hegeliana es la que da un “sabor” especial a los teóricos eslovenos.

Ellos tratan de articular una nueva lectura de la filosofía de Hegel que deja atrás suposiciones establecidas desde hace tanto como el supuesto panlogismo de Hegel o la noción de que el carácter sistemático de su reflexión conduce a la abolición de todas las diferencias en la mediación final llevada a cabo por la Razón. La producción de la escuela eslovena ya es considerable.[1]

En la actualidad, la teoría lacaniana es la principal orientación filosófica en Eslovenia. Ha sido también uno de los principales puntos de referencia de la llamada “primavera eslovena”, es decir, las campañas de democratización que han tenido lugar los últimos años. El semanario Mladina, en el que Žižek es el principal columnista político, es el portavoz más importante de este movimiento.

El interés que han manifestado los teóricos eslovenos por los problemas de una democracia radical y los esfuerzos que han hecho por vincular el Real lacaniano con el que, en Hegemonía y estrategia socialista, Chantal Mouffe y yo hemos denominado el “carácter constitutivo de los antagonismos”, ha creado la posibilidad de un fructífero intercambio intelectual. Žižek ha visitado nuestro programa de investigación sobre Ideología y Análisis del Discurso en el Departamento de Gobierno de la Universidad de Essex en muchas ocasiones.

De estos contactos ha surgido una serie de proyectos de investigación conjuntos. Esto no significa, por supuesto, que haya habido plena coincidencia. En nuestra opinión, la escuela eslovena trazó al inicio una línea de separación demasiado drástica entre la teoría lacaniana y el posestructuralismo. También tenemos una serie de reservas sobre la lectura que hace de Hegel. Si bien, en el primer caso, nuestras diferencias han tendido a disminuir en el transcurso del debate, en el segundo, todavía entablamos discusiones.

A pesar de todo y no obstante estas diferencias, no cabe duda alguna acerca de la riqueza y profundidad que ofrece la interpretación de Hegel que hace la escuela de Eslovenia[2]. Su especial combinación de hegelianismo y de teoría lacaniana representa en la actualidad uno de los proyectos teóricos más innovadores y prometedores en el panorama intelectual europeo.

Ahora quisiera proporcionar una serie de sugerencias para la lectura de este libro. El lector pudiera acabar desorientado en lo tocante al género literario al que pertenece. No es sin duda un libro en el sentido clásico, es decir, una estructura sistemática en la que se desarrolla una argumentación de acuerdo con un plan prefijado. Tampoco es una colección de ensayos en la que cada uno de ellos constituya un producto acabado y cuya “unidad” con el resto sea meramente el resultado de la discusión temática que contiene sobre un problema común. Se trata más bien de una serie de intervenciones teóricas que se alumbran unas a otras, no en función de la progresión de una argumentación, sino en función de lo que podríamos denominar la reiteración de esta última en diferentes contextos discursivos.

La tesis básica de este libro —que la categoría de “sujeto” no se puede reducir a las “posiciones del sujeto”, puesto que antes de la subjetivación el sujeto es el sujeto de una falta— se formula en el primer capítulo. En cada uno de los capítulos subsiguientes se reitera esta tesis en un nuevo contexto discursivo que la ilumina desde un ángulo diferente.

Pero como este proceso de afinación no es el resultado de una necesaria progresión, el texto llega a un punto de interrupción y no de conclusión, invitando por lo tanto al lector o lectora a que continúe por su cuenta la proliferación discursiva en la que el autor se ha embarcado.

Así pues, cuando Žižek habla de Lacan, Hegel, Kripke, Kafka o Hitchcock, el lector podría continuar refiriéndose a Platón, Wittgenstein, Leibniz, Gramsci o Sorel. Cada una de estas reiteraciones construye parcialmente la argumentación en vez de simplemente repetirla.

El texto de Žižek es un eminente ejemplo de lo que Barthes ha llamado un “texto escritural”.

Este libro contiene también una invitación implícita a romper la barrera que separa los lenguajes teóricos de los de la vida cotidiana. La crítica contemporánea a la noción de metalenguaje ha abierto el camino a una trasgresión generalizada de las fronteras, pero el texto de Žižek —con su movimiento del cine a la filosofía, de la literatura a la política— es especialmente rico en este aspecto. Aquel que atribuya una “trascendentalidad superdura” a su propia perspectiva teórica o aquel que siga viviendo en el mundo mitológico de los “estudios de caso” no se sentirá cómodo con la lectura de este libro. Los límites que la presencia de lo Real impone a toda simbolización afectan también a los discursos teóricos.

La contingencia radical que esto introduce se basa en una “incompletud constitutiva” casi pragmática. Desde este punto de vista, el hincapié en lo Real conduce necesariamente a una exploración más a fondo de las condiciones de posibilidad de cualquier objetividad.

Sería una traición al texto Žižek tratar de trazar un cuadro sistemático de sus categorías, cuando el autor ha preferido establecer un proceso mucho más sutil de referencia abierta entre ellas. No obstante, quisiera llamar la atención acerca de dos puntos clave en el texto, dada su productividad en función del análisis político. El primero se refiere al uso que se hace del antidescriptivismo de Saul Kripke en el análisis político.

La contienda entre descriptivistas y antidescriptivistas gira en torno a la pregunta de cómo los nombres se refieren a los objetos. Según los descriptivistas, el vínculo es el resultado del significado de un nombre, es decir, cada nombre implica un cúmulo de rasgos descriptivos y se refiere a aquellos objetos en el mundo real que exhiben esos rasgos.

Para los antidescriptivistas, por otra parte, el nombre se refiere al objeto por medio de lo que ellos llaman un “bautismo primigenio”, en el que el nombre sigue refiriéndose a ese objeto aun cuando todos los rasgos descriptivos del objeto en el momento de su bautismo hayan desaparecido.

Al igual que yo, Žižek está del lado de los antidescriptivistas, pero introduce también una variante en la argumentación que tiene crucial importancia. El problema central de cualquier perspectiva antidescriptivista es determinar qué es lo que, en el objeto, más allá de sus rasgos descriptivos, constituye su identidad, es decir, qué es lo que constituye el correlativo objetivo del “designante rígido”.

Sobre esto, Žižek expone la siguiente argumentación: “Lo que se deja de lado, al menos en la versión estándar del antidescriptivismo, es que lo que garantiza la identidad de un objeto en todas las situaciones en las que la realidad la contradice, es decir, a través de un cambio de todos sus rasgos descriptivos, es el efecto retroactivo del nombre.

Es el nombre, el significante, el que soporta la identidad del objeto. Ese “plus” en el objeto que sigue siendo el mismo en todos los mundos posibles es “algo en él más que él”, es decir, el objet petit a lacaniano. Lo buscamos en vano en la realidad positiva porque no tiene consistencia positiva, o sea, porque es sólo la positivación de un vacío, de una discontinuidad abierta en la realidad por el surgimiento del significante.”

Ahora bien, esta argumentación es crucial porque si la unidad del objeto es el efecto retroactivo de la nominación, entonces la nominación no es únicamente el puro juego nominalista de atribuir un nombre vacío a un sujeto pre constituido. Es la construcción discursiva del objeto mismo.

Las consecuencias que tiene esta argumentación en una teoría de la hegemonía o la política son fáciles de ver. Si la perspectiva descriptivista fuera correcta, entonces el significado del nombre y los rasgos descriptivos de los objetos estarían dados de antemano, desestimando la posibilidad de cualquier variación discursiva hegemónica que pudiera abrir el espacio a una construcción política de las identidades sociales.

Pero si el proceso de nominación de los objetos equivale al acto mismo de la constitución de éstos, entonces sus rasgos descriptivos serán fundamentalmente inestables y estarán abiertos a toda clase de rearticulaciones hegemónicas. El carácter esencialmente performativo de la nominación es la precondición para toda hegemonía y toda política.

El segundo punto se refiere a la relación sustancia-sujeto, que se analiza en el capítulo final del libro. La reducción del sujeto a sustancia es la proposición central de la filosofía de Spinoza y ha sido adoptada como estandarte por algunas corrientes marxistas como el althusserianismo (“la historia es un proceso sin sujeto”).

Todo objetivismo radical sólo puede afirmarse mediante esta reducción. Es importante indicar que este esencialismo de la sustancia se ha planteado habitualmente como la única alternativa al esencialismo del sujeto, que afirmaría la plenitud y la positividad de este último (recuérdese cómo el cogito cartesiano garantiza la categoría inmodificada de sustancia al sujeto). Pero la reintroducción que hace Žižek de la categoría de sujeto lo priva de toda sustancialidad: “Si la esencia no está en sí misma dividida, si —en el movimiento de enajenación extrema— no se percibe a sí misma como un ente ajeno, entonces no se puede establecer la propia diferencia esencia/apariencia.

Esta autofisura de la esencia significa que la esencia es “sujeto” y no sólo “sustancia”. Para decirlo de manera más simple, “sustancia” es la esencia en la medida en que se refleja en el mundo de la apariencia, en la objetividad fenoménica, y “sujeto” es la sustancia en la medida en que está dividido y tiene una vivencia de sí mismo como de un ente ajeno, positivamente dado.

Podríamos decir, paradójicamente, que sujeto es precisamente la sustancia en la medida en que tiene la vivencia de sí mismo como sustancia (es decir, como un ente ajeno, dado, externo y positivo que existe en sí mismo). “Sujeto” no es más que el nombre de esta distancia interior de la “sustancia” hacia sí misma, el nombre de este lugar vacío desde el que la sustancia se percibe a sí misma como algo ajeno.”

Éstas son afirmaciones que no puedo dejar de suscribir enérgicamente puesto que tienden a romper con el dualismo estructura-sujeto y proponen el tema de la “gestión social” en términos que rebasan claramente todo objetivismo. Hay sujeto porque la sustancia —objetividad— no logra constituirse plenamente; la ubicación del sujeto es la de una fisura en el centro mismo de la estructura.

El debate tradicional en torno a la relación entre agente y estructura queda así fundamentalmente desplazado puesto que el tema ya no es un problema de autonomía, de determinismo versus libre arbitrio, en el que dos entes plenamente constituidos como “objetividades” se limitan mutuamente. Por el contrario, el sujeto surge como resultado del fracaso de la sustancia en el proceso de su autoconstitución.

En mi opinión, la teoría de la desconstrucción puede contribuir en este punto a una teoría del espacio del sujeto. En efecto, la desconstrucción revela que son los “indecidibles” los que forman el terreno sobre el que se basa cualquier estructura. Yo he sostenido en otra ocasión que, en este sentido, el sujeto es meramente la distancia entre la estructura indecidible y la decisión.

El análisis de las dimensiones exactas de cualquier decisión a la que se haya llegado en un terreno indecidible es la tarea central de una teoría de la política, una teoría que tiene que mostrar los “orígenes” contingentes de toda objetividad. La teoría que Žižek ha comenzado a elaborar en este libro representa una contribución del más alto orden a este desafío.

Éstos son sólo algunos de los temas principales de los que trata este libro. Para aquellos interesados en la elaboración de una perspectiva teórica que trate de abordar los problemas de la construcción de un proyecto político democrático y socialista en una época posmarxista, la lectura de este libro es esencial.


[1] Dos de sus libros han sido traducidos hace poco al francés: el volumen colectivo Tout ce que vous avez toujours voulu savoir sur Lacan, sans jamais oser le demander à Hitchcock (Navarin, Paris, 1988); y el de Slavoj Žižek Le plus sublime des hystériques – Hegel passe (Point Hors Ligne, París, 1988).

[2] Pero en Eslovenia ya hay más de veinte volúmenes publicados. Mencionaremos entre ellos Hegel and the signifier (Slavoj Žižek, Ljubljana, 1980); History and the unconscious (Slavoj Žižek, Ljubljana, 1982); Hegel and the object (Mladen Dolar y Slavoj Žižek, Ljubljana. 1985); The structure of fascist domination (Mladen Dolav Ljubljana, 1982); Problems and the theory of fetishism (Rado Riha y Slavoj Žižek, Ljubljana, 1985); Philosophy in the science (Rado Riha, Ljubljana, 1982). Aparte de la de Žižek, hemos de

mencionar las importantes contribuciones teóricas de Miran Bozovic (conferencias sobre Descartes, Leibniz y Spinoza); Zravko Kobe (estudios sobre la lógica de Hegel); Zdenko Vrdlovec, Stojan Pelko y Marcel Stefancic (teoría fílmica); Eva D. Bahovec (epistemología); Jelica Sumic-Riha (filosofía analítica), y Renata Salecl (derecho).

Prefacio de 1990 a El género en disputa de Judith Butler

Los debates feministas contemporáneos sobre los significados del género conducen sin cesar a cierta sensación de problema o disputa, como si la indeterminación del género, con el tiempo, pudiera desembocar en el fracaso del feminismo.

Quizá no sea necesario que los problemas tengan una carga tan negativa. Según el discurso imperante en mi infancia, uno nunca debía crear problemas, porque precisamente con ello uno se metía en problemas. La rebelión y su reprensión parecían estar atrapadas en los mismos términos, lo que provocó mi primera reflexión crítica sobre las sutiles estratagemas del poder: la ley subsistente nos amenazaba con problemas, e incluso nos metía en problemas, todo por intentar no tener problemas.

Por tanto, llegué a la conclusión de que los problemas son inevitables y que el objetivo era descubrir cómo crearlos mejor y cuál era la mejor manera de meterse en ellos. Con el tiempo aparecieron más ambigüedades en la crítica. Me percaté de que los problemas a veces planteaban como eufemismo alguna cuestión -por lo general secreta- vinculada al aparente misterio de todas las cosas femeninas. Leí a Beauvoir, quien afirmaba que ser mujer en el seno de una cultura masculinista es ser una fuente de misterio y desconocimiento para los hombres, y esto pareció corroborarse de algún modo cuando leí a Sartre para quien todo deseo -aceptado problemáticamente como heterosexual y masculino-e- se describía como un problema.

Para ese sujeto masculino del deseo, los problemas se convertían en un escándalo con la intromisión repentina la acción imprevista, de un «objeto» femenino que incomprensiblemente devuelve la mirada, la modifica y desafía el lugar y la autoridad de la posición masculina.

La dependencia radical del sujeto masculino respecto del «Otro» femenino revela de pronto que su autonomía es irreal. No obstante esta panicular inversión dialéctica del poder no me interesaba tanto como otras. Aparentemente, el poder era algo más que un intercambio entre sujetos o una relación de inversión continua entre un sujeto y un Otro; de hecho, el poder parecía centrarse en la producción de ese mismo marco binario para reflexionar acerca del género.

Me pregunté entonces: ¿qué configuración de poder construye al sujeto y al Otro, esa relación binaria entre «hombres» y «mujeres», y la estabilidad Interna de esos términos? ¿Qué restricción está operando aquí? ¿Están esos términos libres de problemas sólo en la medida en que se amoldan a una matriz heterosexual para conceptualizar el género y el deseo? ¿Qué ocurre con el sujeto y con la estabilidad de las categorías de género cuando el régimen epistémico de aparente heterosexualidad se descubre como lo que produce y reifica estas categorías presuntamente ontológicas?

¿Cómo puede ponerse en duda un régimen epistémico/ontológico? ¿Cuál es la mejor forma de problematizar las categorías de género que respaldan la jerarquía de los géneros y la heterosexualidad obligatoria? Considérese el destino del «problema de la mujer», esa configuración histórica de una innombrada indisposición femenina que a duras penas podía ocultar la idea de que ser mujer es una indisposición natural.

Por más seria que sea la visión médica del cuerpo de las mujeres, la expresión también es risible: la risa frente a las categorías serias es indispensable para el feminismo. Indudablemente, el feminismo sigue necesitando sus propias formas de juego serio. Female Trouble [Cosa de hembras] es el título del filme de John Waters que retrata a Divine (también héroe/heroína de Hairsproy), cuya representación de las mujeres propone de manera implícita que el género es un tipo de caracterización persistente que pasa como realidad.

Su actuación desestabiliza las diferenciaciones mismas entre lo natural y lo artificial, la profundidad y la superficie, lo interno y lo externo, a través de las cuales se activa el discurso sobre los géneros. ¿Es el travestismo la imitación del género o bien resalta los gestos significativos a través de los cuales se determina el género en sí? ¿Ser mujer es un «hecho natural» o una actuación cultural? ¿Esa «naturalidad» se determina mediante actos performativos discursivamente restringidos que producen el cuerpo a través de las categorías de sexo y dentro de ellas?

A pesar de Divine, las prácticas de género en las culturas gay y lésbica suelen tematizar «lo natural» en contextos paródicos que ponen de manifiesto la construcción performativa de un sexo original y verdadero.

¿Qué otras categorías fundacionales de la identidad –el marco binario del sexo, el género y el cuerpo- pueden verse como producciones que producen el efecto de lo natural, lo original y lo inevitable?

Considerar que las categorías fundacionales del sexo, el género y el deseo son efectos de una formación específica del poder requiere una forma de cuestionamiento crítico que Foucault, reformulando a Nietzsche, denomina «genealogía». La crítica genealógica se niega a buscar los orígenes del género, la verdad interna del deseo femenino, una identidad sexual verdadera que la represión ha mantenido enterrada; la genealogía indaga sobre los intereses políticos que hay en señalar como origen y causa las categorías de identidad que, de hecho, son los efectos de instituciones, prácticas y razonamientos de origen diverso y difuso.

La labor de este cuestionamiento es centrar -y descentrar- esas instituciones definitorias: el falogocentrismo y la heterosexualidad obligatoria.

Justamente porque «femenino» ya no parece ser una noción estable, su significado es tan problemático y vago como «mujer». Y puesto que ambos términos adquieren sus significados problemáticos únicamente como conceptos relativos, esta búsqueda se basa en el género y en el análisis de relaciones que sugiere.

Además, que la teoría feminista deba determinar los asuntos de identidad primaria para seguir con la labor de la política no está tan claro. Por el contrario, deberíamos preguntar: ¿qué alternativas políticas son consecuencia de una crítica radical de las categorías de identidad? ¿Qué nueva forma de política emerge cuando la identidad como terreno común ya no limita el discurso sobre las políticas feministas? ¿y en qué medida la energía empleada en encontrar una identidad común –como la base para una política feminista- puede impedir que se ponga en duda la construcción política y la reglamentación de la identidad en sí?

***

Este libro está dividido en tres capítulos que incluyen una genealogía crítica de las categorías de género en ámbitos discursivos muy distintos. El capítulo 1, «Sujetos de sexo/género/deseo», replantea la posición de las «mujeres» como sujetos del feminismo y la diferenciación entre sexo y género. La heterosexualidad obligatoria y el falogocentrismo se entienden como regímenes de poder/discurso que habitualmente contestan de maneras distintas a las grandes preguntas del discurso de género: ¿cómo construye el lenguaje las categorías del sexo? ¿Se opone «lo femenino» a la representación dentro del lenguaje? ¿Se considera que el lenguale es falogocéntrico? (La pregunta es de Luce Irigaray.)

¿Es «el femenino» el único sexo representado dentro de un lenguaje que agrupa lo femenino y lo sexual? (El razonamiento es de Monique Wittig.) ¿Dónde y cómo confluyen la heterosexualidad obligatoria y el falogocentrismo? ¿Dónde están los puntos de ruptura entre ellos? ¿Cómo crea el lenguaje en sí la construcción ficticia de «sexo» que sostiene estos diversos regímenes de poder? Dentro de un lenguaje de aparente heterosexualidad, ¿qué tipos de continuidades existen supuestamente entre sexo, género y deseo? ¿Están diferenciados estos términos? ¿Qué tipos de prácticas culturales crean discontinuidad subversiva y disonancia entre sexo, género y deseo y cuestionan sus supuestas relaciones?

El capítulo 2, «Prohibición, psicoanálisis y la producción de la matriz heterosexual», incluye una lectura selectiva del estructuralismo, de los análisis psicoanalíticos y feministas del tabú del incesto como el dispositivo que intenta establecer las identidades de género diferenciadas e internamente coherentes dentro de un marco heterosexual.

En cierto discurso psicoanalítico, el tema de la homosexualidad está relacionado con formas de ininteligibilidad cultural y, en el caso del lesbianismo, con la desexualización del cuerpo femenino. Por otra parte, el uso de la teoría psicoanalítica para revisar las «identidades» de género complejas tiene lugar mediante un análisis de la identidad, la identificación y la

mascarada presentes en Joan Riviere y otros textos psicoanalíticos.

Una vez que el tabú del incesto se expone a la crítica de Foucault acerca de la hipótesis de la represión en La historia de la sexualidad, se demuestra que esa estructura prohibitiva o jurídica determina la heterosexualidad obligatoria en el marco de una economía sexual masculinista  y al mismo tiempo permite un desafío crítico a esa economía.

¿Es el psicoanálisis una investigación antifundacionista que establece el tipo de complejidad sexual que efectivamente desreglamenta los códigos sexuales jerárquicos y rígidos, o bien propugna una serie de suposiciones no asumidas respecto de las bases de la identidad que funcionan en favor de esas mismas jerarquías?

El capítula. 3, «Actos corporales subversivos», empieza con una consideración crítica sobre la construcción del cuerpo materno hecha por Julia Kristeva, con la finalidad de explicar  las normas implícitas que, en su obra, gobiernan la inteligibilidad cultural del sexo y la sexualidad.

Aunque Foucault se ocupa de analizar a Kristeva, un examen minucioso de una parte de la obra del propio Foucault muestra cierta indiferencia problemática respecto de la diferencia sexual. No obstante, su crítica de la categoría de sexo expone una reflexión sobre Las prácticas reguladoras de algunas ficciones medicas diseñadas para nombrar el sexo unívoco. La obra teórica y literaria de Menique Wittig ofrece una “desintegración” de los cuerpos constituidos culturalmente lo cual sugiere que la morfología es de por sí el resultado de un esquema conceptual hegemónico.

Inspirada en las obras de Mary Douglas y Julia Kristeva, la última sección de este capítulo, “Inscripciones corporales, subversiones performativas” plantea que el límite y la superficie de los cuerpos están construidos políticamente. Como una estrategia para desnaturalizar y otorgar un significado nuevo a las categorías corporales, explico y propongo un conjunto de prácticas paródicas fundadas en una teoría performativa de los actos de género que tergiversan las categorías del cuerpo, el sexo, el género y la sexualidad, y que hacen que éstas adquieran nuevos significados y se multipliquen subversivamente más allá del marco binario.

Puede parecer que todos los textos tienen más fuentes de las que se pueden reconstruir dentro de sus propios términos. Son fuentes que definen y originan el lenguaje mismo del texto, de tal manera que habría que desenmarañarlo minuciosamente para que se entendiera y, desde luego, sin garantía de que esto tuviera un final, Aunque he incluido una reflexión sobre la infancia en el inicio de este prefacio, la fábula es irreductible a los hechos.

De hecho, el objetivo es determinar cómo las fábulas de género inventan y divulgan los mal llamados hechos naturales. Es evidente que es imposible recuperar los orígenes de estos ensayos, situar los diferentes momentos que han hecho posible la escritura de este libro. Los textos se han agrupado para facilitar una concurrencia política del feminismo, de los puntos de vista gay y lésbico sobre el género y de la teoría postestructuralista.

La filosofía es el mecanismo disciplinario predominante que activa a esta autora-sujeto en la actualidad, aunque rara vez, o nunca, aparece separada de otros discursos. La intención de esta búsqueda es afirmar esas posiciones sobre los límitescríticos de la existencia disciplinaria.

No se trata de quedarse al margen, sino de intervenir en cualesquiera redes o partes marginales que se creen a partir de otras aproximaciones disciplinarias y que, juntos, conformen un desplazamiento múltiple de esas autoridades. La complejidad del género exige varios discursos interdisciplinarios y posdisciplinarios

para escapar de la domesticación de los estudios de género o de los estudios de la mujer dentro del ámbito académico y para radicalizar la concepción de crítica feminista.

Este texto fue posible gracias a numerosas muestras de apoyo institucional e individual. El American Council of Learned Societies me otorgó la beca para los recién graduados del doctorado durante el otoño de 1987. Y la Escuela de Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton me proporcionó una beca, vivienda y estimulantes debates durante el año académico de 1987 -1988.

La beca de investigación académica de la George Washington University también fue de gran ayuda para mi trabajo durante los veranos de 1987 y 1988. Joan W Scott ha sido una crítica ínvalorable e incisiva en las diferentes etapas de este manuscrito. Su compromiso con el reforrnulamiento crítico de las presuposiciones de la política feminista me ha servido como desafío e inspiración. El «Seminario de género» que se lleva a cabo en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton bajo la dirección de Joan Scott me permitió poner en claro y establecer mis puntos de vista gracias a las divisiones significativas y sugerentes en nuestro pensamiento colectivo.

Así pues, doy las gracias a Lila Abu-Lughod, Yasmine Ergas, Donna Haraway, Evelyn Fox Keller, Dorinne Kondo, Rayna Rapp, Carroll Smith-Rosenberg y Louise Tilly. Mis alumnas del seminario «Género, identidad y deseo», impartido en la Wesleyan University y en Vale en 1985 y 1986, respectivamente, fueron indispensables por su capacidad para imaginar mundos con géneros distintos. También agradezco la gran cantidad de respuestas críticas que recibí durante las presentaciones de partes de este trabajo en el Princeton Women’s Studies Colloquium, el Humanities Center de la Johns Hopkins University, la University of Notre Dame, la University of Kansas, el Amherst College y la Escuela de Medicina  de la Yale University.  Quiero dar las gracias también a Linda Singer, cuyo radicalismo persistente ha sido inestimable; a Sandra Bartky por su trabajo y sus palabras de animo; a Linda Nicholson por sus consejos editoriales y críticos, y a Linda Anderson por sus acertadas intuiciones políticas.

También deseo dar las gracias a las siguientes personas: amigos y colegas que dieron forma y defendieron mis ideas: Eloise Moore Aggar, lnes Azar, Peter Caws, Nancy F. Cott, Kathy Natanson, Lois Natanson, Maurice Natanso n, Stan Pies, Josh Shapiro, Margaret Saltan, Robert V. Stone, Richard Vann y Eszti Votaw. Doy las gracias a Sandra SchmIdt por su excelente trabajo para preparar este manuscnto: y a Meg Gilbert por su ayuda. También quiero dar las gracias a Maureen MacGrogan por infundir aliento a este y otros proyectos con su humor, paciencia y delicada guía editorial. Como antes, le doy las gracias a Wendy Owen por su imaginación implacable, sus acertadas crítica y por lo sugerente de su obra.

Prefacio de 1999 a El Género en disputa de Judith Butler

Hace diez años termine el manuscrito de la versión inglesa de El genero en disputa y lo envíe a Routledge para su publicación . Nunca imagine que el texto iba a tener tantos lectores, ni tampoco que se convertiría en una «intervención» provocadora en la teoría feminista, ni que seria citado como uno de los textos fundadores de la teoría queer.

La vida del texto ha superado mis intenciones, y seguramente esto es debido, hasta cierto punto, al entorno cambiante en el que fue acogido. Mientras lo escribía comprendí que yo misma mantenía una relación de combate y antagonista a ciertas formas de feminismo, aunque también comprendí que el texto pertenecía al propio feminismo.

Escribía entonces en la tradición de la critica inherente, cuyo objetivo es revisar de forma critica el vocabulario básico del movimiento de pensamiento en el que se inscribe. Había y todavía hay una justificación para esta forma de critica y para diferenciar entre la autocritica, que promete una vida mas democrática e integradora para el movimiento, y la critica, que tiene como objetivo socavarlo completamente.

Es evidente que siempre se puede malinterpretar tanto la primera como la segunda, pero espero que esto no ocurra en el caso de El Género en disputa.

En 1989 mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. Mi intención era rebatir los planteamientos que presuponían los limites y la corrección del genero, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad .

Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia practica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas.

Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión; concretamente, rechace los regímenes de verdad que determinaban que algunas expresiones relacionadas con el género eran falsas o carentes de originalidad , mientras que otras eran verdaderas y originales.

El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con genero que mas tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino mas bien abrir las posibilidades para el género sin precisar que tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de que sirve finalmente «abrir las posibilidades», pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es «imposible», ilegible, irrealizable, irreal e ilegitimo planteara esa pregunta.

La intención de El genero en disputa era descubrir las formas en las que el hecho mismo de plantearse que es posible en la vida con genero queda relegado por ciertas presuposiciones habituales y violentas. EI texto también pretendía destruir todos los intentos de elaborar un discurso de verdad para deslegitimar las practicas de género y sexuales minoritarias. Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión.

Lo que más me inquietaba eran las formas en que el pánico ante tales practicas las hacía impensables. ¿Es la disolución de los binarios de género, por ejemplo, tan monstruosa o tan temible que por definición se afirme que es imposible, y heurísticamente quede descartada de cualquier intento por pensar el genero?

Algunas de estas suposiciones se basaban en lo que se denominó el «feminismo francés», y eran muy populares entre los estudiosos de la literatura y algunos teóricos sociales.

Al tiempo que rechace el heterosexismo existente en el núcleo del fundamentalismo de la diferencia sexual, también tome ideas del post-estructuralismo francés para elaborar mis planteamientos. Así, en El género en  disputa mi trabajo acabó siendo un estudio de traducción cultural.

Las teorías estadounidenses del genero y la difícil situación política del feminismo se vieron a la luz de la teoría postestructuralista.

Aunque en algunas de sus presentaciones el post-estructuralismo se presenta como un formalismo, alejado de los problemas del contexto social y el objetivo político, no ha ocurrido lo mismo con sus apropiaciones estadounidenses más recientes. De hecho, no se trataba de «aplicar» el post-estructuralismo al feminismo, sino de exponer esas teorías a una reformulación específicamente feminista.

Mientras que algunos defensores del formalismo postestructuralista manifiestan su descontento por la confesada orientación «temática» que recibe en obras como El género en disputa, las críticas del post-estructuralismo en el ámbito de la izquierda cultural se han mostrado escépticas ante la afirmación de que todo lo políticamente progresista pueda proceder de sus premisas.

No obstante, en ambas concepciones el post-estructuralismo se considera algo unificado, puro y monolítico. Pero en los últimos años esa teoría, o conjunto de teorías, se ha trasladado a los estudios de género y de la sexualidad, a los estudios poscoloniales y raciales.

Ha perdido el formalismo de antaño y ha adquirido una vida nueva y trasplantada en el ámbito de la teoría cultural. Hay discusiones continuas sobre si mi obra o la de Homi Bhabha, Gayatri Chakravorty Spivak, o Slavoj Zizek pertenece a los estudios culturales o a la teoría critica, pero es posible que estas preguntas no hagan más que poner de manifiesto que la marcada distinción entre las dos empresas se ha diluido.

Algunos teóricos afirmaran que todo lo anterior pertenece al campo de los estudios culturales, y otros investigadores de dicho ámbito se consideraran opositores de todas las formas de teoría (aunque resulta significativo que Stuart Hall, uno de los fundadores de los estudios culturales en Gran Bretaña, no lo haga); pero los defensores de ambos lados a veces olvidan que el perfil de la teoría ha variado precisamente por sus apropiaciones culturales.

Hay un nuevo terreno para la teoría, necesariamente impuro, donde esta emerge en el acto mismo de la traducción cultural y como tal, no se trata del desplazamiento de la teoría por el historicismo, ni de una mera historización de la teoría que presente los límites contingentes de sus demandas mas susceptibles de generalización; mas bien se trata de la aparición de la teoría en el punto donde convergen los horizontes culturales, donde la exigencia de traducción es aguda y su promesa de éxito incierta.

El género en disputa tiene sus orígenes en la «teoría francesa», que es propiamente una construcci6n estadounidense extraña. Solo en Estados Unidos encontramos tantas teorías distintas juntas como si formaran cierto tipo de unidad.

Aunque el libro se ha traducido a varios idiomas y ha tenido una gran repercusión en las discusiones sobre género y política en Alemania, en Francia aparecerá -si finalmente se publica- mucho después que en otros países.

Menciono esto para poner de manifiesto que el supuesto francocentrismo del texto esta a una distancia considerable de Francia y de la vida de la teoría francesa … El género en disputa tiende a interpretar juntos, en una vena sincrética, a varios y varias intelectuales franceses (Levi-Strauss, Foucault, Lacan, Kristeva, Wittig) que se aliaron en contadas ocasiones y cuyos lectores en Francia en contadas ocasiones, o tal vez nunca, leyeron a los demás.

En efecto, la promiscuidad intelectual del texto lo caracteriza precisamente como un texto estadounidense y lo aleja del contexto francés. Lo mismo hace su énfasis en la tradición sociológica y antropológica anglo estadounidense de los estudios de «genero», que se aleja del discurso de la «diferencia sexual» originado en la investigación estructuralista.

Aunque el texto corre el riesgo de ser eurocentrico en Estados Unidos, en Francia se considera una amenaza de «americanización» de la teoría, según los escasos editores franceses que han pensado en la posibilidad de publicarlo.[1]

Desde luego, la «teoría francesa» no es el único lenguaje que se utiliza en este texto; este nace de un prolongado acercamiento a la teoría feminista, a los debates sobre el carácter socialmente construido del género, al psicoanálisis y el feminismo, a la excelente obra de Gayle Rubin sobre el género, la sexualidad y el parentesco, a los estudios pioneros de Esther Newton sobre el travestismo, a los magníficos escritos teóricos y de ficción de Monique Wittig, y a las perspectivas gay y lésbica en las humanidades.

Mientras que en la década de 1980 muchas feministas asumían que el lesbianismo se une con el feminismo en el feminismo lésbico, El genero en disputa trataba de refutar la idea de que la practica lésbica materializa la teoría feminista y establece una relación mas problemática entre los dos términos.

En este escrito, el lesbianismo no supone un regreso a lo que es mas importante acerca de ser mujer; tampoco consagra la feminidad ni muestra un mundo ginocentrico. El lesbianismo no es la realización erótica de una serie de creencias políticas (la sexualidad y la creencia están relacionadas de una forma mucho más compleja y con frecuencia no coinciden ) .

Por el contrario; el texto plantea como las practicas sexuales no normativas cuestionan la estabilidad del género como categoría de análisis. ¿Como ciertas practicas sexuales exigen la pregunta: que es una mujer, que es un hombre? Si el género ya no se entiende como algo que se consolida a través de la sexualidad normativa, entonces ¿hay una crisis de genero que sea especifica de los contextos queer?

La noción de que la practica sexual tiene el poder de desestabilizar el género surgió tras leer «The Traffic in Women», de Gayle Rubin, y pretendía determinar que la sexualidad normativa consolida el genero normativo.

En pocas palabras, según este esquema conceptual , una es mujer en la medida en que funciona como mujer en la estructura heterosexual dominante, y poner en tela de juicio la estructura posiblemente implique perder algo de nuestro sentido del lugar que ocupamos en el genero. Considero que esta es la primera formulación de «el problema del género» o «la disputa del genero» en este texto.

Me propuse entender parte del miedo y la ansiedad que algunas personas experimentan al «volverse gays», el miedo a perder el lugar que se ocupa en el género o a no saber quien terminara siendo uno si se acuesta con alguien ostensiblemente del «mismo» genero.

Esto crea una cierta crisis en la ontología experimentada en el nivel de la sexualidad y del lenguaje. Esta cuestión se ha agravado a medida que hemos ido reflexionando sobre varias formas nuevas de pensar un género que han surgido a la luz del transgenero y la transexualidad, la paternidad y la maternidad lésbicas y gays, y las nuevas identidades lésbicas masculina y femenina.

¿Cuando y por que, por ejemplo, algunas lesbianas masculinas que tienen hijos hacen de «papa» y otras de «mama»?

¿Que ocurre con la idea, propuesta por Kate Bornstein, de que una persona transexual no puede ser definida con los sustantivos de «mujer» u «hombre», sino que para referirse a ella deben utilizarse verbos activos que atestigüen la transformación permanente que «es» la nueva identidad o, en efecto, la condición «provisional» que pone en cuestión al ser de la identidad de genero?

Aunque algunas lesbianas afirman que la identidad lésbica masculina no tiene nada que ver con «ser hombre», otras sostienen que dicha identidad no es o no ha sido mas que un camino hacia el deseo de ser hombre. Sin duda estas paradojas han proliferado en los últimos años y proporcionan pruebas de un tipo de disputa sobre el genero que el texto mismo no previó.[2]

No obstante, ¿cual es el vinculo entre género y sexualidad que pretendía recalcar? Es evidente que no estoy afirmando que ciertas formas de práctica sexual den como resultado ciertos géneros, sino que en condiciones de heterosexualidad normativa, vigilar el género ocasionalmente se utiliza como una forma de afirmar la heterosexualidad. Catharine MacKinnon plantea este problema de una manera parecida a la mía pero, al mismo tiempo, con algunas diferencias decisivas e importantes. MacKinnon afirma:

«Suspendida como si fuera un atributo de una persona, la desigualdad sexual adopta la forma de género; moviéndose como una relación entre personas, adopta la forma de sexualidad. El género emerge como la forma rígida de la sexualización de la desigualdad entre el hombre y la mujer».[3]

Según este planteamiento, la jerarquía sexual crea y consolida el género. Pero lo que crea y consolida el genero no es la normatividad heterosexual, sino que es la jerarquía del genero la que se esconde detrás de las relaciones heterosexuales. Si la jerarquía del genero crea y consolida el genero, y si esta presupone una noción operativa de genero, entonces el genero es lo que causa el genero, y la formulación termina en una tautología. Quiza MacKinnon solamente pretenda precisar los mecanismos de autorreproducción de la jerarquía del genero, pero no es esto lo que afirma.

¿Acaso basta con la «jerarquía del género» para explicar las condiciones de producción del genera? ¿Hasta que punto la jerarquía del genero sirve a una heterosexualidad mas o menos obligatoria, y con que frecuencia la vigilancia de las normas de genero se hace precisamente para consolidar la hegemonía heterosexual ?

Katherine Franke, teórica contemporánea del área jurídica, emplea de forma innovadora las perspectivas feminista y queer para observar que, al presuponer la primacía de la jerarquía del genero para la producción del genero, MacKinnon también esta aceptando un modelo presuntamente heterosexual para pensar sobre la sexualidad .

Franke propone un modelo de discriminación de genero diferente al de MacKinnon, quien afirma de manera convincente que el acoso sexual es la alegoría paradigmática de la producción del genero. No toda discriminación puede interpretarse como acoso; el acto de acoso puede ser aquel en el que una persona es «convertida» en un determinado genero; pera también hay otras formas de establecer el genero. Así pues, según Franke, es importante distinguir provisionalmente entre discriminación de genero y discriminación sexual.

Por ejemplo, los gays pueden recibir un trato discriminatorio en el ámbito laboral porque su «apariencia» no coincide con las normas de genero aceptadas. Y es posible que acosar sexualmente a los gays no obedezca al propósito de consolidar la jerarquía del genero, sino al de promover la normatividad del genero.

Al mismo tiempo que critica el acoso sexual, MacKinnon establece otro tipo de regulación: tener un genero significa haber establecido ya una relación heterosexual de subordinación. En un nivel analítico, hace una ecuación en la que resuenan algunas formas dominantes del argumento homofóbico.

Una postura de este tipo recomienda y perdona el ordenamiento sexual del genero, al afirmar que los hombres que son hombres serán heterosexuales, y las mujeres que son mujeres serán heterosexuales. Hay otra serie de puntos de vista, en el que se incluye el de Franke, que critica esta forma de regulación del genero.

Por tanto, existe una diferencia entre las posturas sexista y feminista sobre la relación entre genero y sexualidad: la postura sexista afirma que una mujer únicamente revela su condición de mujer durante el acto del coito heterosexual en el que su subordinación se convierte en su placer (la esencia emana y se confirma en la subordinación sexualizada de la mujer) ; la posición feminista argumenta que el genero debería ser derrocado, suprimido o convertido en algo ambiguo, precisamente porque siempre es un signo de subordinación de la mujer.

Esta ultima postura acepta el poder de la descripción ortodoxa de la primera y reconoce que la descripción sexista ya funciona como una ideología poderosa, pero se opone a ella.

Censuro este planteamiento porque algunos teóricos queer han establecido una distinción analítica entre genero y sexualidad, y rechazan que exista una relación causal o estructural entre ambos. Esto tiene mucho sentido desde cierta perspectiva: si lo que se pretende con esta distinción es afirmar que la normatividad heterosexual no debería ordenar el genero, y que habría que oponerse a tal ordenamiento, estoy completamente de acuerdo con esta postura.[4]

Pero si lo que se quiere decir con eso es que ( desde un punto de vista descriptivo) no hay una regulación sexual del genero, entonces considero que una dimensión importante, aunque no exclusiva, de como funciona la homofobia es que pasa desapercibida entre aquellos que la combaten con mas fuerza.

Con todo, reconozco que practicar la subversión del genero no implica necesariamente nada acerca de la sexualidad y la practica sexual. El genero puede volverse ambiguo sin cambiar ni reorientar en absoluto la sexualidad normativa.

A veces la ambigüedad de genero interviene precisamente para reprimir o desviar la practica sexual no normativa para, de esa forma, conserva intacta la sexualidad normativa.[5]

En consecuencia, no se puede establecer ninguna correlación, por ejemplo, entre el travestismo o el transgenero y la practica sexual, y la distribución de las inclinaciones heterosexual, bisexual y homosexual no puede determinarse de manera previsible a partir de los movimientos de simulación de un genero ambiguo o distinto.

Gran parte de mi obra de los últimos años ha estado dedicada a esclarecer y revisar la teoría de la performatividad que se perfila en El genero en disputa.[6] No es tarea fácil definir la performatividad, no solo porque mis propias posturas sobre lo que la «performatividad» significa han variado con el tiempo, casi siempre en respuesta a criticas excelentes, [7] sino también porque muchos otros la han adoptado y la han formulado a su manera.

Originalmente, la pista para entender la performatividad del genero me la proporcionó la interpretación que Jacques Derrida hizo de «Ante la ley», de Kafka. En esa historia, quien espera a la ley se sienta frente a la puerta de la ley, y atribuye cierta fuerza a esa ley.

La anticipación de una revelación fidedigna del significado es el medio a través del cual esa autoridad se instala: la anticipación conjura su objeto. Es posible que tengamos una expectativa similar en lo concerniente al genero, de que actúe una esencia interior que pueda ponerse al descubierto, una expectativa que acaba produciendo el fenómeno mismo que anticipa.

Por tanto, en el primer caso, la performatividad del genero gira en torno a esta metalepsis, la forma en que la anticipación de una esencia provista de genero origina lo que plantea como exterior a sí misma. En el segundo, la performatividad no es un acto único, sino una repetición y un ritual que consigue su efecto a través de su naturalización en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto, como una duración temporal sostenida culturalmente.[8]

Se han formulado varias preguntas importantes a esta doctrina, y una de ellas es especialmente digna de mención.

La postura de que el genero es performativo intentaba poner de manifiesto que lo que consideramos una esencia interna del genero se construye a través de un conjunto sostenido de actos, postulados por medio de la estilización del cuerpo basada en el genero.

De esta forma se demuestra que lo que hemos tornado como un rasgo «interno» de nosotros mismos es algo que anticipamos y producimos a través de ciertos actos corporales , en un extremo, un efecto alucinatorio de gestos naturalizados.

¿Significa esto que todo lo que se entiende como «interno» sobre la psique es, por consiguiente , expulsado, y que esa internalidad es una metáfora falsa? Aunque El genero en disputa evidentemente se sirvió de la metáfora de una psique interna en su primera discusión sobre la melancolía del genero, ese énfasis no se introdujo en el pensamiento de la performatividad misma.[9]

Tanto Mecanismos psiquicos de poder como varios de mis artículos recientes sobre cuestiones relacionadas con el psicoanalisis han intentado encontrar la manera de vivir con este problema, lo que muchos han visto como una ruptura problemática entre los primeros y los últimos capítulos de esta obra.

Aunque yo negaría que todo el mundo interno de la psique no es sino un efecto de un conjunto estilizado de actos, sigo pensando que es un error teórico importante presuponer la «internalidad» del mundo psíquico.

Algunos rasgos del mundo, entre los que se incluyen las personas que conocemos y perdemos, se convierten en rasgos «internos» del yo, pero se transforman mediante esa interiorización ; y ese mundo interno, como lo denominan los kleinianos, se forma precisamente como consecuencia de las interiorizaciones que una psique lleva a cabo. Esto sugiere que bien puede haber una teoría psíquica de la performatividad que requiere un estudio más profundo.

Aunque este texto no da respuesta a la pregunta sobre si la materialidad del cuerpo es algo totalmente construido, ese ha sido el centro de atención de gran parte de mi obra subsiguiente, la cual espero que resulte esclarecedora para mis lectoras y lectores.[10] Algunos especialistas han analizado la pregunta de si la teoría de la performatividad puede o no ser trasladada a las cuestiones de la raza.[11]

En este punto me gustaría aclarar que tras el discurso sobre el genero se esconden permanentemente las presuposiciones raciales de maneras que es necesario explicitar, y que la raza y el genero no deberían ser tratados como simples analogías.

Por consiguiente, la pregunta que hay que plantear no es si la teoría de la performatividad puede trasladarse a la raza, sino que le ocurre a dicha teoría cuando trata de lidiar con la raza. Muchos de estos debates se han ceñido al lugar que ocupa la «construcción», en la cuestión de si la raza se construye de la misma forma que el genero.

Considero que ninguna de las explicaciones de la construcción servirá, y que estas categorías siempre actúan como fondo la una de la otra y se articulan de forma mas enérgica recurriendo la una a la otra. Así, la sexualización de las normas de genero raciales se puede interpretar bajo distintas ópticas a la vez, y el análisis permitirá distinguir con total claridad los limites del genero en su carácter de categoría de análisis exclusiva.[12]

Aunque he enumerado algunas de las tradiciones y de los debates académicos que han alentado este libro, no es mi intención ofrecer toda una apología en estas breves paginas.

Hay un elemento acerca de las condiciones en que se escribió el texto que no siempre se entiende: no lo escribí solamente desde la academia, sino también desde los movimientos sociales convergentes de los que he formado parte, y en el contexto de una comunidad lésbica y gay de la costa este de Estados Unidos, donde viví durante catorce años antes de escribirlo.

A pesar de la dislocación del sujeto que se efectúa en el texto, detrás hay una persona: asistí a numerosas reuniones, bares y marchas, y observe muchos tipos de géneros; comprendí que yo misma estaba en la encrucijada de algunos de ellos, y tropecé con la sexualidad en varios de sus hordas culturales.

Conocí a muchas personas que intentaban definir su camino en medio de un importante movimiento en favor del reconocimiento y la libertad sexuales, y sentí la alegría y la frustración que conlleva formar parte de ese movimiento tanto en su lado esperanzador como en su disensión interna.

Estaba instalada en la academia, y al mismo tiempo estaba viviendo una vida fuera de esas paredes; y si bien El genero en disputa es un libro académico, para mí empezó con un momento de transición , sentada en Rehoboth Beach , reflexionando sobre si podría relacionar los diferentes ámbitos de mi vida. El hecho de que pueda escribir de un modo autobiográfico no altera, en mi opinión, el lugar que ocupo como el sujeto que soy, aunque tal vez de al lector cierto consuelo el saber que hay alguien detrás ( dejare por el momento el problema de que ese alguien este dado en el lenguaje) .

Una de las experiencias mas gratificantes ha sido saber que el texto se sigue leyendo fuera de la academia hasta el día de hoy. Al mismo tiempo que Queer Nation hizo suyo el libro, y que en algunas de sus reflexiones sobre la teatralidad de la autopresentación de los queer resonaban las tácticas de Act-Up, el libro fue una de las obras que llevaron a los miembros de la Asociación Psicoanalítica de Estados Unidos y de la Asociación Psicológica de Estados Unidos a reevaluar parte de su doxa vigente sobre la homosexualidad.

Las nociones del genero performativo se incorporaron de diversas maneras en las artes visuales, en las exhibiciones de Whitney, y en la Otis School for the Arts de Los Angeles, entre otros. Algunos de sus planteamientos sobre la cuestión de «la mujer» y la relación entre la sexualidad y el genero también incorporaron la jurisprudencia feminista y el trabajo académico del ámbito jurídico antidiscriminatorio de la obra de Vicki Schultz, Katherine Franke y Mary Jo Frug.

A mi vez, me he visto obligada a revisar algunas de las posturas que adopto en El genero en disputa a consecuencia de mis propios compromisos políticos. En el libro tiendo a entender el reclamo de «universalidad» como una forma de exclusividad negativa y excluyente.

No obstante, me percate de que ese termino tiene un uso estratégico importante precisamente como una categoría no sustancial y abierta cuando colabore con un grupo extraordinario de activistas, primero como integrante de la directiva y luego como directora de la Comisión Internacional de Derechos Humanos de Gays y Lesbianas ( 1 994 – 1 997), organización que representa a las minorías sexuales en una gran variedad de temas relacionados con los derechos humanos.

Fue ahí donde comprendí que la afirmación de la universalidad puede ser proléptica y performativa, invoca una realidad que ya no existe, y descarta una coincidencia de horizontes culturales que aun no se han encontrado. De esta forma llegue a un segundo punto de vista de la universalidad , según el cual se define como una tarea de traducción cultural orientada al futuro. 

Mas recientemente he tenido que relacionar mi obra con la teoría política y, una vez mas, con el concepto de universalidad en un libro del que soy coautora y que escribí junto con Ernesto Laclau y Slavoj Zizek sobre la teoría de la hegemonía y sus implicaciones para la izquierda teóricamente activista.

Otra dimensión practica de mi pensamiento se ha puesto de manifiesto en relación con el psicoanálisis entendido en su carácter de labor tanto académica como clínica. Actualmente colaboro con un grupo de terapeutas psicoanalíticos progresistas en una nueva revista, Studies in Gender and Sexuality, cuyo objetivo es llevar el trabajo clínico y del ambito academico a un dialogo productivo sobre cuestiones de sexualidad, genero y cultura.

Tanto los críticos como los amigos de El genero en disputa han llamado la atención sobre lo difícil de su estilo. Sin duda es extraño, e incluso exasperante para algunos, descubrir que un libro que no se lee fácilmente sea «popular» según los estándares académicos.

La sorpresa que esto causa quizá sea debida a que subestimamos al lector, su capacidad y su deseo de leer textos complicados y que constituyan un desafío, cuando la complicación no es gratuita, cuando el desafío sirve para poner en duda verdades que se dan por sentadas, cuando en realidad dar por hecho esas verdades es opresivo.

Considero que el estilo es un terreno fangoso, y desde luego no es algo que se elija o se controle unilateralmente con los objetivos que de modo consciente nos proponemos.

Fredric Jameson explicó esto en su primera obra sobre Sartre. Aunque es posible practicar estilos, los estilos de los que nos servimos no son en absoluto una elección consciente.

Además, ni la gramática ni el estilo son políticamente neutros. Aprender las reglas que rigen el discurso inteligible es imbuirse del lenguaje normalizado, y el precio que hay que pagar por no conformarse a el es la perdida misma de inteligibilidad. Como me lo recuerda Drucilla Cornell, que sigue la tradición de Adorno: no hay nada radical acerca del sentido común.

Considerar que la gramática aceptada es el mejor vehículo para exponer puntos de vista radicales seria un error, dadas las restricciones que la gramática misma exige al pensamiento; de hecho, a lo pensable. Sin embargo, las formulaciones que tergiversan la gramática o que de manera implícita cuestionan las exigencias del sentido proposicional de utilizar sujeto-verbo son claramente irritantes para algunos.

Los lectores tienen que hacer un esfuerzo, y a veces estos se ofenden ante lo que tales formulaciones exigen de ellos. ¿están los ofendidos reclamando de manera legitima un «lenguaje sencillo», o acaso su queja se debe a las expectativas de vida intelectual que tienen como consumidores?

¿Se obtiene, quizás, un valor de tales experiencias de dificultad lingüística? Si el genero mismo se naturaliza mediante las normas gramaticales, como sostiene Monique Wittig, entonces la alteración del genero en el nivel epistémico mas fundamental esta dirigida, en parte, por la negación de la gramática en la que se produce el genero.

La exigencia de lucidez pasa por alto las estratagemas que fomentan el punto de vista aparentemente «claro». Avital Ronell recuerda el momento en el que Nixon miro a los ojos de la nación y dijo: «Permitanme dejar algo totalmente en claro», y a continuacion empezo a mentir.

¿Que es lo que se esconde bajo el signo de «claridad» y cual seria el precio de no mostrar ciertas reservas criticas cuando se anuncia la llegada de la lucidez? ¿Quien inventa los protocolos de «claridad» y a que intereses sirven ? ¿Que se excluye al persistir en los estándares provincianos de transparencia como un elemento necesario para toda comunicación? ¿Que es lo que esconde la «transparencia»?

Crecí entendiendo algo sobre la violencia de las normas del genero: un tío encarcelado por tener un cuerpo anatómicamente anómalo, privado de la familia y de los amigos, que paso el resto de sus dias en un «instituto» en las praderas de Kansas; primos gays que tuvieron que abandonar el hogar por su sexualidad, real o imaginada; mi propia y tempestuosa declaración publica de homosexualidad a los 16 años, y el subsiguiente panorama adulto de trabajos, amantes y hogares perdidos.

Todas estas experiencias me sometieron a una fuerte condena que me marco, pero, afortunadamente, no impidió que siguiera buscando el placer e insistiendo en el reconocimiento legitimador de mi vida sexual. Identificar esta violencia fue difícil precisamente porque el genero era algo que se daba por sentado y que al mismo tiempo se vigilaba terminantemente.

Se presuponía que era una expresión natural del sexo o una constante cultural que ninguna acción humana era capaz de modificar. también llegue a entender algo de la violencia de la vida de exclusión , aquella que no se considera «vida», aquella cuya encarcelación conduce a la suspensión de la vida, o una sentencia de muerte sostenida.

El empeño obstinado de este texto por «desnaturalizar» el genero tiene su origen en el deseo intenso de contrarrestar la violencia normativa que conllevan las morfologías ideales del sexo, así como de eliminar las suposiciones dominantes acerca de la heterosexualidad natural o presunta que se basan en los discursos ordinarios y académicos sobre la sexualidad .

Escribir sobre esta desnaturalización no obedeció meramente a un deseo de jugar con el lenguaje o de recomendar payasadas teatrales en vez de la política «real», como algunos críticos han afirmado (como si el teatro y la política fueran siempre distintos) ; obedece a un deseo de vivir, de hacer la vida posible, y de replantear lo posible en cuanto tal.

¿Como tendría que ser el mundo para que mi tío pudiera vivir con su familia, sus amigos o algún otro tipo de parentesco? ¿Como debemos reformular las limitaciones morfológicas idóneas que recaen sobre los seres humanos para que quienes se alejan de la norma no estén condenados a una muerte en vida?[13]

Algunos lectores han preguntado si El genero en disputa procura ampliar las opciones del genero por algún motivo.

Preguntan con que objetivo se engendran esas nuevas configuraciones del genero, y como deberíamos distinguirlas. Con frecuencia la pregunta conduce a una premisa anterior, es decir, que el texto no plantea la dimensión normativa o prescriptiva del pensamiento feminista.

Es evidente que lo «normativo» tiene al menos dos significados en este encuentro critico, pues es una de las palabras que utilizo con frecuencia, sobre todo para describir la violencia mundana que ejercen ciertos tipos de ideales de genero.

Suelo utilizar «normativo» de una forma que es sinónima de «concerniente a las normas que rigen el genero»; sin embargo, el término «normativo» también atañe a la justificación ética, como se establece, y que consecuencias concretas se desprenden de ella. Una de las preguntas criticas que se han planteado sobre El genero en disputa es esta: ¿como actuamos para emitir juicios acerca de como ha de vivirse el genero basándonos en las descripciones teóricas que aquí se exponen ?

No es posible oponerse a las formas «normativas» del genero sin suscribir al mismo tiempo cierto punto de vista normativo de como debería ser el mundo con genero. No obstante, quiero puntualizar que la visión normativa positiva de este texto no adopta la forma de una prescripción (ni puede hacerlo) como: «Subvirtamos el genero tal como lo digo, y la vida será buena».

Quienes hacen tales afirmaciones, o quienes están dispuestos a decidir entre expresiones subversivas y no subversivas del genero, basan sus juicios en una descripción. El genero aparece de tal o cual forma, y a continuación se elabora un juicio normativo sobre esas apariencias y sobre la base de lo que parece. Pero ¿que determina el dominio de las apariencias del genero mismo?

Podemos sentirnos tentados a establecer la siguiente distinción : una explicación descriptiva del genero incluye cuestiones sobre lo que hace inteligible el genero, una exploración sobre sus condiciones de viabilidad, mientras que una explicación normativa intenta dar respuesta a la pregunta de que expresiones de genero son aceptables y cuales no, ofreciendo motivos convincentes para distinguir de esta forma entre tales expresiones.

Sin embargo, la pregunta de que cuenta como «genero» es ya de por si una pregunta que asegura una operación de poder predominantemente normativa, una operación fugitiva de «que sucederá» bajo la rubrica de «que sucede». así, la descripción misma del campo del genero no es en ningún caso anterior a la pregunta de su operación normativa, ni se puede separar de ella.

No me propongo formular juicios sobre lo que distingue lo subversivo de lo no subversivo. No solo creo que tales juicios no se pueden hacer fuera de contexto, sino que también pienso que no se pueden formular de forma que soporten el paso del tiempo (los «contextos» son de por si unidades postuladas que experimentan cambios temporales y revelan su falta de unidad esencial) .

De la misma forma que las metáforas pierden su carácter metafórico a medida que, con el paso del tiempo, se consolidan como conceptos, las practicas subversivas corren siempre el riesgo de convertirse en cliches adormecedores a base de repetirlas y, sobre todo, al repetirlas en una cultura en la que todo se considera mercancía, y en la que la «subversión» tiene un valor de mercado. Obstinarse en establecer el criterio de lo subversivo siempre fracasara, y debe hacerlo. Entonces ¿que esta en juego cuando se usa el termino?

Uno de los temas que mas me preocupan son los siguientes tipos de preguntas: ¿ que constituye una vida inteligible y que no, y como las suposiciones acerca del genero y la sexualidad normativos deciden por adelantado lo que pasara a formar parte del campo de lo «humano» y de lo Vivible?

Dicho de otra forma, ¿como actúan las suposiciones del genero normativo para restringir el campo mismo de la descripción que tenemos de lo humano? ¿Por que medio advertimos este poder demarcador, y con que medios lo transformamos?

El debate del travestismo que El genero en disputa propone para exponer la dimensión construida y performativa del genero no es ciertamente un ejemplo de subversión .

Considerarlo un paradigma de la acción subversiva o, incluso, como un modelo de la acción política seria un error, pues se trata de algo bastante diferente. Si pensamos que vemos a un hombre vestido de mujer o a una mujer vestida de hombre, entonces estamos tomando el primer termino de cada una de esas percepciones como la «realidad» del genero: el genero que se introduce mediante el símil no tiene «realidad», y es una figura ilusoria.

En las percepciones en las que una realidad aparente se vincula a una irrealidad, creemos saber cual es la realidad, y tomamos la segunda apariencia del genero como un mero artificio, juego, falsedad e ilusión .

Sin embargo, ¿cual es el sentido de «realidad de genero» que origina de este modo dicha percepción ? Tal vez creemos saber cual es la anatomía de la persona (a veces no, y con seguridad no hemos reparado en la variación que hay en el nivel de la descripción anatómica). 0 inferimos ese conocimiento de la vestimenta de dicha persona, 0 de como se usan esas prendas.

Este es un conocimiento naturalizado, aunque se basa en una serie de inferencias culturales, algunas de las cuales son bastante incorrectas. De hecho, si sustituimos el ejemplo del travestismo por el de la transexualidad, entonces ya no podremos emitir un juicio acerca de la anatomía estable basándonos en la ropa que viste y articula el cuerpo.

Ese cuerpo puede ser preoperatorio, transicional o postoperatorio; ni siquiera «ver» el cuerpo puede dar respuesta a la pregunta, ya que cuales son las categorías mediante las cuales vemos?

El instante en que nuestras percepciones culturales habituales y serias fallan , cuando no conseguimos interpretar con seguridad el cuerpo que estamos viendo, es justamente el momento en el que ya no estamos seguros de que el cuerpo observado sea de un hombre o de una mujer. La vacilación misma entre las categorías constituye la experiencia del cuerpo en cuestión .

Cuando tales categorías se ponen en tela de juicio, también se pone en duda la realidad del genero: la frontera que separa lo real de lo irreal se desdibuja. Y es en ese momento cuando nos damos cuenta de que lo que consideramos «real», lo que invocamos como el conocimiento naturalizado del genero, es, de hecho, una realidad que puede cambiar y que es posible replantear, llámese subversiva o llámese de otra forma.

Aunque esta idea no constituye de por si una revolución política, no es posible ninguna revolución política sin que se produzca un cambio radical en nuestra propia concepción de lo posible y lo real. En ocasiones este cambio es producto de ciertos tipos de practicas que anteceden a su teorización explicita y que hacen que nos replanteemos nuestras categorías básicas: ¿que es el genero, como se produce y reproduce, y cuales son sus opciones?

En este punto, el campo sedimentado y reificado de la «realidad» de genero se concibe como un ámbito que podría ser de otra forma; de hecho, menos violento.

Este libro no tiene como objetivo celebrar el travestismo como la expresión de un genero modelo y verdadero (si bien es importante oponerse a la denigración del travestismo que a veces tiene lugar) , sino demostrar que el conocimiento naturalizado del genero actúa como una circunscripción con derecho preferente y violenta de la realidad .

En la medida en que las normas de genero (dimorfismo ideal, complementariedad heterosexual de los cuerpos, ideales y dominio de la masculinidad y la feminidad adecuadas e inadecuadas, muchos de los cuales están respaldados por códigos raciales de pureza y tabúes en contra del mestizaje) determinan lo que será inteligiblemente humano y lo que no, lo que se considerara «real» y lo que no, establecen el campo ontológico en el que se puede atribuir a los cuerpos expresión legitima.

Si hay una labor normativa positiva en El genero en disputa es poner énfasis en la extensión de esta legitimidad a los cuerpos que han sido vistos como falsos, irreales e ininteligibles . El travestismo es un ejemplo que tiene por objeto establecer que la «realidad» no es tan rígida como creemos; con este ejemplo me propongo exponer lo tenue de la «realidad» del genero para contrarrestar la violencia que ejercen las normas de genero.

Tanto en este texto como en otros he tratado de entender lo que podría ser la acción política, dado que esta es indisociable de la dinámica de poder de la que es consecuencia. Lo iterable de la performatividad es una teoría de la capacidad de acción (o agenda) , una teoría que no puede negar el poder como condición de su propia posibilidad.

Este texto no analiza en profundidad la performatividad en función de sus dimensiones social, psíquica, corporal y temporal. En algunos aspectos, seguir trabajando en esa clarificación , en respuesta a varias criticas excelentes, es lo que motiva la mayor parte de mis publicaciones posteriores.

En los últimos diez años han surgido otras preocupaciones sobre este texto, y he intentado responderlas en varios escritos que he publicado. Sobre el lugar que ocupa la materialidad del cuerpo, he reflexionado y revisado mis puntos de vista en Cuerpos que importan.

Sobre la necesidad de la categoría de «mujer» para el análisis feminista, he corregido y ampliado mis posturas en «Contingent Foundations», publicado en Feminists Theorize the Political, volumen que compile junto con Joan W. Scott, y en Feminist Contentions, de autoría colectiva.

No considero que el postestructuralismo conlleve la desaparición de la escritura autobiográfica, aunque si llama la atención sobre la dificultad del «yo» para expresarse mediante el lenguaje, pues este «yo» que los lectores leen es, en parte, consecuencia de la gramática que rige la disponibilidad de las personas en el lenguaje.

No estoy fuera del lenguaje que me estructura, pero tampoco estoy determinada por el lenguaje que hace posible este «yo». Este es el vinculo de autoexpresión , tal como lo entiendo. Lo que significa que usted , lectora o lector, no me percibirá nunca separada de la gramática que permite mi disponibilidad con usted.

Si trato esa gramática como algo de claridad meridiana, entonces no podre despertar su interés por esa esfera del lenguaje que establece y desestablece la inteligibilidad, y eso equivaldría precisamente a tergiversar mi propio proyecto tal como lo he descrito para los lectores aquí.

No es mi intención ser difícil, sino dirigir la atención hacia una dificultad sin la cual ningún «yo» puede aparecer.

Dicha dificultad adopta una dimensión concreta cuando se enfoca desde una perspectiva psicoanalítica. En mi pretensión por entender la opacidad del «yo» en el lenguaje, desde la publicación de El genero en disputa me he centrado cada vez mas en el psicoanálisis.

El intento habitual de polarizar la teoría de la psique desde la teoría del poder me parece contraproducente, pues una parte de lo que es tan opresivo acerca de las formas sociales del genero tiene su origen en las dificultades psíquicas que generan . En Mecanismos psíquicos del poder intente revisar las maneras en que Foucault y el psicoanálisis podrían pensarse juntos.

También he utilizado el psicoanálisis para refrenar el voluntarismo eventual de mi idea de performatividad sin que con ello se debilite una teoría mas general de la acción . El genero en disputa a veces se interpreta como si el genero fuera una invencion propia o como si el significado psíquico de una presentación dotada de genero pudiera interpretarse directamente a partir de su exterior. Ambos postulados han tenido que ser perfilados con el paso del tiempo.

Además, mi teoría a veces oscila entre entender la performatividad como algo lingüístico y plantearlo como teatral. He llegado a la conclusión de que ambas interpretaciones están relacionadas obligatoriamente, de una forma quiastica, y que replantear el acto discursivo como un ejemplo de poder permanentemente dirige la atención hacia ambas dimensiones: la teatral y la lingüística.

En Excitable Speech argumente que el acto discursivo es a la vez algo ejecutado [performed] (y por tanto teatral , que se presenta ante un publico, y sujeto a interpretación ) , y lingüístico, que provoca una serie de efectos mediante su relación implícita con las convenciones lingüísticas.

Si queremos saber como se relaciona una teoría lingüística del acto discursivo con los gestos corporales solo tenemos que tener en cuenta que el discurso mismo es un acto corporal con consecuencias lingüísticas específicas. Así, el discurso no es exclusivo ni de la presentación corpórea ni del lenguaje, y su condición de palabra y obra es ciertamente ambigua.

Esta ambigüedad tiene consecuencias para la declaración publica de la homosexualidad, para el poder insurreccional del acto discursivo, para el lenguaje como condición de la seducción corporal y la amenaza de daño.

Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, incluiría una discusion sobre el transgénero y la intersexualidad , sobre como se activa el dimorfismo de genera ideal en ambos tipos de discursos, sobre las diferentes relaciones que estos temas establecen con la intervención quirurgica. También incluiria una discusion sobre la sexualidad racializada y, concretamente, sobre como los tabues en contra del mestizaje (y la romantización del intercambio sexual interracial) son básicos para las formas naturalizadas y desnaturalizadas que el genero adopta. Sigo albergando la esperanza de que las minorias sexuales formen una coalición que trascienda las categorías simples de la identidad, que rechace el estigma de la bisexualidad, que combata y suprima la violencia impuesta por las normas corporales restrictivas.

Desearía que dicha coalición se fundara en la complejidad irreducible de la sexualidad y en sus implicaciones en distintas dinámicas del poder discursivo e institucional, y que nadie se apresurara a restar poder a la jerarquía y a negar sus dimensiones políticas productivas.

Si bien pienso que ganarse el reconocimiento de la propia condición como minoría sexual es una ardua tarea en el marco de los discursos dominantes del derecho, la política y el lenguaje, sigo considerándolo una necesidad para sobrevivir.

La movilización de las categorías de identidad con vistas a la politización siempre esta amenazada por la posibilidad de que la identidad se transforme en un instrumento del poder al que nos oponemos. Esa no es razón para no utilizar la identidad , y para no ser utilizados por ella.

No hay ninguna posición política purificada de poder, y quiza sea esa impureza lo que ocasiona la capacidad de accion como interrupción eventual y cambio total de los regimenes reguladores. No obstante, aquellos a quienes se considera «irreales» siguen aferrados a lo real, un aferramiento que tiene lugar de comun acuerdo, y esa sorpresa performativa produce una inestabilidad vital.

Este libro esta escrito entonces como parte de la vida cultural de un combate colectivo que ha tenido y seguirá teniendo cierto éxito en la mejora de las posibilidades de conseguir una vida llevadera para quienes viven , o tratan de vivir, en la marginalidad sexual.[14]

JUDITH BUTLER

Berkeley, California

Junio de 1999


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