A paso de cangrejo. Humberto Eco. 2006

A paso de cangrejo es como parece caminar la historia en este nuevo milenio. Tras el 11 de septiembre la humanidad entró en una peligrosa regresión. Volvieron los viejos conflictos territoriales, las guerras medievales con denominación de «cruzada», la nostalgia por los totalitarismos, el antisemitismo y otras formas de racismo.

Eco arremete contra la forma de vida contemporánea, las guerras, la política internacional y el consumo en las grandes superficies como único espacio de ocio posible, sin olvidar el nefasto papel de los medios de comunicación, empeñados en construir una imagen del mundo basada en el espectáculo. El resultado es un libro intenso y combativo, cargado de lúcidos análisis sobre el escenario que nos rodea.

Los pasos del cangrejo

Este libro recoge una serie de conferencias y artículos escritos entre los años 2000 y 2005.

Se trata de un período fatídico, que se abre con la inquietud ante el nuevo milenio, comienza con el 11 de septiembre, al que siguen las dos guerras en Afganistán y en Irak, y en Italia se presencia el ascenso al poder de Silvio Berlusconi.

Por consiguiente, prescindiendo de muchas otras colaboraciones sobre temas variados, he querido recoger tan sólo los escritos que hacían referencia a los acontecimientos políticos y mediáticos de estos seis años. El criterio de selección me lo sugirió uno de los últimos artículos de mi anterior selección ( La bustina de Minerva), que llevaba por título «El triunfo de la tecnología ligera».

Adoptando la forma de una falsa recensión de un libro atribuido a un tal Crabe Backwards, observaba que en los últimos tiempos se habían producido avances tecnológicos que constituían auténticos pasos hacia atrás. Observaba que la comunicación pesada había entrado en crisis a finales de los años setenta.

Hasta entonces, el principal instrumento de comunicación era el televisor en color, una caja enorme que dominaba con su presencia engorrosa y emitía en la oscuridad siniestros resplandores y sonidos susceptibles de molestar al vecindario.

El primer paso hacia la comunicación ligera se dio con el invento del mando a distancia; gracias a él, el espectador no sólo podía reducir o incluso suprimir el sonido, sino también eliminar los colores y zapear.

Saltando de un debate a otro, frente a una pantalla en blanco y negro y sin sonido, el espectador había entrado ya en una fase de libertad creativa, llamada «fase de Blob».

Además, la vieja televisión, que transmitía los acontecimientos en directo, nos hacía depender de la propia linealidad del acontecimiento. La liberación del directo se produjo con la llegada del vídeo, que no sólo supuso el paso de la televisión al cine, sino que permitió al espectador rebobinar las cintas y abandonar así del todo la relación pasiva y represiva con el suceso contado.

En ese momento incluso se habría podido eliminar completamente el sonido y comentar la sucesión desordenada de las imágenes con bandas sonoras de pianola, sintetizada en el ordenador; y, teniendo en cuenta que las propias cadenas emisoras, con el pretexto de ayudar a las personas sordas, habían adquirido la costumbre de insertar subtítulos para comentar las acciones, muy pronto se llegaría a una situación en que, mientras dos se besan en silencio, aparecería un recuadro con la frase «Te quiero». Así que la tecnología ligera habría inventado las películas mudas de los Lumière.

El paso siguiente se logró con la supresión del movimiento de las imágenes. A través de internet, el usuario podía recibir, con un buen ahorro neural, tan sólo imágenes inmóviles de baja definición, a menudo monocromas, y sin necesidad alguna de sonido, puesto que las informaciones aparecían en caracteres alfabéticos sobre la pantalla.

Según decía en mi artículo de entonces, el estadio siguiente de este retorno triunfal a la galaxia Gutenberg sería la supresión radical de la imagen. Se inventaría una especie de caja, que abultaría muy poco, sólo emitiría sonidos y no necesitaría siquiera el mando a distancia, puesto que se podría zapear directamente haciendo girar un mando. Creía que había inventado la radio y estaba vaticinando, en cambio, la aparición del iPod.

Destacaba finalmente que se había alcanzado el último estadio cuando en el ámbito de las transmisiones por ondas, que originaban muchas interferencias, con el pay per view y con internet había comenzado la nueva era de la transmisión por vía telefónica, pasando de la telegrafía sin hilos a la telefonía con hilos, superando a Marconi y volviendo a Meucci.

Estas observaciones, hechas más o menos en broma, no eran del todo aventuradas. Por otra parte, se vio claramente que avanzábamos hacia atrás después de la caída del muro de Berlín, cuando la geografía política de Europa y de Asia cambió de forma radical.

Los editores de atlas tuvieron que desechar todas sus existencias (que se habían vuelto obsoletas por la presencia de la Unión Soviética, Yugoslavia, Alemania del Este y otras monstruosidades semejantes) e inspirarse en los atlas publicados antes de 1914, con sus mapas de Serbia, de Montenegro, de los estados bálticos, etc.

Pero la historia de los pasos hacia atrás no se detiene aquí, y este comienzo del tercer milenio ha sido pródigo en pasos de cangrejo. Sólo voy a poner algunos ejemplos: después de los cincuenta años de guerra fría, los casos de Afganistán y de Irak nos retrotraen triunfalmente a la guerra real o guerra caliente, resucitando incluso los memorables ataques de los «astutos afganos» del siglo XIX en el Kyber Pass, y nos ofrecen un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, regresando a las gestas de Lepanto (y algunos afortunados libelos de los últimos años podrían resumirse con el grito de «¡Socorro, los turcos!»).

Han reaparecido los fundamentalismos cristianos, que parecían propios de la crónica del siglo XIX, con el replanteamiento de la polémica antidarwiniana, y ha surgido de nuevo (aunque sea en términos demográficos y económicos) el fantasma del peligro amarillo. De un tiempo a esta parte, nuestras familias acogen nuevamente a siervos de color, como en el Sur de Lo que el viento se llevó, se han reanudado las grandes migraciones de pueblos bárbaros, como en los primeros siglos después de Jesucristo, y (como se observa en uno de los artículos publicados en este libro) renacen, al menos en nuestro país, ritos y costumbres del Bajo Imperio.

Ha regresado triunfante el antisemitismo con sus Protocolos, y tenemos a los fascistas (bastante después, aunque algunos son los mismos) en el gobierno. Por otra parte, mientras estoy corrigiendo las galeradas, un atleta ha saludado a la romana en el estadio a la multitud que le aplaudía.

Exactamente lo que hacía yo cuando era un cadete, salvo que a mí me obligaban. Por no hablar de la «Devoluzione»,[*] que nos retrotrae a una Italia pregaribaldina.

Se ha reabierto el contencioso poscavouriano entre Iglesia y Estado y, hablando de retornos casi a vuelta de correo,  está regresando, bajo distintas formas, la Democracia Cristiana.

Parece como si la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición.

A partir de los artículos de este libro se descubrirán muchos otros fenómenos de marcha atrás, suficientes en definitiva para justificar su título. Pero no hay duda de que, al menos en nuestro país, ha ocurrido algo nuevo, algo que nunca había sucedido antes: la instauración de una forma de gobierno basada en el llamamiento populista a través de los medios, realizado por una empresa privada cuyo objetivo es su propio interés; experimento nuevo, sin duda, al menos en el escenario europeo, y mucho más sutil y tecnológicamente preparado que los populismos del Tercer Mundo.

A este tema van dedicados muchos de estos artículos, nacidos de la preocupación y de la indignación por esta novedad que se va imponiendo y que (al menos mientras envío a la imprenta estas líneas) no parece que pueda detenerse.

La segunda parte del libro está dedicada al fenómeno del régimen de populismo mediático, y no tengo ningún reparo en hablar de «régimen», al menos en el sentido en que los medievales (que no eran comunistas) hablaban de regimine principum.

Con este propósito, y a propósito, comienzo la segunda parte con un llamamiento que escribí antes de las elecciones de 2001 y que fue muy criticado. Ya entonces, un periodista de derechas, pero que evidentemente me tiene en cierta estima, se sorprendía entristecido de que un hombre «bueno» como yo pudiese tratar con tanto desprecio a la mitad de los ciudadanos italianos que votaban una opción diferente de la mía.

Y recientemente también, y no por parte de la derecha, este tipo de compromiso ha sido tachado de arrogante, de actitud destructiva que convierte en antipática buena parte de la cultura de oposición.

Como tantas veces se me ha acusado de querer resultar simpático a toda costa, descubrirme antipático me llena de orgullo y de sana satisfacción.

No obstante, es curiosa esta acusación, como si en su tiempo se acusara (si parva licet componere magnis) a Rosselli, a Gobetti, a Salvemini, a Gramsci, por no hablar de Matteotti, de no ser suficientemente comprensivos y respetuosos con su adversario.

Si alguien lucha por una opción política (y en este caso, civil y moral), al margen del derecho-deber que tiene todo el mundo de poder cambiar de opinión algún día, en ese momento ha de creer que tiene razón y ha de denunciar enérgicamente el error de quienes tienden a comportarse de forma diferente.

No me imagino un debate electoral que pueda desarrollarse bajo el lema de «Vosotros tenéis razón, pero votad al que está equivocado». Y en el debate electoral las críticas al adversario han de ser severas, despiadadas, para poder convencer al menos al que está dudoso.

Además, muchas de las críticas que se consideran antipáticas son críticas de costumbres. Y el crítico de costumbres (que a menudo en el vicio ajeno censura también el propio, o las propias tentaciones) ha de ser mordaz. O sea, y remitiéndonos siempre a los grandes ejemplos, si quieres ser crítico de costumbres, debes comportarte como Horacio; si te comportas como Virgilio, escribes un poema, de una belleza extraordinaria incluso, en loor del divino reinante.

Pero los tiempos son oscuros, las costumbres corruptas y hasta el derecho a la crítica, cuando no lo ahogan las medidas de censura, está expuesto al furor popular.

De modo que publico estos textos movido por esa antipatía positiva que reivindico.

Como se podrá ver, en cada texto remito a la fuente, aunque muchos han sido parcialmente modificados. Y por supuesto no para actualizarlos ni para incluir en ellos profecías que después se han cumplido, sino para despojarlos de repeticiones (es difícil en estos casos no insistir de forma obstinada en los mismos temas), corregir el estilo o eliminar alguna referencia vinculada en exceso a hechos de la actualidad inmediata, que el lector habrá olvidado ya y que, por tanto, le pueden resultar incomprensibles. I LA GUERRA, LA PAZ Y OTRAS COSAS

Can Russia Get Used to Being China’s Little Brother?. The power dynamic between Beijing and Moscow has switched dramatically. Philipp Ivanov. 2023

In 1949, a new tune hit Soviet airwaves in honor of Chinese leader Mao Zedong’s first visit to Moscow. “Moscow-Beijing” was a hearty military march sung by an all-male choir, with a catchy opening line—“Russians and Chinese are brothers forever”—capturing the spirit of socialist solidarity.

The Soviet Union was cast as a big brother to the newly emerged People’s Republic of China, weakened by the devastating Japanese invasion and the civil war. And while Beijing was happy to take Soviet aid, resentment at being cast as the younger sibling would be one of the factors that eventually led the relationship to curdle.

This week, as Chinese President Xi Jinping and Russian President Vladimir Putin meet in Moscow, the power dynamics are reversed. Today, China is the big brother—and Russia is increasingly, if not completely, playing the role of supplicant.

China, the world’s second superpower, is a senior partner to a Russia now enfeebled and isolated by its war on Ukraine and more dependent than ever on China for economic, technological, and diplomatic support. If Russian trade data is to be believed, in January and February Chinese exports to Russia grew by nearly 20 percent to a total of $15 billion, and imports from Russia climbed by more than 31 percent to $18.65 billion. The yuan has surpassed the U.S. dollar as the most traded currency on the Moscow stock exchange. Russia overtook Saudi Arabia as China’s largest oil supplier, with nearly 24 percent year-on-year growth in the first two months of this year.

China is clearly the top dog in the relationship, with an economy more than 10 times larger than Russia’s, a rapidly modernizing military, technological superiority, and global diplomatic weight.

But it is premature to call Russia a vassal state to China, as some analysts have done. Dependency does not equal subservience. Russia remains a major nuclear power and globally significant exporter of energy, resources, and food.

The Russian economy—while damaged—has so far demonstrated a remarkable resilience in the face of Western sanctions. Russia has a strategic bulk that China needs as it prepares for long-term competition and potential conflict with the United States. China and Russia share one of the longest land borders between nation-states, one that has been peaceful for decades, giving both countries a breathing space to face their respective adversaries in the East and West.

So while diminished and lonely on the world stage, Russia still has agency and heft in its relationship with a more dominant and powerful China.

China—facing a hostile United States, disillusioned Europe, and slowing economy at homealso needs Russia in its corner in its quest to become a global rule-setter and the dominant power in Asia.

Top of the agenda is Ukraine. Xi’s briefing pack is China’s “peace initiative” for Ukraine—a summary of Beijing’s official positions on the conflict. None of its 12 points offer anything specific to end the bloodshed. All of them promote—albeit only rhetorically—Beijing’s credentials as a responsible and peace-loving global power.

Xi seeks quick wins and Russia’s endorsement of the plan to show the world that China has the capabilities to resolve a global conflict.

“Show” is the key word here. The audience is Europe, China’s second-largest trading partner but increasingly skeptical about Beijing’s friendship with Moscow, and the global south, agnostic about the Russia-Ukraine conflict but wary of its impacts on their economies.

Russia is publicly supportive of China’s plans. On Tuesday, Putin announced that China’s peace plan could be the basis of the resolution of the war, when and if Kyiv and its Western backers are ready. This is a win for China.

But it does not entice either Moscow or Beijing to do anything else. We will see this tension between rhetoric and reality in the final leaders’ statement after the visit. Russia is highly unlikely to follow through, given that Moscow and Kyiv are gearing up for the decisive spring and summer offensives.

China does not want Russia to lose the war and descend into chaos—or worse, face regime change—from which a different Russia, less sympathetic to China, might emerge. But neither does Beijing want to be seen as an accomplice to a brutal invasion. China’s support for Russia is unwavering, but its messaging to other countries is much more neutral and moderate.

Xi is also in Russia to reap the economic rewards of Russia’s global isolation. China has now solidified its status as the main supplier of basic but critical technologies, electronics, telecommunications, machinery, and cars—the sectors most severely affected by Western sanctions.

China also ramped up purchases of Russian energy and commodities at a discounted price. The cornerstone of Russia’s forced diversification strategy is economic connectivity with China. Xi’s visit has delivered: Among the outcomes are agreements on clearing the final hurdles in the Power of Siberia 2 gas pipeline, ramping up food and agricultural trade, a joint commission to develop cooperation on the Northern Sea Route in the Arctic, and a greater use of the yuan in Russia’s trade with countries in Africa, Asia, and Latin America.

For Putin, the visit is an opportunity to ensure the critical lifeline that China provides to an embattled Russia is intact and can be expanded.

Putin’s big ask is for political-diplomatic and technical-military support of his war. The former was already forthcoming—China has been consistent in its messaging of support for Russia. Xi even went further in his first press conference in Moscow, where he flattered Putin by endorsing him for next year’s presidential election—even before Putin himself announced his candidacy.

The latter is more problematic. Unless China sees an imminent collapse of Russia on the battlefield and ensuing chaos in the Kremlin, it is not in China’s interests to lift its support for Russia so dramatically, at a time when Beijing is trying to play peacemaker. But other forms of dual-use assistance are not out of the question, especially if Russia makes an offer of more preferential deals in energy or access to military technologies, the Arctic transport corridors, or the space program that so far have been out of reach to China.

Putin’s and Xi’s agendas are not quite aligned on Ukraine. Putin will not stop his war in the next few months. More importantly, it’s impossible to imagine Ukrainian President Volodymyr Zelensky accepting an offer to negotiate, let alone on the current status quo of territorial control.

Beyond the immediate theatrics of the visit, China and Russia keep getting closer.

The Russia-Ukraine war has been the single-most powerful accelerator of the Russia-China strategic and economic complementarity. For Russia, a deepening dependence on China is a forced choice. For China, it is an opportunity to expand its market share, secure critical energy supplies, and entrench Russia as its strategic backyard while watching and learning from Russia’s blunders on the battlefield and in its rapid decoupling with the West.

Russia and China are in lockstep in their opposition to the U.S.-led global order. While both are committed to strategic autonomy, it is possible that they may be deepening their defense cooperation, as the United States strengthens its own alliances and deterrence strategies in Europe and Asia.

And Russia is just part of the agenda. Despite its slowing economy and dented reputation, China is set on becoming a global rule-setter and power broker. In the last few weeks, China has managed to facilitate a minor but symbolic diplomatic deal between Saudi Arabia and Iran, released its Global Security Initiative and Global Civilization Initiative, and engaged in intensive diplomacy in Europe and Russia.

It all may seem futile and insincere to the West, but to China it is a preparation for a protracted competition with the United States and its allies. That’s why we should not dismiss China’s peace efforts altogether. China remains interested in resolving the Russia-Ukraine conflict, if more for the sake of its own image than any concern for Ukrainians, and may still play a useful role. Xi is expected to speak with Zelensky after his Moscow visit—the first time the two leaders will speak since Russia invaded. The outcome of that call will show if China is serious about peace.

Few Russians would have made much of the line in “Moscow-Beijing” that declares: “This is the mighty Soviet Union / And marching alongside it is China.” But to many Chinese, it was yet another example of Russia’s condescending imperial attitude to China, resented by the Chinese Communist elite.

It was partly because of this inequality and Russia’s patronizing policies toward China that the Sino-Soviet split in the late 1960s put an abrupt end to this communist bromance. With the roles reversed in 2023, China is marching across the globe, and its more dependent younger brother is shuffling behind.

Philipp Ivanov. the Fulbright scholar in Australian-United States Alliance Studies and a visiting research fellow at Georgetown University.

La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad. Walter D. Mignolo

Before the Cold War, the closest the United States had ever come to a permanent foreign policy was in our relationship with the nations of the Western Hemisphere. In 1823 the Monroe Doctrine proclaimed our determination to insulate the Western Hemisphere from the contests over the European balance of power, by force if necessary. And for nearly a century afterward, the causes of America’s wars were to be found in the Western Hemisphere: in the wars against Mexico and Spain, and in threats to use force to end Napoleon III’s effort to install a European dynasty in Mexico (Henry Kissinger,Years of Renewal 1999: 703).

I. Sobre el imaginario del mundo moderno/colonial

La tesis que propongo y defiendo aquí es que la emergencia de la idea de “hemisferio occidental” dio lugar a un cambio radical en el imaginario y en las estructuras de poder del mundo moderno/colonial (Quijano y Wallerstein 1992).

Este cambio no sólo produjo un enorme impacto en su re-estructuración sino que tuvo y tiene importantes repercusiones para las relaciones sur-norte en las Américas, para la configuración actual de la “Latinidad” en los Estados Unidos, como también para la diversidad afro-americana en el norte, en el sur y en el Caribe.

Empleo el concepto de “imaginario” en el sentido en que lo usa el intelectual y escritor martiniqués, Edouard Glissant (1996). Para Glissant “el imaginario” es la construcción simbólica mediante la cual una comunidad (racial, nacional, imperial, sexual, etc.) se define a sí misma.

En Glissant, el término no tiene ni la acepción común de una imagen mental, ni tampoco el sentido más técnico que tiene en el discurso analítico contemporáneo, en el cual el Imaginario forma una estructura de diferenciación con lo Simbólico y lo Real. Partiendo de Glissant, le doy al término un sentido geo-político y lo empleo en la fundación y formación del imaginario del sistema-mundo moderno/colonial.

La imagen que tenemos hoy de la civilización occidental es, por un lado, un largo proceso de construcción del “interior” de ese imaginario, desde la transición del Mediterráneo, como centro, a la formación del circuito comercial del Atlántico, como así también de su “exterioridad”.

Esto es, en Occidente la imagen “interior” construida por letrados y letradas, viajeros y viajeras, estadistas de todo tipo, funcionarios eclesiásticos y pensadores cristianos, estuvo siempre acompañada de un “exterior interno”, es decir, de una “exterioridad” pero no de un “afuera”.

La cristiandad europea, hasta finales del siglo XV, era una cristiandad marginada que se había identificado con Jafet y el Occidente, distinguiéndose de Asia y de África. Ese Occidente de Jafet era también la Europa de la mitología griega.

A partir del siglo XVI, con la concurrencia triple de la derrota de los moros, la expulsión de los judíos y la expansión por el Atlántico, moros, judíos y amerindios (y con el tiempo también los esclavos africanos), todos ellos pasaron a configurarse, en el imaginario occidental cristiano, como la diferencia (exterioridad) en el interior del imaginario.

Hacia finales del siglo XVI, las misiones jesuitas en China agregaron una nueva dimensión de “exterioridad”, el afuera que está dentro porque contribuye a la definición de la mismidad. Los jesuitas contribuyeron, en los extremos, Asia y América, a construir el imaginario del circuito comercial del Atlántico que, con varias reconversiones históricas, llegó a conformar la imagen actual de civilización occidental de hoy, sobre la que volveré en el apartado IV.

No obstante, el imaginario del que hablo no está sólo constituido en y por el discurso colonial, incluidas sus diferencias internas (e.g., Las Casas y Sepúlveda; o el discurso del Norte de Europa que a partir del siglo XVII trazó la frontera Sur de Europa y estableció la diferencia imperial), sino que está constituido también por las respuestas (o en ciertos momentos falta de ellas) de las comunidades (imperios, religiones, civilizaciones) que el imaginario occidental involucró en su propia autodescripción.

Si bien este rasgo es planetario, en este artículo me limitaré a examinar las respuestas desde las Américas al discurso y a la política integradora y a la vez diferenciadora de Europa primero, del hemisferio occidental luego y del Atlántico Norte, finalmente.

Pero ¿qué entiendo por mundo moderno/colonial o sistema mundo/moderno colonial? Tomo como punto de partida la metáfora sistema mundo-moderno propuesta por Wallerstein (1974).

La metáfora tiene la ventaja de convocar un marco histórico y relacional de reflexiones que escapa a la ideología nacional bajo la cual fue forjado el imaginario continental y subcontinental, tanto en Europa como en las Américas, en los últimos doscientos años. No estoy interesado en determinar cuántos años tiene el sistema mundo, si quinientos o cinco mil (Gunder Frank y Gills 1993).

Menos me interesa saber la edad de la modernidad o del capitalismo (Arrighi 1994). Lo que sí me interesa es la emergencia del circuito comercial del Atlántico, en el siglo XVI, que considero fundamental en la historia del capitalismo y de la modernidad/colonialidad.

Tampoco me interesa discutir si hubo o no comercio con anterioridad a la emergencia del circuito comercial del Atlántico, antes del siglo XVI, sino el impacto que este momento tuvo en la formación del mundo moderno/colonial en el cual estamos viviendo y siendo testigo de sus transformaciones planetarias. Si bien tomo la idea de sistema-mundo como punto de partida, me desvío de ella al introducir el concepto de “colonialidad” como el otro lado (¿el lado oscuro?) de la modernidad.

Con ello no quiero decir que la metáfora de sistema-mundo moderno no haya considerado el colonialismo. Todo lo contrario. Lo que sí afirmo es que la metáfora de sistema-mundo moderno deja en la oscuridad la colonialidad del poder (Quijano 1997) y la diferencia colonial (Mignolo 1999, 2000).

En consecuencia, sólo concibe el sistema-mundo moderno desde su propio imaginario, pero no desde el imaginario conflictivo que surge con y desde la diferencia colonial.

Las rebeliones indígenas y la producción intelectual amerindia, desde el siglo XVI en adelante así como la Revolución Haitiana, a comienzos del siglo XIX, son momentos constitutivos del imaginario del mundo moderno/colonial y no meras ocurrencias en un mundo construido desde el discurso hispánico (por ejemplo, el debate Sepúlveda/Las Casas sobre la “naturaleza” del amerindio, en el cual el amerindio no tuvo su lugar para dar su opinión; o la Revolución Francesa, considerada por Wallerstein momento fundacional de la geo-cultura del sistema-mundo moderno (Wallerstein 1991a, 1991b, 1995).

En este sentido, la contribución de Aníbal Quijano, en el artículo co-escrito con Wallerstein (Quijano y Wallerstein 1992), es giro teórico fundamental al esbozar las condiciones bajo las cuales la colonialidad del poder (Quijano 1997; 1998) fue y es una estrategia de la “modernidad,” desde el momento de la expansión de la cristiandad más allá del Mediterráneo (América, Asia), que contribuyó a la autodefinición de Europa, y fue parte indisociable del capitalismo, desde el siglo XVI.

Este momento en la construcción del imaginario colonial, que será más tarde retomado y transformado por Inglaterra y Francia en el proyecto de la “misión civilizadora”, no aparece en la historia del capitalismo contada por Arrighi (1994). En la reconstrucción de Arrighi, la historia del capitalismo se la ve “dentro” (en Europa), o desde dentro hacia afuera (desde Europa hacia las colonias) y, por ello, la colonialidad del poder es invisible. La consecuencia es que el capitalismo, como la modernidad, aparece comoun fenómeno europeo y no planetario, en el que todo el mundo participó pero con distintasposiciones de poder. Esto es, la colonialidad del poder es el eje que organizó y organiza la diferencia colonial, la periferia como naturaleza.

Bajo este panorama general, me interesa recordar un párrafo de Quijano y Wallerstein (1992) que ofrece un marco en el cual comprender la importancia de la idea de “hemisferio occidental” en el imaginario del mundo moderno/colonial a partir de principios del siglo XIX

“The modern world-system was born in the long sixteenth century. The Americas as a geo-social construct were born in the long sixteenth century. The creation of this geo-social entity, the Americas, was the constitutive act of the modern world-system. The Americas were not incorporated into an already existing capitalism world-economy. There could not have been a capitalism world-economy without the Americas (1992: 449).

Dejando de lado las connotaciones particularistas y triunfalistas que el párrafo pueda invocar, y de discutir si hubiera habido o no economía capitalista mundial sin las riquezas de las minas y de las plantaciones, el hecho es que la economía capitalista cambió de rumbo y aceleró el proceso con la emergencia del circuito comercial del Atlántico, la transformación de la concepción aristotélica de la esclavitud exigida tanto por las nuevas condiciones históricas como por el tipo humano (e.g., negro, africano) que se identificó a partir de ese momento con la esclavitud y estableció nuevas relaciones entre raza y trabajo.

A partir de este momento, del momento de emergencia y consolidación del circuito comercial del Atlántico, ya no es posible

concebir la modernidad sin la colonialidad, el lado silenciado por la imagen reflexiva que la modernidad (e.g., los intelectuales, el discurso oficial del Estado) construyó de sí misma y que el discurso postmoderno criticó desde la interioridad de la modernidad como autoimagen del poder.

La postmodernidad, autoconcebida en la línea unilateral de la historia del mundo moderno continúa ocultando la colonialidad, y mantiene la lógica universal y monotópica -desde la izquierda y desde la derecha- desde Europa (o el Atlántico Norte) hacia afuera.

La diferencia colonial (imaginada en lo pagano, lo bárbaro, lo subdesarrollado) es un lugar pasivo en los discursos postmodernos. Lo cual no quiere decir que en realidad sea un lugar pasivo en la modernidad y en el capitalismo.

La visibilidad de la diferencia colonial, en el mundo moderno, comenzó a notarse con los movimientos de descolonización (o independencia) desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX. La emergencia de la idea de “hemisferio occidental” fue uno de esos momentos.

Pero antes, recordemos que la emergencia del circuito comercial del Atlántico tuvo la particularidad (y este aspecto es importante para la idea de “hemisferio occidental”) de conectar los circuitos comerciales ya existentes en Asia, Africa y Europa (red comercial en la cual Europa era el lugar más marginal del centro de atracción, que era China y desde Europa “las Indias Orientales”) (Abud-Lughod 1989; Wolff 1982), con Anáhuac y Tawantinsuyu, los dos grandes circuitos desconectados hasta entonces con los anteriores; separados tanto por el Pacífico como por el Atlántico (Mignolo 2000). Algunos de los circuitos comerciales existentes entre 1300 y 1550, según Abu-Lughod (1989).

Hasta esta fecha, había también otros al norte de Africa, que conectaban El Cairo, Fez y Timbuctu.

La emergencia del circuito comercial del Atlántico, conectó los circuitos señalados en la ilustración 1 con al menos dos desconectados hasta entonces, el circuito comercial que tenía centro en Tenochtitlán y se extendía por el Anahuac; y el que tenía su centro en Cuzco, y se extendía por el Tawantinsuyu[1]

El imaginario del mundo moderno/colonial no es el mismo cuando se lo mira desde la historia de las ideas en Europa que cuando se lo mira desde la diferencia colonial: las historias forjadas por la colonialidad del poder en las Américas, Asia o Africa.

Sean estas historias aquéllas de las cosmologías anteriores a los contactos con Europa a partir del siglo XVI, como en la constitución del mundo moderno colonial, en el cual los Estados y las sociedades de África, Asia y las Américas tuvieron que responder y respondieron de distintas maneras y en distintos momentos históricos.

Europa, desde España dio la espalda al norte de África y el Islam en el siglo XVI; China y Japón nunca estuvieron bajo control imperial occidental, aunque no pudieron dejar de responder a su fuerza expansiva, sobre todo a partir del siglo XIX, cuando el Islam renovó su relación con Europa (Lewis 1997). El sur de Asia, India, y diversos países africanos al sur del Sahara fueron el objetivo de los colonialismos emergentes, Inglaterra, Francia, Bélgica y Alemania.

La configuración de la modernidad en Europa y de la colonialidad en el resto del mundo (con excepciones, por cierto, como el caso de Irlanda), fue la imagen hegemónica sustentada en la colonialidad del poder que hace difícil pensar que no puede haber modernidad sin colonialidad; que la colonialidad es constitutiva de la modernidad, y no derivativa.

Las Américas, sobre todo en las tempranas experiencias en el Caribe, en Mesoamérica y en los Andes, dieron la pauta del imaginario del circuito del Atlántico. A partir de ese momento, encontramos transformaciones y adaptaciones del modelo de colonización y de los principios religioso-epistémicos que se impusieron desde entonces.

Hay numerosos ejemplos que pueden ser invocados aquí, a partir del siglo XVI, y fundamentalmente en los Andes y en Mesoamérica (Adorno 1986; Gruzinski 1988; Florescano 1994 y McCormack 1991). Prefiero, sin embargo, convocar algunos más recientes, en los cuales modernidad/colonialidad persisten en su doblez; tanto en la densidad del imaginario hegemónico a través de sus transformaciones, pero también en la coexistencia en el presente de articulaciones pasadas, como en las constantes adaptaciones y transformaciones desde la exterioridad colonial planetaria.

Exterioridad que no es necesariamente el afuera de Occidente (lo cual significaría una total falta de contacto), sino que es exterioridad interior y exterioridad exterior (las formas de resistencia y de oposición trazan la exterioridad interior del sistema). Este doblez encaja muy bien en la manera, por ejemplo, en que tanto el Estado español como diversos Estados de las Américas, celebraron los 500 años de su descubrimiento frente a los movimientos y los intelectuales indígenas que re-escriben la historia, que protestaron la celebración.

La novelista de Laguna, Leslie Marmon Silko, incluyó un “mapa de los quinientos años” en su novela Almanac Of The Dead (1991), publicada un año antes del sesquicentenario.

La primera declaración desde la Selva Lacandona, en 1993, comienza diciendo “Somos el producto de 500 años de lucha.” Rigoberta Menchú, en una ponencia leída en la conferencia sobre democracia y Estado multi-étnico en América Latina, organizada por el sociólogo Pablo González Casanova, también convocó el marco de 500 años de opresión: …la historia del pueblo Guatemalteco puede interpretarse como una concreción de la diversidad de América, de la lucha decidida, forjada desde las bases y que en muchas partes de América todavía se mantiene en el olvido. Olvido no porque se quiera, sino porque se ha vuelto una tradición en la cultura de la opresión. Olvido que obliga a una lucha y a una resistencia de nuestros pueblos que tiene una historia de 500 años (Menchú 1996: 125).

Pues bien, este marco de 500 años es el marco del mundo moderno/colonial desde distintas perspectivas de su imaginario, el cual no se reduce a la confrontación entre españoles y amerindios sino que se extiende al criollo (blanco, negro y mestizo), surgido de la importación

II. Doble conciencia criolla y hemisferio occidental

La idea de “hemisferio occidental” (que sólo aparece mencionada como tal en la cartografía a partir de finales del siglo XVIII), establece ya una posición ambigua. América es la diferencia, pero al mismo tiempo la mismidad. Es otro hemisferio, pero es occidental. Es distinto de Europa (que por cierto no es el Oriente), pero está ligado a ella. Es distinto, sin embargo, a África y Asia, continentes y culturas que no forman parte de la definición del hemisferio occidental.

Pero ¿quién define tal hemisferio? ¿Para quién es importante y necesario definir un lugar de pertenencia y de diferencia? ¿Para quienes experimentaron la diferencia colonial como criollos de descendencia hispánica (Bolívar) y anglo-sajona (Jefferson)?

Lo que cada uno entendió por “hemisferio occidental” (aunque la expresión se originó en el inglés de las Américas) difiere, como es de esperar. Y difiere, también como es de esperar, de manera no trivial. En la “Carta de Jamaica”, que Bolívar escribió en 1815 y dirigió a Henry Cullen, “un caballero de esta isla”, el enemigo era España.

Las referencias de Bolívar a “Europa” (al norte de España) no eran referencias a un enemigo sino la expresión de cierta sorpresa ante el hecho de que “Europa” (que supuestamente Bolívar en esa fecha localizaría en Francia, Inglaterra y Alemania) se mostrara indiferente a las luchas de independencia que estaban ocurriendo, por esos años, en la América hispana.

Teniendo en cuenta que, también en ese período, Inglaterra era ya un imperio en desarrollo con varias décadas de colonización en la India y enemigo de España, es posible que Mr. Cullen recibiera con interés y también con placer las diatribas de Bolívar contra los españoles. La “leyenda negra” dejó su marca en el imaginario del mundo moderno/colonial.

Por otra parte, el enemigo de Jefferson era Inglaterra aunque, contrario a Bolívar, Jefferson no reflexionó sobre el hecho de que España no se interesara en la independencia de los Estados Unidos de Norte América. Con esto quiero decir que las referencias cruzadas, de Jefferson hacia el Sur y de Bolívar hacia el Norte, eran en realidad referencias cruzadas.

Mientras que Bolívar imaginaba, en la carta a Cullen, la posible organización política de América (que en su imaginario era la América hispana) y especulaba a partir de las sugerencias de un dudoso escritor francés de dudosa estirpe, el Abe de Pradt (Bornholdt 1944: 201-221), Jefferson miraba con entusiasmo los movimientos de independencia en el Sur, aunque con sospechas los caminos de su futuro político.

En una carta al Barón Alexander von Humboldt, fechada en diciembre de 1813, Jefferson le agradecía el envío de observaciones astronómicas después del viaje que Humboldt había realizado por América del Sur y enfatizaba la oportunidad del viaje en el momento en que “esos países” estaban en proceso de “hacerse actores en su escenario”

Y agregaba:

That they will throw off their European dependence I have no doubt; but in what kind of government their revolution will end I am not so certain. History, I believe, furnishes no example of a priest-ridden people maintaining a free civil government[…] But in whatever governments they end they will be “American” governments, no longer to be involved in the never-ceasing broils of Europe (1813: 22).

Por su parte, Bolívar expresaba con vehemencia:

Yo deseo más que otro alguno ver formarse en América la más grande nación del mundo menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república (1815: 25).

Mientras Bolívar hablaba del “hemisferio de Colón”, Jefferson hablaba del hemisferio que “América tiene para sí misma”. Eran, en realidad, dos Américas en las que pensaban Jefferson y Bolívar. Y lo eran también geográficamente. La América ibérica se extendía hasta lo que es hoy California y Colorado, mientras que la América sajona no iba más allá, hacia el oeste, que Pensilvania, Washington y Atlanta.

Donde ambos se encontraban era en la manera en que se referían a las respectivas metrópolis, España e Inglaterra. Al referirse a la conquista, Bolívar subrayaba las “barbaridades de los españoles” como “barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana” (1815: 17).

Jefferson se refería a los ingleses como exterminadores de los americanos nativos (“extermination of this race in OUR America”, énfasis agregado, WM), como un capítulo adicional “in the English history of the same colored man in Asia, and of the brethen of their own color in Ireland, and wherever else Anglo-mercantile cupidity can find a two-penny interest in deluging the earth with human blood” (1813: 24).

A pesar de que las referencias eran cruzadas, había esto en común entre Jefferson y Bolívar: la idea del hemisferio occidental estaba ligada al surgimiento de la conciencia criolla, anglo e hispánica.

La emergencia de la conciencia criolla negra, en Haití era diferente. Era una cuestión limitada al colonialismo francés y a la herencia africana, y el colonialismo francés, como el inglés, en el Caribe, no tuvo la fuerza de la inmigración inglesa que estuvo en la base de la formación de los Estados Unidos, o de los legados del fuerte colonialismo hispánico.

La conciencia criolla negra, contraria a la conciencia criolla blanca (sajona o ibérica), no era la conciencia heredera de los colonizadores y emigrados, sino heredera de la esclavitud. Por eso la idea de “hemisferio occidental” o, como luego lo dirá Martí, de “nuestra América” no era común entre ellos.

En suma, “hemisferio occidental” y “nuestra América” son figuras fundamentales del imaginario criollo, sajón e ibérico, pero no del imaginario amerindio (en el norte y en el sur), o del imaginario afro-americano (tanto en América Latina, como en el Caribe, como en América del Norte).

Sabemos, por ejemplo, qué pensaba Jefferson de la Revolución Haitiana y de “that race of men” (Jefferson 1984). La conciencia criolla en su relación con Europa se forjó como conciencia geo-política más que como conciencia racial. Y la conciencia criolla, como conciencia racial, se forjó internamente en la diferencia con la población afroamericana y amerindia. La diferencia colonial se transformó y reprodujo en el período nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de “colonialismo interno.”

El colonialismo interno es, pues, la diferencia colonial ejercida por los líderes de la construcción nacional. Este aspecto de la formación de la conciencia criolla blanca es el que transformó el imaginario del mundo moderno/colonial y estableció las bases del colonialismo interno que atravesó todo el período de formación nacional, tanto en la América ibérica como en la América anglo-sajona (Nelson 1998).

Las ideas de “América” y de “hemisferio occidental” (no ya las “Indias occidentales”, designación hispánica de la territorialidad colonial) fueron imaginadas como el lugar de pertenencia y el derecho a la autodeterminación. Aunque Bolívar pensaba en su nación de pertenencia y en el resto de América (hispana), Jefferson pensaba en algo más indeterminado, aunque lo pensaba en cambio sobre la memoria de la territorialidad colonial sajona y sobre un territorio que no había sido configurado por la idea de “Indias Occidentales.” “Indias Occidentales” fue la marca distintiva del colonialismo hispánico que debía diferenciar sus posesiones en América de aquéllas en Asia (e.g., las islas Filipinas), identificadas como “Indias Orientales.”

En la formación de Nueva Inglaterra, en cambio, “Indias Occidentales” era un concepto extraño. Cuando la expresión se introdujo al inglés, “West Indies” se usó para designar fundamentalmente el Caribe inglés. Lo que estaba claro para ambos, Bolívar y Jefferson, era la separación geo-política con Europa, de una Europa que en un caso tenía su centro en España y en el otro en Inglaterra. Puesto que las designaciones anteriores (Indias Occidentales, América) fueron designaciones en la formación de la conciencia castellana y europea, “hemisferio occidental” fue la necesaria marca distintiva del imaginario de la conciencia criolla (blanca), post-independencia.

La conciencia criolla no era, por cierto, un hecho nuevo puesto que sin conciencia criolla no hubiera habido independencia ni en el Norte ni en el Sur. Lo nuevo e importante en Jefferson y en Bolívar fue el momento de transformación de la conciencia criolla colonial en conciencia criolla postcolonial y nacional y la emergencia del colonialismo interno frente a la población amerindia y afro-americana.

Desde la perspectiva de la conciencia criolla negra, tal como la describe Du Bois, podemos decir que la conciencia criolla blanca es una doble conciencia que no se reconoció como tal. La negación de Europa no fue, ni en la América hispana ni en la anglo-sajona, la negación de “Europeidad” puesto que ambos casos, y en todo el impulso de la conciencia criolla blanca, se trataba de ser americanos sin dejar de ser europeos; de ser americanos pero distintos a los amerindios y a la población afro-americana.

Si la conciencia criolla se definió con respecto a Europa en términos geo-políticos, en términos raciales se definió su relación con la población criolla negra y con la indígena. La conciencia criolla, que se vivió (y todavía hoy se vive) como doble aunque no se reconoció ni se reconoce como tal, se reconoció en cambio en la homogeneidad del imaginario nacional y, desde principios del siglo XX, en el mestizaje como contradictoria expresión de homogeneidad. La celebración de la pureza mestiza de sangre, por así decirlo.

La formación del Estado-nación requería la homogeneidad más que la disolución y por lo tanto o bien había que ocultar o bien era impensable la celebración de la heterogeneidad. Si no hubiera sido así, si la conciencia criolla blanca se hubiera reconocido como doble no tendríamos hoy ni en Estados Unidos ni en la América hispana, ni en el Caribe, los problemas de identidad, de multiculturalismo y de pluriculturalidad que tenemos. Dice Jefferson:

The European nations constitute a separate division of the globe; their localities make them part of a distinct system; they have a set of interests of their own in which it is our business never to engage ourselves. America has a hemisphere to itself (1813: 22).

Jefferson negaba a Europa, no la Europeidad. Los revolucionarios haitianos, Toussaint l ́Ouverture y Jean-Jacques Dessalines, en cambio, negaron Europa y la Europeidad (Dayan 1998: 19-25). Directa o indirectamente fue la diáspora africana y no el hemisferio occidental lo que alimentó el imaginario de los revolucionarios haitianos.

En cambio, la vehemencia con que se planteaban en Jefferson y Bolívar la separación con Europa era, al mismo tiempo, motivada por el saberse y sentirse, en última instancia, europeos en las márgenes, europeos que no eran pero que en el fondo querían serlo. Esta doble conciencia criolla blanca, de distinta intensidad en el período colonial y en el período nacional, fue la marca y el legado de la intelectualidad independentista a la conciencia nacional durante el siglo XIX.

Repito que la característica de esta doble conciencia no era racial sino geo-política y se definía con relación a Europa. La doble conciencia no se manifestaba, por cierto, en relación al componente amerindio o afro-americano. Desde el punto de vista criollo, cómo ser criollo e indio o negro al mismo tiempo, no era un problema que había que resolver. En este contexto -en relación con las comunidades amerindias y afro-americanas- la conciencia criolla blanca se definió como homogénea y distinta.

Si los criollos blancos no se hicieron cargo de su doble conciencia se debió, quizás, a que uno de los rasgos de la conceptualización del hemisferio occidental fue la integración de América a Occidente. Lo cual no era posible, para la conciencia criolla negra: Africa, a pesar de su localización geográfica, nunca fue parte del imaginario geo-político occidental.

No le estaba permitido a Du Bois, como tampoco le estuvo permitido a Guaman Poma de Ayala o a Garcilaso de la Vega en el siglo XVI, sentirse parte de Europa o de alguna forma europeos en las márgenes. Variadas formas de doble conciencia, pero doble conciencia al fin, fueron las consecuencias y son los legados del mundo moderno/colonial.

III. El hemisferio occidental y la geo-cultura del sistema-mundo moderno/colonial

Uno de los rasgos que distingue los procesos de descolonización en las Américas a finales del siglo XVIII y a principios del XIX es, como lo ha notado Klor de Alva (1992), el hecho de que la descolonización estuviera en manos de los “criollos” y no de los “nativos” como ocurrirá luego, en el siglo XX, en África y en Asia.

Hay sin embargo, otro elemento importante a tener en cuenta en la primera oleada de descolonización acompañada de la idea del “hemisferio occidental” y la transformación del imaginario del mundo moderno/colonial que se resumió en esta imagen geo-política.

Si la idea de hemisferio occidental encontró su momento de emergencia en las independencias de los criollos, anglos y latinos, en ambas Américas, su momento de consolidación se lo encuentra casi un siglo más tarde, después de la guerra hispano-americana y durante la presidencia de Theodor Roosevelt, en los albores del siglo XX. Si las historias necesitan un comienzo, la historia de la rearticulación fuerte de la idea de hemisferio occidental en el siglo XX, tuvo su comienzo en Venezuela cuando las fuerzas armadas de Alemania e Inglaterra iniciaron un bloqueo para presionar el cobro de la deuda externa.

La guerra hispano-americana (1898) había sido una guerra por el control de los mares y del canal de Panamá, frente a las amenazas de países imperiales fuertes, de Europa del Oeste, un peligro que se repetía con el bloqueo de Venezuela. La intervención de Alemania e Inglaterra fue un buen momento para reavivar el reclamo de autonomía del “hemisferio occidental” que había perdido fuerza durante y en los años posteriores a la guerra civil en Estados Unidos.

El hecho de que el bloqueo fuera a Venezuela, creó las condiciones para que la idea y la ideología de “hemisferio occidental” se reavivara como una cuestión no sólo de incumbencia de Estados Unidos sino también de los países latinoamericanos. El diplomático argentino Luis María Drago, Ministro de Asuntos Exteriores, dio el primer paso en esa dirección en diciembre de 1902 (Whitaker 1954: 87-100).

Whitaker propone, a grandes rasgos, una interpretación de estos años de política internacional que ayuda a entender el cambio radical en el imaginario del sistema-mundo moderno/colonial que tuvo lugar a principios del siglo XIX con la reinterpretación roosveltiana de la idea del “hemisferio occidental.”

Según Whitaker, la propuesta de Luís María Drago, Ministro Argentino de Asuntos Exteriores. Para solucionar el embargo a Venezuela (propuesta que llego a conocerse como la “Doctrina Drago”), fue en realidad, una suerte de “corolario” a la Doctrina Monroe desde una perspectiva multilateral que involucraba, por cierto, a todos los Estados de las Américas.

Whitaker sugiere que la posición de Drago no fue bien recibida en Washington, entre otras razones, porque en Estados Unidos se consideraba la Doctrina Monroe como una doctrina de política nacional e, indirectamente, unilateral cuando ella se aplicaba a relaciones internacionales.

Drago, en cambio, había interpretado la Doctrina Monroe desde Argentina como un principio multilateral válido para todo el hemisferio occidental que se podía poner en ejecución en y desde cualquier parte de las Américas. La segunda de las razones, según Whitaker, fue una consecuencia de lo anterior.

Esto es, si en verdad había necesidad de un “corolario” para extender la efectividad de la Doctrina Monroe a las relaciones internacionales, este “corolario” debería surgir en y desde Washington y no en y desde Argentina o de cualquier otra parte de América Latina.

Este fue, según Withaker, el camino seguido por Washington cuando, en diciembre de 1904, Roosevelt propuso su propio “corolario” a la Doctrina Monroe.

Aunque semejante al propuesto por Drago, tenía importantes diferencias. Whitaker enumera las siguientes: a) ambos “corolarios” estaban dirigidos a resolver el mismo problema (la intervención europea en América) y estaban basados sobre las mismas premisas (la Doctrina Monroe y la idea del hemisferio occidental); b) ambos “corolarios” proponían resolver el problema mediante una excepción a la ley internacional en favor del hemisferio occidental y c) ambos proponían alcanzar esta solución mediante un “American policy pronouncement, not through a universally agreed amendment to international law” (Whitaker 1954: 100).

Las diferencias, sin embargo, fueron las que re-orientaron la configuración del nuevo orden mundial: el “ascenso” de un país neo-colonial o post-colonial en el grupo de los Estados-naciones imperiales.

Un cambio de no poca monta en el imaginario y en la estructura del mundo moderno/colonial. Las diferencias entre Roosevelt y Drago se encontraban, según Whitaker, en la manera de implementar la nueva política internacional. Roosevelt propuso hacerlo unilateralmente, desde Estados Unidos mientras que Drago proponía una acción multilateral, democrática e inter-americana.

Los resultados fueron muy diferentes a los que se podrían imaginar si el “corolario” de Drago hubiera sido implementado. En cambio, Roosevelt reclamó para Estados Unidos el monopolio de los derechos de administración de la autonomía y democracia del hemisferio occidental (Whitaker 1954: 100).

La Doctrina Monroe re-articulada con la idea de “hemisferio occidental” introdujo un cambio fundamental en la configuración del mundo moderno/colonial y en el imaginario de la modernidad/colonialidad.

La conclusión de Whitaker a este capítulo del mundo moderno/colonial es oportuna: “As a result -de la implementación del “corolario Roosevelt” en vez del “corolario Drago” -the leaders in Washington and those in Western Europe came to understand each other better and better as time went on. The same development, however, widened the already considerable gap between Anglo-Saxon America and Latin America” (Whitaker 1954: 107).

El momento que acabo de narrar, basado en Whitaker, sugiriendo las conexiones de la política internacional con el imaginario del mundo moderno/colonial, es conocido en la historia de la literatura latinoamericana por la Oda a Roosevelt del poeta nicaragüense y cosmopolita, Rubén Darío y del ensayo Ariel del intelectual uruguayo Enrique Rodó.

Me interesa aquí volver sobre el período que se extiende desde la guerra hispano-americana (1898) hasta el “triunfo” del corolario de Roosevelt, para reflexionar sobre la geo-cultura y el imaginario del mundo moderno/colonial y el impacto de la idea de hemisferio occidental.

Respondiendo a las críticas dirigidas al fuerte perfil económico del concepto de sistema-mundomoderno, Immanuel Wallerstein introdujo el concepto de geo-cultura (Wallerstein 1991). Wallerstein construye el concepto, históricamente, desde la Revolución Francesa hasta la crisis de 1968 en Francia y lógicamente como la estructura cultural que ata geoculturalmente el sistema-mundo.

La ‘geo-cultura’ del sistema mundo-moderno debería entenderse como la imagen ideológica (y hegemónica) sustentada y expandida por la clase dominante, después de la Revolución Francesa. La imagen hegemónica no es por tanto equivalente a la estructuración social sino a la manera en que un grupo, el que impone la imagen, concibe la estructuración social.

Por ‘imaginario del mundo moderno/colonial’ debería entenderse a las variadas y conflictivas perspectivas económicas, políticas, sociales, religiosas etc. en las que se actualiza y transforma la estructuración social. Pero la incluye como el aspecto monotópico y hegemónico, localizado en la segunda modernidad, con el ascenso de Francia, Inglaterra y Alemania al liderazgo del mundo moderno/colonial (Wallerstein 1991a; 1991b y 1995).

Sin duda que lo que I. Wallerstein llama la geo-cultura es el componente del imaginario del mundo moderno/colonial que se universaliza, y lo hace no sólo en nombre de la misión civilizadora al mundo no europeo, sino que relega el siglo XVI al pasado y con ello el Sur de Europa. El imaginario que emerge con el circuito comercial del Atlántico, que pone en relaciones conflictivas a peninsulares, amerindios y esclavos africanos, no es para Wallerstein componente de la geo-cultura.

Es decir, Wallerstein describe como geo-cultura del sistema-mundo moderno el imaginario hegemónico y deja de lado tanto las contribuciones desde la diferencia colonial como desde la diferencia imperial: la emergencia del hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad.

La geo-cultura de Wallerstein es, pues, el imaginario hegemónico de la segunda fase de la modernidad, y es eurocéntrico en el sentido restricto del término, centrado en Francia, Inglaterra y Alemania, desde la perspectiva de la historia (del imaginario nacional francés).

La Revolución Francesa tuvo lugar, precisamente, en un momento de “inter-imperium” en el cual se consolidó la Europa de las naciones de espaldas a la cuestión colonial. La independencia de Estados Unidos (que no sólo anticipó sino que contribuyó a que la Revolución Francesa fuera posible) es ajena o marginal al concepto de geo-cultura, de Wallerstein porque, es mi interpretación, su concepto de sistema-mundo moderno es ciego a la diferencia colonial, mientras que las independencias en las Américas, los primeros movimientos antisistémicos, fueron movimientos desde la diferencia colonial.

Estos movimientos fueron generados por y en la diferencia colonial, aunque ésta se reprodujera de otra manera, en la formación nacional, como lo mencioné más arriba.

Wallerstein destacó en el concepto de “geo-cultura” el componente hegemónico del mundo moderno que acompañó la revolución burguesa en la consolidación de la Europa de las naciones y que al mismo tiempo relegó a acontecimientos “periféricos” los primeros movimientos de descolonización de un mundo moderno pero también colonial.

Tal ceguera fue notable en el caso de la Revolución Haitiana, como lo mostró Trouillot (1995) explicando las razones por las cuales una revolución de criollos negros con el apoyo de esclavos negros no tenía lugar en discursos libertarios sobre los derechos del hombre y del ciudadano, que habían sido pensados en un mundo donde la “matriz invisible” era blanca, compuesta de ciudadanos blancos fundamentalmente y no de indios y negros.

En este esquema, las diferencias de género y de sexualidad fueron subsumidas por las clasificaciones raciales. No era ni es lo mismo ser mujer blanca que negra o de color. La colonialidad es constitutiva de la modernidad.

Las relaciones asimétricas de poder al mismo tiempo que la participación activa desde la diferencia colonial en la expansión del circuito comercial del Atlántico constituido a través de los siglos como Occidente o civilización occidental, son las que justifican y hacen necesario el concepto de “colonialidad del poder” (Quijano 1997) y de “diferencia colonial” (Mignolo 2000) para corregir las limitaciones histórico-geográficas a la vez que lógicas del concepto de geo-cultura en su formulación wallersteniana:

In the case of the modern world-system, it seems to me that its geo-culture emerged with the French Revolution and then began to lose its widespread acceptance with the world revolution of 1968. The capitalist world-economy has been operating since the long sixteenth century. It functioned for three centuries, however, without any firmly established geo-culture. That is to say, from the sixteenth to the eighteenth century, no one set of values and basic rules prevailed within the capitalist world-economy, actively endorsed the majority of the cadres and passively accepted by the majority of the ordinary people. The French Revolution, lato senso, changed that. It established two new principles: (1) the normality of political change and (2) the sovereignty of people […]

The key point to note about these two principles is that they were, in and of themselves, quite revolutionary in their implications for the world-system. Far from ensuring the legitimacy of the capitalist world-economy, they threatened to delegitimize it in the long run. It is in this sense that I have argued elsewhere that “the French Revolution” represented the first of the anti-systemic revolution of the capitalist world-economy–in a small part a success, in larger part a failure (Wallerstein 1995: 1166).

La dificultad de Wallerstein para reconocer la constitución del imaginario del mundo moderno sin la participación de Francia e Inglaterra, y por lo tanto, negar la contribución de tres siglos de dominio español y portugués, es sin duda una consecuencia de lo que concibe como geo-cultura. El imaginario de la Europa del Norte, a partir de la Revolución Francesa, es el imaginario que se construyó de forma paralela al triunfo de Inglaterra y Francia sobre España y Portugal como nuevas potencias imperiales.

La emergencia del concepto de “hemisferio occidental” no permitía preveer que marcaba, desde el comienzo, los límites de lo que Wallerstein llama geo-cultura. Y lo marca de dos maneras: una por rearticular la diferencia colonial; la otra por ir absorbiendo, a lo largo de su historia, el concepto de “misión civilizadora”, concepto central en la geo-cultura de Wallerstein, y traducción de la “misión cristianizadora” dominante de los siglos XVI al XVIII pero que Wallerstein no reconoce como geo-cultura.

IV. Del hemisferio occidental al Atlántico Norte

Samuel Huntington describió el nuevo orden mundial, después del final de la guerra fría, en nueve civilizaciones.

Las nueve civilizaciones de Samuel Huntington y sus territorialidades después del fin de la Guerra Fría (Huntington 1996).

Las nueve civilizaciones son las siguientes: Occidente, América Latina, Africa (más específicamente, Africa al sur del Sahara), Islam, China, Hindú, Ortodoxa, Budista y Japonesa.

Dejando de lado el hecho de que la lógica clasificatoria de Huntington se parece a la del famoso emperador chino mencionado por Jorge Luis Borges y adoptado por Michel Foucault al comienzo de Las Palabras y las Cosas (1967), aquí sólo me interesa reflexionar sobre el hecho de que América Latina es, para Huntington, una civilización en sí misma y ya no parte del hemisferio occidental.

América Latina, para Huntington, tiene una identidad que la diferencia de Occidente:

Although an offspring of European civilization, Latin America has evolved along a very different path from Europe and North America. It has a corporatist, authoritarian culture, which Europe has to a much lesser degree and North America not at all (1996: 46).

Aparentemente Huntington no percibe el facismo y el nazismo como autoritarios. Ni tampoco percibe el hecho de que el autoritarismo de Estados Unidos, a partir de 1945, se proyectó en el control de las relaciones internacionales en una nueva forma de colonialismo, un colonialismo sin territorialidad. Pero hay más rasgos invocados por Huntington para marcar la diferencia latinoamericana:

Europe and North America both felt the effects of the Reformation and have combined Catholic and Protestan cultures. Historically, although this may be changing, Latin America has been only Catholic (1996: 46).

En esta parte del argumento, la diferencia invocada es la diferencia imperial que iniciada por la Reforma, tomó cuerpo a partir del siglo XVII en el desarrollo de la ciencia y de la filosofía, en el concepto de Razón que dio coherencia al discurso de la segunda modernidad (ascenso de Inglaterra, Francia y Alemania sobre España y Portugal).

Además, tercer elemento, un componente importante de América Latina es, para Huntington, “the indigenous cultures, which did not exist in Europe, were effectively wiped out in North America, and which vary in importance from Mexico, Central America, Peru and Bolivia, on the one hand, to Argentina and Chile, on the other (1996: 46).”

Aquí, el argumento de Huntington pasa de la diferencia imperial a la diferencia colonial, tanto en su forma originaria en los siglos XVI al XVIII, como en su rearticulación durante el período de construcción nacional, que es precisamente donde la diferencia entre Bolivia y Argentina, por ejemplo, se hace más evidente, cuando el modelo nacional se impone desde el norte de Europa sobre la decadencia del imperio hispánico. Como conclusión a estas observaciones, Huntington sostiene:

Latin America could be considered either a subcivilization within Western civilization or a separate civilization closely affiliated with the West. For an analysis focused on the international political implications of civilizations, including the relations between Latin America, on the one hand, and North America and Europe, on the other, the latter is the more appropriate and useful designation (…) The West, then, includes Europe, North America, plus the other European settler countries such as Australia and New Zealand (1996: 47).

¿En qué piensa Huntington cuando habla de “other European settler countries such as Australia and New Zealand”? Obviamente en la colonización inglesa, en la segunda modernidad, en la diferencia imperial (el colonialismo inglés que “superó” al colonialismo ibérico) montada sobre la diferencia colonial (ciertas herencias coloniales pertenecen al Occidente, ciertas no).

En las herencias coloniales que pertenecen al Occidente, el componente indígena es ignorado, y para Huntington la fuerza que están adquiriendo los movimientos indígenas en Nueva Zelandia y en Australia, no parece ser un problema.

No obstante, el panorama es claro: el Occidente es la nueva designación, después del fin de la guerra fría, del “primer mundo”; el lugar de enunciación que produjo y produce la diferencia imperial y la diferencia colonial, los dos ejes sobre los que giran la producción y reproducción del mundo moderno/colonial. Si bien la emergencia de la idea de “hemisferio occidental” ofreció la promesa de inscripción de la diferencia colonial desde la diferencia colonial misma, el “corolario Roosevelt” en cambio restableció la diferencia colonial desde el norte y sobre la derrota definitiva de España en la guerra hispano-americana.

Ambas posiciones pueden sostenerse desde la perspectiva de la doble conciencia criolla en América Latina. Sería más difícil encontrar evidencias de que estas opiniones tuvieran su origen en la doble conciencia indígena o afro-americana. Ahora bien, esta distinción no es sólo válida para América Latina, sino para Estados Unidos también. Huntington le atribuye a América Latina una “realidad” que es válida para Estados Unidos, pero que quizás no es perceptible desde Harvard, puesto que desde allí, y desde las conexiones de politólogos y científicos sociales con Washington, la mirada se dirige más hacia el oriente (Londres, Berlín, París), que hacia el sudoeste y el Pacífico. Espacios residuales, espacios de la diferencia colonial.

Sin embargo, y aún estando en Harvard, el intelectual afro-americano W.E. B. Du Bois podía mirar hacia el sur y comprender que para quienes están histórica y emotivamente ligados a la historia de la esclavitud, la cuestión de ser o no occidentales no se plantea (Du Bois 1904). Y si se plantea, como en el libro reciente del caribeño-británico Paul Gilroy (Gilroy 1993), el problema aparece en una argumentación en la que el “Atlántico negro” emerge como la memoria olvidada y soterrada en el “Atlántico norte” de Huntington.

Por otra parte, la lectura del eminente intelectual y abogado indígena, de la comunidad Osage, Vine Deloria Jr. (Deloria 1972; 1993) muestra que ni las comunidades indígenas en Estados Unidos fueron totalmente eliminadas, como lo afirma Huntington, ni que en Estados Unidos no persiste la diferencia colonial que emergió con el imaginario del circuito comercial del Atlántico y que fue necesaria para la fundación histórica de la civilización occidental, de su fractura interna con la emergencia del hemisferio occidental.

Hay mucho más, en los argumentos de Deloria, que la simple diferencia entre el cristianismo protestante y católico que preocupa a Huntington. Deloria recuerda, para quienes tienen mala memoria, la persistencia de formas de pensamiento que no sólo ofrecen religiones alternativas sino, más importante aún, alternativas al concepto de religión que es fundamental en la arquitectura del imaginario de la civilización occidental.

La transformación del “hemisferio occidental” en el “Atlántico Norte” asegura, por un lado, la pervivencia de la civilización occidental. Por otro, margina definitivamente a América Latina de la civilización occidental, y crea las condiciones para la emergencia de fuerzas que quedaron ocultas en el imaginario criollo (latino y anglo) de “hemisferio occidental”, esto es, la rearticulación de las fuerzas amerindias y afro-americanas alimentadas por las migraciones crecientes y por el tecnoglobalismo.

El surgimiento Zapatista, la fuerza del imaginario indígena, y la diseminación planetaria de sus discursos nos hacen pensar en futuros posibles más allá del hemisferio occidental y del Atlántico norte. Pero, al mismo tiempo, más allá de todo fundamentalismo civilizatorio, ideológico o religioso, cuyos perfiles actuales son el producto histórico de la “exterioridad interior” a la que fueron relegados (e.g. subalternizados) por la autodefinición de la civilización occidental y del hemisferio occidental, el problema de la “occidentalización” del planeta es que todo el planeta, sin excepción y en los últimos quinientos años, tuvo que responder de alguna manera a la expansión de Occidente.

Por lo tanto “más allá del hemisferio occidental y del Atlántico Norte” no quiere decir que exista algún “lugar ideal” existente que es necesario defender, sino que implica “más allá de la organización planetaria basada en la exterioridad interior implicada en el imaginario de la civilización occidental, del hemisferio occidental y del Atlántico Norte.

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[1]

Europa, modernidad y eurocentrismo. Enrique Dussel

I. Deslizamiento semántico del concepto de “Europa”

En primer lugar, deseamos ir indicando, con propósito teórico, el cambio de significado del concepto de “Europa”. En general no se estudia ese deslizamiento semántico, y, por ello, es difícil discutir sobre el tema.

En primer lugar, la mitológica Europa es hija de fenicios, de un semita entonces[1]. Esta Europa venida del Oriente es algo cuyo contenido es completamente distinto a la Europa “definitiva” (la Europa moderna). A Grecia no hay que confundirla con la futura Europa.

Esta Europa futura se situaba al norte de la Macedonia, y al norte de la Magna Grecia en Italia. El lugar de la Europa futura (la “moderna”) era ocupado por lo “bárbaro” por excelencia (de manera que posteriormente, en cierta forma, usurpará un nombre [2]que no le es propio, porque el Asia (que será provincia con ese nombre en el Imperio romano: sólo la actual Turquía) o el Africa (el Egipto) son las culturas más desarrolladas, y los griegos clásicos tienen clara conciencia de ello.

El Asia y el África no son “bárbaras”, aunque tampoco plenamente humanas. Lo que será la Europa “moderna” (hacia el norte y el oeste de Grecia) no es la Grecia originaria, está fuera de su horizonte, y es simplemente lo incivilizado, lo no-político, lo no-humano. Con esto queremos dejar muy claro que la diacronía unilineal Grecia-Roma-Europa (Esquema 2) es un invento ideológico de fines del siglo XVIII romántico alemán; es entonces un manejo posterior conceptual del “modelo ario”, racista.

En segundo lugar, lo “Occidental” será el imperio romano que habla latín (cuya frontera oriental se sitúa aproximadamente entre la actual Croacia y Serbia)[3], que ahora contiene al África del norte. Lo “Occidental” se opone a lo “Oriental”, el imperio helenista, que habla griego.

En lo “Oriental” está Grecia y el “Asia” (la provincia Anatolia), y los reinos helenistas hasta los bordes del Indo, y también el Nilo ptolomaico. No hay concepto relevante de lo que se llamará Europa posteriormente.

En tercer lugar, Constantinopla desde el siglo VII, el imperio romano oriental cristiano, se enfrenta al mundo árabe musulmán creciente. Es muy importante recordar que “lo griego clásico” -Aristóteles, por ejemplo- es tanto cristiano bizantino como árabe musulmán[4].

Esquema 1

Aclaraciones a las flechas: la influencia griega no es directa en la Europa latino occidental (pasa por las flechas a y b). La secuencia c de la Europa moderna no entronca con Grecia, ni tampoco directamente con el mundo bizantino (flecha d), sino más bien con el mundo latino romano occidental cristianizado.

En cuarto lugar, la Europa latina medieval se enfrenta igualmente al mundo árabe-turco.

Nuevamente Aristóteles, por ejemplo, es considerado más un filósofo en manos de los árabes que de los cristianos. Abelardo, Alberto Magno y Tomás de Aquino, contra la tradición y arriesgándose a condenaciones, usan al Estagirita. En efecto, Aristóteles será estudiado y usado como el gran metafísico y lógico en Bagdad, mucho antes que sea traducido en la España musulmana al latín, y de Toledo llegue a París a finales del siglo XII.

Europa se distingue ahora del África, por primera vez (ya que ésta es musulmana berebere; el Magreb), y del mundo oriental (principalmente del imperio bizantino, y de los comerciantes del Mediterráneo Oriental, del Medio Oriente).

Las Cruzadas son el primer intento de la Europa latina de imponerse en el Mediterráneo Oriental. Fracasan, y con ello la Europa latina sigue siendo una cultura periférica, secundaria y aislada por el mundo turco y musulmán, que domina geopolíticamente desde Marruecos hasta Egipto, la Mesopotamia, el imperio Mogol del norte de la India, los reinos mercantiles de Malaka, hasta la isla Mindanao en Filipinas en el siglo XIII.

La “universalidad” musulmana es la que llega del Atlántico al Pacífico. La Europa latina es una cultura periférica y nunca ha sido hasta ese momento “centro” de la historia; ni siquiera con el imperio romano (que por su ubicación extremadamente occidental nunca fue centro ni siquiera de la historia del continente euro-afro-asiático). Si algún imperio fue centro de la historia regional euro-asiática antes del mundo musulmán, sólo podemos remontarnos a los imperios helenistas desde los Seleusidas, Ptolomeicos, el de Antíocos, etc.

Pero, de todas maneras, el helenismo no es Europa, y no alcanzó una “universalidad” tan amplia como la musulmana en el siglo XV.

En quinto lugar, en el renacimiento italiano (especialmente después de la caída de Constantinopla en 1453), comienza una fusión novedosa: lo Occidental latino (secuencia c del esquema), se une con lo griego Oriental (flecha d), y enfrenta el mundo turco, el que, olvidando el origen helenístico-bizantino del mundo musulmán, permite la siguiente ecuación falsa:

Occidental = Helenístico + Romano + Cristiano. Nace así la “ideología” eurocéntrica del romanticismo alemán[5] siguiente:

Esquema 2

Esta secuencia es hoy la tradicional[6]. Nadie piensa que es una “invención” ideológica (que “rapta” a la cultura griega como exclusivamente “europea” y “occidental”), y que pretende que desde la época griega y romana dichas culturas fueron “centro” de la historia mundial.

Esta visión es doblemente falsa: en primer lugar, porque, como veremos, no hay fácticamente todavía historia mundial (sino historias de ecumenes juxtapuestas y aisladas: la romana, persa, de los reinos hindúes, del Siam, de la China, del mundo mesoamericano o inca en América, etc.).

En segundo lugar, porque el lugar geopolítico le impide poder ser “centro” (el Mar Rojo o Antioquía, lugar de término del comercio del Oriente, no son el “centro” sino el límite occidental del mercado euro-afro-asiático).

Tenemos así a la Europa latina del siglo XV, sitiada por el mundo musulmán, periférica y secundaria en el extremo occidental del continente euro-afro-asiático.

Esquema 3

Aclaración: la flecha a indica la procedencia del homo sapiens en América y las influencias neolóticas del Pacífico; nada más.

II. Dos conceptos de “Modernidad”

Llegados a este punto de la descripción entramos en el meollo de la discusión. Deberemos oponernos a la opinión hegemónica en cuanto a la interpretación de la Europa moderna (a la “Modernidad”), y no como un tema extraño a la cultura latinoamericana, sino, contra la opinión corriente, como problema fundamental en la definición de la “Identidad latinoamericana” -para hablar como Charles Taylor-.

En efecto, hay dos conceptos de “Modernidad”.

El primero es eurocéntrico, provinciano, regional. La Modernidad es una emancipación, una “salida”[7] de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo del ser humano. Este proceso se cumpliría en Europa, esencialmente en el siglo XVIII.

El tiempo y el espacio de este fenómeno lo describe Hegel, y lo comenta Habermas en su conocida obra sobre el tema -y es unánimemente aceptado por toda la tradición europea actual-:

Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad [moderna] son la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa[8].

Como puede observarse se sigue una secuencia espacio-temporal: casi siempre se acepta también el Renacimiento italiano, la Reforma y la Ilustración alemana y la Revolución francesa.

En un diálogo con Ricoeur[9], éste nos proponía además el Parlamento inglés. Es decir: Italia (siglo XV), Alemania (siglos XVI-XVIII), Francia (siglo XVIII), Inglaterra (siglo XVII).

Denominamos a esta visión “eurocéntrica” porque indica como punto de partida de la “Modernidad” fenómenos intra-europeos, y el desarrollo posterior no necesita más que Europa para explicar el proceso. Esta es aproximadamente la visión provinciana y regional desde Max Weber -con su análisis sobre la “racionalización” y el “desencanto”- hasta Habermas).

Para muchos un Galileo (condenado en 1616), Bacon (Novum Organum, 1620) o Descartes (El discurso del método, 1636) serían los iniciadores del proceso moderno en el siglo XVII.

Proponemos una segunda visión de la “Modernidad”, en un sentido mundial, y consistiría en definir como determinación fundamental del mundo moderno el hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía, etc.) “centro” de la Historia Mundial.

Es decir, nunca hubo empíricamente Historia Mundial hasta el 1492 (como fecha de iniciación[10] del despliegue del “Sistema-mundo”)[11]. Anteriormente a esta fecha los imperios o sistemas culturales coexistían entre sí. Sólo con la expansión portuguesa desde el siglo XV, que llega al Extremo Oriente en el siglo XVI, y con el descubrimiento de América hispánica, todo el planeta se torna el “lugar” de “una sola” Historia Mundial (Magallanes-Elcano da la vuelta de circunvalación a la tierra en 1521).

España, como primera nación “moderna” (con un Estado que unifica la península, con la Inquisición que crea de arriba-abajo el consenso nacional, con un poder militar nacional al conquistar Granada, con la edición de la Gramática castellana de Nebrija en 1492, con la Iglesia dominada por el Estado gracias al cardenal Cisneros, etc.) abre la primera etapa “Moderna”: el mercantilismo mundial.

Las minas de plata de Potosí y Zacatecas (descubiertas en 1545-1546) permiten acumular riqueza monetaria suficiente para vencer a los Turcos en Lepanto veinticinco años después de dicho hallazgo (1571).

El Atlántico suplanta al Mediterráneo. Para nosotros, la “centralidad” de la Europa latina en la Historia Mundial es la determinación fundamental de la Modernidad. Las demás determinaciones se van dando en torno a ella (la subjetividad constituyente, la propiedad privada, la libertad del contrato, etc.). El siglo XVII (p.e. Descartes, etc.) son ya el fruto de un siglo y medio de “Modernidad”: son efecto y no punto de partida. Holanda (que se emancipa de España en 1610), Inglaterra y Francia continuarán el camino abierto.

La segunda etapa de la “Modernidad”, la de la revolución industrial del siglo XVIII y de la Ilustración, profundizan y amplían el horizonte ya comenzado a fines del siglo XV. Inglaterra reemplaza a España como potencia hegemónica hasta el 1945, y tiene el comando de la Europa moderna, de la Historia mundial (en especial desde el surgimiento del Imperialismo en torno a 1870).

Esta Europa Moderna, desde 1492, “centro” de la Historia Mundial, constituye, por primera vez en la historia, a todas las otras culturas como su “periferia”.

Esquema 4

Aclaraciones: flecha a: la primer periferia; b: el esclavismo en sus costas occidentales; flecha c: algunas colonias (como Goa, etc.), pero sin ocupación continental; d: emancipación de Estados Unidos; e: emancipación hispanoamericana.

En la interpretación habitual de la Modernidad se deja de lado a Portugal y España, y con ellos el siglo XVI hispanoamericano, que en opinión unánime de los especialistas nada tiene que ver con la “Modernidad” –sino, quizá, con el fin de la Edad Media-. Y bien, deseamos oponernos a estas falsas unanimidades y proponer una completa y distinta conceptualización de la “Modernidad”, con un sentido mundial, lo que nos llevará a una interpretación de la racionalidad moderna diversa de los que piensan “realizarla” (como Habermas) como de los que se oponen a ella (como los “Postmodernos”).

III. Racionalidad e irracionalidad o el mito de la Modernidad

Si se entiende que la “modernidad” de Europa será el despliegue de las posibilidades que se abren desde su “centralidad” en la Historia Mundial, y la constitución de todas las otras culturas como su “periferia”, podrá comprenderse el que, aunque toda cultura es etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno es el único que puede pretender identificarse con la “universalidad-mundialidad”.

El “eurocentrismo” de la Modernidad es exactamente el haber confundido la universalidad abstracta con la mundialidad concreta[12] hegemonizada por Europa como “centro”.

El ego cogito moderno fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (Yo conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad (la primera “Voluntad-de-Poder” moderna) al indio americano. La conquista de México fue el primer ámbito del ego moderno. Europa (España) tenía evidente superioridad sobre las culturas aztecas, mayas, incas, etc.[13], en especial por sus armas de hierro[14] -presentes en todo el horizonte euro-afro-asiático-. Europa moderna, desde 1492, usará la conquista de Latinoamérica (ya que Norteamérica sólo entra en juego en el siglo XVII) como trampolín para sacar una “ventaja comparativa” determinante con respecto a sus antiguas culturas antagónicas (turco-musulmana, etc.). Su superioridad será, en buena parte, fruto de la acumulación de riqueza, experiencia, conocimientos, etc., que acopiará desde la conquista de Latinoamérica[15].

La Modernidad, como nuevo “paradigma” de vida cotidiana, de comprensión de la historia, de la ciencia, de la religión, surge al final del siglo XV y con el dominio del Atlántico.

El siglo XVII es ya fruto del siglo XVI; Holanda, Francia, Inglaterra, son ya desarrollo posterior en el horizonte abierto por Portugal y España. América Latina entra en la Modernidad (mucho antes que Norte América) como la “otra cara” dominada, explotada, encubierta.

Si la Modernidad tiene un núcleo racional ad intra fuerte, como “salida” de la Humanidad de un estado de inmadurez regional, provinciana, no planetaria; dicha Modernidad, por otra parte ad extra, realiza un proceso irracional que se oculta a sus propios ojos. Es decir, por su contenido secundario y negativo mítico[16], la “Modernidad” es justificación de una praxis irracional de violencia. El mito podría describirse así:

1) La civilización moderna se autocomprende como más desarrollada, superior (lo que significará sostener sin conciencia una posición ideológicamente eurocéntrica).

2) La superioridad obliga a desarrollar a los más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral.

3) El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa (es, de hecho, un desarrollo unilineal y a la europea, lo que determina, nuevamente sin conciencia alguna, la “falacia desarrollista”).

4) Como el bárbaro se opone al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer en último caso la violencia si fuera necesario, para destruir los obstáculos de la tal modernización (la guerra justa colonial).

5) Esta dominación produce víctimas (de muy variadas maneras), violencia que es interpretada como un acto inevitable, y con el sentido cuasi-ritual de sacrificio; el héroe civilizador inviste a

sus mismas víctimas del carácter de ser holocaustos de un sacrificio salvador (el indio colonizado, el esclavo africano, la mujer, la destrucción ecológica de la tierra, etcétera).

6) Para el moderno, el bárbaro tiene una “culpa”[17] (el oponerse al proceso civilizador)[18] que permite a la “Modernidad” presentarse no sólo como inocente sino como “emancipadora” de esa “culpa” de sus propias víctimas.

7) Por último, y por el carácter “civilizatorio” de la “Modernidad”, se interpretan como inevitables los sufrimientos o sacrificios (los costos) de la “modernización” de los otros pueblos “atrasados” (inmaduros)[19], de las otras razas esclavizables, del otro sexo por débil, etcétera.

Por todo ello, si se pretende la superación de la “Modernidad” será necesario negar la negación del mito de la Modernidad. Para ello, la “otra-cara” negada y victimada de la “Modernidad” debe primeramente descubrirse como “inocente”: es la “víctima inocente” del sacrificio ritual, que a

Esquema 5

Dos paradigmas de modernidad

(Simplificación esquemática de algunos momentos que codeterminan la comprensión de ambos paradigmas)

Léase diacrónicamente desde A hacia G y de a hacia i.

I) Determinaciones más relevantes:

A: Europa en el momento del “descubrimiento” (1492)

B: El presente europeo moderno

C: Proyecto de “realización” (habermasiana) de la “Modernidad”

D: La “invasión” del continente (de Africa y Asia posteriormente)

E: El presente “periférico”

F: Proyecto dentro del “Nuevo Orden Mundial” dependiente

G: Proyecto mundial de liberación (“Trans-modernidad”)

R: Mercantilismo hispánico (Renacimiento y Reforma)

K: Capitalismo industrial (La “Aufklärung”)

II) Relaciones con una cierta dirección o flechas:

a: Historia europea medieval (lo pre-moderno europeo)

b: Historia “moderno”-europea

c: Praxis de realización de C

d: Historias anteriores a la conquista europea (América Latina, Africa y Asia)

e: Historia colonial y dependiente mercantilista

f: Historia del mundo periférico al capitalismo industrial

g: Praxis de realización de F (desarrollismo)

h: Praxis de liberación o de realización de G

i: Praxis de solidaridad del Centro con la Periferia

1,2,3,n: Tipos históricos de dominación (de A —-> D, etc.)

III) Los dos paradigmas de Modernidad:

[ ]: Paradigma eurocéntrico de “Modernidad”: [R->K->B->C]

{ }: Paradigma mundial de “Modernidad/Alteridad” (hacia una “Trans-modernidad”): {A/D->B/E->G}

A los 500 años del comienzo de la Europa moderna, leemos en Informe sobre el desarrollo humano 1992[20] de las Naciones Unidas que el 20 % más rico de la humanidad (principalmente Europa occidental, Estados Unidos y Japón) consume el 82 % de los bienes de la tierra, y el 60 % más pobre (la “periferia” histórica del “Sistema-mundial”) consume el 5,8% de dichos bienes.

¡Una concentración jamás observada en la historia de la humanidad! ¡Una injusticia estructural nunca sospechada en la escala mundial! ¿No es este acaso el fruto de la Modernidad o del Sistema mundial que inició la Europa occidental?

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[1] Véase mi obra El humanismo semita, EUDEBA, Buenos Aires, 1969, donde ya recuperábamos a Grecia del rapto “Moderno”. Por su parte, escribe Martin Bernal, en Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization, Rutgers University Press, New Jersey, t.I, 1987: “Homer and Hesiod both referred to Europa, who was always seen as a sister or some other close relative to Kadmos, as ‘the daughter of Phoinix’ […] Homer’s frequent use of Phoinix in the sense of ‘Phoenician’, and the later universal identification of Europa and Kadmos with Phoenicia”.

[2] Aristóteles no las considera humanas como los griegos (“vivientes que habitan la polis”) en su Política I,1, pero tampoco son consideradas bárbaras.

[3] Mucha razón tiene Samir Amin, Eurocentrism, Monthly Review Press, Nueva York, 1989, cuando escribe: “Christianity and Islam are thus both heirs of Hellenism and remain, for this reason, twin siblings, even if they have been, at certain moments, relentless adversaries” (p.26). Muestra muy bien que la filosofía helenística sirvió primero al pensamiento cristiano bizantino (del siglo III al VII), posteriormente al árabe musulmán (cuyo esplendor comienza en el VIII siglo hasta el XII, de inspiración aristotélica), y posteriormente el tiempo clásico escolástico latino desde fines del siglo XII (también aristotélico). El renacimiento platónico en Italia en el siglo XV, en cambio, será ya de origen cristiano bizantino.

[4] Uno de los méritos de las hipótesis de Martin Bernal, op.cit., tomo I, capítulos IV-V, pp.189-280, es mostrar la importancia del movimiento que inaugura en 1803 Friedrich Schlegel (Ueber die Sprache und Weisheit der Indier, Heidelberg), de donde la India, el Indoeuropeo, y la decadencia de la centralidad de Egipto (origen de la cultura y la filosofía griega para los griegos desde Herodoto, Platón y Aristóteles hasta el siglo XVIII), permite a la “ideología” prusiana unificar de manera directa la cultura clásica griega con la alemana: un pensamiento racista, ario, que impulsará a la “invención” de las historias de la filosofía, donde de Grecia (autopoiética) y Roma se pasará primero a la Edad Media, y luego directamente a Descartes y Kant. “A break was made with the Latin tradition of humanism and an entirely new humanism, a true new Hellenism, grew up. Winckelmann was the initiator, Goethe the consummator, Wilhelm von Humboldt, in his linguistic, historical and educational writings, the theorist. Finally, Humboldt’s ideas were given practical effect when he became Prussian Minister of Education and founded the new university of Berlin and the new humanistic Gymnasium” (R. Pfeiffer, History of Classical Scholarship, Clarendon, Oxford, 1976). Todo esto debe ser profundamente reconstruido, y sacado del helenocentrismo y eurocentrismo ya tradicional.

[5] Por ejemplo, Charles Taylor, (Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Harvard University Press, Cambridge, 1989) habla de Platón, Agustín, Descartes, etc. Es decir, la secuencia griega-romano cristiana-moderna europea, como siendo unilineal.

[6] Ausgang para Kant (Was heißt Aufklärung?, A 481).

[7] Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfort, 1988, p.27.

[8] Filosofia e Liberazione. La sfida del pensiero del Terzo Mondo, Capone Editore, Lecce, 1992.

[9] Véase mi obra 1492: El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la Modernidad, Nueva Utopía, Madrid 1992 (Editions Ouvrières, Paris, 1992; La Piccola Editrice, Bescia, 1993; Patmos Verlag, Düsseldorf, 1993).

[10] Véase Immanuel Wallerstein, The Modern World-System, Academic Press, San Diego- Nueva York, t.I, 1974 .

[11] Universalidad abstracta es lo que pretende, por ejemplo, Kant con su principio de la moralidad. De hecho, sin embargo, identificó la “máxima” europea con la universalizable.

[12] No tenía superioridad con respecto a las culturas turco-musulmanas, mongolas o mogolas, china, etc.

[13]

[14] El amerindio no usaba armas sino de madera.

[15] La China, presente desde Kenya hasta Alaska, no tuvo ningún interés particular de ocupar una América inhóspita y sin complementaridad con su propia economía. Lo contrario ocurre para las potencias comerciales del Mediterráneo italiano (y España es, en cierta manera su continuación), de allí que la ecuación del desarrollo diacrónico de la Modernidad debería ser: Renacimiento, Conquista de Latinoamérica, Reforma, Ilustración, etc.

[16] Es sabido que Max Horkheimer-Theodor Adorno, Dialektik der Aufklärung (1944), Fischer, Frankfort, 1971 (véase Jürgen Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfort, 1988, pp.130ss.: “Die Verschlingung von Mythos und Aufklärung”), define un ciertonivel mítico de la Modernidad, que Habermas no puede admitir. Nuestro sentido de “mito” se sitúa no en un nivel intra-europeo (como en el caso de Horkheimer, Adorno o Habermas), sino en un nivel Centro-Periferia, Norte-Sur, es decir, en un nivel mundial.

[17] Kant, Op.cit., nos habla de inmadurez “culpable” (verschuldeten).

[18] El mismo Francisco de Vitoria, profesor de Salamanca, admite como última razón para declarar la guerra, el que los indígenas opongan impedimentos a la predicación de la doctrina cristiana. Sólo para destruir esos obstáculos se puede hacer la guerra.

[19] Para Kant unmundig: inmaduro, rudo, no-educado.

[20] Traducimos de esta manera la palabra subsuntion en Marx que, por su etimología latina, corresponde a la Aufhebung hegeliana.

La separación y la dominación en la ciencia, una neutralidad imposible. Emanuel Papadópulos

Si analizamos la definición que Mario Bunge (2014) plantea sobre la ciencia podemos observar como de forma intrínseca al pensamiento científico se encuentra una lógica de separación y dominación sobre el resto del mundo.

Esta lógica se encuentra presente en diferentes ámbitos de la cosmovisión moderna, desde la especialización en diferentes áreas del conocimiento, el distanciamiento esencial de la mente con el cuerpo, el control de los recursos naturales, hasta el dominio de una civilización sobre otra.

En este sentido la neutralidad en la ciencia no sólo se presenta como imposible, sino devela una forma de pensamiento que ha formado parte de los múltiples factores que han promovido el desarrollo desmedido de nuevas y sofisticadas formas de vida basadas en las ideas invisibles de separar y dominar.

Introducción

En el presente artículo se analizará el concepto de ciencia a partir del planteamiento construido por Mario Bunge (2014) en su libro  La ciencia. Su método y su filosofía. El análisis será sustentado primordialmente en los teóricos sociales: Immanuel Wallerstein (2007 y 2001) y Boaventura de Sousa (2009).

La finalidad de dicho análisis consiste en cuestionar en qué medida las características esenciales del pensamiento científico implican una suerte de intencionalidad invisible que determina la imposibilidad de construir un conocimiento neutral.

No se pretende establecer juicios de valor al respecto, sino cuestionar los principios filosóficos de separación y dominación  que habitan en el pensamiento científico, y cómo, repensar lo que éste significa, puede conducir a reinterpretaciones que coadyuven a la solución de problemas que actualmente se presentan como urgentes en pos de construir un mundo más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza.

Se tiene conciencia de que proyectar como fin utilitario de la ciencia el construir un mundo “más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza”  presenta un sesgo en la neutralidad con que se comprende la realización científica, sin embargo es necesario plantear con claridad la postura desde la cual se desarrolla el presente ensayo, ya que en palabras de Wallerstein:

Todos los estudios sociales tienen sus raíces en un ambiente social determinado y por lo tanto utilizan inevitablemente presupuestos y prejuicios que interfieren con las percepciones e interpretaciones de la realidad social. En este sentido no puede haber ningún estudioso neutral.  (Wallerstein, 2007: 99).

Justamente es esta neutralidad la que será analizada.

¿Qué es la ciencia?

Resulta interesante y de gran utilidad para los fines del presente ensayo analizar la definición que Mario Bunge plantea respecto a lo que es la ciencia:

Mientras los animales inferiores sólo están en el mundo, el hombre trata de entenderlo; y sobre la base de su inteligencia imperfecta pero perfectible, del mundo, el hombre intenta enseñorearse de él para hacerlo más confortable.

En este proceso, construye un mundo artificial: ese creciente cuerpo de ideas llamado “ciencia”, que puede caracterizarse como conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible. (Bunge, 2014: 6)

En esta definición podemos contemplar varios elementos sustanciales que componen los principios básicos de lo que es, quien la hace y para que se hace lo que denominamos como “ciencia”, así esta es: “un cuerpo de ideas” y estas a su vez son construidas por “el hombre” con un fin determinado: “enseñorearse del mundo” y hacerlo “más confortable”.

Más allá de las características formales, metodológicas constitutivas de este tipo de conocimiento, tales como ser “racional, sistemático, exacto, verificable y falible” esta definición alberga la idea de que el ser humano se encuentra no sólo separado de resto de los animales que forman parte del mundo, sino que es un animal superior, y que como tal es capaz de crear “un mundo artificial”.

Posteriormente Bunge agrega:

Un mundo le es dado al hombre; su gloria no es soportar o despreciar este mundo, sino enriquecerlo construyendo otros universos. Amasa y remoldea la naturaleza sometiéndola a sus propias necesidades… La ciencia como actividad —como investigación— pertenece a la vida social; en cuanto se la aplica al mejoramiento de nuestro medio natural y artificial, a la invención y manufactura de bienes materiales y culturales, la ciencia se convierte en tecnología (Bunge, 2014: 6).

En este sentido podemos vislumbrar que detrás del conocimiento científico se encuentra una finalidad clara y concreta: “enriquecer, someter y mejorar” el medio natural y artificial para “producir bienes” y finalmente concretarse en “tecnología”.

La idea de que el “mundo” pertenece al hombre para ser mejorado en función de su propio beneficio es la base que sustenta el resto de la construcción conceptual citada. De modo que si consideramos como válido el planteamiento  realizado por Bunge podemos notar como en las raíces del paradigma  “ciencia” se encuentra ya la idea de que el mundo es una propiedad, y que ésta es privada: pertenece al hombre.

Consideremos entonces, dos de estos elementos intrínsecos del pensamiento científico cómo ejes de análisis: La separación  y la dominación.

La separación

Wallerstein (2007) plantea que la ciencia se encuentra sustentada en dos premisas: primera, el modelo newtoniano, en el cual existe una simetría entre pasado y futuro, de modo que las verdades del pasado son igualmente aplicables al futuro; y segunda, que existe una distinción fundamental entre naturaleza y humanos, entre materia y mente, entre el mundo físico y el mundo social.

Esta separación es fundamental en el pensamiento científico y convirtió a la razón en la fuente aislada que organiza y justifica el mundo. Estas separaciones fueron sistematizadas propiamente en el siglo XVIII durante el proceso conocido como ilustración y determinaron la forma en que la ciencia se relacionó con sus objetos de estudio (Wallerstein, 2007).

En función de estas premisas la ciencia se deslindó del campo de la filosofía como medio para conocer las verdades del universo, dejando a esta última la tarea de responder preguntas ontológicas y éticas; en su libro Conocer el mundo saber el mundo, Wallerstein menciona:

La ciencia empírica no creía tener los instrumentos necesarios para discernir qué era lo bueno, sólo lo verdadero. Los científicos manejaron esa dificultad con bastante garbo. Simplemente dijeron que ellos sólo tratarían de averiguar qué era lo verdadero y dejarían la búsqueda de lo bueno en manos de los filósofos (Wallerstein, 2001: 212).

El surgimiento de las ciencias sociales en los siglos XVIII y XIX en los países más industrializados de Europa abrió un nuevo panorama para la comprensión racional de los fenómenos sociales dentro del sistema de separación del conocimiento en áreas especializadas de estudio, se construyeron disciplinas para estudiar a los “otros” tales como la antropología y los estudios orientales y se determinaron directrices de progreso y desarrollo social donde la cultura europea era la punta de lanza en el evolucionismo social (Wallerstein, 2007).

Un punto clave de esta dinámica de separación lo podemos ver en la tesis Kantiana sobre el idealismo trascendental, el cual gesta la implementación de un sistema de pensamiento racional que comprende la experiencia posible como consecuencia única de los procesos mentales del individuo. Cómo lo explica Henry E. Allison:

[Para Kant] el objeto como “es realmente” (con sus propiedades reales) es la cosa en sí misma en sentido físico o empírico; en cambio, apariencia o aspecto del objeto significa la representación que un observador particular tiene del objeto en condiciones dadas… apariencias y cosas en sí designan dos distintas clases de entidades con dos distintos modos de ser (Allison, 1992: 37).

En este sentido razón y ciencia son desde ese momento los instrumentos organizadores de la realidad, ya no es el dios del medioevo el que determina las reglas del orden social, el que dicta por mandato divino quién  es el gobernante legítimo, ese campo ahora pertenecía a la razón.

De este modo Kant, por medio de su giro copernicano, afilaba la cuchilla que años más tarde decapitaría a Luis XVI y a todo el orden social que representaba.

Teniendo esto en cuenta, es posible observar como a lo largo de su trayectoria, la ciencia ha reproducido a diferentes niveles el principio de separación en el cual la razón y la búsqueda del bien pertenecen a dos ramas completamente separadas del conocimiento.

Donde la belleza y la experiencia estética nada tienen que ver con la verdad y su lugar en la vida, donde el cuerpo y la mente separados entre sí, se presentan como entes distantes del mundo que les rodea. Individuos, sociedad y naturaleza; separados por dentro, y por fuera.

La dominación

Sí nos remontamos a los orígenes podemos contemplar que la Europa medieval, donde el pensamiento científico gestó sus raíces, ya contenía en la cosmovisión religiosa el principio fundamental de dominación. Perteneciente a la tradición judeocristiana el precepto del hombre como poseedor de la tierra y de lo que en ella existe como recursos para sí se encuentra presente desde el primer capítulo de la biblia:

Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra (Génesis 1: 26 Versión Reina Valera).

En este sentido el rompimiento con los principios dogmáticos de la ciencia con la religión no implicó ningún distanciamiento con la concepción de división y supremacía del ser humano sobre la tierra. Al respecto Lander menciona: “Una primera separación de  la tradición occidental es de origen religioso. Un sustrato fundamental de las formas particulares de conocer y del hacer tecnológico de la sociedad lo asocia Jan Berting a la separación Judeo-Cristiana” (Lander, 2000: 14) y posteriormente cita:

Dios creó al hombre en su propia imagen y lo elevó sobre todas las otras criaturas en la tierra, dándole el derecho… a intervenir en el curso de los acontecimientos en la tierra. A diferencia de la mayor parte de los otros sistemas religiosos, las creencias judeo-cristianas no contienen inhibiciones al control de la naturaleza por el hombre (Berting, 1993 citado por Lander, 2000: 14).

El siguiente aspecto de la dominación que el pensamiento científico conlleva en las raíces de su planteamiento paradigmático se expresa en la posesión exclusiva de la verdad como discurso hegemónico ante el resto de los saberes que históricamente pretendieron ser capaces de explicar el mundo, “es la idea de que sólo es válido el conocimiento científico y que todos los demás conocimientos no son válidos, no existen” (De Sousa, 2009: 142).

Esta lógica se expandió no sólo en función de los saberes propios de la cultura de Occidente en contraposición de los de otras civilizaciones, sino también al interior de la misma división de los campos del conocimiento propios de Occidente. Wallerstein (2007) menciona que:

Se proclamó que la ciencia era el descubrimiento de la realidad objetiva utilizando un método que nos permitía salir fuera de la mente mientras se decía que los filósofos no hacían más que meditar y escribir sobre sus meditaciones… Esta visión de la ciencia y la filosofía fue afirmada con mucha claridad por Comte en la primera mitad del siglo XIX (Wallerstein, 2007: 13, 14).

No perdamos de vista que este conocimiento, dueño universal de la verdad se encontraba en posesión de determinadas personas en un determinado momento histórico, de modo que la ciencia se convirtió en el vehículo legitimador de las prácticas de dominación de una cultura sobre las otras en una suerte de colonización sobre el resto del globo, que geopolíticamente fue la base sobre la cual se estructuró el desarrollo del mundo moderno.

El conocimiento moderno consiste en dar a la ciencia el monopolio de la distinción entre verdad y falsedad. Entonces la ciencia, que todos sabemos que es un concepto de verdad, es un concepto limitado que se aplica a alguna realidad, en ciertas circunstancias, usando ciertos métodos (De Sousa, 2009: 145).

Al igual que la lógica de separación, la dominación se manifiesta a lo largo de la construcción social y conceptual desarrollada por los portadores de la verdad ya desde los albores de la modernidad, dominando no sólo los mecanismos de producción tecnológica sino también los principios orquestadores del desarrollo social hacia la el futuro.

Esta cosmovisión tiene como eje articulador central la idea de modernidad, noción que captura complejamente cuatro dimensiones básicas: 1) la visión universal de la historia asociada a la idea del como progreso… 2) la “naturalización” tanto de las relaciones sociales de la “naturaleza humana” de la sociedad liberal capitalista; 3) la naturalización u ontologización de las múltiples separaciones propias de esa sociedad; y 4) la necesaria superioridad de los saberes que produce esa sociedad (‘ciencia’) sobre todo otro saber (Lander, 2000:  22).

Nos encontramos entonces ante un dominio absoluto de la verdad, de la naturaleza, y del orden social; dominio geopolítico de otras culturas, de los discursos legitimadores de la historia y del sentido del progreso hacia el futuro; dominio de la mente sobre el cuerpo y el espíritu, en esta cosmovisión no existe nada que escape a la lógica de la dominación.

Articulación de separación y dominación

El error que hay que evitar es considerar que las premisas de separación y dominación responden a circunstancias aisladas y que sus consecuencias pueden comprenderse por separado, al contrario ambas se encuentran articuladas y devienen entre otras cosas en una lógica de acumulación y enriquecimiento individualizado que se corresponde con gran claridad con el sistema mundo- capitalista, Wallerstein menciona que “un sistema es capitalista cuando la dinámica primaria de la actividad social es la acumulación interminable de capital” (Wallerstein, 2001: 67) esto queda estrechamente vinculado a la noción de ciencia expuesta anteriormente por Bunge (2014) cuando la comprende como un “creciente cuerpo de ideas” es decir, que al tiempo que el sistema capitalista se caracteriza por acumular bienes, la ciencia lo hace en función de acumular conocimientos. La lógica de enriquecimiento de saberes obedece a su vez a una dinámica de empoderamiento de los poseedores de los mismos, en este sentido Horkheimer y Adorno, mencionan que:

El saber, que es poder, no conoce límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en la condescendencia para con los señores del mundo…. Los reyes no disponen de la técnica más directamente que los comerciantes: ella es tan democrática como el sistema económico con el que se desarrolla. La técnica es la esencia de tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital (Horkheimer y Adorno, 1998: 60).

La lógica del enriquecimiento se manifiesta entonces como el gran objetivo detrás de las prácticas que sustenta el quehacer científico, por ello en un primer momento es necesario establecer una diferencia clara entre el ser humano y el resto del mundo a modo que todo aquello que no sea el propio individuo (separado, individualizado), pueda ser susceptible de ser dominado en función de conseguir un enriquecimiento determinado, ya sea en el plano material o intelectual.

De este modo podemos contemplar como en las entrañas de nuestro pensamiento se encuentran las bases que nos vuelven individuos “individualizados” que competimos por la “dominación” de “otros” en pro de obtener un cierto tipo de enriquecimiento.

Ya de desde mediados del siglo pasado Adorno y Horkheimer (1998) planteaban a la razón propia del iluminismo como una razón instrumental, que servía para fines que no eran necesariamente racionales, para ellos el uso de la razón obedece a  ciertos fines, estos se tornan explícitos cuando mencionan: “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres. Ninguna otra cosa cuenta” (Horkheimer y Adorno, 1998:60).

Un claro ejemplo puede darse en función del pensamiento científico desarrollado por los representantes de la antropología física y el evolucionismo, como Robert Knox quien “afirmó que la raza lo era todo y que los negros eran una especie distinta de los blancos dada su menor capacidad craneal y sus especificidades físicas. Ello le llevó a justificar la esclavitud como algo natural” (Amparo, 2003: 132).

Esto nos conduce al cuestionamiento esencial sobre la posible neutralidad del conocimiento científico. En primera instancia por las implicaciones que conlleva distanciar al sujeto investigador de los motivos e intereses personales, además de los sociales que lo mueven a seleccionar uno u otro objeto de estudio, ya que en palabras de Habermas “Si el conocimiento pudiera engañar a su interés innato, lo haría al advertir que la mediación de sujeto y objeto que la conciencia filosófica adjudica exclusivamente a su síntesis es inicialmente producida mediante intereses” (Habermas, 1968:8). De modo que resulta imposible pensar en un conocimiento que no tenga como base el interés del sujeto cognoscente.

En segunda instancia se encuentra el hecho de que el conocimiento científico, más allá de las posibles intenciones del investigador, responde a una lógica intrínseca del paradigma científico que, como analizamos, se encuentra inmerso en una dinámica de separación y dominación en función de posibilitar determinados tipos de acumulación.

El espejismo que enfrenta hoy la ciencia y en particular las ciencias sociales se encuentra en la idea de que la neutralidad y la acumulación de conocimientos conllevarían naturalmente a la humanidad a un estado superior y por ende mejor. En palabras de Wallerstein: “[los científicos]  prometían que el bien estaba ahí al final del horizonte, perspectiva presumiblemente garantizada por el continuo progreso en la búsqueda de la verdad. Era una ilusión” (Wallerstein, 2001: 240).

La separación de la búsqueda de la verdad y del bien en pos de una presumible neutralidad ha formado parte de los múltiples factores que han promovido el desarrollo desmedido de nuevas y sofisticadas formas de vida que encuentran hoy, ante las crisis económicas, políticas y ecológicas no sólo imposibilidad de justificarse, sino también de seguir existiendo. El reto consiste entonces en diferenciar objetividad de neutralidad.

Objetividad es usar todas las metodologías que nos permitan analizar, con distancia crítica, todas las perspectivas posibles de una cierta realidad social. Y las metodologías de las ciencias sociales pueden ser útiles, son muy útiles para crear objetividad, para limitar el dogmatismo, para limitar un encierro ideológico, para mantener una distancia crítica, pero sin neutralidad, siempre preguntando de qué lado estamos… Ser objetivos no significa ser neutros (De Sousa, 2009: 155).

Es necesario repensar la ciencia y el mundo a la luz de un horizonte donde el conocimiento se encuentre intencionalmente direccionado, donde el espejismo de neutralidad desaparezca ante la claridad de saberes articulados con principios filosóficos que promuevan un mundo más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza.

Tal vez sería pertinente cuestionarnos sobre el espejismo de separación de los unos con los otros, ya que “Si la ciencia social es un ejercicio en la búsqueda de conocimiento universal, entonces lógicamente no puede haber “otro”, porque el “otro” es parte de “nosotros”, ese nosotros al que estudiamos, ese nosotros que hace el estudio” (Wallerstein, 2007: 63).

Esto tiene sentido no sólo como seres sociales, sino también como parte de nuestro propio entendimiento de nosotros con el mundo, de nosotros con los otros, de nosotros con nosotros mismos. Sirva entonces de conclusión una simple pregunta respecto a la profundidad con la que hemos construido las separaciones que nos distancian del mundo:

¿Cuándo fue la última vez que pisaste la tierra con los pies descalzos?

Referencias

Allison, E. H. (1992). El Idealismo trascendental de Kant: una interpretación y defensa. Barcelona: Antrophos. Promat, S. Coop. Ltda.

Amparo, G. R. (2003). Filosofía y metodología de las ciencias sociales. Madrid: Alianza.

Bunge, M. (2002). Ser, Saber, Hacer. México D.F: Paidos Mexicana.

Bunge, M. (2014). La ciencia. Su método y su filosofía. Mexico: Sudamericana.

Calhoun, C., & Wieviorka, M. (2013). “Manifiesto por las Ciencias Sociales”. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, 29 – 60.

De Sousa Santos, B. (2009). Pensar el estado y la sociedad. Desafíos actuales. Buenos Aires, Argentina: Waldhuter Editores.

Habermas, J. (1968). “Conocimiento e interés” en Ciencia y técnica como ideología. España Madrid: Técnicos.

Horkheimer, M., & Adorno, T. (1998). Dialéctica de la Ilustración (tercera ed.). Valladolid: Trotta.

Kuhn, T. (1971). La estructura de las revoluciones científicas (Primera ed.). México. Distrito Federal: Fondo de Cultura Económica.

Lander, E. (2000). “Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos” en E.

Lander, La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales perspectivas latinoamericanas, págs. 11 – 40. Buenos Aires: Fauces/UCV/CLACSO/UNESCO.

Macgowan, K., & Melnitz, W. (2004). Las edades de oro del teatro. México: Fondo de Cultura Económica.

Wallerstein, I. (2001). Conocer el mundo, saber el mundo: El fin de lo aprendido Una ciencia social para el siglo XXI. México: Siglo XXI Editores – Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM.

Wallerstein, I. (2007). Abrir las ciencias sociales. México: Siglo XXI editores.

[a] Estudiante de la Maestría en Ciencias Sociales, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma del Estado

La opresión de las mujeres y la prostitución: un punto de vista marxista.CMI

Algunas corrientes feministas argumentan la idea de que la noción de prostitución debe ser abandonada y reemplazada por la de “trabajo sexual”. Es decir, la prostitución sería equiparable a cualquier otra forma de trabajo y debería ser reconocida como tal. Según la activista feminista Morgane Merteuil (entre otras), la prostitución sería incluso una herramienta en la lucha contra el capitalismo y para la emancipación de las mujeres.

En este artículo, queremos dar una respuesta a estas ideas, desde un punto de vista marxista.

Los orígenes de la prostitución

La prostitución es uno de los componentes de la opresión que las mujeres sufren, y siempre han sufrido, en las sociedades de clase. Para analizar concretamente qué es la prostitución, hoy en día es útil volver a los orígenes y la evolución histórica de la opresión de las mujeres, para mostrar cómo se formó el vínculo orgánico entre esta opresión y la prostitución.

Contrariamente a la creencia popular, la opresión de las mujeres no siempre ha existido. Esta opresión apareció en correlación con la aparición de la explotación de clase, que tampoco siempre ha existido. Esta tesis marxista, brillantemente desarrollada por Friedrich Engels (el gran amigo y camarada de Marx) en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), ha sido confirmada por la investigación de arqueólogos y antropólogos durante más de un siglo.

Durante decenas de milenios, hombres y mujeres han vivido en sociedades de cazadores-recolectores relativamente igualitarias. Engels hablaba de “comunismo primitivo”. En estas sociedades no había propiedad privada, ni clases sociales, ni Estado, ni opresión de las mujeres. Ciertamente, había una división del trabajo entre hombres y mujeres, en particular debido a las necesidades relacionadas con el embarazo y la lactancia. La caza tendía a ser una actividad masculina, mientras que las mujeres se ocupaban de la recolección y el mantenimiento del hogar, que entonces era una tarea colectiva. Sin embargo, esta “división sexual del trabajo” no implicó la opresión de un sexo por otro. Las mujeres participaron en el trabajo colectivo y la recolección jugó un papel importante en la alimentación del grupo. Hoy en día, disponemos de materiales arqueológicos que demuestran que las mujeres también participaron en la producción de arte rupestre, una tarea que todos los historiadores describen como muy importante, en estas sociedades. Además, en la medida en que no involucró ninguna relación de poder, la división sexual del trabajo no era estricta. Algunas mujeres participaron en la caza y algunos hombres en la recolección o el mantenimiento del hogar.

En cuanto a las relaciones amorosas y sexuales, estas sociedades estaban marcadas por una relativa libertad e igualdad de género. La familia y el matrimonio monogámicos aún no existían; fueron precedidos por diversas formas de matrimonio “en grupos”. En estas condiciones, los linajes se basaban en la ascendencia materna, ya que era la única filiación conocida con certeza. Esto tuvo consecuencias en la transmisión de los bienes. Si aún no existía el tipo de propiedad privada que se desarrollará en las sociedades de clase, un cazador tenía sus armas, un artesano sus herramientas, etc., y las legaban a la familia de su madre.

Dicho esto, estas sociedades no deben ser idealizadas. Este “comunismo” estaba sobre todo dictado por una necesidad implacable. El muy bajo nivel de productividad laboral y la ausencia de cualquier excedente hacían a los grupos extremadamente vulnerables; esto hacía que la solidaridad y la igualdad fueran imperativos de supervivencia.

Esta situación cambió radicalmente con el Neolítico, hace unos diez mil años. La aparición de la ganadería, luego de la agricultura, permitió a las comunidades producir un excedente de alimento, que podía almacenarse o intercambiarse con otras comunidades. El comercio comenzó a desarrollarse. A partir de entonces, se planteó la cuestión de la propiedad de estos nuevos recursos, que podrían convertirse en mercancías, así como de los medios para producirlos. La propiedad privada de las tierras y los rebaños apareció, al mismo tiempo que la esclavitud y las desigualdades sociales. Habían nacido las primeras sociedades de clases.

En la medida en que la agricultura y la ganadería eran actividades realizadas principalmente por los hombres, ahora tenían una gran ventaja: era su trabajo el que traía la mayoría de los productos necesarios para la comunidad, y casi todo lo que se podía intercambiar, como mercancía. Esta evolución provocó un trastorno en las relaciones familiares, que Engels llamó “la derrota histórica del sexo femenino”. Con el control de los recursos económicos, los hombres más ricos quisieron dejarlos a sus hijos, y ya no a la familia de sus madres. Por lo tanto, la filiación matrilineal fue reemplazada por una filiación patrilineal. Y para asegurarse de que los niños fueran los de su padre oficial, la monogamia se impuso a las mujeres (y solo a las mujeres).

Anteriormente un lugar de trabajo colectivo, el hogar doméstico se convirtió en una finca privada y una prisión para las esposas. Las mujeres fueron expulsadas de la producción social, confinadas al papel de madres y esclavos domésticos (y sexuales). Fueron reducidas al rango de mercancías: podían ser vendidas como esclavas por sus maridos o sus padres. Sus familias podían regalarlas o venderlas como esposas sin consultarlas. Fue entonces cuando apareció la prostitución. Apartadas de la esfera productiva, las mujeres de las clases sociales más pobres se vieron obligadas, para sobrevivir, a vender la única mercancía que tenían: sus cuerpos. Además, como señaló Engels, si bien la monogamia forzada de las mujeres generalmente se aplicaba estrictamente, la prostitución era uno de los medios por los que se mantenía de facto la poligamia de los hombres.

En Occidente, la historia vio cómo se sucedían las sociedades esclavistas de la antigüedad, luego el feudalismo y finalmente el capitalismo, sin que se eliminara la opresión de las mujeres. La prostitución también persistió, ya que se derivaba orgánicamente de las estructuras familiares. En la Edad Media y el Renacimiento, la condena hipócrita de la prostitución por parte de la Iglesia no la hizo desaparecer.De hecho, los Papas y Cardenales de Roma o Avignon estaban entre los mejores clientes de las prostitutas, cuando no eran ellos mismos proxenetas. En todas las sociedades basadas en la explotación de clases, las mujeres fueron oprimidas y la prostitución fue una de las formas de esta opresión.

Capitalismo y opresión

El capitalismo ha introducido un cambio importante en la situación de las mujeres.En la Europa del siglo XIX, la necesidad de mano de obra en la floreciente industria arrancó a algunas de las mujeres más pobres del ámbito doméstico, para hacerlas partícipes de la producción social. Ahora como parte integral de la clase obrera, participaron en la lucha de clases y en el desarrollo del movimiento obrero. Por ejemplo, las trabajadoras ocuparon las primeras filas durante la Comuna de París (1871) y la Revolución Rusa de 1917.

Fue durante este período que se establecieron gradualmente, en Occidente, las bases de la legislación “liberal” sobre la igualdad de género: la independencia económica -al menos formal- de la mujer de su marido, la libertad de residencia, matrimonio y divorcio, pero también el derecho al voto, la igualdad formal ante los tribunales o incluso el derecho al aborto. Cabe señalar que ninguno de estos derechos fue generosamente ofrecido a las mujeres por la burguesía. Todos tuvieron que ser arrancados en luchas masivas, que fueron sistemáticamente luchas de clase. El ejemplo de la Revolución Rusa es esclarecedor: después de la conquista del poder por parte de los bolcheviques, las mujeres de Rusia ganaron, en pocos meses, la igualdad jurídica y política completa con los hombres así como el derecho al divorcio y al aborto, todas conquistas que no se obtuvieron, en la mayoría de los países occidentales, hasta décadas después. Los derechos de las mujeres solo progresaron como resultado de las movilizaciones masivas. En Francia, por ejemplo, el derecho al aborto fue conquistado a raíz de la gigantesca huelga general de mayo del 68.

Sin embargo, a pesar de todos estos avances, la opresión de las mujeres no ha desaparecido. La burguesía tiene muchas razones para perpetuar esta opresión. Como todas las sociedades de clase que le precedieron, el capitalismo se basa en última instancia en la propiedad privada y la herencia, que también han sido la piedra angular de la familia patriarcal desde el Neolítico. A esto se suma la necesidad de dividir a la clase trabajadora para evitar que se una, tome conciencia de su fuerza y amenace el dominio de la burguesía. El sexismo y la opresión de las mujeres, como el racismo, la homofobia y todas las formas de opresión, forman parte del arsenal de la burguesía para enfrentar a los trabajadores unos contra otros.

La prostitución también se ha perpetuado. En una sociedad donde el cuerpo de las mujeres es una mercancía, una fracción de las mujeres más pobres se ven obligadas a venderse para sobrevivir. A finales del siglo XIX, el socialista alemán August Bebel señaló que la mayoría de las prostitutas se reclutaban entre las trabajadoras más pobres, y especialmente las de la industria textil, ya que estaban particularmente mal pagadas. Como Marx y Engels antes que él, Bebel subrayó la hipocresía de la burguesía, que condenaba oficialmente la prostitución, pero reinaba sobre una sociedad que la hacía inevitable. Además, la burguesía abogaba por la fidelidad conyugal, mientras mantenía ejércitos de amantes y cortesanas.

El concepto de “trabajo sexual”

En las décadas de 1960 y 1970, una ola de movilizaciones masivas arrasó el mundo. Hubo, entre otras cosas, mayo del 68 en Francia, las olas de huelgas en Italia (1968-1969), la revolución portuguesa de 1974, la revolución chilena de 1970-73 y la caída de las dictaduras militares en Grecia y España.

Sin embargo, debido a la traición de los líderes reformistas, estas movilizaciones revolucionarias no dieron lugar al derrocamiento del capitalismo. Luego siguió una ola de reacción: hubo golpes militares (Chile, Argentina, etc.), la llegada al poder de líderes conservadores como Reagan o Thatcher, pero también una amplia ofensiva ideológica contra las ideas del marxismo. Durante este período, las teorías “postmodernas” se desarrollaron, con el apoyo de la clase dirigente. Fue en este contexto general que surgió, dentro del movimiento feminista, una nueva teoría sobre la prostitución, recalificada como “trabajo sexual”.

Según los promotores de esta teoría, deberíamos abandonar los conceptos de “prostitución” y “prostitutas” en favor de “trabajo sexual” y “trabajadoras sexuales”. En otras palabras, la prostitución no sería un componente de la opresión de las mujeres, sino un trabajo “como cualquier otro”, por lo que habría que rechazar y combatir todas las connotaciones negativas asociadas a ella, pero también y sobre todo el objetivo de acabar con la prostitución. Así, en 2013, la activista “afro-feminista” Rokhaya Diallo afirmó que la prostitución era una cuestión de elección individual que, para las mujeres afectadas, dependía de la “libre disposición” de sus cuerpos.

Para justificar esta posición, algunas feministas incluso recurren a argumentos supuestamente “marxistas”: al vender sus cuerpos, las prostitutas se encontrarían en la misma situación que los trabajadores asalariados. Conclusión: no debemos luchar por la desaparición de la prostitución, sino por su “reconocimiento” como un trabajo en sí mismo, que las mujeres eligen hacer “libremente”.

Algunas activistas, como Morgane Merteuil, van incluso más allá y afirman que el reconocimiento del trabajo sexual sería un paso indispensable en la lucha contra el capitalismo, ya que fomentaría el reconocimiento de la relación sexual en general como un “trabajo”, lo que permitiría cuestionar el patriarcado. Otras afirman que la prostitución sería en sí misma revolucionaria, ya que fomentaría la libertad sexual de las mujeres. ¡Por lo tanto, el patriarcado financiaría su autodestrucción a través del “trabajo sexual”!

La realidad de la prostitución

Las ideas de estas feministas ignoran, más o menos voluntariamente, la realidad de la prostitución para la mayoría de las personas que son sus víctimas. Empecemos por la cuestión de la trata de personas y su papel en la prostitución. En un artículo de 2016, Morgane Merteuil consideró que, sobre esta cuestión, era necesario “ir «más allá» de estos intercambios de cifras y experiencias”.

A riesgo de molestar a Morgane Merteuil informemos de algunos “números” y “experiencias” para dar una idea general de la situación. Ese mismo año 2016, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimó que 40 millones de personas en todo el mundo habían sido víctimas de la trata de personas, en el contexto de matrimonios forzados, esclavitud, redes de prostitución o tráfico de órganos. La participación de la prostitución, en este fenómeno, es abrumadora. En 2018, según el Informe Mundial de la ONU sobre la Trata de Personas, el 70% de las víctimas de la trata eran mujeres, de las cuales el 83% eran con fines de explotación sexual.

Contrariamente a lo que dicen los partidarios de la legalización de la prostitución, este fenómeno también afecta a países como Alemania y los Países Bajos, donde se ha legalizado la prostitución. En estos dos países, se estima que entre el 75 y el 80% de las prostitutas, en los burdeles, han sido víctimas de la trata de personas. Lejos de eliminar la trata, la legalización de la prostitución la facilita al permitir a los traficantes exponer a sus víctimas a la luz del día, en los escaparates de los burdeles de Hamburgo o Ámsterdam.

Área de prostíbulos en Amsterdam.

En Europa y en todo el mundo, las mujeres víctimas de la trata de personas viven un verdadero infierno. Sus pasaportes suelen ser confiscados por los traficantes. Constantemente amenazadas y frecuentemente golpeadas o violadas, viven una situación que no es en absoluto comparable al trabajo asalariado, y que más bien es una esclavitud pura y simple. Estas mujeres se reducen al estado de mercancías en beneficio de las redes criminales. Además, su condición de inmigrantes clandestinas les impide muy a menudo buscar cualquier tipo de asistencia de los servicios del Estado burgués (que a su vez las oprime). Atrapadas entre la violencia de los proxenetas y la de la policía, a menudo les resulta imposible hacer oír su voz, lo que permite a las “activistadas feministas” hablar en su nombre.

Cuando afirman que la prostitución sería sinónimo de una mayor libertad de las mujeres con respecto a su cuerpo, las feministas del tipo de Rokhaya Diallo quedan en perfecto acuerdo con los principios del capitalismo y el libre mercado, principios según los cuales el salario sería el resultado de un contrato celebrado “con total libertad” entre un patrono y un trabajador. En realidad, este nunca es el caso, y mucho menos cuando se trata de prostitución.

Bajo el capitalismo, las personas no son iguales y no todos tienen los mismos medios. La gran mayoría de la población se divide en dos categorías: por un lado, aquellos que poseen medios de producción (fábricas, empresas, etc.) y viven de la explotación del trabajo de los demás; por otro, la masa de asalariados que solo poseen su propia fuerza de trabajo. La mayoría de la gente pertenece a la segunda categoría. Por lo tanto, no son en absoluto “libres” de elegir trabajar o no; se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario.

En este contexto, una pequeña fracción de las mujeres que no tienen medios de producción y no encuentran empleo (debido al desempleo masivo) se ven obligadas a prostituirse para sobrevivir. El ejemplo de Grecia lo muestra de una manera esclarecedora. Después de la crisis de 2008, cuando el desempleo golpeó casi el 25% de la población griega, el número de prostitutas aumentó un 7%. Las mismas causas económicas y sociales han llevado al aumento del fenómeno de las “camgirls”, o incluso a las campañas publicitarias de prostitución dirigidas a las estudiantes. Lejos de reconocer una “libre elección”, la legalización de la prostitución solo legitimaría el hecho de que las mujeres pobres se ven reducidas al estado de objetos, mercancías y obligadas a abandonar sus cuerpos a sus clientes y proxenetas.

Se nos podría objetar que la prostituta siempre es libre de rechazar las ofertas que considere degradantes o que la hagan sentir incómoda. Pero en realidad, esta libertad es a menudo ficticia. Por un lado, una negativa expone a la prostituta a una reacción violenta por parte de su explotador (cliente o proxeneta). Por otro lado, en una economía de mercado, la ley de la competencia se impone. Una prostituta que rechaza ciertos clientes o algunas de sus peticiones corre el riesgo de perder su sustento. Por lo tanto es empujada, por la competencia, a aceptarlo todo.

La prostitución afecta a las mujeres en general, pero afecta especialmente a las personas transgénero. Debido a la opresión de la que son víctimas y al desempleo que les golpea de manera desproporcionada, muchos de ellos se ven obligados a prostituirse para vivir. No es casualidad que la reivindicación del “reconocimiento del trabajo sexual” esté a menudo vinculada a llamamientos a apoyar los derechos de las personas transgénero, con el fin de legalizar la actividad a la que varias de ellas se ven obligadas a participar. Es completamente contraproducente: en lugar de combatir los prejuicios y luchar contra la opresión y la marginación de las personas transgénero, este enfoque refuerza los prejuicios insinuando, y a veces incluso afirmando, que la prostitución sería la única actividad adecuada para éstas.

A veces se pone el ejemplo de mujeres ricas que se prostituirían “por elección”, por atracción por la “profesión”. El reconocimiento de la prostitución ayudaría a protegerlas, se dice. Pero en realidad, si estas mujeres están realmente a salvo de la necesidad, no necesitan una protección especial, porque bajo el capitalismo los ricos ya están “protegidos”, de facto. Por lo tanto, sus hábitos sexuales están dentro de su ámbito privado y no deben afectarnos ni entrar en este debate sobre todo porque, como ya hemos demostrado, estos pocos casos representan solo una proporción insignificante de las personas que se dedican a la prostitución. Las “prostitutas ricas”, estos casos extremadamente raros y completamente atípicos, sirven como hoja de parra para ocultar la sórdida y brutal realidad de la prostitución.

También escuchamos con frecuencia el caso de las prostitutas “autónomas”, que serían las verdaderas “trabajadoras sexuales” y vivirían una situación muy diferente a las que ejercen bajo la dependencia de proxenetas. Una vez más, según la mayoría de las encuestas estadísticas, se ha establecido que la mayoría de las prostitutas están subordinadas a proxenetas, es decir, a delincuentes que exigen porcentajes exorbitantes de sus víctimas, bajo la amenaza de violencia física y psicológica. Las prostitutas “independientes” forman una minoría.

Las prostitutas “independientes” forman una minoría…

Pero además, ellas mismas son víctimas de un sistema de opresión, porque tienen medios muy limitados para abandonar la prostitución. Además, su entrada al “trabajo” rara vez se ha hecho sin problemas. En 2014, un informe del Parlamento Europeo señaló que “el 80-95% de las prostitutas sufrieron alguna forma de violencia antes de entrar en la prostitución (violación, incesto, pedofilia)”, que “el 62% de ellas declaran haber sido violadas”, y que “el 68% sufre de estrés postraumático, un porcentaje similar al de las víctimas de la tortura”. Estas estadísticas por sí solas son suficientes para revelar la hipocresía de quienes ondean la bandera de la “libertad” para defender la prostitución.

El mismo informe señala que las prostitutas “se enfrentan a una tasa de mortalidad superior a la media de la población”, en particular porque con frecuencia sufren “adicción al alcohol y a las drogas”, o porque “muchos compradores de servicios sexuales piden relaciones sexuales comerciales sin protección, lo que aumenta el riesgo de un efecto perjudicial en la salud”. Esta es la realidad de la prostitución, lejos de las elucubraciones de algunas feministas sobre el “trabajo sexual”.

¿Cómo luchar contra la prostitución?

Ninguna ley concebida por las democracias burguesas puede erradicar la prostitución. Por ejemplo, las leyes estrictamente represivas de los países escandinavos, o de Francia, no han puesto fin a la prostitución ni a la trata de personas. De hecho, las leyes adoptadas por los gobiernos burgueses solo agravan la opresión sufrida por las prostitutas.

Apoyada por asociaciones reformistas como Osez le féminisme (Atrévete al feminismo), una ley aprobada por la Asamblea Nacional Francesa en 2016, penaliza a los clientes y los hace punibles con una multa. Lejos de ayudar a las prostitutas, esta ley las ha empujado a los rincones más oscuros y peligrosos de nuestras ciudades. Como hemos visto, la prostitución no es una “elección”, por lo que las prostitutas tuvieron que seguir a sus clientes a lugares menos concurridos, donde tenían menos riesgo de ser detenidas, pero donde estaban mucho más expuestas a la violencia y el abuso. Además, esto proporcionó un nuevo pretexto a la policía para perseguirlas.

Este ejemplo es característico del abolicionismo reformista, que quiere abolir la prostitución en el marco del capitalismo, pero que al final proporciona sobre todo a los políticos burgueses oportunidades para mostrar su llamado “humanismo”.

Sin embargo, la solución al problema es obvia: si a todas las personas prostitutas, independientemente de su situación o origen, se les ofreciera apoyo financiero, acceso a vivienda, apoyo psicológico, formación profesional, y si los indocumentados víctimas de la trata fueran todos regularizados, ¿cuántos elegirían seguir prostituiéndose?

Se nos dice que es imposible de lograr. De hecho, bajo el capitalismo es imposible, no porque no hubiera suficiente riqueza para eso, sino porque estas riquezas son acaparadas por una minoría, en detrimento del resto de la población. Como muchos otros males de la sociedad, la prostitución crece en el terreno de la pobreza y el desempleo, que obligan a las personas a vender sus cuerpos con la esperanza de sobrevivir o huir de su país en condiciones abominables, a riesgo de caer en redes de explotación mafiosa. Esta explotación se agrava por la desigualdad de género, el racismo y las guerras imperialistas.

Sin embargo, se podrían implementar medidas serias de inmediato para luchar contra la prostitución, atacando todas las bases económicas sobre las que se basa la prostitución. Estas son las medidas que se tomaron durante los primeros años de existencia de la Rusia soviética. La lucha contra la prostitución consistió entonces en organizar servicios de atención para las mujeres desempleadas antes de darles acceso a un empleo, en establecer guarderías públicas y dormitorios para las mujeres sin hogar. Una red de clínicas públicas ofrecía tratamiento para las enfermedades de transmisión sexual (ETS), al mismo tiempo que se organizaban campañas de sensibilización que explicaban la relación entre la propagación de la prostitución y las ETS. En colaboración con organizaciones de masas principalmente femeninas, el nuevo gobierno soviético dio acceso a oportunidades concretas para abandonar el “trabajo”.

Al mismo tiempo, el gobierno bolchevique prohibió cualquier forma de regulación de la prostitución. El Código Penal no castigaba a las prostitutas, sino que preveía penas severas para los proxenetas y propietarios de burdeles. Debido a las inmensas devastaciones causadas por la guerra mundial y la guerra civil, la prostitución no fue completamente erradicada, por supuesto. Sin embargo, al dirigirse a sus causas económicas y sociales, por un lado, y por otro, a sus aprovechadores, estas medidas permitieron reducirla significativamente.

Esta política fue completamente abandonada por la contrarrevolución estalinista, lo que provocó una rápida regresión de la condición de las mujeres. La prostitución reapareció como un fenómeno de masas durante la década de 1930. En cuanto al nuevo Código Penal estalinista, retomó los métodos burgueses atacando nuevamente a las prostitutas.

Estamos a favor de la aplicación de medidas democráticas similares a las adoptadas por los bolcheviques en los primeros años del régimen soviético. Por supuesto, estamos luchando para que se implementen ahora mismo. Sin embargo, somos conscientes de que ningún estado capitalista los implementará. Para los marxistas, la lucha contra la prostitución está, por tanto, estrechamente ligada a la lucha contra el capitalismo. La prostitución se basa en la opresión de las mujeres y en la miseria generada por una sociedad dividida en clases. Mientras el capitalismo no sea derrocado, ninguna elección será verdaderamente libre, y la opresión de las mujeres, en todas sus formas, nunca será completamente erradicada.

Fuente: Révolution
Traducción: Rumbo Alterno

Balance del 1 de mayo de 2023: forjar la unidad sindical para luchar. Flor Amaya. PSOCA

Este 1 de mayo del 2023, trabajadores, campesinos, indígenas, estudiantes, vendedores por cuenta propia y demás sectores populares junto a sus organizaciones salieron a conmemorar el día internacional de la clase trabajadora, partiendo de varios puntos y teniendo como llegada solamente dos.

Quienes partieron del parque Cuscatlán, Universidad de El Salvador (UES), Hospital Bloom, Ministerio de Hacienda, etc. Finalizaron y se concentraron en la Plaza Gerardo Barrios frente a Catedral. Otro de los puntos de partida fue la rotonda de la Constitución quienes finalizaron en la plaza México. Al final fueron dos lugares de llegada en donde las dirigencias sindicales, representantes de partidos políticos y funcionarios del gobierno pronunciaron sus discursos.

Unidad Sindical Salvadoreña (USS) y sus demandas

El bloque de organizaciones Sindicales que partieron de la rotonda de la Constitución y que culminó en la plaza México fue liderado por la Unidad Sindical Salvadoreña (USS), y contó la asistencia de los sindicatos que integran la Confederación Sindical de Trabajadores y Trabajadoras de El Salvador (CSTS), sindicatos de Alcaldías, Etc. En este bloque participo también Rolando Castro Ministro de Trabajo. Mayoritariamente este bloque lo integraron trabajadores del sector público, instituciones a autónomas y Alcaldías, aunque también participaron trabajadores del sector privado y trabajadores por cuenta propia.

En esta movilización los representantes de las organizaciones resaltaron los aciertos del gobierno de Bukele, y gesta heróica de los Mártires de Chicago, Ricardo Monge del Sindicato de Trabajadores del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (STISSS) y de la USS expreso:

“Es muy importante recordar la lucha que dio vida al Día Internacional de los Trabajadores, un acontecimiento sangriento que costó la vida de trabajadores quienes lucharon por las injusticias que vivían con más de 16 horas de trabajo. Los avances en los derechos laborales son gracias a todos los trabajadores que han luchado en contra de las injusticias”.

Emilia De Paz quien forma parte de la USS puntualizó algunas de las demandas manifestando: “Nosotros como pueblo salvadoreño ponemos o quitamos a nuestros líderes, solicitamos la reforma al Código de Trabajo, nuestro código está atrasado con más de 50 años,… ampliar a 3 años las juntas directivas de los sindicatos… dar respuesta a los agentes de seguridad privada, pues ya van dos años cuando se presentó la propuesta de la nueva ley y siguen esperando respuesta… un aumento del salario mínimo y que este llegue por lo menos a $400 sujeto a negociación…”. Así mismo exigieron detener los desalojos de los vendedores ambulantes.

Para el caso de los trabajadores de salud y el Sindicato General de Trabajadoras y Trabajadores de Salud de El Salvador (SIGTRADES) hicieron públicas sus peticiones mediante una pancarta en la cual exigen: “… estabilidad laboral, cumplimiento a la ley del escalafón, derecho de ascenso y reclasificación de plazas, respeto al estado de derecho, honrar el pago de nocturnidades y vacaciones y un No al acoso laboral y cibernético. No al abuso de autoridad en el Minsal.

La demanda de la aprobación de la ley de agencias de seguridad privada tiene sus años. En agosto del 2022 llevo a un enfrentamiento entre el Rolando Castro Ministro de Trabajo y el Diputado Edgardo Mulato de Nuevas Ideas (NI) quien expresó:

“Señor Rolando Castro. Entiendo que usted tiene una agenda personal. Nosotros estamos claros legislando para el pueblo. Ya deje de mentir. La ley especial para agencias de seguridad privada saldrá en el momento idóneo, no para cumplir, ni su agenda, ni sus caprichos” (LPG.17/08/22).

La marcha de la oposición Sindical y popular

Quienes finalizaron el recorrido frente a Catedral metropolitana partieron de diferentes lugares posiblemente por la naturaleza misma de las organizaciones, diferencias políticas como por ejemplo posiciones respecto a las elecciones, preferencias hacia ciertos partidos de la oposición parlamentaria y la misma independencia política. Entre las personas que se movilizaron en este otro bloque se encuentran trabajadores, estudiantes, campesinos, vendedores por cuenta propia, y otros sectores populares, así como también organismos creados por las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs), entre los organismos aglutinadores se encuentran: Bloque de Resistencia y Rebeldía Popular (BRP) el cual está integrado por sindicatos, organizaciones populares y Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) y sus organismos.

Coordinadora Sindical Salvadoreña (CSS) que aglutinan principalmente sindicatos independientes, estudiantes, organizaciones juveniles. Movimiento El Salvador en Paz el que aglutina sindicatos y trabajadores de hospitales públicos, educación, sector justicia y seguridad, Policía Nacional Civil y la Central Sindical Independiente (CSI) entre otras. En este bloque se integraron la oposición política parlamentaria de los partidos Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), VAMOS y Nuestro Tiempo.

Entre la principales demandas de este bloque fueron mejores salarios, detener el costo de la canasta básica detener los desalojos y decomiso de la mercadería de los trabajadores por cuenta propia, pago de indemnización de $1000 para veteranos, estabilidad laboral y reinstalo de los despedidos, así mismo exigían libertad para las personas inocentes víctimas del régimen de excepción el cual fue una de las principales demandas y el restablecimiento de la libertades democráticas. Así mismo se mostraba un rechazo a la reelección de Bukele.

Las coincidencias en las demandas

La clase trabajadora y sus sindicatos se hicieron sentir este primero de mayo, las dos movilizaciones fueron numerosas, cosa que no se había visto desde hace años; si todos los sindicatos lograrán la unidad de acción de cara a sus propios intereses obligarían a la patronal del sector privado y al gobierno a cumplir sus demandas.

Ambos bloques sindicales coincidieron en la mayoría de sus demandas como lo fueron: aumento de salario mínimo, el cual debería ser de $700, detener el aumento de los precios de la canasta básica, mejores prestaciones económicas y laborales, etc.

Coinciden también en la demanda de respecto a la no continuación de los desalojos y el decomiso de la mercadería de los vendedores por cuenta propia, los planes de reordenamiento de las Alcaldías están desalojando a cientos de vendedores sin darles una opción que garantice los recursos financieros que les permitan sobrevivir.

En ambos bloques se denunció el acoso laboral con la diferencia que la oposición Sindical responsabiliza al gobierno directamente, mientras las direcciones sindicales de la USS responsabilizan a las jefaturas y exime al presidente Bukele.

Lo electoral debe quedar para otro momento

El punto donde entran en contradicción las direcciones sindicales es respecto a la reelección del Presidente Bukele. La dirigencia de la Unidad Sindical Salvadoreña (USS) expreso su total apoyo a la reelección de Bukele, respecto a lo cual German Muñoz manifestó: “… Por primera vez en una lucha, en una celebración del Día Internacional de los Trabajadores, vienen a traer nuestras demandas. Es por ello por lo que quiero pedirles que como movimiento sindical apoyemos la reelección de nuestro presidente Nayib Bukele”.

Por su parte el bloque opositor se opone a qué el Presidente Bukele sea candidato a la Presidencia, ya que la Constitución misma lo prohíbe, pero dicho obstáculo ya fue superado mediante una resolución de la Sala de la Constitucional impuesta.

Por el momento este tema que divide a las organizaciones sindicales, si bien necesita amplio debate, no debe ser obstáculo para trabajar una agenda común.

Al gran empresariado, a los grupos económicos emergentes, al gobierno y a los partidos de oposición política parlamentaria no les interesa la unificación de las organizaciones Sindicales y en lugar de ello de cara a sus interés fomenta la división sindical deslegitimándolos así por ejemplo medios de comunicación ligados a la derecha tradicional hablan de dos marchas con grupos críticos del Gobierno y sindicatos afines al oficialismo. Otros ligados a la izquierda política parlamentaria hablan de la progubernamental Unidad Sindical Salvadoreña (USS). Funcionarios del actual gobierno como Rolando Castro hablan de un auténtico movimiento sindical, al referirse a las organizaciones sindicales críticas al gobierno. En todos esos señalamientos en el trasfondo buscan evitar cualquier unificación de los sindicatos mismos del sector público y de estos con los sindicatos del sector privado.

Alto a los despidos y lucha en defensa de las libertades Sindicales

En su intervención del 1 de mayo el Ministro de Trabajo Rolando Castro manifestó: “… Reciban en nombre del presidente Nayib Bukele un fuerte saludo, él pidió que acompañara esta marcha para demostrar que estamos a favor de la clase trabajadora…

Nunca ha habido una acción de represión en contra del movimiento sindical. El presidente Nayib Bukele siempre los ha respaldado y nunca ha actuado en contra de ellos… que en la actual administración   están firmes con la clase trabajadora, con la gente humilde y con el auténtico movimiento…”. Lo anterior se queda solo en discurso. En lo que va del gobierno de Bukele un aproximado de 19,025 trabajadores públicos han sido despedidos, se le han negado credenciales a sindicatos, así mismo se les ha  aplicado el régimen de excepción a trabajadores y dirigentes sindicales que han exigido el cumplimiento de sus Derechos, incluidos miembros de USS. La restricción de la libertades y garantías democráticas es un impedimento para que los trabajadores y los sindicatos pueden ejercer sus Derechos.

3. ¿Poscolonización de lo latinoamericano o latinoamericanización de lo poscolonial? Santiago Castro-Gómez. 1982

En los Estados Unidos, las teorías poscoloniales han gozado de gran recepción en círculos académicos orientados hacia el estudio de la lengua y la cultura inglesa de ultramar (Commonwealth Literature). No obstante, también los latinoamericanistas han venido mostrado bastante interés por el tema, teniendo en cuenta de que fue en América Latina donde, por primera vez, se empezó a articular una crítica sistemática del colonialismo. De ahí la irritación de muchos estudiosos de la cultura latinoamericana frente a declaraciones como la de Spivak, para quien Latinoamérica no habría participado hasta el presente en el proceso de descolonización, o frente a la exclusión sistemática de la experiencia colonial iberoamericana por parte de Said, Bhabha y otros teóricos poscoloniales ([1]).

Con todo, la discusión poscolonial ganó bastante intensidad desde comienzos de los noventa entre los latinoamericanistas de la academia estadounidense, adoptando la forma de una crítica interna al Latinoamericanismo.

“Latinoamericanismo”, “Latinoamericanística” y “Estudios Latino-americanos” son términos utilizados a veces de manera sinónima, a veces de manera diferencial en la discusión poscolonial. Por lo general, ellos hacen referencia al conjunto de saberes académicos y conocimientos teóricos sobre América Latina producidos en universidades e instituciones científicas del primer mundo, y específicamente en algunos departamentos de literatura en los Estados Unidos.

Pues aunque los “Estudios Latinoamericanos” incluyen ciertamente la sociología, la politología, la historia, la antropología y últimamente también los estudios culturales, fue precisamente en los departamentos de lengua y literatura donde empezó a discutirse por primera vez el problema de la poscolonialidad. Esto no es extraño, si tenemos en cuenta tres factores: primero, que por lo menos a partir del Boom, la literatura sigue siendo considerada en los Estados Unidos (y también en Europa) como el producto cultural latinoamericano par excellence, aún a pesar de la gran popularidad que empiezan a tener otras mercancías de exportación como el arte (sobre todo la pintura), la música (tango, salsa) y las telenovelas; segundo, que el tema de lo poscolonial encaja muy bien con el enorme desarrollo que ya desde los setenta venían mostrando los estudios de la literatura colonial hispanoamericana, principalmente la del siglo XVI; y tercero, que las teorías poscoloniales, como ya lo señalamos, muestran grandes afinidades con el estructuralismo (Barthes, Lacan), la deconstrucción (Derrida) o la genealogía (Nietzsche, Foucault), metodologías que ya habían sido institucionalizadas, es decir, incorporadas al análisis de textos en las facultades de literatura desde comienzos de los ochenta.

Así las cosas, cuando Patricia Seed dio inicio al primer Round de la discusión con la publicación de su reseña “Colonial and Poscolonial Discourse” en 1991, ya el terreno se encontraba abonado para ello (Seed 1991). En ese texto, Seed resaltaba las nuevas perspectivas que ofrecen las teorías de Said, Bhabha y Spivak para un replanteamiento de los estudios coloniales hispanoamericanos.

No obstante, y como lo anotaron también los críticos más acervos del poscolonialismo (cf. Ahmad 1992), uno de los puntos en discusión era justamente el uso de un instrumentario teórico decididamente “occidental” —como el postestructuralismo— para examinar el pasado cultural de las ex-colonias europeas. Desde este punto de vista, el crítico literario Hernán Vidal afirmaba que tal uso desconoce olímpicamente el modo en que el pensamiento latinoamericano mismo, y particularmente las teorías de la liberación y la dependencia, han desarrollado categorías pertinentes al estudio de su propia realidad cultural (Vidal 1993).

Otros autores como Jorge Klor de Alva y Rolena Adorno impugnaban la importación de la categoría “poscolonialismo” en los Estudios Latinoamericanos con el argumento de que tal designación corresponde quizás a los legados culturales de las ex-colonias británicas (Commonwealth), pero nunca al de las ex-colonias ibéricas (Klor de Alva 1992; Adorno 1993). Como puede verse, la discusión adoptaba ya en aquel entonces dos frentes bien definidos: de un lado, el de aquellos latinoamericanistas que buscaban aprovechar las teorías poscoloniales para una nueva lectura de los textos pertenecientes al período colonial hispanoamericano; del otro, el de aquellos que objetaban este movimiento, con el argumento de que tal relectura debería realizarse a partir de las tradiciones mismas del pensamiento latinoamericano y no desde categorizaciones extranjeras.

Una segunda vuelta del debate tuvo lugar en el congreso de LASA celebrado en Guadalajara (Abril de 1997), en donde fueron leídos varios de los trabajos presentados en este volumen. Algunos de los temas debatidos entre 1991 y 1993 se mantienen todavía vigentes, pero la discusión se ha diversificado mucho más debido a varios factores: la consolidación de los Estudios Culturales (García Canclini, Brunner, Ortiz, Sarlo, Calderón, Hopenhayn, Martín-Barbero, Yúdice, etc.) como nuevo paradigma de teorización de lo latinoamericano a finales del siglo XX; la incorporación de nuevos debatientes provenientes de otras disciplinas (antropología cultural, semiología, historia, filosofía); la fundación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos; la publicación de libros como The Darker Side of the Renaissance (W. Mignolo), Cultura y Tercer Mundo (ed. B. González Stephan) y The Postmodernism Debate in Latin America (eds. J. Beverley / J. Oviedo / M. Aronna), así como a la participación crítica desde Latinoamérica de autores como Hugo Achúgar y Nelly Richard. Intentaremos mostrar al lector cuáles son los nuevos contornos de la discusión, tal como pudieran ser reconstruidos a partir de los textos que estamos presentando.

El Manifiesto Inaugural redactado por el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos recoge varios de los temas abordados por el historiador indio Ranajit Guha, a partir de los cuales se pretende avanzar hacia una reconstrucción de la historia latinoamericana de las últimas dos décadas. Tal reconstrucción quisiera presentarse como una alternativa al proyecto teórico llevado a cabo por los Estudios Culturales desde finales de los ochenta. Por esta razón, el grupo coloca mucho énfasis en categorías de orden político tales como “clase”, “nación” o “género”, que en el proyecto de Estudios Culturales parecieran ser reemplazadas por categorías meramente descriptivas como la de “hibridez”, o sepultadas bajo una celebración apresurada de la incidencia de los medios y las nuevas tecnologías en el imaginario colectivo.

La dicotomía élite/subalterno, de claro origen gramsciano, busca mostrar que la nueva etapa de globalización del capital no debiera ser vista en América Latina como algo ya “naturalizado”, como una condición de vida inevitable, sino que ella pudiera generar un bloque de oposición potencialmente hegemónico, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de la revolución sandinista en Nicaragua.

La teórica nicaragüense Ileana Rodríguez, cofundadora del Grupo de Estudios Subalternos, muestra que la lógica de la dominación occidental posee siempre “otra cara”, que es donde se localiza el subalterno y sus estrategias de negociación con el poder. El subalterno no es, pues, un sujeto pasivo, “hibridizado” por una lógica cultural que se le impone desde afuera, sino un sujeto negociante, activo, capaz de elaborar estrategias culturales de resistencia y de acceder incluso a la hegemonía.

Walter Mignolo aprovecha también algunos elementos de las teorías poscoloniales para realizar una crítica de los legados coloniales en América Latina. Pero, a diferencia de Ileana Rodríguez y de otros miembros del Grupo de Estudios Subalternos, Mignolo piensa que las tesis de Ranajit Guha, Gayatri Spivak, Homi Bhabha y otros teóricos indios no debieran ser asumidas y trasladadas sin más para un análisis del caso latinoamericano. Haciéndose eco de las críticas tempranas de Vidal y Klor de Alva, Mignolo afirma que las teorías poscoloniales tienen su locus enuntiationis en las herencias coloniales del imperio británico y que es preciso, por ello, buscar una categorización crítica del occidentalismo que tenga su locus en América Latina.

Para ello acude a la tradición socio-filosófica del pensamiento latinoamericano, que desde el siglo XIX se posicionó críticamente frente a los legados del colonialismo español, pero también frente a la amenaza de los colonialismos inglés y norteamericano. Este tipo de reflexión crítica es llamado por Mignolo “posoccidentalismo” (y no “poscolonialismo” ni “posmodernidad”), utilizando la expresión sugerida por el cubano Roberto Fernández Retamar.

En la misma línea de Mignolo se ubica el artículo de Eduardo Mendieta, para quien la modernidad y la posmodernidad no son otra cosa que la secularización del cristianismo, y en particular de la concepción cristiana del tiempo y de la historia. Se trata, según Mendieta, de una crono-topología del mundo que elimina sistemáticamente los loci espacio-temporales de otras culturas distintas a la occidental. Occidente se convierte así en el panóptico del mundo, en el dispensador de las promesas redentoras para toda la humanidad. Pero ésta práctica occidental de vigilar el calendario de la historia ha sido quebrantada en las últimas décadas por las teorías poscoloniales.

Mendieta no se refiere solamente a las críticas de Said, Bhabha y Spivak, sino a todas las teorías procedentes del tercer mundo que buscan reivindicar su propio locus enuntiationis frente a la modernidad occidental. En este sentido, todas ellas serían

teorías “transmodernas”, que en América Latina encontrarían su mejor expresión en la teología de la liberación y en el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea y Enrique Dussel. La transmodernidad sería, entonces, la irrupción crítica en el ámbito del conocimiento (un dominio tradicionalmente sagrado de occidente) de teóricos y teóricas que defienden su pertenencia a localidades periféricas. Ellos reclaman la posibilidad de nombrar su propia historia y de articular sus propias categorías autoreflexivas, aunque utilicen, como Calibán, el mismo lenguaje de Próspero, es decir, el instrumentario conceptual generado por occidente.

A manera de contrapunto, Santiago Castro-Gómez se pregunta si acaso ésta utilización del lenguaje de Próspero no genera también representaciones unitarias y excluyentes de Latinoamérica. Su sospecha se dirige principalmente hacia la tradición del “pensamiento latinoamericano”, que desde el siglo XIX se articuló al interior de los procesos de globalización y racionalización (periférica) arrastrados por la modernidad.

Si el poscolonialismo de Mignolo, Moreiras y Beverley busca deconstruir las imágenes coloniales de América Latina que circulan en los aparatos académicos del primer mundo, ¿por qué no – se pregunta – hacer lo mismo con las imágenes de Latinoamérica que se generan desde Latinoamérica misma? Para este efecto, Castro-Gómez propone avanzar hacia una “genealogía del pensamiento latinoamericano” que, a partir de la exposición de los mitos con que América Latina se ha pensado a sí misma, pudiera articular una crítica radical de la metafísica occidental. Esta intención auto-genealógica es compartida también por la colombiana Erna von der Walde, quien muestra cómo el “macondismo” funciona en América Latina como una construcción hegemónica y excluyente, mientras que en Europa y los Estados se celebra ingenuamente como una expresión tercermundista del poscolonialismo y la posmodernidad.

El macondismo es una representación unitaria y panóptica que, por lo menos en Colombia, tiene sus raíces genealógicas en el siglo XIX, y concretamente en un proyecto político de orientación aristocrática, militarista, antimoderna e hispanófila: la “regeneración”. Fernando Coronil, por su parte, critica algunas de las categorías dibujadas por la academia norteamericana para conceptualizar al “otro” y, al igual que Mignolo, señala su complicidad genealógica con el imperialismo de los Estados Unidos. Las representaciones sobre América Latina, el Oriente y el Occidente obedecen, en realidad, al ejercicio de ciertas políticas epistemológicas llevadas a cabo por instituciones metropolitanas. No obstante, y siguiendo en este punto el pensamiento de Marx, Coronil muestra que el capitalismo tardío genera su contrario: la globalización del capital está propiciado una espacialización del tiempo. Esto significa que la historia, ahora desterritorializada, ya no pueda quedar anclada en localidades fijas, lo cual descredita las grandes cartografías históricas de la modernidad, basadas precisamente en la centralidad de Occidente.

El resultado es, a nivel práctico, que las subalternidades (el “otro”) ya no se ubican afuera sino adentro de los países centrales, provocando la articulación de movimientos sociales contestatarios; y a nivel teórico, que al interior de la academia misma están emergiendo “categorías geohistóricas no imperialistas” que permiten abandonar los mapas imperiales dibujados por la modernidad.

Precisamente en este punto concuerdan los intereses teóricos de Coronil con los de Alberto Moreiras, quien también busca realizar una genealogía de las políticas del conocimiento sobre América Latina (el “Latinoamericanismo”), pero ya no a partir de sus configuraciones latinoamericanas como en el caso de Castro-Gómez y von der Walde, sino en su manifestación como “Latin American Studies”, tal como éstos son escenificados por la academia norteamericana.

En opinión de Moreiras, las representaciones sobre América Latina han funcionado allí como instancia teórica de una agencia global, vinculada a los intereses políticos de los Estados Unidos en Latinoamérica. Además, el Latinoamericanismo históricamente constituido ya no es capaz de dar cuenta de la nueva situación socio-cultural de los Estados Unidos, en donde las fronteras con el tercer mundo se han empezado a desplazar hacia adentro. Lo

que se requiere, entonces, es una renovación crítica del Latinoamericanismo que aproveche las nuevas energías políticas y los nuevos imaginarios culturales de los inmigrantes latinoamericanos, sin caer por ello en posiciones de corte fundamentalista.

El nuevo Latinoamericanismo (de “segundo orden”) debiera convertirse en una “teoría antiglobal” que sirva como herramienta crítica para una democratización radical del conocimiento y la cultura en la sociedad estadounidense.

Pero no todos los debatientes comparten este optimismo respecto a la posibilidad de una renovación de las políticas del conocimiento sobre América Latina desde el aparato teórico de la academia norteamericana. Mabel Moraña califica la teorización poscolonial como una nueva versión posmoderna de América Latina elaborada desde los centros de poder. El propósito de esta teorización sería reforzar el vanguardismo teórico de ciertos sectores intelectuales en los Estados Unidos, que necesitan algún tipo de “exterioridad” para ejemplificar sus modelos interpretativos. Así, por ejemplo, las nociones de “hibridez” y “subalternidad” buscan confirmar la tesis posmoderna de la pérdida del referente, convirtiendo inesperadamente a las masas latinoamericanas en “protagonistas” de la globalización. Pero se trata, en realidad, de un protagonismo

engañoso, porque, al ser articulado desde un locus teórico metropolitano, el diagnóstico de la “hibridez” y la “subalternidad” es autopoiético: se trata de una observación que el norte realiza sobre sí mismo, sobre su propia hegemonía representacional.

Latinoamérica es ubicada aquí en el espacio de lo exótico, de lo calibanesco y de lo marginal con respecto a los discursos metropolitanos. En opinión de Moraña, el poscolonialismo no supera sino refuerza doblemente la épica tercermundista de los años sesenta. No en vano, anota Moraña, coincidiendo en esto con Erna von der Walde, los teóricos poscoloniales (Said, Spivak) construyen a Latinoamérica desde la fórmula de lo “real-maravilloso”, sin renunciar a las bases epistemológicas desde la que se generaba la alteridad en las teorías del desarrollo.

Más dura todavía es la crítica de Hugo Achúgar al poscolonialismo. Para el teórico uruguayo, estaríamos frente a una nueva forma de teorización metropolitana sobre Latinoamérica que ignora las tradiciones de lectura y las memorias históricas articuladas desde Latinoamérica misma. Las agendas teóricas del poscolonialismo no se inscriben como un instrumento de lucha en favor de la sociedad civil latinoamericana; ellas obedecen, más bien, al impacto que la diversidad étnica, religiosa y cultural ha producido en países que, como los Estados Unidos, hasta hace poco se representaban a sí mismos como monoculturales. Al no distinguir las dos situaciones, es decir, al confundir lo latinoamericano con lo latino-estadounidense, las teorías poscoloniales funcionan en realidad como una política colonialista de la memoria y el conocimiento.

Achúgar sospecha incluso que el poscolonialismo es una nueva forma de panamericanismo teórico, que corre paralelo al panamericanismo económico diseñado por el gobierno de los Estados Unidos (Tratado de Libre Comercio). De lo que se trataría, entonces, es de descolonizar el poscolonialismo, mostrando que América Latina ha generado sus propias categorías autoreflexivas.

Categorías como “Nuestra América” de José Martí, que pusieron siempre en claro la diferencia entre los intereses latinoamericanos y los intereses colonialistas estadounidenses.

También Nelly Richard contrapone, como Achúgar, el hablar sobre y el hablar desde América Latina. Pero, a diferencia de éste, la teórica chilena no se refiere primariamente al lugar geográfico de la enunciación, sino al carácter formal de la misma. Richard castiga cualquier tipo de enunciación que busque integrar el referente “Latinoamérica” en un aparato global de conexiones teóricas, ligadas a una institucionalidad determinada. No sólo el Latinoamericanismo articulado desde la academia norteamericana es objeto de su crítica; también lo es el Latinoamericanismo que se produce en América Latina desde instituciones como la FLACSO, tal como lo muestra la polémica que sostiene con las ciencias sociales chilenas (Brunner, Lechner, etc.) en su último libro (Richard 1994). El peligro de este tipo de teorización es que los saberes locales y marginales quedan integrados en una maquinaria teórica omnicomprensiva, controlada por tecnócratas del saber. En este sentido, Richard habla de una “Internacional académica” que determina qué autores deben ser leídos o citados, cuáles temas son relevantes, qué significa estar en la “vanguardia” de una discusión, etc.

Lo que halla en juego es el acceso a posiciones de poder en las universidades, la financiación millonaria de proyectos académicos, los intereses mercantiles de las editoriales y, no por último, la reestructuración metropolitana de los programas educativos de acuerdo a las nuevas necesidades del capital. Es allí, en este aparato institucionalizado de saber-poder, donde se ubica el debate sobre los estudios culturales, la poscolonialidad y la subalternidad.

Nos encontramos, pues, frente a una polémica de gran calidad intelectual, destinada a revitalizar la ya bicentenaria pregunta por la identidad y el destino de estos pueblos que, bien o mal, hemos venido denominando “América Latina”. Una pregunta que, por la complejidad misma de su objeto, ha conservado siempre un carácter transdisciplinar. No ocurre de otro modo en la colección que estamos presentando al público: sociólogos, antropólogos, historiadores, críticos literarios, semiólogos y filósofos, todos ellos y ellas reunidos en torno a una sola temática. Se trata, pues, de verdaderas teorías sin disciplina que convergen o divergen, pero que, en cualquier caso, dialogan entre sí.


[1] Bastaría mencionar que en las dos principales antologías del poscolonialismo (la

de Williams y Chrisman de 1994, y la de Ashcroft, Griffiths y Tiffin de 1995) no

aparece invitado ningún teórico(a) latinoamericano. La mayor parte de los textos

hacen referencia a la experiencia de las ex-colonias inglesas. A lo sumo se

incluyen referencias al colonialismo en el Caribe, pero siempre desde la

perspectiva del Commonwealth (de ahí la constante mención de teóricos como

Franz Fanon y Aimé Césaire, convertidos en “commodities” de la discusión

poscolonial

2. Teorías poscoloniales o la radicalización de la crítica al occidentalismo. Santiago Castro-Gómez, 1982.

La reflexión que hacíamos en torno al significado de las migraciones globales es importante, porque nos conecta directamente con uno de los temas centrales a ser discutidos en este volumen: el concepto de “poscolonialidad” o, más precisamente, el carácter de las así llamadas “teorías poscoloniales”.

¿Qué ocurre cuando inmigrantes o hijos de inmigrantes turcos, indios, africanos o latinoamericanos empiezan a ganar posiciones de influencia en universidades del primer mundo? ¿Qué desplazamiento discursivo se produce cuando éstos académicos procuran dar cuenta de la condición subalterna en que se encuentran tanto sus localidades de origen con respecto a los centros metropolitanos, como la comunidad de inmigrantes al interior de estos mismos centros? Una respuesta podría ser que conceptos tales como “Tercer Mundo”, “colonialismo” e “intelectualidad crítica” empiezan a experimentar una trans- localización discursiva.

Durante los años sesenta y setenta la conceptualización del colonialismo, estimulada por los procesos de “liberación nacional” que se vivían en Asia y en África, giraba en torno a dos ejes principales: el estado metropolitano y el estado nacional-popular.

Ambos ejes eran considerados antitéticos: mientras que el estado metropolitano era visto como agente del imperialismo y la explotación, el estado nacional-popular era tenido como agente de liberación y descolonización en el “tercer mundo”.

Naturalmente, esta perspectiva cambia en el momento en que el problema se piensa desde el interior de las “zonas de contacto”, es decir, desde el momento en que los subalternos se encuentran atravesados por redes globales que los vinculan tanto a la metrópoli como a la periferia, así como por exclusiones de tipo económico, racial y sexual que operan más allá y más acá de la “nación”.

Además, el asunto se complica cuando los académicos que teorizan estos problemas empiezan a ser conscientes de que están hablando desde una doble posición hegemónica: por un lado, la hegemonía frente a sus localidades de origen debido a su condición de personas que viven y trabajan en universidades elitistas del primer mundo; por el otro, la hegemonía que les garantiza el saber y la letra frente a los otros inmigrantes, la mayoría de los cuales luchan diariamente por sobrevivir en el sector de servicios.

Tal situación obliga a revisar el papel que las narrativas anticolonialistas y tercermundistas habían asignado al “intelectual crítico” y a buscar nuevas formas de concebir la relación entre teoría y praxis.

Las llamadas “teorías poscoloniales” nacen precisamente como resultado de las tensiones generadas por estos problemas ([1]). Por ser ya un resultado de procesos enteramente globales y de la trans- localización discursiva a ellos vinculada, las teorías poscoloniales se diferencian (tanto material como formalmente) de las narrativas anticolonialistas que siempre acompañaron a la occidentalización (cf. Moore-Gilbert 1997: 5-33).

Pensamos, por ejemplo, en el tipo de crítica al colonialismo llevada a cabo en Latinoamérica por Bartolomé de Las Casas, Guamán Poma de Ayala, Francisco Bilbao, José Martí y el mismo Rodó, para mencionar únicamente algunos casos. Tales narrativas fueron articuladas en espacios tradicionales de acción (Macondoamérica), es decir, en situaciones donde los sujetos formaban su identidad en contextos predominantemente locales, no sometidos todavía a procesos intensivos de racionalización (Weber / Habermas) ([2]).

Como es apenas comprensible, en ese tipo de situaciones la crítica al colonialismo pasaba necesariamente por un rescate de la autenticidad cultural de los pueblos colonizados. El concepto de “autenticidad” jugaba allí como un arma ideológica de lucha contra los invasores, contra aquellos que amenazaban con destruir el “legado cultural” y la “memoria colectiva” de los subalternos. Y los guardianes de la autenticidad, los encargados de “representar” (Vertreten) a los subalternos y articular sus intereses eran los arieles: aquellos letrados e “intelectuales críticos” que podían impugnar al colonizador en su propio idioma, utilizando sus mismos conceptos y su misma “gramática” (cf. Castro-Gómez 1996: 67- 120).

Aquí precisamente tuvo su locus enuntiationis el Latinoamericanismo.

Las teorías poscoloniales se articulan, en cambio, al interior de contextos postradicionales de acción, es decir, en localidades donde los sujetos sociales configuran su identidad interactuando con procesos de racionalización global y en donde, por lo mismo, las fronteras culturales empiezan a volverse borrosas.

Esto explica en parte por qué teóricos como Said, Bhabha y Spivak no se ven a sí mismos como profetas que articulan la voz del oprimido, como “guardianes” de ninguna tradición cultural extraoccidental o como representantes intelectuales del “tercer mundo”.

Como veremos enseguida, su crítica al colonialismo no viene motivada por la creencia en un ámbito – moral o cultural – de “exterioridad” frente a occidente, y mucho menos por la idea de un retorno nostálgico a formas tradicionales o precapitalistas de existencia. Ellos saben perfectamente que la occidentalización es un fenómeno planetario sin retorno y que el único camino viable para todo el mundo es aprender a negociar con ella. En este sentido, como lo afirmara Spivak, su actitud frente a la globalización es la de una “crítica permanente frente aquello que no se puede dejar de desear” (Spivak 1996: 27-28).

Y sus metodologías preferidas son la “reconstelación” y la “catachresis”, esto es, el uso estratégico de las categorías más autocríticas desarrolladas por el pensamiento occidental para recontextualizarlas y devolverlas en contra de sí mismo.

En efecto, desde un punto de vista conceptual, las teorías poscoloniales se encuentran directamente emparentadas con la crítica radical de la metafísica occidental que se articula en la línea de Nietzsche, Weber, Heidegger, Freud, Lacan, Vattimo, Foucault, Deleuze y Derrida.

Al igual que estos autores europeos, los teóricos poscolonialesseñalan la complicidad fundamental de occidente – y de todas sus expresionesinstitucionales, tecnológicas, morales o científicas – con la voluntad irrestricta de podersobre otros hombres y otras culturas. Pero la crítica de los autores poscoloniales es todavía más profunda, al menos en dos sentidos:

a) Ninguno de los autores arriba mencionados tematizó los vínculos entre la metafísica occidental y el proyecto europeo de colonización. Por el contrario, todos ellos permanecieron recluidos en el ámbito de una crítica intraeuropea y eurocéntrica, que fue incapaz de levantar la mirada por encima de sus propias fronteras ([3]).

Sin abandonar la radicalidad de estos autores, los teóricos poscoloniales señalan, en cambio, que la metafísica moderna es, de hecho, un proyecto global. Las primeras víctimas de la modernidad no fueron los trabajadores de las fábricas europeas en el siglo XIX, ni tampoco los inadaptados franceses encerrados en cárceles y hospitales de los que nos habla Foucault, sino las poblaciones nativas en América, Africa y Asia, utilizadas como “instrumentos” (Gestell) en favor de la libertad y el progreso.

De hecho, el fabuloso despliegue de la racionalidad científico-técnica en Europa no hubiera sido posible sin los recursos materiales y los “ejemplos prácticos” que provenían de las colonias. Fue, por ello, sobre el contraluz del “otro” (el bárbaro y el salvaje convertidos en objetos de estudio) que pudo emerger en Europa lo que Heidegger llamase la “época de la imagen del mundo”.

Sin colonialismo no hay ilustración, lo cual significa, como lo ha señalado Enrique Dussel, que sin el ego conquiro es imposible el ego cogito. La razón moderna hunde genealógicamente sus raíces en la matanza, la esclavitud y el genocidio practicados por Europa sobre otras culturas.

b) Mientras que casi todos los críticos europeos terminan proclamando algún ámbito de escape a la metafísica occidental (el arte para Nietzsche, la contemplación mística para Heidegger, la “religión débil” para Vattimo, los deseos para Deleuze), los teóricos poscoloniales señalan que todas estas vías se encuentran permeadas por los sueños, las fantasías y los proyectos coloniales.

Pues fue justamente la estrategia de la otrificación (othering) la que otorgó sentido a la colonización europea y al dominio que la racionalidad técnica ejerce todavía sobre la naturaleza interna y externa. A diferencia,pues, de los maestros de la sospecha, los teóricos poscoloniales reconocen que todas las categorías emancipadoras, aún las que ellos mismos utilizan, se encuentran ya “manchadas” de metafísica. De lo que se trata no es, por ello, de proclamar un ámbito de exterioridad frente a occidente (el “tercer mundo”, los pobres, los obreros, las mujeres, etc.) o de avanzar hacia algún tipo de “posoccidentalismo” teórico legitimado paradójicamente con categorías occidentales.

Ello no haría otra cosa que reforzar un sistema imperial de categorizaciones que le garantiza al intelectual el poder hegemónico de hablar por o en lugar de otros. De lo que se trata, más bien, como lo enseña Spivak, es de jugar limpio; de poner las cartas sobre la mesa y descubrir qué es lo que se quiere lograr políticamente con una determinada interpretación. Si detrás de la interpretación no hay realidades sino únicamente voluntades, entonces la única estrategia para quebrantar la metafísica es la que Spivak denomina el “Darstellung”, esto es, la historización radical del propio locus enuntiationis.

El que interpreta sabe que lo hace desde una perspectiva en particular, aunque utilice para ello categorías metafísicas como “libertad”, “identidad”, “diferencia”, “sujeto”, “memoria colectiva”, “nación”, “derechos humanos”, “sociedad”, etc. Lo importante aquí no es la referencialidad ontológica de tales categorías —que en opinión de Spivak no son otra cosa que “prácticas discursivas”— sino su función performativa. Lo que se quiere no es encontrar una verdad subyacente a la interpretación sino ampliar el campo de maniobralibidad política, generando para ello determinados “efectos de verdad”.


[1]Nuestra caracterización formal de las “teorías poscoloniales” se concentra en la
obra de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak, considerados
generalmente como los tres mayores teóricos del poscolonialismo.

[2]Nótese que no utilizamos la categoría “tradición” en el mismo sentido que lo
hicieron las teorías de la modernización. No estamos oponiendo lo “tradicional”
a lo “moderno”, como si los dos términos correspondieran a un ordenamiento
temporal y teleológico. Por el contrario, “tradicional” y “postradicional” son
categorías estructurales que buscan dilucidar el tipo derelaciones que se dan
entre lo distante y lo cercano, entre el espacio y el tiempo, en condiciones de
globalización.

[3]Es bien conocida la crítica que realiza Spivak del postestucturalismo teórico en
Foucault y Deleuze, a quienes acusa de “ignorar la división internacional del
trabajo” (cf. Spivak 1994). También Said y Homi Bhabha, aún reconociendo su
deuda con la obra de Foucault, critican la “ignorancia” de éste respecto al
problema del colonialismo (cf. Said 1994: 81; Bhabha 1994: 236 ss).

2 . El ethos barroco ( La modernidad de lo barroco) Bolívar Echeverría. 1981

Las mestizas, mulatas y negras, que componen la mayor parte de México, no pudiendo usar manto ni vestir a la española, y, por otra parte, desdeñando el traje de las indias, van por la ciudad vestidas de un modo extravagante: se ponen una como enagua atravesada sobre los hombros o en la cabeza, a manera de manto, que hace que parezcan otros tantos diablos. Giovanni F. Gemelli Careri

Dentro de una colección de obras dedicadas a la exploración de las distintas figuras históricas de El hombre europeo, Rosario Villari publicó hace poco una recopilación de ensayos sobre El hombre barroco. Desfilan en ella ciertos personajes típicos de la vida cotidiana en Europa durante el siglo XVII: el gobernante, el financiero, el secretario, el rebelde, el predicador, el misionero, la religiosa, la bruja, el científico, el artista, el burgués… Menciono   esta publicación en calidad de muestra de un hecho ya  irreversible: el concepto de barroco ha salido de la historia del arte y la literatura en particular y se ha afirmado como una categoría de la historia de la cultura en general.

Determinados fenómenos  culturales que se presentan insistentemente al historiador en los materiales provenientes de los siglos XVII y XVIII, y que se solían explicar sea como simples rezagos de una época pasada o como simples anuncios de otra por  venir, se han ido ordenando ante sus ojos con un considerable grado de coherencia y reclaman ser comprendidos a partir de una singularidad y una autonomía del conjunto de todos ellos como  resultado de una totalización histórica capaz de constituir ella sola una época en sí misma.

Se trata de una abigarrada serie de comportamientos y objetos sociales que,  en medio de su heterogeneidad, muestra sin embargo una cierta copertenencia entre sí, un cierto parentesco difuso pero inconfundible; parentesco general que puede identificarse de emergencia, a falta de un procedimiento mejor, mediante el recurso a los rasgos -no siempre claros ni unitarios- que esbozan otro parentesco,  más particular, dentro de la historia del arte, el de las obras y los discursos conocidos como “barrocos”.

El intento del presente ensayo, más reflexivo que descriptivo, es el de explorar justamente aquello que nos llama a identificar como barrocos ciertos fenómenos de la historia de la cultura y a oponerlos a otros en un determinado plano de comparación. Se trata, sobre todo, de proponer una teoría, un “mirador”, al que he llamado del ethos histórico, en cuya perspectiva creo poder distinguir con cierta claridad algo así como el ethos barroco.

Cabe añadir que, en lo que sigue, la necesidad sentida en la narración histórica de construir el concepto de una época barroca se conecta con una necesidad diferente, que aparece en el ámbito de un discurso crítico acerca de la época presente y la caducidad de la modernidad que la sostiene.

1

Señalo brevemente el sentido de esta preocupación por lo barroco. Puede decirse que cada vez es menos imprecisa la captación que tenemos de las dimensiones reales de la crisis de nuestro tiempo. La imagen gigantomáquica de hace un siglo, que la representaba más bien como la decadencia indetenible de lo humano en general -cuyos “valores últimos” coincidían curiosamente con unos cuantos, bautizados como “occidentales”-, puede ser vista ahora como un fruto más del pathos reaccionario y paranoide de la burguesía aristocratizada de ese momento histórico, sometida a las amenazas de la “plebe socialista”.

No obstante, la profundidad y la duración de la misma tampoco parecen ser solamente las que corresponderían a la crisis pasajera, de renovación o innovación, que afectaría a un aspecto particular de la existencia social, incluso teniendo en cuenta las repercusiones que tendría en la totalidad de la misma.

Resulta ya evidente que no es sólo lo económico, lo social, lo político o lo cultural, o una determinada combinación de ellos, lo que no alcanza a recomponerse de manera más o menos viable y duradera desde hace ya más de cien años.

El modo como las distintas crisis se imbrican, se sustituyen y complementan entre sí parece indicar que la cuestión está en un plano más radical; habla de una crisis que estaría en la base de todas ellas: una crisis civilizatoria.

Poco a poco, y de manera indudable desde el siglo XVIII, se ha vuelto imposible separar los rasgos propios de la vida civilizada en general de los que corresponden particularmente a la vida moderna. La presencia de estos últimos parece, si no agotar, sí constituir una parte sustancial de las condiciones de posibilidad de los primeros.

La modernidad, que fue una modalidad de la civilización humana, por la que ésta optó en un determinado momento de su historia, ha dejado de ser sólo eso, una modificación en principio reversible de ella, y ha pasado a formar parte de su esencia. Sin modernidad, la civilización en cuanto tal se ha vuelto ya inconsistente.

Cuando hablamos de crisis civilizatoria nos referimos justamente a la crisis del proyecto de modernidad que se impuso en este proceso de modernización de la civilización humana: el proyecto capitalista en su versión puritana y noreuropea, que se fue afirmando y afinando lentamente al prevalecer sobre otros alternativos y que domina actualmente, convertido en un esquema operativo capaz de adaptarse a cualquier sustancia cultural y dueño de una vigencia y una efectividad históricas aparentemente incuestionables.

La crisis de la civilización que se ha diseñado según el proyecto capitalista de modernidad lleva más de cien años.

Como dice Walter Benjamin, en 1867, “antes del desmoronamiento de los monumentos de la burguesía”, mientras “la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más luminoso en la Exposición Universal de París”, era ya posible “reconocerlos en calidad de ruinas”.

Y se trata sin duda de una crisis porque, en primer lugar, la civilización de la modernidad capitalista no puede desarrollarse sin volverse en contra del fundamento que la puso en pie y la sostiene —es decir, la del trabajo humano que busca la abundancia de bienes mediante el tratamiento técnico de la naturaleza-, y porque, en segundo lugar, empeñada en eludir tal destino, exacerba justamente esa reversión que le hace perder su razón de ser.

Época de genocidios y ecocidios inauditos – que , en lugar de satisfacer las necesidades humanas, las elimina, y, en lugar de potenciar la productividad natural, la aniquila-, el siglo XX pudo pasar por alto la radicalidad de esta crisis debido a que ha sido también el siglo del llamado “socialismo real”, con su pretensión de haber iniciado el desarrollo de una civilización diferente de la establecida.

Se necesitó del derrumbe de la Unión Soviética y los estados que dependían de ella para que se hiciera evidente que el sistema social impuesto en ellos no había representado ninguna alternativa revolucionaria al proyecto de civilización del capital: que el capitalismo de estado no había pasado de ser una caricatura cruel del capitalismo liberal.

¿Es en realidad posible? Débiles son los indicios de que la modernidad que predomina actualmente no es un destino ineluctable – un programa que debemos cumplir hasta el final, hasta el nada improbable escenario apocalíptico de un retorno a la barbarie en medio de la destrucción del planeta-, pero no es posible pasarlos por alto.

Es un hecho innegable que el dominio de la modernidad establecida no es absoluto ni uniforme; y lo es también que ella misma no es una realidad monolítica, sino que está compuesta de un sinnúmero de versiones diferentes de sí misma -versiones que fueron vencidas y dominadas por una de ellas en el pasado, pero que, reprimidas y subordinadas, no dejan de estar activas en el presente.

Nuestro interés en indagar la consistencia social y la vigencia histórica de un ethos barroco se presenta así a partir de una preocupación por la crisis civilizatoria contemporánea y obedece al deseo, aleccionado ya por la experiencia, de pensar en una modernidad  poscapitalista como una utopía alcanzable.

Si el barroquismo en el comportamiento social y en el arte tiene sus raíces en un ethos barroco y si éste se corresponde efectivamente con una de las modernidades capitalistas que antecedieron a la actual y que perviven en ella, puede pensarse entonces que la autoafirmación excluyente del capitalismo realista y puritano que domina en la modernidad actual es deleznable, e inferirse también, indirectamente, que no es verdad que no sea posible imaginar como realizable una modernidad cuya estructura no esté armada en torno al dispositivo capitalista de la producción, la circulación y el consumo de la riqueza social.

La concepción de Max Weber según la cual habría una correspondencia biúnica entre el “espíritu del capitalismo” y la “ética protestante”, asociada a la suposición de que es imposible una modernidad que no sea capitalista, aporta argumentos a la convicción de que la única forma imaginable de poner un orden en el revolucionamiento moderno de las fuerzas productivas de la sociedad humana es justamente la que se esboza en torno a esa “ética protestante”. La idea de un ethos barroco aparece dentro de un intento de respuesta a la insatisfacción teórica que despierta esa convicción en toda mirada crítica sobre la civilización contemporánea.

El encuentro del “espíritu del capitalismo”, visto como la pura demanda de un comportamiento humano estructuralmente ambicioso, racionalizador y progresista, con la ética protestante (en su versión puritana calvinista), vista como la pura oferta de una técnica de comportamiento individual en torno a una autorrepresión productivista y una autosatisfacción sublimada, es claramente una condición necesaria de la organización de la vida civilizada en torno a la acumulación del capital.

Pero no cabe duda que el espíritu del capitalismo rebasa su propia presencia en la sola figura de esa demanda, así como es evidente que vivir en y con el capitalismo puede ser algo más que vivir por y para él.  

E1 término ethos tiene la ventaja de su ambigüedad o doble sentido; invita a combinar, en la significación básica de “morada o abrigo”, lo que en ella se refiere a “refugio”, a recurso defensivo o pasivo, con lo que en ella se refiere a “arma”, a recurso ofensivo o activo. Conjunta el concepto de “uso, costumbre o comportamiento automático” – una presencia del mundo en nosotros, que nos protege de la necesidad de descifrarlo a cada paso- con el concepto de “carácter, personalidad individual o modo de ser” – una presencia de nosotros en el mundo, que lo obliga a tratarnos de una cierta manera. Ubicado lo mismo en el objeto que en el sujeto, el comportamiento social estructural al que podemos llamar ethos histórico puede ser visto como todo un principio de construcción del mundo de la vida.

Es un comportamiento que intenta hacer vivible lo invivible; uina especie de actualización de una estrategia destinada a disolver, ya que no a solucionar, una determinada forma específica de la contradicción constitutiva de la condición humana: la que le viene de ser siempre la forma de una sustancia previa o “inferior” (en última instancia animal), que al posibilitarle su expresión debe sin embargo reprimirla.

¿Qué contradicción es necesario disolver específicamente en la época moderna? ¿De qué hay que “refugiarse”, contra qué hay que “armarse” en la modernidad? No hay cómo intentar una respuesta a esta pregunta sin consultar una de las primeras obras que critican esta modernidad (aunque encabece el Index librorum prohibitorum neoliberal y posmoderno): El capital, de Marx.

La vida práctica en la modernidad realmente existente debe desenvolverse en un mundo cuya norma objetiva se encuentra estructurada en torno de una presencia dominante, la de la realidad o el hecho capitalista. Se trata, en esencia, de un hecho que es una contradicción, de una realidad que es un conflicto permanente entre las tendencias contrapuestas de dos dinámicas simultáneas, constitutivas de la vida social: la de ésta en tanto que es un proceso de trabajo y de disfrute referido a valores de uso, por un lado, y la de la reproducción de su riqueza, en tanto que es un proceso de “valorización del valor abstracto” o acumulación de capital, por otro. Se trata, por lo demás, de un conflicto en el que, una y otra vez y sin descanso, la primera es sacrificada a la segunda y sometida a ella.

La realidad capitalista es un hecho histórico inevitable, del que no es posible escapar y que por tanto debe ser integrado en la construcción espontánea del mundo de la vida; que debe ser convertido en una segunda naturaleza por el ethos que asegura la “armonía” indispensable de la existencia cotidiana.

Cuatro serían así, en principio, las diferentes posibilidades que se ofrecen de vivir el mundo dentro del capitalismo; cada una de ellas implicaría una actitud peculiar – sea de reconocimiento o de desconocimiento, sea de distanciamiento o de participación- ante el hecho contradictorio que caracteriza a la realidad capitalista.

Una primera manera de convertir en inmediato y espontáneo el hecho  capitalista es la del comportamiento que se desenvuelve dentro de una actitud de identificación afirmativa y militante con la pretensión de creatividad que tiene la acumulación del capital; con la pretensión de ésta no sólo de representar fielmente los intereses del proceso “social-natural” de reproducción -intereses que en verdad-reprime y deforma – , sino de estar al servicio de la potenciación cuantitativa y cualitativa del mismo. Valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían, dentro de este comportamiento espontáneo, más que dos dinámicas coincidentes, una y la misma, unitaria e indivisible. A este ethos elemental lo podemos llamar realista por su carácter afirmativo no sólo de la eficacia y la bondad insuperables del mundo establecido o ” realmente existente”, sino, sobre todo, de la imposibilidad de un mundo alternativo.

Un segundo modo de naturalizar lo capitalista, igual de militante que el anterior pero completamente contrapuesto a él, implica también la confusión de los dos términos, pero no dentro de una afirmación del valor sino justamente del valor de uso. En él, la “valorización” aparece plenamente reductible a la “forma natural”. Resultado del “espíritu de empresa” la valorización misma no sería otra cosa que una  variante de la realización de la forma natural, puesto que este “espíritu” sería, a su vez, una de las figuras o sujetos que hacen de la historia una aventura permanente, lo mismo en el plano de lo humano individual que en el de lo humano colectivo. Mutación probablemente perversa, esta metamorfosis del “mundo bueno” o “natural” en “infierno” capitalista no dejaría de ser un “momento ” del “milagro” que es en sí misma la Creación. Esta peculiar manera de vivir con el capitalismo, que se afirma en la medida en que lo transfigura en su contrario, es propia del ethos romántico.

Vivir la espontaneidad de la realidad capitalista como el resultado de una necesidad trascendente, es decir, como un hecho cuyos rasgos rasgos detestables se compensan en última instancia con la positividad de la existencia efectiva, la misma que está más allá del margen de acción v de valoración que corresponde a lo humano; ésta es la tercera manera de hacerlo. Es la manera del ethos clásico: distanciada, no comprometida en contra de un designio negativo percibido como inapelable, sino comprensiva y constructiva dentro del cumplimiento trágico de la marcha de las cosas.

La cuarta manera de interiorizar el capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana es la del ethos que quisiéramos llamar barroco. Tan distanciada como la clásica ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno. Se trata de una afirmación de la “forma natural” del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como va vencida y enterrada por la acción devastadora del capital. Que pretende restablecer las cualidades de la riqueza concreta re-inventándolas informal o furtivamente como cualidades de “segundo grado”.

La idea que Bataille tenía del erotismo, cuando decía que es la “aprobación de la vida (el caos) aun dentro de la muerte (el cosmos)”, puede ser trasladada, sin exceso de violencia (o tal vez, incluso, con toda propiedad), a la definición del ethos barroco. Es barroca la manera de ser moderno que permite vivir la destrucción de lo cualitativo, producida por el productivismo capitalista, al convertirla en el acceso a la creación de otra dimensión, retadoramente imaginaria, de lo cualitativo.

El ethos barroco no borra, como lo hace el realista, la contradicción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista, y tampoco la niega, como lo hace el romántico; la reconoce como inevitable, a la manera del clásico, pero, a diferencia de éste, se resiste a aceptarla, pretende convertir en ” bueno” el “lado malo” por el que, según Hegel,  avanza la historia.

Provenientes de distintas épocas de la modernidad, es decir, referidas a distintos impulsos sucesivos del capitalismo – el mediterráneo, el nórdico, el occidental y el centroeuropeo – , las distintas versiones del ethos moderno configuran la vida social contemporánea desde diferentes estratos “arqueológicos” o de decantación histórica. Cada uno ha tenido su propia manera de actuar sobre la sociedad y una dimensión preferente de la misma desde donde ha expandido su acción.

Definitiva y generalizada habrá sido así, por ejemplo, la primera impronta, la de “lo barroco”, en la tendencia de la civilización moderna a revitalizar una y otra vez el código de la tradición occidental europea después de cada nueva oleada destructiva proveniente del desarrollo capitalista. Como lo será igualmente la última impronta, la “romántica”, en la tendencia de la política moderna a tratar las formas concretas de la socialidad humana en calidad de materia maleable por la iniciativa de los grandes actos de voluntad, individuales o colectivos.

Cabe añadir, por lo demás, que ninguna de estas cuatro estrategias civilizatorias elementales que ofrece la modernidad capitalista puede darse efectivamente de manera aislada y menos aún exclusiva. Cada una aparece siempre combinada con las otras, de manera diferente según las circunstancias, en la vida efectiva de las distintas “construcciones de mundo” histórico de la época moderna.

Lo que sucede es que aquel ethos que ha llegado a desempeñar el papel dominante en esa composición, el ethos realista, es el que organiza su propia combinación con los otros y los obliga a traducirse a él para hacerse manifiestos. Sólo en este sentido relativo se podría hablar de la modernidad capitalista como un esquema civilizatorio que requiere e impone el uso de la “ética protestante”, es decir, de aquella que parte de la mitificación cristiana del ethos realista para traducir las demandas de la productividad capitalista –  concentradas en la exigencia de sacrificar el ahora del valor de uso en provecho del mañana de la valorización del valor mercantil – al plano de la técnica de autodisciplinamiento individual.

3

¿Qué justifica que empleemos el término “barroco” para nombrar  el cuarto ethos característico de la modernidad capitalista?

Si uno considera los usos que se le han dado al adjetivo “barroco”, desde el siglo XVIII, para calificar todo el conjunto de “estilos” artísticos y literarios posrenacentistas -incluido el manierismo – y también, por extensión, todo un conjunto de comportamientos, de modos de ser y actuar del siglo XVII, se llega a una encrucijada semántica en la que llegan a coincidir tres conjuntos de adjetivación diferentes, todos ellos de intención peyorativa[1].

“Barroco” ha querido decir:                                                                           a] ornamentalista, en el sentido de falso (“berrueco”), histriónico, efectista, superficial, inmediatista, sensualista, etcétera;                              b] extravagante {“bizarre”), tanto en el sentido de: rebuscado o retorcido[2],- artificioso, exagerado-como en el de recargado, redundado, exuberante, (tropical) y                                                                c) ritualista o ceremonial, en el sentido de prescriptivo, tendencioso, formalista, esotérico (“asfixiante”).

El primer conjunto de adjetivos subraya el aspecto improductivo o irresponsable respecto de la función del arte; el segundo su lado transgresor o de-formador respecto de una forma “clásica”, y el tercero su tendencia represora de la libertad creativa.

Ahora bien, la pregunta por la validez de estos juicios sobre el arte barroco – q u e , pese a los importantes intentos teóricos del siglo XX por problematizarlo y definirlo, siguen siendo dominantes en la opinión pública- se topa en seguida con el hecho de que son justamente otras propuestas modernas de forma artística, concurrentes con la forma barroca y cerradas por tanto a su especificidad, las que exhiben en ellos, cada cual a su manera, su percepción de lo barroco.

En efecto, sólo en comparación con una forma que se entiende a sí misma como reproducción de la imagen verdadera o realista del mundo, la forma barroca puede resultar escapista, puramente imaginativa, ociosa, insuficiente e insignificante – su predilección exagerada, en la pintura, por ejemplo, por el tenebrismo cromático, la representación en trompe lœil, el tremendismo temático, etcétera, no sería otra cosa que una claudicación estética en busca de un efecto inmediatista sobre el espectador. Sólo desde una perspectiva formal para la que esa imagen del mundo ya existe y es irrebasable, el arte barroco – con su abuso en el retorcimiento de las formas antiguas (la columna “salomónica”) y en la ocupación del espacio como lugar de representación (altares y capillas sobrecargados de imágenes), por ejemplo – puede aparecer como una monstruosidad o de-formación irresponsable e innecesaria.[3]

Sólo respecto de la convicción creacionista del artista moderno, el juego barroco con la prescriptiva-por ejemplo, en la música, el ocultamiento del sentido dramático en la técnica del juego ornamental (Gorelli) o la transgresión de la jerarquización canónica del mismo (Vivaldi)- puede ser visto como adverso a la espontaneidad del arte como emanación libre del espíritu.

Se trata, así, por debajo de esos tres conjuntos de calificativos que ha recibido el arte posrenacentista, de tres definiciones que dicen más acerca del lugar teórico desde el que se lo define que acerca de lo propiamente barroco, manierista, etcétera.

Son definiciones que sólo indirectamente nos permiten apreciar en qué puede consistir lo barroco.

¿En qué consiste lo barroco? Varias han sido durante este siglo las claves de inteligibilidad que la teoría y la historia de la cultura y el arte han propuesto para construir una imagen conceptual coherente a partir del magma de hechos, cualidades, rasgos y modos de comportamiento considerados característicamente barrocos. Como es usual, al proponer su principio de sintetización de este panorama inasible, todas ellas ponen primero en juego distintas perspectivas de abordaje del mismo, las combinan de diferente manera y enfatizan algunas de ellas.

Tienen en cuenta, por ejemplo:

a] el modo en que se inscribe a sí mismo, en tanto que es una donación de forma, dentro del juego espontáneo o natural de las formas y dentro del sistema de formas que prevalece tradicionalmente;                                                                                             b] la elección que hace de una figura particular para el conjunto de posibilidades de donación de forma, es decir, la amplitud, la consistencia y la jerarquización que él propone para su propio “sistema de las artes”;

c] el tipo de relación que establece con la densidad mítica del lenguaje y con la densidad ritual de la acción;                                                 d] el tipo de relación que establece entre los contenidos lingüísticos y las formas lingüísticas y no lingüísticas; etcétera.

Para responder a la pregunta acerca de alguna homología entre el arte barroco y la cuarta modalidad del ethos moderno que permita extender a ésta el apelativo del primero, resulta suficiente tener en cuenta lo barroco tal como se presenta en la primera de estas perspectivas de abordaje. Esta es, por lo demás, la que explora el plano en el que él mismo decidió afirmar su especificidad, es decir, su fidelidad a los cánones clásicos, más allá de la fatiga posrenacentista que los aquejaba.

El barroco parece constituido por una voluntad de forma que está atrapada entre dos tendencias contrapuestas respecto del conjunto  de posibilidades clásicas, es decir, “naturales” o espontáneas, de dar forma a la vida – la del desencanto, por un lado, y la de la afirmación del mismo como insuperable- y que está además empeñada en el esfuerzo trágico, incluso absurdo, de conciliarlas mediante un replanteamiento de ese conjunto a la vez como diferente y como idéntico a sí mismo. La técnica barroca de conformación del material parte de un respeto incondicional del canon clásico o tradicional – entendiendo “canon ” más como un “principio generador de formas” que como un simple conjunto de reglas-, se desencanta por las insuficiencias del mismo frente a la nueva sustancia vital a la que debe formar y apuesta a la posibilidad de que la retroacción de ésta sobre él sea la que restaure su vigencia; de que lo antiguo se reencuentre justamente en su contrario, en lo moderno.

Ya en el último tramo del siglo XVI las experiencias históricamente inéditas que el nuevo mundo de la vida impone al individuo concreto son un contenido al que las posibilidades de expresión tradicionales le resultan estrechas. El canon clásico está en agonía. Es imposible dejar de percibir este hecho y negarse a cuestionarlo: hay que matarlo o que revivirlo. El arte posrenacentista permanece  suspendido entre lo uno y lo otro. Sintetiza el rechazo y la fidelidad al modo tradicional de tratar el objeto como material conformable. Pero mientras el hermano gemelo del barroco, el manierismo, hace de la fidelidad un pretexto del cuestionamiento, él en cambio hace de éste un instrumento de la fidelidad.

El arte barroco, dice Adorno, es una ”decorazione assoluta ; una decorazione que se ha emancipado de todo servicio como tal, que ha dejado de ser medio y se ha convertido ella misma en fin: que “ha desarrollado su propia ley formal”. En efecto, el arte de la ornamentación propio del barroco, es decir, el proceso de reverberación al que somete las formas, acosándolas insistentemente desde todos los ángulos imaginables, tiene su propia intención: retro-traer el canon al momento dramático de su gestación; intención que se cumple cuando el swinging de las formas culmina en la invención de una mise-en-scène capaz de re-dramatizarlas. La teatralidad esencial del barroco tiene su secreto en la doble necesidad de poner a prueba y al mismo tiempo revitalizar la validez del canon clásico.

El comportamiento artístico barroco se desdobla, en verdad, en dos pasos diferentes, de sentido contrario, y además -paradójicamente- simultáneos. Los innumerables métodos y procedimientos que se inventa para llevar las formas creadas por él a un estado de intensa fibrilación – los mismos que producen aquella apariencia rebuscada, ornamentalista y formalista que lo distingue- están encaminados a despertar en el canon grecolatino una dramaticidad originaria que supone dormida en él. Es la desesperación ante el agotamiento de este canon, que para él constituye la única fuente posible de sentido objetivo, la que lo lleva a someterlo a todo ese juego de paradojas y cuadraturas del círculo, de enfrentamientos y conciliaciones de contrarios, de confusión de planos de representación y de permutación de vías y de funciones semióticas, tan característicamente suyo.

Se trata de todo un sistema de pruebas o “tentaciones”, destinado a restaurar en el canon una vitalidad sin la cual la suya propia, como actividad que tiene que ver obsesivamente con lo que el mundo tiene de forma, carecería de sustento. Su exigencia introduce sin embargo una modificación significativa, aporta un sesgo propio. Su trabajo no es ya sólo con el canon y mediante él, sino a través y sobre él; un trabajo que sólo es capaz de despertar la dramaticidad clásica en la medida en que él mismo, en un segundo nivel, le pone una dramaticidad propia. El arte barroco encuentra así lo que buscaba: la necesidad del canon tradicional, pero confundida con la suya, contingente, que él pone de su parte y que incluso es tal vez la única que existe realmente. Puede decirse, por ello, que el comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo: en la experiencia de que la plenitud que él buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena de otra cosa que de los frutos de su propio vacío.

Combinación conflictiva de conservadurismo e inconformidad, respeto al ser y al mismo tiempo conato nadificante, el comportamiento barroco encierra una reafirmación del fundamento de toda la consistencia del mundo, pero una reafirmación que, paradójicamente, al cumplirse, se descubre fundante de ese fundamento, es decir, fundada y sin embargo confirmada en su propia inconsistencia.

Pensamos que el arte barroco puede prestarle su nombre a este ethos porque, como él – que acepta lo insuperable del principio formal del pasado, que, al emplearlo sobre la sustancia nueva para expresar su novedad, intenta despertar la vitalidad del gesto petrificado en él (la fuente de su incuestionabilidad) y que al hacerlo termina por poner  en lugar de esa vitalidad la suya propia-, éste también resulta de una estrategia de afirmación de la corporeidad concreta del valor de uso que termina en una reconstrucción de la misma en un segundo nivel; una estrategia que acepta las leyes de la circulación mercantil, a las que esa corporeidad se sacrifica, pero que lo hace al mismo tiempo que se inconforma con ellas y las somete a un juego de transgresiones que las refuncionaliza.

Descrita de esta manera, la homología entre la voluntad de forma artística barroca y su actitud frente al horizonte establecido de posibilidades de estetización, por un lado, y el ethos que caracteriza a uno de los distintos tipos históricos de modernidad que hemos mencionado , por otro, apunta hacia algo más que un simple parecido casual y exterior entre ambos. Indica que lo barroco en el arte es el modo en que el ethos barroco se hace presente, como una propuesta entre otras – sin duda la más exitosa-, en el proceso necesario de estetización de la vida cotidiana que la sociedad europea, especialmente la meridional, lleva a cabo espontáneamente durante el siglo XVII. En este caso, como en el de las demás modalidades del ethos moderno, el modo artístico de presencia del ethos es esencialmente claro y desarrollado, dado que justamente – c coincidentemente- es asunto del arte la puesta en evidencia del ethos de una  sociedad y de una época.

4

Sin ser exclusivo de una tradición o una época particulares de la historia moderna ni pertenecer a ellos “por naturaleza”, el ethos barroco, como los demás, se genera y desarrolla a partir de ciertas circunstancias (que sólo se reúnen de manera desigual en los distintos lugares y momentos sociales de esa historia. Son circunstancias cuyo conjunto es diferente en cada situación singular pero que parecen organizarse siempre en torno a un drama histórico cuya peculiaridad reside en que está determinado por un estado de empate e interdependencia entre dos propuestas antagónicas de forma para un mismo objeto: una, progresista y ofensiva, que domina sobre otra, conservadora y defensiva, a la que sin embargo no puede eliminar y sustituir y en la que debe buscar ayuda ante las exigencias del objeto, que la desbordan. Estado de desfallecimiento de la forma vencedora —de triunfo y debilidad-, por un lado, y de resistencia de la forma vencida – de derrota y fortaleza-, por otro.

Pensamos que pocas historias particulares pueden ofrecer un panorama mejor para el estudio del ethos barroco que la historia de la cultura en la España americana de los siglos XVII y XVIII o lo que se ha reproducido de ella en los países de la América Latina.

Esto por dos razones convergentes: primero, porque no ha habido tal vez ninguna otra situación histórica como la de las sociedades constituidas sobre la destrucción y la conquista ibérica (católica) de las culturas indígenas y africanas en la que la modalidad barroca del ethos moderno haya tenido mayores y más insistentes oportunidades de prevalecer sobre las otras y, segundo, porque el largo predominio, primero central y abierto y después marginal y subterráneo, de este ethos en dichas sociedades ha permitido que su capacidad de inspirar la creación de formas se efectuara allí de manera más amplia y más profunda.

La propuesta específicamente barroca para vivir la modernidad se opone  a las otras que han predominado en la historia dominante; es sin duda una alternativa junto a ellas, pero tampoco ella se salva de ser una propuesta específica para vivir en y con el capitalismo. El ethos barroco no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo de la vida. Puede ser una plataforma de salida en la puesta en juego con que la vida concreta de las sociedades afirma su singularidad cultural planteándola al mismo tiempo como absoluta y como evanescente; pero no el núcleo de ninguna “identidad”, si se entiende ésta c o m o una inercia del comportamiento de una comunidad – ” América Latina”, en este caso—que se hubiese condensado en la historia hasta el grado de constituir una especie de molde peculiar con el que se hacen exclusivamente los miembros de la misma.

Sustantivar la singularidad de los latinoamericanos, folclorizándolos alegremente como “barrocos”, “realistas mágicos”, etcétera, es invitarlos a asumir, y además con cierto dudoso orgullo, los mismos viejos calificativos que el discurso proveniente de las otras modalidades del ethos moderno ha empleado desde siempre para relegar el ethos barroco al no-mundo de la pre-modernidad y para cubrir así el trabajo de integración, deformación y refuncionalización de sus peculiaridades con el que esas modalidades se han impuesto sobre el barroco.

Tal vez la sorprendente escasez relativa de estudios históricos sobre el siglo XVII americano se deba a que es un “siglo perdido”, si se lo juzga en referencia a su aporte a “la construcción del presente”, una vez que se ha reducido el presente exclusivamente a lo que en él predomina y reluce. La peculiaridad y la importancia de este siglo sólo aparecen en verdad cuando, siguiendo el consejo de Benjamin, el historiador vuelve sobre la continuidad histórica que ha conducido al presente, pero revisándola “a contrapelo”.

El siglo XVII americano, obstruido torpemente en su desarrollo desde los años treinta del siglo XVIII por la conversión “despótica ilustrada” de la España americana en colonia ibérica, y clausurado definitivamente, de manera igualmente despótica aunque menos ilustrada, con la destrucción de las Reducciones Guaraníes y la cancelación de la política jesuíta después del Tratado de Madrid (1750), no sólo es un siglo largo, de más de ciento cincuenta años, sino que todo parece indicar que en él tuvo lugar nada menos que la constitución, el ascenso y el fracaso de todo un mundo histórico peculiar.  Un mundo histórico que existió conectado con el

intento de la Iglesia Católica de construir una modernidad propia, religiosa, que girara en torno a la revitalización de la fe -planteado como alternativa a la modernidad individualista abstracta, que giraba en torno a la vitalidad del capital-, y que debió dejar de existir cuando ese intento se reveló como una utopía irrealizable.

Parece ser que, furtivamente – como surgen las alternativas discontinuas de las que está hecho el progreso histórico, desde los años treinta del siglo XVII, y al amparo de las inoperantes prohibiciones imperiales, se fue formando en la España americana el esbozo de un orbe económico, de una vida económica de coherencia autónoma o una “economía- mundo” (como la llama Braudel), que se extendía, con una presencia de mayor o menor densidad, desde el norte de México hasta el Alto Perú, articulada en semicírculos que iban concentrándose en dirección al “Mediterráneo americano”, entre Veracruz y Maracaibo, desde donde se conectaba, mucho menos de bando que de contrabando, a través del Atlántico, con el mercado mundial y la economía dominante. Se trata de un orbe económico “informal”, fácilmente delectable en general en los documentos oficiales, pero sumamente difícil de atrapar en el detalle clandestino; un orbe económico cuya presencia sólo puede entenderse como resultado de la realización de ese “proyecto histórico” espontáneo de construcción civilizatoria al que se suele denominar “criollo”, aplicándole el nombre de la clase social que ha protagonizado tal realización, pero que parece definirse sobre todo por el hecho de ser un proyecto de creación de “otra E u r o p a , fuera de E u r o p a “ : de re-constitución y  no sólo de continuación o prolongación – de la civilización europea en América, sobre la base del mestizaje de las formas propias de ésta con los esbozos de forma de las civilizaciones “naturales”, indígena  y africana, que alcanzaron a salvarse de la destrucción.

 

Todo parece indicar que a comienzos del siglo XVII los territorios sobre los que se asentaba la. España americana eran el escenario de dos épocas históricas diferentes; que, sobre ellos, sus habitantes eran protagonistas de dos dramas a la vez: uno que ya declinaba y se desdibujaba, y otro que apenas comenzaba y se esbozaba. En efecto, si se considera el contenido cualitativo de tres recomposiciones de hecho que los investigadores observan en la demografía, en la actividad comercial y en la explotación del trabajo durante los cuarenta años que van de 1595 a 1635, resulta la impresión ineludible de que, entre el principio y el fin de los comportamientos considerados, el sujeto de los mismos ha pasado por una metamorfosis esencial.

La curva indicativa del aspecto cuantitativo global de la demografía alcanza su punto más bajo a la vuelta del siglo, se mantiene allí, inestable, por unos dos decenios y sólo muestra un ascenso sustancial y sostenido a partir de 1630.

Pero mientras la línea que descendía representaba a una población compuesta predominantemente de indígenas puros y de africanos y peninsulares recién llegados, la línea que asciende está allí por una composición demográfica diferente, en la que predomina abrumadoramente la población originada en el mestizaje: criolla, chola y mulata – con todas aquellas variantes que: la “pintura de castas” volverá “pintorescas” un siglo más tarde, cuando deba ofrecerlas, junto a los frutos de la tierra, a la consideración del despotismo ilustrado-.

También la curva indicativa de la actividad comercial e indirectamente de la vitalidad económica traduce una realidad al principio y otra diferente al final. La línea descendente retrata en cantidades el tráfico ultramarino de minerales y esclavos, mientras que la ascendente lo hace con el tráfico americano de manufacturas y productos agropecuarios. Y lo mismo ocurre con el restablecimiento de la explotación del trabajo: una cosa es lo que decae al principio, el régimen de la encomienda, propio de un feudalismo modernizado, que asegura con dispositivos mercantiles un sometimiento servil del explotado al explotador, y otra diferente lo que se fortalece al final, la realidad de la hacienda, propia de una modernidad afeudalada, que burla la igualdad mercantil de propietarios y trabajadores mediante recursos de violencia extraeconómica como los que sometieron a los siervos de la Edad Media europea.

La continuidad histórica no se da a pesar de la discontinuidad de los procesos que se suceden en el tiempo, sino, por el contrario, en virtud y a través de ella. En el caso de la primera mitad del siglo XVII americano, la manera especial en que toma cuerpo o encara a la experiencia de este hecho paradójico propicia el predominio del ethos barroco en la constitución del mundo de la vida.

Para entonces, un drama histórico había llegado a su fin, se había quedado sin actores antes de agotar su argumento: el drama del gran siglo de la conquista y la evangelización, en el que la afiebrada construcción de una sociedad utópica- cuyo sincretismo debía mejorar por igual a sus dos componentes, los cristianos y los paganos- intentó desesperadamente compensar la destrucción efectiva de un mundo entero, que se cumplía junto a ella.

Los personajes (secundarios) que quedaban abandonados en medio del desvanecimiento de este drama épico sin precedentes no llegaron a caer en la perplejidad. Antes de que él los desocupara ya otro los tenía involucrados y les otorgaba protagonismo. Era el drama del siglo XVII: el mestizaje civilizatorio y cultural.

El mestizaje, el modo de vida natural de las culturas, no parece estar cómodo ni en la figura química (yuxtaposición de cualidades) ni en la biológica (cruce o combinatoria de cualidades), a través de las que se lo suele pensar. Todo indica que se trata más bien de un proceso semiótico al que bien se podría denominar “codigofagia”. Las subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la del devorarse las unas a las otras; la del golpear destructivamente en el centro de simbolización constitutivo de la que tienen enfrente y apropiarse e integrar en sí, sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial, los restos aún vivos que quedan de ella después.

Difícilmente se puede imaginar una extrañeza mayor entre dos “elecciones civilizatorias” básicas que la que estaba dada entre la configuración cultural europea y la americana.

Fundada seguramente en los tiempos de la primera bifurcación de la historia, de las primeras separaciones “occidentales” respecto del acontecer histórico central, el “oriental”, la extrañeza entre españoles e indios – a despecho de las ilusiones de los evangelizadores renacentistas- era radical, no reconocía terrenos homogéneos ni puentes de ninguna clase que pudieran unificarlos. Temporalidad y espacialidad eran dimensiones del mundo de la vida definidas en un caso y en otro no sólo de manera diferente, sino contrapuesta.

Los límites entre lo mineral, lo animal y lo humano estaban trazados por uno y por otro en zonas que no coincidían ni lejanamente. La tierra, por ejemplo, para los unos, era para que el arado la roturara; para los otros, en cambio, para que la coa la penetrara. Resulta así comprensible que, tanto para los españoles como para los indios, convivir con el otro haya sido lo mismo que ejercer, aunque fuera contra su voluntad, un boicot completo y constante sobre él.

El apartheid – la arcaica estrategia de convivencia intercomunitaria que se refuncionaliza en la situación colonial moderna habría tenido en la España americana el mismo fundamento que en Asia o en África, de no haber sido por las condiciones muy especiales en las que se encontraba la población de los dominadores españoles, las mismas que le abrieron la posibilidad de aceptar una relación de interioridad o reciprocidad con los pueblos “naturales” (indígenas y africanos) en América.

La posibilidad explorada por el siglo XVI, la de que la España americana se construyera a modo de una prolongación de la España europea, se había clausurado. Los españoles americanos debían aceptar que habían sido abandonados por la madre patria; que ésta había perdido todo interés esencial (económico) en su extensión trasatlántica y había dejado que el cordón que la unía con ella se debilitara hasta la insignificancia. El esquema civilizatorio europeo  no podía completar su ciclo de reproducción en América, que incluía una fase esencial de retroalimentación mediante el contacto orgánico y permanente con la metrópoli. Vencedor  sobre la civilización americana, de la que no había dejado otra cosa que restos inconexos y agonizantes, el enclave americano de la civilización europea amenazaba con extinguirse, agobiado por una tarea que él no podía cumplir por sí solo. El caso de la tecnología europea -simplificada en su trastierre americano – es ilustrativo; puesta al servicio de una producción diseñada para validarse en el mercado, a la que sin embargo éste, lejos de acicatear, desalentaba, era una tecnología que iba en camino de devenir cada vez más un simple gesto vacío.

Pero no sólo la civilización europea estaba en trance de extinguirse; las civilizaciones “naturales” vivían una situación igual o peor que la de ella. No estaban en capacidad de ponerse en lugar de ella y tal vez someterla, porque ellas mismas no existían ya como centros de sintetización social. Su presencia como totalizaciones político-religiosas había sido aniquilada; de ellas sólo permanecía una infinidad de destellos culturales desarticulados, que además dependían de la vigencia de las instituciones político-religiosas europeas para mantenerse en vida.

En estas condiciones, la estrategia del apartheid tenía sin

duda unas consecuencias inmediatamente suicidas, que, primero los “naturales” y enseguida los españoles, percibieron con toda claridad en la vida práctica. Si unos y otros se juntaron en el rechazo de la misma fue porque los unió la voluntad de civilización, el miedo ante el peligro de la barbarie.

Inadecuado y desgastado, el esquema civilizatorio europeo era de todos modos el único que sobrevivía en la organización de la vida cotidiana. El otro, el que fue vencido por él en la dimensión productivista de la existencia social, pese a no haber sido aniquilado ni sustituido, no estaba ya en condiciones de disputarle esa supremacía; debió no sólo aceptarlo como única garantía de una vida social civilizada, sino ir en su ayuda, confundiéndose con él y reconstituyéndolo, con el fin de mantener  su vigencia amenazada.

El mestizaje de las formas culturales apareció en la América del siglo XVIl primero como una “estrategia de supervivencia”, de vida después de la muerte, en el comportamiento de los “naturales” sometidos, es decir, de los indígenas y los africanos integrados en la existencia citadina, que desde el principio fue el modo de existencia predominante. Su resistencia, la persistencia en su modo peculiar de simbolización de lo real, para ser efectiva, se vio obligada a trascender el nivel inicial en el que había tenido lugar la derrota y a jugarse en un segundo plano: debía pasar no sólo por la aceptación, sino por la defensa de la construcción de mundo traída por los dominadores, incluso sin contar con la colaboración de éstos y aun en su contra.

Veamos un ejemplo, que nos permitirá a la vez establecer por fin la conexión entre el mestizaje cultural en la España americana y el ethos barroco. Puede decirse que las circunstancias del apartheid llevan necesariamente a que el uso cotidiano del código comunicativo convierta en tabú el uso directo de la significación elemental que opone lo afirmativo a lo negativo, una significación cuya determinación se encuentra en el núcleo mismo de todo código, es decir, sin la cual ninguna semiosis es posible. Ello sucede porque, en tales circunstancias de ajenidad y acoso, el margen de discrepancia entre la presencia o ausencia de un atributo característico de la persona y la vigencia de su identidad – margen sin el cual ninguna relación intersubjetiva entre personas es posible- se encuentra reducido a su mínima expresión.

A tal grado la presencia del otro trae consigo una amenaza para la identidad y con ello para la existencia misma de la persona, que una y otra parecen entrar en peligro cada vez que alguno de los atributos de la primera puede ser puesto en juego, sometido a la aceptación o al rechazo en cualquiera  relación con él. La mejor relación que puede tener un miembro de la comunidad que es dueña de un territorio en el que otra comunidad es la “natural” con el miembro de esta última resulta ser la ausencia de relación, el simple pacto de no agresión.

En el caso del habla o de la actualización del código lingüístico, el uso manifiesto de la oposición “sí”/”no” – así como el de otras oposiciones en las que se prolonga ese carácter, como las oposiciones “\yo”/”tú”, “nosotros”/”vosotros”, y el de ciertos recursos sintácticos especiales- se encuentra vedado a los interlocutores en “apartheid”. Si el interlocutor subordinado responde con un “no” a un requerimiento del dominante, éste sentirá cuestionada la integridad de su propuesta de mundo, rechazada la subcodificación que identifica a su lengua, y se verá obligado a cortar de plano el contacto, a eliminar la función fática de la comunicación, que al primero, al dependiente, le resulta de vital importancia. Si quien domina la situación decide dejar de dirigirle la palabra al dominado, lo que hace es anularlo; y puede hacerlo, porque es él, con su acción y su palabra, quien tiene el poder de “encender” la vigencia del conjunto de los valores de uso.

El subordinado está compelido a la aquiescencia frente al dominador, no tiene acceso a la significación “no”. Pero el dominador tampoco es soberano; está impedido de disponer de la significación “sí” cuando va dirigida hacia el interlocutor dominado. Su aceptación de la voluntad de éste, por puntual e inofensiva que fuera, implicaría una afirmación implícita de la validez global del código del dominado, en el que dicha voluntad se articula, y ratificaría así el estado de crisis que aqueja a la validez general del suyo propio; sería lo mismo que proponer la identidad enemiga como sustituto de la propia.

En la España americana del siglo XVII son los dominados los incitadores y ejecutores primeros del proceso de codigofagia a través del cual el código de los dominadores se transforma a sí mismo en el proceso de asimilación de las ruinas en las que pervive el código destruido. Es su vida la que necesita disponer de la capacidad de negar para cumplirse en cuanto vida humana, y son ellos los que se inventan en la práctica un procedimiento para hacer que el código vigente, que les obliga a la aquiescencia, les permita sin embargo  decir “no”, afirmarse pese a todo, casi imperceptiblemente, en la línea de lo que fue su identidad.

Y la estrategia del mestizaje cultural es sin duda barroca, coincide perfectamente con el comportamiento característico del ethos barroco de la modernidad europea y con la actitud barroca del posrenacentismo frente a los cánones clásicos del arte occidental. La expresión del “no”, de la negación o contraposición a la voluntad del otro, debe seguir un camino rebuscado; tiene que construirse de manera indirecta y por inversión.

Debe hacerse mediante un juego sutil con una trama de “síes” tan complicada, que sea capaz de sobredeterminar la significación afirmativa hasta el extremo de invertirle el sentido, de convertirla en una negación. Para decir ” no ” en un mundo que excluye esta significación es necesario trabajar sobre el orden valorativo que lo sostiene: sacudirlo, cuestionarlo, despertarle la contingencia de sus fundamentos, exigirle que dé más de sí mismo y se transforme , que se traslade a un nivel superior, donde aquello que para él no debería ser otra cosa que un reino de contra-valores condenado a la aniquilación pueda “salvarse”, integrado y re-valorado por él.


[1] Los mismos adjetivos que sirvieron a unos hace un siglo para justificar la denigración del arte barroco – y de la actitud vital que se le asemeja- sirven a otros actualmente para levantar su elogio. Inversión del signo que ha dejado sin embargo casi intacta la definición corriente de lo barroco, dando las espaldas a los replanteamientos de su imagen conceptual que han tenido lugar en el terreno del discurso reflexivo. Viraje del zeit-geist, al que la presencia de lo barroco disgustó una vez, cuando vivía para organizar la autosatisfacción de una modernidad triunfante, y a la que invoca ahora para alimentar la ilusión de esa misma modernidad que, cansada de sí misma, quisiera estar más allá de sí misma sin lograrlo

[2] “Baroco”, el nombre que la lógica neoescolástica dio al tipo de silogismo de vía más rebuscada y retorcida: (PaM-SoM) > SoP. Ejemplo: “si todo lo que santifica implica sacrificio, y algunas virtudes nos causan placer, entonces hay virtudes que no santifican”.

[3] “Chigi”, el nombre del palacio que Bernini diseñó para el cardenal Flavio Chigi y que albergaba una famosa colección de arte, parece estar en el origen de “kitschig”, el adjetivo peyorativo con el que la “alta cultura” prusiana, admiradora fanática de la limpieza de formas neoclásica, calificaba a todo lo “recargado” y “sentimental” que creía percibir en lo barroco.