Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la “invención del otro”. Santiago Castro-Gómez

Durante las últimas dos décadas del siglo XX, la filosofía posmoderna y los estudios culturales se constituyeron en importantes corrientes teóricas que, adentro y afuera de los recintos académicos, impulsaron una fuerte crítica a las patologías de la occidentalización. A pesar de todas sus diferencias, las dos corrientes coinciden en señalar que tales patologías se deben al carácter dualista y excluyente que asumen las relaciones modernas de poder.

La modernidad es una máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas. La crisis actual de la modernidad es vista por la filosofía posmoderna y los estudios culturales como la gran oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias largamente reprimidas.

A continuación mostraré que el anunciado “fin” de la modernidad implica ciertamente la crisis de un dispositivo de poder que construía al “otro” mediante una lógica binaria que reprimía las diferencias. Con todo, quisiera defender la tesis de que esta crisis no conlleva el debilitamiento de la estructura mundial al interior de la cual operaba tal dispositivo.

Lo que aquí denominaré el “fin de la modernidad” es tan solo la crisis de una configuración histórica del poder en el marco del sistema-mundo capitalista, que sin embargo ha tomado otras formas en tiempos de globalización, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema-mundo.

Argumentaré que la actual reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre la producción de las diferencias y que, por tanto, la afirmación celebratoria de éstas, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo.

Defenderé la tesis de que el desafío actual para una teoría crítica de la sociedad es, precisamente, mostrar en qué consiste la crisis del

proyecto moderno y cuáles son las nuevas configuraciones del poder global en lo que Lyotard ha denominado la “condición posmoderna”.

Mi estrategia consistirá primero en interrogar el significado de lo que Habermas ha llamado el “proyecto de la modernidad”, buscando mostrar la génesis de dos fenómenos sociales estrechamente relacionados: la formación de los estados nacionales y la consolidación del colonialismo. Aquí pondré el acento en el papel jugado por el conocimiento científico-técnico, y en particular por el conocimiento brindado por las ciencias sociales, en la consolidación de estos fenómenos.

Posteriormente mostraré que el “fin de la modernidad” no puede ser entendido como el resultado de la explosión de los marcos normativos en donde este proyecto jugaba taxonómicamente, sino como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder, esta vez ya no basada en la represión sino en la producción de las diferencias.

Finalizaré con una breve reflexión sobre el papel de una teoría crítica de la sociedad en tiempos de globalización.

1. El proyecto de la gubernamentabilidad

¿Qué queremos decir cuando hablamos del “proyecto de la modernidad”? En primer lugar, y de manera general, nos referimos al intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento. El filósofo alemán Hans Blumemberg ha mostrado que este proyecto demandaba, a nivel conceptual, elevar al hombre al rango de principio ordenador de todas las cosas[1].

Ya no es la voluntad inescrutable de Dios quien decide sobre los acontecimientos de la vida individual y social, sino que es el hombre mismo quien, sirviéndose de la razón, es capaz de descifrar las leyes inherentes a la naturaleza para colocarlas a su servicio. Esta rehabilitación del hombre viene de la mano con la idea del dominio sobre la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, cuyo verdadero profeta fue Bacon.

De hecho, la naturaleza es presentada por Bacon como el gran “adversario” del hombre, como el enemigo al que hay que vencer para domesticar las contingencias de la vida y establecer el Regnum hominis sobre la tierra[2].

Y la mejor táctica para ganar esta guerra es conocer el interior del enemigo, oscultar sus secretos más íntimos, para luego, con sus propias armas, someterlo a la voluntad humana. El papel de la razón científico-técnica es precisamente acceder a los secretos más ocultos y remotos de la naturaleza con el fin de obligarla a obedecer nuestros imperativos de control. La inseguridad ontológica sólo podrá ser eliminada en la medida en que se aumenten los mecanismos de control sobre las fuerzas mágicas o misteriosas de la naturaleza y sobre todo aquello que no podemos reducir a la calculabilidad.

Max Weber habló en este sentido de la racionalización de occidente como un proceso de “desencantamiento” del mundo.

Quisiera mostrar que cuando hablamos de la modernidad como “proyecto” nos estamos refiriendo también, y principalmente, a la existencia de una instancia central a partir de la cual son dispensados y coordinados los mecanismos de control sobre el mundo natural y social.

Esa instancia central es el Estado, garante de la organización racional de la vida humana. “Organización racional” significa, en este contexto, que los procesos de desencantamiento y desmagicalización del mundo a los que se refieren Weber y Blumemberg empiezan a quedar reglamentados por la acción directriz del Estado.

El Estado es entendido como la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar una “síntesis”, esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos. Para ello se requiere la aplicación estricta de “criterios racionales” que permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo.

Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa de ella para “dirigir” racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios establecidos científicamente de antemano.

El filósofo social norteamericano Immanuel Wallerstein ha mostrado cómo las ciencias sociales se convirtieron en una pieza fundamental para este proyecto de organización y control de la vida humana[3].

El nacimiento de las ciencias sociales no es un fenómeno aditivo a los marcos de organización política definidos por el Estado-nación, sino constitutivo de los mismos. Era necesario generar una plataforma de observación científica sobre el mundo social que se quería gobernar[4]. Sin el concurso de las ciencias sociales, el Estado moderno no se hallaría en la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, definir metas colectivas a largo y a corto plazo, ni de construir y asignar a los ciudadanos una “identidad” cultural[5].

No solo la reestructuración de la economía de acuerdo a las nuevas exigencias del capitalismo internacional, sino también la redefinición de la legitimidad política, e incluso la identificación del carácter y los valores peculiares de cada nación, demandaban una representación científicamente avalada sobre el modo en que “funcionaba” la realidad social. Solamente sobre la base de esta información era posible realizar y ejecutar programas gubernamentales.

Las taxonomías elaboradas por las ciencias sociales no se limitaban, entonces, a la elaboración de un sistema abstracto de reglas llamado “ciencia” – como ideológicamente pensaban los padres fundadores de la sociología -, sino que tenían consecuencias prácticas en la medida en que eran capaces de legitimar las políticas regulativas del Estado.

La matriz práctica que dará origen al surgimiento de las ciencias sociales es la necesidad de “ajustar” la vida de los hombres al aparato de producción. Todas las políticas y las instituciones estatales (la escuela, las constituciones, el derecho, los hospitales, las cárceles, etc.) vendrán definidas por el imperativo jurídico de la “modernización”, es decir, por la necesidad de disciplinar las pasiones y orientarlas hacia el beneficio de la colectividad a través del trabajo.

De lo que se trataba era de ligar a todos los ciudadanos al proceso de producción mediante el sometimiento de su tiempo y de su cuerpo a una serie de normas que venían definidas y legitimadas por el conocimiento. Las ciencias sociales enseñan cuáles son las “leyes” que gobiernan la economía, la sociedad, la política y la historia. El Estado, por su parte, define sus políticas gubernamentales a partir de esta normatividad científicamente legitimada.

Ahora bien, este intento de crear perfiles de subjetividad estatalmente coordinados conlleva el fenómeno que aquí denominamos “la invención del otro”. Al hablar de “invención” no nos referimos solamente al modo en que un cierto grupo de personas se representa mentalmente a otras, sino que apuntamos, más bien, hacia los dispositivos de saber/poder a partir de los cuales esas representaciones son construidas.

Antes que como el “ocultamiento” de una identidad cultural preexistente, el problema del “otro” debe ser teóricamente abordado desde la perspectiva del proceso de producción material y simbólica en el que se vieron involucradas las sociedades occidentales a partir del siglo XVI[6].

Quisiera ilustrar este punto acudiendo a los análisis de la pensadora venezolana Beatriz González Stephan, quien ha estudiado los dispositivos disciplinarios de poder en el contexto latinoamericano del siglo XIX y el modo en que, a partir de estos dispositivos, se hizo posible la “invención del otro”.

González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura.

Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad

de ordenar e instaurar la lógica de la “civilización” y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones.

Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria[7].

La formación del ciudadano como “sujeto de derecho” sólo es posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución. La función jurídico-política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad.

La constitución venezolana de 1839 declara, por ejemplo, que sólo pueden ser ciudadanos los varones casados, mayores de 25 años, que sepan leer y escribir, que sean dueños de propiedad raíz y que practiquen una profesión que genere rentas anuales no inferiores a 400 pesos[8]. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual.

Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la “ciudad letrada”, recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye.

Pero si la constitución define formalmente un tipo deseable de subjetividad moderna, la pedagogía es el gran artífice de su materialización. La escuela se convierte en un espacio de internamiento donde se forma ese tipo de sujeto que los “ideales regulativos” de la constitución estaban reclamando.

Lo que se busca es introyectar una disciplina sobre la mente y el cuerpo que capacite a la persona para ser “útil a la patria”. El comportamiento del niño deberá ser reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le permitan asumir un rol “productivo” en la sociedad.

Los manuales de urbanidad

Pero no es hacia la escuela como “institución de secuestro” que Beatriz González dirige sus reflexiones, sino hacia la función disciplinaria de ciertas tecnologías pedagógicas como los manuales de urbanidad, y en particular del muy famoso de Carreño publicado en 1854.

El manual funciona dentro del campo de autoridad desplegado por el libro, con su intento de reglamentar la sujeción de los instintos, el control sobre los movimientos del cuerpo, la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada como “bárbara”[9].

No se escribieron manuales para ser buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser “buen ciudadano”; para formar parte de la civitas, del espacio legal en donde habitan los sujetos epistemológicos, morales y estéticos que necesita la modernidad.

Por eso, el manual de Carreño advierte que “sin la observancia de estas reglas, más o menos perfectas, según el grado de civilización de cada país […] no habrá medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y el progreso de los pueblos y la existencia de toda sociedad bien ordenada”[10].

Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las más diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas dependerá su mayor o menor éxito en la civitas terrena, en el reino material de la civilización.

La “entrada” en el banquete de la modernidad demandaba el cumplimiento de un recetario normativo que servía para distinguir a los miembros de la nueva clase urbana que empezaba a emerger en toda Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX.

Ese “nosotros” al que hace referencia el manual es, entonces, el ciudadano burgués, el mismo al que se dirigen las constituciones republicanas; el que sabe cómo hablar, comer, utilizar los cubiertos, sonarse las narices, tratar a los sirvientes, conducirse en sociedad. Es el sujeto que conoce perfectamente “el teatro de la etiqueta, la rigidez de la apariencia, la máscara de la contención”[11].

En este sentido, las observaciones de González Stephan coinciden con las de Max Weber y Norbert Elias, para quienes la constitución del sujeto moderno viene de la mano con la exigencia del autocontrol y la represión de los instintos, con el fin de hacer más visible la diferencia social.

El “proceso de la civilización” arrastra consigo un crecimiento del umbral de la vergüenza, porque se hacía necesario distinguirse claramente de todos aquellos estamentos sociales que no pertenecían al ámbito de la civitas que intelectuales latinoamericanos como Sarmiento venían identificando como paradigma de la modernidad.

La “urbanidad” y la “educación cívica” jugaron, entonces, como taxonomías pedagógicas que separaban el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie.

Las gramáticas de la lengua

En este proceso taxonómico jugaron también un papel fundamental las gramáticas de la lengua. González Stephan menciona en particular la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, publicada por Andrés Bello en 1847. El proyecto de construcción de la nación requería de la estabilización lingüística para una adecuada implementación de las leyes y para facilitar, además, las transacciones comerciales.

Existe, pues, una relación directa entre lengua y ciudadanía, entre las gramáticas y los manuales de urbanidad: en todos estos casos, de lo que se trata es de crear al homo economicus, al sujeto patriarcal encargado de impulsar y llevar a cabo la modernización de la república.

Desde la normatividad de la letra, las gramáticas buscan generar una cultura del “buen decir” con el fin de evitar “las prácticas viciosas del habla popular” y los barbarismos groseros de la plebe[12].

Estamos, pues, frente a una práctica disciplinaria en donde se reflejan las contradicciones que terminarían por desgarrar al proyecto de la modernidad: establecer las condiciones para la “libertad” y el “orden” implicaba el sometimiento de los instintos, la supresión de la espontaneidad, el control sobre las diferencias.

Para ser civilizados, para entrar a formar parte de la modernidad, para ser ciudadanos colombianos, brasileños o venezolanos, los individuos no sólo debían comportarse correctamente y saber leer y escribir, sino también adecuar su lenguaje a una serie de normas. El sometimiento al orden y a la norma conduce al individuo a sustituir el flujo heterogéneo y espontáneo de lo vital por la adopción de un continuum arbitrariamente constituido desde la letra.

Resulta claro, entonces, que los dos procesos señalados por González Stephan, la invención de la ciudadanía y la invención del otro, se hallan genéticamente relacionados. Crear la identidad del ciudadano moderno en América Latina implicaba generar un contraluz a partir del cual esa identidad pudiera medirse y afirmarse como tal. La construcción del imaginario de la “civilización” exigía necesariamente la producción de su contraparte: el imaginario de la “barbarie”.

Se trata en ambos casos de algo más que representaciones mentales. Son imaginarios que poseen una materialidad concreta, en el sentido de que se hallan anclados en sistemas abstractos de carácter disciplinario como la escuela, la ley, el Estado, las cárceles, los hospitales y las ciencias sociales. Es precisamente este vínculo entre conocimiento y disciplina el que nos permite hablar, siguiendo a Gayatri Spivak, del proyecto de la modernidad como el ejercicio de una “violencia epistémica”.

Ahora bien, aunque Beatriz González ha indicado que todos estos mecanismos disciplinarios buscaban crear el perfil del homo economicus en América Latina, su análisis genealógico, inspirado en la microfísica del poder de Michel Foucault, no permite entender el modo en que estos procesos quedan vinculados a la dinámica de la constitución del capitalismo como sistema-mundo.

Para conceptualizar este problema se hace necesario realizar un giro metodológico: la genealogía del saber-poder, tal como es realizada por Foucault, debe ser ampliada hacia el ámbito de macroestructuras de larga duración (Braudel / Wallerstein), de tal manera que permita visualizar el problema de la “invención del otro” desde una perspectiva geopolítica. Para este propósito resultará muy útil examinar el modo en que las teorías poscoloniales han abordado este problema.

2. La colonialidad del poder o la “otra cara” del proyecto de la modernidad

Una de las contribuciones más importantes de las teorías poscoloniales a la actual reestructuración de las ciencias sociales es haber señalado que el surgimiento de los Estados nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX no es un proceso autónomo, sino que posee una contraparte estructural: la consolidación del colonialismo europeo en ultramar.

La persistente negación de este vínculo entre modernidad y colonialismo por parte de las ciencias sociales ha sido, en realidad, uno de los signos más claros de su limitación conceptual. Impregnadas desde sus orígenes por un imaginario eurocéntrico, las ciencias sociales proyectaron la idea de una Europa ascéptica y autogenerada, formada históricamente sin contacto alguno con otras culturas[13].

La racionalización – en sentido weberiano – habría sido el resultado de un despliegue de cualidades inherentes a las sociedades occidentales (el “tránsito” de la tradición a la modernidad), y no de la interacción colonial de Europa con América, Asia y Africa a partir de 1492[14].

Desde este punto de vista, la experiencia del colonialismo resultaría completamente irrelevante para entender el fenómeno de la modernidad y el surgimiento de las ciencias sociales. Lo cual significa que para los africanos, asiáticos y latinoamericanos el colonialismo no significó primariamente destrucción y expoliación sino, ante todo, el comienzo del tortuoso pero inevitable camino hacia el desarrollo y la modernización.

Este es el imaginario colonial que ha sido reproducido tradicionalmente por las ciencias sociales y la filosofía en ambos lados del Atlántico.

Las teorías poscoloniales han mostrado, sin embargo, que cualquier recuento de la modernidad que no tenga en cuenta el impacto de la experiencia colonial en la formación de las relaciones propiamente modernas de poder resulta no sólo incompleto sino también ideológico.

Pues fue precisamente a partir del colonialismo que se generó ese tipo de poder disciplinario que, según Foucault, caracteriza a las sociedades y a las instituciones modernas. Si como hemos visto en el apartado anterior, el Estado-nación opera como una maquinaria generadora de otredades que deben ser disciplinadas, esto se debe a que el surgimiento de los estados modernos se da en el marco de lo que Walter Mignolo ha llamado el “sistema-mundo moderno/colonial”[15].

De acuerdo a teóricos como Mignolo, Dussel y Wallerstein, el Estado moderno no debe ser mirado como una unidad abstracta, separada del sistema de relaciones mundiales que se configuran a partir de 1492, sino como una función al interior de ese sistema internacional de poder.

Surge entonces la pregunta: ¿cuál es el dispositivo de poder que genera el sistema-mundo moderno/colonial y que es reproducido estructuralmente hacia adentro por cada uno de los estados nacionales? Una posible respuesta la encontramos en el concepto de la “colonialidad del poder” sugerido por el sociólogo peruano Aníbal Quijano[16].

En opinión de Quijano, la expoliación colonial es legitimada por un imaginario que establece diferencias inconmensurables entre el colonizador y el colonizado. Las nociones de “raza” y de “cultura” operan aquí como un dispositivo taxonómico que genera identidades opuestas. El colonizado aparece así como lo “otro de la razón”, lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por parte del colonizador. La maldad, la barbarie y la incontinencia son marcas “identitarias” del colonizado, mientras que la bondad, la civilización y la racionalidad son propias del colonizador.

Ambas identidades se encuentran en relación de exterioridad y se excluyen mutuamente. La comunicación entre ellas no puede darse en el ámbito de la cultura – pues sus códigos son inconmensurables – sino en el ámbito de la Realpolitik dictada por el poder colonial. Una política “justa” será aquella que, mediante la implementación de mecanismos jurídicos y disciplinarios, intente civilizar al colonizado a través de su completa occidentalización.

El concepto de la “colonialidad del poder” amplía y corrige el concepto foucaultiano de “poder disciplinario”, al mostrar que los dispositivos panópticos erigidos por el Estado moderno se inscriben en una estructura más amplia, de carácter mundial, configurada por la relación colonial entre centros y periferias a raíz de la expansión europea.

Desde este punto de vista podemos decir lo siguiente: la modernidad es un “proyecto” en la medida en que sus dispositivos disciplinarios quedan anclados en una doble gubernamentabilidad jurídica. De un lado, la ejercida hacia adentro por los estados nacionales, en su intento por crear identidades homogéneas mediante políticas de subjetivación; de otro lado, la gubernamentabilidad ejercida hacia afuera por las potencias hegemónicas del sistema-mundo moderno/colonial, en su intento de asegurar el flujo de materias primas desde la periferia hacia el centro. Ambos procesos forman parte de una sola dinámica estructural.

Nuestra tesis es que las ciencias sociales se constituyen en este espacio de poder moderno/colonial y en los saberes ideológicos generados por él. Desde este punto de vista, las ciencias sociales no efectuaron jamás una “ruptura epistemológica” – en el sentido althusseriano – frente a la ideología, sino que el imaginario colonial impregnó desde sus orígenes a todo su sistema conceptual[17].

Así, la mayoría de los teóricos sociales de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Bossuet, Turgot, Condorcet) coincidían en que la “especie humana” sale poco a poco de la ignorancia y va atravesando diferentes “estadios” de perfeccionamiento hasta, finalmente, obtener la “mayoría de edad” a la que han llegado las sociedades modernas europeas[18].

El referente empírico utilizado por este modelo heurístico para definir cuál es el primer “estadio”, el más bajo en la escala del desarrollo humano, es el de las sociedades indígenas americanas tal como éstas eran descritas por viajeros, cronistas y navegantes europeos.

La característica de este primer estadio es el salvajismo, la barbarie, la ausencia completa de arte, ciencia y escritura. “Al comienzo todo era América”, es decir, todo era superstición, primitivismo, lucha de todos contra todos, “estado de naturaleza”. El último estadio del progreso humano, el alcanzado ya por las sociedades europeas, es construido, en cambio, como “lo otro” absoluto del primero y desde su contraluz.

Allí reina la civilidad, el Estado de derecho, el cultivo de la ciencia y de las artes. El hombre ha llegado allí a un estado de “ilustración” en el que, al decir de Kant, puede autolegislarse y hacer uso autónomo de su razón. Europa ha marcado el camino civilizatorio por el que deberán transitar todas las naciones del planeta.

No resulta difícil ver cómo el aparato conceptual con el que nacen las ciencias sociales en los siglos XVII y XVIII se halla sostenido por un imaginario colonial de carácter ideológico.

Conceptos binarios tales como barbarie y civilización, tradición y modernidad, comunidad y sociedad, mito y ciencia, infancia y madurez, solidaridad orgánica y solidaridad mecánica, pobreza y desarrollo, entre otros muchos, han permeado por completo los modelos analíticos de las ciencias sociales.

El imaginario del progreso según el cual todas las sociedades evolucionan en el tiempo según leyes universales inherentes a la naturaleza o al espíritu humano, aparece así como un producto ideológico construido desde el dispositivo de poder moderno/colonial.

Las ciencias sociales funcionan estructuralmente como un “aparato ideológico” que, de puertas para adentro, legitimaba la exclusión y el disciplinamiento de aquellas personas que no se ajustaban a los perfiles de subjetividad que necesitaba el Estado para implementar sus políticas de modernización; de puertas para afuera, en cambio, las ciencias sociales legitimaban la división internacional del trabajo y la desigualdad de los términos de intercambio y comercio entre el centro y la periferia, es decir, los grandes beneficios sociales y económicos que las potencias europeas estaban obteniendo del dominio sobre sus colonias.

La producción de la alteridad hacia adentro y la producción de la alteridad hacia afuera formaban parte de un mismo dispositivo de poder. La colonialidad del poder y la colonialidad del saber se encuentraban emplazadas en una misma matriz genética.

3. Del poder disciplinar al poder libidinal

Quisiera finalizar este ensayo preguntándome por las transformaciones sufridas por el capitalismo una vez consolidado el final del proyecto de la modernidad, y por las consecuencias que tales transformaciones pueden tener para las ciencias sociales y para la teoría crítica de la sociedad.

Hemos conceptualizado la modernidad como una serie de prácticas orientadas hacia el control racional de la vida humana, entre las cuales figuran la institucionalización de las ciencias sociales, la organización capitalista de la economía, la expansión colonial de Europa y, por encima de todo, la configuración jurídico-territorial de los estados nacionales.

También vimos que la modernidad es un “proyecto” porque ese control racional sobre la vida humana es ejercido hacia adentro y hacia afuera desde una instancia central, que es el Estado-nación. En este orden de ideas viene entonces la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando hablamos del final del proyecto de la modernidad?

Podríamos empezar a responder de la siguiente forma: la modernidad deja de ser operativa como “proyecto” en la medida en que lo social empieza a ser configurado por instancias que escapan al control del Estado nacional. O dicho de otra forma: el proyecto de la modernidad llega a su “fin” cuando el Estado nacional pierde la capacidad de organizar la vida social y material de las personas. Es, entonces, cuando podemos hablar propiamente de la globalización.

En efecto, aunque el proyecto de la modernidad tuvo siempre una tendencia hacia la mundialización de la acción humana, creemos que lo que hoy se llama “globalización” es un fenómeno sui generis, pues conlleva un cambio cualitativo de los dispositivos mundiales de poder. Quisiera ilustrar esta diferencia entre modernidad y globalización utilizando las categorías de “anclaje” y “desanclaje” desarrolladas por Anthony Giddens: mientras que la modernidad desancla las relaciones sociales de sus contextos tradicionales y las reancla en ámbitos postradicionales de acción coordinados por el Estado, la globalización desancla las relaciones sociales de sus contextos nacionales y los reancla en ámbitos posmodernos de acción que ya no son coordinados por ninguna instancia en particular.

Desde este punto de vista, sostengo la tesis de que la globalización no es un “proyecto”, porque la gubernamentabilidad no necesita ya de un “punto arquimédico”, es decir, de una instancia central que regule los mecanismos de control social[19].

Podríamos hablar incluso de una gubernamentabilidad sin gobierno para indicar el carácter espectral y nebuloso, a veces imperceptible, pero por ello mismo eficaz, que toma el poder en tiempos de globalización. La sujeción al sistema-mundo ya no se asegura mediante el control sobre el tiempo y sobre el cuerpo ejercido por instituciones como la fábrica o el colegio, sino por la producción de bienes simbólicos y por la seducción irresistible que éstos ejercen sobre el imaginario del consumidor.

El poder libidinal de la posmodernidad pretende modelar la totalidad de la psicología de los individuos, de tal manera que cada cual pueda construir reflexivamente su propia subjetividad sin necesidad de oponerse al sistema. Por el contrario, son los recursos ofrecidos por el sistema mismo los que permiten la construcción diferencial del “Selbst”. Para cualquier estilo de vida que uno elija, para cualquier proyecto de autoinvención, para cualquier ejercicio de escribir la propia biografía, siempre hay una oferta en el mercado y un “sistema experto” que garantiza su confiabilidad[20].

Antes que reprimir las diferencias, como hacía el poder disciplinar de la modernidad, el poder libidinal de la posmodernidad las estimula y las produce.

Habíamos dicho también que en el marco del proyecto moderno, las ciencias sociales jugaron básicamente como mecanismos productores de alteridades. Esto debido a que la acumulación de capital tenía como requisito la generación de un perfil de “sujeto” que se adaptara fácilmente a las exigencias de la producción: blanco, varón, casado, heterosexual, disciplinado, trabajador, dueño de sí mismo.

Tal como lo ha mostrado Foucault, las ciencias humanas contribuyeron a crear este perfil en la medida en que formaron su objeto de conocimiento a partir de prácticas institucionales de reclusión y secuestro. Cárceles, hospitales, manicomios, escuelas, fábricas y sociedades coloniales fueron los laboratorios donde las ciencias sociales obtuvieron a contraluz aquella imagen de “hombre” que debía impulsar y sostener los procesos de acumulación de capital.

Esta imagen del “hombre racional”, decíamos, se obtuvo contrafácticamente mediante el estudio del “otro de la razón”: el loco, el indio, el negro, el desadaptado, el preso, el homosexual, el indigente. La construcción del perfil de subjetividad que requería el proyecto moderno exigía entonces la supresión de todas estas diferencias.

Sin embargo, y en caso de ser plausible lo que he venido argumentando hasta ahora, en el momento en que la acumulación de capital ya no demanda la supresión sino la producción de diferencias, también debe cambiar el vínculo estructural entre las ciencias sociales y los nuevos dispositivos de poder. Las ciencias sociales y las humanidades se ven obligadas a realizar un “cambio de paradigma” que les permita ajustarse a las exigencias sistémicas del capital global.

El caso de Lyotard me parece sintomático. Afirma con lucidez que el metarelato de la humanización de la Humanidad ha entrado en crisis, pero declara, al mismo tiempo, el nacimiento de un nuevo relato legitimador: la coexistencia de diferentes “juegos de lenguaje”.

Cada juego de lenguaje define sus propias reglas, que ya no necesitan ser legitimadas por un tribunal superior de la razón. Ni el héroe epistemológico de Descartes ni el héroe moral de Kant funcionan ya como instancias transcendentales desde donde se definen las reglas universales que deberán jugar todos los jugadores, independientemente de la diversidad de juegos en los cuales participen. Para Lyotard, en la “condición posmoderna” son los jugadores mismos quienes construyen las reglas del juego que desean jugar. No existen reglas definidas de antemano[21].

El problema con Lyotard no es que haya declarado el final de un proyecto que, en opinión de Habermas, todavía se encuentra “inconcluso[22]. El problema radica, más bien, en el nuevo relato que propone. Pues afirmar que ya no existen reglas definidas de antemano equivale a invisibilizar – es decir, enmascarar – al sistema-mundo que produce las diferencias en base a reglas definidas para todos los jugadores del planeta.

Entendámonos: la muerte de los metarelatos de legitimación del sistema-mundo no equivale a la muerte del sistema-mundo.  Equivale, más bien, a un cambio de las relaciones de poder al interior del sistema-mundo, lo cual genera nuevos relatos de legitimación como el propuesto por Lyotard. Sólo que la estrategia de legitimación es diferente: ya no se trata de metarelatos que muestran al sistema, proyectándolo ideológicamente en un macrosujeto epistemológico, histórico y moral, sino de microrelatos que lo dejan por fuera de la representación, es decir, que lo invisibilizan.

Algo similar ocurre con los llamados estudios culturales, uno de los paradigmas más innovadores de las humanidades y las ciencias sociales hacia finales del siglo XX[23].

Ciertamente, los estudios culturales han contruibuido a flexibilizar las rígidas fronteras disciplinarias que hicieron de nuestros departamentos de sociales y humanidades un puñado de “feudos epistemológicos” inconmensurables. La vocación transdisciplinaria de los estudios culturales ha sido altamente saludable para unas instituciones académicas que, por lo menos en Latinoamérica, se habían acostumbrado a “vigilar y administrar” el canon de cada una de las disciplinas[24].

Es en este sentido que el informe de la comisión Gulbenkian señala cómo los estudios culturales han empezado a tender puentes entre los tres grandes islotes en que la modernidad había repartido el conocimiento científico[25].

Sin embargo, el problema no está tanto en la inscripción de los estudios culturales en el ámbito universitario, y ni siquiera en el tipo de preguntas teóricas que abren o en las metodologías que utilizan, como en el uso que hacen de estas metodologías y en las respuestas que dan a esas preguntas. Es evidente, por ejemplo, que la planetarización de la industria cultural ha puesto en entredicho la separación entre cultura alta y cultura popular, a la que todavía se aferraban pensadores de tradición “crítica” como Horkheimer y Adorno, para no hablar de nuestros grandes “letrados” latinoamericanos con su tradición conservadora y elitista.

Pero en este intercambio massmediático entre lo culto y lo popular, en esa negociación planetaria de bienes simbólicos, los estudios culturales parecieran ver nada más que una explosión liberadora de las diferencias. La cultura urbana de masas y las nuevas formas de percepción social generadas por las tecnologías de la información son vistas como espacios de emancipación democrática, e incluso como un locus de hibridación y resistencia frente a los imperativos del mercado.

Ante este diagnóstico, surge la sospecha de si los estudios culturales no habrán hipotecado su potencial crítico a la mercantilización fetichizante de los bienes simbólicos.

Al igual que en el caso de Lyotard, el sistema-mundo permanece como ese gran objeto ausente de la representación que nos ofrecen los estudios culturales. Pareciera como si nombrar la “totalidad” se hubiese convertido en un tabú para las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas, del mismo modo que para la religión judía constituía un pecado nombrar o representar a Dios.

Los temas “permitidos” – y que ahora gozan de prestigio académico – son la fragmentación del sujeto, la hibridación de las formas de vida, la articulación de las diferencias, el desencanto frente a los metarelatos. Si alguien utiliza categorías como “clase”, “periferia” o “sistema-mundo”, que pretenden abarcar heurísticamente una multiplicidad de situaciones particulares de género, etnia, raza, procedencia u orientación sexual, es calificado de “esencialista”, de actuar de forma “políticamente incorrecta”, o por lo menos de haber caído en la tentación de los metarelatos. Tales reproches no dejan de ser justificados en muchos casos, pero quizás exista una alternativa.

Considero que el gran desafío para las ciencias sociales consiste en aprender a nombrar la totalidad sin caer en el esencialismo y el universalismo de los metarelatos. Esto conlleva la difícil tarea de repensar la tradición de la teoría crítica (aquella de Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Sartre y Althusser) a la luz de la teorización posmoderna, pero, al mismo tiempo, de repensar ésta a la luz de aquella. No se trata, pues, de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos; se trata, más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener al nuevo vino. Este “trabajo teórico”, como lo denominó Althusser, ha sido comenzado ya en ambos lados del Atlántico desde diferentes perspectivas.

Me refiero a los trabajos de Antonio Negri, Michael Hardt, Fredric Jameson, Slavoj Zizek, Walter Mignolo, Enrique Dussel, Edward Said, Gayatri Spivak, Ulrich Beck, Boaventura de Souza Santos y Arturo Escobar, entre otros muchos.

La tarea de una teoría crítica de la sociedad es, entonces, hacer visibles los nuevos mecanismos de producción de las diferencias en tiempos de globalización. Para el caso latinoamericano, el desafío mayor radica en una “descolonización” las ciencias sociales y la filosofía.

Y aunque éste no es un programa nuevo entre nosotros, de lo que se trata ahora es de desmarcarse de toda una serie de categorías binarias con las que trabajaron en el pasado las teorías de la dependencia y las filosofías de la liberación (colonizador versus colonizado, centro versus periferia, Europa versus América Latina, desarrollo versus subdesarrollo, opresor versus orpimido, etc.), entendiendo que ya no es posible conceptualizar las nuevas configuraciones del poder con ayuda de ese instrumental teórico[26].

Desde este punto de vista, las nuevas agendas de los estudios poscoloniales podrían contribuir a revitalizar la tradición de la teoría crítica en nuestro medio[27].

Referencias bibliográficas

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[1] Cf. H. Blumemberg, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt 197, parte II.

[2] Cf. F. Bacon, Novum Organum # 1-33; 129.

[3] Cf. I. Wallerstein, Unthinking Social Science. The Limits of Nineteenth-Century Paradigms. Polity Press, Londres, 1991.

[4] Las ciencias sociales son, como bien lo muestra Giddens, “sistemas reflexivos”, pues su función es observar el mundo social desde el que ellas mismas son producidas. Cf. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 23 ss.

[5] Sobre este problema de la identidad cultural como un constructo estatal me he ocupado en el artículo “Fin de la modernidad nacional y transformaciones de la cultura en tiempos de globalización”, en: J. Martín-Barbero, F. López de la Roche, Jaime E. Jaramillo (eds.), Cultura y Globalización. CES – Universidad Nacional de Colombia, 1999, pp. 78-102.

[6] Por eso preferimos usar la categoría “invención” en lugar de “encubrimiento”, como hace el filósofo argentino Enrique Dussel. Cf. E. Dussel, 1492: El encubrimiento del otro. El orígen del mito de la modernidad. Ediciones Antropos, Santafé de Bogotá, 1992.

[7] B. González Stephan, “Economías fundacionales. Diseño del cuerpo ciudadano”, en: B. González Stephan (comp.), Cultura y Tercer Mundo. Nuevas identidades y ciudadanías. Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1996.

[8] Ibid., p. 31.

[9] Id., “Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado“, en: B. González Stephan / J. Lasarte / G. Montaldo / M.J. Daroqui (comp.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina. Monte Avila Editores, Caracas, 1995.

[10] Ibid., p. 436.

[11] Ibid., p. 439.

[12] B. González Stephan, “Economías fundacionales”, p. 29.

[13] Cf. J.M. Blaut, The Colonizer`s Model of the World. Geographical Diffusionism and Eurocentric History. The Guilford Press, New York, 1993.

[14] Recordar la pregunta que se hace Max Weber al comienzo de La ética protestante y que guiará toda su teoría de la racionalización: “¿Qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que, al menos como solemos representárnoslos, parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?” Cf. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Madrid, 1984, p. 23.

[15] Cf. W. Mignolo, Local Histories / Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges and Border Thinking. Princenton University Press, Princenton, 2000, p. 3 ss.

[16] Cf. A. Quijano, “Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina”, en: S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999, p. 99-109.

[17] Una genealogía de las ciencias sociales debería mostrar que el imaginario ideológico que luego impregnaría a las ciencias sociales tuvo su origen en la primera fase de consolidación de sistema-mundo moderno/colonial, es decir, en la época de la hegemonía española.

[18] Cf. R. Meek, Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981.

[19] La materialidad de la globalización ya no está constituída por las instituciones disciplinarias del Estado nacional, sino por corporaciones que no conocen territorios ni fronteras. Esto implica la configuración de un nuevo marco de legalidad, es decir, de una nueva forma de ejercicio del poder y la autoridad, así como de la producción de nuevos mecanismos punitivos – una policía global – que garanticen la acumulación de capital y la resolución de los conflictos. Las guerras del Golfo y de Kosovo son un buen ejemplo del “nuevo orden mundial” que emerge después de la guerra fría y como consecuencia del “fin” del proyecto de la modernidad. Cf. S. Castro-Gómez / E. Mendieta, “La translocalización discursiva de Latinoamérica en tiempos de la globalización”, en: Id., Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, Poscolonialidad y Globalización en debate. Editorial Porrúa, México, 1998, p. 5-30

[20] El concepto de la confianza (trust) depositada en sistemas expertos lo tomo directamente de Giddens. Cf. op.cit., p. 84 ss.

[21] Cf. J.-F. Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Rei, México, 1990.

[22] Cf. J. Habermas, Die Moderne – Ein Unvollendetes Projekt. Reclam, Leipzig, 1990, p. 32-54.

[23] Para una introducción a los estudios culturales anglosajones, véase: B. Agger, Cultural Studies as Critical Theory. The Falmer Press, London / New York, 1992. Para el caso de los estudios culturales en América Latina, la mejor introducción sigue siendo el libro de W. Rowe / V. Schelling, Memoria y Modernidad. Cultura Popular en América Latina. Grijalbo, México, 1993.

[24] Es preciso establecer aquí una diferencia en el significado político que han tenido los estudios culturales en la universidad norteamericana y latinoamericana respectivamente. Mientras que en los Estados Unidos los estudios culturales se han convertido en un vehículo idóneo para el rápido “carrerismo” académico en un ámbito estructuralmente flexible, en América Latina han servido para combatir la desesperante osificación y el parroquialismo de las estructuras universitarias.

[25] Cf. I. Wallerstein, et.al, Open the Social Sciences. Report of the Gulbenkian Commission on the Restructuring of the Social Sciences. Stanford University Press, Stanford, 1996, p. 64-66

[26] Para una crítica de las categorías binarias con las que trabajó el pensamiento latinoamericano del siglo XX, véase mi libro Crítica de la razón latinoamericana, Puvill Libros, Barcelona, 1996.

[27] S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides, “Introducción”, en: Id. (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999.

El problema del sujeto en las luchas por la hegemonía: ¿clase o proyecto?  Por Javier Balsa. La Tizza. Octubre 13, 2022.

La fe en los conceptos sólidos, por un lado, y en la certeza de las cosas reales, por el otro, están en el origen de las posiciones antidialécticas más empedernidas. Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica

Hay un interrogante en torno a los análisis políticos que hace tiempo me preocupa: ¿por qué, en las últimas décadas, existe un abandono de los enfoques clasistas, incluso por parte de los y las analistas «de izquierda»?

Pocos parecieran recordar la formulación de Karl Marx acerca de que, si «a primera vista» las disputas políticas, en la Francia de mediados del siglo XIX, parecían una lucha entre monárquicos y republicanos, entre la reacción y los «eternos derechos humanos», «examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases…».[1]

Hay dos causas relativamente reconocidas de este «olvido»: la progresiva reducción de la incidencia directa de la pertenencia de clase sobre las conductas políticas, y la propia crisis del proyecto socialista, que hizo perder la fe en que la clase obrera fuera la clase dirigente de un proceso anticapitalista.[2] Sin embargo, considero que existe una tercera causa menos advertida:

la propia complejidad de la lucha por la hegemonía es la que dificulta leer la disputa política en términos de lucha de clases; dificultad que se ha agravado debido a un abandono de una perspectiva dialéctica.

En esta complicación para vincular hegemonía y clases inciden dos factores. Por un lado, la disputa por la hegemonía contiene un componente universalista y una discursividad retórica que, de manera intencional, tienden a no explicitar sus bases clasistas. Y, por otro lado, el escaso desarrollo de una sistemática teoría de la hegemonía genera un déficit conceptual para abordar la relación entre clase y disputas por la hegemonía. En este trabajo defiendo la tesis de que la tensión entre hegemonía y clases no puede ser resuelta, sino que tiene que ser transitada en una serie de relaciones recursivas que se abordan en el último apartado de este texto y que siempre tienen que ser analizadas en su condición de históricamente situadas.

Dominación hegemónica y universalización

Toda dominación procura recubrirse de una ideología que la legitime e, incluso, la invisibilice como tal. De todos modos, en las sociedades clasistas anteriores al capitalismo tendía a existir una separación tan marcada entre las clases o estamentos — sin que hubiera igualdad legal entre estos últimos — que la coerción era el elemento central de la dominación.

Por el contrario, en el capitalismo, la igualdad legal teórica y las luchas populares fueron imponiendo formas de gobierno basadas en el sufragio universal. Esto significó un desafío a la dominación clasista, pues, como Marx señaló, se instala una contradicción entre la forma de gobierno republicano y la dominación burguesa: el sufragio universal «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses».

En cambio, «a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder», poniendo «en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa».[3]

Hoy este peligro parece temporalmente conjurado, pues la burguesía supo desarrollar con éxito una forma de dominación basada en la hegemonía, donde la coerción pasó a un segundo plano frente a una lógica del consenso concretada en la elección periódica de los principales cargos políticos sobre la base del sufragio universal.[4]

Lo cual no implica que el recurso a la coerción esté ausente, sino que opera, en la esfera pública, solo ante la amenaza de cambio social y, en el plano de lo cotidiano, a través de una serie de micro-instancias que modelan lo correcto y lo deseable a partir de violencias legitimadas en los espacios laborales, domésticos o en cuanto al uso del espacio público (y, en general, también legalizadas o toleradas por las instancias judiciales).

En este marco republicano-representativo, la disputa por las posiciones gubernamentales y por la dirección ideológica de la sociedad no se da, como en el pasado, en los términos de una guerra entre estamentos, sino en los de una lucha entre partidos y fuerzas políticas que, por la propia dinámica de la lucha por la hegemonía, tenderá ineludiblemente a ocultar — o, al menos a moderar — su vínculo con las clases.

Gramsci deja en claro que, en la lucha por la hegemonía, resultan esenciales dos elementos: la operación de universalización y los partidos.[5]

Los intereses particulares de la clase dominante — o de la clase que procura serlo — tienen que ser presentados como los intereses generales del conjunto de la sociedad — o de la mayoría de ella — , es decir, como intereses de pretensión universal. Es de este modo que se eleva la lucha política del plano de lo corporativo — eminentemente defensivo — , al plano de la disputa por la hegemonía, por la dirección de la sociedad.

Dice Gramsci que, en este momento, «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados», para lo cual deben situarse en ese plano «universal», «creando así la hegemonía». Más específicamente, escribió:

    «Esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de ellas o al menos una combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»[6]

La cuestión de la universalización

En esta reescritura realizada en el Cuaderno 13, Gramsci agrega un vínculo más fuerte entre universalización y hegemonía que el que estaba en la versión del Cuaderno 4, cuando la relación era presentada a través de una mera yuxtaposición sintáctica.[7]

Además, las comillas que colocó en «universal» — que no estaban en la redacción del Cuaderno 4 — , pueden interpretarse en términos de que Gramsci quiso resaltar que no habla de «universal» en un sentido absoluto, sino en tanto construcción discursivo-ideológica.

Una construcción que será efectiva solo si logra ser considerada como verdadera por el conjunto de la sociedad, es decir, si se vuelve hegemónica.

Considero que es necesario analizar con más detalle esta cuestión de la «universalización» en los Cuadernos de la cárcel. Giuseppe Cacciatore, en la entrada «Universale» del Dizionario Gramsciano, distingue, en primer lugar, un significado filosófico que ubica en la vinculación entre: por un lado, la unidad económica y política y, por otro lado, la unidad intelectual y moral; cuestión desarrollada en los ya citados fragmentos de los Cuadernos 4 y 13.[8]

En segundo lugar, distingue otro plano de carácter ético y político presente en las asociaciones, pues todas ellas requieren de principios éticos de carácter universal, según analizó Gramsci en el Cuaderno 6, apartado 79. En tercer lugar, el concepto de «universal» aparece cuando aborda el método científico, planteando que solo estaría en la lógica formal y la matemática, que tendrían «la metodología más genérica y universal». [9]

En cuarto lugar, la universalidad se encuentra vinculada con la «libertad»: para Gramsci «solamente es libertad la que es ‘responsable’ o sea ‘universal’, en cuanto que se plantea como aspecto individual de una ‘libertad’ colectiva o de grupo, como expresión individual de una ley», o mejor dicho de una necesidad.[10] Y, un último uso del concepto lo encuentra Cacciatore cuando Gramsci define lo objetivo como lo «universal subjetivo», tal como lo desarrolla en los Cuadernos 8 y 11.

Considero que debemos incorporar otro significado no desarrollado por Cacciatore. En el Cuaderno 16, Gramsci se aboca nuevamente a la cuestión de lo necesario, a partir de una crítica al concepto de «naturaleza humana». Afirma que «un determinado tipo de civilización económica […] exige un determinado modo de vivir, determinadas reglas de conducta, un cierto hábito» y agrega que, por lo tanto,

    «…en esta objetividad y necesidad histórica (que por lo demás no es obvia, sino que tiene necesidad de que se la reconozca críticamente y se la haga sustentable en forma completa y casi ‘capilar’) se puede basar la ‘universalidad’ del principio moral, más aún, nunca ha existido otra universalidad que no sea esta objetiva necesidad de la técnica civil, si bien interpretada con ideologías trascendentes o trascendentales y presentada en cada ocasión en la forma más eficaz históricamente para alcanzar el objetivo deseado.»[11]

Vemos así que se agrega cierta idea de «objetividad y necesidad» — en términos de requerimientos propios de un modo de producción — a la interpelación «universalista» de que debería aceptarse cierto «conformismo» para el desarrollo económico de una sociedad en un determinado momento.

Aquí emergen, al menos, tres tensiones en las que se articulan buena parte de las significaciones de «universalidad» presentes en Gramsci. En primer lugar, habría ciertos requerimientos que surgirían de los modos de producción, o de sus formas más específicas, como lo desarrolla en el Cuaderno 22, dedicado a Americanismo y Fordismo.

En este sentido, serían exigencias objetivas en un sentido estructural del término. Y esto se vincula con cierta objetividad del contenido universalista del proyecto que procura ser hegemónico: contiene un núcleo de verdad en su apelación a hacer progresar la sociedad; su «promesa» tiene que ser factible, viable.

Gramsci, no obstante, relativiza este objetivismo estructural. Por un lado, en el Cuaderno 11 ha planteado que «objetivo» es «universalmente compartido»,[12] y en el párrafo antes citado, vimos que la «objetividad y necesidad histórica» «no es obvia», sino construida (discursivamente).

Esta construcción de la necesidad histórica es producto de los «esfuerzos incesantes y perseverantes» de «las fuerzas políticas operantes». Así, la existencia de las «condiciones necesarias y suficientes» dependerá de las relaciones de fuerza, y no de cuestiones meramente económicas.

Son estas fuerzas antagónicas las que «tienden a demostrar […] que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente…».[13] Como puede observarse en el conjunto del fragmento, esta demostración y «su verdad» se obtienen con el triunfo político que posibilita la construcción de una nueva realidad:

    «Estos esfuerzos incesantes y perseverantes [de las fuerzas políticas que buscan la defensa de la estructura] (porque ninguna forma social querrá nunca confesar haber sido superada) forman el terreno de lo ‘ocasional’ sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que en último análisis solo se consigue y es ‘verdadera’ si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que inmediatamente se desarrolla en una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etcétera, cuya concreción es evaluable por la medida en que resultan convincentes y transforman el alineamiento preexistente de las fuerzas sociales) que existen y a las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente (deban, porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden necesario y prepara catástrofes más graves).».[14]

En segundo lugar, en cada coyuntura, el proyecto que se postula como hegemónico procurará presentarse como la encarnación de las necesidades generales o «universales» de la sociedad y, por lo tanto, como capaz de garantizar su desarrollo. En la medida en que la interpelación sea exitosa, y la gran mayoría de la sociedad la comparta, los postulados del proyecto devendrán «objetivos», en el sentido de «universalmente subjetivos» — más allá de que, en los márgenes de la opinión pública, haya grupos que los critiquen — .

Esta interpelación tendrá su costado más estructural, en el sentido de que determinados proyectos difícilmente puedan lograr el crecimiento económico y/o la inclusión de las mayorías, al menos, en algún tipo de participación de los beneficios de este crecimiento.

La hegemonía lograda, en esos casos, tendrá corta duración y es muy probable que sobrevenga algún tipo de crisis de hegemonía que, en tanto crisis orgánicas, de seguro dificultarán la consolidación del proyecto y la demostración de su «necesidad». Si bien encontramos varias referencias que indican que Gramsci está planteando la mayor parte de estas cuestiones en términos de la transición del capitalismo al socialismo, el papel de la universalización en relación con la necesidad histórica podría generalizarse a cambios de menor envergadura. Esto es posible de observar en su análisis de la relación entre americanismo y fordismo, y también en sus invocaciones de la capacidad de reconstitución de la hegemonía burguesa.

El siguiente fragmento, en el que Gramsci distingue la existencia de una mayor «crisis orgánica» en Inglaterra, en comparación con Alemania, puede interpretarse en este último sentido, vinculando este tipo de crisis con la incapacidad para volver a dar empleo a los desocupados:

    «Puede decirse que la desocupación inglesa, aun siendo inferior numéricamente a la alemana, indica que el coeficiente ‘crisis orgánica’ es mayor en Inglaterra que en Alemania, donde por el contrario el coeficiente ‘crisis cíclica’ es más importante. O sea que, en la hipótesis de una recuperación ‘cíclica’, la absorción de la desocupación sería más fácil en Alemania que en Inglaterra.»[15]

Y, en tercer lugar, corresponde señalar la existencia de una recursividad entre consenso y viabilidad de un determinado proyecto y, por lo tanto, en su postulada «universalidad», pero también en su «verdadero» carácter de favorable para el conjunto de la sociedad.

Grados de consenso altos pueden generar adecuaciones en las subjetividades y el rechazo a los proyectos alternativos por parte de las mayorías; incluso, pueden reducirse bastante las resistencias corporativas, en un clima de resignación frente a la instalación del proyecto que, así, se tornaría fuertemente hegemónico.

De este modo, se reducirá la conflictividad social y, por lo tanto, aumentará la viabilidad del proyecto dominante y su capacidad para generar un crecimiento económico del conjunto de la sociedad. Esto es así pues la confianza en la viabilidad es recursiva.

En el caso de los proyectos capitalistas, porque la burguesía, si sintiera una clara certeza en la continuidad del mismo, efectuará las inversiones que garantizarán el crecimiento y se «demostrará» su necesidad histórica; por el contrario, en un clima de incertidumbre, no realizará las inversiones y quebrará la viabilidad del mismo.

    En el caso de proyectos de transición al socialismo, solo la creencia en un futuro mejor y en su concreta capacidad de derrotar los intentos de restauración capitalista pueden conseguir concitar los esfuerzos, sacrificios y privaciones propias de estos períodos de transición. Es necesario formular una aclaración: el desarrollo económico también puede consolidarse por la vía de períodos en los que predomine una fuerte coerción; etapas que han operado como momentos de afianzamiento de nuevos tipos de órdenes económicos — por dar solo dos ejemplos: la larga dictadura chilena y su imposición del modelo neoliberal, y el estalinismo como forma de consolidación del «socialismo real» — .

En algunos casos, la construcción de la hegemonía tiene lugar luego de esta consolidación coercitiva del modelo económico como su base de sustentación material.

En contraste con una relación armoniosa entre hegemonía y desarrollo, las situaciones de fuerte disputa entre proyectos tienden a debilitar estos efectos recursivos positivos: al proyecto dominante le cuesta «demostrar» su necesidad histórica, no hay «objetividad» en tanto creencias universalmente compartidas, tiende a crecer la conflictividad social y, por lo tanto, es difícil que se logre consolidar un proyecto hegemónico en una situación de «empate hegemónico», tal como conceptualizara Juan Carlos Portantiero la realidad argentina de los años sesenta,[16] pero que podría servir para describir también las disputas durante la última década.[17]

En síntesis, es posible vincular estos tres sentidos de la universalidad: como verdad epistemológica-cognoscitiva — «objetivo» como «universalmente subjetivo» — , como necesidad de un determinado proyecto para el desarrollo económico de una sociedad — y el despliegue de cierta capacidad de integración social — y como presentación político-discursiva de los intereses particulares como universales.

Sin embargo, más allá de ciertos límites estructurales a la universalidad como necesidad de un proyecto — y a las dificultades inherentes a estas cuestiones — ,[18] es posible observar que el centro de la argumentación gramsciana se ubica en la capacidad discursiva de universalizar los intereses particulares, e imponer cierta «objetividad» a través de la lucha político-ideológica.

Por lo tanto, en el resto del trabajo vamos a centrarnos en este plano de la «universalidad», sin por ello dejar de lado las anteriores reflexiones.

Por último, antes de abandonar este recorrido por la cuestión de la «universalidad», podemos explorar la posibilidad de conectar las cuestiones más generales que acabamos de considerar con el plano de lo universal presente en las asociaciones. Gramsci, en el apartado 12 del Cuaderno 16, luego de reflexionar sobre la cuestión de lo «artificial» y lo «convencional» en los fenómenos de masas, señala la centralidad del «problema de quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas».

Y responde negando que se pueda «crear un ‘papa’ especial o una oficina competente» para que tomen estas decisiones y que, por el contrario, «las fuerzas dirigentes nacerán por el hecho mismo de que el modo de pensar estará dirigido en este sentido realista y nacerán del mismo choque de los pareceres discordantes, sin ‘convencionalidad’ y ‘artificio’ sino ‘naturalmente’».[19]

Se observa aquí una defensa del debate democrático como base para la resolución de las diferencias al interior de las organizaciones populares.[20]

Una reflexión que puede vincularse con una crítica a las construcciones políticas autoritarias, donde predomine la «autoridad» versus la «universalidad», relacionadas, respectivamente, con la «dictadura (momento de la autoridad y del individuo)» y con la «hegemonía (momento de lo universal y de la libertad)», aunque no como «oposición de principio entre principado y república».[21]

Entonces, establece una relación entre hegemonía y universalidad en el plano de la construcción de las fuerzas políticas. En este sentido, podemos recuperar el significado de «universal» vinculado a las asociaciones que había detallado Cacciatore, pues Gramsci afirma que «no puede existir una asociación permanente y con capacidad de desarrollo que no se sostenga en determinados principios éticos» y que hay una tendencia «universal a la ética de grupo que debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad».

Desde allí, critica la idea de una «élite-aristocracia-vanguardia como […] una colectividad indistinta y caótica; en la que, por gracia de un misterioso espíritu santo o de otra misteriosa y metafísica deidad ignota, desciende la gracia de la inteligencia», aunque reconoce que «este modo de pensar es común», y «de ahí la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional y por ello, en esta pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la democracia».

En fin, vemos así cómo se vincula en Gramsci la democracia interna de las asociaciones políticas con la «filosofía de la praxis», con la idea de hegemonía y «universalidad». Lo cual nos conecta con la cuestión del partido, y el lugar que en el Cuaderno 13 le reserva en la lucha por la hegemonía.[22]

El papel de los partidos políticos y los proyectos

En el proceso de universalización, el papel de los partidos es imprescindible. Así, en el Cuaderno 3 Gramsci había escrito que «los partidos no son solamente una expresión mecánica y pasiva de las clases mismas, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, consolidarlas, universalizarlas».[23]

Y, regresando al apartado 17 del Cuaderno 13, vemos que el segundo elemento ineludible que aparece en esta reescritura es el papel del partido en este pasaje al plano de la lucha por la hegemonía — que tampoco estaba en la versión del Cuaderno 4 — . Gramsci escribe ahora que «las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha».[24]

En similar sentido, en el apartado 1 de este mismo Cuaderno 13 especifica que el partido moderno debe desarrollar esta lógica universalizante: «el partido político, [es] la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales».[25]

En esta misma línea, que subraya la centralidad de los proyectos en la disputa por la hegemonía, Raúl Burgos ha planteado que el sujeto de la guerra de posiciones es un «sujeto-proyecto» que lucha por la hegemonía. Así, los sujetos que se constituyen en la lucha por la hegemonía, lo hacen «en torno de un proyecto y en curso de un proceso-proyecto.

En este sentido podríamos, parafraseando a Althusser, decir que los proyectos ‘interpelan a los grupos sociales y a los individuos constituyéndolos en sujetos’ (en el sentido de ‘atrayéndolos para el centro gravitatorio’) de un cierto proyecto». Y reafirma Burgos su idea sosteniendo que es por eso que para Gramsci «las grandes transformaciones sociales son obra de voluntades colectivas, preanuncio y al mismo tiempo realización de un bloque social intelectual y moral alma mater del nuevo bloque histórico (una nueva formación económico-social)».[26]

Surge así una primera dificultad para comprender, en términos de intereses de clase, las disputas por la hegemonía, pues estas se presentan como luchas entre partidos, proyectos y voluntades colectivas que, a su vez, se postulan como defensores de intereses universales (o cuasi-universales), y no como soporte de intereses corporativos de las clases.[27] De modo que, en estas luchas por la hegemonía, las clases parecen perder protagonismo. Como lo sintetiza James Martin, en Gramsci «las clases son descentradas como agentes políticos concretos pero, sin embargo, son privilegiadas como actores históricos».[28]

Este fenómeno afecta a las clases en su propia capacidad de reconocimiento de las situaciones de dominación. En primer lugar, a las clases dominadas, que tienden a no percibir las situaciones de dominación como tales. Göran Therborn ha analizado de qué manera las interpelaciones ideológicas dominantes procuran, como objetivo primario, que no se tematice la propia existencia de relaciones de dominación; solo como segunda opción, si la dominación es percibida, procuran que sea valorada en forma positiva.[29]

Y, en segundo lugar, también a las clases dominantes — o que buscan serlo — se les complejiza la identificación de sus intereses al enredarse en las disputas por la hegemonía, pues exigen que moderen el contenido clasista de los proyectos políticos que promueven. Gramsci afirma que, para que esta operación hegemónica sea exitosa, los intereses de la clase dominante deben saber sofrenarse: «los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico-corporativo».[30]

Como analizaremos más adelante, la evaluación de cuáles son sus intereses en el juego de relaciones de fuerzas de cada coyuntura es algo que tiene que ser interpretado, y aquí el papel de los intelectuales resultará clave, pero, al mismo tiempo, se desplegará en una relación compleja con las clases. Es decir, que los intereses actualizados de la clase, en cada coyuntura, implican ceder «hasta cierto punto» sus intereses más «burdos»; pero cuánto hay que ceder para lograr ser hegemónicos y en qué medida no se está cediendo de más, será siempre una cuestión de cómo se interpreta la relación de fuerzas, tanto en términos tácticos como estratégicos.

Podemos agregar que este «cierto punto» dependerá no solo de la fuerza propia, sino también de la capacidad de las clases antagónicas para disputar la hegemonía. Si esta facultad fuera elevada es probable que las clases dominantes — o las que procuran serlo — deban ceder muchos de sus intereses más inmediatos en pos de defender su propia situación de clase dominante — o la viabilidad de convertirse en tales — .

Esto es, tal vez, más fácil de observar en las «revoluciones pasivas» que, como había planteado Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría marxista, siempre conllevan un riesgo para la clase dominante que ensaya esta estrategia pues «cuando una clase dominante ha ido demasiado lejos en su absorción de contenidos del discurso ideológico de las clases dominadas, corre el riesgo de que una crisis disminuya su propia capacidad neutralizadora y de que las clases dominadas impongan su propio discurso articulador en el seno de los aparatos del Estado».[31]

En casos extremos puede resultar difícil identificar la centralidad de la defensa de los intereses de la clase dominante, pues podría parecer que se están concretando e, incluso, legitimando desde el poder estatal muchas de las demandas de las clases subalternas — aunque, en efecto, el objetivo de una «revolución pasiva» es que estos cambios sean realizados «desde arriba», y no «desde abajo» — .

Tal vez el ejemplo más notorio de esas situaciones que pueden ser percibidas como extravíos de los intereses de clases fueron los Estados de Bienestar de Europa occidental en la segunda posguerra. Para defender la sociedad capitalista ante una posible deriva de las masas hacia el comunismo, se realizaron muchas concesiones hacia la clase obrera, no solo en términos materiales, sino también en cuanto a que fueron sedimentando esas concesiones como derechos considerados legítimos.

La burguesía lo hizo hasta que le resultó intolerable y/o percibió que este peligro comunista se había disipado y pudo lanzar su ofensiva neoliberal, desmontando la mayor parte de estas concesiones y el propio consenso sobre su legitimidad.

Ahora bien, el mismo fenómeno histórico de estos Estados de Bienestar puede ser interpretado como un desvío por parte de la clase obrera, representada por los partidos socialistas o socialdemócratas que, para obtener, por vía democrática, la dirección política de la sociedad, tuvieron que hacer demasiadas concesiones hacia los intereses de las clases potencialmente aliadas o, incluso, de fracciones de la clase dominante para procurar dividir su unidad.[[32]]

De modo que, en las disputas por la hegemonía se extraviaron los originales objetivos anticapitalistas — que, al menos en teoría, postulaban los proyectos reformistas — cuando la posibilidad de conseguirlos era, tal vez, posible. A diferencia de la burguesía que sí pudo retomar la ofensiva con objetivos claros, vemos hoy que la mayoría de los partidos vinculados con la clase obrera europea ya no proponen, ni siquiera en el mediano plazo, iniciar procesos de transición hacia el socialismo.

En síntesis, puede que el proyecto que presenta los intereses de una clase como los intereses de toda la sociedad (o de su mayoría) acabe extraviando o relegando por demás el núcleo de los intereses de esa clase. Cabe, incluso, la posibilidad de que la operación de universalización de las propuestas termine desdibujando por completo los objetivos originales de partidos y proyectos que buscaban defender los intereses de una determinada clase.[[33]]

Pero estas serán siempre apreciaciones relativas, basadas en el análisis de las correlaciones de fuerzas entre las clases que realice cada analista. No son datos «objetivos» incuestionables. Una clase que no sepa ceder sus intereses más «burdos», puede acabar socavando su propia hegemonía al empujar a casi todo el resto de la sociedad en su contra o, a la inversa, una clase que trata de disputar la hegemonía sin construir articulaciones con las clases potencialmente aliadas y sin dividir a la clase dominante, con seguridad se marginará de esta disputa.

Por lo tanto, el análisis de cuáles son estas correlaciones y de las distintas capacidades para modificarlas en cada coyuntura será clave para plantear cuál proyecto es el que mejor defiende los intereses de una clase. En este sentido, debe evitarse una lectura posibilista de las relaciones de fuerza que tiende a conceptualizarlas como estáticas.

Por el contrario, son relaciones que siempre son transformables a través de la lucha política e ideológica. Incluso aquellas relaciones que Gramsci ubica en el terreno de la «estructura» y que, en la coyuntura, resulta «una realidad rebelde» que «nadie puede modificar»,[[34]] pueden ser alteradas en el mediano plazo a través de políticas específicas.

El lugar y el problema de la retórica en la lucha por la hegemonía

Consideremos ahora el segundo elemento que agrega complejidad a la percepción del núcleo clasista de la hegemonía: la retórica. Laclau ha explicado de qué manera el uso de metáforas, metonimias y catacresis tiene un papel central en la construcción de hegemonía.[[35]] A ello podemos agregar también el empleo de los razonamientos retóricos.[[36]]

La retórica es el arte de la persuasión y se basa en la ambigüedad. Siempre hay un rétor que persuade y un auditorio que es persuadido pues no tiene claridad de cómo funcionan estas operaciones retóricas. Un elemento clave en estas operaciones es el uso de significantes ambiguos — «tendencialmente vacíos» diría Laclau — que poseen una gran capacidad interpelativa para así sumar una enorme diversidad de sectores sociales a un determinado proyecto político. Tal vez el más notable ha sido el significante «pueblo», eje de las construcciones populistas y con el cual el propio marxismo ha mantenido una compleja relación.[[37]]

Tanto los significantes tendencialmente vacíos, como también los razonamientos retóricos, por su inherente ambigüedad dificultan la correcta comprensión de lo que «describen» o «explican» en el plano retórico: no permiten ver con claridad las relaciones de dominación.[[38]] Si bien este es el objetivo por el cual se los emplea, estas dificultades afectan no solo a las clases que se quiere dominar, también aquejan a las propias clases sociales que tratan de ser dominantes — además de dificultar la interpretación — .

El problema, tanto para las clases dominantes, como para las que desafían esta dominación es el hacer uso de estas operaciones retóricas y de universalización — pues son inherentes a la lucha por la hegemonía — , sin caer en su propia trampa. Desarrollar su propia «poesía» (Marx) pero, al mismo tiempo, procurar un lenguaje que devele la dominación y permita trazar cursos de acción que se aproximen mejor a los intereses de la clase; es decir, controlar el repertorio semiótico en función de procurar un análisis científico de la realidad social.[[39]]

En este sentido, no podemos dejar de mencionar una tensión que surge a todo proyecto emancipatorio que intenta el camino de la disputa por la hegemonía: como en la presentación del proyecto resulta imprescindible el empleo de la universalización y de la retórica, siempre habrá una pérdida de claridad para los propios integrantes de la comunidad emancipatoria. De allí tiende a derivarse la centralidad del líder o la lideresa en la dinámica política populista, pues ellos sí pueden ocupar el papel del rétor único que persuade, con cierto grado de conciencia de las operaciones retóricas que realiza al configurar un «pueblo». Pero esta centralidad del líder se contradice con la propuesta de desarrollar la autoconsciencia y la emancipación de las clases subalternas.

La crítica de Laclau a la clase y al interés de clase, y la disolución del concepto de «dominación»

Hasta aquí hemos desarrollado dos componentes inherentes a las operaciones hegemónicas que tienden a restar claridad a los intereses de las clases, tanto para los dominados como para los dominadores. Sin embargo, no hemos abordado aún el propio concepto de «interés de clase». Sin él no es posible vincular las clases con la hegemonía. Ernesto Laclau, en su dura crítica al concepto de «interés de clase», arroja luces sobre dos cuestiones: el carácter imprescindible de su empleo, si se quiere mantener un vínculo entre clases sociales y hegemonía, y el componente teleológico o utópico intrínseco.

    Laclau partió de una crítica al clasismo — entendido como corporativismo — como estrategia política, por considerarlo poco efectivo en la lucha por la hegemonía, para deslizarse luego hacia una impugnación total a presuponer la centralidad de la clase en la lucha política; al tiempo que, al formular esta crítica teórica, terminó en una posición en la que se desdibujó su anticapitalismo y, en última instancia, la propia idea de «dominación».

En 1977 afirmaba que las clases «en cuanto tales, no tienen ninguna forma de existencia necesaria a los niveles ideológico y político». Por lo tanto, «si la contradicción de clase es la contradicción dominante al nivel abstracto del modo de producción, la contradicción pueblo/bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social».[[40]]

En su presentación en Morelia de 1980 sostuvo que no hay «identificación primaria de las clases al nivel de la base del que se derivan ‘intereses de clase’ claramente definidos».[[41]] Sin embargo, nunca desarrolló la posibilidad de que estos intereses pudieran ser precisados y así mantener la articulación entre clase e intereses de clase en la lucha por la hegemonía. Por el contrario, se volvió por completo contrario a la idea de «intereses de clase».

En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe explicaron que solo la idea de «interés objetivo», pensado como «intereses históricos» — en su ejemplo, de la clase obrera en la instauración del socialismo — , podía permitir vincular el concepto de clases, en tanto posiciones sociales, con la idea de la clase como actor político.

Pues posibilitaría establecer un vínculo que no dependiera de la contingencia de la capacidad de los discursos para tener éxito en articular posición de clase y proyecto político. Pero Laclau y Mouffe descartaron por completo esta opción al afirmar que la noción de «interés objetivo» carece de todo basamento teórico, e incluso, de evidencia histórica.

Esta última, para ellos, se sostenía en la expectativa de un proceso de unificación, que no aconteció, de todos los sectores subalternos en torno a la clase obrera — por una pauperización y una proletarización generalizadas — . Por lo tanto, suponer que las clases tienen «intereses objetivos» e, indirectamente, pensar en las clases como sujetos políticos, poseería una inherente carga teleológica. En cambio, como las identidades sociales no están fijadas, no habría que colocar límites de clase en el análisis a la lógica de la constitución simbólica de lo social.[[42]]

En siguientes textos, Laclau aclaró que el sujeto de la hegemonía es un sujeto que no preexiste a las disputas discursivas, sino que es establecido dentro de los discursos y, por lo tanto, dependerá de estos. Entonces, la constitución de los sujetos en tanto que clases es solo una posibilidad histórica y no debería pensarse como un destino inexorable.[[43]] Se abre aquí toda la problemática que tiene la concepción del sujeto en Laclau y que ha sido abordada con agudeza por Martín Retamozo,[[44]] al diferenciar entre el proceso de construcción de un sujeto político — como agente — y la construcción de una subjetividad política — como colectivo de identificación — en el marco de una lucha hegemónica.

Quisiera plantear mi acuerdo con dos puntualizaciones de Laclau: (1) sin el concepto de «interés de clase» no es posible relacionar las posiciones de clase con la elaboración de propuestas políticas vinculadas con la lucha de clases, ni analizar la dinámica política en términos clasistas y (2) más allá de la connotación negativa de la palabra «teleológica», toda imputación de intereses, por fuera de lo que los integrantes de una clase social manifiestan positivamente, requiere siempre de un juicio basado en algún tipo de estimación acerca de los futuros posibles, sean de corto o largo plazo.

Pero como Laclau rechazó ambos componentes — el interés de clase y el componente prospectivo — terminó haciendo depender la existencia de las clases, en la arena política, de que sus integrantes realizasen un autoreconocimiento de su pertenencia a la «clase» y de que actuasen en el terreno político guiados por esta identidad.

    Un problema derivado de esta argumentación es que no solo podría no haber clases incidiendo en el plano político, sino también que podría desaparecer la «dominación». Si un discurso se tornase fuertemente hegemónico, podría ocurrir que los sujetos dominados no se representasen a sí mismos como clase o, ni siquiera, como dominados y, por lo tanto, no fuera posible hablar ni de sectores dominados ni de dominación. Es cierto que nunca Laclau llegó a escribir esto en forma textual, pero resulta notorio el abandono del uso del concepto de «dominación» en sus escritos.

Considero que la base de los problemas de este planteo de Laclau no está en la excesiva centralidad que le otorga a lo discursivo — como la mayoría de los marxistas le criticaron — , sino en su renuncia a ubicarse en un plano crítico-especulativo. Su temor a caer en el teleologismo lo condujo a una posición positivista al reducir lo real a lo dado, en su caso, a lo enunciado. La adhesión al programa foucaultiano de La arqueología del saber — más allá de algunas críticas — , lo lleva a pensar una hegemonía de formaciones discursivas sin sujetos o con sujetos que solo emergen dentro de estas mismas formaciones. No por casualidad Michel Foucault reconoce el perfil positivista de esta propuesta de análisis.[[45]]

Para salir de las aporías a las que nos conduce el planteo de Laclau, debemos profundizar en el reconocimiento de una postura epistemológica clara. Una postura que no implique regresar a un positivismo marxista que sostenga una identificación apriorística entre clase e ideología — que ya Lenin criticó en el ¿Qué hacer? — , pero que tampoco reduzca lo real a lo dado, en este caso, a lo discursivamente dado. Es decir, que realice una clara ruptura epistemológica con el positivismo, en cualquiera de sus versiones.

Ruptura epistemológica y propuesta crítico-especulativa

Un análisis crítico no puede limitarse a describir la realidad en los propios términos de los enunciados emitidos. Es decir, a considerar a la realidad social como equivalente a lo dicho. En este caso, la razón no cumpliría ningún papel en el proceso cognitivo y el efecto conservador de los estudios sociales quedaría epistemológicamente sancionado.

Retomando a Fredric Jameson,[[46]] creemos que la «esencia» de una realidad es una postulación del pensamiento especulativo y, en este sentido, nunca puede ser probada. El pensamiento especulativo es siempre un salto, una apuesta, en términos metafísicos o ideológicos.[[47]] En este sentido es que, en los siguientes apartados, formularemos una serie de postulados sobre las clases, sus luchas y sus intereses, que no pretenderán ser verificables.

Más en general, para escapar del positivismo se debe postular que en la propia realidad se encuentra en potencia una nueva realidad diferente en lo cualitativo, y es este el punto de apoyo de toda la crítica social — tal como hicieron los pensadores iluministas y los marxistas — .

Como lo sintetizó Irving Zeitlin, al establecer una clara oposición con el positivismo sociológico de mediados del siglo XIX, para Marx, en sintonía con la tradición del Iluminismo y de Hegel, «el dominio del ‘es’ siempre debe ser criticado y puesto en tela de juicio para revelar sus posibilidades intrínsecas. El orden fáctico existente es una negatividad transitoria que debe ser trascendida».[[48]]

Recupera así la operación básica del Iluminismo: someter a las instituciones «a una crítica implacable desde el punto de vista de la razón» y reclamar «un cambio en aquellas que la contrariaban» y que «impedían a los hombres realizar sus potencialidades».[[49]]

Por ello, cuando Laclau saluda el fin de la «dictadura racionalista del Iluminismo» pierde este espíritu crítico,[[50]] y le queda solo la toma de partido personal. Y es que, sin la creencia en algún tipo de imagen sobre una posible sociedad radicalmente alternativa, no es posible impulsar un proceso de cambio social y, ni siquiera, formular una crítica sustancial a la realidad presente.[[51]]

De modo que, «la capacidad de potenciar en una direccionalidad consiste en poder captar la dinámica constitutiva de una realidad, lo que significa el reconocimiento de opciones».[[52]] En la misma línea, Adrián Piva afirma que «identificar clase y lucha es también una apuesta política. Es empujar en el sentido de una posibilidad práctica, una intervención en la lucha por la definición del campo de confrontación social».[[53]]

Cabe aclarar que este conocimiento crítico no tiene que pensarse en términos de un reflejo de la realidad, sino como una construcción discursiva que procura dar cuenta del mejor modo posible de esa realidad. Un conocimiento perfectible y que es elaborado a partir de una metodología también criticable y mejorable y, en este sentido, se entronca con una perspectiva científica.

Al mismo tiempo, el conocimiento que surge de esta actitud crítica, en tanto impulso para la acción, tiene que ser considerado como «verdadero» por la militancia, pero también debe someterse a la corroboración de la praxis, que sirve de guía para el despliegue de lo potencial desde lo dado.[[54]] Esta cuestión posee aun más complejidad, pues, como lo analizó Gramsci, la propia lucha ideológica puede modificar lo que es considerado como «dado», como «verdadero» por las mayorías, tal como ya lo hemos analizado.

    En contraste con esta reivindicación de lo especulativo y su articulación con la praxis, nos preocupa que la mayoría del marxismo académico actual procura ceñirse «a los datos». Una de las fórmulas encontradas ha sido reducir al marxismo a una sociología económica o a una sociología del trabajo; mientras que otra fórmula ha sido convertir a los estudios marxistas en estudios sobre la historia del marxismo como corriente de pensamiento. En consecuencia, brillan por su ausencia los debates en torno a la estrategia política.

El problema de la circularidad entre clase y formación de la clase, y la necesidad de adoptar un punto de partida que la evite

Las relaciones entre las clases están modeladas por la propia lucha de clases. Así, las modificaciones en la legislación o la disputa político-sindical cotidiana especifican la relación entre las clases — incluso, pueden abrir caminos de ascenso social que alteren las posiciones de clase en el plano intergeneracional — y, de modos más drásticos, también lo hacen las revoluciones sociales.

Pero no solo los planos legal y político alternan las relaciones de las clases, sino que, como lo analizara Louis Althusser,[[55]] las operaciones ideológicas deben conseguir la eficacia interpelativa al construir subjetividades que acepten las posiciones de clase dominadas, al menos en la cantidad suficiente para ocupar las posiciones imprescindibles para que el sistema siga funcionando y las clases dominantes puedan continuar usufructuando de él.

Pero el riesgo de comenzar el análisis en la confrontación político-ideológica entre las clases es el de caer en una problemática circularidad que requiere de la formación de la clase e, incluso, de su conciencia, para poder hablar de ella.[[56]] Si la clase se forma en procesos históricos de lucha, entonces, esta formación resulta contingente, como lo es toda lucha. De este modo, es posible que la clase no se constituya como tal y lleguemos a un lugar igual, o casi igual, al que arribó Ernesto Laclau.

El punto de nacimiento de esta circularidad ha sido, tal vez, una lectura particular del empleo que realiza Marx del concepto de clase en sus análisis políticos sobre la coyuntura francesa de mediados del siglo XIX. Así, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que los campesinos «forman una clase», «en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil».[[57]] Pero, a la vez, plantea que como «existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase».[[58]]

Sin embargo, una simple lectura del conjunto de esta obra muestra que el hecho de que el campesinado no se había conformado como clase ni como comunidad de sentido, ni como organización política, no le impidió a Marx hacer un profuso análisis sobre el papel de esta clase en la dinámica política de esa coyuntura. Y lo mismo puede decirse sobre otras clases, ya que, a pesar del énfasis que muchos analistas colocaron sobre las dificultades del campesinado, observaciones similares pueden encontrarse sobre casi todas las demás clases en cuanto a las dificultades de construir su representación política.[[59]]

Es decir que, la no conformación de la clase en el plano político — lo cual, por otro lado, es siempre una cuestión de grados, más allá de la dicotomía que Marx había escrito en La miseria de la filosofía, donde distinguía una situación de clase «con respecto al capital», de la «constitución» en «clase para sí» — [[60]] no implica que la clase se encuentre ajena a relaciones de lucha con las otras clases. Por el contrario, es justo en estos procesos de lucha (política) que la clase se va constituyendo en clase para sí. Como lo plantea Erik Olin Wright, las clases y «la lucha de clases existen incluso cuando las clases están desorganizadas».[[61]]

Vamos, entonces, a proponer un primer postulado que permita romper con la circularidad y evite sus riesgos:

    (1) es posible comenzar el análisis a partir de reconocer la presencia de clases sociales, en tanto posiciones en la división social del trabajo — que, de todos modos, son relaciones de clase; evitamos el término «relaciones» solo para darle más claridad a este punto de partida que excluye el plano más «político-subjetivo» que podría considerase presente en la idea de «relación» — .

Interpretamos que es en este sentido, de punto de arranque para el análisis, que Gramsci distingue un primer momento de las relaciones de fuerza: una «relación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres», «los agrupamientos sociales», «una realidad rebelde», pues «nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su correspondiente población urbana, etcétera».[[62]]

Estas afirmaciones tienen que ser comprendidas en términos de una propuesta para el análisis de coyuntura: Gramsci no negaría que es posible, en el mediano o largo plazo, desarrollar, por ejemplo, industrias y procesos de urbanización que modifiquen esta «realidad rebelde».

Esta elección de un punto de arranque del análisis en una determinada coyuntura es lo que permite romper con una circularidad que conduciría, de manera inexorable, a la posibilidad de que haya que abandonar el análisis clasista en los casos en los que las clases no estén «formadas» en el plano político-ideológico o, incluso, en el más básico, de la sociabilidad común.

Entonces, si bien es cierto lo que plantea Marcelo Gómez de que «son las clases con sus acciones las que establecen el ‘poder de mercado’ de algunos tipos de propiedad en vez de otros, sus distribuciones y límites»,[[63]] esto no convierte en «engañoso» el hecho de «deducir las clases de la propiedad», como él plantea. Pues, desde la perspectiva que proponemos — y que de forma indirecta y por momentos, Gómez emplea, por ejemplo, al escribir «son las clases» — , el punto de arranque del análisis se sitúa en la identificación de clases existentes en una determinada coyuntura.

Cabe aclarar que no existe un momento ex-ante de las luchas y las interpelaciones. La clase no preexiste a las mismas. Solo a modo de postulado es que escogemos un enfoque que parte de la existencia de las clases, en tanto posiciones de clase. Pero, estas clases se definen, incluso en tanto posiciones sociales, no en términos de una estratificación, sino a partir de su relación con otras clases sociales. Y estas relaciones están signadas por el poder. Entonces, podemos agregar un segundo postulado que propone que

(2) las clases se encuentran en distintos grados de tensión o lucha con las otras clases en pos de mantener, acrecentar o conquistar una posición de dominación.

Esta dominación, en el caso de las clases, es la condición de posibilidad que permite la explotación[[64]] o, en todo caso, transitar un proceso que procure su erradicación.[[65]] De este modo, con este postulado, obtenemos un fundamento que se ubica en un plano analítico previo a la lucha entre partidos o grupos ideológicos, y que permite terminar de eludir la circularidad a la que hacíamos referencia.

Es posible generalizar estos dos postulados e independizarlos del concepto de «clases sociales».

    Todo análisis puede comenzar desde algún punto de partida que defina a los individuos que son sus unidades de análisis con cierta independencia de la constitución discursiva de los sujetos y de su grado de organización para la disputa por la hegemonía, y postular, desde allí, la existencia de situaciones de dominación — que pueden no tener como objetivo la explotación — .

Así sería posible realizar postulados similares para otras situaciones de dominación, como la de los hombres, los blancos, los europeos u occidentales, los «normales» y un largo etcétera. Esto no implica negar que es en las luchas discursivas donde se terminan de constituir, en formas mucho más específicas, esos sujetos hegemónicos. Pero este tipo de postulados permiten mantener la idea básica de que la operación hegemónica es una operación de dominación. Solo desde esta perspectiva consideramos fructífero retomar de Laclau y Mouffe la propuesta de la centralidad de la «articulación» de distintas posiciones dominadas, con sus consiguientes demandas, para desarrollar las estrategias socialistas de disputa por la hegemonía,[[66]] así como analizar las «constelaciones hegemónicas» que consolidan las posiciones de los dominadores.[[67]]

Los intereses de clase y la lucha por la hegemonía

A estos dos primeros postulados, deberemos agregar la cuestión de los intereses de clase para poder conceptualizar la relación entre las clases y la hegemonía. Para ello formularemos un tercer postulado, vinculado al segundo a través de la cuestión del poder:

    (3) las clases poseen «intereses de clase» en mantener o cambiar un determinado orden social.

    Son esos «intereses de clase» los que permiten comprender por qué la clase dominante opera para perpetuar el orden social capitalista y realizar las modificaciones necesarias para adecuar o, incluso, profundizar su posición de dominio. Al mismo tiempo, la existencia de estos intereses posibilita postular que a las clases dominadas les conviene modificar esta realidad que las ubica como tales, es decir, acabar con el capitalismo.

Es por ello que las clases sociales constituyen el factor explicativo básico de la estabilidad de un modo de producción y las fracciones de clase en el interés por consolidar un determinado modelo de acumulación. Y es la lucha entre las clases sociales la que resuelve el predominio de un modo de producción y el tipo de sociedad que el mismo define; tal como Gramsci enfatiza al destacar la importancia del fragmento del «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» donde Marx escribió que es en «las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto [contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción existentes] y lo dirimen».[[68]]

Estos «intereses de clase» son imputaciones realizadas por el o la analista. Como ha planteado Erik Olin Wright, los intereses de clase son hipótesis sobre los objetivos de las luchas que tendrían lugar «si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de sus situaciones».[[69]] En cierto sentido, se recupera así la idea de Georg Lukács de que la conciencia de clase sería «las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva».[[70]]

Y agrega unos renglones después, «la consciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción».[[71]]

Dejando de lado las claras reminiscencias weberianas de estas reflexiones, reparemos en algunas cuestiones que considero claves para nuestra argumentación. En primer lugar, Lukács no plantea que esa conciencia de clase exista, sino que es algo atribuido a la clase por el o la analista marxista. En segundo lugar, esta atribución es construida en términos tan ideales (de nuevo Weber) que solo podría funcionar como un horizonte inalcanzable.

Esto no lo dice Lukács tal cual, pero la complejidad de la lucha por la hegemonía, por sus componentes universalistas y retóricos, más la compleja relación entre intelectuales y clase (que abordaremos en el último apartado), hace que captar completamente una situación histórica, con sus múltiples determinaciones, de modo de tener clara conciencia de la situación «y de los intereses resultantes de ella», resulte imposible al menos de un modo inequívoco. Por último, el significante «conciencia» da lugar a una serie de problemas vinculados con su casi ineludible sentido subjetivo que, por momentos, utiliza el propio Lukács a pesar de que para este plano proponía el concepto de «psicología de clase».[[72]]

Frente a estos problemas semánticos e, incluso, mecanicistas, vamos a dejar de lado el concepto de «conciencia de clase» y mantener solo el de «intereses de clase». De todos modos, como comentábamos, estos intereses son también imputados, contienen un elemento contrafáctico o utópico y, a la vez, son históricamente situados. Al respecto, José Aricó planteaba que para Lenin la conciencia de clase no estaba vinculada a la necesidad abstracta del socialismo (como en Kautsky), sino al conocimiento (científico) de la totalidad económico-social, en el sentido de la realidad concreta de una formación económico-social.[[73]]

Por otro lado,  resulta clave diferenciar los intereses imputados a la clase de los intereses individuales que, como han señalado Przeworski[[74]] y Gómez, son altamente competitivos: «la sumatoria de intereses competitivos no da interés colectivo sino casi siempre todo lo contrario: los intereses colectivos suelen estar asociados a la suspensión o superación de los intereses competitivos y los intereses competitivos en general son poco compatibles con los intereses colectivos».[[75]]

Consideramos que, si bien los intereses de clase son imputaciones discursivas, de alguna manera son pasibles de verificación a posteriori, pero dentro de la complejidad de la lucha política entre las clases. De allí la importancia de los contra-fácticos para evitar permanecer solo en el plano de «lo dado», pero también para mensurar las reales posibilidades presentes en cada coyuntura.

El complejo entramado de relaciones de fuerza entre partidos y proyectos que disputan la hegemonía solo permite evaluar ex-post cuál de ellos era el que mejor defendía los intereses de una determinada clase. Es decir, solo luego del desarrollo de una determinada lucha política — y generando un corte temporal arbitrario — será posible observar qué proyecto beneficiaba más a cada clase, según la capacidad objetiva que poseía de triunfar. Y, en este sentido, se podría analizar qué analista tenía razón en las imputaciones de intereses que había realizado.

Estos «intereses de clase» operan en tres planos distinguibles desde lo analítico: el estructural, el coyuntural y el organizativo, que procura lograr la unidad de la clase; aunque, en la realidad, los tres se encuentran muy imbricados.

    Las posibilidades de mantener, profundizar o cambiar radicalmente los modos de producción centrales en una sociedad se vincula con la situación política, ideológica, social y económica más coyuntural y también, con el plano de lo organizativo; es decir, depende de las capacidades de las clases para unificarse — y dividir a las otras clases — y para imponer en cada coyuntura sus intereses más inmediatos.

De todos modos, la relación entre estos tres tipos de intereses no es lineal. Si bien la unidad y la obtención de beneficios en el corto plazo pueden colaborar en afianzar la capacidad de la clase para luchar por el tipo de sociedad que más le conviene, también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo, puede hacerla olvidar este objetivo estratégico. Esto obliga a pensar la articulación entre estos tres planos de los intereses de clase y, de ningún modo, dejar de lado unos en función de otros.

En fin, la imputación de intereses dependerá del análisis que se haga de las relaciones de fuerzas y de las posibilidades que tiene cada clase de avanzar en la concreción de estos intereses. Entonces, los intereses de las clases tienen que ser pensados y sopesados en términos relacionales y coyunturalmente situados. Pero no solo eso, sino que también tienen que ser formulados y compartidos por los integrantes de las clases. Cuestión que se complica por la propia dinámica de la disputa por la hegemonía, en la cual los dirigentes y los intelectuales de las clases tienden a no manifestar con transparencia sus intereses, incluso hacia el conjunto de su propia clase.

La complejidad de la construcción-reconocimiento de los intereses de clase en las disputas por la hegemonía

Tenemos ya un enfoque epistemológico y una serie de postulados básicos que nos permitirán adentrarnos en la complejidad de la relación entre clases y hegemonía. Al respecto, Gramsci procuró pensar la relación entre las clases y sus intereses sobre la base de un conjunto de conceptos: «buen sentido», «sentido de separación», «sentido común», «autoconsciencia», «hegemonía» e «intelectuales orgánicos», al tiempo que realizó una clara ampliación del concepto de «intelectual», al incluir dentro de ellos y ellas a todos quienes cumplen una «función intelectual», «personas ‘especializadas’ en la elaboración conceptual y filosófica», pero también en tanto «organizadores y dirigentes».[[76]]

Abrió, con esta batería conceptual, un camino para evitar el salto cuasi-metafísico entre la clase y la consciencia de sus intereses. Vamos a tratar de esbozar un sendero que las vincule con mayor sistematicidad a partir del desarrollo de cuestiones no siempre analizadas por Gramsci.

El malestar de los intelectuales

Por Jorge Luis Acanda

Para evaluar cuál proyecto político apoyar las clases cuentan, en primer lugar, con ciertas capacidades «instintivas» o de «buen sentido» que les permiten identificar si sus más básicos intereses están siendo contemplados, ignorados, o perjudicados por estas propuestas.[[77]]

Este instinto les genera un «sentido de separación» con los proyectos que claramente las perjudican. Sin embargo, estas apreciaciones «instintivas» resultan en suma rudimentarias y, para Gramsci, no llegan a constituir una «conciencia de clase». Gramsci plantea que el «buen sentido» genera un «sentimiento de ‘distinción’, de ‘desapego’, de independencia apenas instintivo».[[78]] Así, el «odio ‘genérico’ es aún de tipo ‘semifeudal’, no moderno, y no puede ser aportado como documento de conciencia de clase: es apenas su primera vislumbre, es sólo, precisamente, la posición negativa y polémica elemental». Es que «el ‘pueblo’ siente que tiene enemigos y los identifica sólo empíricamente en los llamados señores».[[79]]

Además, las clases también tienen elementos de «ideología de clases», que serían núcleos de discursos propios de cada posición de clase.[[80]] Y, aunque no son iguales a los «intereses de clase», ni tampoco son «doctrinas», constituyen elementos desde los cuales los miembros de las clases perciben la conveniencia, o no, de apoyar determinadas alternativas políticas.

Pero ni estas «ideologías de clase», ni el «sentido de separación» aseguran una correcta defensa de los intereses de clase en medio de las luchas por la hegemonía. Como las propuestas hegemónicas evitan defender los intereses más «burdos» de las clases, y realizan un profuso uso de las operaciones retóricas, la complejidad de la lucha por la hegemonía podría conducir a las clases a muchos equívocos si se guiaran solo por estas apreciaciones simples y de corto plazo.

Para realizar apreciaciones más certeras acerca de cuál proyecto político las clases deben apoyar e incluso para elaborar estos proyectos propios que luchen por la hegemonía, las clases cuentan con los «intelectuales orgánicos». Así como, según hemos visto, el o la analista imputa intereses a las clases y puede juzgar la conciencia y la capacidad política de la clase para defenderlos o imponerlos en una determinada coyuntura, los intelectuales orgánicos a la clase realizan una operación similar pero más estrechamente vinculada con la praxis de la clase.[[81]] De este modo, los intelectuales orgánicos a una clase construyen en el discurso cuáles serían los intereses de la clase para la que trabajan.

Estos intelectuales les proponen a la clase estos intereses para que los adopten y guíen sobre esa base sus conductas en el terreno de la lucha de clases.[[82]]

Gramsci describió esta relación recursiva al comienzo del Cuaderno 12, por la cual la clase crea a sus propios intelectuales que, a su vez, son quienes logran elaborar la unidad de la clase y darle conciencia de sus intereses, por ellos construidos, incluso en el plano de lo político:

    «Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político…».[[83]]

Este deslizamiento hacia el terreno de lo político se debe a que la clase tiene que analizar y escoger qué partidos y proyectos serán destinatarios de sus apoyos e, incluso, si debe impulsar la creación de nuevas alternativas políticas e ideológicas. Es decir, debe sumirse en toda la complejidad de la lucha por la hegemonía, al menos si no quiere ser un actor pasivo en estas disputas.

También la clase puede automarginarse de la lucha por la dirección político-ideológica, Marx lo comentó en varios pasajes de El dieciocho brumario, como cuando escribió que el proletariado, luego de la derrota de junio de 1848, «en parte, se entrega a experimentos doctrinarios», desplegando cierta actitud de autoexclusión de la lucha política, refugiándose en entidades mutualistas como «bancos de cambio y asociaciones obreras».

Esto, para Marx, implica «un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo» y, en cambio, se «intenta, por el contrario, conseguir la redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa».[[84]]

Entonces, para disputar la hegemonía o, al menos, para poder participar de la lucha política, la clase requiere de sus propios intelectuales. Considero que corresponde diferenciar, al menos en lo analítico, dos planos al interior de estos «intelectuales orgánicos»: uno más cercano a la clase y otro ubicado en el plano de la lucha política.

Entre los más cercanos a la clase,[[85]] encontramos a los y las dirigentes de las organizaciones corporativas de las clases — incluyendo a quienes están más cerca de sus bases, como un delegado gremial — y también a los y las integrantes de la clase que, sin ser dirigentes formales de sus organizaciones, constituyen sus figuras más locuaces, tanto en la esfera pública, como en los espacios de sociabilidad de la clase — desde los lugares de encuentros exclusivos de la alta burguesía, hasta los espacios de encuentros en las barriadas populares — .[[86]]

Además, entre estas y estos intelectuales cercanos a la clase se destaca la incidencia de quienes forman parte de las fundaciones o centros de investigación vinculados con la clase. Esto es algo que la burguesía desarrolla con mayor potencia, pero que también lo hacen las centrales sindicales y, de forma más indirecta, las fracciones pequeño burguesas.[[87]]

Estos y estas intelectuales tienen la función específica de evaluar las distintas opciones políticas e ideológicas desde la perspectiva de los intereses de la clase que los financia. Como norma, sus textos y charlas son los insumos claves para que los miembros de la clase y también otras y otros intelectuales cercanos a la clase efectúen sus propias evaluaciones.

Todos estos y estas intelectuales, en su sentido amplio, realizan permanentes juicios (positivos o negativos) acerca de la conveniencia de que la clase apoye o se oponga a determinados proyectos o partidos que se disputan la hegemonía.

Ahora bien, los proyectos políticos son, a su vez, elaborados por las y los políticos, es decir, por otros intelectuales que se distancian de las clases, al menos en forma relativa, para poder presentar sus proyectos en un plano de mayor universalidad. Como norma, estos políticos y políticas están imbuidos de una actitud ideológica intrínseca a su función de «políticos» que los impulsa a obtener y conservar el mayor grado posible de poder estatal. Esta actitud puede incluso llevarlos a pensar que son independientes de las clases y emparentarse, en su dinámica, con los que Gramsci denomina «intelectuales tradicionales».

Estas posibilidades de triunfar en la lucha por el control del poder estatal pueden ser pensadas en términos más personales o en términos de sus convicciones ideológicas — las distinciones suelen ser difíciles de realizar, salvo en los casos más evidentes — . De todas formas, más allá de los objetivos personales, el accionar de todo político o política beneficia siempre, en esencia, más a algunas clases que a otras. Por ello, continúan siendo intelectuales orgánicos de alguna clase, incluso cuando no tengan una conciencia clara de ello — de allí que esta catalogación es siempre una imputación que realiza el o la analista — .

No existe ninguna diferencia cualitativa en esta cuestión de la relación clase-intelectuales entre las distintas clases sociales. La asociación implícita en Gramsci — y buena parte de la izquierda de su generación — entre intelectuales de la clase obrera y Partido Comunista ha sido fuente de graves problemas a la hora de realizar un análisis y una propuesta gramsciana para la izquierda — la incorporación de la idea del «partido-mito», de ningún modo soluciona el problema, sino que puede tender a agravarlo — .

En la realidad histórica, la clase obrera siempre se encuentra con distintas opciones, encarnadas en distintas fuerzas políticas, y los intelectuales orgánicos más cercanos a la clase deben realizar constantes evaluaciones de cuál estrategia y cuál táctica son las que mejor representan o construyen sus intereses en cada coyuntura.

    Si no hay diferencia cualitativa, sí la hay en términos cuantitativos. Las clases subalternas poseen muchas más dificultades para organizarse.

Gramsci lo describe en términos un tanto pesimistas en su Cuaderno 25, al plantear que «la tendencia a la unificación (…) de los grupos sociales subalternos (…) es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes».[[88]]

Sin embargo, en realidad, todos los Cuadernos se centran en proponer formas de revertir esta situación, por lo cual esta idea pesimista no debe hipostasiarse. Es claro que no le resulta sencillo contar con el apoyo de intelectuales orgánicos, ya sea de los más cercanos a la clase, ya sea de aquellos que luchan por la hegemonía política. Reconocer el problema podría ser un primer paso para evitar caminos que considero errados y, muchas veces, extendidos en fuerzas marxistas, como el de confundir el interés que se imputa a la clase obrera con el interés que la mayoría de los y las integrantes de esa clase tienen en mente. Muchas veces, esto ha conducido a considerar a la fuerza política o al agrupamiento sindical que se cree más cercano a estos intereses imputados como si fuese «la clase». Y tampoco habría que considerar a la organización sindical o a la fuerza política que votan la mayoría de los integrantes de una clase como automática defensora de los intereses de la clase. Por todo esto, debemos ser muy cuidadosos en hablar de la acción de «la clase» en el terreno político.

La lucha por la hegemonía implica, entonces, un juego de luchas entre partidos y proyectos diferentes que, a la vez que luchan contra partidos y proyectos sostenidos por otras clases sociales, tienen que demostrar a las clases que los sustentan que son quienes mejor defienden sus intereses, con la mediación de los/as intelectuales más cercanos/as a la clase. En este proceso de «demostración» los partidos operan sobre los integrantes de las clases procurando socializarlos dentro de una determinada perspectiva en relación con el orden social y, más en específico, en determinadas lecturas sobre la realidad coyuntural.

La referencia a «partidos» tiene que ser ampliada en la actualidad, pues en las últimas décadas asistimos a una progresiva dilución de este papel socializador de ideologías (los partidos han tendido a reducirse a aparatos electorales, cuando no a solo articulaciones en torno de una figura personal).

    La función «partido» ha sido ocupada por medios de comunicación concentrados y organizaciones político-ideológicas «en las sombras». De todos modos, el papel de las fuerzas políticas continúa siendo ineludible en la disputa por el acceso electoral a los cargos públicos y, por ende, en la lucha por la hegemonía política.

Si bien el corte entre intelectuales más estrechamente vinculados con la clase e intelectuales más vinculados a la política es muy útil para comprender mejor la dinámica entre clases y hegemonía, nunca resulta nítido. Resulta mucho más ajustado a la realidad conceptualizar un gradiente que va desde integrantes de la clase que cumplen cierto papel intelectual al pronunciarse sobre los intereses de la clase, hasta las y los políticos que forman parte de partidos con vínculos muy laxos con las clases. Además de ser pensado como un gradiente y no como una división dicotómica, existen fuertes vínculos a lo largo de este continuo.

Por un lado, los y las intelectuales más cercanos/as a la clase están muy influidos por los proyectos y discursos ideológicos que emiten los y las intelectuales más estrechamente vinculados/as a los proyectos político-hegemónicos. No son solo «orgánicos/as» a la clase, sino que tienden a concebirse con cierta independencia de la misma y a procurar tener una perspectiva ideológica que escape a lo meramente socioeconómico. Incluso, por su propia función intelectual deben conocer y vincularse con el plano de lo político o, al menos, del análisis político. Lo cual tiende a conducir a permanentes desfasajes entre la clase y sus propios/as intelectuales. Y, por otro lado, las y los políticos tienden a estar atentos/as a las observaciones y juicios que emiten las y los intelectuales más cercanos a las clases cuyos apoyos procuran conseguir.

A esta dinámica coyuntural, debemos agregar dos elementos. En primer lugar, como ya dijimos, el escenario de la correlación de fuerzas «objetivas» puede ser modificado, en el mediano plazo, en el plano del peso económico y demográfico-electoral de las clases. En este sentido, la «extraña no-muerte del neoliberalismo»[[89]] se explica, en buena medida, por las propias transformaciones en los procesos de trabajo, en las subjetividades y en las estructuras de los medios de comunicación que han reforzado el poder «objetivo» de la burguesía más concentrada y debilitado las capacidades de unificación y lucha de las clases subalternas e, incluso, de aliarse con fracciones de las burguesías mediana y pequeña.

En segundo lugar, existe la posibilidad de que la clase ayude a construir nuevos proyectos político-ideológicos alternativos, incluso al tiempo que despliegue apoyos diferentes en el plano coyuntural. Tal vez el ejemplo más claro fue el despliegue por la burguesía de la propuesta neoliberal más pura en los años sesenta — promoviendo una serie de centros intelectuales — , mientras apoyaba políticas concesivas hacia la clase obrera por parte de partidos más «centristas». Es decir, la clase puede alterar la correlación de fuerzas en un plano ideológico más radical. Algo similar aconteció con la clase obrera y su apoyo al marxismo, a fines del siglo XIX, al tiempo que el proletariado también sostenía posturas más moderadas, desde el sindicalismo y la búsqueda de la universalización del sufragio en alianzas con diversas fuerzas políticas. Pero estos dos planos han tendido a disociarse en el caso de la clase obrera, mientras que la burguesía ha sido más hábil en desplegar, en simultáneo, tácticas de acuerdo y estrategias de combate ideológico más radical.

Para finalizar, solo agregaré que la relación entre hegemonía y clases incluye también otros elementos que le suman complejidad pero que no podremos abordar aquí, como la cuestión del lenguaje — que nunca es transparente — , la de la representación política — en la que se yuxtaponen diversos planos — y la de los varios niveles en los que las luchas por la hegemonía inciden sobre las actitudes de los y las integrantes de las clases, de modos que trascienden lo específicamente político e ideológico, y se despliegan por diversos aspectos de la vida cotidiana en los cuales los individuos deben aceptar o «negociar» situaciones más allá de sus preferencias, pero que, en el mediano plazo, terminan siendo introyectadas en procesos de «hibridación».

    Este texto pretendía ofrecer una alternativa analítica para mantener la centralidad del concepto de «clase» en lo que respecta a las disputas por la hegemonía.

Para ello resulta imprescindible formular una serie de postulados y, en cada coyuntura, este análisis clasista requiere que estos postulados más abstractos sean contextualizados en relación con los discursos, tradiciones e identidades que existen en cada escenario y que interpelan, con distinta capacidad, a los y las integrantes de cada clase. En este sentido, el análisis clasista de las luchas por la hegemonía requiere sopesar, ex-ante, las alternativas político-ideológicas concretas y sus posibilidades de éxito, al tiempo que evaluar, ex-post, la justeza de estos juicios.

De igual forma, es necesario saber combinar una perspectiva que mantenga la tensión existente entre las clases y la hegemonía, en el sentido de no procurar disolver las primeras en la lucha por la hegemonía, ni reducir esta a un epifenómeno de un simple choque entre clases.

Notas

[33] Otros detalles sobre esta operación de universalización y su lugar en las disputas sobre la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Estado, universalização e as formas de hegemonia: o problema de manter a ‘revolução (ou a reforma) em permanência’ a partir do próprio aparelho estatal». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021, pp. 49–78.

[34] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[35] Laclau, Ernesto. Misticismo, retórica y política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

[36] Una síntesis de este papel en Laclau puede consultarse en Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones». Simbiótica, Vitória, v.6, n.2 (jul.-dez./2019), pp. 51–73; y una perspectiva más global en Balsa, Javier. «Hegemonía, dialogismo y retórica». Revista Diferencias, 9, 2019, pp. 33–44.

[37] Balsa, Javier. «Il popolo in Marx (del giovane Marx al 18 Brumaio de Luigi Bonaparte)», Consecutio Rerum, vol. 5 núm. 8, 2020, pp. 41–71.

[38] No es que adhiramos a los planteos de Teun Van Dijk, que contienen cierto idealismo habermasiano, sobre la posibilidad de un discurso no manipulativo. Sin embargo, tampoco acordamos con la idea de que todo discurso es igualmente retórico (Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones», Simbiótica, Vitória, v.6, n.2, jul.-dez./2019, pp. 51–73).

[39] Ver más detalles sobre esta cuestión, en un análisis del lugar del lenguaje en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en Balsa, Javier. «Lenguaje y política en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Marx e o Marxismo, v.7, n.13, jul/dez 2019, pp. 319–343.

[40] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978. p. 122.

[41] Laclau, Ernesto. «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política», en: Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI, 1985. pp. 19–38.

[42] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI, 1987. pp. 102–103.

Adrián Piva sintetiza esta crítica de Laclau al enfoque marxista haciendo hincapié en una cuestión conexa: para que la relación de subordinación se convierta en una relación de antagonismo se requiere de un discurso exterior que provoque esta conceptualización en términos de antagonismo. Por lo cual, para Laclau, ya no existiría un fundamento objetivo de la relación de antagonismo (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, p.174).

[43] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 54.

[44] Retamozo, Martín. «Hegemonía, subjetividad y sujeto: notas para un debate a partir del posmarxismo de Ernesto Laclau». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021. pp. 24–48.

[45] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI, 1995. pp. 212–213.

Lo cual no implica negar el enorme aporte que significó en términos metodológicos, que he recuperado en un trabajo previo (Balsa, Javier. «Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía. Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943». Papeles de trabajo, UNSAM, 11 (19), 2017, pp. 231–260).

[46] Jameson, Fredric. Valencias de la dialéctica. Buenos Aires, Eterna Cadencia editora, 2013.

[47] Ibídem, p. 93. Como el «Entendimiento» (en tanto sentido común, que se limita a dar cuenta de la «mera apariencia» y, por lo tanto, confunde lo visible con todo lo real) no puede ser eliminado, como no podemos partir de un lenguaje nuevo y neutro, y como la capacidad de alcanzar las esencias a partir del pensamiento especulativo tiene un componente, justamente, especulativo (es decir no demostrable y utópico), lo que nos queda es simplemente la capacidad de enunciar estas tensiones. Estas tensiones se ubican entre la pretensión de alcanzar un conocimiento verdadero, que capte las esencias de lo real, y un punto de partida que siempre parte de las meras apariencias. Por lo cual, tal vez, solo nos quede «domesticar el error» (Jameson y también Bachelard).

[48] Zeitlin, Irving. Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires, Amorrortu, 2001. p. 104.

Como lo resume Herbert Marcuse, «el sentido común y el pensamiento científico tradicional toman el mundo como una totalidad de cosas que existen per se y buscan la verdad en objetos considerados como independientes del sujeto cognoscente». Todo lo cual resulta en «una renuncia a las potencialidades reales de la humanidad en favor de un mundo ajeno y falso» (Marcuse, Herbert. Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Alianza, 1999, pp. 112–113). Y, Marx retoma esta perspectiva general, procurando dejar de lado su costado metafísico: «cada hecho es más que un mero hecho; es una negación y una restricción de posibilidades reales» (Ibídem, p. 277).

[49] Zeitlin, Irving. Ob. Cit., p. 13.

[50] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 20.

[51] Zemelman, Hugo. «Recuperar una visión utópica», Jornal da Educação, 22 (75), 2001.

Para ello son imprescindibles los «mitos» o las «utopías» (sus diferencias esconden otra tensión presente en Los Cuadernos que abordaremos en un futuro trabajo).

[52] Zemelman, Hugo. Los horizontes de la razón. Barcelona, Anthopos-El Colegio de México, 1992. Tomo II, p. 112.

[53] Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 170–220.

[54] Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36.

[55] Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.

[56] Tal vez el ejemplo más claro de esta posición sea el de Thompson, E. P. La Formación de la clase obrera en Inglaterra. Barcelona, Crítica, 1989.

[57] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 133.

[58] Ibídem, pp. 133–134.

[59] Balsa, Javier. «La cuestión de la representación en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Materialismo Storico. Urbino, vol. VI, n. 1, 2019, pp. 76–107.

[60] «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política» (Marx, Karl [1847]. La miseria de la filosofía. México, Siglo XXI, 1987.p. 120).

[61] Wright, Erik Olin. Clase, Crisis y Estado. Madrid, Siglo XXI editores, 1983. p. 24.

[62] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[63] Gómez, Marcelo. El regreso de las clases. Buenos Aires, Biblos, 2014. p. 52.

[64] Miliband, Ralph. «Análisis de clases», en A. Giddens, J. Turner y otros, La teoría social, hoy, México, Alianza, 1990. p. 422.

[65] Si un proceso de transición al socialismo procura la eliminación de la explotación y de las relaciones de clase, implica un momento inicial en el cual las clases subalternas se vuelvan dominantes.

[66] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Ob. Cit.

[67] En un artículo de ya hace varios años explorábamos la posibilidad de pensar en «constelaciones hegemónicas» para dar cuenta de estas articulaciones entre hegemonías en diversos planos (Balsa, Javier. «Hegemonías, sujetos y revolución pasiva». Tareas (CELA, Panamá), núm. 125, enero-abril 2007, pp. 29–51).

[68] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§18. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 45; Marx, Karl [1859]. «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Introducción general a la crítica de la economía política/1857, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984. p. 67.

[69] Wright, Erik Olin. Ob. Cit., pp. 82–83.


[1] Marx, Karl (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 48.

[2] También, muy probablemente, esta negación de los enfoques clasistas ocurra como reacción frente a análisis simplistas o sustitucionistas de algunas izquierdas que se autoerigen en «representantes de la clase obrera» (con total independencia de si ella las reconoce como tales) y se ubican en los márgenes de la disputa política (autoexcluyéndose de la real lucha por la dirección de la sociedad).

[3] Marx, Karl (1850). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Anteo, 1973. p. 82.  Más detalles de la tensión entre la dominación burguesa y el sistema republicano, que Marx llega a describir como «la forma revolucionaria de la destrucción de la sociedad burguesa», pueden encontrarse en Balsa, Javier. «La metáfora de la política como escenario y la valoración de la república parlamentaria en La lucha de clases en Francia y en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Utopía y praxis latinoamericana, 85, pp. 220–238.

[4] En los últimos siglos, y en particular durante el siglo XX, la burguesía logró desplegar toda una serie de dispositivos que operan para consolidar esta dominación en el terreno político, como la burocracia, la política parlamentaria, la política plebiscitaria y la tecnocracia (Therborn, Göran. ¿Cómo domina la clase dominante? Madrid, Siglo XXI, 1998).  Se destaca la constitución de enormes partidos de masas que defienden los intereses burgueses. Tal como ha señalado Therborn (Ibídem, p. 231), esta fue una situación que ni Marx ni Engels llegaron a prever, más allá de ya reconocer la posibilidad de que el sufragio plebiscitario consolidase la dominación burguesa. En las últimas décadas, se agregó el control de casi todos los medios de comunicación de masas, potenciándose la consolidación de esta dominación hegemónica.

[5] Queremos aclarar que más que de «hegemonía», preferimos hablar de «disputas por la hegemonía», de modo de dejar en claro que la hegemonía nunca es completa (aunque en situaciones puede llegar a parecerlo), sino que siempre existen luchas por la hegemonía. Un detalle de estas cuestiones y de su vinculación con una crítica a una base estructuralista de la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Una base lingüística de la teoría de la hegemonía. Algunos aportes». Tram(p)as de la comunicación y la cultura, núm. 85, 2020, pp. 1–30.

[6] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[7] «…determinando, además de la unidad económica y política, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal, de hegemonía de un agrupamiento social fundamental sobre los agrupamientos subordinados» (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 4§38. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 170).

[8] Cacciatore, Giuseppe. «Universale», en G. Liguori y P. Voza (ed.), Dizionario Gramsciano, 1926–1937, Roma, Carocci, 2009. p. 874.

[9] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§180. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 124–125.

[10] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§11. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, p. 19.

[11] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 276.

[12] En el Cuaderno 11 Gramsci sistematiza claramente la forma en que piensa, de modo inmanente, las relaciones entre verdad, objetividad, subjetividad y hegemonía (Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36).

[13] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 33.

[14] Ibid.

[15] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 9§61. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 43.

[16] Portantiero, Juan Carlos. «Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual», Pasado y Presente, 1 (nueva serie), 1973; Portantiero, Juan Carlos. «Economía y política en la crisis argentina», Revista Mexicana de Sociología, 2, 1977.

[17] Un ejemplo reciente lo tenemos en el fracaso de la experiencia macrista (Piva, Adrián (en prensa). «Economía y política en la larga crisis argentina (2012–2021)». Argumentos, Estudios críticos de la sociedad, UAM).

[18] Como es posible notar en las dificultades que tiene el neoliberalismo actualmente para continuar siendo hegemónico, por su incapacidad de ofrecer, no solo empleo formal a las nuevas generaciones, sino también un lugar a la mayor parte de la burguesía que asiste a imparables procesos de concentración (Balsa, Javier. «Crisis? What Crisis? Los tipos de crisis en Gramsci y la interpretación de la crisis de hegemonía actual». Materialismo Storico, Vol. 9 (2), 2020, pp. 326–372).

[19] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 16§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 278.

[20] En la medida que estos debates deban basarse en análisis «científicos», en tanto aproximaciones fundadas a la verdad, podría incluirse aquí el último de los significados de «universal» descriptos por Cacciatore: su vínculo con la lógica, como base de una metodología más universal.

[21] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 20.

[22] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§79. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 65–66.

[23] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§119. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 102.

[24] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[25] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 15.

[26] Burgos, Raúl. «Para una teoría integral de la hegemonía. Una contribución a partir de la experiencia latinoamericana». Realidad Económica, núm. 271, 2012, pp. 133–170.

[27] Aunque, en ocasiones, algunos de ellos pueden ser más explícitamente defendidos dentro de este marco universalizante.

[28] Martin, James. Gramsci’s Political Analysis. A Critical Introduction. Londres, MacMillan, 1998.

[29] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991

[30] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 37.

[31] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978

[32] Ver un análisis detallado en Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990.

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[70] Lukács, Georg. «Consciencia de clase», en G. Lukács, Historia y consciencia de clase, tomo I, Madrid, Sarpe, 1920. p. 131.

[71] Ídem.

[72] Ver una sistematización al respecto en Dos Santos, Theotonio. Concepto de clases sociales. Buenos Aires, Galerna, 1973.

[73] Aricó, José [1979]. Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo. Buenos Aires, FCE-El Colegio de México, 2012. pp. 164–165.

[74] Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990. p. 32.

[75] Gómez, Marcelo. Ob. Cit., p. 236.

En este sentido, los procesos de ascenso social tienden a generar fenómenos de desclasamiento. Una cuestión que la sociología había identificado hace tiempo, pero que no fue considerada como un problema por parte de las fuerzas políticas progresistas que, al estimularlos desde sus gobiernos, socavaron buena parte de su base de sustentación, tanto con la constitución de Estados de Bienestar como con la generación de lo que se llamó «una nueva clase media» en los recientes procesos nacional-populares latinoamericanos.

[76] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[77] Gramsci desarrolla estas reflexiones para las clases subalternas, pero considero que las mismas son también aplicables a las clases dominantes, más allá de que, por lo general, cuentan con equipos de intelectuales orgánicos que pueden hacer menos necesarias estas capacidades «instintivas».

[78] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[79] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§46. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 48.

Este sentimiento, que también llama «sentimiento de escisión», Gramsci reconoce haberlo tomado de Sorel (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 182). Es posible identificar, vinculado a este «sentido de separación», la existencia de un elemento contradictorio en la relación capital-trabajo que, debido al carácter formalmente libre del obrero, según Piva, entonces establece además de una relación de subordinación, una perspectiva normativa desde la que es posible mirarla como una relación de opresión, sin necesidad de un discurso exterior (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 177–178). Y es en este «mínimo de subjetivación, como personificaciones de las relaciones de producción cosificadas o representantes de cosas (recursos), es que son clases» (Ibídem, p. 210). Lo cierto es que esto, si bien explica el renacer del conflicto de clase, más allá de la capacidad ideológica de la burguesía por acallarlo (algo del terreno de «lo real» que emerge), no establece cuáles son los intereses específicos de las clases en una coyuntura específica.

[80] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991.

[81] Obviamente, esta distinción es solo analítica; no existe una divisoria tajante entre el plano del análisis y el de la confrontación real, porque estos y estas analistas también se involucran (más directa o más indirectamente) con las funciones intelectuales en la lucha por la hegemonía. Ni siquiera puede plantearse una distinción absoluta en términos de análisis de coyuntura y análisis historiográficos, porque toda valoración de las acciones pasadas (en particular si son de un pasado reciente, pero no solo ellas) forma parte de los balances y perspectivas que inciden en las evaluaciones y los diseños de las acciones futuras.

[82] Dos Santos planteó que «es solamente una actividad intelectual sistemática la que permite extraer las consecuencias de la praxis y sistematizarla de tal forma que la conciencia se transforme en efectiva conciencia de los individuos de la clase», a través de la ideología (Dos Santos, Theotonio. Ob. Cit., p. 49). Pero, esto dentro de la dinámica de la lucha de clases: «solo podemos comprender estos intereses [de clase] desde un punto de vista dinámico en que el conflicto y las contradicciones entre ellos provocan una dinámica de la sociedad, una lucha de clases» (Ibídem, p. 61).

[83] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 12§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 353.

[84] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 25.

[85] Existen también los intelectuales orgánicos cercanos a la clase en el orden de la organización de la producción, pero que también modelan las subjetividades y, en este sentido, construyen hegemonía, como analizó Gramsci en la relación entre americanismo y fordismo. Sin embargo, aquí nos interesa abordar el papel de los intelectuales en la disputa hegemónica entre proyectos, especialmente en el plano de la llamada «opinión pública».

[86] Acerca de cómo se imbrican estos espacios de sociabilidad, con los encuentros más ideológicos y políticos, véase Casimiro, F.H.C. A nova direita. Aparelhos de ação política e ideológica no Brasil contemporâneo. São Paulo: Expressão Popular, 2018; en especial de las páginas 205 a la 232.

[87] Por ejemplo, colegios profesionales lo canalizan a través de charlas o conferencias con especialistas invitados, pero que tienden a ser menos «orgánicos/as» que aquellos/as que viven de un sueldo pagado por la clase.

[88] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§2. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 178.

[89] Crouch, Colin. La extraña no-muerte del neoliberalismo. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.

Cómo construimos el camino del cambio a partir del 2009 y por qué estamos a un solo paso de perder estos avances? Mauricio Funes. Enero de 2023

Mucho se ha dicho y escrito sobre mi gobierno, desafortunadamente en la mayoría de estos análisis predomina el sesgo y una visión bastante simplista y oportunista del cambio que inició el 1 de Junio del 2009 en El Salvador con la llegada del FMLN al Ejecutivo, así como con los márgenes de maniobra con los que contaba el equipo de gobierno y el mismo FMLN para empujar este proceso.

De la derecha oligárquica podemos esperar que diga cualquier cosa, especialmente luego de haber perdido una cuota importante de poder con el triunfo de la fórmula presidencial del FMLN en las elecciones del 2009.

Las nuevas dinámicas económicas, políticas y sociales que propiciaron esta victoria electoral fueron obstaculizadas por la derecha oligárquica que solo había perdido el control del Ejecutivo pero que seguía manteniendo el control hegemónico sobre los demás Órganos del Estado.

Esta realidad ni siquiera algunos en la izquierda, incluso en el mismo FMLN, han sido capaces de entender en todo este tiempo.

Haber ganado las elecciones presidenciales y una bancada numerosa en la Asamblea Legislativa (35 Diputados) así como una cantidad importante de gobiernos locales no aseguraba que la nueva administración sería capaz de implementar todos los cambios estructurales que el país requería y que el pueblo demandaba.

Heredamos una configuración del poder, sobre todo económico, prácticamente intacta y que se había fortalecido a lo largo de 20 años de gobiernos de ARENA.

Y es que la derecha oligárquica no había sido derrotada con las elecciones generales del 2009.

Su presencia en la economía y en otros Órganos del Estado seguía siendo dominante.

Como era previsible, no estaba dispuesta a ceder y mucho menos a perder sus privilegios sin dar la batalla política, legal y mediática.

Esta derecha seguía manteniendo el control de las decisiones legislativas y judiciales, con una capacidad de veto suficiente como para tener contra la pared al nuevo gobierno.

Contaba con mayoría calificada en la Asamblea Legislativa, con el control de la Fiscalía y la Corte de Cuentas y sobre todo, con el control del Órgano Judicial.

Aún cuando había perdido el gobierno, la derecha oligárquica contaba aún con los instrumentos necesarios para frenar cualquier intento de cambio estructural o cualquier acción del Ejecutivo que tuviera como propósito desmontar el sistema de privilegios propio del capitalismo oligárquico neoliberal que se había creado y fortalecido durante los gobiernos de ARENA.

Caímos en la cuenta de que para avanzar en la implementación de los cambios prometidos en la campaña electoral debíamos establecer y construir un sistema de alianzas políticas y sociales, tanto nacionales como internacionales, para empujar este proceso.

La nueva correlación que permitirían estas alianzas era de entrada muy desfavorable en la medida que no teníamos una presencia dominante en los demás Órganos e instituciones del Estado.

Para el caso, la recuperación del rol redistributivo de la riqueza por parte del aparato de gobierno se vio frenada por la falta de votos necesarios en la Asamblea Legislativa para impulsar una Reforma Tributaria Progresiva.

En los diez años que estuvo el FMLN en el gobierno no fue posible aprobar un impuesto al patrimonio (al gran capital) o un aumento al impuesto a las ganancias de la gran empresa así como a la repatriación de utilidades de empresas domiciliadas en el exterior que habrían hecho llegar más recursos al gobierno para no tener que depender del endeudamiento externo o de la cooperación internacional.

Propuestas como el incremento de impuestos a las bebidas alcohólicas, a los carros de lujos y a los bienes inmuebles ociosos, como las casas de verano, fueron frenadas por la derecha en la Asamblea.

Otras iniciativas de Ley que le quitaban el carácter patrimonialista que la derecha había impuesto al Ejecutivo, sobre todo a las instituciones autónomas, fueron declaradas inconstitucionales una vez que habíamos logrado el consenso necesario para su aprobación.

De igual forma, el sistema de privilegios de la derecha oligárquica fue prácticamente imposible desmontarlo dado el control que tenían los grupos económicos de las diferentes Salas de la Corte Suprema de Justicia.

Multas millonarias establecidas por la Superintendencia de Competencia o impuestos gravados por el fisco a grandes empresas no pudieron ser cobrados luego que la Sala de lo Contencioso Administrativo en manos de la derecha resolviera a su favor.

Cito dos ejemplos significativos: La multa millonaria que le impusimos a la empresa Molinos de El Salvador (MOLSA) por prácticas monopólicas en el negocio de la harina nunca fue pagada porque su propietario, Adolfo Salume, compró la voluntad de la Sala de lo Contencioso Administrativo a fin de lograr una resolución que impidió el cobro de ella.

Un impuesto del IVA al combustible consumido por la empresa de aviación comercial propiedad de la familia Kriete y del grupo AVIANCA, que ascendía a unos $30 millones y que había sido gravado por el Ministerio de Hacienda durante mi gobierno, fue perdonado por una resolución de la Sala de lo Contencioso Administrativo en el 2019.

Aunque la decisión de la Sala ocurrió luego de asumir la Presidencia Nayib Bukele, el recurso de apelación fue presentado en el 2012 y en todo ese tiempo Hacienda no pudo hacer efectivo el cobro.

Ese diagnóstico de la situación fue el que no entendió un sector de la dirigencia del FMLN.

Nunca comprendieron que no habíamos llegado al poder por una revolución sino por una victoria electoral que solo nos dio acceso a una cuota de poder, pero no el poder total.

A esto hay que agregar que la dirigencia del FMLN (comandada por José Luis Merino, aún no siendo el Secretario General) vió en el triunfo en las elecciones presidenciales del 2009 una oportunidad para fortalecer el grupo económico que había comenzado a crear desde el gobierno del ex Presidente Saca, vinculado a los negocios con el petróleo venezolano.

José Luis Merino, más conocido por su nombre de guerra como “Ramiro Vásquez”, se apartó poco a poco de los objetivos fundacionales de ALBA PETRÓLEOS, la empresa mixta que varios alcaldes del FMLN habían creado con el apoyo de PEDEVESA, para utilizarla de plataforma económica y política para que algunos ex comandantes y testaferros se convirtieran en una especie de nuevo grupo oligárquico en el país.

Por eso es que este grupo de dirigentes del FMLN, al igual como lo había hecho la oligarquía en el pasado, necesitaba controlar el aparato de gobierno y utilizar los resortes del Estado para acumular riqueza y fortalecer su poder económico empresarial.

En una reunión privada de José Luis Merino y el empresario suizo salvadoreño Enrique Rais, dedicado al negocio del procesamiento de la basura, en la que estuvo presente un reconocido hombre de negocios que facilitó la relación de mi gobierno con el sector empresarial, Merino me mandó el siguiente mensaje: “Dígale a Funes que la oligarquía ha vivido por décadas enteras de hacer negocios con el gobierno, ahora nos toca a nosotros, es nuestro turno”.

Lo que Merino estaba exigiendo en tanto dirigente del partido era seguir con una práctica propia de los gobiernos de derecha en el país: El uso patrimonialista del Estado.

La idea era convertir a su grupo empresarial en un poder económico con capacidad para disputarle el poder a la oligarquía tradicional.

Aclaro que, si el objetivo hubiera sido debilitar la influencia de la derecha oligárquica en las decisiones del gobierno, yo personalmente habría apoyado ese esfuerzo.

Pero el propósito era otro. El objetivo era competir con la derecha oligárquica usando el músculo del Estado.

No fue casual que desde la creación de Alba Petróleo se organizaron bajo su sombra 23 empresas que conformaron el Grupo Alba con inversiones ya no solo en la venta del combustible venezolano sino también en el negocio de los bienes raíces, de las finanzas, de la generación de energía, de la producción agrícola, entre otras actividades rentables, incluyendo las llamadas “empresas o sociedades de cartón” destinadas a lavar dinero.

El Grupo de las empresas Alba no estaba empoderando al pueblo salvadoreño como fue su propósito inicial y mucho menos contribuyendo con el gobierno y el FMLN a sacar a las familias de la pobreza en que vivían.

El Grupo Alba fue utilizado y sigue siendo utilizado por el ex dirigente del FMLN José Luis Merino y sus testaferros como un negocio para lavar dinero y obtener ganancias millonarias de operaciones ilegales, tanto dentro como fuera del país, sobre todo en paraísos fiscales.

El proyecto económico manejado por José Luis Merino y sus testaferros no tenía como propósito financiar los programas sociales creados en el primer gobierno del FMLN y que continuaron con Sánchez Cerén, por mucho que se vendiera como un proyecto de empresas con finalidad social.

¿Qué finalidad social puede tener una sociedad del Grupo Alba como “Inverval SA de CV” dedicada a construir viviendas para clase media alta en barrios residenciales del Municipio de Nuevo Cuscatlán?

O ¿qué finalidad social puede tener Alba Petróleo que acabó vendiendo el galón de gasolina a precios similares a los de las transnacionales y otorgando millonarios préstamos a empresas como “Precocidos de El Salvador”, propiedad del ex Ministro de Agricultura, Pablo Anliker, o “Baterías Rayo”, propiedad del ex Ministro de Economía de Sánchez Cerén, que se quedó con el negocio de la venta de baterías de carro cuando “Baterías Record” se vio forzada a cerrar operaciones?

Fue hasta en el segundo gobierno del FMLN que Alba creó una pequeña empresa de ensamblaje de computadoras con la que donaron un poco más de 4 mil Laptops a estudiantes de las escuelas y de los institutos públicos del país.

Alba en el fondo se dedicó a hacer negocios con algunas alcaldías en manos del FMLN como la de Nuevo Cuscatlán y la de San Salvador durante el período de Nayib Bukele o con el Ministerio de Agricultura y Ganadería de Sánchez Cerén siendo Orestes Ortez (miembro de la Comisión Política en esos momentos) el encargado del ramo. 

Merino tampoco buscaba construir alianzas políticas para romper con la estructura de poder creada por la oligarquía.

A lo sumo pretendía desplazarla de algunos negocios bajo la protección del Estado.

El interés de Merino siempre fue hacer negocios bajo una lógica capitalista y oligárquica, aunque para ello tuviera que pactar con el diablo y colocarse al margen de la Ley.

De ahí la necesidad de asegurarse inmunidad, primero como Diputado del PARLACEN y luego como Viceministro de Cooperación del gobierno de Sánchez Cerén.

La alianza política y empresarial que, según la agencia de prensa INFOBAE y el periódico digital El Faro, ha construído José Luis Merino con Nayib Bukele desde que fue Alcalde por el FMLN en el municipio de Nuevo Cuscatlán, le ha garantizado a la fecha la inmunidad y la libertad de acción que requiere para operar y delinquir.

Se sabe que, por presiones de algunas agencias federales de investigación de Estados Unidos, como el FBI y la DEA, las empresas del grupo Alba fueron investigadas por lavado de dinero en el tiempo en que la Fiscalía era dirigida por el abogado de ARENA, Raúl Melara.

Fue el nuevo Fiscal General, Rodolfo Delgado, quien dicho sea de paso en el 2019 trabajó para Alba Petróleos, el que archivó una vez fue designado por los Diputados oficialistas como Fiscal General de la República, el expediente de investigación por lavado de dinero y otros activos que Melara había abierto años atrás.

Todos estos elementos, así como la correlación de poder con que nos encontramos, nos llevó a tomar y a emprender algunas iniciativas sin las cuales mi gobierno no habría podido hacer ni la mitad de lo que finalmente hicimos.

En primer lugar, tuvimos que construir nuevas relaciones con el sector empresarial y potenciar el surgimiento de un empresariado progresista identificado con los cambios.

Era imprescindible atraer nuevas inversiones y garantizar la gobernabilidad democrática, además de reconstruir el tejido productivo que había sido dañado por los gobiernos de ARENA.

El beneficio de programas sociales insignia como fueron los paquetes escolares, la alimentación escolar y el vaso de leche no solo consistió en dotar de uniformes, zapatos y útiles escolares a un millón y medio de estudiantes de las instituciones educativas públicas de todo el país, o de asegurar una mejor dieta alimenticia a centenares de miles de estudiantes a nivel nacional.

También fueron beneficiados miles de agricultores y ganaderos del país, así como proveedores artesanales y pequeños y medianos empresarios nacionales.

Construímos además, alianzas políticas en la Asamblea Legislativa para promover proyectos específicos, incluso con diputados de derecha.

Aprovechamos la división de ARENA en Septiembre del 2009 y el surgimiento de GANA para alcanzar acuerdos y decisiones que tenían que ver con la aprobación de algunos préstamos internacionales y el Presupuesto General de la Nación para cada ejercicio fiscal en los 5 años de gobierno.

Hubo importantes reformas legales que intentamos promover, como es el caso de una reforma tributaria progresiva que asegurara los recursos necesarios para el impulso de los programas sociales y que garantizara una mejor distribución de la riqueza nacional, que no fue posible aprobar porque lesionaba intereses económicos oligárquicos que no solo ARENA defendía.

Los Diputados de la derecha, como era habitual en ellos, canjearon sus votos por honorarios pagados por la Oligarquía con el propósito de frenar iniciativas que lesionaban sus intereses.

De estos honorarios o bonos se beneficiaron Diputados de GANA, PCN y PDC, y por supuesto, parlamentarios de ARENA, en ese momento el partido de la Oligarquía.

Además de la falta de consenso para aprobar una reforma fiscal progresiva, estos diputados no apoyaron tampoco la creación de un impuesto al patrimonio, un impuesto a las grandes fortunas y tampoco un aumento del impuesto a las ganancias, tal como lo propusimos.

Pese a esta resistencia y muy a pesar de la negativa de algunos dirigentes del FMLN logramos construir acuerdos y alianzas con sectores económicos progresistas, especialmente con pequeños y medianos empresarios que habían sido desplazados durante los gobiernos de ARENA, además de acuerdos con organismos financieros internacionales como el BID y el BCIE que apoyaron la agenda social del nuevo gobierno del FMLN, acuerdos con la administración del Presidente Obama y con algunos países dispuestos a apoyar los cambios en El Salvador, como Brasil durante el gobierno de Lula, Cuba y Venezuela, países de dónde provino una fuerte solidaridad internacional especialmente en el área de la Salud, Taiwán, Corea y España, entre otros.

Siempre estuvimos conscientes que los márgenes de maniobra eran reducidos, sobre todo en el contexto de la crisis económica del 2008, ante choques externos como la caída de la demanda internacional que afectó el empleo y los ingresos y la caída de los precios internacionales del café, el aumento en el precio del Barril del Petróleo y de los alimentos, así como el impacto de fenómenos climatológicos en la infraestructura y la producción agropecuaria en el país.

En el quinquenio 2009-2014 debimos enfrentar al menos 4 tormentas tropicales (IDA, Agatha, Alex y Mathew) y la depresión tropical 12E.

Solo las dos primeras tormentas (IDA y Agatha) provocaron daños y pérdidas por un monto de $1,329.3 millones, que equivalía al 5.9% del PIB.

Estos problemas llevaron a reorientar recursos públicos a la reconstrucción y a la atención de la emergencia, con el consiguiente impacto en el crecimiento económico y en la disponibilidad de recursos para financiar las políticas sociales, sobre todo, en Salud y Educación y atrasaron la implementación de la estrategia del cambio. 

Entre las primeras decisiones que adoptamos se buscó un nuevo acuerdo con el FMI para estabilizar las finanzas públicas y se implementaron medidas como el aumento del gasto social para proteger a la población más pobre de los efectos de la crisis económica y la utilización de la inversión pública para generar empleos y coadyuvar a la reactivación de la economía.

El acuerdo con el FMI no fue un programa ortodoxo neoliberal basado en el ajuste fiscal y en una reducción del gasto público, sobre todo del gasto social, tal como este organismo estaba acostumbrado.

Lejos de eso, se diseñó desde los primeros meses del gobierno un Plan Global Anticrisis para proteger a la población más vulnerable del país, estabilizar las finanzas públicas y llevar a cabo una reforma social basada en la implementación de programas sociales orientados a reducir las vulnerabilidades, proteger el ingreso, mejorar las condiciones de vida de la población, sobre todo de las familias más pobres del país, reducir la pobreza y recortar la brecha entre ricos y pobres que habíamos heredado de los 20 años de gobiernos de ARENA.

Bajo esa óptica se impulsó la creación del Sistema de Protección Social Universal, el más importante cambio en la formulación de políticas públicas de los últimos años, y el Plan Quinquenal 2010-2014 que trazó las metas del desarrollo y las bases de un nuevo modelo económico y social para el país.

La base del cambio, que se comenzó a construir en el primer gobierno del FMLN, fue el Sistema de Protección Social Universal por medio del cual se diseñaron políticas públicas destinadas a combatir la pobreza, a disminuir las desigualdades sociales y económicas, a reducir la brecha social, a procurar procesos de inclusión social y a crear mecanismos institucionales que permitieran una distribución más equitativa de la riqueza y de los beneficios del crecimiento económico.

Para ello se llevaron a cabo programas enfocados primordialmente en poblaciones específicas que se encontraban en condición de pobreza y vulnerabilidad.

Estos programas sociales fueron: Comunidades Solidarias (urbanas y rurales), Programa de Apoyo Temporal al Ingreso (PATI), Pensión básica universal para adultos mayores, Ciudad Mujer, Dotación de Uniformes, Zapatos y Útiles Escolares a estudiantes de instituciones educativas públicas, Programa de entrega de Semilla y Abono a los agricultores del país, Agricultura Familiar, Programa de Alimentación Escolar, la entrega del Vaso de Leche, entre otros.

En el caso de Ciudad Mujer se construyeron seis sedes a nivel nacional para atender a mujeres de todos los estratos socioeconómicos y brindar atención especializada a mujeres vulneradas.

Sus ejes transversales fueron la equidad e igualdad de género, la inclusión y la seguridad social, la participación comunitaria y el desarrollo local.

La implementación del Sistema de Protección Social ha significado la inversión social más importante en la historia reciente del país.

Estos programas continuaron en el segundo gobierno del FMLN.

Según datos del BCR, de la encuesta de hogares y propósitos múltiples y de la CEPAL, los hogares en pobreza pasaron del 40% en el 2008, el último año de gobierno de ARENA, al 26% en el 2019, el último año del FMLN en el Ejecutivo.

Lo mismo ocurrió con las desigualdades económicas y sociales.

La CEPAL certifica que en el quinquenio 2009-2014 la brecha social entre ricos y pobres se redujo en 5 puntos porcentuales.

El coeficiente de GINI (que mide la desigualdad) paso de 0.48 en el 2008 a 0.34 en el 2019.

En los 10 años de gobiernos del FMLN, sobre todo en el primer gobierno que concluyó en 2014, no solo se redujo la pobreza, sino que también se acortó la diferencia entre ricos y pobres.

Los Hogares con acceso a energía eléctrica  pasaron del 91% en el 2008 al 96.7% en el 2019.

Igual creció el porcentaje de Hogares con acceso a agua por cañería: De 79.1% en el 2008 a 88.3% en el 2019.

El salario mínimo pasó de $192 al mes en el 2008 a $304 en el 2019.

La mortalidad infantil cayó de 23 por cada mil nacidos vivos a solo 9.

La mortalidad materna cayó de 49 por 100 mil partos a 28, casi la mitad del último año de Saca.

Los establecimientos de salud pasaron de 421 en el 2008 a 820 en el 2019.

Se inauguraron 578 Equipos Comunitarios de Salud Familiar (ECOSF).

El abastecimiento de medicinas en los Hospitales aumentó del 50% en el 2008 a más del 80% en el 2019.

Eliminamos la cuota voluntaria que se pagaba en los Hospitales y las Unidades de Salud.

Para el 2019 como resultado del Programa de Alfabetización de Adultos que se inició en el 2009 había 167 municipios libres de Analfabetismo.

La Deserción Escolar se redujo del 6.1% en el 2008 a solo 1.1% en el 2019, en parte como efecto de la entrega de los paquetes escolares que redujeron a cero el costo de la educación pública en el país y ayudaron a abaratar la canasta básica ampliada.

A partir del 2009 se pararon las privatizaciones y el Estado recuperó las acciones de La GEO, logrando retomar el control accionario de la empresa generadora de energía geotérmica en el 2015.

La economía superó el estancamiento provocado por la crisis internacional del 2008 (-2.1% con Saca) alcanzando una tasa positiva de crecimiento de 2.5% en el 2019.

Acá debemos hacer una reflexión sobre los programas sociales que comenzaron en el primer gobierno del FMLN.

La Política Social bajo el FMLN superó el enfoque asistencialista propio de la derecha.

Se diseñaron e implementaron más de una veintena de programas sociales para combatir la pobreza y reducir las desigualdades, tal como efectivamente ocurrió.

En esto la dirigencia actual del FMLN se equivoca y se coloca del lado de Bukele cuando sostiene que los programas sociales impulsados en los 10 años de gobierno fueron programas reformistas, de corte asistencialista y que nos dedicamos a administrar el neoliberalismo y a proteger a los grupos de poder.

En el fondo revelan una completa ignorancia de la naturaleza de los cambios impulsados y sobre todo de lo que era posible construir con los reducidos márgenes de maniobra que heredamos.

La dirigencia actual del FMLN, controlada por José Luis Merino, pasa por alto el impacto de los programas sociales en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, sobre todo de las familias más pobres del país.

En su análisis, el FMLN perdió respaldo popular y electoral porque sus gobiernos se distanciaron de las aspiraciones de la población y drenaron recursos públicos que fueron a parar al bolsillo de sus funcionarios.

No fueron sus gobiernos y mucho menos el primero del 2009 al 2014, los que nos distanciamos de las demandas populares.

Fue el FMLN el que como partido político no acompañó territorialmente las políticas públicas de combate a la pobreza y a la exclusión social en momentos en que la Secretaría de Organización, la de educación y la de Comunicaciones estaban en manos de dirigentes afines a la corriente que lidera José Luis Merino.

Nunca organizó a la población en torno a los beneficios que estos programas generaron y mucho menos garantizó la defensa de los mismos.

Esta falta de acompañamiento político a la gestión pública provocó el declive electoral del FMLN.

Para las elecciones del 2014 fue el gobierno y no el FMLN el que articuló una estrategia electoral para que el apoyo de la población a los programas sociales se convirtiera en respaldo al candidato presidencial.

Sánchez Cerén ganó las elecciones presidenciales en el 2014 no porque gozara de un amplio apoyo popular o por su papel como Vicepresidente de la República. Las ganó porque la gente votó por la continuidad de los programas sociales que un gobierno de ARENA no garantizaba.

En cambio, para las elecciones presidenciales del 2019, el FMLN era visto por la población como un partido político alejado de las aspiraciones populares, incapaz de defender sus más importantes conquistas y aspiraciones.

El gobierno de Sánchez Cerén no fue capaz de endosar el respaldo que aún tenían los programas sociales que habían iniciado en el 2009 al candidato presidencial, Hugo Martínez. Tampoco supo sacarle provecho electoral al evidente mejoramiento de las condiciones de vida de los más pobres.

Parecía un gobierno sin rumbo claro y sin un liderazgo firme, incapaz de enfrentar políticamente a sus detractores y de mantener y ampliar los programas sociales que venían desde el 2009.

Llegó a tales extremos que no buscó ni aseguró el financiamiento de algunos programas sociales ejemplares como Ciudad Mujer (la sexta y última sede se construyó en Morazán con recursos gestionados por el gobierno que concluyó en el 2014); Comunidades Solidarias, que era un programa de entrega de subsidios a familias rurales y urbanas de escasos recursos que finalmente desapareció por falta de financiamiento; el Programa de Apoyo Temporal aI Ingreso (PATI) que beneficiaba anualmente a más de 70 mil mujeres emprendedoras y la entrega de la Pensión Básica Universal a adultos mayores de 70 años que nunca cotizaron con el ISSS ni con las AFPs.

El gobierno de Sánchez Cerén también se hizo de la vista gorda frente a las negociaciones de las empresas del Grupo Alba con empresarios de corte neoliberal que necesitaban del apoyo del Estado.

En eso jugaron un papel destacado desde sus cargos de gobierno el Secretario Técnico y de Planificación, Roberto Lorenzana, muy cercano a empresarios cañeros del país como el ya fallecido Tomás Regalado; el ex Ministro de Agricultura y Ganadería, Orestes Ortez, miembro de la Comisión Política del FMLN y directivo de Alba; los ex Ministros de Economía, Tharsis Salomón López (quién como dije antes recibió un préstamo de Alba para su empresa Baterías Rayo) y Luz Estrella Rodríguez (testaferra de Merino y directiva de Alba); el ex Presidente de CEPA, Nelson Vanegas; el Gerente de CEPA, quién operaba los negocios que se hacían desde el Puerto de Acajutla y el aeropuerto Monseñor Romero; el ex Presidente de CEL, David Antonio López, ex cuñado del Secretario General del FMLN en esos años y el ex Vicepresidente de la República, Oscar Ortiz, quién tuvo negocios años atrás con el jefe del Cártel de Texistepeque.

Y es que de la misma manera que los grupos oligarcas del país intentaron incidir en el primer gobierno del FMLN a través de propuestas de funcionarios que hicieron llegar en el momento de la conformación del gabinete de gobierno, de igual forma la Comisión Política del FMLN se atribuyó la facultad de nombrar y designar a casi el 90% de los funcionarios del primer gobierno del FMLN que acabábamos de ganar.

Ambos esfuerzos fueron inmediatamente rechazados por mi equipo de gobierno bajo la convicción de que había que acabar con el uso patrimonialista del Estado como estilo de ejercicio gubernamental. Una deformación del ejercicio del poder propio de los tradicionales grupos oligarcas del país que fue compartida por los dirigentes del FMLN comandados por José Luis Merino durante el gobierno de Sánchez Cerán a la fecha.

Si en el primer gobierno del FMLN las pretensiones oligarcas y de la dirigencia efemelenista de entonces fueron rechazadas, eso no ocurrió en el gobierno de Sánchez Cerén, en el que el partido se vació en todas las instituciones gubernamentales, configurándose una especie de Gobierno-Partido.

Estoy convencido que la debacle electoral del FMLN fue y sigue siendo de exclusiva responsabilidad de su segundo gobierno y de una dirigencia partidaria controlada y manipulada por el ex dirigente José Luis Merino, quien apostó por la derrota del candidato presidencial, por la desaparición del FMLN del mapa político electoral y por el empoderamiento de Nayib Bukele, su aliado y actual socio empresarial.

El FMLN cayó en la trampa de regirse por los intereses económicos del Grupo Alba, con lo que contribuyó a frenar el proceso de cambios que iniciamos en el 2009 y que ahora se encuentra en un claro retroceso.

Para quiénes en la izquierda sostienen que las denuncias de corrupción que afectaron a mi gobierno lesionaron la imagen del partido entre sus electores hay que hacerles ver que, a la fecha, ninguna de estas infundadas y arbitrarias acusaciones ha sido demostrada por la derecha y la Fiscalía. No existen pruebas de que lo delitos imputados se hayan cometido.

Tampoco hay evidencias documentales del desvío de recursos públicos que debieron destinarse a atender las necesidades más apremiantes de la población.

El primer gobierno del FMLN ha sido víctima de una persecución penal con motivación política (Lawfare) que la dirigencia del FMLN apenas comienza a entender y combatir, aunque sin éxito.

Sin una renovación de los cuadros dirigenciales de la izquierda salvadoreña y sin una refundación de sus principios doctrinarios, el cambio en El Salvador iniciado en el 2009 está en vías de extinción.

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Why language is such an important issue?

Language is the vehicle that we commonly use to exchange ideas in our shared environment. In short, language is one of the keys that unlock the human mind. However, language is not the sole criterion that reveals our beliefs and identity, but one of the most important.

It often binds the speakers of it together, harmonizes their communication, imparts a feeling of affinity, and can become the foundation for the creation of a new nation based on the simple sharing of a language.

There are numerous cases in history that the identity of a nation has survived the loss of its language, while there are similarly other cases that evidence the reverse. In short, the importance of a common language– like other primary binding factors of culture–ought to be evaluated in the context of a given nation and not in generalities.

Take the case of the Irish nation as an example. How were the Irish affected after the loss their language to English? Did they lose their culture; their identity? Indeed, none were affected, and in fact became stronger in face of the clear and present danger of assimilation.

Roughly half of the Kurds in Turkey speak only Turkish. But the same half also forms the most active sector in the Kurdish national struggle in that state and the source of most violence in that context. While the loss of language does not predicate the loss of common identity among people, conversely, nor does a common language by itself dictate a common identity.

The Croatians, Serbians and the Bosniaks share the same language, and yet, they are so diverse in their national aspirations and identity to take up murderous arms against each other for generations. In their case, religion is their national binding glue. One could easily argue that throughout the ages, religion has always outperformed language in this role. Islam and Christianity REQUIRE a change of identity at the time of conversion. A Muslim becomes part of a new nation, “the Umma” (the nation of believers), to the exclusion of all other national identities (branded at the time as “Sha’ubiyya” or factionalism).

Until the French Revolution that advanced language as the primary, if not the sole element of national identity in the West, all European Christians were part of the “Christendom.” If they were Catholics, then their rulers were ‘accredited’ by the Pope in Rome, because technically they were all part of the same kingdom of Christ, formed his nation, and were ruled by his vicar, the Pope.

Kings and princes were but ancillaries to the absolute power that resided in Rome. If they were the Orthodox, the Patriarch bestowed the same identity on their mass of followers. Using language as the identifier was the remedial invention of the French Revolution when the Pope following the expropriation of the church’s assets by the revolutionaries excommunicated that state and its people.

Having been thrown out of the fold of the Christendom and the Christian nation, the revolutionaries proposed that the French form a nation of their own, distinct from the Christian nation. How was a Frenchman be defined and what was his identity following the excommunication?

The revolutionaries argued that they should be defined by the only element left in common among them: their language. This is taken by the historians to be the source of the current, language-based ‘ethno-nationalism’ that has ripped the world asunder in the past two centuries and created over 200 countries and numerous “national liberation” movements bent on creating even more.

One could ask: What were these “nations” doing before the advent of the French Revolution and the ensuing ethno-nationalism? Well, they were parts of a greater entity: their religion’s kingdom. Looking at the world histories and literature before the French Revolution, one is hard pressed to find more than one or two isolated cases referencing the language as a national glue, or even as an important factor in that regard.

Language is the vehicle of the thought, not the thought itself. Vehicles can be changed over time, without harming the thought. Man’s identity is his thoughts not his tongue.

For instance speaking English does not make a person an Englishman, or being conversant in Spanish renders a man a Spaniard. However, it can, if the intellectuals and the mind-molders of a society or societies say so and work at it.

In the past two hundred years, of the 386 German-speaking states, 382 joined to form a united Germany. Four did not, and remain independent today despite their common language. Twenty-eight states joined to form France, some actually not French speaking at the time of their joining. In the past one hundred years, the Arabic speaking intellectuals have been trying to form a single Arab identity among the speakers of that language, where none had ever existed before.

They have achieved this to a large extent, by standardizing the Arabic languages (many too far removed from one another to be called a dialect) and inculcating a sense of belonging among all its speakers. The Kurds are a nation that for eons have been defined by their life-style of mountaineering: individualism, freedom, nonconformity, and atomism. Language had NEVER been the identifier of a Kurd, as they have and still are conversant in many dialects, which like Arabic, are so far removed from each other to form languages. Like all other aspects of a Kurd, as they have and still are conversant in many dialects, which like Arabic, are so far removed from each other to form languages.

Like all other aspects of ones identity, it is imperative to preserve ones language. But, losing it does NOT change the person’s identity. There are a myriad other aspects that preserve the person’s identity. Keep those, and the loss of language would mean unfortunate, but not lethal. Today’s world, however, is largely the by-product of the trends set by the French Revolution: A nation needs a common language and often defined by it.

The odd and inaccurate term, “ethnolinguistic groups” presupposes the language to define the ethnicity. No one wants to argue with that self-evident fallacy today, because it seems to be “done deal” in the minds of most everyone. And yet, it does not take an expert to see this simply is not true. Despite the evidential fallacy of the language-based identity of the people, it is how the international institutions commonly recognize a “nation”–by its common language.

Creating or fostering a “national language,” that many already be there is, therefore, of utmost importance in the debate that a given nation actually exists. This has become more evident in the context of modern revolution in communication, requisition a common vehicle to facilitate the education and foster the culture of developing and vibrant nation. Kurds are not an exception to this.

In fact, entities that oppose the existence of a Kurdish identity or nationhood have shown a great proclivity in the course of the past century to attack and try to eliminate its language. This is most evident in Turkey. In a country like Turkey where the French paradigm, the language–Turkish, defines the ethno-national identity of the citizens, permitting, much less fostering a fundamentally different langua

fostering a fundamentally different language (Kurdish) would be a sacrilege. From the start of the Turkish Republic and its constitution of 1925, Kurdish language, along with all other vestiges of Kurdish culture and identity were criminalized and banned. The said ban is still in enforce, although no longer officially, to the present day. This policy has included, among others, legal restrictions on the use of Kurdish names; the renaming of nearly all historic geographical names: cities, towns, villages, rivers, mountains, etc; bans on Kurdish speaking or singing in Kurdish, ergo its teaching and learning.

In fact the use of several letters of alphabet peculiar to Kurdish has also been criminalized in that state. These acts are intended to forcibly assimilate the Kurds into the Turkish pool. To achieve this end, the government planners in Ankara–a country that defines its own identity by a language– have falsely assumed that the prime target of attack on Kurdish identity should be primarily to eliminate its language.

Apparently, the lessons of the British in Ireland, or the Russians in Poland that achieved the reverse impact of actually heightening the nationalistic feelings of those to ancient nations has been largely missed by the Turkish planners. Today, the issue is not whether language is the sole or a primary guardian of the Kurdish identity, but its role in fostering a vibrant and growing culture and facilitating education and the economy that requisites the creation and promotion of a single standard and sophisticated vernacular for high level communication and education to guarantee this future.

Funes, el memorioso. Jorge Luis Borges. 1942

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo.

Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, “un Zarathustra cimarrón y vernáculo “; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos.

Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.

Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental.

Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: “¿Qué horas son, Ireneo?””.

Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: ‘Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco”. La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.

Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.

Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista.

Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día 7 de febrero del año 84”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó “, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”.

Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una

broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.

El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación.

Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo XXIV del libro vil de la Naturalis historia.

La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audítum.

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.)

Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.

Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. Y también: “Mis sueños son como la vigilia de ustedes”. Y también, hacia el alba: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”.

Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sístema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.

Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo.

Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce.

El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los “números “El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendióo no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las vecesque la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en elespejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.

Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras, (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.

Irineo Funes murió en 1899, de una congestión pulmonar.

1942

Ler pelas entrelinhas da eleição. Carla Jimenez. Octubre 2022

Ninguém disse que seria fácil dar adeus à extrema direita.

Cara leitora, caro leitor,

Talvez você esteja se perguntando como não percebeu que a extrema direita ia fazer bonito no Congresso, com Damares Alves e Marcos Pontes eleitos ao Senado, por exemplo. Ou, inclusive, não ter notado que a diferença de votos entre Lula e Bolsonaro no primeiro turno ficou mais perto do que algumas pesquisas apontaram.

Pode culpar alguns institutos, nossa torcida apressada para varrer o bolsonarismo depois de 686 mil mortes por covid-19 com o atraso da vacina, ou até o otimismo de jornalistas como eu, que cheguei a descrever o ex-juiz Sergio Moro como uma “caricatura” na última coluna e até antecipei um regozijo diante de seu potencial ostracismo.

Nada vai fazer o calendário retroceder e mudar o resultado das eleições que gostaríamos de ter visto, com um Congresso bem mais progressista e, com sorte, o presidente da República de volta à invisibilidade do baixo clero na Câmara dos Deputados.

É preciso encarar que o bolsonarismo, ou a chamada extrema direita, ainda estão aqui, depois deste 2 de outubro, para nos dar mais uma rasteira. Esse grupo extremamente conservador sabe muito bem jogar o jogo e não deixou de ser a força poderosa que sempre existiu.

Para horror de nossa bolha, foram alçados à normalidade pela direita desde 2013, pelos editorialistas do Estadão, os meritocratas e as carolas da vez. E também pela sua bondosa tia, pai, sogro, cunhada, que encaram a vida sob uma ótica fora da nossa política intelectualizada. Não julguemos. Se nesta terça você ainda está chamando eleitor de “burro” e falando que quer sair do Brasil, tem duas oportunidades. Esperar a fossa passar, ou aceitar que o país não está pronto ainda para uma mudança consistente de valores.

Valores, aliás, não se adquirem numa prateleira, nem em matéria de jornal. São consensos de uma sociedade e levam tempo – décadas, por vezes séculos – para serem assimilados. Não seguem o tempo do relógio, das redes sociais.

Imagine isso num país de 212 milhões de habitantes. É fácil falar dos avanços e da estabilidade no Uruguai com uma população 3,4 milhões, onde o aborto e a cannabis são legalizadas. Mas no Brasil de Santa Catarina e seus 5,4 milhões de eleitores, onde bolsonaristas foram eleitos com folga, e da Bahia e seus 11,28 milhões de votantes, que deu farta vantagem ao PT, há muito mais do que distância geográfica e social.

Há pouco tempo até o dia 30, e precisamos estudar as entrelinhas para não deixar a bola passar por baixo das pernas, como em 2018. Nos faltou paciência neste dia 2 para compreender que o bolsonarismo está com o bastão. Bolsonaro teve um gordo orçamento secreto para executar a empreitada deste primeiro turno e ministros militares cacifando sua estratégia eficiente. Conseguiu.

Em São Paulo, Tarcísio de Freitas cresceu sobre Fernando Haddad pelo mesmo princípio que sustentou João Doria no governo do estado em 2018, quando a capital paulista já o rejeitava. O interior leva mais tempo para mudar de opinião.

Nós sabíamos que o bolsonarismo não desapareceria da noite para o dia. O resultado das urnas nos mostrou a forma que ele tomará a partir de 2023 e o longo tempo de que precisaremos para transformá-lo. De tanto que queremos mandá-lo embora, temos dificuldade em reconhecer que nosso adversário é tão forte. Com 99 deputados eleitos pelo PL de Bolsonaro e oito senadores que se somam a outros cinco em exercício, a extrema direita ganhou poder para dar as cartas à luz do dia e já não está tão refém do Centrão. É fato. Foram bolas nas costas.

Mas o Brasil de 57 milhões que votaram em Lula estava atento ao gol que o atual presidente ia chutar, e o pênalti foi defendido. Não é pouco. A ostensiva votação de bolsonaristas país afora está aí para nos lembrar o tamanho do adversário. Não vamos cair na mesma armadilha de subestimá-lo.

O Brasil da resistência não está coordenado. Está fracionado em distintos partidos e instituições. Mas ele se move e fura bloqueios, como a eleição de duas deputadas federais trans, uma em São Paulo, Érika Hilton, e a segunda em Minas Gerais, Duda Salabert, ambas campeãs de votos em seus respectivos estados. Sim, temos o antiministro do Meio Ambiente Ricardo Salles na Câmara e temos também Marina Silva. Ele, auxiliado pela máquina pública do governo federal para ser eleito. Ela, pelo seu legado na causa ambientalista.

A máquina por trás da figura de Bolsonaro está muito bem azeitada. Como esteve a do PT por ao menos 12 anos, antes da debacle de 2016. Como foi a do PSDB entre 1994 e 2002, com Fernando Henrique Cardoso à frente.

Não temos um só problema no Brasil chamado Jair Bolsonaro. Temos 51 milhões de discordantes. Mas, hoje, é tempo de procurar os 1,8 milhão de votos para levar Lula à vitória no segundo turno, depois de seus mais de 57 milhões de votos. Porque o presidente no poder acaba de ganhar fortes cabos eleitorais nos estados e no Congresso. E nossa energia tem de estar nesse objetivo, de cortar uma das cabeças dessa medusa, a mais poderosa no momento.

A frustração com o resultado de domingo nos dificulta reconhecer que tamban andamos para a frente. E não é de hoje. Desde que militamos pela Constituição de 1988. Desde o tempo em que chamamos este Brasil profundo para a arena. Quando ousamos eleger mulheres pretas, como Marielle Franco, quando apoiamos a Comissão da Verdade, criada em 2011. Fomos nós que pedimos ao adversário oculto para que mostrasse a sua cara. Ele rasgou a fantasia e passou a expor sem constrangimento o seu racismo, sua violência, lambendo cano de armas nas redes sociais.

Hoje, não adianta nos prendermos a debates mentais. Lembremos então de onde viemos. A ditadura de 1964 não foi fruto de um golpe meramente militar, mas sim de um golpe civil-militar. De muitos pais e avós desses 51 milhões. É um país que funciona há séculos sob um molde muito bem formatado, em que a sociedade aceita as regras por achar que é o único caminho possível.

Nós ousamos nos rebelar contra isso. E mudar dá trabalho, um projeto minucioso para ajudar a ficha a cair. É assim que a vida real, fora do nosso quarteirão, acontece. Buscar consensos leva um caminhão de tempo. Ainda estamos na metade do caminho para que o Brasil se enxergue de uma vez.

Terrível seria se Bolsonaro tivesse sido reeleito. Seu filho, Eduardo, foi, mas perdeu mais de um milhão de votos de 2018 para 2022. Nomes esdrúxulos não se elegeram, como Sergio Camargo, Fernando Holiday e Fabrício Queiroz. Outros, como Janaína Paschoal ou Joice Hasselmann, evaporaram. O pêndulo ainda está se acomodando. Barbas de molho e altivez para continuar. Afinal, quem disse que seria fácil?

Conformación apolítica de la subjetividad y su vínculo con modalidades evocativas traumáticas de pasados límites. María Eugenia Borsani. 2009

Semblanza del presente

Finales de la década de los años 80, interesante convivencia entre política y filosofía, o lo que procura hacerse pasar por filosofía, no siendo sino el discurso de la ideología dominante que tiene como intención mayúscula eliminar del planeta todo eco del término “ideología”.

Se proclama, casi por decreto del Pentágono, el fin de las ideologías y el fin de la historia, sólo queda como norte un “más de lo mismo” y perfeccionar el estado de cosas vigente: el derrotero neoliberal a la luz del mundo globalizado, patrocinado por muchos Francis Fukuyama. Momento de lamentables bienvenidas a las despedidas.

El historiador Dominick LaCapra dice en las primeras páginas de Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica que “el tan mentado fin de la historia podría ser también un intento ideológico de permanecer fijados a una condición histórica existente determinada, como la economía de mercado y la limitada democracia política”.[1]

Así, intelectuales mandatados generan artículos e intervenciones de distinta naturaleza que colaboran con el propósito de la extinción del pensamiento crítico y de discusiones de naturaleza ideológica en distintos rincones del universo; se muestra ante nosotros un presente erguido de pensamiento edulcorado, imperio de lo light, exposición de la vacuidad, ausencia de compromiso, apatía por el legado, amnesia política.

A la vez que esto ocurre, se multiplican diversas modalidades evocativas de pasados límites o manifestaciones varias de lo que bien podríamos llamar “la memoria insurgente”, dada la naturaleza indómita de la acción de recordar.

Resulta casi paradójico que, al tiempo que parece erigirse la falsa conciencia de un presente sin ayer, adelgazado de pasado, la memoria se hace ver y se hace oír.

Así, proliferan los debates sobre la relación historia-memoria: desde la filosofía, la historiografía, la sociología y más, el vínculo historia-memoria se vuelve un tópico de constante convocatoria en reuniones científicas y en publicaciones varias.

A su vez, “la memoria parece hoy invadir el espacio público de las sociedades occidentales, gracias a una proliferación de museos, conmemoraciones, premios literarios, películas, series televisivas y otras manifestaciones culturales, que desde distintas perspectivas presentan esta temática” comienza diciendo Enzo Traverso en Historia y memoria. Notas sobre un debate.[2]

La contienda que se da en este escenario discurre, entre otras cuestiones, en relación con qué recordar, para qué evocar y cómo hacerlo; esto es, cuál ha de ser el contenido del acto rememorativo, cuál la finalidad de tal acción y cuál la modalidad evocativa.

Interesa problematizar las diferentes aristas del problema, ya que entendemos que según cuál sea la finalidad del recuerdo, se montan maneras distintas para ponerlo en escena seleccionando entonces determinados contenidos del recuerdo, a la vez que neutralizando otros.

Por ello es que importa indagar la posible relación que pueda darse entre modos conmemorativos anclados en una lógica luctuosa —a la vez que mortificante— con la huida del compromiso con aquello que se recuerda, como efecto reactivo. Así, el presente trabajo sigue  como propósito poner en tensión la conformación de lo que llamaremos subjetividades políticas esmirriadas —según el molde triunfante de lo que Žižek denomina como el “universo posideológico pragmático moderno”—[3] con modalidades evocativas traumáticas de pasados  límite.

En sociedades que tienen como legado un pasado reciente genocida, el modo de dar cuenta y representar lo acaecido es decisorio si el objetivo que se sigue es el de contribuir a la formación de una conciencia histórico-crítica. Bajo la premisa que abona la fecundidad de modalidades evocativas no traumáticas de pasados límites, se indagará si acaso la “huida de la comunidad”,[4] siguiendo a Bauman, en forma  de despolitizada existencia no es resultante, entre otras cuestiones, de  contraproducentes efectos colaterales de modos de conmemoración o de inscripción de la memoria que insisten en las tan lacerantes como infértiles escenificaciones del horror.

Tanto Žižek como Bauman vienen aportando significativas lecturas en relación con el estado de la cuestión de nuestra temporalidad. Sus análisis pueden ser tenidos como diagnósticos de nuestro presente, no por ello menos acertados de la “ideología subterránea” de hoy —esto último pertenece a Žižek— y que en Bauman toma forma de liquidez.

Si como dice este último, las condiciones de la sociedad individualizada son hostiles a la acción solidaria, y la sociedad individualizada es el topos de los más, de los muchos con intención de globalizarse como marca del presente, la acción política, la atención por el otro, el compromiso cívico con la comunidad, caen en el lugar del pasado y en las antípodas del sujeto normal.

Normalidad normatizada, apolítica, desvitalizada, viviendo a costa de la renuncia del compromiso con el otro, con los otros, en un inconsciente estado de impávido aletargamiento político, por eso es que entiendo que se trata de subjetividades políticamente esmirriadas.

Sin duda convergen distintos factores que conforman lo que denominamos subjetividades esmirriadas. Bien señala Bauman el declive de la comunidad como un signo del presente; nuestra actualidad es, según el autor, “zona despejada de comunidad”.[5]

Decadencia de la comunidad en tanto disolución de vínculos sostenidos en la filialidad y es “esta experiencia la que hoy se echa de menos, y su ausencia se describe como ‘decadencia’, ‘muerte’ o ‘eclipse’ de la comunidad”.[6]

El conservadurismo imperante, bajo la forma de desarraigado individualismo, es un fenómeno propio de sociedades en las que hizo mella el triunfante discurso neoliberal.

Evocaciones lacerantes y su nocivo efecto

Entendemos por tales modalidades aquellas que evocan el ayer recurriendo a representaciones que se instalan en la dimensión de lo mortificante, expuestas de maneras muy distintas. Bien pueden ser exposiciones del ayer que recalan en el relato de las torturas infligidas, o en recreaciones del padecimiento, por caso, los ya tan conocidos tour concentracionarios.

Las narrativas de las cuales echar mano en este tipo de evocación

son muy diversas, pueden ser relatos testimoniales anclados en las vejaciones recibidas, o la muestra de las secuelas psicológicas y físicas de atrocidades varias.

No obstante, el ayer puede también ser exhibido desde una toma de distancia y reprobación de tales estrategias de evocación por estimar que en nada contribuyen a la acción rememorativa que persigue el propósito de dar cuenta del ayer traumático apostando a un conocimiento crítico y toma de conciencia de lo ocurrido en su amplio espectro.

En el caso de los montajes evocativos de las dictaduras genocidas, y específicamente en relación con la acaecida en Argentina 1976-1983, se advierte una tensión entre conmemoraciones pergeñadas desde perspectivas opuestas: en ciertos casos nos encontramos con desgarradoras escenificaciones de lo acaecido instaladas en la muerte, en la desaparición y en la tortura que colisionan con otros diseños evocativos que invierten la lógica luctuosa, orientadas al recuerdo y reivindicación de la vida cejada.

Tal vez pueda pensarse que la insistencia en los aspectos dramáticos del pasado y de la memoria de ese pasado, reedita una lógica del terror. Si en el alcance del drama se subsume todo lo que del pasado se puede decir y recordar, poco o nada cabe ser ponderado en términos de “ejemplar”, poco o nada por recuperar y reiterar.

Así, la indiferencia e impavidez ante el acontecer político, signo de nuestros días en cierta parte de las capas generacionales más jóvenes —sobre todo de los sectores medios de la sociedad— pueden ser tenidas como resultante del efecto traumatizante que se sigue del modo como se evoca nuestro pasado reciente.

Esto es, si se estigmatiza el pasado en una absolutización de lo traumático, es posible que se sedimente como advertencia amedrentadora e inmovilizante y con ello la evocación provoca

como efecto lo opuesto que se propone, volviéndose al servicio, esto es, funcional a quienes propician la conformación de subjetividades amnésicas y políticamente esmirriadas, adelgazadas de todo vínculo solidario y colectivo.

Sin embargo, y tal como lo planteáramos en otra ocasión, es importante que ese pasado sea reabierto desde una perspectiva reivindicatoria que desarticule de manera desafiante disciplinamientos de la memoria que, paradójicamente, resulten políticamente paralizantes, aun cuando, tal vez, no sea ése el propósito que persiguen, sino una consecuencia indeseable.

Esto último, en virtud de una significativa apreciación realizada por Dominick LaCapra cuando previene acerca de los efectos traumatizantes de esta perspectiva, que si bien la hace a propósito del film Shoah de Claude Lanzmann puede aplicarse a nuestro análisis: “Algunos usos de filmaciones de archivo o representaciones directas del Holocausto, tales como re-creaciones de escenas de muerte masiva, podrían ser presas de este enfoque armonizador y normalizador, aunque también podrían traumatizar al espectador”.[7]

Así, cabe pensar que la recurrencia al horror y los posibles alcances traumatizantes conducen injustamente al olvido de identidades hacedoras de ese ayer, desplegándose una lógica unidireccional de la memoria que opaca esas vidas subsumiéndolas en términos genéricos tales como víctimas o desaparecidos: anonimato sin más.

Es decir, se desdibuja cuánto de ejemplar —en términos de resistencia y de críticatuvo ese pasado y se resalta lo que deseamos sea irrepetible, a la vez que se omite que “la memoria ejemplar es potencialmente liberadora”,[8]en términos de Tzvetan Todorov. Acaso sea momento de hacer hincapié en aquello que amerita sea reivindicado y que también constituyó el pasado reciente, hoy condensado sólo en el recuerdo del terror y por tanto evocación poco prolífica, toda vez que la ejemplaridad queda sofocada por lo ejemplificante.

Mientras que la ejemplaridad procura dejar una huella esperanzadora en su no reiteración y reivindicadora de quienes dieron testimonio de las atrocidades para dejarlo como legado para el futuro, lo ejemplificante provoca una advertencia intimidatoria.

Y aquí bien vale diferenciar lo ejemplar en Todorov con el planteo foucaultiano en Vigilar y castigar. Foucault muestra que determinados modos de sanción y condena se exponían públicamente por su carga ejemplificadora, el show que se montaba a su alrededor no era gratuito, perseguía claramente un cometido: algo así como: “Vengan y vean: esto puede ocurrirles, este vuestro padecimiento, este vuestro sufrimiento si acaso osaran cometer la misma acción que el reo”.

Escenificaciones de la condena orientadas a disciplinar conductas, normatizar subjetividades, advertir, contribuyendo a formar conciencias amedrentadas por la espectacularidad del castigo.

De ningún modo es ésta la orientación de nuestros análisis de los efectos colaterales e inesperados de los montajes del horror, no está en la representación del ayer la intencionalidad a priori de atemorizar, sino que cabe pensarlo como consecuencia indeseada y no como propósito de la puesta en escena de las “retóricas del horror”.[9]

El mensaje, cuando es ejemplificante, se distancia de manera abismal a la concepción de ejemplar según la ponderación de Todorov, adjetivo que le otorga a la memoria que no procura reeditar lo flagelante —memoria literal— sino en pos de un efecto liberador —memoria ejemplar.

Los modos de evocación traumatizantes del pasado traumático  invisibilizan el alcance del proyecto político genocida imperante en  Latinoamérica entre la década de los años 70 y entrados los 80 del siglo pasado, sin contribuir al conocimiento histórico, iluminando sólo aristas de desgracias que parecieran ser del orden individual y privado  desgajadas del contexto político en el que ocurrieron.

En tal sentido, podría decirse que contribuyen a solidarizarse empáticamente con el sufrimiento ajeno pero no se aportan elementos que colaboren a advertir la dimensión histórico-política de lo acaecido. Se acentúa el plano de lo meramente individual, lo que a tal varón o tal mujer le ocurrió, desamarrado de la comunidad, desconociendo su carácter en tanto miembro integrante de la sociedad política.

Se omite enmarcar el ayer en el cuadro de situación del proyecto que para cierta parte del continente se planeó y se llevó a cabo, como si las situaciones atravesadas fueran acaso producto del albur y no del ardid político neoliberal de los años setenta.

Las modalidades del recuerdo que entendemos son infértiles, son aquellas en las que la referencia al ayer ancla en un verdadero “desborde del horror”,[10] consideración que corresponde a Hugo Vezzetti.

Incluso este tipo de puesta del ayer, en ocasiones, no es del agrado de quienes lo padecieron. Vezzetti dice: “…una sobreviviente que dio a luz en un centro clandestino, cuenta que en la época del juicio todos querían escuchar el relato terrible de su parto pero nadie se interesaba en las ‘definiciones políticas’ que la habían llevado a sufrir esa suerte”.[11]

Una reflexión en un sentido similar la encontramos en Cecily Marcus, quien rastrea las actividades culturales de resistencia que se realizaron en tiempos dictatoriales. Marcus lamenta el acento puesto en la destrucción, en todo lo que fue aniquilado o destruido y la poca atención dispensada a lo que en dicho periodo era hecho, invitando a “investigar el periodo de dictadura desde el punto de vista de lo que fue hecho en lugar de lo que fue destruido”.[12]

Esto es, se focaliza en lo pavoroso, centralizado en el desenlace y despolitizando en gran medida el cuadro de situación de aquellos años de dictadura. La apatía del presente puede pensarse como resultante de tal plan para el Cono Sur, siendo la disociación entre comunidad-individualidad uno de sus logros.

En términos de Todorov quedamos en la instancia de la mera literalidad y en su esterilidad, siendo que en la diferenciación establecida por Todorov lo deseable es la memoria ejemplar, que nada tiene que ver con la ejemplificación según la publicidad del horror, disciplinador de subjetividades.

Tomando el subtítulo del artículo citado de Enzo Traverso es primordial comprender la importancia de “la interpretación de pasado como desafío político”[13] y con ello, conforme a la interpretación que sobre el pasado se haga, evitar la conformación de este tipo de subjetividades políticamente esmirriadas.


[1] Dominick LaCapra, Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, Buenos Aires, fce, 2006, p. 15.

[2] En Marina Franco y Florencia Levín (comps.), Historia reciente. Perspectivas y desafíos  para un campo en construcción, Buenos Aires, Paidós, 2007, p. 67.

[3] Slavoj Žižek, “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en  Slavoj Žižek y Fredric Jameson, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 2003. 4 Zygmunt Bauman, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Buenos Aires,  Siglo XXI, 2003, p. 69.

[4] Zygmunt Bauman, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Buenos Aires,

Siglo XXI, 2003, p. 69.

[5] Ibid., p. 69.

[6] Ibid., p. 59. Idea ésta que Bauman reconoce su inspiración en Maurice R. Stein, que data

de 1960

[7] Dominick LaCapra, “La Shoah de Lanzmann: ‘Aquí no hay un por qué’” en Espacios de Crítica y Producción. Dossier: Historia y memoria del Holocausto, Buenos Aires, Secretaría de Extensión Universitaria/Facultad de Filosofía y Letras/Universidad de Buenos Aires, núm. 26, octubre/noviembre, octubre 2000, p. 44.

[8]

[9] Denominación que utiliza Elizabeth Martínez de Aguirre: “Un espejo de la historia: miles de fotos. Aproximaciones al estudio sobre fotografías de personas detenidas-desaparecidas durante la dictadura militar en Argentina”, en Cristina Godoy (comp.), Prefacio a Historiografía y memoria colectiva. Tiempos y territorios, Madrid, Miño y Dávila Editores, 2002, p. 126.

[10] Hugo Vezzetti, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 119

[11] Idem

[12] Cecily Marcus, “En la biblioteca vaginal: un discurso amoroso”, en Políticas de la Memoria,núm. 6/7, Buenos Aires, Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina, verano 2006/2007. 13 Enzo Traverso, op. cit, p. 67.

[13] Enzo Traverso, op. cit, p. 67.

Clases, movimientos, multitud; debate sobre la formación de sujetos colectivos  revolucionarios en el siglo xxi. Aureliano Ortega. 2009

Indudablemente, esos “veinte años de aburrimiento” a los que se refiere el poeta y músico canadiense son los que corrieron entre el arribo  al poder de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret  Tatcher en los Estados Unidos e Inglaterra y el estallamiento del Consenso de Washington hacia 1997; largos años de indisputado dominio conservador que, no obstante, ya mostraba sus primeros síntomas  de declinación a partir del levantamiento zapatista en Chiapas, no en  Manhattan, en enero de 1994.

Fui sentenciado a veinte años de aburrimiento,

por tratar de cambiar el sistema desde el interior.

Y vengo ahora, ahora vengo por la revancha.

Primero, tomaremos Manhattan.

Después, tomaremos Berlín.  Leonard Cohen

Indudablemente, esos “veinte años de aburrimiento” a los que se refiere el poeta y músico canadiense son los que corrieron entre el arribo  al poder de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret  Tatcher en los Estados Unidos e Inglaterra y el estallamiento del Consenso de Washington hacia 1997; largos años de indisputado dominio conservador que, no obstante, ya mostraba sus primeros síntomas  de declinación a partir del levantamiento zapatista en Chiapas, no en  Manhattan, en enero de 1994.

Sin embargo, es quizá más preciso fijar el “fin del aburrimiento”  a partir de eventos como la “batalla de Seattle” en 1999, la llegada de  Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, el cerco al que cientos  de miles de indígenas sometieron durante semanas a la ciudad de La Paz, en Bolivia (y que produjo la caída del régimen de Sánchez de Losada y, meses más tarde, la elección de Evo Morales), las protestas generalizadas que en el curso de unas cuantas semanas de diciembre de  2001 llevaron a la quiebra a tres gobiernos neoliberales en Argentina  o, por último, los disturbios protagonizados por jóvenes inmigrantes  africanos que en París, otra vez en París, recuperaron para la memoria  y la acción colectivas la eficacia de las barricadas y la espectacularidad  subversiva del coctel molotov.

Frente a tales eventos (y muchos otros de índole similar o parecida  sucedidos a lo largo y ancho del mundo) algunos representantes del  pensamiento crítico, o para ser más precisos, lo poco que quedaba de  él, en el pasado reciente recuperaron una importante reserva de problemas teóricos y políticos cuya emergencia irruptiva y, sobre todo, su  novedad, ofrecían la oportunidad no sólo de mostrar la necesidad y la  vigencia de un pensamiento que había sobrevivido al chantaje y tedio  posmodernos, sino su “fuerza y su terrenalidad” (Marx), su capacidad  teórica para aprehender el sentido histórico de los hechos y, contemporáneamente, su habilidad para articularse programáticamente con aquéllos.

Vamos a entender aquí por “pensamiento crítico” el abigarrado  conjunto de intervenciones teóricas y discursivas que, a despecho de  la postura posmoderna, conservadora o liberal-democrática, y de su  ofensiva en contra de los relatos de emancipación, jamás suscribieron  la idea del “fin de la historia”, siempre sospecharon de las bondades de la  democracia occidental y, aun desde la marginalidad, mantuvieron  viva la idea de que todavía es deseable y posible la construcción de un  mundo mejor.

De modo que el ámbito de nuestra intervención se reduce, en principio, a unos cuantos autores en quienes reconocemos un  claro distanciamiento respecto del pensar posmoderno en su versión  conservadora y, conjuntamente, el replanteamiento sistemático del  viejo problema de la emancipación; pero que, igualmente, exige como  requisito teórico para el examen de sus intervenciones, la presencia  en ellas de ciertas premisas de orden epistemológico de incontestable  talante crítico-negativo o crítico-revolucionario.

I

La pregunta por el conjunto de condiciones históricas, económicas,  políticas y culturales que hacen o no posible la formación de sujetos sociales revolucionarios en el siglo xxi únicamente puede ser formulada en el espacio teórico que se genera y despliega a través del  tratamiento crítico-reflexivo de dos problemáticas concomitantes y  sólidamente articuladas entre sí: la crisis estructural del capitalismo y la  necesidad-posibilidad de su transformación revolucionaria.

Fuera de  este espacio, la pregunta misma carecería de sentido, en tanto el enunciado mismo “sujetos sociales revolucionarios” implica la formación  de un sujeto-agente colectivo que emprende su autoconstitución —y  presuntamente realiza actividades “revolucionarias”— a partir de las  condiciones objetivas que le ofrece el estado actual de las cosas, examinado por el pensamiento crítico a partir de su “crisis estructural” y  caracterizado reiteradamente como “agotado”, “decadente” o en “fase  terminal”.

El fundamento teórico que aducimos para afirmar esa articulación y, a fin de cuentas, esa correspondencia, se remonta a Marx,  quien en su tratamiento del concepto de crisis incluye obligadamente  la consideración del alcance y el carácter de la misma (originaria, estructural, general) y, concomitantemente, el examen de las posibilidades revolucionarias que genera, lo que inevitablemente abre espacios a  la pregunta por los sujetos-agentes de la revolución.

En términos generales, y desde la perspectiva teórica que nos ofrece el marxismo crítico, es posible hablar de “crisis estructural” única y  exclusivamente si tomamos en cuenta la totalidad del proceso de reproducción de un sujeto social de dimensiones históricas, en este caso  el modo de producción capitalista; es decir, cuando en el proceso de reproducción de ese sujeto social aparecen o se manifiestan “situaciones límite” que comprometen, ponen en cuestión o realmente imposibilitan su viabilidad misma, su subsistencia como figura histórica.

El concepto de crisis hace referencia (en el caso de Marx) a la totalidad del  proceso de reproducción de un sujeto social como proceso que tiene siempre una forma histórica determinada. En verdad, el concepto de crisis, para Marx, es el concepto de una determinada “situación límite” a la que ha  arribado un determinado proceso de reproducción del sujeto social; una  situación tal, que el mantenimiento de la vida de ese sujeto social —una vida históricamente fundada y determinada— se vuelve, de alguna manera,  imposible.

Cuando continuar el proceso de reproducción implica un cuestionamiento esencial de su forma, entonces estamos en una situación de crisis. (El concepto de crisis es, pues, un concepto que hace referencia a la  reproducción del sujeto social en su forma histórica determinada.)[1]

Es por ello que el concepto de crisis debe asociarse indisolublemente  con el concepto de revolución, porque, para Marx, cuando una forma  histórica de la reproducción social ya no puede garantizar la reproducción de sus condiciones de posibilidad y por lo tanto “entra en  crisis”, aparecen contemporáneamente fenómenos que ilustran la posibilidad de otra forma de socialidad, de una nueva forma del sujeto  social que constituye en acto una transformación social revolucionaria.[2]

Sin embargo, ante la resistencia que históricamente ha mostrado  el capitalismo para sortear sus crisis, y eventualmente sacar partido de  las mismas, el marxismo crítico ha establecido muy claros matices  entre la revolución, en abstracto, y su necesidad, su posibilidad y su

actualidad histórico-concretas, en cuya consideración y examen indefectiblemente ocupa un lugar central el problema de las “condiciones  subjetivas”, lo que no significa otra cosa que la existencia históricoconcreta, o no, de sujetos revolucionarios capaces de reconocer la necesidad de la revolución y participar activamente en la generación  de sus condiciones de posibilidad —para, finalmente, hacerla actual y, con ello, transformar el mundo.

Sin contar con mayor espacio para examinar a fondo las premisas  anteriores, es ahora posible señalar que en la nómina de autores a los  que debemos restringir nuestro universo de investigación debemos incluir, por lo pronto, a James Petras, Immanuel Wallerstein y Antonio  Negri (asociado recientemente a Michael Hardt) justamente porque,  en nuestra opinión, cumplen con el perfil determinado de antemano:  por una parte, ubican la pregunta sobre la formación de sujetos sociales revolucionarios en el espacio problemático que abre la presencia/ausencia de un “estado límite” en la dinámica actual del capitalismo; por otra, si bien a partir de nociones diversas, abordan teóricamente las peculiaridades que distinguen la necesidad, la posibilidad y la actualidad de la revolución; finalmente, porque todos ellos han sobrevivido teórica y filosóficamente a la embestida posmoderna, manteniéndose en el  ámbito del pensamiento crítico y, particularmente, en el marxismo.

II

James Petras, a quien abordaremos en primera instancia, está comprometido con un análisis estrictamente histórico-económico de

la actualidad que parte mayoritariamente de la ortodoxia marxista, se concentra en el examen de las tendencias básicas de la acumulación y concentración de capitales a nivel mundial (aunque particularmente las de los Estados Unidos) y de las condiciones generales de su reproducción ampliada, en donde caben análisis de carácter político, social y cultural que resultan imprescindibles para una comprensión cabal y suficiente de la realidad histórica concreta. Este modelo de interpretación, que bien podría llamarse histórico-económico, no se hace ilusiones respecto a las condiciones actuales de la crisis y del avance de  la lucha de clases a nivel mundial.

Sostiene que el régimen de producción/reproducción capitalista mantiene una cabal salud reproductiva  y que el colapso, de venir, no podría fecharse antes del fin del primer  tercio del siglo xxi, y no precisamente por las “debilidades estructurales” del sistema (que siempre se las arregla para sacar provecho de sus  crisis), sino por la acción de una nueva “clase revolucionaria” conducida por un ideario “socialista” y capaz de llevar contemporáneamente  su acción transformadora a los lugares de trabajo, al seno de las luchas  por el medio ambiente y a los centros de consumo.

Para este autor, los argumentos sobre el “derrumbe” de capitalismo son meramente “mitos” que se asocian a una muy deficiente teoría general del capitalismo y a una todavía más pobre metodología de análisis de la coyuntura. Para probar esas deficiencias, Petras destaca algunos argumentos  que supuestamente prueban la inminencia del colapso:

1) el déficit del presupuesto, anual y acumulado, de los estados hegemónicos; 2) el déficit de las balanzas de pagos; 3) la naturaleza especulativa de la economía; 4) la debilidad del dólar; 5) la crisis energética —la carestía de los recursos energéticos—, y 6) la “insustentabilidad” del modelo estadounidense.

Frente a todo ello, con análisis empíricos y estadísticas en la mano, Petras destruye uno a uno los argumentos de sus antagonistas, probando que la fortaleza del capitalismo, pese a tropiezos incidentales, reposa en su alta capacidad para trasladar a los trabajadores el peso de la crisis:

Lo que se llama la “crisis del capitalismo” es en realidad la crisis del trabajo, es decir, la reducción absoluta y relativa de los niveles de vida, evidente en la eliminación de a) planes de pensión con fondos de las empresas —e incremento en la aportación de los trabajadores a esos planes; b) eliminación o reducción de pagos a planes de salud y mayores deducciones a los salarios para gastos en salud, o bien pérdida total de la protección a la salud; c) crecimiento de los costos de energía, salud, educación y medicinas que no están calculados en el índice de precios al consumidor, y d) la ola creciente de concesiones de líderes sindicales escleróticos que ganan sueldos excesivos, los cuales degradan los niveles de vida e incrementan las ganancias de las corporaciones.[3]

A lo que habría que sumar la degradación del ambiente natural y el virtual abandono y destrucción de los espacios urbanos ocupados por las clases trabajadoras y los marginados. Para entender realmente qué está pasando, es importante concentrarse no en la tesis del derrumbe, sino en la intensificación y extensión de la explotación de los trabajadores, del medio ambiente y de los consumidores por el capital corporativo, la cual permite a la economía capitalista continuar creciendo y sobreponiéndose a cualquier tropiezo momentáneo.

Es por ello que en lugar de “crisis estructural” este autor se pronuncia por la edificación de un nuevo agente social que resista y sostenga sus luchas, como se  dijo, en los lugares de trabajo, en torno a los problemas del medio ambiente y en los mismos sitios de consumo.

Petras parte de la afirmación enfática de que la relación dialéctica entre los conflictos de clase y las transformaciones estructurales es  decisiva en el modo que adoptan las relaciones entre el capital y el trabajo, mientras señala que de ser cierto que las luchas de clase son el “motor de la historia”, es preciso conocer el tipo y la intensidad de los conflictos para determinar sus posibles desenlaces[4] —ya que, en la actualidad, en la fase de desmantelamiento final del “Estado de bienestar”, es el capitalismo el que ha establecido y puesto a su favor las condiciones de la ofensiva, lo que determina su actual e indisputado predominio—.

De modo que, cuando Petras afirma que la crisis no es la “crisis estructural del capitalismo” sino la “crisis del trabajo”, lo que en realidad quiere decir es, siempre en la perspectiva que le impone el marxismo, que la crisis actual representa una fase de la lucha de clases en la que a los trabajadores les ha tocado la peor parte; justamente porque la presente no es una crisis terminal, sino un largo y violento periodo de reajuste del dominio capitalista, y porque aquéllos han sido episódicamente vencidos por la violencia e intensificación de la represión y por efecto indirecto de las ideologías reformistas y parlamentaristas que se han adueñado de las organizaciones obreras y políticas contemporáneas.

Con base en dichos señalamientos y a través de una periodización y una caracterización muy precisas de la lucha de clases a lo largo del siglo, Petras afirma que entre 1976 y 2006 se ha vivido una “crisis del trabajo” porque a lo largo de esos años tuvo lugar un declive generalizado  de la lucha extraparlamentaria como resultado de la represión en contra de los grupos opositores, un reagrupamiento de los capitalistas y el inicio de una nueva ofensiva en contra de las organizaciones obreras.

Asimismo se concluyó la completa institucionalización de los partidos  reformistas y los sindicatos, mientras el modelo neoliberal sustituía al viejo Estado de bienestar en el horizonte deliberativo, teórico, ideológico y mediático, y el capital se reconfiguraba mundialmente bajo la pauta de las empresas multinacionales; al tiempo que los aparatos de Estado, dominados mayoritariamente por partidos conservadores, asumían la tarea de traspasar grandes cantidades de capital (vía “rescates financieros”, “saneamientos”, subsidios, reducción de impuestos, bonos de deuda, transferencias y otros instrumentos financieros legales o ilegales) hacia las cuentas particulares de las empresas y los capitalistas.

Como resultado, el modelo neo-liberal sustituyó por completo al viejo estado de bienestar, y el antiguo “pacto” entre el capital y el  trabajo (New Deal, pleno empleo, seguridad social, etcétera) devino en una nueva forma de parlamentarismo y compromisos electorales entre partidos que, al margen de sus nombres o filiación histórica (incluidos los de “izquierda”), aprobaron masivamente el programa de dominio capitalista, renunciaron a toda teoría y práctica de la lucha política de clases y aceptaron participar en la contienda electoral como única forma de “hacer política”.[5]

Petras otorga una importancia crucial al estado de la lucha de  clases porque afirma que la teoría del valor, siendo el instrumento adecuado para analizar y comprender los ciclos expansivos y recesivos del capital, no es del todo pertinente para examinar y caracterizar el tipo y el grado de la explotación del trabajo que tiene lugar en circunstancias y contextos específicos ni del grado de conciencia y organización efectivamente revolucionaria de los trabajadores y las clases subalternas, por lo que es necesario ampliar o enriquecer la teoría para determinar, en un momento y un contexto dados, tanto la “intensidad de la explotación” como la “intensidad de la resistencia” (agregaríamos nosotros), para determinar a su vez si el momento crítico es específicamente estructural o terminal, o si se trata de un enfrentamiento o un episodio más en la larga historia de las luchas entre el capital y el trabajo —ni más ni menos, porque Petras no encuentra razones para establecer una correlación unívoca y mecánica entre “crisis económica” y “lucha de clases”—; es decir, para él no existe una relación de consecuencia entre la intensificación de la lucha de clases y la entrada o salida de un ciclo económico expansivo-recesivo; por lo que la conclusión parece obvia: superar y abolir definitivamente el sistema de explotación y dominio capitalista no puede ser efecto mecánico de una crisis económica, así sea terminal, si no existe un desarrollo suficiente y apropiado de la “conciencia de clase” de las fuerzas antagónicas al capitalismo:

Una erupción de gran intensidad en la lucha de clases resulta de la acumulación de fuerzas, la formación de cuadros y la creación de líderes sociales ceñídamente articulados a las masas en los sectores críticos de la producción, la distribución y la vivienda.

Los periodos de lucha más intensa (1944-1946) y (1965-1975) fueron precedidos por más de una década de cuidadosa construcción de organizaciones, el reclutamiento de cuadros y su inserción en toda clase de luchas por reformas, infundiendo en todos los casos una conciencia revolucionaria.[6]

De esta forma, Petras se coloca en una clara línea de continuidad teórica y política con el marxismo histórico, de manera que su modelo de “sujeto social revolucionario” sigue siendo “la clase organizada” en estrecha articulación con la “organización de clase”, aun cuando en la actualidad dicha organización de clase ya no sea identificable con el partido, sino con una gran variedad de organizaciones identificadas por su conciencia de clase y por el carácter anticapitalista de sus luchas.

III

Por su parte, la intervención de Immanuel Wallerstein en el debate podría llamarse histórico-estructural, pues se fundamenta principalmente en la abigarrada articulación de la teoría de los ciclos económicos de Kondratiev, la teoría braudeliana de los tiempos históricos (largo, me[1]dio y corto) y los conceptos de economía-mundo, sistema-mundo y centro-periferia que operan al interior de una combinación de “ejes de análisis histórico-críticos”.

Estos ejes, que no nos es posible desglosar aquí, son:                                a) el sistema interestatal, es decir, las relaciones, pesos y contrapesos geopolíticos y geoestratégicos entre los estados nacionales, divididos para el efecto en estados centrales o hegemónicos y estados periféricos o subordinados;                                                               b) la producción mundial, que incluye el análisis crítico de las fases de crecimiento/decrecimiento de la economía mundial y sus componentes esenciales: oferta/demanda, sistemas de precios, flujos y composición de los capitales, etcétera;                                                      c) la fuerza de trabajo mundial, esto es, el tipo, el número y la distribución local y mundial de los trabajos productivos y de los trabajadores que los realizan, su formación cultural y su grado de conciencia y compromiso;

d) el bienestar humano mundial, que incluye variables sobre la calidad de vida, los sistemas de salud, las pensiones y las múltiples variantes de medición del desarrollo humano;                                             e) la cohesión social de los estados, que aborda el examen de la correlación entre las fuerzas políticas y sociales a escala nacional, la cohesión sociopolítica interna y el nivel de consenso y aprobación de los gobiernos; y, por último,                                                                   f) el análisis de las estructuras del conocimiento, es decir, el papel que juegan los conocimientos científicos, y su distribución social, en la reproducción o la trasformación de las sociedades.[7]

De acuerdo con el resultado que arroja el análisis realizado a partir de estos seis ejes histórico-críticos, el diagnóstico es contundente.

Después de un largo ciclo de crecimiento iniciado en 1945 (llamado Fase A, es decir, de crecimiento económico del ciclo de Kondratiev), desde 1973 (inicio de la Fase B), pero sobre todo desde la llamada “crisis de la deuda” (1982), el sistema-mundo capitalista ha entrado en su fase terminal.

“Pienso —escribe Wallerstein— que efectivamente hemos entrado en una etapa nueva. Pero lejos de ser el triunfo y el apogeo del sistema capitalista, creo que esta etapa es precisamente la etapa de su crisis terminal”.[8]

Si con una sola expresión le damos nombre al diagnóstico que sostiene esta postura podríamos decir que, para ésta, la crisis estructural del capitalismo se asocia al paulatino pero persistente agotamiento de sus formas tradicionales de acumulación, articulado al ostensible fracaso de las estrategias para remediarlo, llámense “monetarización”, “dolarización”, “petrolización” o “globalización”.

De modo que su capítulo revolucionario se construye a partir del reconocimiento de los espacios político-culturales que dicho agotamiento “deja libres” a la organización y acción transformadoras de un sujeto social revolucionario multimodal y multifásico.

Como ejemplo máximo de esa ocupación de espacios, esta corriente reconoce los movimientos estudiantiles, obreros y populares de 1968, los que no duda en llamar “la revolución mundial de 1968”.

Sin embargo, para Wallerstein, esta fase terminal no necesariamente conduce a la revolución, sino hacia una suerte de “normalización” y predominio de un capitalismo reformado y reforzado a través de una “transformación controlada” (como la transición del feudalismo al capitalismo); o bien, considerándola como la expectativa con más altas probabilidades, caminamos hacia la desintegración del orbe capitalista y el advenimiento de un largo periodo de descomposición o catástrofe social (como la decadencia del mundo antiguo).[9]

Formalmente sólo hay dos posibilidades. Una es que el sistema-mundo siga funcionando más o menos como lo ha venido haciendo durante cinco siglos, a lo largo de su vida, como economía-mundo capitalista […] el sistema-mundo podría ser distinto de muchas formas, pero en esencia seguiría siendo un sistema-mundo capitalista […] La segunda posibilidad es que los nuevos fenómenos que comenzaron a advertirse en los años setenta […] resulten tan importantes y vastos que ya no parezca razonable esperar que el sistema siga siendo más o menos igual, con apenas algunos reajustes: en este caso, más bien cabría prever la germinación de una crisis o bifurcación del sistema, que podría manifestarse como un periodo de caos del sistema, cuyo resultado sería incierto.[10]

Complementando los señalamientos anteriores, y como parte de la respuesta específica a la pregunta por los elementos propiamente práctico-subjetivos de la crisis, Wallerstein señala tres: la presión económica, la presión política y la presión ideológica que presumiblemente sufre el capitalismo contemporáneo, ya sea desde su interior mismo o desde sus difusas márgenes.[11]

La presión económica nos remite a dos contradicciones fundamentales del capitalismo como modo de producción: una es la contradicción que genera el impulso de cada capitalista por obtener la máxima tasa de ganancia al reducir los costos de producción (en particular el costo de la fuerza de trabajo) y la imposibilidad de obtener beneficios en una economía mundo con una demanda real deprimida e insuficiente.

La segunda contradicción es causada por “la anarquía de la producción” en un ámbito en donde priva la competencia abierta entre capitalistas, cuya consecuencia es que los intereses de cualquier empresario como competidor tienden a ser contrarios a sus intereses como miembro de una clase.

Ambas contradicciones generan como consecuencia el conocido ciclo de fases de acumulación-estancamiento que caracteriza al modo de producción capitalista y cuya solución siempre ha requerido una ampliación, cada vez más profunda y abarcante, de la mercantilización de la economía, lo que en la actualidad la acerca peligrosamente a una asíntota de cien por ciento, haciendo descender acelerada y desordenadamente los índices de utilidad y, por tanto, agudizando la competencia entre capitalistas.[12]

Esta competencia, aun cuando se verifica fundamentalmente en el plano de la economía, a su vez se expresa a través y forma parte de la presión política, en tanto obliga a los empresarios (divididos para el efecto en “super acumuladores”, directivos y “los que aspiran al estatus y las recompensas de los directivos”) a entablar una descarnada lucha por los beneficios y por el reparto de la plusvalía mundial, a lo que se agrega la presencia (y, según Wallerstein, creciente influencia y número) de los llamados “movimientos antisistémicos”, los que “en el siglo xx han registrado ascenso tras ascenso” poniendo en entredicho el sistema-mundo capitalista (aun cuando sus políticas hayan errado de continuo entre el radicalismo y el reformismo).[13]

Por último, Wallerstein se hace cargo de la presión ideológica, misma que no duda en concebir como “el cuestionamiento de los paradigmas metafísicos elementales que han sido consecuencia y baluarte del surgimiento del capitalismo como sistema-mundo”,[14] y cuya quiebra a lo largo del siglo xx, según este autor, constituyen una presión determinante en contra del sistema-mundo capitalista, por cuanto los viejos paradigmas metafísicos y universalistas proporcionaron a “la ciencia” (¿burguesa?) un método, una estructura y una organización institucional-disciplinaria que justificaba y favorecía en todos los órdenes la dominación del capital, pero que, bajo su forma contemporánea —en cuya descripción Wallerstein se entretiene glosando la teoría de las “estructuras disipadoras” de Ilya Prigogine—[15] adoptando una perspectiva holística y prestando mucha atención a los análisis de gran escala, a los ciclos y a las tendencias, actualmente socava los postulados de la metafísica y su universalismo abstracto, dejando el paso a nuevas consideraciones y enfoques científicos que, por su naturaleza (¿intrínsecamente revolucionaria?), ya se articulan con los movimientos antisistémicos.

Para Wallerstein es muy claro que no existen condiciones sociohistóricas “objetivas” que no sean al mismo tiempo “subjetivas” y viceversa, de modo que entidades como el pensamiento, el conocimiento, la conciencia y los afectos son elementos determinantes en un estado de cosas crítico y, correlativamente, de su transformación revolucionaria. Es por ello que el sujeto social revolucionario adquiere en su propuesta las determinaciones de un “movimiento” y no necesariamente las de un líder, una organización política o un partido.

Igualmente, porque los objetivos y medios de sus luchas son singulares y diversos, a los “movimientos” nos se les pueden exigir ni posiciones políticas definitivas ni identificaciones ideológicas unívocas, excepto su vocación antisistémica, es decir, anticapitalista, tanto como su capacidad para articular creativa y transformadoramente la presión económica, la presión política y la presión ideológica.

Tomando como paradigma el “movimiento revolucionario de 1968” Wallernstein considera como sus sucedáneos actuales más representativos el movimiento zapatista del ezln, el movimiento antiglobalización iniciado en Seattle en 1999 y el Foro Social Mundial.

IV

Nuestros últimos autores examinados, Hardt y Negri, desarrollan un modelo de interpretación de la crisis estructural del capitalismo, así como de la posibilidad de generar nuevos sujetos revolucionarios, que puede ser reconocido como histórico-cultural, dado que, sin desdeñar las aportaciones diagnósticas de la teoría económica o del análisis histórico-estructural, pone el acento en el aspecto revolucionario del binomio imposibilidad/posibilidad de reproducción del orbe capitalista, a través de una enérgica apuesta por la construcción de un nuevo sujeto social anticapitalista, solidario y democrático, preformado a partir de la radicalización de las luchas que ahora mismo emprenden las minorías étnicas, las mujeres, los homosexuales, los desplazados y otros representantes de la llamada “multitud”, tanto como los trabajadores/consumidores de los países capitalistas hegemónicos o los “pobres” del resto del mundo.

Para construir su propuesta, Hardt y Negri parten de un esquema que, afirman, está ya en Marx, y que proporciona las líneas de fuerza y los parámetros de su investigación: “Los elementos fundamentales del método de Marx que nos orientan en el desarrollo del nuestro son: 1) la tendencia histórica, 2) la abstracción real, 3) el antagonismo, y 4) la constitución de la subjetividad”.[16]

Sin embargo, el modelo histórico-cultural no se fundamenta en un espectro limitado de teorías más o menos emparentadas en lo epistémico y lo discursivo (como en este caso el marxismo), sino en una abigarrada mezcla de linajes, herencias y corrientes de pensamiento cuyo denominador común es su tono crítico,  su talante reivindicativo y su anticapitalismo.

A través de dos libros de gran talla, Imperio y Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio, sumados a una serie de artículos e intervenciones menores,[17] Negri y Hardt han construido la idea de que nos acercamos, o estamos ya, en la “era del imperio”, esto es, en una nueva época de dimensiones históricas en donde los viejos estados-nación han ido cediendo su espacio y hegemonía a un “nuevo poder” representado por las empresas multinacionales y los organismos que regulan el sistema financiero y comercial a escala mundial: el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial (bm), la Organización para el Desarrollo y el Comercio de los Estados (ocde) y, al final, pero no al último, la Organización de las Naciones Unidas (onu) como mero instrumento geopolítico de aquellos que verdaderamente detentan el poder.

Por supuesto, nuestros autores consideran que este desplazamiento hacia un nuevo orden “multipolar” responde a las necesidades de acumulación y reproducción ampliada del capital mundial, que a lo largo de los últimos 30 años ha emplazado y coordinado una violenta ofensiva en contra de los trabajadores y de las organizaciones revolucionarias que entre 1965 y 1975 pusieron en cuestión, y en riesgo, su dominio hegemónico.

De manera que podemos entender esta nueva reconfiguración geoestratégica del poder (biopoder, le llaman) como respuesta al avance de las luchas emancipatorias del último tercio del siglo pasado, pero, además, como la única forma actual para paliar y tendencialmente superar la inocultable “crisis estructural del capitalismo”.

Para Hardt y Negri, de acuerdo con el análisis de la “tendencia histórica”, es preciso no perder de vista el estado general de la acumulación a escala mundial, las fases de expansión y contracción del capital, la  relación oferta-demanda, la composición de los capitales productivos o especulativos, sus tipos y los diversos flujos de capitales a nivel internacional.[18]

Sin embargo, dado que existe un nuevo estado de cosas que efectivamente pone en entredicho todo el sistema categorial (la  “abstracción real”) adecuado a la crisis enmarcada todavía en la modernidad, es preciso considerar la nueva naturaleza de la crisis como algo que ya nada o casi nada tiene que ver con los viejos paradigmas aprehensivos y comprensivos. En la actualidad, la posmodernización y el paso al Imperio implican una auténtica convergencia de las esferas que solían designarse como la “base” y la “superestructura”.

El Imperio cobra forma cuando el lenguaje y la comunicación o, mejor dicho, cuando el trabajo inmaterial y la cooperación llegan a ser la fuerza productiva dominante. La superestructura se pone en marcha y el universo en el que vivimos es un universo de redes lingüísticas productivas.

Las líneas de producción y las líneas de representación se cruzan y se combinan en el mismo dominio lingüístico y productivo. En este contexto, la distinción que define las categorías centrales de la economía política tiende a desdibujarse. La producción se hace indistinguible de la reproducción; las fuerzas productivas se fusionan con las relaciones de producción; el capital constante tiende a constituirse dentro del capital variable y a ser representado por él, en los cerebros, los cuerpos y la cooperación de los sujetos productivos. Los sujetos sociales son simultáneamente productores y productos de esta máquina unitaria. De modo tal que, en esta nueva forma histórica, ya no es posible identificar un signo, un sujeto, un valor o una práctica que estén “afuera”.[19]

De ahí que, en el plano de las respuestas sobre la naturaleza y la posible salida de la crisis, el acento se ponga sobre “el antagonismo”, es decir, sobre cuestiones de orden político-social o “biopolítico”: el “fin” del sistema interestatal y su sustitución por un nuevo Imperio, la hegemonía indisputada de las transnacionales y, sobre todo, una nueva configuración del poder y el ejercicio del dominio.

Apoyados en la obra de Michel Foucault y de otros autores franceses como Deleuze y Guattari, pero con referencias a Spinoza, Nietzsche y Marx, Negri y Hardt afirman que el dominio imperial se ejerce bajo una nueva forma que sustituye a las formas de dominación propias del capitalismo y del Estado capitalista propiamente modernos.

Estos mecanismos, hasta mediados de los años setenta, se centralizaban en una estrategia fundada en “la disciplina”; el modelo general de esa forma de dominio era el panóptico y su estrategia fundamental se articulaba a procedimientos de carácter disciplinario: la familia, la escuela, la religión, el sindicato, el partido, la cárcel, etcétera.

En el Imperio, sin embargo, la estrategia se dirige hacia el establecimiento de un sistema de “control”, de modo que las instituciones posmodernas (desde el fmi hasta la policía local, pasando por las constituciones y leyes generales de los estados y del nuevo superestado internacional) han adquirido la forma y las funciones de un mecanismo que moldea y controla, básicamente, “la subjetividad”, constituyéndose —junto con un nuevo modelo de “gobierno mixto” que representa al mismo tiempo los intereses del capital globalizado y los intereses de dominio de las clases hegemónicas a nivel nacional—, como un nuevo paradigma de control del gobierno.

El segundo eje principal de la transformación constitucional [el primero es la formación de una “constitución híbrida” y un “gobierno mixto”] que demuestra tanto un desplazamiento de la teoría constitucional como una nueva cualidad de la constitución misma, se revela en el hecho de que, en la fase actual, el mando debe ejercerse cada vez en mayor medida sobre las dimensiones temporales de la sociedad y, por lo tanto, sobre la subjetividad […]

La instancia aristocrática [los nuevos amos] debe desplegar su mando jerárquico [monárquico] y sus funciones de ordenamiento sobre la articulación transnacional de la producción y la circulación, no sólo a través de los instrumentos monetarios tradicionales, sino también y aun en mayor medida a través de los instrumentos y la dinámica de la cooperación de los actores sociales mismos […]

Aquí es precisamente donde debemos reconocer el salto cualitativo más importante: del paradigma disciplinario al paradigma de control del gobierno.[20]

De ahí que toda salida posible de la crisis deba atravesar por un largo y sinuoso camino de reconstitución de lo político-social y emplazarse bajo la forma de un biopoder alternativo al biopoder dominante; ese nuevo biopoder es representado por la multitud.

El concepto de multitud es un factor central en la teoría de Hardt y Negri, y recoge en una sola expresión la naturaleza y el carácter actual de lo que para Petras siguen siendo las “clases dominadas” o para Wallerstein “los movimientos”, es decir, el nuevo tipo de “sujeto social” que corresponde a la “sociedad del control” y a la “era de la informatización” (que no son sino dos caras del mismo proceso histórico). En efecto, las formas contemporáneas de la organización y explotación del trabajo social imponen la generalización del trabajo cooperativo, la organización en red, la emergencia y hegemonía del “trabajo inmaterial” y la irrupción del “factor afectivo” dentro del los procesos productivo/reproductivos actuales de tal forma, y en grado tal, que las viejas clases (determinadas por su lugar y tipo de trabajo productivo y por su posición en la escala del ingreso económico) desaparecen o se funden en un nuevo conglomerado que, en su pura existencia, anula y supera sus diferencias y barreras ancestrales, para conformar un conglomerado diverso/unitario formado a partir de la articulación entre “lo singular” y “lo común”: la multitud.

Los cerebros y los cuerpos aún necesitan de los demás para producir valor, pero esos otros que necesitan no tienen que provenir forzosamente del capital y de sus capacidades para orquestar la producción.

Hoy la productividad, la riqueza y la creación de superávit social adquieren la forma de la interactividad cooperativa a través de redes lingüísticas, comunicacionales y afectivas. En la expresión de sus propias energías creativas, el trabajo inmaterial parece proveer así el potencial para un tipo de comunismo espontáneo y elemental.[21]

De esta manera, el juicio sobre el componente revolucionario de la crisis no puede ser sino optimista para nuestros autores, puesto que la existencia misma de la multitud es ya un acto anticapitalista y revolucionario:

Así como, en el espectáculo de su fuerza, el Imperio determina constantemente recomposiciones sistémicas, las nuevas figuras de la resistencia también se componen a través de las secuencias de los acontecimientos de la sublevación. Ésta es otra de las características fundamentales de la existencia actual de la multitud, dentro del Imperio y contra el Imperio. Las nuevas figuras de resistencia y las nuevas subjetividades se producen en las coyunturas de los acontecimientos, en el nomadismo universal, en la mezcla general y el mestizaje de los individuos y las poblaciones y en la metamorfosis tecnológica de la maquinaria biopolítica imperial. Estas nuevas figuras y subjetividades se producen porque, aunque las luchas sean en realidad antisistémicas, no se libran meramente contra el sistema imperial, no son únicamente fuerzas negativas. También expresan, nutren y desarrollan positivamente sus propios proyectos constitutivos; bregan en favor de la liberación del trabajo vivo y crean constelaciones de poderosas singularidades […] No se trata de un carácter positivo historicista, sino por el contrario, de la positividad de la res gestae de la multitud, una fuerza positiva antagónica y creadora. El poder desterritorializador de la multitud es la fuerza productiva que sostiene al Imperio y, al mismo tiempo, la fuerza que demanda y hace necesaria su destrucción.[22]

V

A partir de la apretada exposición de algunas ideas actuales sobre la formación de sujetos revolucionarios, sería ahora necesario emprender un examen y un juicio crítico para los que, desafortunadamente, no tenemos ni espacio ni tiempo. Sin embargo, a través de un simple ejercicio comparativo es posible sostener una idea que indudablemente ronda en torno de las tres posiciones abordadas y que, de tres formas distintas, es postulada por nuestros autores: la idea de que nos encontramos en una coyuntura histórico-concreta cuya emergencia y originalidad demandan lo que en su momento su propia coyuntura  demandó a Marx: un concienzudo trabajo de conceptualización que se dirija y efectúe justamente ahí en donde Petras reconoce el poderío de la “conciencia de clase”, en el que Wallerstein reconoce tres tipos de presión (económica, política e ideológica) anticapitalista y en donde Hardt y Negri encuentran las determinaciones esenciales de un contexto histórico, un antagonismo y una formación de subjetividades radicalmente antisistémicos.

Lo cual, desde nuestra perspectiva, y porque reconocemos en ello un problema de índole señaladamente compleja, merecería, mutatis mutandis, un esfuerzo paralelo al realizado por Marx a la hora de las Tesis sobre Feuerbach, como respuesta teórico-filosófica a la inminente emergencia de un nuevo ciclo revolucionario.


[1] Bolívar Echeverría, “La crisis estructural, según Marx”, en El discurso crítico de Marx,  México, era, 1986, p.137. 2 Karl Marx, “Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política”, en Marx-Engels, obras escogidas, Moscú, Progreso, 1966, pp. 346-351. El texto de Marx dice a la letra: “Al llegar a  una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con  las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas  de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social”.

[2]

[3] James Petras, “Crisis del capitalismo en EU”, en La Jornada, México, 31 de julio de 2006.

[4] James Petras, “Neoliberal transformation and class struggle”, en www.radilo.net/petras/petras/htm. En este trabajo, particularmente notable por el talante marxista crítico que lo anima, Petras examina el derrotero de la lucha de clases a lo largo del siglo xx a través de un modelo  que considera paradigmático, las luchas de la clase obrera italiana. Dicho examen parte de una premisa teórico-crítica imprescindible: The key premise for understanding the conversion from  “welfare capitalism” to neo-liberalism is the success of the capitalist class in the class struggles which  has led to the favorable structural changes, which in turn create favorable “objective conditions” for outcomes favorable to the capitalist class. The dialectical relationship between class struggle and  structural transformations is decisive in the relationship between capital and labor. Y continúa: If it is true that the class struggle is the “motor force of history”, class relationships shape the specific objective conditions within which that struggle takes place. The shift in the relationship between capital and labor is shaped by and determines the level of the class struggle and the probable outcome – the advance in power and profits of the capitalist class or the power and social benefits for  the working class.

[5] Ibid. 1976-2006: Decline of extra-parliamentary struggle, as a result of state repression supported by reformist parties; capitalists re-group and begin to prepare a new offensive against the

organized working class in factories; reformist parties and trade unions are generally “institutionalized” with a ‘“aptive minority” unable to counter emerging offensive; struggles are already defensive

and social gains of past are eroded. Most significant is the restructuring in major economic sectors.

Capital shifts to finance, relocates overseas, and converts to commerce (compradors) and services.

Neo-liberal model replaces “welfare capitalism”; the capital-labor pact is replaced by bourgeois dominated electoral pact with a neo-liberal program

[6] Ibid. Eruption of high intensity class struggle results from the accumulation of forces, the creation of political cadre, and socio-political leaders with close links to the masses – in critical sectors  of production, distribution and habitation. The periods of intense struggle (1944-46) and (1965-75) were preceded by over a decade of careful construction of organization, recruitment of cadre and insertion in ‘everyday struggles for reforms’, infused with revolutionary consciousness.

[7] Immanuel Wallerstein, Análisis de los sistemas-mundo, México, Siglo XXI, 2005.

[8] Immanuel Wallerstein, La crisis estructural del capitalismo, México, Contrahistorias, 2005, p. 75.9 Ibid, p. 102.

[9] bid, p. 102.

[10] Ibid. pp. 101-102. 11 Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, México, Siglo XXI, p. 28 y ss. 12 Ibid., p. 29.

[11] Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, México, Siglo XXI, p. 28 y ss.

[12] Ibid., p. 29.

[13] Ibid., p. 31.

[14] Ibid., p. 35.

[15] Ibid., pp. 36 y ss. Ver, igualmente, Ilya Prigogine, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza Universidad, 1983.

[16] Michael Hardt y Antonio Negri, Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio, Barcelona, Debate, 2004, p. 173

[17] M. Hardt y A. Negri, Imperio, Barcelona, Paidós, 2002; Antonio Negri, Crisis de la política, Buernos Aires, Al cielo por asalto, 2003; Antonio Negri, et al., Diálogo sobre la globalización, la  multitud y la experiencia argentina, Buenos Aires, Paidós, 2003; y el ya citado Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio.

[18] M. Hardt y A. Negri, Imperio, pp. 212 y ss

[19] Ibid., p. 349.

[20] Ibid., p. 293.

[21] Ibid., p. 273

[22] Ibid., p. 71.

¿Cuáles son los productos qué más se exportan en el mundo y qué países son los más exportadores?  Paulina Aguilar Vela. Marzo 2022

Es normal preguntarse cuáles son los países más exportadores del mundo o qué producto es el más exportado, especialmente al hablar del comercio internacional. Cada nación se caracteriza por producir materia prima y recursos que otros ansían y añoran, por lo que hay varias naciones que se han convertido en auténticas potencias gracias a la exportación. ¿Quieres saber cuáles son?

Es una realidad, el COVID-19 ha transformado muchos aspectos en el mundo y por supuesto que el comercio no está exento de estos cambios. Y es que entre 2020 y 2021 se han observado incrementos y decrementos en los porcentajes de ventas de exportación en países como China, Estados Unidos, Alemania, y por supuesto México, entre otros.

Aún así, hay productos y actividades que continúan encabezando las listas de qué es lo que se exporta más en el mundo. Podemos adelantarte que el panorama y las proyecciones para los exportadores va a ser muy positiva.

En este post, analizaremos diversos listados: los países más exportadores del mundo, los productos más exportados y por supuesto un bonus track especializado en México, con relación a cuáles son sus exportaciones más importantes en la actualidad. ¡Acompáñanos!

¿Cuáles son los países más exportadores del mundo?

Comenzamos este post de listados de exportaciones con los países que más exportan en el mundo. Habrán algunos que te sorprenderán y probablemente te sorprenda en qué lugar aparece México en la lista.

¿Quieres saber cuáles son los países más exportadores del mundo? Actualmente, la lista es la siguiente:

1. China

En esta lista de los países que más exportan no podía faltar el gigante asiático. Un país cuya participación de las exportaciones en Producto Interno Bruto (PIB) ronda el 31%, es en la actualidad el que más exportaciones realiza hacia todo el mundo. Entonces la pregunta es: ¿qué exporta China hacia todo el planeta? Principalmente, materia prima y mercancía como las siguientes:

    Maquinaria eléctrica, Textiles, Ropa, Equipos ópticos, Juguetes, Armas, Hierro y acero, Equipos médicos

Ahora bien, ¿quieres saber cuáles han sido los destinos principales de sus exportaciones? Principalmente, han ido hacia los siguientes países:   EE.UU. (17,1%)  Hong Kong (14,1%) Japón (7,8%) Corea del Sur (4,4%) y Alemania (4%).

En 2020 China vendió USD 2.2 trillones de dólares, con un incremento del 3.7%, en comparación con 2019.

2. Alemania

En segundo lugar del listado de los países que más exportan en el mundo, aparece Alemania. En 2021, aumentó la cantidad de productos exportados un 14,12% con relación a 2020, al tiempo que la exportación abarca un 38,65% de su PIB. También podrás apreciar que esta actividad se incrementó para 2021 y este año hubo un superávit en su balanza comercial, dado que las importaciones (si bien aumentaron) fueron menores que las exportaciones.

Sus principales productos y materia prima de exportación son:

    Vehículos (y maquinaria en general), Metales, Manufacturas, Productos químicos, Textiles y Alimentos.

Entre los países a los que más envía sus exportaciones son:

 EE.UU. (8,61%)  China (7,97%) Francia (6,92%)

3. Estados Unidos (EE.UU.)

Estados Unidos es uno de los países referencia en cuanto a materia de importaciones y exportaciones, por lo que tampoco puede faltar en el listado de los países que más exportan en el mundo. Su porcentaje de participación de las exportaciones en el PIB ronda el 6,85% (lo que lo sitúa en uno de los lugares más bajos del ranking de países) y los principales productos que exporta hacia otras naciones son los siguientes:

Maíz, Soja, Químicos orgánicos,  Computadoras y equipos de telecomunicaciones, Automóviles (y sus respectivas piezas), Medicinas, Transistores y Frutas.

A diferencia de Alemania, EE.UU. si experimentó déficit en su Balanza comercial, pues las importaciones superaron a las exportaciones. Además, se redujo la cifra de exportaciones, con respecto a 2019. Ahora bien, los países que reciben los productos estadounidenses, los cuales son los siguientes:

Canadá (19%) México (13,3%) China (7%) Japón (4,5%)

¿Sus cifras en 2020? Estados Unidos exportó USD 1.2 trillones de dólares.

4. Países Bajos

Otro país europeo entre los primeros lugares de las naciones que más exportan en el mundo. Para 2021, las exportaciones que realizó aumentaron hasta un 19,95%, con respecto a 2020.

¿Un dato particular? Las exportaciones ocupan el 82,4% de su PIB, siendo una tasa muy alta, comparada con el resto de los países que se encuentran en el top. Entre los principales productos que vende esta nación están:

Maquinaria y equipos, Combustibles, Alimentos y Productos químicos

Ahora bien, ¿hacia qué países exporta Países Bajos, principalmente? Los países a los cuales les envía mayor cantidad de productos son los siguientes:

EE.UU. (4,51%)  China (2,66%)  Suiza (1,49%)

Países Bajos puede presumir de tener una Balanza comercial con superávit, pues sus importaciones (pese a haber aumentado) fueron menores que sus exportaciones.

5. Japón

Cerrando el top 5 de esta lista de países que más exportan, tenemos a Japón. Una nación en la cual sus exportaciones bajaron un 10,9% en 2020 (con relación a 2019), al tiempo que las ventas al exterior abarcan un 12,71% de su PIB, lo cual es relativamente bajo (especialmente si lo comparamos con Países Bajos).

Algunos de los principales productos que se encarga de exportar Japón son:

Vehículos (y autopartes), Maquinaria, Textiles, Químicos, semiconductores, Plásticos, Productos de hierro y acero

Cabe destacar que, para 2020, hubo superávit en su Balanza comercial, donde no solo se redujeron el número de importaciones de las empresas, sino que también estas fueron menores que las exportaciones realizadas.

6. Italia

También tenemos a Italia dentro de la lista de países que más exportan, cuyas exportaciones en 2021 tuvieron un crecimiento de 18,21% con respecto al año anterior. Además, las ventas de mercancía enviada al exterior abarcan un 28,98% del PIB de esta nación.

En cuanto a su balanza comercial, hubo superávit, pese al incremento de las importaciones. Los productos que más envían hacia el exterior son los siguientes:

Ropa y textiles, Productos de ingeniería, Vehículos, equipos de transporte y maquinaria en general, Alimentos, bebidas y tabaco, Minerales, Metales no ferrosos, Productos químicos

Finalmente, los lugares que más se benefician por las exportaciones de Italia son los siguientes:

EE.UU. (9,72%) Suiza (5,78%)  China (2,95%)

7. Francia

Al igual que muchos países de esta lista de países que más exportan, Francia vio como el nivel de sus exportaciones disminuyeron durante la crisis sanitaria producida por el COVID-19. Sin embargo, para 2021 existió un aumento del 15,84% en cuanto a los productos que vendían a otros países.

Si hablamos de cuánto representan las exportaciones al PIB, verás que cuenta con un porcentaje bajo, de 19,93%. Sin embargo, para 2021 hubo déficit en la Balanza comercial pues no solo se produjo un aumento en las importaciones, también fueron superiores a las exportaciones.

Los principales productos que exporta Francia son los siguientes:

    Maquinaria, Aviones, Plásticos, Hierro y acero, Bebidas,  Electrónica, Productos químicos y farmacéuticos

A su vez, los países hacia donde exporta más son los siguientes:

Alemania (14,61%)  Italia (7,65%)  EE.UU. (7,65%)

8. Hong Kong

En este puesto está Hong Kong, el país con la mayor tasa en cuanto al nivel de exportaciones con respecto al PIB de todo el mundo: ¡hasta un 158,31%! Para 2020, las ventas a otras naciones aumentaron un 0,56% con relación a 2019 y experimentaron un déficit en su Balanza comercial, pese a que cayeron las importaciones

Entre los principales productos que exporta Hong Kong están:

 Oro (en bruto, en formas semimanufacturadas o en polvo) Aparatos de radiodifusión,  Circuitos electrónicos integrados,  Teléfonos

9. Bélgica

Al igual que muchos de los que conforman la lista de países que más exportan, en 2021 las exportaciones de Bélgica aumentaron con relación a 2020 (para ser más exacto, un 24,87%). Y, al igual que Hong Kong, también posee una tasa alta en cuanto al ranking de exportaciones con relación al PIB: hasta de un 91,06%, lo que sitúa a la nación europea en el cuarto puesto de esta lista en particular

En cuanto a su Balanza comercial para 2021 Bélgica contó con superávit, pese al aumento en sus importaciones. Principalmente, Bélgica exporta los siguientes productos:

Automóviles,  Medicamentos, Aceites de petróleo o minerales bituminosos

En cuanto a los destinos de las exportaciones, tenemos que son los siguientes países:

 EE.UU. (7,03%)  China (2,31%) Turquía (1,36%)

10. Corea del sur

Al igual que muchos de los países que más exportan, las ventas en Corea del Sur hacia el extranjero descendieron en 2020, con relación a 2019, hasta un 7,36%. Además, las ventas al extranjero abarcan un 31,23% del PIB.

Los principales productos exportados de esta nación son:

Equipos de telecomunicaciones, Automóviles, Semiconductores, Acero, Barcos, Computadoras y Productos petroquímicos

Ahora bien, ¿hacia dónde se dirigen estas exportaciones? Tenemos que sus principales destinos son:

 China (27,9%) EE.UU. (10,2%) Japón (5,8%)

Este ha sido el top diez de los países que más exportaciones realizan en el mundo. Si te preguntas dónde está México, pues debes saber que está… ¡Justo en el puesto número 11!

Pero ya hablaremos de México y sus exportaciones.

Ahora te preguntarás, ¿qué determina la posición en la lista anterior? Y la respuesta es sencilla: Son los países que generaron la mayor cantidad de dólares (USD) en ventas de exportación. O sea, los principales países exportadores del mundo.

Podemos empezar a profundizar en el tema mencionando que a nivel global las ventas de exportación totales fueron de más de 17 trillones de dólares en 2020, basado en el cálculo que realizó el International Trade Centre en Julio de 2021.

¿Cuáles son los productos que más se exportan en el mundo?

Sorprendentemente, a pesar de los cambios que mencionamos anteriormente producidos por la pandemia, según el International Trade Centre y World Top’s Exports, el comercio de exportación mejoró en un 8.5% desde 2016 y los productos que más se exportan hoy en día hacen sentido con lo que estamos viviendo, donde encontramos desde componentes electrónicos y teléfonos inteligentes hasta automóviles y sangre. Sí, así como lo lees.

La lista de los 20 productos más exportados a nivel mundial en 2021, en orden de mayor valor es:

Circuitos integrados, Automóviles, Petróleo crudo, Teléfonos móviles e inteligentes, Petróleo procesado, Oro, Medicamentos, Computadoras, Autopartes y accesorios, Sangre, Gas licuado de petróleo, Minerales de hierro, Equipo electrónico médico, Partes y accesorios para computadoras, Cable aislado, Semiconductores solares, Turbojets, Camiones de carga,  Convertidores eléctricos/Unidades de poder, Fusibles/Switches de bajo voltaje

Ya sabes cuáles son los productos más exportados a nivel global; pero si profundizamos en qué es lo que más se exporta por país, podemos llevarnos algunas sorpresas.

¿Cuáles son los productos que se exportan más por continente?

Ahora que sabes la lista de países que más exportan en el mundo, es importante que sepas cómo funcionan este tipo de ventas hacia el extranjero por cada una de las regiones del mundo.

Veamos cómo es el funcionamiento de las exportaciones por continentes:

Productos más exportados en Europa

De acuerdo a la lista anterior y según una investigación realizada por El Financiero, con información de Visual Capitalist, Foreign Trade, la Organización Mundial de Comercio (WTO), entre otros, los automóviles, que son el segundo lugar de la lista de productos mencionada anteriormente, son exportados en su mayoría por Alemania y secundada por España y Polonia.

Y aquí un dato curioso, pues aunque el tercer producto más exportado del mundo es el petróleo crudo y su mayor exportador es Rusia, el país más extenso del mundo no forma parte del Top 10 de mayores exportadores del mundo.

Si seguimos hablando de Europa, países como Italia, Irlanda, Austria y Dinamarca exportan medicamentos como producto principal; mientras que lo más exportado por Francia son partes y piezas de aeronáutica, y Suiza exporta principalmente oro y sangre. ¿Te lo imaginabas?

Productos más exportados en América

Ahora, si nos enfocamos a Sudamérica, notaremos un panorama diferente en cuanto a industrias, pues la mayoría de los países exporta sus recursos naturales.

En Ecuador y Venezuela exportan petróleo crudo, pero, como te imaginarás, no todos los países cuentan con grandes cantidades de “oro negro”: Brasil y Argentina son grandes exportadores de soja; Uruguay de pulpa de celulosa tratada, Colombia y Perú exportan cobre, mientras que Guyana y Surinam son exportadores de oro.

Podríamos mencionar que Norteamérica (hablando de Estados Unidos y Canadá específicamente) es productor y exportador petrolero, ya que el producto más exportado por EE.UU. es el petróleo refinado; mientras que el más exportado del “país de la hoja de maple” es el petróleo crudo.

Productos más exportados en África

Si volvemos a “brincar el charco” y llegamos a África podemos notar que también en este continente los países se dedican a exportar sus recursos naturales. De la lista resalta Túnez, pues a diferencia de los demás países, en su mayoría exporta cableado aislado.

Gran parte de los países de África Occidental como Mali, Burkina Faso, Ghana, entre otros, exportan oro, acero y hasta diamantes; mismo caso que con los países del sur como Sudáfrica, Zambia, Botswana y la República Democrática del Congo.

Por su parte, los países del cuerno de África como Etiopía, Somalia, Kenia y Uganda exportan recursos agrícolas como café, té, cabras y ovejas.

Productos más exportados en Asia y Oceanía

Algo muy importante es que el producto más exportado en el mundo, según la lista descrita anteriormente, los circuitos integrados, son exportados en su mayoría por China, quien además es un gran exportador de computadoras y teléfonos inteligentes.

En Asia, descartando a los países de Medio Oriente e India donde son grandes exportadores de petróleo, podemos encontrar que Tailandia, Filipinas, Malasia, Singapur y Vietnam exportan tecnología como circuitos integrados, computadoras, televisores y antenas.

Como seguro te imaginas, Corea del Sur exporta grandes cantidades de aparatos electrónicos y tecnología. Y por último, Japón que contra todas las apuestas, sus productos más exportados son los automóviles.

Nuestro recorrido por el mundo termina en Oceanía, donde también son exportadores de recursos naturales. Por ejemplo, Australia se destaca como exportador de mineral de hierro; Nueva Zelanda exporta leche concentrada y pescado congelado, en su mayoría; el agua es el producto más exportado por Fiji, y la madera es el producto más exportado en las Islas Salomón.

Asia es uno de los grandes exportadores de tecnología

Principales países exportadores del mundo [2020-2021]

Entrando en detalle del Top 10 de países más exportadores del mundo:

    China vendió $2.6 trillones de dólares, con un incremento del 3.7% en comparación con 2019.

    Estados Unidos exportó $1.4 trillones de dólares; Alemania con $1.3 trillones de dólares.

    Japón no alcanzó la cifra del trillón de dólares, con $641 mil millones de dólares (también conocidos como billones).

    Holanda con $551.6 billones de dólares.

    Hong Kong que exportó $551.5 billones de dólares (casi lo mismo que Holanda).

    Corea del Sur con $513 billones de dólares.

    Italia con ventas de exportación por $496 billones.

    Francia que facturó $475 billones de dólares.

    Bélgica con $419 billones de dólares.

También, en el cálculo realizado por el International Trade Center, encontramos que hay varios países dignos de merecimiento, pues han logrado un incremento importante de ventas de exportación en un periodo de 4 años (2016 a 2020). Podemos destacar a:

    Vietnam con un crecimiento de 97%.

    Taiwán con 24.2%.

    China con 22.3%.

    Rusia con 18.1%.

    Holanda con 17.8%.

    Singapur con 13.4%.

    México con 11.8%.

    España con 10% de crecimiento en ventas de exportación.

Sorprendentemente varias de las máximas potencias mundiales tuvieron un decrecimiento en el periodo de 4 años antes mencionado, donde podemos destacar a:

    Francia con -3.1% entre 2016 y 2020.

    Reino Unido y Estados Unidos con -1.4%.

    Japón con -0.7%.

    Canadá con -0.1%.

México y sus exportaciones

En cuanto a México, que ya sabemos que está en el puesto número 11 de los países que más exportan en el mundo, debemos destacar qué es lo que lo ha llevado a estar en esa lista.

Nuestro país cuenta con una red de 12 tratados de libre comercio con 46 países por lo que no debe sorprendernos que aparezca en la lista anterior.

Ahora que sabemos que es uno de los países que más exporta en el mundo, debemos hablar acerca de sus exportaciones y de qué lo ha llevado a estar ahí.

Lo que más exporta México es:

Automóviles y camiones de carga, Pantallas planas y otros aparatos electrónicos, Comestibles como cerveza, aguacate, jitomate y café, Smartphones, Plata

En cuanto a qué países exportan más, Estados Unidos es el país que recibe más exportaciones de México con más del 77%; después Canadá con el 3% y Alemania, China y Brasil con alrededor del 1% cada uno.

¿Qué te parecen las listas anteriores, te sorprende la transformación desde la pandemia o son justo lo que suponías?

Podemos rescatar varios puntos importantes como:

  El comercio de exportación creció un 8.5% desde 2016 hasta 2021.

    Los circuitos integrados tomaron el primer lugar como el producto más exportado, superando a la industria automotriz.

China y Estados Unidos encabezan la lista de los más exportadores a nivel mundial.

 México ocupa el lugar 12 como potencia exportadora.

    Los productos que más exporta México son automóviles y camiones de carga, pero también recursos naturales como el aguacate.

    El país al que más le exporta México es a Estados Unidos, con un 77% de exportaciones totales.

Como podrás notar, sigue siendo un gran momento para dar el siguiente paso y explorar opciones para llevar tus productos a más lugares sin riesgos.

Marx, la democracia y el nuevo bonapartismo. Klaus Dörre. 2020.

En el año del bicentenario del nacimiento de Marx nos encontramos  en  un  momento  histórico  extraordinario.  Mientras  que  las  desigualdades entre determinadas clases sociales aumentan globalmente, los sindicatos y las organizaciones políticas que nacieron  de  movimientos  obreros  están  hoy  más  débiles  que  nunca, al  menos  en  los  centros  capitalistas.  Grandes  segmentos  de  las   clases trabajadoras en los antiguos centros capitalistas no están adecuadamente representados en lo político ni en lo económico.

Las  corrientes  políticas  de  derecha  y  la  corriente  radical  populista  están  aprovechando  esta  carencia  de  representación  para ganar el apoyo de trabajadores en varios países. En Alemania, los intelectuales de la extrema derecha ya están alardeando de haber  ocupado el territorio “estrella” de la izquierda, es decir, la cuestión  social.  Todo  esto  pone  en  evidencia  un  proceso  que  apunta al surgimiento de lo que yo llamo “democracia bonapartista”.

Con ello quiero decir que ciertos sectores de las clases dominadas,  junto  con  los  trabajadores  de  la  industria  y  de  la  producción  –predominantemente  masculinos–,  delegan  la  representación  de  sus  intereses  a  partidos  radicales  de  derecha  y  a  otros   movimientos que usan la estructura democrática parlamentaria  para socavar la democracia y reemplazarla gradualmente por un  gobierno autoritario.

Siguiendo las ideas de Marx, a este proceso lo describo como una tendencia hacia una variante de la democracia bonapartista, lo cual es una novedad histórica. ¿Cómo  puede explicarse esta tendencia multifacética hacia la supresión  de instituciones y de derechos democráticos, justamente a partir  de procedimientos democráticos?

A continuación, presento los lineamientos de mi tentativa de respuesta. Desde mi punto de vista, la democracia pasó de ser un “Otro”  compatible con la expansión del mercado y con la acumulación de  capital, a convertirse en el objeto del  Landnahme (acaparamiento, apropiación) capitalista financiero, motivo por el cual dejó de ser el modelo de gobierno preferido para que el capitalismo expansivo pueda desarrollarse (Jessop, 2018).

Consecuentemente, la democracia solo puede conservarse a  través de la expansión de su esencia, de sus procedimientos y de  sus instituciones para abarcar a aquellas áreas y sectores que anteriormente no tenían la posibilidad de tomar decisiones democráticas.

La expansión de la democracia, a la larga, supone una ruptura  con  el  capitalismo.  Pretendo  corroborar  esta  opinión  mediante   varias  consideraciones  preliminares  en  relación  con:  la  teoría  de  la democracia (1); el análisis de la tensa relación entre capitalismo  y democracia (2); el delineamiento de algunas tendencias hacia la  des-democratización  y  la  democracia  bonapartista  (3);  y,  por  último,  a  partir  de  discutir  los  cuestionamientos  acerca  del  futuro  de  la democracia transformadora (4).

Para cumplir con ello me refiero a Marx y al marxismo, pero de una manera específica. Para mí no  existe  el  “marxismo”  cómo  tal.  Más  bien  existe  una  pluralidad  de   ideas que se refieren a la teoría marxiana de diferentes maneras.

Esta pluralidad es inherente al carácter incompleto de la obra de  Marx. No existe un Karl Marx homogéneo, consistentemente lógico.

De hecho, es precisamente su cambio de pensamiento lo que hoy  nos resulta tan interesante. Ignorar esto equivaldría a perseguir un  “marxismo perezoso” (Stuart Hall). Para superar esa pereza se necesita,  en  mi  opinión,  un  “marxismo  sociológico”  (Burawoy,  2015). 

Sus  seguidores  suelen  identificarse  como  “marxianos”,  no  como   “marxistas”,  y  discuten  por  una  interminable  reinterpretación  de  textos clásicos, teniendo en cuenta conocimientos socio-científicos  contemporáneos.

En pos de diferenciarse de otros partidos marxistas, algunos de ellos hoy prefieren el término “marxismo democrático” para indicar que están abiertos a temas tales como el feminismo, el antirracismo y los movimientos ecológicos, como así también a las preocupaciones de grupos indígenas o las ideas de un utopismo emancipatorio (Williams, 2013).

El énfasis puesto en lo democrático es sin duda intencionalmente provocador. Implica, después  de todo, que importantes marxismos del siglo XX tomaron posiciones  antidemocráticas[1].

Mi  punto  de  vista  teórico  concuerda  en  su  gran mayoría con la visión de la teoría de Marx que se encuentra en  el  marxismo  democrático.  Me  refiero  principalmente  a  Alemania,   Europa y a los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, sospecho  que algunos aspectos que describo pueden ser también de interés  para Latinoamérica y el Sur global.

1. ¿Qué es la democracia?

La democracia es un término que puede ser dotado de contenidos teóricos y políticos de gran diversidad. La palabra misma es una combinación de los términos griegos dēmos (pueblo) y kratein (gobernar).

Por consiguiente, democracia significa el gobierno del pueblo (el gobierno de varios o de la mayoría) (Schultze, 2010). Si bien es posible rastrear la historia intelectual de la noción  hasta  la  antigüedad,  las  democracias  de  masas  modernas  son muy diferentes de aquellos antiguos gobiernos en los cuales tanto los campesinos como la estructura del pueblo garantizaban la unidad del estado.

En su forma actual, la democracia habilita la participación política de la población en el proceso político, lo cual implica una societalización antagónica (Vergesellschaftung) de lo político. Esta societalización antagónica, sin embargo, está arraigada  en  la  privatización  de  la  vida  económica  y  de  la  reproducción  social. 

En  los  primeros  países  industrializados,  la  societalización  de  lo  político  tiene  lugar  dentro  de  un  marco  de  instituciones democráticas que constituyen la médula de los estados  democráticos  constitucionales;  estas  incluyen:  soberanía  popular; igualdad política de individuos y asociaciones independientemente de credo, de raza o de género; sufragio universal y participación exhaustiva de los ciudadanos, así también como la  protección ante cualquier acción arbitraria por parte del estado.

Al mismo tiempo, todo esto nos dice muy poco acerca de las manifestaciones  actuales  de  las  formas  democráticas  de  gobierno. 

Después de todo, existe un enorme rango de posibilidades entre un gobierno en el nombre del pueblo y el autogobierno del pueblo.

Tanto en términos de historia intelectual como institucional, las  democracias se apoyan por lo menos en dos líneas de tradición: por un lado, el liberalismo con su énfasis puesto en la libertad y el pluralismo y, por el otro lado, el igualitarismo republicano que  prioriza la equidad y la soberanía popular (Mouffe, 2005).

Ambas líneas  de  tradición  aportan  acentos  muy  diferentes  a  la  agenda  de revoluciones burguesas y se resumen, respectivamente, en el slogan Liberté, Égalité, Fraternité.

La cuestión de la igualdad, en especial, causa divisiones. Es imposible aquí y ahora siquiera comenzar a presentar la genealogía de la democracia liberal y social; por este motivo, una mirada superficial a los acontecimientos de posguerra deberá ser suficiente.

A pesar de que algunas tendencias  regeneradoras  evitaban  básicamente  cualquier  reconstrucción económica democrática de largo alcance, la igualdad tuvo su  lugar  dentro  de  los  capitalismos  regulados  por  el  estado  benefactor en Europa continental durante la era de posguerra, en el sentido de que se institucionalizaron (aunque asimétricamente) los  intereses  de  clase  de  los  trabajadores  asalariados  en  los  regímenes  de  estados  benefactores  (Abendroth,  1967). 

Por  consiguiente,  la  democracia  era  más  que  pluralismo  liberal:  implicaba derechos de los ciudadanos, relaciones laborales organizadasestándares colectivos de negociación y oportunidades de participación y codeterminación.

Tanto en sectores de Europa continental como en los centros capitalistas fuera de Europa, esto derivó en una significativa variación de estados en los que se dotaba a los trabajadores asalariados de propiedad colectiva para que se asegurasen  el  sustento  en  forma  privada  internalizando  así  los  costos sociales (Castel, 1992; Marshall, 1950).

Aparentemente, democracia y capitalismo se habían reconciliado, dado que la sociedad civil permitía la construcción de un consenso entre capital y trabajo o entre economía y sociedad en términos más generales.

La expresión “capitalismo democrático” (Streeck, 2014), surge de esa circunstancia.

En los comienzos de la implosión de los estados burocráticos socialistas  y  con  la  crisis  de  los  estados  benefactores  capitalistas  aún  en  marcha,  el  discurso  democrático  vira  hacia  la  tradición  liberal. Esto se debe exclusivamente y, sin lugar a dudas, al predominio  de  paradigmas  radicales  de  libre  mercado,  tal  como  se  menciona  en  numerosos  estudios  (Crouch,  2004;  Harvey,  2005). 

En contra de los antecedentes de agitación social en Europa del este,  durante  los  cuales  las  demandas  de  los  movimientos  opositores  por  la  democratización  coincidieron  con  la  introducción  de formas de economía capitalista y, simultáneamente motivados por la experiencia de nuevos movimientos sociales y sus múltiples formas de protesta, el valor intrínseco y la variabilidad de las instituciones y de los procedimientos democráticos se convirtieron en el punto central de los debates sobre la teoría democrática  (Rödel, Frankenberg, Dubiel, 1989).

Cualquiera que se rehusara a  encasillarse en una postura liberal, dirigía su mirada hacia diferentes modelos de democracia deliberativa orientada a procesos.

El  valor  intrínseco  de  los  procedimientos  democráticospasado  por alto en la teoría de Marx y luego criminalmente ignorado por regímenes  (pos-)  stalinistas  y  nominalmente  socialistas,  representa  un  legado  que  la  democracia  del  siglo  veintiuno  no  debe  olvidar.

Teniendo esto en mente, existe alguna razón para creer que  las  teorías  sobre  la  democracia  deliberativa  han  confundido  la  hierba  con  la  maleza  (Dux,  2013).  Porque  si  seguimos  la  lógica  de  una  noción  procesal  de  la  democracia  principalmente  orientada al intercambio, entonces, la que se negocia actualmente mediante procedimientos democráticos queda sin poder definirse.

El pueblo soberano, constitutivo, decide por mayoría de votos cómo será llenado ese vacío político. Como argumenta Jürgen Habermas  (1998):  “la  brecha  normativa  dejada  por  un  concepto  positivista  de  leyes  promulgadas  democráticamente  ya  no  puede salvarse con los intereses de la clase privilegiada”; en cambio, “las condiciones de legitimidad para la ley democrática deben ser buscadas en la racionalidad del mismo proceso legislativo”.

Lo que Habermas describe como privilegio no es más que la definición  constitucional  de  los  intereses  colectivos  de  las  clases  que  dependen  de  un  salario.  Para  Habermas,  en  este  contexto,  los  intereses  de  las  clases  privilegiadas  representan  los  intereses colectivos de los trabajadores asalariados, como lo estipula el “Principio del Estado Social”.

Wolfgang Abendroth, científico político marxista, se expresó al respecto durante su discusión con Ernst  Forsthoff,  teórico  conservador  constitucional,  en  relación  con  la  Ley  Alemana  (occidental)  Fundamental  (Forsthoff,  1968.) 

Habermas, sin embargo, considera que la idea de Abendroth en cuanto a que la democracia se apoya en una societalización antagonista  es  una  suposición  residual  de  la  filosofía  marxista  de  la historia y sugiere que “nuestra confianza en suposiciones fundamentadas  en  la  filosofía  marxista  de  la  historia,  así  como  en  otras  filosofías  de  la  historia,  prácticamente  ha  desaparecido”  (Habermas, 1998, p. 237)[2].

Esta renuncia a supuestos privilegios de intereses de clase, que son como mínimo subdominantes, tiene graves implicaciones teóricas. La cuestión democrática efectivamente se escinde de la cuestión social y la igualdad se devalúa tácitamente. Aunque la igualdad pueda pasar al primer plano en los procedimientos deliberativos de una democracia, bajo ningún punto de vista se da necesariamente así. El soberano decide.

Por consiguiente, en el modelo deliberativo, la democracia queda reducida a sus propios procedimientos y a su legitimación, así como a su fuente de poder, tomada como razón comunicativa ya implícita en el proceso de entendimiento (mutuo).

Un problema fundamental para comprender el modelo deliberativo de la democracia yace en el hecho de que perpetúa en términos metateóricos ciertas premisas básicas de la forma de gobierno democrático que, desde un punto de vista histórico y, sin lugar a duda, no son intrínsecas.

Por ejemplo, las reflexiones de Habermas  se  basan  en  la  premisa  tácita  de  que  el  crecimiento  económico[3] puede ser sustentable, mientras que el estado benefactor asegura la distribución del valor social agregado y la “pacificación  del  conflicto  de  clase”  (1987,  p.  334). 

Esta  premisa  no  cuestiona  ni  la  generación  de  crecimiento  económico  como  tal  ni  el  equilibrio  relativo  de  fuerzas  entre  las  principales  clases  sociales que sustentan la estabilidad institucional de los estados benefactores  y  de  la  democracia.  Si  hay  crecimiento  económico  todos se ven beneficiados. En cierto modo, el concepto habermasiano no difiere realmente de la principal teoría democrática liberal en su estrecha interconexión entre crecimiento económico, redistribución del bienestar y estabilidad democrática.

“La libre economía crea más prosperidad que ninguna otra forma de actividad económica. Y la prosperidad parece ser casi garantía de democracia” (Vorländer, 2010).

2. Tensiones entre capitalismo y democracia

¿Pero, qué pasa cuando el cerrado entramado de crecimiento económico y democracia se desarma? Esta pregunta es significativa,

sobre todo, porque los centros capitalistas han alcanzado un punto de inflexión histórico. “Las economías nacionales de los antiguos núcleos industriales han dejado la era del crecimiento rápido definitivamente en el pasado; en cambio, se transformaron en capitalismos de pos-crecimiento, con tasas de crecimiento relativamente bajas” (Galbraith, 2014, p. 9).

Los períodos de prosperidad, que se  hicieron  más  evidentes  durante  la  década  que  siguió  al  2008-2009,  adoptan  formas  dispares,  regional  y  nacionalmente,  y  van  acompañados de una creciente desigualdad en la distribución de la riqueza producida. Cualquier aumento en el producto bruto interno (PBI) en una economía basada en combustible fósil equivale a una aceleración en el consumo de energía y de recursos, así como  de  emisiones  que  perjudican  al  ecosistema. 

La  legitimidad  de este tipo de crecimiento, basado en un excesivo consumo de recursos, en la producción industrial y en el consumo masivo, se erosiona rápidamente; sin embargo, se lo aceptó durante mucho tiempo como un indicador confiable del aumento de la riqueza y, aún hoy, ciertas élites políticas lo consideran la condición previa de la estabilidad social y de la democracia.

Lo que la máquina de crecimiento capitalista trató de ocultar durante décadas está saliendo a la luz una vez más: el capitalismo expansivo y las democracias limitadas, territorialmente atados a las fronteras del estado benefactor nacional, se encuentran atrapados en una relación cargada de profunda tensión.

2.1. Sociedad antagonista y democracia política

Marx, cuya concepción de la democracia suele reducirse a la fórmula  ambigua  e  incorrectamente  utilizada  de  la  revolucionaria  “dictadura  del  proletariado”,  anticipó  esta  relación  cargada  de  tensión.  La  explicaba  como  una  incompletitud  sistemática  predestinada de la democracia en sociedades capitalistas burguesas, en sociedades burguesas capitalistas. Según su punto de vista, la democracia,  como  “el  acertijo  resuelto  de  todas  las  constituciones” (Marx, 1975, p. 29) presenta una doble estructura.

Hablando lógicamente, la forma de gobierno democrática es perfectamente  adecuada  para  la  societalización  de  las  clases  subalternas  al  mismo  tiempo  que  asegura  el  dominio  burgués. 

La democracia brinda  flexibilidad  para  realizar  acciones  creativas  empresariales. De este modo, adapta la compulsión impulsada por la competencia hacia la constante revolución de los medios de producción y simultáneamente fomenta la auto-mistificación de la explotación  capitalista  (Marx,  1976,  p.  680). 

Dicho  esto,  la  democracia  también  contiene  un  elemento  que  va  más  allá  de  este  mundo  mistificado, ya que confía en la inclusión de las masas en el proceso  político.  No  solo  es  una  forma  de  gobierno  societalizadora  sino  que  también  provee  un  marco  constitutivo  que  puede  ser  aprovechado para lograr una emancipación de las clases subalternas y para superar al mismo capitalismo[4].

*Históricamente,  no  fueron  las  clases  burguesas  las  que  lucharon exitosamente por el parlamentarismo y la democracia. La dinámica de los movimientos democráticos alarmó a la burguesía y  para  las  revoluciones  europeas  de  1848  había  “dejado  de  ser   una  fuerza  revolucionaria”  (Hobsbawn,  1995,  p.  33).  Dicho  esto,  aquellos que defendían el sistema social existente “tuvieron que aprender las políticas del pueblo” (p. 33). El mismo Marx demostró en su brillante texto El 18 brumario de Luis Bonaparte como la forma de estado democrática puede ser usada para eliminar a la democracia.

Explicó el crecimiento de la monarquía francesa en términos de un equilibrio de fuerzas.

Una vez que obtuvieron la  posibilidad  de  voto,  la  mayoría  de  los  campesinos  franceses,  que  eran  pequeños  propietarios,  delegaron  sus  intereses  al  representante del partido del orden, ante la incapacidad de formar conscientemente una clase coherente debido a la falta de organización y de medios de comunicación.

Además de beneficios sociales, Napoleón III prometió principalmente el restablecimiento del orden social.

Luis Bonaparte, que llegó al poder por medios legales, comenzó a desmantelar la forma de gobierno democrática inmediatamente después, en favor de una nueva monarquía.

Posteriormente,  en  efecto,  usaría  a  la  Comuna  de  París  para  convencer a las facciones de las clases dominantes de los principales  países europeos para que aceptaran los parlamentos y el sufragio  universal como males necesarios (Marx, 1852, p. 15).

En Alemania fue  necesaria  la  Revolución  de  Noviembre  de  1918  para  derrocar  a la monarquía e implementar libertades básicas como el sufragio universal.

La democratización ocurrió al mismo tiempo que la introducción de derechos fundamentales como la jornada laboral de ocho horas, y fue impulsada por movimientos de trabajadores organizados que, a pesar de sus diferencias, provenían de una misma  autoconcepción  socialista. 

En  los  albores  de  la  República  de  Weimar, la adopción de  elecciones universales, igualitarias, libres y secretas por parte de las élites capitalistas representó su último intento desesperado de detener la transformación hacia una república de consejos obreros y la dictadura del proletariado (Rosenberg, 1939).

Sin embargo, las instituciones democráticas permanecieron inestables y, a la larga, cayeron presa del gobierno nazi; durante este gobierno las clases altas se subordinaron a su propio “Bonaparte” (aunque a uno fascista) (Thallheimer, 1979, pp. 109-112).

Tal  como  había  sucedido  en  Italia,  el  fascismo  alemán  puso  fin  en forma violenta a un interregno que impedía la revitalización de  la  economía  y  la  sociedad,  al  menos  desde  el  punto  de  vista  de las facciones de las clases dominantes. El gobierno autoritario no pudo impedir una revolución del proletariado, como había creído August Thalheimer, hereje comunista. El fascismo representó una respuesta al éxito moderado de la reforma socialista.

En ese momento, solo era posible gobernar dentro de un marco democrático  “bajo  la  constante  presión  de  la  clase  trabajadora”   (Bauer, 1976, vol. 4, p. 147). Algunas facciones importantes dentro de las clases dominantes se negaban a aceptarlo. En cuanto surgió la oportunidad y con el apoyo de un segmento sustancial de las clases altas, se liquidaron violentamente las instituciones de una incipiente democracia “social”.

Sin embargo, el New Deal en Estados Unidos y la democracia industrial en Suecia demostraron que había otras salidas democráticas a la crisis.

La  democracia  puede  ser  resumida  como  el  producto  histórico  y el medio de una societalización antagonista de la política que (contradiciendo  a  Jürgen  Habermas  en  esto)  permanece  activa  aún  hoy. 

Esta  es  la  razón  por  la  cual  no  se  puede  garantizar  la  existencia de instituciones y procedimientos democráticos dentro de sociedades capitalistas. La democracia es particularmente valiosa para las élites capitalistas siempre y cuando busquen societalizar  fuerzas  antagonistas. 

En  términos  de  una  teoría  de  la democracia, esto significa que democracia y capitalismo no se desarrollan al unísono.

Dependiendo del balance de las fuerzas sociales, las luchas sociales y los conflictos políticos, logran una síntesis  más  o  menos  estable,  causada  en  particular  por  coincidencia. Esta síntesis es siempre reversible si surge la necesidad.

2.2. El interior y el exterior de la democracia

Aún en casos de una societalización exitosa de antagonistas potenciales, permanece un adentro y un afuera de la democracia.

La forma de gobierno democrática no es compatible en el mismo  grado con cada región y sector del mundo con sociedades capitalistas.

Este hecho se refleja en las teorías de Landnahme que se originan en la presunción de que el capitalismo como tal no puede reproducirse a sí mismo desde adentro, sino que debe depender de la constante ocupación de un Otro no capitalista.

En términos históricos, mi versión preferida del concepto de Landnahme  (Dörre, 2015, pp. 11-66), aborda un acontecimiento que se arraigó durante el último tercio del siglo diecinueve, durante la llamada “era del imperio”. Desde entonces, la velocidad y el crecimiento de  la  economía  mundial  han  sido  dictaminados  por  los  estados  capitalistas centrales, que dominan al gran resto de los denominados países “atrasados”.

El supuesto “privilegio” (a saber, el de haber nacido en un país rico) que resulta de ello, determinó cada vez  más  la  desigualdad  global  por  décadas,  y  aún  sigue  siendo  una de las principales causas del flujo migratorio en todo el mundo (Milanovik, 2011, p. 124).

Rosa  Luxemburg  fue  una  de  las  primeras  teóricas  marxistas  en  analizar  sistemáticamente  esta  sincronicidad  de  desarrollos  asincrónicos. A pesar de las numerosas equivocaciones y de las conclusiones erróneas que contiene su teoría de la acumulación y la realización de la plusvalía externa (Dörre, 2018, pp. 80-95) su trabajo principal establece una teoría de sociedad que contradice el concepto lineal de progreso y, en contraste con lo anterior, reconoce una pluralidad de formas de explotación y dominación.

Para Luxemburg, la dinámica de la acumulación y el crecimiento capitalistas  presenta  una  estructura  binaria.  Funciona  como  un  permanente metabolismo entre capitalismo interno y mercados externos  no  mercantilizados  (o  no  totalmente  mercantilizados  aún) (Luxemburg, 2003, pp. 397-ss.).

Solo los mercados internos, que se apoyan en el intercambio de equivalentes, permiten interconectar  capitalismo  y  democracia.  Dicho  esto,  nunca  dejan  de  depender de los mercados externos que a su vez se caracterizan por la coerción extraeconómica, asi como por formas de disciplinamiento y de intercambio desigual. Aún en términos formales, los  mercados  externos  no  logran  establecer  relaciones  libres  e  igualitarias entre individuos mientras que la democracia representa un tipo de gobierno insuficiente para su desarrollo.

La legislación  de  los  mercados  internos,  que  consolida  compromisos  entre  trabajo  y  capital  u  otros  participantes  del  mercado,  se  ve  como  un  “fetiche  legal”  (Goncalves,  2017)  desde  la  perspectiva  de quienes participan en los mercados externos (como los habitantes de las colonias, sectores marcados por la dominación extraeconómica, basada en el racismo o en la diferencia de género) detrás de los cuales yace un claro mecanismo de violencia estructural o incluso de represión manifiesta.

En  el  contexto  de  esta  estructura  binaria  de  la  dinámica  capitalista,  la  tensa  relación  entre  capitalismo  y  democracia  puede  ser  redefinida  según  dos  aspectos

En  primer  lugar,  un  punto  ciego  se  hace  evidente  en  todas  esas  concepciones  que  discuten  sobre  las  bases  de  la  teoría  hegemónica,  siguiendo  la  línea  de Antonio Gramsci, Hugo Sinzheimer, Hermann Heller y Ernst Fraenkel,  o  que  interpretan  el  estado  benefactor  como  una  expresión multifacética de un compromiso de clases legalmente codificado.

Dichas teorías suponen principalmente un capitalismo racional  compatible  en  gran  medida  con  la  forma  de  gobierno  democrática. En lo societalizado, estado democrático, dominación y hegemonía se basan en un consenso básico entre gobernantes y  clases  dominadas,[5] el  cual  emerge  de  los  conflictos  sociales  y  simbólico-culturales  dentro  de  la  sociedad  civil

Todo  consenso  está  reforzado  por  una  dosis  de  coerción  y  sus  portadores  son  bloques históricos compuestos por clases cruzadas cuyos proyectos  transforman  los  intereses  de  clase  en  la  esfera  política,  que  se vuelven así mayormente invisibles (Buci- Glucksmann, 1981, p. 76).

En este contexto, la coerción no requiere de ninguna manera de violencia encubierta o manifiesta. Mientras que el orden de propiedad capitalista no sea desafiado, la silenciosa compulsión económica de vender la propia fuerza de trabajo no requiere de más legitimación.

Esta es la razón por la que los “bienes extra-económicos”  (como  derechos  civiles  sociales,  derecho  a  la  libertad o privilegios reglamentados para un trato igualitario) pueden ser  distribuidos  de  una  forma  relativamente  igualitaria  ya  que  la esencia del capitalismo se mantiene imperturbable (Meiksins Wood, 1995, p. 264 y ss.).

En el estado integral de capitalismo racional, la ley se convierte en un mecanismo de regulación que también tiene en cuenta los intereses de las clases dominadas. El carácter de compromiso de la ley (universal) permite interpretaciones en términos de una democracia tanto social como transformadora, tal como lo demostró  Wolfgang  Abendroth  en  relación  con  la  Ley  Fundamental  alemana.

Por consiguiente, algunas normas legales esenciales están generalmente abiertas a estrategias de transformación anticapitalistas  y  socialistas  (Deppe,  2007,  pp.  123  y  ss.).  La  democracia  entendida  en  este  sentido  no  necesita  un  fundamento  histórico-filosófico porque se vale de la referencia a la génesis histórica y a la contingencia social de los derechos democráticos.

El problema con los conceptos subyacentes es de otra naturaleza.  No  tienen  en  cuenta  el  hecho  de  que  la  dinámica  capitalista no sigue exclusivamente principios racionales todo el tiempo.

Aún en su forma de estado benefactor, la societalización capitalista aprovecha y (re)produce regiones, grupos sociales, modos de producción y vida marcados tanto por la coerción extraeconómica como por violencia encubierta o evidente.

La noción original de democracia basada en la societalización antagónica tiene poco para ofrecer a estos grupos discriminados y políticamente devaluados  en  las  (semi)periferias  de  los  capitalismos  nacionalistas,  tanto por dentro como por fuera de ellos, porque esencialmente omite la realidad de los mercados externos.

Sin embargo, el capitalismo nunca existe exclusivamente en una forma pura y racional dado que solo puede seguir desarrollándose a expensas de otros modos de producción y de vida. Por consiguiente, los conflictos sociales a menudo giran alrededor de la pregunta de “si” y “cuáles” grupos, regiones y territorios disfrutan del rango completo  de  los  derechos  democráticos  aún  en  estados  capitalistas  regulados por un estado benefactor.

En  segundo  lugar,  reducir  la  societalización  antagonista  exclusivamente a la dicotomía entre capital y movimiento de trabajadores  organizados  tiene  poco  sentido.  Los  Landnahmen capitalistas  siguen una compulsión sistemáticamente inherente de expandirse,  aumentando  constantemente  el  número  de  individuos  (incluyendo a aquellos de entre los capitalistas) sujetos a los imperativos del mercado (Meiksins Wood, 2017, pp. 11, 34).

El contraste entre la mercantilización, concebida como un proceso infinito, y la finitud de un Otro no determinado por la economía de mercado (que, de modo similar al estado benefactor, asegura en primer lugar la funcionalidad del mercado) estructura la societalización antagónica de lo político y por consiguiente, de la democracia misma.

Esta tensa relación inherente al proceso de societalización contiene el antagonismo entre trabajo asalariado y capital. También tiene un exhaustivo  efecto  amortiguador  entre  la  indómita  expansión  de  los imperativos del mercado capitalista por un lado y la socialidad constituida  democráticamente  por  el  otro.  Esta  relación  conlleva  (además de luchas de clase, por supuesto) conflictos relacionados con la justicia de género o relaciones cargadas de etnonacionalismo así como conflictos socioecológicos.

Todas estas líneas de conflicto se mueven más o menos de manera independiente y tienden a  desarrollarse  dentro  de  sus  propios  esquemas,  aunque  a  veces  se crucen. Las tensiones entre las fuerzas de expansión del mercado y las contrafuerzas son procesadas por bloques históricos y alianzas  de  clases  que,  tal  como  Karl  Polanyi  demostró,  se  pueden  manifestar  de  manera  autoritaria  e  incluso  fascista

Desde  esta  perspectiva,  cualquier  dinámica  capitalista  procede  a  partir  de  un  doble  movimiento.  La  liberalización  de  los  mercados  crea  en consecuencia bienes económicos ficticios como trabajo, tierra y dinero, tratados como si fuesen simplemente una mercancía más.

Entonces surgen contramovimientos antiliberales que son políticamente  diversos.  Su  única  característica  en  común  es  la  discrepancia con el principio liberal de laissez faire (Polanyi, 2001).

3. Por qué el Landnahme de lo social está socavando la democracia

La  historia  no  se  repite.  Dicho  esto,  no  se  pueden  negar  ciertos   paralelos  con  lo  propuesto  por  Polanyi.  El  período  de  apertura   radical  del  mercado  transfronterizo,  que  recibió  un  nuevo  impulso  a  partir  de  la  implosión  del  socialismo  burocrático  estatal, fue seguido desde la gran crisis de 2007–2009 por un período  en  el  cual  las  formaciones  antiliberales,  antiglobalización  y   mayormente  populistas  de  derecha  están  impulsando  la  agenda política.

Como era de esperar, la interpretación de este punto  de inflexión es muy controvertida tanto científica como políticamente. En mi opinión, no estamos presenciando ni una “internacionalización  fallida”  (Flassbeck,  Steinhardt,  2018),  ni  una  “globalización  impugnada”  (Crouch,  2018,  p.  76).  Un  mero   modicum de  políticas  socialdemócratas  y  verdes  de  “desaceleración”  probablemente resultarán insuficientes para garantizar la continuación de la societalización transnacional. Desde mi punto de vista,  el proceso de globalización, que consta de diversos niveles, se ha  vuelto “repulsivo”. Ha tenido un efecto negativo resultante de la creciente desigualdad, las bajas tasas de crecimiento en los primeros países industrializados, los riesgos financieros continuos,  la destrucción ecológica y la creciente migración forzada. Esto ha  traído consecuencias no deseadas para los centros causales y ha tenido un impacto creciente en sus estructuras.

Esto sucede porque la globalización de libre mercado representa  una  combinación  de   Landnahmen  internos  y  externos.  Hasta  el   cambio de milenio, la globalización expansiva (financiera) impulsada por el mercado fue un proyecto de crecimiento económico y la organización política que abordan el eje del conflicto del capital y el trabajo nunca, en toda la historia de la posguerra, habían  sido tan débiles como lo son ahora.

Por  lo  tanto,  la  polarización  social  no  encuentra  una  representación  adecuada  en  el  sistema  político  existente.  Aunque  se  están  produciendo  una  gran  cantidad  de  conflictos  y  huelgas  en  Alemania (de hecho, existe virtualmente una “nueva formación de conflictos” (Dörre 2016, pp. 348-365), no hay un espacio público de resonancia  que  permita  el  procesamiento  productivo  del  cúmulo  de  materia  prima  causante  del  problema  en  términos  de  política  de  clase.  Esto  no  es  solo  un  problema  para  la  izquierda,  que  está amenazada por la decadencia institucional. Las sociedades de  clases desmovilizadas corren constantemente el riesgo de destruir  esos  mecanismos  autoestabilizadores  (sistemas  de  crédito,  innovación, redes de reproducción de trabajo reguladas por el estado benefactor)  que  podrían  mitigar  los  costos  de  seguimiento  de  la   expansión desenfrenada del mercado.

La destrucción continua de  la  socialidad  engendra  esas  variantes  de  democracias  desdemocratizadas, mencionadas anteriormente.

Es posible distinguir cuatro mecanismos de desdemocratización sistémica.

Uno de los efectos negativos más severos de la globalización es  un  aumento  masivo  en  la  desigualdad  de  riqueza  e  ingresos.  El  rápido crecimiento que conduce a la expansión de las clases medias  en  las  economías  emergentes,  tanto  grandes  como  pequeñas,  se  produce  parcialmente  a  expensas  de  las  clases  dominadas en las antiguas metrópolis. Los principales beneficiarios de  la globalización, entonces, son las élites ricas que aún se originan  y  residen  principalmente  en  el  Norte  Global

Alrededor  del  44   por ciento del aumento total de los ingresos entre 1988 y 2008 se destinó al cinco por ciento más rico, y casi un quinto al uno por  ciento más rico de la población mundial. La creciente clase media  en las economías emergentes del Sur recibió solo del dos al cuatro por ciento del crecimiento de los ingresos totales (Milanovic,  2011 y 2016).

Aquellos situados del lado de los perdedores (principalmente  la  fuerza  laboral  industrial,  pero  también  el  nuevo  proletariado  del  sector  servicios  en  los  viejos  centros)  carecen cada vez más de lo que el ex economista del Banco Mundial Branko Milanovic describe como la “prima de ciudadanía” de la  distribución de la riqueza. El “privilegio” de haber nacido en un  país rico ya no sirve como protección contra la movilidad social  descendente.  Mientras  las  disparidades  entre  el  Norte  y  el  Sur   están disminuyendo, la posición de clase dentro de las sociedades nacionales se está volviendo cada vez más relevante para las  oportunidades de vida en todo el mundo.

La  desigualdad  ha  crecido  a  tal  punto  que  se  ha  convertido  en   un  impedimento  para  el  crecimiento  mismo  (Fratzcher,  2016),   alimentando  un  círculo  vicioso.  El  bajo  crecimiento  económico,   combinado  con  la  ausencia  de  medidas  redistributivas,  acelera   aún más la concentración de la riqueza (Piketty, 2014, pp. 41-52).

En la parte superior de la jerarquía social, encontramos un grupo  en  expansión,  un  pequeño  grupo  de  súper-ricos,  que  viven   en un mundo estructurado por reglas especiales. Grandes activos  privados constantemente tientan a las élites financieras a “enriquecerse  usando  su  músculo  político  para  aumentar  su  participación  en  el  pastel  preexistente,  en  lugar  de  agregar  valor  a  la   economía y, por lo tanto, aumentar el tamaño del pastel en general” (Freeland, 2012, p. 189).

Debido a que esta aristocracia adinerada desea proteger sus privilegios, impide cualquier regulación efectiva del sector financiero. La inversión de capital monetario  excedente  en  el  sector  financiero  y  la  disposición  a  participar  en  transacciones  financieras  de  alto  riesgo  contribuyen  a  preservar un sistema financiero internacional cuyas constantes interrupciones operativas podrían desencadenar una nueva crisis en  cualquier  momento  (Hudson,  2015). 

Hasta  ahora,  cada  crisis  financiera  ha  acelerado  la  redistribución  de  abajo  hacia  arriba

Este  es  un  factor  que  contribuye  a  la  aparición  de  clases  marginales  en  la  parte  inferior  de  la  jerarquía  social.  Estas  clases   comprenden  alrededor  del  10  al  15  por  ciento  de  la  población,  que  abandona  el  empleo  protegido  y  los  sistemas  colectivos  de   seguridad social casi por completo. En la cima y la base de la pirámide de ingresos y riqueza han surgido grandes grupos sociales  cuyos  modos  de  vida  y  situación  social  están  esencialmente desconectados  del  crecimiento  económico  en  conjunto.  Si  bien  uno de ellos puede manipular el sistema político para su propio beneficio, la gran mayoría del otro grupo elige la abstención política. Renuncian a su derecho a votar y reaccionan ante su falta de poder mediante la autoexclusión del sistema político.

De manera inversa, y aun así unidas por el mismo mecanismo causal capitalista financiero, ambas facciones de clase constituyen, a su manera, un aspecto exterior particular de la democracia.

Sin  embargo,  también  se  produce  una  desdemocratización  con   respecto a las clases dominadas y las fracciones de clase que todavía están integradas en la sociedad a través del trabajo asalariado semiprotegido. Sobre estos asalariados se puede afirmar lo  siguiente:  cuanto  más  pierden  contacto  con  una  sociedad  próspera a pesar de sus esfuerzos individuales, más tienden a concebir las desigualdades distributivas que perciben como conflictos entre el interior y el exterior.

El conflicto de clases se reinterpreta como un conflicto entre nativos productivos e inmigrantes supuestamente no integrables culturalmente que no están dispuestos a trabajar. Los que sienten que han estado esperando en fila, al pie del “Monte de la Justicia” (trabajando, pagando impuestos, etc.) pierden rápidamente la paciencia al percibir que a “los refugiados”, “los inútiles”, “aquellos improductivos y poco dispuestos a realizar”, de repente se les da “todo”. Muchos trabajadores expresan el sentimiento de que las personas que nunca han contribuido a la riqueza nacional están colándose en la fila por delante de aquellos que realmente tienen ese derecho. La autoelevación a través de la degradación de los demás es solo una posible reacción subjetiva que parece natural a los trabajadores con ideas de derecha. No hace falta decir que los populistas de derecha están aprovechando este mecanismo[6].

Las  movilizaciones  exitosas  de  las  formaciones  populistas  de   derecha  se  pueden  entender  con  la  ayuda  de  la  teoría  del  bonapartismo  de  Marx.  Desde  una  perspectiva  contemporánea,   las  teorías  del  bonapartismo  son  interesantes  principalmente  por  razones  metodológicas

Ilustran  que  los  intereses  de  clase  contradictorios  solo  se  manifiestan  como  políticos  cuando  encuentran representación adecuada y se traducen en proyectos hegemónicos

El  carácter  de  clase  de  tales  proyectos  permanece  en  gran  medida  oculto.  La  hegemonía,  es  decir,  la  capacidad  de  liderar  implica  en  las  democracias  parlamentarias  de  hoy  la   creación de un consenso entre aquellos en el poder y los subalternos. Este consenso, tal como mencioné, siempre se ve reforzado por la coerción.

En sociedades capitalistas diferenciadas con  una  democracia  parlamentaria,  la  hegemonía  cultural  surge  de   los  conflictos  sociales  y  simbólico-culturales  en  la  sociedad  civil. La competencia entre bloques sociales ciertamente se lleva a cabo sobre la base de intereses de clase específicos. Sin embargo, las preguntas sobre si estos intereses están representados políticamente y cómo lo están, permanecen sin una respuesta definitiva históricamente. El conocimiento espontáneo del subalterno no tiene “un significado estable o vínculos políticos” (Didier Eribon).

Tales lazos deben ser restablecidos constantemente.

Este es un punto crucial. El populismo de derecha de hoy no es una reacción a las amenazas sistémicas del capitalismo, ni tampoco  es  una  reacción  al  exitoso  reformismo  socialista.  Es  una  respuesta  a  la  asimilación  de  los  partidos  de  centroizquierda  en los centros capitalistas. Basándose en autores como Anthony Giddens, los partidos socialistas y socialdemócratas concibieron la  globalización  como  un  viaje  en  un  juggernaut. 

Avanzar  a  su  paso parecía ser lo único que quedaba por hacer. Pero ahora el tren de la globalización se ha descarrilado y no está claro cómo  podría volver a recuperar su rumbo.

En esta situación, los populistas de derecha están aprovechando  las dificultades que tienen los asalariados para organizarse como una clase movilizada. Por supuesto, hoy hay luchas laborales. De hecho, Alemania está experimentando un número récord de conflictos laborales. Las huelgas en el sector de los servicios son crecientemente lideradas por mujeres y, como en el caso de Amazon, a veces adquieren una dimensión internacional. Sin embargo, todas estas luchas no han logrado un cambio duradero en el equilibrio social de las fuerzas o no han tenido un impacto real en el sistema político.

Parece que carecen de un espacio de resonancia, dado que los partidos de centroizquierda han abdicado voluntariamente del campo de la política de clase progresista. A esto se suma  la  tremenda  dificultad  para  organizar  a  las  clases  marginales y a los asalariados precariamente empleados en sindicatos y  partidos  políticos. 

Los  resultados  son  claros:  los  populistas  de  derecha  pueden  organizar  con  éxito  incluso  a  los  trabajadores   sindicalizados en un bloque social con la intención de poner a los trabajadores de una nación contra los de otra. En este sentido, los Trumps,  Bolsonaros,  Salvinis,  Orbans,  etc.  son  los  bonapartistas  de nuestro tiempo.

4. ¿Hay futuro para la democracia (transformadora)?

¿Tiene  alguna  posibilidad  la  democracia  de  prevalecer  en  este  contexto de Landnahmencapitalista sin restricciones que no perdona  ni  siquiera  las  relaciones  sociales  y  las  esferas  públicas? 

En términos analíticos, ciertamente hay razones para dudar. Mi propia respuesta, tal vez optimista, a esta pregunta sería cautelosamente afirmativa. Para comenzar, podemos establecer que la desdemocratización  continua  ha  erosionado  la  legitimación  de   las  políticas  radicales  de  libre  mercado

El  neoliberalismo  y  la  restricción  supuestamente  práctica  denominada  globalización  han  caído  en  descrédito.  En  aquellos  lugares  donde  continúan  determinando decisiones políticas, no cuentan con la aprobación incuestionable de la sociedad civil y por lo tanto intentan crear lealtad  principalmente  a  través  del  miedo  (Anderson,  2017,  pp.  117  y  ss.) 

Un  factor  que  beneficia  a  los  movimientos  y  partidos  populistas de derecha es que pueden presentarse como una alternativa a las presuntas restricciones prácticas de la globalización.  Esto  los  distingue  de  los  partidos  de  centroizquierda,  que  vieron su propia subordinación a los imperativos del Landnahmeglobal como la única oportunidad para seguir siendo capaces de accionar políticamente.

En la medida en que la revuelta imaginaria (por ser básicamente  conformista)  de  la  nueva  derecha  (Dörre  et  al.,  2018)  atrae  seguidores,  la  democracia  como  instrumento  de  societalización  también está disponible para ciertos segmentos de las élites capitalistas.  La  formación  de  opiniones  se  está  convirtiendo  cada  vez  más  en  la  reserva  de  un  bloque  populista  de  derecha,  nacional-social  o  nacional-liberal

Una  vez  en  el  poder,  este  bloque  establece,  como  ha  ocurrido  en  varios  países,  lo  que  Pietro  Ingrao y Rossana Rossanda han descrito como leaderismo, cuyos protagonistas, desde Berlusconi hasta Trump, gobiernan al estilo  de  gerentes  de  negocios  autoritarios

Sin  embargo,  la  polarización entre las élites liberales y nacionalistas solo puede tener tal influencia porque la societalización antagónica de la política ha perdido a su antagonista. En otras palabras, las clases dominantes no tienen nada que societalizar, carecen de un oponente social. Como resultado, los derechos sociales democráticos, incluso  básicos,  que  durante  muchas  décadas  sirvieron  como  garantes  de  la  estabilidad  y  la  fuerza  societalizadora  del  capitalismo  occidental  (junto  con  el  crecimiento  económico,  por  supuesto),  están siendo cuestionados.

Si se quiere revitalizar la democracia, ésta  debe  oponerse  al  expansionismo  capitalista,  que  tiene  un  efecto antidemocrático tanto en sus variantes liberales como en las nacionalistas radicales (Heitmeyer, 2018).

Con  respecto  a  la  teoría  democrática,  la  tarea  es  reemplazar  el  enfoque en los procedimientos deliberativos orientados a la comprensión  por  una  noción  más  sustancial  de  autogobierno  por  parte  del  dēmos o  soberano  democrático.  Las  variantes  actuales  de  la  democracia  que  defienden  la  participación  directa,  la  autoorganización  y  la  comunitización  con  una  actitud  antiestatal  (Hardt, Negri, 2017) son, por sí mismas, totalmente insuficientes en este aspecto.

Esto es también así para las variantes de moda de una democracia aleatoria (Buchstein, 2018) en la que la suerte  del  sorteo  determina  qué  personas  son  responsables  de  tomar las decisiones que afectan el futuro de todos. Lo que une estas nociones teóricas de democracia tan dispares es que ninguna de  las  dos  reconoce  el  carácter  antagónico  de  la  societalización  de la política. Los antagonismos sociales no pueden suspenderse mediante una retirada a lo colectivo ni mediante un juego de puro  azar.  Deben  ser  rescatados  de  su  estado  latente  y  hacerse visibles políticamente. Redescubrir la ley como una forma de regulación  en  el  conflicto  socio-ecológico  presente  en  la  sociedad será fundamental para lograrlo.

Esto podría llevarse a cabo, por  ejemplo,  integrando  objetivos  para  la  sustentabilidad  social  y ecológica en la constitución. El aire, el agua, la alimentación, la educación básica y la movilidad requieren garantías legales para  permanecer  disponibles  como  bienes  públicos.  El  Principio  del  Estado Social podría ampliarse con el derecho a una buena vida, lo cual necesariamente debería incluir la conservación del status quo con respecto a los bienes públicos y un uso sustentable de los recursos naturales finitos.

Tal priorización de los intereses de la supervivencia social y ecológica solo puede ocurrir inicialmente dentro del espacio interno de  la  democracia  parlamentaria.  En  consecuencia,  y  desafortunadamente,  el  estado  nación  democrático  seguirá  siendo  el  escenario más importante para la implementación de los derechos socio-ecológicos

Esto  no  modifica  en  nada  la  necesidad  de  expandir gradualmente el ámbito de aplicabilidad de los derechos de  supervivencia  al  Otro  de  la  democracia.  A  la  larga,  la  democracia solo prevalecerá si la toma de decisiones democráticas se expande a la economía y a las grandes corporaciones transnacionales. 

Decisiones  sobre  el  cómo,  qué  y  para  qué,  en  producción  e  inversion,  se  relacionan  con  los  intereses  de  la  supervivencia  colectiva. En consecuencia, ya no deben dejarse a pequeñas minorías con poderes prácticamente ilimitados. No hace falta decir que  un  simple  retorno  a  las  políticas  clásicas  de  redistribución  socialdemócratas  sería  claramente  insuficiente  para  alcanzar  este fin. La cuestión no radica en la restauración de la democracia social, sino en la instauración de la democracia social-ecológica.

Una política democrática de transformación no puede evitar plantear la cuestión de la propiedad, aunque de una manera nueva. El concepto de propiedad como principio dinámico, es decir, la acumulación de capital y ganancias como un fin en sí mismo (Arendt, 1951, p. 137), no tiene futuro.

Tanto la propiedad privada capitalista de los medios de producción como la propiedad estatal  socialista  han  demostrado  ser  inadecuadas  para  hacer  frente  a  los  principales  desafíos  que  enfrenta  la  sociedad  moderna. 

Por esta razón, requerimos nuevas formas de propiedad colectiva que conviertan a los empleados en copropietarios, particularmente en los sectores clave estratégicos de la sociedad (el sector  financiero, los medios de comunicación, la informática, la gestión de la energía y el agua, el transporte, la agricultura).

A más largo  plazo,  las  grandes  corporaciones  deberían  transformarse  en  empresas  cuyos  mismos  empleados  sean  los  propietarios,  sujetas a una voluntad colectiva democráticamente legitimada e institucionalizadas  dentro  y  fuera  de  las  corporaciones  privadas. 

Este colectivo debería incluir aportes de organizaciones de consumidores, ONG y asociaciones medioambientales para evitar la formación  de  bloques  corporativos.  Además  de  esto,  formas  de  autopropiedad colectiva que ya existen en varios nichos de la sociedad, como las cooperativas de energía, las redes e instituciones de autoayuda, las organizaciones sin fines de lucro y los elementos incipientes de una economía solidaria también requieren  fortalecimiento.

Esto facilitaría la expansión gradual de los sectores económicos no capitalistas de acuerdo con una planificación inductiva del marco social, de este modo limitando continuamente el alcance de la economía privada con fines de lucro.

Para decirlo en términos más definidos: dado que la democracia, dentro de la sociedad burguesa y más allá, se basa en una societalización  antagónica  de  lo  político,  solo  es  capaz  de  sobrevivir  si  estos  antagonismos  se  combaten  dentro  del  espacio  público. 

Esto  es  particularmente  así  en  los  períodos  de  transformación   social  acelerada,  en  los  que  el  deseo  de  restablecer  relaciones  sociales  que  no  se  pueden  reconstruir  se  vuelve  virulento.  En  tales  períodos,  la  democracia  se  fortalece  siempre  que  la  cuestión sistemática no se deje en manos de la derecha reaccionaria.

Para proporcionar una alternativa al populismo etnonacionalista,  pero  sobre  todo  para  mantener  credibilidad,  la  izquierda  en   el  sentido  amplio  debe  comenzar  a  vincular  sus  proyectos  para   el  futuro  con  una  filosofía  política  (positivamente)  polarizadora. Por lo tanto, propongo reanudar la discusión interrumpida y parcialmente sepultada: la discusión sobre una nueva opción socialista (Dörre, 2018, pp. 105-115). 

Por supuesto, no negaría que  existen diferentes opiniones sobre este asunto. Sin embargo, no  debería  disuadir  a  nadie  de  la  izquierda  democrática  de  explorar seriamente la viabilidad de una opción neo o eco-socialista.

En  una  entrevista  reciente,  el  candidato  presidencial  demócrata  estadounidense  Bernie  Sanders  dio  una  impresionante  explicación acerca de cómo la provocación a veces puede ser una ventaja.  Cuando  le  preguntaron  si  lamentaba  haber  propuesto  abiertamente  un  socialismo  democrático,  dado  que  su  mensaje  popular  podría  haber  tenido  mejor  recepción  si  no  utilizaba  la  palabra que comienza con “s”, respondió: “[N]o. Lo que el socialismo democrático significa para mí es construir sobre lo que dijo Franklin  Delano  Roosevelt  cuando  luchó  por  la  garantía  de  los  derechos económicos para todos los estadounidenses. Y significa construir sobre lo que Martin Luther King Jr dijo en 1968 cuando declaró: “[E]ste país tiene socialismo para los ricos y un duro individualismo  para  los  pobres”.  […]  El  socialismo  democrático   significa que debemos crear una economía que funcione para todos,  no  solo  para  los  más  ricos”  (2018). 

Debería  agregarse  que   dicha economía no se estancaría, pero sobre las bases de la sustentabilidad social y ecológica, solo podría crecer lentamente. Se debería abandonar el uso de los combustibles fósiles y comenzar a  expandir  los  servicios  orientados  a  las  personas  y,  por  lo  tanto, el crecimiento cualitativo (Galbraith, 2014, p. 252).

La postura  fundamentalmente socialista de Bernie Sanders captura la esencia  de  la  política  de  clases  democrática,  vinculando  la  provocación de un nuevo socialismo democrático con proyectos populares, ¡no populistas! En otras palabras, se trata del nacimiento de una nueva fuerza antagónica que sería realmente capaz de desafiar  a  la  élite  capitalista.  Sin  un  nuevo  antagonista,  el  futuro  de   la democracia es sombrío. En caso de que un nuevo contramovimiento democrático no se materialice, y dada la ignorancia de las élites capitalistas, podemos vernos enfrentados a lo que la prudente  demócrata  y  exsecretaria  de  Estado,  Madeleine  Albright,   advierte  urgentemente:  el  surgimiento  de  un  nuevo  fascismo,  cuyo caldo de cultivo ya está siendo preparado (Albright, 2018).

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[1] En  contraste  con  tales  corrientes,  por  lo  tanto,  una  premisa  del   marxismo democrático es la siguiente: “La democracia como parte de la herencia de las luchas populares, se entiende como la base para articular alternativas al capitalismo y como el medio principal para constituir  un sujeto transformador de cambio histórico” (Statgar, 2013, pp. 1-13).

[2] Ver  también:  Hauke  Brunkhorst,  Das  revolutionäre  Potential  des  Parlamentarismus, en: Martin Beck, Ingo Stützle (ed.) (2018),  Die neuen  Bonapartisten. Mit Marx den Aufstieg von Trump und Co verstehen, Berlin: Dietz Verlag, pp. 18-37.

[3] El término “crecimiento” a menudo se usa de manera bastante imprecisa. A menos que se indique lo contrario, el crecimiento se entiende de aquí en adelante como el aumento de la creación de valor en un país medido por los indicadores del PBI. Se hace una distinción entre crecimiento per cápita y crecimiento en comparación con el año anterior.

[4] “Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos””, escribió  Friedrich  Engels  en  vista  del  éxito  de  los  social  demócratas  en  las  elecciones  del  Reichstag,  “prosperamos  mucho  más  con  los  medios  legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden […] se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos.” Friedrich Engels, “Introduction to K. Marx’s The Class Struggles in France”, en: Marx-Engels Collected Works, Vol. 27, London: Lawrence & Wishart (1990 [1895], p. 522).

[5] Ver Antonio  Gramsci (1971), Selections from the Prison Notebooks. New York: International Publishers, pp. 12, 53, 80, 125, 187 y ss. Ver también Gramsci, A. (1975),  Prison Notebooks Vol. I-III, New York:Columbia

University Press.

[6] Ver K. Dörre, Klaus (2019), ““Take Back Control!” Marx, Polanyi and Right-Wing Populist Revolt” en Österreichische Zeitschrift für Soziologie, Vol. 44(2), págs. 225–243, https://doi.org/10.1007/s11614-019-00340-9;  K.  Dörre,  S.  Bose,  J.  Lütten,  J.  Köster  (2018),  Arbeiterbewegung  von   rechts?  Motive  und  Grenzen  einer  imaginären  Revolte.  En:  Berliner   Journal  für  Soziologie,  Vol.  28(1-2),  pp.  55-89,  https://doi.org/10.1007/

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