Tecnofeudalismo: la nueva gleba digital. Cédric Durand. Enero 2021

“Como un típico milenial, pegado constantemente al móvil, mi vida virtual se ha fusionado con mi vida real. Ya no se diferencia de ella”. Judith Duportail

La teoría de Zuboff se sustenta en la premisa atomista liberal de un ser humano libre y autónomo. Precisamente, es este presupuesto el que Fréderic Lordon hizo trizas en Imperium, criticando la idea de que lo social no es más que un conjunto de individuos soberanos que solo están vinculados entre sí cuando lo deciden ellos.

Un efecto trascendental inmanente

Renovando el sesgo holístico de la sociología heredada de Emile Durkheim, Lordon considera que “el todo está por encima de las partes” (Lordon, 2015):

“Lo social es necesariamente transcendencia, si bien una transcendencia de un tipo bastante particular: una transcendencia inmanente. No existe colectivo humano de un tamaño significativo que no se construya sin proyectar sobre sus miembros producciones simbólicas de todo tipo, que todos han contribuido a generarlas, aunque estén dominados por ellas y no reconozcan en ella su trabajo” (ibid.).

Dos investigadores que, respectivamente, trabajan para Amazon y Microsoft, Brent Smith y Greg Linden, sugieren que los Big Data se basan en una lógica similar:

    “Las recomendaciones y la personalización se alimentan del mar de datos que creamos nosotros cuando nos desplazamos por el mundo, con las cosas que encontramos, lo que descubrimos y lo que amamos (…). Los algoritmos no son mágicos, simplemente comparten con nosotros lo que otras personas ya han descubierto” (Smith y Linden).

Producciones simbólicas que emanan de los individuos, pero que multiplicándose y agregándose adquieren una forma que las hace irreconocibles. Eso son los Big Data: un mar de datos en los que se basan los algoritmos, una nueva creación fruto de acciones individuales que, mediante un proceso de agregación, se ven transcendidas y vuelven a los individuos metamorfoseadas.

Entre lo social y los Big Data existe más de una analogía. Evidentemente, los Big Data no son en absoluto lo social, pero forman parte de lo social. Ambos proceden de un movimiento dialéctico: en un primer momento, cristalización simbólica de la potencia colectiva recogida en las regularidades estadísticas; después, retroacción de ella sobre los individuos y sus comportamientos. Lo que la mayoría de las plataformas tienen en común es que los datos que acumulan de sus usuarios le permiten realizar el servicio que proporcionan.

Bien sea mediante el rastro que dejan las búsquedas realizadas [en Internet], las muestras vocales o al calificar los servicios recibidos, “las y los usuarios se sitúan en un bucle retroactivo al que contribuyen los productos que utilizan. Es el ABC de la ciencia de los datos” (Loukides, 2010). La captación de datos alimenta los algoritmos y estos, a su vez, guían las conductas, reforzándose ambos en un bucle de retroacción.

El poder de los Big Data se debe a su gran volumen. Dicho de otro modo, la excedencia algorítmica, el efecto de transcendencia que resulta de la recolección y el tratamiento de datos inmanentes, es tanto más fuerte cuanto mayor sea la cantidad de datos recogidos. Pero el reverso de este poder de la gran cantidad de datos es el riesgo de perder el control[1]/.

Lo que a una pequeña escala de datos resulta factible en términos de una conciencia total compartida de los resortes y efectos de la vida colectiva, cuando el nivel de datos es enorme se convierte en un asunto de especialistas, un trabajo de científicos de datos. A la multitud le resulta difícil apropiarse de ese poder a partir del momento en el que no lo reconoce porque se ha convertido en algo extraño para ella. “Componer es algo más que añadir: es obtener un complemento”, escribe Lordon (2015: 224). El drama es que, en ese movimiento vertical de la composición de lo social, el poder que se manifiesta está expuesto al riesgo de la desposesión:

“Porque la potentia multitudinis [el poder de la multitud] es el objeto de la captura, el elemento a captar (…). Podríamos caracterizar como captura al propio hecho institucional. La autoridad de las instituciones, su poder normalizador, el poder efectivo de hacer que nos comportemos de una determinada manera, de llevarnos a hacer determinadas cosas, cosas dictadas por sus normas…; esta autoridad no tiene otro origen que el poder de la multitud, que ellos captan y le dan una forma, por decirlo de alguna manera, cristalizada: las instituciones son cristalizaciones de potentia multitudinis” (Lordon, 2015: 221).

Reemplazad “instituciones” por Big Data y sabréis lo que significa Big Data. O, más bien, ved en Big Data no un hecho técnico, sino un hecho institucional; algo que, como escribe uno de los padres del institucionalismo, John R. Commons, “controla, libera y favorece la expansión de la acción individual” (Commons, 1995: 479-489).

En el movimiento ascendente de la caza de datos, el objetivo no lo constituyen, fundamentalmente, los propios datos, sino lo que contienen de poder social. En el movimiento descendente, esta potencia invierte a los individuos, amplía su capacidad de acción dotándoles de recursos cognitivos de la fuerza colectiva.

Pero ese retorno del poder de lo social opera bajo el imperio de los poderes que lo organizan: de ese modo, el individuo se refuerza por el poder de lo social restituido por los algoritmos, al mismo tiempo que su autonomía decrece por la forma como se da esta restitución. Este doble movimiento constituye una dominación, porque la captación institucional está organizada por compañías que persiguen objetivos propios, que no tienen nada que ver con los que podrían perseguir las comunidades afectadas.

Los Big Data proceden mediante el efecto de una transcendencia inmanente de un tipo particular, situado bajo el imperio del capital y de las empresas digitales. El proceso ascendente de cristalización simbólica del poder colectivo (potentia) reacciona bajo forma de poder (potestas) ejercido sobre los individuos por organizaciones que persiguen sus propios objetivos. Es ahí donde radica el núcleo de este dispositivo, que Zuboff solo explica parcialmente con su concepto de capitalismo de vigilancia.

Las plataformas como feudos

El ser humano engrandecido de nuestra era digital no es más inmune al imperio de los algoritmos que el ser humano socializado al imperio de las instituciones. La cristalización en la Nube [Cloud] de la excedencia social impregna las existencias individuales, las sujeta, como antaño los siervos estaban sujetos a la gleba del dominio señorial. Esta fuerza de lo social, que emana de las comunidades humanas y da forma a los individuos, se objetiva en parte en los Big Data. Hay que ver los Big Data como un nuevo tipo de medio de producción, un campo de experimentación en el que se afianzan las subjetividades del siglo XXI.

En lo sucesivo, nuestras complementariedades se encarnan en un restringido número de dispositivos informáticos hegemónicos con gran capacidad de atracción. El lugar que aún hoy ocupa Microsoft Word ilustra este mecanismo de forma elemental. Word me es útil porque me ofrece una herramienta para escribir y dar forma a mi trabajo, pero sobre todo porque mis editores, mis colegas, mis coautores y coautoras, mis estudiantes, la administración de la universidad y más de 1.200 millones de potenciales correspondientes[2]/ también trabajan con este programa, lo que garantiza la integridad de los documentos que quiero enviar o recibir.

La atención que hemos dedicado a aprender el interfaz de Office, las rutinas que hemos aprendido para su uso y los datos del o la usuaria que hemos aceptado transmitir al editor del programa nos inscriben en un ecosistema sociotécnico controlado por Microsoft, del que es difícil salir.

Además, no hay mecanismos de coordinación simples que permitan una migración simultánea a otro programa de todas las personas que utilizan Word. Al final, si Word perdura es porque su progresiva difusión, tras su primera versión en 1983, ha creado un pasaje obligado, un efecto de bloqueo[3]/.

La dificultad para renunciar al desarrollo de Microsoft, aun cuando existen alternativas eficaces y gratuitas, es el reverso de la medalla de las complementariedades de red que nos vinculan unos a otros. Para la compañía de Seattle es una ganga que no tiene mucho que ver con la calidad intrínseca de sus productos. Quienes los utilizan son empujados a utilizar el Pack Office para garantizar la continuidad de sus actividades. Esto implica activar un código preciso, propiedad intelectual de Microsoft, que le genera decenas de miles de millones de dólares cada año[4]/.

Sin embargo, el apego a este programa es liviano comparado con la fuerza de atracción generada en el seno de otros ecosistemas de los gigantes digitales. Google se ha convertido en un auxiliar indispensable para la vida cotidiana de la mayoría de las y los occidentales. Si Google Maps es capaz de proponerme un itinerario óptimo, es porque dispone en tiempo real de geolocalizaciones suministradas por otros terminales que utilizan sus programas.

Gracias al análisis de mis e-mails o de mi agenda, Google conoce mi destino y me informa sobre mi trayecto antes incluso que yo se lo pregunte. También sabrá ofrecer de forma espontánea el resultado de un partido sobre el que yo haya realizado una búsqueda el día anterior.

Observándonos y testándonos, las plataformas nos brindan poderosos efectos útiles. Es la fuerza de nuestras complementariedades la que nos viene de vuelta. Ya podemos ver la fuerza de esta dominación. En el verano de 2014, cuando Facebook dejó de funcionar durante unas horas en varias localidades estadounidenses, los servicios de urgencias se vieron inundados de llamadas[5]/.

Llegadas a ser indispensables, las plataformas debemos entenderlas como infraestructuras (Plantin et al., 2018: 293-310), al mismo nivel que las redes de suministro eléctrico, las ferroviarias o las telecomunicaciones. Su gestión está relacionada con el mismo tipo de problemas que el de las infraestructuras críticas, cuya importancia social se mide en función de los trastornos que puede generar su disfuncionamiento.

La arquitectura de las infraestructuras digitales está organizada en torno a tres elementos clave: componentes centrales poco variables, componentes complementarios muy variables e interfaces que gestionan la modularidad entre los componentes centrales y los complementarios. Esta estructuración permite conciliar fortaleza fundamental y flexibilidad evolutiva.

El precio de ello es una asimetría radical entre quienes están encargados de los componentes centrales, quienes intervienen sobre los elementos complementarios y, al final de la cadena, las y los usuarios que pueden navegar entre los módulos pero que siguen sujetos a la plataforma a la que han confiado su rastro. Son cautivos en la medida que con el paso del tiempo han depositado un conjunto de elementos que les singularizan: la red de la gente que conocen, sus hábitos de navegación, su histórico de búsquedas, sus centros de interés, sus claves de acceso, sus direcciones…

El desarrollo de estos ecosistemas de aplicación basados en plataformas cerradas marca una ruptura fundamental con el principio de organización que presidió la concepción original del World Wide Web. La web reposa sobre una arquitectura descentralizada en la que un protocolo genérico de transacción (http) y un formato de identificación uniforme (URI/URL) generan un espacio de contenido plano al que pueden tener acceso los agentes humanos e informáticos de forma uniforme y sin mediación alguna.

Por el contrario, la plataforma recrea la mediación: pone en marcha bucles retroactivos en los que las interacciones son más densas. El objeto técnico que sostiene esta arquitectura jerarquizada es la interfaz de programación de las aplicaciones (API), cuya propietaria es la plataforma. Por una parte, las grandes plataformas, vía las API, ofrecen a las aplicaciones que incorporan los datos básicos indispensables para que puedan prosperar allí; por otra parte, la plataforma accede a las informaciones adicionales que estas API generan. Y a medida que el ecosistema se va agrandando, la plataforma acumula cada vez más datos. Es lo que muestra el ejemplo de Google Maps:

“En 2005, Google lanzó Google Maps y casi al mismo tiempo ofreció una API [Application Programming Interfaces, o sea, interfaz de programación de aplicaciones]. Esta API permitía a terceras personas añadir o sobreponer otros datos sobre el mapa básico de Google, creando así superposiciones cartográficas. En otras palabras, con Google Maps como plataforma, Google transformó los mapas en objetos programables.

Ejemplos similares se han multiplicado mediante la adición de API a la mayoría de los productos Google. Al igual que para Facebook, las principales ventajas para Google son los datos sobre la actividad de las y los usuarios reenviados por la API y la omnipresencia de su interfaz de marca, mientras que la miríada de aplicaciones conectadas a la plataforma Google se benefician de la posibilidad de apoyarse sobre los datos suministrados por Google”[6]/.

El paso de la arquitectura abierta y horizontal de la web a la estructura en capas jerarquizadas de las plataformas coincide con la acumulación de una excedencia socionumérica en la Nube. La puesta a disposición individualizada e instantánea de estos recursos colectivos conlleva un trastorno de nuestra existencia personal y nuestra vida social. Conectado permanentemente, nuestro ser-cibernético se hace cada vez más denso.

Proponiendo despojarnos de lo que hay de más mecánico en nuestras actividades cognitivas (Cardon, 2015), los algoritmos aportan, a cada uno de nuestros roles, la ayuda inmediata y continua de nuestra fuerza común. A medida que estas intervenciones se multiplican, nuestras vidas se vinculan cada vez más estrechamente a la Nube.

Las formas de este arraigo en las capas digitales de las plataformas están modeladas por las estrategias de rentabilidad de las empresas. La calidad del servicio propuesto crece con los beneficios a medida que las y los usuarios generan más datos. Por tanto, las plataformas tienen interés en encerrar a las y los usuarios en su ecosistema, limitando la interoperabilidad con sus competidores (Plantin et al., 2018: 299-300). Así pues, el aumento de su poder va de la mano de una lógica de fragmentación de Internet.

Las plataformas están en vías de convertirse en feudos. Más allá de la lógica territorial para el acaparamiento de las fuentes de datos originales, el bucle de retroacción inherente a los servicios digitales genera para la gente una situación de dependencia. No solo porque los algoritmos que se alimentan de la observación de nuestras prácticas están en vías de convertirse en medios de producción indispensables para la existencia ordinaria, sino también porque la inscripción de los individuos en las plataformas se ha hecho duradera mediante un efecto de bloqueo fruto de la personalización del interfaz y los elevados costes de salida (Candeub, 2014: 409).

A fin de cuentas, el territorio digital organizado por las plataformas está fragmentado en infraestructuras rivales y relativamente independientes las unas de las otras. Quien controla estas infraestructuras concentra un poder, tanto político como económico, sobre quienes están vinculados a ellas. La otra cara de la lógica de vigilancia propia de la gubernamentalidad algorítmica es la sujeción de las personas a la gleba digital.

Una falsa autonomía

La cuestión de la naturaleza del vínculo entre las plataformas de movilidad y los trabajadores ha suscitado grandes controversias a propósito de las relaciones laborales en la era de la gestión algorítmica. Al respecto, el caso Uber es paradigmático, con una pregunta recurrente para los 3,9 millones de chóferes inscritos en dicha plataforma al 31 de diciembre de 2018: ¿son, como afirma Uber, trabajadores independientes que llegan a acuerdos libremente con la plataforma, o deben ser considerados como empleados de la plataforma y, en función de ello, gozar de la protección propia que goza cualquier persona asalariada?

La respuesta no está clara en el plano jurídico, más aún cuando el problema no se plantea de la misma manera según qué contexto local y nacional. Por ejemplo, en 2019, el legislador californiano se pronunció a favor de la segunda interpretación, señalando que los trabajadores de las plataformas son asalariados y que, en consecuencia, las plataformas deben asumir sus responsabilidades como empleadores en materia de seguridad social, seguro de desempleo, impuestos sobre los salarios, cobertura por accidentes de trabajo, así como respetar la regulación del salario mínimo.

A la inversa, las autoridades francesas han seguido más bien los argumentos de las plataformas que, como Uber, niegan ser empresas de servicio tradicionales y se presentan como empresas tecnológicas que ponen en relación consumidores y empresarios individuales. De ese modo, desde 2016, en el Hexágono se han adoptado una serie de dispositivos legislativos orientados a “asegurar el modelo de las plataformas”[7]/.

En el fondo, la cuestión es, de entrada, la que se refiere a la remuneración del trabajo. Si Uber insiste tanto en la independencia de los chóferes, es porque su recalificación en asalariados representaría un sobrecosto muy significativo, del orden del 20 al 30% en Estados Unidos (Conger y Scheiber, 2019). Su modelo, aún frágil en el plan financiero, no es viable más que a condición de generar un trabajo infrapagado; es decir, con salarios/hora que se sitúan al nivel de los salarios bajos en la restauración y el comercio[8]/, y libres de las obligaciones de las empresas.

La justificación de este arreglo contractual se basa en un argumento central: la autonomía. Los chóferes utilizan su propio vehículo, eligen sus días y horas de trabajo y tienen la posibilidad de marcharse a otra plataforma cuando quieran. Esta flexibilidad constituye, de forma innegable, un aspecto importante de la relación, como se desprende realmente de las encuestas realizadas entre los trabajadores afectados.

Como lo resume un chófer de Uber de Nueva York: “Tú eres tu propio patrón. Si quieres, trabajas; si no quieres trabajar, te quedas en casa. Depende de ti” (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 7). Para aclarar el asunto, los investigadores, entre los cuales se encontraba un economista que trabajaba para Uber, realizaron un ejercicio de modelación empírica con el fin de cuantificar el valor de esta flexibilidad, que estimaron en un 40% de la renta de los chóferes (Chen, Chevalier, Rossi y Oehlsen, 2019: 2735-2794).

Para Uber y los adeptos del modelo de la gig economy [trabajos esporádicos para una plataforma], esta flexibilidad y la oportunidad que ella representa para los chóferes suponen una ausencia de subordinación y, recíprocamente, el carácter no salarial de la relación laboral.

Si la cuestión de la subordinación no se plantea exactamente en los mismos términos que en el empleo clásico, sin embargo, aparece claramente que la relación entre trabajadores y plataforma se basa en una asimetría radical, tanto desde la perspectiva de los sistemas de información como desde el punto de vista del análisis jurídico.

Los especialistas de los sistemas de información hablan de gestión algorítmica para designar las prácticas de vigilancia, de dirección y de control desplegadas a distancia con ayuda de dispositivos de software (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 3).

Esta forma de gestión pasa “por el seguimiento y la evaluación permanente del comportamiento y rendimiento de los trabajadores, así como por la ejecución automática de las decisiones”. De ese modo, estos agentes interactúan no con supervisores humanos sino principalmente con un sistema rígido y poco transparente, en el que una gran parte de las reglas que ordenan los algoritmos le son inaccesibles. En el caso del chófer de Uber, esto lleva a una situación paradójica, en la que la aspiración a la autonomía choca con el control extremadamente fuerte de la plataforma sobre su actividad (Mishel y McNicholas, 2019): control en tiempo real de sus trayectos, sumisión a la evaluación de los pasajeros, opacidad en cuanto a la fijación de tarifas, prohibición de hacerse con las coordenadas de los clientes, bonificaciones con incentivos orientados a retener a los chóferes o a incrementar la oferta en determinada área, sanciones que pueden llegar hasta la desactivación de la cuenta.

La asimetría radical incorporada en la arquitectura del software debilita drásticamente el poder de negociación de los trabajadores, lo que desmiente totalmente la afirmación de que la plataforma se dedicaría solo a realizar una función de intermediaria[9]/.

Por eso, a lo que los dirigentes de Uber consagran toda su energía es a mantener esa ficción. En California, con la entrada en vigor de la ley a principios de 2020, la empresa de San Francisco se enfrenta a una recalificación masiva de los acuerdos con los chóferes existentes en contratos laborales. Para tratar de evitarlo, ha iniciado una reconfiguración de los parámetros que rigen el funcionamiento de la aplicación en ese Estado a fin de ampliar el margen de maniobra de los chóferes.

En lo sucesivo, estos podrán conocer de antemano la duración, la distancia, el destino y el precio estimado del trayecto que les proponen. También podrán rechazar las solicitudes sin riesgo de ser penalizados. En fin, en algunas ciudades también se ha introducido a título experimental una especie de subasta a la inversa, mediante la cual son los chóferes quienes fijan el precio (Rana, 2020). Las circunvalaciones de la gestión algorítmica de Uber en California, así como las dificultades de las autoridades francesas para asegurar jurídicamente este tipo de actividad, muestran que las y los trabajadores de las plataformas se encuentran “al borde del vínculo de la subordinación propia del contrato laboral”[10]/.

Pero más allá de la cuestión de la subordinación, la relación de dependencia económica se mantiene. Las plataformas de transporte de viajeros, de la distribución o de los pequeños trabajos a domicilio permiten una organización de servicios que no existiría sin la intervención de dispositivos de software.

Efectivamente, lo que da a estos servicios una cualidad particular, inaccesible a los productores individuales dispersos, es el poder de los bucles de retroacción algorítmica: reputación, ajuste en tiempo real, simplicidad, histórico de los comportamientos… En otras palabras, incluso si se considera que los trabajadores disponen de un margen de autonomía esencial para producir los servicios en cuestión, no pueden alcanzar el mismo grado de calidad fuera del marco de la plataforma. Es por ello por lo que la plataforma está en posición de beneficiarse de su trabajo.

Aquí estamos ante un punto fundamental, reconocido por el derecho social francés. El criterio de “ganancia económica obtenida de la actividad ajena” se aplica incluso en ausencia de vínculo de subordinación y justifica la contribución de quien lo ordena a la financiación de protección social, por ejemplo, para la seguridad social de los artistas autores (Larrazet).

De ese modo, la producción de un servicio medido mediante dispositivos algorítmicos, incluso cuando no implique más que una subordinación muy limitada, no excluye una relación de dependencia económica total entre el trabajo y el capital que lo explota. Esta disyunción posible es precisamente lo que singulariza la relación con el trabajo en el contexto de las plataformas de movilidad. Mientras que la cuestión de la subordinación constituye el núcleo de la relación salarial clásica, en el contexto de la economía de las plataformas la relación preeminente es la relación de dependencia económica.

Cédric Durand es economista, profesor de la Universidad de París XIII y colaborador de Contretemps. Es autor de Le capitalisme est-il unsurpassable? (Textuel, 2010) y El Capital ficticio (NED, 2018).  Traducción: viento sur

Referencias

Candeub, Adam (2014) “Behavioral economics, Internet search, and antitrust”, I/S. A Journal of Law and Policy for the Information Society, vol. 9. p. 409.

Cardon, Dominique (2015) À quoi rêvent les algorithmes. Nos vies à l’heure des Big Data. Paris: Seuil.

Chen, M. Keith; Chevalier, Judith A.; Rossi, Peter E. y Oehlsen, Emily (2019) “The value of flexible work: evidence from Uber drivers”, Journal of Political Economy, vol. 127, n° 6, pp. 2735-2794.

Commons, John R. (1990) Institutional Economics. Its Place in Political Economy, vol. 1. Londres: Transaction Publishers, pp. 73-74.

Conger, Kate y Scheiber, Noam (2019) “California bill makes app-based companies treat workers as employees”, The New York Times, 11 de septiembre.

Duportail, Judith (2017) “I asked Tinder for my data. It sent me 800 pages of my deepest, darkest secrets”, The Guardian, 26 de septiembre.

Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, ISSN, nº 2.

Lordon, Frédéric (2015) Imperium. Structures et affects des corps politiques. Paris: La Fabrique, p. 61.

Loukides, Mike (2010) “What is data science? The future belongs to the companies and people that turn data into products”, O’Reilly Radar Report.

Mishel, Lawrence y McNicholas, Celine (2019) “Uber drivers are not entrepreneurs. NLRB General Counsel ignores the realities of driving for Uber”, Economic Policy Institute Report, 20 de septiembre.

Möhlmann, Mareike y Zalmanson, Lior (2017) “Hands on the wheel: navigating algorithmic management and Uber drivers’ autonomy”, International Conference On Information (ICIS), Association for Information System.

Plantin, Jean-Christophe et al. (2018) “Infrastructure studies meet platform studies in the age of Google and Facebook”, New Media & Society, vol. 20, n° 1, pp. 293-310.

Rana, Preetika (2020) “Uber tests feature allowing some California drivers to set fares”, Wall Street Journal, 21 de enero.

Smith, Brent y Linden, Greg (2017) “Two decades of recommender systems at Amazon.com”, IEEE Computer Society, vol. 21, p. 18.

Villeval, Marie-Claire: “Une théorie économique des institutions” in Boyer, Robert y Saillard, Yves (dir.) (1995), Théorie de la régulation. L’état des savoirs. Paris: La Découverte, pp. 479-489.


[1] La transcendencia inmanente es precisamente ese complemento que nace de las sinergias afectivas en grandes cantidades, ahí donde las pequeñas cantidades, satisfaciendo la condición sinóptica, pueden esperar guardar el dominio pleno de sus producciones colectivas (Lordon, 2015: 74).

[2] Según John Callaham, este era el número de usuarios del Pack Office en marzo de 2016 (Callaham, John, 2016).

[3] A este respecto, los economistas hablan de lock-in fruto de los rendimientos crecientes y de los efectos de red. Un artículo clásico que aborda el papel de las ventajas iniciales en las dinámicas históricas de desarrollo tecnológico es el de Arthur, W. Brian (1989) “Competing technologies, increasing returns, and lock-in by historical events”, The Economic Journal, vol. 99, n° 394, pp. 116-131.

[4] 26.000 millones en 2016 solo por el Pack Office. Cf. Bishop, Todd (2016) “This is the new Microsoft: Windows slips to No. 3 amid shift to the cloud”, GeekWire.com, 2 de agosto.

[5] “911 calls about Facebook outage angers L. A. county sheriff’s officials”, Los Angeles Times, 1 de agosto de 2014.

[6] Esto también dificulta el trabajo de los desarrolladores de aplicaciones, que deben dedicarse a una sola plataforma o mantener múltiples versiones del mismo producto.

[7] Con el fin de limitar las posibilidades de recalificación en contrato de trabajo, se ha optado por convertir en operativo el concepto de responsabilidad social de las plataformas. Cf. Struillou, Yves (2019) “De nouvelles dispositions législatives pour réguler socialement les plateformes de mobilité et sécuriser leur modèle économique”, contribución de la Dirección General de Trabajo al informe 2019 del grupo de expertos sobre el Smic [salario mínimo], pp. 144-148; Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, Droit social, vol. 2, pp. 167-176.

[8] Entre la documentación que acompaña su lanzamiento en Bolsa, Uber asume frente a su futuro accionariado la insatisfacción de los chóferes en cuanto a su magra remuneración y anticipa que se acentuará: “Aunque nuestro objetivo es proveer una oportunidad de salario comparable a la ofrecida por los sectores del comercio al por menor o al por mayor, de la restauración o de otros trabajos similares, un número importante de conductores está insatisfecho con nuestra plataforma. Dado que pensamos reducir los incentivos monetarios de los conductores para mejorar nuestros resultados financieros, pensamos que su malestar va a aumentar” cf. “Uber technologies, inc., form s-1 – Registration statement under the Securities Act of 1933”, United States Securities and Exchange Commission, 11 de abril de 2019, p. 30.

[9] Ver al respecto la interpretación del Tribunal de Justicia de la Unión Europea: Gomez, Bárbara, (2018) “Les plateformes en droit social: l’apport de l’arrêt Elite Taxi contre Uber”, Revue de droit du travail, vol. 2, pp. 150-156; Hatzopoulos, Vassilis (2019) “After Uber Spain: the EU’s approach on the sharing economy in need of review”, European Law Review, vol. 44, n° 1, pp. 88-98

[10] “Étude d’impact. Projet de loi pour la liberté de choisir son avenir professionnel”, Assemblée nationale, 27 de abril 2018, art. 28, p. 234.

Alle origini della Bolognina e della «mutazione genetica» del Pci. Fausto Sorini. Enero 2021

In occasione dei 100 anni della nascita del Partito Comunista d’Italia riproponiamo questo articolo. Nell’analisi delle cause piú profonde del processo di «mutazione genetica» del Pci, destinato a sfociare nella svolta della Bolognina e quindi nella sua tragica auto-dissoluzione, è necessario riprendere la riflessione sulla storia dei comunisti italiani dal 1945 al 1989.

Si è trattato infatti di un processo storico profondo, ma tutt’altro che lineare e fino alla fine sempre aperto a sviluppi e a esiti diversi e perfino contrapposti tra loro: la «mutazione genetica» che gradualmente e nelle forme di una trasformazione tanto profonda quanto «molecolare» ha investito una parte importante dei gruppi dirigenti a tutti i livelli del partito, la loro prassi concreta come la loro ideologia e cultura politiche, nel corso dei drammatici e travagliatissimi anni Settanta e Ottanta, ha incontrato ostacoli e resistenze tenaci, generando sempre contraddizioni e conflitti anche aspri, non solo tra i quadri del partito, ma anche nel suo corpo, ovvero nella massa degli iscritti e dei militanti.

Sappiamo che il tema delle cause della «mutazione genetica» del Pci è destinato a rimanere ancora per molto tempo oggetto di una riflessione aperta e problematica. Ma sarebbe assai negativo non discuterne, non affrontare nemmeno o rimuovere il tema di enorme rilievo storico e politico, o riducendo tutto ad un colpo di testa dell’ultima ora della gestione occhettiana.

Non c’è dubbio che con la segreteria di Achille Occhetto la mutazione giunge a compimento. Serve un pretesto, un’occasione propizia per giustificare una svolta drastica, in un partito in cui forte è ancora il legame degli iscritti e dei militanti con il suo nome e i suoi simboli legati alla tradizione della III Internazionale.

Sebbene da lungo tempo attraversato da una crisi strisciante, il Pci è peraltro ancora un grande partito, fortemente radicato nel movimento dei lavoratori e piú in generale nella vita del Paese. Perciò serviva un pretesto per giustificare il suo scioglimento: un pretesto che sarà rappresentato dalla tragica caduta del Muro di Berlino.

Ma «un metro di ghiaccio non si forma in una sola notte di gelo». La Bolognina fu certamente una scelta drammatica e insieme il compimento di un lungo e complesso processo. In questo senso, l’analisi delle cause della mutazione genetica non può prescindere da una ricostruzione critica dell’intera storia del Pci dell’Italia repubblicana a partire dalla vicenda del suo costituirsi come «partito nuovo» già nel corso della Resistenza fino al suo trasformarsi nel corso degli anni Cinquanta e Sessanta in un grande partito di massa operaio e popolare, insieme di classe e nazionale.

 Diverse interpretazioni

Molte sono, e diverse, le interpretazioni, le sottolineature, le scuole di pensiero che si confrontano a tale proposito.

Vi è chi pone l’accento sulla emarginazione di Secchia e della vecchia guardia partigiana alla vigilia del 1956, quella piú legata ad una concezione leninista e rivoluzionaria del partito, e il venir meno quantomeno del suo ruolo di contrappeso alle tendenze piú apertamente riformiste.

Vi è chi invece difende in toto l’intera gestione togliattiana e sottolinea invece il ruolo non sempre positivo svolto da una nuova leva di quadri venuta alla ribalta dopo la morte di Togliatti.

Vi è chi evidenzia la politica dei quadri della nuova generazione promossi a ruoli dirigenti negli anni Settanta e che hanno poi prevalso dopo la morte di Berlinguer; chi la de-ideologizzazione del partito e del processo formativo dei quadri (la cosiddetta lai- cità); chi l’allontanamento e poi la rottura con il movimento comunista internazionale; chi la crescente integrazione nella sinistra europea socialdemocratica; chi il mutamento nella composizione di classe degli organismi dirigenti e degli apparati.

E sottolinea, ad esempio, che già nel 1980 i quadri di origine proletaria, operai e salariati agricoli, che rappresentano il 45,6% degli iscritti, sono solo il 17,5% dei membri dei comitati regionali, e ancor meno se si considerano il Comitato centrale e i gruppi parlamentari. Mentre la piccola e media borghesia, artigiani, piccoli imprenditori, intellettuali di origine non proletaria, liberi professionisti, commercianti, coltivatori diretti e mezzadri, che rappresentano il 24,9% degli iscritti al partito, sono il 78,7% nei comitati regionali.

De-ideologizzazione e de-proletarizzazione

Non c’è dubbio, a nostro avviso, che la combinazione de-ideo- logizzazione/de-proletarizzazione è devastante. Non si tratta di un processo contingente o di breve periodo; esso infatti si sviluppa e si consolida nel corso di decenni. Dopo il 1975, anche in conseguenza del successo nelle elezioni amministrative, c’è un drastico trasferimento di quadri – i migliori, i piú preparati, i piú capaci – negli enti locali, per far fronte all’amministrazione delle città, delle province; uno svuotamento del ruolo di questi quadri sperimentati nel partito e un ingresso vasto e tumultuoso di piccola e media borghesia nelle strutture di partito, nelle sezioni, che non è di per sé un fatto negativo, ma che diventa devastante in quanto si accompagna alla de-proletarizzazione nella composizione degli organismi e alla de-ideologizzazione del clima culturale interno al partito.

Sono proprio queste classi medie progressiste, orientate a sinistra, assieme ai loro intellettuali di riferimento, che portano nel partito le ideologie piú eclettiche e stravaganti senza trovare un adeguato contrappeso, una massa critica sufficiente di anticorpi.

Tutto ciò si combina con la graduale scomparsa delle cellule sui luoghi di lavoro, con il primato delle sezioni territoriali e della dimensione elettorale, propagandistica, istituzionale della politica; l’assenza di una formazione politico-ideologica dei quadri e delle nuove generazioni.

  L’influenza del contesto internazionale

Vi sono poi anche altri fattori oggettivi del quadro internazionale che in varia misura contribuiscono a favorire i promotori della mutazione, come ad esempio la stagnazione nell’Unione sovietica, gli elementi indiscutibili di crisi che si manifestano nell’esperienza del socialismo reale in Europa; la controffensiva politico-ideologica che dopo il ’75 viene condotta dagli Stati Uniti – dopo la sconfitta in Vietnam – dall’amministrazione Carter.

Ma essi di per sé non possono spiegare la mutazione, dato che nella maggior parte dei partiti comunisti del mondo (da Cuba al Vietnam, dalla Cina all’India, dal Portogallo al Sudafrica…) essi producono sí una spinta alla discussione e al rinnovamento, ma su basi leniniste e rivoluzionarie, non liquidazioniste. Ma cerchiamo di riprendere il ragionamento dal principio.

 Togliatti, Longo, Secchia e il «partito nuovo»

Il Pci che esce dalla Resistenza è un partito di tipo nuovo rispetto a quello che era stato il Pcd’I di Gramsci prima e di Togliatti dopo. È infatti ancora un partito di quadri, di «rivoluzionari di professione», secondo il tradizionale modello leniniano, ma anche di massa. L’esperienza della lotta armata contro l’occupazione tedesca dell’Italia del Nord insieme con la partecipazione a governi di unità antifascista hanno rafforzato il carattere nazionale e di massa del partito.

La conquista della Costituzione democratica e antifascista sarà certamente uno dei maggiori risultati storici della politica di unità nazionale perseguita dal Pci: un risultato che consentirà a quest’ultimo, negli anni a venire, di poter agire in un quadro democratico e legale e di radicarsi cosí profondamente nel tessuto della società italiana.

Il Pci di Togliatti, Longo e Secchia seppe ricollegarsi all’eccezionale esperienza dei Fronti popolari e della lotta contro il fascismo negli anni Trenta, in una stretta linea di continuità con l’elaborazione strategica del VII Congresso dell’Internazionale comunista. Tuttavia, nel 1947, con l’inizio della guerra fredda, si apre una nuova fase.

In Italia, a seguito della scelta di De Gasperi di escludere comunisti e socialisti dal governo, si interrompe l’esperienza della partecipazione del Pci ai governi di unità nazionale. La violenta offensiva del campo imperialista e il brusco mutamento della situazione internazionale che essa comporta richiedono non solo un mutamento tattico della linea politica ma anche una ridefinizione di alcune delle sue basi strategiche.

Certo, non si trattava di rimettere immediatamente in discussione il terreno di lotta democratico e legale e neanche la prospettiva della democrazia progressiva come fase di transizione al socialismo: ma non v’è dubbio che la violenza dell’offensiva borghese imponeva al partito una diversa e piú efficace articolazione del terreno di lotta legale e parlamentare con quello della mobilitazione e della lotta di massa.

È in questo contesto che matura la scelta da parte del Pci e di Togliatti di inviare Secchia a Mosca: in un colloquio con Stalin, Secchia esporrà la situazione italiana e tenterà di capire la posizione sovietica, al di là dei suoi ondeggiamenti e delle sue oscillazioni tattiche. Si tratta infatti di capire meglio quali fossero le «compatibilità» internazionali nell’ambito delle quali agire: non erano piú soltanto gli accordi di Jalta a condizionare l’iniziativa e l’azione politica del partito ma anche l’inizio della contrapposizione politico-militare tra il campo imperialista guidato dagli Usa e quello socialista egemonizzato dall’Urss di Stalin.

La relazione scritta che Secchia farà a Stalin e al gruppo dirigente sovietico è estremamente interessante: il vicesegretario del Pci vi sostiene che il privilegiare il terreno istituzionale a scapito di quello della mobilitazione della classe operaia e delle masse popolari, anche nei momenti in cui piú forte era stata l’iniziativa dei gruppi monopolistici tesa ad una piena «restaurazione capitalistica», aveva finito per indebolire gravemente il partito e condurlo ad un atteggiamento eccessivamente passivo.

E già qui traspare l’embrione di una dialettica, di una differenziazione all’interno del gruppo dirigente del Pci. Non appare tuttavia chiaro se tale dialettica riflettesse una differenziazione strategica tra Togliatti e Secchia. Quest’ultimo ha condiviso pienamente la strategia del «partito nuovo»: come responsabile dell’organizzazione egli è stato tra i costruttori, insieme a Longo e a Togliatti, del «partito di massa».

La stessa vicenda del cosiddetto «comunismo italiano» non sarebbe concepibile senza il fondamentale contributo politico e non solo organizzativo dato da Secchia alla costruzione di un partito insieme di classe e di popolo, dotato dei caratteri di una organizzazione rivoluzionaria e di combattimento ma in grado al contempo di porsi alla testa di uno schieramento di forze democratiche e progressive anche molto ampio ed eterogeneo: l’esperienza della guerra partigiana aveva, non a caso, rappresentato per Secchia come comandante delle Brigate Garibaldi, come del resto per lo stesso Longo, uno straordinario laboratorio politico, nel corso del quale la classe operaia e la sua avanguardia politica rivoluzionaria avevano mostrato di sapere collegare in termini concreti e dialettici la lotta per la democrazia a quella per la costruzione anche dal basso di un potere proletario e popolare in grado di aprire la strada al socialismo.

Del resto, la concezione togliattiana della «democrazia progressiva», pur privilegiando l’esigenza dell’accordo tra i partiti di massa e quindi il terreno della mediazione e del compromesso parlamentari, non sfociava per questo in una visione gradualistica della transizione al socialismo e non sottovalutava di certo la necessità della massima vigilanza rivoluzionaria di fronte ai pericoli di possibili tentativi reazionari.

In questo senso la presenza di diverse posizioni e sensibilità politiche all’interno del gruppo dirigente del partito, ovvero di quello che si può considerare il suo nucleo piú importante, la triade composta da Togliatti, Longo e Secchia, non sembra riflettere radicali o incomponibili divaricazioni strategiche. Né appaiono chiari quali fossero in quel momento, gli orientamenti strategici di fondo di Stalin e del gruppo dirigente sovietico, stretti tra l’esigenza di serrare le fila di fronte all’offensiva del campo avverso e quella di evitare insieme ad un’eccessiva acutizzazione dello scontro di classe sul piano internazionale, un suo esito catastrofico. La teoria dell’inevitabilità della guerra non significava che essa dovesse essere considerata dall’Urss e dall’insieme del movimento comunista mondiale una prospettiva imminente e non escludeva di per sé l’esistenza di margini ancora ampi di manovra e di iniziativa politica.

 Il «rinnovamento» del Pci

Il 1954 è una data importante, «periodizzante» nella storia del Pci: è infatti l’anno della «defenestrazione» di Pietro Secchia. Stalin è morto da un anno. Il vertice del partito sovietico è attraversato da uno scontro durissimo che dopo l’eliminazione di Berija porterà all’elezione di Krusciov, quindi al famoso «rapporto segreto», ovvero alla traumatica demolizione di tutta l’opera di Stalin in nome della critica al «culto della personalità». La morte del capo indiscusso del Pcus chiude un’epoca nella storia del movimento comunista internazionale, aprendone un’altra assai diversa. Lo scontro al vertice del partito sovietico non è perciò riducibile ad una mera lotta per il potere: al centro di esso vi sono infatti nodi e temi strategici che riguardano non soltanto la costruzione del socialismo e perfino del comunismo in Urss ma anche il nuovo ruolo internazionale di quest’ultima in una fase di straordinario ampliamento del campo socialista e dello schieramento delle forze democratiche e antimperialistiche su scala mondiale.

Con la conclusione, nell’estate del 1953, della guerra di Corea si chiude infatti il periodo piú aspro e drammatico della «guerra fredda». Nello stesso campo socialista vengono maturando nuovi equilibri e rapporti interni: la riconciliazione nel maggio 1955 dei sovietici con la Jugoslavia di Tito è il segno dell’emergere di una nuova concezione dell’unità del movimento comunista mondiale e dell’internazionalismo proletario.

Si avvia cosí un tentativo di superamento non soltanto di alcuni tratti burocratici e autoritari dei tradizionali metodi di governo della società e dell’economia propri dei partiti comunisti al potere, caratterizzati da una imitazione spesso troppo meccanica della pur grandiosa esperienza sovietica degli anni Venti e Trenta, ma anche di un certo modo di intendere il ruolo di direzione politica dei comunisti nelle società di transizione.

Sono i prodromi della crisi drammatica e non priva di passaggi tragici del ’56, per molti versi decisiva dei destini dell’Urss e di tutto il movimento comunista internazionale, Pci compreso. Non solo nel Pcus infatti ma anche all’interno di tutti gli altri partiti comunisti si aprono spazi molto piú ampi per uno sviluppo della loro dialettica politica interna, in termini piú vicini ai criteri di una direzione collegiale e quindi alla originaria concezione leniniana delle regole del centralismo democratico.

Anche in Italia, la sconfitta della legge truffa alle elezioni del giugno ’53, merito fondamentale della straordinaria iniziativa politica messa in atto dal Pci, pone le premesse per l’aprirsi di una fase diversa, destinata a sfociare nella svolta del centro-sinistra. La prospettiva della cosiddetta «apertura a sinistra» appare perfino imminente e chiama il Pci a nuovi compiti, dopo i grandi successi nella lotta politica e di massa contro la reazione e per la difesa della legalità repubblicana.

È in questo clima di transizione e di cambiamento, sia sul piano interno che internazionale, che si colloca l’operazione di «rinnovamento» politico-organizzativo del Pci che viene promossa da Togliatti e dal gruppo dirigente. Si tratta di un passaggio cruciale nella storia del Pci non soltanto per i cambiamenti che esso introduce nell’organizzazione e nel modo di funzionare del partito, ma anche per il ricambio di quadri dirigenti a livello intermedio che seguí ad esso. Un ricambio che per il modo in cui venne politicamente gestito certo non sarebbe stato privo di conseguenze nella vicenda successiva del partito come anche nella stessa evoluzione della sua identità e cultura politica di organizzazione di classe e rivoluzionaria.

Difficile è infatti non pensare che l’eliminazione politica di Pietro Secchia, ossia di uno dei fondatori e costruttori del «partito nuovo», non solo abbia drammaticamente segnato un momento fondamentale nel processo di rinnovamento, ma abbia anche finito per condizionarne pesantemente esiti e risultati, soprattutto nel medio-lungo periodo.

Una riflessione sulla storia e sulla evoluzione del Pci non può eludere questo passaggio storico, quali che siano le interpretazioni di merito. Un passaggio ancora oggi non privo di aspetti da chiarire e approfondire e quindi difficile da interpretare e valutare sul piano della riflessione storica: la defenestrazione del vicesegretario del Pci avvenne attraverso un’utilizzazione del tutto strumentale del famoso caso Seniga, cioè senza alcuna discussione delle sue vere o presunte ragioni politiche di fondo.

All’interno del nucleo dirigente dell’organizzazione del Pci, Nino Seniga è il primo collaboratore di Secchia, occupandosi degli aspetti piú riservati dell’apparato semilegale del partito, quindi dei rapporti con le ex formazioni partigiane. Già da alcuni anni era venuto assumendo nelle conversazioni private, con Secchia e con alcuni compagni, una posizione apertamente antitogliattiana, basata sulla convinzione che tutto l’indirizzo politico del segretario del Pci fosse teso ad una sostanziale svendita del suo patrimonio rivoluzionario.

È senz’altro significativo che Secchia respingerà sempre le pressioni di Seniga nei suoi confronti tese a spingerlo verso una posizione di aperta rottura con Togliatti. La fuga di Seniga con la cassa e importanti documenti riservati del partito diventa, tuttavia, l’occasione per il segretario del Pci di eliminare Secchia, evitando una discussione politica che evidenziasse e precisasse gli elementi di differenziazione politica che, sia pure sotto traccia, erano emersi all’interno del gruppo dirigente e dello stesso partito. La richiesta di dimissioni colpisce Secchia tragicamente. C’è una fase in cui addirittura dichiara di volersi suicidare per l’onta e la vergogna di essere stato incauto e di aver affidato a un uomo che aveva finito per tradire il partito in quel modo delle responsabilità cosí delicate.

E a tutt’oggi rimangono, sulla figura di Seniga e sulla natura effettiva della sua provocazione, molti punti interrogativi, tra cui il sospetto che egli fosse da tempo un agente dell’Intelligence Service britannico, paracadutato dagli inglesi nelle formazione partigiane italiane durante la Resistenza, al fine di penetrare gradualmente nell’organizzazione del Pci.

L’allontanamento di Secchia dal vertice del partito trascina con sé la liquidazione di tutta una rete di quadri dirigenti che aveva rappresentato una parte importante della vecchia guardia partigiana e che aveva continuato a costituire negli anni della costruzione del «partito nuovo» un’area organizzativamente e politicamente fondamentale di quest’ultimo. Nello stesso periodo, sarà Amendola, chiamato da Togliatti già nel gennaio del ’55 a svolgere la relazione introduttiva alla IV Conferenza nazionale di organizzazione, a iniziare il processo di riorientamento e riorganizzazione di quelle strutture del partito finalizzate a rendere quest’ultimo pronto a difendersi o a reagire a eventuali colpi di mano reazionari.

Tale operazione si accompagna al graduale smantellamento di quella rete di quadri articolati in micro-cellule (i gruppi di 5 o di 10, sia su base territoriale che nei luoghi di lavoro) che aveva costituito una delle esperienze organizzative piú efficienti del «partito nuovo». Il carattere popolare e di massa di quest’ultimo non doveva mai essere disgiunto, nella concezione originaria del «partito nuovo», dalla sua natura di organizzazione di classe e di combattimento.

È infatti negli anni Cinquanta che il Pci raggiunge l’apice del suo radicamento capillare e organizzato, come partito della classe operaia, con la ramificazione in oltre 50.000 cellule nelle fabbriche e nei luoghi di lavoro. Si trattava, al fondo, di uno sviluppo originale e flessibile della concezione leniniana e gramsciana del partito che si radica in primo luogo dove c’è il conflitto di classe. E che lí si prepara anche a diventare classe dirigente anche nella fabbrica, nella produzione, e quindi nel processo di costruzione del socialismo. In questo senso il «partito nuovo» riprendeva il nucleo piú fecondo dell’elaborazione teorica del Gramsci «consiliarista» dell’«Ordine Nuovo»: la fabbrica è il primo terreno della lotta per l’egemonia, ovvero per la costruzione di un nuovo potere e di un nuovo Stato.

Il superamento di questo impianto organizzativo portava con sé il rischio di favorire, anche al di là delle intenzioni, un graduale ma progressivo smantellamento della organizzazione capillare e rivoluzionaria del partito nella società, e segnatamente – come poi avvenne – delle cellule nei luoghi di lavoro, nelle quali era stata organizzata fino a quel momento la maggioranza degli iscritti. Favorendo una crescente prossimità al tradizionale modello socialdemocratico di organizzazione politica, articolata nelle sezioni territoriali, piú adeguate alla lotta sul terreno elettorale, ovvero maggiormente corrispondenti alle esigenze di un partito teso prevalentemente ad agire nell’ambito istituzionale e parlamentare.

In questa trasformazione, che in parte modifica le forme del suo radicamento sociale, il Pci imbocca una nuova strada. E questa dinamica lo differenzia sempre di piú dall’esperienza di altri partiti comunisti dell’Europa occidentale, come ad esempio il partito comunista portoghese, il partito comunista greco e anche il partito comunista francese (almeno fino alla direzione di Marchais).

Ed anche sugli effetti di lungo periodo di questa differenziazione permangono interpretazioni diverse: vi è chi ritiene che l’esperienza del Pci negli anni Sessanta-Settanta, che lo porterà a diventare il piú grande Pc del mondo capitalistico in termini di voti e di iscritti, lo differenzi in positivo rispetto all’esperienza di altri Pc dell’Europa occidentale;una tesi contrapposta a quella di chi invece ritiene che già in quegli anni si manifestino tendenze e pulsioni che, nel tempo, ne mineranno al suo interno la natura di partito rivoluzionario e di classe.

 Togliatti e il ’56

Sarà proprio dalla Conferenza di organizzazione del gennaio 1955 che prenderà le mosse quel processo di rinnovamento non solo organizzativo ma anche politico e perfino culturale e ideologico del Pci destinato a sfociare nell’VIII Congresso del partito del dicembre ’56, ovvero nella piú organica e compiuta elaborazione della «via italiana al socialismo».

Questo congresso rappresenta sicuramente un grande passo avanti nell’elaborazione teorica e strategica del Pci. Esso è però preceduto anche dalla rottura del nucleo dirigente storico del Pci che aveva fatto la Resistenza, imperniato sulla triade Togliatti, Longo, Secchia, con l’emarginazione di quest’ultimo e di una parte importante di quadri che erano stati l’ossatura della guerra partigiana; e l’emergere di una nuova leva che sarà poi alla testa del Pci dopo la morte di Togliatti (Ingrao, Amendola, Napolitano, Berlinguer).

Vi è chi sostiene che la rottura di Togliatti con Secchia rappresentò una necessaria, sebbene dolorosa e drammatica, rottura con posizioni «settarie» presenti all’interno del partito, inadeguate a fronteggiare una fase nuova di sviluppo della società italiana e del contesto internazionale. Ma non possiamo al contempo escludere che tale passaggio, anche per le forme e le modalità drammatiche con cui fu gestito, abbia potuto finire per determinare uno sbilanciamento dell’equilibrio interno che, nel tempo, avrebbe fatto venir meno l’esistenza di robusti anticorpi al processo di socialdemocratizzazione del Pci, al suo snaturamento come partito rivoluzionario.

Certo è che difficili e complessi, anche perché in larga parte nuovi, furono i problemi e i compiti politici che si imposero non solo al Pci, ma a tutto il movimento comunista mondiale. Il togliattiano «rinnovamento nella continuità» richiedeva perciò un difficile equilibrio, e ciò rimane tutt’oggi oggetto di una complessa riflessione storica, anche alla luce degli sviluppi successivi.

Nel corso dell’VIII Congresso, Togliatti fa seriamente i conti con i grandi temi politici e strategici che la crisi terribile del ’56 ha messo drammaticamente in primo piano. Acutamente il segretario del Pci coglie tutte le novità positive emerse in Urss con il XX Congresso ma anche tutti i limiti e le ambiguità con cui Krusciov e i sovietici gestiscono la cosiddetta «destalinizzazione».

La liquidazione, peraltro ingiusta e per molti versi superficialmente autolesionista, dell’immensa opera ed eredità di Stalin non è certo la premessa piú adeguata all’avvio di un processo di superamento degli errori commessi nella prima fase dell’edificazione del socialismo in Urss, in grado di rilanciare anche la funzione di quest’ultima nella lotta per la pace e il socialismo in tutto il mondo.

Togliatti capisce come non si tratti di liquidare il passato, quanto di attrezzarsi per affrontare le nuove contraddizioni e i problemi inediti che l’inizio di una nuova fase della storia dell’Urss pone drammaticamente al gruppo dirigente sovietico. In questo senso, la lotta contro il revisionismo non poteva andare disgiunta da quella contro il settarismo e il dogmatismo.

In alcuni scritti e interventi fondamentali del ’56, Togliatti procederà ad una prima analisi critica dei problemi e delle contraddizioni anche tragiche che avevano scandito il processo di costruzione di una democrazia socialista in Urss in alcuni momenti della direzione staliniana, rivendicando con forza l’attualità dei tratti essenziali della concezione leninista del processo rivoluzionario, fondata su una visione dialettica del nesso tra democrazia e socialismo, ovvero del rapporto direzione politica del partito comunista e autogoverno delle masse.

La rivendicazione gramsciana del nesso dialettico tra il momento dell’«egemonia» del proletariato e quello della sua «dittatura» è non a caso al centro dell’elaborazione togliattiana della fine degli anni Cinquanta, tutta tesa a definire sulla base della nozione gramsciana di egemonia una politica di alleanze sociali e politiche anche molto ampia ma mirante a spezzare il potere dei grandi monopoli e aprire cosí la strada al potere della classe operaia e quindi al socialismo.

Nei primissimi anni Sessanta Togliatti e una parte della cultura economica legata al Pci svilupperanno in termini ancora piú concreti questa riflessione individuando proprio nelle forme e negli istituti piú avanzati e moderni del capitalismo monopolistico di Stato degli strumenti formidabili di lotta contro il dominio del capitale finanziario e per l’introduzione di una programmazione economica di tipo democratico e potenzialmente socialista.

È evidente come uno sviluppo ed una applicazione coerenti di una siffatta impostazione strategica richiedessero però una lotta a fondo non soltanto contro le tendenze settarie certo presenti in una parte consistente del partito ma anche contro i non meno pericolosi orientamenti di «destra» tesi a una interpretazione sostanzialmente riformistica e socialdemocratica della «via italiana al socialismo».

Non v’è dubbio che l’eliminazione di Secchia favorí il rafforzamento di tali orientamenti. Né si può dire che a Togliatti sfuggisse l’importanza della lotta contro le tendenze di tipo «socialdemocratico» ai fini del mantenimento dell’identità di classe e rivoluzionaria del partito come a quelli della salvaguardia di un’effettiva unità del suo gruppo dirigente. La sua ferma denuncia del carattere reazionario della rivolta ungherese insieme con la rivendicazione altrettanto netta del legame di ferro con l’Urss e il campo socialista rivelano quanto profonda fosse nel segretario del Pci la consapevolezza del nesso dialettico tra la lotta contro il settarismo e quella contro il revisionismo.

Togliatti reagisce addirittura ferocemente a certe spinte interne al partito, come quelle evidenziatesi con il caso Giolitti, e nello stesso momento rivela una grande fermezza contrastando l’emergere, all’interno di una grande organizzazione di massa quale la Cgil, di posizioni critiche dell’intervento sovietico in Ungheria come quella espressa da Di Vittorio.

L’idea che il partito comunista si diriga sempre «dal centro», ovvero sulla base di una sintesi politica superiore sia alle tendenze settarie che ad ogni forma di «opportunismo di destra», lungi dall’esprimere una deteriore tendenza al compromesso e alla «mediazione» eclettica, rivela al contrario uno dei nuclei del leninismo di Togliatti, già evidenziatosi peraltro negli anni della stretta collaborazione con Gramsci e del Congresso di Lione del 1926.

Nel periodo compreso tra il XX Congresso e la sua morte nell’agosto del ’64, Togliatti si scontrerà piú volte con quegli orientamenti interni che vorrebbero spingere avanti il processo di socialdemocratizzazione del Pci. Nel corso della stessa polemica con i comunisti cinesi, il tema delle nuove forme di transizione al socialismo e della necessità di uno sviluppo originale della teoria marxista e leninista dello Stato e della rivoluzione ritorna al centro della riflessione del segretario del Pci.

Ai comunisti cinesi l’interpretazione togliattiana della «via italiana al socialismo» sembra infatti discendere da una grave sottovalutazione della natura pur sempre borghese della macchina statale nelle società capitalisticamente avanzate come quella italiana: una sottovalutazione che finiva per considerare, almeno in linea di fatto se non anche sul piano teorico, la via pacifica e parlamentare come l’unica forma possibile di transizione al socialismo in Occidente.

Ed è appena il caso di notare che, considerando anche alcune esperienze rivoluzionarie successive condotte sul terreno democratico e legale nel corso del Novecento – come ad esempio quella cilena – la riflessione problematica su questo punto di enorme rilievo strategico sarebbe apparsa tutt’altro che infondata. Del resto anche all’interno del Pci la questione appare tutt’altro che scontata o rimossa. Lo stesso documento congressuale del X Congresso (1962) ribadisce come la via pacifica non possa essere considerata l’unica prospettiva possibile. «Che la insurrezione e la guerra civile possano venire evitate non è una certezza. È ciò che noi ci proponiamo, pur sapendo che i gruppi reazionari borghesi sono sempre disposti a fare ricorso alla violenza per sbarrare la via al progresso politico e sociale».

  La segreteria di Luigi Longo

La rottura della triade Togliatti, Secchia, Longo finisce per indebolire anche quest’ultimo. Longo ha infatti rappresentato, lungo un’intera fase, un elemento di trait d’union tra Togliatti e Secchia. Nel partito avanza una nuova leva di quadri: nel contesto di un processo di rinnovamento non solo politico ma generazionale, assumono funzioni dirigenti sempre piú importanti gli Amendola, gli Ingrao, i Berlinguer. Non a caso saranno proprio questi tre dirigenti i rappresentanti delle tendenze piú importanti che caratterizzeranno la vicenda storica e l’evoluzione politica ed ideologica del Pci dopo la morte di Togliatti, avvenuta nel 1964.

Gli anni dal 1964 al 1969 sono quelli della segreteria di Luigi Longo. Sono anni ricchissimi di eventi importanti nella storia dell’Urss e del movimento comunista internazionale, dalla destituzione di Krusciov all’intervento armato in Cecoslovacchia. Longo ha il merito indubbio di riprendere alcune delle indicazioni teoriche e strategiche contenute nel Memoriale di Jalta di Togliatti, rilanciando su basi rinnovate l’impegno internazionalista del partito: un impegno in cui Longo ravviserà sempre il nucleo fondamentale dell’identità stessa del Pci, anche nei momenti di piú drammatico confronto con le posizioni dell’Urss e dei comunisti sovietici.

Eppure è proprio nel breve ma intensissimo periodo della segreteria di Longo, che talune tendenze interne al Pci, che nel ’56 Togliatti aveva saputo respingere e contenere, vengono per cosí dire allo scoperto, aprendo un dibattito nei gruppi dirigenti e nelle stesse file del partito, finalmente piú esplicito e aperto.

Non a caso è proprio all’indomani della morte di Togliatti che Amendola pone, in un articolo famoso, la questione dell’unificazione dei due partiti storici della sinistra italiana, sulla base del convincimento secondo cui le ragioni del ’21 fossero da considerarsi sostanzialmente superate: l’esperienza storica dei partiti socialisti e comunisti nei paesi dell’Occidente, ovvero di capitalismo maturo, era stata infatti scandita secondo Amendola sia dalla sconfitta dell’ipotesi leninista di conquista del potere per via rivoluzionaria che dal fallimento dell’ipotesi riformista della socialdemocrazia.

La strategia e la tattica leninista non ci ha un permesso e non ci permettono di conquistare il potere, in questa parte del mondo e nelle condizioni in cui ci troviamo a operare, e non solo per l’oggi – dice Amendola – ma per una lunga fase. La socialdemocrazia, che forse si è adattata alle caratteristiche delle società dell’Europa occidentale di quanto non abbiano saputo fare i partiti comunisti di orientamento leninista, ha però rinunciato all’obiettivo della trasformazione socialista della società. In fondo è proprio in questo articolo di Amendola che occorrerebbe individuare le radici lontane di quella idea di «terza via» che molti anni dopo sarà, com’è noto, fatta propria da Pietro Ingrao, sia pure sulla base di una sua diversa interpretazione.

Per Amendola, tuttavia, la prospettiva di un partito unico del movimento operaio non comportava la rottura con l’Urss e quindi l’abbandono della scelta di campo antimperialista. Uomo pragmatico, con una visione della politica internazionale improntata ad un solido realismo politico, Amendola ritiene infatti che l’Unione Sovietica e il campo socialista rappresentino un contrappeso fondamentale all’imperialismo: un contrappeso che consente non solo ai comunisti ma alle stesse forze di sinistra di stampo socialdemocratico operanti nel campo imperialista di avere uno spazio di manovra e di azione politiche.

Con la sua proposta di partito unico Amendola tenta di aprire una discussione di grande rilevanza strategica e perfino teorica, che però viene subito chiusa dalla immediata bocciatura da parte della maggioranza della Direzione del Pci della sua proposta. Certo, anche Luigi Longo e la direzione del Pci avevano avanzato nel ’45, all’indomani della Liberazione l’idea di un partito unico dei lavoratori.

Tuttavia quella prospettiva era stata avanzata su basi politiche e ideologiche del tutto diverse: si trattava in quel caso di dar vita ad un partito operaio, saldamente ancorato ai principi del marxismo-leninismo e dell’internazionalismo proletario, sull’esempio delle esperienze di unificazione tra partiti comunisti e socialisti che avevano condotto nella Ddr alla nascita della Sed e in Polonia a quella del Poup.

Lo scontro tra Amendola e Ingrao che caratterizza l’XI Congresso del 1966, e che a nostro avviso, per quanto importante, non investe il tema della natura del Pci – si risolve con una classica mediazione centrista, con la conferma di Longo alla segreteria generale e la nomina di Berlinguer a vicesegretario del partito. E il ’68 è ormai alle porte.

Il «biennio rosso» ’68-69 sembrerà porre, perfino in termini perfino politicamente immediati la questione del governo, ovvero del potere: dalla tribuna del XII Congresso, Luigi Longo si spinge fino ad affermare che «il socialismo è all’ordine del giorno in Italia».

L’esplodere del movimento degli studenti nel ’68 e poi le lotte operaie del ’69 pongono problemi nuovi, sul piano dell’organizzazione e del modo di agire del partito come su quello delle sue prospettive politiche immediate. Significativa è l’apertura di Longo al movimento degli studenti: nel protagonismo sociale e politico di una nuova generazione che individua nel socialismo e nel comunismo i propri riferimenti ideali, il segretario del Pci coglie lucidamente uno straordinario potenziale rivoluzionario, l’emergere di forze e soggetti sociali nuovi da conquistare ed integrare nel sistema di alleanze della classe operaia.

In fondo Longo vede nel movimento degli studenti l’occasione per integrare dentro il Partito comunista forze nuove in grandi di spostarne a sinistra l’asse politico e ideologico, in una prospettiva non molto distante da quella che ispirerà l’atteggiamento di Pietro Secchia, pure ormai del tutto emarginato all’interno del Pci (ma vicino al movimento studentesco).

Nello stesso intervento nella discussione sul Manifesto nel Comitato centrale dell’ottobre del 1969, pur nel contesto di una polemica durissima contro qualunque forma di estremismo e di avventurismo politico, Secchia sottolineerà con grande forza la necessità di una maggiore apertura del partito ai movimenti di massa e alle stesse nuove e originali forme di organizzazione dal basso che vengono via sorgendo dentro di essi; mentre Amendola, si dimostra piú preoccupato del fatto che alcune posizioni estremiste del movimento degli studenti possano diffondersi dentro il partito ostacolandone proprio quella evoluzione in senso riformista già evocata nel suo articolo del 1964.

Nel frattempo emerge all’interno del filone ingraiano il gruppo del «Manifesto» che, fortemente influenzato dalle tesi maoiste della Rivoluzione culturale e dalle posizioni piú «antisovietiche» presenti nel movimento degli studenti, si spingerà fino a teorizzare «la maturità del comunismo». Ed emergono anche posizioni favorevoli allo scioglimento della Fgci nel movimento, che segnalano drammaticamente una difficoltà del Pci a proseguire su una linea di effettivo «rinnovamento» di sé, come partito di avanguardia e insieme di massa, in una fase di grave crisi e transizione, sul piano interno e internazionale.

Il diffondersi del mito della Rivoluzione culturale cinese tra le giovani generazioni, insieme al prevalere in larghe fasce di esse di una dura contrapposizione alla realtà del socialismo sovietico e alla stessa politica di «coesistenza pacifica» condotta dall’Urss sul piano internazionale, segneranno profondamente la vicenda del ’68 italiano.

Al fondo, era il tema gramsciano della «rivoluzione in Occidente» a tornare ancora una volta drammaticamente al centro non solo dello scontro sociale e politico in atto nel Paese, ma anche nella discussione interna al Pci e al suo gruppo dirigente. L’esplodere dei nuovi movimenti coincide non a caso con l’emergere di contraddizioni anche drammatiche all’interno dei Paesi socialisti e del campo antimperialista. La rottura tra Cina e Urss e l’intervento sovietico in Cecoslovacchia rimettono al centro il tema dell’internazionalismo, confermando la lucidità di alcune preoccupazioni dell’ultimo Togliatti sull’unità del movimento comunista internazionale e sulla sua capacità di tenuta nel nuovo contesto mondiale.

Lo sforzo, certo difficile e non privo di passaggi anche tragici, di Luigi Longo, di affrontare l’insieme di tali questioni nel solco togliattiano del «rinnovamento nella continuità» appare particolarmente evidente nel corso della crisi in Cecoslovacchia.

La «riprovazione» dell’intervento promossa dal segretario del Pci insieme con Cossutta e altri non viene spinta fino a un punto di rottura, come invece vorrebbero alcuni ambienti e settori piú oltranzisti interni al Pci, mentre alcuni quadri legati a Secchia, ad Arturo Colombi, ad Ambrogio Donini e allo stesso Longo, tentano di condurre una battaglia politica tesa a impedire il prevalere di posizioni di aperto scontro con i sovietici.

È interessante notare come è proprio nel corso della crisi cecoslovacca che si manifestano all’interno del Pci orientamenti tesi alla formazione di un «polo comunista occidentale», all’origine del tentativo «eurocomunista» di Berlinguer della metà degli anni Settanta. Il dissenso con i sovietici non si spinse tuttavia fino alla rottura e il Pci decise di partecipare alla conferenza dei partiti comunisti convocata a Mosca nel giugno del 1969.

Il dissenso con i sovietici sulla questione della Cecoslovacchia provoca in un uomo come Longo una sofferenza e uno stress di enorme portata. Colpito da una paralisi, Longo è costretto a lasciare di fatto la segreteria generale e ad accelerare la promozione di Berlinguer, che al XII Congresso (1969) diventa vicesegretario del partito: un incarico che manterrà fino al 1972 quando diventerà segretario generale.

Durante gli anni della segreteria di Berlinguer, Longo si troverà via via sempre piú emarginato. Ciò provocherà in lui una profonda crisi depressiva e perfino sensi di colpa per alcune delle sue scelte politiche passate. Non mancano a tal proposito significative (e dirompenti) testimonianze personali da parte di dirigenti politici autorevoli del Pci come Ambrogio Donini (di cui chi scrive può portare diretta testimonianza) e in alcuni casi dello stesso Armando Cossutta, che con Luigi Longo e sua moglie Bruna intrattennero intensi rapporti personali e politici, fino alla morte dell’ex segretario del Pci avvenuta nel 1980.

Tra le tante, ne citiamo qui due (per la prima volta) perché esse rivestono un significato inquietante dal punto di vista del bilancio storico che Longo, depresso e malato, sembra trarre negli ultimi anni della sua vita, col «senno di poi».

Alla luce degli sviluppi successivi al 1968, Longo confida a pochi intimi di essersi «pentito» di aver portato Berlinguer alla segreteria generale del Pci, proprio in considerazione dell’accelerazione che, anche sull’onda della condanna dell’intervento in Cecoslovacchia da lui stesso promossa, Berlinguer e il gruppo dirigente del Pci avrebbero poi impresso all’evoluzione politico-ideologica del partito nel corso degli anni Settanta.

E negli ultimi anni di vita confida ad Ambrogio Donini che, se egli avesse potuto immaginare nel 1968 le conseguenze che la dissociazione aperta dall’intervento sovietico in Cecoslovacchia – al di là del giudizio sull’evento in sé – avrebbero prodotto nel dibattito interno del Pci e nella sua evoluzione politico-ideologica, probabilmente quella dissociazione cosí esplicita non l’avrebbe incoraggiata.

 La segreteria di Enrico Berlinguer

Gli anni dal 1972 al 1984 sono quelli della segreteria di Berlinguer. È un periodo scandito dalle grandi avanzate elettorali del Pci, che porranno quest’ultimo di fronte al problema del governo. Sono gli anni che portano il Pci, alla metà degli anni Settanta, al 35-36%, ovvero al quasi sorpasso elettorale nei confronti della Democrazia cristiana. Ma è proprio in questo periodo che si accelera il processo di mutazione interna del partito, destinato a sfociare, dopo la morte di Berlinguer, nella svolta della Bolognina.

È interessante notar come personalità al di sopra di ogni sospetto di filo-comunismo, già allora, soprattutto negli ultimi anni della segreteria di Berlinguer, nella seconda metà degli anni Settanta e nei primi anni Ottanta, dimostrano di avere consapevolezza di quanto i comunisti italiani siano profondamente mutati.

C’è una dichiarazione di Ronald Reagan, dimenticata e apparsa ai piú quasi incomprensibile, che dice: tra i «partiti comunisti» dell’Europa occidentale, il Pci è il piú «debole».

Lo stesso Aldo Moro, che pure pagherà a caro prezzo il suo tentativo di coinvolgere in qualche modo il Pci nella direzione politica del Paese, dà dei grandi successi elettorali del Pci del ’75 e del ’76, una lettura tutt’altro che superficiale e che oggi non può non apparirci di una sorprendente lucidità. Per lo statista democristiano quei successi sono destinati a mutare in profondità la natura non solo ideologica ma anche sociale, di classe, del Pci, proprio nella misura in cui essi sono l’espressione di uno spostamento a sinistra di ampi strati di ceto medio, i quali, entrando a far parte della base elettorale e della stessa composizione sociale del Pci, non potranno non costituire all’interno di esso un elemento di contraddizione con l’originaria vocazione rivoluzionaria di quel partito.

La valorizzazione del consenso elettorale conquistato non poteva allora non comportare, secondo Moro, una accentuazione degli elementi di mutazione in senso riformista della propria natura, in contraddizione con i settori sociali e politici del partito piú rivoluzionari e classisti.

Una contraddizione – secondo Moro – da cui non era detto che il Pci sarebbe uscito: perché se avesse fatto «marcia indietro», nel senso di recuperare una prospettiva antisistemica, avrebbe dilapidato gran parte del suo successo elettorale tra le classi medie.

E se viceversa avesse voluto conservare ed estendere tale consenso, sarebbe stato costretto ad accentuare gli elementi di mutazione, anche in campo internazionale, creando cosí contraddizioni di natura opposta con i settori sociali e politici del partito piú rivoluzionari, classisti e internazionalisti.

    Compromesso storico e unità nazionale

La politica di unità nazionale ha senz’altro favorito quello che abbiamo definito il processo di mutazione genetica del Pci. Essa non può, tuttavia, essere considerata come una mera conseguenza della strategia del compromesso storico. Tale strategia viene definita da Berlinguer all’indomani della tragedia cilena, sulla base di un’analisi particolarmente lucida dei pericoli reazionari cui in quella fase appare effettivamente esposta la democrazia italiana. Di fronte a quei pericoli, il segretario del Pci rivendica la necessità di una politica di larghe alleanze, che isoli e sconfigga i gruppi borghesi piú reazionari, secondo un’impostazione teorica e strategica classicamente togliattiana.

La politica di unità nazionale deve piuttosto essere considerata come una determinata applicazione «tattica» di tale impostazione strategica, la quale finirà per condurre il Pci ad un’integrazione dentro il quadro delle compatibilità del sistema capitalistico, già peraltro entrato in una fase di acuta difficoltà economica e di crisi generale. Un’integrazione che spingerà il Pci a far propria una politica di sacrifici e di «austerità» a senso unico, con conseguenze drammatiche per le condizioni di lavoro e i livelli salariali della classe operaia.

Berlinguer avverte però che tale politica sta determinando una crisi profonda nel rapporto tra Pci e classe operaia e, contrastando la linea interna dei cosiddetti «miglioristi» (che fa capo a Napolitano e Lama), decide di rompere con la politica di unità nazionale e ricolloca il partito su una linea di lotta e di opposizione, che avrà come momenti emblematici il sostegno alla lotta dei lavoratori della Fiat («se voi occupate la Fiat il Pci vi sosterrà»), la scelta del referendum contro il taglio del punto della scala mobile voluto da Craxi (dove Berlinguer contrasta apertamente l’opposizione di Lama e di una parte importante del gruppo dirigente). E piú complessivamente reagisce al craxismo, come punta avanzata di un anticomunismo di tipo nuovo, che si afferma nell’ambito del Psi (ma penetra anche in settori del partito).

Non si trattava probabilmente, da parte di Berlinguer, di scelte solo difensive. Dietro di esse c’era infatti lo sforzo di ridefinire una prospettiva strategica nuova, dopo la grave sconfitta della politica di unità nazionale. Tanto è vero che un giornale come la Repubblica, sorto alla metà degli anni Settanta proprio per incoraggiare la socialdemocratizzazione del Pci, condurrà in quegli anni una polemica contro questo Berlinguer che torna alla lotta, accusandolo di operare una «francesizzazione» del Pci, una «regressione» politico-ideologica verso le posizioni del Pcf di Georges Marchais, additato allora da Eugenio Scalfari come simbolo negativo di una «ortodossia» da cui prendere nettamente le distanze.

Ma le cose erano ormai andate troppo avanti, e dopo la morte di Berlinguer (1984) quelle correzioni di linea che egli aveva cercato di apportare su alcuni aspetti della politica nazionale del Pci, sarebbero state rapidamente abbandonate.

Ma nella elaborazione e nella cultura politica del Pci durante la seconda parte della segreteria di Berlinguer, maturano anche altri elementi su cui è necessario soffermarsi e che sono tutt’oggi oggetto di una riflessione problematica e diversificata tra i comunisti, in Italia e nel mondo.

    Partito laico o ideologico?

Un fattore che sicuramente contribuisce alla mutazione genetica molecolare del Pci, è la concezione (e la pratica) di partito «laico» e non «ideologico», in cui si attenua il ruolo di una teoria rivoluzionaria come fondamento della cultura politica del partito; una graduale rimozione, cioè dell’importanza del dibattito e del confronto sul terreno teorico, e della conseguente formazione dei quadri.

Questo distacco dalla dimensione «ideologica» (non nel senso marxiano di falsa coscienza, ma nell’accezione leniniana e gramsciana di teoria generale e concezione complessiva del mondo; questa graduale rimozione dell’idea che un partito deve avere fondamenta teoriche solide, sia pure nell’ambito di un confronto e di una dialettica; questa concezione per cui l’unità ideologica del partito non è un bene e un valore da perseguire, si riveleranno, persino al di là delle intenzioni originarie dei loro ispiratori, come componenti essenziali del processo di snaturamento e mutazione dei partiti comunisti che ne assumono i presupposti.

Berlinguer riprende e rilancia, a metà degli anni Settanta, il concetto di «laicità» del partito, di partito non «ideologico», soprattutto in funzione del rapporto e del dialogo con i cattolici. Viene soppresso l’articolo dello sStatuto che fa riferimento al «marxismo-leninismo» come metodo di analisi, posto a fondamento del processo di formazione dei quadri.

Ed anche qui sorge una riflessione legittima su come vada interpretato questo passaggio: come la rinuncia a formulazioni considerate arcaiche e foriere di una interpretazione dogmatica del marxismo e del pensiero di Lenin? Come una concessione tattica alle pressioni che vengono dagli ambienti cattolici progressisti, volta a favorire un processo di avvicinamento tra Pci e mondo cattolico? O come qualcosa che piú in profondità investe la natura del partito?

    Eurocomunismo, socialdemocrazia e «ombrello» Nato

Berlinguer spinge avanti l’integrazione del Pci nell’Unione Europea, che fino a quel momento era contestata come componente organica del blocco imperialista; e con l’eurocomunismo si sviluppa il tentativo di creare un polo comunista europeo, destinato a sfociare nell’incontro tra Berlinguer, Marchais e Carrillo nel 1977.

E si determina, in parallelo, un processo di avvicinamento alla sinistra europea socialdemocratica. Si tratta di una presa d’atto della realtà (la Comunità economica europea come terreno ineludibile di confronto e di lotta, almeno per una certa fase) e di una tattica volta a stabilire con le socialdemocrazie piú avanzate una convergenza sul terreno della pace e delle politiche sociali, oppure – come evidentemente avverrà dopo la morte di Berlinguer – di una piú organica integrazione ideologica e strategica nella sinistra europea socialdemocratica?

La svolta «europeista» si intreccia peraltro a quella che potremmo definire «atlantista». L’accettazione dell’«ombrello» della Nato, nei termini in cui viene formulata da Berlinguer nel 1976, costituisce, infatti, un altro passaggio essenziale nella evoluzione politica e nella collocazione internazionale del Pci.

Certo, già al XIII Congresso del 1972, Berlinguer aveva di fatto abbandonato la parola d’ordine dell’uscita dell’Italia dalla Nato; una posizione resa ancora piú chiara al XIV Congresso nel corso del quale il segretario aveva affermato: «Noi non poniamo la questione dell’uscita dell’Italia dal Patto Atlantico». Ma nel 1976 tale scelta non appare già piú ispirata solo dalla preoccupazione di rafforzare il processo di distensione, ovvero di garantire l’equilibrio tra i blocchi, sia pure nella prospettiva di un loro graduale superamento, cosí favorendo il processo di distensione, ma si presenta come una vera e propria «svolta», giustificata sulla base di un giudizio piú di fondo sul carattere e la natura stessa dell’Alleanza Atlantica.

Berlinguer sembra infatti affermare, sia pure con formulazioni tortuose e non sempre coerenti, che l’ombrello della Nato dia al Pci un margine di manovra maggiore nella lotta per il «socialismo nella libertà» rispetto a quello che gli fornirebbe lo stesso Patto di Varsavia.

In un’intervista rilasciata a Giampaolo Pansa pochi giorni prima delle elezioni del 20 giugno 1976, egli si spinge fino ad affermare «che non appartenendo l’Italia al Patto di Varsavia, da questo punto di vista c’è l’assoluta certezza che possiamo procedere lungo la via italiana al socialismo senza alcun condizionamento» e al giornalista che lo incalza, chiedendogli se ritiene che il Patto Atlantico possa essere «uno scudo utile per costruire il socialismo nella libertà», egli risponde: «Io voglio che l’Italia non esca dal Patto Atlantico anche per questo […]. Mi sento piú sicuro stando di qua […]». Ovvero: l’ombrello della Nato, rispetto a quello del Patto di Varsavia, consente al Pci un margine di manovra maggiore per poter praticare una esperienza originale di transizione al socialismo.

Enormi sono le implicazioni di un giudizio di questa natura. E non perché ci sfugga la consapevolezza che il Patto di Varsavia determinasse una forte limitazione della sovranità dei Paesi dell’Est e dei rispettivi partiti comunisti; ma da qui a trarre la conclusione che sotto l’ombrello della Nato vi fossero condizioni piú favorevoli per la costruzione di una via originale verso il socialismo, il passo è lungo…

Sta di fatto che, dopo l’assassinio di Aldo Moro (riconducibile alla sua linea di dialogo col Pci) e dopo la morte di Berlinguer, il Pci abbandonerà ogni antagonismo nei confronti dell’appartenenza dell’Italia alla Nato e alla stessa presenza di basi militari statunitensi sul territorio italiano, dotate di armi nucleari e di uno status di extra-territorialità, esterne allo stesso sistema Nato, quindi senza alcun tipo di controllo – per quanto fragile e formale – da parte delle istituzioni italiane.

 L’esaurimento della spinta propulsiva

Ma è dopo la crisi in Polonia e la proclamazione in quel paese dello stato d’assedio nel dicembre del 1981, che Berlinguer procederà al tentativo di portare alle sue estreme conseguenze il processo di distacco dall’Urss e dal campo socialista.

Vi sono diverse formulazioni di quella che verrà ricordata come la storica frase di Berlinguer sull’«esaurimento della spinta propulsiva», ognuna delle quali ha un significato diverso (esaurimento delle capacità di auto-rinnovamento interno di quelle società, esaurimento di un modello politico-statuale di socialismo, esaurimento della spinta della rivoluzione d’Ottobre).

Ma la piú impegnativa (e forse anche la meno ricordata) è quella in cui Berlinguer sostiene che siamo entrati in una terza fase dello sviluppo del movimento operaio rivoluzionario mondiale: dove la prima fase era quella della Prima e della Seconda Internazionale fino al 1917; la seconda fase quella imperniata sul campo socialista e sull’Unione sovietica, mentre questa terza fase avrebbe visto come soggetto rivoluzionario fondamentale e trainante («epicentro» del processo rivoluzionario mondiale) il movimento operaio dell’Europa occidentale.

Gli eventi degli anni successivi alla morte di Berlinguer, mentre confermeranno la crisi e il crollo del sistema sovietico, si incaricheranno di smentire in modo evidente la seconda parte di tale assunto.

Certo, l’affermazione berlingueriana sull’esaurimento delle capacità di auto-rinnovamento interno del sistema sovietico coglieva indubbi elementi di contraddizione e di crisi in quel sistema, di effettivo blocco del processo di transizione al socialismo e al comunismo, sebbene non sarebbero mancati nella fase immediatamente successiva alla morte di Breznev e prima del disastro gorbacioviano, tentativi anche significativi di «autoriforma» e rinnovamento del sistema sovietico da parte di taluni settori di esso ancora vitali e dinamici. Tuttavia, la tesi dell’esaurimento della spinta propulsiva della Rivoluzione d’ottobre si collegava strettamente ad una analisi della situazione internazionale e delle prospettive della lotta per il socialismo nel mondo profondamente sbagliata.

Il punto cruciale, e anche il piú dimenticato di tale analisi era rappresentato, infatti, dalla tesi già formulata al XV Congresso, secondo cui la storia del socialismo nel mondo stava entrando in una nuova fase dopo quelle socialdemocratica e sovietica, nella quale sarebbe stato il movimento operaio dell’Europa occidentale a svolgere il ruolo di soggetto rivoluzionario fondamentale.

Una tesi destinata a essere clamorosamente smentita non solo dal rapido esaurirsi dell’«eurocomunismo» e dalla stessa involuzione neoliberale dei partiti socialisti e socialdemocratici europei ma anche dagli sviluppi successivi del quadro mondiale, segnati dalla crescita impetuosa della Cina popolare e dall’emergere di nuove potenti forze antiimperialiste e rivoluzionarie in America Latina, in Africa e nel continente euro-asiatico.

    La discussione degli ultimi anni

Negli ultimi anni della segreteria di Berlinguer la direzione del Pci è sempre piú divisa sulle prospettive. E la discussione vera, non quella che viene enunciata pubblicamente, ha poco a che vedere con la crisi del «modello sovietico». Gli orientamenti politici delle componenti socialdemocratiche interne, quelle che prenderanno il sopravvento dopo la morte di Berlinguer, appaiono discendere da un presupposto, ovvero dall’idea secondo cui nel quadro della contrapposizione tra i blocchi e quindi della divisione dell’Europa, e dopo il trauma dell’assassinio di Moro, l’ingresso del Pci al governo non sarebbe potuto avvenire senza una chiara scelta di campo «occidentale» ed euro-atlantica: una scelta che avrebbe certamente investito l’identità stessa del partito e la rinuncia al «superamento del capitalismo».

Si trattava cioè, in parole povere, di collocarsi come componente di sinistra all’interno dello schieramento borghese e atlantico, conformandosi cosí alla medesima scelta di campo delle socialdemocrazie europee. Non era tuttavia chiaro come convincere tutto il partito, e soprattutto le sue componenti proletarie e/o ideologicamente piú solide, ad accettare una linea di cosí grave rottura con la originaria natura e identità comunista, internazionalista e di classe del Pci. Dato che le motivazioni reali di tale «mutazione» non potevano essere apertamente dichiarate.

Sarà proprio questo il problema che poi risolverà Occhetto, cogliendo al volo l’emozione e lo smarrimento che si determina a livello popolare per il crollo del Muro di Berlino: approfitterà di quel momento, di quella situazione eccezionale per realizzare qualcosa che è già in gestazione in una parte della direzione del Pci, ancora vivo Berlinguer, e che Berlinguer contrastava.

Berlinguer muore l’11 giugno 1984. Si è sostenuto che la sua morte possa essere dovuta, almeno in parte, a un eccesso di stress che l’uomo sopporta da anni, avendo la percezione di questa frattura ormai insanabile che si è determinata all’interno della Direzione del Pci; una frattura da cui egli sente di non essere in grado di uscire né in una direzione né in un’altra, senza scontare una rottura clamorosa del partito.

Ci sarà poi il breve interregno di Natta, con cui il Pci prende tempo con una figura considerata molto vicina a Berlinguer: un elemento di continuità per far fronte insieme alla costruzione di un nuovo gruppo dirigente, perché la morte di Berlinguer è un evento improvviso e coglie il Pci del tutto impreparato. Poi Occhetto e la sua segreteria – dopo aver liquidato malamente Natta, approfittando di un suo malore – coglieranno, all’indomani del crollo del Muro di Berlino, il momento opportuno per dare il colpo finale della Bolognina. Sarà l’ultimo atto del processo di formazione di quel «metro di ghiaccio che non si era certo formato in una sola notte di gelo»

1989 visto desde la Bolognina. Acchille Occhetto. Junio 2019

No hay ninguna duda de que por muchas razones el año 1989 ha sido una gran ocasión fallida, «la ocasión» –como escribe Micromega– «de liberarse de las deformaciones autoritarias y totalitarias recuperando las tradiciones heréticas libertarias del pensamiento comunista y socialista, la ocasión de salir de las crisis de la URSS “por la izquierda”, al estar todavía en pie todas las razones de un empeño político por la igualdad, la justicia y la libertad que finalmente se habría podido expresar sin el lastre soviético».

Y es también verdad que por lo general el «socialismo real», con su desmoronamiento, arrastró consigo a toda la izquierda, que ha girado hacia la derecha con las diversas «terceras vías».

El hecho de volver a recorrer hoy los sucesos de aquella caída del Muro debería, en mi opinión, permitirnos superar las ingenuas interpretaciones que lo han situado en un contexto distinto, proporcionando la imagen de una especia de relámpago en un cielo sereno.

Micromega hace bien, en sus preguntas, en focalizar la cuestión del disenso en el interior del llamado socialismo real. El no haber escuchado aquellas voces con la debida seriedad crítica ha hecho que la crisis de los regímenes autoritarios del Este fuese percibida como inesperada. ¡Se veía venir el colapso del 89!

A finales de los años setenta nos encontrábamos ya frente a un vuelco que asume el tono del sarcasmo. Asistíamos por tanto a un movimiento paradójico, casi diría a un quiasmo, entre el campo del comunismo –nacido ante la historia como la quintaesencia del internacionalismo, que se descomponía en contraposiciones incurables, en guerras entre China, Vietnam, Camboya, en diferencias entre la URSS y China, entre eurocomunismo y degeneraciones autoritarias y policiales en la Europa del Este– y un mundo llamado occidental que experimentaba estrategias transnacionales que se encaminaban en la dirección de una globalización en cuyo centro se situaban las nuevas técnicas de comunicación.

Este proceso y el repentino golpe de la protesta interna y externa habían ya puesto en evidencia la pérdida de centralidad del mundo comunista, y tenían que haber hecho comprender a tiempo que se encontraban ante un declive inexorable. Lo repito: ¡Se veía venir el colapso del 89! Los partidarios de un comunismo nacional que podría haber sobrevivido a la caída de la Casa madre no verán, ni siquiera más tarde, que con el fracaso del internacionalismo la esencia se había ido, la raíz vital de un movimiento que, precisamente gracias a esa raíz internacionalista, había cambiado la historia del siglo XX. Es verdad que no desaparecían todas las aspiraciones, pero cambiaba el escenario histórico en el que esas aspiraciones podrían haber sobrevivido. La reducción de este terremoto a la cuestión de la defensa de un nombre sólo parecerá la manifestación de una mitología infantil, que no se dará cuenta de que las denominaciones, por mucho menos, ya habían cambiado desde la transformación de socialdemócrata a la comunista, buscada por Lenin.

En realidad el auténtico problema sobre el que se tenía que haber reflexionado es que el comunismo, entendido como movimiento real, estaba perdiendo desde hacía ya tiempo su vocación universal, destinada a la liberación humana. Desaparecía definitivamente el proyecto alternativo del comunismo y se reforzaba la globalización occidental, destinada a marcar nuestro tiempo con su fuerza expansiva y sus nuevas y profundas contradicciones.

En el terreno de la cultura comenzó a dejarse sentir el límite no secundario de una parte significativa de las viejas ideologías de izquierda. El de una idea lineal del progreso, que se basaba en la fe en los fines últimos de la historia y en una visión decididamente teleológica, en contradicción con todo el pensamiento moderno, abiertamente crítico respecto a toda forma de finalismo inherente a la naturaleza y a la misma historia. Además, como he subrayado ya en otras ocasiones, la hegemonía del llamado Occidente no se basaba simplemente en la fortaleza industrial, financiera y militar, sino sobre múltiples instrumentos y recursos económicos y culturales que soportaban un sistema internacional multilateral. No nos encontrábamos ya solo ante la contraposición de aparatos coercitivos. Cada vez más aparecía como decisiva la existente entre los aparatos de hegemonía. Y todo ello mientras en el campo del socialismo real se pagaban las antinomias no resueltas que funcionaban en las tripas del propio sistema. En definitiva, desde hacía ya tiempo estaba en marcha una incesante decadencia incrementada por la continua actividad de erosión de la carcoma, de lo que ya hablé en mi libro sobre el eclipse de la izquierda [La lunga eclissi. Passato e presente del dramma della sinistra, Sellerio, palermo, 2018], y que fue anulando progresivamente toda capacidad hegemónica por parte de una ideología que había levantado auténticos muros dogmáticos ante los desarrollos de la modernidad.

Sin embargo, hay que subrayar que, hablando de la forma en que el mundo de la izquierda occidental reaccionó ante 1989, lo que ha sucedido en Italia merece un discurso separado. De hecho, es solo en nuestro país donde coincide la caída del Muro con la transformación del partido comunista más grande de Occidente. Esta transformación, sea cual sea el juicio que de ella se haga, representó el testimonio de una gran e inmediata reactividad a aquella caída y marcó uno de los eventos más importantes de la historia de la izquierda de la postguerra. La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro. Por esto responderé indirectamente a las preguntas y a las interesantes sugerencias presentadas por vuestra revista siguiendo como hilo conductor los sucesos que llevaron a la svolta de la Bolognina. El hilo conductor de un intento de salida de izquierda de las ruinas del comunismo, que fue en gran parte combatido y pirateado desde el interior.

Fueron muchos los intentos de nuevo comienzo que circularon por Europa y fue en Italia donde se experimentó el más significativo. Pero todos tuvieron un defecto fundamental, el de no haber elaborado el luto con la debida atención. También en Italia, a pesar de notables innovaciones, la llama de los males del pasado, aunque claramente sofocada, continuó abrasando bajo las cenizas, manteniendo la retórica nostálgica del hermoso tiempo perdido. Visto desde esta perspectiva, estoy convencido de que los sucesos del comunismo italiano nos dan un punto de observación privilegiado. No por casualidad ha sido en Italia donde se ha experimentado el único suceso de huida consciente y voluntaria de aquella experiencia.

Apenas habían comenzado los primeros golpes a aquel Muro cuando declaré que estaban cambiando todos los parámetros que habían marcado los trazos fundamentales de la geopolítica del planeta. Y, a diferencia de muchos comentaristas, puse pronto en evidencia que estaba cayendo no solo el comunismo sino el modo mismo de ser y de hacer política de los principales protagonistas que se habían definido en contraposición, o como escudo, al comunismo.

Sin embargo, la cosa más extravagante es que, a la izquierda, ha hecho falta una treintena de años para darse plenamente cuenta. De hecho, solo los últimos sucesos europeos y mundiales nos han situado brutalmente ante el tema del eclipse de la izquierda a escala mundial. Un eclipse que puede ser leído en filigrana con la crisis del comunismo y la expansión de la globalización en dirección neoliberal y que ha hecho surgir nuevas tendencias populistas. El drama, por tanto, viene de lejos, del «fin de la política» del siglo XX, que puede remontarse a la caída del Muro de Berlín.

Desde entonces todos los parámetros de la vieja política se han trastocado de hecho poniendo en crisis tanto a la izquierda reformista como a la radical. Uno de los motivos de esta crisis, aunque no sea completo, es que hemos tardado, como había indicado desde los primeros instantes de la svolta del 89, en comprender que había que ir más allá de las viejas ideologías del siglo XX.

Los acontecimientos europeos, aun con soluciones lamentablemente insatisfactorias, se encargaron de dar la razón a aquella intuición. No puede dejarse de ver que la importancia de aquella caída está en el paso histórico de un mundo gobernado por la confrontación entre dos bloques opuestos a un mundo caracterizado por la expansión de la globalización, con sus luces y sombras, y por el ocaso de las viejas ideologías.

La Unión europea, y respondo así a vuestras preguntas, ha tenido un doble papel. En un primer momento, uno positivo: favorecer un clima de paz y colaboración en el marco de un notable impulso a las instituciones democráticas bajo el signo de una democracia liberal, hoy abiertamente combatida por la denominada democracia autoritaria.

En un segundo momento, uno claramente negativo caracterizado por la subalternidad a una visión neoliberal de la globalización y por haber subordinado la necesaria política de profundización de las instituciones en la dirección de los Estados unidos de Europa a una irreflexiva política de ampliación de la UE.

En Italia, se puede decir que se ha producido la más espectacular superación de todos los algoritmos de la política del pasado. El panorama político es completamente irreconocible: la ola de fondo ha erradicado a todas las fuerzas que basaban sus raíces en el siglo XX, fueran estas socialistas, centristas o moderadas de centro-derecha. Esto explica el desconcierto que padecen muchos ciudadanos. Por esto sugeriría no limitarse en este treinta aniversario solo a la celebración de una fecha. Hay que reanudar el hilo entre aquel pasado y el presente.

Para ese fin me parece útil recordar que la svolta de la Bolognina tuvo lugar antes del definitivo derrumbe de la URSS y del campo socialista, y que el pronóstico del final de aquel equilibrio mundial no podía dejarnos indiferentes. Tal afirmación significaba supuestamente encerrar en un contexto provincial la historia del movimiento comunista internacional del que forma parte integrante la indudable originalidad italiana.

Éramos diferentes, pero no inocentes. El comunismo nació como movimiento internacional y murió como movimiento internacional, independientemente de la svolta. Diferentes han sido las formas de salida de sus escombros. La italiana, si la comparamos con otros países, aunque marcada con defectos, hundimientos, posteriores degeneraciones y engañosas desviaciones, ha sido la más digna.

Con acierto se nos pregunta acerca de cómo es posible que precisamente allí donde el disenso democrático al régimen soviético fue más fuerte se asista hoy a una peligrosa deriva autoritaria. Yo diría que las soluciones en la madre patria del comunismo han sido desconcertantes y en casi todo el campo socialista han dado vida a soluciones autoritarias y de derecha. Esta, en mi opinión, es la prueba de que desde hace tiempo los llamados países socialistas no tenían nada que ver con el socialismo. Esto plantea la seria sospecha de que durante el tiempo precedente no se habían tirado las semillas de una cultura democrática y socialista.

En esencia, hemos aistido a una fuerte regresión, caracterizada, como sostiene el economista francés Thomas Piketty, por la combinación del éxito de las doctrinas conservadoras de la Reagan-economía y el colapso de la Unión Soviética, es decir, de dos acontecimientos que han suscitado una exagerada confianza en la autorregulación del mercado, precisamente en Rusia donde, entre otros, todos los recursos naturales están en manos de diez oligarcas.

Al mismo tiempo las políticas sociales del siglo socialdemócrata han sido sometidas a dura prueba por aquella caída, y al difundido pensamiento único neoliberal se han contrapuesto, durante demasiado tiempo, solo movimientos populistas de derecha y movimientos de protesta de izquierda que no reivindican ni el nombre ni la tradición del movimiento comunista; e incluso aquellos que los reivindican se esconden tras denominaciones diferentes. Hoy es evidente que era muy difícil, si no extravagante, creer en un nacional-comunismo completamente italiano en la era de la globalización y en un mundo que estaba cambiando todos los pilares de la política del siglo XX.

Precisamente entonces no se advirtió el alcance de aquel cambio. No se comprendió que aquellos acontecimientos no tenían que ver solo con los comunistas. Durante los días de aquella svolta dije, ante la incredulidad general, que la campana del nuevo comienzo sonaba para todos. Hoy, si observamos el panorama político que nos rodea, vemos que no queda traza de lo que existía antes de la caída del Muro.

Al mismo tiempo no podemos dejar de darnos cuenta de que toda la reorganización de las fuerzas políticas ha estado inducida o influida por aquel giro. Así ha ocurrido en la derecha con la transformación del Movimiento social, en el centro con el paso de la Democracia cristiana al Partido popular y con el consiguiente final de la unidad política de los católicos. Sin aquella svolta no habría nacido el Olivo.

Naturalmente no todo anduvo bien en la izquierda. No se comprendió que había que salir por la izquierda del derrumbe del comunismo, mediante una redefinición política e ideológica de ese campo. No se trató, como alguno pretende, del día del coraje, de la sublime improvisación que llevó al inexorable y precipitado final del comunismo.

No fue una casualidad que me dirigiera, primero, a los partisanos de la Bolognina. Esa elección implicaba un «nuevo comienzo» de la izquierda que ya no se refería a una única matriz histórica, la comunista, sino que abarcaba el horizonte más amplio de todo el reformismo, laico y católico, del que era rico el paisaje político y de ideas italiano. ¿No era este quizás el testimonio de una cultura política que debía ser cultivada y cosechada? Toda la historia de la traición de la cultura democrática del antifascismo por parte del comunismo internacional de matriz soviética demuestra que no se trató de una elección banal sino de una consciente visión cultural.

En la caída del Muro vemos sustancialmente una potencial liberación de nuevas energías: caía no solo el muro de piedra sino también el muro ideológico que había dividido, en Italia, a los diversos reformismos de nuestra rica tradición política. «Existe la posibilidad», dije entonces, «de recoger nuevas energías, pero también veo la posibilidad de volver a poner en marcha a todas las fuerzas dispersas de una izquierda difusa, de una izquierda sumergida y abatida.

Lo que nos debe guiar es una gran visión, la visión de una gran fuerza democrática que responda a las demandas de la nación […] asumiendo también una función más general de recomposición de la izquierda». La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro porque, como se puede ver, aquella propuesta de cambio no partía de mezquinos cálculos provincianos; al contrario, estábamos orgullosos de nuestras ideas y de nuestra función.

Nuestra reflexión nacía de algo mucho más importante, de una mutación de la realidad del mundo. Teníamos tras nuestras espaldas años de investigación, de duras autocríticas y de grandes cambios. En aquel informe en el que se proponía la apertura de una constituyente para la formación de un nuevo sujeto político, se hablaba ya de la exigencia de democratizar la globalización, de una new governance del mundo, de la unificación de Alemania, de la centralidad de la integración europea y se preconizaba, a pesar de la incredulidad general, el cambio de todo el panorama político nacional. De ahí que hiciera falta imaginar nuevas rutas con el fin de llegar al objetivo: la fecunda contaminación entre las diversas culturas reformadoras. Subrayo: fecunda contaminación al servicio de una verdadera recomposición unitaria de los diversos reformismos laicos y católicos y no de la multiforme repetición de simples carteles electorales o de fusiones en frío.

Naturalmente no todo funcionó de acuerdo con el proyecto. Caímos atrapados por el tormentoso asunto del nombre. Lo cual fue engañoso en comparación con las perspectivas verdaderas y mucho más completas en las que habría valido la pena centrar la atención. Si nos fijamos en los textos, el punto central de mi propuesta al partido y a la izquierda en su conjunto no era el cambio de nombre, sino el de un proceso constituyente para una nueva formación política que necesariamente requeriría nuevas identidades simbólicas.

Sin embargo, todo se redujo al drama del nombre. De esta forma se ironizó sobre la primacía de la «cosa» olvidándose del dicho, se supone que aprendido en la escuela, según el cual «nomina sunt consequentia rerum». Lo cual fue un testimonio de la necesidad de una prioridad. Y es que no se trataba simplemente de un cambio de nombre efímero, sino de una nueva estrategia.

Al esbozar el camino de lo que debería haber sido el futuro partido democrático y del progreso, afirmaba la necesidad de un verdadero proceso unitario. Lo que significaba la voluntad de poner nuestra fuerza autónoma al servicio de la recomposición unitaria de la izquierda.

Pero la cuestión central que proponía la svolta –un proceso constituyente de las fuerzas reformistas y reformadoras sobre la base de una contaminación capaz de permitir la convivencia de los diversos reformismos– fue ignorada. No se desarrolló un auténtico proceso constituyente con fuerzas externas.

Y precisamente se frenó esta opción de forma activa a través de un comportamiento hostil hacia todo aquel que se acercase desde posiciones externas. Si se excluye la fase extremadamente dichosa del primer Olivo, no por casualidad combatida desde el propio interno, se prefirió ir por el camino catastrófico que condujo a los estados críticos de los que hoy día somos espectadores. Se escogió, tanto en la izquierda reformista como en la radical, la vía de las rupturas de la izquierda y de las fusiones burocráticas entre despojos de aparatos, provocadores en numerosas ocasiones. No se quiso tener en cuenta la palabra clave: contaminación. La posición de aquellos que querían marchar de acuerdo con los pilares claramente definidos por la Bolognina fue derrotada.

Pero –precisamente porque no soy propenso a dejarme llevar por la mística de la derrota– sigo pensando, para evitar equívocos, que teníamos razones de sobra. Como lo vienen demostrando las contumaces réplicas de la historia. Por ello creo que el camino que hay que recorrer continúa siendo el de la reorganización global del reformismo y de las fuerzas democráticas que, naturalmente, no puede quedarse en la mera ingeniería organizativa sino, al contrario, debe tomar impulso a partir de una nueva svolta en el proyecto de la izquierda y de toda la democracia militante, por un salto cultural, un proceso constituyente de las ideas, como entonces dije, por la movilización de un saber renovado que todos juntos, y de forma autocrítica, estábamos, y todavía hoy, estamos llamados a elaborar.

Por eso creo que todavía es posible confiar en un cambio siempre que la socialdemocracia se comprometa a fin de salir de un eclipse que espero no sea eterno. Pero para salir del mismo es necesario pensar en algo radicalmente nuevo

¿De dónde debe volver a partir la izquierda? Los asuntos son muchos y merecerían un ensayo aparte. Pero sería importante tener la conciencia de la necesaria radicalidad en la búsqueda de ideas. Una búsqueda que tenga como faro el de la efectiva liberación humana, más allá de cualquier distinción entre democracia formal y democracia real y cualquier hipótesis de tercera vía.

[Artículo publicado originalmente en la revista Micromega 6/2019. Esta publicación en castellano, con traducción de Javier Aristu, cuenta con el acuerdo de Micromega y del propio autor]

Achille Occhetto. Fue secretario general del PCI a partir de 1988. Tras la caída del Muro de Berlín propuso un cambio de rumbo (svolta) del partido a fin de constituir una nueva formación política de la izquierda italiana. El PCI se disolvió en 1991 en el nuevo partido PDS. La propuesta de Occhetto se planteó por primera vez en un mitin en el recinto llamado de la Bolognina (en Bologna, región de Emilia-Romagna) ante un público de antiguos guerrilleros de la resistencia. Por dar mayor énfasis a la fuerza simbólica del cambio de estrategia, hemos preferido mantener el original italiano svolta (traducido al castellano como cambio de rumbo, giro), dado que ha pasado a la historia de la cultura política italiana como significado de una histórica modificación de la estrategia de un partido político. Así fue en el PCI, primero con la svolta di Salerno propiciada por Togliatti en 1944 en esa ciudad y, ya en 1989, con la nueva estrategia y el cambio de denominación del PCI auspiciado por Occhetto.

El análisis crítico del discurso y la mercantilización del discurso público: las universidades. Norman Fairclough. 2008

Hacia una teoría social del discurso

La teoría social más reciente ha producido importantes aportes acerca de la naturaleza social del lenguaje y su funcionamiento en las sociedades contemporáneas, aportes que no han sido aprovechados de manera extensiva por los estudios lingüísticos (y por cierto, menos aún por las corrientes dominantes en el campo de la lingüística).

Por lo general, los mismos teóricos sociales han articulado sus aportes de manera abstracta, sin un análisis específico de los textos lingüísticos (i). En los estudios lingüísticos se hace imprescindible una síntesis entre estos aportes y las tradiciones de análisis textual. El enfoque que se desarrolla en esta parte del trabajo se orienta en ese sentido.

‘Discurso’ es una categoría empleada tanto por los teóricos y analistas sociales (e.g. Foucault 1972; Fraser, 1989) como por los lingüistas (e.g. Stubbs, 1983; van Dijk, 1987). Como muchos otros lingüistas, emplearé el término ‘discurso’ para referirme primordialmente al uso lingüístico hablado o escrito, aunque al mismo tiempo me gustaría ampliarlo para incluir las prácticas semióticas en otras modalidades semióticas como la fotografía y la comunicación no verbal (e.g. gestual).

Pero, al referirme al uso lingüístico como discurso, estoy señalando un deseo de investigarlo como una forma de práctica social, con una orientación informada por la teoría social.

Considerar el uso lingüístico como una práctica social implica, en primer lugar, que es un modo de acción (Austin 1962; Levinson 1983), y, en segundo lugar, que siempre es un modo de acción situado histórica y socialmente, en una relación dialéctica con otros aspectos de ‘lo social’ (su ‘contexto social’) –que está configurado socialmente, pero también, que es constitutivo de lo social, en tanto contribuye a configurar lo social –.

Es vital que el Análisis Crítico del Discurso explore la tensión entre estos dos costados del uso lingüístico, el de estar constituido socialmente y el de ser socialmente constitutivo, en lugar de optar unilateralmente por una posición estructuralista (como hizo, por ejemplo, Pêcheux, 1982) o una posición centrada en la ‘acción’ [‘actionalist’] (como tiende a hacer, por ejemplo, la pragmática).

El uso lingüístico, aunque con diferentes grados de prominencia según los diferentes casos, siempre es simultáneamente constitutivo de

(i) las identidades sociales

(ii) las relaciones sociales y

(iii) los sistemas de conocimiento y de creencias

Por lo tanto, necesitamos una teoría del lenguaje, como la de Halliday (1978, 1985), que destaque su multifuncionalidad, que considere que el texto (en el sentido señalado en la nota 2) realiza simultáneamente lo que Halliday denomina como funciones ‘ideacional’, ‘interpersonal’ y ‘textual’ del lenguaje.

Además, el uso lingüístico es constitutivo, tanto de manera convencional y socialmente reproductiva como de manera creativa, socialmente transformadora, y el énfasis en una u otra modalidad constitutiva depende de las circunstancias sociales de cada caso particular (es decir, si se genera en el interior de relaciones de poder relativamente estables y rígidas, o relativamente flexibles y abiertas).

Aunque el uso lingüístico está configurado socialmente, esta configuración del discurso no es monolítica ni mecánica. Por un lado, las sociedades y las instituciones, y los dominios particulares dentro de ellas, mantienen (sustentan) una variedad de prácticas discursivas que coexisten, contrastan y a menudo compiten entre sí (‘discursos’ en la terminología de muchos analistas sociales).

Por otra parte, existe una compleja relación entre eventos discursivos particulares (‘instancias’ particulares de uso lingüístico) y de normas o convenciones subyacentes del uso lingüístico. En ocasiones, la lengua puede emplearse ‘adecuadamente’, adhiriendo y aplicando directamente las convenciones, pero esto no ocurre siempre, ni tan generalmente como lo sugieren las teorías de la adecuación lingüística.

Es importante concebir las convenciones que subyacen a los eventos discursivos como ‘órdenes del discurso’ (Fairclough 1989, 1992a), lo que los analistas del discurso francés llaman ‘interdiscurso’ (Pêcheux 1982; Maingueneau, 1987). Una razón que justifica esto es precisamente la complejidad de la relación entre evento discursivo y convención, donde los eventos discursos por lo común combinan dos o más tipos convencionales de discurso (por ejemplo, la ‘charla’ en televisión es en parte una conversación, y en parte, una actuación: Tolson 1991) y donde los textos son por lo común heterogéneos en sus formas y sus significados.

El orden del discurso de algunos dominios sociales es la totalidad de sus prácticas discursivas, y las relaciones (de complementariedad, inclusión/exclusión, oposición) entre ellas –por ejemplo en las escuelas, las prácticas discursivas de la clase, de la evaluación de trabajos escritos, de la sala de juegos y de la sala de profesores.

Y el orden del discurso de una sociedad es el conjunto de estos órdenes del discurso más ‘locales’, y las relaciones entre ellos (es decir, la relación entre el orden del discurso de la escuela y los del hogar y el vecindario). Los límites y separaciones entre, y dentro de los órdenes del discurso, pueden ser puntos de conflicto y de disputas (Bernstein, 1990), que pueden debilitarse o fortalecerse, como parte de conflictos y luchas sociales más amplios (los límites entre la escuela, la casa y el vecindario podrían ser un ejemplo).

La categorización de tipos de prácticas discursivas –los elementos de los órdenes del discurso – es difícil y controvertida: para los propósitos de este artículo simplificaré a partir de la distinción entre discursos (empleando discurso como sustantivo contableii), como modos de significar áreas de la experiencia desde una perspectiva determinada (por ejemplo, discursos patriarcales vs. discursos feministas de la sexualidad), y géneros, usos lingüísticos asociados con tipos de actividad socialmente ratificadas, tales como la entrevista de trabajo o los artículos científicos (ver Kress, 1988, sobre la distinción entre discursos y géneros).

Con análisis ‘crítico’ del discurso quiero decir un análisis del discurso que pretende explorar sistemáticamente las relaciones a menudo opacas de causalidad y determinación entre:

(a) prácticas discursivas, eventos y textos

(b) estructuras, procesos y relaciones sociales y culturales más amplios para investigar de qué modo esas prácticas, relaciones y procesos surgen y son configuradas por las relaciones de poder y en las luchas por el poder, y para explorar de qué modo esta opacidad de las relaciones entre discurso y sociedad es ella misma un factor que asegura el poder y la hegemonía (ver más abajo).

Al referirme a la opacidad, estoy sugiriendo que los vínculos entre discurso, ideología y poder pueden muy bien ser ambiguos, difusos y poco claros para quienes están involucrados en las prácticas sociales, y en general, que nuestra práctica social está ligada a causas y efectos que pueden no ser en absoluto visibles y claros (Bourdieu, 1977) (iii).

Marco analítico

Para explorar esos vínculos en eventos discursivos particulares, empleo un encuadre tridimensional del análisis. Cada evento discursivo tiene tres dimensiones o facetas:

1. es un texto, oral o escrito

2. es una instancia de una práctica discursiva que implica la producción y la interpretación del texto

3. y es parte de una práctica social.

Estas son tres perspectivas que pueden adoptarse, tres modos complementarios de leer un evento social complejo. Al analizar la dimensión de la práctica discursiva, mi interés es político, se centra en el evento discursivo en el interior de relaciones de poder y dominación. Una característica de mi encuadre analítico es que trata de combinar una teoría del poder basada en el concepto de ‘hegemonía’ de Gramsci, con una teoría de la práctica discursiva basada en el concepto de intertextualidad (más exactamente, de la interdiscursividad –ver más abajo).

La conexión entre texto y práctica social se considera mediada por la práctica discursiva: por una parte, los procesos de producción e interpretación textual son conformados por (y, a su vez, ayudan a conformar) la naturaleza de la práctica social, y, por otra, el proceso de producción conforma (y deja ‘rastros’) en el texto, y el proceso interpretativo opera sobre la base de las ‘señales’ del texto.

El análisis del texto es un análisis de forma-contenido –lo formulo de este modo para acentuar su necesaria interdependencia. Como indiqué más arriba, puede considerarse que cualquier texto entreteje significados ‘ideacionales’, ‘interpersonales’ y ‘textuales’.

Sus dominios son, respectivamente, la representación y la significación del mundo y la experiencia; la constitución (el establecimiento, la reproducción, la negociación) de las identidades de los participantes y de las relaciones interpersonales que se establecen entre ellos, y la distribución entre la información dada vs. nueva, y entre la que se destaca en primer plano vs. el trasfondo, o se coloca en último plano (en el más amplio sentido).

Considero que esto ayuda a distinguir dos subfunciones de la función interpersonal: la función de ‘identidad’ – el texto en la constitución de relaciones –, y la función ‘relacional’ – el texto en la constitución de relaciones.

El análisis de estos significados entretejidos en los textos está ligado al análisis de la forma de los textos, incluyendo sus formas genéricas (por ejemplo, la estructura global de una narración), su organización dialógica (por ejemplo, en términos del sistema de cambio de turnos), las relaciones cohesivas entre oraciones y las relaciones entre cláusulas en las oraciones complejas, la gramática de la cláusula (que incluye las cuestiones de transitividad, el modo y la modalidad), y el vocabulario.

Gran parte de lo que se conoce como análisis pragmático (por ejemplo, el análisis de la fuerza de las emisiones) se encuentra en el límite entre el texto y la práctica discursiva (Ver Fairclough, 1992a, para un mayor desarrollo de este marco analítico, y ver más abajo los ejemplos).

El análisis de la práctica discursiva se ocupa de los aspectos sociocognitivos (Fairclough 1989) de la producción y la interpretación de los textos, opuesta a los aspectos socioinstitucionales (que se discuten más adelante). Este análisis involucra tanto la explicación paso a paso del modo en que los participantes producen e interpretan los textos, en lo que sobresalen los análisis conversacionales y pragmáticos, como así también los análisis que se centran en la relación entre el evento discursivo y el orden del discurso, y en la determinación de qué prácticas y combinaciones discursivas están siendo configuradas.

El interés principal, y mi mayor preocupación en este trabajo, se centra en este último aspecto (iv). El concepto de interdiscursividad destaca la normal heterogeneidad de los textos al ser constituidos por combinaciones de diversos géneros y discursos. El concepto de interdiscursividad se basa en, y se relaciona estrechamente con el de intertextualidad (Kristeva, 1980) y, al igual que la intertextualidad, pone de relieve una perspectiva histórica de los textos como transformadores del pasado, las convenciones existentes, o los textos previos, en el presente.

El análisis del evento discursivo como práctica social puede referirse a diferentes niveles de organización social – el contexto de situación, el contexto institucional y el contexto social más amplio o ‘contexto de cultura’ (Malinowski, 1923; Halliday y Hasan, 1985). Las cuestiones sobre el poder y la ideología (sobre la ideología, ver Thompson, 1990) pueden surgir en cada uno de estos tres niveles. Considero útil pensar las relaciones entre discurso y poder en términos de hegemonía (Gramsci, 1971; Fairclough, 1992a).

Las posibilidades creativas, aparentemente ilimitadas, de las prácticas discursivas, sugeridas por el concepto de interdiscursividad –una infinita combinación y recombinación de géneros y discursos – en la práctica están limitadas y restringidas por el estado de las relaciones hegemónicas y las luchas por la hegemonía.

Por ejemplo, donde existe una hegemonía relativamente estable, las posibilidades creativas tienden a estar fuertemente restringidas. Por ejemplo, se puede señalar un contraste bastante burdo entre el predominio de prácticas normativas en la interacción entre géneros en la década de 1950, y la explosión creativa de las prácticas discursivas, ligada con la protesta feminista contra la hegemonía machista en los años ’70 y ’80.

Esta combinación entre hegemonía e interdiscursividad que propongo en mi encuadre del análisis crítico del discurso es concomitante con una definida orientación hacia el cambio histórico.

A los lectores les puede resultar útil tener a mano un resumen de algunos de los términos más importantes que he introducido en estas dos partes:

discurso (nombre abstracto)uso lingüístico concebido como práctica social
evento discursivoinstancia de uso lingüístico, analizada como texto, práctica discursiva, práctica social
Textolengua hablada o escrita producida en un evento discursivo
práctica discursivala producción, distribución y consumo de un texto
Interdiscursividadla constitución de un texto a partir de diversos discursos y géneros
discurso (sustantivo ‘contable’)modo de significar la experiencia desde una perspectiva particular
Génerouso lingüístico asociado con una actividad social particular
orden del discursototalidad de las prácticas discursivas de una institución, y las relaciones que se establecen entre ellas

Lenguaje y discurso en la sociedad del capitalismo tardío

El Análisis Crítico del Discurso tiende a ser considerado en muchos departamentos de Lingüística como un área marginal del estudio del lenguaje, aunque desde mi punto de vista debería ocupar el centro de una disciplina lingüística reconstruida, la adecuada teoría social del lenguaje recientemente solicitada por Kress (1992).

El primer objetivo que persigo en este apartado es sugerir que un fundamento fuerte de esta posición proviene de un análisis de la ‘situación’ del lenguaje y el discurso (por ejemplo, de los ‘órdenes del discurso’) en las sociedades contemporáneas: si los estudios lingüísticos tienen que conectarse con las realidades del uso lingüístico¿ contemporáneo, entonces debe producirse un giro histórico, social y crítico.

El segundo objetivo se completa en el contexto más amplio de los procesos de comercialización del discurso público que se discutirán en la próximo apartado.

Aquí, mi premisa es que la relación entre el discurso y otros aspectos de lo social no es una constante transhistórica, sino una variable histórica, de manera que existen diferencias cualitativas entre diferentes períodos históricos en relación con el funcionamiento social del discurso.

También existen continuidades inevitables: sugiero que no existe una disyunción radical entre, digamos, la sociedad premoderna, moderna y ‘posmoderna’, sino cambios cualitativos en la ‘dominante cultural’ (Williams, 1981) (v) en relación con las prácticas discursivas, es decir, en la naturaleza discursiva de las prácticas discursivas que más se destacan y que tienen mayor impacto en un período histórico determinado.

Más abajo me referiré en particular a Gran Bretaña, pero está surgiendo un orden global del discurso y muchos de sus cambios y características tienen un carácter cuasi internacional.

Las investigaciones de Foucault (1979) sobre el cambio cualitativo en la naturaleza y el funcionamiento del poder entre las sociedades premoderna y moderna sugieren algunas de las características distintivas del discurso y el lenguaje en las sociedades modernas.

Foucault ha mostrado cómo el  ‘biopoder’ moderno se apoya en tecnologías y técnicas de poder que se incrustan en las prácticas cotidianas de las instituciones sociales (por ejemplo, en las escuelas o las prisiones), y producen sujetos sociales.

La técnica de ‘examen’, por ejemplo, no es exclusivamente lingüística sino que se define sustancialmente mediante prácticas discursivas –géneros— tales como los de la consulta/examen médico y otras diferentes variedades de entrevistas (Fairclough 1992 a). Ciertos géneros institucionales clave, como las entrevistas, pero también el asesoramiento [vi], se encuentran entre las características más destacadas de los órdenes del discurso en las sociedades modernas.

En éstas, en contraste opuesto con las sociedades premodernas, el discurso se caracteriza por cumplir un rol distintivo y más importante en la constitución y reproducción de las relaciones de poder y de las identidades sociales que entraña.

Esta explicación foucaultiana del poder en la modernidad también permite explicar el énfasis que la teoría social del siglo XX colocó en la ideología como medio a través del cual se sostienen las relaciones sociales de poder y dominación (Gramsci 1971; Althusser, 1971; Hall, 1982), la normalidad de sentido común de las prácticas cotidianas como base para la continuidad y la reproducción de las relaciones de poder.

Y Habermas (1984) realiza un giro histórico y dinámico en el análisis del discurso de la modernidad con su postulación de la progresiva colonización del ‘mundo de la vida’ por parte de la economía y el estado, que entraña un desplazamiento desde las prácticas ‘comunicativas’ a las prácticas ‘estratégicas’, que encarnan la (moderna) racionalidad puramente instrumental. Este proceso se ejemplifica bien a partir de los modos en que la publicidad y el discurso promocional han colonizado muchos dominios de la vida en las sociedades contemporáneas (ver próximo apartado).

En esta breve revisión de la modernidad, no debo omitir los fenómenos de estandarización del lenguaje, que están estrechamente ligados con la modernización; una de las características de la modernidad es la unificación del orden del discurso, del ‘mercado lingüístico’ (Bourdieu, 1991) mediante la imposición de lenguas estandarizadas en los estadosnaciones.

Muchas de estas características de la sociedad moderna son todavía evidentes en las sociedades contemporáneas del ‘capitalismo tardío’ (Mandel, 1978), pero también se han producido ciertos cambios significativos que afectan los órdenes del discurso contemporáneos que manifiestan una mezcla de caracteres modernos con lo que algunos comentaristas (Jameson, 1984; Lash, 1990) caracterizan como ‘posmodernos’.

La identificación de los caracteres ‘posmodernos’ de la cultura es difícil y necesariamente controvertida, tanto en la esfera del discurso como en otras. A continuación bosquejaré, muy selectivamente, dos definiciones recientes de la cultura contemporánea, la de ‘modernidad tardía’ (ver Giddens, 1991) y la de ‘sociedad de riesgo’ de Beck (1992) estrechamente vinculada a ella, y luego de ‘cultura publicitaria’ (ver Wernick, 1991; y Featherstone, 1991, sobre la ‘cultura de consumo’), para identificar de manera tentativa tres conjuntos de desarrollos que se interrelacionan en las prácticas discursivas contemporáneas.

1. La sociedad contemporánea es ‘post-tradicional’ (Giddens, 1991). Esto significa que las tradiciones, en lugar de darse por sentadas, deben justificarse en relación con otras posibilidades alternativas; que las relaciones en público que se basan automáticamente en la autoridad están en decadencia, porque son relaciones personales basadas, por ejemplo, en derechos y deberes de parentesco; y que la propia identidad de la gente, en lugar de ser una característica propia de las posiciones y los roles, se construye reflexivamente mediante un proceso de negociación (ver también punto 3. más abajo).

Las relaciones y las identidades necesitan, cada vez más, ser negociadas a través del diálogo, una apertura que entraña mayores posibilidades que las identidades y relaciones fijas de las sociedades tradicionales, pero también entraña mayores riesgos.

Una consecuencia de la naturaleza, cada vez más, negociada de las relaciones es que la vida social contemporánea demanda habilidades dialógicas altamente desarrolladas. Esto es así en el trabajo, donde se ha producido un incremento en la demanda de ‘trabajo sensible’ (Hochschild, 1983), y, como consecuencia, un incremento de trabajo comunicativo, como parte de la expansión y transformación del sector de servicios. También es así en los contactos entre profesionales y su público (‘clientes’), y en la interrelación entre socios, parientes y amigos. Estas demandas pueden ser una fuente de dificultades mayores, porque no todos pueden cumplirlas fácilmente; actualmente se ha producido un notable interés en la educación lingüística por el entrenamiento de las ‘habilidades comunicativas’ en la interacción grupal y cara a cara.

Esto proporciona un marco dentro del cual podemos encontrar sentido a los procesos de ‘informalización’ (Wouters, 1986; Featherstone, 1991) que han tenido lugar desde los años ’60 en su aspecto específicamente discursivo, que he denominado ‘conversacionali-zación’ del discurso público (Fairclough, 1992a, 1994 (vii).

La conversacionalización es una característica contundente y penetrante en los órdenes del discurso contemporáneos. Por un lado, puede considerarse como una colonización del dominio público por parte de las prácticas del dominio privado, una apertura de los órdenes públicos del discurso a prácticas discursivas que son más accesibles que las prácticas elitistas tradicionales del dominio público, y, de esta manera, considerarla como un acceso más abierto al dominio público.

Por otro lado, puede considerarse como una apropiación de las prácticas del dominio privado por parte del dominio público: la infusión de prácticas requeridas en los escenarios públicos posttradicionales por los complejos procesos de negociación de identidades y de relaciones al que aludíamos antes.

La ambivalencia de la conversacionalización va más allá: a menudo es una ‘personalización sintética’ asociada con los objetivos publicitarios del discurso (ver 3. más abajo) y ligada a la ‘tecnologización’ del discurso (ver 2. abajo).

2. La reflexividad, en el sentido de empleo sistemático del saber acerca de la vida social para organizarlo y transformarlo, es una característica fundamental de la sociedad contemporánea (Giddens).

En su forma contemporánea distintiva, la reflexividad está ligada a lo que Giddens llama sistemas de expertos: sistemas constituidos por expertos (como los médicos, los terapeutas, los abogados, los científicos y los técnicos) con conocimientos técnicos altamente especializados de los cuales somos cada vez más dependientes. La reflexividad y los sistemas de expertos se ‘expanden incluso hasta el corazón del yo’ (Giddens, 1991: 32) con la muerte de los roles y posiciones impuestos en las prácticas tradicionales, la construcción de la propia identidad es un proyecto reflexivo, que implica recurrir a sistemas de expertos (por ejemplo, la terapia o el asesoramiento).

Las prácticas discursivas mismas son un dominio de experticia y reflexividad: la tecnologización del discurso puede comprenderse, en términos de Giddens, como la constitución de sistemas de expertos cuyo dominio son las prácticas discursivas, particularmente, las de las instituciones públicas.

3. La cultura contemporánea se ha caracterizado como cultura ‘publicitaria’ o cultura ‘de consumo’ (Wernick, 1991; Featherstone, 1991) (viii). Estas denominaciones apuntan a las consecuencias culturales del mercado y la producción masiva –la incorporación de nuevos dominios en el mercado de artículos de consumo (como las ‘industrias culturales’) y la reconstrucción general de la vida social sobre la base del mercado – y un relativo cambio de énfasis en la economía desde la producción al consumo.

El concepto de cultura publicitaria puede comprenderse en términos discursivos como generalización de la publicidad como una función comunicativa (Wernick, 1991:181) –el discurso como un instrumento para ‘vender’ bienes, servicios, organizaciones, ideas o personas – entre diferentesórdenes de discurso.

Las consecuencias de la generalización de la publicidad para los órdenes de discurso contemporáneos son bastante radicales. Primero, hay una reestructuración de los límites entre órdenes de discurso y entre prácticas discursivas; por ejemplo, el género de la publicidad de consumo ha colonizado los órdenes de discurso de los servicios públicos y profesionales en una escala masiva, generando muchos géneros híbridos parcialmente publicitarios (como el género de los prospectos universitarios contemporáneos que se considerarán en el próximo apartado).

Segundo, se ha producido una instrumentalización generalizada de las prácticas discursivas, que incluye la subordinación y la manipulación del significado para el logro de efectos instrumentales. En Fairclough (1989), por ejemplo, consideré el caso de la ‘personalización sintética’, la simulación de la conversación cotidiana persona a persona, en espacios institucionales (recordar la discusión acerca de la conversacionalización en 1. Más arriba).

Este es un caso de manipulación del significado interpersonal con un efecto estratégico, instrumental. En tercer lugar, hay un cambio más profundo y también más contencioso, en lo que Lash (1990) llama el ‘modo de significación’, la relación entre significante, significado y referente. Un aspecto de este cambio es el relativo desplazamiento de la prominencia de diferentes modalidades semióticas: por ejemplo, la publicidad ha experimentado una tendencia muy bien documentada a depender cada vez más de las imágenes visuales, a expensas de la semiosis verbal.

Pero considero que también existe un significativo desplazamiento desde lo que podríamos llamar significación–con referencia a la significación–sin referencia: en la primera se produce una triple relación entre ambos ‘lados’ del signo (significante, significado) y un objeto del mundo real (un evento, una propiedad, etc.); en cambio, en la última no existe objeto real, sólo la constitución de un ‘objeto’ (significado) en el discurso.

Por cierto, la posibilidad de ambas formas de significado es inherente al lenguaje, pero de cualquier modo, puede rastrearse comparativamente su relativa importancia en diferentes tiempos y lugares.

La colonización del discurso por la publicidad también puede tener efectos más patológicos sobre los sujetos, y conlleva implicaciones éticas más importantes. Todos estamos, por cierto, sujetos constantemente al discurso publicitario, hasta el punto de que existe un serio problema de confianza: dado que gran parte de nuestro entorno discursivo se caracteriza por una intencionalidad publicitaria más o menos explícita, ¿cómo podríamos estar seguros de qué es lo auténtico y qué no lo es? ¿Cómo sabemos si una conversación amistosa no es sólo algo simulado con un efecto instrumental? (ix)

Este problema de confianza se complejiza por la significación que tienen las elecciones realizadas entre ‘estilos de vida’ proyectados en relación con los bienes de consumo publicitarios para la construcción reflexiva de la propia identidad. Pero las consecuencias patológicas van mucho más profundo; es cada vez más difícil no quedar uno mismo involucrado en la publicidad, dado que mucha gente tiene que hacerlo como parte de su trabajo, pero también porque la autopromoción se está volviendo parte de la propia identidad (ver 1. más arriba) en las sociedades contemporáneas.

La expansión colonizadora del discurso publicitario arroja así problemas más serios para lo que razonablemente podríamos llamar la ética del lenguaje y el discurso.

Todo esto, repito, es un intento de identificar los cambios en las prácticas discursivas y su relación con cambios sociales y culturales más amplios. No obstante espero que esta exposición esquemática sea capaz de plantear algunos de los aspectos de la ‘cuestión del lenguaje’, tal como se experimenta en la sociedad contemporánea. Si esto resulta convincente, entonces es vital que la gente sea cada vez más consciente del papel del lenguaje y el discurso. Los niveles de conciencia son, sin embargo, muy bajos.

Poca gente posee siquiera un metalenguaje elemental para hablar y pensar acerca de estas cuestiones. Lograr una conciencia crítica del lenguaje y las prácticas discursivas es a mi entender un prerrequisito para ser un ciudadano democrático, y una prioridad urgente en la educación lingüística, y la gran mayoría de la gente (ciertamente esto es así en Gran Bretaña) está muy lejos de haberlo logrado (ver Clark et al. 1990, 1991).

Esta es una oportunidad para que los estudios lingüísticos aplicados ocupen un papel importante en esas cuestiones, aunque no serán capaces de asumir esta responsabilidad si no introducen un giro histórico, social y crítico como el que estoy proponiendo.

La estructuración de un mercado del discurso público: las universidades

En este apartado me referiré a un caso particular y a textos específicos para ilustrar la posición teórica y el marco analítico que planteé en los dos primeros apartados, y al mismo tiempo concretaré la explicación algo abstracta sobre las prácticas discursivas a las que me referí en el apartado anterior. Me centraré en el caso de la constitución de un mercado de prácticas discursivas en las universidades británicas contemporáneas (x), y con esto quiero decir la reestructuración del orden del discurso apoyado en el modelo del mercado. Para algunos puede parecer inadecuado que un académico analice introspectivamente el caso de las universidades como un ejemplo de mercado, pero yo no lo veo así; los cambios recientes que han afectado a la educación superior son un caso típico, y un buen ejemplo, de los procesos más generales de creación de mercados y de bienes de consumo en el sector público.

El mercado de las prácticas discursivas de las universidades es una de las dimensiones del mercado de la educación superior en general. Las instituciones de educación superior han llegado a operar, cada vez más (bajo la presión gubernamental), como si fueran empresas de negocios que compiten para vender sus productos a los consumidores (xi).

Esto no es un simulacro. Por ejemplo, se requiere de las universidades que aumenten sus fondos incrementando proporcionalmente los recursos privados, y que realicen ofertas cada vez más competitivas para el financiamiento (por ejemplo, para atraer grupos adicionales de estudiantes en determinadas áreas).

Pero hay muchas otras cosas en las que las universidades se parecen a las empresas –gran parte de sus ingresos, todavía provienen de subvenciones del gobierno. No obstante, las instituciones están realizando cambios organizativos más amplios que concuerdan con el modo operativo del mercado, como por ejemplo, la introducción de un mercado ‘interno’ haciendo que los departamentos sean cada vez más autónomos, empleando enfoques administrativos ‘empresariales’, por ejemplo, para la evaluación y la capacitación del personal, introduciendo planificación institucional y prestando mayor atención al estudio de mercado.

También se ha presionado a los académicos para que consideren a sus alumnos como ‘consumidores’, y a dedicar sus mayores energías a la enseñanza y al desarrollo de métodos de enseñanza centrados en el alumno. Se considera que estos cambios requieren nuevas habilidades y cualidades de parte de los académicos, y, por cierto, una transformación de su identidad profesional. Ellas se instancian y se constituyen a través de cambios de diferentes niveles en las prácticas discursivas y en el comportamiento,

Notas

La versión original, en inglés, de este artículo fue publicado en Fairclough, N. L. (1993). Critical Discourse Analysis and the Marketization of Public Discourse: The Universities. Discourse & Society 4(2), 133-68.

1 Nota del Autor: Empleo el término ‘texto’ tanto para referirme a textos escritos y transcriptos como a la interacción oral.

2 Nota de traducción: La distinción entre nombres ‘contables’ / ‘no contables’ pertenece a la gramática del inglés y permite distinguir sustantivos que tienen una forma singular y una plural, como house, flower, boy, hat [casa, flor, niño, sombrero] (contables) y otros como water, air, beauty [agua, aire, belleza], que en inglés no tienen forma plural y no pueden ser ‘contados’ (no contables).

3 Nota del Autor: El péndulo de la moda académica parece oscilar contra esta perspectiva ‘ideológica’ y a favor de un mayor énfasis en la autoconciencia y en la reflexividad (ver Giddens, 1991) Aunque acepto la necesidad de una corrección en este sentido (ver más abajo, acerca de la reflexividad) creo que es equívoco abandonar la perspectiva ideológica. Ver Introducción General.

4 NA. Ambos no son independientes, por cierto. La naturaleza de los detallados procesos de producción e interpretación en casos particulares, depende del modo en que se está configurando el orden del discurso. Ver Fairclough (1992 a: 18-19) para una discusión crítica del análisis de la conversación en estos términos.

5 N.A. Empleo este término de una manera más laxa que Williams, para quien las culturas dominante, emergente y opositiva estaban ligadas a las clases dominantes, emergentes u opositoras. Ver Wermick (1991) y también Fairclough (1989).

6 N.T. El término empleado es ‘counselling’ que puede traducirse como ‘asesoramiento’ de tutores o tutorías.

7 N.A. Wouters (1986), considera sin embargo, que la formalización y la informalización son fenómenos cíclicos, y sugiere que se ha producido una nueva ola de formalización desde los años ’70.

8 N.A. Aquí la discusión se apoya fuertemente en Wernick (1991) y en Fairclough (1989)

9 N.A. Otra cuestión es si las prácticas simuladas no son, por la misma razón, devaluadas en general.

10 N.A. En el momento de escribir este artículo, la división binaria entre universidades y los politécnicos se está disolviendo.

11 N.A. Este parágrafo es resultado de un trabajo en colaboración con Susan Condor, Oliver Fulton y Celia Lury.

Discurso & Sociedad, Vol 2(1) 2008, 170-185

Notas Biográficas

Norman Fairclough es profesor emérito de la Universidad de Lancaster y es uno de los fundadores del Análisis Crítico del Discurso. Actualmente contribuye a la enseñanza de cursos de Master en la Universidad de Bucarest e imparte cursos a nivel de doctorado en Dinamarca. Sus principales libros son Language and Power, Londres: Longman 1989 (segunda edición revisada 2001) ; Discourse and Social Change, Cambridge: Polity Press 1992; Critical Language Awareness (libro editado), Londres: Longman 1992; Media Discourse, Londres: Edward Arnold 1995; Critical Discourse Analysis, London: Longman 1995; Discourse in Late Modernity – Rethinking Critical Discourse Analysis, Edinburgh: Edinburgh University Press 1999 (con Lilie Chouliaraki); New Labour, New Language? Londres: Routledge, 2000; Analysing Discourse: Textual Analysis for Social Research, Londres: Routledge 2003; Language and Globalization, Londres: Routledge 2006; Discourse in Contemporary Social Change (libro co-editado), Peter Lang 2007.

Teoría Crítica del Derecho. Susana Boneno.

El estudio del derecho comparte una matriz de epistemología común a ciertos paradigmas predominantes en momentos históricos determinados. Así la misma noción de derecho implica la asunción de un modelo no exento de connotaciones ideológicas, el que le da forma y le permite, a su vez, construir esquemas conceptuales jurídicos, acordes a dicha perspectiva.

En el escenario jurídico, los dos modelos más relevantes, el iusnaturalismo y el positivismo jurídico, han sido los enclaves sobre los cuales se montaron la mayoría de las teorías jurídicas, más allá de las distintas vertientes que surgieron de dichas matrices. La polémica entre ambos puede analizarse a muchos niveles y desde diferentes ángulos, pero éste no es el objeto de nuestro trabajo.

En este ensayo pretendemos hacer referencia a los aportes y limitaciones que implican ambas perspectivas para la praxis jurídica, dando cuenta de su aparente irreconciabilidad en virtud del antagonismo manifiesto en sus presupuestos ontológicos y epistemológicos. En segundo lugar apuntamos a exponer un abordaje del fenómeno jurídico distinto a los tradicionalmente conocidos, reivindicando la potencialidad transformadora para la teoría jurídica que éste implica.

Respecto de la posición iusnaturalista, su pervivencia y antigüedad hace que su caracterización presente algunas dificultades. El iusnaturalismo de Hobbes tiene, por ejemplo, una gran distancia ideológica de Leibniz, tanto como el de Santo Tomás de Dworkin.

Sin embargo, a pesar de que han existido distintos tipos históricos de iusnaturalismo, existe al decir de autores como Elías Díaz un «ideario mínimo común iusnaturalista»[1] que comparten distintos pensadores. Este ideario se manifiesta a través de un discurso ético que aspira en todas sus variantes a una aproximación a la justicia, de allí que se orienten a identificar lo justo con una serie de principios, más o menos amplios según el autor o la escuela de que se trate.

Estos derivan de la naturaleza, que es interpretada también de distintas maneras, y son cognoscibles por el hombre. Algunos de estos principios revisten el carácter de inmutabilidad y universalidad. En términos generales los autores iusnaturalistas parecen estar de acuerdo en afirmar, que por encima de las leyes humanas existe otro derecho, llamado natural, sobre el que deben asentarse los ordenamientos jurídicos positivos, al menos en sus principios fundamentales.

Estas líneas de estudio, al hacer depender los ordenamientos jurídicos positivos de su adecuación a ciertos principios superiores, evidencian un problema fundamental y es el referido al valor del contenido de la norma jurídica. De acuerdo a esta ideología, la norma jurídica, invariablemente debe ser justa, en tanto el derecho natural, propio de todos los hombres reviste esta característica. Así aparece el planteo de la justicia como eje central del discurso iusnaturalista.[2]

Por el contrario para los iuspositivistas el planteo del derecho encuentra otro camino, partiendo de la afirmación básica que el derecho es simplemente el derecho positivo, entendiendo por tal los ordenamientos jurídicos vigentes en cuanto fenómenos sociales y variables históricamente.

Y en consecuencia, la calificación de algo como derecho es independiente de su posible justicia o injusticia. Recordaremos aquí la escuela kelseniana y sus seguidores, preocupados por distinguir el valor del derecho del de su validez, es decir la cuestión de si una norma es justa del problema de si ésta existe (si es válida).

Así sostienen que el primer problema no le compete a la Teoría del Derecho, ya que el planteo de cuestiones tradicionales de la especulación iusfilosófica tales como preguntarse si existe la justicia o si existen criterios objetivos de justicia, no dejan de ser pseudo problemas cuya respuesta depende de cierta ideología.[3]

Este positivismo profundamente  anti metafísico, lucha por desagregar las cuestiones valorativas del derecho y elevar el concepto de seguridad jurídica por sobre cualquier axiología. Esto im plica asumir por parte del positivismo, entre otras cuestiones, que la norma jurídica expresa un valor, p e ro no absoluto al estilo iusnaturalista, sino relativo, en tanto ella es expresión de la orientación política del legislador , y en cuanto tal refleja un valor relativo al de ciertos hombres.

Las disputas cruzadas fueron y son variadas, se construyeron teorías y elaboraron modelos que realizaron aportes de gran significación para la ciencia jurídica.

EL PUNTO COMUN

Sin embargo, y a pesar de tal divorcio epistemológico, existe un lugar donde los conceptos primarios de estas líneas sirven como recursos capaces de legitimar un discurso jurídico específico. Este discurso se monta sobre un punto de inflexión en el que la teoría pierde su sentido epistemológico originario y transparenta un efecto quizá no buscado. Con esto nos referimos a que aquellas posiciones antagónicas mencionadas, la iusnaturalista y la positivista, se unen en una forma de trabajo específica por parte de quienes producen y aplican el derecho, moldeando de esa forma una particular praxis jurídica.

Para ello, los principios iusnaturalistas ofrecen recursos discursivos que nunca pueden ser refutados desde la perspectiva analítica del positivismo, en tanto no se ajustan a ningún criterio empírico de comprobación. ¿Quién puede asegurar o negar la existencia de un derecho natural a la justicia? Digamos que no existe ningún lugar superior desde el que se pueda negar algún tipo de iusnaturalismo.

Por otra parte es el iuspositivismo el que brinda los instrumentos ciertos y eficaces capaces de confirmar el modelo de seguridad jurídica más acorde para expiar los excesos de metafísica del iusnaturalismo, considerado poco riguroso desde la modernidad racionalista.

Es decir, allí donde los principios eran lógicamente incomunicables se funden hoy en la cuestión práctica de cómo los efectos de estos discursos actúan como guía y representación de una praxis jurídica.

Es el enclave de dos discursos que permiten moldear el sentido común de una práctica jurídica cotidiana; una lógica irrefutable que opera a partir de fundamentar desde la faz teórica la existencia de principios naturales y desde el punto de vista metodológico, separa con su bisturí analítico la paja del trigo.

Nos referimos a una forma estratégica de manipulación conceptual, capaz incluso de desmembrar el sentido originario de los conceptos mismos, en tanto los desvincula de sus matrices epistemológicas originarias.

Las representaciones que tal discurso, magníficamente unificado brinda, sirven como garante de una pureza principista y metodológica. Y así se aspira a que en la construcción del escenario jurídico y social, el jurista de oficio no pueda ser visto como operador de las relaciones sociales, ni como manipulador de las estructuras de poder, sino más bien como un respetuoso de principios éticos y realizador técnico de los textos legales.

EL ABORDAJE CRÍTICO DEL DERECHO

La necesidad de desmontar este discurso jurídico y de responder a una serie de preguntas negadas anteriormente, llevan a la constitución de un saber del derecho que puede rotularse como crítico.

Este tipo de conocimiento del derecho surgió ante la cuestión de responder a problemáticas que por su propio peso tiñeron el tradicional horizonte especulativo, y ante la convicción de que el conocimiento conceptual o metafísico del derecho eludía la posibilidad de explicar los efectos sociales y los entramados políticos de la praxis jurídica.

De igual manera la función de jueces y juristas trasuntaba esa independencia dogmática frente a una realidad que a ojos vista era incapaz de contenerse en las cavas metafísicas del iusnaturalismo y en la furia positivista por expulsar los contenidos de las normas jurídicas.

De igual forma que en las posiciones mencionadas, el conocimiento crítico del derecho admite variadas líneas de trabajo, pero podemos afirmar consecuentemente con Russo[4] «que se trata de un conjunto de ideas producidas a partir de diferentes marcos conceptuales que se relacionan de manera flexible y problemática e intentan aprehender las condiciones históricas y las estructuras político sociales que confluyen en el estudio del derecho, además pretenden comprender los sentidos sociales del trabajo teórico aceptado como discurso competente de los juristas».

El conocimiento crítico del derecho trabaja por erigirse como una revisión epistemológica capaz de operar sobre el discurso jurídico institucionalmente sacralizado, introduciendo necesariamente la temática del poder a fin de diluir los intentos iuspositivistas y iusnaturalistas de colocar fuera de lo jurídico al ámbito político.[5]

Se trata de evidenciar el valor político de las verdades jurídicas a partir del análisis de los discursos competentes, el que opera como una unificación de verdades por efecto de una praxis jurídica, que analíticamente constituye el «sentido común teórico de los juristas».[6]

La teoría crítica remonta sus orígenes a la corriente de «Critique du Droit» en Francia, la cual consagraba a un grupo de juristas franceses que se proponían una empresa teórica y pedagógica destinada a desmontar los supuestos políticos y epistemológicos de las teorías tradicionales. En la base

del movimiento existía un rechazo a las concepciones dominantes en las escuelas de derecho francesas, donde según Cárcova[7] «reinaba el individualismo, el aislamiento intelectual, la suspicacia frente a las preocupaciones teóricas y un antimarxismo primario».

En contraposición, la nueva corriente trabaja haciendo uso de categorías materialistas con el fin de penetrar en la comprensión profunda de la naturaleza y del rol del derecho. Pero sus abordajes rechazan el reduccionismo implícito en la metáfora estructura y superestructura y se orientan más en las conceptualizaciones althuserianas, alejándose así de la ortodoxia y ganando riqueza conceptual.

Frente a los enfoques tradicionales que tratan de presentar al Estado como emanación del interés general y a su orden jurídico como instrumento de realización de ideales universales y ya históricos de justicia, pretenden demostrar que son las condiciones histórico materiales de la vida social las que explican las formas y funciones de las instituciones jurídicas , que tienen su especificidad, pero pueden comprenderse sólo a partir de su inclusión en la totalidad.

Dentro del mismo movimiento, uno de sus exponentes, Jeammaud, al realizar un balance autocrítico de sus producciones, reivindica sus éxitos parciales, fundamentalmente por haber instalado un campo de reflexión alternativo. Pero por otro lado hace presente la necesidad de seguir trabajando sin aferrarse exclusivamente a las tesis materialistas y de continuar esfuerzos teóricos penetrando en enclaves ajenos a esta tradición.

En la misma época que «Critique du Droit», en el Congreso Internacional de Filosofía jurídica realizado en 1975 en la Universidad de Belgrano son presentados los primeros trabajos que expresaban esta corriente en Argentina, la que cuenta entre sus miembros más destacados a Enrique Marí, Alicia Ruiz, Ricardo Entelman y Carlos Cárcava.

Esta nueva perspectiva de abordaje jurídico define al derecho como «una práctica social específica que expresa los niveles de acuerdo y de conflicto de los grupos sociales que operan al interior de una formación económica social determinada, práctica de naturaleza discursiva, discurso ideológico y discurso del poder«.[8]

Así, consideran que los orígenes del poder en la sociedad, los lugares donde los conflictos sociales se generan, las formas en que se establecen las sumisiones, permanecen ocultas. Por eso la teoría crítica del derecho propone una lectura descriptiva, explicativa y crítica del discurso del derecho.[9]

Es imprescindible desmitificar ese lugar que pretende aparecer como «neutro», donde se construyen las verdades jurídicas, y para ello es necesario evidenciar y analizar los espacios institucionales desde los que se pauta una interpretación polisémicamente controlada de las instancias discursivas , con el fin de producir conceptos legitimadores. Esta es la manipulación conceptual mencionada, aquella que los elabora cuidadosamente con el fin de mantener y reproducir el lugar sagrado desde donde se ejerce el poder de los significados jurídicos.

La teoría crítica propone categorías analíticas que permitan dar cuenta de la inserción del derecho en las formas históricas de la sociabilidad, para lo cual carecían de utilidad las provenientes de las teorías tradicionales.

Sus expositores sostienen la necesidad de conceptualizar una teoría de la ideología que «se hiciera cargo de los niveles del imaginario social y su articulación múltiple con el mundo de las normas, las prácticas institucionalizadas, el rol de los juristas y las representaciones de los súbditos».[10]

Los representantes de la teoría crítica en nuestro país basan sus trabajos en categorías provenientes del marxismo pero en un contexto heterodoxo, que en sus presupuestos epistemológicos incluye también a autores franceses de tradiciones intelectuales distintas e incluso distantes del marxismo, como Bachelard, Canguilhem o Foucault. A diferencia de la «Critique du Droit» francesa, la Argentina asume desde su comienzo un camino más ecléctico.

Otro aspecto a destacar de esta línea de pensamiento, y que coincide con nuestro propio abordaje del derecho -desde la ciencia política- se refiere a la posición asumida para dar cuenta de la especificidad de lo jurídico a partir de la necesaria comprensión de la totalidad estructurada que lo contiene.

Esto es la totalidad social; por ello sostienen la necesidad de constituir un saber multi y trans disciplinario desplegado como lugar de intersección de múltiples conocimientos: históricos, políticos, económicos, psicoanalíticos, etc., no mediante un ingenuo recurso de mera adicción sino como un intento de síntesis productiva.

Así, la teoría crítica se interroga y aborda la relación del derecho con los elementos que son propios del imaginario en las sociedades modernas. «En ellas el derecho se materializa como discurso, esto es, como un proceso social de producción de sentidos. Es más que palabras, es también comportamientos, símbolos, conocimientos, es lo que los jueces interpretan, los abogados implementan, los litigantes declaran, los teóricos producen, los legisladores sancionan y los doctrinarios critican”.[11]

Buena parte del imaginario social está puesto en el derecho, pero esta visión del orden jurídico como comunicación simbólica no ha sido muy considerada a pesar de estar presente en él las dos estructuras simbólicas fundantes: mitos y ritual. Los ritos o ceremonias tan frecuentes en el derecho, operan como refuerzos de las creencias que él mismo inculca y por ello se convierten en condición necesaria de su efectividad.

Así son una forma de transformar el poder en orden en tanto permiten que se proyecte como una cosmovisión que ordena y da sentido a la vida social y ese orden se refleja en mitos, aunque racionalizado en mitos profanos por efecto de la secularización.

Ese campo del imaginario social sostiene Marí[12] «no ha sido considerado por la teoría jurídica y política de tendencia tanto iusnaturalista como positivista, más preocupados por construir los montajes referenciales en sus respectivas regiones de lo divino y natural o de la justificación racional, que en desmontar o producir una reflexión crítica sobre sus modos de funcionar».

El discurso jurídico reconoce, según Entelman R., distintos niveles: el primero se refiere a las manifestaciones del derecho por parte de quienes poseen el poder para crearlo, se trata del discurso normativo en sus distintas formas: normas, reglamentos, contratos, etc.

El segundo está constituido por las producciones teóricas y prácticas realizadas sobre el primer nivel, es decir el trabajo de juristas, abogados, etc. El tercer nivel es el referido a quienes manifiestan el impacto de los dos niveles anteriores, es el discurso de los súbditos y usuarios del derecho. Es allí donde se condensa el imaginario social a partir de las representaciones que los dos niveles construyen, las imágenes, mitos y ficciones.

Este discurso jurídico es un discurso conformador de realidades en tanto asigna significaciones especiales; construye destinatarios de sus verdades y constituye los «enemigos» del sentido común jurídico.

Así tomamos a Entelman[13] cuando dice: «Ahora el discurso jurídico se hace cargo de ser el discurso del poder, pero no porque tiene que vérselas con las normas que atribuyen los Poderes o con las menciones normativas de los hombres transformados en sujetos de derecho,sino porque es el discurso cuyo propio proceso de producción consiste en la expresión de los lugares de la trama del poder constituido en las prácticas sociales».

Poder para el que las representaciones colectivas, el ámbito de lo imaginario y de lo simbólico es un lugar estratégico, de importancia capital en tanto es allí donde se constituyen los principios de su legitimación. Cabe decir, que para los críticos del derecho el concepto de poder es una idea de relación al estilo de Foucault, no es una cosa ni un instrumento que posea un lugar fijo en la estructura social. De allí que esta idea nos permite hacer mención de una doble función que apareja el derecho en tanto torneado ideológicamente:

«Así, cuando el derecho nos promete igualdad no sólo nos escamotea la percepción de nuestra desigualdad real, también legitima nuestro reclamo por la igualdad. De tal suerte que el carácter ideológico del derecho tiene un doble papel, por una parte reconduce las relaciones de poder pero, por la otra, al legitimar el reclamo, posibilita la reformulación y la transformación progresiva de las relaciones de poder». [14]

La conformación de una teoría explicativa de los fenómenos del poder no se agota en el reclamo del cambio de poder, al estilo revolucionario, sino en principio, apunta a tratar de desmontar ciertas ficciones fundantes del discurso jurídico que han esclerosado los principios de legitimación del mismo, como es la noción misma de sujeto. Al respecto explica Alicia Ruiz:[15]

«La estructura del derecho moderno se organiza y se sostiene en torno a la categoría de ‘sujeto ‘. Discutir esta noción, desmontarla, supone someter a revisión todo el discurso jurídico. El sujeto de derecho, libre y autónomo, es una categoría histórica propia de una forma peculiar de lo social y de la política de una cierta organización de lo simbólico y de un peculiar imaginario social. Ese sujeto libre para actuar y con autonomía de voluntad para decidir, corresponde a una manera de conceptualizar al hombre y a su naturaleza.

El hombre, lo humano, no son realidades dadas que preexistan al discurso que los alude.

En el derecho siempre hay un hombre interpelado como si su constitución como tal fuera precedente a ese derecho. Sin embargo la complejidad de la cuestión reside justamente, en explicar cómo el derecho interpela al sujeto que al mismo tiempo constituye. Cuando la ley nos nombra como ‘padre’ u ‘homicida’, ‘comerciante’, ‘mayor de edad’, ‘fallido’, deudor, ‘acreedor’, en cada una de esas maneras de mencionarnos pareciera que nosotros, cada uno de nosotros existe ya como sujeto.

En este supuesto reside la estructura ficcional que mantiene la integridad del discurso. Es como si en el origen hubiese un sujeto al cual calificar, permitir, prohibir y fuera por esto que la ley puede aludirlo, otorgarle un lugar en el campo de la legitimidad o excluirlo de él.»

Para los críticos, no hay sujeto antes…fuera o más allá de cada interpelación concreta y el sujeto constituido-interpelado, lo está en ambos sentidos, según un modelo de hombre presupuesto. Así: «El sujeto es una ficción ligada a una concepción del hombre generalmente silenciada».[16]

No existe un «hombre en abstracto» en el derecho, su neutralidad es aparente. El sujeto es una ficción, pero sus efectos son diversos según el humanismo presupuesto de que se trate.

A MODO DE CONCLUSION

Como sus propios representantes lo sostienen su orientación iusfilosófica «avanza en territorios donde es lícita la intersección de los saberes y en donde los límites se desdibujan y los discursos se interpenetran».[17]

Ello presupone una ruptura epistemológica con otros abordajes del derecho en tanto se concibe al mismo como una instancia específica de la totalidad social, de allí la necesidad de construir una teoría que no se desvincule del fenómeno en su conjunto, y en ese marco focalizar el análisis de sus aspectos específicos.

Estas afirmaciones ponen en crisis los modelos canónicos de ciencia jurídica, evidenciando los límites explicativos de las concepciones aceptadas. Esta crítica, y éste podría ser el corolario, instala el debate sobre la pretendida neutralidad del derecho, que se vincula con la percepción del

discurso jurídico como ordenado y coherente, organizado de tal modo que se torna autosuficiente y autorregulado.

Desde nuestro punto de vista resultan sumamente relevantes los efectos de este cuestionamiento, en tanto apunta a evidenciar el derecho como discurso legitimador del poder en el Estado Moderno. La estructura del discurso jurídico es fundamental para que el derecho cumpla este papel, en tanto se presenta coherente y ordenado, pero encubriendo y desplazando el lugar real del conflicto social.

Develar la complejidad y las remisiones al poder que apareja el discurso jurídico permiten coadyuvar a lograr que se destruya la ilusión de una ciencia neutral y de un objeto de límites precisos.

«Que exige explicar cómo y por qué hay tanto de ‘no racionalizable’ en sus mecanismos de constitución y funcionamiento … «.[18]

A partir del primer velo ya nada podrá ser igual , queremos creer.


[1] Elias Díaz: De la maldad estatal, la soberanía popular. Ed . Debate. 1984. pág. 96.

[2] Este ideario común permite diferenciar estas posiciones de otras valorattvas pero no iusnaturalistas ni positivistas, al respecto véase De nuevo sobre el problema del Derecho Natural de José Delgado Pinto. Ed. Universidad de Salamanca. 1982. cit. por Elías Díaz. De la maldad estatal , la soberanía popular. op. cit. pág. 96.

[3] Podemos al respecto recordar a Kelsen. ~AI hacer depender la aceptación de una norma de su correspondencia con un sistema de valores, que pretendemos exclusivo, incurrimos en ideología, pues nos privamos de la posibilidad de describir al derecho positivo tal como es, juzgándolo. en cambio, a la luz de lo que deseamos. Esta es la tesis que tozudamente sostuvo durante años Hans Kelsen. Roberto Vernengo. Curso de Teoría General del Derecho. Ed. De palma. Buenos Aires. 1985. pág. 151.

[4] Eduardo A. Russo. «Sobre ciertos abusos de la analiticidad» en Interpretación de la ley. Poder de las significaciones, significaciones del poder. Vol. 1. Ed. Abeledo Perrot. Buenos Aires. 1987. pág.19.

[5] “EI principal concepto que los estudios jurídicos y políticos tienen en común es el del poder… pero he tenido que constatar con cierta sorpresa que los juristas y politólogos usan el mismo término ‘poder’. del que ni unos ni otros pueden prescindir, ignorándose entre sí por completo.” Norberto Bobbio. Contribuciones a la teoría del derecho. Ed. debate 1980. pág. 355.

[6] Aquí podríamos recordar lo que al respecto dice Foucault: «Cada sociedad tiene su régimen de verdad. su ‘política general’ de la verdad, es decir: los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos …el estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero” . En Un diálogo sobre el poder. Ed. Alianza Materiales . 1981. pág. 143.

[7] Carlos Cárcava. «Teorías Jurídicas alternativas». En C. Cárcova. Teorias Juridicas alternativas.

Escritos sobre Derecho  y Política. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires. 199:3. pág. lB.

[8] B. Carlos Cárcova. «Derecho y Política en los tiempos de la Reconversión». en op. cit. pág. 60.

[9] “Cuando el derecho organiza los poderes del Estado, instituye órganos, dice quién manda y quién obedece, designa los que pueden ejercer los rituales, oculta la referencia implícita –que el poder no se genera ni está en tales poderes… que esos órganos y hacedores de rituales a quienes redistribuye la palabra, hablan en nombre de otros que están ocultos y ausentes-, encubre y desplaza el problema del poder constituyendo los símbolos del poder-. Ricardo Entelman. «Discurso normativo y organización del poder- en Materiales para una teoría critica deI derecho. Abeledo Perrol. Buenos Aires. 191. Pag. 303

[10] Carlos Cárcova. D/J. cit. pág. 20.

[11] Carlos Cárcova. op. dt. pág. 44.

[12] Enrique Marí. Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden». En Derecho y Psicoanálisis. Ed. Hachette. Buenos Aires. 1987.

[13] Ricardo Entelman. -Discurso normativo y organización del poder. en E. Marí, A. Ruiz., y otros. Materiales para una teoría critica del derecho. Abeledo Perrol. Buenos Aires . 1991. pág. 300.

[14] Carlos Cárcova. &p. cit. pág. 84.

[15] Alicia Ruiz. Aspectos ideológicos del discurso.  op. cit. pág. 197.

[16] Alicia Ruiz. op . cit. pág. 197 .

[17] Carlos Cárcova. Prólogo en Materiales para una teoria critica del Derecho. op. cit. pág. 7.

[18] Enrique Marí . “Moi Pierre Riviere … o el mito de la uniformidad semántica» . En el Discurso juridico. Perspectiva psicoanalítica, otros abordajes epistemológicos. Hachette. Buenos Aires. 1982″.

A Teoria do Direito e a teoria do humanismo realista. Eduardo C. B. Bittar. 2018

A ‘re-construção’ da Teoria do Direito

É no encontro sinérgico de várias fronteiras de estudos e pesquisas, nos campos da Teoria da Linguagem, da Teoria da Democracia e da Teoria da Sociedade[1] que formulei, recentemente, a Teoria do Humanismo Realista (THR), que figura como uma nova perspectiva metodológica dentro das diversas concepções atualmente existentes da Teoria Geral do Direito (TGD).[2]

Ela elabora, sintetiza e reúne elementos que vieram se sedimentando em etapas anteriores como premissas de trabalho para uma compreensão reflexiva do Direito. Em verdade, dentro de meu percurso de estudos e pesquisas, ela se afigurava como tendência geral e inclinação dos meus trabalhos, especialmente nos artigos publicados nos últimos cinco anos,[3] tendo recentemente encontrado uma versão mais sistemática, objetiva e sintética.

A Teoria está contida e expressa no recente livro Introdução ao Estudo do Direito: humanismo, democracia e justiça (2018),[4] onde os argumentos estão desenvolvidos de forma mais ampla, sabendo-se que a obra nasce derivada de influências da tradição filosófica da Teoria Crítica da Escola de Frankfurt (Frankfurt Schüle).[5]

Entre outras tarefas, a Teoria do Humanismo Realista (THR) procura dar conta da avalanche de mudanças que re-cambiou o Direito Positivo contemporâneo. Nestas últimas três décadas, as técnicas legislativas vieram se alterando, os ‘novos’ direitos vieram emergindo, o rol das fontes do Direito veio se alterando, o espectro de sujeitos de Direito se ampliou, a tecnologia potencializou a cidadania, a legislação se ‘des-codificou’, os princípios do Direito se disseminaram, o Direito sumular se consolidou, o ensino jurídico se expandiu, o diálogo entre as fontes do Direito tornou-se nova técnica de solução de antinomias jurídicas, de forma a se constatar que categorias, conceitos, práticas e instituições movimentaram o Direito brasileiro contemporâneo.

Somem-se a estes fatores, atualmente, os avanços da tecnociência, a cultura da informação, a virtualização dos procedimentos, a mudança dos valores predominantes, a busca pela efetividade dos direitos humanos e a crise da democracia representativa. Seria possível fazer tabula rasa de todas estas mudanças? Seria possível negá-las ou ignorá-las?

 Se a resposta é obviamente negativa, a Teoria do Humanismo Realista (THR) procura absorver estas alterações, tomando-as como inovações contemporâneas do Direito que merecem o status da re-qualificação da própria forma como a Teoria Geral do Direito (TGD) lida, interpreta e avalia o Direito Positivo.

É aí que se insere a tarefa de ‘re-construção’ que, em verdade, aqui quer apenas dizer ‘re-significação’. A partir daí, percebe-se que a Teoria Geral do Direito (TGD) está desafiada a se ‘re-mon-tar’, por todas as suas peças, engrenagens e esquemas, pois o desafio se deve não somente ao impacto transformador trazido pela Constituição Federal de 1988 — tomada enquanto paradigma constitucional cidadão — mas também em função das profundas transformações sócio-culturais das últimas três décadas.

Por isso, a ‘re-construção’ da Teoria Geral do Direito (TGD) passa a ser um desafio contemporâneo, algo que decorre do próprio estado de crise, no qual se encontra imersa a sociedade global. É a partir daí que novas tendências teóricas começam a se afirmar na Teoria do Direito, promovendo importantes ajustes ao cenário pós-moderno.[6]

 Em síntese, pode-se dizer que a Teoria do Humanismo Realista nasce como uma reação: a) à tradição positivista, e à enraizada concepção de formação legalista e cultivo do conceito-vazio, que separa sociedade e norma jurídica, que dicotomiza ser e dever-ser, privilegiando a forma-Direito ao processo social que conduz ao Direito-norma; b.) ao cenário contemporâneo de crise (econômico-financeira, política, moral e social), propondo o aprofundamento da consciência democrática, o desenvolvimento de um convívio social centrado em valores republicanos de cidadania, e a superação das marcas do passado colonial, visando-se o desenvolvimento político, social, econômico, técnico-científico e moral como processos modernizantes associados; c.) ao cenário de ascensão da pós-verdade, na medida em que propõe o fortalecimento da consciência crítico-reflexiva, e a aposta na autonomia da razão; d.) ao especialismo da Ciência do Direito fragmentada, reagindo pela tarefa de uma Teoria Geral que fornece visão abrangente, ali onde a cegueira dos micro-universos de discurso aparecem como consequência da cissiparação das especialidades técnicas; e.) ao burocratismo-formalista das instituições de justiça, propondo nos processos de humanização dos serviços de justiça uma tarefa importante para o exercício da cidadania; f.) à monologia legiferante, empoderando pela participação cidadã o(a)s parceiro(a)s do Direito à construção deliberativa dos conteúdos históricos de justiça que comporão os textos legais; g.) à cultura da violência, fortalecendo o escopo do Direito no enfrentamento das injustiças, da opressão social, das exclusões sociais, da pobreza, da fome e das desigualdades sócio-econômicas.

A Teoria do Direito no Brasil: um cenário em transformação

A Teoria do Direito viveu, no Brasil, certa estagnação nas últimas décadas. E isso porque a Teoria do Direito esteve durante longo tempo sob o domínio do positivismo jurídico. Este cenário se apresentou, especialmente, durante o século XX,[7] onde a presença da relação entre Direito Privado e o Positivismo Normativista de Hans Kelsen[8] marcaram a Ciência do Direito.[9]

Ora, com a crise do positivismo jurídico, inovações advieram neste campo, a partir de inúmeras perspectivas teóricas. Assim é que ao final do século XX, sente-se uma mais expressiva presença do linguistic turn,[10] e a Teoria do Direito se pluraliza em diversas perspectivas teóricas, sob a influência de correntes mais recentes. Assim, após um período de crise e de sucessivo abandono, dá-se um re-florescimento da Teoria Geral do Direito,[11] constatada a sua importância para uma visão geral acerca do estado do Direito Positivo, seus principais conceitos e as estruturas de sua compreensão.

Mas, guardadas estas características dos movimentos internos da Ciência do Direito atualmente, uma Teoria Geral do Direito continua sendo um empreendimento útil para uma compreensão abrangente do Direito, desde que baseada na interdisciplinaridade com outras fronteiras científicas das Ciências Humanas, no diálogo inter-áreas das Ciências do Direito e, também, situada diante dos desafios concretos da realidade brasileira. A capacidade de trânsito inter-áreas faz da Teoria Geral uma teoria poliglota, e, também, uma teoria polivalente, abrangente e basilar do Direito.[12]

A Teoria do Humanismo Realista (THR) entende que a Ciência do Direito não é capaz de produzir o entendimento sobre a complexa e mutável ‘realidade social’, sem recorrer à interdisciplinaridade, à interconexão entre saberes e ao diálogo com as Ciências Humanas (Antropologia; Sociologia; História; Filosofia; Ciência Política; Semiótica), para exercer a sua função social – no plano da reflexão, da crítica e da epistéme – com precisão, acuidade e responsabilidade.

A Teoria do Humanismo Realista e a Teoria Tradicional do Direito

Em especial, quando se trata da realidade brasileira, estando-se diante de uma sociedade desigual, injusta, violenta e que preserva traços autoritários nos processos de socialização, é decisivo o papel da Teoria do Humanismo Realista (THR) que seja capaz de renovar o compromisso com a justiça social, a democracia e os direitos humanos, apesar do contexto histórico refratário.

É assim que, enquanto Teoria Crítica nascida no contexto da modernidade periférica brasileira — a realidade específica brasileira — a Teoria do Humanismo Realista (THR) propõe uma abordagem que cultiva o que tem validade universal — enquanto assume uma visão humanizadora das relações jurídicas e do papel das instituições reguladoras de direitos — ao mesmo tempo em que cultiva o que tem utilidade local — enquanto adaptada às necessidades humanas concretas, bem como às dinâmicas e realidades empíricas locais.

A tensão entre a forma do Direito e a contextualidade da incidência do Direito não é aqui eliminada,[13] mas considerada como o fator de distinção do modo como a Teoria do Humanismo Realista (THR) considera o desafio de regência e tutela dos direitos e da dignidade de cada humano, em sua humanidade situada e circunscrita, contextualizada cultural, social, econômica e historicamente.

Ainda que o Direito seja um fenômeno global, presente em diversas culturas e povos, a forma com a qual se expressa obedece às dinâmicas históricas, sociais, econômicas, culturais e políticas específicas, sempre locais.

Assim, a forma universal é seguida dos conteúdos e das dinâmicas locais. Por isso, para compreender o Direito Brasileiro, e lidar com seus peculiares desafios, é necessário estudá-lo considerando-se a história, a cultura e a realidade brasileiras, para que a Teoria possa servir às necessidades humanas, reais e concretas, num cenário próprio em que cidadãos(ãs) disputam direitos e deveres.

É aí que a Teoria do Humanismo Realista (THR) entende que a Teoria deve ser apropriada à prática jurídica dentro da realidade brasileira e seus desafios, sendo capaz de compreender a importância do ajustamento recíproco entre processos de modernização (sempre acelerados, excessivos, distorcidos e excludentes) e processos de promoção de justiça (entendida como reequilíbrio, reflexividade social e reclamo de ajustamento recíproco entre sociedade-indivíduo-sociedade), e contribuir para a redução de desigualdades, injustiças, violências, exclusões, distorções, invisibilidades e formas de opressão.[14]

Por isso, e para finalizar, é importante afirmar a específica contribuição que a Teoria do Humanismo Realista (THR) pode trazer à Teoria do Direito contemporânea. O ponto central da Teoria do Humanismo Realista é a atitude de manter acesos, da tradição da Teoria Crítica, seus ideais emancipatórios, re-ligando dois aspectos que foram desconectados pela Teoria Tradicional do Direito: de um lado, a institucionalidade do Direito e, de outro lado, a emancipação da Sociedade.

Entende-se, a partir desta concepção, que o Direito deve ser capaz de promover a conservação social de conquistas de direitos e a estabilização de padrões racionais de socialização, através de normas de conduta exigíveis, ao mesmo tempo em que deve ser capaz de induzir transformações na sociedade, para que esta se torne – dentro de seu próprio processo de modernização – mais justa, mais solidária, mais igualitária, inclusiva e capaz de promover o desenvolvimento integral da pessoa humana, sua inserção na vida social e a realização do respeito à dignidade de todo(a)s e de cada um(a).


[1] A este respeito, vide Bittar, Linguagem jurídica: Semiótica, Discurso e Direito, Saraiva, 7.ed., 2017; Bittar, Democracia, justiça e emancipação social, Quartier Latin, 2013; Bittar, O Direito na pós-modernidade, Atlas, 3.ed., 2014.

[2] Reale, Lições preliminares de direito, 27.ed., 2004; Telles Junior, Iniciação na ciência do direito, 2001; Ferraz Junior, Introdução ao estudo do direito: técnica, decisão, dominação, 6.ed., 2010; Diniz, Compêndio de introdução à ciência do direito, 22.ed., 2011; Mascaro, Introdução ao estudo do direito, 2.ed., 2011; Poletti, Introdução ao direito, 4.ed., 2012; Betioli, Introdução ao direito, 12.ed., 2013; Dimoulis, Manual de introdução ao estudo do direito, 6.ed., 2014; Abboud, Carnio, Oliveira, Introdução à Teoria e à Filosofia do Direito, 3.ed., 2015; Pugliesi, Por uma teoria do direito, 2005; Maciel, Teoria Geral do Direito, 2004; Marques (Coord.), Diálogo das fontes: do conflito à coordenação de normas do direito brasileiro, 2012; Barzotto, Teoria do Direito, 2017; Abboud, Carnio, Oliveira, Introdução à Teoria e à Filosofia do Direito, 3.ed., 2015; Marques, (Coord.), Diálogo das fontes: do conflito à coordenação de normas do direito brasileiro, 2012; Barroso, Curso de direito constitucional contemporâneo, 4. ed. 2013; Pinheiro, Matos, Por um conceito hermenêutico de direito: Delimitação histórica do termo ‘hermenêutica’ e sua pertinência ao direito, in Revista do Instituto de Hermenêutica Jurídica, v. 14, 2016, ps 169-194; Macedo, Teoria do Direito contemporânea, 2017.

[3] Bittar, Democracia e Direitos Humanos: diagnóstico do tempo presente a partir da realidade brasileira contemporânea, in Revista Interdisciplinar de Direitos Humanos – RIDH, Dossiê Democracia, ética e direitos humanos em Tempos Sombrios (VIOLA, Solon Eduardo Annes; CARDOSO, Clodoaldo Meneguello, orgs.), OEDH, UNESP, Vol. 5, n. 02, p. 79-116, jul.-dez., 2017(9); Bittar, Crise política e Teoria da Democracia: contribuições para a consolidação democrática no Brasil contemporâneo, in Revista de Informação Legislativa, Ano 53, no. 211, Brasília, Senado Federal, Secretaria de Editoração e Publicações, Julho/Setembro – 2016, ps. 11 a 33; Bittar, O Decreto no. 8.243/ 2014 e os desafios da consolidação democrática brasileira, in Revista de Informação Legislativa, Ano 51, N. 203, Senado Federal, Jul./Set. – 2014, ps. 07-38.

[4] Este texto expõe argumentos fundamentais que se encontram aprofundados e desenvolvidos no livro em que se encontra desenvolvida a Teoria do Humanismo Realista. A este respeito, consultar Bittar, Introdução ao Estudo do Direito: humanismo, democracia e justiça, São Paulo, Saraiva, 2018, especialmente ps. 27-55 (Capítulo 1).

[5] Habermas, Direito e democracia: entre facticidade e validade, Volumes I e II, 2.ed., 2003; Honneth, O direito da Liberdade, 2015; Forst, Contextos da justiça: filosofia política para além de liberalismo e comunitarismo, 2010.

[6] A exemplo de Abboud, Carnio, Oliveira, Introdução à Teoria e à Filosofia do Direito, 3.ed., 2015; Marques, (Coord.), Diálogo das fontes: do conflito à coordenação de normas do direito brasileiro, 2012; Barroso, Curso de direito constitucional contemporâneo, 4. ed. 2013; Pinheiro, Matos, Por um conceito hermenêutico de direito: Delimitação histórica do termo ‘hermenêutica’ e sua pertinência ao direito, in Revista do Instituto de Hermenêutica Jurídica, v. 14, 2016, ps 169-194; .Macedo, Teoria do Direito contemporânea, 2017.

[7] A respeito, consulte-se, na perspectiva histórica, Kelly, Uma breve história da Teoria do Direito Ocidental, 2010.

[8] Kelsen, Teoria pura do Direito, 4.ed., 1976.

[9] ]“A teoria crítica estréia onde finalizam usualmente os propósitos da tradicional teoria geral” (Fachin, Teoria Crítica do Direito Civil, 2.ed., 2003, p. 86).

[10] A este respeito, Ferraz Junior, Teoria da norma jurídica, 3.ed., 1997. A respeito de obras mais recentes, consulte-se Adeodato, Uma teoria retórica da norma jurídica e do direito subjetivo, 2011, e, também, Streck, Verdade e consenso, 3.ed., 2009.

[11] Destacam-se: Streck, Verdade e consenso, 3.ed., 2009; Abboud, Carnio, Oliveira, Introdução à Teoria e à Filosofia do Direito, 3.ed., 2015; Adeodato, Uma teoria retórica da norma jurídica e do direito subjetivo, 2011; Marques, Diálogo das fontes: do conflito à coordenação de normas do direito brasileiro, 2012.

[12] “Graças ao seu poliglotismo, a filosofia pode tratar de semelhantes intuições, feridas do ‘mundo da vida’, e fazê-las valer perante modelos científicos que não atingem estas mesmas intuições”(Habermas, Textos e contextos, 1991, p. 46).

[13] Seguindo-se de perto a leitura de Habermas em torno da tensão entre Faktizität e Geltung. A respeito, vide Habermas, Direito e democracia, Vol. 1, 2003, ps. 54-55.

[14] “…a teoria do Direito, ao contrário das teorias jusfilosóficas de justiça, movimenta-se nos limites de ordens jurídicas concretas” (Habermas, Direito e democracia, vol. 01, 2003, p. 243-244).

Whatsapp: rebelión en la granja. Migue Ran. Enero 2021

En este momento, enero de 2021, hay un silencioso terremoto. Muchas personas ni siquiera lo han notado, pero un gigante de la tecnología está sintiendo los golpes. Las dimensiones del fenómeno son a escala planetaria. Estamos hablando de millones de personas, de millones de dólares, de geopolítica, de actores de poder de primera línea. De una batalla en una guerra entre gigantes: whatsapp vs telegram, ¿Usa vs Rusia?.

¿Qué está pasando?

Pasó un cambio, otro más, en las políticas de privacidad de whatsapp (que nos llegó a todos) porque Mark Zuckerberg quiere unificar nuestros datos en sus empresas facebook y whatsapp.

Acostumbrado a poner las reglas de juego en el planeta como se le antojan, lo hace sin demasiado cuidado. Sin querer, ha generado una reacción de los usuarios que se han empezado a pasar de a millones a otras plataformas de mensajería, sobre todo a Telegram (¡Que para colmos geopolíticos es una empresa Rusa!).

Protocolo de Crisis

No tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas: En este momento en las oficinas de facebook (dueña de whatsapp) están despĺegando un protocolo de crisis. ¡Necesitan parar la sangría! Están sacando comunicados en todos los idiomas, haciendo encuestas, instruyendo a sus periodistas y sus influencers “amigos” para que transmitan un mensaje “correcto” (la nota de TN tecnología es un buen ejemplo). Están desplegando una política de control de daños. Sus usuarios se están instalando otras aplicaciones para chatear y hay que detenerlos.

En las oficinas de Telegram tampoco duermen hace días: De repente y sin aviso, cae maná del cielo. ¡millones de usuarios nuevos! Este David quiere asestar más golpes a Goliat: sus periodistas e influencers también se mueven, escriben, el equipo de traductores reproduce en todos los idiomas. David y Goliat contemplan todos los métodos: comunicados, notas “casuales”, trapos sucios y fake news. Es la guerra y vale todo.

La necesidad de rebelarse

Es un combate entre capitalistas, pero este terremoto se debe a otro fenómeno: Estamos ante una insurrección de los usuarios.

Y no, no es el mayo francés. Es una insurrección limitada a lo virtual donde nos cambiamos al servicio de un capitalista más chico. Pero la rebelión es salud y les recuerda a los monstruos que estamos vivos.

Los usuarios se sienten presos de las empresas y aprovecharon la oportunidad: Un cambio de políticas de Whatsapp, un poco más agresivas, dió la señal de largada.

La rebelión necesita la posibilidad del triunfo: nadie va a empezar una pelea que cree que va a perder: Y lo que empezó como un acto individual, funcionó y entonces se convirtió en un movimiento de millones.

Entonces Mark Zuckerberg, que parecía invencible, empezó a sentir los golpes. Y millones de usuarios sienten, de repente, que al monstruo le entran las balas. ¡Podemos hacerle daño!

Esta rebelión muestra nuestra fuerza pero también nuestra debilidad: ¿Empoderarnos consiste es que las reglas de juego las ponga una empresa más débil? De última sólo estamos cambiando de aplicación para comunicarnos pero seguimos sin tener control sobre nuestro principal canal de comunicación en nuestra vida ni sobre toda la tecnología que usamos cotidianamente.

Seguiremos presos de Whatsapp

Aunque muchos migremos a Telegram u otra app, lo que es muy bueno, igual seguiremos atrapados en Whatsapp y Mark Zuckerberg lo sabe. Es que muchas personas, amigos y familiares simplemente no se pueden cambiar(1) y si queremos seguir comunicados con ellos debemos mantener whatsapp en nuestros dispositivos, nos impongan las reglas que nos impongan. Son un monopolio y nuestra comunicación pasa por sus carriles y por sus reglas. En algunos países, España por ejemplo, los menores de 45 años usan telegram para el trabajo y amigos, y whatsapp para los padres, abuelos y la familia. No tenemos la posibilidad de desinstalar Whatsapp.

Si no podemos dejar Whatsapp, ¿por qué la preocupación de Mark?

Porque si whatsapp pasa a ser la red de los abuelos y padres, a largo plazo está muerta.

Cuando Mark Zuckerberg se dio cuenta de que Facebook se convirtió en la red social donde estamos con nuestros abuelos, decidió comprar Whatsapp e Instagram que son más juveniles.

Cada nueva generación quiere una red social donde no estén sus padres. La disputa con la red Tic Toc tiene que ver con la edad de sus usuarios. USA sabe que la red de sus adolescentes no puede ser china. La disputa es por los jóvenes de 12 a 17 años.

Pensar una política tecnológica revolucionaria

Esta Rebelión, distinta, hay que estudiarla. Facebook, google, el departamento de estado, el kremlin y todos ellos ya la están estudiando. Por ejemplo, es muy probable que el próximo cambio Whatsapp lo ensayé primero en algún mercado pequeño antes de pasarlo a escala planetaria.

Pero nosotros, los revolucionarios, tenemos que sacar nuestras conclusiones y no burlarnos de esta “lucha de clases en los dispositivos”. La Tecnología es cotidianamente importante para nuestro pueblo y necesitamos pensar una política tecnológica antisistemica, anticapitalista y revolucionaria. Fuente: Kaos en la red (20 Ene, 2021)

Modernidad y tradición en el pensamiento latinoamericano en los siglos XIX y XX. Hugo Cancino

I. Introducción

El presente trabajo es un eslabón preliminar de un proyecto de larga duración que hemos emprendido sobre la problemática de la Modernidad y la Tradición en el pensamiento latinoamericano contemporáneo. En esta tarea de vastos y ambiciosos alcances nos proponemos releer textos centrales de nuestros pensadores a partir de la perspectiva de la Modernidad y de la Tradición, dicotomía que ha sido uno de los ejes articuladores del discurso intelectual, desde el período de construcción de los estados nacionales, y de los imaginarios e identidades nacionales desde mediados del siglo XIX.

Esta contribución constituye sólo un punteo general, a modo de ensayo de las problemáticas y los tópicos que vamos a abordar en nuestro proyecto. La «Modernidad» en nuestra América ha sido uno de los ejes de la reflexión de la Red Internacional de Historiadores Latinoamericanistas de las Ideas, de la Cultura y de los Intelectuales que contribuimos a fundar 1996.

Nuestros encuentros en los congresos y simposios internacionales latinoamericanistas han colocado siempre en el marco del debate el rol de los intelectuales «modernos”, y de las articulaciones complejas de sus discursos con la matriz discursiva europea, la cual no puede reducirse a una mera reproducción imitativa de los discursos europeos, sino que a una relectura y por cierto una recreación de ellos, a partir de la tradición, es decir el universo significativo de nuestra América.

Sin embargo, en nuestros debates y en muchos ensayos que trabajan la problemática de la Modernidad, el polo antagónico de este discurso, la «Tradición» aparece oculta, no expresada, desdibujada, como un supuesto que no requiere una teorización[1]. La «Tradición» es leída en esta perspectiva como la negatividad de la «Modernidad».

En este ensayo, pretendemos otorgarle a la «Tradición» un status de relevancia no sólo como un discurso, sino, como códigos, valores, símbolos y signos que forman parte de la actividad, de las práxis de nuestra cultura.

1.1. La Modernidad

La «Modernidad» puede conceptualizarse como el movimiento filosófico que irrumpió en la Francia prerevolucionaria en el siglo XVIII y que bajo la denominación de «Iluminismo» situó la crítica del antiguo régimen, es decir, la tradición católica, feudal y monárquica en el centro de su discurso, postulando el rol central de la razón y de la ciencia para analizar los fenómenos físicos, naturales y sociales[2].

La razón fue conceptualizada como instrumento para trasformar el mundo, vencer a las fuerzas de la tradición, supuestamente culpables de la «ignorancia», las supersticiones y los prejuicios y extender la «luz», la «razón» y la ciencia a toda la Humanidad[3].

Las matrices o los antecedentes remotos de este movimiento intelectual pueden rastrerse en el Renacimiento y en la Reforma protestante que situaron el hombre y al individuo en el centro, como actor, como lector e intérprete, como productor de significados, como sujeto autónomo. La rebelión en contra de las verdades establecidas, reveladas e institucionalizadas, es parte insustituible del movimiento Ilustrado, es decir de la Modernidad naciente, de ahí su carácter radical, subversivo y revolucionario[4].

El pensamiento ilustrado, se constituye en la matriz, en el referente de todas las utopías y paradigmas sociales de los tiempos contemporáneos que se abren convencionalmente con la Revolución francesa. Del liberalismo que exalta los Derechos y libertades ciudadanas frente al poder del Estado despótico que construye el concepto de «sociedad civil», como una esfera asociativa plural, libre y autónoma frente al Estado y como la organización consciente de los ciudadanos, deliberante y crítica frente a poder del soberano o al Poder, en sus intentos de expropiar al pueblo a la sociedad política del su autonomía, derechos y fueros[5].

En el liberalismo radical se encuentran los primeros antecedentes de una crítica al poder totalitario. La «Modernidad», surge consecuencialmente articulada con la idea de cambio, de revolución, de “progreso«. Ello no implica, que el Movimiento no registrara distintos cursos tendenciales, algunos orientados a la reforma de la tradición y no a la ruptura radical con el pasado. Sin embargo, en el eje del movimiento está la idea fuerza de cambio cultural y social.

La idea que ningún discurso, institución o sistema de valores establecidos es eterno, e inamovible. La idea de «cambio» histórico, o de «progreso» indefinido está inscrito en las ideas fuerzas del movimiento[6]. El postulado que atribuye a la razón a la ciencia y a la tecnología, la función de construir un orden político y social y un Estado racional[7] que permitiría a los hombres alcanzar la felicidad, la plenitud humana, en la tierra, en un incesante movimiento de “mejoramiento e innovación incesante”[8].

Tal vez hay aquí una concepción teleológica de la historia en una versión secularizada, que percibe la Modernidad como el comienzo de una nueva era donde los hombres se han liberado de las necesidades, gracias al triunfo de la razon instrumental[9].

Kant postuló la construcción de un orden internacional regulado por reglas racionales para el establecimiento de la «paz eterna»[10]. El discurso de la Modernidad asumió un carácter universalista al conceptualizar al mundo como «Humanidad», como fraternidad de todos los hombres, más allá de sus identidades étnico-culturales, o creencias religiosas. Todos ellos mediante el uso de la razón podían transformar sus mundos, «civilizar» es decir hacer habitables los espacios «salvajes», edificar sociedades civiles, contornos organizados, racionalmente y alcanzar la felicidad. En definitiva derribar los muros, las fronteras, hacer de este movimiento de ideas y de mentalidades un curso universal.

Desde su gestación la Modernidad fue un movimiento hacia la universalidad. El proyecto marxista de una sociedad justa y comunitaria, a escala global, creando la hermandad de los productores directos, luchando contra el capitalismo internacional, fue generada en la matriz de la Modernidad. Tanto el proyecto de la burguesía revolucionaria como el proyecto socialista se fundaron en la misma concepción de la razón instrumental, y una fe mesiánica en el triunfo de las fuerzas racionales en contra del antiguo orden conservador[11].

La Modernidad trajo consigo el fenómeno que Max Weber denominara como el “desencantamiento del mundo”[12], en el cual los fenómenos naturales y sociales son explicados a través de una causalidad objetiva, que tiende a establecer leyes, regularidades y tendencias de desarrollo, en vez de atribuir su génesis a la intervención de fuerzas mágicas. Las instituciones ya no se fundan en una legitimidad sacrada. Dios y la Iglesia se dejan fuera de la esfera pública. La esfera religión es concebida como espacio privado en este proceso de secularización y racionalización.

1.2.- La Tradición.

Como lo hemos indicado con antelación, el concepto de Tradición insurge generalmente, en los trabajos acerca de la Modernidad, insuficientemente perfilado, él aparece más bien como el polo negativo del binomio Modernidad-Tradición[13].

En la definición implícita en este discurso, se puede colegir que la Tradición es la antítesis de la Modernidad, es decir su negatividad pura[14]. En esta comprensión, la Tradición es definida como inmovilismo, ignorancia, prejucio, superstición, reproducción de los sistemas de valores, de las lenguas, mentalidades y actitudes de pasado remoto. Este universo que estaría regulado por reglas y prácticas inalterables no habría estado regido por la razón, sino que los sentimientos, y los prejuicios, lo irracional, la magia.

La tradición sería como la pre-historia de los pueblos y sociedades. La Modernidad sería el signo del comienzo de la Historia, entendida ésta como un proceso orientado por la razón instrumental. Una Historia, cuyas supuestas «leyes», regularidades y claves podían ser develadas por la ciencia[15]. Una historia secular y no una historia sagrada.. En la Tradicionalidad, las creencias religiosas o actitudes mágicas le habría impedido a los hombres comprender su propia práxis, darle un sentido a sus vidas.

En definitiva, la «Tradición» o el estadio de la Tradición seria para los modernizadores, la «Oscuridad», la ausencia de la “luz” del conocimiento impuesta por las clases dominantes para rutinizar su dominación. Hans-Georg Gadamer ha

contribuido significativamente en sus trabajos a un re-examen de la Tradición y una crítica profunda de la visión negativa de ésta que emana de la filosofía del Movimiento Ilustrado[16].

Esa conceptualización que separa abruptamente Modernidad y Tradición, que niega la idea de un «continum» ha signado el pensamiento moderno post-ilustración, y las Ciencias Humanas y Sociales[17]. Gadamer nos propone una revalorización de la Tradición, un retorno a las matrices de la cultura, a los orígenes[18].

Así como una persona no puede renunciar a su historia, porque ella parte sustantiva de su ser, del mismo modo un pueblo, una cultura no puede renunciar a su pasado. El pasado es parte integrante de su cultura. La tradición en esta comprensión debe entenderse como un horizonte histórico y existencial, como un punto de partida para cualquiera lectura y práxis. La tradición es un universo plural, con contenidos diversos, con sus contradicciones y conflictos. El problema sería a cual vertiente de la tradición cultural hay que referirse.

Tradición y tradicionalismo son dos conceptos diferentes. La tradición es un antecedente necesario para proyectarse hacia la Modernidad, para repensar la Modernidad, en un universo cultural, significativo y simbólico que proviene del pasado y dirimir qué vertientes, sistemas de valores, de ese pasado deben formar parte de una nueva cultura. El “Tradicionalismo” por el contrario es una lectura fundamentalista de la tradición, donde se busca la “ verdad” de la vida en la palabra revelada. Es la reproducción acrítica de los paradigmas, códigos y valores del pasado. En esta posición no hay diálogo con la Modernidad, sino rechazo total. Tradicionalismo y Modernidad serían conceptos polares y en consecuencia excluyentes.

II.- La recepción del discurso de la Modernidad en América Latina en el siglo XIX.

La contrucción del Estado Nacional, de las identidades e imaginarios nacionales.

La primera generación de intelectuales post-coloniales y las élites políticas y militares afrontaron la tarea de diseñar la nación, construir el universo simbólico de la nación, definir las identidades culturales[19]. Las élites criollas que asumieron el liderazgo de los movimientos de emancipación de la madre Patria, habían sido socializadas en las normas, códigos y sistemas de valores occidentales. La tradición hispánica jurídica, religiosa, y la cultura política de esa vertiente fue imbricada con los contenidos de la filosofía de la Ilustración a finales del siglo XVIII.

Una extraña combinación de ideales liberales, racionalistas, y los conceptos centrales de esa tradición se articularon con la tradición hispánica, especialmente con la filosofía neo-tomistica[20].

En este espacio ideológico, no hubo ningún componente referencia o alusión a la tradición cultural indígena. Los pueblos indígenas fueron imaginados como parte de un pasado remoto y heroico, en la gestación idealizada de la nacionalidad[21].

De esta matriz, no fueron extraidos ningún paradigma para construir a los nuevos estados. Al asumir las élites la Modernidad europea, cómo el único modelo válido para construir el Estado, el sistema político, la cultura, para ser parte de las naciones “civilizadas” siempre en camino hacia el “progreso”, los pueblos indígenas fueron considerados como representantes de los espacios “salvajes”[22].

La civilización o más bien el proceso civilizatorio debía ser introducido, irradiado a través del sistema educacional y mediante el uso de la coacción directa. La denominada “pacificación de la Araucanía” en Chile y la “conquista del desierto” en Argentina, son ejemplos elocuentes de los procesos de erradicación de la tradicionalidad indígena y de los métodos de imposición del proyecto de modernización desde arriba de las élites del poder.

Los ajustes de cuentas con la Iglesia católica, especialmente con su institucionalidad que había estado integrada al sistema de dominación colonial, son también esfuerzos por erradicar ideológica y materialmente el pasado colonial[23]. La Tradición es entendida como pasado hispánico y la Tradición cultural de los pueblos autóctonos[24]. Ambas dimensiones de la tradición son negadas y refutadas. La verdadera historia comenzaba con la construcción del Estado nacional y la “invención” de la Nación. El discurso religioso es percibido como “prejuicios”, supersticiones productos de la falta de difusión del método científico. Los pueblos indígenas son entendidos como expresiones o remanentes de la “barbarie”[25].

El proyecto de la Modernidad de las élites es un proyecto civilizador construido a partir del paradigma de la civilización occidental[26]. Su método es autoritario, es decir es una Modernidad introducida y

organizada desde arriba, desde el Poder, utilizando para ello tanto los aparatos ideológicos de Estado, como el sistema escolar hasta la  compulsión y la guerra, la violencia directa, para erradicar a las resistencias de los pueblos “salvajes”. La secularización del Estado, de las instituciones educacionales y de la organización de la familia, es un paso importante de los procesos hacía la Modernidad.

La adhesión de las élites al ideario positivista de August Comte desde mediados del siglo XIX en muchos países latinoamericanos, demuestra los esfuerzos de estos grupos de encontrar un paradigma que les proporcionara una visión de la historia, un proyecto de sociedad y un sistema de valores que sustituyera la concepción del mundo católico.

El positivismo no funcionó en este contexto como un programa, sino como una fe, una creencia en el poder de la razón y de la ciencia[27]. ¿Cómo leyeron los pensadores latinoamericanos del período a los autores europeos de la Modernidad?

Se ha sostenido que las élites imitaron servilmente los discursos jurídicos, políticos y filosóficos de la Europa de la Modernidad, y que no hubo en ellos ningún esfuerzo de adaptar sus discursos a la “realidad” latinoamericana o de contextualizarlo en ella[28]. Esta aserción es relativamente cierta. Los intelectuales leyeron a los clásicos de la Modernidad insertos en su tradición cultural. No existe la lectura a partir de un vacio cultural, de una “tabula rasa” epistemológica. Toda lectura, supone una interpretación y una recreación de un texto a partir del contexto histórico-cultural y

existencial del sujeto que lee[29]. Ello explica que la Modernidad del siglo XIX y gran parte del siglo XX en América Latina, nunca llegó a realizarse. Fue una Modernidad incompleta[30], que asumió las adquisiciones tecnológicas, los avances científicos, que mostró la fascinación de las élites latinoamericanas por el progreso científicotecnológico europeo, pero que no incorporó asumió, los valores, cultura política, en definitiva la democracia y el pluralismo de la Modernidad occidental[31].

En la certera expresión de Jorge Larraín fue ésta una “Modernidad oligárquica” y en consecuencia excluyente[32]. Los sectores populares y subalternos quedaron afuera del Estado y de la naciente sociedad civil. Un común denominador del discurso y la praxis de la primera generación de pensadores latinoamericanos fue el rechazo en bloque a la cultura hispánica y a la tradición indígena[33].

Los paradigmas de la Modernidad y el progreso debían buscarse en los países más avanzados de Europa occidental: Francia e Inglaterra. América Latina debía erradicar radicalmente ambas herencias para conquistar un sitio en las naciones “civilizadas”[34]. Esta formulación se localiza en los escritos de Lastarria, Sarmiento y Alberdi y muchos otros pensadores latinoamericanos[35].

En esta relación, ellos no percibieron ninguna forma de conciliación de la dicotomía Tradición y Modernidad. El trayecto hacia el “progreso” y su asunción suponía desmontar las mentalidades, los valores, y las creencias de la Tradición[36]. Tal vez fue el cubano José Martí, el primer pensador que aceptando los logros tecnológicos y científicos de la Modernidad y su cultura democrática, percibiera junto con ello el sentido de la cultura y tradición latinoamericana, como un universo significativo, que no podía ser negado, por ser parte constitutiva, eje de la identidad latinoamericana[37]. La Modernidad debía ser bienvenida y asumida, pero ella debía ser leída, interpretada a partir de las matrices culturales de Nuestra América[38].

Martí que conoció por dentro la Modernidad norteamericana, durante sus años de exilio admiró los logros de esa cultura, pero criticó el pragmatismo, el individualismo extremo de esa modernidad, y la deshumanización y enajenación introducida por el industrialismo[39].

Martí, nos parece, el primer pensador latinoamericano, que valoró las dimensiones positivas de la Tradición latinoamericana, a la vez que repudió y críticó los elementos despóticos y autoritarios de la cultura política latinoamericana.

III. América Latina entre la Tradición y la Modernidad en el Siglo XX.

Simultaneamente con la fascinación de las élites intelectuales por la Modernidad en sus dimensiones tecnológicas y cientifistas, irrumpe en círculos literarios un desencanto manifiesto por los aspectos pragmáticos y materialistas de la Modernidad en su versión norteamericana. La pujanza y el espíritu pionero de la Modernidad en los EEUU había despertado la admiración de la élites. Algunos, por ejemplo, Francisco Bilbao, conceptua lizaron la experiencia norteamericana como la realización plena de los tiempos modernos[40].

La velocidad, la pujanza de la vida, la búsqueda incesante de nuevos derroteros fueron percibidos como expresiones dignas de emularse en Nuestra América. La conquista de Texas y los territorios del norte de México, por los EEU la doctrina Monroe, y del “destino manifiesto”, fueron generando una creciente desconfianza hacia la política exterior norteamericana con respecto a Latin America. La política del “Big Stick” implementada por la administración de Theodore Roosevelt, que condujo a sucesivas ocupaciones norteamericanas de países del Caribe y Central América[41], acentuaron el distanciamiento de las élites latinoamericanas del paradigma de Modernidad norteamericana. En la corriente literaria “modernista”[42], cuyos representantes más destacados fueron el poeta nicaragüense Rubén Dario[43] y los pensadores José Enrique Rodó y José Vasconcelos[44], se pueden encontrar las primeras formulaciones de una crítica al “imperialismo” norteamericano, a su forma de modernidad y a la vez la asunción por parte de ellos, de un segmento de la Tradición Latinoamericana, la Hispanidad y la Latinidad[45].

Ellos reivindicaron la matriz hispánica, los valores de esta tradición, el espiritualismo de ella y los confrontan con una supuesta concepción pragmática de la vida, unos valores materialistas que se contraponen dilemática y drásticamente con la civilización latinoamericana.

3.2.- En el discurso marxista inspirado en la revolución rusa y subordinados a los dictados de la III Internacional no hay, a excepción de José Carlos Mariátegui, cuyo pensamiento analizaremos más adelante, ninguna valoración positiva de la tradición cultural latinoamericana[46].

El proyecto reformista o revolucionario acuñado en esta matriz ideológica es en definitiva un proyecto de Modernidad, que suponía romper, destruir las bases tradicionales de la sociedad, como condición para el triunfo de la revolución socialista, que instauraría en el poder la racionalidad del sujeto revolucionario modernizador el proletariado.

Tanto en la versión stalinista de la revolución: “la revolución por etapas” o en la tesis de la “revolución permanente” propuesta por León Trostky, participan del mismo rechazo y desdén a las culturas pre-modernas representada por los pueblos autóctonos de Nuestra América[47]. El pasado hispánico y el discurso y las prácticas religiosas son percibidas como rémoras, enajenación de las masas del pensamiento y método científico expresado por el marxismo leninismo, como “ideologías” propias del mundo “feudal” o semi-feudal que la Modernidad proletaría debe abatir.

No se registrarán cambios sustantivos con respecto a esta problemática en el discurso y práctica de los partidos comunistas a lo largo del siglo XX, los que fueron incapaces de leer y de interpretar la compleja realidad étnica y cultural de América Latina.

El pensamiento de José Carlos Mariátegui es tal vez la única excepción en el marxismo latinoamericano, de un proyecto de releer y valorar la tradición latinoamericana[48], en especial, las culturas indígenas como un presupuesto para pensar y elaborar un paradigma de revolución para América Latina[49]. Mariátegui valora al interior de esa tradición, las instituciones y el espíritu comunitario de los pueblos andinos[50].

Parodiando al escritor italiano Mario Missiroli, Mariátegui asevera que la “revolución ya está contenida en la tradición. Fuera de la tradición no está sino la utopía”[51]. Sin embargo, no se trata, en la perspectiva de Mariátegui de respetar y de venerar cualquiera tradición; Para él, se trata de que seleccionar “cuál tradición o cuales” deben incorporarse a un proyecto revolucionario, que conjugue la tradición y la modernidad[52].

Mariátegui nos propone elaborar una teoría de la tradición e impugnar a los “tradicionalistas”, que conciben el pasado como “fetiche” como reproducción cultural del pasado[53]. Mariátegui reconoce que la Modernidad es una parte de la cultura latinoamericana y que el proceso de la conquista y de la colonización nos arrojó en los circuitos de la civilización occidental, y que

consecuencialmente ella está incorporada en nuestros lenguajes jurídicos, políticos y estéticos[54]. Para él no es posible excluirse de este proceso que está universalizado ni de la ciencia y tecnología occidental[55].

3.4.- En el proyecto originario del movimiento Aprista, elaborado por Haya de la Torre en la década de los veinte, se intentó una lectura del Marxismo, a partir del horizonte histórico-cultural latinoamericano, formulándose la idea de articular las vertientes de la cultura indígena con las adquisiciones de la Modernidad Europea, principalmente en su dimensión científica-tecnológica[56].

Segun el APRA en el Incanato se localiza una energía histórica, una tradición, que no puede ser desestimada para América Latina a la hora de construir una alternativa de cambio para América Latina[57]. En el discurso ideológico de los movimientos populistas[58], por ejemplo en el Peronismo, la dimensión de la Tradicionalidad y de la Modernidad se articula[59].

El discurso populista interpela a vastos sectores sociales en nombre de la nación amenazada por el imperialismo aliada a la oligarquía local, para constituir los llamados movimiento de masas “nacionales” y “populares”[60].

Sin embargo, los proyecto populistas fueron proyectos incompletos de Modernidad y de Modernización. A este respecto, se puede mencionar el proyecto de sustitución de importaciones. La tradición sociológica marxista y de la Teoría de la Dependencia ha desestimado en sus análisis destacar los rasgos tradicionales de todo populismo, al sobrevalorar su proyecto desarrollista modernizante[61].

Otro componente “no moderno”, es decir “tradicional”, es la  forma “personalista” y “carismática” que presenta el liderazgo de los movimientos populistas. En consecuencia, el discurso populista es un discurso hibrido, que rescata, la tradición, que es usada como un elemento decisivo de su movilización para realizar un proyecto de modernización en la esfera económica.

En el pensamiento de la CEPAL, antecedente de la Escuela de la Dependencia, se configuró un modelo de desarrollo hacia adentro, que paradojalmente no contemplaba una reflexión sobre la tradición[62]. El modelo se orientaba a la construcción de una Modernidad reclusa a los impulsos, y a la articulación cultural con los centros metropolitanos de la Modernidad. Se enfatizaba en este paradigma el impulso hacía un proceso la sustitución de importaciones, que traería consigo la urbanización e industrialización, los cuales traerían consigo un proceso de secularización y racionalización del Estado, el reino de la razón instrumental, y los beneficios de la tecnología[63].

En este relación, el pasado, en sus diversas y complejas estructuras mentales y culturales, es inteligido dentro de esta visión economicista de la historia y el desarrollo social como un obstáculo para el “desarrollo” de la Modernidad, más que un aporte para un modelo de desarrollo que se fundara partir de la realidad latinoamericana. En los planteamientos de la escuela dependista, se radicaliza el modelo de la CEPAL, al formular la contradicción centro-períferia, metropoli -satélite, como una contradicción que sólo se resuelve con  una ruptura drástica con la metrópoli, para construir una sociedad socialista “independiente) del mercado capitalista mundial[64].

Este paradigma, inspirado en una relectura lectura del imperialismo de Lenin, a pesar de estar impregnada de un discurso Tercer mundista, no percibe la tradición latinoamericana, por ejemplo, las culturas indígenas. La ruptura con la modernidad metropolitana, para construir una modernidad auto centrada, desestima la tradición como un obstáculo hacia la construcción de la Modernidad socialista.

El discurso originario de la Revolución Cubana, se inscribió en una lectura e invocación de la Tradición nacional , representada por el pensamiento de José Martí, y por las luchas populares de la revolución de 1933[65]. El pensamiento políticoideólogico del Movimiento “26 de Julio” apeló a la vertiente del latinoamericanismo y a la tradición nacional y popular, de este modo pudo interpelar a vastos sujetos sociales[66]. La conversión de la revolución en revolución socialista y la adscripción de la élite al discurso marxista-leninista modificó drásticamente la relación del discurso de la revolución con su tradición nacional. Martí continuó siendo una referencia retórica del discurso revolucionario, pero el eje de articulación del discurso paso a ser la versión canonizada del discurso marxista[67].

A partir de este paradigma, el proceso revolucionario se proyectó como una modernización autoritaria, burocrática y articulada con una estilo caudillista de liderazgo político[68]. Este último rasgo era lo único que se reivindicaba de la tradición: la cultura política despótica de raíz hispánica.

En el pensamiento latinoamericano contemporáneo del siglo XX se pueden localizar dos corrientes ideológicas polarizadas que encuentran su eje de identificación en el rechazo en bloque a la Modernidad: el “Hispanismo”[69] y el “Indianismo”[70].

Para el Hispanismo, la matriz de la cultura de Hispanoamérica y por lo tanto su eje identitario, yace en la tradición creada a partir de la conquista y colonización de América Latina[71]. El catolicismo es concebido como una doctrina inmutable, un sistema de valores y una concepción del mundo y de organización de la sociedad, es el eje de la tradición. La filosofía de la Ilustración, la influencia de la Revolución Francesa, es decir, la matriz de la Modernidad, nos habrían apartado de esta tradición fundacional de nuestra cultura. La Modernidad sería un fenómeno ajeno al ser latinoamericano.

En el Movimiento indianista que irrumpió en la década de los 80, el

eje de la tradición lo constituye el legado cultural de las altas culturas andinas y mesoamericanas[72]. En ellas se encontraría una concepción del mundo, una filosofía de la vida, un sistema de valores, y un estilo de vida comunitario que representaría el antagonismo, con la civilización occidental, con su sus valores individualistas, con su fetichitización de la tecnología y la ciencia. No habría, para los indianistas, otra via para salir de la Modernidad, que el retorno a las culturas vernáculas.

La crisis del Estado populista y del paradigma socialista, trágicamente precipitada en el Cono Sur de América Latina, con sangriento golpe militar en Chile en septiembre de 1973, que clausuró la Vía Chilena al Socialismo, abrió dramáticamente la era de los experimentos neo-liberales en la región. El pensamiento neoliberal se encarnó en la práxis de los sistemas autoritarios, postulándose como el único modelo de desarrollo viable para superar la crisis del Estado populista. En el discurso neo-liberal se hipostasia el rol del mercado, como el único dispositivo que puede generar desarrollo y bienestar[73].

Este discurso lleva a su consumación la visión utópica del proyecto del discurso de la Ilustración de crear un sociedad feliz, sin conflictos, sobre la base de la observancia de los principios de la razón y de la ciencia. En esta perspectiva discursiva, la tradición no existe o es una categoría o una época, que debe negarse. La Historia comenzaría con la era Neo-liberal. No hay desarrollo ni salvación, sino en el mercado libre, que crearía un mundo de consumidores satisfechos. Los pueblos indígenas y los enclaves tradicionales se disolverían paulatinamente al integrarse en la corriente de la Modernidad.

Conclusiones

Desde la recepción de los discursos de la Modernidad a mediados del siglo XIX, los pensadores latinoamericanos fascinados por los paradigmas ideológicos, institucionales, políticos, estéticos, etc. de la Modernidad Europea han rechazado, salvo muy pocas excepciones, a la tradición latinoamericana en sus plurales expresiones. Este rechazo, ha sido una renuncia de las elites a situar su reflexión, práxis y discursos en el horizonte de la historia de sus pueblos, en el universo plasmado por la fusión de culturas, que desde la colonización hispánica fue creando una cultura mestiza, aunque las culturas aborígenes sobrevivieron en enclaves de resistencia a la represión de los estados nacionales.

Los procesos de modernización que crearon un paisaje urbano y que organizaron el paisaje, la producción y la cultura en casi un movimiento sincrónico, de adaptación de los modelos europeos, no lograron consumar la Modernidad en sus dimensiones políticas: la creación de sistemas democráticos, el fortalecimiento o creación de sociedades civiles que limitaran el ejercicio autoritario del poder.

La Modernidad entendida sólo como racionalización del sistema económico que llevó a las élites a fines del siglo XX a adoptar el paradigma neo-liberal, es decir el capitalismo salvaje, no ha conducido hasta ahora a la construcción de sistemas democráticos plenos, que realicen radicalmente el discurso político del liberalismo clásico. Hasta ahora, el dilema Modernidad o Tradición que ha signado los debates desde las primeras décadas del establecimiento de los estados nacionales, ha continuado sin resolver, sin encontrar una síntesis de la Modernidad con las tradiciones culturales, de nuestros pueblos. Entre estas últimas aquellas culturas que ya existian antes de las llegada de los conquistadores.

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[1] Véase por ej.: JORGE LARRAÍN IBÁÑEZ: “Modernidad, Razón e Identidad en la América Latina”, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996.

[2] Sobre los antecedentes filosóficos de este movimiento se sugiere ver la obra ya clásica de PAUL HAZARD: “La Crise de la conscience européenne”, tomo I- II, Gallimard, Paris, 1961.

[3] Véase para una discusión del concepto de Modernidad y sus raíces filosóficas: JÜRGEN HABERMAS: “The Philosophical Discourse of Modernity”, Polity Press, Cambridge, 1998; ALAIN TOURAIN: “Crítica de la Modernidad”, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1993, pp. 13-51.; JORGE LARRAÍN IBAÑEZ : op.cit., pp. 17-54.

[4] Sobre la dimensión política de la Modernidad y especialmente sobre su discurso revolucionario, véase: JOHN SCHWARZMANTEL: “The Age of ideology”, MacMillan Press, London, 1998, pp. 17-60.

[5] Véase sobre la idea de “Sociedad Civil” y el concepto de “Ciudadanía”: J. SCHWARZMANTEL : Op.cit., pp. 31.39.

[6] Ver: J.B. BURY: “The Idea of Progress. An Inquiry into its origin and Growth”, Dower Publications, New York, 1960, pp. 144-216.

[7] Para una discusión del concepto y un análisis de este proceso paradigmático, véase: MAX WEBER: “Economía y Sociedad”, Tomo II, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 1047-1117.

[8] NESTOR GARCÍA CANCLINI: “Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la Modernidad”, Grijalbo, México, 1989, p. 21.

[9] ALAIN TOURAIN: op.cit., p. 24.

[10] ENMANUEL KANT: “Den evig fred”, Gyldendal, Copenhague, 1997.

[11] Para un análisis crítico de esta concepción, ver: GEORGE SABINE: “Historia de la teoría política”, Fondo de Cultura Económica, México, 1963, pp. 543-578.

[12] MAX WEBER: “La ética protestante y el espíritu del Capitalismo”, Ediciones Península, Barcelona, 1969, pp. 124-125.

[13] En el excelente trabajo del Prof. Dr. ÁDAM ANDERLE: “Modernidad e identidad en América Latina”, la Tradición, aparece representada en sus matrices reaccionarios, como es el caso del nacionalismo conservador y el discurso hispanista. Sin embargo, no hemos encontrado en este ensayo un intento de definir la Tradición teóricamente y de perfilar sus tendencias. A. ANDERLE: “Modernización e identidad en América Latina”, Editorial Hispánia, Szeged, Hungría, 2000; En esta misma perspectiva se pueden situar los siguientes trabajos, en los cuales la Tradición constituye el sujeto ausente del relato: EDUARDO MEDIETA: “Modernidad, posmodernidad y poscolonialidad: una búsqueda esperanzadora del tiempo”, Http//ensayo.rom.uga.edu/crítica/teoría/castro/mendieta/html; SANTIAGO CASTRO-GÓMEZ:“ Latinoamericanismo, Modernidad, Globalización. Prolegómenos a una crítica postcolonial de la razón”: Http//ensayo.rom.uga.edu/cr´tica/teoría/castro/castro/castroG.html

[14] Como señala certeramente ANTHONY GIDDENS: “ You can treat the Global Age to day as a battle between modernity and tradition. The Social Sciences often talk of Modernity, buth seldom about tradition”, “Runaway World: The Reith lectures, 24 nov. 1999, occasional paper, London School of Economy, 1999, p. 1. Giddens agrega que se han escrito muchos libros acerca de la Modernidad, “but its very difficult to find many systematic discussions of tradition or books which are specifically about tradition”, op. cit., p. 3

[15] E.J.HOBSBAWN: “The Age of Revolution 1789-1848”, New American Library, 1962, New York, 1962, p. 278.

[16] Veáse: HANS-GEORG GADAMER: “Truth and Method”, Sheed & Ward, London, 1996, pp. 265-312

[17] GADAMER : op.cit., pp. 282-285.

[18] Op.cit., pp.271-277: Veáse además: JØRGEN HASS: “Tradition og fornuft. Gadamers teori om forståelsens historiskhed”, en CARL HENRIK KOCH et al.(Eds.): “Filosofisk Studier”, Tomo 3, Copenhague, Filosofisk Institut, 1980, pp. 33-61.

[19] Véase al respecto nuestro artículo: “Nation og nationale identitet i det post-koloniale samfund I Latinamerika, ca. 1824-1880”, en ”Den Jyske Historiker”, No. 81, agosto 1998, Aarhus Universitet, Historisk Institut, Dinamarca, pp. 9-20.

[20] Para una discusión de esta problemática, véase: PABLO CRISTOFFANINI: “Dominación y legitimidad política en Hispanoamérica”, Aarhus University Press, Dinamarca, 1992, pp. 27-53.

[21] Esta representación idealizada se puede localizar en los himnos nacionales, en los escudos de armas, en la estatuaria y en la plástica del siglo XIX y en la historiografía legitimadora del Estado Nacional.

[22] Ver al respecto: JUAN BAUTISTA ALBERDI: “Bases y puntos de Partida para la Organización de la República Argentina. Derivados de la Lei que preside el Desarrollo de la Civilización en América del Sud”, Imprenta “El Mercurio”, Valparaíso, Chile, 1852, pp. 49-150; JOSÉ VICTORINO LASTARRIA : “Discurso de Inauguración de la Sociedad Literaria”, 3 de mayo de 1842”, en J.V. LASTARRIA: “ Recuerdos Literarios”, Editorial Zig-Zag, Santiago de Chile, pp. 95-106.

[23] Sobre este proceso ver: TULIO HALPERIN-DONGHI: “The Aftermath of Revolution in Latin America”, Harper Torchbooks, New York, 1973, pp. 94-110.

[24] Esta tesis es uno de los componentes centrales del célebre ensayo del pensador argentino DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO: “Facundo. Civilización y Barbarie”, en D.F. SARMIENTO: “Obras”, Tomo I, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1961. Sobre esta problemática veáse nuestro trabajo ( en colaboración con MARIA C. CASTRO-BECKER): “Europa como paradigma y referente del discurso civilizatorio de Alberdi y Sarmiento en el contexto de la formación del Estado Nacional”, en MARÍA JUSTINA SARABIA VIEJO (Coordinadora): “Europa e Iberoámerica: cinco siglos de intercambio”, Actas, Vol. III, IX Congreso Internacional de Historia de América, Sevilla, 1992, pp. 129-146.

[25] Para una discusión del concepto de “barbarie” en el contexto de las sociedades latinoamericanas post-coloniales, véase: TULIO HALPERIN-DONGHI: “Politics, Economics and Society in Argentina in the Revolutionary Period”, Cambridge University Press, Cambridge, 1975, pp. 372-373; ABELARDO VILLEGAS: “Reformismo y Revolución en el pensamiento latinoamericano”, Fondo de Cultura Económica, México, 1977, pp. 28-31.

[26] Nos hacemos partícipes a este respecto de los conceptos de “civilización” y “proceso civilizatorio” formulado por Norbert Elias. De acuerdo a este autor, el concepto de civilización abarca desde los códigos linguísticos, a los códigos de comportamineto y de ética, a las formas de organización de la vida cotidiana, a la modelación del entorno ecológico y a la vida material. NORBERT ELIAS: “ The Civilizing Process”, Vol. I I, Pantheon Books, New York, 1982, pp. 229-270.

[27] Ver: RALPH LEE WOODWARD ( Ed.): “Positivism in Latin America, 1850-1900. Are Orden and Progress Reconciliable?”, D.C. Heath and Company, London, 1971.

[28] Gustavo Beyhaut escribe sobre la “europeización de las élites latinoamericanas”, que se expresaba en su “falta de originalidad y un profundo sentido imitativo de lo europeo”. GUSTAVO BEYHAUT: “Raíces contemporáneas de América Latina”, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1964, p. 66. Ver tambien pp. 67-71; Una posición más moderada sobre esta problemática ha sido expuesta por Juan Marichal. Este autor postula que hubo una suerte de sincronía entre la primera generación de intelectuales nacionales en América Latina, y el desarrollo intelectual europeo de la época. Juan Marichal agrega, que esta generación mostró “clara y deliberada voluntad de sincronía intelectual”-pero que- “no fue, sin embargo, una generación puramente imitadora de su coetánea transatlántica: muy al contrario, porque se observa en ella la función matizadora”., JUAN MARICHAL : “Cuatro fases de la historia intelectual latinoamericana 1810-1970”, Ediciones Cátedra, Madrid, 1978, p.47-48.

[29] Para una discusión sobre los principios de una lectura hermenéutica, ver: GADAMER: op.cit., 281-285.

[30] Para una discusión de esta tesis sobre la Modernidad incompleta, véase: JAIME ANTONIO PRECIADO CORONADO: “La Modernidad no resuelta de América Latina”, Http://mail.ufg.edu/red/modernidad.html.

[31] Nos sentimos deudores e inspirados en la obra del filósofo y politólogo boliviano HUGO C.F. MANSILLA , que ha expuesto esta tesis en su libro: “Tradición autoritaria y modernización imitativa. Dilemas de la identidad colectiva latinoamericana” Plural Editores, La Paz, Bolivia, 1997.

[32] JORGE LARRAÍN: “ Modernidad, Razón e Identidad en América Latina”, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, pp. 224-242

[33] Refiriéndose a este proceso de “desespañolización” de América Latina, escribe Leopoldo Zea que los “emancipadores mentales de la América Hispana se entregaron a la rara y difícil tarea de arrancarse una parte de su propio ser, su pasado y su historia”. LEOPOLDO ZEA: “América como conciencia”, Universidad autónoma de México, 1976, p. 88.

[34] “Tenemos un deseo muy natural en los pueblos nuevos, ardientes, que nos arrastra y nos alucina; tal es el de sobresalir, el de progresar en la civilización, y de merecer un lugar al lado de esos antiguos emporios de las ciencias y de las artes, de esas naciones envejecidas en la experiencia, que levantan orgullosas sus cabezas, en medio de la civilización europea” ., JOSÉ VICTORINO LASTARRIA: “Discurso inaugural en la Sociedad Literaria” 1842, en LASTARRIA: Op.cit. 99 ( la cursiva es nuestra).

[35] Una notable excepción a esta actitud esta representada por Andrés Bello, cuyo discurso filosófico se inscribía en el c. Bello admitía la necesidad de recibir la influencia europea y repensarla a la luz en las realidades nacionales; ver: ANDRÉS BELLO en RAYMUNDO RAMOS (Ed.): “Ensayo político latinoamericano en la formación nacional”, ICAP, México, 1981, pp. 110-125.

[36] Esta actitud mental se puede apreciar en el poema del poeta chileno Jacinto Chacón, institulado “Edad Moderna” (1846), en uno de cuyos versos se lee: “Marchad más nunca a ciegas mi Patria no ignorante en brazos del pasado tu espíritu abandones. El Libro de la Historia comprendes que vas adelante. La Europa lo descifra: escuchad sus lecciones. Lo fataliza Vico, Bossuet lo profetiza, Guizot lo desarrolla y Herder lo profundiza”., Citado por BERNARDO SUBERCASEAUX: “Cultura y sociedad liberal en el siglo XIX (Lastarria, ideología y literatura)”, Editorial Aconcagua, Santiago de Chile, 1981, p. 58 ( la cursiva es nuestra).

[37] Hemos trabajado este tópico en la obra de José Martí en nuestro artículo: “José Martí y el paradigma de la Modernidad”, en HUGO CANCINO y CARMEN DE SIERRA ( Coordinadores): “Ideas, cultura e Historia en la creación intelectual de América Latina, siglos XIX y XX”, Biblioteca Abya-Yala, Quito, Ecuador, 1998, 301-324; Para Martí “Nuestra América” debería “entrar en esa gran corriente de inventos útiles, de enérgicos libros, de aparatos industriales, que el viejo mundo y el septentrión del nuevo, arrojan en su seno la elocuencia de tantos sabios, la vivacidad de tantas obras…libros ambulantes, magníficos resúmenes del desarrollo espiritual e industrial moderno”., JOSÉ MARTÍ: “Revista Guatemalteca”, en MARTÍ: “Política en Nuestra América”, Editorial Siglo XXI, México, 1977, p.56.

[38] Véase: JOSÉ MARTÍ: “Nuestra América”, en “Revista Ilustrada”, New York, 10 de enero, 1891 y S. REDONDO DE FELDMAN y A. TUDISCO (Eds.): “José Martí Antología crítica”, Las Américas Publishing, New York, 1968, pp.; 245-252; “Madre América” (1889), en op..cit. pp. 237-244.

[39] JOSÉ MARTÍ: “La verdad sobre los Estados Unidos”, “Patria”, Nueva York, 23 de marzo de 1894, en S.REDONDO DE FELDMAN y A.TUDISCO: op.cit., p. 178-179; ver además: P.ESTRADE: “José Martí: Des fundaments de la Democratie en Amérique Latine”, Éditions Caribénnes, Université de Lille III, 1987.

[40] “Hoy es la primera nación en la agricultura, en la industria, en la navegación…Es la nación que hace más descubrimientos, que inventa más máquinas, que transforma con más rapidez la naturaleza a su servicio. Es la nación creadora…Derribaron las selvas, poblaron los desiertos, recorrieron todos los mares. Despreciando tradiciones y sistemas y creando un espíritu devorador del tiempo y del espacio”., FRANCISCO BILBAO: “El Evangelio Americano” (1845), Editorial Ercilla, Santiago de Chile, 1941, pp. 61-62.

[41] Ver: ALONZO AGUILAR: “Pan-Americanism form Monroe to the Present”, Monthly Review Press, 1968, pp. 43-66.

[42] Véase: MAX HENRÍQUEZ UREÑA: “Breve Historia del Modernismo”, Fondo de Cultura Económica”, México, 1978.

[43] Véase el poema de Rubén Dario: “Oda a Roosevelt”, en RUBÉN DARIO: “Canto de vida y esperanza”, Colección Austral, Madrid, 1971, p. 50. El texto poético de Dario exalta el antogonismo entre la civilización norteamericana y al civilizacion de Hispanoamérica.

[44] Vasconcelos enfatiza el status del mestizaje en la creación de una civilización sintetizadora en Hispanoamérica. Vasconcelo crítica la concepción materialista- pragmática de la vida en su versión norteamericana y subraya los valores espirituales y humanista de la cultura latinoamericana. JOSÉ ENRIQUEZ RODÓ: “La raza cósmica”, Espasa-Calpe, Buenos Aires, Argentina, 1948, pp. 1-57.

[45] Véase: JOSÉ ENRIQUE RODO: “Ariel” (1909), Cambridge University Press, editado en español con una introducción en inglés de Gordon Brothestan, 1967; NORMA VILLAGÓMEZ ROSAS: “Trayectoria de Calibán en el ensayo latinoamericano”., en HORACIO CERRUTTI GULDBERG (Ed.): El ensayo en Nuestra América Para una reconceptualización”, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993, pp. 519-535; WILLIANS REX CRAWFORD: “ A Century of Latin American Thougth”, Harvard University Press, 1967, pp. 79-84.

[46] Para una discusión sobre el marxismo en América Latina, véase: DONALD C. HODGES: “The American Revolution from Apro-Marxism to Guevarism”, William Morrow & Company, New York, 1974; SHELDON B. LISS: “Marxist Thought in Latin America”, University of California Press, 1984; MICHAEL LOWY: “Le Marxisme en Amérique Latine. Anthologie”, Francois Maspero, Paris, 1980: ROBERT ALEXANDER: “Comunism in Latin America”, Rutgers University Press, New York, 1957.

[47] Ver: DONALD C. HODGES: op.cit. , pp. 36-135:

[48] Nos hemos ocupado de esta problemática en nuestro trabajo: “Mariátegui entre la Modernidad y la Tradición: para una lectura hermenéutica de su discurso”, en HUGO CANCINO T., SUSANNE KLENGEL y NANCI (Eds) , Vevuert-Iberoamericana, Frankfurt, 1999, pp. 48-73.

[49] Sobre el marxismo de Mariátegui, se recomienda ver: JOSÉ ARICO (Ed.): “Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano”, Cuadernos Latinoamericanos”, No. 60, Pasado y Presente/ Siglo XXI, Buenos Aires, Argentina, 1978; JOHN BAYNES: “Revolution in Peru: Mariátegui and the Myth”, The University Of Alabama Press, 1972; RAIMUNDO PRADO: “ El Marxismo de Mariátegui”, en DAVID SOBREVILLA ALCÁZAR (Ed.): “El marxismo de José Carlos Mariátegui”, Empresa Editora Amauta, Lima, Perú, 1995, pp. 24-47.

[50] JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI: “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, Empresa Editora Amauta, Lima, Perú, 1978, p. 336.

[51] MARIÁTEGUI: “La tradición nacional”, en “El Mundial”, Lima, 2 de diciembre, 1927, en MARIÁTEGUI: “Peruanicemos al Perú”, Empresa Editora Amauta, Lima, Perú, 1978, p. 122.

[52] JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI: “La tradición nacional”, op.cit., p. 123.

[53] MARIÁTEGUI: “Heterodoxia de la tradición” ( en “El Mundial”, Lima, 25 de noviembre 1927), en MARIÁTEGUI: “Peruanicemos al Perú”, Empresa Editora Amauta, Lima, Perú, 1978, pp. 117-120.

[54] “Con la conquista, España, su idioma y su religión entraron perdurablemente en la historia peruana, comunicándola y articulándola con la civilización occidental”., MARIÁTEGUI: “La tradición nacional”, en op.cit., p. 129.

[55] Mariátegui reconoce los aportes de la Modernidad europea a la cultura latinoamericana, expresando que en “cuya ciencia y en cuya técnica, solo romanticos utopistas, pueden dejar de ver adquisiciones irrenunciables y magníficas del hombre moderno”…MARIÁTEGUI: “La cruzada proindígena” (en “Boletín de defensa indígena”, enero de 1927, del “Amauta” No. 5), en MARIÁTEGUI: “Ideología y política”, Empresa Editora Amauta, Lima, Perú, 1978, p.165.

[56] Véase: VICTOR RAÚL HAYA DE LA TORRE: : “Treinta años de Aprismo”, Editorial Monterrico”, Lima, Perú, 1986, pp. 20-58; ABELARDO VILLEGAS: “ Reformismo y revolucion en el pensamiento Latinoamericano”, Siglo XXI Editorial, Mexico, 1977, pp. 165- 179

[57] Ver: VICTOR RAÚL HAYA DE LA TORRE: “ El antimperialismo y el APRA”, Lima, Perú, 1985, pp. 126-139.

[58] Para una discusión sobre la problemática del populismo véase el sugestivo trabajo de Ernesto Laclau: “Towards a Theory of Populism”, en ERNESTO LACLAU: “Politics and ideology in Marxist Theory”, NLB, London, 1977, pp. 143-198.

[59] La exaltación de los héroes del pasado nacional y de las matrices ideológicas y simbólicas de la nacionalidad son un componente del discurso peronista y de todos los populismos en América Latina. En el campo cultural, se enfatiza lo “criollo”, nativo frente a lo foráneo. El poder de fundación carismática del líder y la personalización del poder son también componentes de la dimensión tradicional del movimiento. La modernidad del movimiento aparece constituida por su proyecto de industrialización sustitutiva y por su programa de racionalización de la administración, por la planificación y dentro de ello el rol del Estado y de la burocracia.

[60] Denominación acuñada por Gino Germani, en “Democracia representativa y clases populares”, en GINO GERMANI, TORCUATO S.DI TELLA y OCTAVIO IANNI: “Populismo y contradicciones de clase en América Latina”, Serie Popular Era, México, 1977, pp. 30-37.

[61] Un ejemplo de nuestro aserto es el trabajo de FERNANDO HENRIQUE CARDOSO y ENZO FALLETTO “Dependencia y desarrollo en América Latina”, Fondo de Cultura Económica”, México, 1976; pp. 102-129.

[62] Un excelente análisis del pensamiento de la CEPAL se encuentra en JOSEPH L. LOVE: “Economic Ideas and Ideologies in Latin America”, en LESLIE BETHELL (Ed.): “The Cambridge History of Latin America”, Vol. VI, Part 1, Cambridge University Press, 1994, pp. 393-441.

[63] Para una discusión sobre el paradigma de la CEPAL, se recomienda ver: CRISTÓBAL KAY: “Latin American Theories of Development and Underdevelopment”, Routledge, New York, 1993, pp. 25-71.

[64] Véase: ANDRE GUNDER FRANK: “Capitalism and Underdevelopment in Latin America”, Monthly Review Press, New York, 1969; “Latin America: Underdevelopment or Revolution”; Monthly Review Press, 1970

[65] Véase a este respecto el trabajo de FERNANDO MIRES: “Cuba: La revolución no es una isla”, Ediciones el Hombre Nuevo, Medellín, Colombia, 1978, pp. 29-38, pp. 122-125.

[66] Una fuente inestimable para el estudio de la ideología originaria de la Revolución Cubana, es el discurso de Fidel Castro: “La Historia me absolverá”, Ediciones Punto Final, Santiago de Chile, 1969. Este discurso fue pronunciado por Fidel, en el tribunal que lo juzgara por el delito de insurrección 16 de octubre de 1953; Véase también: “Nuestra razón: Manifiesto-Programa del Movimiento 26 de Julio”, en MARIO LLERENA: “The Unsuspected Revolution The Birth and Rise of Castroism”, Cornell University Press, London, 1978, pp. 275-304

[67] Sobre el marxismo-leninismo y el pensamiento de José Marti en la ideología de la revolución cubana, véase FIDEL CASTRO: “La primera revolución socialista en América”, Informe al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, 17-22 diciembre de 1977, Siglo Veintiuno Editores, México, 1976, pp. 11-59.

[68] Para una discusión de esta problemática, véase: H.C.F.MANSILLA: “Tradición autoritaria y modernización imitativa. Dilemas de la identidad colectiva en América Latina”, Plural Editores, La Paz, Bolivia, 1997, pp. 86-90.

[69] Un buen estudio de las fuentes del “Hispanismo” es la obra de FREDERIK PIKE: “Hispanismo”, University of Notre Dame Press, 1971.

[70] El sociólogo Jorge Larraín Ibáñez denomina a esta última corriente como “neoindigenismo”, para diferenciarla del “Indigenismo”, movimiento cultural, político y literario de los años 1920-30. JORGE LARRAÍN IBAÑES: op.cit. pp. 169- 176: Hemos optado por usar la denominación “indianismo” que los nuevos movimientos de los pueblos indígenas han acuñado para precisamente diferenciarlo del “Indigenismo” cuyo impulso se encontraba en intelectuales de origen mestizo o blancos.

[71] Dentro de esta posición, se sugiere ver: JAIME EYZAGUIRRE: Hispanoamérica del dolor”, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1947; OSVALDO LIRA: “Hispanidad y mestizaje”, Editorial Covadonga, Santiago de Chile, 1985; CARLOS CAUSIÑO: “Razón y ofrenda. Ensayo en torno a los límites y perspectivas de la sociología en América Latina”, Cuadernos del Instituto de Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1990.

[72] Véase: CONSEJO INDIO DE SUDAMÉRICA: “Conclusiones I Congreso de Movimientos Indios de Sudamérica”, Ollantaytambo, 27 de febrero al 3 de marzo, 1980, Mimeo. La Paz, Bolivia, 1980

[73] Para una discusión sobre el paradigma neoliberal véase: FERNANDO MIRES: “La revolución que nadie soño o la otra modernidad”, Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela, 1996; H.C.F. MANSILLA: “Espirítu Crítico y nostalgia aristocrática. Ensayos dispersos sobre las limitaciones de la Modernidad”, Ediciones, Cima, 1999, pp. 112-120.

The wisdom of surrender. Andy Wimbush.2020

Samuel Beckett’s writing often seems to have a religious air about it. Take his most famous play, Waiting for Godot (1953). Two Chaplinesque tramps – Vladimir and Estragon – wait at a crossroads by a tree for someone who might provide an answer to their prayers: Mr Godot. This is a man who has a suspiciously divine white beard, who ‘does nothing’, and who remains frustratingly absent, despite repeated promises of his imminent arrival.

Vladimir and Estragon pass the time by singing, eating radishes, play acting, and arguing. One of their first bits of comic back-and-forth concerns a discrepancy between the gospels in the Bible. Why is it, Vladimir wonders, that only one of the evangelists mentions that, of the two thieves crucified alongside Jesus, one had repented and was saved while the other mocked him and was damned? The penitent thief is mentioned in the Gospel of Luke, but not in Matthew, Mark or John. ‘One out of four,’ mutters Vladimir. ‘Of the other three, two don’t mention any thieves at all and the third says that both of them abused him.’

Estragon can’t quite see the point of Vladimir’s musings. ‘Well?’ he says. ‘They don’t agree, and that’s all there is to it.’ But Vladimir needs Luke’s version to be true. If one of the thieves was saved, he thinks, that’s a ‘reasonable percentage’. There’s a 50/50 chance of salvation. A 50/50 chance, perhaps, of getting out of the play’s purgatorial cycle of non-action. For Waiting for Godot is, as one critic quipped, a play in which ‘nothing happens, twice’.

While it might be possible to find some fragments of theology in such exchanges – some musings on the nature of God or perhaps his absence – I suspect that the religiosity of Beckett’s work stems more from this preoccupation with salvation, from what we might call Beckett’s soteriology. The theistic religions are, of course, soteriological: for instance, Christianity preaches both being ‘born again’ at baptism and then inheriting eternal life after death. But soteriology is also found in non-theistic religions such as Buddhism, where the aim of religious practice is nirvana, both in this life and after death. And there are also soteriologies in various schools of ‘therapeutic’ philosophy: the Stoics, Sceptics and Epicureans, for instance, promised variations on ataraxia, a state of serene contentment immune from life’s vicissitudes. The common thread to all these soteriologies is the promise of an end to suffering. As the Book of Revelation puts it: ‘He will wipe away every tear from their eyes, and death shall be no more, neither shall there be mourning, nor crying, nor pain anymore, for the former things have passed away.’

Despite Beckett’s reputation as the Eeyore of 20th-century literature, hopes for such an end are surprisingly common in his work. In Murphy (1938), for instance, the novel’s eponymous hero yearns for a ‘self-immersed indifference to the contingencies of the contingent world’. In the novel Malone Dies (1951), one of Beckett’s most bitter and jaded narrators is confident that ‘beyond this tumult there is a great calm, and a great indifference, never really to be troubled by anything again.’

It turns out that Beckett himself had good reason to wish to get beyond the tumult of this world and its woe. He had, since his 20s, been plagued by anxiety attacks. For many years, he would often wake up in the middle of the night, drenched with sweat, his heart racing faster and faster, until he found himself in a state of panic, even paralysis. He told a friend that it was like being attacked by a ‘demon’ that wanted to ‘disable’ him with ‘sweats & shudders & panics & rages & rigors & heart burstings’. In Beckett’s early fiction, his literary alter-egos tend to have the same affliction. One character, Belacqua Shuah, has a ‘pulsing snowball of his little heart that went pit-a-pat’, a ‘bitch of a heart’ that ‘knocks hell out of his bosom three or four nights in the week’. Murphy has an ‘irrational heart’ that one moment it ‘seemed on the point of seizing’ and the next ‘on the point of bursting’. And it’s no surprise that one of Beckett’s favourite poems from this time – one that he could recite from memory – was ‘A se stesso’ or ‘To Himself’ (1833) by the Italian pessimist Giacomo Leopardi:

  Or poserai per sempre,

    Stanco mio cor. Perì l’inganno estremo,

    Ch’eterno io mi credei. Perì. Ben sento,

    In noi di cari inganni,

    Non che la speme, il desiderio è spento.

    Posa per sempre. Assai

    Paliptasti.

Now you’ll rest forever,

    worn-out heart. The ultimate illusion

    that I thought was eternal died. It died.

    I know not just the hope but the desire

    for loved illusions is done for us.

    Be still forever.

    You have beaten enough.

    (translated by Jonathan Galassi, 2010)

While literature might have offered a salve to his worn-out heart, medical science was, unfortunately, not so forthcoming. Dublin’s heart doctors could find nothing physically wrong with Beckett and so, in 1933, he set out for London in search of a psychotherapeutic solution that was, at that time, unavailable in Ireland. He began treatment with the psychoanalyst Wilfred Bion at the Tavistock Clinic in Bloomsbury. During this period, he also took extensive notes from psychology books and attended Carl Jung’s lectures on analytic psychology. After a year, however, Beckett was forced to concede that therapy had been an ‘expensive canular’ that had failed ‘to render the business of remaining alive tolerable’.

Beckett saw quietism as both the cause of his affliction and its unforthcoming solution.

It was at this point that one of Beckett’s friends decided that a spiritual solution might be in order. Perhaps this was not so much an affliction of the body or of the mind but rather of the soul. Soteriology, not medicine, would be the solution. The friend in question was Thomas MacGreevy, another young Irish writer, whom Beckett met in Paris in the late-1920s. Both men were champions and mentees of James Joyce, and they had kept up an intimate correspondence since they first met. MacGreevy was concerned about Beckett’s panic attacks and wrote to him in the spring of 1935 to recommend that he read The Imitation of Christ by Thomas à Kempis. This classic of Christian contemplative literature, likely written in the 15th century, might just bring some calm to Beckett’s weary heart. While MacGreevy himself was a Catholic, he was keenly aware that his dear friend Sam was not only a self-described ‘dirty low-church’ Protestant but an apostate Protestant at that. Beckett’s childhood faith, impressed upon him by his almost puritanical mother, had promptly dried up in his teenage years. MacGreevy therefore wisely suggested that Beckett could read The Imitation of Christ in a secular manner, perhaps by substituting the objectionable word ‘God’ with terms such as ‘goodness’ or ‘disinterestedness’.

Beckett wrote back to say that he was grateful for MacGreevy’s concern, but pointing out that he had actually read the book some years ago, and didn’t find it especially helpful:

   All I ever got from the Imitation went to confirm & reinforce my own way of living, a way of living that tried to be a solution & failed. I found quantities of phrases like qui melius scit pati, majorem tenebit pacem [he who knows how to suffer well shall find the most peace], or Nolle consolari ab aliqua creatura magnae puritatis signum est [to refuse comfort from any creature is a sign of great faith], or the lovely per viam pacis, ad patriam perpetuae claritatis [by the way of peace to the country of everlasting clearness] that seemed to be made for me and which I have never forgotten. Am[on]g many others. But they all conduced to the isolationism that was not to prove very splendid. What is one to make of ‘seldom we come home without hurting of conscience’ and ‘the glad going out & sorrowful coming home’ and ‘be ye sorry in your chambers’ but a quietism of the sparrow alone upon the housetop & the solitary bird under the eaves? An abject self-referring quietism indeed.

This letter shows that Beckett was drawn to the promise of spiritual release: the Latin phrases he cites all describe a kind of transcendent peace, a peace that is found by going into suffering rather than resisting or shying away from it. But Beckett also acknowledges the dangers of such unearthly priorities. The Imitation of Christ, he says, promotes ‘isolationism’. Don’t go out, it says. Remain in your cell. Shun the company of others. Beckett then proceeds to explain to MacGreevy it was precisely this aloofness and distance from other people that caused his panic attacks to worsen in the first place.

Beckett’s word for the attitude that he finds in The Imitation is ‘quietism’, a term that crops up in several of his letters and notebooks from the 1930s. And it seems from this letter that he saw quietism as both the cause of his affliction and its unforthcoming solution. It is, as one of his later novels says about religion, both ‘poison and antidote’.

While he was no closer to a cure for his anxiety attacks, Beckett had begun to see that his personal problems might nevertheless be useful for his growth as a writer. In a diary entry from 1937, he confessed his hope that he might be able to put his suffering to artistic ends and ‘turn this dereliction, profoundly felt, into literature’. Quietism, it turned out, provided a means to do so.

 Quietism has a history, and it was one that Beckett knew a fair bit about. Towards the end of the 17th century, Christian mystics in Spain and France were reviving a method of contemplative prayer that had been first popularised by Teresa of Ávila (1515-82) and John of the Cross (1542-91). Known as the ‘prayer of quiet’, this method of contemplation involved doing as little as possible. Whereas other forms of prayer might make use of thoughts or images, in the prayer of quiet, all forms of mental activity are discarded. The devotee abandons his or her own will and surrenders completely to God.

The most outspoken advocate of the prayer of quiet in the 17th century was a Spanish priest named Miguel de Molinos (1628-96). In 1675, Molinos published a manual of prayer called The Spiritual Guide that became an instant bestseller. It was translated into several languages and went through many print editions. In the book, Molinos advises each Christian soul to ‘shrink into its own nothingness … without heeding, thinking or minding any sensible thing’. This act of silent surrender would enable the devout soul to proceed through various stages of purgation until, at last, it entered a state of deep equanimity and mental stillness. In Malone Dies, Beckett imagines something similar: ‘a last prayer, the true prayer at last, the one that asks for nothing’. Rather scandalously, Molinos also claimed that the soul in such a state would be so resigned and passive that even the wish for salvation would disappear: the soul would gladly go to hell, if God so wished it. The final step was ‘annihilation’: a complete erasure of the soul, the self, and the will, and then union with God. The soul, Molinos explained, passes into the state of ‘nothingness where it scorns itself, abhors itself, and confounds itself, knowing that it is nothing, that it can do nothing, and that it is worth nothing.’

Unfortunately for Molinos and the other Quietists, as they came to be known, the late-17th century was not an auspicious time for inward mystics. The Counter-Reformation was now in full swing and the Inquisition was keen to root out anything that smacked of Protestantism. With its emphasis on individual prayer, its iconoclastic tendencies, and its neglect of the external trappings of the Catholic Church, Quietism was viewed suspiciously by the Church authorities. In the end, Molinos was arrested on suspicion of heresy in 1685, condemned by Pope Innocent XI and, under threat of torture, confessed to his supposed crimes, after which he spent the remainder of his life in prison.

He found in Schopenhauer’s work ‘an intellectual justification of unhappiness’

Thanks to this history, ‘quietism’ has become a pejorative term, reserved for heretics, defeatists and navel-gazers. Nevertheless, it was embraced by a thinker who had a significant influence on Beckett’s personal outlook and literary vision: the German philosopher Arthur Schopenhauer (1788-1860). Although Schopenhauer was an atheist and wrote caustically about religion’s absurdities and horrors, he nevertheless had a great admiration for what he called the ‘saintly souls’ of mystical religion: the ‘pietists, quietists, pious enthusiasts’. While such saints were useless as metaphysicians, they were extremely valuable, Schopenhauer thought, as guides to the highest happiness. He could do without their dogma, but he cherished them as soteriological geniuses.

Schopenhauer saw life as an endless parade of suffering: a ‘balls-aching world’, in Beckett’s own colourful summary. Every living thing, Schopenhauer argued, is really a manifestation of a monistic ‘Will’: a drive, an urging, a craving that goads us into a fight for survival, procreation, competition and struggle. But the Will cannot be satisfied, and so neither can we:

   All striving comes from lack, from a dissatisfaction with one’s condition, and is thus suffering as long as it is not satisfied; but no satisfaction is lasting; instead, it is only the beginning of a new striving. We see striving everywhere inhibited in many ways, struggling everywhere; and thus always as suffering; there is no final goal of striving, and therefore no bounds or end to suffering.

The only permanent solution to this terrible situation is renunciation of the will. We have to learn to give up all effort and struggle and craving. Then, and only then, will we see through the illusion of separate existence, and discover a ‘peace that is higher than all reason’.

This is why the quietists and the mystics were useful to Schopenhauer. Their kind can be found, he alleges, in all religions and they can, through their attitude and disposition, teach us the way to surrender.

Beckett started reading Schopenhauer in 1930, when he was doing research for his first book: a work of literary criticism on Marcel Proust. He soon found a deep affinity with Schopenhauer’s pessimistic worldview and, to the amused bewilderment of all his friends, quickly read as much of the philosopher’s work as he could get his hands on. Beckett told MacGreevy that he had found in Schopenhauer’s work ‘an intellectual justification of unhappiness’. It was also no doubt significant for Beckett that Schopenhauer had claimed that the most appropriate symbol and indeed synonym of the will was the ‘heart, this first mover of animal life’. If calming the will was tantamount to calming the heart, then maybe Schopenhauer – and quietism – held the promise of healing his affliction.

Although Beckett might have first come to quietism for personal relief, it proved instrumental in helping him develop as a writer. A crucial link between Schopenhauer’s therapeutics of salvation and the creation of literature came via Beckett’s admiration for the French novelist André Gide (1869-1951). Gide shared many of Beckett’s literary interests: not just Proust and Schopenhauer, but also the Russian novelist Fyodor Dostoevsky (1821-81). And it was Dostoevsky who was, according to Gide, the paradigmatic quietist novelist, the author who took the attitude of renunciation and surrender and turned it into a way of writing.

According to Gide, Dostoevsky’s writing ‘leads us to a sort of Buddhism, or at least quietism’. Dostoevsky had himself adopted an attitude of ‘gentle and total resignation’ that brought him – like Molinos and Schopenhauer before him – to a level of mind ‘where the limits of being fade away, where the sense of the individual and the sense of time are lost, the plane where Dostoevsky sought – and found – the secret of happiness’. Dostoevsky then, at least as Gide describes him, was a master of soteriology, a genius of the inner world. But Gide then explains how this inner renunciation can help to form an aesthetic:

    It is this abnegation, this resignation of self, which allows the most contrary sentiments to live together in Dostoevsky’s soul, which preserves and safeguards the extraordinary wealth of antagonisms which struggle within him.

Just as the sage who has quietened their will can thus endure any vicissitude or eventuality – including damnation – the writer who relinquishes control can allow their work to accommodate contradiction and discord. Characters no longer need to be artificially controlled. A writer can embrace imperfection and powerlessness. A text can accommodate contrasting ideas and moods, perhaps in a manner similar to what the poet John Keats called ‘negative capability’: ‘capable of being in uncertainties, mysteries, doubts, without any irritable reaching after fact and reason.’ Or as Beckett put it himself in an interview from 1961:

    there will be a new form; and … this form will be of such a type that it admits the chaos and does not try to say that the chaos is really something else … To find a form that accommodates the mess, that is the task of the artist now.

A quietist literature can accommodate its mess because it can surrender control. In his prose fiction, Beckett increasingly felt able to break down what might be expected from a novel and from a story. By the time he came to write his major postwar novels – the ‘trilogy’ of Molloy, Malone Dies and The Unnamable (all first published in French, between 1951 and 1953, and later adapted by Beckett into English) – the accommodation of the mess was complete. Molloy is narrated by a man who is unsure whether he’s writing a diary or dictating to an audience. He often finds himself at a remove from his body, with a disintegrating sense of self and world. And he sees himself as a kind of ‘contemplative’ who has, in true Schopenhauerian fashion, abandoned his will to live:

    My life, my life, now I speak of it as of something over, now as a joke which still goes on, and it is neither, for at the same time it is over and it goes on, and is there any tense for that?

Molloy’s narration eventually collapses midway through the novel. He starts to doubt whether he is really telling us his own story or is rather making it up, compelled by some other presence, some voice that pushes the whole novel onwards. Perhaps, Molloy wonders, he is ‘merely complying with the convention that demands you either lie or hold your peace’. As the trilogy progresses, each subsequent narrator confesses that he’s the author who’d made up the previous narrator. The fictions keep collapsing, keep revealing themselves as fiction, but we don’t seem to get any closer to the authorial presence underneath all the stories.

It seems then that Beckett’s experiments with quietism in the 1930s eventually led to an aesthetic of incoherence, mess and powerlessness that shaped his most celebrated novels. ‘I’m working with impotence, ignorance,’ Beckett told one interviewer. ‘I don’t think impotence has been exploited in the past.’

But what of the preoccupation that we started with? That wish to be free from anguish and pain? That hope for some kind of salvation?

‘It was always there I huddled, in the innermost place of human frailty and lowliness’

In his later years, Beckett occasionally seemed keen to distance himself from soteriological systems. In 1986, just three years before his death, he told an interviewer that, unlike Schopenhauer, unlike Leopardi and unlike certain ‘oriental thinkers’, he didn’t propose a ‘way out’ or a ‘hope of an answer’ or a ‘solution’. The only solution, Beckett said, grimly, was death.

While this might seem to be the final word on the matter, it’s worth recalling that, for the quietists such as Molinos, the truest beatitude – and perhaps even the truest salvation – was found in the renunciation of hope for salvation. The theologian William Inge called this ‘the mystic paradox’ in a book on Christian mysticism that Beckett read and took notes on in the 1930s. According to Inge, Thomas à Kempis ‘wrote and then erased in his manuscript’ the statement that ‘it would be better to be with Christ in hell than without Him in heaven.’

The mystic paradox is pithily expressed in a maxim of the French aphorist Nicolas Chamfort, translated and versified by Beckett:

    Hope is a knave befools us evermore

    Which till I lost no happiness was mine.

    I strike from hell’s to grave on heaven’s door

    All hope abandon ye who enter in.

Beckett would often inscribe the maxim in copies of his play Endgame (1957) for his friends. Chamfort’s words, Beckett said, were the perfect rejoinder to all those readers and audiences who had, erroneously, found ‘affirmations of expressions of hope’ in his work. It is worth noting, however, that hope is the only casualty of Chamfort’s erasure and re-engraving. Happiness and even heaven are, remarkably, left intact. Chamfort’s point was merely that, in order to reach happiness or heaven, we must abandon hope for them through resignation and giving up. Or put another way, resignation of hope is the only happiness and heaven we are likely to attain.

Beckett’s own embrace of such an attitude can be seen in a beautiful letter he wrote in 1968 to Barbara Bray, a BBC producer he met while working on his radio plays who became a close confidante and companion. Bray’s husband had died in an accident and she had written to Beckett to share the news. He replied:

    Far from being troubled by your letter I am very touched that you should tell me about your great sorrow. I wish I could find something to comfort you. All I could say, and much more, and much better, you will have said to yourself long ago. And I have so little light and wisdom in me, when it comes to such disaster, that I can see nothing for us but the old earth turning onward and time feasting on our suffering along with the rest. Somewhere at the heart of the gales of grief (and of love too, I’ve been told) already they have blown themselves out. I was always grateful for that humiliating consciousness and it was always there I huddled, in the innermost place of human frailty and lowliness. To fly there for me was not to fly far, and I’m not saying this is right for you. But I can’t talk about solace of which I know nothing.

After some careful disclaimers about his lack of useful wisdom, Beckett makes the astonishing suggestion that Bray should move towards ‘the heart of the gales of grief’, since it is there that these gales have ‘already … blown themselves out’. His description suggests a place of stillness and peace in the midst of suffering, perhaps like the eye of a hurricane. Beckett’s solution is paradoxically both an escape – as suggested by the word ‘fly’ – and also a courageous refusal to turn away from pain. He suggests that the movement out of pain is one that flies right into it, that embraces it whole-heartedly, that resigns itself and surrenders to it. Salvation is found, oddly enough, in a place of weakness, humility and lowliness, right in the midst of suffering. This is Beckett’s mystic paradox. And so, Vladimir, interminably waiting for Mr Godot, needn’t have weighed the odds of salvation quite so anxiously. For the quietist, salvation and damnation, heaven and hell, weal and woe, suffering and its end, are not distant poles, but perhaps two sides of the same coin. As Thomas à Kempis put it, in that phrase that Beckett confessed was made for him: ‘he that can well suffer shall find the most peace’

Que todo cambie para que todo siga igual. Enric Juliana. 2013

Las épocas de crisis son tiempos de sospecha. El consenso se rompe. Los vínculos de confianza se debilitan. Los recelos se agrandan. Los enfrentamientos se hacen más ásperos. Los sentimientos se agrietan. La angustia se difunde. En tiempos de crisis incluso se sospecha del cambio.

Los que sueñan con un nuevo orden temen que el cambio sea secuestrado por los conservadores inteligentes, capaces de virar en el último momento para no verse arrastrados por la corriente adversa. En sentido contrario, los conservadores sensibles sospechan de la quietud y se esfuerzan, neuróticamente, a veces, en interpretar las señales y demandas que ignoran los conformistas y los soberbios.

La vida en alerta –una inestable mezcla de inquietud, angustia y curiosidad- es uno de los grandes motores de la evolución humana. El célebre arranque de la película “2001, Odisea en el espacio”, de Stanley Kubrick, nos lo recuerda.

Desde hace medio siglo existe una interesante figura literaria para describir la astucia conservadora ante el cambio. Lampedusa. Un cambio lampedusiano es aquel que describe un círculo y vuelve a colocar las cosas en su punto de partida, al menos en apariencia. En los actuales momentos de crisis, esa palabra de origen siciliano vuelve a ser utilizada con profusión. Para muchas personas es una expresión cínica, cuyo mero enunciado revela una pérfida enemistad con el cambio verdadero y sincero. En una España donde aún prevalece el tópico del “ir de frente” -y “a lo hecho, pecho”-, el oblicuo movimiento lampedusiano no goza de muy buena prensa.

Hoy vamos a recordar sus orígenes. La frase “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, la escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa en la novela “El Gatopardo”, una de las grandes obras de la literatura italiana del siglo XX. En castellano resulta una frase seca, acerada, terriblemente cínica. En el original italiano hay más musicalidad y movimiento: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi». Tomasi di Lampedusa (1896-1957), duque de Palma y príncipe de Lampedusa, fue un noble siciliano, autor de esa única novela, ambientada en su tierra natal durante la Unificación Italiana de 1861.

A su vez, Lampedusa es el nombre de una de las islas más meridionales de Italia (a 205 km. de Sicilia y a sólo 100 km. de las costas de Túnez). Geográficamente africana, es una pequeña isla conocida estos últimos años por ser el punto de arribada de miles de inmigrantes provinentes de Libia y Túnez sin documentación.

Primera paradoja: Lampedusa es hoy un lugar muy poco lampedusiano. Ha conocido con intensidad el cambio de época, para convertirse en punto crítico de una de las fronteras más inestables del mundo: la que separa Europa de África. Nada volverá a ser igual en la isla de Lampedusa.

El duque de Palma (nada que ver con el atribulado duque consorte español) no tuvo suerte con su novela. Giuseppe Tomasi di Lampedusa murió en 1957 antes de ver publicada su obra. El Gatopardo, el más ágil de los felinos, es el emblema de los Salina, una aristocrática familia siciliana que asiste al derrumbe del Absolutismo borbónica en la Italia meridional. La historia del príncipe Fabrizio Salina, en el tránsito del reino de las Dos Sicilias a la Italia Unificada, tras el legendario desembarco de Garibaldi en Marsala, no gustó a las grandes casas editoriales.

Años cincuenta. Años de posguerra y de los primeros albores del consumismo. La nostalgia no estaba de moda. Creían que era un texto demasiado melancólico, alejado del gusto de una época con tres vértices: el neorrealismo, todavía fuerte; el incipiente vanguardismo, y su denominador común, la crítica social. Rechazaron la novela, las editoriales Einaudi y Mondadori, dos de las grandes columnas del templo cultural italiano.

Fallecido el autor, el manuscrito de “Il Gattopardo” acabó olvidado en una caja fuerte del Círculo Italiano del Libro, en Roma. Lo rescató de las telarañas Elena Croce, socia del citado club. Elena, hija del gran filósofo italiano Benedetto Croce, entregó el texto a un amigo escritor llamado Giorgio Bassani, que en aquel momento trabajaba para la editorial Feltrinelli, con sede en Milán. Entusiasmado, Bassani aconsejó su inmediata publicación. El libro tuvo un éxito fulgurante. Una primera edición de 30.000 ejemplares se agotó en pocos días. Feltrinelli había dado en el clavo.

Un año después, en 1959, “Il Gattopardo” obtenía el Premio Strega, el más prestigioso galardón de la literatura italiana. La crítica se hallaba perpleja y dividida. Destacados periodista y escritores de izquierda, como Elio Vittorini, Alberto Moravia y Mario Alicata (máximo responsable de la comisión de Cultura del PCI) tacharon la novela de “decadente” y “reaccionaria”. La crítica católica tampoco fue clemente.

“Es moralmente inaceptable la atmósfera de derrota y muerte que transmite este libro”, escribió Gabriele De Rosa, una de las figuras intelectuales más destacadas de la Democracia Cristiana. El poeta Eugenio Montale, futuro premio Nobel de Literatura (1975) fue uno de los primeros en defender su gran calidad literaria.

El editor Giangiacomo Feltrinelli cosechó un enorme éxito editorial y Giorgio Bassani demostró tener muy buen olfato. Cuatro años después, Bassani también escribiría una extraordinaria novela: “El jardín de los Finzi-Contini”. Otra historia melancólica. “El Gatopardo” tuvo un segundo triunfo con la excelente versión cinematográfica dirigida por Luchino Visconti, con Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale en los papeles principales.

Segunda paradoja: el aristócrata Visconti, gran creador de atmósferas decadentes, era un cineasta de izquierdas, muy próximo al PCI, al que poco importaron los recelos de sus correligionarios. Hizo una gran película. En el film, el pasaje clave de la novela transcurre con gran rapidez. El momento en que el joven Tancredi le dice a su tío, el príncipe Salina, que hay que apoyar a los revolucionarios garibaldinos para que las cosas sigan en su sitio en Sicilia.

Feltrinelli, Bassani y Visconti erigieron el mito de Lampedusa y en Italia comenzó a hablarse de “gattopardismo” en referencia al cambio cínico cuyo fondo pretende que las cosas sigan igual. La novela transmite, sin embargo, un mensaje mucho más matizado y sutil: el príncipe Salina sabe desde el primer momento que su mundo decae, sin remisión posible. Visconti lo retrató muy bien –quizá con demasiado perfeccionismo- en la maravillosa escena del vals, en la que el príncipe baila con la joven Angelica Sedara, prometida de su sobrino e hija de la nueva burguesía rural ascendente.

El viejo Salina sabe que las cosas van a cambiar, aunque él tenga la astucia de ponerse al frente de los acontecimientos. Da dinero a su sobrino Tancredi para que se una a los garibaldinos, pero se niega a aceptar el cargo de senador que le ofrece un enviado piamontés de la nueva Italia unificada. Es una novela de gran belleza literaria, con dos finales.

Primer final, la muerte de Don Fabrizio:

“Era Ella, la criatura anunciada tantas veces, que venía a buscarle. El tren debía esta a punto de partir. Ella acerco su rostro y, cara a cara, levantó el velo. Y así, púdica y dispuesta a la posesión, le pareció más bella de cuanto la podía haber entrevisto en los espacios siderales. El fragor del mar se calmó totalmente”.

Segundo final, el viaje de Bendicò (cuerpo disecado del perro cazador preferido del príncipe) al cubo de la basura:

“Mientras recogían la piltrafa, sus ojos de vidrio miraron con el humilde reproche de las cosas que se descartan y que se quieren anular. Salió por la ventana y durante el vuelo su figura se recompuso por un instante. Después halló la paz en un montón de polvo, lívido”.

Dos finales y una última paradoja: el editor Feltrinelli. Hombre muy culto, hijo de una familia rica, antifascista hasta la médula –de joven había formado parte de la resistencia partisana-, el izquierdista Giangiacomo Feltrinelli desobedeció como editor el dogmatismo comunista. Publicó “El Gatopardo” en contra de la opinión de la crítica de izquierdas y fue el primer editor en Europa (1957) de “El Doctor Zhivago”, la gran novela de Boris Pasternak, prohibida por los soviéticos. Vendió centenares de miles de ejemplares de ambos libros.

El 15 de marzo de 1972, Feltrinelli fue hallado muerto al pie de una torre de alta tensión cerca de Milán, instalación que, al parecer, había intentado derribar con una carga de explosivos. Totalmente convencido de la inminencia de un golpe fascista en Italia (golpe que no llegó a producirse), había fundado clandestinamente los Grupos de Acción Partisana (GAP), en paralelo a las Brigadas Rojas. Le estalló el explosivo que transportaba por un extraño fallo en el temporizador. El singular editor de “El Gatopardo” nunca fue lampedusiano.