Los juegos del intercambio

2. LOS JUEGOS DEL INTERCAMBIO
En mi anterior conferencia señalé el lugar característico que ocupa, del siglo XV al XVIII, un enorme sector de autoconsumo que permanece en lo esencial completamente al margen de la economía de intercambio. Europa, incluso la más desarrollada, aparece sembrada, hasta el siglo xviii e incluso más adelante, de zonas que participan poco en la vida general y que, en su aislamiento, se obstinan en llevar su propia existencia, casi por completo encerrada en sí misma.
Quisiera abordar hoy lo que concierne propiamente al intercambio y que designaremos a la vez como economía de mercado y como capitalismo. Este doble apelativo indica que pensamos diferenciar estos dos sectores que, desde nuestro punto de vista, no se confunden. Repitamos, no obstante, que estos dos grupos de actividad economía de mercado y capitalismo minoritarios hasta el siglo XVIII y que la mayoría de las acciones de los hombres permanece encerrada, sumergida, en el inmenso campo de la vida material. Si bien la economía de mercado se encuentra en plena expansión, cubre ya vastísimas superficies y cosecha éxitos espectaculares, adolece aún, con bastante frecuencia, de falta de densidad.
En cuanto a aquellas realizaciones del Antiguo Régimen que llamo con razón o sin ella capitalismo, son índice de un nivel brillante y sofisticado, aunque limitado, que no afecta al conjunto de la vida económica y no crea la excepción confirma la regla ningún “modo de producción” propio y tendente, por sí mismo, a generalizarse. Dista mucho, incluso, ese capitalismo al que denominamos mercantil de dominar y dirigir en su totalidad a la economía de mercado, aunque ésta sea su condición previa indispensable. Y sin embargo, el papel nacional, internacional y mundial que desempeña el capitalismo resulta ya evidente.
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La economía de mercado, de la que hablé en el primer capítulo, se nos presenta sin excesiva ambigüedad. Los historiadores le han otorgado, en verdad, un lugar de favor. Todas las ensalzan. En comparación, la producción y el consumo son aún continentes mal investigados por una búsqueda cuantitativa que todavía se encuentra en sus comienzos. No se entiende este universo con facilidad. La economía de mercado, por el contrario, no deja de suscitar opiniones en torno a ella. Llena por sí sola páginas y páginas de documentos de archivos, archivos urbanos, archivos privados de familias de comerciantes, documentos jurídicos y policiales, deliberaciones de las cámaras de comercio, registros de notarios… Entonces, ¿cómo no reparar en ella e interesarse por ella? Está siempre presente.
El peligro reside, evidentemente, en que sólo nos fijemos en ella, en que la describamos con un lujo de detalles tal que pueda llegar a sugerir una presencia invasora, insistente, cuando en realidad sólo es un fragmento de un vasto conjunto, por su propia naturaleza, que la reduce a un papel de lazo entre la producción y el consumo; y de hecho, antes del siglo xix es una simple capa más o menos gruesa y resistente, en ocasiones muy fina, situada entre el océano de la vida cotidiana que subyace y los procedimientos del capitalismo que, una vez de cada dos, la dirigen desde arriba.
Pocos historiadores son claramente conscientes de esta limitación que, al restringirla, define la economía de mercado y señala su verdadero papel. Witold Kula es de los pocos que no se dejan llevar demasiado por el movimiento de los precios del mercado, sus altibajos, sus crisis, sus lejanas correlaciones y sus tendencias al unísono es decir, todo aquello que torna palpable el aumento regular del volumen de los intercambios. Para recoger una de sus imágenes, es importante mirar siempre al fondo del pozo, hasta llegar a la masa profunda del agua o de la vida material a la que afectan los precios del mercado, pero no calan en ella ni consiguen arrastrarla siempre. Por lo tanto, toda historia económica que no sea a doble registro a saber, la salida del pozo y el pozo en su profundidad corre el peligro de quedar terriblemente incompleta.
Una vez señalado esto, resulta evidente que entre los siglos XV y xvi, la zona ocupada por esta vida rápida que es la economía de mercado no ha cesado de expandirse. La variación en cadena de los precios de mercado es, a través del espacio, la señal que lo anuncia y lo demuestra. Estos precios varían en el mundo entero: en Europa, según demuestran numerosas informaciones, en Japón y en China, en la India, y a lo largo de los países del Islam (también en el Imperio turco), así como en América, en donde los metales preciosos juegan un papel precoz es decir, en Nueva España, en Brasil, en Perú. Y todos estos precios se corresponden mejor o peor, se suceden con diferencias más o menos acusadas, apenas sensibles a través de toda Europa, donde las economías aparecen íntimamente conectadas unas con otras, pero, en cambio, con un retraso de al menos veinte años con respecto a Europa en la India de fines del siglo xvi y principios del XVII.
Resumiendo, cierta economía relaciona entre sí, mejor o peor, los distintos mercados del mundo, una economía que no arrastra tras ella más que algunas mercancías excepcionales, pero también los metales preciosos, viajeros privilegiados que están dando la vuelta al mundo. Las piezas de a ocho españolas, acuñadas con la plata de América, cruzan el Mediterráneo, atraviesan el Imperio turco y Persia, y llegan a la India y China. A partir de 1572, por el enlace de Manila, la plata americana cruza también el Pacífico y, al final del viaje, llega de nuevo a China por esta nueva vía.
Estas conexiones, estas cadenas, tráficos y transportes esenciales, ¿cómo no iban a llamar la atención de los historiadores? Estos espectáculos les fascinan, como ya fascinaron a sus contemporáneos. Incluso los primeros economistas, ¿qué estudiaban en realidad si no es la oferta y la demanda en el ámbito del mercado? La política económica de las altivas ciudades, ¿qué era sino la vigilancia de sus mercados, de sus suministros y de sus precios? Y cuando una política económica se esboza en la actuación del Príncipe, ¿no es acaso a propósito del mercado nacional, de la bandera nacional que hay que defender, de la industria nacional ligada al mercado interior y exterior y a la que interesa promover? En esta zona estrecha y sensible del mercado es donde resulta posible y lógico actuar. En ella repercuten las medidas tomadas, como demuestra la práctica diaria. Tanto es así que se ha llegado a creer, con razón o sin ella, que los intercambios juegan por sí solos un papel decisivo, equilibrante, que allanan los desniveles mediante la competencia, ajustan la oferta y la demanda, y que el mercado es un dios escondido y benévolo, la “mano invisible” de Adam Smith, el mercado autorregulador del siglo XIX y la piedra angular de la economía, si nos atenemos al laissez faire, laissez passer.
Hay en esto una parte de verdad y otra de mala fe, pero también de ilusión. ¿Podemos acaso olvidar cuántas veces el mercado fue invertido y falseado, arbitrariamente fijados sus precios por los monopolios de hecho y de derecho? Y sobre todo, si admitimos las virtudes competidoras del mercado (“el primer ordenador puesto al servicio de los hombres”), es importante señalar al menos que el mercado no es sino un nexo imperfecto entre producción y consumo, aunque sólo fuese en la medida en que sigue siendo parcial.
Subrayemos esta última palabra: parcial. Creo de hecho en las virtudes y en la importancia de una economía de mercado, pero no en su reinado exclusivo. Esto no impide que, hasta una época relativamente cercana, los economistas razonasen únicamente a partir de sus esquemas y de sus lecciones. Para Turgot, la circulación se identifica realmente con el conjunto de la vida económica. Del mismo modo y mucho después, David Ricardo no ve más que el río, estrecho pero vivo, de la economía de mercado. Y si bien los economistas, desde hace más de cincuenta años e instruidos por la experiencia, ya no defienden las virtudes automáticas del laissez faire, el mito sigue aún presente en el ámbito de la opinión pública y de las discusiones políticas actuales.
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Finalmente, si he introducido el término capitalismo en el debate, a propósito de una época en la que no siempre se le reconoce carta de naturaleza, ha sido sobre todo porque necesitaba otra palabra que no fuera economía de mercado para designar aquellas actividades que se nos revelan como diferentes. Mi intención no era ciertamente la de “introducir el lobo en la majada” Sabía muy bien ¡los historiadores han insistido tantas veces al respecto! que este término conflictivo es ambiguo, terriblemente cargado de actualidad y, virtualmente, de anacronismo. Si, con gran imprudencia, le he abierto la puerta, ha sido por múltiples razones.
En primer lugar, entre los siglos XV y XVIII, hay ciertos procesos que exigen un apelativo especial. Cuando los observamos de cerca, resulta casi absurdo incluirlos, sin más, dentro de la economía de mercado ordinaria. El término que nos viene entonces espontáneamente a la cabeza es el de capitalismo. Si lo expulsamos, molestos, por la puerta, vuelve a entrar casi inmediatamente por la ventana. ,Porque no le encontramos un sustituto adecuado, y esto es sintomático. Como dice un economista americano, la mejor razón para emplear el término capitalismo, por muy desprestigiado que esté, es, a fin de cuentas, que no hemos encontrado ningún otro que le sustituya. Es indudable que presenta el inconveniente de arrastrar tras de sí innumerables querellas y discusiones; pero estas querellas, las buenas, las menos buenas y las ociosas, son, en verdad, imposibles de evitar; no se puede actuar y discutir como si no existieran. Otro inconveniente peor es que el término aparece cargado de aquellas connotaciones que le presta la vida actual.
Porque el término capitalismo en su acepción más amplia, data de principios del siglo xx. Observo por mi parte, de una forma un poco arbitraria, que su verdadero lanzamiento se produce con la edición, en 1902, del famoso libro de Werner Sombart, Der moderne Kapitalismus. Este término fue prácticamente ignorado por Marx. Henos aquí entonces directamente amenazados por el mayor de los pecados, el de anacronismo. No existe el capitalismo antes de la Revolución Industrial, gritaba un joven historiador: “¡El capital sí, pero el capitalismo no!”.
No obstante, nunca se produce entre el pasado, incluso lejano, y el presente ruptura total, discontinuidad absoluta o si se prefiere, nocontaminación. Las experiencias del pasado no dejan de prolongarse en la vida actual, no dejan de incrementarla. Así pues, mucho, historiadores y no de los menores se dan cuenta actualmente de que la Revolución industrial se anuncia mucho antes del siglo XVIII. Quizás la mejor razón para persuadirse de ello sea el ejemplo que dan ciertos países subdesarrollados de hoy en día que intentan realizar su revolución industrial y, aun teniendo, según dicen, el modelo de éxito ante sus ojos, fracasan en el intento.
Resumiendo, esta dialéctica interminable puesta en tela de juicio pasado, presente; presente, pasado corre el riesgo de ser simplemente el corazón, la razón de ser de la historia misma.
No podremos doblegar ni definir el término capitalismo, para ponerlo al servicio exclusivo de la explicación histórica, a no ser encuadrándolo seriamente entre las dos palabras que subyacen y le prestan su sentido: capital y capitalista El capital, como realidad tangible y masa de medios fácilmente identificables, y en constante actividad; el capitalista, como persona que preside o intenta presidir la inserción del capital en el proceso incesante de producción al cual se ven obligadas todas las sociedades; el capitalismo constituye, grosso modo (y sólo grosso modo), la forma en que es llevado normalmente con fines poco altruistas este constante juego de inserción.
La palabra clave es la de capital. Esta última, en los ensayos de los economistas, ha tomado el sentido reforzado de bien capital; no sólo designa las acumulaciones de dinero, sino también los resultados utilizables y utilizados de todo trabajo previamente ejecutado: una casa es un capital, al igual que el trigo almacenado en una granja; un navío o una carretera también constituyen capitales. Pero un bien capital sólo merece ese nombre si participa en el renovado proceso de la producción: el dinero de un tesoro que permanece inactivo ya no constituye un capital, al igual que un bosque no explotado, etc. Una vez sentado esto, ¿existe acaso alguna sociedad conocida que no haya acumulado o acumule bienes capitales, que no los utilice con regularidad en su trabajo y que, por medio del trabajo, no los reconstituya y haga fructificar? El más modesto de los pueblos de Occidente, en el siglo XV, posee sus caminos, sus campos desempedrados, sus tierras cultivadas, sus bosques organizados, sus setos vivos, sus huertas, sus ruedas de molino, sus reservas de grano…
Ciertos cálculos realizados con respecto a las economías del Antiguo Régimen arrojan una relación de uno a tres 0 a cuatro entre el producto bruto de un año de trabajo y la masa de los bienes capitales (lo que en francés llamamos le patrimoine), la misma, en suma, que la aceptada por Keynes para la economía de las sociedades actuales. Cada sociedad llevaría, pues, tras sí el equivalente a tres o cuatro años de trabajo acumulado, en reserva, que utilizaría para sacar adelante su producción, y el patrimonio sólo se moviliza parcialmente con tal fin, nunca en un 100%, desde luego.
Pero dejemos estos problemas. Los conocen ustedes tan bien como yo. No les debo, en realidad, más que una sola explicación: ¿cómo puedo distinguir aceptablemente el capitalismo de la economía de mercado, y viceversa?
Supongo, desde luego, que no esperarán ustedes de mí que lleve a cabo una distinción perentoria del tipo de “el agua debajo y el aceite encima”. La realidad económica no trata nunca de cuerpos simples. Pero aceptarán sin demasiada dificultad que pueda haber al menos dos tipos de economía llamada de mercado (A y B), discernibles sí les prestamos un poco de atención, aunque sólo sea por las relaciones humanas, económicas y sociales que instauran.
En la primera categoría (A), incluiría de buen grado los intercambios cotidianos del mercado, los tráficos locales o a corta distancia, como el trigo y la madera que se encaminan hacia la ciudad cercana; e incluso los que tienen lugar en un radio más amplio, siempre que sean regulares, previsibles, rutinarios y abiertos, tanto a los pequeños, como a los grandes comerciantes: como por ejemplo los envíos de grano del Báltico desde Dantzig hasta Ámsterdam en el siglo XVII, o el tráfico del aceite y del vino del sur hacia el norte de Europa, y estoy pensando en aquellas “flotillas” de carros alemanes que venían a buscar, cada año, el vino blanco de Istria.
El mercado de un pueblo podría constituir un buen ejemplo de estos intercambios carentes de sorpresas, “transparentes”, cuyos pormenores conoce todo el mundo de antemano y cuyos beneficios siempre moderados podemos calcular aproximadamente. Este reúne ante todo a productores campesinos, campesinas, artesanos y a clientes, unos del mismo pueblo y otros de los pueblos cercanos. En todo lo demás hay, de vez en cuando, dos o tres comerciantes; es decir, entre el cliente y el productor aparece el intermediario, el tercer hombre. Y este comerciante puede, en ciertas ocasiones, alterar el mercado, dominarlo e influir en los precios por medio de manejos de almacenamiento; incluso un pequeño revendedor puede, en contra de los reglamentos, salir al encuentro de los campesinos a la entrada del pueblo, comprarles a precio reducido sus géneros y ofrecerlos seguidamente él mismo a los compradores: es un fraude de tipo elemental, que está presente en todos los pueblos y más aún en todas las ciudades y que es capaz, cuando se extiende, de hacer subir los precios.
Así pues, incluso en el pueblo ideal que nos estamos imaginando, con su comercio reglamentado, leal y transparente donde los hombres trabajan “el ojo en el ojo, la mano con la mano”, como dicen los alemanes, el intercambio perteneciente a la categoría B, que huye de la transparencia y del control, no se halla por completo ausente. Asimismo, el comercio regular que anima a los grandes “convoys” de trigo del Báltico es un comercio transparente: las curvas de precios a la salida de Dantzig y a la llegada a Ámsterdam son sincrónicas, y el margen de beneficios es a la vez seguro y moderado. Pero si se produce una carestía en el Mediterráneo, hacia 1590, por ejemplo, veremos a los mercaderes internacionales, representantes de importantes clientes, desviar de su ruta habitual a barcos enteros, cuyo cargamento, transportado a Liorna o a Génova, triplica o cuadruplica entonces sus precios. También en este caso, la economía A puede cederle el paso a la economía B.
En cuanto nos elevamos en la jerarquía de los intercambios, es el segundo tipo de economía el que predomina y dibuja ante nuestros ojos una “esfera de circulación” evidentemente distinta. Los historiadores ingleses han señalado la creciente importancia, a partir del siglo xv y junto al mercado público tradicional, el public market de lo que ellos llaman private market, o sea, el mercado privado; yo lo llamaría más bien, para acentuar la diferencia, el contramercado. ¿Acaso no trata éste, en efecto, de desembarazarse de las reglas del mercado tradicional, en exceso paralizadoras a veces?
Algunos comerciantes itinerantes, recolectores de mercancías, van a buscar a los productores en sus propias casas. Compran directamente al campesino la lana, el cáñamo, los animales vivos, los cueros, la avena o el trigo, las aves de corral, etc. 0 incluso les compran estos productos por adelantado: la lana antes de que esquilen a las ovejas, el trigo cuando está apuntando. Un simple papel firmado en la posada del pueblo o en la misma granja cierra el trato. Después, encauzarán sus compras, por medio de carros, bestias de carga o barcos, hacia las grandes ciudades o hacia los puertos exportadores.
Ejemplos como éstos se encuentran en el mundo entero, tanto en París como en Londres; en Segovia para las lanas, en trno a Nápoles para el trigo, en Apulía para el aceite, en Insulindia para la pimienta… Cuando no acude a la misma explotación agrícola, el comerciante itinerante concierta sus citas junto al mercado, al margen de la plaza donde éste tiene lugar o bien, con mayor frecuencia, se reúne en una posada: las posadas son etapas de la circulación rodada, oficinas de transporte. Que este tipo de intercambios sustituye las condiciones normales del mercado colectivo por transacciones individuales cuyos términos varían arbitrariamente según sea la situación respectiva de los interesados, lo demuestran sin ambigüedad los numerosos procesos que origina en Inglaterra la interpretación de los pequeños papeles firmados por los vendedores.
Es evidente que se trata de intercambios desiguales en los que la competencia ley esencial de la llamada economía de mercado no desempeña apenas ningún papel, y en los que el mercader cuenta con dos ventajas: ha roto las relaciones entre el productor y el destinatario final de la mercancía (él es el único que conoce las condiciones del mercado a ambos extremos de la cadena, y, por lo tanto, el beneficio contable) y dispone de dinero en efectivo, lo que constituye su argumento principal. De ahí que se tiendan largas cadenas mercantiles entre la producción y el consumo, y es sin duda su eficacia lo que las hizo imponerse, especialmente en lo que se refiere al abastecimiento de las ciudades, y lo que incitó a las autoridades a hacer la vista gorda o, por lo menos, a relajar sus controles.
Ahora bien, cuanto más se alargan dichas cadenas, más escapan a las reglas y controles habituales y más claramente emerge el proceso capitalista. Y lo hace de forma brillante en el comercio, a larga distancia, el Fernhandel, en el que los historiadores alemanes no son los únicos en ver el superlativo de la vida de intercambio. El Fernhandel es, por excelencia, un campo en el que se maniobra libremente, opera a unas distancias que le ponen a resguardo de los controles ordinarios, o que le permiten sortearlos; actuará, según los casos, desde las costas de Coromandel o las riberas de Bengala hasta Ámsterdam; desde Ámsterdam hasta cualquier almacén de reventas de Persia, de la China o del Japón.
En esta extensa zona de operaciones, cuenta con la posibilidad de escoger, y escogerá aquello que le proporcione los máximos beneficios: ¿el comercio en las Antillas ya sólo produce beneficios modestos? Da lo mismo, ya que, en ese mismo instante, el comercio de la India y de la China garantiza la obtención de beneficios dobles. Basta, pues, con cambiar de punto de mira.

De estos grandes beneficios se derivan considerables acumulaciones de capital, tanto más cuanto que el comercio a larga distancia sólo se reparte entre unas pocas manos. No entra cualquiera en él. El comercio local, por el contrario, se esparce entre multitud de participantes. En el siglo xvi, por ejemplo, el comercio interior de Portugal, visto en su totalidad y con todo su supuesto valor monetario, es, con mucho, superior al comercio de pimienta, especias y drogas. Pero este comercio interior se encuentra a menudo bajo el signo del trueque, del valor de uso. El comercio de especias, en cambio, se sitúa directamente dentro del ámbito de la economía monetaria. Y son sólo los grandes negociantes los que lo practican y concentran en sus manos sus anormales beneficios. El mismo razonamiento valdría para la Inglaterra de tiempos de Defoe.

No es una casualidad que, en todos los países del mundo, un grupo de grandes negociantes se destaque claramente por encima de la masa de mercaderes, y que este grupo sea más limitado, por un lado, y aparezca siempre ligado, por otro, al comercio a larga distancia, entre otras actividades. Este fenómeno es visible en Alemania desde el siglo XIV, en París desde el XIII, en las ciudades italianas desde el XII, e incluso antes.

El tayir, en el Islam y antes ya de la aparición de los primeros negociantes occidentales, es un exportador-importador que, desde su casa (estamos ya ante el comercio fijo), dirige a agentes y comisionistas. No tiene nada en común con el hawanli, el tendero del zoco. En Agra, que, hacia 1640, es aún una enorme ciudad de la India, un viajero anota que con el nombre de “ sogador” se designa a “aquel al que llamaríamos en España un mercader, pero hay algunos que se adornan con el nombre particular de katari, el título más eminente para aquellos que profesan en estos países el arte mercantil y que significa comerciante riquísimo y de gran crédito”.
En Occidente, el vocabulario señala unas diferencias análogas. El négociant es el katarí francés, y esta palabra aparece en el siglo xvii. En Italia, hay una enorme distancia entre el mercante a taglio y el negoziante; lo mismo en Inglaterra entre el tradesman y el merchant que, en los puertos ingleses, se ocupa ante todo de la exportación y del comercio a larga distancia; y en Alemania, entre los Krämer, por un lado, y el Kaufmann o el Kaufherr, por otro.
¿Hace falta señalar que estos capitalistas, tanto en el Islam como en la cristiandad, son los amigos del príncipe, aliados o explotadores del Estado? Muy pronto, desde el principio, traspasarán los límites nacionales y se entenderán con los mercaderes de otras plazas extranjeras. Poseen mil medios para falsear el juego a su favor, mediante la manipulación del crédito y el fructuoso juego de las buenas monedas contra las falsas: las buenas monedas de oro y plata se destinan a las grandes transacciones, al Capital; y las de cobre a los pequeños salarios y a los pagos cotidianos, al Trabajo, en consecuencia. Cuentan con la superioridad de la información de la inteligencia y de la cultura.
Y se apoderan a su alrededor de lo que es bueno aprehender: la tierra, los edificios, las rentas… ¿Quién pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la competencia? Al escribir a uno de sus agentes de Burdeos, un mercader holandés le recomendaba que mantuviera secretos sus proyectos; si no, añadía, “le ocurriría a este negocio lo que a tantos otros en los que, en el momento en que surge la competencia, ¡ya se acabaron los beneficios! “ Finalmente, y gracias a la masa de los capitales, pueden los capitalistas preservar sus privilegios y reservarse los grandes negocios internacionales de su tiempo. De una parte, porque en esta época de lentísimos transportes, el gran comercio impone largos plazos a la circulación de capitales: son necesarios meses, y a veces años, para que retornen las sumas invertidas, engrosadas por sus beneficios.
De otra parte, porque generalmente el gran mercader no utiliza sólo capitales: recurre al crédito, al dinero de los demás. Por último, los capitales se desplazan. Desde finales del siglo XIV, los archivos de Francesco di Marco Datini, mercader de Prato, cerca de Florencia, nos señalan las idas y venidas de las letras de cambio entre las ciudades italianas y los puntos álgidos del capitalismo europeo: Barcelona, Montpellier, Avignon, París, Londres, Brujas… Pero se trata aquí de juegos tan ajenos al común de los mortales, como son las actuales deliberaciones ultrasecretas del Banco de Pagos Internacionales, en Basilea.
Así pues, el mundo de la mercancía o del intercambio se encuentra estrictamente jerarquizado, desde los más humildes oficios mozos de cuerda, descargadores, buhoneros, carreteros, marineros hasta los cajeros, tenderos, agentes de nombres diversos, usureros y, finalmente, hasta los negociantes. Lo que a primera vista resulta sorprendente es que la especialización, la división del trabajo, que no hace más que acentuarse rápidamente al compás de los progresos de la economía de mercado, afecta a toda esta sociedad mercantil salvo a su cima, la de los negociantes capitalistas.
Así este proceso de parcelación de funciones, esta modernización, se manifestó ante todo y solamente en la base: los oficios, los tenderos, incluso los buhoneros, se especializan. No ocurre lo mismo en lo alto de la pirámide, ya que, hasta el siglo XIX, el mercader de altos vuelos no se limita, por así decir, a una sola actividad: es comerciante, claro está, pero nunca de un solo ramo, sino que, según las ocasiones, es a la vez armador, asegurador, prestamista, prestatario, financiero, banquero e incluso empresario industrial o explotador agrícola. En Barcelona, en el siglo XVIII, el tendero detallista, el botiguer, está siempre especializado: vende telas, o paños, o especias. … Si algún día se enriquece lo suficiente como para convertirse en negociante, pasa automáticamente de la especialización a la no especialización. A partir de ese momento, cualquier buen negocio que se encuentre a su alcance pasará a ser de su competencia.
Esta anomalía ha sido a menudo señalada, pero la explicación que suele dársele no nos puede satisfacer: el mercader, nos dicen, divide sus actividades entre diversos sectores para limitar sus riesgos: perderá con la cochinilla, pero ganará con las especias; fracasará en una transacción comercial, pero ganará al jugar con los cambios o al prestarle dinero a un campesino para que pueda constituirse una renta… Para resumir, seguiría el consejo de un proverbio francés que recomienda “ne pas mettre tousses oeufs dans le même panier” [“no jugárselo todo a una sola carta”].
De hecho, yo pienso: o que el mercader no se especializa porque ninguno de los ramos que se encuentran a su alcance está lo suficientemente desarrollado como para absorber toda su actividad. Se cree con demasiada frecuencia que el capitalismo de antaño era menor, debido a la falta de capitales, que le fue preciso ir acumulando durante mucho tiempo para expandirse. Sin embargo, la correspondencia mercantil o las memorias de las cámaras de comercio nos muestran bastante a menudo el caso de capitales que buscan inútilmente una forma de inversión. Entonces, el capitalismo se sentirá tentado por la adquisición de tierras, por su valor refugio y su valor social, pero también a veces de tierras que pueden explotarse de forma moderna y ser fuente de beneficios sustanciosos, como sucede, por ejemplo, en Inglaterra, en Venecia y otros lugares.
0 bien se dejará seducir por las especulaciones inmobiliarias urbanas; o también por las incursiones, prudentes pero frecuentes, en el campo de la industria, así como por las especulaciones mineras (siglos XV y XVI). Pero resulta significativo que, salvo en casos excepcionales, no se interese por el sistema de producción y se contente, mediante el sistema de trabajo a domicilio o putting out, con controlar la producción artesanal para asegurarse mejor su comercialización. Frente al artesano y al sistema del putting out, las manufacturas no representarán, hasta el siglo XIX, más que una pequeña parte de la producción.
Que si el gran comerciante cambia tan a menudo de actividad, es porque los grandes beneficios cambian sin cesar de sector. El capitalismo es de naturaleza coyuntural. Incluso hoy en día, uno de sus grandes valores es su facilidad de adaptación y de reconversión. O Que una única especialización ha mostrado, en ocasiones, tendencia a manifestarse dentro de la vida mercantil: el comercio del dinero. Pero su éxito nunca ha sido de larga duración, como si el edificio económico no pudiese nutrir suficientemente esta punta culminante de la economía.
La banca florentina, algún tiempo floreciente, se derrumba con los Bardi y los Perucci en el siglo xiv; y más tarde con los Médicis, en el siglo XV. A partir de 1579, las ferias genovesas de Piacenza se convierten en el clearing de casi todos los pagos europeos, pero la extraordinaria aventura de los banqueros genoveses durará menos de medio siglo, hasta 1621. En el siglo XVII, Ámsterdam dominará a su vez en forma brillante los circuitos del crédito europeo, y la experiencia se saldará también esta vez con un fracaso en el siglo siguiente. El capitalismo financiero no triunfará hasta el siglo xix, más allá de los años 1830-1860, cuando la Banca lo acapare todo, industria y mercancía, y cuando la economía, en general, haya adquirido el suficiente vigor como para sostener definitivamente esta construcción.
Resumiendo, hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo. No niego que pueda haber un capitalismo rural y disfrazado, astuto y cruel. Lenin, según me dijo el profesor Dalin de Moscú, sostenía incluso que, en un país socialista, si se le devolvía la libertad a un mercado de pueblo, éste podría reconstruir el árbol entero del capitalismo.
No niego tampoco que pueda existir un microcapitalismo de los tenderos. Gerschenkron piensa que el verdadero capitalismo surgió de ahí. La relación de fuerzas que se halla en la base del capitalismo puede esbozarse y encontrarse en todos los estratos de la vida social. Pero en definitiva, es en lo alto de la sociedad donde se despliega el primer capitalismo, donde afirma su fuerza y se nos revela. Y es a la altura de los Bardi, de los Jacques Coeur, de los Jacob Fugger, de los John Law y de los Necker donde debemos ir a buscarlo y donde más probabilidades tenemos de descubrirlo.
Si de ordinario no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días, y porque se ha presentado a menudo al capitalismo como el motor y la plenitud del desarrollo económico. En realidad, todo se sostiene sobre los anchos hombros de la vida material: si ésta crece, todo va hacia adelante; la economía de mercado crece también a su costa y amplía sus relaciones. Ahora bien, el que se beneficia siempre de esta expansión es el capitalismo. No creo que Joseph Schumpeter tenga razón cuando hace del empresario el deus ex machina. Creo con firmeza que es el movimiento de conjunto el que resulta determinante, y que todo capitalismo está hecho a la medida, en primer lugar, de las economías que le son subyacentes.
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Como privilegio de una minoría, el capitalismo es impensable sin la complicidad activa de la sociedad. Constituye forzosamente una realidad de orden social, una realidad de orden político e incluso una realidad de civilización. Porque hace falta, en cierto modo, que la sociedad entera acepte, más o menos conscientemente, sus valores. Pero no siempre es éste el caso.
Toda sociedad densa se descompone en varios “conjuntos”: el económico, el político, el cultura] y el jerárquico social. El económico sólo podrá comprenderse en unión de los demás conjuntos”, disolviéndose en ellos, pero también abriendo sus puertas a los próximos a él. Hay acción e interacción. Esta forma particular y parcial de la economía que es el capitalismo no se explicará plenamente sino a la luz de estas proximidades e invasiones; acabará adquiriendo gracias a ella su auténtico rostro.
De ahí que el Estado moderno, que no ha creado el capitalismo pero sí lo ha heredado, tan pronto lo favorezca como lo desfavorezca; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias. El capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado. En su primera gran fase, la de las ciudades Estado de Italia, en Venecia, en Génova y en Florencia, la élite del dinero es la que ejerce el poder. En Holanda, en el siglo xviii, la aristocracia de los Regentes gobierna siguiendo el interés e incluso las directrices de los hombres de negocios, negociantes o proveedores de fondos. En Inglaterra, con la revolución de 1688, se llega asimismo a un compromiso semejante al holandés. Francia mantiene un retraso de más de un siglo: sólo con la revolución de julio, en 1830, se instalará por fin cómodamente la burguesía de los negocios en el gobierno.
Así pues, el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia. Lo mismo ocurre con la cultura y con la religión. En un principio, la religión fuerza de tipo tradicional dice no a las novedades del mundo, del dinero, de la especulación y de la usura. Pero existen acomodos con la Iglesia. Aunque ésta no cesa de decir no, acabará por decir sí a las imperiosas exigencias del siglo. Para decirlo brevemente, aceptará un aggiornamento, un modernismo como hubiéramos dicho antaño. Agustin Renaudet recordaba que Santo Tomás de Aquino (12251274) formuló el primer modernismo llamado a tener éxito.
Pero si la religión y, por lo tanto, la cultura, barrió bastante pronto sus obstáculos, mantuvo una fuerte oposición de principio, especialmente en lo que se refiere al préstamo con interés, condenado como usura. Se ha llegado incluso a sostener, un poco precipitadamente, es verdad, que estos escrúpulos sólo desaparecieron con la Reforma y que ésta es la razón profunda de la ascensión del capitalismo en los países del norte de Europa. Para Max Weber, el capitalismo, en el sentido moderno de la palabra, no habría sido ni más ni menos que una creación del protestantismo o, mejor aún, del puritanismo.
Todos los historiadores se oponen a una tesis sutil, aunque no logran desembarazarse de ella de una vez por todas: vuelve a resurgir ante ellos sin cesar. Y, sin embargo, es manifiestamente falsa. Los países del Norte no han hecho más que tomar el lugar ocupado durante largo tiempo y con brillantez por los viejos centros capitalistas del Mediterráneo. No inventaron nada, ni en el campo de la técnica ni en el del manejo de los negocios. Ámsterdam copia a Venecia, al igual que Londres copiará a Ámsterdam, y Nueva York a Londres. Lo que entra en juego en cada ocasión es el desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial, por razones económicas, y esto no afecta a la naturaleza propia del capitalismo.
Este deslizamiento definitivo desde el Mediterráneo a los mares del Norte, que se produce muy a finales del siglo xvi, supone el triunfo de un país nuevo sobre otro viejo. Y supone también un amplio cambio de nivel. Gracias a la nueva ascensión del Atlántico, se produce una expansión de la economía en general, de los intercambios, del stock monetario y, nuevamente, el vivo progreso de la economía de mercado es el que, fiel a la cita de Ámsterdam, llevará sobre sus espaldas, las construcciones ampliadas del capitalismo. Finalmente, me parece que el error de Max Weber deriva esencialmente, en su punto de partida, de una exageración del papel desempeñado por el capitalismo como promotor del mundo moderno.
Pero éste no es el problema esencial. El verdadero destino del capitalismo se jugó, en efecto, de cara a las jerarquías sociales. Toda sociedad evolucionada admite varias jerarquías, digamos varios escalones, que le permiten salir de la planta baja donde vegeta la masa del pueblo que está en la base el Grundvo1k de Werner Sombart: jerarquía religiosa, jerarquía política, jerarquía militar y jerarquías diversas del dinero. Entre unas y otras, según los distintos siglos o lugares, existen oposiciones, compromisos o alianzas; a veces, hay incluso confusión.
En la Roma del siglo XIII, la jerarquía política y la religiosa se confunden pero, alrededor de la ciudad, la tierra y el ganado crean una clase de grandes señores peligrosos, mientras que los banqueros de la Curia sieneses ascienden ya muy alto.
En Florencia, a finales del siglo XIV, la antigua nobleza feudal y la nueva gran burguesía mercantil forman ya un mismo cuerpo dentro de una élite del dinero, la cual se hace también, lógicamente, con el poder político. En otros contextos sociales, por el contrario, una jerarquía política puede aplastar a las demás: es el caso de la China de los Ming y de los Manchúes.
Es también el caso, aunque de forma menos nítida y continua, de la Francia monárquica del Antiguo Régimen, que durante mucho tiempo no deja a los mercaderes, ni siquiera a los ricos, más que un papel carente de prestigio, y coloca en primera línea a la decisiva jerarquía de la nobleza. En la Francia de Luis XIII, el camino del poder pasa por acercarse al rey y a la Corte. El primer paso de la verdadera carrera de Richelieu, titular del insignificante obispado de Lugon, fue convertirse en capellán de la reina madre, María de Médicis, y poder acceder así a la Corte para introducirse en el estrecho círculo de los gobernantes.
Hay tantos caminos para la ambición de los individuos como sociedades. Y tantos tipos de éxito. En Occidente, aunque no escaseen los éxitos de individuos aislados, la historia repite incesantemente la misma lección, a saber, que los éxitos individuales deben inscribirse casi siempre en el activo de las familias vigilantes, atentas y consagradas a incrementar poco a poco su fortuna y su influencia. Su ambición aparece surtida de paciencia, se desarrolla a largo plazo. Entonces, ¿es preciso cantar las glorias y méritos de las “largas” familias, de los linajes?
Supondría poner en primer plano, en el caso de Occidente, aquello que llamamos, en líneas generales y con un término que se ha impuesto tardíamente, la historia de la burguesía, sustentadora del proceso capitalista, creadora o utilizadora de la sólida jerarquía que se convertirá en la espina dorsal del capitalismo. Este último, en efecto, para asentar su fortuna y su poder, se apoya sucesiva o simultáneamente en el comercio, en la usura, en el comercio a larga distancia, en el “cargo” administrativo y en la tierra, valor seguro y que, por añadidura, y mucho más de lo que se piensa, confiere un evidente prestigio de cara a la misma sociedad.
Si atendemos a estas largas cadenas familiares y a la lenta acumulación de patrimonios y honores, el paso, en Europa, del régimen feudal al régimen capitalista se hace casi comprensible. El régimen feudal constituye, en beneficio de las familias señoriales, una forma duradera del reparto de la riqueza territorial, riqueza de base y por lo tanto un orden estable en su textura. La “burguesía”, a lo largo de los siglos, vivirá como un parásito dentro de esta clase privilegiada, cerca de ella, contra ella y aprovechándose de sus errores, de su lujo, de su ociosidad y de su falta de previsión, para acabar apoderándose de sus bienes con frecuencia a través de la usura y para infiltrarse finalmente en sus filas y perderse en ellas.
Pero hay otros burgueses para reanudar el asalto, para reemprender la misma lucha. Parasitismo, en suma, de larga duración: la burguesía no cesa de destruir a la clase dominante para nutrirse de ella. Pero su ascensión fue lenta, paciente, traspasándose sin cesar la ambición a hijos y nietos. Y así sucesivamente.
Una sociedad de este tipo, derivada de la sociedad feudal y que todavía sigue siendo feudal a medias, es una sociedad en la cual la propiedad y los privilegios sociales se encuentran relativamente a salvo, en la cual las familias pueden disfrutar de aquellos con relativa tranquilidad, al ser la propiedad sacrosanta y desear ellos que así sea, y en la cual permanecen, por lo general, en su sitio. Ahora bien, es preciso que estas aguas sociales estén tranquilas o relativamente tranquilas para que se produzca la acumulación y se mantengan los linajes, y para que, si la economía monetaria colabora, emerja por fin el capitalismo. Éste destruye, con este proceso, ciertos bastiones de la alta sociedad, pero reconstruye, en cambio y para beneficio propio, otros tan sólidos y duraderos como aquellos.
Estas largas gestaciones de fortunas familiares, que desembocan un buen día en un éxito espectacular, nos resultan tan familiares, tanto en el pasado como en el presente, que nos cuesta darnos cuenta de que estamos aquí, de hecho, ante una característica esencial de las sociedades de Occidente. No reparamos en ella, en realidad sino distanciándonos y observando el espectáculo diferente que nos ofrecen las sociedades extraeuropeas. En estas sociedades, lo que llamamos o podemos llamar capitalismo tropieza en general con obstáculos sociales nada fáciles o imposibles de franquear. Son estos obstáculos los que nos sitúan, por contraste, en el camino de una explicación general.
Dejemos a un lado la sociedad japonesa, en donde el proceso es el mismo, en líneas generales, que en Europa: una sociedad feudal se deteriora lentamente y una sociedad capitalista acaba liberándose de ella; Japón es el país en el que las dinastías mercantiles han durado más tiempo algunas, nacidas en el siglo XVII, prosperan todavía hoy en día. Pero la occidental y la japonesa son los únicos ejemplos que nos puede recordar la historia comparativa de sociedades que pasan casi por sí mismas del orden feudal al orden del dinero. En otras zonas, las posiciones respectivas del Estado, del privilegio del rango y del privilegio del dinero son muy distintas, y es de estas diferencias de donde trataremos de extraer una enseñanza.
Veamos el caso de la China y del Islam. En China, las imperfectas estadísticas que se nos ofrecen parecen indicar que la movilidad social en línea vertical es mayor que en Europa. No porque el número de privilegiados sea relativamente mayor, sino porque la sociedad es mucho menos estable. La puerta abierta, la jerarquía abierta, es la de los concursos de mandarines. Aunque estos concursos no siempre se llevaron a cabo dentro de un contexto de honestidad absoluta, resultaban, en principio, asequibles a todos los medios sociales, infinitamente más asequibles en todo caso que las grandes universidades occidentales del siglo XIX. Los exámenes que posibilitaban el acceso a las altas funciones del mandarinato eran, de hecho, redistribuciones de las cartas del juego social, como un constante New Deal.
Pero los, que logran de esta forma ascender a la cima no permanecen allí más que de modo precario, con carácter vitalicio si se quiere. Y las fortunas amasadas a menudo en estas ocasiones no sirven apenas para fundar lo que llamaríamos en Europa una gran familia. Por otra parte, las familias excesivamente ricas y poderosas resultan, por regla general, sospechosas al Estado, que es el único en poseer el derecho sobre la tierra y el único habilitado para recolectar los impuestos que paga el campesino, el cual vigila muy de cerca las empresas mineras, industriales y mercantiles. El Estado chino, pese a las complicidades locales de mercaderes y mandarines corrompidos, siempre fue hostil al florecimiento de un capitalismo que, cada vez que prospera a favor de las circunstancias, se ve finalmente frenado por un Estado en cierto modo totalitario (si despojamos a esta palabra de su sentido peyorativo actual). Sólo encontramos un auténtico capitalismo chino fuera de China en Insulindia, por ejemplo, donde el mercader chino actúa y reina con entera libertad.
En los vastos países del Islam, sobre todo antes del siglo XVIII, la posesión de tierras es provisional, ya que, también allí, pertenece por derecho al príncipe. Los historiadores dirían, siguiendo el lenguaje de la Europa del Antiguo Régimen, que existen beneficios (es decir, bienes cedidos con carácter vitalicio) y no feudos familiares. Para decirlo con otros términos, los señoríos, es decir, las tierras, los pueblos y las rentas territoriales, son distribuidos por el Estado, al igual que antaño lo hacía el Estado carolingio, y se encuentran de nuevo disponibles cada vez que muere su beneficiario. Esto constituye para el príncipe una forma de pagar los servicios de soldados y caballeros. Cuando muere el señor, su señorío y todos sus bienes vuelven al Sultán de Estambul o al Gran Mogol de Delhi.
Digamos que estos grandes príncipes, mientras dura su autoridad, pueden cambiar de sociedad dominante, de élite, igual que de camisa, y no se privan de ello. La cima de la sociedad se renueva, por lo tanto, muy a menudo y las familias no tienen la posibilidad de incrustarse en ella. Un reciente estudio sobre el Cairo en el siglo XVIII nos señala que los grandes comerciantes no consiguen mantenerse en su puesto más allá de una sola generación. La sociedad política los devora. Si en la India la vida mercantil es más sólida, es porque se desarrolla al margen de la sociedad inestable de la cima, dentro de los marcos protectores constituidos por las castas de mercaderes y banqueros.
Una vez señalado esto, podrán ustedes comprender mejor la tesis que sostengo, bastante sencilla y verosímil: existen unas condiciones sociales en la base del avance y del triunfo del capitalismo. Éste exige cierta tranquilidad del orden social, así como cierta neutralidad, debilidad y complacencia del Estado. E incluso en Occidente encontramos diversos grados de esta complacencia: a razones claramente sociales e incrustadas en su pasado se debe que Francia haya sido siempre un país menos favorable al capitalismo que, por ejemplo, Inglaterra.
Creo que este punto de vista no suscitará objeciones serias. En cambio, un nuevo problema se plantea. El capitalismo requiere una jerarquía. Pero, ¿qué es exactamente una jerarquía para un historiador que ve desfilar ante sí cientos y cientos de sociedades que poseen todas ellas rematadas en la cima con un puñado de privilegiados y de responsables? Verdad de ayer para la Venecia del siglo XIII, para la Europa del Antiguo Régimen y para la Francia de Monsieur Thiers o la de 1936, en la que los eslóganes populares denunciaban el poder de las “doscientas familias”. Pero verdad también en Japón, en la China, en Turquía y en la India. Y verdad todavía hoy: incluso en los Estados Unidos, el capitalismo no inventa las jerarquías sino que las utiliza, al igual que tampoco ha inventado el mercado o el consumo. El es, dentro de la amplia perspectiva de la historia, el visitante nocturno. Llega cuando ya todo está en su sitio. Dicho de otra forma, el problema en sí de la jerarquía lo rebasa, lo trasciende, lo domina por anticipado. Y las sociedades no capitalistas no han suprimido, desgraciadamente, las jerarquías.
Todo esto abre las puertas a largas discusiones que he tratado de presentar en mi libro sin aportar conclusiones. Porque ahí reside, sin duda, el problema clave, el mayor de todos los problemas: ¿hay que destruir la jerarquía, la dependencia de un hombre con respecto a otro? Sí, afirmó JeanPaul Sartre en 1968. Pero, ¿es esto realmente posible?

El tiempo del mundo

EL TIEMPO DEL MUNDO.
Fernand Braudel

En los dos capítulos anteriores, las piezas del rompecabezas les han sido presentadas o bien aisladas, o bien reagrupadas en un orden arbitrario, debido a las necesidades de la explicación. Se trata ahora de reconstruir el rompecabezas. Este es el objeto del tercer y último volumen de mi obra, titulado El tiempo del mundo. El título sugiere, por sí solo, mi ambición: vincular el capitalismo, su evolución y sus medios a una historia general del mundo.

Una historia, es decir, una sucesión cronológica de formas y experiencias. El conjunto del mundo, es decir, esa unidad que se dibuja entre los siglos Xv y XVIII y cuya influencia se va notando progresivamente en la vida entera de los hombres, en todas las sociedades, economías y civilizaciones del mundo. Ahora bien, este mundo se asienta bajo el signo de la desigualdad. La imagen actual países desarrollados por un lado, y países subdesarrollados por otro constituye ya una auténtica realidad, mutatis mutandis, entre los siglos XV, y XVIII. Es cierto que, de Jacques Coeur a Jean Bodin, a Adam Smith y a Keynes, los países ricos y los países pobres no siempre han sido los mismos; ha girado la rueda.

Pero, en lo que respecta a sus leyes, el mundo no ha cambiado apenas: sigue distribuyéndose, estructuralmente, entre privilegiados y no privilegiados. Existe una especie de sociedad mundial, tan jerarquizada como una sociedad ordinaria y que es como su imagen agrandada, pero reconocible. Microcosmos y macrocosmos, presentan en definitiva la misma textura. ¿Por qué? Es lo que trataré de explicar, aunque no estoy seguro de conseguirlo. El historiador ve con mayor facilidad los cómos que los porqués, y mejor las consecuencias que los orígenes de los grandes problemas. Razón de más, claro está, para que le apasione aún más el descubrimiento de estos orígenes que con toda regularidad se le escapan y se mofan de él.

1

Una vez más, nos interesa fijar el vocabulario. Necesitaremos, en efecto, utilizar dos expresiones: economía mundial y economíamundo, más importante aún la segunda que la primera. Por economía mundial, entendemos la economía de] mundo tomada en su totalidad, el “mercado de todo el universo”, como ya decía Sismondi. Por economíamundo, término que he forjado a partir de la palabra alemana WeItwirtschaft, entiendo la economía de sólo una porción de nuestro planeta, en la medida en que éste forma un todo económico. Escribí, hace mucho tiempo, que el Mediterráneo, en el siglo XVI, constituía por sí solo una Weltwirtschaft una economíamundo, y, como también se diría en alemán: ein Welt für sich, un mundo en sí.

Una economíamundo puede definirse como una triple realidad: Ocupa un espacio geográfico determinado; posee por tanto unos límites que la explican y que varían, aunque con cierta lentitud. Hay incluso forzosamente, de vez en cuando aunque a largos intervalos, unas rupturas. Así ocurre tras los grandes descubrimientos de finales del siglo XV. Así en 1689, cuando Rusia, gracias a Pedro el Grande, se abre a la economía europea. Imaginemos actualmente una franca, total y definitiva apertura de las economías de China y de la URSS: se produciría entonces una ruptura del espacio occidental, tal y como existe en la actualidad.

Una economíamundo acepta siempre un polo, un centro representado por una ciudad dominante, antiguamente una ciudadEstado y hoy en día una capital, entendiéndose por tal una capital económica (Nueva York y no Washington, en los Estados Unidos). Por lo demás, pueden existir, incluso de forma prolongada, dos centros simultáneos en una misma economíamundo: Roma y Alejandría en tiempos de Augusto, Antonio y Cleopatra; Venecia y Génova en tiempos de la guerra de Chioggia (13781381); Londres y Ámsterdam en el siglo XVIII, antes de la eliminación definitiva de Holanda. Porque uno de los dos centros acaba siempre por ser eliminado. En 1929, el centro del mundo pasó de este modo, con un poco de indecisión pero sin ambigüedad de Londres a Nueva York.

Toda economíamundo se divide en zonas sucesivas. El corazón, es decir, la región que se extiende en torno al centro: las Provincias Unidas (pero no todas las Provincias Unidas) cuando Ámsterdam domina el mundo en el siglo XVII; Inglaterra (pero no toda Inglaterra) cuando Londres, a partir de los años 1780, suplantó definitivamente a Ámsterdam Vienen después las zonas intermedias alrededor del pivote central. Finalmente, ciertas zonas marginales muy amplias que, dentro de la división del trabajo que caracteriza a la economía-mundo, son zonas subordinadas y dependientes, más que participantes. En estas zonas periféricas, la vida de los hombres evoca a menudo el purgatorio, cuando no el infierno. Y la situación geográfica es, claramente, una razón suficiente para ello.

Estas observaciones demasiado apresuradas exigirían evidentemente comentarios y explicaciones. Las encontrarán ustedes en el tercer volumen de mi obra, pero pueden hacerse una idea exacta de las mismas en el libro de Immanuel Wallenstein, The Modern WorldSystem, editado en 1974 en los Estados Unidos y publicado en Francia con el título de Le Systéme du Monde du XV siecle a nos jours (Flammiarion). El hecho de que yo no esté siempre de acuerdo con el autor acerca de tal o cual punto, incluso acerca de una o dos ideas generales, tiene poca importancia. Nuestros puntos de vista son, en lo esencial, idénticos, incluso teniendo en cuenta que, para Immanuel Wallenstein, no hay más economía-mundo que la de Europa, fundada sólo a partir del siglo xvi, mientras que para mí, mucho antes de haber sido conocido por el hombre europeo en su totalidad, desde la Edad Media e incluso desde la Antigüedad, el mundo ha estado dividido en zonas económicas más o menos centralizadas, más o menos coherentes, es decir, en diversas economías-mundo que coexisten.

Estas economías coexistentes, que no mantienen entre sí más que intercambios sumamente limitados, se reparten el espacio habitado del planeta a una y otra parte de regiones limítrofes bastante amplias cuya travesía, en general, ofrece pocas ventajas al comercio, salvo raras excepciones. Hasta Pedro el Grande, Rusia constituye por sí misma una de estas economías, que vive, en lo esencial, por sí misma y para sí misma. El inmenso Imperio turco, hasta finales del siglo XVIII, es también una de estas economíasmundo. Por el contrario, el Imperio de Carlos V o de Felipe II no es una de ellas, pese a su inmensidad: se halla incluido desde su nacimiento en la vasta red de la economía, antigua y vivaz, constituida a partir de Europa.

Porque antes de 1492, antes del viaje de Cristóbal Colón, Europa, más el Mediterráneo, con sus antenas dirigidas hacia el Lejano Oriente, constituye también ella una economíamundo, centrada entonces en las glorias de Venecia. Se ampliará con los grandes descubrimientos, se anexionará el Atlántico con sus islas y costas, y después, tras una larga conquista, el interior del continente americano; multiplicará asimismo sus lazos con las economías-mundo, aún autónomas, que constituían entonces la India, Insulindia y China. Al mismo tiempo, en la misma Europa, el centro de gravedad se desplazará de sur a norte, a Amberes, y después a Ámsterdam y no fíjense bien en ello a los centros del Imperio hispánico o portugués: Sevilla y Lisboa.

Sería entonces posible colocar sobre el mapa y la historia del mundo un papel de calco transparente sobre el que, para una época determinada, un trazo a lápiz delimitase a grandes rasgos las economíasmundo ya establecidas. Como estas economías cambian lentamente, tenemos tiempo de sobra para estudiarlas, observarlas vivir y sopesarlas. Lentas en deformarse, muestran una historia profunda del mundo. Esta historia profunda, nos limitaremos a evocarla, ya que el problema que nos ocupa consiste únicamente en mostrar cómo las sucesivas economíasmundo, edificadas en Europa a partir de la expansión europea, explican o no los juegos del capitalismo y su propia expansión. Nos permitiremos anticipar que estas economíasmundo típicas han sido las matrices del capitalismo europeo y, después, del capitalismo mundial. Al menos esa es la explicación hacia la cual yo voy a encaminarme con bastante prudencia y también con bastante lentitud.

2

Una historia profunda. No la descubrimos nosotros, sino que únicamente la ponemos en evidencia. Lucien Febvre hubiera dicho: Le otorgamos su dignidad”. Y esto ya es mucho. Se persuadirán ustedes de ello si insisto sucesivamente en los cambios de centro, en los descentramientos de las economíasmundo y, más tarde, en la división de toda economíamundo en zonas concéntricas.

Cada vez que se produce un descentramiento, tiene lugar un recentramiento, como si tina economíamundo no pudiese vivir sin un centro de gravedad, sin un polo. Pero los descentramientos y recentramientos son escasos, y por ello, tanto más importantes. En el caso de Europa y de las zonas anexionadas por ella, se opero un centramiento hacia 1380, a favor de Venecia. Hacia 1500, se produjo un salto brusco y gigantesco de Venecia a Amberes y después, hacia 1550-1560, una vuelta al Mediterráneo, pero esta vez a favor de Génova; finalmente, hacia 1590-1610, una transferencia a Ámsterdam en donde el centro económico de la zona europea se estabilizará durante casi dos siglos. Entre 1780 y 1815 se desplazará hacia Londres, y en 1929, atravesará el Atlántico para situarse en Nueva York.

En el reloj del mundo europeo, la hora fatídica habrá sonado por lo tanto cinco veces y, en cada ocasión, estos desplazamientos se realizaron a través de luchas, choques y fuertes crisis económicas. Por lo general, son los malos tiempos económicos los que acaban destruyendo el antiguo centro, ya amenazado, y los que confirman el surgimiento de uno nuevo. Todo esto, evidentemente, sin una regularidad matemática; una crisis insistente constituye una prueba: los fuertes la superan y los débiles sucumben en el intento. El centro no se derrumba, pues, a cada golpe que recibe. Al contrario, las crisis del siglo XVII acabaron normalmente beneficiando a Ámsterdam Hoy vivimos, desde hace algunos años, una crisis mundial que se anuncia fuerte y duradera. Si Nueva York sucumbiese ante esta prueba cosa que no creo, el mundo debería encontrar o inventar un centro nuevo; si los Estados Unidos resisten, como todo parece anunciar, pueden salir robustecidos de esta prueba, ya que las restantes economías corren el peligro de sufrir mucho más que ellos con la conjunción hostil que atravesamos.

En todo caso, centramiento, descentramiento y recentramiento parecen estar ligados, normalmente, a crisis prolongadas de la economía general. Es por lo tanto a través de estas crisis como tenemos que abordar el difícil estudio de los mecanismos de conjunto debido a los cuales se invierte la historia general. Un ejemplo, observado de cerca, nos dispensará de la obligación de hacer un comentario demasiado largo. Tras una serie de avatares, accidentes políticos y en razón mismo de la no consolidación del centro del mundo en Amberes, el Mediterráneo entero se desquitó a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. La plata que, al llegar en grandes cantidades de las minas americanas, pasaba hasta entonces prioritariamente de España a Flandes por el Atlántico, tomó a partir de 1568 el camino del mar Interior, y Génova se convirtió en su centro redistribuidor.

El Mediterráneo conoció entonces una especie de Renacimiento económico, desde el estrecho de Gibraltar hasta los mares de Levante. Pero el “siglo de los genoveses”, como se ha llamado a este periodo, duró poco. La situación se deterioró, y las ferias genovesas de Piacenza que, durante casi medio siglo, habían sido el gran centro de clearing de los negocios europeos, pierden desde antes de 1621 su papel principal. El Mediterráneo vuelve a convertirse, como era lógico suponer tras los grandes descubrimientos, en un espacio secundario, y permanecerá como tal a partir de entonces.

Esta decadencia del Mediterráneo, un siglo después de Cristóbal Colón, y por lo tanto al término de una enorme y sorprendente tregua, es uno de los problemas cruciales suscitados por el grueso libro que publiqué, hace ya mucho tiempo, sobre el espacio mediterráneo. ¿Qué fecha podemos asignarle a este reflujo: 1610, 1620, 1650?; y, sobre todo, ¿qué proceso interviene en ello? Esta segunda pregunta, la más importante, ha sido resuelta de forma brillante y exacta, desde mi punto de vista, en un artículo de Richard T. Rapp (The Journal of Economic History, 1975).

Uno de los más hermosos artículos, afirmaría yo con gusto, que me ha sido dado leer desde hace mucho tiempo. Lo que nos demuestra es que el mundo mediterráneo, a partir de los años 1570, fue hostigado, atropellado y saqueado por navíos y mercaderes nórdicos, y que éstos no construyeron su primera fortuna gracias a las Compañías de Indias o a sus aventuras por los siete mares del mundo. Se volcaron sobre las riquezas existentes en el mar Interior y se apoderaron de ellas empleando todos los medios mejores o peores. Inundaron el Mediterráneo de productos baratos, a menudo mercancías de mala calidad, pero que imitaban a conciencia los excelentes tejidos del Sur, adornándolos incluso con sellos venecianos universalmente famosos a fin de venderlos con este label en los mercados ordinarios de Venecia.

A causa de esto, la industria mediterránea perdía simultáneamente su clientela y su reputación. Imagínense lo que ocurriría si, durante veinte, treinta o cuarenta años, algunos países nuevos tuvieran la posibilidad de aprovecharse sistemáticamente y sin escrúpulo de los mercados exteriores, e incluso interiores, de los Estados Unidos al vender en ellos sus productos con la etiqueta de made in USA.

En resumen, el triunfo de los nórdicos se debió ni a una mejor concepción de los negocios, ni al juego natural de la Competencia industrial (aunque es cierto que contaron con la ventaja de sus salarlos inferiores), ni al hecho de su paso a la Reforma. Su política consistió simplemente en ocupar el lugar de los antiguos ganadores, recurriendo también a la violencia. ¿Hace falta decir que esta regla sigue vigente? El reparto violento del mundo que denunció Lenin durante la primera Guerra Mundial, es menos nuevo de lo que él suponía. ¿Y acaso no sigue siendo una realidad en e1 mundo actual? Los que se hallan en el centro, o muy cerca del centro, poseen todos los derechos sobre los demás.

Y eso nos lleva a la segunda cuestión anunciada: la partición de toda economíamundo en zonas concéntricas, cada vez más desfavorecidas a medida que nos alejamos de su polo triunfante.

El esplendor, la riqueza y la alegría de vivir se reúnen en el centro de toda economía-mundo, en su mismo núcleo. Allí es donde el sol de la historia da brillo a los más vivos colores; allí donde se manifiestan los altos precios, los salarios altos, la Banca, las mercancías 1 t reales”, las industrias provechosas y las agriculturas capitalistas; allí donde se sitúa el punto de partida y el de llegada de los largos tráficos, la afluencia de metales preciosos, de monedas sólidas y de títulos de crédito. Toda una modernidad económica avanzada se concentra en este núcleo: el viajero se da cuenta de ello cuando contempla Venecia en el siglo xv, o Ámsterdam en el xvii, o Londres en el XVIII, o Nueva York en la actualidad. Las técnicas avanzadas también se encuentran, por lo general, allí, y la ciencia fundamental que las acompaña está con ellas. Las “libertades” residen en él, sin que sean enteramente mitos o realidades. ¡Recuerden lo que se ha entendido por libertad de vida en Venecia, o por libertades en Holanda, o por libertades en Inglaterra!

Este nivel de vida baja de tono cuando llegamos a los países intermedios, vecinos, competidores o emuladores del centro. Encontramos allí pocos campesinos libres, pocos hombres libres, intercambios imperfectos, organizaciones bancarias o financieras incompletas y manejadas a menudo desde fuera, así como industrias relativamente tradicionales. Por muy hermosa que parezca la Francia del siglo XVIII, su nivel de vida no puede compararse al de Inglaterra. John Bull, “sobrealimentado” y comedor de carne, usa zapatos; el francés Jacques Bonhomme, enclenque y comedor de pan, macilento y envejecido antes de tiempo, anda con zuecos.

Pero, ¡qué lejos estamos de Francia cuando abordamos las regiones marginales! Hacia 1650, para tomar un punto de referencia, el centro del mundo es la minúscula Holanda o, mejor dicho, Ámsterdam. Las zonas intermedias, secundarias, son el resto de la Europa muy activa, es decir, los países del Báltico, del mar del Norte, Inglaterra, Alemania del Rhin y del Elba, Francia, Portugal, España e Italia al norte de Roma. Las regiones marginales son, al norte, Escocia, Irlanda y Escandinavia, toda la Europa situada al este de la línea HamburgoVenecia, y también la parte de Italia al sur de Roma (Nápoles y Sicilia); finalmente, al otro lado del Atlántico, la América europeizada, zona marginal por excelencia. Si exceptuamos Canadá y las colonias inglesas de América del Norte en sus principios, el Nuevo Mundo se halla, en su totalidad, bajo el signo de la esclavitud. Del mismo modo, los márgenes de la Europa central, hasta Polonia y más allá, constituyen la zona de la segunda servidumbre, es decir, de una servidumbre que, tras haber desaparecido casi por completo, al igual que en Occidente, fue restablecida en el siglo XVI.

En resumen, la economíamundo europea, en 1650, supone la yuxtaposición y la coexistencia de sociedades que van desde la ya capitalista, como la holandesa, hasta las sociedades serviles y esclavistas que ocupan los peldaños más bajos de la escala. Esta simultaneidad, este sincronismo, replantean todos los problemas a la vez. De hecho, el capitalismo vive de este escalonamiento regular: las zonas externas nutren a las zonas intermedias y, sobre todo, a las centrales. ¿Y qué es el centro sino la punta culminante, la superestructura capitalista del conjunto de la edificación?

Como hay reciprocidad de perspectivas, si el centro depende de los suministros de la periferia, ésta depende a su vez de las necesidades del centro que le dicta su ley. Fue, pese a todo, la Europa occidental la que transfirió y volvió a inventar la esclavitud a la antigua dentro del marco del Nuevo Mundo y la que, debido a exigencias de su economía, “indujo” a la segunda servidumbre en la Europa del este. De ahí el peso de la afirmación de Immanuel Wallenstein: el capitalismo es una creación de la desigualdad del mundo; necesita, para desarrollarse, la complicidad de la economía internacional. Es hijo de la organización autoritaria de un espacio evidentemente desmesurado. No hubiera crecido con semejante fuerza en un espacio económico limitado. Y quizás no hubiese crecido en absoluto de no haber recurrido al trabajo ancilar de otros.

Esta tesis supone una explicación distinta del habitual modelo sucesivo: esclavitud, servidumbre, capitalismo. Sienta una simultaneidad, un sincronismo demasiado singular como para no ser una teoría de largo alcance. Pero no lo explica todo, no puede explicarlo todo. Aunque sólo sea acerca de un punto que me parece esencial en los orígenes del capitalismo moderno, me refiero a lo que ocurre más allá de las fronteras de la economíamundo europea.

En efecto, hasta finales del siglo XVIII, con la aparición de una auténtica economía mundial, Asia conoció por su parte unas economías-mundo sólidamente organizadas y explotadas: pienso en la China, en el Japón, en el bloque Insulindia, India y en el Islam. Siempre se dice y es exacto, por lo demás, afirmarlo, que las relaciones entre estas economías y las europeas son superficiales, que no implican más que a algunas mercancías de lujo pimientas, especias y seda, fundamentalmente intercambiadas por otras especies monetarias, y que todo ello cuenta poco en vista de las masas económicas presentes.

Sin duda, pero estos intercambios estrechos, supuestamente superficiales, son los que se reserva, de una y otra parte, el gran capital; y esto tampoco es no puede serlo una casualidad. Llego incluso a pensar que toda economíamundo se manipula a menudo desde fuera. La larga historia de Europa lo repite con insistencia, y nadie piensa que se equivoca al destacar la llegada de Vasco de Gama a Calicut en 1498, la escala de Cornellus Houtman en Bantam, la gran ciudad de Java, en 1595, la victoria de Robert Clive en Plassey en 1757, que entrega Bengala a Inglaterra. El destino tiene botas de siete leguas. Golpea desde lejos.

3

He hablado ya, para el caso de Europa, de una sucesión de economíasmundo a propósito de los centros que las han creado y animado alternativamente. Es preciso señalar que, hasta 1750 aproximadamente, estos centros dominadores fueron siempre ciudades o ciudades-Estado. Porque bien podemos decir de Ámsterdam, que domina el mundo de la economía aún a mediados del siglo XVIII, que fue la última de las ciudades Estado, de las polis de la historia. Las Provincias Unidas, por detrás de ella, no ejercen más que una sombra de gobierno. Ámsterdam reina sola, como un faro luminoso que contempla el mundo entero, desde el mar de las Antillas hasta las costas del Japón. Por el contrario, hacia mediados del Siglo de las Luces, comienza una era diferente. Londres, nueva soberana, ya no es una ciudad Estado, sino la capital de las Islas Británicas, que le aportan la fuerza irresistible de un mercado nacional.

Hay, por lo tanto, dos fases: la de creaciones y dominaciones urbanas y la de creaciones y dominaciones “nacionales”. Todo esto vamos a verlo muy rápidamente, no sólo porque están ustedes al corriente de estos hechos tan conocidos, no sólo porque les he hablado ya de ellos, sino también porque sólo cuenta, a mi entender, el conjunto de estos hechos conocidos, ya que, a la vista de este conjunto, es cuando se plantea y se aclara de una forma bastante nueva el problema del capitalismo.

Europa giró sucesivamente, hasta 1750, alrededor de ciudades esenciales, transformadas por su mismo papel en monstruos sagrados: Venecia, Amberes, Génova y Ámsterdam. Sin embargo, ninguna ciudad de esta categoría domina todavía la vida económica en el siglo XIII. Y no porque Europa no constituya todavía una economíamundo estructurada y organizada. El Mediterráneo, conquistado durante una época por el Islam, volvió a abrirse a la cristiandad, y el comercio de Levante proporcionó a Occidente esa antena larga y prestigiosa sin la cual no existe seguramente ninguna economíamundo digna de tal nombre. Dos regiones-piloto se individualizaron claramente: Italia al sur, y los Países Bajos al norte. Y el centro de gravedad del conjunto se estabilizó entre estas dos zonas, a mitad de camino, en las ferias de Champagne y de Brie, ferias éstas que son ciudades artificiales añadidas a una casi gran ciudad Troyesy a tres ciudades secundarias: Provins, Barsur Aube y Lagny.
Sería demasiado afirmar que este centro de gravedad se sitúa en el vacío, tanto más cuanto que no se halla demasiado alejado de París, por aquel entonces una gran plaza mercantil en pleno apogeo de la monarquía de San Luis y del excepcional florecimiento de su Universidad. Giuseppe Toffanin, historiador del humanismo, no se equivocó en su libro, cuyo título es característico: Il secolo senza Roma, entendiendo por él el siglo XIII, durante el cual Roma perdió, en beneficio de Paris, su primacía cultural. Pero es evidente que el esplendor de París, en aquella época, tiene algo que ver con las ruidosas y activas ferias de Champagne, lugar de reunión internacional casi continuo.
Los paños y telas del Norte, de los Países Bajos en el sentido amplio vasta nebulosa de talleres familiares que trabajan la lana, el cáñamo y el lino, desde las riberas del Marne hasta Suyderzee se intercambian con la pimienta, las especias y el dinero de los mercaderes y prestamistas italianos. Estos intercambios restringidos de productos de lujo bastan, sin embargo, para poner en movimiento un enorme aparato de comercios, industrias, transportes y crédito, y para hacer de estas ferias el centro económico de la Europa de su tiempo.
El declive de las ferias de Champagne se acentúa, hacia finales del siglo XIII, por razones diversas: el establecimiento de una conexión marítima directa entre el Mediterráneo y Brujas a partir de 1297 el mar vence a la tierra; la revalorización de la vía nortesur de las ciudades alemanas, por el Simplon y el SaintGothard, y la industrialización, finalmente, de las ciudades italianas: éstas se contentaban hasta entonces con teñir los paños de color crudo del Norte y, a partir de ese momento, los fabrican, desarrollándose en Florencia el Arte de la lana. Pero, sobre todo, la grave crisis económica que acompañará pronto a la tragedia de la Peste Negra, en el siglo XIV, desempeñará su acostumbrado papel: Italia, el socio más poderoso de los intercambios de Champagne, saldrá triunfante de la prueba. Se convertirá, o volverá a convertirse, en el innegable centro de la vida europea. Se hará cargo de todos los intercambios entre el Norte y el Sur, además de que las mercancías que le llegan del Lejano Oriente por el Golfo Pérsico, el mar Rojo y las caravanas de Levante le abren a priori todos los mercados de Europa.
En realidad, la primacía italiana se dividirá durante mucho tiempo entre cuatro poderosas ciudades: Venecia, Milán, Florencia y Génova. Hasta la derrota de Génova en 1381, no comienza el reinado, largo pero no siempre tranquilo, de Venecia. Durará, sin embargo, más de un siglo, mientras Venecia reine sobre las plazas de Levante, y sea el principal distribuidor, para Europa entera, que acude a ella, de los codiciados productos de Oriente Medio. En, el siglo xvi, Amberes suplanta a la ciudad de San Marcos, al convertirse en almacén de la pimienta que Portugal importa en grandes cantidades por la vía Atlántica; y, en consecuencia, el puerto del Escaut se transforma en un enorme centro, dueño de los tráficos del Atlántico y de la Europa del Norte. Después, diversas razones políticas que sería demasiado largo enumerar aquí, y que van unidas a la guerra de los españoles en los Países Bajos, darán el puesto dominante a Génova.
En cuanto a la fortuna de la ciudad de San Jorge, no se fundamenta en el comercio del Levante, sino en el del Nuevo Mundo, en el de Sevilla y en los raudales de plata de las minas americanas, en cuyo redistribuidor europeo se convierte. Finalmente, Ámsterdam pone a todos de acuerdo: su larga preponderancia más de siglo y medio, ejercida desde el Báltico hasta el Levante y las Molucas, depende en lo esencial de su dominio incontestable sobre las mercancías del Norte por un lado y, por otro, sobre las especias finas: canela, clavo, etc., cuyas fuentes en el Lejano Oriente acaparó con bastante rapidez en su totalidad. Estos casi monopolios le permiten actuar a su antojo prácticamente en todas partes.
Pero dejemos estas ciudades-imperio para centrarnos rápidamente en el problema de los mercados y economías nacionales.
Una economía nacional es un espacio político transformado por el Estado, en razón de las necesidades e innovaciones de la vida material, en un espacio económico coherente, unificado y cuyas actividades pueden dirigirse juntas en una misma dirección. Sólo Inglaterra pudo realizar tempranamente esta proeza. Se habla con respecto a ella de revoluciones: agrícola, política, financiera, industrial. Hay que añadir a esta lista, asignándole el nombre que se quiera, la revolución que creó su mercado nacional. Otto Hintze, criticando a Sombart, fue uno de los primeros en señalar la importancia de esta transformación, que se debió a la relativa abundancia, dentro de un territorio bastante exiguo, de medios de transporte, sumándose la navegación de cabotaje a la apretada red de ríos y canales y a los numerosos carros y bestias de carga. Por mediación de Londres, las provincias inglesas intercambian los productos y los exportan, además de que el espacio inglés se liberó muy pronto de aduanas y peajes interiores. Finalmente, Inglaterra se unió con Escocia en 1707, y con Irlanda en 1801.
Esta proeza, pensarán ustedes, ya fue realizada por las Provincias Unidas, pero su territorio era minúsculo e incapaz incluso de alimentar a su población. Este mercado interior no tenía gran importancia para los capitalistas holandeses, enteramente volcados hacia el mercado exterior. En cuanto a Francia, encontró demasiados obstáculos: su retraso económico, su relativa inmensidad, su renta per capita demasiado baja, sus difíciles comunicaciones interiores y, finalmente, su centramiento imperfecto. Un país demasiado amplio, por lo tanto, en relación con los transportes de la época, demasiado diverso y demasiado organizado. A Edward Fox, en un libro que ha tenido mucha repercusión, no le fue difícil demostrar que existían al menos dos Francias: una de ellas marítima, viva y ágil, inmersa de lleno en el desarrollo del siglo XVIII, pero poco conectada con el interior del país, al estar sus miradas vueltas hacia el mundo exterior; y la otra continental, rural, conservadora y acostumbrada a los horizontes locales, que desconocía las ventajas económicas del capitalismo internacional.
Y esta segunda Francia es la que mantuvo con regularidad en sus manos el poder político. Además de que el centro gubernamental del país, París, situado en el interior de sus tierras, no es ni siquiera la capital económica de Francia; este papel fue desempeñado durante mucho tiempo por Lyon, desde el establecimiento de sus ferias en 1461. Se inició un deslizamiento a finales del siglo XVI a favor de París, pero no hubo continuidad. Hasta 1705, con la “bancarrota” de Samuel Bernard, París no se convierte en el centro económico del mercado francés, y hasta 1724, tras la reorganización de la Bolsa de París, no comenzará a desempeñar su papel. Pero ya es tarde, y el motor, aunque se acelera en tiempos de Luis XVI, no llegará ni a animar ni a subyugar al conjunto del espacio francés.
Inglaterra tuvo un destino mucho más sencillo. No hubo más que un centro económico y político, Londres, a partir del siglo XV, y éste, al desarrollarse con rapidez, modela al mismo tiempo el mercado inglés a su conveniencia, es decir, según conviene a los grandes mercaderes de productos agrícolas.
Por otra parte, su insularidad ayudó a Inglaterra a separarse de los demás países y a liberarse de la injerencia del capitalismo extranjero. Esto se consiguió fácilmente frente a Amberes gracias a Thomas Gresham, con la creación del Stock Exchange en 1558. Se consiguió también frente a los hanseáticos en 1597, con ocasión del cierre del Stalhof y de la supresión de los privilegios de sus antiguos huéspedes. También fue fácil con respecto a Ámsterdam, a partir de la primera Acta de Navegación, en 1651. Por esta época, Ámsterdam domina lo esencial del comercio europeo. Pero Inglaterra contaba frente a ella con un medio de presión: los veleros holandeses, debido al régimen de vientos, necesitaban hacer escala constantemente en los puertos ingleses. Es, sin duda, esto lo que explica que Holanda haya aceptado de Inglaterra medidas proteccionistas que no aceptó de nadie más. En todo caso, Inglaterra supo proteger su mercado nacional y su naciente industria mejor que ningún otro país de Europa. La victoria inglesa sobre Francia, lenta en afirmarse pero precoz en iniciarse (en mi opinión, desde el tratado de Utrecht de 1713), se manifiesta claramente a partir de 1786 (tratado de Eden) y se hace triunfal en 1815.
Con el advenimiento de Londres se pasó una hoja de la historia económica de Europa y del mundo, ya que el montaje de la preponderancia económica de Inglaterra, preponderancia que se extendió también al leadership político, marca el final de una era multisecular, la de las economías con dirección urbana, y también la de aquellas economíasmundo que, pese al desarrollo y la codicia de Europa, habían sido incapaces de dominar desde el interior al resto del universo. Lo que consigue Inglaterra a costa de Ámsterdam no es sólo la continuación de sus pasadas hazañas sino su superación.
Esta conquista del universo fue difícil y entrecortada de accidentes y dramas, pero la preponderancia inglesa se mantuvo y superó todos los obstáculos. Por primera vez, la economía mundial europea, arrollando a las demás, pretenderá dominar la economía mundial e identificarse con ella a través de un universo en el cual se borrará todo obstáculo, ante el inglés primero y ante el europeo después. Y todo esto hasta 1914. André Siegfried, nacido en 1875 y que tenía, por tanto, veinticinco años a principios de siglo, recordará con deleite, mucho más tarde, que había dado por entonces la vuelta a un mundo sembrado de fronteras, ¡con tan sólo una tarjeta de visita como carnet de identidad! Milagro de la pax britannica por la cual, evidentemente, cierto número de hombres pagaba un alto precio…
4
La Revolución industrial inglesa, de la que aún tenemos que hablar, fue, para la preponderancia de la isla, un baño de juventud, un nuevo contrato con el poder. Pero no teman, no voy a meterme de lleno en este enorme problema histórico que, en realidad, llega hasta nosotros y nos asedia. La industria sigue a nuestro alrededor, siempre revolucionaria y amenazadora. Tranquilícense: no voy a exponerles más que los comienzos de este enorme movimiento y evitaré sumirme en las brillantes controversias en las que caen los historiadores anglosajones, ellos los primeros y también los demás. Además, el problema que se me plantea es más bien limitado: quiero señalar en qué medida la industrialización inglesa sigue los esquemas y modelos que yo he dibujado y en qué medida se integra en la historia general del capitalismo, tan rica ya en lances imprevistos.
Precisemos bien que el término revolución se emplea aquí, como siempre, en sentido contrario. Una revolución, según su etimología, es el movimiento de una rueda, de un astro que gira, y es un movimiento rápido: desde el momento en que se inicia sabemos que está destinado a acabar muy pronto, Ahora bien, la Revolución Industrial fue, por excelencia, un movimiento lento y poco discernible en sus comienzos. El propio Adam Smith vivió rodeado de las señales precusoras de esta Revolución sin darse cuenta de ello.
El que la Revolución fuese muy lenta y, por lo tanto, difícil y compleja, ¿no nos lo explica acaso el ejemplo que vemos en el tiempo presenté? Ante nuestros ojos, una parte del Tercer Mundo se industrializa, pero a través de un inusitado esfuerzo y tras innumerables fracasos y retrasos que nos parecen, a priori, anormales. Unas veces es el sector agrícola el que no ha llegado a modernizarse; otras, falta mano de obra calificada o bien la demanda del mercado se revela insuficiente; en otras ocasiones, los capitalistas agrícolas han preferido las inversiones exteriores a las locales; o bien el Estado resulta ser dilapidador o prevaricador; o la técnica importada es inadecuada, o se paga demasiado cara, lo que encarece los precios de coste; o las necesarias importaciones no se compensan con las exportaciones: el mercado internacional, por tal o cual motivo, ha resultado hostil, y dicha hostilidad se ha salido con la suya. Ahora bien, todos estos avatares se producen cuando ya no es necesario inventar la Revolución, cuando ya los modelos se encuentran a disposición de todo el mundo. Todo debería por lo tanto, ser fácil a priori. Pero nada funciona fácilmente.
De hecho, la situación de todos estos países, ¿no nos recuerda más bien a lo que sucedió antes de la experiencia inglesa, es decir, el fracaso de tantas revoluciones antiguas virtualmente posibles en el plano técnico? El Egipto ptolemeico conoció la fuerza del vapor de agua, pero sólo la utilizó para divertirse. El mundo romano dispone de una gran herencia técnica y tecnológica que, en más de una ocasión, atravesaría, sin que nos diéramos cuenta de ello, los siglos de la alta Edad Media, para revivir en los siglos XII y XIII. Durante estos siglos de renacimiento, Europa aumenta en forma fantástica sus fuentes de energía al multiplicar los molinos de agua, que Roma ya había conocido, y los de viento: esto ya supone una revolución industrial.
Parece ser que China descubrió en el siglo XIV la fundición con carbón de coque, pero esta virtual revolución no tuvo ninguna continuidad. En el siglo xvi, todo un sistema de extracción y achicamiento de agua se instala en las profundas minas, pero estas primeras fábricas modernas, industrias antes de tiempo, tras haber seducido al capital, serán rápidamente víctimas de la ley de rendimientos decrecientes. En el siglo XVII, el empleo del carbón mineral se extiende por Inglaterra, y John U. Nef tenía razón cuando hablaba, a propósito de esto, de una primera Revolución inglesa, pero incapaz de extenderse y de traer consigo amplias transformaciones. En cuanto a Francia, las señales que anuncian un progreso industrial son ya muy claras en el siglo XVIII: los inventos técnicos se suceden y la ciencia fundamental es allí tan brillante al menos como al otro lado del Canal de la Mancha. Pero sin embargo, es en Inglaterra donde se dan los pasos decisivos. Parece como si todo se hubiera desarrollado por sí mismo, de forma natural, y éste es el problema apasionante que nos plantea la primera Revolución industrial del mundo, la mayor ruptura de la historia moderna. Pero, ¿por qué Inglaterra?
Los historiadores ingleses han estudiado tanto estos problemas que el historiador extranjero se pierde fácilmente en medio de disputas que comprende cuando las analiza una por una, pero cuya suma no simplifica la explicación. Lo único seguro es que las explicaciones fáciles y tradicionales han sido desechadas. La tendencia general es, cada vez más, la de considerar la Revolución Industrial como un fenómeno de conjunto, y un fenómeno lento, que implica en consecuencia unos orígenes lejanos y profundos.
Si los comparamos con los crecimientos difíciles y caóticos de los que hablaba hace un instante, en las zonas poco desarrolladas del mundo actual, ¿no es extraño que el boom de la Revolución maquinista inglesa, de la primera producción masiva, haya podido desarrollarse a finales del siglo XVIII y a comienzos del siglo xix como un fantástico crecimiento nacional sin que, en ninguna parte, el motor se agarrote, sin que, en ningún sitio, se produzcan estrangulamientos? Los campos ingleses se vaciaron de hombres al mismo tiempo que mantenían su capacidad de producción; los nuevos industriales encontraron la mano de obra, cualificada y no cualificada, que necesitaban; el mercado interior continuó incrementándose pese a la subida de los precios; la técnica continuó proponiendo con regularidad sus servicios cuando eran necesarios; los mercados exteriores se abrieron en cadena, uno tras otro. E incluso las ganancias decrecientes, la fuerte caída, por ejemplo, de los beneficios de la industria del algodón tras el primer boom, no provocaron crisis alguna: los enormes capitales acumulados se invirtieron en otras partes y los ferrocarriles sucedieron al algodón.
En definitiva, todos los sectores de la economía inglesa respondieron a las exigencias de esta repentina aceleración de la producción: no hubo bloqueos ni averías. Entonces, ¿no habría que considerar a toda la economía nacional? Además, en Inglaterra la revolución del algodón surgió del suelo, de la vida ordinaria. Los descubrimientos fueron hechos, normalmente, por artesanos. Los industriales son, con bastante frecuencia, de origen humilde. Los capitales invertidos, cuyo préstamo era fácil de obtener, fueron al principio de pequeño volumen. No fue la riqueza adquirida, no fue Londres ni su capitalismo mercantil y financiero lo que provocó la sorprendente mutación. Londres no asumirá el control de la industria hasta después de 1830. Observamos así perfectamente, con un amplio ejemplo, cómo la fuerza, la vida de la economía de mercado e incluso de la economía de base, de la pequeña industria innovadora y, en no menor grado, del funcionamiento global de la producción y de los intercambios, son las que soportan sobre sus espaldas lo que pronto se llamará capitalismo industrial. Éste no pudo crecer, tomar forma y fuerza sino al compás de la economía subyacente.
No obstante, la Revolución industrial inglesa seguramente no hubiera sido lo que fue sin las circunstancias que hicieron entonces de Inglaterra, prácticamente, la dueña incontestada del vasto mundo. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas, como ya sabemos, contribuyeron ampliamente a ello. Y si el boom del algodón se fue desarrollando en forma intensa y duradera, fue porque el motor fue relanzado sin cesar gracias a la apertura de nuevos mercados: la América portuguesa y española, el Imperio turco, las Indias, etc. El mundo fue, sin quererlo, el cómplice eficaz de la Revolución inglesa.
De forma que la polémica tan exacerbada entre los que no aceptan más que una explicación interna del capitalismo y de la Revolución industrial, debida a una transformación de las estructuras socioeconómicas, y los que no quieren ver más que una explicación externa (la explotación imperialista del mundo, concretamente), me parece superflua. Al mundo no lo explota cualquiera. Es necesaria una potencia previa lentamente madurada. Pero seguro que esta potencia, si bien se forma mediante un lento trabajo sobre sí misma, se refuerza con la explotación del prójimo y, a lo largo de este doble proceso, la distancia que la separa de las demás aumenta. Las dos explicaciones (interna y externa) van, pues, inextricablemente unidas.
Ha llegado ya el momento de concluir. No estoy seguro, hasta aquí, de haberles convencido. Pero dudo todavía más de poder convencerles ahora, al confiarles, para finalizar mis explicaciones, lo que opino del mundo y del capitalismo de hoy a la luz del mundo y del capitalismo de ayer, tales como yo los veo y tales como he tratado de describirlos. Pero, ¿no es necesario acaso que la explicación histórica llegue hasta los tiempos presentes y se justifique a través de este encuentro? Cierto es que el capitalismo actual ha cambiado de talla y de proporciones de una forma fantástica. Se ha puesto a la altura de los intercambios básicos y de los medios actuales, también ellos fantásticamente agrandados. Pero mutatis mutandis, dudo que la naturaleza del capitalismo haya cambiado de arriba abajo.
Tres pruebas me sirven de apoyo:
El capitalismo sigue basado en la explotación de los recursos y posibilidades internacionales o, dicho de otra forma, existe dentro de los límites del mundo, o al menos tiende a abarcar al mundo entero. Su gran proyecto actual es el de reconstruir este universalismo.
Sigue apoyándose, obstinadamente, en monopolios de hecho y de derecho, pese a las violencias desencadenadas a este respecto en contra suya. La organización, como decimos hoy, continúa sorteando el mercado. Pero es erróneo considerar que esto constituya un hecho verdaderamente nuevo.
Más aún, pese a lo que se afirma normalmente, el capitalismo no engloba a toda la economía, a toda la sociedad que trabaja; nunca las encierra a ambas dentro de un sistema, el suyo, que sería entonces perfecto: la tripartición de la que he hablado vida material, economía de mercado, economía capitalista (esta última con enormes añadidos) conserva un sorprendente valor actual de discriminación y de explicación. Basta, para convencerse de ello, conocer por dentro algunas actividades presentes características, situadas a niveles distintos. En el nivel inferior, incluso en Europa, donde aún existen tantos autoconsumos, tantos servicios que la contabilidad nacional no integra, tantos puestos artesanales. En el nivel medio, veamos el ejemplo de un fabricante de ropa hecha: se encuentra sometido, tanto en su producción como en la venta de su producción, a la estricta e incluso feroz ley de la competencia; un momento de descuido o de debilidad por su parte, y le supone la ruina. Pero yo podría citarles para el último nivel, entre otras, a dos enormes firmas comerciales que conozco, supuestamente competidoras y únicas competidoras en el mercado europeo, una de ellas francesa y la otra alemana. Ahora bien, les es perfectamente indiferente que los encargos vayan a una u otra, ya que hay una fusión de sus intereses, cualquiera que sea la vía adoptada con este fin.
Me reafirmo, por consiguiente, en mi opinión, a la cual me he ido adhiriendo personalmente poco a poco: a saber, que el capitalismo deriva Por antonomasia de las actividades económicas realizadas en la cumbre o que tienden hacia la cumbre. En consecuencia, este capitalismo de altos vuelos flota sobre la doble capa subyacente de la vida material y de la economía coherente de mercado, representa la zona de las grandes ganancias. He hecho, pues, de él, un superlativo. Pueden ustedes reprochármelo, pero no soy el único que mantiene esta opinión. En su folleto escrito en 1917, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin afirma en dos ocasiones: “El capitalismo es la producción mercantil en su más alto nivel de desarrollo: decenas de miles de grandes empresas lo son todo, y millones de pequeñas empresas no son nada”. Pero esta verdad, evidente en 1917, es una vieja, una viejísima verdad.
El defecto de los ensayos de periodistas, economistas y sociólogos, suele consistir en no tener en cuenta las dimensiones y perspectivas históricas. ¿No hacen acaso muchos historiadores lo mismo, como si el periodo que están estudiando existiera de por sí, como si fuera un principio y un fin? Lenin, que tenía una mente perspicaz, escribe lo siguiente en el mismo folleto de 1917: “Lo que caracterizaba al antiguo capitalismo, en el que reinaba la libre competencia, era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo actual, en el que reinan los monopolios, es la exportación de capitales”. Estas afirmaciones son más que discutibles: el capitalismo ha sido siempre monopolista, y mercancías y capitales no han cesado nunca de viajar simultáneamente, al haber sido siempre los capitales y el crédito el medio más seguro de lograr y forzar un mercado exterior. Mucho antes del siglo XX, la exportación de capitales fue una realidad cotidiana; en Florencia desde el siglo XII y en Augsburgo, Amberes y Génova en el XVI. En el siglo XVIII, los capitales recorren Europa y el mundo. ¿Es necesario decir que no todos los medios, procedimientos y astucias del dinero nacen en 1900 o en 1914? El capitalismo los conoce todos y, tanto ayer como hoy, su característica principal y su fuerza consisten en poder pasar de un ardid a otro, de una manera de actuar a otra, en recargar diez veces sus baterías según las circunstancias coyunturales y en seguir permaneciendo al mismo tiempo suficientemente fiel y semejante a sí mismo.
Lo que, por mi parte, siento, no como historiador sino como hombre de mi tiempo, es que tanto en el mundo capitalista como en el mundo socialista no se quiera distinguir capitalismo de economía de mercado. A aquellos que, en Occidente, critican los defectos del capitalismo, los políticos y economistas responden que es un mal menor, el reverso inevitable de la libre empresa y de la economía de mercado. No lo creo en absoluto. A los que, por el contrario, siguiendo una tendencia sensible incluso en la URSS, les preocupa la pesadez de la economía socialista y quisieran facilitarle un poco más de “espontaneidad” (yo traduciría: un poco más de libertad), se les responde que es éste un mal menor, el reverso obligatorio de la destrucción del azote capitalista. Tampoco lo creo. Pero, ¿acaso es posible la sociedad que yo considero ideal? ¡En cualquier caso, no creo que cuente con muchos partidarios en este mundo!
Me gustaría concluir mis explicaciones con esta afirmación general si no tuviera una última confidencia de historiador que hacerles.
La historia es el cuento de nunca acabar, siempre está haciéndose, superándose. Su destino no es otro que el de todas las ciencias humanas. No creo, por lo tanto, que los libros de historia que escribimos sean válidos durante decenios y decenios. No hay ningún libro escrito de una vez por todas, como ya sabemos.
Mi interpretación del capitalismo y de la economía se basa en muchas horas pasadas en archivos y en numerosas lecturas, pero, finalmente, en unas cifras que no son suficientemente numerosas ni están bastante ligadas unas con otras; se basa en lo cualitativo más que en lo cuantitativo. Las monografías que nos ofrecen curvas de producción, tasas de beneficios y tasas de ahorro, que elaboran serios balances de empresas, aunque nada más sea una estimación aproximada del desgaste del capital fijo, son escasísimas. He buscado en vano, acudiendo a colegas y amigos, informaciones más precisas para estos distintos campos. Pero he cosechado muy pocos éxitos.
Ahora bien, siguiendo esta dirección es como podemos, desde mi punto de vista, encontrar una vía de salida fuera de las explicaciones a las que me he ceñido a falta de otra cosa mejor. Dividir para comprender mejor, dividir en tres planos o tres etapas, supone mutilar y forzar la realidad económica y social, mucho más compleja. En realidad, es el conjunto lo que habrá que tomar para comprender a un mismo tiempo las razones del cambio de las tasas de crecimiento que se produce a la vez que el maquinismo. Una historia totalizadora, globalizadora sería posible si lográsemos incorporar al campo de la economía del pasado los métodos modernos de cierta contabilidad nacional, de cierta macroeconomía. Seguir la evolución de la renta nacional y de la renta nacional per capita, reconsiderar una obra histórica pionera como es la de René Baehrel sobre la Provenza de los siglos XVII y XVIII, tratar de establecer correlaciones entre “presupuesto y renta nacional”, tratar de medir la distancia diferente según las épocas entre producto bruto y producto neto siguiendo los consejos de Simon Kuznets, cuyas hipótesis al respecto me parecen fundamentales para comprender el desarrollo moderno tales son las tareas que quisiera proponer a los jóvenes historiadores. En mis libros he abierto de cuando en cuando una ventana a esos panoramas que únicamente se adivinan; pero una ventana no es suficiente. Sería indispensable realizar entonces una investigación, si no colectiva, al menos coordinada.
Lo cual no quiere decir, claro está, que esta historia de mañana vaya a ser la historia económica ne varietur. La contabilidad es, como mucho, un estudio del flujo, de las variaciones de la renta nacional, y no la medición de la masa de los patrimonios y de las fortunas nacionales. Ahora bien, esa masa, también asequible, debe ser estudiada. Siempre quedará, para los historiadores, para todas las demás ciencias humanas y para todas las ciencias objetivas, una América que descubrir.
Breviarios del Fondo de Cultura Económica – 427. Fernand Braudel, La dinámica del capitalismo. Traducción de Rafael Tusón Calatayud. Fondo de Cultura Económica. México. Primera edición en francés 1985. Primera edición en español, 1986. Título original: La Dynamique du capitalisme ©1985, Les Éditions Arthaud, París. D. R. ©1986,
 Fondo de Cultura Económica,
S. A. DE C V. Carretera Picacho Ajusco 227;
14200 México, D. F.

Une coopération Sud/Sud pour un paradigme post-capitaliste et une modernité nouvelle

Une coopération Sud/Sud pour un paradigme post-capitaliste et une modernité nouvelle

François Houtart 31 mars 2015

Thème : Néolibéralisme Source : Alai, Agencia Latinoamericana de Información

En juillet 2014, un nouveau pas vers la construction d’un monde multipolaire a été franchi, avec la réunion au Brésil des BRICS, la constitution d’une nouvelle Banque et d’un Fonds pour le développement. Ces événements ont été suivis d’une réunion conjointe des BRICS, de l’UNASUR (l’Union des nations sud-américaines) et de la CELAC (la Communauté des États d’Amérique latine et des Caraïbes). Tout cela s’est fait sans la participation de la Triade (États-Unis, Europe et Japon).

Cela constitue, bien sûr, une avancée très positive, déjà précédée par de très importants accords relatifs à l’énergie entre deux membres des BRICS, la Chine et la Russie. L’objectif des nouvelles institutions est l’augmentation de la croissance et l’élimination de la pauvreté. Celles-ci réunissent des « pays émergents » pourvus d’importantes réserves financières avec d’autres pays, dont la situation est moins privilégiée, dans une relation Sud/Sud. L’Amérique latine a été choisie pour ce nouveau scénario et le président russe ainsi que le premier ministre chinois ont tous deux saisi l’opportunité de renforcer leurs liens avec les pays progressistes du sous-continent.

Néanmoins, la conception à la base des relations Sud/Sud est toujours exprimée dans le cadre classique du développement, avec les mêmes concepts et les mêmes mesures, avec peu voire aucune considération pour les externalités (écologiques et sociaux), c’est-à-dire une modernisation capturée par la logique de marché. C’est pourquoi il a été possible de rassembler des sociétés orientées vers un projet capitaliste (l’Inde), un pays socialiste avec un marché réglementé (la Chine) et diverses formes de systèmes sociaux-démocratiques, acceptant le capitalisme comme un instrument de « croissance », couplé à des politiques de redistribution de revenus (le Brésil et l’Afrique du Sud).

Dans cet article, j’utilise délibérément un style provocant, de façon à attirer l’attention sur le besoin d’une transformation radicale (allant aux racines du problème) et à initier les étapes de transition.
Un monde multipolaire pourvu d’une conception commune de la modernité et du développement

L’objet principal de l’initiative des BRICS est la création d’un nouveau pôle contre une mondialisation monopolistique dominée par une nation impérialiste et des institutions internationales principalement au service de ce pôle unique (la Banque mondiale, le FMI, l’OMC, etc.). Mais le but visé n’est pas la création d’un nouveau modèle de développement après la mort du modèle actuel. Bien sûr, il existe une certaine conscience de ses contradictions internes , d’où l’adoption de quelques mesures visant à alléger le fardeau environnemental ainsi qu’à aider les individus à sortir de la pauvreté ; cependant, à des degrés divers, il y a continuité de la même vision.

Dans l’ensemble, il y a peu de remises en question du principal concept de modernité en tant que progrès linéaire sur une planète inépuisable, en recourant à une économie « sacrificielle » pour atteindre ce but. Cela revient à rejoindre le club du développement non durable ; seule change la façon de l’intégrer. Au mieux, cela est présenté comme une étape nécessaire à la préparation d’une nouvelle ère. Le Nord capitaliste est accusé d’être responsable du « sous-développement du Sud » et des dommages subis par ce dernier (non sans raison, bien sûr). Mais c’est une façon simple d’échapper à ses propres responsabilités.

De nombreux exemples peuvent être donnés. Le déséquilibre systématique du métabolisme de la nature et celui des êtres humains provoqué par des rythmes de reproduction différents entre le capital et la nature a été dénoncé par Karl Marx ; mais ce déséquilibre n’a pas été réglé par le socialisme, comme Marx l’avait anticipé. Au contraire, le développement de forces productrices a de plus en plus été associé à la destruction des écosystèmes, à davantage de gaz nocifs et d’empoisonnement des sources de vie (sols, eau).

Le Sud, dans son ensemble, reproduit aujourd’hui le même modèle de relations avec la nature, et ce de trois façons : soit en transformant la nature en marchandises selon la pure logique capitaliste, comme cela est le cas en Inde, soit, dans une nouvelle perspective d’extraction de richesses naturelles pour doter de moyens un État providence, comme dans les pays progressistes d’Amérique latine, soit en en faisant un moyen vers un nouveau processus d’accumulation orienté par l’État, comme en Chine. Ainsi, la présente philosophie des relations Sud/Sud ne résout pas le problème. Au contraire, en dépit de quelques fortes oppositions qui se sont fait entendre, la même voie est suivie.

Les discours lors des réunions brésiliennes de Fortaleza et de Brasilia, ainsi que les objectifs pour les nouvelles institutions, comme la nouvelle Banque et le Fonds pour le développement, n’abandonnent pas les définitions classiques de la croissance en tant qu’augmentation du PNB et du développement en tant que résultat principal du progrès technologique : tous ces éléments sont des outils intellectuels créés par une modernité détournée par une logique capitaliste. De telles critiques, comme nous le verrons plus tard, ne signifient pas un retour romantique vers le passé, pas plus qu’une proposition pour une nouvelle forme de socialisme utopique. Ce qu’elles signifient, c’est la redéfinition de la vie collective de l’humanité sur la Terre, en respectant la capacité de régénération de la planète et le refus d’un concept de développement basé sur le sacrifice de millions d’être humains.
Relations avec la nature

Considérons d’abord la dimension environnementale, avant de nous concentrer sur la dimension sociale. Bien sûr, le monde capitaliste et les pays socialistes sont réellement préoccupés par quelques-unes des conséquences écologiques de l’actuel modèle de développement. Au sein de sociétés dominées par la « loi de la valeur », la prise de conscience du besoin de changement s’est produite lorsque les dommages environnementaux ont commencé à affecter les taux de profits et le processus d’accumulation. Cela a été l’origine de la notion d’« économie verte ». Dans les pays d’orientation socialiste, les préoccupations sont différentes :la destruction de la nature est vue comme un obstacle à un développement planifié.

Dans les deux cas, des solutions sont mises en avant. Néanmoins, la plupart d’entre elles sont conçues à partir de la même approche philosophique qui implique, inter alia, des actions limitées dans un champ spécifique (production, santé, éducation, bien-être social, etc.), sans une vision d’ensemble (holistique). Bien sûr, l’un des effets de la modernité qui se trouve affecté par la logique de progrès économique, définie comme un processus d’accumulation, a été la perte d’une telle perspective. Le profit, boosté par la science et la technologie est synonyme de progrès, qui à son tour se trouve identifié à la modernité. Les externalités sont mises de côté et leurs coûts ne sont pas pris en considération. La segmentation de la réalité devient très fonctionnelle pour un progrès défini exclusivement en termes économiques. D’autres aspects de la vie collective, comme la symbiose avec la nature, la connaissance et la culture, ne sont pas reniés, mais sont relégués au second plan. C’est le règne de l’« homo economicus ».

Aussi étrange que cela puisse paraître, les économies socialistes planifiées, qui auraient pu adopter une autre approche, ont suivi un modèle similaire, en remplaçant seulement les profits privés par des profits collectifs et en augmentant, jusqu’à un certain point, l’espace des biens non matériels. Cela a probablement été causé par le besoin de développer, dans certains pays restés en marge du développement économique capitaliste, les forces productrices en mesure de rattraper les performances capitalistes. Aussi, peut-être, parce que ces pays se sont vus forcés d’adopter des économies de guerre, compte tenu des politiques agressives des puissances occidentales.

La négligence grandissante d’une vision holistique vis-à-vis de la modernité depuis le 16e siècle a graduellement amené à des perspectives exclusives dans chacun des champs de la connaissance humaine et du développement économique, avec peu de considération pour leurs répercussions sur l’ensemble de la société. Cela est survenu avec la segmentation de la réalité, considérée comme une condition nécessaire au progrès scientifique ainsi qu’aux applications technologiques. L’économie de marché capitaliste, perçue comme la force motrice de la modernité, a dominé le processus de plus en plus efficacement, depuis son époque commerciale à sa phase industrielle, et jusqu’à aujourd’hui avec sa dimension monopolistique et financière mondiale.

Donnons quelques exemples de rapports avec la nature. Un premier exemple concerne le secteur de l’énergie. Des efforts sont fournis en vue de réduire les émissions de gaz nocifs émis par les moteurs d’automobiles, mais en même temps, la production d’automobiles augmente si rapidement que le niveau général d’émissions ne cesse de croître. L’« énergie verte » est présentée comme un processus significatif de préservation climatique, mais elle ne tient pas compte de ses conditions de production : les agrocarburants sont obtenus à partir de monocultures qui détruisent des écosystèmes entiers et polluent les sols et l’eau, provoquant la déforestation et détruisant la souveraineté alimentaire [1]. L’électricité est supposée être une énergie propre, mais elle est générée par des centrales électriques utilisant du carbone, qui — sont des sources majeures d’émissions de CO2 —, ou bien par de grands barrages qui inondent d’immenses régions boisées et territoires agricoles, expulsant les populations locales (notamment les peuples autochtones), perturbant aussi bien l’équilibre naturel que la diversité de la flore et de la faune. De telles situations se retrouvent dans tous les pays : capitalistes, sociaux-démocrates et socialistes.

Un autre exemple concerne les monopoles capitalistes dans le secteur de l’industrie agricole. Un petit nombre d’entreprises multinationales qui dominent le marché, réduisent le nombre de graines dans le monde, prenant ainsi le contrôle des semences, en utilisant massivement la modification génétique et en normalisant le type de nourriture à des fins liées au profit. Par ailleurs, elles sont également responsables de problèmes de santé dans les zones rurales et de mauvais régimes alimentaires, ainsi que de l’obésité dans les milieux urbains. Ces multinationales sont activement présentes, tant dans les processus de production que de consommation (restauration rapide), pas seulement dans les centres du monde capitaliste, mais également dans les BRICS, y compris en Chine.
Relations sociales

Les conséquences sociales sont aussi le prix de ce type de développement. Le progrès, en tant que valeur unique, justifie le sacrifice de générations entières. Cela a été la logique capitaliste depuis le début. L’accumulation primitive a été construite sur la dépossession depuis les « enclos » (enclosures) qui ont conduit à la destruction sociale et physique des communautés. De plus, son développement a été intrinsèquement associé aux guerres. L’exploitation du travail de l’homme a revêtu plusieurs formes de relations sociales, allant de l’esclavage à la vente de main-d’œuvre à un prix dérisoire. Tout cela a eu pour résultat la perte de millions de vies. Aujourd’hui, l’exploitation pétrolière, minière et les monocultures provoquent des cancers, des maladies pulmonaires et cutanées, qui ne semblent pas préoccuper les entreprises qui en sont responsables. Même dans les pays progressistes et socialistes, la même logique gouverne le développement des forces de production. Des milliers d’hommes meurent chaque année dans les mines de charbon de la Chine. Chaque année, plus d’un million de Chinois meurent à cause de la pollution de l’air.

C’est ce que nous appelons une économie « sacrificielle », une version moderne des sacrifices humains offerts dans l’ancien Moyen-Orient ou dans les sociétés mayas ou toltèques au dieu de la fertilité afin d’assurer de bonnes récoltes. Les cosmovisions sont bien sûr différentes, mais les moyens sont similaires : des sacrifices humains en vue d’un objectif futur considéré comme une valeur supérieure. Dans les sociétés anciennes, la légitimation était basée sur la nécessité de la survie du groupe au sein d’un concept de reproduction sociale circulaire en fonction des cycles naturels. Dans les sociétés modernes, lorsqu’une certaine domination de la nature permet une vision linéaire de l’histoire, le progrès est l’élément donnant cette légitimité, à la fois dans les sociétés capitalistes et socialistes, même si la notion de progrès est différente dans chacune d’entre elles (la priorité étant l’intérêt d’une minorité dans le premier cas, et celui de la majorité dans le second).

Dans le cas des anciennes sociétés et dans celui des sociétés capitalistes, le mépris pour le groupe sacrifié, c’est-à-dire les prisonniers de guerre pour la première et les paysans pauvres pour la seconde, la culture (la lecture de la réalité) contribue à la consolidation de ce système. Dans les pays socialistes, où les travailleurs et les paysans sont supposés être au pouvoir, l’économie « sacrificielle » est perçue comme une période de transition volontairement acceptée pour construire la société égalitaire de l’avenir.

Objectivement, le résultat est le même : les capacités de régénération de la Terre sont considérablement touchées. Les victimes, dans les deux cas, n’ont pas conscience du type de progrès pour lequel elles meurent ou mettent en danger leur intégrité physique et psychologique. Transposé en termes de relations Sud/Sud d’aujourd’hui, cela signifie extraction et appropriation des terres par les pays les plus rapidement « émergents », dans les territoires de ceux dont la puissance est moindre. Cela ne diffère pas tellement des relations Nord/Sud, excepté dans la sphère politique.

Dans les pays socialistes, lorsque la logique de marché est réintroduite pour augmenter la croissance économique et le développement des forces de production, de nouvelles bourgeoisies émergent et tentent d’influencer le système politique de façon à affirmer leur pouvoir social et économique. En théorie, l’État régule fortement le marché, mais en réalité, l’État peut même être régulé par les nouveaux groupes sociaux, à travers des moyens légaux ou illégaux. À ce stade, l’« économie sacrificielle » des pays socialistes est transformée en un moyen pour parvenir à l’accumulation privée. Nous ne pouvons pas ignorer que le marché est une relation sociale et pas seulement un mécanisme économique. Cela affecte également les relations Sud/Sud.
Les relations Sud/Sud actuelles et la reproduction de la modernité capitaliste

Lors de la dernière réunion des BRICS au Brésil, les relations Sud/Sud entre les nations ont certainement introduit une nouvelle dynamique, avec des projets d’infrastructures, des facilités de crédits et des échanges de savoirs. Cependant, il y a eu peu ou pas de transformation de la philosophie du développement. La croissance, les échanges commerciaux, la prospérité ont été préconisés, sans trop se préoccuper de leurs coûts écologiques et sociaux.

Décrivons le problème en des termes concrets. Plus de commerce international signifie plus de transports, plus de consommation d’énergie et des ressources naturelles, plus d’émissions de gaz nocifs, de pollution croissante des océans [2] . L’exportation des matières premières dans les pays composant les BRICS ou entre eux signifie, pour l’Amérique Latine par exemple, l’expansion des activités extractives, avec des nouvelles méthodes qui ne sont pas particulièrement écologiques et très nuisibles pour les populations locales (comme les mines à ciel ouvert, par exemple). Il en résulte une « re-primarisation » des économies et une augmentation de la dépendance internationale. L’accaparement des terres en Afrique est développé à grande échelle, non seulement par les multinationales, mais aussi par les BRICS, comme l’Inde en Éthiopie, la Chine aux Philippines et le Brésil au Mozambique. Des milliers d’hectares sont transformés en monocultures et les populations locales sont expulsées de leur terre. Les peuples indigènes en Amérique Latine ne se soucient pas de savoir qui ravage leurs territoires ou polluent leurs eaux : les États-Unis ou le consortium local, ou les entreprises des BRICS.

Les facilités de crédits sont offertes pour des projets économiques, mais dans certains cas avec des taux d’intérêt quelquefois plus importants que ceux du marché capitaliste [3]. Les multinationales indiennes et brésiliennes ne sont pas meilleures que les européennes ou les américaines quand il s’agit du respect de la nature et de l’exploitation du travail. Les entreprises chinoises, privées ou publiques, ont rapidement adopté un comportement similaire à celui de l’Occident [4] avec une différence pour cette dernière, qui est de vouloir se faire remarquer dans le champ politique, là où les puissances occidentales ont des objectifs néocoloniaux traditionnels, alors que la Chine ne cherche pas à intervenir dans les questions politiques internes, sauf peut-être dans sa sphère d’influence immédiate.

De telles considérations peuvent apparaître assez fortes et pessimistes, particulièrement à un moment de transformations intéressantes dans le domaine des relations Sud/Sud. Cependant, je pense qu’elles sont nécessaires, non pas pour promouvoir une vision apocalyptique du futur, ou décourager les efforts faits pour créer un monde multipolaire, mais pour attirer l’attention sur la crise fondamentale du modèle de développement existant. Nous avons besoin d’indications claires pour des nouveaux moyens d’action, initiés par le Sud, et appliqués dans le cadre des relations Sud/Sud.

Ce n’est pas du fondamentalisme écologique ni du socialisme utopique. Chaque relation avec la nature, il est vrai, laissera une empreinte écologique. Le problème est de rétablir l’équilibre métabolique (échange de matière). Une nouvelle initiative collective signifie également une prise de risques, qui doit être définie démocratiquement. La responsabilité humaine dans les deux cas est le centre d’une nouvelle éthique. Un autre Bandung serait sans intérêt sans une recherche commune d’un nouveau paradigme de vie collective sur la planète et sans la formulation des politiques de transitions. Cela nécessite une critique de la construction historique de la notion de modernité, afin de comprendre comment ce genre de contradictions ont été rendues possible et comment elles doivent être surmontées.
Comment la modernité a été absorbée par la logique du marché

Dans un court essai, il est uniquement possible de proposer des hypothèses basées sur les nombreux écrivains qui ont réfléchi sur l’histoire du capitalisme et de la modernité à partir de différents angles comme Max Weber, Fernand Braudel, Walter Benjamin, Michel Baud, Maurice Godelier, Éric Hobsbawn, Immanuel Wallerstein, Jorge Beinstein, Samir Amin entre autres. En Europe, le développement de la modernité a engendré le long passage de la société médiévale à la naissance du capitalisme mercantile, entre les 12e et 16e siècles. Des formes de protocapitalisme ont été développées aux 12e et 13e siècles, en particulier dans les villes d’Italie du nord, grâce aux activités commerciales croissantes avec l’Europe de l’Est (les Bogomiles). Dans les sociétés dominées par les cultures religieuses, les institutions et les acteurs religieux jouent un rôle central dans cette évolution.

Au 13e siècle, Thomas d’Aquin (1225-1274) a introduit la rationalité aristotélicienne, non seulement dans le domaine de la théologie, mais aussi dans la pensée socio-économique sur l’organisation politique des sociétés, créant un lien entre le Moyen-âge et une modernité qui a été rapidement absorbée par une logique de marché. Le rôle des grands penseurs arabes a été déterminant à ce moment-là, puisqu’ils constituaient des ponts culturels entre les traditions philosophiques grecques et l’Europe médiévale. Dans les centres de la transformation économique et sociale (Bologne et Paris), Thomas d’Aquin a été particulièrement sensible au besoin d’une nouvelle approche intellectuelle et d’une adaptation de la pensée chrétienne.

François d’Assise (1181-1226) et ses partisans ont réagi contre les relations sociales qui ont résulté de la consolidation de la bourgeoisie urbaine. Au même moment, la légitimation religieuse des conquêtes de l’Ouest, des Croisades à la « découverte » tardive du Nouveau Monde et même de la justification de l’esclavage africain (sans mentionner le rôle d’arbitre joué par les papes dans la définition des frontières des territoires impériaux), a accru l’identification entre la modernité, appelée civilisation, et l’expansion économique. La loi internationale est née en tant que droit de faire du commerce international, justifiée par le précepte divin du développement de la terre. Des arguments similaires ont été utilisés plus tard par les colonisateurs d’Amérique du nord pour exterminer les populations indigènes.

La réforme calviniste du 16e siècle a été le résultat de l’adaptation nécessaire de l’éthique religieuse aux besoins du nouveau groupe dominant, la bourgeoisie urbaine. Max Weber a habilement démontré les affinités entre l’éthique protestante et l’esprit du capitalisme. Mais il n’a pas réussi à expliquer l’origine sociale de ce phénomène. La sécularisation tardive du concept de progrès économique comme l’expression du pouvoir, n’a pas changé sa philosophie fondamentale. Bien au contraire, cela a augmenté son pouvoir, abandonnant une référence religieuse considérée comme prémoderne et obligée de trouver une nouvelle légitimation idéologique. La modernité a alors été considérée comme un progrès humain, linéaire dans son orientation, dirigée par l’accumulation capitaliste, le fruit d’un dur labeur, et la source d’avancées permanentes. D’un point de vue politique, la vraie rupture a été accomplie avec la Révolution française.

Dans ce processus, le rôle de la science et de la technologie est devenu central. La connaissance, libérée de l’approche holistique des sociétés anciennes, par son émancipation progressive de cycles naturels, a été capable de procéder de manière autonome dans des domaines différents. Cela a été le début d’une expansion scientifique phénoménale, rapidement absorbée par la loi de la valeur et, comme la plupart des activités humaines, instrumentalisée par les intérêts capitalistes. Soumises à la valeur des échanges, la science et la technologie ont participé à l’expansion effrénée du capitalisme qui est identifiée avec la modernité et ont contribué à leur tour à l’ignorance des externalités (particulièrement les dommages écologiques et sociaux), typique de la logique capitaliste et le résultat de la perte de l’approche holistique de la réalité. Cela a contribué à faire de la science « le paradigme de la toute connaissance » et à anéantir « l’humanisme authentique qui voulait sauver la vie » tel qu’exprimé par Bolivar Echeverría.
Réactions contre une modernité dominée par l’esprit du capitalisme

L’identification entre la modernité et le développement capitaliste a bien sûr provoqué de nombreuses réactions, en particulier depuis le 19e siècle. En Occident, le socialisme utopique a été l’une d’entre elles, mais beaucoup d’autres formes ont aussi fait leur apparition, pas seulement dans la pensée philosophique, mais aussi dans les arts, l’architecture, l’urbanisme et même dans les mouvements sociaux (féministes). Karl Marx lui-même a contribué à une approche critique, sans mentionner la notion de modernité comme axe central de sa réflexion. Il a décortiqué les mécanismes de l’accumulation capitaliste basés sur la loi de la valeur et a démontré les contradictions causées par la rupture du métabolisme entre la nature et les êtres humains, tout comme par les relations sociales de la production, les manifestations concrètes de la modernité capitaliste. Cependant, dans les pays socialistes, le concept a encore été conçu comme un progrès linéaire sur une planète inépuisable. Les raisons en devraient donc être expliquées parce qu’elles ont des conséquences même sur les relations Sud/Sud contemporaines.

En continuant cette rapide enquête dans la sphère de la pensée sociale et philosophique, on peut citer la contribution d’Antonio Gramsci (1891-1927) qui a souligné la place de la culture comme une part centrale de la construction sociale et la transformation des sociétés. Selon lui, l’hégémonie de la logique capitaliste ne peut pas seulement être expliquée par son pouvoir matériel : son besoin de coloniser les esprits des gens. Son identification avec le progrès et la modernité est donc centrale. Cette approche critique principale de la modernité comme intégrée dans le système capitaliste a été l’École de Francfort et en particulier celle de Walter Benjamin (1892-1940).

Pour cet auteur, la modernité est la marche de l’humanité vers un progrès qui est externe à elle-même, ce qu’il appelle « la modernité capitaliste ». Caractérisé par la centralité de valeur d’échange, le rétablissement de la modernité signifie la réintroduction de la valeur d’usage. Le défi est de construire la modernité non-capitaliste « rétablir les avancées réelles que l’humanité a réalisé pendant les cinq derniers siècles, mais qui étaient en même temps soumises à la déformation capitaliste, chaque jour moins invasive » [5]. La dimension psychologique de la modernité a été étudiée plus tard par Michel Foucault en France et Éric Fromm, le psychiatre marxiste, aux États-Unis d’Amérique.

Le mouvement de Mai 68 qui s’est développé en Europe, en particulier parmi les étudiants, s’est déroulé vers la fin du boom économique dans la période post-guerre. Il a révélé les contradictions entre un système capitaliste prospère et la valeur culturelle de la liberté, l’esthétique et la spiritualité. Il s’est étendu à des groupes sociaux similaires partout dans le monde, mais n’a pas réussi à aller aux racines de ce qu’était en réalité une « modernité blessée ». Le chemin avait été tracé dans l’Occident pour le développement du postmodernisme dans toutes ses formes, radicales ou modérées. La première a rejeté tous les aspects structurels de la réalité et est devenue le meilleur compagnon idéologique du néolibéralisme. Ce dernier a contribué de différentes manières à l’approche critique de la modernité occidentale associée à l’hégémonie capitaliste globale.
À la périphérie du noyau capitaliste

À la périphérie du capitalisme mondial, des processus critiques ont été vus à l’œuvre dans différents contextes. Au départ, la fascination pour une économie dotée d’une capacité de production de biens et de services sans précédent était réelle. D’autant que cette dernière avait créé de nouvelles opportunités permettant aux élites locales au pouvoir de perpétuer leur hégémonie sur la population – opportunités qu’ont également su saisir quelques individus intelligents et dynamiques issus des couches inférieures de la société. C’était ça la modernité (par exemple, en Inde, le « brown sahib », terme qui se réfère aux personnes d’Asie du Sud qui imitent le style de vie occidental, notamment britannique), accompagnée, dans les milieux intellectuels, d’une bonne connaissance de la culture occidentale dans les domaines de la philosophie, des arts et de la littérature. Le philosophe équatorien Bolivar Echeverría (1941-2010) a qualifié ce phénomène de « modernité du baroque » [6]. On peut aussi noter certaines répercussions dans le domaine politique, notamment l’adoption de nouveaux modes de gouvernement. Celui mis en place par Sun Yat-sen (1866-1925), au début du XXe siècle – et qui l’a conduit à être considéré comme le père de la Chine moderne – en est un exemple. De fait, des initiatives similaires de modernisation politique et sociale ont vu le jour dans presque tous les pays d’Asie. Citons notamment le Congrès national indien, fondé dès 1885, la Ligue Awami (1949) au Bangladesh, le PNU (1946) et le SLFP (1951) au Sri Lanka et la Soka Gakkai (1930) au Japon. De telles initiatives se sont également développées dans de nombreux pays d’Afrique au lendemain de leur indépendance.

Pourtant, la destruction des structures sociales et culturelles anciennes n’a pas été sans provoquer des réactions. Dans de nombreuses sociétés, des intellectuels se sont efforcés de concilier modernité occidentale et valeurs traditionnelles. Ce fut notamment le rôle, en Inde, d’hommes tels que Vivekananda (1863-1902) et Sri Aurobindo (1872-1950). Toutefois, l’acceptation implicite d’une certaine forme de supériorité occidentale restait de mise. Des orientations comparables se retrouvent dans toutes les grandes cultures et religions orientales ; dans le bouddhisme de tradition mahayana au Sri Lanka ou dans les diverses formes de bouddhisme hanayana en Chine populaire et au Vietnam, voire même dans le bouddhisme tantrique au Tibet. Le confucianisme s’est adapté à la modernité occidentale par de nombreux et subtils moyens, au point de remettre en cause l’exclusivité du rôle joué par l’éthique protestante dans la diffusion de l’esprit du capitalisme. On constate qu’il existe des tendances similaires dans le monde islamique : dans les pays arabes, en Iran, au Pakistan, ainsi qu’en Indonésie.

Dans d’autres cas, les cultures non occidentales ont plutôt cherché à résister à la colonisation des esprits découlant de la domination politique et économique. En Russie, on trouve des exemples de cette réaction chez Tolstoï (1828-1910), ainsi que chez de nombreux autres intellectuels russes ou encore dans d’innombrables mouvements religieux et paysans. En Inde, Gandhi (1869-1948) a encouragé le retour à des formes de vie traditionnelles et a, simultanément, mis en avant la renaissance de l’ahimsa (respect de la vie) comme outil de l’action politique (la non-violence). En Afrique, le concept de négritude proposé par Leopold Senghor (1906-2001) pour reconstruire l’identité africaine, est une manifestation de la même tendance. Franz Fanon (1925-1961) est allé encore plus loin en dénonçant le fait que la dévastation culturelle provoquée par le colonialisme n’était somme toute qu’une conséquence de la logique du capitalisme.

En Iran, les travaux d’Ali Shariati (1933-1977) préconisent une relecture de l’Islam, en même temps qu’une critique du capitalisme. Ce sociologue et philosophe, ami de Franz Fanon et influencé par l’Égyptien Jodat al-Shahhar, est mort très jeune – probablement assassiné par la police secrète du Shah. Au Soudan, l’ingénieur et fondateur d’un parti politique d’orientation socialiste, Mahmoud Mohamed Taha (1909-1985), a proposé une nouvelle interprétation du Coran. Il a été pendu sur la place publique à Khartoum en raison de ses idées non conventionnelles dans les domaines social et religieux. En Inde, le philosophe et sociologue Ashis Nandy (né en 1937), inspiré par Rabindranath Tagore, a proposé de construire un nouveau projet de société qui se fonde sur le contexte historique et politique propre à l’Inde, afin de se libérer du néolibéralisme de manière collective, mais en se dissociant de l’hindutva (le nationalisme indien). En Inde toujours, des intellectuels marxistes du Kerala (comme Namboodiripad) ou du Bengale occidental (comme Bagshi) ont développé des positions plus radicales, mais dont le lien avec les racines historico-culturelles de la région est parfois bien plus ténu.

En Amérique latine, le retour des peuples autochtones sur la scène politique à la fin du XXe siècle a lancé un défi de taille à la modernité occidentale. Pour ces peuples, ce retour sonnait le glas de 500 ans d’oppression et de désintégration culturelle. Des notions telles que Sumak Kawsay, en quechua, et Suma Qamaña, en aymara, qui signifient buen vivir (vivre bien) ont été réhabilitées afin d’exprimer la nécessité de créer une harmonie entre la « Terre mère » et les êtres humains ; entre les communautés et le bien-être personnel. La base essentielle de cette vision du monde est une approche holistique, globale de la réalité, qui s’oppose aux désastres provoqués par la modernité capitaliste.

C’est également en Amérique latine que la philosophie de la libération [7]et la théologie de la libération ont développé des positions critiques face au système capitaliste, en en soulignant le caractère « périphérique » et dépendant sur tout le sous-continent. Plus récemment, ces critiques ont mené à une prise de conscience plus vaste des dimensions écologiques de la modernité, en soulignant son effet destructeur sur les écosystèmes et sur la nature [8].

Un philosophe marxiste s’est brillamment penché sur cette question : Bolivar Echeverría (1941-2010). Cet Équatorien, qui a fait ses études en Allemagne avant d’aller travailler à l’Université nationale du Mexique, s’est profondément inspiré de Walter Benjamin. Il décrit les « illusions de la modernité » [9], cette dernière ayant été absorbée par le capitalisme ; d’où le fait qu’une crise du capitalisme mène fatalement à une crise de la modernité. Et c’est une réalité sur toute la planète. En effet, l’histoire internationale récente a été celle de la « modernisation capitaliste et ˝européanisante˝ de la planète » [10]. « Le marché comme lieu privilégié de la socialisation » est maintenant une expérience globalisée. Cela s’explique par le fait que la valeur d’usage, ou encore « la vraie présence des choses dans le monde » dépende de leur existence en tant que valeur économique [11]. Pour lui, le système de satisfaction des besoins nécessaires, qui est à la base du capitalisme, ne pourra être maintenu que grâce à un système de production causant des dommages à la société tout entière, en épuisant ses ressources naturelles. Ce système social d’un tel cynisme, uniquement fondé sur l’accroissement sans fin des bénéfices du capital, n’est pas seulement le résultat d’un mode de production : il est aussi le fruit de toute une civilisation [12]. C’est pourquoi la modernité capitaliste doit être remise en cause, d’un point de vue intellectuel comme d’un point de vue pratique. Et le Sud est un lieu stratégique pour une telle lutte.

Toutes ces expériences menées dans le Sud – et on aurait pu en citer bien d’autres – sont la preuve qu’il est nécessaire de créer un nouveau paradigme, qui peut se décliner de différentes manières selon les contextes. À la périphérie du système capitaliste central, les révolutions socialistes ont remis en cause l’impérialisme colonialiste et l’organisation spécifique des rapports sociaux et de production propres à ce système économique. Elles ont apporté une réponse plus universelle aux besoins sociaux et individuels. Mais elles n’ont pas modifié la conception de la modernité vue comme le progrès continu sur une planète aux ressources inépuisables. Elles ne sont pas parvenues à s’émanciper de cette vision, introduite à l’origine par la logique du capitalisme. Et cela nous mène à une crise fondamentale et irréversible. C’est pourquoi notre principale préoccupation devrait être d’envisager le développement des forces de production sous un autre angle, qui ne soit pas basé sur le sacrifice ni sur la suprématie de la valeur d’échange, mais qui réponde à des exigences sociales.

Le moment est venu de renverser les perspectives. Karl Polanyi, dans The Great Transformation, a très bien démontré que le capitalisme avait dissocié économie et société dans son ensemble pour ensuite imposer sa propre loi – la loi de la valeur – en tant que fondement de l’organisation et du fonctionnement de la société. Nous devons réintégrer l’économie dans la société considérée comme un tout, sans négliger ses relations avec la nature. Le socialisme, si c’est de lui qu’il s’agit, ne doit pas seulement changer les rapports sociaux de production. C’est un changement de vision du monde qui est nécessaire. Et cela va bien au-delà d’une simple régulation du système capitaliste ou d’une adaptation de la logique de marché lui permettant de répondre aux nouvelles exigences écologiques et sociales. Nous avons besoin d’un changement de paradigme, d’une nouvelle approche holistique de la réalité.

C’est pourquoi le néokeynésianisme, ou bien les propositions de la Commission Stiglitz sur la crise du système financier et monétaire international (2009), ou encore les solutions très partielles proposées par Thomas Piketty – qui visent à réduire les inégalités sociales sans lutte des classes [13] – et tout ce qu’on appelle l’« économie sociale de marché », sont des réponses insatisfaisantes. Ces initiatives peuvent servir à inspirer certaines mesures de transition, mais à la seule condition qu’elles soient guidées par une autre conception de la vie collective de l’humanité sur la planète. Or, pour ce faire, il faut repenser la modernité.
Vers une modernité post-capitaliste

Le capitalisme est une parenthèse dans l’histoire de l’humanité et est déjà arrivé au bout de son cycle. En effet, il est devenu plus destructif que constructif, pour reprendre les catégories de Schumpeter. Et s’il est déjà « sénile », comme l’exprime Samir Amin, voire déjà mort, comme le suggère Immanuel Wallerstein, alors nous devons imaginer une alternative et nous donner les outils pour la transition. Cette tâche n’incombe pas seulement aux intellectuels, même ceux qui sont proches de la nature. C’est aussi le rôle des mouvements sociaux et politiques et de toutes les expérimentations sociales qui ont lieu partout dans le monde et qui visent à promouvoir l’agriculture biologique et paysanne, l’économie sociale, la démocratie participative et l’interculturalisme.

Il ne s’agit pas de retourner dans le passé, ni de retrouver le monde tel qu’il était avant la parenthèse capitaliste. De fait, bien que leurs visions du monde aient été holistiques, les sociétés précapitalistes étaient historiquement situées, leurs forces de production faiblement développées, leur mode de pensée fondé sur la non-dissociation entre la réalité et les symboles. De plus, celles qui étaient les plus avancées d’un point de vue matériel disposaient de certaines formes de structure de classe, tandis que d’autres jouissaient d’une organisation sociale communautaire. Ainsi, revisiter leur héritage culturel ne signifie pas qu’il faille nécessairement adopter leur cosmovision. De même, nous ne pouvons souscrire aux tentatives de reconstruction d’un passé imaginaire servant de base à un processus identitaire, comme certains mouvements fondamentalistes politico-religieux prétendent le faire – notamment l’islam politique.

Construire une société post-capitaliste ne signifie pas non plus se réfugier dans des projets utopiques d’une économie sans marché, d’une société sans institutions, d’une histoire humaine qui se limiterait à des initiatives individuelles ou d’une éducation sans école. Car ces projets n’engendrent pas de transformations réelles. Tout au plus peuvent-il servir à ne pas perdre de vue la nécessité d’une pensée critique permanente. On ne peut ignorer les contributions de la science et de la technologie. Cependant, leur développement doit être conditionné par l’exigence suivante : définir la valeur selon le bien commun de l’humanité et de la nature et non selon la valeur d’échange. La production culturelle dans toutes les sociétés du monde est restée relativement autonome, même sous les régimes sociopolitiques les plus abjects et oppresseurs, et elle a réussi à apporter sa pierre au patrimoine collectif de l’humanité. Elle est donc parfaitement à même de participer à l’élaboration du paradigme post-capitaliste.

Tout cela, bien entendu, n’est pas seulement un rêve. Il faut le mettre en pratique au moyen d’étapes concrètes et ce, dans tous les aspects de la vie collective des humains sur la terre. Chaque société doit répondre à quatre questions fondamentales afin d’instaurer et de maintenir son existence : quelles relations entretenir avec la nature ? Comment produire les matériaux de base nécessaires à son existence ? Comment s’organiser collectivement ? Comment comprendre la réalité et élaborer des codes de conduite éthiques ? C’est grâce à ces quatre piliers centraux qu’un nouveau paradigme pourra être construit et devenir une utopie dans le sens positif du terme, c’est-à-dire un but à atteindre au moyen d’efforts concrets et permanents.

Le premier pilier consiste à rétablir l’équilibre du métabolisme entre la nature et les êtres humains (eux-mêmes, bien entendu, étant la partie consciente de la nature). Il faut donc abandonner cette vision de la nature comme fournisseur de ressources naturelles pouvant être exploitées comme des marchandises (la vision capitaliste) et adopter au contraire une attitude respectueuse, car la nature est à l’origine de toute vie – physique, culturelle ou spirituelle. Les applications concrètes d’un tel principe sont nombreuses. Elles vont du caractère public des richesses naturelles à la non-marchandisation des éléments naturels essentiels à la vie, comme l’eau et les graines. Ainsi disparaîtrait l’échange de biens fondé uniquement sur des avantages comparatifs, ce qui est irrationnel, puisque cela crée une dépendance forte envers les matières premières et l’énergie tout en polluant les mers et l’atmosphère.

Le deuxième pilier vise à déterminer la manière de produire les matériaux de base nécessaires à la vie et qui répondent aux besoins des êtres humains. Le principal outil de ce changement est de redonner à la valeur d’usage son caractère prioritaire, avec toutes les conséquences que cela implique quant à la propriété des moyens de production et, entre autres, la fin de la prédominance du capitalisme ? financier ou la disparition des paradis fiscaux…

Le troisième pilier a pour ambition de généraliser les processus démocratiques dans tous les domaines de la vie collective. La première étape consiste à instaurer un État participatif et décentralisé, qui remplacerait la conception jacobine d’un État centralisé au service soit de la concentration capitaliste, soit du monopole décisionnaire détenu par une élite bureaucratique et qui, dans tous les cas, laisse peu d’espace à l’intervention populaire et à la prise d’initiatives. Toutefois, la généralisation des processus démocratiques doit également s’appliquer dans beaucoup d’autres domaines – économique, culturel, sportif, religieux, communication – comme dans toutes les relations sociales, notamment entre les femmes et les hommes.

Enfin, l’interculturalisme, qui donne la possibilité à toutes les cultures, philosophies et spiritualités de contribuer à ce changement de paradigme, est un bon moyen de promouvoir les échanges de savoirs, la multiplicité des expressions de valeurs et une meilleure communication. La modernité ne doit pas coïncider avec la culture occidentale et encore moins à celle-ci dans sa version capitaliste. Les applications pratiques de ce pluri et interculturalisme sont multiples, dans le domaine des modèles de pensée, par exemple, mais aussi dans le domaine de l’éducation et des moyens de communication sociale. L’élaboration en commun d’une éthique collective qui corresponde à ces nouveaux objectifs joue également un rôle essentiel.

Ces quatre piliers façonnent le contenu pratique du paradigme post-capitaliste, que nous pourrions appeler le bien commun de l’humanité [14]. En effet, ce modèle suppose une approche holistique de la réalité, un sens de la solidarité entre tous les êtres humains et la nécessité d’un comportement responsable vis-à-vis de la nature. En un mot, c’est le paradigme d’un monde harmonieux où la reproduction et l’amélioration de la vie sont les objectifs principaux, en opposition avec le système mortifère actuel, fondé sur la destruction de la nature et sur une conception du développement humain basé sur le sacrifice. Cependant, un tel paradigme peut prendre de nombreux noms, selon les références culturelles des différents peuples de la planète.

La preuve que ce paradigme post-capitaliste n’est pas une illusion réside dans les milliers d’initiatives prises dans le cadre de ces quatre piliers. Si ces initiatives sont encore éparpillées, limitées en taille et souvent durement réprimées par le système, il n’en reste pas moins qu’elles existent et qu’elles montrent la voie vers de véritables solutions. Néanmoins, le temps nous fait défaut pour atteindre certains de ces objectifs. Nous savons aussi que le système capitaliste n’est pas encore mort, même si les signes de faiblesse qu’il présente sont toujours plus nombreux et manifestes. Ne doutons pas que les classes dominantes vont violemment résister et que, dans leur cynisme, elles seront prêtes à sacrifier la moitié de l’humanité afin de prolonger leur propre existence. C’est pourquoi le passage vers un nouveau paradigme post-capitaliste n’aura pas lieu sans luttes sociales. En effet, le rôle des mouvements sociaux et des organisations politiques reste central.

Cependant, même cette transformation ne peut être qualifiée autrement que d’étape révolutionnaire, nous devons rester conscients de la nécessité des transitions. Le vieux débat entre révolution et réformes est souvent ravivé sur ce point. Pourtant, Rosa Luxembourg ne se trompait pas en voyant dans cette dichotomie un faux problème. Toute la question réside dans l’axiologie des transitions. Elles peuvent signifier l’adaptation du système capitaliste aux nouvelles contraintes, ou bien elles peuvent représenter des étapes dans la construction du nouveau paradigme. Parfois, les mêmes mesures concrètes peuvent servir l’un ou l’autre de ces objectifs. Dans le premier cas, elles ne seront alors que des régulations du système économique, afin d’éviter des catastrophes naturelles ou sociales qui risqueraient d’avoir un impact sur le processus d’accumulation. Dans le second, il s’agit de décisions provisoires, en prévision d’étapes futures, quand les circonstances actuelles, matérielles ou politiques, interdisent d’agir autrement.

En Amérique latine, les gouvernements progressifs sont post-néolibéraux mais ne sont pas post-capitalistes. Seules quelques initiatives sont radicales, telles que l’ALBA (l’intégration bolivarienne de l’Amérique) ou les organisations communautaires au Venezuela. Toutefois, en général, on ne peut pas vraiment les considérer comme de réelles transitions. Dans les pays socialistes tels que la Chine et le Vietnam, la réintroduction des mécanismes de marché, afin de donner de l’élan au développement des forces de production, a eu pour conséquence de réintroduire des rapports sociaux de production plutôt en contradiction avec la construction du socialisme, même si l’État est censé les contrôler et qu’ils sont considérés comme provisoires. De surcroît, la persistance du concept de modernité comme progrès continu sur une planète aux ressources inépuisables n’encourage pas à changer de comportement. Heureusement, la pensée critique se développe elle aussi et le discours officiel commence à adopter de nouvelles perspectives quant au long terme, même si l’impact sur le court terme reste insignifiant.
Les relations Sud-Sud : un moyen de construire un paradigme post-capitaliste

Pour en revenir aux relations Sud-Sud, précisons qu’elles ne pourront être totalement authentiques que si elles deviennent un mécanisme de coopération pour bâtir le paradigme post-capitaliste et créer des modèles pratiques de transitions. Cette question est urgente, on ne peut plus attendre. Un immense champ de possibles est ouvert et il doit être exploré systématiquement. Des mesures de transition peuvent être prises pour s’opposer à la domination du monopole capitaliste. Par exemple, il est possible d’imposer des règles collectives de protection face aux pratiques des entreprises multinationales de l’extraction minière, du secteur agro-industriel et de la finance. Et ces mesures peuvent aussi prendre des formes positives : l’échange de savoirs, le financement de l’agriculture familiale et paysanne, la protection des minorités autochtones, de nouvelles façons de développer les forces productives sans détruire la capacité de la planète à se régénérer, la démocratisation des organisations internationales et la valorisation des visions holistiques traditionnelles de la société, capables de développer une culture post-capitaliste.

Les sociétés des pays du Sud ont un rôle essentiel à jouer dans ce changement de paradigme, et ce pour deux raisons majeures. Tout d’abord parce que leur situation de dépendance en ont fait les principales victimes du système actuel et qu’elles sont dès lors peut-être plus sensibles à la nécessité d’un changement radical. Ensuite, parce qu’elles restent relativement proches de la vision holistique de la réalité et qu’elles ont encore conscience de l’importance des savoirs traditionnels, même si cette conscience a tendance à s’estomper au fil des générations. Les graines du changement existent et elles n’attendent qu’à être cultivées. Voilà une des missions majeures des relations Sud-Sud.

La création d’un monde multipolaire ne pourra se convertir en mesure de transition vers une nouvelle modernité post-capitaliste que si ce nouveau modèle ne reproduit pas la même conception interne et inter-relationnelle de la modernité capitaliste. Le véritable défi est de proposer un paradigme qui ne soit pas contaminé par la loi de la valeur. De cette manière, les relations Sud-Sud pourraient représenter un effort collectif afin de refermer la parenthèse du capitalisme. Cette tâche est essentielle pour la survie de la planète et pour celle de l’humanité.

Notes

[1] Voir François Houtart, Agrofuels, big profits, ruined lines and ecological destruction, Pluto, Londres, 2010.

[2] Chaque jour, 22 000 navires de fort tonnage traversent les océans dans le cadre des échanges internationaux.

[3] En Équateur, les taux d’intérêt chinois sont situés entre 7 et 8 % alors que les taux fixés par le FMI sont compris entre 3 et 4 %.

[4] Au Congo, les contrats miniers établis entre le gouvernement local et les entreprises chinoises interdisent aux travailleurs de faire grève.

[5] Carlos Antonio Aguirre Rojas, dans son introduction au livre de Bolivar Echeverria, Siete Approximaciones a Walter Benjamin, Desde Abajo, Bogota, 2010.

[6] Bolivar Echverría, La Modernidad de lo Barroco, Era, Mexico, 1999

[7] Enrique Dussel, Philosophie de la Libération, L’Harmattan, Paris, 1999

[8] En particulier les travaux du théologien brésilien Leonardo Boff

[9] Bolivar Echeverría, Las Ilusiones de la Modernidad, UNAM, Mexico, 1994

[10] Bolivar Echeverría, Siete Aproximaciones a Walter Benjamin, Desde Abajo, Bogota, 2010, p.21

[11] Idem, p.41.

[12] Ibid, p.40.

[13] Thomas Piketty, Capital in the XXIth Century, Belknap Press of Harvard University, Cambridge, Mass./Londres, 2014

[14] Birgit Daiber and François Houtart, A postcapitalist paradigm, The Common Good of Humanity, Rosa Luxemburg Foundation, Brussels, 2012.

Las tentaciones del líder

Mario Vega, 4 de junio 2015/EDH

Al igual que los demás países latinoamericanos, El Salvador es un país presidencialista. Es decir, el presidente es el centro del control político, de la integración nacional, de la orientación del Estado y de las relaciones internacionales. Culturalmente, el presidencialismo genera un paternalismo sobre la ciudadanía que le inhibe de tomar iniciativas propias a la espera que sea el presidente quien resuelva las dificultades de la nación. Eso coloca al presidente en una situación complicada, como complicada es toda posición de liderazgo.

En el tema de seguridad, que es la más grande preocupación de la ciudadanía, se deben sortear con éxito muchas de las implicaciones del tema al mismo tiempo que se resiste la tentación de las salidas espurias. Una de las primeras tentaciones es la relacionada con el tema electoral: lo que se haga o no se haga con respecto a la violencia, incidirá en el resultado de las siguientes elecciones. El problema con la violencia es que para lograr su mitigación no hay atajos. Las soluciones realistas son a largo plazo y sobrepasan en mucho a los períodos presidenciales. El paso de los días se traducen en una presión creciente que sumadas a las justificadas quejas de la población tientan a decantarse por el uso de la fuerza del Estado para obtener resultados antes que comience el siguiente período electoral. A mayor prisa, mayor fuerza, hasta llegar al abuso y a los excesos desplazando y postergando el imprescindible factor de la prevención.

Otra de las tentaciones con las que el presidente debe bregar son las que producen las presiones internacionales. Una muy importante es la de los Estados Unidos, por el alto intercambio comercial, las remesas y los programas de apoyo de ese país que ejercen mucha influencia en las decisiones nacionales. De acuerdo a los medios de comunicación, los Estados Unidos apuestan por la adopción de un enfoque criminalístico del problema. Es decir, la confusión que con frecuencia se hace entre delito y violencia. En esa línea de interpretación, se descartan opciones de solución alternativas a la violencia para endurecer la línea de la pura represión. La participación de las comunidades, fundaciones e iglesias se deprecia y se fortalecen los batallones militares tras la lógica estadounidense de no negociar con terroristas.

Otra de las tentaciones es la de ceder a la inercia cultural. Por tradición histórica, el salvadoreño promedio, recurre a la agresividad y a la violencia como herramientas para la solución de conflictos. Esa tradición, aplicada al tema de la seguridad, genera un clamor popular que aboga por medidas extremas como la pena de muerte, los escuadrones de limpieza social y las matanzas generalizadas. La tentación consiste en abandonar la firmeza y la insistencia en una política nacional de prevención de la violencia para entregar la conducción de la represión a jefes de inteligencia y aprovechar el aplauso popular ante medidas de fuerza aun cuando éstas representen un retroceso en la consolidación de la democracia y la institucionalidad. Las personas no están tan preocupadas por el respeto a las leyes y a los procedimientos siempre y cuando tengan la percepción que se está haciendo algo para combatir la delincuencia en la tradición cultural de la venganza. Cuando el líder sucumbe a las tentaciones y a los deseos de sus seguidores, pierde su calidad de líder pues se vuelve uno más de ellos.

El concepto de clases en Bourdieu. ¿Nuevas palabras para viejas ideas?

El concepto de clases en Bourdieu. ¿Nuevas palabras para viejas ideas?
Graciela Inda y Celia Duek

Los trabajos de Pierre Bourdieu han llegado a ocupar en los últimos tiempos un lugar considerable en los ámbitos académicos de las ciencias sociales, al punto de que muchos consideran a Bourdieu uno de los más importantes teóricos de la sociología actual. Los aspectos de su obra que aquí nos interesan son la discusión acerca del concepto de clase social y la crítica al enfoque marxista de las clases, inspirados uno y otro en su teoría de los campos sociales. La pregunta a la que intentaremos dar respuesta es ¿constituyen
crítica y propuesta formulaciones realmente originales?

Antes de entrar de lleno en el tema, acordemos que no es fácil ubicar a Bourdieu en el
campo de las posiciones teóricas preexistentes, entre otras cosas porque él mismo se
niega a encasillarse en una corriente, oponiéndose a la “etiqueta clasificatoria” que
ubica a cada autor como “marxista”, “weberiano” o “durkheimiano”. Este sociólogo
francés considera que la pretendida oposición entre los tres clásicos enmascara la unidad
de la sociología, y que lo que él hace es recurrir a los distintos autores para pedir ayuda
momentánea. A menudo, para que la ciencia avance —dice— se requiere comunicar
teorías que se han constituido como opuestas, comunicar sus conceptos, métodos o
técnicas, integrar sus aportaciones teóricas en un mismo sistema conceptual, superar las
oposiciones remontándose a una raíz común [1].

Pese a esto, creemos que tras analizar algunos de sus conceptos y enunciados seremos
capaces de determinar su relación con problemáticas preexistentes, ya que —desde
nuestro punto de vista— jamás se parte de un espacio teórico neutro. Para acceder a las
ideas de Bourdieu sobre las clases sociales es preciso introducir las categorías básicas
de su sistema teórico: espacio social, campo, capital, habitus.

Para nuestro autor, los hombres se hallan en el universo social en una lucha
(competencia) por la apropiación de bienes y servicios escasos. Pero en esta lucha no se
encuentran igualmente dotados de las propiedades valiosas para el triunfo, que
constituyen lo que el autor llama capital. El capital, desigualmente distribuido y en sus
diversas especies, determina las oportunidades de los individuos.

A la imagen de un mundo de competencia perfecta o de igualdad perfecta de
oportunidades, de un mundo sin acumulación y sin transmisión hereditaria de
posesiones y caracteres adquiridos, representada por la ruleta como juego de azar en el
que es posible ganar o perder mucho dinero en un instante y así elevar o descender el
propio status repentinamente, Bourdieu opone la imagen de un mundo regido por el
capital:
“El capital hace que los juegos de intercambio de la vida social, en especial
de la vida económica, no discurran como simples juegos de azar en los que
en todo momento es posible la sorpresa […] El capital es una fuerza
inscrita en la objetividad de las cosas que determina que no todo sea
igualmente posible e imposible. La estructura de distribución de los
diferentes tipos y subtipos de capital, dada en un momento determinado del
tiempo, corresponde a la estructura inmanente del mundo social, esto es, a
la totalidad de fuerzas que le son inherentes, y mediante las cuales se
determina el funcionamiento duradero de la realidad social y se deciden las
oportunidades de éxito de las prácticas.” [2]

El capital acumulado por los individuos es de esta manera el que decide el lugar que
éstos ocupan en la sociedad. Dicho capital puede ser de diversos tipos: capital
económico, capital cultural, capital social (recursos basados en las conexiones sociales
y pertenencia a grupos), y finalmente, como forma que toman aquellas especies de
capital al ser percibidas y reconocidas como legítimas, el capital simbólico,
comúnmente llamado prestigio [3]. En función del capital poseído, los individuos serán
portadores de ventajas o de desventajas en los diferentes mercados.

Teniendo ya el concepto de capital, podemos ahora decir que el mundo social puede
representarse para Bourdieu mediante la figura de un espacio, entendido éste como una
serie de posiciones distintas definidas por relaciones de exterioridad mutua, por
relaciones de proximidad o de alejamiento y por relaciones de orden. El mundo social
constituiría un espacio de varias dimensiones (campos) en las cuales los hombres
establecen relaciones en función del capital poseído (y de este modo, de la posición
ocupada).

Este espacio social, a la vez, es definido como un campo de relaciones de fuerzas
objetivas, independientes de las intenciones de los individuos, donde el poder está
representado por las diferentes especies de capital vigentes en sus campos: económico,
cultural, social y simbólico. El campo es entonces una “arena de batalla”, un tipo de
“mercado competitivo” en el que se emplean varios tipos de capital.

“Las especies de capital, como una buena carta en un juego, son poderes
que definen las probabilidades de obtener un beneficio en un campo
determinado (de hecho, a cada campo o subcampo le corresponde una
especie particular de capital, vigente como poder y como lo que está en
juego en ese campo). Por ejemplo, el volumen del capital cultural (lo
mismo valdría mutatis mutandis para el capital económico) determina las
posibilidades asociadas de beneficio en todos los juegos en que el capital
cultural es eficiente, contribuyendo de esta manera a determinar la posición
en el espacio social (en la medida en que ésta es determinada por el éxito
en el campo cultural).” [4]

La posición de un agente en el espacio social se define entonces por su posición en los
diferentes campos, es decir, por su posición en la distribución de los poderes que
actúan en cada campo. En otras palabras, la posición en el campo depende del capital
poseído. En las sociedades más avanzadas, los poderes más importantes son el
económico y el cultural. Dicho en sus propios términos, el capital económico y el
cultural son los principios de diferenciación más eficientes.

La distribución de los agentes en el espacio social compromete, para ser exactos, tres
dimensiones: el volumen global de capital poseído, la composición de este capital (peso
relativo de los diferentes tipos de capital) y la trayectoria o evolución en el tiempo del
volumen y composición del capital.

En concreto, esto significa que una primera y más importante división puede
establecerse entre quienes detentan algún tipo de capital (por ejemplo, empresarios,
profesionales, profesores universitarios) y quienes carecen de cualquier tipo (obreros sin
calificación desposeídos tanto de capital económico como de capital cultural), pero
también puede trazarse una segunda línea de demarcación, según el tipo de capital de
que se disponga (oposición entre los ricos en capital económico y los ricos en capital
cultural: por ejemplo, entre empresarios e intelectuales; oposición entre pequeños
comerciantes y maestros; etc.).

Tenemos hasta aquí que los agentes del universo social se diferencian por las posiciones
relativas que tienen en el espacio social. Agreguemos ahora que la cercanía / lejanía de
estas posiciones está en la base de la diferenciación de grupos de agentes o “clases”. El
espacio de posiciones sociales organiza las representaciones y las prácticas de los
agentes. Es por esto que en base al conocimiento de ese espacio el “investigador” puede
“recortar” unas clases lo más homogéneas posibles en cuanto a los dos determinantes
mayores de las aficiones y prácticas (el capital económico y el capital cultural). Estas
clases son “[…] conjuntos de agentes que ocupan posiciones semejantes y que, situados
en condiciones semejantes y sometidos a condicionamientos semejantes, tienen todas
las probabilidades de tener disposiciones e intereses semejantes y de producir, por lo
tanto, prácticas y tomas de posición semejantes”. [5]

Pero como las disposiciones y conductas que las convertirían en un verdadero grupo
existen sólo como “probabilidades”, debemos denominar a éstas no clases reales sino
clases probables, clases teóricas o clases en el papel. En sentido estricto, para Bourdieu,
una clase sólo tiene existencia real si conforma un grupo con iniciativa de acción
conjunta, un grupo movilizado para la lucha, con auto-conciencia, organización propia,
aparato y portavoz. Mientras esto no suceda, aquellas sólo son clases probables, grupos
prácticos “en potencia”.

Como comentario señalemos que, al introducir esta diferenciación entre clase en el
papel y clase real, Bourdieu reedita la vieja discriminación entre estrato y clase (Aron),
entre cuasi-grupo y grupo de interés (Dahrendorf), entre clases como bases posibles
para una acción comunitaria y comunidades (Weber) o entre clase en sí y clase para sí
(Marx de Miseria de la filosofía). Es decir, reflota la tradicional escisión de la “clase”
en una doble situación, conceptualmente demarcada (clase en sí, situación de clase,
cuasi grupos, intereses latentes, por un lado, y clase para sí, grupos estatutarios, grupos
de intereses, intereses manifiestos, por otro) acercándose con esta operación al supuesto
propio de una tendencia “sobre politizante” del marxismo según el cual la clase social
no existiría efectivamente más que en el nivel político, donde habría adquirido una
conciencia de clase propia.

Pero retomemos la argumentación del autor. Según Bourdieu, la confusión de las clases
“construidas teóricamente” (agrupaciones ficticias que sólo existen en la hoja de papel)
con clases “reales”, es decir, existentes en las sociedades concretas, representa un error
frecuente entre los teóricos marxistas. De esta “reificación de los conceptos” o “ilusión
intelectualista” hay que escapar separando claramente las construcciones científicas o
categorías lógico-mentales (“clases” que resultan de la clasificación de los agentes por
parte del científico) de las clases “reales” (grupos con existencia política).
Sin embargo, oponerse de este modo al “realismo de lo inteligible” no significa, afirma
Bourdieu, posicionarse en el otro extremo. No significa defender un “relativismo
nominalista”, que niega las diferencias sociales al reducirlas a meros artefactos teóricos
o construcciones analíticas arbitrarias. [6]

Para librarse de la alternativa realismo/constructivismo, Bourdieu sugiere pensar la
clase social como una “construcción teórica bien fundada en la realidad”. La división en
clases es una construcción analítica —dice—, pero una construcción bien fundamentada
en la realidad, pues “se basa en los principios de diferenciación que realmente son los
más efectivos en la realidad”. [7]

Esto significa que si bien la clase se construye teóricamente, los criterios de
clasificación seleccionados por el investigador no son absolutamente arbitrarios y no da
lo mismo elaborar las clases teóricas según cualquier criterio, pues existe un espacio
objetivo que determina compatibilidades e incompatibilidades, proximidades y
distancias. Una buena taxonomía es la que conoce mejor ese espacio y se ocupa de unas
propiedades determinantes que permiten predecir las demás propiedades (su principio
de clasificación es en este caso “verdaderamente explicativo”). Así, el modelo que él
elabora a partir de su teoría de los campos traza divisiones que corresponden
efectivamente a unas diferencias reales en diversos ámbitos de la práctica, y por lo tanto
sus clases teóricas están más que cualquier otra clasificación (por sexo, por raza, etc.)
“predispuestas a convertirse en clases en el sentido marxista del término”:

“El modelo define pues unas distancias que son predictivas de encuentros,
afinidades, simpatías o incluso deseos: en concreto esto significa que las
personas que se sitúan en la parte alta del espacio tienen pocas
posibilidades de casarse con personas que se han situado en la parte de
abajo […] A la inversa, la proximidad en el espacio social predispone al
acercamiento: las personas inscritas en un sector restringido del espacio
estarán a la vez más próximas (por sus propiedades y sus disposiciones, sus
gustos y aficiones) y más inclinadas al acercamiento; también resultará más
fácil acercarlas, movilizarlas. Pero ello no significa que constituyan una
clase en el sentido de Marx, es decir un grupo movilizado en pos de unos
objetivos comunes y en particular contra otra clase.” [8].

Lo que quiere decir que las clases en el papel no existen de por sí como grupos reales,
aunque sí explican la probabilidad de constituirse en grupos prácticos, familias, clubes
e incluso asociaciones y movimientos sindicales y políticos. La proximidad en el
espacio social no engendra automáticamente la unidad sino que define una
“potencialidad objetiva de unidad”.

Advirtamos nosotros que esta afirmación de que una clase sólo existe efectivamente si a
partir de posiciones similares se organiza una acción común, es posible únicamente a
condición de concebir la clase como grupo empírico de individuos; lo que supone
además poner en primer plano la cuestión de los agentes que componen las clases en
lugar de la de los lugares objetivos que las definen. En efecto, Bourdieu define a las
clases reales como “[…] grupos hechos de individuos unidos por la conciencia y el
conocimiento de su condición de comunalidad y aptas para movilizarse a la procura de
sus objetivos comunes […].” [9]

Lo que está al comienzo del análisis no son las clases sino los individuos, de cuya
clasificación resultan aquéllas. Aquí, como en las teorías “funcionalistas” [10], las
clases sociales son entendidas principalmente a partir de los individuos. En otras
palabras, las clases se reducen a las propiedades sociales características de cada
individuo. Si el procedimiento consiste en “medir la distancia relativa entre individuos”,
para después reagruparlos en clases, significa que se parte de una imagen de la sociedad
como agregado o asociación de individuos; individuos que luego pueden clasificarse,
agruparse, ordenarse, etc.

Además, al circunscribir el interés de clase y las prácticas de clase al terreno de lo
“probable”, de lo “posible” y de lo “potencial”, el razonamiento, como el de Max
Weber y el de muchos de los que vinieron después, conduce a relativizar el valor del
análisis de la sociedad y la historia en términos de “clases” y de “lucha de clases”.
Mientras que para el marxismo todas las sociedades que hemos conocido desde la
Antigüedad hasta ahora han sido sociedades de clase, y es un factor objetivo el que las
define como tales (la separación entre los productores y los medios de producción), para
Bourdieu, la clase ‘real’, “suponiendo que haya existido ‘realmente’ alguna vez”, tan
sólo es la clase movilizada.

De modo que para este autor, si bien no se puede negar la existencia y persistencia en
las sociedades actuales de diversidad, conflictos, y fundamentalmente de diferencias
(por ejemplo, en el volumen global de capital poseído), ello no basta para afirmar la
existencia de las clases:
“Las clases sociales no existen (aún cuando la labor política orientada por
la teoría de Marx haya podido contribuir en algunos casos, a hacerlas
existir por lo menos a través de las instancias de movilización y de los
mandatarios). Lo que existe es un espacio social, un espacio de diferencias,
en el que las clases existen en cierto modo en estado virtual, en punteado,
no como algo dado sino como algo que se trata de construir.” [11]

Ahora bien, las diferencias de las que habla el autor de “La distinción” no se limitan a
ser diferencias de posición dependientes de la desigual distribución de capital en todos
los campos. Esas diferencias de posición existentes entre los conjuntos de agentes
(clases) se traducen en diferencias de disposición y, por intermedio de éstas, en
diferencias de toma de posición. Es decir, las divisiones objetivas del espacio social se
retraducen, a través de los habitus, en diferencias de prácticas (por ejemplo, prácticas de
consumo de bienes culturales, prácticas deportivas, elecciones políticas).

Los habitus —concepto central de la teoría de Bourdieu— son definidos como una serie
de esquemas internalizados por medio de los cuales los hombres perciben, comprenden
y evalúan el mundo social. O también, como “estructuras mentales y cognitivas”
mediante las cuales los agentes manejan el mundo. Los habitus son “sistemas de
disposiciones duraderas y transferibles”, producto de los condicionamientos asociados a
una clase particular de condiciones de existencia. Ellos se adquieren como resultado de
la ocupación duradera de una posición dentro del mundo social, y es por esto que “a
cada clase de posición corresponde una clase de habitus”.

Además de la relación de homología entre el espacio de las posiciones y el espacio de
las disposiciones (habitus), puede establecerse entonces a partir de las capacidades
generativas de los habitus una correspondencia entre éstos y el conjunto de las tomas de
posición, es decir, de las prácticas, gustos, preferencias de personas, opciones de
consumo y bienes que conforman un determinado “estilo de vida”.

Por último, al diferenciarse, los habitus son diferenciantes: generan prácticas distintivas,
maneras que funcionan como signos distintivos y que refuerzan la separación entre los
grupos sociales. El consumo y las maneras de consumo del obrero y del empresario, por
ejemplo, difieren sistemáticamente y esto los “distingue”. De manera que, las
diferencias objetivas en el espacio social tienen su correlato en el plano simbólico,
configurando grupos caracterizados por estilos de vida diferentes (“estamentos” o
grupos de status, en Weber).

Habiendo desarrollado lo esencial de la concepción de las clases de Bourdieu estamos
en condiciones de sugerir que ella, más allá de los esfuerzos del autor por mantener las
distancias, debe mucho a la teoría weberiana. Además, está orientada en toda su
extensión por la intención expresa de establecer “rupturas” con la teoría marxista.
Tras la terminología original que caracteriza singularmente su teoría (habitus, campo,
capital) encontramos un sistema conceptual bastante menos novedoso, y unos puntos de
partida que en cierto modo coinciden con los de la problemática “funcionalista” de
orientación weberiana. Aunque en ciertos párrafos se evidencie su origen marxista y
aunque algunos elementos de su discurso se descubran como provenientes de esta
teoría, lo que debe llamar nuestra atención —aquí, como en todos los casos— es la
cuestión decisiva del sentido global del texto, de la dirección dominante y determinante
de su discurso (problemática).

Con mayor precisión, podemos ubicar la teoría de Bourdieu en el marco de lo que
Nicole Laurin-Frenette llama “problemática del poder” [12]. El supuesto inicial
coincide con el del resto de los autores de esta línea. Este supuesto es el del escenario
social como el lugar de una lucha o competencia entre los “hombres” por la obtención
de bienes escasos. En él, las relaciones sociales son relaciones de fuerza, de
competición entre los individuos, cuyo desenlace (altamente probable) será el triunfo de
los que poseen en mayor grado las propiedades eficientes para la lucha. Esta concepción
se pone de manifiesto en Bourdieu de manera clara en el siguiente párrafo:

“El mundo social puede ser concebido como un espacio multidimensional
que puede ser construido empíricamente a través del descubrimiento de los
principales factores de diferenciación que cuentan por las diferencias
observadas en un universo social determinado, o, en otras palabras, por el
descubrimiento de los poderes o formas de capital que son o pueden
convertirse en eficientes, como ases en un juego de cartas, en este universo
particular, esto es, en la lucha (o competencia) por la apropiación de bienes
escasos de la cual este universo es el sitio. De aquí se concluye que la
estructura de este espacio es determinada por la distribución de las varias
formas de capital, esto es, por la distribución de las propiedades que están
activas al interior del universo en estudio —aquellas propiedades capaces
de conferir fuerza, poder, y consecuentemente beneficios a sus
poseedores.” [13]

La estructura de ese espacio, es decir, la estructuración en clases, se funda en relaciones
de poder. Como se puede apreciar, en el lenguaje de Bourdieu capital y poder son
sinónimos. Si esto es así —y varias de sus expresiones autorizan a pensarlo— decir que
las divisiones en el espacio social responden a la distribución del capital en sus diversas
especies, no es sino decir que la división en clases sociales es un fenómeno (o una
construcción analítica) que representa la distribución del poder en la sociedad [14].
Para las teorías de las clases sociales inscriptas en la “problemática del poder”, las
relaciones de poder son la base de las relaciones de clase y los procesos de dominación
aparecen como relaciones de poder entre los individuos. Además, el poder no es
referido a los procesos de control de la producción y reproducción, y a la posición de los
grupos en dichos procesos, sino que está vinculado a la persona. El individuo es su
portador y su instancia determinante.

Esta definición “psicológica” del poder, que llega a la teoría sociológica de la mano de
Weber (poder como posibilidad de hacer triunfar la propia voluntad en el seno de una
relación social, a pesar de las resistencias), no se descubre transparente en la letra de
Bourdieu. Lo que sí es indiscutible, sin embargo, es de que para Bourdieu el poder
sintetiza las propiedades poseídas por el individuo y capaces de conferirle fuerza y
ventajas, aunque claro está, estas “propiedades” no consisten en aptitudes y capacidades
“naturales” de la persona.

Luego, las clases no se fundan en las relaciones de producción sino en la distribución
global, en todos los niveles, del poder o capital. Como lo que se propone el autor es
construir una teoría multideterminada de las relaciones, el poder o el capital no se
restringen a lo económico. Como se ha visto, existen diversos campos, relativamente
autónomos, en los cuales se despliegan diferentes formas de capital, que actúan a la vez
como poderes y como lo que se disputa en ese campo.

Bourdieu se enfrenta con esta representación al “economicismo” de la teoría marxista de
las clases. Esta teoría comporta —según su punto de vista— una visión unidimensional
del problema al definir la distribución de los agentes en clases solamente por el lugar
que ocupan en el campo económico (es decir, por la propiedad o no de los medios de
producción), ignorando la multiplicidad de diferencias que surgen de la ubicación en
otros campos y subcampos.

La capacidad explicativa del marxismo se ve también opacada por implicar una
concepción dualista de la estructura social (habría dos grandes bloques en los que
pueden ubicarse la totalidad de los agentes: propietarios de los medios y vendedores de
la fuerza de trabajo).

“Las insuficiencias de la teoría marxista de las clases, y en particular su
incapacidad para dar cuenta del conjunto de las diferencias objetivamente
atestiguadas, son el resultado de que al reducir el mundo social al campo
económico esta teoría se condena a definir la posición social solamente por
referencia a la posición en las relaciones de producción económica así
como de que ignora al mismo tiempo las posiciones ocupadas en los
diferentes campos y subcampos, en particular en las relaciones de
producción cultural, y todas las oposiciones que estructuran el campo
social y son irreductibles a la oposición entre propietarios y no propietarios
de los medios de producción económica; construye así un mundo social
unidimensional […].” [15]

Frente a esto, el autor de Sociología y cultura propone una consideración del espacio
social como espacio pluridimensional, esto es, como conjunto de campos con autonomía
relativa respecto del campo de producción económica, al interior de los cuales tiene
lugar una lucha entre las posiciones dominantes y dominadas.
Sobre esta crítica de Bourdieu al “economicismo” marxista nos vemos impelidos a
hacer algunos comentarios. En primer medida, recordar que la aspiración por rebasar
una concepción economista de las clases según la cual éstas se localizarían
exclusivamente en el nivel económico de las relaciones de producción, no es nueva. Ya
hace sesenta años Schumpeter cuestionó a Marx por hacer de sus clases “fenómenos
puramente económicos” y además económicos en un sentido estrecho (propiedad / no
propiedad de los medios) [16]. Dahrendorf, por su parte, escribió en 1957 que el control
de los medios de producción constituye tan sólo un caso particular de dominación, y
dedujo, contra Marx, que las clases no están vinculadas a la propiedad privada, a la
industria o a la economía, sino a su causa determinante: al dominio y a la distribución
de éste [17]. Esto por mencionar sólo a dos autores.

En segundo término, debemos decir que esta objeción en boca de Bourdieu parece
desconocer que el marxismo economicista no es todo el marxismo sino un cierto
marxismo, y que la crítica a esta interpretación economicista ha provenido del interior
mismo del campo marxista. Contra esa lectura, Poulantzas sostuvo siempre que el lugar
económico no basta en la determinación de las clases sociales; lo político y lo
ideológico desempeñan igualmente un papel muy importante:

“Es erróneo, por lo tanto, pretender que en el MPC —o en cualquier otro—
sólo bastan las relaciones de producción para definir las clases sociales: y
esto no simplemente en el sentido de que habría que referirse también a las
relaciones de repartición, a los ingresos —lo que es exacto, pero que
concierne siempre a lo económico— sino a la medida en que el modo de
producción capitalista ‘puro’ localiza las relaciones de producción como
estructura regional (económica) situándolas en su relación con las otras
estructuras regionales, siendo las clases de ese modo efecto de aquella
matriz.” [18]

En tercer lugar, y en relación a la participación de la teoría marxista en una concepción
dualista de la estructura social, se hace necesario señalar que para esa teoría la división
en dos clases es pertinente sólo en el nivel de análisis general y abstracto de modo de
producción. De ningún modo el marxismo pretende que esa sea la estructura de clases
de una formación social concreta. En una sociedad concreta, en una formación
históricamente determinada, existen siempre más de dos clases, pues están implicados
varios modos y formas de producción.

Mas volvamos a la teoría de Bourdieu. A partir de su lectura, podría pensarse que el
modelo del mundo social como conjunto de campos con lógicas específicas, recortados
o diferenciados por el tipo particular de capital (poder) que se disputa, evoca la figura
weberiana de la separación de los órdenes de poder económico, social y político que
sirve de base a su modelo de estratificación tridimensional [19]. Sin embargo, tras
proponer el tratamiento del espacio social como espacio pluridimensional, Bourdieu
reconoce que existe una “jerarquía” entre las especies de capital, por la cual el campo
económico “tiende a imponer su estructura a los otros campos”. Más aún, llega a decir
que existe una relación de “dependencia causal” entre los varios campos y el campo
económico:

“Es importante establecer una justa jerarquización de los principios de
jerarquización, es decir, de las especies de capital. El conocimiento de la
jerarquía de los principios de división permite definir los límites dentro de
los cuales operan los principios subordinados y, al mismo tiempo, los
límites de las similitudes vinculadas a la homología; las relaciones de los
demás campos con el campo de la producción económica son a la vez
relaciones de homología estructural y relaciones de dependencia causal
[…].” [20].

Es como si en este aspecto capital (el del modo de articulación entre los campos en los
que los hombres establecen sus relaciones), Bourdieu aprobara la posición marxista.
Pero esto lo coloca en una postura ambigua, puesto que por un lado critica la teoría
marxista por “economicista” y por otro, o bien postula esa relación de dependencia
causal (ni siquiera de determinación en última instancia, como expresa la fórmula
materialista) entre los poderes de diverso tipo y el poder económico, o bien, en otros
momentos de la argumentación, se apropia del concepto marxista de “autonomía
relativa” para pensar la relación entre las estructuras.

Como crítica, se podría decir que en este punto Bourdieu oscila entre dos perspectivas
antagónicas: la de lo social como constituido por esferas autónomas, cuyas relaciones
(de condicionamiento, de determinación) son todas, en teoría, igualmente posibles
(teoría weberiana), y la de la estructura social como articulación compleja de niveles
con autonomía relativa y determinación en última instancia por el nivel económico
(teoría marxista).

Para abonar nuestra hipótesis de la inscripción de la concepción de Bourdieu en el
terreno de las teorías “funcionalistas” de las clases (en el sentido antes expuesto) hemos
hecho referencia a la consideración de las relaciones sociales como relaciones de
competencia entre individuos desigualmente provistos en la persecución de sus fines,
nos hemos referido también a la idea de las clases como manifestaciones de la
distribución del poder en los distintos órdenes y hemos mencionado la vinculación con
un enfoque individualista de las clases. Pero todavía es necesario decir algo más.

Y es que, lejos de representar lugares antagónicos y contradictorios en la estructura
social, las clases construidas de Bourdieu, al expresar el reparto de una propiedad
cuantificable (el capital), conforman una jerarquía continua de posiciones. En efecto, en
cada campo, los individuos se ordenarían a lo largo de una línea ininterrumpida, según
la magnitud de su capital. Luego, al considerar el espacio social en su totalidad, es decir
en todos sus campos, el concepto es el mismo: las coordenadas según las cuales se
determina la posición de un individuo representan variables ordinales del mismo tipo
(volumen global de capital, participación de las distintas especies en ese total y
trayectoria).

Productos de la combinación de estas tres dimensiones, las posiciones posibles en el
espacio social terminan siendo innumerables. Es por ello que entre los individuos de un
cierto conjunto no hay identidad de posición sino más bien “proximidad”, “cercanía”,
“semejanza”; en tanto lo que separa a las diferentes clases son simplemente
“distancias”. Lo que en el marxismo son oposiciones y contradicciones entre las
prácticas de distintas clases, es descrito aquí en términos de distancias diferenciales
respecto de un valor rentable (por ejemplo, el código lingüístico de las clases populares
está más alejado de la norma lingüística y cultural impuesta por la escuela de lo que lo
está el código de la clase burguesa) [21].

Ya para terminar, recordemos que, más allá de las diferencias que nosotros hemos
señalado, Bourdieu combate frontalmente la teoría marxista de las clases, con la que
considera que son necesarias ciertas “rupturas”. Resumiendo, su crítica apunta a tres
aspectos: la “reificación de los conceptos”, que designa el error de identificar sin más
trámite la clase construida con la real, el “economicismo”, y por último el
“objetivismo”.

El marxismo —dice Bourdieu— abandona con su ruptura objetivista las “ideologías”,
“preconceptos” y teorías populares en su consideración del espacio objetivo de las
posiciones sociales; esto es, abandona el punto de vista de los agentes. Para el autor, las
representaciones que los agentes tienen de su propia posición son importantes porque
contribuyen a la construcción de la visión del mundo, y de esta manera, a la
construcción real de ese mundo.

Frente al objetivismo marxista, Bourdieu afirma que la clase existe como
representación y voluntad. Lo que la hace existir es la presencia de representantes que
hablen en su nombre, de aparatos políticos y sindicales, de cierta simbología y de
portavoces que hagan creer que tal grupo existe. La clase sólo existe en la medida en
que haya agentes que sean capaces de defender su existencia; agentes que se sientan
autorizados a hablar en su nombre y la hagan existir así como una fuerza real dentro del
campo político.

En base a estas críticas, Bourdieu llega a la conclusión de que la teoría marxista es hoy
“el obstáculo más poderoso” para la construcción de una teoría adecuada del mundo
social. Pero ni su crítica al marxismo ni los conceptos que él propone en relación a las
clases sociales aportan elementos realmente nuevos y originales. Son, como nuestro
análisis ha querido demostrar, reiteraciones o reformulaciones en un lenguaje
rejuvenecido de antiguas proposiciones de la teoría sociológica. En definitiva, nuevas
palabras para viejas ideas.

NOTAS Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

[1]: BOURDIEU, Pierre (1990): ‘Una ciencia que incomoda’ en Sociología y cultura,
Editorial Grijalbo, México, pp. 84-85.
[2]: BOURDIEU, P. (2000): ‘Las formas del capital. Capital económico, capital
cultural y capital social’ en Poder, derecho y clases sociales, Editorial Desclée de
Brouwer, Bilbao, pp. 132-133.
[3]: Si bien estos tipos de capital parecen ser los que determinan la estructura del
espacio social de países como Francia, en un análisis de los regímenes de tipo
“soviético” Bourdieu introduce como principio de diferenciación importante otra
especie de capital, cuya distribución desigual origina diferencias constatadas: el capital
político. En la República Democrática Alemana, por ejemplo, el capital económico
estaba prácticamente fuera de juego, y junto a las diferencias de capital cultural y
escolar poseídos cobraba importancia la distribución del capital político, que
proporcionaba a sus poseedores una forma de apropiación privada de bienes y servicios
públicos (Véase BOURDIEU, Pierre. “La variante ‘soviética’ y el capital político” en
“Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción”. Editorial Anagrama. Barcelona.
1999).
[4]: BOURDIEU, P. (1990): ‘Espacio social y génesis de las clases’ en Sociología y
cultura, Editorial Grijalbo, México, pp. 282-283.
[5]: BOURDIEU, P. (1990): ‘Espacio social y génesis de las clases’ en Sociología y
cultura, Editorial Grijalbo, México, p. 284.
[6]: A su entender, ésta ha sido frecuentemente la posición de los sociólogos
conservadores, interesados en demostrar que las diferencias sociales no existen o que
cada vez son menores (tesis de la homogeneización de la sociedad, de las “sociedades
de clase media”, del aburguesamiento de la clase trabajadora), y que no existe tampoco
ningún principio de diferenciación dominante.
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[7]: BOURDIEU, P. (1994): ‘¿Qué es lo que hace una clase social? Acerca de la
existencia teórica y práctica de los grupos’ en Revista Parguaya de Sociología, Año
XXXI, No. 89, p.10.
[8]: BOURDIEU, P. (1999): ‘Espacio social y espacio simbólico’ en Razones prácticas.
Sobre la teoría de la acción, Editorial Anagrama, Barcelona, pp. 22-23.
[9]: BOURDIEU, P. (1994): ‘¿Qué es lo que hace una clase social? Acerca de la
existencia teórica y práctica de los grupos’ en Revista Paraguaya de Sociología, Año
XXXI, No. 89, pp. 12-13 (el subrayado es nuestro).
[10]: Al decir teorías “funcionalistas” de las clases no estamos usando el término en el
sentido tradicional estrecho, que lo restringe a una corriente teórica muy específica
(estructural-funcionalismo) que reconoce su origen en el positivismo, el evolucionismo
o la antropología organicista (Malinowski, Spencer, Comte, Radcliffe-Brown). Por el
contrario, al hablar de problemática “funcionalista” de las clases sociales concebimos el
término en un sentido mucho más amplio, que es el que sugiere Nicole Laurin-Frenette,
y que implica incluir a un conjunto de teorías que están fundadas sobre los mismos
postulados relativos a la naturaleza del individuo y de la sociedad, independientemente
de que sus autores se reconozcan o no como parte de esa tradición. (Para más detalle,
véase LAURIN-FRENETTE, Nicole (1989): Las teorías funcionalistas de las clases
sociales, Siglo XXI Editores, Madrid.)
[11]: BOURDIEU, P. (1999): ‘Espacio social y espacio simbólico’ en Razones
prácticas. Sobre la teoría de la acción, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 24-25.
[12]: Esta autora clasifica las teorías “funcionalistas” de las clases sociales
posparsonianas en dos categorías no excluyentes, según se inspiren más directamente en
la teoría weberiana o en la parsoniana: la “problemática del poder” y la “problemática
del status”. En las teorías del primer grupo (Aron, Lenski, Mills, Dahrendorf, etc.) la
noción central es la de poder, concebido en términos weberianos como capacidad de un
individuo o grupo de imponer su voluntad en una relación social. La desigualdad entre
los individuos, clases o estratos es reducida aquí a una desigual distribución del poder.
El poder es entonces el factor determinante de la posición social. Pero en tanto y en
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cuanto el poder es visto como un hecho de “voluntad”, de “capacidad”, es decir como
una propiedad individual, más allá de cuáles sean las bases sobre las que se asienta
(económica, profesional, racial, social, etc.) su fundamento se reduce siempre a
atributos diversos del individuo. En las teorías del segundo grupo (Davis y Moore,
Tumin, Barber, Warner) el eje analítico es la noción de status o prestigio, y se recuperan
a la vez las nociones de función, contribución al sistema, recompensas, rol, valor, etc. El
status es quien define la posición del individuo en la jerarquía social, y es fruto de la
evaluación y el reconocimiento por la colectividad del mérito del individuo. Lo que se
evalúa y reconoce es la contribución del actor, a través de los roles, al cumplimiento de
las funciones socialmente necesarias. Como existen distintos tipos de roles
(económicos, políticos, familiares) o de contribuciones por parte de los integrantes a la
sociedad, el prestigio puede reposar, como el poder, sobre múltiples bases. (Véase
LAURIN-FRENETTE, N. (1989): Las teorías funcionalistas de las clases sociales,
Siglo XXI Editores, Madrid, pp. 165-170.)
[13]: BOURDIEU, P. (1994): ‘¿Qué es lo que hace una clase social? Acerca de la
existencia teórica y práctica de los grupos’ en Revista Parguaya de Sociología, Año
XXXI, No. 89, p.10.
[14]: La siguiente frase explicita bastante ese punto de vista: “La posición de un agente
determinado en el espacio social puede definirse entonces por la posición que ocupa en
los diferentes campos, es decir, en la distribución de los poderes que actúan en cada uno
de ellos […]” (BOURDIEU, P. (1990): ‘Espacio social y génesis de las clases’, en
Sociología y cultura, Editorial Grijalbo, México, p. 283). El subrayado es nuestro.
[15]: BOURDIEU, P. (1990): ‘Espacio social y génesis de las clases’, en Sociología y
cultura, Editorial Grijalbo, México, p. 301.
[16]: SCHUMPETER, Joseph (1946): Capitalismo, socialismo y democracia, Editorial
Claridad, Buenos Aires.
[17]: DAHRENDORF, Ralf (1962): Las clases sociales y su conflicto en la sociedad
industrial, Ediciones Rialp, Madrid.
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[18]: POULANTZAS, Nicos (1973): Poder político y clases sociales en el Estado
capitalista, Siglo XXI Editores, México, p. 81.
[19]: Para la teoría weberiana de las clases, los estamentos y los partidos, véanse las pp.
242-248 y 682-694 de WEBER, Max (ed. de 1999): Economía y Sociedad. Esbozo de
sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, México.
[20]: BOURDIEU, P. (1990): ‘Espacio social y génesis de las clases’, en Sociología y
cultura, Editorial Grijalbo, México, p. 302.
[21]: Sobre el uso de la noción de distancia en ciertos textos de Bourdieu y Passeron,
Baudelot y Establet han escrito: “Habría, según ellos, únicamente distancias, entre las
clases sociales. Las ‘diferentes clases’ estarían desigualmente alejadas del capital
cultural y lingüístico. Esta concepción geográfica —hasta geométrica— de la sociedad,
además de que no considera en lo absoluto la base económica —donde hay,
recordémoslo, lucha— es también insuficiente en materia de escuela y cultura”
(BAUDELOT, CH. y ESTABLET, R. (1976): La escuela capitalista, Siglo XXI
Editores, México, p. 200).

El día que los intelectuales decretaron la muerte de las clases

El día que los intelectuales decretaron la muerte de las clases
Un diagnostico del momento teórico actual1
Graciela Inda y Celia Duek

En este artículo se pone en evidencia el viraje conceptual que ha tenido lugar en las ciencias sociales, los años 60 y 70 a esta parte. Específicamente se señala el abandono del concepto de clases sociales y del análisis de lo social en términos de lucha de clases, y el consiguiente desplazamiento del interés teórico hacia otras nociones que adquieren primacía en los estudios: ciudadanía, movimientos sociales, sociedad civil, espacio público, pobreza, exclusión, condición humana, posmodernidad, sociedad mediática. La “crisis del marxismo” y la revitalización del “humanismo teórico” se dice han sido decisivas en este desplazamiento.

Si algo caracteriza al momento actual de las ciencias sociales, atravesando sus más
diversos campos temáticos, es el destierro del análisis en términos de clases y la
consecuente deslegitimación de los problemas de la conformación de la estructura de
clases de una formación social y de la correlación de fuerza entre las clases, o sea de
las formas específicas de la lucha de clases.

En efecto, pareciera que hablar de clases y de lucha de clases es de viejos nostálgicos
sesentistas. Las clases aparecen en los discursos teóricos hegemónicos como
“vergonzantes restos arqueológicos de eras prehistóricas”, ignorándose de este modo
lo que otrora constituyó la preocupación de la sociología.

¿Cómo se explica este viraje en el plano teórico? ¿Acaso por la disolución “real” de
las clases sociales; o porque se han resuelto “conceptualmente” los problemas
planteados por las teorías de las clases? Ni una cosa ni la otra. Ni las clases han
desaparecido ni los problemas han sido agotados. Sencillamente éstos han ido
perdiendo buena parte de su atractivo académico.

Desde nuestra perspectiva, tal giro se relaciona directamente con el abandono, por
supuesta “obsolescencia”, del marxismo, para el cual la lucha de clases es el eslabón
decisivo no sólo en la práctica política sino también en la teoría. Y este abandono es
inseparable de las grandes transformaciones que han tenido lugar a nivel mundial y
nacional (fracaso de los “socialismos reales” y de los partidos comunistas europeos,

1 Se agradecen los consejos y comentarios de Juan Carlos Portantiero y, naturalmente, se lo exime de las responsabilidades vinculadas con el análisis y los planteos que se efectúan en este artículo.
Revista Confluencia, año 1, número 1, invierno 2003, Mendoza, Argentina,

derrumbe de los grandes movimientos nacional-populares en América Latina,
avance de políticas neoliberales, liquidación de las conquistas históricas del
movimiento obrero, por citar sólo algunas). Transformaciones que
“paradójicamente”, según nuestro criterio, responden en última instancia a los
cambios en las correlaciones de fuerza económica, política e ideológica entre las
clases.
En el momento de mayor influencia de la teoría marxista en los medios académicos
prácticamente toda la sociología se vio “forzada” a ocuparse -aunque desde
diferentes puntos de vista, claro está- de los problemas relacionados con la estructura
social (clases, estratos, estamentos, grupos de poder, grupos de status, etc.). Como es
sabido, la sociología funcionalista, si bien se oponía al concepto marxista de clases
sociales, dedicó un importante esfuerzo a la cuestión de la estratificación social.
De igual manera pero a la inversa, con la llamada “crisis del marxismo” se dejan de
lado los temas que éste había logrado instalar tanto en los que se inscribían en sus
filas como en aquellos que intentaban refutarlo. En efecto, al perder el marxismo su
posición como figura fuerte en el campo de batalla teórico, las concepciones no
marxistas pueden sustraerse al debate en torno a categorías tan “duras” como las de
clase, trabajo manual e intelectual, ideología, aparato y poder de Estado, etc.

Ahora bien, el lugar antes ocupado por esas categorías y problemas no ha quedado
vacío. En las últimas décadas se ha producido un creciente desplazamiento del
interés teórico hacia otras nociones que adquieren primacía en el análisis de lo social:
ciudadanía, movimientos sociales, sociedad civil, espacio público, pobreza, exclusión,
nuevas identidades sociales, condición humana, posmodernidad, sociedad
mediática, etc., etc., etc.

Este desplazamiento, aunque asume distintas formas, remite sin embargo a un punto
de partida generalmente compartido: la idea de que estamos ante un nuevo tipo de
sociedad (diferenciada de aquella que presenció la emergencia del capitalismo) que
ya no puede ser explicada por las antiguas categorías ahora consideradas “duras” o
“esencialistas”: modo de producción, relaciones de producción, fuerzas productivas,
dominación, ideología, clases y lucha de clases. La sociedad capitalista “tradicional”
es concebida –desde esta óptica- según una imagen simple y dualista (erróneamente
atribuida al marxismo), es decir, como dividida sólo en dos grandes clases
antagónicas: burguesía y proletariado. La nueva sociedad, por el contrario,
presentaría “múltiples” contradicciones, mayor “heterogeneidad”, “fragmentación”
de los actores sociales y de los escenarios de conflicto. Sería en definitiva una
sociedad más “compleja” (término que, dicho sea de paso, goza de mucha
popularidad y funciona como uno de esos “explicatodo” que finalmente explican
bien poco).

La depreciación de la lógica de clase se efectúa de maneras más o menos explícitas.
Están quienes postulan abiertamente la necesidad de abandonar el concepto de clases
sociales. El “fin del trabajo” o el fin de la “sociedad salarial”, el paso de la producción
basada en la explotación masiva de fuerza de trabajo a una nueva producción basada
en computadoras y en la “especialización flexible”, la “terciarización” de la sociedad,
y la correlativa “desaparición de la clase obrera” y la emergencia de “identidades
acotadas”, son sus argumentos más comunes. También aluden, ya en atención a la
dimensión política de los procesos sociales, a la disminución de la importancia de la
clase obrera como fuerza social, establecida a partir de la ausencia de actividades
revolucionarias sostenidas, al tiempo que identifican “nuevos focos de interés
político”, “nuevos lugares de antagonismo”, que vienen a reemplazar la antigua
centralidad de las contradicciones de clase. En contraste con las reivindicaciones
obreras, surgen reivindicaciones parciales y acotadas articuladas en los “nuevos
movimientos sociales”, precisamente definidos por el hecho de que sus bases y
consignas trascienden los límites de las clases.

También se encuentran los que no entran de lleno en la discusión acerca de la
pertinencia del concepto de clases sociales pero que, en el desarrollo de sus discursos
teóricos, suplantan de hecho la explicación basada en la problemática de las clases
por otra diferente y hasta opuesta, produciendo así con sus intervenciones efectos
similares. Nos referimos a las interpretaciones acerca de la sociedad y de la política
que giran en torno a supuestos y nociones tan diversos como los de hombre dueño de
sus actos y sujeto de derechos; clasificación de las sociedades en base a la dicotomía
democracia/ totalitarismo; principios de igualdad y libertad como estructurantes de la
sociedad democrática; espacio público como lugar de la libertad política;
indeterminación y ambigüedad de lo social. O también, ciudadanía en tanto participación
de los individuos en la determinación de las condiciones de su propia asociación;
decisión política como producto de la deliberación pública de ciudadanos libres e
iguales; sociedad civil como espacio de participación ajeno a las prácticas estatales;
poder pulverizado en una pluralidad infinita de micropoderes; contrato social entre
iguales como principio generador de lo social; neoindividualismo, multiculturalismo
e hibridación como rasgos de una sociedad posmoderna.

Frente a la proliferación de estos “nuevos” temas y categorías, de los que hoy en día
gusta mucho hablar, nos atrevemos a afirmar que no se ha inventado aún un
concepto para la explicación de la sociedad y la historia capaz de suplantar en su
eficacia al concepto de clases sociales.

Para que deje de ser pertinente el análisis de clase tendría que desaparecer, no sólo el
capitalismo con sus contradicciones de clase específicas, sino la división misma entre
propiedad y no propiedad de los medios de producción, o lo que es lo mismo, el
divorcio entre los trabajadores directos y los medios de producción. No cabe duda
alguna, salvo para ciertas posiciones deliberadas, de que el capitalismo no sólo sigue
existiendo sino que se ha expandido en forma prodigiosa en todo el mundo
sometiendo o disolviendo los otros tipos de relaciones sociales. Y con el capitalismo
siguen existiendo las relaciones de explotación económicas y de dominación-
subordinación político-ideológicas que le son propias. Es decir, siguen existiendo las
clases y las relaciones de clase.

Por supuesto, las clases sociales y sus fracciones y capas (burguesía industrial,
burguesía comercial, burguesía financiera, proletariado, pequeña burguesía
tradicional, nueva pequeña burguesía, etc.) así como las relaciones que mantienen
entre sí han sufrido, no cabe duda, transformaciones importantes en las últimas
décadas. Aunque este tipo de procesos exige un análisis particular para cada
formación social concreta, pueden mencionarse a modo de ejemplo las variaciones en
el número de agentes de la clase obrera, así como en el de los asalariados no
productivos y en el de los diversos “independientes” y “funcionarios de Estado”, la
feminización del trabajo asalariado no productivo, la reducción de las diferencias
salariales entre el trabajo obrero y el de ciertas fracciones de la nueva pequeña
burguesía, la degradación de las condiciones de vida de estas últimas, y la
descalificación y el desempleo en el trabajo intelectual. Pero las transformaciones
actuales sólo pueden significar una “desaparición” de las clases propias del
capitalismo en la mente de aquellos que creen que las clases se definen según
ingresos, estilos de vida, actitudes mentales, motivaciones psicológicas, etc. en un
momento histórico determinado. Al variar esos atributos sacan la conclusión de que
tal o cual clase, en tanto agregado de individuos en una determinada situación, ya no
existe. Confunden así estas variaciones con cambios estructurales en la conformación
de las clases.

Los cambios en las condiciones de vida o en los ingresos de los miembros de las
diferentes clases o los que afectan la importancia numérica de las mismas o los
referentes a sus posiciones en las relaciones de fuerza, son procesos que afectan a las
clases sociales, pero de ninguna manera desmienten su existencia.
Además, si se parte de pensar -como lo hacen los mejores exponentes de la teoría
marxista- que el análisis de las clases (entendidas como lugares objetivos en el
conjunto de las prácticas sociales) consiste en una explicación de sus
fraccionamientos, de sus formas sucesivas y de sus contradicciones, de los procesos
de descomposición, reestructuración y reagrupación, entonces, el cambio resulta
inherente a la existencia misma de las clases.

No es fácil imaginarse cómo en el seno de unas relaciones sociales capitalistas podría
disolverse la clase obrera, esto es, cómo podría desaparecer el trabajo y la producción
basada en la explotación de fuerza de trabajo que, como lo demostrara Marx, constituye la base de la producción de plusvalía (la que, a su vez, define al
capitalismo como tal). Es cierto que la clase obrera puede registrar una disminución
numérica en un país o conjunto de países (por la importancia creciente de la
exportación del capital de ese país, por los cambios en la división mundial del
trabajo, por el aumento de la productividad del trabajo) pero no por ello desaparece
el lugar que ésta ocupa en la estructura social. Una clase puede “disolverse” sólo si
las relaciones de producción que provocan su emergencia desaparecen. Por lo tanto,
sólo si las relaciones capitalistas son radicalmente trastocadas (como las relaciones
feudales lo fueron en su momento) pueden las clases que le son propias dejar de
existir (y aún así esto ocurriría como producto de un larguísimo proceso y de
encarnizadas luchas).

Por otro lado, y en relación a la problemática de los movimientos sociales, es
preciso preguntarse seriamente si los llamados “nuevos movimientos sociales”
vienen a dar por tierra como presumen algunos con las contradicciones de clase. ¿No
será que las “identidades blandas” (de género, de raza, generacionales, religiosas,
etc.) no sustituyen a las “viejas” identidades (de clase, nacionales) sino que coexisten?

Lo que se cuestiona en los enfoques de moda no es la atención prestada a los “nuevos
sujetos” sino el hecho de que los coloquen como eje exclusivo del análisis social y
político, expulsando totalmente la categoría de lucha de clases. Además, respecto de
esta “novedad” habría que preguntarse con Grüner si no se trata más bien de la
emergencia teórico-discursiva y académica de unas identidades que existieron
siempre en la “realidad”.

No es entonces que no existan desigualdades específicas y concentradas en
determinados conjuntos de agentes sociales (mujeres, jóvenes, minorías raciales, etc.)
distintas de las desigualdades de clase. La división en clases no es el terreno
exhaustivo de constitución de todo poder: las relaciones de poder desbordan a las
relaciones de clase. No son su simple consecuencia ni tienen formas idénticas. Pero lo
que es cierto es que tales desigualdades o tales relaciones de poder -las relaciones
hombre/ mujer, por ejemplo-, sin perder su especificidad, están atravesadas por la
división en clases. La posición de subordinación de la mujer en la clase obrera no se
equipara sin más a la de la mujer en la clase burguesa.

Por otra parte, el ajuste de cuentas con las interpretaciones articuladas en torno a la
problemática de los derechos, la ciudadanía y el contrato social requeriría de un
trabajo minucioso. Aquí simplemente diremos que la inflación de las nociones de
sociedad civil, espacio público, ciudadanos, y sus acompañantes habituales, conduce
a pensar la sociedad como un aglomerado de voluntades individuales, malogrando
de este modo uno de los grandes aportes de la sociología desde Marx y Durkheim,
que consiste en pensar a la sociedad como una realidad sui generis que excede a los
individuos. Se podría decir entonces que el éxito de tales perspectivas menoscaba lo
que tradicionalmente ha sido considerado el objeto propio de la sociología.

En fin, el renombre de las tesis sobre la diseminación del poder (que enlazan
perfectamente con la problemática de los movimientos sociales y con la de los
derechos ciudadanos individuales) tiene consecuencias teórico-políticas de
importancia. La primera de ellas consiste en suponer, contra todas las evidencias
teóricas y prácticas, que la clase dominante -su organización, sus estrategias, sus
intereses- habría desaparecido o que su poder se habría disuelto. Pero, ¿qué son, por
ejemplo, las políticas neoliberales sino el fruto de la hegemonía de la burguesía
monopolista ligada a los capitales transnacionales sobre los intereses de las clases
populares? Negar, aunque sea por omisión, la existencia de una clase dominante
conduce directamente al voluntarismo y a las visiones utópicas al momento de
analizar las alternativas políticas de las organizaciones populares.

Hasta aquí hemos planteado la cuestión del desplazamiento del análisis de clase en
términos más bien generales tratando de dar cuenta de sus formas más habituales.
Ahora bien, este desplazamiento asume formas específicas en los diferentes campos
de problemas. Cada uno de ellos podría ser objeto de un análisis particular. En lo que
sigue se estudiarán algunos aspectos de la obra de Arendt y de las investigaciones en
torno a la exclusión social con el fin de ilustrar los modos que puede asumir la
renuncia a la lógica de clase en campos temáticos particulares.

La recuperación actual de Hannah Arendt

La incorporación a nuestro análisis de un pensamiento filosófico como el de Hannah
Arendt no es caprichosa; se justifica por el lugar que se le otorga hoy a su obra en las
ciencias sociales, fundamentalmente en la teoría sociológica, la historia y la teoría
política. La novedosa recurrencia a la obra de Arendt expresa, a nuestro entender,
una revitalización del humanismo teórico. Humanismo que tiene como efecto preciso
velar la división de la sociedad en clases. Esto es lo que se pretende demostrar, para
lo cual es necesario retomar algunas ideas fuertes de su pensamiento.

En La condición humana, su obra más leída, Arendt parte de la tradicional distinción
filosófica entre dos formas de vida, la vida activa y la vida contemplativa,
proponiéndose como objetivo desentrañar “qué hacen los hombres cuando actúan”.
Distingue tres actividades fundamentales y permanentes de la condición humana
que conforman en su conjunto la vida activa: labor, trabajo y acción. La labor designa
la actividad por la cual los hombres producen lo necesario para alimentar los
procesos biológicos del cuerpo. El trabajo fabrica el mundo “artificial” de objetos
duraderos y necesarios para albergar el cuerpo humano. La acción, en su sentido más
general, significa tomar la iniciativa, comenzar algo, hacer lo inesperado. Es la
actividad que pone directamente en relación a los hombres entre sí sin
intermediación de objetos. Es en la acción donde más se percibe la diferencia del
hombre con el resto de la naturaleza. Sólo ella es exclusividad del hombre.

Y es mediante la acción (unidad de acto y discurso) que los hombres se diferencian
entre ellos, se presentan unos a otros como hombres y se insertan en el mundo
humano. Esa inserción no responde a la necesidad, como la labor, ni es provocada
por la utilidad, como el trabajo. Para Arendt la acción, que equivale a libertad, es la
que ocupa la posición más elevada entre las actividades de la vida activa.
Se entiende entonces que la autora discrimine distintos grados de realización de la
condición humana a través de la historia en función de la acción:

– En la antigüedad greco-romana, la acción se valora por encima de la labor y del
trabajo. Sólo el hombre capaz de acción, que participa de los asuntos públicos y cuya
vida, por lo tanto, va más allá de la mera sobrevivencia, es juzgado como plenamente
humano. El hombre político es para los antiguos aquel que en la esfera de la polis
aspira a la excelencia, a distinguirse, a alcanzar la gloria a través de la acción. – La época moderna se caracteriza por la primacía de la definición del hombre como
fabricante de útiles y por el intento de excluir al hombre político (es decir, al hombre
que actúa y habla) de la esfera pública. Ello en clara contraposición a la antigüedad
que se representa al hombre como animal político excluyendo al homo faber. Se trata
así de una sociedad que juzga a los hombres no como personas sino como
productores. – Con la era contemporánea adviene el apogeo del animal laborans. Éste, a diferencia
del homo faber (que está capacitado para tener una esfera pública propia aunque no
sea una esfera política propiamente hablando: el mercado de cambio) se caracteriza
por su incapacidad de establecer una esfera pública. En las sociedades
contemporáneas, donde se ha reemplazado el trabajo por la labor, todas las
actividades humanas se consideran como medios para asegurarse los artículos de
consumo en forma abundante.
A partir de esta caracterización que hace Arendt de las distintas épocas históricas
(antigua, moderna y contemporánea) quedan de manifiesto a nuestro entender dos
aspectos de su teoría cargados de consecuencias fuertes.
Uno, que su criterio de periodización de la historia se basa en valores y es, por lo
tanto, idealista. Las distintas épocas (o sociedades) se diferencian unas de otras
fundamentalmente por su jerarquía valorativa. Así, por ejemplo, la modernidad se
caracteriza por una inversión de la jerarquía valorativa antigua: la contemplación
deviene sin sentido, el espacio para la acción se reduce y en su lugar se glorifica el
trabajo.

El otro, que su discurso tiene un fuerte componente normativo. Hay, por ejemplo, una
exaltación de la época antigua (basada en que los griegos tenían en alta estima a la
acción, a la política y a la esfera pública) y un desprecio por la condición humana
contemporánea (basado en consideraciones inversas: la acción pierde su superior
consideración y es sustituida por la simple conducta, mientras que la política,
despojada de su dignidad, se vuelve función de la sociedad, de la economía). Si bien
esta normatividad no es extraña en el plano de la filosofía política, merece en este
caso una atención especial en la medida en que el discurso de Arendt es apropiado
por intelectuales de disciplinas que se pretenden científicas. Esa apropiación produce
los mismos efectos de obturación del conocimiento científico que provoca toda
filosofía idealista.

Pero idealismo y normativismo no son los únicos aspectos que interesan a un análisis
crítico como el que aquí se pretende. El modo en que Arendt redefine algunos de los
conceptos centrales del pensamiento social y político no es sino una nueva puesta en
escena del viejo repertorio humanista.

En efecto, según Arendt, la historia es producto de las iniciativas humanas, es
resultado de la acción conjunta de los hombres. La acción, prerrogativa exclusiva de
los hombres, se define por su constitutiva libertad e impredecibilidad. El poder no es
coacción sino consenso, capacidad de los hombres de ponerse de acuerdo. La política
no designa una “relación entre dominadores y dominados” sino la posibilidad de un
ámbito plural en el que quienes participan se revelan como individuos únicos y
distintos. El espacio público es el lugar donde las decisiones son producto de la
deliberación y de la argumentación, es el terreno por excelencia de la libertad.

En todas esas afirmaciones la noción de hombre (y su acepción disfrazada, los
hombres) juega un papel teórico fundamental: es el hombre el sujeto de la historia y el
protagonista de la política. Son los hombres quienes actúan en el espacio público y
quienes construyen el poder. Es justamente esta centralidad de la noción de hombre,
a la que es concomitante una visión de la sociedad como sumatoria de individuos, la
que excluye la posibilidad de explicar la sociedad y la historia en términos de clases, y
la que permite a su vez calificar el discurso de Arendt como manifestación del
humanismo teórico (tal como lo definió Althusser). En efecto, las preguntas a las que
responden sus definiciones y desarrollos son propias de una problemática
humanista: ¿qué son los hombres?, ¿cuáles son las condiciones y cuáles son las
actividades propias de la vida humana?, ¿cómo considerar la condición humana
actual?, ¿quién o quiénes hacen la historia?, etc.

De más está decir entonces que la preocupación por las clases está excluida del
horizonte teórico de Arendt. Directamente no habla de “clases” y cuando en una
conferencia la interrogan por su desapego respecto de las cuestiones políticas
concretas y por la utilización de ciertas categorías en desmedro de la de clases, su
respuesta consiste en limitar la “cualidad reveladora” del concepto de clases al siglo
XIX. “Clase” dice es una palabra “abstracta”, que habría que examinar críticamente
para saber “si todavía se sostiene o si debería ser cambiada”.

Volviendo al tema del carácter humanista del pensamiento de Arendt, convengamos
que para quien practique una lectura que descomponga su texto en “elementos”,
dicho carácter no será evidente ni mucho menos. Si se toman pasajes aislados pueden
encontrarse elementos discordantes respecto del humanismo teórico e incluso
proposiciones en las que la autora aparentemente intenta descolocarse en relación a
él. Un buen ejemplo es su afirmación de que los hombres son actores no autores de la
historia, que interpretan personajes que no escribieron. Pero este método analítico de
descomposición del texto en elementos impide plantear la cuestión decisiva del
sentido global del texto. Lo importante es que esos elementos están inscriptos en un
dispositivo cuya dirección determinante y dominante (esto es, cuya problemática) es
humanista.

En efecto, más allá de sus recaudos, de su preocupación por diferenciarse de las
filosofías que tratan de la “naturaleza humana” y por enunciar que no se puede
hablar de una “esencia humana genérica”, su dispositivo conceptual funciona de
hecho sobre la base de una condición humana predicable a cualquier individuo
concreto. Todos los hombres quedan definidos por una esencia común,
independiente del lugar que ocupan en la estructura social, y esa esencia no es otra
que la capacidad de acción. Igualación perversa: el burgués y el obrero son ambos
capaces de acción y sus diferencias quedan anuladas.

La problemática de Arendt se opone (incluso explícitamente) a las filosofías de la
historia en las que “el hombre que actúa es excluido de la historia”, a la vez que se
articula en torno a la idea neurálgica de que en el ámbito de los asuntos humanos hay
un “taumaturgo”, y que ese taumaturgo es el propio hombre, un ser dotado para
hacer milagros, poseedor del don de la acción, en definitiva, de la capacidad
distintiva de ser libre.

La idea de libertad ocupa un lugar central en su pensamiento. Si las concepciones de
Arendt de la acción, la política, el poder, el espacio público en buena medida se
superponen, resultando difícil determinar la especificidad de cada una de ellas, es
porque a todas subyace una idea común: la idea de libertad. La acción es ella misma
ejercicio de la libertad; el sentido de la política es la libertad, o lo que es lo mismo, “la
libertad o el ser-libre está incluido en lo político y sus actividades”. El poder surge de
la comunicación de hombres libres y la esfera pública, sostenida por ese poder, es
asimismo el “reino de la libertad”.

Así como existe para Arendt algo llamado los hombres en general, existe la libertad en
general. La libertad es la libertad del hombre, una libertad conforme a su esencia, una
libertad no determinada socialmente. Esta forma de pensar la libertad en abstracto la
vacía de contenido histórico. Impide pensar las distintas formas de libertad e
igualdad tal como están definidas y determinadas por la situación concreta de la
lucha de clases.

En definitiva, la importancia de plantear el problema del humanismo teórico radica
en que las categorías de hombre y libertad expresan una relación de fuerza en el campo
de la teoría con implicancias políticas. En el caso particular de Arendt, sus supuestos
más abstractos acerca de la libertad humana la conducen, al emprender un análisis
concreto como es el de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, a
plantear la cuestión de las actitudes frente al holocausto en última instancia en
términos de resistencia individual.

Arendt entiende la resistencia como una capacidad individual derivada de la libertad
inherente al hombre, y piensa cediendo a un voluntarismo sorprendente que la
resistencia y la acción no violenta poseen el formidable poder de frenar la ofensiva de
un “contrincante que tiene medios de violencia ampliamente superiores”.

En tal sentido, postula en dicha obra la idea polémica de que la ausencia de
resistencia frente al totalitarismo nazi por parte de cada una de las víctimas y en
general de cada ciudadano (tomados en sí mismos, es decir, en tanto individuos),
facilitó la implementación de la “solución final”. Esta doblegación no era para ella
“necesaria” o “inevitable”, pues siempre es posible el “milagro” de una acción
excepcional. Los hombres pueden resistir precisamente porque son libres. En
definitiva, Arendt confía en la enorme potencialidad de la libertad humana, aún en
las circunstancias más adversas.

De tal modo, la problemática de Arendt produce los efectos políticos de todo
humanismo teórico, que consisten en ocultar, bajo la ilusión de que los individuos
son omnipotentes como hombres, las posibilidades de los hombres concretos
(portadores de relaciones sociales, o sea, de relaciones de clase) de organizarse en
torno a sus intereses materiales de clase. Que se nos entienda: lo que aquí criticamos
no es, naturalmente, el valor de la libertad en tanto consigna política u objetivo de las
luchas sociales, sino la pretensión teórica de explicar la historia y la sociedad
partiendo del sujeto libre, de la acción humana, de la libertad individual.

En síntesis, lo que interesa resaltar es que el actual consumo en ciencias sociales de
categorías filosóficas humanistas como las de Arendt es un índice del abandono de
los conceptos indispensables para explicar científicamente las sociedades: modo de
producción, formación social, relaciones de producción, lucha de clases, clases,
dominación, ideología, aparatos de Estado, etc. Se sustituye de este modo el objeto
específico de la teoría, así como su pretensión científica. Los conceptos precisos y
rigurosos, producidos por la práctica teórica, son reemplazados por las viejas
nociones vagas y abstractas de la filosofía política, nociones que prentenden revelar
el sentido de la historia, de la política y del poder. Así, el discurso de Arendt, al
pretender “modernizar” las categorías filosóficas, paradojalmente incurre en un
anacronismo: vuelve al siglo XVIII.

La problemática de la “exclusión”, la “pobreza” y las “nuevas desigualdades”

El desuso y la deslegitimación de los conceptos fuertes de la ciencia social no sólo
puede descubrirse en las ciencias sociales a través del hecho sintomático de la
recuperación en ellas de ciertos discursos filosóficos. También encuentra
manifestación en el campo de análisis particular de la “estructura social” -o con la
expresión más laxa que se prefiere usar ahora, el de la “cuestión social”-. En este
terreno, los análisis se enmarcan cada vez más en la problemática de la integración y
exclusión sociales. Si hace tres o cuatro décadas la estructura social era definida como
la articulación de las diferentes clases y fracciones de clase en los diferentes niveles
(económico, político, ideológico) de una formación social, siendo el concepto clave el
de “clases sociales”, hoy los estudios se articulan en cambio alrededor de otras
nociones. El uso de determinadas palabras y no de otras no es arbitrario creemos
sino que, por el contrario, es síntoma de una problemática teórica determinada. Ya no
se habla de “proletariado” o de “clase obrera” por citar un ejemplo sino de
“pobres”, “vulnerables” y “excluidos”.

Estamos ante una nueva forma de enfocar la composición social, que se hace evidente
por la irrupción en dicho campo de análisis de una serie de nociones -“exclusión”,
“inclusión”, “vulnerabilidad”, “heterogeneidad”, “fragmentación”, “nuevos pobres”,
“nuevas desigualdades”, etc.- que pretenden ser las categorías explicativas de una
“nueva” realidad. Se subraya la importancia de ciertos cambios radicales ocurridos
en los últimos tiempos en la estructura económico-social que justificarían un
desplazamiento del concepto de clases sociales. La capacidad explicativa de este
concepto respecto de la estructura o bien quedaría reducida o bien desaparecería.

Quienes predican el abandono del concepto de clase como categoría central para el
análisis de lo social generalmente lo hacen porque entienden que de hecho en las
sociedades actuales las clases, ya sea como conjuntos de agentes en una situación
común, ya sea como actores o fuerzas políticas eficaces, pierden relevancia. Es más,
lo que definiría la especificidad de estas sociedades es la aparición de fenómenos que
“no remiten a las categorías antiguas de la explotación” (Rosanvallon). Se habla
entonces de nueva cuestión social, de nueva era de las desigualdades, de nuevas
formas de pobreza, etc.

La contradicción clase dominante/ clases dominadas es reemplazada en los estudios
por la contradicción excluidos/ integrados. ¿Qué se designa con estos términos? La
exclusión e inclusión son referidas básicamente (aunque no exclusivamente) al
mercado de trabajo. Se define como “excluidos” a aquellos que no pertenecen a la
clase obrera porque no son explotados mediante el trabajo y que al mismo tiempo no
forman parte del ejército de reserva porque no pueden reemplazar directamente a los
ocupados, ya que no tienen la calificación requerida por los novedosos sistemas
productivos. Se trataría de una “población excedente” ni siquiera explotable.

Algunos de los que participan de esta problemática consideran que la estratificación
en clases es reemplazada por una estratificación más fragmentaria, por un sistema
estratificado individualmente. Esta es la conocida posición de Rosanvallon, según la
cual el enfoque estadístico clásico es inadecuado para comprender a los “excluidos”,
puesto que éstos no conformarían una categoría o clase sino que resultarían de
procesos biográficos particulares, de trayectorias individuales. La extrema pobreza
está inscripta en una “historia personal” sostiene lo cual dificulta toda posible
explicación estadística y sociológica. Esta “individualización de lo social” exige que
se empiecen a diseñar desde la acción social ayudas diferenciadas. Las políticas
estatales deben adecuarse entonces a sus nuevos sujetos: ya no se trata de grupos o
clases, en tanto poblaciones relativamente homogéneas, sino de individuos en
situaciones particulares.

En un sentido más global, nos encontraríamos en una nueva era de las desigualdades
(Fitoussi y Rosanvallon) producto de la superposición de dos fenómenos: la
ampliación de las desigualdades tradicionales o estructurales y la aparición de
nuevas desigualdades calificadas de dinámicas.

Esas nuevas desigualdades tienen que ver con diferencias “intracategoriales”, es
decir, originadas en posiciones diferentes frente al empleo y al desempleo dentro de
una misma categoría. Se trata de desigualdades de género, intergeneracionales,
geográficas, de acceso al sistema financiero, etc. La multiplicación de dichas
desigualdades implica una pérdida de los fundamentos de clase: individuos
pertenecientes a una misma categoría pueden ocupar lugares muy diferentes en
cuanto al acceso al empleo, a las prestaciones sociales, a los bienes culturales, a la
educación, etc. La igualdad de trayectorias ya no garantiza la misma carrera salarial.

La problemática, hoy hegemónica, de la “cuestión social” merece una serie de
consideraciones. Supone, al mismo tiempo y erróneamente, una extrema
simplicidad de la estructura social de las décadas anteriores y de las teorías que
intentaban dar cuenta de ella (en primer lugar, la marxista). Tal simplicidad
contrastaría claramente con la mayor “complejidad” de los fenómenos actuales,
necesitados de enfoques igualmente complejos.

Pero lo cierto es que nunca una estructura social estuvo formada sólo por dos clases
sociales, y menos aún por clases estáticas e indiferenciadas internamente. Las clases
sociales de una formación social, sea ésta del siglo XVIII, XIX o XX, no sólo sufren
constantes transformaciones (que no son otra cosa que el resultado de la lucha que
mantienen entre sí) sino que además están internamente divididas en fracciones y
capas de acuerdo a importantes diferencias económicas, políticas e ideológicas.
Los enfoques actuales de la exclusión describen una serie de fenómenos reales (un
aumento espectacular de la desocupación, mayor vulnerabilidad en los empleos,
empeoramiento de las condiciones de vida de grandes sectores de la población, etc.)
pero se equivocan al momento de explicarlos. Esa desocupación, esa precariedad y
ese empobrecimiento, en términos muy generales, no son otra cosa que efectos
precisamente de la correlación de fuerza entre las clases que coloca actualmente en
una posición dominante a la fracción monopólica de la burguesía.

En lugar de considerar esos procesos como transformaciones inducidas por la
expansión del capitalismo en las diferentes clases, se los coloca como base de la
emergencia de un nuevo tipo de sociedad, cualitativamente distinta a las “sociedades
de clases” conocidas hasta ahora.

Ahora bien, decir que los procesos actuales son el efecto de las contradicciones de
clase si bien es estrictamente necesario no es suficiente por sí mismo: es preciso
investigar en cada formación social concreta (no es lo mismo, por ejemplo, una
formación central que una periférica) las formas históricas enteramente específicas de
las relaciones entre las clases, fracciones, capas, categorías sociales, aparatos de
Estado, etc. (análisis de coyuntura).

En síntesis, no se trata de impugnar sin más el conjunto de problemas designado por
los análisis inscriptos en la problemática de la exclusión y la integración sociales sino
de denunciar su pretensión de abordarlos como ajenos a la dinámica de las clases
sociales. Lo que aquí sostenemos es que tales problemas sólo pueden ser
verdaderamente explicados a luz de la teoría marxista de las clases, que por otra
parte está muy lejos de constituir un enfoque simplista de lo social.

Bibliografía
ARENDT, Hannah. La condición humana. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1993
ARENDT, Hannah. ¿Qué es la política?. Barcelona. Editorial Paidós. 1997
ARENDT, Hannah. De la historia a la acción. Barcelona. Editorial Paidós. 1998
ARENDT, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.
Barcelona. Editorial Lumen. 1999
ALTHUSSER, Louis. “Defensa de Tesis en Amiens” en Posiciones. Barcelona.
Editorial Anagrama. 1977
FITOUSSI, Jean Paul y ROSANVALLON, Pierre. La nueva era de las desigualdades.
Buenos Aires. Ediciones Manantial. 1997
GRÜNER, Eduardo. “El retorno de la teoría crítica de la cultura: una
introducción alegórica a Jameson y Zizek” en JAMESON, F. y ZIZEK, S. Estudios
culturales: reflexiones sobre el multiculturalismo. Buenos Aires. Paidós. 1.998
ROSANVALLONROSANVALLON, Pierre. La nueva cuestión social. Buenos Aires. Ediciones
Manantial. 1995

¿Desembarazarse de Marx? Avatares del concepto de clases sociales

¿Desembarazarse de Marx? Avatares del concepto de clases sociales
María Celia Duek y Graciela Inda *
Resumen
¿Es la teoría de Marx la expresión exclusiva de su propio tiempo histórico y no puede pretender explicar una época posterior? Son muchas las voces que pregonan el
agotamiento de los “antiguos” conceptos de clase y lucha de clases en la medida en que serían incapaces de dar cuenta de las “nuevas” y “más complejas” realidades, y la necesidad de suplantarlos por nuevas nociones. Frente a dicho menosprecio, en este trabajo se enfatiza el carácter primordial e insustituible del análisis en términos de clases y, en consecuencia, se retoma la discusión teórica en torno a este concepto. A través de sus páginas, se examinan las diferencias entre las dos grandes perspectivas teóricas sobre las clases sociales: la teoría marxista y el amplio abanico de la sociología académica.

Palabras clave
Clases sociales – lucha de clases – movimientos sociales – marxismo – funcionalismo

Get rid of Marx?
Ups and downs in the concept of social class

Is Marx’s theory the exclusive expression of its own historical time and therefore it
cannot seek to explain a later time? Many are the voices that proclaim the exhaustion
of the “old” concepts of class and class struggle – for they would be unable to take
into account the “new” and “more complex” realities -, and the need to supplant them
for new notions. Before this contempt, this work emphasizes the primordial and
irreplaceable character of analysis in terms of classes and, in consequence, the
theoretical discussion is taken up around this concept. Through these pages, the
differences are examined between the two broad theoretical perspectives on social
classes: the Marxist theory and the wide spectrum of academic sociology.

Key Words
Social classes – Class struggle – social movements – Marxism – functionalism

  • Facultad de Ciencias Políticas y Sociales – Universidad Nacional de Cuyo

Revista del Programa de Investigaciones sobre Conflicto Social – ISSN 1852-2262
Instituto de Investigaciones Gino Germani – Facultad de Ciencias Sociales – UBA
http://www.iigg.fsoc.uba.ar/conflictosocial/revista Page 2 Duek, María Celia e Inda, Graciela Inda – ¿Desembarazarse de Marx? Conflicto Social, Año 2, N° 1, Junio 2009

La irrupción teórica de las luchas sin clases

las últimas dos o tres décadas las denominadas ciencias sociales
se han visto caracterizadas fuertemente por el desplazamiento de sus
conceptos fuertes, y en particular, del análisis en términos de clases y
de lucha de clases, y el reemplazo por “nuevas” nociones, destinadas a
explicar realidades presuntuosamente inéditas.

Desde nuestra perspectiva, esta pérdida de atractivo académico de los
conceptos que otrora definían constitutivamente el análisis de lo social
no obedece ni a la desaparición histórica de las clases y sus luchas, ni
al agotamiento de la eficacia explicativa de las teorías de las clases. La
explicación última de este viraje teórico debe buscarse en grandes
transformaciones a nivel mundial y nacional (caída de los “socialismos
reales”, agresiva avanzada militar norteamericana en el resto del
mundo, dictaduras militares en América Latina en los setenta y auge de
las políticas neoliberales durante los años noventa, etc.), que tienen su
impacto en el terreno ideológico y que repercuten, por tanto, en el
mundo académico y en el debate intelectual, pues las posiciones
teóricas representan tendencias, posiciones, que tienen su origen en
otro lado: en los antagonismos sociales.

En este sentido, no pueden dejar de mencionarse como factores que contribuyen a explicar la caída en desuso de conceptos fundamentales, la hegemonía ideológica
del neoliberalismo y, en el plano de las “ciencias sociales”, el abandono
de la teoría y de los llamados “grandes relatos”, impulsado por el
discurso posmoderno, indisputablemente dominante en los últimos
quince años del siglo XX.

El lugar antes ocupado por los conceptos centrales del materialismo
histórico (modo de producción, formación social, ideología, dominación,
infraestructura económica, lucha de clases, clases, etc.), e incluso por
las categorías de la sociología académica que se le oponían (estratos,
sistema social, adaptación, funciones sociales, status, poder, etc.) no
Revista del Programa de Investigaciones sobre Conflicto Social – ISSN 1852-2262
Instituto de Investigaciones Gino Germani – Facultad de Ciencias Sociales – UBA
http://www.iigg.fsoc.uba.ar/conflictosocial/revista

ha quedado vacío. Aparecen nuevos términos que hegemonizan las
investigaciones y debates en ciencia social: ciudadanía, movimientos
sociales, sociedad civil, espacio público, pobreza, exclusión social,
vulnerabilidad, nuevas desigualdades, cuestión social, nuevos actores
o sujetos, condición humana, posmodernidad, sociedad mediática, etc.

Creemos que el advenimiento de nuevas nociones es indicador de la
presencia de una nueva “problemática” teórica, una nueva matriz de
preguntas que domina en la teoría social y se sitúa en una verdadera
discontinuidad / oposición respecto de la problemática del marxismo.
Esta nueva problemática teórica es, en el terreno específico del estudio
de la estructura social, la de la integración y exclusión social y más
recientemente, la de la “cohesión social”. Más allá de las diferentes
terminologías empleadas, el supuesto fundante de este desplazamiento
es que las sociedades actuales son radicalmente diferentes a las
sociedades capitalistas del siglo XIX y siglo XX. Subyace la idea de que
estamos ante un nuevo tipo de sociedad, más “compleja”, que ya no
puede ser explicada por las antiguas categorías. Esta sociedad
presentaría “múltiples” contradicciones, mayor “heterogeneidad” y
“fragmentación” de los actores sociales y de los escenarios de conflicto,
así como la aparición de fenómenos que no remitirían a las categorías
antiguas de la explotación.

el “determinismo” y “esencialismo” de los teóricos de las clases,
aparece un posmarxismo que cuestiona el “reduccionismo clasista” y
se fija en el surgimiento de reivindicaciones parciales y acotadas,
articuladas en los “nuevos movimientos sociales”, precisamente
definidos por el hecho de que sus bases y consignas trascienden los
límites de las clases.

En el contexto de estas nuevas modas intelectuales, nos permitimos
disentir y señalar que no se ha inventado aún un concepto para la
explicación de la sociedad y la historia capaz de suplantar en su
eficacia al multidimensional concepto de clases sociales.

Para que deje de ser pertinente el análisis de clase tendría que
desaparecer, no sólo el capitalismo, con sus contradicciones de clase
específicas, sino la división misma entre propiedad y no propiedad de
los medios de producción, o lo que es lo mismo, el divorcio entre los
trabajadores directos y los medios de producción. No cabe duda alguna
de que el capitalismo no sólo sigue existiendo, sino que se ha
expandido en forma prodigiosa en todo el mundo, sometiendo o
disolviendo los otros tipos de relaciones sociales.

Esto no significa negar que las clases sociales y sus fracciones, así
como las relaciones que mantienen entre sí, hayan sufrido
transformaciones importantes en las últimas décadas y que estas
transformaciones ameriten profundas investigaciones y análisis
concretos de formaciones sociales también concretas. Sucede que los
cambios en las condiciones de vida o en los ingresos de los miembros
de las diferentes clases o los que afectan la importancia numérica de
las mismas o los referentes a sus posiciones en las relaciones de
fuerza, son procesos que afectan a las clases sociales, pero de
ninguna manera desmienten su existencia. Como se pregunta Balibar,

“(…) no será una gigantesca impostura proclamar así la desaparición
de las clases en un momento (los años setenta y ochenta) y en un
lugar (la crisis económica mundial, comparada por los economistas con
la crisis de los años treinta) en los que se observan una serie de
fenómenos sociales que el marxismo relaciona con la explotación y la
lucha de clases: empobrecimiento masivo, paro, desindustrialización
acelerada (…)”1.

1 Balibar, E. y Wallerstein, E. (1988). Raza, nación y clase. Madrid: IEPALA. Pág. 245.
Revista del Programa de Investigaciones sobre Conflicto Social – ISSN 1852-2262
Instituto de Investigaciones Gino Germani – Facultad de Ciencias Sociales – UBA
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En relación a la problemática de los movimientos sociales, es preciso
preguntarse seriamente si los llamados “nuevos movimientos sociales”
vienen a dar por tierra, como presumen algunos, con las
contradicciones de clase. ¿No será que las “identidades blandas” (de
género, de raza, generacionales, religiosas, etc.) no sustituyen a las
“viejas” identidades (de clase, nacionales) sino que coexisten? Lo que
es cuestionable de los enfoques actuales no es la atención prestada a
los “nuevos sujetos” o nuevos agentes sino el hecho de que se los
coloque como eje exclusivo del análisis social y político, expulsando
totalmente la categoría de lucha de clases, con lo cual esos enfoques
caen recurrentemente en posiciones idealistas que acentúan lo
hermenéutico discursivo en desmedro de las condiciones materiales.

No es entonces que no existan desigualdades específicas y
concentradas en determinados conjuntos de agentes sociales (mujeres,
jóvenes, minorías raciales, etc.), distintas de las desigualdades de
clase, ni que esas desigualdades sean menos opresivas para quienes
las padecen. La división en clases no es el terreno exhaustivo de
constitución de todo poder: las relaciones de poder desbordan a las
relaciones de clase. No son su simple consecuencia ni tienen formas
idénticas. Pero lo que es cierto es que tales desigualdades o tales
relaciones de poder las relaciones hombre/ mujer, por ejemplo, sin
perder su especificidad, están atravesadas por la división en clases. La
posición de subordinación de la mujer en la clase obrera no se
equipara sin más a la de la mujer en la clase burguesa. Pero además, y
como dice Atilio Borón, en la sociedad capitalista las desigualdades
clasistas tienen un predominio indiscutido sobre cualquier otra, “porque
en el límite el capitalismo podría llegar a admitir la absoluta igualdad
social en materia de raza, lengua, religión o género, pero no puede
hacer lo propio con las clases sociales. La igualación de las clases
significa el fin de la sociedad de clases. Por consiguiente, la estructura
clasista cristaliza un tipo especial de desigualdad cuya abolición
produciría el inmediato derrumbe de las fuerzas mismas de poder
económico, social y político de la clase dominante. Tal como lo anotara
Ellen Meiksins Wood, el capitalismo puede admitir y promover el
“florecimiento de la sociedad civil” y las más irrestrictas expresiones de
‘la otredad’ o ‘lo diferente’, como gustan plantear los posmodernos.

hay una desigualdad que es un tabú intocable, y que no se puede
atacar: la desigualdad de clases. Los posmodernos y los neoliberales
son verdaderos campeones en la lucha por la igualdad en todas las
esferas de la vida social, menos en el espinoso terreno de las clases
sociales, ante las cuales guardan un cómplice silencio”2.

Hay que decir también que, afortunadamente, en los últimos cinco a
diez años han comenzado a sentirse en diversos circuitos intelectuales
algunas voces que dan cuenta de una cierta recuperación de estas
herramientas explicativas fuertes. La desilusión en Latinoamérica
respecto de los regímenes liberales y el retorno de gobiernos nacional-
populares en varios de sus países constituye el trasfondo político de
este rescate conceptual (aún extremadamente débil).

a estas voces que resisten el menosprecio del análisis de la
estructura social en términos de clases y lucha de clases, y en la
medida en que lo consideramos valioso e insustituible, creemos
oportuno revivir la discusión teórica en torno a estos conceptos.
En lo que sigue, nos proponemos analizar las diferencias entre las que
consideramos las dos grandes perspectivas teóricas sobre las clases
sociales: la teoría marxista (y aquí tomamos cierto recorrido teórico que
avanza desde Marx, Engels, Lenin hasta Nicos Poulantzas) y el amplio
espectro de la sociología académica (en el que inscribimos a Pareto,
Schumpeter, Weber, Parsons, Davis y Moore, Barber, Lenski,
Dahrendorf y Bourdieu, entre otros). A los desarrollos de estos autores
2 Borón, A. (2000). Tras el búho de minerva. Mercado contra democracia en el
capitalismo de fin de siglo. Buenos Aires: Fondo de cultura económica. Pág. 46.

de inspiración weberiana o parsoniana los agruparemos bajo la
denominación amplia y no poco conflictiva de teorías “funcionalistas” de
las clases3. Aunque no de manera abierta ni explícita, en esta segunda
corriente, paradójicamente, hunden sus raíces muchos de los
pretendidamente nuevos paradigmas teóricos.

Lejos de todo eclecticismo, partimos de la tesis de la discontinuidad
cualitativa entre los dos grandes enfoques mencionados. Mostrar esta
diferencia irreductible, al menos en algunos puntos esenciales, es el
objeto de este trabajo. Naturalmente, recurriremos a la “generalización”
para poder comparar. Diremos “el marxismo” o “la sociología
académica”, refiriéndonos a tendencias que dominan, a
representaciones que son mayoritarias, sin entrar en cada punto en las
consideraciones de los autores particulares, que obviamente pueden
tener ciertas divergencias4.

Teoría marxista de las clases versus sociologías de la
estratificación

Evidentemente desde ambos discursos se admite que las sociedades
no son homogéneas sino que se presentan divididas en clases sociales
o estratos, y es esta división la que tratan de explicar. Pero desde el
concepto de clase en adelante, todo difiere. ¿Cómo se define la clase?

3 Al decir teorías “funcionalistas” de las clases no estamos usando el término en el
sentido tradicional estrecho, que lo restringe a una corriente teórica muy específica
(estructural-funcionalismo) que reconoce su origen en el positivismo, el evolucionismo
o la antropología organicista (Malinowski, Spencer, Comte, Radcliffe-Brown). Por el
contrario, al hablar de problemática “funcionalista” de las clases sociales concebimos
el término en un sentido mucho más amplio, que es el que sugiere Nicole Laurin-
Frenette, y que implica incluir a un conjunto de teorías que están fundadas sobre los
mismos postulados relativos a la naturaleza del individuo y de la sociedad,
independientemente de que sus autores se reconozcan o no como parte de esa
tradición (para más detalle, véase Laurin-Frenette, N. 1989. Las teorías funcionalistas
de las clases sociales. Madrid: Siglo veintiuno editores).
4 Un estudio detallado de las concepciones de cada autor lo hemos realizado en otra
parte. Véase Duek, C. (2005). Clases sociales. Teoría marxista y teorías
funcionalistas. Buenos Aires: Libronauta Argentina.

O también, ¿qué es lo que determina que los agentes pertenezcan a una clase y no a otra?

La respuesta marxista no contiene ambigüedades: son las relaciones
de producción las que constituyen el fundamento de la división. Las
clases son definidas como conjuntos de agentes determinados
principalmente por su lugar en el proceso de producción -aunque no en
forma exclusiva, ya que lo político y lo ideológico juegan igualmente un
papel muy importante-.

Del lado de las teorías “funcionalistas” tenemos en cada autor una
definición del concepto en términos propios -lo que no significa
necesariamente contenidos diferentes-, pero lo que es evidente es que
todos rechazan la definición materialista de las clases por las
relaciones de producción, en última instancia por la relación de los
agentes con los medios de producción.

En tanto para el marxismo las relaciones de producción son
fundamentales en la determinación de las clases, ciertos teóricos no
marxistas intentan sustituir las relaciones de producción por relaciones
de dominación como causa determinante de las clases sociales. Así,
en sus enfoques, es la participación en el “dominio”, “autoridad” o
“poder” en las instituciones autoritarias lo que funda las clases. El caso
de Ralf Dahrendorf, por citar alguno, es paradigmático al respecto. Su
propósito es tratar de rebasar una concepción “economicista” de las
clases sociales, al proponer que éstas se fundan en la distribución
global del poder en todos los niveles en el interior de las sociedades
“autoritarias”, siendo las clases “económicas” sólo un tipo particular de
clases.
“Las estructuras de autoridad o dominación tanto si se trata de
sociedades completas como, dentro de éstas, de determinados ámbitos
institucionales (p. ej., la industria), constituyen, dentro de la teoría aquí
representada, la causa determinante de la constitución de las clases y
de los conflictos de clase. […] El control de los medios de producción
constituye tan sólo un caso particular de dominación y su conexión con
la propiedad privada legal, un fenómeno, en principio casual, de las
sociedades industrializadas europeas. Las clases no están vinculadas
a la propiedad privada, a la industria o a la economía, sino que, como
elementos estructurales y factores causantes de los cambios de
estructura, lo están a su causa determinante: al dominio y a la
distribución de éste. Sobre la base de un concepto de clase, definido
en función de las situaciones de dominio o autoridad, puede formularse
una teoría que abarque tanto los hechos descritos por Marx relativos a
una realidad pretérita, como los relacionados con la realidad
evolucionada de las sociedades industriales desarrolladas”5.

En los análisis marxistas, a diferencia de las concepciones
institucionalistas, el concepto de poder se refiere a la capacidad de una
clase para realizar intereses objetivos específicos. Es decir que este
concepto se relaciona con el campo de las prácticas de “clase” y tiene
como marco de referencia la lucha de clases en una sociedad dividida
en clases. La relación de poder es aquí una relación de dominio y
subordinación caracterizada por el conflicto de clases, donde la
capacidad de una clase para realizar sus intereses está en oposición a
la capacidad e intereses de otras clases.

Otros representantes de la sociología académica, derivan las clases de
las diferencias de status. Ahora bien, ya sea que dependan de la
desigual distribución del poder o de la desigual distribución del status,
lo que está detrás de las desigualdades de clase en la problemática
“funcionalista” son siempre -si se lleva el análisis hasta sus últimas
consecuencias- las diferencias individuales de atributos, aptitudes,
5 Dahrendorf, R. (1962). Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial.
Madrid: Ediciones Rialp. Pág. 180.

disposiciones, orientaciones, intereses. Es el valor personal expresado
en las cualidades y logros lo que en definitiva decide el lugar del
individuo en la estratificación social.

Toda esta representación es indisociable de la del mérito como criterio
determinante para la ordenación social. Las relaciones sociales son,
desde esta perspectiva, relaciones de competencia en las que triunfan
los mejores, es decir, los que por su esfuerzo, voluntad y lucha,
resultan ser los más competentes para actualizar sus cualidades. La
sociedad reconoce el mérito de estos individuos, que pasan así a
ocupar posiciones distinguidas.
Pese a ser fundamental, este importante principio de la problemática
“funcionalista” de las clases rara vez aparece expresado sin tapujos.
Vilfredo Pareto y Joseph Schumpeter son de los pocos que se atreven
a enunciarlo con todas sus letras.

En Schumpeter, la consideración de factores subjetivos (disposiciones
y comportamientos de los individuos) es esencial para la comprensión
del éxito y del fracaso económicos y de la movilidad social ascendente
y descendente. Las posiciones de clase de las familias, así como los
cambios que experimentan, se explican primordialmente por las
aptitudes y conductas de sus miembros. Así por ejemplo, la disposición
para ahorrar, la aptitud para el liderazgo o la capacidad de innovación – entendidas como virtudes de sus integrantes- serían causas
importantes de la posición aventajada de algunas dinastías
económicas6.

Esta es una primera diferencia importante en la conceptualización de
las clases desde una y otra posición teórica. De un lado, un punto de
vista materialista y antihumanista teórico que destaca la base
6 Véase Schumpeter, J. (1965). Imperialismo. Clases sociales. Madrid: Editorial
Tecnos.

económica material de la división de la sociedad en clases. De otro, un
enfoque individualista y humanista que remite todo hecho social a la
acción individual. Veámoslo un poco más de cerca.

El materialismo histórico afirma la existencia de lugares objetivos en el
proceso de producción y en la división social del trabajo en su conjunto,
es decir, lugares objetivos en las relaciones económicas, políticas e
ideológicas que son ocupados por los agentes, independientemente de
su voluntad. Los hombres participan y actúan en estas relaciones, pero
no lo hacen como “sujetos en un contrato libre” sino en tanto
prisioneros de esta relación. Según Marx, los hombres son “portadores”
de una función, “soportes” de una relación en el proceso de
producción7. En esto anida su “antihumanismo teórico”.

Se puede decir que en el proceso de conocimiento que caracteriza a la
teoría marxista, el individuo se encuentra “al final del camino” y nunca
es la instancia determinante. La posición no humanista de Marx
consiste justamente en este rechazo a fundar en el concepto de
“hombre” la explicación de las formaciones sociales y su historia.

En el aparato conceptual “funcionalista”, por el contrario, la categoría
de individuo o de actor tiene una importancia preponderante. De hecho,
estas teorías parten de la naturaleza individual del actor para explicar la
acción social, y a través de ésta, el hecho social. Más allá de todos los
rodeos y mediaciones, la desigualdad social o estratificación es
producto de desigualdades originales entre los individuos o actores.

7 Al respecto, recuérdese la advertencia hecha en el prólogo de El capital: “En esta
obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen pintadas, ni mucho
menos, de color de rosa. Pero adviértase que aquí sólo nos referimos a las personas
en cuanto personificación de categorías económicas, como representantes de
determinados intereses y relaciones de clase. Quien como yo concibe el desarrollo de
la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede
hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente
criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas” (Marx, C.
(1982). El capital. Crítica de la economía política. Tomo I. México: Fondo de cultura
económica. Pág. XV).

“Así, pues, la desigualdad social (económica, política o de otro tipo)
nunca es concebida como la condición y el resultado de prácticas
colectivas, determinados por la naturaleza de los procesos sociales
capitalistas y encadenados a la explotación, la dominación y la
opresión que ellos mismos implican. Es concebida, por el contrario, del
mismo modo que todo hecho social: como una necesidad inscrita en la
naturaleza humana, como una contribución a la armonía esencial entre
el individuo, por un lado, y la sociedad como sistema de relaciones
racionales entre estas individualidades, necesarias para su respectiva
realización, por otro”8.

Pero no disponemos de espacio para explayarnos en cuanto al
humanismo de esta sociología de la acción. Lo que importa retener es
que se vislumbra en este aspecto de las teorías de las clases una
verdadera contraposición entre esta problemática y la marxista.
Los distintos criterios para la determinación de las clases se
corresponden a su vez con diferentes figuras o formas de
representación espacial de la estructura de clases.

En el “funcionalismo” la estratificación social expresa la desigual
distribución de una propiedad cuantificable -poder, capital, status,
prestigio-, por lo tanto se puede representar gráficamente como una
escala continua e ininterrumpida de posiciones individuales, ordenadas
jerárquicamente según el grado en que se posea ese atributo, desde
los niveles inferiores hasta los superiores. Los “estratos” -término
exclusivo de la problemática “funcionalista” de las clases- designan la
agrupación de individuos en posiciones cercanas, según límites
aportados de manera relativamente arbitraria por el propio científico
que estudia el fenómeno. La estratificación social es, en síntesis, una
jerarquía gradual en la que los sujetos particulares se alinean,
8 Laurin-Frenette, N. (1989). Las teorías funcionalistas de las clases sociales. Madrid:
Siglo veintiuno editores. Pág. 8.

situándose en escalones superiores o inferiores según la magnitud de su poder o de su prestigio.

Luego, la reunión en clases de los hombres en condiciones similares es
una división analítica, una construcción en base a algún criterio o
conjunto de criterios. Esto significa que los individuos son previos a las
clases y éstas no son más que conglomerados de individuos. Las
clases resultantes del análisis pueden ser, en cantidad, infinitas, según
la pauta empleada. Hasta podría haber tantas clases como individuos.
Finalmente, la imagen de una línea gradual ascendente o la imagen
alternativa pero no contradictoria de una pirámide, autorizan a pensar
en términos de clases “altas”, “medias” y “bajas”, o bien “superiores”,
“medias” e “inferiores”.

Entonces, en la literatura de la estratificación social, las clases terminan
siendo, muchas veces, simples categorías estadísticas: series de
personas que tienen en común ciertas características mensurables,
cierta posición social. Este es el sentido del concepto de clases
sociales en esta corriente sociológica: agrupaciones de personas
cercanas aunque distintas, jerarquizadas en un sistema de
estratificación. Clases, estratos y capas suelen ser términos
intercambiables.

En el pensamiento marxista todo esto es por completo distinto. El
término “estratificación” no es aceptado como sinónimo de estructura
de clases; no forma parte del sistema conceptual marxista. Las clases
tampoco son estratos o capas superpuestas; no integran un continuum
que haría desaparecer las barreras de clase en su sentido fuerte.

En contraste con la figura de la escala continua, la representación
marxista de la estructura de clases es la de un sistema constituido por
lugares antagónicos y contradictorios. En el modo de producción, nivel
de máxima abstracción, estos lugares son dos: el de la propiedad de
los medios de producción y el del trabajo. En función de las relaciones
de producción (relación de los agentes con los medios y por este
rodeo, de los hombres entre ellos), las dos clases antagónicas de todo
modo de producción son: la clase explotadora, política e
ideológicamente dominante, y la clase explotada, política e
ideológicamente dominada.

Como se puede ver, es la contradicción la que domina; las relaciones
de clase se definen por la contradicción. Las diferencias de clase no
son diferencias de grado, diferencias cuantitativas o de magnitud
respecto de alguna variable. No se trata del ordenamiento de unidades
individuales en torno a una línea ininterrumpida, que expresaría
diferentes grados de éxito en la obtención de un mismo bien escaso.

Se trata en cambio de lugares cualitativamente diferentes, constituidos
unos en oposición a los otros y condicionados recíprocamente.

En el modo de producción capitalista, por ejemplo, la existencia de un
lado de una clase que no posee más que su capacidad de trabajo, es
condición para la acumulación de capital en otro lado, es decir, para la
existencia de la clase burguesa. Y es que para la teoría marxista, las
clases no existen por sí mismas sino que se definen por las relaciones
que se establecen entre ellas, lo que significa además que es la lucha
de clases la que determina la existencia de las clases y no a la inversa.

“Las clases sociales significan para el marxismo, en un único y mismo
movimiento, contradicciones y lucha de clases: las clases sociales no
existen primero, como tales, para entrar después en la lucha de clases,
lo que haría suponer que existen clases sin lucha de clases. Las clases
sociales cubren prácticas de clase, es decir la lucha de clases, y no se
dan sino en su oposición”9.

Sintetizando, hay una ruptura entre ambas representaciones. Si para el
“funcionalismo” las clases son conglomerados de individuos,
agrupaciones de personas, para el materialismo histórico el aspecto
principal en la cuestión de las clases es el de los lugares en la lucha de
clases, no el de los agentes que las componen. El individuo no es la
base sobre la que se forman las clases.

La idea de que los hombres existen primero como “simples individuos”,
y sólo entonces se coaligan en clases (considerando a éstas como una
formación secundaria) no es aceptada por el marxismo. Para esta
teoría, la sociedad no es en principio un conglomerado de individuos
que, en un segundo momento, se pueden reagrupar en clases, las
cuales a su vez, en un tercer momento y bajo ciertas condiciones
particulares, pueden establecer luchas.

La sucesión lógica ‘individuos → clases → conflicto de clases’, que
subyace a la aproximación “funcionalista”, no es compatible con la
problemática antihumanista de Marx y sus sucesores. Ni el individuo es
previo a las clases ni éstas anteceden a la lucha de clases. En relación
a lo primero, convengamos que:

“Desde el punto de vista del marxismo, los hombres siempre actúan de
acuerdo a las relaciones antagónicas de clase que rigen su existencia.
Históricamente, siempre se mueven, no en su individualidad profunda y
única, sino debido ‘al conjunto de las relaciones sociales’, esto es,
como apoyos de las relaciones de clase. Es esta prefiguración la que
produce, bajo condiciones específicas, como resultado, un tipo
específico de individualidad: el individuo posesivo propio de la teoría
política burguesa, el individuo con muchas necesidades de una
9 Poulantzas, Nicos. “Las clases sociales en el capitalismo actual”. Pág. 12-13.

sociedad mercantil; el individuo contractual de la sociedad del ‘trabajo
libre’. Fuera de estas relaciones, el individuo -este ‘Robinson Crusoe’
de la economía política clásica, autosuficiente en un mundo
considerado exclusivamente desde el punto de vista de ‘sus’
necesidades y deseos- que ha sido el punto de origen natural,
ahistórico, de la teoría y la sociedad burguesas, de ninguna manera es
un punto de partida teórico factible. Sólo es el ‘producto de muchas
determinaciones’”10.

Pero si los individuos no son la base sobre la que se conforman las
clases, tampoco puede admitirse que clases sociales existen primero,
como tales, para entrar después en la lucha de clases.
Mientras que para el marxismo clases significa ineluctablemente
contradicciones y lucha de clases, todo el pensamiento no marxista
tiende a escindir o a mostrar la relación contingente entre estas
categorías. Distingue las clases, por un lado, y la lucha de clases, por
otro, dando a menudo primacía lógica o histórica a las clases antes que
a la lucha.

La introducción de diversos pares conceptuales con los que se divide a
la clase en una doble situación (clases y comunidades en Weber,
cuasi-grupo y grupo de interés en Dahrendorf, estrato y clase en Aron,
clase en el papel y clase real en Bourdieu, etc., y por qué no, clase en
sí y clase para sí)11 es una de las herramientas para esta disección. En
todos os casos, el primer término designaría a un grupo de individuos
en una situación común y en el segundo término estaría implicada la
10 Hall, S. (1981). “Lo ‘político’ y lo ‘económico’ en la teoría marxista de las clases” en
Allen, Garadiner Hall y otros. Clases y estructura de clases. México: Nuestro Tiempo.
Pág. 29-30.
11 Como lo hemos analizado en otro lado, la distinción entre clase en sí y clase para sí
halla su fuente en algunas reflexiones del propio Marx, muy anteriores a El capital, y
desde Lukács en adelante ha sido retomada por algunos “marxistas”, así como por
autores no marxistas que la reformularon en otros términos. (Véase Duek, C. e Inda,
G. (2007). “Lectura de Marx: tras el concepto de clases sociales”. Revista
Confluencia. N° 6, pág. 239 a 266. Mendoza).
Revista del Programa de Investigaciones sobre Conflicto Social – ISSN 1852-2262

idea de una acción de clase, de reivindicaciones, organización y por lo
tanto, de lucha. Lo que da a entender, y esto es lo sustancial, que
existirían clases sin lucha de clases.

“ […] Ellos piensan primero en la existencia de las clases y la lucha de
clases viene a continuación, como un efecto secundario, derivado, más
o menos contingente a la existencia de las clases y de sus relaciones
[…] Pero lo interesante son las consecuencias políticas de esta
concepción. Si la lucha de clases es un efecto derivado, más o menos
contingente, siempre se puede hallar el medio para dominarla,
tratándola con los medios apropiados: esos medios son las formas
históricas con los métodos capitalistas de la ‘participación’ obrera en su
propia explotación”12.

Aquí podemos mencionar la concepción de las clases de Pierre
Bourdieu, orientada por la intención expresa de establecer “rupturas”
con la teoría marxista. Según su modo de definirlas, las clases son “[…]
conjuntos de agentes que ocupan posiciones semejantes y que,
situados en condiciones semejantes y sometidos a condicionamientos
semejantes, tienen todas las probabilidades de tener disposiciones e
intereses semejantes y de producir, por lo tanto, prácticas y tomas de
posición semejantes”13. Pero como las disposiciones y conductas que
las convertirían en un verdadero grupo existen sólo como
“probabilidades” dice debemos denominar a éstas no clases reales
sino clases probables, clases teóricas o clases en el papel.

En sentido estricto, para Bourdieu, una clase sólo tiene existencia real
si conforma un grupo con iniciativa de acción conjunta, un grupo
movilizado para la lucha, con auto-conciencia, organización propia,
aparato y portavoz. Mientras esto no suceda, aquellas sólo son clases
12 Althusser, L. (1978). Nuevos escritos. Barcelona: Laia. Pág. 29.
13 Bourdieu, P. (1990). “Espacio social y génesis de las ‘clases”. En P. Bourdieu,
Sociología y cultura. México: Editorial Grijalbo. Pág. 284.

probables, grupos prácticos “en potencia”. Según Bourdieu, la
“reificación de los conceptos” o “ilusión intelectualista”, que supone
confundir las clases “construidas teóricamente” (agrupaciones ficticias
que sólo existen en la hoja de papel) con clases “reales”, es decir,
existentes en las sociedades concretas, representa un error frecuente
entre los teóricos marxistas.

Pero apuntemos que, al circunscribir el interés de clase y las prácticas
de clase al terreno de lo “probable”, de lo “posible” y de lo “potencial”, el
razonamiento, ya ensayado por Weber mucho tiempo antes, conduce a
relativizar el valor del análisis de la sociedad y la historia en términos
de “clases” y de “lucha de clases”.

Para ponerlo en claro, mientras que para el marxismo, todas las
sociedades que hemos conocido desde la Antigüedad hasta ahora han
sido sociedades de clase, y es un factor objetivo el que las define como
tales (la separación entre los productores y los medios de producción),
para Bourdieu, la clase ‘real’, “suponiendo que haya existido
‘realmente’ alguna vez”, tan sólo es la clase movilizada.

“Las clases sociales no existen (aún cuando la labor política orientada
por la teoría de Marx haya podido contribuir en algunos casos, a
hacerlas existir por lo menos a través de las instancias de movilización
y de los mandatarios). Lo que existe es un espacio social, un espacio
de diferencias, en el que las clases existen en cierto modo en estado
virtual, en punteado, no como algo dado sino como algo que se trata de
construir”14.

Entonces, para sintetizar, si para el marxismo las clases no se dan sino
en su oposición, y es la lucha de clases, con sus efectos históricos y
14 Bourdieu, P. (1999). “Espacio social y espacio simbólico”. En P. Bourdieu,“Razones
prácticas. Sobre la teoría de la acción”. Editorial Anagrama. Barcelona. 1999. Pág.
24-25.

sus tendencias, la que determina la existencia de las clases y no a la
inversa, para la sociología académica, en cambio, el conflicto de clases
es una consecuencia posible de la división en clases.

Como expone Etienne Balibar, los sociólogos “[…] buscan, todos ellos,
una definición de las clases antes de llegar al análisis de la lucha de
clases. Notemos que, en la práctica, este punto de partida corresponde
exactamente a la tendencia fundamental de la ideología burguesa que
intenta mostrar que la división de la sociedad en clases es eterna, pero
no así su antagonismo; o también que éste no es sino un
comportamiento particular de las clases sociales, ligado a
circunstancias históricas (el siglo XIX…), ideológicas (la influencia del
comunismo…) y tansitorias, un comportamiento al lado del cual es
posible imaginar y practicar otros (la conciliación)”15.

En efecto, esta concepción está presente en la caracterización que de
las sociedades “avanzadas” hace la sociología académica. En este tipo
de sociedades según el diagnóstico de muchos pensadores se deja
entrever una desaparición de los antagonismos de clase, o bien -en un
lenguaje más moderado- una atenuación del conflicto de clase (a
nuestro entender, clases sin lucha de clases). Esto es causado por la
acentuada movilidad social ascendente que caracteriza a los sistemas
occidentales y delinea un tipo de organización social cada vez más
igualitaria. Pareciera que el “paso” de una clase a otra ha sustituido los
“conflictos” entre las clases (de ahí la importancia otorgada al
fenómeno de la movilidad social en la literatura de la estratificación).
Dahrendorf, por citar uno de los casos más ilustrativo, considera que la
realidad actual (siglo XX), con sus nuevas determinaciones, no puede
ser explicada por la teoría de las clases tal como Marx la formuló en el
15 Balibar, E. (1984). Cinco ensayos de materialismo histórico. México: Distribuciones
Fontamara. Pág. 49.

siglo XIX. La concepción marxista, apropiada para el siglo pasado, no
corresponde ya a la sociedad moderna.
Según su examen, el conflicto de clases se ha atenuado, disminuyendo
su intensidad y su violencia16; la contradicción capital / trabajo ha
quedado confinada a su campo particular como resultado del
aislamiento institucional de la industria17; y las clases se han vuelto muy
heterogéneas y complejas; todo lo cual torna cuestionable la utilidad
del concepto de clase, en el sentido marxista, para dar cuenta de los
conflictos de la sociedad poscapitalista.

Es sorprendente ver cómo aquellas tesis, formuladas por Dahrendorf
ya desde fines de los años 50, han constituido una muy importante
fuente de inspiración para toda la corriente del pensamiento actual de
la que hablamos al inicio de este trabajo, que promueve el abandono
de las antiguas categorías “duras” (clases, lucha de clases, etc.) y
fomenta el desplazamiento del interés teórico hacia otro tipo de
problemas, más acordes a la “nueva” realidad.

Volviendo a nuestra contrastación, para el enfoque marxista, ni en las
formaciones sociales dominadas y dependientes ni en las metrópolis
imperialistas, ha desaparecido la lucha de clases, en tanto no
desaparece la explotación de unas clases por otras (persiste la lucha
concreta en el seno de cada formación social, pero también las
16 Dahrendorf, R. (1966). Sociedad y libertad. Hacia un análisis sociológico de la
actualidad. Madrid: Editorial Tecnos.

17 “El ‘antiguo’ conflicto de clases existe aún, mas su acción ha quedado restringida a
la esfera institucional de la industria. Fuera de la industria, en la sociedad, la
‘burguesía’ y el ‘proletariado’ en el sentido marxista sólo constituyen una mera
prolongación de las clases industriales, ‘capital’ y ‘trabajo a salario’, y no los sujetos
del conflicto social en el sentido de la teoría de las clases” (Dahrendorf, R. (1962). Las
clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial. Madrid: Ediciones Rialp. Pág.
302).

relaciones de las clases de una formación con las de otras
formaciones).

De modo que la especificidad de la teoría marxista de las clases se
corrobora también en este punto: el análisis histórico de las clases no
es para ella más que el análisis de la lucha de clases.

Por otro lado, al no representarse la estructura de clases como una
escala gradual y continua de posiciones, el marxismo desecha la
nomenclatura de clases “alta”, “media”, “baja”. Estas palabras expresan
las categorías de una jerarquía ordinal (orden según el grado en que se
posee una característica), que para nada se ajusta a la imagen
marxista de la estructura de lugares antagónicos. Además, para esta
teoría, las clases no existen más que en formaciones sociales
históricamente determinadas. Las estudia no de manera abstracta, en
el vacío, sino siempre en relación a determinadas condiciones
histórico-sociales, siempre situadas en uno u otro modo de producción.
“[…] La existencia de las clases está vinculada únicamente a fases
particulares, históricas, del desarrollo de la producción […]”18, dice Marx
en su carta a Weydemeyer del 5 de marzo de 1852. Es decir, están
ligadas a ciertas relaciones de producción (por ejemplo, a las
relaciones capitalistas), y en este sentido se puede decir que tienen
una existencia histórica.

La burguesía y el proletariado son clases que corresponden a una
etapa particular de la historia, así como también lo son los amos y los
esclavos o los señores feudales y los siervos. Desde el enfoque del
materialismo histórico no hay -como pretenden los sociólogos de la
estratificación- clases universales y ahistóricas, presentes en todas las
18 Marx, C. y Engels, F. (1972). Correspondencia. Buenos Aires: Editorial Cartago.
Pág. 56-57.

sociedades y en todas las épocas, que podrían designarse con los
rótulos de clase alta, media y baja, o de clases superiores e inferiores.
Pero no sólo eso. Además de pensar el carácter histórico de las
distintas clases, la teoría de Marx desmiente la idea de que todas las
sociedades que han existido y que vayan a existir en la historia sean
indefectiblemente sociedades de clase. Si para los “funcionalistas” la
división en clases es un fenómeno funcional y universal, que responde
a una necesidad de los sistemas sociales, y por lo tanto, toda sociedad
es una sociedad clasista, para Marx, la existencia de las clases está
vinculada únicamente a fases particulares del desarrollo de la
producción, y es imaginable que en algún momento se llegue a la
abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases.

Desde el punto de vista de la sociología no marxista, esta pretensión es
completamente quimérica. Parsons, entre otros, sostiene que la
estratificación y división de clases son inherentes a toda sociedad
industrial, ya sea ésta capitalista o socialista, puesto que en ella están
presentes la organización en gran escala y la diferenciación
ocupacional de roles, así como el sistema familiar. Este enfoque tiende
a considerar al industrialismo capitalista y al socialista como variantes
de un único tipo fundamental, y no como estadios radicalmente
distintos como pretendiera Marx en el siglo XIX.

“El ideal marxista de una sociedad sin clases es, según toda
probabilidad, utópico, sobre todo en tanto se mantenga un sistema
familiar, aunque también por otras razones. Las diferencias entre la
sociedades capitalistas y las socialistas, en particular con respecto a la
estratificación, no son tan grandes como Marx y Engels lo pensaron”19.
19 Parsons, T. (1959). “Clases sociales y lucha de clases a la luz de la teoría
sociológica actual”. En Parsons, T. Kornhauser, Lipset y Bendix. Estratificación social.
Buenos Aires: Cuadernos del Boletín del Instituto de Sociología, Nº 15. Pág. 173.
Revista del Programa de Investigaciones sobre Conflicto Social – ISSN 1852-2262

Señalemos para ser justos, y como el propio Parsons lo advirtiera20,
que esta valoración ya había sido hecha por Weber en tiempos de la
revolución rusa.

En su conferencia sobre El socialismo, el sociólogo alemán postula que
la estructura burocrática, con su cuerpo de funcionarios a sueldo y su
especialización profesional cada vez más intensa, es inevitable en el
Estado moderno, independientemente de su carácter capitalista o
socialista. Y lo mismo sucede con la economía21. El “socialismo del
futuro”, entonces, en la medida en que está destinado a seguir la senda
de la burocratización, no podría eliminar las desigualdades entre
individuos y clases ni la dominación del hombre sobre el hombre.

Finalmente, el marxismo tampoco comparte la concepción de la
división en clases como división puramente “analítica”, o lo que es
equivalente, la concepción de las clases como meros “artefactos
teóricos”, obtenidos por un corte arbitrario en el continuo indiferenciado
del mundo social. Las clases existen realmente (aunque no como
cosas o sustancias partes o subconjuntos de la sociedad que acto
seguido entrarían en lucha). No son -como pretenden algunos
sociólogos conservadores empeñados en demostrar que las clases no
existen- construcciones arbitrarias de los científicos, colecciones de
individuos reunidos por necesidades de la teoría según uno o varios
criterios (perspectiva conocida como “constructivista” o definición
“nominal” de las clases).

Otro de los puntos esenciales de diferencia entre la teoría marxista de
las clases y las diversas teorías de la estratificación social es que,
20
Parsons, T. (1968). La estructura de la acción social II. Madrid: Ediciones
Guadarrama. Pág. 631.
21 Weber, M. (2003). “El socialismo” en M. Weber, Obras selectas. Buenos Aires:
Distal.

mientras que para aquella la división en clases lo es todo, para éstas (o
para la mayoría de éstas) dicha división es sólo una de las
clasificaciones posibles.

Desde esta última perspectiva, la sociedad comprende varios sistemas
de estratificación claramente distintos, “múltiples jerarquías
independientes”, correspondientes a diversas dimensiones. Las clases
son, junto a otras divisiones, una subdivisión parcial y regional de una
estratificación más general.

El modelo weberiano de estratificación tridimensional es ejemplar al
respecto. Para Weber, las clases no son la única forma de abordar la
división de la sociedad. Junto a esa distribución -que cubre sólo la
dimensión económica- se halla de manera superpuesta la división en
estamentos (que cubre la dimensión social) y la división en partidos
(dimensión política)22.

Con este modelo Weber “autonomiza” las esferas económica, social y
política y rechaza la posibilidad de adjudicar a una de ellas la
determinación en última instancia: el hecho de que uno de los órdenes
condicione a otro depende siempre de la coyuntura histórica, y todas
las relaciones son en teoría igualmente probables. El efecto necesario
de esta argumentación es una relativización de la importancia
primordial otorgada por la teoría marxista a la división de la sociedad
en clases.

A partir de este principio, anclado en la independencia y equiparación
de los distintos órdenes sociales, Weber inaugura una representación
de las desigualdades sociales que va a atravesar los dispositivos
teóricos de muchos de los más destacados representantes de la
sociología académica del siglo XX, que construyen sus sistemas sobre
22 Weber, M. (1999). Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva.
México: Fondo de cultura económica. Pág. 682 a 694.

la base de tal supuesto. En estas teorías, generalmente, la división en
clases depende de criterios económicos, descubriéndose en las
relaciones políticas e ideológicas, grupos paralelos y externos a las
clases: elites políticas, grupos de status, etc. Consiguientemente, se
suele atribuir a estos grupos un papel más importante en la sociedad
que a las clases sociales. En algunos estudios se afirma que la clase
no es más que un aspecto que está perdiendo su importancia en la
sociedad moderna en beneficio de otros elementos de la estratificación
social.

Como dice Juan Carlos Portantiero respecto de Weber: “El conflicto
entre clases sería para él sólo uno de los conflictos posibles en el
mundo moderno pero no necesariamente más importante que los que
tienen lugar entre grupos políticos o entre naciones. El capitalismo
moderno configura un tipo de dominación cuya explicación no se agota
en la dimensión que alude a la propiedad sobre los medios de
producción. El proceso de expropiación de los trabajadores libres,
señalado por Marx, no se limita al campo de la producción sino que
engloba la totalidad de los órdenes institucionales: en todos ellos se
opera una ‘separación’ entre agentes y medios”23.

En definitiva, lo que se hace en la literatura no marxista al concebir de
esa manera singular a los grupos sociales, multiplicando e igualando
los criterios de diferenciación, es diluir las clases e impugnar la tesis de
la lucha de clases como motor de la historia24.
23 Portantiero, J. C. (1982). Los escritos políticos de Max Weber: la política como
lucha contra el desencantamiento. Desarrollo Económico, v. 22, N° 87. Pág. 434.
Buenos Aires.
24 No es casual que en su breve introducción al curso de Historia económica general
Weber arguya que la historia de todas las sociedades no es –como anuncia El
Manifiesto Comunista– la historia de la lucha de clases. Éste no es más que un
aspecto de la historia, importante, pero tanto como lo pueden ser otros. Dicho en sus
propios términos: “Por último conviene advertir que la historia económica (y de modo
pleno la historia de la ‘lucha de clases’) no se identifica, como pretende la concepción

Para la teoría marxista, en cambio, no existen grupos externos a las
clases, al margen o por encima de ellas. Los criterios políticos e
ideológicos no están en la base de divisiones exteriores a la división en
clases (económica). Por el contrario, intervienen en la misma
diferenciación en clases, y también en las subdivisiones dentro de
estas.

No existen para el materialismo “estratos” fuera de las clases y de la
estructura de clases. Los conjuntos salariales no productivos
(empleados de comercio, bancarios, de servicios, de oficina, etc.), por
ejemplo, no son estratos que se sitúan en una posición intermedia
entre las clases, y que por lo tanto, no pertenecen a ninguna clase; no
son capas intermedias sin adscripción de clase. Pertenecen a una
clase específica: la pequeña burguesía, o con más precisión, a una
fracción de esta clase, denominada nueva pequeña burguesía.

Las fracciones, capas y categorías sociales -cuya existencia es por
supuesto reconocida- designan diferenciaciones dentro de las clases,
no categorías capaces de existir fuera de éstas. La burguesía
comercial es una parte de la burguesía y la aristocracia obrera es parte
de la clase obrera. Es decir, las que hace el marxismo son todas
diferenciaciones en el seno de la división en clases.

No se trata siquiera dice Poulantzas de sostener que las clases son
los grupos “fundamentales” en el proceso histórico, admitiendo la
posibilidad de existencia en una coyuntura de otros grupos paralelos y
externos:
“La división de la sociedad en clases significa precisamente, desde los
puntos de vista a la vez teórico-metodológico y de la realidad social,
materialista de la historia, con la historia total de la cultura. Ésta no es un efluvio, ni
una simple función de aquélla; la historia económica representa más bien una
subestructura sin cuyo conocimiento no puede imaginarse ciertamente una
investigación fecunda de cualquiera de los grandes sectores de la cultura” (Weber, M.
(1997). Historia económica general. México: Fondo de cultura económica. Pág. 17).

que el concepto de clase social es pertinente a todos los niveles de
análisis: la división en clases constituye el marco referencial de todo el
escalonamiento de las diversificaciones sociales”25.

En el tratamiento de la cuestión de las “desigualdades sociales” entre
grupos o individuos también encontramos diferencias entre las
problemáticas bajo examen. Las teorías “funcionalistas” de la
estratificación se perfilan directamente como “teorías de la desigualdad
social”, pues la estratificación social alude justamente a las estructuras
sistemáticas de la desigualdad, a la desigual distribución de
recompensas materiales y simbólicas, o bien a la desigualdad en las
probabilidades de vida de los diferentes grupos humanos. En términos
generales, la estratificación es entendida desde este punto de vista
como la distribución desigual de recompensas materiales, poder y
prestigio entre los miembros de una sociedad.

Desde el punto de vista marxista, en cambio, la cuestión de las
“desigualdades sociales” no es la cuestión primera en el análisis de las
clases sociales, ya que estas desigualdades entre grupos o individuos
no son más que el efecto, sobre los agentes, de las clases sociales, es
decir, de los lugares objetivos que ocupan, y no pueden desaparecer
sino por la supresión de la división de la sociedad en clases. De aquí
que las desigualdades de ingreso, por ejemplo, sean desestimadas por
el marxismo como criterio esencial para la delimitación de las clases. Si
bien el nivel de ingresos o la jerarquía de los salarios reviste el valor de
un indicio importante de la determinación de clase, no es más que su
efecto, constituye el efecto de las barreras de clase, como es el caso
también del resto de las desigualdades sociales: el “reparto de los
beneficios”, de las recompensas, la imposición, etc.

25 Poulantzas, N. (1981). Las clases sociales en el capitalismo actual. México: Siglo
veintiuno editores. Pág. 184.

Y si esas desigualdades no son otra cosa que consecuencias o
productos de la estructura de clases, se comprende que la noción de
“pobreza” (y todas las que de ésta se derivan), o la distinción entre
“ricos” y “pobres”, que remiten a una división en la escala de ingresos,
no sean conceptos (en el sentido fuerte del término) que integren el
sistema conceptual básico de la teoría marxista. A lo sumo, ésta las
puede tomar como nociones descriptivas, como síntomas de una
realidad que hay que explicar, en sus causas y determinaciones.

Todas estas divergencias entendemos dan prueba de la
discontinuidad de esencia que existe entre ambas problemáticas, aun
cuando las formulaciones de algunos de los autores se pretendan
sintéticas y equidistantes respecto de las dos grandes fuerzas del
campo de batalla teórico: marxismo y “funcionalismo”, “teoría coactiva”
y “teoría del consenso”, “teoría del conflicto” y “teoría de la integración”,
“radicales” y “conservadores”.

Desde nuestro punto de vista, esa actitud conciliadora y ecléctica se
gesta porque el marxismo, al ser una ciencia de carácter
necesariamente “conflictual”, provoca lo que Althusser designa como
dialéctica “resistencia-crítica-revisión”. Esto significa que suscita no
sólo fuertes resistencias, enardecidos ataques y críticas, sino también
algo que es más sintomático aún: “intentos de revisión y de anexión”;
en otras palabras, apropiación de ciertos elementos para revisar su
sentido, para neutralizar “lo que tiene de verdadero y peligroso”26. Esto
depende, no obstante, de la correlación de fuerzas en el campo de
batalla teórico: cuando más desventajosa ha sido esa correlación para
el materialismo histórico, como en las últimas décadas del siglo XX
(como lo señaláramos al comienzo), la crítica pierde sutileza y apunta
directamente a “desembarazarse de Marx” y sus incómodos conceptos.
26 Althusser, L. (1978). Nuevos escritos. Barcelona: Laia. Pág. 111-112.

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Teorías marxistas de las clases sociales

Teorías marxistas de las clases sociales
Marcos Jesús García

INTRODUCCIÓN

Con el presente trabajo de tesis buscaremos indagar en el tema de las clases sociales al interior de la sociología crítica, siendo el objetivo general del mismo realizar un estudio comparativo entre las principales teorías marxistas de las clases sociales por intermedio de sus autores más representativos.

Este objetivo general queda desagregado en una serie de objetivos específicos: reconocer y desarrollar los conceptos principales de cada una de estas teorías, identificar los criterios utilizados para delimitar las clases sociales por cada una de ellas, reconocer las distintas morfologías y lecturas de la estructura social que de allí se desprenden, sin perder nunca de vista, que es un propósito insoslayable de nuestra labor esclarecer y sistematizar los principales conceptos de cada corriente teórica al interior del marxismo para otorgar herramientas que puedan utilizarse en futuros análisis a nivel de formación social o coyuntura.

Dentro de la tradición marxista, los conceptos de clase, estructura de clases y lucha de clases tienen una presencia e importancia superlativa. Sin embargo, el avance del neoliberalismo y la caída de los socialismos “reales” repercutieron sobre la práctica
teórica de las ciencias sociales, lo que contribuyó al abandono de problemáticas
emblemáticas propias del marxismo, relacionadas, por tanto, con la sociología crítica.
Esto determinó que diversos intelectuales sostuvieran la superación definitiva de la
explicación “clasista” de la sociedad, dada la aparición de una realidad supuestamente
más “compleja” que debía ser explicada con nuevos conceptos.

Surgieron, de este modo, multitud de enfoques que hacían hincapié en la constitución de “nuevos sujetos” como ejes para el análisis de la realidad social. Ante estos embates, respondemos que las denominadas identidades blandas (de género, de raza, generacionales, religiosas, etc.) no sustituyen a las viejas identidades (de clase, nacionales) sino que coexisten con las primeras y sin perder su especificidad están atravesadas por la división de la sociedad en clases.

Es más, en las sociedades capitalistas, las desigualdades clasistas tienen predominio sobre cualquier otra ya que en su límite el capitalismo podría llegar a admitir la absoluta igualdad social en lo referente a la raza, a la lengua, a la religión o al género, pero de ninguna manera podría hacer lo propio con las clases sociales. La igualación de las clases sociales, que conllevaría su eliminación, es lógicamente imposible bajo el capitalismo.

Por ello mismo para las ideologías teóricas defensoras del statu-quo burgués siempre fue un tema tabú o un problema al que había que restarle importancia; sólo la mayor influencia del marxismo en la sociología que devino luego de la segunda guerra mundial las obligó, en ciertos momentos, a ocuparse de problemas relacionados con la estructura social, y a reconocer la pertinencia de algunos conceptos de origen marxista.

Pero a causa de la crisis del marxismo, directamente relacionada con los sucesos históricos antedichos, pierden relevancia dentro del discurso sociológico conceptos como los de clase, trabajo manual e intelectual, ideología, aparato y poder de estado, para verse desplazados por nuevas nociones (sociedad civil, pobreza, exclusión social, vulnerabilidad, nuevos movimientos sociales, etc.) que pretenden explicar la realidad de las sociedades capitalistas, pero que no cuestionan y ocultan las bases sobre las que funciona el sistema social hoy predominante que son la explotación y la dominación de clase.

Es por ello que, ante ese desplazamiento que ha sufrido el concepto de clases en la sociología actual, sostenemos que el análisis en términos de clases sociales mantiene plena vigencia. Para que esto dejara de ser así, debería desaparecer la separación entre los trabajadores directos y los medios de producción, y eso está lejos de haber sucedido en el capitalismo, bajo el cual siguen existiendo relaciones de explotación económica y de dominación político-ideológica.

Aunque no negamos que las clases sociales y sus fracciones hayan sufrido transformaciones importantes en las últimas décadas, no por ello el concepto de clases ha sido superado en su eficacia en el ámbito teórico, ni han desaparecido las condiciones objetivas que hacen necesaria su utilización.

Como consecuencia, toda explicación de las formaciones sociales capitalistas que pretenda ser científica debe apelar a su uso, ya que no se puede explicar adecuadamente el empobrecimiento masivo, el desempleo, la desindustrialización o cualquier otro fenómeno económico o superestructural del capitalismo actual sin recurrir a conceptos como clases, lucha de clases y las correlaciones de fuerzas entre las mismas.

Ante este olvido “intelectual”, que obedece a aspectos políticos e ideológicos, trataremos de realizar un pequeño aporte para recuperar el uso del concepto de clase como eje central para el análisis de cualquier aspecto de una formación social concreta, al sistematizar y comparar algunas de las teorías de las clases sociales que existen al interior de la sociología crítica.

Por otro lado, al ser esta una investigación básica o teórica, la metodología adoptada para llevarla adelante será acorde al carácter teórico de la investigación, basándose fundamentalmente en la lectura y análisis de los textos de Poulantzas, Wright, Lukács y Thompson, como así también los de algunos de sus intérpretes y seguidores.

Pero dicha lectura no será literal o lineal, sino una lectura que desconfíe de lo manifiesto y lo explícito, y se proponga indagar en la lógica interna “no confesada” de los discursos, con el objetivo de descubrir los problemas que le están prohibidos, los que sólo pueden ser planteados en forma parcial, y los que predominan y los vertebran.

Lo que se denomina una lectura sintomática, que nos va a permitir establecer la posición relativa de un discurso dado respecto a otros discursos, al poner en evidencia la
problemática dominante del mismo. A su vez, con problemática hacemos referencia al
núcleo de problemas y preguntas que atraviesan, confieren unidad y coherencia a una
determinada formación teórica.

Considerando limitaciones obvias de tiempo y extensión, no se estudiarán a
todos los autores adscriptos a una problemática, sino que sólo se analizará a aquél que
ha realizado la elaboración teórica más completa por esa línea. O sea, se tomará al autor más avanzado teniendo en cuenta al tiempo epistemológico, y no al tiempo cronológico.

Es así que supondremos, a manera de hipótesis de investigación, que coexisten
al menos tres líneas de pensamiento en el seno de la teoría marxista contemporánea de
las clases: en primer lugar, la que hunde sus raíces en el estructuralismo o antihumanismo marxista que basa sus análisis en la problemática y los conceptos
desarrollados por el Marx maduro; en segundo término, el marxismo analítico, que es
aquella corriente crítica emparentada con el empirismo filosófico que se ha preocupado
con especial interés en la reformulación de las categorías marxistas a partir de los datos
obtenidos por la investigación empírica; y para finalizar los planteos que se inscriben
dentro del idealismo o humanismo teórico, cuyo rasgo distintivo es otorgar primacía a la consciencia en su definición de las clases.

Por el antihumanismo se estudiarán los escritos de Nicos Poulantzas (1936-
1979), para profundizar en la problemática analítica analizaremos la obra de Erik Olin
Wright (1947-…), y en lo que atañe al humanismo marxista recurriremos a una
selección de textos de György Lukács (1885-1971) y Edward Palmer Thompson (1924-
1993).

Antes de adentrarse por completo en el análisis y sistematización de estos autores, con el fin de introducirnos en tema comenzaremos por hacer un breve repaso cronológico de los cambios en el contenido y en el uso del concepto de clases en las obras del fundador del materialismo histórico y de la llamada sociología crítica: Karl Marx. Seguidamente se expondrán una serie de conceptos característicos de las teorías marxistas de las clases, con la intención de que sirvan de base para la comprensión y la comparación de los autores estudiados.

A continuación pasaremos a examinar los postulados principales de cada uno de
los teóricos escogidos de acuerdo a los procedimientos metodológicos prescriptos.
Comenzando con el análisis de los escritos de Nicos Poulantzas, debido a que se
considera, a priori, a su obra sobre las clases sociales como el intento más completo y
riguroso de dar respuesta al tema que nos ocupa al interior del marxismo; exponiendo
por ello a continuación los otros autores, con el propósito de contrastarlos y compararlos con el enfoque poulantziano, buscando de ese modo dejar en evidencia las diferencias y los aportes de los otros teóricos marxistas a la luz del prisma de los conceptos y argumentaciones elaboradas por Poulantzas. Esta afirmación no sólo es una apreciación personal, sino que es reconocida incluso por el propio Erik Olin Wright, que desarrolla su teoría con el fin de superar, según sus propias palabras, los conceptos del “intento más directo y sistemático de comprensión de los criterios marxistas sobre las clases en la sociedad capitalista”, lugar que corresponde, según él, a la obra del intelectual greco-francés.
De esta manera, en el capítulo dos a partir de la lectura de las obras de Poulantzas en las que alude a la temática de las clases sociales como son Poder Político y clases sociales en el Estado capitalista (1968), Fascismo y dictadura (1970), Las clases sociales en el capitalismo actual (1976) entre otras, se tratará de sistematizar las contribuciones más importantes de este sociólogo y politólogo griego a la cuestión.

Buscando dilucidar qué entiende el autor por clase obrera, pequeña burguesía y burguesía, recibiendo, en este punto, especial atención los criterios que utiliza para delimitar sus fronteras. También se explicarán las diferenciaciones que observa al interior de las clases y se desarrollarán algunos conceptos útiles para el análisis político de coyunturas.

En el capítulo tres será el turno de adentrarse en los trabajos de Erik Olin Wright, distinguiendo dos etapas en su trayectoria intelectual: una primera, en la que a partir de la crítica a Poulantzas, en particular al exiguo volumen cuantitativo de la clase obrera que resulta al trasladar sus afirmaciones a la empiria, busca desarrollar conceptos que resuelvan estas “supuestas” dificultades; y otra posterior en la que rompe con todo residuo poulantziano al incorporar elementos más claramente afines al marxismo analítico, a causa de las influencias recibidas de John Roemer.

Clase, Crisis y Estado (1978) es el libro en el que quedan plasmadas sus primeras ideas relativas al tema, y Clases (1984) es la obra en la que elabora sus más recientes aportes a la problemática, incorporando, allí, un “remozado” concepto de explotación que resulta ser el eje central de sus argumentaciones.

La contribución más original de su primera etapa es el concepto de situaciones
contradictorias de clase. Mientras que en la segunda delimita las clases en función de la
propiedad o no de ciertos bienes o cualificaciones, criterio que es justificado por la
apelación permanente a distintos tipos de explotación, que determinan la distribución
desigual de bienes entre los miembros de una sociedad.

Prosiguiendo con nuestra investigación, en el capítulo correspondiente al humanismo teórico le dedicaremos un espacio privilegiado a las conceptualizaciones sobre la consciencia de clase. De allí que a través de la lectura de Historia y Consciencia de clase (1923) y algunas otras obras menores del legado intelectual lukácsiano desmenuzaremos su concepción de la clase como totalidad concreta, sin dejar de analizar, por supuesto, otros problemas relacionadas con las clases sociales, como pueden ser su concepción del partido de la clase obrera y de la revolución socialista.

Al ser las aportaciones del filósofo húngaro algo escasas y por demás abstractas,
dificultándose, de este modo, la recuperación de sus textos para el análisis en ciencias
sociales, se tratará de completar la exposición del enfoque propio del humanismo marxista, a través del estudio de algunos pasajes de la obra del historiador inglés Edward Palmer Thompson, en particular su libro más renombrado: La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963).

Este autor otorga también un lugar muy importante a la consciencia de clase, postulando, además, que la clase es una autoconstrucción histórica en la cual la acción y las decisiones de los sujetos tienen incidencia para definir sus límites.

Finalmente nuestra labor terminará con la exposición de las conclusiones personales a las que se ha arribado.

CAPÍTULO 1
LAS CLASES SOCIALES EN MARX

Tanto las clases, las relaciones de clase y la lucha de clases son conceptos fundamentales en la obra de Marx. Estos conceptos tienen una importancia central en
los análisis y escritos del fundador del materialismo histórico. En cuanto al tema de las
clases, que es el que aquí más nos interesa, Marx murió justo antes de poder redactar el
capítulo de El Capital dedicado a la conceptualización de las mismas, dejándolo inconcluso. Así, es como si el azar se hubiere empeñado en impedir que un tema central
para el desarrollo de las ciencias sociales y para la comprensión del materialismo
histórico fuera esclarecido.

Por ello aquí nos propondremos tratar de hacer una reconstrucción del concepto de clases en la obra de Marx, en función de sus escritos sobre el tema, buscando a partir de sus dichos y sus silencios echar luz sobre un tema tan controversial para los autores que se reconocen como parte de la sociología crítica; inquiriendo a partir de la lectura de sus obras cómo se fueron desarrollando las ideas de Marx sobre las clases, tratando de dilucidar las nociones que subyacen a los distintos textos del autor.

Marx escribió sobre las clases y la lucha de clases en cada uno de los principales momentos de su obra. Estos textos tienen diferente alcance y propósitos, cuestión que se
vincula al nivel de abstracción de cada uno de ellos. Sin embargo no existe un ámbito
diferenciado donde podamos encontrar una teoría de las clases1, ayudando lo anterior a
que en la tradición marxista posterior hayan surgido interpretaciones múltiples y
muchas veces incompatibles sobre el tema en cuestión.

La existencia de clases o de la lucha de clases no fue descubierta por Marx, él mismo lo reconoce en una carta a J. Weydemeyer fechada el 5 de marzo de 1852:
“Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1)- que la

1 HALL, Stuart; “Lo político y lo económico en la teoría marxista de las clases” en ALLEN, Vic, GARDINER, Jean, HALL, Stuart y otros.; Clases y estructura de clases; pág. 17.

existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas del desarrollo de
la producción; 2)- que la lucha de clases conduce, necesariamente a la dictadura del
proletariado; 3)- que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la
abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases2…”

Entonces podemos decir que el punto de partida del marxismo para elaborar por
primera vez una explicación científica de la estructura de clases, es el punto de llegada
de los economistas e historiadores burgueses. A partir de aquí el concepto de clase no
sólo adquiere una dimensión científica sino también es la base para la explicación de la
sociedad y de la historia.

En toda su obra Marx pone en relación al concepto de clase con el concepto de
modo de producción ligando así a las clases con determinadas fases del desarrollo
histórico; nunca las estudia en el vacío sino que las relaciona con determinadas
condiciones histórico- sociales, o sea están insertas en un modo de producción
específico. Las clases no son eternas sino que están asociadas a sociedades en donde
exista propiedad privada de los medios de producción.

Las clases son espacios objetivos en los que se distribuyen los agentes fundamentalmente por la forma específica en que se relacionan con los medios de producción. Esta relación específica puede ser una relación de propiedad o no propiedad de los medios de producción. Estas relaciones de los hombres con los medios de producción implican, por este rodeo, una serie de relaciones de los hombres entre ellos, y cada una de las posiciones que así se van definiendo determinan relaciones antagónicas con otras posiciones. Es así, que cada clase constituye un lugar cualitativamente diferente, constituido en oposición a otras clases. Para el marxismo las clases no existen por sí mismas sino que se definen por las relaciones que se establecen entre ellas, lo que significa que es la lucha de clases la que determina la existencia de las clases3.

2 Carta de Marx a Weydemeyer del 5 de marzo de 1852 en MARX, Karl y ENGELS, Friedrich; Correspondencia; pág. 56.
3 DUEK, María Celia y INDA, Graciela; ¿Desembarazarse de Marx?; Revista Conflicto Social; Año 2; Nº 1; pág. 39.

En resumen, se podrá decir que la división de la sociedad en clases implica la existencia de lugares objetivos en el proceso de producción y en la división social del trabajo. Como lo expresa en El Capital:
“Aquí nos referimos a las personas en cuanto personificación de categorías
económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase.4”

Marx ignora el elemento subjetivo para definir las clases, dejando de lado –por lo menos en principio- a nociones como la opinión y la conciencia para definirlas. También termina con la idea de que las clases es un conjunto de individuos; como escribe en los Grundisse:
“La sociedad no es simplemente un agregado de individuos; es la suma de las
relaciones que los individuos mantienen entre sí.5”

Reconoce siempre dos clases antagónicas básicas en cada uno de los modos de
producción, pero al trasladarse a sus análisis de coyunturas vemos que en una sociedad
dada supone la existencia de numerosas clases y fracciones de clases que son reminiscencias de formas de producción anteriores u esbozos de otras futuras. También
reconoce a las llamadas clases de transición que son producto de la abolición de
determinadas relaciones sociales de producción pero que el desarrollo tendencial de las
nuevas relaciones sociales trae consigo su paulatina extinción claro ejemplo de esto es
la pequeña burguesía agraria.

La existencia y funcionamiento de estas clases se encuentra subordinada al modo
de producción dominante propio de cada formación social concreta. Esto produce que la
fisonomía y el funcionamiento de dichas clases se encuentren “deformadas” por la
acción del modo de producción que es dominante.

4 MARX, Karl; El Capital. Tomo I; pág. XV.
5 MARX, Karl citado por HALL, Stuart; “Lo “político” y lo “económico” en la teoría marxista de las clases” en ALLEN, Vic, GARDINER, Jean, HALL, Stuart y otros; Clases y estructura de clases; pág. 30.

1.1 Desarrollo cronológico del concepto de clases en la obra de Marx

En cada uno de los períodos y de las obras de Marx el concepto de clases fue tratado con distintos matices y acentuaciones diferentes que en este apartado buscaremos poner en evidencia.

Es así que los diversos autores marxistas posteriores apoyándose en una u otras obras de Marx han realizado lecturas disímiles sobre las clases sociales en la sociedad capitalista.

En sus Obras de Juventud la problemática filosófica es predominante, apareciendo el concepto de clase social por primera vez en la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844) donde deja atrás la noción de sociedad civil que caracterizaba al análisis propio de la Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel (1842)6.

En estas primeras obras la temática de la alienación es todavía central siendo el proletariado aquella clase social que por la miseria que sufre en la sociedad capitalista está destinada a restituir a las personas su integridad humana. Esto está expresado por Marx y Engels en La Sagrada Familia (1845) en los siguientes términos:
“[…] La primera (la burguesía) se complace de su situación, sintiéndose solidamente
establecida en ella […]; la segunda (el proletariado), al contrario, se siente aniquilada
en esta enajenación de su esencia, ve en ella su impotencia y la realización de una
existencia inhumana. En el cuadro de la antinomia los propietarios privados forman,
pues, el partido conservador y los proletarios, el partido destructor. Los primeros
trabajan por el mantenimiento de la antinomia; los segundos por su aniquilamiento.7”

En una obra bisagra de su trayectoria intelectual como es La Ideología Alemana
de 1845 señala que la división de la sociedad en clases descansa en la división del
trabajo y en la propiedad de los instrumentos de producción.

Aquí también supone que la clase es autónoma de los individuos, con una dinámica propia que tiene tendencia a dominar a sus miembros. Les asigna a los individuos su posición social y todo su desarrollo personal se encuentra así subordinado por esa situación de clase.

6 GURVITCH, Georges; El concepto de clases sociales; pág. 29.
7 ENGELS, Friedrich y MARX, Karl; La Sagrada Familia; pág.61.

En este texto el proletariado es una clase que posee una misión histórica, es la
única clase que para liberarse a sí misma de la opresión de la burguesía debe a su vez
liberar a toda la humanidad de la sociedad de clases. La ideología de la clase dominante le oculta al proletariado su misión histórica, así le impide la defensa de sus verdaderos intereses al obstaculizarle una lectura apropiada de la realidad social, e imponerle una visión que asegure la armonía social en una sociedad caracterizada por la dominación y la explotación de clase8.

En estos primeros textos ya vislumbramos una concepción marxista de las clases
sociales en la cuál la división de la sociedad en clases no está fundada ni en la riqueza ni
en las profesiones sino sobre condiciones económicas independientes de la voluntad de
los individuos.

En Miseria de la Filosofía, publicada en 1847, es en donde más claramente postula la distinción entre “clase en sí” y “clase para sí” que ha tenido amplia influencia
en varios autores marxistas posteriores, sobre todo en aquellos de filiación humanista.
La “clase en sí” es la clase que existe como una realidad histórica, determinada a nivel
económico por la relación de sus agentes con los medios de producción; pero la clase
sólo se constituye definitivamente en el nivel político cuando adquiere conciencia de sus intereses objetivos y capacidad para actuar para la consecución de los mismos.

Es así que el proletariado desarrolla en el curso del desenvolvimiento capitalista una
conciencia autónoma que lo hace políticamente independiente de las otras clases y le
permite alcanzar una conciencia revolucionaria de clase acorde a su determinación
económica objetiva. En palabras del propio Karl Marx:

“Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del
país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación
común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital,
pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que
algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que

8 GURVITCH; Op.Cit.; págs. 31-32.

defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una
lucha política9.”

Así el proletariado a lo largo del desarrollo del proceso histórico se transforma
de clase en sí en clase para sí. El sujeto de este proceso es el proletariado mismo y las
organizaciones políticas de la clase –siendo el partido la organización política
revolucionaria por excelencia- son su producto, expresión del nivel alcanzado por la
clase en cuanto a su conciencia y su lucha.

En el primer momento cuando el proletariado es todavía una “clase en sí” no es
consciente de sus intereses y suele conformarse con pequeñas reformas o con mejoras
económicas que no alteran el statu quo burgués; en cambio cuando el proletariado se
constituye como “clase para sí” se hace consciente de su situación de clase y busca
organizarse políticamente para la subversión del orden social.

Posteriormente escribe junto con Engels el Manifiesto Comunista en 1848 con el
propósito de ser un detonante revolucionario, en función de ello deben entenderse la
mayoría de las simplificaciones en él presentes10.

En primer término se supone una simplificación de la estructura y de los antagonismos de clase que con el desarrollo del capitalismo se polarizarían en dos campos antagónicos: la burguesía y el proletariado, que son las dos grandes clases que distinguen a la sociedad capitalista, la primera formada por los propietarios y controladores de los medios materiales de producción y la segunda formada por los que sólo poseen su fuerza de trabajo y se ven obligados a venderla para poder sobrevivir.

Todo el desarrollo histórico del capitalismo supone la extinción de las otras clases y el
aglutinamiento de los agentes sociales en alguno de estos dos polos antagónicos. El
desarrollo capitalista impulsa a las fracciones y clases intermedias hacia las filas de la
clase obrera, esto se debe a que en su disputa con el gran capital salen derrotadas lo que
lleva a la proletarización de gran parte de las mismas y a la concentración cada vez
mayor del capital. En cuanto a su conciencia de clase, afirma que estas fracciones de las
clases medias (el tendero, el campesino, etc.) son reaccionarias ya que “intentan volver

9 MARX, Karl; Miseria de la filosofía; pág. 120.
10 HALL; Op.Cit. ; pág. 23.

atrás la rueda de la historia”, o sea paralizar o hacer retroceder al desarrollo capitalista;
sólo se vuelven revolucionarias ante la inminencia de su proletarización.

Aquí aporta la ley que gobierna el desarrollo histórico al describir la historia
humana como la historia de la lucha de clases; según esta premisa todas las luchas
históricas, ya sean políticas, religiosas o filosóficas no son más que la expresión más o
menos clara de las luchas entre las clases sociales. Marx lo expresa del siguiente modo:

“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia
de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y
siervos, maestros y aprendices, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron
siempre, mantuvieron una lucha constante, velada una veces y otras franca y abierta;
lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o
el hundimientos de las clases beligerantes11.”

En el período histórico en donde domina el régimen capitalista de producción llega a la conclusión que la única clase verdaderamente revolucionaria es el proletariado; justificando esta afirmación en función de la posición objetiva que tiene la clase obrera en el proceso de producción cuyas principales características son: la desposesión de los medios de producción y la explotación de su fuerza de trabajo.

Mientras la lucha de clases sería el motor de la historia, el proletariado es el sujeto del
cambio histórico bajo el capitalismo.

A su vez, en un trabajo referido a la economía, algo anterior a sus obras de análisis de coyuntura política, Marx nos da las claves para entender porque burguesía y proletariado poseen intereses diametralmente opuestos. Es así, que en Trabajo asalariado y capital (1849) afirma:
“¿Cuál es la ley general que rige el alza y la baja del salario y de la ganancia, en sus
relaciones mutuas? Se hallan en razón inversa. La parte que se apropia el capital, la ganancia, aumenta en la misma proporción en que disminuye la parte que le toca al
obrero, el salario, y viceversa12”

11 ENGELS, Friedrich y MARX, Karl; El Manifiesto Comunista; pág.24.
12 MARX, Karl; Trabajo asalariado y capital, en Obras Escogidas; pág. 169.

En los ensayos subsiguientes, el autor abandona la forma propia de exposición
del manifiesto político (típica del Manifiesto Comunista) y adopta formas características
de textos de reflexión y clarificación teóricas, también escribe algunos textos que son
análisis de situaciones concretas forjados en momentos de derrota de los sucesos
revolucionarios de la Europa del 48´. Estos últimos son los casos de Las luchas de
clases en Francia y del 18 Brumario de Luis Bonaparte, obras que datan de 1850 y
1852 respectivamente.

En estos trabajos realiza un análisis histórico de determinadas coyunturas políticas distinguiendo en la formación social concreta de la Francia decimonónica numerosas clases y fracciones de clases, diferenciándose así del modelo simplificado que predomina en el Manifiesto Comunista, que es de mayor nivel de abstracción, propio del estudio del modo de producción capitalista “puro” en donde sólo hay dos clases antagónicas.

El 18 Brumario es un texto que realiza un análisis político materialista no reduccionista de una determinada coyuntura. Al considerar la autonomía relativa del nivel político respecto de lo económico supone una ruptura con cualquier análisis anclado en el “economicismo”.

En el 18 Brumario Marx hace un avance de primer orden al considerar que no hay clases totales. El proletariado es la clase que más frecuentemente trata como un bloque pero distingue fracciones entre la burguesía –la divide en fracciones según sea el
origen de su capital industrial, comercial, bancario o agrario-, al lumpenproletariado y a
la pequeña burguesía, destacando en esta su posición política ambivalente entre las dos
clases dominantes del modo de producción capitalista.

Ninguna de estas fracciones de clase actúa aisladamente en el escenario político
sino que acuña el concepto de alianzas de clase para señalar las formas en que las clases
se articulan en el nivel de lo político.

Así va realizando un análisis pormenorizado sobre la formación de alianzas complejas, basadas en fracciones de clases, sus contradicciones internas y las formas ideológicas en que aparecen esos intereses en cada uno de los momentos coyunturales de los sucesos revolucionarios que prosiguen a la Francia del 48´.

Es a partir de lo expuesto en este pequeño libro desde donde podemos empezar a
pensar la autonomía relativa de cada uno de los niveles –económico, político, ideológico, jurídico, etc.-. En función de esto se podrá entender a las clases como constituidas en forma compleja e “independiente” en cada una de las estructuras regionales de una formación social concreta13.

También, en este texto al referirse a la situación de los campesinos parcelarios, realiza una de las afirmaciones a las que más suelen apelar las interpretaciones más hegelianizadas dentro del marxismo.
“En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de
existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura, de otras
clases, y las oponen a éstas de un modo hostil, aquellas forman una clase. Por cuanto
existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad
de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y
ninguna organización política, no forman una clase14”

En 1859 Marx escribe la Contribución a la crítica de la economía política, de su
célebre prólogo pueden deducirse dos concepciones diferentes respecto al desarrollo de
la conciencia de clase según se haga énfasis en una u otra parte del escrito: puede
deducirse que cada clase desarrolla su propia conciencia dependiendo de sus
condiciones materiales de vida o puede extraerse la conclusión de que la clase
dominante tiene la capacidad de generar una ideología dominante, o sea impone a la
clase oprimida opiniones que entran en contradicción con los intereses objetivos que se
desprenden de su situación de clase, de lo que resulta que los miembros de la misma
posean una “falsa conciencia”15.

Es en El Capital, libro en donde en sus tres tomos publicados con años de distancia Marx expone su concepción última sobre el funcionamiento y dinámica de la sociedad capitalista, luego de una vida dedicada al estudio de la misma, donde se pueden encontrar pasajes sumamente interesantes sobre el tema de las clases.

Es en esta obra donde Marx señala que la clase burguesa sólo puede existir a partir de la explotación que ejerce sobre la clase obrera a través de la extracción de plusvalía. El plusvalor se añade al producto durante el proceso productivo dando origen a un excedente del que se apodera el dueño de los medios de producción, el capitalista, o sea la clase burguesa en su conjunto.
13 HALL; Op.Cit.; pág. 62-63.
14 MARX, Karl; El 18 Brumario de Luis Bonaparte; pág. 145.
15 CROMPTON, Rosemary; Clase y estratificación; pág. 45.
También reconoce el papel fundante de las clases sociales sobre la existencia
individual; enunciándolo de la siguiente forma:
“Al igual que todos los anteriores, el proceso capitalista de producción ocurre bajo
condiciones materiales definidas, las que, sin embargo, son simultáneamente
portadoras de relaciones sociales precisas a las que se sujetan los individuos en el
proceso de producción de su vida16[…].”

He de aquí que comprobamos nuevamente cómo son las relaciones sociales, las relaciones de producción, la base para formular una teoría marxista de las clases.

Relaciones de producción que determinan lugares objetivos en el proceso de producción
y que condicionan la vida general de los distintos agentes sociales que conforman la
sociedad.

Contrariamente a la simplificación del desarrollo capitalista que realiza en algunos pasajes del Manifiesto Comunista, en El Capital avizora la expansión de nuevas
clases intermedias resultado de la creciente centralización y concentración del capital
que fomenta la creciente división del trabajo al interior de la fábrica; dando origen a una
especie particular de asalariados que se encargan del trabajo de reparación y de
vigilancia en la gran industria. Técnicos, supervisores, capataces, jefes, toda una serie
de profesiones que contribuyen a la diversificación y extensión de las clases
intermedias17; aunque Marx reconoce que son asalariados al servicio del capital nunca
dice claramente si es correcto incluirlos en la clase obrera o en la pequeña burguesía.

Por otra parte la mecanización del proceso de trabajo trae con ello la reducción de las capacidades diferenciales que son necesarias para realizar cada tipo de trabajo; esas capacidades que en la época del artesanado eran propiedad del productor directo ahora son de la máquina produciéndose una tendencia hacia la igualación y la reducción de las capacidades necesarias para todo tipo de trabajo a un mismo nivel.

16 MARX, Karl; El Capital. Tomo III; págs. 818- 819.
17 HALL; Op.Cit.; págs. 35-36.

Desarrollo contradictorio: por un lado diversificación de las capas asalariadas, pero por otro lado homogeneización del propio proletariado. Tanto la masificación
como la simplificación del trabajo contribuyen a la cohesión y al surgimiento de una
conciencia de clase unificada en el proletariado pero a su vez las divisiones internas
entre trabajadores calificados y no calificados, la extensión de toda una serie de ocupaciones intermedias que se encuentran al servicio del capital son tendencias que se
levantan como obstáculos para la organización conjunta del proletariado frente al
capital.

Así vemos cómo El Capital supone que la lógica de desarrollo del modo de producción capitalista es compleja y contradictoria; teniendo iguales características la estructura de clases que de él se desprende.

En relación al controversial último capítulo del Tomo III de El Capital, en él Marx supone la existencia de tres clases –capitalistas, obreros y terratenientes- en el
capitalismo.

A diferencia de otros textos aquí parecería que supone la existencia de tres en vez de dos clases al nivel de modo de producción. Esta confusión se genera a partir del carácter inconcluso de este último capítulo aunque todo parece indicar que se está refiriendo a la situación que es característica de la formación social de la Inglaterra de la época, o sea realizando un análisis de menor nivel de abstracción.

En cuanto a la cuestión de en base a qué criterios define y supone la existencia de estas tres clases en los párrafos posteriores expresa:
“Es, a primera vista, la identidad de sus rentas y fuentes de renta. Trátase de tres grandes grupos sociales cuyos componentes, los individuos que los forman, viven respectivamente de un salario, de la ganancia o de la renta del suelo, es decir, de la explotación de su fuerza de trabajo, de su capital o de su propiedad territorial.18”

Sólo unas líneas más y el escrito se ve interrumpido. Por ello, no hay que verlo como la opinión definitiva de Marx respecto a la cuestión sino sólo como una primera aproximación que a todas luces, dada la forma de exposición del propio Marx, de ninguna forma serían sus conclusiones definitivas sobre el tema.

18 MARX; El Capital. Tomo III; pág. 889.

Ahora se repasarán las dos últimas obras de Marx en donde realiza algunas aportaciones importantes a la problemática; primero La Guerra Civil en Francia de 1871, texto cuyos avances conceptuales son elaborados en función de las enseñanzas revolucionarias y del análisis de la experiencia de la Comuna de París. Aquí es donde reconoce abiertamente la necesidad de que la clase obrera se constituya en partido, o sea la necesidad de un movimiento político como medio para la emancipación del proletariado; de esta forma se cierra la puerta al análisis “espontaneísta” sobre la génesis y desarrollo de la conciencia de clase del proletariado.

En La Crítica del Programa de Gotha (1875) reafirma lo postulado en La Guerra Civil en Francia señalando la imposibilidad de la desaparición inmediata del estado y de las clases sociales una vez que el proletariado se alce con el poder. En contraposición al “voluntarismo” anarquista y al “reformismo” socialdemócrata indica que es necesaria una fase de transición que abarcará toda una época histórica a la que denomina “dictadura del proletariado”; en esta etapa el proletariado impone sus instituciones al resto de las clases (en especial a la burguesía) cuyos restos y supervivencias ideológicas no han dejado de existir, con el objetivo final de alcanzar al final del proceso histórico las condiciones para que sea posible el modo de producción comunista, o sea una sociedad sin clases y sin explotación.

1.2 Conceptos elementales de las teorías marxistas de las clases

Más allá de las divergencias entre los distintos autores marxistas que se han referido a las clases sociales se buscará exponer y llenar de contenido una serie de conceptos y nociones a las que los mismos se han referido en sus textos. Sin suponer que no existan distintas interpretaciones de estos conceptos, se intentarán exponer a grandes rasgos – sin caer en matices- con el objetivo de facilitar la lectura y otorgar las herramientas necesarias para alcanzar la comprensión de las obras de los autores que se estudiarán en los capítulos posteriores.

Para poder alcanzar una comprensión profunda de las distintas teorías marxistas de las clases sociales debemos comenzar por definir los términos implicados en ellas. No se podrá entender de qué se habla cuando nos referimos a las clases sociales si antes no se aclara el contenido de conceptos como modo de producción, relaciones de producción, conciencia de clase, estructura de clases o posición de clase.

Para el marxismo la función principal de una organización social es la satisfacción de las necesidades primarias del individuo, o sea sus necesidades de alimentación, vivienda y vestimenta. Las formas sociales por las que el individuo consigue estos bienes, tienen un papel esencial para comprender los fundamentos últimos sobre los que se asienta cualquier sociedad. A estas formas sociales el marxismo las denomina modos de producción19.

El modo de producción es así un concepto teórico, que nos permite pensar el todo social como una combinación específica de diferentes estructuras y prácticas –económicas, políticas, ideológicas, etc.- cuyo objetivo final es lograr la producción y reproducción de la vida material de una sociedad, articulación compleja donde la instancia económica es la determinante en última instancia20.

Esta infraestructura económica se compone por cuatro instancias: producción,
circulación, intercambio y distribución siendo la producción la determinante por sobre
las demás.

Es así que de acuerdo con lo anteriormente enunciado en el marxismo la estructura económica está determinada por el proceso de producción, estando dicho proceso compuesto por dos elementos básicos: el proceso de trabajo que es la actividad
transformadora que el hombre realiza sobre la naturaleza para convertir sus objetos en
valores de uso, actividad en la cual el hombre se vale no sólo de su propia fuerza de
trabajo sino también de la ayuda de instrumentos de producción por él elaborados; y por
las relaciones de producción que son las relaciones que los hombres establecen entre sí
al efectuar el proceso de trabajo, estas relaciones pueden ser relaciones de colaboración
o de explotación21. Veamos las palabras de Marx que son esclarecedoras en lo que
concierne a este punto:

“En la producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que
actúan también los unos sobre los otros […] Para producir, los hombres contraen
determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es como se relacionan con la naturaleza y como se efectúa la
producción22”

19 ALONSO ANTOLIN, María Cruz y otros; Clases sociales ¿Discurso publicitario?; pág. 60.
20 DUEK, María Celia; Teoría marxista y teorías funcionalistas de las clases sociales; pág.
21 Ibídem; págs. 28-29.

Todos estos procesos descriptos tienen como efecto producir determinadas relaciones sociales que en toda sociedad en donde exista división entre los trabajadores directos y los medios de producción son en última instancia relaciones de clase.

Luego de lo anteriormente explicitado se podrá comprender que el modo de producción es la matriz analítica propia del marxismo, que designa los lugares y espacios en que se distribuyen los agentes y los medios de producción. Cada una de estas posiciones indica funciones y a su vez supone relaciones antagónicas con otras posiciones23.

Complementando lo dicho es necesario aclarar que más allá de la dinámica descrita del proceso de producción, todo modo de producción se caracteriza por ciertas formas superestructurales necesarias para que sea posible la reproducción continua de
las relaciones de producción que lo caracterizan, ya que dicha reproducción jamás se
encuentra totalmente asegurada por el propio proceso de producción. Esto determina
que los agentes sociales ocupen ciertos lugares objetivos independientes de su voluntad
no sólo en las relaciones económicas sino también en las relaciones políticas e ideológicas de un modo de producción.

Por otra parte cada modo de producción propio de una sociedad de clases supone dos grupos sociales antagónicos: los explotados y los explotadores; cuyo antagonismo
esta dado principalmente por el lugar diferente que ocupan en la estructura económica
de un modo de producción, este lugar está determinado fundamentalmente por la
relación de propiedad o no propiedad de los distintos agentes sociales con respecto a
los medios de producción.

Es así que llegamos hasta el modo de producción capitalista de cuya lógica de
funcionamiento emanan dos clases antagónicas: la burguesía que posee la propiedad y
posesión efectiva de todos los medios de producción, y el proletariado que carece de
ellos y se ve obligado a vender su fuerza de trabajo para poder obtener sus medios de
subsistencia.

22 MARX, Karl; Trabajo asalariado y capital; pág. 35.
23 HALL; Op.Cit.; pág. 67.

Pero a su vez estas clases a su interior se dividen en fracciones de clase que son
los subgrupos en que se descompone una clase y que reflejan diferenciaciones
económicas importantes. Por otra parte tenemos grupos de agentes sociales cuya
determinación de clase es objeto de arduo debate entre los diversos autores marxistas,
ya sea porque representan grupos intermedios entre las dos clases antagónicas del modo
de producción como son los técnicos y administradores, o por no estar directamente
ligados a la producción como por ejemplo los agentes sociales relacionadas al
funcionamiento de la superestructura, dígase los profesores, abogados o funcionarios
del estado, etc.

Para condensar la idea general que se desprende de los párrafos anteriores se
podría citar a Marta Harnecker que señala que:
“Las clases sociales son grupos sociales antagónicos en que uno se apropia del trabajo
del otro a causa del lugar diferente que ocupan en la estructura económica de un modo
de producción determinado, lugar que está determinado fundamentalmente por la
forma específica en que se relaciona con los medios de producción.24”

Estos lugares objetivos que los agentes sociales ocupan en el proceso productivo es lo que en la tradición marxista se reconoce como situación de clase.

De tales posiciones objetivas en el modo de producción es desde donde se desprenden determinados intereses. Los intereses espontáneos de clase son los que están motivados por problemas actuales de existencia de una clase (por ejemplo lograr un incremento de salarios ante la creciente inflación) pero no cuestionan al statu quo imperante; quedando inmersos, en gran medida, en la lógica de la ideología de la clase dominante.

Por otro lado tenemos los intereses estratégicos a largo plazo que son los intereses que se desprenden de la situación propia de cada clase en la estructura económica de la sociedad; simplificando la cuestión el interés estratégico de la clase dominante es perpetuar la dominación mientras que el de la clase dominada es destruir el sistema de explotación que la oprime. El marxismo señala a los intereses estratégicos como los “verdaderos” intereses de una clase.

24 HARNECKER, Marta; Los conceptos elementales del materialismo histórico; pág. 168.

El concepto de interés de clase está directamente ligado al concepto de conciencia de clase; la conciencia de clase no es lo que piensan los individuos que comparten una determinada situación de clase. Sino que la conciencia de clase es un dato objetivo y racional, es el conocimiento objetivo de los intereses estratégicos de una clase que se desprenden lógicamente del lugar que la misma ocupa en un modo de producción determinado.

La conciencia de clase no se desarrolla automáticamente del instinto de clase -forma típica, inconsciente de reaccionar de los miembros de una clase ante los hechos sino que resulta necesario que los miembros de las clases explotados sean educados para que aprendan a conocerlos25.

El proletariado por su concentración en grandes fábricas y ciudades ve favorecida la génesis y el desarrollo de su conciencia de clase. Pero por otro lado encuentra un importante obstáculo a su conocimiento transparente en la ideología de la clase dominante que se le impone por diversos medios, aquí es donde el partido revolucionario debe actuar siendo el principal instrumento de la clase obrera para combatirla buscando así que el proletariado se vuelva consciente de sus verdaderos intereses de clase.

El concepto de conciencia de clase se encuentra, a su vez, vinculado al concepto
de acción de clase ya que se supone que mientras mayor sea el grado de conciencia que
se posea sobre el padecimiento de una situación común hay mayores probabilidades de
una acción conjunta organizada destinada a cambiar esas condiciones de existencia, que
en el caso de la clase obrera en último término desembocará en una acción conducente a
la subversión del orden capitalista.

Ya esclarecidos los conceptos principales que remiten al estudio de los distintos
modos de producción, ahora pasaremos a desarrollar una serie de conceptos relacionados con el análisis de las formaciones sociales concretas y de determinadas coyunturas políticas.

Para el marxismo el concepto de estructura de clases es esencial para el análisis
de una formación social concreta, ya que estructura social es el concepto que da cuenta
de la articulación de distintas clases y fracciones de clases en una formación social. A este nivel ya no encontramos sólo dos clases antagónicas sino que existen numerosas
clases y fracciones que mantienen relaciones complejas entre sí.

25 Ibídem; págs. 182-183.

Entonces llamamos estructura de clases a la articulación original de las diferentes clases y fracciones en los diferentes niveles (económico, político e ideológico) de una formación social dada26.

Cada formación social concreta es una combinación de una serie de modos de producción “puros” donde uno es dominante sobre los demás, aportando este último la contradicción básica de la cual emanan los principales conflictos económicos, políticos e ideológicos de esa sociedad.

Es así, que en cada estructura de clases se encontrará una clase o fracción dominante que impondrá sus intereses al resto de los sectores sociales como también un modo de producción dominante que subordina y modifica a las clases y fracciones pertenecientes a otros modos de producción.

Del mismo modo, a este nivel podemos reconocer clases de transición que son producto de la desintegración de antiguas relaciones de producción pero que el desarrollo propio de las nuevas relaciones sociales tiende a hacerlas desaparecer.

De esta manera es necesario afirmar que la estructura de clases supone un lugar objetivo de cada una de las clases en el conjunto de las prácticas sociales (económicas, políticas e ideológicas) de una sociedad, siendo esto lo que el marxismo denomina como determinación estructural de clase27.

A esta última es necesario diferenciar de la posición de clase en la coyuntura, por ello para terminar con esta breve disquisición de conceptos señalaremos que la posición de clase es la posición política que adopta una clase en su conjunto ante determinada coyuntura política. Este concepto es necesario ya que los miembros de una clase no por ser parte de esta adoptarán siempre actitudes políticas consecuentes con su situación objetiva de clase en cada una de las coyunturas políticas.

Con esta exposición se habrá buscado compensar las divergencias conceptuales existentes al interior de la sociología crítica; obteniéndose así un marco conceptual que contemplando y teniendo en cuenta las nociones propias desarrolladas por cada autor, sirva de guía para comparar a los distintos teóricos marxistas ateniéndose a una serie de criterios comunes que sirvan como punto de referencia para la comparación.

26 DUEK; Op.Cit.; pág. 41.
27 Ibídem; pág. 49.

Capital simbólico y clases sociales

Capital simbólico y clases sociales
Bourdieu, Pierre.

Es uno de los principales sociólogos y antropólogos contemporáneos, autor entre otros muchos de libros como El oficio del sociólogo (en colaboración con J.C Chamboredon y J:C Passeron), La distinción, El sentido práctico, La reproducción. Elementos para una teoría de la enseñanza, etc. Director de la revista Actes de la recherche en sciences sociales y de numerosos trabajos colectivos de investigación, como el publicado bajo el título La misère du monde, así como de incisivas denuncias contra las manipulaciones mediáticas, se destaca también por su militante solidaridad con las luchas de los trabajadores y, más recientemente, ante la guerra en los Balkanes, por una clara postura de condena tanto a la agresión de la NATO como la “limpieza étnica” lanzada contra los kosovares por el régimen de Milosevic.
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Introducción

En esta breve pero densa pieza, escrita para un número especial del journal L’Arc dedicado al historiador medieval Georges Duby (cuya gigantesca obra Bourdieu admiraba y se basaba por su escrupulosa genealogía de la estructura mental y social de la tríada feudal de caballero, cura y campesino1), Bourdieu resume y clarifica la tesis central de La distinción en el momento en que estaba completando su libro. Este artículo es valorable por (1) exponer directamente la concepción de Bourdieu de la “doble objetividad” del mundo social y resaltar la constitución recursiva de estructuras sociales y mentales; (2) acentuar la capacidad performativa de las formas simbólicas y sus múltiples niveles de implicación en luchas sociales sobre y a través de las divisiones sociales; (3) sugerir paralelismos seductores y diferencias obstinadas entre el “estructuralismo genético” de Bourdieu y tanto la visión literaria de Marcel Proust como la microsociología marginalista de Erving Goffman –dos de sus favoritos “pares antagonistas”. En resumen, este artículo ilumina cómo Bourdieu mezcló el materialismo sensual de Marx, las enseñanzas sobre clasificación de Durkheim (extendidas por Cassirer), y las ideas de Weber sobre jerarquías de honor en un modelo sociológico de clase totalmente propio.

Loïc Wacquant
Noviembre de 2012

Ser noble es desaprovechar; es una obligación de aparecer; es estar sentenciado, bajo pena de degradación, al lujo y al gasto. Incluso hasta diría que esta tendencia a la prodigalidad se afirmó a sí misma a comienzos del siglo XIII como una reacción al ascenso social de los nuevos ricos. Para distinguirte de los canallas, debes desclasarlos mostrando que eres más generoso que ellos. El testimonio de la literatura es conclusivo en este punto: ¿qué opone al caballero del advenedizo? El último es tacaño, mientras que el primero es noble porque gasta todo lo que tiene, alegremente, y porque se está ahogando en deuda.
1. Georges Duby, Hommes et structures du Moyen Âge, 1973.

Cualquier emprendimiento científico de clasificación debe tener en cuenta el hecho de que los agentes sociales aparecen objetivamente caracterizados por dos órdenes diferentes de propiedades: por un lado, por propiedades materiales que, empezando con el cuerpo, pueden ser numeradas y medidas como cualquier otro objeto del mundo físico; y, por el otro lado, por propiedades simbólicas que están fijadas a través de una relación con sujetos capaces de percibirlas y evaluarlas y que demandan ser aprovechadas de acuerdo con su lógica específica. Esto implica que la realidad social es apta para dos lecturas diferentes: por un lado, aquellos que se arman con un uso objetivista de estadísticas para establecer distribuciones (en el sentido estadístico y también económico), esto es, expresiones cuantificadas de la asignación de una cantidad definida de energía social, captadas a través de “indicadores objetivos” (es decir, propiedades materiales), entre un gran número de individuos competitivos; y, por otro lado, aquellos que se esfuerzan para descifrar significados y descubrir las operaciones cognitivas a través de las cuales los agentes las producen y descifran.

El primer enfoque intenta capturar una “realidad” objetiva casi inaccesible para la experiencia común y para traer a la luz “leyes”, esto es, relaciones significantes –significantes en el sentido de no-aleatorias– entre distribuciones. El segundo enfoque no toma como su objeto la “realidad” misma, sino las representaciones que los agentes forman de ella y de la completa “realidad” de un mundo social concebido, a la manera de los filósofos idealistas, como “deseo y representación”. El primero, que reconoce la existencia de una “realidad” social “independiente de la consciencia individual y el deseo”, lógicamente basado en construcciones de la ciencia sobre un quiebre con representaciones mundanas del mundo social (las “pre-nociones” durkheimianas). El último, que reduce la realidad social a la representación que los agentes tienen de ella, lógicamente toma como su objeto el conocimiento primario del mundo social2: un mero account of accounts, como lo expresa Garfinkel, esta “ciencia” que toma como su objeto otra “ciencia”, la que los agentes sociales utilizan en su práctica, no puede más que documentar datos de un mundo social que, al final del análisis, sería nada más que el producto de la mente, esto es, estructuras lingüísticas.

En contraposición con los físicos sociales, la ciencia social no puede ser reducida a un registro de las (usualmente continuas) distribuciones de indicadores materiales de las diferentes especies de capital. Sin siquiera caer en un account of accounts, debe integrar en el conocimiento (académico) del objeto el conocimiento (práctico) que los agentes (los objetos) tienen del objeto. Dicho de otra manera, debe brindar el conocimiento (académico) de la escasez y el conocimiento práctico que los agentes adquieren en la competencia por bienes escasos produciendo divisiones individuales o colectivas que no son menos objetivas que las distribuciones establecidas por las hojas de balance de los físicos sociales.

El problema de la clase social ofrece una oportunidad especialmente propicia para aprehender la oposición entre estas dos perspectivas. De hecho, el aparente antagonismo entre aquellos que buscan probar la existencia de clases y quienes desean negarla; de ese modo revelan concretamente que en las clasificaciones se juega una lucha, esconde una oposición más importante sobre la teoría del conocimiento del mundo social. Los primeros, que, para satisfacer sus propósitos, se aferran al punto de vista de la física social, buscan construir clases sociales sólo como construcciones heurísticas o categorías estadísticas arbitrariamente impuestas por el investigador que así introduce discontinuidad en una realidad continua. Los últimos, buscan fundamentar la existencia de clases sociales en la experiencia de los agentes: procuran establecer que los agentes reconocen la existencia de clases diferenciadas de acuerdo a su prestigio, que pueden asignar individuos a estas clases basadas en un criterio más o menos explícito, y que estos individuos se piensan a sí mismos como miembros de clases.

La oposición entre la teoría Marxista, en la forma estrictamente objetivista que asume frecuentemente, y la teoría Weberiana que distingue entre clases sociales y grupos de status [Stand], definidos como tales por aquellas propiedades simbólicas que conforman el estilo de vida, constituye a su vez otra forma, meramente ficticia, de esta alternativa entre objetivismo y subjetivismo: por definición, los estilos de vida realizan su función de distinción sólo para los sujetos inclinados a reconocerse como tales y la teoría Weberiana de los grupos de status es muy cercana a todas aquellas teorías subjetivistas de clases, tales como la de Warner, que incluye estilos de vida y representaciones subjetivas en la constitución de las divisiones sociales.[3]

Pero el mérito de Max Weber reside en el hecho que, lejos de presentarlas como mutuamente excluyentes, como lo hacen la mayoría de sus comentaristas americanos y en particular sus epígonos, une estas dos concepciones opuestas, poniendo así la cuestión de la doble raíz de la división social, en la objetividad de las diferencias materiales y en la subjetividad de las representaciones. Sin embargo, le da a esta cuestión, y de esa manera la envuelve, una solución ingenuamente realista distinguiendo dos “tipos” de grupos que sólo son dos modos de existencia de cualquier grupo.

La teoría de las clases sociales debe, entonces, trascender la oposición entre teorías objetivistas que identifican clases (sea por sus propósitos de demostrar per absurdum que no existen) con grupos discretos, meras poblaciones que pueden ser numeradas y separadas por límites objetivamente inscriptos en la realidad, y teorías subjetivistas (o, si se prefiere, teorías marginalistas) que reducen el “orden social” a un tipo de clasificación colectiva obtenida por la agregación de clasificaciones individuales o, más precisamente, por las estrategias individuales, clasificadas y clasificantes, en las que los agentes se clasifican a ellos mismos y a otros.

El desafío propuesto por aquellos que utilizan el argumento de la continuidad de distribuciones para negar la existencia de las clases sociales es apuntado hacia aquellos que intentan tomarlo como una apuesta absurda y una estafa. En efecto, no deja opción más que confrontar indefinidamente los recuentos contradictorios de las clases sociales enumeradas en los trabajos de Marx o preguntar las estadísticas que resuelven esta inmensa parva de paradojas de nuevas formas de la paradoja de la “parva de granos” que trae a colocación4, en la mismísima operación donde revela diferencias y nos permite rigurosamente medir su magnitud, borrando las barreras entre ricos y pobres, burguesía y pequeña burguesía, habitantes rurales y urbanos, jóvenes y viejos, residentes de los suburbios y del centro de la ciudad, y demás.
Las trampas cierran despiadadamente sobre aquellos que, en el nombre del marxismo, proclaman hoy, con cara imperturbable, como resultado de la contabilización positivista, que la pequeña burguesía contabiliza “como máximo 4.311.000”. [5]

Los sociólogos de la continuidad, de los cuales la mayoría son “puramente teóricos” –en el mismísimo sentido común que ellos pronuncian no están basados en ninguna validación empírica– ganan en cada turno cambiando la carga de la prueba experimental a sus adversarios. Es suficiente entonces para refutarlos evocando a Pareto, cuya autoridad ellos comúnmente alegan:
uno no puede trazar una línea para separar de manera absoluta al rico del pobre, los propietarios de la tierra o el capital industrial de los trabajadores. Varios autores pretenden trazar desde este hecho la consecuencia que, en nuestra sociedad, uno no puede hablar significativamente de una clase capitalista, ni oponer la burguesía a los trabajadores (Pareto, 1972).

Esto equivale a decir, continúa Pareto, que no existen mayores porque no sabemos a qué edad, o en qué etapa de la vida, comienza la vejez. Reduciendo el mundo social a la representación que algunos forman mediante la representación que otros proveen o, más precisamente, a la agregación de representaciones (mentales) que cada agente se forma de las representaciones (teatrales) que otros le dan, se pasa por alto el hecho de que las clasificaciones subjetivas están basadas en la objetividad de una clasificación que no es reducible a la clasificación colectiva obtenida de resumir clasificaciones individuales: el “orden social” no está formado sobre la base de órdenes individuales, en el sentido de un voto o precio de mercado.[6]

La condición de clase que capturan las estadísticas sociales a través de diferentes indicadores materiales de la posición en la relación de producción o, más precisamente, de las capacidades para la apropiación material de instrumentos de producción material o cultural (capital económico) y de las capacidades para la apropiación simbólica de estos instrumentos (capital cultural), determina, directa o indirectamente, a través de la posición que reciben de clasificaciones colectivas, las representaciones que cada agente forma de su posición y sus estrategias de “presentación de sí mismo” (como dice Goffman), es decir, la escenificación de su posición que él mismo despliega. Esto puede ser mostrado incluso en el más desfavorable de los casos, tanto en el universo de la clase media americana, con sus múltiples y revueltas jerarquías descriptas por el interaccionismo simbólico, como en el imitado caso representado por el mundo del esnobismo y las ferias como describe Marcel Proust.[7]

Estos universos sociales dedicados a estrategias de distinción y pretensión proveen una despareja aproximación al universo por las que el “orden social”, resultante de un tipo constante de creación, sería en cada momento el resultado provisional y continuamente revocable de una lucha de clase reducida a una lucha de clasificación, a una confrontación entre estrategias simbólicas intentando modificar posiciones manipulando las representaciones de posiciones, como aquellas que consisten, por ejemplo, en negar distancias (pareciendo “simples”, haciéndose uno mismo “accesible”) para reconocerlas mejor o, por el contrario, para reconocerlas con ostentación para negarlas (como con una variante del juego de Schmiel descripto por Eric Berne). [8]
Este espacio Berkeliano, donde todas las diferencias podrían ser reducidas al pensamiento de diferencias, donde las únicas distancias serían aquellas que uno “toma” o “abraza”, es el sitio de las estrategias que siempre tiene como su principio la búsqueda de asimilación o desasimilación: pantomima, tratando de identificarse con grupos marcados como superiores porque se reputan como tal, o snob, peleando para distinguirse uno mismo de grupos identificados como inferiores (de acuerdo con la famosa definición, “un snob es una persona que desprecia a todo aquel que no lo desprecia”). Forzar el camino de uno a través de puertas de grupos que están ubicados más alto, más “cerrados”, más “selectos”, para cerrar las propias puertas a más y más gente: ésta es la ley del mundo del “crédito”.

El prestigio de una feria dependerá del rigor de sus exclusiones (uno no puede admitir dentro de su lugar a una persona de poca reputación sin perder la propia reputación) y de la “cualidad” de las personas invitadas, lo que es medido por la cualidad de las ferias que los invitan: los altibajos del mercado de acciones para los valores sociales, recordado por publicaciones socialistas, son medidas por estos dos criterios, esto es, por un universo de matices infinitesimales, que llaman a una mirada crítica. En un universo donde todo es clasificado, y por consiguiente clasificante –los lugares, por ejemplo, donde uno debiera ser visto como restaurantes de moda, competencia de salto a caballo, lecturas públicas, exhibiciones; los shows que uno debiera haber visto, Venecia, Florencia, Bayreuth, el ballet ruso; finalmente los lugares aislados como las ferias y clubes privados– un perfecto máster de clasificaciones (que los árbitros de la elegancia se apresuran a creer pasados de moda ni bien se convierten en lugares demasiado comunes) es indispensable obtener el mayor grito para las inversiones de la propia sociedad y, como mínimo, evitar ser identificado con grupos cuyos valores han caído.

Somos clasificados por nuestros principios de clasificación: no son sólo Odette y Swann, quienes saben cómo nombrar el “nivel de chic” de una cena simplemente leyendo la lista de invitados, sino también Charlus, Madame Verdurin, y el Primer Presidente en vacaciones en Balbec que tienen diferentes clasificaciones, que los clasifican al mismo momento que piensan que son clasificantes. Y esto ocurre infaliblemente porque nada varía más claramente con la posición de uno en las clasificaciones que la propia visión de las clasificaciones.

Sería peligroso, sin embargo, aceptar como es la visión del “mundo” que ofrece Proust, aquella del “pretendiente” que ve el “mundo” como un espacio a ser conquistado, en la manera de Madame Swann cuyas salidas siempre son expediciones riesgosas, comparadas en algún punto con la guerra colonial. Para el valor de individuos y grupos no es una función directa del trabajo de la alta sociedad de los snobs en el grado sugerido por Proust cuando escribe: “Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros”.[9]

El capital simbólico de aquellos que dominan la alta sociedad, Charlus, Bergotte o el Duque de Guermantes, no depende solamente de desdenes y denegaciones, de expresiones de “frescura” o ansias, de marcas de reconocimiento y testimoniales de descrédito, de muestras de respeto o desprecio, en resumen, del juego completo de juzgamiento recíproco. Es cuando la forma sublimada tomada por tan planas realidades objetivas como aquellas registradas por los físicos sociales, castillos o tierra, títulos de propiedad, de nobleza o de aprendizaje superior, que éstas son transfiguradas por la percepción encantada, mistificada y cómplice que define el esnobismo propiamente (o, en un nivel diferente, la pretensión de la pequeña burguesía). Las operaciones de clasificación se refieren no sólo a las claves de juicios colectivos, sino también a las posiciones en distribuciones que dicho juicio colectivo ya narra. Las clasificaciones tienden a abrazar las distribuciones, por lo tanto tienden a reproducirlas. El valor social, como crédito o descrédito, reputación o prestigio, respetabilidad u honorabilidad, no es el producto de las representaciones que los agentes realizan o forman, y el ser social no es meramente un ser-percibido.

Los grupos sociales, y en especial las clases sociales, existen dos veces, por así decirlo, y lo hacen previo a la intervención de la mirada científica misma: existen en la objetividad del primer orden, aquella que es registrada por la distribución de propiedades materiales; y existen en la objetividad de segundo orden, aquella de las clasificaciones contrastadas y las representaciones producidas por agentes sobre la base de un conocimiento práctico de estas distribuciones como las expresadas en los estilos de vida.

Estos dos modos de existencia no son independientes, aun cuando las representaciones disfrutan de una autonomía definida con respecto a las distribuciones: la representación que los agentes forman de su posición en el espacio social (así como la representación de la misma que ellos construyen –en el sentido jerárquico, como en Goffman) es el producto de un sistema de esquemas de percepción y apreciación (habitus) que es él mismo el producto encarnado de una condición definida por una posición definida en distribuciones de propiedades materiales (objetividad I) y de capital simbólico (objetividad II), y que toma en cuenta no sólo las representaciones (que obedecen las mismas leyes) que otros tienen de esta posición y cuya agregación define al capital simbólico (comúnmente designado como prestigio, autoridad, etc.), sino también la posición en distribuciones simbólicamente retraducidas como estilo de vida.

Mientras se rehúsa a garantizar que las diferencias existen sólo porque los agentes creen o hacen creer a otros que existen, nosotros debemos admitir que las diferencias objetivas, inscriptas en propiedades materiales y en los beneficios diferenciales que proveen, son convertidas en distinciones reconocidas en y a través de representaciones que los agentes forman y realizan de ellas. Cualquier diferencia que sea reconocida, aceptada como legítima, funciona por el mismísimo hecho como un capital simbólico proveyendo una prueba de distinción.

El capital simbólico, conjuntamente con las formas de prueba y poder que asegura, existe sólo en la relación entre propiedades distintas y distintivas, como el cuerpo adecuado, lenguaje, vestimenta, muebles interiores (cada uno de los cuales recibe su valor de su posición en el sistema de propiedades correspondientes, siendo este sistema referido objetivamente al sistema de posiciones en distribuciones), y los individuos o grupos dotados con esquemas de percepción y apreciación que los predispone a reconocer (en el doble sentido del término) estas propiedades, esto es, a constituirse en estilos expresivos, transformadas e irreconocibles formas de posiciones en relaciones de fuerza.

No hay una sola práctica de propiedad (en el sentido de objeto apropiado) característica de una manera particular de vida a la que no se le pueda dar un valor distintivo como una función de un principio de pertenencia socialmente determinado y por lo tanto expresa una posición social. La prueba es que el mismo aspecto “físico” o “moral”, por ejemplo, un cuerpo flaco o gordo, una piel oscura o clara, el consumo o rechazo de alcohol, pueden ser dados valores (posicionales) opuestos en la misma sociedad en diferentes épocas o en diferentes sociedades.[10]

Para que una práctica o propiedad funcione como un signo de distinción, es suficiente que sea puesta en relación con una u otra práctica o propiedad entre aquellas que pueden ser prácticamente sustituidas por ella en un universo social dado, y por tanto que pueda ser ubicada nuevamente en el universo simbólico de prácticas y propiedades que, funcionando de acuerdo a la lógica específica de sistemas simbólicos, aquel de la brecha o distancia diferencial, retraduce diferencias económicas en marcas distintivas, signos de distinción, o estigma social.

El símbolo de distinción, arbitrario como el signo lingüístico, recibe las determinaciones que lo hacen aparecer como necesario en la conciencia de agentes sólo desde su inserción en las relaciones de oposición constitutivas del sistema de marcas distintivas que es característica de una formación social dada. Esto explica que, siendo esencialmente racional (la mismísima palabra de distinción lo expresa bien), símbolos de distinción, que pueden variar ampliamente dependiendo de las capas sociales a las cuales son opuestos, no obstante son percibidas como los atributos innatos de una “distinción natural”.

Lo que propiamente caracteriza los símbolos de distinción, sean tanto los estilos de hogares como su decoración, o la retórica de un discurso, los “acentos” lingüísticos o el corte y color de una prenda, modales de mesa o disposiciones éticas, reside en el hecho que, dada su función expresiva son, como fueron, doblemente determinadas: están determinadas, primero, por su posición en el sistema de signos distintivos y, segundo, por la relación bi-unívoca de correspondencia que obtiene entre aquel sistema y el sistema de posiciones en la distribución de bienes. Por lo tanto, cada vez que sean tomadas como socialmente pertinentes y legitimadas como una función de un sistema de clasificación, las propiedades acabarán siendo sólo bienes materiales expuestos a entrar en intercambios y a beneficios de rendimiento material para convertirse en expresiones, signos de reconocimiento que signifiquen y adquieran valor a través del conjunto completo de brechas o distancias [écarts] en relación a otras propiedades –o no-propiedades.

Las propiedades encarnadas o cosificadas entonces funcionan como una especie de lenguaje primordial, a través del cual somos hablados más de lo que lo hablamos, a pesar de todas las estrategias de presentación de uno mismo.[11] Cualquier distribución desigual de bienes y servicios tiende por lo tanto a ser percibido como un sistema simbólico, esto es, como un sistema de marcas distintivas: distribuciones, tales como las de automóviles, lugares de residencia, deportes, juegos de mesa, etcétera, son, para la percepción común, demasiados sistemas simbólicos dentro de los cuales cada práctica (o no-práctica) recibe un valor. La suma de estas distribuciones socialmente pertinentes boceta el sistema de estilos de vida, el sistema de distancias diferenciales engendradas por el gusto y apropiadas por el gusto como signos de buen o mal gusto y, por lo mismo, como títulos de nobleza capaces de traer un beneficio o distinción tanto mayores cuando su escasez relativa es más alta o como una marca de infamia.
La teoría objetivista de clases sociales reduce la verdad de las clasificaciones sociales a la verdad objetiva de estas clasificaciones, olvidando inscribir en la definición completa del mundo social la primera verdad contra la cual fue construida (la cual vuelve a exigir una práctica política orientada por esta verdad objetiva, so pretexto de aquellos obstáculos que debe superar continuamente para poder imponer una visión del mundo social conforme a esa teoría). La objetivación científica está completa sólo cuando está también aplicada a la experiencia que la obstaculiza. Y la teoría adecuada es aquella que integra la verdad parcial capturada por el conocimiento objetivista y la verdad específica a la experiencia primaria como el (más o menos permanente y total) error de reconocimiento de esa verdad, esto es, el conocimiento desencantado del mundo social y el conocimiento de reconocimiento como la cognición encantada o mistificada de la cual es el objeto en la experiencia primaria.

El error de reconocimiento de los fundamentos reales de las diferencias de los principios de su perpetuación es lo que hace al hecho que el mundo social no es percibido como el sitio de conflicto o competencia entre grupos dotados con intereses antagónicos sino como un “orden social”. Cada reconocimiento es no reconocimiento: cada tipo de autoridad, y no sólo aquella que se impone a sí misma a través de comandos, sino aquella que es considerada sin tener que ser considerada, aquella que es considerada natural y que está sedimentada en el lenguaje, un comportamiento, modos, un estilo de vida, o incluso en cosas (cetros y coronas, heroínas y trajes en otras épocas, autos lujosos y oficinas espléndidas hoy en día), descansa en una forma de creencia primitiva, más profunda y más imborrable que lo que comúnmente transmitimos por esa palabra.

Un mundo social es un universo de presuposiciones: los juegos y las bases que propone, las jerarquías y las preferencias que impone, en resumen el ensamble de condiciones de adhesión tácitas, es tomado por seguro por aquellos que pertenecen a él y que está cargado de valor en los ojos de aquellos que quieren ser de él, todo esto descansa en el fondo del acuerdo entre las estructuras del mundo social y las categorías de percepción que constituyen la “doxa” o, a decir de Husserl, la proto doxa, una percepción del mundo social natural y dada por sentada.[12]

El objetivismo, que reduce las relaciones sociales a sus verdades objetivas sobre las relaciones de fuerza, olvida que esta verdad puede ser representada por un efecto de mala fe colectiva y de la percepción encantada que las transfigura en relaciones de dominación, autoridad y prestigio legítimas.

Cualquier capital, cualquiera sea la forma que asuma, ejerce una violencia simbólica tan pronto como es reconocido, esto es, mal reconocimiento en su verdad como capital, y se impone como una autoridad pidiendo por reconocimiento. El capital simbólico no sería nada más que otra manera de designar lo que Max Weber llama carisma si él, que sin dudas ha entendido mejor que nadie que la sociología de la religión es un capítulo de la sociología de poder (y no uno menor), atrapado en/maniatado por la lógica de tipologías realistas, no ha hecho del carisma una forma particular de poder en lugar de verlo en una dimensión de ningún poder, esto es, otro nombre para la legitimidad como el producto de reconocimiento o no reconocimiento, o de la creencia (éstas son tan cuasi-sinónimos) “en virtud de qué personas que ejercen autoridad están dotadas de prestigio”. La creencia es definida por el mal reconocimiento del crédito que otorga su objeto y que agrega a los poderes que este objeto tiene sobre él, nobleza, buena voluntad, reputación, notoriedad, prestigio, honor, renombre, o hasta un don, talento, inteligencia, cultura, distinción, gusto –tantas proyecciones de creencia colectiva que la creencia cree que descubre en la naturaleza de sus objetos.

El esnobismo o las pretensiones son las disposiciones de creyentes que están siempre obsesionados por el miedo de una grieta, de un desliz de error de juicio y de cometer un pecado contra el buen gusto e inevitablemente dominados por los poderes trascendentes a los que renuncian por el mero hecho de reconocerlos, arte, cultura, literatura, alta moda u otros fetiches de la alta sociedad,[13] y por los recipientes de estos poderes, aquellos árbitros arbitrarios de la elegancia –diseñadores de moda, pintores, escritores o críticos– meros productos de la creencia social que ejerce un poder real sobre los creyentes, sea el poder para consagrar objetos materiales transfiriendo sobre ellos lo sagrado colectivo o el poder para transformar las representaciones de aquellos que delegan su poder a ellos.

La creencia es una adhesión que ignora que trae a la luz aquello a lo que adhiere; no sabe, o no quiere saber, que todo lo que hace por el encanto intrínseco de su objeto, su carisma, no es más que el producto de incontables operaciones de crédito y descrédito, todos igualmente inconscientes de su verdad, que son realizadas en el mercado de bienes simbólicos y materializadas en símbolos oficialmente reconocidos y garantizados, signos de distinción, formas de consagración, y certifica el carisma como títulos de nobleza o credenciales de escuela, marcas “cosificadas” de respeto recurriendo a formas de respeto, con brillo y ceremonia, cuyo efecto es expresar no sólo la posición social de uno sino también el reconocimiento colectivo que se le ha otorgado por el mero hecho de permitirle hacer una pantalla pública de su importancia.

En contraposición con la pretensión, derivar de una discrepancia entre la importancia que el sujeto se otorga a él mismo y aquella que el grupo le otorga, entre lo que el “se permite a sí mismo” y lo que se le es permitido, entre las pretensiones y ambiciones legítimas, la autoridad legítima asegura y se impone por el sólo hecho de no tener nada más que hacer que existir para imponerse.[14]

Como una operación de alquimia social, la transformación de cualquier especie de capital en capital simbólico, como las posesiones legitimas fundadas sobre la naturaleza de su poseedor, siempre presupone una forma de trabajo, un visible gasto (que no necesita ser visible) de tiempo, dinero y energía, una redistribución que es necesaria para asegurar el reconocimiento de la distribución, en la forma de reconocimiento otorgado por el que recibe al que, estando mejor situado en la distribución, está en una posición para dar, un reconocimiento de no endeudamiento que es también un reconocimiento de valor.[15] El estilo de vida es la principal y, tal vez hoy, la más fundamental de estas manifestaciones simbólicas, vestimenta, muebles o cualquier otra propiedad que, funcionando de acuerdo a la lógica de pertenencia y exclusión, crea diferencias en capital (entendido como la capacidad de apropiarse de bienes escasos y sus beneficios correspondientes) visibles bajo una forma tal que escapan a la brutalidad injustificada del hecho, datum brutum, mera insignificancia o pura violencia, para acceder a esta forma de mal reconocimiento y violencia denegada, que es por lo tanto afirmada y reconocida como legítima, es decir violencia simbólica.[16]
De más decir que el “estilo de vida” y la “estilización de vida” transfiguran las relaciones de fuerza en relaciones de significado, en un sistema de signos que, siendo “definidos”, como dice Hjelmslev, “no positivamente por sus contenidos, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos del sistema”[17], están predispuestos por una especie de armonía preexistente a expresar el propio ranking en las distribuciones: aunque ellos derivan su valor de su posición en un sistema de oposiciones y no son más que lo que otros no son, los estilos de vida –y los grupos que distinguen– parecen no tener otro fundamento más que la disposición natural de sus portadores, como esta distinción que se dice “natural”, aunque –las palabras lo dicen– existe sólo en y a través de sus relaciones de contraposición con otro, disposiciones más “comunes”, esto es, estadísticamente más frecuentes.

Con la distinción natural, el privilegio contiene su propia justificación. La legitimación de la teatralización que siempre acompaña el ejercicio de poder se extiende a todas las prácticas, y especialmente a consumos que no necesitan ser inspirados por la búsqueda de distinción, como la apropiación material y simbólica de trabajos de arte, que parecen tener como único problema las disposiciones de una persona en su singularidad irremplazable. Como los símbolos religiosos para otros modos de dominación, los símbolos del capital cultural, cosificado y encarnado, contribuye a la legitimación de la dominación y el propio arte de vivir de quienes tienen el poder contribuye al poder que lo hace posible en la medida que sus condiciones reales de posibilidad permanezcan ignoradas y como es percibido, no sólo como la manifestación legítima de poder, sino como la justificación de legitimidad.[18] “Los grupos de status” basados en “estilos de vida” no son, como cree Weber, una especie de grupo diferente a las clases, sino clases denegadas, o si uno prefiere, sublimadas y por tanto clases legitimadas.

Bibliografía
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¬¬¬¬–, The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, 2008 [2002].
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Proust, Marcel, Remembrance of Things Past. Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937].
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Trubetzkoy, Nicolai, Principles of Phonology. University of California Press: Berkeley, CA, 1969.
Warner, William Lloyd, Social Class in America: The Evaluation of Status. New York: Harper & Row, 1960.

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Introducción, traducción y comentarios de Loïc Wacquant. [LW version del 10/04/2012, revisado 14/08/2012 – Introduction del 14/11/2012] © Pierre Bourdieu/Loïc Wacquant * A aparecer en Journal of Classical Sociology, primavera de 2013. Traducción de María Luján Veiga.

[1] Véase Georges Duby, The Three Orders: Feudal Society Imagined. University of Chicago: Chicago, 1982 [1978].
[2] Considerando aquí solamente esta forma de física social (representada, por ejemplo, por Durkheim) que coincide con la cibernética social para admitir que realmente sólo puede ser conocida por el desarrollo de instrumentos lógicos de clasificación, no intentamos negar la especial afinidad entre energías sociales y la inclinación positivista para construir clasificaciones tanto como particiones arbitrarias “operacionales” (como las categorías etarias o los estratos de ingresos) o como roturas “objetivas” (delimitadas por las discontinuidades en distribuciones o inflexiones de curvas) que uno únicamente debe registrar. Sólo deseamos acentuar que la alternativa fundamental se opone, no a la “perspectiva cognitiva” y conductista (o cualquier otra forma de análisis social mecanicista), sino a las relaciones hermenéuticas de significado y una mecánica de relaciones de fuerza.
[3] W. Lloyd Warner, Social Class in America: The Evaluation of Status (New York: Harper & Row, 1960).
[4] N de T: La paradoja de una pila es una de varias “Sorite puzzles” formulada por Eubulides de Miletus (350 AC), el estudiante de Sócrates y fundador de la Megarian school of logic. También es conocida como “argumento poco a poco”: ya que un grano de trigo no hace una pila, entonces dos granos tampoco, entonces tampoco lo hacen miles de granos. La premisa es cierta pero la conclusión es falsa dado que la indeterminación afecta los predicados.
[5] N de T: Bourdieu alude aquí al libro de Christian Baudelot, Roger Establet y Jacques Malemort, La petite bourgeoisie en France (Maspéro: París, 1974), en el que los autores, usando una definición estrictamente objetivista de clase basada en la fuente de ingreso propia, desarrollan un esquema contable Bizantino permitiéndoles contabilizar a la pequeña burguesía.
[6] Consideré una expresión particularmente típica de esta marginalidad social, adaptada para su uso de la metáfora: “Cada individuo es responsable por la imagen de comportamiento de sí mismo y diferentes imágenes de otros, para que un hombre sea expresado por completo, los individuos deben amarrar manos en una cadena de ceremonia, cada uno dando diferencialmente con comportamientos apropiados para con el que está a la derecha que será recibido diferencialmente del que está a la izquierda” (Goffman, 1958: 484).
[7] Erving Goffman, The Presentation of Everyday Life (Penguin: New York, 1990, orig. 1958) y Marcel Proust, Remembrance of Things Past (Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937]).
[8] Eric Berne, Games People Play (Ballantine Books: New York, 1964) es un análisis transaccional de la estructura de interacción social y las motivaciones detrás de ellas con la conducción de un psiquiatra.
[9] Marcel Proust, A la recherche du temps perdu, Gallimard: París, (La Pléiade: París, Vol. 1, pág. 19; traducido como Remembrance of Things Past, Vol. 1, Wordsworth: Londres, 2006), y Goffman (“The Nature of Deference and Demeanor,” art. cit.): “El individuo debe confiar en los demás para completar su propia imagen.”
[10] Joseph Gusfield muestra, en un libro verdaderamente hermoso (Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement, University of Illinois Press: Urbana and London, 1968), cómo la abstinencia, que era el símbolo por excelencia de la membresía en la burguesía de la América del siglo XIX, fue progresivamente repudiada, entre los mismos círculos sociales, a favor de un consumo moderado de alcohol que se ha vuelto un elemento de un nuevo, más “relajado”, estilo de vida.
[11] La lengua en sí misma siempre habla, además de lo que dice, de la posición social del hablante (hay incluso momentos donde no transmite nada más), debido a la posición que ocupa –lo que Troubetzkoy llama su “estilo expresivo”– en el sistema de estos estilos [N de T: véase Nicolai Trubetzkoy, Principles of Phonology, University of California Press: Berkeley, CA, 1969, un libro que Bourdieu ha traducido al francés para la serie “Le sens commun” que dirigió en Editions de Minuit].
[12] Véase Edmund Husserl, Ideas Pertaining to a Pure Phenomenology and to a Phenomenological Philosophy. First Book: General Introduction to a Pure Phenomenology (Martinus Nijhoff, The Hague, 1983 [1913]), capítulo 4.
[13] Pierre Bourdieu y Yvette Delsaut, “Le couturier et sa griffe: contribution à une théorie de la magie”. En: Actes de la recherche en sciences sociales 1, no. 1 (Fall, 1975), pp.. 7-36.
[14] Cada agente debe, en cada momento, tener en cuenta el precio que recoge en el mercado de bienes simbólicos y que define a lo que puede acceder (es decir, entre otras cosas, lo que puede aspirar y lo que puede apropiarse legítimamente en un universo donde todos los bienes son en sí mismo jerarquizados). El sentido del valor fiduciario (que en algunos universos, como el campo intelectual o artístico, puede ser la fuente de valor vendida) guía estrategias que, para ser reconocidas, deben estar vinculadas justo al nivel correcto, ni muy alto (pretensión) ni muy bajo (vulgaridad, falta de ambición), y en particular las estrategias de disimilación de y asimilación en otros grupos que pueden, dentro de ciertos límites, jugar con distancias reconocidas. (Mostré en otro lugar cómo el “envejecimiento” del artista es, por un lado, un efecto de incrementar en capital simbólico y de su correspondiente evolución de ambiciones legítimas). Pierre Bourdieu, “The Invention of the Artist’s Life”. En: Yale French Studies 73 ([1975] 1987), pp.. 75-103.
[15] En sociedades precapitalistas, este trabajo de transmutación se impone con especial rigor debido al hecho que la acumulación de capital simbólico es frecuentemente la única forma de acumulación, de hecho y por ley. Generalmente, cuanto más alta la censura de las manifestaciones directas del poder del capital (económico o incluso cultural), más capital debe ser acumulado en la forma de capital simbólico.
[16] Cuanto más débil el grado de familiaridad mutual, las operaciones más comunes de clasificación deben confiar en simbolismos para inferir posición social: en villas o ciudades pequeñas, el juicio social puede basarse en un conocimiento comprensivo de las más determinantes características económicas y sociales. En contraste, en encuentros anónimos y ocasionales de la vida urbana, el estilo y el gusto sin dudas contribuyen en una moda mucho más decisiva para guiar el juzgamiento social y las estrategias desarrolladas en interacciones. En este contraste, ver Pierre Bourdieu, The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, [2002] 2008].
[17] La cita es en realidad de Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique générale (Paillot: París, 1968), pág. 162 (trans. Course In General Linguistics, Mc-Graw Hill: New York, 1965). Esta proposición fue luego más desarrollada por Hjelmslev and the Linguistic Circle of Copenhagen, ver Louis Hjelmslev, Prolegomena to a Theory of Language (University of Wisconsin Press: Madison, [1943] 1961).
[18] Esto implica que el análisis del campo de poder como el sistema de posiciones de poder no puede ser separado del análisis de las propiedades (en los dos sentidos) de los agentes que ocupan esas posiciones y de la contribución que estas propiedades traen a la perpetuación del poder a través de efectos simbólicos que ejercen.

Schafik Handal y el viraje del PCS hacia la lucha armada

Schafik Handal y el viraje del PCS hacia la lucha armada Por Roberto Pineda 3 de junio de 2015
En octubre de 1982 el dirigente revolucionario salvadoreño Schafik Handal, Comandante Simón, realiza un balance de la experiencia militar acumulada como PCS en relación tanto con su concepción sobre la insurrección como en su participación en la Guerra Popular Revolucionaria, iniciada en enero de 1981.

El artículo, se titula “Consideraciones acerca del viraje del Partido Comunista de El Salvador hacia la lucha armada” y aparece en el número 5 de la revista del PCS, Fundamentos y Perspectivas, que esta vez es publicada por el Centro de Comunicaciones Liberación, con sede en Managua, Nicaragua. Se presenta un resumen.

La primera parte trata sobre la condición principal y determinante que impulsó el viraje del Partido hacia la lucha armada: agotamiento objetivo de las posibilidades de la lucha electoral y el viraje de las grandes masas hacia el apoyo a la lucha armada.

Considera que “a partir de 1964, después de las reformas a la Ley Electoral, que permitieron la representación de las minorías en la Asamblea Legislativa, se abrió un período continuado de sucesivas elecciones que duró 13 años. En el comienzo de ese período, la lucha electoral llegó a tener un atractivo fuerte para el pueblo salvadoreño, especialmente después de que diputados de la oposición pudieran llegar a la Asamblea Legislativa y de que una cantidad considerable de Alcaldías y Concejos Municipales pasaron al control de la oposición por medio de las urnas.”
Informa que como PCS “nosotros entramos en 1966 al proceso electoral, ante todo y sobre todo, para impedir que las masas fueran influidas profundamente por la burguesía, y para abrirle espacio en el terreno legal a la divulgación de nuestra línea por la Revolución Democrática Antiimperialista. En 1966-67 postulamos un candidato presidencial junto con otras fuerzas que conformaban –no orgánicamente pero sí de hecho- un frente democrático progresista antiimperialista.”
Explica que “puesto que el PCS había sido condenado a la ilegalidad y la persecución desde 1932, para tomar parte en las elecciones nos cubrimos, por decirlo así, con la legalidad de un partido que tenía un registro antiguo…el Partido Acción Renovadora, PAR, y nos arropamos con su legalidad. Ese partido postuló como candidato presidencial al Dr. Fabio Castillo Figueroa, que hasta ese momento era Rector de la Universidad de El Salvador.”
Agrega que “inmediatamente después de aquellas elecciones presidenciales fue ilegalizado el PAR, pero nuestro Partido apoyándose en la voluntad de las masas congregadas por la campaña electoral reciente, encontró la manera de quedar presente en el terreno de la política legal: no disolvió los comités del PAR que habían sido organizados en todo el país, mantuvo sus locales abiertos, siguió haciendo su trabajo e intentó varias veces legalizar otro partido.” Se refiere al PR9M.
Añade que “ en 1971 llegamos a un acuerdo con los dirigentes de un partido de nuevo registro llamado Unión Democrática Nacionalista (UDN) y volvimos a encontrar una envoltura legal, no solo para nosotros sino para también para algunos grupos y personalidades democráticas. A partir de allí fue posible la creación de la Unión Nacional Opositora (UNO) mediante un pacto político con el Partido Demócrata Cristiano y con el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR).”
Continúa Schafik afirmando que “la formación de la UNO le dio al movimiento electoral popular una enorme envergadura, alcanzó la mayoría ya en febrero de 1972 en su primera participación electoral (las elecciones presidenciales de ese año) pero vino un burdo fraude en el escrutinio de los votos, contestado por un levantamiento fallido de un grupo de militares demócratas (25 de marzo).Se decretó el Estado de Sitio y por medio de la represión fue impuesto por la fuerza el candidato oficial.”
Agrega que “la UNO decidió participar en las elecciones presidenciales de febrero de 1977; la campaña comenzó en los últimos meses de 1976 y esta vez su candidato fue un militar demócrata retirado. La UNO obtuvo una victoria más rotunda que la del año 72 y de nuevo la dictadura manoseó los resultados. Las elecciones de 1977 trajeron en efecto el agotamiento real de las posibilidades del proceso electoral para las masas; es decir para las grandes masas trabajadoras de la ciudad y del campo y amplio sector de las capas medias.”
Sigue explicando que “tras este final del proceso electoral, tras este agotamiento, vino el viraje de las masas en gran escala al apoyo y la incorporación a la lucha armada. Digo el apoyo, porque desde 1970 ya existían algunas organizaciones armadas en el país; una más que las otras había logrado ir conformando un movimiento de masas que ya a la altura de 1977 era grande, pero en general el movimiento armado no era todavía el movimiento que conducía a las grandes masas del pueblo, la UNO seguía siendo el frente tras el cual marchaban las mayorías; fue en febrero de 1977, cuando se agotó el proceso electoral y vino el viraje en gran escala de las amplias masas hacia a lucha armada”
Y puntualiza que “en esas condiciones, la Comisión Política del PCS acordó realizar el viraje del Partido hacia la lucha armada. Esas fueron las condiciones en las que se produce el acuerdo, no durante el VII Congreso en 1979 sino en abril de 1977.”
La segunda parte del documento trata sobre la contradicción entre las grandes exigencias de la decisión del viraje, y las profundas debilidades ideológicas y orgánicas que lo retrasaron por dos valiosos años.
Sostiene que “la Comisión Política adoptó el acuerdo de realizar el viraje en aquel momento, después de los enfrentamientos de febrero y marzo de1977. Al hacerlo así, la Comisión Política estaba aplicando la línea general del Partido, aprobada por sucesivos Congresos, según la cual la toma del poder por la vía armada era la más probable en nuestro país. Sin embargo, no pudimos hacer ese viraje rápidamente; el esfuerzo para realizarlo nos costó dos años, dos años muy valiosos que retrasaron la incorporación práctica del Partido a la lucha armada y afectaron el desarrollo mismo del Partido.”
Reconoce que “tuvimos que enfrentar una serie de obstáculos; las decisiones de Dirección y el apoyo a esas decisiones fue unánime, absolutamente nadie les hizo oposición, todo mundo recibió con entusiasmo lo que se había acordado y a pesar de eso no podíamos hacerlo realidad. Existían causas no conocidas que era necesario descubrir y la Dirección del Partido, desde la segunda mitad de 1978 en el proceso de preparación del VII Congreso, realizó un gran esfuerzo por descubrirlas.”
Amplía que “en el curso de los 11 años de participación electoral, el Partido adquirió ciertos rasgos ideológicos, ciertos hábitos, incluso cierto estilo que retrasaban la posibilidad de un viraje como el que debíamos realizar. Entre estos rasgos ideológicos habían no pocos ingredientes de reformismo.”
Agrega que estos rasgos reformistas “se expresaron principalmente en el abandono durante esos 11 años, de los esfuerzos por parte de la Dirección del trabajo por desarrollar la violencia revolucionaria de las masas y en particular su autodefensa frente a la represión y la construcción de la fuerza armada del Partido. Esta conducta se trató de justificar con el argumento de la “prevención contra las provocaciones.”
Rescata Schafik la experiencia de años anteriores a la participación electoral cuando “el Partido había realizado trabajo en el terreno militar; allá por los años 1961 a 1963 nos empeñamos en un esfuerzo notable por enrumbar hacia la lucha armada. Esa orientación contó con gran apoyo de masas, pero vino luego la corrección: el V Congreso del Partido, realizado en marzo de 1964, le puso fin a aquella línea de preparación para la lucha armada, enarbolando la bandera de que había de promover como prioritaria la “lucha de masas.”
Señala que “la verdad es que después del V Congreso vino un periodo de viraje hacia el economismo y el abandono de la lucha política en todas su formas durante casi cuatro años, hasta el inicio de nuestra participación electoral. Se priorizó casi absolutamente el enfrentamiento de clases en la esfera de las relaciones económicas obrero-patronales, el movimiento sindical pasó a ser el centro principal de nuestra actuación, con breves coyunturas en las que el movimiento por la reforma y la democratización de la Universidad le disputaba la prioridad.”
En la tercera parte se trata sobre los problemas teóricos y las formas prácticas adoptadas por el Partido para la organización de la lucha armada: de las primeras formas de la lucha armada a la construcción y organización de los organismos militares más desarrollados.
Comparte que “a partir del VII Congreso (celebrado en la clandestinidad en abril de 1979) que le dio cima a todo aquel esfuerzo autocritico y crítico y puso en marcha la corrección en el curso de dos años y medio, toda la Comisión Política y más de tres cuartas partes del Comité Central adquirieron un regular grado de conocimientos militares, unidos a una práctica creciente en la conducción de la guerra.”
A la base de este esfuerzo estaba la idea que “la lucha armada es una expresión concreta de la violencia revolucionaria, la violencia revolucionaria es tal cuando es violencia de las masas mismas, dirigida contra los opresores y explotadores y en fin de cuentas, contra todo el sistema de la dominación imperialista sobre el país. La promoción, orientación y organización de la violencia de las masas es un asunto que corresponde al Partido en su conjunto, dese las células hasta la Dirección.”
Agrega que “para cumplir esta tarea el Partido se apoyó ante todo en sus células… Aprendiendo de la experiencia internacional, orientamos a organizar alrededor suyo grupos secretos, eso que nosotros llamamos los GAR (Grupos de Acción Revolucionaria) compuestos por los mejores elementos que se van destacando de las masas, los más resueltos, los más combativos, los más honestos, aunque no estén maduros para ingresar a las filas de nuestro Partido.”
Indica que “la célula organiza en su derredor cuantos GAR pueda dirigir y debe por consiguiente aprender a dirigirlos política y militarmente, para lo cual debe recibir el adiestramiento en el nivel necesario. La célula aprende así a dominar los conocimientos militares y a dirigir política y militarmente sin desnaturalizarse…El desarrollo de los acontecimientos conduce a la necesidad de ascender escalones superiores: surgen unidades guerrilleras y una retaguardia.”
Sobre la retaguardia apunta que “no puede existir si no es protegida por las masas, ni las guerrillas se pueden formar si no reciben el apoyo de las masas. Jamás tendrán suficientes combatiente si las masas no se los dan, no habrá reposición de los que caen si las masas no los aportan; las masas tienen que estar conscientes, convencidos de esta necesidad y estrechamente vinculados a esta tarea.”
Reconoce que “nuestro Partido se incorporó a la lucha armada cuando esta se encontraba en el umbral del despliegue de la guerra propiamente tal y cuando otras organizaciones revolucionarias habían avanzado considerablemente en la construcción de sus fuerzas armadas. A causa de ello tuvimos que andar a pasos largos y no siempre nos fue posible formar a nuestros combatientes siguiendo, uno a uno, los escalones que se han descrito.”
Subraya que “no se trata de que la célula se transforme en unidad del ejército, ya que dejaría de cumplir las tareas partidarias vitales sino de conducirlas a cumplir su papel de vanguardia en la nueva situación, en el nuevo nivel de desarrollo de la lucha de clases. Puede verse con toda claridad, pues, que no hay contradicción entre la lucha de masas y la lucha armada, entre la lucha política y la guerra; todo lo contrario, no puede oponerse una a la otra. En el momento que se oponga una a la otra…estaremos en presencia de la posibilidad de que surjan tendencias aventureras en el Partido.”
La cuarta parte trata sobre la combinación de la lucha armada de las masas y el ejército revolucionario: el ejército surge de las masas, es una organización de masas y mantiene estrechos y sólidos vínculos con ellas.
Subraya que “la autodefensa y las milicias, que es una organización de masas, no se clausura, no se suprime cuando surge el ejército revolucionario; al contrario, debe hacerse más amplia, continuar ensanchándose, porque de ello depende el crecimiento, la selectividad y eficacia del ejército. Esta sería, digamos, la primera forma de incorporación de las masas a la lucha armada.”
“La segunda forma de incorporación es el ejército mismo; nosotros creemos que el Ejército Revolucionario hay que verlo como una organización de masas, no solo hay que ver su aspecto militar, sino también el hecho de que allí se reúne un destacamento avanzado, consciente, de las masas y cuanto más grande es el ejército más adquiere ese carácter de una organización de masas.”
Señala que “las masas ayudan a su ejército y participan activamente en la guerra cumpliendo tareas logísticas diversas: transportación de medios de guerra, adquisición y transportación de otros materiales necesarios, alojamiento temporal de combatientes y cuadros, etc. Estas tareas de información y logística son tareas combativas de las masas no incluidas en las filas del ejército; pero ellas participan también en otras tareas de combate más directas.”
La quinta parte trata sobre la ley de construcción y desarrollo del ejército revolucionario en el curso de la guerra y la construcción de su retaguardia en las condiciones de El Salvador.
Asegura que “en cuento a la modalidad operativa que nosotros adoptamos ante los operativos de limpieza que el enemigo nos lanzaba inicialmente, han estado determinados por dos aspectos estratégicos: el primero de ellos tiene que ver con el hecho de si debemos o no aplicar una táctica operativa de la guerra de posiciones, si debemos a toda costa defender una posición en una etapa de la guerra en la cual el enemigo tiene superioridad sobre las fuerzas revolucionarias.”
Explica que “los grandes cercos enemigos no se derrotaron manteniendo posiciones fijas, sino rompiéndolos, saliéndose de nuestro campamento, que destruyera nuestra infraestructura, sacando junto con nuestras fuerzas a la población que nos apoya, etc. Este último aspecto es una experiencia nuestra poco conocida, que está determinada por las características de nuestro país, por las fuertes vinculaciones de nuestras fuerzas armadas con la población, que son vinculaciones incluso familiares; por la densidad de población del país, por las condiciones geográficas, etc.”
Agrega que “en una primera etapa después que nosotros rompíamos el cerco, lo eludíamos, nos trasladábamos a otro punto, le dábamos la vuelta, le aplicábamos acciones de hostigamiento, lo emboscábamos, etc., entonces el enemigo trasladaba a los periodistas al lugar de los hechos a que constaran como habían “destruido” nuestros campamentos…. inmediatamente que el enemigo terminaba de retirarse, volvíamos a tomar posesión no solo del terreno, sino que retornábamos de nuevo con la población, se reconstruía todo, etc.”
Indica que “en el periodo inicial de la guerra, por las razones ya expuestas, el frente se confunde con la retaguardia, está allí mismo donde está la retaguardia y allí llega el enemigo a imponerle el combate a nuestras tropas y estas no pueden salir a buscarlo lejos, porque al retirarse de su base de apoyo no tienen comida, no tienen información, el territorio está dominado por unidades del enemigo que lo conocen mejor y que las pueden entrampar y aniquilar.”
Concluye que “la construcción de esas bases de apoyo, su ampliación y su multiplicación en el territorio nacional crea las condiciones para pasar a formar grandes unidades, ya no puramente guerrilleras, que pueden realizar una guerra móvil; ese ejército se puede mover de un punto a otro, ir a combatir lejos porque en todas partes donde llega hay comida, hay información, hay abastecimiento de todo tipo, hay sangre nueva de recambio, hay combatientes, etc.”
La sexta parte, trata sobre la organización partidaria en su Fuerza Armada: “El Partido dirige directa, total y absolutamente a su Fuerza Armada.”
Explica que “los combatientes de las FAL no son todos miembros del PCS, la mayoría no lo son y queremos que esta relación se acreciente; pero en cada pelotón hay una célula del Partido que orienta, recluta y contribuye a asegurar la dirección de este sobre su fuerza armada. Ha surgido así una nueva rama del PCS: la organización partidaria en su fuerza armada.”
Aclara que “lo anterior no quiere decir que la célula del Partido es la que dirige al jefe militar en cada nivel de la estructura del ejército. Eso no puede ser puesto que en el ejército hay una disciplina distinta a la del Partido, en el Ejército hay Mando Único, individual y una disciplina vertical que no se puede romper sin afectar la naturaleza misma del ejército y su eficacia; pero no entra en contradicción una cosa con la otra.”
Amplía que “en la estructura de las FAL existen también los Comisarios Políticos a nivel de todas las unidades, de la más pequeña a la más grande. Los Comisarios pertenecen a la estructura militar y no a la del Partido; los Comisarios son miembros del Partido. El Comisario Político se apoya en la actividad de la célula, las células se apoyan en la actividad de los Comisarios y todos ellos aplican la línea y las orientaciones que traza el Partido.”
La séptima parte trata sobre el aspecto estratégico más fundamental de la Guerra Popular Revolucionaria: la combinación de la lucha armada y la lucha política o formas no armadas que se coordinan en el proceso único de la lucha por la revolución.
Enfatiza que “hay zonas donde el enemigo ejerce un fuerte control y allí la lucha no armada de las masas, sin matiz político hasta la lucha política propiamente tal, deben impulsarse prioritariamente, mientras la lucha armada tiene una cuota menor a cargo de unidades secretas de combate urbano; la organización del Partido debe ser muy clandestina y no hacer evidente su vinculación con las organizaciones de masas.”

Pero también hay “zonas donde dominamos nosotros, las masas participan de un modo más abierto, se incorporan a la creación y desarrollo de los órganos emergentes de Poder Popular; una vez destruido el viejo poder en esas áreas, aunque sean pequeñas, surgen tareas que nosotros tenemos que asumir con las masas: tiene que administrarse justicia, tiene que guardarse el orden público (la delincuencia tiende a crecer cuando hay vacío de poder); tiene que atenderse la educación y la cultura de las masas; se tiene que atender la salud pública. Y lo que es decisivo y principal, debe asegurarse la defensa de la zona.”

La octava y última parte trata sobre la dialéctica entre la Guerra Popular Revolucionaria e Insurrección General Armada como Vía Óptima de la Revolución.

Señala que “el movimiento comunista, particularmente el movimiento comunista latinoamericano ha sido insurreccionalista; casi todos los partidos que hemos definido la vía armada como vía de la revolución, hemos identificado esa orientación, con la insurrección armada general. En esto actúa la influencia por lo menos de dos factores: uno es el ejemplo de la Gran Revolución de Octubre…” y otro “como una puerta abierta a la participación de la clase obrera como tal, como clase.”

Aclara que “la proporción de los obreros en los frentes está determinada por el grado de influencia de las organizaciones revolucionarias en la clase obrera, y por otra parte, los obreros revolucionarios son por lo general, cuadros más desarrollados que los que proceden de las filas campesinas y pueden ejercer una influencia muy grande, aunque no sean la mayoría en las unidades militares.”

Sostiene que “en nuestro país el proletariado y los campesinos semi-proletarios son la inmensa mayoría de la población rural y ellos forman también la mayoría de los integrantes de las fuerzas armadas de las cinco organizaciones miembros del FMLN, incluida desde luego las FAL del PCS. Esta es una realidad a la que no puede darse la espalda; en este país se desarrolla nuestra revolución y el papel dirigente del proletariado no puede afianzarse sólo por los obreros de la industria, sino también, y sin falta, con la participación de las masas asalariadas del campo.”

Subraya que “los comunistas no debemos de perder de vista las posibilidades de desatar la insurrección y siempre que las condiciones objetivas se den, nuestro deber es organizarla y encabezarla…Hay casos como el de Nicaragua en el que en el curso del desarrollo de la guerra popular revolucionaria surgieron, y maduraron las condiciones para la insurrección y se combinó la guerra con la insurrección de manera óptima.”

Añade que “este problema debe resolverse en concreta en cada caso, tomando rigurosamente en cuenta las condiciones en que una guerra popular se desarrolla, sin prejuicio ni dogmas de ninguna clase. Hay en efecto casos en que la guerra se desarrolla y llega a la victoria sin que pueda combinarse con la insurrección. Nosotros apuntaríamos como ejemplo la Revolución Cubana, en donde la guerra triunfó sin que hubiera una insurrección armada.”

Apunta que “en El Salvador hay una situación revolucionaria, pero este aspecto suyo, el movimiento ascensional de las masas, entró en mengua, aunque ahora, como ya se dijo, comienza a reponerse. Hubo un momento en el que desde el punto de vista de la plena madurez de las condiciones objetivas, hubiera podido realizarse la insurrección. Esto ocurrió en los primeros meses de 1980, que fue cuando se produjeron las grandes manifestaciones de masas, los puntos pico del movimiento huelguístico de la clase obrera y los trabajadores del Estado en la capital y en las principales ciudades, que se combinaba con el punto pico del movimiento del proletariado agropecuario por reivindicaciones económico.-sociales y políticas.”

Enfatiza que “está claro para nosotros que la guerra popular revolucionaria, que combina la lucha armada con la lucha política y la lucha diplomática, alcanzará la victoria; incluso si no surgiera la posibilidad de desatar la insurrección general la victoria se demoraría, pero sería alcanzada.”

Añade que “después de la experiencia de las elecciones de marzo de 1982 ha habido una reelaboración de todas las organizaciones del FMLN en distintos aspectos tácticos y estratégicos en el terreno militar y lo mismo en distintos otros aspectos de la concepción revolucionaria general y uno de los problemas sometidos a nuevo análisis en cada organización ha sido este del papel de la insurrección.”

Concluye que “toda la lucha por la revolución, vista de conjunto en su función histórica, es un proceso ofensivo en continuo ascenso, y la esencia de este proceso es el desarrollo de la violencia revolucionaria. La violencia revolucionaria ofensiva es el contenido de todos los pasos hacia la revolución, desde las primeras reuniones pequeñas para fundar la vanguardia y las primeras organizaciones de masas bajo la conducción de esta, hasta las grandes acciones para tomar el poder por las fuerza revolucionarias, porque su objetivo es, en fin de cuentas, derribar el poder de los explotadores y el dominio del imperialismo y abrir paso al socialismo.”