Alejandro: el mundo nunca es suficiente. Irene Vallejo. 2020

Alejandría no hay solo una. Un reguero de ciudades con ese nombre señalan la ruta de Alejandro Magno desde Turquía hasta el río Indo. Los distintos idiomas han desfigurado el sonido original, pero a veces se distingue todavía

la lejana melodía. Alejandreta, Iskenderun en turco. Alejandría de Carmania, actual Kermán, en Irán. Alejandría de Margiana, ahora Merv, en Turkmenistán. Alejandría Eschate, que se podría traducir como Alejandría en el Fin del Mundo, hoy Juyand en Tayikistán. Alejandría Bucéfala, la ciudad fundada en recuerdo del caballo que había acompañado a Alejandro desde niño, después llamada Jelapur, en Pakistán. La guerra de Afganistán nos ha familiarizado con otras antiguas Alejandrías: Bagram, Her ̄at, Kandahar.

Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.

El impulso que movía a Alejandro, la razón de su energía desbordante, capaz de lanzarlo a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros, era la sed de fama y de admiración. Creía profundamente en las leyendas de los héroes; es más, vivía y competía con ellos. Tenía un vínculo obsesivo con el personaje de Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega. Lo había elegido de niño, cuando su maestro Aristóteles le enseñó los poemas homéricos, y soñaba con parecerse a él. Sentía la misma admiración apasionada por él que los chicos de hoy en día por sus ídolos deportivos.

Cuentan que Alejandro dormía siempre con su ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada. La imagen nos hace sonreír, pensamos en el chaval que se queda dormido con el álbum de cromos abierto en la cama y sueña que gana un campeonato entre los aullidos enfervorizados del público.

Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas. El historial de sus conquistas, logradas en solo ocho años — Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central, la India—, lo catapulta a la cumbre de las hazañas bélicas. En comparación con él, Aquiles, que se dejó la vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante.

La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió acercarse a un anciano de pelo cano. Al llegar a su lado, el misterioso desconocido recitó unos versos de la Odisea que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el

sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia. La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada.

Le pareció un sitio hermoso. Allí, el desierto de arena tocaba el desierto de agua, dos paisajes solitarios, inmensos, cambiantes, esculpidos por el viento. Él mismo dibujó con harina el trazado exterior en forma de rectángulo casi perfecto, mostrando dónde debería construirse la plaza pública, qué dioses deberían tener templo y por dónde correría el perímetro de la muralla.

Con el tiempo, la pequeña isla de Faro quedaría unida al delta con un largo dique y albergaría una de las siete maravillas del mundo.

Cuando empezaron a construir, Alejandro continuó su viaje, dejando una pequeña población de griegos, de judíos y de pastores que durante mucho tiempo habían vivido en aldeas de los alrededores. Los nativos egipcios, según la lógica colonial de todas las épocas, fueron incorporados como ciudadanos de estatus inferior.

Alejandro no volvería a ver la ciudad. Menos de una década más tarde, regresaría su cadáver. Pero en el año 331 a. C., cuando fundó Alejandría, tenía veinticuatro años y se sentía invencible.

4

Era joven e implacable. De camino a Egipto, había vencido dos veces seguidas al Ejército del Rey de Reyes persa. Se apoderó de Turquía y Siria, declarando que las liberaba del yugo persa. Conquistó la franja de Palestina y Fenicia; todas las ciudades se le rindieron sin ofrecer resistencia, salvo dos: Tiro y Gaza. Cuando cayeron, después de siete meses de asedio, el libertador les aplicó un castigo brutal. Los últimos supervivientes fueron crucificados a lo largo de la costa —una hilera de dos mil cuerpos agonizando junto al mar. Vendieron como esclavos a los niños y las mujeres. Alejandro ordenó atar al gobernador de la torturada Gaza a un carro y arrastrarlo hasta morir, igual que el cuerpo de Héctor en la Ilíada. Seguramente le gustaba pensar que estaba viviendo su propio poema épico y, de vez en cuando, imitaba algún

gesto, algún símbolo, alguna crueldad legendaria.

Otras veces, le parecía más heroico ser generoso con los vencidos.

Cuando capturó a la familia del rey persa Darío, respetó a las mujeres y renunció a usarlas como rehenes. Ordenó que siguieran viviendo sin que las molestaran en sus propios alojamientos, conservando sus vestidos y joyas.

También les permitió enterrar a sus muertos caídos en batalla.

Al entrar en el pabellón de Darío vio oro, plata, alabastro, percibió el olor fragante de la mirra y los aromas, el adorno de alfombras, de mesas y aparadores, una abundancia que no había conocido en la corte provinciana de su Macedonia natal. Comentó a los amigos: «En esto consistía, según parece, reinar». Le presentaron entonces un cofre, el objeto más precioso y excepcional del equipaje de Darío. «¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?», les preguntó a sus hombres. Cada uno hizo sus sugerencias: dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra. Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada, de la que nunca se separaba.

5

Nunca perdió una batalla. Siempre afrontó como uno más, sin privilegios, las penalidades de la campaña. Apenas seis años después de suceder a su padre como rey de Macedonia, a los veinticinco, había derrotado al mayor ejército de su época y se había apoderado de los tesoros del Imperio persa. No era suficiente para él. Avanzó hasta el mar Caspio, atravesó los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán, cruzó los pasos nevados de la cordillera del Hindu Kush, y luego un desierto de arenas movedizas hasta el río Oxus, el actual Amu Daria. Siguió adelante por regiones que ningún griego había pisado antes (Samarcanda y el Punyab). Ya no conseguía victorias brillantes, sino que se desgastaba en una agotadora lucha de guerrillas.

La lengua griega tiene una palabra para describir su obsesión: póthos. Es el deseo de lo ausente o lo inalcanzable, un deseo que hace sufrir porque es imposible de calmar. Nombra el desasosiego de los enamorados no

correspondidos y también la angustia del duelo, cuando añoramos de manera insoportable a una persona muerta. Alejandro no encontraba reposo en sus ansias de ir siempre más allá para escapar al aburrimiento y la mediocridad.

Todavía no había cumplido treinta años y empezaba a temer que el mundo no sería lo suficientemente grande para él. ¿Qué haría si un día se acababan los territorios que conquistar?

Aristóteles le había enseñado que el extremo de la tierra se encontraba al otro lado de las montañas del Hindu Kush, y Alejandro quería llegar hasta el último confín. La idea de ver el borde del mundo le atraía como un imán.

¿Encontraría el gran Océano Exterior del que le habló su maestro? ¿O las aguas del mar caerían en cascada sobre un abismo sin fondo? ¿O el final sería invisible, una niebla espesa y un fundido en blanco?

Pero los hombres de Alejandro, enfermos y malhumorados bajo las lluvias de la estación de los monzones, se negaron a seguir adentrándose en la India. Les habían llegado noticias de un enorme reino indio desconocido más allá del Ganges. El mundo no daba señales de terminar.

Un veterano habló en nombre de todos: a las órdenes de su joven rey, habían recorrido miles de kilómetros, masacrando por el camino al menos a setecientos cincuenta mil asiáticos. Habían tenido que enterrar a sus mejores amigos caídos en combate. Habían soportado hambrunas, fríos glaciales, sed y travesías por el desierto. Muchos habían muerto como perros en las cunetas por enfermedades desconocidas, o habían quedado horriblemente mutilados.

Los pocos que habían sobrevivido ya no tenían las mismas fuerzas que cuando eran jóvenes. Ahora, los caballos cojeaban con las patas doloridas, y los carros de abastecimiento se atascaban en los caminos embarrados por el monzón. Hasta las hebillas de los cinturones estaban corroídas, y las raciones se pudrían a causa de la humedad. Calzaban botas agujereadas hacía años.

Querían volver a casa, acariciar a sus mujeres y abrazar a sus hijos, que apenas les recordarían. Añoraban la tierra donde habían nacido. Si Alejandro

decidía continuar su expedición, que no contase con sus macedonios.

Alejandro se enfureció y, como Aquiles al comienzo de la Ilíada, se retiró a su tienda de campaña entre amenazas. Empezó una lucha psicológica. Al principio, los soldados guardaron silencio, después se atrevieron a abuchear a su rey por haber perdido los estribos. No estaban dispuestos a dejarse humillar después de haberle regalado los mejores años de su vida.

La tensión duró dos días. Después, el formidable ejército dio media vuelta, rumbo a su patria. Alejandro, después de todo, perdió una batalla.

La ciudad de los placeres y de los libros. Irene Vallejo. 2020

La mujer del mercader, joven y aburrida, duerme sola. Hace diez meses que él zarpó de la isla mediterránea de Cos rumbo a Egipto y desde entonces no ha llegado ni una carta desde el país del Nilo. Ella tiene diecisiete años, todavía no ha dado a luz y no soporta la monotonía de la vida apartada en el gineceo, esperando acontecimientos, sin salir de casa para evitar murmuraciones. No hay mucho que hacer. Tiranizar a las esclavas parecía divertido al principio, pero no es suficiente para llenar sus días. Por eso le alegra recibir visitas de otras mujeres. No importa quién llame a la puerta, necesita desesperadamente distraerse para aligerar el peso de plomo de las horas.

Una esclava anuncia la llegada de la anciana Gílide. La mujer del mercader se promete un rato de diversión: su vieja nodriza Gílide es deslenguada y dice obscenidades con mucha gracia.

—¡Mamita Gílide! Hace meses que no vienes a mi casa.

—Sabes que vivo lejos, hija, y tengo ya menos fuerzas que una mosca.

—Bueno bueno —dice la mujer del mercader—, a ti aún te quedan fuerzas para darle un buen achuchón a más de uno.

—¡Búrlate! —contesta Gílide—, pero eso queda para vosotras las jovencitas.

Con una sonrisa maliciosa, con astutos preámbulos, la anciana desembucha por fin lo que ha venido a contar. Un joven fuerte y guapo que ha ganado dos veces el premio de lucha en los Juegos Olímpicos se ha fijado en la mujer del mercader, se muere de deseo y quiere ser su amante.

—No te enfades y escucha su propuesta. Lleva el aguijón de la pasión clavado en la carne. Concédete una alegría con él. ¿Te vas a quedar aquí,

calentando la silla? —pregunta Gílide, tentadora—. Cuando quieras darte cuenta, te habrás hecho vieja y las cenizas se habrán zampado tu lozanía.

—Calla calla…

—¿Y a qué se dedica tu marido en Egipto? No te escribe, te tiene olvidada, y seguro que ya ha mojado los labios en otra copa.

Para vencer la última resistencia de la chica, Gílide describe con labia todo lo que Egipto, y especialmente Alejandría, ofrecen al marido lejano e ingrato: riquezas, el encanto de un clima siempre cálido y sensual, gimnasios, espectáculos, manadas de filósofos, libros, oro, vino, adolescentes y tantas mujeres atractivas como estrellas brillan en el cielo.

He traducido libremente el principio de una breve pieza teatral griega escrita en el siglo III a. C. con un intenso aroma de vida cotidiana. Pequeñas obras como esta seguramente no se representaban, salvo algún tipo de lectura dramatizada. Humorísticas, a veces picarescas, abren ventanas a un mundo proscrito de esclavos azotados y amos crueles, proxenetas, madres al borde de la desesperación a causa de sus hijos adolescentes, o mujeres sexualmente insatisfechas.

Gílide es una de las primeras celestinas de la historia de la literatura, una alcahueta profesional que conoce los secretos del oficio y apunta, sin dudar, al resquicio más frágil de sus víctimas: el miedo universal a envejecer. Sin embargo, a pesar de su talento cruel, Gílide fracasa esta vez. El diálogo acaba con los insultos cariñosos de la chica, que es fiel a su marido ausente, o tal vez no quiere correr los terribles riesgos del adulterio. ¿Se te ha reblandecido la mollera?, le pregunta la mujer del mercader a Gílide, pero, por otra parte, la consuela ofreciéndole un trago de vino.

Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros; la capital del sexo y la palabra.

2

La leyenda de Alejandría no dejó de crecer. Dos siglos después de que se escribiera el diálogo de Gílide y la chica tentada, Alejandría fue el escenario

de uno de los grandes mitos eróticos de todos los tiempos: la historia de amor de Cleopatra y Marco Antonio.

Roma, que para entonces se había convertido en el centro del mayor imperio mediterráneo, era todavía un laberinto de calles tortuosas, oscuras y embarradas cuando Marco Antonio desembarcó por primera vez en Alejandría. De pronto, se vio transportado a una ciudad embriagadora cuyos palacios, templos, amplias avenidas y monumentos irradiaban grandeza. Los romanos se sentían seguros de su poder militar y dueños del futuro, pero no podían competir con la seducción de un pasado dorado y del lujo decadente.

Con una mezcla de excitación, orgullo y cálculos tácticos, el poderoso general y la última reina de Egipto construyeron una alianza política y sexual que escandalizó a los romanos tradicionales. Para mayor provocación, se decía que Marco Antonio iba a trasladar la capital del imperio de Roma a Alejandría. Si la pareja hubiera ganado la guerra por el control del Imperio romano, hoy tal vez los turistas acudiríamos en manadas a Egipto para fotografiarnos en la Ciudad Eterna, con su Coliseo y sus foros.

Al igual que su ciudad, Cleopatra encarna esa peculiar fusión de cultura y sensualidad alejandrina. Dice Plutarco que en realidad Cleopatra no era una gran belleza. La gente no se paraba en seco a mirarla por la calle. Pero a cambio rebosaba atractivo, inteligencia y labia. El timbre de su voz poseía tal dulzura que dejaba clavado un aguijón en todo aquel que la escuchara. Y su lengua, continúa el historiador, se acomodaba al idioma que quisiese como un instrumento musical de muchas cuerdas.

Era capaz de hablar sin intérpretes con etíopes, hebreos, árabes, sirios, medos y partos. Astuta, bien informada, ganó varios asaltos en el combate por el poder dentro y fuera de su país, aunque perdió la batalla decisiva. Su problema es que solo han hablado de ella desde el bando enemigo.

También en esta historia tempestuosa juegan un papel importante los libros. Cuando Marco Antonio se creía a punto de gobernar el mundo, quiso deslumbrar a Cleopatra con un gran regalo. Sabía que el oro, las joyas o los banquetes no conseguirían encender una luz de asombro en los ojos de su

amante, porque se había acostumbrado a derrocharlos a diario. Cierta vez, durante una madrugada alcohólica, en un gesto de provocativa ostentación, ella disolvió en vinagre una perla de tamaño fabuloso y se la bebió. Por eso, Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca.

En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones.

Dos escritores muertos durante el siglo XX se han convertido en nuestros guías por los entresijos de la ciudad, añadiendo capas de pátina al mito de Alejandría. Constantino Cavafis era un oscuro funcionario de origen griego que trabajó, sin ascender nunca, para la Administración británica en Egipto, en la sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas. Por las noches se sumergía en un mundo de placeres, gentes cosmopolitas y mala vida internacional. Conocía como la palma de su mano el dédalo de burdeles alejandrinos, único refugio para su homosexualidad «prohibida y severamente despreciada por todos», como él mismo escribió. Cavafis era un lector apasionado de los clásicos y poeta casi en secreto.

En sus poemas hoy más conocidos reviven los personajes reales y ficticios que poblaban Ítaca, Troya, Atenas o Bizancio. En apariencia más personales, otros poemas escarban, entre la ironía y el desgarro, en su propia experiencia de madurez: la nostalgia de su juventud, el aprendizaje del placer o la angustia por el paso del tiempo.

La diferenciación temática es en realidad artificial. El pasado leído e imaginado emocionaba a Cavafis tanto como sus recuerdos. Cuando merodeaba por Alejandría, veía la ciudad ausente latir bajo la ciudad real. Aunque la Gran Biblioteca había desaparecido, sus ecos, susurros y bisbiseos seguían vibrando en la atmósfera. Para Cavafis, aquella gran comunidad de fantasmas volvía habitables las frías calles por donde rondan, solitarios y atormentados, los vivos.

Los personajes de El cuarteto de Alejandría, Justine, Darley y sobre todo Balthazar, que dice haberlo conocido, recuerdan constantemente a Cavafis, «el viejo poeta de la ciudad». A su vez, las cuatro novelas de Lawrence

Durrell, uno de esos ingleses asfixiados por el puritanismo y el clima de su país, amplían la resonancia erótica y literaria del mito alejandrino. Durrell conoció la ciudad en los años turbulentos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto estaba ocupado por tropas británicas y era un nido de espionaje, conspiraciones y, como siempre, placeres. Nadie ha descrito con más precisión los colores y las sensaciones físicas que despertaba Alejandría.

El silencio aplastante y el cielo alto del verano. Los días calcinados. El luminoso azul del mar, las escolleras, la ribera amarilla. En el interior, el lago Mareotis, que a veces aparece borroso como un espejismo. Entre las aguas del puerto y del lago, calles innumerables donde se arremolinan el polvo, los mendigos y las moscas. Palmeras, hoteles lujosos, hachís, embriaguez. El aire seco cargado de electricidad. Atardeceres de color limón y violeta. Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta. En Alejandría, escribe Durrell, la carne despierta y siente los barrotes de la prisión.

La Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. En la última novela del Cuarteto, Clea describe un melancólico paisaje. Los tanques varados en las playas como esqueletos de dinosaurios, los grandes cañones como árboles caídos de un bosque petrificado, los beduinos extraviados entre las minas explosivas. La ciudad, que siempre fue perversa, ahora parece un enormeorinal público —concluye—. Lawrence Durrell nunca volvió a Alejandría después de 1952. Las milenarias comunidades judía y griega huyeron después de la guerra del canal de Suez, el fin de una época en el Medio Oriente.

Viajeros que regresan de la ciudad me cuentan que la ciudad cosmopolita y sensual ha emigrado a la memoria de los libros.

No estamos ante el fin de la globalización. Talha Khan. 2022

¿Estamos asistiendo al final de la globalización o es demasiado exagerado hablar de su posible decadencia?

Ideas principales

En nuestra opinión, y aunque se enfrenta a numerosas dificultades, no estamos ante el fin de la globalización.

    A pesar de los cambios que se están produciendo en el proceso de globalización, muchas compañías de todo el mundo continúan generando gran parte de sus ingresos y beneficios fuera de su mercado nacional.

    Las consecuencias de la evolución de la globalización en la inversión podrían tardar varios años en materializarse, lo que pone de manifiesto la importancia de invertir con una perspectiva a largo plazo.

Talha: La globalización es el proceso de creciente interdependencia entre las economías mundiales, expresada a través de los flujos financieros, migratorios, de comercio transfronterizo y de información. En términos históricos, la globalización ha tenido sus altibajos, pero en general ha mostrado una tendencia alcista.

La Revolución Industrial, las mejoras en el transporte de mercancías y la revolución global de internet han respaldado esta tendencia de globalización, mayoritariamente positiva. La velocidad a la que se distribuyen los productos y se transmiten las ideas también ha aumentado, mientras que la curva de costes ha disminuido, lo que ha llevado a un aumento de la eficiencia y a un crecimiento económico generalizado.

Es evidente que las guerras y los conflictos no favorecen la globalización, sobre todo si los riesgos se extienden y comienzan a afectar a las cadenas de suministro. Echando la vista atrás, el orden internacional que se estableció tras la Segunda Guerra Mundial favoreció enormemente la globalización y las medidas de reconstrucción posteriores a la guerra tuvieron una gran importancia en este sentido.

Más adelante, el proceso de integración europea, que comenzó con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en la década de 1950 y que acabó convirtiéndose en la Unión Europea, ofreció también un gran impulso a la integración del sistema económico mundial.

Tras la caída del Muro de Berlín, se vivió un periodo que podríamos llamar de «hiperglobalización», en el que el fin del telón de acero que afectaba a Rusia y otros países bajo su control coincidió con la integración de China y otras economías emergentes en la cadena de valor mundial. El resultado fue un periodo de relativa paz y estabilidad geopolítica.

Esta fase de «hiperglobalización» alcanzó su punto álgido antes de la crisis financiera mundial y ha ido retrocediendo desde entonces, algo que podemos ver en los términos de intercambio, el producto interior bruto mundial y los flujos financieros, que no han recuperado los máximos que registraron en 2007.

Por otro lado, tras la crisis financiera mundial comenzaron a ganar protagonismo en varios países las corrientes políticas más nacionalistas y populistas, lo que también afectó a la globalización. Esta crisis financiera se convirtió en el primer choque sistémico que logró provocar una gran perturbación, pero la pandemia de COVID-19 y ahora la guerra de Ucrania han provocado nuevas crisis que han cuestionado aún más la importancia de los mercados globales frente a la seguridad nacional.

El actual periodo de la globalización se enfrenta a numerosas dificultades, pero eso no significa que nos encontremos ante el fin del proceso. En mi opinión, lo más probable es que en los próximos años asistamos a una reconfiguración de la globalización. La pandemia y la guerra han hecho que los países se replanteen la durabilidad de sus cadenas de suministro.

Hay una tendencia creciente hacia la localización o regionalización que disminuye algunos de los riesgos asociados a la dependencia de un país o una región como fuente de producción.

Es importante reconocer que la respuesta a la pandemia, sobre todo en lo que se refiere al desarrollo de las vacunas, puso de manifiesto las ventajas prácticas de la globalización.

La comunidad internacional de científicos que trabajó a una velocidad vertiginosa para desarrollar una vacuna no habría sido posible si no hubiera sido por la globalización, las ideas y la ciencia.

Ulrica o El enamorado y la muerte. A propósito de un cuento de Jorge Luis Borges. Ana María Hurtado

Acercarse con el deseo de aprehender  la cosmogonía borgiana podría tener el carácter de una desmesura, si no se tiene en cuenta que la obra de Borges es incesante, inagotable y, lejos de ser un corpus unitario y compacto, tiene el carácter que él mismo señala en los fragmentos de un Evangelio Apócrifo: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”.

Como el propio universo, su obra tiene agujeros negros, estrellas novas, bucles cuánticos y toda una fina red en expansión, de tal manera que al sumergirnos en alguno de estos mundos circulares que se vuelven sobre sí, tendremos que tener presente esta cualidad cambiante donde la arena misma es el devenir de la piedra, y viceversa.

El viaje a través de estos mundos tiene el encanto de esas tareas imposibles de realizar por completo, que dejan cabos sueltos y cuyo destino es siempre impreciso. Bajo esta premisa, y hablando de arena, intentaré tomar un hilo de este laberinto, que me lleve precisamente al Libro de Arena, publicado en 1975, y que contiene un cuento singular: “Ulrica», del cual el mismo Borges dijera poco antes de morir que era su cuento preferido.

De este cuento, que también se ha convertido en mi preferido, surgen varios hilos que me llevan por igual a un hombre asediado por las mitologías del amor, a las espadas del “áspero Norte», a una misteriosa mujer nórdica y al final, a una lápida en el cementerio de Plainpalais en Ginebra.

Una de sus singularidades es que se trata del único cuento explícito de amor de Borges, escrito en la última etapa de su vida, y en el cual la figura femenina adquiere una relevancia que no se manifiesta en otros relatos. Aceptando la premisa de que Borges puede “hablar de sí mismo y habla en realidad de otro, e inversamente», tal como afirma Guillermo Sucre (Borges, el poeta. 1968), y que toda literatura es autobiográfica, como habría afirmado el mismo Borges, en El tamaño de mi Esperanza (1926):

“Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él […] toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico“.

Sin embargo, no deberíamos literalizar, como algunos hacen, afirmando que el cuento se refiere a una amiga nórdica (Ulrike von Külhman) con quien se carteaba y a quien en algún momento  prometió escribirle un cuento. Si bien algunas coordenadas nos llevan a ella, el cuento sobrepasa en mucho cualquier aproximación a una mujer concreta, incluso a la misma María Kodama, quien se adjudicaba el apelativo de Ulrica.

Tal es la riqueza de significados de este texto caleidoscópico donde cada quien mira algo distinto, dado que en él conviven en clave simbólica elementos biográficos, míticos, cabalísticos, alquímicos, herméticos, neoplatónicos y de psicología profunda.

No obstante, debemos tener en cuenta que Borges, permanente explorador de estas vastedades, es también habitante de un universo lúdico, donde el niño solitario de Palermo permanece jugando a las escondidas y a múltiples  acertijos.

Tanto se ha escrito de Borges y de este cuento, que extenderme sería caer en reiteraciones; intentaré, no obstante, explorar una visión “nueva” –si es que eso puede existir– centrándome en ese Borges hombre que habitó entre nosotros y que muchas veces rozó la ficción, convirtiéndose a sí mismo en un personaje.

Sin embargo, si seguimos al autor sabemos que los límites entre realidad y ficción son cambiantes y aleatorios, y que un hombre puede a la vez ser muchos hombres. Coincido con Guillermo Sucre cuando afirma que el Borges narrador «no procede por combinaciones aleatorias de elementos reales, sino más bien como el poeta, por exploración exacta y completa de elementos virtuales».

Del breve amor

El texto relata una breve historia de amor ocurrida en la ciudad de York entre un profesor colombiano, Javier Otárola, y una misteriosa noruega llamada Ulrica. Ambos se hallan de paso, con caminos divergentes. Javier, quien se enamora inmediatamente de Ulrica, narra en primera persona las particularidades del encuentro  que culmina en un acto de amor físico, que bien pudiera configurar un poema o un sueño.

El cuento transcurre en una atmósfera casi fantasmal y onírica, donde pareciera  que el lector  es incitado a completar la fantasía, a  emprender –como lo hacen los protagonistas- un viaje colmado de claves por descifrar.

La primera clave es el propio epígrafe extraído de unos versos de la Völsunga saga (saga islandesa del siglo XIII), citado por Borges en el libro Literaturas Germánicas Medievales (1951):

«Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert».

Y cuya traducción sería: «Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos».

El epígrafe hace referencia a un episodio de la  historia de Sigurd y Brynhild, en el cual dos amantes estando en un mismo lecho se hallan separados por una espada, de tal manera que no puedan consumar un amor que ostenta cierto tinte incestuoso (Brynhild es la esposa del hermano de Sigurd).

No obstante, más adelante terminarán unidos en la muerte por un destino trágico. El símbolo de esta imposibilidad es la espada de Sigurd que los separa en el lecho, pero que desaparecerá en la tumba.

Es ampliamente conocida la afición de Borges por las antiguas literaturas nórdicas y por el tema de las espadas, por lo cual no es extraño que ambas cobren especial protagonismo en este cuento. Entre los variados simbolismos asociados a la espada está el que la relaciona con el logos, la palabra, y en este sentido –más allá de la visión guerrera– adquiriría en Borges un matiz esencial. Tal vez Borges puso muchas veces el ejercicio de la Palabra como separación entre él y la vida, esa amante tan difícil.

Un encuentro en el espacio del mito

Borges comienza el relato aclarando que si bien pareciera fiel a la realidad, es más un ejercicio del recuerdo, que en última instancia es lo que determina y otorga consistencia a nuestro registro de la realidad. El tema de la memoria y de la identidad, tan entrañables para Borges, aparecen en el comienzo del relato haciendo las veces de aquel “Había una vez…” de los cuentos infantiles.

Ese lugar impreciso donde el recuerdo personal ordena los acontecimientos. «La crónica abarcará una noche y una mañana», no obstante, ese breve lapso en cronología lineal significa mucho más en la cronología circular, pues el encuentro de Javier y Ulrica prefigura un encuentro más antiguo, más esencial, de carácter intemporal, hasta el punto de que ambos terminarán representando a otros personajes: los propios Sigurd y Brynhild. Ya sabiéndolos ubicados en el tiempo y espacio del mito, intentaré hacer algunos señalamientos simbólicos que al ser integrados permiten ensayar un acercamiento al misterio de la humanidad de Borges.

El protagonista afirma que la primera visión de Ulrica, previa al encuentro en la pequeña posada, ocurrió mientras miraba unos altos vitrales “puros de toda imagen”  de la antigua y mágica catedral de York. Ulrica es una hermosa mujer que conjugaba en sí misma el “oro y la plata”, interesante referencia alquímica a la unión de los opuestos; ella vestida de negro hacía alarde de su feminidad, mostrándose altiva y segura en correspondiente oposición a la timidez del profesor Otárola.

El hecho de que Borges fantasee la historia en su amada Inglaterra, y más precisamente en la ciudad de York, conocida por sus leyendas y su atmósfera casi irreal, nos ubica en un espacio mágico –suerte de heterotopía– que invita a la realización de un viaje hacia la insularidad del protagonista; un periplo heroico si recordamos el epígrafe y todas las leyendas vinculadas a la antigua Inglaterra, entre ellas las historias artúricas y las remotas sagas sajonas.

El vitral llamado las cinco hermanas York, al que Borges hace referencia, se encuentra en la parte norte de la imponente catedral y corresponde a cinco ventanales contiguos  de más de 16 metros de altura, y cuya cualidad “puros de toda imagen” nos indica simbólicamente que hay una apertura hacia la experiencia que está por suceder, una desnudez de la sensorialidad.

Esa especie de virginidad de las imágenes nos coloca en una posición inicialmente diferente a la reiterada obsesión de Borges por los espejos, así como también a la profusión de su  imaginería personal. El vitral sin imágenes es otro recurso que invita a adentrarse en el terreno de lo desconocido. Me atrae pensar que es un guiño a su ceguera, a la «magnífica ironía» de Dios.

El descenso

La travesía se inicia cuando ambos protagonistas se ponen en marcha hacia  el descenso, conectándonos de esa manera con una simbólica disminución del nivel de consciencia, lo cual dará paso hacia el mundo interno, precisamente al mundo de las imágenes.

Sería el equivalente al “Abaissement du niveaumental», término utilizado por Jung para designar un descenso de las defensas conscientes que da paso a contenidos del inconsciente, ya sea como predecesor de un acto creativo o de algún quiebre psicótico. En este caso el descenso los conducirá a un espacio intermedio entre realidad y fantasía.

En ese caminar juntos que los lleva “río abajo”, el amor ha asaltado a Otárola; Ulrica se muestra receptiva y le hace una promesa de entrega al ansioso profesor, sin embargo, le prohíbe expresamente tocarla antes de la noche  –evoco el Nole mi tangere de Jesús a Magdalena, tras la resurrección.

En el caso que nos compete, pareciera invocarse una separación necesaria antes de la unión definitiva, separación que es límite y diferenciación, paso previo a la posibilidad de un vínculo. Ulrica ha “colocado la espada entre los dos” a través de la utilización de la palabra.

“Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera”, reflexiona Javier Otárola, al tiempo que recuerda sus desengaños amorosos. En este punto, no podemos dejar de pensar en los mismos desengaños de Borges, este hombre que desde su juventud no se había sentido cómodo con su cuerpo, y los avatares del amor físico lo asustaban, haciéndole casi imposible la consecución y consolidación de una pareja.

Tal circunstancia desemboca en un primer matrimonio tardío e infausto impulsado por la madre, y el segundo matrimonio ya en su vejez, que parecía ser más una unión sustentada en los intereses intelectuales y en la admiración mutua.

“Todo esto es como sueño”, afirmación que da cuenta no sólo de la cualidad onírica del episodio, sino, por esa misma vía, anuncia la irrupción de contenidos del inconsciente. Regresa allí el tema de la refutación de la realidad sustituida por la constante del elemento onírico. La escena se desarrolla en una suerte de espacio-tiempo intermedio, relacionado con la subjetividad. Igualmente ocurre con el tema de la identidad.

La famosa frase “ser colombiano es un acto de fe» nos conecta con la ausencia del referente externo, concreto, asociado a la tierra de origen, y en su lugar coloca la fe, que más bien tiene que ver con un despegarse de los asideros reales y mantenerse aferrado a lo intangible.

Si lo interpretamos en clave simbólica se comprendería que hay un intento de diferenciación, un distanciamiento de la madre-tierra originaria, tema crucial en la vida íntima de Borges, quien mantuvo una estrecha y prolongada relación con su madre, no exenta de contradicciones y ambivalencias, al igual que su relación con su Argentina natal, de la cual se distanció definitivamente.

Podría agregar que este acto de fe en la identidad del colombiano resuena con ironía borgiana en el carácter de la identidad nacional de los argentinos, esa nostalgia de Europa, que comparten en mayor o menor medida con el resto de los latinoamericanos y que nos hace ser pobladores fantasmales, siempre en exilio de un paraíso perdido.

Otárola hace referencia a una búsqueda personal que parece culminar en Ulrica. Se permite así la emergencia del deseo de unión junto a la posibilidad cierta del intercambio amoroso, en tanto se va dando el progresivo descenso por los páramos. En ese trayecto Javier y Ulrica no pueden pronunciar sus nombres verdaderos, se convierten en Sigurd y Brynhild, aquellos amantes víctimas del destino, revividos en eterno retorno para reencontrase y cambiar la historia, otro tema insistente en Borges: las infinitas posibilidades del tiempo. 

A continuación,  la pareja inicia el ascenso por los páramos  hasta pernoctar en una posada gemela de la primera y con el mismo nombre donde, cubiertos por  el advenimiento de la noche, se hace posible el encuentro erótico.

Las referencias decorativas a los tapices de William Morris, cultor prerrafaelita de los temas medievales, el intenso colorido en consonancia con la vida y en evidente oposición a los paisajes helados y blancos del afuera, son el escenario para la desnudez de Ulrica, quien ahora lo llama por su nombre –ya no es un personaje ficticio: “secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y única vez la imagen de Ulrica”. Ese “primera y única vez“, en el decir borgiano, se convierte en el territorio de lo eterno, donde las cosas suceden en presente y para siempre.

Georgie, el amenazado

Los invito ahora a pensar en Jorge Luis Borges, el Georgie de Leonor Acevedo –la madre– y de Anna Haslam –la abuela inglesa. Él que ha sido también, al igual que Otárola, un insistente célibe asustado ante lo femenino, parece iniciar casi al final de la vida un viaje de encuentro con su ánima, en el sentido junguiano, con esa doncella interior, su dama, para alcanzar la unión mística prefigurada en las bodas alquímicas con su aspecto femenino, hecho que habría estado obstaculizado por la estrecha relación con su madre.

Recuerdo a Parsifal, quien aún envuelto en las telas que la madre le ha puesto debajo de la armadura, sale en un viaje heroico, mientras en su ausencia ocurrirá la muerte materna, haciéndose posible la necesaria separación en el camino evolutivo de la psique masculina.

Hay claras referencias alquímicas en el relato, que nos conectan con el Borges que busca más que una transmutación de los metales en oro –en clave literaria– una transformación  de su sustancia anímica a través de la escritura.

En Nueve ensayos dantescos (1982), su aproximación a la Divina comedia, Borges vislumbra que Dante escribe esta portentosa obra con el fin último de hacer posible un encuentro con Beatrice, aunque sea en el ámbito de la literatura.

Tomando en consideración las referencias anteriores y el momento de la vida al cual pertenece este relato, intuyo que Borges, ya adentrado en su madurez tardía, en el umbral de la vejez, escribe el texto como preparación y anticipo a su propia muerte, bajo el ropaje de un cuento de amor.

Borges parece intentar el encuentro definitivo con su Dama, haciéndolo en clave de amor cortés, hecho que, como en las sagas de caballería, implica una profunda transformación: los caballeros al encontrar su dama, luego de matar al dragón que las mantiene cautivas, se desnudan, tal como el metal desnudo de la espada, despojándose así de su ensamblaje defensivo y proceden a la unión amorosa, que prefigura la muerte del adolescente heroico, como señala Jaime Lopez-Sanz, lo que subsecuentemente da paso a la aparición o renacer del caballero (El héroe y el ánima en Doña Bárbara).

La reina de los lobos

Conjuntamente existe en el cuento una aproximación arquetipal: la mujer loba sugerida en Ulrica (nombre que significa “Reina de los Lobos”), vestida de negro como la Hécate de los griegos, a quien también representaban acompañada de lobos. Nos hallamos ante una Dama, sin duda, emparentada con la muerte –como tantas damas. Ella que habla con los pájaros y sabe que va a morir, preludiando el inframundo, de ahí su cualidad de psicopompo.  Jung afirmaba que la propia psique intenta prepararse para el tránsito más contundente que nos toca a los humanos, y para ello produce espontáneamente sueños cuyos contenidos son un intento del alma por compensar la finitud, con la certeza de que la vida persiste. Y si hablamos de sueños, hablamos también de arte y literatura, pues ambos beben de la fuente del inconsciente personal y colectivo.

Ulrica, no sólo es la reina de los lobos sino que asume el nombre de Brynhild, quien es a su vez la reina de las valquirias, doncellas guerreras que recibían en el Valhalla a los héroes fallecidos, como podemos observar, persiste el tema de la muerte y del lugar adonde van los fallecidos.

En la antigua saga es  la misma Brynild quien ocasionará la muerte de Sigurd. Si la espada con su metal desnudo desapareció entre ellos, es porque ya la muerte los uniría para siempre,  se daría sin distancia el sumergirse en la coniuctio perfecta.

Borges nos habla de adentrarse en la eternidad de la mano de la «imagen» de Ulrica, magnífica referencia a su condición de ciego, que conserva dentro las imágenes del mundo. Así como Alfonso X, el sabio, quien deseaba encontrar a su dama y, al no hallarla entre las mortales, dedicó su ímpetu amoroso a Notre Dame, María, a quien le dedica sus magníficas cantigas.

En ese sentido, creo que Borges ofrece este canto a su dama sublimada que es la muerte, mezclando el simbolismo de las sagas nórdicas, el amor cortés y de soslayo, un guiño juguetón a la mitología griega. Con esto recalco que se trata de la crónica atemporal de un encuentro-hallazgo íntimo, donde se prefigura la entrega final a la muerte, esa dama que siempre nos espera, pero que es una dama bifronte –tal como la lápida que luego veremos en Ginebra–  indisolublemente relacionada con la vida.

Integrar el ánima conduce a la posibilidad de plenitud en la experiencia amorosa, asimismo conduce, a través del proceso de individuación, a la integración de los contrarios y a esa postrera boda alquímica, quizá necesaria para sentir que la vida ha tenido sentido y de alguna manera se pueda asumir la finitud, ingresando a la Zoe colectiva, la vida inagotable y que persiste más allá de nosotros, como personas biográficas.

En la Zoe es donde el hombre es inmortal, en tanto se sumerge en las configuraciones arquetípicas colectivas. El encuentro con la dama fantasmal es a su vez resolución de la pareja interna, dejar definitivamente a la «joven madre», pero como al mismo tiempo es muerte, significa volver en circularidad a la madre –ahora en términos arquetipales– a esa mujer que es todas las mujeres. En ese punto nos dirigimos a la lápida y a su epitafio en Ginebra. Ella es la que da unión y sentido a lo que he venido proponiendo.

Quiero acá hacer una pausa para compartir parte del poema «Lo Perdido», de El Oro de los Tigres (1972):

“¿Dónde estará mi vida, la que pudo                                                         haber sido y no fue, la venturosa                                                                       o la del triste horror, esa otra cosa                                                                   que pudo ser la espada o el escudo.

(…)

pienso también en esa compañera                                                                    que me esperaba, y que tal vez me espera.”

Vi entrar señora tan blanca

Para finalizar llegamos a la tumba de Plainpalais en Ginebra. La lápida blanca y áspera tiene en su anverso un grabado circular con siete figuras humanas que representan a unos guerreros northumbrios que van directo a la muerte, pues ya perdieron la batalla, y debajo una inscripción en sajón antiguo: «And ne forhtedon na«,  que significa “…y que no temieran”. Por último, una pequeña cruz de Gales.  El episodio al que hace referencia se halla expuesto por Borges en el libro ya mencionado Literaturas Germánicas Medievales (1966), escrito  junto a uno de sus amores frustrados María Esther Vásquez. En ese libro encontramos este párrafo:

«Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo«.

El tema de la espada rota, como símbolo de derrota, es un tema que aparece en las leyendas del Grial. Una espada rota encima de un ataúd esperando ser recompuesta por un caballero de corazón puro, forma parte del cortejo del Grial en el castillo del Rey Pescador.

La cara posterior de la lápida nos hace topar con la sorpresa, aparece en ella el epígrafe de Ulrica:«Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert»,«Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos». Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga. Y bajo ésta, una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otárola». En el anverso el heroísmo, en el reverso el destino trágico de Sigurd durmiendo para siempre con Brynhild, de la que un día lo separó la espada, junto a la referencia directa a los personajes del cuento que nos ocupa.

María Kodama frente a la tumba de Jorge Luis Borges, durante el homenaje por los 30 años de su muerte. Foto: Cezaro de Luca (Tomado de: Clarín.com)

Sea o no este epitafio expresamente deseado por Borges, lo que sí es cierto, es que se corresponde con temas esenciales en su producción literaria y que me parece están contenidos en este cuento que, según sus propias palabras, fue su preferido.

He aquí a Borges, el hombre con sus mitologías, lejos de su tierra natal y sus antepasados guerreros, con un epitafio en idiomas antiguos, muy distintos a su lengua materna, de la cual es insigne representante. Borges ya en su pura desnudez, hecho imagen y eternidad en un singular y particularísimo acto de fe.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. El libro de arena. Emecé Editores. Buenos Aires, 1975.

Borges, Jorge Luis. Literaturas germánicas medievales. Emecé Editores. Buenos Aires, 1989.

Borges, Jorge Luis. Nueve ensayos dantescos. Emecé Editores. Buenos Aires, 1999.

Borges, Jorge Luis. Obras completas. Emecé Editores. Buenos Aires, 1974

López Sanz, Jaime. Héroe y ánima en Doña Bárbara. Diosas, musas y mujeres. Monte Ávila Editores. Caracas, 1993

Rodríguez Monegal, Emir.  Borges por él mismo, Monte Ávila Editores. Caracas, 1980

Sucre, Guillermo. Borges el poeta. Monte Ávila Editores. Caracas, 1968.

El último artificio de Borges. Juan Jacinto Muñoz

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Hace muy poco, el 24 de agosto de 1999, el universal escritor argentino Jorge Luis Borges habría cumplido cien años; pero ya va para tres lustros que le fueron dadas las dos abstractas fechas, si bien no el olvido.

Sé que no tenemos tiempo, que debemos cada minuto al compromiso que hace siglos adquirimos con nuestra rutina, pero olvidemos por un momento los hechos, que nada importan, que son el mero punto de partida para impulsar la invención, imaginemos por un momento que estamos en Ginebra, al pie de los Alpes, nos llega el frescor del lago Léman y nos adentramos en la ciudad -el clima, pese a ser agosto, es indulgente-.

Cuando consigamos coger un taxi, le tendremos que indicar al taxista: «el número 10 de la Rue des Rois», que queda en el centro de Ginebra, en la orilla izquierda del Ródano, y: «el cimetiére de Plainpalais».

Llegaremos a un lugar con la apariencia de un gran parque; atravesaremos la entrada y, sin demasiado esfuerzo, descubriremos una vitrina con un listado en su interior. Buscaremos con la mirada la «B» de Borges, y allí veremos su nombre, y los sombríos datos «número de tumba 735, posición D-6». Nuestros pasos sonaran por el solitario sendero, e iremos dejando atrás bifurcaciones, longevos árboles, césped bien regado, lápidas grises y alguna fuente, hasta llegar al pie de un ciprés, a cuya derecha está la sepultura.

La realización de la lápida fue encargada al escultor argentino Eduardo Longato. La piedra es blanca y áspera, y en lo alto de su cara anterior se lee «Jorge Luis Borges». Justo debajo la inscripción «And ne forhtedon na» junto a un grabado circular con siete figuras humanas. Por último, una pequeña cruz de Gales y «1899/1986» es todo lo demás que puede apreciarse en el anverso.

La inscripción «And ne forhtedon na», formulada en inglés antiguo, ha sido traducida hasta la saciedad -acaso por la influencia del libro Borges, esplendor y derrota, de María Esther Vázquez– como «Las puertas del cielo se abrieron hacia él»; sin embargo, éste parece sólo un error condenado a repetirse, y la traducción correcta -conviniendo con el artículo «Siete guerreros nortumbrios» de Martín Hadis, publicado en la revista Idiomanía- es en realidad «Y que no temieran».

Serviré por unos minutos de modesto guía del novicio visitante de la tumba de Jorge Luis Borges en este día de conmemoraciones. Borges era un enamorado de las antiguas sagas nórdicas, en colaboración con la propia María Esther Vázquez escribió el volumen Literaturas germánicas medievales, allí podemos encontrar un artículo titulado «La balada de Maldon», que nos explica un poema épico del siglo X.

El poema describe el enfrentamiento que tuvo lugar el diez u once de agosto del año 991, en el río Blackwater, en Essex, Inglaterra; el pasaje que nos interesa es el que sigue: «Entonces comenzó Byrhtnoth a arengar a los hombres / Cabalgando les aconsejó, enseñó a sus guerreros / Cómo debían pararse y defender sus lugares / Les ordenó que sostuvieran bien sus escudos / con sus puños firmes y que no temieran. / Entonces cuando sus huestes estuvieron bien ordenadas / Byrhtnoth descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar / Entre aquellos guerreros que él sabía más fieles». A la segunda parte del quinto verso transcrito pertenece el epitafio del anverso de la lápida de Borges.

El grabado de los siete guerreros es copia del grabado de otra lápida -posiblemente la lápida erigida en el siglo IX en el monasterio de Lindisfarne, en el norte de Inglaterra, que conmemora el ataque vikingo sufrido por el monasterio en el año 793- que Borges relacionó con «La balada de Maldon»; él mismo nos habla de ella: «Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo».

Las afirmaciones que Borges hizo en vida sobre la muerte son contradictorias, a veces dijo no temerla, sino ansiarla como la única vía para salvarse de él mismo; otras dijo no suicidarse por cobardía. Los heroicos guerreros sajones de su lápida parecen querer infundirle valor ante su último acto en el mundo… y que no temiera.

Pero no es todo batalla y valor en el frío mármol sepulcral. La cara posterior de la lápida en el cementerio de Plainpalais contiene la frase «Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert», que se corresponde con dos versos del capítulo veintisiete de la Völsunga Saga (saga noruega del siglo XIII): «El tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos«. Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otálora».

El sentido original de la segunda inscripción hace referencia a la historia del héroe Sigurd, que cuando comparte el lecho con Brynhild, la pretendida por el hermano de su esposa, para no tocarla coloca la espada entre ambos.

Años después, en una crisis de celos, Brynhild hace matar a Sigurd; cuando comprende que no puede sobrevivir su muerte se apuñala, y pide yacer en la misma pira que Sigurd, y que de nuevo esté entre los dos la espada desnuda, como en aquellos días en que subieron juntos a un mismo lecho. Gram, como Escalibur, como Durandal, era el nombre de una espada.

Los dos mismos versos los utilizó también Borges como epígrafe de su relato «Ulrica», único relato de amor del autor, escrito en 1975: «El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro ejemplo que ‘Ulrica'». En la fecha de composición de este relato, cuyo protagonista se hace llamar Javier Otálora, Borges ya mantenía relaciones con María Kodama, su último amor, la heredera de todas sus obras, lo que nos hará inevitable pensar que la tercera inscripción debe interpretarse como «De María Kodama a Jorge Luis Borges».

Cuando Borges inició su idilio con Kodama, él tenía setenta y cinco años y ella treinta y ocho. Por ésa, y por otras muchas razones, el visitante de la tumba de Borges, allá en la arbolada necrópolis suiza, pudiera conjeturar que el mensaje de la espada desnuda está cargado de implicaciones sexuales, pero yo no avendré en esas disquisiciones, porque al fin y al cabo Borges ya murió, y con él la suma del intolerable universo.

A paso de cangrejo. Humberto Eco. 2006

A paso de cangrejo es como parece caminar la historia en este nuevo milenio. Tras el 11 de septiembre la humanidad entró en una peligrosa regresión. Volvieron los viejos conflictos territoriales, las guerras medievales con denominación de «cruzada», la nostalgia por los totalitarismos, el antisemitismo y otras formas de racismo.

Eco arremete contra la forma de vida contemporánea, las guerras, la política internacional y el consumo en las grandes superficies como único espacio de ocio posible, sin olvidar el nefasto papel de los medios de comunicación, empeñados en construir una imagen del mundo basada en el espectáculo. El resultado es un libro intenso y combativo, cargado de lúcidos análisis sobre el escenario que nos rodea.

Los pasos del cangrejo

Este libro recoge una serie de conferencias y artículos escritos entre los años 2000 y 2005.

Se trata de un período fatídico, que se abre con la inquietud ante el nuevo milenio, comienza con el 11 de septiembre, al que siguen las dos guerras en Afganistán y en Irak, y en Italia se presencia el ascenso al poder de Silvio Berlusconi.

Por consiguiente, prescindiendo de muchas otras colaboraciones sobre temas variados, he querido recoger tan sólo los escritos que hacían referencia a los acontecimientos políticos y mediáticos de estos seis años. El criterio de selección me lo sugirió uno de los últimos artículos de mi anterior selección ( La bustina de Minerva), que llevaba por título «El triunfo de la tecnología ligera».

Adoptando la forma de una falsa recensión de un libro atribuido a un tal Crabe Backwards, observaba que en los últimos tiempos se habían producido avances tecnológicos que constituían auténticos pasos hacia atrás. Observaba que la comunicación pesada había entrado en crisis a finales de los años setenta.

Hasta entonces, el principal instrumento de comunicación era el televisor en color, una caja enorme que dominaba con su presencia engorrosa y emitía en la oscuridad siniestros resplandores y sonidos susceptibles de molestar al vecindario.

El primer paso hacia la comunicación ligera se dio con el invento del mando a distancia; gracias a él, el espectador no sólo podía reducir o incluso suprimir el sonido, sino también eliminar los colores y zapear.

Saltando de un debate a otro, frente a una pantalla en blanco y negro y sin sonido, el espectador había entrado ya en una fase de libertad creativa, llamada «fase de Blob».

Además, la vieja televisión, que transmitía los acontecimientos en directo, nos hacía depender de la propia linealidad del acontecimiento. La liberación del directo se produjo con la llegada del vídeo, que no sólo supuso el paso de la televisión al cine, sino que permitió al espectador rebobinar las cintas y abandonar así del todo la relación pasiva y represiva con el suceso contado.

En ese momento incluso se habría podido eliminar completamente el sonido y comentar la sucesión desordenada de las imágenes con bandas sonoras de pianola, sintetizada en el ordenador; y, teniendo en cuenta que las propias cadenas emisoras, con el pretexto de ayudar a las personas sordas, habían adquirido la costumbre de insertar subtítulos para comentar las acciones, muy pronto se llegaría a una situación en que, mientras dos se besan en silencio, aparecería un recuadro con la frase «Te quiero». Así que la tecnología ligera habría inventado las películas mudas de los Lumière.

El paso siguiente se logró con la supresión del movimiento de las imágenes. A través de internet, el usuario podía recibir, con un buen ahorro neural, tan sólo imágenes inmóviles de baja definición, a menudo monocromas, y sin necesidad alguna de sonido, puesto que las informaciones aparecían en caracteres alfabéticos sobre la pantalla.

Según decía en mi artículo de entonces, el estadio siguiente de este retorno triunfal a la galaxia Gutenberg sería la supresión radical de la imagen. Se inventaría una especie de caja, que abultaría muy poco, sólo emitiría sonidos y no necesitaría siquiera el mando a distancia, puesto que se podría zapear directamente haciendo girar un mando. Creía que había inventado la radio y estaba vaticinando, en cambio, la aparición del iPod.

Destacaba finalmente que se había alcanzado el último estadio cuando en el ámbito de las transmisiones por ondas, que originaban muchas interferencias, con el pay per view y con internet había comenzado la nueva era de la transmisión por vía telefónica, pasando de la telegrafía sin hilos a la telefonía con hilos, superando a Marconi y volviendo a Meucci.

Estas observaciones, hechas más o menos en broma, no eran del todo aventuradas. Por otra parte, se vio claramente que avanzábamos hacia atrás después de la caída del muro de Berlín, cuando la geografía política de Europa y de Asia cambió de forma radical.

Los editores de atlas tuvieron que desechar todas sus existencias (que se habían vuelto obsoletas por la presencia de la Unión Soviética, Yugoslavia, Alemania del Este y otras monstruosidades semejantes) e inspirarse en los atlas publicados antes de 1914, con sus mapas de Serbia, de Montenegro, de los estados bálticos, etc.

Pero la historia de los pasos hacia atrás no se detiene aquí, y este comienzo del tercer milenio ha sido pródigo en pasos de cangrejo. Sólo voy a poner algunos ejemplos: después de los cincuenta años de guerra fría, los casos de Afganistán y de Irak nos retrotraen triunfalmente a la guerra real o guerra caliente, resucitando incluso los memorables ataques de los «astutos afganos» del siglo XIX en el Kyber Pass, y nos ofrecen un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, regresando a las gestas de Lepanto (y algunos afortunados libelos de los últimos años podrían resumirse con el grito de «¡Socorro, los turcos!»).

Han reaparecido los fundamentalismos cristianos, que parecían propios de la crónica del siglo XIX, con el replanteamiento de la polémica antidarwiniana, y ha surgido de nuevo (aunque sea en términos demográficos y económicos) el fantasma del peligro amarillo. De un tiempo a esta parte, nuestras familias acogen nuevamente a siervos de color, como en el Sur de Lo que el viento se llevó, se han reanudado las grandes migraciones de pueblos bárbaros, como en los primeros siglos después de Jesucristo, y (como se observa en uno de los artículos publicados en este libro) renacen, al menos en nuestro país, ritos y costumbres del Bajo Imperio.

Ha regresado triunfante el antisemitismo con sus Protocolos, y tenemos a los fascistas (bastante después, aunque algunos son los mismos) en el gobierno. Por otra parte, mientras estoy corrigiendo las galeradas, un atleta ha saludado a la romana en el estadio a la multitud que le aplaudía.

Exactamente lo que hacía yo cuando era un cadete, salvo que a mí me obligaban. Por no hablar de la «Devoluzione»,[*] que nos retrotrae a una Italia pregaribaldina.

Se ha reabierto el contencioso poscavouriano entre Iglesia y Estado y, hablando de retornos casi a vuelta de correo,  está regresando, bajo distintas formas, la Democracia Cristiana.

Parece como si la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición.

A partir de los artículos de este libro se descubrirán muchos otros fenómenos de marcha atrás, suficientes en definitiva para justificar su título. Pero no hay duda de que, al menos en nuestro país, ha ocurrido algo nuevo, algo que nunca había sucedido antes: la instauración de una forma de gobierno basada en el llamamiento populista a través de los medios, realizado por una empresa privada cuyo objetivo es su propio interés; experimento nuevo, sin duda, al menos en el escenario europeo, y mucho más sutil y tecnológicamente preparado que los populismos del Tercer Mundo.

A este tema van dedicados muchos de estos artículos, nacidos de la preocupación y de la indignación por esta novedad que se va imponiendo y que (al menos mientras envío a la imprenta estas líneas) no parece que pueda detenerse.

La segunda parte del libro está dedicada al fenómeno del régimen de populismo mediático, y no tengo ningún reparo en hablar de «régimen», al menos en el sentido en que los medievales (que no eran comunistas) hablaban de regimine principum.

Con este propósito, y a propósito, comienzo la segunda parte con un llamamiento que escribí antes de las elecciones de 2001 y que fue muy criticado. Ya entonces, un periodista de derechas, pero que evidentemente me tiene en cierta estima, se sorprendía entristecido de que un hombre «bueno» como yo pudiese tratar con tanto desprecio a la mitad de los ciudadanos italianos que votaban una opción diferente de la mía.

Y recientemente también, y no por parte de la derecha, este tipo de compromiso ha sido tachado de arrogante, de actitud destructiva que convierte en antipática buena parte de la cultura de oposición.

Como tantas veces se me ha acusado de querer resultar simpático a toda costa, descubrirme antipático me llena de orgullo y de sana satisfacción.

No obstante, es curiosa esta acusación, como si en su tiempo se acusara (si parva licet componere magnis) a Rosselli, a Gobetti, a Salvemini, a Gramsci, por no hablar de Matteotti, de no ser suficientemente comprensivos y respetuosos con su adversario.

Si alguien lucha por una opción política (y en este caso, civil y moral), al margen del derecho-deber que tiene todo el mundo de poder cambiar de opinión algún día, en ese momento ha de creer que tiene razón y ha de denunciar enérgicamente el error de quienes tienden a comportarse de forma diferente.

No me imagino un debate electoral que pueda desarrollarse bajo el lema de «Vosotros tenéis razón, pero votad al que está equivocado». Y en el debate electoral las críticas al adversario han de ser severas, despiadadas, para poder convencer al menos al que está dudoso.

Además, muchas de las críticas que se consideran antipáticas son críticas de costumbres. Y el crítico de costumbres (que a menudo en el vicio ajeno censura también el propio, o las propias tentaciones) ha de ser mordaz. O sea, y remitiéndonos siempre a los grandes ejemplos, si quieres ser crítico de costumbres, debes comportarte como Horacio; si te comportas como Virgilio, escribes un poema, de una belleza extraordinaria incluso, en loor del divino reinante.

Pero los tiempos son oscuros, las costumbres corruptas y hasta el derecho a la crítica, cuando no lo ahogan las medidas de censura, está expuesto al furor popular.

De modo que publico estos textos movido por esa antipatía positiva que reivindico.

Como se podrá ver, en cada texto remito a la fuente, aunque muchos han sido parcialmente modificados. Y por supuesto no para actualizarlos ni para incluir en ellos profecías que después se han cumplido, sino para despojarlos de repeticiones (es difícil en estos casos no insistir de forma obstinada en los mismos temas), corregir el estilo o eliminar alguna referencia vinculada en exceso a hechos de la actualidad inmediata, que el lector habrá olvidado ya y que, por tanto, le pueden resultar incomprensibles. I LA GUERRA, LA PAZ Y OTRAS COSAS

Can Russia Get Used to Being China’s Little Brother?. The power dynamic between Beijing and Moscow has switched dramatically. Philipp Ivanov. 2023

In 1949, a new tune hit Soviet airwaves in honor of Chinese leader Mao Zedong’s first visit to Moscow. “Moscow-Beijing” was a hearty military march sung by an all-male choir, with a catchy opening line—“Russians and Chinese are brothers forever”—capturing the spirit of socialist solidarity.

The Soviet Union was cast as a big brother to the newly emerged People’s Republic of China, weakened by the devastating Japanese invasion and the civil war. And while Beijing was happy to take Soviet aid, resentment at being cast as the younger sibling would be one of the factors that eventually led the relationship to curdle.

This week, as Chinese President Xi Jinping and Russian President Vladimir Putin meet in Moscow, the power dynamics are reversed. Today, China is the big brother—and Russia is increasingly, if not completely, playing the role of supplicant.

China, the world’s second superpower, is a senior partner to a Russia now enfeebled and isolated by its war on Ukraine and more dependent than ever on China for economic, technological, and diplomatic support. If Russian trade data is to be believed, in January and February Chinese exports to Russia grew by nearly 20 percent to a total of $15 billion, and imports from Russia climbed by more than 31 percent to $18.65 billion. The yuan has surpassed the U.S. dollar as the most traded currency on the Moscow stock exchange. Russia overtook Saudi Arabia as China’s largest oil supplier, with nearly 24 percent year-on-year growth in the first two months of this year.

China is clearly the top dog in the relationship, with an economy more than 10 times larger than Russia’s, a rapidly modernizing military, technological superiority, and global diplomatic weight.

But it is premature to call Russia a vassal state to China, as some analysts have done. Dependency does not equal subservience. Russia remains a major nuclear power and globally significant exporter of energy, resources, and food.

The Russian economy—while damaged—has so far demonstrated a remarkable resilience in the face of Western sanctions. Russia has a strategic bulk that China needs as it prepares for long-term competition and potential conflict with the United States. China and Russia share one of the longest land borders between nation-states, one that has been peaceful for decades, giving both countries a breathing space to face their respective adversaries in the East and West.

So while diminished and lonely on the world stage, Russia still has agency and heft in its relationship with a more dominant and powerful China.

China—facing a hostile United States, disillusioned Europe, and slowing economy at homealso needs Russia in its corner in its quest to become a global rule-setter and the dominant power in Asia.

Top of the agenda is Ukraine. Xi’s briefing pack is China’s “peace initiative” for Ukraine—a summary of Beijing’s official positions on the conflict. None of its 12 points offer anything specific to end the bloodshed. All of them promote—albeit only rhetorically—Beijing’s credentials as a responsible and peace-loving global power.

Xi seeks quick wins and Russia’s endorsement of the plan to show the world that China has the capabilities to resolve a global conflict.

“Show” is the key word here. The audience is Europe, China’s second-largest trading partner but increasingly skeptical about Beijing’s friendship with Moscow, and the global south, agnostic about the Russia-Ukraine conflict but wary of its impacts on their economies.

Russia is publicly supportive of China’s plans. On Tuesday, Putin announced that China’s peace plan could be the basis of the resolution of the war, when and if Kyiv and its Western backers are ready. This is a win for China.

But it does not entice either Moscow or Beijing to do anything else. We will see this tension between rhetoric and reality in the final leaders’ statement after the visit. Russia is highly unlikely to follow through, given that Moscow and Kyiv are gearing up for the decisive spring and summer offensives.

China does not want Russia to lose the war and descend into chaos—or worse, face regime change—from which a different Russia, less sympathetic to China, might emerge. But neither does Beijing want to be seen as an accomplice to a brutal invasion. China’s support for Russia is unwavering, but its messaging to other countries is much more neutral and moderate.

Xi is also in Russia to reap the economic rewards of Russia’s global isolation. China has now solidified its status as the main supplier of basic but critical technologies, electronics, telecommunications, machinery, and cars—the sectors most severely affected by Western sanctions.

China also ramped up purchases of Russian energy and commodities at a discounted price. The cornerstone of Russia’s forced diversification strategy is economic connectivity with China. Xi’s visit has delivered: Among the outcomes are agreements on clearing the final hurdles in the Power of Siberia 2 gas pipeline, ramping up food and agricultural trade, a joint commission to develop cooperation on the Northern Sea Route in the Arctic, and a greater use of the yuan in Russia’s trade with countries in Africa, Asia, and Latin America.

For Putin, the visit is an opportunity to ensure the critical lifeline that China provides to an embattled Russia is intact and can be expanded.

Putin’s big ask is for political-diplomatic and technical-military support of his war. The former was already forthcoming—China has been consistent in its messaging of support for Russia. Xi even went further in his first press conference in Moscow, where he flattered Putin by endorsing him for next year’s presidential election—even before Putin himself announced his candidacy.

The latter is more problematic. Unless China sees an imminent collapse of Russia on the battlefield and ensuing chaos in the Kremlin, it is not in China’s interests to lift its support for Russia so dramatically, at a time when Beijing is trying to play peacemaker. But other forms of dual-use assistance are not out of the question, especially if Russia makes an offer of more preferential deals in energy or access to military technologies, the Arctic transport corridors, or the space program that so far have been out of reach to China.

Putin’s and Xi’s agendas are not quite aligned on Ukraine. Putin will not stop his war in the next few months. More importantly, it’s impossible to imagine Ukrainian President Volodymyr Zelensky accepting an offer to negotiate, let alone on the current status quo of territorial control.

Beyond the immediate theatrics of the visit, China and Russia keep getting closer.

The Russia-Ukraine war has been the single-most powerful accelerator of the Russia-China strategic and economic complementarity. For Russia, a deepening dependence on China is a forced choice. For China, it is an opportunity to expand its market share, secure critical energy supplies, and entrench Russia as its strategic backyard while watching and learning from Russia’s blunders on the battlefield and in its rapid decoupling with the West.

Russia and China are in lockstep in their opposition to the U.S.-led global order. While both are committed to strategic autonomy, it is possible that they may be deepening their defense cooperation, as the United States strengthens its own alliances and deterrence strategies in Europe and Asia.

And Russia is just part of the agenda. Despite its slowing economy and dented reputation, China is set on becoming a global rule-setter and power broker. In the last few weeks, China has managed to facilitate a minor but symbolic diplomatic deal between Saudi Arabia and Iran, released its Global Security Initiative and Global Civilization Initiative, and engaged in intensive diplomacy in Europe and Russia.

It all may seem futile and insincere to the West, but to China it is a preparation for a protracted competition with the United States and its allies. That’s why we should not dismiss China’s peace efforts altogether. China remains interested in resolving the Russia-Ukraine conflict, if more for the sake of its own image than any concern for Ukrainians, and may still play a useful role. Xi is expected to speak with Zelensky after his Moscow visit—the first time the two leaders will speak since Russia invaded. The outcome of that call will show if China is serious about peace.

Few Russians would have made much of the line in “Moscow-Beijing” that declares: “This is the mighty Soviet Union / And marching alongside it is China.” But to many Chinese, it was yet another example of Russia’s condescending imperial attitude to China, resented by the Chinese Communist elite.

It was partly because of this inequality and Russia’s patronizing policies toward China that the Sino-Soviet split in the late 1960s put an abrupt end to this communist bromance. With the roles reversed in 2023, China is marching across the globe, and its more dependent younger brother is shuffling behind.

Philipp Ivanov. the Fulbright scholar in Australian-United States Alliance Studies and a visiting research fellow at Georgetown University.

La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad. Walter D. Mignolo

Before the Cold War, the closest the United States had ever come to a permanent foreign policy was in our relationship with the nations of the Western Hemisphere. In 1823 the Monroe Doctrine proclaimed our determination to insulate the Western Hemisphere from the contests over the European balance of power, by force if necessary. And for nearly a century afterward, the causes of America’s wars were to be found in the Western Hemisphere: in the wars against Mexico and Spain, and in threats to use force to end Napoleon III’s effort to install a European dynasty in Mexico (Henry Kissinger,Years of Renewal 1999: 703).

I. Sobre el imaginario del mundo moderno/colonial

La tesis que propongo y defiendo aquí es que la emergencia de la idea de «hemisferio occidental» dio lugar a un cambio radical en el imaginario y en las estructuras de poder del mundo moderno/colonial (Quijano y Wallerstein 1992).

Este cambio no sólo produjo un enorme impacto en su re-estructuración sino que tuvo y tiene importantes repercusiones para las relaciones sur-norte en las Américas, para la configuración actual de la «Latinidad» en los Estados Unidos, como también para la diversidad afro-americana en el norte, en el sur y en el Caribe.

Empleo el concepto de «imaginario» en el sentido en que lo usa el intelectual y escritor martiniqués, Edouard Glissant (1996). Para Glissant «el imaginario» es la construcción simbólica mediante la cual una comunidad (racial, nacional, imperial, sexual, etc.) se define a sí misma.

En Glissant, el término no tiene ni la acepción común de una imagen mental, ni tampoco el sentido más técnico que tiene en el discurso analítico contemporáneo, en el cual el Imaginario forma una estructura de diferenciación con lo Simbólico y lo Real. Partiendo de Glissant, le doy al término un sentido geo-político y lo empleo en la fundación y formación del imaginario del sistema-mundo moderno/colonial.

La imagen que tenemos hoy de la civilización occidental es, por un lado, un largo proceso de construcción del «interior» de ese imaginario, desde la transición del Mediterráneo, como centro, a la formación del circuito comercial del Atlántico, como así también de su «exterioridad».

Esto es, en Occidente la imagen «interior» construida por letrados y letradas, viajeros y viajeras, estadistas de todo tipo, funcionarios eclesiásticos y pensadores cristianos, estuvo siempre acompañada de un «exterior interno», es decir, de una «exterioridad» pero no de un «afuera».

La cristiandad europea, hasta finales del siglo XV, era una cristiandad marginada que se había identificado con Jafet y el Occidente, distinguiéndose de Asia y de África. Ese Occidente de Jafet era también la Europa de la mitología griega.

A partir del siglo XVI, con la concurrencia triple de la derrota de los moros, la expulsión de los judíos y la expansión por el Atlántico, moros, judíos y amerindios (y con el tiempo también los esclavos africanos), todos ellos pasaron a configurarse, en el imaginario occidental cristiano, como la diferencia (exterioridad) en el interior del imaginario.

Hacia finales del siglo XVI, las misiones jesuitas en China agregaron una nueva dimensión de «exterioridad», el afuera que está dentro porque contribuye a la definición de la mismidad. Los jesuitas contribuyeron, en los extremos, Asia y América, a construir el imaginario del circuito comercial del Atlántico que, con varias reconversiones históricas, llegó a conformar la imagen actual de civilización occidental de hoy, sobre la que volveré en el apartado IV.

No obstante, el imaginario del que hablo no está sólo constituido en y por el discurso colonial, incluidas sus diferencias internas (e.g., Las Casas y Sepúlveda; o el discurso del Norte de Europa que a partir del siglo XVII trazó la frontera Sur de Europa y estableció la diferencia imperial), sino que está constituido también por las respuestas (o en ciertos momentos falta de ellas) de las comunidades (imperios, religiones, civilizaciones) que el imaginario occidental involucró en su propia autodescripción.

Si bien este rasgo es planetario, en este artículo me limitaré a examinar las respuestas desde las Américas al discurso y a la política integradora y a la vez diferenciadora de Europa primero, del hemisferio occidental luego y del Atlántico Norte, finalmente.

Pero ¿qué entiendo por mundo moderno/colonial o sistema mundo/moderno colonial? Tomo como punto de partida la metáfora sistema mundo-moderno propuesta por Wallerstein (1974).

La metáfora tiene la ventaja de convocar un marco histórico y relacional de reflexiones que escapa a la ideología nacional bajo la cual fue forjado el imaginario continental y subcontinental, tanto en Europa como en las Américas, en los últimos doscientos años. No estoy interesado en determinar cuántos años tiene el sistema mundo, si quinientos o cinco mil (Gunder Frank y Gills 1993).

Menos me interesa saber la edad de la modernidad o del capitalismo (Arrighi 1994). Lo que sí me interesa es la emergencia del circuito comercial del Atlántico, en el siglo XVI, que considero fundamental en la historia del capitalismo y de la modernidad/colonialidad.

Tampoco me interesa discutir si hubo o no comercio con anterioridad a la emergencia del circuito comercial del Atlántico, antes del siglo XVI, sino el impacto que este momento tuvo en la formación del mundo moderno/colonial en el cual estamos viviendo y siendo testigo de sus transformaciones planetarias. Si bien tomo la idea de sistema-mundo como punto de partida, me desvío de ella al introducir el concepto de «colonialidad» como el otro lado (¿el lado oscuro?) de la modernidad.

Con ello no quiero decir que la metáfora de sistema-mundo moderno no haya considerado el colonialismo. Todo lo contrario. Lo que sí afirmo es que la metáfora de sistema-mundo moderno deja en la oscuridad la colonialidad del poder (Quijano 1997) y la diferencia colonial (Mignolo 1999, 2000).

En consecuencia, sólo concibe el sistema-mundo moderno desde su propio imaginario, pero no desde el imaginario conflictivo que surge con y desde la diferencia colonial.

Las rebeliones indígenas y la producción intelectual amerindia, desde el siglo XVI en adelante así como la Revolución Haitiana, a comienzos del siglo XIX, son momentos constitutivos del imaginario del mundo moderno/colonial y no meras ocurrencias en un mundo construido desde el discurso hispánico (por ejemplo, el debate Sepúlveda/Las Casas sobre la «naturaleza» del amerindio, en el cual el amerindio no tuvo su lugar para dar su opinión; o la Revolución Francesa, considerada por Wallerstein momento fundacional de la geo-cultura del sistema-mundo moderno (Wallerstein 1991a, 1991b, 1995).

En este sentido, la contribución de Aníbal Quijano, en el artículo co-escrito con Wallerstein (Quijano y Wallerstein 1992), es giro teórico fundamental al esbozar las condiciones bajo las cuales la colonialidad del poder (Quijano 1997; 1998) fue y es una estrategia de la «modernidad,» desde el momento de la expansión de la cristiandad más allá del Mediterráneo (América, Asia), que contribuyó a la autodefinición de Europa, y fue parte indisociable del capitalismo, desde el siglo XVI.

Este momento en la construcción del imaginario colonial, que será más tarde retomado y transformado por Inglaterra y Francia en el proyecto de la «misión civilizadora», no aparece en la historia del capitalismo contada por Arrighi (1994). En la reconstrucción de Arrighi, la historia del capitalismo se la ve «dentro» (en Europa), o desde dentro hacia afuera (desde Europa hacia las colonias) y, por ello, la colonialidad del poder es invisible. La consecuencia es que el capitalismo, como la modernidad, aparece comoun fenómeno europeo y no planetario, en el que todo el mundo participó pero con distintasposiciones de poder. Esto es, la colonialidad del poder es el eje que organizó y organiza la diferencia colonial, la periferia como naturaleza.

Bajo este panorama general, me interesa recordar un párrafo de Quijano y Wallerstein (1992) que ofrece un marco en el cual comprender la importancia de la idea de «hemisferio occidental» en el imaginario del mundo moderno/colonial a partir de principios del siglo XIX

“The modern world-system was born in the long sixteenth century. The Americas as a geo-social construct were born in the long sixteenth century. The creation of this geo-social entity, the Americas, was the constitutive act of the modern world-system. The Americas were not incorporated into an already existing capitalism world-economy. There could not have been a capitalism world-economy without the Americas (1992: 449).

Dejando de lado las connotaciones particularistas y triunfalistas que el párrafo pueda invocar, y de discutir si hubiera habido o no economía capitalista mundial sin las riquezas de las minas y de las plantaciones, el hecho es que la economía capitalista cambió de rumbo y aceleró el proceso con la emergencia del circuito comercial del Atlántico, la transformación de la concepción aristotélica de la esclavitud exigida tanto por las nuevas condiciones históricas como por el tipo humano (e.g., negro, africano) que se identificó a partir de ese momento con la esclavitud y estableció nuevas relaciones entre raza y trabajo.

A partir de este momento, del momento de emergencia y consolidación del circuito comercial del Atlántico, ya no es posible

concebir la modernidad sin la colonialidad, el lado silenciado por la imagen reflexiva que la modernidad (e.g., los intelectuales, el discurso oficial del Estado) construyó de sí misma y que el discurso postmoderno criticó desde la interioridad de la modernidad como autoimagen del poder.

La postmodernidad, autoconcebida en la línea unilateral de la historia del mundo moderno continúa ocultando la colonialidad, y mantiene la lógica universal y monotópica -desde la izquierda y desde la derecha- desde Europa (o el Atlántico Norte) hacia afuera.

La diferencia colonial (imaginada en lo pagano, lo bárbaro, lo subdesarrollado) es un lugar pasivo en los discursos postmodernos. Lo cual no quiere decir que en realidad sea un lugar pasivo en la modernidad y en el capitalismo.

La visibilidad de la diferencia colonial, en el mundo moderno, comenzó a notarse con los movimientos de descolonización (o independencia) desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX. La emergencia de la idea de «hemisferio occidental» fue uno de esos momentos.

Pero antes, recordemos que la emergencia del circuito comercial del Atlántico tuvo la particularidad (y este aspecto es importante para la idea de «hemisferio occidental») de conectar los circuitos comerciales ya existentes en Asia, Africa y Europa (red comercial en la cual Europa era el lugar más marginal del centro de atracción, que era China y desde Europa «las Indias Orientales») (Abud-Lughod 1989; Wolff 1982), con Anáhuac y Tawantinsuyu, los dos grandes circuitos desconectados hasta entonces con los anteriores; separados tanto por el Pacífico como por el Atlántico (Mignolo 2000). Algunos de los circuitos comerciales existentes entre 1300 y 1550, según Abu-Lughod (1989).

Hasta esta fecha, había también otros al norte de Africa, que conectaban El Cairo, Fez y Timbuctu.

La emergencia del circuito comercial del Atlántico, conectó los circuitos señalados en la ilustración 1 con al menos dos desconectados hasta entonces, el circuito comercial que tenía centro en Tenochtitlán y se extendía por el Anahuac; y el que tenía su centro en Cuzco, y se extendía por el Tawantinsuyu[1]

El imaginario del mundo moderno/colonial no es el mismo cuando se lo mira desde la historia de las ideas en Europa que cuando se lo mira desde la diferencia colonial: las historias forjadas por la colonialidad del poder en las Américas, Asia o Africa.

Sean estas historias aquéllas de las cosmologías anteriores a los contactos con Europa a partir del siglo XVI, como en la constitución del mundo moderno colonial, en el cual los Estados y las sociedades de África, Asia y las Américas tuvieron que responder y respondieron de distintas maneras y en distintos momentos históricos.

Europa, desde España dio la espalda al norte de África y el Islam en el siglo XVI; China y Japón nunca estuvieron bajo control imperial occidental, aunque no pudieron dejar de responder a su fuerza expansiva, sobre todo a partir del siglo XIX, cuando el Islam renovó su relación con Europa (Lewis 1997). El sur de Asia, India, y diversos países africanos al sur del Sahara fueron el objetivo de los colonialismos emergentes, Inglaterra, Francia, Bélgica y Alemania.

La configuración de la modernidad en Europa y de la colonialidad en el resto del mundo (con excepciones, por cierto, como el caso de Irlanda), fue la imagen hegemónica sustentada en la colonialidad del poder que hace difícil pensar que no puede haber modernidad sin colonialidad; que la colonialidad es constitutiva de la modernidad, y no derivativa.

Las Américas, sobre todo en las tempranas experiencias en el Caribe, en Mesoamérica y en los Andes, dieron la pauta del imaginario del circuito del Atlántico. A partir de ese momento, encontramos transformaciones y adaptaciones del modelo de colonización y de los principios religioso-epistémicos que se impusieron desde entonces.

Hay numerosos ejemplos que pueden ser invocados aquí, a partir del siglo XVI, y fundamentalmente en los Andes y en Mesoamérica (Adorno 1986; Gruzinski 1988; Florescano 1994 y McCormack 1991). Prefiero, sin embargo, convocar algunos más recientes, en los cuales modernidad/colonialidad persisten en su doblez; tanto en la densidad del imaginario hegemónico a través de sus transformaciones, pero también en la coexistencia en el presente de articulaciones pasadas, como en las constantes adaptaciones y transformaciones desde la exterioridad colonial planetaria.

Exterioridad que no es necesariamente el afuera de Occidente (lo cual significaría una total falta de contacto), sino que es exterioridad interior y exterioridad exterior (las formas de resistencia y de oposición trazan la exterioridad interior del sistema). Este doblez encaja muy bien en la manera, por ejemplo, en que tanto el Estado español como diversos Estados de las Américas, celebraron los 500 años de su descubrimiento frente a los movimientos y los intelectuales indígenas que re-escriben la historia, que protestaron la celebración.

La novelista de Laguna, Leslie Marmon Silko, incluyó un «mapa de los quinientos años» en su novela Almanac Of The Dead (1991), publicada un año antes del sesquicentenario.

La primera declaración desde la Selva Lacandona, en 1993, comienza diciendo «Somos el producto de 500 años de lucha.» Rigoberta Menchú, en una ponencia leída en la conferencia sobre democracia y Estado multi-étnico en América Latina, organizada por el sociólogo Pablo González Casanova, también convocó el marco de 500 años de opresión: …la historia del pueblo Guatemalteco puede interpretarse como una concreción de la diversidad de América, de la lucha decidida, forjada desde las bases y que en muchas partes de América todavía se mantiene en el olvido. Olvido no porque se quiera, sino porque se ha vuelto una tradición en la cultura de la opresión. Olvido que obliga a una lucha y a una resistencia de nuestros pueblos que tiene una historia de 500 años (Menchú 1996: 125).

Pues bien, este marco de 500 años es el marco del mundo moderno/colonial desde distintas perspectivas de su imaginario, el cual no se reduce a la confrontación entre españoles y amerindios sino que se extiende al criollo (blanco, negro y mestizo), surgido de la importación

II. Doble conciencia criolla y hemisferio occidental

La idea de «hemisferio occidental» (que sólo aparece mencionada como tal en la cartografía a partir de finales del siglo XVIII), establece ya una posición ambigua. América es la diferencia, pero al mismo tiempo la mismidad. Es otro hemisferio, pero es occidental. Es distinto de Europa (que por cierto no es el Oriente), pero está ligado a ella. Es distinto, sin embargo, a África y Asia, continentes y culturas que no forman parte de la definición del hemisferio occidental.

Pero ¿quién define tal hemisferio? ¿Para quién es importante y necesario definir un lugar de pertenencia y de diferencia? ¿Para quienes experimentaron la diferencia colonial como criollos de descendencia hispánica (Bolívar) y anglo-sajona (Jefferson)?

Lo que cada uno entendió por «hemisferio occidental» (aunque la expresión se originó en el inglés de las Américas) difiere, como es de esperar. Y difiere, también como es de esperar, de manera no trivial. En la «Carta de Jamaica», que Bolívar escribió en 1815 y dirigió a Henry Cullen, «un caballero de esta isla», el enemigo era España.

Las referencias de Bolívar a «Europa» (al norte de España) no eran referencias a un enemigo sino la expresión de cierta sorpresa ante el hecho de que «Europa» (que supuestamente Bolívar en esa fecha localizaría en Francia, Inglaterra y Alemania) se mostrara indiferente a las luchas de independencia que estaban ocurriendo, por esos años, en la América hispana.

Teniendo en cuenta que, también en ese período, Inglaterra era ya un imperio en desarrollo con varias décadas de colonización en la India y enemigo de España, es posible que Mr. Cullen recibiera con interés y también con placer las diatribas de Bolívar contra los españoles. La «leyenda negra» dejó su marca en el imaginario del mundo moderno/colonial.

Por otra parte, el enemigo de Jefferson era Inglaterra aunque, contrario a Bolívar, Jefferson no reflexionó sobre el hecho de que España no se interesara en la independencia de los Estados Unidos de Norte América. Con esto quiero decir que las referencias cruzadas, de Jefferson hacia el Sur y de Bolívar hacia el Norte, eran en realidad referencias cruzadas.

Mientras que Bolívar imaginaba, en la carta a Cullen, la posible organización política de América (que en su imaginario era la América hispana) y especulaba a partir de las sugerencias de un dudoso escritor francés de dudosa estirpe, el Abe de Pradt (Bornholdt 1944: 201-221), Jefferson miraba con entusiasmo los movimientos de independencia en el Sur, aunque con sospechas los caminos de su futuro político.

En una carta al Barón Alexander von Humboldt, fechada en diciembre de 1813, Jefferson le agradecía el envío de observaciones astronómicas después del viaje que Humboldt había realizado por América del Sur y enfatizaba la oportunidad del viaje en el momento en que «esos países» estaban en proceso de «hacerse actores en su escenario»

Y agregaba:

That they will throw off their European dependence I have no doubt; but in what kind of government their revolution will end I am not so certain. History, I believe, furnishes no example of a priest-ridden people maintaining a free civil government[…] But in whatever governments they end they will be «American» governments, no longer to be involved in the never-ceasing broils of Europe (1813: 22).

Por su parte, Bolívar expresaba con vehemencia:

Yo deseo más que otro alguno ver formarse en América la más grande nación del mundo menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república (1815: 25).

Mientras Bolívar hablaba del «hemisferio de Colón», Jefferson hablaba del hemisferio que «América tiene para sí misma». Eran, en realidad, dos Américas en las que pensaban Jefferson y Bolívar. Y lo eran también geográficamente. La América ibérica se extendía hasta lo que es hoy California y Colorado, mientras que la América sajona no iba más allá, hacia el oeste, que Pensilvania, Washington y Atlanta.

Donde ambos se encontraban era en la manera en que se referían a las respectivas metrópolis, España e Inglaterra. Al referirse a la conquista, Bolívar subrayaba las «barbaridades de los españoles» como «barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana» (1815: 17).

Jefferson se refería a los ingleses como exterminadores de los americanos nativos («extermination of this race in OUR America», énfasis agregado, WM), como un capítulo adicional «in the English history of the same colored man in Asia, and of the brethen of their own color in Ireland, and wherever else Anglo-mercantile cupidity can find a two-penny interest in deluging the earth with human blood» (1813: 24).

A pesar de que las referencias eran cruzadas, había esto en común entre Jefferson y Bolívar: la idea del hemisferio occidental estaba ligada al surgimiento de la conciencia criolla, anglo e hispánica.

La emergencia de la conciencia criolla negra, en Haití era diferente. Era una cuestión limitada al colonialismo francés y a la herencia africana, y el colonialismo francés, como el inglés, en el Caribe, no tuvo la fuerza de la inmigración inglesa que estuvo en la base de la formación de los Estados Unidos, o de los legados del fuerte colonialismo hispánico.

La conciencia criolla negra, contraria a la conciencia criolla blanca (sajona o ibérica), no era la conciencia heredera de los colonizadores y emigrados, sino heredera de la esclavitud. Por eso la idea de «hemisferio occidental» o, como luego lo dirá Martí, de «nuestra América» no era común entre ellos.

En suma, «hemisferio occidental» y «nuestra América» son figuras fundamentales del imaginario criollo, sajón e ibérico, pero no del imaginario amerindio (en el norte y en el sur), o del imaginario afro-americano (tanto en América Latina, como en el Caribe, como en América del Norte).

Sabemos, por ejemplo, qué pensaba Jefferson de la Revolución Haitiana y de «that race of men» (Jefferson 1984). La conciencia criolla en su relación con Europa se forjó como conciencia geo-política más que como conciencia racial. Y la conciencia criolla, como conciencia racial, se forjó internamente en la diferencia con la población afroamericana y amerindia. La diferencia colonial se transformó y reprodujo en el período nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de «colonialismo interno.»

El colonialismo interno es, pues, la diferencia colonial ejercida por los líderes de la construcción nacional. Este aspecto de la formación de la conciencia criolla blanca es el que transformó el imaginario del mundo moderno/colonial y estableció las bases del colonialismo interno que atravesó todo el período de formación nacional, tanto en la América ibérica como en la América anglo-sajona (Nelson 1998).

Las ideas de «América» y de «hemisferio occidental» (no ya las «Indias occidentales», designación hispánica de la territorialidad colonial) fueron imaginadas como el lugar de pertenencia y el derecho a la autodeterminación. Aunque Bolívar pensaba en su nación de pertenencia y en el resto de América (hispana), Jefferson pensaba en algo más indeterminado, aunque lo pensaba en cambio sobre la memoria de la territorialidad colonial sajona y sobre un territorio que no había sido configurado por la idea de «Indias Occidentales.» «Indias Occidentales» fue la marca distintiva del colonialismo hispánico que debía diferenciar sus posesiones en América de aquéllas en Asia (e.g., las islas Filipinas), identificadas como «Indias Orientales.»

En la formación de Nueva Inglaterra, en cambio, «Indias Occidentales» era un concepto extraño. Cuando la expresión se introdujo al inglés, «West Indies» se usó para designar fundamentalmente el Caribe inglés. Lo que estaba claro para ambos, Bolívar y Jefferson, era la separación geo-política con Europa, de una Europa que en un caso tenía su centro en España y en el otro en Inglaterra. Puesto que las designaciones anteriores (Indias Occidentales, América) fueron designaciones en la formación de la conciencia castellana y europea, «hemisferio occidental» fue la necesaria marca distintiva del imaginario de la conciencia criolla (blanca), post-independencia.

La conciencia criolla no era, por cierto, un hecho nuevo puesto que sin conciencia criolla no hubiera habido independencia ni en el Norte ni en el Sur. Lo nuevo e importante en Jefferson y en Bolívar fue el momento de transformación de la conciencia criolla colonial en conciencia criolla postcolonial y nacional y la emergencia del colonialismo interno frente a la población amerindia y afro-americana.

Desde la perspectiva de la conciencia criolla negra, tal como la describe Du Bois, podemos decir que la conciencia criolla blanca es una doble conciencia que no se reconoció como tal. La negación de Europa no fue, ni en la América hispana ni en la anglo-sajona, la negación de «Europeidad» puesto que ambos casos, y en todo el impulso de la conciencia criolla blanca, se trataba de ser americanos sin dejar de ser europeos; de ser americanos pero distintos a los amerindios y a la población afro-americana.

Si la conciencia criolla se definió con respecto a Europa en términos geo-políticos, en términos raciales se definió su relación con la población criolla negra y con la indígena. La conciencia criolla, que se vivió (y todavía hoy se vive) como doble aunque no se reconoció ni se reconoce como tal, se reconoció en cambio en la homogeneidad del imaginario nacional y, desde principios del siglo XX, en el mestizaje como contradictoria expresión de homogeneidad. La celebración de la pureza mestiza de sangre, por así decirlo.

La formación del Estado-nación requería la homogeneidad más que la disolución y por lo tanto o bien había que ocultar o bien era impensable la celebración de la heterogeneidad. Si no hubiera sido así, si la conciencia criolla blanca se hubiera reconocido como doble no tendríamos hoy ni en Estados Unidos ni en la América hispana, ni en el Caribe, los problemas de identidad, de multiculturalismo y de pluriculturalidad que tenemos. Dice Jefferson:

The European nations constitute a separate division of the globe; their localities make them part of a distinct system; they have a set of interests of their own in which it is our business never to engage ourselves. America has a hemisphere to itself (1813: 22).

Jefferson negaba a Europa, no la Europeidad. Los revolucionarios haitianos, Toussaint l ́Ouverture y Jean-Jacques Dessalines, en cambio, negaron Europa y la Europeidad (Dayan 1998: 19-25). Directa o indirectamente fue la diáspora africana y no el hemisferio occidental lo que alimentó el imaginario de los revolucionarios haitianos.

En cambio, la vehemencia con que se planteaban en Jefferson y Bolívar la separación con Europa era, al mismo tiempo, motivada por el saberse y sentirse, en última instancia, europeos en las márgenes, europeos que no eran pero que en el fondo querían serlo. Esta doble conciencia criolla blanca, de distinta intensidad en el período colonial y en el período nacional, fue la marca y el legado de la intelectualidad independentista a la conciencia nacional durante el siglo XIX.

Repito que la característica de esta doble conciencia no era racial sino geo-política y se definía con relación a Europa. La doble conciencia no se manifestaba, por cierto, en relación al componente amerindio o afro-americano. Desde el punto de vista criollo, cómo ser criollo e indio o negro al mismo tiempo, no era un problema que había que resolver. En este contexto -en relación con las comunidades amerindias y afro-americanas- la conciencia criolla blanca se definió como homogénea y distinta.

Si los criollos blancos no se hicieron cargo de su doble conciencia se debió, quizás, a que uno de los rasgos de la conceptualización del hemisferio occidental fue la integración de América a Occidente. Lo cual no era posible, para la conciencia criolla negra: Africa, a pesar de su localización geográfica, nunca fue parte del imaginario geo-político occidental.

No le estaba permitido a Du Bois, como tampoco le estuvo permitido a Guaman Poma de Ayala o a Garcilaso de la Vega en el siglo XVI, sentirse parte de Europa o de alguna forma europeos en las márgenes. Variadas formas de doble conciencia, pero doble conciencia al fin, fueron las consecuencias y son los legados del mundo moderno/colonial.

III. El hemisferio occidental y la geo-cultura del sistema-mundo moderno/colonial

Uno de los rasgos que distingue los procesos de descolonización en las Américas a finales del siglo XVIII y a principios del XIX es, como lo ha notado Klor de Alva (1992), el hecho de que la descolonización estuviera en manos de los «criollos» y no de los «nativos» como ocurrirá luego, en el siglo XX, en África y en Asia.

Hay sin embargo, otro elemento importante a tener en cuenta en la primera oleada de descolonización acompañada de la idea del «hemisferio occidental» y la transformación del imaginario del mundo moderno/colonial que se resumió en esta imagen geo-política.

Si la idea de hemisferio occidental encontró su momento de emergencia en las independencias de los criollos, anglos y latinos, en ambas Américas, su momento de consolidación se lo encuentra casi un siglo más tarde, después de la guerra hispano-americana y durante la presidencia de Theodor Roosevelt, en los albores del siglo XX. Si las historias necesitan un comienzo, la historia de la rearticulación fuerte de la idea de hemisferio occidental en el siglo XX, tuvo su comienzo en Venezuela cuando las fuerzas armadas de Alemania e Inglaterra iniciaron un bloqueo para presionar el cobro de la deuda externa.

La guerra hispano-americana (1898) había sido una guerra por el control de los mares y del canal de Panamá, frente a las amenazas de países imperiales fuertes, de Europa del Oeste, un peligro que se repetía con el bloqueo de Venezuela. La intervención de Alemania e Inglaterra fue un buen momento para reavivar el reclamo de autonomía del «hemisferio occidental» que había perdido fuerza durante y en los años posteriores a la guerra civil en Estados Unidos.

El hecho de que el bloqueo fuera a Venezuela, creó las condiciones para que la idea y la ideología de «hemisferio occidental» se reavivara como una cuestión no sólo de incumbencia de Estados Unidos sino también de los países latinoamericanos. El diplomático argentino Luis María Drago, Ministro de Asuntos Exteriores, dio el primer paso en esa dirección en diciembre de 1902 (Whitaker 1954: 87-100).

Whitaker propone, a grandes rasgos, una interpretación de estos años de política internacional que ayuda a entender el cambio radical en el imaginario del sistema-mundo moderno/colonial que tuvo lugar a principios del siglo XIX con la reinterpretación roosveltiana de la idea del «hemisferio occidental.»

Según Whitaker, la propuesta de Luís María Drago, Ministro Argentino de Asuntos Exteriores. Para solucionar el embargo a Venezuela (propuesta que llego a conocerse como la «Doctrina Drago»), fue en realidad, una suerte de «corolario» a la Doctrina Monroe desde una perspectiva multilateral que involucraba, por cierto, a todos los Estados de las Américas.

Whitaker sugiere que la posición de Drago no fue bien recibida en Washington, entre otras razones, porque en Estados Unidos se consideraba la Doctrina Monroe como una doctrina de política nacional e, indirectamente, unilateral cuando ella se aplicaba a relaciones internacionales.

Drago, en cambio, había interpretado la Doctrina Monroe desde Argentina como un principio multilateral válido para todo el hemisferio occidental que se podía poner en ejecución en y desde cualquier parte de las Américas. La segunda de las razones, según Whitaker, fue una consecuencia de lo anterior.

Esto es, si en verdad había necesidad de un «corolario» para extender la efectividad de la Doctrina Monroe a las relaciones internacionales, este «corolario» debería surgir en y desde Washington y no en y desde Argentina o de cualquier otra parte de América Latina.

Este fue, según Withaker, el camino seguido por Washington cuando, en diciembre de 1904, Roosevelt propuso su propio «corolario» a la Doctrina Monroe.

Aunque semejante al propuesto por Drago, tenía importantes diferencias. Whitaker enumera las siguientes: a) ambos «corolarios» estaban dirigidos a resolver el mismo problema (la intervención europea en América) y estaban basados sobre las mismas premisas (la Doctrina Monroe y la idea del hemisferio occidental); b) ambos «corolarios» proponían resolver el problema mediante una excepción a la ley internacional en favor del hemisferio occidental y c) ambos proponían alcanzar esta solución mediante un «American policy pronouncement, not through a universally agreed amendment to international law» (Whitaker 1954: 100).

Las diferencias, sin embargo, fueron las que re-orientaron la configuración del nuevo orden mundial: el «ascenso» de un país neo-colonial o post-colonial en el grupo de los Estados-naciones imperiales.

Un cambio de no poca monta en el imaginario y en la estructura del mundo moderno/colonial. Las diferencias entre Roosevelt y Drago se encontraban, según Whitaker, en la manera de implementar la nueva política internacional. Roosevelt propuso hacerlo unilateralmente, desde Estados Unidos mientras que Drago proponía una acción multilateral, democrática e inter-americana.

Los resultados fueron muy diferentes a los que se podrían imaginar si el «corolario» de Drago hubiera sido implementado. En cambio, Roosevelt reclamó para Estados Unidos el monopolio de los derechos de administración de la autonomía y democracia del hemisferio occidental (Whitaker 1954: 100).

La Doctrina Monroe re-articulada con la idea de «hemisferio occidental» introdujo un cambio fundamental en la configuración del mundo moderno/colonial y en el imaginario de la modernidad/colonialidad.

La conclusión de Whitaker a este capítulo del mundo moderno/colonial es oportuna: «As a result -de la implementación del «corolario Roosevelt» en vez del «corolario Drago» -the leaders in Washington and those in Western Europe came to understand each other better and better as time went on. The same development, however, widened the already considerable gap between Anglo-Saxon America and Latin America» (Whitaker 1954: 107).

El momento que acabo de narrar, basado en Whitaker, sugiriendo las conexiones de la política internacional con el imaginario del mundo moderno/colonial, es conocido en la historia de la literatura latinoamericana por la Oda a Roosevelt del poeta nicaragüense y cosmopolita, Rubén Darío y del ensayo Ariel del intelectual uruguayo Enrique Rodó.

Me interesa aquí volver sobre el período que se extiende desde la guerra hispano-americana (1898) hasta el «triunfo» del corolario de Roosevelt, para reflexionar sobre la geo-cultura y el imaginario del mundo moderno/colonial y el impacto de la idea de hemisferio occidental.

Respondiendo a las críticas dirigidas al fuerte perfil económico del concepto de sistema-mundomoderno, Immanuel Wallerstein introdujo el concepto de geo-cultura (Wallerstein 1991). Wallerstein construye el concepto, históricamente, desde la Revolución Francesa hasta la crisis de 1968 en Francia y lógicamente como la estructura cultural que ata geoculturalmente el sistema-mundo.

La ‘geo-cultura’ del sistema mundo-moderno debería entenderse como la imagen ideológica (y hegemónica) sustentada y expandida por la clase dominante, después de la Revolución Francesa. La imagen hegemónica no es por tanto equivalente a la estructuración social sino a la manera en que un grupo, el que impone la imagen, concibe la estructuración social.

Por ‘imaginario del mundo moderno/colonial’ debería entenderse a las variadas y conflictivas perspectivas económicas, políticas, sociales, religiosas etc. en las que se actualiza y transforma la estructuración social. Pero la incluye como el aspecto monotópico y hegemónico, localizado en la segunda modernidad, con el ascenso de Francia, Inglaterra y Alemania al liderazgo del mundo moderno/colonial (Wallerstein 1991a; 1991b y 1995).

Sin duda que lo que I. Wallerstein llama la geo-cultura es el componente del imaginario del mundo moderno/colonial que se universaliza, y lo hace no sólo en nombre de la misión civilizadora al mundo no europeo, sino que relega el siglo XVI al pasado y con ello el Sur de Europa. El imaginario que emerge con el circuito comercial del Atlántico, que pone en relaciones conflictivas a peninsulares, amerindios y esclavos africanos, no es para Wallerstein componente de la geo-cultura.

Es decir, Wallerstein describe como geo-cultura del sistema-mundo moderno el imaginario hegemónico y deja de lado tanto las contribuciones desde la diferencia colonial como desde la diferencia imperial: la emergencia del hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad.

La geo-cultura de Wallerstein es, pues, el imaginario hegemónico de la segunda fase de la modernidad, y es eurocéntrico en el sentido restricto del término, centrado en Francia, Inglaterra y Alemania, desde la perspectiva de la historia (del imaginario nacional francés).

La Revolución Francesa tuvo lugar, precisamente, en un momento de «inter-imperium» en el cual se consolidó la Europa de las naciones de espaldas a la cuestión colonial. La independencia de Estados Unidos (que no sólo anticipó sino que contribuyó a que la Revolución Francesa fuera posible) es ajena o marginal al concepto de geo-cultura, de Wallerstein porque, es mi interpretación, su concepto de sistema-mundo moderno es ciego a la diferencia colonial, mientras que las independencias en las Américas, los primeros movimientos antisistémicos, fueron movimientos desde la diferencia colonial.

Estos movimientos fueron generados por y en la diferencia colonial, aunque ésta se reprodujera de otra manera, en la formación nacional, como lo mencioné más arriba.

Wallerstein destacó en el concepto de «geo-cultura» el componente hegemónico del mundo moderno que acompañó la revolución burguesa en la consolidación de la Europa de las naciones y que al mismo tiempo relegó a acontecimientos «periféricos» los primeros movimientos de descolonización de un mundo moderno pero también colonial.

Tal ceguera fue notable en el caso de la Revolución Haitiana, como lo mostró Trouillot (1995) explicando las razones por las cuales una revolución de criollos negros con el apoyo de esclavos negros no tenía lugar en discursos libertarios sobre los derechos del hombre y del ciudadano, que habían sido pensados en un mundo donde la «matriz invisible» era blanca, compuesta de ciudadanos blancos fundamentalmente y no de indios y negros.

En este esquema, las diferencias de género y de sexualidad fueron subsumidas por las clasificaciones raciales. No era ni es lo mismo ser mujer blanca que negra o de color. La colonialidad es constitutiva de la modernidad.

Las relaciones asimétricas de poder al mismo tiempo que la participación activa desde la diferencia colonial en la expansión del circuito comercial del Atlántico constituido a través de los siglos como Occidente o civilización occidental, son las que justifican y hacen necesario el concepto de «colonialidad del poder» (Quijano 1997) y de «diferencia colonial» (Mignolo 2000) para corregir las limitaciones histórico-geográficas a la vez que lógicas del concepto de geo-cultura en su formulación wallersteniana:

In the case of the modern world-system, it seems to me that its geo-culture emerged with the French Revolution and then began to lose its widespread acceptance with the world revolution of 1968. The capitalist world-economy has been operating since the long sixteenth century. It functioned for three centuries, however, without any firmly established geo-culture. That is to say, from the sixteenth to the eighteenth century, no one set of values and basic rules prevailed within the capitalist world-economy, actively endorsed the majority of the cadres and passively accepted by the majority of the ordinary people. The French Revolution, lato senso, changed that. It established two new principles: (1) the normality of political change and (2) the sovereignty of people […]

The key point to note about these two principles is that they were, in and of themselves, quite revolutionary in their implications for the world-system. Far from ensuring the legitimacy of the capitalist world-economy, they threatened to delegitimize it in the long run. It is in this sense that I have argued elsewhere that «the French Revolution» represented the first of the anti-systemic revolution of the capitalist world-economy–in a small part a success, in larger part a failure (Wallerstein 1995: 1166).

La dificultad de Wallerstein para reconocer la constitución del imaginario del mundo moderno sin la participación de Francia e Inglaterra, y por lo tanto, negar la contribución de tres siglos de dominio español y portugués, es sin duda una consecuencia de lo que concibe como geo-cultura. El imaginario de la Europa del Norte, a partir de la Revolución Francesa, es el imaginario que se construyó de forma paralela al triunfo de Inglaterra y Francia sobre España y Portugal como nuevas potencias imperiales.

La emergencia del concepto de «hemisferio occidental» no permitía preveer que marcaba, desde el comienzo, los límites de lo que Wallerstein llama geo-cultura. Y lo marca de dos maneras: una por rearticular la diferencia colonial; la otra por ir absorbiendo, a lo largo de su historia, el concepto de «misión civilizadora», concepto central en la geo-cultura de Wallerstein, y traducción de la «misión cristianizadora» dominante de los siglos XVI al XVIII pero que Wallerstein no reconoce como geo-cultura.

IV. Del hemisferio occidental al Atlántico Norte

Samuel Huntington describió el nuevo orden mundial, después del final de la guerra fría, en nueve civilizaciones.

Las nueve civilizaciones de Samuel Huntington y sus territorialidades después del fin de la Guerra Fría (Huntington 1996).

Las nueve civilizaciones son las siguientes: Occidente, América Latina, Africa (más específicamente, Africa al sur del Sahara), Islam, China, Hindú, Ortodoxa, Budista y Japonesa.

Dejando de lado el hecho de que la lógica clasificatoria de Huntington se parece a la del famoso emperador chino mencionado por Jorge Luis Borges y adoptado por Michel Foucault al comienzo de Las Palabras y las Cosas (1967), aquí sólo me interesa reflexionar sobre el hecho de que América Latina es, para Huntington, una civilización en sí misma y ya no parte del hemisferio occidental.

América Latina, para Huntington, tiene una identidad que la diferencia de Occidente:

Although an offspring of European civilization, Latin America has evolved along a very different path from Europe and North America. It has a corporatist, authoritarian culture, which Europe has to a much lesser degree and North America not at all (1996: 46).

Aparentemente Huntington no percibe el facismo y el nazismo como autoritarios. Ni tampoco percibe el hecho de que el autoritarismo de Estados Unidos, a partir de 1945, se proyectó en el control de las relaciones internacionales en una nueva forma de colonialismo, un colonialismo sin territorialidad. Pero hay más rasgos invocados por Huntington para marcar la diferencia latinoamericana:

Europe and North America both felt the effects of the Reformation and have combined Catholic and Protestan cultures. Historically, although this may be changing, Latin America has been only Catholic (1996: 46).

En esta parte del argumento, la diferencia invocada es la diferencia imperial que iniciada por la Reforma, tomó cuerpo a partir del siglo XVII en el desarrollo de la ciencia y de la filosofía, en el concepto de Razón que dio coherencia al discurso de la segunda modernidad (ascenso de Inglaterra, Francia y Alemania sobre España y Portugal).

Además, tercer elemento, un componente importante de América Latina es, para Huntington, “the indigenous cultures, which did not exist in Europe, were effectively wiped out in North America, and which vary in importance from Mexico, Central America, Peru and Bolivia, on the one hand, to Argentina and Chile, on the other (1996: 46).”

Aquí, el argumento de Huntington pasa de la diferencia imperial a la diferencia colonial, tanto en su forma originaria en los siglos XVI al XVIII, como en su rearticulación durante el período de construcción nacional, que es precisamente donde la diferencia entre Bolivia y Argentina, por ejemplo, se hace más evidente, cuando el modelo nacional se impone desde el norte de Europa sobre la decadencia del imperio hispánico. Como conclusión a estas observaciones, Huntington sostiene:

Latin America could be considered either a subcivilization within Western civilization or a separate civilization closely affiliated with the West. For an analysis focused on the international political implications of civilizations, including the relations between Latin America, on the one hand, and North America and Europe, on the other, the latter is the more appropriate and useful designation (…) The West, then, includes Europe, North America, plus the other European settler countries such as Australia and New Zealand (1996: 47).

¿En qué piensa Huntington cuando habla de “other European settler countries such as Australia and New Zealand”? Obviamente en la colonización inglesa, en la segunda modernidad, en la diferencia imperial (el colonialismo inglés que “superó” al colonialismo ibérico) montada sobre la diferencia colonial (ciertas herencias coloniales pertenecen al Occidente, ciertas no).

En las herencias coloniales que pertenecen al Occidente, el componente indígena es ignorado, y para Huntington la fuerza que están adquiriendo los movimientos indígenas en Nueva Zelandia y en Australia, no parece ser un problema.

No obstante, el panorama es claro: el Occidente es la nueva designación, después del fin de la guerra fría, del “primer mundo”; el lugar de enunciación que produjo y produce la diferencia imperial y la diferencia colonial, los dos ejes sobre los que giran la producción y reproducción del mundo moderno/colonial. Si bien la emergencia de la idea de “hemisferio occidental” ofreció la promesa de inscripción de la diferencia colonial desde la diferencia colonial misma, el “corolario Roosevelt” en cambio restableció la diferencia colonial desde el norte y sobre la derrota definitiva de España en la guerra hispano-americana.

Ambas posiciones pueden sostenerse desde la perspectiva de la doble conciencia criolla en América Latina. Sería más difícil encontrar evidencias de que estas opiniones tuvieran su origen en la doble conciencia indígena o afro-americana. Ahora bien, esta distinción no es sólo válida para América Latina, sino para Estados Unidos también. Huntington le atribuye a América Latina una “realidad” que es válida para Estados Unidos, pero que quizás no es perceptible desde Harvard, puesto que desde allí, y desde las conexiones de politólogos y científicos sociales con Washington, la mirada se dirige más hacia el oriente (Londres, Berlín, París), que hacia el sudoeste y el Pacífico. Espacios residuales, espacios de la diferencia colonial.

Sin embargo, y aún estando en Harvard, el intelectual afro-americano W.E. B. Du Bois podía mirar hacia el sur y comprender que para quienes están histórica y emotivamente ligados a la historia de la esclavitud, la cuestión de ser o no occidentales no se plantea (Du Bois 1904). Y si se plantea, como en el libro reciente del caribeño-británico Paul Gilroy (Gilroy 1993), el problema aparece en una argumentación en la que el “Atlántico negro” emerge como la memoria olvidada y soterrada en el “Atlántico norte” de Huntington.

Por otra parte, la lectura del eminente intelectual y abogado indígena, de la comunidad Osage, Vine Deloria Jr. (Deloria 1972; 1993) muestra que ni las comunidades indígenas en Estados Unidos fueron totalmente eliminadas, como lo afirma Huntington, ni que en Estados Unidos no persiste la diferencia colonial que emergió con el imaginario del circuito comercial del Atlántico y que fue necesaria para la fundación histórica de la civilización occidental, de su fractura interna con la emergencia del hemisferio occidental.

Hay mucho más, en los argumentos de Deloria, que la simple diferencia entre el cristianismo protestante y católico que preocupa a Huntington. Deloria recuerda, para quienes tienen mala memoria, la persistencia de formas de pensamiento que no sólo ofrecen religiones alternativas sino, más importante aún, alternativas al concepto de religión que es fundamental en la arquitectura del imaginario de la civilización occidental.

La transformación del “hemisferio occidental” en el “Atlántico Norte” asegura, por un lado, la pervivencia de la civilización occidental. Por otro, margina definitivamente a América Latina de la civilización occidental, y crea las condiciones para la emergencia de fuerzas que quedaron ocultas en el imaginario criollo (latino y anglo) de “hemisferio occidental”, esto es, la rearticulación de las fuerzas amerindias y afro-americanas alimentadas por las migraciones crecientes y por el tecnoglobalismo.

El surgimiento Zapatista, la fuerza del imaginario indígena, y la diseminación planetaria de sus discursos nos hacen pensar en futuros posibles más allá del hemisferio occidental y del Atlántico norte. Pero, al mismo tiempo, más allá de todo fundamentalismo civilizatorio, ideológico o religioso, cuyos perfiles actuales son el producto histórico de la “exterioridad interior” a la que fueron relegados (e.g. subalternizados) por la autodefinición de la civilización occidental y del hemisferio occidental, el problema de la “occidentalización” del planeta es que todo el planeta, sin excepción y en los últimos quinientos años, tuvo que responder de alguna manera a la expansión de Occidente.

Por lo tanto “más allá del hemisferio occidental y del Atlántico Norte” no quiere decir que exista algún “lugar ideal” existente que es necesario defender, sino que implica “más allá de la organización planetaria basada en la exterioridad interior implicada en el imaginario de la civilización occidental, del hemisferio occidental y del Atlántico Norte.

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[1]

Europa, modernidad y eurocentrismo. Enrique Dussel

I. Deslizamiento semántico del concepto de «Europa»

En primer lugar, deseamos ir indicando, con propósito teórico, el cambio de significado del concepto de «Europa». En general no se estudia ese deslizamiento semántico, y, por ello, es difícil discutir sobre el tema.

En primer lugar, la mitológica Europa es hija de fenicios, de un semita entonces[1]. Esta Europa venida del Oriente es algo cuyo contenido es completamente distinto a la Europa «definitiva» (la Europa moderna). A Grecia no hay que confundirla con la futura Europa.

Esta Europa futura se situaba al norte de la Macedonia, y al norte de la Magna Grecia en Italia. El lugar de la Europa futura (la «moderna») era ocupado por lo «bárbaro» por excelencia (de manera que posteriormente, en cierta forma, usurpará un nombre [2]que no le es propio, porque el Asia (que será provincia con ese nombre en el Imperio romano: sólo la actual Turquía) o el Africa (el Egipto) son las culturas más desarrolladas, y los griegos clásicos tienen clara conciencia de ello.

El Asia y el África no son «bárbaras», aunque tampoco plenamente humanas. Lo que será la Europa «moderna» (hacia el norte y el oeste de Grecia) no es la Grecia originaria, está fuera de su horizonte, y es simplemente lo incivilizado, lo no-político, lo no-humano. Con esto queremos dejar muy claro que la diacronía unilineal Grecia-Roma-Europa (Esquema 2) es un invento ideológico de fines del siglo XVIII romántico alemán; es entonces un manejo posterior conceptual del «modelo ario», racista.

En segundo lugar, lo «Occidental» será el imperio romano que habla latín (cuya frontera oriental se sitúa aproximadamente entre la actual Croacia y Serbia)[3], que ahora contiene al África del norte. Lo «Occidental» se opone a lo «Oriental», el imperio helenista, que habla griego.

En lo «Oriental» está Grecia y el «Asia» (la provincia Anatolia), y los reinos helenistas hasta los bordes del Indo, y también el Nilo ptolomaico. No hay concepto relevante de lo que se llamará Europa posteriormente.

En tercer lugar, Constantinopla desde el siglo VII, el imperio romano oriental cristiano, se enfrenta al mundo árabe musulmán creciente. Es muy importante recordar que «lo griego clásico» -Aristóteles, por ejemplo- es tanto cristiano bizantino como árabe musulmán[4].

Esquema 1

Aclaraciones a las flechas: la influencia griega no es directa en la Europa latino occidental (pasa por las flechas a y b). La secuencia c de la Europa moderna no entronca con Grecia, ni tampoco directamente con el mundo bizantino (flecha d), sino más bien con el mundo latino romano occidental cristianizado.

En cuarto lugar, la Europa latina medieval se enfrenta igualmente al mundo árabe-turco.

Nuevamente Aristóteles, por ejemplo, es considerado más un filósofo en manos de los árabes que de los cristianos. Abelardo, Alberto Magno y Tomás de Aquino, contra la tradición y arriesgándose a condenaciones, usan al Estagirita. En efecto, Aristóteles será estudiado y usado como el gran metafísico y lógico en Bagdad, mucho antes que sea traducido en la España musulmana al latín, y de Toledo llegue a París a finales del siglo XII.

Europa se distingue ahora del África, por primera vez (ya que ésta es musulmana berebere; el Magreb), y del mundo oriental (principalmente del imperio bizantino, y de los comerciantes del Mediterráneo Oriental, del Medio Oriente).

Las Cruzadas son el primer intento de la Europa latina de imponerse en el Mediterráneo Oriental. Fracasan, y con ello la Europa latina sigue siendo una cultura periférica, secundaria y aislada por el mundo turco y musulmán, que domina geopolíticamente desde Marruecos hasta Egipto, la Mesopotamia, el imperio Mogol del norte de la India, los reinos mercantiles de Malaka, hasta la isla Mindanao en Filipinas en el siglo XIII.

La «universalidad» musulmana es la que llega del Atlántico al Pacífico. La Europa latina es una cultura periférica y nunca ha sido hasta ese momento «centro» de la historia; ni siquiera con el imperio romano (que por su ubicación extremadamente occidental nunca fue centro ni siquiera de la historia del continente euro-afro-asiático). Si algún imperio fue centro de la historia regional euro-asiática antes del mundo musulmán, sólo podemos remontarnos a los imperios helenistas desde los Seleusidas, Ptolomeicos, el de Antíocos, etc.

Pero, de todas maneras, el helenismo no es Europa, y no alcanzó una «universalidad» tan amplia como la musulmana en el siglo XV.

En quinto lugar, en el renacimiento italiano (especialmente después de la caída de Constantinopla en 1453), comienza una fusión novedosa: lo Occidental latino (secuencia c del esquema), se une con lo griego Oriental (flecha d), y enfrenta el mundo turco, el que, olvidando el origen helenístico-bizantino del mundo musulmán, permite la siguiente ecuación falsa:

Occidental = Helenístico + Romano + Cristiano. Nace así la «ideología» eurocéntrica del romanticismo alemán[5] siguiente:

Esquema 2

Esta secuencia es hoy la tradicional[6]. Nadie piensa que es una «invención» ideológica (que «rapta» a la cultura griega como exclusivamente «europea» y «occidental»), y que pretende que desde la época griega y romana dichas culturas fueron «centro» de la historia mundial.

Esta visión es doblemente falsa: en primer lugar, porque, como veremos, no hay fácticamente todavía historia mundial (sino historias de ecumenes juxtapuestas y aisladas: la romana, persa, de los reinos hindúes, del Siam, de la China, del mundo mesoamericano o inca en América, etc.).

En segundo lugar, porque el lugar geopolítico le impide poder ser «centro» (el Mar Rojo o Antioquía, lugar de término del comercio del Oriente, no son el «centro» sino el límite occidental del mercado euro-afro-asiático).

Tenemos así a la Europa latina del siglo XV, sitiada por el mundo musulmán, periférica y secundaria en el extremo occidental del continente euro-afro-asiático.

Esquema 3

Aclaración: la flecha a indica la procedencia del homo sapiens en América y las influencias neolóticas del Pacífico; nada más.

II. Dos conceptos de «Modernidad»

Llegados a este punto de la descripción entramos en el meollo de la discusión. Deberemos oponernos a la opinión hegemónica en cuanto a la interpretación de la Europa moderna (a la «Modernidad»), y no como un tema extraño a la cultura latinoamericana, sino, contra la opinión corriente, como problema fundamental en la definición de la «Identidad latinoamericana» -para hablar como Charles Taylor-.

En efecto, hay dos conceptos de «Modernidad».

El primero es eurocéntrico, provinciano, regional. La Modernidad es una emancipación, una «salida»[7] de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo del ser humano. Este proceso se cumpliría en Europa, esencialmente en el siglo XVIII.

El tiempo y el espacio de este fenómeno lo describe Hegel, y lo comenta Habermas en su conocida obra sobre el tema -y es unánimemente aceptado por toda la tradición europea actual-:

Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad [moderna] son la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa[8].

Como puede observarse se sigue una secuencia espacio-temporal: casi siempre se acepta también el Renacimiento italiano, la Reforma y la Ilustración alemana y la Revolución francesa.

En un diálogo con Ricoeur[9], éste nos proponía además el Parlamento inglés. Es decir: Italia (siglo XV), Alemania (siglos XVI-XVIII), Francia (siglo XVIII), Inglaterra (siglo XVII).

Denominamos a esta visión «eurocéntrica» porque indica como punto de partida de la «Modernidad» fenómenos intra-europeos, y el desarrollo posterior no necesita más que Europa para explicar el proceso. Esta es aproximadamente la visión provinciana y regional desde Max Weber -con su análisis sobre la «racionalización» y el «desencanto»- hasta Habermas).

Para muchos un Galileo (condenado en 1616), Bacon (Novum Organum, 1620) o Descartes (El discurso del método, 1636) serían los iniciadores del proceso moderno en el siglo XVII.

Proponemos una segunda visión de la «Modernidad», en un sentido mundial, y consistiría en definir como determinación fundamental del mundo moderno el hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía, etc.) «centro» de la Historia Mundial.

Es decir, nunca hubo empíricamente Historia Mundial hasta el 1492 (como fecha de iniciación[10] del despliegue del «Sistema-mundo»)[11]. Anteriormente a esta fecha los imperios o sistemas culturales coexistían entre sí. Sólo con la expansión portuguesa desde el siglo XV, que llega al Extremo Oriente en el siglo XVI, y con el descubrimiento de América hispánica, todo el planeta se torna el «lugar» de «una sola» Historia Mundial (Magallanes-Elcano da la vuelta de circunvalación a la tierra en 1521).

España, como primera nación «moderna» (con un Estado que unifica la península, con la Inquisición que crea de arriba-abajo el consenso nacional, con un poder militar nacional al conquistar Granada, con la edición de la Gramática castellana de Nebrija en 1492, con la Iglesia dominada por el Estado gracias al cardenal Cisneros, etc.) abre la primera etapa «Moderna»: el mercantilismo mundial.

Las minas de plata de Potosí y Zacatecas (descubiertas en 1545-1546) permiten acumular riqueza monetaria suficiente para vencer a los Turcos en Lepanto veinticinco años después de dicho hallazgo (1571).

El Atlántico suplanta al Mediterráneo. Para nosotros, la «centralidad» de la Europa latina en la Historia Mundial es la determinación fundamental de la Modernidad. Las demás determinaciones se van dando en torno a ella (la subjetividad constituyente, la propiedad privada, la libertad del contrato, etc.). El siglo XVII (p.e. Descartes, etc.) son ya el fruto de un siglo y medio de «Modernidad»: son efecto y no punto de partida. Holanda (que se emancipa de España en 1610), Inglaterra y Francia continuarán el camino abierto.

La segunda etapa de la «Modernidad», la de la revolución industrial del siglo XVIII y de la Ilustración, profundizan y amplían el horizonte ya comenzado a fines del siglo XV. Inglaterra reemplaza a España como potencia hegemónica hasta el 1945, y tiene el comando de la Europa moderna, de la Historia mundial (en especial desde el surgimiento del Imperialismo en torno a 1870).

Esta Europa Moderna, desde 1492, «centro» de la Historia Mundial, constituye, por primera vez en la historia, a todas las otras culturas como su «periferia».

Esquema 4

Aclaraciones: flecha a: la primer periferia; b: el esclavismo en sus costas occidentales; flecha c: algunas colonias (como Goa, etc.), pero sin ocupación continental; d: emancipación de Estados Unidos; e: emancipación hispanoamericana.

En la interpretación habitual de la Modernidad se deja de lado a Portugal y España, y con ellos el siglo XVI hispanoamericano, que en opinión unánime de los especialistas nada tiene que ver con la «Modernidad» –sino, quizá, con el fin de la Edad Media-. Y bien, deseamos oponernos a estas falsas unanimidades y proponer una completa y distinta conceptualización de la «Modernidad», con un sentido mundial, lo que nos llevará a una interpretación de la racionalidad moderna diversa de los que piensan «realizarla» (como Habermas) como de los que se oponen a ella (como los «Postmodernos»).

III. Racionalidad e irracionalidad o el mito de la Modernidad

Si se entiende que la «modernidad» de Europa será el despliegue de las posibilidades que se abren desde su «centralidad» en la Historia Mundial, y la constitución de todas las otras culturas como su «periferia», podrá comprenderse el que, aunque toda cultura es etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno es el único que puede pretender identificarse con la «universalidad-mundialidad».

El «eurocentrismo» de la Modernidad es exactamente el haber confundido la universalidad abstracta con la mundialidad concreta[12] hegemonizada por Europa como «centro».

El ego cogito moderno fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (Yo conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad (la primera «Voluntad-de-Poder» moderna) al indio americano. La conquista de México fue el primer ámbito del ego moderno. Europa (España) tenía evidente superioridad sobre las culturas aztecas, mayas, incas, etc.[13], en especial por sus armas de hierro[14] -presentes en todo el horizonte euro-afro-asiático-. Europa moderna, desde 1492, usará la conquista de Latinoamérica (ya que Norteamérica sólo entra en juego en el siglo XVII) como trampolín para sacar una «ventaja comparativa» determinante con respecto a sus antiguas culturas antagónicas (turco-musulmana, etc.). Su superioridad será, en buena parte, fruto de la acumulación de riqueza, experiencia, conocimientos, etc., que acopiará desde la conquista de Latinoamérica[15].

La Modernidad, como nuevo «paradigma» de vida cotidiana, de comprensión de la historia, de la ciencia, de la religión, surge al final del siglo XV y con el dominio del Atlántico.

El siglo XVII es ya fruto del siglo XVI; Holanda, Francia, Inglaterra, son ya desarrollo posterior en el horizonte abierto por Portugal y España. América Latina entra en la Modernidad (mucho antes que Norte América) como la «otra cara» dominada, explotada, encubierta.

Si la Modernidad tiene un núcleo racional ad intra fuerte, como «salida» de la Humanidad de un estado de inmadurez regional, provinciana, no planetaria; dicha Modernidad, por otra parte ad extra, realiza un proceso irracional que se oculta a sus propios ojos. Es decir, por su contenido secundario y negativo mítico[16], la «Modernidad» es justificación de una praxis irracional de violencia. El mito podría describirse así:

1) La civilización moderna se autocomprende como más desarrollada, superior (lo que significará sostener sin conciencia una posición ideológicamente eurocéntrica).

2) La superioridad obliga a desarrollar a los más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral.

3) El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa (es, de hecho, un desarrollo unilineal y a la europea, lo que determina, nuevamente sin conciencia alguna, la «falacia desarrollista»).

4) Como el bárbaro se opone al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer en último caso la violencia si fuera necesario, para destruir los obstáculos de la tal modernización (la guerra justa colonial).

5) Esta dominación produce víctimas (de muy variadas maneras), violencia que es interpretada como un acto inevitable, y con el sentido cuasi-ritual de sacrificio; el héroe civilizador inviste a

sus mismas víctimas del carácter de ser holocaustos de un sacrificio salvador (el indio colonizado, el esclavo africano, la mujer, la destrucción ecológica de la tierra, etcétera).

6) Para el moderno, el bárbaro tiene una «culpa»[17] (el oponerse al proceso civilizador)[18] que permite a la «Modernidad» presentarse no sólo como inocente sino como «emancipadora» de esa «culpa» de sus propias víctimas.

7) Por último, y por el carácter «civilizatorio» de la «Modernidad», se interpretan como inevitables los sufrimientos o sacrificios (los costos) de la «modernización» de los otros pueblos «atrasados» (inmaduros)[19], de las otras razas esclavizables, del otro sexo por débil, etcétera.

Por todo ello, si se pretende la superación de la «Modernidad» será necesario negar la negación del mito de la Modernidad. Para ello, la «otra-cara» negada y victimada de la «Modernidad» debe primeramente descubrirse como «inocente»: es la «víctima inocente» del sacrificio ritual, que a

Esquema 5

Dos paradigmas de modernidad

(Simplificación esquemática de algunos momentos que codeterminan la comprensión de ambos paradigmas)

Léase diacrónicamente desde A hacia G y de a hacia i.

I) Determinaciones más relevantes:

A: Europa en el momento del «descubrimiento» (1492)

B: El presente europeo moderno

C: Proyecto de «realización» (habermasiana) de la «Modernidad»

D: La «invasión» del continente (de Africa y Asia posteriormente)

E: El presente «periférico»

F: Proyecto dentro del «Nuevo Orden Mundial» dependiente

G: Proyecto mundial de liberación («Trans-modernidad»)

R: Mercantilismo hispánico (Renacimiento y Reforma)

K: Capitalismo industrial (La «Aufklärung»)

II) Relaciones con una cierta dirección o flechas:

a: Historia europea medieval (lo pre-moderno europeo)

b: Historia «moderno»-europea

c: Praxis de realización de C

d: Historias anteriores a la conquista europea (América Latina, Africa y Asia)

e: Historia colonial y dependiente mercantilista

f: Historia del mundo periférico al capitalismo industrial

g: Praxis de realización de F (desarrollismo)

h: Praxis de liberación o de realización de G

i: Praxis de solidaridad del Centro con la Periferia

1,2,3,n: Tipos históricos de dominación (de A —-> D, etc.)

III) Los dos paradigmas de Modernidad:

[ ]: Paradigma eurocéntrico de «Modernidad»: [R->K->B->C]

{ }: Paradigma mundial de «Modernidad/Alteridad» (hacia una «Trans-modernidad»): {A/D->B/E->G}

A los 500 años del comienzo de la Europa moderna, leemos en Informe sobre el desarrollo humano 1992[20] de las Naciones Unidas que el 20 % más rico de la humanidad (principalmente Europa occidental, Estados Unidos y Japón) consume el 82 % de los bienes de la tierra, y el 60 % más pobre (la «periferia» histórica del «Sistema-mundial») consume el 5,8% de dichos bienes.

¡Una concentración jamás observada en la historia de la humanidad! ¡Una injusticia estructural nunca sospechada en la escala mundial! ¿No es este acaso el fruto de la Modernidad o del Sistema mundial que inició la Europa occidental?

Referencias bibliográficas

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(Edición en español: El discurso filosófico de la modernidad, Editorial Taurus, Madrid, 1989).

Horkheimer, Max y Theodor Adorno: Dialektik der Aufklärung [1944], Fischer, Frankfurt, 1971. (Edición en español: La dialéctica de la ilustración, Editorial Trotta, Madrid, 1997).

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Wallerstein, Immanuel: The Modern World-System, Academic Press, San Diego-Nueva York, tomo I,1974.


[1] Véase mi obra El humanismo semita, EUDEBA, Buenos Aires, 1969, donde ya recuperábamos a Grecia del rapto «Moderno». Por su parte, escribe Martin Bernal, en Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization, Rutgers University Press, New Jersey, t.I, 1987: «Homer and Hesiod both referred to Europa, who was always seen as a sister or some other close relative to Kadmos, as ‘the daughter of Phoinix’ […] Homer’s frequent use of Phoinix in the sense of ‘Phoenician’, and the later universal identification of Europa and Kadmos with Phoenicia».

[2] Aristóteles no las considera humanas como los griegos («vivientes que habitan la polis») en su Política I,1, pero tampoco son consideradas bárbaras.

[3] Mucha razón tiene Samir Amin, Eurocentrism, Monthly Review Press, Nueva York, 1989, cuando escribe: «Christianity and Islam are thus both heirs of Hellenism and remain, for this reason, twin siblings, even if they have been, at certain moments, relentless adversaries» (p.26). Muestra muy bien que la filosofía helenística sirvió primero al pensamiento cristiano bizantino (del siglo III al VII), posteriormente al árabe musulmán (cuyo esplendor comienza en el VIII siglo hasta el XII, de inspiración aristotélica), y posteriormente el tiempo clásico escolástico latino desde fines del siglo XII (también aristotélico). El renacimiento platónico en Italia en el siglo XV, en cambio, será ya de origen cristiano bizantino.

[4] Uno de los méritos de las hipótesis de Martin Bernal, op.cit., tomo I, capítulos IV-V, pp.189-280, es mostrar la importancia del movimiento que inaugura en 1803 Friedrich Schlegel (Ueber die Sprache und Weisheit der Indier, Heidelberg), de donde la India, el Indoeuropeo, y la decadencia de la centralidad de Egipto (origen de la cultura y la filosofía griega para los griegos desde Herodoto, Platón y Aristóteles hasta el siglo XVIII), permite a la «ideología» prusiana unificar de manera directa la cultura clásica griega con la alemana: un pensamiento racista, ario, que impulsará a la «invención» de las historias de la filosofía, donde de Grecia (autopoiética) y Roma se pasará primero a la Edad Media, y luego directamente a Descartes y Kant. «A break was made with the Latin tradition of humanism and an entirely new humanism, a true new Hellenism, grew up. Winckelmann was the initiator, Goethe the consummator, Wilhelm von Humboldt, in his linguistic, historical and educational writings, the theorist. Finally, Humboldt’s ideas were given practical effect when he became Prussian Minister of Education and founded the new university of Berlin and the new humanistic Gymnasium» (R. Pfeiffer, History of Classical Scholarship, Clarendon, Oxford, 1976). Todo esto debe ser profundamente reconstruido, y sacado del helenocentrismo y eurocentrismo ya tradicional.

[5] Por ejemplo, Charles Taylor, (Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Harvard University Press, Cambridge, 1989) habla de Platón, Agustín, Descartes, etc. Es decir, la secuencia griega-romano cristiana-moderna europea, como siendo unilineal.

[6] Ausgang para Kant (Was heißt Aufklärung?, A 481).

[7] Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfort, 1988, p.27.

[8] Filosofia e Liberazione. La sfida del pensiero del Terzo Mondo, Capone Editore, Lecce, 1992.

[9] Véase mi obra 1492: El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la Modernidad, Nueva Utopía, Madrid 1992 (Editions Ouvrières, Paris, 1992; La Piccola Editrice, Bescia, 1993; Patmos Verlag, Düsseldorf, 1993).

[10] Véase Immanuel Wallerstein, The Modern World-System, Academic Press, San Diego- Nueva York, t.I, 1974 .

[11] Universalidad abstracta es lo que pretende, por ejemplo, Kant con su principio de la moralidad. De hecho, sin embargo, identificó la «máxima» europea con la universalizable.

[12] No tenía superioridad con respecto a las culturas turco-musulmanas, mongolas o mogolas, china, etc.

[13]

[14] El amerindio no usaba armas sino de madera.

[15] La China, presente desde Kenya hasta Alaska, no tuvo ningún interés particular de ocupar una América inhóspita y sin complementaridad con su propia economía. Lo contrario ocurre para las potencias comerciales del Mediterráneo italiano (y España es, en cierta manera su continuación), de allí que la ecuación del desarrollo diacrónico de la Modernidad debería ser: Renacimiento, Conquista de Latinoamérica, Reforma, Ilustración, etc.

[16] Es sabido que Max Horkheimer-Theodor Adorno, Dialektik der Aufklärung (1944), Fischer, Frankfort, 1971 (véase Jürgen Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfort, 1988, pp.130ss.: «Die Verschlingung von Mythos und Aufklärung»), define un ciertonivel mítico de la Modernidad, que Habermas no puede admitir. Nuestro sentido de «mito» se sitúa no en un nivel intra-europeo (como en el caso de Horkheimer, Adorno o Habermas), sino en un nivel Centro-Periferia, Norte-Sur, es decir, en un nivel mundial.

[17] Kant, Op.cit., nos habla de inmadurez «culpable» (verschuldeten).

[18] El mismo Francisco de Vitoria, profesor de Salamanca, admite como última razón para declarar la guerra, el que los indígenas opongan impedimentos a la predicación de la doctrina cristiana. Sólo para destruir esos obstáculos se puede hacer la guerra.

[19] Para Kant unmundig: inmaduro, rudo, no-educado.

[20] Traducimos de esta manera la palabra subsuntion en Marx que, por su etimología latina, corresponde a la Aufhebung hegeliana.

La separación y la dominación en la ciencia, una neutralidad imposible. Emanuel Papadópulos

Si analizamos la definición que Mario Bunge (2014) plantea sobre la ciencia podemos observar como de forma intrínseca al pensamiento científico se encuentra una lógica de separación y dominación sobre el resto del mundo.

Esta lógica se encuentra presente en diferentes ámbitos de la cosmovisión moderna, desde la especialización en diferentes áreas del conocimiento, el distanciamiento esencial de la mente con el cuerpo, el control de los recursos naturales, hasta el dominio de una civilización sobre otra.

En este sentido la neutralidad en la ciencia no sólo se presenta como imposible, sino devela una forma de pensamiento que ha formado parte de los múltiples factores que han promovido el desarrollo desmedido de nuevas y sofisticadas formas de vida basadas en las ideas invisibles de separar y dominar.

Introducción

En el presente artículo se analizará el concepto de ciencia a partir del planteamiento construido por Mario Bunge (2014) en su libro  La ciencia. Su método y su filosofía. El análisis será sustentado primordialmente en los teóricos sociales: Immanuel Wallerstein (2007 y 2001) y Boaventura de Sousa (2009).

La finalidad de dicho análisis consiste en cuestionar en qué medida las características esenciales del pensamiento científico implican una suerte de intencionalidad invisible que determina la imposibilidad de construir un conocimiento neutral.

No se pretende establecer juicios de valor al respecto, sino cuestionar los principios filosóficos de separación y dominación  que habitan en el pensamiento científico, y cómo, repensar lo que éste significa, puede conducir a reinterpretaciones que coadyuven a la solución de problemas que actualmente se presentan como urgentes en pos de construir un mundo más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza.

Se tiene conciencia de que proyectar como fin utilitario de la ciencia el construir un mundo “más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza”  presenta un sesgo en la neutralidad con que se comprende la realización científica, sin embargo es necesario plantear con claridad la postura desde la cual se desarrolla el presente ensayo, ya que en palabras de Wallerstein:

Todos los estudios sociales tienen sus raíces en un ambiente social determinado y por lo tanto utilizan inevitablemente presupuestos y prejuicios que interfieren con las percepciones e interpretaciones de la realidad social. En este sentido no puede haber ningún estudioso neutral.  (Wallerstein, 2007: 99).

Justamente es esta neutralidad la que será analizada.

¿Qué es la ciencia?

Resulta interesante y de gran utilidad para los fines del presente ensayo analizar la definición que Mario Bunge plantea respecto a lo que es la ciencia:

Mientras los animales inferiores sólo están en el mundo, el hombre trata de entenderlo; y sobre la base de su inteligencia imperfecta pero perfectible, del mundo, el hombre intenta enseñorearse de él para hacerlo más confortable.

En este proceso, construye un mundo artificial: ese creciente cuerpo de ideas llamado «ciencia», que puede caracterizarse como conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible. (Bunge, 2014: 6)

En esta definición podemos contemplar varios elementos sustanciales que componen los principios básicos de lo que es, quien la hace y para que se hace lo que denominamos como “ciencia”, así esta es: “un cuerpo de ideas” y estas a su vez son construidas por “el hombre” con un fin determinado: “enseñorearse del mundo” y hacerlo “más confortable”.

Más allá de las características formales, metodológicas constitutivas de este tipo de conocimiento, tales como ser “racional, sistemático, exacto, verificable y falible” esta definición alberga la idea de que el ser humano se encuentra no sólo separado de resto de los animales que forman parte del mundo, sino que es un animal superior, y que como tal es capaz de crear “un mundo artificial”.

Posteriormente Bunge agrega:

Un mundo le es dado al hombre; su gloria no es soportar o despreciar este mundo, sino enriquecerlo construyendo otros universos. Amasa y remoldea la naturaleza sometiéndola a sus propias necesidades… La ciencia como actividad —como investigación— pertenece a la vida social; en cuanto se la aplica al mejoramiento de nuestro medio natural y artificial, a la invención y manufactura de bienes materiales y culturales, la ciencia se convierte en tecnología (Bunge, 2014: 6).

En este sentido podemos vislumbrar que detrás del conocimiento científico se encuentra una finalidad clara y concreta: “enriquecer, someter y mejorar” el medio natural y artificial para “producir bienes” y finalmente concretarse en “tecnología”.

La idea de que el “mundo” pertenece al hombre para ser mejorado en función de su propio beneficio es la base que sustenta el resto de la construcción conceptual citada. De modo que si consideramos como válido el planteamiento  realizado por Bunge podemos notar como en las raíces del paradigma  “ciencia” se encuentra ya la idea de que el mundo es una propiedad, y que ésta es privada: pertenece al hombre.

Consideremos entonces, dos de estos elementos intrínsecos del pensamiento científico cómo ejes de análisis: La separación  y la dominación.

La separación

Wallerstein (2007) plantea que la ciencia se encuentra sustentada en dos premisas: primera, el modelo newtoniano, en el cual existe una simetría entre pasado y futuro, de modo que las verdades del pasado son igualmente aplicables al futuro; y segunda, que existe una distinción fundamental entre naturaleza y humanos, entre materia y mente, entre el mundo físico y el mundo social.

Esta separación es fundamental en el pensamiento científico y convirtió a la razón en la fuente aislada que organiza y justifica el mundo. Estas separaciones fueron sistematizadas propiamente en el siglo XVIII durante el proceso conocido como ilustración y determinaron la forma en que la ciencia se relacionó con sus objetos de estudio (Wallerstein, 2007).

En función de estas premisas la ciencia se deslindó del campo de la filosofía como medio para conocer las verdades del universo, dejando a esta última la tarea de responder preguntas ontológicas y éticas; en su libro Conocer el mundo saber el mundo, Wallerstein menciona:

La ciencia empírica no creía tener los instrumentos necesarios para discernir qué era lo bueno, sólo lo verdadero. Los científicos manejaron esa dificultad con bastante garbo. Simplemente dijeron que ellos sólo tratarían de averiguar qué era lo verdadero y dejarían la búsqueda de lo bueno en manos de los filósofos (Wallerstein, 2001: 212).

El surgimiento de las ciencias sociales en los siglos XVIII y XIX en los países más industrializados de Europa abrió un nuevo panorama para la comprensión racional de los fenómenos sociales dentro del sistema de separación del conocimiento en áreas especializadas de estudio, se construyeron disciplinas para estudiar a los “otros” tales como la antropología y los estudios orientales y se determinaron directrices de progreso y desarrollo social donde la cultura europea era la punta de lanza en el evolucionismo social (Wallerstein, 2007).

Un punto clave de esta dinámica de separación lo podemos ver en la tesis Kantiana sobre el idealismo trascendental, el cual gesta la implementación de un sistema de pensamiento racional que comprende la experiencia posible como consecuencia única de los procesos mentales del individuo. Cómo lo explica Henry E. Allison:

[Para Kant] el objeto como “es realmente” (con sus propiedades reales) es la cosa en sí misma en sentido físico o empírico; en cambio, apariencia o aspecto del objeto significa la representación que un observador particular tiene del objeto en condiciones dadas… apariencias y cosas en sí designan dos distintas clases de entidades con dos distintos modos de ser (Allison, 1992: 37).

En este sentido razón y ciencia son desde ese momento los instrumentos organizadores de la realidad, ya no es el dios del medioevo el que determina las reglas del orden social, el que dicta por mandato divino quién  es el gobernante legítimo, ese campo ahora pertenecía a la razón.

De este modo Kant, por medio de su giro copernicano, afilaba la cuchilla que años más tarde decapitaría a Luis XVI y a todo el orden social que representaba.

Teniendo esto en cuenta, es posible observar como a lo largo de su trayectoria, la ciencia ha reproducido a diferentes niveles el principio de separación en el cual la razón y la búsqueda del bien pertenecen a dos ramas completamente separadas del conocimiento.

Donde la belleza y la experiencia estética nada tienen que ver con la verdad y su lugar en la vida, donde el cuerpo y la mente separados entre sí, se presentan como entes distantes del mundo que les rodea. Individuos, sociedad y naturaleza; separados por dentro, y por fuera.

La dominación

Sí nos remontamos a los orígenes podemos contemplar que la Europa medieval, donde el pensamiento científico gestó sus raíces, ya contenía en la cosmovisión religiosa el principio fundamental de dominación. Perteneciente a la tradición judeocristiana el precepto del hombre como poseedor de la tierra y de lo que en ella existe como recursos para sí se encuentra presente desde el primer capítulo de la biblia:

Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra (Génesis 1: 26 Versión Reina Valera).

En este sentido el rompimiento con los principios dogmáticos de la ciencia con la religión no implicó ningún distanciamiento con la concepción de división y supremacía del ser humano sobre la tierra. Al respecto Lander menciona: “Una primera separación de  la tradición occidental es de origen religioso. Un sustrato fundamental de las formas particulares de conocer y del hacer tecnológico de la sociedad lo asocia Jan Berting a la separación Judeo-Cristiana” (Lander, 2000: 14) y posteriormente cita:

Dios creó al hombre en su propia imagen y lo elevó sobre todas las otras criaturas en la tierra, dándole el derecho… a intervenir en el curso de los acontecimientos en la tierra. A diferencia de la mayor parte de los otros sistemas religiosos, las creencias judeo-cristianas no contienen inhibiciones al control de la naturaleza por el hombre (Berting, 1993 citado por Lander, 2000: 14).

El siguiente aspecto de la dominación que el pensamiento científico conlleva en las raíces de su planteamiento paradigmático se expresa en la posesión exclusiva de la verdad como discurso hegemónico ante el resto de los saberes que históricamente pretendieron ser capaces de explicar el mundo, “es la idea de que sólo es válido el conocimiento científico y que todos los demás conocimientos no son válidos, no existen” (De Sousa, 2009: 142).

Esta lógica se expandió no sólo en función de los saberes propios de la cultura de Occidente en contraposición de los de otras civilizaciones, sino también al interior de la misma división de los campos del conocimiento propios de Occidente. Wallerstein (2007) menciona que:

Se proclamó que la ciencia era el descubrimiento de la realidad objetiva utilizando un método que nos permitía salir fuera de la mente mientras se decía que los filósofos no hacían más que meditar y escribir sobre sus meditaciones… Esta visión de la ciencia y la filosofía fue afirmada con mucha claridad por Comte en la primera mitad del siglo XIX (Wallerstein, 2007: 13, 14).

No perdamos de vista que este conocimiento, dueño universal de la verdad se encontraba en posesión de determinadas personas en un determinado momento histórico, de modo que la ciencia se convirtió en el vehículo legitimador de las prácticas de dominación de una cultura sobre las otras en una suerte de colonización sobre el resto del globo, que geopolíticamente fue la base sobre la cual se estructuró el desarrollo del mundo moderno.

El conocimiento moderno consiste en dar a la ciencia el monopolio de la distinción entre verdad y falsedad. Entonces la ciencia, que todos sabemos que es un concepto de verdad, es un concepto limitado que se aplica a alguna realidad, en ciertas circunstancias, usando ciertos métodos (De Sousa, 2009: 145).

Al igual que la lógica de separación, la dominación se manifiesta a lo largo de la construcción social y conceptual desarrollada por los portadores de la verdad ya desde los albores de la modernidad, dominando no sólo los mecanismos de producción tecnológica sino también los principios orquestadores del desarrollo social hacia la el futuro.

Esta cosmovisión tiene como eje articulador central la idea de modernidad, noción que captura complejamente cuatro dimensiones básicas: 1) la visión universal de la historia asociada a la idea del como progreso… 2) la “naturalización” tanto de las relaciones sociales de la “naturaleza humana” de la sociedad liberal capitalista; 3) la naturalización u ontologización de las múltiples separaciones propias de esa sociedad; y 4) la necesaria superioridad de los saberes que produce esa sociedad (‘ciencia’) sobre todo otro saber (Lander, 2000:  22).

Nos encontramos entonces ante un dominio absoluto de la verdad, de la naturaleza, y del orden social; dominio geopolítico de otras culturas, de los discursos legitimadores de la historia y del sentido del progreso hacia el futuro; dominio de la mente sobre el cuerpo y el espíritu, en esta cosmovisión no existe nada que escape a la lógica de la dominación.

Articulación de separación y dominación

El error que hay que evitar es considerar que las premisas de separación y dominación responden a circunstancias aisladas y que sus consecuencias pueden comprenderse por separado, al contrario ambas se encuentran articuladas y devienen entre otras cosas en una lógica de acumulación y enriquecimiento individualizado que se corresponde con gran claridad con el sistema mundo- capitalista, Wallerstein menciona que “un sistema es capitalista cuando la dinámica primaria de la actividad social es la acumulación interminable de capital” (Wallerstein, 2001: 67) esto queda estrechamente vinculado a la noción de ciencia expuesta anteriormente por Bunge (2014) cuando la comprende como un “creciente cuerpo de ideas” es decir, que al tiempo que el sistema capitalista se caracteriza por acumular bienes, la ciencia lo hace en función de acumular conocimientos. La lógica de enriquecimiento de saberes obedece a su vez a una dinámica de empoderamiento de los poseedores de los mismos, en este sentido Horkheimer y Adorno, mencionan que:

El saber, que es poder, no conoce límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en la condescendencia para con los señores del mundo…. Los reyes no disponen de la técnica más directamente que los comerciantes: ella es tan democrática como el sistema económico con el que se desarrolla. La técnica es la esencia de tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital (Horkheimer y Adorno, 1998: 60).

La lógica del enriquecimiento se manifiesta entonces como el gran objetivo detrás de las prácticas que sustenta el quehacer científico, por ello en un primer momento es necesario establecer una diferencia clara entre el ser humano y el resto del mundo a modo que todo aquello que no sea el propio individuo (separado, individualizado), pueda ser susceptible de ser dominado en función de conseguir un enriquecimiento determinado, ya sea en el plano material o intelectual.

De este modo podemos contemplar como en las entrañas de nuestro pensamiento se encuentran las bases que nos vuelven individuos “individualizados” que competimos por la “dominación” de “otros” en pro de obtener un cierto tipo de enriquecimiento.

Ya de desde mediados del siglo pasado Adorno y Horkheimer (1998) planteaban a la razón propia del iluminismo como una razón instrumental, que servía para fines que no eran necesariamente racionales, para ellos el uso de la razón obedece a  ciertos fines, estos se tornan explícitos cuando mencionan: “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres. Ninguna otra cosa cuenta” (Horkheimer y Adorno, 1998:60).

Un claro ejemplo puede darse en función del pensamiento científico desarrollado por los representantes de la antropología física y el evolucionismo, como Robert Knox quien “afirmó que la raza lo era todo y que los negros eran una especie distinta de los blancos dada su menor capacidad craneal y sus especificidades físicas. Ello le llevó a justificar la esclavitud como algo natural” (Amparo, 2003: 132).

Esto nos conduce al cuestionamiento esencial sobre la posible neutralidad del conocimiento científico. En primera instancia por las implicaciones que conlleva distanciar al sujeto investigador de los motivos e intereses personales, además de los sociales que lo mueven a seleccionar uno u otro objeto de estudio, ya que en palabras de Habermas “Si el conocimiento pudiera engañar a su interés innato, lo haría al advertir que la mediación de sujeto y objeto que la conciencia filosófica adjudica exclusivamente a su síntesis es inicialmente producida mediante intereses” (Habermas, 1968:8). De modo que resulta imposible pensar en un conocimiento que no tenga como base el interés del sujeto cognoscente.

En segunda instancia se encuentra el hecho de que el conocimiento científico, más allá de las posibles intenciones del investigador, responde a una lógica intrínseca del paradigma científico que, como analizamos, se encuentra inmerso en una dinámica de separación y dominación en función de posibilitar determinados tipos de acumulación.

El espejismo que enfrenta hoy la ciencia y en particular las ciencias sociales se encuentra en la idea de que la neutralidad y la acumulación de conocimientos conllevarían naturalmente a la humanidad a un estado superior y por ende mejor. En palabras de Wallerstein: “[los científicos]  prometían que el bien estaba ahí al final del horizonte, perspectiva presumiblemente garantizada por el continuo progreso en la búsqueda de la verdad. Era una ilusión” (Wallerstein, 2001: 240).

La separación de la búsqueda de la verdad y del bien en pos de una presumible neutralidad ha formado parte de los múltiples factores que han promovido el desarrollo desmedido de nuevas y sofisticadas formas de vida que encuentran hoy, ante las crisis económicas, políticas y ecológicas no sólo imposibilidad de justificarse, sino también de seguir existiendo. El reto consiste entonces en diferenciar objetividad de neutralidad.

Objetividad es usar todas las metodologías que nos permitan analizar, con distancia crítica, todas las perspectivas posibles de una cierta realidad social. Y las metodologías de las ciencias sociales pueden ser útiles, son muy útiles para crear objetividad, para limitar el dogmatismo, para limitar un encierro ideológico, para mantener una distancia crítica, pero sin neutralidad, siempre preguntando de qué lado estamos… Ser objetivos no significa ser neutros (De Sousa, 2009: 155).

Es necesario repensar la ciencia y el mundo a la luz de un horizonte donde el conocimiento se encuentre intencionalmente direccionado, donde el espejismo de neutralidad desaparezca ante la claridad de saberes articulados con principios filosóficos que promuevan un mundo más justo, equilibrado y en sintonía con la naturaleza.

Tal vez sería pertinente cuestionarnos sobre el espejismo de separación de los unos con los otros, ya que “Si la ciencia social es un ejercicio en la búsqueda de conocimiento universal, entonces lógicamente no puede haber “otro”, porque el “otro” es parte de “nosotros”, ese nosotros al que estudiamos, ese nosotros que hace el estudio” (Wallerstein, 2007: 63).

Esto tiene sentido no sólo como seres sociales, sino también como parte de nuestro propio entendimiento de nosotros con el mundo, de nosotros con los otros, de nosotros con nosotros mismos. Sirva entonces de conclusión una simple pregunta respecto a la profundidad con la que hemos construido las separaciones que nos distancian del mundo:

¿Cuándo fue la última vez que pisaste la tierra con los pies descalzos?

Referencias

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De Sousa Santos, B. (2009). Pensar el estado y la sociedad. Desafíos actuales. Buenos Aires, Argentina: Waldhuter Editores.

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[a] Estudiante de la Maestría en Ciencias Sociales, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma del Estado