¿Puede hablar el sujeto subalterno? Gayatri Chakravorty Spivak. 1998


I Algunos de los más radicales enfoques críticos nacidos en Occidente hoy en día provienen del deseo interesado de conservar al sujeto de Occidente así como está, o conservar a Occidente como el único sujeto y tema.[1]

La teoría de los “efectos de sujeto/tema” pluralizados provoca la ilusión de socavar la soberanía del sujeto, mientras a menudo lo que hace es servir de cobertura para la supervivencia de ese mismo sujeto/tema de conocimiento. Aunque la historia de Europa como sujeto/tema está narrativizada en la ley, en la economía política y en la ideología occidentales, este sujeto/tema omnipresente y latente pretende no poseer “determinaciones geopolíticas”.

La muy publicitada crítica de la soberanía del sujeto, por lo tanto, funda, en realidad, un sujeto, un único tema. Mi argumentación al respecto va a basarse en la consideración de un texto de dos de los grandes representantes de este tipo de crítica:

“Intellectuals and power: a conversation between Michel Foucault and Gilles Deleuze” (“Los intelectuales y el poder: una conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze”; citado como: Foucault, 1977).[2]

He elegido ese intercambio amistoso entre dos filósofos de la historia y activistas del post-estructuralismo, porque significa una síntesis entre una producción teórica autoritaria y la libre práctica de la conversación que permite una mirada en los rastros que va dejando tras sí la ideología. Los participantes en esta conversación hacen hincapié en las más importantes contribuciones de la teoría post-estructuralista francesa.

Insisten, en primer lugar, en que los entramados entre el poder/el deseo/el interés son tan heterogéneos que su reducción a una narrativa coherente puede resultar anti-productiva y que lo que se necesitaría sería una crítica persistente. En segundo lugar, afirman que los intelectuales deben intentar arribar a la separación y el conocimiento del discurso del Otro en la sociedad. A pesar de esto, los dos interlocutores ignoran sistemáticamente la cuestión de la ideología y la manera en que ellos mismos están inmersos en la historia intelectual y económica.

Aunque una de las primeras presuposiciones en la conversación entre Foucault y Deleuze es la crítica del sujeto autónomo, ella está enmarcada por dos concepciones del sujeto que son monolíticas pero anónimas y que aparecen insertas en los procesos revolucionarios: el maoísmo y la lucha obrera (Foucault, 1977: 205 y 217).

Sin embargo, los intelectuales pueden tener nombre y estar bien diferenciados, mientras que el maoísmo chino nunca tiene carácter operativo. Más bien el maoísmo aquí crea simplemente un aura de especificidad narrativa, que podría ser una trivialidad retóricamente anodina si no fuera porque, dada la excentricidad del maoísmo intelectual francés y de la subsecuente “nouvelle philosophie”, la apropiación inocente del nombre propio “maoísmo” da visibilidad internacional al nombre de “Asia” [referencia a otra compilación de entrevistas en inglés citada desde ahora como: Foucault, 1972-1977].[3]

La referencia de Deleuze a la lucha obrera es igualmente problemática; se trata obviamente de una genuflexión:

Somos incapaces de tocarlo <se refiere al poder>[4] en cualquier punto de su manifestación sin encontrarnos nosotros mismos enfrentados a una masa difusa, de modo tal que somos arrastrados… por el deseo de hacerlo saltar por los aires. Cada ataque revolucionario parcial o defensivo se halla ligado de esta manera a la lucha de los trabajadores. (Foucault, 1977: 217)

Esta visible trivialidad oculta en el fondo un repudio. Su afirmación revela, en rigor, la ignorancia de la división internacional del trabajo, un gesto que a menudo caracteriza a la teoría política del post-estructuralismo.[5] La invocación a la lucha obrera es funesta de puro inocente, dado que es incapaz de enfrentar al capitalismo global, que implica: la producción de un sujeto de los obreros y los que se hallan sin empleo dentro de las ideologías de Estado-nación en los países centrales; la creciente substracción de la clase obrera en la periferia de la producción de la plusvalía y, por ello, del entrenamiento “humanista” en el consumismo; y la presencia a gran escala de un trabajo para-capitalista, como también el estatuto estructural heterogéneo de la agricultura en los países periféricos.

Pero los problemas aquí presentados, como: ignorar la división internacional del trabajo, hacer de “Asia” (y a veces de “África”) algo visible (salvo que el tema sea visiblemente el “Tercer Mundo”) o re-implantar al sujeto jurídico de la sociedad capitalista, todos ellos son problemas comunes tanto al post-estructuralismo como a la teoría estructuralista. ¿Por qué se han de aceptar, en definitiva, tales enfoques que implican una exclusión justamente en intelectuales que representan nuestros mejores profetas de la heterogeneidad del Otro?

El eslabón con la lucha obrera se ubica en el deseo de hacer estallar el poder en cualquier punto de su decurso. Ese lugar está visiblemente ubicado en una valorización de todo tipo de deseo que destruya algún género de poder. Walter Benjamin puede ser una interesante autoridad al respecto cuando comenta la noción de política en Baudelaire por medio de comparaciones tomadas de Marx:

Marx fáhrt in seiner Schilderung der conspirateur de profession folgendermassen fort:(…) “Mit solcher Projektmachetei beschäftigt, haben sie keinen anderen Zweck als den nächsten des Umstürzes der bestehenden Regierung und verachten auf`s tiefste die mehr theoretische Aufklärung der Arbeiter über ihre Klassenintetessen. Daher ihr nicht proletarischer, sondern plebejischer Ärger über die habits noirs (schwarzen Röcke), die mehr oder minder gebildeten Leute, die diese Seite der Bewegung vertreten, von denen sie aber, als von den offiziellen Repräsentanten der Partei, sich nie ganz unabhängig machen können.” Die politischen Einsichten Baudelaires gehen grundsätzlich nicht über die dieser Berufsverschwörer hinaus.(…) Allenfalls hätte er Flauberts Wort “Von der ganzen Politik verstehe ich nur ein Ding: die Revolte zu seinem eigenen machen können”.[6]

En su descripción del conspirateur de profession Marx procede del siguiente modo: (…) “Con tales proyectos en la cabeza no tienen otra meta que la proximidad de la caída del régimen imperante y desprecian de todo corazón cualquier explicación aproximadamente teórica de los obreros sobre sus intereses de clase. De aquí proviene su enojo no proletario, sino plebeyo contra Los habits noirs (trajes negros), gente relativamente culta, que representan ese lado del movimiento, y de los que, sin embargo, en tanto representantes oficiales del partido, no se pueden independizar del todo.”

Las opiniones políticas de Baudelaire no sobrepasan en principio las de esos conspiradores profesionales. (…) De todos modos, podría haber hecho suya esa frase de Flaubert que dice: “De toda la política lo único que entiendo es una cosa: poder hacer suya la rebelión”. [Negrita de la autora][7]

El nexo entre la lucha obrera aparece así simplemente ubicado en el deseo. Por su parte, Deleuze y Guattari intentaron una definición alternativa del deseo, revisando la que había suministrado el psicoanálisis:

Le désir ne manque de rien, il ne manque pas de son objet. C’est plutôt le sujet qui manque au désir, ou le désir qui manque de sujet fixe; il n’y a de sujet fixe que par la répression. Le désir et son objet ne font qu’un, c’est la machine en tant que machine de machine. Le désir est machine, 1’objet du désir est encore machine connectée, si bien que le produit est prélevé sur du produire, et quelque chose se détache du produire au produit, qui va donner un reste au sujet nomade et vagabond.[8]

El deseo no carece de nada, no carece de su objeto. Es más bien el sujeto lo que le falta al deseo, o el deseo que carece de sujeto fijo; no existe sujeto estable más que por medio de la represión. El deseo y su objeto no forman otra cosa que una unidad: es la máquina, en tanto máquina de máquinas. El deseo es una máquina, el objeto del deseo también es una máquina conectada, aunque el producto tiene prioridad sobre el acto de producir y aunque de ese acto queda en el producto algo que va a dotar de un residuo al sujeto nómada y errático.

Esta definición no altera, con todo, la especificidad del sujeto deseante (o el residuo del efecto sujeto) que aparece apegado a instancias determinadas del deseo o de la producción de la máquina deseante. Y lo que es más: cuando la conexión entre deseo y sujeto es considerada irrelevante o cuando simplemente se la invierte, el efecto sujeto/tema que emerge de modo subrepticio se parece mucho más al sujeto/tema ideológicamente generalizado de los teóricos.

Éste puede ser el sujeto legal del capital socializado [socialized capital] —no del trabajo ni de su administración—, que exhibe un pasaporte “fuerte”, que hace gala de una moneda “fuerte” o “dura” y que posee un acceso supuestamente no cuestionado al proceso correspondiente. Éste no es, por cierto, el sujeto deseante como Otro.

El fracaso de Deleuze y Guattari al considerar las relaciones entre deseo, poder y subjetividad, hace a estos autores incapaces de articular una teoría del interés. En este contexto, su indiferencia frente a la ideología (instancia que está en la base de la comprensión del interés) es llamativa, pero coherente. El compromiso de Foucault con la especulación “genealógica”, por otra parte, le impide a este autor ubicar en los “grandes nombres”, como Marx y Freud, las divisorias de aguas en cierta corriente de la historia intelectual.[9]

Este compromiso ha creado una desafortunada resistencia en su obra hacia todo lo que sea “mera” crítica ideológica. Las especulaciones occidentales sobre la reproducción ideológica de las relaciones sociales pertenecen, por cierto, a la rama principal de las discusiones y es justamente dentro de esta tradición que Althusser afirma:

La reproducción de la fuerza de trabajo requiere no sólo de una reproducción de sus habilidades, sino también, al mismo tiempo, de una reproducción de su sumisión a la ideología dominante para los obreros, así como de una reproducción de la habilidad para manipular la ideología dominante de forma correcta hacia los agentes de la explotación y de la represión, de modo tal que también la provean para afirmar la dominación de la clase dominante en la palabra y por la palabra.[10]

Cuando Foucault considera la heterogeneidad huidiza del poder, no lo hace ignorando la inmensa heterogeneidad institucional que Althusser estaba tratando de catalogar. De modo similar, al hablar de las alianzas y sistemas de signos, del Estado y de sus máquinas de guerra (Mille plateaux), Deleuze y Guattari estaban abriendo el fuego en la misma dirección que Althusser. Sin embargo, Foucault no puede admitir que una teoría de la ideología desarrollada reconozca su propia producción material como institucionalización, ni tampoco como “instrumentalización efectiva para formar y acumular conocimiento” (Foucault, 1972-1977: 102).

Dado que tanto Foucault como Deleuze/Guattari parecen obligados a dejar de lado cualquier argumento que implique la mención del concepto de “ideología” (que consideran sólo como esquemática y no a nivel textual), se ven igualmente compelidos a diseñar una oposición mecánicamente esquemática entre interés y deseo. Por este motivo, se ubican a sí mismos entre los sociólogos burgueses que llenan el vacío de la ideología con un continuum del “inconsciente” o con una “cultura” para-subjetiva. La relación mecanicista entre deseo e interés aparece en toda su magnitud en frases como la siguiente: “Nunca deseamos en contra de nuestro interés, pues el interés siempre va detrás, encontrándose siempre donde el deseo lo ha colocado” (Foucault, 1977: 215). Un deseo indiferenciado es, entonces, el agente, y el poder se cuela dentro para crear los efectos de ese deseo, pues: “…el poder… produce efectos positivos a nivel del deseo y también a nivel del conocimiento” (Foucault, 1972-1977: 59).

La matriz para-subjetiva aparece entrecruzada con la heterogeneidad, que viene a dar en el sujeto innominado, por lo menos, para, aquellos obreros intelectuales que están bajo la influencia de la hegemonía del deseo. La carrera hacia la “última instancia” se da ahora entre la economía y el poder. Puesto que el deseo aparece tácitamente definido como un modelo ortodoxo, se lo presenta de manera unitaria como lo contrario al “ser engañado”.

Pero la ideología, considerada como “falsa conciencia” (el ser engañado) es lo que a justo título ha llamado la atención de Althusser. Ya Wilhelm Reich tenía en cuenta, en las décadas del 30 y del 40, ciertas nociones que implicaban una voluntad colectiva más que una dicotomía entre decepción y deseo no traicionado: “Debemos aceptar el grito de Reich: no, las masas no fueron engañadas; en un momento dado, deseaban, en rigor, un régimen fascista” (Foucault, 1977: 215).

Estos filósofos no abrigan la idea de una contradicción constitutiva; y es justamente en este punto donde se alejan de modo explícito de las izquierdas. En nombre del deseo, reintroducen al sujeto no dividido en el discurso del poder. Así Foucault parece a menudo contraponer las nociones de “individuo” y “sujeto”,[11] mientras que el impacto de esto en sus propias metáforas se halla intensificado quizás en el discurso de sus seguidores. Justamente gracias al poder que posee el término “Poder”, Foucault admite que usa esa “metáfora como un centro que va extendiéndose paulatinamente a su entorno”.

Pero el peligro consiste en que tales deslizamientos se tornan la regla antes que la excepción en manos menos cuidadosas. En ese punto de irradiación, animando un discurso efectivamente heliocéntrico, el lugar vacío del agente se llena con el sol histórico de la teoría: el Sujeto Europeo.[12]

Foucault formula otro corolario de su desacuerdo sobre el papel de la ideología cuando reproduce las relaciones sociales de producción; una valoración no cuestionada sobre los oprimidos como sujetos, “el ser objeto”, como nota no sin admiración Deleuze cuando dice: “establecer las condiciones donde los mismos prisioneros tengan la posibilidad de hablar”.

A lo que Foucault agrega: “las masas lo saben perfectamente bien, sin dudas; (…) lo saben mucho mejor <que los intelectuales> y lo dicen, por cierto, sin ambages” (Foucault, 1977: 206 y 207), donde volvemos a encontrar el lugar común del “no ser engañado”.

¿Dónde ha quedado la crítica del sujeto soberanamente independiente en estas declaraciones?

Los límites de este realismo representacionalista alcanzan su cima en la siguiente afirmación de Deleuze: “La realidad es lo que sucede, a decir verdad, en una fábrica, en una escuela, en un cuartel, en una cárcel, en un destacamento policial” (Foucault, 1977: 2.12). Este veto a la necesidad de iniciar la difícil tarea de una producción ideológica contra-hegemónica no ha sido precisamente bienhechor. Más bien ha ayudado al empirismo positivista a definir su propio campo de lucha como “experiencia concreta” o como “lo que en realidad sucede”[13], en tanto fundamentación justificatoria del capitalismo neo-colonialista avanzado.

Pero la experiencia concreta como garantía de la atracción política de prisioneros, soldados y alumnos se encuentra escindida, por cierto, a causa de la experiencia concreta vivida por los intelectuales, que son quienes diagnostican la episteme.[14]

Ni Deleuze ni Foucault parecen conscientes de que los intelectuales dentro de la sociedad capitalista, haciendo gala de una experiencia concreta, pueden contribuir a consolidar la división internacional del trabajo.

La contradicción sin conciencia de sí en el seno de una posición que valoriza la experiencia concreta de los oprimidos, y que, al mismo tiempo, es acrítica acerca del papel histórico del intelectual se ve reafirmada en el lapsus verbal. En este sentido, Deleuze hace la siguiente llamativa declaración: “Una teoría es como una caja de herramientas. No tiene nada que ver con el significante.” (Foucault, 1977: 208).

Considerando que la verbalidad del mundo de la teoría y su acceso a cualquier mundo que sea definido en contraste con ése como “de la praxis” es una verdad insoslayable, una afirmación como la expresada por Deleuze sólo sirve para un intelectual que desee justificar que el trabajo intelectual es como el manual. Y es justamente en el momento en que se abandonan los significantes a su propia suerte cuando ocurren estos lapsus.

El significante “representación” es uno de los que no pueden ser librado a su propia suerte. Pero en el mismo tono despectivo con que separa los eslabones que unen la teoría con el significante, Deleuze establece: “Ya no existe la representación; no hay nada más que acción”/ “acción de la teoría y acción de la práctica que se encuentran relacionadas entre sí como las piezas y la forma de una red de engranajes” (Foucault, 1977: 206 y 207). A pesar de la displicencia con que se trata el tema, hay aquí algo que no se puede pasar por alto: la producción de la teoría es también una práctica. De ese modo, la oposición entre teoría abstracta “pura” y la práctica “aplicada” concreta es liquidada demasiado pronto y demasiado fácilmente.[15]

Si aquí se tratara, por cierto, de la real argumentación de Deleuze, sería problemático aceptar tal formulación. Además, aparecen programados dos sentidos de “representación” como paralelos: “representación” en el sentido de “hablar por otro” (como se da a nivel socio-político) y de “re-presentación” (como se utiliza el término en arte y filosofía). Dado que “teoría” sería solamente también “acción”, el teórico no representaría (es decir, no “hablaría por”) grupos oprimidos. En este caso, realmente, el sujeto no sería visto como una conciencia representativa (una realidad adecuadamente re-presentante).

Esos dos sentidos de “representación” —dentro de la formación de un Estado y de la Ley, por un lado, y en la predicación del sujeto, por el otro— están relacionados pero son irreductiblemente discontinuos. Sin embargo, empalmar esta discontinuidad con una analogía que se presenta como una prueba, refleja nuevamente un modo de privilegiar al sujeto que termina siendo paradójico.[16]

Puesto que “la persona que habla y actúa (…) es siempre una multiplicidad” no existe “intelectual teórico (…) <o> partido o (…) sindicato” que pueda representar “a aquellos que actúan y luchan” (Foucault, 1977: 206).

Pero, ¿acaso aquellos que actúan y luchan son mudos, en oposición a los que actúan y hablan? Estas enormes cuestiones aparecen enterradas en las diferencias que se hallan en la misma palabra: “conciencia” (que en inglés se diversifica en “consciousness” y “conscience” [en el sentido de “conscientización” y de “conciencia”]) o “representación” y “re-presentación”.

La crítica de la constitución ideológica del sujeto dentro de las formaciones estatales y de sistemas de economía política puede ahora desvanecerse, del mismo modo como puede evaporarse la práctica teórica activa de la “transformación de la conciencia” [transformation of consciousness]. La trivialidad en que se encuentra el repertorio de todo lo que saben los intelectuales de izquierda los representa en toda su ingenuidad.

Si estamos resueltos a no bajar los brazos en la tarea crítica, no debe permitirse que se pasen por alto las cambiantes distinciones entre una representación dentro de la economía de Estado y la economía política, por un lado, y dentro de la teoría del Sujeto, por el otro.

Consideremos, por eso, por un momento las implicaciones del uso de las palabras alemanas “vertreten” (“representar” en el primer sentido) y “darstellen” (“re-presentar”, como sería el segundo sentido) según son utilizadas en un famoso pasaje de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, donde Marx apunta a la idea de “clase” como un concepto descriptivo y transformativo en una manera algo más compleja que la distinción que permitiría la separación de Althusser entre “instinto de clase” y “posición de clase”.

Lo que le importa a Marx en ese texto es que la definición descriptiva de clase puede ser considerada diferencial en su condición de apartamiento y diferenciación de todas las otras clases: “En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil [feindlich gegenüberstellen], aquéllas forman una clase”.[17]

Por supuesto, no aparece aquí obrando algo así como un “instinto de clase”. De hecho, la condición grupal de la existencia familiar, que puede ser considerada el campo de lucha de algo así como un “instinto”, aparece como una discontinuidad en relación con el aislamiento de las clases, aunque este aislamiento sea maniobrado por ellas. En este contexto, mucho más pertinente en Francia de la década del 70 que en cualquier otro punto de la periferia internacional, la formación de una clase es artificial y económica, y su agencia económica o interés es impersonal en tanto es sistemática y heterogénea. Este operativo de interés está vinculado a la crítica hegeliana del sujeto individual, porque marca el lugar vacío del sujeto en ese proceso sin sujeto representado por la historia y la economía política. En este caso el capitalista es definido como “el portador consciente” [bewusster Träger] del movimiento ilimitado del capital.[18]

Mi intención aquí es mostrar que Marx no está intentando crear un sujeto indiviso en el que coincidan el deseo y el interés. La conciencia de clase no opera teniendo en la mira esa meta. Marx se ve obligado a construir modelos de un sujeto dividido y fragmentado cuyas partes no son ni continuas ni coherentes entre sí, tanto en el área económica (el área capitalista) como en la política (el área del agente histórico a nivel mundial). Un pasaje muy famoso en su obra con la descripción del capital en su calidad de monstruo fáustico no hace más que resaltar este aspecto.[19]

El siguiente fragmento, que continúa con la cita tomada de El 18 de Brumario, también reelabora el principio estructural de un sujeto de clase disperso y fragmentado: la conciencia (ausente a nivel colectivo) de la clase de los pequeños propietarios campesinos encuentra su “portador” [Träger] en un “representante” que aparece corno trabajando en interés de otro. La palabra aquí utilizada en alemán no es la que hemos caracterizado como “representar” [darstellen]; esto, a mi juicio, agudiza el contraste con el lapsus de Foucault/Deleuze, como si dijéramos que es el contraste que hay entre una persona que funciona como apoderado de alguien y el retrato de ese alguien [vertreten vs. darstellen].

Hay, por supuesto, una relación entre ellos. Éste es el nexo que ha sido llevado a una exacerbación política e ideológica en la tradición europea, por lo menos desde que el poeta y el sofista, el actor y el orador han sido considerados todos pares completamente anodinos. En el estilo de una descripción postmarxista de la escena de poder, encontramos, entonces, una polémica mucho más antigua: el debate entre la representación (o la retórica) como: 1. ciencia de los tropos; y 2. Como persuasión.

“Re-presentar” en el sentido de darstellen pertenece a la primera constelación [cf. El ejemplo del retrato]; y “representar” en el sentido de vertreten —con una fuerte idea de substitución— a la segunda [cf. el ejemplo del apoderado]. Por supuesto, ambos sentidos están vinculados, pero hacerlos aparecer como sinónimos, especialmente cuando se tiene la intención de expresar que desde ambos términos es desde donde los sujetos oprimidos hablan, actúan y conocen directamente por sí mismos, significa estar operando con una política esencialista y utópica.

Aquí nos encontramos, entonces, con el pasaje donde Marx utiliza la palabra alemana “vertreten” (mientras en las traducciones a otras lenguas se echa mano a la raíz latina en el término “representar”), para reflexionar sobre el “sujeto” social cuya conciencia social y “Vertretung” (que aúna los sentidos de “substitución” y “representación”) se dan de modo dismembrado e incoherente, pues los pequeños propietarios campesinos: …no pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado del gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política <en el lugar del interés de clase, dado que no existe un sujeto unificado de clase> de los campesinos aparceros encuentra su última expresión <con una fuerte implicación en una cadena de sustituciones [en el sentido de: Vertretungen]> en el hecho de que el poder ejecutivo someta bajo su mando a la sociedad (Marx, 1971: 145).

No solamente sucede, entonces, que tal modelo sin meta social llena necesariamente un vacío entre la fuente de “influencia” (en ese caso los campesinos propietarios de pequeñas parcelas), el representante (Napoleón III) y el fenómeno histórico-político (el control ejecutivo), lo que implica una crítica del sujeto como agente ‘individual’, sino que lo que ocurre es que se da una crítica justamente de la subjetividad como agenciamiento colectivo.

La maquinaria de la historia necesariamente fracturada funciona a causa de “la identidad de los intereses” de esos propietarios “falla en el momento de producir un sentimiento comunitario, de eslabón nacional o de organización política”. El hecho de representación como “Vertretung” (en la constelación de la retórica como persuasión) se comporta como si fuera re-presentación (o retórica en tanto figura o tropos), tomando su lugar en el hueco entre la formación de una clase (descriptiva) y la falta de formación de una clase (transformativa), como si Marx dijera: “En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir (…) forman una clase. En la medida en que (…) la identidad de sus intereses deja de producir un sentimiento de comunidad (…) no forman una clase”

La complicidad entre “vertreten” y “darstellen”, en su identidad en la diferencia como el lugar de la praxis —una complicidad que todo marxista debe exhibir precisamente como el propio Marx lo hace en El 18 de Brumario— sólo puede apreciarse si no se la escamotea en un malabarismo verbal.

Sería simplemente tendencioso argumentar que estoy “textualizando” [en el sentido de hilando demasiado fino a nivel lingüístico] demasiado los pasajes de Marx, al hacerlo inaccesible al “hombre” común. Éste se hallaría, como víctima del common sense, tan profundamente inmerso en una herencia positivista que el irreductible énfasis de Marx en torno a la labor de la negación y a la necesidad de quitarle el carácter de fetiche a lo concreto, serían para él algo persistentemente arrebatado y disperso por el aire por la fuerza de un adversario más poderoso, “la tradición histórica”.[20]

En otras palabras: lo que he tratado de acentuar aquí es que el “hombre” no común, el filósofo contemporáneo de la praxis, muy a menudo exhibe el mismo positivismo.

La gravedad del problema se torna evidente cuando se acepta que el desarrollo de la conciencia de clase en transformación proveniente de una “posición” de clase descriptiva no aparece en Marx como una tarea que implique el fondo básico de la conciencia. La conciencia de clase permanece ligada al sentimiento comunitario que, a su vez, se vincula con lazos de nacionalidad y Organización política, pero no se asocia a ese otro tipo de sentimiento de comunidad cuyo modelo estructural es la familia.

Aunque no identificada con la naturaleza, la familia aquí aparece constelada con lo que Marx denomina “intercambio de forma natural”, que en terminología filosófica sería el vocablo que ocupa el lugar del “valor de uso” (Gebrauchswert).[21]

La noción de “Naturalform des Tausches” aparece opuesta en la obra de Marx a la noción de intercambio de “forma social” (gesellschaftliche Form des Tausches); al mismo tiempo Marx utiliza la palabra “Verkehr” con el sentido corriente de “comercio”/“transacción”/“tráfico”. De tal modo, esta “transacción” que ocupa el lugar del intercambio natural conduce a la producción de plusvalía, y es justamente en esta zona de “transacción” donde debe desarrollarse el sentimiento comunitario que desemboca en un agenciamiento de clase.

Un operativo de clase pleno (si es que tal cosa existe) no es una transformación ideológica de conciencia a nivel básico, una identidad deseante de los agentes y de sus intereses —una identidad ante cuya ausencia se inquietan tanto Foucault como Deleuze. Es, más bien, un reemplazo contestatario así como una apropiación (un suplemento) de algo con lo que se debe empezar y que es “artificial”: “condiciones económicas de existencia que las distinguen <a esas familias> por sus modos de vivir”. Las formulaciones que utiliza Marx muestran un cauto respeto por la crítica naciente de un agenciamiento subjetivo tanto individual como colectivo.

Los proyectos de conciencia de clase y de su transformación son en su obra elementos discontinuos. Y, a la inversa, las proclamaciones de una “economía libidinal” y del deseo como interés determinante, combinados con la praxis política de los oprimidos (en la sociedad capitalista), “hablando por sí mismos”, restablece la categoría del sujeto soberanamente independiente dentro de esa teoría que justamente más parece cuestionarlo.

Sin ninguna duda, la exclusión de la familia, aunque se trate de una familia que pertenece a una conformación de clase, es parte de un marco masculino dentro del cual el marxismo ha puesto sus límites desde su comienzo.[22]

Desde un punto de vista diacrónico, pero también en la actual economía política globalizada, el papel de la familia en las relaciones sociales patriarcales es tan heterogéneo y controvertido que el simple hecho de reemplazar el término “familia” por otro en esta problemática no ha de solucionar el cuestionamiento general. La solución tampoco se hallaría en la inclusión positivista de una colectividad monolítica de “mujeres” como formando parte del elenco de los oprimidos cuya subjetividad no fracturada les permitiría (en tanto grupo) tomar la palabra por sí mismas contra el “mismo sistema” igualitariamente monolítico.

En el contexto de un desarrollo típico de una conciencia estratégica, artificial y de segundo nivel, Marx utiliza la noción de patronímico, siempre dentro del concepto lato de “representación” —en el sentido de Vertretung. Los pequeños propietarios campesinos “son incapaces, por tanto, de hacer valer su interés de clase en su propio nombre [im eigenen Namen], ya sea por medio de un parlamento, ya sea por medio de una asamblea” (Marx, 1971: 145).

La ausencia de un nombre propio (no perteneciente a una familia, aunque sí artificialmente creado y colectivo) aparece suplantada por el único nombre propio que puede ofrecer una “tradición histórica” —el propio patronímico— el Nombre del Padre:

La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le devolvería todo su esplendor. Y se encontró un individuo que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoleón ordena: La recherche de la paternité est interdite. (Marx, 1971: 145-146). [Los subrayados pertenecen a la autora]

En este pasaje es interesante prestar atención a las palabras alemanas utilizadas en el original: “se encontró” (es fand sich) es una construcción gramatical que opaca las relaciones de agenciamiento y las conexiones del agente con sus intereses (este opacamiento, sin embargo, aparece contrastado con la continuación del texto, donde hay una superabundancia del nivel agente); “ostentar el nombre” [den Namen tragen] es una frase, en la que se usa el mismo verbo que servía para calificar las relaciones del capitalista con el capital. Así, Marx parece estar trabajando aquí con metáforas patriarcales, pero no hay que olvidar por sobre este rasgo la enorme sutileza que despliega este fragmento. Se trata de la Ley del Padre (el Código Napoleónico) que, paradójicamente, prohíbe cualquier indagación acerca del padre natural.  

En consecuencia, es acordando con la observación estricta de la Ley histórica del Padre como se niega la fe en el padre natural en base a una clase todavía no formada.

Me he demorado tanto en este pasaje de Marx, porque creo que en él se encuentra paradigmáticamente expresada la dinámica interna de la palabra Vertretung, en el sentido de “representación” en un contexto político. Como contraste con esto, “re-presentación” aparecería en un contexto económico como Darstellung, el concepto filosófico de “re-presentación” como puesta en escena o, mejor, significación, que aparece relacionada con el sujeto escindido de modo indirecto.

El pasaje más citado al respecto es, naturalmente, muy conocido: Im Austauschverhältnis der Waren selbst erschien uns ihr Tauschwert als etwas von ihren Gebrauchswerten durchaus Unabhängiges. Abstrahiert man nun wirklich vom Gebrauchswert der Arbeitsprodukte, so erhält man ihren Wert, wie er eben bestimmt ward. Das Gemeinsame, was sich im Austauschverhältnis oder Tauschwert der Ware darstellt, ist also ihr Wert. (Marx, 1972: 53)

En las relaciones de intercambio de las mercancías mismas su valor de cambio nos parecía algo completamente ajeno a sus valores de uso. Pero si se abstrae realmente el valor de uso de los productos del trabajo, se obtiene así su valor como éste justamente era. El elemento común que se representa en la relación de intercambio o en el valor de cambio de la mercancía, ése es, por lo tanto, su valor. [Negrita de la autora]

Según Marx, entonces, en el seno del capitalismo, el valor como se produce en el trabajo necesario y en la plusvalía aparece calculado como la representación-signo de un trabajo objetivado ó materializado (lo que debe distinguirse de modo riguroso de la actividad humana).

Por oposición, en ausencia de una teoría de la explotación en tanto extracción (producción), apropiación y realización de valor (plusvalía) como representación de la fuerza de trabajo, la explotación capitalista debe ser considerada como una subespecie de dominación (con los mecanismos de poder en esa función).

Por ello, Deleuze sugiere que: “La preocupación principal del marxismo consistió en determinar el problema <es decir: que el poder es más difuso que la estructura de explotación y que la formación estatal> esencialmente en términos de interés (dado que el poder se halla en las manos de una clase dominante definida por sus propios intereses).” (Foucault, 1977: 214).

No se le pueden hacer objeciones a este sumario minimalista del proyecto de Marx, del mismo modo que no se puede pasar por alto que en algunos pasajes del Anti-Edipo, Deleuze y Guattari construyen su caso basándose en un brillante y tal vez poético préstamo tomado de la teoría marxista sobre la “forma-dinero” (Geldform). A pesar de todo, nos interesa reafirmar nuestra crítica del siguiente modo: la relación entre el capitalismo global (la explotación en economía) y las alianzas del Estado-nación (la dominación en esferas de la geo-política) alcanza tal nivel macrológico que no puede servir de parámetro para la textura micrológica del poder.

Para acercarse un poco más a una consideración más precisa es necesario moverse hacia teorías de la ideología, es decir, hacia teorías de las formaciones del sujeto que a nivel micrológico manejen los intereses que se condensan en las áreas macrológicas, aunque a menudo sea erráticamente.

Teorías de tal tipo no pueden darse el lujo de pasar por alto la categoría de la representación en sus dos sentidos. Esas teorías deben tomar nota de cómo la puesta en escena del mundo en tanto representación —es decir: la escena de la escritura (su “Darstellung”)— disimula la elección de una necesidad de “héroes”, de apoderados paternales y de agentes de poder (su “Vertetrung”).

Mi lectura consiste, entonces, en que una práctica radical presta atención a esta doble sesión de las representaciones más que a reintroducir al sujeto individual mediante conceptos totalizadores de poder y de deseo. Mi enfoque, pues, pretende hacer evidente también que, al mantener la zona de la praxis de clase en un segundo nivel de abstracción, Marx estaba manteniendo abierta, en efecto, la posibilidad de la crítica hegeliana (y kantiana) del sujeto individual como agente.[23]

Este enfoque no me obliga a mí a ignorar que, al definir por implicación la familia y la lengua materna en el nivel básico donde la cultura y la convención parecen el propio modo de la naturaleza de organizar su propia subversión, Marx mismo está ensayando un antiguo subterfugio. En el contexto de las pretensiones post-estructuralistas de ejercitar una práctica crítica, esto parece más digno de recuperar que la restauración clandestina de un esencialismo subjetivo.

La reducción de Marx a una figura benevolente pero fechada puede servir a veces a los intereses que se obstinan en lanzar una nueva teoría de la interpretación. En la conversación entre Foucault y Deleuze antes citada, lo que parece estar en juego es que no existe allí ni representación ni significante. (¿Habría que suponer que se ha liquidado al significante con anterioridad a la polémica? Es decir: ¿no habría, entonces, una estructura sígnica que estuviera manejando la experiencia, lo que conduciría, en definitiva, a que se podría mandar a dormir a la semiótica?).

Pero la teoría es un relevarse en el turno de la práctica (es decir: mandando a dormir los problemas de práctica teórica) y los oprimidos pueden saberlo y tomar la palabra por sí mismos. Esto reintroduce al sujeto constitutivo por lo menos en dos niveles: el Sujeto del deseo y del poder como una presuposición metodológica irreductible; y al sujeto aproximado a sí mismo, si no, por lo menos, al sujeto idéntico de los oprimidos.

Además, los intelectuales, que no forman parte integrante de ninguno de estos dos grupos de S/sujetos, se tornan visibles en la carrera por ocupar los puestos en los turnos sustitutivos, pues sólo pueden informar acerca del sujeto sin representación y analizar (sin analizar) las elaboraciones del poder y del deseo (del Sujeto innominado pero irreductiblemente presupuesto por ese mismo poder y deseo).

La “visibilidad” así producida marca el lugar del “interés” que se mantiene incólume por una obstinada negación: “Ahora ese papel de árbitro, de juez y de testigo universal es un rol que yo me niego absolutamente a adoptar”. Una responsabilidad de la crítica puede ser la de leer y escribir de tal modo que sea tomada con toda seriedad la imposibilidad de tales rechazos interesadamente individualistas contra los privilegios institucionales del poder conferidos al sujeto, pues el rechazo del sistema sígnico cierra el paso a una teoría desarrollada de la ideología.

En este caso, también, se puede escuchar el tono peculiar que conlleva tal negativa.

Así, respondiendo a la sugestión de Jacques-Allain Miller de que “la institución sería ella misma discursiva”, Foucault dice: “Sí, si Usted quiere, pero eso no importa demasiado en mi noción de que el aparato es capaz de decir que ella sea discursiva y no lo sea en realidad…dado que mi preocupación no es de índole lingüístico” (Foucault, 1972-1977: 198). ¿Por qué nos  encontramos con esta colisión entre lenguaje y discurso justamente en una frase del maestro del análisis discursivo?

En este punto es el momento de traer a cuento la crítica de Edward W. Said a la noción de poder foucaldiana como categoría atractiva pero mistificadora que le permitiría a Foucault  “anular las clases, el papel de la economía, el papel del levantamiento y de la rebelión”.[24]

Por mi parte, yo agrego al análisis de Said, la noción del sujeto subrepticio del poder y del deseo que aparece signado con la marca de la evidencia aportada por los intelectuales. Es curioso, por lo tanto, que Paul Bové le eche en cara justamente a Said la importancia conferida al intelectual, cuando “el proyecto de Foucault es esencialmente un reto dirigido tanto a los intelectuales hegemónicos como a los opositores”.[25]

En el curso de este trabajo, vengo sugiriendo justamente que ese “reto” es engañoso justamente porque ignora el punto sobre el que está haciendo hincapié Said: la responsabilidad institucional del crítico.

Este S/sujeto que aparece así, gracias a una serie de negativas atado a tal toma de partido, tiene que ver con la esfera de los explotadores en el campo de la división del trabajo internacional. Es imposible, entonces, para los intelectuales franceses actuales imaginar un tipo de Poder y de Deseo que encarne al sujeto innominado del Otro de Europa.

Y el problema no pasa solamente por el hecho de que cada cosa que lean —de modo crítico o acrítico— aparezca atrapado en el debate de la producción de ese Otro, colaborando a la constitución del Sujeto o criticándolo pero siempre como Europa. Se trata, también, de que constituyendo al Otro de Europa se han preocupado de anular los ingredientes textuales con los que tal sujeto podría tomar posesión de su itinerario (o realizar una “investidura”),[26] no sólo con una producción ideológica y científica, sino también por las instituciones legales.

Aunque un análisis económico sea considerado peligrosamente reduccionista, los intelectuales franceses olvidan en su propio riesgo que una empresa semejante, al hallarse en absoluto estado de sobre-determinación, se dio siguiendo el interés de una situación económica dinámica que requería que los intereses, los motivos (los deseos) y el poder (del conocimiento) fuera fracturado de modo sutil.

Invocar tal fractura ahora como un descubrimiento radical que habría de hacernos diagnosticar las condiciones económicas de existencia (que distinguen nuestras “clases” de manera descriptiva) como una pieza más de la maquinaria analítica informacional puede ser muy bien un modo de continuar la obra de fracturación y colaborar involuntariamente asegurando “un nuevo equilibrio: en las relaciones hegemónicas” (Carby, 1982: 34).

Más adelante he de retomar este aspecto de la discusión. Pero antes quiero recalcar que ante la posibilidad de que los intelectuales sean cómplices en la tarea de la persistente constitución del Otro como una sombra de sí mismos, habría una alternativa para una práctica política del intelectual si éste considerara lo económico que se halla “entre paréntesis”, pero de tal modo como para ver ese factor en su condición de insoslayable según aparece inscripto en el texto social.

No se me oculta que este enfoque debería darse aun cuando lo económico esté entre paréntesis, y aunque aparezca imperfectamente delineado, pero esa consideración debe ocurrir mientras esa esfera pida a gritos ser considerada el determinante último o el significado transcendental.[27]

II

El ejemplo más claramente presente de tal violencia epistémica es ese proyecto de orquestación remota, de largo alcance y heterogéneo para constituir al sujeto colonial como Otro. Ese proyecto representa también la anulación asimétrica de la huella de ese Otro en su más precaria Subjetividad. Es bien sabido que Foucault ubica la violencia epistémica, como una completa re-examinación de la episteme, en la redefinición de la locura a fines del siglo XVIII europeo.[28]

Pero, ¿qué sucedería si esa particular redefinición fuera sólo una parte de la narración de la historia en Europa y también en las colonias? ¿Qué ocurriría si los dos proyectos de examen epistémico funcionaran como partes fracturadas y no reconocidas de una vasta maquinaria dual?

Quizás esto no sería diferente de preguntarse si el subtexto de la narrativa del imperialismo como palimpsesto no debería ser reconocido como un “conocimiento sojuzgado”, “un conjunto de conocimientos que han sido descalificados como inadecuados para con su tarea o elaborados de modo insuficiente: conocimientos ingenuos, colocados en la base de la jerarquía, por debajo del nivel requerido para adquirir dignidad cognoscitiva o cientificidad.” (Foucault, 1972-177: 82).

Esto no significa describir las cosas “según lo que en realidad sucede” ni tampoco privilegiar la narración de la historia como un imperialismo que da la mejor versión de la historia.[29]

Más bien, se trata de ofrecer un aporte en torno a la idea de cómo una explicación y narración de la realidad fue establecida como la norma. Para trabajar esta idea, permítaseme levantar el velo para ver lo que hay debajo[30] de la codificación británica de la Ley Hindú.

Primeramente, sin embargo, quiero hacer algunas aclaraciones previas. En los Estados Unidos el tercermundismo que discurre repartido corrientemente entre varias disciplinas humanistas es a menudo abiertamente un fenómeno que implica consideración de etnias. Por mi parte, yo nací en la India, pero realicé toda mi educación en Norteamérica (que incluyen dos años como investigación de graduada).

Por lo tanto, el hecho de que tome mi ejemplificación de un continente lejano podría ser visto como una búsqueda nostálgica de las raíces perdidas de mi propia identidad. Aun cuando sé que no se puede atravesar libremente la espesura de las “motivaciones”, quiero insistir en el hecho de que mi proyecto principal es hacer notar el cariz idealista y positivista de tal tipo de nostalgia, si la hubiera.

Me dirijo hacia materiales tomados de la India, porque carente de un entrenamiento científico avanzado, el accidente de mi nacimiento y educación me proveyó de una sensibilidad hacia el entramado histórico y de un instrumental en algunos de los idiomas pertinentes que son herramientas útiles para el bricoleur, especialmente si está equipado con el escepticismo marxista de una experiencia concreta como árbitro último y crítica de las formaciones disciplinares.

Sin embargo, soy consciente de que el caso indio no puede ser tomado como representativo de todos los países, naciones y culturas, etc., que puedan ser invocados como el Otro de Europa como identidad.

En este trabajo se trata, entonces, de un sumario necesariamente esquemático de la violencia epistémica sobre la Ley Hindú. Si mi contribución ayuda a aclarar la noción de violencia epistémica, la reflexión final sobre la auto-inmolación de las viudas hindúes habrá de adquirir, por cierto, una significación adicional.

A fines del siglo XVIII, la Ley Hindú, en tanto se la pueda definir como un sistema unitario, operaba en función de cuatro textos que ponían en escena una episteme cuatripartita definida en base al uso de la memoria por el sujeto: sruti (lo oído), smriti (lo recordado), sastra (lo aprendido de otros) y vyavahara (lo realizado como intercambio). Los orígenes de lo que había sido oído y lo recordado no eran necesariamente ni continuos ni idénticos.

Cada invocación de sruti recitaba (o reabría) técnicamente el acontecimiento de la “escucha” o revelación originarias. Los dos últimos textos —lo aprendido y lo realizado— eran considerados como dialécticamente continuos. Los teóricos jurídicos y los practicantes legales no estaban para nada seguros en un caso determinado si esa estructuración estaba describiendo el cuerpo de la ley o si había cuatro modos de encarar una querella. Esta búsqueda de legitimación de la estructura polimorfa de la realización legal, no coherente “internamente” y abierta en sus extremos por una visión binaria, es, en verdad, la narración de la codificación que presento aquí como ejemplo de una violencia epistémica.

El relato de una estabilización y codificación de la Ley Hindú no es tan conocido como, por ejemplo, la historia de la educación en la India, de modo que será mejor empezar por esto último.[31] Considérense, por ello, las infamantes líneas programáticas de Macaulay, citadas tan a menudo, en sus “Minutes on Indian Education”(1835):

En este momento debemos hacer todo lo posible por formar una clase que pueda funcionar como intérprete entre nosotros y los millones a quienes gobernamos; una clase de personas, que sean indios en sangre y color, pero ingleses en gusto, en opiniones, en moral y en capacidad intelectual. A esa clase debemos dejarle que pula los dialectos vernáculos del país, que los enriquezca con términos científicos tomados de la nomenclatura occidental, y así transformarlos en el vehículo de transmisión de conocimiento para una gran masa de la población.[32]

La educación del sujeto colonial complementa, entonces, su producción jurídica. Uno de los efectos de establecer una versión del sistema británico fue el desarrollo de una separación (nada fácil) entre la formación disciplinar en estudios de sánscrito y la tradición nativa de la tradición de la “Alta Cultura” sánscrita, ahora una figura alternativa. Dentro de la primera manifestación, las explicaciones culturales generadas por eruditos de reconocida autoridad venían a confluir con la violencia epistémica del proyecto legal.

Me interesa señalar ahora que la fundación de la Sociedad Asiática de Bengala data de 1784 y el Instituto Indio de Oxford de 1883, y que de esas inquietudes nacieron los trabajos analíticos y taxonómicos de estudiosos como Arthur Macdonnell y Arthur Berriedale Keith, quienes fueron ambos administradores coloniales y organizadores de la cuestión del sánscrito.

De su fe en los planes utilitarios y hegemónicos para estudiantes e investigadores es imposible deducir una agresiva represión del sánscrito en los programas de la educación general ni un aumento de la “feudalización” del uso real del sánscrito en la vida cotidiana de la India brahmánica hegémonica.[33]

Así paulatinamente una versión de la historia de la India fue adquiriendo estado de institucionalización. En ella los brahmanes aparecían teniendo las mismas intenciones que los codificadores británicos (de modo tal que también proveían la legitimación de los colonizadores): “Con el fin de conservar a la sociedad hindú intacta los sucesores <de los brahmanes originarios> habían tenido que reducir todo a la escritura, haciéndola cada vez más rígida. Y eso fue lo que conservó a la sociedad hindú a pesar de los sucesivos levantamientos políticos y las invasiones extranjeras.”[34]

Este es el veredicto expresado en 1925 de Mahamahopadhyaya Haraprasad Shastri, un versado erudito en estudios de sánscrito y brillante representante de la élite vernácula producida por la colonización, quien fue requerido para que escribiera algunos capítulos de la “Historia de Bengala”, un proyecto nacido del deseo del secretario privado del gobernador general de Bengala en 1916.[35]

Para marcar la asimetría en la relación entre las autoridades y sus justificaciones (que dependen de la raza y clase de esas autoridades), debe compararse lo dicho con la observación realizada en 1928 por Edward Thompson, intelectual inglés: “El hinduismo fue lo que parecía ser…Se trataba de una civilización más elevada que ganó <contra sí mismo> gracias tanto a Akbar[36] ya los ingleses.”[37]

Agréguese a estos comentarios, la reflexión de un soldado y estudioso inglés a fines del siglo XIX tomada de una carta: “E1 estudio del sánscrito —‘el idioma de los dioses’— me ha procurado un gran placer durante los últimos 25 años de mi vida en la India, pero estoy agradecido de poder decir que no me ha llevado —como le ha sucedido a otros— a abandonar nuestra profunda fe en nuestra propia gran religión.” [Cursiva de la autora][38]

Estas mismas autoridades son la mejor de las fuentes posibles para los franceses no especialistas cuando penetran en la civilización del Otro.[39] Con todo, no me estoy refiriendo a intelectuales y estudiosos que hayan trabajado después de la época colonial, como Shastri, cuando sostengo que el Otro como sujeto es inaccesible a pensadores como Foucault o Deleuze.

Pienso, más bien, en las personas no especializadas en general, dentro de un amplio espectro de población no académica, para quienes la episteme opera con una función programática silenciosa. Sin considerar un mapa de explotación, ¿en qué coordenada de opresión ubicarían estas personas esta variopinta tripulación?

Pasemos ahora a considerar los márgenes del discurso (o lo que podríamos denominar también “el centro silencioso o silenciado”) de un circuito marcado por una violencia epistémica: los hombres y mujeres entre un campesinado analfabeto, las tribus, los más bajos estratos del subproletariado urbano.

Según Foucault y Deleuze (que escriben en el Primer Mundo, en condiciones de generalización y regulación de una sociedad capitalista, aunque no parecen tener conciencia de ello), los oprimidos podrían hablar y conocerían sus propios condicionamientos una vez que obtuvieran la ocasión para hacerlo (el problema de la representación no pudo ser obviado en ese punto), lo que sucedería por medio de la solidaridad a través de alianzas políticas (aclaración donde se ve cómo funciona la temática marxista).

Debemos ahora comparar semejantes opiniones con nuestra propia pregunta: ¿Puede realmente hablar el individuo subalterno haciendo emerger su voz desde la otra orilla, inmerso en la división internacional del trabajo promovida en la sociedad capitalista, dentro y fuera del circuito de la violencia epistémica de una legislación imperialista y de programa educativo que viene a complementar un texto más temprano?

La obra de Antonio Gramsci sobre las “clases subalternas” ha extendido las nociones de posición y de conciencia de clase desde los argumentos aislados aparecidos en El 18 de Brumario. Quizás porque Gramsci critica la postura vanguardista de los intelectuales leninistas, este autor se muestra especialmente preocupado por el papel del intelectual en los movimientos culturales y políticos subalternos en su búsqueda de hegemonía.[40]

Estos movimientos deberán ser los encargados de determinar justamente la producción de la historia como narración (de la verdad). En textos tales como “La cuestión meridional”, Gramsci considera el movimiento de la economía histórico-política en Italia dentro de lo que ha sido considerado como una alegoría de la lectura tomada como la división internacional del trabajo o prefigurándola.[41]

Sin embargo, un rendimiento de cuentas del desarrollo periódico de los individuos subalternos está fuera de la perspectiva posible en tanto su dimensión macrológica cultural aparezca maniobrada, aunque desde un lugar distante, por una interferencia epistémica que posee definiciones legales y científicas que acompañan al proyecto imperialista.

Cuando, hacia el fin de este ensayo, llegue a la cuestión de la mujer subalterna, se verá, entonces, por qué mi propósito es subrayar que la posibilidad de sentimiento de colectividad aparece persistentemente ocluida a causa de la manipulaciones del agenciamiento femenino.

La primera parte de mi propuesta —es decir: que el desarrollo periódico de los individuos subalternos aparece complejizado por la interferencia del proyecto imperialista— se muestra representada en los trabajos a los que se puede llamar “Subaltern Studies” (“Estudios Subalternos”), realizados por un grupo determinado de intelectuales.[42] Todos ellos formulan la pregunta: ¿Pueden hablar los individuos subalternos?

En esta área de estudios nos hallamos inmersos dentro de la propia disciplina de la historia preconizada por Foucault y entre gente que acredita la influencia de este pensador francés. Su proyecto consiste en repensar la historiografía colonial desde la perspectiva de una cadena discontinua de levantamientos campesinos durante la ocupación colonial. Éste es también el problema discutido por Said como “el permiso para narrar”.[43]

Y así lo documenta Ranajit Guha:

La historiografía del nacionalismo indio ha sido dominada por largo tiempo por un elitismo —elitismo tanto colonialista como de la burguesía nacionalista— que compartía el prejuicio de que la construcción de la nación india y el desarrollo de su conciencia —su nacionalismo— que confirmaba este proceso, eran logros que pertenecían exclusiva o predominantemente a una élite. En las historiografías colonialistas y neo-colonialistas estos logros se atribuían a la dominación británica, a los administradores coloniales, a sus agentes de control policial, a sus instituciones y a su cultura. En los escritos nacionalistas y neo-nacionalistas se atribuirían ahora a las personalidades, a las instituciones, a las actividades y a las ideas de una élite india. (Guha, 1982: 1)

Ciertos estratos de la élite india son, por cierto, el mejor tipo de informantes nativos para intelectuales del Primer Mundo interesados en la voz del Otro. Sin embargo, no se puede dejar de insistir sobre el hecho de que el sujeto subalterno colonizado es irrecuperablemente heterogéneo.

Contra esta élite vernácula se puede esgrimir lo que Guha llama “the politics of the people” (“la política del pueblo”) tanto en el exterior como en el interior del circuito de la producción colonial.[44]

Por mi parte, no puedo adscribir de modo absoluto a esta insistencia en un vigor determinado y en una autonomía completa, dado que exigencias historiográficas prácticas no permitirían aceptar privilegiar una conciencia subalterna.

Con todo, contra posibles críticas de esencialismo, Guha tiene el mérito de construir una definición de “pueblo” (como el lugar de esa esencia) que puede entenderse solamente como una identidad en la diferencia. Este autor propone también una grilla de estratificación dinámica para describir la producción social colonial en toda su amplitud. Aun el tercer elemento de la lista, el grupo amortiguador, como si fuera una fuerza que estuviera entre el pueblo y los grupos dominantes al mayor nivel macro estructural.

Este grupo intermedio sería definido por su colocación como lo que Derrida ha denominado un “antre”:[45]

“Élite”

1. Grupos dominantes extranjeros.

2. Grupos vernáculos dominantes a nivel pan-indio.

————————————————————————————————“antre” [alusión a “entre”]

3. Grupos vernáculos dominantes a niveles regionales y locales.

4. El “pueblo” y las “clases subalternas”. (Estos términos han sido empleados como sinónimos a lo largo de este trabajo. Los grupos y elementos sociales incluidos en esta categoría representan la diferencia demográfica entre la totalidad de la población india y aquellos individuos que hemos denominado la “élite”).

Consideremos ahora el tercer estrato de la lista: este “antre” de indeterminación situacional que los historiadores más escrupulosos presuponen, cuando deben responder a la cuestión emblemática de nuestro ensayo:

¿Puede hablar el individuo subalterno?

Tomada como una totalidad en abstracto (…) esta categoría (…) era muy heterogénea en su composición y, a causa del carácter desnivelado de la economía regional y el desarrollo social, era diferente de región a región. La misma clase o elemento que era dominante en una zona (…) podía llegar a estar entre las dominadas en la región siguiente.

Esto podía crear, y en rigor creó, muchas ambigüedades y contradicciones en actitudes y alianzas, especialmente entre los estratos inferiores de la nobleza rural, entre señores empobrecidos, o campesinos ricos o pertenecientes a la clase media elevada, todos los que pertenecían, hablando idealmente, a la categoría de “pueblo” o “clases subalternas” (Guha, 1982: 8). [El subrayado pertenece a Spivak y la cursiva a Guha]

“La tarea de búsqueda” proyectada en este campo consiste en “investigar, identificar y medir la naturaleza específica y el grado de desviación de los elementos <constitutivos del tercer nivel> de un punto ideal, a la vez que situarlos históricamente.”

No podría pedirse nada más esencialista y taxonómico que este programa. Sin embargo, en él funciona un curioso imperativo metodológico. Ya he explicado antes que en la conversación entre Foucault y Deleuze se escondía un proyecto esencialista detrás de un vocabulario post-representacionalista.

En los “Estudios Subalternos”, a causa de la violencia del imperialismo epistémico, así como por la inscripción social y disciplinar, todo proyecto comprendido en términos esencialistas debe circular en un circuito de prácticas radicales textuales en torno a las diferencias. En el caso de la consideración no justamente del “pueblo” como tal, sino de ese estrato social de una zona flotante amortiguadora de la élite subalterna regional el objetivo de este grupo es una desviación del ideal —el pueblo o los individuos subalternos— que, a su vez, se define como una diferencia de la élite.

La investigación está orientada justamente en contra de esta estructura. Se trata de una dificultad algo diferente de las evidencias auto-diagnosticadas que encontramos en los intelectuales radicales del Primer Mundo. ¿Qué tipo de taxonomía sería válida para determinar tal territorio? Lo perciban o no (en rigor Guha enmarca su definición de “pueblo” dentro de la dialéctica del amo y del esclavo), sus textos vienen a articular la difícil, tarea de reescribir las propias condiciones de imposibilidad como condiciones de su posibilidad:

“Si pertenecen a estratos sociales jerárquicamente inferiores a aquellos de los grupos dominantes pan-indios en los niveles regionales y locales <los grupos vernáculos dominantes> (…) siguieron actuando en interés de ellos o no en conformidad a los intereses correspondientes verdaderamente a su propio ser social.”

Cuando estos escritores toman la palabra para hablar, entonces, en su lenguaje esencialista, de un abismo entre los intereses y las acciones del grupo intermediario, sus conclusiones se hallan más cercanas a Marx que a la ingenuidad auto-consciente exhibida en las declaraciones de alguien como Deleuze. Guha, así como Marx, habla de “intereses” en el campo de lo social más que como un tratamiento del ser libidinal. La imaginería del Nombre del Padre desplegada en El 18 de Brumario puede servir para hacer resaltar que, a nivel de clase social o grupo de actividades, “la verdadera correspondencia con nuestro propio ser” es tan artificial o social como el patronímico.

Esto es lo que había que decir, entonces, acerca del grupo considerado un amortiguador social. Para el “verdadero” grupo subalterno, cuya identidad es la diferencia, no hay, en rigor, sujeto subalterno irrepresentable que pueda conocer y hablar por sí mismo. Pero la solución de los intelectuales se haya en no abstenerse a la representación.

El problema radica en que el itinerario del sujeto no ha sido trazado para ofrecerle un objeto de seducción al intelectual en su designio representacional. Por ello, en el vocabulario levemente desfasado del grupo indio la pregunta paradigmática se torna articulada en los siguientes términos:

“¿Cómo podemos arribar a la conciencia del pueblo, cuando estamos investigando su política?” “¿Con qué voz puede hablar la conciencia del individuo subalterno?”

El proyecto de este grupo, después de todo, es re-escribir el desarrollo de la conciencia de la nación india. La planeada discontinuidad del imperialismo establece rigurosamente una distinción en este proyecto, aunque su formulación esté pasada de moda, con un “hacer visible los mecanismos médicos y jurídicos que rodeaban la historia <de Pierre Rivière>”. Foucault tiene razón aquí al sugerir que “hacer visible lo invisible puede significar también un cambio de nivel, dado que uno se dirige a una capa de materiales que no había tenido antes pertinencia en la historia y a lo que no se le había acordado ningún valor moral, estético o histórico.”

Pero lo que se torna lapidariamente inquietante es este deslizamiento foucaldiano hacia el hacer visible los mecanismos para dar voz al individuo, evitando tanto “cualquier tipo de análisis <del sujeto> ya sea psicológico, psicoanalítico o lingüístico” (Foucault, 1972-1977: 49-50).

La crítica realizada por Ajit K. Chaudhury, un marxista de Bengala Occidental contra la búsqueda de Guha de una conciencia subalterna puede ser considerada una fase del proceso productivo que incluya lo subalterno. La observación de Chaudhury en cuanto a que la visión marxista de la transformación de la conciencia implica el conocimiento» de las relaciones sociales me parece, en principio, astuta. Sin embargo, la herencia de la ideología positivista lo obliga a agregar este codicilo:

“Esto no es para minimizar la importancia de la comprensión de la conciencia de los campesinos o de los obreros en su forma pura. Ello enriquece nuestro conocimiento del campesino o del obrero y, posiblemente, arroja luz sobre cómo un modo particular adquiere diferentes formas en diferentes regiones, lo que se considera un problema de segundo orden en el marxismo clásico. [Cursiva de la autora][46]

Esta variedad del marxismo “internacionalista”, que cree en una pura e irrescatable forma de conciencia para luego descartarla, al mismo tiempo que cerrando la puerta a lo que en Marx seguía siendo un aspecto de desconcierto productivo, puede ser muy bien el motivo del rechazo foucaldiano y deleuziano del marxismo y la fuente de las motivaciones críticas de los grupos que se dedican a los Estudios Subalternos.

Chaudhury, tanto como Foucault y Deleuze, está convencido de que existe una versión pura de la conciencia. En cuanto a la situación francesa, allí se da un barajar y dar de nuevo los naipes de los significantes: “el inconsciente” o “el sujeto en la opresión” llena clandestinamente el espació de “la forma pura del inconsciente”.

En el marxismo ortodoxo “internacionalista” —ya se trate del Primer Mundo o del Tercero— la forma pura de la conciencia sigue siendo una base idealista que, descartada como problema de segundo orden, se gana a menudo la fama de ser racista o sexista. Entre los grupos de Estudios Subalternos, ello necesita ser desarrollado en acuerdo con los términos de desconocimiento de su propia articulación.

Para lograr tal formulación puede ser más útil, digámoslo una vez más, una teoría desarrollada de la ideología. En una crítica como la que Chaudhury presenta, la asociación entre la “conciencia” y el “conocimiento” omite un punto medio de crucial importancia: la “producción ideológica”. Así se expresa Chaudhury:

“La conciencia, según Lenin, está asociada con el conocimiento de las relaciones entre diferentes clases o grupos; esto significa: un conocimiento de los materiales que constituyen la sociedad. (…) Estas definiciones adquieren sentido solamente dentro de la problemática en el marco de un objeto de conocimiento definido — comprender el cambio en historia, o, específicamente, el cambio de un modo a otro, conservando la cuestión de la especificidad de un modo particular fuera del enfoque.” (Chaudhury, 1984: 10).

Pierre Macherey, por su parte, nos suministra la siguiente formulación para la interpretación de la ideología:

Lo que es importante en una obra es lo que no se dice. Esto no es lo mismo que la descuidada observación de “lo que se niega a decir”, aunque ello también sería en sí interesante [conocerlo]: un método puede construirse sobre esto, con la tarea de medir los silencios, tanto de lo reconocido como de lo no reconocido. Pero más bien, lo que la obra no puede decir es lo importante, porque allí la elaboración de la expresión es realizada como una especie de jornada hacia el silencio.”[47]

Las ideas de Macherey pueden ser desplegadas en direcciones que él mismo no podría quizás seguir. Aun cuando escribe, de manera provocativa, sobre la literaturidad de la literatura de proveniencia europea, está formulando en verdad un método aplicable al texto social del imperialismo, casi en a contrapelo de su propia argumentación. Así, inclusive el lema de “lo que el texto se niega a decir” puede ser anodino para el caso de una obra literaria: algo así como un rechazo colectivo ideológico que sería detectado dentro de la práctica legal de codificación en el imperialismo.

Ello abriría el debate para una reinscripción multidisciplinariamente ideológica en ese terreno. Pero, dado que el proceso aparecería como una “universalización del mundo” [worlding of the world] en un segundo nivel de abstracción, el concepto de rechazo sería aceptable en este mismo campo. El trabajo de archivo, el historiográfico, el crítico-disciplinar e, inevitablemente, también el intervencionista[48] implicados en este movimiento son, por cierto, una tarea de “medir los silencios”.

Esa metodología podría ser también una descripción de cómo “investigar, identificar y medir la naturaleza específica y el grado de desviación hasta una distancia que es un ideal irreductiblemente diferencial.

Cuando llegamos al punto de la coherencia del problema acerca de la conciencia del individuo subalterno, ese lema de lo que no se puede decir se torna, en cambio, fundamental. En la semiosis del texto social, las elaboraciones acerca de los levantamientos populares se hallan en el lugar de “la expresión” o “el mensaje” [the utterance]. El emisor —“el campesino”— es señalado solamente como un marcador de una conciencia irrecuperable. En cuanto al receptor, deberíamos preguntarnos quién es “el verdadero destinatario” de una insurgencia.

El historiador, por su parte, al trasladar la noción de “insurgencia” a un texto hecho para el conocimiento, es solamente uno de los receptores posibles de una colectividad dada dentro de un acto de intención social. Dejando de lado toda posibilidad para la nostalgia por los orígenes perdidos de un fenómeno, el historiógrafo (y la historiógrafa) debe suspender, tanto como le sea posible, el clamor de su propia conciencia —o el efecto de la conscientización surgido en la praxis científica—, de modo tal que la elaboración de la rebelión, envuelta en una toma de conciencia del insurgente, no se congele en un frío “objeto de investigación” o, lo que es peor aun, en un modelo para imitar.

“El sujeto” implicado en los textos de la rebelión puede servir solamente como una posibilidad alternativa para las normatividades del relato garantizadas a los sujetos coloniales entre los grupos dominantes. Los intelectuales postcolonialistas aprenden así que sus privilegios son también su desdicha. En este sentido, ellos mismos son paradigmáticos como intelectuales.

Es bien sabido que la noción de lo femenino (más que lo subalterno dentro del imperialismo) ha sido utilizada de un modo similar dentro de la crítica deconstructiva y dentro de algunas ramas de la crítica feminista.[49]

En el primer caso, lo que está en juego es una figura de la mujer, pero una figura cuya mínima predicación como algo indeterminado ya ha sentado toda una tradición dentro del falocentrismo. La historiografía subalterna formula acerca del método justamente preguntas que habrían de prevenir contra el uso de tal estratagema.

Pero, puesto que la “figura” de la mujer, es decir: la relación entre la mujer y el silencio puede ser urdida por la misma mujer, las diferencias de clase y las diferencias étnicas se hallan subsumidas bajo el mismo dictamen. La historiografía subalterna, entonces, debe enfrentarse con la imposibilidad de tales gestos. La estrecha violencia epistémica del imperialismo nos brinda una alegoría imperfecta de la violencia general que sería la posibilidad de una episteme.[50]

Dentro del trayecto parcialmente borrado del sujeto subalterno, el surco de la diferencia sexual aparece doblemente desmarcado. No se trata, entonces, de una participación femenina en la rebelión, ni tampoco de las reglas básicas en la división sexual del trabajo, aunque para ambas cuestiones haya “evidencias palpables”. La cuestión es, más bien, que, en ambos problemas, tanto como objeto de una historiografía colonialista y como sujeto de la rebelión, la construcción ideológica de género [“gender”] se presenta bajo el dominio de lo masculino.

Si en el contexto de la producción colonial el individuo subalterno no tiene historia y no puede hablar, cuando ese individuo subalterno es una mujer su destino se encuentra todavía más profundamente a oscuras.

La división internacional del trabajo es un desplazamiento del imperialismo territorial del dividido campo legado por el siglo XIX. En pocas palabras: un puñado de países — especialmente del Primer Mundo— se hallan en la situación de invertir capital; otro grupo, entretanto, mayormente del Tercer Mundo, provee el terreno para invertir, tanto gracias a la existencia de una burguesía vernácula “compradora” como por su mal protegida mano de obra en estado cambiante.

Para mantener la circulación y crecimiento del capital industrial (y de la tarea concomitante de administración dentro del imperialismo territorial decimonónico), se habría llegado allí a un desarrollo en los transportes, en el sistema jurídico y en un programa de educación generalizada, aun cuando también se hayan destruido las industrias locales y se haya redistribuido la pertenencia de tierras, a la par que las materias primas hayan sido transferidas del país como territorio de experimentación a la nación colonizadora.

Con la así llamada “descolonización”, el aumento del capital multinacional y la cesión de la pesada carga de administrar la colonia, el “desarrollo” no habría de implicar ya el control de la entera legislación ni el establecimiento de sistemas educacionales, por lo menos en un modo comparable a lo que sucedía en la época colonial. Pero ello impide ahora el crecimiento del consumo en los países “compradores” del Tercer Mundo. Con la aparición de las telecomunicaciones modernas y el surgimiento de las economías de un capitalismo avanzado en los dos márgenes de Asia, mantener la división internacional del trabajo colabora en la conservación de un suministro barato de mano de obra en esos países “compradores”.

El trabajo humano no es, por cierto, intrínsecamente “barato” o “caro”. Ello va a estar asegurado, más bien, por una ausencia de leyes laborales (o su intensificación discriminatoria), un Estado totalitario (a menudo acompañado por un desarrollo y modernización en la periferia) y condiciones mínimas de subsistencia en el área obrera. Para conservar estas premisas definitorias sin variaciones, el proletariado urbano en los países “compradores” no deberá ser

entrenado en la ideología del consumo (que aparece como el paradigma de la filosofía de la sociedad sin clases), lo que, contra viento y marea, prepararía el terreno para la resistencia a través de políticas de coalición como las que menciona Foucault (1977: 216).

Este alejamiento de la ideología del consumo es exacerbado de modo creciente por los fenómenos proliferantes de un sistema de subcontratos internacionales. En ese caso, el eslabón hacia el entrenamiento para el consumismo aparece prácticamente salteado:

“Desde esta estrategia, los fabricantes de países desarrollados subcontratan los estadios de trabajo más intenso en la cadena de la producción, por ejemplo, haciendo realizar la costura o el ensamblaje en el Tercer Mundo, donde el trabajo es barato. Una vez realizada esa tarea, las multinacionales re-importan las mercancías,  gracias a generosas regalías tarifarias, a los países desarrollados en lugar de venderlas en el mercado local donde fueron producidas. / Mientras la recesión global hizo retardar el paso del comercio y de la inversión a escala mundial desde 1979, se ha producido luego, en cambio, un estallido de la actividad internacional del subcontratismo… En estos casos, las multinacionales se encuentran más libres para resistir a militantes obreros, levantamientos revolucionarios e inclusive bajas económicas.” [Cursiva de la autora][51]

La movilidad de clase aparece cada vez más agónica en el escenario de países “compradores”. No debe sorprender, por lo tanto, que algunos miembros de los grupos vernáculos dominantes en estos países, que son miembros de la burguesía local, encuentren atractivo el lenguaje de las alianzas políticas. Identificarse con formas de resistencia plausibles en países del capitalismo avanzado va de la mano, a veces, con la inclinación elitista de la historiografía burguesa como es descrita por Ranajit Guha.

La creencia en la plausibilidad de una alianza política global es también predominante entre las mujeres de los grupos sociales dominantes, interesadas en un “feminismo internacional” en los países “compradores”. Al otro extremo del espectro, las más alejadas de cualquier posibilidad de una alianza en una lista que contenga a “las mujeres, los presos, los soldados conscriptos, los pacientes de hospitales y los homosexuales” (Foucault, 1977: 216) son justamente las mujeres del subproletariado urbano. En su caso, la negativa a marchar al ritmo del consumismo y la estructura de la explotación aparecen combinadas con elementos basados en relaciones sociales patriarcales.

Hacia el otro lado de la división internacional del trabajo, el sujeto explotado no puede ni conocer ni articular el texto de la explotación femenina, aun si se logra visibilidad en lo absurdo de la falta de representación llevada a cabo por el intelectual que le está creando un espacio para que ese sujeto hable. La mujer sufre así una doble violencia.

Aun así esto no abarca la heterogeneidad del Otro. Fuera del circuito de la división internacional del trabajo (aunque no de modo absoluto), existe gente cuya conscientización no se puede aprehender si nos cerramos a la benevolencia al construir el Otro homogéneo y lo referimos solamente a nuestro propio lugar en el sitio de la Identidad o del Yo. En esta zona hay granjeros que viven de la propia subsistencia, hay trabajadores agrarios no sindicalizados, hay tribus y hay comunidades de obreros sin trabajo en la calle o en el campo.

Enfrentarse con todos ellos no significa representarlos (en el sentido de “vertreten”), sino re-presentarnos (en el sentido de “darstellen”) a nosotros mismos. Esta argumentación podría conducirnos, claro está, a una crítica de la antropología disciplinar y a una reconsideración de la relación entre la pedagogía elemental y la educación científica. Ese gesto habría de llevarnos también a cuestionar la exhortación implícita nacida entre intelectuales que han elegido un tema de opresión que estuviera “naturalmente articulado”, y que tal tema llegara a través de una historia abreviada en su modo de producción,

El hecho de que tanto Deleuze como Foucault hayan ignorado la violencia epistémica del imperialismo y de la división internacional del trabajo sería menos importante de lo que en realidad es, si al finalizar su conversación no entraran a considerar asuntos del Tercer Mundo.

Pero, en Francia, es imposible ignorar el problema del tiers monde, como a los habitantes de las colonias franco-africanas. Deleuze, naturalmente, limita su consideración del Tercer Mundo a reflexionar sobre esta élite regional vernácula, que es “idealmente subalterna”. En este contexto, las referencias a un mantenimiento de un ejército extra de trabajadores caen en una sentimentalidad étnica que causa el efecto inverso. Dado que está hablando de la herencia territorial imperialista dejada por el siglo XIX, su referencia se dirige al Estado-nación más que al centro globalizador:

El capitalismo francés necesita urgentemente un significante flotante de desempleo. En esta perspectiva, comenzamos a verla unidad de las formas de la represión; la restricción en la inmigración, una vez que se ha comprobado que los puestos más difíciles e ingratos son cubiertos por inmigrantes; la represión en las fábricas, porque los franceses deben volver a adquirir el “gusto” por un trabajo que se torna cada día más duro; la lucha contra la juventud y la represión en el sistema educativo. (Foucault, 1977: 211-212)

Este es un análisis al parecer aceptable. Sin embargo, muestra nuevamente que el Tercer Mundo puede entrar en el programa de resistencia de una política de alianzas dirigida contra la “represión unificada” sólo cuando es confinada a grupos provenientes del Tercer Mundo que tienen acceso directo al Primero.[52] Esta benevolente apropiación del Primer Mundo y reinscripción del Tercer Mundo como Otro es la característica fundacional de mucho del tercermundismo que circula en las Humanidades del mundo académico norteamericano.

Foucault, por su parte, continúa la crítica contra el marxismo invocando la discontinuidad.

La marca real de la “discontinuidad geográfica <o geopolítica>” sería la división internacional del trabajo. Pero Foucault usa el término para distinguir entre explotación (como extracción y apropiación de plusvalía; es decir, dentro del vocabulario marxista) y dominación (como noción de los estudios acerca del Poder) y sugerir así que el mayor potencial para la resistencia basada en las políticas de alianza se halla en el segundo término.

Ese autor no puede de ninguna manera reconocer que tal acceso monista y unificado a una concepción de “Poder” (que metodológicamente supone un sujeto de poder) ha sido posible gracias a un cierto estadio de explotación, dado que su visión de una discontinuidad geográfica es geopolíticamente específica al Primer Mundo.

Así afirma Foucault entonces que:

“Esta discontinuidad geográfica de la que Usted habla puede significar quizás lo siguiente: tan pronto como luchamos contra la explotación, el proletariado no sólo conduce la lucha sino que define sus blancos, sus métodos, sus lugares y sus instrumentos; y aliarse con el proletariado sería consolidar su posición, su ideología; sería alzar de nuevo las motivaciones para su combate. Esto significa la total inmersión <en el proyecto marxista>. Pero, si se trata de luchar contra el poder, entonces todos aquellos que no lo soporten pueden empezar a dar su batalla en cualquier lugar en que se encuentren y en los términos que su propia actividad (o pasividad) les dicten. Al embarcarse en esta lucha que es su propia lucha, en la que comprenden con claridad sus objetivos y donde pueden determinar ellos mismos los métodos, esas personas entrarán en el proceso revolucionario. Como aliados del proletariado, para estar seguros, puesto que el poder se maniobra de tal modo que como para que pueda prolongarse la explotación capitalista. Ellos sirven genuinamente la causa del proletariado al luchar en los lugares en que se encuentren ellos mismos en estado de opresión. Las mujeres, los presos, los soldados conscriptos, los pacientes de hospitales y los homosexuales han comenzados ahora una lucha específica contra la forma particular de poder, contra las compulsiones y controles que se hallan oprimiéndolos. “(Foucault, 1977: 216)

Éste es un programa admirable de resistencia localizada. Donde sea posible, este modelo de resistencia no se presentará, entonces, como una alternativa, sino como un complemento de lucha a nivel macrológico a los largo de las trincheras del marxismo. Sin embargo, si la situación es realmente universal, está ajustándose para dar una prioridad no admitida del sujeto. Sin una teoría de las ideologías, este gesto puede conducir a la más peligrosa de las utopías.

Foucault ha sido, por cierto, un brillante pensador en su capacidad de darle un lugar al poder, pero la conciencia de una reinscripción topográfica del imperialismo no logra dar una configuración a sus presuposiciones. Este autor, en rigor, cae en la trampa de una versión restringida de Occidente producida por la reinscripción que así ayuda a consolidar sus propios efectos.

Nótese, entonces, según se hace evidente en un pasaje posterior de sus declaraciones, la omisión del hecho de que un nuevo mecanismo de poder en el transcurso de los siglos XVII y XVIII (cuando se obtuvo la extracción de plusvalía sin la coerción extra-económica según lo desarrolla Marx), aparezca asegurado por medio del imperialismo territorial —la Tierra y sus productos— “en todas partes”.

Así para Foucault, sin embargo la representación de la soberanía sería crucial en todos esos teatros de la acción: “En los siglos XVII y XVIII nos encontramos con la aparición de un fenómeno importante, el surgimiento, o mejor dicho: la invención de un nuevo mecanismo de poder que posee un alto nivel de técnicas específicamente procesales…lo que es también, creo, absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía. Este nuevo mecanismo de poder depende más de los cuerpos y de lo que éstos hacen que de la tierra y sus productos.” (Foucault, 1972-1977: 104).

A causa de una laguna frente a este primer embate de “discontinuidad geográfica”, Foucault puede permanecer impertérrito ante la segunda acometida ocurrida en la segunda mitad de nuestro siglo, identificándola simplemente como: “la derrota del Fascismo y la declinación del estalinismo” (Foucault, 1972-1977: 87).

Aquí conviene citar la alternativa que postula Mike Davis: “Fue más bien la lógica global de la violencia contrarrevolucionaria, la que creó las condiciones para la interdependencia económica pacífica de un imperialismo atlántico bajo la mirada amonestadora del liderazgo norteamericano…Fue la integración militar multinacional bajo el lema de la seguridad colectiva frente al peligro de la URSS lo que precedió y aceleró la interpenetración de las economías capitalistas mayores, haciendo posible a la vez la nueva era de un liberalismo comercial que floreció entre 1958 y 1973”.[53]

Allí, dentro de este surgimiento de un “nuevo mecanismo de poder”, es donde debemos leer un establecimiento en los escenarios nacionales de las resistencias a la economía y la acentuación de conceptos tales como poder y deseo que privilegian la escala microscópica.

Así, por ejemplo, se sigue expresando Davis al respecto: “Esta centralización casi absolutista del poder estratégico militar en manos de los Estados Unidos iba a permitir una subordinación ilustrada y flexible para sus sátrapas principales. En casos especiales demostró ser altamente adaptable a las pretensiones residuales imperialistas de los franceses e ingleses…quienes no dejaban de mantener alta la consigna de una fervorosa movilización contra el comunismo durante todo el período.”

Así aun tomando precauciones contra nociones peligrosamente tan homogéneas como “Francia”, debe decirse que los conceptos uniformes tales como “lucha de clases” o declaraciones lapidarias del tipo de “como el poder, la resistencia es múltiple y puede integrarse dentro de estrategias globales” (Foucault, 1972-1977: 142), pueden interpretarse en virtud de la propuesta de Davis. No estoy sugiriendo, sin embargo, como lo hace Paul Bové, que “para un pueblo desterrado y sin hogar <se refiere a los palestinos> atacado militar y culturalmente un problema tal <está aludiendo a la frase de Foucault donde éste declaraba que “meterse en política…es tratar de conocer con la mayor honestidad posible si la revolución es de desear”> es una costosa locura propia de la riqueza de los occidentales”. (Bové, 1983: [54]).

Estoy sugiriendo, más bien, que adquirir una versión sobre Occidente que se contenga a sí misma es ignorar el lugar que juega en su propia creación el proyecto imperialista.

Algunas veces parecería que la llamativa brillantez del análisis de Foucault acerca de varios siglos de imperialismo europeo produjera una versión en miniatura de ese fenómeno tan heterogéneo: la ocupación del espacio, pero llevada a cabo por los doctores; el desarrollo de la administración, pero dentro de los hospicios; las consideraciones de la periferia, pero en términos que dan el protagonismo a los locos, los prisioneros y los niños. Así, la clínica, el hospicio, la prisión, la universidad, todos parecen ser territorios de alegorías-biombo que ocultan la lectura de los relatos más amplios del imperialismo. (Se podría abrir una discusión similar en torno al bestial motivo de la “desterritorialización” en Deleuze/Guattari).

Así Foucault puede decir en tono menor: “Uno puede muy bien no hablar de algo porque no sabe nada sobre el tema” (Foucault, 1972-1977: 66). Y, con todo, ¿hay que volver a decir que existe una ignorancia sancionada que todo crítico del imperialismo tiene el deber de registrar?

III

Considerando la situación más corriente por la que los académicos norteamericanos reciben una fuerte influencia de la crítica francesa, nos encontramos con la siguiente idea generalizada: mientras que Foucault trataría de la historia, la política real y los problemas sociales reales; Derrida, en cambio, resultaría inaccesible, esotérico y “textualístico” [textualistic]. El lector de estas páginas se hallará probablemente bien familiarizado con esta idea recibida.

Terry Eagleton, por su parte, comenta: “No puede negarse que la tarea propia <de Derrida> ha sido en su mayor parte ahistórica, evasiva a nivel político y ajena a considerar, en la práctica, el lenguaje como ‘discurso’ <es decir: lenguaje como función>”. Eagleton continúa recomendando, por ello, el estudio foucaldiano de las “prácticas discursivas”.

Perry Anderson, a su vez, construye una historia similar: “En Derrida se produce la auto-anulación del estructuralismo que se hallaba latente con el recurso a la música o a la locura en Lévi-Strauss o Foucault. Sin deseo de establecer ninguna exploración de las realidades sociales, Derrida no tiene tampoco ningún empacho en deshacer las construcciones de sus dos antecesores, adscribiéndoles una ‘nostalgia por los orígenes’ —de corte rousseauniano, para el uno, y presocrático, para el otro— y cuestionando con qué derecho estos autores podrían sostener la validez de sus respectivos discursos sobre sus propios puntos de partida.”[55]

El presente ensayo tiene como objeto, en rigor, sostener la idea, ya sea en defensa de Derrida o no, de que una nostalgia por orígenes perdidos puede ser negativa para la exploración de las realidades sociales dentro de una crítica del imperialismo.

La agudeza de la lectura favoritista de Anderson no le impide a este autor, por cierto, detectar justamente los problemas que yo estoy poniendo de manifiesto en Foucault: “Foucault tocó la nota profética cuando declaró en 1966 que “El hombre se hallará en un proceso de agonía en tanto el problema del lenguaje se encuentre encandilándonos en nuestro horizonte cada vez con mayor potencia”. Pero, ¿quién es el ‘nosotros’ que percibe o posee tal horizonte?”.

Sin embargo, Anderson tampoco ve en el Foucault tardío la intrusión de un Sujeto Occidental que se halla en estado de ignorancia, un Sujeto que marca su dominio con la desaprobación. Anderson considera la actitud de Foucault del modo habitual, como la desaparición del Sujeto cognoscente como tal; y en Derrida, Anderson encuentra el desarrollo final de esta misma tendencia: “En el hueco del pronombre ‘nosotros’ yace la aporía de este proyecto” (Anderson, 1983: 52).

Considérese, finalmente, el triste dictum de Said, que deja entrever una profunda desconfianza por la noción de “textualidad”: “La tarea crítica de Derrida nos lleva hasta dentro del texto, la de Foucault se mueve dentro y fuera de él” (Said, 1983: 183).

Por mi parte, he tratado de hacer convincente la idea de que existe una preocupación mayúscula por la política de los oprimidos y que un reiterado pedido de autoridad a Foucault puede ocultar la actitud de privilegiar lo intelectual y del sujeto “concreto” de la opresión que, de hecho, es el que realiza el pedido. Mirando las cosas desde un ángulo opuesto, aunque aquí no tenga la intención de pasar revista a la opinión específica de Derrida promovida por críticos tan prestigiosos [como Eagleton, Anderson y Said], quiero dedicar la siguiente parte del debate a algunos puntos de la obra de Derrida que contienen una utilidad de largo alcance para los pueblos que se hallan fuera del Primer Mundo.

Esto no es una disculpa; Derrida es, verdaderamente, de difícil lectura y el objeto de su estudio es la filosofía clásica. Con todo, Derrida resulta menos peligroso —cuando se lo entiende— que el baile de máscaras intelectual del Primer Mundo como el ausente sin representación que deja que los oprimidos hablen por sí mismos.

Voy a considerar un capítulo que Derrida escribió en la década del 60. Se trata de “De la gramatología como ciencia positiva” (Derrida, 1967). En este capítulo, Derrida discute la idea de si la “deconstrucción” puede conducir a una práctica adecuada, ya sea ésta crítica o política.

La cuestión es, entonces, cómo lograr que un Sujeto etnocéntrico mantenga la objetividad en el propio establecimiento de sí mismo en el momento de definir selectivamente al Otro. Este no es un proyecto, en rigor, para el Sujeto como tal; más bien se trata de una plataforma para el intelectual occidental benevolente. Sin embargo, la especificidad del problema es la cuestión central para aquellos de nosotros que sienten que el “sujeto” tiene una historia y que la tarea del sujeto del conocimiento del Tercer Mundo en nuestro momento histórico es resistir y criticar el “reconocimiento” de ese Tercer Mundo cuando éste se logra por “asimilación”.

Con el objeto de proponer una crítica de los hechos más que una crítica basada en el patetismo del impulso eurocéntrico del intelectual europeo, Derrida admite que no puede formular al “Primer Mundo” las preguntas que habría que responder para establecer los límites de su argumentación. Este autor, sin embargo, en ningún momento sostiene que la gramatología pueda elevarse más allá del empirismo, según lo expone Frank Lentricchia, dado que esa categoría, como sucede con el misma empirismo no sirve para contestar a las cuestiones primeras.

En este sentido, Derrida coloca el conocimiento “gramatológico” a la par de los problemas que surgen en la investigación empírica. Por lo tanto, “la deconstrucción” no sería un nuevo término para “la desmistificación ideológica”, pues cuando la investigación empírica busca refugio en el campo del conocimiento gramatológico “debe operar con ‘ejemplos”‘ (Derrida, 1967: 98).[56]

Los ejemplos que Derrida despliega para mostrar los límites de la gramatología como ciencia positiva provienen de una auto-justificación ideológica apropiada dentro de un proyecto imperialista. En el siglo XVII, afirma este autor, existían tres tipos de “prejuicios” que, operando en la historia de la escritura constituían, un “síntoma de la crisis de la conciencia europea” (Derrida, 1967: 99): “el prejuicio teológico”, “el prejuicio chino” y “el prejuicio jeroglifista”.

El primero puede resumirse en la idea de que Dios escribió un texto primigenio y natural en hebreo o en griego. El segundo indica que el chino es el patrón perfecto para la escritura filosófica, pero es sólo un patrón, pues la escritura filosófica “es independiente con respecto a la historia” (Derrida, 1967: 105) y transformaría a la lengua china en una escritura fácil de aprender que habría de superar al idioma chino actual.

El tercer prejuicio sostiene que la escritura egipcia es demasiado sublime como para ser descifrada. El primer prejuicio mantiene la “actualidad” del hebreo o el griego, los últimos dos (“el racional” y “el místico”, respectivamente) entran en colisión con el fin de sostener al primero, donde se ubica el centro del logos visto como el Dios judeo-cristiano (la apropiación del Otro del helenismo a través de asimilación es una historia ya antigua) —un “prejuicio” todavía sostenido con el objetivo de dar a la cartografía del mito judeo-cristiano el estatuto de una historia geopolítica:

“El concepto de la escritura china funcionaba como una especie de alucinación europea. (…) …ese funcionamiento obedecía a una necesidad rigurosa. (…) No estaba perturbada por el saber, limitado pero real, del que entonces se podía disponer en relación con la escritura china, / Al propio tiempo que el “prejuicio chino”, un “prejuicio jeroglifista” había producido el mismo efecto de enceguecimiento interesado. El ocultamiento, lejos de proceder, en apariencia, del desprecio etnocéntrico, adquiere la forma de la admiración hiperbólica.

No hemos terminado aún de verificar la necesidad de este esquema. Nuestro siglo no se ha liberado de él: siempre que el etnocentrismo es precipitada y ruidosamente conmovido cierto esfuerzo se resguarda silenciosamente detrás de lo espectacular para consolidar una situación interna y extraer de él cierto beneficio de puertas adentro. (Derrida, 1967: 106) [Traducción modificada por J.A.; subrayado de la autora]

Derrida pasa, luego, a ofrecer dos posibilidades características para solucionar el problema del Sujeto Europeo, que busca presentar a un Otro que consolide la situación interna, su propio estatuto de sujeto. Lo que sigue en el texto de Derrida es un rendimiento de cuentas de la complicidad entre la escritura —la apertura de la sociedad privada y pública— y las estructuras del deseo, el poder y el devenir del capitalismo. En este momento, el autor deja fuera de consideración la vulnerabilidad de su propio deseo de conservar algo que es, paradójicamente, al mismo tiempo, inefable y no-trascendental.

Al criticar la producción del sujeto colonial, este lugar inefable y no-trascendental (“histórico”) es llenado por el sujeto subalterno.

Derrida cierra el capítulo volviendo a mostrar que el proyecto de la gramatología debe desarrollarse dentro del discurso de la presencia. Esto implica no una crítica de la presencia, sino la toma de conciencia de que el itinerario del discurso de la presencia en la propia crítica es un llamado de atención precisamente en contra de una pretensión demasiado declarada en favor de la transparencia de los motivos, la palabra “escritura” como denominación del objeto y el modelo de la gramatología es una práctica que “no podía llamarse escritura sino en la clausura [clôture: área cerrada] histórica, vale decir en los límites de la ciencia y la filosofía” (Derrida, 1967: 126).

En estos pasajes Derrida se encuentra alineándose con Nietzsche y con los discursos filosóficos y psicoanalíticos, más que con categorías específicamente políticas, con el fin de sugerir una crítica al eurocentrismo en la constitución del Otro.

Como intelectual postcolonialista, no me siento perturbada por el hecho de que esta postura no haya sido una vía para mí —como parece ser inevitablemente para los europeos— hacia la meta específica que esta crítica hace necesaria. Más importante me parece, en cambio, que, en tanto filósofo europeo, Derrida consiga expresar la tendencia del sujeto europeo de constituir al Otro como marginal al etnocentrismo y que le dé un lugar a ese proceso como problema, con todos sus empeños logocéntricos y, por lo tanto, gramatológicos (dado que la tesis central del capítulo es la complicidad entre los dos): y no como un problema general, sino europeo.

Dentro de este contexto del etnocentrismo, Derrida trata denodadamente de desjerarquizar al Sujeto del pensamiento o del conocimiento, a pesar de ser el “blanco textual” (Derrida, 1967: 126); pero lo que es pensamiento por ser “un pasaje vacío”, sigue estando en el texto y, por ello, debe ser consignado como el Otro de la historia. Este vacío [blankness] inabordable fijado en sus límites por un texto interpretable es lo que un crítico postcolonialista del imperialismo querría ver desplegado dentro del área acotada de Europa como el lugar de la producción de teoría.

Los críticos e intelectuales postcolonialistas podemos intentar desplazar su propia producción sólo presuponiendo ese vacío como inscripto en el texto. Pero dar cuenta del pensamiento o del sujeto pensante haciéndolo visible o invisible parece, en cambio, ocultar el reconocimiento implacable del Otro logrado a través de la asimilación. Con tales recaudos Derrida, entonces, no proclama que “se deje hablar al otro/ a los otros”, sino que convoca a un “llamado” al “otro por completo” (tout-autre, como opuesto al otro que se afirma a sí mismo) para “transmitir a modo de delirio esa voz interior que es la voz del otro en nosotros”.[57]

Derrida considera al etnocentrismo de la ciencia europea de la escritura en el siglo XVII tardío y temprano siglo XVIII como un síntoma de la crisis general de la conciencia en Europa.

Naturalmente que esto es parte de un síntoma más amplio, o quizás la crisis misma en el lento pasaje del feudalismo hacia el capitalismo a través de las primeras oleadas del imperialismo capitalista. Por mi parte, me parece que el trayecto de reconocimiento a través de la asimilación del Otro puede ser trazado de modo más interesante aun en la constitución imperialista del sujeto colonial que en las incursiones reiteradas hacia el psicoanálisis o hacia la “figura” de la mujer, aunque la importancia de estos dos enfoques dentro del deconstruccionismo no debería ser minimizada. Pero Derrida no entró (o quizás no pudo entrar) en ese campo de lucha.

Cualesquiera que sean las razones para esta ausencia específica, lo que me parece útil es el trabajo sostenido y en desarrollo todavía sobre la mecánica de la constitución del Otro.

Podemos usar esto con mayor ventaja analítica e intervencionista que las pretensiones de autenticidad del Otro. A este nivel, lo que sigue siendo útil en Foucault es la mecánica de la disciplinarización e institucionalización, es decir, la constitución del colonizador. Foucault no lo relaciona con ninguna versión, temprana o tardía, proto o post-imperialista. Pero ello es muy fructífero para los intelectuales preocupados por la decadencia de Occidente.

La seducción en aquéllos (y el temor en nosotros) radica en que puedan permitir la complicidad del sujeto que investiga (el profesional masculino o femenino) para disfrazarse a sí mismos detrás de una pretensión de claridad de objetivos [transparency].

IV

¿Puede hablar el sujeto subalterno? ¿Qué es lo que los círculos de élite deben hacer para velar por la continuación de la construcción de un discurso subalterno? En este contexto la cuestión de la “mujer” parece especialmente problemática. En una palabra: si se es pobre, negra y mujer la subalternidad aparece por triplicado.

Pero, sin embargo, si esta formulación se transfiere desde el contexto del Primer Mundo al del mundo post-colonial (que no es lo mismo que el Tercer Mundo), la cualidad “negro” o “de color” pierde mucho de su connotación persuasiva. La estratificación necesaria para la constitución del sujeto colonial en la primera fase del imperialismo capitalista hace de la marca “color” un elemento inútil como significante emancipador.

Enfrentados ante la feroz benevolencia normalizadora de la mayor parte del radicalismo humanista y científico en los Estados Unidos y Europa (con su reconocimiento por asimilación),y ante el creciente aunque heterogéneo cese del consumismo en la burguesía “compradora” de la periferia y la exclusión de los márgenes de esa misma articulación de los centros de la periferia (los “verdaderos y diferentes grupos subalternos”), en esta área la analogía de conciencia de clase más que conciencia de etnia parece prohibida tanto a nivel histórico, como disciplinar y prácticamente.

Y esto sucede de modo igual para los grupos de izquierda como para los representantes de las derechas. No se trata, empero, justamente de una cuestión de desfasaje doble como no lo es tampoco de encontrar una alegoría psicoanalítica que permita la adaptación de la mujer del Tercer Mundo al del Primero.

Los reparos que acabo de expresar son válidos si hablamos de la conciencia en la mujer subalterna, o de modo más aceptable, en el sujeto subalterno. Lo que se requiere hoy en día es hacer informes, o mejor dicho, participar en trabajo anti-sexista entre mujeres de color o entre mujeres bajo opresión de clase en el Primer Mundo o en el Tercero. Al mismo tiempo, habremos de recibir de buen grado todo lo que tenga que ver con el rescate de información en estas áreas silenciadas relacionada con la antropología, las ciencias políticas, la historia y la sociología.

Sin embargo, asumir y construir la conciencia y al sujeto, implica tal esfuerzo y voluntad que, a la larga, ello viene a converger con la tarea de constitución de un sujeto imperialista, entrelazando la violencia epistémica con los avances del aprendizaje y de la civilización. Y la mujer subalterna seguirá muda como siempre.[58]

En un campo tan acotado como éste, no es fácil formular la pregunta sobre la toma de conciencia de la mujer subalterna. En este sentido, resulta más urgente recordarles a los radicales pragmáticos que una pregunta semejante no es simplemente un modo idealista de desviar la atención de lo que importa. Aunque todos los proyectos feministas o anti-sexistas no pueden reducirse al mencionado, ignorarlo sería un gesto de falta de conocimiento político, que, por otra parte, tiene una larga data y que colabora con ese radicalismo masculino que hace que el lugar de enunciación del investigador sea tan evidente.

Buscando aprender a dirigirse al sujeto históricamente mudo representado en la mujer subalterna (más bien que intentando escucharla o hablar por ella), una intelectual postcolonialista “desaprende” sistemáticamente privilegios acordados a la mujer. Este desaprendizaje sistemático implica aprender a criticar el discurso postcolonialista con las mejores herramientas que él mismo puede proveer y no simplemente a sustituir la figura ya perdida del “colonizado”.

Así, cuestionar la mudez nunca cuestionada antes de la mujer subalterna dentro del proyecto antiimperialista de los estudios sobre subalternidad no es, como sugiere Jonathan Culler, “producir una diferencia difiriendo” o “apelar a…la identidad sexual definida como esencial y privilegiar las experiencias asociadas con esa identidad”.[59]

La versión de Culler del proyecto feminista es posible dentro de lo que Elizabeth Fox-Genovese ha llamado “La contribución de las revoluciones democrático-burguesas al individualismo social y político de las mujeres”.[60] Muchas de nosotras estuvimos obligadas a comprender el proyecto feminista según lo describe Culler en este momento, ya cuando estábamos, como en mi caso, todavía organizando la agitación en los centros académicos norteamericanos.[61]

Eso significó para mí un paso necesario en mi propia educación hacia un “desaprendizaje” y sirvió para consolidar la convicción de que el proyecto principal del feminismo occidental continúa y, al mismo tiempo, desplaza la batalla hacia el derecho al individualismo entre hombres y mujeres en situaciones de una movilidad social creciente.

Es posible suponer que el debate entre el feminismo de Estados Unidos y la “teoría” europea (según se la presenta generalmente entre las mujeres de Norteamérica e Inglaterra) ocupa un rincón muy importante en ese mismo campo. Yo veo con agrado la incitación a que el feminismo norteamericano se vuelque más hacia la “teoría”. Me parece, sin embargo, que el problema de un sujeto mudo en el caso de la mujer subalterna, aunque no sea solucionado por una búsqueda “esencialista” de orígenes perdidos, no puede tampoco encontrar la respuesta en más teoría dentro del ámbito anglo-americano.

La exhortación a una mayor utilización de un pensamiento teórico se presenta a menudo en nombre de una crítica del “positivismo”, que aparece en este contexto como idéntico al  “esencialismo”. Sin embargo, Hegel, el introductor moderno del “trabajo de la negación”, no se mantenía ajeno a la noción de esencias.

Para Marx, justamente, la curiosa persistencia del esencialismo dentro de la dialéctica era un problema profundo y en ebullición. Así puede considerarse espuria la estricta oposición binaria entre positivismo/esencialismo (léase EE.UU.), por un lado, y la “teoría”, (léase, la teoría francesa o franco-alemana a través de la angloamericana), por otro.

Además de ocultar la ambigua complicidad entre el esencialismo y la crítica al positivismo (puesta de relieve en el capítulo de su libro que Derrida tituló “De la gramatología como ciencia positiva”), esta corriente yerra al dar por sentado que el positivismo no es una teoría. Con esta jugada se pretende la aparición de un nombre propio, una esencia positiva: la Teoría. Y nuevamente lo que queda sin considerar es el lugar de enunciación del investigador.

Cuando esta polémica por los territorios se desplaza al Tercer Mundo, no se produce ningún cambio en la cuestión del método. La discusión no puede tomar en cuenta, en rigor, que no existen registros de elementos para constituir el itinerario de una huella del sujeto sexuado que permitan ubicar la posibilidad de la diseminación en el caso de la mujer como individuo subalterno.

A pesar de todo, veo con buenos ojos que el feminismo haga causa común con la crítica al positivismo y la desfetichización de lo concreto. Estoy muy lejos de sentir aversión por el hecho de aprender algo gracias al trabajo que realizan los teóricos occidentales, aunque también he aprendido ya a insistir en que se debe señalar el propio posicionamiento del sujeto que investiga. Dadas esas condiciones y en calidad de crítica literaria, me he dedicado, por necesidad táctica, a examinar el inmenso problema de la conciencia de la mujer como individuo subalterno.

Así reinventé el problema en una frase, transformándola en el objeto de una simple semiosis: ¿Qué significa esa proposición? La analogía pasa aquí por la victimización ideológica de un Freud y el posicionamiento de un intelectual postcolonialista como sujeto investigador.

Como ha demostrado Sarah Kofman, la profunda ambigüedad en el uso freudiano de la mujer como chivo emisario es una reacción y una formación hacia un deseo inicial y continuo de dar una voz a la histérica, de transformarla en el sujeto de la histeria.[62]

La formación masculinamente imperialista e ideológica que dio forma a este deseo moldeándolo como la “seducción de la hija” es parte de la misma formación que construye la monolítica figura de “la mujer del Tercer Mundo”. Como intelectual postcolonialista, yo tampoco he podido desligarme de esa misma influencia. Por ello, parte de nuestro proyecto de “desaprendizaje” consiste en dar articulación a esa formación ideológica — midiendo los silencios, si es necesario — para introducirla dentro del objeto de investigación.

Así, en el momento de considerar estas preguntas: ¿Puede hablar el sujeto subalterno? y ¿Puede narrar un sujeto subalterno (en tanto mujer)?, nuestros esfuerzos por dar una voz al individuo subalterno en la historia van a estar doblemente expuestos a correr el riesgo del discurso freudiano. Como resultado de estas reflexiones, ensamblé las frases del siguiente modo: “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura” con un ánimo no demasiado diferente de aquél que se encuentra en las investigaciones de Freud cuando arma la frase “Ein Kind wird geschlagen” (“Le pegan a un niño”).[63]

El uso que en este caso hace Freud no implica una analogía isomórfíca entre la formación del sujeto y la conducta del colectivo social, que es también una práctica frecuente —acompañada a menudo de una referencia a Wilhelm Reich— en la conversación mantenida entre Deleuze y Foucault. De este modo, esto no significa que yo esté sugiriendo que mi frase indica una fantasía colectiva sintomática de un itinerario colectivo de represión sadomasoquista

en una empresa imperialista colectiva. Existe una simetría satisfactoria en tal alegoría, por cierto, pero yo invitaría al lector a considerar lo expuesto como un problema de psicoanálisis “salvaje” [lego o incompetente], más bien que como una solución definitivamente establecida.[64]

Del mismo modo como cuando Freud insiste haciendo a la mujer el chivo emisario de la situación descrita en “Ein Kind wird geschlagen”,[65] pero también en otros de sus textos, ello revela su interés político, aunque de modo imperfecto, también mi insistencia en la producción del sujeto imperialista en relación con mi frase pone en evidencia mi lugar político de enunciación.

Por otro lado, yo estoy tratando de imbuirme del aura que posee la metodología general freudiana en la estrategia de una frase que Freud construyó como una afirmación sacada de las muchas confesiones que su paciente le comunicó. Esto, sin embargo, no significa que yo haya de ofrecer un caso de transferencia como un modelo isomórfico para la transacción entre lector y texto (el texto sería aquí mi frase). La analogía entre transferencia y crítica literaria o historiografía no es más que una fructífera catacresis.[66]

Decir que el sujeto es un texto no autoriza a la inversión del tipo “el texto verbal es un sujeto”.

Más bien me siento fascinada por el modo en que Freud realiza el predicado de una historia de represión que conduce a la producción de la frase final. Es una historia con un doble origen, uno oculto en la amnesia de la niña[67] y el otro localizado en nuestro pasado arcaico, donde se asume de modo implícito un espacio pre-originario en el que el ser humano y el animal no se hallaban todavía diferenciados. Así nos inclinamos a imponer una homología de la estrategia freudiana al discurso marxista para explicar la disimulación de la economía política imperialista y esbozar una historia de la represión que produce una proposición como la que yo presento. Esta historia tiene también un doble origen, uno escondido en la manipulación detrás de la abolición del sacrificio de las viudas llevada a cabo por Gran Bretaña en 1829;[68] el otro se halla ubicado en el pasado clásico y védico de la India hindú: el Rg-Veda y el Dharmasãstra. Sin ninguna duda, existe también un espacio pre-originario indiferenciado que sirve de soporte a esta historia.

La proposición construida por mí es una muestra de entre los muchos desplazamientos surgidos para describir la relación entre los hombres de piel oscura y los blancos (donde a veces se hallan implicadas las mujeres de los dos grupos). Esa afirmación se ubica, por lo tanto, entre otras que expresan “admiración hiperbólica” o una culpa piadosa que Derrida comenta en conexión con el “prejuicio jeroglifista”. La relación entre el sujeto imperialista y sus temas puede ser considerada, cuando menos, ambigua.

La viuda hindú asciende a la pira del marido muerto para inmolarse sobre ella. Esto es conocido como “el sacrificio de la viuda”. (La transcripción tradicional del término sánscrito para “viuda” sería sati, pero los primeros colonizadores británicos lo habían transcripto como suttee). Este rito no tenía alcance universal ni era establecido en relación a la casta o a la clase social. Pero la abolición del rito por parte de los británicos fue algo comprendido en general dentro de la máxima “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura”. Las mujeres blancas — según consta en los registros de las misionarias británicas del siglo XIX hasta el de Mary Daly — no han producido una interpretación

que valiera como comprensión alternativa del fenómeno. En contraste con esto, el argumento nativista indio se presenta como una parodia de la nostalgia por los orígenes perdidos: “Las mujeres deseaban, en realidad, la muerte”.

Las dos afirmaciones recorren un largo camino hasta encontrar su mutua legitimación.

Pero lo que no se oye es el testimonio de la propia voz de la conciencia femenina. Tal testimonio no sería, por cierto, tampoco trascendente ideológicamente o sería catalogado como “completamente” subjetivo, pero habría servido para sentar las bases de producción de una afirmación contraria. Al repasar los nombres (grotescamente mal transcriptos) de aquellas mujeres, las viudas sacrificadas, incluidos en los informes policiales de los registros de la East India Company, es imposible pensarlos emitiendo una “voz”. Lo máximo que puede deducirse es la inmensa heterogeneidad que se filtra a pesar de la ignorancia que trasunta semejante esbozo de rendimiento de cuentas (así, las castas, por ejemplo, aparecen descritas como “tribus”). Ante el entramado dialéctico que representan las dos afirmaciones: “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura” y “Las mujeres deseaban, en realidad, la muerte”, la mujer intelectual postcolonialista formula la pregunta de una simple semiosis: ¿Qué significa esto?, para comenzar a tejer una historia.

Marcando el momento en que nace no sólo una sociedad civilizada, sino también una “buena sociedad” en el seno de una confusión interna, es el momento también en que se invocan a menudo acontecimientos singulares que infringen la letra de la ley para realzar en ella su espíritu. “La protección de las mujeres” llevada a cabo por varones a menudo suministra tales ocasiones. Se nos recordó, por otro lado, sin embargo, que los colonizadores hacían gala de su absoluta pretensión de no interferir en las costumbres y las leyes nativas. Es interesante, entonces, prestar atención a la invocación de esa transgresión sancionada de la letra en aras del espíritu como puede leerse en la afirmación de J.D.M.Derrett: “La verdadera primera legislación en la Ley Hindú fue llevada a cabo sin el consentimiento de un solo hindú”.

La legislación carece aquí de nombre. La próxima proposición donde la medida aparece con su denominación es igualmente muy interesante si se consideran las implicaciones de una supervivencia, después de la descolonización, de la “buena” sociedad establecida durante el dominio colonial: “La recurrencia del sati en la India independiente es un resurgimiento oscurantista que no ha de sobrevivir por mucho tiempo ni siquiera en las regiones más atrasadas del país.”[69]

En este caso lo que me interesa no es si la afirmación de Derrett es correcta o no, sino que la protección de la mujer (hoy en día de “la mujer del Tercer Mundo”) deviene un significante para el establecimiento de una buena sociedad que, en determinados momentos fundacionales, debe transgredir la mera legalidad o la justicia de las políticas legales. En este caso particular, el proceso permitió también la redefinición como crimen de lo que había sido tolerado, conocido o inclusive alabado como ritual.

En otras palabras, este ejemplo paradigmático en la legislación hindú trascendió los límites entre lo público y lo privado.

Aunque la narrativa histórica foucaldiana al ocuparse sólo de Europa Occidental, descubre nada más que tolerancia para la criminalidad hasta la fecha del desarrollo de la criminología, a finales del siglo XVIII (Derrida, 1972-1977: 41), su descripción teórica de la episteme es aquí pertinente: “La episteme es el ‘dispositivo’ que hace posible la separación no entre lo verdadero y lo falso, sino de lo que no puede ser caracterizado como científico” (1972-1977: 197); es decir, el ritual opuesto al crimen, donde lo primero cae bajo la superstición y lo segundo bajo las ciencias jurídicas.

El salto dado por el suttee de lo privado a lo público establece una clara aunque compleja relación con el momento de cambio de una presencia británica que pasa de mercantil y comercial a territorial y administrativa. Ello puede ser rastreado en correspondencia con las instituciones como los destacamentos policiales, los tribunales de primera instancia y los otros, así como los tribunales de directores y del príncipe regente, etc.

Es interesante notar, además, que desde el punto de vista de un “sujeto colonial”, también salido del feudalismo y de la transición al capitalismo, sati es un significante con una connotación social inversa:

Se trata de grupos que se han vuelto psicológicamente marginales a causa del impacto que les ha producido el contacto con la occidentalización…y se han sentido presionados a demostrar, a otros y a sí mismos, su pureza ritual y su lealtad a la alta cultura tradicional. Para muchos de ellos el rito de sati se tornó una prueba importante de su conformidad a viejas normas cuando esas mismas normas se habían vuelto vacilantes desde adentro.[70]

Si este el primer origen histórico de la frase que presento como paradigmática, ese origen se pierde en la noche de los tiempos que incluye el trabajo, el relato de la expansión capitalista, la paulatina liberación de la fuerza del trabajo como mercancía, la narrativa de los modos de producción y la transición del feudalismo pasando por el mercantilismo hasta llegar al capitalismo.

Sin embargo, la precaria normatividad de esta narración está sostenida por la supuesta constancia en la falta de cambio y en el abismo que separa el modo “asiático” de producción. Se afirma esto cada vez que se hace evidente que la historia de la lógica del capital es la historia de Occidente, que el imperialismo establece la universalidad del modo narrativo de producción y que ignorar al individuo subalterno hoy en día es, quiérase o no, continuar con el proyecto imperialista.

El origen de mi frase paradigmática se pierde, entonces, al mezclarse con otros discursos más poderosos. Dado que la abolición de sati fue en sí misma admirable, ¿es posible todavía maravillarse que su descubrimiento revelara deseos intervencionistas, considerando quién podría haber acuñado semejante frase?

La imagen del imperialismo como la instancia que estableció la buena sociedad en la India aparece acompañada por la idea de la mujer como objeto de protección desde su propio modo de ser. ¿Cómo es posible analizar la disimulación en la que incurre la estrategia patriarcal, que aparentemente le garantiza a la mujer libre elección como sujeto?

En otras palabras, ¿cómo se hace el pasaje desde lo británico a lo hindú? Aun este intento debe mostrar que el imperialismo no puede identificarse con el cromatismo o el mero prejuicio contra la gente de color. Para acercarse a esta cuestión, me referiré brevemente al Dharmasãstra (Escrituras fundamentales) y al Rg-Veda (Conocimiento de alabanza).

Estos textos representan el origen arcaico en mi homología con Freud. Por supuesto que mi tratamiento del tema no será exhaustivo. Mis lecturas son, más bien, un análisis interesado e inexperto, proveniente de una mujer salida del postcolonialismo, que se dirige al modo cómo se construye la represión con el fin de construir una narración alternativa de la conciencia femenina, es decir, del ser de la mujer, y por lo tanto, de la mujer que es buena, o sea: del deseo de la mujer buena; o sea: del deseo de la mujer. Paradójicamente, somos testigos del lugar inestable que ocupa la mujer en la inscripción de una individuación social.

Los dos aspectos en el Dharmasãstra que me interesa tratar son el discurso sobre los suicidios sancionados por la tradición y la naturaleza de los ritos fúnebres.[71] Enmarcada entre estos dos discursos, la auto-inmolación de las viudas parece una excepción a la regla. La doctrina de las Escrituras indica en general que el suicidio es reprensible. Queda un margen, sin embargo, para ciertas formas de suicidio que, en tanto realizaciones que siguen una determinada regulación, pierden la categoría de suicidios. La primera categoría de suicidios codificados surge del tatvajnãna, o conocimiento de la verdad.

En este caso el sujeto cognoscente comprende la insubstancialidad o la mera condición de fenómeno (que puede llegar a ser lo mismo que la afenomenalidad) de su propia identidad. En cierto momento, tat tva fue interpretado como “lo tú” [en inglés: “that you”], pero aun sin esta lectura, tatva significa “cosidad” [en inglés: “thatness”, “quiddity”]. Así, ese yo iluminado conoce verdaderamente la “cosidad” de su identidad. La destrucción de esa identidad no es atmãghãta (un asesinato de sí mismo). La paradoja de conocer los límites del conocimiento es que la afirmación más fuerte del operativo para negar la acción no puede ser un ejemplo de sí mismo.

De modo curioso, el auto-sacrificio de los dioses es sancionado por una ecología natural práctica para la elaboración de la economía de la Naturaleza y del Universo, más que para el auto-conocimiento. En este estadio lógicamente anterior en la cadena particular de desplazamientos, al estar habitados por dioses más que por seres humanos, suicidio y sacrificio (ãtmaghãta y ãtmadãna) se presentan con la pequeña diferenciación de una sanción “interior” (auto-conocimiento) o “exterior” (relacionado con un significado físico ecológico).

Este discurso filosófico, sin embargo, no deja lugar para el auto-sacrificio de la mujer.

Para este caso especial, buscamos la esfera de los suicidios codificados que no pretendan conocimiento de la verdad como un estado que, en todo caso, es fácilmente verificable y pertenece al área de sruti (lo que fue oído) más que smirti (lo que fue recordado). Esta excepción a la regla general sobre el suicidio anula la identidad fenoménica del auto-sacrificio, si éste aparece realizado en ciertos lugares más que en cierto estado de iluminación. En este sentido, pasamos de una sanción interior (conocimiento de la verdad) a una exterior (lugar de peregrinación). Una mujer puede, entonces, llevar a cabo este último tipo de suicidio que no es considerado tal.[72]

Sin embargo, éste no es el lugar apropiado para que la mujer anule el nombre propio de “suicidio” en virtud de la destrucción de su propio yo. Para ella se trata solamente de una autoinmolación sobre la pira de su marido muerto. (Los pocos ejemplos masculinos citados en la antigüedad hindú de auto-inmolación en otra pira, considerados prueba de entusiasmo o devoción hacia un maestro o superior, revelan la estructura de dominación dentro del rito).

Este suicidio que no es tal puede leerse como el simulacro tanto de un conocimiento de la verdad como de piedad del lugar. En el primer caso es como si el conocimiento dentro de un sujeto de su propia insubstancialidad y la mera fenomenalidad se dramatizaran de modo tal que el marido muerto deviniera el ejemplo exteriorizado y el lugar del sujeto extinguido, mientras que la viuda se tornaría el (no) agente que “dramatiza el operativo”. Si pensamos en el segundo caso de simulacro, sería como si la metonimia para todos los lugares sagrados fuera ahora ese lecho de madera ardiente, erigido en un elaborado ritual, donde se consume el sujeto femenino, legalmente desplazado de sí.

Es justamente en este marco profundamente ideológico del lugar desplazado del sujeto mujer donde entra en juego la paradoja de una libre elección. Para el sujeto masculino, se trata de la felicidad del suicidio, una felicidad que ha de anular más que establecer su estatuto como tal. Para el sujeto femenino, una auto-inmolación sancionada, aun si hace desaparecer el efecto de “caída” (pãtaka) relacionada con un suicidio no permitido, redundaría en alabanza por su propio acto de elección pero sobre otro registro. En la producción inexorablemente ideológica del sujeto sexuado, tal muerte puede entenderse desde el sujeto femenino como un significante excepcional de su propio deseo, que excedería la regla general de la conducta de una viuda.

En ciertos períodos y regiones esta reglamentación de excepción se tornó ley general en modo específico relacionada con la clase social. Ashis Nandy da testimonio justamente de su predominio muy marcado en los siglos XVIII y comienzos del XIX en Bengala, debido a factores que van desde el control de la población a una misoginia comunitaria (Nandy, 1975).

Su predominio en esas áreas durante ese período se explica, por cierto, por el hecho de que en Bengala —a diferencia del resto de la India— las mujeres podían ser herederas. Entonces, lo que los británicos leían como el caso de pobres mujeres víctimas camino al matadero es de hecho un campo de batalla ideológico. Como ha apuntado correctamente P. V. Kane, el gran historiador del Dharmasãstra, al sostener que el hecho de que:

…que en Bengala la viuda de un miembro que no tiene hijos aun en una familia hindú extensa sea poseedora de prácticamente los mismos derechos sobre el conjunto de la propiedad familiar que habría tenido su marido fallecido… debe haber conducido con frecuencia a los miembros restantes a deshacerse de esa viuda apelando, en el momento de mayor angustia, a su devoción y amor por el mando. (Kane, 1963: II.2. 635)

A pesar de ello, la mirada masculina benevolente e ilustrada consideraba y sigue considerando con simpatía el “coraje” de la libre elección femenina en este asunto. Por consiguiente, los varones aceptan la producción del sujeto sexuado subalterno:

La India moderna no justifica la práctica de sati, pero sólo una mente torcida puede censurar a los indios de hoy por expresar admiración y reverenciar el frío e indoblegable coraje de las mujeres de la India cuando se tornaban satis o realizaban el jauhar para llevar a cabo sus ideales de conducta femenina. (Kane, 1963: II.2. 636).

Lo que Jean-François Lyotard ha denominado el “différend”, como la inaccesibilidad o la intraducibilidad de un modo de discurso dentro de una polémica hacia otro modo de discurso, aparece vividamente ilustrado en estos ejemplos.[73]

En tanto el discurso que los británicos percibían como un ritual pagano aparece transformado (Lyotard diría “no traducido”) en hecho criminal, una diagnosis del libre arbitrio femenino es sustituida por otra.

La auto-inmolación de las viudas no fue, por cierto, una prescripción ritual invariable. Y, sin embargo, si la viuda realmente decide exceder la letra del ritual, echarse atrás es una transgresión para la que se estipula un tipo especial de castigo (Kane, 1963: II.2. 633). Por oposición, ser disuadida después de haberse decidido a la inmolación, ante la presencia del oficial de la policía británica quien registraba el sacrificio, era en la viuda un signo de real libre elección, una elección por la libertad.

La ambigüedad de la posición de la élite colonial india se revela en la romantización nacionalista de pureza, fuerza y amor que se colocaba en las mujeres que elegían ser víctimas. Los dos textos claves al respecto son el canto de agradecimiento de Rabindranath Tagore dedicado a “las abuelas paternas de Bengala y a su auto-renuncia” y la alabanza del suttee por parte de Ananda Coomaraswamy como “la última prueba de la perfecta unidad entre el alma y el cuerpo” (Sena, 1925: 2. 913-914).

Obviamente no estoy .aquí abogando por el asesinato de viudas en la India. Lo que pretendo es sugerir que existen dos versiones contrapuestas de libertad, y que la constitución de sujeto femenino en la vida es el lugar del “diferendo”. En el caso de la auto-inmolación, el ritual aparece redefinido no como superstición sino como crimen. La gravedad de sati consistía, en cambio, en que era ideológicamente registrado como “recompensa”, así como la gravedad del imperialismo consistía en que era considerado como una “misión social”. La explicación de Edward Thompson con respecto al “castigo” es digna, por lo tanto, de un comentario. Este autor sostiene que:

Puede parecer injusto e ilógico que los mongoles empalaran y despellejaran vivos a los enemigos sin ningún empacho y que otras naciones europeas tuvieran terribles códigos penales y que un siglo antes que el suttee empezara a producir un impacto en la conciencia de los ingleses, en Europa se escenificaran orgías de quema de brujas y persecuciones religiosas sin que los europeos se sintieran lastimados en sus sentimientos.

Pero las diferencias se basaban para ellos en esto: que las víctimas de sus crueldades eran torturadas por medio de la ley que detectaba a quienes la infringían, mientras que las víctimas del suttee no eran castigadas por una infracción, sino que era la debilidad física la que las colocaba a merced del varón. El rito venía a probar así una falla moral y una arrogancia como no se había puesto en evidencia en ninguna otra transgresión humana. (Thompson, 1928: 132)

Entre la mitad y el fin del siglo XVIII, siguiendo el espíritu de la codificación de la ley, los británicos colaboraron en la India con brahmanes letrados, consultándolos para decidir si el suttee era legal dentro de la versión homogeneizada con que presentaban la legislación hindú.

La colaboración fue a menudo muy particular, como en el caso de la importancia acordada a la disuasión ante la inmolación. A veces, como en la prohibición general sãstrica en contra de la inmolación cuando ésta iba a tener lugar entre viudas con hijos pequeños, la actitud británica parece confusa.[74]

Al comienzo del siglo XIX, las autoridades británicas —y especialmente los británicos en Inglaterra— sugerían de modo constante que esa colaboración hacía aparecer a los ingleses como avalando las prácticas de inmolación. Cuando finalmente fue aprobada la ley, se borró automáticamente la historia de un largo período de colaboración, mientras se hacía escuchar un discurso celebratorio del hindú noble que se había opuesto al hindú malvado, capaz de toda clase de atrocidades:

La práctica del suttee…es repugnante a los sentimientos de la naturaleza humana…En diferentes instancias se han perpetrado atrocidades que han escandalizado a los mismos hindúes…Actuando bajo estas consideraciones, el Gobernador General en la Asamblea —sin intentar separarse de uno de los más importantes principios del sistema británico de Gobierno en la India que consiste en que a todas las clases de la población se les garantice la observancia de sus ritos religiosos, en tanto se pueda suscribir a ese sistema sin violar los excelsos dictados de la justicia y de la humanidad— se arroga el derecho de establecer las siguientes normas… (Kane, 1963: II.2, 624-625)

Por supuesto, nadie se dio cuenta de que aquí se trataba de una ideología alternativa como codificación graduada que veía el suicidio en tanto excepción y no como rotulación pecaminosa. Quizás, en cambio, el sati debió haber sido interpretado como martirio, donde el difunto habría aparecido como el Uno trascendental, o como la Guerra, y en ese caso el marido fallecido habría simbolizado al Soberano o al Estado, por cuyo motivo habría podido ponerse en movimiento una ideología transida con la idea de auto-sacrificio.

En realidad, el rito fue caratulado como asesinato, infanticidio y exposición mortífera de las más añejas tradiciones.

Así se produjo el exitoso borramiento de la ambigua ubicación del libre arbitrio para el sujeto constituido sexuadamente en tanto mujer. Y aquí no hay modo de seguir huellas de un itinerario. Dado que los otros suicidios sancionados por la tradición no incluían la escena de esta constitución, no se adscribieron en el campo de batalla ideológico en el origen arcaico —en la tradición del Dharmasãstra— ni en el marco de la reinscripción del ritual como crimen —que estipuló la abolición británica de sati. La única transformación relacionada fue la reinscripción realizada por Mahatma Gandhi de la noción de satyãgraha, o huelga de hambre; como acto de protesta. Éste no es el lugar para discutir los detalles de este enorme cambio. Simplemente me limitaré a invitar al lector a comparar el aura que pudo rodear al sacrificio de las viudas con el que rodeó la resistencia de Gandhi. La raíz etimológica de la primera parte de la palabra satyãgraha y sati es, sin embargo, la misma.

Desde el comienzo de la Era Puránica (desde el año 400), hubo brahmanes que se hallaban debatiendo la propiedad del sati corno forma de suicidio codificado en lugares sagrados en general (Un debate que no ha cesado en el ámbito académico). A menudo entraba en la cuestión la proveniencia: de casta. Rara vez, sin embargo, se debatía la ley general para las viudas —en cuanto a la obligación de observancia de brahmacarya. En este sentido, hay que decir que no es suficiente traducir este concepto como “soltería” [pero no existiría otro término más apropiado; en inglés: “celibacy”].

Debe hacerse notar que de los cuatro años del ser en la psico-biografía normativa hindú (o brahmánica), brahmacarya es la práctica social anterior a la inscripción familiar del matrimonio. El varón —ya se trate de un hombre viudo o casado— se gradúa al pasar por el vãnaprastha (la selva de la vida) hacía la “soltería” madura y renunciación de samnyãsa (el dejar de lado).[75]

La mujer como esposa es indispensable para garhasthya, o manutención de los bienes hogareños, y ella puede acompañar a su esposo a atravesar la selva de la vida. Según la norma brahmánica ella no tiene acceso, sin embargo, a la “soltería” final de ascetismo, o samnyasa. La mujer como viuda, por la regla general de la doctrina sagrada, debe regresar a un estadio anterior transformada en lo inmóvil. Los daños institucionales que acompañan a esta ley son bien conocidos, pero lo que yo estoy considerando aquí es el efecto asimétrico de ello sobre la formación ideológica del sujeto sexuado.

Es mucho más importante que no hubiera habido, en rigor, una polémica abierta en torno a este destino no excepcional de las viudas —ni entre los hindúes mismos ni en el diálogo entre hindúes y británicos— que el hecho de que fuera condenada activamente la prescripción excepcional de auto-inmolación.[76]

En este caso, la posibilidad de recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno aparece una vez más en un estado de pérdida y de sobre-determinación. Esta asimetría legalmente programada en el estatuto del sujeto que efectivamente define a la mujer como objeto de un marido, opera obviamente llevando agua para el molino del status simétricamente legal del sujeto masculino. La auto-inmolación de la viuda llega a ser, por este motivo, el caso extremo de la ley general más que la excepción a ella. No debe sorprender, por lo tanto, que se hable de recompensas celestiales para sati, dado que la cualidad de ser de un objeto que tiene un poseedor único aparece realzada en virtud de una rivalidad con otras mujeres, aquellas bailarinas que danzan en el cielo en estado de éxtasis, como parangones de belleza femenina y goce masculino que cantan en su alabanza:

En el cielo, ella, dedicada tan sólo a su marido y alabada por grupos de apsaras [bailarinas celestiales], se dedica a competir con su esposo tanto tiempo como imperen los catorce Indras. (Kane, II.2. 631)

Al ubicar el libre arbitrio de la mujer en la auto-inmolación, su profunda ironía se revela una vez más en un verso que acompaña el primer pasaje: “En tanto la mujer [como esposa: stri] no se queme a sí misma en la pira por la muerte de su marido, nunca será liberada [mucyate] de su cuerpo femenino [strisarir —es decir: en el ciclo de los nacimientos]”. Aun asociando muy sutilmente una liberación general a partir del agente individual, el suicidio sancionado por la tradición especialmente para las mujeres obtiene su estrictez ideológica por medio de una identificación de ese agente con una categoría supraindividual, como si dijera: “mátese en la pira de su marido ahora y así podrá aniquilar su cuerpo femenino en el ciclo entero de la procreación del futuro”.

En una ramificación más de esta paradoja, al destacar el libre arbitrio se ratifica, al mismo tiempo, la desdicha particular de poseer un cuerpo femenino. El término usado aquí para el ser que va a arder en la pira es el vocablo corriente de “espíritu” en el más elevado de los sentidos (ãtman); el verbo “liberar”, a través de su vínculo con la raíz de “salvación” en la acepción más sublime (muc>moska), aparece en su forma pasiva (mocyate); mientras que, en cambio, la palabra de aquello que será aniquilado en el ciclo de los nacimientos es el término más común para significar “cuerpo”.

El mensaje ideológico subyacente se hace evidente en la admiración puesta de manifiesto de modo benevolente por los historiadores masculinos del siglo XX: “El Jauhar [grupo de viudas de guerra en auto-inmolación provenientes del aristocrático Rajput o viudas de guerra inminentes] practicado por las damas de Rajput en Chitor y en otros lugares con el fin de salvarse de las inenarrables atrocidades de los musulmanes triunfantes es demasiado bien conocido como para desarrollarlo con detalle” (Kane, 1963: II.2. 629).

Aunque el jauhar no es, hablando estrictamente, un acto de sati y, aunque no quiero tratar aquí tampoco el tema de la violencia sexual tradicionalmente aceptada entre los conquistadores masculinos, ya sean musulmanes o no, es importante decir que la autoinmolación femenina aparece en este marco como una legitimación de la violación en tanto hecho “natural”, y obra a la larga dentro de una visión interesada de la posesión única genital de la mujer.

Las violaciones grupales perpetradas por los ejércitos conquistadores es una celebración metonímica de adquisición territorial. Del mismo modo que la ley general en torno a las viudas de la India se presentaba sin cuestionar, así también aquel acto de heroísmo persiste entre los relatos patrióticos contados a los niños, operando, al mismo tiempo, en el nivel más craso de reproducción ideológica. Ese relato ha jugado también un enorme papel, precisamente en su calidad de significante hiper-marcado, saliendo a la escena en el momento de actuación del comunitarismo hindú.

Simultáneamente, la problemática más amplia de la constitución del sujeto sexuado aparece ocultada por la silueta más imponente de la evidente violencia del acto de sati. Así la tarea de recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno se pierde en la textualidad institucional en las raíces de su origen arcaico.

Corno he dicho antes, al poder transferirse transitoriamente el estatuto del sujeto legal como poseedor de una propiedad al deudo femenino, se le daba una fuerza mayúscula al autosacrificio de las viudas. Raghunandana, el fines del siglo XV y comienzos del XVI, cuyas interpretaciones prestan supuestamente la mayor autoridad a tales prácticas de realce, hace suyo un curioso pasaje del Rg-Veda, el más antiguo de los textos hindúes, el primero de los Srutis (lo que fue oído).

Al hacerlo, continúa una centenaria costumbre que conmemora una lectura errónea, que es peculiar e ingenua, como sí allí estuviera el verdadero lugar de la sanción de la tradición. Se trata de versos que ponen de relieve ciertos pasos en el decurso de los rituales fúnebres. Pero aun una simple lectura pone en evidencia que “no está dirigido de ninguna manera a mujeres que acaban de enviudar, sino a las damas que forman parte de la servidumbre del hombre fallecido, pero cuyos propios maridos se hallan con vida”; ¿por qué fue considerado, entonces, un juicio autorizado?

La transposición no demasiado realzada del individuo fallecido, que toma el lugar de los maridos vivos, pertenece a un orden diferente de misterio en el origen arcaico entre los que hemos venido presentando. El texto prosigue: “Dejad que aquellas cuyos maridos son honorables y se hallan vivos entren en la morada con claros ungüentos en sus ojos./Dejad que esas mujeres entren primeras en la morada, sin llanto, llenas de salud y magníficamente ataviadas.” (Kane, 1963: II.2. 634).

Pero esta significativa transposición no es el único error. La pretensión de autoridad está basada en un controvertido pasaje que, además, es leído de modo diferente. En la segunda línea citada, el término para “primeras” es en el texto original “agr” Algunos han leído ese vocablo como “agn” (Oh, fuego). Como el mismo Kane aclara, sin embargo, “inclusive sin ese cambio Apararka y otros relacionan el pasaje con la práctica de sati” (Kane, 1963: IV.2. 199).

En este sentido, llegamos a un punto donde se produce otra barrera protectora frente al origen de la historia del sujeto femenino subalterno.

¿Se trata de otro caso de onirocrítica histórica que deba desplegarse sobre la base de una afirmación del tipo de las que hace Kane: “Por lo tanto, hay que admitir que o bien que la letra está corrompida o que Raghunandana cometió un desliz inocente” (Kane, 1963: II.2. 634). Hay que agregar, además, que el resto del poema trata sobre la ley general de brahmacarya en estado de inmovilidad para las viudas (donde sati es una excepción) o sobre nigoya: “señalar a un hermano o a cualquier deudo cercano para despertar la atención sobre el marido difunto llevando al altar a su viuda”.[77]

Así como Kane es la autoridad en el caso de Dharmasãstra el libro Principies of Hindú Law de Mulla es su guía práctica. Este análisis de textos correspondería a lo que Freud llamaría “lógica en cadena”, puesto que el manual de Mulla aduce, de modo igualmente lapidario, que los versos Rg-Védicos considerados eran la prueba de que: “el nuevo casamiento de las viudas y el divorcio eran reconocidos en algunos de los textos antiguos”.[78]

Sólo corresponde mostrar asombro ante el papel jugado por el término yoni. En este contexto, vinculado al adverbio de lugar agré (en el frente), yoni significa “morada”. Sin embargo, este sentido no borra su primera acepción genital (aunque no necesariamente referido sólo a los genitales femeninos). ¿Por qué, entonces, habría de tomarse como autoridad para explicar la elección de las viudas en el auto-sacrificio justamente un pasaje que celebra la entrada de mujeres ataviadas en una morada que en este caso se denomina yoni cuando habría una iconicidad extracontextual que remitiría más bien a una entrada en la producción pública o en el nacimiento?

Paradójicamente, la asociación entre la idea de vagina y fuego presta cierta fuerza a la pretensión de autoridad antes comentada.[79] Esta paradoja se ve acrecentada por la modificación introducida por Raghunandana quien lee lo siguiente: “Dejad que ellas asciendan primeras a la morada fluyente [en el sentido de “origen”], oh fuego <o de fuego>“. ¿Por qué se ha de aceptar, además, lo siguiente: “Probablemente esto significa que el fuego sea para ellas tan fresco como el agua’“ (Kane, 1963: 11.2. 634)? El fluido genital del fuego, es decir, una frase salida de un pasaje corrompido, podría representar una indeterminación sexual para suministrar la metáfora a la indeterminación intelectual de tattvajnãna (Conocimiento de la verdad).

En párrafos anteriores he hablado de una narración alternativa como construcción para la conciencia femenina> que termina siendo para la mujer que es buena> y de allí para el deseo de la mujer buena> que pasa a ser para el deseo de la mujer. Este desplazamiento puede ser visto también en el propio término de sati, la forma femenina de sat. Esta última palabra trasciende toda noción específicamente sexual de lo masculino, sin embargo, para ascender a la esfera no solamente de la universalidad humana sino al dominio de lo espiritual. Se trata del participio presente del verbo ‘‘ser”, y en este sentido significa no sólo lo “que es”, sino también “Verdad”/ “Dios”/ “Justicia”.

En los textos sagrados su sentido es “esencia”, “espíritu universal”. Como prefijo también indica “apropiado”, “oportuno”, “ajustado”. Por otro lado, pertenece al estilo suficientemente elevado como para servir de traducción a los términos de la filosofía occidental moderna, como se da, por ejemplo, en el uso del “Sein” heideggeriano.

Pero sati —la forma femenina— significa simplemente “buena esposa”.

Es el momento ahora de revelar que sati o suttee, como el nombre propio del rito de auto-inmolación de las viudas en la India, guarda la memoria de un error gramatical por parte de las autoridades británicas, del mismo modo que la nomenclatura de “indio americano” conmemora un error concreto por parte de Colón. La palabra en numerosas lenguas de la India significa “el arder de sati” (es decir, de la “buena esposa”), quien así escapa a la inmovilidad regresiva de la viuda en brahmacarya. Esto ejemplifica la hiper-marcación de etnia, clase y diferencia sexual en toda la situación. Pero tal vez esta sobre-determinación sólo puede ser percibida cuando se lleva a la parodia de sí misma, al mostrar cómo se impone sobre algunas mujeres una compulsión ideológica más extensa en el acto de provocar la identificación, dentro de la práctica discursiva, de la virtud de “buena esposa” con la auto-inmolación en la pira del marido.

En la otra cara de esta constitución del objeto, la abolición de aquello que justamente daría la ocasión para el establecimiento de una buena sociedad en la India, que va más allá de una sociedad puramente de buenas costumbres, es lo que estoy tratando de debatir, en tanto implica la manipulación hindú de la constitución del sujeto mujer.

Antes he mencionado la obra de Edward Thompson titulada Suttee y publicada en 1928. Aquí no puedo, sin embargo, dedicarle a esta obra el comentario que ella se merece como perfecto ejemplo de una verdadera justificación del imperialismo en su papel de misión civilizadora. He de decir, con todo, que en ningún momento de ese libro, escrito por alguien que declara “amar a la India”, se problematiza la injerencia británica y su “beneficiosa crueldad” como caso motivado por un expansionismo territorial o una planificación de capitalismo industrializado (Thompson, 1928: 37).

El problema que se halla en este libro es, por cierto, una cuestión de representación: la construcción de un concepto continuo y homogéneo de la categoría “India” en términos de autoridades del Estado y de administradores británicos, por lo menos desde la perspectiva del sentido común, que sería la expresión clara de un humanismo razonable. “La India” puede ser representada también, en otro sentido, por sus dominadores imperiales. La razón para las referencias a suttee en este párrafo tiene que ver con la versión que presenta Thompson de esta palabra desde la primera frase de su obra donde aparece con el sentido de “leal” (faithful), una traducción inadecuada que, siendo una licencia poética, le permite insertar al sujeto femenino en el discurso del siglo XX (Thompson, 1928: 15).

Considérese también el elogio de Thompson para el General Charles Hervey en su apreciación acerca del problema de sati: “En Hervey se encuentra un pasaje donde su autor consigue provocar piedad por un sistema que buscaba solamente la belleza y la constancia de la mujer. Así Hervey registró los nombres de satis que habían muerto en las piras de Bikanir Rajas, y la lista contenía “Reina del Rayo”, “Rayo de Sol”, “Delicia de Amor”, “Guirnalda”, “Virtud Encontrada”, “Eco”, “Consuelo”, “Claro de Luna”, “Frase de Amor”, “Corazón amado”, “Juego de la Mirada”, “Nacida del Follaje”, “Sonrisa”, “Capullo de Amor”, “Sino feliz”, “Vestida de Niebla” o “Salto de Nube”, siendo el último el más repetido”.

En esta cita, Thompson no hace más que imponer una vez más el mandato típico de la alta clase inglesa de la época victoriana sobre lo que el llama preferentemente “his woman”, tomando posesión de la mujer hindú para salvarla en contra del sistema. Además, Bikanir pertenece al área de Rajasthan, y allí cualquier discusión en torno al tema de la auto-inmolación, especialmente si se daba dentro de la clase dominante, se hallaba íntimamente vinculada a la construcción positiva o negativa del comunitarismo hindú (o ario).

Una consideración en cuanto a la transcripción erróneamente patética de los nombres de satis provenientes del artesanado, del campesinado, de la clase sacerdotal pueblerina, de prestamistas o del clero y de grupos sociales en el área de Bengala, donde el auto-sacrificio era más común, seguramente no hubiera proporcionado la misma cosecha florida. (Y es de notar que para Thompson los bengalíes son “imbéciles”). O quizás sí. Pues no hay más peligroso juego que transponer nombres propios a sustantivos comunes, para usarlos después como evidencia sociológica. He tratado de reconstruir los nombres de esa lista y así empecé a percibir la arrogancia que ocultaba la estratagema de Hervey y Thompson.

¿Cómo pudo haber sido el nombre Consuelo [Comfort] en hindú? ¿Era acaso Shanti? Se recomienda a los lectores de este artículo recordar el último verso de “La tierra baldía” (The Wast Land), de T.S.Eliot. Allí esa palabra, “comfort”, porta la marca de connotación de una de las formas de los estereotipos sobre la India: la magnificencia de las ecuménicas Upanishad. ¿O acaso “Consuelo/Comfort” estaba traduciendo el nombre más doméstico de “Swasti” (“comodidad”)? Y entonces habría que relacionarlo con la “swastika”, la marca ritual brahmánica para el bienestar hogareño (del tipo “Dios bendice nuestro Hogar”), llevado hasta el estereotipo como parodia criminal de una hegemonía aria. Entre estas dos apropiaciones, Shanti y Swasti, ¿dónde quedó nuestra viuda bella y constante quemada en la pira? El aura de los nombres propios les debe mucho a escritores como Edward FitzGerald, traductor de las Rubayyat de Omar Khayyam, quien colaboró a construir cierta imagen de la mujer oriental, bajo el presupuesto de la objetividad de su versión, que era entendida, por ello, como una pintura exactamente sociológica.[80]

Gracias a este tipo de reconocimiento, los nombres de pila traducidos al azar de una serie de filósofos franceses contemporáneos o el cuerpo de directores de cualquier prestigioso consorcio sureño norteamericano habría de servir de prueba de una feroz adscripción a una teocracia angelical y hagiocéntrica. Tales deslizamientos de la pluma pueden naturalmente transferirse también a los sustantivos comunes, pero el nombre propio es el más susceptible para la trampa. Y es este singular misterio de sati desde el punto de vista inglés lo que estamos discutiendo aquí.

Después de semejante domesticación del sujeto y del tema, Thompson puede escribir bajo el título de “La psicología de “Sati” lo siguiente: “He tratado de examinar esta cuestión, pero la verdad es que cesó de intrigarme” (Thompson, 1928: 137).

Entre el patriarcado y el imperialismo, entre la constitución del sujeto y la formación del objeto, lo que desaparece es la figura de la mujer, pero no esfumada en la Nada prístina, sino que ella sufre un violento traslado basado en una figuración desplazada de “la mujer del Tercer Mundo” atrapada entre tradición y modernización. Estas consideraciones pueden servir, pues, para revisar cada uno de los detalles de los juicios que parecen valederos para una historia de la sexualidad en Occidente:

Tel serait le propre de la répression, et ce qui la distingue des interdits que

maintient la simple loi pénale: elle fonctionne bien comme condamnation à disparaître, mais aussi comme injonction de silence, affirmation d’inexistence, et constat, par conséquent, que de tout cela il n´y a rien à dire, ni à voir, ni à savoir.

Esto sería la cualidad propia de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones mantenidas por la simple ley penal: funciona bien en tanto condena que insta a desaparecer, pero también como exhortación al silencio, como afirmación de inexistencia, y constatación, por lo tanto, de que de todo eso no hay nada que decir, ni ver ni saber.[81]

El caso de suttee como ejemplo de la mujer en el imperialismo podría significar un reto y, como tal, reconstruiría esta oposición entre sujeto (la ley) y el objeto del conocimiento (la represión), marcando el lugar de la “desaparición” con algo diferente que el silencio o la no existencia, como una violenta aporía entre el estatuto del sujeto y del objeto.

“Sati” es un nombre propio muy difundido hoy en día en la India. El dar a una niña el nombre de “buena esposa” encierra una ironía en su prolepsis. Y esta ironía es tanto mayor en el sentido de que en esta cultura el significado de los sustantivos comunes no es un principio de gestación de los nombres propios.[82]

Detrás de este procedimiento se instala en este caso la Sati de la mitología hindú: Durga como manifestación de “buena esposa”.[83]

En una parte de la historia, Sati —que es mencionada ya bajo este nombre— llega a la corte de su padre sin haber sido invitada y careciendo de una invitación para su divino esposo Shiva. Su padre comienza a hablar mal de Shiva, por lo que Sati muere de pena. Shiva, por su parte, arriba a la corte enfurecido y danza sobre el universo transportando sobre sus hombros el cadáver de Sati. Vishnu provoca el desmembramiento de su cuerpo de modo que partes de él se dispersen por el mundo. En torno a cada pieza de ese cuerpo desmembrado se gesta un gran lugar de peregrinación.

Estas figuras, como la diosa Atenea —“hijas de sus padres y como tales declaradamente no contaminadas por el útero materno”— son de utilidad en el momento de establecer la autohumillación ideológica de las mujeres, que debe separarse de una actitud deconstructiva frente a un sujeto esencialista.

La historia de la Sati mítica, al invertir cada narratema del rito, realiza una función similar: el marido vivo venga la muerte de su esposa, de modo que una transacción entre los grandes dioses masculinos lleve a cabo la destrucción del cuerpo femenino que pasa a inscribirse en la tierra como geografía sagrada.

Pero ver esto como una prueba del feminismo del hinduismo clásico o considerar que si la cultura india aparece centrada en una diosa se trata, por lo tanto, de un sistema feminista, es, sin embargo, una contaminación tan ideológica dentro del nativismo o de un etnocentrismo inverso como lo fue para el imperialismo el proceso de borrar la imagen de la preclara Madre Durga en su lucha, connotando el nombre propio Sati sólo con el significado de la pira de auto-inmolación de la viuda desprotegida que, por consiguiente, debe y puede ser salvada. En este movimiento no hay margen para que el sujeto sexuado subalterno pueda hablar.

Si los oprimidos en una sociedad capitalista no tienen necesariamente acceso inmediato a una resistencia que pueda considerarle “correcta”, ¿puede, entonces, la ideología del rito de sati, en tanto proveniente de la periferia, ser subsumida a un modelo de práctica intervencionista? Me corresponde proceder por vía de ejemplos en este momento, dado que este trabajo opera con la premisa de considerar tales sospechosas nostalgias como contornos bien perfilados hacia orígenes perdidos —especialmente como base para una producción ideológica contra-hegemónica.[84] (Debe quedar claro, además, que el ejemplo que ofrezco no va a abogar por la instauración de una hermandad violenta de auto-destrucción entre las mujeres. Para la comprensión de estos ejemplos hay que recordar, por otra parte, que la definición de la ley indobritánica como “Ley Hindú” es una de las marcas de la guerra ideológica contra las autoridades Mughal musulmanas en la India. Una llamativa escaramuza en esa guerra todavía inacabada fue la división del subcontinente indio. Y lo que es más: en mi opinión estos ejemplos individuales de una situación se manifiestan como fracasos trágicos en tanto modelos de una práctica intervencionista, en la medida en que yo misma cuestiono la producción de modelos en su condición de tales.

Por otra parte, como objetos de análisis discursivo para todo intelectual que no baje los brazos, pueden iluminar un aspecto del texto social, aunque más no sea de modo azaroso).

Una joven de 16 o 17 años, Bhuvaneswari Bhaduri, se ahorcó en la modesta casa de su padre en 1926 en el Norte de Calcuta. El suicidio se presentó como un enigma, pues dado que la joven se hallaba menstruando en el momento de su muerte resultaba claro que la motivación de su acto no provenía de un embarazo involuntario. Aproximadamente una década después, se descubrió que Bhuvaneswari era miembro de uno de los muchos grupos envueltos en la lucha armada por la independencia de la India. Como se supo luego, se le había asignado a esa joven cometer un crimen político. Incapaz de llevar adelante esa tarea, pero, al mismo tiempo, consciente de su responsabilidad, Bhuvaneswari puso fin a su vida.

Ella sabía también que su suicidio habría de ser interpretado como resultado de una pasión ilícita. Por ese motivo, esperó hasta el momento de aparición de su menstruación. En este acto de espera, Bhuvaneswari, en tanto brahmacãrini, que sin duda pensaba en la cualidad de “buena esposa”, reescribió quizás el texto social del suicidio por sati de una manera intervencionista. (Una explicación alternativa de su acto enigmático había sido una posible

melancolía originada en las ofensas de su cuñado que le hacía ver que ella estaba superando la edad en la que otras jóvenes ya estaban casadas). Con su resolución, Bhuvaneswari llevó a condición general el motivo sancionado para los suicidios femeninos, pero tomándose el terrible trabajo de desplazar (no solamente negar) un signo, inscribiéndolo de manera fisiológica en su cuerpo, para borrar todo aprisionamiento que apuntara a una pasión por un hombre en particular.

En el contexto inmediato, su acto fue visto como absurdo, como un caso de delirio más que de cordura. Pero el gesto de desplazamiento —esperar hasta el momento de la menstruación— es la primera inversión de una prohibición que impedía a las viudas el derecho a inmolarse: la viuda impura debía esperar públicamente hasta que el baño purificador del cuarto día mostrara que su período menstrual había terminado, para así poder reclamar su dudoso privilegio.

En mi lectura, el suicidio de Bhuneswari Bhaduri es una escritura subalterna, sin alharaca y ad hoc, del texto social del suicidio como sati, pero, al mismo tiempo, es también el relato hegemónico de esa Durga, destellante, luchadora y familiar. Las posibilidades del disentimiento que surge en el relato hegemónico de la madre luchadora se hallan bien documentados y son recordados muy bien a nivel popular a través del discurso de los líderes y participantes masculinos en el movimiento independentista. El individuo subalterno como mujer no puede ser escuchado o leído todavía.

Por mi parte, me enteré de la vida y muerte de Bhuvaneswari por vía de relaciones familiares. Antes de ponerme a investigar el caso más exhaustivamente, le pedí a una mujer bengalí —una filósofa y especialista en sánscrito cuya producción intelectual temprana es casi idéntica a la mía— que iniciara la búsqueda. Sus dos respuestas fueron: 1. ¿Por qué está usted interesada en la vida desdichada de Bhuvaneswari, cuando sus dos hermanas —Saileswari y Rãseswari— llevaron una vida tan completa y maravillosa?; 2. Les pregunté a sus nietas. Les parecía que su caso estuvo signado por un amor clandestino.

En este artículo he tratado de utilizar la deconstrucción derrideana, pero, al mismo tiempo, traspasarla, en el sentido de que no la presento como una celebración del feminismo como tal. Sin embargo, en el contexto de la problemática tratada, considero la morfología de Derrida más concienzuda y útil que las de Foucault y Deleuze, dado que la del primero aparece relacionada de modo inmediato y sustantivo con los planos “políticos” (pienso en la invitación deleuziana a “devenir mujer”), lo que hace que su influencia pueda ser más peligrosa para la academia norteamericana así como también es radicalmente entusiasta.

Derrida señala, en efecto, una crítica radical, pero ello se acompaña del peligro de apropiarse del otro por asimilación. Derrida lee la catacresis en los orígenes; exhorta a la reescritura de un impulso estructural utópico “reproduciendo como delirante la voz interior que es la voz del otro en nosotros”. En este sentido, quiero expresar aquí mi reconocimiento por la unidad en sentido macroestructural de los textos de Jacques Derrida que ya no encuentro en los autores de Historia de la sexualidad y Mil mesetas.[85]

El individuo subalterno no puede hablar, pues no existe mérito alguno en la lista completa de la lavandería donde la “mujer” sea vista como una prenda piadosa. La representación no se ha marchitado. La mujer intelectual tiene como intelectual una tarea circunscripta que ella no puede desheredar poniendo un florilegio en su firma.


[1] [Nota del traductor: La autora hace aquí un juego de palabras con el término inglés “subject”, que significa tanto “sujeto” como “tema”].

[2] Michel Foucault, Language, Counter-Memory, Practice: Selected essays and interviews, (trad. de D. F. Bouchard y Sherry Simon), Ithaca, Cornell University Press, 1977, pp. 205-217. Es importante notar que la gran “influencia” de los intelectuales de Europa Occidental sobre la academia norteamericana se canaliza a través de colecciones de ensayos más bien que a través de extensos libros traducidos. Y es comprensible que en estas antologías sean las contribuciones más diferenciadas las que ganen mayor difusión. Como ejemplo de esto puede citarse el trabajo de Derrida “Structure, sign and play”. Orbis Tertius, 1998, III (6)

[3] Existe una explícita referencia a la ola de maoísmo en Francia después de Mayo de 1998. Para este punto véase: Michel Foucault, “On Popular Justice: a discussion with Maoists”, en idem: Power/Knowledge: Selected interviews and other writings (trad. Colin Gordon), N. York, Pantheon, 1972-1977, p. 134. Este tipo de explicación refuerza mi convicción al poner al descubierto los mecanismos de la apropiación. El estatuto de China en este sentido es paradigmático: Mientras que, por una parte, Foucault aclara su postura diciendo “No sé nada sobre China”, sus interlocutores muestran sobre el tema lo que Derrida ha llamado “el prejuicio chino”.

[4] [Nota del traductor: Se ponen entre ángulos las aclaraciones de la autora que aparecen entretejidas en textos de otros].

[5] Esto es parte de un síntoma más amplio como lo ha demostrado Eric Wolf en Europe and the People without History, Berkeley, University of California Press, 1982. Orbis Tertius, 1998, III (6)

[6] Walter Benjamin, Charles Baudelaire. Ein Lyriker im Zeitalter des Hochkapitalismus, en idem: Gesammelte Schriften, bajo el cuidado de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, Francfort, Suhrkamp, 1974-1989, Tomo I. 2, pp. 514-515.

[7] [Nota del traductor: Se han colocado corchetes para indicar aportes en otros idiomas o aclaraciones de traducción].

[8] Gilles Delleuze/Félix Guattari, L’anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie, París, Minuit, 1972/1973, p. 34 (“Les machines désirantes”). Orbis Tertius, 1998, III (6)

[9] El diálogo con Jacques Alain-Miller es revelador a este respecto (Foucault: 1972-1977).

[10] Louis Althusser, Lenin and Philosophy and Other Essays, (trad. de B. Brewster), N. York, Monthly Review Press, 1971, pp. 132-133. [Nota del traductor: Por la índole de la publicación la traducción no pudo ser hecha en este caso del original francés].

[11] Para un ejemplo de los muchos que se pueden encontrar, véase Foucault, 1972-1977: 98.

[12] No debe sorprender, pues, que la obra de Foucault, en cualquier período de su producción, esté basada en una simplista concepción de represión. En este punto el antagonista no es Marx, sino Freud. Así Foucault declara: “Tengo la impresión de que ello <la noción de represión> es completamente inadecuado para el análisis de los mecanismos y efectos del poder que aparece de modo tan agudizado en las caracterizaciones que se usan hoy en día” (Foucault, 1972-1977: 92). La delicadeza y sutileza de la idea freudiana, que consiste en que bajo la represión la identidad fenoménica de los afectos aparece indeterminada porque algo desagradable puede ser deseado como placentero, de modo de provocar así una reinscripción radical en la relación entre deseo e “interés”, aparece en Foucault completamente debilitada. Para una elaboración’; acerca de la idea de represión, véase Jacques Derrida, De la gramatología (1967), ed. castellana trad. por Oscar del Barco, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971; y del mismo autor: Limited inc: abc , trad. de S. Weber, en: Glyph, 2, 1977, p. 215.

[13] [Nota del traductor: La autora alude aquí a una frase de Walter Benjamin en su quinta tesis “Sobre el concepto de la historia” (Benjamin, 1974-1989: 695) que satiriza la postura de quien cree que existe una sola manera de hacer historiografía como le sucedía al maestro de escuela Knoche].

[14] La versión althusseriana de esta situación particular puede parecer demasiado esquemática, pero, sin embargo; se muestra más cuidadosa en su programa que la argumentación de Deleuze y Foucault. Así Althusser declara: “El instinto de clase es subjetivo y espontáneo. La posición de clase es objetiva y racional.  Para llegar a posiciones proletarias de clase, el instinto de clase del proletariado necesita sólo ser educado; el instinto de clase de la pequeña-burguesía —y por lo tanto de los intelectuales— necesita, en cambio, ser revolucionarizado”. (Althusser, 1971: 13).

[15] La subsiguiente explicación de Foucault de esta afirmación deleuziana (Foucault, 1977: 145) se acerca a la propia noción de Deleuze de que la teoría no puede ser una taxonomía exhaustiva y de que está siempre formada por la praxis.

[16] Cf. las nociones sorprendentemente acríticas de “representación” que surgen en otro texto de Foucault (1972-1977: especialmente 141 y 188). Mis observaciones al final de esta sección de mi artículo donde critico las representaciones que se hacen los intelectuales de los grupos subalternos deberían distinguirse rigurosamente de una política de coalición que tome en cuenta su marco dentro de una sociedad capitalista que una al pueblo no porque son oprimidos sino en su calidad de explotados. Por supuesto que este esquema funciona bien en el caso de una sociedad democrática, donde la representación no sólo no está prohibida sino que aparece matizadamente elaborada

[17] Karl Marx, El 18 <de> Brumario de Luis Bonaparte, (trad. de O. P. Safont), Barcelona, Ariel, 1971, p. 145.

[18] Karl Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, Francfort, Marxistische Blätter, 1972, Tomo 1, p. 167.

[19] Karl Marx: Das Kapital, op. cit., p. 101: “In ihrer Verlegenheit denken unsre Warenbesitzer wie Faust. Im Anfang war die Tat. Sie haben daher schon gehandelt, bevor sie gedacht haben” (En su incomodidad nuestros comerciantes [lit: poseedores de mercancías] piensan como Fausto: Al comienzo estuvo la acción. Por ello ya han hecho la transacción antes de pensarla).

[20] Véase al respecto la excelente breve definición de “common sense” y el debate que el concepto ha generado en el artículo de Errol Lawrence, “just plain common sense: the ‘roots’ of racism”, en: H. V. Carby, The Empire Strikes Back: Race and racism in 70s Britain, Londres, Hutchinson, 1982, p. 48.

[21] El valor de uso (Gebrauchswerf) podría ser considerado en Marx una “ficción teórica”, así como también un oxímoron potencial del “intercambio natural”. He tratado de desarrollar esta idea en un artículo titulado “Scattered speculations on the question of value”, en Diacritics: A Review of Contemporary Criticism, 15:4, 1985, pp. 73-93.

[22] La contribución de Derrida sobre el Círculo Lingüístico de Ginebra puede proveer un método para evaluar el lugar irreductible de la familia en la morfología de Marx en torno a la formación de clase. Véase J. Derrida, Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972; esp. pp. 165-184.

[23] Soy consciente de que la relación entre marxismo y neo-kantianismo está connotada políticamente. Por mi parte, sin embargo, no veo cómo podría establecerse una línea de continuidad entre los propios textos de Marx y la ética kantiana. A pesar de ello, me parece que el cuestionamiento de Marx sobre el individuo como agente de la historia debería ser leído en el contexto de una ruptura con el sujeto individual inaugurado en la crítica kantiana frente a Descartes.

[24] Edward W. Said, The World, the Text, and the Critic, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1983, p. 243.

[25] Cf. Paul Bové, “Intellectuals at war: Michel Foucault and the analysis of power”, en Sub-Stance, 36/37, 1983, p. 44.

[26] [Nota del traductor: La autora utiliza en este pasaje un vocabulario freudiano que apunta a la idea de “ocupación” o “toma de posesión”, en el sentido de conquista de un territorio (imaginario), como “Besetzung” (en inglés: “cathexis”; y en francés: “investissement”), término con el que Freud describía el monto de energía libidinal que el individuo coloca en una meta imaginaria; véase al respecto: Anthony Wilden, Speech and Language in Psychoanalysis. Jacques Lacan, Baltimore/Londres, The Johns Hopkins University Press, 1968, p. 1991].

[27] Este punto de vista es defendido por mí en el artículo ya mencionado bajo el título de “Scattered speculations…”. Debe decirse que una vez más el Anti-Edipo no pasa por alto los textos económicos, aunque su tratamiento sea quizás demasiado alegórico. En este sentido, no ha sido muy feliz el pasaje recorrido en Mille plateaux (París, Seuil, 1980) por sus autores desde un esquizoanálisis a un rizoanálisis.

[28] Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, París, Gallimard, 1972

[29] Aunque considero el libro de Fredric Jameson, Polítical Unconscious; Narrative as a socially symbolic act (N. York, Cornell University Press, 1981), como una obra de gran peso crítico, o quizás porque lo hago, me gustaría que mi propuesta en este trabajo fuera distinguida de un intento de recuperar los restos de una narración privilegiada. Pues como dice Jameson: “Es detectando las huellas de esa narración ininterrumpida, recuperando hacia la superficie del texto la realidad reprimida y enterrada de la historia fundamental, como la doctrina de un inconsciente político encontrará su función y su necesidad.” (Jameson, 1981: 20).

[30] [Nota del traductor: La autora hace, en su calidad de feminista, un llamativo juego de palabras intraducible en español gracias a la ambigüedad del vocablo inglés “underpinnings” (1. lo que está en la base a modo de sostén, y 2. las prendas interiores femeninas)].

[31] Entre los muchos libros posibles, me interesa citar el de Bruse Tiebout McCuily, English Education and the Origin of Indian Nationalism, N.York, Columbia University Press, 1940.

[32] Thomas Babington Macaulay, Speeches by Lord Macaulay: With his minute on Indian Education, a cargo de G.M.Young, Oxford, Oxford University Press/AMS Edition, p. 359.

[33] Keith, uno de los compiladores del Índice Védico, así como autor de Sanskrit Drama in Its Origin, Development, Theory, and Practice, y responsable de la edición crítica de Krsnayajurveda, para la Harvard Universitv Press, publicó también los cuatro volúmenes de Selected Speeches and Documents of British Colonial Policy (1763 a 1937) y de International Affairs (1918 a 1937) y de British Dominions (1918 a 1931). Keith escribió también libros sobre la soberanía de la dominación británica y una teoría acerca de la sucesión estatal, con especial referencia a las leyes británica y colonial.

[34] Mahamahopadhyaya Haraprasad Shastrï, A Descriptive Catalogue of Sanskrit manuscripts in the Government Collection under the Care of the Asiatic Society of Bengal, Calcutta, Society of Bengal,1925, vol. 3, p. VIII.

[35] Dinesachandra Sena, Brhat Banga, Calcutta, Calcutta University Press, 1925, vol. 1, p. 6.

[36] [Nota del traductor: Akbar (1556-1605) fue el más grande de los emperadores Mughal de la India, reconocido por su capacidad de amalgamar el territorio bajo el principio de unidad].

[37] Edward Thompson, Suttee, A historical and philosophical enquiry into the Hindu rite of widow burning, Londres, George Alien & Unwin, 1928, pp. 130 y 47.

[38] Carta hológrafa (de G. A. Jacob dirigida a un corresponsal innominado) agregada a la solapa interior de la Sterling Memorial Library (Yale University) como copia de la obra del Coronel G.A.Jacob (comp.),

Mahanarayana-Upanishad of the Atharva-Veda with the Dpipika of Narayana, Bombay, The Government Central Books Department, 1888. Las oscuras referencias a los peligros de un aprendizaje por medio de aberraciones anónimas hace más firme la asimetría.

[39] He tratado este tema en todo detalle en mi comentario acerca del libro de Julia Kristeva, Des chinoises (1974), en “French feminism in an international frame”, Yale French Studies, 62, 1981.

[40] Véase especialmente Antonio Gramsci, Gli intellettuali e l’organizazioni della cultura, (textos compilados por Valentino Gerratana), Turín, Editori Riuniti, 1975.

[41] Utilizo el término “alegoría de la lectura” en el sentido desarrollado por Paul de Man en su libro Allegories of Reading: Figural language in Rousseau, Nietzsche, Rilke and Proust, N. Haven, Yale University Press, 1979.

[42] Véanse los trabajos de Ranajit Guha (comp.), Subaltem Studies I: Writing on South Asian History and society. N. . Delhi, Oxford University Press, 1982; Subaltern Studies II. , 1983; y Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, N. Delhi, Oxford University Press, 1983.

[43] Cf. E. W. Said, “Permission to narrate”, en Review of Books, 16 de febrero de 1984.

[44] Para el primer caso, “éste era un dominio autónomo, ni originado desde una política elitista ni dependiente en su existencia de ella”, y para el segundo caso, “continuaba operando vigorosamente a pesar del colonialismo, pero adaptándose a las condiciones prevalecientes bajo el Raj y, en muchos casos, desarrollándose completamente gracias a nuevos impulsos tanto en forma como en contenido” (Guha,1982: 4).

[45] Véase: J. Derrida: “La double séance”, en La dissémination, París, Seuil, 1972.

[46] A,K. Chaudhury, “New wave social science”, en Frontier, 16-24, 28 de enero de 1984, p. 10.

[47] Pierre Macherey, Pour une théorie de la production littéraire, París, Maspero, 1966. Citado de la edición inglesa: A Theory of Literary Production, (trad. de G. Wall), Londres, Routledge, 1978, p. 87.

[48] [Nota del traductor: Habría que hacer notar aquí que en los estudios nacidos a partir de la influencia de Foucault, la palabra “intervención” aparece connotada como aquellas contribuciones que provocan un cambio en la fijeza de la tradición].

[49] He trabajado con este tema en “Displacement of the discourse of the woman”, en: Mark Krupnick (comp.), Displacement: Derrida and After, Bloomington, Indiana University Press, 1983; y “Love me, love my ombre, elle: Derrida’s ‘La carte póstale’, en Diacritics, 14, 4, 1984, pp. 19-36.

[50] Esta violencia, en el sentido general, es la posibilidad de una episteme y lo que remite al concepto derridiano de “escritura”, en sentido amplio. La relación entre la escritura en un sentido lato y escritura en un sentido restringido (como algo marcado sobre una superficie) no puede ser formulada de manera muy clara. La tarea de la gramatología (en la deconstrucción) es proveer un modo de notación de estos elementos huidizos de la relación. En cierto sentido, entonces, la crítica del imperialismo es como tal una deconstrucción.

[51] Cf. “Contracting poverty”, en Multinational Monitor, 4, 8, agosto de 1983, p. 8. Este informe fue redactado por John Cavanagh y Joy Hackel, quienes trabajan en el Proyecto de Consorcios Internacionales (International Corporations Project) en el Institute for Policy Studies.

[52] Estos mecanismos de invención del Tercer Mundo como un significante son susceptibles de un tipo de análisis dirigido a la constitución de la etnia como un significante en Carby (1982).

[53] Mike Davis, “The political economy of late-imperial America”, en New Left Review, 143, Enero-Feb, 1984, p. 9.

[54] Terry Eagleton, Literary Theory: An Introduction, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1983, p. 205.

[55] Perry Anderson, In the Tracks of Historical Materialism, Londres, Verso 1983. p. 53.

[56] [Nota del traductor: La paginación dada aquí pertenece a la edición castellana].

[57] J.Derrida, “Of an apocalytical tone recently adapted in philosophy”, en Semia, p. 71.

[58] Aun en un texto tan bueno de entrevistas y análisis como el de Gail Omvedt titulado We Will Smash This Prison! Indian women in struggle (Londres, Zed Press, 1980), la premisa de que un grupo de mujeres Maharashtri en situación de proletariado urbano al reaccionar contra una violenta mujer blanca que “las había estigmatizado haciéndolas símbolo del destino de la India” trasunta en el fondo esencialismo, dado que se la considera representativa de las “mujeres de la India” o que toca “la conciencia de las mujeres de la India”. Estas afirmaciones no son de poca consideración si se tiene en cuenta que en una formación social del Primer Mundo la difusión de la comunicación en una lengua internacional hegemónica registra y documenta instantáneamente información a quienes no están preparados para recibirla.

La observación de Norma Chinchilla, expresada en una mesa redonda bajo el título de “Feminismos del Tercer Mundo: diferencias de forma y contenido”(University of California, Los Angeles, 8 de marzo de 1983), acerca de que el trabajo antisexista en el contexto de la India no es genuinamente anti-sexista sino anti-feudal, merece otro comentario. Esto implicaría que se podrían elaborar definiciones de sexismo sólo después que una sociedad determinada haya entrado en el modo de producción capitalista, dado que así se vería una conveniente continuidad entre el capitalismo y el patriarcado. Esto también trae a colación las cuestiones tan traídas y llevadas sobre el papel del “modo de producción ‘asiático’“, afirmando el poder explicativo de la narrativización normativa de la historia a través del registro de los modos de producción, al mismo tiempo que, sin embargo, se construye esa historia de una manera marcadamente elaborada.

El curioso papel del nombre “Asia’’ no es ajeno en este asunto: esto no se limita a un asentimiento o desaprobación de la existencia empírica del modo actual (un problema que se tornó objeto de una intensa manipulación dentro del comunismo internacional), sino sigue siendo crucial aun en el trabajo de tal sutileza teórica e importancia como el de Barry Hindess y Paul Hirst titulado Pre-Capitalist Modes of Production (Londres, Routledge, 1975) o el de Fredric Jameson, The Political Unconscious.

Especialmente en este último estudio todavía sigue obrando una antigua idea; aunque la morfología de los modos de producción aparezca rescatada de cualquier sospecha de determinismo histórico y haya sido situada en una teoría postestructuralista del sujeto, el modo “asiático” de producción aparece bajo la máscara de “despotismo oriental” como la formación concomitante de un Estado. También juega un papel significativo en el modo de producción narrativa grotescamente transformada en el Anti-Edipo de Deleuze/Guattari, o, a cierta distancia de esta polémica de los proyectos teóricos contemporáneos, en el debate soviético, como la suficiencia doctrinaria del “modo asiático de producción’5, que se colocó en un plano de duda al producir para ese esquema varias versiones y nomenclaturas que incluían los modos feudal, esclavista y comunitario. (El debate es presentado en todo detalle en el libro de Stephen F. Dunn, The Fall and Rise of the Asiatic Mode of Production, Londres, Routledge, 1982). Sería interesante relacionar esto con la represión del “aspecto” imperialista en la mayoría de las discusiones sobre la transición del feudalismo al capitalismo que ha tenido lugar durante mucho tiempo en las izquierdas de Occidente. Lo que es más importante es que observaciones como la de Norma Chinchilla representan una jerarquización muy difundida dentro del feminismo del Tercer Mundo (más que dentro del marxismo occidental), que resulta ubicada dentro de una corriente muy sólida que maneja el concepto metafórico contenido en el término “Asia”. Debo agregar, sin embargo, que todavía no he leído el libro In Search of Answers: Indian womens voices from Manushi, compilado por Madhu Kishwar y Ruth Vanita (Londres, Zed Press, 1984).

[59] Jonathan Culler, On Deconstruction: Theory and criticism after structuralism, Ithaca, Cornell University Press, 1982, p. 48.

[60] Elizabeth Fox-Genovese, “Placing women’s history in history”, en New Left Review, 133, Mayo-Junio 1982, p. 21.

[61] He tratado de desarrollar esta idea en un modo hasta cierto punto autobiográfico en “Finding feminíst readings: Dante-Yeats”, Ira Königsberg (comp.), American Criticism in the Postestructuralist Age, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1981.

[62] Sarah Kofman, L´énigme de la femme: La femme dans les textes de Freud, París, Galilée, 1980.

[63] El texto se halla en la edición alemana en el tomo XII (Sigmund Freud, Gesammelte Werke, chronologisch geordnet, Londres, Imago Publishing Co., 1952).

[64] El texto titulado “Über ‘wilde’ Psychoanalyse” se encuentra en el Tomo VIII de la edición alemana de las Obras completas de Freud ya citadas, pp. 118-125.

[65] [Nota del traductor: Para una mejor comprensión del texto habría que acotar que el título elegido por Freud es “bivocálico”, dado que aparece como una cita ya entrecomillada por el autor].

[66] [Nota del traductor: La catacresis es definida en retórica como el tropo que produce la denominación no a través de un verbum proprium, sino basándose en la costumbre; un ejemplo de ello sería el llamar “patas” a las extremidades de una mesa o silla. Véase: Heinrich Lausberg, Elemente der literarischen Rhetorik, Munich, 1963, p. 65. La autora parece aludir aquí, por otra parte, al tratamiento de este tropo por Paul de Man, quien considera bajo “catacresis” el acto mismo de nombrar; cf. Paul de Man, The Resistance to Theory, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1986, p. 48]

[67] [Nota del traductor: La niña en cuestión profiere en el texto de Freud la frase que da título al ensayo y que le sirve a su autor para construir su argumentación].

[68] Véase Lata Mani, “The production of colonial discourse: sati in early nineteenth-century Bengal” (tesis de maestría, University of California at Santa Cruz, 1983), texto que es un excelente rendimiento de cuentas de cómo la “realidad” de la auto-inmolación de las viudas se constituyo y “textualizó” durante la época colonialista. Por mi parte, saqué gran provecho de una discusión con la autora durante la preparación del presente artículo.

[69] J.D.M.Derrett, Hindú Law Past and Present: Being an account of the controversy which preceded the enactment of the Hindu code, and text of the code as enacted, and some comments thereon, Calcutta, A.Mukherjee and Co., 1957, p. 46.

[70] Ashjs Nandy, “Sati: a nineteenth-century tale of women , violence and protest”, en: VC. Joshi (comp.), Rammohun Roy and the Process of Modernization in India, N.Delhi, Vikas Publ.House, 1975, p. 68.

[71] La información utilizada aquí proviene mayormente de Pandurang Varman Kane, History of Dharmasastra, Poona, Bhandarkar Oriental Research Institute, 1963.

[72] Upendta Thakur, The History of Suicide in India: An Introduction, N. Delhi, Munshi Ram Manohan Lal, 1963, p. 9. Este libro suministra una lista muy útil de las fuentes primarias en sánscrito sobre lugares sagrados, aunque, al mismo tiempo, a pesar de la laboriosidad de la investigación realizada, revela todos los signos de la esquizofrenia en que se halla el sujeto colonial con su nacionalismo burgués, su comunalismo patriarcal y su “iluminada razonabilidad”.

[73] Jean-François Lyotard, Le Différend, París, Minuit, 1984

[74] En este ejemplo, así como en el caso del debate de los brahmanes sobre sati, véase Mani, 1983: 71 y ss

[75] Estamos hablando aquí de las normas regulativas del brahmanismo, más que “de las cosas como fueron realmente”. Véase: Robert Lingat, The Classical Law of India, Berkeley, University of California Press, 1973, p. 46.

[76] Tanto la posibilidad rastreable de un nuevo matrimonio de la viuda en la antigua India como la sanción legal en 1856 de un nuevo casamiento son transacciones realizadas por hombres. La nueva boda de una viuda es una excepción completa, quizás porque deja sin rozar el programa de la formación del sujeto. En toda la tradición “folklórica” acerca del nuevo casamiento de una viuda se trata siempre del padre o del marido, pues ellos son alabados por su coraje hacia la innovación y por su deposición de todo egoísmo.

[77] Sir Monier Monier-Williams, Sanskrit-English Dictionary, Oxford, Clarendon Press, 1899, p. 552. Los historiadores se muestran a menudo irritados cuando investigadores “modernos” se atreven a introducir juicios “feministas” dentro de antiguas estructuras patriarcales. Lo que realmente está en juego, por supuesto, es por qué las estructuras de dominación patriarcal han de ser registradas sin esbozos de crítica. Las sanciones históricas para acciones colectivas en relación con la justicia social sólo puede ser desarrollada si la gente que se halla fuera de la disciplina cuestiona las pautas de “objetividad” conservada como tal por la tradición hegemónica. No parece, pues, inapropiado señalar que un instrumento tan “objetivo” como un diccionario puede usar una expresión explicativa tan profundamente enraizada en un partidismo sexista como “to raise up issue to a deceased husband” (para despertar la atención sobre un marido difunto).

[78] Véase al respecto: Sunderlal T. Désai, Mulla: Principies of Hindú Law Bombay, N.M.Tripathi, 1982, p, 184.

[79] Agradezco a la Profesora Alison Finley del Trinity College (Hartford, CT) por discutir conmigo este pasaje. La Profesora Finley es una experta en el Rg-Veda. Me apresuro a agregar, sin embargo, que ella encontraría mi lectura tan irresponsablemente “crítico-literaria” del mismo modo como los historiadores tradicionales la encontrarían “moderna”.

[80] El texto más autorizado sobre el tema es el libro de Edward Said, titulado Orientalism de 1978.

[81] Michel Foucault, Histoire de la sexualité, I. La volunté de savoir. París, Gallimard, 1976, p. 10.

[82] Además el hecho de que el término haya sida utilizado como forma de vocativo dirigido a una mujer de buena familia (en el sentido de “lady”) no hace sino complicar las cosas.

[83] Debe agregarse, sin embargo, que está atribución no agota sus funciones dentro del panteón hindú.

[84] Una propuesta en contra de la nostalgia como base de una producción ideológica contra-hegemónica no implica una utilización negativa. Dentro de la complejidad de la economía política contemporánea, sería altamente cuestionable, por ejemplo, imponer la idea de que el extendido crimen entre la clase obrera, por el cual se produce el sacrificio por el fuego de la novia que aporta una dote insuficiente, disfrazando el asesinato como suicidio es el uso de un abuso de la tradición de la auto-inmolación de sati. Lo más que se puede exigir es un desplazamiento en la cadena semiótica con el sujeto femenino como el significante, lo que nos retrotraería al discurso inicial de nuestro trabajo. Es evidente, además, que se debe hacer todo lo posible para detener el crimen del sacrificio por el fuego de las novias en todo sentido. Sin embargo, si esa tarea es cumplida mediando una nostalgia no revisada o, con su opuesto, el desdén por el pasado, el operativo va a colaborar ayudando a establecer la noción de raza / etnia o la más crasa genitalidad como el significante que ocuparía el lugar del sujeto femenino.

[85] No había leído el trabajo de Peter Dews, “Power and subjectivity in Foucault”, aparecido en New Left Review 144, 1984, al comienzo de la redacción de este artículo. Espero ansiosamente la aparición de su próximo trabajo sobre la misma temática [Peter Dews: The Logic oí Desintegraron: Post-strucutralism thought and the claims of critical theory, Londres, Verso, 1987]. Existen muchos puntos en común entre su postura crítica y la mía. Sin embargo, lo que puedo decir a partir del breve artículo de 1984 es que Dews escribe desde una perspectiva acrítica sobre la teoría crítica y la norma intersubjetiva que puede ser confundida de modo demasiado fácil con “individual” o con “sujeto” en la manera en que sitúa al “sujeto epistémico”. La lectura que hace Dews de la relación entre “la tradición marxista” y “el sujeto autónomo” no es la mía. Además su relato del “callejón sin salida de la segunda fase del post-estructuralismo como una totalidad” aparece, a mi juicio, viciado por la no consideración de la figura de Derrida, quien se ha promovido en contra de privilegiar el lenguaje desde su obra más temprana (cf. su traducción del libro de Edmund Husserl, El origen de la geometría, que aparece con una introducción suya con el título de E. Husserl: L’origine de la géométrie, París, Presses Universitaires de France, 1962). Lo que coloca el excelente análisis de Dews en una posición muy alejada de la mía es, por cierto, que para él el Sujeto dentro de cuya Historia ubica la obra de Foucault es el Sujeto de la tradición europea (pp. 87-94).

La deconstrucción de Jacques Derrida (1930-2004) Peter Krieger

Todo el postestructuralismo y la deconstrucción provienen del dadaísmo, de Hugo Ball y sus poemas absurdos. Es un juego dadaístico.[1] George Steiner

OBIIT el 8 de octubre del año 2004, y su muerte generó una enorme onda de reflexiones en la comunidad intelectual del planeta; sin embargo, no todas bajo la premisa antigua de mortibus nihil nisi bene. Al contrario, algunos obituarios de Jacques Derrida abiertamente cuestionaron la trascendencia del pensador, que había generado un enorme poder discursivo durante las tres décadas pasadas.

Su marca registrada en el mercado de los pensamientos filosóficos se llamó “deconstructivismo”, un instrumento controvertido de lectura de textos, que según la evaluación irónica de Georg Steiner, un año antes de la muerte de Derrida, se caracterizó por el bluf f (la patraña) y el absurdo del movimiento vanguardista Dada. De hecho, uno de los obituarios, en un órgano de central importancia para los educados estadounidenses, el New York Times, descalificó al filósofo muerto con el título como “teórico abstruso”.[2]

El autor de ese obituario —uno entre cientos en la prensa mundial— reduce el alcance del método deconstructivista al demostrar que “toda escritura estuvo llena de confusión y contradicción”. La deconstrucción exige la fragmentación de textos y, en ella, el filósofo detecta los fenómenos marginales, anteriormente reprimidos por un discurso hegemónico.

Esta figura del pensamiento indudablemente contiene una dimensión política, es la lucha contra todas las instancias que centralizan el poder y excluyen la contradicción. Durante su adolescencia en Argelia, cuando el régimen derechista de Vichy en 1942 impuso una política antisemita, Jackie[3] Derrida experimentó la brutalidad de un sistema político que pretendió erradicar la diversidad étnico-religiosa a favor de un poder totalitario: por su procedencia judía tuvo que salir de la preparatoria temporalmente. Con esta experiencia, Derrida aprendió una lección sobre la unidimensionalidad del autoritarismo, lo que hace entendible que posteriormente, en varias ocasiones, el filósofo se comprometió con los derechos humanos, apoyó a Nelson Mandela en Sudáfrica con un comité anti-apartheid a partir de 1983 y, en uno de sus últimos ensayos, criticó la desastrosa y antidemocrática monopolización del poder en Estados Unidos bajo la administración de George W. Bush.[4]

La condición del argelino exiliado en Francia, país de la represión colonialista hasta los sesentas, además de su diferencia religiosa frente a la mayoría cristiana, casi otorgaron una dimensión teológica al pensamiento deconstructivista.

Jürgen Habermas, en la necrología de su colega, constató que “bajo su mirada intransigente se fragmenta cualquier coherencia”, lo que en consecuencia revela la inhabitabilidad del mundo: un mensaje religioso de un exiliado permanente.[5]

Para las cuestiones epistemológicas, el modo deconstructivista desplegó un efecto estimulante; las nuevas lecturas heterogéneas y fragmentadas refrescaron, sin duda, la rutina hermenéutica de las humanidades. A partir de los años ochenta, el ejercicio derridiano de detectar lo “otro” en los discursos aparentemente homogéneos se convirtió en una verdadera moda de las investigaciones  literarias, antropológicas y, con cierto retraso, también estéticas.

Un sinnúmero de coloquios, libros y exposiciones durante las últimas dos décadas del siglo xx comprueba el éxito del pensamiento filosófico de Derrida.

No obstante, esa misma historia intelectual del concepto también se coaguló en un nuevo estereotipo que reemplazó las modas filosóficas anteriores, como el estructuralismo y el existencialismo. En su aplicación masiva —y en muchos casos mecánica— por generaciones de universitarios de esa época, el nuevo paradigma del deconstructivismo gradualmente se transformó en una camisa de fuerza para todos los que querían estar a la altura de sus tiempos.

No es el primero ni el último caso en la historia de las humanidades que demuestra cómo una propuesta innovadora del pensamiento degenera en un esquema —aprobado pero aburrido— de interpretación y finalmente se ahoga por su propio éxito.[6]

Esos procesos lamentables pasan cuando los intelectuales reemplazan su capacidad crítica por un afán afirmativo. Por ello, aun los obituarios que operan con distancia cínica, como el citado del New York Times, cumplen una función aclaradora frente a la glorificación asfixiante de un filósofo y su obra.

Para ejemplificar el peligro latente de la obra de Derrida, la sobreinterpretación de fenómenos marginales, de lo “otro”, pudiéramos retomar un detalle biográfico del filósofo, su prematuro deseo de hacer una carrera profesional como futbolista. Un discípulo fiel del deconstructivismo, con licencia de la asociación libre, fácilmente sería capaz de leer en este deseo pubertario un conflicto psíquico que posteriormente determinó la producción filosófica de Derrida.

A pesar de que conocemos transiciones interesantes de una experiencia futbolera a una creatividad artística o filosófica,[7] por supuesto, esta extrapolación de un detalle biográfico marginal sería absurda.

Regresamos, entonces, al mencionado obituario en el New York Times que, ex negativo, confirmó el éxito impresionante de la filosofía derridiana.

Ese artículo provocó protestas de una comunidad mundial de más de 2 500 intelectuales, quienes rechazaron abiertamente la revisión crítica del periódico

neoyorquino y escribieron cartas en defensa de la herencia intelectual de Derrida, publicadas en una página web de la Universidad de California, sólo unos días después de la muerte del maestro. Los seguidores del deconstructivismo son numerosos, especialmente en Estados Unidos, donde a partir de 1966 Derrida trabajó con frecuencia en la John Hopkins University, Baltimore, como profesor visitante.

Durante el boom derridiano en los noventa, el filósofo incluso tuvo más admiradores en Estados Unidos que en Francia, su país de residencia. Presionado por los seguidores reunidos en el foro electrónico, el New York Times se vio obligado a encargar otro obituario más favorable a Mark Taylor.

Más allá de este altercado mediático, con una solución politically correct, reconocemos en la obra de Derrida el muy valioso principio académico de la contradicción razonable como motor de la cognición; y los efectos que provocó su pensamiento, incluso después de su muerte, sirven como medidor de la trascendencia de una corriente filosófica.

El deconstructivismo, que exige lecturas subversivas y no dogmáticas de los textos (de todo tipo), es un acto de descentralización, una disolución radical de todos los reclamos de “verdad” absoluta, homogénea y hegemónica. Sus orígenes no sólo se encuentran en las redes neuronales de Derrida mismo, sino radican en el pensamiento de Nietzsche, quien relativizó la centralidad poderosa de las verdades filosóficas y teológicas.

En sus libros L’écriture et la différence y De la grammatologie,[8] Derrida relativiza, con un innegable espíritu nietzscheano, las categorías absolutas, y desjerarquiza su importancia. Es un tipo de reflexión, como apuntó Henning Ritter en su obituario, que aleja permanentemente las esperanzas de recibir un “sentido” tranquilizante, es un análisis sin fin.[9]

A través de sus lecturas recalcitrantes, Derrida rechazó la fenomenología de Edmund Husserl, tema de dos libros,[10] insistiendo en que sólo la crítica del texto, y no la introspección metafísica, es capaz de lograr un conocimiento razonable. Es más, la deconstrucción no busca “sentidos” sino huellas de ideas; y con esto retoma ideas básicas de la psicología freudiana, que investigó las diferencias y contradicciones del alma humana.

El término mismo, el “deconstructivismo”,es un invento de Derrida derivado de la “destrucción” que Martin Heidegger definió como técnica del pensamiento filosófico con el fin de revisar profundamente las terminologías establecidas en las humanidades.

Concretamente en los años sesenta, primera fase de la socialización de Derrida en la elite filosófica francesa, esa propuesta del “deconstructivismo” se perfiló como desafío para el discurso de lo “moderno”, no sólo en la filosofía, sino también en otras áreas del conocimiento como la literatura, la teología, la pedagogía, la música y la arquitectura. Según estimaciones cuantitativas, Derrida fue citado más que cualquier otro filósofo de su tiempo, en todas estas áreas, a nivel mundial.[11]

De hecho es una globalización impresionante del pensamiento.

La transferencia de un concepto filosófico, que nace en la virtualidad de un sistema cerrado de reflexión, a otras esferas del conocimiento comprueba su comunicabilidad y trascendencia. En las investigaciones urbanas, por ejemplo, el modo deconstructivista fomenta una lectura plurifacética de la ciudad, y no sólo una reconstrucción académica de sus espacios de poder. Casi al mismo tiempo en que Derrida conquistó la escena filosófica con su idea del deconstructivismo, el arquitecto estadounidense Robert Venturi rehabilitó la “complejidad y la contradicción en la arquitectura[12] en contra del estándar estético del estilo internacional, es decir en contra de una monopolización ideológica de la modernidad corrompida por las industrias constructivas.

Posteriormente, con el aumento de los libros publicados por Derrida,[13] con las correspondientes terminologías, la investigación urbano-arquitectónica aprovechó la innovación conceptual del deconstructivismo, integrando términos como “huella”, “exclusión”, “represión” y, por supuesto, “lo otro” en su aparato de análisis.

También en las investigaciones estéticas sobre la pintura del paisaje, para citar otro ejemplo, la reflexión derridiana reveló nuevos aspectos, más allá de los establecidos estudios historiográficos. En la mira de Derrida, un paisaje pintado no se compone de campos, arroyos y nubes, sino, según la óptica deconstructivista, sólo de pinceladas sobre el lienzo que materializan signos; es decir, la representatividad de los elementos naturales del paisaje depende de la manera en que el pintor manipula los signos por medio de sus pinceladas y no de la realidad física del paisaje.[14]

Detrás de estas sofisticadas reflexiones se manifiesta el axioma de que todo es texto, también las arquitecturas y pinturas. Basado en la tradición lingüística de Ferdinand de Saussure, quien analizó todos los fenómenos ambientales bajo el término de “texto”, Derrida se radicalizó, constatando que no existe nada fuera del texto porque todo es texto; una idea clave también para el New Historicism, que analiza la sociedad como texto.

Sin embargo, mientras este modelo lingüístico-deconstructivista de entender el mundo como texto permanece en la fragilidad de una construcción teórica —reversible, aun disoluble—, la actual investigación neurológica rastrea con mayor profundidad los mecanismos de la producción textual. El cerebro construye el mundo del sujeto; sus procesos internos se convierten en procesos cognitivos, comunicables a otros cerebros vía la representación simbólica.[15]

Obras de arte, por ejemplo, son intentos de materializar en un medio externo —sea cuadro o edificio— las realidades generadas en la estructura reflexiva del cerebro. Siguiendo la visión de Derrida, entonces, el cerebro es un tipo de super-texto, que además organiza sus procesos de manera paralela, en redes, y no en jerarquías como lo sostuvo Descartes[16] hace más de tres siglos.

Surge, en ambos casos, la textualidad y la determinación neuronal de la realidad, una duda de la lógica: en el caso de la neurología, el objeto investigado mismo, el cerebro, ejerce la investigación, lo que provoca una contradicción epistemológica porque no existe una instancia externa de control. De manera parecida, el peligro inherente del deconstructivismo es la conclusión auto-lógica, problema que expuso Niklas Luhmann con toda claridad: el deconstructivismo no sólo deconstruye, sino también produce nuevos textos,[17] lo que implica un potencial de centralizar y monopolizar los discursos filosóficos de nuevo, a través de los libros del maestro y los miles de artículos de sus fieles discípulos.

También la utilización de las ideas filosóficas de Derrida en otras áreas del conocimiento provoca problemas, como demostraron los debates sobre la “arquitectura deconstructivista”. Mientras la interpretación de textos a la manera de la deconstrucción es un principio dinámico, que nunca termina, la arquitectura deconstructivista sólo en el medio visual del dibujo o de la animación computarizada se mantiene móvil; una vez hecha la edificación, termina el proceso deconstructivista y sólo queda una huella cimentada de un proceso complejo.

No cabe duda de que el Museo Guggenheim de Bilbao, por ejemplo, presenta una escenografía deconstructivista espectacular, pero su forma misma,

diseñada por Frank Gehry, es un logotipo fijo del turismo cultural, que además reclama un poder centralizado para definir las modas actuales de la arquitectura, todo ello contrario al pensamiento deconstructivista que se expresa dinámicamente en la virtualidad del papel.

En sus inicios, los debates teóricos sobre una arquitectura decon cumplieron una función muy importante para romper la unidimensionalidad del movimiento moderno y cuestionar la vulgaridad comercial del posmodernismo.

Daniel Libeskind, uno de los protagonistas del estilo deconstructivista, al inicio de los años ochenta, durante sus estudios en la reconocida escuela arquitectónica de Cooper Union, Nueva York, postuló programáticamente la ruptura con las premisas establecidas de la arquitectura moderna ortodoxa, con las jerarquías y la uniformidad del sistema arquitectónico. Pero mientras sus Time Sections del año 1980, una serie de dibujos arquitectónicos con visiones inconstruibles, emanaban cierto espíritu experimental, dinámico, incluso ilimitado, ya su propuesta para la reconstrucción del World Trade Center[18] en el downtown de Manhattan nada más demostró que el entumecimiento de una fórmula visual, exitosa en el mercado de vanidades arquitectónicas, y muerta como decoración congelada de la especulación inmobiliaria, una caricatura de la complejidad conceptual que caracteriza al pensamiento deconstructivista.

Igual que su maestro y colega Peter Eisenman, Libeskind pretendió transferir el método deconstructivista de la investigación filológica y filosófica a la producción teórica y práctica de la arquitectura. Y de hecho, muchos de los renderings deconstructivistas que conquistaron el mundo de la arquitectura a partir de su exposición programática del año 1988 en el MoMa, visualmente oscilan entre construcción y destrucción.

Fue Eisenman quien buscó el apoyo filosófico de sus ejercicios estéticos en el pensamiento de Derrida. En un ambiente intelectual de las escuelas estadounidenses de arquitectura durante los años ochenta y noventa, abierto a la teoría europea contemporánea, Derrida, de repente y sin proponérselo, fue nombrado padre intelectual de los experimentos deconstructivistas en el diseño arquitectónico. Sin duda, Derrida inspiró el “anti-representacionismo” de Eisenman, quien se rehúsa a otorgar un sentido superior a sus diseños arquitectónicos; también su propuesta de las re-lecturas de textos literarios fácilmente se transfirió a las re-visiones refrescantes de la producción arquitectónica.

Empero, Eisenman, al igual que otros protagonistas de la arquitectura deconstructivista, nada más buscó analogías superficiales entre sus formas exaltadas y las configuraciones complejas del pensamiento filosófico derridiano.

Asustado por la filosofía amateur que Eisenman propagó en sus libros —como Diagram Diaries—,[19] Derrida rechazó ser utilizado como legitimación y ennoblecimiento intelectual por una corriente arquitectónica que esperaba su cercano éxito comercial en los mercados del mundo.

Por ello, Eisenman escogió al filósofo Gilles Deleuze, un pensador tan inspirador como caótico, como su nuevo héroe, pero tampoco esta destitución pudo ocultar la arbitrariedad en la legitimación de la arquitectura deconstructivista; peor aún, se agravó la no-comunicabilidad entre arquitectura y filosofía.[20]

Conviene entonces recordar la sabiduría de Richard Rorty, quien advirtió que las ideas filosóficas difícilmente se “aplican” fuera de su esfera; la filosofía, sea derridiana o deleuziana, es una fuente de inspiración y no de instrucción para el diseño arquitectónico.[21]

Ergo: la obra filosófica de Derrida exige acercamientos críticos y creativos, no afirmativos o esquemáticos. Cada libro de este pensador es diferente en su concepción, y eso hizo más difícil canonizar a Derrida como líder de una “escuela”. A pesar de sus innumerables adeptos en el mundo, Derrida no ofreció un “método” deconstructivista aplicable como un manual de mecánica; su pensamiento más bien generó entre sus seguidores casi un movimiento de arte conceptual,[22]donde arquitectos al igual que músicos y pedagogos retoman y modifican libremente los fragmentos filosóficos del “maestro”.

Cada reducción de Derrida al estereotipo del “deconstructivismo” siembra dudas parecidas a la relación conflictiva entre Marx y el marxismo. Más aún, según la lógica inherente del deconstructivismo, este término también debería someterse al análisis deconstructivista para no convertirse en un nuevo instrumento del poder discursivo centralizado.

Esto es una paradoja biográfica, cuya vitalidad garantiza que la obra de Derrida no se petrifique como monumento muerto e invisible, o peor aún, como nuevo mito incriticable del pensamiento. Los textos de Derrida exigen una lectura crítica, capaz de generar introspecciones éticas, como por ejemplo el rechazo de la colonización de las humanidades por la ideología neoliberal.

Durante su vida, el filósofo francés luchó en contra de la conversión de las universidades en laboratorios útiles exclusivamente para el régimen económico global; con furor e inteligencia, Derrida defendió la investigación sin condicionantes económicos,[23] y esto es una herencia valiosa para los contemporáneos globalizados al inicio del siglo xxi.

Aquella lucha, sin embargo, requiere cierta claridad filológica. Desafortunadamente conocemos bastantes ejemplos de cómo los adeptos derridianos obstaculizan la herencia crítica de su maestro por fraseología,[24] incapaz de generar discursos sociales sobre la importancia de la filosofía. No sirve repetir maquinalmente las propuestas filosóficas de Derrida. El análisis deconstructivista, uno entre muchos modelos epistemológicos actuales, cobra su fuerza gracias a una tradición occidental: la pregunta. Nada ni nadie se puede sustraer a las preguntas, y todo conocimiento es cuestionable. Por ello, Richard Rorty ve la importancia de Derrida menos en el “método deconstructivista” que en su capacidad de revelar dimensiones nuevas y refrescantes de cosas conocidas.[25] Parecido a Wittgenstein, Derrida liberó los potenciales cognoscitivos e imaginativos en la mente de los lectores, detectó las tensiones y contradicciones de la autocomprensión humana. “Su procedimiento —constató el filósofo Martin Seel— es revelar con persistencia que las orientaciones humanas son discontinuas, inacabadas e irresolutas.” [26]Una herencia inquietante, pero estimulante.


[1] “Der ganze Poststrukturalismus und die Dekonstruktion kommt vom Dadaismus her, von Hugo Ball und seinen Unsinn-Gedichten. Es ist ein dadaistisches Spiel.” Cita de George Steiner en una entrevista del periódico Süddeutsche Zeitung, edición del 18 de mayo de 2003; traducida del alemán al español por Peter Krieger.

[2] Jonathan Kandell, “Jacques Derrida, Abstruse Theorist, Dies at 74”, en New York Times, 10 de octubre de 2004.

[3] Posteriormente Jackie Derrida afrancesó su nombre: “Jacques”.

[4] Jacques Derrida, Voyous, París, Galilée, 2003.

[5] Jürgen Habermas, “Ein letzter Gruß. Derridas klärende Wirkung”, en Frankfurter Rundschau, 11 de octubre de 2004, traducción de la cita por Peter Krieger. En el original: “Unter seinem unnachgiebigen Blick zerfällt jeder Zusammenhang in Fragmente”.

[6] En la historia del arte conocemos un proceso parecido en la recepción de la interpretación iconográfica por Erwin Panofsky o recientemente Aby Warburg.

[7] Un caso interesante en este sentido es el de Eduardo Chillida; véase Peter Krieger, “El herrero Eduardo Chillida (1924-2002)”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, vol. XXIV, núm. 80, primavera de 2002, pp. 171-176; es un tema todavía no aprovechado por la investigación histórica y sociológica sobre la formación profesional de artistas e intelectuales.

[8] Jacques Derrida, L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967 (en español, La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989); del mismo autor, De la grammatologie, París, Minuit, 1967.

[9] Henning Ritter, “Jacques Derrida. Anmut und Würde”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 11 de octubre de 2004.

[10] Jacques Derrida, Introducción a “El origen de la geometria” de Husserl, Buenos Aires, Manantial, 2000 (traducción de L’origine de la géometrie), y del mismo autor, La voz y el fenómeno: introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Valencia, Pre-Texdeltos, 1985 (traducción de La voix et le phénoméne: introduction au problème du signe dans la phénoménologie de Husserl ).

[11] Derek Attridge / Thomas Baldwin, “Derrida”, en The Guardian, 11 de octubre de 2004.

[12] Robert Venturi, Complexity and Contradiction in Architecture, Nueva York, MoMA, 1996.

[13] Me refiero a la publicación fundacional del deconstructivismo: Jacques Derrida, La voix et le phénomène, del año 1967 (nota 10).

[14] Jacques Derrida, La verdad en pintura, Buenos Aires/México, Paidós, 2001 (traducción de La verité en peinture). Véase el obituario de Niels Werber, “Mit dem Text gegen den Text”, en Die Tageszeitung, 11 de octubre de 2004.

[15] Wolf Singer, “Neurobiologische Anmerkungen zum Wesen und zur Notwendigkeit von Kunst”, en Der Beobachter im Gehirn. Essays zur Hirnforschung, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 2002, pp. 220-224.

[16] Wolf Singer, “Der Beobachter im Gehirn”, en Der Beobachter im Gehirn. Essays zur Hirnforschung, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 2002, pp. 145.

[17] Niklas Luhmann, Die Kunst der Gesellschaft, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1997, pp. 159-160.

[18] Peter Krieger, “Dolor fantasma-una arqueología virtual del World Trade Center ”, en Universidad de México, núm. 627, septiembre de 2003, pp. 78-82.

[19] Véase la crítica en Arch+156, p. 106, que descalifica los Diagram Diaries de Eisenman como oscurantismo escrito por un diletante.

[20] Un ejemplo de la no-comunicación entre la filosofía y la teoría de arquitectura es el proyecto any, una serie de diez coloquios, realizados entre 1991 y 2001 en Nueva York por Peter Eisenman, Bernard Tschumi, Arata Isozaki, Zaha Hadid, Jean Nouvel, Anthony Vidler y Fread deric Jameson, entre otros. Véase la última de las diez publicaciones any, Cynthia C. Davidson, ed., Anything, Cambridge, Mass., mit Press, Nueva York, Anyone Corp., 2001.

[21] Arch+156, p. 44.

[22] Ritter (nota 9): “So ist die über die ganze Welt verstreute dekonstruktivistische Gemeinde auch eher eine Konzeptkunstrichtung als eine akademische Schule”.

[23] Tageszeitung, 11 de octubre de 2004.

[24] El problema consiste en las complicadas terminologías de las ciencias que excluyen a un  creciente número de lectores del conocimiento actualizado; véase Wolf Singer en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 9 de julio de 2001.

[25] Richard Rorty en Die Zeit 43/2004.

[26] Martin Seel, ibid., cita en original: “Sein Verfahren ist das beharrliche Aufzeigen der grundlegenden Gebrochenheit, Unfertigkeit und Unschlüssigkeit menschlicher Orientierungen […].”

Norma fundamental y poder político. Martín Armengol, Raúl A.2012

INTRODUCCIÓN

Durante el siglo xx, en el mundo occidental se consolidó un proceso de separación entre el derecho y la política.

Tales intentos (de separación) tenían por finalidad, por un lado, preservar un área de las relaciones sociales de los cambios y arbitrariedades de la vida política y de las relaciones de poder, resguardando en algunos casos los derechos de los individuos y, por otro lado, reservar un cierto poder de decisión para los jueces y funcionarios públicos y, a través de ellos, para los intelectuales académicos en tanto juristas y filósofos (Nino, 1994:12).

Mientras el aislamiento del derecho de la política se produjo en el mundo jurídico inglés a través del common law y en Estados Unidos tuvo lugar, principalmente, por obra del control judicial de constitucionalidad, en Europa continental y, por su influjo, en América Latina, tal fenómeno se verificó fundamentalmente por el desarrollo de la dogmática jurídica.

Esta se presenta como una modalidad de la ciencia del derecho que –a través del empleo de métodos como el análisis y combinación de conceptos, la formulación de teorías sobre instituciones jurídicas, el ejercicio de la llamada “inducción jurídica”– pretende ofrecer, fundamentalmente a los jueces, soluciones para aquellos casos en que el derecho parece contenerlas en una forma que no implique, aparentemente, incurrir en consideraciones valorativas (Nino, 1992:13-14).

Uno de los aciertos de la teoría pura del derecho de Kelsen consiste en haber racionalizado las bases ideológicas de la dogmática jurídica. En este sentido, Kelsen pone claramente de relieve el alejamiento del derecho de la política como rasgo característico de la dogmática jurídica.

No es extraño, entonces, que en relación con su propia obra, Kelsen haya sostenido que: …en verdad, el pleito no atañe al lugar de la ciencia jurídica en el marco de la ciencia, y las consecuencias resultantes, como pareciera ser el caso; se trata de la relación de la ciencia del derecho con la política, de la neta separación entre ambas, de la renuncia a la arraigada costumbre de defender exigencias políticas, en nombre de la ciencia del derecho (Kelsen, 1955:8).

El principio de la separación de la ciencia jurídica y de la política, tal como ha sido planteado por la teoría pura, tiene naturalmente consecuencias políticas, así fueran solamente negativas. Tal principio conduce a una autolimitación de la ciencia del derecho, que muchos consideran una renuncia. Por lo tanto, no debe sorprender que los adversarios de la teoría pura no estén dispuestos a reconocerla, y que no vacilen en desnaturalizarla para poder combatirla mejor (Kelsen, 1981:12).

Tales postulados forman parte del afán antiséptico de Kelsen, encaminado a depurar la disciplina jurídica de todo elemento fáctico y de toda consideración valorativa, de modo tal que la expulsión de la política del ámbito jurídico se inscribe en la empresa depuradora de Kelsen, quien lúcidamente hace explícito uno de los presupuestos con que trabaja la dogmática jurídica.

En este trabajo abordaremos la referida separación mediante el concurso de dos elementos: la norma fundamental, en cuanto pieza clave de la teoría jurídica de Kelsen, y el poder, en cuanto pieza clave de la teoría política.

En ese orden de ideas, desarrollaremos en primer lugar el sentido y alcance de la norma fundamental en el enfoque clásico de la teoría de Kelsen y, en segundo término, algunas líneas de relación entre la norma fundamental y el poder político.

CONSIDERACIONES SOBRE LA NORMA FUNDAMENTAL

Posiblemente, Kelsen ha sido el exponente más importante del positivismo jurídico. Uno de sus planteamientos de mayor significación es la tesis de la norma fundamental, la cual es expresiva de su postura iuspositivista.

En tal sentido, con la norma fundamental Kelsen no pretende ofrecer una justificación ética del derecho, apoyada en principios valorativos inherentes a la naturaleza, como es característico del iusnaturalismo.

Su objeto es proporcionar una descripción del derecho como orden normativo, es decir, en clave del deber ser, perspectiva esta que permite dar cuenta de las relaciones entre los hombres como obligaciones, facultades, competencias, etc. y no “… como relaciones de poder, como relaciones entre hombres que mandan y hombres que obedecen o que no obedecen…” (Kelsen, 1995:229).

Esta última es una interpretación sociológica o politológica de las relaciones humanas, alejada de la interpretación normativa que Kelsen propone a partir de la norma fundamental.

“La función de la norma básica (o fundamental) es hacer posible la interpretación normativa de ciertos hechos, esto es, la interpretación de los mismos como creación y aplicación de normas válidas” (Kelsen, 1958:141).

La norma fundamental no es norma positiva, esto es, no es producto de un acto de voluntad. Ella no es querida, sino pensada. Se trata de un presupuesto gnoseológico: si el conocimiento es constitutivo de su objeto, el jurista, mediante la hipótesis gnoseológica que la norma fundamental implica, obtiene el carácter específicamente normativo de su objeto. Un acto es creador de una norma jurídica, a condición de suponer la norma fundamental.

Una norma no es un juicio sobre la realidad y, por lo tanto, no es susceptible de ser verdadera o falsa. La validez de una norma no depende de un hecho, sino de otra norma. De que algo sea, no puede seguirse que algo deba ser, así como de que algo sea debido no puede seguirse que algo sea.

Un individuo ejerce un acto coactivo sobre otro. Este acto es jurídicamente válido, pues está prescrito en una norma individual emanada de un tribunal. A su vez, la validez de la sentencia resulta del hecho de que la misma es dictada con base en el Código Penal. La validez de esta deriva de que el mismo es promulgado de acuerdo con los preceptos adjetivos y sustantivos que, a su respecto, establece la Constitución. A fin de determinar el fundamento de validez de la Constitución vigente, podríamos retrotraernos a la Constitución anterior y, con relación a esta, a una más antigua todavía.

Llegaríamos a una primera Constitución…establecida por un usurpador o por un grupo cualquiera de personas. La voluntad del primer constituyente debe ser considerada como poseedora de un carácter normativo, y de esta hipótesis fundamental debe partir toda investigación científica sobre el orden jurídico considerado. Todo acto de coacción debe ser cumplido respetando las condiciones de fondo y de forma establecidas por el primer constituyente o por los órganos a los cuales ha delegado el poder de fijarlos: tal es, esquemáticamente el contenido de la norma fundamental de un orden jurídico estatal… (Kelsen, 1981:138).

Una finalidad primordial de la norma fundamental es conferir a la voluntad del primer legislador el poder de crear derecho, así como a los actos producidos por delegación de aquel. Una norma es el sentido objetivo de un acto de voluntad; tal sentido lo proporciona la hipótesis de la norma fundamental. Dicho de otro modo, el presupuesto de la norma fundamental “ilumina” el tránsito del deber ser subjetivo, en cuanto mandato, al deber ser objetivo, en cuanto norma jurídica.

La norma fundamental es el punto de partida del proceso de autocreación del derecho.

Todas las normas cuya validez pueda remitirse a una y misma norma fundante básica, constituyen un sistema de normas, un orden normativo. La norma fundante básica es la fuente común de validez de todas las normas pertenecientes a uno y el mismo orden. Que una norma determinada pertenezca a un orden determinado se basa en que su último fundamento de validez lo constituye la norma fundante básica de ese orden. Esta norma fundante es la que constituye la unidad de una multiplicidad de normas, en tanto representa el fundamento de validez de todas las que pertenecen a ese orden (Kelsen, 1981:202).

La norma fundamental es el axioma del sistema normativo. Como tal, fundamenta la validez de las proposiciones normativas que integran el sistema, pero no es dable interrogar acerca de su propio fundamento de validez, so pena de salirse del sistema. “Con el problema del fundamento de la norma fundamental salimos de la teoría del derecho positivo… y entramos en la discusión secular en torno al fundamento o mejor, a la justificación, en sentido absoluto, del poder” (Bobbio, 1987:171).

Por otra parte, cabe diferenciar los ordenamientos jurídicos de los ordenamientos morales, por la distinta naturaleza de las normas fundamentales en que reposan ambos tipos de ordenamientos. Los sistemas normativos estáticos se caracterizan porque sus reglas se relacionan mediante el contenido, de manera que se puede afirmar que una norma pertenece al sistema cuando es deducible del contenido de la norma fundamental que está en su base; los sistemas normativos morales son, por tales razones, sistemas estáticos.

Diversamente, los sistemas normativos dinámicos se caracterizan porque sus reglas se conectan mediante el modo o forma en que son producidas, de manera que se puede sostener que una norma pertenece al sistema cuando es producida conforme al modo previsto en la respectiva norma fundamental; por estos motivos, los sistemas jurídicos son sistemas normativos dinámicos. El contenido de un ordenamiento moral está “de una vez” establecido en su norma fundamental, por lo cual las normas de tal ordenamiento se obtienen por actos intelectuales de carácter deductivo.

No ocurre lo mismo en un ordenamiento jurídico: su norma fundamental es el inicio de un procedimiento; los contenidos del ordenamiento son creados a lo largo de su proceso de formación mediante actos de voluntad.

Ahora bien, el que la norma fundamental, cuya validez jurídica se presupone, confiera poder normativo a un monarca o a un legislador republicano o a cualquier otro tipo de poder originario, depende de los contenidos del ordenamiento jurídico de que se trate. Además, es muy importante destacar que la postulación de la norma fundamental tiene carácter hipotético, lo cual aleja todo compromiso ideológico con el sistema jurídico respectivo.

Así, no hay atadura ideológica alguna si sobre la base de la norma fundamental se describen como ordenamientos jurídicos válidos los sistemas que imperaron en la Alemania nazi o en la Unión Soviética de Stalin.

Que en cierto país, por ejemplo, la norma fundamental confiera poder normativo a la voluntad de un monarca, así como a los órganos en los cuales este delegue el poder de crear derecho, es una formulación condicionada. El supuesto de validez de tal norma fundamental no es arbitrario, sino que depende de la verificación de determinados hechos.

Una norma fundamental es supuesta válida en tanto y en cuanto el ordenamiento jurídico cuya validez reposa en ella logre un mínimo de eficacia, es decir, que haya cierto grado de correspondencia entre lo que el ordenamiento prescribe y la realidad social objeto de tal prescripción. La relación entre el derecho y la realidad social es la relación entre el deber ser y el ser, entre la validez y la eficacia. La tensión de este vínculo ha de moverse entre un mínimo y un máximo de eficacia del ordenamiento jurídico.

Fuera de esos límites, el ordenamiento pierde sentido. Si no hubiera discrepancia alguna entre el derecho y los hechos, el derecho dejaría de ser tal, esto es, un orden prescriptivo, para trastocarse en un conjunto de proposiciones descriptivas; se ordenaría lo que efectivamente ocurre en la realidad.

De igual modo, tampoco tendría sentido un ordenamiento jurídico que, en términos generales, no guardase cierta concordancia con la realidad social; los hechos deben, en alguna medida, hacer eco a las prescripciones del derecho. Un mínimo de eficacia es condición de la validez del sistema jurídico; la validez de la norma fundamental de determinado ordenamiento jurídico es supuesta a condición de que dicho ordenamiento obtenga cierto grado de cumplimiento. Esto no significa que haya identidad entre validez y eficacia.

“La eficacia del orden jurídico es una condición, no la razón de validez de las normas que lo constituyen. Estas son válidas no en cuanto el orden total tiene eficacia, sino en cuanto son constitucionalmente creadas. Son válidas, sin embargo, sólo a condición de que el orden jurídico total sea eficaz…” (Kelsen, 1958:140).

La ineficacia generalizada de un ordenamiento jurídico es el preámbulo de una revolución. Jurídicamente, hay una revolución cuando un orden jurídico emerge en una forma no prevista en el ordenamiento anterior. Si una Constitución es dictada sin atenerse a las disposiciones de la Constitución precedente, estamos ante una ruptura revolucionaria.

En este punto carece de importancia examinar si tal substitución se produce mediante un levantamiento violento contra los individuos que hasta entonces tenían el carácter de órganos “legítimos”, capacitados para crear o modificar el orden jurídico. Carece igualmente de importancia investigar si la substitución se efectúa a través de un movimiento emanado de la masa del pueblo, o a través de personas que ocupan posiciones dentro del gobierno.

Desde el punto de vista jurídico, el criterio decisivo de una revolución es que el orden en vigor es derrocado y reemplazado por un orden nuevo, en una forma no prevista por el anterior (p. 138; destacado nuestro).

El triunfo de la revolución entraña que el orden emergente es, en términos generales, eficaz y que, correlativamente, el orden viejo deja de existir. Si la empresa revolucionaria fracasa, sus promotores serán juzgados como delincuentes conforme al ordenamiento jurídico contra el cual irrumpieron. La revolución triunfante significa un cambio de norma fundamental: ya no se supone válida la norma fundamental que confería poder normativo a los precursores del orden suprimido, sino que se supone válida la norma fundamental que confiere juridicidad a los actos del grupo revolucionario triunfante.

Ahora bien, el postulado de la norma fundamental como norma presupuesta que fundamenta la validez de un orden jurídico nacional tiene como premisa la consideración de tal orden en tanto orden soberano, es decir, independiente de cualquier otro ordenamiento jurídico, particularmente del ordenamiento jurídico internacional. Se trata de una perspectiva interna del sistema jurídico nacional.

La incorporación de la perspectiva externa, esto es, de la óptica del derecho internacional, produce variaciones en el desarrollo kelseniano en torno a la norma fundamental. En la discutida cuestión de las relaciones entre los derechos nacionales y el derecho internacional, Kelsen toma partido por la primacía del derecho internacional sobre los derechos nacionales (Kelsen, 1958:436 y ss.; Nino, 1983:143), lo cual repercute en el tema de la norma fundamental.

Hemos visto que la eficacia es una condición de validez del ordenamiento jurídico en su conjunto, por lo cual el presupuesto de la norma fundamental, en tanto fundamento de validez del ordenamiento jurídico, depende de cierto grado de cumplimiento de este. El principio de eficacia o efectividad es una norma positiva de carácter consuetudinario que forma parte del derecho internacional. Su función es servir de criterio de reconocimiento por parte de la comunidad internacional, a los regímenes de los estados nacionales que logran control duradero del territorio y población correspondientes y, por lo tanto, se asumen como jurídicamente válidas las normas emanadas de ellos.

La adhesión a la primacía del derecho internacional significa que los derechos nacionales forman parte del mismo en cuanto este les confiere validez. Si se acepta tal primacía, como lo hace Kelsen,

… el fundamento de validez de los órdenes jurídicos estatales particulares es reconocido en una norma positiva del derecho internacional (el principio de eficacia), en su aplicación a la Constitución del Estado –sobre cuya base se ha erigido el orden jurídico estatal particular–, el problema de la norma fundante básica queda desplazado… el fundamento de validez de los órdenes jurídicos estatales particulares ya no se encontrará en una norma presupuesta, sino en una norma jurídica positiva (el principio de eficacia), implantada efectivamente, del derecho internacional… (Kelsen, 1955:226).

Los ordenamientos jurídicos nacionales aparecen, así, como subsistemas de un sistema jurídico a escala planetaria. Cabe preguntar, como lo hace Kelsen, sobre el fundamento de validez de este sistema. El derecho internacional está constituido por las resoluciones de los organismos internacionales (como, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas), los cuales son creados por tratados internacionales, por lo que dichas resoluciones derivan su validez de estos tratados. A su vez, los acuerdos internacionales fundamentan su validez en el principio pacta sunt servanda, principio este que, al igual que el principio de eficacia, es una norma consuetudinaria.

La costumbre internacional es el estrato superior del sistema de derecho internacional. De allí que a la pregunta sobre el fundamento de validez de este sistema, Kelsen responda con la siguiente norma fundamental presupuesta:

“Los Estados deben conducirse en la forma en que han solido hacerlo” (Kelsen, 1958:440) o “Los Estados –es decir, los gobiernos estatales– deben comportarse en sus relaciones recíprocas, o bien la coacción de un Estado contra otro, debe ejercerse bajo las condiciones y en la manera que corresponda conforme a una costumbre interestatal dada” (Kelsen, 1981:227).

En todo caso, al insertar la noción de eficacia en su teoría, Kelsen contamina su programa de purificación del derecho. Como vimos, con el postulado de la norma fundamental, dicho autor no solo pretende distanciarse de toda consideración valorativa acerca del derecho, sino también del mundo fáctico en que se desenvuelve el enfoque sociológico o politológico. Su propuesta se orienta a condensar el derecho como orden normativo, esto es, situándolo en el plano del deber ser, en contraposición al plano del ser y marcando diferencia con el deber ser axiológico.

Pues bien, la remisión a la eficacia es una remisión al mundo fáctico, al terreno de los hechos; en suma, al ámbito del ser. El concepto kelseniano de validez, que tiene como piedra angular a la norma fundamental, es un concepto normativo que, en cuanto tal, se despliega en el ámbito del deber ser. Pero la validez de un orden jurídico, según Kelsen, se encuentra afectada por la eficacia del mismo orden.

No cabe presuponer la validez de una norma fundamental si el sistema jurídico derivado de ella no obtiene un mínimo de eficacia. Los hechos deben concordar, en alguna medida, con el derecho; el ser de la realidad social condiciona el deber ser del derecho.

Con este planteamiento, la teoría pura de Kelsen gana en completitud, pero pierde en coherencia.

Por otra parte, la relación entre validez y eficacia establecida por Kelsen, según la cual el orden jurídico ha de moverse entre un límite inferior y un límite superior de eficacia, peca de vaguedad. Y ello no tanto porque no se precisen las “fronteras” de la eficacia, sino porque Kelsen no tiene en cuenta las dimensiones cualitativas del tema. Un ordenamiento jurídico puede ser, en general, eficaz en la mayor parte de sus contenidos, pero ineficaz en ciertos contenidos que, aunque cuantitativamente minoritarios, son políticamente esenciales para el sostenimiento del sistema y, por lo tanto, para su validez. Diversamente, un ordenamiento jurídico puede ser ineficaz en sus aspectos cualitativamente subalternos, aunque mayoritarios, y eficaz en sus aspectos cualitativamente relevantes (aunque minoritarios) para la supervivencia del sistema.

En el primer caso, la ineficacia cualitativamente significativa debería vulnerar la validez del sistema; al contrario, en el segundo caso, la ineficacia cualitativamente irrelevante no parece que tenga que hacer mella en la validez del ordenamiento jurídico.

Además, en la teoría pura el tema de la ineficacia es propicio para referirse indirectamente al fenómeno de la revolución, es decir, como ya apuntamos, a la instauración de un nuevo orden jurídico sin atender a las condiciones que, para tal efecto, establece el orden anterior. Semejante ruptura es presentada como manifestación de que el ordenamiento jurídico precedente ha perdido el mínimo de eficacia requerido para preservar su validez.

Sin embargo, es posible que un sistema jurídico deje de tener un mínimo de eficacia sin que ello vaya acompañado de ninguna tentativa revolucionaria, sino de una situación de anarquía generalizada más o menos duradera. En un estado de cosas de tal naturaleza, tendríamos un orden jurídico sin un mínimo anclaje en la realidad social y sin que emerja otro ordenamiento jurídico que lo sustituya. Kelsen no se ocupa de situaciones como la reseñada en sus desarrollos sobre las relaciones entre validez y eficacia.

Si aplicáramos estrictamente la ecuación kelseniana a dicha hipótesis, deberíamos concluir en que hay ausencia de ordenamiento jurídico, puesto que el que fungía como tal pierde validez en razón de su falta de eficacia. Sin embargo, salvo que el estado de anarquía desemboque en la disolución social, pensamos que mientras que el orden jurídico vapuleado por la anarquía no sea sustituido por otro, preserva su validez pese a no contar con un mínimo de eficacia y, en consecuencia, debe seguirse suponiendo válida la norma fundamental en la cual se basa la existencia de dicho ordenamiento.  Donde hay una sociedad hay también un derecho, dice el adagio romano; y ello es así aunque se trate de sociedades y derechos primitivos.

Por último, es significativo que el principio de eficacia opere de distinto modo según asumamos el ordenamiento jurídico nacional como un orden soberano o en su relación con el derecho internacional. En la primera perspectiva (perspectiva interna), la eficacia es condición mas no razón de la validez del ordenamiento jurídico; la razón de validez de este tiene arraigo en la norma fundamental presupuesta.

En la segunda perspectiva (perspectiva externa), el principio de eficacia aparece como una norma positiva de derecho internacional, la cual se erige en razón o fundamento de validez de los ordenamientos nacionales, sobre la base de la primacía del derecho internacional en relación con los derechos nacionales, que Kelsen postula. La norma fundamental presupuesta como fundamento de validez del orden jurídico nacional queda así desplazada por el principio de eficacia, en tanto norma positiva del derecho internacional, tornándose aquella superflua.

Ahora bien, el que Kelsen trabaje con ambas perspectivas obedece a que, según él, no hay razones jurídico-científicas para inclinarse por alguna de las dos; la decisión a favor o en contra de una de ellas no es científica, sino política (Kelsen, 1955:347). La opción de Kelsen por la primacía del derecho internacional es, entonces, política y no científica. Desde el ángulo científico, se limita a exponer ambos enfoques.

RELACIONES ENTRE LA NORMA FUNDAMENTAL Y EL PODER POLÍTICO

En la óptica de la Teoría Política, el poder político es un tipo de poder social. “El poder social podemos entenderlo como la capacidad que un individuo o un conjunto de individuos tiene para afectar el comportamiento (o, en sentido quizás más general, a los intereses) de otro o de otros” (Atienza, 2001:119). Existen, además del poder político, otros tipos de poder social, destacando el poder económico y el poder ideológico.

El poder económico es el que se vale de la posesión de ciertos bienes necesarios o considerados como tales, en una situación de escasez, para inducir a quienes no los poseen a adoptar una cierta conducta, que consiste principalmente en la realización de un trabajo útil (Bobbio, 1989:10-11).

El poder ideológico es el que se sirve de la posesión de ciertas formas de saber, doctrinas, conocimientos, incluso solamente de información, o de códigos de conducta, para ejercer influencia en el comportamiento ajeno e inducir a los miembros del grupo a realizar o dejar de realizar una acción (p. 111).

Por su parte, el poder político “… es definido como el poder que para obtener los efectos deseados… tiene derecho de servirse, si bien en última instancia, como extrema ratio (razón extrema), de la fuerza” (p. 108). Quien tiene el derecho exclusivo de utilizar la fuerza en un cierto territorio y sobre la población respectiva es el soberano. El poder político es, en relación con las restantes clases de poder social, el poder supremo, el cual, en las sociedades modernas, tiene como su “portador” al Estado.

Por otra parte, las tres formas de poder social convergen en la instauración  y sostenimiento de sociedades de desiguales: fuertes y débiles (poder político), ricos y pobres (poder económico) y sapientes e ignorantes (poder ideológico); en suma, superiores e inferiores.

Pues bien, centrados en el poder político en tanto poder supremo, y en la norma fundamental en tanto norma suprema, trataremos de bosquejar algunas líneas de relación entre uno y otro.

A) Atienza sostiene que la norma fundamental de Kelsen cumple la función de juridificar el poder, haciendo “… que lo que de otra manera no sería más que un acto desnudo de poder… se convierta en un acto jurídico…” (Atienza, 2001:140).

En tal sentido, cabe destacar que es muy frecuente la utilización de expresiones como “mandatos constitucionales” o “la ley ordena”. Dichas expresiones tienen un sentido figurado, puesto que si de órdenes o mandatos se trata, ellos solo pueden ser impartidos por los hombres. Esta visión imperativista tiene su raíz en autores como Austin, para quien el derecho se reduce a “órdenes de un soberano, respaldadas por amenazas”.

Si tú expresas un deseo de que yo haga u omita algún acto, y vas infligirme un daño en caso de que no cumpla tu deseo, la expresión o formulación de tu deseo es un mandato. Un mandato se distingue de otras manifestaciones de deseo no por el estilo en que el deseo se manifiesta sino por el poder y el propósito por parte del que lo emite de infligir un daño o castigo en caso de que el deseo no sea atendido (Finch, 1977:117; cit. en Austin).

Ahora bien, definir el derecho en términos de órdenes o mandatos no permite dar cuenta de las relaciones entre los hombres como relaciones jurídicas, sino como relaciones de poder. Se trata de una lectura política de la realidad social y no, conforme se pretende, de una lectura jurídica de la misma. Jurídicamente, la sociedad es un sistema de normas, merced al cual, como ya apuntamos, las relaciones humanas pueden ser percibidas como derechos, obligaciones, responsabilidades, etc.

Una norma jurídica es el sentido objetivo de un acto de voluntad, en tanto que un mandato es el acto de voluntad mismo. La primera se obtiene a partir de la norma fundamental; el segundo (el mandato) a partir del poder político. Bajo el presupuesto de la norma fundamental, el mandato deja paso a la norma, el querer al deber ser.

En ese orden de ideas, todo hecho humano puede ser aprehendido tanto bajo la forma del “ser” como bajo la forma del “deber ser”. Una manifestación de voluntad en clave del “ser”, da lugar a una explicación causal, en cuyo marco dicho acto volitivo es un eslabón dentro de la cadena de la causalidad respectiva; la misma manifestación, en clave del “deber ser”, da lugar a una explicación en términos de imputación normativa. Cuando la voluntad de uno o varios individuos tiene por objeto la conducta de otro u otros individuos, en la lógica del “ser” aparece como una orden o mandato, relación de poder que, desde la mira de quienes reciben la orden, se encuentra significada por la expresión “se vio obligado”. Diversamente, en la lógica del “deber ser” la voluntad en cuestión significa una norma, por cuya virtud los “súbditos” no se “ven obligados”, sino que “tienen una obligación” (Martín, 1998:178).

Por otra parte, el poder político, es decir, el poder que “detenta” el Estado, se resuelve en la relación entre validez y eficacia del ordenamiento jurídico.

El poder del Estado a que el pueblo se encuentra sujeto, no es sino la validez y eficacia del orden jurídico, de cuya unidad deriva la del territorio y la del pueblo. El “poder” tiene que ser la validez y eficacia del orden jurídico nacional, si la soberanía ha de considerarse como una cualidad de tal poder. Pues la soberanía únicamente puede ser la cualidad de un orden normativo, considerado como autoridad de la que emanan los diversos derechos y obligaciones (Kelsen, 1958:302).

Hemos visto que en la teoría pura la validez de un ordenamiento jurídico nacional se encuentra condicionada por la eficacia de ese ordenamiento. No puede seguir suponiéndose válida la norma fundamental de un orden jurídico que, en términos generales, ha perdido eficacia. Pero, conforme advertimos, desde la perspectiva interna del sistema jurídico nacional, la eficacia es condición pero no la razón de la validez.

No cabe reducir la validez a la eficacia, el deber ser al ser. El orden jurídico se distingue de la realidad social por la misma circunstancia de que dicho orden se dirige a ella; la realidad puede concordar o no con el ordenamiento jurídico, en la medida en que la misma es diferente a tal ordenamiento. La eficacia se da en los hechos, la validez en el derecho. “La eficacia del derecho pertenece al reino de lo real y es llamada a menudo poder del derecho. Si sustituimos la eficacia por el poder, entonces el problema de validez y eficacia se transforma en la cuestión más común del “derecho” y “el poder”.

En tal supuesto, la solución aquí ofrecida resulta simplemente la afirmación de la vieja verdad de que si bien el derecho no puede existir sin el poder, derecho y poder no son lo mismo. De acuerdo con la teoría presentada en estas páginas, el derecho es un orden u organización específicos del poder” (p. 142).

En otra obra, Kelsen, refiriéndose al mismo punto, concluye en lo siguiente: “De esta manera, nos hemos limitado a formular en términos científicamente exactos la vieja verdad de que el derecho no puede subsistir sin la fuerza, sin que sea, empero, idéntico a ella. Consideramos al derecho como un modo de organizar la fuerza” (p. 143).

De dichas citas se desprende que, al parecer, Kelsen considera que el poder político se identifica con la fuerza. Poder político, eficacia del derecho y fuerza serían sinónimos. El poder político es la eficacia del derecho y esta se obtiene por la representación que los individuos se hacen de los actos coactivos dispuestos por las normas jurídicas, la cual los induce a acatar las normas del derecho. Pero la existencia del derecho es su validez; discurre en el plano del deber ser y, por lo  tanto, no se confunde con la sinonimia poder político-eficacia-fuerza, aun cuando, como queda dicho, no puede prescindir de ella.

B) Por su parte, Peces Barba considera que la norma fundamental kelseniana “…es el enmascaramiento de la voluntad del poder, y aunque se ajusta a la exigencia de que el deber ser deriva de otro deber ser y no incurre en la falacia naturalista (en derivar del ser un deber ser), lleva hasta extremos que dificultan la comprensión de la realidad” (Peces Barba y otros, 1999:105).

Ciertamente, en el escalonamiento jerárquico de las normas jurídicas, cada norma deriva su validez de otra norma ubicada en una grada superior. Ello significa que el deber ser que cada norma comporta se fundamenta en otro deber ser, es decir, en otra norma. Este encadenamiento del deber ser tiene su punto culminante en la norma fundamental que, en tanto norma supuesta, es un deber ser supuesto, del cual derivan las normas puestas o deber ser puestos.

Como dice Peces Barba, con ello Kelsen preserva la consistencia de su sistema, al no derivar un deber ser del ser. Ahora bien, el poder político, en cuanto eficacia del ordenamiento jurídico, se mueve en el campo del ser, por lo cual no cabe, so pena de incurrir en la falacia naturalista, extraer del mismo un ordenamiento del deber ser como el derecho.

Ya vimos, por lo demás, que la eficacia (el poder) es condición, mas no razón de la validez del derecho. Pero el reparo de Peces Barba radicaría en que el

deber ser que representa la norma fundamental es un velo que encubre la realidad fáctica del poder político, entorpeciendo la comprensión de la relación entre este y el derecho.

A fin de ilustrar la tesis del enmascaramiento de Peces Barba, nos valdremos de una exquisita metáfora expuesta por Pattaro:

Se sabe que la sangre azul no es fáctica, naturalmente azul: una persona es noble si, cuando y porque su padre es noble; su padre es noble porque también era noble su abuelo y así se sube a lo largo del árbol genealógico hasta que –según la capacidad del historiador de la familia– se llega o a una divinidad fundadora de la estirpe o a un vil acto de bandidaje, fuentes primeras del título de nobleza…

Para explicar la validez de las normas jurídicas que constituye una especie de nobleza, Kelsen se sirve de un criterio que podríamos denominar genealógico. Pero en lo que concierne al origen de tal nobleza, no recurre a la solución de la divinidad fundadora de la estirpe, que probablemente lo enredaría en alguna forma de iusnaturalismo (cuando él se proclama antiiusnaturalista), ni opta tampoco por el crudo acto de bandidaje, con una opción que lo reduciría a una especie de realismo (a la que es contrario): se aferra, por el contrario, a un expediente menos empeñativo y más artificioso… Imaginemos que el historiador de la familia diga lo siguiente: “Señores, ustedes son nobles”. Que son nobles significa que pertenecen a una estirpe aristocrática. La pertenencia a la estirpe deriva del nacimiento.

Como dice el poeta, “es noble el que largamente desciende de recios abolengos de purísima sangre azul”… Sin embargo, no pueden ustedes pretender remontarse de recios abolengos en recios abolengos, de nacimiento en nacimiento, hasta el infinito. Llegarán, inevitablemente, a un antepasado, el fundador de la estirpe, cuyos orígenes son oscuros e inciertos, es decir, no son identificables, determinables y certificables, como sucede en el caso de los descendientes… Entonces hay dos posibilidades: o bien se reconocen ustedes como plebeyos porque no pueden demostrar la nobleza del fundador de la estirpe, y arrastran en el fango a todas las generaciones de la familia; o bien suponen que el fundador de la estirpe fuera noble, cosa que les conviene, aunque no lo fuera efectivamente, porque si no lo hacen así, la cuidadosa investigación de su historiador familiar, todos los diplomas y certificados que ha encontrado, pierden su significado, su rigurosa construcción se convierte en vaniloquio… Puestos en esta alternativa, es muy probable que opten por la segunda solución, tanto más cuando no plantee dudas el caso de las generaciones intermedias, y dependa, en buena medida, su riqueza del abolengo. Normalmente, los juristas realizan, consciente o inconscientemente, su elección en este sentido (Pattaro, 1986:74-75).

Así como se supone que el fundador de la dinastía (a que alude la metáfora Pattaro) fuese un aristócrata para salvar la nobleza de sus descendientes, se supone la validez de la norma fundamental para salvar la validez de todas las normas que derivan de ella. Los nobles no pueden descender de los plebeyos; el derecho (vale decir, su validez, que es su forma de existencia) no puede derivar de un puro acto de fuerza o poder.

De allí que en etapas de aguda transición política, los juristas asuman un rol especialmente protagónico, librando enconadas batallas en torno a si gozan de legitimidad o validez jurídica los actos emanados de la nueva configuración del poder político que caracteriza a dichas etapas.

Es posible que, en algún sentido, tenga razón Peces Barba al afirmar que la norma fundamental entorpece la comprensión de la realidad. Pero en otro sentido, y jugando con la metáfora de Pattaro, sin norma fundamental no habría nobles y, por lo tanto, tampoco plebeyos.

C) Conforme ya señalamos, en la teoría política se considera que el Estado es el “portador” del poder político, denotando con ello que este es una entidad social o fáctica, diferenciada, por lo tanto, del derecho. Así, el Estado, en cuanto “portador” del poder político, crea el derecho al cual queda sometida la población, perfilándose la idea de que la conducta de los integrantes de la misma se sujeta a la “voluntad” del Estado y no, en realidad, a la voluntad de otros individuos.

Además, el mismo Estado queda sometido al derecho por él creado, como si se tratara de un hombre o de un superhombre. Kelsen, bajo el presupuesto de la norma fundamental, desvirtúa tal orden de ideas. Su tesis en relación con el Estado forma parte de su concepto de persona, es decir, que aborda al Estado como una persona jurídica.

En la teoría pura (Kelsen, 1995:125 y ss.), la expresión persona designa un haz de obligaciones, de responsabilidades y de derechos subjetivos. La persona “natural” o “física” no es el hombre. El hombre es una noción biológica, fisiológica y psicológica; el hecho de que las normas mencionen al hombre, no convierte a este en una noción jurídica. La persona sí es una noción jurídica o más exactamente una noción de la ciencia del derecho. La persona “natural” es la unidad de una pluralidad de deberes, derechos y responsabilidades o, lo que es lo mismo, la unidad de una pluralidad de normas jurídicas que regulan la conducta de un solo y mismo individuo.

Decir de un hombre que es una persona significa que algunas de sus conductas son el contenido de normas jurídicas; su personalidad es el punto común al cual deben ser referidas las acciones u omisiones reguladas por dichas normas. En suma, la persona “natural” es un orden jurídico parcial que regula la conducta de un individuo, atribuyéndole derechos, deberes y responsabilidades.

También la denominada persona “jurídica” es la unidad de una pluralidad de normas jurídicas que regulan, ya no la conducta de un individuo, sino de un conjunto de individuos colectivamente considerados. La persona “jurídica” no es, entonces, una suerte de superhombre. Es, al igual que la persona “natural”, la personificación de un orden jurídico, fruto de una visión antropomórfica del derecho.

No hay diferencia entre ambas; tanto la una como la otra son personas jurídicas, es decir, construcciones de la ciencia del derecho. Como quiera que el derecho regula solo conductas humanas, los deberes, derechos y responsabilidades de una persona “jurídica”, lo son de los individuos que la componen. En la persona “jurídica” se produce una distribución de funciones: el orden jurídico total califica la conducta (elemento material) y delega en el orden jurídico parcial que la persona “jurídica” conforma (los estatutos de una sociedad mercantil, por ejemplo), la determinación del o los individuos (elemento personal) a los que incumbe tal conducta.

La propiedad de una persona “jurídica” es la propiedad colectiva de sus miembros. Un crédito de dicha persona es un crédito colectivo de los individuos que la componen y si el órgano autorizado para ello entabla litigio, los valores resultantes de la respectiva ejecución forzada se integran a la propiedad colectiva de aquellos. De igual modo, el incumplimiento de una deuda de la persona “jurídica” compromete la responsabilidad colectiva de sus miembros. Una compañía anónima, un sindicato o un partido político son ejemplos de personas “jurídicas”, esto es, de órdenes jurídicos parciales que regulan la conducta colectiva de sus socios o de sus afiliados.

El Estado es una persona “jurídica”, pero su peculiaridad es que no personifica un orden jurídico parcial, sino el ordenamiento jurídico total. El Estado constituye la unidad de la totalidad de las normas jurídicas del ordenamiento jurídico nacional.

En las comunidades estatales, el Estado se identifica con el orden jurídico. Al igual que en las personas “jurídicas” intermedias, con respecto al Estado hay una distribución de funciones, en cuanto que el ordenamiento jurídico internacional califica la conducta y remite al orden jurídico interno que el Estado personifica (el cual, desde el punto de vista del derecho internacional, aparece como un orden jurídico parcial) la determinación de los individuos a los que compete dicha conducta.

La deuda externa asumida por un Estado compromete la responsabilidad colectiva de sus súbditos, así como queda comprometida dicha responsabilidad por la transgresión del derecho internacional cometida por un jefe de Estado.

Es usual caracterizar al Estado como una organización política. Pero así sólo se expresa que el Estado es un orden coactivo, puesto que el elemento específicamente ‘político’ de esa organización reside en la coacción ejercida de hombre a hombre, regulada por ese orden; en los actos coactivos que ese orden estatuye.

Se trata justamente de aquellos actos coactivos que el orden jurídico enlaza a las condiciones que determina. Como organización política, el Estado es un orden jurídico. Pero no todo orden jurídico es un Estado. Ni los órdenes jurídicos preestatales de las sociedades primitivas ni el orden jurídico supra o interestatal del derecho internacional configuran un Estado (Kelsen, 1981:291).

Es incorrecto describir al Estado como “un poder detrás del derecho”, pues esta frase sugiere la existencia de dos entidades separadas allí donde sólo hay una, a saber, el orden jurídico (Kelsen, 1958:227).

De lo expuesto se desprende que en las sociedades centralmente organizadas el Estado es el ordenamiento jurídico, vale decir, que el Estado se reduce a un cuerpo normativo. Por lo tanto, señalar que el Estado es el “portador” del poder político equivale a afirmar que dicho poder reposa en el ordenamiento jurídico. Y, así considerado, el poder, según apuntamos, es la eficacia de ese ordenamiento, cuya función es organizarlo.

D) En su primera etapa, Kelsen sostuvo que las normas jurídicas eran juicios hipotéticos, es decir, proposiciones condicionales del tipo “si es A debe ser B”. Pero a partir de 1945, con la publicación de la Teoría general del derecho y del Estado, y más claramente con la aparición de la última versión de la teoría pura, el autor vienés distingue nítidamente las normas jurídicas de las proposiciones jurídicas mediante las cuales la ciencia del derecho describe las primeras.

Así, asienta que la norma jurídica es el sentido objetivo de un acto de voluntad, en tanto que la proposición jurídica es un juicio hipotético. Si la norma jurídica es el sentido de un acto de voluntad, la proposición jurídica, bajo la forma de un juicio hipotético, es el sentido de un acto de conocimiento. De modo tal que, en su última etapa, Kelsen abandona la tesis según la cual la norma jurídica es un juicio hipotético.

Esta variación, en principio, no afectó su enfoque acerca de la norma fundamental.

Kelsen siguió sosteniendo la tesis de que la norma fundamental es pensada, no querida; que se trata de la presuposición hipotética de todo conocimiento jurídico.

Sin la hipótesis de la norma fundamental no hay conocimiento específicamente jurídico, es decir, no es posible la interpretación normativa de ciertos hechos. Sin embargo, a la postre, su cambio de enfoque en torno a la norma jurídica habría de repercutir en su formulación de la norma fundamental.

En efecto, Kelsen cambia su formulación de la norma fundamental. El razonamiento es el siguiente: la validez de las normas solo puede fundarse en otras normas; una norma solo puede ser el sentido de un acto de voluntad, no de un acto de pensamiento. Como fundamento último hay que presuponer una norma fundamental, pero no se puede presuponer una norma sin presuponer el acto de voluntad que la crea; por tanto, cuando se presupone la norma fundamental hay que imaginarla como producto de alguien, lo cual, si no se quieren asumir postulados metafísicos, es una ficción. Luego, en cuanto producto de un autor ficticio, la norma fundamental es también una ficción. La norma fundamental, entonces, ya no es hipótesis gnoseológica, sino una ficción. En palabras de Kelsen:

En mis escritos anteriores he hablado de normas que no son el sentido de un acto de voluntad. He presentado toda mi doctrina de la norma fundamental como una norma que no es el sentido de un acto de voluntad, sino que es presupuesta en el pensamiento.

Ahora, desgraciadamente, debo admitir, señores míos, que no puedo seguir manteniendo esa doctrina, que debo abandonarla… La he abandonado ante la conciencia de que un deber ha de ser el correlato de un querer. Mi norma fundamental es una norma ficticia, que presupone un acto de voluntad ficticio que dicta esta norma. Es la ficción de que una autoridad quiere que esto deba ser... Tuve que modificar mi doctrina de la norma fundamental. No puede haber normas meramente pensadas, es decir, normas que sean el sentido de un acto de pensamiento, no el sentido de un acto de voluntad. Lo que se piensa con la norma fundamental es la ficción de un acto de voluntad que realmente no existe (García Amado, 1996:104; Kelsen, 1994:251-252).

Ahora bien, una vez que se admite que la norma fundamental es una ficción,

no se ve el motivo teórico por el cual Kelsen mantiene el postulado de dicha norma, toda vez que las ficciones no desempeñan papel alguno en el conocimiento. ¿A qué se debe ese empecinamiento de Kelsen? En nuestra opinión, este empeño atiende a razones prácticas y no teóricas: la afirmación del primado del derecho sobre el poder, primado que se manifiesta en el postulado de la norma fundamental. En una teoría normativa como la de Kelsen, dicha norma cierra el sistema jurídico, al cual queda subordinado el poder.

CONCLUSIONES

Con la tesis de la norma fundamental, Kelsen persigue construir una ciencia del derecho autónoma, fundada en la normatividad de su objeto. A ese efecto, excluye de dicho objeto los elementos valorativos y fácticos, particularmente los de carácter político. En relación con estos últimos, plantea un claro deslinde entre el dominio de lo jurídico y el dominio de lo político.

En su concepción clásica, la norma fundamental cumple diversas funciones: es una hipótesis gnoseológica, en tanto es constitutiva de la normatividad del derecho; es el fundamento último de validez de las normas jurídicas; confiere unidad a la pluralidad de normas; determina la pertenencia de las normas al sistema. La noción clave que aporta la norma fundamental es la de validez, la cual se erige en el modo específico de existencia de las normas jurídicas.

Sin embargo, la teoría pura, pese a su afán de pureza, no puede sustraerse de los hechos, a saber: la eficacia del derecho. Sin un mínimo de eficacia no cabe predicar la validez del orden jurídico, ni suponer válida la norma fundamental en la cual dicho orden reposa. De la ineficacia se sigue la revolución, es decir, la producción de un nuevo orden jurídico sin atenerse a lo dispuesto en el orden anterior y el consiguiente cambio de norma fundamental.

En todo caso, con la introducción de la eficacia aparece en escena el poder político, toda vez que, en la teoría pura, el poder político es la eficacia del derecho.

La norma fundamental confiere juridicidad al poder político, dado que, a la

luz de ella, las relaciones humanas se revelan como relaciones jurídicas y no como relaciones de poder. Se sustituye la idea de mandato por la de norma jurídica. Con ello, la obediencia es dispensada a las normas y no a las órdenes de los individuos que detentan el poder.

La relación entre validez y eficacia equivale a la relación entre derecho y poder; el derecho es una forma de organizar el poder. El poder político es la eficacia del derecho, la cual se obtiene mediante el disuasivo de la fuerza.

En las sociedades centralmente organizadas, se refiere el poder político al Estado; el Estado es quien detenta el poder. Sin embargo, este planteamiento sugiere que el Estado es una entidad fáctica diversa, por tanto, del derecho. En realidad, Estado y derecho se identifican; el primero es la personificación del segundo. En tal tipo de sociedades, el Estado es el ordenamiento jurídico y su poder, en consecuencia, es el poder de este ordenamiento.

Al reformular la norma fundamental, reduciéndola a una ficción, Kelsen debilita su tesis desde el punto de vista teórico, pero aun así preserva la norma fundamental por una razón práctica: asentar la primacía del derecho sobre el poder político. Por otra parte, la ficción de la norma fundamental evita incurrir en la falacia naturalista, al no derivar un deber ser de un ser. El poder político se mueve en el campo del ser, por lo que mal puede derivarse de él un ordenamiento del deber ser como el derecho.

No obstante, hay algo de verdad en la afirmación de que la norma fundamental enmascara el poder político, dificultando la comprensión de la realidad. Utilizando un símil anatómico, podríamos decir que con la lupa de la norma fundamental tiende a verse el organismo jurídico como un sistema óseo o un esqueleto, oscureciendo las funciones nerviosas, respiratorias, digestivas, etc. del mismo. Estas funciones, precisamente, son las que entrelazan la teoría jurídica con la teoría política.

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Aproximación al pensamiento jurídico-político de Hans Kelsen. John Restrepo-Tamayo. 2015

INTRODUCCIÓN

La intervención de Hans Kelsen en el campo del derecho fue decisiva, hasta el punto de que resulte correcto señalar que existe un antes y un después de él. Antes, se hablaba de iusnaturalismo o de una comprensión del derecho a partir de la justicia. Después, la comprensión del derecho a partir de la validez. La importancia de Kelsen radica en lo enorme de sus pretensiones: pensar el derecho al margen del iusnaturalismo y demostrar que lo que hasta entonces se llamaba positivismo no era más que un iusnaturalismo con matices positivistas.

Fue precisamente esa férrea pretensión la que le arrojó consecuencias favorables y problemáticas. Favorables porque puede afirmarse que existe un consenso en aceptar que Kelsen es el jurista más importante del siglo XX; problemáticas porque su tesis de que todo Estado solo puede ser Estado de derecho permitió concebirlo como tolerante con los regímenes totalitarios que hacían presencia a lo largo y ancho de Europa.

Dada la influencia que ejerce Kelsen en el campo del derecho y de la restructuración de las instituciones políticas durante la segunda década del siglo XX, se ha hecho de Kelsen un mito. Y en este sentido, es mucho más lo que se dice que hizo o dijo de lo que efectivamente él hizo o dijo. Es por ello que las posiciones en torno a Kelsen oscilan desde el defensor más radical del positivismo hasta quienes lo ubican como precursor del lenguaje jurídico constitucional que nos rige hoy.

La primera posición radical positivista es la que nos ha presentado a un Kelsen que concibe el derecho como un sistema cerrado y autosuficiente en el que no hay lugar a lagunas o vacíos. Un sistema normativo en el que el legislador ya lo ha previsto todo y, por ende, no deja margen de discrecionalidad al juez. Un sistema normativo en el que solo la validez formal determina qué es el derecho.

Esta validez formal establece que la obligatoriedad de una norma radica en que haya sido creada por el órgano competente y según unas formalidades preestablecidas. Queda por fuera cualquier reflexión sobre el contenido. Hemos aprendido que para Kelsen el único creador del derecho es el legislador; pues bajo la lógica clásica de la división de las funciones del poder público, es el legislador quien ha sido elegido por el pueblo para hacer las normas. Por lo tanto se supone, además, que el legislador cumple a cabalidad esta función cuando plasma en un código el conjunto de enunciados normativos que condicionan futuras y posibles conductas humanas sobre las cuales debe regirse racionalmente el juez para proveer al sistema de seguridad jurídica. La pregunta por la justicia de la norma es jurídicamente insignificante. Mientras esta sea válida debe ser obedecida.

Este conjunto de proposiciones sobre la idea del derecho de Kelsen es coherente con quienes han querido ofrecer una lectura positivista-ortodoxa.

Sin embargo, esta esfera de interpretación no es la única. La esfera que aquí proponemos es aquella en la que Kelsen bien puede ser ubicado como uno de los precursores más importantes del discurso constitucional que rige, hoy en día, a la mayoría de los ordenamientos jurídicos en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial.

Este esquema puede resumirse así: (i) existen unos derechos básicos consagrados en la Constitución que limitan al poder público; (ii) este texto constitucional es la norma que orienta y condiciona formal y materialmente todos los demás procesos de creación y aplicación del derecho y (iii) existe un poder judicial encargado de velar por la supremacía de la Constitución.

En esta dirección hablamos de un Kelsen de estirpe liberal, para quien el poder público tiene límites y para quien la democracia se sustenta filosóficamente en el relativismo, es por ello que ni jurídica ni políticamente Kelsen acepta la existencia de una única verdad ni de la asertividad judicial plena.

El derecho, como expresión del lenguaje, está sujeto a múltiples interpretaciones donde la voluntad sustituye a la razón y donde la noción de seguridad jurídica que tanto agrada a los exponentes del positivismo-ortodoxo ya no tiene lugar. Y quizás, una de las premisas más importantes con las que puede confirmarse la posición de Kelsen, en el contexto de los procesos de constitucionalización del actual derecho, radica en la sustitución de la supremacía del parlamento por la de la Constitución. A continuación, haremos una presentación esquemática de las ideas más importantes con las que se confecciona el marco de todo proceso de constitucionalización del Estado a través del cual se edifica un sistema que tiene tanto de jurídico como de político.

BREVE REFERENCIA BIOGRÁFICA

Hans Kelsen (Praga, 1881, California, 1973), nació en el seno de una familia austríaca judía (Aladár, 1976). Fue el mayor de tres hermanos. Demostró una capacidad de análisis superior a su edad. Fue un lector dedicado desde temprana edad. Luego de muchas dudas intelectuales y materiales abandonó su pasión por la literatura y por la filosofía para ocuparse de un saber que asegurara estabilidad económica y con el que pudiera auxiliar las premuras económicas familiares. Se tituló de abogado en la Universidad de Viena en 1906.

Un año antes de obtener su título de abogado publicaba un tratado de reflexión jurídico-política titulado La teoría del Estado en Dante Alighieri (Aladár, 1976). Texto que recibió buena aceptación por parte de destacados juristas tanto de Viena como de Heidelberg y Berlín. Un año después de titularse como abogado, hace públicas sus reflexiones críticas sobre el nuevo orden electoral del Parlamento Imperial Austríaco. Su vocación académica florece y concursa para hacerse a una beca que le permita trabajar en la Universidad de Heidelberg. Allí llega becado en 1908, con la intención de asistir a los cursos que en ella impartía el notable doctrinante Georg Jellinek (Aladár, 1976).

Entre Viena y Heidelberg pudo sentir el primer soplo antisemita. Las mentes más brillantes de la época empezaban a cerrar filas en torno a un ideario político en el que los judíos quedaban en una posición de extrema vulnerabilidad. Kelsen no era un judío practicante. De hecho, la religión fue un asunto que marginó por completo. Pero su condición judía le acompañaría siempre. Mientras pudo, sus intereses se dirigían de manera exclusiva al ámbito académico.

Para 1911, entregaba a la comunidad académica un nuevo trabajo titulado Problemas capitales de la teoría jurídica del Estado. Desarrolladas con base en la doctrina de la proposición jurídica. Fue un trabajo que no tuvo la acogida esperada ni la recompensa a todo el esfuerzo allí invertido (Aladár, 1976). Kelsen no perdió el aliento. Por el contrario, acusó a la poca divulgación académica de la época del silencio derivado de su trabajo.

Por ello se dio a la tarea de fundar una revista, la cual titularía Revista Austríaca de Derecho Público. Revista que empezó a publicarse a mediados de 1914 (Aladár, 1976). Este proyecto editorial se interrumpe de manera vertiginosa porque con ocasión del grito de guerra mundial es llevado a formar parte de las tropas austríacas (Aladár, 1976). No va al frente, sino que se ocupa de asuntos de oficina en el Ministerio de Guerra. Integra la oficina de indultos y revisa los escritos y pronunciamientos institucionales.

En esta dependencia constata de primera mano el trágico ocaso de la monarquía austro-húngara (Aladár, 1976). Hacia 1918 abandona la guarnición militar para incorporarse como profesor de derecho público en la Facultad de Derecho de la Universidad de Viena. Allí estaría hasta 1929, cuando las condiciones políticas y su condición judía le obligan a abandonar el país de manera inesperada (Aladár, 1976).

La llegada de Kelsen a la Universidad de Viena tuvo un eco sin precedentes. Sus disertaciones académicas gozaban de crédito tanto por la forma como por el fondo. El profesor Hans Kelsen lograba presentar unos escritos de reflexión sobre derecho público, soberanía, transición política y democracia con un estilo literario impecable a la vez que una profundidad analítica. Estas condiciones sedujeron a jóvenes juristas que querían perfeccionar su técnica académica bajo la tutela del profesor. Algunos de los asistentes a los seminarios dictados por Kelsen, con quienes se confeccionó el fundamento de la llamada Escuela de Viena, fueron: el danés Alf Ross; el alemán Julius Kraft; el francés Charles Einsemann; el holandés Martin van Praag; el japonés Tomoo Otaka; el polaco Wiktor Sukiennicki y los españoles Luis Legaz y Luis Recasens Siches (Aladár, 1976). Fue pasaje feliz en su vida.

El rigor académico nunca fue óbice para desconocer lo humano. Se caracterizó por ser un maestro benévolo, amable, asequible y comprensivo. Según su experiencia personal estimuló a sus discentes a combinar los estudios jurídicos con la literatura, el arte o la filosofía (Aladár, 1976).

El ámbito personal de Hans Kelsen en Austria oscila entre lo jurídico, lo político y lo social. No milita en ningún partido político con el ánimo de no comprometer su independencia científica (Aladár, 1976). Aunque comparte el ideario político socialdemócrata. Acepta con gusto la invitación del canciller austríaco Karl Renner de tomar parte en las discusiones y preparación definitiva de la Constitución Federal de la República Austríaca que habría de promulgarse el 1 de octubre de 1920. El aporte decisivo de Kelsen, en este proyecto académico, tuvo su lugar en la defensa jurisdiccional de la Constitución (Aladár, 1976).

En 1925 acepta la invitación del editor de la Gran Enciclopedia de Ciencias Jurídicas y Políticas de participar con un escrito sobre el derecho y el Estado. Hans Kelsen presenta un capítulo titulado “Teoría general del Estado” en el cual condensa de manera sistemática sus trabajos anteriores sobre soberanía, marxismo y problemas capitales del poder (Aladár, 1976). Este texto sirvió de fundamento, base y aliento para ampliar y desarrollar otros conceptos estructurales de su obra tales como los expuestos en Formas de Estado como formas de derecho (publicado en 1925), La idea del Estado (publicado en 1926), Ejecución federal (publicado en 1927).

Hasta 1930 combina la actividad docente con el cargo de miembro del Tribunal Constitucional austríaco. Una reforma constitucional, de notables visos políticos, modifica el sistema de elección de los integrantes del Tribunal de quienes se esperaba una filiación política explícita. Exigencia no aceptada por Kelsen. En 1930 el ciclo austríaco llega a su final. Con mucha ilusión y alegría se dirige rumbo a una nueva plaza docente que habría de desarrollar en la Universidad de Colonia como profesor de derecho internacional (Aladár, 1976).

Su estancia en Colonia fue breve. El ascenso del Nacionalsocialismo habría de ponerle límites a sus esfuerzos académicos y humanitarios. El ruido suscitado por los Nazis no dio opciones de discutir, sino de huir. En un acto administrativo de 1933 Kelsen perdió la nacionalidad alemana, la cátedra y la pensión docente.

Intentó infructuosamente regresar a la Universidad de Viena, pero allí las puertas parecían cerradas para siempre. Al parecer, el único espacio posible de conservar sus intereses académicos se lo ofrecía el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra (Aladár, 1976). Suiza era una plaza magnífica, pese al problema del idioma. Kelsen no hablaba francés con fluidez. Y en Ginebra no hablaban alemán.

Kelsen gozó de la benevolencia institucional para salir con frecuencia a dar conferencias y preparar su obra cumbre: Teoría pura del derecho, publicada en 1934 (Aladár, 1976).

La efervescencia política europea tenía en Hans Kelsen un receptor de primer nivel. Haber dejado Austria acarrearía unas consecuencias vitales sin precedentes. Alemania y Suiza generaban muchas expectativas académicas que se frustraban de manera sistemática con el ascenso Nazi y la inmersión en círculos políticos, administrativos y académicos que siempre llegaban hasta él (Aladár, 1976). Europa parecía una plaza pequeña frente al expansionismo Nazi antisemita. Solo quedaba un lugar: América. Allí llegó a empezar de nuevo en 1940. Sin la fluidez necesaria del inglés para hacerse a un espacio académico. Harvard fue su primer lugar. Pero duró poco. Las aspiraciones de quedarse allí para acompañar el proceso de consolidación y desarrollo de la revista de derecho Harvard Law Review resultaron insuficientes.

Para el otoño de 1945, Hans Kelsen, a los 64 años, apenas logra sentirse a salvo, instalado y con la estabilidad material de poder acceder a una casa propia. Fue un camino largo. Atravesado por el prestigio internacional que debitaba de sus publicaciones y por la huida del régimen político que absorbió todos los rincones en los que Kelsen tenía lugar. No fue Harvard, sino Berkeley (California) el punto de llegada de este importante pensador. El cual defendió la supremacía de la razón sobre las pasiones. Así lo hizo y lo defendió en los lugares a los que llegó y en los que ejerció alguna función decisiva. Impronta que defendió, así su historia estuviese expuesta a parajes complejos en los que su idoneidad intelectual fue puesta en duda y perseguida (Aladár, 1976).

California fue su último lugar académico y vital. Desde allí fue testigo del proceso de reconstrucción de Europa, la conquista del mundo libre y el desarrollo de sus ideas normativas y políticas en las que pudo sostener que el derecho no es otra cosa sino una expresión de la razón y una herramienta para que los seres humanos sean más libres y más autónomos (Aladár, 1976).

POSITIVIZACIÓN DEL DERECHO

Esta condición tiene lugar en su obra cumbre: Teoría pura del derecho (2002). Esta obra es el mayor aporte, pero no el único, de Kelsen al derecho como sistema. Y en tanto sistema se ocupa de entenderlo, describirlo y representarlo como una unidad que se explica en sí misma. Por fuera de la moral y de la política. Para Hans Kelsen el positivismo del siglo XIX es un positivismo precario por cuanto no logra superar con plena vehemencia el residuo de la justicia. A este residuo retorna de manera considerable y consentida (Kelsen, 2002).

El objeto central de esta obra es explicar el derecho por fuera de toda valoración ética absoluta. Parte de la tesis de que en su estudio no se ocupa de los fines que procura el derecho, sino del derecho en sí mismo. Derecho como sistema del que solo atiende el precepto de validez. Lo justo y lo bueno, caben en el derecho. Incluso pueden caber, pero para la teoría pura del derecho es irrelevante. Lo que obsesiona al autor es la recuperación de la naturaleza del derecho (Kelsen, 2002).

Kelsen acepta y reconoce que el derecho debe ser moral. Es decir, debe atender la exigencia de lo bueno. Pero su interés es demostrar que el derecho no depende de la moral. Pues de depender de la moral el derecho ya no podría ser un sistema de derecho positivo, sino un fenómeno ético (Kelsen, 2002).

El conocimiento jurídico se endereza precisamente a estas normas que confieren el carácter de actos jurídicos (o antijurídicos) a ciertos hechos, y que son a su vez producidas por actos jurídicos. Obsérvese, en este punto, que la norma, en cuanto contenido espiritual significativo, es cosa completamente distinta del acto psíquico en el cual es querida o representada. Precisa diferenciar con la máxima pulcritud la volición y la representación de las normas, de las mismas normas queridas y representadas.

Cuando se habla de la “creación” de una norma, se piensa fatalmente en hechos reales referidos a la norma como su contenido espiritual. Pero cuando la teoría pura del Derecho pretende conocer las normas o interpretar algo jurídicamente, no se refiere para nada a los procesos psíquicos ni a las mutaciones corpóreas. Concebir algo jurídicamente, no significa otra cosa sino concebirlo como Derecho. Con la tesis de que solo las normas de Derecho pueden construir el objeto del conocimiento jurídico, no se afirma más que una tautología. Pues el Derecho, el único objeto del conocimiento jurídico, es norma; pero la normas es una categoría que no tiene aplicación en el ámbito de la naturaleza. (Kelsen, 2002, p.12)

Para asegurar la recuperación de la naturaleza del derecho, Kelsen exige diferenciar el sentido subjetivo del sentido objetivo de los actos. El sentido subjetivo del acto se explica según la valoración social. Por el contrario, el sentido objetivo del acto, se aproxima al acto de conformidad con el sistema de derecho. Solo atiende la significación jurídica. Esta condición objetiva del acto exige medirlo de conformidad con una norma jurídica preestablecida. La norma, y solo la norma, debe de ser el parámetro de interpretación de un acto si se quiere permanecer en la esfera objetiva o en el marco del derecho que concibe y describe la teoría pura del derecho (Kelsen, 2002).

De esta manera concluye Kelsen que una aproximación plena a los hechos desde la esfera jurídica no atiende al hecho por el hecho, sino al hecho de conformidad con la norma. Es la norma la que define el alcance, el contenido y el significado del acto. Sin la correspondencia entre acto y norma, los actos en sí mismos son irrelevantes para la teoría pura del derecho. Un acto no puede rechazarse por su ilegitimidad o repulsa social, sino si una norma genera un efecto desfavorable para aquel que ejecute dicho acto. El derecho positivo es ajeno a toda valoración social o ideológica (Kelsen, 2002).

Resulta necesario ocuparse de la definición de norma. Kelsen la define como un juicio hipotético. A través de este juicio hipotético se deja de hablar de causalidad como sucede en la naturaleza; y se empieza a hablar de imputación. La causalidad natural se expresa así: “si es A tiene que ser B”. En el marco jurídico positivo la imputación se expresa así: “si es A debe ser B” (Kelsen, 2002, p. 23). No existe un juicio político moral derivado de esta conexión. Esta descripción de norma como juicio hipotético define la existencia de un enunciado que se compone de dos variables: (i) acto y (ii) consecuencia jurídica (Kelsen, 2002).

Ampliemos mejor esta definición con algunos ejemplos. El juicio hipotético consigna que: “quien mate a otro incurrirá en prisión de 20 años”. ¿Qué debe pasar para que alguien vaya a prisión 20 años? Debe dar muerte a otro. De otra forma, podemos preguntar: ¿qué ocurre con aquel que dé muerte a otro? Va a prisión 20 años. Tenemos entonces la definición exacta de Kelsen sobre un acto ilícito. Por sentido común se creería que un acto ilícito es actuar contrario a la ley.

Pero no es así. En la teoría pura del derecho, un acto ilícito exige hacer lo que el juicio hipotético dice que debe hacerse (matar a otro) para que la segunda parte del juicio hipotético establezca que deba ir a prisión 20 años. El juicio hipotético describe el acto y la consecuencia. Esta consecuencia no siempre es desfavorable.

Un juicio hipotético describe una compraventa; una cesión; una lesión enorme o una donación. En el sentido más preciso de la teoría jurídica: toda posibilidad de dar, hacer o no hacer queda inscrita en la categoría que contiene y enmarca un juicio hipotético.

EL ORDEN JURÍDICO

Este es un concepto decisivo en la construcción jurídica de Kelsen porque a través del orden jurídico se responde a la pregunta por la unidad de todo el sistema (Kelsen, 2002). El orden jurídico se compone de varias disposiciones normativas: una de estricta creación jurídica, otra de estricta aplicación jurídica, al igual que múltiples de creación y aplicación simultánea. Sin embargo todas ellas forman una unidad, un sistema. Cada disposición normativa tiene relación y dependencia con otra hasta formar una cadena de conexiones a través de las cuales se crea y aplica el derecho (Kelsen, 2002).

Kelsen lo explica a través de un símil con una pirámide. La primera norma jurídica positiva que encontramos en la cúspide de la pirámide es la Constitución. Acto único de creación del derecho que no aplica ninguna otra norma jurídica positiva.

Por encima de la Constitución no hay norma jurídica alguna. Con la Constitución inicia el sistema. Esta Constitución es el punto de referencia del orden jurídico, consagra los derechos básicos que determinan futuras actuaciones jurídicas y políticas y establece cómo se crean las normas jurídicas que integran el orden.

Todas las demás disposiciones normativas deben ajustarse a la Constitución tanto por su aspecto formal como por el material. De dicha sujeción se desprende la noción de validez de estas disposiciones normativas. De la Constitución no puede exigirse tal condición de validez. Ella es la validadora, sin que otra norma que le preceda defina su validez. Es el principio de toda la estructura lógico-positiva visible del orden jurídico (Kelsen, 2002).

Dado que el orden jurídico es vertical, al descender la Constitución encontramos, en una escala jerárquicamente inferior, la ley. La ley tiene una doble función: aplica la Constitución, está condicionada por ella, pero a su vez crea relaciones jurídicas que se desprenden de la voluntad legislativa. En una escala jerárquica inferior están las sentencias, los contratos y los actos administrativos.

Aplican y desarrollan la ley a la vez que crean relaciones jurídicas. Es así como se demuestra que en Kelsen, el juez es creador de derecho y no un simple repetidor de normas provenientes del legislador. El orden jurídico se cierra con los actos de ejecución. No crean derecho, solo lo aplican. Los extremos de la pirámide solo tienen una función (Kelsen, 2002).

La Constitución es puro acto creador de derecho y los actos de ejecución son simple aplicación. Las disposiciones normativas interiores de la pirámide cumplen una doble función de aplicación de la norma jurídica positiva superior y a su vez generan relaciones jurídicas de creación. La validez de cada una de las disposiciones normativas de la pirámide está dada porque se hace de conformidad con una norma superior. El acto de ejecución se valida porque se hace de conformidad con lo estipulado en la sentencia; la sentencia resulta válida porque se ha proferido de conformidad con la ley; la ley es válida porque se ha expedido de conformidad con el procedimiento establecido en la Constitución.

¿Si decimos que la Constitución es la norma jurídica primera del orden jurídico de dónde recibe su validez? Kelsen responde que la validez de la Constitución se encuentra en la norma fundamental.

Esta norma está por fuera del orden jurídico, no es una norma jurídica por lo tanto no es un juicio hipotético. Tampoco es una norma creada, sino que es un supuesto. La norma fundamental es el instrumento necesario para determinar el deber de someterse en obediencia al poder constituyente como primer legislador. De la norma fundamental solo puede predicarse la premisa: “obedeced al primer legislador” (Kelsen, 2002, p. 77).

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL COMO GUARDIÁN DE LA CONSTITUCIÓN

En su texto: La garantía jurisdiccional de la Constitución (1995), define dicha garantía como un recurso básico del Estado democrático en el que se tiene la intención de asegurar el ejercicio regular de las funciones del Estado. Tales funciones son: (i) creación del derecho; (ii) ejecución del derecho ya creado. Dado que el derecho no deja de concretarse en el camino que él mismo recorre desde la Constitución hasta los actos de ejecución material, la garantía jurisdiccional de la Constitución significa “garantías de la regularidad de las reglas inmediatamente subordinadas a la Constitución, es decir, esencialmente, garantías de la constitucionalidad de las leyes” (Kelsen, 1995, p. 7).

Kelsen muestra de qué manera la consolidación de la monarquía constitucional, sustituta del absolutismo, ostenta una lógica equivocada sobre la garantía de la Constitución; en la medida en que se reduce a su mínima expresión la exigencia de constitucionalidad de la ley. La validez de una norma se supone con la simple firma del monarca y se considera oportuno privar a los órganos aplicadores del derecho de todo examen de constitucionalidad de las leyes. El control se reduce a la regularidad de la publicación de la ley. La constitucionalidad de la elaboración de las leyes se garantiza plenamente a través del poder de promulgación del jefe del Estado (Kelsen, 1995).

La regularidad de los grados del orden jurídico que se relacionan por vía de subordinación exige tener mucha claridad sobre el concepto de Constitución. El núcleo básico que debe conservar la noción de Constitución está regido por la idea de un principio supremo que determina el orden estatal en su totalidad y la esencia de la comunidad constituida por dicho orden.

La Constitución se explica cómo: (i) fundamento del Estado; (ii) base del orden jurídico; (iii) norma primera que regula la elaboración de las leyes; (iv) base fundamental de las normas jurídicas que regulan la conducta de los miembros de la comunidad estatal; (v) criterio rector de la creación y contenido de las normas jurídicas; (vi) regla sustantiva y no exclusivamente procedimental (Kelsen, 1995).

Las disposiciones constitucionales referentes al procedimiento y contenido de las leyes no pueden precisarse más que por medio de leyes. De tal forma que garantía de la Constitución o justicia constitucional son los medios contra leyes inconstitucionales. No obstante, dado que debe entenderse la Constitución en sentido amplio, esta se puede concretar en formas jurídicas diferentes a las leyes tal como ciertos actos del gobernante: actos administrativos, jurisdiccionales o individuales derivados de la autoridad propiamente constitucional; por lo que, como aplicación inmediata de esta, será necesario dirigir contra los mencionados actos o garantías de la Constitución (Kelsen, 1995).

El objeto de lo que Kelsen llama garantías de la Constitución, es establecer la protección de la Constitución. Son garantías generales que la técnica jurídica moderna ha desarrollado respecto a la regularidad de los actos del Estado. La primera garantía estrictamente preventiva, es la organización en forma de tribunal de la autoridad que crea el derecho.

Es decir, la independencia del órgano ―mediante la inamovilidad, por ejemplo― no estar jurídicamente obligado, en el ejercicio de sus funciones, por ninguna norma individual (orden) de otro órgano, en particular de un órgano superior o perteneciente a otro grupo de autoridades, y en no estar vinculado más que a las normas generales y, esencialmente, a las leyes y a los reglamentos.

El poder de control sobre las leyes y reglamentos que se otorgue al tribunal es otra cuestión. La idea, todavía muy extendida de que únicamente de esta forma puede garantizarse la regularidad de la jurisdicción descansa sobre la hipótesis errónea de que entre justicia y administración existe, desde el punto de vista jurídico, es decir, desde el punto de vista de la teoría o de la técnica jurídica, una diferencia de naturaleza.

Ahora bien, precisamente desde el punto de vista de su relación con normas de grados superiores ―relación decisiva para el postulado de la regularidad del ejercicio de la función― no puede percibirse una diferencia tal entre administración y jurisdicción, ni incluso entre ejecución y legislación. (Kelsen, 1995, p. 18)

También se encuentran las garantías objetivas, las cuales tienen al mismo tiempo un acentuado carácter represivo. Son la nulidad y la anulabilidad del acto irregular. Nulidad es un acto que pretende ser un acto jurídico, pero no es objetivamente jurídico porque es irregular. No responde a las condiciones que prescribe para él una norma jurídica de grado superior. Carece, a priori, de todo carácter jurídico.

No es necesario de otro acto jurídico para privarle de su calidad usurpada de acto jurídico. En cambio, cuando se requiere de un acto jurídico posterior que le prive al acto irregular la calidad usurpada de acto jurídico, nos encontramos con la figura de la anulabilidad (Kelsen, 1995).

Con el objeto de garantizar la regularidad de las funciones estatales, anular el acto inconstitucional representa la principal y más eficaz garantía de la Constitución.

La verdadera garantía de la Constitución solo es posible cuando existe la efectiva potestad e institución que anule los actos inconstitucionales. Dicha institución es el Tribunal Constitucional (TC) (Kelsen, 1995). Este, tiene el objeto de lograr una efectiva garantía de la Constitución, está facultado para anular los actos inconstitucionales. La defensa de la Constitución debe ejercerla un órgano diferente al parlamento. La esencia de la jurisdicción constitucional desmonta el paradigma moderno de la soberanía parlamentaria (Kelsen, 1995). Si se acepta la exigencia de la constitucionalidad de las leyes, en esa medida, se reconoce que el poder del parlamento está condicionado.

Existen básicamente dos posibles objeciones frente a la jurisdicción constitucional de un tribunal: (i) se vulnera la soberanía parlamentaria; (ii) se altera el principio de separación de poderes (Kelsen, 1995). Frente a la primera objeción, se responde señalando el principio de la constitucionalización de la ley. La Constitución condiciona la forma y el fondo de la ley, de tal manera que el procedimiento legislativo de los tribunales y de las autoridades administrativas está subordinado a la Constitución.

Si frente a estas consideraciones, se continúa afirmando la incompatibilidad de la justicia constitucional con la soberanía del legislador, ello se hace simplemente para disimular el deseo del poder político que se expresa en el órgano legislativo de no dejarse limitar por las normas de la Constitución. (Kelsen, 1995, p. 27)

Frente a la segunda objeción, señala que un tribunal que anula leyes está dictando una norma general. Por ende, la acción de anular leyes por parte del tribunal debe interpretarse como un reparto del poder legislativo en dos órganos y no como intromisión al poder legislativo. La anulación de las leyes constituye una función legislativa. La jurisdicción constitucional realizada por el TC hace las veces de legislador negativo y está absolutamente determinada por la Constitución (Kelsen, 1995).

Con respecto al procedimiento del TC se indica que el número de los miembros que lo componen no debe ser demasiado alto; debe pronunciarse estrictamente sobre asuntos jurídicos; debe tener consciencia de que su misión estrictamente jurídica es la interpretación de la Constitución; debe reforzar su autoridad llamando a su seno a especialistas eminentes; debe excluir de su seno a miembros del parlamento o del gobierno porque sus actos son precisamente el objeto de control; debe ser ajeno a toda influencia política (Kelsen, 1995).

Una Constitución que carece de la garantía de la anulabilidad de los actos no constitucionales no es una Constitución plenamente obligatoria en sentido técnico. Lo vinculante jurídicamente de una Constitución, se explica en la medida en que cualquier acto jurídico debe estar subordinado a la Constitución. Si dicho acto contradice la Constitución debe ser, por parte del TC en tanto legislador negativo, anulado. También se le atribuye al TC la función de garantizar la esencia de la democracia. Entendida esta como el régimen donde las minorías gozan de instrumentos veraces para defenderse de las mayorías.

La esencia de la democracia se halla, no en la omnipresencia de la mayoría, sino en el compromiso constante entre los grupos representados en el Parlamento por la mayoría y por la minoría y, como consecuencia de ello, en la paz social, la justicia constitucional aparece como un medio para hacer efectiva esa idea. La simple amenaza del recurso al tribunal constitucional puede constituir, en manos de la minoría, un instrumento adecuado para impedir que la mayoría viole inconstitucionalmente los intereses jurídicamente protegidos de aquélla y para oponerse así, en última instancia, a la dictadura de la mayoría, que no es menos peligrosa para la paz social que la de la minoría. (Kelsen, 1995, p. 52)

Los postulados de Kelsen (supremacía de la Constitución sobre las reglas ordinarias y la defensa por parte del TC), trazados con antelación en el modelo norteamericano, tienen recibo primero en Austria a finales de la segunda década del siglo XX y luego en Italia y Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.

La presunción de la sociedad racional se desmorona con el establecimiento del ejercicio sistemático de autodestrucción, que en su momento defiende y legitima el parlamento. Los hechos de la Segunda Guerra Mundial exigen replantear el modelo político moderno, incluido la supremacía del parlamento. Se redactan nuevos textos constitucionales en los que se reconoce la supremacía de la Constitución.

Guardando las proporciones, el lenguaje normativo, en Norteamérica, Italia, Alemania, Francia, Portugal, España y América Latina, empieza a tener elementos comunes.

El ascenso institucional del TC empieza a tomar cuerpo. Sus decisiones, controvertidas, criticadas y vinculantes marcaron un espacio notable en múltiples gobiernos. Acogida y ajustada la propuesta kelseniana, está allanado el camino en el que el texto constitucional se explica cómo la norma primera y el TC será su guardián y defensor. La discusión se centra en establecer el margen de acción del TC. Cuáles son sus límites y hasta dónde debe tolerarse su activismo. Qué tanto puede aceptarse que el TC ejerza funciones que en el modelo político moderno eran descritas como facultad exclusiva del parlamento.

SOBRE LA DEMOCRACIA

Según Hans Kelsen, la democracia más que una forma de gobierno es una forma de Estado que con la autocracia conforman los dos únicos esquemas filosóficos y políticos mediante los cuales se pueden entender las relaciones entre los hombres y el poder. El tipo de democracia descrita por Kelsen es la parlamentaria, la cual para aspirar a responder por la legitimidad debe asegurar los siguientes aspectos: (i) promover la participación política del mayor número de ciudadanos; (ii) aplicar la regla de la mayoría; (iii) exigir el respeto por las minorías; (iv) asegurar la tutela de la esfera privada; (v) alternar el poder; (vi) lograr una existencia efectiva de instrumentos de control al funcionamiento institucional; (vii) estimular la representación política mediada por la actuación de partidos políticos y (viii) asegurar el respeto por los derechos fundamentales (Kelsen, 1984).

De una manera muy especial, la democracia es la forma de organización política en la que se tiene por objeto fundacional asegurar la defensa por las libertades intelectuales: libertad de religión, de prensa, de ciencia (Kelsen, 1984).

La estructura de la democracia parlamentaria se explica a través de dos variables.

De un lado, encontramos la preocupación por asuntos procedimentales; y, de otro, aparece el condicionamiento sustancial mediante un sistema de libertades fundamentales. El compromiso con la defensa de los derechos fundamentales y el principio mayoritario con existencia veraz de la oposición, son presupuestos esenciales en la idea de democracia parlamentaria en la que se rechaza el absolutismo mayoritario. Es por ello que se señala que la actuación mayoritaria se sujeta a unos límites internos y externos que racionalizan el accionar institucional en el que se procura un equilibrio de fuerzas e ideales políticos.

En cuanto a límites externos tenemos que deben existir condiciones fácticas que le permitan a la minoría ser una mayoría potencial y en cuanto a límites internos se afirma la imposibilidad que tiene la mayoría de lograr que todos sus objetivos sean los únicos válidos; esto con el objeto de impedir que se desconozcan sistemáticamente los derechos de las minorías. Y será precisamente la jurisdicción constitucional, quien según Kelsen, está en medio de esta tensión entre mayorías y minorías con el objeto de asegurar el equilibrio político y la salvaguarda de las libertades intelectuales (Kelsen, 1984).

Sostiene Kelsen (1984) que este fundamento filosófico de la democracia es el relativismo. Esto significa que la democracia confiere iguales condiciones de participación política para que todas las opciones políticas se conciban como partes iguales y gocen de la facultad de hacer públicas sus exigencias y su manera de percibir el mundo y el direccionamiento de lo público. Cada visión política debe tener acceso a los medios públicos de expresión y de opinión para dar cuenta de sus posiciones.

Y así, todas las cosmovisiones en igualdad de condiciones. El poder de las mayorías alcanza su dimensión más amplia cuando en el escenario público también tienen acceso las minorías de controvertir las decisiones de aquéllas (Kelsen, 1984). Sin esta controversia la democracia se desvanece en retórica e ideología (Kelsen, 1984). Cada asociación política, pública o particular, debe gozar de recursos para creer que puede institucionalizar su posición. La democracia se concibe en términos de transacción y discurso en el que el relativismo juega un papel decisivo porque facilita la inclusión de todas las direcciones y procura integrar todos los puntos de vista posibles (Kelsen, 1984).

De tal manera que no existe un credo oficial, ni dogmático, ni absoluto que se establezca a priori sobre los demás. Este fundamento se explica así: la relatividad del valor de cualquier fe política, la imposibilidad de que ningún programa o ideal político pretenda profunda validez absoluta, induce imperiosamente a renunciar al absolutismo en política: sea el absolutismo del monarca, de una casta sacerdotal, aristocrática o guerrera, de una clase o de cualquier grupo privilegiado.

Quién en su voluntad y actuaciones políticas puede invocar la inspiración divina, el apoyo sobrenatural, puede tener el derecho a cerrar su oído a la voz de los hombres y de imponer su voluntad a un mundo de descreídos y de ciegos (Kelsen, 1984).

CONCLUSIÓN

Hans Kelsen ha hecho de sus reflexiones políticas un sistema normativo. Ha incluido al poder político, al Estado y al poder popular dentro de un marco normativo llamado Constitución. Ha revitalizado el sistema constitucional y ha mostrado que la dicotomía entre derecho público y derecho privado, entre derecho objetivo y derecho subjetivo, entre derecho internacional y derecho interno, es inexistente en un escenario de comprensión del derecho positivo. Derecho positivo de verdad.

Sujeto de manera exclusiva a la validez y despreocupado de asuntos morales como lo bueno o lo justo.

Las pretensiones de Hans Kelsen han sido de largo aliento y sus textos cobran cada vez más vigencia en el marco de la reflexión sobre la democracia, el relativismo y la inclusión de minorías en regímenes mayoritarios. Discutir las demandas sociales a partir de una óptica exclusiva de los derechos básicos constitucionalizados y con presencia y mediación de un Tribunal Constitucional encargado de darle vida a la Constitución, a través de la defensa y de la promoción de la integridad de estos derechos, a la vez que sosteniendo la división de poderes, hará que la república sea posible.

Hans Kelsen puso en sus obras lo que hubiera querido vivir. Pero su condición judía en una Europa antisemita lo hizo cada vez más difícil. Quiso hacerse a un lugar político y público que le permitiera vivir sin limitaciones. Pero lo vivido por Kelsen supera con creces las limitaciones económicas. Fueron limitaciones institucionales, militares, antropológicas y culturales de las que solo pudo desatarse al atravesar el Atlántico. Desde allí, en la Avenida 2126 de Los Ángeles, donde tuvo asiento su modesta casa y su florecido jardín, siguió con detalle y con agrado el rostro liberal y democrático con el que se fue edificando su amada Austria-alemana. La misma que tuvo que abandonar para poder seguir con vida.

Libre y ajeno a cualquier interés partidista para asegurarse esa libertad científica por la que tanto luchó y que dejó tantos réditos en favor de una sociedad más plural, más racional y más libre. Donde el derecho no debe ser entendido como una expresión del poder político sino como una limitación de este en favor del individuo, sus demandas y sus derechos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aladár, R. (1976). Hans Kelsen: vida y obra. Ciudad de México, México: UNAM.

Kelsen, H. (1984). Esencia y valor de la democracia. Buenos Aires, Argentina: Editorial Labor.

Kelsen, H. (1995). ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? Madrid, España: Tecnos.

Kelsen, H. (2002). Teoría pura del derecho. Ciudad de México, México: UNAM.

Un nuevo orden burgués y la continuidad de la izquierda en El Salvador. Roberto Pineda. 14 de enero de 2021

El próximo 28 de febrero los votantes salvadoreños repartirán las respectivas recompensas y castigos a los partidos políticos contendientes, en estas elecciones legislativas y edilicias, que terminaran de configurar un nuevo mapa político y su respectivo bloque de poder, que empezó a dibujarse en 2018 y 2019.

En este nuevo mapa político, un nuevo actor, el partido Nuevas Ideas vinculado al actual presidente Nayib Bukele,  y su retórica confrontativa, pasa a ocupar en el imaginario social un papel determinante, así como un papel hegemónico en el dispositivo del poder, mientras que los anteriores pilares del viejo sistema político, ARENA y el FMLN, son desplazados a roles secundarios y simbólicos de legitimación del sistema.

Cuáles son los factores que han conducido a este desenlace impensable hasta hace algunos meses del descalabro del actual sistema político basado en el bipartidismo y la emergencia de un nuevo sistema político conducido por una sola fuerza y su dirigente máximo?  Cuál es el futuro de la izquierda, en su vertiente política y social? A continuación abordamos estas cruciales temáticas, claramente interconectadas.

I.La pugna entre el viejo orden oligárquico y el emergente orden burgués 

La crisis del  bloque de poder oligárquico comprende la crisis de la institucionalidad surgida  a partir de los Acuerdos de Paz de enero de 1992.  Esta  institucionalidad del sistema político hoy agonizante, reflejó por una parte, un acuerdo político negociado luego de un largo conflicto militar (1980-1992) y por la otra, la continuidad del viejo orden socio-económico oligárquico,  garantizado por la Constitución contrainsurgente de 1983.

El Acuerdo de Paz de enero de 1992 no debe sobreestimarse ni tampoco subestimarse. No adquirió la altura histórica de la Constitución de 1950, pero si fue una gran reforma política. Fue un compromiso necesario ante un conflicto armado que se prolongaba sin un desenlace definitivo a favor de ninguno de los bandos. Fue asimismo un compromiso impuesto sobre sectores de las Fuerzas Armadas y de la Oligarquía por una peculiar alianza fáctica entre el FMLN, movimiento popular, y comunidad internacional, incluyendo al gobierno estadounidense del texano George Bush.

Los Acuerdos de Paz cerraron el largo capítulo de la represión política, en el marco de la dictadura militar, y que en el último periodo, incluyo crueles masacres como la de El Mozote y el magnicidio de Monseñor Romero, pero no eliminaron la represión social por parte del Estado, que aún sigue vigente, ni tampoco enfrentaron la problemática socio-económica.  

Fue una institucionalidad impuesta que fue gradualmente agotándose, desgastándose, al no lograr garantizar cambios estructurales en el sistema; ni el mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares y exhibir altos niveles de corrupción y nepotismo.  

Las posibilidades -abiertas a partir de 2009 con el triunfo electoral del FMLN- de su ruptura  y transformación, mediante la irrupción de un nuevo bloque de poder, conducido por una alianza entre sectores revolucionarios y democráticos, que rompiera con el modelo neoliberal y originara un nuevo poder, de naturaleza popular, fueron frustradas, ni tan siquiera intentadas.

Y esto origina que el conflicto social se resuelva hoy ya no entre proyectos históricos antagónicos, sino mediante la irrupción de una nueva fuerza política, Nuevas Ideas y su máximo dirigente, Nayib Bukele, que asume la representación y conducción de sectores de la burguesía, con un amplio respaldo popular, pero en el marco de una salida burguesa de la crisis, de naturaleza bonapartista, afincado en el mismo sistema y al interior de los sectores dominantes. 

Nayib es el resultado de la incapacidad de la izquierda de constituirse como alternativa real de poder, por lo que hoy la disputa se da entre la fracción oligárquica y la fracción burguesa de las clases dominantes, mientras  la izquierda tendrá que reinventarse para ser de nuevo alternativa real de poder en un futuro indeterminado. Y en el caso de Bukele, de no romper con el modelo neoliberal,  será triturado más temprano que tarde por el viejo orden oligárquico que continuara al acecho de recuperar su poder. 

Un nuevo bloque de poder cian victorioso

El elemento constitutivo inicial de fuerza política  de Nuevas Ideas y de su líder  Nayib Bukele  fue la voluntad y el deseo de los sectores populares de rechazar las opciones políticas de ARENA y FMLN. La gente se cansó de la corrupción de ARENA y de la indecisión del FMLN y pasó factura electoral en 2018 y 2019, y la pasará seguramente este 28 de febrero de 2021[1].

A partir de este primer momento del proceso es que se va constituyendo un nuevo discurso del orden burgués, un dispositivo de poder, de trasformación de la fuerza en pilares de poder,  que incluye sucesivamente la conquista de la presidencia en 2019, y desde ahí la construcción del partido Nuevas Ideas, el aseguramiento  de las Fuerzas Armadas  y de la Policía Nacional Civil,  el poderoso respaldo del gobierno de Trump, de un sector del movimiento popular y sindical, y próximamente el control de importantes ciudades y de la Asamblea Legislativa,  así como la abierta disputa de los medios de comunicación oligárquicos, con el periódico El Salvador y la televisión estatal, ya que el nuevo bloque de poder necesitará legitimarse como expresión de la búsqueda de los intereses nacionales, y la coyuntura sanitaria del Covid-19 le servirá “como anillo en trompa de cuche” para avanzar en sus planes. De todos estos elementos, el único que será modificado será el relacionado con la administración estadounidense y el nuevo gobierno Biden.

La instauración de un nuevo orden político – de naturaleza bonapartista, autoritaria y burguesa- que presenciamos y que será macerada electoralmente el 28 de febrero  e institucionalmente el 1 de mayo,  obedece a múltiples factores.

Entre estos el profundo desgaste sufrido por el sistema político en su conjunto, surgido a raíz de los  Acuerdos de Paz de enero de 1992, que en 30 años no logró garantizar una situación de mejora significativa de los niveles de vida de los sectores populares, ya que abrazó a nivel económico un modelo –neoliberal-que únicamente favoreció al capital transnacional y oligárquico  pero golpeó fuertemente los dispositivos de protección social del Estado;  mientras que en el plano político originó una gestión marcada por la incapacidad y la corrupción.

Por su parte, los partidos políticos, como pilares fundamentales del sistema,  se encargaron sistemáticamente de evidenciar  públicamente -con sus actuaciones  en defensa de sus intereses elitistas- el fracaso de un modelo que no logró cumplir su tarea de defender la vida –salud, educación, vivienda, seguridad- amenazada de su ciudadanía, lo que abrió  una brecha entre la vieja clase política – incluyendo al FMLN-y amplios sectores populares.

La continuidad y consolidación del ascendente orden burgués va depender asimismo de la capacidad de Nuevas Ideas de elaborar una nueva narrativa, que garantice su continuidad en un nuevo sistema político, con sus respectivos rituales de agresión hacia los sectores políticos desplazados del poder y de seducción permanente hacia sus bases sociales y aliados, lo cual incluye el espectáculo como mecanismo idóneo para cautivar la atención y el apoyo, desde la imaginación, desde los sentidos y fundamentalmente por medio de las redes sociales. Bukele necesita asegurar y reproducir el poder mediante la razón y las emociones, mediante la justificación y el embellecimiento.

Una derecha derrotada  pero en pie de lucha

El orden oligárquico no cederá fácilmente su dominación bicentenaria (1821-2021).  Cuenta con recursos y experiencia para revertir la derrota, o para en dado caso, lograr un arreglo acomodaticio con el nuevo poder. Presenciamos el primer momento, de medición de fuerzas, el momento de la pugna interna entre bloques al interior de las clases dominantes.

Y en esta fase inicial, la derecha política y mediática ha tenido la capacidad de arrastrar al FMLN en su cruzada por la defensa de la Constitución y de la democracia del orden liberal-oligárquico, por la “unidad” de la nación, por los Acuerdos de Paz de 1992 y contra la evidente corrupción del nuevo régimen. Pero no solo al FMLN sino incluso a otras instituciones de antiguas y respetables credenciales democráticas, que hoy aparecen públicamente como parte del engranaje de una clara estrategia de frente único contra la “dictadura.”

La derecha oligárquica y el establishment arenero confía todavía en que puede recomponerse política y electoralmente y le apuesta a diversos escenarios que le favorezcan, muchas veces confundiendo deseos y fantasías con realidades, entre estos están los siguientes: a que como resultado de la sistemática campaña de denuncia de la “corrupción” e “incapacidad” de la  “dictadura”, la gente  reaccione y modere, reduzca su respaldo electoral a Nuevas Ideas, y el resultado electoral de febrero 28 sea equitativo  y no pierdan la mayoría calificada; e incluso quien quita que haya la  posibilidad que la gente “despierte” , los “perdone” y los resultados les favorezcan.

Otra posibilidad soñada es que el actual sistema electoral los beneficie con su compleja estructura de cocientes y residuos. Asimismo, la derecha oligárquica confía en que a futuro se abran brechas  y conflictos entre los diversos componentes de Nuevas Ideas  e incluso al interior de las Fuerzas Armadas y la PNC, surjan problemas vinculados a ascensos, y en definitiva que se desarrollen contradicciones al interior del nuevo bloque de poder.

Y finalmente existe la ilusión, nacional e internacionalmente[2],  que con la llegada de la nueva administración demócrata de Joe Biden  a la Casa Blanca,  de los globalistas, el próximo 20 de enero, el nivel de presión aumente significativamente, lo que obligará según esta tesis, a la administración Bukele a obedientemente moderar su conducta política, y esto beneficiara a la derecha oligárquica. Esto no pasa de ser una posibilidad.

II. El desafío de garantizar la continuidad de la izquierda salvadoreña

Antecedentes

Uno de los errores principales de la izquierda salvadoreña en este último periodo, ha sido su “miopía kelseniana”, la ingenua pretensión de identificar democracia con este modelo de democracia liberal, nacida de la Constitución contrainsurgente de 1983  y reforzada con los Acuerdos de Paz de enero de 1992.

Algunos pretenden convertir este modelo histórico en el non plus ultra de la emancipación social, en un abierto rechazo de la necesidad de transformar esta sociedad y este sistema capitalista. Lo irónico del caso es que fue precisamente por esta visión reformista que fueron expulsados del FMLN hace un par de décadas los principales dirigentes del ERP y de la RN, incluyendo a los entonces “comandantes” Joaquín Villalobos y Fermán Cienfuegos. Tenía razón Marx, la historia se repite primero como tragedia, y después como farsa.

Esta defensa firme y abnegada de la Constitución  y el  sagrado “estado de derecho”, este fetichismo constitucional, pretende encubrir la incapacidad como izquierda durante el ejercicio de la presidencia, durante diez años, 2009 al 2019, de revertir el modelo neoliberal, lo cual fue mimetizado mediante el despliegue de políticas asistencialistas, analgésicas, sugeridas incluso por el mismo  Banco Mundial y FMI para paliar las consecuencias nefastas del modelo.

El principal alegato esgrimido para no realizar las transformaciones fue el de no tener la mayoría legislativa. En realidad, no hubo la voluntad de radicalizar el proceso, por el temor de un golpe de estado y en un claro acomodamiento a las reglas de la democracia liberal. Y la gente lo entendió y hoy cobra esa factura histórica.

El proceso de soñar y trabajar por una nueva izquierda

Es en este complejo marco que está planteado el desafío de garantizar la continuidad de la izquierda, en lo político y en lo social. Hay que aclarar que en este asunto no debemos ni podemos partir de cero, y hablar de la construcción en abstracto de una nueva izquierda,  pero tampoco podemos negar la necesidad de una fuerza de izquierda que rebase las fronteras de la actual izquierda electoral, aglutinada en el FMLN.

Y este proceso pasa necesariamente por el resultado del evento electoral, que nos permitirá medir donde estamos; por las propuestas a futuro de las actuales tendencias –dentro y fuera del FMLN- y por la apertura hacia una nueva propuesta organizativa de ampliación de fuerzas  así como de un necesario y perentorio periodo de debate sobre nuestro horizonte de lucha.

En este inédito proceso existen dos visiones extremas y dogmáticas, que amenazan con descarrilar este esfuerzo: los que creen que el instrumento FMLN es un fin en sí mismo y no puede ni debe surgir otro y los que consideran que el instrumento FMLN esta ya agotado e ideológicamente está en el campo de la derecha. Ambas visiones no contribuyen al esfuerzo de una izquierda renovada.  

Pero, independientemente de los resultados electorales, la izquierda política, el instrumento FMLN,  atraviesa por una profunda crisis, derivada del agotamiento de su participación  electoral  ya por 25 años, que le ha permitido acumular una valiosa experiencia de su militancia en campañas electorales y en la gestión del estado, pero a la vez le ha acarreado fuertes niveles de acomodamiento al sistema, y la impensable perdida de la confianza popular,  particularmente por su gestión en la presidencia.

Y esto último es altamente delicado y preocupante porque se trata de una derrota que no es electoral, ni tan siquiera política, sino ética, que es la peor de las derrotas  y la más difícil de superar. Esto explica la presencia en los candidatos de izquierda de audaces acrobacias cromáticas en sus actuales campañas. La astucia radica –según ellos-en separarse del rojo.

Ante esta situación de la izquierda, que incluye diversos elementos, crisis de identidad, ideológica, orgánica, de proyecto político, de respaldo popular, y otros, los desafíos son múltiples  y la necesidad del debate es urgente.

Y este debate debe incluir la necesidad de clarificar nuestra posición y actitud ante la democracia liberal; ante la socialdemocracia como corriente política y su visión de conciliación de clases (unidad nacional) y de paz social, y nuestra visión opuesta de confrontación social y lucha de clases. Pienso que la izquierda no debe contribuir a la tranquilidad oligárquica, sino debe ser siempre el partido de la rebelión y no de la paz social. Corresponde a la izquierda la defensa de sus tradiciones de lucha, de su memoria histórica,  como parte estratégica de la construcción de una nueva alternativa de poder.

Por lo que uno de los desafíos para la izquierda es el de construir una visión alternativa de democracia que comprenda las elecciones, pero que no gire alrededor de estas, como el núcleo principal, y que tenga como eje básico la participación popular y social, la movilización y la lucha popular.  Y cuidarnos en la gestión pública, del peligro del clientelismo,  ya que la derecha tiene la experiencia y capacidad de disputarnos los clientes con mejores ofertas.

Sobre héroes y villanos

Cada fuerza social con su respectiva visión ideológica, define y construye acorde a sus intereses y agendas, sus propios héroes y villanos históricos. Agustín Farabundo Martí y Schafik Handal son los héroes supremos de la izquierda  salvadoreña, y contrario sensu, el General Maximiliano Martínez y Roberto D’Aubuisson, lo son de la derecha. 

Otras figuras en ambos campos han ido siendo también desplazadas o resignificadas.  En el caso de Monseñor Romero la Iglesia Católica Romana astutamente optó por recuperarlo institucionalmente por medio de su santificación. En el caso del democristiano José Napoleón Duarte, su memoria se va extinguiendo inexorablemente. En el caso de Anastasio Aquino, Francisco Morazán, Gerardo Barrios, Roque Dalton, Feliciano Ama, Fabio Castillo  y Prudencia Ayala,  sus figuras crecen con el paso del tiempo.  

Sobre acontecimientos  y visiones

El fugaz levantamiento de enero de 1932 junto con la prolongada Guerra Popular Revolucionaria (1980-1992) constituyen las dos narrativas épicas supremas de la izquierda salvadoreña, con sus mártires y héroes.  La derecha cuenta con sus propias matrices narrativas, que incluyen la victoria sobre “el comunismo” en 1932 y en los años 80s con  la creación del partido ARENA, que iniciaba simbólicamente sus campañas electorales en Izalco,  para conmemorar  la efeméride para ellos también “gloriosa” en sentido inverso, de enero de 1932. Nosotros celebramos el levantamiento y ellos su aplastamiento a sangre y fuego.

Cada fuerza política que asume la conducción del país construye su propia tradición histórica. En los años cincuenta del siglo pasado, los prudistas celebraban cada 14 de diciembre como el día de la revolución, pensando en la gesta de 1948. Cuando triunfó el PCN, esta conmemoración fue interrumpida, porque inventaron sus propias tradiciones, como la de la reforma electoral de la representación proporcional de 1963 .   Y lo mismo hizo el PDC de Duarte en los años ochenta con sus reformas, incluyendo la agraria, ARENA con su “príncipe de la paz”  y el FMLN en sus dos gestiones de gobierno, con sus programas sociales.

A principios de los años setenta, recuerdo que como PCS celebrábamos en marzo la victoria de la Comuna de Paris de 1871, en noviembre el triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia, el ataque al Cuartel Moncada el 26 de julio, así como los únicos mártires eran entonces los dirigentes obreros Saúl Santiago Contreras y Oscar Gilberto Martínez, asesinados en 1968.

En el caso de los Acuerdos de Paz de enero de 1992, estos fueron el resultado de la incapacidad de tomar el poder por la fuerza de las armas, y constituyeron un compromiso, un acuerdo negociado que le puso fin a la guerra mediante una reforma política, que aseguró libertades civiles y políticas, y trasladó el conflicto militar al terreno electoral, sin afectar  el modelo capitalista  ni la institucionalidad oligárquica, pero sí eliminando la dictadura militar y fundamentalmente garantizando la libertad de organización y expresión de las ideas de izquierda.

El FMLN entregó las armas, los militares regresaron a sus cuarteles, Estados Unidos apoyo el “proceso de paz”, el movimiento popular fue paralizado, mientras la oligarquía se transnacionalizó  y obtuvo mayores ganancias y el modelo neoliberal se entronizó en el país.

Hoy nos encontramos frente a una transición hacia un nuevo modelo político, que seguramente con Nuevas Ideas como eje conductor, construirá sus propias tradiciones, sus nuevas y propias narrativas, incluyendo probablemente la derrota electoral de ARENA y el FMLN como su épica  principal, así como desmontará las tradiciones anteriores, incluyendo la vinculada a unos ya para las nuevas generaciones, míticos Acuerdos de Paz.

Y por supuesto, que aprovechando el Bicentenario de la Independencia, el proyecto político de Nuevas Ideas edificará y refrendará su vínculo con los próceres de la independencia, en concordancia con una visión autoritaria del dispositivo democrático liberal, incluyendo la división de poderes, ciudadanía, Constitución, libertad de prensa, transparencia, etc.

Conclusiones

Cuando se pierde el rumbo, recomendaba un argentino defensor de los derechos humanos, lo más conveniente es regresar al lugar de dónde venimos. Y en nuestro caso, como izquierda salvadoreña, este locus es el de la lucha popular por la democracia y el socialismo. Ahí no hay donde perderse.

No obstante esto, es indudable que la recreación orgánica de la izquierda y su reformulación programática serán procesos prolongados y complejos, con avances y retrocesos, con vacíos e incertidumbres, y vinculados -como siempre ha sido- a las dinámicas latinoamericanas de edificación  de alternativas tanto en el plano de la teoría  como de construcción de poder popular, de hegemonía emancipadora.

Lo importante es tener una visión de apertura hacia lo nuevo, hacia la renovación,  a la vez que de afianzamiento de principios, de fronteras ideológicas claras y definidas, que son rasgos de identidad como izquierda, tales –entre otros- como el antiimperialismo ( sea ante Trump o ante Biden), la lucha contra el  patriarcado y el racismo, la utopía de una nueva sociedad y a nivel organizativo, una visión y práctica democrática, individual y colectiva, horizontal, sin caudillos ni iluminados.   

Los desafíos de la realidad y particularmente de este nuevo modelo político, autoritario y populista, simbolizado por el partido Nuevas Ideas y su líder máximo Nayib Bukele, exigen que nos aboquemos en varias  direcciones  de manera simultánea: por una parte, a la construcción de una nueva izquierda, plural, democrática y combativa, así como a fortalecer el movimiento popular y social fundado en una racionalidad crítica, emancipatoria y democrática, que privilegie la diversidad y que sirva de sustento a esta nueva izquierda política .

Y por otra parte, descodificar el proyecto de Nuevas Ideas, identificar sus grietas, descartar descalificaciones electorales que no acumulan sino dividen al respecto de sus seguidores, los cuales son parte de ese núcleo popular que con sus luchas contribuirá seguramente a la construcción de un nuevo El Salvador.

En esta visión de acumulación de fuerzas, de construcción de poder popular, debemos de entender la crisis provocada por  la pandemia del coronavirus como clara expresión de la crisis de la modernidad y del progreso indefinido, pero a la vez como una oportunidad de promover la organización y la lucha por el derecho a la salud, y la necesidad de una cultura democrática del cuido, opuesta a una visión disciplinaria, panóptica, derivada de un modelo  individualista y autoritario.

Y por último que como izquierda, confiemos en las sabias palabras del poeta español: caminante, no hay camino, se hace camino al luchar.-


[1] Ver  Pineda, Roberto. El Salvador: horizonte electoral 2021. https://www.alainet.org/es/articulo/208702

[2] https://www.elsalvador.com/eldiariodehoy/jose-miguel-vivanco-derechos-humanos/795663/2021/

Crisis cultural de la modernidad. Bernardo Subercaseaux

ANTECEDENTES Y CONTEXTO DE UNA REFLEXIÓN

El mal llamado “estallido social”[1] y la pandemia del Coronavirus deben ser situados en el contexto de una crisis de la modernidad, crisis que desde cierto ángulo puede ser considerada como una crisis cultural.

Entendemos por modernidad a un imaginario occidental y eurocéntrico que desde el renacimiento y en etapas sucesivas concibe un proyecto de desarrollo y crecimiento humano integral, siempre de un menos a más, proyecto que descansa en la razón, en la ciencia, en la técnica, en el dominio de la naturaleza y en el acceso a bienes, un imaginario que hoy se ha visto reactivado por las nuevas tecnologías, por las promesas de la inteligencia artificial, de la robótica, de la nanotecnología, que llevaron al intelectual israelita Yuval Harari a titular uno de sus libros más exitosos con un título que lo dice todo: Sapiens. De animales a dioses.

Imaginario que en las últimas décadas se ha mundializado en el contexto de la globalización y de las nuevas tecnologías. Lejos de ser neutro, el imaginario canónico de la modernidad es portador de un optimismo histórico, de la idea del progreso indefinido, pero convoca también un pensamiento crítico.

Cabe tener en cuenta, en este sentido, la distinción que hace Max Horkheimer entre una modernidad inspirada en la racionalidad instrumental con voluntad de dominio (hoy en día, el neoliberalismo) y una modernidad promotora de la racionalidad emancipadora (que promueven intelectuales como Boaventura da Souza o Noam Chomsky).

El imaginario de la modernidad es una matriz de pensamiento que genera conductas y prácticas a las que llamamos modernizaciones, las que implican una agenda con al menos cuatro componentes: un componente político (república, división de poderes, Constitución, democracia, ciudadanía, etc.), un componente económico (mercantilización, industrialización, mercado, productividad, etc…), un componente social (educación, salud, vivienda, trabajo, pensiones) y uno cultural (secularización, tolerancia, ampliación del círculo de la empatía, libertad de prensa, diversidad sociocultural, etc…).

Se trata de una mesa de cuatro patas, mesa que lejos de mantener un equilibrio (como en algunos países nórdicos), desde hace varias décadas se ha desbalanceado y está a punto de caer desde que tres de sus patas vienen siendo fagocitadas por el componente económico, con una ideología fundamentalista de mercado, ideología a la que en varios países de América Latina se le rinde pleitesía teórica y práctica, como si fuese el máximo y casi único planificador de la vida social, con el consiguiente desmedro de lo público, del rol del Estado y de lo que es o debiera ser de todos, como el agua y el aire limpio.

No debe confundirse el concepto de modernidad con el de modernización. Las modernizaciones apuntan a los procesos concretos de cambio y construcción de la nación. Es el modo en que se concreta la episteme epocal, procesos que implican una puesta en acción de los ideales dominantes de la modernidad, en este caso, el modelo económico de mercado que percibe como tarea primordial del país el crecimiento del PIB, manteniendo el desbalance y la supeditación a ese componente de los otros tres, sin percatarse que un equilibrio entre los distintos componentes redunda en el mediano y largo plazo en crecimiento y estabilidad económica.

Desequilibrio en el caso de Chile que, como veremos, está en gran medida en la base de la crisis que estamos viviendo y en la irrupción de protestas sociales que obedecen a una racionalidad crítica y de emancipación.

¿En qué sentido la situación social y sanitaria que estamos viviendo apunta a una crisis cultural de la modernidad? Se trata de una crisis no solo local, lo que es obvio respecto a la pandemia. Con respecto al mal llamado “estallido social”, no somos un caso aislado, en el 2019 hubo protestas populares en París, Barcelona, Bagdad, Beirut, Argel, Hong Kong, Teherán, Bogotá y Argentina. Hoy, a raíz del racismo, en Estados Unidos y en países europeos y antes (2011-2012), las movilizaciones de la Primavera Árabe en Túnez, Egipto, Argelia, Libia y Yemen. Todas movilizaciones masivas y populares, con interacción simbólica y constitución de identidad, movilizaciones que protestaban por una modernidad coja en sus componentes sociales, culturales o políticos, movilizaciones que conllevaron una crítica a la racionalidad instrumental dominante y que pueden entenderse como un proceso, más que como producto de un actor o de actores colectivos o políticos prefigurados . [2]

A pesar de tratarse en el 2020 de una crisis compartida en su doble cara (la social y la sanitaria) con secuelas económicas, Chile tiene ciertas particularidades. De partida, es un país pequeño, de apenas 18 millones de habitantes, una parte ínfima de los 8.000 millones que habitan el planeta. A pesar de su tamaño, padece el mal de la autocomplacencia (la Inglaterra, la Suiza o los jaguares de América Latina son algunas de las denominaciones que nos hemos dado), nos miramos como si fuésemos un país que la lleva , cuestión que salvo en la poesía y en algunos ejemplos del pasado que sacan la cara por el resto (Lautaro, Arturo Prat, José Manuel Balmaceda, Gabriela Mistral, Violeta Parra, Salvador Allende), no se sostiene.

En un plano internacional, esa presunción de que la llevamos es pura autocomplacencia, “patriotismo necio”, lo llamó Gabriela Mistral, “engaño infantil de nuestras vanidades criollas” . [3]

Además de esa particularidad, Chile tiene otra, su primacía — gracias a la dictadura — en haber supeditado la vida social en todos sus planos a un modelo de mercado (con sus secuelas de individualismo y consumismo), primacía que se manifiesta en la temprana privatización entre cuatro paredes de casi todo, con extremos en que hasta el agua pasó a manos privadas. Para nuestra autocomplacencia, vale la pena detenerse en este punto, pues entiendo que Chile a pesar de ser pequeño es uno de los únicos países en que el agua es privada.

De hecho, hasta hoy — debido también a que los gobiernos posteriores miraron para el lado —, el agua sigue siendo privada, con consecuencias que aún seguimos padeciendo. Apenas el 6% de toda el agua que se utiliza en el país se destina a la producción de agua potable (en manos de consorcios privados), y el resto se dedica a actividades económicas principalmente de la minería y de la agricultura.

Como resultado de esta política, hasta la fecha, 384 mil viviendas carecen de agua potable debido a que tienen más derecho al agua los paltos que las personas. Se trata de una situación de vulnerabilidad que se ve agravada porque en la Carta Fundamental solo se consagra el agua para efectos de garantizar su disponibilidad a los “propietarios”, que en la práctica se han adueñado de ella .[4]

Hablamos de crisis en el sentido que tiene esa voz en el idioma chino ( Wei Ji ), palabra conformada por dos caracteres: el primero es Wei , que significa peligro, amenaza, y el segundo es Ji , que significa oportunidad, esperanza. Una etapa de la modernidad en crisis apunta, por lo tanto, a una realidad que no acaba de terminar (capitalismo salvaje y especulativo, explotación sin precedentes de la tierra y del mar de la mano de las empresas mineras, forestales y agrícolas) y a otra que apenas se vislumbra pero que no acaba de aclararse ni de llegar.

De allí que habitemos epocalmente un espacio de incertidumbre, una zona de riesgo, de orfandad de ideas y de proyectos para el mediano y largo plazo. En ese contexto, parece que solo queda atenerse a lo que dice el verso de Antonio Machado y Joan Manuel Serrat: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.

DEL OPTIMISMO HISTÓRICO A SU CUESTIONAMIENTO

La idea de progreso y el optimismo canónico de la modernidad está en crisis. También la idea de que la especie humana es la culminación espiritual y material entre todas las especies. Así lo ha planteado la ciencia, también la filosofía, el arte y algunos movimientos sociales como el ecologismo, el animalismo, y hasta fenómenos gastronómicos como el veganismo.

Se nos ha hecho ver por el cientista social portugués Boaventura da Sousa que los humanos solo constituimos el 0,01% de lo viviente en la Tierra[5] , y por un neurólogo vegetal italiano, Gustavo Mancuso, que el  mundo vegetal constituye el 97,7% de la biomasa del planeta[6] , y por el paleontólogo y  biólogo Stephen Jay Gould que en el curso de más de cuatro mil millones de años han habitado el planeta unos tres mil millones de especies de las cuales un 99% están extintas.

“La revolución de Darwin… se completará… — sostiene Gould — cuando nos hagamos cargo de la no predictibilidad y la no direccionalidad de la vida” y cuando tomemos en serio eso de que la especie humana es “solo una minúscula brizna, recién nacida ayer, en el enorme árbol de la vida” [7].

Al contrario de lo que presupone la episteme de la modernidad, la ciencia nos dice que no hay ninguna garantía de que la especie humana sea eterna.

Por su parte, en el campo filosófico actual se hace presente una fuerte crítica al antropocentrismo y al humanismo, a la idea (metafísica) de que los humanos somos la culminación espiritual y material de todas las especies. Antropocentrismo y humanismo que tienen como base la cultura optimista de la modernidad (humanismo greco latino, renacimiento e ilustración), la que no puede desligarse de la arrogancia humana con respecto al planeta y sus recursos, con respecto al mundo animal y vegetal.

Se trata de una crítica a la idea de que los humanos somos una especie privilegiada que paulatinamente se ha ido transformando de animales a homo sapiens, luego a homo videns y finalmente a dioses, capaces de producir genéticamente la vida o robots que nos reemplazan. Uno de los aspectos más actuales del debate filosófico es el llamado posthumanismo, en el que se han involucrado Jacques Derrida, Giorgio Agamben, Matthew Calarco, Kerry Oliver y Donna Haraway, entre otros.

Son autores que esgrimen sus ideas rescatando reflexiones previas sobre la condición humana y la condición animal. Si en el pasado se pensó en términos de oposición y diferencia entre la una y la otra, hoy se piensa en términos de afinidad. La crítica al antropocentrismo y a la soberbia humana se manifiesta en una crítica al humanismo como un pensamiento que supone como una verdad absoluta y trascendente la posición central y el destino superior del hombre en el universo.

La filósofa norteamericana Kerry Oliver plantea que el binarismo hombre/animal y la máquina antropocéntrica están vinculados al binarismo hombre/mujer y a la máquina andrógina. Foucault percibe al humanismo como un pensamiento egocéntrico, como un prejuicio a partir de un supuesto antropológico que establece un binarismo entre hombre y animal, una dicotomía en que lo humano se constituye en represión de su cuerpo y de su animalidad.

Otra corriente filosófica es el realismo especulativo, que cuestiona el conocimiento que tiene como único filtro a la mente humana. Se trata de corrientes intelectuales que hacen un llamado a la humildad de la especie, que se vinculan con el ecologismo, con la ecocrítica, con el feminismo y el ecofeminismo, con movimientos sociales como el animalismo y el veganismo, y con expresividades artísticas que se dan incluso en nuestro medio, como ocurre en el trabajo de la dramaturga Manuela Infante, empeñada en hacer un teatro no humano . [8]

Son corrientes críticas que tienen como trasfondo el cambio climático, la contaminación del agua, del aire (Quinteros, Puchuncaví y Ventanas, llamadas zonas de sacrificio), y del mar (islotes de desechos plásticos), la agricultura industrial con uso excesivo de pesticidas, plantaciones extensas de pinos y eucaliptus que perjudican para siempre los suelos, proyectos mineros que dejan secuelas (arsénico u otros químicos en el agua en Antofagasta), semillas transformadas genéticamente, explotación irracional de la pesca, en fin, un uso humano de la tierra y del mar que ha desequilibrado nuestra relación con la naturaleza y que ha significado un sobreuso agenciado por un modelo de crecimiento económico insensato, por prácticas y discursos que se sustentan en el imaginario optimista de la modernidad, en una cultura del progreso indefinido que ha sido puesta en jaque por la ciencia, por la filosofía, por el arte y por los movimientos sociales.

En el plano de la sociedad y de la prensa, se trata de situaciones que vienen ocurriendo en los distintos países de América Latina en las últimas décadas, realidades que acentúan desigualdades estructurales, pues son los sectores más vulnerados, los que viven en campamentos, los migrantes, las minorías étnicas — cuyas tradiciones y cultura van siendo minadas — , los que se ven más dañados en términos de su dignidad, de su salud, de pobreza, de derecho a una vida sana y a un trabajo y vivienda dignos.

Se trata de aspectos que en distintos niveles alimentan una crítica y un cuestionamiento a la ideología del progreso y al capitalismo como sistema en su etapa globalizada, vivencias y reclamos que en el plano de la vida social van acumulándose hasta generar movimientos de protestas que exigen un cambio. La cultura del progreso indefinido que está en el ADN del imaginario de la modernidad (y de la racionalidad instrumental que la alimenta) está en crisis. Pero lo está en el sentido de Wei y no de Ji .

LA VISIBILIDAD DE LO INVISIBLE

Situadas las crisis social y sanitaria en un contexto mayor, cabe señalar que ambas tienen antecedentes. La rebelión popular de octubre no puede desconectarse de las manifestaciones estudiantiles del 2011 o de las luchas del movimiento mapuche en el sur; no es casual que en la fotografía emblemática de la Plaza de la Dignidad se alce en el tope de una pirámide humana una bandera mapuche.

En el plano intelectual, la crisis del modelo viene siendo anunciada desde hace varios años por autores que van desde Tomás Moulian, Manuel Antonio Garretón, Carlos Ruiz Encina y Felipe Portales hasta Alberto Mayol. La pandemia del Coronavirus también había sido alertada en el campo de expertos y científicos, incluso en el cine ( Virus de 2013, y Tren a Busán de 2016).

Ignacio Ramonet cita un documento de 2008 en que el National Intelligence Council, una agencia de anticipación geopolítica de la Casa Blanca, advierte, tras una consulta a científicos y expertos de varios países, que antes de 2025 viviremos “la aparición de una enfermedad respiratoria humana nueva, altamente transmisible y virulenta para la cual no existen contramedidas adecuadas, que podría convertirse en una pandemia global” [9].

También hubo repetidos avisos de alerta de la Organización  Mundial de la Salud (OMS). En un documento titulado “Un mundo en peligro: informe anual sobre la preparación mundial para las emergencias sanitarias” (2019), elaborado por epidemiólogos y científicos de todo el mundo y firmado por Gro Harlem-Brundtland, ex directora general de la OMS, se dice lo siguiente: “Nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería de una catástrofe y desencadenaría el caos, y una inestabilidad e inseguridad generalizadas. El mundo no está preparado” para ella [10].

En la base de estos anuncios están el estudio de epidemias anteriores en que se produjeron saltos virales interespecies, como el Síndrome Respiratorio Agudo, SARS , de 2002, el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio, MERS , de 2012, y la epidemia del Ébola (2014). También se han difundido estudios sobre el cambio climático y el calentamiento global, la contaminación atmosférica, la sobrepoblación de las grandes urbes, los desequilibrios producto de la explotación depredadora de la naturaleza, estilos de vida y prácticas alimenticias ecológicamente dañinas, actividades humanas cada vez más invasivas sobre los ecosistemas naturales, en definitiva, lo que la propia especie le ha ido causando al planeta.

Algunos científicos plantean que como consecuencia del calentamiento global, en la medida en que avancen los deshielos

 reaparecerán algunos virus que han estado sepultados e inactivos por milenios, lo que implicaría el ingreso a una escena histórica de virus tales como el que produce la actual epidemia[11] , y como la que produjo la llegada de europeos en los habitantes del nuevo mundo en el siglo XVI.

Resulta curioso que no se hayan atendido estas alertas tan explícitas, la última de la OMS fue planteada cuando Donald Trump ya era presidente. Mi hipótesis es que esa despreocupación e indiferencia se explican por la misma razón que el presidente de Brasil le resta hasta hoy (mayo de 2020) importancia y significación a la pandemia (“es una gripeciña” ), tal como lo hizo el presidente Trump en los primeros meses. El argumento se repite: cuidar la economía y el sacrosanto modelo, considerado hilo conductor del progreso y del bienestar de la humanidad.

Tanto la crisis social como sanitaria han permitido que en los más diversos niveles se haga visible lo invisible, y se puede elaborar una larga lista al respecto: el escándalo de los precios de los remedios comparados con países vecinos; la colusión continua de las cadenas farmacéuticas; las pensiones irrisorias con pérdidas de los fondos individuales acumulados debido a las caídas de la bolsa; un sistema de pensiones vinculado a los vaivenes del capitalismo especulativo; la pobreza extrema manifiesta en cientos de campamentos, algunos de los cuales carecen de agua, incluso para lavarse las manos con jabón; empleos precarios y un alto porcentaje de trabajadores informales; condiciones de viviendas populares no adecuadas para permanecer en cuarentena ni para vivir dignamente; migrantes viviendo hacinados en condiciones degradantes; más de mil personas que en el país viven en situación de calle; megaciudades que no se justifican (un Santiago con más de seis millones de habitantes); ancianos dejados de lado (“somos los leprosos del siglo XXI”) en residencias con cuidadores mal pagados; una brecha digital que hace difícil la educación en línea en todos los niveles; minorías étnicas excluidas y maltratadas históricamente, fundamentalmente los mapuche en el sur; represión indiscriminada utilizando procedimientos como el disparo de bombas lacrimógenas y balines a los ojos, o el abuso de mujeres en algunas comisarías; durante la cuarentena, aumento de la violencia en los hogares fundamentalmente machista.

También se han hecho visibles conductas contraproducentes como los saqueos a pequeños comercios o el aprovechamiento de los narcotraficantes y delincuentes; además se ha puesto en evidencia un sector político inoperante tanto desde el gobierno y sus partidarios (fundamentalmente la UDI: “estamos en guerra”, “mano dura frente a la revuelta”, “rechazo a la nueva Constitución”, “no hay condiciones para el plebiscito de octubre”, “hay que volver a la nueva normalidad”) como desde la oposición, que no ha tenido hasta ahora una voz ni un liderazgo significativo.

Hemos presenciado las consecuencias de una salud pública con graves insuficiencias que se arrastran desde la dictadura y que perjudican sobre todo a los sectores más vulnerados. También hemos asistido a diferencias estratosféricas entre cómo se vive en algunas comunas del sector oriente de la capital y aquellas del sector poniente y sur (un señor que vuela en su avioneta a Pichilemu para comprar 11 kilos de jaibas y aquellos que viven al día en comunas populares y que a poco andar no tienen qué comer).

A cuál más y cuál menos se nos hace visible la muerte como una presencia final que nos hermana a todos y que tendemos a olvidar. Nos hemos enterado de cómo megaempresas privadas cuyos mayores accionistas y propietarios y las instituciones que los agrupan [12], desconfían y desprestigian al Estado y su rol, pero ante problemas económicos que los afligen, no dudan en recurrir al mismo Estado como tabla de salvataje. Hemos sabido de la precariedad de quienes se dedican a las actividades artísticas y culturales; respecto a la pandemia, se ha recurrido a una visión disciplinaria con sesgos económicos y biomédicos sin considerar la mirada de las ciencias sociales y humanas; nos hemos acordado de los animales maltratados, debido a que en situaciones de cuarentena han empezado a deambular por las ciudades (un tigre en Providencia); también de la menor contaminación y limpieza del aire que se advierte tras un par de semanas de cuarentena debido al menor tráfico vehicular y de locomoción, haciéndonos ver lo que no hemos hecho y lo que podríamos hacer.

Han quedado al descubierto en la crisis social y sanitaria inequidades y desigualdades múltiples. Se ha producido, en fin, una suerte de aceleración de la historia hacia atrás y hacia adelante, en que un crisol de imágenes y temas desfilan ante nuestros ojos en muy corto tiempo, lo que ha llevado a algunos cientistas sociales a hablar de la pedagogía cruel de la pandemia, cruel por el sufrimiento y la letalidad, y pedagógica, por la esperanza de que aprendamos algo hacia el futuro de lo que nos ha estado ocurriendo.

Frente a un porvenir que se vislumbra con niebla, se ha planteado que más allá de la racionalidad del statu quo (la política en su sentido tradicional como única dueña de la casa), las alternativas podrían estar entrando por la puerta trasera, por las protestas y movilizaciones, por la pandemia, por los desastres financieros y ambientales. Es decir, opina Boaventura da Sousa, “las alternativas podrían volver de la peor manera posible” . [13]

LA AMPLIACIÓN DEL CÍRCULO DE LA EMPATÍA

En términos de un cambio del sistema socioeconómico que permea actualmente el mundo, se percibe cierta orfandad de ideas y de proyectos para mediano y largo plazo, también carencia de modelos en el horizonte, además de situaciones inéditas que nos confunden a quienes vivimos la década de los sesenta, como el caso de China, en que se da una alianza entre el comunismo y su mayor enemigo histórico: el capitalismo en su fase imperialista.

Por otra parte, no podemos ser ciegos ante ciertos fenómenos que vienen ocurriendo desde el siglo pasado y hasta el presente. Me refiero, en una perspectiva Ji de la palabra crisis, a la paulatina ampliación del círculo de la empatía.

Por empatía entendemos la capacidad de ponerse en el lugar del otro, la identificación afectiva y mental de un sujeto con el estado de ánimo y condición de otro, sean sujetos individuales o colectivos. En gran parte del siglo XX, la ampliación del círculo hacia los trabajadores y asalariados se produjo — como clase — al amparo del ideario socialista, pero a diferencia de esa ampliación, en las últimas décadas el círculo se ha ampliado considerablemente con empatías que se gestan no en algunos partidos políticos, sino más bien en la sociedad civil, empatías que se apropian y conjugan con ideas y movimientos internacionales.

Estamos pensando en la empatía hacia dimensiones de género (mujeres, homosexuales, bisexuales, lesbianas, transgénero), étnicas, de migración, naturaleza, animales, tercera edad, niños y discapacitados. Si bien el feminismo y la lucha por los derechos sociales y políticos de las mujeres tiene una larga historia, nunca como en las últimas décadas se había expresado una empatía y solidaridad hacia las mujeres en todos los niveles y prácticamente de modo transversal, desde la igualdad salarial y las cuotas de representación política hasta el plano teórico e intelectual, donde se ha desarrollado una relectura de la historia y de las manifestaciones artísticas.

Con respecto a la homosexualidad, serlo hace cincuenta años era un drama, salir públicamente, una odisea; hoy, prácticamente ni lo uno ni lo otro. Lo mismo va ocurriendo, pero de modo más lento, en la empatía respecto a lesbianas y transgéneros, hacia lo que engloba la sigla LGBT. Hay que recordar lo que ocurrió con Daniela Vega y la película Una mujer fantástica (2017).

En la dimensión étnica, la empatía con los pueblos originarios, particularmente con el pueblo mapuche, es generalizada, sobre todo entre los jóvenes. No es menos significativo que este fenómeno se dé en un mundo globalizado en que hay fuertes corrientes de homogenización que atentan contra la diversidad cultural, especialmente en el campo de la publicidad y de los medios masivos. Expresiones artísticas como la poesía mapuche ocupan un lugar privilegiado en la escena poética nacional. También respecto a los migrantes, hay un movimiento de solidaridad y empatía, particularmente con respecto a los haitianos, los más vulnerables, y que además de pobreza han experimentado cierto racismo.

También con la tercera edad, los discapacitados y los niños, considerados sujetos de derechos que deben serdefendidos y que lo están siendo en distintos planos. Con respecto a la naturaleza, la conciencia y el movimiento ecologista son manifestaciones de una ampliación del círculo de la empatía hacia la madre tierra , se habla incluso de los derechos de la

naturaleza y de una relación equilibrada y respetuosa entre humanos y medio ambiente. En varios países hay múltiples iniciativas de reforestación y limpieza de las playas. Pero lo más sorprendente es que en las últimas décadas el círculo de la empatía se ha ampliado hacia el mundo animal, hacia los perros, hacia los gatos, hacia las vacas, hacia los cisnes de cuello negro y a todo tipo de animales, ahí están el activismo contra el rodeo o el movimiento animalista, y el tan difundido veganismo, sobre todo entre los jóvenes. Se trata de fuerzas que si bien no implican un cambio de sistema, abren las mentes e inciden en valores, en estilos y formas de vida.

Son, en alguna medida, instancias contestatarias a un Chile injusto y a la depredación del planeta, a los aspectos regresivos de la modernidad. La ampliación del círculo de la empatía es un proceso de enorme repercusión cultural en todos los planos. Son energías político-culturales que están contribuyendo a hacer visible lo invisible. Se trata, además, de temas y reclamos que están presentes en Chile, pero también internacionalmente en América Latina y en casi todos los países de occidente. Muchas de esas energías culturales se hicieron patentes en el mal llamado “estallido social”.

DEMANDAS SOCIALES Y PROTESTA POPULAR

La voz “estallido” apunta a algo que irrumpe con estrépito, con estruendo, proviene según la RAE de “hacerse astillas”. Es sinónimo de “reventar” y “explotar”, hace pensar en bomba, no es un concepto neutro, implica un sesgo subrepticiamente condenatorio, distinto, por ejemplo, al concepto de “despertar” que también se ha asociado a las protestas del 18 de octubre. En Estados Unidos, en la década de los sesenta, en Los Ángeles y Detroit, a las revueltas en defensa de los derechos civiles de los negros se las denominó riots , voz que se traduce por “disturbios”, lo que implica quiebre del orden y de la paz.

Sin embargo, años después, los cientistas sociales no hablan de riots , sino de lucha por los derechos civiles. Por otro lado, es muy posible que una vez que deje de estar presente el Coronavirus se retomen — incluso con más fuerza — las movilizaciones masivas, pues las demandas sociales van a ser mayores que en el mes de octubre pasado. En tales condiciones, resultaría ilógico hablar de “estallido social”, pues lo que estalla o explota lo hace solo de una vez.

La foto emblemática de las protestas iniciadas el 18O presentan una pirámide humana que culmina con la bandera mapuche, pirámide que por ironía o justicia del destino, cubre la estatua del general Manuel Baquedano, militar que participó en 1868 en la oprobiosa ocupación de La Araucanía [14]. El 25 de octubre, cuando una muchedumbre recorrió las calles de Santiago (probablemente, la marcha más grande de la historia) y de otras ciudades del país, movilización que protestaba por las pensiones, por la salud, por la educación, por el medio ambiente y por todo tipo de discriminaciones, en síntesis, por el modelo imperante, asistimos a un sentido común transformador latente, pero que por sí solo no basta.

Ese día llevó a acuñar el lema “Chile despertó”, que incluso hizo que el Presidente Piñera dijera, con voz algo nerviosa, “hemos escuchado las demandas por un Chile más justo y solidario”. Además de esa marcha, se produjo una ocupación por varios meses de la Plaza Italia, que fue rebautizada como la Plaza de la Dignidad. El espacio que va desde esa plaza por la Alameda hasta el GAM (Centro Gabriela Mistral) y el barrio Lastarria, se fue llenando de expresiones artísticas y culturales, de carteles, afiches, dibujos, cómics, música, acciones simbólicas, disfraces, actos gastronómicos, dramatizaciones y performances.

Expresiones que se distinguían de los carteles más directamente políticos del tipo “No+ AFP” o “Renuncia Piñera”. Detrás de toda esa especie de feria artístico-cultural y gastronómica subyacía una protesta política vinculada a las demandas de la marcha multitudinaria, protesta en torno a la cual se producía una interacción simbólica de distintas energías culturales. La presencia en la Plaza de la Dignidad, sobre todo los días viernes, fue reprimida con procedimientos que han sido denunciados tanto en el país (por el propio Instituto Nacional de Derechos Humanos, del Gobierno) como en instituciones del extranjero que no pueden ser tildadas de izquierdistas, como la División de las Américas de Human Rights Watch.

Así se fue creando una situación de violencia por lado y lado, con algunos saqueos e incendios en el sector (el edificio de la Universidad Pedro de Valdivia, en la calle Vicuña Mackenna) y con la quema por parte de carabineros, a través de una bomba lacrimógena, de un sector del Centro Cultural Alameda.

Pero más allá de la dimensión política, interesa hacer una lectura cultural de lo que ocurrió en el entorno de la Plaza de la Dignidad. Pueden distinguirse en las variadas expresiones que hemos señalado diversas energías culturales. Había en la primera línea y también más atrás, disfraces y performances individuales vinculadas al mundo de los cómics y de la industria cultural, por ejemplo, un disfraz de gladiador, otro una especie de Superman que usaba como escudo un signo Pare y se hacía llamar Pareman; o un disfraz de un monito bailarín de la familia Pokémon en la conocida figura de Pikachu, disfraces que respondían más bien a individualidades y a la idea de combinar espectáculo, fuerza mítica y entretención, pero performances que fueron constituyendo una identidad: la mujer que se disfrazaba de Pikachu, a los pocos días de sus primeras apariciones en la plaza tenía en las redes sociales más de 80.000 seguidores.

En las paredes de la Alameda y en el barrio Lastarria aparecían viñetas de un cómic en que el protagonista era Pareman. Pero más allá de estos casos individuales se advertían múltiples expresiones culturales que respondían a colectivos preexistentes a la movilización. Hubo expresividad artística o carteles feministas en sus distintos registros; también expresiones gráficas vinculadas a las barras bravas de Colo Colo y de la Universidad de Chile, manifestaciones de una cultura anarco-barrista; también carteles, performances y viñetas de corte propiamente anarquista (“la humanidad apesta”).

Muy significativa fue la presencia de expresiones animalistas, perros reales y ficticios se convirtieron en personajes reverenciados en la Plaza de la Dignidad, hasta se confeccionó y fue pegado profusamente en el entorno un escudo nacional con la leyenda “El derecho a vivir en paz”, en que en vez de un cóndor y un huemul, figuraban el famoso perro negro Matapacos y la señora Pikachu (al perro Matapacos, cuidado y bautizado por estudiantes de la U SACH , se le hizo una escultura que fue erigida en la Plaza de la Fuerza de la Aviación en Providencia).

También vimos expresiones y gastronomía ambientalista, con productos orgánicos o puestos que ofrecían queques con mezcla de cannabis. Una presencia destacada de letreros y banderas mapuche en defensa de los pueblos originarios, bastantes más banderas y símbolos mapuche que banderas chilenas. Por último, expresiones gráficas y carteles en defensa de las minorías sexuales y de género.

Se trataba de un crisol de energías culturales diversas, mayoritariamente jóvenes y estudiantiles, que en ausencia de organizaciones de obreros o sindicatos, o de propaganda de partidos políticos de izquierda, fue más bien un espacio en que se producían reconocimientos identitarios y de estilos de vida, con una interacción simbólica que apostaba a la ampliación del círculo de la empatía, un movimiento que hacía pensar en cierta medida en el movimiento hippie o en mayo del 68, energías culturales que si se las considera aisladamente, son diferentes y hasta contradictorias entre sí, pero que en el entorno de la Plaza de la Dignidad estaban aunadas en un espíritu contestatario anticapitalista y antisistema, y, por supuesto, “anti pacos”.

De alguna manera, lo que allí ocurrió en sus múltiples dimensiones fue, y es posible que vuelva a ocurrir cuando aminore la pandemia, un síntoma de la crisis cultural de la modernidad y del imaginario que la sustenta.

Estas características de lo que sucedió en torno a la Plaza de la Dignidad hacen difícil tender puentes entre lo que allí se dio y los actores de la política tradicional; es muy posible que si se aproximan a ese espacio diputados o senadores de cualquier partido, o incluso alcaldes, sean abucheados. Lo que sí es importante es que entre los muchos carteles, dibujos, afiches y cómics, había en el sector de la Alameda y del barrio Lastarria varios letreros de “Sí, apruebo”, relativos a una nueva Constitución.

Pensar en un cambio de sistema se hace improbable por el momento, como ya señalamos, hay orfandad de ideas, de proyectos, de líderes y de modelos, y un clima más bien antiutópico, por eso volvemos a repetir los versos de Machado y Serrat, “caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y el andar, en este caso, parece ser continuar con las movilizaciones en la calle (ojalá sin violencia y sin saqueos) para ir obteniendo solución concreta y cambios en algunos de los temas pendientes (salud pública, salario mínimo, pensiones, empleo, educación y viviendas dignas, medio ambiente) y lograr, como dicen los letreros, una nueva Constitución que haga factible los cambios que se necesitan para un Chile más justo y solidario. Ahora bien, el concepto de crisis en que hemos intentado situar lo que estamos viviendo, en su acepción original — que es médica — implica un cambio brusco en una enfermedad, ya sea para mejorarse o para agravarse, lo que habla de un tiempo acotado, por ende, una crisis que se torna permanente ya no es crisis, es estado de coma, un estado de coma en que el lema de “Chile despertó” adquiere todo su sentido.


[1] “Estallido social” hace pensar en un episodio circunstancial. En un momento, una persona afín al gobierno lo atribuyó a alienígenas.

[2] Juan Pablo Paredes, “Movilizarse tiene sentido. Análisis cultural en el estudio de movilizaciones sociales”, Psicoperspectivas , 12, Valparaíso, 2013, pp. 16-27.

[3] Gabriela Mistral, “Menos cóndor, más huemul”(1926), “Contadores de historia”(1941), Prólogo a Chile o una loca geografía de Benjamín Subercaseaux (1961). Autocomplacencia de la cual, por desgracia, no está libre nuestra propia Universidad.

[4] Matías Asún, “La dimensión cultural de la sequía”, El Mostrador , Santiago, 15 de mayo, 2020.

[5] Boaventura da Sousa, Luchas sociales, justicia contextual y dignidad de los pueblos , Editorial Ariadna, Santiago, 2019; La cruel pedagogía del virus , Clacso, Buenos Aires, 2020.

[6] Gustavo Mancuso, El futuro es vegetal, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2017, autor también de La inteligencia de las plantas.

[7] Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre, Editorial Planeta, Barcelona, 1997.

[8] Véase en Internet su conferencia magistral en el sitio de Teatro a Mil. También sus obras Realismo y Estado vegetal.

[9] Ignacio Ramonet, “La pandemia y el sistema mundo”, en Le monde diplomatique español y Le monde diplomatique edición chilena, 27, 4, 2020, 33-34. El documento aludido se titula Global trends 2025: a transformed world.

[10] Ignacio Ramonet, op cit. p. 33.

[11] Miguel Fuentes, “Coranavirus de Wuhan. Cambio climático y crisis civilizatoria”, El Desconcierto , Santiago, 10 de mayo, 2020.

[12] La Sociedad de Fomento Fabril, Sofofa, y la Corporación de la Producción y el Comercio, CPC, entre otras.

[13] Boaventura da Sousa, “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, De Frente , 18 de mayo, 2020.

[14] Si bien se reconoce el rol que desempeñó Baquedano como comandante del Ejército en la etapa final de la Guerra del Pacífico (1880-1881), hay consenso entre los historiadores para resaltar en la conducción del conflicto el rol del mando civil, particularmente del ministro Rafael Sotomayor, por encima del mando militar.

La función de la crítica en la filosofía jurídica Latinoamericana. Antonio Carlos Wolkmer

Introducción

Uno de los mayores desafíos de las últimas décadas es cómo participar del contexto social de la globalización mundial en desarrollo, pero sin dejar de estar integrado y actuar activamente en el plano cultural de la legitimidad local.

Se trata de construir un proyecto social y político que sea capaz de emancipar y reordenar las relaciones tradicionales entre Estado y Sociedad Civil, entre el universalismo ético y el relativismo cultural, entre la razón práctica y la filosofía del sujeto, entre las formas convencionales de legalidad y las experiencias noformales de jurisdicción.

Reinscribir un nuevo modo de vida estimula la inserción cultural por otras modalidades de convivencia, de relaciones sociales y reglamentaciones de las prácticas emergentes e instituidas. En tal escenario, el énfasis no estará en el Estado y en el Mercado, pero sí ahora en la Sociedad Civil como nuevo espacio público que haga efectiva la pluralidad democrática.

En su capacidad generadora, la nueva esfera pública proporciona, para los horizontes institucionales, nuevos valores culturales, nuevos procedimientos de práctica política y de acceso a la justicia, proyectando nuevos actores sociales como fuente de legitimación del espacio social y de la constitución emergente de los derechos.

Así, de ahí en más, delante del surgimiento de nuevas formas de dominación y de exclusión producidas por la globalización y por el neoliberalismo que afectaron sustancialmente prácticas sociales, formas de representación y de legitimación, se impone repensar el poder comunitario, el retorno de los sujetos históricos y la producción alternativa de juridicidad a partir a través de la pluralidad de fuentes.

Evidentemente la constitución de una cultura jurídica pluralista fundada en los valores del poder comunitario está necesariamente vinculada a los criterios de una nueva legitimidad. El nivel de esa eficacia pasa por la legitimidad de los actores sociales involucrados y de sus necesidades y reivindicaciones. Por consiguiente, es fundamental destacar, en la presente contemporaneidad del Derecho, las nuevas formas plurales y alternativas de legitimación del Derecho.

Antes que nada, para que se constituya una cultura jurídica pluralista, alternativa y democrática es necesario, primero, reflexionar y forjar un pensamiento crítico, construido a partir de la praxis de las sociedades emergentes, capaz de viabilizar nuevos conceptos, categorías, representaciones e instituciones sociales.

1. EL PENSAMIENTO CRÍTICO COMO BASE DE LA EMANCIPACIÓN EN EL CONTEXTO HISTÓRICO LATINOAMERICANO

Importa, ahora, avanzar en la delimitación de un instrumental teórico capaz de expresar y sustentar todo discurso acerca de una práctica pluralista y alternativa del Derecho en la perspectiva de América Latina.

Inicialmente, es necesario señalar los diversos sentidos emanados de la expresión “crítica”, término que no deja de ser ambiguo y amplio, pues representa innumerables significados, siendo interpretado y utilizado de diversas formas en el espacio y en el tiempo. De cualquier modo, la “crítica” surge como elaboración instrumental dinámica que sobrepasa los límites naturales de las teorías tradicionales, no ajustándose apenas a describir lo que está establecido o a contemplar, de un modo equidistante, los fenómenos sociales y reales.[1]

Se reconoce, también, que la “crítica” puede revelar, y esclarecer lo dicho por Paulo Freire,

(…) aquel conocimiento que no es dogmático, ni permanente, pero que existe en un continuo proceso de hacerse a sí mismo. Y, siguiendo la posición de que no existe conocimiento sin praxis, el conocimiento ‘crítico’ sería aquel relacionado con un cierto tipo de acción que resulta de la transformación de la

realidad. Solamente una teoría ‘crítica’ puede ser el resultado de liberación del ser humano, pues no existe transformación de la realidad sin la liberación del ser humano.[2]

Como proceso histórico identificado a lo utópico, a lo radical y a lo desmitificador, la “crítica” asume la “función de abrir alternativas de acción y margen de posibilidades que se proyectan sobre las continuidades históricas”.[3]

Una posición “crítica” tiene que ser vista, por consiguiente, no sólo como una evaluación crítica “de nuestra condición presente, pero sí en una en trabajar en dirección a una nueva existencia (…)”.[4]

Entendiendo la crítica como instrumental pedagógico de ruptura y de liberación, la cuestión que se presenta a continuación es como viabilizarla en la inserción de la trayectoria de la sociedad y de la cultura latinoamericana. Aunque engendrado históricamente por discontinuidades y flujos deterministas alienígenos, se puede creer en la existencia de un pensamiento latinoamericano.

En realidad, el pensamiento latinoamericano contenido, explícita o implícitamente, en la producción cultural de sus autores, escritores y filósofos, refuerza la premisa de que lo importante “(…) no es intentar afirmar tal pensamiento como verdad o como aquel más adecuado a la región, pero al contrario, un pensamiento como (…)”, [5] manifestación apto para instrumentalizar la fuerza de su crítica en el sentido de contribuir en la des-construcción de las viejas prácticas de saber y de poder dominantes.

En efecto, la edificación de un pensamiento crítico latinoamericano no implica la total negación o la ruptura radical con otras formas racionales de conocimiento heredadas del iluminismo y producidas por la modernidad europea o norteamericana, pero sí un proceso dialéctico de asimilación, trans posición y reinvención. Se trata de ir concretando, como dice el filósofo peruano Augusto Salazar Bondy, una práctica cultural crítica en la cual se irá reformulando la realidad histórica; es el trabajo de recreación en la dirección emergente para el nuevo proyecto de emancipación, síntoma genuino y auténtico de un pensamiento crítico orientado políticamente para la desalienación y para la liberación. [6]

Como ya se advirtió en otro momento, [7] una teoría o pensamiento de perspectiva crítica opera en la búsqueda de liberar al hombre de su condición de alienado, de su reconciliación con la naturaleza no-represora y con el proceso histórico por él formado. La “crítica”, como saber y práctica de la liberación, tiene que demostrar hasta qué punto los individuos están cosificados y formados por los determinismos históricos, pero no siempre están conscientes de las implicancias hegemónicas, de las opresiones disimuladas y de las falacias ilusorias del mundo objetivo/real.

El pensamiento crítico tiene la función de provocar la autoconciencia de los sujetos sociales oprimidos que sufren las injusticias por parte de los sectores dominantes de los grupos privilegiados y de las formas institucionalizadas de violencia y de poder (local o global). Sin dudas, la “crítica” como dimensión epistemológica e ideológica tiene un papel pedagógico altamente positivo, a medida que se transforma como instrumental operante adecuado al esclarecimiento, resistencia y emancipación, yendo al encuentro y respondiendo a las ansias, intereses y necesidades de todos aquellos que sufren cualquier forma de discriminación, explotación y exclusión.

De igual modo, para constituir una nueva cultura de la alteridad y de la pluralidad, a través de ciertas categorías críticas emergentes en la perspectiva latinoamericana, ya sea como forma de destrucción de la dominación, ya sea como instrumento pedagógico de la liberación, abarca dos condiciones esenciales:

1) se inspira en la “praxis concreta” y en la situación histórica de las estructuras socioeconómicas de América Latina, secularmente explotadas, dependientes, marginadas y colonizadas;

2) las categorías teóricas y los procesos de conocimiento se encuentran en las propias culturas teológica, filosófica y socio-política latinoamericanas.[8] En este sentido, cabe aprehender los substratos fomentadores de un pensamiento con identidad propia y de vanguardia, provenientes tanto de la Teología (Gustavo Gutiérrez, Hugo Assmann, Clodovis y Leonardo Boff) y de la Filosofía (Enrique D. Dussel, Augusto Salazar Bondy, Leopoldo Zea, Alejandro Serrano Caldera, Raul Fornet-Betancourt) como de la Economía (Rui Marini, Theotônio dos Santos, Celso Furtado, Franz J. Hinkelammert), de la Geografía (Milton Santos), de la Pedagogía (Paulo Freire), de la Sociología (Fals Borda), de la Antropología (Darcy Ribeiro), de la Política (José Martí, José Carlos Mariátegui) y del Derecho (Jesús A. de la Torre Rangel, David Sánchez Rubio).

2. LA INSERCIÓN DE LA CRÍTICA EN LA PRODUCCIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA POLÍTICA Y DEL DERECHO

Teniendo en cuenta los conceptos de “crítica”, como expresión del conocimiento radical desmitificador y como transposición de lo instituido opresor, se pasa, ahora, a la clara conexión con lo que sea política y derecho como instrumentales de la práctica alternativa emancipadora. En concreto, el “criterio” base de toda filosofía crítica de la política y del derecho será expresar la defensa de los principios básicos de la vida humana digna, y de la libertad y de la justicia.[9]

Es en esta perspectiva que una filosofía política crítica asume la responsabilidad por instrumentalizar la razón de ser y la fundamentación para combatir lo que Enrique Dussel designa como “la no-verdad, la no-validez (deslegitimación), la no-eficacia de la decisión, de la norma, de la ley, de la

acción, de la institución o del orden político vigente e injusto desde la perspectiva específica de la víctima, del excluido”.[10]

Así, la filosofía política crítica revela un diagnóstico correcto y una praxis transformadora de las patologías de lo instituido y de las diversas formas de la “negatividad material” (miseria, marginalización, exclusión, negación de la ciudadanía). El punto de partida de la filosofía política crítica es la “negatividad material”, factor determinante para que el orden político vigente imposibilite la “reproducción de la vida” y la “participación” legítima y democrática de los “oprimidos del proceso de globalización, de las clases explotadas, de las poblaciones autóctonas excluidas, de los marginales, de los inmigrantes pobres y tantos otros grupos sociales afectados (…)”. [11]

La política crítica debe, también comprometerse con los “actores sociales diferenciados y excluidos”, buscar “organizar los movimientos sociales necesarios” y contribuir para edificar “positivamente alternativas a los sistemas político, jurídico, económico, ecológico y educativo vigentes (…)”. [12]

La verdadera filosofía política crítica, que sobrepasa el nihilismo e individualismo crítico post-modernista, pautado según Dussel, por estrategias crítico-emancipadoras, desencadenando luchas en diferentes “ ‘frentes de liberación’ (de los excluidos, pobres, razas discriminadas, sexos oprimidos, viejos abandonados, niños explotados, pueblos ignorados, culturas exterminadas, etnias menospreciadas)” y afirmando el desarrollo de la vida y de la libertad humanas en su dimensión universal.

En suma, la filosofía crítica de la política debe actuar asumiendo la responsabilidad por la dignidad del otro y contribuyendo para implementar estructuras políticas justas y legítimas, mediante “nuevas normas, leyes, acciones e instituciones políticas”. [13]

De igual modo, como se puede proyectar una nueva filosofía política, no menos relevante es extender la problemática a una juridicidad crítica de perspectiva pluralista.

Resulta, también, imprescindible tener como punto de partida paracualquier reflexión sobre derecho y justicia la inclusión del paradigma de la “vida humana” con dignidad. En la perspectiva de las premisas orientadoras de la éticade la alteridad, Enrique Dussel advierte lo imperativo de la vida humana para laconstrucción de una realidad social justa, que restaure “(…) la dignidad negada dela vida de la víctima, del oprimido o del excluido”. [14] Esta perspectiva de laalteridad que prioriza al ser humano concreto, se manifiesta en la fundamentacióncrítica de otra juridicidad y en la condición real de emergencia de nuevosderechos esenciales.

De este modo, frente a los grandes paradigmas de la tradición occidental (ser, conocer y comunicación) [15] Dussel presenta, en la transposición dela totalidad excluyente y en la dimensión, ahora, de la exterioridad liberadora,elementos críticos de una ética centrada en el “Otro”, base para repensar lacuestión de la justicia y de los derechos humanos.

Así, el concepto de liberación, tomado de la ética de la alteridad de Dussel, ha favorecido el surgimiento de un análisis crítico de la juridicidad formalista y opresora por parte de los jusfilósofos como Jesús Antonio de la Torre Rangel (México) y David Sánchez Rubio (España).

Hay que considerar, como afirma Jesús A. de la Torre Rangel que el derecho tiene su raíz en el ser humano. Sin dudas, “es el Otro, desde la exterioridad, el que dará siempre la pauta de una búsqueda histórica de la vigencia real de los derechos humanos, de Justicia y del bien común”. [16]

Pero en particular, según de La Torre Rangel, la juridicidad moderna, por ser alienante, será sobrepasada por un pensamiento crítico-filosófico que tome en cuenta la (…) lucha del pueblo por justicia, cuando el otro sea reconocido como otro. El primer momento será reconocer la desigualdad de los desiguales, y a partir de allí vendrá el reconocimiento pleno no ya del desigual, pero sí del distinto portador de la justicia como otro. El Derecho perderá su generalidad, su abstracción y su impersonalidad. Y el rastro del otro como clase alienada que provoca la Justicia (…). Por esta razón, (…) la búsqueda de Justicia concreta rompe con todo un aparato jurídico que sólo existe para mantener el lucro y el poder.[17]

En otra juridicidad crítica que parte de los aportes de Dussel y Hinkelammert, David Sánchez Rubio muestra, también, que la liberación se legitima como la expresión de lucha de los excluidos por sus derechos. Al relacionar liberación con justicia y derechos humanos, el profesor de la Universidad de Sevilla, deja claro que, “(…) hablar de liberación es apostar por una determinada concepción de Justicia cuya opción son los pobres y que, en el contexto actual, se manifiesta (…) con las víctimas del sistema social capitalista”.[18]

Esto explica la razón del concepto de Justicia y cómo pasa a ser tan importante en América Latina. Precisando todavía más, puntualiza Sánchez Rubio que la Justicia reclamada por los colectivos marginalizados y por los pobres excluidos de sus derechos se revela la fuente más auténtica “(…) de toda lucha contra situaciones de explotación. El Derecho a la vida y el Derecho a la libertad, entendidos en un sentido tanto individual como colectivo, forman el espacio mínimo a partir del cual la dignidad humana se desarrolla en los contextos de adversidad, miseria y dominación”.[19]

Por lo tanto, el pensamiento crítico, forjado en la denuncia y en la lucha de los propios oprimidos contra las falsas legitimidades y las falacias opresoras del formalismo legalista de la modernidad, sirve de substrato para una auténtica y genuina filosofía jurídica de la alteridad. Reconoce Dean F. B. de Almeida que, al contribuir para superar el formalismo juspositivista, la propuesta de la alteridad jurídica latinoamericana “(…) representa una nueva postura práctico-reflexiva (…) rompiendo con la hegemonía del pilar regulación y con el mito de la modernidad norteamericana”.[20]

En estas condiciones norteadas por una filosofía jurídica críticoemancipadora, las prácticas plurales de juridicidad se evaden del individualismo sistémico de dominación para transformarse en instrumento responsable por el cambio social. Esa filosofía jurídica de la alteridad, incorporando las necesidades fundamentales (libertad, justicia, vida digna y derechos humanos) de nuevos actores históricos, posibilita el verdadero descubrimiento de un sujeto social emergente, un derecho que revela y legitima por sobre todo la dignidad del Otro, que lo respeta y lo protege. El derecho orientado para la liberación deja de legitimar y asegurar el interés de los sectores sociales dominantes “(…) para transformarse en el instrumento vivo de humanización de la sociedad latinoamericana (…)”.[21]

En síntesis, la crítica permite una consideración histórica para reconocer

una nueva cultura jurídica marcada por el pluralismo comunitario-participativo y por

la legitimidad construida a través de las prácticas internalizadas por nuevos sujetos

sociales.

3. FORMAS PLURALES Y ALTERNATIVAS DE LEGITIMACIÓN DEL DERECHO

En la crisis del proyecto cultural de la modernidad occidental, se constata la transposición de modelos de fundamentación y del desarrollo para nuevos parámetros científicos de conocimiento. Los modelos de referencia político y jurídico de corte racionalista, individualista y universal están siendo radicalmente debatidos en lo que atañe a sus conceptos, sus fuentes y sus institutos frente a la pluralidad de transformaciones técnico-científicas, de las experiencias de vida diferenciadas, de la complejidad creciente de bienes valorados y de necesidades básicas, así como de la emergencia de actores sociales, portadores de nuevas subjetividades (individuales y colectivas).

Además, las necesidades, los conflictos y los nuevos problemas producidos por la sociedad en el inicio del milenio generan también formas alternativas de legitimación de derechos que desafían y dificultan la teoría clásica del Derecho[22].

Así, los presupuestos sustantivos que constituyen y sustentan nuevas

formas de legitimación, requieren de la Justicia, requieren del Derecho, deben ser buscados en la acción participativa de los sujetos sociales emergentes y en la justa satisfacción de sus necesidades fundamentales.

En primer lugar, cabe considerar que en el espacio de la “pluralidad de interacciones de las formas de vida, emplear procesos comunitarios significa adoptar estrategias de acción vinculadas a la participación consciente y activa de nuevos sujetos sociales. Es ver en cada esencia humana (individual y colectiva) un ser capaz de actuar de forma solidaria y emancipadora, cediendo al inmovilismo pasivo y a los beneficios individualistas comprometidos” [23].

Es de este modo que la reconsideración y la redimensionalidad del concepto histórico de “sujeto” está una vez más asociado a una tradición de utopías revolucionarias de luchas y resistencias. En la presente contemporaneidad, en un escenario de exclusiones, opresiones y carencias, las prácticas emancipadoras e insurgentes de las nuevas identidades sociales (múltiples grupos de intereses, movimientos sociales, cuerpos intermedios, redes de intermediación, ONGs) se revelan como portadoras potenciales de nuevas y legítimas formas de hacer política, así como fuente alternativa y plural de producción jurídica [24].

La ineficacia de las instancias legislativas y jurisdiccionales del clásico Derecho Moderno favorecen “la expansión de procedimientos extrajudiciales y prácticas normativas no-estatales”, ejercidas dialógicamente y consensualizadas por sujetos sociales que, a pesar de, a veces, oprimidos e “insertos en la condición de ‘ilegalidad’ para las diversas esferas del sistema oficial, definen una forma plural y emancipadora de legitimación. […]. Los centros generadores de Derecho ya no se reducen a las instituciones y a los órganos representativos del monopolio del Estado Moderno, pues el Derecho, por estar inserto en las prácticas y en las relaciones sociales de las cuales es fruto, emerge de diversos centros de producción normativa.

Las nuevas exigencias globalizadas y los conflictos en espacios sociales y políticos periféricos, tensos y desiguales, se hace, hoy en día, significativo reconocer, en la figura de los nuevos movimientos sociales, una fuente legítima de engendrar prácticas de justicia alternativa y derechos emergentes, así como viabilizar prácticas legitimadoras de resistencia al desenfrenado proceso de desreglamentación y desconstitucionalización de la vida [25].

Puesta la tematización de los sujetos sociales, cabe considerar también la constitución de las necesidades humanas y su justa satisfacción como criterio para ser pensadas nuevas formas de legitimación en el ámbito de la juridicidad. La estructura de las necesidades humanas (existenciales, materiales y culturales) que permea la colectividad se refiere tanto a un proceso de subjetividad, modos de vida, deseos y valores, como a la constante “ausencia” o “vacío” de algo anhelado y no siempre realizable. Por ser inagotables e ilimitadas en el tiempo y en el espacio, las necesidades humanas están en permanente redefinición y creación [26].

El conjunto de las necesidades humanas varían de una sociedad o cultura para otra, abarcando un amplio y complejo proceso de socialización. Hay que distinguir, por lo tanto, en la problemática de las necesidades, sus implicancias contingentes con exigencias de legitimación.

De esta forma, una necesidad “puede ser reconocida como legítima si su satisfacción no incluye la utilización de otra persona como mero medio” [27]. Se hace, de veras, condenable cualquier determinación arbitraria sobre la calidad y la cantidad de las necesidades, le cabe al ciudadano – comprometido con el procedimiento justo – no sólo rechazar la idea de objetivaciones cotidianas interiorizadas por dominación, sino como, sobretodo, “practicar el reconocimiento de todas las necesidades, cuya satisfacción no supone el uso” y la explotación de los demás miembros de la comunidad[28]. Es en esta perspectiva compartida que importa rescatar la presencia plural de los nuevos sujetos sociales que se transforman en fuentes de legitimación de una nueva forma de hacer efectiva la justicia y una nueva manera de constituir derechos. [29]

Así, la razón de ser de una juridicidad alternativa está en la trasgresión a lo convencional instituido e injusto, en la posibilidad de revelarse como instrumental de construcción de una sociedad más justa, edificada en valores nacidos de prácticas sociales emancipadoras.

En síntesis, los presupuestos de fundamentación de la producción de nuevos derechos y de múltiples experiencias de jurisdicción comunitaria están directamente asociados a la fuerza de la legitimidad de las subjetividades plurales recientes y al nivel de la justa satisfacción de las necesidades de la vida humana con dignidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Índice: Introducción. 1. El Pensamiento Crítico como base de

Emancipación en el Contexto Histórico Latinoamericano. 2. La

Inserción de la Crítica en la Producción de la Filosofía de la

Política y del Derecho 3. Formas Plurales y Alternativas de Legitimación del Derecho. Referencias bibliográficas


[1] Cf. WOLKMER, Antonio Carlos. “Matrizes teóricas para se repensar uma crítica no direito”. In: Revista do Instituto de Pesquisas e Estudos. Bauru: ITE, n. 25, abr./jul. 1999. p. 102.

[2] FREIRE, Paulo. In: WOLKMER, Antonio Carlos. Introdução ao pensamento jurídico crítico. 4 ed. São Paulo: Saraiva, 2002. p. 3-4.

[3] HABERMAS, Jürgen. In: SANTIAGO, Gabriel L. As utopias latino-americanas: em busca de uma educação libertadora. Campinas: Alínea, 1988. p. 44.

[4] QUINNEY, Richard. In: WOLKMER, Antonio Carlos. Ideologia, estado e direito. 3 ed. São Paulo: Revista dos Tribunais, 2000. p. 5.

[5] SANTIAGO, Gabriel L. Op. cit., p. 27.

[6] SALAZAR BONDY, Augusto. Existe una filosofía de nuestra América? 8 ed. México: Siglo Veintiuno, 1982. Igualmente: ZEA, Leopoldo. La filosofía americana como filosofía sin más. 3 ed. México: Siglo Veintiuno, 1975; _____ . El pensamiento latinoamericano. 3 ed. Barcelona: Ariel, 1976. p. 526.

[7] Cf. WOLKMER, Antonio Carlos. “Matrizes teóricas para se repensar uma crítica no direito”. p. 102-103. también ver: Introdução ao pensamento jurídico crítico. p. 9-11

[8] Extratos de idéias escolhidos de: Pluralismo jurídico – Fundamentos de uma nova cultura no direito. p. 268-269.

[9] Cf. SANCHEZ RUBIO, David. Filosofía, derecho y liberación en América Latina. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2000. p. 180-183.

[10] DUSSEL, Enrique. Hacia una filosofía política crítica. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2001. p. 54.

[11] DUSSEL, Enrique. Op. cit., p. 58-59.

[12] DUSSEL, Enrique. Op. cit., p. 60.

[13] DUSSEL, Enrique. Op. cit., p. 64.

[14] DUSSEL, Enrique. Ética da libertação. Na idade da globalização e da exclusão. Petrópolis: Vozes, 2000. p. 93.

[15] Ver: AZEVEDO, Mônica Louise de. “Direito humanos e filosofia da libertação”. Revista Argumenta. Jacarezinho: Fundinopi, 2001. p. 184-185.

[16] RANGEL, Jesus Antonio de la Torre. Derechos humanos desde el jusnaturalismo histórico analógico. Mexico: Porrúa/UAA, 2001. p. 100.

[17] RANGEL, Jesus Antonio de la Torre. El derecho que nace del pueblo. Aguascalientes: CIRA, 1986. p. 56.

[18] SANCHEZ RUBIO, David. Filosofía, derecho y liberación em América Latina. p. 178.

[19] Ibidem, p. 157 e 180.

[20] ALMEIDA, Dean Fabio Bueno de. América Latina: filosofia jurídica da alteridade. Curitiba, 2002. p. 24. Mimeo.

[21] ALMEIDA, Dean Fabio B. de. Op. cit., p. 25.

[22] Cf. WOLKMER, Antonio Carlos. “Introdução aos fundamentos de uma teoria geral dos novos direitos”. 2001, p. 2-3. [mimeo]

[23] Cf. WOLKMER, Antonio Carlos. “Direitos, poder local e novos sujeitos sociais”. In: RODRIGUES, H. W. [Org.]. O direito no terceiro milênio. Canoas: Ulbra, 2000. p. 97.

[24] WOLKMER, “Direitos, poder…”, Op. cit., p. 104.

[25] Cf. WOLKMER, “Direitos, poder…”, Ibidem, p. 104-105.

[26] Cf. WOLKMER, Antonio Carlos. “Sobre a teoria das necessidades: a condição dos novos direitos”. In: Alter Ágora. Florianópolis: CCJ/UFSC, n. 01, maio/1994. p. 43.

[27] HELLER, Agnes; FEHÉR, Ferenc. Políticas de la postmodernidad. Barcelona: Península, 1989. p. 171-172. Ver também: HELLER, Agnes. Teoría de las necesidades en Marx. Barcelona: Península, 1978.

[28] HELLER, Agnes. Más allá de la justicia. Barcelona: Crítica, 1990. p. 238-239.

[29] Cf. WOLKMER, Pluralismo jurídico – Fundamentos…, Ibidem, p. 245 e 247.

1521 y 1821: ¿Hemiplejía histórica? Jean Meyer. 2021

En el año 2010, el Grito de Dolores y el levantamiento de Madero se conmemoraron sin pena ni gloria y sin revisionismo histórico. El PAN en el poder no retomó el discurso de sus antiguos fundadores. En este 2021, se van a conmemorar los acontecimientos de 1521 y de 1821 y no será sorpresa el discurso oficial, puesto que, con mucha anticipación, ya se han pedido de manera redoblada excusas y arrepentimiento al papa de Roma y al rey de España.

¿Pedir perdón por qué? Por la “Conquista” simbolizada por la caída de México-Tenochtitlan en 1521. Así como Hernán Cortés va a ser, de nuevo, el símbolo del infame colonialismo, de nuevo Agustín de Iturbide representará —olvidado el abrazo de Acatempan, abrazo de unión y reconciliación— la encarnación de la reacción conservadora.

Les guste o no, los historiadores están implicados en las conmemoraciones, sea para ponerse al servicio de la ideología en turno, sea para retirarse bajo su tienda o para desgarrarse las vestiduras. Les queda también la posibilidad de hablar tranquilamente para exponer no la verdad que no se deja atrapar tan fácilmente, sino la necesidad de dialogar en lugar de pelear conforme a un esquema de Blanco/Negro. Quien escoge al Blanco, al perder el Negro, se vuelve hemipléjico; hemipléjico también, el que abraza el Negro y condena al Blanco.

Bien dijo Paul Valéry que cierto tipo de historia —y las conmemoraciones corresponden exactamente a este tipo— es muy peligroso:

La Historia es el producto más peligroso que la química del intelecto haya elaborado. Sus propiedades son bien conocidas. Hace soñar, emborracha a los pueblos, les engendra falsos recuerdos, exagera sus reflejos, entretiene sus viejas llagas, los atormenta en su reposo, los lleva al delirio de grandeza o de la persecución, y vuelve las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas.[1]

Por eso, dialogando con Valéry, Marc Bloch, el historiador comprometido en la lucha contra el ocupante nazi, nos sigue hablando:

Durante mucho tiempo, el historiador ha sido visto como una manera de juez de los Infiernos, encargado de distribuir a los héroes difuntos el elogio y la condena… Como no hay nada más variable que tales juicios, sometidos a todas las fluctuaciones de la consciencia colectiva o del capricho personal, la historia se dio gratuitamente la fama de la más incierta de las disciplinas; después de las imputaciones huecas vienen las rehabilitaciones no menos vanas. Conviene romper con tal maniqueísmo, conviene renunciar a levantar un pedestal para aquél, conviene renunciar a levantar la columna de la infamia para el otro.[2]

Las conmemoraciones nos remiten más que nunca a la palabra de Pascal: “Todo el mundo se hace dios al juzgar: esto es bueno o malo”.

Conmemoraciones, hace mucho que existen: Maximiliano decidió conmemorar cada año el Grito de Dolores; pero Pierre Nora está en lo correcto cuando señala que hemos entrado en “la era de la conmemoración”, “el reino de la memoria generalizada”, cuando la “memoria” (que no es memoria) se sustituye a la Historia; es un acercamiento al pasado ideologizado, que borra la distancia temporal y favorece el anacronismo: cuando se les exige al rey y al pontífice que pidan perdón por la “Conquista” (explicaré más adelante por qué el uso de comillas), se considera que dicho acontecimiento acaba de pasar.

El Congreso francés votó en 1990 una ley para condenar al “negacionismo” (negar que el III Reich exterminó a los judíos); en 2001, otra ley para condenar al negacionismo en el caso del genocidio armenio; en el mismo año, una ley para declarar que la Trata (comercio de los esclavos africanos) era un “crimen contra la humanidad” y que debía figurar en los programas escolares. En 2005, un comité usó esa ley para demandar al historiador Olivier Grenouilleau que había dicho en su excelente tesis de doctorado que la trata no era un genocidio porque los esclavos eran “un bien con valor mercantil que el dueño quería hacer trabajar lo más posible” (y no exterminarlo).

La demanda provocó una reacción de los historiadores que firmaron la petición Libertad para la Historia: “La Historia no es una religión. El historiador no acepta dogma alguno, no respeta interdictos, no conoce tabúes. Puede ser molesto… En un Estado libre, no le corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica”.

Así se elabora una pseudohistoria en forma de denuncia, acta de acusación establecida a partir del tiempo presente, sin tomar en cuenta la especificidad del pasado y de la conciencia de los actores. Manifiesta un angelismo total para los “buenos”, para las “víctimas” de los “malos”. Se niega la existencia de la esclavitud como fenómeno universal y “normal”, de la antropofagia, de los sacrificios humanos, de la participación de los monarcas y príncipes africanos en la trata, de un imperialismo mexica que facilitó la alianza de los pueblos subyugados con Hernán Cortés.

Aplicar los criterios y valores presentes a los actores del siglo XVI o del siglo XIX, en lugar de hacerlo con los de su tiempo, disuelve la Historia en el moralismo y, finalmente, nos priva de nuestro pasado. La destrucción, en Estados Unidos, de las estatuas de Colón, Junípero Serra, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y demás es la consecuencia lógica y absurda del anacronismo. El ejemplo ha inspirado imitadores en Francia y en México.

Ahora que vivimos momentos de debate ideológico que desembocan en polémicas historiográficas, los gobernantes buscan ejemplos y argumentos en el pasado. Por lo mismo, el presidente de México alterna con un grupo selecto de héroes clásicos y con figuras mal conocidas del público como Leonora Vicario o Felipe Ángeles.

Desde la Revolución francesa, todas las revoluciones han interpretado la ideología como los programas políticos que dirigen los pueblos hacia la felicidad (Karl Mannheim dixit en Ideology and Utopia). Y los gobiernos quieren manipular el imaginario nacional con el culto público de los santos intercesores: Miguel, José María, Guadalupe, Vicente, Benito, Emiliano, Felipe, Lázaro… Las conmemoraciones ofrecen una oportunidad maravillosa para forjar la unidad espiritual del género mexicano y el actual gobierno tiene sus liturgias y panteones. Ciertamente, es algo problemático, pero sería peor aún negar que esto es un problema serio.

Es un problema serio porque las fechas de 1521 y 1821 nos llevan a reflexionar sobre el nacimiento de una nueva entidad histórica, sobre dos momentos del parto, sobre los procesos fundacionales que son tan importantes, si no es que más importantes que los procesos de transformación. Ya que la conmemoración es inevitable, la podemos aprovechar para dialogar sobre la “Conquista” y sobre la Independencia, para salir de lo que Octavio J. Galindo llama “nuestra eterna confusión histórica” (en la red, 29 de octubre de 2020), a propósito de “lo que ocurrió ayer en la iglesia San Hipólito” de Ciudad de México.

Las autoridades de la capital retiran la estatua de Colón en vísperas del Día de la Raza y unos días después permiten la entrada de la multitud al templo aquel para rezar a san Judas Tadeo, el abogado de las causas desesperadas. Ahora bien, fue Hernán Cortés quien mandó construir este edificio en homenaje al santo: la caída de México-Tenochtitlan ocurrió en su día litúrgico; Cortés escogió el lugar, porque ahí estaba el último puente que pusieron para huir en la Noche Triste.

Prudentemente, la autoridad respeta la devoción popular, a la vez que exige disculpas romanas y españolas, pide códices y penacho y sataniza todo lo que viene a partir del 12 de octubre de 1492. Octavio J. Galindo pregunta por qué el presidente no explica al pueblo que es un gravísimo error histórico ir a San Hipólito o al Tepeyac, “obras productos de la perversidad española”. Y concluye que nos infantilizan al exaltar agravios reales y supuestos, en lugar de ver con madurez todos los hechos históricos.

A la “Conquista”, para empezar con el quinto centenario de 1521. Las comillas están para señalar que muchos actores y testigos de aquel año nunca se sintieron conquistados y que sus descendientes, hasta la fecha, rechazan las palabras de conquista y conquistados. Hace años encontré en el ramo “Indiferente General” del Archivo General de la Nación un expediente muy interesante. El Congreso de la República, en los años 1830, se enteró de que en la Sala de Actas de Cabildo de Tlaxcala estaba el famoso pendón de Hernán Cortés; acto seguido, el Congreso pidió a Tlaxcala la entrega de la gloriosa reliquia; los tlaxcaltecas se negaron y después de un largo pleito “perdieron” el pendón. Quien visita hoy el Palacio de Gobierno del estado de Tlaxcala, al subir las gradas de la escalera monumental, levanta los ojos y descubre el mural que representa a los capitanes tlaxcaltecas, al lado de Cortés, haciendo su entrada triunfal, a la hora de la derrota de su enemigo mexica.

¿Cómo definir la “Conquista”? Debemos intentar, contra viento y marea, un diálogo, para lograr un análisis clínico, no frío, sino tranquilo, de toda nuestra Historia. Para empezar, abandonar el mexicocentrismo que olvida la multiplicidad del mundo americano antes de 1519 y, por lo mismo, identificado a la gran Ciudad, califica de traidores al Cacique Gordo de Zempoala, a doña Malintzi, a los tlaxcaltecas, otomíes y demás naciones cuya alianza con Cortés explica la mal llamada Conquista y el hecho de que unos mil sicarios bajo el mando del genocida gachupín hayan derrotado a cientos de miles de valientes e impuesto su yugo a millones y millones.

La “Conquista” fue también la revancha de los subyugados por México-Tenochtitlan; luego los mismos mexicas participaron activamente, como guerreros y colonos, en la toma de posesión del inmenso territorio que fue la Nueva España. En definitiva, algo mucho más complicado que la “Conquista”, algo que se sitúa al encuentro de la Europa cristiana, con sus elementos grecorromanos y judíos, árabes y africanos, con los abigarrados mundos amerindianos. Nada que ver con la leyenda negra.

En cuanto a 1821, año del Abrazo de Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, abrazo que pone fin a una larga “guerra de Independencia” que es también y más bien una guerra civil, año del reconocimiento de dicha independencia por el último virrey O’Donojú, su conmemoración debería permitirnos ponderar lo que fue la Nueva España; no fueron largos siglos de un yugo espantoso, tampoco “la siesta colonial” que enseña cierto libro de texto universitario de Estados Unidos, sino la matriz de lo que vino después. Hay que leer y releer a don Edmundo O’Gorman, sus “Meditaciones sobre el criollismo” y su gran libro México. El trauma de su Historia (UNAM, 1977).

Guerra civil entre americanos fue el resultado de un “accidente” histórico, la invasión de España, la destrucción de su monarquía, por Napoleón. La guerra como partera de la Historia. Sin la catástrofe de 1808 que destruyó literalmente a España y costó, en la península, medio millón de muertos, podemos imaginar un destino diferente para América, una evolución como la que vivió el Imperio británico en la segunda mitad del siglo XIX, con la emergencia de “dominions” en el marco de una “Commonwealth”.

Pero no, y tenemos el espectáculo del sitio y de la toma de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato: adentro los peninsulares, esposos y padres de sus mujeres e hijas criollas, de sus hijos criollos, que esperan afuera, impotentes, el desenlace mortal. Una tragedia, como todas las guerras civiles. El abrazo de Acatempan, entre el militar realista Iturbide y el guerrillero insurgente Vicente Guerrero debería leerse en clave de conciliación, reconciliación, pacto de las Tres Garantías, donde la palabra unión tiene una importancia decisiva.

El mito de Iturbide, como execrable déspota, criminal asesino de patriotas, surgió de manera tardía, mucho después del fracaso de su efímero imperio, imperio ideado por Lorenzo de Zavala, la cabeza pensante de lo que llegaría a ser el “partido” liberal.

“La trágica incomprensión: conservadores y liberales” es el título de un capítulo de México. El trauma de su Historia, de don Edmundo.

“Esta independencia, pero no autonomía histórica del ser del hombre colonial de la América ibera, permite columbrar la dramática coyuntura ontológica en que se vio cuando, de fidelísimo vasallo de una corona europea, se convirtió en ciudadano de una nación independiente… introducía el reclamo de una patria separada de la metrópoli, circunstancia que por sí sola incluía la posibilidad —y la necesidad— de concebir de manera distinta la propia identidad en inevitable pugna con la manera tradicional de concebirla” (p. 12).

Se presentaron dos tendencias para concebir la nueva identidad, la que tomó como paradigma histórico a Inglaterra —es decir, la modernidad— y muy pronto a Estados Unidos, más ejemplar por su republicanismo: esa fue la tendencia liberal. La tendencia conservadora quiso “mantener la vigencia de los valores y principios de la sociedad colonial, salvo en lo tocante a la independencia y sin excluir el progreso en lo compatible con aquellos valores y principios”. El choque de esas dos tendencias engendró “la trágica incomprensión”, el largo conflicto liberal-conservador.

“En el fondo de ese maniqueísmo trascendental —que sigue dominando lo más del pensamiento histórico y político de nuestros pueblos— hay, pues una evasión de nada menos que de la propia historia. ¿Puede acaso pedirse una actitud más dañina e inoperante? ¿No es ese, entonces, el secreto de esa impotencia que ha hecho de nuestra historia una trágica aventura de frustración en la búsqueda de la prosperidad y del bienestar sociales?” (p. 55).

“Liberación de la falsa disyuntiva del aporético conflicto conservador-liberal… Evolución, no revolución, era el camino que aconsejaba el patriotismo y el fino olfato histórico de Justo Sierra” (p. 90).

¿Vamos a repetir en 2021 y en los años siguientes, con sus esperadas conmemoraciones, “la trágica incomprensión”? El presidente nos invita a definirnos de una vez para siempre, a escoger nuestro bando: o liberales o conservadores; batalla día tras día para imponer la nueva narrativa, el nuevo catecismo histórico. Lo mismo hacen los dirigentes de China, Rusia, Turquía, Venezuela… Don Edmundo profetizó en 1977 “la encrucijada de Eris, la encrucijada de discordia en que se metió el acontecer histórico mexicano con la ficticia reanudación de un conflicto que se había liquidado y que desde sus orígenes careció de auténtica razón de ser”. Profetizó para nosotros, en 2021, lo que aplicaba al movimiento revolucionario de 1914 en adelante.

A la hora de la pandemia y de la crisis económica, a la hora de la discordia, hay que tomar en cuenta una realidad que rebasa el nivel individual y que no es solamente la de la salud y de la economía; la incertidumbre, en el marco de una crisis política que divide y enfrenta a los mexicanos, pone en cuestión el conjunto de la estructura social, así como los valores que la fundamentan. Hay que dialogar sobre el sentido de las conmemoraciones en lugar de enfrentarse en Blanco y Negro, desatando pulsiones de resentimiento.

Debemos tomar como modelo a Heródoto cuando afirma que “expone aquí sus investigaciones para que las cosas hechas por los hombres no se olviden con el tiempo y que grandes y maravillosas acciones cumplidas tanto por los griegos como por los bárbaros no pierdan su brillo”. Griegos y bárbaros… Cuauhtémoc y Cortés, Iturbide y Guerrero, conservadores y liberales.

O a Marc Bloch: “Existen dos categorías de franceses que jamás comprenderán la historia de Francia: aquéllos que se niegan a vibrar ante el recuerdo de la consagración (del rey) en Reims; aquéllos que leen sin emoción el relato de la fiesta de la Federación” (14 de julio de 1790).

Y a don Edmundo O’Gorman, autor de “Del amor del Historiador a su Patria” (1974): “Si lo crucial es la singularidad que provoca el amor al pasado patrio, y no las excelencias o perfecciones que éste pueda tener, ese amor implica o mejor dicho, exige la comunión indiscriminada con ese pasado en su cabal y rotunda totalidad…… Desconocer las flaquezas de los héroes para hacer de ellos figurones acartonados que ya nada pueden comunicar al corazón; no conceder, en cambio, ni un ápice de buenas intenciones, abnegación y patriotismo a hombres y mujeres eminentes que abrazaron causas históricamente equivocadas o perdidas; predicar, en suma, como evangelio patrio, un desarrollo histórico fatalmente predestinado al triunfo de una sucesión de hombres buenos buenos sobre otra sucesión de hombres malos malos no es sino claro eco de un tipo de nacionalismo superado y dañino y cuya supervivencia revela una lamentable falta de madurez histórica”.

Don Edmundo entiende el amor por su patria en forma de “el idioma conciliador de una conciencia histórica en paz consigo misma, o si se prefiere, de la convicción madura y generosa de que la patria es lo que es, por lo que ha sido, y que si, tal como ella es, no es indigna de nuestro amor, ese amor tiene que incluir de alguna manera la suma total de nuestro pasado” (pp. 22-24). Pronunció esas palabras frente al presidente de la República.

Jean Meyer

Investigador de la división de Historia del CIDE.


[1] Valéry, P. De l’Histoire, en Œuvres, tomo II, Gallimard, París, 1960, p. 935.

[2] Bloch, M. Apologie pour l’Histoire ou Métier d’historien, Armand Colin, París, 1949, p. 70.

Hacia la profundización democrática y socialista en Cuba. La Tizza. Diciembre de 2020

Quienes impulsamos La Tizza hemos procurado siempre que las palabras, los conceptos, las ideas y las posiciones enunciadas no carezcan de práctica — extrateórica —, de acciones encaminadas a sacar los debates, por válidos y necesarios que sean, de «grupos portadores» o gremios y lanzarlos al ruedo en la esfera pública, confrontarlos con una diversidad más grande que la nuestra y hacerlos participar en la liza del disenso y la construcción colectiva, popular. Así sucedió, por mencionar apenas algunos ejemplos, con el taller «Manos fuera de Cuba» (marzo, 2016) ante la visita de Obama; el espacio de discusión «A estas alturas del (P)partido» (abril, 2016) en la antesala del VII Congreso del PCC; la movilización autoconvocada ante el fallecimiento de Fidel (noviembre-diciembre, 2016); el acompañamiento a las ediciones de la Escuela Política «Hugo Chávez» (2014–2020); el taller sobre «Fundamentalismo religioso» (diciembre, 2019) y no pocas acciones de calle en barrios, plazas y parques.

En pro de la coherencia, este Editorial se inscribe en — y ha de comprenderse en relación con — el más reciente de tales empeños sociales organizativos: el Ciclo-Taller mensual «Problemas y desafíos de la democracia socialista en Cuba hoy», sin fecha prevista de cierre y cuya primera sesión tuvo lugar el pasado 9 de diciembre.

Esta serie de espacios, que sumarán su aporte a la construcción de agendas ciudadanas en curso, constituyen, a nuestro juicio, el tipo de trabajo paciente, de largo aliento, sistemático y articulador que demandan los desafíos de una profundización democrática y socialista en Cuba, que corte la posibilidad de secuestro definitivo de la revolución por parte de la burocracia, de oportunistas y corruptos erigidos en grupos de poder, al tiempo que impida la cooptación de los diagnósticos y problemas de nuestro campo por parte de agendas liberales, instaladas más o menos cerca del Estado.

El texto que ahora publicamos adelanta guías para el trabajo político. Se trata de una herramienta en constante enriquecimiento, alimentada de los consensos que alcancemos en cada encuentro; una plataforma que se añade a los esfuerzos por desarrollar diálogos francos, propositivos, vinculantes y sin cortapisas entre los múltiples actores comprometidos con la justicia social y la belleza.

Pensar que los últimos acontecimientos han provocado la creciente conflictividad de la sociedad cubana, es, cuanto menos, sobrestimar la importancia de los síntomas. Los sucesos recientes facilitan que dicha conflictividad se exprese y rebase los tintes de individualidad con que solía — de modo engañoso — manifestarse.

Ahora irrumpen en la escena grupos con programas y demandas que guardan una relación orgánica con intelectuales, ideólogos y productores de sentido — más o menos capaces — que no hace mucho se presentaban como adalides solitarios de La Libertad. Una «libertad» que nos llama «a todxs» porque nos necesita, pero que no nos contiene.

Entre los factores que han propiciado una mayor articulación y disputa de la representación de «intereses nacionales» por parte de estos grupos, anotamos los siguientes:

1. El desgaste y desprestigio de prácticas institucionales burocratizadas, discrecionales, poco transparentes, reactivas y lentas para dar respuesta a problemas acumulados dentro de su misión social, y pérdida de parte de su capacidad de convocatoria y movilización para enfrentar esos problemas, oponerles salidas audaces e integrales y renovar sus programas a un ritmo superior a lo que lo hacen los desafíos de la realidad.

2. El avance y calado de relaciones sociales injustas, excluyentes, discriminatorias, autoritarias, individualistas — en suma, no socialistas — en el contexto cubano. Instalación del sentido común burgués y su cultura en los imaginarios, las aspiraciones, las formas de concebir «lo posible», los conceptos para explicarse lo que sucede, y las visiones de futuro de amplios sectores de cubanos y cubanas humildes.

3. La existencia de similitudes entre los diagnósticos que manejan grupos contrarios al socialismo cubano y los diagnósticos del pueblo sobre problemas a resolver impide dilucidar la naturaleza política de las estrategias y programas que esos grupos defienden. Ello dificulta comprender las contradicciones entre los diferentes proyectos en pugna.

4. La mayor confianza que la situación descrita en los tres puntos anteriores confiere a actores desentendidos del horizonte socialista y comprometidos con la consecución de mayores espacios legales para el desarrollo de un orden posrevolucionario capitalista en Cuba.

Pero no son esos los únicos actores que intervienen en el espacio público cubano y en momentos en que ellos reorganizan sus fuerzas, se vuelve urgente reorganizar las nuestras.

Debemos conjurar definitivamente la incomunicación política de todas las personas favorables al relanzamiento del proyecto emancipatorio cubano, cortarles el paso a los idiomas que se han vuelto ininteligibles e impiden su articulación en un frente común.

Deseamos alimentar un programa crítico, propositivo y descolonizado, que recupere la totalidad como premisa para pensar, conducir y profundizar la transición socialista en Cuba, un programa para la creación de nuevos consensos, el deslinde de campos, el pase a la ofensiva de las ideas y las prácticas anticapitalistas. Un programa que no eluda señalar con claridad los retrocesos pero que no se les someta, no los acepte como virtud o características de modelo, ni renuncie al desarrollo de iniciativas para superarlos. Un programa que no tema reconocer la incertidumbre, pero que no responda a ella con la indeterminación.

Compartimos algunas claves de partida de ese programa, que desarrollaremos en cada nueva edición del Ciclo-Taller mensual:

1. Contra el imperialismo y el bloqueo

Condena al bloqueo y a todas las variantes que conforman el arco de tácticas del acoso imperialista para derrotar a la revolución cubana, que van desde la agresión más abierta y directa, en el estilo trumpista, hasta la «ofensiva de paz» que tipificó las relaciones de la administración Obama con Cuba.

El bloqueo constituye un obstáculo no sólo para el desarrollo económico sino para el despliegue de todas las potencialidades libertarias y democráticas del socialismo.

Reiteramos la disposición de luchar al precio de nuestras vidas contra cualquier formato de agresión militar directa del imperialismo yanqui, coadyuvada por agentes internos.

2. Diálogo desde el pueblo, por el pueblo y para el pueblo

El diálogo en Cuba debe ser un medio para profundizar la justicia social, para continuar empeñados en la vertebración de una alternativa al capitalismo, para encontrar las mejores vías, iniciativas e ideas que tributen a ese propósito, para desarrollar nuestra contribución a la liberación de otros pueblos, para vencer las lógicas de rendición y las agendas de normalización global, que nos sugieren abandonar la utopía, comenzar a medir los avances del país a partir de escalas evolutivas y adaptarnos al mugroso concierto de «lo que ha sido siempre». Es decir, el diálogo, para nosotrxs, es un recurso político, tiene fines políticos. Y entendemos la política como el arte de sumar, de conocernos a tientas y crecer juntos. Por tanto, incluimos en el diálogo a lxs revolucionarixs que comparten el horizonte socialista — con la diversidad de ideas y prácticas que registra este grupo — y a quienes, sin tener una actitud revolucionaria ante la vida, incluso sin compartir el horizonte socialista, no trabajan por el quiebre del proyecto y su anulación.

3. Por la nueva economía y la democracia económica

Al socialismo le importa el color del gato y no solo que cace ratón. Es decir, para la actividad económica de la transición resulta tan vital lo que se produce como el modo en que se produce. La economía no es solo un inventario de mercancías ni la disponibilidad de «cosas». Se trata de un espacio donde se (re)crean también relaciones sociales, ideas, símbolos, culturas, valores, nociones, imaginarios y sentimientos. Reducir la economía a un conjunto de objetos a consumir equivale a la homologación del socialismo con un sistema redistributivo eficiente de esos objetos. Pero ya sabemos por Rosa (Luxemburgo) que el socialismo «no es un problema de cuchillo y tenedor sino una grande y poderosa concepción del mundo».

¿Quiere esto decir que no importa el bienestar material, o que este ocupa un segundo plano respecto a las demás dimensiones? ¡En lo absoluto!

Significa que el modelo económico del socialismo está condicionado por nuevas definiciones de «bienestar», «rentabilidad», «ganancia», por mecanismos de cooperación, no de competencia, por estrategias que no subordinen el acceso a un bien a la capacidad de compra de las personas.

Significa asumir principios ecosocialistas que no se constriñan a instrumentar la responsabilidad ambiental en cada empresa y colectivo laboral, sino que limiten la introducción en el país de actividades económicas altamente depredadoras de la naturaleza y favorezcan aquellas que permitan transformar no solo cómo se produce, sino también qué se produce, qué se consume, y cómo se consume.

Significa que debe superarse en cantidad y calidad la actual oferta de bienes y servicios al pueblo, pero priorizando, para hacerlo, formas de producción que no comprometan las relaciones de solidaridad ni los valores de complementariedad y cooperación del conjunto de la actividad social. Desde esta visión, las tan mentadas «fuerzas productivas», lo son, sobre todo, del cambio social revolucionario, de la emancipación cultural de los sujetos históricos de ese cambio y de sus posibilidades de ampliación continua.

4. Propiedad social: fiscalización y control popular de base

Impulsar la socialización de la propiedad estatal, esto es: trabajamos y recibimos los beneficios sociales de nuestro trabajo, pero también definimos cómo se gestionan las riquezas que nos pertenecen. Dos instancias fundamentales para ello: las asambleas de trabajadores en cada centro, en conciliación con las instancias de poder popular a cada nivel, donde los amplios sectores de la sociedad deben influir en las decisiones económicas. La única forma en que el predominio de la propiedad estatal puede garantizar el carácter socialista, es trabajando para que esta se convierta en propiedad social.

Se debe revisar la legislación laboral, en particular el nuevo Código de Trabajo, que en su artículo 12 sindicaliza tanto a los dueños de negocios como a sus empleados «con independencia de la naturaleza o características de su relación de trabajo», lo cual redunda en una desprotección del trabajador en ambientes donde sus derechos se ven amenazados.

Relanzar el trabajo sindical en el sector estatal, en las pequeñas y medianas empresas capitalistas — ya existentes — y en las empresas extranjeras.

Combatir la corrupción mediante la fiscalización obrera y popular, la transparencia informativa, el paulatino incremento del poder adquisitivo y la educación política. Proceder de manera que se haga evidente que cada centavo recuperado es revertido en beneficio del pueblo.

5. Educarnos en la emancipación

El socialismo cubano será insostenible si no produce las riquezas que necesitamos, pero también, si no genera un sujeto que lo lleve adelante.

Potenciar la formación de valores y prácticas socialistas en escuelas, medios de comunicación, organizaciones políticas, organizaciones de masas, espacios comunitarios, entre otros, con métodos más problematizadores, creativos y participativos.

Relanzar la movilización y organización del pueblo en función de sus intereses como vía fundamental de educación política.

Revisar los planes de estudio y la enseñanza a todos los niveles en aras de visibilizar el carácter contradictorio y de masas del proceso histórico nacional, reorientar las narrativas personológicas para explicarlo y potenciar su contenido popular dándole peso al papel activo de lxs humildes y las clases trabajadoras.

Transformar los medios de comunicación para que den cabida a más programas de discusión abierta y análisis sobre la realidad: sus opciones, correlaciones de fuerza, conflictos y proyectos en disputa.

Modificar las agendas mediáticas para que reflejen, sin edulcorarlo, el arco de situaciones del sujeto social en Cuba y — desde una comprensión más fiel de sus complejidades y necesidades reales — liderar la actividad de creación de conciencia popular socialista.

6. Prácticas políticas para más democracia, mejor socialismo

Estimular la iniciativa política de las organizaciones de masas y de las bases del Partido: elaboración, difusión y debate de propuestas de cambio nacidas de ellos, con antelación a procesos orientados de consulta.

Profundizar la relación entre todas las instancias de poder popular, y simultáneamente, ampliar el vínculo elector-delegado-diputado hacia la discusión y toma de decisiones sobre los problemas del municipio, la provincia y la nación, instancias que condicionan las soluciones locales.

La emergencia de colectivos, redes y organizaciones alternativas de izquierda en Cuba es un resultado de la politización de la sociedad favorable a la profundización democrática y socialista. Lejos de pretender obstaculizar sus espacios e iniciativas, el Estado se debe comprender como «Estado extendido»; es decir, como Estado que se completa, complementa sus funciones, enriquece su tejido y suma bases sociales a partir del trabajo de esas nuevas organizaciones.

En su mayoría, las personas que militan en los ámbitos tradicionales no son otras que las mismas que militan en los nuevos ámbitos y han sentido la necesidad de hacerlo para completar necesidades insatisfechas de participación política.

7. Reavivar el internacionalismo socialista

Para las revoluciones, el internacionalismo no es solo un imperativo moral, sino también una necesidad de sobrevivencia. Para no quedar aisladas y cercadas por las fuerzas de la reacción, las revoluciones necesitan expandir su campo mediante el apoyo resuelto a todas las fuerzas revolucionarias del mundo.

Al contrario de lo que indican el sentido común y ciertas normas sofisticadas del derecho internacional burgués, debemos intervenir sistemáticamente en los llamados «asuntos internos» de otros pueblos, sobre todo porque esos son también nuestros asuntos. Si asumimos que «Patria es Humanidad» entonces reconoceremos que no existen tantos asuntos como Estados en la Asamblea General de la ONU, sino solo dos grandes asuntos: el de la opresión, la esclavitud moderna y el vasallaje versus el de la rebeldía de los pueblos, sus ansias de libertad, de justicia y aniquilación del actual orden mundial depredador de la vida y de la esperanza.

Es a partir del carácter irreconciliable de ambos asuntos que debe comprenderse la bipolaridad del mundo, la cual no ha hecho sino entronizarse.

Para que el internacionalismo recupere su prestigio, su calado popular, su diversidad de roles y su efectividad, debemos saber distinguir entre las necesidades protocolares y oficiales del Estado y la expresión de autonomía relativa de la sociedad civil socialista para mostrar las contradicciones de los gobiernos capitalistas y procesos progresistas que no fracturan las estructuras de dominación y al pretender «administrarlas mejor» terminan sirviendo al cabo para recomponerlas de sus crisis de legitimidad.

El internacionalismo no se agota en la relación y los canales diplomáticos entre gobiernos. Su encarnación como costumbre en la gente requiere de la expansión de las relaciones pueblo a pueblo, del intercambio entre sus sujetos sociales, el reconocimiento mutuo de sus angustias, ansiedades, heroísmos cotidianos, descalabros, certezas, concepciones de lucha y triunfos.

Donde quiera que la unidad de análisis y la unidad de acción se reduzca al ámbito geográfico de la nación cubana, el capitalismo puede «convencernos» con más facilidad de que es capaz de ofrecer «bienestar» para «todxs».

8. Conquistar toda la justicia

Concebimos el socialismo como el fin de todas las dominaciones, no de una o de dos, sino de todas.

Si múltiple es el sistema de dominación capitalista, múltiple debe ser el sistema emancipatorio que le opongamos para superarlo. Ello implica desatar batallas simultáneas en todos los órdenes: económico, jurídico, político, cultural, social… para hacer avanzar al unísono — no por etapas — las liberaciones de las personas y las sociedades, hacerlas fecundarse de forma recíproca y complementarse.

Y es desde los propios sujetos que han internalizado la opresión, sentimientos de inferioridad, la división de la vida en «lugares» a los que pertenecen unos y no otros, las jerarquías que naturalizan la explotación y las desigualdades, que dichas batallas deben desencadenarse.

La diversidad del sujeto social cubano, lo es también de sus necesidades de conquistar nuevas libertades.

Nuestra realidad ha de medirse de cara a la promesa de emancipación que le hicimos al futuro y no a la vera de la constatación de cuánto hemos avanzado. «¿Cuánto falta?»; es siempre la pregunta de un(a) rebelde y revolucionario(a): de un(a) inconforme.

La articulación entre las luchas por todos los derechos para todas las personas: luchas antipatriarcales, antirracistas, por el reconocimiento de las nuevas familias, del amor diverso, del matrimonio igualitario, contra la marginación, la pobreza, la desigualdad, el subdesarrollo — que incluye el de las formas políticas de conducir nuestro proyecto — contra la vulnerabilidad, por ejercicios de fe no excluyentes, etc., nos compete a cuantxs sentimos en las conquistas pendientes de estas y otras causas, la irrealización plena de nuestra propia libertad.

No es posible preterir o postergar luchas en aras de la unidad porque esta última se fragua, precisamente, en la lucha; es la unidad de quienes luchan, no un «a priori» ni un fin en sí mismo, proclive a ser instrumentalizado por agendas conservadoras, no es unidad en cuanto obsecuencia, a la espera de derechos «concedidos».

Como quienes suscribimos nos sabemos parte del problema y de su solución, no hemos venido a pedirle nada a nadie que no sea a nosotrxs mismxs. Los derechos se conquistan, no se agradecen. Invitamos a enriquecer estas premisas y convertirlas en propuestas concretas a:

1. Quienes llaman Cuba al proyecto político que nos la conquistó y no a la mezquina medición de un país por kilómetros cuadrados.

2. Lxs que forman el mosaico de ese país, con sus bordes desvencijados, pero sin un solo vidrio apuntando al corazón.

3. Lxs sujetos de la diversidad franqueada por la revolución. Fronda que no se enajena de su tronco y de la cual bajan a tierra nuevas raíces.

4. Quienes defienden la plenitud y no la planicie en el ejercicio del arte como patrimonio colectivo, en la experimentación de nuevas estéticas y formas expresivas, en la búsqueda constante y el error. Quienes no divorcian el acceso a la belleza de la ética.

5. Lxs que persisten en la rearticulación entre las vanguardias artísticas y políticas. Porque el arte es político y revolucionario no en cuanto hace propaganda de su compromiso partidista, sino en cuanto enriquece y complejiza el espíritu, en cuanto eleva la capacidad crítica y de discernimiento del ser humano, en cuanto lo salva de la simplificación de los lenguajes, la mutilación del pensamiento, los consumos estandarizados y los hedonismos mercantiles que anulan al pasado y al futuro y privilegian en las personas su condición de consumidores en detrimento de la de sujetos. Porque la política es un arte, no la sucesión de medidas o decretos, sino un ejercicio creativo, dialógico, fundante, previsor, adelantado, que va granjeándole cada vez más realidades a la utopía.

6. Lxs antirracistas, lxs antihomófobxs, lxs feministas, lxs que plantan árboles y sanean playas, lxs ambientalistas, lxs enemigxs del acoso y violencia contra las niñas y las mujeres, lxs promotores de nuevas masculinidades, lxs enfrentadxs al maltrato animal, lxs bicicleterxs, lxs ecuménicxs, lxs cristianxs de vocación revolucionaria como Jesús, lxs antipatriarcales, lxs anticapitalistas, educadores populares, antimperialistas, comunistas — de partido o no — , lxs cooperativistas, lxs que crean la riqueza y no los que se la apropian… Lxs militantes honestos de todas las causas justas, sin desideologizarlas, porque entendemos el socialismo como el lugar al cual referir su futuro, como el ecosistema que las abraza y las reúne para que se fecunden unas a otras; como el fin de todas las dominaciones.

7. Quienes ante la necesidad de distinguirse de los secuestradores de reclamos legítimos del pueblo pusieron su cuerpo allí, frente al Ministerio de Cultura, para comenzar a saldar el acallamiento ya insoportable de nuestras deudas con la salud de la Patria.

8. Los herejes del Trillo y su tángana, que demostraron que la revolución desborda sus instituciones.

9. Los que entienden la soberanía, no como rienda que ponemos al capitalismo para conducirlo, sino como el cerco que le hacemos hasta asfixiarlo.

10. Quienes tejen una nueva medida del socialismo, parterxs de su reencantamiento y renovación, frente a lxs que hacen de la falta de socialismo o de sus deformidades las patentes de su «inviabilidad». Lxs que saben que allí de donde se ha ido, la única alternativa digna y verdadera es recuperarlo.

11. Quienes comprenden que las expectativas de futuro son más altas que las posibilidades de satisfacerlas. Pero, también, lxs que se sobreponen a las circunstancias adversas y no rebajan por ellas las expectativas de futuro ni dejan de luchar por convertir lo necesario en posible y lo posible en real, en ese orden.

12. Lxs plebeyxs que arrancan de los patricios disfrazados el derecho a escribir nuestro programa y consagrarnos a él.

13. Lxs encallecidxs de la utopía socialista, y hasta sus arrugas y reumas, pero, jamás, sus huérfanxs.

14. Y a muchxs más de lxs que se vean reflejadxs aquí, con quienes buscamos expandir estas claves.

El Estado y sus problemas les sirven hoy como bastidor a quienes, aunque no lo confiesen, toman como principal enemigo al proyecto de la revolución cubana.

Ahora queda claro que se ha iniciado de forma abierta la pugna por el siglo XXI en Cuba. ¿Será la campanada de esta época una profundización y renovación del socialismo cubano, o el establecimiento paulatino de un orden posrevolucionario que administre conquistas del pasado, pero abandone el horizonte comunista y la lucha por la revolución mundial?

Estas claves comunican un propósito y una vocación hace tiempo estrenada: trabajar con honradez y sin descanso por las premisas aquí resumidas.

Sabemos que es largo el camino y escarpado, que su bruma solo cede cuando lo transitamos, que las revoluciones nunca están completas del todo, y que mientras más palmos ganan sus hechos de liberación en el alma de las personas y las sociedades, más anchos se vuelven sus terrenos vírgenes, sus metas irrealizadas, las que le exige el ansia de más justicia y bienestar del ser humano que redimió.

Pero no hay arredros, porque vamos juntos, somos más que ayer y hemos aprendido algo. Y porque prevalecerá al cabo este impulso nuevo coreado frente a la casa que ya no es de Julio Lobo y al centro del parque que no dejará de ser de Quintín Banderas.

Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden. Enrique Mari.1986

Creyó haber nacido para provecho del mundo y no para el propio. Lucano, Farsalia II, 383

1.El dispositivo del poder: discurso del orden e imaginario social

La historia del reparto del poder y su correlación en lo social con jerarquías desiguales ha sido secularmente acompañada por un dispositivo de legitimación y sostén no exento de complejidad y doble vertiente.

Convergen en este dispositivo, por un lado, la construcción de un discurso del orden que asigna al resultado y producto social en una dada relación de fuerzas, una propiedad natural o divina: la de ser un orden necesario para el provecho del mundo aunque se trate, en verdad, de un cierto orden, o sea, orden impuesto para el propio provecho del clan, la tribu o el pueblo vencedor, determinada comunidad o la clase privilegiada.

Integra este dispositivo, por otro lado, la inserción del discurso del orden en montajes de ficción, soportes mitológicos y prácticas extradiscursivas como ceremonias, banderas, rituales, cánticos e himnos, distribución de espacios, rangos y prestigios, etiquetas, y otras de no menos variado tipo como heráldicas, diplomas, tatuajes, marcas, apelación a los ancestros, tumbas, símbolos funerarios, manejos de ruidos y silencios, escenas que ponen en relación al hombre con la solemnización de la palabra.

Todas estas prácticas de solicitación y manipuleo del psiquismo humano pueden identificarse bajo el rótulo de imaginario social, en el que se hacen materialmente posibles las condiciones de reproducción del discurso del orden.

El discurso del orden y el imaginario social concurren y convergen en el dispositivo del poder, del que constituyen instancias distintas pero no independientes.

Nadie duda de la complejidad del fenómeno del poder cuyos análisis pueden pasar y han pasado de una dirección macrofísica en los estudios a un polo microfísico. La primera dirección que nos ocupará en este trabajo responde a una concepción clásica del poder ligado al problema de la soberanía. Poder y Soberanía son el anverso y el reverso de un mismo problema al que se interpela con el pensamiento jurídico político de los siglos XVI y XVII.

Combatiendo por el poder real, defendiendo el derecho supremo del soberano, único capaz de imponer por encima de los individuos particulares la voz universal de la razón, necesaria a un siglo intensamente convulsionado por las crisis religiosas y políticas, Thomas Hobbes construyó el modelo más acabado del poder absoluto.

Es sabido que este modelo, el más extremo del absolutismo estatal, fue el del Leviathan, dios mortal al que debemos, bajo el Dios inmortal nuestra paz y nuestra protección[1]” al que Hobbes, por la vía del pacto legitimante, le reconoce un poder y una fuerza tal que el terror que inspiran le permiten modelar la voluntad de todos. Por el pacto los particulares intentan escapar a la guerra de todos contra todos y renuncian a ejercer su derecho natural para obtener en compensación, seguridad a condición de que todos hagan lo mismo. Como esta reciprocidad no puede esperarse de la voluntad de cada individuo aislado, una potencia incontestada e incontestable por el exceso de su poder debe asegurar el monto desbordante de fuerza y coacción que permita en pleno estado de naturaleza, instaurar la sociedad civil: el soberano y su potencia.

El soberano representa la voluntad y la unidad del cuerpo político, pero no es una parte de este cuerpo ya que no está ligado por la convención que los sujetos suscriben entre sí y no con el soberano. Más bien, dice Hobbes, “la soberanía es un alma artificial que da la vida y el movimiento al cuerpo” (Lev. Int. p. 5). El soberano es el legislador, el que nombra los Consejos, controla las doctrinas y las opiniones, reparte las recompensas y los castigos. Dueño de la espada de la guerra en el gesto en que la levanta, levanta la espada de la justicia, la jus gladii, y se erige a una en injusticiable y amo de la ley.

Para los demás, o sea para los sujetos, regla y derregla el uso del derecho, designa los magistrados, establece y deroga las leyes, fija en su marco la dimensión de lo valioso y lo disvalioso, lo justo y lo injusto.

Esta injusticiabilidad del príncipe aparece expuesta con nitidez por Hobbes en De Cive, Sección II, El Imperio, Cap. VI, punto 12, en el doble ámbito de los hechos y el derecho: “En fin, de que cada particular ha sometido su voluntad a la voluntad del que posee la potencia soberana en el Estado, de tal suerte que no puede emplear contra él sus propias fuerzas, se sigue manifiestamente que el Soberano debe ser injusticiable sin que importe lo que emprenda. Puesto que del mismo modo que naturalmente (de hecho) no se puede castigar a alguien si se carece de las fuerzas suficientes para ser el amo, tampoco se puede castigar a alguien legítimamente (de iure) si no se cuenta para ello con fuerzas legítimas suficiente.[2]

A la luz de esta injusticiabilidad, se comprende ahora el embarazo jurídico y político que un siglo más tarde de Hobbes habrá de emerger en uno de los debates más graves de la historia, cuando en 1793 la Convención Nacional tiene que juzgar al último Rey del Antiguo Régimen, al derrotado de Valmy y prisionero en Temple.

Sustentando la injusticiabilidad y la imposibilidad jurídica del proceso, Morisson su defensor reproduce el argumento de Hobbes: “Para juzgar a Louis XVI es necesario que haya una ley preexistente que pueda serle aplicada… El código penal no contiene ninguna disposición que pueda ser aplicada a Louis XVI. Aún en el tiempo de sus crímenes exista una excepción a su favor, yo quiero hablar de Constitución”.

Injusticia de derecho, sus acusadores quedan de este modo remitidos a la cuestión de hecho y apresados por ende en el texto hobbesiano: al Rey, al Capeto no hay que juzgarlo de iure sino combatirlo.

Para Saint Just: “La opinión de Morisson que conserva la inviolabilidad y la del comité que quiere que se lo juzgue como ciudadano, son igualmente falsas. En cuanto a mí digo que el Rey debe ser juzgado como enemigo”. No se puede reinar inocentemente, el crimen de este hombre es el de haber sido rey y no hay punto medio, debe reinar o morir. Las formas del procedimiento no están en la ley civil, sino en el derecho de gentes… Un día nos asombraremos de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César. El tirano fue inmolado en pleno senado, sin otras formalidades que veintidós golpes de puñal y sin otra ley que la libertad de Roma. Y hoy se hace con respeto el proceso de un hombre asesino de un pueblo sorprendido en flagrante delito con la mano en la sangre y en el crimen. Aquellos que atribuyen alguna importancia al justo castigo de un rey jamás fundarán una República. En el cancel del argumento de hecho, poco añade luego la voz jacobina de Robespierre: El rey no es un acusado. Ustedes no tienen que dictar una sentencia a favor o en contra de un hombre, sino adoptar una medida de salud pública, ejercer un acto de providencia nacional. Louis fue rey, la República está fundada. La cuestión famosa que os ocupa está reglada por estas solas palabras… El derecho de castigar el tirano y el de destronarlo es la misma cosa, uno no computa otras formas que el otro.[3]

La injusticiabilidad del poder soberano, la emanación del derecho y sus contornos de su voluntad suprema, la circunstancia de que el soberano constituya un ser natural sólo frente a los otros soberanos, y no-natural frente a sus sujetos –puesto que su derecho es único– son los indicadores decisivos de este otro elemento esencial del dispositivo del poder que no aparecía en nuestro esquema inicial y que lo integra junto con el discurso del orden y el imaginario social: la fuerza.

Hemos percibido a Hobbes aludir a este tercer elemento, tanto en el argumento de hecho como en el de derecho, en algunos breves pasajes del De Cive y el Leviathan. El capítulo XVII de este último tratado contiene su fórmula más simple: … las convenciones sin la espada no son más que palabras carentes de la fuerza para dar a los hombres la menor seguridad y el XX identifica a la fuerza como el origen común de los tipos de República que examina en este texto, la República de adquisición (o conquista) y la República de institución: La República de adquisición es aquella en que el poder soberano se adquiere mediante la fuerza, allí donde los hombres sea individual o colectivamente (por la mayoría de los sufragios) por miedo a la muerte o a las cadenas, autorizan todas las acciones del hombre o de la asamblea que tiene poder sobre sus vidas y libertades.

Esta especie de dominación o de soberanía difiere de la soberanía de institución, solamente en esto: que los hombres que eligen su soberano lo hacen por miedo de unos a otros, y no por miedo a quien instituyen. Pero en este caso se someten al que es temido. En ambos casos lo hacen por temor y deben tomar nota aquellos que sostienen que son nulas todas las convenciones que proceden del miedo a la muerte o a la violencia. De ser cierto esto, sería imposible que ningún hombre estuviese obligado a obediencia en ninguna clase de República…

En los dos casos existe pacto y en los dos casos existe temor, la diferencia radica en que las repúblicas por institución crean la desigualdad civil, en tanto que el pacto en las de adquisición consagra una relación desigual de dominación adquirida naturalmente.

La fuerza es el elemento constitutivo del poder, el que lo produce, pero la fuerza o la violencia se frustraría de no articularse en dispositivo con el discurso del orden y el imaginario social, que constituyen las condiciones de reproducción del poder producido, los garantes de la continuidad del poder conquistado o instituido con base en la fuerza.

En el interior del dispositivo del poder, el discurso del orden y el imaginario social reactualizan la fuerza y la transforman verdaderamente en poder, haciéndolo constante y socialmente transmisible. Este cambio no es de grado sino de cualificación, con él el poder se hace operativo para la cohesión del grupo o la sociedad.

Transformada la fuerza en poder, el discurso del orden y el imaginario social aseguran la presencia del poder y los efectos de la fuerza aun estando ésta ausente.

Fuerza, discurso del orden e imaginario social varían en sus modos de articularse, intersectarse y agruparse dentro del dispositivo del poder, según cambios históricos en que se suceden diversas coyunturas económicas, políticas e ideológicas o mutaciones estructurales revolucionarias en los sistemas de producción.

Estas rotaciones en las modalidades de interferencia y combinación de los elementos del dispositivo del poder, el hecho de que el discurso del orden y el imaginario social tengan distintos puntos de anclaje entre sí y en su incardinación con el juego de las relaciones de fuerza conforme a su estado histórico, la densidad de contacto o separación entre ellos, su respectivo peso específico que va de la mayor o menor evicción o evacuación de cada uno en el dispositivo o de la mayor o menor transparencia del dispositivo en la estructura social opaca por naturaleza, depende básicamente de dos factores.

El primer factor es endógeno y relativo a la circunstancia de que, dentro del dispositivo, discurso del orden e imaginario social son heterogéneos y cumplen distinto papel y función. Pertenecen, en rigor, a tópicos disímiles: veamos sus lugares correspondientes.

El discurso del orden es el lugar de la razón. Pertenece al ámbito cognoscitivo, al de la teoría y las representaciones racionales. En este lugar, doctores del derecho, prudentes, juristas (esos profesores de racionalidad), intérpretes y glosadores hacen su obra. Buena parte de este dominio lo satisfacen también la moral, la filosofía política y la religión, aisladamente o en conjunción con el segmento jurídico del discurso del orden al que suministran los últimos fundamentos, los referentes trascendentes divinos o seculares, y las ficciones del reino vaihingeriano del “como-si”.

Es éste el topos de legitimación en el dispositivo del poder, el de los juegos enunciativos y las reglas de justificación. Cuando asume normalmente la forma de ciencia del derecho predominan el análisis de conceptos, los criterios descriptivos y clasificatorios de las conductas que las normas prohíben o autorizan, la lógica de los directivos y la gramática de los operadores deónticos, es decir, el conjunto de los procedimientos lógico-metodológicos cuya reconstrucción se asigna a la historia interna de la ciencia.

En este contexto de racionalidad, la demanda de la ciencia jurídica a la filosofía en procura de sus fundamentos (que es por definición una demanda ideológica) ha sido un movimiento de báscula entre la noción de Verdad-garante y la más flexible de rational acceptability, luego de la desconstrucción de aquella noción en nuestros tiempos por la filosofía.

Pero el discurso del orden es también el espacio de la ley. En este espacio, la fuerza encuentra dentro del dispositivo del poder su modo más racional de comunicación social al apropiarse de las técnicas con que las normas jurídicas la transmiten y transportan con el nombre de coerción, coacción, y sanción, es decir, con los mecanismos de obediencia y control social del derecho.

El espacio de la ley es espacio de razón. La ley es fuerza-razón en un doble sentido: razón en cuanto al tipo formal de las estructuras lógicas que comunican la fuerza, y razón en cuanto en ella y a través de ella se producen las operaciones ideológicas de justificación del poder. Antes de abandonar la terminología del Leviathan, paradigma de lo absoluto entre las concepciones clásicas del poder, es útil ver a Hobbes centrar en la razón el paso a la ley civil emergente del pacto productor de la soberanía.

La pérdida de la libertad propia del estado de naturaleza solo se justifica, en efecto, en el cálculo racional de las ventajas que proceden del sacrificio del derecho natural de todos a todo: la paz, la seguridad, la protección y preservación de la vida. Solo la conservación de la vida puede ser la respuesta de la razón a una pregunta revestida con todas las apariencias de lo incongruente: ¿cómo un pacto o una convención entre particulares puede engendrar la relación de soberanía, que es una relación de poder y no solo de fuerza, y generar un campo de obligaciones y de sujeciones unilaterales?

Al indicar Hobbes que la conservación de la vida es la respuesta de la razón, señala también que es la vida el único derecho inalienable e intransferible. De este modo, abre el derecho de resistencia, el margen de la libertad en el poder absoluto, cuando este pierde su capacidad de protección: “La obligación de los súbditos -dice- para con el soberano se sobreentiende que dura tanto como el poder mediante el cual este es capaz de protegerlos. Pues los hombres no pueden enajenar el derecho que tienen por naturaleza a protegerse cuando ningún otro puede hacerlo. La soberanía es el alma de la república y una vez separada del cuerpo, los miembros ya no reciben su movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección…” (Lev. Cap.XXII).

Ahora bien, el dispositivo del poder exige como condición de funcionamiento y reproducción que la fuerza y el discurso del orden legitimante, estén insertos en una estructura de movilización de creencias discursivas y extraordinarias. Es el lugar del imaginario social, la tierra natural de las ideologías teóricas y prácticas. La función del imaginario social es operar en el fondo común y universal de los símbolos, seleccionando los más eficaces y apropiados a las circunstancias de cada sociedad, para hacer marchar el poder.

Para que las instituciones del poder, el orden jurídico, la moral, las costumbres, la religión, se inscriban en la subjetividad de los hombres, para hacer que los conscientes y los inconscientes de los hombres se pongan en fila.

Más que a la razón, el imaginario social interpela a las emociones, a la voluntad y los deseos. Es un topos herográfico y teofánico sagrado por su función, aunque no siempre por su origen, pero con efectos seculares muy pragmáticos en lo social. Espacio-imago poblado de iconos, de mantos de púrpura, de mosaicos proféticos y miniaturas. En este espacio los rituales religiosos y profanos hacen su obra. Lugar de leyendas indocumentadas, de príncipes guerreros sentados en tronos de santos, y de santos con la espada desenvainada, símbolo de poder. Lugar de riendas que sujetan hermosos caballos, de hagiografías cromáticas, de sagas de nobleza, de rollos y tablas de la ley. Es un espacio de palmas levantadas, de piernas magras y desnudas, de bastones de mensajeros o enviados, de cruces griegas y signos bizantinos.

Lugar donde algunas almas trepan en escaleras de treinta peldaños al paraíso y otras tropiezan por sus vicios y pasiones, donde las conductas, a la manera de los libros en los gestos imperativos de los códigos y los decretos gelasianos quedan repartidas en prohibidas y no prohibidas, recipiendiis y non recipiendiis.

Son rituales ligados a estimular y promover comportamientos de agresión y seducción, las dos formas en que el deseo se anuda en el poder. Tienen una función claramente dogmática en el mismo sentido del ars juris, de la dogmática jurídica y de las antiguas escuelas medicinales que están a su base: suministrar esquemas de comportamientos rígidos y repetitivos, crear marcos de praeceptio (Praeceptum) en lugar de perceptio (perceptum) para poner en conexión regularidades de conductas con los fines o meta del arte del poder.

Jeremy Bentham en su Memoria sobre el Panóptico, esa obra maestra de arquitectura de la prisión, tuvo la genialidad de convertirla en modelo político de la sociedad, trazando a su alrededor uno de los más impresionantes ejercicios prácticos de razón utilitarista. Pero por impregnados de racionalidad que fuesen su texto y las operaciones constructivas con el vinculadas, Bentham fue muy lúcido en cuanto a la importancia del papel del imaginario social en el control de la disciplina de los hombres.

Diversos pasajes de su obra lo ponen aquí y allí de resalto. Luego de proponer dar a los presos una máscara en la capilla para que el delito abstracto este expuesto a la vergüenza, explica: Una escena de esta especie sin darle colores demasiado negros, es tal en sí misma, que se imprimirá en la imaginación, será utilísima para lograr el grande objeto del ejemplo, y la prisión se convertirá en un teatro moral, cuyas representaciones imprimirán el terror del delito.

Es muy particular que la más horrible de todas las instituciones, presente en este punto un modelo esencial. La inquisición con sus procesiones solemnes, sus vestidos emblemáticos y con sus decoraciones espantosas, había hallado el verdadero secreto de mover la imaginación y de hablar al alma. En una buena organización de leyes penales, la persona más esencial es la que está encargada de combinar el efecto teatral.

Para Bentham, jefe de fila del imperativismo jurídico, no basta con las normas entendidas como mandatos, pues múltiples son las técnicas que convierten al imaginario en el más eficiente resorte de la obediencia, el control y el poder.

El cuidado del aseo, por ejemplo, la regularidad de los baños, impedir el uso contrario a la práctica de las cosas más limpias, fijar los días en que se debe mudar la ropa, no son delicadezas necesarias para la salud. Tiene para él efectos normativos como si fueran commands, a la manera, diríamos, de las normas secundarias de Kelsen. Hay, señala, una conexión sutil entre delicadeza física y moral que es obra de la imaginación.

Por eso el aseo no es sólo una cuestión de limpieza. Acostumbra, por el lado del imaginario, a la circunspección, es un estimulante contra la pereza, enseña a respetar la decencia, patrimonio del poder, aun en las cosas más pequeñas. La pureza física tiene el mismo lenguaje que la moral. Este es el origen de aquellos sistemas de purificaciones y abluciones a que han dado una importancia tan minuciosa los fundadores de las religiones de Oriente, y por cierto que aun los que no creen en la eficacia espiritual de esos ritos sagrados, no negaron su influencia moral. La ablución es un tipo; ojala que sea una profecía!….

Esta conexión que Bentham propone entre ablución, religión y efectos normativos en el marco y las metas del poder (el control social y la disciplina) hace que leamos sin sorpresa en el punto 6. Del aseo y de la salud de su Memoria: Ningún preso ser puesto en una celda sin que antes sufra una ablución completa y sería conveniente que esa entrada fuera acompañada de alguna ceremonia solemne como algún rezo, una música grave, un aparato capaz de hacer impresión en almas groseras. Cuan débiles son los discursos en comparación de lo que hiere a la imaginación por los sentidos![4]

Los estudiosos de los sistemas penitenciarios saben que estas y otras técnicas de manipulación de la obediencia al poder en función del imaginario estaban presentes en el más antiguo de los modelos de factura protestante, el Rasphuis de Amsterdam abierto en 1596: sistema de interdicciones poblado de exhortaciones, lecturas espirituales, manejos de los tiempos y los silencios para atraer hacia el bien y apartar las almas del mal. Un criminal no tenía que ser enfrentado con las bestias, sujeto a las galeras o enterrado en las minas como en otro tiempo. Tenía que ser enfrentado con su alma, en la exacta medida en que la ambición del poder era hacer de las almas un continuum, o prolongación de él. Lo que entra en práctica son técnicas de la pena-representación, de la pena-símbolo destinadas a golpear todos los sentidos, a despertar afectos dulces y honestos aptos para vehiculizar el discurso de la ley.

Decorados, afiches, marcas, efectos de óptica, bonetes, oraciones, recodifican el código, crean esquemas dogmáticos de repetición; organizan las emociones y los sentidos en la forma más adecuada para el reflejo o espejo de la dogmática jurídica o sintaxis del orden. Por constituir la mejor combinación de las emociones y sensaciones, puede decirse metafóricamente que constituyen también una sintaxis del imaginario en correspondencia con la sintaxis del orden jurídico.

El uso, sin embargo, de los términos correspondientes, adecuación, espejo, reflejo, no debe inducir a pensar el vínculo entre uno y otro elemento del dispositivo del poder como una relación de correspondencia en el sentido fuerte de la palabra. En rigor, no hay correspondencia biunívoca, o uno a uno entre las sensaciones, emociones o demás componentes del imaginario social y los componentes del lenguaje de razón de la ley.

Para decirlo en términos de la filosofía contemporánea: los componentes del imaginario social ejercen una función más pragmática que representativa. Se integran en formas sociales de vida, son Lebensform, actividades en las cuales el juego del lenguaje de los legistas es una parte. Pertenecen más al Wittgenstein de las Philosophische Untersuchungen (19, 23,241) que al del Tractatus.

Mientras el discurso del orden combina predominantemente un repertorio de signos de la razón, el imaginario social teje signos alegóricos y anagógicos procedentes tanto de los fantasmas profanos como de la religión.

Pero el entretejido global de estos signos con la fuerza y el discurso del orden no conforma una operación irracional, es por el contrario expresión de la más alta racionalidad del dispositivo del poder como condición de reproducción ideológica de la infraestructura económica de una formación social.

En ese dispositivo ideológico la función del imaginario es, en realidad, la de fundir y cincelar la llave de los cuerpos para el acceso de la ley. Su función es semejante a la que un comentarista jesuita, F. Courel, veía en los Ejercicios espirituales de I. de Loyola: construir el lugar temible y a la vez deseable de la ley. Constituir con el imaginario que rodea el yo soy un pecador con cadenas delante de su juez una fantasmática palanca de cambio hacia el yo soy un caballero humillado delante de toda una corte y su rey.[5]

Nadie como los cuáqueros supieron maniobrar con más plasticidad y fluidez en la prisión de Walnut Street, abierta en 1790, los elementos del imaginario para los fines del trabajo y la reinserción de los detenidos en la moral y la lógica del poder: la quietud del confinamiento, el manipuleo de los silencios, el reparto de los tiempos, los lugares y los trabajos, la meditación solitaria, toda una máquina de corrección para la puesta del hombre en relación con su contrición, para fortificar en él las relaciones de culpa con su crimen. Para despertar en él, como en un auténtico acto de remordimiento, todo el dolor y el pesar de haber ofendido al poder por ser quien es y porque se le debe amar sobre todas las cosas.

No produce sorpresa que en esta coyuntura en que los protestantes tomaban la delantera sobre los católicos en la filantropía, se produjera en 1845 la única reedición de un pequeño opúsculo al parecer olvidado y sin influencias. Había sido escrito por uno de los benedictinos de la congregación de Saint Maur, el abate Jean Mabillon. En este Opúsculo titulado Reflexiones sobre la prisión de las órdenes religiosas, detrás del llamado a la piedad para el tratamiento de los reclusos del claustro, no es difícil identificar la semejanza de diversos pasajes con los de la pluma de Bentham, de los cuáqueros y Benjamín Rush. Es por esta razón -dice D. J. Mabillon- que en la elección de las penas que los jueces eclesiásticos deben emplear hacia los pecadores están obligados a preferir aquellas que son capaces de imprimir en sus corazones el espíritu de compunción y de penitencia. De donde resulta que la mayor parte de las penas eclesiásticas sólo consisten en humillaciones y algunas penas aflictivas como el ayuno, la suspensión, la deposición, la excomunión, pero no en penas inflictivas que no son adecuadas más que a los tribunales seculares.

La justicia que se practica en los monasterios contra los criminales debe imitar la conducta de la iglesia… todo debe ser aquí paternal puesto que se trata de la justicia de un padre hacia un hijo .

El insoportable Vade in pace, especie de prisión destinada a quienes deban allí terminar su vida, obra de Mahieu, prior de San Martín de los Campos según el informe de Pedro el Venerable, debía ser abandonado, critica Mabillon, y sustituido por un sistema donde los prisioneros encerrados in ergastulis, conforme al segundo Concilio de Verneuil de 844, fuesen macerados por penitencias adecuadas hasta que diesen señales de arrepentimiento y conversión.

Su consejo es que los penitentes: … quedan durante el oficio divino en la puerta del oratorio, como nos lo enseña el capítulo XLIV en la Regla y al fin de cada hora del oficio fuesen obligados a prosternarse a los pies de sus hermanos a la salida del oratorio…, ya que Hay otras penitencias más útiles y más humillantes que la prisión.

La suspensión del ejercicio de las órdenes, la inhabilitación para recibir órdenes sagradas, y sobre todo el sacerdocio, el último lugar en las asambleas de la comunidad, la privación de voz activa y pasiva, algunos trabajos extraordinarios…[6]

El imaginario social es una praxis en el mismo sentido que esta categoría tiene en la teoría aristotélica y en la marxista. Lo específico de esta praxis es la creación de lazos entre los códigos y el mundo. En esta praxis se hacen operantes los fantasmas y la subjetividad humana, pero en cuanto praxis pertenece a lo social. La palabra fantasma no alude al producto de una imaginación incontrolable o irracional, tiene el sentido de fantasma en la experiencia freudiana, tal como lo definen, Laplanche y Pontalis: no tanto la facultad de imaginar en el sentido filosófico y kantiano del término Einbildugskarft, sino de actividad creadora que anima el mundo imaginario (das Phantasieren) y sus contenidos.

Estrictamente hablando el fantasma es: Un escenario imaginario en el que se halla presente el sujeto y que representa… la realización de un deseo y, en último término, de un deseo inconsciente.[7]

En el imaginario social se realiza la conexión y el enlace entre el deseo y el poder. Sin duda la reflexión de Freud y su teoría psicoanalítica es la que más precisiones ha arrojado sobre la vida fantasmática del sujeto y su carácter relativamente organizado. Textos como La interpretación de los sueños, Formulaciones sobre los dos principios del funcionamiento psíquico, su célebre Estudios sobre la histeria con Breuer, son contribuciones esenciales sobre las diversas modalidades -como por ejemplo la de las Urszenen o escenas originarias- de examen del concepto psicoanalítico del fantasma en la realidad psíquica.

Pero la conexión fantasmática entre el poder y el deseo no pasó inadvertida para la teoría político-jurídica. En esa teoría del Estado que es el Leviathan, Hobbes propone la traducción en términos de necesidad social de este fenómeno psíquico. No lo hace sustituyendo el campo de la subjetividad interior por el de la sociedad. Lo hace más bien señalando la influencia de lo social en lo psíquico y la vía recíproca de realimentación del poder por lo psíquico.

Para Hobbes suponer que el hombre puede vivir sin deseos, en el sentido de haber alcanzado un finis ultimus, es suponer que puede vivir aquel cuyos sentidos e imaginaciones se han detenido. Es como el reposo mítico de una mente satisfecha, como el bien-supremo o summum bonum de las obras de los antiguos moralistas. En rigor la felicidad es un continuo progreso del deseo de un objeto a otro, donde la obtención del anterior constituye el camino hacia el siguiente.

El objeto del deseo humano no es para Hobbes, disfrutar sólo una vez y por un instante, sino asegurar el camino de su deseo futuro. El objeto del deseo que privilegia Hobbes es el poder. Entre poder y deseo hay para él un vínculo fundamental dependiente de razones no sólo psíquicas sino de estricta naturaleza social: “De este modo -arguye- coloco en el primer rango a título de inclinación general de toda la humanidad, un deseo perpetuo y sin tregua de adquirir poder tras poder, deseo que no cesa más que en la muerte. La causa no es siempre esperar un goce más intenso que el ya obtenido, ni tampoco ser incapaz de contentarse con un poder moderado. En realidad, el hombre no puede asegurarse el poder y los medios del bienestar que actualmente tiene, sin la adquisición de más poder. En el lenguaje que empleamos en este trabajo esto equivaldrá a decir que el poder requiere las condiciones sociales de posibilidad que aseguren su reproducción, condiciones que se enlazan con lo psíquico a través del imaginario.

Por eso sucede, añade Hobbes, que los reyes, cuyo poder es el más grande todos dirijan sus afanes a asegurarlo en el interior de sus dominios con las leyes y fuera mediante la guerra. Y cuando todo eso se cumple, surge un nuevo deseo…[8]

Nadie como Albert Camus supo expresar con más penetración y belleza formal esta tendencia insaciable del poder a perpetuarse y trascender sus límites, en una obra que no es un ensayo político sino una pieza de teatro. En la escena XII de Calígula, el emperador, desasosegado, fatigado, enfermo en el alma por buscar la libertad más allá de toda frontera, es aconsejado por Cesonia de dormir, de dejarse llevar por el sueño, de despreocuparse pues dispone del poder para amar lo que puede ser amado, y luego de la fatiga habrá de llegar el momento en que la mano vuelva a ser firme.

Calígula, le contesta: … que me importa una mano firme, de que me sirve este asombroso poder si no puede cambiar el orden de las cosas, si no puede hacer que el sol se ponga por el este, que el sufrimiento decrezca, y que los que nacen no mueran? No, Cesonia, es indiferente dormir o permanecer des- pierto si no tengo influencia sobre el orden de este mundo.”[9]

Hacer que el cielo no sea cielo, mezclarlo con el mar, confundir belleza con fealdad, hacer brotar la risa del sufrimiento, igualarse a los dioses, ir más allá de los dioses, tomando a cargo un reino donde lo imposible es rey, era para Cesonia el sueño vesánico de un emperador, para Calígula, en cambio, el sueño muy lógico de la libertad, cuando todo está nivelado, lo imposible por fin en la tierra, la luna en sus manos.

Esta articulación vesánica entre deseo y poder, la conversión del sujeto del poder en Dios para instaurar lo imposible en la tierra, es uno de los caminos que explican por qué el poder posible, el poder político y real consciente de sus limitaciones en la tierra, recurre histórica y habitualmente a un campo de referentes divinos o sus sustitutos seculares, en busca de legitimación y última garantía. Si no soy Dios, debe Dios o su Ersatz natural o racional ser la fuente o la referencia de mi poder.

Sabemos ahora que este campo es el del imaginario social. Se trata de un campo generalmente descuidado por la teoría política y jurídica, de tendencia tanto iusnaturalista como positivista, más preocupadas por construir los montajes referenciales en sus respectivas regiones de lo divino y lo natural o de la justificación racional, que en desmontarlos o producir una reflexión crítica sobre sus modos de funcionar.

Mucho es posible aprender sobre este funcionamiento en textos no estrictamente jurídicos, producidos por religiosos y no religiosos, como entre otros los de Dante, Nicolas de Cusa, Juan de Salisbury, G. de Ockam, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Ignacio de Loyola, y más recientemente el cardenal Henri de Lubac.[10]

Y ello, porque el imaginario social es, en última instancia, la aureola sagrada y profana de la ley: el lugar de sus últimas referencias.

Tal lugar, cabe repetir, no es otro que el de las ideologías teóricas y prácticas que tienden a motivar, movilizar e impulsar las creencias en favor del poder. Es exacto que en determinadas circunstancias históricas de contestación, de impugnación social y revolución contra el poder estas ideologías suelen perder su eficacia material o disminuir su valor conceptual y ser reemplazadas por lo que Luis Althusser llamó en la década del sesenta Aparatos represivos del Estado o sea aquellos con predominante recurso a la violencia, entre los que nombra a la policía, las cárceles, los tribunales, el ejército.

Pero en épocas de sociedad paradigmática o normal, para expresarlo en lenguaje del acervo kuhniano, estas ideologías actúan, a pesar de su carácter fantasmático en el doble significado de fantasma y fantasía, con operatividad natural, espontánea y no encrespada o compulsiva. Con ella, y a través de ellas, el poder se hace armónico, casi diremos trivialmente armónico, en el sentido de homogéneo y cohesivo a la sociedad.

Las formas del imaginario social decoran el poder en el sentido de que lo embellecen y cubren de ornamentos, y en el sentido del decoro, de fijar el régimen de respeto y reverencia, de gravedad, y dignidad que reclama el poder, sea que esto proceda de recompensar una vida con una estatua, honrar una frente con hojas de laurel, satisfacer con una insignia el escudo de un linaje.

Como en las novelas de Tolstoi, para llegar a ser comme il faut, los caballeros estaban condicionados a ocultar las molestias que ocasionaba el conseguirlo, también el imaginario crea un régimen de buenas maneras y educación que permite al poder ocultar las molestias (las violencias) ocasionadas en conseguirlo.

Hemos explicado hasta aquí, luego de dar distintos ejemplos de formas del imaginario social, las razones internas o endógenas al dispositivo del poder, que hacen que esas diversas formas se ensamblen y tengan un distinto régimen de junturas con el discurso del orden según los cambios históricos.

Por ejemplo, el derecho germánico estaba vinculado en la Edad Media a una serie de símbolos, algunos de los cuales subsisten hoy en tanto otros han desaparecido, y que se modificaban con el régimen del poder. Así, das Banner (el estandarte) se diferenciaba de die Fahne (la bandera), incorporándose el primer nombre en el siglo XIV bajo Karl IV, procedente de la palabra francesa Bannire, pero su uso era más antiguo, correspondiendo die Fahne a los círculos francos. Originariamente solo el soberano tenía el derecho a levantar el estandarte (das Banner) y con ello invitar a sus secuaces a la guerra.

Un estandarte rojo era el símbolo de la jurisdicción judicial, de la Gerichts-und Hinrichtungsttte. Con el advenimiento del sistema feudal, y el cambio de régimen del poder, el derecho a erigir el estandarte fue transmitido por el Rey a los vasallos de más alto rango, mientras que los vasallos más bajos sólo podían portar banderas (Fahne). Una larga lista compone la Rechtsymbolik de los germanos como la sangre, en la cofradía o hermandad de sangre; el hilo rojo protección de los tribunales de justicia; el fuego, símbolo de la pureza acreditada en los distintos modos del juicio de Dios; la entrega de un ramo verde (Gruner Zweig) como símbolo de traspaso de la propiedad de un gran dominio; Gurtel o cintas como símbolo de fuerza y dominio.

El crecimiento del pelo un tiempo después de la muerte captado como símbolo de fuerzas mágicas. El pelo largo y la barba como signo de la valentía, la libertad y la nobleza de los señores. El tallo (Halm) como símbolo del traspaso en donación de la gran propiedad. El agua como símbolo de la pureza a acreditar en la prueba del agua del juicio de Dios (Gottesurteil), y la elección de un sitio cercano al agua santa para erección de los tribunales (Gerichtsttate).

Todos estos símbolos, y otros como los colores rosa y lila, las pieles, los guantes, la cruz, el velo (Schleier), la espada (Schwert), la jabalina (Speer), el bastón (Stab), los estribos (Steigbgelhaften), el manojo de pajas (Strohwisch), la silla (Sthul) y el cetro (Zepter), relacionados con el dominio, el régimen de propiedad, la prueba procesal, la condición de clase, derecho del poder a la jurisdiccin, etc., experimentaron modificaciones con las rotaciones en el poder y sobre todo en contacto con el cristiano ingresaron en las costumbres de este o, luego de la cristianización cayeron en el olvido.[11]

Dijimos que las razones internas al dispositivo del poder que determinan el régimen de acople de estas y otras prácticas con el discurso del orden, se vincula con la circunstancia de que la tópica del imaginario social, su rol

y función difiere respecto del carácter predominantemente racional de ese discurso. Pero existen también razones de orden endógeno, externas, por así expresarlo, al dispositivo del poder, dado que sus elementos son instancias superestructurales en el conjunto de la sociedad.

Las grandes transformaciones económicas, los cambios en los sistemas de producción y, consecuentemente, en el régimen de propiedad, determinan una reestructura y reajuste del dispositivo del poder.

Esta reestructura y reajuste es exógena al dispositivo, pero esto no hay que entenderlo como que los cambios procedentes de la base económica tanto en estos periodos de crisis o revolución como en los más estables en que la sociedad no ha perdido su identidad histórica, constituyan algo así como una duplicación de los cambios interiores a ese dispositivo.

Constituyen, empero, el eje básico de la combinación de lo que antes llamamos sintaxis del orden y sintaxis del imaginario. Aquí endógeno y exógeno no apuntan a dos regiones independientes de la sociedad que haya luego que acoplar. Aluden, más bien, a distintos niveles de análisis.

El endógeno se mueve en el plano de las diferencias de función de los elementos del dispositivo del poder, de su heterogeneidad, de su distinta tópica, para ver, por ejemplo, lo imposible de considerar al derecho como pura fuerza o pura ideología, haciendo de él la gran noche en que todos los gatos son pardos como gustaba a Hegel decir del absoluto de Schelling. O, por el contrario, atrincherarlo en su historia interna, vaciarlo de su contenido de discurso del orden, evacuar sus modos de alinearse con los otros tipos de discurso y el régimen imaginario de su activación.

El exógeno es, en cambio, nivel de análisis de la relación del dispositivo del poder con la estructura económica. En este nivel, el dispositivo del poder y cada una de sus instancias no son independientes del modo en que una sociedad produce sus formas de vida. Aunque dada la irreductibilidad del dispositivo y su autonomía relativa -coordenadas de sistematización del arsenal teórico de Althusser y Poulantzas- se hace significativa una de las propiedades del dispositivo en relación a una base que no se auto-estructura: fijar las condiciones de realimentación y reproducción de las formas económicas de vida producidas.

Así como el imaginario social es condición de reproducción del discurso del orden en el dispositivo del poder, el dispositivo del poder, enfocado en su modelo político-jurídico, es condición de reproducción de las formas de producción.

HOBBES Y KELSEN: los referentes profanos del poder

Ahora bien, teniendo en cuenta la especificidad de las instancias del discurso del orden y la pluralidad de modalidades en que este discurso es reactivado por el imaginario social, es posible practicar análisis concretos, en circunstancias históricas concretas, de las formas conceptuales o materiales de inserción del imaginario social en el discurso jurídico y político.

Una de estas formas ya fue enunciada: el montaje de los referentes profanos y sagrados de legitimación del derecho y de la teoría del Estado. Con el pacto social, con las convenciones por las cuales se atribuye el poder absoluto al soberano en las repúblicas de dominio o de institución, Hobbes ofreció en el Leviathan un ejemplo recurrente, aunque matizado, en la teoría del poder.

Esta justificación final obedece a un determinado procedimiento técnico: dar a una ficción, del tipo y naturaleza de las que siglos más tarde tratará y sistematizará  Hans Vaihinger en Die Philosophie des als ob, el carácter de una ficción fundadora. Si no existen evidencias históricas del pacto social, para entender la sociedad, en el caso para comprender el poder absoluto, debo proceder como si se hubiera suscripto un pacto en que los hombres ceden al soberano la libertad de que disfrutan en el estado de naturaleza para recibir en contraprestación la paz y la seguridad, o sea por cálculos de la razón.

La ficción es un procedimiento racional en un doble aspecto: el cómo-si tiene una función de conocimiento. En el contexto de Vaihinger es una ficción cognoscitiva, pertenece al dominio del Erkenntnislehre puesto en juego para comprender el poder por cuenta de otra escena: la ausente realidad histórica que lo instaura.

En función de este carácter racional pertenece al tejido mismo de un discurso racional, el del orden. Pero es racional también dado el sentido y utilidad de su mecanismo: por la ficción, la convención o el pacto, engendran las condiciones de su propia realidad. El principio del como si instaura el contenido de la convención misma que hace operantes y válidas las leyes y disposiciones del poder.

No obstante, al funcionar la ficción como ficción fundadora, el principio cognoscitivo es, al mismo tiempo, principio de justificación. No se le pueden aplicar los criterios de verdad o falsedad, sino los de validez, o más bien de justicia en el sentido de justeza, de adecuación y conformidad de los mecanismos de la ficción con los intereses legitimantes del poder. La ficción es así puramente ideológica. El enunciado que la transporta constituye el síntoma de una realidad distinta de aquella que la enfoca. La realidad histórica es la del acto de poder que instaura el poder absoluto; la realidad que enfoca el enunciado es la convención.

La circunstancia adicional de que con el pacto el poder se presente para provecho de todos siendo que su instauración histórica lo es en provecho del poder absoluto, reduplica el carácter ideológico del enunciado que transporta la ficción. Este enunciado es, pues, ideológico en el sentido de que la ficción obra por cuenta de otra escena, e ideológico en el sentido de que la legitimación presenta como universales los intereses propios de los beneficiarios del poder.

Que este doble carácter ideológico sea una constante del discurso del orden que acompaña a la sucesión del poder en el tiempo, es el fenómeno para el que suministran sus claves, las reflexiones de la teoría de la historia.

El equivalente del pacto social del pensamiento político de Hobbes en el seno de la teoría del derecho es otro referente racional y secular: la Grund-norm de Hans Kelsen. Esta norma es también una ficción destinada a dar en este otro marco, el último fundamento de validez del orden jurídico.

En cuanto norma, en cuanto significado de un acto de voluntad dirigido a la conducta de otros, no existe en la realidad del derecho positivo, pero debemos actuar como si existiera para comprender desde el punto de vista científico el derecho por un lado y, por otro, para justificarlo asignando a la ficción el contenido significativo de validez originaria de todo el sistema normativo.

En 1965 Kelsen redactó un ensayo “On the concept of norm” considerándolo capítulo primero de una obra más extensa, La teoría general de las normas, que por entonces, cercano a los 85 años, tenía la esperanza de concluir y que resultó a la postre su libro póstumo. [12]

En este trabajo, Kelsen sostuvo con carácter general la posibilidad de normas ficticias. Considerando la distinción entre un acto y el significado de un acto, puesta ya de relieve por H. Rickert en Logos I (1910) -que Kelsen acepta para su teoría con ciertas reservas- y encarando a partir de esta distinción la crítica del derecho natural procedente de la razón, sostiene que siendo esta una capacidad cognoscitiva las normas del derecho de razón representan el significado de actos de pensamiento. No son normas queridas (willed norms) sino normas pensadas.

Ahora bien, añade, hay por cierto normas meramente pensadas, en contraste con normas puestas por actos reales de voluntad. Su tipo es muy especial: se trata de normas meramente pensadas que no constituyen el significado de actos de pensamiento, sino de actos de voluntad sin lugar en la realidad, pero pensadas e imaginadas tal como se puede pensar o imaginar cualquier cosa posible carente de existencia real.

Solo puedo pensar de tal norma como el significado de un acto de voluntad que la acompaña. Aclarando acto seguido el sentido vaihingeriano de esa norma I can think of a norm as if it were posited by an authority, although it has not actually been posite, and there is actually no act of will whose meaning it is (Puedo pensar de una norma como si fuere puesta por una autoridad, aunque no haya sido realmente puesta y no haya realmente acto de voluntad cuyo significado es la norma).

De este modo Kelsen recurre al mecanismo de las ficciones del como si y lo hace, en el contexto de este artículo, con carácter general con el fin de preservar un principio fundamental del positivismo: no existe un usted

debe sin un yo quiero, no hay imperativos sin imperator. Aún si … the authoritative act of will which has the merely thought norm as its meaning is a ficticious one (aun si … el acto autoritativo de voluntad que tiene la norma meramente pensada como su significado es ficticio).

Este recurso de Kelsen a normas ficticias del como si puede quizá sorprenderá a un lector de medio siglo antes, al lector del Kelsen que en 1911 ya en el prefacio de Hauptprobleme der Staatlehre -la obra que preanuncia buena parte del tejido de su influyente Teoría pura del derecho– expresara como timbre de honor de un pensamiento científico el llevar a cabo la más dura batalla contra las ficciones: La combinación de puntos de vista mutuamente excluyentes conduce necesariamente a la ficción, a la afirmación de una realidad en contradicción consciente con el estado de cosas.

Y nada es ms característico para el estado actual de la ciencia jurídica, que el que su teoría este entremezclada de ficciones. Una de las metas de mi libro es la lucha contra la ficción, esa reprochable mentira inocente de la ciencia (… Der Kampf gegen die Fiktion, diese verwerfliche Notlge der Wissenschaft, is eines der Ziele meiner Arbeit)[13]

Sin embargo, en ese medio siglo que corre entre los Hauptlehre y El concepto de norma, Kelsen matizó mucho su posición originaria sobre las ficciones jurídicas. En este aspecto su biógrafa intelectual guarda mucha semejanza con la de Jeremy Bentham que también experimentar notorios cambios en su aprehensión del problema de las ficciones en el derecho.

En primer lugar, Kelsen no fue indiferente a la intensa polémica desatada por la filosofía del como si en los años veinte que comprometió  particularmente a extendidos medios intelectuales y académicos de lengua germana. Lo más rico de esta polémica obtuvo recepción en los famosos Annalen der Philosophie und philosophischen Kritik dirigidos por Joseph Petzoldt, Raymund Schmidt y el mismo Hans Vaihinger.

Vaihinger, el jefe de fila de la teoría, se vio favorecido en el campo del derecho por una activa escuela de adherentes como R. Mallachow, C. Schmitt, P. Krckmann, W. Hofacker, W. Strauch, y otros. Como contribución a esta polémica, Kelsen produjo un artículo muy rico Acerca de la teoría de las ficciones jurídicas con especial consideración de la filosofía de Vaihinger del como si, en el que recoge el concepto de ficción respecto de la teoría del conocimiento aplicándolo en particular a la teoría jurídica y no aceptando, en cambio, que las ficciones legales legislativas y judiciales constituyan una verdadera ficción en el sentido de Vaihinguer, porque su propósito no está dirigido a la verdad; en rigor no son verdaderos medios de conocimiento (Erkenntnismittel)[14].

Sin discutir las tesis aquí desenvueltas, lo que demuestra la contribución de Kelsen junto con la coyuntura teórica y el ambiente de ideas efervescentes en que se produce, es su familiaridad con la cuestión del como sí.

Y esto es significativo, pues es esa familiaridad lo que le va a permitir en 1962, o sea tres años antes de On the concept of norm, singularizar y concretar lo que hace en este texto con carácter general, introduciendo la ficción en la médula misma de todo su sistema teórico del derecho: la noción de norma fundamental.

En una discusión referida en Das Naturrecht in der politischen Theorie, reconoce su error al haber considerado durante largo periodo a la Norma Básica como una hipótesis y en 1964 da forma a su nuevo concepto, en su ensayo Die Funktion der Verfassung (Forum, Viena, p. 583-6)[15].

Kelsen se topa con el problema de que a una norma presupuesta en el pensamiento jurídico, y no puesta a través de un acto real de voluntad, se le puede objetar que una norma solo puede ser el significado de un acto de voluntad (Willensakt) y no un acto de pensamiento (Denkakt), puesto que

hay una importante correlación entre el Sollen (deber) y el Wollen (querer).

La única manera de precaverse, dice, de esta válida objeción es confesando (zugeben) que junto con la norma básica pensada se debe suponer una autoridad imaginaria cuyo acto fingido de voluntad tiene tal norma básica como su significado. Ahora bien, arguye Kelsen, con esta ficción, el aceptar la norma básica de este tipo engendra una contradicción con el reconocimiento de que la constitución (histórica), cuya validez está fundada en aquella norma, es el significado de un acto de voluntad de una autoridad suprema sobre la cual no puede ser admitida ninguna otra.

Así, agrega, la Norma Básica constituye una genuina ficción en el sentido de la filosofía vaihingeriana del como sí. Una ficción en este sentido está caracterizada no solo por contradecir la realidad, sino por ser auto-contradictoria.

De este modo, la Grundnorm se erige en los términos técnicos del lenguaje de Vaihinger en una ficción real o completa a diferencia de las semi-ficciones que contradicen la realidad, pero no se contradicen a s mismas.

La norma básica que diga, por ejemplo, El orden jurídico debe comportarse como lo determina la constitución histórica contradice no solo la realidad, en la que no existe tal norma como el significado de un acto de voluntad, sino también es auto-contradictoria pues presenta el poder (die Ermchtigung) de una suprema autoridad y, con ello, una autoridad emanada de otra que está por arriba, aun cuando esta autoridad consecutiva fuese meramente imaginada…

Con esto -concluye- es de observar que la Grundnorm en el sentido de la filosofía del como si de Vaihinger no es ninguna hiptesis -como yo mismo lo he caracterizado a veces- sino una ficción, la que se diferencia de una hipótesis en que es acompañada o debe serlo de la conciencia de que ninguna realidad le corresponde.

Esta rectificación de Kelsen, esta distinción, entre hipótesis (como hipótesis trascendental kantiana) y ficción, el abandono de la primera por Kelsen, y su reiteración del concepto de ficción de la Norma Básica en su Allgemeine Theorie der Normen (p. 206-7), es importante.

No tanto en el sentido de que constituye un verdadedo swan song, un canto de cisne de la teoría como lo dice su comentarista Ian Stewart preocupado por defender la tradicional imagen del Kelsen neo-kantiano.[16]

Al fin y al cabo, también Vaihinger admite la fuerte influencia de Kant sobre su pensamiento, junto con la de Schopenhauer, Lange, el positivismo y el empirismo de John S. Mill, en el prefacio de la segunda edición de su obra más significativa[17].

Lo es, en cambio, en mi opinión, porque la transformación de la Norma Básica de hipótesis del conocimiento jurídico en ficción que implanta un acto de voluntad suprema fingido, hace depender todo el edificio del discurso del orden (Kelsen no señala diferencias, respecto de la Norma Básica, entre el derecho y la moral) de una función fundadora, de un mito originario.

Y esto da mucha mayor transparencia a su pensamiento anterior. Torna más desnudo, por así decirlo, que en la parte más racional del discurso del orden, viene a insertarse y articularse, directamente en el tejido del mismo, el imaginario social. La ciencia jurídica es instrumento de conocimiento y justificación (legitimación del poder) al mismo tiempo, y aunque esto haya estado ya presente en el pensamiento kelseniano anterior, no lo estaba el ingreso del imaginario social, el entrecruce de la racionalidad del discurso del orden con la tópica de las ideologías teóricas y prácticas que constituyen la condición de su reproducción.

El punto de engarce, en este caso, la modalidad de la combinación es una ficción, el montaje de un mecanismo de un último referente secular semejante en su función a los referentes divinos.

Los juristas saben que tendencias distintas a la línea kelseniana han propuesto otros procedimientos de referencia, y últimos fundamentos, en sus procesos de justificación racional de la ley, aun cuando la Grundnorm haya sido la de mayor fuerza y persistencia en nuestra centuria.

Saben también que en el campo de las referencias divinas la religión ha sido la fuente de mayor inspiración para los juristas, y que estos, tomando en cuenta sus modelos y distintas figuras del imaginario social promovidas por la religión, legitimaron o desautorizaron a determinadas fuerzas políticas en el juego histórico de sus relaciones, convirtiendo al discurso del orden en poderoso instrumento en la lucha por el poder.

En abundantes trabajos, como Dios y el Estado, El alma y el derecho, las relaciones entre el Estado y el Derecho a la luz de la crítica del conocimiento, El concepto de Estado y el psicoanálisis, Los fundamentos filosóficos del derecho natural y el positivismo jurídico, El concepto de Estado y la psicología social con especial referencia a la teoría de las masas según Freud, pasando por la Teoría Pura del Derecho hasta Teoría General de las Normas, Kelsen fue uno de los pensadores del derecho que trató con mayor continuidad y penetración el paralelismo entre el pensamiento social y el religioso y la recurrente referencia a Dios del pensamiento jurídico.[18]

A la luz de estos, y otros trabajos, los juristas pueden verse estimulados a investigar casos históricos concretos, portadores de modalidades especiales de funcionamiento del imaginario social en relación con el discurso del orden, dentro del dispositivo del poder. Aunque quizá no dejen de calibrar como un dato peculiar de la biografía del teórico del derecho de más vasto peso en el siglo, que quien dedicara toda una vida intelectual a desmontar las referencias divinas de fundamentación imaginaria del poder, haya sido el arquitecto profano del más solido artefacto de conexión entre discurso de razón e imaginario social: la Grundnorm.


[1] Sobre la interpretación del poder en T. Hobbes véanse los capítulos 4 y 5 del libro Thomas Hobbes, de Michel Malherbe, París, 1984, ed. Urin y la segunda (La teoría política) de Thomas Hobbes y los orígenes del estado burgués, Buenos Aires, 1973, de Guillermina Garmendia de Camusso y Nelly Schanaith. En cuanto al problema de la ideología en Hobbes el artículo de Ezequiel de Olazo, Hobbes y el análisis ideológico en Revista Latinoamericana de Filosofa, Vol. VI, N. 1, marzo 1980, Buenos Aires. Lo sustancial de la obra política de Hobbes está contenido en The Elements of Law (1640), De Cive (1642) y Leviathan (1651). La obra de Hobbes está en función de los intereses prácticos de las luchas políticas en Inglaterra del siglo XVII, en las que estuvo comprometido. Los comienzos de la rebelión contra Carlos I en Escocia e Inglaterra en la década del 30 al 40, lo apartaron, según Aubrey su biógrafo contemporáneo, casi por completo de la matemática, centrándose en la filosofía política. Emigró en 1640 a Francia donde estuvo 10 años y volvió a Inglaterra después de la derrota y ejecución de Carlos I, conservando la amistad de Carlos III luego de la restauración de los Estuardos en 1660.

[2] Para Raymond Polin, introductor de la ed. francesa de De Cive, al mantener Hobbes la idea de un derecho natural negativo, de una justicia natural negativa, integra en estos los principios del positivismo jurídico, anticipándose en lo esencial a Hans Kelsen. Véase De Cive o los fundamentos de la política, Pars, Sirey, 1981, p. 51.

[3] Puede verse el debate en La problemática del castigo. El discurso de Jeremy Bentham y Michel Foucault, Buenos Aires, Hachette, 1983.

[4] Jeremy Bentham: El Panóptico. Memoria en Principios de Legislación y de Codificación, Madrid, imprenta de Tomás Jordán, 1834, editado por Francisco Ferrer y Valas.

[5] Sobre el imaginario en Ignacio de Loyola, vaáse de Roland Barthes Sade, Fourier, Loyola, Paris, editions du Seuil, 1971.

[6] Reflexions sur les prisons des ordres religieux par Dom. J. Mabillon, Paris, Caen, ed. Charles Woinez, 1845.

[7] J. Laplanche y J. B. Pontalis. Diccionario de Psicoanlisis, Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Ed. Labor, 1971.

[8] T. Hobbes, Leviathan, Paris, ed. Sirey, 1971 con Int. y notas de Franois Tricaud, Cap. De la varit de moeurs.

[9] Albert Camus, Calgula, Buenos Aires, ed. Losada, 1982, acto, I, p. 67.

[10] Henri de Lubac, Corpus Mysticum, Pars, 1949, 2. ed.

[11] Justiz in alter Zeit, Band VI, by Mittelalterliches Krimminalmuseum, Rothenburg, Drukerei Schulist, Heilsbroom, 1948, cap. Rechtssymbolik, p. 467.

[12] Hans Kelsen, On the concept of norm en Essays in legal and moral philosophy, Holland, Reidel Publishing Co., Chap. IX, int. O. Weinbeger.

[13] La obra de Han Vaihinger es Die Philosophie des Als Ob, cuenta con una introducción sobre Kant y Nietsche. Fue editada por Felix Meiner, Verlag, Leipzig, 1920. Vaihinger fue el fundador de Der Kant-Gesellschaft y de los conocidos Kant-Studien

[14] Hauptprobleme der Staatlehre, entwickelt aus der Lehre vom Rechtssatze, Tbingen, 1911, p. VIII.

[15] La discusión fue referida en las pgs. 119-120 de dicho texto Das Naturrecht in der politischen Theorie ed. por Franz-Martin Schmlz, y extractada por Karl Olivecrona en Law as Fact, 1971, 2a. ed. p. 114, según hace constar Ian Stewart, traductor e introductor del artículo posterior de Kelsen al inglés The basic Norm & Fiction en The Juridical Review. The Law Journal of Scottish Universities, Edimburgh, W. Green and son. El texto alemán Die Funktion der Verfassung est en la pag. 1961 de Die Wiener Rechtstheoretische Schule, Schriften von Kelsen, Merkl y Verdross. UV. Anton Puset, Europe Verlag Wien, 1968.

[16] Allgemeine Theorie der Normen, de Hans Kelsen fue dada a luz por encargo del Hans-Kelsen-Institus segn el Nachlass editado por Kurt Ringhofer y Robert Walter. Wien, 1979, Manzsche Verlag. El artculo de Ian Stewart es el citado en nota 15.

[17] Op. de Vaihinger, nota 14. Vaihinger reconoce esta deuda intelectual en la int. de su libro.

[18] El alma y el derecho consta en Droit, Morale, Moeurs, II Annuaire de lInstitut in- ternationale de philosophie du droit et de la sociologie juridique. Paris, 1936. El resto de los arts. citados, salvo El concepto de Estado y la psicología social con especial referencia a la teoría de las masas segn Freud pub. por Rev. Imago, 1922, costan en Die Wener Rechtstheoretische Schule, op. cit. nota 15. Sobre las referencias divinas en Kelsen vase el excelente y documentado artculo de Franois Ost y Michel var de Kerchove, La refrence Dieu dans la theorie pure du droit de Hans Kelsen, Ed. Facults Universitaires de Bruxelles, Belgique.