Malvinas: Descorriendo el manto de neblina

Además del sentimiento de despojo que despierta y el dolor que sigue produciendo la herida abierta por la caída de parte de una generación, en la batalla desigual de 1982; Malvinas es una situación neocolonial que expresa la relación de dominación y dependencia que, en oposición con la liberación como camino hacia la independencia, caracteriza a la principal contradicción en pugna en nuestro país aun antes de que se constituyera como tal, pero también en la región.

Es imposible comprender con claridad esta historia, si no se advierte el rol central del Reino Unido (RU) como potencia colonialista en la constitución del escenario que viabiliza la etapa imperialista del capitalismo y, en particular, a la Corona Británica (CB) como gestor del sistema financiero transnacional del que continúa siendo uno de sus principales actores.

Se trata de una historia de usura y complicidades vernáculas que tiene hitos entre otros en el empréstito de la Baring Brothers, el Pacto Roca-Runciman y la participación de la CB como prestamista que, además de imponer dependencia financiera, condicionó a nuestro país a ocupar un rol de proveedor de ciertas materias primas y en algunos casos mano de obra barata y sin calificación, lo que lo convirtió en una suerte de factoría.

Nada de esto hubiera sido posible sin la complicidad de una clase que, en defensa de sus intereses minoritarios, actuó y sigue haciéndolo como gerente de la factoría.

Pero también de vastos sectores culturalmente colonizados que, en contradicción con sus propios intereses de clase, actúan en forma funcional a ese bloque social con el que, desde un simbolismo bastante abstracto, construyen empatía y hasta una situación identitaria.

Corriendo hacia adelante

En estas primeras décadas del siglo 21, el capitalismo está reformulándose, como lo hizo siempre, corriendo hacia adelante. Para ello, necesita el fortalecimiento de una instancia supranacional en Europa, capaz de operar en tándem con EE.UU. y Gran Bretaña (GB) en un rediseño global; pero asimismo, se garantiza la apropiación de materia prima para generar energía y alimentos, por medio de la intervención directa o indirecta.

En este punto, cobra relevancia táctica la posibilidad de mantener enclaves coloniales que favorezcan la capacidad disuasiva, pero también el despliegue y la interconexión de fuerzas de intervención directa.

Y del mismo modo opera la consolidación de un sistema financiero que, por medio de la imposición de deuda, condicione la autonomía de los estados nacionales y les impida avanzar en cualquier intento de asociarse en bloques que puedan plantear a la multipolaridad como paradigma político, cultural, social y económico.

De ahí que la ocupación militar de Malvinas, por parte de la Otan, amenace y desafíe abiertamente la seguridad de una región que avanza en un proceso de articulación y autonomía de los bloques políticos globales dominantes, pero también de las imposiciones del sistema financiero transnacional que ellos garantizan.

Esta ocupación tiene, también, una dimensión cultural en tanto se convirtió en un emblema de la dominación imperial y económica, dato que toma trascendencia a partir de las prospecciones que señalan la presencia de hidrocarburos en la cuenca de Malvinas.

Despejando la neblina

En 2010 la empresa Desire Petroleum emplazó la plataforma Ocean Guardian en la zona marítima de exclusión, dispuesta por la CB en torno de las Malvinas, en 1982. Se trató de un desafío abierto de Londres que también y, fundamentalmente, reactualizó una problemática que se potencia a la luz de las necesidades que impone la etapa que atraviesa el modelo del capitalismo financiero transnacional y globalizado.

Desde 1975 GB sabe que hay una cuenca petrolífera en las adyacencias de Malvinas y, desde entonces, está interesado en ella, dato que se corroboró en una serie de prospecciones realizadas en 1998. Pero no fue hasta 2009 que la CB hizo público su interés por avanzar en la explotación de esos recursos.

¿Pero por qué ahora? A nadie escapa que, al capitalismo, la crisis de 2008 le llegó antes de tiempo, incluso, antes de que estuviera en condiciones de avanzar en una reconversión tecnológica que más que necesaria a esta altura se presenta como imprescindible.

Que quede claro: Esta reconversión no está motivada por la intención de evitar que el impacto de la destrucción del medioambiente perjudique, fundamentalmente, a los países pobres. Las razones menos altruistas se motivan en la seria amenaza de una destrucción global de escala bíblica que ensombrece un futuro no tan mediato y hace que algunas barbas, aun las más insensatas, comiencen a ponerse en remojo.

Pero más allá de esto, tal como quedó en claro en las últimas ediciones de la Conferencia sobre Cambio Climático, habrá que esperar por lo menos un par de décadas para que se motorice la adopción de medidas concretas en este sentido.

La cuestión es entonces saber quién y cómo se financia la implementación de tecnologías ya existentes y de escaso o nulo impacto ambiental, que generen la energía necesaria para mantener en marcha la rueda productiva. Lejos de ser original, la respuesta sigue siendo bastante ortodoxa.

Para el proceso de acumulación capitalista originaria que viabilizó la revolución industrial que se multiplicó desde los telares de Manchester, el principal combustible fueron las cargas de personas secuestradas en África, que barcos británicos trasladaron a América.

Y, a poco más de dos siglos, la necesidad de optimizar ganancias, lleva a que el capitalismo se imponga financiar la implementación de nuevas tecnologías con base en los recursos obtenidos exprimiendo hasta la última gota de combustible fósil. Después de todo, aún faltan algunos años para que el efecto invernadero termine por derretir el casquete ártico e inunde la Florida, Holanda o Manhattan.

Acá se presenta otro problema. La extracción de hidrocarburos se vuelve cada vez más cara y EE.UU. se mantiene firme en su decisión de no tocar sus reservas de petróleo, lo que incrementa la demanda de aquel que se extrae más allá de sus fronteras.

Por otra parte, gran parte de los principales yacimientos están en zonas consideradas políticamente inestables y, encima de todo esto, desde hace un par de décadas e impulsado por el enorme crecimiento de su economía, la República Popular China salió a disputar este escenario y lidera la prospección y extracción, por ejemplo en África, lo que incluye la extremadamente rica cuenca del Golfo de Guinea.

Es en este contexto en el que el Atlántico Sur comienza a cobrar una singular relevancia. Confirmando su emergencia como referente de un bloque regional que, más allá de sus asimetrías internas, se afianza en su vocación de actuar en un posible escenario global signado por la multipolaridad, Brasil ingresó al club de países exportadores de petróleo con la prospección y explotación de la Cuenca de Santos, un campo petrolífero de 352.260 km2, a la que se suman las áreas de Tupí, Merluza, Mexilhão, BS-500, Sur, Centro, Júpiter y Carioca.

Por esto, nadie se sorprendió cuando, hace cuatro años, Washington decidió reactivar su Cuarta Flota, en una determinación que señala con claridad que EE.UU. no está dispuesto a resignar su influencia sobre el Atlántico Sur. Pero tampoco deberían sorprender los pasos dados por el RU ya que, no sólo vuelve a reivindicar su rol como potencia colonial con influencia planetaria, sino que además, se garantiza el acceso a un yacimiento hidrocarburífero que, según las prospecciones menos optimistas, le aportaría a la Corona alrededor de medio billón de dólares.

Para que no queden dudas de lo que está en juego, se estima que la cuenca de Malvinas en realidad cuatro áreas sedimentarias que suman cerca de 400 mil km2 aportaría algo así como 12.950 millones de barriles de petróleo.

De acuerdo a las prospecciones, las reservas que poseen las Islas y su cuenca, serían superadas en nuestro continente sólo por las de Venezuela, EE.UU., Brasil y México.

Hugo Chávez o el testimonio de una batalla inconclusa

Hugo Chávez está bienaventuradamente muerto para el imperialismo y sus animales dóciles desparramados por todo el orbe, esos mismos que ya habían escrito su muerte en 2002, esos que nunca se cansaron de prodigarle insultos y odio de clase en sus versiones más descarnadas.

El comandante Hugo Chávez está desoladoramente muerto para el pueblo pobre, para los oprimidos, los luchadores, los soñadores, de Venezuela y Nuestra América. El desamparo se puede leer en sus rostros, en sus ojos empozados de tristeza.

Sus ampulosidades verbales, sus contradicciones, sus transacciones (algunas inevitables para quien ejercía el gobierno de un Estado periférico en este contexto histórico), las coexistencias pactadas que toleró, los funcionarios y figuras indefendibles que buscaron anular toda praxis antisistémica de los y las de abajo y que él, en ocasiones, arropó equívocamente, no deberían ocultarnos las porciones de Chávez más nuestras: los puntos de fisura en la dominación que él hizo posible, los ejercicios de des-alienación y las experiencias de contra-hegemonía que alentó (directa o indirectamente), las porciones de patria que puso a disposición de hombres y mujeres del pueblo que nunca habían tenido patria, el “nosotros” libertario que ayudó a fundar con cascadas de palabras y de acciones, su histórica contribución a la diversificación y enriquecimiento del campo popular en Venezuela y en Nuestra América.

En síntesis: el campo de posibilidades políticas que desbrozó para los y las de abajo, el proceso popular constituyente que supo inaugurar, las posiciones que ayudó a conquistar para los y las que luchan por la justicia y la dignidad en cualquier rincón del planeta. Algo que jamás le han reconocido los y las que se jactan de su inmunidad a las pasiones plebeyas, los y las que se detienen al borde la vida para conservar la fidelidad a algún pensamiento estático y cosificante o a los modelos pulcros como un teorema.

Por supuesto, estos aspectos son ignorados también por quienes entienden y practican el chavismo –dentro y fuera de Venezuela– como un camino apto para conservar los pilares del antiguo régimen, un camino que tapizan con retóricas inflamadas pero invariablemente negadoras de la lucha de clases. Se trata de aspectos sistemáticamente obviados por quienes ven en el chavismo una trinchera para conservar e incrementar sus privilegios; por quienes quieren hacer pasar lo contradictorio por lo distinto; por quienes quieren ocultar los actos de entrega y dominación con una boina roja, con retórica y épica revolucionaria; por quienes defienden nacionalizaciones a medias y desde arriba y un anticapitalismo en cuenta gotas y en los márgenes del sistema.

Empoderamiento y democratización desde abajo versus cooptación y clientelismo.
Revitalización insurgente versus delegación y mediación estatista. Socialismo de Nuestra América versus “posneoliberalismo” y perpetuación del capital globalizado bajo sistemas más o menos progresistas.

Así de paradójica continua la historia de Venezuela. Así de inconcluso permanece este proceso histórico. Así de indefinido lo deja Chávez. Pero… ¿Por cuánto tiempo? No hace falta ejercer el oficio de los augures para percibir que las tendencias libertarias, revolucionarias, antiimperialistas, anticapitalistas (y defensoras del poder popular como camino y meta), no podrán convivir por mucho tiempo con el proyecto del imperio y las clases dominantes, un proyecto que, en lo sustancial, no es antagónico con el de la “boli-burguesía” o la “burocracia bolivariana”, un proyecto extractivista y rentista, (o neo-desarrollista, en el mejor de los casos).

Las alternativas no abundan. Todo indica que si no se dan pasos acelerados y significativos en pos de una transición al socialismo, el destino inmediato será el de una restauración imperialista, que podrá asumir los clásicos perfiles conservadores y reaccionarios o que podrá reivindicar horizontes de “desarrollo” y de “integración social” revestidos de parafernalia pseudo-socialista, incluso sin abjurar de algunas líneas de continuidad respecto del chavismo.

Acaba de morir el hombre que irradiaba fulgores, que encendió chispas de conciencia, que supo alentar el sueño de una vida más abundante en trabajadores, campesinos, estudiantes, vagabundos y poetas.

Acaba de morir el dirigente político herético que desde el lugar menos pensado, en el momento menos esperado, en medio de la inhospitalidad de la posguerra fría, corporizó –desde un gobierno, desde un Estado!– el sueño revolucionario, al tiempo que alentó la integración regional y la multipolaridad.

Acaba de morir el gran comunicador que más allá de las mistificaciones asumió un rol político clave para reinstalar la causa del socialismo en Nuestra América y el mundo, recuperando el valor estratégico del socialismo, reinstalando la idea de su vigencia histórica, retomado el proyecto de traducir Marx a Bolívar, socialismo a Patria, socialismo a Nuestra América. Nada más y nada menos que la cifra de cualquier proceso revolucionario auténtico en este costado del mundo, y no una “contradicción restallante” según la letanía de la izquierda dogmática y eurocéntrica. La izquierda sin sujeto y sin destino, convencida de la incompatibilidad entre el socialismo y la utopía de libertad, soberanía y unidad de los libertadores de Nuestra América.

Raro bonapartismo este que ayudó a convertir a un conjunto de organizaciones y movimientos de la sociedad civil popular en el eslabón más débil de la cadena de colonización y dominación.

Raro bonapartismo este que ayudó a que los oprimidos del país descubran su identidad como clase junto con sus capacidades para transformar la realidad.

Raro bonapartismo este, aún considerando la flexibilidad de tan gastada e inútil categoría teórica. Raro y heréticamente descarriado.
Raro populismo este, si cabe la utilización de otra categoría igual de imprecisa y amplia. Raro, porque cabalgó (y cabalga) sobre una contradicción, y uno de sus polos abriga una potencialidad emancipatoria.

¿Qué rumbos tomará ahora la Revolución Bolivariana? ¿Será el Chávez símbolo tan importante como el Chávez de carne y hueso? ¿Podrá el joven mito conjurar la dispersión? ¿Se invocará su nombre como bandera del proyecto revolucionario y libertario original o será el signo del simulacro de socialismo que impulsan las corporaciones y la burocracia? ¿Se invocará su nombre sólo como sostén de proyectos liberadores o su nombre podrá ser invocado en vano y servir de soporte para una América Latina ajena, de factoría, estancia, fundo, shopping center, zona franca y cuartel policial?

¿Qué harán ahora el imperio y las clases dominantes para eliminar las ansias del pueblo venezolano de dirigirse a sí mismo? No debemos olvidar el proceso histórico con el que se entrelaza indisolublemente la figura de Chávez. Un proceso histórico que arranca, cuanto menos, en el Caracazo de 1989 y que tiene un pico muy alto en puente Llaguno, cuando el golpe de 2002. Mencionamos los hitos más imponentes e históricamente determinantes, pero no pasamos por alto la existencia de infinidad de hitos pequeños, cotidianos y a veces imperceptibles. Este proceso histórico, seguramente, encontrará nuevos cauces. Porque aunque resulte una obviedad, no hay que olvidar que Chávez es también el nombre de una experiencia histórica realizada por el pueblo venezolano, una experiencia que está más abierta que nunca. Chávez es el testimonio de una batalla inconclusa. El sentido presente y futuro de su figura se dirimirá en la práctica, en la lucha de clases y en la lucha de calles.

De todas maneras, hoy nos resultan agobiantes los análisis históricos “macro”. Hoy no nos sirven de consuelo las visiones totalizadoras. Hoy, nosotros, presuntamente inmunizados frente a las patologías caudillescas y las figuras volcánicas, no podemos evitar sentirnos abrumados por la angustia ocasionada por la perdida de una voluntad individual demasiado radiosa y excepcional. Hoy no podemos esquivar la certeza de sabernos más solos en un mundo que nos parece un poco más desencantado que ayer.

Hoy nuestro corazón endeble añora su presencia.
Mañana mismo, seguramente, habrá que comenzar a llenar este vacío: con pueblo brillando con luz propia, con pueblo organizado, unido y conciente, con discusión en la base, con formas de mando populares y democráticas, proyectando las mejores praxis antisistémicas desarrolladas por el pueblo venezolano en los últimos 25 años.
Hasta la victoria siempre, querido comandante.

Lanús Oeste, 5 de marzo de 2013

Reforma universitaria y revolución

17 de octubre de 1959 Estimados compañeros, buenas noches,Tengo que pedir disculpas al calificado público asistente por la demora en la iniciación de este acto, que es culpa mía y del tiempo que ha estado muy mal en todo el camino, y hemos tenido que parar en Bayamo.

Es muy interesante para mí venir a hablar de uno de los problemas que ha tocado más de cerca a las juventudes estudiosas de todo el mundo; venir a hablar aquí, en una Universidad revolucionaria, y precisamente en una de las más revolucionarias ciudades de Cuba.

El tema es sumamente vasto; tanto es así que varios conferencistas han podido desarrollar diferentes facetas de él. En mi condición de luchador, me interesa analizar precisamente los deberes revolucionarios del estudiantado en relación con la Universidad. Y para eso tenemos que precisar bien qué es un estudiante, a qué clase social pertenece, y si tiene algo que lo defina como entidad o como núcleo, o si simplemente responde en sus reacciones, a las reacciones generales de las diferentes clases a que puede pertenecer. Y entonces nos encontramos con que el estudiante universitario es precisamente el reflejo de la Universidad que lo aloja, porque ya hay limitaciones que pueden ser de diferentes tipos, pero que finalmente son limitaciones económicas que hacen que el estudiantado pertenezca a una clase social donde sus problemas no sus problemas económicos no son tan grandes como en otras; pertenece por lo general a la clase media, no aquí en Oriente, en Santiago de Cuba, sino en todo Cuba, y podemos decir que en toda América. Hay naturalmente excepciones todos las conocemos; hay individuos de extraordinaria capacidad que pueden luchar contra un medio adverso con una tenacidad ejemplar y llegar a adquirir su título universitario. Pero en general, el estudiante universitario pertenece a la clase media y refleja los anhelos e intereses de esa clase; aunque muchas veces, precisamente en momentos como ahora, la llama vitalizadora de la revolución puede llevarlo a posiciones más extremas. Y eso es lo que tratamos de analizar en estos momentos: las tendencias generales de la Universidad respondiendo al núcleo social del cual sale, y sus deberes revolucionarios para con la comunidad entera.

Porque la Universidad es la gran responsable del triunfo o la derrota, en la parte técnica, de este gran experimento social y económico que se está llevando a cabo en Cuba. Hemos iniciado leyes que transforman profundamente el sistema social imperante: se han liquidado casi de un plumazo los latifundios, se ha cambiado el sistema tributario, se está por cambiar el sistema arancelario, se están creando incluso cooperativas de trabajo industriales; es decir, toda una serie de fenómenos nuevos, que traen aparejados instituciones nuevas, están floreciendo en Cuba. Y todo ese inmenso trabajo lo hemos iniciado solamente con buena voluntad, con el convencimiento de que estamos siguiendo un camino verdadero y justo, pero sin contar con los elementos técnicos necesarios para hacer las cosas perfectamente.

Y no contamos con ellos porque precisamente estamos innovando, y esta institución que es la Universidad estaba orientada a dar a la sociedad toda una serie de profesionales que encajaban dentro del gran cuadro de las necesidades del país en la época anterior. había necesidad de muchos abogados, de médicos; ingenieros civiles había menos, y otras carreras seguían así. Pero nos encontramos de pronto con que necesitamos maestros agrícolas, ingenieros agrónomos, ingenieros químicos, industriales; físicos, incluso matemáticos, y no hay. En algunos casos no existe siquiera la carrera; en otros, está ocupada por un pequeño número de estudiantes que han visto la necesidad de empezar a estudiar cosas nuevas, o simplemente han caído allí porque no había lugar en otra escuela, o porque querían estudiar y no había nada que les gustara exactamente. En fin, no hay una dirección estatal para llenar todos los claros que estamos viendo que existen en la tecnificación de nuestra Revolución.

Y eso nos lleva al centro preciso del problema universitario en cuanto puede tener de conflictivo, en cuanto pueden tener de agresivo, si ustedes quieren, los planteamientos que voy a hacer. Porque el único que puede, en este momento, precisar con alguna certeza cuál va a ser el número de estudiantes necesarios y cómo van a ser dirigidos esos estudiantes de las distintas carreras de la Universidad, es el Estado. Nadie más que él lo puede hacer; por cualquier organismo, por cualquier instituto que sea, pero tiene que ser un instituto que domine completamente todas las diferentes líneas de la producción y esté al tanto también de las proyecciones de la planificación del Gobierno Revolucionario.

Grandes materias que son la base del triunfo de países más avanzados, como las matemáticas superiores y la estadística, prácticamente no existen en Cuba. Para empezar a hacer estadísticas de lo que necesitamos, nos encontramos con que no tenemos estadísticos, con que hay que importarlos, o buscar algunas personas que han desarrollado su especialidad en otros lugares. este es el nudo central del problema; si el Estado es el único organismo o el único ente capaz de dictaminar con algún grado de certeza cuáles son las necesidades del país, evidentemente, el Estado tiene que tener participación en el gobierno de la Universidad. Hay quejas violentas contra ello; incluso se levantan entre las candidaturas estudiantiles en La Habana, casi como cuestión de principio, la intervención o la no intervención del Estado, la pérdida de la autonomía, como llaman los estudiantes. Pero hay que definir exactamente qué significa autonomía. Si autonomía significa solamente que haya que cumplir una serie de requisitos previos para que un hombre armado entre en el recinto universitario para cumplir cualquier función que la Ley le asigne, eso no tiene importancia; no es ese el centro del problema, y todo el mundo está de acuerdo en que esa clase de autonomía se mantenga. Pero si hoy significara autonomía que un gobierno universitario desligado de las grandes líneas del Gobierno Central es decir: un pequeño Estado dentro del Estado ha de tomar los presupuestos que el Gobierno le dé y ha de trabajar sobre ellos, ordenarlos y distribuirlos en la forma que mejor le parezca, nosotros consideramos que es una actitud falsa. Es una actitud falsa precisamente porque la Universidad se está desligando de la vida entera del país, porque se está enclaustrando y convirtiéndose en una especie de castillo de marfil alejado de las realizaciones prácticas de la Revolución. Y además porque van a seguir mandando a nuestra República una serie enorme de abogados que no se necesitan, de médicos que incluso no se necesitan en la cantidad en que en estos momentos están ingresando, o de toda una serie de profesiones, por lo menos cuyos programas deben ser revisados para adaptarlos.

Surge entonces, frente a esta encrucijada de dos caminos o siglos, el levantamiento de grupos más o menos importantes, de sectores estudiantiles que consideran como la peor palabra del mundo la intervención estatal o la pérdida de la autonomía. En ese momento, esos sectores estudiantiles, lo digo con responsabilidad y sin ánimo de herir a nadie, están cumpliendo quizá el deber de la clase a que pertenecen, pero están olvidando los deberes revolucionarios, están olvidando los deberes contraídos en la lucha con la gran masa de obreros y campesinos que pusieron sus cuerpos, su sudor y su sangre al lado de los estudiantes en cada una de las batallas que se libraron en todos los frentes del país para llegar a esta gran solución que fue el primero de enero.

Y esta es una actitud sumamente peligrosa. No hoy, no hoy porque no se han definido todavía los campos, porque todavía hay mucha gente que aun herida en sus intereses económicos, cree que la Revolución ha sido un acierto, gente que tiene la virtud de ver mucho más lejos que donde alcanza su bolsillo y ve los intereses de la patria. Pero todo ese pequeño problema, que gira en torno a la palabra autonomía, tiene correlaciones e interrelaciones que van aún mucho más lejos que en nuestra Isla. Desde afuera se van tendiendo las grandes líneas estratégicas encargadas de aglutinar a todos los que sienten que han perdido algo con esta Revolución; no a los esbirros, no a los malversadores o a los miembros del anterior Gobierno, sino a los que quedándose al margen, o incluso apoyando en alguna forma este Gobierno, sienten que han quedado atrás o que han perdido algún bien económico. Toda esta gente está dispersa en distintas capas sociales, y puede manifestar su descontento con toda libertad en el momento que quiera; pero la tarea a que está encaminada en este momento la reacción nacional e internacional es aglutinar todas las fuerzas descontentas contra el Gobierno, y constituirlas en un conglomerado sólido para tener ese frente interno necesario a sus planes de invasión o depresión económica, o quién sabe cuál será.

Y la Universidad, dando batallas a veces feroces, luchando encarnizadamente en torno a la palabra autonomía, como naturalmente luchando encarnizadamente en torno a cuestiones de menor importancia como es la elección de los líderes estudiantiles, están creando precisamente el campo para que se siembre con toda fertilidad esa simiente que tanto anhelan sembrar los reaccionarios. Y este lugar, este lugar que ha sido en las luchas vanguardia del pueblo, puede convertirse en un factor de retroceso si no se incorpora a las grandes líneas del Gobierno Revolucionario.

Y lo que digo no es un análisis teórico de la cuestión ni una opinión festinada; es que esto es lo que ha pasado en la América entera, y los ejemplos podrían abundar considerablemente. Recuerdo en este momento el ejemplo patético de la Universidad de Guatemala que fue, como las Universidades cubanas, vanguardia del pueblo en la lucha popular contra los regímenes dictatoriales, y después, en el Gobierno de Arévalo primero, pero sobre todo en el Gobierno de Arbenz se fueron transformando en focos decididos de lucha contra el régimen democrático. Defendían precisamente lo mismo que ahora se está defendiendo: la autonomía universitaria, el derecho sagrado de un grupo de personas a decidir sobre asuntos fundamentales de la Nación, aun contra los intereses mismos de la Nación. Y en esa lucha ciega y estéril, la Universidad se fue transformando, de vanguardia de las fuerzas populares, en arma de lucha de la reacción guatemalteca. Fue necesaria la invasión de Castillo Armas, la quema en un acto público de un vandalismo medioeval de todos los libros que hablaran de temas que fueran mal vistos por el pequeño sátrapa guatemalteco, para que la Universidad reaccionara y volviera a tomar su lugar de lucha entre las fuerzas populares. Pero el camino perdido había sido extraordinariamente grande, y Guatemala hoy está, como ustedes lo saben, saliendo a medias de aquella situación caótica y buscando de nuevo, entre tropiezo y tropiezo, una vida institucional de acuerdo con las normas democráticas. Ese es un ejemplo palpitante, que todos ustedes recuerdan porque pertenece a la historia de estos días.

Pero es que podríamos ir mucho más lejos en el análisis de la gran conquista de la reforma universitaria del dieciocho que precisamente se gestó en mi país de origen y en la provincia a la cual pertenezco, que es Córdoba; y podríamos analizar la personalidad de la mayoría de aquellos combativos estudiantes que dieron la gran batalla por la autonomía universitaria frente a los gobiernos conservadores que en esa época gobernaban casi todos los países de América. Yo no quiero citar nombres para no provocar incluso polémicas internacionales; quisiera, que ustedes tomaran el libro de Gabriel del Maso, por ejemplo, donde estudia a fondo la reforma universitaria, buscarán en ese índice los nombres de todos aquellos grandes artífices de la reforma y buscarán hoy cuál es la actitud política, buscarán qué es lo que han sido en la vida pública de los países a que pertenecen, y se encontrarán con sorpresas extraordinarias, con las mismas sorpresas con que me encontré yo, cuando creyendo en la autonomía universitaria como factor esencial del adelanto de los pueblos, hice ese análisis que les aconsejo hacer a ustedes. Las figuras más negras de la reacción, las más hipócritas y peligrosas porque hablan un lenguaje democrático y practican sistemáticamente la traición, fueron las que apoyaron, y muchas veces las que aparecen como figuras propulsoras en sus países de aquella reforma universitaria. Y aquí entre nosotros, investiguen también al autor del libro porque también habrá sorpresas por allí.

Todo esto se lo decía para alentarlos precisamente sobre la actitud del estudiantado. Y más que en ningún lugar en Santiago, donde tantos estudiantes han dado su vida y tantos otros pertenecen a nuestro Ejército Rebelde. Nosotros, como tenemos un ejército que es popular y dignidad, a nadie le preguntamos cuál es su actitud política frente a determinados hechos concretos; cuál es su religión, su manera de pensar. Eso depende de la conciencia de cada individuo. Por eso no les puedo decir cuál será la actitud misma de los miembros del Ejército Rebelde. Espero que entiendan bien las líneas generales del problema y que sean consecuentes con las líneas de la Revolución. Tal vez sí, tal vez no.

Pero estas palabras no van dirigidas a ellos, una minoría, sino a la gran masa estudiantil, a todos los que componen este núcleo. Yo recuerdo que tuve una pequeña conversación con algunos de ustedes hace varios meses, y les recomendaba entrar en contacto con el pueblo, no llegar al pueblo como llega una dama aristocrática a dar una moneda, la moneda del saber o la moneda de una ayuda cualquiera, sino como miembro revolucionario de la gran legión que hoy gobierna a Cuba, a poner el hombro en las cosas prácticas del país, en las cosas que permitan incluso a cada profesional aumentar su caudal de conocimiento y unir, a todas las cosas interesantes que aprendieron en las aulas, las quizás mucho más interesantes que aprenden construyendo en los verdaderos campos de batalla de la gran lucha por la construcción del país.

Es evidente que uno de los grandes deberes de la Universidad es hacer sus prácticas profesionales en el seno del pueblo, y es evidente también que para hacer esas prácticas organizadamente en el seno del pueblo necesitan el concurso orientador y planificador de algún organismo estatal que esté directamente vinculado a ese pueblo, o incluso de mucho más de un organismo estatal, pues actualmente para hacer cualquier obra en cualquier lugar de la república, se ponen en contacto tres, cuatro o más organismos, y se está iniciando recién en el país la tarea de planificar el trabajo y de no dilapidar esfuerzos.

Pero centralizando el tema en el estudio, en el derecho a estudiar y en el derecho a elegir una carrera de acuerdo con una vocación, nos tropezamos siempre con el mismo problema: ¿Quién tiene derecho a limitar la vocación de un estudiante por una orden precisa estatal? ¿Quién tiene derecho a decir que solamente pueden salir 10 abogados por año y deben salir 100 químicos industriales? Eso es dictadura, y está bien: es dictadura. Pero ¿es la dictadura de las circunstancias la misma dictadura que existía antes en forma de examen de ingreso o en forma de matrículas, o en forma de exámenes que fueran eliminando los menos capaces? Es nada más que cambiar la orientación del estudio. El sistema en este caso permanece idéntico, porque lo que se hacía antes es tratar de dar los profesionales que iban a salir a la lucha por la vida en las diferentes ramas del saber. Hoy se cambian por cualquier método: examen de ingreso, o una calificación previa; en fin, el método es lo de menos. Y se trata de llevarlo hacia los caminos que la Revolución entiende que son necesarios para poder seguir adelante con nuestra tarea técnica. Y creo que eso no puede provocar reacciones. Y salta a la vista que la integración de la Universidad con el Gobierno Revolucionario no debe provocar reacciones.

No queremos aquí esconder las palabras y tratar de explicar que no, que eso no es pérdida de autonomía, que en realidad no es nada más que una integración más sólida, como la es. Pero esa integración más sólida significa pérdida de la autonomía, y esa pérdida de autonomía es necesaria a la Nación entera. Por tanto, tarde o temprano, si la Revolución continúa en sus líneas generales, encontrará las formas de lograr todos los profesionales que necesita. Si la Universidad se cierra en sus claustros y sigue en la tarea de lanzar abogados, o toda una serie de carreras que no son tan necesarias en este momento (no vayan a pensar que la he agarrado especialmente con los abogados); si sigue en esa tarea, pues tendrán que formar algún otro tipo de organismo técnico. Ya se está pensando en La Habana en hacer un Instituto Técnico de Cultura Superior que dé precisamente una serie de estas carreras, instituto que tendrá una organización diferente a la Universidad quizás, y que puede convertirse, si la incomprensión avanza, en un rival de la Universidad o la Universidad en una rival de esa nueva institución que se piensa crear en la lucha por monopolizar algo que no se puede monopolizar porque es patrimonio del pueblo entero, como es la cultura.

También esas cosas que se están creando en Cuba se han hecho en otros países del mundo, y sobre todo de América. También se han producido esas luchas entre los miembros de organismos, de escuelas técnicas o politécnicas de un grado de cultura por lo general menor y la Universidad. Lo que yo no sé si se ha dicho o si se ha precisado bien claro, es que esa lucha es el reflejo de la lucha entre una clases social que no quiere perder sus privilegios, y una nueva clase o conjunto de clases sociales que están tratando de adquirir sus derechos a la cultura. Y nosotros debemos decirlo para alertar a todos los estudiantes revolucionarios, y para hacerles ver que una lucha de esa clase es sencillamente la expresión de eso que hemos tratado de borrar en Cuba, que es la lucha de clases, y que quien se oponga a que un gran número de estudiantes de extracción humilde adquiera los beneficios de la cultura, está tratando de ejercer un monopolio de clases sobre la misma.

Ahora bien, cuando aquí se hablaba de reformas universitarias, y todo el mundo ha estado de acuerdo en que la reforma universitaria es algo importante y necesario para el país, lo primero que se ha hecho es, por parte de los estudiantes, tomar en cierta manera el control de las casas de estudio, imponer a los profesores una serie de medidas e intervenir en el gobierno de la Universidad en mayor o menos grado. ¿Es correcto? Esa es la expresión de un grupo que ha triunfado, ha triunfado y ha exigido sus derechos después del triunfo. Los profesores algunos por su edad, otros por su mentalidad incluso no participaron en la misma medida en la lucha, y los que lucharon y triunfaron adquirieron ese derecho. Pero yo me pregunto si el Gobierno Revolucionario no luchó y triunfó, y no luchó y triunfó con tanto o más encarnizamiento que cualquier sector aislado de la colectividad porque fue la expresión de la lucha toda del pueblo de Cuba por su liberación. Sin embargo, el Gobierno no ha intervenido en la Universidad, no ha exigido su parte en el festín, porque no considera que esa sea la manera más lógica y honorable de hacer las cosas. Llama simplemente a la realidad a los estudiantes; llama al raciocinio, que es tan importante en momentos revolucionarios, y a la discusión, de la cual surge necesariamente el raciocinio.

Ahora se están discutiendo programas de reforma universitaria y enseguida se vuelve la vista hacia las reformas universitarias del año dieciocho, hacia todos los supersabios que traicionaron su ciencia y su pueblo después pero que en el momento en que lucharon por una cosa noble y necesaria como era la reforma universitaria en aquel momento, no conocían nada de nada, eran simples estudiantes que la hicieron porque era una necesidad. Teorizar, teorizaron después, y teorizaron cuando ya tenían un sentido malévolo de lo que habían hecho. ¿Por qué nosotros tenemos entonces que ir a buscar la reforma universitaria en lo que se ha hecho en otros lados? ¿Por qué no tomar aquello sino simplemente como información adicional a los grandes problemas nuestros, que son los que tenemos que contemplar por sobre todas las cosas, a los problemas que existen aquí, que son problemas de una revolución triunfante con una serie de gobiernos muy poderosos, hostiles que nos atacan, nos acosan económicamente y a veces también militarmente; que riegan de propaganda por todo el mundo una serie de patrañas sobre este Gobierno, de un Gobierno que ha hecho la reforma agraria en la misma manera que yo aconsejo hacer la reforma universitaria, mirando hacia adelante pero no hacia atrás, tomando como simples jalones lo que se había hecho en otras partes del mundo, pero analizando la situación de nuestro propio campesino; que ha hecho una reforma fiscal y una reforma arancelaria, y que está ahora en la gran tarea de la industrialización del país, de este país de donde hay que sacar entonces los materiales necesarios para hacer nuestra reforma; de un país donde se reúnen los obreros que no han logrado todas las reivindicaciones y que aspiraron y lógicamente aspiran, y resuelven, en asambleas multitudinarias y por unanimidad, dar una parte de su sueldo para construir económicamente al país; de un Gobierno Revolucionario que lleva como bandera de lucha a la Reforma Agraria, y que la ha impulsado de una punta a la otra de la Isla, y que constantemente sufre porque no tiene los técnicos necesarios para hacerla, y porque la buena voluntad y el trabajo no suple sino en parte esa deficiencia, y porque cada uno de nosotros debemos volver sobre nuestros pasos constantemente y aprender sobre el error cometido, que es aprender sobre el sacrificio de la Nación.

Y cuando tratamos de buscar a quien lógicamente nos debe apoyar, a la Universidad; para que nos dé los técnicos, para que se acople a la gran marcha del Gobierno Revolucionario, a la gran marcha del pueblo hacia su futuro, nos encontramos con que luchas intestinas y discusiones bizantinas están mermando la capacidad de estos centros de estudios para cumplir con su deber de la hora. Por eso es que aprovechamos este momento para decir nuestras verdades quizás agrias, quizás en algunas cosas injustas, muy molestas quizás para mucha gente, pero que transmite el pensamiento de un Gobierno Revolucionario honesto, que no trata de ocupar o de vencer una institución que no es su enemiga, sino que debe ser su aliada y su más íntima y eficaz colaboradora; y que busca precisamente a los estudiantes porque nunca un estudiante revolucionario puede ser, no enemigo, ni siquiera adversario del Gobierno que representamos; porque estamos tratando en cada momento de que la juventud estudiosa, aúne al saber que ha logrado en las aulas el entusiasmo creador del pueblo entero de la República y se incorpore al gran ejército de los que hacen, dejando de lado esta pequeña patrulla de los que solamente dicen.

Por todo eso he venido aquí, más que a dar una conferencia, a presentar algunos puntos polémicos, y a llamar, naturalmente, a la discusión, todo lo agria, todo lo violenta que se quiera, pero siempre saludable en un régimen democrático, a la explicación de cada uno de los hechos, al análisis de lo que está sucediendo en el país, y al análisis de lo que sucedió con los que mantuvieron las posiciones que hoy mantienen algunos núcleos estudiantiles.

Y para finalizar, un recuerdo a los estudiantes interesados en estos problemas de la reforma universitaria: investiguen la vida futura, futura pero ya pasada, desde el momento en que se inició la reforma del dieciocho hasta ahora; investiguen la vida de cada uno de aquellos artífices de la reforma. Les aseguro que es interesante. Nada más.

La conformación histórica de una memoriosa institución original

Los militares, los diplomáticos, todos los profesionales dan mayor valor a la historia de la institución a la que pertenecen que los profesores universitarios a la historia de la universidad en general y a la de aquélla en la que trabajan, afirma Buarque (1993: 82), quien sostiene que ese desprecio resulta en parte de la visión departamentalizada que ve a la curiosidad histórica como una obligación de historiadores, así como un exotismo extravagante y poco serio cuando la desempeñan docentes de otras áreas. Ese desprecio por la historia, afirma el autor citado, dificulta la comprensión y la superación de la crisis actual. Coincidiendo con ese punto de vista, desde nuestra preocupación por el futuro, comenzamos por una mirada al pasado.

La Universidad Hispanoamericana

Suele hablarse de la Universidad Latinoamericana. Pero, cuando se mira a la historia, una división se impone. En la sección americana del imperio portugués la universidad realmente no existió, mientras que, en la América que fuera conquistada por los españoles, la universidad es una institución cuya trayectoria de más de cuatro siglos se inicia con la conquista misma, y se vio profundamente alterada por una “revolución”, el Movimiento de la Reforma Universitaria, que se desencadenó cuando en Brasil la universidad, en sentido propio, todavía no existía.

“En América Latina y el Caribe, la Universidad fue creada antes que el resto de la educación y, por muchísimo tiempo, fue la única institución que impartió enseñanza postsecundaria. A menos de medio siglo del descubrimiento, cuando ‘aún olía a pólvora y todavía se trataba de limpiar las armas y herrar los caballos’, según la frase del cronista Vázquez, se establece en Santo Domingo, en 1538, la primera Universidad del Nuevo Mundo.” (Tünnerman, 1996: 17) En 1551 se crean las Universidades de San Marcos de Lima y de México, cuando todavía no había ninguna en lo que sería los Estados Unidos. “A la época en que Harvard fue fundada (1636) América Latina contaba con 13 Universidades, que llegaron a 31 al producirse la independencia.” (ídem)

Entre las potencias coloniales europeas, la prioridad acordada a la fundación de universidades en tierras colonizadas constituye una verdadera excepción española. Portugal, por el contrario, consideró a la obligación de estudiar en la metrópoli, impuesta a quienes quisieran acceder a la universidad y hubieran nacido en las colonias, como un sustento de la dependencia de estas últimas. (Steger, 1974: 103-104, 156)

Pero, aunque las creaciones formales de universidades fueron más de 30, algunas no pasaron de lo nominal, y se ha dicho que sólo se puede reconocer nivel acorde al nombre a unas pocas que incluyen las de México, Lima, Córdoba y Santiago de Chile.

“Las universidades llegaron a América […] como un producto experimentado y surgido del contexto histórico europeo. Fueron transplantadas y recibidas aquí junto con el poder real y con la cruz. Unas fueron autorizadas por el Papa, como las de Santo Domingo, Bogotá y Quito; otras por el Rey, como en los casos de las Universidades de México, Lima y Santiago de la Paz (Santo Domingo). Al igual que en Europa, su tierra de origen, la universidad americana quedó colocada desde su propia instalación en el Nuevo Mundo entre los poderes eclesiástico y real. Pero, a diferencia de las viejas universidades europeas, ella nació de la voluntad de esos poderes antes que desarrollarse ‘contra ellos’, como ocurrió en París, Oxford o Bolonia.

En efecto, en esos lugares, al igual que en Salamanca o Alcalá, las autoridades daban su aval a congregaciones previamente establecidas; reconocían meramente a una societas o ayuntamiento que preexistía a su sanción por parte del poder. Podía ser una congregación de alumnos, como fue en Bolonia, de doctores y maestros, como en París, o de ambos, como quizás fue el caso de Salamanca. Al decir de Le Goff, estas corporaciones se organizaron lentamente, mediante conquistas sucesivas. Los estatutos que reciben sólo vienen a sancionar esas conquistas; no las crean por anticipado como ocurriría, en cambio, en el caso de la universidad americana. En seguida, las viejas universidades europeas adquieren su autonomía luchando ‘contra los poderes eclesiásticos tanto como contra los poderes laicos’ [Le Goff]. Por el contrario, en el Nuevo Mundo, las universidades son importadas y su establecimiento es otorgado desde arriba y desde fuera, por un acto administrativo.” (Brunner, 1990:14-15)

Lo que se importa, por decisión de los poderes laicos y religiosos, es pues una institución cuya idea de universidad responde al modelo medieval europeo.

Más concretamente: “Salamanca y Alcalá de Henares, las dos universidades españolas más famosas de la época, fueron los modelos que inspiraron las fundaciones universitarias en el Nuevo Mundo.” (Tünnerman, 1999: 14) La primera de todas, en Santo Domingo, respondió al modelo de “convento-universidad” de Alcalá, universidad centralmente preocupada por la teología, cuyo rector era también el prior del convento, y con mayor independencia del poder civil. Salamanca en cambio, la primera universidad de España, se vinculó en sus orígenes con la idea de servicio a la nación, o más bien a la monarquía. “Las dos fundaciones universitarias más importantes del período colonial, Lima y México, ambas de 1551, fueron creadas por iniciativa de la corona y tuvieron el carácter de universidades mayores, reales y pontificias. Su influencia en las restantes universidades del Nuevo Mundo fue decisiva. Sus constituciones y estatutos, inspirados en la tradición salamantina hasta en los menores detalles, fueron adoptados o copiados por muchas otras universidades del continente. En su trayectoria evolucionaron hasta constituirse en ‘universidades del virreinato’, y son las precursoras de las universidades nacionales de América Latina. Santo Domingo, en cambio, puede considerarse como el antecedente de las universidades católicas o privadas.” (Idem: 17-18)

Importa detenerse todavía en las características de los modelos y en la evolución posterior de las copias.

Se ha sostenido que ya en el siglo XIII las universidades en tierras españolas se caracterizaban por su estrecha relación con las monarquías de sus respectivos territorios: de acuerdo a la posición que Alfonso el Sabio asignó a Salamanca, cada una disponía del monopolio docente en un territorio determinado y estaban bajo la directa autoridad real. Cabe pues calificarlas de universidades estatales. (Steger, 1974: 160) Este “modelo salamantino” orientó a tres de las seis universidades hispanoamericanas fundadas en el siglo XVI, las de México, Lima y Santiago de la Paz, esta última la segunda establecida en tierras dominicanas, y en oposición a la ya existente. Como ya se observó, las otras tres universidades las de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo, Bogotá y Quito respondían al modelo de Alcalá; este último devino hegemónico, tanto en España como en América a partir del desencadenamiento de la Contrarreforma, sobrepasando la influencia original de las pautas culturales de Salamanca, universidad que había tenido un espíritu más abierto, dispuesto incluso a aceptar las enseñanzas de Copérnico. Así, un cierto talante humanista habría caracterizado los primeros tiempos de la Universidad de México. Pero ello no duró: más allá de las diferencias de origen y de estructura de los diversos establecimientos, la importación de la universidad a la América Hispana tiene lugar en el clima espiritual de la Contrarreforma; la institución debe formar los nuevos grupos dirigentes y ser un puntal de la “conquista espiritual”. (Steger, 1974: 163-164) Este propósito lo ilustra elocuentemente el impulso fundacional de los jesuitas, que en el breve lapso que va de 1622 a 1625 establecieron seis universidades en América del Sur (Idem: 182).

Esa institución importada tuvo, como sus modelos originales, un carácter unitario: “La estructura académica de la Universidad colonial respondió a una concepción y a un propósito muy definidos, lo que le permitió ser una institución unitaria. Se organizó como una totalidad y no como un simple agregado de partes, con una visión propia del mundo, del hombre y la sociedad.” (Tünnerman, 1996: 18)

Se ha destacado asimismo “la pretensión de la universidad colonial de autogobernarse mediante la acción de sus claustros, pretensión que constituye un antecedente importante de la autonomía universitaria, de la cual la universidad colonial jamás llegó a disfrutar plenamente. También debemos recordar la participación estudiantil en el claustro de consiliarios de algunas de estas universidades, así como el derecho a votar en el discernimiento de las cátedras de que disfrutaron sus alumnos, preciosos antecedentes de la co-gestión universitaria, que constituye una de las características de la universidad latinoamericana.” (Tünnerman, 1999: 22) Este rasgo se vincula también a la tradición original de Salamanca, que incorporaba rasgos propios de la “universidad de estudiantes” según el modelo de Bolonia, por oposición al de París, “universidad de profesores”; así, los estudiantes de la Universidad de México intervenían en la designación de los docentes, pero en ese caso como en los otros el dominio de la institución correspondía a los profesores y a la disciplina religiosa (Steger, 1974: 160-161, 201).

Ahora bien, en el Viejo Mundo, la Universidad fue una creación colectiva original. Pero su evolución histórica la mantuvo al margen de las corrientes culturales más renovadoras de la época en que la misma fue transplantada al Nuevo Mundo. El Renacimiento apenas la rozó. La ciencia moderna se creó y desarrolló en otros ámbitos. El libre examen, la experimentación, la atención a la práctica, el programa baconiano de aplicación de la ciencia naciente al progreso humano fueron rasgos especialmente ajenos a la cultura dominante de la España imperial. Su decadencia económica y cultural empezó a gestarse, cuando Colón no ha llegado a América, con la expulsión de los judíos; siguió con la destrucción de la agricultura mora, y se afianzó con el primado de la Inquisición. Es en una de sus versiones más pobres que aquella idea de universidad llegó a estas tierras, para dejar una huella duradera en la corrientes culturales dominantes, ajenas a las ciencias y a las ingenierías, despreciadoras de la tecnología y del trabajo práctico.

Sin desmedro de ciertas diferencias, como conjunto la universidad colonial tuvo “una vida propia del último período de la escolástica”. Incluso un cierto desarrollo de la actividad de investigación durante el siglo XVIII, visto como reflejo hispanoamericano de la Ilustración, tuvo el carácter de “ciencia extrauniversitaria”, basada en instituciones promovidas directamente por la monarquía borbónica y a menudo resistidas desde las universidades, como la Escuela de Minería, la Academia de Pintura y Escultura y el Jardín Botánico de Méxco, que llevaron a Humboldt a decir que se trataba de la ciudad del Nuevo Mundo, Estados Unidos incluidos, con las instituciones científicas más grandes y firmemente fundadas. (Steger, 1974).

La universidad colonial fue una institución de funcionamiento a menudo precario, con grandes problemas para conseguir catedráticos de alto nivel, muy escasa actividad científica y no demasiados alumnos. Sin embargo, no sólo brindó una formación de tipo universitario a un número significativo de personas sino que también preparó a muchos jóvenes de 12 a 17 años, que después no siguieron estudios superiores pero fueron maestros, sacerdotes, funcionarios: “desde su establecimiento, la universidad jugó en América un papel crucial en las ‘luchas por la hegemonía’ social, política y cultural, formando a un sector de las élites superiores y, a la vez, a un número significativo de las intelectuales intermedios e inferiores, al tiempo que por la propia estructura de la sociedad ella se mantenía relativamente alejada del mundo de la producción y de la difusión de las técnicas.” (Brunner, 1990: 16) Ese papel lo jugó contribuyendo al afianzamiento de una estructura donde la “limpieza de sangre” era requisito tanto para un puesto administrativo superior como para la admisión en los últimos exámenes universitarios (Steger, 1974: 203 nota). Todavía en 1805 la Universidad de Quito le negó al brillante estudioso José Mejía un título en derecho por su origen ilegítimo (Idem, 232)

No es de extrañar que la universidad colonial hispanoamericana se mostrara más bien ajena a las luchas por la Independencia. Actuó junto a los grupos dominantes y fue parte destacada de la estructura de poder creada por la conquista, con la cual inició su trayectoria secular.

Distinta fue la historia en la tierras de dominio lusitano. “A diferencia con el resto de América, el Brasil llega a la independencia sin contar con ninguna universidad. […] las universidades de la América española prepararon, durante el período colonial, 150.000 graduados. Se calcula que [… entre 1577 y 1822] tan sólo 2.500 jóvenes nacidos en Brasil siguieron cursos en Coimbra. Verifícase así cuán reducido fue el número de cuadros de nivel superior de que dispuso Brasil para dirigir su vida independiente. Este país recién instituyó sus primeras escuelas de enseñanza superior en la década anterior a la independencia [que tuvo lugar en 1822].” (Ribeiro, 1971: 62) No habrá allí universidad propiamente dicha antes del siglo XX. A esta experiencia nos referiremos especialmente en un capítulo posterior.

En Hispanoamérica, después de la Independencia, parecen coexistir a lo largo del siglo XIX la decadencia de la universidad colonial con los esfuerzos incipientes de las nuevas Repúblicas para crear una institución distinta.

Por un lado, se asiste a la disolución más o menos rápida de la vieja institución, calificada de escolástica, atrasada y rutinaria, que en algunos casos sobrevive de hecho hasta el siglo siguiente y en otros es disuelta, como sucedió con la Universidad de México, calificada por el gobierno que tomó la medida de “inútil, irreformable y perniciosa”. Por otro lado, se crean o se reestructuran universidades que dependen estrechamente del gobierno y, a la vez, tienen una responsabilidad muy amplia en el conjunto del sistema educacional.

Ilustra este doble proceso la clausura de la Universidad de San Felipe, decidida en 1839 por el gobierno chileno, y la creación en 1842 de la Universidad de Chile, ideada y regida por Andrés Bello. Alrededor del 75% de sus graduados entre 1844 y 1879 fueron licenciados de la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas, mientras que en la institución precedente los grados otorgados en filosofía y teología fueron más que los de leyes. No en balde se ha dicho que la de Chile fue el modelo de la “universidad de abogados”, típica del siglo XIX latinoamericano. “La universidad que forma profesionalmente al ‘abogado’ (estudios de carreras), incorporada al antiguo ideal iluminista del ‘Estado docente’, encierra gracias a la acción de Andrés Bello los elementos decisivos para la configuración de una idea del Estado que será característica de la América Latina del siglo XIX”, dice Steger (1974: 291), cuyo último capítulo se titula precisamente “La ‘universidad de abogados’ en el siglo XIX”.

En este período “la carrera de abogado se transforma con el advenimiento de las repúblicas independientes en el principal canal de socialización y acceso hacia las élites políticas nacionales, asegurando a la vez la formación requerida para poder ocupar posiciones dentro del aparato de gobierno a las cuales se llegaba, habitualmente, mediante el patrocinio familiar o político.” (Brunner, 1990: 19)

Al aparato estatal, y a sus vértices, se llega por entonces también por la fuerza de las armas. El continente vive bajo gobiernos de generales y abogados, que pueden preocuparse o no de la educación en general, pero de cuyo campo de atención suelen estar muy lejos la ciencia, la tecnología y sus conexiones con el desarrollo de la producción.

En 1821 se crea la Universidad de Buenos Aires; en 1826 surgen, como reestructuraciones, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Central del Departamento del Ecuador; en 1849 culmina la instalación formal de la Universidad del Uruguay. Estas instituciones nuevas o renovadas se vinculan a un cometido esencial atribuido al sector público, el de desempeñarse como “Estado docente”, responsable de la educación nacional. Se esbozaba así una nueva idea de universidad , la “universidad nacional”, o republicana, cuya misión era promover la educación en todos los niveles, formar profesionales y en particular los cuadros del sector público, e impulsar el cultivo de las disciplinas académicas. (Brunner, 1990: 18-20)

En los hechos, lo definitorio de este modelo institucional para la educación superior fue su orientación profesionalista: “Una característica importante de las universidades latinoamericanas fue siempre el predominio de las escuelas profesionales de derecho, medicina, ingeniería y de las academias militares. En Europa, estas escuelas profesionales generalmente están situadas fuera de las universidades o por lo menos se organizan de forma independiente del núcleo académico central, normalmente orientado para la educación general, las humanidades y las ciencias básicas. Sin embargo, la educación superior en América Latina, desde sus inicios, fue definida casi siempre como sinónimo de educación para las profesiones. De esta manera, alguna calidad fue preservada en las mejores escuelas de ingeniería y medicina; mas también fue un factor de resistencia a las innovaciones oriundas de los nuevos grupos sociales que aspiraban a una educación superior más accesible, a la abertura de nuevas disciplinas y a las tentativas de mudanza provenientes de gobiernos y movimientos reformistas.” (Schwartzman, 1996: 31-32)

La universidad republicana conservó la enorme gravitación sobre el conjunto de la enseñanza que caracterizó a la institución desde su origen colonial, y que sólo gradualmente se irá modificando. Así por ejemplo, en el Uruguay, el reglamento de instalación de 1849 “confió a la Universidad Mayor de la República, la totalidad de las ramas de la enseñanza, erigiendo así el monopolio estatal de la educación. Hasta 1877 al sancionarse la Ley de Educación Común la enseñanza primaria continuará dentro de la Universidad; recién en 1934 se le segregará la enseñanza media.” (Paris, 1969: 163)

Ahora bien, en esa misión de la universidad republicana y pese a esfuerzos sostenidos de varios pioneros, las modernas ciencias de la naturaleza apenas si encontrarán un lugar de destaque. Esta tendencia vio facilitado su influjo por el modelo que inspiró a la “universidad republicana” y, a su vez, gravitó tanto en lo que de ese patrón inspirador se priorizó como en lo que se dejó a un lado.

Como bien se sabe, la Universidad republicana se estructuró de acuerdo al denominado “modelo napoleónico”. La expresión designa a la forma organizacional de la educación superior francesa durante el siglo XIX. Conviene recapitular sus principales rasgos.

“La enseñanza superior francesa, luego de la Revolución y por un período de cien años (1793-1986), no fue más que un sistema de escuelas superiores autárquicas que no respondían al nombre de universidad, organizadas como un servicio público nacional tal como la enseñanza primaria, la secundaria y la normal. Entre 1806 y 1808, Napoleón implantó un vasto monopolio educacional buscando unificar políticamente y uniformizar culturalmente al archipiélago de provincias, en una nueva entidad cohesionada, la Francia republicana.

Su núcleo básico estuvo formado por las escuelas autónomas de derecho, medicina, farmacia, letras y ciencias; separadamente se estructuraron la Escuela Politécnica, destinada a la formación de los cuadros técnicos y la Escuela Normal Superior, encargada de crear los educadores que actuarían como difusores, en toda la nación, de la nueva cultura erudita de base científica.

No es cierto que el seccionamiento de la universidad francesa la haya llevado a la decadencia. En los cuarenta años que siguieron a la reforma napoleónica, Francia conoció el mayor período de florecimiento intelectual y científico de su historia.

La nueva universidad se implantó como contraposición a la antigua; las inclinaciones nominalmente humanistas del pasado fueron sustituidas por un nuevo humanismo fundado en la ciencia, comprometido con la problemática nacional, con la defensa de los derechos humanos y empeñado en absorber y difundir el nuevo saber científico y tecnológico en que se basaba la revolución industrial.

La tradición universitaria anterior sería sustituida en ese proceso transformador por una burocracia racional, selectiva e impersonal, con sus defectos de rutina y formalismo que hicieron cada vez más difícil mantener e incentivar la creatividad cultural.

Recién bajo la Tercera República, en 1896, se reorganizaron algunas de estas escuelas dispersas constituyéndose primero, en un corpus de facultades autárquicas, y después -bajo el nombre de Universidad – en una federación de unidades independientes. Quedaron separadas del conjunto la Escuela Politécnica, la Escuela Normal Superior, el Colegio de Francia, el Institut y el Museo de Historia Nacional, a los cuales se agregarían más recientemente, el Museo del Hombre y el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS).

De este modo, los órganos de enseñanza quedaron aislados de las entidades de cultivo del saber y de práctica de la ciencia.” (Ribeiro, 1971: 34)

Ahora bien, esa estructura académica francesa que emerge a comienzos del siglo XIX, a medida que éste se vaya desarrollando, resultará sensiblemente menos eficiente que la adoptada en Alemania, a la que nos referiremos más adelante. Fue la primera, sin embargo, la que se importó a nuestro continente, sumando defectos de la copia al original, pues si bien se imitó una parte del mismo, el sistema de facultades autárquicas, mucho menos se hizo por montar una estructura de investigación, de la que el original por cierto no carecía. En conjunto, ésta es otra huella duradera de la historia: “El modelo inspirador de las universidades latinoamericanas de hoy fue el patrón francés de la universidad napoleónica que, en realidad, no era universidad sino un conglomerado de escuelas autárquicas.” (Ribeiro, 1971: 70)

Parecería haber en verdad una tensión entre ese modelo y la noción anteriormente predominante de la universidad como institución unitaria, en la cual esta última, si se mantiene en las formas, va perdiendo terreno en los hechos ante la consolidación de una institucionalidad caracterizable como una confederación más o menos laxa de escuelas profesionales. En Uruguay, a partir de 1900, la tensión se expresó como una áspera contraposición entre dos corrientes universitarias, cuyo enfrentamiento derivó a la prensa y al parlamento. Este aprobó en 1908 una Ley Orgánica que, en líneas generales, consagraba la primacía de la corriente “descentralizadora”, al despojar al Rector y al Consejo Universitario de gran parte de sus funciones orientadoras tradicionales; la corriente opuesta afirmó que con ello casi se suprimía a la Universidad. (Paris, 1969: 169) La “federación de Facultades” así establecida sobrevivió a todos los avatares que vivió el Uruguay durante el siglo XX.

Notemos de paso que, si la mencionada Ley Orgánica se inscribía en el marco de la primera gran transformación institucional de la Universidad en el ámbito latinoamericano, de una institución unitaria a un modelo a la francesa, también anunciaba la segunda gran transformación que habría de vivir la Universidad Hispanoamericana: “Por otra parte, ese Estatuto de 1908 consagró, por primera vez en una ley orgánica universitaria de América, el principio de la representación estudiantil […] Aunque indirecta, esta representación en los Consejos de Facultad significa una innovación sin precedentes, anticipándose en una década a los postulados reformistas de Córdoba.” (Paris, 1969: 169)

El modelo emergente de la universidad republicana no adversó mayormente sino que más bien consolidó otra característica mayor de la universidad colonial, y de la entera sociedad hispanoamericana: su lejanía de la ciencia. Vale la pena detenerse brevemente en este punto.

En la Europa del siglo XIX, la gran transformación de la universidad “la revolución académica”, según una concepción a la que nos referiremos más adelante la constituyó la emergencia, primero y fundamentalmente en Alemania, de la moderna “universidad de investigación”.

Esa universidad transformada se convirtió en el gran teatro del avance científico, debido a la interacción fecunda entre la investigación y la enseñanza superior, elocuentemente argumentada por Humboldt en términos que mantienen plena vigencia: “la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestro. Caso de que no se congregasen espontánemante en torno suyo, el profesor tendría que buscarlos, para acercarse más a su meta, mediante la combinación de sus propias fuerzas, adiestradas pero precisamente por ello más propensas a la unilateralidad y menos vivaces ya, con las fuerzas jóvenes, más débiles todavía, pero menos parciales, también y afanosamente proyectadas sobre todas las direcciones.” (en Fichte et al , 1959: 210)

El siglo XX ha mostrado acabadamente cuánto más fructífera resulta, tanto para la enseñanza como para la investigación, esa concepción de Humboldt que la alternativa de separar ambas actividades, encomendando la primera labor a las universidades y la segunda a las academias. Ya en 1810 aquél lo había establecido de manera neta: “Cuando se dice que la universidad sólo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia contra la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra lo que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto: la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también juntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio tanto seguramente como la labor solitaria de la vida del escritor o la organización inconexa de una corporación académica. El progreso de la ciencia es, manifiestamente, más rápido y más vivo en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles. La ciencia no puede nunca exponerse verdaderamente como tal ciencia sin empezar por asimilársela independientemente, y, en estas condiciones, no sería concebible que, de vez en cuando, e incluso frecuentemente, no se hiciese algún descubrimiento.” (en Fichte et al , 1959: 215-216)

Dicha “revolución académica” se consolidó precisamente durante el período en que el auge de las tecnologías basadas directamente en la ciencia, como la electricidad o la química orgánica, motorizaba una “Segunda Revolución Industrial”, una de cuyas facetas mayores la constituyó “el matrimonio de la ciencia con las artes prácticas”. El “modelo alemán” se reveló así mucho más eficiente que el modelo napoleónico, que asignaba la investigación a organismos separados de la universidad; pero por supuesto, en Francia, tales organismos cumplían una tarea de envergadura. En Hispanoamérica, por el contrario, “no se crearon o no prosperaron las academias e institutos que en Francia asumieron la tarea de promover el adelanto del conocimiento.” (Tünnerman, 1996: 18) La dinámica económica no apuntaba en esa dirección, las ideas predominantes tampoco, y el modelo universitario no casualmente escogido como espejo no paliaba esa carencia mayor.

En Brasil, durante el siglo XIX y comienzos del siguiente, la enseñanza superior quedó a cargo de unas pocas facultades o escuelas profesionales autosuficientes, con un estudiantado muy reducido en términos relativos. La ciencia brasileña, que se institucionalizó durante las primeras décadas del siglo XX, no lo hizo en las instituciones de educación superior, que no tenían lugar para la investigación, sino en centros o institutos especiales que, con sus luces y sus sombras, parecen haber sido de los más exitosos del continente, sobre todo en la generación de conocimientos aplicados; a ello no fue seguramente ajeno el predominio de la ideología positivista en los sectores más modernos. La creación de las universidades, en cambio, es un proceso, al que nos referiremos brevemente más adelante, que no comienza propiamente antes de la tercera década del siglo XX.

Para entonces, ya cobraban fuerza los rasgos que constituirían la originalidad inmensa de la Universidad Hispanoamericana, donde se imbricaron muy conflictivamente una larga tradición y un gran movimiento de renovación. Este se alimentó de los intentos por reformar la enseñanza superior impulsados a lo largo del siglo XIX, durante el cual, como ya se apuntó, cabe decir que se contrapusieron el viejo modelo de la “universidad colonial”, en decadencia pero aún vigente, sobre todo en algunas de las zonas de más antigua colonización y mayor relevancia durante la dominación española, y el modelo de la “universidad republicana”, en dificultoso ascenso, más cerca de los gobiernos pero no sin conflictos con ellos.

“La principal consecuencia de la gran proximidad entre las universidades y el poder tal vez haya sido la intensa politización de los estudiantes y profesores universitarios, que hizo que los choques entre las élites gubernamentales y las académicas fueran constantes y llevaran a formas inesperadas de autonomía universitaria. En la medida en que los proyectos modernizadores eran colocados de lado por los gobernantes, estos eran incorporados por contra-élites que se formaban en los bancos académicos y ensayaban desde temprano la oratoria y la militancia político-partidaria que los llevaría al poder.” (Schwartzman, 1996: 33)

A comienzos del siglo XX, una revolución surgida de adentro de la institución sacudiría a la que pretendía ser la Universidad de la nación y lo era ante todo del patriciado: “La matriz francesa reducida a ese marco colonial resultaría en una universidad patricial, que preparaba a los hijos de los hacendados, de los comerciantes y de los funcionarios para el ejercicio de papeles ennoblecedores o para el desempeño de los cargos político-burocráticos, de regulación y mantenimiento del orden social o de las funciones altamente prestigiadas de profesionales liberales, puestos al servicio de la clase dominante.” (Ribeiro, 1971: 70) Esa muy reducida base social de la matrícula estudiantil preservó el carácter elitista de lo que era la Universidad de la república oligárquica.

“Las sociedades latinoamericanas siempre fueron muy estratificadas, y sus instituciones de educación superior eran probablemente adecuadas, hasta inicios de este siglo, para dar a sus élites la cantidad limitada de educación formal que ellas deseaban. Las tensiones comenzaron a surgir cuando nuevos grupos sociales hijos de inmigrantes, o de clases medias emergentes de las ciudades comenzaron a entrar en el sistema educacional y a percibir que esas instituciones eran demasiado rígidas para expandirse y asumir nuevos roles.” (Schwartzman, 1996: 25) Ello fue así, en particular, en los países donde la convergencia de una inmigración caudalosa y una temprana generalización de la educación pública elemental ese gran proyecto de las naciones nuevas elevó rápidamente el nivel promedial de instrucción.

Así, las dinámicas sociales e ideológicas que fueron minando el orden oligárquico, tan firme todavía hacia 1900, llegarían a infiltrarse en las casas de estudios superiores, desde donde configurarían una de las principales vertientes antioligárquicas de la democratización latinoamericana.
El Movimiento de la Reforma Universitaria

La insurgencia estudiantil

En febrero de 1908 se reunió, en el Teatro Solís de Montevideo, el Primer Congreso Americano de Estudiantes, en el que participaron “la casi totalidad de las asociaciones estudiantiles de América. El temario del Congreso fue denso, encarándose problemas que las Universidades de América Latina habían comenzado a plantearse separadamente: orientaciones pedagógicas en torno a sistemas de exámenes libres o régimen de exoneraciones, estudios libres o de reglamentación obligatoria. Se discutió además todo un programa que proponía estabilizar vínculos comunes, mediante la unificación de programas universitarios continentales, la equivalencia de títulos académicos, el otorgamiento de becas y bolsas de viaje, la celebración de torneos interamericanos destinados a fomentar un intenso contacto cultural. Una vasta acción gremialista, que anticipaba los principios del Reformismo de Córdoba, quedó también definida en el Congreso de Montevideo, abriendo así una etapa de la Universidad Latinoamericana, propiciando un clima de interrelación entre los universitarios de América y estimulando una perspectiva continental para el análisis de problemas comunes.” (Paris, 1969: 170)

El Congreso proclamó su aspiración a la representación estudiantil en la conducción de las universidades, meta ratificada en los siguientes congresos de Buenos Aires (1910) y Lima (1912). Como ya se anotó, en Uruguay a partir de 1908 rigió la llamada representación indirecta, según la cual los estudiantes elegían sus representantes a los Consejos de cada Facultad, los que debían ser egresados de la misma. En 1910, se incluyó a un estudiante con derecho a voz en el Consejo Directivo de la Universidad de México. (Brunner, 1990: 22)

En ese clima, de preocupaciones compartidas y de reivindicaciones comunes, estallará la insurgencia en lo que era una suerte de baluarte sobreviviente de la vieja universidad colonial. “Fundada a comienzos del siglo XVII, la Universidad de Córdoba era a principios del siglo XX uno de los bastiones del clero y del patriciado argentino. De las Universidades argentinas era la más apegada a la herencia colonial. Sobre ella seguía proyectando su sombra su fundador Fray Fernando de Trejo y Sanabria, Obispo de Tucumán. La Compañía de Jesús, que la gobernó en sus orígenes, continuaba, de hecho, rigiendo su pensamiento. Al iniciarse el Movimiento reformista, Argentina contaba con tres Universidades Nacionales (Buenos Aires, Córdoba y La Plata) y dos provinciales (Santa Fe y Tucumán). Buenos Aires y Córdoba eran ‘universidades clásicas’. La de La Plata, de tipo experimental, gracias al empeño de Joaquín V. González que la nacionalizó y reorganizó en 1905, aparecía como una institución más moderna, mejor adaptada a la época. La de Buenos Aires, reducto de la clase alta porteña, se dejaba penetrar por las corrientes liberales, no así la de Córdoba, que era la más cerrada y medieval de todas. Gobernada por consejeros vitalicios y con cátedras casi hereditarias, era el símbolo de lo anacrónico y de una enseñanza autoritaria y esterilizante.” (Tunnerman, 1998: 111-112)

Las insurgencias suelen ocurrir cuando ritmos muy diferentes de cambio exacerban las contradicciones y tornan intolerable lo que hasta entonces era usual. Argentina era, en las primeras décadas del siglo, un país en curso de acelerada y conflictiva modernización económica, política y cultural. Un punto de viraje en su historia lo constituyó el fin del control oligárquico sobre el gobierno, con la llegada a la presidencia en 1916 de Hipólito Yrigoyen.

En 1917, reivindicaciones de los estudiantes cordobeses que protestan por la clausura del internado en el Hospital de Clínicas y también por la forma de provisión de las cátedras no son atendidas. Los estudiantes organizan un Comité Pro-Reforma Universitaria que emite un Manifiesto a la Juventud Argentina: “La Universidad Nacional de Córdoba amenaza ruina, por la labor anticientífica de sus academias, por la ineptitud de sus dirigentes, por su horror al progreso y a la cultura, por sus mal entendidos prestigios y por carecer de autoridad moral. La juventud universitaria no quiere ni puede hacerse cómplice de la catástrofe, quiere que su corazón y su cerebro marchen a la par con el ritmo ascendente y fecundo de los nuevos ideales.” El estancamiento y la inmoralidad, que a su entender prevalecen en la Universidad, llevan al movimiento estudiantil a decretar la huelga general en marzo de 1918. Las autoridades universitarias clausuran la Universidad. La intervención de la misma es decretada por el gobierno nacional en abril, a pedido de los estudiantes. En Buenos Aires se funda la Federación Universitaria Argentina (FUA). El interventor instaura cambios en Córdoba, en cuyo marco deben elegirse nuevas autoridades, pero, según le dicen los estudiantes, “la reforma implantada por usted ha sido defraudada por el juego de las camarillas que resurgen en su esencia”. El 15 de junio los estudiantes interrumpen el acto electoral, ocupan la sala donde está reunida la asamblea de profesores y desconocen la elección del nuevo rector. Se dirigen al Presidente de la República: “Estamos atravesando una época de profunda renovación. La única autoridad que reconoce la colectividad estudiantil es la de ese superior gobierno.” El 21 de junio ve la luz el celebérrimo Manifiesto Liminar “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América”. (Tunnerman, 1998: 112-113; Cúneo, s/f: 278)

Sus autores asumen sin vuelta de hoja lo que han hecho: “Se había obtenido una reforma liberal mediante el sacrificio heroico de una juventud. Se creía haber conquistado una garantía y de la garantía se apoderaban los únicos enemigos de la reforma. En la sombra los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado otra traición. A la burla respondimos con la revolución. La mayoría expresaba la suma de la regresión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical. La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquellos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico irrevocable y completo, nos apoderamos del salón de actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que esto es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos la federación universitaria y de haber firmado mil estudiantes, sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de huelga indefinida.”

El movimiento se extiende a todo el país; la FUA convoca a su primer congreso para analizar una nueva ley universitaria; clausurada por tiempo indeterminado la Universidad de Córdoba, su edificio es tomado para reiniciar las clases bajo dirección estudiantil; 83 estudiantes son detenidos y procesados por sedición; la huelga estudiantil se generaliza y a ella se incorporan algunos sindicatos; en la Cámara de Diputados el socialista Juan B. Justo denuncia que en esa Universidad se enseña todavía un “punto muy peculiar en un país democrático como el nuestro”, los “deberes para con los siervos”; reclama una completa transformación de la institución; el gobierno nacional decreta una nueva intervención, que ejercerá el propio Ministro de Instrucción Pública, reformando los estatutos de la Universidad de modo tal que hace realidad varios reclamos del movimiento reformista; nuevas autoridades son electas y se reinician los cursos; en la Universidad de Buenos Aires, el filósofo Alejandro Korn es electo Decano de Filosofía y Letras con el voto estudiantil. (Tunnerman, 1998: 114; Cúneo, s/f: 280)

El conflicto ha terminado: como se ve, sólo una combinación muy peculiar de circunstancias posibilitó la conjunción improbable y casi teatral de audaces desafíos, proclamas inflamadas y acontecimientos dramáticos con reclamos razonables, evolución sin mayor violencia y desenlace feliz. Pero ello era sólo el principio de la historia: la toma de la Bastilla fue, en realidad, un pequeño tumulto que superó a la pequeña guarnición de una prisión ya sin presos pero emblemática, sugiriendo así que cambios grandes no eran imposibles. El Movimiento de la Reforma Universitaria, MRU, se extenderá por casi todo el continente, a situaciones similares o muy diferentes, y dando lugar a desarrollos muy variados, pero que tendrán en común tanto el panorama general de la Universidad Hispanoamericana como el vigor del cuestionamiento, en sociedades en pleno proceso de masificación modernizadora, al orden oligárquico en general o a sus remanentes.

En este sentido, bien dice Tunnerman (1998: 114) que “se trató de un movimiento latinoamericano que surgió en la Argentina, al darse allí una serie de factores que precipitaron su irrupción, y no de una proyección latinoamericana de un fenómeno argentino.” Sin desmedro de ello, notaríamos que la especificidad argentina fue fundamental para que el episodio de Córdoba resultara a la vez dramático y exitoso, motivo nada menor de su enorme impacto.

Del país de origen el movimiento se extendió rápidamente.

Repercutió ante todo en Perú: “En 1919, los estudiantes de San Marcos acogieron el ideario de la Reforma de Córdoba. Al año siguiente, el primer Congreso Nacional de Estudiantes, reunido en Cuzco, adoptó una resolución de gran trascendencia para el Movimiento: la creación de las ‘Universidades Populares González Prada’, uno de los mejores aportes del reformismo peruano. En estos centros confraternizaron obreros, estudiantes e intelectuales, ampliándose el radio de influencia de la Reforma”. Las principales aspiraciones estudiantiles fueron aceptadas por el gobierno, y también por la Asamblea Constituyente, aunque luego, como en casi todo el continente, sufrieran los vaivenes impuestos por gobiernos de facto. El reformismo peruano aparece como el más politizado; una de sus vertientes condujo a la fundación del APRA, la Alianza Popular Revolucionaria Americana, por quien fuera Presidente de la Federación de Estudiantes, Víctor Raúl Haya de la Torre; la vertiente marxista fue orientada por José Carlos Mariátegui, de cuyos famosos “Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana” se ha dicho que vincularon a las reformas universitarias con las reformas sociales en general. (Tunnerman, 1998: 115)

A partir de 1920 el reformismo se manifestó con vigor en Chile, Uruguay, Colombia, Guatemala, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Cuba, Paraguay.

Se expresó de manera muy específica en el México post-revolucionario, donde en 1929 es aprobada una ley orgánica universitaria que establece la participación de toda la comunidad en el gobierno de las casas de estudios. En el contexto de la muy agitada historia anterior y posterior de la Universidad Nacional (Pallán Figueroa, 1989), “en 1929 y 1933, los estudiantes lucharían por conseguir que su Universidad fuera autónoma de hecho y de derecho, como se había previsto en el dictamen de las comisiones de instrucción pública que precedió a su creación.” (González, 1986: 15)

El movimiento alcazará también a Puerto Rico y al conjunto de Centroamérica. Ya en 1928 recoge adhesiones en medios de la educación superior brasileña. Sufre a menudo la represión y en varios casos debe enfrentar la persecución dictatorial, como en Venezuela, donde el embate reformista de 1928 fue desbaratado por el régimen de Juan Vicente Gómez pero hizo historia: la generación del 28 constituirá una referencia para la democratización venezolana. Su plataforma se va extendiendo al incorporar, según los casos, reivindicaciones sindicales, reclamos democratizadores, consignas antimperialistas. Se encuentra rápidamente con los nacientes movimientos obreros y se vincula con la organización de las izquierdas. Marcado por reiteradas victorias y derrotas, estrechamente vinculadas con los avances y los retrocesos de la democracia en el continente, sus avatares han jalonado la historia latinoamericana. (Tunnerman, 1998: 116-117; Cúneo, s/f: 282-294)

Desde el punto de vista propiamente universitario, el principal logro del MRU lo ha constituido la participación estudiantil en el gobierno de las casas de estudios superiores. Esa reivindicación fundacional fue expresada por el documento de los estudiantes cordobeses con palabras inolvidables, que cada generación de militantes estudiantiles sintió como el eco de su propia voz: “Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes.”

Las trayectorias nacionales del MRU resultaron bastante diferentes, pero su unidad esencial, su proyección latinoamericana y gravitación continental durante largas décadas no están en discusión: “Córdoba llenó el imaginario político-intelectual de la joven generación latinoamericana e inauguró el ciclo heroico de la reforma universitaria, el mismo que se cerró en los ’70, en medio del control militar de las universidades y de la apertura de la enseñanza superior a las dinámicas del mercado.” (Brunner, 1990: 21) En realidad, si bien en un contexto bastante diferente, todavía en los procesos de transición a la democracia de los ’80 en el Sur del continente los movimientos estudiantiles desempeñarán un rol destacado, y las consignas clásicas autonomía y cogobierno tripartito de las universidades públicas formarán parte de plataformas democratizadoras ampliamente respaldadas por la ciudadanía.

El Manifiesto de Córdoba será la fuente doctrinaria de un Movimiento verdaderamente continental, y el punto de referencia compartido por las militancias estudiantiles latinoamericanas durante más de medio siglo. Todavía se escuchan sus ecos en los claustros, en los que ha sido la voz más vigorosa de la tradición idealizada.

La Reforma en la visión de Darcy Ribeiro

Vale la pena citar de forma extensa la apreciación de Darcy Ribeiro tanto sobre el papel histórico de la Reforma de Córdoba en la configuración de la universidad continental como acerca del impacto diferencial de esa “revolución académica” que, a diferencia de otras, surgió desde el interior de la institución. Notemos desde ya que el contenido social que Ribeiro le atribuye a la Reforma es susceptible de cuestionamientos, a los que nos referiremos más adelante.

“La principal fuerza renovadora de la universidad latinoamericana fue el movimiento reformista iniciado en Córdoba en 1918. La verdad, sin embargo, es que el movimiento de reforma precedió a aquel evento y lo sucedió como un esfuerzo deliberado de los cuerpos universitarios, particularmente del estudiantado, de toda la región, especialmente de América hispana, por transfigurar las bases de la vida académica, superando sus contenidos más arcaicos.

El ideario de la Reforma expresado admirablemente en el Manifiesto de Córdoba correspondía como era inevitable al momento histórico en que ella se desencadenó y al contexto social latinoamericano cuyas élites intelectuales empezaban a tomar conciencia del carácter autoperpetuante de su atraso en relación a las otras naciones y de las responsabilidades sociales de la universidad, para reclamar una modernización que las volviese más democráticas, más eficaces y más actuantes hacia la sociedad.

Las características distintivas de las universidades hispano-latinoamericanas provienen del programa de Córdoba. Tal es el cogobierno por el cual se instituyó la representación del estudiantado con derecho a voz y voto, en proporciones variables en los órganos deliberativos de las facultades. Los países en los cuales los estudiantes alcanzaron más alta representación son Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú y, más reciente y condicionalmente, México, Venezuela y Colombia. En los demás, esta representación es la principal reivindicación estudiantil, objeto de permanente combate junto con los demás objetivos de la reforma.

Las postulaciones básicas de la Reforma de Córdoba fueron:

1) El cogobierno estudiantil;

2) La autonomía política, docente y administrativa de la universidad;

3) La elección de todos los mandatarios de la universidad por asambleas con representación de los profesores, de los estudiantes y de los egresados.

4) La selección del cuerpo docente a través de concursos públicos que aseguren la amplia libertad de acceso al magisterio;

5) La fijación de mandatos con plazo fijo (cinco años generalmente) para el ejercicio de la docencia, sólo renovables mediante la apreciación de la eficiencia y competencia del profesor;

6) La gratuidad de la enseñanza superior;

7) La asunción por la universidad de responsabilidades políticas frente a la Nación y la defensa de la democracia;

8) La libertad docente;

9) La implantación de cátedras libres y la oportunidad de impartir cursos paralelos al del profesor catedrático, dando a los estudiantes la oportunidad de optar entre ambos;

10) La libre asistencia a las clases.

Además de este decálogo, los estudiantes latinoamericanos lucharon, en los últimos veinte años, por una serie de recomendaciones concernientes a la elevación del nivel de calificación del profesorado y la mejora de las condiciones de enseñanza.

Dada su amplitud y sus ambiciones, este programa sigue siendo la bandera de lucha, tanto de los estudiantes, como de gran parte del profesorado latinoamericano, formado bajo su inspiración. Su piedra de toque es, sin embargo, el régimen del cogobierno, acusado por unos de degradar la universidad, de politizarla y de impedirle el ejercicio de sus funciones esenciales; y apreciado por otros como el gran motivo de orgullo de la universidad hispanoamericana.

Estos dos juicios opuestos coinciden visiblemente con las posturas más reaccionarias y más progresistas, dentro de la universidad. Una apreciación crítica del cogobierno indica que él puede conducirla tanto a deformaciones como a progresos. A deformaciones, porque haciendo de los estudiantes los electores de decanos y rectores pueden llevar a ciertas formas de corrupción. A progresos, porque la presencia de estudiantes en los cuerpos deliberativos presta a éstos una sensibilidad mayor frente a los problemas de la enseñanza, una preocupación más honda por los problemas nacionales y les da una mayor conciencia de las responsabilidades sociales de la universidad.

El cogobierno permitió, por otra parte, enfrentar los intereses mezquinos que frecuentemente se encajan en los cuerpos docentes, cuando éstos son los únicos reglamentadores de sus propias carreras y obligaciones. Esas aserciones se comprueban destacando que las universidades latinoamericanas que más ampliaron las oportunidades de educación ofrecidas a la juventud, las que mayores exigencias introdujeron en la renovación de los mandatos docentes, desfeudalizando las cátedras y desburocratizándolas, son las que contaron con el cogobierno estudiantil.” (Ribeiro, 1971: 85-87)

El movimiento reformista y su contexto

La Reforma configuró decisivamente la personalidad de la universidad hispanoamericana. La clave de la Reforma, a la vez punto nodal de su programa e instrumento para hacer realidad el resto, fue el reclamo del cogobierno estudiantil. En torno a esta idea se configuró el actor central de la Reforma, el movimiento estudiantil, al punto que se puede decir que hubo Movimiento de la Reforma Universitaria porque hubo movimiento estudiantil y viceversa. Más precisamente, el accionar de grupos bastante amplios de estudiantes logró que ciertos postulados de la Reforma ingresaran efectivamente a la agenda reconocida, al debate educativo y más en general político, mientras que la visibilidad pública de tales postulados y su imbricación en un programa relativamente articulado convocaron a contingentes estudiantiles mucho más numerosos que los iniciales, y también con una representación geográfica expandida. En paralelo, el estudiantado fue pasando de “grupo latente” a “actor colectivo” propiamente dicho y una “idea de Universidad” se fue configurando.

Apenas diez años después del estallido de la insurgencia, Mariátegui comentaba: “los estudiantes de toda la América Latina, aunque movidos a la lucha por protestas peculiares de su propia vida, parecen hablar el mismo lenguaje”. Andando el tiempo, ese lenguaje llegará a predominar en el conjunto de las universidades, dándoles un aire de familia que no pasará inadvertido a cualquiera que recorra el continente. La cita la tomamos de Brunner, quien destaca ciertos rasgos medulares del movimiento estudiantil en sus primeros pasos. Entre ellos, su “discurso típicamente generacional perteneciente a una categoría de jóvenes intelectuales, que es lo que eran los hijos de esa clase media en ascenso en sociedades donde todavía predominaba largamente el analfabetismo y donde la incipiente modernidad tenía más que ver con las expectativas e imágenes culturales de esas contraélites emergentes.” Su posición muy particular las impulsaba a buscar un protagonismo colectivo: “En 1918, el movimiento estudiantil emergió de una realidad tan reducida como la que proporcionaban las universidades de la época. Se trataba, en ese caso, de minorías activas e ilustradas en el seno de unas sociedades donde la modernización recién arrancaba y aún subsistía en muchas partes el espíritu colonial, de hacienda, oligárquico, atrasado, con amplias masas campesinas y de población analfabeta.” (Brunner, 1990: 24-25)

El Movimiento de la Reforma Universitaria arraigó con fuerza particular en ciertos países del continente donde lo alimentaban tanto la evolución específica de las universidades como el ascenso de las clases medias y el vigor del movimiento democratizador antioligárquico. Vale la pena transcribir la caracterización que ofrece Halperin (1993: 305-306): “Esa distancia entre una renovación ideológica, a la vez muy ambiciosa y muy imprecisa, y objetivos concretos modestos, pero claros, se manifiesta en un movimiento que es acaso el más característico de la corriente antioligárquica: el de reforma universitaria, que en la primera posguerra se difunde por Latinoamérica a partir de Argentina. El movimiento reformista confiesa la doble inspiración de la revolución rusa y la mexicana; esos ejemplos le animan a luchar por una modificación de los estatutos universitarios que elimine el todo poder de los profesores (reclutados demasiado frecuentemente dentro de cliques que son, a su vez, parte de los sectores oligárquicos) obligándolos a compartir el gobierno con los estudiantes (provenientes en parte creciente de sectores sociales más modestos, aunque sólo excepcionalmente populares). Sin duda, el movimiento de reforma universitaria no agota su eficacia dentro de la Universidad; conduce a una politización permanente del cuerpo estudiantil, que ante la sólo incipiente movilización política de los sectores populares se constituye en más de un país en vocero de los que aún permanecen mudos.”

El impacto ideológico y político del MRU no se limitó a los países o regiones donde las dinámicas internas y externas a la Universidad confluían para propiciar y respaldar la insurgencia estudiantil, sino que se extendió por el continente, precisamente porque el movimiento antioligárquico, con grandes variantes en los tiempos y en los contenidos, fue cobrando fuerza en toda América Latina desde las décadas iniciales del siglo XX. Sin mengua de su heterogeneidad, ese movimiento se fue afirmando con el tránsito de la etapa del “crecimiento hacia afuera”, de base agro-exportadora, a la etapa del “crecimiento hacia adentro”, sustentado en la industrialización y vinculado con la expansión del sector público, de las clases medias urbanas, y de las ideologías vinculadas al movimiento obrero. Se ha dicho que, en la segunda etapa, ciertas facetas comunes económicas, políticas, ideológicas se fueron haciendo cada vez más notorias en la por otra parte irreductible diversidad latinoamericana. Una de tales facetas la constituyó la afirmación de una personalidad universitaria modelada, en medida significativa, por el MRU

Esa etapa estuvo signada por la búsqueda de caminos propios para el desarrollo del continente y, paralelamente, por la afirmación de su personalidad específica. La etapa precedente, el “crecimiento hacia afuera”, supuso, al decir de Halperin, la incorporación al “orden neocolonial”; la dependencia económica y cultural consiguiente generó a comienzos del siglo XX preocupaciones vigorosamente expuestas, que encontraban inspiración en el movimiento independentista anticolonial de cien años antes. Esas corrientes tuvieron una de sus principales fuentes en la insurgencia universitaria: “la Reforma de Córdoba trató de encontrar una respuesta americana a la crisis del momento. El ‘americanismo’ fue otra característica del Movimiento que conviene destacar, así como su denuncia del imperialismo. Ya en el Manifiesto de Junio de 1918, los jóvenes cordobeses aseguran estar viviendo una ‘hora americana’. Había llegado el momento de dejar de respirar aires extranjeros y de intentar la creación de una cultura propia, que no fuera simple reflejo o trasplante de la europea o norteamericana. La juventud, bajo el impacto de la guerra mundial, aspiraba a terminar con el vicio de ‘querer regir la vida americana con mente formada a la europea’. Esta actitud del reformismo merece ser subrayada, pues aun cuando no dio todos los frutos esperados, su vocación de originalidad latinoamericana señaló un rumbo que los actuales procesos de renovación universitaria no deben perder de vista. En su americanismo la juventud expresaba el anhelo de superar todas las formas de dependencia. De ahí que Gabriel del Mazo llegara a decir que la Reforma ‘es uno de los nombres de nuestra Independencia’… de la ‘vieja Independencia, siempre contenida o adulterada, pero siempre pugnante por revivir y purificarse’.” (Tünnerman, 1998: 108)

En el contexto evocado, el programa del MRU coadyuvó a la constitución de un movimiento estudiantil que, más allá de grandes diferencias nacionales en cuanto a su vigor y otras especificidades, tuvo realmente carácter latinoamericano. Podría aventurarse que se trató de una “comunidad imaginada” que compartía una “idea de Universidad” a construir. De la “universidad real” que en gran parte pero sólo en parte aquel programa modeló, de sus limitaciones y contrapuestas posibilidades, nos ocuparemos más adelante.

Sin desconocer pues las distancias entre el ideal y la realidad, siempre grandes y a menudo muy grandes, la historia muestra que la Reforma desbordó su escenario original y contribuyó de manera muy variada por cierto a que, desde cierto ángulo y sin mengua de la diversidad, pueda hablarse, en singular, de la Universidad Latinoamericana. En términos muy simplificados, ésta puede verse como el encuentro de una “revolución académica”, escenificada en la Universidad Hispanoamericana, con una gran dinámica de cambio social que, de una forma u otra, involucró a todo el continente.

La idea clave de esa revolución puede ser resumida así: se trataba de democratizar a la Universidad para convertirla en herramienta de la democratización de la Sociedad.
La universidad brasileña

Creación de conocimientos y educación superior antes de los ’30

Si en Hispanoamérica había cinco universidades ya en el siglo XVI, en la América lusitana las primeras facultades surgieron recién en el siglo XX; otra diferencia cardinal es que, si los españoles fundaron universidades dirigidas por la Iglesia, las primeras facultades establecidas en tierras brasileñas no tenían, en general, carácter religioso, y su orientación profesional era marcada (Oliven, 1992).

La creación de instituciones de enseñanza superior en el Brasil fue promovida, a partir de la instalación de la Corte portuguesa en Río de Janeiro, durante la primera década del siglo XIX. El impulso inicial fue vigoroso y con rasgos destinados a durar. “Una de las primeras medidas adoptadas por el príncipe regente trasladado a Río (que más tarde fue el rey Juan VI) consistió en fundar escuelas para la formación de nuevas promociones que se desempeñarían en la administración, el ejército, la economía y las instituciones sanitarias. El rey desembarcó en Río el 7 de marzo de 1808. Ya antes, el 18 de febrero de 1808, se había firmado el documento fundacional de la Academia de Cirugía de Bahía; el 5 de mayo de 1808 se funda la Academia de Marina; también en 1808 se crea la Escuela de Economía de Bahía; a fines de 1808 (el 5 de noviembre), la de Anatomía y el 25 de enero de 1809, la de Ginecología. En 1810 se crea la Academia Militar. Paralelamente con estas fundaciones se lleva a cabo la organización del Museo Nacional, el Jardín Botánico y la Academia de Bellas Artes. Todas estas instituciones se convirtieron en escuelas profesionales superiores, en el sentido estricto de la palabra. La tradición humanista-literaria de la escuela secundaria ya no encontró ningún correspondiente en las nuevas instituciones de nivel universitario.” (Steger, 1974: 250-251)

El proceso fue orientado, con consecuencias de largo alcance, por la reforma de la Universidad de Coimbra que el Marqués de Pombal realizara en 1772, apuntando a la introducción de una ciencia aplicada, concebida como un saber acerca de la naturaleza dirigido al progreso material, y con la preocupación centrada exclusivamente en la formación técnica. (Mazzilli, 1996: 73) Esa transformación “desde afuera y desde arriba” apuntaba a convertir a la universidad en una institución moderna al servicio del poder del Estado. La reforma pombaliana y el ciclo de fundaciones antes evocado influirán duraderamente en la educación superior brasileña.

La universidad propiamente dicha no surgirá en Brasil hasta el siglo XX. Schwartzman abunda en las razones de esa aparición tardía, que constituye una diferencia medular con la historia de la misma institución en la América Hispánica. Pese a que se plantearon diversas propuestas para la creación de la Universidad en Brasil, ello se demoró porque al “Imperio como a la República en sus primeras décadas le bastaban las escuelas profesionales.” Esa tesitura conjugaría el rechazo de las élites gobernantes a la instauración de una universidad que, de acuerdo al molde clásico ibérico, tendría cierta autonomía y estaría controlada por el clero, con la “falta de amplios sectores de la sociedad que viesen en el desarrollo de la ciencia y en la expansión de la educación el camino de su propio progreso.” (Schwartzman, 1979: 52) En particular, durante el Imperio, lo que hubo fueron “escuelas profesionales, burocratizadas, sin autonomía y totalmente utilitarias en sus fines.” (ídem: 80) Al respecto establece Ribeiro (1971: 62): “Cuando fue proclamada la República (1889), [Brasil] sólo contaba con cinco facultades, dos de Derecho en San Pablo y Recife, dos de Medicina en Bahía y Río de Janeiro y una Politécnica en esta misma ciudad. La matrícula de estos establecimientos era de 2.300 estudiantes.” Oliven (1992: 89) apunta una interpretación similar, sosteniendo que la hegemonía positivista en la República postergó la creación de la universidad, considerada como una institución anacrónica por los positivistas, que priorizaban en cambio la formación técnica profesional.

El énfasis en la educación técnica aplicada, que se destaca especialmente a partir de 1900, fue estimulado por la incipiente industrialización del país, por el predominio mencionado de las ideas positivistas, y por la inspiración original de las antiguas escuelas Militar, de Ingeniería y de Medicina. Sin embargo, como ya se destacó, los institutos de educación superior no ofrecieron un lugar a la naciente comunidad científica brasileña; pero ésta creció en centros creados específicamente para el desarrollo de la investigación en ciertas áreas de gran relevancia práctica. Fue particularmente importante lo que se realizó en materia bacteriológica y de medicina sanitaria (ver Schwartzman, 1979: 119-136). En materia agrícola, se atribuyó prioridad a la investigación ligada a los cultivos de exportación, no a los de la alimentación popular básica (ídem, 142). “Las primeras décadas del siglo XX constituyen, posiblemente, el período de la historia brasileña en el que más se sintió la presencia y el potencial de la ciencia aplicada. En la salud pública, la agricultura, la ingeniería, la geología, conocimientos técnicos son buscados y muchas veces aplicados con éxito. Con esto se relaciona una búsqueda grande de educación especializada y la creación de una serie de instituciones de tipo técnico.” (Idem., 161)

Recapitulemos brevemente. A diferencia de Hispanoamérica, Brasil no tuvo universidad colonial; durante el siglo XIX, el llamado “modelo napoleónico” de la educación superior fue implantado en una versión extrema, la de las escuelas profesionales prácticamente sin vinculaciones entre sí; pero la dimensión del modelo que atiende a la investigación, basado en institutos dedicados integralmente a esa actividad, parece haber tenido bastante más éxito en el caso brasileño que en los países de habla hispana en su conjunto. En estos últimos, las tendencias dominantes apuntaban a desdibujar a la universidad como institución unitaria, mientras que en Brasil, partiendo del otro extremo las facultades o escuelas aisladas, un proceso de signo opuesto, vale decir, de agrupamiento de escuelas profesionales, llevaría a un resultado comparable, la universidad como “confederación de facultades”.

Surgimiento y evolución de la universidad

“En el caso de Brasil, la primera universidad propiamente tal con rectorado que reúne varias facultades, bajo la dirección de un Consejo Universitario no se constituyó sino en 1920, con la creación de la Universidad de Río de Janeiro.” (García Guadilla, 1996a: 66) Dicha universidad fue constituida, por decreto del gobierno federal, mediante la reunión de tres escuelas aisladas que, como se dijo antes, provenían del período monárquico: las Facultades de Derecho y Medicina, y la Escuela Politécnica. Oliven (1992: 90) afirma que uno de los objetivos de dicha creación fue el propósito de otorgar un doctorado Honoris Causa al Rey de Bélgica, que habría de visitar Brasil. En 1927 se constituye la Universidad de Minas Gerais, de acuerdo al mismo modelo. (Mazzilli, 1996: 77).

No se evidencia por entonces mayor preocupación por la creación científica. A partir de los años 30’, diversos sectores que preconizan la inclusión de la investigación entre las funciones universitarias, manejan en ese sentido la expresión “idea de Universidad”. Así se aludía a una concepción específica, según la cual la universidad a la vez genera y transmite saber; la expresión se fue difundiendo a partir de la creación de la Universidad de Berlín, que encarnaba esa concepción, en contraposición al modelo de las Universidades de Oxford y Cambridge, a las que se atribuía sólo las tareas de difundir el saber universal y de formar a las élites.

También en la década de 1930, la influencia del Movimiento de Córdoba se hace sentir en Brasil, a través del llamado Movimiento de Pioneros, cuyas denuncias acerca de la situación de la enseñanza atrajeron la atención de la opinión pública, y cuyos reclamos incluían la incorporación no sólo de la investigación sino también de la extensión a las funciones de la universidad (Mazzilli, 1996: 213)

En la misma década, diversas iniciativas apuntan a la creación de un sistema universitario. Su reglamentación, por vez primera, la establece el Estatuto de las Universidades Brasileñas, decretado por el gobierno federal en 1931. (Mazzilli, 1996: 79) Enseñanza, investigación y también extensión son funciones asignadas a las universidades.

El Estado fija por esa vía un marco reglamentario, centralizado, rígido y poco favorable; en ese contexto fracasa una institución fundada durante 1935 en Río de Janeiro, la Universidad del Distrito Federal, la cual al decir de Darcy Ribeiro (1971: 90) “pareció demasiado radical y fue clausurada por la dictadura.” El proyecto fundacional incluía ideas renovadoras, en particular, la democratización de las decisiones y la participación estudiantil en la conducción de la institución. (Mazzilli, 1996: 84) Oliven (1992: 90-91) indica que la creación de esa universidad, por decreto del Director de Instrucción Pública del Distrito Federal Anísio Teixeira, puede ser vista como una victoria de los educadores liberales, lo que suscitó la crítica de los sectores conservadores de la Iglesia católica y llevó a su clausura en 1939.

Un hito mayor lo constituyó el surgimiento de la Universidad de San Pablo (USP), creada por ley de 1934, que constituyó una apuesta histórica de la élite paulista, recién derrotada en la “Revolución Constitucionalista” por el gobierno central. Tiene como antecedente la formación de la Escuela Libre de Sociología y Política.

“La USP fue una creación de la élite del estado en una época de intensa competencia con el gobierno federal; el objetivo era dotar a San Pablo de un lugar donde sus hijos dilectos pudiesen estudiar además de prepararlos para, a largo plazo, asumir el liderazgo nacional al que el estado estaba destinado, gracias a sus recursos económicos y empresariales. Considerado a una distancia de medio siglo, este proyecto parece haber alcanzado una dosis considerable de éxito.” (Schwartzman, 1996: 47)

La fundación de la USP reivindica, entre otras tesis innovadoras, la autonomía universitaria, que en ese caso fue respetada durante los primeros años de vida de la institución, y contó además con el sostén de un Estado con importantes recursos como San Pablo. Se previó el desarrollo de la extensión universitaria, como función separada de las otras y dedicada a la vulgarización de las ciencias. Desde el punto de vista de la estructura universitaria, se buscó agrupar a la escuelas dispersas en una institución cuya unidad provendría de la labor creativa y formativa de una nueva Facultad, la de Filosofía, Ciencias y Letras.

Con la instalación de la USP puede decirse que empieza una nueva etapa en la historia de la enseñanza superior en el Brasil. A lo largo de la misma, la USP ha jugado un papel central. En ello incidió tanto la riqueza del Estado de San Pablo, capaz de mantener un sistema universitario estatal de alto nivel cuando los demás estados tuvieron que buscar la inserción de sus universidades en el sistema federal, como la concepción inspiradora de la USP, sin paralelo con las otras universidades brasileñas, salvo tal vez la frustrada Universidad del Distrito Federal (Schwartzman,1979: 212). Refiriéndose a esta última dice Ribeiro (1971: 90) que “las mismas ideas básicas inspiraron más tarde la creación de las dos primeras Facultades de Filosofía, Ciencias y Letras, una en San Pablo y la otra en Río de Janeiro, contando ambas con la colaboración de un equipo de profesores extranjeros, principalmente franceses. Estos introdujeron en el país la enseñanza de las ciencias y la formación de investigadores científicos.” La última parte de la afirmación transcrita debe sin embargo ser matizada, pues desde hacía mucho tiempo se formaban científicos en diversos centros de investigación, particularmente en las áreas de la salud, la agricultura, la geología.

Destaca Schwartzman (1979: 197) que la base conceptual sobre la que se creó en 1934 la USP fue el denominador común legado por las discusiones de las décadas precedentes: “una universidad que no sería simplemente una agregación de escuelas profesionales superiores; cuyo eje central o célula mater sería una Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras, donde sería promovida la investigación a tiempo integral, contribuyendo al conocimiento universal, puro y desinteresado, dejando la aplicación de la ciencia a las escuelas profesionales; que sería ampliamente autónoma desde el punto de vista administrativo y académico; que formaría una élite cultural dinámica, capaz de asumir el liderazgo en el proceso de superación del estado de atraso en el que se encontraba el país.” Este papel de la Facultad mencionada, visto como clave para que la nueva institución fuera más que la sumatoria de escuelas profesionales, recogía una antigua reivindicación de la comunidad científica brasileña.

La creación misma de la USP constituyó un proceso rápido, motorizado por un pequeño grupos de personas, vinculadas estrechamente al gobernador del Estado de San Pablo, y con intervención decisiva de este último (Schwartzman, 1979: 200-203). Se trata, parecería, de algo bastante más afín a lo que podríamos calificar de transformación desde afuera y desde arriba, que de una transformación protagonizada por actores colectivos constituidos en el marco de la enseñanza superior.

El artículo 2o. de la ley de creación fijó los fines de la USP: (a) la investigación para el progreso de la ciencia, (b) la enseñanza de los conocimientos que enriquezcan el espíritu o sean útiles para la vida, (c) la formación de especialistas en todas las áreas de la cultura y de técnicos y profesionales en todas las profesiones de base científica o artística, (d) la difusión de las ciencias, las letras y las artes.

Para proveer las cátedras de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras se procedió a una masiva contratación de investigadores extranjeros, particularmente alemanes, italianos y, sobre todo, franceses. Misiones gubernamentales fueron enviadas con tal propósito a Europa. En la larga lista de los profesores contratados ya para los años 1934-45 figuran nombres de la talla de Fernand Braudel y Claude Lévi-Strauss, por entonces en los inicios de sus carreras. La historia de esta Facultad fue, previsiblemente, compleja; pero se afirma que constituyó efectivamente, en cierto sentido, el alma mater de su universidad, en tanto ambiente académico fundamental para el desarrollo de la investigación de alto nivel en el Brasil. Sin embargo, a diferencia de lo proyectado, ni esa Facultad ni la homónima de Río de Janeiro se transformaron en ejes integradores de sus respectivas universidades, que en gran medida no dejaron de responder al “modelo napoleónico” de la yuxtaposición de escuelas profesionales.

La matrícula en la educación superior avanzó lentamente en las primeras décadas del siglo: “aún en 1940, todo el Brasil contaba sólo con 21.235 estudiantes de nivel superior y recién había aglutinado algunas facultades en seis universidades en proceso de estructuración.” (Ribeiro, 1971:62)

En esa década empieza a constituirse un sistema de enseñanza superior privada católica. Bajo el “Estado Novo” encabezado por Vargas surge, en 1941, la primera institución de ese tipo, la Facultad Católica de Río de Janeiro, transformada en universidad en 1946 (Mazzilli, 1996: 85). Durante la década siguiente se intensificará el debate que opone la enseñanza pública y la enseñanza privada. Paralelamente, el modelo norteamericano de universidad cobra fuerza como vía para una modernización de la enseñanza superior adecuada al proyecto desarrollista.

Las universidades públicas federales correspondían a la jurisdicción del Ministerio de Educación, el que ejercía un control centralizado y una vigilancia que se extendió a las instituciones privadas. En medio de grandes debates sobre la conducción y la estructuración de las universidades, la Ley de Directrices y Bases de la Educación Nacional de 1961 dejó sin embargo a cada institución de educación superior el definir los criterios para la selección de catedráticos y la representación estudiantil en los organismos colegiados. (Mazzilli, 1996: 89)

Las universidades federales ofrecían una enseñanza gratuita, pero extremadamente selectiva debido a los muy competitivos exámenes de ingreso los “vestibulares” que restringían la matrícula, favoreciendo a las clases más adineradas, porque los jóvenes de esas clases eran los que tenían mejores oportunidades de obtener una buena formación en la enseñanza secundaria privada, y consiguientemente acceder a la enseñanza universitaria pública por su desempeño en los “vestibulares”. (Schwartzman,1979: 286)

Con todo, el sistema creció con cierta rápidez: había 15 universidades en 1950, cuando la matrícula global alcanzaba a 37.548 estudiantes; en 1960 llegaría a unos 100.000 estudiantes y en 1965 a 160.000. (Ribeiro, 1971: 62-64)

En 1961, la primera “Ley de Directrices y Bases de la Educación Brasileña”, si bien posibilita cierta flexibilidad, ya destacada, de hecho consolida el modelo tradicional, al mantener la cátedra vitalicia, las escuelas aisladas y las universidades como yuxtaposición de escuelas profesionales, sin mayor preocupación por la investigación (Oliven, 1992: 91).

Hacia la misma época tomaba cuerpo una experiencia diferente, al ensayarse el ambicioso intento de crear una universidad nueva e integrada, más allá del modelo “napoleónico” de la suma de facultades que, de una forma u otra, ha primado en la evolución contemporánea tanto de la universidad hispanoamericana como de la brasileña.

Ese intento fue el proyecto de creación de la Universidad de Brasilia, surgido en 1960 “del esfuerzo de un centenar de científicos e intelectuales brasileños reunidos para repensar el proyecto mismo de universidad, ante la oportunidad ofrecida por la construcción de la nueva capital del Brasil. Este proyecto se inspiró básicamente en los esfuerzos pioneros de Anisio Teixeira, en la Universidad del Distrito Federal (1935-37) y en la lección extraída del fracaso de la tentativa de implantar la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de San Pablo y de Río de Janeiro como órganos integradores de sus respectivas universidades.

Sin embargo, el proyecto de Brasilia sobrepasó ampliamente por sus ambiciones aquellos esfuerzos larvales. Allí se contó con recursos humanos y materiales que permitieron aspirar a la creación de una universidad efectivamente capacitada para el entero dominio del saber moderno, para el ejercicio de la función de órgano central de renovación de la universidad brasileña y para el desempeño del papel de agencia de asesoramieto gubernamental en la lucha por el desarrollo autónomo del país.

En el plan estructural de la Universidad de Brasilia se sustituía la división tradicional en facultades aisladas y en cátedras autárquicas y duplicativas por un nuevo modelo organizativo. Este estaba formado por tres cuerpos de órganos de enseñanza, de investigación y de extensión cultural integrados en una estructura funcional: los institutos centrales de ciencias, letras y artes (Matemáticas, Física, Química, Biología, Geociencias, Ciencias Humanas, Letras y Artes), las facultades profesionales (Ciencias Agrarias, Ciencias Médicas, Ciencias Tecnológicas, Ciencias Políticas y Sociales, Arquitectura y Urbanismo, y Educación), y de unidades complementarias (Biblioteca Central, Editorial, Radiodifusora, Estadio y Museum).

La experiencia de Brasilia sólo duró cuatro años: cuando daba sus primeros pasos el golpe militar del primero de abril de 1964, que sometió al Brasil a una dictadura agresiva, asaltó la universidad y le impuso un interventor.” (Ribeiro, 1971: 92-93)

Se ha cuestionado, empero, al proyecto referido en tanto mantenía el compromiso con la formación de las élites dirigentes, sin afrontar el carácter selectivo y por ende excluyente de la universidad brasileña. (Mazzilli, 1996: 90)

Parecería, por otra parte, que el funcionamiento de esa Universidad tenía un carácter altamente centralizado, con enorme peso del Rectorado, con absoluta preponderancia del orden docente, y una representación estudiantil muy reducida en los organismos de dirección.

Durante la misma década de 1960 cobraron fuerza las propuestas del movimiento estudiantil brasileño, vinculadas al accionar de los estudiantes hispanoamericanos y a los postulados del MRU, que apuntaban asimismo a la eliminación del examen de ingreso, el “vestibular”. (Oliven, 1992: 92). Los seminarios de la Unión Nacional de Estudiantes de 1961, 1962 y 1963 promueven la autonomía universitaria, didáctica, administrativa y financiera, la participación de docentes y estudiantes en la gestión universitaria, el régimen de trabajo de tiempo integral para los docentes, la ampliación de los cupos, la flexibilidad de los planes de estudio, y la extinción de las cátedras vitalicias (Fávero, 1994: 151).

Aún esta apretada síntesis pone en evidencia sustantivas confluencias y divergencias no menores entre la reforma impulsada por el estudiantado organizado y la simbolizada por la creación de la Universidad de Brasilia; sus principales énfasis no coinciden. El proyecto estudiantil converge con el de la Reforma de Córdoba. Por su parte, lo definitorio del modelo de Brasilia es la construcción de la universidad en torno a los institutos centrales de investigación y los departamentos unificados de enseñanza, al estilo de las universidades de los Estados Unidos, en vez de la estructura tradicional de escuelas profesionales y cátedras independientes. Se entendía que semejante estructura permitiría superar los viejos defectos del “modelo napoleónico”, integrar enseñanza e investigación, y alcanzar niveles de excelencia en el desempeño de ambas funciones.

Pese a la frustración del proyecto de la Universidad de Brasilia, el mismo se constituyó en fuente parcial de inspiración para otra “reforma universitaria”, que el gobierno militar decretó en 1968. El diagnóstico previo a la misma sostenía que la universidad no se había mostrado capaz de acompañar el extraordinario progreso de la ciencia moderna ni de crear los conocimientos indispensables para la expansión de la industria nacional (Fávero, 1994: 156).

El contenido esencial de la Reforma Universitaria brasileña de 1968 radicó en la creación de: (i) institutos centrales y departamentos académicos, por oposición tanto a la duplicación de actividades como a la compartimentación propia de las escuelas profesionales; (ii) núcleos básicos comunes a grandes áreas de conocimiento y sistemas de crédito; (iii) un sistema nacional de programas de postgrado, también de acuerdo al modelo norteamericano. (Schwartzman,1979: 291-4) Se buscaba aumentar la “productividad” de la Universidad; para ello, además de las disposiciones anotadas, se unificó el examen de ingreso y se estableció un sistema de créditos (Fávero, 1994: 157).

Esta transformación fue impulsada a la par que una política de desarrollo científico y tecnológico mucho más sistemática y vigorosa que en cualquier otro país de América Latina.

La matrícula universitaria creció rápidamente: si era poco superior a los 200.000 estudiantes en 1967, diez años después incluía a más de 1.100.000. Pero aún así alcanzaba a una proporción comparativamente escasa de la población del correspondiente tramo de edad, y no había perdido su carácter marcadamente elitista; al terminar esa década, ello podía apreciarse en los siguientes términos: “En los Estados Unidos y en muchos otros países, las escuelas privadas están generalmente entre las instituciones de alta calidad, adonde los que poseen medios envían a sus hijos, a fin de que obtengan un mejor nivel de educación. En Brasil, con algunas excepciones como la Escuela de Ingeniería Mackenzie de San Pablo, o la Universidad Católica de Río de Janeiro, las facultades privadas tienden a ser empresas orientadas al lucro, con un máximo de estudiantes y un mínimo de inversión en equipamiento y docentes. Las universidades públicas, por otro lado, pueden eventualmente alcanzar niveles bastante satisfactorios de formación profesional. La consecuencia es una situación en la cual los que pueden pagar los costos de una buena educación secundaria consiguen cursar una universidad mejor y gratuita, mientras que los que no tienen recursos para ello van a universidades pagas y de mala calidad.” (Schwartzman,1979: 292) Parecería que veinte años después la situación no ha cambiado sustancialmente.

La convergencia de proyectos

Pero volvamos a la primera mitad de los años ’60, durante la cual surgió un nuevo paradigma para la universidad brasileña, según lo afirma Sueli Mazzilli (1996: 95-107); en esta sección glosamos su enfoque, y a partir del mismo ensayamos por cuenta nuestra alguna conjetura.

En el período indicado, la universidad se vio envuelta en la crisis generalizada y en las grandes confrontaciones por entonces escenificadas, en las que se enfrentaban proyectos orientados a la revolución social con otros que procuraban eliminar los obstáculos para una modernización inserta en la economía capitalista internacional.

Una crítica global a la institución, impulsada desde la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), puso en cuestión el “para qué” y el “para quién” del saber que se generaba o pretendía generar. La noción de extensión, asumida por la comunidad académica y recogida en los textos legales, no sobrepasaba, según esta perspectiva, la simple divulgación de conocimientos.

Se llegó a un punto de viraje. Hasta entonces, las tesituras enfrentadas atendían fundamentalmente a la estructura de la universidad, a su reorganización; las propuestas ensayadas aparecen como intentos de transformación “desde arriba”. Se había asistido más bien al enfrentamiento de proyectos que a la contraposición de actores colectivos en las universidades y a la “conquista desde adentro” de las mismas por una propuesta diferente, como ocurriera con la génesis y difusión del Movimiento de Córdoba. Pero, precisamente, el protagonismo en alza del estudiantado brasileño organizado trastocará tanto el marco como los términos del debate, trasladándolo de las cuestiones estructurales a las finalidades de la educación superior. Este enfoque ideológico converge con la prédica y la práctica de Paulo Freire, sobre las vinculaciones entre la concientización y la educación popular, así como con el accionar concreto del propio movimiento estudiantil, que lleva a cabo una vasta labor de extensión al margen de los marcos universitarios. Se apunta a la construcción de una “pedagogía de la libertad”.

Mazzilli afirma que, desde el punto de vista de la construcción de una idea de universidad en el Brasil, este período supuso un salto cualitativo, en el que se pasó de la investigación “desinteresada” y de la extensión como conjunto de cursos de “vulgarización del saber” a una concepción de universidad que tiene como foco el proceso social y como meta la transformación de las estructuras sociales.

Como sucediera, en el marco hispanoamericano, con los sectores mayoritarios del movimiento originado en Córdoba, esta concepción de la Reforma Universitaria brasileña desemboca en la comprobación de que no se puede transformar la universidad sin transformar la sociedad. En el segundo caso, el proceso empezó bastante más tarde, como la propia historia de la universidad. Pero avanzó más rápido, en parte debido al clima general de América Latina en los ’60, aunque quizás también porque tenía lugar en instituciones menos consolidadas por el paso del tiempo, donde los cambios estaban a la orden del día desde su surgimiento, y en las que se contraponía una diversidad de proyectos más amplia y más vinculada con las estrategias globales de élites y contraélites que en otras partes del continente.

No es casual que, después del golpe de 1964, tuviera tanta importancia para el nuevo régimen brasileño la concreción de su propio proyecto para las universidades, propósito que lleva a la implantación de la Reforma Universitaria de 1968. Se apuntaba a lograr varios fines mediante una típica “reforma desde arriba” que, como se dijo entonces, debía ser hecha “antes que otros la hagan”; hacía falta controlar a un movimiento estudiantil en ebullición y que en ese mismo año protagonizó grandes enfrentamientos con el régimen; se requería también una universidad capaz de jugar un papel importante en un proyecto de modernización capitalista y de crecimiento técnico-productivo. Así, se amplió en cierta medida la matrícula universitaria y se reivindicó la unidad indisociable entre la enseñanza y la investigación, en un una reforma cuya letra recogió varias demandas estudiantiles importancia de la extensión, autonomía, participación de los estudiantes en los órganos colegiados, fin de las cátedras, democratización y que fue seguida poco después por el dictado del Acta Institucional No. 5, la cual afianzó a la dictadura y sumió al país en el silencio.

En los ’60, la universidad brasileña fue un gran campo de enfrentamiento entre proyectos sociopolíticos contrapuestos. A diferencia de lo que sucedió en otros países latinoamericanos, donde por esa época se asiste más bien al enfrentamiento “externo”, entre gobiernos y universidades públicas, en general orientadas por la convergencia histórica del MRU y las izquierdas, en Brasil el enfrentamiento “interno” parece más ardiente, en parte quizás porque las grandes fuerzas contendientes a escala nacional están presentes dentro de las universidades, y éstas forman parte relevante de sus respectivas estrategias.

El movimiento transformador surgido en las viejas universidades hispanoamericanas tuvo pronto cierta influencia en el ambiente de la educación superior brasileña; de ello se ha mencionado ya algún ejemplo. Más aún, en respuesta a una consulta nuestra sobre el impacto del movimiento de Córdoba en el Brasil, Sueli Mazzelli (comunicación personal) ha resumido una de las conclusiones de su tesis reiteradamente citada más arriba, afirmando que el principio de la indisociabilidad entre enseñanza, investigación y extensión, incorporado tras largos esfuerzos a la Constitución Brasileña en su artículo 207, que expresa un proyecto de universidad socialmente comprometida, tiene su origen en las tesis del Manifiesto de Córdoba.

Por su parte, en una presentación de conjunto con perspectiva histórica de la problemática de la autonomía universitaria en Brasil, Fávero (1997) destaca una larga lucha por la construcción efectiva de esa autonomía, la cual llevó a la incorporación del mencionado artículo 207 al texto constitucional de 1988, el cual establece que las universidades disponen de autonomía didáctica, científica, administrativa y de gestión financiera y patrimonial, y deben atenerse al principio de la indisociabilidad entre enseñanza, investigación y extensión.

Es difícil dudar de que el activo relacionamiento entre los gremios estudiantiles latinoamericanos significó una vía de difusión de la doctrina reformista a todo el continente, favorecida asimismo por otros múltiples canales de vinculación académica, cultural y política.

A su vez, la acelerada evolución de las universidades en el Brasil dio lugar a un proyecto alternativo global, confluyente en varios sentidos con los postulados de Córdoba, muy notablemente en la centralidad atribuida a la extensión universitaria, y también con énfasis característicos. Entre estos últimos, quizás quepa destacar dos, cuya incidencia se extiende hasta hoy. Por un lado, la considerable atención a la temática de la investigación, probablemente vinculada a las concepciones más modernas que influyeron en el tardío surgimiento de las universidades brasileñas, así como a una mayor jerarquización del tema por el propio Estado. Por otro lado, la íntima conexión con propuestas globales de renovación de la educación.

También con carácter tentativo, cabría aventurar que la tradición reformista hispanoamericana ha insistido más en el libre acceso a la educación superior así como en la democratización de la conducción universitaria a partir de la primacía de los organismos colegiados y de la gravitación en los mismos de los estamentos organizados, en particular el gremio estudiantil. Estos rasgos se vinculan seguramente a procesos que incluyen los siguientes: la temprana expansión de la educación pública básica y media en algunos países hispanoamericanos; la también temprana conformación de fuertes movimientos sociales y políticos democratizadores; la larga experiencia de autonomía bastante significativa en el manejo de la gestión y la dilucidación de buena parte de los conflictos internos, propia de varias de las viejas universidades continentales.

En cualquier caso, cabe sostener en suma que, durante la década de los ’60, las dinámicas específicas pero vinculadas de la Universidad Hispanoamericana y de la Universidad Brasileña convergieron hacia una “idea de Universidad” propiamente latinoamericana.
Idea y realidad de la Universidad en América Latina

Sobre las revoluciones académicas

La emergencia, a lo largo del siglo XIX, de la moderna “universidad de investigación” ha sido calificada como “la primera revolución académica”, mientras que, en las últimas décadas del siglo XX se habría vivido una “segunda revolución académica”, con la irrupción de la “universidad empresarial” (Etzkowitz, 1990). A la última parte de esta tesis nos referiremos en un capítulo posterior; cualquiera sea su validez, es difícil discutir el carácter revolucionario del primero de los fenómenos anotados, seguramente el de mayor envergadura en la historia de la institución universitaria, después de su propia creación.

En una mirada de conjunto a la evolución histórica de las universidades europeas, Geuna (1999) distingue cuatro fases: (i) “el nacimiento de la universidad”, que incluye su desarrollo como institución original, y se extiende desde el siglo XII tardío hasta comienzos del siglo XVI; (ii) “el período de decadencia”, entre la segunda mitad del siglo XVI y fines del XVIII, cuando la revolución científica y la primera institucionalización de la ciencia moderna ocurrieron fundamentalmente por fuera de las universidades; (iii) “la recuperación y la transformación alemana”, desde comienzos del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial; (iv) “la expansión y diversificación”, desde 1945 hasta fines de los ’70. Agrega el autor mencionado que probablemente se esté viviendo una quinta fase, que podría ser denominada como “la reconfiguración institucional”.

En esa perspectiva, el comienzo de la fase (i) vale decir, la creación misma de la universidad y la fase (iii) aparecen como las grandes innovaciones; una constituye seguramente el más grande “invento” institucional en toda la historia de la educación superior, mientras que la unión de ésta con la investigación constituyó el núcleo de la otra gran innovación institucional.

Quizás quepa sugerir que la antedicha fase (ii), “el período de decadencia”, incluye en realidad dos etapas de aguda inadaptación de la universidad a otras tantas transformaciones culturales de inmensa envergadura: “El renacimiento humanista surgió fuera y contra la universidad escolástica. Cuando más tarde las universidades se hicieron humanistas y luego filológicas, surgió la renovación filosófica y cientifico-natural del siglo XVII una vez más fuera de éstas (Descartes, Spinoza, Leibniz, Pacal, Kepler).” (Jaspers, 1946: 457) En esta formulación, diríase que una revolución fue necesaria para que las universidades se hicieran científicas.

Ahora bien: ¿qué es, propiamente hablando, una revolución académica? No pretendemos resolver tamaño problema, ni tampoco buscar una caracterización muy precisa, que se ajuste sólo a un ejemplo u obligue a forzarla para incluir varios casos, pero sí aspiramos a delimitar un tanto los términos en uso.

Tentativamente, sugeriríamos que la expresión “revolución académica” ha de reservarse para:

(i) una gran transformación en las actividades de generación, transmisión y utilización de conocimientos avanzados, que

(ii) emerge en una confluencia de profundos cambios sociales y culturales, los cuales

(iii) dan lugar tanto a una reconfiguración institucional de aquellas actividades como a una reorientación de las mismas, a una reformulación de su misión en la sociedad, de modo tal que

(iv) semejantes innovaciones desbordan las fronteras,

(v) sustantivas alteraciones en las relaciones de poder vinculadas al conocimiento tienen lugar, y

(vi) una “idea de la Universidad”, un modelo ideal de lo que la institución debe ser, se conforma como una construcción ideológica con gran impacto en la realidad.

Desde semejante perspectiva, el nacimiento mismo de la universidad, esa creación esencialmente europea, constituye una “revolución académica”.

Surgidas en el apogeo de la civilización medieval, “las primeras universidades europeas eran en esencia, corporaciones de profesores y estudiantes que buscaban conseguir, muchas veces con grandes dificultades, el derecho al trabajo intelectual independiente, la autonomía administrativa y el derecho a fuero especial para sus miembros en relación a las autoridades eclesiásticas y políticas de entonces. […] cristalizaron el surgimiento y la diferenciación de una nueva forma de organización para el conocimiento, de tipo secular, de base racional, elaborado por una comunidad frecuentemente cosmopolita, consciente de su independencia en relación a los poderes locales, así como de sus derechos y autonomía. […] Las universidades en los países occidentales evolucionaron de pequeños apéndices de la Iglesia hacia la principal institución para el procesamiento del conocimiento del mundo moderno.” (Schwartzman, 1996: 14)

La generación y transmisión de conocimientos de tipo superior tiene una historia tan larga y diversificada como las civilizaciones. Pero la edificación de una serie de instituciones con una configuración similar, específicamente dedicadas a la educación superior, con personal docente estable y remunerado, vocación multidisciplinaria, programas regulares de cursos, y certificados de estudios ampliamente reconocidos a la vez que relativamente uniformes, constituye una transformación mayor. La universidad surgió como una corporación de gentes dedicadas a actividades académicas. Agrupó a todos los maestros y estudiantes de una misma ciudad. Luchó, con apoyo papal, real o imperial, por conquistar su autonomía frente a otros poderes locales, laicos o episcopales. Se configuró como una institución supra-nacional, característica de la “República cristiana”. Emergió y cobró vigor en el contexto de grandes cambios intelectuales y sociales, tan grandes como los que se mencionan a continuación:

el redescubrimiento por los europeos, a través del Islam, de la cultura de la Antigüedad, lo cual dio lugar a que estudiantes de todas partes del continente se reunieran desde fines del siglo XI para escuchar a un maestro leer y comentar la nueva traducción de un viejo texto, en agrupamientos informales que a partir del siglo XII se formalizarían como universidades (Kuhn, 1985);
el cambio cultural expresado por las formas de pensar y de enseñar que conforman la escolástica, basada en la dialéctica en tanto “ciencia del razonamiento”;
la afirmación del poder ideológico de la Iglesia en la Cristiandad de Occidente;
el renacimiento urbano del siglo XII y el surgimiento de la ciudad medieval como fenómeno específico (Pirenne, 1992).

“La organización universitaria del siglo XIII marca la integración de la vida intelectual a la vida de la ciudad” dice Le Goff (1977).

Geuna (1999, nuestra traducción) resume así las características de la institución: “Como lo testimonia el término universitas, la universidad medioeval fue un peculiar tipo de corporación. Peculiar en cuanto comunidad de magistres y scholares es decir, maestros y estudiantes que estaban involucrados en la elaboración y en la transmisión de un bien peculiar: conocimiento. Al igual que otros tipos de corporaciones, estaba compuesta por miembros que decidían libremente su unión. Era una comunidad con cohesión interna, organización articulada y personalidad corporativa. Era una entidad moral y legal que disfrutaba un cierto grado de independencia de poderes externos por ejemplo, el Papa, el Emperador, el Príncipe, los gobernantes de las ciudades, etc. y capaz de continuar en el tiempo. El objetivo primario de esta comunidad de practicantes era la transmisión de conocimiento de maestros a alumnos. La universidad medioeval era una institución de enseñanza responsable de la preparación para carreras educacionales, eclesiásticas, de gobierno y profesionales.” Y destaca su vocación cosmopolita: “Contrariamente a la naturaleza políticamente fragmentada de la sociedad medioeval, la universidad se desarrolló como una institución cosmopolita ‘supra-nacional’. Un lenguaje común (el latín), un tipo común de educación y una organización común permitió la creación de una comunidad internacional de maestros y sabios que viajaban de una institución a otra disfrutando de los mismos privilegios y deberes sin importar la ubicación geográfica. Las diversas universidades medioevales no eran solamente un tipo peculiar de institución de enseñanza sino que también eran, todas ellas, miembros de una unidad intelectual ‘supra-nacional’ dedicada a cultivar el conocimiento, disfrutando de un cierto grado de independencia del papado, del imperio y de la autoridad municipal.”

La idea originaria de Universidad, cuya incidencia en la realidad se extiende hasta nuestros días, la concibe como una corporación de “maestros” y “aprendices” que, como corresponde al modelo medieval, está dotada de cierta autonomía y se define por el cultivo de un arte bien definido, en este caso la elaboración y transmisión del conocimiento, en el marco de reglas precisamente establecidas.

El caso clásico

Ya nos hemos referido en una sección anterior a las características mayores de la “revolución académica” por antonomasia, el surgimiento desde Alemania de la moderna universidad de investigación.

“La reforma universitaria alemana en las primeras décadas del siglo XIX, que habitualmente se relaciona con el nombre de Wilhelm von Humboldt, estableció como principio perdurable la idea de la unidad entre investigación, docencia y estudio.” (Clark, 1997: 9) “Las acciones realizadas históricamente en nombre del principio humboldtiano condujeron a la revolución académica. En ocho siglos de vida universitaria en el mundo occidental, desde las Bolonias y París del siglo XII hasta las Stanford y Tokio del siglo XX, ningún otro cambio se puede comparar con el surgimiento y desarrollo de la moderna universidad de investigación.” (Idem: 10)

Retomamos la consideración de esa transformación a los efectos de confrontarla con la caracterización tentativa de “revolución académica” propuesta más arriba. El fenómeno puede describirse apretadamente como sigue.

(i) Consistió esencialmente en la gran transformación que supone vincular la generación de conocimientos con su transmisión al más alto nivel, como dos aspectos de una misma tarea realizada por la misma gente en la misma institución.

(ii) Ello se fue plasmando en paralelo con la difusión de la industrialización y con un gran cambio en la organización interna de la ciencia, su estructuración disciplinaria, y sobre todo en la gravitación externa de la misma, tanto por su reconocimiento social como por su incidencia directa en las tecnologías dinamizadoras de la “Segunda Revolución Industrial”.

(iii) Los procesos mencionados favorecieron y se vieron favorecidos por la reconfiguración de las actividades universitarias, donde la investigación apareció como una nueva misión junto a la enseñanza, y ambas se fertilizaron mutuamente, tanto por razones generales anticipadas por Humboldt como por motivos específicamente ligados al “matrimonio entre la ciencia y las artes útiles” que por entonces se fue consumando.

(iv) Esas innovaciones institucionales, si bien reconocen importantes antecedentes, particularmente durante la llamada “Ilustración Escocesa”, conocieron su verdadero “despegue” en el ámbito alemán durante las primeras décadas del siglo XIX; ello tuvo lugar, inicialmente, como parte de la reacción a la derrota militar prusiana frente a Francia, y después en el marco de un esfuerzo estratégico para absorber la ventaja económica que supuso la (Primera) Revolución Industrial para Inglaterra; tales innovaciones confluyeron reforzándose con los procesos recién anotados; por eso mismo fueron adoptadas y desarrolladas por todos los países “centrales”, Estados Unidos en primer lugar, desde fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX.

(v) Esta transformación de las universidades supuso por una parte una redistribución del poder interno, incluyendo una mayor gravitación de los especialistas en ciencias naturales, ingenierías y economía; constituyó por otra parte un factor relevante en los diferenciales de poder económico y militar, tanto entre los países del “centro” como de éste en su conjunto con relación a las “periferias”.

(vi) La concepción emergente cobró tanta importancia que, si hasta entonces para designar a cualquiera de los modelos contrapuestos se usaba la expresión “idea de Universidad”, la misma se reservará en adelante para el nuevo.

Las características de este modelo han sido formuladas por Jaspers (1946) en términos clásicos, que denotan tanto la continuidad con la idea originaria de la universidad medieval como su profunda transformación: “La universidad es una escuela pero escuela única en su género. En ella no sólo se debe enseñar: el alumno debe participar en la investigación y llegar así a una formación científica decisiva para su vida. De acuerdo con la idea, los alumnos son pensadores independientes, autorresponsables, que siguen con espíritu crítico a su maestro. Poseen la libertad de aprender.” (pág. 392) “La universidad quiere tres cosas: enseñanza para las profesiones especiales, formación (educación) e investigación. La universidad es escuela profesional, mundo de formación, establecimiento de investigación. […] en la idea de la universidad estos fines constituyen una indisoluble unidad.” (pág. 424) Se afirma pues que “ante todo la docencia necesita de la investigación para su sustancia. De ahí que el alto e irrenunciable principio de la universidad sea la vinculación de investigación y docencia […] porque de acuerdo con la idea el mejor investigador es a la vez el único docente bueno. […] sólo él pone en contacto con el propio proceso del conocimiento, y por intermedio de éste con el espíritu de las ciencias en vez del contacto con los muertos resultados, fáciles de aprender. Sólo él es ciencia viva, y es en el contacto con él que puede ser contemplada la ciencia tal cual es originariamente. El despierta impulsos similares en los alumnos. El conduce a la fuente de la ciencia. Sólo el que personalmente investiga puede enseñar esencialmente. El otro sólo transmite lo fijo, ordenado didácticamente. Pero la universidad no es escuela, sino alta escuela.” (pág. 428) Si tal es el papel ideal de la investigación para la docencia universitaria, es porque ésta sólo puede ser una “educación socrática: de acuerdo con su sentido, maestro y alumno se hallan a un mismo nivel. Según la idea ambos son libres.” […] “La educación es una mayéutica , es decir, que se ayuda al alumno a dar a luz sus capacidades, en él son despertadas existentes posibilidades, pero no son forzadas desde afuera.” (pág. 433) Se apunta así a una formación integral que “no constituye un cometido divisible. De ahí que juntamente con el principio de la vinculación de investigación y docencia, sea un segundo principio de la universidad el de la vinculación de investigación y docencia con el proceso de formación.” (pág. 435)

De la idea a la realidad siempre hay una gran distancia, incluso en el caso de una revolución exitosa, como seguramente lo fue la emergencia, principalmente en Alemania, de la universidad moderna caracterizada por la doble misión de enseñar e investigar.

Y por supuesto, una gran transformación no puede fecharse en un momento preciso. Antes de la fundación de la Universidad de Berlín, en 1809/1810, momento en el que convencionalmente se fija el surgimiento de la universidad moderna, importantes evoluciones habían tenido lugar, como ya se destacó antes. Durante el siglo XVIII, la universidad escocesa fue un importante escenario de la creación de conocimientos y en la propia Alemania se destacan las reformas introducidas en universidades como Halle y Göttingen, así como el avance de la investigación experimental, particularmente en química, dentro y fuera de los claustros.

La emergencia de la universidad de investigación como proceso gradual, con antecedentes más relevantes de los que a menudo se recuerdan ha sido presentada en términos que vale la pena glosar.

Cabe recordar, en primer lugar, la transformación inducida por la Revolución Francesa en las condiciones de generación del conocimiento.

En la segunda mitad del siglo XVIII el centro de gravedad de la actividad científica se desplazó de Inglaterra a Francia, pero sin que ello supusiera una superioridad muy notoria. En cambio, en las tres primeras décadas del siglo XVIII la supremacía francesa devino inequívoca; sólo en Francia, y más precisamente en París, científicos de primer nivel cubrían todos los campos de la ciencia de la época. (Ben-David, 1984: 88-89)

“La Revolución Francesa (a pesar del hecho de ser responsable de la muerte de hombres como Lavoisier y Condorcet) fue un gran estímulo para la ciencia en Francia. En 1794, el nuevo gobierno creó la Escuela Politécnica, con una asignación de unas 12.000 libras. La Escuela abrió con 400 estudiantes. Su cuerpo docente incluía a los matemáticos Lagrange y Laplace, al químico Berthollet y al cristalógrafo Haüy. Para 1800 el espírtu científico se encontraba firmemente establecido en Francia y había permeado la educación.” (Ashby, 1969: 32) “Francia fue la madre de la investigación científica organizada. Fue el primer país que alentó la práctica de la ciencia experimental en una vasta escala, sistemáticamente, y el primer país en darse cuenta que (como Bacon lo había predicho) el trabajo científico no sólo debe ser organizado, sino que debe también ser resumido y propagado. La Academia y las escuelas científicas estrechamente asociadas con ella, movilizaban el intelecto de la nación.” (Idem: 33)

El impulso encarnado en la fundación de la Universidad de Berlín constituyó una manifestación, en el campo del conocimiento, de la reacción nacional prusiana ante la superioridad francesa plasmada en el campo de batalla. Más adelante, ese impulso se constituirá en una clave de la estrategia nacional alemana ante la superioridad industrial inglesa. Notemos pues, respecto a lo primero, ciertas características de las actividades vinculadas al conocimiento, en Francia como en lo que habría de ser Alemania, que posibilitarían la reversión del panorama.

En la Francia del período revolucionario, se coincidía en que la educación necesitaba una reforma a fondo, pero no se advertían problemas en el campo de la investigación, donde el país se desempeñaba mejor que cualquier otro; por consiguiente, no surgieron impulsos para trasladar la sede de esa actividad de los laboratorios privados, donde los investigadores trabajaban de manera individual, a los establecimientos educativos. (Ben-David, 1984: 96) El florecimiento notable de la ciencia francesa entre 1800 y 1830 no se vincula a nuevas y grandes ideas o prácticas que puedan calificarse de “revolución académica”. En cambio, otras tradiciones universitarias contenían en germen una transformación mayor en las actividades de generación y transmisión de conocimientos.

El punto de partida podría encontrarse en el hecho de que, durante la emergencia de la revolución científica, en el siglo XVII, los científicos naturales de Alemania y de otros países culturalmente periféricos los de Escandinavia, Holanda, Escocia no se alejaron de las universidades, como lo hicieron en Inglaterra y Francia. En todo caso, los humanistas alemanes tendieron a modelar su trabajo según ciertas pautas propias de la nueva ciencia, con énfasis en lo empírico; en el estudio de las humanidades las motivaciones estéticas, morales y formativas fueron cediendo su lugar a enfoques despojados de consideraciones valorativas, que buscaban comprender la cuestión investigada de forma comparable a un fenómeno natural. Se forjó así una identificación de humanistas y científicos que constituyó la base para un reclamo común, el de que las facultades de filosofía tuvieran un reconocimiento similar al de las facultades profesionales, lo que constituyó un impulso a la concepción de las universidades como instituciones cuyos miembros se dedican a la investigación. (Ben-David, 1984: 112) Si la creación de la universidad de investigación parece más bien una “revolución desde afuera y desde arriba”, aquí se destaca la presencia de un importante actor interno de semejante transformación.

Durante el siglo XVIII “Halle y Göttingen [inaugurada en 1737] marcan un nuevo punto de partida en el modelo universitario. Las universidades alemanas medievales incluían las facultades convencionales de filosofía, teología, leyes y medicina. Hasta entonces la Facultad de Filosofía no había servido sino como doméstica de las facultades profesionales; en Halle y Göttingen, y sucesivamente en las demás universidades de Alemania, lo que se erigió en tarea de esta facultad fue la búsqueda del saber por el saber mismo, no como un requisito previo para las profesiones tradicionales. Los estudios filosóficos fueron basados en la razón y no en el dogma. Había libertas docendi y libertas philosophandi . Los grandes estudiosos no siguieron trabajando sólo como individuos: grupos de estudiantes avanzados se reunían alrededor de esos estudiosos para conocer mediante el aprendizaje, no mediante el estudio formal. Surgió el concepto de que el estudio privado y la investigación eran calificaciones esenciales para un profesor universitario; el sueño del estudioso fue simbolizado por una palabra mágica: Wissenchaft. Es siempre necesario preceder toda discusión de Wissenchaft diciendo que no se le puede traducir por el término inglés science , ni por el españo ciencia. Wissenchaft cubre el objetivo y el enfoque crítico de todo conocimiento. No podría haber una ilustración más vívida de esto que el hecho de haberse Wissenchaft convertido en la estrella polar de algunas universidades alemanas antes de que la revolución científica llegara a ellas. Aparte del fisiólogo Haller, que enseñó en Göttingen, los más de los grandes científicos alemanes del siglo XVIII trabajaban (como sus equivalentes ingleses lo hacían) fuera de las universidades; pero en esas universidades florecía la Wissenchaft, como un análisis objetivo de los clásicos, cuestionando, comparando, investigando las antiguas literaturas en pos de la verdad histórica, adonde quiera que ello pudiera conducir. Las primicias de esto fueron las ediciones autorizadas de los clásicos […]. Siguieron luego la filología, el estudio científico del lenguaje, el comienzo de la crítica bíblica […], y el enfoque desapasionado y científico de la historia […].” (Ashby, 1969: 35-36)

“De este modo los basamentos de la Wissenchaft el enfoque empírico del conocimiento fueron colocados en Alemania no por los científicos sino por los humanistas, y fueron colocados en las universidades. La universidad alemana, por consiguiente, fue un maravilloso suelo fértil para el trasplante del espíritu científico de Francia. Por supuesto, no hubo un momento dramático en el que la ciencia se volviera de repente una parte de la vida universitaria. Pero hubo un tiempo en el que se hizo obvio que todo lo que la ciencia había significado para el pensamiento francés iba ahora a significarlo también para el pensamiento alemán, y que las universidades iban a ser sus cuarteles generales. Tal vez ese tiempo date de las investigaciones de Gauss en Göttingen y de los escritos de Alejandro de Humboldt.” (Ashby, 1969: 37)

Conviene todavía señalar que la aclimatación en esas universidades, a comienzos del siglo XIX, de la investigación en el sentido emanado de la revolución científica del siglo XVII, no fue un proceso pacífico: “La adaptación de las universidades alemanas a la ciencia experimental no se efectuó sin resistencia. Del mismo modo que el flujo del pensamiento científico hacia Oxford y Cambridge había de ser, más adelante, obstaculizado durante una generación por la mística de la ‘educación liberal’, así también el flujo del pensamiento científico hacia las universidades alemanas fue detenido, durante un tiempo, por otra mística: Naturphilosophie. Este movimiento rechazaba el enfoque experimental de la naturaleza a favor de una filosofía que daba por sentada la impregnación de esa naturaleza por cierta misteriosa unidad y buscaba entender los fenómenos científicos especulando sobre tal unidad. Como escuela de pensamiento, guiada por Schelling e influida por Hegel, se convirtió en una escuela poderosamente atrincherada en muchas universidades alemanas. Sus discípulos más fervientes veían a Newton con desprecio y consideraban fútil la noción de acopiar datos.” (Ashby, 1969: 37-38)

Si bien el nuevo ideal de universidad que inspiró la fundación de la de Berlín estaba llamado a tener gran repercusión, corresponde destacar que aquél se basaba en una concepción que hacía de la investigación un medio para el desarrollo personal de cada uno de los integrantes de la comunidad de profesores y estudiantes, concentrando la atención en ciertos campos considerados de tipo elevado, como la filosofía, las matemáticas y las humanidades. La investigación de laboratorio recibía una valoración inferior, y la ciencia empírica debió luchar por su emancipación del dominio de la filosofía natural idealista, confirma Keck (1993: 117-118).

En una perspectiva similar, Ben-David (1984: 115, 117) sostiene que, si bien Humboldt no compartía el enfoque extremo de los filósofos idealistas y románticos, durante sus primeros veinte años de existencia la nueva universidad alemana quizás dañó más que benefició el cultivo empírico de las ciencias naturales, y más aún en el caso de las ciencias sociales; pero hacia 1830 la corriente cambió de sentido, y el enfoque experimental empezó a afianzarse, primero en los estudios de los fenómenos naturales y, en la segunda mitad del siglo, en relación a los fenómenos sociales y psicológicos.

A mediados del siglo XIX, la orientación hacia la investigación se había consolidado en las universidades alemanas, las que en esa actividad alcanzaron un alto nivel, ascendiendo incluso al liderazgo mundial en campos como la medicina, la química y la física. El proceso fue mucho menos autónomo de lo que “la idea de Universidad” establecía, pues fue impulsado, orientado y estrechamente controlado por altos funcionarios estatales. Por otra parte, la contribución de la universidad alemana, durante ese siglo, fue muy grande en la ciencia pero no en la ingeniería, que para profesores y administradores en general carecía de la dignidad de la ciencia y por lo tanto no fue admitida en la universidad. (Keck, 1993: 118-119) En este terreno, la prioridad corresponde más bien a los Estados Unidos, como lo recordaremos más adelante.

En Alemania, las escuelas de ingeniería y los politécnicos cuya fundación se remonta al siglo XVIII fueron elevando su nivel, ampliando el papel de las ciencias en sus cursos y conquistando el reconocimiento social. Contra una fuerte resistencia de las universidades, ciertos Politécnicos llegaron a conquistar el derecho a conceder doctorados. Junto a las enormes tensiones entre las universidades y los politécnicos se destacan, más en general, las registradas entre ciertos ideales humanísticos y las actividades industriales y tecnológicas: ni el proceso de industrialización en general ni en particular el sistema de educación científica y técnica resultaron de la aplicación de una ideología unificada. (Keck, 1993: 120, 123).

Fue pues de manera conflictiva y compleja que en Alemania llegó a configurarse un sistema de educación superior basado en la estrecha combinación de enseñanza e investigación, que la dotó de una ciencia del más alto nivel y de una proporción de científicos e ingenieros respecto al total de la población muy superior al de las otras potencias de la época, constituyéndose así en uno de los puntales de la afirmación económica y militar de ese país durante la “Segunda Revolución Industrial” que tuvo lugar en las últimas décadas del siglo XIX.

“A mediados de siglo, la tecnología seguía siendo aún esencialmente empírica y, en la mayoría de los casos, la forma más efectiva de transmisión de conocimientos siguió siendo mediante la experiencia directa en el trabajo. Pero desde que la ciencia comenzó a anticiparse a la técnica -y en parte esto ya comenzó a suceder hacia 1850-60- la educación formal se convirtió en un importante recurso industrial, y los países continentales vieron cómo lo que antes había sido un factor compensador de sus limitaciones pasaba a convertirse en una ventaja diferencial importante.” (Landes, 1979: 169) Países como Francia y Alemania, ante la superioridad tecnológica de Gran Bretaña, cuna de la Revolución Industrial, fomentaron la capacitación formal avanzada, en la que tempranamente aventajaron a su rival; cuando esa capacitación y la investigación científica se convirtieron en claves del avance industrial, el país más preparado para impulsar y combinar ambas actividades se vio ampliamente favorecido.

En la universidad alemana, entre 1825 y 1900, la investigación científica se convirtió en la actividad profesional, públicamente reconocida y organizada de un número considerable de personas, relacionadas entre sí de manera estable. Este cambio significativo, en relación al carácter primordialmente privado e individual que antes tenían las actividades científicas, ya era notorio hacia mediados del siglo XIX, cuando prácticamente todos los científicos de Alemania eran profesores o estudiantes universitarios, que trabajaban cada vez más en grupos constituidos por un maestro y varios discípulos. (Ben-David, 1984: 108)

Esa universidad contribuyó así decisivamente tanto al avance general del conocimiento como al de su país. En ambos aspectos, sin embargo, sus pecados no pueden ser olvidados. Ante todo, porque se trató de una institución ligada a un orden profundamente antidemocrático, donde fue grande el apoyo a corrientes nefastas: “ La universidad como institución había devenido, hacia el final de ese siglo, mundialmente renombrada por su trabajo científico pero, por desgracia, irracionalmente elitista. La libertad académica y la auto-administración seguían siendo el privilegio de un cuerpo académico minoritario, cultivando una atmósfera conservativa, a menudo xenófoba y fuertemente misógina., que le dió la bienvenida tanto al militarismo como al antisemitismo. No es por accidente que Alemania fue uno de los últimos estados europeos modernos que admitieron mujeres en sus universidades, alrededor de 30 o 40 años después que Francia, Suiza, Suecia u Holanda”. (Hagemann-White, 1996: 31, nuestra traducción)

Aún en lo puramente académico, es notorio el conservatismo de la universidad alemana clásica. La dominó la corporación de los catedráticos, que tendieron a hacer de los institutos sus feudos y a bloquear los cambios estructurales.

Ya nos hemos referido a la actitud que en ella prevaleció respecto a la tecnología. Fue, como también se apuntó, en Estados Unidos donde las universidades incorporaron tempranamente a la ingeniería y atribuyeron un lugar relevante a los laboratorios de desarrollo experimental. Conviene recordar que, si la instalación de la Universidad John Hopkins en 1876 suele ser vista como el origen de la adaptación del proyecto de Humboldt a los Estados Unidos (Muller, 1996: 20), la fundación del Instituto Tecnológico de Massachusetts en 1861 marcó un punto de viraje en el estudio de la ciencia con fines prácticos y en la introducción de la formación en el laboratorio como foco de la enseñanza de la ingeniería (Noble, 1977: 22-23)

Más en general, parecería que la emergencia de lo que hoy se llama la universidad de investigación constituye un proceso que sólo puede comprenderse si, además del surgimiento del “modelo alemán”, se considera su adopción con modificaciones sustantivas en Estados Unidos. Pasos cruciales en la importación creativa de aquel modelo fueron (Ben-David, 1984: 139-145):

(i) la introducción de la escuela para graduados, que posibilitó ofrecer sistemáticamente una formación avanzada para la investigación que, hacia fines del siglo XIX, ya era inviable en el marco de un programa único de grado;

(ii) la promoción de escuelas profesionales avanzadas y, sobre todo, la vinculación de la formación en esas escuelas con la investigación aplicada en medicina, ingeniería, agricultura, educación, el desarrollo de cuyas diversas disciplinas fue apoyado mediante la creación de programas de capacitación, titulación de postgrado, asociaciones especializadas, revistas y textos.

La importación creativa, de un sistema a menudo idealizado por los norteamericanos que iban a estudiar a Alemania, permitió dejar de lado algunos de los aspectos menos estimulantes para los cambios, como el predominio absoluto de la cátedra, institucionalizar mediante la escuela de postgrado potencialidades inherentes al sistema y, fundamentalmente, extender al campo de la tecnología la idea fundacional de vincular enseñanza e investigación. La reforma de la educación superior en Estados Unidos, para adaptarla al auge de la ciencia y bajo la influencia del modelo alemán, no supuso el abandono de la propia tradición de aprender a través de la práctica (Ben-David, 1984: 146).

Tampoco se dejó de lado, sino todo lo contrario, otra tradición vinculada a la recién anotada, la de vincular la generación de conocimientos con las actividades productivas: Desde el siglo XIX y durante el siglo XX, debido en gran medida al influjo de la inmigración de investigadores, fueron recreadas “en los Estados Unidos las tradiciones de trabajo y los padrones de excelencia típicos de las universidades europeas de élite [… sin que ello impidiera] que continuaran existiendo las centenas de grant land colleges, escuelas técnicas, institutos de ingeniería y otras instituciones que trabajaban íntimamente ligadas a la industria y a la agricultura y otorgaban a la investigación académica un puente natural y directo con el sector empresarial, que retribuía apoyando y financiando las instituciones universitarias.” (Schwartzman, 1996: 8-9)

Es a través de un proceso originado de un lado del Atlántico, importado y modificado del otro lado, para extenderse luego por ambos, que surge la universidad de investigación en el sentido moderno, orientada a combinar la enseñanza de las diversas disciplinas con una relevante labor de creación y aplicación de conocimiento científico y tecnológico. Los escenarios principales del surgimiento de esa institución fueron Alemania y Estados Unidos, los países que se constituyeron en líderes de los cambios técnico-productivos a partir de la Segunda Revolución Industrial, caracterizada por un gran salto en el estrechamiento de las relaciones entre ciencia, tecnología y producción.

Volvamos ahora al tema específico que ha motivado estas observaciones. En este caso clásico de transformación de la educación superior, ¿cómo parece dibujarse la interacción entre revolución académica, idea de universidad y universidad real? Da la impresión de que una cierta “idea” grosso modo, la expresada por Humboldt hacia 1810 resume tempranamente ciertas aspiraciones, e incluso algunos cambios en curso, constituyéndose en un factor de índole ideológica que, interactuando con varios otros, alimenta un proceso en el cual se va construyendo una institución, o más bien, un conjunto de instituciones con ciertas relevantes pautas compartidas, así como una autoimagen de trazos poderosos; ésta se relaciona estrechamente con aquella “idea” inicial, pero no es idéntica, pues amen de diferencias muestra aspectos que a la vez son nuevos y compatibles con la formulación original; semejante autoimagen se va convirtiendo en un factor de poder externo e interno, en un modelo simplificado a imitar y a preservar, por ende en un factor de cambio hacia afuera y de conservación hacia adentro.

La concepción inicial, vertebrada por la integración entre enseñanza e investigación en ciertas disciplinas consideradas superiores, como tarea de una comunidad autónoma de profesores y discípulos, fue cuestionada y modificada a lo largo de un proceso algunos de cuyos aspectos se evocaron sumariamente más arriba. En particular, se abrió así camino a un reconocimiento de la técnica por su peso en la economía y por el accionar tanto del gobierno como de otros actores, que llegó hasta la formulación de “la idea”. En términos de Jaspers (1946: 477): “la unión de la universidad y de la facultad técnica se convertiría en beneficiosa para ambas. La universidad se enriquecería, se modernizaría, abarcaría más; sus interrogantes fundamentales adquirirían un nuevo movimiento. El mundo técnico a su vez se haría más reflexivo, su sentido se convertiría en seria interrogante; su afirmación y su limitación, su arrogancia y su lado trágico llegarían a una concepción más honda.”

El proceso en cuestión delineó el modelo de universidad moderna, definida por el desempeño simultáneo de las funciones de enseñanza e investigación. El propósito de difundir o imitar semejante modelo devino un poderoso impulso transformador del mundo de la educación superior. Paralelamente, al convertirse en la idea de universidad por excelencia, el modelo se constituyó en una prominente fuerza estabilizadora, en la medida en que combinó en una misma institución, siempre memoriosa y ahora más gravitante, la tradición secular y el nuevo potencial científico-tecnológico.

Una exitosa “revolución académica”, iniciada poco después que la Gran Revolución disolviera a esas instituciones típicas del ancien régime que eran las universidades, las revitalizó transformándolas.

También en las redes u organizaciones constituidas en torno a las actividades ligadas al conocimiento generación, transmisión, utilización el poder tiene la doble condición que Mann (1986, 1993) destaca en las relaciones sociales en general: “poder colectivo”, de la organización en su conjunto con respecto a la naturaleza y/o a otros miembros de la sociedad, y “poder distributivo”, interno, de quienes ejerecen las funciones de coordinación y control en la organización sobre el resto de sus integrantes. Esta nueva configuración de la organización universitaria aportó mucho más al “poder colectivo” de la misma que los otros modelos en danza, en tanto se convirtió en vehículo fundamental de la expansión científica y tecnológica; por ende, robusteció también el “poder relativo” de los sectores dirigentes de las universidades modernas, y en especial su capacidad de resistencia ante otros intentos de cambio.

La Reforma de Córdoba en perspectiva

Las casas de estudios superiores del continente muestran las huellas de una historia secular, a lo largo de la cual se puede señalar la sucesión de ciertos “modelos” o “tipos ideales” universidad colonial, republicana, de la Reforma que en la realidad a menudo se yuxtaponen y nunca desaparecen del todo. De ese proceso, creemos, resultaron instituciones que, por sus semejanzas dentro de la diversidad, cabe agrupar en un mismo género. Si ello es así, ¿cuál es o mejor, cuál era hasta hace poco tiempo la “universidad real” de América Latina? A mediados de los ’90, la siguiente caracterización de “la universidad latinoamericana tradicional” fue propuesta por un gran conocedor del tema (Tunnerman, 1996: 22-23).

“Resultado de un largo proceso histórico la Universidad latinoamericana clásica es una realidad histórico social cuyo perfil terminó de dibujarse con los aportes de Córdoba. De manera muy esquemática, las líneas fundamentales que la configuran son las siguientes, aunque advertimos que en la actualidad muchas universidades del continente han superado ese perfil en diversos aspectos.

a) Carácter elitista, determinado en muchos países por la organización social misma y por las características de sus niveles inferiores de educación, con tendencia a la limitación del ingreso. La verdadera democratización de la educación hunde sus raíces en los niveles precedentes. Cuando el estudiante llega a las ventanillas de la Universidad, el proceso de marginación por razones no académicas, ya está dado.

b) Enfasis profesionalista, con postergación del cultivo de la ciencia y la investigación.

c) Estructura académica construida sobre una simple federación de facultades o escuelas profesionales semiautónomas.

d) Predominio de la cátedra como unidad docente fundamental.

e) Organización tubular de la enseñanza de las profesiones, con escasas posibilidades de transferencia de un currículo a otro, que suelen ser sumamente rígidos y provocan la duplicación innecesaria del personal docente, equipos, bibliotecas, etc.

f) Carrera docente incipiente y catedráticos que consagran en realidad pocas horas a sus tareas docentes, aún cuando tengan nombramientos de tiempo completo.

g) Ausencia de una organización administrativa eficaz, que sirva de soporte adecuado a las otras tareas esenciales de la Universidad. Poca atención a la ‘administración académica’ y a la ‘administración de la ciencia’.

h) Autonomía para la toma de decisiones en lo académico, administrativo y financiero, en grado que varía de un país a otro y con tendencia a su limitación o interferencia por los gobiernos en el aspecto económico.

i) Gobierno de la Universidad por los organismos representativos de la comunidad universitaria. Autoridades ejecutivas principales elegidas por ésta, con variantes de un país a otro.

j) Participación estudiantil, de los graduados y del personal administrativo, en diversos grados, en el gobierno de la universidad, activismo político-estudiantil, como reflejo de la inconformidad social; predominio de estudiantes que trabajan y estudian, especialmente en las instituciones públicas.

k) Métodos docentes basados principalmente en la cátedra y la simple transmisión del conocimiento. Deficiente enseñanza práctica y de métodos activos de aprendizaje por las limitaciones en cuanto a equipos, bibliotecas y laboratorios.

l) Incorporación de la difusión cultural y de la extensión universitaria como tareas normales de la Universidad, aunque con proyecciones muy limitadas por la escasez de los recursos, que se destinan principalmente a atender las tareas docentes.

m) Preocupación por los problemas nacionales, aunque no existen suficientes vínculos con la comunidad nacional o local, ni con el sector productivo, en buena parte debido a la desconfianza recíproca entre la Universidad y las entidades representativas de esas comunidades y sectores.

n) Crisis económica crónica por la insuficiencia de recursos, que en su mayor parte, en lo que respecta a las Universidades públicas, proceden del Estado. Ausencia de una tradición de apoyo privado para la Educación Superior pública, aún cuando se dan casos excepcionales en tal sentido.”

Teniendo presente semejante caracterización de la “universidad real” latinoamericana, y a cuenta de volver sobre la misma en próximos capítulos, intentemos una valoración global del Movimiento de Córdoba como respuesta a la siguiente interrogante: ¿La Reforma Universitaria fue una “revolución académica”?

(i) De acuerdo a la noción manejada más arriba, una “revolución académica” es, en primer lugar, una gran transformación en las actividades de generación, transmisión y utilización del conocimiento avanzado. En lo que más estrechamente se relaciona con esto, los cambios cardinales que el Movimiento de la Reforma Universitaria impulsó, y en medida apreciable logró plasmar en la realidad, apuntaban a la democratización de la enseñanza superior y a la renovación académica.

Lo primero dice relación, más específicamente, con la apertura de la universidad a sectores sociales más amplios, lo cual fue perseguido mediante:

la implantación de la libre asistencia a clases, en beneficio de los estudiantes que trabajan;
la gratuidad de la enseñanza superior;
la asistencia social a los estudiantes.

Por supuesto, el acceso a las universidades no dejó de estar reservado en gran medida a jóvenes provenientes de sectores relativamente acomodados. Pero ello no alcanza para valorar los logros del Movimiento. Como señala Tünnerman, la desigualdad de oportunidades se plasma fundamentalmente en los niveles anteriores de la enseñanza. Por otra parte: “La gratuidad de la enseñanza superior, incluida también en el programa reformista, es hoy día rasgo predominante de la Universidad Nacional latinoamericana.” (Tünnerman, 1998: 125)

Habría que tener en cuenta, además, qué hubiera sucedido, en un continente tan marcado por la desigualdad como América Latina, si no se hubiesen alterado las tendencias prevalecientes antes de la Reforma, cuando las casas de estudios superiores tenían un carácter netamente elitista; un análisis cuidadoso, que exigiría comparar las por cierto diferentes situaciones nacionales, mostraría creemos una importante correlación entre apertura de la universidad a sectores más amplios de la población, vigor del movimiento reformista y vigencia de sus dos reivindicaciones emblemáticas, la autonomía y el cogobierno.

En cuanto a la renovación académica perseguida por el reformismo, cabe destacar la incidencia que en mayor o menor grado alcanzaron postulados como los siguientes:

la selección de los docentes a través de concursos públicos;
la fijación de mandatos a término, con plazos fijos, para el ejercicio de la docencia, sólo renovables en la medida en que su ejercicio se hubiera demostrado competencia y dedicación a las funciones universitarias;
la libertad en el ejercicio de la docencia, incluyendo la implantación de cátedras libres, autorizadas a dictar cursos paralelos a los de los docentes con nombramiento, de esta manera permitiendo en principio el acceso a la docencia de todas las personas capacitadas, sin distinciones ideológicas o de otra índole, y dando a los estudiantes la oportunidad de escoger entre los distintos cursos ofrecidos.

Lo último no llegó a tener mayor envergadura, y es cada vez más difícil de implementar, en tanto la docencia universitaria de nivel adecuado exige una alta dedicación. Sin embargo, no corresponde minimizar el impacto que la posibilidad misma de establecer cátedras paralelas tuvo, sobre todo tiempo atrás, en la renovación de las cátedras más anquilosadas.

El concurso y los mandatos a término, con todas las limitaciones y distorsiones que su implementación ha registrado, como sucede con todas las normas, constituyen un aspecto fundamental de la renovación académica. No casualmente ambos procedimientos figuraron habitualmente entre las primeras víctimas de las reiteradas intervenciones padecidas por las universidades públicas, autónomas y cogobernadas del continente. En la medida variable en que éstas muestran un funcionamiento más eficiente y transparente que el promedio de los organismos públicos, ello tiene muchísimo que ver con la vigencia de las instituciones del concurso y del mandato a término, con renovación dependiente del desempeño. En ese sentido, ambas instituciones aparecen como claves para auténticas reformas progresistas de los aparatos estatales. Y ambas han colaborado sustantivamente a la democratización interna de las universidades, proceso siempre incompleto y realidad frágil en el mejor de los casos, pero que no dejará de ser notada por quien efectúe una comparación objetiva con el funcionamiento promedial de otros organismos, públicos o privados.

Ahora bien, sin desmedro de la importancia que atribuimos a los puntos anotados y por motivos que explicitaremos más abajo, es difícil sostener que la Reforma Universitaria haya dado lugar a una transformación mayor en las actividades ligadas al conocimiento en nuestro continente.

(ii) Una “revolución académica” emerge en el contexto de e interactúa con grandes cambios sociales y culturales.

A este respecto, no caben mayores dudas acerca de la relevancia de los cambios entre los cuales el Movimiento de la Reforma Universitaria se inscribió en la historia continental. Fue parte de un haz de impulsos democratizadores, de la activación social, la extensión de la participación política y, en especial, el ascenso de las clases medias, que caracterizaron a la etapa de grandes cuestionamientos al orden oligárquico. En su génesis, como ya fuera resaltado también, incidieron las conmociones generadas por la I Guerra Mundial y la Revolución Rusa; por entonces se vivía la sensación de que, por fin, la hora de los cambios políticos y culturales había llegado a un continente donde se ha dicho que el siglo XX comenzó recién en 1918. La Reforma se entretejió y expandió con las reivindicaciones americanistas y antimperialistas. Surgida como una de las expresiones más características de las tendencias antioligárquicas, llegó a ser una de las fuentes principales de las corrientes revolucionarias que hicieron eclosión en la década de 1960.

(iii) Una “revolución académica” implica tanto una reconfiguración interna de las actividades ligadas al conocimiento como una reorientación externa, a través de la reformulación de la misión social de las universidades.

En relación a lo primero, la Reforma, más allá de las intenciones de cambiar la enseñanza, implantando métodos activos de docencia y reorganizando las actividades académicas, dio lugar a transformaciones limitadas; sin disminuir la enjundia de los proyectos, de las innovaciones conceptuales y de no pocos logros, da la sensación de que el proceso en su conjunto, antes que una reconfiguración en profundidad, tuvo más bien el carácter de una actualización, que no modificó esencialmente la estructura académica previa.

La “confederación de facultades”, con escaso lugar para la investigación y predominio de la formación tradicional de profesionales, sobrevivió sin mayores alteraciones. Por cierto, nuevos espacios para la creación de conocimientos se fueron abriendo, con grandes esfuerzos y no pocos resultados, pero los avances fueron lentos, en conjunto bastante pequeños, y no puede en realidad hablarse de transformación mayor en este sentido. El Movimiento de Córdoba no incluyó un proyecto radical de cuestionamiento a la estructura académica generada por la importación del modelo napoleónico.

Pero la Reforma tuvo entre sus aspectos definitorios la inclusión de una nueva misión de la universidad:

“La “Misión social” de la Universidad constituía, como se ha dicho, el remate programático de la Reforma. De esta manera, el Movimiento agregó, al tríptico misional clásico de la Universidad, un nuevo y prometedor cometido, capaz de vincularla más estrechamente con la sociedad y sus problemas, de volcarla hacia su pueblo, haciéndolo partícipe de su mensaje, transformándose en su conciencia cívica y social. Acorde con esta inspiración, la Reforma incorporó la Extensión Universitaria y la Difusión Cultural entre las tareas normales de la Universidad latinoamericana y propugnó por hacer de ella el centro por excelencia para el estudio objetivo de los grandes problemas nacionales. Puntos de este programa fueron las ‘Universidades populares’, las actividades culturales de extramuros, las Escuelas de temporada, la colaboración obrero-estudiantil, etc.… Toda la gama de actividades que generó el ejercicio de esa misión social, que incluso se tradujo en determinados momentos en una mayor concientización y politización de los cuadros estudiantiles, contribuyeron a definir el perfil de la Universidad latinoamericana, al asumir éstas, o sus elementos componentes, tareas que no se proponen o que permanecen inéditas para las Universidades de otras regiones del mundo.” (Tünnerman, 1998: 121-122)

Enseñanza, investigación y extensión son las tres funciones de la Universidad de la Reforma. La tercera dio lugar a diversas innovaciones en la relación universidad-sociedad, pese a que nunca recibió atención comparable a las otras dos. Pero las tareas que fomentó configuraron el proyecto de difundir al pueblo la cultura universitaria; en las palabras del Congreso Internacional de Estudiantes de 1921, reunido en Ciudad de México, “la primera y fundamental acción que el estudiantado debe desarrollar en la sociedad es difundir la cultura que de ella ha recibido entre quienes la han de menester”. (Citado en Pallán Figueroa, 1989: 62). Por encima de todo, las tareas vinculadas con la extensión contribuyeron a delinear una nueva concepción de la misión social de la universidad, que es seguramente lo más característico del Movimiento de Córdoba.

(iv) Cabe hablar de “revolución académica” cuando las innovaciones involucradas no constituyen un fenómeno esencialmente local, sino que desbordan las fronteras dentro de las cuales emergieron.

También desde este punto de vista la envergadura transformadora de la Reforma Universitaria es muy notable. Se difundió por toda América Latina. Incidió profundamente en la configuración, en muchos sentidos similar, de sus universidades. Impactó, más todavía, en las ideas predominantes y en los valores profesados en las comunidades universitarias del continente. Y sus influencias se hicieron sentir bastante más allá, muy especialmente en la institucionalización de la función de extensión y en la reivindicación del cogobierno autonómico, con participación de toda la comunidad universitaria y énfasis en la representación estudiantil.

(v) Una “revolución académica” conlleva sustantivas alteraciones en las relaciones de poder vinculadas al conocimiento.

Las relaciones de poder dentro de la universidad cambiaron con la constitución del movimiento estudiantil como un actor colectivo relevante, con incidencia variable pero permanente y amplia en la vida universitaria. Nuevas relaciones se institucionalizaron al adoptarse, bajo diversas formas, regímenes de cogobierno con representación estudiantil directa.

Corresponde subrayar el carácter genuinamente revolucionario, en el marco de la historia de la institución universitaria, de la emergencia del cogobierno por oposición a las formas más o menos tradicionales de autogobierno. Escribiendo a fines de la década de 1950, Ashby pasa revista cuidadosa a la realidad del autogobierno de las universidades inglesas, como ejercicio del poder de decisión del cuerpo académico, entendiendo por tal los profesores en sentido estricto. Ninguna referencia hace a la participación estudiantil. El sistema que describe es el que considera, a la vez, como lo tradicional y como lo deseable, aunque no deja de advertir algunos de sus problemas. Concluye así su presentación (Ashby, 1969: 159-160):

“Hay una larga y noble heredad de libertad académica en Europa. Cuanto más uno estudia esta heredad, tanto más uno se vuelve un convencido de que no ha sido conservada por una particular forma de constitución universitaria sino por una técnica para trabajar casi con cualquier forma de constitución. Esa técnica consiste en asegurar el gobierno por consenso y, después de consultar, asegurar que haya un flujo de trabajo y de trazado de política dirigido hacia arriba y no hacia abajo. Aún en sociedades de autogobierno tan estricto como las universidades medievales, se pueden discernir los elementos de esta técnica. En Gran Bretaña ha sido aceptado por los gobernadores no académicos de las universidades modernas, aún a pesar de que hombres como esos están acostumbrados al flujo, más común, de trabajo hacia abajo en la industria y en los servicios públicos.

Esta es la anatomía del autogobierno en las universidades escocesas y en las más nuevas de la universidades británicas. Hay una condición importante para esta supervivencia, a saber, que el principio del flujo hacia arriba debe ser aplicado a través de la entera jerarquía, y no simplemente entre el Consejo y el Senado. No todos los profesores consultan a sus asistentes, antes de que las decisiones sean tomadas, con la misma escrupulosidad con la que ellos esperan ser consultados por los gobernadores no academicos en circunstancias similares. A medida que los consejos de facultad se hacen más amplios, surge la tentación, para una oligarquía de profesores de mayor antigüedad, de asumir las responsabilidades de gobierno en nombre de sus colegas más jóvenes. En esta dirección reside el peligro, pues cualquier debilitamiento del principio de autogobierno dentro del cuerpo académico hace más difícil preservar el autogobierno dentro de la universidad como un todo, y, de parejas, hace más difícil mantener la autonomía de la universidad en el moderno estado democrático.”

Un convencido defensor del sistema descubre así el peligro de que el autogobierno ejercido por la élite profesoral desemboque en lo que los estudiantes cordobeses del año 18 denunciaban: “Nuestro régimen universitario aun el más reciente es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario.”

El autogobierno universitario resultó profundamente modificado por la Reforma. También cambiaron las relaciones de poder externas, de las universidades con los gobiernos en especial, en la medida en que el otro gran reclamo del Movimiento de la Reforma, la autonomía universitaria, fue haciéndose realidad, lo cual era característico de gran parte del continente en los años ’40.

Bien se sabe que autonomía y cogobierno han experimentado alzas y bajas acordes a la tumultuosa historia contemporánea de América Latina. Pero, en conjunto, parece indudable que la Reforma implicó alteraciones sustantivas en las relaciones entre las universidades públicas y la sociedad. Si antes de 1918, aquéllas respondían sin mayores fisuras a los intereses sociales dominantes y aseguraban la reproducción de élites que asumían sus valores, el panorama se hizo mucho más complejo después. De las universidades emergieron élites y contraélites, contingentes de profesionales bien incorporados al sistema y movimientos contestatarios; las casas de estudios como tales y sus autoridades se enfrentaron frecuentemente a los gobiernos y a los sectores más poderosos de la sociedad; de ello hay ejemplos en otros tiempos y también en otras geografías, pero probablemente la envergadura del fenómeno no tenga parangón. La configuración, durante períodos bastante prolongados y en términos agudos, de la universidad como actor de poder contrapuesto a los sectores dominantes de la sociedad es un trazo mayor de la experiencia histórica de la Reforma de Córdoba.

Sin embargo, ese proceso no desembocó en una transformación sustantiva del papel del saber en nuestros países. Ya anotamos que la Reforma alteró poco y lentamente la estructura tradicional de las universidades latinoamericanas en lo que se refiere a la generación de conocimientos.

La “universidad de investigación” se afianzó en los países del “centro” por una variedad de causas entre las cuales seguramente la principal fue el “gran salto” contemporáneo en la importancia de la ciencia para el cambio técnico-productivo y específicamente para las nuevas fases de la industrialización. Ello entrelazó a la investigación científica y tecnológica con el crecimiento económico, uno de cuyos factores fundamentales llegó a ser la generación, transmisión y aplicación de saberes como actividades universitarias inseparables. En la periferia por el contrario, el crecimiento económico no se ligó de por sí con la demanda de conocimiento endógenamente generado; las dinámicas emanadas de la “división internacional del trabajo” apuntaban en sentido contrario. Ello ha de verse como una tendencia mayor o dominante, no como un destino predeterminado; en ciertas regiones que fueron periféricas, y ya no lo son, como Escandinavia o Japón, procesos socioculturales muy propios e iniciativas específicas de ciertos actores revirtieron la tendencia dominante. No sucedió así en nuestro continente. En particular, el Movimiento de Córdoba no atribuyó de hecho importancia decisiva al tema: sus inspiraciones culturales y sus basamentos sociales no lo impulsaron a hacer de la ciencia y la tecnología una palanca fundamental en la nueva revolución, por la segunda Independencia, que anunciaba. Una revolución en el papel del conocimiento en la sociedad no tuvo lugar en América Latina.

(vi) Una “revolución académica” da vida sustantiva a su propia “idea de la Universidad”, un modelo ideal de lo que la institución debe ser y una construcción ideológica con gran impacto en la realidad.

El Movimiento de la Reforma Universitaria alumbró un ideal original que ha tenido considerable impacto tanto hacia adentro como hacia afuera de los claustros universitarios.

Tünnerman (1998: 119) cita una ajustada síntesis del “movimiento político-académico que fue la Reforma”, debida a Augusto Salazar Bondy: “a) abrir la universidad a sectores más amplios de alumnos, sin consideración de su origen y posición social, y facilitar en todo lo posible el acceso de estos sectores a las profesiones y especialidades -de donde se derivó la reivindicación de la asistencia libre en beneficio de los estudiantes que trabajan; b) dar acceso a la enseñanza a todos los intelectuales y profesionales competentes, sean cuales fueren sus ideologías y sus procedencias, de donde la cátedra libre y la periodicidad del contrato profesional; c) democratizar el gobierno universitario de donde la participación estudiantil y la representación de los graduados; y d) vincular la Universidad con el pueblo y la vida de la nación de donde la publicidad de los actos universitarios, la extensión cultural, las universidades populares y la colaboración obrero-estudiantil.”

La “idea latinoamericana de Universidad” es la de una institución autónoma, cogestionada por la propia comunidad universitaria, en la cual la representación estudiantil es un factor tanto de democratización interna como de apertura externa, la cual vincula a la Universidad con los sectores postergados, convirtiéndola en palanca de democratización social y cultural.

De la idea a la realidad la distancia nunca fue pequeña, pero tampoco fue pequeña la gravitación de la idea sobre la realidad.

En suma, la Reforma Universitaria se pareció mucho a una “revolución académica”, pero quizás fue simultáneamente algo menos y algo más. Menos, porque ni las actividades vinculadas a la producción del conocimiento ni el papel social de éste cambiaron profundamente. Más, porque la academia llegó a ser, durante alrededor de medio siglo, un factor relevante de oposición socio-cultural al orden establecido.

Una institución con personalidad propia

El ciclo de la Reforma, como revolución en o desde los claustros, ha concluido. Probablemente no en los años ’70, durante la irrupción militar en las universidades y la apertura de éstas a las dinámicas del mercado, como lo ha sostenido Brunner, sino más bien con la culminación de los procesos democratizadores de los ’80, cuyas plataformas incluyeron la vigencia de una cierta autonomía de las universidades y la representación estudiantil en sus órganos colegiados de gobierno. En el actual régimen de funcionamiento relativamente normalizado, los postulados de Córdoba no generan grandes iniciativas para la transformación interna de las universidades, ni éstas son fuentes de cuestionamientos a las relaciones de poder predominantes.

Vivimos ya una nueva etapa, de contornos inciertos. Entre los factores que condicionarán los futuros posibles de las universidades latinoamericanas un lugar no pequeño corresponderá, creemos, a la gravitación de ese pasado a cuya caracterización hemos dedicado este capítulo inicial de nuestro trabajo. Ello es así porque la historia ha modelado una institución muy memoriosa y con personalidad propia.

Bien se ha dicho que las universidades son siempre memoriosas, quizás porque cultivar la memoria es una de sus actividades predilectas, y sin duda también porque su acontecer se inscribe en la muy larga duración, habiendo la institución demostrado una impresionante aptitud para persistir durante siglos e incluso para revivir, cambiada pero indudablemente la misma.

La universidad continental es parte de esa historia de continuidades y de la antigua tradición, con la cual se conecta incluso directamente a través de la universidad colonial hispanoamericana. Es memoriosa además porque no sólo en sus recuerdos sino también en su funcionamiento cotidiano están marcadamente inscritos rasgos que provienen de la antigua institución unitaria, junto a varios otros típicos de la estructuración de la enseñanza superior durante el siglo de la Independencia, y a los cambios sustantivos emanados de la Reforma. Debido a ésta, también y sobre todo, es una institución memoriosa: conserva vigente una tradición reciente, inspirada por un proceso autóctono y muy específico, en el curso del cual los modelos importados de universidad fueron parcial pero sustantivamente modificados en la realidad, dando lugar a nuevas formas de gobierno interno y de relacionamiento externo, que configuraron una institución original, la Universidad Latinoamericana con mayúsculas.

De acuerdo a su propia idea de lo que debe ser a una imagen que se va desvaneciendo pero que no ha sido reemplazada por otra y que aún gravita en los imaginarios colectivos, esa Universidad se considera llamada a colaborar de manera integral a la solución de los problemas colectivos y a la mejora de la calidad de vida, sobre todo de los sectores más postergados de la sociedad, siguiendo para ello cursos de acción autonómicamente resueltos por la comunidad universitaria.

La Universidad Latinoamericana del Futuro

Nuestro tiempo está signado por una nueva aceleración del cambio técnico que, generando a la vez nuevas posibilidades y nuevos riesgos, se constituye ante todo en un formidable factor de desestabilización de gran parte de las relaciones sociales. Muy grandes han llegado a ser las posibilidades técnico-productivas de solucionar los problemas básicos de la alimentación, la vivienda, la salud y la educación de todos; en breve, de erradicar la pobreza. Lo lejos que sigue estando esta meta muestra a las claras la insuficiencia de las visiones tecnocráticas que asimilan solución técnica con solución efectiva y real de los problemas. Paralelamente, se han multiplicado los riesgos éticos y ecológicos que el cambio técnico conlleva, su potencial para la violencia, su incidencia en la desocupación y en diversas formas de marginación. El control social de la ciencia y la tecnología se ha convertido en una cuestión decisiva.

Hemos entrado en la era de la economía global, basada en el conocimiento y motorizada por la innovación, que conjuga un formidable potencial productivo con un no menos formidable potencial destructivo y con la inestabilidad multiplicada. La centralidad del conocimiento y las dificultades para manejarlo constituyen la clave de bóveda de muy diversos conflictos y de nuevas divisorias entre clases, naciones y regiones; ciertos viejos poderes se diluyen y otros se afianzan, mientras emergen poderes y cuestionamientos nuevos. En ese marco, América Latina pugna por construirse un nuevo lugar en el mundo.

Las perspectivas varían de una zona a otra del continente, y en todos los casos ofrecen más de una posibilidad para el porvenir. Sin desmedro de esa diversidad, parece dibujarse como “escenario tendencial” una reinserción neoperiférica y dependiente de América Latina en la economía internacional. En esa dirección apuntan los caracteres más señalados de la transformación productiva en curso, la creciente subordinación de nuestra estructura económica a los intereses de la gran finanza y las corporaciones de los países centrales, la persistente inequidad y la elevada marginación, la brecha que se ahonda entre nuestros países y los del Norte en materia científica y tecnológica, las trabas múltiples que atenazan la innovación social en general. Las posibilidades colectivas para acceder al conocimiento, las capacidades para crearlo o adaptarlo, difundirlo y usarlo de forma socialmente fecunda, son demasiado escasas entre nosotros. La región como tal y gran parte de su población van sufriendo pues nuevas postergaciones.

En semejante panorama, una condicionante fundamental del futuro del continente será la evolución que vivan sus universidades públicas. Estas no sólo son las principales transmisoras del conocimiento avanzado sino también sus grandes creadoras; el papel de esas universidades en la investigación latinoamericana es en términos relativos muy superior al que se observa en los países industrializados. Además, la Universidad Latinoamericana constituye una institución original, fruto de una construcción histórica específica, cuya tradición la liga tanto a la crítica del conocimiento de sus contenidos y de sus usos como a la búsqueda de caminos propios para el desarrollo latinoamericano. Pues bien, quizás nunca en nuestra historia hemos necesitado con tanta urgencia como hoy capacidades para generar, transmitir y usar masivamente conocimientos del más alto nivel en formas críticas y originales. Razón no menor para creer esto es justamente el propio proceso de globalización, frente al cual la debilidad en materia de creación, transmisión y utilización de conocimiento equivale a una condena a seguir pautas ajenas. Cuánto más adaptadas son éstas a realidades particulares, más ineficiente puede resultar seguirlas en América Latina; sin nuestras universidades actuando como generadoras activas de conocimiento, demasiados problemas específicos de la región quedarán en el limbo de las preguntas por nadie formuladas.

La Universidad Latinoamericana llegó ya al fin de la etapa histórica forjadora de su personalidad original. Hoy se debate en un mar de incertidumbres y contradicciones, sacudida tanto por los procesos que están cambiando aceleradamente al continente como por la mutación global inducida por la nueva centralidad del conocimiento. Escudriñar los futuros posibles de nuestra universidad ofrece un punto de vista privilegiado para analizar las perspectivas de esta parte del mundo. Esa noción orienta nuestro trabajo que aspira a comprender un poco mejor, en relación al desarrollo humano autosustentable del continente, qué puede ser y qué quiere ser la Universidad Latinoamericana.

El marco de referencia y la prospectiva

Queremos abordar la problemática universitaria latinoamericana desde cuatro enfoques, interdependientes pero diferenciables: (i) normativo, (ii) fáctico o descriptivo, (iii) prospectivo, y (iv) propositivo. Cada uno de ellos condiciona a los demás y, al mismo tiempo, debe ser distinguido de ellos.

La idea que se tenga acerca del “deber ser” de nuestras casas de estudios superiores informa, por supuesto, las propuestas para transformarlas de modo que su accionar real contribuya más sustantivamente al avance hacia las metas postuladas. A su vez, éstas orientan el análisis de lo que ha sido y es, así como de lo que puede ser.

La realidad, sea cual sea su naturaleza última, resulta demasiado intrincada como para que el conocimiento humano pretenda dar cuenta global y objetiva de ella. Cabe sí aspirar a poner de manifiesto ciertos aspectos de su trama infinitamente compleja, si se es capaz de escoger puntos de vista y de diseñar instrumentos de observación que iluminen algunos elementos y relaciones relevantes, lo cual en el mejor de los casos dejará mucho en la penumbra o aún en la oscuridad; si además se dispone de esquemas conceptuales en los que insertar lo observado, de modo que tenga sentido y permita captar ciertas dinámicas sustantivas, se habrá realizado algún aporte al conocimiento de los hechos y de su entrelazamiento. El enfoque normativo condiciona la labor descriptiva por lo menos de dos maneras, pues incide tanto en el ángulo de observación que se escoge como en el color del cristal a través del cual se mira. Lo primero puede, en medida considerable, ser explicitado, y debe serlo, pues implica tanto asumir el carácter parcial del conocimiento generado, y su dependencia del punto de vista, como reconocer que en la selección de este último incide la aspiración a la pertinencia de la investigación emprendida.

El trabajo en las ciencias sociales, y no sólo en ellas, ha de prestar atención recurrente a la medida en que nuestros valores – y gustos, intereses, pasiones, aspiraciones, improntas culturales, prejuicios- colorean lo que creemos ver. Sabemos que no nos ha sido dado a los humanos el poder de captar todos los tonos y matices, pero la labor científica incluye la lucha permanente contra la tentación a reducir la paleta de colores reconocidos más allá de lo que es necesario para construir y comunicar el conocimiento. Hay allí una contradicción que no se puede resolver; quizás no sea tampoco deseable superarla, pues la tensión entre lo que se quiere descubrir o construir y lo que se hace con los datos de la realidad, si bien ha dado lugar a innumerables productos de deshecho, e incluso no pocos errores de grandes científicos, también ha aguzado algunas de las miradas más profundas e inspirado construcciones perdurables. En cualquier caso, asumir que el conocimiento humano no puede ser global y neutral no implica la renuncia a toda objetividad. La elaboración de los hechos científicos incluye, en todas las ciencias, convenciones y negociaciones; pero quien crea que eso es todo lo que hay debiera recordar que algunos cultores de la llamada sociología constructiva de la ciencia llegaron a descubrir, con asombro, la realidad del mundo material. Lo cual equivale a decir que no todo vale, ni en las ciencias de la naturaleza ni en las ciencias de la sociedad.

Más aún, la búsqueda de una cierta objetividad, aún parcial e históricamente condicionada, es imprescindible precisamente si las aspiraciones no se limitan a lo descriptivo. Parece evidente que, responsablemente, sólo se puede avanzar algunas propuestas, y cuestionar otras, a partir de una comprensión mínimamente objetiva de lo que se puede o no hacer. Pero el enfoque fáctico condiciona no sólo al enfoque propositivo sino también al normativo; en efecto, salvo que este último se limite a reivindicar el bien, la verdad, la belleza y la felicidad, debe construirse en diálogo conflictivo con lo posible. Tiene sentido postular el derecho a la atención médica, no a la vida eterna. La expansión de los conocimientos dotados de alguna objetividad enmarca, condiciona o moldea a las aspiraciones normativas; recíprocamente, corresponde a éstas contribuir a orientar a la investigación, impulsándola a ir más allá de lo que en cierto contexto parece posible, fijándole metas y también restricciones, como lo recuerda con fuerza la problemática contemporánea de la bioética.

Diseñar puentes entre el “deber ser” y lo que “realmente se hace”, o se hará, es lo propio de los enfoques propositivos. Elaborarlos presupone asumir con modestia la incertidumbre, la pluralidad de futuros posibles y lo limitado de nuestra capacidad para anticiparlos. Ahora bien, en rigor, el mero hecho de proponer un curso de acción implica aceptar, a la vez, que el porvenir no está determinado por el pasado, y que no es independiente del mismo. En esta óptica, la construcción de propuestas ha de recurrir a la ayuda de la prospectiva, entendida como conjunto de esfuerzos sistemáticos orientados a explorar lo que Bertrand de Jouvenel denominó los futuribles , vale decir, los futuros posibles.

En realidad, también el esfuerzo por conocer la realidad puede apelar a la prospectiva, pues a menudo no se comprende lo que algo es si no se tiene una idea de lo que puede llegar a ser, de las posibilidades de transformación que encierra. A la inversa, no tiene sentido escudriñar el futuro si no se conoce el presente y sobre todo el pasado: el estudio de los hechos con espesor histórico, que desde este ángulo se denomina retrospectiva, suele constituir la parte más extensa de una labor prospectiva.

En fin, a riesgo de subrayar lo obvio, recordemos los límites muy precisos de semejante labor, ajena por completo a la pretensión futurológica. Se ha dicho de la filosofía que se trata de un auxiliar para la discusión democrática de la sociedad consigo misma. En una vena similar, cabe decir que la prospectiva es un auxiliar para la toma democrática de decisiones, en tanto colabora a la discusión de las posibilidades que la realidad abre o cierra, y por ende a la elaboración y evaluación de propuestas.

Habiendo completado una sumaria referencia a los enfoques normativos, fácticos, prospectivos y propositivos, así como a sus conexiones mutuas, pasemos a resumir el contenido de lo que sigue.

Esquema de la monografía

En la siguiente sección, con la que concluye esta introducción general, sintetizamos nuestro enfoque normativo; su punto de partida lo constituye la noción de desarrollo humano autosustentable; el enfoque se elabora atendiendo a lo que ese tipo de desarrollo, en el caso de América Latina, requiere de sus universidades.

Surgen así ciertas metas generales, cuyo grado de viabilidad importa analizar. Las posibilidades que encierra el futuro dependen en medida significativa de la trayectoria pasada, del tipo de instituciones y de relacionamientos con la sociedad que la historia ha forjado. Recapitular ciertos aspectos relevantes de semejante trayectoria es el objetivo de la Primera Parte, “La Presencia del Pasado”, compuesta por un capítulo titulado “La conformación histórica de una memoriosa institución original”; ese ejercicio retrospectivo apunta a caracterizar la “idea de Universidad” que llegó a conformarse en nuestro continente.

Las interrogantes respecto a la viabilidad de las metas sugeridas orientan también la selección de los principales aspectos a estudiar de la realidad en la que está inmersa la universidad latinoamericana contemporánea. A ello está dedicada la Segunda Parte, “Dinámicas de cambio”, conformada por los capítulos 2, 3 y 4 de esta monografía, que se ocupan, respectivamente, de tres tipos de dinámicas interconectadas: las internas a las instituciones universitarias del continente, las que están transformando el conocimiento a escala universal, y las que están moldeando un nuevo período en la evolución económica de América Latina.

El capítulo 2, “Mutaciones y permanencias en las universidades latinoamericanas”, intenta sintetizar algunos cambios sustantivos de las últimas décadas, captar por debajo de los mismos ciertas continuidades sustantivas, y recapitular los mayores problemas que, en la visión de los actores internos, desafían a sus casas de estudios. La atención se concentra en las principales dinámicas que se despliegan dentro de la institución universitaria, signadas por la acelerada expansión cuantitativa de la educación superior, las dificultades materiales, y las contradicciones entre las realidades de hoy y la tradición de la Reforma Universitaria, que inspira tanto al cogobierno autonómico y participativo como a modalidades muy específicas de interacción con la sociedad.

El capítulo 3, “Nuevo papel económico del saber y transformaciones académicas”, se ocupa primero de las nuevas tendencias en lo que hace a la generación de conocimientos, vinculadas con la constitución de la ciencia y la tecnología en fuerza productiva fundamental de la economía contemporánea. Luego se analiza el impacto de ello en los rápidos cambios que está experimentando el quehacer académico en los países “centrales”.

El capítulo 4, “América Latina en la sociedad del conocimiento”, se refiere a las características de la inserción en curso del continente en la economía global y al papel que en la misma juega el conocimiento endógenamente generado, cuestiones que llevan a mirar en forma comparativa lo que sucede con la educación superior, la investigación y la innovación. La sección final del capítulo, que analiza las perspectivas futuras del desarrollo latinoamericano, sirve de introducción a nuestro enfoque prospectivo.

Ese es el tema de la Tercera Parte, “Escudriñando el mañana”. La misma está constituida por el Capítulo 5, “Miradas prospectivas”, que empieza revisando ciertos análisis acerca del porvenir de la educación superior. De esa forma se establece el contexto para lo que es el objetivo central del capítulo, una construcción, por cierto muy primaria, de escenarios alternativos para las universidades latinoamericanas del futuro.

Nuestro enfoque propositivo se presenta en la “Conclusión provisional: universidades y sociedades de aprendizaje”, donde primero discutimos las propuestas reformistas que levantara tres décadas atrás Darcy Ribeiro, y luego esbozamos ciertos criterios para la renovación de la idea latinoamericana de Universidad, desde la perspectiva de lo que requiere el desarrollo humano autosustentable del continente. No se aspira más que a contribuir al intercambio de ideas acerca de las vías más adecuadas para que la Universidad Latinoamericana sea el protagonista principal de su propia transformación. Esta última es nuestra preocupación mayor.

Exigencias del desarrollo humano austosustentable

Vivimos una época que conduce naturalmente a reconsiderar la misión o mejor quizás, las misiones de la Universidad.

Nuevos poderes, nuevas oportunidades y nuevos riesgos se asocian a la expansión de los conocimientos. La repartición de sus beneficios, y también de sus perjuicios, multiplica los conflictos, abiertos o encubiertos. La ciencia y la tecnología han devenido en un factor mayor de desestabilización generalizada, física y espiritual. La eseñanza avanzada, su calidad y su difusión, inciden cada vez más en la riqueza y la pobreza de las personas y las naciones, en la desigualdad entre individuos, grupos y regiones. Todo ello multiplica las tensiones que soportan las universidades, ámbitos por excelencia de conjugación de la investigación y la educación.

En cierto sentido, cabe hablar de la emergencia de una sociedad global del conocimiento. Ello es así en la medida en que el planeta entero experimenta inmensos impactos originados por la expansión explosiva del conocimiento, y por su redoblada incidencia en las relaciones de poder económico, político, ideológico y militar. Pero por supuesto el signo y la magnitud de las consecuencias de todo ello sobre la gente están lejos de ser uniformes. Parte de la heterogeneidad y la desigualdad a la que asistimos puede ser captada diciendo que, si acaso toda la humanidad resulta sumergida, de una manera u otra, directa o indirectamente, en los engranajes de la “sociedad del conocimiento”, gran parte de la humanidad está lejos de integrarse en una “sociedad del aprendizaje”. Usamos esta expresión, en una conceptualización muy primaria, para designar a las naciones o regiones donde la educación, la capacitación, la innovación y la difusión de los saberes en suma, los aprendizajes colectivos alcanzan niveles altos y tienden a expandirse sistemáticamente.

La emergente economía planetaria se basa en el conocimiento y es impulsada por la innovación. En esa economía, los “países centrales” y las “sociedades de aprendizaje” no constituyen conjuntos idénticos, pero seguramente tienen importantes puntos en común. En cambio, las naciones o regiones que no están lejos de ser “sociedades de aprendizaje” constituyen las periferias o semiperiferias de una nueva división internacional del trabajo y la riqueza.

Se ha dicho (Etzkowitz, 1997) que, en el mundo de hoy, las universidades devienen “instituciones nucleares”, profundamente insertas en el entramado de las relaciones sociales más gravitantes. La afirmación refleja una verdad profunda, pero debe ser elaborada y matizada al menos en dos sentidos. En primer lugar, su validez no es tan evidente en las periferias o semiperiferias como en el centro. En segundo lugar, la relevancia acrecentada que alcanzan ciertas universidades es un fenómeno ambivalente, pues abre caminos a muy diversos usos sociales del conocimiento y a complejas transformaciones de la cultura. Como la ciencia nunca ha sido fuente de poder tan grande como hoy, nunca ha sido tan válido como hoy el aforismo de Rabelais: “ciencia sin conciencia es la muerte del alma”.

A las razones generales que inducen a repensar la misión universitaria, vienen a sumarse otras específicamente latinoamericanas: la relevancia indudable de la institución en nuestro continente, el agotamiento de un ciclo histórico de la misma y, al mismo tiempo, el acrecentamiento de su contribución a la investigación regional, mayor en términos relativos que la registrada en los países centrales; la incidencia del conocimiento en el nuevo tipo de dependencia que va modelando la inserción de América Latina en la economía globalizada; los desgarramientos sociales y culturales que jalonan ese proceso.

La cuestión aquí encarada ha sido planteada de modo que involucra un amplio espectro normativo: “Es indispensable […] definir la nueva misión de la universidad y acentuar la responsabilidad social de los que tienen el privilegio de tener acceso a ella. En los cambios que se avecinan, a la universidad latinoamericana -además de los nuevos roles en cuanto a los desafíos científico-tecnológicos y del nuevo tipo de relaciones que debe establecer con la sociedad en general y con el sistema productivo en particular- le corresponde también el importante papel de estar vigilante para garantizar en sus comunidades:

una cultura de la justicia social y de los derechos humanos;
el rescate de los valores regionales, universales y de fe en los pueblos de este continente;
la formación de profesionales capaces de dominar intelectualmente el sistema productivo en pro de las culturas regionales latinoamericanas;
menor dependencia tecnológica y mayores esfuerzos para humanizar la tecnología;
mayor participación en la interacción cultura-desarrollo, de manera que la universidad asuma su doble función de mediación crítica y de servicio a las exigencias de la sociedad;
desarrollar una mayor articulación entre los centros académicos de alto nivel con vocación regional e internacional;
fortalecimiento de la identidad y pluralidad cultural;
producción de horizontes reflexivos sobre los cambios de la sociedad actual y del mejoramiento de una conciencia crítica y emancipadora, y el compromiso con una cultura de la ética basada en valores de solidaridad y justicia social.” (García Guadilla, 1996a: 123)

En contexto tan amplio y exigente, focalizaremos nuestra atención en ciertos aspectos algo más acotados, que se vinculan directamente con las exigencias del desarrollo humano autosustentable. Esta noción constituye nuestro hilo conductor normativo.

Por cierto, a este respecto reivindicamos la mejor tradición latinoamericana de las décadas de la Post Guerra, según la cual “desarrollo” denota algo muy próximo a lo que después se denominó “desarrollo humano”, como contraposición a la frustrante identificación entre crecimiento económico y desarrollo. Esta última noción se refiere pues aquí a una expansión de las capacidades productivas tanto como a una transformación de las relaciones sociales, que tienden a mejorar la calidad de vida y a disminuir las desigualdades étnicas, de clase, género o cualquier otro tipo. Semejante desarrollo es sustentable, según la noción que grandes esfuerzos durante un cuarto de siglo llegaron a convertir en un verdadero patrimonio compartido, cuando se lleva a cabo sin hipotecar las posibilidades de las generaciones futuras para construir sus propias opciones de desarrollo. La formulación tiende a resaltar la impronta plural otro logro de las últimas décadas que ha llegado a incorporar la noción de desarrollo: apunta a ciertas metas genéricamente humanas, pero no sugiere ninguna unicidad de modelo o trayectoria; alejándose del monismo y del determinismo, la noción resalta tanto la importancia de una diversidad de actores colectivos como la de las variadas capacidades para la innovación, técnico-económica, institucional, política y cultural. Asimismo, reformulando la idea del desarrollo endógeno de manera ajena a toda pretensión autárquica, pensándola en clave temporal de largo plazo, y reivindicando el valor de la autonomía cultural en sentido amplio, la autosustentabilidad del desarrollo alude a la capacidad de las generaciones presentes para construir las bases humanas, ambientales y materiales del desarrollo futuro.

En la acepción que venimos de esbozar, nuestro punto de partida, y también nuestro punto de llegada, será lo que el desarrollo humano autosustentable de América Latina requiere de sus universidades. Estas deben, en relación a dicho objetivo:

a) generar conocimiento pertinente y de la más alta calidad, lo que supone una amplia y diversificada capacidad de investigación;

b) transmitir el conocimiento e impulsar su uso, mediante la extensión universitaria y el relacionamiento, pensado con cabeza propia, tanto con el sector productivo como con otros sectores sociales;

c) formar profesionales creativos, socialmente y ambientalmente responsables, dotados de una sólida capacitación interdisciplinaria en lo que hace a las complejas relaciones entre Ciencia, Tecnología, Sociedad y Desarrollo, y con una amplia perspectiva cultural;

d) colaborar a la transformación global del sistema educativo, apuntando a la generalización de la enseñanza avanzada, de calidad y renovable a lo largo de la vida entera;

e) cooperar a la mejor comprensión y solución de los problemas colectivos, particularmente en su dimensión prospectiva, para pensar en el largo plazo;

f) en general, fomentar un tipo de vinculación con la sociedad que en un mundo donde cada vez más seres humanos quedan al margen de los cambios tienda a capacitar a la gente para conocer y decidir su propia posición ante las diversas transformaciones en curso, lo que equivale a colaborar en la forja de una “ciudadanía para los cambios”.

VICISITUDES HISTÓRICAS DE LA DOCTRINA DE CARLOS MARX

Lo principal de la doctrina de Marx es el haber puesto en claro el papel histórico universal del proletariado como creador de la sociedad socialista.
¿Ha confirmado esta doctrina el curso de los acontecimientos sobrevenidos en el mundo entero desde que la expuso Marx?

Marx la formuló por vez primera en 1844. El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, aparecido en 1848, ofrece ya una exposición completa y
sistematizada, sin superar hasta hoy, de esta doctrina.

A partir de entonces, la historia universal se divide claramente en tres grandes períodos: 1) desde la revolución de 1848 hasta la Comuna de París (1871); 2) desde la Comuna de París hasta la revolución rusa (1905); 3) desde la revolución rusa hasta nuestros días.

Lancemos una ojeada a las vicisitudes de la doctrina de Marx en cada uno de estos períodos.

I
En los comienzos del primer período, la doctrina de Marx no era, ni mucho menos, la imperante. Era sólo una más de las numerosísimas fracciones o corrientes del socialismo. Las formas de socialismo que predominaban eran, en el fondo, afines a nuestro populismo: incomprensión de la base materialista del devenir histórico, incapacidad de discernir el papel y la importancia de cada una de las clases de la sociedad capitalista, encubrimiento de la esencia burguesa de las reformas democráticas con diversas frases seudosocialistas sobre el “pueblo”, la “justicia”, el “derecho”, etc.

La revolución de 1848 asestó un golpe mortal a todas esas formas aparatosas, heterogéneas y chillonas del socialismo premarxista. La revolución muestra en todos los países las distintas clases de la
sociedad en acción. La matanza de obreros que la burguesía republicana hizo en las jornadas de junio de 1848 en París demostró definitivamente que sólo el proletariado es socialista por naturaleza. La burguesía liberal teme cien veces más la independencia de esta clase que cualquier reacción,
sea la que sea. El cobarde liberalismo se arrastra a sus pies. Los campesinos se conforman con la abolición de los restos del feudalismo y se pasan al lado del orden, y sólo a veces vacilan entre la democracia obrera y el liberalismo burgués.

Toda doctrina de un socialismo que no sea de clase y de una política que no sea de clase se acredita como un vano absurdo.

La Comuna de París (1871) coronó este decurso de las transformaciones burguesas; sólo al heroísmo del proletariado debe su afianzamiento la república, es decir, la forma de organización del Estado en que las relaciones de las clases se manifiestan de la manera menos encubierta.

En los demás países europeos, un devenir más confuso y menos acabado conduce a la formación de esa misma sociedad burguesa. A fines del primer período (1848-1871), período de tempestades y revoluciones,
Muere el socialismo anterior a Marx.

Nacen los partidos proletarios independientes: la
Primera Internacional (1864-1872) y la socialdemocracia alemana.

II

El segundo período (1872-1904) se distingue del primero por su carácter “pacífico”, por la ausencia de revoluciones. El Occidente ha terminado con las revoluciones burguesas. El Oriente aún no está maduro para ellas.

El Occidente entra en la etapa de preparación “pacífica” para la época de las transformaciones venideras. Se constituyen por doquier partidos
socialistas de base proletaria que aprenden a utilizar el parlamentarismo burgués, a montar su prensa diaria, sus instituciones culturales, sus sindicatos y sus cooperativas. La doctrina de Marx obtiene un
triunfo completo y se va extendiendo. Lento, pero constante, prosigue el proceso de reclutamiento y concentración de fuerzas del proletariado, que se prepara para las batallas venideras.

La dialéctica de la historia es tal que el triunfo teórico del marxismo obliga a sus enemigos a disfrazarse de marxistas. El liberalismo, podrido por
dentro, intenta reavivarse bajo la forma de oportunismo socialista. Los enemigos del marxismo interpretan el período de preparación de las fuerzas para las grandes batallas en el sentido de renuncia a estas batallas.

Se explican la mejora de la situación de los esclavos para la lucha contra la esclavitud asalariada en el sentido de que los esclavos pueden vender por unos céntimos su derecho a la libertad.

Predican pusilánimes la “paz social” (esto es, la paz con el esclavismo), la renuncia a la lucha de clase etc. Tienen muchos adeptos entre los parlamentarios socialistas, entre los diversos funcionarios del
movimiento obrero y los intelectuales “simpatizantes”.

III

Aún no se habían cansado los oportunistas de ufanarse de la “paz social” y de la posibilidad de evitar los temporales bajo la “democracia”, cuando
se abrió en Asia una nueva fuente de tremendas tempestades mundiales. A la revolución rusa siguieron las revoluciones turca, persa y china. Hoy
atravesamos precisamente la época de esas tempestades y de su “repercusión” en Europa.

Cualquiera que sea la suerte reservada a la gran república china, frente a la cual se afilan hoy los colmillos las diversas hienas “civilizadas”, no habrá
en el mundo fuerza capaz de restablecer en Asia el viejo feudalismo ni de barrer de la faz de la tierra el heroico espíritu democrático de las masas populares de los países asiáticos y semiasiáticos.

A algunas gentes, que no se fijaban en las condiciones de preparación y desarrollo de la lucha de las masas, las había llevado a la desesperación
y al anarquismo la larga demora de la lucha decisiva contra el capitalismo en Europa. Hoy vemos cuán miope y pusilánime es la desesperación anarquista.

No desesperación, sino ánimo debe inspirar el hecho de que ochocientos millones de personas de Asia se hayan incorporado a la lucha por los mismos ideales europeos.

Las revoluciones asiáticas han puesto de manifiesto la misma falta de carácter y la misma ruindad del liberalismo, la misma importancia excepcional que tiene la independencia de las masas democráticas, el mismo deslindamiento neto entre el proletariado y la burguesía de toda laya. Quien, después de la experiencia de Europa y de Asia, hable
de una política que no sea de clase y de un socialismo que no sea
de clase, merece simplemente que se le enjaule y se le exhiba junto a algún canguro australiano.

Europa ha comenzado a agitarse después de Asia, pero no a la manera asiática. El período “pacífico” de 1872-1904 ha pasado para siempre a la historia. La carestía de la vida y la opresión de los trusts enconan más que nunca la lucha económica, que ha puesto en movimiento hasta a los obreros ingleses, los más corrompidos por el liberalismo. La crisis política
sazona a ojos vistas hasta en Alemania, el país más “pétreo”, de los burgueses y los junkers. La desaforada carrera de los armamentos y la política del imperialismo hacen de la Europa actual una “paz social” que se parece más que nada a un barril de pólvora. Mientras tanto, la descomposición de todos los partidos burgueses y la maduración del
proletariado siguen su curso incontenible.

Desde que apareció el marxismo, cada una de estas tres grandes épocas de la historia universal ha venido a confirmarlo de nuevo y a darle nuevos
triunfos. Pero aún será mayor el que, como doctrina del proletariado, le rendirá la época histórica que se avecina.

Publicado el 1 de marzo de 1913 en el núm. 50 del periódico “Pravda”.
T. 23, págs. 164.

“El Frente Sandinista colapsó, ahora es la maquinaria política de una familia”

03 de Marzo de 2013 Dora Téllez. Una pregunta que a mí me hacen a menudo es ésta: ¿Cómo es que Daniel Ortega llegó hasta ahí? ¿Cómo es que el FSLN terminó así? Es una pregunta con una respuesta no simple. La involución del Frente Sandinista es un asunto mucho más complejo. Y el corto tiempo que tengo en esta conversación no alcanza para describir exactamente todo el proceso. Así que hablaré sólo de algunos rasgos que creo esenciales.

En la historia del Frente Sandinista ha habido varias etapas. La primera, la de la lucha revolucionaria contra la dictadura. En esa etapa el Frente fue una organización clandestina, altamente centralizada como corresponde a una organización clandestina, sumamente reducida, con una militancia reducida tal vez unas 300 personas y con una conexión con la sociedad bastante reducida también. Organizada para la lucha armada. Ese proceso duró desde que el Frente Sandinista se fundó en 1961 hasta 1978. Era una organización forjada en medio de la represión de la dictadura, una organización cerrada, donde no había debate democrático ni podía haberlo. Era absurdo que lo hubiera cuando ni siquiera podía haber comunicación por la clandestinidad. Eran tiempos de muy limitada comunicación en todo el país, tiempos en que aún había teléfonos de disco, incluso de manigueta, con telefonistas que enchufaban y desenchufaban clavijas en la central telefónica de Matagalpa y en la de otros lugares. Y ni siquiera los usábamos en el Frente, por razones de seguridad. Nuestra comunicación era mínima y elemental: nos comunicábamos con papelitos chiquitos escritos con letra diminuta que llevaban y traían algunos mensajeros.

Después de la ofensiva guerrillera de octubre de 1977, y del asesinato de Pedro Joaquín Chamorro en 1978, esa organización clandestina se conectó por fin con una enorme movilización social hasta que acabamos con la dictadura. Cuando eso sucedió el Frente Sandinista no era una única organización, eran tres. En 1975 el Frente se dividió en tres organizaciones distintas. No eran tendencias, como se decía entonces. Eran organizaciones distintas, cada una con su dirección, sus estructuras, su programa, su política, su filosofía de actuación. Cada una con su propio planteamiento ante la dictadura somocista. Lo que no cambió fue el nombre y se decía Frente Sandinista tendencia insurreccional tercerista, Frente Sandinista tendencia guerra popular prolongada, Frente Sandinista tendencia proletaria. A finales de 1978 a lo que llegan esas tres organizaciones no es a una unidad orgánica, sino a una unidad en la acción para el derrocamiento de la dictadura.

Con el triunfo de la Revolución en 1979 no se produjo tampoco una unidad orgánica como tal. Se fusionó la dirección de las tres tendencias y el Frente se rearticuló alrededor de las instituciones del Estado. Dirigiendo las instituciones clave se colocaron los miembros de la dirección nacional del Frente, que quedó como principal órgano político. Ése fue el mecanismo de rearticulación política que encontramos. Y había una corriente de quienes estaban en el ejército, otra de quienes estaban en el Ministerio del Interior, otra de quienes estaban en la reforma agraria, otra de quienes estaban en lo que se llamó “el partido” la organización partidaria propiamente dicha, otra de quienes estaban en las organizaciones de masas… Quienes estábamos en el aparato de “el partido”, decíamos que estábamos en el “ministerio de movilización de la Revolución”.

Esto significó que la articulación política no se produjo integradamente, sino alrededor de instituciones. En 1990 la derrota en las elecciones nos encuentra articulados alrededor de instituciones y teniendo que pasar a la oposición política. Dos desafíos enormes: articularnos como una organización política, como un partido político y pasar a hacer oposición.

Pero, ¿cuándo había sido el Frente oposición cívica, oposición política? Nunca. No teníamos ninguna experiencia. Años antes habíamos estado en la oposición armada. Además, nunca en Nicaragua un partido político en el poder había perdido las elecciones limpiamente. Nadie estaba habituado ni a ganar ni a perder elecciones limpiamente.

Todo era una novedad para el país… y para el Frente. Nadie entendía nada de la separación de poderes. La concentración de poderes en el Ejecutivo había sido en Nicaragua una tradición arraigadísima. Y la Constitución de 1987, la que hicimos durante la Revolución, había seguido ese mismo molde, no se apartó básicamente del sistema político anterior, basado en concentrar poder en el Presidente de la República y en restarle poder a todos los demás. Según la Constitución del 87, por ejemplo, el Presidente podía nombrar de dedo al presidente de la Corte Suprema de Justicia y al presidente del Consejo Supremo Electoral. La Constitución de 1987 consagró un sistema presidencialista bastante autoritario.

Al pasar a la oposición, el Frente Sandinista tenía otro dilema: cómo actuar en circunstancias tan difíciles, cómo hacer oposición ante quienes habían estado en contra de la Revolución y la habían combatido con las armas, cómo actuar ante la oleada conservadora que se nos venía encima. Y además, qué relación tener con las organizaciones sociales, con la ciudadanía, con la población. Eran muchos los desafíos, todo era nuevo. Esto agudizó los debates al interior del Frente, debates que ya teníamos antes de la derrota.

En el gran debate que se abrió con la derrota electoral surgió un elemento clave, que es el que más ha influido en la situación actual. Ese debate se centró en las causas de la derrota, en cuál sería la actuación del sandinismo en la oposición y en la demanda de democratización del partido. La corriente encabezada por Daniel Ortega insistió en tratar de retrasar o frenar el proceso de democratización interna del partido dada la situación adversa que atravesábamos. Para entonces, la democratización del Frente era ya una demanda bastante amplia. Se le sumaba el contexto interno, influido por los resultados electorales.

Después de la derrota electoral, la Dirección Nacional salvó su responsabilidad, delegándola en los cuadros intermedios del Frente. Los cuadros intermedios terminaron siendo los grandes culpables de todo. Y en todas partes les volaron la cabeza a todos. En esa tarea Daniel Ortega se empeñó a fondo. Así se preparaba el terreno para lo que sucedería después. Siguiendo a la dirección nacional, la base le echó también la culpa a los cuadros intermedios. Y como los cuadros intermedios era la gente que tenía más autoridad en el partido, la gente que podía debatir de tú a tú con la dirección nacional, una vez que fueron desapareciendo lo que fue quedando del Frente fue una dirección que tenía todo el poder y unos liderazgos de base con muchísimo menos poder.

El segmento que encabezaba Daniel Ortega también se oponía a una reforma constitucional que democratizara el sistema político, de corte presidencialista y autoritario. Eso también provocó rupturas. Finalmente, el grupo de Ortega terminó imponiéndose. Pudo hacerlo también porque cuando llegamos a 1990 Daniel Ortega había estado rodeado de un aparato de propaganda que trabajó mucho para cultivar y consolidar su personalidad.

El cultivo de su personalidad inició a partir de 1983. Primero bajo la tesis de que era necesario concentrar el poder para enfrentar la guerra contrarrevolucionaria. Y después, bajo la tesis de que había que fortalecer personalidades para enfrentar las campañas electorales, primero la de 1984 y después la de 1990. Poco a poco, la figura de Daniel Ortega fue concentrando más y más poder y también teniendo más relieve a nivel público, de manera que cuando perdemos las elecciones él es la personalidad del Frente Sandinista que tiene más ascendencia dentro y fuera del Frente.

¿Por qué fue Daniel y no fue otro dirigente del Frente Sandinista el que ocupó ese lugar? Mi respuesta a esa pregunta es tal vez un poco, un poco… exótica. Yo creo que él llegó ahí por eliminación. Cuando en 1978 se juntaron las tres tendencias del Frente Sandinista se dio un gran debate sobre cuántos miembros en la dirección conjunta que íbamos a formar le tocaban a cada tendencia. La tendencia tercerista reclamaba mayor participación que las otras dos tendencias porque era la más fuerte. Pero lograr eso se volvió un imposible y para volver posible la dirección conjunta se llegó al acuerdo de tres-tres-tres, tres dirigentes de cada tendencia para una dirección nacional de nueve. Naturalmente, la correlación de fuerzas no era tres-tres-tres y ahí comenzó la pugna. Y, obviamente, al triunfo de la revolución el tercerismo trató de ocupar las posiciones de poder más importantes.

El proceso de eliminación comenzó sacando a las dos figuras que tenían más relieve público al momento del triunfo de la revolución, Tomás Borge y Henry Ruiz. Luego se escogió a personalidades que no chimaran demasiado y tuviesen reconocimiento. Entre los que directamente estaban vinculados a cualquiera de las tres tendencias, se eligió a Moisés Hassan, un intelectual, profesor de física, bastante reconocido en los medios universitarios. Era de la tendencia guerra popular prolongada y gozaba de la confianza de los líderes de esa tendencia. Y no sacaba roncha. Luego, Sergio Ramírez, del Grupo de los Doce, un intelectual con prestigio, que gozaba de la confianza del liderazgo de la tendencia tercerista, pero tenía un perfil más amplio y un relieve importante.

Y de la Dirección Nacional del Frente, ¿quién estaría en la Junta de Gobierno? Se pensó en Daniel Ortega, de la tendencia tercerista, porque era un hombre tímido, callado, hábil en la maniobra, pero carente de liderazgo público. Parecía no representar una amenaza para nadie. Así, el tercerismo lograba imponer en la Junta de Gobierno una correlación favorable, acorde a la fuerza con la que contaba.

En la tendencia tercerista el que tenía vínculos en los frentes de guerra era Humberto Ortega y los que andaban en los frentes de guerra eran Víctor Tirado y Germán Pomares “El Danto”. Ésos eran los líderes. Como hombre retraído, no bueno en las relaciones públicas ni en la relación social ni en la relación con las estructuras, Daniel Ortega era la persona ideal. Daba la impresión de que no sería una amenaza para nadie. Ojo: casi siempre los que dan la impresión de no ser una amenaza terminan encaramándose. Fue, por ejemplo, el caso de Joaquín Balaguer en la República Dominicana. Tenía cara de baboso, era un secretario con ascendiente en el trujillato, pero nada más. ¿Por qué eligieron a Balaguer? Porque todo el mundo sintió que no iba a estorbar a nadie y que iba a mantener el estatus quo. Después, Balaguer demostró que tenía el colmillo bien guardado y se reeligió hasta cinco veces.

A Humberto se le consideraba un dirigente con colmillo. Humberto siempre ha tenido colmillo y además siempre lo ha enseñado. En ese sentido es un hombre transparente. Él manejaba los frentes de guerra durante la lucha contra la dictadura, se malmataba con nosotros, teníamos discusiones fuertísimas con él en medio de la guerra. Es un hombre de opiniones fuertes, un hombre que escribía, que tenía sus tesis, que se ocupaba de temas estratégicos… Humberto es como es: apasionado, explícito, de carácter agresivo, bueno a la maniobra, pero también bueno a la tercia. Muy distinto de Daniel.

Daniel Ortega fue cultivando otra personalidad en el camino. La fue cultivando durante los años 80, a medida que se va concentrando poder alrededor de él. Y eso sucede a medida en que va agudizándose la guerra con la Contra. El momento más crítico de la guerra fue 1983. Ese año encuentra a la revolución con una institucionalidad nueva, que ya era fuerte, pero que estaba bastante dispersa. En 1983 había tal desconexión institucional para enfrentar a la Contra y la Contra había avanzado de tal manera que la necesidad de concentración de poder y de concentración institucional fue generalizada. A nivel regional, a nivel departamental, a nivel municipal, a nivel nacional todo se organizó de arriba a abajo, todo se centralizó.

Se crearon entonces mecanismos para vincular las instituciones estatales al partido. Es entonces cuando comienza a apuntalarse el poder institucional de Daniel Ortega, que se coloca como coordinador del Frente Sandinista no recuerdo exactamente el nombre preciso de la figura y como coordinador de la Junta de Gobierno. Todo eso sucede antes de las elecciones de 1984.

En 1985, cuando se celebró una gran asamblea sandinista que revisó la relación del Frente con las organizaciones de masas, aparecieron muchas críticas por la relación vertical que había entre el partido y la base social, una relación de subordinación, una relación autoritaria, de ordeno y mando. Hubo también debate sobre la estructura interna del Frente. Pero la tendencia que se impuso de nuevo en aquel momento fue la de seguir concentrando el poder. Porque, en efecto, la guerra estaba cruda, Reagan había ganado de nuevo las elecciones y sabíamos que iba a cumplir su palabra de atacarnos con todos los fierros.

La elección de 1984 nunca la consideramos una elección desafiante. Porque el candidato que hubiera podido ser competitivo, Arturo Cruz, se bajó del caballo a mitad del camino y no quedó nadie con posibilidades. Participaron siete partidos y la abstención fue elevada, pero esas elecciones no las consideramos un desafío, como sí consideramos las de 1990.

Ya para 1990 se había avanzado bastante en la consolidación de la figura de Daniel Ortega. Entre otras cosas porque el producto que salió de la elección de 1984 fue un Presidente y un Vicepresidente. La Junta de Gobierno dejó de existir y la figura presidencial comenzó a pesar. Daniel ya no coordinaba la Junta, era Presidente y lo era con todos los poderes que tenía en ese momento, y con los que le daba la Constitución de 1987.

En la elección de 1990 sí hubo un juego de personalidades, una verdadera competencia. Y la apuesta del Frente fue la misma: Daniel Ortega sería el candidato. ¿Por qué él de nuevo? Porque cambiar la apuesta hubiera significado introducir en el Frente Sandinista un gran debate. Y si en 1989 alguien hubiera abierto el tema de quién sería el candidato, hubieran aparecido varios: Tomás Borge y algún otro. Si hubiéramos abierto esa discusión en 1989 dentro del Frente se hubieran producido agrupamientos en torno a candidaturas, una situación y un debate desconocidos para nosotros, a los que seguramente les temíamos.

El otro debate que estaba pendiente, el de la relación del Frente con las organizaciones de masas que volvió a surgir en ese momento se resolvió con el acuerdo de hacer un Congreso después de que ganáramos las elecciones. Así que decidimos ir a las elecciones con los mismos candidatos y después hacer un Congreso que revisara a fondo muchos temas, que estaban ahí, pendientes. Apuntalamos a las mismas personalidades, al Presidente y al Vicepresidente.

La campaña electoral de 1989, la de Daniel Ortega presentado a la población como “el gallo ennavajado” terminó de elevar su figura. Pero ya en ese título que se le dio, y en otros muchos mensajes de aquella campaña, se empezaba a expresar la opción del FSLN de hacer política como siempre se había hecho en Nicaragua.

Todos los partidos políticos, y todas las personas, queremos primero transformar la realidad y después viene la tendencia de acomodarnos a la realidad. Eso pasó también con el Frente Sandinista. De manera que el Daniel Ortega que llegó a las elecciones de 1990 estaba ya completamente instalado como una figura de poder político bastante tradicional. Dentro del Frente y fuera del Frente, pero sobre todo fuera del Frente. Dentro todavía había ciertos balances, pero fuera del Frente, la figura de Daniel era indudablemente la de mayor peso. Faltando los cuadros intermedios, se comenzó a desplegar y a establecer el modelo de caudillo y masas, el cultivo de una relación directa y subordinada. En ese modelo, el engranaje de partido que es necesario es uno que esté solamente al servicio del caudillo.

Después de la derrota electoral de 1990 Daniel Ortega va imponiéndose sobre el resto de líderes del Frente. Una parte de esos líderes se repliega. Algunos por razones obvias: tienen que buscar de qué comer. Otros se repliegan porque se repliegan. En el caso de los cuadros intermedios, a los que se les hizo la guerra, se repliegan también porque tenían que buscar un trabajo. Nadie quedó con un cargo, sólo los que quedamos de diputados. Y el ejército de profesionales que tenía el Frente Sandinista cuando perdimos las elecciones era enorme, poco menos de siete mil profesionales. Pero la inmensa mayoría no había terminado la carrera porque se había metido a la revolución, no tenían título de nada.

Y en 1990 había que salir a trabajar para comer. Pero, ¿a trabajar en qué? ¿Con qué título? “Yo soy especialista en organización del movimiento comunal”, “Yo soy especialista en organizar suministros para las milicias”… ¿Quién te va a dar trabajo con eso? Ésos no son oficios en una sociedad post-guerra. Entonces, unos a comprar y vender frijoles, otros a vender telas, otros a vender calzones, otros a buscarse un tramo en el mercado… El ejército de profesionales del Frente salió a buscar de qué vivir. ¿Quiénes quedaron solamente en el aparato del partido? Los que éramos diputados y Daniel Ortega. Nosotros teníamos un salario y él tenía recursos para mantenerse. Eso fue lo que quedó.

Daniel Ortega se ha dado a la tarea de decir que él fue el único que permaneció fiel después de la derrota electoral, el único que andaba del timbo al tambo con la gente. Ciertamente, él era el único que tenía recursos para andar del timbo al tambo. El resto tenía que buscar de qué comer y con qué vivir. Solamente los que habíamos quedado de diputados teníamos asegurado un salario para el debate político. Y exactamente eso fue lo que hicimos: el debate político.

Para mediados de los años 90 Daniel Ortega ya había logrado imponerse en el Frente Sandinista. Lo hizo por dos vías. Por tener el poder de ser la figura pública del Frente de mayor relieve. Y por la ya conocida estrategia de que cada vez que alguno no estaba de acuerdo con él le montaba la campaña: “traidor”, “vendido”, “agente de la CIA, del imperialismo, de la socialdemocracia internacional…” Esa campaña funcionó para mucha gente. Todavía me he encontrado, cinco o diez años después, a gente que me pide disculpas. Una vez un hombre me detuvo en la calle. “Yo quiero pedirle perdón a usted” “¿Y por qué?”, le dije. “Porque dije bascosidades de usted, diciendo que usted era traidora. Y ahora me doy cuenta de que era mentira, que usted tenía razón”.

Y es que la gente no ve argumentos, ve personalidades. Y si Daniel Ortega abre la boca y dice que acostarse con Arnoldo Alemán en la misma cama, desayunar, almorzar y cenar con él, es lo que necesita la revolución, hay mucha gente en el Frente que dice que eso es precisamente lo que necesita la revolución. Y si al día siguiente dice que ya no, mucha gente dirá que ya no. Porque cuando se deifica a una persona la referencia no es la realidad ni los principios ni el programa sino lo que esa persona dice y hace. Cuando Daniel Ortega se alió con Arnoldo Alemán, mucha gente en el Frente decía “Qué inteligente es el comandante, qué bárbaro ese maje, la sacó del estadio con esa alianza”. Pero si la Dora Téllez se aliara con Alemán dirían: “Qué traición la de la Dora Téllez, abandonó los principios y se fue a arrastrar con Arnoldo Alemán”. Así funciona mucha gente.

Lo que en 1995 no estaba completamente claro en el Frente era que Daniel Ortega no se detendría. Que Daniel Ortega estaba dominado por su afán de concentrar más poder. Y no se detuvo. Es más: no se ha detenido. Ni se detendrá por su voluntad. Habrá que detenerlo.

La primera oleada que salió del Frente fuimos nosotros, pero no cedimos. Salimos a formar un partido político, el Movimiento Renovador Sandinista. Para Daniel Ortega lo ideal hubiera sido que nos saliéramos, pero no a hacer un partido, sino que pasáramos a ser un grupo de hablantines dispersos. Después de nosotros vino una segunda oleada, y después la tercera oleada y después la cuarta oleada.Y en Jinotepe recientemente me encontré ya a la quinta oleada… Porque el proceso de concentración de poder incluye ahora a la familia de Ortega. Y eso requiere de la liquidación de los últimos vestigios de los líderes del Frente Sandinista que tienen que ver con el pasado. Les dicen “la chatarra de la revolución”. Ahora quienes forman el partido son jóvenes. ¿Y por qué jóvenes? ¿Porque son buenos? No. Porque ellos pretenden que esos jóvenes sean incondicionales con quienes los están poniendo ahí. Los empujan a no tener espíritu crítico, a obedecer.

El primer proceso que ha llevado a la involución del Frente Sandinista ha sido la concentración de poder, primero en la figura de Ortega, y ahora en la de su familia.

El segundo proceso que ha hecho involucionar al Frente Sandinista es el de pragmatización de la política. Ciertamente, los políticos tienen que ser pragmáticos y la política tiene que ser pragmática porque uno vive en la realidad con otros que no piensan como uno. Y en política siempre hay que negociar, siempre hay que transar para poder convivir. Y la convivencia tiene que ver con tolerancia y con un cierto nivel de transacciones para resolver problemas concretos. Siempre hay que negociar, pero hay que negociar sobre problemas concretos de la gente, sobre temas de fondo que afectan a la gente.

Ya en los años 90, y con fuerza, se percibió en el orteguismo la tesis de que todo era negociable, con tal de conservar, aumentar, mejorar las cuotas de poder, sin importar ni programa ni principios ni los intereses nacionales ni los intereses populares. Esa tesis llevó a Ortega hasta el pacto con Arnoldo Alemán en 1998. Un pacto que Alemán creyó que era como los que se hacían durante el somocismo, que se firmaban, se cumplían y ahí se quedaban: primero repartición de cuotas al 60-40, después al 50-50 y así… La equivocación de Alemán fue creer que el pacto quedaba fijo, como sucedió en los pactos que hizo el somocismo. Lo que para Alemán era un modelo de estabilidad, para Ortega era un trampolín.

Con una obsesión por el poder político, el orteguismo se ha ido quedando sin programa político. Ayer hablaron contra el TLC con Estados Unidos y hoy negocian en el TLC con Estados Unidos, sólo por mencionar un ejemplo. Igual con el FMI y con el Banco Mundial. Antes eran los demonios, ahora son sus “pofis”. Si analizan las decisiones del orteguismo en la Asamblea Nacional verán que un día dicen A y otro día dicen B, el completo opuesto, y no les parece importante ser contradictorios.

En manos de la familia Ortega-Murillo el Frente Sandinista ha quedado huérfano de programa político. La concentración de poder en los Ortega y la hiper-pragmatización de la política ha significado liquidar la tradición de dirección colectiva que tuvo el Frente Sandinista y la orientación política de ser una fuerza con la aspiración de transformar la realidad.

El tercer proceso en la involución y la descomposición del Frente Sandinista es lo que Sergio Ramírez llamó “el huevo de la serpiente”: el dinero. El dinero fue un factor que no entró a jugar en las correlaciones de fuerza en el Frente Sandinista, ni en general en la política nicaragüense de los últimos años, hasta ya adelantados los años 90. La diputada conservadora Miriam Argüello fue Presidenta de la Asamblea Nacional y el salario máximo que lograron los diputados cuando terminó su período creo que eran 1,400 dólares. Y nunca vimos en tiempos de Miriam Argüello ningún otro privilegio para los diputados. El golpe de salarios se produjo después del pacto entre Ortega y Alemán, cuando el salario de cada diputado llegó a casi 5 mil dólares, sumado a otras prebendas.

Con el pacto comenzó también la multiplicación de los altos cargos, la repartidera de cargos y de prebendas. Arnoldo Alemán descubrió que el clientelismo político podía seguir siendo rentable y que en el Frente Sandinista había una cantidad importante de gente que era corruptible y lo único que hacía falta era enseñarles el dinero. Y se los enseñó.

Un cuarto proceso que explica la involución del Frente Sandinista es que ya, previo al pacto de 1998 con Alemán, Daniel Ortega y su grupo habían llegado a la conclusión de que en Nicaragua la política, para ser exitosa, tenía que ser como la política que se había hecho siempre. ¿Y cómo se hizo siempre? Con pactos, con clientelismo, con prebendas, con corrupción y con impunidad. Ahora, en este último tramo, Ortega ha añadido un elemento clave: la familia. Así era la política en la dictadura somocista: familia, pactos, impunidad, corrupción, prebendas y clientelismo político. Y en aquella época, también poder militar. En esta época a Ortega sólo le es necesario neutralizar el poder militar. Y todos los días trata de avanzar en esa dirección.

Ése es el Frente Sandinista de hoy. El orteguismo ha llevado al Frente Sandinista a abandonar totalmente su afán transformador de la sociedad para convertirlo en una continuidad del modelo de actuación política de la dictadura somocista. El Frente Sandinista ha dejado de ser un factor de transformación de Nicaragua para convertirse en un partido que ha vuelto los ojos al modelo somocista para darle continuidad.

El orteguismo ha vaciado de contenido al Frente Sandinista, alejándolo de su propia trayectoria. Como dijo un día Saramago: Daniel Ortega es indigno de su propia historia.

El Frente Sandinista actual dejó de ser un partido revolucionario, dejó de ser un partido de izquierda, dejó de ser un partido con afán de transformar la sociedad nicaragüense. Y dejó de ser un partido. Lo que es ahora es una maquinaria política al servicio de una familia en el poder, con un único objetivo: conservar el poder a toda costa. ¿Para qué conservarlo? Eso ya no importa.

Lo que ha experimentado el Frente Sandinista no es propiamente un proceso de involución. Es un colapso. La involución se fue produciendo durante años. Y hay que reconocerle el mérito a Daniel Ortega: él ha sido la cabeza, el inspirador y el diseñador del proceso que llevó al Frente Sandinista de ser un partido revolucionario a ser un partido legítimamente somocista.

¿Ustedes oyen hablar de alguna dirección en el Frente Sandinista? Y lo digo a título de análisis sociológico y no a título de crítica política. ¿Alguien conoce la dirección del Frente Sandinista? ¿Se reúne el Congreso del Frente Sandinista a deliberar algo? ¿Cuáles son las reglas de ese partido? Lo último que vimos antes de las elecciones municipales de 2011 fueron los reclamos de bases del Frente en unos 40 municipios. Protestaban contra el “dedazo”, contra la imposición que Ortega hizo de los candidatos a alcaldes. ¿Y qué pasó con los que protestaron? Todos fuera, a todos les pasaron la cuchilla. El “dedazo”, la imposición de las candidaturas, sin consulta y sin debate, fue una expresión más de autoritarismo. Todo el que crea que un partido político autoritario dentro puede producir una sociedad democrática fuera, en la sociedad, es iluso. Si un partido político quiere producir transformaciones democráticas en la sociedad, tiene que ser democrático.

¿Qué hubiera hecho Sandino si hubiera seguido las mismas tesis del orteguismo? En febrero de 1934, Sandino se hubiera bajado de la avioneta en Campo Bruce, y en vez de ir a la casa presidencial a firmar la paz con el Presidente Sacasa, se hubiera cruzado la calle y hubiera buscado al embajador de Estados Unidos, Mister Hanna. Y se le hubiera cuadrado y le hubiera dicho: “Yo le voy a asegurar sus intereses en Nicaragua y a cambio déjeme ser Presidente en el próximo período”. Como había hecho Moncada, que se le fue a cuadrar a los gringos y terminó de Presidente.

Sandino pudo hacer eso. Ya le había ganado la guerra a los gringos y era en ese momento la persona más popular en todo el país. Pudo cuadrársele al embajador, pudo pedirle que le quitaran a Somoza de jefe de la Guardia Nacional, pudo pedirle ser él el jefe de la Guardia… Los gringos le hubieran comprado la idea, seguramente hubieran estado fascinados con esa solución… Pero, ¿a qué precio hubiera vendido Sandino “su primogenitura”?

Sandino no se vendía por cuotas de poder, no tenía una política pragmática, no miraba el dinero, quería otra política, otra Nicaragua. Cuando inició la guerra, ¿qué le había dicho Moncada a Sandino? “No seás caballo, te estás haciendo el sacrificado y los pueblos no agradecen”. Y entonces Sandino se le hizo el baboso a Moncada: “Está bien, general, pero ahora tengo que arreglar algo con unos levantiscos que andan por ahí, espéreme un momentito que ya vengo a firmar el papel”. Y Sandino se fue a encabezar a los levantiscos, a hacer la guerra, y después a enfrentar a los gringos, y ya nunca volvió donde Moncada. Y después, mientras Sandino estaba en la guerra, Moncada puso a todos los generales del Ejército Constitucionalista a escribirle cartas a Sandino. Y le escribían y le decían en julio del 27, en agosto del 27, en septiembre del 27: “General, bájese de ese caballo, los campesinos con los que usted anda son brutos, mire que ya nos estamos arreglando con los gringos, mire que los gringos lo van a joder a usted, mire que ya los liberales vamos para arriba, que ya nos dieron las cuotas que nos iban a dar, que usted puede ser jefe político de Matagalpa…”

¿Cómo se terminó la Guerra Constitucionalista? Con prebendas. ¿Qué pidió Moncada para terminar la Guerra Constitucionalista? Las jefaturas políticas de los departamentos considerados liberales. Y se las dieron. Pero Sandino no entró en eso y pasó a combatir a los gringos. Sandino no quería un cargo, una prebenda, quería otra Nicaragua.

¿Hubiera sido Sandino si sigue el camino pragmático de Daniel Ortega? Tuvo delante esa opción: me bajo del caballo, después me arreglo con los gringos, después agarro mi carguito, después voy subiendo en el Partido Liberal, me voy encaramando y después me tiro para Presidente… Pero eso no fue lo que él hizo. Si hubiera hecho eso no estaríamos hablando de él ahora. Él tomó una opción. Y por eso fue el Sandino que conocemos y admiramos.

Hay todavía gente que busca algo que se le parezca al Frente Sandinista de la clandestinidad, al Frente Sandinista que conocieron, al de la Revolución. Y eso ya no existe. El Frente Sandinista revolucionario es sólo historia, y está difunto. ¿Hay posibilidades de que resucite? ¿Pudimos nosotros hacer el cambio desde adentro? No, por eso nos fuimos. En el año 2000 hicimos un último intento, cuando se conformó la Convergencia Nacional, pero años después nos salimos de esa iniciativa, convencidos de que no había ningún camino por esa vía.

Algunos sostenían que se podía dar la pelea dentro. Herty Lewites y Víctor Hugo Tinoco decidieron darla, la dieron a fondo y los sacaron fuera. Todo el que ha querido dar la pelea dentro termina fuera. ¿Hay posibilidades de un cambio desde dentro de esa estructura que es hoy el Frente? Creo que ninguna. ¿Habrá otro candidato que le dé un giro al Frente? No. Mientras Daniel Ortega esté vivo será candidato a la Presidencia. ¿Cambiará Daniel Ortega y decidirá ser democrático y volver a sus principios? No, va a morir en su ley. ¿Alguien dentro del Frente hará el cambio, se atreverá alguien a levantar la mano para decir que no está de acuerdo con lo que está pasando? No, nadie lo hará, no veo a nadie que lo quiera hacer. Lo hizo Herty Lewites, lo hicieron los del “dedazo”. Resultado: nada cambió dentro y a todos los sacaron.

El proceso de involución del Frente Sandinista ha sido un proceso de opciones. Hay momentos en que las fuerzas políticas y las personas toman opciones. ¿Cuál es la opción? ¿Cambiar la sociedad para mejorarla, para que la gente más pobre mejore su condición, para que haya democracia, para que haya participación ciudadana verdadera? ¿O la opción es agarrar un cargo, tener una prebenda, conseguir un puesto, conservar el poder? Siempre es un asunto de opciones.

Nosotros decimos que el modelo en el que se ha instalado hoy Ortega es una dictadura. Hay gente que nos dice que no lo es porque no andan matando en las calles. ¿Y quién ha dicho que los Somoza siempre estuvieron matando en las calles? Eso fue en los momentos de crisis dura y, en especial, en los dos últimos años. En cada una de aquellas crisis, los Somoza reprimían ferozmente y luego se arreglaban con los conservadores y ya todo seguía tranquilo otra vez. Era una dictadura en la que ya la gente había aprendido a guardar silencio, a decir lo que tenía que decir para no buscarse problemas. El éxito de una dictadura es no tener necesidad de garrotear. Una dictadura es exitosa cuando ya uno dice lo que quieren que diga, el otro no dice lo que iba a decir y el otro pide que le paguen para no decir… Y eso ya está pasando en Nicaragua.

¿La política de Chávez y su dinero han influido en el aparataje de poder orteguista y en el modelo político actual? Sin duda. Estamos hablando de 2,500 millones de dólares en estos años, una cantidad de dinero considerable, que ha contribuido poderosamente a consolidar el actual modelo prebendario con el que funciona el orteguismo. Pero un modelo de esta naturaleza, prebendario, familiar, con impunidad, con corrupción, se monta donde una sociedad lo permite y lo soporta.

Chávez puede haber disparado 2,500 millones de dólares, pero si no hubiera habido en la Asamblea Nacional diputados orteguistas que consintieron que ese dinero no pasara por el presupuesto nacional, algo habría cambiado. Nuestros diputados se han quedado solos exigiendo que ese dinero pase por el presupuesto. Hasta cartas le hemos escrito al Presidente Chávez con ese reclamo. No, no tenemos el gobierno que nos merecemos, porque nos merecemos algo mucho mejor. Pero sí tenemos el gobierno que aguantamos.

El MRS tiene 16 años de ser un partido programático y no nos ha sido fácil. Porque siempre nos encontramos con la demanda de que seamos como son los otros partidos. Lograr que en el MRS no haya un estilo clientelista, cultivar la democracia interna, tampoco ha sido fácil. Porque todos en Nicaragua venimos de un molde autoritario en la familia, en la escuela, en la política. Y el molde autoritario es intolerante y sectario. Hoy, el ejercicio democrático al interior del MRS es un esfuerzo deliberado, empujado, pensado, todavía no es fluido. Acabamos de avanzar en un cambio generacional a nivel nacional, pero a nivel departamental tenemos resistencias para el cambio generacional. Porque en Nicaragua el relevo de figuras políticas es muy difícil y los dirigentes se hacen ancianos en el cargo y se mueren sin soltarlo.

En el MRS estamos claros que cambiar la manera de hacer política requiere tiempo y que es un camino más difícil. Lo más fácil hubiese sido votar por la reforma constitucional que quería Ortega para reelegirse legalmente y aceptar el dinero y prebendas que nos ofrecieron entonces. Pero hacerlo nos hubiera puesto en la acera de enfrente y con las mismas mañas.

Las opciones políticas de cambio se configuran en momentos críticos. El Frente Sandinista pasó de 1961 a 1978 siendo una absoluta, total y completa minoría. ¿Qué era el Frente Sandinista en enero de 1978, cuando mataron a Pedro Joaquín Chamorro? Una super-minoría, una ultra-minoría. Para darles una idea de la clase de minoría que éramos, a principios de 1980, a unos meses de iniciada la revolución, se decidió que íbamos a entregar carnets de militantes del Frente. ¿Y cuántos carnets repartimos? Solamente mil. Y tuvimos que hacer un esfuerzo sobrehumano para lograr repartir mil.

La minoría que fue el Frente Sandinista durante tantos años, ¿por qué se convirtió en un factor revolucionario? Porque había sostenido “el punto” y porque supo hacer un planteamiento en el momento de la crisis. No hay que tenerle miedo a ser minoría. Siempre han sido las minorías las que han impulsado los cambios. Decía Lenin que la política es también un asunto de números. Estamos claros de que es así, y especialmente lo es en la política electoral, que es asunto de números. Y el gran problema que tenemos hoy en Nicaragua es que en las urnas ya los números no valen, los votos no valen porque los cuentan siempre a favor de Ortega. Por eso, el primer objetivo es cambiar el sistema electoral.

Hay que decir en honor a la verdad que la oposición en Nicaragua no es una minoría. La elección municipal de noviembre pasado y la elección presidencial de noviembre de 2011 nos demostraron que el orteguismo sigue siendo una fuerza minoritaria en la realidad social nicaragüense. Si los votos se contaran bien, Daniel Ortega ya estaría fuera del poder por la vía cívica. Si el orteguismo fuera mayoritario ¿para qué necesitaría robarse las elecciones? Roba algo quien no lo puede tener legítimamente.

A pesar de todo, yo tengo una visión positiva y optimista de lo que pasa en Nicaragua. Las sociedades, como las personas, tienen procesos de crecimiento en los cuales aprenden, se van moldeando, van acumulando experiencia y energías. Esta sociedad, ciertamente, soporta el modelo orteguista. Pero también lo está cambiando. ¿Ha cambiado, por ejemplo, el papel de las mujeres en Nicaragua? Creo que sí. Es cierto que las siguen garroteando y matando, pero también es cierto que hay más denuncias, que hay más defensa, que hay más trabajo, que hay más conciencia. Y como ésa hay otras corrientes subterráneas en la sociedad que van cambiándonos a nosotros mismos, que cambian el papel con el que nos colocamos ante las realidades, que terminarán cambiando a la sociedad.

Creo, estoy convencida, que la sociedad nicaragüense está en una fase de acumulación, en una fase de maduración. Las revoluciones tienen una gran ventaja: borran el pizarrón, lo dejan limpio y llegamos a escribir en limpio. Pero llegas a escribir en limpio en materia legal, pero no en materia social. Las revoluciones tienen la ventaja de que provocan cambios radicales, pero tienen la desventaja de que esos cambios radicales no siempre son acompañados por el desarrollo propio de la sociedad.

La revolución sandinista produjo cambios profundos, cambió profundamente el diseño de esta sociedad. Desde la perspectiva de historiadora veo que nada de lo que existe ahora puede entenderse sin la revolución sandinista. Hoy estamos parados sobre los cambios que introdujo la revolución sandinista. Pero la hora de la involución, la ola del regreso al pasado, llegó.

Cambiamos leyes, cambiamos instituciones, pero no cambiaron los modelos mentales. Lo que la gente tiene en su cabeza no cambia tan rápido. Y hemos visto, por ejemplo, como en un modelo prebendario como el actual, una Policía que diseñamos para que estuviera al servicio de la comunidad, de la ciudadanía, y que de hecho lo estuvo durante años, se ha convertido ahora en una Policía política, en una Policía al servicio del engranaje de poder de una familia.

¿Qué hacer? Lo que hay que hacer es trabajar para hacer avanzar la conciencia de la gente, martillar sobre el mismo punto con perseverancia, con tenacidad. Hasta que llegue el momento en que el nivel de conciencia produzca resultados radicalmente distintos a los que vemos ahora. Que eso suceda tiene que ver muchas veces con los contextos. ¿Qué va a pasar el día en que el orteguismo no tenga ya dinero para más prebendas?

. Las condiciones económicas que favorecieron al orteguismo están cambiando, y se van a poner progresivamente difíciles. Los precios internacionales de los productos del campo, que han estado muy buenos, están bajando. Y en las ciudades va a golpear con más fuerza el alza de precios. Y el orteguismo se va quedar sin dinero para repartir. La sociedad tendrá que capitalizar políticamente estos cambios. ¿Cuál es la ventaja de optar por la vía cívica en estas circunstancias? Y lo repito: en estas circunstancias. La ventaja de la vía cívica es que se le da un plazo a la sociedad para que madure en otra dirección.

¿Qué hacer? Seguir haciendo lo que hemos hecho: fortaleciendo los liderazgos comunitarios, la organización de las comunidades, la organización de la sociedad. Y en lo que a nosotros nos toca como MRS construir una opción política consecuente con lo que andamos pregonando.

Tenemos la confianza de que todo se va a catalizar en un plazo más corto del que suponemos. Porque ésta es una sociedad agotada del profundo sectarismo que ha inundado el país. El sectarismo de una casta familiar, de castas familiares. El sectarismo en el municipio del secretario político y de su familia discriminando al resto de la gente. ¿Qué nicaragüense cree hoy que las instituciones del Estado nos sirven a todos? Ya nadie lo cree.

La gente está agotada del sistema de reparto prebendario a las castas de poder. Está agotada de hacer fila en el partido para que le den una beca, un trabajo, la matrícula…

La gente en Nicaragua está harta de ser tratada como personas sin dignidad. Cuando a un maestro le dicen que tiene que ir a la fila del orteguismo, ¿qué va a hacer? ¿Decir que no va? ¿Y si tiene cuatro hijos y sólo tiene ese salario? Se va a poner en la fila aunque por dentro proteste porque lo tratan con indignidad. El régimen de Daniel Ortega ha tratado de manera indigna a la inmensa mayoría del pueblo nicaragüense. La ha tratado como limosnera, como objeto, obligándola a hacer cosas contra su voluntad y contra su conciencia.

Eso todos lo tenemos guardado. Eso va a reventar. Eso está ahí. Eso son corrientes subterráneas que ahí van y como toda corriente subterránea buscará cómo salir fuera. Llegará la hora. ¿Qué es lo que tenemos que hacer? Seguir fortaleciendo la dignidad de las personas, seguir fortaleciendo su protagonismo, seguir fortaleciendo su posición, seguir fortaleciendo sus demandas y sus luchas justas. Y seguir organizándonos y actuando para hacer que llegue esa hora.

Dora María Téllez, Comandante guerrillera del FSLN, Ministra de Salud en los años 80, Diputada del FSLN en los años 90, historiadora, fundadora y dirigente del Movimiento Renovador Sandinista (MRS), reflexionó sobre la involución del Frente Sandinista en una charla con Envío que transcribimos.

Última actualización el Domingo, 03 de Marzo de 2013 14:22

Para una teoría jurídica de los indignados

Entrevista al académico portugués Boaventura de Sousa Santos: “El neoliberalismo facilitó el secuestro del derecho por las transnacionales, hasta el punto que la legalidad va a la par con la ilegalidad”

Si bien el sistema imperante en el mundo no tiene respuestas a los requerimientos sociales, como consecuencia de la crueldad del neoliberalismo, las luchas y las protestas de movimientos como los Indignados y los Ocupa, llaman al “optimismo trágico”, afirma el científico social portugués Boaventura de Sousa Santos…

…quien explica que en medio de las múltiples dificultades están surgiendo alternativas sustentadas en lo que denomina sicología de las emergencias y en los nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos que recoge en su teoría de la Epistemología del Sur.

Los presupuestos de la Epistemología del Sur son la ecología de los saberes y la traducción intercultural que proyectan un pensamiento alternativo basándose en experiencias prácticas, en luchas sociales y en trabajos de campo en diversos rincones del mundo.

La ecología de los saberes lo explica De Sousa Santos tanto en sus textos como en sus conferencias es “el diálogo horizontal entre conocimientos diversos, incluyendo el científico, pero también el campesino, el artístico, el indígena, el popular y otros tantos que son descartados por la cuadrícula académica tradicional”. En tanto que la traducción intercultural es el procedimiento que posibilita crear entendimiento recíproco entre las diversas experiencias del mundo.

De esta manera, señala, se pueden asimilar otras concepciones de vida productiva distintas a las del capitalismo reproducidas por la ciencia económica convencional, como por ejemplo el “swadeshi”, estrategia formulada por el mahatma Gandhi que plantea la autosuficiencia económica y el autogobierno; o el “sumak kawsay”, el concepto indígena del buen vivir incorporado en las constituciones de Ecuador y Bolivia y que significa reconocer y aprender de las sabidurías de los pueblos originarios que en América Latina han estado ligadas a la naturaleza y su buen aprovechamiento. Estas experiencias productivas se asientan en la sustentabilidad, solidaridad y reciprocidad.

Al mismo tiempo, este sociólogo andariego e intelectual militante como se define, considera que buena parte del mundo, sobre todo Occidente, está entrando en un proceso postinstitucional por cuanto la política olvidó a los ciudadanos y ello se evidencia en su activa presencia en las calles y plazas que “aún no han sido colonizadas por las transnacionales”.

Plantea por ello la refundación del Estado, pero también de los partidos políticos, sobre todo de los de izquierda, para cambiar no solamente el modelo económico criminal que está acabando con el planeta, sino para organizar de una manera más humana la vida, elevando los niveles de participación democrática y respondiendo de manera satisfactoria los requerimientos y necesidades sociales. Es que, agrega, “los conceptos jurídicos y sociológicos tradicionales o eurocéntricos son ahora muy débiles para enfrenta la realidad social actual”.

Caso patético es la consecuencia funesta generada por el neoliberalismo y su afán de ganancia desaforada al haber superado el ámbito jurídico hasta el punto que hoy no es claro definir lo legal de lo ilegal. “Según los criterios de poder se determina la ilegalidad o legalidad”, sostiene.

Para ahondar sobre estos y otros temas de la conflictividad social del mundo, el Observatorio Sociopolítico Latinoamericano www.cronicon.net entrevistó a Boaventura de Sousa Santos durante su última visita a Bogotá, invitado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes que le hizo entrega de la distinción Sócrates por su aporte a la sociología jurídica, los derechos humanos y la transformación social.

En desarrollo de este acto académico el profesor portugués dictó la conferencia “Para una teoría jurídica de los indignados” .
De Sousa Santos, doctor en Sociología del Derecho de la Universidad de Yale y catedrático de la Universidad de Coímbra, es además director del Centro de Estudios Sociales de esta institución, así como profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes en el área de la sociología jurídica y cumple un papel de activista desde el Foro Social Mundial. Sus múltiples libros, ensayos y artículos periodísticos son referentes del pensamiento alternativo por cuanto analiza con visión aguda y hasta autocrítica temas como la globalización, la sociología del derecho y del Estado, los movimientos sociales, la epistemología y la geopolítica.

La irrupción de los Indignados, punto de partida del cambio social

– No obstante que como bien usted ha señalado los movimientos espontáneos de los Indignados y de los Ocupa no tienen una articulación política, ¿en ellos se estaría gestando un sujeto político que presione los cambios socioeconómicos que requiere el mundo? – Yo estoy seguro que sí, considero que esto es un comienzo, un punto de partida, y por eso varios de los análisis que miran a los Indignados como algo que ya está consolidado están equivocados, porque por el contrario, me parece que este es un síntoma de las cosas malas que están ocurriendo en nuestras democracias y es un inicio de algo que no sabemos cómo va a continuar. Estos movimientos que son de jóvenes no tienen vinculación con los partidos políticos porque muchos de los partidos progresistas perdieron a la juventud, no de ahora sino de mucho tiempo atrás. Ahora mismo vengo de Brasil y una de las discusiones que tuve con los dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT) fue cómo renovar el partido con la participación de los jóvenes. También tuve un encuentro de hip hop, con los jóvenes de las periferias que me acogieron y con quienes trabajé y escribí cosas que después musicalizaron. La revuelta y la rabia de la juventud se expresa en la cultura hip hop de los suburbios de las ciudades y el PT no sabe quiénes son ellos, no conocen que es hip hop, no saben qué es la cultura urbana de nuestros tiempos, entonces hay aquí una distancia entre los partidos políticos y sobre todo de izquierda, con los jóvenes. El segundo elemento que me parece muy importante es que nosotros en la política de izquierda y en la teoría crítica siempre nos preocupó la sociedad civil organizada, nos centramos mucho en la relación partidos-movimientos porque la izquierda eurocéntrica nace como un movimiento que luego se transforma en partido. Después los partidos se desconectaron, asumieron que tenían el monopolio de la representación de los intereses de clase o de grupos sociales y no atendieron los intereses de los movimientos, pero todo ha cambiado en los últimos treinta años sobre todo cuando los nuevos movimientos sociales que defienden los derechos humanos y ciudadanos, de las mujeres, los indígenas, de los campesinos, el derecho a la vivienda, etc., empezaron a tener una presencia muy fuerte frente a los viejos, como el movimiento obrero y los sindicatos. Pero además, los movimientos terminaron compitiendo con los partidos, y ese es el camino que hemos recorrido hasta ahora. El Foro Social Mundial de alguna manera es un síntoma de que los partidos ya no tenían el monopolio de la representación, y al contrario, se daba una gran prioridad a los movimientos sociales y así hemos pasado la década pasada.

El fracaso de la Socialdemocracia – Y por eso la irrupción tan fuerte de los Ocupa y los Indignados… – Los movimientos de los Indignados y de los Ocupa lo que representan es algo nuevo, en el sentido de que nosotros en la teoría crítica y en la política de izquierda nos olvidamos mucho tiempo de que la gran mayoría de las personas no es militante de ningún partido ni se moviliza en movimientos sociales, consideramos que esta gente no es un actor político porque no se organiza para eso. Estos jóvenes han mostrado que hay momentos de definición y entonces surgen y se movilizan por cosas y causas que les merecen respeto, saliendo a la calle, arriesgando empleo, amigos y comodidades. En la izquierda no habíamos conocido cómo es esta dinámica y por esos estamos desarmados. La izquierda está totalmente desarmada porque estos movimientos, en su gran mayoría, están en contra de la política institucional y en rechazo a los partidos sin hacer distinción entre los de izquierda y derecha. Y esto es muy peligroso sobre todo para la izquierda, porque cuando no se hace la distinción sale favorecida la derecha que es la que domina nuestras sociedades, la política, la economía, los medios de comunicación, etc. Y esta crítica de no reconocer la distinción viene realmente de muchos errores institucionales de la izquierda en las últimas dos décadas, específicamente de la socialdemócrata que en Europa y en otros países adoptó lo que en Inglaterra se llamó la Tercera Vía impulsada por el Partido Laborista inglés que luego se propagó por otros continentes y que no fue otra cosa que aceptar el dogma del neoliberalismo. Con esto la izquierda socialdemócrata intentó que el neoliberalismo tuviera una fase humana mediante la aplicación de algunas políticas sociales, pero sustentada en el mercado y en la economía más que en el Estado.

– Un modus vivendi dentro del capitalismo que permitiera minimizar los costos sociales, como lo ha denominado usted en uno de sus libros… – Exactamente. Lo que pasó es que esta izquierda socialdemócrata que pensaba que había una alternativa dentro del marco neoliberal fracasó. Porque de hecho como lo hemos visto claramente en Europa, no hay alternativa alguna dentro del neoliberalismo, y la izquierda que aceptó las recetas y las condicionalidades del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de las agencias que comandan este modelo financiero, terminó desarmada y lo hemos visto en Portugal, en España, en Grecia, con la caída de los partidos socialistas y en Inglaterra con el Partido Laborista del exprimer ministro Gordon Brown. O sea, hubo un colapso de la izquierda socialdemócrata en Europa que nos hace pensar. En contraste, los partidos progresistas que están gobernando algunos países latinoamericanos como Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay y Venezuela no han aceptada las recetas neoliberales y están haciendo lo que podríamos denominar capitalismo de Estado. O sea, un control mucho más grande por parte del Estado de los recursos económicos.
El enfoque económico de los gobiernos progresistas de América Latina

– Usted lo ha definido como una socialdemocracia de nuevo tipo… – Sí, porque se pensaba que podían seguir con el estilo de la socialdemocracia europea que fue un proceso de compatibilizar democracia con capitalismo a través de grandes redistribuciones de riqueza universales, lo que se denominó derechos económicos y sociales, o Estado de bienestar, que se desarrolló en Europa más que en otro continente. Los países latinoamericanos sabían que quizá no sería posible impulsar este tipo de derechos sociales y económicos universales y por eso fueron por otro tipo de políticas sociales que se han concretado en la política de los bonos que no son muy distantes de lo que proponía el Banco Mundial, pero que están dirigidos y enfocados a sectores vulnerables de la población que en los diversos países se distribuyen con diferentes nombres. En Brasil: bolsa familia; en Bolivia; Juancito Pinto; en Argentina: asignación universal por hijo, etc. Son políticas selectivas que no se presentan como derecho social. Pueden ser eliminados si no hay condiciones pero sobre todo no cambian el modelo económico, no hacen una regulación del capitalismo y no permiten, por ejemplo, que las personas vulnerables salgan por sí mismas de la pobreza, ni cuentan con una política, excepto Brasil, para desarrollar formas de economía solidaria ni cooperativa que puedan organizar a esta gente de manera que tenga capacidad de generar ingresos, hacer microempresas y de esta manera deje de necesitar los bonos. Este, entonces, es el modelo de socialdemocracia latinoamericana que hasta ahora ha dado resultado porque coincidió con un periodo de valorización de las materias primas de este continente debido al gran avance de China, lo cual ha permitido que países que tenían déficits comerciales ahora tengan superávit como son los casos de Brasil y Argentina.

– La socialdemocracia europea al poner en marcha políticas neoliberales traicionó su identidad ideológica y como dice el sociólogo argentino Atilio Borón, es mejor el original que la copia, por eso es dable que hayan retornado los gobiernos de derecha en el viejo continente que saben ejecutar de manera más drástica y sin ningún pudor el recetario del libre mercado, ¿no le parece? – Sí, sí, esa es nuestra lectura desde hace algún tiempo, nosotros criticamos este desvío de la socialdemocracia hace más de veinte años cuando todo esto empezó.

– ¿Y la Tercera Vía formulada por el sociólogo inglés Anthony Giddens es una concepción de derecha? – Sí claro, la Tercera Vía fue iniciada en Australia, y Giddens como asesor de Tony Blair después la teorizó para desarrollarla en Inglaterra, aunque fue aplicada en otros países por partidos laboristas y socialdemócratas. Propugna porque hay que aceptar todos los criterios de competencia que el mercado determina para las agencias públicas. Plantea, por ejemplo, un mercado interno para los servicios de salud y educación, fomentado la competencia so pretexto de reducir los costos de esos servicios, abriendo el espacio para que el sector público no se distinga del sector privado. Su objetivo es la ganancia mediante el sistema contributivo de las personas y por eso se inventaron las tasas moderadoras y los copagos que los ciudadanos deben hacer para poder acceder a una cirugía o a una consulta médica. De esa manera, legitimó la entrada del capital privado en los servicios públicos, sobre todo en la salud, en la seguridad social, en la educación y en el sistema de pensiones. Esto a mi juicio fue lo que destruyó toda la socialdemocracia en Europa y es por eso que yo pienso que tiene que refundarse. Vamos a ver lo que va a pasar con el candidato presidencial socialista François Hollande en Francia. Pueda ser que la gente que está descontenta con la políticas de austeridad de Sarkozy le dé la victoria a Hollande, pero éste no tiene ningún programa alternativo que vaya más allá de las condicionalidades del Fondo Monetario Internacional y de la ortodoxia de los capitales financieros no regulados.
El neoliberalismo que produjo la crisis está intentando “resolverla”

– Si bien es evidente que el sistema capitalismo está en una grave crisis, sin embargo el hecho del retorno de gobiernos de derecha en los países europeos y la ortodoxia económica aplicada en Estados Unidos y en no pocos países de América Latina demuestran que hay un robustecimiento del neoliberalismo que sigue favoreciendo a los capitales financieros y a las trasnacionales. ¿No le ve así? – Yo pienso que la crisis del capitalismo es de otro tipo. En términos de corto plazo no hay ninguna señal de crisis, al contrario, podríamos decir, lo que es sorprendente, que el neoliberalismo que produjo la crisis, la está intentando “resolver” entre comillas. Son los mismos banqueros culpables de esta crisis económica los que buscan resolverla. Miremos el caso del portugués Antonio Borges, director del Fondo Monetario Internacional para Europa y vicepresidente de la Goldman Sachs, fue el que organizó la trampa que esta banca de inversión le tendió a Grecia. Este mismo señor está ahora dictando las recetas del Fondo a Europa. Imagínese la promiscuidad entre el capital financiero y la democracia europea que a mi juicio está en suspenso porque el primer ministro griego Lucas Papademos; Mario Monti en Italia; Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, al igual que el propio Borges, vienen de Goldman Sachs. No solo representan al capital financiero sino son de la misma firma, lo cual es algo trágico y pienso que la socialdemocracia ha contribuido por su omisión a un colapso de la Unión Europea que lo veo muy próximo si no hay realmente un acto de desobediencia que tiene que ser muy fuerte para lograr su relanzamiento.

– ¿Y eso ha dado paso a lo que usted llama “democradura” en Europa? – Sí, es eso lo que tenemos. Unas constituciones muy progresistas pero sus prácticas muy reaccionarias y oligárquicas. Constituciones como la portuguesa y la española garantizan todos los derechos pero todos los días esos derechos son eliminados, suspendidos y la Corte Constitucional no interviene, o sea hay una suspensión de democracia que la podemos llamar “democradura” o “dictablanda”. Estos procesos no tienen futuro para la democracia europea y los partidos políticos tiene que ver muy bien lo que está pasando para no caer en los mismos errores.

El neoliberalismo ha llevado a que la legalidad vaya a la par con la ilegalidad – Esta crisis del capitalismo ha dado lugar a lo que usted hacía referencia en su conferencia en la Universidad de los Andes de Bogotá a una confusión de la categorías de ilegalidad, legalidad y los sin ley en buena medida por el fenómeno de la acumulación por desposesión. ¿Cómo explicar esta situación generada por la voracidad capitalista? – Lo que hay es muy complejo porque la democracia en el siglo XX engañó al imaginario popular. Al inicio la democracia liberal no era muy democrática como sabemos porque en su origen solamente los propietarios podían votar, entonces la gran mayoría de la población no sabía que era la democracia. La democracia ganó credibilidad y captó el imaginario popular, como ahora vemos a los Indignados que piden democracia verdadera y real, debido en buena medida a que se institucionalizaron los conflictos sociales, se aceptó que hay divergencias en la sociedad entre capital y trabajo por ejemplo, y que las mismas se deben solucionar de manera pacífica cuya resolución se traduce en la ley y por eso se creó una legalidad, pues antes las clases populares solo conocían la legalidad represiva, no conocían ningún derecho. Se creó entonces un derecho facilitador, protector de los derechos sociales, económicos, auxilio al desempleo, y empezaron a ver que la legalidad era algo más amplio y beneficiosa para las clases populares, eso ha sido el gran engaño de la democracia representativa y liberal porque en las constituciones tanto de Europa y de América Latina se consagra una serie de luchas sociales como derechos, por ejemplo los derechos indígenas que antes eran desconocidos inclusive por la misma izquierda que los consideraba invisibles, lo cual cambió en los últimos veinte años precisamente debido al neoliberalismo, a la represión a los movimientos sociales y la criminalización de la protesta. Lo que ocurrió es que las transnacionales aprendieron la lección según la cual es posible presionar a los gobiernos, influenciar los congresos legislativos para producir leyes a su favor, y por eso ellas mismas produjeron una legislación que es tan legal como la otra, la que protege a las clases populares, pero ahora es una legalidad que les permite hacer cosas que antes no podían hacer. Y por eso se puede decir que lo hacen legalmente, no lo es totalmente legal porque si se observa muchas de esas leyes que se crearon para concesiones de minería y recursos naturales y todo lo referente al extractivismo, tienen una serie de condiciones que se olvidan después, como por ejemplo la protección ambiental, o las violaciones masivas a las consultas indígenas dispuestas en el Convenio 169 de la OIT. Es decir, la legalidad va a la par con la ilegalidad, esto es un gran engaño y lo vamos a ver próximamente en Río+20 en junio de 2011 con toda esta discusión sobre el capitalismo verde, la economía verde, de desarrollo sostenible que es el gran concepto de los últimos treinta años. Todo lo que vamos a observar en esta cumbre de Río no es más que el resultado de un secuestro del derecho por las transnacionales y por eso hablan del capitalismo verde. Para mí el capitalismo solo es verde en los billetes de dólar, no es verde en ningún otro sentido. De esta manera, la legalidad es poco apropiada, pero también porque aumenta la desigualdad social, se inventan amenazas de lucha social en que la seguridad en términos de seguridad militar y policial tiene una fuerza tan grande que se crean formas de estados de emergencia no declarados en muchos países, no es el caso de Colombia, porque este país ha tenido un pasado muy fuerte de estados de sitio o estados de excepción. Cuando estaba aquí realizando mis estudios los estados de excepción eran normales por eso es que Colombia no tuvo dictaduras como otros países de América Latina, eso lo analizábamos en ese entonces, pero ahora hay formas que van más allá de la legalidad, por ejemplo cuando los Estados Unidos matan a dos ciudadanos norteamericanos en Yemen a través de los drones, esto es legalidad, o ilegalidad, esto ya no tiene normas. Porque la ilegalidad exige una norma, digámoslo así, y esto es una cosa completamente nueva.

Extranjerización de tierras, nuevo colonialismo – ¿Como el caso del centro de concentración de Guantánamo? – Guantánamo es lo mismo, es una ausencia total de criterios de legalidad, es más que ilegal, es sin ley. Para entender esto hay que regresar a los siglos XVI y XVII cuando en este continente americano se produjo el exterminio de los indígenas que no era es propiamente ilegal, era sin ley. O sea, como existía la idea de que los indígenas no eran humanos, entonces los conquistadores no aplicaban los criterios de legalidad o de ilegalidad, eran cosas, esclavos. Hoy en el mundo hay rasgos en los que ya no podemos hablar de intervención política social porque a veces son tan crueles y agresivos en contra de ciertas poblaciones que por ser consideradas inferiores no se les aplican los criterios de legalidad, y por eso se presenta la arbitrariedad. Se pueden ver casos por ejemplo en África en este momento donde se viene dando con mucho énfasis la acumulación por despojo, también se da en India y en América Latina con la minería y el extractivismo. En el caso africano se presenta con mucha fuerza a través del acaparamiento y compra de tierras por parte de países como Brasil, China, Corea del Sur que están buscando tener una reserva de tierra fuera de sus respectivos Estados, este es un nuevo colonialismo que no hemos teorizado. La concesión es legal pero luego qué pasa con los campesinos desplazados de sus tierras y de un día a otro se convierten en ocupantes o invasores. ¿Esto es legalidad? Es una acumulación primitiva violenta que actúa de una manera en que no hay ninguna forma de rescate políticamente. Esto no es ilegalidad, es algo más grave, es sin ley, que ocurre dentro de Estados de derecho y de democracias, y este es otro gran reto para las izquierdas, sobre todo de raíz socialdemócrata, que creen en la institucionalidad.

– En medio de este oscuro panorama de la crisis civilizatoria originada por el capitalismo, usted que se confiesa un optimista trágico ha formulado una teoría jurídica de emancipación social así como un nuevo concepto de ciudadanía y de derechos humanos que paulatinamente no solo obtienen apoyo popular sino que se van abriendo paso. ¿Ese no es un motivo para ser moderadamente optimistas? – Sí, lo que ocurre es que el pesimismo es siempre conservador, porque yo puedo ser pesimista si tengo mi salario, tengo mi casa, mi habitación, yo puedo ser nihilista, hasta cínico, porque mi cotidianidad está garantizada. Pero qué pasa con la gente que tiene comida hoy para su familia pero no sabe si tiene para mañana; qué pasa con la gente que está viva hoy pero puede ser víctima de una violencia en la que no esté directamente involucrada; la mayor parte de la población del mundo está en condiciones en las que su supervivencia no está mínimamente garantizada; esta gente no puede ser pesimista. Esta gente tiene que salir a la calle a luchar, a encontrar formas de garantizar su sobrevivencia y la de su familia, no puede paralizarse, son activistas. El problema es que no son activistas políticos en nuestro sentido, son activistas de la vida. Entonces, lo que necesitamos es transformar ese activismo de la vida en activismo político, por eso trabajo mucho con los movimientos sociales y con gente que está en situaciones difíciles y gracias a mi actividad académica y a mi trayectoria los conozco bien por cuanto he compartido con ellos múltiples luchas. Por ello puedo decir que me anima el hecho de que estos sectores sociales no pueden ser pasivos, ellos tienen que tener esperanza. Tenemos que construir día a día la posibilidad de una nueva sociedad, y eso es lo que me da la idea de este optimismo trágico; es decir, la idea de que hay una alternativa pero también muchas dificultades. La tragedia es esa, que hay muchas dificultades que no podemos minimizarlas pero tenemos que saber que no todo está perdido, como decía la gran cantante argentina Mercedes Sosa. Cuando la gente piensa que estamos en el fin de la política, que no hay activismo, y que el neoliberalismo lo ha dominado todo, vienen los Indignados, vienen los Ocupa, la primavera árabe que derrumba a los dictadores, entonces hay siempre en la sociedad las emergencias, lo que llamo la sociología de las emergencias. El nuevo proyecto de investigación que estoy iniciando ahora busca analizar las emergencias para darlas a conocer, porque el problema es que muchas de las luchas maravillosas no son conocidas, de gente que resolvió el problema del agua, de la propiedad, de la ciudadanía, en comunidades de India, de Sudáfrica, y de otros países. La gente en el mundo sigue con esperanza buscando soluciones porque no tiene alternativa, vive una situación demasiado cruel y vergonzosa, por eso no puede cruzar los brazos. Un intelectual militante como me considero, no un teórico de vanguardia porque no lo soy ni quiero serlo, pero sí de retaguardia en el sentido de apoyar a estos movimientos, tiene que teorizar la esperanza en condiciones difíciles, por supuesto, generando un respeto por la gente. Nosotros tenemos una cultura en los partidos de izquierda según la cual la masa de la gente que no está organizada es una masa de maniobra, por lo tanto pensamos por ella y por eso vamos con consignas, con eslóganes para comandarla. No, eso no es así, hoy la gente que se moviliza es porque tiene razones que son suyas, hoy está más preparada. Eso se puede ver en países muy controversiales como Venezuela, donde la gente ha adquirido una cultura política muy interesante, que puede estar con Chávez o contra Chávez, pero está mucho más consciente de las condiciones, de lo que debería ser y lo que es, es mucho más exigente, no puede ser manipulada por ideas abstractas que no le dice nada sobre su cotidianidad. Ese es el respeto por la gente que la izquierda tiene que tener en el inmediato futuro.

Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra (Portugal).

Hoy, en América Latina, Marx ¿sería extractivista?

ALAI AMLATINA, 07/02/2013.- En América Latina siguen avanzando las estrategias enfocadas en minería, hidrocarburos y monocultivos, a pesar que esto significa repetir el papel de proveedores de materias primas y de las resistencias ciudadanas. Este modo de ser extractivista se expresa tanto en gobiernos conservadores como progresistas. Pero como entre estos últimos se esperaba otro tipo de desarrollo, esa insistencia se ha convertido en un nudo político de enorme complejidad.

Para sostener el empuje extractivista se está apelando a nuevas justificaciones políticas. Una de las más llamativas es invocar a los viejos pensadores del socialismo, para sostener que no se opondrían al extractivismo del siglo XXI, y además, lo promoverían.

Seguramente el ejemplo más destacado ha sido el presidente ecuatoriano Rafael Correa, quien para defender al extractivismo lanzó dos preguntas desafiantes: “¿Dónde está en el Manifiesto Comunista el no a la minería? ¿Qué teoría socialista dijo no a la minería?” (entrevista de mayo de 2012).

Correa redobla su apuesta, ya que además de citar a Marx y Engels, le suma un agregado propio que no puede pasar desapercibido: “tradicionalmente los países socialistas fueron mineros”. El mensaje que se despliega es que la base teórica del socialismo es funcional al extractivismo, y que en la práctica, los países del socialismo real lo aplicaron con éxito. Si su postura fuese correcta, hoy en día, y en América Latina, Marx y Engels deberían estar alentando las explotaciones mineras, petroleras o los monocultivos de exportación.

Soñando con un Marx extractivista

Comencemos por sopesar hasta dónde puede llegar la validez de la pregunta de Correa. Es que no puede esperarse que el Manifiesto Comunista, escrito a mediados del siglo XIX, contenga todas las respuestas para todos los problemas del siglo XXI.

Como señalan dos de los más reconocidos marxistas del siglo XX, Leo Huberman y Paul Sweezy, tanto Marx como Engels, aún en vida, consideraban que los principios del Manifiesto seguían siendo correctos, pero que el texto había envejecido. “En particular, reconocieron implícitamente que a medida que el capitalismo se extendiera e introdujera nuevos países y regiones en la corriente de la historia moderna, surgirían necesariamente problemas y formas de desarrollo no consideradas por el Manifiesto”, agregan Hunerman y Sweezy. Sin duda esa es la situación de las naciones latinoamericanas, de donde sería indispensable contextualizar tanto las preguntas como las respuestas.

Seguidamente es necesario verificar si realmente todos los países socialistas fueron mineros. Eso no es del todo cierto, y en aquellos sitios donde la minería escaló en importancia, ahora sabemos que el balance ambiental, social y económico, fue muy negativo. Uno de los ejemplos más impactante ocurrió en zonas mineras y siderúrgicas de la Polonia bajo la sombra soviética. Hoy se viven situaciones igualmente terribles con la minería en China.

No puede olvidarse que muchos de esos emprendimientos, dado su altísimo costo social y ambiental, sólo se vuelven viables cuando no existen controles ambientales adecuados o se silencian autoritariamente las demandas ciudadanas. Tampoco puede pasar desapercibido que aquel extractivismo, al estilo soviético, fue incapaz de generar el salto económico y productivo que esos mismos planes predecían.

Actualmente, desde el progresismo se defiende el extractivismo aspirando aprovechar al máximo sus réditos económicos para así financiar, por un lado distintos planes sociales, y por el otro, cambios en la base productiva para crear otra economía.

El problema es que, de esta manera, se genera una dependencia entre el extractivismo y los planes sociales. Sin los impuestos a las exportaciones de materias primas se reducirían las posibilidades para financiar, por ejemplo, las ayudas monetarias mensuales a los sectores más pobres. Esto hace que el propio Estado se vuelva extractivista, convirtiéndose en socio de los más variados proyectos, cortejando inversores de todo tipo, y brindando diversas facilidades. Sin dudas que existen cambios bajo el progresismo, pero el problema es que se repiten los impactos sociales y ambientales y se refuerza el papel de las economías nacionales como proveedores subordinados de materias primas.

La pretensión de salir de esa dependencia por medio de más extractivismo no tiene posibilidades de concretarse. Se genera una situación donde la transición prometida se vuelve imposible, por las consecuencias del extractivismo en varios planos, desde las económicas a las políticas (como el desplazamiento de la industria local o la sobrevaloración de las monedas nacionales, tendencia a combatir la resistencia ciudadana). El uso de instrumentos de redistribuciones económicas tiene alcances limitados, como demuestra la repetición de movilizaciones sociales. Pero además es costoso, y vuelve a los gobiernos todavía más necesitados de nuevos proyectos extractivistas.

Es justamente todas esas relaciones perversas la que debería ser analizada mirando a Marx. El mensaje de Correa, si bien es desafiante, muestra que más allá de las citas, en realidad, no toma aquellos principios de Marx que todavía siguen vigentes para el siglo XXI.

Escuchando la advertencia de Marx

Marx no rechazó la minería. La mayor parte de los movimientos sociales tampoco la rechazan, y si se escuchara con atención sus reclamos se encontrará que están enfocados en un tipo particular de emprendimientos: a gran escala, con remoción de enormes volúmenes, a cielo abierto e intensiva. En otras palabras, no debe confundirse minería con extractivismo.

Marx no rechazó la minería, pero tenía muy claro donde debían operar los cambios. Desde esa perspectiva surgen las respuestas para la pregunta de Correa: Marx distinguía al “socialismo vulgar” de un socialismo sustantivo, y esa diferenciación debe ser considerada con toda atención en la actualidad.

En su “Crítica al programa de Gotha”, Marx recuerda que la distribución de los medios de consumo es, en realidad, una consecuencia de los modos de producción. Intervenir en el consumo no implica transformar los modos de producción, pero es a este último nivel donde deberán ocurrir las verdaderas transformaciones. Agrega Marx: “el socialismo vulgar (…) ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución”.

Aquí está la respuesta a la pregunta de Correa: Marx, en la América Latina de hoy, no sería extractivista, porque con ello abandonaría la meta de transformar los modos de producción, volviéndose un economista burgués. Al contrario, estaría promoviendo alternativas a la producción, y eso significa, en nuestro contexto presente, transitar hacia el post-extractivismo.

Seguramente la mirada de Marx no es suficiente para organizar esa salida del extractivismo, ya que era un hombre inmerso en las ideas del progreso propio de la modernidad, pero permite identificar el sentido que deberán tener las alternativas. En efecto, queda en claro que los ajustes instrumentales o mejoras redistributivas, pueden representar avances, pero sigue siendo imperioso trascender la dependencia del extractivismo como elemento clave de los actuales modos de producción. Esta cuestión es tan clara que el propio Marx concluye “Una vez que está dilucidada, desde ya mucho tiempo, la verdadera relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás? Entonces, ¿por qué se sigue insistiendo con el extractivismo?

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Huberman, L. y P. Sweezy. 1964. El Manifiesto Comunista: 116 años después. MonthlyReview 14 (2): 42-63.

Marx, K. 1977. Crítica del Programa de Gotha. Editorial Progreso, Moscú.

– Eduardo Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).

Hubiera sido un gran día para la izquierda….

Era un día jueves de febrero de 2013. Luego de décadas de engaño y “retraso” por parte del poder tradicional, el Presidente Funes sancionaba el decreto que permite a nuestros hermanos en el extranjero votar para las elecciones presidenciales (un principio básico en las democracias del mundo). Una gran victoria.

Luego, en la plenaria legislativa, se votaba para convertir el programa “vaso de leche” en ley de la República, para evitar que posibles futuras administraciones, de esas que detestan el “despilfarro”, desaparecieran el programa. El diputado Orestes Ortez, del FMLN, exigía que se reformara el decreto, en el que las fuerzas de siempre habían incluido un párrafo que permitiría sustituir el vaso de leche fresca, producida por nuestros ganaderos, por leche en polvo, en un obvio intento de la derecha de favorecer a las grandes empresas importadoras. Ante la presión, el decreto fue reformado. En altas horas de la noche, la izquierda había ganado otra batalla, junto al pueblo.

Luego, otra victoria. Después de la resistencia y el clamor de “los defensores de los inversionistas extranjeros”, la Asamblea Legislativa nombraba una comisión especial para investigar la corrupción con la que se le entregó, en una privatización debajo de la mesa, el monopolio de la Geotermia a la empresa italiana Enel. Iba a ser un gran día para la izquierda.

ARENA estaba acorralada y sus intenciones descubiertas; mientras, ALBA le daba clases de libre mercado a la ANEP.

Pero en horas de la madrugada, el FMLN introduce otra pieza de correspondencia; el tema: “Reformas a la Ley de Acceso a la Información Pública (LAIP)”. De la forma en la que está redactado el texto, es un golpe a la transparencia que tanto predicamos como oposición, y que como recién partido de gobierno aprobamos. ¿Por qué ahora nos echamos para atrás? ¿Acaso ya no creemos en la transparencia? ¿Por qué le damos armas a ARENA?

El problema inmediato para el pueblo salvadoreño es que se le quitaron los dientes a una ley que había sido el resultado de una lucha que el FMLN impulsó por años y que garantizaba que los funcionarios debíamos de rendir cuentas sobre la utilización de fondos públicos, un elemento vital en las democracias desarrolladas.

Pero el problema más de fondo, al menos para mi, es que entonces ¿por qué luchamos? ¿luchamos para liberar al pueblo de sus opresores de siempre o solo queremos convertirnos en ellos? El pretexto de que ARENA nunca apoyó la reforma cuando fue gobierno y ahora se rasgan las vestiduras para apoyarla es válido para descalificarlos, pero el pueblo ya los descalificó. La pregunta es: ¿Queremos que nos descalifiquen a nosotros también? ¿Por qué no resistimos la tentación de caer en lo mismo que criticamos? ¿Acaso el ser humano no tiene salida?

Conozco muchos diputados del Frente y se que no es su naturaleza estar de acuerdo con esta reforma. Conozco a nuestro candidato, y se que a él la transparencia no le molesta en lo más mínimo, de hecho, si con algo no lo han podido atacar, es de no ser un hombre que siempre ha vivido su vida con honestidad. ¿Por qué no a la transparencia entonces? ¿Qué es lo que queremos cubrir? ¿Hay algo que cubrir?

Posiblemente, más de alguien se molestará conmigo por escribir estas líneas, pero los reto a que busquen en su interior y me digan si lo que digo no es verdad. Y si es verdad, ¿por qué no decirlo? Recuerden: “La verdad es siempre revolucionaria”.

Estamos a tiempo de echarnos para atrás. El FMLN tiene la oportunidad de reivindicarse con su pueblo. Errar es de humanos, corregir es de sabios. Corrijamos.