Donald y la política

Cuando este libro apareció en Chile, hacia poco más de un año que la Unidad Popular había asumido el gobierno. En todos los sectores de la sociedad comenzaba a evidenciarse más o menos dramáticamente que el intento de transformar una realidad pone en tensión al
conjunto de la estructura existente.

Todos los elementos que constituyen el aparato social se reordenan y en este reacomodo surgen conflictos específicos aún en las zonas cuyas formas de existencia parecieran trascender a los proyectos de cambios sociales.

Se volvía a comprobar que la relación estructura / superestructura mantiene un vinculo bastante más estrecho que el vulgarizado por un pensamiento que, aunque se quiere revolucionario, repite
los gestos de un positivismo rigurosamente mecanicista.

En la llamada estructura se subsume, en realidad, la totalidad de las relacione» sociales. Es uno solo, por lo tanto, el momento de cambio, aunque las distintas formas de la organización social sean regidas por legalidades particulares que evocan desiguales tiempos de evolución.

La ilusión de que las transformaciones infraestructurales (económicas) determinan por si los cambios en la cotidianeidad se revierten en su contrario: las viejas formas de vida, características de la sociedad burguesa, suelen consolidarse hasta el punto de neutralizar -cuando no de liquidarlas nuevas estructuras conquistadas.

El caso chileno posee la singularidad de ofrecerse como un confuso campo de contradicciones en el que oficialmente se anuncia el comienzo de un proceso socialista, en los marcos de un orden de raíces estrictamente burguesas, mientras en la realidad actuante el enfrenamiento de clases (cualquiera sea la forma que adquiera en el futuro) sé evidencia en
una creciente conciencia de los polos participantes.

En ese contexto, la aparición de un estudio sobre el pato Donald y la línea de personajes producidos por Disney, viene a perturbar una región postulada como indiscutible; algo así como querer analizar críticamente la belleza de un atardecer. No es extraño, pues, que el libro tuviera una
repercusión aparentemente desmesurada.

Los diarios de la derecha chilena lo leyeron inteligentemente: sus comentarios abandonaron la sección bibliográfica y ocuparon un lugar
en la política. La Asociated Press difundió un alarmado cable entre sus abonados del Mundo y el sacrilegio de hablar contra las creaturas de la empresa Disney fue noticia en diversos puntos del planeta. De simplificación en simplificación, France Soir, el diario de mayor tiraje
en Francia, tituló en primera plana: “El pato Donald contra Allende”, mientras en Chile el diario derechista El Mercurio no demostraba ningún humor para hablar del tema.

Y he aquí un hecho paradojal. La indignada reacción de la derecha contra este texto tiene un punto de partida: las publicaciones de la línea Disney son universalmente aceptadas como entretenimiento, valor lúdico que corresponde a pautas permanentes de naturaleza humana y
que, por lo tanto, se sobrepone a las contradicciones sociales. Sin embargo, mientras afirmaba este enunciado doctrinario, su irritada protesta no hacía más que mostrar la falacia del argumento pro-ecuménico.

Para la burguesía, el pato Donald es inatacable: lo ha impuesto como modele dé “sano esparcimiento para los niños”. De ahí la trascendencia otorgada a éste trabajo. Lo indiscutible se pone en duda: desde el derecho a la propiedad privada de los medios de producción, hasta el derecho a mostrar como pensamiento natural la ideología que justifica
el mundo creado alrededor de la propiedad privada.

El cuestionar los pilares de un ordenamiento que reclama puntos de apoyo inamovibles (ahistóricos, permanentemente verdaderos) compromete su estabilidad. La defensa airada de una manera de entretener señala, por contrapartida, la negativa a aceptar otras, su conformidad con la existente. El problema deja de ser marginal y se vuelve político, muestra su gravedad.

La frivolidad deviene cuestión de estado. No es lo mismo el mundo con el pato Donald que sin él. Mattelart y Dorfman lo dicen en una figura cuya lectura literal confundió a la A. P.:”Mientras su cara risueña deambule inocentemente por las calles de nuestro país, mientras Donald sea poder y
representación colectiva, el imperialismo y la burguesía podrán dormir tranquilos”.

Hablar del pato Donald es hablar del mundo cotidiano el del deseo, el hambre, la alegría, las pasiones, la tristeza, el amor en que se resuelve la vida concreta de los hombres.

Y es esa vida concreta la manera de estar en el mundo la que debe cambiar un proceso revolucionario. Solo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible destrucción del ordenamiento capitalista, porque al fin y al cabo como repetía Ernesto Guevara la revolución no se justifica simplemente por distribuir más alimento a más gente.

Llevado al límite (y si se descartan esquemas feo— ideológicos) bien podría preguntarse para que luchar por dar de comer a los hombres si no es para lanzarlos a imaginar un mundo de infinitas potencias.

En ese mundo de lo cotidiano (que tiene como eje la diaria presencia en la fábrica) el obrero produce plusvalía como condición necesaria para que se reproduzca el sistema capitalista y, en el mismo movimiento, produce la ideología que perpetúa su relación como sociedad. Allí, en su diálogo cotidiano con la máquina (diálogo cuyo esquema simbólico repetirá en su hogar o sus sueños) debe instalarse la subversión si se quiere que el cambio de propiedad de los instrumentos de producción no aparezca como un acontecimiento divorciado de su existencia real.

La ideología, pues, no se ofrece como un terreno epifenoménico donde
“también” (pero más tarde) debe librarse una batalla, según lo afirma una izquierda mostrenca y desanimada. La revolución debe concebirse como un proyecto total aunque la propiedad de una empresa pueda cambiar de manos bruscamente y lo imaginario colectivo
requiera un largo proceso de transformación.

Si desde el primer acto el poder no se postula como cambio ideológico, las buenas intenciones de hacer la revolución concluirán inevitablemente en una farsa.
En ese mundo de lo cotidiano se verifica, igualmente; el papel del andamiaje jurídico institucional reproductor de la ideología dominante, uno de cuyos instrumentos más eficaces lo constituyen los medios de comunicación de masa. En la frecuentación permanente con las
ideas de la clase hegemónica de la sociedad la que posee materialmente los medios e impone el sentido de los mensajes que emite los hombres elaboran su manera de actuar, de observar la realidad.

Es preciso, por lo tanto, escapar de ese orden y descodificarlo desde otra visión del mundo, es necesario re-comprender la realidad para lograr modificarla. Si esto no se entiende, si la “lucha ideológica” no adquiere primordial importancia, se castra la función del proceso revolucionario que tiende, básicamente a reordenar el sentido de los actos concretos.

Sólo desde otra manera de concebir el mundo puede asignarse un valor al cambio de las estructuras. A la inversa, la aceptación aerifica de las pautas culturales establecidas, significa la consagración del mundo heredado. Aún cuando, es preciso repetirlo, haya cambiado de manos la propiedad de los medios de producción.

Lo que interesa es el funcionamiento de la estructura y no sus presuntos contenidos: que el patrón sea uno u otro, que el administrador sea funcionario de una empresa privada o del estado, no modifica, sin
más, la relación que los obreros establecen con la producción. El salto cualitativo se refiere a las características que asume esta relación, a la cultura que se generó a partir de las formas concretas de una existencia que tienda a la creciente participación de todos en todo.

Esto que resulta comprensible para el plano de las relaciones económicas, no lo es tanto cuando se habla de productos del pensamiento. La ideología que privilegia esta región de la producción suele mantenerse sin modificaciones aun en las sociedades, que han transformada su estructura económica, y muestra el grado de permanencia de una formación
inconsciente, a la vez que delata las carencias de la elaboración materialista en este terreno.

La idea burguesa del trabajo intelectual como no productivo insiste por un lado en mantener la dicotomía consagrada por la división social del trabajo y, par otro, en marginarla de los conflictos en que necesariamente participa la producción de bienes materiales.
Aparentemente hay territorios de lo “humano” donde la lucha de clases no se verifica. Por ejemplo en los atributos asignados a la niñez: pureza, ingenuidad. Para leer al pato Donald muestra lo contrario: nada escapa a la ideología. Nada, por, lo tanto, escapa a la lucha de clases. Para leer al pato Donald tiende a develar los mecanismos específicos por les que la
ideología burguesa se reproduce a través de los personajes de Disney.

La lectura que se ofrece trasciende la opacidad de la denotación para indagar en la estructura de las historietas, para mostrar el universo de connotaciones que desencadena y que se instala en un nivel superior de significación ocupando el lugar fundamental en la comprensión del
mensaje.

¿Es preciso añadir que no se trata de tomar el caso Donald como si fuera el único enemigo? Donald es la metáfora del pensamiento burgués que penetra insensiblemente en los niños a través de todos los canales de formación de su estructura mental. Es la manifestación simbólica de una cultura que vertebra sus significaciones alrededor del oro y que lo inocente al despegarlo de su función social.

Si el capital es tal en tanto constituye una relación social, el oro acumulado por un avaro como Tío Rico no tiene ninguna responsabilidad. Es neutro. El dinero no aparece como un elemento de relación entre un capitalista y la sociedad, por lo tanto pasible de injusticias. El afán de dinero de Tío Rico (expresión máxima de una
constante de los personajes) es apenas una perversión individual: la del avaro que se fascina en la contemplación de su fortuna, pero no la utiliza.

El dinero pierde la propiedad fetichizante del poder, para convertirse en objeto de una psicología individual más o menos patológica. En la misma línea, todos los personajes emergen como erupciones psicológicas y
no como productos de relaciones sociales. Al lado del “avaro” existe “el inventor”, “los niños malos”, “los niños buenos”. Son conductas abstractas las que se interrelacionan y no funciones concretas de un ordenamiento social.

Si esta reiteración de psicologías recortadas y unilineales se ofrece en todas las historietas infantiles, en el caso de los personajes de Disney la significación es paradigmática dado que sus actores aparecen ligados estrechamente al mundo del niño. Superman no almuerza con el pequeño lector, pero las travesuras de los sobrinos de Donald son las de sus
compañeros de escuela.

El mundo lineal, el mundo de psicologías actuantes, es su mundo
cotidiano. El modela de la revista pasa a ser el modelo de sus relaciones inmediatas. Batmandesencadena las fantasías superpoderosas que repiten los más antiguos mitos. Los personajes de Disney, en cambio, no son míticos. Son axiológicos: en este mundo se actúa por interés, en
este mundo se engaña, en este, el de todas los días, se establecen las diferencias entre los hombres.

Ya estamos lejos de la anécdota Disney. Estamos en el campo en que la inteligencia de la derecha chilena y la histeria de las agencias norteamericanas ubicaron el libro: el de la política. Menos sagaz, o más ganada por la ideología burguesa que ha segmentado las áreas
del conocimiento, alguna izquierda no supo ver la importancia del combate empeñado y reclamó, en Chile, otras prioridades. No se supo otorgar a este libro su valor de anécdota ejemplar.

No se comprendió que la lucha por un mundo distinto no admite
compartimentaciones y debe entablarse contra todas las formas de la propiedad privada que anidan en las estructuras culturales vigentes y que ofrecen como naturales, oposiciones que son producto de las relaciones sociales existentes en la sociedad clasista: maestro vs. alumno,
administrador vs. obrero, periodista vs. consumidor de noticias, hombre vs. mujer, humor vs. trascendencia, entretenimiento vs. política.

Al no aceptar la necesaria ruptura que la revolución debe efectuar con el mundo anterior, las maneras de la conducta humana propias de la sociedad burguesa son imaginadas como convenientes a un hombre abstracto que permanece constante a través de los tiempos, se insiste en una moral adecuada a los intereses de los explotadores para erigirla en valor que sólo requiere perfeccionamiento a través de una historia única.

Desde la circunstancia chilena donde surgió, Para leer al pato Donald se define como un instrumento claramente político que denuncia la colonización cultural común a todos los países latinoamericanos. De allí su tono parcial y polémico, la discusión apasionada que recorre sus páginas, su declarada vocación de ser útil que le hace prescindir de preciosismos eruditos. Evocando un pasaje ya citado en estas líneas, un comentario periodístico sostenía que si el enemigo de Allende es el pato Donald, el actual presidente chileno podía sentirse tranquilo.

A su vez, podríamos seguir parafraseando y afirmar que si el combate contra el modo de vida burgués se reduce a libros como éste, las revistas de la línea Disney tienen por el momento su venta asegurada y Para leer al pato Donald habrá perdido la batalla: el pato Donald seguirá siendo poder y representación colectiva. Su éxito, en cambio, estará logrado
cuando, negándose a si mismo como objeto, pueda ayudar a una práctica social que lo borre, reescribiéndolo en una estructura distinta que ofrezca al hombre otra concepción de su relación con el mundo.

Entonces no serán necesarios estos libros: la gente no comprará las
revistas de Disney. Mientras tanto, sirve de alarmado toque de atención. La apuesta por el socialismo es definitiva y para conquistarlo es preciso cortar una a una las siete cabezas de un dragón que sabe regenerarlas en formas insospechadas. Es estimulante saber, con todo,
que se trata de un dragón de papel.

CTOR SCHMUCLER

PRO-LOGO, PARA PATÓLOGOS

El lector que abre este libro seguramente se sentirá desconcertado. Tal vez no tanto porque observa uno de sus ídolos desnudado, sino más bien porque el tipo de lenguaje que aquí se utiliza intenta quebrar la falsa solemnidad con que la ciencia por lo general encierra su
propio quehacer. Para acceder al conocimiento, que es una forma del poder, no podemos seguir suscribiendo con la vista y la lengua vendadas, los rituales dé iniciación con que las sacerdotisas de la “espiritualidad” protegen y legitimizan sus derechos, exclusivos, a pensar y
a opinar.

De esta manera, aun cuando se trata de denunciar las falacias vigentes, los investigadores tienden a reproducir en su propio lenguaje la misma dominación que ellos desean destruir. Este miedo a la locura de las palabras, al futuro como imaginación, al contacto permanente con el lector, este temor a hacer el ridículo y perder su “prestigió” al
aparecer desnudo frente a su particular reducto público, traduce su aversión a la vida y, en definitiva, a la realidad total. El científico quiere estudiar la lluvia y salé con un paraguas.

Desde luego, no se trata de negar aquí la racionalidad científica, o su ser específico, ni de establecer un burdo populismo; pero sí de hacer la comunicación más eficaz, y reconciliar el goce con el conocimiento.

Toda labor verdaderamente crítica significa tanto un análisis de la realidad como una autocrítica del modo en que se piensa comunicar sus resultados. El problema no es mayor o menor complejidad, más o menos enrevesado, sino una actitud que incluye a la misma ciencia como uno de los términos analizados.

Este experimento, que los lectores tendrán que juzgar, no como consumidores, sino como productores, se facilitó al reunir a dos investigadores que hasta ahora han permanecido en áreas prefijadas por la división del trabajo intelectual, ciencias sociales y ciencias humanas,
que forzó a cada uno a entrar en otro tipo de acercamiento a la realidad y a la forma de conocerla y comunicarla.

Algunos, mal acostumbrados por el individualismo, rastrearán frase
por frase, capítulo por capítulo, recortando, buscando lo que a cada cual le pertenece, tal vez con la intención de restaurar esta división social del trabajo que los deja tan cómodamente instalados en su sillón, en su cátedra. Este libro, a menos de usar una computadora histérica
que separe letra por letra, es un esfuerzo de concepción y redacción conjuntas.

La próxima labor que nos proponemos es hacer una amplia divulgación, aún más masiva, de las ideas básicas que recorren este libro, que desafortunadamente no pueden ser comprendidas, debido al nivel educacional de nuestros pueblos, por todos los lectores a los cuales quisiéramos llegar. El ritmo de penetración masiva de estas críticas no puede obedecer a la misma norma populachera con que la burguesía vulgariza sus propios valores.

Agradecemos a los compañeros estudiantes del CEREN (U. Católica) y del seminario sobre “subliteratura y modo de combatirla” (Depto. de Español, U. de Chile) por sus constantes aportes individuales y colectivos a esta temática.

Ariel Dorfman, miembro de la División de Publicaciones Infantiles y Educativas de Quimantú, pudo participar en la terminación de este libro gracias a la comisión de servicios que le otorgó el Depto. de Español de la U. de Chile, y Armand Mattelart, jefe de la sección de Investigación y Evaluación en Comunicaciones de Masas de Quimantú y profesor investigador del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, gracias a una medida parecida.

4 DE SEPTIEMBRE, 1971.

INTRODUCCIÓN: INSTRUCCIONES PARA LLEGAR A GENERAL
DEL CLUB DISNÉYLANDIA

“Mi perro llega a ser un salvavidas famoso y mis sobrinos serán brigadieres-generales. ¿A qué mayor honor puede aspirar un hombre?”.
Pato Donald, en Disneylandia, Nº 422.

“Ranitas bebés, algún día serán Uds. ranas grandes que se venderán muy caras en el mercado. Voy a preparar un alimento especial para apresurar su desarrollo”.
Pato Donald, en Disnéylandia, No. 451.

Sería falso afirmar que Walt Disney es un mero comerciante. No se trata de negar la industrialización masiva de sus productos: películas, relojes, paraguas, discos, jabones, mecedoras, corbatas, lámparas, etc., inundan el mercado. Historietas en cinco mil diarios, traducciones en más de treinta idiomas, leído en cien países. Sólo en Chile, según el propio auto-bombo de la revista, estas emisiones culturales reclutan y satisfacen cada semana más de un millón de lectores y, ahora convertida fantásticamente en la Empresa Editoría Pincel (Publicaciones Infantiles Sociedad Editora Ltda.), Zig-Zag abastece todo el continente latinoamericano con las publicaciones del sello Walt Disney.

En esta base de operación nacional, donde tanto se vocifera acerca del atropello (y sus sinónimos: amedrentar, coartar, reprimir, amenazar, pisotear, etc.) de la libertad de prensa, este grupo económico, en manos de
financistas y filántropos del régimen anterior (1964-1970), hace menos de un mes se ha dado el lujo de elevar varios de sus productos quincenales al rango de semanarios.

Más allá de la cotización bursátil, sus creaciones y símbolos se han transformado en una reserva incuestionable del acervo cultural del hombre contemporáneo: los personajes han sido incorporados a cada hogar, se cuelgan en cada pared, se abrazan en los plásticos y las
almohadas, y a su vez ellos han retribuido invitando a los seres humanos a pertenecer a la gran familia universal Disney, más allá de las fronteras y las ideologías, más acá de los odios y
las diferencias y los dialectos.

Con este pasaporte se omiten las nacionalidades, y los personajes pasan a constituirse en el puente supranacional por medio del cual se comunican
entre sí los seres humanos. Y entre tanto entusiasmo y dulzura nos nubla su marca de fábrica registrada.

Disney, entonces, es parte — al parecer inmortalmente— de nuestra habitual representación colectiva. En más de un país se ha averiguado que el Ratón Mickey supera en popularidad al héroe nacional de turno. En Centroamérica, las películas programadas por la AID para introducir los anticonceptivos son protagonizadas por los monos del “Mago de la
Fantasía”. En nuestro país, a raíz del sismo de julio (1971), los niños de San Bernardo mandaron revistas disneylandia y caramelos a sus amiguitos terremoteados de San Antonio*.

Y un magazine femenino chileno proponía, el año pasado, que se le otorgara a Disney el premio Nobel de la Paz. No debe extrañar, por lo tanto, que cualquiera insinuación sobre el mundo de Disney sea
recibida como una afrenta a la moralidad y a la civilización toda. Siquiera susurrar en contra de Walt es socavar el alegre e inocente mundo de la niñez de cuyo palacio él es guardián y guía.

A raíz de la aparición de la primera revista infantil de la Editorial del Estado, de inmediato salieron á la palestra los defensores. Una muestra (del tabloide La Segunda*, 20 de julio, 1971)

1:“La voz de un periodista golpeó hondo en un micrófono de una emisora capitalina. En medio del asombro de sus auditores anunció que Walt Disney sería proscrito de Chile. Señaló que los expertos en concientización habían llegado a la conclusión de que los niños chilenos
no podían pensar, ni sentir, ni amar, ni sufrir a través de los animales”.

“Por consiguiente, en reemplazo del Tío Mc Pato, de Donald y de sus sobrinos, de Tribilín y el Ratón Mickey, los grandes y pequeños tendremos, en lo sucesivo, que habituarnos a leer y seguir las historietas que describan nuestra realidad nacional, la que de ser como la pintan los escritores y panegiristas de la época que estamos viviendo, es ruda, es
amarga, es cruel, es odiosa. La magia de Walt Disney, consistió; precisamente, en mostrar en sus creaciones el lado alegre de la vida. Siempre hay, entre los seres humanos, personajes que se parecen o asemejan a aquellos de las historietas de Disney”.

“Rico Mc Pato es el millonario avaro de cualquier país del mundo que atesora dinero y se infarta cada vez que alguien intenta pellizcarle un centavo; pero quien a pesar de todo suele mostrar rasgos de humanidad que lo redimen ante sus sobrinos-nietos.”

“Donald es el eterno enemigo del trabajo y vive en función del familiar poderoso. Tribilín no es más que el inocente y poco avisado hombre común que es siempre victima de sus propias torpezas que a nadie dañan, pero que hacen reír.”

“Lobo y Lóbito es una obra maestra para enseñar a los niños a diferenciar el bien del mal, con simpatía, sin odio. Porque el mismo Lobo Feroz, llegada la oportunidad de engullir a los tres chanchitos, tiene cargos de conciencia que le impiden consumar sus tropelías.”

“El Ratón Mickey, por último, es el personaje por antonomasia de Disney. ¿Quién que no se considere ser humano no ha sentido calar hondo en su corazón durante los últimos cuarenta años con la sola presencia de Mickey? No le vimos hasta una vez de “aprendiz de brujo” en una inolvidable cinta qué hizo delicias de chicos y grandes, sin que se perdiera una nota de la magistral música de Prokofiev (NOTA: se refiere sin duda al músico Paul Dukas).

Y qué decir de Fantasía, aquella prodigiosa lección de arte llevada al celuloide por Disney, movidos los artistas, las orquestas, los decorados, las flores, y, todos los seres animados por la batuta de Leopoldo Stokowski. Y conste que allí, para darle mayor realce y realismo a una de
las escenas, correspondió a los elefantes nada menos que ejecutar, de graciosísima manera, “La danza de las libélulas” (NOTA: se refiere sin duda a “La danza de las horas”).

“¿Cómo puede decirse que no es posible enseñar a los niños haciendo hablar a los animales? ¿No se les ha visto a ellos entablar tiernos diálogos con sus perros y gatos regatones, mientras éstos se adaptan a sus amos, y demuestran, en un movimiento de sus orejas, en un ronroneo, qué entienden y asimilan los mensajes y órdenes que se les dan?

¿Acaso las fábulas no están repletas de enseñanzas valiosas en donde son los animales los que nos enseñan cómo debemos de hacer y comportarnos ante las más variadas circunstancias?”

“Hay una, por ejemplo, de Tomás de Iriarte que nos pone en guardia frente al peligro que se corre cuando se adoptan actitudes rectoras y de obligatoriedad para quien trabaja para el público. No siempre la masa acepta a fardo cerrado que le den lo que le ofrezcan”.

El que dictaminó estas palabras es el dócil vocero de alguna de las ideas prevalecientes acerca de la niñez y la literatura infantil que transitan por nuestro medio. Ante todo, se implica que en el terreno de la entretención no debe penetrar la política, y menos aún tratándose de tiernos. Los juegos infantiles asumen sus propias reglas y código: es una esfera autónoma y extrasocial (como la familia disneylandia), que se edifica de acuerdo, con las necesidades
1 La Segunda, Santiago, 20 de julio de 1971, p. 3.

psicológicas del ser humano que ostenta esa edad privilegiada. En vista de que el niño, dulce, manso, marginado de las maldades de la existencia y los odios y rencores de los votantes, es apolítico y escapa de los resentimientos ideológicos de sus mayores, todo intento por politizar
ese espacio sagrado terminará por introducir la perversidad donde ahora reinan la felicidad y la fantasía. Como los animales tampoco toleran las vicisitudes de la historia y no pertenecen ni a derecha ni a izquierda, están pintados para representar ese mundo sin la polución de los
esquemas socioeconómicos.

Los personajes son tipos humanos cotidianos, que se encuentran
en todas las clases, países y épocas. Por eso, es posible un trasfondo moral: el niño aprende el camino ético y estético adecuado. Es cruel e innecesario arrancarlo de su recinto mágico, porque éste corresponde a las leyes de la madre naturaleza: los niños son así, los dibujantes y
guionistas interpretan experta y sabiamente las normas de comportamiento y las ansias de armonía que el ser humano posee a esa edad por razones biológicas.

Es evidente, por ende, que todo ataque a Disney significa repudiar la concepción del niño qué se ha recibido como válida, elevada a ley en nombre de la condición humana eterna y sin barreras. Hay anticuerpos automágicos que enmarcan negativamente a todo agresor en función de
las vivencias que la sociedad ha encarnado en la gente, en sus gustos, reflejos y opiniones, reproducidos cotidianamente en todos los niveles de la experiencia, y que Disney no hace sino llevar a su culminación comercial.

De antemano el posible ofensor es condenado por lo que se ha dado en llamar la “opinión pública”, un público que opina y da su consenso según las enseñanzas implícitas en el mundo de Disney y que ya ha organizado su vida social y familiar de acuerdo a ellas.

Es probable que el día después de que este libro salga a la venta, se publicará uno que otro artículo estigmatizando a los autores. Para facilitar la tarea a nuestros contrincantes, y para uniformizar sus criterios (en la gran familia de los diarios de la burguesía criolla), se
sugiere la siguiente pauta, que se ha realizado tomando en cuenta el apego de los señores periodistas a la filosofía de esas revistas:

INSTRUCCIONES PARA SER EXPULSADO DEL CLUB DISNEYLANDIA

Los responsables del libro serán definidos como soeces: e inmorales (mientras que el mundo de Walt Disney es puro), como archicomplicados y enredadísimos en la sofisticación y refinamiento (mientras que Walt es franco, abierto y leal), miembros de una élite avergonzada (mientras que Disney es el más popular de todos), como agitadores políticos (mientras que el mundo de W. Disney es inocente y reúne armoniosamente a todos en torno a planteamientos que nada tienen que ver con los intereses partidistas), como calculadores y amargados (mientras que Walt D. es espontáneo y emotivo, hace reír, y ríe), como subvertidores de la paz
del hogar y de la juventud (mientras que W. D. enseña a respetar la autoridad superior del padre, amar a sus semejantes y proteger a los más débiles), como antipatrióticos (porque siendo internacional, el Sr. Disney representa lo mejor de nuestras más caras tradiciones autóctonas) y por último, como cultivadores del “marxismo-ficción”, teoría importada desde tierras extrañas por “facinerosos forasteros”2 y reñidas con el espíritu nacional (porque el Tío Walt está en contra de la explotación del hombre por el hombre y adelanta la sociedad sin clases del futuro).

2 Palabras textuales de Lobito Feroz en Disneylandia Nº 510.

PERO MÁS QUE NADA, PARA EXPULSAR A ALGUIEN DEL CLUB
DISNEYLANDIA, ACUSARLO (REITERADAMENTE) DE QUERER LAVAR EL CEREBRO DE LOS NIÑOS CON LA DOCTRINA DEL GRIS REALISMO SOCIALISTA, IMPUESTA POR COMISARIOS.

Y por fin, con esto, encalamos en la peor de las transgresiones: atreverse a poner en duda lo imaginario infantil, es decir, ¡horror!, cuestionar el derecho de los niños a consumir una literatura suya, que los interpreta tan bien, fundada y cultivada para ellos.

No cabe duda que la literatura infantil es un género como cualquier otro, acaparada por subsectores especializados dentro de la división del trabajo “cultural”. Otros se dedican a las novelas de cowboy, a las revistas eróticas, a las de misterio, etc. Pero por lo menos estas últimas se dirigen a un público diversificado y sin rostro, que compra anárquicamente. En el caso del género infantil, por el contrario, el público ha sido adscrito de antemano, especificado biológicamente.

Esta narrativa; por lo tanto, es ejecutada por adultos, que justifican sus motivos; estructura y estilo en virtud de los que ellos piensan que debe ser un niño. Llegan incluso a citar fuentes científicas o tradiciones arcaicas (“es la sabiduría popular e inmemorial”) para establecer cuáles son las exigencias del destinatario. El adulto difícilmente podría proponer
para su descendencia una ficción que pusiera en jaque el porvenir que él desea que ese pequeño construya y herede.

Ante todo, el niño —para estas publicaciones— suele ser un adulto en miniatura. Por medio de estos textos, los mayores proyectan una imagen ideal de la dorada infancia, que en efecto no es otra cosa que su propia necesidad de fundar un espacio mágico alejado de las asperezas y conflictos diarios.

Arquitecturan su propia salvación, presuponiendo una primera
etapa vital dentro de cada existencia, al margen de las contradicciones que quisieran borrar por medio de la imaginación evasiva. La literatura infantil, la inmaculada espontaneidad, la bondad natural, la ausencia del sexo y la violencia, la uterina tierra de Jauja, garantizan su propia redención adulta: mientras haya niños habrá pretextos y medios para autosatisfacerse con el espectáculo de sus autosueños.

En los textos destinados a los hijos, se teatraliza y se repite hasta la saciedad un refugio interior supuestamente sin problemas. Al regalarse su
propia leyenda, caen en la tautología: Se miran a sí mismos en un espejo creyendo que es una ventana. Ese niño que juega ahí abajo en el jardín es el adulto que lo está mirando, que se está purificando. Así, el grande produce la literatura infantil, el niño la consume. La participación del
aparente actor, rey de este mundo no-contaminado, es ser público o marioneta de su padre ventrílocuo. Este último le quita la voz a su progenie, se arroga el derecho, como en toda sociedad autoritaria, a erigirse en su único intérprete.

La forma en que el chiquitito colabora es prestándole al adulto su representatividad. ¡Pero, un momento, señores! ¿Los niños acaso no son así? En efecto, los mayores muestran a los más jóvenes como una prueba de que esa literatura es esencial, corresponde a lo que el mismo niño pide, lo que reclama gustoso. Sin embargo, se trata de un circuito cerrado: los niños han sido gestados por esta literatura y por las representaciones colectivas que la permiten y fabrican, y ellos para integrarse a la
sociedad, recibir recompensa y cariño, ser aceptados, crecer rectamente, deben reproducir a diario todas las características que la literatura infantil jura que ellos poseen. El castigo y la gratificación sostienen este mundo. Detrás del azucarado Disney, el látigo. Y como no se les
presenta otra alternativa (que en el mundo de los adultos sí existe, pero que por definición no es materia para los pequeños), ellos mismos presienten la naturalidad de su comportamiento…

El neoanarquismo

Barcelona, 21 de mayo de 2005. Nuestra época no es la del fin de las ideologías, sino del renacimiento de aquellas que encuentran eco en la experiencia presente. Tal es el caso del anarquismo, dado por muerto y enterrado por sus numerosos sepultureros y que, bajo nuevas formas y expresiones, parece gozar de excelente salud en los movimientos sociales que brotan por doquier desde las profundidades de la resistencia a un desorden global cada vez mas destructivo. Basta con seguir los debates, presenciales o por internet, en el movimiento contra la globalización capitalista para constatar la presencia dominante de los temas anarquistas de autoorganización y de oposición a cualquier forma de Estado (“¡que se vayan todos!”).

Y aunque los intelectuales de la vieja izquierda, sobre todo en América Latina, aún se encaraman al podio de las arengas mediáticas del movimiento, las simpatías mayoritarias van hacia formas apenas organizadas y generalmente autogestionadas de la movilización y del debate, como era evidente en el último Foro Social Mundial en Porto Alegre. También en el ámbito teórico-político, las tesis autonomistas, cercanas de la matriz histórica anarquista, articuladas por ejemplo por Michael Hardt y Toni Negri, y por el grupo de la revista Multitudes, heredera directa del mayo del 68 francés, están alcanzando hoy día una amplia difusión (el ultimo libro de Hardt y Negri, titulado precisamente Multitudes, incluso tiene un rango muy alto en la lista de ventas de Amazon.com).

Y aunque los anarquistas organizados no son muchos (por ejemplo, en España el periódico CNT tiene unos 6.000 suscriptores y el sindicato CGT, al que yo sitúo en la tradición libertaria, cuenta con unos 100.000 afiliados), las ideas antiestatistas, de internacionalismo solidario y la afirmación de la libertad individual y de la libre asociación son temas comunes a movimientos muy dispares (de los okupas de Barcelona a Los Forajidos de Ecuador, los piqueteros argentinos o los autónomos italianos), pero que coinciden en la afirmación de su autoemancipación sin delegación de poder a intermediarios políticos profesionales. ¿De dónde surge esta nueva vitalidad del anarquismo, que aparece como ideología del siglo XXI al tiempo que el marxismo parece quedar confinado a un siglo XX ya concluido?
En realidad, la fuerza de las ideologías (cuyos mitos son atemporales) depende de su contexto histórico. Y mi hipótesis es que el anarquismo, en contra de la creencia general, se adelantó a su tiempo.

Ideología dominante de los orígenes del movimiento obrero (la Primera Internacional), desde Andalucía y Catalunya hasta la Rusia zarista, a la Charte d´Amiens francesa y al Chicago que originó el 1 de mayo, el anarquismo no sobrevivió como práctica organizada a la represión sufrida a la vez bajo el capitalismo y bajo el comunismo.

Pero su vulnerabilidad provino sobre todo de haber designado como enemigo principal al Estado nación en el preciso momento histórico del desarrollo de dicho Estado como centro y principio de la organización social: el siglo XX fue el siglo del Estado nación. El anarquismo clásico se expresó en una amplia gama ideológica, desde el individualismo irreductible de Stirner hasta el cooperativismo social de Proudhon, pasando por el comunismo libertario de Bakunin y Kropotkin, inspirando luchas sociales en contextos tan distintos como la revolución campesina de Makhno en Rusia, los movimientos sociales urbanos mexicanos de los años 20 o los embriones de revolución social que intentaron los anarquistas catalanes y españoles en la primera fase de la Guerra Civil.
Y claro que el sindicalismo de la CNT no era lo mismo que el activismo político de la FAI. Pero a través de esa amplia corriente ideológica en la que creyeron y por la que lucharon millones de personas, latía una idea central: la liberación definitiva de la fuente última de la opresión, el Estado.
Precisamente en el momento en que se armaban las máquinas de guerra nazi-fascistas, estalinistas y liberal-democráticas para exterminarse los unos a los otros y asegurar, a través del Estado, el control de cuanto más mundo pudieran.

Y miren por dónde, el triunfo de los estados, de uno y otro signo, condujo a su crisis medio siglo después. El comunismo no fue capaz de digerir precisamente aquello para lo que Marx lo había inventado: el desarrollo de las fuerzas productivas.

Porque la revolución tecnológica informacional no podía asumirse sin una sociedad informada, o sea, autónoma del Estado. Y el capitalismo, en su dinámica expansiva, se globalizó, socavando las bases del Estado nación sobre el que se asentaba políticamente. La economía se hizo global, el Estado siguió siendo nacional y entre los dos la sociedad, huérfana del Estado y a merced de los vientos globales, se atrincheró cada vez más en lo local.

O se transformó en colección de individuos, cada uno con sus propias ansieda-des y proyectos. Mucha gente, sobre todo jóvenes con su página ideológica aún por escribir, dejaron de creer en los políticos, aunque no en la política, en otra política. De modo que mientras los grandes poderes se definen en una compleja relación entre la globalización y los estados nación, la supervivencia y la resistencia a lo que no va surge desde lo individual y lo local. O sea, los materiales con los que se construyó la ideología anarquista.

Ahora bien, la gran dificultad para el anarquismos siempre fue cómo conciliar la autonomía personal y local con la complejidad de una organización productiva y de la vida cotidiana en un mundo industrializado y en un planeta interdependiente. Y es aquí donde la tecnología resultó ser una aliada del anarquismo más que del marxismo.

En lugar de grandes fábricas y gigantescas burocracias (base material del socialismo), la economía funciona cada vez más a partir de redes (base material de la autonomía organizativa). Y en lugar de estados nación controlando el territorio, tenemos ciudades Estado gestionando los intercambios entre territorios.

Todo ello a partir de internet, móviles, satélites y redes informáticas que permiten la comunicación y el transporte local-global a escala planetaria. Esto no es mi interpretación de los hechos, sino el discurso explícito que se da en los debates de los movimientos sociales, tal como ha sido documentado en el espléndido libro reciente de Jeffrey Juris sobre el tema. O sea, la disolución del Estado y la construcción de una organización social autónoma a partir de personas y grupos afines, debatiendo, votando y gestionando mediante la red interactiva de comunicación.

¿Utopía? No, ideología. Acuérdese de la distinción: la utopía prefigura el mundo deseado. La ideología configura la práctica. Con la utopía se sueña. Con la ideología se lucha. El anarquismo es ideología. Y el neoanarquismo es un instrumento de lucha que parece adaptado a las condiciones de la revuelta social del siglo XXI. Bueno, uno de los dos instrumentos. Porque mientras el anarquismo clama, como hizo siempre, “ni Dios, ni Señor”, su principal competidor en la resistencia al capitalismo global se funda en el reconocimiento de “Dios como mi único Señor”.

Frente a un capitalismo global fuera de control, y mientras el socialismo se instala en la jubilación, la resistencia surge de la oposición contradictoria entre fundamentalismo y neoanarquismo.

[fuente]
http://www.lavanguardia.es/web/20050521/51185273593.html

La Catedral y el Bazar

Linux es subversivo. ¿Quién hubiera pensado hace apenas cinco años que un sistema operativo de talla mundial surgiría, como por arte de magia, gracias a la actividad hacker desplegada en ratos libres por varios miles de programadores diseminados en todo el planeta, conectados solamente por los tenues hilos de la Internet?

Lo que si es seguro es que yo no. Cuando Linux apareció en mi camino, a principios de 1993, yo tenía invertidos en UNIX y el desarrollo de software libre alrededor de diez años. Fui uno de los primeros en contribuir con GNU a mediados de los ochentas y he estado aportando una buena cantidad de software libre a la red, desarrollando o colaborando en varios programas (NetHack, los modos VC y GUD de Emacs, xlife y otros) que todavía son ampliamente usados. Creí que sabía cómo debían hacerse las cosas.

Linux vino a trastocar buena parte de lo que pensaba que sabía. Había estado predicando durante años el evangelio UNIX de las herramientas pequeñas, de la creación rápida de prototipos y de la programación evolutiva. Pero también creía que existía una determinada complejidad crítica, por encima de la cual se requería un enfoque más planeado y centralizado. Yo pensaba que el software de mayor envergadura (sistemas operativos y herramientas realmente grandes, tales como Emacs) requería construirse como las catedrales, es decir, que debía ser cuidadosamente elaborado por genios o pequeñas bandas de magos trabajando encerrados a piedra y lodo, sin liberar versiones beta antes de tiempo.

El estilo de desarrollo de Linus Torvalds (“libere rápido y a menudo, delegue todo lo que pueda, sea abierto hasta el punto de la promiscuidad”) me cayó de sorpresa. No se trataba de ninguna forma reverente de construir la catedral. Al contrario, la comunidad Linux se asemejaba más a un bullicioso bazar de Babel, colmado de individuos con propósitos y enfoques dispares (fielmente representados por los repositorios de archivos de Linux, que pueden aceptar aportaciones de quien sea), de donde surgiría un sistema estable y coherente únicamente a partir de una serie de artilugios.

El hecho de que este estilo de bazar parecía funcionar, y funcionar bien, realmente me dejó sorprendido. A medida que iba aprendiendo a moverme en ese medio, no sólo trabajé arduamente en proyectos individuales, sino en tratar de comprender por qué el mundo Linux no naufragaba en el mar de la confusión, sino que se fortalecía con una rapidez inimaginable para los constructores de catedrales.

Creí empezar a comprender a mediados de 1996. El destino me dio un medio perfecto para demostrar mi teoría, en la forma de un proyecto de software libre que trataría de realizar siguiendo el estilo del bazar de manera consciente. Así lo hice y resultó un éxito digno de consideración.

En el resto de este artículo relataré la historia de este proyecto, y la usaré para proponer algunos aforismos sobre el desarrollo real del software libre. No todas estas cosas fueron aprendidas del mundo Linux, pero veremos como fue que les vino otorgar un sentido particular. Si estoy en lo cierto, le servirán para comprender mejor qué es lo que hace a la comunidad linuxera tan buena fuente de software; y le ayudarán a ser más productivo.

2 El correo tenía que llegar
Desde 1993 he estado encargado de la parte técnica de un pequeño ISP de acceso gratuito llamado Chester County InterLink (CCIL), en West Chester, Pennsylvania (fui uno de los fundadores de CCIL y escribí su original software BBS multiusuario, el cual puede verse entrando a telnet://locke.ccil.org . Actualmente soporta más de tres mil usuarios en 19 líneas). Este empleo me permitió tener acceso a la red las 24 horas del día a través de la línea de 56K de CCIL, ¡de hecho, prácticamente él me lo demandaba!.

Para ese entonces ya me habí habituado al correo electrónico. Por diversas razones fue difícil obtener SLIP para enlazar mi máquina en casa (snark.thyrsus.com) y CCIL. Cuando finalmente pude lograrlo, encontré que era particularmente molesto tener que entrar por telnet a locke cada rato para revisar mi correo. Lo que quería era que fuera reenviado a snark para que biff(1) me notificase cuando llegara.

Un simple redireccionamiento con sendmail no iba a funcionar debido a que snark no siempre está en línea y no tiene una dirección IP estática. Lo que necesitaba era un programa que saliera por mi conexión SLIP y trajera el correo hasta mi máquina. Yo sabía que tales programas ya existían, y que la mayoría usaba un protocolo simple llamado POP (Post Office Protocol, Protocolo de Oficina de Correos), de tal manera que me cercioré que el servidor POP3 estuviera en el sistema operativo BSD/OS de locke.

Necesitaba un cliente POP3; de tal manera que lo busqué en la red y encontré uno. En realidad hallé tres o cuatro. Usé pop-perl durante un tiempo, pero le faltaba una característica a todas luces evidente: la capacidad de identificar las direcciones de los correos recuperados para que las respuestas pudieran darse correctamente.

El problema era este: supongamos que un tal monty en locke me envia un correo. Si yo lo jalaba desde snark y luego intentaba responder, entonces mi programa de correos dirigía la respuesta a un monty inexistente en snark. La edición manual de las direcciones de respuesta para pegarles el ‘@ccil.org’, muy pronto se volvió algo muy molesto.

Era evidente que la computadora tenía que hacer esto por mí. (De hecho, de acuerdo con RFC1123, sección 5.2.18, sendmail debería de estarlo haciendo.) ¡Sin embargo, ninguno de los clientes POP lo hacía realmente! Esto nos lleva a la primera lección:

1. Todo buen trabajo de software comienza a partir de las necesidades personales del programador. (Todo buen trabajo empieza cuando uno tiene que rascarse su propia comezón)

Esto podría sonar muy obvio: el viejo proverbio dice que “la necesidad es la madre de todos los inventos”. Empero, hay muchos programadores de software que gastan sus días, a cambio de un salario, en programas que ni necesitan ni quieren. No ocurre lo mismo en el mundo Linux; lo que sirve para explicar por qué se da una calidad promedio de software tan alta en esa comunidad.

Por todo esto, ¿pensaran que me lancé inmediatamente a la vorágine de escribir, a partir de cero, el programa de un nuevo cliente POP3 que compitiese con los existentes? ¡Nunca en la vida! Revisé cuidadosamente las herramientas POP que tenía al alcance, preguntándome “¿cuál se aproxima más a lo que yo necesito?”, porque

2. Los buenos programadores saben qué escribir. Los mejores, que reescribir (y reutilizar).

Aunque no presumo ser un extraordinario programador, he tratado siempre de imitar a uno de ellos. Una importante característica de los grandes programadores es la meticulosidad con la que construyen. Saben que les pondrán diez no por el esfuerzo, sino por los resultados; y que casi siempre será más fácil partir de una buena solución parcial que de cero.

Linus, por ejemplo, no intentó escribir Linux partiendo de cero. En vez de eso, comenzó por reutilizar el código y las ideas de Minix, un pequeño sistema operativo (OS) tipo UNIX hecho para máquinas 386. Eventualmente terminó desechando o reescribiendo todo el código del Minix, pero mientras contó con él le sirvió como una importante plataforma de lanzamiento del proyecto en gestación que posteriormente se convertiría en Linux.

Con ese espíritu, comencé a buscar una herramienta POP que estuviese razonablemente escrita para ser usada como plataforma inicial para mi desarrollo.

La tradición del mundo UNIX de compartir las fuentes siempre se ha prestado a la reutilización del código (ésta es la razón por la que el proyecto GNU escogió a UNIX como su OS base, pese a las serias reservas que se tenían). El mundo Linux ha asumido esta tradición hasta llevarla muy cerca de su límite tecnológico; posee terabytes de código fuente que estámn generalmente disponibles.Así que es más probable que la búsqueda de algo bueno tenga mayores probabilidades de éxito en el mundo Linux que en ningúotro lado.

Así sucedió en mi caso. Además de los que había encontrado antes, en mi segunda búsqueda conseguí un total de nueve candidatos: fetchpop, PopTart, get-mail, gwpop, pimp, pop-perl, popc, popmail y upop. El primero que elegí fue el ‘fetchpop’, un programa de Seung-Hong Oh. Le agregue mi código par que tuviera la capacidad de reescribir los encabezados y varias mejoras más, las cuales fueron incorporadas por el propio autor en la versión 1.9.

Sin embargo, unas semanas después me topé con el código fuente de ‘popclient’, escrito por Carl Harris, y descubrí que tenía un problema. Pese a que fetchpop poseía algunas ideas originales (tal como su modo demonio), sólo podía manejar POP3, y estaba escrito a la manera de un aficionado (Seung-Hong era un brillante programador, pero no tenía experiencia, y ambas características eran palpables). El código de Carl era mejor, bastante profesional y robusto, pero su programa carecía de varias de las características importantes del fetchpop que eran difíciles de implementar (incluyendo las que yo mismo había agregado).

¿Seguía o cambiaba? Cambiar significaba desechar el código que había añadido a cambio de una mejor base de desarrollo.

Un motivo práctico para cambiar fue la necesidad de contar con soporte de múltiples protocolos. POP3 es el protocolo de servidor de correos que más se utiliza, pero no es el único. Fetchpop y otros no manejaban POP2, RPOP ó APOP, y yo tenía ya la idea vaga de añadir IMAP (Protocolo de Acceso a Mensajes por Internet, el protocolo de correos más poderoso y reciente) sólo por entretenimiento.

Pero había una razón más teórica para pensar que el cambio podía ser una buena idea, algo que aprendí mucho antes de Linux:

3. “Contemple desecharlo; de todos modos tendrá que hacerlo.” (Fred Brooks, The Mythical Man-Month, Capítulo 11)

Diciéndolo de otro modo: no se entiende cabalmente un problema hasta que se implementa la primera solución. La siguiente vez quizáas uno ya sepa lo suficiente para solucionarlo. Así que si quieres resolverlo, disponte a empezar de nuevo al menos una vez.

Bien, me dije, los cambios a fetchpop fueron un primer intento, así que cambio.

Después de enviarle mi primera serie de mejoras a Carl Harris, el 25 de junio de 1996, me entere que él había perdido el interés por popclient desde hacía rato. El programa estaba un poco abandonado, polvoriento y con algunas pulgas menores colgando. Como se le tenían que hacer varias correcciones, pronto acordamos que lo más lógico era que yo asumiera el control del proyecto.

Sin darme cuenta, el proyecto había alcanzado otras dimensiones. Ya no estaba intentando hacerle unos cuantos cambios menores a un cliente POP, sino que me había hecho responsable de uno; y las ideas que bullían en mi cabeza me conducirían probablemente a cambios mayores.

En una cultura del software que estimula el compartir el código fuente, ésta era la forma natural de que el proyecto evolucionara. Yo actuaba de acuerdo con lo siguiente:

4. Si tienes la actitud adecuada, encontrarás problemas interesantes.

Pero la actitud de Carl Harris fue aún más importante. Él entendió que

5. Cuando se pierde el interés en un programa, el último deber es heredarlo a un sucesor competente.

Sin siquiera discutirlo, Carl y yo sabíamos que el objetivo común era obtener la mejor solución. La única duda entre nosostros era si yo podía probar que el proyecto iba a quedar en buenas manos. Una vez que lo hice, él actuó de buena gana y con diligencia. Espero comportarme igual cuando llegue mi turno.

3 La importancia de contar con usuarios
Así fue como heredé popclient. Además, recibí su base de usuarios, lo cual fue tan o más importante. Tener usuarios es maravilloso. No sólo porque prueban que uno está satisfaciendo una necesidad, que ha hecho algo bien, sino porque, cultivados adecuadamente, pueden convertirse en magníficos asistentes.

Otro aspecto importante de la tradición UNIX, que Linux, de nuevo, lleva al límite, es que muchos de los usuarios son también hackers, y, al estar disponible el código fuente, se vuelven hackers muy efectivos. Esto puede resultar tremendamente útil para reducir el tiempo de depuración de los programas. Copn un buen estímulo, los usuarios diagnosticarán problemas, sugerirán correcciones y ayudarán a mejor los programas mucho más rápido de lo que uno lo haría sin ayuda.

6. Tratar a los usuarios como colaboradores es la forma más apropiada de mejorar el código, y la más efectiva de depurarlo.

Suele ser fácil subestimar el poder de este efecto. De hecho, es posible que todos continuásemos desestimando la capacidad multiplicadora que adquiriría con el número de usuarios y en contra de la complejidad de los sistemas, hasta que así nos lo vino a demostrar Linus.

En realidad, considero que la genialidad de Linus no eradica en la construcción misma del kernel de Linux, sino en la invención del modelo de desarrollo de Linux. Cuando en una ocasión expresé esta opinión delante de él, sonrió y repitió quedito una frase que ha dicho muchas veces: “Básicamente soy una persona muy floja que le gusta obtener el crédito por lo que, realmente, hacen” los demás. Flojo como una zorra. O, como diría Robert Heinlein, demasiado flojo para fallar.

En retrospectiva, un precedente de los métodos y el éxito que tiene Linux podría encontrarse en el desarrollo de las bibliotecas del Emacs GNU, así como los archivos del código de Lisp. En contraste con el estilo de construcción catedral del núcleo del Emacs escrito en C, y de muchas otras herramientas de la FSF, la evolución del código de Lisp fue bastante fluida y, en general, dirigida por los propios usuarios. Las ideas y los prototipos de los modos se rescribían tres o cuatro veces antes de alcanzar su forma estable final. Mientras que las frecuentes colaboraciones informales se hacían posibles gracias a la Internet, al estilo Linux.

Es más, uno de mis programas con mayor exito, antes de fetchmail, fue probablemente el modo VC para Emacs, una colaboración tipo Linux, que realice por correo electrónico conjuntamente con otras tres personas, de las cuales solamente he conocido a una (Richard Stallman) hasta la fecha. VC era una front-end para SCCS, RCS y posteriormente CVS, que ofrecía controles de tipo “al toque” para operaciones de control de versiones desde Emacs. Era el desarrollaba de un pequeño y, hasta cierto punto, rudimentario modo sccs.el que alguien había escrito. El desarrollo de VC tuvo éxito porque, a diferencia del Emacs mismo, el código de Emacs en Lisp podía pasar por el ciclo de publicar, probar y depurar, muy rápidamente.

(Uno de los efectos colaterales de la política de la FSF de atar legalmente el código a la GPL, fue que se volvió más difícil para la FSF usar el modo bazar, debido a su idea de que se debín de asignar derechos de autor por cada contribución individual de más de veinte líneas, a fin de inmunizar al código protegido por la GPL de cualquier problema legal surgido de ley de derechos de autor. Los usuarios de las licencias BSD y del MIT X Consortium no tienen este problema, debido a que no intentan reservarse derechos que cualquiera intente poner en duda.)

4 Libere rápido y a menudo
Las publicaciones rápidas y frecuentes del código constituyen una parte crítica del modelo Linux de desarrollo. La mayoría de los programadores, en los que me incluyo, creía antes que era una mala política involucrarse en proyectos más grandes triviales, debido a que las primeras versiones, casi por definición, salen plagadas de errores, y a nadie le gusta agotar la paciencia de los usuarios.

Esta idea reafirmaba la preferencia de los programadores por el estilo catedral de desarrollo. Si el objetivo principal era que los usuarios vieran la menor cantidad de errores, entonces sólo habí que liberar una vez cada seis meses (o aún con menos frecuencia) y trabajar como burro en la depuración en el ínterin de las versiones que se saquen a la luz. El núcleo del Emacs escrito en C se desarrolló de esta forma. No así la biblioteca de Lisp, ya que los repositorios de los archivos de Lisp, donde se podían conseguir versiones nuevas y en desarrollo del código, independientemente del ciclo de desarrollo del Emacs, estaban fuera del control de la FSF.

El más importante de estos archivos fue el elisp de la Universidad Estatal de Ohio, el cual se anticipó al espíritu y a muchas de las características de los grandes archivos actuales de Linux. Pero solamente algunos de nosotros reflexionamos realmente acerca de lo que estábamos haciendo, o de lo que la simple existencia del archivo sugería sobre los problemas implícitos en el modelo de desarrollo estilo catedral de la FSF. Yo realicé un intento serio, alrededor de 1992, de unir formalmente buena parte del código de Ohio con la biblioteca Lisp oficial del Emacs. Me metí en broncas políticas muy serias y no tuve éxito.

Pero un año después, a medida que Linux se agigantaba, quedo claro que estaba pasando algo distinto y mucho más sano. La política abierta de desarrollo de Linus era lo más opuesto a la construcción estilo catedral. Los repositorios de archivos en sunsite y tsx-11 mostraban una intensa actividad y muchas distribuciones de Linux circulaban. Y todo esto se manejaba con una frecuencia en la publicación de programas que no tenía precedentes.

Linus estaba tratando a sus usuarios como colaboradores de la forma más efectiva posible:

7. Libere rápido y a menudo, y escuche a sus clientes.

La innovación de Linus no consistió tanto en esto (algo parecido había venido sucediendo en la tradición del mundo UNIX desde hacía tiempo), sino en llevarlo a un nivel de intensidad que estaba acorde con la complejidad de lo que estaba desarrollando. ¡En ese entonces no era raro que liberara una nueva versión del kernel más de una vez al día! Y, debido a que cultivó su base de desarrolladores asistentes y buscó colaboración en la Internet más intensamaente que ningún otro, funcionó.

¿Pero cómo fue que funcionó? ¿Era algo que yo podía emular, o se debía a la genialidad única de Linus?

No lo considero así. Está bien, Linus es un hacker endiabladamente astuto (¿cuántos de nosotros podrían diseñar un kernel de alta calidad?). Pero Linux en sí no representa ningún salto conceptual sorprendente hacia delante. Linus no es (al menos, no hasta ahora) un genio innovador del diseño como lo son Richard Stallman o James Gosling. En realidad, para mi Linus es un genio de la ingeniería; tiene un sexto sentido para evitar los callejones sin salida en el desarrollo y la depuración, y es tipo muy sagaz para encontrar el camino con el mínimo esfuerzo desde el punto A hasta el punto B. De hecho, todo el diseño de Linux transpira esta calidad, y refleja un Linus conservador que simplifica el enfoque en el diseño.

Por lo tanto, si las publicaciones frecuentes del código y la búsqueda de asistencia dentro de la Internet no son accidentes, sino partes integrales del ingenio de Linus para ver la ruta crítica del mínimo esfuerzo, ¿qué era lo que estaba maximizando? ¿Qué era lo que estaba exprimiendo de la maquinaria?

Planteada de esta forma, las pregunta se responde por sí sola. Linus estaba manteniendo a sus usuarios-hackers-asistentes constantemente estimulados y recompensados por la perspectiva de tomar parte en la acción y satisfacer su ego, premiado con la exhibición y mejora constante, casi diaria, de su trabajo.

Linus apostaba claramente a maximizar el número de horas-hombre invertidas en la depuración y el desarrollo, a pesar del riesgo que corría de volver inestable el código y agotar a la base de usuarios, si un error serio resultaba insondable. Linus se portaba como si creyera en algo como esto:

8. Dada una base suficiente de desarrolladores asistentes y beta-testers, casi cualquier problema puede ser caracterizado rápidamente, y su solución ser obvia al menos para alguien.

O, dicho de manera menos formal, “con muchas miradas, todos los errores saltarán a la vista”. A esto lo he bautizado como la Ley de Linus.

Mi formulación original rezaba que todo problema deberá ser transparente para alguien. Linus descubrió que la personas que entendían y la que resolvían un problema no eran necesariamente las mismas, ni siquiera en la mayoría de los casos. Decía que “alguien encuentra el problema y otro lo resuelve”. Pero el punto está en que ambas cosas suelen suceder con gran rapidez.

Aquí, pienso, subyace una diferencia esencial entre el estilo del bazar y el de la catedral. En el enfoque estilo catedral de la programación, los errores y problemas de desarrollo son fenómenos truculentos, insidiosos y profundos. Generalmente toma meses de revisión exhaustiva para unos cuantos el alcanzar la seguridad de que han sido eliminados del todo. Por eso se dan los intervalos tan largos entre cada versión que se libera, y la inevitable desmoralización cuando estas versiones, largamente esperadas, no resultan perfectas.

En el enfoque de programación estilo bazar, por otro lado, se asume que los errores son fenómenos relativamente evidentes o, por lo menos, que pueden volverse relativamente evidentes cuando se exhiben a miles de entusiastas desarrolladores asistentes que colaboran al parejo sobre cada una de las versiones. En consecuencia, se libera con frecuencia para poder obtener una mayor cantidad de correcciones, logrando como efecto colateral benéfico el perder menos cuando un eventual obstáculo se atraviesa.

Y eso es todo. Con eso basta. Si la Ley de Linus fuera falsa, entonces cualquier sistema suficientemente complejo como el kernel de Linux, que está siendo manipulado por tantos, debería haberse colapsado en un punto bajo el peso de ciertas interacciones imprevistas y errores “muy profundos” inadvertidos. Pero si es cierta, bastaría para explicar la relativa ausencia de errores en el código de Linux.

Despu&aecute;s de todo, esto no debí parecernos tan sorpresivo. Hace algunos años los sociólogos descubrieron que la opinión promedio de un numero grande de observadores igualmente expertos (o igualmente ignorantes) es más confiable de predecir que la de uno de los observadores seleccionado al azar. A esto se le conoce como el efecto Delphi. Al parecer, lo que Linus ha demostrado es que esto también es valedero en el ámbito de la depuración de un sistema operativo: que el efecto Delphi puede abatir la complejidad implícita en el desarrollo, incluso al nivel de la involucrada en el desarrollo del núcleo de un OS.

Estoy en deuda con Jeff Dutky dutky@wam.umd.edu, quien me sugirió que la Ley de Linus puede replantearse diciendo que “la depuración puede hacerse en paralelo”. Jeff señala que a pesar de que la depuración requiere que los participantes se comuniquen con un programador que coordina el trabajo, no demana ninguna coordinación significativa entre ellos. Por lo tanto, no cae víctima de la asombrosa complejidad cuadr&acaute;tica y los costos de maniobra que ocasionan que la incorporación de desarrolladores resulte problemática.

En la práctica, la pérdida teórica de eficiencia debido a la duplicación del trabajo por parte de los programadores casi nunca es un tema que revista importancia en el mundo Linux. Un efecto de la “política de liberar rápido y a menudo” es que esta clase de duplicidades se minimizan al propagarse las correcciones rápidamente.

Brooks hizo una observación relacionada con la de Jeff: “El costo total del mantenimiento de un programa muy usado es típicamente alrededor del 40 por ciento o más del costo del desarrollo. Sorpresivamente, este costo está fuertemente influenciado por el número de usuarios. Más usuarios detectan una mayor cantidad de errores.” (El subrayado es mío).

Una mayor cantidad de usuarios detecta más errores debido a que tienen diferentes maneras de evaluar el programa. Este efecto se incrementa cuando los usuarios son desarrolladores asaitentes. Cada uno enfoca la tarea de la caracterización de los errores con un bagaje conceptual e instrumentos analíticos distintos, desde un ángulo diferente. El efecto Delphi parece funcionar precisamente debido a estas diferencias. En el contexto específico de la depuración, dichas diferencias también tienden a reducir la duplicación del trabajo.

Por lo tanto, el agregar más beta-testers podría no contribuir a reducir la complejidad del “más profundo” de los errores actuales, desde el punto de vista del desarrollador, pero aumenta la probabilidad de que la caja de herramientas de alguno de ellos se equipare al problema, de tal suerte que esa persona vea claramente el error.

Linus también dobla sus apuestas. En el caso de que realmente existan errores serios, las versiones del kernel de Linux son enumeradas de tal manera que los usuarios potenciales puedan escoger la última versión considerada como “estable” o ponerse al filo de la navaja y arriesgarse a los errores con tal de aprovechar las nuevas características. Esta táctica no ha sido formalmente imitada por la mayoría de los hackers de Linux, pero quizá debían hacerlo. El hecho de contar con ambas opciones, lo vuelve aún más atractivo.

5 ¿Cuándo una Rosa no es Rosa?
Después de estudiar la forma en que actuó Linus y haber formulado una teoría del por qué tuvo éxito, tomé la decisión consciente de probarla en mi nuevo proyecto (el cual, debo admitirlo, es mucho menos complejo y ambicioso).

Lo primero que hice fue reorganizar y simplificar popclient. El trabajo de Carl Harris era muy bueno, pero exhibía una complejidad innecesaria, típica de muchos de los programadores en C. Él trataba el código como la parte central y las estructuras de datos como un apoyo para éste. Como resultado, el código resultó muy elegante, pero el diseño de las estructuras de datos salió ad hoc y feo (por lo menos con respecto a los estándares exigentes de este viejo hacker de Lisp).

Sin embargo, tenía otro motivo para reescribir, además de mejorar el diseño de la estructura de datos y el código: El proyecto debía evolucionar en algo que yo entendiera cabalmente. No es nada divertido ser el responsable de corregir los errores en un programa que no se entiende.

Por lo tanto, durante el primer mes, o algo así, simplemente fui siguiendo los pormenores del diseño básico de Carl. El primer cambio serio que realicé fue agregar el soporte de IMAP. Lo hice reorganizando los administradores de protocolos en un administrador genérico con tres tablas de métodos (para POP2, POP3 e IMAP). Éste y algunos cambios anteriores muestran un principio general que es bueno que los programadores tengan en mente, especialmente los que programan en lenguajes tipo C y no hacen manejo de datos dinámicamente:

9. Las estructuras de datos inteligentes y el código burdo funcionan mucho mejor que en el caso inverso.

De nuevo, Fred Brooks, Capítulo 11: “Muéstreme su código y esconda sus estructuras de datos, y continuaré intrigado. Muéstreme sus estructuras de datos y generalmente no necesitaré ver su código; resultará evidente.’’

En realidad, él hablaba de “diagramas de flujo” y “tablas”. Pero, con treinta años de cambios terminológicos y culturales, resulta prácticamente la misma idea.

En este momento (a principios de septiembre de 1996, aproximadamente seis semanas después de haber comenzado) empecé a pensar que un cambio de nombre podría ser apropiado. Después de todo, ya no se trataba de un simple cliente POP. Pero todavía vacilé, debido a que no había nada nuevo y genuinamente mío en el diseño. Mi versión del popclient tenía aún que desarrollar una identidad propia.

Esto cambio radicalmente cuando fetchmail aprendió a remitir el correo recibido al puerto SMTP. Volveré a este punto en un momento. Primero quiero decir lo siguiente: yo afirmé anteriormente que decidí utilizar este proyecto para probar mi teoría sobre la correción del estilo Linus Torvalds. ¿Cómo lo hice? (podrían ustedes preguntar muy bien). Fue de la siguiente manera:

1. Liberaba rápido y a menudo (casi nunca dejé de hacerlo en menos de diez días; durante los períodos de desarrollo intenso, una vez diaria).

2. Ampliaba mi lista de analistas de versiones beta, incorporando a todo el que me contactara para saber sobre fetchmail.

3. Efectuaba anuncios espectaculares a esta lista cada vez que liberaba una nueva versión, estimulando a la gente a participar.

4. Y escuchaba a mis analistas asistentes, consultándolos decisiones referentes al diseño y tomándolos en cuenta cuando me mandaban sus mejoras y la consecuente retroalimentación.

La recompensa por estas simples medidas fue inmediata. Desde el principio del proyecto obtuve reportes de errores de calidad, frecuentemente con buenas soluciones anexas, que envidiarían la mayoría de los desarrolladores. Obtuve crítica constructiva, mensajes de admiradores e inteligentes sugerencias. Lo que lleva a la siguiente lección:

10. Si usted trata a sus analistas (beta-testers) como si fueran su recurso más valioso, ellos le responderán convirtiéndose en su recurso más valioso.

Una medida interesante del éxito de fetchmail fue el tamaño de la lista de analistas beta del proyecto, los amigos de fetchmail. Cuando escribí esto, tenía 249 miembros, y se sumaban entre dos y tres semanalmente.

Revisandola hoy, finales de mayo de 1997, la lista ha comenzando a perder miembros debido a una razón sumamente interesante. ¡Varias personas me han pedido que los dé de baja debido a que el fetchmail les está funcionando tan bien que ya no necesitan ver todo el tráfico de de la lista! A lo mejor esto es parte del ciclo vital normal de un proyecto maduro realizado por el método de construcción estilo bazar.

6 Popclient se convierte en Fetchmail
El momento crucial para el proyecto fue cuando Harry Hochheiser me mandó su código fuente para incorporar la remisión del correo recibido a la máquina cliente a través del puerto SMTP. Comprendí casi inmediatamente que una implementación adecuada de esta característica iba a dejar a todos los demás métodos a un paso de ser obsoletos.

Durante muchas semanas habí estado perfeccionando fetchmail, agregándole características, a pesar de que sentía que el diseño de la interfaz era útil pero algo burdo, poco elegante y con demasiadas opciones insignificantes colgando fuera de lugar. La facilidad de vaciar el correo recibido a un archivo-buzón de correos o la salida estándar me incomodaba de cierta manera, pero no alcanzaba a comprender por qué.

Lo que advertí cuando me puse a pensar sobre la expedición del correo por el SMTP fue que el popclient estaba intentando hacer demasiadas cosas juntas. Había sido diseñado para funcionar al mismo tiempo como un agente de transporte (MTA) y un agente de entrega (MDA). Con la remisión del correo por el SMTP podría abandonar la función de MDA y centrarme solamente en la de MTA, mandando el correo a otros programas para su entrega local, justo como lo hace sendmail.

¿Por qué sufrir con toda la complejidad que encierra ya sea configurar el agente de entrega o realizar un bloqueo y luego un añadido al final del archivo-buzón de correos, cuando el puerto 25 está casi garantizado casi en toda plataforma con soporte TCP/IP? Especialmente cuando esto significa que el correo obtenido de esta manera tiene garantizado verse como un correo que ha sido transferido de manera normal, por el SMTP, que es lo que realmente queremos.

De aquí se extraen varias lecciones. Primero, la idea de enviar por el puerto SMTP fue la mayor recompensa individual que obtuve al tratar de emular conscientemente los métodos de Linus. Un usuario me proporcionó una fabulosa idea, y lo único que restaba era comprender sus implicaciones.

11. Lo más grande, después de tener buenas ideas, es reconocer las buenas ideas de sus usuarios. Esto último es a veces lo mejor.

Lo que resulta muy interesante es que usted rápidamente encontrará que cuando esta absolutamente convencido y seguro de lo que le debe a los demás, entonces el mundo lo tratará como si usted hubiera realizado cada parte de la invención por si mismo, y esto le hará apreciar con modestia su ingenio natural. ¡Todos podemos ver lo bien que funcionó esto para el propio Linus!

(Cuando leía este documento en la Conferencia de Perl de agosto de 1997, Larry Wall estaba en la fila del frente. Cuando llegué a lo que acabo de decir, Larry dijo con voz alta: “¡Anda, di eso, díselos, hermano!” Todos los presentes rieron porque sabían que eso también le había funcionado muy bien al inventor de Perl)

Y a unas cuantas semanas de haber echado a andar el proyecto con el mismo espíritu, comencé a recibir adulaciones similares, no sólo de parte de mis usuarios, sino de otra gente que se había enterado por terceras personas. He puesto a buen recaudo parte de ese correo. Lo volveréa a leer en alguna ocasión, si es que me llego a preguntar si mi vida ha valido la pena :-).

Pero hay otras dos lecciones más fundamentales, que no tienen que ver con las políticas, que son generales para todos los tipos de diseño:

12. Frecuentemente, las soluciones más innovadoras y espectaculares provienen de comprender que la concepción del problema era errónea.

Había estado intentando resolver el problema equivocado al continuar desarrollando el popclient como un agente de entrega y de transporte combinados, con toda clase de modos medio raros de entrega local. El diseño de fetchmail requería ser repensado de arriba abajo como un agente de transporte puro, como eslabón, si se habla de SMTP, de la ruta normal que sigue el correo en Internet.

Cuando usted se topa con un muro durante el desarrollo cuando la encuentra difícil como para pensar mas allá de la corrección que sigue es, a menudo, la hora de preguntarse no si usted realmente tiene la respuesta correcta, sino si se está planteando la pregunta correcta. Quizás el problema requiere ser replanteado.

Bien, yo ya había replanteado mi problema. Evidentemente, lo que tenía que hacer ahora era (1) programar el soporte de envío por SMTP en el controlador genérico, (2) hacerlo el modo por omisión, y (3) eliminar eventualmente todas las demás modalidades de entrega, especialmente las de envío a un archivo-buzón y la de vaciado a la salida estándar.

Estuve, durante algún tiempo, titubeando en dar el paso 3; temiendo trastornar a los viejos usuarios de poclient, quienes dependían de estos mecanismos alternativos de entrega. En teoría, ellos podían cambiar inmediatamente a archivos .forward, o sus equivalentes en otro esuema que no fuera sendmail, para obtener los mismos resultados. Pero, en la práctica, la transición podría complicarse demasiado.

Cuando por fin lo hice, empero, los beneficios fueron inmensos. Las partes más intrincadas del código del controlador desaparecieron. La configuración se volvió radicalmente más simple: al no tratar con el MDA del sistema y con el archivo-buzón del usuario, ya no había que preocuparse de que el sistema operativo soportara bloqueo de archivos.

Asimismo, el único riesgo de extraviar correo también se había desvanecido. Antes, si usted especificaba el envío a un archivo-buzón y el disco estaba lleno, entonces el correo se perdía irremediablemente. Esto no pasa con el envío vía SMTP debido a que el SMTP del receptor no devolverá un OK mientras el mensaje no haya sido entregado con éxito, o al menos haya sido mandado a la cola para su entrega ulterior.

Además, el desempeño mejoró mucho (aunque uno no lo notaráa en la primera corrida). Otro beneficio nada despreciable fue la simplificación de la página del manual.

Más adelante hubo que agregar la entrega a un agente local especificado por el usuario con el fin de manejar algunas situaciones oscuras involucradas con la asignación dinámica de direcciones en SLIP. Sin embargo, encontré una forma mucho más simple de hacerlo.

¿Cuál era la moraleja? No hay que vacilar en desechar alguna característica superflua si puede hacerlo sin pérdida de efectividad. Antôine de Saint-Exupery (un aviador y diseñador de aviones, cuando no se dedicaba a escribir libros clásicos para niños) afirmó que

13. “La perfección (en diseño) se alcanza no cuando ya no hay nada que agregar, sino cuando ya no hay algo que quitar.”

Cuando el código va mejorando y se va simplificando, es cuando sabe que está en lo correcto. Así, en este proceso, el diseño de fetchmail adquirió una identidad propia, diferente de su ancestro, el popclient.

Había llegado la hora de cambiar de nombre. El nuevo diseño parecía más un doble del Sendmail que el viejo popclient; ambos eran MTAs, agentes de transporte, pero mientras que el Sendmail empuja y luego entreg, el nuevo popclient jala y después entrega. Así que, después de dos arduos meses, lo bautice de nuevo con el nombre de fetchmail.

7 El crecimiento de Fetchmail
Allí me encontraba con un bonito e innovador diseño, un programa que sabía funcionaba bien porque lo utilizaba diariamente, y me enteraba por la lista beta, que era muy activa. Esta gradualmente me hizo ver que ya no estaba involucrado en un hackeado personal trivial, que podía resultar útil para unas cuantas personas más. Tenía en mis manos un programa que cualquier hacker con una caja UNIX y una conexión SLIP/PPP realmente necesita.

Con el método de expedición por SMTP se puso adelante de la competencia, lo suficiente como para poder convertirse en un “matón profesional”, uno de esos programas clásicos que ocupa tan bien su lugar que las otras alternativas no sólo son descartadas, sino olvidadas.

Pienso que uno realmente no podría imaginar o planear un resultado como éste. Usted tiene que meterse a manejar conceptos de diseño tan poderosos que posteriormente los resultados parezcan inevitables, naturales, o incluso predestinados. La única manera de hacerse de estas ideas es jugar con un montón de ideas; o tener una visión de la ingeniería suficiente para poder llevar las buenas ideas de otras personas más allá de lo que sus propios autores originales pensaban que podían llegar.

Andrew Tanenbaum tuvo una buena idea original, con la construcción de un UNIX nativo simple para 386, que sirviera como herramienta de enseñanza. Linus Torvalds llevó el concepto de Minix más allá de lo que Andrew imagino que pudiera llegar, y se transformó en algo maravilloso. De la misma manera (aunque en una escala menor), tomé algunas ideas de Carl Harris y Harry Hochheiser y las impulsé fuertemente. Ninguno de nosotros era “original” en el sentido romántico de la idea que la gente tiene de un genio. Pero, la mayor parte del desarrollo de la ciencia, la ingeniería y el software no se debe a un genio original, sino a la mitología del hacker por el contrario.

Los resultados fueron siempre un tanto complicados: de hecho, ¡justo el tipo de reto para el que vive un hacker! Y esto implicaba que tenía que fijar aún más alto mis propios estándares. Para hacer que el fetchmail fuese tan bueno como ahora veía que podía ser, tenía que escribir no sólo para satisfacer mis propias necesidades, sino también incluir y dar el soporte a otros que estuvieran fuera de mi órbita. Y esto lo tenía que hacer manteniendo el programa sencillo y robusto.

La primera característica más importante y contundente que escribí después de hacer eso fue el soporte para recabado múltiple, esto es, la capacidad de recoger el correo de los buzones que habían acumulado todo el correo de un grupo de usuarios, y luego trasladar cada mensaje al recipiente individual del respectivo destinatario.

Decidí agregarle el soporte de recabado múltiple debido en parte a que algunos usuarios lo reclamaban, pero sobre todo porque evidenciaría los errores de un código de recabado individual, al forzarme a abordar el direccionamiento con generalidad. Tal como ocurrió. Poner el RFC822 a que funcionara correctamente me tomó bastante tiempo, no sólo porque cada uno de las partes que lo componen son difíciles, sino porque involucraban un montón de detalles confusos e interdependientes entre sí.

Así, pues, el direccionamiento del recabado múltiple se volvió una excelente decisión de diseño. De esta forma supe que:

14 Toda herramienta es útil empleándose de la forma prevista, pero una gran herramienta es la que se presta a ser utilizada de la manera menos esperada.

El uso inesperado del recabado múltiple del fetchmail fue el trabajar listas de correo con la lista guardada, y realizar la expansión del alias en el lado del cliente de la conexión SLIP/PPP. Esto significa que alguien que cuenta con una computadora y una cuenta de ISP puede manejar una lista de correos sin que tenga que continuar entrando a los archivos del alias del ISP.

Otro cambio importante reclamado por mis auxiliares beta era el soporte para la operación MIME de 8 bits. Esto se podía obtener fácilmente, ya que había tenido cuidado de mantener el código de 8 bits limpio. No es que yo me hubiera anticipado a la exigencia de esta característica, sino que obedecía a otra regla:

15. Cuándo se escribe software para una puerta de enlace de cualquier tipo, hay que tomar la precaución de alterar el flujo de datos lo menos posible, y ¡*nunca* eliminar información a menos que los receptores obliguen a hacerlo!

Si no hubiera obedecido esta regla, entonces el soporte MIME de 8 bits habría resultado difícil y lleno de errores. Así las cosas, todo lo que tuve que hacer fue leer el RFC 1652 y agregar algo de lógica trivial en la generación de encabezados.

Algunos usuarios europeos me presionaron para que introdujera una opción que limitase el número de mensajes acarreados por sesión (de manera tal que pudieran controlar los costos de sus redes telefónicas caras). Me opuse a dicho cambio durante mucho tiempo, y aun no estoy totalmente conforme con él. Pero si usted escribe para el mundo, debe escuchar a sus clientes: esto no debe cambiar en nada tan sólo porque no le están dando dinero.

8 Algunas lecciones mas extraídas de Fetchmail
Antes de volver a los temas generales de ingeniería de software, hay que ponderar otras dos lecciones específicas sacadas de la experiencia de fetchmail.

La sintaxis de los archivos rc incluyen palabras clave opcionales “de ruido” que son ignoradas totalmente por el analizador de sintaxis. La sintaxis tipo inglés que estas permiten es considerablemente más legible que la secuencia de pares palabra clave-valor tradicionales que usted obtiene cuando quita esas palabras clave opcionales.

Estas comenzaron como un experimento de madrugada, cuando noté que muchas de las declaraciones de los archivos rc se asemejaban un poco a un minilenguaje imperativo. (Esta también fue la razón por la cual cambié la palabra clave original del popclient de “servidor” a “poll”).

Me parecía en ese entonces que el convertir ese minilenguaje imperativo más tipo inglés lo podía hacer más fácil de usar. Ahora, a pesar de que soy un partidario convencido de la escuela de diseño “hágalo un lenguaje”, ejemplificada en Emacs, HTML y muchas bases de datos, no soy normalmente un fanático de la sintaxis estilo inglés.

Los programadores han tendido a favorecer tradicionalmente la sintaxis de control, debido a que es muy precisa, compacta y no tienen redundancia alguna. Esto es una herencia cultural de la época en que los recursos de cómputo eran muy caros, por lo que la etapa de análisis tenía que ser la más sencilla y económica posible. El inglés, con un 50% de redundancia, parecía ser un modelo muy inapropiado en ese entonces.

Este no es la razón por la cual yo dudo de la sintaxis tipo inglés; y sólo lo menciono aquí para demolerlo. Con los ciclos baratos, la fluidez no debe ser un fin por sí misma. Ahora es más importante para un lenguaje el ser conveniente para los humanos que ser económico en términos de recursos computacionales.

Sin embargo, hay razones suficientes para andar con cuidado. Una es el costo de la complejidad de la etapa de análisis: nadie quiere incrementarlo a un punto tal que se vuelva una fuente importante de errores y confusión para el usuario. Otra radica en que al hacer una sintaxis del lenguaje tipo inglés se exige frecuentemente que se deforme considerablemente el “inglés” que habla, por lo que la semejanza superficial con un lenguaje natural es tan confusa como podría haberlo sido la sintaxis tradicional. (Usted puede ver mucho de esto en los 4GLs y en los lenguajes de búsqueda en bancos de datos comerciales).

La sintaxis de control de fetchmail parece esquivar estos problemas debido a que el dominio de su lenguaje es extremadamente restringido. Está muy lejos de ser un lenguaje de amplio uso; las cosas que dice no son muy complicadas, por lo que hay pocas posibilidades de una confusión, al moverse de un reducido subconjunto del inglés y el lenguaje de control real. Creo que se puede extraer una lección más general de esto:

16. Cuando su lenguaje está lejos de un Turing completo, entonces el azúcar sintáctico puede ser su amigo.

Otra lección trata de la seguridad por obscuridad. Algunos usuarios de fetchmail me solicitaron cambiar el software para poder guardar las claves de acceso encriptadas en su archivo rc, de manera tal que los crackers no pudieran verlos por pura casualidad.

No lo hice debido a que esto prácticamente no proporcionaría ninguna protección adicional. Cualquiera que adquiera los permisos necesarios para leer el archivo rc respectivo sería de todos modos capaz de correr el fetchmail; y si por su password fuera, podría sacar el decodificador necesario del mismo código del fetchmail para obtenerlo.

Todo lo que la encriptación de passwords en el archivo .fetchmailrc podría haber conseguido era una falso sensación de seguridad para la gente que no está muy metida en este medio. La regla general es la siguiente:

17. Un sistema de seguridad es tan seguro como secreto. Cuídese de los secretos a medias.

9 Condiciones necesarias para el Estilo del Bazar
Los primeros que leyeron este documento, así como sus primeras versiones inacabadas que se hicieron públicas, preguntaban constantemente sobre los requisitos necesarios para un desarrollo exitoso dentro del modelo del bazar, incluyendo tanto la calificación del líder del proyecto como la del estado del código cuando uno va a hacerlo público y a comenzar a construir una comunidad de co-desarrolladores.

Esta claro que uno no puede partir de cero en el estilo bazar. Con él, uno puede probar, buscar errores, poner a punto y mejorar algo, pero sería muy difícil originar un proyecto en un modo semejante al bazar. Linus no lo intentó de esta manera. Yo tampoco lo hice así. Nuestra naciente comunidad de desarrolladores necesita algo que ya corra para jugar.

Cuando uno comienza la construcción del edificio comunal, lo que debe ser capaz de hacer es presentar una promesa plausible. El programa no necesita ser particularmente bueno. Puede ser burdo, tener muchos errores, estar incompleto y pobremente documentado. Pero en lo que no se puede fallar es en convencer a los co-desarrolladores potenciales de que el programa puede evolucionar hacia algo elegante en el futuro.

Linux y fetchmail se hicieron públicos con diseños básicos fuertes y atractivos. Mucha gente piensa que el modelo del bazar tal como lo he presentado, ha considerado correctamente esto como crítico, y luego ha saltado de aquí a la conclusión de que es indispensable que el líder del proyecto tenga un mayor nivel de intuición para el diseño y mucha capacidad.

Sin embargo, Linus obtuvo su diseño a partir de UNIX. Yo inicialmente conseguí el mío del antiguo popmail (a pesar de que cambiaría mucho posteriormente, mucho más, guardando las proporciones, de lo que lo ha hecho Linux). Entonces, ¿tiene que poseer realmente un talento extraordinario el líder-coordinador en el modelo del bazar, o la puede ir pasando con tan sólo coordinar el talento de otros para el diseño?

Creo que no es crítico que el coordinador sea capaz de originar diseños de calidad excepcional, pero lo que sí es absolutamente esencial es que él (o ella) sea capaz de reconocer las buenas ideas sobre diseño de los demás.

Tanto el proyecto de Linux como el de fetchmail dan evidencias de esto. A pesar de que Linus no es un diseñador original espectacular (como lo discutimos anteriormente), ha mostrado tener una poderosa habilidad para reconocer un buen diseño e integrarlo al kernel de Linux. Ya he descrito cómo la idea de diseño de mayor envergadura para el fetchmail (reenvío por SMTP) provino de otro.

Los primeros lectores de este artículo me halagaron al sugerir que soy propenso a subestimar la originalidad en el diseño en los proyectos del bazar, debido a que la tengo en buena medida, y por lo tanto, la tomo por sentada. Puede ser verdad en parte; el diseño es ciertamente mi fuerte (comparado con la programación o la depuración).

Pero el problema de ser listo y original en el diseño de software se tiende a convertir en hábito: uno hace las cosas como por reflejo, de manera tal que parezcan elegantes y complicadas, cuando debería mantenerlas simples y robustas. Ya he sufrido tropiezos en proyectos debido a esta equivocación, pero me las ingenié para no sucediera lo mismo con fetchmail.

Así, pues, considero que el proyecto del fetchmail tuvo éxito en parte debido a que contuve mi propensión a ser astuto; este es un argumento que va (por lo menos) contra la originalidad en el diseño como algo esencial para que los proyectos del bazar sean exitosos. Consideremos de nuevo Linux. Supóngase que Linus Torvalds hubiera estado tratando de desechar innovaciones fundamentales en el diseño del sistema operativo durante la etapa de desarrollo; ¿podría acaso ser tan estable y exitoso como el kernel que tenemos hoy en realidad?

Por supuesto, se necesita un cierto nivel mínimo de habilidad para el diseño y la escritura de programas, pero es de esperar que cualquiera que quiera seriamente lanzar un esfuerzo al estilo del bazar ya esté por encima de este nivel. El mercado interno de la comunidad del software libre, por reputación, ejerce una presión sutil sobre la gente para que no inicie esfuerzos de desarrollo que no sea capaz de mantener. Hasta ahora, esto parece estar funcionando bastante bien.

Existe otro tipo de habilidad que no esta asociada normalmente con el desarrollo del software, la cual yo considero que es igual de importante para los proyectos del bazar, y a veces hasta más, como el ingenio en el diseño. Un coordinador o líder de proyecto estilo bazar debe tener don de gentes y una buena capacidad de comunicación.

Esto podría parecer obvio. Para poder construir una comunidad de desarrollo se necesita atraer gente, interesarla en lo que se está haciendo y mantenerla a gusto con el trabajo que se está desarrollando. El entusiasmo técnico constituye una buena parte para poder lograr esto, pero está muy lejos de ser definitivo. Además, es importante la personalidad que uno proyecta.

No es una coincidencia que Linus sea un tipo que hace que la gente lo aprecie y desee ayudarle. Tampoco es una coincidencia que yo sea un extrovertido incansable que disfruta de trabajar con una muchedumbre, y tenga un poco de porte e instintos de cómico improvisado. Para hacer que el modelo bazar funcione, ayuda mucho tener al menos un poco de capacidad para las relaciones sociales.

10 El contexto social del software libre
Bien se ha dicho: las mejores hackeadas comienzan como soluciones personales a los problemas cotidianos del autor, y se se vuelven populares debido a que el problema común para un buen grupo de usuarios. Esto nos hace regresar al tema de la regla 1, que quizá puede replantearse de una manera más útil:

18. Para resolver un problema interesante, comience por encontrar un problema que le resulte interesante.

Así ocurrió con Carl Harris y el antiguo popclient, y así sucede conmigo y fetchmail. Esto, sin embargo, se ha entendido desde hace mucho. El punto interesante, el punto que las historias de Linux y fetchmail nos piden enfocar, está en la siguiente etapa, en la de la evolución del software en presencia de una amplia y activa comunidad de usuarios y co-desarrolladores.

En The Mythical Man-Month, Fred Brooks observó que el tiempo del programador no es fungible; que el agregar desarrolladores a un proyecto maduro de software lo vuelve tardío. Expuso que la complejidad y los costos de comunicación de un proyecto aumentan como el cuadrado del número de desarrolladores, mientras que el trabajo crece sólo linealmente. A este planteamiento se le conoce como la Ley de Brooks, y es generalmente aceptado como algo cierto. Pero si la Ley de Brooks fuese general, entonces Linux sería imposible.

Unos años después, el clásico de Gerald Weinberg La Psicología de la Programación de Computadoras plantea, visto en retrospectiva, una corrección esencial a Brooks. En su discusión de la “programación sin ego”, Weinberg señala que en los lugares donde los desarrolladores no tienen propiedad sobre su código, y estimulan a otras personas a buscar errores y posibles mejoras, son los lugares donde el avance es dramáticamente más rápido que en cualquier otro lado.

La terminología empleada por Weinberg ha evitado quizá que su análisis gane la aceptación que merece: uno tiene que sonreír al oír que los hackers de Internet no tienen ego. Creo, no obstante, que su argumentación parece más valida ahora que nunca.

La historia de UNIX debió habernos preparado para lo que hemos aprendido de Linux (y lo que he verificado experimentalmente en una escala más reducida al copiar deliberadamente los métodos de Linus). Esto es, mientras que la creación de programas sigue siendo esencialmente una actividad solitaria, los desarrollos realmente grandes surgen de la atención y la capacidad de pensamiento de comunidades enteras. El desarrollador que usa solamente su cerebro sobre un proyecto cerrado está quedando detrás del que sabe como crear en un contexto abierto y evolutivo en el que la búsqueda de errores y las mejoras son realizadas por cientos de personas.

Pero el mundo tradicional de UNIX no pudo llevar este enfoque hasta sus últimas consecuencias debido a varios factores. Uno era las limitaciones legales producidas por varias licencias, secretos e intereses comerciales. Otra (en retrospectiva) era que la Internet no estaba todavía madura para lograrlo.

Antes de que Internet fuera tan accesible, había comunidades geográficamente compactas en las cuales la cultura estimulaba la “programación sin ego” de Weinberg, y el desarrollador podía atraer fácilmente a muchos desarrolladores y usuarios capacitados. El Bell Labs, el MIT AI Lab, la Universidad de California en Berkeley son lugares donde se originaron innovaciones que son legendarias y aún poderosas.

Linux fue el primer proyecto de un esfuerzo consciente y exitoso de usar el mundo entero como un nido de talento. No creo que sea coincidencia que el período de gestación de Linux haya coincidido con el nacimiento de la World Wide Web, y que Linux haya dejado su infancia durante el mismo período, en 1993-1994, en que se vio el despegue de la industria ISP y la explosión del interés masivo por la Internet. Linus fue el primero que aprendió a jugar con las nuevas reglas que esa Internet penetrante hace posibles.

A pesar de que la Internet barata es una condición necesaria para que evolucionara el modelo de Linux, no creo que sea en sí misma una condición suficiente. Otros factores vitales fueron el desarrollo de un estilo de liderazgo y el arraigo de hábitos cooperativos, que permiten a los programadores atraer más co-desarrolladores y obtener el máximo provecho del medio.

Pero, ¿qué es el estilo de liderazgo y qué estos hábitos? No pueden estar basados en relaciones de poder, y aunque lo fueran, el liderazgo por coerción no produciría los resultados que estamos viendo. Weinberg cita un pasaje de la autobiografía del anarquista ruso del siglo XIX Kropotkin Memorias de un Revolucionario, que está muy acorde con este tema:

“Habiendo sido criado en una familia que tenía siervos, me incorporé a la vida activa, como todos los jóvenes de mi época, con una gran confianza en la necesidad de mandar, ordenar, regañar, castigar y cosas semejantes. Pero cuando, en una etapa temprana, tuve que manejar empresas serias y tratar con hombres libres, y cuando cada error podría acarrear serias consecuencias, yo comencé a apreciar la diferencia entre actuar con base en el principio de orden y disciplina y actuar con base en el principio del entendimiento. El primero funciona admirablemente en un desfile militar, pero no sirve cuando está involucrada la vida real y el objetivo sólo puede lograrse mediante el esfuerzo serio de muchas voluntades convergentes.”

El “esfuerzo serio de muchas voluntades convergentes” es precisamente lo que todo proyecto estilo Linux requiere; mientras que el “principio de orden y disciplina” es efectivamente imposible de aplicar a los voluntarios del paraíso anarquista que llamamos Internet. Para poder trabajar y competir de manera efectiva, los hackers que quieran encabezar proyectos de colaboración deben aprender a reclutar y entusiasmar a las comunidades de interés de un modo vagamente sugerido por el “principio de entendimiento” de Kropotkin. Deben aprender a usar la Ley de Linus.

Anteriormente me referí al efecto Delphi como una posible explicación de la Ley de Linus. Pero existen analogías más fuertes con sistemas adaptivos en biología y economía que se sugieren irresistiblemente. El mundo de Linux se comporta en muchos aspectos como el libre mercado o un sistema ecológico, donde un grupo de agentes individualistas buscan maximizar la utilidad en la que los procesos generan un orden espontáneo autocorrectivo más desarrollado y eficiente que lo que podría lograr cualquier tipo de planeación centralizada. Aquí, entonces, es el lugar para ver el “principio del entendimiento”.

La “función utilidad” que los hackers de Linux están maximizando no es económica en el sentido clásico, sino algo intangible como la satisfacción de su ego y su reputación entre otros hackers. (Uno podría hablar de su “motivación altruista”, pero ignoraríamos el hecho de que el altruismo en sí mismo es una forma de satisfacción del ego para el altruista). Los grupos voluntarios que funcionan de esta manera no son escasos realmente; uno en el que he participado es el de los aficionados a la ciencia ficción, que a diferencia del mundo de los hackers, reconoce explícitamente el “egoboo” (el realce de la reputación de uno entre los demás) como la motivación básica que está detrás de la actividad de los voluntarios.

Linus, al ponerse exitosamente como vigía de un proyecto en el que el desarrollo es realizado por otros, y al alimentar el interés en él hasta que se hizo autosustentable, ha mostrado el largo alcance del “principio de entendimiento mutuo” de Kropotkin. Este enfoque cuasieconómico del mundo de Linux nos permite ver cual es la función de tal entendimiento.

Podemos ver al método de Linus como la forma de crear un mercado eficiente en el “egoboo”, que liga, lo más firme posible, el egoísmo de los hackers individuales a objetivos difíciles que sólo se pueden lograr con la cooperación sostenida. Con el proyecto de fetchmail he demostrado (en una escala mucho menor, claro) que sus métodos pueden copiarse con buenos resultados. Posiblemente, lo mío fue realizado de una forma un poco más consciente y sistemática que la de él.

Muchas personas (especialmente aquellas que desconfían políticamente del libre mercado) podrían esperar que una cultura de individuos egoístas que se dirigen solos sea fragmentaria, territorial, clandestina y hostil. Pero esta idea es claramente refutada, por (por poner un ejemplo) la asombrosa variedad, calidad y profundidad de la documentación de Linux. Se da por un hecho que los programadores odian la documentación: ¿cómo entonces los hackers de Linux generan tanta? Evidentemente, el libre mercado en egoboo de Linux funciona mejor para producir tal virtuosismo, que los departamentos de edición, masivamente subsidiados, de los productores comerciales de software.

Tanto el proyecto de fetchmail como el del kernel de Linux han demostrado que con el estimulo apropiado al ego de otros hackers, un desarrollador/coordinador fuerte puede usar la Internet para aprovechar los beneficios de contar con un gran número de co-desarrolladores, sin que se corra el peligro de desbocar el proyecto en un auténtico relajo. Por lo tanto, a la Ley de Brooks yo le contrapongo lo siguiente:

19. Si el coordinador de desarrollo tiene un medio al menos tan bueno como lo es Internet, y sabe dirigir sin coerción, muchas cabezas serán, inevitablemente, mejor que una.

Pienso que el futuro del software libre será cada vez más de la gente que sabe como jugar el juego de Linus, la gente que deja atrás la catedral y abraza el bazar. Esto no quiere decir que la visión y la brillantez individuales ya no importen; al contrario, creo que en la vanguardia del software libre estarán quienes comiencen con visión y brillantez individual, y luego las enriquezcan construyendo positivamente comunidades voluntarias de interés.

A lo mejor éste no sólo es el futuro del software libre. Ningún desarrollador comercial sería capaz de reunir el talento que la comunidad de Linux es capaz de invertir en un problema. ¡Muy pocos podrían pagar tan solo la contratación de las más de doscientas personas que han contribuido al fetchmail!

Es posible que a largo plazo triunfe la cultura del software libre, no porque la cooperación es moralmente correcta o porque la “apropiación” del software es moralmente incorrecta (suponiendo que se crea realmente en esto último, lo cual no es cierto ni para Linus ni para mí), sino simplemente por que el mundo comercial no puede ganar una carrera de armamentos evolutiva a las comunidades de software libre, que pueden poner mayores órdenes de magnitud de tiempo calificado en un problema que cualquier compañía.

11 Reconocimientos
Este artículo fue mejorado gracias a las conversaciones con un gran número de personas que me ayudaron a encontrar los errores. En especial, agradezco a Jeff Dutky dutky@wam.umd.edu, quien sugirió el planteamiento de que “la búsqueda de errores pude hacerse en paralelo” y ayudó a ampliar el análisis respectivo. También agradezco a Nancy Lebovitz nancyl@universe.digex.net por su sugerencia de emular a Weinberg al imitar a Kropotkin. También recibí críticas perspicaces de Joan Eslinger wombat@kilimanjaro.engr.sgi.com y de Marty Franz marty@net-link.net de la lista de Técnicos Generales. Paul Egger eggert@twinsun.com me hizo ver el conflicto entre el GPL y el modelo de bazar. Estoy agradecido con los integrantes de PLUG, el Grupo de Usuarios de Linux de Filadelfia, por convertirse en el primer público para la primera versión de este artículo. Finalmente, los comentarios de Linus Torvalds fueron de mucha ayuda, y su apoyo inicial fue muy estimulante.

12 Otras Lecturas
He citado varias partes del clásico de Frederick P. Brooks The Mythical Man-Month debido a que en muchos aspectos, todavía se tienen que mejorar sus puntos de vista. Yo recomiendo con cariño la edición del 25 aniversario de la Addison-Wesley (ISBN 0-201-83595-9), que viene junto a su artículo titulado Ninguna Bala de Plata.

La nueva edición trae una invaluable retrospectiva de veinte años, en la que Brooks admite francamente ciertas críticas al texto original que no pudieron mantenerse con el tiempo. Leí por primera vez la retrospectiva después de que estaba esencialmente terminado este artículo, y ¡me sorprendí al encontrar que Brooks le atribuye a Microsoft prácticas semejantes a las del bazar!

La Psicología de la Programación de Computadoras de Gerald P. Wienberg (Nueva York, Van Nostrand Reinhold, 1971) introdujo el concepto infortunadamente denotado de “programación sin ego”. A pesar de que él estaba muy lejos de ser la primera persona en comprender la futilidad del “principio de orden” fue probablemente el primero en reconocer y argumentar el tema en relación con el desarrollo del software.

Richard P. Gabriel, al analizar la cultura de UNIX anterior a la era de Linux, planteaba la superioridad de un primitivo modelo estilo bazar en un artículo de 1989: Lisp: Buenas Noticias, Malas Noticias y Cómo Ganar en Grande. Pese a estar atrasado en algunos aspectos, este ensayo es considerado correcto en algo por los admiradores de Lisp (entre quienes me incluyo). Uno de ellos me recordó que la sección titulada Lo Peor es Mejor predice con gran exactitud a Linux. Este artículo está disponible en la WWW en http://alpha-bits.ai.mit.edu/articles/good-news/good-news.html.

El trabajo de De Marco y Lister, Peopleware: Productive Projects and Teams (Nueva York; Dorset House, 1987; ISBN 0-932633-05-6) es una joya que ha sido subestimada; fue citada, para mi fortuna, por Fred Brooks en su retrospectiva. A pesar de que poco de lo que dicen los autores es directamente aplicable a las comunidades de software libre o de Linux, su visión sobre las condiciones necesarias para un trabajo creativo es aguda y muy recomendable para quien intente llevar algunas de las virtudes del modelo bazar a un contexto más comercial. Este documento esta disponible en http://www.agorics.com/agorpapers.html

13 Epílogo: Netscape Adopta el Bazar!
Es un extrañ sentimiento el que se percibe cuando uno comprende que está ayudando a escribir historia…

El 22 de Enero de 1998, aproximadamente siete meses después de que publiqué este artículo, Netscape Communications, Inc. anunció planes para liberar la fuente del Netscape Communicator. No tení idea alguna de que esto iba a suceder antes de la fecha de anuncio.

Eric Hahn, Vicepresidente Ejecutivo y Director en Jefe de Tecnología en Netscape, me mandó un correo electrónico poco despu&es del anuncio, que dice textualmente: «De parte de todos los que integran Netscape, quiero agradecerle por habernos ayudado a llegar hasta este punto, en primer lugar. Su pensamiento y sus escritos fueron inspiraciones fundamentales en nuestra decisión.’’

La siguiente semana, realicé un viaje en avión a Silicon Valley como parte de la invitación para realizar una conferencia de todo un día acerca de estrategia (el 4 de febrero de 1998) con algunos de sus técnicos y ejecutivos de mayor nivel. Juntos, diseñamos la estrategia de publicación de la fuente de Netscape y la licencia, y realizamos algunos otros planes que esperamos que eventualmente tengan implicaciones positivas de largo alcance sobre la comunidad de software gratuito. En el momento que estoy escribiendo, es demasiado pronto para ser más específico, pero se van a ir publicando los detalles en las semanas por venir.

Netscape está a punto de proporcionarnos con una prueba a gran escala, en el mundo real, del modelo del bazar dentro del ámbito empresarial. La cultura del software gratuito ahora enfrenta un peligro; si no funcionan las acciones de Netscape, entonces el concepto de software gratuito puede llegar a desacreditarse de tal manera que el mundo empresarial no lo abordará nuevamente sino hasta en una década.

Por otro lado, esto es también una oportunidad espectacular. La reacción inicial hacia este movimiento en Wall Street y en otros lados fue cautelosamente positiva. Nos están proporcionando una oportunidad de demostrar que nosotros podemos hacerlo. Si Netscape recupera una parte significativa del mercado mediante este movimiento, puede desencadenar una revolución ya muy retrasada en la industria del software.

El siguiente año deberá demostrar ser un período muy interesante y de intenso aprendizaje.

14 Versión y actualizaciones:
$Id: cathedral-bazaar.sgml,v 1.39 1998/07/28 05:04:58 esr Exp $

Expuse 1.17 en el Linux Kongress, realizado el 21 de Mayo de 1997.

Agregue la bibliografía el 7 de Julio de 1997.

Puse la anécdota de la Conferencia de Perl el 18 de Noviembre de 1997.

Sustituí el término de «software gratuito’’ por el de «fuente abierta’’ el día 9 de Febrero de 1998 en la versión 1.29.

Agregué la sección «Epílogo: Netscape Adopta el Bazar!’’ el día 10 de Febrero de 1998 en la versión 1.31.

Eliminé la gráfica de Paul Eggert sobre GPL vs. Bazar como respuesta a argumentos reiterados por parte de RMS el día 28 de Julio de 1998.

En otras revisiones he incorporado cambios editoriales menores y corregido algunos detalles.

El 16 de diciembre celebraremos los 30 años de la LIT-CI en Centroamérica

En el marco de la inscripción electoral del Partido de los Trabajadores, realizaremos un acto de conmemoración de la historia de nuestra corriente Internacional el próximo 16 de diciembre en San José, contaremos con la presencia de camaradas del PST Hondureño, la UST Salvadoreña, la LTS Panameña y el PSTU de Brasil.

El pasado 11 de enero se cumplieron 30 años de la fundación de la Liga Internacional de los Trabajadores – Cuarta Internacional (LIT-CI).

Tres décadas pasaron de aquella Conferencia Internacional que se realizó la ciudad de Bogotá, Colombia, con la participación de delegados de unos 18 países. La mayoría de estos delegados provenían de la exFracción Bolchevique (FB), corriente internacional cuyo principal dirigente era el trotskista argentino Nahuel Moreno, nuestro maestro y fundador del cual hace poco recordamos los 25 años de su partida física. A estos dirigentes morenistas se sumaron el venezolano Alberto Franceschi y el peruano Ricardo Napurí, otros dos importantes dirigentes que habían roto con el lambertismo debido a diferencias irreconciliables en el terreno de los principios y la moral revolucionarias.

De esa Conferencia de 1982 surge la LIT-CI, una organización internacional que, desde su inicio, ancló sus bases en el programa trotskista ortodoxo y funcionó internamente sustentado en el régimen leninista del centralista democrático.

Reivindicamos a la actual LIT-CI como una continuidad de la batalla permanente por mantener vivo el programa revolucionario, que varios revolucionarios dieron a lo largo de la historia del movimiento obrero, frente a los embates del imperialismo y de las direcciones burocráticas y traidoras que actúan dentro del movimiento obrero y social.

La LIT-CI nació defendiendo una teoría, la teoría de la revolución permanente; un programa, el programa de transición; un tipo organización, la internacional, el partido mundial de la revolución socialista basado en el centralismo democrático.

La defensa de este programa y principios organizativos fue fundamental hace 30 años y lo es mucho más en nuestros días, cuando la inmensa mayoría de la izquierda mundial –incluidas muchas organizaciones que se reclaman trotskistas – sucumbieron al vendaval oportunista que cobró fuerza en la década de los noventa y han abandonado completamente la lucha por el poder de la clase obrera –la dictadura revolucionaria del proletariado- y batalla por la construcción de una dirección revolucionaria a escala mundial que tenga por objetivo primero la destrucción del imperialismo y la edificación del socialismo, primer paso hacia la sociedad comunista.

La LIT-CI es producto de duras batallas que nuestra corriente internacional al igual que en su momento lo hicieron Marx y Engels, Lenin y Trotsky tuvo que librar en defensa de los principios, el programa, la política, el método y la moral revolucionaria en contra de todo tipo de corrientes revisionistas, dentro y fuera del propio movimiento trotskista internacional.

En este sentido, se impone destacar el papel de Nahuel Moreno. La causa de la construcción del partido mundial para hacer la revolución socialista fue una causa a la que Moreno dedicó sus mejores esfuerzos desde 1948. Esa lucha pasó por varias fases: en la IV Internacional unificada hasta 1953; en el Comité Internacional hasta 1963; en el Secretariado Unificado desde ese año hasta 1979 y en la construcción, en 1979, de la Fracción Bolchevique y, finalmente, con la LIT-CI, desde 1982. La construcción del Partido Mundial, es posible constatar, fue una obsesión de Moreno durante toda su vida. Era, como él mismo lo dijera: “la prioridad número uno del movimiento obrero”, es decir, no existía tarea más importante. Y, en esta comprensión tan fundamental en el marxismo, construyó varios partidos y educó a centenares de militantes y luchadores obreros, populares, campesinos y estudiantiles.

Esta, que es una necesidad histórica, se agudiza al máximo en nuestros días, donde, por un lado, el sistema capitalista-imperialista vive una de sus peores crisis económicas, sociales y políticas y, por el otro, las masas comienzan a resistir los ataques capitalistas en diferentes puntos de planeta, siendo picos de esa lucha el continente europeo y el impresionante proceso de revoluciones en el norte de África y Medio Oriente.

Centroamérica juega un rol fundamental en la reconstrucción de la Internacional

La historia de la corriente Morenista en centroamérica es muy rica, comienza a finales de la década de 1970 cuando la entonces Fracción Bolchevique (FB) y el Partido Socialista de los Trabajadores de Colombia (PST-C) impulsan la formación de la Brigada Simón Bolívar para ir a combatir a Nicaragua contra la dictadura de Anastasio Somoza, junto al Frente Sandinista (FSLN).

Después de la caída de Somoza, los choques con la política del gobierno sandinista (que estaba reconstruyendo el Estado burgués) llevan a que éste expulse de Nicaragua a la Brigada. El vergonzoso apoyo que el Secretariado Unificado (SU) de la Cuarta Internacional dio a esta medida del gobierno sandinista fue el elemento central que llevó a la ruptura de la FB con el SU, y a su conformación como organización internacional independiente. Pocos años después, en 1982, se fundaría la LIT-CI.

Actualmente es la corriente trotskista más dinámica de la región centroamericana, con varias organizaciones jóvenes y en crecimiento, como el Partido de los Trabajadores (PT) de Costa Rica, la Unidad Socialista de los Trabajadores (UST) de El Salvador, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) de Honduras, que volvió a la LIT en su último Congreso Internacional (2011), y una organización simpatizante en Panamá, la Liga de Trabajadores Hacia el Socialismo (LTS).

Construcciones teóricas para descolonizar

1. Bases conceptuales para la descolonización de la colonialidad de saber y la construcción de interculturalidad crítica
Descripción de las temáticas de investigación desarrolladas sobre la descolonización del conocimiento y otorgar, un panorama sobre algunos de los ejes fundamentales que constituyen esta línea de investigación.
1.1. La tesis de la ‘hybris del punto cero’ de Santiago Castro-Gómez

Es uno de los investigadores que trabajó la temática de la colonialidad y es a partir de sus investigaciones que plantea la siguiente tesis:

Debe partir diciendo que esta hybris del punto cero es un modelo epistémico generado en Occidente caracterizado por el interés occidental de imitar a los dioses y, por ello, situarse fuera del mundo (el punto cero) para pretender –aunque sin capacidad de hacerlo– construir un punto de vista sobre todos los demás puntos de vista (los pensamientos y saberes otros), pero sin dejar, a su vez, que se tenga un punto de vista.

La mirada colonial sobre el mundo obedece a un modelo epistémico desplegado por la modernidad occidental, que denominaré “la hybris del punto cero, en el pensamiento como en sus estructuras y la universidad se inscribe en lo que quisiera llamar la estructura triangular de la colonialidad: la colonialidaddel saber, la colonialidad del poder y la colonialidad del ser.

Esta tesis parece indicar la necesidad de descolonizar la universidad, emprender, en su interior, un proceso de desmarque de las lógicas propias de la colonialidad del saber que ha impedido –por no decir ocultado– la existencia de múltiples formas de producción de conocimiento.

Neil Lazarus, ed., The Cambridge Companion to Postcolonial Literary Studies

Dans les années 1970, l’appellation « sociétés postcoloniales » désignait la période qui succéda à la décolonisation : elle ne renvoyait pas à une spécialisation du savoir dans le champ universitaire. Aujourd’hui, la « postcolonialité » est un concept idéologique lié à un moment historique dans lequel s’inscrivent des auteurs qui se définissent en termes de communauté d’origine, d’identité ou d’identification. En 1990, le « postcolonial » a cessé d’être une catégorie historique. Il n’est plus un projet, ni une politique, mais une représentation sociale de soi comme « Autre », fondée sur une critique idéologique du discours de la modernité européenne en tant que champ académique spécialisé (à « déconstruire ») au sein des universités principalement occidentales.

Le vaste champ de connaissances et de démarches hétérogènes que constituent les études postcoloniales renvoie à une myriade de travaux et de recherches dont la production éditoriale abonde. Sous la pression de ce type d’études, on a vu s’effacer les ­frontières disciplinaires et se croiser la littérature, l’anthropologie, la sociologie et l’histoire dans le champ universitaire anglophone au cours des deux ou trois dernières décennies. Malgré la diversité des approches et des méthodes, l’intention commune était d’éclairer une tâche aveugle dans l’étude des sociétés, celle de la colonisation. Le paradoxe temporel est patent : c’est au moment où les empires et les colonies ont perdu de leur légitimité internationale et cessé d’être une forme d’organisation politique viable que les études postcoloniales se sont développées dans les universités, et épanouies bien au-delà des institutions éducatives. La chouette de Minerve, on le sait, ne prend son envol qu’au crépuscule…

Mais c’est au maître livre d’Edward Said, intitulé Orientalism et paru en 19781, qu’on doit la réouverture en fanfare postmoderne de la question coloniale aux États-Unis. Inspiré des travaux de Michel Foucault sur la productivité matérielle et sociale du discours et des rapports entre savoirs et pouvoirs, cet ouvrage talentueux a provo­qué une polémique virulente en soutenant que l’Orient n’existait pas et qu’il n’était qu’une fiction élaborée par les Occidentaux au xixe siècle. L’affirmation qu’il n’y a pas d’« essence » orientale, ni d’« Orient éternel », est devenue à la fois le credo épistémologique et le fer de lance des études postcoloniales. En dépit de simplifications et nombre d’amalgames – outre la propension de Said à traiter l’Occident comme une essence ! –, cette intervention a revigoré un champ de recherche qui était apparemment déserté ou en passe de disparaître. L’ouvrage fit en tout cas prendre conscience à beaucoup que la colonisation n’était pas cantonnée à l’espace exotique et que son impact continuait de produire des effets délétères au cœur des sociétés et des cultures européennes et non européennes, y compris en situations postcoloniales. La colonie n’est pas extérieure à la métropole, mais un espace qui affecte idées, représentations, mouvements sociaux et politiques, et vice-versa. L’expérience histo­rique de l’empire est commune au colonisateur et au colonisé – une espèce de joint-venture.

2 London-New York, Routledge, 1989.

4On date fréquemment l’avènement de l’ère des études postcoloniales de 1989 avec la publication de The Empire Writes Back : Theory and Practice in Post-Colonial Literatures de Bill Ashcroft, Gareth Griffiths & Helen Tiffin2. C’est au début des années 1990, dans le monde anglophone, que les départements universitaires de littérature – écrite en anglais ou étudiée en traductions anglaises – se sont arrogés la littérature mondiale sous l’appellation de World Fiction. Le gommage de la spécificité des cultures d’origine, autrement dit la diversité des langues vernaculaires, fut le plus souvent radical.

3 Bill Ashcroft, Gareth Griffiths & Helen Tiffin, eds, The Empire Writes Back : Theory and Practi(…)
4 Ranajit Guha & Gayatri Chakravorty Spivak, eds, Selected Subaltern Studies, New York, Oxford Un(…)

5On soulignera aussi que la chute du commu­nisme dans les pays de l’Est a coïncidé avec la théorisation du « fait post- colonial » par une trinité d’intellectuels anglophones nés sujets britanniques : Homi K. Bhabha et Gayatri Chakravorty Spivak (tous deux originaires de l’Inde) et bien sûr Edward Said (né au Caire dans une famille palestinienne chrétienne). Tous sont issus de grandes familles et ont fait carrière dans les universités réputées de Grande-Bretagne et des États-Unis, où leur pensée s’est épanouie dans le climat dit « poststructuraliste » des années 1970-1980. Leurs travaux furent stimulés par la French Theory, un label dont la pléiade a pour noms Jean-François Lyotard, Jacques Derrida, Michel Foucault, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Félix Guattari et quelques autres. L’institutionnalisation progressive de cette vaste configuration du savoir soit ébranla, soit renouvela sur le plan épistémologique l’histoire, la sociologie, l’anthropologie (et l’art). La production éditoriale s’amplifia grâce à de nouveaux entrants dans le milieu universitaire dont une majorité se recruta chez les émigrants ou au sein des diasporas de l’Afrique, de l’Asie, de l’Amérique du Sud, mais également d’Australie – pensons notamment à ces deux pionniers prestigieux que furent Bill Ashcroft (1989)3 et Ranajit Guha (1985)4. Cette entreprise de conquête intellectuelle s’est largement diffusée dans l’ensemble des savoirs universitaires et bien au-delà. L’objectif était de renouveler le questionnaire et les thématiques avec la volonté de traverser les frontières disciplinaires ou de les croiser autrement pour forger d’éventuelles nouvelles disciplines.

6En deux ou trois décennies, l’écriture postcoloniale a eu un double impact sur les humanités et les sciences sociales. Le premier est d’avoir radicalisé la critique du récit linéaire d’un « progrès » qui se diffuserait depuis un centre (supposé) européen jusqu’aux multiples « périphéries » ou « semi- périphéries », pour emprunter le vocabulaire d’Immanuel Wallerstein. Le second est d’avoir mis en relief la diversité des centres de diffusion des savoirs et des « manières de faire » en soulignant l’amplitude et la variété des circulations mais aussi le type de pratiques qu’elles génèrent, outre la créativité des acculturations et la prégnance des appropriations qui accompagnent les formes de résilience ou de lutte armée, voire les modes contrastés de l’esquive ou de l’indifférence.

7Après des années de croissance, beaucoup s’accordent cependant à penser que les études postcoloniales n’ont pas toujours su éviter la routinisation et le discours réitératif, fussent-ils justifiés par l’intertextualité ; quand elles n’invitent pas à l’ironie – catégorie dont se réclament pourtant les penseurs postmodernes. En s’installant dans l’« esthétique de la différence », les études coloniales ont privilégié la pensée binaire et multiplié les antinomies en gravitant sans relâche autour de l’« identité politique ». Certes, leurs praticiens pistent les traces et les indices des « absents de l’histoire » et traquent obstinément les « sans voix » ; mais, la plupart du temps, c’est à seule fin d’idéaliser les « subalternes » ou les « communautés » en vantant leur « capacité d’action » ou de réaction toujours assimilée à une forme de « résistance » – ladite « arme du faible », selon l’expression de James Scott. Certes, ces recherches expérimentent une histoire orale et sans documents, assez audacieuse parce que soucieuse des traces et à l’écoute des silences. Mais ce type d’historiographie risque de verser dans le « présentisme » en reconstruisant ex post la période précoloniale – entre nostalgie coloniale et « mélancolie postcoloniale », pour reprendre la formule de Paul Gilroy.

5 L’ouvrage de Neil Lazarus a été publié en français sous le titre, Penser le postcolonial : une intr(…)

8Compte tenu du retard de la réception des nouveaux savoirs et des courants inédits qui caractérise la France, on ne peut donc que se réjouir de voir traduit et mis à disposition des esprits curieux un ouvrage récent en forme d’état des lieux à la fois introductif et analytique, mais aussi lucide et critique sur les études postcoloniales5. Ce manuel, conçu et introduit par le britannique Neil Lazarus, offre une présentation des concepts clés et des méthodes, des théories et des débats contemporains propres à un champ dont les problématiques et les frontières sont vivement disputées au sein de cette communauté de recherche disparate. Outre l’étude de l’histoire (Neil Lazarus) et de l’institutionnalisation (Benita Parry) de cette nébuleuse intellectuelle qui reste dominée par les études littéraires (John Marx), l’ouvrage passe en revue le nationalisme et le colonialisme (Tamara Sivanandan, Laura Chrisman), la décolonisation (Fernando Coronil) et les migrations (Andrew Smith), le féminisme (Deepika Bahri), enfin les rapports à la « globalisation » (Timothy Brenanan), au post-structuralisme (Simon Gigandi), à la temporalité (Keya Ganguly), au « subalternisme » (Priamvada Gopal). Apparemment borgésien mais en réalité clairement raisonné, cet inventaire a pour intérêt principal de mettre l’accent sur les conditions sociologiques et idéologiques qui ont informé et encadré ces savoirs universitaires aussi bien qu’artistiques depuis les années 1970.
Notes
1 New York, Vintage Books, 1978.
2 London-New York, Routledge, 1989.
3 Bill Ashcroft, Gareth Griffiths & Helen Tiffin, eds, The Empire Writes Back : Theory and Practice in Postcolonial Literatures, New York, Routledge, 1989.
4 Ranajit Guha & Gayatri Chakravorty Spivak, eds, Selected Subaltern Studies, New York, Oxford University Press, 1988.
5 L’ouvrage de Neil Lazarus a été publié en français sous le titre, Penser le postcolonial : une introduction critique, Paris, Amsterdam, 2006.

Class struggle under ‘Empire’: in defence of Marx and Engels

While no one can predict with certainty how the recent conflict between India and Pakistan will be resolved, the tensions there reveal what many who came of political age in the post Second World War détente had thought unlikely—the real possibility of nuclear war, with all its horrors. The fact is that since the end of the Cold War the world we live in is more unstable and prone to war than it has been since the onset of the 20th century. This was true long before the events of 11 September 2001.

The wars in the Persian Gulf and the former Yugoslavia foreshadowed this grim reality. Since then this tendency has gained more momentum. The 1 June 2002 speech of President George Bush at West Point in which he revived the policy of ‘pre-emptive strikes’ for Washington may have qualitatively added to that instability. For the potential victims of imperial aggressiveness, the increasingly urgent question is whether there exists an alternative to this scenario.

This is the context in which I’d like to interrogate and offer what I intend to be a friendly critique of Michael Hardt and Antonio Negri’s much heralded Empire. I should first acknowledge the positive side of the volume—the reason for a ‘friendly’ critique. Throughout the book the authors are optimistic about the ability of what they call the ‘multitude’ to resist. In the milieu in which they largely operate—progressive intellectuals—such optimism is welcome. For too long has this social layer wallowed in pessimism about the ability of the oppressed to take their destinies into their own hands. The multitude has been seen mainly as capitalism’s victims. When such intellectuals did recognise ‘agency’ in the ‘subalterns’, they did so, as Hardt and Negri correctly criticise, by glorifying ‘everyday resistance’ or the ‘localisation of struggles’ as almost an end in itself. The most glaring characteristic of today’s producers—their global interconnectedness—was all but ignored in quest of some mythical primordiality of the local.1 As today’s reality makes increasingly clear, the oppressed will either rise or fall together.

What in my opinion is most problematic about the book is related to its claim that post-industrial capitalism and the ‘new economy’ have rendered the traditional notion of class struggle obsolete. This new reality, in addition, has also supposedly rendered obsolete the forms of resistance that characterised the earlier stage of capitalism, especially those associated with Marx’s project, and requires new forms and methods. The basic argument here is that Hardt and Negri have an uninformed view of that project, and have failed to advance a more efficacious alternative. In today’s most dangerous world the need for an alternative to capitalism’s world disorder is indisputably a matter of life and death. If the answer Marx and Engels proposed is to be rejected, let it at least be done on an informed basis. The intent here is to present the real Marx and Engels. Contrary to what Hardt and Negri contend, I argue for the continuing relevancy of their project in the age of ‘postmodernity’.
Beyond Marx and Engels?

The central claim of Hardt and Negri is that a new world order has emerged, which they call ‘Empire’, that is unlike any earlier forms of imperial rule. It is deterritorialised, without location but everywhere. Empire, as was true with earlier forms of ruling class dominance, is fundamentally a response to the democratic yearnings of the oppressed, the ‘multitude’. Unlike its predecessors Empire is truly global without any spaces ‘outside’ its domain. Much of Hardt and Negri’s tome is a description and explanation of the genealogy of Empire. They see their project as standing on the shoulders not only of Marx and Engels but Lenin as well. Most importantly, they agree with Marx’s long term forecast about the fate of the world’s producers. The invasion of the capitalist mode of production into every nook and cranny of the world means that ‘all forms of labour tend to proletarianised. In each society and across the entire world the proletariat is the ever more general figure of social labour’.2 But on this point they begin to part company with Marx and Engels, with the claim that the ‘hegemonic position of the industrial working class’ has now ‘disappeared’. Later in their exposition it becomes clearer what informs this claim. There has been, according to them, a dramatic shift in contemporary capitalism away from the production of material goods to that of services, especially information and communications. In this ‘new economy’, ‘private property…becomes increasingly nonsensical’, and it is more difficult if not impossible to calculate the amount of socially necessary labour that goes into production. In modern capitalism, based primarily on industrial production, such a determination was possible, and thus the reason for the hegemony of industrial workers. In postmodern capitalism or Empire, on the other hand, private ownership of the means of production and the labour theory of value that Marx perfected are no longer applicable.3

The scenario that Hardt and Negri posit, and the reasons for it, have major implications for their understanding of the class struggle today. If the industrial proletariat had once been the revolutionary ‘multitude’ of modern capitalism, today it is another kind of proletariat that no longer has a base in industrial production. It is a multitude that is more unrooted and more amorphous than the former. It knows, as Marx and Engels foresaw in The Communist Manifesto, no national boundaries. These characteristics, according to Hardt and Negri, are exactly what give power to today’s multitude. The changed nature and context of the proletariat today explains, therefore, why what they understand to be the methods of organising that Marx, Engels and Lenin advocated are no longer applicable.

One of the more interesting aspects to their analysis is the attention given to US political history—not unrelated to the centrality of its ruling elite in the ontology of Empire. Hardt and Negri insist, though, that the latter cannot be reduced to the former. Empire has its roots in both the working class and countercultural movements of the 1960s and 1970s, which they argue were much more powerful in the US than elsewhere. Washington, therefore, was forced to react sooner than its imperial rivals in constructing a new form of dominance that foreshadowed Empire. As part of this argument, Hardt and Negri make the unorthodox claim that the working class movement in the US is stronger than its counterparts in other advanced capitalist countries because of its low levels of organisation in unions and lack of its own political party. These two deficits allowed the power of the rank and file to flower in a way that didn’t occur on the other side of the Atlantic. Though never mentioned, Hardt and Negri no doubt have in mind the failure of the French working class to join effectively with the student movement in 1968 to overthrow not just the de Gaulle government but capital itself. The dead weight of the Stalinist and social democratic parties not only there but elsewhere tied the hands of the working class—the problem, in their view, of working class organisation.

The other interesting reference to US working class politics is their proposal that proletarian resistance to Empire should look to the Industrial Workers of the World (IWW) for inspiration and as a model. What made them effective, according to Hardt and Negri, was that they didn’t establish ‘fixed and stable structures of rule’. The combination of a lack of a ‘centre’, ‘organisational mobility’, and ‘ethnic-linguistic hybridity’—that is, a willingness to organise all workers regardless of race and ethnicity—should be emulated by today’s multitude.

Given their overall analysis, it’s not surprising that at the end of their tome, when they address ‘what is to be done’, Hardt and Negri have little to offer in the way of anticipating what the struggles of the multitude will look like, or concrete suggestions about how to advance that agenda. About all they can say is that they are ‘still awaiting…the construction, or rather the insurgence, of a powerful organisation… We do not have any models to offer for this event. Only the multitude through its practical experimentation will offer the models and determine when and how the possible becomes real.’ Yet they advise individuals to look to the IWW ‘militant’ as a model, and not ‘the sad, ascetic agent of the Third International’, nor anyone ‘who acts on the basis of duty and discipline, who pretends his or her actions are deduced from an ideal plan’. Though they can’t be more concrete, Hardt and Negri are optimistic that ‘postmodernity’ will bring forth a new kind of militant, a ‘communist militant’.4

At this point I want to begin interrogating and criticising Hardt and Negri at a more general level without going into much detail. In the next section I will put forward the perspective of Marx and Engels as an alternative and in the process take up more specific criticisms.

Early in their book, Hardt and Negri state that the ‘Marx-Engels manifesto traces a linear and necessary causality’, whereas in their manifesto there isn’t ‘any determinism’. Theirs is ‘rather a radical counterpower, ontologically grounded not on any vide pour le futur but on the actual activity of the multitude, its creation, production and power—a materialist teleology’.5 The age-old determinist charge is thus the basis for their justification for going beyond Marx and Engels. Though old, the allegation still lacks merit, and can be easily rebutted on the basis of very accessible facts about Marx and Engels. If their method was so deterministic, how does one explain why they spent most of their political lives trying to shape the revolutionary process? Unless one is willing to argue that they operated on two separate and distinct planes of reality and therefore failed to see the apparent contradiction, then this charge falls flat. There is no evidence that they saw their politics and day to day activism as separate from their theoretical perspectives. I realise of course that it is exactly because their activism is largely ignored—what the next section hopes to rectify—that the charge persists. And herein lies the problem with Hardt and Negri’s reading of Marx and Engels, as is true with so many others who make this false charge—either a lack of knowledge or a desire not to know their politics. I’m convinced in their case that it’s the former reason.

Hardt and Negri say their method is based ‘on the actual activity of the multitude’. The same can be said of that of Marx and Engels. But for the latter that was only the beginning of wisdom. They sought to try to understand the determinants of that ‘activity’ in order to anticipate the future of the ‘multitude’ as well as know its past—the alleged ‘determinism’ of their method. Whereas I argue Hardt and Negri tend to operate at the level of appearances, while Marx and Engels seek out essences. It is their discomfort with such an approach that explains in large part Hardt and Negri’s decision to dismiss the law of value and the related labour theory of value of Marx, or to deny their relevance in ‘postmodernity’. This in turn explains why they have so little to say about the long term worldwide capitalist crisis of the mid-1970s. It wasn’t, contrary to what they argue, just the defeat in Vietnam and the social movements of the 1960s and 1970s that explain US capital’s need to restructure. First and foremost it was the long term crisis and the profit crunch that came with it that were decisive. To acknowledge as they do that the crisis was one of overproduction is fine and well. But without the law of value and the labour theory of value capitalist crises cannot be explained. It would appear from a reading of Hardt and Negri that such crises are a thing of the past, or that the law of value is irrelevant in explaining future downturns. If so, they need to make a real case to be convincing, since this is too important an issue. They are right to see the need for a political explanation for long term changes in capitalism. It’s just that what they supply is inadequate. For Marx and Engels long term crises were crucial in explaining the ‘actual activity of the multitude’, and this is why they spent so much of their time trying to make sense of them.

The law of value, I would argue, was reaffirmed with the recent crash of the Nasdaq, the market that specialises in the trade of stocks in the information-communications industry. Contrary, again, to what Hardt and Negri contend, the ‘new economy’, or what I call the Anna Kournikova economy, is subject to the same law of value as the ‘old economy’, and its day of reckoning finally arrived. Although the market value of the tennis star, who has seldom if ever won a major tournament, can continue to rise, capital, which once found the ‘new economy’ also as attractive, eventually demanded a victory on the court of return on investments—just what the ‘new economy’ couldn’t supply. Capital can indeed operate in the postmodern world of ‘virtual’ profits for a while—at the level of appearances—but the law of value exists just to bring social production back to the material prerequisites of society. The unforgiving logic of the ‘old economy of bricks and mortar’—that is, the production of material goods, has asserted itself once again. It may indeed be difficult to measure socially necessary labour in a service-informational economy—again, the level of appearances—but it doesn’t mean that such a determination has ceased to be necessary. The history of the capitalist mode of production—and market economies in general—teaches that in the long run prices tend to reflect value or the amount of socially necessary labour in the production of goods and services. To argue otherwise, Hardt and Negri would, again, have to make a more compelling case.

They make another claim which I will only treat briefly, because it flies even more in the face of reality. To say that in today’s world ‘private property is increasingly nonsensical’ is itself without sense. Even in the world of the ‘new economy’, try telling that to the owners of the record companies who successfully put Napster out of business and are threatening its future wannabes with similar suits. More than three decades ago the Marxist economist Ernest Mandel correctly predicted the trajectory of the communications industry—its transformation from a public to a private good.6 Yes, the imposition of rules of private property over services, information, and communications may be harder to accomplish as current debates around piracy demonstrate (the level of appearances), but as with the law of value that doesn’t mean it is less important. In the larger world of Empire, also try telling landlords who carry out violence against activists in the landless movement in Brazil or in struggles elsewhere for land or a place to live that private property is ‘nonsensical’. Hardt and Negri’s facile dismissal of private property reflects another fundamental problem with their analysis. It is true that in a world where social production is the norm at the global level, private ownership of the means of production is ‘nonsensical’, in that it is incompatible with humanity’s ability to make rational decisions about such production. But at no time should partisans of the multitude confuse what should be with what is, nor conflate a historical tendency with current reality. To do so can be fatal, as history has unfortunately demonstrated all too often.

What is, again, admirable about Hardt and Negri is their optimism about the ability of the oppressed to resist. But their approach implicitly assumes that this can proceed inevitably toward success. Even more problematic, it assumes that resistance translates automatically into the construction of an alternative project. Their thesis of the ‘accumulation of struggles’—that as a result of multiple sites of struggle the multitude is able to advance its collective interests—assumes that consciousness about this process is not needed. The multitude, hence, can do its thing without organisation, leadership or discipline. But history has shown repeatedly that revolutionary mobilisation is a process, and a very uneven one at that. Not everyone and every social layer radicalises at the same rate. Some forces go into motion sooner than others. The task becomes, then, how to give direction to this unevenness in order to concentrate its strength. Also, the multitude radicalises usually around immediate issues. The challenge for any social movement is to connect specific struggles with one another, to generalise beyond their own situation, to understand the less visible structural issues at stake, and to forge an alternative project. This is exactly what Marx and Engels, as I hope to show in the next section, addressed in order for the revolutionary party, the communist core, to be prepared to provide leadership when the proverbial shit hits the fan. Hardt and Negri correctly recognise the problem about the lack of communication between struggles—the need, in other words, to make the connections—but fail to offer a solution. If anything, they seem to applaud this by making virtue out of necessity—again, the problem of operating at the level of appearances.

To claim, for example, that US workers are stronger than their counterparts in other advanced capitalist countries because they have lower rates of unionisation and lack a labour party, that is, their own political party—is absurd. To do so is to ignore such realities as longer working weeks (including the common phenomenon of working ‘off the clock’ á la Wal-Mart), higher accident rates, less holiday time, and less social wages such as unemployment and health benefits for the US working class as a whole. This is an odd oversight for an analysis that is supposedly sensitive to what it calls ‘biopolitical power’. The indisputable fact is that US capital has been more successful than its cohorts elsewhere in the world in squeezing more sweat and blood—surplus value—out of its working class. Hardt and Negri’s argument, therefore, that the unstructured, unorganised and novel character of the social movements of the 1960s—that is, the counterculture—was a boon to the working class is misleading. Their related claim that the success of the movement required capital to shift from a regime of discipline to one of control is also untenable. What exactly is the death penalty if not a regime of discipline of the working class? That the US ruling class was able to revive the use of this class weapon in 1976 speaks volumes about the limitations of the 1960s social movements.

There should be no illusions about the politics and organising of the 1960s and 1970s, especially the counterculture. It was a radicalisation in the context of affluence that occurred before the onset of the long term economic crisis of the mid-1970s. And it involved a mode of functioning that may have been appropriate to that era but is not the case today. One of the obligations for anyone from those years who does political work with radicalising youth today is to disabuse them of any glorification of that era’s modus operandi. Such methods and styles were in many ways a reaction to the bureaucratic non-democratic practices of Stalinism (more about this shortly), and to edify them in any way, as Hardt and Negri tend to do, is a serious political error. All of us who came into politics in that period should be honest and say that we did the best we could under the circumstances, but we make no virtue out of necessity. Today’s political reality, in the context of the long term downturn that continues unabated since the mid-1970s, requires just the kind of organisational consciousness and discipline that workers had to muster in previous capitalist crises—wholly contrary, in other words, to what Hardt and Negri contend.

Toward the end of their manifesto Hardt and Negri declare, ‘We are not anarchists but communists who have seen how much repression and destruction of humanity have been wrought by liberal and social big governments.’ Their protests notwithstanding, it is however the politics of anarchism that inform their project. Their praise of the counterculture movements of the 1960s and 1970s, a multitude that acts without programme, lacks an organisational centre and a disciplined vanguard—in other words, a leadership—and their proffering of the individual militant of the IWW, an anarcho-syndicalist organisation, as a model leave little doubt about their political proclivities. Most importantly, this explains their fundamental disagreement with the kind of theoretical orientation of Marx and Engels, which they describe as determinist—the same complaint lodged by the latter’s erstwhile anarchist arch-enemy Mikhail Bakunin more than a century ago.

Hardt and Negri have every right of course to be anarchists. They can be faulted, however, for not owning up to their true political identity. Under the cover of communist identity they can therefore absolve themselves from having to draw a historical balance sheet on the anarchist alternative. This is apparently why they feel no need, for example, to explain why the IWW went out of political business 80 years ago, but yet can express rightful indignation—which borders on self righteousness—about ‘socialist big governments’.

As ‘communist militants’ they are certainly obliged to criticise what was done in the name of Marx and Engels, including both the practice of social democracy and the outcome in the Soviet Union. But again, what they supply is far from adequate. To suggest as they do that Lenin’s ‘Taylorism’ planted the seeds of the counter-revolution that unfolded in the Soviet Union is misplaced. It’s still the case that the best explanation, and one that’s also grounded in Marx’s method, is Trotsky’s thesis on Stalinism. Though they appear to cite it approvingly—but only in passing—it’s clear that either they don’t understand it or that they disagree with it. Not only does Trotsky make a convincing case for explaining what he calls the ‘betrayal’ of the Russian Revolution, but also why working class movements under Stalinist tutelage in other settings—both the so called Third World and advanced capitalist formations like France in 1968—failed either to take power or made, if they did so, a mockery of communist revolutions. Had Hardt and Negri really grasped Trotsky’s argument they would also know why what once had been a real instrument for making connections between various struggles—the Communist International—ceased by about 1928 to play such a role. The Stalinisation of the international communist movement, which helped to breed the ‘sad, ascetic agent of the Third International’, goes far in explaining what they call the ‘paradox of incommunicability’ between social struggles in diverse settings. Most importantly, they would know why the demise of Stalinist hegemony on a global basis, in and around 1989, has been the most propitious development for advancing the interests of the multitude than perhaps any event since the Bolshevik triumph in 1917—the real basis for revolutionary optimism today.

Like Marx and Engels, Hardt and Negri begin with the world as their unit of analysis. They are right to criticise the fetishism of the ‘localisation of struggles’, but in so doing they commit the opposite fallacy. For them it tends to be all global or nothing and, therefore, they miss or fail to see the link between the local and global. All struggles begin locally. The task of communists is to get local participants to understand how their struggles are part and parcel of something global, how to link up with struggles elsewhere—how to help the oppressed to generalise. Marx and Engels understood this well, as will be seen later. It may indeed be Hardt and Negri’s anti-determinist stance that explains why they have little or nothing to say about how to make such links. To be prepared to convince activists in local struggles how what they do connects to larger structural issues is no doubt what they find objectionable in Marx and Engels’s methodology. For Marx and Engels, again, the ‘activity of the multitude’, while crucial, is only the beginning of wisdom, whereas for Hardt and Negri it is both beginning and end.

Nevertheless, Hardt and Negri bring their own preconceptions to the table. Their claim that all local struggles are global allows them to impute to national liberation struggles a teleology that is often absent in the self understandings of their participants. To claim, for example, that ‘proletarian internationalism was anti-nationalist’ is not exactly, as will be seen later, what Marx and Engels thought—Lenin as well.7 All three defended in the name of ‘proletarian internationalism’ the nationalism of the oppressed, as in the case of the Irish and Polish struggles. To further argue that there are no longer any weak links in the chain of imperialism, since in the age of Empire all is equally global, also ignores reality. Can it really be denied at this moment that Venezuela and Argentina, for example, are more unstable and vulnerable to collapse than Washington’s other hemispheric allies? There is indeed at the global level a growing convergence of local struggles, but this should not be confused with a completed process as Hardt and Negri do—another example of their wont for conflating tendencies with reality which, again, can be fatal in politics.

The world in which we live is increasingly fraught with danger for its producers and demands more than what Hardt and Negri have put forward as a manifesto for the multitude. Given what they pretend to be, ‘communist militants’, and, again, given current reality, they have an elementary revolutionary duty to offer more than just a hope. If it’s true, as they claim, that Marx and Engels’s programme is outdated, then they must provide something that is qualitatively superior to what the two both proposed and acted on. To end as they do—’We are still awaiting…the construction, or rather the insurgence, of a powerful organisation’—is politically irresponsible. In the absence of a credible alternative, I want to argue that there is still not only more but much more to be learned from Marx and Engels, in spite of their not having lived long enough to witness Hardt and Negri’s ‘postmodernity’.
Real communist politics: Marx and Engels in action

What follows here pretends in no way to be even an overview of Marx and Engels’s politics. The five decades, from 1846 to 1895, that they spent organising politically together is far too complex to lend itself to such a treatment in the confines of this article.8 Neither is there space here to draw a balance sheet on the political activities of those who continued their work, such as Lenin and Trotsky. I will focus on a few key moments in their political careers that address some of the claims in Hardt and Negri about the supposed shortcomings and irrelevancy of their project for the world of Empire.
‘What is to be done?’

The alleged determinism of Marx and Engels’s method is what they themselves called their ‘scientific communism’, or their ‘materialist conception of history’. But even before its formulation they had concluded that the study of the multitude’s age-old democratic quest, ‘the real movement of history’, pointed the way forward to ‘human emancipation’. That history, especially that of the French Revolution, revealed that ‘ideas cannot carry out anything at all. In order to carry out ideas men are needed who can exert practical force.’ As immortalised in Marx’s Theses on Feuerbach (1845), revolutionary practice was the means by which not only the oppressed were educated but also by which the ‘educator…must be educated’. The ‘educator’, in other words, had to engage in the same revolutionary activities as the proletariat and other oppressed layers and for the same reasons. To not do so would mean to ‘divide society into two parts, one of which is superior to society’—Marx’s answer, then, to the oft-made charge that their politics inherently assume an enlightened elite vis-à-vis ‘dumb masses’. Hal Draper writes, ‘The third thesis is the philosophic formulation by Marx of the basis of the principle of self emancipation [of the proletariat]. It represents perhaps the first time in socialist thought that theory turns around to take a hard look at the theoretician’.9 Marx and Engels’s lifelong tendency to prioritise political over what they called ‘scientific work’, whenever there was real motion, was the realisation of the thesis for themselves. The third thesis, along with the more famous eleventh—’The philosophers have only interpreted the world in various ways; the point is to change it’—would forever inform their politics. But for revolutionary practice to be efficacious, revolutionary theory was required.

They recognised quite early that if they were to have an impact on the proletariat—the class they determined to have both the interest and capacity in leading the fight for ‘human emancipation’—Marx would have to, as Engels kept urging, produce a ‘fat book’. As Marx began that task, Engels took up public speaking in order to ‘exert influence’ on the proletariat: ‘Standing up in front of real, live people and holding forth to them directly and straightforwardly, so that they see and hear you, is something quite different from engaging in this devilishly abstract quill-pushing with an abstract audience in one’s “mind’s eye”.’10 Hence, while publications were crucial, they were not sufficient. Directly engaging workers in discussions and participating in public debates were also necessary.

Their first ‘fat book’, The German Ideology (1846), laid out their ‘materialist conception of history’, the theory needed to inform their practice. Though never published in their lifetime, its ideas immediately informed their subsequent writings. Armed with their new perspective, Marx and Engels sought immediately to link up with Europe’s proletariat. Owing to the strengths of their arguments and active efforts to make their case, they were eventually successful. This meant having to best in debates other socialist or communist currents also seeking the ear of the proletariat. Forty years later Engels explained how this was done: ‘We influenced the theoretical views of the most important leaders…by word of mouth, by letter and through the press. For this purpose we also made use of various lithographed circulars, which we dispatched to our friends and correspondents throughout the world’.11 Impressed with their ‘scientific communism’, the most politically advanced of these workers invited them in 1847 to lead their organisation—renamed at their urging the League of Communists—and to write a programme for it, The Communist Manifesto. Published on the eve of the 1848 revolutions, it sought to persuade communists who had generally functioned in a conspiratorial fashion to end their sectarian stance toward the working class and to see themselves as the most conscious layer of the proletariat.

It can’t be stressed enough that the original connection between Marxists—the ‘educators’—and workers came at the initiative of the latter, given the oft-made charge that the former seek to be a new elite to lord over the working class—an implicit criticism in Hardt and Negri. In 1847 Engels addressed the charge of an opponent (Karl Heinzen) that ‘communist writers are only using the communist workers… [They act as] prophets, priests or teachers who possess a secret wisdom of their own but deny it to the uneducated in order to keep them on leading strings’.12 Precisely because of the way in which the Marx-Engels team came to be part of the workers’ movement earlier that year, Engels could confidently dismiss the charge. Regarding such ‘insinuations, we do not take issue with them. We leave it to the communist workers to pass judgement on them themselves.’ That is, only the working class had the right to decide if it was being duped by the Marxists. This was good advice not only in 1847 but ever since whenever this charge has been raised.

Two decades later at a congress of the International Working Men’s Association (more about this later) Marx was defended by leaders of the English trade union movement, testimony to the esteem in which he was held by the workers’ movement and the prescience of his earlier work. The specific issue was whether or not ‘mental workers’, ie intellectuals, should be permitted to attend the congresses. In successfully opposing the view that they should not, one of the English delegates replied that men like Marx—he was absent—’who devote themselves to the cause of the proletaires are too rare to make it expedient that they should be “snubbed”. The middle class only triumphed when it allied itself with men of science and it is the pretended science of middle class political economy which gives it prestige and, through that prestige, ministers to its power. Let those who have studied political economy from a working class standpoint come, by all means, to our congresses, there to shiver the fallacies of middle class political economy’.13 As far as the leaders of what was then the most advanced working class were concerned, there was indeed a clear distinction between ideas that accurately represented social reality—science—and those that didn’t (what Marx and Engels understood ideology to be), and they had no doubt that the programme of Marx belonged to the former.

Thus the assumption underlying Marx and Engels’s politics was that the successful struggle of the multitude depended on a programme that accurately represented social reality—ie constituted, as they understood it, a science. Such a perspective no doubt smacks of determinism for Hardt and Negri. Learning from and participating in the ‘real movement of history’ was the means for constructing a science of society. This is the point that Engels was getting at in a polemic, written about the same time, about the communist project: ‘Communism is not a doctrine but a movement. It proceeds not from principles but from facts… In so far as it is a theory, [it] is the theoretical expression of the proletariat in this struggle and the theoretical summation of the conditions for the liberation of the proletariat’.14 Or, as it was stated in the Manifesto, ‘The theoretical conclusions of the communists are in no way based on ideas or principles that have been invented or discovered by this or that would-be universal reformer. They merely express, in general terms, actual relations springing from an existing class struggle, from a historical movement going on under our very eyes’.15

And from Poverty of Philosophy, also written in the same period:

But in the measure that history moves forward, and with it the struggle of the proletariat assumes clearer outlines, they no longer need to seek science in their minds. They have only to take note of what is happening before their eyes and to become its mouthpiece. So long as they look for science and merely make systems, so long as they are at the beginning of the struggle, they see in poverty nothing but poverty, without seeing in it the revolutionary subversive side, which will overthrow the old society. From the moment they see this side, science, which is produced by the historical movement and associating itself consciously with it, has ceased to be doctrinaire and has become revolutionary.16

Clearly for Marx and Engels the efficacious struggle of the multitude depended on the production of scientific ideas, namely propositions based on the real movement—the distillation of the lessons of the class struggle.

Their orientation was the basis for Marx and Engels’s famous polemic in 1847 against the aforementioned opponent and newly converted republican, Karl Heinzen, who epitomised all that was wrong with revolutionaries who operated without a scientific programme. On the heels of his overnight conversion to the democratic cause Heinzen, like many an ultra-left who would follow in his stead, issued a call for ‘immediate insurrection’. They wrote:

He has leaflets printed to this effect and attempts to distribute them in Germany. We would ask whether blindly lashing out with such senseless propaganda is not injurious in the highest degree to the interests of German democracy. We would ask whether experience has not proved how useless it is… We would ask whether any person who is in his right mind at all can imagine that the people will pay any attention whatever to political sermonising and exhortations of this kind… We would ask whether it is not positively ridiculous to trumpet calls for revolution out into the world this way, without sense or understanding, without knowledge or consideration of circumstances.17

Their ‘materialist conception of history’, they argued, would assist in ‘understanding [the] circumstances’ under which revolutionary propaganda would get a serious hearing from the oppressed—in understanding the determinants of what Hardt and Negri claim to base their practice, ‘the actual activity of the multitude’.

If Heinzen’s tactics were disastrous, then, Engels asked, ‘What is the task of a party press? To debate, first and foremost, to explain, to expound, to defend the party’s demands, to rebut and refute the claims and assertions of the opposing party.’ The specific tasks of the press of the ‘democratic party’ in Germany, of which the communists, as Marx and Engels frequently pointed out, were simply the most extreme wing, was to ‘demonstrate the necessity for democracy by the worthlessness of the present government’.

Engels went on to describe another task which was crucial to their strategy, and which is virtually ignored or denied by friend and foe alike:

Its task is to reveal the oppression of the proletarians, small peasants and urban petty bourgeoisie, for in Germany these constitute the ‘people’, by the bureaucracy, the nobility and the bourgeoisie, how not only political but above all social oppression has come about, and by what means it can be eliminated. Its task is to show that the conquest of political power by the proletarians, small peasants and urban petty bourgeoisie is the first condition for the application of these means. Its task is to further to examine the extent to which a rapid realisation of democracy may be expected…and what other parties it must ally itself with as long as it is too weak to act alone.18

Engels’s advice anticipated by more than half a century Lenin’s call in What Is To Be Done? for ‘social democracy’ and its press to become the ‘tribune of the people’—the multitude. The importance of this alliance of the ‘people’ for Marx and Engels’s strategy cannot be overstated. Until the very end they defended the ‘people’s alliance’, especially in countries such as Germany where the proletariat was still in formation.

On the eve of the 1848 revolutions Marx and Engels expanded the concept of the people’s alliance to include other allies of the proletariat, specifically the nationally oppressed. The Irish and Polish struggles for national self determination, in particular, were seen as necessary steps in the liberation of the proletariat in England and Germany respectively. As Engels explained at a banquet in 1847 in solidarity with the Polish struggle, ‘We German democrats have a special interest in the liberation of Poland… A nation cannot become free and at the same time continue to oppress other nations’.19 Such advice was also meant for democrats of other oppressor nations. On no issue were they clearer about this than the Irish case. Thus they applauded and reported to democrats in other countries whenever the Chartists opposed British rule in Ireland and reached out to Irish workers. Engels asked the readers of the French republican daily La Réforme to consider the significance of an ‘alliance between the peoples of the two islands. British democracy will advance much more quickly when its ranks are swelled by 2 million brave and ardent Irish, and poverty-stricken Ireland will at last have taken an important step towards her liberation’.20 Whereas Hardt and Negri tend to counterpose the proletarian struggle to the national liberation struggle, for Marx and Engels they were intertwined or, as Marx stated at the same banquet, ‘the victory of the proletariat over the bourgeoisie is at the same time the signal of liberation for all oppressed nations’.21

One of the things that clearly distinguished them from other self styled socialists and communists within the workers’ movement was their view that the fight for communism was intimately linked with the fight for political democracy. Responding in 1892 to the charge—one that still continues until today—that he and Marx ignored democratic forms of governance, Engels countered, ‘Marx and I, for 40 years, repeated ad nauseam that for us the democratic republic is the only political form in which the struggle between the working class and the capitalist class can first be universalised and then culminate in the decisive victory of the proletariat’.22 For many a 20th century would-be Marxist this advice was either unavailable or ignored, with all the tragic consequences.

Contrary to the usual portraits of them as just theorists, Marx and Engels were active organisers—consistent with Marx’s Theses. While workers were the revolutionary class they had to be won to a communist programme which required conscious and active leadership. On the basis of the experience of the League of Communists, earlier organising efforts, and their baptism of fire in the revolutions of 1848-1849, they formulated organisational views that remained with them to the end, many of which became part of Lenin’s arsenal.

Towards the end of the summer of 1850 Marx and Engels concluded, based on Marx’s research on developments in the world capitalist economy, that the revolutionary wave that began in 1848 had come to an end, and that the socialist revolution was not on the immediate agenda anywhere in Europe. A major upturn in Western European economies was under way, which meant that the grievances of Europe’s working masses which fed the 1848 upsurge were likely to diminish. Such a conclusion required organisational as well as political adjustments. Thus, beginning in the autumn of the same year, they began to reorient their party activities to this new reality.

What the league confronted is perhaps the most difficult challenge for a revolutionary organisation—knowing when a revolutionary moment has opened and when it has closed, ‘What is to be done?’ If such moments were determinate, as Marx and Engels held, then it was possible and necessary to make adjustments in the political work. A significant minority of the league disagreed that the era had come to an end, and even questioned whether it was possible to make such a determination. They argued that, regardless of what Marx and Engels’s research showed, revolution was still on the agenda in Germany and they would act accordingly-continuing to issue, therefore, calls for revolution. In the debate Marx sharply criticised this view: ‘A German national standpoint was substituted for the universal outlook of the Manifesto, and the national feelings of the German artisans were pandered to. The materialist standpoint of the Manifesto has given away to idealism. The revolution is not seen as the product of realities of the situation but as the result of an effort of will… The actual revolutionary process would have to be replaced by revolutionary catchwords’.23 Reminiscent of their critique of Heinzen three years earlier, Marx and Engels concluded that such a line would not get a hearing among Germany’s producers. Events soon proved them to have been correct.

In addition to the German emigres, petty bourgeois democrats from Europe’s failed revolutions also gathered in London. There they formed in June 1850 the Central Committee for European Democracy, which eventually attracted the minority wing of the League of Communists, to direct an expected new revolutionary upsurge. On the basis of their new findings, Marx and Engels criticised their July ‘Manifesto’ as an ‘appeal to mindlessness’, because it denied the class struggle, discounted revolutionary theory and sought to reduce the revolutionary process to simply an organisational problem. Within two years the body folded, as they had predicted. It would be more than a decade before Europe would experience another revolutionary moment.

If it is difficult to determine when a revolutionary era has ended, it is no less easy to determine when one has begun. For at least a decade Marx and Engels had to grapple with this problem. The lull in the class struggle offered their tendency the opportunity to carry out the requisite research—what they called ‘swotting’ (from the verb ‘to sweat’)—in order to make such a determination. One of the newer recruits to the party in the early 1850s in London, Wilhelm Liebknecht, was impressed by the seriousness with which Marx took research not only for himself but for other members. As he recalled many years later:

Marx went [to the British Museum] daily and urged us to go too. Study! Study! That was the categoric injunction that we heard often enough from him and that he gave us by his example and the continual work of his mighty brain.
While the other emigrants were daily planning a world revolution and day after day, night after night intoxicating themselves with the opium-like motto: ‘Tomorrow it will begin!’, we the ‘brimstone band’, the ‘bandits’, the ‘dregs of mankind’ [some of the epithets hurled at the Marx party by opponents] spent our time in the British Museum and tried to educate ourselves and prepare arms and ammunition for the future fight…
Marx was a stern teacher—he not only urged us to study, he made sure that we did so.24

Swotting, in fact, distinguished the Marx party from other revolutionary currents—as Engels explained in his review in 1859 of Marx’s A Contribution to the Critique of Political Economy, the first instalment of the long-awaited political economy project:

Our party was propelled onto the political stage by the February Revolution [Paris, 1848] and was thus prevented from pursuing purely scientific aims. The basic [‘materialist’] outlook, nevertheless, runs like an unbroken thread through all literary productions of the party…
After the defeat of the revolution of 1848-1849, at a time when it became increasingly impossible to exert any influence on Germany from abroad, our party relinquished the field of emigrant squabble…to the vulgar democrats… [Meanwhile] our party was glad to have peace once more for study. It had the great advantage that its theoretical foundation was a new scientific outlook the elaboration of which kept it busy enough. For this reason alone it could never become so demoralised as the ‘great men’ of the exile.
The book under consideration is the first result of these studies.25

A few months before the book’s publication, Marx left no doubt, as he explained to another comrade, as to its purpose: ‘I hope to win a scientific victory for our party’.26 In a comment to another party member about the next book in the project—which eventually would be Capital—Marx said that it would ‘take a somewhat different form, more popular to some degree…because [it] has an expressly revolutionary function’.27 Marx and Engels’s greatest fear during this period was that they would not have the scientific ‘ammunition’ in place ‘for the future fight’—again, the importance of the scientific work for the political struggle.

While convinced that the ups and downs of capitalist business cycles were crucial, especially when the downs were unusually deep, they learned that no political repercussions necessarily flowed from such crises, such as the one in 1857—at least not immediately. In England, where Marx and Engels had pinned their hopes on a modern industrial proletarian movement, the situation appeared no brighter—especially as it became clear by the end of 1858 that the economic crisis had ebbed. Yet Marx was convinced by then that a new revolutionary wave was in the making.

In this context Marx raised, in a comment to Engels, a most intriguing question that has been ignored since by friend and foe alike. Although they were convinced that the capitalist mode of production had outworn its welcome, was it really in 1858 fated for extinction given that it had certainly by now created a ‘world market, at least in outline, and production…based on that market’?

For us the difficult question is this: on the continent, revolution is imminent and will, moreover, instantly assume a socialist character. Will it not necessarily be crushed in this little corner of the earth, since the movement of bourgeois society is still in the ascendant over a far greater area?28

It would only be in hindsight, four decades later, that Engels would be able to provide the answer to this question. The problem, of course, as he later wrote, was that the premise was faulty—capitalism had not expended its potential by any means in 1858, and neither was socialist revolution anywhere on the agenda, as they had concluded in the balance sheets they drew on the 1848 events: ‘History had proved us, and all who thought like us wrong. It has made clear that the state of economic development on the continent at that time was not, by a long way, ripe for the elimination of capitalist production’.29 That the era of socialist revolution had opened with the defeat of the 1848 revolutions did not in the least imply that such revolutions were imminent. This is the importance of not doing what Hardt and Negri tend to—conflating historical tendencies with current reality.

When, as Marx and Engels correctly anticipated, a new revolutionary era opened in the early 1860s Marx saw this as the opportunity to implement the lessons of 1848. Under his leadership, the International Working Men’s Association (IWMA), founded in 1864—organisationally very different from the League of Communists—made independent working class political action a reality for the first time in European politics. Critical of trade unions for having ‘kept too much aloof from the general social and political movements’ (what Lenin would later call in his What Is To Be Done in 1902 the problem of ‘economism’) he led the fight, through the organisation, to convince unions to ‘learn to act deliberately as organising centres of the working class in the broad interests of its complete emancipation’—in other words, to think socially and act politically. Marx’s efforts, with Engels’s crucial assistance, and against the opposition of currents in the workers’ movement that dismissed political action like the anarchists, laid the basis for what would eventually be the mass workers’ parties of Europe—for example, the present-day Socialists and Social Democrats respectively in France and Germany.
Were Marx and Engels Eurocentrists?

The failure of the 1848 revolutions allowed Marx and Engels to give more detailed attention to developments beyond Europe. Three settings are instructive for purposes here—Algeria, India and Mexico. Regarding the first, a month before the Manifesto was published Engels applauded the French conquest of Algeria and defeat of the uprising led by the religious leader Abd-el Kader, saying that it was ‘an important and fortunate fact for the progress of civilisation’.30 Nine years later in 1857 he had completely reversed his stance, and now severely denounced French colonial rule and expressed sympathy for religious-led Arab resistance to the imperial power.31 Their historical materialist perspective explains Engels’s initial position. However, the real movement of history, especially the lessons of 1848, had taught that however progressive French imperialism may have been prior to then, it had outworn its usefulness—the opposition of the colonial subjects was now the movement to be supported. Shortly before his death in 1883 Marx visited Algeria in the hope that its climate would improve his health. A comment to his daughter Laura about the situation of the colonised reveals that his identification with them as fellow fighters had not waned: ‘They will go to rack and ruin without a revolutionary movement’.32

Marx’s first sustained writing on India strikes a similar tone to that sounded by Engels about Algeria in 1848. He described in 1853 Britain’s undermining of local industries and social structures as ‘causing a social revolution’, however ‘sickening…it must be to human feeling to witness’ the effects of such policies.33 But by the time of the Sepoy Mutiny against British rule in 1857-1859, Marx and Engels’s sympathy for the anti-colonial struggle was unquestionable. As Marx told his partner: ‘In view of the drain of men and bullion which she will cost the English, India is now our best ally’.34 For both of them, therefore, the uprisings in these countries were exactly what Marx had forecast at the end of 1848 about the global interdependency of the revolutionary movement. Later in 1871, the International Working Men’s Association, which Marx effectively headed, reported that a request had come to it from Calcutta to establish a branch of the body in the city. The secretary for the organisation’s executive committee in London, the General Council, ‘was instructed…to urge the necessity of enrolling natives in the association’, thus making clear that the new affiliate was not to be an exclusively expatriate branch.35

Finally, there is the case of Mexico. For Engels in 1849 the US conquest of northern Mexico was ‘waged wholly and solely in the interest of civilisation’, particularly because the ‘energetic Yankees’—unlike the ‘lazy Mexicans’—would bring about the ‘rapid exploitation of the California goldmines’, and hence for the ‘third time in history give world trade a new direction’.36 Subsequent history and research forced them to qualify this assessment. With the American Civil War looming, Marx wrote in 1861 that in ‘the foreign, as in domestic, policy of the United States, the interests of the slaveholders served as the guiding star’. The seizure of northern Mexico had in fact made it possible to ‘impose slavery and with it the rule of the slaveholders’ not only in Texas but later in what are now New Mexico and Arizona.37 The benefits that came with California were compromised by the ‘barbarity’ of slavery’s extension.

Hardt and Negri’s failure to acknowledge Marx’s embrace of the Sepoy mutineers allows them to point to his earlier position in 1853 on India as symptomatic of his ‘Eurocentrism’. According to them, ‘Marx can conceive of history outside of Europe only as moving strictly along the path already travelled by Europe itself’.38 If the suggestion is that Marx intended his description of the emergence of capitalism in Western Europe to be a model for elsewhere, they should know better. In his well known letter to Russian revolutionaries in 1877 Marx rejected just such a spin on his analysis made by a critic who ‘insists on transforming my historical sketch of the genesis of capitalism in Western Europe into an historico-philosophic theory of the general path of development prescribed by fate to all nations, whatever the historical circumstances in which they find themselves’. He then stressed the importance of treating social formations as concrete entities with ‘different historical surroundings’. The comparison of these formations can yield key insights but, as Marx warned, ‘one will never arrive there by using as one’s master key a general historico-philosophical theory, the supreme virtue of which consists in being supra-historical’.39 Marx’s point, therefore, constitutes another rejoinder to Hardt and Negri’s ‘deterministic’ Marx.

If implicit in their criticism is the frequently made charge that Marx and Engels prioritised developments in Europe over the rest of the world, then again they are wrong. Though Hegel’s philosophy of world history no doubt prepared Marx and Engels to think globally, it was when they became conscious communists and formed their revolutionary partnership in 1844 that they concretised their own position. In The German Ideology they argued that only with the ‘universal development of productive forces’ would it be possible for ‘a universal intercourse between men [to be] established…making each nation dependent on the revolution of others, and finally [putting] world-historical, empirically universal individuals in place of local ones’. Thus ‘communism…can only have a “world-historical” existence’.40 Shortly afterwards, this and other fundamental premises of their new perspective would find their way into the Manifesto. The draft from which Marx worked, Engels’s catechised Principles of Communism, was more explicit. To the question, ‘Will it be possible for this revolution to take place in one country alone?’ the reply is: ‘No… It is a worldwide revolution and will therefore be worldwide in scope’.41 Written on the eve of the 1848 revolutions, Marx and Engels clearly understood that only the ‘real movement’ could provide the actual answer to the question. Nevertheless, the global orientation with which they entered those upheavals served as their frame of reference in making political assessments along the way.

As early as the end of 1848 Marx and Engels concluded that the outcome of the German revolution was as inextricably linked to struggles ‘waged in Canada as in Italy, in East Indies as in Prussia, in Africa as on the Danube’. In the relative calm of London and the British Museum in 1849-1850 they undertook research that allowed them to strengthen this judgment. Their findings made clear that the world’s economic centre had by then shifted from Western Europe to the United States:

The most important thing to have occurred [in America], more important even than the February Revolution [France, 1848], is the discovery of the California goldmines… [As a result the] centre of gravity of world commerce…is now the southern half of the North American peninsula… The Pacific Ocean will have the same role as the Atlantic has now and the Mediterranean had in antiquity.42

This assessment, apparently the first ever made,43 would, they predicted, have revolutionary implications for the peoples of Asia, especially the Chinese. News of the Taiping Rebellion in 1850, the result in part of British commercial penetration into coastal areas, suggested that ‘the oldest and least perturbable kingdom on earth [was on] the eve of a social upheaval, which, in any event, is bound to have the most significant results for civilisation’.44 The possibility of a bourgeois democratic revolution in China and it having world shaking repercussions was an outcome about which they could barely conceal their joy. If Western Europe had once been at the centre of Marx and Engels’s world view, this was certainly no longer true after 1850. Their newly acquired global perspective allowed them in 1858 to see beyond ‘this little corner of the earth’ without a hint of nostalgia. It explains why they could accurately predict in 1882 that Russia, an overwhelmingly peasant country that had only one foot in Europe and not the Europe that the Eurocentric charge refers to—its most developed western flank—formed ‘the vanguard of revolutionary action in Europe’.45
Conclusion

The world we live in today is, again, more unstable than it has been since the end of the Cold War. That the world’s producers, the multitude itself, have not gone into battle to oppose this is no excuse for those who pretend to have more insight. To even suggest order, which is what Hardt and Negri’s central thesis about Empire does, is to disarm the potential vanguard fighters of the multitude. Though Marx and Engels put forward their perspective more than 150 years ago, it has more currency now than then. Nothing offered since then, including Empire’s ‘manifesto’, has superior explanatory and political power. Exactly because Marx and Engels were not inevitabilists, as a determinist reading of them would suggest, they understood all too well the choices that confront humanity now more than ever—between socialism or barbarism. Not only the frightful imbroglio in South Asia, but the elections in Europe in which fascist forces have come forward in a way not seen since the decades that preceded the Second World War, offer striking confirmation of these fateful choices. Those who understand what’s at stake have an obligation to take steps now to forge an alternative. Hardt and Negri’s advice to wait is exactly what is not needed. To think that Empire will be successfully contested by a viable alternative without consciousness, organisation and disciplined action—that is, a revolutionary party—is absurd. Lenin, who understood the revolutionary process better than anyone, long ago recognised that to try to forge a revolutionary leadership in the heat of the battle would be fatal. The fate of Rosa Luxemburg, for whom Hardt and Negri express greater sympathy, offers tragic evidence of what happens when sincere revolutionaries try to do just that. Unless that leadership is already in place to provide direction—something that the masses, in the final analysis, will decide on—it is already too late.

History has repeatedly shown that the masses will indeed go into action—Hardt and Negri would endorse this. History has also shown that unless that energy is channelled in the most effective way, then such opportunities can be lost for decades, with horrible consequences. History has yet to show any more effective way for achieving this other than with a conscious, organised and disciplined leadership—a revolutionary party. One need only ponder the current reality in Venezuela and Argentina, two situations crying out for revolutionary leadership, to realise the truth of this claim. To discard prematurely the lessons of history and the method that Marx and Engels used to distil them without an effective replacement, as do Hardt and Negri, is again politically irresponsible—especially for those calling themselves ‘communist militants’.

There is no suggestion here that Marx and Engels cannot be improved on. Exactly because they were materialists they understood the communist project to be the quintessential work in progress. But to do so requires what they had—direct involvement with or an organic link to the living struggles of the multitude, the proletariat, the laboratory of the class struggle. There is nothing in what Hardt and Negri have presented so far to indicate that they are so connected.

Notes

M Hardt and A Negri, Empire (Cambridge, Mass, 2000), pp44-46.

Ibid, p256.

Ibid, pp302, 354-359.

Ibid, pp411-413.

Ibid, pp64, 66.

E Mandel, Late Capitalism (New York, 1972), pp402, 406.

Ibid, p49.

A Nimtz, Marx and Engels: Their Contribution to the Democratic Breakthrough (Albany, 2000) does present such an overview and analysis.

H Draper, Karl Marx’s Theory of Revolution, vol 1 (New York, 1977), p234.

K Marx and F Engels, Collected Works, vol 38 (London, 1975), p23. Hereafter, citations from the Collected Works will be designated by MECW.

MECW, vol 26, pp319-320.

MECW, vol 6, p303.

Marx-Engels Gesamtausgabe (new edition, Berlin, 1975) Bd 20, 1, pp706-707.

MECW, vol 6, pp303-304.

Ibid, p498.

Ibid, pp177-178.

Ibid, p294.

Ibid.

Ibid, p389.

Ibid. At this time Marx and Engels looked for the initiative to come from the English proletariat for Ireland’s independence. They later reversed that view. In a letter to Engels in 1869 Marx explained, ‘For a long time I believed it would be possible to overthrow the Irish regime by English working class ascendancy… Deeper study has convinced me of the opposite. The English working class will never accomplish anything before it has got rid of Ireland. The lever must be applied in Ireland’ (MECW, vol 43, p398).

MECW, vol 6, p388.

MECW, vol 27, p271.

MECW, vol 10, pp626-627.

Marx and Engels Through the Eyes of Their Contemporaries (Moscow, 1978), p71. One of the best examples of how Marx encouraged party members in scientific work was his relationship with Johann Eccarius, a tailor, who with Marx’s assistance became a proletarian intellectual. For the details on their relationship, which is also a powerful refutation of Avineri’s claim that Eccarius came in for ‘unearned contempt’ from Marx, see ‘Two Adventures in Sophisticated Marxology’, in H Draper, op cit, vol 2, pp644-653.

MECW, vol 16, pp470-471. The ‘great men of the exile’ comes from the title of the manuscript by the same name that Marx and Engels wrote in 1852 that exposes in satirical form the reformist émigré would-be revolutionaries.

MECW, vol 40, p377.

MECW, vol 41, p193.

Ibid, p347.

MECW, vol 27, p512.

MECW, vol 6, p471.

MECW, vol 18, pp67-69.

MECW, vol 46, p242. Though the visit was only for recuperative purposes, it’s instructive to note that Marx couldn’t help but take an interest in learning about’communal ownership among the Arabs’ (MECW, vol 46, pp210-211). Lastly, about a half year before his death in 1883, Marx reported favourably on anti-imperialist activities in France against British moves in Egypt (ibid, p298).

MECW, vol 12, p132.

MECW, vol 40, p249.

General Council of the First International, vol 2 (Moscow, 1963-1968), p258.

MECW, vol 8, p365.

MECW, vol 19, pp36-37.

M Hardt and A Negri, op cit, p120.

K Marx and F Engels, Selected Correspondence (Moscow 1975), pp293-294; MECW, vol 24, pp200-201. Leon Trotsky addressed this issue many years ago: ‘“The country that is more developed industrially,” Marx wrote in the preface to the first edition of his Capital, “only shows to the less developed the image of its own future.” Under no circumstances can this thought be taken literally. The growth of productive forces and the deepening of social inconsistencies is undoubtedly the lot of every country that has set out on the road of bourgeois development. However, the disproportion of tempos and standards, which goes through all of mankind’s development, not only became especially acute under capitalism, but gave rise to the complex interdependence of subordination, exploitation, and oppression between countries of different economic type’. L Trotsky, The Living Thoughts of Karl Marx (London, 1946), pp40-41.

MECW, vol 5, p49.

MECW, vol 6, pp351-352.

MECW, vol 10, p265.

In a subsequent issue of their NRZ Revue Marx and Engels wrote, ‘We have already pointed out, before any other European periodical, the importance of the discovery and the consequences it is bound to have for the whole world trade.’ Ibid, p504.

Ibid, p267.

MECW, vol 24, p426

La ONG-ización de la política

Sería fácil tergiversar lo que estoy a punto de decir como una acusación a todas las ONG. Esa sería una falsedad. En las aguas turbias de falsas ONG (Organizaciones No Gubernamentales) organizadas para desviar donaciones o para evadir impuestos (en los estados indios como Bihar, se las da como dote), por supuesto hay ONG que están haciendo un trabajo valioso. Pero es importante considerar el fenómeno de las ONG en un contexto político más amplio.

En India, por ejemplo, la explosión de ONG que recibían fondos comenzó a finales de los 1980 y en los 1990. Coincidió con la apertura de los mercados de India al neo-liberalismo. En ese tiempo, el Estado indio, para obedecer los dictados de los ajustes estructurales, estuvo retirando fondos del desarrollo rural, la agricultura, la energía, el transporte y la salud pública. Como el Estado renunció a su rol tradicional, las ONG se movieron a trabajar en estas áreas. La diferencia, por supuesto, es que los fondos disponibles para ellas son una fracción minúscula del recorte actual en gasto público.

La mayoría de las grandes ONG que reciben fondos son financiadas y patrocinadas por agencias de ayuda y desarrollo, que a su vez reciben fondos de gobiernos de occidente, del Banco Mundial, de la ONU y de algunas corporaciones multinacionales. Aunque puede que no sean lo mismo que estas agencias, son ciertamente parte de la misma formación política amorfa que supervisa el proyecto neo-liberal y demanda el recorte drástico en los gastos del gobierno en primer lugar.

¿Por qué deberían dar fondos estas agencias a las ONG? ¿Podría ser el viejo entusiasmo misionero? ¿Sentimiento de culpa? Es un poco más que eso. Las ONG dan la impresión de que están llenando el vacío creado por un Estado ausente. Y lo están, pero en una forma materialmente inconsecuente. Su contribución concreta es calmar la furia política y distribuir como ayuda o benevolencia lo que la gente debería tener por derecho.

Alteran la psique pública. Transforman a la gente en víctimas dependientes y amellan el filo de la resistencia política. Las ONG forman una especie de amortiguador entre el sarkar (el gobierno) y el público. Entre el Imperio y sus súbditos. Se han vuelto los árbitros, los intérpretes, los facilitadores.

De fondo, las ONG son responsables ante quienes las financiaron, no ante el pueblo entre el que trabajan. Son lo que los botánicos llamarían una especie indicadora. Es casi como si mientras más grande la catástrofe causada por el neo-liberalismo, más grande el florecimiento de las ONG. Nada ilustra esto de forma más vívida que el fenómeno de los Estados Unidos que prepara la invasión de un país y que simultáneamente prepara a las ONG para ir y limpiar el desastre.

Para asegurar que sus fondos no sean puestos en peligro y que los gobiernos de los países donde trabajan las dejen funcionar, las ONG tienen que presentar su trabajo en un marco superficial más o menos desprovisto de un contexto político o histórico. En todo caso, de un contexto político o histórico inconveniente.

Los informes apolíticos (y por tanto, de hecho, extremadamente políticos) acerca de la necesidad de ayuda en los países pobres y zonas de guerra con el paso del tiempo hacen que la gente (oscura) de esos países (oscuros) se vean como víctimas patológicas. Otro indio desnutrido, otro etíope muerto de hambre, otro campo de refugiados afgano, otro sudanés mutilado… necesitados de la ayuda del hombre blanco. Inconscientemente refuerzan los estereotipos racistas y reafirman los logros, las comodidades y la compasión (el amor duro) de la civilización occidental. Son los misioneros seculares del mundo moderno.

Finalmente, en una escala más pequeña pero más insidiosa, los dineros disponibles para las ONG juegan el mismo rol en política alternativa que el capital especulativo que sale y entra de las economías de los países pobres. Comienza a imponer la agenda. Convierte confrontación en negociación. Despolitiza la resistencia. Interfiere con los movimientos populares que han sido tradicionalmente autosuficientes.

Las ONG tienen fondos que pueden darle empleo a personas locales que en otra situación pueden ser activistas en movimientos de resistencia, pero que ahora pueden sentir que están haciendo algo bueno inmediato, creativo (y que se ganan la vida mientras lo hacen). La auténtica resistencia política no ofrece esos atajos.

150 years after India’s mutiny against Britain

MAY 10 marked the 150th anniversary of the massive Indian revolt against British rule, a historic day for the anti-colonial struggle in South Asia and for rebellions against occupation everywhere. The Indian government is trying to hijack the celebration of the revolt in order to rewrite history, but we socialists have our own proud tradition of celebrating it.

In 1857, the revolt (often called “the Indian Mutiny”) began with an Indian soldiers’ mutiny from the Bengal Army at Meerut. Soon after, they—and the civilians who joined them—entered Delhi, declared the end of the British Raj, and placed on the throne an unwilling Bahadur Shah II, the nominal heir of the old Mughal Empire

Until April 1859, when the last guerrillas were crushed or driven away, the pattern of mutiny-rebellion was reproduced around the country, claiming the allegiance of more than 50 percent of the army, and the support of peasant masses and ruling elites across caste, religious and regional lines.

Despite the tremendous solidarity of the rebels, the revolt ultimately suffered from great weaknesses: the failure of soldiers in the Bombay and Madras armies to mutiny, the inferiority of arms, the lack of military leadership (most officers in the Indian army were British), the absence of a clear political agenda and the breakup of fragile cross-class and cross-communal alliances.

Nevertheless, the impact of the revolt was far-reaching, both in terms of British repression and Indian resistance.

On the one hand, it was after the revolt that the British government officially took over from the East India Company. All sorts of changes were accelerated, like the building of an India-wide railway system to facilitate the rapid deployment of troops.

On the other hand, despite the fact that many elites like the early Bengali nationalists among the intelligentsia saw the revolt as “backward,” it remained—and has remained—as an example of collective heroism.

The revolt has many lessons for us today, including how we view the anti-imperialist violence of oppressed groups, like those resisting Israeli occupation in Palestine and U.S. occupation in Iraq.

The racist and jingoistic press in Britain justified every single act of brutality during the British counter-insurgency in light of the ferocious rebel offensives. Against this, a reporter named Karl Marx, the London correspondent for the New York Daily Tribune, showed what an internationalist defense of anti-imperialist struggle really means.

In an article called “The Indian Revolt” in September 1857, Marx argued: “However infamous the conduct of the sepoys, it is only the reflection, in a concentrated form, of England’s own conduct in India…There is something in human history like retribution; and it is a rule of historical retribution that its instrument be forged not only by the offended, but by the offender himself.”

In another article investigating how the British used torture as policy, Marx concludes: “We have here given but a brief and mildly-colored chapter from the real history of British rule in India. In view of such facts, dispassionate and thoughtful men may perhaps be led to ask whether a people are not justified in attempting to expel the foreign conquerors who have so abused their subjects.

“And if the English could do these things in cold blood, is it surprising that the insurgent Hindus should be guilty, in the fury of revolt and conflict, of the crimes and cruelties alleged them?”
Pranav Jani, Columbus, Ohio

Harry Potter and Fighting Discrimination

Lots of interpretations of the Harry Potter books are out there, some that read the books well and others that simply acts of ventriloquism—forcing the books to say what they want to hear.

But with all that, we can clearly say that the series clearly sends a message about the need to fight discrimination and narrow-mindedness, and to question assumptions critically.

Not just “Good and Evil”

The HP books take aim at simplistic ideas of good and evil, good guys and bad guys. In the real world, this means questioning day-to-day racism, sexism, and prejudice or the kind of demonization of Arabs and Muslims that is happening in the aftermath of 9/11.

On the surface level of the plot, it’s about the “good” Harry Potter and his efforts to fight the “evil” Voldemort. In a version of the David and Goliath story, Harry is smaller, weaker, and vulnerable while Voldemort seems powerful and invincible. And since Voldemort is pretty sinister—he murders people at whim, for instance—we cheer for Harry throughout.

But who is Voldemort? A devil from somewhere, come to take the earth? No: it turns out that—as with Darth Vader in Star Wars—Voldemort was never purely evil but became so under particular circumstances. Voldemort, too, had a history and was not always unsympathetic. Born as Tom Riddle, with Muggle parentage, his story shares several similarities with Harry Potter’s.
The Harry-Voldemort connection
Indeed, there’s a close connection between the two enemies throughout the books: they can feel one another’s emotions and read one another’s minds, their wands are linked together, etc. In Book 4, the bond becomes very physical: Voldemort takes Harry’s blood to inject into his veins because he needs it–or thinks he needs it–in order to take human form. In Book 7 we learn that part of Voldemort’s soul has been embedded in Harry after he tried to kill Harry as a baby.
Harry has the potential to be a Voldemort–he might be placed in Slythetin House in Book 1, and Snape convinces a skeptic like Bellatrix Lestrange in Book 6 that he did not attack Harry initially because he thought he might become the new Dark Lord. But just like Voldemort impacts Harry, his presence in Voldemort creates the possibility of redemption. Even at the very end of Book 7, it’s clear that Voldemort might be spared by actually showing remorse for what he has done. A lifeline to humanity remains for Voldemort, though he chooses not to discover it.

Harry, thus, is not simply a force for pure good but has to become fit to challenge and defeat Voldemort. Harry is full of contradictions, and sometimes his desire for fame and glory overpowers him. Harry has to learn to control his anger and rashness, and is not incapable of making wrong decisions. The so-called prophecy itself was subject to interpretation—as we are told in Books 5 and 6, it could have easily been Neville.

Indeed, Dumbledore himself starts to lose his aura of being all-powerful and all-wise, especially by Book 6 but even earlier. He starts making mistakes and misjudging things, and by Book 7 we learn that his life has been less than spotless.

And so Harry has to both learn to stand for himself and to give up false notions of individual heroism. Harry finally learns that he has to depend on others to actually win. In the early books it’s a few chosen friends; by Book 7 it’s clear that only a mass uprising can defeat Voldemort. Hogwarts students, teachers, and house-elves become a lightening rod for resistance—from the Order of the Phoenix activists to the parents and surrounding community.

Fighting Stereotypes and Inequality
Sometimes the story explicitly tells us to challenge stereotypes, as when Hermione organizes the Society for the Protection of Elfish Welfare (S.P.E.W.). Jokes about “spew” and Hermione’s do-gooder naivite abound in the early books, but by the end it’s clear that Hermione’s basic sense of justice is crucial in order to mobilize all humans and magical creatures against Voldemort. The transformation of Kreacher in Book 7 is an excellent example: Harry must learn how to speak respectfully to him in order to win his allegiance.
This is why Dobby, the liberated house-elf, is so crucial to the emotional core of Book 7, and to Harry’s final shift from a self-centered approach to one that realizes that the battle is much larger than him.

Part of standing up against discrimiation means defending intermarriage and standing up against bigotry. Some of the central heroes of the book are “mixed” or part of mixed relationships: Harry’s mother is a Muggle-born witch, Hermione herself is Muggle-born, Hagrid is half-giant, half-human, Lupin, a werewolf, marries Tonks from the “pure-blood” Black family.

By the end, Harry, Hermione, and Ron reject racist and discriminatory ideas about “pure-blood Wizards” and stand for the rights of Muggle-born witches and wizards and Muggles as a whole, but also for the equality of other magical creatures, like elves, goblins, and centaurs, and werewolves.

In challenging Voldemort and his Death Eaters—who conduct pogroms against Muggles and Muggle-born witches and wizards when they come to power—the books expose the ways in which they twist terminology to suit their needs. Folks from old, wizarding families who help Harry, like the Weasleys and Sirius Black, are called “blood-traitors.” Under Voldemort’s regime, anyone can be labeled as a traitor at any moment, and locked away in the prisons of Azkaban or killed.

This reminds us not only of the anti-Jewish pogroms in Germany and Russia or the anti-black racism of the US (the Death Eaters are hooded like the KKK) but also of the false detentions and imprisonments after 9/11 of Arabs and Muslims, not only in Guantanamo but also Brooklyn and Paterson.

Voldemort Exploits Existing Divisions
It’s important that Voldemort and his followers do not create the idea of bias but build upon existing prejudices in the wizarding community. A prime example of this is the attitude of Dolores Umbridge and the Ministry of Magic towards Muggles and non-wizard magical creatures before Voldemort takes over (centaurs, goblins, elves, etc). When Harry first enters the Ministry of Magic in Book 5 he is critical of the statues there that represent witches and wizards as being superior to all other creatures.

The rot that Voldemort represents, therefore, is not a threat from outside but one from within the society itself. Again, this undermines the idea of absolute good and absolute evil, as there’s a spectrum of opinions between the two. There’s a level of understanding, for instance, for people like Draco Malfoy who might not be nice but are still seen as victims of circumstance when they fall in with Voldemort.

Challenging the Reader
But the books do not only give us clear, explicit messages. Sometimes they force us to rethink what we previously thought in order to demonstrate what it means to be confronted by a unexpected truth. Keeping us in the dark and withholding crucial information from us, they often limit our knowledge strategically and show us how we may also be falling to assumptions.

The central figure here, of course, is the character of Severus Snape. While there is no question that Snape strongly dislikes Harry’s father, James, and his godfather, Sirius Black, there is also no question that by the end of the story he is completely exonerated as a servant of Voldemort. He turns out to be a double-spy, allegedly spying on Dumbledore for Voldemort, but actually spying on Voldemort—and keeping him out of his mind at the same time. Confronting the hatred and dislike of everyone, he travels a difficult path of acting like a Death Eater while challenging Voldemort under his very nose.
But Snape is not the only example of such a twist on the level of narrative. In Book 3, Sirius is assumed to be the one who betrayed Harry’s parents–by other characters and by the reader. The Malfoys and Sirius’s haughty, “pure-blood” family turn out to be less-than-willing supporters of Volemort when all is said and done. These twists in character keep the reader vigilant about assuming too much.
Limits of Harry Potter
The HP books sometimes slip up. Limited by a long legacy of adventure-writing that uses simplistic notions of good and evil, the books sometimes fall into stereotypes despite themselves.
For example, after all the attempt for complexity, we still have the light/dark imagery associated with good/evil. Voldemort is still the “Dark” Lord—like Sauron in The Lord of the Rings and the “dark side” of the Star Wars series. Actually, Star Wars is a great comparison: simply making the Luke-Anakin story more complicated didn’t stop the completely racialized portrayals of Jar-Jar Binks, the Federation officials and others.

Similarly, for example, the HP books combat the idea of discrimination and try to include non-white characters (Cho Chang, Kingsley Shacklebolt, Parvati and Padma Patil, Dean Thomas, Lee Jordan, etc.) But the books are quite uneven in their treatment of these characters, and they remain, as usual, marginal. The central characters must be, for some reason, white. Though Dumbledore’s Army is composed of all races, for example, but only Harry, Hermione, Ron, Ginny, Neville, and Luna get to go to use their skills in the heroic battle at the Ministry in Book 5.

But all books have their blindspots and are reflections of society and its contradictions. We can still investigate, however, what the books achieve within their limits — and the HP books, among all of the fantasy books that our society deems to be “epic” (Star Wars, Tolkein, Narnia books, etc)– push the envelope on this question. Especially on questions of gender equality. Though still limited by certain notions of “women get their power through motherhood and sacrifice,” female heroes like Hermione, Tonks, Lily Potter, and Mrs. Wesley stand out.
The model that HP gives us in terms of questioning assumptions and fighting discrimination is fantastic in terms of both its genre and its post-9/11 time period, when many a movie and novel tried to capitalize on Bush’s “you’re with us or you’re against us,” attitude.

Taking Sides
That said, blurring the boudaries of good and evil does not mean that the HP series is about moral relativism or lack of principle. It’s not at all against taking sides.

But the side that it chooses is for equality and understanding against bigotry. The sides are not drawn up by cultural or tradition or race, but by principles of solidarity and equality.

Everyone that battles discrimination and prejudice sides with Harry. Everyone who gives into it and divides people into hierarchies supports Voldemort. Harry, Hermoine, Ron, and Dumbledore admit that Voldemort is a product of weaknesses in the wizarding community, and they not only seek to defeat Voldemort but the ideas that gave rise to him.
That’s why it’s such a thrill to see the Order of the Phoenix and Dumbledore’s Army organizing against Voldemort in Book 5, to see the new student leadership of Neville and Ginny in Book 7, to see Kreacher come out at the end to lead a contingent of house-elves against the slavery that Voldemort’s “pure-blood” ideology represents.

So take sides. Fight battles. But fight the right ones–and know that individuals are not born on one side or other but can shift and make the right choices.