Catedras Paralelas Chile

El cronograma de las actividades de comienzo del ciclo de cátedras paralelas es el siguiente (el número de salas será comunicado el día Lunes 8 de Agosto).
Tomar en consideración: Aquí exponemos los horarios de las primeras cátedras. Su prolongación y regularidad estarán determinadas por el acuerdo al que lleguen encargados y encargadas con quienes participen de los cursos.
Si desea obtener mayor información sobre los cursos, por favor visite http://catedrasparalelas.wordpress.com,

Sesión Inaugural
Miércoles 10 de Agosto. – Discurso de apertura.
FORO: Literatura y pólítica. Auditorio Rolando Mellafe, Miércoles 10 de agosto, 12:00 hrs.
Participan: Horst Nitschack, Grínor Rojo, Federico Schopf, Alicia Salomone, Bernardo Subercaseaux.
Inicio de Cátedras según sucesión cronológica:
Teología de la Liberación (a cargo de Enrique Riobo): martes 9 de Agosto a las 15:00 horas)
Introducción multidisciplinaria a los estudios marxistas desde la perspectiva de investigadores jóvenes (coordinador: Pablo Yáñez): martes 9 de Agosto a las 18:00 horas.
Movimiento Estudiantil y Reforma Univeristaria (a cargo de Ximena Goecke): Miércoles 10/08 a las 16:00 horas.
Teorías Postcoloniales: Una aproximación desde el sur de América (a cargo de Raúl Rodriguez):
Lecturas de la ley desde el relato policial: Por confirmar. Pare la semana del 07/08
De la crítica de los mapas a los mapas de la crítica de los mapas (a cargo de Rodolfo Quiroz): viernes 12 de agosto a las 18:00 horas.
El método filosófico de Marx (A cargo de Stefan Vraslovic): miércoles 17 de Agosto a las 17:00 horas.
Análisis Crítico del Discurso (A cargo de Álvaro García): Martes y Jueves 16:00 Horas a partir del martes 15 de agosto.
Pensamiento Latinoamericano: Martes 18:30 hrs. Parte el martes 23 de Agosto.

Estas movilizaciones han significado un inusitado despliegue de creatividad. Por aquí y por allá, se ha mostrado hasta el cansancio que el éxito que el movimiento de todos y todas tiene mucho que ver con la capacidad de copar todos los espacios que se puedan: movilizaciones, organización y coordinación, como hemos hecho siempre, pero además innumerables iniciativas a distintos niveles, con distintos niveles de impacto y dirigidos a distintos públicos.
Desde aquí es que pensamos como se puede utilizar el espacio de la facultad nuestra, aprovechando la especificidad de los y las sujetos que se dedican a la filosofía y las humanidades. Esta iniciativa es tributaria del estallido de lucidez que se ha tomado la escena pública y pretende tener sostenibilidad en el tiempo, no obstante, no deja de remitirnos a una tradición histórica: El concepto de “cátedra paralela” se vincula al movimiento de reforma universitaria que ha emergido y no ha cesado de emerger en Nuestra América desde el cordobazo de 1919. Alude a una concepción de la formación universitaria en la que el y la estudiante puedan disponer de un abanico plural de opciones para determinar de forma autónoma el rumbo de su formación. Esta tradición llega a nuestros días en los que las cátedras paralelas han sido el resultado de la iniciativa de grupos sociales organizados al interior de la universidad para abrir el conocimiento y la discusión que aquí se produce, orientándolo a temas y discusiones que por lo general son puestos a un lado en los procesos formativos tradicionales.
Nosotros nos oponemos a el enclaustramiento de las humanidades. La lucha por una educación pública no se restringe a un tema de financiamiento: la universidad debe abrirse y jugar un rol activo en la construcción de una sociedad justa. Es necesario abordar este problema entendiendo que la universidad es algo más que un lugar de formación de profesionales, y por lo tanto, discutir sobre la orientación que toma el conocimiento que producimos y reproducimos es una tarea tan importante como asegurar la educación gratuita. En ese sentido este que estas cátedras pretenden abrir un espacio de debate con el objeto de hacer pensar nuestras disciplinas más allá de la coyuntura y de las modas intelectuales. Nuestra propuesta es abierta, y sumamente heterogénea en las perspectivas teóricas e ideológicas que se pueden abrir al debate y el éxito que tenga, dependerá del interés que despierte el hacerse cargo de una vez por todas de que el conocimiento es un bien social.
¿Cuáles son los cursos? ¿Cuándo empiezan? ¿Cómo lo hago para participar?
Nuestras cátedras serán abiertas para tod@s los que deseen participar. Como es una iniciativa surgida desde la comunidad y enfocada hacia las necesidades de esta, nuestra “parrilla” inicial, que es la que ahora les ofrecemos, fue conformada por sujetos que se han ofrecido voluntariamente y para establecer los horarios y la duración de los cursos será crucial que los interesad@s se manifiesten. Por eso, les rogamos que luego de revisar la oferta de cursos, si se interesan en alguno, se inscriban mediante e-mail al correo pabloyanez@gmail.com. Nuestra propuesta es que las cátedras se lleven a cabo todos los días de la semana a las 18.00 hrs, pero claro, esto está sujeto a discusión.

Idealmente empezaríamos el lunes 8 de agosto. Para poder establecer un horario, necesitamos que los interesados se manifiesten y pronuncien acuerdo o desacuerdo con los horarios establecidos.

TEORIAS POSTCOLONIALES: Una mirada desde el sur de América

raúl rodríguez freire

Descripción:
Los estudios postcoloniales surgen en el periodo posterior a las luchas anticoloniales, generando un lugar de producción del saber no hegemónico (tal como las teorías de la dependencia en América Latina) en el lado sur del globo. A mediados de los años ochenta emerge en la academia anglo lo que se ha llamado discurso colonial, y desde ahí se comienzan a discutirse sus propuestas en Latinoamérica. El curso pretende revisar este recorrido de una manera interdisicplinaria, acentuando la producción de los intelectuales más sobresalientes.

El seminario trabajará alrededor de cinco ejes temáticos, y cada uno será tratando en función de un conjunto de textos que deben ser leídos con anterioridad a cada clase. Ésta estará dividida en tres bloques: los dos primeros consistirán en la presentación de la temática y los textos, y el tercero se empleará para la discusión de lo trabajado previamente. Habrá textos obligatorios y otros complementarios, que se darán a conocer en clases.

Objetivos:

• Presentar las genealogías de la/as teorías/as postcolonial/es
• Dar cuenta de la diversidad teórica del postcolonialismo.
• Dar cuenta de la pertinencia de los debates contemporáneos sobre la postcolonialidad para América Latina.

Clase 1:

Primer Bloque: Dominación y Resistencia: en busca de una práctica liberadora (sobre las bases de la teoría postcolonial)

I Las luchas de descolonización en el “tercer mundo”.
II De sur a norte: el comienzo de la diáspora intelectual
III La importancia de la teoría francesa: Foucault, Lacan y Derrida

Lecturas:

• 1.1 Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, Madrid, Akal, 2006. (Existe versión en Casa de las Américas, núm. 36-37, 1996, pp. 154-167)
• 1.2 Léopold Sédar Senghor. Selección de poemas.
• 1.3 Franz Fanon, Los condenados de la tierra, F.C.E., 1977 (Leer Sobre la Cultura Nacional)
• 1.4 Roberto Fernández Retamar, “Caliban”, en Todo Caliban, Buenos Aires, FLACSO, 2004.

Segundo Bloque: Desdisciplinado los saberes: Emergencia de la postcolonialidad.

I Said, Spivak, Bhabha: el triunvirato postcolonial
II Localizando la práctica postcolonialista
III Lo postcolonial y lo postmoderno

Lecturas:

• 2.1 Edward Said, Orientalismo, Debate, 2003 (Introducción).
• 2.2 Homi Bhabha, El lugar de la Cultura, Manantial, 2002 (El compromiso con la teoría).
• 2.3 _____. “Nación y Narración”, en Fernández Bravo, (Compilador), La invención de la Nación. Lecturas de la identidad de Herder a Homi Bhabha, Manantial, Buenos aires, 2000, pp. 211-219
• Gayatri Spivak, “Marginalidad en la máquina academia” (Manuscrito).

Clase 2:

Primer Bloque: Raza, género y la diferencia cultural

I La confluencia postcolonial con la raza y el género

• 3.1 Stuart Hall, “Qué es lo negro en la cultura popular negra” (Manuscrito).
• 3.2 Gloria Anzaldúa, “¿Cómo domesticas una lengua?”. Manuscrito
• 3.3 Chandra Talpade Mohanty, “Bajo la Mirada Occidental” (Manuscrito).
• 3.4 Cornel West, “Las nuevas políticas culturales de la diferencia”, en Temas, no. 28 (2002) pp. 4-14.

Segundo Bloque: crítica a la teoría postcolonial

I Las críticas desde el marxismo
II Las críticas desde la crítica cultural

• 4.1 Neil Lazarus, “The Fetish of ‘the West’ in Postcolonial Theory”, en Crystal Bartolovich y Neil Lazarus, eds., Marxism, Modernity and Postcolonial Studies, Cambridge University Press, 2002, pp. 43-64.
• 4.2 Fredric Jameson, “Conflictos interdisciplinarios en la investigación sobre cultura”, en Alteridades, 1993 3 (5), pp. 93-117.

Clase 3:

Primer Bloque: Postcolonialidad en las Américas

I 1492 y el devenir de la historia mundial
11 La emergencia del horizonte post en América Latina

Lecturas:
• 5.1 Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein, “La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial”, en International Social Science Journal, no. 134, UNESCO, París, 1992. en línea en: http://unesdoc.unesco.org/images/0009/000928/092855so.pdf#92840
• 5.2 Enrique Dussel, “Europa, modernidad y eurocentrismo”, en Edgardo Lander (ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO-UNESCO (Buenos Aires), 2002.
• 5.3 Walter Mignolo, “Postoccidentalismo: El argumento desde América Latina”, en Teorías sin disciplina: latinoamericanismo, colonialidad y globalización en debate,” ed. Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta, México, Miguel Ángel Porrúa, 1998, pp. 26-49.
• 5.4 Arturo Escobar, “Mundos y conocimientos de otro modo”: el programa de investigación de modernidad/colonialidad Latinoamericano”, Tabula Rasa, 2003 (1), pp. 51-86.
Segundo Bloque:Introducción: de la historia desde abajo a las historias subalternas
Lecturas:
• 1.1 Ranajit Guha, “Prefacio”, en Rossana Barragan y Silvia Rivera, (Compiladoras), Debates Postcoloniales. Una introducción a los estudios de la subalternidad, La Paz, Aruwiyiri/Sephis, 1997.
• 1.2 Saurabh Dube, “Insurgentes subalternos y subalternos insurgentes”, en Saurabh Dube, Sujetos Subalternos, El Colegio de México, México DF, 2001.
• 1.3 Raúl Rodríguez, “Subaltern Studies revoluciona la historia (“tercermundista”): notas sobre la insurrección académica”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.

Clase 4:

Primer Bloque: Cómo se escriben las historias subalternas: aspectos metodológicos
Lecturas:
• 2.1 Ranajit Guha, “La muerte de Chandra”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.
• 2.2 _____, “La prosa de contra insurgencia”, en Saurabh Dube, Pasados Poscoloniales, Colegio de México.
• 2.3 Dipesh Chakrabarty, “Historias de la minorías Pasados Subalternos”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.
• 2.4 Gyanendra Pandey, “En defensa del Fragmento”, en Saurabh Dube, Pasados Poscoloniales, Colegio de México.
Segundo Bloque:Debates en/sobre la historiografía subalterna
Lecturas:
• 3.1 Dipesh Chakrabarty, “Invitación al diálogo”, en Rossana Barragan y Silvia Rivera, (Compiladoras), Debates Postcoloniales. Una introducción a los estudios de la subalternidad, La Paz, Aruwiyiri/Sephis, 1997.
• 3.2 Gayatri Spivak, “Estudios de la subalternidad: Deconstruyendo la historiografía”, en Rossana Barragan y Silvia Rivera, (Compiladoras), Debates Postcoloniales. Una introducción a los estudios de la subalternidad, La Paz, Aruwiyiri/Sephis, 1997.
• 3.3 Dipesh Chakrabarty, “Una pequeña historia de los Estudios Subalternos”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.
• 3.4 Hamid Dabashi, “No soy subalternista” en Ileana Rodríguez (Ed.) Convergencia de Tiempos. Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos. Estado, Cultura, Subalternidad, Ámsterdam, Rodopi, 2001.

Clase 5:
Primer Bloque: Convergencias con la/s teoría/s postcolonial/es
Lecturas recomendadas:
• 4.1 Gyan prakash, “Los estudios de la subalternidad como crítica post-colonial”, en Rivera Cusicanqui y Barragán (comp.), Debates Post Coloniales: Una Introducción a los Estudios de la Subalternidad, SEPHIS, Editorial historias y Ediciones Aruwiry, La Paz, 1997, pp. 293-313
• 4.2 Spivak. “Historia”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.
• 4.3 Ranajit Guha, “Dominancia sin hegemonía y su historiografía”, en José Luis Saavedra, Interculturalidad, Postcolonialidad y Decolonialidad, La Paz. En edición.
Segundo Bloque:Los estudios subalternos en el contexto latinoamericano
Lecturas:
• 5.1 Grupo de estudios subalternos latinoamericanos, “Manifiesto Inaugural”, en Castro-Gómez y Mendieta (Coords.) Teorías sin disciplina, Angel Porrua.
• 5.2 John Beverley, “Sobre la situación actual de los Estudios Culturales”, en Asedios a la Heterogeneidad Cultural. Libro de Homenaje a Antonio Cornejo Polar, Editores J.A. Mazzotti y Juan Cevallos. Pittsburg: Asociación Internacional de Peruanistas, 1996, 99. 455-474
• 5.3 Florencia Mallon, “Promesas y Dilemas de los Estudios Subalternos”, en Ileana Rodríguez (Ed.) Convergencia de Tiempos. Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos. Estado, Cultura, Subalternidad,
• Ámsterdam, Rodopi, 2001.
• 5.4 Beverley, Subalternidad y Representación,
• (introducción).
• 5.5 raúl rodríguez, “Geopolítica y narrativa testimonial” (manuscrito, 2007).
Titulo: De la Crítica de los Mapas a los Mapas de la Crítica.
Rodolfo Quiroz
Sesiones;
1) El secuestro de la Geografía;
2) Alternativas y Geografías;
3) La experiencia Icono-clasista, un ejemplo de geografía contrahegemonica.
El objetivo sería persuadir y adentrar las posibilidades que tiene la Geografía en el campo social, intelectual y político, a través de la introducción de ciertos conocimientos teóricos y prácticos de la Geografía, reconociendo los principales acontecimientos históricos (disciplinares y políticos) que lograron anular el potencial político e ideológico de la Geografía. La idea es construir un pequeño relato sobre las tensiones y trayectorias que han posibilitado por un lado, una geografía descriptiva, apolitizante y fragmentada; y por otra parte, el desarrollo de conocimientos geográficos, tanto teóricos como prácticos vinculantes al ciclo de movimientos sociales. En ese sentido las tres sesiones podrían orientar una visión más histórica y analítica de la geografía dentro del campo de las ciencias sociales. La primera de ellas, buscaría tensionar el lugar del como se ha construido el imaginario geográfico dominante, principalmente en Chile y América Latina, así como la situación actual de la disciplina. La segunda sesión sería una introducción del sentido rupturista de la escuela radical del sesenta, tomando como referente la obra del geógrafo David Harvey y sus perspectivas actuales. Y finalmente, la última sería una discusión del avance histórico de las cartografías iconoclasistas así como las posibles ”geografías” en el actual escenario de movilizaciones.
Mi disponibilidad de tiempo: Jueves o Viernes, de preferencia la tarde.

El método filosófico de Marx.
Stefan Vrsalovic
Descripción: Es común leer interpretaciones que el método que ordena las categorías en el Capital sea estrictamente económicas, de ese modo, la matriz filosófica de Marx queda relegada a una inclinación de juventud que luego fue suprimida por los estudios de economía política. Pero desde la lectura de los llamados grundrisse, tal intepretación está en sus últimos respiros. Marx, muestra en aquellos cuadernos que el modo de representar y ordenar la realidad en virtud de ciertas categorìas responde a una rica tradición filosófica. El tratar de comprender este método será el desafìo de las clases.
Nùmero de clases: 1 o 2.
Introducción multidisciplinaria a los estudios marxistas desde la perspectiva de investigadores jóvenes.
Coordinadores: Mauricio Fuentes (Licenciado en filosofía, tesista del Magister en Filosofía política) Pablo Yáñez (Licenciado en Literatura, estudiante de Magister en Literatura)
Descripción: Desde las últimas décadas del siglo XIX que se viene decretando la crisis final del marxismo como herramienta teórica o guía para la acción política. Sin embargo, el muerto pareciera gozar de buena salud. Tras la caída de los socialismos reales, se derrumbaron para siempre los edificios teóricos de la ortodoxia soviética; no obstante, lejos de que esto significase el fin de la teoría marxista, la última crisis del marxismo devino en un contexto que resultó favorable para la reapropiación creativa de una tradición caracterizada por la polémica hacia el interior y el exterior de su campo, sumamente heterogénea en sus enfoques y objetos. El objetivo de esta cátedra es visibilizar un marxismo más allá del dogma que lo enclaustró por décadas, más allá del triunfalismo liberal, más allá de los enclaustramientos disciplinarios y más allá de la resignación postmoderna: por medio de módulos que aborden aproximaciones desde la filosofía política, la economía, las ciencias sociales y la crítica estética y cultural se pretende mostrar cómo aun hoy la teoría marxista se muestra vigorosa para establecer posicionamientos en los debates actuales y producir determinados saberes que, a pesar de su heterogeneidad, comparten como fundamento la crítica de la sociedad capitalista y la voluntad de imaginar, pensar y construir su superación desde el punto de vista de la totalidad.
Módulos:
1) Introducción: ¿Qué es y qué era el marxismo ortodoxo? Sobre la conveniencia de leer a Lukacs.
2) El problemático asunto de una teoría marxiana del estado.
3) Historicidad y actualidad de la teoría del imperialismo.
4) Marxismo, crítica cultural y estética: Aproximaciones actuales.
5) Contra el postmarxismo.

La teología de la Liberación
En el curso se buscará trazar las principales ideas para ayudar a comprender la Teología de la Liberación (TL) tanto como tendencia de interpretación teológica como en su importancia histórica desde la segunda mitad del S. XX, por lo que el curso se dividirá en dos partes. En la primera parte se buscará plantear los principales antecedentes de la Teología de la Liberación desde el S. XIX hasta mediados del S. XX en lo relativo a la relación entre cristianismo y búsqueda de transformación y crítica social. Luego revisaremos el rol que juega la TL en los procesos político sociales a partir de la Conferencia general del episcopado latinoamericano de Medellín en el 68 –momento que se considera el comienzo de la TL, al menos de forma más institucionalizada, hasta los 90, especialmente en torno al rol de las (Comunidades eclesiales de base) CEBs, su influencia y relevancia en movimientos y procesos políticos revolucionarios y de izquierda; y finalmente su rol en la resistencia a las dictaduras en América del sur, central y chile. Para terminar se analizaran los últimos 20 años de la TL y el actual rol que juega en Am. Latina y el mundo.
En la otra parte del curso llevaremos a cabo una revisión teórica de los principales aspectos de la TL. Primero la relación entre las ciencias sociales, especialmente la perspectiva marxista, una de las dinámicas más reconocidas de la TL. En ésta veremos la importancia del método teológico, la praxis de la fe, la relevancia de la historia para esta teología y la llamada “opción por los pobres”. Por otra parte, luego de la caída del muro de Berlín, dentro de la TL aparece una apertura teórica que genera una diversidad mayor en los ya diversos enfoques de análisis.
Finalmente se revisara la compleja relación entre la iglesia institucional, tanto desde una perspectiva histórica como una teórica-teológica
El curso tendrá dos ejes, primero una historia de la T.L, consistirá en los siguientes módulos:
1) Antecedentes
2) De Medellín a noventas, Sudamérica
3) Medellín a noventas, Centroamérica
4) Medellín noventas, Chile
5) De los noventas hasta hoy
Introducción teórica:
1) Marxismo y teología
2) Marxismo y teología
3) Posmodernidad y teología
4) TL e institución
5) TL e institución

Movimiento Estudiantil y Reforma Universitaria 1964-1990.

Coordinadora: Ximena Goecke (Historiadora) e invitados.

Abstract: En este curso abordaremos desde una perspectiva histórica el desarrollo de los procesos de reforma y contrareforma universitaria entre la década del sesenta y del noventa, de modo tal de a) recuperar la memoria histórica de ambos procesos; b) comprender las bases del modelo actual; c) alimentar la reflexión en torno a las estrategias de acción y transformación de este modelo.

Contenidos:
1. Introducción. Universidad y Movimientos Estudiantiles en la primera mitad del siglo XX.
2. Reforma Universitaria en Chile (1967 – 1973).
3. Universidad en tiempos de Terrorismo de Estado.
4. Contrareforma Universitaria (1981 – 1990)
5. Herencias autoritarias, mercado universitario y movimiento estudiantil en el período de transición a la democracia.
Metodología: clase expositiva más trabajo en clases con fuentes documentales y audiovisuales.
Sesiones: 6 de 2 horas.

Pensamiento latinoamericano: una aproximación
Matías Marambio
Descripción
La conformación de un campo de reflexión teórico-política sobre las particularidades de América Latina suele abordarse de manera dispersa, en torno a autores o textos emblemáticos. El curso propone una mirada que le permita a las/los estudiantes conformar una sistematización de los principales debates en el espacio del pensamiento latinoamericano, con una mirada histórica. ¿Qué es lo latinoamericano? ¿Cuáles son las relaciones entre cultura metropolitana y cultura periférica en América Latina? ¿Cómo interactúan política y cultura en el trabajo intelectual? ¿En qué medida siguen resonando, en nuestro presente, ciertas problemáticas instaladas en períodos anteriores? Se propone combinar enfoques desarrollados por la historia intelectual, la crítica literaria y la crítica cultural para interrogar a los textos, contextos, autores y obras que constituyen una tradición heterogénea y no siempre lineal, pero políticamente crítica, que nos llevará (al menos) desde José Martí hasta la actualidad. Con esto en mente, se tomará en cuenta un corpus limitado, toda vez que no es posible abarcar la totalidad de la producción intelectual latinoamericana de (casi) 150 años. Por ello, el énfasis estará puesto en aquellos discursos y prácticas intelectuales que avizoraron las grietas de los proyectos sociales de su entorno, más que en los intelectuales orgánicos de los grupos tradicionalmente dominantes.
Objetivos
Introducir a las/los participantes en una tradición de pensamiento continental, fomentando una revisión crítica de las relaciones entre autores, textos, contextos, y prácticas intelectuales y culturales.
Sintetizar e identificar algunos nudos problemáticos de la reflexión latinoamericana.
Contenidos
1. Introducción
¿Qué es el pensamiento latinoamericano? ¿Qué es la historia intelectual? ¿Cómo definir el espacio al que se refiere América Latina? En esta unidad se revisarán problemas teóricos generales del campo del pensamiento latinoamericano, atendiendo al enfoque del curso.
2. Modernización y crisis de la sociedad oligárquica (1880-1930)
La consolidación de una sociedad liberal-oligárquica estuvo acompañada de la incipiente formación de un campo intelectual, a nivel latinoamericano, que mantenía relaciones distantes con los grupos dominantes. La unidad propondrá una revisión de autores y movimientos que plantearon una alternativa crítica al proyecto de las oligarquías: José Martí, José Enrique Rodó, el indigenismo, José Carlos Mariátegui, las primeras feministas, los movimientos de vanguardia.
3. Desarrollismo, nacional-populismo y sociedad de masas (1930-1960)
Con el resquebrajamiento del proyecto liberal vino una reformulación de las relaciones entre Estado y campo intelectual, al igual que una dinamización de la actividad interna del campo. Se trató de un momento en el que, por todas partes, empiezan a emerger propuestas para la formación de una modernidad en América Latina. Esta unidad abordará: el pensamiento nacional-populista, el desarrollismo, la négritude, el modernismo plástico, el pan/indo-americanismo.
4. Radicalizaciones y revoluciones (1960-1979)
Avanzado el siglo XX, la alternativa desarrollista empieza a mostrar fisuras. Se plantea la necesidad, de parte de diversos sectores, de profundizar las transformaciones en curso, sea vía revolución o por el camino de la reforma democrática. El módulo problematizará: la teoría de la dependencia, crítica literaria latinoamericana, teología de la liberación, las diversas facetas del pensamiento anti-imperialista y revolucionario, el giro desde el indigenismo al indianismo.
5. Crisis desarrollista, globalización y hegemonía neoliberal (1973-1990)
Tras la crisis de los proyectos radicales de transformación social, el continente vive un período de replanteamiento de sus problemas. La nueva hegemonía neoliberal será parte de las reflexiones de un campo intelectual tensionado por la violencia autoritaria y la globalización económica. Al mismo tiempo, las disciplinas se verán sacudidas por el aluvión de los debates metropolitanos post-1968. Se abordarán: los estudios culturales, el estructuralismo y post-estructuralismo, el debate modernidad/post-modernidad, los desarrollos de teoría crítica latinoamericana, la neovanguardia y el arte conceptual, reformulaciones de la izquierda.
6. El momento actual
¿Cómo enmarcar el período de la actualidad? La fragmentación que vivió la izquierda desde los noventa implicó, a su vez, una apertura de los espacios de reflexión crítica. Al mismo tiempo, la profundización y aceleración del proceso globalizador ha planteado preguntas que van a la base de gran parte de la tradición precedente. Se propone revisar: los debates sobre estudios subalternos y estudios post-coloniales, la formación del campo de los estudios de memoria, nuevos problemas en el pensamiento indígena, la performance y el giro testimonial.
Metodología
Más que una cátedra expositiva, se propone un formato tipo seminario (o taller de lectura), en el cual se discutan textos en distintas sesiones. El espíritu es fomentar una aproximación interdisciplinaria al campo del pensamiento latinoamericano, por lo que se intentará combinar la lectura de textos ensayísticos y disciplinares con textos literarios, imágenes y objetos sonoros.

Declaración teológica sobre los derechos humanos

Los derechos humanos y la tarea de la Teología y de las Iglesias cristianas

En muchos países el reconocimiento de los derechos y obligaciones humanos básicos ha surgido simultáneamente con la comprensión de su humanidad; no se trata de una idea exclusivamente europea o cristiana, aunque los derechos humanos en el tiempo de la Ilustración no son independientes de la influencia cristiana en la historia constitucional de Europa y Norteamérica, por lo que han ganado significado político universal. Hoy en día son precisamente los países del tercer mundo los que con su lucha a favor de la libertad y la autodeterminación de todos los seres humanos y las naciones inculcan la
necesidad de respetar y establecer los derechos humanos fundamentales.

Las declaraciones de derechos humanos válidas hoy en las Naciones Unidas se
encuentran en la Declaración General de los Derechos Humanos de 1948 y en las Convenciones Internacionales de Derechos Humanos de 1966, que, sin embargo, no han sido ratificados por todos los firmantes. Con todo, los pueblos, como consecuencia de sus diferentes historias políticas, económicas y sociales, acentúan y pretenden establecer distintos aspectos de los derechos humanos; las naciones que han sufrido bajo la dictadura fascista han acentuado los derechos individuales frente al Estado y la sociedad; las naciones socialistas han establecido los derechos humanos sociales, en
pugna con el capitalismo y el dominio de una clase; los pueblos del tercer mundo reclaman el derecho a la autodeterminación económica, social y política.

Por tanto, los derechos humanos no pueden considerarse como un ideal abstracto, sino que deben entenderse en el contexto correspondiente de la historia concreta y de la lucha por la libertad presente del hombre, los pueblos y las naciones. No es función de la Teología cristiana exponer por su cuenta lo que han llevado a cabo miles de juristas, parlamentarios y diplomáticos en las Naciones Unidas; pero tampoco puede mantenerse al margen de la discusión y de la lucha por el establecimiento de estos derechos.

En nombre de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, de la venida de Dios hecho hombre para la reconciliación del mundo y del Reino de Dios que viene para la plenitud de la Historia, la teología debe ocuparse de la humanidad del hombre y de sus derechos y obligaciones temporales; consideramos que la aportación teológica cristiana a los derechos humanos se basa en el derecho de Dios sobre los hombres y sobre la dignidad del hombre, su colectividad, su señorío sobre la Tierra y su futuro.

La fe cristiana ha de mantener o afirmar, más allá de los derechos y obligaciones del hombre, la dignidad del hombre en su vida con y para Dios.
La Iglesia, las comunidades cristianas y las organizaciones ecuménicas deben actuar públicamente para el reconocimiento y aplicaciones de los derechos humanos. Al no ser grupos privados ni gobernantes oficiales, pero actuar también públicamente, se puede esperar de ellos que tengan menos egoísmos y prejuicios que otras instituciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos, así como que sean autocríticas y saquen a la luz el egoísmo de pueblos, naciones, clases sociales y razas a los que pertenecen; por tanto, se espera de ellas el testimonio de solidaridad con todos los seres humanos y, sobre todo, que abracen la causa de aquéllos a los que se han arrebatado sus
derechos y libertades fundamentales.

El derecho de Dios sobre los hombres

La Teología cristiana alude a la historia de Dios con los hombres basándose en los testimonios bíblicos. En esta historia se libera a los hombres de su ateísmo pecador y de su mortal falta de humanidad, permitiéndoles la realización de su destino original como imagen de Dios. Liberación, alianza y derecho de Dios son el contenido concreto del testimonio del Antiguo Testamento, precisamente en ese orden, y poseen la fuerza orientadora en especial para Israel y para la cristiandad y un significado ejemplar para todos los hombres y pueblos: los derechos a la libertad, comunidad, señorío y futuro del hombre son parte integrante e inseparable del derecho de Dios sobre el hombre y sobre
toda la Creación y pertenecen a la dignidad del hombre en su alianza con Dios.

Según el Nuevo Testamento, la Teología cristiana refleja la liberación del hombre del pecado, la ley y la muerte, mediante el envío, la entrega y la resurrección de Jesucristo: en el señorío del Hijo del Hombre crucificado se rompe el círculo diabólico del mal que engendra siempre mal, y aparece la libertad de los hijos de Dios. La liberación por la muerte de Cristo, la nueva alianza en su sangre y los nuevos derechos y obligaciones de la comunidad, “sean señores o esclavos, judíos o gentiles, hombres o mujeres” (Gal 3,
28), son el contenido concreto del testimonio bíblico del Nuevo Testamento.

Por el hecho de que Cristo en su envío, su entrega y su resurrección es la imagen visible del Dios invisible, los hombres se convierten en sus hermanos dentro de su comunidad y entran en el camino de la realización de su destino humano como imagen de Dios en el mundo; en esto consiste la gracia de Dios y la dignidad de los hombres.

La Teología cristiana al reflexionar sobre la liberación, la alianza y el derecho divino según el testimonio bíblico, descubre también la libertad, la alianza y el derecho del hombre hoy. Con ello provoca el dolor por la esclavitud actual del hombre, tanto interna como externa, así como la lucha por su liberación para una nueva vida en la dignidad, los derechos y las obligaciones de la comunidad con Dios, en un mundo que aún no es el Reino de Dios.

El presupuesto universal de la historia especial de Dios con Israel y la cristiandad se basa en que el Dios liberador y salvador es el creador de todos los hombres y de todas las cosas. En su obra liberadora y salvadora se experimenta y realiza el destino original del hombre a imagen de Dios y se expresa el derecho divino sobre los hombres. Los derechos humanos a la vida, la libertad, la asociación y la autodeterminación reflejan el derecho divino sobre los hombres porque el hombre, en todas las funciones de su vida,
está destinado a ser imagen de Dios, como hombre con los hombres y parte integrante de la Creación.

El objeto universal de la experiencia especial de Dios en Israel y en la cristiandad se encuentra en el hecho de que el Dios liberador y salvador es quien completa la historia del mundo y quien realiza su derecho y su Creación en su reino. Su actuación liberadora en la historia revela así el futuro real del hombre, que es ser imagen de Dios. El hombre tiene derecho al futuro: los derechos humanos reflejan el derecho del Dios que vendrá y
su futuro.

El derecho de Dios sobre los hombres fue y será experimentado en el acontecimiento concreto de la liberación del hombre, su alianza con Dios y los derechos y obligaciones de su liberación; el destino como imagen de Dios describe el derecho indivisible de Dios sobre los hombres y con ello la dignidad humana.

Derechos humanos fundamentales
Entendemos por derechos fundamentales del hombre aquellos derechos y obligaciones que corresponden claramente a su humanidad, porque sin realizarlos y practicarlos no puede cumplir su destino como imagen de Dios:

1. El hombre, como persona, es imagen de Dios en todas las actividades de su vida económicas, sociales, políticas y personales, y está obligado a vivir ante Dios, a responder a la palabra divina y a responder ante el mundo de su destino como imagen fiel de Dios. En consecuencia, sus derechos y obligaciones son inviolables e indivisibles, y la economía, la sociedad y el Estado tienen que respetar este destino del hombre. El respeto a la libertad de pensamiento es el fundamento de una sociedad libre.

En los mitos de gobierno y en las ideologías políticas de los pueblos, se llama
frecuentemente al rey imagen de Dios: la sombra de Dios es el príncipe y la sombra del príncipe son los hombres (imagen babilónica de los príncipes), solamente el que gobierna se considera mediador entre dioses y hombres. La Biblia, al denominar al hombre imagen de Dios, critica fundamentalmente el endiosamiento de los gobernantes y sus ideologías: el hombre y no el rey es el mediador entre Dios y los hombres. El hombre no existe por deseo de los gobernantes, sino éstos por deseo de aquél; de aquí se desprenden los principios democráticos del gobierno de hombres por hombres: gobernantes y gobernados deben ser considerados, juntos y en igual medida, como
hombres, lo que es posible únicamente en el terreno de la igualdad de derechos de todos los ciudadanos.

Una constitución debe garantizar los derechos humanos fundamentales
como derechos básicos de los ciudadanos, debe unir a regentes y regidos, pues sólo basándose en la igualdad de derechos puede hablarse de la identidad humana de gobernantes y gobernados. Los derechos humanos establecidos a imagen de Dios se respetan en la historia por el proceso continuo de democratización en la formación de la voluntad política. El control del poder mediante la separación de poderes, la limitación temporal del gobierno, la auto-administración y la co-determinación de los pueblos son los medios por los que se realiza históricamente la semejanza de los hombres con Dios.

Si los derechos humanos se basan en el derecho de Dios sobre los hombres y las libertades humanas se basan en la liberación donada por Dios, deberán formularse también las obligaciones humanas sin eliminar aquellos derechos y libertades. Por importante que sea formular la dignidad y los derechos de los seres humanos frente al Estado, para frenar y controlar la utilización del poder, no deben olvidarse las obligaciones que el hombre tiene para con sus semejantes. A ellas pertenecen el derecho y la obligación de oponerse al gobierno ilegal, e inhumano, en defensa de los derechos del prójimo. Según los escritos de la reforma, se debe obediencia a las autoridades
siempre que no estén en contra de Dios (Zuingli, Zürcher Disputation, 1523
Schlussreden Nr. 38); por consiguiente, “todas sus leyes deberán responder a la voluntad divina” (39); de la alianza divina en la libertad se deriva la obligación de proteger al inocente, oponerse a la tiranía y defender al oprimido.

Los derechos que aseguran la libertad del individuo sólo pueden tomarse en consideración cuando van unidos a las correspondientes obligaciones liberadoras; el amor cristiano respeta el
derecho ajeno.

2. Sólo en comunidad con los otros hombres es el hombre imagen de Dios (Gn 1, 28).

La historia de libertad europea y norteamericana acentúa con parcialidad sólo los derechos individuales frente a las organizaciones económicas, políticas y sociales. El ignorar la sociabilidad del ser humano (el lado social de la libertad) es el error del liberalismo y un defecto del individualismo: el hombre ha de responder de su destino como imagen de Dios no en contra de su prójimo ni prescindiendo de él, sino con él y para él. Debe estar disponible para Dios y ser responsable ante él en comunidad con los
otros hombres. Por consiguiente, los derechos y obligaciones de la comunidad humana
son también ineludibles e indivisibles, como los del individuo, y los seres humanos han
de respetar la dignidad y responsabilidad colectivas. Al democratizar el gobierno
humano no resulta que cada hombre sea su propio y absoluto gobernante: como en Gn
1, 277, la imagen de Dios que se produce en la comunidad del hombre y mujer, se
produce también en los grupos sociales mediante la comunidad humana; por ello, los
derechos de los seres humanos a la vida, la libertad y la autodeterminación están
íntimamente ligados a los derechos de las colectividades humanas sobre las personas.
En principio, no existe prioridad de los derechos individuales sobre los sociales, ni
viceversa: ambos se encuentran en un contexto genético recíproco, de igual manera que
la socialización y la individuación del hombre se complementan recíprocamente en la
Historia.
Los derechos

frecuentemente al rey imagen de Dios: la sombra de Dios es el príncipe y la sombra del
príncipe son los hombres (imagen babilónica de los príncipes), solamente el que
gobierna se considera mediador entre dioses y hombres. La Biblia, al denominar al
hombre imagen de Dios, critica fundamentalmente el endiosamiento de los gobernantes
y sus ideologías: el hombre y no el rey es el mediador entre Dios y los hombres. El
hombre no existe por deseo de los gobernantes, sino éstos por deseo de aquél; de aquí se
desprenden los principios democráticos del gobierno de hombres por hombres:
gobernantes y gobernados deben ser considerados, juntos y en igual medida, como
hombres, lo que ,s posible únicamente en el terreno de la igualdad de derechos de todos
los ciudadanos. Una constitución debe garantizar los derechos humanos fundamentales
como derechos básicos de los ciudadanos, debe unir a regentes y regidos, pues sólo
basándose en la igualdad de derechos puede hablarse de la identidad humana de
gobernantes y gobernados. Los derechos humanos establecidos a imagen de Dios se
respetan en la historia por el proceso continuo de democratización en la formación de la
voluntad política. El control del poder mediante la separación de poderes, la limitación
temporal del gobierno, la auto-administración y la co-determinación de los pueblos son
los medios por los que se realiza históricamente la semejanza de los hombres con Dios.
Si los derechos humanos se basan en el derecho de Dios sobre los hombres y las
libertades humanas se basan en la liberación donada por Dios, deberán formularse
también las obligaciones humanas sin eliminar aquellos derechos y libertades. Por
importante que sea formular la dignidad y los derechos de los seres humanos frente al
Estado, para frenar y controlar la utilización del poder, no deben olvidarse las
obligaciones que el hombre tiene para con sus semejantes. A ellas pertenecen el derecho
y la obligación de oponerse al gobierno ilegal, e inhumano, en defensa de los derechos
del prójimo. Según los escritos de la reforma, se debe obediencia a las autoridades
siempre que no estén en contra de Dios (Zu-ingli, Zürcher Disputation, 1523
Schlussreden Nr. 38); por consiguiente, “todas sus leyes deberán responder a la
voluntad divina” (39); de la alianza divina en la libertad se deriva la obligación de
proteger al inocente, oponerse a la tiranía y defender al oprimido. Los derechos que
aseguran la libertad del individuo sólo pueden tomarse en consideración cuando van
unidos a las correspondientes obligaciones liberadoras; el amor cristiano respeta el
derecho ajeno.

2. Sólo en comunidad con los otros hombres es el hombre imagen de Dios (Gn 1, 28).
La historia de libertad europea y norteamericana acentúa con parcialidad sólo los
derechos individuales frente a las organizaciones económicas, políticas y sociales. El
ignorar la sociabilidad del ser humano (el lado social de la libertad) es el error del
liberalismo y un defecto del individualismo: el hombre ha de responder de su destino
como imagen de Dios no en contra de su prójimo ni prescindiendo de él, sino con él y
para él. Debe estar disponible para Dios y ser responsable ante él en comunidad con los
otros hombres. Por consiguiente, los derechos y obligaciones de la comunidad humana
son también ineludibles e indivisibles, como los del individuo, y los seres humanos han
de respetar la dignidad y responsabilidad colectivas. Al democratizar el gobierno
humano no resulta que cada hombre sea su propio y absoluto gobernante: como en Gn
1, 277, la imagen de Dios que se produce en la comunidad del hombre y mujer, se
produce también en los grupos sociales mediante la comunidad humana; por ello, los
derechos de los seres humanos a la vida, la libertad y la autodeterminación están
íntimamente ligados a los derechos de las colectividades humanas sobre las personas.
En principio, no existe prioridad de los derechos individuales sobre los sociales, ni
viceversa: ambos se encuentran en un contexto genético recíproco, de igual manera que
la socialización y la individuación del hombre se complementan recíprocamente en la
Historia.
Los derechos de la persona sólo pueden hacerse realidad en una soriedad justa y ésta
sólo puede existir basándose en los derechos personales: la libertad del ser humano sólo
puede constituirse en una sociedad libre y ésta sólo puede existir basándose en la
libertad personal. La liberación humana es liberación para la colectividad y la
colectividad humana es comunidad en libertad.
Cada sociedad y cada nación es responsable de sus derechos y obligaciones sociales no
sólo ante los hombres que la forman, sino ante toda la Humanidad; los derechos
humanos son los mismos que los de la Humanidad sobre las sociedades y los hombres.
Si las comunidades particulares, políticas y sociales se sujetan por la Constitución a los
derechos humanos, deben hacerlo también a los derechos de la Humanidad. El egoísmo
colectivo es tan amenazador para los derechos humanos como el individual: las
comunidades y naciones son legitimadas por los derechos humanos sólo cuando
respetan los derechos de otros pueblos y otros hombres. El derecho humano es
indivisible y no puede ser un privilegio, por lo que la política exterior nacional sólo
puede legitimarse como política interior universal. La solidaridad internacional en la
superación de la falta de medios de subsistencia y de las crisis militares universales
tiene prioridad frente a la lealtad al propio pueblo, la propia clase, raza o nación, en
virtud de los derechos de la Humanidad. Cada colectividad y cada Estado tiene
obligaciones frente a los derechos de toda la Humanidad a la vida, la libertad y la
Comunidad.
3. El ser imagen de Dios fundamenta el derecho del hombre a gobernar la Tierra y a
vivir en comunión con el resto de la creación. Gn 1, 28 ss. incluye, en la creación del
hombre a imagen de Dios, la bendición divina y el destino humano a la fertilidad y a la
soberanía sobre el resto de la creación. El hombre debe “labrar y cuidar la Tierra” (Gn 2,
15). La explotación y destrucción de la Naturaleza están en contra de su derecho y de su
dignidad, y por ello la soberanía del hombre sobre la naturaleza va ligada a su unión con
el mundo exterior y conduce a la simbiosis que permite la vida en común de la
colectividad humana con el mundo que la rodea. Por consiguiente, el derecho del
RGEN MOLTMANN
hombre a mandar en el resto de la creación debe equilibrarse mediante el respeto de los
derechos de ésta.
Al existir el derecho a la Tierra surge como consecuencia el derecho económico que
todos y cada uno de los hombres poseen a una justa participación en la vida, la
alimentación, el trabajo, la protección y la propiedad personal; la concentración de
alimentos y medios de producción en manos de unos pocos debe considerase una
deformación y una perversión de la semejanza del hombre con Dios, indignas del
hombre y contrarias al derecho divino sobre los hombres. La privación de derechos
económicos fundamentales, la total miseria de pueblos o grupos de población, la muerte
por inanición, extendida por todo el mundo a causa del imperialismo político y
económico, son vergonzosos para la imagen de Dios y para el derecho de Dios sobre
todos y cada uno de los hombres: sin la realidad de los derechos económicos humanos
fundamentales a la vida, la alimentación, el trabajo y la protección, no pueden hacerse
realidad los derechos humanos individuales ni sociales.
Si con el derecho del hombre sobre la Tierra se establece también el “derecho” de éste
sobre el hombre, estos derechos económicos fundamentales estarán ligados con
obligaciones ecológicas fundamentales. El número de aquéllos no puede aumentarse
indiscriminadamente, ya que existen fronteras ecológicas fijas para el crecimiento
económico. La lucha humana por la supervivencia y el dominio del mundo no puede
realizarse a costa de la naturaleza, porque la muerte ecológica traería como
consecuencia el final de la vida humana. Por consiguiente, los derechos humanos
económicos coinciden con las condiciones cósmicas fundamentales para la
supervivencia de la humanidad en su ambiente natural. No pueden ya seguir
realizándose por medio del crecimiento económico incontrolado. La justicia económica
en la disposición y reparto de alimentos, recursos naturales y medios de producción
industrial debe estar dirigida a la supervivencia y a la convivencia de hombres y
pueblos. Sólo así se llegará a la estabilidad ecológica en la supervivencia y convivencia
con el resto de la creación: por tanto, la justicia económica y la ecológica se
condicionan mutuamente y sólo juntas podrán realizarse.
4. El ser imagen de Dios fundamenta el derecho del hombre a su futuro y su
responsabilidad para con sus descendientes. El hombre tiene derecho -en sus
actividades vitales, sus relaciones con otros hombres y su comunidad con la creación no
humana- a su auto-determinación y a la responsabilidad de su futuro. Su verdadero
futuro reside en la realización de su destino para la gloria de su comunidad con Dios,
con los otros hombres y con toda la creación. En su historia, que aún no es el Reino,
cumple el hombre con esta dignidad suya mediante su apertura a este futuro y siendo
responsable del presente frente al futuro. En virtud de la ciudadanía en el Reino de Dios,
que le ha sido otorgada, el hombre posee el derecho a este futuro real y las obligaciones
consecuentes respecto a la vida presente, derecho y obligaciones que sólo puede realizar
cuando ha ganado la libertad para responsabilizarse y el derecho a la autodeterminación.
Esta autodeterminación y esta imposibilidad se refieren: – al hombre en todas sus actividades vitales; – al hombre en comunidad con otros hombres;
RGEN MOLTMANN – al hombre en comunidad con la creación no humana.
Esto constituye una dimensión importante de los derechos y obligaciones humanos
individuales, sociales, económicos y ecológicos. Los derechos humanos no existen sin
el derecho a la autodeterminación y a la propia responsabilidad ante el futuro, ya que el
hombre vive personal, colectiva, económica y ecológicamente en el tiempo y en la
historia. Su futuro eterno y su futuro temporal poseen un derecho sobre él y el
reconocimiento y establecimiento político de los derechos humanos adquieren su
sentido en esta perspectiva del futuro. El hombre se hace libre y prueba sus derechos y
obligaciones tanto más cuanto su futuro, verdadero y eterno, adquieren poder sobre él e
influye en su presente. Entonces abogará por el derecho del futuro y por derecho a la
vida de sus descendientes, se ocupará no sólo de la justicia en el mundo de su
generación, sino también en el de futuras generaciones. Pues no sólo existe el egoísmo
personal y el colectivo, sino también el egoísmo de las generaciones. El hombre no debe
abusar de su medio ambiente a costa del futuro, ni está obligado a sacrificar su presente
al futuro, sino que deberá intentar equilibrar las posibilidades de vida y libertad de las
generaciones actuales y futuras. En tiempos de superpoblación y de limitación de
desarrollo, esta perspectiva temporal de los derechos humanos adquieren un significado
especial: la política económica, de población, de sanidad, etcétera y tal vez la política
hereditaria, deben encaminarse a establecer los derechos humanos actuales y futuros.
Justificación y renovación del hombre
Los derechos humanos surten efecto en tanto el hombre es y se comporta como tal. La
falta de humanidad del hombre se manifiesta en la violación de los derechos humanos.
Tras la cuestión práctica de cómo pueden hacerse realidad sobre la Tierra estos
derechos, late la pregunta más profunda de cómo puede el hombre experimentar su
verdadera humanidad y superar su indudable falta de ella.
Desde la declaración colectiva de los derechos humanos en 1948 se han dado a conocer
las violaciones políticas de los mismos, y se ha sabido en qué medida y en qué forma se
violan diariamente derechos humanos fundamentales. El aumento de la tortura en las
dictaduras es un signo de que la simple declaración y aprobación pública de los
derechos humanos no consiguen una humanización de los pueblos, aunque agudizan la
conciencia de los hombres y hacen ilegal la falta de humanidad.
Desde la discusión sobre los Pactos Internacionales en 1966, resulta claro que los
derechos humanos no sólo se violan, sino que se abusa de ellos. Esto sucede cuando se
utiliza para justificar los propios intereses a costa de los derechos de los demás, o
cuando se dividen y sólo se da a conocer una parte presentándolas como la totalidad.
Existen también el egoísmo individual, la arrogancia nacional, el imperialismo de la
humanidad frente a la naturaleza y el absolutismo de la generación actual frente a las
venideras. El aumento del abuso ideológico de los derechos humanos es otro signo de
que su declaración y aprobación no basta para hacer a los hombres más humanos. Sin
embargo, el conocimiento de la unidad indivisible de los derechos humanos agudiza la
conciencia y la responsabilidad de los hombres entre sí.
La Teología cristiana llama pecado a la inhumanidad del hombre cuando se manifiesta
en la violación o el abuso continuados de los derechos humanos; según el testimonio
RGEN MOLTMANN
bíblico, el hombre fracasa en su destino original de vivir a imagen de Dios al del
hombre con la naturaleza (Gn 3). Con el fratricidio de Caín comienza la historia del
hombre que no quiere ser guardián de su hermano (Gn 4) y de esta forma el pecado
trasforma la relación del hombre con Dios, su creador, con sus congéneres, su prójimo,
y con la naturaleza, su hogar. Así, Dios se convierte en juez, sus congéneres en
enemigos y la naturaleza se le hace extraña. El miedo y las agresiones dominan hoy a la
Humanidad dividida y enemistada, que está en camino de destruirse a sí misma y a la
naturaleza: los derechos humanos sólo pueden ser un hecho real cuando se convierten
en “justificación” del hombre y en renovación de su humanidad.
La fe cristiana reconoce y anuncia que Dios justifica al hombre por Jesucristo y le
renueva para su auténtica humanidad. Con la encarnación de Cristo, Dios devuelve al
hombre, que quiere ser como Dios, su verdadera humanidad perdida. Por la muerte de
Cristo, Dios toma sobre sí el juicio del pecado del hombre y le reconcilia consigo (2 Co
5,19). Por la resurrección de Cristo de entre los muertos, Dios hace realidad su derecho
sobre el hombre al justificarlo (Rm 4,25). Al enviar su Espíritu a todos los hombres (Jl
3,1; Hch 2), Dios renueva su imagen sobre la Tierra, reúne la Humanidad dispersa y
libera a la creación de la sombra del mal. En su Reino futuro, Dios glorificará
definitivamente su derecho, hará justo al hombre y transfigurará a la Creación.
Para la cristiandad, en este mundo pecaminoso e inhumano, la justicia divina se revela a
través del Evangelio de Cristo (Rm 1,16-17), porque mediante él se comunica a todos
los hombres el derecho divino de la gracia y se proclama la dignidad otorgada por Dios
a todos y cada uno de los hombres. Al revelarse esta dignidad, se pone en vigor también
los derechos humanos fundamentales. Su realizació n se hace posible, convirtiéndose en
una obligación ineludible.
Basándose en el Evangelio, los derechos humanos se realizan, en un mundo enemigo e
inhumano, en primer lugar por el servicio de la reconciliación (2 Co 5,18ss). La fe
separa a la persona humana del pecado inhumano. El amor acepta la persona y perdona
el pecado. La esperanza reconoce su futuro humano e inicia la vida nueva. A través de
la fe, el amor y la esperanza se devuelve al hombre su humanidad traicionada y perdida.
Por el “servicio de la reconciliación” se vuelven a establecer la dignidad y el derecho
humano: siempre que se respete la dignidad humana y se establezcan los derechos
humanos, se cumple este servicio de la reconciliación, que no es otra cosa que el
derecho justificante, la fuerza de la nueva Creación en este mundo falso. Por causa de la
reconciliación se puede incluso renunciar al propio derecho; por el derecho del prójimo
puede llegarse a arriesgar la propia vida: la renuncia y el sacrificio en el servicio de la
reconciliación del mundo con Dios son siempre la renuncia y el sacrificio a favor de la
humanidad del hombre. La cristiandad ha sido encargada por Dios de aportar el derecho
de la reconciliación a la lucha universal por los privilegios y el dominio. En esta lucha
es testimonio del futuro y agente de la esperanza, ya que con el derecho de la
reconciliación comienza ya aquí el cambio del mundo, que pasa de ser desconocido a
ser reconocido como mundo humano, amado por Dios. La experiencia de la
reconciliación convierte a los enemigos en amigos, y el trabajo en la reconciliación abre
un futuro de vida al hombre amenazado de muerte. Sin reconciliación no hay
humanización en las relaciones entre los hombres; sin humanización, la reconciliación
no es efectiva. Reconciliación y transformación se complementan y hacen que este
mundo sea más humano. La fe cristiana no dispensa de la lucha para el reconocimiento
y la realización de los derechos humanos, sino que ayuda a avanzar en esta lucha; la
RGEN MOLTMANN
comunidad que llama a Jesús “hijo del hombre” sufre con la inhumanidad y la
deshumanización perenne del hombre y, en sus oraciones, convierte este sufrimiento en
dolor consciente.
Prioridad y equilibrio en la lucha por los derechos humanos
El hombre está destinado a ser imagen de Dios como individuo, en comunidad y dentro
de la Humanidad. Por esto, todos los hombres están ligados entre sí y no pueden ser
reducidos, separados o valorados en distinta forma. Todos los derechos humanos están
también relacionados con obligaciones específicas del hombre, que no pueden separarse
de aquéllos; de los derechos no deben derivarse privilegios ni de las obligaciones
postulados huecos.
En la Historia, sin embargo, los hombres y las naciones establecen siempre prioridades
en virtud de sus necesidades: cuando la necesidad económica ocupa el primer lugar,
intentan la realización de los derechos económicos básicos; cuando rige la opresión
política, pretenden la realización de los derechos humanos políticos. Sin embargo, el
progreso parcial produce un desequilibrio; el crecimiento económico unilateral y no
coordinado de algunas naciones ha llevado el equilibrio político al borde de la
destrucción; la supremacía de las naciones industrialmente desarrolladas ha mantenido a
otros pueblos subdesarrollados y dependientes de ellas. El rápido desarrollo de las
libertades y derechos personales puede debilitar los derechos colectivos y, por el
contrario, el establecimiento unilateral de los derechos colectivos lleva a la debilitación
de los derechos personales. Por ello, los avances parciales en uno de los campos vitales
deben equilibrarse con la introducción de los derechos humanos en los otros terrenos. El
progreso sin equilibrio destruye, mientras que el equilibrio sin avance provoca la
degeneración. La historia. real del reconocimiento y establecimiento de los derechos
humanos se realiza en el conflicto inevitable entre progreso y equilibrio; quien respeta
al hombre como imagen de Dios, debe respetar, en la misma medida, todos los derechos
humanos y verlos en su relación recíproca e indisoluble. Quien respeta la dignidad
humana, deberá, en el conflicto entre progreso y equilibrio, respetar la unidad de los
derechos del hombre en todas sus actividades y para todos los hombres.
En los conflictos históricos los hombres viven en el equilibrio perturbado de sus
derechos humanos. Su dignidad está distorsionada. Por esto para la realización de todos
los derechos humanos han de desarrollarse estrategias que eliminen las diferencias
resultantes de prioridades establecidas: cuando el rápido progreso económico suponga
una disminución de los derechos políticos y las libertades individuales, deberá insistirse
en la realización de estos derechos; cuando los derechos colectivos se descuiden en
favor de la libertad individual, deberán reivindicarse aquéllos; cuando se establezcan
derechos sociales a costa de los individuales, deberán reclamarse éstos; en los países
colonizados y subdesarrollados, tienen prioridad los derechos a la independencia y a la
autodeterminación. La idea reguladora que mantiene el equilibrio es el reconocimiento
de la dignidad intransferible del hombre y de la indivisibilidad de sus derechos y
obligaciones. En este contexto puede esperarse de las Iglesias, comunidades y
organizaciones ecuménicas lo siguiente:
RGEN MOLTMANN
1. Que en la discusión sobre los derechos humanos y prioridades políticas defiendan la
dignidad humana intransferible y la indivisibilidad de los derechos y obligaciones del
hombre, basados en el derecho de Dios sobre los hombres.
2. Que aboguen por el restablecimiento de los derechos humanos descuidados,
debilitados u oprimidos a causa del progreso unilateral o de las prioridades existentes.
3. Que superen su propio egoísmo para ayudar a la superación del egoísmo individual,
social y humano frente a la naturaleza, así como el egoísmo de la generación actual
frente a generaciones venideras, sirviendo a la Humanidad, en todos y cada uno de los
hombres, en favor del Dios creador y libertador del hombre.
4. Que inculquen públicamente las obligaciones humanas (ligadas ineludiblemente a los
derechos) frente a su dignidad que procede de Dios, frente a los demás hombres, a la
naturaleza y al futuro.
La cristiandad se considera a sí misma como testimonio del Dios trinitario, que libera a
los hombres de su inhumanidad interior y exterior, que les permite vivir en su alianza y
los conduce a la gloria de su Reino. Aboga por la dignidad humana, de la que se derivan
los derechos y obligaciones del hombre. Defiende, por voluntad de Dios, la dignidad del
hombre y sus derechos como image n de Dios con todos los medios a su alcance. Para
realizar este servicio la cristiandad necesita el derecho a la libertad religiosa, el derecho
a la asociación y el derecho a poder hablar y actuar públicamente.
Tradujo y condensó: MARÍA AMPARO BRAVO

IR in Dialogue… but can we change the subjects?

The academic enterprise requires that we make our arguments in
conversation with existing work and ideas. As such it is an inherently social
activity – indeed we might consider conversation a constitutive element of
academic life.The move to thinking about IR’s conversations as a set of
‘dialogues’ rather than ‘debates’, as Millennium’s conference has encouraged,
is both in keeping with the traditions of the study of world politics and
subversive of the order that has historically shielded the conversation from
intruders.

The notion of ‘dialogue’, taken etymologically, is about speaking (-
logos) across or through (dia-), suggesting distance and difference between
reviewers has been invaluable, although all remaining errors are my own.
the speakers. It requires that we ask questions about their identities, horizons
and interests, and indeed how these are situated within the world of practice
and action, rather than presuming homogeneity of interest and a common
purpose to inquiry. We are pushed towards understanding academic work as
a live enterprise, disorderly and dynamic in form, embedded in a world of
plurality.

And yet, despite engaging in the conversational practices all the time
that constitute the practice of academic work, the mainstream has been slow
to pick up the emergence of a movement in the discipline that extends
dialogue itself as a critical strategy for thinking about the world.2 As this
paper aims to show, self-consciously decolonising strategies aim to articulate
different subject-positions from which this ‘speaking across’ or ‘dialogue’ can
take place.

In doing so they bring to prominence a principle that is already
taken for granted in everyday academic practice – that understanding is
improved through dialogue – and use it to generate a wider and more critical
understanding of what we think of as international relations.3 Although
necessarily rooted in common traditions of social thought, decolonising
strategies aim at reconfiguring our understanding of world politics through
subjecting its main perspectives to philosophical and empirical challenges.

This project sees itself as broadly rooted in a progressive ethic, motivated by
the desire to see and understand world order in a way appropriate to the
realisation of more equal relations between and within diverse political
communities.

2 Recent texts include Inayatullah, N. and D. L. Blaney (2003). International relations and the problem of difference. New York, London, Routledge, Bhambra, G. K. and R. Shilliam (2009).Silencing human rights: critical engagements with a contested project, Palgrave MacMillan.
Grovogui, S. N. (2002). “Regimes of sovereignty: International morality and the African condition.” European Journal of International Relations 8(3): 315, Hobson, J. M. (2004). The Eastern origins of Western civilisation. Cambridge, UK ; New York, Cambridge University
Press, Jones, B. G. (2006). Decolonizing international relations, Rowman & Littlefield
Publishers, Agathangelou, A. M. and L. H. M. Ling (2009). Transforming world politics: from
empire to multiple worlds, Taylor & Francis, Nayak and Selbin (2010) Decentering
International Relations, (London: Zed Books)
3 The concerns of the discourse ethics movement were similar but were critiqued in terms of
how they viewed the problems of power. See Hutchings, K. (2005). “Speaking and hearing:
Habermasian discourse ethics, feminism and IR.” Review of International Studies 31(01): 155-165

4 The role of normative evaluation in social analysis is a controversial issue. I am broadly
sympathetic to the position articulated by Mervyn Frost, who sees normative judgements as
relevant at all stages of analysis, and argues for making them more explicit. See Frost, M.
(1994). “The Role of Normative Theory in IR.” Millennium – Journal of International Studies
23(1): 109-118.

This paper aims to develop conversations within IR about the
contribution of decolonising strategies. The overall argument is that
decolonising thought can be viewed as a set of distinct but connected
intellectual strategies that provide a productive platform for identifying
specific problems in our research into world politics. Firstly, I will read
decolonising strategies as problematising the embedded ‘subjects’ of world
politics in various ways and offer a heuristic typology of this wide research
programme along these lines.

Secondly, I will demonstrate the contribution of this critical move through applying these distinctive strategies to the ‘liberal peace’ debate in IR and the case of Mozambique. Finally, I will offer some reflections about the questions this raises for the future study of world politics, both through building theory and research practices.

The paper seeks to make contributions to the literature on a number of
fronts. Primarily, in offering an innovative typology of decolonising strategies
it sets up a useful framework for debate about and between different
‘postcolonial’ or ‘anti-Eurocentric’ approaches in the study of world politics.

In particular, it enables the detailed comparison of complementarities and
tensions in decolonising thought through indicating how and why
approaches differ and what their specific concerns are. However, the corollary
contribution is that it also offers a unique mirror to the discipline of IR
through articulating different ways in which its framings might be
problematic in a supposedly postcolonial era.

The contribution of the case study is a demonstration of the ways in which the typology supports a development of applied critical approaches in IR, which all too often attempt to critique international political power without disturbing some important underlying assumptions. It demonstrates that these specific decolonizing strategies as articulated by the typology can be usefully concretised and applied to specific sites and topics of interest. It also makes a case for how and why appropriate empirical research is a crucial part of an active decolonising project, whilst highlighting the precariousness of the support that the profession offers for this.

Theory as strategy: recovering the purposes of critique

If ‘theory is always for someone and some purpose’, we should think
about it as a form of intellectual strategy, i.e. a response to a particular set of
conditions, involving different tactics employed towards a particular end. In
this sense, the philosophical wagers and commitments made are located in
and directed towards a particular problem, and express different interests.5

This is as true for a conception of the international derived from a statist and
materialist ontology of power as it is for feminist excavations of the
international structures of patriarchy or concepts of globalisation. This now commonplace observation has at least three important
implications for how we assess and think about theories of the international.

Firstly, it suggests that an important aspect of evaluating theory needs to be
done in the context of its own purposes. This may not seem controversial to
many academics, and particularly not the readership of Millennium, but given
the persistence of ‘science’ controversies in the broader discipline it needs to
be borne in mind.6 Theories are not the ‘last word’ on phenomena, but
analytic lenses that structure our thinking to a particular end. Secondly,
however, it must mean that it is at least useful, but also legitimate and
necessary to engage with, discuss and challenge the purposes of work and its
context rather than assume that this stands outside or apart from the
endeavour. This does not preclude the possibility of reasonable disagreement
about these objectives, but it does preclude the denial of their relevance.7

Thirdly, and perhaps most crucially however, it also draws attention to
the necessarily limited and incomplete nature of our conceptual endeavours.
These are not shortcomings of our work but its constitutive features – it is
grounded in a particular conceptual vocabulary or register, and has a
particular focus or target. As such, when thinking about how we analyse
complex social phenomena, such as patriarchy, political violence or racism,
given a wide acceptance that these are manifested and can be explained at
various levels, no single mode of analysis is likely to be completely
satisfactory.

In drawing together the connections in this literature, it makes sense to
read the contributions as ‘decolonising strategies’ for thinking about world
politics rather than as ‘theory’ as IR has conventionally tried to understand it
– these are critical intellectual strategies designed to challenge the centrality of
particular ideas about the international which naturalise forms of historic
inequality between communities and people. In particular, these are
connected to the legacies, broadly understood, of European colonialism and
the hierarchies of power, wealth and regard that it sought to institute.

5 In future work I intend to deal more fully with the essentially situated character of decolonising critiques. The link between anti-colonial thought and philosophical pragmatism is found in the work of Cornel West – I am grateful to Joe Hoover for pointing this out.
6 Jackson narrates these controversies well in the first chapter of Jackson, P. T. (2010). The
Conduct of Inquiry in International Relations. London, Routledge.
7 Frost, op.cit., 118.

Why do we need a typology?

To this author at least, there is a clear sense in which the decolonising
project in IR has been blossoming in recent years. The publication of
groundbreaking monographs has been complemented by more edited
collections, mainstream journal articles, conference panels and entire
conferences, postgraduate courses and now textbooks.8 In this period, the
principal aims and concerns of the project have been articulated in divergent
ways by different authors, which has contributed to the flourishing of the
research programme. However, it also raises important questions about the
relationship between these different articulations.

For example, Inayatullah and Blaney have foregrounded the ‘difference’ problematic as central to their project, concentrating on the Self/Other encounter that constitutes the space of the international.9 This project suggests a focus on the production of alterity and the question of respect. On the other hand, Jones articulates the project as a common preoccupation with the persistence of colonial and imperial relations within the international system, with an emphasis on discovering the Eurocentric and imperial constitution of international relations in the present day.10

As she notes, debates about Eurocentrism can often divide into
culturalist and political economy camps which talk past each other.11
Whilst valuable, this richness also brings the potential for opacity. As
Bhambra notes, following Wallerstein, the notion of ‘Eurocentrism’ is itself
contested and can mean different things.12

Whilst this does not mean that it cannot be a useful frame of analysis, it does mean that usages might be interchanged or conflated in a number of ways. For example, for Hobson, Eurocentrism is the assumption that the West lies at the centre of all things in the world and that the West self-generates through its own endogenous ‘logic of
immanence’, before projecting its global will-to-power outwards through
a one-way diffusionism so as to remake the world in its own image.13
8 E.g. Seth, S. (ed) (2011) Postcolonial theory and International Relations: A Comprehensive
Introduction, London: Routledge.
9 Inayatullah and Blaney, op. cit., 9-16.
10 Jones (2006). ‘Introduction: International Relations, Eurocentrism, and Imperialism’, in
Jones, op.cit.
11 Ibid.
12 Bhambra, G. K. (2007). Rethinking modernity: postcolonialism and the sociological
imagination, Palgrave Macmillan, 4.
13 Hobson, J. M. (2007). “Is critical theory always for the white West and for Western
imperialism? Beyond Westphilian towards a post-racist critical IR.” Review of International
Studies 33(S1): 91-116, 93.

Hobson’s conception suggests that Eurocentrism simultaneously
contains certain historical, sociological and political claims, which brings to
the fore how these may be inter-related. However, as Bhambra notes, it may
be possible for work to explicitly reject some aspects whilst retaining others.14

Moreover, in some of the literature the ‘Eurocentrism’ problematic can drop
out altogether, particularly that concerned most principally with
contemporary US / North American power.15

Yet, even with this diversity, I want to argue that there is a common
framework that unites the project, recognition of which might serve as a
platform for dialogue between its elements and with those working outside it.
This is the claim that IR is constructed around the exclusionary premise of an
imagined Western subject of world politics.16 Decolonising strategies are those that problematize this claim and offer alternative accounts of subjecthood as the basis for inquiry.

The recognition of possible alternative subjects of inquiry is the essential precondition for a dialogic mode of inquiry in IR – that is, speaking across divides from different positions. Conversely, without challenging the implicit and assumed universality of a particular subject, the possibility for genuine dialogue – rather than simply conversation – in the discipline becomes remote.

A typology of strategies: challenging the ‘subjects’ of IR

In social theory, the ‘subject’ of inquiry has multiple but related
definitions.17 I am using these different meanings in a non-exhaustive and
heuristic sense to delve into the structure of thinking behind decolonising
strategies (numbered i-vi in the text).

I summarise these here before elaborating in more depth in the rest of this section. In the first sense, various approaches focus on the construction of the West as an epistemically privileged or centred subject that can represent, know and treat parts of the world as its objects, through processes of objectification. In the second sense,

14 Bhambra, op.cit.
15 In particular, Agathangelou, A. M. and L. H. M. Ling (2009), op.cit.
16 This framing emerges in a limited way in the debates around subaltern historiography, but
is not extended in consideration of other decolonising strategies as far as I know e.g.
O’Hanlon, R. (1988). “Recovering the subject: Subaltern Studies and histories of resistance in
colonial South Asia.” Modern Asian Studies 22(1): 189-224.
17 For explicitly disaggregating different uses of the term ‘subject’ in social theory, I am
indebted to Paul Kirby’s unpublished paper ‘The System Of Subjects: International Relations
Theory and the Hard Problem of Subjectivity’ , International Theory seminar at the LSE’s IR
Department, 23rd November 2009, although his usages are not mine.

there is a strategy to challenge the exceptionalist presumption of the West as
the primary subject of modern world history and international relations.

Thirdly, a number of approaches challenge Europe as the implicit subject of
historiography. Fourthly, various works reconstruct the subjectivities of
subaltern positions. Fifthly, there is a tradition which interrogates the
presumed contours of the political subject underpinning analysis. Finally,
decolonising work in IR has sought to challenge the constitution of the socialpsychological subject underpinning recent work which anthropomorphizes states as reflexive beings.

Understood in this way, at a broad level decolonising strategies argue
that IR sees the world through the subjecthood(s),18 in all the senses just
described, of formerly colonial and imperial European and American
modernist, capitalist elites. This is understood to constitute a system of
multiple exclusions that continues to permeate the study and conduct of
world politics, which subsequently retains deeply hierarchical forms oriented
towards the interests and perspectives of this particular audience.

However, as a response decolonising strategies do not on the whole advocate a
systematic erasure or denial of these categories – rather they have attempted
to expose the alternatives and initiate dialogue between them. In this sense
they seek to re-negotiate the terms and preoccupations of inquiry, a point to
which I will return in the conclusion.19

The first strategy (i) centres on exposing the ways in which the
conceptual framings of both International Relations and international politics
express and reinforce hierarchical subject-object relationships between
formerly colonising and colonised peoples, despite the political-legal act of
decolonisation. Drawing directly on Said’s critique of colonial practices of

18 I owe use of the term to Robbie Shilliam.
19 A point which at the time of writing must be temporarily shelved is the ongoing tensions and overlaps between the decolonising project and the historical materialist project. Whilst they are in some ways inseparable, for this author the key fundamental difference arises in the possibility of a socially meaningful alterity that is not sidelined analytically as a form of false consciousness, incomplete modernity or underdevelopment; in short, the debate over the significance of pluralities of experience and standpoints in the analysis of human affairs.

Decolonising approaches on the whole are broadly sympathetic to, and often use, arguments in terms of social forces and the material conditions of political power and change; however there is discomfort with the potentially reductive implications of such a view for human subjectivity and political subjecthood in the extrapolation to the ‘objective’ understanding of
world history.

However, this is a very general statement and it is clear that there are broad
churches of thought within the various camps self-identifying as ‘Marxist’ or ‘decolonising /postcolonialist’, who have varying approaches to this relationship between selves and social forces

For an alternative account of the encounter between Marxism and postcolonialism from a broadly Marxist perspective, see Bartolovich, C. and N. Lazarus (2002). Marxism, modernity, and postcolonial studies, Cambridge University Press. Millennium: Journal of International Studies, 39:3, 781-803

representation in Orientalism, further elaborated in Culture and Imperialism,
this strategy has focused on the discursive and normative structures
governing contemporary international politics and sought to show how they
depend on the establishment of the ‘flexible positional superiority’20 of
Western/Northern countries and agents.

For example, Doty analyses historical and contemporary framings of North-South relations, from colonialism to governance to foreign aid in terms of the persistence of the imperial structure of the discourse that produces the relationship.21

Antony Anghie argues that the concept of ‘good governance’ is historically continuous with international legal norms that established rights and duties for colonial powers to rule the colonies, operating under ideas of racialised civilisational hierarchies.22 Both writers, amongst others, point towards the ways in which the ways that the global South – that is to say, spaces outside Europe and North America – become objectified in discourse as requiring external control, involvement and direction – in Said’s term that they ‘beseech domination’.23

In a substantive sense this means that formerly colonised countries become understood through being fixed as the object of some other subject which instrumentalises it or treats it as lacking proper agency.24 Under conditions of objectification, then, the possibility of dialogue becomes remote.

Within the discipline of IR itself, there has been solid critique of Robert
Jackson’s analysis of ‘quasi-states’ along similar lines, which obliquely
renders the third world as a cracked or incomplete image of the first.25 The
various objectifying representations of the South as backward, developing,
failed or ‘new’ states continually reproduce the hierarchical self imagery that
underpinned European colonialism, and specifically produces a disposition
that favours intervention and control between the full subjects and lesser
objects of world politics. The critique that decolonising thought makes is that
whilst the formal political and legal acts of decolonisation have broadly
occurred, the deeper challenge to the colonial system of thinking – of
objectifying the South in discourses of world politics – has not happened. The
strategy in this case is to raise consciousness about the ways in which our
20 Said, E. W. (2003). Orientalism. London, Penguin, 7.
21 Doty, R. L. (1996). Imperial encounters : the politics of representation in North-South
relations. Minneapolis, University of Minnesota Press.
22 Anghie, A. (2008). Decolonizing the Concept of” Good Governance. Decolonizing
international relations. B. Gruffydd Jones, Rowman & Littlefield Publishers.
23 Said, E. W. (1994). Culture and imperialism. London, Vintage, 8.
24 See Nussbaum, M. C. (1995). “Objectification.” Philosophy & Public Affairs 24(4): 249-291.
25 See Morton, A. D. (2005). “The ‘failed state’ of International Relations.” New Political
Economy 10(3): 371-379; Jones, B. G. (2008). “The global political economy of social crisis:
Towards a critique of the ‘failed state’ ideology.” Review of international political economy
15(2): 180-205.
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systems of knowledge and political discourses objectify those who were to
have become its subjects, perhaps more radically its authors.
As a decolonising intellectual strategy, the critique of objectification
through the analysis of authoritative discourses is clear and deeply important
but also necessarily limited in scope. As Anghie recognises, this strategy must
work alongside others which recover another telling of this encounter in order
to challenge these discourses as not just hegemonic but essentially fictive
rhetorical devices.26 Insofar as these strategies work within a framework
whereby the discourses of the powerful are the primary object of analysis,
they have tended to do the latter understandably in only a secondary or
limited sense. Nonetheless, this groundwork is clearly critical in clearing the
space for alternative discourses and speakers, and the possibility of dialogue
which is precluded by Orientalist objectifications.
The second approach is a deconstruction of the West as the primary
subject of world history. This wider approach develops into two distinct
strategies. The first (ii) involves the direct contradiction of foundational
historical myths in social theory and discourse about Europe itself – i.e. that it
was technologically advanced, economically developed, that it advanced the
problems of international coexistence through the institutionalisation of state
sovereignty, that it was the origin of enlightened and universalist ethical and
political thought. These strands have generally had their heritage in historical
sociology, political economy and revisionist readings of political thought.27
Overall they have sought to contradict or subvert the correlation of Europe
with pioneering a progressive modernity. John Hobson for example argues
that historically in the encounter between West and East it was the West that
was considered backward in terms of technology and social structures, and
was only able to flourish as the consequence of being a ‘late developer’.28
Sandra Halperin argues that the mythologisation of European development,
and in particular the various ‘revolutions’ that were instantiated, obscures the
fact that European growth and expansion was predicated on the ‘dualistic’
economy, with its violences and exclusions, that the Third World is currently
26 Anghie, op cit. .However, there is disquiet amongst thinkers about the extent to which
postcolonial literature has been constrained by the postmodern / poststructuralist tenor of its
approaches, and the commitment to ‘real’ lives. See Appiah, K. A. (1991). “Is the post-in
postmodernism the post-in postcolonial?” Critical Inquiry: 336-357 for one such discussion.
27 Under my reading decolonising strategies are themselves heterodox in scope and origins,
inclusive of aspects of other traditions as well as work which self-identifies as ‘postcolonial’.
28 Hobson, J. M. (2004). The Eastern origins of Western civilisation. Cambridge, UK ; New
York, Cambridge University Press.
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critiqued for having.29 Beate Jahn’s critique of nineteenth century liberal
political thought suggests that it was predicated on the limited and
particularist rather than universalist protection of rights, and was supportive
of imperialist policy.30
Collectively they deconstruct the mythic subject of the ‘European
model’ in history through challenging the primacy and exceptionalism that
has been historically claimed. This is important to the decolonising project
insofar as the implicit particular history of exceptionalism and enlightenment
often serves to legitimate various forms of control and authority in the present
day. By pushing beyond the ‘winner/loser’ account of world history31 it is
argued that they open up a dialogical mode of thinking that elevates the
hybrid, connected nature of the relationships between civilisations.32
This line of thinking has led to a third, in some ways more subversive,
strategy (iii) for decolonising thought, as a critique of the particular European
subjects immanent and naturalised in the writing of History itself. The
argument here is that historiographical understandings of change and
development, even for critical historians, are understood in terms of
categories and trajectories that were seen as significant in the emergence of
Europe’s modernity, thus excluding the significance of the pluralities of pasts,
presents and futures that were and are happening elsewhere, to which this
modernity was necessarily connected. This line of thought was extended from
the work of the Subaltern Studies group, who took issue specifically with the
claim in Marx and Hobsbawm that the colonies were ‘outside history’ prior to
their insertion into the European capitalist system, although this critique was
extended to other historiographies.33 This understanding of history, they
argued, preserved the centrality of an underlying European referent subject to
the telling of history, even when that history was intended to be of elsewhere,
and even if such history was critical or myth-shattering, and even if such
29 Halperin, S. (1997). In the mirror of the Third World: capitalist development in modern
Europe, Cornell Univ Pr, Halperin, S. (2006). “International Relations Theory and the
Hegemony of Western Conceptions of Modernity” in Jones (ed) Decolonizing international
relations, op. cit.: 43-64.
30 Jahn, B. (2005). “Kant, Mill, and illiberal legacies in international affairs.” International
Organization 59(01): 177-207.
31 Exemplified, however unintentionally, by Diamond, J. (1997). Guns, Germs, and Steel: The
Fates of Human Societies. 1997. New York, Norton.
32 Hobson, J. M. (2007), ibid., 106.
33 Prakash, G. (1990). “Writing post-orientalist histories of the third world: perspectives from
Indian historiography.” Comparative Studies in Society and History 32(02): 383-408. See also
Hutchings, K. (2008). Time and world politics : thinking the present. Manchester ; New York,
Manchester University Press, for a related argument about the specific conceptions of time
that inform influential thinkers from the Western canon.
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categories were otherwise indispensable.34 Instead, it has been argued that
there is a need to think in terms of ‘multiple modernities’ occurring in the
context of ‘connected histories’35 to avoid analysis that only refracts
understanding of social relations through a truncated telling of the European
experience of industrialisation. Alison Ayers’ work on an African
historiography makes a similar point about the histories of democracy that
begin in Europe and are translated to African contexts, without any
consciousness of alternative and autonomously developed traditions within
Africa itself.36
The historiographical critiques make manifest a seeming paradox at the
centre of decolonising strategies for social inquiry, which is that despite this
problematisation of the exclusions of social theory, it must nonetheless
continue to employ in some sense this intellectual inheritance as a means of
engagement and response. This is in some senses an important tension
between the approaches of the second strategy, which are more clearly aimed
at a straightforward rebuttal of myths, and this third strategy which
interrogates the conduct of inquiry itself. Certainly this is a perennial critique
put by those operating outside the paradigm, who complain that decolonising
strategies are ‘really’ or ‘ultimately’ ‘Western’ or even ‘liberal’ in content and
outlook.37 Partly in response to this issue, for some, this has prompted the
response of seeking much more widely for intellectual resources from non-
Western traditions to think about the international, as Ayers does.38 However,
as I will elaborate in the conclusion, by and large there is little need for
anxiety about this issue, insofar as decolonising strategies are self-conscious
about the ‘geocultural’ conditions of their production, and the strategic
purposes for which they are employed.39 Indeed the emphasis on the
inherently dialogic production of societies, selves and social analysis that
means that accusations of inauthenticity which presuppose the possibility of
an ‘authentic’ self become misplaced. Moreover, by retaining a consciousness
of these as ‘strategies’ we are alive to these circumscriptions of purpose and
origins.
34 Chakrabarty, D. (2000). Provincializing Europe : postcolonial thought and historical
difference. Princeton, N.J., Princeton University Press, 38-9.
35 Bhambra, G. K. (2010). “Historical sociology, international relations and connected
histories.” Cambridge Review of International Affairs 23(1): 127-143.
36 Ayers, A.J. (2006), ‘Beyond the Imperial Narrative: African Political Historiography
revisited’, in Jones (ed) (2006), op. cit.
37 Most recently, this emerged from discussion at this conference and by a reviewer of this
piece.
38 See also Shilliam, R. (2010). International Relations and Non-Western Thought: Imperialism,
Colonialism and Investigations of Global Modernity, Routledge.
39 Tickner’s keynote at this conference deals with the meaning of ‘geocultural’.
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The deep critique of history itself as being a type of practice centred
around the subject of Europe’s own modernity has generated the fourth
strategy (iv) of pluralising the various potential subjects of social inquiry and
analysing world politics from alternative subaltern perspectives.40 In some
senses, this is an inheritance from Fanon’s engagement with the
phenomenological aspects of colonialism and their importance in being able
to understand these relations in their entirety.41 In Chakrabarty’s work, this
has involved an exploration of the lifeworlds – a term from Husserl – of
various groups in Bengal in order to illustrate narratives of human experience
that are otherwise excluded or suppressed by modernist history.42 Within the
context of IR conversations Laffey and Weldes have re-told the story of the
Cuban missile crisis through the lens of Cuban interpretations rather than
superpower perspectives.43 This re-centring of different subjectivities has
necessarily involved a more interpretive engagement with both historical and
contemporary sources and people; that is to say an engagement with what
they thought and what they thought they were doing, rendering them as
more than principally the instruments of history or social forces. Often, as in
the case of Chakrabarty and others, this involves multiple layering of ideas
and sources in order to build up the understanding of the lifeworld as
concrete experience. Mohanty’s call for this engaged and detailed empirical
work as a means of appreciating fully both different domains of power and
the meanings given to the various structures also supports this approach.44
Clearly this strategy is connected with and complementary to the previous
one which problematises the adequacy of universalist historiographies and
narratives for a diverse social world.
However, this strategy, most closely connected with standpoint
theories in general, begins to pose important questions for decolonising
approaches to the study of world politics – in particular in thinking about the
relevance of particular experiences and worlds to the questions about world
politics which are pitched at an ostensibly general level. What weight should
be given to the inter/subjective interpretations of subaltern peoples about
their experiences of domination? Do these entail a commitment to the
40 An interesting example of this, developed somewhat separately from the Subaltern Studies
movement is Honwana, R. and A. F. Isaacman (1988). The life history of Raúl Honwana : an
inside view of Mozambique from colonialism to independence, 1905-1975. Boulder ; London,
Rienner.
41 Fanon, F. (1986). Black skin, white masks. London, Pluto.
42 Chakrabarty, op.cit; Chakrabarty, D. (1989). Rethinking Working-class History: Indian jute
workers in Bengal, 1890-1940, Princeton, NJ: Princeton University Press.
43 Laffey, M. and J. Weldes (2008). “Decolonizing the Cuban Missile Crisis.” International
Studies Quarterly 52(3): 555-577.
44 Mohanty, C. T. (1988). “Under Western eyes: Feminist scholarship and colonial discourses.”
Feminist review: 61-88.
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‘objectivity’ of the position of the subaltern with regard to structures of
domination, which e.g. feminist standpoint theory has claimed?45 How do
these engagements with colonised lifeworlds deal with Nandy’s attention to
the colonisation of the mind, and Spivak’s warnings about the hegemonic acts
involved in attempting to voice or translate the subaltern?46
This problem can be addressed in part through a reminder of the
strategic character of inquiry. For example, the controversy about ‘objectivity’
only makes sense where the value of work is primarily evaluated through the
prior commitment to mind-world dualism which suggests a direct form of
comparability between competing explanatory frameworks.47 Where the
notion of social inquiry as objective ‘science’ is rejected, as in many
decolonising approaches, and the principal concern is for ‘worlding’ our
understanding of social relations – as discussed for example by Agathangelou
and Ling, or by Said48 – this suggests that interpretive and non-interpretive
understandings can and should be intertwined and work in dialogue with
each other. As I will suggest in my discussion of applying these strategies to
my own research, the weight given to each will tend to depend on the nature
of the research question and the normative commitments entailed. This is
consistent with the way Fanon sets up the problem – he makes clear from the
outset that he is interested in understanding how colonialism de-humanises – as
such the relevance of the phenomenological is closely integrated with Fanon’s
conception of humanity as requiring both ‘objective’ and ‘subjective’
engagement.49 For these other critiques too, it is a humanist and pluralist ethic
which drives the interest in the exploration of the lifeworld, but not at the
expense of thinking about how these might be interpellated into what can be
understood as broader political structures.
A fifth strategy (v) which relates to, but is somewhat distinct from,
these modes of rethinking history is the recovery of alternative political
subjecthoods in both historical and contemporaneous contexts. CLR James’
The Black Jacobins has served as one point of departure for this strategy, which
was a story of slave emancipation written at a time where Black and Asian
45 Harding, S. G. (2004). The feminist standpoint theory reader: Intellectual and political
controversies, Psychology Press.
46 Nandy, A. (1989). The intimate enemy: Loss and recovery of self under colonialism, Oxford
University Press Delhi; Spivak, G. C. (1988). “Can the subaltern speak?” Marxism and the
Interpretation of Culture: 271-313.
47 For clarification on these terms, see Jackson, op.cit, 34-37.
48 Agathangelou and Ling, op.cit., Chowdhry, G. (2007). “Edward Said and Contrapuntal
Reading: Implications for Critical Interventions in International Relations.” Millennium-
Journal of International Studies 36(1): 101
49 Fanon, F.(2001) Black Skin. White Masks, Pluto Press, 63-4
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colonial peoples were making claims for political emancipation and equality.
In this sense it was an alternative vision of Black political subjecthood that
asserted an already-existing capacity and desire for freedom which was
militant and resurgent, even if it had to appropriate and subvert the
discourses of its oppressors. This was a reply to contemporaneous scientific
racist discourses on Black political subjecthood that emphasised its incapacity,
as well as alternative conceptions of decolonisation which were more
conservative and reformist in outlook.50 Ongoing interpretations of the
significance of the Haitian revolution have also sought to read within it the
possibility of an emancipatory ideal of politics and political subjecthood for
formerly colonised peoples that do not necessarily imply the passive diffusion
or acceptance of European norms.51 Gandhian conceptions of swaraj and
satyagraha are a further example of this strategy – the articulation of political
subjecthood that offers an alternative vision of the bases of authority, rule and
resistance to those conceived under colonial rule, that are not simply
imitations of secular nationalism but resonate with and draw on particular
cultural and spiritual tropes.
Within IR, Shilliam has used a similar strategy in terms of pitching
Rastafarian cosmologies of freedom as a claim and counterpoint to
universalist developmental ones, which represent the contemporary mould
for ideas surrounding international development and engagement in the
Third World.52 This strategy is of course closely linked to the attempts to decentre
Europe as the referent subject for historical accounts; instead it is a
provincialisation of the concept of individualist secular citizenship as the only
referent frame for politically relevant being.53 Instead, through a privileging of
the contextually grounded character of political subjecthood, this strategy
attempts to elucidate rather than suppress alterity.54
50 Scott, D. (2004). Conscripts of modernity : the tragedy of colonial enlightenment. Durham,
Duke University Press. There is controversy over exactly whether James’ account is
representative of an ‘alternative’ which was ‘post’-colonial or simply another version of elitist
and exclusionary politics: I am sympathetic to Scott’s point that reading James in his historical
context is key to understanding the significance of the ‘alternative’ that he had envisaged,
although contemporaneous readings of Toussaint’s political programme note his
authoritarian tendencies. See Nesbitt (ed) 2008, Jean-Bertrand Aristide presents Toussaint
L’Ouverture. The Haitian Revolution. London, Verso.
51 See Grovogui, S. N. (2006) ‘Mind, Body and Gut! Elements of a Postcolonial Human Rights
Discourse’ in Jones (ed) Decolonising International Relations, op.cit.
52 Shilliam, R. (2009). Redemption From Development: Amartya Sen, Rastafari and Promises
of Freedom. British International Studies Association Annual Conference. Leicester, UK.
53 See Ayers, A. J. (2009). “Imperial Liberties: Democratisation and Governance in the ‘New’
Imperial Order.” Political Studies 57(1): 1-27 for a sustained critique of the political subject
exported through the ‘democratisation’ agenda.
54 Inayatullah and Blaney (2003), ibid.
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Of all the tensions raised by all the strategies, this is probably the one
that challenges the practices of comparative and evaluative social inquiry
most explicitly, giving rise to the underlying question: how is it that humans
can be the same and yet different?55 And how does our work reflect
assumptions about the relevant degrees and nature of sameness and
difference? In thinking about the extent to which decolonising strategies are
viewed as controversial, despite few disputes on their objectives or normative
orientation, it seems that much revolves around an apparent willingness to
reject human similarity in favour of valorising human difference, giving up
both analytic and moral ground to some sort of relativism.56
Much has been said in response to this problem, and I will not cover
the relevant issues here.57 I am sympathetic to work that suggests that the
tension is inescapable.58 Indeed, in the abstract it makes little sense either
analytically or morally to deny either sameness or difference as foundational
aspects of existence. The real question, then, is what the limits of their
relevance might be, and the extent to which we can presume this ahead of
time. As I suggest in the application of this strategy to a particular problem,
there is a large extent to which different emphases might be reasonable
choices in different circumstances.
One final strategy (vi) of the decolonising project in broader social
theory that is only just beginning to take off self-consciously within IR is the
attempt to comprehend, challenge and displace the presumed psychic and
psychologically-understood ‘subjects’ that are produced by and support
various aspects of international relations. This is however consistent with the
low level of attention given to the affective dimension of politics within the
discipline as a whole.59 However, the emergence of considerations of the
affective and psychic dimensions of international politics within IR has also
stimulated a decolonising critique of the particular origins of this view of the
self. In particular, Shilliam’s critique of Lebow’s Cultural Theory of International
55 With apologies to Nancy Banks-Smith, whose formulation of anthropology I have stolen
and adapted: “the study of how people are the same, except when they are different.”
56 This critique is made strongly within by sympathisers as well as critics. Mohanty, S. P.
(1997). Literary theory and the claims of history: Postmodernism, objectivity, multicultural
politics, Cornell Univ Pr.
57 Inayatullah and Blaney, op. cit.
58 Paipais, V. (2011). “Self and other in critical international theory: assimilation,
incommensurability and the paradox of critique.” Review of International Studies 37(01): 121-
140.
59 Arguably, the discipline’s overwhelming critical focus on Foucault, poststructuralism and
the productivity of discourses turned it away from the questions of subjectivity and affect,
although this is also changing across the field. See .
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Relations demonstrates clearly the limits of the neo-Aristotelian basis on which
the human psyche is imagined in this text, pitching as an alternative a
Fanonian conception of colonised subjectivity as a necessarily embodied or
‘situated’ subjectivity.60 This is in distinction to the presumed mind-body
distinction that underpins the conception of the psyche in Lebow. In reimagining
the security bonds between states, Chen, Hwang and Ling
introduce questions of ambivalent postcolonial longing through the allegory
of the relationships in the film Lust/Caution.61 The displacement of the
rationalist, masculinist subjectivity/psyche attributed implicitly to states’
relations with each other within security studies with one that is more
complex, situated, affective and particular is a useful move, and seems to
deliver a compelling account of the relationship between mainland China and
Taiwan. Whilst these two pieces consist of very different analyses, they both
use a strategy which looks at the ways in which the presumed seeing subject
of world politics identifies itself, with itself and with other entities, and show
how this vision is tied to both particular locations and particular
psychological assumptions, often masking the inherently dialogical and
relational production of the self. 62 The decolonising project thus seeks to
examine and problematise this tethering, and in doing so start to imagine
alternative sites of departure.
It is noteworthy that this final strategy of challenging the presumed
psyche of international actors emerges principally in response to a particular
provocation – namely the anthropomorphisation of the state in a culturally
and gender specific way in analysis. In this sense it principally relates to the
disciplinary context of IR, the mainstream of which has moved from treating
states as ‘billiard balls’ to treating them as ‘people’.63 Although as yet not
widely developed, it is a particularly useful challenge to lay to a discipline
that continually attempts to update its core ontologies in a way which is
seemingly disembedded from the evaluative content of this theory.
60 Shilliam, R. (2009). “A Fanonian Critique of Lebow’s A Cultural Theory of International
Relations.” Millennium: Journal of International Studies 38(1): 117.
61 Chen, B., C. C. Hwang, et al. (2009). “Lust/caution in IR: democratising world politics with
culture as a method.” Millennium: Journal of International Studies 37(3): 743.
62 Not irrelevantly, however, both the sub-disciplines of war studies and peace studies have a
history of engaging with the psychological and affective dimensions of conflict and
peacebuilding. This has not, as far as my understanding of developments in these two fields
goes, led to a problematisation of the imagined psychological subject which serves as a
baseline for analysis, but it is a longstanding problematisation of the assumptions of
instrumental rationalities as dominating these two processes.
63 See the Review of International Studies forum, 2004, Volume 30, Issue 2.
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Decolonising strategies: central questions
Given the breadth of their conceptual concerns and intellectual
approaches, how, then, do decolonising strategies operate in a way which is
more dialogic than other modes of studying world politics? Why might these
be better? And what does this entail in terms of applying these strategies to
other areas of research?
Whilst there is increasing recognition that there are a plurality of ways
to study world politics, decolonising strategies, through pluralising the
subjects of inquiry, offer an intellectual platform for making good the ambition
of a discipline that has been trying to transcend its imperial, colonial and
racist roots.64 What they also expose however is the deep implications and
effects these roots have had on the ways of thinking within social theory at a
broad level as well as within the discipline, across theoretical divides. By
seeing this as a set of particularistic intellectual choices, they may provincialise
rather than reject wholesale these modes of analysis, meaning dialogue about
their relevance and structure is not only possible but imperative. The act of
provincialising particular perspectives and introducing the relevance of
others is a way of making inquiry itself a dialogue – speaking across different
subject positions – about the world rather than a single narrative which might
be more agnostic about its exclusions.
A central question that these strategies seem to generate is about the
level of co-implication between normative and analytic exclusions – whether
and how the forms of intellectual discrimination which are exercised in the
conduct of analysis, e.g. in a state-centric analysis of the international system
or a Gramscian account of capitalist hegemony, always reproduce types of
political and normative discrimination which we would consider problematic.
For example, one might accept that these failed to represent the experiences of
many in the world or continued to be Eurocentric but nonetheless had
explanatory purchase on events in the international arena by virtue of their
ability to parse events in a coherent manner.
Much might depend on the extent to which this work acknowledged or
failed to acknowledge its shortcomings as a piece of humanist research. Given
broad overlapping consensuses on a) the inherently purposive character of
inquiry, b) the necessarily perspectival character of knowledge and c) the
64 Vitalis, R. (2000). “The Graceful and Generous Liberal Gesture: Making Racism Invisible in
American International Relations.” Millennium – Journal of International Studies 29(2): 331-
356.
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illegitimacy of presumed civilizational hierarchies65, persisting with work that
rested on structures of thought which depends on denying or ignoring these
starting points seems odd to say the least. If these really are three
foundational assumptions for research then recognising and managing the
tensions these generate seems a rather more intellectually honest if precarious
way forward. As Mervyn Frost has argued, this is not about ‘adding’
normative values to structural analysis but making clear what is
commitments are already implicit.66
Such tensions include the co-implication between frames which enable
analysis through comparison or modelling and frames which suppress
potentially relevant difference. However, in general decolonising strategies
have tended to deal with this through putting these elements into dialogue
with one another and formalising this tension in the concept of ‘worlding’.
Said’s call for contrapuntal analysis conceives of these framings as part of a
wider whole, in which the relationship between the two or more melody lines
is as interesting, perhaps more so, than each line in and of itself.67 Note then,
that the substantive assumption returns here about the value any attempt to
narrate the world single-handedly or monologically – it will remain
inadequate and partial. Moreover, it may persist in cementing structures of
exclusion that continue to deny the experience of ‘most of the world’ in
Chatterjee’s expression as legitimate bases of knowledge. Whilst ‘worlding’
will still produce analyses that exclude important analytic and experiential
issues, this is a better way to think about a diverse and hierarchical world
than by denying this diversity.
This section, through unpicking the contributions of decolonising
strategies in world politics, has sought to re-articulate the project in a way
which demonstrates both its existing uses and possible future uses in the
study of world politics. As indicated at the outset, however, one of the
reasons for reflecting on decolonising thought and its commitments has been
to work through how it might be more widely applied.
I now turn to a particular research framing in order to explore more
deeply the potential for re-thinking IR through this typology. Drawing on a
wider research project, this case study specifically demonstrates the ways in
which the typology developed above helps re-frame critical approaches to
world politics, which express concerns for Western hegemony or imperialism
65 There may be a less broad consensus on this, although few who would be prepared to
admit to such in print.
66 Frost., op. cit.
67 Chowdry, op.cit.
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but without an adequate intellectual framing to redress the problem of
exclusion that they identify. I reconfigure the problematic of the ‘liberal
peace’, widely employed in the critical literature, through imagining
‘Mozambique’ as the relevant subject of inquiry in different ways. I do this
through an alternative historical grounding, through exploring shared
conceptions of political subjecthood and how these shape an engagement
with international co-operation, and through exploring the lifeworld of social
relations that this co-operation is part of in a variegated middle class. By
foregrounding these subjecthoods, critique can move away from assuming the
non-West as a space of insuperable difference and move towards a more
articulate, inclusive and concrete dialogue about the nature of international
power.
‘Changing the subjects’: decolonising the ‘liberal peace’ in Mozambique
A central topic in the study of world politics is the nature and structure
of international power and authority. There is widespread agreement that in
the contemporary world something called the ‘West’ remains predominant in
various spheres, although much dispute takes place regarding the nature,
origins, durability and effects of that power. Is the power hard or soft?68 Is it
based in military, ideological or capitalist expansion? Does it support or
undermine international institutions? Is it best characterised as operating
through consent, coercion, hegemony or governmentality? A particular
critical debate in this broader literature, emerging from the confluence of
peace studies, IR and globalisation theory is about the nature of the ‘liberal
peace’, as discussed by writers such as Duffield, Paris, Chandler and
Richmond.69
This research programme has a clear relevance in terms of
contemporary global politics, addressing a wide range of political and ethical
questions regarding the legitimacy, political effects and effectiveness of
Western power. At least some of these questions emerge from the claims of
certain governments to be acting the interests of humanity as a whole or on
the basis of the will to help the internationally vulnerable rather than simply
national self-interest. This coheres with seemingly inclusive cosmopolitan
stances on the need for globally-promoted standards of governance in
political and social life. Clearly, questions about the liberal peace are relevant
not only to the more narrowly defined activities of peacebuilding missions,
68 Berenskoetter, F. and M. J. Williams (2007). Power in world politics, Taylor & Francis
69 For a extended summary, see Chandler, D. (2011) ‘The uncritical critique of ‘liberal peace’’.
Review of International Studies, Available on CJO 26 Aug 2010 doi:10.1017/S0260210510000823
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but resonate strongly with this wider set of political goals, upon which much
of their legitimacy depends. My argument is that this research programme
has nonetheless failed to produce a dialogic account of this power, articulated
through the perspectives of those supposedly subject to it.
The principal thrust of the critique is that multilateral intervention in
post-war environments in the name of peacebuilding powerfully cements and
advances Western control and transformation of these societies through
economic and political liberalisation, the institutionalisation of conditional
foreign aid flows and related governance monitoring mechanisms in the state,
and the attempted re-making of civil society through the promotion of liberal
values.70 This is in some cases analysed as being problematic due to the
implications for political sovereignty and the principle of autonomy,71 in
others due to the increased vulnerability of economies to market forces,72 in
others consolidation of Western power over the South,73 and in others as for
promoting social and political arrangements more likely to lead to conflict
than not.74 In each of these cases, analogies with former European imperialism
and the civilising mission have been drawn. These analogies are of critical
moral, ethical and political salience given the contemporary de-legitimisation
of these historical practices.
These critiques have been hugely productive in terms of generating an
extensive critical narrative on the nature of international peacebuilding, and
reflect much of the richness of contemporary critical theory in IR, including
neo-Gramscian, Foucauldian and feminist responses. It is not my intention to
suggest that what has been said is fundamentally wrong or misguided – on
the contrary it has been very important and generally illuminating.
Nonetheless, despite an anxiety about the hegemony of the West and the
political exclusions generated by the liberal peace, these global critiques have
largely failed to dislodge it as the central subject of inquiry, in many of the
senses described in the previous section. Although these critiques profess
interest in advancing an agenda ‘in solidarity with the governed’ or more
attuned to the ‘everyday’, their modes of analysing world order end up
reproducing, perhaps unintentionally, many of the exclusions they critique. In
Hobson’s formulation, their focus on Western agency and the question of
70 Richmond, O. P. (2005). The transformation of peace. Basingstoke, Palgrave Macmillan
71 Chandler, (2011), op.cit.
72 Pugh, M. (2005). “The Political Economy of Peacebuilding: A Critical Theory Perspective.”
International Journal of Peace Studies 10(2): 23
73 Duffield, M. R. (2007). Development, security and unending war : governing the world of
peoples. Cambridge, Polity.
74 Paris, R. (2004). At War’s End: Building Peace After Civil Conflict, Cambridge University
Press.
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‘difference’ reproduce a monological quality to the analysis.75 In some senses,
there has been a partial engagement of the first strategy discussed – an
identification of how discourse objectifies recipient societies76 – but little else
by way of counter-argument.
This is because the primary subject of analysis remains the (neo)liberal
and hegemonic West, which acts imperiously upon this objectified non-liberal
non-West.77 Richmond, recognises and attempts to address the problem in his
more recent work,78 which is broadly articulated as a critique of the liberal
peace’s colonial tendencies. However, the debate is framed through a contrast
between the ‘liberal’/ ‘Western’ and the ‘local’ or ‘non-liberal’ – as defined
variously by ‘kinship’, ‘custom’, ‘agency’, ‘the individual’, ‘community’,
‘tradition’ and so forth.79 Although it is argued that this transcends the
colonial gaze through calling for a hybrid, post-liberal peace, centred on the
‘everyday’, it is difficult to see how the rationale does not also simultaneously
re-assert particular assumptions about the centrality and coherence of
Western agency and the necessity for Western engagement to bring peace in
the non-liberal non-West. This ‘local’ space, whilst contrasted to the space of
power, is also represented as banalised – ‘everyday’ – rather than politicised
as such.80 Difference, where it exists, is primarily represented as cultural or
‘customary’ in character.
This pattern of exclusion is repeated within the other literature in the
locating of the historical subject of analysis as the post-imperial Western states
qua interveners, represented through the backstory of UN peacebuilding
missions or more broadly Western development aid, or nineteenth century
colonial policy.81 In this manner, the West is also represented as a coherent
political subject with its formative essence in the Enlightenment, in capitalism,
in imperialism – a liberal subject that seeks to universalise itself through
modern forms of liberal governance.82
75 Hobson (2007) ‘Is critical theory always for the white West and Western imperialism?’,
op.cit.
76 E.g. in Duffield, (2007), ch. 7.
77 I expand on this point in Sabaratnam, M (2011) ‘Situated critiques of intervention:
Mozambique and the diverse politics of response’, in Campbell, S., Chandler, D. and
Sabaratnam, M (2011 / forthcoming) A Liberal Peace? The Problems and Practices of
Peacebuilding, (London: Zed Books)
78 Richmond, O. P. (2010). “Resistance and the Post-liberal Peace.” Millennium – Journal of
International Studies 38(3): 665-692, footnote 10, 667.
79 Ibid.
80 Ibid., 689-690.
81 Paris, op.cit., Duffield, op.cit.
82 Chandler, (2011), op.cit, 3-4.
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By contrast, however, across the critiques of the liberal peace, direct
engagement with the ‘recipients’ of these interventions has been relatively
limited, except as demonstrations of where the liberal peace has failed to
bring democracy, human rights and so on.83 The typology I present above
shows precisely the kinds of intellectual strategies that can be used to address
these exclusions. For example, by using this framework, attention is drawn to
the fact that there are few substantive articulations of these societies as
potentially distinctive or significant subjects of politics and history, and
extremely few examinations of the ways in which people and groups within
them have interpreted or engaged the practices and agents of intervention.84
As such, the potential for the exploration of possible alternatives to it through
a dialogic and situated understanding of this relationship is deeply inhibited.
In counterpoint and contrast to these critiques, I have sought to
reconstruct an analysis of the liberal peace that foregrounds as alternative
‘subjects’ of analysis the society which is normally rendered its ‘object’. I deal
with a specific site which seemingly expresses par excellence the power of the
liberal transformation agenda through peacebuilding and development –
ongoing multilateral presence in Mozambique. I attempt to think about it in a
way which deliberately attempts deeper engagement with and appreciation of
the intended recipients as politically and historically located subjects whose
experiences and interpretations of the so-called liberal peace can be used in
the ‘worlding’ of analysis.85 However, I will go on to identify various
constraints that limit the reach of this dialogic strategy.
A preliminary step in this process is to re-locate understanding of the
liberal peace not in the history of the West but within the social and political
history of Mozambique. To do this, I set out the contemporary period in a
relationship to late colonialism and the post-independence socialist regime.
This means that the foregrounded issues are about the relations and struggles
between different groups, the nature of state, the political economy, social and
political authority, the experiences of war and the nature of the peace, in
which international interactions play a role but do not occlude these other
issues. Using ‘Mozambique’ as a historical ‘subject’ rather than ‘the liberal
83 E.g. Roberts, D. (2008). “Hybrid Polities and Indigenous Pluralities: Advanced Lessons in
Statebuilding from Cambodia.” Journal of Intervention and Statebuilding 2(1): 63-86.
84 Although there are a few important exceptions – e.g. Belloni, R. (2001). “Civil society and
peacebuilding in Bosnia and Herzegovina.” Journal of peace Research: 163-180, Heathershaw,
J. (2007). “Peacebuilding as Practice: Discourses from Post-Conflict Tajikistan.” International
Peacekeeping 14(2): 219-236.
85 Kristoffer Lidén has also engaged post-colonial thought as a framing for thinking about the
liberal peace as self-governance,. See chapter in Tadjbaksh, S. ed. (2011) Rethinking the
Liberal Peace: External Models and Local Alternatives, Routledge.
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peace’ as a focal point is not unproblematic – it also relies on occluding and
stylising particular issues in order to foreground a particular focus on the
‘imagined community’ of Mozambique as a subject of history. It is also
important to acknowledge that this construction of history has been closely
associated with the political decolonisation and nationalist project, and
remains internally contested within Mozambique itself.86 Nonetheless, insofar
as critics of the liberal peace have expressed an interest in the hegemony of
the West over these societies, and insofar as people within this society identify
with the category it can be a useful place to dialogue from about the
relationship. It also forces a re-thinking of historical agency, usually narrated
as being the preserve of intervening powers, in part because we now
understand what an alternative historical agenda might look like from the
point of view of social relations in Mozambique.
A further step is to engage the ways in which this history has given rise
to complex structures of authority and legitimacy that shape political
subjecthoods and subjectivities, which strongly shape how the liberal peace is
understood, enacted and experienced. The presumptive exclusion of these
factors from an assessment of whether the liberal peace might or might not be
understood as ‘legitimate’ seems to reduce a priori a discussion of the issue to
the discursive framing of the analyst, excluding the possibility of a dialogic
engagement on these issues. For example, engaging public commentaries on
the question of corruption – acknowledged as a key theme in the liberal
governance agenda – demonstrates both that many see the spread of
corruption as emerging historically with the influx of post-conflict aid and the
process of privatisation.87 This viewpoint should give us pause for thought in
reflecting on the liberal peace relationship, as it counter-argues the claim of
the liberal peace to be a general agent of ‘good governance’ in a much more
powerful way than critiques which have not interrogated this stylised
narrative. Furthermore, engaging with historical political discourses about
corruption further highlights that a concern with corruption is not unique to
donor discourses about governance but has a broader political resonance,
which is not simply dismissable as the symptom of a comprador elite trying
to win favour. On the contrary, through engaging how corruption is
understood within popular culture, we can see that it also emerges as a potent
critique of elites themselves at various times and places.88
86 For a minority position, for example, see Cabrita, J. M. (2000). Mozambique : the tortuous
road to democracy. Basingstoke, Palgrave.
87 From author’s ongoing doctoral research on which this section is based; also see Harrison,
G. (1999). “Corruption as boundary politics : the state, democratisation, and Mozambique s
unstable liberalisation.” Third World Quarterly 20(3): 537-550.
88 See for example the work of the musician Azagaia, whose songs decry the corruption of
both national elites and development agencies – ‘Povo No Poder’ (trans. The People in
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Thirdly, engaging with the ‘lifeworlds’ of those whom the liberal peace
is designed to transform further allows us to construct alternative subject
perspectives from which to think about the political relations instantiated. In
particular, this requires thinking about the specific mechanisms through
which the liberal peace is supposedly deployed and thinking about how these
are interpreted.89 I have sought to do this both through secondary research on
ethnographies undertaken in rural areas whilst the liberal peace has been
implemented, and through a series of observations and interviews of people
working at the interface of donor projects and aid. This brings to the fore not
only important aspects of interpretation but also a raft of issues and problems
usually assigned to the realm of the ‘mundane’ which nonetheless
significantly shape the actual practices of the liberal peace. As just one
example, the ways in which the practices of development and
democratisation assistance restructure material incentives for large numbers
of professional and semi-skilled workers away from long-term employment
in national organisations, as well as the highly repetitive and cyclical turnover
of foreign staff leads to relatively widespread cynicism and alienation that is
not necessarily based on an ideological or cultural rejection of liberalism but
the clearer problem that there is very wide hypocrisy in a system which is
self-interested and ineffective.
These examples demonstrate briefly the added value of the typology
earlier developed in the paper as a frame for approaching the task of
decolonising world politics through the extension of dialogue. By articulating
the key problem as one of the ‘subjects’ of analysis, doors are opened in terms
of thinking about how to rethink the liberal peace in ways which do not
reproduce its own simplified and binaristic understandings of the world.
A good question to ask might be ‘why does it matter’? So what if
political life in Mozambique is structured around the navigation of postcolonial
identity, and so what if anti-corruption laws speak to memories of the
socialist past? How does this help us think critically about international
power relations? I would argue that bringing this research back into the
conversation about the liberal peace begins to lay the platform for a
conceptual and political dialogue about what is at stake when we ‘world’ our
analysis. One issue that seems to become clear is that the division between a
‘liberal’ West and a non-liberal non-West does not really seem to reflect either
Power): http://www.youtube.com/watch?v=RhSKixT-n0w&feature=related; ‘As Mentiras da
Verdade’ (trans. The Lies of Truth)
http://www.youtube.com/watch?v=b9IwDjrUNTE&feature=related
89 I specify these along the lines elaborated by Duffield, Richmond and Mac Ginty.
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identities or practices in a place like Mozambique, and should not be the basis
on which our understanding of the liberal peace is constructed.
This might mean that some of the ethical-political-practical questions
raised by the literature which turn on the distinction drop out, with others
taking their place. One replacement question might be about the extent to
which ameliorative interventions structurally re-form social relations and the
knowledge base around their short-termist and superficial needs. Another
might be about the extent to which the liberal peace does not pursue a
transformative political agenda which re-makes the South but a rather
conservative one which preserves its partisans and deflects pressures for
change. These kinds of issues can only come to the fore when we change the
‘subjects’ of our analysis and begin to attempt to get to grips with the
inherently multi-faceted quality of these relationships.
However, the approach that I have set out as a mode of ‘decolonising’
the liberal peace is in no way exhaustive and necessarily instantiates its own
exclusions. As such, it adds only a few more interlocutors – many of whom
are in some senses ‘elite’ – to the dialogue out of many possible ones,
although these interlocutors are very important. These limitations are
certainly not trivial in the context of work that seeks to ‘democratise’ our
understanding of world politics. Clearly, these exclusions are in some senses
borne of habits of analysis developed and trained in a particular academic
setting, and they reflect shortcomings in terms of possible depths of
engagement. In others, they simply reflect the need to limit the ambitions of
any single work – for example, I have used only three of the six distinctive
strategies above at this time, selected through my judgements about their
viability, compatibility and relevance for the research framing.
I hope, nonetheless, that they demonstrate a need for IR scholars, and
perhaps critical theorists in particular to think about the links between analytic
and political exclusion, which lies behind the call for not just more ‘debate’ but
greater ‘dialogue’ in the discipline. This is particularly given the context in
which the power of the liberal peace is justified politically and intellectually –
that is, specifically on its desire and ability to deliver a more just and peaceful
order in the name of war-torn societies and victims of conflict. Yet without
engaging with those societies as real historical and political subjects, they
remain objectified and voiceless in both politics and intellectual analysis.
Analytic inclusion in itself does not however ‘solve’ any problems as
such – indeed, it properly raises a vast array of new ones. This is the point
from a disciplinary perspective – to help re-frame the questions about
international power in terms that appreciate and reflect the situations of the
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intended recipients, in a manner which is explicit, accountable, and grounded
in detailed engagement and argument. The ultimate importance of this
intervention in the ongoing conversation is not something that can be settled
within the terms of the study itself but rather in its dialogue with existing
studies and the broader context of public discourses about the liberal peace.
Facilitating dialogue: the under-appreciated value of learning-in-exile
Even if, however, if one is convinced of the need for problematising the
subjecthoods of international politics through deep empirical engagement
with those normally excluded, there are several practical barriers to being able
to do so, which themselves need to be highlighted and challenged. A further
issue worth considering is the way in which we as an academic community of
scholars view ourselves and what we do that deeply conditions our ability to
execute the kinds of work that the decolonising project demands of us
personally. It is an uncomfortable but necessary admission that we are
perhaps (though not exclusively) not (yet) fit for purpose, a problem which
makes us all the more needful of dialogic modes of engagement.
By this, I principally mean that we should not shrink from recognising
the limits of our own perspectives and the value of trying to learn from others,
and the necessarily incomplete nature of our endeavours. This of course
involves appreciating the process of studying particular places and cases as a
learning process, and devoting time and energy to improving our own skills –
in languages, historical techniques and so on. These take significant resources
of time, energy, money and commitment for which there is limited incentive
and support beyond one’s postgraduate research methods course. Indeed,
given professional pressures to publish and teach,90 it is possible to say that
further training and deep empirical and applied engagement with alternative
subject positions is structurally inhibited within the discipline.
These perhaps obvious constraints have very serious analytic and
political consequences in terms of maintaining the discipline’s tendencies
towards Eurocentrism in research. It is unsurprising that the decolonising
project requires scholars to look at sources and work quite outside the
discipline for these alternative perspectives, and also unsurprising that the
empirical groundings of projects often do not seem completely satisfying.
When the necessary periods of exile are limited to the few weeks between
terms and funded only partially by institutions and departments, one’s
90 These are of course pressures exacerbated by present pressures on the higher education
system.
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mobility is deeply curtailed. Re-shaping where possible the opportunities for
engaged research is no less important a task
More than this, however, treating the decolonising project as being
about a process of learning is about the spirit or posture in which the research
is undertaken and then presented. If the decolonising project is about taking
the perspectival character of knowledge seriously, then the unsettling of
where epistemic authority lies between ‘researcher’ and ‘subject’ is a
necessary part of it. Whilst our professional identities, and moreover our
personal ones, will require us to re-occupy a space in various epistemic
hierarchies, as scholars and teachers, a consciousness that this is a fragile and
tenuous place imbued with power often presumed rather than justified
should encourage an openness to dialogue and alternative perspectives. In a
practical sense, this could start with putting more value on collaborative
work, as well as working harder to promote awareness of work from
marginalised perspectives, even if we have not produced it ourselves. Whilst
there are always strategic closures within any analysis, nonetheless a
decolonising project in social theory that is working to think in terms of,
perhaps counter-intuitively, heterogeneous and marginalised subjects of
world politics, with an appreciation of how to push the limits of this
endeavour, will contribute to the broader question of democratising world
politics.
Conclusions: Decolonising future horizons
This piece has argued that enabling dialogue in international relations
requires us to get to grips with the nature of the ‘subjects’ of this dialogue and
of our research. It has shown through its suggested typology that
decolonising strategies are connected and contested around this common
preoccupation. I have also argued that this can be a productive way to think
about the problem of international power structures in a more inclusive way,
through an illustrative case in which these strategies are applied to a wider
research project.
Through engaging with the preoccupations and strategies of
decolonising thought in the course of my research, I have become alive to the
multiple ways in which even in a politically decolonised age, variously
colonial and imperial ideas permeate the ways in which the contemporary
world is understood and represented, even in critical thought. Whilst, given
the intertwined character of modernity with colonialism in Europe, this is not
altogether surprising, the academy has been relatively slow to elaborate ways
of seeing and engaging that might help unpick some of these myths and
framings of world order. Nonetheless, as I hope I have shown, this is not for
want of innovative intellectual strategies for decolonising our analyses, which
can inspire new ways of researching that offer a less exclusionary terrain for
dialogue.
Substantive questions remain, for which there may be no answers that
satisfy everyone. In particular, the emphasis on the sources and nature of
alterity present key tensions. Can you really ‘do’ social theory that is
ultimately respectful of difference? What are legitimate and illegitimate
differentiations between people in the conduct of social inquiry? In whose
name is inquiry carried out, and who benefits from it? Can ‘dialogue’ be a
satisfactory alternative to Eurocentrism, given the persistence of this
intellectual baggage in constructing alternatives?
Many decolonising strategies have recognised these seeming
paradoxes. These paradoxes are not just ‘theoretical’ but also pervaded the
practical problems faced by the protagonists of Third World decolonisation in
the twentieth century. Although it is a now-standard response to these issues,
maintaining a reflexive and non-dogmatic approach to our conceptual lenses
is clearly important, and being explicit about the objectives of engagement
and analysis more so. However, it would be to capitulate too much to suggest
that decolonising theory is somehow more theoretically compromised by such
a stance in a way that other approaches are not. Simply being prepared to
admit and consider deeply the relevance of these issues does not mean that
they do not apply to other theoretical frames – it is more that they are
systematically ignored.
‘Decolonising’ ‘IR’ may not work as full accommodation or logical
coherence between the two terms, but it might produce some things which sit
better than the alternatives. Yet, for dialogue about world politics to be fully
realised, decolonising strategies and lines of argument require and deserve
replies from mainstream IR rather than being simply included without
comment in the burgeoning roster. Although so far, decolonising strategies
have been treated as little more than ‘local difficulties’, given conferences like
this these modes of thought seem to be spreading in popularity and
sophistication. This paper has aimed to add some small momentum to what is
an exciting research movement in the discipline, through opening up some
explicit ways in which particular problems and conceptual framings might be
re-imagined

Un mundo… muchos mundos: globalización, éxodos y multitudes

Un mundo… muchos mundos: globalización, éxodos y multitudes
Repensar la acción política antagonista por una nueva carta de derechos

Por primera vez en la historia, de hecho, el «mundo» se ha vuelto efectivamente tal: acontecimientos y situaciones, desde los lugares más lejanos y los territorios más diversos, se presentan y se conectan en un gran escenario único, en el mercado mundial.

• La «globalización» avanza, con fuerza trituradora e impetuosa: deshace viejos lazos y raíces, subvierte y trastorna modelos de vida, de producción, consumo… redibuja territorios, pertenencias, crea nuevas fronteras y discriminaciones… Construye nuevas jerarquías, privilegios, injusticias en cada esquina del planeta: ¡nada escapa de esta «máquina» poderosa, tan fuerte como lo fue la acumulación originaria del capital!

• La globalización se produce bajo la bandera del triunfo del capitalismo, del mercado, de la «violencia de la moneda»: toda alternativa parece haber desaparecido del escenario de la historia.

El «pensamiento único» del mercado global, ese nuevo monstruo totalitario y la «explotación del hombre por el hombre» parecen un destino ineluctable, casi como leyes de la naturaleza. «¡La Historia ha terminado!», se apresura a decir cualquier triste apologeta del nuevo orden mundial (¡y si fuera así de veras, no podía haber acabado peor!).

Nosotr@s, por el contrario, no pensamos que la Historia ha terminado.
Sigue existiendo una posibilidad, una alternativa, una utopía, una esperanza: ¡hay que saber aferrar el propio presente! Hoy es justo, posible, necesario, rebelarse contra el orden neoliberal, contra la globalización de la explotación y la opresión, a partir de nuestros territorios, de los lugares donde vivimos, habitamos y luchamos. Desde nuestros pueblos, ciudades, países… Tal y como enseña Chiapas, en el lazo indisoluble entre «local» y «global».

Neoliberalismo, despotismo y absolutismo: combatir una vez más, por la libertad.
Dentro de la crisis profunda, irreversible, del Estado social-nacional, la globalización neoliberal y el dominio del mercado capitalista sólo pueden ser atacados a este nivel de la contradicción.

Es necesario crear nuevas formas de acción política más allá de los límites de la «nacionalidad», romper definitivamente con las formas político-organizativas cristalizadas en el terreno «nacional»; conjugar inmediatamente la acción política «local» y arraigada en el territorio con la dimensión de globalidad, asentar los presupuestos de una superación radical de la forma-partido y de toda instancia centralista; tejer relaciones, proyectos, iniciativas de lucha y cooperación diferente entre sujetos, lugares y territorios diversos; prefigurar, allí donde sea posible, a partir de la dimensión local, elementos de autogobierno, de democracia radical, de apropiación desde abajo de los nexos administrativos; condicionar a las administraciones locales a través del conflicto y de las relaciones de fuerza, para conquistar derechos, espacios, mejores calidades de vida, para construir y difundir, más allá de todo límite o frontera, las redes de los contrapoderes y de las nuevas solidaridades; arrancar pedazo a pedazo, territorio por territorio, ciudad por ciudad, conquistas concretas, aunque parciales, nuevos derechos de ciudadanía, condiciones de vida dignas para todos, contra el racismo, la xenofobia, la exclusión…

Una nueva historia puede dar comienzo: habla el lenguaje simple y originario de la justicia y la libertad para los explotados, los oprimidos, los más débiles… de democracia real y nuevo espacio público, creación de comunidades solidarias y cooperantes.
Contra las formas modernas del absolutismo y el despotismo, por una nueva carta de los derechos humanos y ciudadanos
¡Por el derecho a la existencia como valor supremo y prioritario contra los mitos trabajistas de la eficiencia y la productividad del mercado y el dinero! ¡¡Contra el neoliberalismo!! Pero, al mismo tiempo, contra toda tradición ideológica, dogmática, fundamentalista y milenarista. No hay redención o solución final, hora «X» o ciencia objetiva del porvenir. Profetas y Casandras de todo pelo, vuestro tiempo pasó: sólo podemos contar con lo que el «movimiento real» logra conquistar día a día, sitio por sitio, en la materialidad del conflicto.
«[…] El primer presupuesto de toda existencia humana y por tanto de toda historia es que, para poder hacer la historia, los seres humanos deben estar en condiciones de vivir» (K. Marx, La ideología alemana).
Contra la Europa de Maastricht, contra el nacionalismo centralista y estatalista, contra todo nacionalismo… por una red de comunidades solidarias
Neoliberalismo y globalización se funden y funcionan, por tanto, a través de mecanismos precisos, muy definidos: FMI, acuerdos internacionales y políticas concretas, como el GATT, NAFTA, etc… En lo que respecta a la «globalización europea», el horizonte en el que nos vemos colocados inmediatamente es sin duda la Europa de Maastricht, tal y como ha sido diseñada y querida por los poderosos y sus diferentes corporaciones. ¡Libre circulación de mercancías, dinero y capital… así suenan las viejas trompetas liberales! Al mismo tiempo, nuevas fronteras y barreras para multitudes de hombres y mujeres en éxodo de su tierra, creación de nuevas y más profundas jerarquías, desigualdades, discriminaciones; desmantelamiento del Welfare State y supresión de todo derecho y garantía en nombre de las compatibilidades económicas y de mercado. Renacimiento por todas partes de micro neo-etno-nacionalismos: cada «comunidad terrritorial homogénea» lucha contra las demás para encontrar un lugar al sol en el mercado político y económico de la nueva Europa deshaciéndose de los pobres y de los que viven peor, erigiendo nuevas fronteras racistas y xenófobas, en nombre de la propiedad y el egoismo de la propiedad.
Este es pues el escenario en el que se ha de intentar construir un nuevo sujeto político, conflictivo y antagonista, ni partido ni movimiento en el sentido clásico; arraigado en la dimensión territorial y local, en el horizonte de la globalización, de manera transversal, abierta, articulada en más planos y niveles; en condiciones de defender los viejos derechos conquistados por las luchas de generaciones enteras de trabajadores, de resistir al desmantelamiento del Welfare, de la sanidad, de los servicios públicos y al mismo tiempo conquistar nuevos derechos, dentro de las contradicciones actuales entre rédito, trabajo, ciudadanía; prefigurar un mundo nuevo, abrir posibilidades múltiples, experimentaciones y alternativas a lo existente:
• por la reapropiación desde abajo de los bienes públicos, colectivos, de los valores de uso sociales
• por el derecho al rédito y a la existencia digna, en la transformación radical del propio concepto de trabajo
• por la creación de un nuevo sujeto político y un nuevo espacio público, contra el Estado-nación y todo «nacionalismo» viejo y nuevo
• contra las secesiones y separaciones basadas en el egoismo, la exclusión, el fundamentalismo étnico, racista y fascista
• por la abolición de todas las fronteras y la construcción de una red de comunidades solidarias en cada sitio
¡Nuestro NAFTA es Maastricht, liberemos nuestras «aguascalientes»!
Sobre todas estas temáticas, construyamos un encuentro para el 12, 13 y 14 de septiembre en Venecia (1997)
Un espacio abierto a todas las experiencias sociales y políticas que hoy se enfrentan a las nuevas contradicciones de nuestra época, que sienten la necesidad y el deseo de experimentar, construir, crear nuevos caminos de acción política, de transformación y liberación; por un mundo más libre y más justo contra el neoliberalismo. Pero todo esto no es suficiente. El encuentro europeo no debe ser para nosotr@s sólo una palestra dialéctica o una mera pasarela de diversos sujetos y grupos políticos. En esta perspectiva, hay que indicar trayectorias materiales de lucha y conflicto, en primer lugar sobre el problema de las fronteras, para construir una primera jornada de superación material de diversas fronteras en toda Europa, con motivo de la firma de los acuerdos de Schengen, a finales de octubre. Para nosotr@s el 14 de septiembre es una ocasión de lucha contra los secesionistas de la Lega Nord, que quieren celebrar en esa fecha, en Venecia precisamente, el nacimiento de una nueva «nación»: la Padania, basada en la intolerancia y el racismo, lo que en el fondo es también un producto extremo y paradójico del neoliberalismo.
Associazione Ya Basta (Italia)
Para más información:
Radio Sherwood (Padua): 0039 49 8752129— radiosherwood@iol.it
CSO Corto circuito (Roma): 0039 6 7217682
CSO Leoncavallo (Milán): 0039 2 6706474— leoncavallo@ecn.org

GLOBALIZACION: CAPITALISMO INFORMÁTICO-GLOBAL Y NUE-VA CONFI-GURACIÓN ESPACIAL DEL MUNDO

Junto con la revolución informática, la globalización es el principal de los grandes cambios que han transformado radicalmente el mundo en las últimas dos décadas, sea para bien (enorme salto en la integración potencial del mundo) como para mal (ahondamiento de desigualdades e inseguridades sociales). Pero es también el referente económico-social más mencionado y debatido de los últimos años; la palabra de moda más utilizada para denotar los mas diversos aspectos del cambio mundial o la idea-símbolo por excelencia usada tanto para tratar de explicar las polí-ticas impopulares de los gobiernos como para articular la protesta nacionalista, so-cial, étnica o religiosa. Como puede esperarse de este tipo de nociones, el mismo ha dado lugar a una literatura excepcionalmente vasta, que abarca a prácticamente to-das las esferas de la realidad, disciplinas de las ciencias sociales y géneros literarios.

Pero la globalización es también el mas complejo y menos delimitado de los grandes temas actuales, tanto por la gran diversidad de problemas, campos de co-nocimiento y universalidad de intereses nacionales y sociales que afecta, como por las dificultades teóricas que entraña. Conforme el autor de que se trate, la globaliza-ción es una tendencia actual, un fenómeno futuro, un proyecto hegemónico, un mi-to, una etapa histórica concreta o varias de estas cosas juntas. Ello da lugar a la existencia paradójica, de uno de los fenómenos más presentes en el discurso de las ciencias sociales, que carece de una definición conceptual precisa.

Por las razones expuestas, partiremos del hecho reconocido de que el término globalización es mucho más una noción (conocimiento elemental) que un concepto científico.

Las dificultades para definir a la globalización tienen mucho que ver con la novedad y complejidad del fenómeno. Con el hecho, de que esta no sea una proceso simple sino, como señala García Canclini (1999), un conjunto de procesos que están tanto homogeneizando al mundo, como fraccionándolo articuladamente de una nueva manera. Pero la dificultad también está anclada al interior de las propias ciencias sociales actuales, en cuestiones tales como la incomunicación casi absoluta de sus principales disciplinas o la inadecuación de sus paradigmas fundamentales para tratar adecuadamente problemas de la amplitud y complejidad de la globaliza-ción. Cuestión esta última que, por su importancia, merece algún comentario.

Por problemas históricos que hacen a la accidentada trayectoria de las cien-cias sociales en el siglo XX, los estudiosos de la globalización han tenido que lidiar con por lo menos cuatro grandes obstáculos: el paradigma estatocentristas que aún domina la mayoría de las disciplinas sociales (Axford, 1995; Antal, 1999); el am-biente intelectual antisistémico promovido por el postmodernismo, el individualismo metodológico o el pragmatismo tecnocrático; la herencia de casi un siglo de esta-tismo e ideologismo dentro del marxismo ; o la insuficiencia de la teoría espacial al nivel de los aspectos mas generales de determinación social, que es algo que trata-remos en la última sección. Este contexto epistemológico y teórico, favoreció un tipo de conocimiento sobre la globalización muy descriptivo, pragmático y metafó-rico , extremadamente pulverizado en torno a las diferentes convenciones discipli-narias y muy poco orientado hacia la síntesis histórico-geográfica y la generalización teórica.

Afortunadamente, esto parece estar cambiando favorablemente en los últimos años (segunda mitad de los 90s), con la aparición de un conjunto de autores y tra-bajos de alto nivel de concreción histórico-geográfica o de búsqueda de explicacio-nes integrales del fenómeno estudiado (obra de autores como Gereffi, Petrella, Castells, Dicken o Axford).

El presente trabajo, trata de ubicarse dentro de esta orienta-ción, sustentando la idea de que la globalización no es otra cosa que la nueva configuración espacial de la economía y sociedad mundial bajo las condicio-nes del nuevo capitalismo informático-global. Para ello, se apoya en una meto-dología de tipo histórico-estructural abierto , que intenta abordar conjuntamente las principales dimensiones del problema. Tal tratamiento se concreta en una exposi-ción dividida en cinco partes (incluida la introducción) referidas respectivamente, a las condiciones históricas del fenómeno, a su percepción social y académica, al de-bate teórico sobre su naturaleza y a la exposición y fundamentación final de la tesis central del trabajo.

2. Las precondiciones históricas de la globalización.

La globalización (o la nueva globalización para los que creen que ella existió desde mucho antes) es un fenómeno de las últimas décadas del siglo XX, en el con-texto de los grandes cambios mundiales que siguieron a la gran crisis mundial capi-talista de mediados de los 70s, el derrumbe del socialismo estatista, la emergencia ecológica mundial y el enorme desorden mundial que siguió al fin del orden bipolar de la segunda postguerra (Dabat y Rivera, 1995). En tales cambios, confluyeron tan-to procesos históricos relativamente “viejos” como la tecnología electrónica y de las comunicaciones, el telón de fondo de la crisis ecológica, la enorme extensión mundial de la empresa trasnacional o la nueva división internacional del trabajo, con otros completamente nuevos como la reestructuración posfordista y de mercado del capitalismo, las redes de información e Internet, la casi completa desaparición del estatismo y el nacionalismo corporativo del Tercer Mundo, la constitución de un nuevo sistema financiero de características inéditas, la integración mundial de la producción o la apertura externa, reforma neoliberal e incorporación plena al mer-cado mundial de los países periféricos, incluidos la gran mayoría de los ex miem-bros del Bloque Comunista tras el ejemplo anterior de China.
Esta transformación, como todo gran cambio profundo, tuvo dos dimensio-nes diferentes: una extensiva (cuantitativa) y otra de cambio estructural (cualitativa). La dimensión extensiva, puede sintetizarse en la extensión mundial del capitalismo prácticamente a todos los rincones del planea , la expansión mundial de las redes de comunicaciones y transportes, del mercado mundial de mercancías y capitales, del alcance mundial de la empresa trasnacional y la competencia de empresas, esta-dos y regiones, de la enorme dimensión del intercambio de monedas o del alcance nunca visto de la movilidad nacional e internacionales de las personas (migraciones laborales, turismo, viajes de negocio). La unificación tecno-económica del mundo, coincidió con la unificación política bajo la égida del capitalismo occidental, y la convergencia de ambos fenómenos abrió paso a un acelerado y amplísimo proceso de homogeneización social y cultural contradictorio y desigual, resultante de la ace-lerada expansión mundial de las relaciones de producción y vida del capitalismo y el enorme alcance de los medios de información y comunicación de Occidente. Pero eso está lejos de ser todo.
Más importante aún será el aspecto cualitativo del cambio, que dará lugar a por lo menos, a tres grandes procesos de trasformación radical del mundo: la revo-lución informática y de las comunicaciones, la reestructuración postfordista y de mercado del capitalismo y la completa unificación del mercado mundial por primera vez en la historia del capitalismo. Dado la gran importancia de cada uno de ellos pa-ra el estudio de la globalización los trataremos por separado
2.1 La revolución informática y de las comunicaciones.
La revolución informática fue el resultado de la conversión de la revolución microelectrónica (fenómeno específicamente tecnológico) en una nueva revolución productiva de enormes alcances económicos y sociales. El punto de inflexión de este pasaje, fue la reestructuración capitalista de los años 80s y 90s, que siguió a la crisis de agotamiento del patrón fordista-keynesiano de acumulación (ver sección siguiente) y que abrió paso a la automatización flexible de los procesos producti-vos, la introducción de la computadora y las redes de computadoras, la revolución de las comunicaciones y la llamada economía del conocimiento. En una primera etapa, la revolución informática estuvo centrada en el conjunto de los principales países capitalistas con decisiva participación de Japón; pero en una segunda etapa propia de los años 90s, pasó a ser encabezada por Estados Unidos por su posición dominante en los nuevos sectores productivos líderes dominantes de la misma, como el software, las comunicaciones o Internet.

La transformación de las fuerzas productivas y los modos de vida resultantes, alteraron las condiciones de desenvolvimiento de la economía, la sociedad, la cultura y la geopolítica mundial. En el plano económico generó industrias revolucionarias nuevas como el semiconductor, la computadora o el software (Lester, 1998), que asociadas al nuevo equipo reprogramable y las redes de computadoras, transformaron al conjunto de las condiciones de la producción (automatización flexible, frac-cionamiento de procesos productivos) convirtieron al conocimiento en la principal fuerza productiva de la época. La transformación de las condiciones de la produc-ción, del crédito, del consumo y del comercio, modificó las relaciones entre bienes y servicios y la estructura del empleo, la estructura de la empresa y las condiciones de la competencia.

Cambió la estructura del empleo, modificando, individualizando y mundializando los patrones de consumo En términos de dinámica económica modificó la lógica de la acumulación de capital y dio lugar a un nuevo ciclo industrial comandado por el sector electrónico informático (Dabat, en prensa) y a una división global del trabajo (Gereffi, 1995) que redefinió las relaciones entre países y regiones del mundo.

Pero el impacto de la revolución informática, trascendió ampliamente a la economía. Vía la revolución de las comunicaciones, de la información o de las llamadas industrias culturales, modificó el conjunto de las relaciones sociales y los patrones culturales, sea directamente o como resultado de las transformaciones de las relaciones de producción y cambio que consideraremos en la sección siguiente. Las transformaciones de la vida social alcanzaron a la composición del empleo, del consumo o de la familia, a la organización de la educación, la salud o la utilización del tiempo libre. Nuevas tendencias generales como la pluralización de las relaciones sociales, la individuación o reflexividad de las personas o los cambios en los principios de la organización social (pasaje de las organizaciones rígidas y verticales a organizaciones flexibles tipo red), favorecieron el desarrollo de movimientos sociales no corporativos, como los de mujeres, de ancianos, de homosexuales, de ciudadanos, de científicos, así también como la comunicaciones directas entre las comunidades indígenas más apartadas.

A nivel del orden mundial, la revolución informática aceleró la descomposición de la Unión Soviética y el Bloque Oriental estableciendo nuevas condiciones de competencia, viabilidad económica y circulación de la información (los gobiernos y censores perdieron toda capacidad de administrar lo que podía o no conocerse en sus países). Implantó nuevos estándares tecnológicos y educativos, e impuso a los países la reconversión imperativa de su infraestructura básica, planta productiva y bases científico-educacionales. Fue el empujón final que condujo del triunfo del capitalismo y Estados Unidos en la Guerra Fría, ante la imposibilidad de la Unión Soviética de controlar el aluvión informativo y dar respuesta al nivel y ritmo de cambio tecnólogico que le imponía su condición de superpotencia militar y económica.

Finalmente, no puede dejar de considerarse que la revolución tecnológica no vino sola, y que sus formidables logros potenciales no pueden separarse de la forma social y política de su entrada en escena como instrumento de competencia capitalista y poder. Entre sus consecuencias sociales favorables pueden contabilizarse grandes logros como la polivalencia y desburocratización del trabajo, la preeminencia del conocimiento y de la capacitación continua de amplios núcleos de trabajadores, los formidables avances medico-farmaceúticos o la mayor calidad y variedad de los bienes y servicios producidos. Entre las negativas, resaltan sobre todo la precarización del trabajo o la ampliación de las brechas tecnológicas y culturales entre pueblos, sectores sociales e individuos. Un problema sociocultural muy importante, es el que resulta del creciente monopolio de los medios de comunicación mundial por redes de empresas trasnacionales, y la consiguiente comercialización de la violencia y otras lacras sociales.

2.2 La reestructuración postfordista y de mercado del capitalismo.
La reestructuración de las dos últimas décadas alcanzó a los principales planos de la actividad económica, como el paradigma tecno-económico (Perez, 1986), la organización del trabajo y de la relación salarial (Coriat, 1992), la producción y la empresa (CET-ONU, 1988; Ernst y O´Connor, 1989), la implementación generalizada de la nuevas tecnologías Castells, 1995), el sistema financiero (Dabat y Toledo, 1999), las reformas del mercado y del estado (Petrella, 1995), la división territorial del trabajo (Gereffi, 1995) o el ciclo industrial (Dabat, en prensa) o la localización mundial de las actividades productivas (Dicken, 1998).

Como resultado de ello, se puede hablar de la entrada en una nueva etapa de desarrollo del capitalismo, la cuarta desde el capitalismo industrial de libre concurrencia del siglo XIX (Dabat, 1993), que ha comenzado a expresarse en cambios fundamentales en todos los niveles de la vida social (modo de producción y vida, estructura e instituciones sociales, patrones culturas, estado y política) (Castell, 1996)-

Los aspectos mas generales del cambio, tienen que ver con la sustitución de las anteriores relaciones fordistas de automatización rígida, especialización del trabajo en torno a la cadena de montaje y control burocrático, por otras mucho mas flexibles y dinámicas (Piore y Sabel, 1984). Entre los cambios de este tipo destacan (a) la automatización flexible (reprogramable) y gestión computarizada; (b) la nueva organización del trabajo a partir de los círculos de autocontrol de calidad; (c) el fraccionamiento de los procesos productivos que posibilita la relocalización parcial de parte de los mismos; (d) la aceleración del flujo continuo de información y materiales entre las secuencias del ciclo del producto (y consiguiente elevación de la eficiencia del control a distancia); (e) la posibilidad de sustituir las grandes series standarizadas por pequeñas series reprogramables con menores requerimientos de economías de escala y mayores posibilidades de descentralización.

Particularmente importante será el cambio en la organización y el funcionamiento de la empresa capitalista, bajo las nuevas condiciones de la competencia global, el nuevo sistema financiero y nueva división internacional del trabajo (Dabat, 2000). De la corporación multinacional verticalmente integrada de la segunda post-guerra, se pasará a la empresa trasnacional versátil y mundialmente omnipresente (“empresa-red” de alcance global), concentrada directamente en los sectores y segmentos productivos donde cuenta con sus principales ventajas competitivas (Porter, 1990) y extendida mundialmente a partir de una amplísima red de filiales, empresas asociadas, subcontratistas, distribuidores o franquiciatarios y de un conjunto de alianzas estratégicas temporales con ciertas empresas competidoras.

Este tipo de cambio, también afectará profundamente a la pequeña y mediana empresa, que quedará cada vez mas incluida en grandes redes interempresariales de alcance mundial o regional.

Los cambios del sistema financiero, abarcaron a prácticamente todo el uni-verso del crédito, como los instrumentos del mismo (pasaje del crédito bancario a la emisión de bonos y acciones), su base técnica (informatización de las operaciones), la naturaleza de los intermediarios (fondos mutuales y de protección, sociedades y banca de inversión, fondos de pensiones, compañías de seguros), la administración de riesgos (instrumentos “derivados” como futuros o swaps), las relaciones con las instituciones de regulación pública (desregulación, seguida de controles muy laxos) o la llamada “globalización financiera” . Este sistema se impuso sobre el anterior (de crédito bancario fuertemente regulado por la banca central) por el bajo costo financiero y agilidad operativa. Pero dio lugar a sistema altamente volátil y relativa-mente desvinculado de la esfera productiva .
A nivel de dinámica económica, los cambios estructurales dieron lugar a la progresiva conformación de un nuevo patrón de acumulación centrado en produc-ción de bienes y servicios intensivos en conocimiento, encabezado por el sector electrónico-informático (software, semiconductores, computación, telecomunica-ciones, servicios de apoyo) y el sector científico-educativo, dentro de una econo-mía productiva de servicios y una esfera crediticia profundamente transformada por la tecnología informática. Ello se tradujo en un nuevo tipo de ciclo industrial depen-diente del sector electrónico-informático que en conjunción con la relocalización del capital hacia los países periféricos, generó la nueva dinámica internacional que ten-dió a subordinar progresivamente a las diferentes esferas productivas y economías nacionales.
La conjunción de los cambios señalados con los de los otros dos tipos de cambio que estamos considerando, permitieron el restablecimiento de la rentabilidad empresarial, del empleo y de la acumulación del capital, tanto en Estados Unidos (Lester, 1998) como en los nuevos centros dinámicos del capitalismo centrados particularmente en Asia Oriental, excluido Japón (Dabat, 1997). Pero la experiencia histórica demuestra que la generalización y estabilización del desarrollo económico del mismo, requiere de instituciones de mediación y concertación político-social aún inexistentes, que permitan la inclusión del mundo del trabajo y la pluralidad de los sujetos sociales activos de la sociedad civil, con fue el caso de los anteriores pactos fordista-keynesianos o nacional-populistas.
Hasta ahora, todos los ciclos expansivos del capitalismo han requerido siempre de marcos regulatorios y pactos sociales que dieran sustentabilidad políti-co-social al sistema, como fue el caso del sindicato, la reducción de la jornada de trabajo y la educación pública en la segunda mitad del siglo XIX, de la legislación social y el sufragio popular en la época clásica del imperialismo o del convenio co-lectivo de trabajo, el seguro social y el voto femenino en la Segunda postguerra. Mientras no se haya avanzado sustancialmente en esta dirección, no se podrá pasar de la recuperación en ciernes del capitalismo, a un despegue global del mismo polí-tica y socialmente sustentable.
2.3 Fin de los “tres mundos” y reunificación-reestructuración del mercado mundial.
La reunificación del mercado mundial que siguió al desplome del Bloque Comunista y estuvo substancialmente determinada por el agotamiento histórico del estatismo y el nacionalismo corporativo del tercer mundo (Dabat, 1991; Dabat, 1993). En 1979, China, el país más poblado del mundo y segunda potencia políti-co-militar del Bloque Comunista, había escogido voluntariamente el camino del rein-tegro al mercado mundial y la “economía socialista de mercado”. Los países de Europa Oriental y la propia Unión Soviética tratarían poco después de seguir sus pasos mucho más lentamente a partir de las reformas de mercado signadas por la Perestroika. Pero la lentitud e ineficacia de la reforma económica conduciría al des-moronamiento pacífico del Muro de Berlín y la Cortina de Hierro, que abriría el te-rritorio de la ex Unión Soviética y Europa Oriental a la economía mercantil-capitalista.
El derrumbe del nacionalismo corporativo del tercer mundo tuvo que ver (es-pecialmente para los países menos desarrollados de África) a la desaparición del escudo económico, militar y diplomático del Bloque Comunista que canceló la po-sibilidad del juego pendular del nacionalismo corporativo del tercer mundo para mantener cerradas o entrecerradas sus puertas al capital internacional. Pero la prin-cipal causa del mismo (especialmente en el caso de América Latina) fue también el agotamiento interno del nacionalismo corporativo asociado a la substitución de im-portaciones, y su incapacidad para adoptar el desarrollo exportador asiático-oriental y afrontar de esa manera la crisis de la deuda . De todas maneras, todo esto dará lugar al llamado “fin del tercer mundo” (Harris, 1996).
Pero el elemento detonante de la crisis histórica del estatismo y el naciona-lismo corporativo, será la reestructuración informático-global del capitalismo, que determinará tanto la obsolescencia del arsenal atómico-balístico soviético, como la viabilidad de las economías cerradas preinformáticas carentes de competitividad internacional o la posibilidad de los estados nacionales de contener los flujos tras-nacionales de información. A partir de la segunda mitad de los 80s, la nueva relación entre empresa, tecnología, competitividad y respaldo estratégico estatal (Ernst y O’Connor, 1989; Thurow, 1992; Chesnais, 1994) dará lugar a una competencia oli-gopólica encarnizada de fuertes sesgo mercantilista entre Estados Unidos, Japón y los países de Europa Occidental, que pareció apuntar en algún momento (antes de la culminación de la Ronda Uruguay del GATT en 1994) a hacia una posible frac-tura proteccionista del mercado mundial.
La unificación del mercado mundial se concretará en los años 90s. A partir de la convergencia de procesos de diferente naturaleza, como el derrumbe del Bloque comunista y los nacionalismos corporativos del tercer mundo, el impacto de la re-volución tecnológica y la reestructuración del capitalismo, los procesos de liberali-zación, desregulación y privatización de los países en desarrollo y la conclusión li-brecambista de la Ronda Uruguay del GATT. La unificación de los 90s se caracte-rizará por una serie de hechos inéditos en la historia del capitalismo, como la exten-sión de las relaciones mercantil-capitalistas de producción al conjunto del planeta, la constitución de un enorme masa global de trabajadores móviles en los países en desarrollo densamente poblados, la plena incorporación al mercado mundial de la gran mayoría de países, la conversión de los principales países periféricos en gran-des exportadores manufactureros e importantes mercados financieros privados, la conformación de una infraestructura informático-comunicacional integrada de al-cance mundial, la integración mundial de los sectores fundamentales de la produc-ción en torno a cadenas productivas globales, redes empresariales flexibles del al-cance global y una división global del trabajo, la libre movilidad de capitales entre prácticamente todos los países, el establecimiento relativo del libre comercio inter-nacional , la conformación de múltiples bloques regionales competitivos bajo los principios del llamado regionalismo abierto y la conversión de Asia Oriental (exclui-do Japón) en el espacio más dinámico de la economía mundial.
En la discusión sobre las razones de este proceso, no puede desconocerse la importancia de hechos como el triunfo político del capitalismo neoliberal, la recupe-ración de Estados Unidos o la presión diplomática externa. Pero entendemos que la principal razón, fue la disciplina concurrencial impuesta por la “competencia global” actuando en conjunción con las nuevas condiciones del crédito internacional (priva-tización del mismo y requerimientos mínimos de calificación internacional), los im-periosos requerimientos de nueva tecnología, las posibilidades abiertas por la nueva división global del trabajo o la imposibilidad del retorno a los anteriores patrones de crecimiento económico (Dabat, 1995).
La unificación y reestructuración del mercado mundial no estará exenta de grandes contradicciones. La primera de ellas, es que a pesar de la amplitud del pro-ceso, el mismo tenderá a tener características excluyente porque marginará a los países preindustriales y de escasa potencialidad de integración al nuevo mercado mundial (el llamado “cuarto mundo”). La segunda de ellas, es que la falta de corres-pondencia entre integración productiva y volatilidad cambiaria-financiera, se traduci-rá en una secuencia casi ininterrumpida de crisis financieras regionales sucesivas de amplio impacto productivo, que por su gran profundidad y alcance potencial mun-dial, cuestionarán severamente los logros alcanzados. Precisamente esta cuestión, pondrá en el tapete de la discusión los requerimientos de regulación supranacional de los mercados financieros
3. La percepción de la globalización por la sociedad y las ciencias sociales.
Cuando se estudia el origen histórico del uso de las palabras glo-bal/globalización, debe partirse de dos hechos básicos. Que se trata de palabras de origen francés que recién comenzaron a utilizarse en idioma inglés hace unos cua-renta años ; y que su empleo en el sentido actual, es algo perteneciente a los últi-mos quince años , cuando comenzaron a ser usadas en respuesta a la aparición de conjunto de hechos nuevos intuitivamente a percibidos como componentes de un proceso mas amplio (Guerra Borges, 1999). Este proceso de construcción social de la noción de globalización, atravesó en líneas generales por tres grandes etapas: a) la anterior a los 80s, de visualización (en gran parte prefiguración) de antecedentes del fenómeno; b) el de la segunda mitad de los 80s y comienzos de los 90s, de descrip-ción y análisis detallado de aspectos particulares relativamente desconectados entre sí; y c), desde entonces al presente, de búsqueda de explicación más amplias e in-tegradas.
Las primeras aproximaciones a la noción ulterior de globalización, serán bas-tante anteriores al de su conformación propiamente dicha como fenómeno nuevo. En 1964, McLuhan utilizará el concepto de “aldea global” como visión premonitoria del papel potencial de la alta tecnología y las comunicaciones internacionales, de permitir a los individuos de las mas diversas partes del mundo experimentar simul-táneamente a la totalidad del mismo. En la década siguiente, en las nuevas condicio-nes de crisis ambiental del planeta, las primeras grandes organizaciones ecologistas comenzarán a insistir en la idea de que la humanidad compartía “un futuro común” que dependía de la preservación ambiental de la Tierra (Club de Roma).
Durante estos años, las principales aproximaciones de los economistas, esta-rán relacionadas con el estudio de la expansión internacional de la empresa multina-cional o trasnacional (denominación indistinta de mayoría de autores) y su relación con el estado-nacional (Dunning, 1971). Dentro de este contexto, desde la econo-mía política marxista, se introducirán nuevos conceptos como “internacionalización del capital” (Murray, 1971; Palloix, 1975) para expresar la extensión a escala mundial del ciclo de valorización y acumulación del capital y la internacionalización de las funciones básicas de los estados nacionales en respaldo de la empresa multi-nacional de cada país , o como “global corporation” (Adam, 1975), en un sentido parecido. Otra nueva conceptuación muy importante del mismo origen será la de “nueva división internacional del trabajo” (Frobel, Heinrichs y Kreye, 1978) para expresar el cambio que había comenzado a darse en la división tradicional del traba-jo por la relocalización de industrias manufactureras intensivas en trabajo debido a las grandes mejoras en las comunicaciones y transportes y la constitución de un “ejercito industrial de reserva” de carácter mundial.
El uso generalizado de los términos “global/globalización” será un fenómeno propio de la segunda mitad de los 80s, cuando comenzará a ser utilizado amplia-mente para hacer referencia a un conjunto muy amplio de fenómenos nuevos. Los politólogos y especialistas en relaciones internacionales, los usarán en el sentido casi como sinónimo de “multilateralización” o de “trilaterización” de las relaciones entre gobiernos de los principales países capitalistas, bloques regionales y elites empresa-riales, en el contexto del cambio de la relación internacional de fuerzas entre Japón, Europa Occidental y Estados Unidos, el reconocimiento de la interdependencia económica mundial y la reorientación del gobierno de Estados Unidos hacia una “global policy” de búsqueda de responsabilidad hegemónica compartida (Blake & Walters, 1886; Gill & Law, 1988). Globalización también será utilizado en el sentido de “multilateralismo” en el lenguaje burocrático de las organizaciones económicas internacionales, para referirse a la liberalización generalizada de los flujos comercia-les internacionales.
En el mismo período, las palabras global/globalización, comenzarán a utilizar-se ampliamente en la economía en dos sectores diferentes de actividad (financiero y empresarial). Banqueros, políticos y economistas comenzarán a hablar de “globali-zación financiera” desde perspectivas diferentes (descriptivas, apologéticas o críti-cas, según fuese el caso) como, por ejemplo, United States Congress (1987), Vers-luyen (1988), Lamfalussy (1989) o Aglietta, Brender y Coudert (1990). Dicho con-cepto será utilizado para denominar al conjunto interdependiente de cambios radica-les del sistema financiero mundial acaecidos a comienzos de la década, como la in-formatización de las operaciones cambiarias, financieras y bursátiles; la titularización y bursatilización del crédito; los nuevos intermediarios financieros y la llamada “des-intermediación bancaria”; el ascenso de la inversión de portafolio; la tendedencia a la unificación de los mercados financieros nacionales, o la magnitud desconocida del intercambio y la especulación cambiaria, o sus efectos disolventes sobre las po-líticas financieras y cambiarias nacionales.
En los staff de las escuelas y consultorías de negocios comenzará a utilizarse el término “competencia global”, para describir las nuevas condiciones de la concu-rrencia “trilateral” (Ohmahe, 1985) y la necesidad de nuevas respuestas competitivas (Porter, 1986). Será seguido por el concepto de “competencia estratégica”, que in-corporará el respaldo gubernamental a las empresas multinacionales de cada país (Ernst y O´Connor, 1989) y que se vinculará al de “globalización de la tecnología” (Council, 1987; Petrella, 1989 y 1990) usado por economistas, ingenieros, tecnólo-gos e investigadores, para tomar nota de los nuevos acuerdos y alianzas entre las empresas, gobiernos y universidades de distintos países, para costear y compartir el crecimiento desmedido de los costos de investigación y desarrollo y amortizar el drástico acortamiento del ciclo de vida del producto. Otra línea de desarrollo del concepto, será el de “competitividad de las naciones” (Porter, 1990) como conjunto de condiciones nacionales (naturales, población, infraestructura, educación, tecno-logía, mercado interno de consumo, calidad de gobiernos) que respaldan la activi-dad de las empresas que compiten desde los sectores y segmentos favorecidos de cada país. En una orientación completamente distinta a la de Porter, Ohmae (1990) formulará su conocida concepción aestatalista de la globalización como “mundo sin fronteras”, que pasará a convertise en uno de los principales referentes (sino en el principal) del debate sobre el tema.
Los sociólogos no quedaron demasiado atrás en el estudio del nuevo fenó-meno. Tan tempranamente como 1985, Robertson y Lechner escribirán sobre las consecuencias culturales de la globalización. La revista inglesa Theory, Culture and Society comenzará poco después a publicar artículos sobre la “globalización cultu-ral” (Featherstone, 1988; Smith, 1988). En 1990 Giddens concibirá a la globaliza-ción como algo inherente a la modernización, lo que será precisado históricamente por Beck (1992) al relacionarla más propiamente, con lo que llamará “segunda mo-dernidad” o “sociedad de riesgo”. A partir de formulaciones originales de Harvey (1989) y de Featherstone (1990), Robertson (1992) populizará las expresiones “compresión del tiempo y el espacio” y de espacio “glocal” (como síntesis concre-ta de lo global y lo local) y desarrollará una de las primeras definiciones de la globa-lización como “creciente densidad y complejización de la interacción entre los acto-res sociales y creciente conciencia de ello”
Pero la percepción generalización del nuevo fenómeno, comenzará a darse pasados los primeros años de los 90s, siguiendo muy de cerca los grandes cambios tecnológicos, económicos, socioculturales y geopolíticos del espacio económico y político mundial. Entre los economistas y estudiosos de los problemas de la empre-sa y la producción, habrá un importante núcleo de autores e instituciones que reco-nocerá ampliamente el “global shift” en la base productiva de la economía mundial (Dunning, 1993; UNCTAD, 1993 y 1994; Gereffi 1994 y 1995; Castell, 1996; Dic-ken, 1998) a partir del estudio y la conceptuación de cambios fundamentales como la emergencia de la “empresa-red” de alcance global, la “producción mundialmente integrada”, las “cadenas productivas globales”, la “división global del trabajo” o la nueva “geo-economía” del mundo que en buena parte se nutrirán de las aportacio-nes de otros campos y disciplinas de las ciencias sociales . De la idea de globali-zación como multilateralización, se pasará a la de globalización como internacionali-zación (Oman, 1994; Ferrer,1997) o como fenómeno estructural nuevo (Gereffi y Korzeniewicz, 1994; Petrella, 1996). De la “trilateralización” se pasará al “regiona-lismo abierto” (CEPAL, 1994) y a la discusión sobre las relaciones entre globaliza-ción y regionalización (oposición o complementariedad). El concepto de globaliza-ción financiera, se ampliará considerablemente para incorporar a los llamados “mer-cados emergentes”; y la temática de la deuda externa de los países en desarrollo será substituida como preocupación central, por la de las nuevas crisis cambiario-financieras globales y el debate sobre la regulación mundial de los flujos financieros.
Prácticamente todos los campos de la realidad y el pensamiento social serán enlazados por la nueva familia de palabras (global, globalización, globalismo, globa-lizante). Junto a nuevas categorías económicas como “agricultura global”, “globali-zación del consumo” o “industria cultural global”, aparecerán otras como no eco-nómicas de no menor impacto, como “ecología global”, “comunicaciones globa-les” “red informática global”, “ciudades globales”, “sociedad civil global”, “globali-zación del crimen”, “marginalización global”, “cambio mundial global”, “globalismo imperial” “solidaridad global”, “gobernabilidad global” o “ciudadanía global”, gene-ralmente acompañadas por nuevas nociones o categorías teoricas construidas para tratar de explicar o relacionar distintos aspectos del fenómeno estudiado. Este será el caso de conceptos ya mencionados como “time-space compressión” o “glocali-zación”; pero también de otros no menos importantes, como “virtualidad-real”, “desterritorialización” y “reterritorialización”, ”complejización” y “reflexibilidad” social o “híbridación” cultural.
Las ciencias políticas parece haber sido las más cautas y defensivas en el tra-tamiento del nuevo fenómeno bajo el impacto de las llamadas “crisis de soberanía” y “crisis de gobernabilidad” . Pero, a pesar de ello, darían un reconocimiento muy amplio (positivo o negativo) a la nueva problemática (Antal, 1999). A nivel propia-mente internacional, se desarrollará una literatura muy amplia sobre la sociedad civil global y la entrada en acción de nuevos actores nacionales, regionales y mundiales en la determinación de la “gobernabilidad global”, en conjunción con los sujetos tradicionales (estados y organizaciones internacionales), como será el caso de las empresas trasnacionales y bloques regionales, las organizaciones no gubernamenta-les (ONGs), los grupos de interés público y las comunidades epistémicas (de cono-cimiento). A nivel interno de los estados, se reconocerá la interpenetración práctica entre las esferas domésticas e internacionales en las agendas y políticas guberna-mentales. Las ciencias y prácticas jurídicas, comenzarán a ser conmovidas bajo el disimil impacto de los acuerdos de libre comercio y protección a la inversión extra-jera y propiedad intelectual, y de la extraterritorialización las normas de protección de los derechos humanos.
Una expresión muy generalizada de reconocimiento de la globalización, será la denuncia y el estudio de sus aspectos negativo-destructivos como el desmantela-miento del Estado Social, la precarización del trabajo, el incremento de las desigual-dades o la marginación de países, regiones y sectores sociales (Amin, 1988; Chos-sudovsky, 1997; Ruiz Contardo, 1999), la extremada acentuación de la incertidum-bre y el riesgo en diferentes aspectos de la vida social y económica (Beck, 1992; Guillén Romo, 1997) o los impacto de la globalización cultural sobre las culturales nacionales y locales tradicionales (Fehaterstone, 1990). Otra manifestación de reco-nocimiento crítico, será la de las políticas “globalistas” de otras grandes potencias planteado desde diferentes perspectivas analíticas (Saxe Fernández, 1995; García Canclini, 1999).
En términos de respuestas, la izquierda comenzará a esbozar distintos tipos de alternativas frente al nuevo fenómeno. Al nivel de la orientación del movimiento social, las respuestas irán desde la orientación antisistémica (Amín, Wallerstein), al nuevo internacionalismo de solidaridad global (Waterman). En políticas económicas nacionales, girarán entre la aceptación del hecho de la globalización con nuevo tipo de políticas públicas de carácter social (Cox, 1992) o el rechazo de la misma y el impulso a políticas de desarrollo interno (Panich, 1994). Finalmente, en lo que hace al tipo de respuesta mundial global, se irá desde la postura inicial de “desconexión” de Amín (1988), a la de pacto social mundial de “gobernación global cooperativa” (Petrella, 1996).
4. El debate sobre la naturaleza de la globalización.
Como señaláramos inicialmente, el reconocimiento de que llamáramos noción de globalización, no supuso nada parecido en materia de convergencia de opiniones sobre la naturaleza, significado, consecuencias o, incluso, nombre del fenómeno. Dado que la falta de consenso abarca un campo demasiado grande de problemas, nos limitaremos a considerar la cuestión de la naturaleza social de la globalización, con breves referencia a otras cuestiones conexas como, entre otras, la de su deno-minación más correcta.
Desde esta perspectiva analítica, pueden diferenciarse grandes núcleos de convergencia de opiniones no excluyente (en el sentido de que las de muchos auto-res pueden compartir aspectos de dos o más visiones) . Considerando al rasgo central que las agrupa, las posiciones pueden resumirse en las siguientes cinco vi-siones principales: (a) la globalización como fin del estado nacional, (b) la globaliza-ción como mito, (c) la globalización como neoliberalismo, (d) la globalización como internacionalización/mundialización y (e) la globalización como nueva etapa de desarrollo histórico.
4.1 La globalización como “mundo sin fronteras”.
La versión extrema o “fundamentalista” de la globalización, es la que exagera desmedidamente la extensión de la trasnacionalización y mundialización de la tecno-logía y las relaciones económicas y sociales, atribuye a agentes trasnacionales las decisiones fundamentales del mundo de hoy y vaticina la pronta muerte del estado nacional (difundida metáfora del “mundo sin fronteras”). Su principal exponente es Kenichi Ohmae a partir de libros de amplísima difusión como The Bordeless World (1990) o The End of the Nation State (1996) derivados de la lógica operativa glo-bal de la nueva empresa trasnacional (el “pensar globalmente” de los centros estra-tégicos de decisión de las mismas); pero está presente en una gran cantidad de auto-res, funcionarios y propagandizadores poco refinados del pensamiento neoliberal empresarial.
Aunque contiene aspectos limitados de verdad (como el enorme poder de las fuerzas trasnacionales o el arranque de una tendencia histórica de muy larguísimo plazo hacia la superación de los estados nacionales), no sólo exagera extremada-mente las mismas, sino que como vimos, ignora hechos fundamentales constitutivos de la globalización, como la gran importancia del estado y de la redefinición de sus funciones en la misma . En general, puede considerarse a esta visión, como una expresión apologética y propagandística del proceso, cuya amplia difusión mundial se explica tanto por su funcionalidad ideológica a los versiones más extremas de la globalización neoliberal, como por su conversión en el referente posiblemente más importante del debate académico y político sobre el proceso y en el putching ball por excelencia de los críticos reales o imaginarios de la misma en desmedro de la discusión sobre posiciones más serias y fundamentadas. Este papel de falso “se-ñuelo” de la globalización como como “mundo sin fronteras”, pasó a ser, en nues-tro opinión, otro factor de dispersión de la discusión sobre el fenómeno, de los ya muchos que hemos considerado al comienzo del artículo.
4.2 La globalización como mito.
La coincidencia fundamental que agrupa bajo este común denominador a posturas en otras cuestiones muy diferentes, es la negativa a aceptar que los fenó-menos asociados a la globalización impliquen un cambio muy importante en las re-laciones internacionales y transnacionales que requieran de modificaciones de fondo de las teorías y las políticas económicas, sociales o culturales prevalecientes en sec-tores específicos de la comunidad académica, la sociedad o la política. En princi-pio, los autores que comparten esta perspectiva, tenderán a concentrarse en la críti-ca a las versiones extremas (fundamentalistas) de la globalización (Wade, 1996; Hirst y Tompson, 1997; Ferrer, 1997; Veseth, 1998), para luego pasar a la negación o minimización del fenómeno mismo. En algunos casos, como la denuncia del “in-ternacionalismo pop” hecha por Krugman (1996) , se tratará mas bien frívolas de críticas frívolas de alta dosis de desconocimiento o incomprensión de la literatura más seria sobre los temas que considera ligeramente en campos de conocimiento conexos al de especialización del autor (macroeconomía teórica en su sentido más estrecho).
En general la idea de que la globalización es un mito, se encuentra muy arrai-gada en las disciplinas y corrientes de las ciencias sociales mas vinculadas a los pa-radigmas nacional-estatistas y de especialización disciplinaria rígida (macroecono-mía, sociología funcionalista, cuerpos principales de las ciencias políticas y jurídi-cas, escuela realista en relaciones internacionales etc). A nivel político, en sectores nacionalistas asociados a la vieja izquierda estatista o a la nueva derecha xenófoba. Pero también tiene una amplia base social que la nutre y retroalimenta, que es la vi-sión espontánea de sectores y organizaciones sociales afectadas por la apertura ex-terna o la nueva división internacional del trabajo.
4.3 La globalización como neoliberalismo.
Para las múltiples posiciones que incluimos dentro de este punto de vista, la globali-zación (libre comercio, movilidad internacional de capitales, informaciones y perso-nas, etc.) es un aspecto inseparable del triunfo político e ideológico del capitalismo occidental en la Guerra Fría y de la consiguiente consumación a nivel internacional contemporánea del viejo proyecto histórico liberal. A diferencia de la perspectiva anterior (globalización como mito), el eje de convergencia en torno a esta postura, no es el desconocimiento de la globalización como proceso realmente existente, si-no su contingencia ideológica-política y artificialidad de sus bases históricas y tec-no-productivas. Como en el caso anterior, convergen de hecho en la misma pers-pectiva cognoscitiva, un amplísimo espectro de concepciones muy distintas sobre otros aspectos de la globalización, que van desde expresiones muy importantes del nuevo liberalismo a posturas radicales muy críticas al mismo.
En el campo liberal, pueden diferenciarse dos posturas básicas: la del libera-lismo-globalización como orden natural y la del liberalismo-globalización como op-ción sin alternativas. La primera puede hallarse en neoliberales ortodoxos como Hayek o Buchanan que, consecuentes con la idea de que el liberalismo económico expresa propensiones psicológicas naturales del hombre, tienden a ver al conjunto del cambio mundial actual, incluida la globalización, como retorno a la racionalidad económica y libertad individual pérdida del siglo XIX tras la superación de los ex-travíos estatistas y nacionalistas del siglo XX. La segunda posición, de mayor difu-sión actual, se halla en autores como Fukuyama (1992) que asimilan la globalización al triunfo mundial de la democracia-liberal global en un contexto de falta de alterna-tivas previsibles a la misma . Estas visiones, aparte de su contenido ideológico-apologista, constituyen una visión superficial que desconoce de hecho los funda-mentos históricos, tecnológicos, económicos y culturales más profundos de la glo-balización.
Pero este mismo tipo de superficialidad se halla también presente, bajo la forma de una valoración ética invertida (la globalización como mal, no como bien), en los trabajos de gran parte de los autores críticos radicales del fenómeno. La ver-sión más general y radical de rechazo contestatario, es la idea de “neoliberalismo global” que está presente en trabajos como Esteva y Prakash (1996) que contrapone el mundo de las empresas y los poderes trasnacionales al de las comunidades loca-les más marginadas. Para esta perspectiva, globalización y neoliberalismo son dos cosas inseparables, por lo que no cabría la posibilidad de algo parecido a una glo-balización alternativa. Una versión más atenuada de esa visión, es la que reduce el significado histórico de la globalización a las políticas, proyectos o estrategias re-ales o supuestas del neoliberalismo y agentes orgánicos, como sería el caso de los “intereses metropolitanos” (Alonso, s/f), las “elites corporativas mundiales” (Her-man, 2000) o del capital especulativo. Como en el caso del pensamiento liberal, también aquí aparece la misma la misma confusión entre factores subjetivos y obje-tivos, entre intenciones y realidad, entre aspectos de la realidad y el conjunto de la misma.
4.4 La globalización como internacionalización o mundialización.
Esta difundidísima perspectiva, incluye a la gran cantidad de autores y co-rrientes que coinciden en que la globalización actual no es otra cosa que un nivel relativamente más elevado de los procesos históricos de internacionalización o mundialización de las relaciones económicas y sociales, sea que se las refiera al ca-pitalismo, a la modernización social (Giddens) o la “inclusividad del orden econó-mico mundial” (Ferrer). Como consecuencia de ello, la globalización no constituiría un fenómeno novedoso, propio de las últimas décadas, sino algo existente desde bastante o mucho antes (siglos XV, XIX o segunda postguerra) según sea el caso. Dentro de esta perspectiva general puede distinguirse entre la visión más ampliamen-te aceptada, que llamaremos “internacionalización a secas”, y otras dos posturas que difieren de la principal en torno al nombre del fenómeno (mundialización por globalización) y su explicación (teorías del sistema mundial).
La visión que identifica globalización con un nivel más elevado de internacio-nalización (o de otros términos sucedáneos utilizados para referirse a la misma idea), parte principalmente de la observación de los indicadores más tradicionales utilizados en el estudio de las relaciones internacionales, como comercio internacio-nal, de mercancías o formas tradicionales de inversión de capital, en detrimento de otros indicadores mucho más precisos que permitan denotar la novedad cualitativa del proceso . Tras reducir a la globalización a fenómenos principalmente cuantita-tivos, de crecimiento particularmente rápido de indicadores parciales, concluyen lógicamente en situar los orígenes históricos de la globalización en el arranque de la expansión mundial del capitalismo industrial moderno en el siglo XIX, continuada tras la superación del periodo de entreguerras. En la Segunda Postguerra, eclipse de varias décadas se trata de una visión difundida por una gran cantidad de autores y publicaciones prestigiosas de disciplinas y tradiciones teóricas muy diferentes, co-mo Robertson (1992), Oman (1994), MacEwan (1994), Waters (1995); Ferrer (1996, 1997) o The Economist (1997). Es también la mas utilizada recientemente por los staff de las principales organizaciones internacionales como OECD, Banco Mundial o FMI, en sustitución del concepto mas técnico de “multilateralización” que utilizaban anteriormente (ver trabajos citados de Oman o Chesnais, 1995).
La perspectiva analítica desarrollada por la escuela del sistema mundial cen-tro-periferia (o de la economía-mundo) , parte de la idea tautológica de que el ca-pitalismo ha sido siempre global, que la globalización existió desde el Siglo XV y que los cambios que ha sufrido el sistema desde entonces, han sido de carácter se-cundario y se han derivado de los procesos cíclicos de expansión y contracción del propio sistema (ondas largas ascendentes y descendentes). Como consecuencia de ello, los cambios mundiales propios de la globalización son puras inflexiones cícli-cas (por ej. Wallerstein, 1994) y no pueden considerarse totalmente nuevos, salvo en un sentido puramente cuantitativo, no cualitativo (Arrighi, 1997:1) .
La última perspectiva (cambio espacial mundial como mundialización) co-rresponde sobre todo a autores franceses críticos de la renovada preeminencia del capitalismo norteamericano. Esta visión se caracterizará, sobre todo, por el rechazo al uso de la palabra globalización para denominar al fenómeno discutido, por consi-derar que es un anglicismo ambiguo menos preciso que la palabra “mundialización”, e impuesto por las escuelas de negocios norteamericanas con fines apologéticos (Chesnais, 1994 y 1996) . Pasando del nombre del fenómeno a su contenido, de-be diferenciarse entre una mayoría de autores que tienden a compartir substancial-mente la perspectiva analítica de la internacionalización propiamente dicha con cier-tas salvedades (énfasis en la crítica al nuevo sistema financiero y el capitalismo nor-teamericano) y la escuela marxista de la internacionalización o mundialización del capital (Michalet, Chesnais), que cuenta con un desarrollo teórico propio.
La idea de que la globalización existió desde mucho antes planteada por estos autores, no tiene asidero. Periodos de muy rápido crecimiento de los indicadores utilizados por esta perspectiva, pueden encontrarse no sólo en los siglos XX, XIX y XV, sino también en el siglo I de la era cristiana o, aún, bastante antes . Pero lo que no pueden prácticamente encontrarse antes de la globalización, son los indica-dores centrales de la misma, como el despliegue mundial de las nuevas redes inte-reempresariales flexibles, los encadenamientos productivos trasnacionales, el co-mercio y transferencias internacionales de software o servicios informático , las operaciones transfronterizas de subfacturación o franquiciamiento o la creación ma-siva de organizaciones no gubernamentales (ONGs), para solo citar algunos indica-dores Lo mismo puede decirse obviamente, del tipo de interacciones estructurales igualmente nuevas, entre las nuevas y viejas relaciones dentro de la globalización, o entre ellas y los estados nacionales, bloques regionales y espacios locales situados al interior de espacios nacionales y regionales.
4.5 La globalización como nueva etapa histórica.
A diferencia de las visiones lineales que exageran, niegan o simplifican la es-pecificidad histórica de la globalización, un número creciente de autores acuerdan de una u otra manera en considerarla como un proceso histórico complejo de carác-ter inédito . Cabría incluir aquí a una gran variedad de aproximaciones y énfasis distintos sobre el aspecto central de la determinación del fenómeno como integra-ción funcional de actividades económicas internacionalmente dispersas (Gereffi), concentración del tiempo y el espacio (Harvey), articulación en tiempo real de acti-vidades sociales localizadas en espacios geográficos diferentes (Castell), articula-ción directa de lo global y lo local a partir de lo glocal (Featherstone), rebasamiento del estado nacional por las nuevas relaciones trasnacionales o mundiales (Petrella, Beck, Dabat), mosaico global emergente de sistemas regionales de producción y cambio (Scott), sistematicidad de la nuevas interacciones (Axford) o nueva geo-economía (Dicken). Tales diferencias, sin embargo, no implican tanto puntos de vista excluyentes sobre la naturaleza del fenómeno, como más bien, énfasis y jerar-quizaciones distintas de aspectos diferentes de un mismo proceso complejo.
La convergencia básica de estas posiciones podría sintetizarse en varias co-incidencias explícitas o implícitas, desprendidas del propio campo de coinciden-cias: (a) la globalización no es solo un nivel superior de internacionalización, mun-dialización y, sobre todo, trasnacionalización de la economía y la sociedad mundial, sino también una realidad histórica cualitativamente diferente a las anteriores; (b) la globalización es un proceso histórico inseparable de otros procesos igualmente nuevos y trascendentes como (usando un lenguaje propio no compartido por mu-chos autores) la revolución informática, la reestructuración postfordis-ta/postkeynesiana del capitalismo o la economía y la sociedad mundial o la reunifi-cación económica y política del mundo bajo la dirección del capitalismo; (c) que la globalización no tiene que ver con una supuesta desaparición o minimización de existencia histórica del estado nacional, sino con la redefinición de sus funciones y relaciones con la economía y la sociedad; y (d) que los distintos aspectos jerarqui-zados son prácticamente todos o casi todos de carácter espacial-territorial (integra-ción de actividades espaciales dispersas, concentración del espacio, nexos entre estado nacional y relaciones trasnacionales o mundiales, integración de sistemas re-gionales, relación de lo global con lo local (glocal), (nueva geografía).
Pasar de este tipo de aproximación a una teoría consistente de la globaliza-ción, conlleva, sin embargo, un conjunto de dificultades teóricas entre las que des-tacan la novedad e insuficiencia de los estudios sobre estructura espacial del capita-lismo y las etapas históricas del mismo. Pero dada necesidad de abordar estos problemas, trataremos de desarrollar y fundamentar con los elementos que conta-mos, la idea de que la globalización no es otra cosa que la configuración (o estruc-turación) del nuevo tipo de capitalismo que está reconformando el mundo.
5. La globalización como nueva configuración espacial del mundo.
¿Qué debe entenderse por conceptos como “configuración”/”estructuración” o “dinámica espacial” del capitalismo? Al respecto cabe distinguir entre la utilización teórica de las mismas, reducida y reciente por las razones señaladas en la nota ante-rior , y su empleo práctico implícito como orientación de la investigación, que ha estado presente en algunos de los más importantes estudios del siglo pasado sobre el capitalismo mundial. En otros trabajos (Dabat 1993, 1997 y 1999) hemos utili-zado tales categorías sin definirlas, por lo que consideramos necesario dedicar la primera parte de esta sección, a la formulación de un esbozo de teorización que ayude a avanzar en el conocimiento de la globalización.
5.1 La estructura espacial del capitalismo y sus grandes cambios históricos.
Según los más importantes científicos sociales de los últimos siglos (Smith, Marx, Shumpeter, Weber, Polanyi), el capitalismo es un sistema de producción, or-ganización social o conformación cultural, que se distingue de otras formas históri-cas de la sociedad, por contar con un determinado tipo de estructuración y dinámi-ca histórica . Pero además, recientemente, autores como Murray (1971) o Harvey (1982), ha señalado que también cuenta con un determinado tipo o patrón específi-co de configuración y dinámica territorial, Si bien ello no se ha traducido todavía en una teoría desarrollada, el reconocimiento de ello parece ser una consecuencia lógi-ca del redescubrimiento teórico de la dimensión espacial de los fenómenos sociales propio de las últimas décadas, que una autora como Massey (1985) sintetiza brillan-temente en la idea de que la dimensión espacial de todo fenómeno social debe ser incorporada como un aspecto central de los conceptos analíticos básicos utilizados para definirlos.
Como conclusión de lo anterior, partimos de la idea de que la configuración y dinámica espacial del capitalismo (o simplemente, patrón espacial del mismo, para abreviar) no es algo distintos a la estructura tecnosocial y dinámica histórica del ca-pitalismo, sino solo un aspecto particular de las mismas. Concretamente, que por patrón espacial del capitalismo debe entenderse a la sistematización de los princi-pios y relaciones que rigen el despliegue y la articulación territorial de los compo-nentes y relaciones básicas del mismo, tanto a partir de las propias propiedades es-paciales de esos componentes y relaciones, como de las del espacio geográfico so-bre las que se asientan y despliegan , como condición material de su desenvolvi-miento .
Tratando de sistematizar la abundante literatura dispersa sobre esos temas, cabe distinguir por lo menos cuatro planos diferentes de determinación espacial, que debieran abstraerse y sintetizarse para tratar de construir teóricamente un mode-lo general de los componentes y relaciones básicas de la configuración y dinámica territorial del capitalismo y sus diferentes expresiones históricas. Estos planos dife-rentes son: a) el alcance territorial (extensión) del sistema capitalista frente a otros regímenes sociales; b) las instancias específicas de articulación espacial correspon-dientes a niveles no espaciales de la vida social (tecnológico, tecno-económico y socioeconómico, social, etc.); c) los niveles de integración territorial directa del conjunto de la vida social (ciudad, región, estado nacional, relaciones internaciona-les, orden mundial); y (d) la articulación de las determinaciones señaladas en torno a síntesis históricas sistémicas, que permitan explicar científicamente la lógica de arti-culación y despliegue espacial de la economía y la sociedad mundial en una época determinada.
A. La extensión territorial del capitalismo. El carácter potencialmente mundial del capitalismo , no ha coincidido nunca con los alcances mucho más limitados del intercambio internacional efectivo, o sobre todo, de la producción capitalista (que en la mayor parte de su historia sólo ha abarcado a partes relativamente redu-cidas del mundo). Desde su arranque hasta una etapa muy avanzada de desarrollo, la producción capitalista se ha expandido dentro de un contexto social mundial abrumadoramente no capitalista (Luxemburgo, 1967), a partir de un proceso no li-neal (avance a saltos históricos y retrocesos) y de carácter espacialmente desigual, a partir de la destrucción, asimilación o subordinación de las relaciones sociales ante-riores.
B. Los niveles no territoriales de articulación espacial. El segundo plano de determinación espacial, esta compuesto por el desarrollo de los diversos niveles horizontales (no territoriales) de articulación de la vida social (tecnológico, tecnoe-conómico, socioeconómico, social, cultural etc), que contienen instancias específi-cas de articulación espacial.
B1) Nivel tecnológico: Plano de básico de configuración espacial en torno a la articulación de las fuerzas productivas básicas del sistema capitalista , que auto-res como Dosi (1984) traducen en sucesivos paradigmas y sistemas tecnológicos (Dosi, 1984). Tales sistemas, determinan las modalidades de despliegue y organiza-ción espacial de las distintas fuerzas productivas como, por ejemplo, de las tecno-logías de fijación territorial de la producción y el empleo (fábrica, cluster, yacimien-to, cultivo) o de las de enlace de la producción y la población (transportes, comuni-caciones, redes de energía etc.) con diferentes grados de rigidez y flexibilidad.
B2) Nivel tecnoeconómico: Esfera material de la vida social articulada en tor-no a las relaciones entre sectores y ramas productivos, tal como han sido consti-tuidas por la industrialización y el desarrollo económico desigual en el espacio terri-torial. Las relaciones entre sectores y ramas productivas se articulan historicamente en torno a determinados patrones o sistemas productivos (Fanjzylber, ….) asocia-dos a etapas del capitalismo, conforme determinados tipos de agrupamientos y je-rarquías entre sus componentes. Los patrones productivos se vinculan con la orga-nización social a partir de la división social del trabajo, cuya expresión espacial es la división territorial del trabajo.
B3) Nivel socioeconómico: Conjunto articulado de agentes, relaciones e insti-tuciones sociales básicas de la producción, el cambio y el consumo de la sociedad capitalista, que expresa los cambios técnicos, sociales y espaciales de las distintas etapas de la misma. Compuesto por diferentes instancias específicas de organiza-ción social y articulación espacial, como el mercado (alcance, estructura), la empre-sa, el capital (estructura, dinámica, movilidad), el trabajo (localización, calidad, co-sto relativo, movilidad ), el crédito (formas históricas y alcances) o la agencia eco-nómica del estado , que determinan lógicas particulares de despliegue y articula-ción espacial y diferentes combinaciones históricas y geográficas.
B4) Nivel demográfico: Estructura poblacional generada básicamente por el desarrollo del mercado, la industrialización y la acumulación de capital y sus conse-cuencias sobre la separación de la población de la tierra, la concentración urbana y la diferenciación entre población ocupada y población excedente (desempleada y desempleada). La magnitud y características de la población excedente (cultura, gé-nero etc), constituyen la base principal (migración) de la movilidad territorial de la población.
B5) Nivel societal: Conjunto de relaciones e instituciones sociales conforma-das en torno al desarrollo de la sociedad capitalista (modernización social para la sociología funcionalista). Contiene diferentes instancias de estructuración espacial, como la estructura social (clase, género, ocupación, poder), la familiar, o el desplie-gue de la sociedad civil (incluyendo movimientos político-sociales como fenómeno diferente al de la institucionalidad estatal). Cada instancia supone mecanismos dife-rentes de determinación espacial.
(B6) Nivel cultural: Estructurado en torno a las relaciones de las diferentes expresiones de la llamada cultura moderna con las culturas tradicionales y sus dife-rentes maneras de enlazar el espacio. Se vincula al territorio a partir del alcance es-pacial de las relaciones de identidad y significación que lo caracterizan (lingüísticas, de modos de vida y consumo, de creencias, de conocimientos, artísticas) y de sus determinadas condiciones de localización (centros de irradiación, de confluencia, de resistencia).
B7) Nivel ambiental. Relación entre la sociedad y su medio ambiente natural, determinada por las consecuencias espaciales de los aspectos destructivos incon-trolados de la industrialización, la urbanización, el crecimiento de la población o la cultura moderna, sobre las condiciones espaciales de la vida humana (atmósfera, aire, agua, floresta, biodiversidad, etc). Supone, como los demás niveles considera-dos, problemáticas históricas específicas, resultantes de combinaciones determina-das de niveles y estructuras tecnoeconómicas, poblacionales y culturales.
C) Los niveles territoriales de integración económica-social: Comprenden las instituciones propiamente espaciales del capitalismo (ciudad , región, estado nacio-nal, sistema de estados, orden mundial) caracterizadas por integrar verticalmente dentro de un espacio territorial determinado a diferentes niveles de la vida social (económico, social, cultural, político) de una población determinada . Dentro de este plano, sin embargo, debe diferenciarse entre el complejo de relaciones basados en la ciudad, en el estado nacional y en la organización internacional.
(C1) La ciudad: resulta de la concentración del comercio, los servicios, la producción, las actividades socio-culturales y la población en puntos localizados del espacio territorial, a partir del desarrollo histórico del proceso de urbanización. Constituye la base de los sistemas de ciudades, unidos entre sí y con los núcleos dispersos de producción, a través redes de transportes, comunicaciones o provi-sión de agua y energía. Las relaciones de la ciudad y los sistemas de ciudades con sus entornos rurales, centros dispersos de producción o áreas despobladas y reser-vas naturales, dan lugar a la región, con sus muy diferentes particularidades de constitución e integración.
(C2) El estado nacional: es la institución social más amplia y determinante de concentración espacial de la vida económica y socio-cultural, a partir de núcleos políticos-militares de poder soberano y homogeneización (nacionalización) de la vida social (economías nacionales, sociedades nacionales y culturas nacionales) de-ntro de espacios territoriales delimitados. Pero es también el punto de partida de los capitalismos nacionales (Dabat, 1993 y 1994: Introducción), en torno a un determi-nado tipo de relación entre desarrollo capitalista y territorio y entre esfera privada de desenvolvimiento interior del mismo y esfera pública de promoción y regulación estatal (protección del mercado interior, construcción de infraestructuras físicas y sociales, gestión monetaria, respaldo en competencia internacional).
La existencia de múltiples estados nacionales y capitalismos nacionales, da lugar a determinados tipos de relaciones internacionales competitivas. La más im-portante de ellas, es la establecida en torno al mercado mundial como esfera univer-sal de intercambios y transferencias internacionales de mercancías, capitales, traba-jadores y conocimientos. El alcance espacial y la estructura del mercado mundial, esta basada en la extensión y naturaleza de la división internacional del trabajo, ope-rando en conjunción con otros factores ya considerados, como la extensión mun-dial y el desarrollo desigual del capitalismo, el desarrollo tecnoindustrial, la estructu-ra de la empresa, los mercados nacionales y las formas de competencia, los niveles y modalidades del comercio, la inversión internacional y las migraciones internacio-nales, los alcances y modalidades del intervensionismo estatal o las modalidades de la organización internacional. La conjunción de estos factores determinarán formas específicas de competencia entre empresas, países y regiones, que operarán como los principales motores de la economía mundial y el proceso de internacionaliza-ción.
La organización política internacional está compuesta tres tipos de determina-ciones diferentes: a) los sistemas internacionales de estados (Anderson, 1983), co-mo instancias institucionales de equilibrio y resolución de problemas comunes entre estados soberanos, mediante relaciones diplomáticas, tratados internacionales y or-ganizaciones mundiales y regionales; b) las sistemas hegemónicos de estado (Gramsci, 1975), como relación integral de fuerzas entre estados (económicas, geo-políticas y militares, socioculturales) que condiciona el sistema institucional; y c) las relaciones internacionales (no gubernamentales) entre sociedades, que inciden so-bre el curso de los acontecimientos mundiales (internacionales político-ideológicas, iglesias, o redes de ONGs en la actualidad. La unidad esas instancias, da lugar a los denominados ordenes mundiales, como sistemas de gobernabilidad mundial y rela-ciones institucionalizadas de fuerzas entre estados y sociedades.
D. Etapas del capitalismo y configuraciones del espacio mundial
A partir de las determinaciones espaciales señaladas, las distintas etapas de desarrollo histórico del capitalismo, han tendido a conformar distintos configura-ciones espaciales de la economía y la sociedad mundial. Entre mediados del siglo XIX y la actualidad, el capitalismo ha atravesado por cuatro grandes etapas corres-pondientes, respectivamente, al capitalismo industrial liberal del siglo XIX, al capita-lismo monopolista-financiero clásico de las últimas décadas del siglo XX hasta la primera guerra mundial (o la década del 30s para muchos autores), al capitalismo fordista-mixto (o keynesiano) vinculado a una economía de guerra desde entonces hasta fines de los 70s y al capitalismo informático-global todavía en proceso de conformación, desde entonces. En todos los casos, el pasaje de una a otra forma histórica de estructuración y dinámica económico-social, se han traducido en con-formaciones muy distintas del espacio mundial.
La configuración espacial del capitalismo industrial liberal del siglo XIX fue el resultado de la combinación productiva entre la producción fabril a pequeña y me-diana escala de unos pocos países de europeos y la apertura a la moderna agricultu-ra de exportación de las grandes llanuras “vacías” de América, Oceanía y Europa Oriental, con relativamente pocas repercusiones en otras partes del mundo salvo la India. Tal relación constituyó la base de la constitución del mercado capitalista mundial moderno y de la división internacional “clásica” del trabajo (intercambio de productos manufacturados finales por productos agropecuarios), apoyadas en la primera red internacional de transportes y comunicaciones modernas (ferrocarril y navegación a vapor, telégrafo y cables submarinos), el arranque de la liberación co-mercial que siguió a la ley inglesa de granos de 1848, el gran salto del comercio in-ternacional de la época que modificó radicalmente la relación entre comercio inter-nacional y producción nacional en los países mas dinámicos , los inicios de la emigración europea y la inversión de cartera hacia las colonias agroexportadoras “de población” y los comienzos de la internacionalización de las relaciones socia-les (internacionales obreras y socialistas, agrupaciones feministas, sociedades geo-gráficas etc). La internacionalización de la época coincidió con el inicio de la cons-trucción generalizada de naciones y estuvo hegemonizada por la gran potencia in-dustrial, marítima y financiera de la época (Inglaterra). Pero los procesos de indus-trialización, internacionalización y construcción de naciones modernas alcanzaron muy poco a la gran mayoría de los países del mundo, aún dominados por relacio-nes sociales precapitalistas, (Hobsbawn, 1998).
La etapa del capitalismo monopolista-financiero y el imperialismo clásico se basó en la llamada Segunda Revolución Industrial (industrias pesadas de flujo con-tinuo; gran empresa monopolista verticalmente integrada; redes eléctricas, radioléc-tricas y telefónicas) y la continuación de la expansión internacional del capitalismo por medios imperialista-militaristas. Drásticos cambios en la estructura y dinámica de la empresa, el mercado, la competencia, y los estados nacionales conducirán en los países industriales a la empresa monopolista, la fusión de banca e industria, el pasaje del libre cambio al proteccionismo, la expansión militarista, el ascenso de nuevos imperialismos que cuestionarán la supremacía inglesa, el fraccionamiento del mercado mundial y de la división internacional del trabajo en torno a imperios colo-niales cerrados y la aparición de nuevos tipos de estados (social-imperialistas , coloniales y semicoloniales, nacionales-oligárquicos financie-ramente dependientes). Del internacionalismo cosmopolita y liberal anterior, se pasará a otro de naturaleza imperial extremadamente conflictivo, que conducirá en el siglo XX a las dos grandes guerras mundiales de redistribución territorial del mundo y a las revoluciones demo-cráticas, agrarias y nacionales que culminarán con la constitución de la Unión Sovié-tica y el bloque social-estatista (comunista) de países que llegará a abarcar a un tercio de la población mundial.
La configuración fordista-keynesiana del espacio territorial resulta más difícil de precisar, porque se desplegó en el contexto de fractura social, económica y polí-tico-militar del mundo y de guerra mundial o civil crónica, con sus corolarios de contracción del comercio y las relaciones internacionales, desarticulación de la divi-sión internacional del trabajo, competencia política militar con el Bloque Comunista e integración nacional-autoritaria generalizada de la vida social y las reformas socia-les impuesta por la lógica del conflicto mundial . A las fracturas provocadas por la ruptura comunista y las tendencias autárquicas de las grandes economías naciona-les, se sumará la constitución de un “tercer mundo” semi-autárquico resultante de la descolonización, el nuevo capitalismo nacional-corporativos, las posibilidades de juego pendular entre Oeste y Este o la reorientación “hacia adentro” de la industriali-zación periférica. Estas nuevas relaciones espaciales limitará fuertemente los alcan-ces espaciales del capitalismo internacional. Pero también dará lugar un nuevo orden mundial institucionalizado (el orden bipolar de los tres mundos), basado en las hegemonías absolutas de Estados Unidos y la Unión Soviética al frente de los blo-ques polares del sistema, la paridad nuclear, la administración bilateral de la guerra fría y una organización mundial de estados en torno a la ONU de funcionamiento más formal y simbólico que efectivo.
El capitalismo fordismo “mixto” (keynesiano) resultará de la reorganización radical del capitalismo centrada en Estados Unidos, basada en las industrias auto-motriz, aeronáutica, metalmecánica, petrolera y bélica; la reestructuración fordista-sloanoista de los procesos de trabajo y la gran empresa, y los principios keynesia-nos de gestión nacional y social de la economía. Aparte de sentar las bases para un nuevo tipo de pacto social interior, tales cambios posibilitarán él relanzamiento del capitalismo mundial de la segunda postguerra, a partir del enorme peso de la eco-nomía y la hegemonía mundial norteamericana, la liberalización limitada del comer-cio internacional en torno a los países industriales, la expansión internacional de la corporación multinacional y la ulterior emulación europea-japonesa. Esto dará lugar al proceso de internacionalización de la producción y el capital, basado en la corpo-ración multinacional gigante verticalmente integrada y su sistema de filiales dedicada al abastecimiento de mercados nacionales semicerrados y la constitución tardía del mercado financiero del eurodólar, orientado en buena parte al financiamiento de ins-tituciones gubernamentales del tercer y segundo mundo. Tal proceso. erosionará las bases del sistema de los tres mundos; pero no lo destruirá por si mismo, porque no será incompatible con el marco nacional-keynesiano de relaciones entre capital, es-tado y mercado .
5.3 La estructuración espacial del capitalismo informático-global.
Como las anteriores formas históricas, el nuevo capitalismo también ha modi-ficado la composición del espacio mundial y generado una nueva dinámica territo-rial. Sistematizando información presentada en las secciones anteriores para favore-cer la comparación con las configuraciones anteriores, resulta posible acercarnos con bastante precisión a las líneas fundamentales de la actual configuración.
El alcance territorial del nuevo capitalismo, será incomparablemente mayor al de etapas anteriores. Apoyándose en la unificación del mercado mundial, los gigan-tescos procesos de privatización y apertura externa del segundo y tercer mundo y los precedentes avances de la industrialización y la urbanización en esas partes del mundo en esas partes del mundo por medios no capitalistas o de capitalismo nacio-nal), la producción y el intercambio capitalista pasará a ser la fuerza económica do-minante en Rusia y Europa del Este, Asia, la mayor parte del mundo islámico, las islas del Pacífico, la casi totalidad de América Latina y gran parte de África, redu-ciendo a bolsones marginales a la producción no-capitalista y precapitalista. Como consecuencia de ello el capitalismo abarcará prácticamente al mundo entero, impo-niéndole su dinámica territorial de desarrollo desigual e inclusión-exclusión. Un as-pecto muy importante de ese logro, será su concomitancia con la emergencia de la crisis ambiental global, que presidirá la decadencia del capitalismo fordista “mixto” y el social-estatismo y el pasaje al capitalismo informático-global.
En los diferentes planos no territoriales de la vida social, también habrá cam-bios espaciales de fondo que alcanzarán a prácticamente todas las instancias de de-terminación. Como resultado de las potencialidades territoriales de la nueva tecno-logía, el mundo pasará a estar materialmente enlazado por dos tipos completamente nuevos de enlaces técno-económicos: a) la infraestructura trasnacional de comuni-cación electrónica en tiempo real, cada vez mas estructurada en torno al espacio virtual de internet; y b) la integración mundial directa de la producción, a partir de cadenas productivas de eslabonamientos materiales e “inmateriales” previamente fraccionados por la tecnología electrónica..
Los cambios en la organización social de la producción y el intercambio mo-dificarán radicalmente las anteriores formas de empresa, mercado, propiedad capita-lista, crédito, intervención económica del estado o utilización de las reservas de po-blación. Aparecerán la empresa-red trasnacional flexible de alcance global, los mer-cados oligopólicos abiertos , la preeminencia de la propiedad intelectual y los pa-quetes accionarios móviles; la titularización, bursatilización y globalización del crédi-to o la explotación global del trabajo subempleado y subpagado (población exce-dente) de los países periféricos. Como resultado, surgirá un mercado mundial glo-bal que subsumirá los mercados nacionales y dará lugar a tres mercados particulares de naturaleza muy distinta: a) el mercado global de mercancías y servicios estructu-rado alrededor de la competencia administrada entre empresas-redes y de la que tendrá lugar entre países, bloques regionales de países y ciudades y regiones; b) el mercado global de valores y dinero (financiero), caracterizado por su excepcional fluidez, ausencia de trabas regulatorias, volatilidad y relativa autonomía frente a la producción, el intercambio de mercancías o la inversión productiva ; y c) el mer-cado mundial de fuerza de trabajo, constituido en torno al desequilibrio crónico en-tre la enorme oferta global móvil provista por la población excedente de los países en desarrollo y las distintas condiciones de la demanda global (cierre de fronteras a la emigración internacional y aceleración de la inversión directa de la empresa tras-nacional para aprovechar las enormes diferenciales de costos internacionales del trabajo).
En el plano social y cultural, el enorme salto en el despliegue espacial del ca-pitalismo y los procesos de internacionalización y trasnacionalización, darán lugar a un tipo particular de modernización de las relaciones sociales y culturales, vinculado a las nuevas condiciones de trabajo y vida cotidiana y de sus múltiples expresiones “glocales”. La multiplicación de las relaciones internacionales y. trasnacionales ha estrechado considerablemente los vínculos de las comunidades migratorio con sus comunidades nacionales origen (García Canclini, 1999: 79), trasladado la multicultu-ralidad al seno de las familias, empresas, escuelas, iglesias, organizaciones sociales o comunidades virtuales y sacudido profundamente a las identidades e instituciones tradicionales de las sociedades a partir de complejos procesos de hibridación y conflicto. Un aspecto central de esa transformación, fue la constitutución de una “sociedad civil internacional” (Petrella, 1996) a partir de una amplísima gama de movimientos sociales, sociopolíticos y culturales (derechos humanos, ecologistas, feministas, de protesta contra los excesos de la globalización, laborales, de solidari-dad con los pueblos indígenas etc).
Al nivel de las instancias de organización territorial del espacio, los cambios serán aún más impresionantes. El estado nacional será desbordado por los múltiples procesos de trasnacionalización, “puesto que tales estados no podrán controlar mas que una parte cada vez menos de sus asuntos” (Hobsbawn, 1995). Por primera vez en su historia, la internacionalización capitalista correrá por andariveles separados al de la construcción e integración de naciones . El debilitamiento de la nación desar-ticulará a las instituciones y principios históricos clásicos de estructuración espacial del capitalismo, dando lugar a un nuevo tipo de pautas bastante diferentes que apun-tan hacia un distinto tipo de estatal-territorial.
Las ciudades y las regiones, tenderán a vincularse al comercio y las relaciones internacionales sin la intermediación del estado nacional, dando lugar a la nueva or-ganización competitiva del sistema de ciudades y regiones (Vazquez Barquero, 1999), a los complejos urbanos y regionales transfronterizos y a los separatismo micronacionales directamente integrados a la globalización. La competencia en el mercado global, llevará a las naciones vecinas a construir bloques comerciales ex-portadores en torno a torno a las potencias económicas regionales. Finalmente, las tendencias mucho más amplias que las puramente comerciales hacia la integra-ción territorial de grandes espacios territoriales, harán que regiones como la Unidad Europea emprendan el camino de la integración supranacional, no solo en torno a una moneda única, sino también de la libre circulación de personas y la ciudadanía común.
En el plano propiamente mundial, los cambios más importantes serán eco-nómicos y geopolíticos con pocas consecuencias inmediatas sobre la organización internacional de estados. Los mas destacados serán la reconstitución relativa de la hegemonía norteamericana en condiciones diferentes a los de la segunda postguerra (alcance mundial más amplio y menor superioridad económica frente a otras poten-cias), el vertiginoso ascenso de Asia Oriental y China, la integración de América del Norte, los avances hacia el Este de la integración europea, la organización de Suda-mérica en torno al MERCOSUR, la emergencia indu o la acentuación de la margi-nación económica y social de Africa y numerosos países de otros continentes. Pero ninguno de estos cambios apuntará directamente a la resolución de la crisis mundial de gobernabilidad acentuada por las nuevas condiciones de integración supraestatal, desigual y excluyente del mundo. Los avances en este sentido, no serán tanto inicia-tivas de estados nacionales individuales, sino procesos sociales, políticos e intelec-tuales mucho más amplios, como las propuestas generalizadas de reforma y reorien-tación política de las organizaciones internacionales , el agotamiento político del neoliberalismo, el amplio despliegue de la sociedad civil internacional o los logros en materia de integración regional, que en conjunto apuntan a la posibilidad de una reforma de nuevo tipo del orden mundial.
Las características territoriales del capitalismo actual que han sido señaladas, no son otra cosa que los rasgos que diferentes autores han atribuido a la globaliza-ción, sea como aspectos particulares, como combinaciones parciales o como pro-ceso integral. Por esa razón y las que han sido planteadas a lo largo del trabajo, ca-be definir conjuntamente a la globalización y al patrón espacial del nuevo capitalis-mo como la misma cosa. En otro trabajo (Dabat, 1999) definimos a la globalización como la nueva configuración espacial de la economía y la sociedad mundial resul-tante del desbordamiento de la capacidad normativa de los Estados nacionales por la interdependencia de las nuevas relaciones comunicativas, económicas, ambienta-les, sociales y culturales impuestas por la revolución informática, la unificación geo-política del mundo y la reestructuración trasnacional del capitalismo. De ello se de-riva la redefinición de las relaciones espaciales entre el mundo, los Estados naciona-les, las macro y micro regiones y los espacios locales y la generación de un nuevo tipo de contradicciones, desequilibrios y riesgos sistémicos, que requieren de un nuevo tipo de soluciones macro-regionales y mundiales que contemplen la nueva complejidad y diversidad de las sociedades y culturas del mundo.

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Carta a mi padre

Querido y recordado Papá,Desde 1951, desde un mes de julio de ese año, dejamos de vernos. Yo tenía 7 años y usted más de 50. Lo recuerdo perfectamente cuando juntos salimos al corredor de la casa y una furiosa tormenta azotaba toda la ciudad, un relámpago inmenso iluminó todo el patio de la casa sembrado de maíz, y un rayo de acero cayó con fuerza en el maizal. Al día siguiente, usted cayó enfermo. Mi mamá decía que era por la impresión del relámpago. Yo no lo creí en ese momento y no lo creo ahora, porque más bien se trató de un nudo de enfermedades que troncharon su vida y me privaron de su luz.
Tenía 5 años cuando salía a comprar el diario en la esquina de la casa, en el Barrio San Miguelito de Santa Ana, después pasábamos a una sesión de lectura, usted en una hamaca, se ha de acordar de esa hamaca, y yo sentado en una pequeña silla, adecuada a mi tamaño y a mi edad, leyendo el diario, sobre todo en las noticias y los temas que usted me indicaba. Me acuerdo que le interesaba la guerra de Corea y me explicaba a donde quedaba ese país. También leíamos noticias locales y cualquier historia sobre el Dr. Cipriano Castro, que había sido patrón suyo.
Jamás olvido cuando regresó del hospital de Santa Ana, al que había ingresado enfermo del corazón, supe que le habían prohibido la sal, y me regaló mi primer libro, llamado “Al polo norte en velocípedo”. Fíjese, papá, que a mí me parecía increíble que alguien pudiera vivir sin usar la sal, pero hoy yo tampoco la uso. Su muerte me tomó de sorpresa, me asustó, y me introdujo en el mundo de la ausencia. Aprendí después a construir su presencia y a defenderlo a usted del olvido, que gusta de borrar las huellas que los caminantes dejan en los caminos, por eso yo lo recuerdo todos los días de mi vida, y lo lloro.
Tantos años han pasado, tanto polvo ha caído sobre los años que también envejecen, y nosotros dos seguimos viajando juntos, seguimos platicando como lo hacíamos en las calles de Chalchuapa, cuando usted me llevaba a la barbería a quitarme el pelo. Acuérdese que íbamos donde el maestro Ramón Solano, con el que usted platicaba largamente y chistaban de cosas que yo no entendía.
Somos 8 hermanos, sus hijos; han muerto 3: Irma Luz que murió a los 15 años, después Lidia de los Ángeles, y hace apenas menos de dos años, Santiago Antonio. A mí ya no me reconocería, aunque cuando nos encontremos sabremos muy bien quienes somos, de dónde venimos y le contaré todo lo que pueda, pasaremos noches enteras platicando, sobre todo del pasado, porque en esa casa solo del pasado se habla. Le cuento que no soy un hombre rico, soy pobre con olor a campesino, con ignorancia total sobre los caminos que conducen al dinero, pero, quizá por eso mismo, soy hombre de bien, es decir, odiado por algunos, como debe ser, tratándose de un hombre bueno, y considerado por algunos otros.
Participé en una guerra tremenda que duró 20 años, ni se imagina usted todo lo que aprendí, no solo a sobrevivir, porque eso quizá no se aprende, sino sobre todo, a usar la fuerza como si fuera poder y a usar el poder como si fuera fuerza. A estas alturas, usted ha de saber que no me gustan las armas, pero sí me interesa, y siempre fue así, el uso de ellas, que siendo éticamente neutras pueden estar al lado de las causas nobles y justas. No se preocupe, querido Padre, que siempre fui ponderado, y todos los guerrilleros fuimos capaces, junto con el pueblo, de derrotar y disolver aquel cuerpo de guardias nacionales que siempre pasaban por la calle real, fuertes y amenazantes, caminando hacia Texistepeque. Yo los veía pasar, sentado en el cerco de piedras, cuando vivíamos en San Jacinto, entre Santa Ana y Texis.
Yo esperaba su regreso de Santa Ana por los dulces que siempre me traía, o por un sombrero, o por mis primeros zapatos, pero en fin, siempre lo esperaba.
Es bueno que sepa que el país se ha hecho más chiquito en la medida que la población se ha hecho más grande, y Chalchuapa y Santa Ana, y Texistepeque y Metapán, y la Nueva Concepción, que son los lugares que usted conoció mucho como comerciante, son lugares con mucha riqueza y mucha pobreza, con mucha población y amenazados todos por el progreso. Pero yo le voy a explicar de todas estas cosas y hablaremos mucho de todo eso que se llama política.
Con nosotros vivió en Chalchuapa y durante muchos años, el Tío Pedro, el hermano suyo. Sabrá que era un gran contador de cuentos y un gran conocedor sobre las historias sobre el Cadejo, la Rosa Fragante, los Rosacruces, y sobre todo, un gran fabricante de magalla, que era una especie de masa hecha de tabaco y saliva. Los días sábado nos iban abañar con él al Río Las Cadenas, cerca de San Juan Chiquito, o al Río Pampe. Está enterrado en San Sebastián Salitrillo.
Mi mamá murió en 1983, y no se preocupe porque ella nos condujo bien en la vida. Yo sé que usted partió con mucha angustia porque estábamos muy pequeños, pero todos salimos adelante. Cuando ella murió, el país estaba en guerra y yo en ella, pero supe exactamente el día que murió. La policía de Chalchuapa fue a su entierro esperando que yo fuera. Mire que peligroso se hizo su hijo, quizá por leer tanto los diarios. También me hace mucha falta y también la lloro, pero ustedes: Santiago Gutiérrez y Lucía Linares, mis padres, construyeron en mi corazón todos los arroyuelos que me condujeron a la dignidad y la justicia, como puertos irrenunciables en la vida de un hombre honrado.
Le escribo, Papá, en el mes de diciembre, que se ha hecho un mes inhumano y ofensivo, porque el mercado convierte a los seres humanos en cosas y a las cosas en seres humanos. He leído sobre todo esto, porque desde aquellas sesiones iniciales no he dejado de leer ni de caminar ni de correr. Después le consultaré algunas cosas, pero ahora le doy un gran abrazo y un beso, y la mejor de mis sonrisas para que siempre sigamos juntos y siempre nos quitemos el pelo juntos.

EL FIN DE LOS IMPERIOS

Fue en 1918 cuando se convirtió en un revolucionario terrorista.
Su gurú estaba presente en su noche de bodas y en los diez
años que transcurrieron hasta la muerte de su esposa, en 1928,
nunca vivió con ella. Los revolucionarios tenían que respetar una
norma sagrada que estipulaba que no debían frecuentar a las
mujeres … Recuerdo que me decía que la India alcanzaría la
libertad si luchaba como lo habían hecho los irlandeses. Mientras
estaba con él leí la obra de Dan Breen My Fight for Irish Freedom.
Dan Breen era el héroe de Masterda. Dio a su organización
el nombre de «Ejército Republicano Indio, sección Chittagong»
en honor del Ejército Republicano Irlandés.
KALPANA DUTT (1945, pp. 16-17)

La casta superior de los administradores coloniales toleró e
incluso alentó la corrupción porque era un sistema poco costoso
para controlar a una población levantisca y con frecuencia desafecta.
Lo que eso significa es que cuanto un hombre desea (vencer
en un proceso legal, obtener un contrato con el estado, recibir
un regalo de cumpleaños o conseguir un puesto oficial) lo
puede alcanzar si hace un favor a aquel que tiene el poder de dar
y de negar. El «favor» no había de consistir necesariamente en
la entrega de dinero (eso es burdo y pocos europeos en la India
ensuciaban sus manos de esa forma). Podía ser un regalo de
amistad y respeto, un acto de. magnánima hospitalidad o la
entrega de fondos para una «buena causa», pero, sobre todo,
lealtad al raj.
M. CARRITT (1985, pp. 63-64)

LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

En el curso del siglo xix un puñado de países —en su mayor parte situados
a orillas del Atlántico norte— conquistaron con increíble facilidad el
resto del mundo no europeo y, cuando no se molestaron en ocuparlo y go_
bernarlo, establecieron una superioridad incontestada a través de su sistema
económico y social, de su organización y su tecnología. El capitalismo y la
sociedad burguesa transformaron y gobernaron el mundo y ofrecieron el
modelo —hasta 1917 el único modelo— para aquellos que no deseaban verse
aplastados o barridos por la historia. Desde 1917 el comunismo soviético
ofreció un modelo alternativo, aunque en esencia del mismo tipo, excepto
por el hecho de que prescindía de la empresa privada y de las instituciones
liberales. Así pues, la historia del mundo no occidental (o, más exactamente,
no noroccidental) durante el siglo xx está determinada por sus relaciones con
los países que en el siglo xix se habían erigido en «los señores de la raza
humana».
Debido a ello, la historia del siglo xx aparece sesgada desde el punto de
vista geográfico, y no puede ser escrita de otra forma por el historiador que
quiera centrarse en la dinámica de la transformación mundial. Pero eso no
significa que el historiador comparta el sentido de superioridad condescendiente,
etnocéntrico e incluso racista, de los países favorecidos, ni la injustificada
complacencia que aún es habitual en ellos. De hecho, este historiador
rechaza con la máxima firmeza lo que E. P. Thompson ha denominado «la
gran condescendencia» hacia las zonas atrasadas y pobres del mundo. Pero,
a pesar de ello, lo cierto es que la dinámica de la mayor parte de la historia
mundial del siglo xx es derivada y no original. Consiste fundamentalmente
en los intentos por parte de las elites de las sociedades no burguesas de imitar
el modelo establecido en Occidente, que era percibido como el de unas
sociedades que generaban el progreso, en forma de riqueza, poder y cultura,
mediante el «desarrollo» económico y técnico-científico, en la variante capitalista
o socialista.1 De hecho sólo existía un modelo operativo: el de la
«occidentalización», «modernización», o como quiera llamársele. Del mismo
modo, sólo un eufemismo político distingue los diferentes sinónimos de
«atraso» (que Lenin no dudó en aplicar a la situación de su país y de «los
países coloniales y atrasados») que la diplomacia internacional ha utilizado
para referirse al mundo descolonizado («subdesarrollado», «en vías de desarrollo
», etc.).
1. Hay que señalar que la dicotomía «capitalista»/«socialista» es política más que analítica.
Refleja la aparición de movimientos obreros políticos de masas cuya ideología socialista era,
en la práctica, la antítesis del concepto de la sociedad actual («capitalismo»), A partir de octubre
de 1917 se reforzó con la larga guerra fría que enfrentó a las fuerzas rojas y antirrojas. En
lugar de agrupar a los sistemas económicos de Estados Unidos, Corea del Sur, Austria, Hong
Kong, Alemania Occidental y México, por ejemplo, bajo el epígrafe común de «capitalismo»,
sería posible clasificarlos en varios epígrafes.
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 05
El modelo operacional de «desarrollo» podía combinarse con otros conjuntos
de creencias e ideologías, en tanto en cuanto no interfirieran con él, es
decir, en la medida en que el país correspondiente no prohibiera, por ejemplo,
la construcción de aeropuertos con el argumento de que no estaban autorizados
por el Corán o la Biblia, o porque estaban en conflicto con la tradición
inspiradora de la caballería medieval o eran incompatibles con el espíritu eslavo.
Por otra parte, cuando ese conjunto de creencias se oponían en la práctica,
y no sólo en teoría, al proceso de «desarrollo», el resultado era el fracaso
y la derrota. Por profunda y sincera que fuera la convicción de que la magia
desviaría los disparos de las ametralladoras, ello ocurría demasiado raramente
como para tomarlo en cuenta. El teléfono y el telégrafo eran un medio
mejor de comunicación que la telepatía del santón.
Esto no implica despreciar las tradiciones, creencias o ideologías, invariables
o modificadas, en función de las cuales juzgaban al nuevo mundo del
«desarrollo» las sociedades que entraban en contacto con él. Tanto el tradicionalismo
como el socialismo coincidieron en detectar el espacio moral
vacío existente en el triunfante liberalismo económico —y político— capitalista,
que destruía todos los vínculos entre los individuos excepto aquellos que
se basaban en la «inclinación a comerciar» y a perseguir sus satisfacciones e
intereses personales de que hablaba Adam Smith. Como sistema moral, como
forma de ordenar el lugar de los seres humanos en el mundo y como forma de
reconocer qué y cuánto habían destruido el «desarrollo» y el «progreso», las
ideologías y los sistemas de valores precapitalistas o no capitalistas eran superiores,
en muchos casos, a las creencias que las cañoneras, los comerciantes,
los misioneros y los administradores coloniales llevaban consigo. Como
medio de movilizar a las masas de las sociedades tradicionales contra la
modernización, tanto de signo capitalista como socialista, o más exactamente
contra los foráneos que la importaban, podían resultar muy eficaces en algunas
circunstancias, si bien ninguno de los movimientos de liberación que
triunfaron en el mundo atrasado antes de la década de 1970 se inspiraba en
una ideología tradicional o neotradicional, aunque uno de ellos, la efímera
agitación Khilafat en la India británica (1920-1921), que exigía la preservación
del sultán turco como califa de todos los creyentes, el mantenimiento del
imperio turco en sus fronteras de 1914 y el control musulmán sobre los santos
lugares del islam (incluida Palestina), forzó probablemente al vacilante
Congreso Nacional Indio a adoptar una política de no cooperación y de desobediencia
civil (Minault, 1982). Las movilizaciones de masas más características
realizadas bajo los auspicios de la religión —la «Iglesia» conservaba una
mayor influencia que la «monarquía» sobre la gente común— eran acciones
de resistencia, a veces tenaces y heroicas, como la resistencia campesina a la
revolución mexicana secularizadora bajo el estandarte de «Cristo Rey» (1926-
1932), que su principal historiador ha descrito en términos épicos como «la
crístiada» (Meyer, 1973-1979). El fundamentalísmo religioso como fuerza
capaz de movilizar a las masas es un fenómeno de las últimas décadas del
siglo xx, durante las cuales se ha asistido incluso a la revitalización, entre
2 0 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
algunos intelectuales, de lo que sus antepasados instruidos habrían calificado
como superstición y barbarie.
En cambio, las ideologías, los programas e incluso los métodos y las formas
de organización política en que se inspiraron los países dependientes para
superar la situación de dependencia y los países atrasados para superar el atraso,
eran occidentales: liberales, socialistas, comunistas y/o nacionalistas; laicos
y recelosos del clericalismo; utilizando los medios desarrollados para los
fines de la vida pública en las sociedades burguesas: la prensa, los mítines,
los partidos y las campañas de masas, incluso cuando el discurso se expresaba,
porque no podía ser de otro modo, en el vocabulario religioso usado por
las masas. Esto supone que la historia de quienes han transformado el tercer
mundo en este siglo es la historia de minorías de elite, muy reducidas en
algunas ocasiones, porque —aparte de que casi en ningún sitio existían instituciones
políticas democráticas— sólo un pequeño estrato poseía los conocimientos,
la educación e incluso la instrucción elemental requeridos. Antes de
la independencia más del 90 por 100 de la población del subcontinente indio
era analfabeta. Y el número de los que conocían una lengua occidental (el
inglés) era todavía menor: medio millón en una población de 300 millones de
personas antes de 1914, o lo que es lo mismo, uno de cada 600 habitantes.2 En
el momento de la independencia (1949-1950), incluso la región de la India
donde el deseo de instrucción era más intenso (Bengala occidental) tenía tan
sólo 272 estudiantes universitarios por cada 100.000 habitantes, cinco veces
más que en el norte del país. Estas minorías insignificantes desde el punto de
vista numérico ejercieron una extraordinaria influencia. Los 38.000 parsis
de la presidencia de Bombay, una de las principales divisiones de la India
británica a finales del siglo xix, más de una cuarta parte de los cuales conocían
el inglés, formaron la elite de los comerciantes, industriales y financieros
en todo el subcontinente. De los cien abogados admitidos entre 1890 y
1900 en el tribunal supremo de Bombay, dos llegaron a ser dirigentes nacionales
importantes en la India independiente (Mohandas Karamchand Gandhi y
Vallabhai Patel) y uno sería el fundador de Pakistán, Muhammad Ali Jinnah
(Seal, 1968, p. 884; Misra, 1961, p. 328). La trayectoria de una familia india
con la que este autor tenía relación ilustra la importancia de la función de estas
elites educadas a la manera occidental. El padre, terrateniente y próspero abogado,
y personaje de prestigio social durante el dominio británico, llegaría a ser
diplomático y gobernador de un estado después de 1947. La madre fue la primera
mujer ministro en los gobiernos provinciales del Congreso Nacional Indio
de 1947. De los cuatro hijos (todos ellos educados en Gran Bretaña), tres ingresaron
en el Partido Comunista, uno alcanzó el puesto de comandante en jefe del
ejército indio; otra llegó a ser miembro de la asamblea del partido; un tercero,
después de una accidentada carrera política, llegó a ser ministro del gobierno
de Indira Gandhi y el cuarto hizo carrera en el mundo de los negocios.
2. Tomando como base el número de los que recibían educación secundaria de tipo occidental
(Anil Seal, 1971, pp. 21-22).
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 0 7
Ello no implica que las elites occidentalizadas aceptaran todos los valores
de los estados y las culturas que tomaban como modelo. Sus opiniones
personales podían oscilar entre la actitud asimilacionista al ciento por ciento
y una profunda desconfianza hacia Occidente, combinadas con la convicción
de que sólo adoptando sus innovaciones sería posible preservar o restablecer
los valores de la civilización autóctona. El objetivo que se proponía el proyecto
de «modernización» más ambicioso y afortunado, el de Japón desde la
restauración Meiji, no era occidentalizar el país, sino hacer al Japón tradicional
viable. De la misma forma, lo que los activistas del tercer mundo tomaban
de las ideologías y programas que adoptaban no era tanto el texto visible
como lo que subyacía a él. Así, en el período de la independencia, el socialismo
(en la versión comunista soviética) atraía a los gobiernos descolonizados
no sólo porque la izquierda de la metrópoli siempre había defendido la
causa del antiimperialismo, sino también porque veían en la URSS el modelo
para superar el atraso mediante la industrialización planificada, un problema
que les preocupaba más vitalmente que el de la emancipación de quienes
pudieran ser descritos en su país como «el proletariado» (véanse pp. 352
y 376). Análogamente, si bien el Partido Comunista brasileño nunca vaciló
en su ahesión al marxismo, desde comienzos de la década de 1930 un tipo
especial de nacionalismo desarrollista pasó a ser «un ingrediente fundamental
» de la política del partido, «incluso cuando entraba en conflicto con los
intereses obreros considerados con independencia de los demás intereses»
(Martins Rodrigues, 1984, p. 437). Fueran cuales fueren los objetivos que de
manera consciente o inconsciente pretendieran conseguir aquellos a quienes
les incumbía la responsabilidad de trazar el rumbo de la historia del mundo
atrasado, la modernización, es decir, la imitación de los modelos occidentales,
era el instrumento necesario e indispensable para conseguirlos.
La profunda divergencia de los planteamientos de las elites y de la gran
masa de la población del tercer mundo hacía que esto fuera más evidente.
Sólo el racismo blanco (encarnado en los países del Atlántico norte) suscitaba
un resentimiento que podían compartir los marajás y los barrenderos. Sin
embargo, ese factor podía resultar menos sentido por unos hombres, y especialmente
por unas mujeres, acostumbrados a ocupar una posición inferior en
cualquier sociedad, con independencia del color de su piel. Fuera del mundo
islámico son raros los casos en que la religión común proveía un vínculo de
esas características, en este caso el de la superioridad frente a los infieles.
II
La economía mundial del capitalismo de la era imperialista penetró y
transformó prácticamente todas las regiones del planeta, aunque, tras la revolución
de octubre, se detuvo provisionalmente ante las fronteras de la URSS.
Esa es la razón por la que la Gran Depresión de 1929-1933 resultó un hito
tan decisivo en la historia del antiimperialismo y de los movimientos de libe2
08 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
ración del tercer mundo. Todos los países, con independencia de su riqueza y
de sus características económicas, culturales y políticas, se vieron arrastrados
hacia el mercado mundial cuando entraron en contacto con las potencias del
Atlántico norte, salvo en los casos en que los hombres de negocios y los
gobiernos occidentales los consideraron carentes de interés económico, aunque
pintorescos, como les sucedió a los beduinos de los grandes desiertos
antes de que se descubriera la existencia de petróleo o gas natural en su
inhóspito territorio. La posición que se les reservaba en el mercado mundial
era la de suministradores de productos primarios —las materias primas para
la industria y la energía, y los productos agrícolas y ganaderos— y la de
destinatarios de las inversiones, principalmente en forma de préstamos a
los gobiernos, o en las infraestructuras del transporte, las comunicaciones
o los equipamientos urbanos, sin las cuales no se podían explotar con eficacia
los recursos de los países dependientes. En 1913, más de las tres cuartas
partes de las inversiones británicas en los países de ultramar —los británicos
exportaban más capital que el resto del mundo junto— estaban concentradas
en deuda pública, ferrocarriles, puertos y navegación (Brown, 1963,
p. 153).
La industrialización del mundo dependiente no figuraba en los planes de
los desarrollados, ni siquiera en países como los del cono sur de América
Latina, donde parecía lógico transformar productos alimentarios locales como
la carne, que podía envasarse para que fuera más fácilmente transportada.
Después de todo, enlatar sardinas y embotellar vino de Oporto no habían servido
para industrializar Portugal, y tampoco era eso lo que se pretendía. De
hecho, en el esquema de la mayoría de los estados y empresarios de los países
del norte, al mundo dependiente le correspondía pagar las manufacturas que
importaba mediante la venta de sus productos primarios. Tal había sido el
principio en que se había basado el funcionamiento de la economía mundial
dominada por Gran Bretaña en el período anterior a 1914 {La era del
imperio, capítulo 2) aunque, excepto en el caso de los países del llamado
«capitalismo colonizador», el mundo dependiente no era un mercado rentable
para la exportación de productos manufacturados. Los 300 millones de
habitantes del subcontinente indio y los 400 millones de chinos eran demasiado
pobres y dependían demasiado del aprovisionamiento local de sus
necesidades como para poder comprar productos fuera. Por fortuna para los
británicos en el período de su hegemonía económica la pequeña capacidad de
demanda individual de sus 700 millones de dependientes sumaba la riqueza
suficiente para mantener en funcionamiento la industria algodonera del Lancashire.
Su interés, como el de todos los productores de los países del norte,
era que el mercado de las colonias dependiera completamente de lo que ellos
fabricaban, es decir, que se ruralizaran.
Fuera o no este su objetivo, no podrían conseguirlo, en parte porque los
mercados locales que se crearon como consecuencia de la absorción de las
economías por un mercado mundial estimularon la producción local de bienes
de consumo que resultaban más baratos, y en parte porque muchas de
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 0 9
las economías de las regiones dependientes, especialmente en Asia, eran
estructuras muy complejas con una larga historia en el sector de la manufactura,
con una considerable sofisticación y con unos recursos y un potencial
técnicos y humanos impresionantes. De esta forma, en los grandes centros de
distribución portuarios que pasaron a ser los puntos de contacto por excelencia
entre los países del norte y el mundo dependiente —desde Buenos Aires
y Sydney a Bombay, Shanghai y Saigón— se desarrolló una industria local
al socaire de la protección temporal de que gozaban frente a las importaciones,
aunque no fuese esta la intención de sus gobernantes. No tardaron
mucho los productores locales de productos textiles de Ahmedabad o Shanghai,
ya fueran nativos o representantes de empresas extranjeras, en comenzar
a abastecer los vecinos mercados indio o chino de los productos de
algodón que hasta entonces importaban del distante y caro Lancashire. Eso
fue lo que ocurrió después de la primera guerra mundial, asestando el golpe
de gracia a la industria algodonera británica.
Sin embargo, cuando consideramos cuan lógica parecía la predicción de
Marx respecto a la difusión de la revolución industrial al resto del mundo, es
sorprendente que antes de que finalizara la era imperialista, e incluso hasta
los años setenta, fueran tan pocas las industrias que se habían desplazado
hacía otros lugares desde el mundo capitalista desarrollado. A finales de los
años treinta, la única modificación importante del mapa mundial de la industrialización
era la que se había registrado como consecuencia de los planes
quinquenales soviéticos (véase el capítulo II). Todavía en 1960 más del
70 por 100 de la producción bruta mundial y casi el 80 por 100 del «valor
añadido en la manufactura», es decir, de la producción industrial, procedía de
los viejos núcleos de la industrialización de Europa occidental y América del
Norte (N. Harris, 1987, pp. 102-103). Ha sido en el último tercio del siglo
cuando se ha producido el gran desplazamiento de la industria desde sus antiguos
centros de Occidente hacia otros lugares —incluyendo el despegue de
la industria japonesa, que en 1960 únicamente aportaba el 4 por 100 de la producción
industrial mundial. Sólo en los inicios de los años setenta comenzaron
los economistas a publicar libros sobre «la nueva división internacional
del trabajo» o, lo que es lo mismo, sobre el comienzo de la desindustrialización
de los centros industriales tradicionales.
Evidentemente, el imperialismo, la vieja «división internacional del trabajo
», tenía una tendencia intrínseca a reforzar el monopolio de los viejos países
industriales. Esto daba pie a los marxistas del período de entreguerras, a los
que se unieron a partir de 1945 diversos «teóricos de la dependencia», para
atacar al imperialismo como una forma de perpetuar el atraso de los países
atrasados. Pero, paradójicamente, era la relativa inmadurez del desarrollo de
la economía capitalista mundial y, más concretamente, de la tecnología del
transporte y la comunicación, la que impedía que la industria abandonara sus
núcleos originarios. En la lógica de la empresa maximizadora de beneficios y
de la acumulación de capital no había ningún principio que exigiera el emplazamiento
de la manufactura de acero en Pensilvania o en el Ruhr, aunque no
2 1 0 LA ERA DE LAS CATASTROFES
puede sorprender que los gobiernos de los países industriales, especialmente
si eran proteccionistas o poseían grandes imperios coloniales, trataran por
todos los medios de evitar que los posibles competidores perjudicaran a la
industria nacional. Pero incluso los gobiernos imperiales podían tener razones
para industrializar sus colonias, aunque el único que lo hizo sistemáticamente
fue Japón, que desarrolló industrias pesadas en Corea (anexionada en 1911) y
con posterioridad a 1931, en Manchuria y Taiwan, porque esas colonias, dotadas
de grandes recursos, estaban lo bastante próximas a Japón, país pequeño
y pobre en materias primas, como para contribuir directamente a la industrialización
nacional japonesa. En la India, la más extensa de todas las colonias,
el descubrimiento durante la primera guerra mundial de que no tenía la capacidad
necesaria para garantizar su autosuficiencia industrial y la defensa militar
se tradujo en una política de protección oficial y de participación directa en
el desarrollo industrial del país (Misra, 1961, pp. 239 y 256). Si la guerra hizo
experimentar incluso a los administradores imperiales las desventajas de la
insuficiente industria colonial, la crisis de 1929-1933 les sometió a una gran
presión financiera. Al disminuir las rentas agrícolas, el gobierno colonial se
vio en la necesidad de compensarlas elevando los aranceles sobre los productos
manufacturados, incluidos los de la propia metrópoli, británica, francesa u
holandesa. Por primera vez, las empresas occidentales, que hasta entonces
importaban los productos en régimen de franquicia arancelaria, tuvieron un
poderoso incentivo para fomentar la producción local en esos mercados marginales
(Holland, 1985, p. 13). Pero, a pesar de las repercusiones de la guerra
y la Depresión, lo cierto es que en la primera mitad del siglo xx el mundo
dependiente continuó siendo fundamentalmente agrario y rural. Esa es la
razón por la que el «gran salto adelante» de la economía mundial del tercer
cuarto de siglo significaría para ese mundo un punto de inflexión tan importante.
III
Prácticamente todas las regiones de Asia, África, América Latina y el
Caribe dependían —y se daban cuenta de ello— de lo que ocurría en un
número reducido de países del hemisferio septentrional, pero (dejando aparte
América) la mayor parte de esas regiones eran propiedad de esos países o
estaban bajo su administración o su dominio. Esto valía incluso para aquellas
en las que el gobierno estaba en manos de las autoridades autóctonas (por
ejemplo, como «protectorados» de estados regidos por soberanos, ya que se
entendía que el «consejo» del representante británico o francés en la corte del
emir, bey, raja, rey o sultán local era de obligado cumplimiento); e incluso
en países formalmente independientes como China, donde los extranjeros
gozaban de derechos extraterritoriales y supervisaban algunas de las funciones
esenciales de los estados soberanos, como la recaudación de impuestos.
Era inevitable que en esas zonas se planteara la necesidad de liberarse de la
EL FIN DE LOS IMPERIOS 21 1
dominación extranjera. No ocurría lo mismo en América Central y del Sur,
donde prácticamente todos los países eran estados soberanos, aunque Estados
Unidos —pero nadie más— trataba a los pequeños estados centroamericanos
como protectorados de facto, especialmente durante el primero y el último
tercios del siglo.
Desde 1945, el mundo colonial se ha transformado en un mosaico de estados
nominalmente soberanos, hasta el punto de que, visto desde nuestra perspectiva
actual, parece que eso era, además de inevitable, lo que los pueblos
coloniales habían deseado siempre. Sin duda ocurría así en los países con una
larga historia como entidades políticas, los grandes imperios asiáticos —China,
Persia, los turcos— y algún otro país como Egipto, especialmente si se
habían constituido en torno a un importante Staatsvolk o «pueblo estatal»,
como los chinos han o los creyentes del islam chiíta, convertido virtualmente
en la religión nacional del Irán. En esos países, el sentimiento popular
contra los extranjeros era fácilmente politizable. No es fruto de la casualidad
que China, Turquía e Irán hayan sido el escenario de importantes revoluciones
autóctonas. Sin embargo, esos casos eran excepcionales. Las más de las
veces, el concepto de entidad política territorial permanente, con unas fronteras
fijas que la separaban de otras entidades del mismo tipo, y sometida a una
autoridad permanente, esto es, la idea de un estado soberano independiente,
cuya existencia nosotros damos por sentada, no tenía significado alguno, al
menos (incluso en zonas de agricultura permanente y sedentaria) en niveles
superiores al de la aldea. De hecho, incluso cuando existía un «pueblo» claramente
reconocido, que los europeos gustaban de describir como una «tribu»,
la idea de que podía estar separado territorialmente de otro pueblo con el que
coexistía, se mezclaba y compartía funciones era difícil de entender, porque
no tenía mucho sentido. En dichas regiones, el único fundamento de los estados
independientes aparecidos en el siglo XX eran las divisiones territoriales
que la conquista y las rivalidades imperiales establecieron, generalmente sin
relación alguna con las estructuras locales. El mundo poscolonial está, pues,
casi completamente dividido por las fronteras del imperialismo.
Además, aquellos que en el tercer mundo rechazaban con mayor firmeza
a los occidentales, por considerarlos infieles o introductores de todo tipo de
innovaciones perturbadoras e impías o, simplemente, porque se oponían a
cualquier cambio de la forma de vida del pueblo común, que suponían, no
sin razón, que sería para peor, también rechazaban la convicción de las elites
de que la modernización era indispensable. Esta actitud hacía difícil que se
formara un frente común contra los imperialistas, incluso en los países coloniales
donde todo el pueblo sometido sufría el desprecio que los colonialistas
mostraban hacia la raza inferior.
En esos países, la principal tarea que debían afrontar los movimientos
nacionalistas vinculados a las clases medias era la de conseguir el apoyo de
las masas, amantes de la tradición y opuestas a lo moderno, sin poner en peligro
sus propios proyectos de modernización. El dinámico Bal Ganghadar
Tilak (1856-1920), uno de los primeros representantes del nacionalismo indio,
212 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
tenía razón al suponer que la mejor manera de conseguir el apoyo de las
masas, incluso de las capas medias bajas —y no sólo en la región occidental
de la India de la que era originario—, consistía en defender el carácter sagrado
de las vacas y la costumbre de que las muchachas indias contrajeran matrimonio
a los diez años de edad, así como afirmar la superioridad espiritual de
la antigua civilización hindú o «aria» y de su religión frente a la civilización
«occidental» y a sus admiradores nativos. La primera fase importante del
movimiento nacionalista indio, entre 1905 y 1910, se desarrolló bajo estas
premisas y en ella tuvieron un peso importante los jóvenes terroristas de Bengala.
Luego, Mohandas Karamchand Gandhi (1869-1948) conseguiría movilizar
a decenas de millones de personas de las aldeas y bazares de la India
apelando igualmente al nacionalismo como espiritualidad hindú, aunque cuidando
de no romper el frente común con los modemizadores (de los que
realmente formaba parte; véase La era del imperio, capítulo 13) y evitando el
antagonismo con la India musulmana, que había estado siempre implícito en
el nacionalismo hindú. Gandhi inventó la figura del político como hombre
santo, la revolución mediante la resistencia pasiva de la colectividad («no
cooperación no violenta») e incluso la modernización social, como el rechazo
del sistema de castas, aprovechando el potencial reformista contenido en las
ambigüedades cambiantes de un hinduismo en evolución. Su éxito fue más
allá de cualquier expectativa (y de cualquier temor). Pero a pesar de ello,
como reconoció al final de su vida, antes de ser asesinado por un fanático del
exclusivismo hindú en la tradición de Tilak, había fracasado en su objetivo
fundamental. A largo plazo resultaba imposible conciliar lo que movía a las
masas y lo que convenía hacer. A fin de cuentas, la India independiente sería
gobernada por aquellos que «no deseaban la revitalización de la India del
pasado», por quienes «no amaban ni comprendían ese pasado … sino que dirigían
su mirada hacia Occidente y se sentían fuertemente atraídos por el progreso
occidental» (Nehru, 1936, pp. 23-24). Sin embargo, en el momento de
escribir este libro, la tradición antimodernista de Tilak, representada por el
agresivo partido BJP, sigue siendo el principal foco de oposición popular y
—entonces como ahora— la principal fuerza de división en la India, no sólo
entre las masas, sino entre los intelectuales. El efímero intento de Mahatma
Gandhi de dar vida a un hinduismo a la vez populista y progresista ha caído
totalmente en el olvido.
En el mundo musulmán surgió un planteamiento parecido, aunque en él
todos los modemizadores estaban obligados (salvo después de una revolución
victoriosa) a manifestar su respeto hacia la piedad popular, fueran cuales fueren
sus convicciones íntimas. Pero, a diferencia de la India, el intento de
encontrar un mensaje reformista o modernizador en el islam no pretendía
movilizar a las masas y no sirvió para ello. A los discípulos de Jamal ai-Din
al-Afghani (1839-1897) en Irán, Egipto y Turquía, los de su seguidor Mohammed
Abduh (1849-1905) en Egipto y los del argelino Abdul Hamid Ben Badis
(1889-1940) no había que buscarlos en las aldeas sino en las escuelas y universidades,
donde el mensaje de resistencia a las potencias europeas habría
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 13
encontrado en cualquier caso un auditorio propicio.3 Sin embargo, ya hemos
visto (véase el capítulo 5) que en el mundo islámico los auténticos revolucionarios
y los que accedieron a posiciones de poder fueron modernizadores laicos
que no profesaban el islamismo: hombres como Kemal Atatürk, que sustituyó
el fez turco (que era una innovación introducida en el siglo xix) por el
sombrero hongo y la escritura árabe, asociada al islamismo, por el alfabeto
latino, y que, de hecho, rompieron los lazos existentes entre el islam, el estado
y el derecho. Sin embargo, como lo confirma una vez más la historia
reciente, la movilización de las masas se podía conseguir más fácilmente partiendo
de una religiosidad popular antimoderna (el «fundamentalismo islámico
»). En resumen, en el tercer mundo un profundo conflicto separaba a los
modernizadores, que eran también los nacionalistas (un concepto nada tradicional),
de la gran masa de la población.
Así pues, los movimientos antiimperialistas y anticolonialistas anteriores
a 1914 fueron menos importantes de lo que cabría pensar si se tiene en cuenta
que medio siglo después del estallido de la primera guerra mundial no
quedaba vestigio alguno de los imperios coloniales occidental y japonés. Ni
siquiera en América Latina resultó un factor político importante la hostilidad
contra la dependencia económica en general y contra Estados Unidos —el
único estado imperialista que mantenía una presencia militar allí— en particular.
El único imperio que se enfrentó en algunas zonas a problemas que
no era posible solucionar con una simple actuación policiaca fue el británico.
En 1914 ya había concedido la autonomía interna a las colonias en las que
predominaba la población blanca, conocidas desde 1907 como «dominios»
(Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Suráfrica) y estaba concediendo autonomía
(«Home Rule») a la siempre turbulenta Irlanda. En la India y en Egipto
se apreciaba ya que los intereses imperiales y las exigencias de autonomía,
e incluso de independencia, podían requerir una solución política. Podría
afirmarse, incluso, que a partir de 1905 el nacionalismo se había convertido
en estos países en un movimiento de masas.
No obstante, fue la primera guerra mundial la que comenzó a quebrantar
la estructura del colonialismo mundial, además de destruir dos imperios (el
alemán y el turco, cuyas posesiones se repartieron sobre todo los británicos y
los franceses) y dislocar temporalmente un tercero, Rusia (que recobró sus
posesiones asiáticas al cabo de pocos años). Las dificultades causadas por la
guerra en los territorios dependientes, cuyos recursos necesitaba Gran Bretaña,
provocaron inestabilidad. El impacto de la revolución de octubre y el
hundimiento general de los viejos regímenes, al que siguió la independencia
irlandesa de facto para los veintiséis condados del sur (1921), hicieron pensar,
por primera vez, que los imperios extranjeros no eran inmortales. A la
conclusión de la guerra, el partido egipcio Wafd («delegación»), encabezado
por Said Zaghlul e inspirado en la retórica del presidente Wilson, exigió por
3. En la zona del norte de África ocupada por los franceses, la religión del mundo rural
estaba dominada por santones sufíes (marabuts) denunciados por los reformistas.
2 1 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
primera vez una independencia total. Tres años de lucha (1919-1922) obligaron
a Gran Bretaña a convertir el protectorado en un territorio semiindependiente
bajo control británico; fórmula que decidió aplicar también, con una
sola excepción, a la administración de los territorios asiáticos tomados al
antiguo imperio turco: Irak y TransJordania. (La excepción era Palestina,
administrada directamente por las autoridades británicas, en un vano intento
de conciliar las promesas realizadas durante la guerra a los judíos sionistas,
a cambio de su apoyo contra Alemania, y a los árabes, por su apoyo contra
los turcos.)
Más difícil le resultó encontrar una fórmula sencilla para mantener el
control en la más extensa de sus colonias, la India, donde el lema de «autonomía
» (swaraj), adoptado por el Congreso Nacional Indio por primera vez en
1906, estaba evolucionando cada vez más hacia una reclamación de independencia
total. El período revolucionario de 1918-1922 transformó la política
nacionalista de masas en el subcontinente, en parte porque los musulmanes
se volvieron contra el gobierno británico, en parte por la sanguinaria histeria
de un general británico que en el turbulento año 1919 atacó a una multitud
desarmada en un lugar sin salida y mató a varios centenares de personas (la
«matanza de Amritsar»), y, sobre todo, por la conjunción de una oleada de
huelgas y de la desobediencia civil de las masas propugnada por Gandhi y
por un Congreso radicalizado. Por un momento, el movimiento de liberación
se sintió poseído de un estado de ánimo casi milenarista y Gandhi anunció que
la swaraj se conseguiría a fines de 1921. El gobierno «no intentó ocultar que la
situación le creaba una grave preocupación», con las ciudades paralizadas
por la no cooperación, conmociones rurales en amplias zonas del norte de la
India, Bengala, Orissa y Assam, y «una gran parte de la población musulmana
de todo el país resentida y desafecta» (Cmd 1586, 1922, p. 13). A partir
de entonces, la India fue intermitentemente ingobernable. Lo que salvó el
dominio británico fue, probablemente, la conjunción de la resistencia de la
mayor parte de los dirigentes del Congreso, incluido Gandhi, a lanzar el país
al riesgo de una insurrección de masas incontrolable, su falta de confianza
y la convicción de la mayor parte de los líderes nacionalistas de que los británicos
estaban realmente decididos a acometer la reforma de la India. El
hecho de que Gandhi interrumpiera la campaña de desobediencia civil a
comienzos de 1922 porque había llevado a una matanza de policías en una
aldea da pie para pensar que la presencia británica en la India dependía más
de la moderación del dirigente indio que de la actuación de la policía y del
ejército.
Tal convicción no carecía de fundamento. Aunque en Gran Bretaña había
un poderoso grupo de imperialistas a ultranza, del que Winston Churchill se
autoproclamó portavoz, lo cierto es que a partir de 1919 la clase dirigente
consideraba inevitable conceder a la India una autonomía similar a la que
conllevaba el «estatuto de dominio» y creía que el futuro de Gran Bretaña en
la India dependía de que se alcanzara un entendimiento con la elite india,
incluidos los nacionalistas. Por consiguiente, el fin del dominio británico uniEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 15
lateral en la India era sólo cuestión de tiempo. Dado que la India era el corazón
del imperio británico, el futuro del conjunto de tal imperio parecía
incierto, excepto en África y en las islas dispersas del Caribe y el Pacífico,
donde el paternalismo no encontraba oposición. Nunca como en el período
de entreguerras había estado un área tan grande del planeta bajo el control,
formal o informal, de Gran Bretaña, pero nunca, tampoco, se habían sentido
sus gobernantes menos confiados acerca de la posibilidad de conservar su
vieja supremacía imperial. Esta es una de las razones principales por las que,
cuando su posición se hizo insostenible, después de la segunda guerra mundial,
los británicos no se resistieron a la descolonización. Posiblemente explica
también, en un sentido contrario, que otros imperios, particularmente el
francés —pero también el holandés—, utilizaran las armas para intentar mantener
sus posiciones coloniales después de 1945. Sus imperios no habían sido
socavados por la primera guerra mundial. El único problema grave con que
se enfrentaban los franceses era que no habían completado aún la conquista
de Marruecos, pero las levantiscas tribus beréberes de las montañas del Atlas
representaban un problema militar, no político, que era todavía más grave
para el Marruecos colonial español, donde un intelectual montañés, Abd-el-
Krim, proclamó la república del Rifen 1923. Abd-el-Krim, que contaba con
el apoyo entusiasta de los comunistas franceses y de otros elementos izquierdistas,
fue derrotado en 1926 con la ayuda de Francia, tras lo cual los beréberes
volvieron a su estrategia habitual de luchar en el extranjero integrados
en los ejércitos coloniales francés y español y de resistirse a cualquier tipo de
gobierno central en su país. Fue mucho después de la conclusión de la primera
guerra mundial cuando surgió un movimiento anticolonial en las colonias
francesas islámicas y en la Indochina francesa, aunque antes ya había
existido cierta agitación, de escasa envergadura, en Túnez.
IV
El período revolucionario había afectado especialmente al imperio británico,
pero la Gran Depresión de 1929-1933 hizo tambalearse a todo el mundo
dependiente. La era del imperialismo había sido para la mayor parte de él
un período de crecimiento casi constante, que ni siquiera se había interrumpido
con una guerra mundial que se vivió como un acontecimiento lejano. Es
cierto que muchos de sus habitantes no participaban activamente en la economía
mundial en expansión, o no se sentían ligados a ella de una forma
nueva, pues a unos hombres y mujeres que vivían en la pobreza y cuya tarea
había sido siempre la de cavar y llevar cargas poco les importaba cuál fuera
el contexto global en el que tenían que realizar esas faenas. Sin embargo, la
economía imperialista modificó sustancialmente la vida de la gente corriente,
especialmente en las regiones de producción de materias primas destinadas a
la exportación. En algunos casos, esos cambios ya se habían manifestado en
la política de las autoridades autóctonas o extranjeras. Por ejemplo, cuando,
2 1 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
entre 1900 y 1930, las haciendas peruanas se transformaron en refinerías de
azúcar en la costa y en ranchos de ovejas en las montañas, y el goteo de la
mano de obra india que emigraba hacia la costa y la ciudad se convirtió en
una inundación, empezaron a surgir nuevas ideas en las zonas más tradicionales
del interior. A comienzos de los años treinta, en Huasicancha, una
comunidad «especialmente remota» situada a unos 3.700 metros de altitud en
las inaccesibles montañas de los Andes, se debatía ya cuál de los dos partidos
radicales nacionales representaría mejor sus intereses (Smith, 1989, esp.
p. 175). Pero en la mayor parte de los casos nadie, excepto la población
local, sabía hasta qué punto habían cambiado las cosas, ni se preocupaba de
saberlo.
¿Qué significaba, por ejemplo, para unas economías que apenas utilizaban
el dinero, o que sólo lo usaban para un número limitado de funciones,
integrarse en una economía en la que el dinero era el medio universal de
intercambio, como sucedía en los mares indopacíficos? Se alteró el significado
de bienes, servicios y transacciones entre personas, y con ello cambiaron
los valores morales de la sociedad y sus formas de distribución social. En
las sociedades matriarcales campesinas de los cultivadores de arroz de Negri
Sembilan (Malaysia), las tierras ancestrales, que cultivaban preferentemente
las mujeres, sólo podían ser heredadas por ellas o a través de ellas, pero las
nuevas parcelas que roturaban los hombres en la jungla, y en las que se cultivaban
otros productos como frutas y hortalizas, podían ser transmitidas
directamente a los hombres. Pues bien, con el auge de las plantaciones de
caucho, un cultivo mucho más rentable que el arroz, se modificó el equilibrio
entre los sexos, al imponerse la herencia por vía masculina. A su vez, esto
sirvió para reforzar la posición de los dirigentes patriarcales del islam ortodoxo,
que intentaban hacer prevalecer la ortodoxia sobre la ley consuetudinaria,
y también la del dirigente local y sus parientes, otra isla de descendencia
patriarcal en medio del lago matriarcal local (Firth, 1954). Ese tipo de
cambios y transformaciones se dieron con frecuencia en el mundo dependiente,
en el seno de comunidades que apenas tenían contacto directo con el
mundo exterior: en este caso concreto tal vez lo tuvieran a través de un
comerciante chino, las más de las veces un campesino o artesano emigrante
de Fukien, acostumbrado al esfuerzo constante y a las complejidades del
dinero, pero igualmente ajeno al mundo de Henry Ford y de la General
Motors (Freedman, 1959).
A pesar de ello, la economía mundial parecía remota, porque sus efectos
inmediatos y reconocibles no habían adquirido el carácter de un cataclismo,
excepto, tal vez, en los enclaves industriales que, aprovechando la existencia
de mano de obra barata, aparecieron en lugares como la India y China, donde
desde 1917 empezaron a ser frecuentes los conflictos laborales y las organizaciones
obreras de tipo occidental, y en las gigantescas ciudades portuarias e
industriales a través de las cuales se relacionaba el mundo dependiente con la
economía mundial que determinaba su destino: Bombay, Shanghai (cuya
población pasó de 200.000 habitantes a mediados del siglo xix a tres milloEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 17
nes y medio en los años treinta), Buenos Aires y, en menor escala, Casablanca,
que, menos de treinta años después de que adquiriera la condición de
puerto moderno contaba ya con 250.000 habitantes (Bairoch, 1985, pp. 517
y 525).
Todo ello fue trastocado por la Gran Depresión, durante la cual chocaron
por primera vez de manera patente los intereses de la economía de la metrópoli
y los de las economías dependientes, sobre todo porque los precios de
los productos primarios, de los que dependía el tercer mundo, se hundieron
mucho más que los de los productos manufacturados que se compraban a
Occidente (capítulo III). Por primera vez, el colonialismo y la dependencia
comenzaron a ser rechazados como inaceptables incluso por quienes hasta
entonces se habían beneficiado de ellos. «Los estudiantes se alborotaban en
El Cairo, Rangún y Yakarta (Batavia), no porque creyeran que se aproximaba
un gran cambio político, sino porque la Depresión había liquidado las
ventajas que habían hecho que el colonialismo resultara tan aceptable para la
generación de sus padres» (Holland, 1985, p. 12). Lo que es más: por primera
vez (salvo en las situaciones de guerra) la vida de la gente común se vio
sacudida por unos movimientos sísmicos que no eran de origen natural y que
movían más a la protesta que a la oración. Se formó así la base de masas para
una movilización política, especialmente en zonas como la costa occidental
de África y el sureste asiático donde los campesinos dependían estrechamente
de la evolución del mercado mundial de cultivos comerciales. Al mismo
tiempo, la Depresión desestabilizó tanto la política nacional como la internacional
del mundo dependiente.
La década de 1930 fue, pues, crucial para el tercer mundo, no tanto porque
la Depresión desencadenara una radicalización política sino porque determinó
que en los diferentes países entraran en contacto las minorías politizadas
y la población común. Eso ocurrió incluso en lugares como la India,
donde el movimiento nacionalista ya contaba con un apoyo de masas. El
recurso, por segunda vez, a la estrategia de la no cooperación al comienzo de
los años treinta, la nueva Constitución de compromiso que concedió el
gobierno británico y las primeras elecciones provinciales a escala nacional
de 1937 mostraron el apoyo con que contaba el Congreso Nacional Indio,
que en su centro neurálgico, en el Ganges, pasó de sesenta mil miembros
en 1935 a 1,5 millones a finales de la década (Tomlinson, 1976, p. 86). El
fenómeno fue aún más evidente en algunos países en los que hasta entonces
la movilización había sido escasa. Comenzaron ya a distinguirse, más o
menos claramente, los perfiles de la política de masas del futuro: el populismo
latinoamericano basado en unos líderes autoritarios que buscaban el apoyo
de los trabajadores de las zonas urbanas; la movilización política a cargo
de los líderes sindicales que luego serían dirigentes partidistas, como en la
zona del Caribe dominada por Gran Bretaña; un movimiento revolucionario
con una fuerte base entre los trabajadores que emigraban a Francia o que
regresaban de ella, como en Argelia; un movimiento de resistencia nacional
de base comunista con fuertes vínculos agrarios, como en Vietnam. Cuando
2 1 8 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
menos, como ocurrió en Malaysia, los años de la Depresión rompieron los
lazos existentes entre las autoridades coloniales y las masas campesinas,
dejando un espacio vacío para una nueva política.
Al final de los años treinta, la crisis del colonialismo se había extendido
a otros imperios, a pesar de que dos de ellos, el italiano (que acababa de conquistar
Etiopía) y el japonés (que intentaba dominar China), estaban todavía
en proceso de expansión, aunque no por mucho tiempo. En la India, la nueva
Constitución de 1935, un desafortunado compromiso con las fuerzas en ascenso
del nacionalismo, resultó ser una concesión importante gracias al amplio
triunfo electoral que el Congreso alcanzó en casi todo el país. En la zona
francesa del norte de África surgieron importantes movimientos políticos en
Túnez y en Argelia —se produjo incluso cierta agitación en Marruecos—, y
por primera vez cobró fuerza en la Indochina francesa la agitación de masas
bajo dirección comunista, ortodoxa y disidente. Los holandeses consiguieron
mantener el control en Indonesia, una región que «acusa con mayor intensidad
que la mayor parte de los países cuanto ocurre en Oriente» (Van Asbeck,
1939), no porque reinara la calma, sino por la división que existía entre las
fuerzas de oposición: islámicas, comunistas y nacionalistas laicas. Incluso en
el Caribe, que según los ministros encargados de los asuntos coloniales era
una zona somnolienta, se registraron entre 1935 y 1938 una serie de huelgas
en los campos petrolíferos de Trinidad y en las plantaciones y ciudades de
Jamaica, que dieron paso a enfrentamientos en toda la isla, revelando por primera
vez la existencia de una masa de desafectos.
Sólo el África subsahariana permanecía en calma, aunque también allí la
Depresión provocó, a partir de 1935, las primeras huelgas importantes, que
se iniciaron en las zonas productoras de cobre del África central. Londres
empezó entonces a instar a los gobiernos coloniales a que crearan departamentos
de trabajo, adoptaran medidas para mejorar las condiciones de los
trabajadores y estabilizaran la mano de obra, reconociendo que el sistema
imperante de emigración desde la aldea a la mina era social y políticamente
desestabilizador. La oleada de huelgas de 1935-1940 se extendió por toda
África, pero no tenía aún una dimensión política anticolonial, a menos que se
considere como tal la difusión en la zona de los yacimientos de cobre de iglesias
y profetas africanos de orientación negra y de movimientos como el
milenarista de los Testigos de Jehová (de inspiración norteamericana), que
rechazaba a los gobiernos mundanos. Por primera vez los gobiernos coloniales
comenzaron a reflexionar sobre el efecto desestabilizador de las transformaciones
económicas en la sociedad rural africana —que, de hecho, estaba
atravesando por una época de notable prosperidad— y a fomentar la investigación
de los antropólogos sociales sobre este tema.
No obstante, el peligro político parecía remoto. En las zonas rurales esta
fue la época dorada del administrador blanco, con o sin la ayuda de «jefes»
sumisos, creados a veces para auxiliarles, cuando la administración colonial
se ejercía de manera «indirecta». A mediados de los años treinta existía ya en
las ciudades un sector de africanos cultos e insatisfechos lo bastante nutríEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 1 9
do como para que pudiera crearse una prensa política floreciente, con diarios
como el African Morning Post en Costa de Oro (Ghana), el West African
Pilot en Nigeria y el Éclaireur de la Cene d’lvoire en Costa de Marfil («condujo
una campaña contra jefes importantes y contra la policía; exigió medidas
de reconstrucción social; defendió la causa de los desempleados y de los
campesinos africanos golpeados por la crisis económica» [Hodgkin, 1961,
p. 32]). Comenzaban ya a aparecer los dirigentes del nacionalismo político
local, influidos por las ideas del movimiento negro de los Estados Unidos, de
la Francia del Frente Popular, de las que difundía la Unión de Estudiantes del
África Occidental en Londres, e incluso del movimiento comunista.4 Algunos
de los futuros presidentes de las futuras repúblicas africanas, como Jomo
Kenyatta (1889-1978) de Kenia y el doctor Namdi Azikiwe, que sería presidente
de Nigeria, desempeñaban ya un papel activo. Sin embargo, nada de
eso preocupaba todavía a los ministros europeos de asuntos coloniales.
A la pregunta de si en 1939 podía verse como un acontecimiento inminente
la previsible desaparición de los imperios coloniales he de dar una
respuesta negativa, si me baso en mis recuerdos de una «escuela» para estudiantes
comunistas británicos y «coloniales» celebrada en aquel año. Y nadie
podía tener mayores expectativas en este sentido que los apasionados y esperanzados
jóvenes militantes marxistas. Lo que transformó la situación fue la
segunda guerra mundial: una guerra entre potencias imperialistas, aunque
fuese mucho más que eso. Hasta 1943, mientras triunfaban las fuerzas del
Eje, los grandes imperios coloniales estaban en el bando derrotado. Francia
se hundió estrepitosamente, y si conservó muchas de sus dependencias fue
porque se lo permitieron las potencias del Eje. Los japoneses se apoderaron
de las colonias que aún poseían Gran Bretaña, Países Bajos y otros estados
occidentales en el sureste de Asia y en el Pacífico occidental. Incluso en el
norte de África los alemanes ocuparon diversas posiciones a fin de controlar
una zona que se extendía hasta pocos kilómetros de Alejandría. En un
momento determinado, Gran Bretaña pensó seriamente en la posibilidad de
retirarse de Egipto. Sólo la parte del continente africano al sur de los desiertos
permaneció bajo el firme control de los países aliados, y los británicos se
las arreglaron para liquidar, sin grandes dificultades, el imperio italiano del
Cuerno de África.
Lo que dañó irreversiblemente a las viejas potencias coloniales fue la
demostración de que el hombre blanco podía ser derrotado de manera deshonrosa,
y de que esas viejas potencias coloniales eran demasiado débiles,
aun después de haber triunfado en la guerra, para recuperar su posición anterior.
La gran prueba para el raj británico en la India no fue la gran rebelión
organizada por el Congreso en 1942 bajo el lema Quit India («fuera de la
India»), que pudo sofocarse sin gran dificultad; fue el hecho de que, por primera
vez, cincuenta y cinco mil soldados indios se pasaran al enemigo para
constituir un «Ejército Nacional Indio» comandado por el dirigente izquier-
4. Sin embargo, ni un solo dirigente africano abrazó el comunismo.
2 2 0 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
dista del Congreso Subhas Chandra Bose, que había decidido buscar el apoyo
japonés para conseguir la independencia de la India (Bhargava y Singh
Gill, 1988, p. 10; Sareen, 1988, pp. 20-21). Japón, cuya estrategia política la
decidían tal vez los altos mandos navales, más sutiles que los del ejército de
tierra, hizo valer el color de la piel de sus habitantes para atribuirse, con
notable éxito, la función de liberador de colonias (excepto entre los chinos de
ultramar y en Vietnam, donde mantuvo la administración francesa). En 1943
se organizó en Tokio una «Asamblea de naciones asiáticas del gran oriente»
bajo el patrocinio de Japón,5 a la que asistieron los «presidentes» o «primeros
ministros» de China, India, Tailandia, Birmania y Manchuria (pero no el de
Indonesia, al cual, cuando la guerra ya estaba perdida, se le ofreció incluso
«independizarse» de Japón). Los nacionalistas de los territorios coloniales eran
demasiado realistas como para adoptar una actitud pro japonesa, aunque veían
con buenos ojos el apoyo de Japón, especialmente si, como en Indonesia, era
un apoyo sustancial. Cuando los japoneses estaban al borde de la derrota, se
volvieron contra ellos, pero nunca olvidaron cuan débiles habían demostrado
ser los viejos imperios occidentales. Tampoco olvidaron que las dos potencias
que en realidad habían derrotado al Eje, los Estados Unidos de Roosevelt y la
URSS de Stalin, eran, por diferentes razones, hostiles al viejo colonialismo,
aunque el anticomunismo norteamericano llevó muy pronto a Washington a
defender el conservadurismo en el tercer mundo.
No puede sorprender que fuera en Asia donde primero se quebró el viejo
sistema colonial. Siria y Líbano (posesiones francesas) consiguieron la independencia
en 1945; la India y Pakistán en 1947; Birmania, Ceilán (Sri Lanka),
Palestina (Israel) y las Indias Orientales Holandesas (Indonesia) en
1948. En 1946 los Estados Unidos habían concedido la independencia oficial
a Filipinas, ocupada por ellos desde 1898 y, naturalmente, el imperio japonés
desapareció en 1945. La zona islámica del norte de África estaba ya en
plena efervescencia, pero no se había llegado aún al punto de ruptura. En
cambio, la situación era relativamente tranquila en la mayor parte del África
subsahariana y en las islas del Caribe y del Pacífico. Sólo en algunas zonas
del sureste asiático encontró seria resistencia el proceso de descolonización
política, particularmente en la Indochina francesa (correspondiente en la
actualidad a Vietnam, Camboya y Laos), donde el movimiento comunista
de resistencia, a cuyo frente se hallaba el gran Ho Chi Minh, declaró la independencia
después de la liberación. Los franceses, apoyados por Gran
Bretaña y, en una fase posterior, por Estados Unidos, llevaron a cabo un
desesperado contraataque para reconquistar y conservar el país frente a la
5. Por razones que no están claras, el término «asiático» sólo comenzó a utilizarse
corrientemente después de la segunda guerra mundial.
EL FIN DE LOS IMPERIOS 221
revolución victoriosa. Fueron derrotados y obligados a retirarse en 1954,
pero Estados Unidos impidió la unificación del país e instaló un régimen
satélite en la parte meridional del Vietnam dividido. El inminente hundimiento
de ese régimen llevó a los Estados Unidos a intervenir en Vietnam, en
una guerra que duró diez años y que terminó con su derrota y su retirada
en 1975, después de haber lanzado sobre ese malhadado país más bombas de
las que se habían utilizado en toda la segunda guerra mundial.
La resistencia fue más desigual en el resto del sureste asiático. Los holandeses
(que tuvieron más éxito que los británicos en la descolonización de su
imperio indio, sin necesidad de dividirlo) no eran lo bastante fuertes como
para mantener la potencia militar necesaria en el extenso archipiélago indonesio,
la mayor parte de cuyas islas los habrían apoyado para contrarrestar el
predominio de Java, con sus cincuenta y cinco millones de habitantes. Abandonaron
ese proyecto cuando descubrieron que para Estados Unidos Indonesia
no era, a diferencia de Vietnam, un frente estratégico en la lucha contra el
comunismo mundial. En efecto, los nuevos nacionalistas indonesios no sólo
no eran de inspiración comunista, sino que en 1948 sofocaron una insurrección
del Partido Comunista. Este episodio convenció a Estados Unidos de que
la fuerza militar holandesa debía utilizarse en Europa contra la supuesta amenaza
soviética, y no para mantener su imperio. Así pues, los holandeses sólo
conservaron un enclave colonial en la mitad occidental de la gran isla melanésica
de Nueva Guinea, que se incorporó también a Indonesia en los años
sesenta. En cuanto a Malaysia, Gran Bretaña se encontró con un doble problema:
por un lado, el que planteaban los sultanes tradicionales, que habían
prosperado en el imperio, y por otro, el derivado de la existencia de dos
comunidades diferentes y mutuamente enfrentadas, los malayos y los chinos,
cada una de ellas radicalizada en una dirección diferente; los chinos bajo la
influencia del Partido Comunista, que había alcanzado una posición preeminente
como única fuerza que se oponía a los japoneses. Una vez iniciada la
guerra fría, no cabía pensar en modo alguno en permitir que los comunistas,
y menos aún los chinos, ocuparan el poder en una ex colonia, pero lo cierto
es que desde 1948 los británicos necesitaron doce años, un ejército de cincuenta
mil hombres, una fuerza de policía de sesenta mil y una guarnición de
doscientos mil soldados para vencer en la guerra de guerrillas instigada principalmente
por los chinos. Cabe preguntarse si en el caso de que el estaño y
el caucho de Malaysia no hubieran sido una fuente de dólares tan importante,
que garantizaba la estabilidad de la libra esterlina, Gran Bretaña habría mostrado
la misma disposición a afrontar el costo de esas operaciones. Lo cierto
es que la descolonización de Malaysia habría sido, en cualquier caso, una operación
compleja y que no se produjo (para satisfacción de los conservadores
malayos y de los millonarios chinos) hasta 1957. En 1965, la isla de Singapur,
de población mayoritariamente china, se separó para constituir una ciudad-
estado independiente y muy rica.
Su larga experiencia en la India había enseñado a Gran Bretaña algo que
no sabían franceses y holandeses: cuando surgía un movimiento nacionalista
2 22 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
importante, la renuncia al poder formal era la única forma de seguir disfrutando
las ventajas del imperio. Los británicos se retiraron del subcontinente
indio en 1947, antes de que resultara evidente que ya no podían controlarlo,
y lo hicieron sin oponer la menor resistencia. También Ceilán (que en 1972
tomó el nombre de Sri Lanka) y Birmania obtuvieron la independencia, la
primera con una agradable sensación de sorpresa y la segunda con más vacilación,
dado que los nacionalistas birmanos, aunque dirigidos por una Liga
Antifascista de Liberación del Pueblo, también habían cooperado con los
japoneses. De hecho, la hostilidad de Birmania contra Gran Bretaña era tan
intensa que de todas las posesiones británicas descolonizadas fue la única
que se negó inmediatamente a integrarse en la Commonwealth, una forma de
asociación laxa mediante la cual Londres intentaba mantener al menos el
recuerdo del imperio. La decisión de Birmania se adelantó incluso a la de los
irlandeses, que en el mismo año convirtieron a Irlanda en una república no
integrada en la Commonwealth. Aunque la retirada rápida y pacífica de Gran
Bretaña de ese sector del planeta, el más extenso que haya estado nunca
sometido y administrado por un conquistador extranjero, hay que acreditarla
en el haber del gobierno laborista que entró en funciones al terminar la
segunda guerra mundial, no se puede afirmar que fuera un éxito rotundo, ya
que se consiguió al precio de una sangrienta división de la India en dos estados
(uno musulmán, Pakistán, y otro, la India, en su gran mayoría hindú,
aunque no fuera un estado confesional), en el curso de la cual varios centenares
de miles de personas murieron a manos de sus oponentes religiosos, y
varios millones más tuvieron que abandonar su terruño ancestral para asentarse
en lo que se había convertido en un país extranjero. Desde luego eso no
figuraba en los planes ni del nacionalismo indio, ni de los movimientos
musulmanes, ni en el de los gobernantes imperiales.
El proceso por el que llegó a hacerse realidad la idea de un «Pakistán»
separado, un nombre y un concepto inventados por unos estudiantes en 1932-
1933, continúa intrigando tanto a los estudiosos de la historia como a aquellos
a quienes les gusta pensar qué habría ocurrido si las cosas hubieran sido
de otro modo. La perspectiva del tiempo permite afirmar que la división de
la India en función de parámetros religiosos creó un precedente siniestro para
el futuro del mundo, de modo que es necesario explicarlo. En cierto sentido
no fue culpa de nadie, o lo fue de todo el mundo. En las elecciones celebradas
tras la entrada en vigor de la Constitución de 1935 había triunfado el
Congreso, incluso en la mayor parte de las zonas musulmanas, y la Liga
Musulmana, partido nacional que se arrogaba la representación de la comunidad
minoritaria, había obtenido unos pobres resultados. El ascenso del
Congreso Nacional Indio, laico y no sectario, hizo que muchos musulmanes,
la mayor parte de los cuales (como la mayoría de los hindúes) no tenían todavía
derecho de voto, recelaran del poder hindú, pues parecía lógico que fueran
hindúes la mayoría de los líderes del Congreso en un país predominantemente
hindú. En lugar de admitir esos temores y conceder a los musulmanes
una representación especial, las elecciones parecieron reforzar la pretensión
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 2 3
del Congreso de ser el único partido nacional que representaba tanto a los
hindúes como a los musulmanes. Eso fue lo que indujo a la Liga Musulmana,
conducida por su formidable líder Muhammad Ali Jinnah, a romper con
el Congreso y avanzar por la senda que podía llevar al separatismo. No obstante,
no fue hasta 1940 cuando Jinnah dejó de oponerse a la creación de un
estado musulmán separado.
Fue la guerra la que produjo la ruptura de la India en dos mitades. En cierto
sentido, este fue el último gran triunfo del raj británico y, al mismo tiempo, su
último suspiro. Por última vez el raj movilizó los recursos humanos y económicos
de la India para ponerlos al servicio de una guerra británica, en
mayor escala aún que en 1914-1918, y en esta ocasión contra la oposición de
las masas que se alineaban con un partido de liberación nacional, y —a diferencia
de lo ocurrido en la primera guerra mundial— contra la inminente
invasión militar de Japón. Se consiguió un éxito sorprendente, pero el precio
que hubo que pagar fue muy elevado. La oposición del Congreso a la guerra
determinó que sus dirigentes quedaran al margen de la política y, desde 1942,
en prisión. Las dificultades inherentes a la economía de guerra enajenaron al
raj el apoyo de importantes grupos de musulmanes, particularmente en el
Punjab, y los aproximaron a la Liga Musulmana, que adquirió la condición de
un movimiento de masas en el mismo momento en que el gobierno de Delhi,
llevado del temor de que el Congreso pudiera sabotear el esfuerzo de guerra,
utilizaba de forma deliberada y sistemática la rivalidad entre las comunidades
hindú y musulmana para inmovilizar al movimiento nacionalista. En este caso
puede decirse que Gran Bretaña aplicó la máxima de «divide y vencerás». En
su último intento desesperado por ganar la guerra, el raj no sólo se destruyó a
sí mismo sino que acabó con lo que lo legitimaba moralmente: el proyecto de
lograr un subcontinente indio unido en el que sus múltiples comunidades
pudieran coexistir en una paz relativa bajo la misma administración y el mismo
ordenamiento jurídico. Cuando concluyó la guerra resultó imposible dar
marcha atrás al motor de una política confesionalista.
Con la excepción de Indochina, el proceso de descolonización estaba ya
concluido en Asia en 1950. Mientras tanto, la región musulmana occidental,
desde Persia (Irán) a Marruecos, experimentó una transformación impulsada
por una serie de movimientos populares, golpes revolucionarios e insurrecciones,
que comenzaron con la nacionalización de las compañías petrolíferas
occidentales en Irán (1951) y la implantación del populismo con Muhammad
Mussadiq (1880-1967) y el apoyo del poderoso Partido Tude (comunista).
(No puede sorprender que los partidos comunistas del Próximo Oriente
adquirieran cierta influencia a raíz de la gran victoria soviética.) Mussadiq
seria derrocado en 1953 como consecuencia de un golpe preparado por el servicio
secreto anglonorteamericano. La revolución de los Oficiales Libres en
Egipto (1952), dirigida por Gamal Abdel Nasser (1918-1970), y el posterior
derrumbamiento de los regímenes dependientes de Occidente en Irak (1958)
y Siria fueron hechos irreversibles, aunque británicos y franceses, en colaboración
con el nuevo estado antiárabe de Israel, intentaron por todos los
2 2 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
medios aniquilar a Nasser en la guerra de Suez de 1956 (véase p. 360). En
cambio, Francia se opuso con energía al levantamiento de las fuerzas que
luchaban por la independencia nacional en Argelia (1954-1961), uno de esos
territorios, como Suráfrica y —en un sentido distinto— Israel, donde la
coexistencia de la población autóctona con un núcleo numeroso de colonos
europeos dificultaba la solución del problema de la descolonización. La guerra
de Argelia fue un conflicto sangriento que contribuyó a institucionalizar
la tortura en el ejército, la policía y las fuerzas de seguridad de unos países
que se declaraban civilizados. Popularizó la utilización de la tortura mediante
descargas eléctricas que se aplicaban en distintas zonas del cuerpo como la
lengua, los pezones y los genitales, y provocó la caída de la cuarta república
(1958) y casi la de la quinta (1961), antes de que Argelia consiguiera la independencia,
que el general De Gaulle había considerado inevitable hacía mucho
tiempo. Mientras tanto, el gobierno francés había negociado secretamente la
autonomía y la independencia (1956) de los otros dos protectorados que
poseía en el norte de África: Túnez (que se convirtió en una república) y
Marruecos (que siguió siendo una monarquía). Ese mismo año Gran Bretaña
se desprendió tranquilamente de Sudán, cuyo mantenimiento como colonia
era insostenible desde que perdiera el control sobre Egipto.
Es difícil decir con certeza cuándo comprendieron los viejos imperios
que la era del imperialismo había concluido definitivamente. Visto desde la
actualidad, el intento de Gran Bretaña y de Francia de reafirmar su posición
como potencias imperialistas en la aventura del canal de Suez de 1956 parece
más claramente condenado al fracaso de lo que debieron pensar los
gobiernos de Londres y París que proyectaron esa operación militar para acabar
con el gobierno egipcio revolucionario del coronel Nasser, en una acción
concertada con Israel. El episodio constituyó un sonoro fracaso (salvo desde
el punto de vista de Israel), tanto más ridículo por la combinación de indecisión
y falta de sinceridad de que hizo gala el primer ministro británico Anthony
Edén. La operación —que, apenas iniciada, tuvo que ser cancelada
bajo la presión de Estados Unidos— inclinó a Egipto hacia la URSS y terminó
para siempre con lo que se ha llamado «el momento de Gran Bretaña
en el Próximo Oriente», es decir, la época de hegemonía británica incontestable
en la región, iniciada en 1918.
Sea como fuere, a finales de los años cincuenta los viejos imperios eran
conscientes de la necesidad de liquidar el colonialismo formal. Sólo Portugal
continuaba resistiéndose, porque la economía de la metrópoli, atrasada y aislada
políticamente, no podía permitirse el neocolonialismo. Necesitaba explotar
sus recursos africanos y, como su economía no era competitiva, sólo podía
hacerlo mediante el control directo. Suráfrica y Rodesia del Sur, los dos estados
africanos en los que existía un importante núcleo de colonos de raza blanca
(aparte de Kenia), se negaron también a seguir la senda que desembocaría
inevitablemente en el establecimiento de unos regímenes dominados por la
población africana, y para evitar ese destino Rodesia del Sur se declaró independiente
de Gran Bretaña (1965). Sin embargo, París, Londres y Bruselas (el
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 25
Congo belga) decidieron que la concesión voluntaria de la independencia formal
y el mantenimiento de la dependencia económica y cultural eran preferibles
a una larga lucha que probablemente desembocaría en la independencia
y el establecimiento de regímenes de izquierdas. Únicamente en Kenia se
produjo una importante insurrección popular y se inició una guerra de guerrillas,
aunque sólo participaron en ella algunos sectores de una etnia local, los
kikuyu (el llamado movimiento Mau-Mau, 1952-1956). En todos los demás
lugares, se practicó con éxito la política de descolonización profiláctica,
excepto en el Congo belga, donde muy pronto degeneró en anarquía, guerra
civil e intervención internacional. Por lo que respecta al África británica,
en 1957 se concedió la independencia a Costa de Oro (la actual Ghana), donde
ya existía un partido de masas conducido por un valioso político e intelectual
panafricanista llamado Kwame Nkrumah. En el África francesa, Guinea
fue abocada a una independencia prematura y empobrecida en 1958, cuando
su líder, Sekou Touré, se negó a integrarse en una «Comunidad Francesa»
ofrecida por De Gaulle, que conjugaba la autonomía con una dependencia
estricta de la economía francesa y, por ende, fue el primero de los líderes africanos
negros que se vio obligado a buscar ayuda en Moscú. Casi todas las restantes
colonias británicas, francesas y belgas de África obtuvieron la independencia
en 1960-1962, y el resto poco después. Sólo Portugal y los estados que
los colonos blancos habían declarado independientes se resistieron a seguir
esa tendencia.
Las posesiones británicas más extensas del Caribe fueron descolonizadas
sin disturbios en los años sesenta; las islas más pequeñas, a intervalos desde
ese momento hasta 1981, las del índico y el Pacífico, a finales de los años
sesenta y durante la década de los setenta. De hecho en 1970 ningún territorio
de gran extensión continuaba bajo la administración directa de las antiguas
potencias coloniales o de los regímenes controlados por sus colonos,
excepto en el centro y sur de África y, naturalmente, en Vietnam, donde en
ese momento rugían las armas. La era imperialista había llegado a su fin.
Setenta y cinco años antes el imperialismo parecía indestructible e incluso
treinta años antes afectaba a la mayor parte de los pueblos del planeta. El
imperialismo, un elemento irrecuperable del pasado, pasó a formar parte de
los recuerdos literarios y cinematográficos idealizados de los antiguos estados
imperiales, cuando una nueva generación de escritores autóctonos de los
antiguos países coloniales comenzaron su creación literaria al iniciarse el
período de la independencia.

Los anarquistas no son infiltrados ni vándalos; luchan apoyando todas las batallas del pueblo

1. Parodiando, pero con gran respeto al Marx de 1847, hoy podría
escribirse: Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del anarquismo.
Todas las fuerzas del universo de viejos, conservadores y burócratas:
los empresarios de los medios de información, el Papa, los gobiernos
yanquis, los partidos políticos de la derecha a la centro-izquierda y
todo tipo de grandes propietarios; los políticos, familias ricas, la
Iglesia, la escuela, todas las instituciones de gobierno y privadas
tienen miedo de perder sus grandes propiedades, se han unido en santa
cruzada para acosar a los anarquistas por ser jóvenes, autónomos y
valientes. Pero los anarquistas declaran que son simplemente dignos y
rebeldes contra la gran propiedad, contra los políticos oportunistas y
ladrones, contra el despilfarro capitalista que no atiende las
necesidades del pueblo.

2. En México Marcelo Ebrard, de la escuela de Carlos Salinas y Manuel
Camacho del PRI, junto con los del PRD de los Zambrano y Ortega de la
escuela de Talamantes del PST, (sin necesidad, porque ya son bien
conocidos por su oportunismo) han salido rápidamente a deslindarse “de
los actos de barbarie” de los jóvenes luchadores sociales anarquistas,
estudiantes y profesores, que se enfrentaron ayer sábado a los 10 mil
militares que construyeron un cerco de más de un kilómetro de diámetro
a la redonda para proteger la toma de posesión de un gobernante (Peña
Nieto). Ebrard y los Chuchos, muy oportunistas –incluso más que la
extrema derecha- han pedido castigo ejemplar contra los jóvenes
perseguidos, golpeados y baleados que rompieron vidrios en su retirada.
Pero las batallas han sido más grandes en Jalisco, Monterrey, Jalapa y
otros estados.

3. Los PRI, PAN, PRD, empresarios, medios de información y sus
seguidores, odian a los anarquistas porque no están dispuestos a
venderse a políticos y capitalistas. Los persiguen, encarcelan y
asesinan porque no quieren afiliarse a algún gobierno, partido u
organización y porque muchos se cubren el rostro para evitar ser
encarcelados. ¿Se puede olvidar que los indígenas zapatistas y los
luchadores de todo el mundo sólo así –con el rostro cubierto- pueden
luchar en las calles ante decenas de miles de milicos (también
encapuchados) que los persiguen? Los priístas, panistas y perredistas
no necesitan cubrirse porque tienen a sus órdenes a personas que
trabajan y saquean las riquezas por ellos. Si en el mundo estuvieran
–como debería ser- los millonarios, verdaderos ladrones, explotadores y
asesinos en la cárcel, nadie escondería la cara de la justicia.

4. Cuando en el país despierte el “México bronco” las cosas van a estar
peor (mil veces más que ayer) para los millonarios que cuidan sus
enormes riquezas y los gobiernos que dilapidan cientos de miles de
millones de pesos en adornos y obras suntuarias mientras el pueblo
muere de hambre sin trabajo y sin ingresos. Las calles y fachadas del
centro la ciudad de México y su Alameda, así como Guadalajara,
Monterrey, Mérida y otras ciudades, están de lujo y reacondicionadas;
son obras de relumbrón –muy notables por políticas- que el pueblo
hambriento paga con su dinero. ¿Cuántas fuentes de trabajo permanente
se han abierto para reducir el porcentaje del número de pobres y
miserables? Por el contrario, como en el gobierno de Felipe Calderón el
desempleo, la emigración, la miseria creció enormemente.

5. ¿Por qué luchan los anarquistas en el mundo apoyando las batallas de
los indígenas, campesinos, obreros, ciudadanos, contra el armamentismo
y la guerra? Porque ellos no tienen fronteras ni patria, pero tampoco
una filiación partidaria o de organizaciones. Ellos luchan contra la
explotación y opresión donde esta se encuentre. No son profesores,
obreros, estudiantes, electricistas, campesinos o mujeres, pero apoyan
todas las luchas sin ser invitados porque no son gremialistas ni
egocéntricos con intereses particulares. Ellos están por la igualdad y
la justicia y como seres humanos se encuentran en todas partes y jamás
buscan poder o dinero. Ellos también persiguen la paz, pero no la de
los sepulcros para cuando todos estén muertos. Pero lo más importante
es que están contra todo poder: político, económico, académicos y
cultural porque batallan por la igualdad.

6. Nadie quiere a los anarquistas porque destruyen todos los teatros
armados por los farsantes. Dado que no buscan ni un poder y, al
contrario, los combaten, los anarquistas dejan que las luchas avancen y
ponen todo su corazón en ellas, pero apenas se cercioran o se aseguran
de las malas cosas las denuncian. Los anarquistas avanzan –como lo han
hecho los jóvenes desde los años sesenta en todo el mundo- pero nunca
triunfan porque sus luchas son de toda la vida. Están continuamente
revisando los que sucede en el mundo, observando, luchando, gozando sus
pensamientos, construyendo utopías, pero sin creer en la organización
que lleva a la centralización y al poder. Si buscas dinero, prestigio y
poder no pienses en el anarquismo; métete a los partidos políticos, a
los negocios o al gremio empresarial y entonces te harás millonario.
(2/XII/12)

Los Derechos Humanos como campo de luchas por la diversidad humana: Un análisis desde la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos

Los Derechos Humanos como campo de luchas por la diversidad humana: Un análisis desde la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos1

Resumen
La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos. Sin embargo, existen muchas y poderosas razones para cuestionar la supuesta universalidad atribuida a los derechos humanos. El objetivo principal de este artículo es el de realizar una crítica a la concepción universalista de los derechos humanos a la luz de las aportaciones de la sociología de Boaventura de Sousa Santos. Este autor plantea, a partir de diálogos interculturales sobre las diferentes concepciones de la dignidad humana, una reconstrucción cosmopolita y emancipadora de los derechos humanos que sea capaz de evitar sus actuales sesgos eurocéntricos y responder a las exigencias de nuestras sociedades culturalmente pluralistas y democráticas.
Palabras clave: derechos humanos, globalización hegemónica, globalización
contrahegemónica, diálogo intercultural, emancipación social.

Human Rights as a Battle Field for Human Diversity: An Analysis
Based on the Critical Sociology of Boaventura de Sousa Santos

Abstract
The Universal Declaration of Human Rights establishes that all human beings are equal
in dignity and rights. However, there are many and powerful reasons to question the
supposed universality attributed to human rights. The principal objective of this article
is to carry out a criticism of the Universalist conception of human rights under the
light of the contributions of the sociology of Boaventura de Sousa Santos. This author
proposes, based on intercultural dialogues about the different concepts of human dignity,
a cosmopolitan and emancipatory reconstruction of human rights that is capable of
avoiding its current Eurocentric slants and responding to the demands of our culturally
pluralist and democratic societies.
Keywords: human rights, hegemonic globalization, counterhegemonic globalization,
intercultural dialogue, social emancipation.
Os Direitos Humanos como campo de luta pela diversidade. Uma
análise a partir da sociologia crítica de Boaventura de Sousa Santos
Resumo
A Declaração Universal dos Direitos Humanos estabelece que todos os seres humanos
são iguais em dignidade e direitos. No entanto, existem muitas razões poderosas para
questionar a suposta universalidade atribuída aos Direitos Humanos. O objetivo principal
desse artigo é fazer uma crítica à concepção universalista dos Direitos Humanos à luz
das contribuições da sociologia de Boaventura de Sousa Santos. A partir dos diálogos
interculturais sobre as diferentes concepções de dignidade humana, este autor propõe
uma reconstrução cosmopolita e emancipada dos Direitos Humanos capaz de evitar
seus atuais vieses eurocêntricos para responder às exigências das nossas sociedades
culturalmente pluralistas e democráticas.
Palavras-chave: Direitos Humanos, globalização hegemônica, globalização contra-
hegemônica, diálogo intercultural, emancipação social.
No se debe defender ni el universalismo ni el relativismo,
sino más bien el cosmopolitismo, es decir, la globalización de
las preocupaciones morales y políticas y las luchas contra la
opresión y el sufrimiento humanos
Santos (2000: 273)

Introducción: una sociología crítica y emancipadora

Con sus reflexiones filosófico–políticas sobre el problema del mal y la
violencia totalitaria Hannah Arendt nos enseñó la importancia que la
actividad de pensar autónomamente tiene a la hora de prevenir o evitar
el enorme daño que unos seres humanos son capaces infligir a otros. Al
acuñar el concepto de «banalidad del mal», la filósofa política alemana
denunció cómo la «pura y simple irreflexión» (Arendt, 2004:418) sobre
lo que uno mismo está haciendo puede bloquear la capacidad humana
de sentir horror e indignación ante cualquier manifestación pública de
terror y monstruosidad.

Según Arendt, fue justamente este déficit de
pensamiento reflexivo la razón principal que llevó al criminal nazi Adolf
Eichmann a adoptar un asombroso y cómplice automatismo como
pauta de comportamiento. Tal y como lo describe la propia Arendt, que
en 1961, cubriendo la noticia para el rotativo New Yorker, presenció en
Jerusalén el juicio contra el que fuera Teniente Coronel de las SS, éste no
era un hombre con motivaciones especialmente perversas ni ambiciones
demoníacas, sino una persona normal, «totalmente corriente» (Arendt,
2002:30), que incluso demostraba una actitud ejemplar hacia su familia
y cumplía escrupulosamente con su función dentro del engranaje nazi:
la de gestionar la deportación de miles de judíos hacia los campos de
exterminio. ¿Cuál fue entonces el mal que cometió? No haberse atrevido
a pensar por sí mismo mediante un juicio reflexivo sobre el por qué y
el para qué de sus actos. Mientras desempeñó sus responsabilidades,
Eichmann ejecutó siempre con obediencia ciega los imperativos de un
régimen político y social que consideraba legítimo e incuestionable,
se limitaba simplemente a aplicarlos con lealtad, sin poner nunca en
causa su contenido. Se sumió así en una atrofiante, estúpida y cómoda
pereza mental que le hizo abdicar del ejercicio de pensar libremente y, en
consecuencia, de criticar el mal banal y absurdo causado con su actitud.
Convencido como está de que la capacidad de espanto, de indignación
moral y de inconformismo social frente a lo establecido constituyen el ethos
necesario para combatir la inercia mental, la indiferencia y el comodismo,
o lo que es lo mismo, la irresponsable «ausencia de pensamiento»
denunciada por Hannah Arendt (2002:31), Boaventura de Sousa Santos
ha manifestado en reiteradas ocasiones la urgente necesidad que tienen
las sociedades contemporáneas de desarrollar un pensamiento crítico
y emancipador capaz de anular el impacto que sobre la frágil condición
humana provocan la brutalidad y la violencia trivializadas.

El concepto epistemológico central que Boaventura de Sousa Santos
(2003:44; 2005a:152) elabora para referirse a la ausencia del pensamiento
reflexivo que según él se ha instalado no sólo en la vida social e individual
contemporánea, sino también en muchas de las teorías y prácticas
metodológicas de las actuales ciencias sociales occidentales, es el de
«razón indolente», que recupera de los escritos del filósofo alemán Gottfried
Leibniz.

Esta idea le sirve de fundamento para construir todo su aparato
teórico y conceptual. Con ella el sociólogo portugués se refiere a una
forma específica de racionalidad que aparece en el contexto del paradigma
sociocultural configurado en la Europa Occidental a partir del siglo XV,
más conocido como modernidad occidental y que se vuelve dominante a
partir del siglo XVIII, con fenómenos como las revoluciones industriales, el
desarrollo del capitalismo industrial urbano, la consolidación en Europa
y América del Norte del Estado liberal–burgués y el auge del colonialismo
y el imperialismo europeos.

La razón indolente posee una doble y simultánea condición: es perezosa
y olvidadiza. Es perezosa porque es una razón cargada de arrogancia y
narcisismo que tiende a evitar el ejercicio de autocrítica. Es propensa,
por tanto, a rechazar el cambio de rutinas y hábitos cayendo en una
autocomplacencia conservadora que no se toma en serio el trabajo de
imaginar nuevas y mejores alternativas para la sociedad, sino que,
en su pasividad, es partidaria de mantener e incluso radicalizar el
presente para que todo permanezca tal y como está. Es olvidadiza
porque reduce su comprensión del mundo a la comprensión occidental
del mundo, no reconociendo más experiencias que las que obedecen a
parámetros occidentales.

A este respecto, una manifestación particular
de la racionalidad indolente es la que Santos (2005a:153) llama «razón
metonímica», aquella que, tomando una parte de la realidad por el
todo, se autoproclama una razón completa y definitiva, poseedora de la
verdad universal y absoluta. El resultado de estas consideraciones es
una racionalidad apática y excluyente que produce no existencia masiva,
es decir, invisibiliza, margina y desperdicia fragmentos de experiencia
social y cultural, así como a los grupos humanos que los producen.
Para combatir los efectos del modelo hegemónico de racionalidad el
sociólogo portugués declara su propósito de construir una nueva
una sociología, que califica de «crítica». Por «sociología crítica» Santos
entiende, literalmente:
Toda sociología que no reduce la «realidad» a lo que de hecho
existe. La realidad, cualquiera que sea el modo como es
concebida, es considerada por la sociología crítica como un
campo de posibilidades y, precisamente, la tarea de la teoría
que informa nuestro análisis consiste en definir y analizar el
ámbito de variaciones y de potencialidades más allá de lo que
está empíricamente dado (Santos, 2001a:3).

En consecuencia, la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos
consiste en la elaboración de un conjunto de enunciados epistemológicos
y métodos de investigación que trata de transmitir información sobre
lo que existe, pero muy especialmente, sobre lo que no existe.

Esta operación epistemológica, que puede definirse como una ampliación
del campo de observación empírica de las ciencias sociales, de sus
fronteras y métodos, Santos la realiza no sólo con la intención de
rescatar alternativas que el pensamiento indolente lanzó al cubo de la
basura cultural, sino también, y fundamentalmente, para examinar sus
potencialidades de emancipación. Su proyecto teórico, en pocas palabras,
puede concebirse como un intento de ofrecer una interpretación de la
realidad que evite el reduccionismo y el etnocentrismo, actitudes que
acotan todo a un solo punto de vista considerado correcto y rechazan
la consideración positiva de una de las características esenciales de la
especie humana: la antropodiversidad, la diversidad cultural y humana.
Sin dejar de ser rigurosa en la aplicación de técnicas de investigación
que proporcionen un tratamiento adecuado de su objeto de estudio,
la sociología crítica de Santos rehusa aceptar las nociones positivistas
de neutralidad e imparcialidad axiológicas. En su lugar, permite que
el investigador o filósofo social, como ciudadano que es, adopte una
posición política explícita y asuma un fuerte compromiso ético ante
el malestar humano provocado por los problemas políticos, sociales y
económicos heredados de la modernidad occidental. Se trata, dadas
estas condiciones, de una sociología orientada a la transformación social
progresista, pues no se limita a aplicar procedimientos e instrumentos
para realizar un análisis de las estructuras de poder, dominación,
alienación, exclusión y desigualdad enraizadas en la realidad social
contemporánea, sino que también elabora conceptos y metodologías
destinadas a fundar una nueva racionalidad social que ponga las bases
para el establecimiento de un modelo social alternativo. Este nuevo
modelo de racionalidad transformadora, que Santos (2005a:153) llama
«racionalidad cosmopolita», pretende valorar la experiencia social de los
grupos explotados y oprimidos poniendo el énfasis en la recuperación de
los valores de la solidaridad y la emancipación social. El primero, en su
teoría social y política, hace referencia al reconocimiento recíproco de la
alteridad; el segundo, por su parte, apunta a la creación de relaciones
sociales más democráticas, es decir, más libres, justas e iguales.
El principal procedimiento epistemológico–político que Boaventura de
Sousa Santos diseña para llevar adelante su proyecto de transformación
social emancipadora es la «sociología de las ausencias» (2005a:160).
Consiste en un método de investigación «que intenta demostrar que lo que
no existe es, en verdad, activamente producido como no existente, esto
es, como una alternativa no creíble a lo que existe» (Santos, 2005a:160).
Siendo así, la sociología de las ausencias tiene el cometido fundamental
de rescatar y hacer visibles aquellos conocimientos y prácticas sociales
destruidas, desacreditadas o marginadas por la racionalidad indolente.
Aunque estos conocimientos y prácticas subalternas se encuentran
en una gran cantidad de áreas sociales diversas, Santos (2005a:172-
73) sintetiza en cinco los ámbitos en los que opera la sociología de las
ausencias. El primero es el ámbito de las experiencias de conocimientos,
referido a conflictos y diálogos posibles entre formas distintas de
conocimiento, como el diálogo entre el conocimiento indígena y el
conocimiento científico. El segundo lo constituyen las múltiples
experiencias de desarrollo, trabajo y producción alternativas al modo
de producción capitalista dominante. El tercer ámbito de acción está
formado por las experiencias de reconocimiento, que trata formas de
reconocimiento alternativas a los sistemas dominantes de clasificación
social, basados en la etnia, la clase social y el sexo, entre otros. El cuarto
lo componen las experiencias de democracia, entre las que la sociología
de las ausencias valora versiones de democracia diferentes al sistema
político predominante, la democracia liberal representativa. En quinto
y último lugar, está el ámbito de las experiencias de comunicación e
información, que remite al diálogo entre los medios de comunicación
globales y medios alternativos e independientes.
Teniendo en cuenta estas premisas, en este artículo pretendo reflexionar
sobre la producción social de ausencias en uno de los mayores elementos
constitutivos del ámbito de las experiencias de reconocimiento: los
derechos humanos. Al ser aplicada a los derechos humanos, la sociología
de las ausencias nos permite reflexionar sobre cuál es la apropiación y el
uso interesado que la razón indolente hace de ellos, revelando una serie
de ausencias significativas. Así, asumo como hipótesis de partida la idea
según la cual el aparente consenso sobre la universalidad de los derechos
humanos disfraza, en realidad, el hecho de que éstos constituyen un
campo3 de luchas materiales y simbólicas, un espacio de tensión y
conflicto atravesado por relaciones sociales e intereses divergentes.
En consecuencia, entiendo el campo de los derechos humanos como
un espacio social complejo en el que compiten entre sí agentes con
posiciones socialmente diferenciadas que son portadores de diversos
presupuestos epistemológicos, ontológicos, antropológicos y axiológicos
que contienen maneras distintas de conocer, sentir, actuar e interpretar
el mundo, el ser humano y la vida social. Así, por un lado, los derechos
humanos son utilizados por algunos de los agentes en conflicto como
estrategias homogeneizadoras para imponer las ambiciones hegemónicas
de determinadas formaciones culturales, constituyendo, en este caso,
3 Tomo el concepto de «campo» de cuerpo teórico del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Se trata
de un concepto referido a un espacio históricamente constituido, estructurado y relativamente
autónomo de relaciones sociales de fuerza en el que compiten agentes o instituciones con intereses
y posturas enfrentadas a fin de imponer el dominio de sus categorías de sentido y representación.
Es, por tanto, un espacio social de disputa simbólica y relaciones de poder.
fuerzas colonizadoras, un instrumento más de dominación sobre los
miembros de los grupos culturales subalternos. Pero también, por otro
lado, los derechos humanos se revelan como una categoría emancipadora
capaz de inspirar constelaciones de luchas políticas democráticas que
les permitan a los pueblos y grupos subalternos visibilizar sus prácticas
de resistencia, agrupándolas bajo una misma bandera.
Sostengo que bajo la actual fase del capitalismo global puede identificarse
la existencia de dos grandes concepciones rivales de los derechos
humanos cuya relación de oposición puede plantearse en términos de
hegemonía y contrahegemonía.4 La primera, que llamo derechos humanos
celebratorios, es la actual concepción hegemónica o dominante. Está
guiada por la razón indolente y se caracteriza básicamente por realizar
una comprensión que, a pesar de sus pretensiones de universalidad,
es parcial y selectiva, es decir, eurocéntrica y monocultural. Margina o
excluye, de este modo, categorías epistémicas que no sean las propias
de la cultura occidental y asume la convicción de que los derechos
humanos están bien tal y como están, instrumentalizándolos, en
ocasiones, de cara a la satisfacción de sus intereses político–económicos.
Se trata, por tanto, de una actitud conformista y conservadora.
El modelo opuesto o contrahegemónico, que llamo derechos humanos
de oposición, está fundado en la racionalidad cosmopolita de Santos.
Impugna los sesgos etnocéntricos de la concepción hegemónica y
propone reinventar los derechos humanos desde un ideal progresista y
emancipador que recupera los valores de la solidaridad, la igualdad, la
justicia, la autonomía y el respeto a la diversidad. Es un ideal que tiene
en cuenta las voces histórica y culturalmente silenciadas: las de las
mujeres, las de las minorías étnicas y sexuales, las de los empobrecidos
y la de la naturaleza, entre otras, y establece como principio normativo
el respeto por la diversidad antropológica del mundo.
Razón indolente, derechos humanos e «imperialismo humanitario»
La modernidad occidental, orientada por la lógica de la razón indolente,
fue, al mismo tiempo, un proceso cargado de tensiones y contradicciones.
Por un lado desplegó un impresionante y vasto arsenal de términos
4 Un tratamiento exhaustivo de los conceptos de «hegemonía» y «contrahegemonía» requeriría hacer
una génesis de estas nociones en la historia de la filosofía política occidental, desde las formulaciones
originales de Lenin y Gramsci hasta las de teóricos contemporáneos. Dado que esta empresa supera
los objetivos de este trabajo, me limitaré a decir que la hegemonía, tal y como la tematizó Gramsci,
engloba aspectos económicos, ideológicos, políticos, culturales y morales. Se trata del liderazgo o la
dominación cultural e ideológica de un grupo social sobre otro. La contrahegemonía, por su parte, en
términos generales, hace referencia a una colectividad heterogénea de individuos y grupos sociales
con un cierto grado de organización que lucha por transformar o alterar en clave liberadora las
estructuras sociales dominantes. El hecho de hablar de contrahegemonía, como su nombre indica,
señala que ésta no es una mera hegemonía alternativa, sino la respuesta de una colectivo subalterno
que expresa su oposición a la hegemonía existente mediante un proyecto social diferente que aspira
a convertirse en hegemónico, abriendo espacio a nuevas visiones del mundo.
y conceptos aparentemente destinados a promover la autonomía o
«mayoría de edad» de la razón humana, según la expresión de Kant
(1999:63). Ideas como dignidad humana, igualdad, libertad, fraternidad,
tolerancia, democracia, ciudadanía, paz, progreso y secularización,
entre otras, apuntan hacia esta dirección liberadora y emancipadora.
Sin embargo, y simultáneamente, la modernidad occidental también
desarrolló un conjunto de poderosos dispositivos sociopolíticos y
culturales de control y dominación: el colonialismo, el imperialismo,
el orientalismo, el racismo, el patriarcado heterosexista moderno, la
esclavitud y la explotación capitalista son algunos ejemplos. Ya lo
dejó escrito de manera brillante el filósofo alemán Walter Benjamin
(1982:182), cuando, destacando la estrecha conexión que existe entre
cultura y brutalidad, declaraba que «jamás se da un documento de
cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie».

Formalmente, éstas y otras prácticas sociales de subordinación han sido
condenadas con el paso del tiempo por los diversos tratados y legislaciones
nacionales e internacionales. Este hecho sucedió de manera sistemática
a escala internacional tras la Segunda Guerra Mundial, cuando en
1948 la Organización de Naciones Unidas (ONU) reconoció jurídicamente
y políticamente los derechos humanos, un conjunto significativo e
inalienable de derechos y libertades propias de toda la humanidad,
independientemente de las condiciones de vida cada individuo y de la
voluntad de aplicación de los Estados soberanos. Desde entonces y hasta
ahora, los derechos humanos se han convertido en unos de los pilares
fundamentales del sistema de relaciones internacionales, gozando entre
la comunidad internacional de una amplia aceptación fundada en un
consenso aparente sobre su validez y universalidad. En su discurso de
apertura de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, celebrada en
Viena en 1993, el ex Secretario General de la ONU, Boutros Boutros-Ghali
(1993), declaraba con orgullo que los derechos humanos constituían el
«lenguaje común de la humanidad», haciendo de ellos la bandera de un
proyecto común mundial.
Puede afirmarse, por tanto, que desde hace seis décadas vivimos inmersos
en la cultura de la proclamación, institucionalización y reconocimiento,
al menos formal, de los derechos humanos. No obstante, y al mismo
tiempo, formamos parte de una cultura que los viola de manera
constante y sistemática, muchas veces con la complicidad silenciosa
de los organismos internacionales supuestamente encargados de velar
por su cumplimiento. Existe, pues, una fuerte «discrepancia entre
principios y prácticas» (Santos, 2008a:186) que atraviesa los derechos
humanos. Esta distancia se expresa hoy día de diferentes modos:
invocación de valores ampliamente compartidos, como democracia,
derechos humanos, guerra contra el terrorismo y paz internacional,
para invadir un país y establecer su ocupación militar con el pretexto
de estar defendiendo dichos valores; violación de derechos civiles para
combatir el terrorismo; imposición de bloqueos económicos y violación
de derechos sociales; agravamiento de los procesos estructurales
de desigualdad y exclusión social y consecuente disminución de la
calidad de vida para la mayoría de la población mundial debido a la
concentración creciente de la riqueza en pocas manos.
Durante los primeros años del siglo XXI, aunque es un hecho que
también puede observarse desde finales de la década de 1990, a raíz
de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra el
World Trade Center de Nueva York, la hasta ahora principal potencia
hegemónica mundial, Estados Unidos, con el apoyo de los países aliados,
se ha servido en repetidas ocasiones de una retórica humanitaria para
justificar y legitimar acciones militares —técnicamente conocidas
como «intervenciones humanitarias»5— en aquellas áreas o zonas
de la geografía mundial que supuestamente pretende pacificar. Los
bombardeos de Kosovo en 1999 sin la autorización previa del Consejo
de Seguridad de la ONU por parte de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN), capitaneada por las fuerzas estadounidenses, el
lanzamiento en 1992 de proyectiles contra Somalia, la lluvia de misiles
en 1998 sobre presuntos objetivos terroristas en Sudán y Afganistán
en respuesta a los atentados contra embajadas estadounidenses, la
intervención armada en Afganistán (2001) y la todavía hoy duradera
ocupación militar de Iraq por las tropas estadounidenses son ejemplos
emblemáticos del oxímoron llamado «militarismo humanitario». El
resultado de estas «guerras humanitarias» cometidas en aras de la
democracia y los derechos humanos es de sobra conocido: un catálogo
espeluznante de crímenes, asesinatos masivos, torturas, terrorismo,
desplazamientos forzados y «efectos colaterales» sobre la sociedad civil.
Darfur, Abu Ghraib o Guantánamo son una muestra representativa.
Una idea común y ampliamente aceptada en la teoría de las relaciones
internacionales es aquella según la cual el principio de humanidad, una
especie de «imperativo humanitario» que exige la obligación moral de
prevenir o cesar violaciones de derechos humanos en cualquier parte
del planeta, indiscriminadamente de la nacionalidad, la religión, el sexo
o cualquier otra condición social o cultural de las víctimas, está basado
en una supuesta neutralidad en virtud de la cual es posible separar
las preocupaciones humanitarias de las cuestiones políticas. Según

5 Aunque el capítulo VII de la Carta de la ONU no ofrece una definición legal y explícita de este
concepto, cabe diferenciarlo de otros con los que podría confundirse, como asistencia humanitaria
o auxilio humanitario. Así, mientras que estos últimos son utilizados para referirse a algún tipo
de operación no militar, como el envío de medicación o alimentos a zonas en crisis, la intervención
humanitaria, en la teoría de las relaciones internacionales suele entenderse, en términos generales,
como aquel tipo de acción directa que, con el objetivo declarado de cesar o prevenir graves violaciones
de derechos humanos, implica el uso de la fuerza armada o medios coercitivos por parte de un
Estado o grupos de Estados más allá de sus fronteras territoriales y sin el permiso del Estado cuyo
territorio es objeto de la intervención.

este razonamiento, el militarismo humanitario no se fundamenta en
acciones con intereses políticos concretos, sino que responde a fines
meramente humanitarios orientados por los principios loables como la
paz, la seguridad y la justicia.

No son pocos, sin embargo, los teóricos actuales de las ciencias
sociales que han adoptado un punto de vista crítico radicalmente
diferente según el cual los casos de intervención «humanitaria» como
mecanismo de supuesta protección de los derechos humanos, la paz y
la seguridad internacional guardan relación con la persecución de algún
interés estratégico de las grandes potencias mundiales. El sociólogo
estadounidense James Petras (1986, 2000) habla de la existencia de
un nuevo y reciente imperialismo mundial cuyo principal ejecutor es el
Estado imperial de Estados Unidos. Según Petras, el sistema imperial
que gobierna el mundo puede definirse como un conjunto de procesos a
través de los cuales las agencias del gobierno estadounidense, por medio
del ejercicio de la coerción, la represión y la fuerza, favorecen la entrada
y el establecimiento del capital en determinados países, normalmente
pertenecientes a la periferia o semiperiferia del sistema mundial.
Desde esta óptica, el estado imperial estadounidense es concebido por
Petras (1986:19) como «el conjunto de agencias y órganos ejecutivos
encargados de promover y proteger la expansión del capital, más allá
de las fronteras estatales, por la comunidad corporativa multinacional
cuya sede se encuentra en el centro imperial». La principal función
política del Estado estadounidense es la de crear a escala mundial las
condiciones favorables para la acumulación de capital. Para Petras
(2000:246), la globalización capitalista en desarrollo desde las últimas
décadas del siglo XX es la manifestación más actual y descarada del
imperialismo contemporáneo. De hecho, una estrategia clave de la que
se sirve este mecanismo de poder y dominación es la globalización de
las intervenciones militares «humanitarias».
También el geógrafo social británico David Harvey, desde otros parámetros
de análisis, habla en sus estudios de un nuevo fenómeno imperialista.
Harvey (2004:39) atribuye la expansión global del poder estadounidense
a una forma particular de imperialismo, el «imperialismo capitalista»,
caracterizado por la fusión de dos lógicas de poder que, aunque diferentes,
se entrelazan de forma compleja: la lógica capitalista y la lógica territorial
o geopolítica. La primera, preeminente, se refiere a los procesos de
acumulación a través de los cuales volátiles flujos de poder económico
recorren el espacio y el tiempo de áreas geográficas, mientras que la
segunda hace referencia al conjunto de estrategias ideológicas, políticas,
diplomáticas y militares que los Estados utilizan para llevar a término sus
intereses y mantener o aumentar su hegemonía en el sistema mundial.
Harvey (2004:116 ss.) analiza el funcionamiento del imperialismo
capitalista desde el fenómeno que llama «acumulación por desposesión»,
una reformulación del concepto marxista de acumulación primitiva del
capital. Se trata de un proceso a través del cual el gran capital privado
promueve su expansión a escala global empleando antiguos y nuevos
métodos e instrumentos para difundir la violencia, la explotación, el
pillaje, el fraude y la subordinación. Todo ello en nombre de los intereses
corporativos de grupos económicos privados que buscan penetrar e
interferir en la dinámica de otras sociedades, así como mercantilizar
derechos sociales consagrados, como la salud, la educación y la vivienda
pública, entre otros.

Privatización de los bienes públicos comunitarios,
mercantilización del conocimiento, la tierra y las relaciones sociales,
financierización de la economía y redistribución estatal desigual son los
rasgos básicos de la acumulación capitalista por desposesión.

La acumulación por desposesión de Harvey es uno de los principales
mecanismos utilizados para el establecimiento del nuevo orden
capitalista mundial configurado tras el final de la Guerra Fría. Éste
se caracteriza fundamentalmente por el paso del capitalismo regulado
al capitalismo global neoliberal (Riutort, 2001:47-54). En términos
generales, el neoliberalismo puede definirse como una ideología
economicista traducida en un conjunto de políticas públicas y reformas
institucionales que cobran dimensión mundial a partir de la década
de 1980, al ser adoptadas por muchos de los países centrales, aunque
también por gran parte de los países periféricos y semiperiféricos. Su
principal objetivo es el de convertir al libre mercado en el principal
y casi único generador de interacciones humanas. El llamado
Consenso de Washington (1989) y su homólogo europeo, el Tratado de
Maastricht (1992), reflejan con nitidez la ortodoxia neoliberal: énfasis
en la liberalización y globalización de mercados, desregulación de la
economía, privatización, minimalismo estatal, desmantelamiento del
Estado del Bienestar, individualismo social y preeminencia de los
derechos individuales de propiedad privada.
De este modo, en el escenario mundial de finales del siglo XX y principios
del XXI, los derechos humanos y junto a ellos, la paz y la democracia,
han sido frecuentemente utilizados como un instrumento ideológico
más al servicio del poder económico y militar hegemónico, que los
convierte en un mecanismo para legitimar el avance social mundial del
neoliberalismo y las múltiples opresiones que este sistema produce. El
filósofo y analista político belga Jean Bricmont (2008) ha calificado este
fenómeno como «imperialismo humanitario».
La apropiación neoliberal de los derechos humanos hace que éstos se
ven despojados de todo su sentido ético, antropológico y emancipador
a favor de una fundamentación puramente económica que privilegia el
predominio de los derechos individuales liberales, particularmente el
derecho de propiedad privada. La sociedad, en este marco, se concibe
idealmente como una sociedad de mercado que reduce al ser humano
a las dos dimensiones características del pensamiento económico
liberal: el homo oeconomicus, el individuo atomizado que por medio
de la razón instrumental persigue el máximo beneficio, y aquello que
el psicólogo social Erich Fromm (1980:257) llama homo consumens,
el ser humano consagrado no sólo a la posesión, sino sobre todo el
consumo individualista creciente.
Ante este estado de cosas, uno de los desafíos más urgentes de la
filosofía política y las ciencias sociales contemporáneas es el de analizar
críticamente la concepción hegemónica y el uso dominante que los
principales agentes de la globalización neoliberal han hecho de los
derechos humanos, mostrando la falsa universalidad una concepción
impregnada de ecos coloniales, observables en la arrogancia de quien
proclama la superioridad moral y cultural de Occidente, alimentando
el choque y la rivalidad entre civilizaciones, en la estrecha perspectiva
de quienes reivindican unas determinas raíces religiosas sin atender a
la pluralidad de raíces culturales y religiosas que tanto han contribuido
y contribuyen a construir la cultura de los derechos humanos o
en el cinismo de quien los utiliza como argumento para legitimar
intervenciones humanitarias de carácter imperialista. A tal efecto, con
el objetivo de comprender el lugar y la importancia que la reflexión
sobre los derechos humanos ocupa en la teoría social de Boaventura de
Sousa Santos, se presta atención a la propuesta teórica de este autor,
que critica la visión indolente y conformista de los derechos humanos
y elabora un modelo contrahegemónico basado en una formulación
cosmopolita y emancipadora.
La concepción celebratoria de los derechos humanos
Con el objetivo de elaborar su modelo contrahegemónico de los derechos
humanos Santos realiza un análisis del fenómeno de la globalización.
Como presupuesto analítico de partida rechaza cualquier significado
único y estático del concepto y asume una concepción dinámica, procesal
y multidimensional de la globalización, que tiene aspectos políticos,
sociales, económicos, culturales, jurídicos y ambientales articulados de
manera compleja. En términos generales, caracteriza la globalización
como un proceso «dispar y cargado de tensiones y contradicciones»
(Santos, 1998a:56) constituido por relaciones asimétricas de poder
entre grupos dominantes y grupos dominados. A partir de aquí, Santos
(1998a, 1998b, 2001, 2005a, 2006) distingue cuatro modos diferentes
de producir globalizaciones en el mundo contemporáneo.
El primero de ellos es el localismo globalizado, el proceso a través del cual
un determinado fenómeno local —una producción cultural, un cierto estilo
de vida, idea o valor— expande con éxito su ámbito de influencia original
pudiendo alcanzar una expansión transnacional. Literalmente, define
esta forma de globalización como «un proceso cultural mediante el cual
una cultura local hegemónica se come y digiere, como un caníbal, otras
culturas subordinadas» (Santos, 1998:202). La característica distintiva
de este proceso de globalización es que el localismo que se globaliza
es elevado a la categoría de universal, es decir, se lo considera válido
independientemente del contexto social y cultural concreto en el que va
a ser implantado. De tal forma, detrás de un localismo globalizado se
pueden ocultar situaciones de neoimperialismo cultural. Como ejemplos
de localismos globalizados pueden citarse el caso de la globalización de la
comida rápida y de la música pop anglófona, la transformación del inglés
en lengua franca, la actividad económica de las empresas transnacionales
o la generalización de los modos y estilos de vida del star system de
Hollywood: cigarrillos, whisky, brillantina, jeans, chicles y rock’n roll.
El segundo tipo es el globalismo localizado. Es la cara inversa del
proceso anterior. Consiste en el impacto que producen en el ámbito y
las condiciones locales las nuevas prácticas socioculturales impuestas
por los localismos globalizados. Por lo general, la huella local de estas
prácticas transnacionales suele ser negativa, pues el resultado más
habitual que producen es la destrucción de las condiciones locales
originarias o su integración subordinada en el marco del localismo
globalizado imperante. Así, los países en los que se instalan se ven
obligados a modificar sus estructuras sociales, políticas y jurídicas, sus
modos de vida, en definitiva, de acuerdo a las nuevas reglas impuestas.
Algunos casos de globalismos localizados son las zonas de libre
comercio, la explotación de los recursos naturales para costear la deuda
externa, la comercialización de tesoros, artesanía indígena o lugares
sagrados y el paso de la agricultura de subsistencia a la agricultura
de exportación bajo la presión de los Planes de Ajuste Estructural del
Fondo Monetario Internacional impuestos a los países empobrecidos.
Estos dos primeros modos de producción de globalización comprenden
aquello que Santos (2005a: 281) designa de diferentes maneras:
globalización hegemónica, globalización neoliberal o globalización desde
arriba, que consiste en un proyecto ideológico de dominación global,
económica, cultural y política, sostenido sobre el principio de libre
mercado y la democracia representativa liberal.
La tercera forma de globalización es el cosmopolitismo, concepto que
en la teoría política de Santos (2005a:232) adquiere un significado muy
particular al identificarlo con las prácticas y discursos globales de redes,
regiones subalternas, Estados–nación, agrupaciones y movimientos
organizados de víctimas que luchan contra la desigualdad y la exclusión
económica, política, social y cultural que provoca la globalización
neoliberal. Por este motivo Santos habla más específicamente de un
«cosmopolitismo subalterno» o «cosmopolitismo de los oprimidos» en
oposición al internacionalismo neoliberal o, según la expresión del
sociólogo alemán Ulrich Beck (2004:44), «cosmopolitismo inauténtico»,
aquel que instrumentaliza la retórica de la paz, la justicia, la democracia
y los derechos humanos con fines hegemónicos. Entre las principales
actividades cosmopolitas impulsadas por las redes transnacionales de
solidaridad se encuentran movimientos y organizaciones situadas en
la periferia del sistema mundial, asociaciones indígenas, ecologistas
y de desarrollo alternativo, plataformas mundiales de movimientos
feministas y de liberación sexual, redes de solidaridad entre Norte–Sur
y Sur–Sur, movimientos literarios, artísticos y científicos de los países
periféricos que persiguen valores no imperialistas, organizaciones
transnacionales de derechos humanos, redes internacionales de
servicios jurídicos alternativos, ONG’s transnacionales de signo
anticapitalista y organizaciones obreras mundiales.

En cuarto y último lugar, con el patrimonio común de la humanidad,
Santos plantea la existencia de lugares, recursos o bienes materiales e
inmateriales que, debido al alto valor que tienen para la supervivencia
humana sobre la Tierra, resultan inapropiables y deben ser gestionados
por la comunidad internacional.
Estos dos últimos procesos de globalización son conceptualizados
por Santos en forma de globalización contrahegemónica, solidaria o
globalización desde bajo, un movimiento de alcance mundial guiado por
los principios de solidaridad, democracia participativa y emancipación
social. Son manifestaciones de ello fenómenos políticos como el Foro
Social Mundial o iniciativas como los presupuestos participativos,
la tasa Tobin, la democratización de las instituciones financieras
internacionales, la economía solidaria, la lucha contra la degradación
ambiental y la búsqueda de una cultura de paz que rechace la
militarización de los conflictos, entre otras.
El modelo contrahegemónico de derechos humanos de Santos (1989,
1997, 2004a) parte de la asunción crítica según la cual los derechos
humanos no poseen una verdadera matriz universal. La razón de ello
es que, según el sociólogo, cuando el adjetivo «universal» se aplica a
los derechos humanos esconde, en verdad, unas marcas culturales
muy concretas: las de la tradición cultural occidental. Así, a la hora
de explicitar los presupuestos filosóficos que asume la concepción
hegemónica de derechos humanos, detecta los siguientes:
Hay una naturaleza humana universal que puede ser conocida
por medios racionales; la naturaleza humana es esencialmente
distinta de, y superior a, el resto de la realidad; el individuo
tiene una dignidad absoluta e irreducible que debe ser
defendida de la sociedad o el Estado; la autonomía del individuo
requiere de una sociedad organizada de manera no jerárquica,
como una suma de individuos (Santos, 1998b:353).

A los presupuestos detectados por Santos puede añadirse, sin embargo,
otro más que el sociólogo no señala. Pienso en la concepción baconiano–
cartesiana de la naturaleza, que la reduce a materia pasiva y extensa, un
objeto que debe ser estudiado y dominado a partir de leyes y principios
matemáticos. Este dualismo radical entre el ser humano y la naturaleza,
dominante desde la modernidad occidental, ha contribuido a que sólo
los seres humanos sean declarados sujetos titulares de derechos,
menospreciando tradiciones teóricas que reclaman una ampliación
de la comunidad moral para reconocer la dignidad de la naturaleza
o los derechos de los animales no humanos. Así, pues, la concepción
antropocéntrica que atribuye derechos exclusivamente a los seres
humanos no es una verdad cultural universalmente compartida.
Dadas estas condiciones, los derechos humanos carecen de legitimidad
cultural global ya que los presupuestos de los que parte son claramente
«occidentales y liberales» (Santos, 1998b:353). La fundamentación
liberal de los derechos humanos puede observarse en los siguientes
aspectos. En primer lugar, en el predominio de la concepción
individualista occidental de dignidad humana, anclada en filosofías
y conocimientos occidentales. La idea de naturaleza humana en la
que se inspira la concepción celebratoria de los derechos humanos
está basada en el individualismo atómico de la modernidad europea,
cuya formulación canónica puede encontrarse en los postulados de
la filosofía política de Hobbes. Según esta concepción, las personas
actúan a la manera de átomos aislados que, movidas por sus intereses
egoístas, chocan y polemizan entre sí, no existiendo, por tanto, la
figura del otro como referente significativo.
El reconocimiento exclusivo, en segundo lugar, de los derechos
individuales, tan defendidos y aclamados por el liberalismo, salvo con la
única excepción del derecho colectivo a la autodeterminación, limitado
a los pueblos objeto del colonialismo europeo.
En tercer lugar, la prioridad otorgada a los derechos civiles y políticos,
cuyo origen ideológico se encuentra en el liberalismo burgués moderno,
sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Mientras que
los primeros suponen una barrera frente al poder de intervención del
Estado sobre la vida, la libertad y la propiedad privada individual, los
segundos, por su parte, tienen como finalidad promover la igualdad
socioeconómica de los ciudadanos, inscribiéndose históricamente en el
programa de políticas sociales de los Estados del Bienestar.
En cuarto y último lugar, el reconocimiento y la globalización del derecho
a la propiedad privada individual, visto como primer derecho económico
fundamental. A este respecto, resultan oportunas las palabras del
economista alemán Franz Hinkelammert cuando afirma que:

La actual estrategia de la globalización entiende los derechos
humanos como derechos del poseedor, del propietario. […]
Se trata de derechos humanos que se ubican dentro de un
mundo pensado a partir del mercado. […] Piensan éste como un
ámbito de libertad natural. Por consiguiente, jamás reclaman
y pueden reclamar derechos humanos frente al mercado. Se
orientan a derechos frente al Estado. Pero, de esta manera,
resultan derechos humanos que no son exclusivos de los
seres humanos. Se trata de derechos que se refieren tanto
a personas jurídicas como a personas llamadas «naturales»
(Hinkelammert, 1998:30).

Como ha señalado Ramón Grosfoguel (2007:65), sociólogo puertorriqueño
y teórico de los estudios poscoloniales, el concepto de universalidad
predominante en la filosofía occidental moderna es el «universalismo
abstracto» propio de racionalidad cartesiana, una racionalidad
incorpórea y descarnada. Es abstracto en dos sentidos. El primero, en
cuanto a los enunciados, pues es un conocimiento que elude cualquier
condicionamiento espacio–temporal y se sitúa en el plano de la eternidad.

El segundo, en cuanto al lugar de enunciación del conocimiento, ya que
al sujeto empírico que lo produce le es expropiado su propio cuerpo
—«puesto que los sentidos nos engañan a veces» (Descartes, 2000:107)—
y es desanclado de su localización histórica y geográfica.
Recurriendo a esta engañosa y sesgada noción de universalismo, la razón
indolente maquilla valores occidentales de carácter individual y liberal a
fin de promover su expansión mundial. La pretendida universalidad de los
derechos humanos, por tanto, no hace sino disimular un particularismo
occidental globalizado o, en palabras del sociólogo estadounidense
Immanuel Wallerstein (2007:13), un «universalismo europeo», aquella
falsa forma de universalismo creado a partir de una concepción cultural
específica que refleja las realidades del universo ilustrado y burgués de
la modernidad occidental. Es una forma de universalismo que establece
jerarquías culturales e impone, como afirma Pierre Bourdieu (2005:11),
el «imperialismo de lo universal» que bajo el argumento humanitario de
la liberación manifiesta su voluntad de poder por la vía de la intervención
política, cultural y militar contra los más débiles.
Hacia unos derechos humanos de oposición

El objetivo de Boaventura de Sousa Santos es el de elucidar bajo qué
condiciones los derechos humanos, en el contexto de la globalización
hegemónica y el neoliberalismo contemporáneos, pueden pasar
de ser un localismo globalizado a una forma de globalización
contrahegemónica de modo que se conviertan en el emblema
liberador de la resistencia articulada bajo la forma del cosmopolitismo
subalterno.

Este contramovimiento social transnacional manifiesta su
resistencia de dos maneras complementarias. En primer lugar, con la
oposición explícita a la postura que, aunque asume una perspectiva
universalista, en realidad convierte los derechos humanos en un
producto monocultural. Para el cosmopolitismo subalterno este modelo
provoca ausencias y exclusiones que impiden realizar un diálogo
intercultural simétrico. En segundo lugar, mediante luchas orientadas
a la construcción o recuperación de alternativas epistémicas y sociales
capaces de resignificar el dañado valor de la emancipación social, que
garantiza una mayor inclusión e igualdad social.

Dado que el cosmopolitismo subalterno es todavía un proyecto global
en fase embrionaria, Santos (2005a:167), inspirándose en la filosofía
de la esperanza de Ernst Bloch, plantea la necesidad de desarrollar
una «sociología de las emergencias». Al igual que la sociología de las
ausencias, consiste en un procedimiento epistemológico–político, sin
embargo, a diferencia de aquél, su tarea principal es la de «identificar
y ampliar los indicios de las posibles experiencias futuras, bajo la
apariencia de tendencias y latencias que son muy activamente ignoradas
por la racionalidad y el conocimiento hegemónicos» (Santos, 2005b:38).
A través de su fuerza visionaria, la sociología de las emergencias capta,
por tanto, aquellas expectativas de innovación social que se mueven en
el horizonte de la transformación social emancipadora.
La transformación teórico–práctica que otorgaría verdadera legitimidad
global —y simultáneamente local— a los derechos humanos se sostiene,
según Santos (1997, 2004a), sobre dos ejes fundamentales.
El primero consiste en la transformación de los derechos humanos en
un instrumento efectivo de redistribución social. El predominio de los
procesos estructurales de exclusión y desigualdad social generados en
las últimas décadas por la globalización neoliberal constituye un serio
problema para la pretendida universalidad de los derechos humanos. Su
alcance universal se ve cuestionado por los millones de seres humanos
que, privados de las garantías que ofrece el contrato social, viven en
estados de naturaleza hobbesianos en los que imperan la inseguridad,
la hostilidad y la ausencia de paz. Hasta ahora los derechos humanos
no han dado suficiente cuenta de la desigualdad y la injusticia social
estructural que produce el modelo hegemónico de globalización. Esto
es así debido a su carácter marcadamente individualista. Este sesgo
hace que los derechos humanos colectivos, referidos a pueblos y grupos,
como los derechos ambientales, el derecho al agua o al territorio, entre
otros, nunca hayan tenido prioridad.

Por otro lado, otra dificultad propia del modelo hegemónico de los
derechos humanos que impide su efectividad está en el hecho de
operar con una concepción estatocéntrica en el contexto de los
procesos de globalización. En efecto, la concepción hegemónica se
centra básicamente sobre el Estado–nación y sus instituciones, pero
raramente actúa sobre actores estatales y no estatales que también
cometen violaciones de derechos humanos, como las instituciones
financieras internacionales (FMI, BM, OMC), las corporaciones
transnacionales, los medios de comunicación, instituciones religiosas
y organizaciones vinculadas a ellas.

El segundo eje para la construcción de unos derechos humanos
realmente cosmopolitas pasa por convertirlos en un medio eficaz para
el reconocimiento de las diferencias. Ello implica que sean reformulados
a partir de un «multiculturalismo emancipatorio» (Santos y Nunes,
2004b) cuyo principio rector es el diálogo intercultural y sus conceptos
satélite: pluralismo, mestizaje y polifonía cultural.

«Multiculturalismo» es, para Santos, un término polémico y cargado
de tensiones que se refiere a la coexistencia de grupos considerados
culturalmente diferentes en el ámbito de las sociedades modernas.
Aunque existen diferentes formas de enfocar el fenómeno multicultural,
el sociólogo distingue básicamente aquellas versiones que tienen un
sentido conservador y las tendencias animadas por una intención
progresista y emancipadora. Así, el multiculturalismo conservador,
cuya versión más extrema es el multiculturalismo colonial, reconoce en
cierto modo las prácticas, usos y costumbres de los otros pueblos, pero
siempre subordinándolos a los modos de pensar y actuar de la cultura
dominante.

Es, por tanto, un multiculturalismo jerárquico porque
admite la existencia de otras formas y manifestaciones culturales, pero
considera que no todas son iguales ya que a unas las juzga inferiores
respecto a la cultura propia, autoconcebida como el sistema simbólico
de referencia: homogéneo, completo, acabado, adelantado, superior y
universal. En la práctica, este tipo de multiculturalismo tiende a adoptar
políticas asimilacionistas, normalmente con respecto al modelo de familia,
escuela, lengua y la religión. El objetivo de los modelos asimilacionistas
es el homogeneizar los hábitos y prácticas de los grupos minoritarios de
acuerdo con los patrones culturales de la comunidad dominante.
El multiculturalismo emancipador o progresista que defiende Boaventura
de Sousa, en cambio, está basado en el reconocimiento recíproco entre
culturas e identidades, sin la necesidad de haber una cultura dominante
que amolda, dicta, impone y normaliza los hábitos culturales y las reglas
de convivencia. Para ello adopta un punto de vista antiesencialista
que considera que las culturas son realidades abiertas, dinámicas y
conflictivas. Aspira, pues, a articular una nueva relación entre el principio
de la igualdad y el de la diferencia. Así, por un lado, esta versión del
multiculturalismo asume el valor de la igualdad política, económica
y social como una de las principales metas de la práctica política,

que se traduce en una demanda de igualdad de oportunidades y una
redistribución social más justa, sobre todo en la esfera económica. Ésta
es una de las condiciones imprescindibles para poder desarrollar con
independencia el derecho a la propia cultura y, en consecuencia, el derecho
a la diferencia, pues éste, si se entiende en un sentido verdaderamente
emancipador y progresista, exige una redistribución social de la riqueza.
Por otra parte, el multiculturalismo emancipatorio también es
consciente de que la igualdad por sí misma no es suficiente, por eso
reclama que el derecho a la igualdad esté bien articulado con el derecho
a la diferencia. En virtud de ello, no tan sólo reconoce las diferencias
externas entre las culturas, sino también las diferencias internas de
cada cultura. Es más, afirma la posibilidad de construir una vida
en común más allá de las diferencias por medio de la celebración de
diálogos interculturales de conocimiento y reconocimiento a través de
los cuales las culturas en diálogo aprendan a respetar las diferentes
concepciones de la vida y la dignidad humanas. Desde este punto de
vista, Boaventura de Sousa formula el principio ético que debería servir
de brújula a todas políticas de la igualdad y la diferencia elaboradas
desde los parámetros del multiculturalismo emancipatorio. Es aquello
que él mismo llama «imperativo transcultural» y que expresa en los
siguientes términos: «Tenemos el derecho a ser iguales cada vez que
la diferencia nos inferioriza y a ser diferentes cuando la igualdad nos
descaracteriza» (Santos, 2005a:284). De esta manera, si aceptamos
los principios del imperativo, estaremos en condiciones de construir
relaciones inter e intraculturales en las que las diferencias no sean
sinónimas de inferioridad, sino que podremos establecer «diferencias
iguales» que permitan «reconocimientos recíprocos».
Diálogo intercultural y derechos humanos
Para transformar los derechos humanos en un proyecto ético guiado
por la racionalidad cosmopolita provisto de legitimidad a escala local,
nacional y global es necesario superar el enfoque que los convierte en un
club restringido a socios varones, blancos, heterosexuales y de ideología
liberal–burguesa. Tal y como afirma la filósofa del derecho María José
Fariñas Dulce (1997:16), hace falta llevar a cabo una
Crítica ideológica a la sobreideologización dominante en el
ámbito de los derechos humanos, la cual utiliza su propia y
unilateral interpretación de la realidad como mecanismo de
control y cohesión social, al igual que como medio de dominación
política, cultural, económica y medioambiental.
Esto significa, desde los parámetros de la sociología crítica de Boaventura
de Sousa Santos, afrontar y corregir el desperdicio de experiencia social
y cultural que hoy deslegitima los derechos humanos.
Por esta razón, Santos (1997, 2005a) propone un procedimiento
epistemológico llamado «hermenéutica diatópica». Se trata de un
ejercicio de diálogo intercultural destinado a crear reciprocidad y
inteligibilidad entre culturas de forma que sus aspiraciones, necesidades
y prácticas se puedan hacer comprensibles para los participantes.
La hermenéutica diatópica, además de promover el encuentro entre
universos simbólicos diferentes, permite crear un canal de comunicación
y delimitar zonas de contacto interculturales a partir de las cuales
identificar preocupaciones compartidas sobre los valores y normas que
rodean las diferentes concepciones de la dignidad del ser humano, no
siempre expresadas en términos de derechos humanos. Así, a través
de este método, se genera un acto creativo, abierto y permeable, cuya
finalidad no es la de adaptar un mensaje cultural a categorías mentales
ajenas, sino la de identificar y valorar positivamente aquellos elementos
y experiencias que pueden contribuir a intensificar la relación dialógica.
El concepto clave sobre el que sostiene la hermenéutica diatópica es la
noción de topoi. Son las premisas fuertes de argumentación, evidentes
e irrefutables, de una determinada cultura que hacen posible la
producción y el intercambio de argumentos. Dicho de otra manera: son
los parámetros o elementos estructurantes de la argumentación. No se
caracterizan por su verdad o falsedad, sino por estar dotados de una
gran fuerza persuasiva, por lo que normalmente constituyen opiniones,
lugares comunes o puntos de vista ampliamente aceptados por los
miembros de una comunidad cultural. Es sobre ellos que debe recaer
el diálogo. La idea fuerte que Santos sostiene en este aspecto es que no
se pueden comprender con facilidad las ideaciones y construcciones
de una cultura a partir de los topoi de otra. De hecho, cuando los topoi
de una cultura son utilizados por una cultura diferente a la que los
ha producido, corren el riesgo de perder su condición de premisas de
argumentación lógica para volverse meros argumentos.
Ante esta dificultad, Santos establece el principio normativo de
incompletud cultural por el que se rige la hermenéutica diatópica. Según
este principio, el diálogo intercultural, para que se realice en pie de
igualdad, sólo puede ser ejercitado si se acepta de buen grado que los
topoi, y la cultura de la que forman parte, son siempre incompletos y
parciales. Es una idea costosa de asimilar porque los grupos culturales
presentan una cierta tendencia a buscar la completud cayendo muchas
veces en el peligro del etnocentrismo, el fundamentalismo cultural o en el
error de confundir la parte con el todo, como hace la razón metonímica.
El carácter incompleto de las culturas pone de manifiesto que pueden
ser enriquecidas con la experiencia del encuentro y el diálogo. Es,
de hecho, este sentimiento de incompletud el motor que impulsa al
diálogo y a la interacción de culturas. Ahora bien, el objetivo principal
de la hermenéutica diatópica, en coherencia con sus principios, no es
el de alcanzar la completud cultural a través del diálogo, aspiración
imposible, sino promover la permanente conciencia de incompletud
estableciendo mecanismos de encuentro y (re)conocimiento que
estimulen la complementariedad intercultural.
Santos (1997) considera que la transformación conceptual y práctica
de los derechos humanos en un instrumento cosmopolita de lucha
contra las opresiones tiene que estar guiada por la observación de cinco
premisas epistemológicas básicas. En primer lugar, la superación del
falso debate entre universalismo y relativismo cultural. Para el sociólogo,
ambas posturas filosóficas son inadecuadas porque hacen inviable el
diálogo intercultural. Constituyen dos posiciones radicales que pueden
conducir al etnocentrismo o a ver las diferentes realidades culturales
como si fueran totalidades cerradas y absolutas. Mientras que el
universalismo cultural enmascara un localismo occidental globalizado,
el relativismo, por su parte, niega la posibilidad de construir acuerdos
culturales, es decir, de diseñar futuros compartidos y se muestra
escéptico respecto a la comprensión cultural mutua. Santos critica
el espíritu del relativismo con el argumento según el cual todas las
culturas, a pesar de su carácter relativo, comparten preocupaciones
antropológicas significativas y tienen valores últimos que, en su anhelo
de completud, tienden a definir como universales.
La concepción cosmopolita de los derechos humanos defendida
por Santos, que aspira a convertirse en una nueva universalidad
para los derechos humanos en el siglo XXI, no puede estar fundada
en un universalismo monológico y monocultural con pretensiones
de imperialismo cultural. Sólo puede ser, por el contrario, fruto de
universalismo dialógico e intercultural que ve al otro como a un
igual, pero que también reconoce y respeta sus diferencias. Así, «un
balanceado mestizaje intercultural de preocupaciones y conceptos es
el equivalente multicultural de la universalidad de una sola cultura»
(Santos, 2000:270-71).
En segundo lugar, la constatación que todas las culturas poseen
concepciones de dignidad humana, aunque no todas ellas las expresen
en el lenguaje de los derechos humanos. Pero también, puede añadirse,
la constatación de que todas ellas poseen concepciones de justicia,
igualdad, libertad y solidaridad que igualmente son expresadas de
formas distintas. Así, por ejemplo, los musulmanes pueden fundar
sus luchas por la igualdad y el reconocimiento en el concepto de umma
—comunidad—; las religiones de la interioridad, como el budismo y
el hinduismo, pueden hacerlo por medio del concepto de dharma —
armonía cósmica—; muchos africanos las construyen sobre el concepto
sudafricano de ubuntu —interdependencia—, plasmado de manera
magistral en la máxima «Yo soy si tú eres», del arzobispo sudafricano y
Premio Nobel de la Paz 1984 Desmond Tutu; algunos pueblos indígenas
de América Latina se apoyan en el concepto quechua de pachakuti, que
remite al momento de caos que posibilita transformaciones cósmicas
radicales. Dada esta multiplicidad de lenguajes sobre la dignidad
humana, uno de los retos más importantes del diálogo intercultural es
el de descubrir preocupaciones comunes que sobre ella están presentes
en la diversidad cultural humana.
La tercera premisa establece el argumento según el cual todas las
culturas son incompletas y problemáticas en lo que respecta a sus
concepciones de dignidad humana. Ampliar al máximo su conciencia
de incompletud cultural mediante la interacción entre ellas es el
mayor desafío para la reconstrucción de una concepción mestiza y
emancipadora de los derechos humanos, «una concepción que, en lugar
de restaurar falsos universalismos se organice a sí misma como una
constelación de significados locales mutuamente inteligibles y de redes
que transfieran poder a referencias normativas» (Santos, 1998b:357).
En cuarto lugar, las culturas poseen diferentes versiones de la dignidad
humana y la vida digna. Cada una de ellas tiene un mayor o menor
grado de amplitud que condiciona su apertura a otras manifestaciones
culturales. En razón de ello, entre las diversas concepciones de las
que se disponen, hay que identificar aquellas que más aceptan las
particularidades de otras culturas, de forma que permiten crear
un círculo de reciprocidad más amplio y promueven un mayor
reconocimiento de la alteridad.
En quinto y último lugar, todas las culturas tienen tendencia a
distribuir a las personas y a los grupos sociales por vía de dos principios
competitivos y de pertenencia jerárquica: la igualdad y la diferencia.
Así, las personas son divididas socialmente en dos grandes grupos: los
iguales, por un lado, y los diferentes, por el otro. Santos no es partidario
de distinguir entre políticas específicas de afirmación de la igualdad y
políticas de reconocimiento de las diferencias. Más bien, para conseguir
una política emancipadora de los derechos humanos los dos principios
han de estar estrechamente conectados, lo cual presupone la aceptación
del imperativo transcultural anteriormente mencionado.
El diálogo intercultural permitirá la emergencia de una «ecología de
saberes» (Santos: 2005a: 163; 2002b:32), concepto epistemológico que
hace referencia a una relación de diálogo y convivencia entre saberes de
orígenes diferentes, particularmente entre el conocimiento científico y
otros saberes, como la sabiduría popular, los conocimientos indígenas o
el saber campesino. Con la inclusión en el canon epistémico de prácticas
y conocimientos desacreditados o marginados por la racionalidad
indolente no sólo se está reconociendo, de hecho, la diversidad
epistemológica del mundo, sino que además se está realizando un acto
justicia cognitiva global. Dicho de otro modo: se reconoce y repara la
situación según la cual existe una desigualdad real entre conocimientos
rivales fruto de una relación jerárquica entre ellos. Ésta es una cuestión
clave a la hora de forjar una concepción emancipadora e intercultural
de los derechos humanos, pues para Santos (2005a:185): «La justicia
social global no es posible sin una justicia cognitiva global».
A modo de conclusión: derechos humanos y emancipación social
El concepto de emancipación social, en la teoría política y social de
Boaventura de Sousa Santos, hace referencia a «toda acción que busca
desnaturalizar la opresión (muestra que ésta, además de injusta, no es
ni necesaria ni irreversible) y la concibe como las proporciones en las
que puede ser combatida con los recursos a mano» (Santos, 2008b:40).
No se trata, por tanto, de una formulación abstracta y desarraigada de
sus condicionantes históricos, sino de una concepción esencialmente
contextual y relacional que aspira a transformar en democráticas
relaciones asimétricas o intercambios desiguales entre las personas.
La vía privilegiada para reconstruir la emancipación social es un conjunto
de luchas y procesos que tienen un sentido liberador y democratizador:
el de «identificar relaciones de poder e imaginar formas prácticas
de transformarlas en relaciones de autoridad compartida» (Santos,
1998b:332). Estas luchas se organizan a partir de iniciativas locales y
globales de grupos sociales, pueblos y culturas subalternas que, a través
de redes de alianzas y coaliciones cosmopolitas e insurgentes, tratan
de resistir las múltiples opresiones, la descaracterización cultural y la
exclusión social que la razón indolente causa a través de la globalización
hegemónica, poniendo las bases para la construcción de otro mundo
posible digno de la condición humana.
Aunque Santos utiliza explícitamente el término emancipación social,
en sus escritos políticos y sociales este concepto no es abordado sólo
desde una dimensión económica, política y cultural, sino que adopta
una perspectiva más amplia que remite a una transformación integral,
individual y social. Ésta puede tener lugar si somos capaces de
transformar sujetos conformistas e irreflexivos en sujetos inconformistas
y rebeldes que excaven en la basura cultural producida por la
modernidad occidental. Guiados por el principio de solidaridad, que les
empuja a reivindicar la dignidad de la basura, estos hombres y mujeres
rebeldes trazan un mapa emancipador consistente en el establecimiento
de procesos democratizadores en los distintos espacios de relaciones
sociales: la casa, la escuela, el trabajo, el mercado económico, el
barrio, la iglesia, entre otros. No hay, por tanto, emancipación, sino
emancipaciones. Estos procesos de «democracia sin fin» (Santos,
1998b:340), de democracia radical y participativa, están orientados a
fomentar la autonomía personal y la participación directa en la toma
de decisiones en la producción y disfrute de las creaciones materiales
y simbólicas de la sociedad.
El concepto de emancipación social propuesto por Boaventura de Sousa
adquiere, de este modo, la dimensión de una emancipación general
que permitirá a hombres y mujeres expresar al máximo su creatividad
y capacidades a través de una nueva forma de relacionarse con el
mundo y las personas. Conecta, en este sentido, con la concepción
marxista de emancipación humana expuesta en Sobre la cuestión
judía (1843). En esta obra, el joven Marx (1982:483) afirma que «toda
emancipación es la reducción del mundo humano, del mundo de las
relaciones, al hombre mismo». Y el ser humano, en la antropología
marxista, es un ser social y comunitario que debe liberarse de las
limitaciones y constricciones sociales que impiden el pleno desarrollo
y autorrealización de sus potencialidades.
Como he tratado de sostener, los derechos humanos constituyen uno de
esos campos de lucha social e ideológica para la emancipación humana.
Con la crítica a la concepción hegemónica de los derechos humanos lo
que está en juego es una batalla por el significado del ser humano y su
dignidad. El filósofo del derecho Joaquín Herrera Flores (2000:iv) lo ha
expresado de manera excelente al afirmar que los derechos humanos
«son el conjunto de procesos (normativos, institucionales y sociales) que
abren y consolidan espacios de lucha por la dignidad humana». Uno
de los grandes desafíos al que se enfrentan los derechos humanos a
comienzos del siglo XXI es la plena asunción de este ideal emancipador
y democrático. Los derechos humanos, si realmente quieren convertirse
en el «lenguaje común de la humanidad», no pueden estar fundados en
la creencia de una epistemología limitada, indolente y colonial según la
cual la humanidad occidental es el reflejo de la humanidad universal.
La parcialidad, la singularidad y la incompletud de cada cultura no
pueden ocultarse por medio de una retórica universalista que destruye
la diversidad humana transformando a los demás en nosotros mismos.
Para que los derechos humanos puedan ser el sueño colectivo de toda
la humanidad y dar cuenta de la pluralidad de experiencias humanas,
es necesario que «nosotros los pueblos», parafraseando el Preámbulo
de la Carta de Naciones Unidas (1945), seamos los protagonistas de
las políticas cosmopolitas de los derechos humanos. La principal
contribución de los pueblos a la cultura de los derechos humanos es
su lucha por la dignidad y la diversidad humanas en sus múltiples
versiones y lenguajes, que es, en el fondo, la lucha por la justicia
social y cognitiva. A través de ella, el universalismo europeo proyectado
por la racionalidad indolente sobre los derechos humanos podría ser
substituido por un «universalismo universal» (Wallerstein, 2007:13) o,
si se prefiere, un «universalismo de contrastes, de entrecruzamientos,
de mezclas» (Herrera Flores, 2000:77). A diferencia del universalismo
europeo, el universalismo de mezclas está construido desde la
solidaridad liberadora, aquella recíproca e interdependiente que genera
elementos para la participación conjunta a partir de la cual escuchar
la voz del otro, descolonizar los derechos humanos y trenzar, en
consecuencia, lazos multicolores para diseñar futuros compartidos
más justos y democráticos.

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Breve introducción al pensamiento decolonial

Breve introducción al pensamiento decolonial

Lunes 29 de Marzo de 2010 16:48

Atención, se abre en una ventana nueva. PDFImprimirCorreo electrónico
Breve introducción al pensamiento decolonial

Por el Grupo de estudios para la liberación

Primeras palabras

“La Europa que consideró que su destino, el destino de sus hombres, era hacer de su humanismo el arquetipo a alcanzar por todo ente que se le pudiese asemejar; esta Europa, lo mismo la cristiana que la moderna, al trascender los linderos de su geografía y tropezar con otros entes que parecían ser hombres, exigió a éstos que justificasen su supuesta humanidad”1

Así comienza La filosofía americana como filosofía sin más, celebre libro del intelectual latinoamericano Leopoldo Zea. Estas punzantes palabras nos darán la clave de muchos de los interrogantes fundamentales que en adelante abordaremos en este artículo. Y no es nada casual, como veremos, que la cuestión de la filosofía, latente en el título de aquél libro, nos enfrente a la pregunta por nuestra condición de Hombres. Sucede, pues, que nuestra historia ha sido centro de una compleja y conflictiva relación con Europa. Durante mucho tiempo se nos supuso – y muchos aún lo siguen suponiendo – sus herederos inmaduros2; y esto ha permitido que seamos, como diría Zea, victimas de su propia humanidad de medusa, de sus penetrantes ojos llenos de juicio frente a los cuales nuestra “presunta” humanidad era evaluada, medida, calificada; convirtiéndonos de este modo en meros objetos, en una parte más de la naturaleza; haciendo con esto, en suma, de la nuestra una humanidad de piedra.

Pero esta actitud inquisidora, deshumanizante en más de un sentido, no es una creación ex nihilo; responde a un complejo entramado histórico; y se despliega, sobre todo, al amparo de una cosmovisión europea que encuentra sus más hondas raíces en la filosofía de Descartes. Su dualismo, la tajante separación entre sujeto y objeto de conocimiento; sumada a las características con la cuales se define al primer elemento de dicha relación, junto al lugar absolutamente dependiente que se le asigna al segundo, resultan de extrema importancia para comprender este punto. Ramón Grosfoguel, al respecto, sostiene que

para poder reclamar la posibilidad de un conocimiento más allá del tiempo y el espacio, desde el ojo de Dios, era fundamental desvincular al sujeto de todo cuerpo y territorio; es decir, vaciar al sujeto de toda determinación espacial o temporal”3 (pp. 63-64).

El universalismo abstracto – íntimamente ligado al racionalismo cartesiano que aquí referimos – licua y difunde el locus de enunciación de todo conocimiento. Esto equivale a decir que con esta perspectiva teórica se abstrae al sujeto de toda determinación espacial o temporal.

Con el nombre de Hybris del punto cero el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez se refiere a esta operación, deshumanizante, en la cual se legitima toda pretendida “objetividad neutral”. El filósofo Enrique Dussel es otro de los que ha realizado importantes aportes para abordar la reflexión de este tópico.

El argentino asegura que

el ego cogito fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (Yo-conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad (la primera Voluntad-de-Poder moderna) al indio americano”4 (Dussel, p. 48)

En todos estos casos, como vemos, se pone al descubierto algo que muchos no querrían ver; algo que resulta ser la evidencia fundacional de la propuesta teórica que aquí nos proponemos desplegar: A la modernidad le es inherente y constitutiva la colonialidad; y no hay, no puede haber, la una sin la otra.

Afirmar esto es, a las claras, ir a contramano del pensamiento y del discurso dominantes. Pues la perspectiva indiscutiblemente eurocéntrica de estos, ha vedado sistemáticamente la posibilidad de asumir ese aspecto, oscuro y terrible, de la modernidad que aún tanto se celebra.

Es decir, sencillamente, nos ha vedado la verdad.

Si nos deslizamos en el tiempo y nos detenemos en el siglo XX podremos hallar en la obra de Martin Heidegger más de lo mismo. El ser-ahí (dasein) del filósofo alemán, que, como se sostiene habitualmente, viene a re-situar la ontología como lugar privilegiado de la respuesta por El Ser, contiene en sí mismo la misma flagrante omisión. Así como en el pensamiento de Descartes se desvinculaba al sujeto cognoscente de todo tiempo y espacio; del mismo modo, en la filosofía heideggeriana puede apreciarse el encubrimiento de una dimensión negada del Ser: el Ser colonial.

El damné – que al final de nuestro escrito trataremos con más detenimiento – da cuenta, en cambio, de este ominoso olvido de la filosofía europea. Frantz Fanon, en cambio, nos presenta en sus condenados de la tierra, es decir en los racializados y colonizados por Europa, la extraña condición de no-ser.

Maldonado-Torres, por su parte, lo ha sintetizado en unas pocas palabras:

el condenado es para el Dasein (ser-ahí) europeo un ser que ‘no está ahí’… Estos conceptos no son independientes el uno del otro. Por esto la ausencia de una reflexión sobre la colonialidad lleva a que las ideas sobre el Dasein se hagan a costa del olvido del condenado y de la colonialidad del ser”5
(Maldonado-Torres, p. 146).

Debido a todo esto, nuestro punto de partida no podía ser otro que la crítica al eurocentrismo. No podía ser sino la puesta en cuestión de ese lugar privilegiado que ocupó, y ocupa, Europa (ahora junto a Estados Unidos, conformando el imaginario occidentalista) en el conocimiento. Pues se debe poner en evidencia la particular dimensión epistemológica que puede permitir, que se puede “dar el lujo” diríamos, un desarrollo filosófico del Ser que desconoce la situación real de la mayor parte de la humanidad.

Es en este sentido que la cuestión del eurocentrismo aparece en el en el centro del proyecto Modernidad/Colonialidad. Pues es precisamente el develamiento de los aspectos coloniales de la modernidad, tal como nos sugiere el nombre en el cual se separan y unen ambos fenómenos con la barra (“/”), aquello que actúa como aglutinante para este grupo de intelectuales latinoamericanos; radicados en diversas instituciones académicas de Estados Unidos y Latinoamérica.

Por eso, siguiendo a Arturo Escobar, podemos decir que para este grupo

la principal fuerza orientadora (…) es una reflexión continuada sobre la realidad cultural y política latinoamericana, incluyendo el conocimiento subalternizado de los grupos explotados y oprimidos6.

Nosotros aquí nos proponemos presentar los modos en que este grupo viene a complejizar los debates contemporáneos en torno a la modernidad/posmodernidad, desde un singular espacio teórico para la producción del conocimiento. Para ello abordaremos los principales ejes conceptuales que han sido desarrollados por el proyecto Modernidad/Colonialidad.

Y lo haremos por creer que la conformación y despliegue de esta perspectiva emergente es decisiva para la intervención en la discursividad de las ciencias modernas en el intento por configurar otro espacio de conocimiento. Lo haremos porque creemos desde ella se habilita una forma distinta de pensamiento, que da lugar a un “paradigma otro”, o, como Escobar enfatiza, abre la posibilidad de hablar sobre “mundos y conocimientos de otro modo”.
Adentrémonos, pues, de una buena vez, a analizar las dimensiones de esta nueva teoría que esperamos poder mostrar como fructífera, en tanto si bien está siendo producida originalmente desde Latinoamérica y para los problemas y realidades latinoamericanos, posee también proyecciones que exceden esta singular geografía.

Principales influencias teóricas

Comenzaremos por dar cuenta de sus principales influencias teóricas, para saber de dónde viene. Para esto, deberemos tener en cuenta que el proyecto modernidad/colonialidad se nutre de los desarrollos conceptuales de una serie de teorías que lo precedieron históricamente. Reseñaremos, a continuación, las tres más importantes: 1- la Teoría de la dependencia, 2- la Filosofía de liberación y 3- la Teoría del Sistema-Mundo7.

1- Esta teoría fue desarrollada en las décadas de los ´50 y ´60 a partir de los debates en torno a la cuestión del desarrollo latinoamericano. Si bien existen diferencias entre las concepciones específicas de los autores asociados a esta teoría8, podemos afirmar que todos ellos se valen de un diagnóstico y un marco conceptual comunes.

Según las teorías desarrollistas exportadas por los Estados Unidos luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de un país implicaba una serie de fases preestablecidas que su economía debía atravesar tomando en cuenta internamente sus limitaciones y potencialidades, y externamente las oportunidades externas ofrecidas por el mercado mundial; ahora bien, para poder aprovechar estas últimas, los países subdesarrollados debían abrir sus fronteras económicas y fomentar las inversiones extranjeras. De acuerdo con este discurso, las fases más avanzadas del desarrollo económico (representadas por Estados Unidos y Europa Occidental, el “primer mundo”) eran accesibles a los países sub-desarrollados siempre y cuando éstos ejecutaran las políticas económicas adecuadas.

Estos planteos, aún vigentes, fueron en aquél entonces enérgicamente rechazados, primero por la CEPAL9, y luego, más profundamente, por los dependendistas, quienes afirmaron que las teorías desarrollistas ocultaban un hecho fundamental: que el desarrollo de unos países requería, simultánea y necesariamente, el sub-desarrollo de otros para tener continuidad en el tiempo. Ampliemos este punto.

Según la teoría de la dependencia, existe una estructura de producción global (el capitalismo) articulada en centros y periferias. Las economías periféricas (los países sub-desarrollados) dependen económicamente de las centrales (los países desarrollados), y esta dependencia no es coyuntural, sino estructural, inherente a la lógica propia del capitalismo mundial.

Los países periféricos se caracterizan por exportar materias primas a bajo precio e importar bienes industriales a precios altos, así como por requerir inversiones que aumentan infinitamente su deuda externa. A su vez, existen en los países periféricos élites autóctonas que deciden el devenir económico de los mismos, y cuyos intereses requieren que esta dependencia se perpetúe, aún a expensas del deterioro de la calidad de vida de la mayoría de la población. Por lo tanto, y he aquí el punto clave: el “subdesarrollo” resulta tanto una consecuencia como una condición del capitalismo en general y del “desarrollo” de las grandes potencias capitalistas mundiales en particular.

A la hora de establecer una genealogía del pensamiento decolonial, esta teoría resulta decisiva. Sobre todo a partir de su propuesta de pensar el mundo no como un conjunto de Estados-nación relativamente independientes los unos de los otros (narrativa que se deriva de la metafísica del sujeto autónomo propia de la modernidad), sino como una estructura de elementos heterogéneos, vinculados entre sí por relaciones asimétricas: relaciones de dependencia y subordinación que vuelven irrealizables todas las promesas de “progreso” y “desarrollo” realizadas por los dominadores a los dominados. Así, al poner en evidencia estos ocultos vínculos de dominación, la teoría de la dependencia cuestiona la idea de que el atraso de determinados países se deba a una supuesta inferioridad o incapacidad “natural” con respecto a otros a la hora de aprovechar las oportunidades que el mercado ofrece a todos por igual (concepción cara al liberalismo en todas sus expresiones).

Es importante señalar, entonces, que aquí hallamos un antecedente vital de las críticas que el pensamiento decolonial lanza contra la práctica moderna de dividir a los pueblos en bárbaros y civilizados, atrasados y avanzados, etc., llevando a cabo lo que se ha dado en llamar “negación de la coetaneidad”10.

Sin embargo, para el pensamiento decolonial, la teoría de la dependencia resulta excesivamente economicista en su enfoque, ya que en sus análisis los procesos culturales aparecen como accesorios o meros derivados de los procesos económicos. Y el pensamiento decolonial se ha preocupado especialmente en mostrar las relaciones de mutua influencia que se observan entre los planos cultural y económico en la constitución y perduración de la modernidad colonial eurocéntrica11.

2- La filosofía de la liberación, por su parte, se desarrolló en Argentina desde fines de la década de los ´60 y en los ´70; sus antecedentes se remontan a las filosofías de Leopoldo Zea12 y Augusto Salazar Bondy13, a la sociología de la liberación de Orlando Fals Borda14, al movimiento de la teología de la liberación y a la ya mencionada teoría de la dependencia. Al igual que en ésta última, el nombre “filosofía de la liberación” agrupa a una gran cantidad de pensadores15, disímiles en sus particularidades filosóficas, pero vinculados por sus marcos teóricos generales y sus preocupaciones. “Pensar todo a la luz de la palabra interpelante del pueblo…”16 puede considerarse como la exigencia ética y metodológica que asumieron los filósofos de la liberación. Esta exigencia hacía blanco en la academia: pues proponía que las fuentes del pensar (de todo tipo, tanto filosófico como político y económico) las constituyeran no las palabras de los sabios europeos canonizados en las universidades, sino “las palabras del pueblo”.

Para la filosofía de la liberación la categoría “pueblo” era polisémica: podía aludir al pueblo de una nación contra un invasor externo, a una clase social explotada, a la juventud frente a la educación conservadora, a la mujer frente al hombre; es decir, a todo sujeto social que pudiera ser caracterizado como “oprimido” geopolíticamente, socialmente, pedagógicamente o sexualmente. Y las “palabras” de este pueblo son sus praxis de liberación (nacionales, sociales, pedagógicas o sexuales).

La filosofía de la liberación no piensa pues palabras, sino realidades históricas concretas, en las que se halla situada; en este caso, la realidad latinoamericana. Se trata de una realidad atravesada por praxis de dominación que configuran una totalidad, que a su vez genera su propia exterioridad: aquellas prácticas, valores, recuerdos, etc. negados por el capitalismo en tanto carecen de sentido para el sistema, pero que tienen pleno sentido y realidad para los sujetos que igualmente las sostienen. La filosofía de la liberación encuentra en esta exterioridad a la mismidad impuesta por el sistema capitalista la clave para pensar desde una perspectiva propiamente latinoamericana17, y se propone convertirse en un instrumento estratégico para esas praxis de liberación, acompañándolas y retroalimentándolas mediante su clarificación conceptual.

El pensamiento decolonial, por su parte, retoma la propuesta metodológica de la filosofía de la liberación, adoptando el punto de vista del oprimido, silenciado y subalternizado por el capitalismo eurocéntrico de la modernidad; pero su atención se ve enfocada especialmente en dos sujetos: el indígena y el negro. Como explicaremos en breve, para esta corriente la subalternización racial constituye el procedimiento axial de la colonialidad del poder, del saber y del ser. A su vez, como mostraremos, el pensamiento decolonial traduce la relación que para Dussel existe entre la exterioridad y la totalidad-mismidad mediante el concepto de diferencia colonial, es decir, la diferencia irreductible entre la perspectiva del colonizador y el colonizado merced de la herida colonial que este último sufrió y sigue sufriendo.

3- La formulación más influyente de la teoría del sistema mundo se debe al sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein18. Deudora en gran medida de la perspectiva adoptada por los dependentistas, propone tomar como unidades del análisis histórico no a los pueblos o a las naciones, sino a los así llamados “sistemas-mundo”. “Un sistema-mundo es un sistema social que tiene fronteras, estructuras, grupos miembros, reglas de legitimación, y coherencia. Su vida está compuesta de las fuerzas conflictivas que lo mantienen unido por tensión y lo desgarran en tanto cada grupo busca eternamente remodelarlo en su beneficio. Tiene las características de un organismo en tanto posee una vida útil durante la cual sus características cambian en algunos respectos y permanecen estables en otros (…) la vida dentro de él es ampliamente auto-contenida, y la dinámica de su desarrollo es ampliamente interna.”19

Según Wallerstein, sólo han existido dos tipos de sistemas-mundo a lo largo de la historia: los imperios-mundo y las economías-mundo20. Los primeros se caracterizan porque dentro de sus fronteras impera un único sistema político; por el contrario, dentro de los segundos coexisten varios sistemas políticos. En las economías-mundo se da una división extensiva del trabajo entre estados-núcleo, áreas semiperiféricasáreas periféricas; existe también una arena externa, es decir, aquella zona que no se halla bajo la influencia de la economía-mundo. Como vemos, el análisis de los dependentistas se complejiza. y

Según Wallerstein, previamente al surgimiento del capitalismo, coexistieron en la tierra varios imperios-mundo y economías-mundo; sin embargo desde fines del siglo XV, el capitalismo se ha desarrollado hasta convertirse en la primera economía-mundo de alcance efectivamente mundial (hacia principios del siglo XX). El sistema-mundo moderno posee tres características fundamentales: 1) un sistema económico: el capitalismo; 2) un tipo de sistema político: los estados nación; y 3) una geocultura.

1) El capitalismo se constituye a partir de la invasión europea de los territorios que posteriormente serían bautizados con el nombre de “América”, acontecimiento a partir del cual quedan vinculados por vez primera los circuitos comerciales de Europa, Asia, África y América. 2) Por su parte, es el sistema-mundo moderno el que da origen a los estados-nación, y no al revés. En un principio, la hegemonía del sistema-mundo moderno es detentada por España y Portugal, para luego desplazarse hacia países del noroeste de Europa: Holanda, Inglaterra y Francia. 3) Finalmente, es recién con la Ilustración y la Revolución Francesa, en el siglo XVIII, que el sistema-mundo adquiere una geocultura (conjunto universal de valores y reglas básicas de comportamiento).

Ahora bien, el pensamiento decolonial retoma la metáfora del sistema-mundo moderno para abordar el análisis del capitalismo contemporáneo, pero incorpora como fundamental diferencia la idea de que la modernidad posee un lado oscuro inseparable de ella: la colonialidad. Por eso, debería hablarse más propiamente de un sistema-mundo moderno/colonial en el cual la colonialidad no es una “consecuencia desafortunada” del desarrollo del capitalismo, como quieren algunos pensadores, sino la esencia de su lógica económica y su imaginario universalista. Este imaginario asume que el modo de vida occidental es superior a cualquier otro y que merece ser impuesto al resto del orbe; implica entonces la subalternización y el sometimiento de todo pueblo y cultura diferentes. De aquí, el pensamiento decolonial deriva que, contra lo que sostiene Wallerstein, la geocultura del sistema-mundo no aparece con la Ilustración y la Revolución Francesa, sino mucho antes.

La idea de civilización y la misión civilizadora que Europa asume en el siglo XVIII, son la continuación de idea de cristiandad y la misión cristianizadora ya llevada adelante desde el siglo XVI. La diferencia radica en que el diseño del siglo XVIII es el resultado de un proceso de secularización, y en tanto tal, que se presentó a sí mismo como una ruptura absoluta con respecto al pasado cristiano. El pensamiento decolonial descubre pues la continuidad del eurocentrismo colonizador allí donde el sistema-mundo se ha descrito a sí mismo como ruptura con el dogma y arribo a la edad de la razón

Conceptos fundamentales del pensamiento decolonial

Muy bien, ya hemos dado cuenta de las principales fuentes en que abreva el proyecto modernidad/colonialidad, es decir los antecedentes históricos de nuestro pensamiento decolonial. Hemos mencionado también en qué se distancia de ellas, pero en forma muy sucinta. Por eso ahora nos detendremos a presentar algunas de las especificidades que le son propias. Comenzáremos con la peculiar reelaboración del fenómeno histórico de la modernidad..

1. Primera y segunda Modernidad.

En muchos de sus libros, Dussel nos muestra que el descubrimiento-invención de América, su conquista y posterior colonización por parte de las potencias europeas, su explotación humana y económica, son todos hijos de la Modernidad. Están construidos según las normas de ese paradigma y es, por lo tanto, en esta estela de ideas modernas donde hay que buscar la comprensión más profunda de su sentido.

Ahora bien, esta Modernidad no surge de, ni se confunde con la Ilustración europea y la configuración de un orden global universalizado en el cual Europa es amo y señor tal como muchas veces se pretende. La se da en una Europa en ciernes, que recién está iniciando el proceso de centralidad global, allá por el siglo XV; es en aquél momento que se produce –en términos de Paul Kennedy- el “milagro europeo” , mientras se construye el nuevo sistema, que será el primer sistema mundial. primera modernidad

La configuración de esta Modernidad temprana es consecuencia, según Mario Casalla de tres grandes revoluciones fundadoras que sellarán definitivamente la suerte del mundo antiguo-medieval y sentarán las bases de su mutación moderna: el Renacimiento, la Revolución Religiosa del siglo XVI (Reforma y Contrarreforma) y la Revolución comercial operada a partir de 1400 (que genera una ruptura del sistema medieval y el posibilitamiento del posterior modo de producción y vida capitalista). Esa nueva Europa, particular/universalizadora, irá erigiendo, a partir del mundo colonial, un nuevo tipo de estructuras civilizatorias que, desde la Revolución Industrial del siglo XVIII, recién desde ese momento, le permitirá ser “totalidad”.

Pero, y este es el punto fundamental: debe quedar claro que todo comenzó en España y Portugal a fines del siglo XV, con las instauración de eso que Enrique Dussel ha llamado “Imperio-Mundo”; para luego sí, desplegar propiamente un “sistema-mundo” capitalista, según lo visto en torno a la propuesta de Wallerstein.

También es importante resaltar el carácter de proceso de esta experiencia, su dinamismo histórico. Pues para comprender la culminación de esta primera modernidad, y su ensamble con la segunda modernidad la revolución industrial se torna crucial; es recién con ella que se generara una aceleración en el nivel técnico-instrumental de grandes consecuencias geopolíticas.

Así, por un parte, en Gran Bretaña (Inglaterra y Escocia), y lentamente en Francia y en toda Europa, se producirá un despegue que proporcionará a Europa una hegemonía mundial (económica, militar, política y cultural)21; que será relatada al resto del mundo por la filosofía política de la Ilustración. Insistamos en este punto: esta segunda Modernidad no remplaza la primera, sino que se le superpone y la continúa en sus aspectos esenciales hasta el presente.

Así se despliega, pues, Europa como idea y como “misión” histórica. Europa, según ella misma, es y debe ser comprendida desde una suerte de proyección universal que le es trasmitida y resulta regimentada por la razón que la anima y, en consecuencia, debe asimilarse que toda crisis de su existir debe ser valorizada desde, por y para el cumplimiento de este mandato racional.

Es contra este preciso significado que discute Dussel, desarrollando lo que ha denominado “mito de la Modernidad” con la finalidad de proponer el sendero para especificar los términos de su superación.

2. Mito de la Modernidad.

Podemos decir, siguiendo a Enrique Dussel (Dussel, 1994), que la palabra “Modernidad” contiene ambiguamente dos contenidos:

1. Por su contenido primario y positivo a nivel conceptual, la “Modernidad” es emancipación racional. La emancipación como salida de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso crítico, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo histórico del ser humano.
2. Pero, y al mismo tiempo, por su contenido secundario y negativo en tanto que mítico, la “Modernidad” es justificación de una praxis irracional de violencia.

Dicha ambigüedad es desplegada en el imaginario eurocéntrico de acuerdo al siguiente itinerario, redundando sobre todo en la construcción del “mito de la modernidad”:

* La civilización moderna se auto-comprende como más desarrollada, superior (lo que significara sostener sin conciencia una posición ideológicamente eurocéntrica);
* La superioridad la obliga a desarrollar a los más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral;
* El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa (es, de hecho, un desarrollo unilineal y a la europea, lo que determina, nuevamente sin conciencia alguna, la “falacia desarrollista”).
* Ahora bien, como “el bárbaro” puede y suele oponerse al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer, en última instancia, la violencia, para destruir los obstáculos de la tal modernización (la guerra justa colonial);
* Esta dominación, es cierto, produce víctimas (de muy variadas maneras); pero es interpretado como acto inevitable, con el sentido cuasi-ritual de un sacrificio; así, el héroe civilizador inviste a sus mismas víctimas del carácter de ser holocaustos de un sacrificio salvador (del colonizado, esclavo africano, de la mujer, de la destrucción ecológica de la tierra, etc.).
* El mito posee una dimensión claramente moral. Pues para el moderno, el bárbaro tiene una culpa (el oponerse al proceso civilizador) que permite a la “Modernidad” presentarse no sólo como inocente sino como “emancipadora” de esa culpa de sus propias víctimas.

En miras de redimir a las victimas, algo sólo posible tras la asunción del mito de origen; Dussel propone la superación de la “Modernidad”: pero ya no como post-modernidad ni en el sentido de ninguna otra crítica intra-europea; sino desde la por él denominada Trans-modernidad.

Con esta propuesta se denuncia como irracional a la violencia de la Modernidad (este sentido razón mítico- sacrificial) y se apunta, como contrapartida, a la afirmación de la “razón del Otro”. Es necesario, en otras palabras, negar la negación del mito de la Modernidad. Pues solo cuando se niega el mito civilizatorio y de la inocencia de la violencia concomitante, se reconoce la injusticia de la praxis sacrificial ejercida por Europa fuera de Europa, recién entonces se puede igualmente superar la limitación esencial de la “razón emancipadora”.

Sólo de esta manera, por otra parte, la razón moderna puede ser trascendida, ya no como negación de la razón en cuanto tal, sino de la razón violenta eurocéntrica, desarrollista, hegemónica. Se trata de una Trans-Modernidad presentada como proyecto mundial de liberación, que no apunta a que un particular universalizante imponga violentamente sobre el Otro su razón particular, sino donde la Alteridad se realice en igualdad de condiciones.

Esta propuesta, por otra parte, apunta a dejar en evidencia un hecho importante: el éxito del poder de la modernidad en su afán de subsumir y borrar lo que se configuraba como no moderno, no ha sido absoluto. Para plantearlo en otros términos: las ‘culturas’ que han sido sometidas durante los últimos siglos a la pretendida predominancia de la cultura occidental no han sido arrasadas, no han sucumbido. Al contrario: Las diferentes culturas “producen una ‘respuesta’ variada al desafío moderno e irrumpen renovadas en un horizonte cultural ‘más allá’ de la Modernidad” (Dussel 2004).

La Trans-Modernidad correspondería, en suma, precisamente al proyecto alimentado de esta exterioridad que no ha sido subsumida y que se constituye en fuente de unos más allá de la Modernidad europea.

3. La colonialidad del poder

Llegados a este punto, nos disponemos a analizar una categoría central para la comprensión de nuestro tema: la colonialidad del poder. Este concepto ha sido aceptado y utilizado desde el cuerpo general de estudiosos de la red modernidad/colonialidad, pero cada autor le ha impreso distintos matices. Por eso, aquí nos centraremos en el concepto tal como lo ha articulado Aníbal Quijano, pues es a partir de su original formulación que se hizo posible construir un importante cuerpo de conocimientos.

3.1. Sistema-Mundo, Colonialidad y Poder

Para abordar y comprender la colonialidad del poder, se hace necesario analizar dos cuestiones primordiales: primero, ¿a qué se refiere Quijano con colonialidad? y, segundo, ¿cuál es su definición de ? poder

Comencemos aclarando que el término es acuñado por Quijano a inicios de la década de los noventa. Lo introduce por primera vez en un artículo que el autor escribió junto al ya mencionado Immanuel Wallerstein, artículo que llevaba por título “La americanidad como concepto y el lugar de las Américas en el sistema-mundo moderno”. En este texto, Wallerstein retomaba su análisis a largo plazo de la formación de la economía-mundo moderna, constituida según él a partir del siglo XVI, con el descubrimiento del continente americano y debido a la conformación de un nuevo circuito comercial atlántico euro-centrado. Y fue en este marco general de la teoría del sistema-mundo, en donde Quijano incorporó su noción de colonialidad.

Si bien la modernidad europea en su expansión mundial conduce hacia la formación del colonialismo, lo que intenta mentar la idea de colonialidad es algo que trasciende las implicancias de este último, dando cuenta de la permanencia y prolongación en el tiempo de las estructuras que permitieron la formación del sistema capitalista. De este modo, colonialismo y colonialidad, aunque están íntimamente relacionados, no son sinónimos, esta excede aquella. Veamos en qué sentido.

Para Quijano, con el “descubrimiento” de América, y la subsiguiente colonización, se forja un nuevo patrón de poder mundial, en el cual la modernidad europea queda anudada inexpugnablemente a la colonialidad de las periferias.

“Extinguido el colonialismo como sistema político formal –dirá Quijano-, el poder social está aún constituido sobre la base de criterios originados en la relación colonial” (Quijano, 1992: 1).

Esto en relación a la colonialidad. Pero, como decíamos, para poder analizar debidamente el significado del concepto colonialidad del poder, resulta esencial que nos detengamos en la concepción de poder de Quijano. En sus propias palabras:

“el poder es un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas, básicamente, en función y en torno de la disputa por el control de los siguientes ámbitos de existencia social: 1) el trabajo y sus productos; 2) […] la naturaleza y sus recursos e producción; 3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; 4) la subjetividad y sus productos materiales e ínter subjetivos, incluido el conocimiento” (Quijano, 2000).

Observamos, entonces, que la especificidad del concepto está cimentada sobre una visión del poder centrado en el punto de vista de las relaciones sociales. La dominación, la explotación y el conflicto, tríada importantísima para clarificar los rasgos específicos de estas relaciones sociales, devienen constitutivas del poder y encuentran su basamento en la idea, derivada en parte del materialismo histórico del cual proviene Quijano, de que existe una apropiación de los productos de la vida social, en los cuatro ámbitos de existencia social articulados en torno al trabajo, la naturaleza, el sexo y la subjetividad.

Sin embargo, es importante resaltar que desde el punto de vista de estas cuatro dimensiones sobre las que se montan las relaciones conflictivas de dominación y explotación, existe un notorio distanciamiento de Quijano con respecto al marxismo, para el cual la contradicción principal que estructura y otorga sentido a las demás dimensiones del sistema es la del capital y el trabajo. Dice Quijano:

para el materialismo histórico –la más eurocéntrica de las versiones de la heterogénea herencia de Marx-, las estructuras sociales se constituyen sobre la base de las relaciones que se establecen para el control del trabajo y sus productos (Quijano, 2000: 97).

Quijano, en cambio, no otorga tal prioridad a la dimensión del trabajo, sus recursos y sus productos. Plantea otra manera de relacionar dichas dimensiones. Nos habla de la heterogeneidad histórico-estructural
que es propia del actual patrón de poder capitalista, y así nos ofrece la más potente de sus herramientas teóricas.

3.2. Heterogeneidad histórico-estructural, clasificación social y raza.

Como se ha visto más arriba, la conquista del continente americano y su integración al sistema-mundo constituye uno de las instancias fundamentales en la formación del sistema capitalista. La constitución de este sistema supone la aparición, al mismo tiempo, de un nuevo patrón de poder, entendido éste como un sistema en donde las relaciones sociales, en tanto conflictivas, de dominación y explotación, operan sobre la apropiación y control de las diversas dimensiones de la existencia social que mencionábamos. Ahora bien, la postulación de Quijano de aquellos cuatro ámbitos, diferente del análisis que hace el materialismo histórico, supone también una explicación de la manera en que esas dimensiones se articulan bajo el nuevo patrón de poder capitalista:

se trata siempre de una articulación estructural entre elementos históricamente heterogéneos, es decir, que provienen de historias específicas y de espacios-tiempos distintos y distantes entre sí, que de ese modo tienen formas y caracteres no sólo diferentes, sino también discontinuos, incoherentes y aun conflictivos entre sí, en cada momento y en el largo tiempo” (Quijano, 2000: 98).

Esta articulación de elementos heterogéneos cristalizará, por ejemplo, en los diferentes papeles que jugarán América y Europa en el sistema capitalista mundial. En lo que al control del trabajo respecta, si en Europa el capitalismo tuvo su expresión en el desarrollo de relaciones asalariadas, en aquella se desarrollaron formas de control del trabajo más cercanas a la servidumbre y la esclavitud.

(…) todo el resto de las regiones y poblaciones incorporadas al nuevo mercado mundial y colonizadas o en curso de colonización bajo dominio europeo, permanecían básicamente bajo relaciones no-salariales de trabajo, aunque, desde luego, ese trabajo, sus recursos y sus productos, se articulaban en una cadena de transferencia de valor y de beneficios cuyo control correspondía a Europa Occidental” (Quijano, 2005: 206).

De acuerdo con Quijano, la existencia de diferentes formas de trabajo no se correspondería con la subsistencia de sistemas económicos autónomos con elementos pre-capitalistas sino con la heterogeneidad histórico-estructural propia del sistema capitalista; el cual, bajo el predominio del capital, logra articular de manera efectiva diferentes tipos de estructuración social.

Insistiremos, por esto, en esta noción de articulación.

En su artículo “Raza, Etnia y Nación en Mariátegui” la conceptualización de Quijano en torno a la heterogeneidad del sistema capitalista revela implicancias en procesos que no son solamente los de producción de diversas relaciones de explotación y de trabajo en torno del capital y su mercado, sino también de producción de nuevas identidades históricas. Es decir que el proceso de constitución del nuevo patrón de poder mundial no consistiría solamente en el establecimiento de relaciones sociales materiales nuevas. Este implicaría, al mismo tiempo, la formación de nuevas relaciones sociales ínter subjetivas (Quijano, 1992).

Para la producción del nuevo patrón de poder mundial que nace en América, convergen dos procesos disímiles: por un lado, tal como acabamos de mencionar, la articulación de todas las formas históricas de control del trabajo, sus recursos y productos en torno al capital y el mercado mundial; y por otra parte,

la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en la idea de raza, es decir, una supuesta diferente estructura biológica que ubicaba a los unos en situación natural de inferioridad respecto de los otros (Quijano, 2005: 202).

La idea de raza, entonces, será de importancia vital en la aparición del sistema-mundo capitalista, en estrecha relación con la noción de heterogeneidad. Si de una parte existieron diferentes formas de control del trabajo, la sexualidad, la naturaleza y la subjetividad, heterogéneas, discontinuas, articuladas todas ellas en torno al capitalismo, por otra, y al mismo tiempo, existieron diferentes grupos de gente que fueron clasificados socialmente de acuerdo a la idea moderna de raza, otorgando legitimidad a la dominación impuesta por el colonialismo:

En la medida en que las relaciones sociales que estaban configurándose eran relaciones de dominación, tales identidades fueron asociadas a las jerarquías, lugares y roles sociales correspondientes, como constitutivas de ellas, y en consecuencia, al patrón de dominación colonial que se imponía. En otros términos, raza e identidad racial fueron establecidas como instrumentos de clasificación social básica de la población (Quijano, 2005: 202).

La idea de raza asociada a características fenotípicas (fundamentalmente el color de piel), que para Quijano es un invento moderno; operará eficazmente en la constitución de prácticas y representaciones involucradas en la dominación y explotación de un grupo de gente sobre otro, en realidad, de los europeos sobre los no-europeos. Estos dispositivos, productos de la situación colonial, rasgos esenciales del nuevo patrón de poder, conservarán su vigencia hasta el presente, funcionando como colonialidad.

En suma, la heterogeneidad histórico-estructural así como la clasificación social de la población de acuerdo a la idea de raza, correlativas, se constituyen en los dos aspectos esenciales para comprender la noción de colonialidad del poder.

La colonialidad del poder surgida en América, y que con sus transformaciones sigue siendo aún nuestro actual patrón de poder, se ha desplegado con el sistema capitalista y es el responsable de articular las diferentes formas de control del trabajo, la naturaleza, la sexualidad, la subjetividad, de acuerdo a criterios racistas, asociando diferentes prácticas materiales con diversas formas de representación y de relación ínter subjetivas, generando, de este modo, con ello, su propia geografía social.

4. Diferencia imperial, diferencia colonial

Esta particular geografía social que descubrimos al utilizar esta valiosa herramienta de análisis que nos ha brindado Quijano, hace patente la necesidad de una geopolítica que detalle el modo en que dicha se configura históricamente en las distintas partes del mundo y del tipo de relación que se entabla entre las mismas. colonialidad del poder

A este respecto, digamos que para el pensamiento decolonial existen dos conceptos que permiten entender el sistema mundo moderno/colonial desde la colonialidad del poder: la diferencia imperial y la . Ambos tipos de diferenciaciones nos hablan, a su vez, de lo mismo: la construcción histórica de las identidades. Pero mientras la primera nos refiere al tipo de relación entre quienes adoptan, geopolíticamente hablando, la perspectiva imperial (imposición unilateral del propio diseño global sobre otra historia local); la segunda a la relación entre estos y quienes se ven ubicados en una perspectiva subalterna, colonial. diferencia colonial

La relación entre imperios puede ser planteada, a su vez, en dos sentidos: como diferencia «externa» o como diferencia «interna» al sistema desde el cual se enuncia. Cuando la diferencia imperial es externa, tenemos simultaneidad: es decir que se trata de diferenciación con un otro imperial que sirve de centro jerarquizador en otro sistema. La coexistencia del sultanato Otomano, la dinastía Ming y el imperio sacro-romano-germano en siglo XVI, es un claro ejemplo histórico de lo que aquí se explica22.

Mas cuando la diferencia es interna debemos hablar, en cambio, de sucesión y competencia al interior de uno y el mismo sistema para continuar siendo, o por pasar a ser, el centro jerarquizador.

Sabemos que España y Portugal, centros de la Europa imperial del siglo XVI, son sucedidas en dicha función por Holanda (S XVII), y más tarde Francia e Inglaterra (S XIX). Así se produce el desplazamiento en el centro de poder del sistema mundo. Y esto trae aparejado, inevitablemente, una rearticulación de las identidades; lo cual equivale decir que se genera una transformación en la concepción del otro interno al sistema. De aquí que España, siguiendo con el ejemplo, llegase a ser pensada, una vez desplazada del centro del sistema mundo, como “la menos europea” de las naciones europeas.

Este ejemplo, nos permite además vislumbrar una de las principales consecuencias de dichos desplazamientos geopolíticos: las diferencias de poder se enmascaran en diferencias culturales.

Para continuar, conviene resaltar algo evidente: la suerte de la metrópolis y la de la/s colonia/s que de ella depende/n están estrechamente ligadas. No es lo mismo ser colonia de una nación-centro del imperio mundo que de una relegada a la periferia. América Latina, en su compleja historia, lo ha experimentado sobradamente. Esa des/valorización que decimos sufrió España, se vio entonces potenciada en nuestra región: es que se solapaban aquí la diferencia imperial y la diferencia colonial, potenciando la des/valorización proyectada.

Ahora bien, hemos dicho que la diferencia imperial puede referir a otro externo al sistema o a otro interno. Pero en ambos casos se trata de perspectivas imperiales; y esto más allá de que estén o no ejerciendo el rol de centro mundo en acto. Existe, no obstante, otra perspectiva que también es producida por la diferencia de poder y que también sirve como instrumento de dominio, la colonial. Expliquémosla.

La diferencia colonial, por su parte, refiere a la des/calificación de las gentes y las poblaciones llevada adelante por la concepción imperial. Conceptualmente puede presentarse esta operación como la confusión, nada ingenua, de distintos planos de oposiciones: A la oposición entre lo mismo y lo otro (o lo distinto), que es una cuestión; la perspectiva imperial solapa la de igualdad y desigualdad que es otra completamente diferente. Y es así como se permite hacer de lo diferente lo desigual; operación esta que no es habilitada por la razón sino por la fuerza, pero que termina rigiendo, a posteriori, la misma razón.

Históricamente, esto se ha expresado en el modo en que la civilización occidental, tras someter a otras civilizaciones, se estableció como patrón de medida y, desde sí, ha juzgado y juzga, desvalorizando, todo lo otro diferente. Walter Mignolo asegura:

Las diferencias coloniales fueron construidas por el pensamiento hegemónico en distintas épocas, marcando la falta o los excesos de las poblaciones no europeas, y ahora no estadounidenses, que era necesario corregir23.

Transfigurar su ser en el deber ser, tal es el propósito primordial de toda perspectiva imperial.

5. Pensamientos fronterizos: La opción decolonial

Desde siempre, una de las principales prerrogativas del vencedor ha sido la de monopolizar el derecho a la palabra, al pensamiento, a la verdad. Es por ello, que una de las principales apuestas del pensamiento decolonial consiste en asumir y experimentar aquélla formula según la cual pienso donde soy, abandonando para ello las categorías colonizadas propias de los intereses de la perspectiva imperial. Se busca, de este modo, hacer oír la voz de una subjetividad que grita su singular perspectiva, la de la «herida colonial», al de los damné.

Los desheredados, quienes inscriben su palabra desde el lado oscuro de la modernidad, es decir desde la colonialidad, son centro de otras memorias, de otras experiencias y son, por lo tanto, la expresión de otras formas de la subjetividad. Son las subjetividades que se afirman desde la diferencia colonial; más no para cerrarse en ella, sino con el preclaro fin de trascenderla.

Aclaremos, no obstante, que no referimos aquí un mero acto de voluntad cuando hablamos de trascender la diferencia colonial. A decir verdad, esta posibilidad está dada por el mismo movimiento expansivo del colonizador y la situación a la que es llevado el colonizado.

Cuando una cultura se establece, imponiéndose por la fuerza, en una región que no es la propia (o sea: cuando una historia local se superpone en tanto diseño global a otra historia local), se generan las condiciones para el desarrollo de un modo de subjetividad que, sin ser exactamente ninguna de los dos historias locales en conflicto, responde a la singular relación que se ha establecido entre de ambas. Así es como comienza a articularse una experiencia y un mundo de la vida (Lebenswelt), que se enuncia desde otro lugar diferente del de la modernidad; desde su contracara precisamente, la colonialidad. En palabras de Mignolo:

la diferencia colonial crea condiciones para el desarrollo de situaciones dialógicas en las que una enunciación fracturada es representada desde la perspectiva subalterna como una respuesta al discurso y la perspectiva hegemónica. (…) El pensamiento fronterizo es algo más que una enunciación híbrida. Es una enunciación fracturada en situaciones dialógicas que se entrelazan mutuamente con una cosmología territorial y hegemónica (ideología, perspectiva). 24

Enunciación fracturada, entonces, de aquellos sobre quienes se ejerce el diseño global. Pero también situación dialógica, que permite al mismo tiempo su propia descolonización:

El pensamiento fronterizo desde la perspectiva de la subalternidad es una maquina de descolonización intelectual y, por lo tanto, de descolonización política y económica25.

Cabe aclarar, por último, que el pensamiento fronterizo no pretende suplantar a los paradigma dominantes, con el afán de tornarse él mismo hegemónico: apunta, en verdad, a la co-existencia de distintos paradigmas. Pues, aunque reconoce el carácter conflictivo de toda convivencia de los distintos, afirma la convivencia y el conflicto, sin titubeos.

Otros paradigmas críticos de la modernidad.

Hemos mostrado que, en más de un sentido, esta opción, la decolonial, es fuertemente crítica de la modernidad. Pero no es, ciertamente, la única corriente intelectual que se arroga dicho titulo crítico. Existe una pluralidad de contendientes del mundo moderno, entre los cuales los mas importantes y radicales (aunque no los únicos, ciertamente) serian el 1- marxismo, 2- el posmodernismo y, más recientemente, 3- el poscolonialismo.

Esta multiplicidad de voces críticas, obliga a explayarnos sobre las relaciones de diferencia, semejanza, confluencia y divergencia existentes entre estas y el pensamiento decolonial, en fin a preguntarnos por la originalidad y los verdaderos alcances del giro decolonial.

1- El grupo decolonial reconoce ampliamente a Marx el merito de ser uno de los pioneros y de los más agudos analistas del mundo moderno/capitalista, tanto como destaca su postura ética en defensa de los oprimidos y de los subyugados por el capitalismo. Sin embargo, a diferencia de otras tendencias radicales latinoamericanas, los autores decoloniales no solo no se revindican como marxistas, sino que hacen de dicha filosofía uno de los principales blancos de sus ataques teóricos. ¿A qué se debe esto? Son varios y profundos, los motivos de esta ruptura, por ello es importante analizarlos uno por uno.

En primer lugar, los decoloniales tildan de eurocéntrica a la perspectiva teórica de Marx. Consideran que su mirada esta fuertemente imbuida por un discurso etnocéntrico, dicotómico y peyorativo propio del imaginario cultural de su época cuando define a los pueblos del Tercer Mundo como salvajes, bárbaros e incapaces de desarrollarse por si mismos; mientras que eleva a Europa a la categoría de ser la encarnación de la Razón, de la Civilización y del Espíritu del progreso.

En esta misma línea, a su vez, critican la reivindicación que hace Marx, a partir de su filosofía teleológica y eurocéntrica de la historia, del colonialismo como una forma, terrible y dolorosa es cierto, pero históricamente necesaria, del progreso de la humanidad hacia el comunismo. Contra Marx y sus discípulos, se rebelan los decoloniales, posicionándose junto a los subalternos orientales, negros e indígenas, mostrando el horror de la colonialidad y la imposibilidad de dialectizar escudándose en una lógica progresista la destrucción de culturas enteras y la muerte de centenas de miles de hombres, en nombre de un futuro venturoso sin explotados ni explotadores.

Los decoloniales también critican la caracterización que Marx hace de la relación entre modernidad, capitalismo y colonialismo. En su opinión, el filosofo alemán se equivoco al considerar este ultimo fenómeno como una dimensión accesoria del capitalismo y de la modernidad, ya que en su opinión ( y esta sin duda es una de las tesis mas fuertes y centrales del pensamiento decolonial), la colonialidad es una dimensión absolutamente constitutiva de la modernidad, es, como venimos diciendo, su lado oscuro, ese lado inaccesible a la mirada ingenua, incluso del bienintencionado, del occidental eurocéntrico; pero viva realidad para los sufridos pueblos colonizados.

En este mismo sentido, los pensadores decoloniales también critican duramente la filosofía de la historia de Marx, no solo por constituir un gran relato teleológico y metafísico del devenir histórico, sino fundamentalmente por ser una narración uni-lineal basada en la experiencia europea, una canonización de la historia europea como la Historia sin mas, que según los decoloniales ha redundado en una negación de la simultaneidad temporal entre los pueblos de Europa y del resto del mundo. Negación que a su vez, ha traído como consecuencia directa, la interpretación marxista del mundo extra-europeo, como pre-capitalista, siempre definido por su “atraso” frente al presente Europeo y no por sus propias características intrínsecas. Resumiendo estos dos últimos puntos nos dice Santiago Castro Gómez:

“A pesar de reconocer que el mercado mundial fue e impulsado por la expansión colonial de Europa Marx permaneció aferrado a una visión teleológica y eurocéntrica de la historia para la cual es un fenómeno puramente aditivo- y no constitutivo- de la modernidad(…)En Marx no existió la idea clara de que el colonialismo pudiera tener algún tipo de incidencia fundamental a nivel ,por ejemplo, de las practicas ideológicas de la sociedad (…) ni , mucho menos, que pudiera jugar un papel primario en la emergencia del capitalismo y de la subjetividad moderna.(…)”

Por ultimo, los pensadores decoloniales, también se suman a las críticas mas “tradicionales” contra el marxismo, resaltando su excesivo economicismo, su olvido de los problemas culturales, su pronunciado esquematismo y su rigidez explicativa. En conclusión, podríamos decir que la corriente decolonial, rompe con Marx por ver en el la continuación radical y de izquierda, pero continuación al fin, de la razón moderna/eurocéntrica/colonial. Para fundar una perspectiva teórica verdaderamente radical y crítica de la colonialidad hacia falta ir mas allá de Marx desprenderse de su pensamiento y ese es el giro que estos autores latinoamericanos se han atrevido a dar.

2- Por su parte, la relación teórica entre el pensamiento decolonial y el posmoderno, tampoco es de lo más estrecha. En realidad, en principio, podríamos decir que estos autores reconocen en los posmodernos, importantes planteos críticos hacia la modernidad, que ellos no hacen más que compartir plenamente. De esta manera por ejemplo, vemos que concuerdan con Lytoard y su crítica a los grandes relatos, con Derrida y su deconstruccion del logocentrismo, con Foucault y sus análisis del discurso y de la sociedad moderna disciplinar, así como revindican, entre otras, las banderas del anti-escencialismo y de la deconstrucción del sujeto moderno. Sin embargo son varios y absolutamente fundamentales los puntos de divergencia entre los decoloniales y los posmodernos.

En primer lugar, estos niegan que las sociedades contemporáneas hayan entrado en una etapa posterior y distinta a la moderna, en su opinión el mundo continúa preso de la modernidad, con la consiguiente persistencia de la colonialidad en todas sus formas. Asimismo, a semejanza de lo ocurrido con el marxismo, estos autores latinoamericanos ven en los filósofos posmodernos una continuación de la perspectiva eurocéntrica y un total olvido de la problemática de la colonialidad. Por ello y en conclusión, los decoloniales consideran que el posmodernismo no es mas que una critica eurocéntrica de la modernidad, una mirada absolutamente limitada e ineficaz para aquellos que quieren entender/transformar el mundo desde y para los subalternos de las periferias.

3- Indudablemente es con el poscolonialismo que el pensamiento decolonial mantiene lazos más fuertes. Este último no sólo tiene una importante deuda teórica con el primero, si no que todavía más, se podría decir que de alguna manera, surgió como un desprendimiento latinoamericano autónomo, del tronco principal del pensamiento poscolonial. Las coincidencias son notorias, y pueden verse en la preocupación de ambos por estudiar y denunciar la pervivencia de los efectos del colonialismo en las sociedades contemporáneas. Asimismo, es común el interés por rescatar la experiencia de los subalternos colonizados y fundamentalmente por su voluntad de llevar adelante la deconstrucción del paradigma de la razón eurocéntrica desde los márgenes del mundo extra-europeo. Así, no cabe duda que comparten la misma vocación crítica, idénticos “enemigos” y similares preocupaciones teóricas. Sin embargo, existen diferencias entre ambas, que hacen en última instancia, del pensamiento decolonial, una corriente independiente y original.

La primera diferencia importante es que los decoloniales toman como centro de sus análisis no tanto la experiencia colonial de Asia y África del siglo XIX, sino fundamentalmente la de América Latina a partir siglo XVI, momento en el cual comienza para ellos con la conquista de América la primera modernidad, siendo en el siglo XVIII el inicio de la segunda modernidad, distinción que no hacen los postcoloniales.

La segunda diferencia, es que los decoloniales introducen el concepto de colonialidad, inexistente en los estudios poscoloniales. Que, como hemos visto, es un fenómeno mucho más complejo y profundo que el colonialismo y que abarca no sólo dimensiones políticas, económicas y militares sino también epistemológicas y ontológicas. Y justamente ambas, la modernidad con su rostro oculto, la colonialidad, son el objeto de estudio central del pensamiento decolonial.

Sin duda, otra relevante divergencia, está dada por las influencias teóricas que reconoce la corriente decolonial. Estos, afincan su pensamiento no tanto en el posmodernismo como lo hace Said con Foucault o Spivack y Bhabha con Derrida , sino fundamentalmente en la riquísima tradición del pensamiento crítico latinoamericano, específicamente como ya vimos, en la teoría de la dependencia , en la filosofía y la teología de la liberación, así como también en las voces de lo que ellos llaman pioneros de la perspectiva decolonial, autores subalternos como Guaman Poma, Aimé Cesaire, Franz Fanon, entre muchos otros que batallaron contra las injusticias de la expansión occidental.

Finalmente la ultima diferencia de peso, esta dada por el tipo de análisis critico que realizan los decoloniales. Estos se corren de la mirada puramente culturalista y literaria que proponen los poscoloniales y asumen una perspectiva que busca incluir de manera compleja, dinámica, heterogénea y no determinista la dimensión económica junto con la cultural. Es por eso que introducen, críticamente, algunos elementos centrales la teoría del sistema mundo de Immanuel Wallerstein: para darle un “sustrato material” (pero no economicista) a sus estudios sobre la colonialidad, y es por ello que hablan del sistema mundo moderno/colonial.

Recapitulando, podríamos decir que el pensamiento decolonial representa un desprendimiento frente a las teorías criticas, eurocéntricas de la modernidad ( léase el marxismo, el posmodernismo) y sin duda aunque reconoce aire de familia con los estudios postcoloniales, su perspectiva latinoamericana, sus fuentes y sus estrategias metodológicas y analíticas, hacen de ella una corriente filosófica autónoma y fecunda, lo suficientemente poderosa como para abrir, desde los márgenes coloniales, una nueva y profunda brecha en la deconstrucción de la modernidad/colonialdad
Últimas palabras

Ya hemos explicado que el colonialismo y su emergente la colonialidad, entendida ésta como modelo hegemónico global de poder que trasciende temporalmente al colonialismo, operan como trasfondo para el quehacer de los emisarios de la civilización. Que es la colonialidad, precisamente, aquello que posibilita la retórica que hace de la modernidad el proyecto destinado a salvar a los “pueblos bárbaros”; que es gracias a ella que el proyecto civilizatorio pudo presentarse siempre como el deber europeo moralmente legitimado, la responsabilidad histórica de Europa, y ahora más ampliamente, de Occidente.

Pero la contradicción entre el discurso legitimante y la praxis es ostensible, tal como lo afirma Aimé Cesaire, pues es el mismo colonialismo quien constituye en realidad la máquina de barbarie. Y puesto que el dispositivo es bestial, se aplica desde un doble vínculo. En primer lugar, realiza la destrucción de los sujetos colonizados, de sus economías y formas de vida generando así un disciplinamiento de los cuerpos e imprimiendo el derrame de sangre en la subjetividad colonizada. Pero, por otro lado, también genera el “ensalvajamiento” de la Europa colonizadora y la “bestialización del colonizador”. En suma: el colonialismo “cosifica” al colonizado y “deshumaniza” al colonizador.

El Discurso sobre el colonialismo de Cesaire implica para el pensamiento de-colonial lo que el Discurso del método de Descartes para el pensamiento moderno. Mas aún: podemos decir que se trata de una respuesta a este último desde la perspectiva de-colonial, en la que se intenta relanzar las preguntas básicas sobre el método, pero ya no a partir de las evidencias del “yo conquistador”, sino de las dudas del “yo conquistado”, del golpeado, del condenado.

Desde los primeros párrafos Cesaire sentencia: “Europa es indefendible. Moral y espiritualmente indefendible”. Y es porque, como decíamos, la máquina de barbarie opera desde un doble vínculo, que Hitler y el nazismo no resultan una desviación ni un acto fallido sino la expresión propia del colonialismo vuelto sobre sí, es decir que “resulta de la aplicación en Europa de los procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes de Argelia”.

La idea de de-colonización ya visiblemente expresada en Cesaire se funda sobre el grito de espanto, en términos de Hinkelammert. Es el alarido del colonizado ante la transformación de la guerra y la muerte en elementos ordinarios de su mundo, de su vida cotidiana. Es el espanto y el grito de la subjetividad viviente frente al fenómeno arrasador de la modernidad/colonialidad. Es la rebelión del grito que nace de las entrañas, la danza del grito, la abertura infinita del grito. Y es a través del grito que el sujeto colonizado se aparta de la muerte cotidiana. De la muerte y la miseria llevadas a cabo por años de colonialismo y, en nuestros días, de civilización neoliberal.

El concepto de colonialidad del ser junto a los de colonialidad del poder y colonialidad del sabercolonialidad del ser se vincula con los efectos de la colonialidad en la experiencia vivida. configuran la tríada de los efectos colonizadores. Específicamente, la

En este sentido, tanto el discurso de Cesaire como el grito de Hinkelammert apuntan directamente a des-colonizar este aspecto de la matriz de poder modernidad/colonialidad.

Para ahondar en el alcance de este tópico, es fundamental introducir a Franz Fanon, ya que es él quien articula las expresiones existenciales del colonialismo, en relación a la experiencia racial y, en parte también, con la experiencia del género. Nelson Maldonado Torres nos habla de “meditaciones fanonianas”, en el sentido que se refiere al horizonte de-colonial de repensar la idea de primera filosofía como Descartes hizo en sus “Meditaciones”. Sucede que el proyecto de-colonial posiciona a Cesaire y Fanon como desarrollos teóricos sólidos al nivel de discutir de igual a igual con Descartes, Kant o Hegel; y lo hace apuntalando la de-colonización del saber y desterrando la matriz silenciadora colonial con respecto a los intelectuales del mundo colonizado.

Acertadamente, Maldonado Torres sostiene que Fanon concentra su atención en el trauma del encuentro del sujeto racializado con el otro imperial. Es este el punto donde Fanon comienza a elaborar el aparato existenciario del sujeto producido por la colonialidad del ser. En este orden de ideas, se hace patente que “el negro”, “el condenado” no es un ser, pero tampoco simplemente nada sino que, en verdad, tiene una constitución distinta. La elaboración de la liberación, en el marco de la colonialidad del ser, se articula desde la experiencia vivida por el negro, el indígena, el mestizo y de los colonizados en general.

Sabemos que el encargado de prologar “ Condenados/miserables de la Tierra” libro emblemático del autor de Martinica no es otro que Jean Paul Sartre que como la mayoría sabe tuvo un importante activismo político a favor de la liberación de Argelia y en contra del colonialismo francés.

No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado

Esta presentación al andamiaje teórico de Fanon es notable. El fragmento alude justamente a la idea de que es mediante el Verbo que el hombre deja de ser un ente entre entes para transformarse en habitante del Mundo. Y es en este punto en donde se entrecruzan en la misma perspectiva la obra de Fanon con la del mexicano Leopoldo Zea, de quien nos sirviéramos para dar comienzo a nuestro artículo.

Zea sostiene que preguntar por la posibilidad de una filosofía es preguntar por el “Verbo” que hace del hombre un Hombre. Pero, ¿por qué se plantea la duda acerca de si hay, o no, filosofía latinoamericana? Sencillamente por la misma razón por la que se ha afirmado que el hombre latinoamericano o el negro son inferiores al hombre europeo, por la misma razón que Sartre sostiene que han “tomado prestado” el verbo. De seguro a ningún griego se le hubiera ocurrido preguntarse por la existencia de la filosofía griega: ¿Qué clases de hombres somos que nos planteamos estas cosas?, nos sigue interrogando Zea.

Es en esta pregunta por nuestra humanidad, insistimos retomando nuestras ideas del comienzo, en donde está el centro del problema. Detengámoslo, por eso, un momento más en este punto; preguntémonos un poco más acerca de esto: ¿este problema es un problema “nuestro”?

Zea lo responde rápidamente: “Fue la Europa que se inicia en la historia de la llamada modernidad la que impuso este problema, la Europa que hace de su redescubierta libertad un instrumento o justificación para imponerla a otros, negando este derecho”. Podríamos decir, entonces, que sí y que no es un problema nuestro.

Fanon describe la deshumanización del castigado por medio del castigador. EL colonizador que ejerce la violencia se justifica demostrando que quien la padece no pertenece a la condición humana. Por eso mismo, Fanon nos introduce en el lenguaje zoológico: “se alude a los movimientos de reptil amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, a la peste, el pulular, el hormigueo, las gesticulaciones”. Una vez incluido el colonizado en la esfera animal el derecho a ejercer la violencia sobre él se legitima.

El condenado de la tierra es el equivalente al dasein heideggeriano pero mediado por la perspectiva de la diferencia colonial antes descrita. Si el Dasein europeo es un “ser ahí”, el condenado es, como contrapartida, un “no ser ahí”. Media entre ellos una diferencia sub-ontológica o más bien ontológica colonial, la diferencia entre el ser y lo que está más abajo del ser.

En suma, la diferencia ontológica colonial se refiere a la colonialidad del ser.

El origen etimológico de damné está íntimamente relacionado con el concepto de “donner“ que significa . El damné es, literalmente, el sujeto que no puede dar porque lo que tiene ya le ha sido quitado. En esta sentido, Maldonado Torres nos permite cerrar la idea: “damné se refiere a la subjetividad, en tanto fundamentalmente se caracteriza por el dar, pero se encuentra en condiciones en las cuales no puede dar nada, pues lo que tiene le ha sido tomado”. dar

Ahora bien, más allá de que el escrito de Fanon se refiera específicamente a la lucha por la liberación nacional en Argelia o Congo, el postulado filosófico es trascendente: la descolonización consiste en la restauración del orden humano a condiciones en las cuales los sujetos puedan dar y recibir libremente. Y el pensamiento decolonial se hace eco de estas ideas.
Concluyamos nuestro artículo aclarando que la categoría del damné goza de intimidante vitalidad en nuestros días: pues son damné aquellos encontrados en las vacías tierras de los imperios, en países y grandes ciudades que llegan a ser terribles imperios para sus siempre condenados; lo son aquellos que se despiertan en las favelas de Río de Janeiro, aquellos que sobreviven en las villas miseria en Buenos Aires y lo son, también, aquellos que caminan por las calles del Bronx en la misma Nueva York.