Geopolítica y lucha antisistémica

El presente artículo es una versión levemente corregida del prólogo a la edición mexicana de Brasil Potencia. Entre la integración regional y un nuevo imperialismo, Bajo Tierra, 2012.

Cuando los pueblos se lanzan a la lucha no calculan las relaciones de fuerzas en el mundo. Simplemente pelean. Si antes de hacerlo se dedicaran a examinar las posibilidades que tienen de vencer, no existirían ni los movimientos antisistémicos ni la multitud de levantamientos, insurrecciones y resistencias que están atravesando el mundo y nuestra región. Los y las de abajo nunca actuaron con base en la racionalidad instrumental, como suelen creer los cientistas sociales y los analistas que ven el mundo desde arriba.

La gente común aplica en su vida cotidiana, de la que forman parte tanto las resistencias como los levantamientos, una racionalidad otra, hilvanada de indignaciones, sufrimientos y gozos, que los lleva a actuar con base en su sentido común de dignidad y ayuda mutua. Los cálculos racionales, eso que cierta izquierda ha dado en llamar “la correlación de fuerzas”, no forman parte de las culturas del abajo. Pero tampoco se ponen en acción de forma mecánica, espontánea como gustan juzgar despectivamente los profesionales de la revolución, sino en consulta con otros y otras que comparten los mismos territorios en resistencia. Ahí sí, evalúan y analizan, teniendo en cuenta si ha llegado el momento de lanzar nuevos desafíos. Lo que suele ocupar el centro de sus análisis es si están capacitados para afrontar las consecuencias del desafío, que siempre se miden en muertos, heridos y cárcel. En suma, los de abajo se lanzan a la acción luego de evaluar cuidadosamente la fortaleza interior, la situación de sus propias fuerzas y no tanto las relaciones entre los arribas y los abajos que, salvo excepciones, siempre son desfavorables.

¿Por qué entonces estudiar las relaciones entre estados, los nuevos desequilibrios y los cambios que se están produciendo? O, mejor, ¿qué importancia tiene la geopolítica, una ciencia creada por los estados imperialistas para dominar las periferias, para los movimientos antisistémicos?

La primera, casi obvia, es que siempre es necesario conocer los escenarios en los que actuamos y de modo muy particular las tendencias de fondo que mueven el mundo en un periodo de especial turbulencia. Si acordamos que el sistema-mundo en el que vivimos está atravesando un periodo de cambios profundos y los modos de dominación mutan con cierta rapidez, seguir el rastro de dichas mutaciones es tan importante para el militante como el reconocimiento del terreno lo es para el combatiente. Siempre que se reconozca que la forma adecuada de conocer es la transformación, la acción y no la contemplación.

La plática del subcomandante insurgente Marcos titulada luego La Cuarta Guerra Mundial fue una pieza importante para situar a los rebeldes del mundo en una realidad nueva realidad que es la continuación de la guerra contra los pueblos de Chiapas “pese a que pudo haber terminado de una forma digna y ejemplar“1. De alguna manera estos análisis son algo así como cartografías o mapas rudimentarios: orientan sin determinar, muestran los obstáculos que hay por delante y los posibles atajos.

En este caso, se trata de echar luz sobre la novedad que supone, para los pueblos sudamericanos en particular, la presencia de un vecino con vocación imperial en las fronteras de nuestros territorios. No sólo eso. El ascenso de Brasil como potencia regional y global va de la mano del nacimiento de un nuevo bloque de poder que está reconfigurando el carácter del conflicto en ese país, pero también en la región.

La segunda cuestión, derivada directamente de la anterior, se relaciona con los impactos de los actuales procesos interestatales y geopolíticos en los movimientos sociales. Brasil Potencia es posible gracias a la alianza de un sector decisivo del movimiento sindical y del aparato estatal federal con la burguesía brasileña y las fuerzas armadas. Explicar la ampliación/reconfiguración del bloque en el poder ha sido uno de mis objetivos centrales porque estoy convencido que supone la mayor novedad que se produce en nuestra región en décadas. La división del trabajo entre los propietarios del capital y quienes lo administran (básicamente dirigentes del PT y de algunos grandes sindicatos), o sea entre dos fracciones de la burguesía, es parte esencial del nuevo escenario regional que explica, en alguna medida, la confrontación entre el llamado progresismo y las derechas tradicionales.

Una parte de la última camada de movimientos ha perdido su autonomía política e ideológica en este nuevo escenario. Al apostar al “mal menor” como atajo ante el cúmulo de dificultades en nuestros territorios, los antiguos referentes se convirtieron en administradores estatales “sensibles” a los problemas de los pobres. En el mejor de los casos, buscan amortiguar los efectos del modelo, pero en todos los casos lo hacen sin cuestionarlo, porque ya se integraron en el mismo.

Por último, hemos ingresado en un periodo turbulento marcado por la militarización del planeta y los conflictos armados en gran escala. A los de abajo nos toca enfrentar el mayor desafío imaginable: defender la vida ante el proyecto de muerte de los de arriba. Confío en que en los momentos de caos sistémico no perdamos la brújula y mantengamos el timón firmemente orientado hacia la construcción y reconstrucción permanentes del mundo nuevo. Las simpatías que nos despiertan las derrotas del imperio, por más pequeñas que sean, no deben nublar la vista sobre los horrores que suponen las potencias emergentes agrupadas en el acrónimo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). La reciente matanza de 34 mineros sudafricanos, a la que el progresismo ha dada escasa relevancia, enseña la hechura clasista de las nuevas hegemonías.

La Jornada, México

Nota:

1 Pronunciada el 20 de noviembre de 1999, fue publicada por la revista Rebeldía número 4, febrero de 2003, bajo el título “¿Cuáles son las características fundamentales de la IV Guerra Mundial?”

1989, mes de noviembre

La ofensiva político militar realizada por la guerrilla del FMLN en 1989, e iniciada en el mes de noviembre, enfrentó a dos ejércitos y a dos clases de guerra: del lado de la guerrilla, la clave estuvo en nuestra capacidad para entender y aplicar, en el terreno, la sabiduría que aconsejó que cada uno de los cinco ejércitos guerrilleros combatiera en el terreno en el que era más fuerte, desarrollara su propio estilo y aplicara la estrategia y táctica aprobada por una especie de mando único. Esto quiere decir, que la idea de uniformizar el accionar de las fuerzas estuvo fuera de nuestras decisiones.

El otro aspecto decisivo de nuestro éxito partió de nuestra capacidad para vincularnos con las comunidades y las personas. En otras palabras, que para nosotros, el territorio no era solamente un escenario físico, sino fundamentalmente, un escenario social.

Conviene precisar que nosotros desarrollamos una guerra popular, de tal manera que, sin contar con las ventajas logísticas del ejército gubernamental, y mucho menos, con su capacidad de fuego, desarrollamos siempre dos componentes estratégicos: por un lado, la guerra de guerrillas, la que goza de la característica de ser una guerra irregular, de modo que sin ceñirse a reglas o normas establecidas, explota siempre la audacia y la iniciativa del combatiente, su ánimo y la exuberancia de su subjetividad, y desde luego, cuenta con el dominio y control del territorio donde se combate, y la posibilidad de determinar a conveniencia, la oportunidad de este combate.

De la misma manera, la guerra irregular permite la fabricación de las propias armas y la propia logística, que en ocasiones recorría el mundo entero hasta llegar a las propias manos de los combatientes. No hay que olvidar que la guerra popular siempre representó en el mundo, la lucha entre David y Goliat, y nosotros siempre fuimos David, y aunque en la historia real, Goliat era un representante popular y David era parte de un ejército invasor, para efectos de nuestra lucha, David expresó al pequeño frente al fuerte y nosotros éramos ese pequeño que defendía los interese de las mayorías.

El segundo componente fue político y tuvo que ver con nuestra capacidad para relacionar e interrelacionarnos con la gente y con las comunidades. Este fue un aprendizaje lento pero inexorable, porque en realidad de esto dependían nuestras propias vidas como personas y, desde luego, nuestra posibilidad de vencer. Esta vinculación siempre supuso una política establecida para las relaciones, las colaboraciones, los acuerdos y hasta neutralidades, en ciertos casos. Y se trataba de aplicar el principio que establecía que en un país como El Salvador, las montañas eran las masas. Conviene no olvidar, en este punto, que nuestra guerra se construye y define, precisamente, en la cresta de la lucha popular, y esto impregnó la actividad militar, propia de toda guerra, de un sentido político, que acompañó el proceso hasta el último día.

Fuimos conscientes que una guerra popular siempre es una relación armoniosa entre lo político y lo militar, y que en definitiva, es el corazón político lo que determina la naturaleza, el desarrollo y finalmente el desenlace de la confrontación. Llegados a ese punto, cabe preguntarse, por qué razón el ejército gubernamental no ganó la guerra, y por qué razón, la guerrilla del FMLN no la perdió.

La interrogante es oficiosa porque la ofensiva de noviembre del 89 fue una especie de conspiración pública en la que se sabía públicamente que se desencadenaría una ofensiva guerrillera, y el ejército enemigo fue incapaz de impedirla. Pero, además, durante toda la guerra, el ejército contó con una abrumadora logística, con abundantísima asesoría técnica, con generoso respaldo económico, y abundante apoyo político del gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, pese a todas estas ventajas, resulta que la ofensiva del 89 demostró que, en todo caso, una solución militar a la crisis solo era posible al mas largo plazo, y requería la intervención militar directa de Washington, y puestas así las cosas, es necesario saber el por qué la victoria militar no acompañó a la fuerza armada.

Durante 20 años, se desarrolló la confrontación de dos tipos de guerra: una popular e irregular y la otra regular e impopular. La guerra de guerrillas se basó estratégicamente en el respaldo y la participación del pueblo, la guerra gubernamental se basó en el respaldo y participación del gobierno estadounidense. La guerra popular fue la respuesta ante la matanza de miles de patriotas ejecutados por escuadrones de la muerte. La guerra regular se nutrió y aplicó siempre la matanza y la represión. La guerra popular le dio continuidad al proceso político que pasó de lo político a lo militar y retornó finalmente a lo político. La guerra gubernamental siempre entendió a la población civil como enemigo real y potencial al que era necesario eliminar. La guerra popular fue concebida y dirigida por clases medias intelectuales, por eso fue una guerra campesina (esto determinó acontecimientos posteriores y actuales). La guerra gubernamental se basó en un ejército de campesinos y sectores medios, movidos por una ideología que no correspondía con su clase.

Todos estos factores fueron determinante una correlación que finalmente redujo las posibilidades militares de las fuerzas gubernamentales, y aun mas, este ejército que no ganó la guerra que debía ganar, nunca aprendió a hacer prisioneros, y nunca aprendió a respetarle la vida a los prisioneros, a atender los heridos en combate, o a respetar hospitales y heridos de guerra, a médicos y a enfermeras. Sus mandos nunca entendieron que un prisionero respetado es una batalla ideológica ganada.
En la confrontación final de estas dos clases de guerra, tuvo supremacía la naturaleza del ejército guerrillero, porque siendo una alianza política siempre contó con 5 ideologías, 5 diferencias, 5 visiones del mundo, 5 tácticas y una sola estrategia. Este factor también contó decisivamente a la hora de la ofensiva de 1989.

Lo que vino después lo estamos escribiendo, por ahora, rendimos homenaje a nuestros héroes y mártires, a nuestros eternos guerrilleros que cayeron en esta confrontación histórica, que abrió el camino a un nuevo momento histórico que tiene sus propias batallas y sus propios avances y retrocesos.

Los duelos de la memoria y las memorias de la rebeldía

¿Dónde vive la memoria? ¿Quién la muere? ¿Por qué nos duele? ¿Hasta cuándo el duelo? ¿Qué recuerda la memoria? ¿Cuánto olvida? ¿Quién la enciende? ¿Quién la apaga?

¿Cuánta memoria marcha un 24 de marzo? ¿Cuánta memoria se va de ferias? ¿Cuánta se levanta un monumento? ¿Cuánta memoria se vuelve mercancía? ¿Cuánta se disuelve en los despachos del poder?

30 años transcurrieron desde el golpe de estado que estableció en Argentina la dictadura militar más feroz de nuestra historia, y una de las más salvajes de nuestro continente. El terrorismo de Estado, con su dimensión militar y civil, con su trama de dominación y de complicidades, fue el modelo elegido por el capitalismo para remodelar su hegemonía. Si éste se estableció en nuestras tierras sobre la base del genocidio de la población originaria y de los pueblos afrodescendientes traídos como esclavos; si después fue necesaria una nueva “Conquista del Desierto”, para sentar las bases de la “modernización” realizada por la generación del 80; los artífices de esta última dictadura, herederos muchos de ellos de aquella oligarquía “fundadora de la Nación”, volvieron a recurrir al genocidio, para aplacar toda resistencia.

Llamaron “Proceso de Reorganización Nacional”, a lo que fue un nuevo momento de recolonización cultural, sostenido en una contrarrevolución preventiva, cuyos datos sobresalientes volvieron a ser el exterminio, la impunidad, el racismo, el crimen organizado.

El golpe de estado en Argentina, fue parte de la política imperialista para América Latina, que tuvo como instrumento contrainsurgente el “Plan Cóndor”. Se trataba de detener el proceso de ascenso de los movimientos revolucionarios que alentados por la revolución cubana y por otros hechos significativos del contexto internacional –triunfo sobre el fascismo, revolución china, mayo del 68, Vietnam-, desparramaban por América Latina la certeza de que el cambio no sólo era necesario, sino que también era posible.

La máquina de matar se puso en marcha para aplastar toda insurgencia. Se trataba no sólo de liquidar al pez, sino de dejarlo sin agua. Por eso el indiscriminado asesinato de hombres, mujeres, ancianos, ancianas, niñas y niños. Por eso los mecanismos del terror: la desaparición forzada de personas, los campos de concentración, la maquinaria de delaciones organizada para romper toda solidaridad. Por eso la guerra cultural, promoviendo el “sálvese quien pueda”, y “el silencio es salud”; con la complicidad de periodistas que aún hoy infectan los medios de comunicación. Por eso el aliento a la traición, a la ruptura de los lazos de solidaridad, y la inoculación de la desconfianza.

El paso siguiente era la impunidad, basada en la desmemoria.

Pasaron treinta años. Vale la pena sacar algunas cuentas. La dictadura logró su cometido en varios sentidos: la desarticulación de las organizaciones revolucionarias de aquel momento, del sindicalismo de liberación, de las ligas agrarias, de un movimiento estudiantil combativo, del movimiento de sacerdotes por el tercer mundo, del movimiento villero, y de numerosos movimientos populares que fueron diezmados, y desestructurados.

La pérdida más grande e imposible de nombrar sin sentir escalofríos: la ausencia de una generación de hombres y mujeres revolucionarios, generosos, dispuestos a cambiarse a sí mismos para cambiar al mundo, empeñados en la creación del “hombre nuevo” –ellos no se imaginaban la posibilidad de “la nueva mujer”-. Y como consecuencia también de esta historia, la deserción de muchos sobrevivientes de aquella generación, que adaptaron la idea de “tomar el poder”, a la de “acercarse al poder”; y cuando se acercaron, se quedaron gustosos. Ahora desde el poder, tratan a los que resisten de “inadaptados”, “duros”, “inmaduros”, versiones diversas del “imberbes” de otros tiempos, y no vacilan en cercar la plaza cuantas veces se sienten amenazados.

La dictadura militar, fue la condición para que se estableciera en el país el capitalismo privatizador, “neoliberal”, que destruyó la soberanía nacional, devastó los bienes de la naturaleza, extranjerizó la economía, destruyó identidades clasistas y populares, multiplicó el posibilismo, como justificación ideológica del “no se puede”.

Ellos lograron bastante. Pero no nos derrotaron.

La derrota significa, en términos políticos, destruir la voluntad de resistencia. Y allí, es donde no pueden con nosotros Allí, precisamente allí, es donde se encuentra el valor de la terca, mágica, y rebelde memoria.

La memoria nos permite recordar que no hubo lugar del país, en el que no existieran gestos luminosos de resistencia. Aún en las regiones más oscuras y sórdidas, en los campos de concentración, tenemos manos tendidas, gente destrozada por la tortura que no entrega a sus compañeros, hombres y mujeres que callan hasta olvidar, información que atraviesa las zonas de la “no existencia”, denuncias que se filtran hasta comenzar a hacerse oír. Aún en los lugares más duros, como las cárceles, hemos escuchado relatos de inmensa dignidad, de mujeres que desafiaban la condena al mundo monocolor, tejiendo telares con hilos de colores ingresados clandestinamente, de hombres que aprendían a leer y a escribir, para comunicarse con el mundo. Aún en el lugar más insondable de la subjetividad, la de una madre que ve desaparecer a su hijo o hija en un cono de sombras, encontramos la fuerza que transforma el pañal en pañuelo y la quietud en marcha, que vuelve público lo privado socializando la maternidad, y alimentando la rebeldía. Aún en esos “años de alambradas culturales”, como los llamó Julio Cortázar, hubo quien escribió, quien dijo su palabra, quien hizo su poema, quien cantó su canción, quien actuó a teatro abierto.

Hubo dignidad en la resistencia, coraje, amor, e incluso alegría. No es cierto que sea triste la lucha. Triste es cuando nos cansamos de luchar.

La resistencia engendró una memoria implacable y fértil. Hijos que escrachan a los genocidas. Jóvenes que miran a los ojos a sus abuelas, y desgarrándose el alma les dicen: “aquí estoy, soy el nieto que buscabas”. Ex detenidos desaparecidos que no se refugian en la historia, sino que se empoderan de la memoria para luchar por los derechos humanos de ayer y de hoy.

La memoria fértil tiene muchos colores, nombres, rostros.

Una no sabe si llorar o reír cuando ve marchar la memoria por las calles, y descubre tras cada cartel, a un amigo, a una compañera, a un ser querido que desapareció pero allí está, sin embargo, junto a nuestra caminata.

En estos días una siente que ellos te empujan, que te hablan al oído. Que te invitan a desempañar los vidrios de la melancolía, y a enarbolar los sueños de siempre. Los que sueñan los pueblos originarios: tierra y libertad. Los 30.000 sueños segados de la superficie de nuestra utopía, que resistieron clandestinamente como raíces, como semillas, esperando el momento de florecer.

¿Para qué sirve la memoria? Para identificar a los enemigos de siempre. Para escracharlos en sus cuevas. Para que nadie se confunda. Para que cada cual sepa que ellos no actuaron solos. Que hay una cadena de complicidades, que abrieron las puertas de la impunidad. Sirve la memoria cuando no se vuelve complaciente. Cuando no se calla. Cuando no se rinde. Cuando no se olvida. Cuando enciende nuevas rebeldías.

Duele la memoria. Duele, porque obliga.

24 de mazo del 2006

La mano izquierda de Cristo

Hacia 1954 se fundó Acción Católica, una organización de alcance mundial con la que la iglesia se proponía instruir a jóvenes obreros, campesinos y estudiantes. Se trataba de que los muchachos, de la mano de los sacerdotes, analizaran las condiciones de trabajo y de vida en sus respectivos países, y trataran de mejorarlas desde la perspectiva cristiana.

Todo eso dentro del pensamiento conservador que imperaba entonces en el catolicismo. Así, de Acción Católica surgieron muchos líderes, entre ellos los fundadores de los partidos demócratas cristianos, como ocurrió en El Salvador. Pero en 1962 el papa Juan XXIII convocó el Segundo Concilio Vaticano, y le imprimió un giro progresista a la doctrina social de la iglesia.

En 1963, Fabio Castillo Figueroa impulsó en nuestro país una Reforma Universitaria que, entre otras cosas, generalizó el estudio del marxismo entre los estudiantes. La combinación entre la nueva doctrina social de la iglesia y el marxismo, sobre la base de una realidad nacional signada por el régimen militar, generó un profundo cambio ideológico en ACUS, que era el segmento universitario Acción Católica.

En 1964 llegaron al país, como asesores de Acción Católica, los belgas Esteban Alliet y Jan De Planck, curas “de la nueva ola” que no usaban sotanas. En su tesis de doctorado en filosofía, de la Universidad de Nueva York, Joaquín Chávez afirma que esos sacerdotes, en su enfoque de la doctrina social católica, “planteaba un rechazo parcial del capitalismo porque este generaba privilegios para unos, y hambre y miseria para otros”.

Tres años después, en 1967, otro sacerdote de Acción Católica, Ramón Vega, fundó en la universidad el Centro de Estudios Sociales y Promoción Popular (CESPROP), dirigido por estudiantes socialcristianos de ACUS. El CESPROP se proponía alfabetizar a los pobladores de las zonas más pobres de la ciudad y del campo, y al mismo tiempo promover entre ellos la conciencia social.

Esa labor sería realizada por un voluntariado estudiantil. Escribe Joaquín Chávez: “CESPROP entrenó a los campesinos en temas de reforma agraria, sindicalización y salario mínimo, que se consideraban tabú por parte de las autoridades (…) Rubén Zamora, Lil Milagro Ramírez y otros jóvenes socialcristianos llevaron a cabo la educación popular entre comunidades campesinas”. Y agrega:

“Zamora recordó que el contenido de los folletos que elaboraban y repartían reflejaba su ideología política ecléctica, que mezclaba socialcristianismo, marxismo y maoísmo. Haciéndose eco de Mao, Zamora y sus compañeros consideraban que la realización de una revolución socialista requería ‘la reeducación de los campesinos’, una tarea de primordial importancia para los intelectuales revolucionarios”.

Abraham Rodríguez, uno de los pioneros de Acción Católica en El Salvador, cofundador del Partido Demócrata Cristiano y candidato presidencial en las elecciones de 1967, contó a Joaquín Chávez que “dos activistas socialcristianos, Alejandro Rivas Mira y Rafael Arce Zablah, lloraron en su casa cuando les habló sobre las tácticas brutales de la Guardia Nacional y ORDEN contra los campesinos”.

En esa reunión, según el relato: “Rivas Mira dijo claramente a Abraham Rodríguez que la única alternativa para la izquierda y los socialcristianos era a tomar las armas contra la dictadura”.

Ese mismo año de 1967, según Chávez, Alliet también discutió con los universitarios sobre “el uso de la violencia como último recurso para luchar contra la tiranía, de acuerdo con la encíclica del papa Pablo VI. Sin embargo, Alliet agregó que, decidido el uso de la violencia, debe practicarse en una forma precisa, planificada y decisiva”.

Cuatro años después, en 1971, Alejandro Rivas Mira, Lil Milagro Ramírez y un grupo de esos estudiantes socialcristianos secuestran y asesinan al empresario Ernesto Regalado Dueñas, y fundan el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

Voces que se extinguen

Una mañana de principios de otoño Andrei Mongush y sus padres em¬¬pezaron los preparativos de la cena, escogiendo entre el rebaño una oveja y tumbándola sobre el lomo en una lona fuera del cercado. La familia Mongush vive en la taiga siberiana, justo al norte de las estepas infinitas. Su morada se encuentra más allá del horizonte si se mira desde Kizil, la capital de la República de Tuva, en la Federación Rusa. Están cerca del centro geográfico de Asia, pero desde el punto de vista lingüístico y personal habitan una zona fronteriza, un lugar entre el progreso y la tradición.

Históricamente los tuva son pastores nómadas que trasladan su aal (campamento de yurtas) y sus ovejas, vacas y renos de pasto en pasto al ritmo de las estaciones. Los padres de Andrei, que han regresado a su aal rural tras haber trabajado en la ciudad, hablan tuva y ruso. Andrei y su esposa hablan además inglés, que aprenden por su cuenta pegando papelitos con el nombre de los objetos en su moderna co¬¬cina de Kizil. Ambos son músicos de la Orquesta Nacional de Tuva, una agrupación que usa instrumentos y melodías tradicionales. Andrei es un virtuoso de la forma musical tuva por antonomasia: el canto de armónicos, o khöömei.

Cuando pregunto a los universitarios de Kizil por palabras tuva intraducibles al inglés o al ruso, proponen khöömei, porque es un canto tan relacionado con su entorno que solo un nativo puede entenderlo. También sugieren khoj özeeri, el método que siguen para matar ovejas. Si el hecho de sacrificar ganado se puede considerar una muestra de cercanía entre humanos y animales, el khoj özeeri es una versión singularmente íntima de esa proximidad. El matarife introduce la mano por una incisión practicada en la piel de la oveja y secciona con los dedos una arteria vital, haciendo que el animal muera deprisa y sin sufrir.

En la lengua de los tuva, khoj özeeri no significa solo matanza sino también bondad, humanidad, una ceremonia que permite a una familia matar, desollar y despiezar una oveja, salar el cuero, preparar la carne y hacer embutidos con tanto esmero que la operación se completa en dos horas (como han demostrado los Mongush esta mañana), con ropa de fiesta y sin derramar una gota de sangre. El khoj özeeri implica una relación con los animales que al mismo tiempo pondera el carácter de este pueblo. En palabras de uno de los estudiantes, «si un tuva matase un animal como se hace en otros sitios –con rifle o cuchillo–, lo detendrían por salvaje».
El tuva es una de las muchas lenguas minoritarias del mundo. Los siete mil millones de personas que pueblan la Tierra hablan alrededor de 7.000 lenguas. Si el reparto fuese equitativo, cada una de ellas tendría un millón de hablantes. Pero en lingüística las cosas no son equitativas. El 78 % de la población mundial habla las 85 len¬¬guas mayoritarias, mientras que las 3.500 más minoritarias están repartidas entre apenas 8,25 millones de hablantes. Así, mientras que el inglés tiene 328 millones de hablantes nativos, y el mandarín, 845, los hablantes de tuva residentes en Rusia suman solo 235.000. Los lingüistas creen que en el transcurso de este siglo podrían desaparecer casi la mitad de las lenguas vivas del mundo. Más de un millar se consideran seriamente en peligro o en situación crítica, el paso previo a su extinción.
En esta época de globalización y homogeneización, ni las fronteras nacionales ni las naturales protegen ya las lenguas habladas en zonas remotas de los idiomas que dominan la comunicación y el comercio mundiales. La influencia del mandarín, el español, el inglés, el ruso, el hindi y el árabe parece llegar hasta la última aldea, donde compiten con el tuva, el yanomami y las lenguas altaicas en una guerra que se libra casa a casa. En las aldeas tribales, los padres animan a los hijos a abandonar poco a poco la lengua privativa de sus mayores y acercarse a los idiomas que les abrirán las puertas a la educación y el éxito.
¿Cómo reprochárselo? La llegada de la televisión, una ventana abierta a la sociedad de consumo, es aún más irresistible. La prosperidad habla inglés, o eso parece. Como dijo un lingüista, «una lengua es un dialecto con un ejército». El famoso aforismo sobre lengua y poder… Lo que no dijo es que hay ejércitos mejor equipados que otros. Hoy cualquier lengua con una televisión y una moneda está en condiciones de llevarse por de¬¬lante a las que carecen de esos medios, de modo que los habitantes de Tuva deben hablar ruso y chino si pretenden interactuar con el mundo que los rodea. La intrusión del ruso dominante en Tuva es evidente en las competencias verbales de las generaciones de mediados del siglo XX, cuando entre los tuva se estilaba hablar, leer y escribir en ruso y no en su lengua vernácula.
Con todo, el tuva es una lengua sólida en comparación con las más precarizadas, algunas de las cuales han reducido su número de hablantes a un millar, a un puñado, o incluso a un solo in¬¬dividuo. El wintu, una lengua indígena de California, o el siletz dee-ni, de Oregón, o el amurdak, una lengua aborigen del Territorio del Norte australiano, apenas conservan uno o dos hablantes competentes, los que dominan la lengua, o semicompetentes. Cuando los individuos de una comunidad que se expresan con una lengua concreta desaparecen y solo queda una persona, esta se enfrenta a una soledad «inexpresable».
Ante la magnitud de la extinción lingüística moderna, los expertos se apresuran a catalogar y descifrar las lenguas más vulnerables antes de que se pierdan para siempre. Tales circunstancias llevan a los lingüistas a plantearse cuestiones como su valor y utilidad. ¿Encierra en sí misma una lengua un saber útil e irreemplazable para el resto de la humanidad, o es beneficioso solo para sus hablantes nativos? ¿Existen aspectos culturales destinados a perecer si se traducen a una lengua dominante? ¿Qué conocimientos únicos e inesperados pierde el mundo con la desaparición de su diversidad lingüística?
Afortunadamente el tuva no está entre las len¬guas amenazadas del mundo, pero pudo estarlo. Desde la desintegración de la Unión Soviética se ha estabilizado. Hoy cuenta con un «ejército» bien armado: la televisión no ha llegado todavía, ni la moneda, pero hay un periódico y un buen número de hablantes, 264.000, algunos en Mongolia y China. El tofa, en cambio, una lengua siberiana vecina, solo conserva unos 30 hablantes. El caso del tuva es interesante porque lleva a otra pregunta que los lingüistas tratan de responder: ¿por qué unas lenguas prosperan mientras otras declinan o mueren?
 Entre los aka de Palizi, una minúscula aldea rural encaramada en la ladera de una montaña de Arunachal Pradesh, el estado más al nordeste de la India, fui testigo de las consecuencias lamentables del deterioro de una lengua. Llegué a Palizi después de cinco horas conduciendo a través de la selva por pistas de montaña donde solo cabe un coche. La única calle de la aldea está flanqueada por casas construidas sobre pilotes. Los lugareños cultivan el arroz, el ñame, las espinacas, las na¬¬ranjas y el jengibre que consumen, matan sus propios cerdos y cabras y construyen las casas en que viven. Su aislamiento se traduce en autosuficiencia, que se hace evidente en la aparente falta de un término aka para referirse al trabajo en el sentido de empleo remunerado.
Este pueblo cuantifica la riqueza de una persona en mithan, una raza bovina himalaya. Por ejemplo, en Palizi el precio de una esposa que se precie es de ocho cabezas de mithan. La posesión más estimada entre los aka es el precioso collar tradzy (con un valor de hasta siete cabezas de mithan), confeccionado normalmente con piedras amarillas. Los collares pasan de generación en generación; algunos de los más raros solo se pueden tener por herencia.
Hablar aka, o cualquier lengua, es sumergirse en su carácter y su modo de ver las cosas, comprender el pensamiento que articula. «Yo veo el mundo a través del cristal de esta lengua», me dijo el padre Vijay D’Souza, director del colegio jesuita de Palizi cuando visité el lugar. Un motivo por el que la Compañía de Jesús abrió la escuela fue su preocupación por la fragilidad de la lengua y la cultura aka y su voluntad de trabajar por ellas (si bien las clases se im¬¬parten en inglés). D’Souza es del sur de la India y su lengua materna es el konkani. Cuando llegó a Palizi en 1999 y empezó a hablar aka, ese lenguaje lo transformó.
«La lengua modifica tu modo de pensar, tu cosmovisión», me dijo un día en su despacho, abierto a un pasillo por el que los niños corrían hacia sus clases. Un ejemplo: mucrow. En la lengua nativa de D’Souza, la palabra equivalente sería un insulto, pues significa «viejo». En aka significa algo más. Connota respeto, deferencia, afecto. Un aka podría dirigirse a una mujer llamándola mucrow para subrayar su buen hacer en la vida pública de la comunidad, y «una esposa aka llama mucrow a su marido con cariño, aunque sea joven», dice D’Souza.
Los lingüistas estadounidenses David Harrison y Greg Anderson llevan viajando a Arunachal Pradesh desde 2008 para conocer las lenguas de la zona. Se suman a los numerosos especialistas de todo el mundo involucrados en el estudio de las lenguas moribundas. Algunos tienen lazos académicos e institucionales (Harrison y Anderson están vinculados al Proyecto Voces Perdurables de National Geographic), mientras que otros trabajan para diversas sociedades que traducen las Escrituras a nuevas lenguas. La publicación, impresa y virtual, del índice de lenguas del mundo Ethnologue es de SIL International, una organización religiosa. Los investigadores pueden adoptar un enfoque pasivo –dejar constancia de la gramática y el léxico de una lengua antes de que se pierda o se contamine– o intervencionista –desarrollar un sistema de escritura para una lengua oral, compilar un diccionario y alfabetizar a los hablantes nativos–. Los lingüistas han identificado muchos puntos calientes lingüísticos (análogos a los puntos calientes de biodiversidad): lugares con una gran diversidad lingüística y un elevado número de lenguas amenazadas (ver mapa, páginas 82-83). Muchos de ellos están en los lugares más inaccesibles, y a menudo más inhóspitos, del planeta, como Arunachal Pradesh. El aka y las lenguas vecinas han perdurado porque este estado indio ha sido durante mucho tiempo región fronteriza de acceso restringido y, por tanto, territorio vedado a los foráneos. Ni siquiera otros indios pueden entrar sin un permiso del Gobierno federal. En consecuencia, las frágiles microculturas de la zona se han librado de intromisiones, no han tenido mano de obra inmigrante, ni mo¬¬dernización, ni tampoco intrusión lingüística.
Buena parte de la vida pública de Palizi se regula mediante la repetición de historias mitológicas que actúan como fábulas ejemplarizantes destinadas a prescribir determinados comportamientos. Tradicionalmente eran los ancianos quienes relataban esas historias, en una versión extremadamente formal del aka que los jóvenes no entendían y de acuerdo a ciertas reglas, entre ellas, que cuando el anciano empieza a narrar una historia no puede dejarla a medias. Como ocurre con el aprendizaje de una lengua, una interrupción resulta desastrosa. Pero los jóvenes ya no emulan a sus mayores aprendiendo la versión formal del aka ni las historias que gobernaban su vida. Incluso en esta región remota abandonan su lengua materna, seducidos por el hindi de la televisión y el inglés de las escuelas. Hoy hay menos de 2.000 hablantes de aka, lo que la ha colocado en la lista de lenguas amenazadas

Una noche estando con Harrison, Anderson y un lingüista indio llamado Ganesh Murmu, nos sentamos alrededor de la lumbre en casa de Pario Nimasow, profesor de 25 años del colegio de los jesuitas. Oriundo de Palizi, Nimasow amaba su cultura aka por más que anhelase integrarse en el mundo exterior. En su dormitorio tenía un televisor esperando a que volviese el suministro eléctrico, interrumpido desde hacía meses por una serie de corrimientos de tierra y averías del transformador. Después de cenar salió un momento y volvió con un paño de algodón blanco manchado, que desenvolvió a la luz vacilante del fuego. Dentro había una pequeña colección de objetos rituales: una mandíbula de tigre, otra de pitón, otra de un pez de río con los dientes bien afilados, un cristal de cuarzo y otros objetos propios de la bolsa de un chamán. La bolsa había pertenecido a su padre, que falleció en 1991.
«Mi padre era sacerdote, e hijo de sacerdote», nos dijo. ¿Y ahora?, pregunté. ¿Lo había sucedido él? Nimasow clavó la mirada en los talismanes y negó con la cabeza. Tenía los objetos, pero no sabía los cánticos; su padre había muerto sin transmitírselos. Sin las palabras, no había manera de invocar su poder.
La lingüística ha experimentado dos grandes revoluciones en los últimos 60 años, aparentemente en extremos opuestos de la disciplina. A finales de la década de 1950 Noam Chomsky postuló las propiedades universales del lenguaje. Propuso que hay unos principios gramaticales comunes a todas las lenguas, y que la estructura gramatical de una lengua es conocida «intuitivamente» por sus hablantes nativos. La segunda sacudida fue un súbito interés por las lenguas minoritarias y amenazadas, y se refiere a la variedad de la experiencia lingüística. A los lingüistas de campo como David Harrison les interesan más las idiosincrasias que hacen que cada lengua sea única y las influencias que la cultura puede ejercer sobre la morfología de una lengua. Alrededor del 85 % de las lenguas del mundo no se han documentado, apunta Harrison. Entenderlas enriquecerá sin duda nuestra comprensión de lo que es universal a todas ellas.
La diversidad lingüística pone de manifiesto la variedad de la experiencia humana y revela aspectos mutables de la vida que tendemos a considerar fijos y universales, tales como nuestra experiencia del tiempo, la cantidad o el color. En tuva, por ejemplo, el pasado siempre se expresa como algo situado por delante del hablante, y el futuro, como algo que está a sus espaldas y que por lo tanto no se puede ver. «Nunca diríamos que un joven “tiene toda la vida por delante”», me dijo un tuva. De hecho, ellos dirían que «tiene toda la vida por detrás». Es perfectamente lógico si se piensa con la mentalidad tuva: si lo que tuviésemos delante fuera el futuro, ¿no lo veríamos con claridad meridiana?
En cuanto a la cuantificación, las lenguas mi¬¬noritarias a menudo conservan vestigios de sistemas numéricos quizás anteriores a la adopción del sistema decimal propio del mundo moderno. La tribu amazónica de los pirah carece de palabras que expresen cantidades específicas, pero se las arreglan con vocablos como «pocos» y «mu¬¬chos». La inexistencia de nombres para los nú¬¬meros sugiere que la cuantificación podría ser una invención cultural y no una parte innata de la cognición humana. La interpretación del color varía de forma similar de una lengua a otra. Lo que nosotros consideramos el espectro natural del arcoíris en realidad se divide en distintas fracciones según la lengua, de tal modo que unas tienen más categorías cromáticas que otras.
El lenguaje conforma la experiencia humana, nuestra cognición misma, pues clasifica el mundo con objeto de dar sentido a las circunstancias que nos rodean. Esas clasificaciones, resultantes de describir los fenómenos de nuestro entorno tal como los percibimos, pueden ser amplias (el aka divide el reino animal entre especies que se comen y que no se comen) o extremadamente sutiles. Los pastores de renos todzhu del sur de Siberia manejan un sofisticado vocabulario para referirse a los renos; un iyi düktüg myiys, por ejemplo, es un semental castrado de cuatro años.
Si el aka es sustituido por otra lengua que habla más gente y es más útil, su muerte sacude los cimientos de la tribu. Lo mismo sucede con cualquier lengua. «El aka es nuestra identidad –me dijo un aldeano de Palizi–. Sin él, somos anónimos.» Pero, ¿debemos lamentarlo también en el resto del mundo? No sería fácil expresar esta pregunta en aka, que al parecer no tiene una palabra que signifique mundo. En cambio, sí podría sugerir una respuesta, encarnada en el concepto de mucrow: el respeto por la tradición, por el conocimiento ancestral, por lo que ha existido antes, el convencimiento de que los mayores –personas venerables y frágiles– tienen algo que enseñar a los imberbes –inexpertos aunque fuertes de salud–, algo sin lo cual estarían perdidos.
 La actual pérdida de la biodiversidad en la Tierra es más que una buena metáfora de la extinción de las lenguas en el mundo. La desaparición de una lengua nos priva de un conocimiento tan valioso como ese futuro fármaco milagroso que puede perderse cuando se extingue una especie. Las lenguas minoritarias, en mayor medida que las dominantes, ofrecen claves para descifrar los secretos de la naturaleza, porque sus hablantes tienden a vivir cerca de la fauna y la flora que los rodean y su discurso refleja las diferencias que observan. Cuando las comunidades pequeñas abandonan su lengua y adoptan el inglés o el español, se produce una enorme fractura en la transferencia del conocimiento tradicional entre generaciones: acerca de plantas medicinales, cultivo de alimentos, técnicas de riego, sistemas de orientación, calendarios estacionales.
Los seri de México, que se autodenominan comcaac, eran cazadores-recolectores seminómadas que vivían en el oeste del desierto de Sonora cerca del golfo de California. Su supervivencia estaba relacionada con las especies de¬¬sérticas y marinas. La estrecha relación con los animales y las plantas es el rasgo distintivo de su vida y de su lengua, el cmiique iitom.
Tradicionalmente los seri no tenían unos asentamientos fijos, de modo que su ubicación dependía en cada momento de la zona del desierto que ofreciese más alimento, de si el fruto del cacto ya había madurado en las colinas o si en la bahía las algas ya estaban listas para la cosecha. Hoy residen en dos asentamientos, Punta Chueca y El Desemboque, sendos grupos de casas de bloques de hormigón situados en el vasto desierto rojo, y aparentemente vacío, que baña el golfo. Las viviendas están rodeadas de tallos de ocotillo clavados en la arena, donde han echado raíces como vallas vivientes.
Todos los días Armando Torres Cubillas se sienta en la esquina de su taller al aire libre, en la playa de El Desemboque, y se dedica a tallar tortugas marinas en la oscura madera de palo fierro del desierto. De vez en cuando, si está de buen humor, pasea la mirada por el golfo y entona una canción que reproduce una conversación entre la pequeña almeja taijitiquiixaz y el cangrejo. La letra es típica de las canciones de la tribu seri: una celebración de la naturaleza, teñida de añoranza.
Los seri ven en su lengua una característica definitoria, una semilla de su identidad. Uno de ellos me habló de una «expresión local» que dice que todo el mundo tiene una flor en su interior, y dentro de la flor hay una palabra. Un anciano, Efraín Estrella Romero, me dijo: «Si un niño se cría hablando cmiique iitom y otro hablando español, serán personas diferentes».
Cuando en 1951 los lingüistas estadounidenses Edward Moser y Mary Beck Moser se ins¬talaron con los seri en El Desemboque, la cosa pintaba mal para la comunidad: el sarampión y la gripe habían reducido su comunidad a unos 200 individuos. Para la investigación, en cambio, era el momento perfecto, porque la cultura del grupo aún no había sido abandonada en favor de la cultura mayoritaria circundante. Mary trabajó de enfermera y comadrona. Por tradición, muchas familias le entregaban tras el parto un trozo del cordón umbilical del bebé, que Mary guardaba en el «bote de los ombligos». También le regalaban las largas trenzas de ocho mechones, marcas de identidad india que los hombres se veían obligados a cortarse cuando viajaban a las ciudades mexicanas. Las trenzas eran como los cordones umbilicales, conexiones entre lo viejo y lo nuevo, evidencias del vínculo roto.
Los Moser tuvieron una hija, Cathy, que se crió con los seri en El Desemboque. De mayor se dedicó al dibujo y la etnografía. Junto a su marido, Steve Marlett, lingüista de SIL International y la Universidad de Dakota del Norte, ha continuado el estudio de la lengua seri iniciado por sus padres. Hoy la comunidad tiene entre 650 y 1.000 hablantes, que han conseguido aferrarse a su lengua gracias en parte a su animadversión por la cultura mayoritaria de México. En 1773 los seri mataron a un sacerdote que pretendía fundar una misión. El Vaticano no envió relevo, y la tribu no se cristianizó nunca.
Este pueblo ha mantenido hasta hoy una orgullosa pos¬tura de suspicacia hacia los extraños, y un desprecio por la riqueza individual no compartida. «Cuando los seri se hagan ricos, dejarán de existir», reza uno de sus dichos. Por su pasado nómada, ven las pertenencias como una carga. Cuando uno moría se le enterraba con sus pocas posesiones personales. No se legaba nada que no fuesen cuentos, canciones, leyendas, instrucciones.
Si han adoptado algún lujo moderno, lo han hecho sin incorporar el nombre en español. Los automóviles, por ejemplo, han provocado un torrente de neologismos. Así, el silenciador del coche se llama ihíisaxim an hant yaait, que significa «por donde baja el aliento», y el término seri para referirse a la tapa del delco alude a una raya eléctrica que nada en el golfo de California y da calambre.
Sentado a la sombra de un toldo delante de su casa, René Montaño me contó historias de una antigua raza de gigantes que con un solo paso salvaban el mar que separa la isla del Tiburón, donde vivían, del continente. Me habló de los hant iiha cöhacomxoj, aquellos a los que se les ha hablado de las posesiones de la Tierra, todas las cosas antiguas. Que a alguien «se le hable» de algo implica una orden: transmítelo. Gracias a eso todos somos herederos del conocimiento atesorado en el corazón del cmiique iitom. Las frases populares, y muchas veces hasta palabras sueltas, sintetizan siglos de observación atenta de especies que los científicos de fuera no empezaron a estudiar hasta hace un par de décadas.
El cmiique iitom nombra más de 300 plantas del desierto, y sus términos para los animales revelan comportamientos que en su día los científicos consideraban muy improbables. La palabra seri para denotar el acto de cosechar algas puso a los científicos sobre la pista de sus propiedades nutricionales. (Contienen prácticamente tantas proteínas como el trigo.) Los seri llaman a una tortuga marina moosni hant cooit, es decir, tortuga verde que desciende, aludiendo a su hábito de hibernar en el fondo marino, donde los pescadores tradicionales solían arponearla. En un artículo publicado en 1976 por Science, donde se documenta ese comportamiento, se puede leer: «Cuando su¬¬pimos por los indios seri de Sonora, México, que algunos quelonios se semientierran en el lecho marino durante los meses más fríos, nos mostramos escépticos. Sin embargo, los seri han resultado ser unos informadores absolutamente fiables». En 2005 la palabra hacat, que en seri significa tiburón, se convirtió en el nombre oficial de una especie recién descubierta: Mustelus hacat. Recién descubierta por los científicos, porque los seri sabían de ella desde siempre.
El seri es lo que los lingüistas llaman una lengua aislada, aunque quizá sería más atinado el término «única superviviente». Steve Marlett dice que «los seri son una ventana a un mundo perdido de pueblos del golfo», refiriéndose a la extensa familia de grupos con posibles vínculos lingüísticos que antaño habitaron ambas costas del golfo de California. «Muchos otros han desa¬parecido», añade, y lo que es peor, lo han hecho antes de que se pudiesen documentar. El cmiique iitom es una clave de acceso a esas culturas casi extinguidas.
una forma de preservar una lengua pasa por formalizarla, poniéndola por escrito y confeccionando un diccionario. Pese a lo apasionante de este trabajo, los lingüistas también afrontan con temor el hecho de codificar lenguas que normalmente son solo orales. Ese temor existe porque el concepto mismo de alfabetizar cambia la lengua que se quiere preservar y convierte al lingüista-observador en un interventor. David Harrison y Greg Anderson elaboraron el primer diccionario tuva-inglés y se enorgullecen del entusiasmo que suscitó el volumen entre los hablantes nativos. Steve y Cathy Marlett acabaron en 2005 el diccionario de cmiique iitom que los padres de Cathy comenzaron en 1951.
La catalogación léxica, fonética y sintáctica que realizan los lingüistas de campo en zonas remotas contribuye a mantener viva una lengua. Pero salvarla no es algo que esté en manos de los expertos, sino un logro que solo se puede alcanzar desde dentro de la comunidad de hablantes. La solución quizás esté en algo parecido a lo que un día presenciaron Harrison y Anderson en Palizi, cuando un chico de poco más de veinte años se presentó con un amigo para cantarles una canción. Palizi está lejos de la cultura estadounidense dominante, por lo que los lingüistas se sorprendieron cuando los jóvenes se arrancaron con un potente rap al genuino estilo de Los Ángeles, con todos los gestos, los movimientos de cabeza y la postura propios de esta recitación rítmica. Fue una interpretación perfecta de ese arte urbano estadounidense, pero con una mejora: rapeaban en aka.
¿Se les cayó el alma a los pies a los lingüistas?, pregunté. Todo lo contrario, aseguró Harrison. «Aquellos chicos dominaban el hindi y el inglés, pero elegían rapear en una lengua que comparten con apenas 2.000 personas.» La sustitución y la absorción lingüística pueden darse en ambos sentidos, de tal modo que a veces es la lengua minoritaria la que actúa como imperialista. «Lo único que se necesita para revivir una lengua es orgullo», me dijo un día el padre D’Souza.
Frente a la erosión de una lengua existe una cualidad innata en sus hablantes, algo que no se puede inculcar desde el exterior: el interés de al¬¬guien por rapear en aka, por cantar en tuva, por escribir en el recién codificado cmiique iitom. La iniciativa lexicográfica de los Moser y los Mar¬¬lett ha dado lugar a una nueva profesión en el territorio de los seri: la de escriba. Los seri ya han publicado varios libritos. El matrimonio Marlett confía en que se llegue a las 40 obras, una cifra que se considera la cantidad mínima necesaria para que la población siga alfabetizándose en un idioma (aunque otros creen que la cifra es mucho mayor). Pero el interés ya ha prendido.
La expansión de la cultura global es imparable. Kizil, una capital que nunca contó con una vía férrea que la conectase con el resto de Rusia, la tendrá en un par de años. En El Desemboque se ha tendido una línea eléctrica a través del desierto para alimentar la bomba eléctrica del pozo municipal. Y en Arunachal Pradesh se ha terminado una presa hidroeléctrica, con lo cual Palizi disfrutará de mejores servicios de electricidad, refrigeración y televisión.
Acercarse a las tribulaciones de las lenguas amenazadas, aunque solo sea como periodista, es con¬templar la fragilidad de la vida tribal. Desde mis viajes durante los dos últimos años a Palizi, Kizil y las aldeas seri, varias personas a las que conocí han muerto. El joven Pario Nimasow, que me mostró los adminículos chamánicos de su padre preguntándose qué significarían, perdió la vida en un deslizamiento de tierras. Una semana después de redactar el párrafo sobre Armando Torres, moría de un infarto en su casa de la playa de El Desemboque.
Sus muertes son un recordatorio de la mortalidad de sus culturas, un mensaje de que con cada hablante que se va queda seccionada otra arteria vital. Frente a eso, frente a la posibilidad de que su lengua se esfume sin alarma ni advertencia, está la perseverancia, el orgullo, la veneración de lo ancestral, la conciencia de que en cuestiones de importancia la clave de nuestro futuro está a nuestras espaldas. Todo eso, y algo más: no olvidarse de que las lenguas menos habladas todavía tienen mucho que decir.

Now the Work of Movements Begins

The election is over, and President Barack Obama will continue as the 44th president of the United States. There will be much attention paid by the pundit class to the mechanics of the campaigns, to the techniques of microtargeting potential voters, the effectiveness of get-out-the-vote efforts. The media analysts will fill the hours on the cable news networks , proffering post-election chestnuts about the accuracy of polls, or about either candidate’s success with one demographic or another. Missed by the mainstream media, but churning at the heart of our democracy, are social movements, movements without which President Obama would not have been re-elected.

President Obama is a former community organizer himself. What happens when the community organizer in chief becomes the commander in chief? Who does the community organizing then? Interestingly, he offered a suggestion when speaking at a small New Jersey campaign event when he was first running for president. Someone asked him what he would do about the Middle East. He answered with a story about the legendary 20th-century organizer A. Philip Randolph meeting with President Franklin Delano Roosevelt. Randolph described to FDR the condition of black people in America, the condition of working people. Reportedly, FDR listened intently, then replied: “I agree with everything you have said. Now, make me do it.” That was the message Obama repeated.

There you have it. Make him do it. You’ve got an invitation from the president himself.

For years during the Bush administration, people felt they were hitting their heads against a brick wall. With the first election of President Obama, the wall had become a door, but it was only open a crack. The question was, Would it be kicked open or slammed shut? That is not up to that one person in the White House, no matter how powerful. That is the work of movements.

Ben Jealous is a serious organizer with a long list of accomplishments, and a longer list of things to get done, as the president and CEO of the National Association for the Advancement of Colored People. 2013, he notes, is a year of significant anniversaries, among them the 150th anniversary of President Abraham Lincoln’s Emancipation Proclamation , the 50th anniversary of the 1963 March on Washington, as well as the 50th anniversaries of the assassination of Medgar Evers and the Birmingham, Ala., church bombing that killed four young African-American girls. President Obama’s 2013 Inauguration will occur on Martin Luther King Jr. Day. Jealous told me on election night, as Mitt Romney was about to give his concession speech, “We have to stay in movement mode.”

Young immigrants are doing just that. Undocumented students, getting arrested in sit-ins in politicians’ offices, are the modern-day civil-rights movement. There are other vibrant movements as well, like Occupy Wall Street, like the fight for marriage equality, which won four out of four statewide initiatives on Election Day. In the aftermath of Superstorm Sandy, and despite the enormous resources expended by the fossil-fuel industry to cloud the issue, climate change and what to do about it is now a topic that President Obama hints he will address, saying, in his victory address in election night, “Democracy in a nation of 300 million can be noisy and messy and complicated. … We want our children to live in an America that isn’t burdened by debt, that isn’t weakened by inequality, that isn’t threatened by the destructive power of a warming planet.”

It was pressure from grass-roots activists protesting in front of the White House that pushed Obama to delay a decision on the controversial Keystone XL pipeline, proposed to run from Canada to the Gulf of Mexico. More than 1,200 people were arrested at a series of protests at the White House one year ago. Now a group is blocking the construction of the southern leg of that pipeline, risking arrest and even injury, with direct-action blockades in tree-sits and tripods in Winnsboro, Texas, two hours east of Dallas.

When those who are used to having the president’s ear whisper their demands to him in the Oval Office, if he can’t point out the window and say, “If I do as you ask, they will storm the Bastille,” if there is no one out there, then he is in big trouble. That’s when he agrees with you. What about when he doesn’t?
The president of the United States is the most powerful person on Earth. But there is a force more powerful: People organized around this country, fighting for a more just, sustainable world. Now the real work begins.

Carta de despedida para Don Fabio

La Universidad de El Salvador se estremecía ante una reforma universitaria que la democratizaba y que rompía con las elites educativas que la habían caracterizado. El rector, Dr. Fabio Castillo Figueroa, sabía que la Universidad podía, debía y tenía que ser un centro científico, fuente de inspiración democrática y fuerza liberadora.

El Dr. Fabio Castillo, un médico fisiólogo, y fundamentalmente un educador, era un hombre de unos 40 años, de buena estatura, de palabra organizada y afilada, con un pensamiento que buscaba siempre con afán y tenacidad a su presa, la realidad, para entenderla y transformarla.

En la década de los años 60s del siglo pasado, tuvo la audacia y valentía de relacionar la Universidad de El Salvador con la Universidad Lomonosov de la Unión Soviética, y la derecha cavernícola del país se lanzó, cuchillo en mano, en su contra. El país fue testigo del histórico debate en televisión, en el que el Dr. Castillo defendió la reforma universitaria ante el Ministro del Interior de esa época, un coronel llamado Fidel Sánchez Hernández.

Así era Fabio Castillo, tenaz, firme y convencido de sus ideas, dueño de un inmenso prestigio y autoridad, y cuya gestión universitaria se entrelaza con las históricas huelgas magisteriales de 1968 y 1971.

Su mensaje y su posición aclararon, alentaron y promovieron las luchas magisteriales, y todo el país estaba pendiente de su palabra, sus directrices y sus llamados.

En esa misma década del 60, Don Fabio fue el candidato presidencial en la histórica campaña electoral de 1967, con el Partido Acción Renovadora (PAR), que es una escuela de campaña política que llevó al terreno electoral un programa político que recogió propuestas de solución a la crisis de ese momento. Miles de muchachas y muchachos fueron promovidos y organizados a la luz del mensaje reivindicativo del PAR, y Don Fabio recorrió todo el país llamando a la organización, la incorporación y al voto digno. Esta década abrió la puerta al momento decisivo de la década del 70, porque el proceso político llevaba a la mayor confrontación, y todos los arroyuelos y caminos conducían hacia la guerra. Esta se configura en sus contornos decisivos en la década de los años 70, y Fabio Castillo Figueroa fue uno de los diseñadores y organizadores de las fuerzas políticas que constituirían el frente guerrillero más prestigioso de nuestra historia.
El Dr. Fabio Castillo se incorporó sin vacilación a la guerra popular revolucionaria, y su experiencia, capacidad y entrega contribuyó grandemente al desarrollo de la mayor experiencia político-militar que hayamos realizado los y las salvadoreñas.
Durante 20 años, los años que duró la guerra, Fabio Castillo estuvo constante, comprometido y de pie en el mayor de los hornos de nuestra historia.
Médico de profesión, político revolucionario por compromiso ético y convicción, luchador social por su sentido democrático y por sobre todas las cosas, educador. Así era Don Fabio, dueño de una impresionante memoria histórica que le permitía el análisis y la reconstrucción de episodios históricos del proceso político. Siempre fue un firme defensor de sus ideas y una vez terminada la guerra, su talento y vocación fue puesta al servicio de la Universidad de El Salvador.

Las aulas universitarias tienen su voz grabada en sus paredes y pizarras, Sin duda que el futuro de la Universidad habrá de contar con sus opiniones y posiciones.
Don Fabio vivió entregado a sus convicciones educativas y democráticas. Su vida y su lucha encarnan al verdadero patriota que no renuncia jamás a su vida de compromiso. Las luchas actuales y futuras mucho le deben a este hombre gigante que acaba de morir.

La muerte siempre es una invitada de piedra en el festín de la vida, y por eso no sorprende; aunque siempre produce retumbos y sobresaltos, segundos trémulos y preguntas sin respuestas. La vida misma parece invitarla o pareciera que no necesita invitación alguna. Y cuando un personaje como Don Fabio Castillo se encuentra en el cruce de caminos que conduce a los retornos, un sentimiento de pérdida insustituible danza en el viento, conversa en los rayos de sol y todo está diciendo que la patria pierde a un hombre de valía, pero la memoria se fortalece con la luz de una vida que supo ser digna, valiente y entregada.

Extension universitaria, un compromiso con la integración

Una Universidad cerrada sobre sí misma, divorciada de los intereses de la sociedad, pierde de vista su esencia. Fortalecer los vínculos con la comunidad es un compromiso asumido, es un desafío en marcha

La Extensión Universitaria, pilar conceptual e ideológico de la Universidad Reformista, junto a la enseñanza y la investigación, desarrolla y multiplica su actividad y su alcance, transitando quizás, su momento más importante.

Los paradigmas de formación, integración y calidad que debe encarnar la Universidad y la aceleración de los procesos (tecnológicos, demográficos, urbanos, ambientales, sociales, productivos, económicos, etc.) en el país y en el mundo, instalan en la universidad pública, la necesidad de interpretar a la extensión en su sentido más amplio, involucrándola en los más diversos aspectos de vinculación con la sociedad y el medio, no sólo transfiriendo, sino y fundamentalmente escuchando, aprendiendo y reflexionando sobre el contenido de los mensajes.

No es suficiente abrir las puertas de la universidad pública al medio, no alcanza con ofrecer lo que sabemos hacer, ni con hacer lo que nos demandan; hoy la Universidad debe hacer lo que es necesario. Es necesario salir y formar parte. El desafío es escuchar, integrar a la Universidad con la Sociedad e involucrarse para elaborar una respuesta útil y comprometida, no sólo con el futuro, sino con el presente.

Aproximaciones a una definición de la Extensión Universitaria

La Extensión Universitaria se define como la presencia e interacción académica mediante la cual la Universidad aporta a la sociedad en forma crítica y creadora los resultados y logros de su investigación y docencia, y por medio de la cual, al conocer la realidad nacional, enriquece y redimensiona toda su actividad académica conjunta.

Extensión, desde una universidad democrática, autónoma, crítica y creativa, parte del concepto de la democratización del saber y asume la función social de contribuir a la mayor y mejor calidad de vida de la sociedad.

Extensión Universitaria es el conjunto de actividades conducentes a identificar los problemas y demandas de la sociedad y su medio, coordinar las correspondientes acciones de transferencia y reorientar y recrear actividades de docencia e investigación a partir de la interacción con ese contexto.

La Extensión Universitaria cumple un rol de formación continua de la propia comunidad universitaria en su conjunto total y de profesionales, dirigentes y empresarios; un rol en la divulgación científica y de la diversidad cultural; un rol en la transformación social y el desarrollo comunitario y un rol en la transferencia tecnológica, con visión estratégica del desarrollo.

La Extensión Universitaria tiene como destinatarios a la sociedad en general, los sectores carenciados y marginados, las empresas productivas de bienes y servicios, el sector público y ONG´s (tercer sector); y la propia comunidad universitaria. Y como ejecutores a docentes e investigadores, alumnos avanzados, graduados y personal técnico no docente.

Extensión Universitaria significa ofrecer algo a la sociedad, intentar enriquecerla en su bagaje cultural, brindarle una herramienta, un conocimiento, una idea, una creación, informar y compartir algo: una técnica, un invento, un descubrimiento, un avance, que puede ser un libro, una mejor calidad de vida o una posibilidad de desarrollo.

Las políticas de Extensión Universitaria

Como señala el Estatuto de la Universidad nacional de La Plata, la extensión es una de sus funciones principales. El conocimiento creado o transmitido a través de instancias de docencia e investigación, encuentra su desarrollo pleno mediante la extensión universitaria. De ella depende la articulación entre el conocimiento acumulado en la Universidad y las distintas necesidades de la sociedad argentina.

El conjunto de conocimientos científicos, tecnológicos, humanísticos y artísticos, producto del desarrollo histórico de la institución, no conforman una “reserva”. No se encuentran “depositados”, o “cristalizados” en estructuras de escaso dinamismo. Por el contrario, conforman una masa crítica disponible, un caudal estratégico de saber transmisible a los distintos actores de la sociedad argentina.

La extensión procura la transferencia de este saber, en condiciones de alta calidad y óptima adecuación a las necesidades presentes y futuras del escenario económico y social.

El “perfil” de extensión de la Universidad se encuentra ligado, por una parte, al desarrollo relativo de la institución y al nivel de excelencia logrado por sus investigadores y especialistas. Por otra parte, se relaciona con las necesidades estructurales de la sociedad.

Esta adecuación entre el conocimiento de alto nivel acumulado, el capital humano disponible y los problemas más críticos del desarrollo económico y social, constituye el sujeto mismo de la extensión.

Las actividades de Extensión Universitaria
(académicas, sociales y culturales)

Las actividades sistemáticas que transfieren al entorno extrainstitucional los conocimientos y las experiencias producidos por la investigación mediante su aplicación o adaptación.

Las actividades formativas de grado que mediante la capacitación, prevención, orientación, información y difusión o asesoramiento a la comunidad, permitan complementar con la práctica, la formación teórica curricular.

La acción social como una modalidad de la extensión caracterizada por acciones y actividades, que aporten un beneficio a las comunidades de la región y del país, como forma de contribuir a la resolución de necesidades y problemas concretos.
Las actividades de tipo académico como los cursos libres de capacitación, la educación continua o de actualización, las actividades de información y difusión científico – tecnológica tales como seminarios, congresos, exposiciones, talleres, presenciales o por libros, revistas, folletos, videos, CDs, programas de radio, tv o internet, que permitan hacer accesible a los diversos sectores que lo requieren, el conocimiento que produce y sistematiza la universidad.

Las actividades culturales y deportivas.

Existe una demanda sostenida y creciente de las instituciones públicas y privadas de vincularse con las actividades universitarias, y comienza a desarrollarse una mayor conciencia universitaria de la necesidad de vincularse con la Comunidad, de involucrarse con los problemas cotidianos y de trabajar al ritmo y con los tiempos que el problema o la demanda requieran. No obstante, la visión transversal e integrada de la Extensión en las distintas unidades académicas aún es baja, por lo que todavía predomina el trabajo vertical, compartimentado y muchas veces desarticulado.

La casi totalidad de las actividades de extensión son autogestionarias y comienza a ser necesario un presupuesto dado por la propia Universidad, que baje los niveles de vulnerabilidad de las iniciativas – hoy dependientes en forma casi absoluta de recursos externos-, que permita dar respuesta a demandas elementales, así como canalizar proyectos de importancia institucional que no cuentan con financiamiento externo, definiendo prioridades en función de un plan de trabajo integral.

17/05/2011 11:52
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CPRES Bonaerense – Extensión Universitaria
Comision Universitaria sobre Discapacidad
Red Nacional de Extensión Universitaria
Documentos
Plan estratégico 2010-2014 – Extensión Universitaria

Entrevista con Nikolai Leónov agente de la inteligencia rusa y conocido del

Se cumplen 45 años desde la muerte de Ernesto Che Guevara, el revolucionario
latinoamericano que llegó a ser una personalidad importante en el gobierno
cubano como compañero de armas del líder de la revolución, Fidel Castro.

Che Guevara llegó a ser una leyenda en vida: era amado y respetado por
millones de personas y odiado por los poderosos. Ante él se inclinaban como
ante un nuevo Jesucristo y lo consideraban un Don Quijote del siglo XX. Su
filosofía y la idea central del Che –que acabaría costándole la vida- fue
hacer el bien.

Sobre la corta pero intensa vida de Che Guevara se han escrito decenas de
libros y memorias y se han rodado documentales y películas de ficción. Y sin
embargo en torno a su figura continúan circulando muchas especulaciones,
falsificaciones y mentiras intencionadas.

Sobre cómo era en persona Che Guevara, quién ordenó su muerte y sobre otros
aspectos de su vida, ha hablado en una entrevista en exclusiva para RIA
Novosti el teniente general del Servicio de Inteligencia ruso Nikolai
Sergueevich Leónov. Leónov conoció a Che Guevara mucho antes incluso del
triunfo de la Revolución Cubana. Con él ha conversado Valeri Yarmólenko, de
RIA Novosti.

-Nikolai Sergueevich, han pasado 45 años desde la muerte de Che Guevara. En
su opinión, ¿qué valoración cabe hacer hoy en día de su personalidad y sus
hazañas? ¿Qué valor tiene su figura para las nuevas generaciones: para la
juventud, para la que seguramente se ha convertido en un símbolo de la
cultura de masas?

-Es posible que la juventud actual desconozca el significado de la figura de
Che Guevara y, mucho más, los detalles concretos de su biografía. Las
encuestas muestran que, por desgracia, la juventud moderna es cada vez más
ignorante. En general no da la impresión de tener un cierto nivel
intelectual y conocer la Historia. Suele ser presa de distintas formas de
populismo y se queda con las últimas novedades, sin ser capaz de analizar la
actualidad.

En nuestra época la juventud era más seria y se hacía preguntas serias. En
el momento en el que el Che estaba realizando sus hazañas revolucionarias y
cuando murió, la juventud en realidad tampoco sabía demasiado. El pico de su
popularidad coincidió con los acontecimientos del mayo del 68 en París,
cuando los estudiantes se convirtieron en una fuerza política digna de
consideración en Francia.

Hoy en día, la popularidad de Che Guevara es en gran medida una cuestión de
simple imagen. Incluso en Cuba, donde se puede encontrar una gran abundancia
de imágenes relacionadas con el Che. Los mismos cubanos ven esta popularidad
como una parte de un cierto turismo político, pero que a fin de cuentas les
pilla un poco lejos. Y es algo que se puede entender. Por eso es importante
ver la figura de Che Guevara no sólo desde el punto de vista de la juventud.

No pertenece solo a la juventud: es lo suficientemente compleja para que se
puedan identificar con ella todas las generaciones. Ernesto murió a los 39
años, que es la edad de un hombre maduro y no de un jovenzuelo. Su persona
recuerda fuertemente personajes de la literatura y la mitología, que siempre
han ejercido un gran atractivo para la gente. Recuerda por ejemplo a
Jesucristo y a Don Quijote.

-¿Se podría decir que Che Guevara fue el Don Quijote del siglo XX?

-Yo suelo comparar estas dos figuras. Buscaban en realidad lo mismo: cómo
ayudar a la gente, cómo salvarla. Su existencia en la Tierra no tenía otro
objetivo. Y de aquí sacaban su fe, su amor y su deseo de hacer el bien. El
Che tenía precisamente esta filosofía: un deseo mesiánico de liberar a la
inmensa mayoría de las personas de los vicios y males a los que está
sometido el cuerpo humano, de suprimir las injusticias de las que está llena
nuestra vida.

Su sueño vital era librar al hombre de verdad de sus ataduras. Por eso fue
capaz de renunciar a sus intereses personales en favor de esos objetivos más
altos. No es posible encontrar en todo el mundo un ejemplo como éste, el de
una persona que, estando en lo más alto del poder, lo abandona todo para
buscar aventuras revolucionarias, en un momento de crisis absoluta y además
en un lugar en que el éxito era prácticamente imposible.

Hay que recordar que era padre de cuatro hijos menores de edad. Deja todo
eso en Cuba y se embarca en una expedición que no promete nada, excepto una
muerte dolorosa. Leer su carta de despedida, dirigida a Fidel Castro, es
imposible sin que te embargue un gran sentimiento. Es difícil encontrar en
el mundo un ejemplo así de entrega; quizá sólo comparable al de la madre
Teresa, que lo dio todo por los enfermos y los huérfanos.

En el caso del Che, esta entrega tuvo su propia forma. Se puede decir que se
ha hecho un héroe de nuestro tiempo convertido en mito; y esta imagen
perdurará hasta que aparezca otro Don Quijote capaz de eclipsarle. Pero el
Che continuará siendo una especie de pequeña llama eterna.

-Muchos tienden a demonizar la imagen de Che Guevara, hurgando en su vida y
sacando a relucir únicamente los hechos que, según ellos, prueban su
crueldad y la disposición de solucionarlo todo por vía violenta, sin buscar
fórmulas con compromiso con sus rivales. ¿Qué impresión tuvo usted en el
contacto con él?

-Su imagen se intenta inevitablemente empañar, se cuentan cosas
inverosímiles y simplemente nimiedades, porque estorbaba a los
estadounidenses, de quien fue enemigo desde el principio. Lo que ocurre que
toda su vida transcurrió bajo el lema de “hay que crear para Estados Unidos
uno, dos, tres Vietnam”. Y EEUU buscan vengarse por todos los medios. Por
esta razón siguen los intentos de estropear su imagen.

Fui el primer soviético en conocerle en 1956 en México, mucho antes del
triunfo de la Revolución Cubana. Lo vi como un simple hombre, los dos éramos
unos jóvenes como otros cualesquiera. Pero nunca y nadie de quienes
trabajaron con él mencionó ninguna muestra de crueldad por su parte.

-Ahora hay mucha información, incluida la negativa, sobre Che Guevara. Se
llega a asegurar incluso que fue rival de Fidel Castro.

-No es la primera vez que lo oigo: supuestamente su rivalidad con Castro
llevó a que Che Guevara fuera mandado por fuerza a la expedición a Bolivia.
Por supuesto, se pueden seguir inventando cosas, pero nunca ocurrió. Que los
interesados juzguen por los documentos, porque el periodismo imparcial parte
precisamente de los hechos reales. Recientemente se ha editado en Argentina
un libro sobre la correspondencia no publicada de Fidel Castro y Che
Guevara. Se aborda el período cuando en el que el Che estaba combatiendo en
Congo, en 1965. Se cita el texto del telegrama en el que se dice “Che,
déjalo todo, no saldrá nada de esta idea, vuelve a Cuba que te necesitamos
por aquí”.

La respuesta fue “Fidel, no he agotado todavía todas las posibilidades,
necesito otro par de meses”. Era la nota dominante de la correspondencia,
¿de qué sirve inventar que estos dos hombres se odiaban? Habría que
cuestionar la profesionalidad y la honestidad de los que dicen lo contrario.

-La hermana de Fidel y Raúl Castro, Juanita, que conocía bien al Che, contó
después de escapar a Estados Unidos que era una persona propensa a destruir
a sus rivales al surgir la más leve discrepancia.

-Apenas se debería prestar la mínima atención a este tipo de declaraciones.
Al oír las palabras “traidor”, “escapar” no me cabe la menor duda de que
alguna gente tiene que justificar sus actos. Por ejemplo, nuestro agente, el
general de la KGB, Oleg Kaluguin, también escapó y se inventó unas cosas
increíbles para justificar su traición. La hermana de Fidel también escapó a
Estados Unidos y publicó un libro, pero ¿acaso nos deberíamos fiar de los
traidores? Nunca.

-¿Quiere decir que era una persona que dejaba objetar a quienes no estaban
de acuerdo y probaba con sus actos la certeza de sus propios criterios?

-Diría que sí. Cuando traducía sus conversaciones con Nikita Jrushchov, Che
Guevara lo escuchaba todo con atención, lo sopesaba todo y replicaba. No era
de carácter servil, como muchos, era una persona muy íntegra, un político
que obraba siempre en interés de Cuba y, en general, en interés de todos los
pueblos latinoamericanos.

-¿Cuál es el papel de la CIA en la persecución y la muerte de Che Guevara?

-Los agentes de la CIA que participaron en las operaciones de captura y
asesinato del Che no escribieron ni publicaron nada al respecto. En Estados
Unidos está prohibido publicar este tipo de memorias, así que nunca se sabrá
nada de quienes fueron tras Bin Laden y consiguieron su muerte. Hace poco un
marino estadounidense escribió un libro sobre Bin Laden. Y la ley no lo
permite, será sometido a persecución judicial, al igual que está ocurriendo
con Assange.

-Y ¿por qué Che Guevara después de su captura fue asesinado y no procesado o
llevado a la CIA?

-Si lo hubieran dejado con vida, no habrían podido condenarle a la pena
capital. Recordaría demasiado la Biblia, no habrían sido capaces. Estados
Unidos recordaba bien el comportamiento de Fidel durante el asalto al
Cuartel Moncada. En el juicio pronunció un discurso que se convirtió en
crucial para la Revolución Cubana. El Che Guevara no era menos elocuente,
sabía convencer, superaba con creces a sus hipotéticos jueces. De modo que
no habrían tenido ni argumentos ni motivos para condenarle a muerte.

La asistencia de la CIA a las autoridades bolivianas consistió más bien en
asesoramiento, lo han reconocido todos, incluido el ministro de Asuntos
Exteriores de Bolivia de aquellos momentos, Antonio Arguedas, que robó los
diarios del Che, sacó una copia y la envió a Cuba. Ayudó también para que
sus manos cortadas llegaran hasta sus correligionarios y más tarde indicó el
lugar donde había sido enterrado. Incluso entonces Arguedas reconocía que
los estadounidenses los habían asesorado durante toda la operación de
captura del Che.

-Dígame, ¿y se puede asegurar que la orden de asesinar al Che partió de la
CIA?

-Formalmente la orden la emitió el presidente de Bolivia, el general René
Barrientos Ortuño, pero el respectivo consejo se le dio con mucha
insistencia por el representante de la CIA en Bolivia que tenía bajo su
control toda la operación. Dijo: “Acaben lo antes posible, no se demoren”.
Es por esta razón por la que la captura y el fusilamiento fueron cuestión de
escasas horas.

-Es decir, ¿después de la captura del Che los acontecimientos siguieron un
ritmo vertiginoso?

-Efectivamente, presentaba un peligro colosal, mayor que una bomba atómica,
lanzada por el hipotético enemigo sobre el territorio de Estados Unidos. Su
imagen sigue teniendo a Washington en jaque hasta el día de hoy.

-Se reunió con Che Guevara en Moscú. ¿Qué era lo que le impresionó más o,
posiblemente, decepcionó de nuestro país?

-Quedó profundamente impresionado por cómo había recibido el pueblo
soviético la noticia sobre el triunfo de la revolución en Cuba. Participó en
reuniones con las masas y habló en mítines, estableció contacto con la
gente, era para él como una especie de revelación.

Le impresionó también la disposición de nuestro Estado de prestar la más
amplia ayuda a la Revolución Cubana: no había venido a la URSS en calidad de
diplomático, sino para vender dos millones de toneladas de azúcar cubano,
para la que estaba prohibida la entrada en EEUU. Era la misión primordial de
su estancia en nuestro país.

Recordemos que a la Unión Soviética le costó trabajo adoptar aquella
decisión, lo noté en la reacción y los comentarios de Jrushchov. En aquellos
momentos no teníamos necesidad alguna de comprar azúcar. Sin embargo, el
Gobierno optó por reducir las plantaciones de la remolacha azucarera y
comprar 1,2 millones de toneladas de azúcar bajo la garantía de que los
suministros ya no se suspenderían. Esas restantes 800.000 toneladas el Che
consiguió venderlas entre los países del Pacto de Varsovia y otras 200.000
toneladas se enviaron a China y Corea del Norte. De modo que supo resolver
el problema que se le había planteado, un mérito digno de la más sincera
admiración.

Además, le sorprendía enormemente que en un país de 260 millones de
habitantes se viviera sin afán de lucro ni ganas de aprovecharse del
prójimo. Me pidió que le aconsejara algunos libros de autores soviéticos. En
ellos se había plasmado su sueño dorado y la gente vivía libre del poder del
dinero. El dinero, aseguraba, era una “lapa” que nunca le soltaba a uno.

Actualmente operamos con otras categorías: en primer lugar la gente se
interesa por los ingresos, los honorarios y las propiedades, Che Guevara
descartaba esta actitud tajantemente.

-Ahora muchos llaman las actividades del Che en Congo, Bolivia y países
latinoamericanos “exportación de la revolución”. ¿Podríamos compararlo con
lo que presenciamos en estos momentos, es decir, con los intentos de Estados
Unidos de exportar las llamadas “revoluciones de colores” a diferentes
rincones del mundo?

-No creo que sea correcto trazar paralelos entre quienes exportan las
revoluciones de colores y Che Guevara, que tenía unos objetivos sociales muy
precisos. Quería hacer mejor la vida para el pueblo, para la gente, para la
mayoría. Una señora incluso le mandó una carta preguntando si eran
parientes, porque ella también se apellidaba Guevara. Le contesto “Si usted
es capaz de llorar por la desgracia ajena, somos familia. Si no, solo
llevamos el mismo apellido”.

Nadie de quienes promueven en nuestros tiempos las revoluciones de colores
llora al ver el dolor ajeno, pero Che Guevara sí que lo hacía. Por eso viajó
al Congo, a Bolivia, a Cuba. Las revoluciones de colores es una categoría
completamente distinta, tienen el mínimo contenido social.

Y… ¡Los derechos del hombre! Muchos intentaron comerme la cabeza con este
tema. No me da la sensación de que con el régimen de Gaddafi los derechos
humanos se vulneraran en mayor medida que en la actualidad. Estuve en Libia
y el nivel de servicios sociales que se prestaban al pueblo era muy alto. En
el Norte de África no hubo un estado más protegido socialmente que Libia.

Pero allí sí que había un régimen político muy incómodo para Occidente. Y
sí, en un momento dado este régimen apoyó al terrorismo. Había que quitarlo
y lo quitaron. A nadie le importaron los medios. ¿Cree que el régimen de Al
Asad en Siria es o ha sido tan inhumano y cruel como nos dicen? Pues no,
visité Siria en numerosas ocasiones, hablé con la gente, estuve en Alepo y
Damasco. Sentía una fuerte protección social, nada que ver con Rusia, por
eso siempre comparaba el nivel con el de la Unión Soviética. Y en Siria era
más alto, sin lugar a dudas. Lo que molesta es el líder.

-¿Cree que Estados Unidos para eliminar a Al Asad está dispuesto a destruir
el país?

-Por supuesto, porque detrás de él está su partido, parte del cuerpo de
oficiales educado en su mayoría en Rusia. Indudablemente, estamos ante el
intento de destruir un Estado con toda su historia.

-Conoció a Che Guevara mucho antes de la Revolución Cubana, ¿fue un
encuentro casual?

-Pasaron más de 60 años y puedo decir que no fue casual. Nos vimos en el
apartamento donde se hospedaba en México Raúl Castro. A Raúl lo conocía
desde 1953. Aquella vez sí que fue casualidad, fuimos vecinos de camarotes
en un barco. Cuando Raúl se vio emigrado a México fui a visitarlo como viejo
amigo. Yo entonces era becario de la Embajada de la URSS. Raúl no estaba
bien y al lado de su cama vi a Che Guevara. Así fue como lo conocí y me lo
presentaron como un médico emigrante.

-¿Qué período de la vida de Che Guevara debería considerar el más lleno?

-Destacaría dos etapas, la primera es la guerra revolucionaria en Sierra
Maestra. Desde el punto de vista militar la victoria fue posible
precisamente gracias a Che Guevara, cuyas tropas partieron de la zona,
consiguieron llegar hasta el centro del país y tomaron a finales de
diciembre la ciudad de Santa Clara, en pleno centro de la isla. Significó el
final de la guerra, al día siguiente Batista abandonó Cuba.

De modo que fue el Che quien forzó a Batista a huir. Fidel Castro tardó una
semana en llegar hasta La Habana, siendo el segundo después de Che Guevara
en entrar en la ciudad.

Y la segunda etapa es la del martirio, la de la expedición boliviana, donde
demostró su inquebrantable ánimo. Fue grande en su victoria y en su fracaso.

Tomado de RIA Novosti
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LA ERA DEL IMPERIO (1875-1914) Capítulo 3 La era del imperio

Sólo la confusión política total y el optimismo ingenuo pueden impedir el reconocimiento de que los esfuerzos inevitables por alcanzar la expansión comercial por parte de todas las naciones civilizadas burguesas, tras un período de transición de aparente competencia pacífica, se aproximan al punto en que sólo el poder decidirá la participación de cada nación en el control económico de la Tierra y, por tanto, la esfera de acción de su pueblo y, especialmente, el potencial de ganancias de sus trabajadores.

MAX WEBER, 1894

“Cuando estés entre los chinos afirma [el emperador de Alemania], recuerda que eres la vanguardia del cristianismo afirma. Hazle comprender lo que significa nuestra civilización occidental. […] Y si por casualidad consigues un poco de tierra, no permitas que los franceses o los rusos te la arrebaten.” Mr. Dooleyís Philosophy

1 Un mundo en el que el ritmo de la economía estaba determinado por los países capitalistas desarrollados o en proceso de desarrollo existentes en su seno tenía grandes probabilidades de convertirse en un mundo en el que los países “avanzados” dominaran a los “atrasados”: en definitiva, un mundo imperialista. Pero, paradójicamente, al período transcurrido entre 1875 y 1914 se le puede calificar como era del imperio no sólo porque en él se desarrolló un nuevo tipo de imperialismo, sino también por otro motivo ciertamente anacrónico. Probablemente, fue el período de la historia moderna en que hubo mayor número de gobernantes que se autotitulaban oficialmente “emperadores” o que fueran considerados por los diplomáticos occidentales como merecedores de ese título.

En Europa, se reclamaban de ese título los gobernantes de Alemania, Austria, Rusia, Turquía y (en su calidad de señores de la India) el Reino Unido. Dos de ellos (Alemania y el Reino Unido/la India) eran innovaciones del decenio de 1870. Compensaban con creces la desaparición del “Segundo Imperio” de Napoleón III en Francia. Fuera de Europa, se adjudicaba normalmente ese título a los gobernantes de China, Japón, Persia y tal vez en este caso con un grado mayor de cortesía diplomática internacional a los de Etiopía y Marruecos. Por otra parte, hasta 1889 sobrevivió en Brasil un emperador americano. Podrían añadirse a esa lista uno o dos “emperadores” aún más oscuros. En 1918 habían desaparecido cinco de ellos. En la actualidad (1988) el único sobreviviente de ese conjunto de supermonarcas es el de Japón, cuyo perfil político es de poca consistencia y cuya influencia política es insignificante. (a) Desde una perspectiva menos trivial, el período que estudiamos es una era en que aparece un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVII y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno y otro de una serie de Estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón. Hasta cierto punto, las víctimas de ese proceso fueron los antiguos imperios preindustriales sobrevivientes de España y Portugal, el primero pese a los intentos de extender el territorio bajo su control al noroeste de Africa más que el segundo. Pero la supervivencia de los más importantes territorios portugueses en Africa (Angola y Mozambique), que sobrevivirían a otras colonias imperialistas, fue consecuencia, sobre todo, de la incapacidad de sus rivales modernos para ponerse de acuerdo sobre la manera de repartírselo. No hubo rivalidades del mismo tipo que permitieran salvar los restos del Imperio español en América (Cuba, Puerto Rico) y en el Pacífico (Filipinas) de los Estados Unidos en 1898. Nominalmente, la mayor parte de los grandes imperios tradicionales de Asia se mantuvieron independientes, aunque las potencias occidentales establecieron en ellos “zonas de influencia” o incluso una administración directa que en algunos casos (como el acuerdo anglorruso sobre Persia en 1907) cubrían todo el territorio. De hecho, se daba por sentada su indefensión militar y política. Si conservaron su independencia fue bien porque resultaban convenientes como Estadosalmohadilla (como ocurrió en Siam la actual Tailandia, que dividía las zonas británica y francesa en el sureste asiático, o en Afganistán, que separaba al Reino Unido y Rusia), por la incapacidad de las potencias imperiales rivales para acordar una fórmula para la división, o bien por su gran extensión. El único Estado no europeo que resistió con éxito la conquista colonial formal fue Etiopía, que pudo mantener a raya a Italia, la más débil de las potencias imperiales.

Dos grandes zonas del mundo fueron totalmente divididas por razones prácticas: Africa y el Pacífico. No quedó ningún Estado independiente en el Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes, neerlandeses, norteamericanos y todavía en una escala modesta japoneses. En 1914, Africa pertenecía en su totalidad a los imperios británico, francés, alemán, belga, portugués, y, de forma más marginal, español, con la excepción de Etiopía, de la insignificante república de Liberia en el Africa occidental y de una parte de Marruecos, que todavía resistía la conquista total. Como hemos visto, en Asia existía una zona amplia nominalmente independiente, aunque los imperios europeos más antiguos ampliaron y redondearon sus extensas posesiones: el Reino Unido, anexionando Birmania a su imperio indio y estableciendo o reforzando la zona de influencia en el Tibet, Persia y la zona del golfo Pérsico; Rusia, penetrando más profundamente en el Asia central y (aunque con menos éxito) en la zona de Siberia lindante con el Pacífico en Manchuria; los neerlandeses, estableciendo un control más estricto en regiones más remotas de Indonesia. Se crearon dos imperios prácticamente nuevos: el primero, por la conquista francesa de indochina iniciada en el reinado de Napoleón III, el segundo, por parte de los japoneses a expensas de China en Corea y Taiwan (1895) y, más tarde, a expensas de Rusia, si bien a escala más modesta (1905). Sólo una gran zona del mundo pudo sustraerse casi por completo a ese proceso de reparto territorial. En 1914, el continente americano se hallaba en la misma situación que en 1875 o que en el decenio de 1820: era un conjunto de repúblicas soberanas, con la excepción de Canadá, las islas del Caribe, y algunas zonas del litoral caribeño. Con excepción de los Estados Unidos, su status político raramente impresionaba a nadie salvo a sus vecinos. Nadie dudaba de que desde el punto de vista económico eran dependencias del mundo desarrollado. Pero ni siquiera los Estados Unidos, que afirmaron cada vez más su hegemonía política y militar en esta amplia zona, intentaron seriamente conquistarla y administrarla. Sus únicas anexiones directas fueron Puerto Rico (Cuba consiguió una independencia nominal) y una estrecha franja que discurría a lo largo del canal de Panamá, que formaba parte de otra pequeño República, también nominalmente independiente, desgajada a esos efectos del más extenso país de Colombia mediante una conveniente revolución local. En Latinoamérica, la dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaban sin una conquista formal. El continente americano fue la única gran región del planeta en la que no hubo una seria rivalidad entre las grandes potencias. Con la excepción del Reino Unido, ningún Estado europeo poseía algo más que las dispersas reliquias (básicamente en la zona del Caribe) de imperio colonial del siglo XVIII, sin gran importancia económica o de otro tipo. Ni para el Reino Unido ni para ningún otro país existían razones de peso para rivalizar con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe (b) . Este reparto del mundo entre un número reducido de Estados, que da su título al presente volumen, era la expresión más espectacular de la progresiva división del globo en fuertes y débiles (“avanzados” y “atrasados”, a la que ya hemos hecho referencia). Era también un fenómeno totalmente nuevo. Entre 1876 y 1915, aproximadamente una cuarta parte de la superficie del planeta fue distribuida o redistribuida en forma de colonias entre media docena de Estados. El Reino Unido incrementó sus posesiones a unos diez millones de kilómetros cuadrados, Francia en nueve millones, Alemania adquirió más de dos millones y medio y Bélgica e Italia algo menos. Los Estados Unidos obtuvieron unos 250.000 km 2 de nuevos territorios, fundamentalmente a costa de España, extensión similar a la que consiguió Japón con sus anexiones a costa de China, Rusia y Corea. Las antiguas colonias africanas de Portugal se ampliaron en unos 750.000 km 2 ; por su parte, España, que resultó un claro perdedor (ante los Estados Unidos), consiguió, sin embargo, algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental. Más difícil es calibrar las anexiones imperialistas de Rusia, ya que se realizaron a costa de los países vecinos y continuando con un proceso de varios siglos de expansión territorial del Estado zarista; además, como veremos, Rusia perdió algunas posesiones a expensas de Japón. De los grandes imperios coloniales sólo los Países Bajos no pudieron, o no quisieron, anexionarse nuevos territorios, salvo ampliando su control sobre las islas indonesias que les pertenecían formalmente desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las pequeñas potencias coloniales, Suecia liquidó la única colonia que conservaba, una isla de las Indias Occidentales, que vendió a Francia, y Dinamarca actuaría en la misma línea, conservando únicamente Islandia y Groenlandia como dependencias. Lo más espectacular no es necesariamente lo más importante. Cuando los observadores del panorama mundial a finales del decenio de 1890 comenzaron a analizar lo que, sin duda alguna, parecía ser una nueva fase en el modelo de desarrollo nacional e internacional, totalmente distinta de la fase liberal de mediados de la centuria, dominada por el librecambio y la libre competencia, consideraron que la creación de imperios coloniales era simplemente uno de sus aspectos. Para los observadores ortodoxos se abría, en términos generales, una nueva era de expansión nacional en la que (como ya hemos sugerido) era imposible separar con claridad los elementos políticos y económicos y en la que el Estado desempeñaba un papel cada vez más activo y fundamental tanto en los asuntos domésticos como en el exterior. Los observadores heterodoxos analizaban más específicamente esa nueva era como una nueva fase de desarrollo capitalista, que surgía de diversas tendencias que creían advertir en ese proceso. El más influyente de esos análisis del fenómeno que pronto se conocería como “imperialismo”, el breve libro de Lenin de 1916, no analizaba “la división del mundo entre las grandes potencias” hasta el capítulo 6 de los diez de que constaba.

De cualquier forma, si el colonialismo era tan sólo un aspecto de un cambio más generalizado en la situación del mundo, desde luego era un aspecto más aparente. Constituyó el punto de partida para otros análisis más amplios, pues no hay duda de que el término imperialismo se incorporó al vocabulario político y periodístico durante los años 1890 en el curso de los debates que se desarrollaron sobre la conquista colonial. Además, fue entonces cuando adquirió, en cuanto concepto, la dimensión económica que no ha perdido desde entonces. Por esa razón, carecen de valor las referencias a las normas antiguas de expansión política y militar en que se basa el término. En efecto, los emperadores y los imperios eran instituciones antiguas, pero el imperialismo era un fenómeno totalmente nuevo. El término (que no aparece en los escritos de Karl Marx, que murió en 1883) se incorporó a la política británica en los años 1870 y a finales de ese decenio era considerado todavía como un neologismo. Fue en los años 1890 cuando la utilización del término se generalizó. En 1900, cuando los intelectuales comenzaron a escribir libros sobre este tema, la palabra imperialismo estaba, según uno de los primeros de estos autores, el liberal británico J. A. Hobson, “en los labios de todo el mundo […] y se utiliza para indicar el movimiento más poderoso del panorama político actual del mundo occidental”. En resumen, era una voz nueva ideada para describir un fenómeno nuevo. Este hecho evidente es suficiente para desautorizar a una de las muchas escuelas que intervinieron en el debate tenso y muy cargado desde el punto de vista ideológico sobre el “imperialismo”, la escuela que afirma que no se trataba de un fenómeno nuevo, tal vez incluso que era una mera supervivencia precapitalista. Sea como fuere, lo cierto es que se consideraba como una novedad y como tal fue analizado.

Los debates que rodean a este delicado tema, son tan apasionados, densos y confusos, que la primera tarea del historiador ha de ser la de aclararlos para que sea posible analizar el fenómeno en lo que realmente es. En efecto, la mayor parte de los debates se ha centrado no en lo que sucedió en el mundo entre 1875 y 1914, sino en el marxismo, un tema que levanta fuertes pasiones. Ciertamente, el análisis del imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 y también en los movimientos revolucionarios del “tercer mundo”. Lo que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha adquirido gradualmente y es difícil que pueda perderla una connotación peyorativa. A diferencia de lo que ocurre con el término democracia, al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el “imperialismo” es una actividad que habitualmente se desaprueba y que, por lo tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los que así actuaban han desaparecido casi por completo.

El punto esencial del análisis leninista (que se basaba claramente en una serie de autores contemporáneos tanto marxistas como no marxistas) era que el nuevo imperialismo tenía sus raíces económicas en una nueva fase específica del capitalismo, que, entre otras cosas, conducía a “la división territorial del mundo entre las grandes potencias capitalistas” en una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la primera guerra mundial. No analizaremos aquí los mecanismos específicos mediante los cuales el “capitalismo monopolista” condujo al colonialismo

las opiniones al respecto diferían incluso entre los marxistas ni la utilización más reciente de esos análisis para formar una “teoría de la dependencia” más global a finales del siglo XX. Todos esos análisis asumen de una u otra forma que la expansión económica y la explotación del mundo en ultramar eran esenciales para los países capitalistas.

Criticar esas teorías no revestía un interés especial y sería irrelevante en el contexto que nos ocupa. Señalemos simplemente que los análisis no marxistas del imperialismo establecían conclusiones opuestas a las de los marxistas y de esta forma han añadido confusión al tema. Negaban la conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo general y con la fase concreta del capitalismo que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el imperialismo tuviera raíces económicas importantes, que beneficiaría económicamente a los países imperialistas y, asimismo, que la explotación de las zonas atrasadas fuera fundamental para el capitalismo y que hubiera tenido efectos negativos sobre las economías coloniales. Afirmaban que el imperialismo no desembocó en rivalidades insuperables entre las potencias imperialistas y que no había tenido consecuencias decisivas sobre el origen de la primera guerra mundial. Rechazando las explicaciones económicas, se concentraban en los aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos, aunque por lo general evitando cuidadosamente el terreno resbaladizo de la política interna, pues los marxistas tendían también a hacer hincapié en las ventajas que habían supuesto para las clases gobernantes de las metrópolis la política y la propaganda imperialista que entre otras cosas, sirvieron para contrarrestar el atractivo que los movimientos obreros de masas ejercían sobre las clases trabajadoras. Algunos de estos argumentos han demostrado tener gran fuerza y eficacia, aunque en ocasiones han resultado ser mutuamente incompatibles. De hecho, muchos de los análisis teóricos del antiimperialismo, carecían de toda solidez. Pero el inconveniente de los escritos antiimperialistas es que no explican la conjunción de procesos económicos y políticos, nacionales e internacionales que tan notables les parecieron a los contemporáneos en torno a 1900, de forma que intentaron encontrar una explicación global. Esos escritos no explican por qué los contemporáneos consideraron que “imperialismo” era un fenómeno novedoso y fundamental desde el punto de vista histórico. En definitiva, lo que hacen muchos de los autores de esos análisis es negar los hechos que eran obvios en el momento en que se produjeron y que todavía no lo son. Dejando al margen el leninismo y el antileninismo, lo primero que ha de hacer el historiador es dejar sentado el hecho evidente que nadie habría negado en los años de 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica. Demostrar eso no explica todo sobre el imperialismo del período. El desarrollo económico no es una especie de ventrílocuo en el que su muñeco sea el rostro de la historia. En el mismo sentido, y tampoco se puede considerar, ni siquiera al más resuelto hombre de negocios decidido a conseguir beneficios por ejemplo, en las minas surafricanas de oro y diamantes como una simple máquina de hacer dinero. En efecto, no era inmune a los impulsos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso raciales tan claramente asociados con la expansión imperialista. Con todo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo económico en el núcleo capitalista del planeta en ese período y su expansión a la periferia, resulta mucho menos verosímil centrar toda la explicación del imperialismo en motivos sin una conexión intrínseca con la penetración y conquista del mundo no occidental. Pero incluso aquellos que parecen tener esa conexión, como los cálculos estratégicos de las potencias rivales, han de ser analizados teniendo en cuenta la dimensión económica. Aun en la actualidad, los acontecimientos políticos del Oriente Medio, que no pueden explicarse únicamente desde un prisma económico, no pueden analizarse de forma realista sin tener en cuenta la importancia del petróleo. El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (v. La era del capitalismo, cap. 3). De no haber sido por estos condicionamientos, no habría existido una razón especial por la que los Estados europeos hubieran demostrado el menor interés, por ejemplo, por la cuenca del Congo o se hubieran enzarzado en disputas diplomáticas por un atolón del Pacífico. Esta globalización de la economía no era nueva, aunque se había acelerado notablemente en los decenios centrales de la centuria. Continuó incrementándose menos llamativamente en términos relativos, pero de forma más masiva en cuanto a volumen y cifras entre 1875 y 1914. Entre 1848 y 1875, las exportaciones europeas habían aumentado más de cuatro veces, pero sólo se duplicaron entre 1875 y 1915. Pero la flota mercante sólo se había incrementado de 10 a 16 millones de toneladas entre 1840 y 1870, mientras que se duplicó en los cuarenta años siguientes, de igual forma que la red mundial de ferrocarriles se amplió de poco más de 200.000 Km. en 1870 hasta más de un millón de kilómetros inmediatamente antes de la primera guerra mundial.

Esta red de transportes mucho más tupida posibilitó que incluso las zonas más atrasadas y hasta entonces marginales se incorporaran a la economía mundial, y los núcleos tradicionales de riqueza y desarrollo experimentaron un nuevo interés por esas zonas remotas. Lo cierto es que ahora que eran accesibles, muchas de esas regiones parecían a primera vista simples extensiones potenciales del mundo desarrollado, que estaban siendo ya colonizadas y desarrolladas por hombres y mujeres de origen europeo, que expulsaban o hacían retroceder a los habitantes nativos, creando ciudades y, sin duda, a su debido tiempo, la civilización industrial: los Estados Unidos al oeste del Misisipi, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica, Argelia y el cono sur de Suramérica. Como veremos, la predicción era errónea. Sin embargo, esas zonas, aunque muchas veces remotas, eran para las mentes contemporáneas distintas de aquellas otras regiones donde, por razones climáticas, la colonización blanca no se sentía atraída, pero donde

por citar las palabras de un destacado miembro de la administración imperial de la época “el europeo puede venir en números reducidos, con su capital, su energía y su conocimiento para desarrollar un comercio muy lucrativo y obtener productos necesarios para el funcionamiento de su avanzada civilización.”

La civilización necesitaba ahora el elemento exótico. El desarrollo tecnológico dependía de materias primas que por razones climáticas o por azares de la geología se encontraban exclusiva o muy abundantemente en lugares remotos. El motor de combustión interna, producto típico del período que estudiamos, necesitaba petróleo y caucho. El petróleo procedía casi en su totalidad de los Estados Unidos y de Europa (de Rusia y, en mucho menor medida, de Rumania), pero los pozos petrolíferos del Oriente Medio eran ya objeto de un intenso enfrentamiento y negociación diplomáticos. El caucho era un producto exclusivamente tropical, que se extraía mediante la terrible explotación de los nativos en las selvas del Congo y del Amazonas, blanco de las primeras y justificadas protestas antiimperialistas. Más adelante se cultivaría más intensamente en Malaya. El estaño procedía de Asia y Suramérica. Una serie de metales no férricos que antes carecían de importancia, comenzaron a ser fundamentales para las aleaciones de acero que exigía la tecnología de alta velocidad. Algunos de esos minerales se encontraban en grandes cantidades en el mundo desarrollado , ante todo Estados Unidos, pero no ocurría lo mismo con algunos otros. Las nuevas industrias del automóvil y eléctricas necesitaban imperiosamente uno de los metales más antiguos, el cobre. Sus principales reservas y, posteriormente, sus productores más importantes se hallaban en lo que a finales del siglo XX se denominaría como tercer mundo: Chile, Perú, Zaire, Zambia. Además, existía una constante y nunca satisfecha demanda de metales preciosos que en este período convirtió a Suráfrica en el mayor productor de oro del mundo, por no mencionar su riqueza de diamantes. La minas fueron grandes pioneros que abrieron el mundo al imperialismo, y fueron extraordinariamente eficaces porque sus beneficios eran lo bastante importantes como para justificar también la construcción de ramales de ferrocarril.

Completamente aparte de las demandas de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de productos alimenticios. Por lo que respecta al volumen, el mercado estaba dominado por los productos básicos de la zona templada, cereales y carne que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades de diferentes zonas de asentamiento europeo en Norteamérica y Suramérica, Rusia, Australasia. Pero también transformó el mercado de productos conocidos desde hacía mucho tiempo (al menos en Alemania) como “productos coloniales” y que se vendían en las tiendas del mundo desarrollado: azúcar, té, café, cacao, y sus derivados. Gracias a la rapidez del transporte y a la conservación, comenzaron a afluir frutas tropicales y subtropicales: esos frutos posibilitaron la aparición de las “repúblicas bananeras”.

Los británicos que en 1840 consumían 0,680 kg. de té per cápita y 1,478 Kg. en el decenio de 1860, habían incrementado ese consumo a 2,585 kg. en los años 1890, lo cual representaba una importación media anual de 101.606.400 kg. frente a menos de 44.452.800 kg. en el decenio de 1860 y unos 18 millones de kilogramos en los años

1840. Mientras la población británica dejaba de consumir las pocas tazas de café que todavía bebían para llenar sus teteras con el té de la India y Ceilán (Sri LanKa), los norteamericanos y alemanes importaban café en cantidades más espectaculares, sobre todo de Latinoamérica. En los primeros años del decenio de 1900, las familias neoyorquinas consumían medio kilo de café a la semana. Los productores cuáqueros de bebidas y de chocolate británicos, felices de vender refrescos no alcohólicos, obtenían su materia prima del Africa occidental y de Suramérica. Los astutos hombres de negocios de Boston, que fundaron la United Fruit Company en 1885, crearon imperios privados en el Caribe para abastecer a Norteamérica con los hasta entonces ignorados plátanos. Los productores de jabón, que explotaron el mercado que demostró por primera vez en toda su plenitud las posibilidades de la nueva industria de la publicidad, buscaban aceites vegetales en Africa. Las plantaciones, explotaciones y granjas eran el segundo pilar de las economías imperiales. Los comerciantes y financieros norteamericanos eran el tercero.

Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañias petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo. El nombre de Malaya se identificó cada vez más con el caucho y el estaño; el de Brasil, con el café; el de Chile, con los nitratos; el de Uruguay, con la carne, y el de Cuba, con el azúcar y los cigarros puros. De hecho, si exceptuamos a los Estados Unidos, ni siquiera las colonias de población blanca se industrializaron (en esta etapa) porque también se vieron atrapadas en la trampa de la especialización internacional. Alcanzaron una extraordinaria prosperidad, incluso para los niveles europeos, especialmente cuando estaban habitadas por emigrantes europeos libres y, en general, militantes, con fuerza política en asambleas elegidas, cuyo radicalismo democrático podía ser extraordinario, aunque no solía estar representada en ellas la población nativa. (c) Probablemente, para el europeo deseoso de emigrar en la época imperialista habría sido mejor dirigirse a Australia, Nueva Zelanda, Argentina o Uruguay antes que a cualquier otro lugar incluyendo los Estados Unidos. En todos esos países se formaron partidos, e incluso gobiernos, obreros y radical-democráticos y ambiciosos sistemas de bienestar y seguridad social (Nueva Zelanda, Uruguay) mucho antes que en Europa. Pero estos países eran complementos de la economía industrial europea (fundamentalmente la británica) y, por lo tanto, no les convenía o en todo caso no les convenía a los intereses abocados a la exportación de materias primas sufrir un proceso de industrialización. Tampoco las metrópolis habrían visto con buenos ojos ese proceso. Sea cual fuere la retórica oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.

Los territorios dependientes que no pertenecían a lo que se ha llamado capitalismo colonizador (blanco) no tuvieron tanto éxito. Su interés económico residía en la combinación de recursos con una mano de obra que por estar formada por “nativos” tenía un coste muy bajo y era barata. Sin embargo, las oligarquías de terratenientes y comerciantes locales, importados de Europa o ambas cosas a un tiempo y, donde existían, sus gobiernos se beneficiaron del dilatado período de expansión secular de los productos de exportación de su región, interrumpida únicamente por algunas crisis efímeras, aunque en ocasiones (como en Argentina en 1890) dramáticas, producidas por los ciclos comerciales, por una excesiva especulación, por la guerra y por la paz. No obstante, en tanto que la primera guerra mundial perturbó algunos de sus mercados, los productores dependientes quedaron al margen de ella. Desde su punto de vista, la era imperialista, que comenzó a finales de siglo XIX, se prolongó hasta la gran crisis de 1929-1933. De cualquier forma, se mostraron cada vez más vulnerables en el curso de este período, por cuanto su fortuna dependía cada vez más del precio del café (en 1914 constituía ya el 58 % del valor de las exportaciones de Brasil y el 53 % de las colombianas), del caucho y del estaño, del cacao del buey o de la lana. Pero hasta la caída vertical de los precios de materias primas durante el crash de 1929, esa vulnerabilidad no parecía tener mucha importancia a largo plazo por comparación con la expansión aparentemente ilimitada de la exportaciones y los créditos. Al contrario, como hemos visto hasta 1914 las relaciones de intercambio parecían favorecer a los productores de materias primas. Sin embargo, la importancia económica creciente de esas zonas para la economía mundial no explica por qué los principales Estados industriales iniciaron una rápida carrera para dividir en mundo en colonias y esferas de influencia. Del análisis antiimperialista del imperialismo ha sugerido diferentes argumentos que pueden explicar esa actitud. El más conocido de esos argumentos, la presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior del país, inversiones seguras que no sufrieran la competencia del capital extranjero, es el menos convincente. Dado que las exportaciones británicas de capital se incrementaron vertiginosamente en el último tercio de la centuria y que los ingresos procedentes de esas inversiones tenían una importancia capital para la balanza de pagos británica, era totalmente natural relacionar el “nuevo imperialismo” con las exportaciones de capital, como la hizo J. A. Hobson. Pero no puede negarse que sólo hay una pequeño parte de ese flujo masivo de capitales acudía a los nuevos imperios coloniales: la mayor parte de las inversiones británicas en el exterior se dirigían a las colonias en rápida expansión y por lo general de población blanca, que pronto serían reconocidas como territorios virtualmente independientes ( Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica) y a lo que podríamos llamar territorios coloniales “honoríficos” como Argentina y Uruguay, por no mencionar los Estados Unidos. Además, una parte importante de esas inversiones (el 76% en 1913) se realizaba en forma de préstamos públicos a compañias de ferrocarriles y servicios públicos que reportaban rentas más elevadas que las inversiones en la deuda pública británica un promedio de 5% frente al 3%, pero eran también menos lucrativas que los beneficios del capital industrial en el Reino Unido, naturalmente excepto para los banqueros que organizaban esas inversiones. Se suponía que eran inversiones seguras, aunque no produjeran un elevado rendimiento. Eso no significaba que no se adquirieran colonias porque un grupo de inversores no esperaba obtener un gran éxito financiero o en defensa de inversiones ya realizadas. Con independencia de la ideología, la causa de la guerra de los bóeres fue el oro.

Un argumento general de más peso para la expansión colonial era la búsqueda de mercados. Nada importa que esos proyectos de vieran muchas veces frustrados. La convicción de que el problema de la “superproducción” del período de la gran depresión podía solucionarse a través de un gran impulso exportador era compartida por muchos. Los hombres de negocios, inclinados siempre a llenar los espacios vacíos del mapa del comercio mundial con grandes números de clientes potenciales, dirigían su mirada, naturalmente, a las zonas sin explotar: China era una de esas zonas que captaba la imaginación de los vendedores- ¿qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en ese país comprara tan sólo una caja de clavos?-, mientras que Africa, el continente desconocido, era otra. Las cámaras de comercio de diferentes ciudades británicas se conmocionaron en los difíciles años de la década de 1880 ante la posibilidad de que las negociaciones diplomáticas pudieran excluir a sus comerciantes del acceso a la cuenca del Congo, que se pensaba que ofrecía perspectivas inmejorables para la venta, tanto más cuanto que ese territorio estaba siendo explotado como un negocio provechoso por ese hombre de negocios con corona que era el rey Leopoldo II de Bélgica. (Su sistema preferido de explotación utilizando mano de obra forzosa no iba dirigido a impulsar importantes compras per cápita, ni siquiera cuando no hacía que disminuyera el número de posibles clientes mediante la tortura y la masacre.)

Pero el factor fundamental de la situación económica general era el hecho de que una serie de economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma necesidad de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de “la puerta abierta” en los mercados del mundo subdesarrollado; pero cuando carecían de la fuerza necesaria intentaban conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de monopolio o, cuando menos les diera una ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el reparto de las zonas no ocupadas del tercer mundo. En cierta forma, esto fue una ampliación del proteccionismo que fue ganando fuerza a partir de 1879 (véase el capitulo anterior). “Si no fueran tan tenazmente proteccionistas le dijo el primer ministro británico al embajador francés en 1897, no nos encontrarían tan deseosos de anexionarnos territorios”. Desde este prisma, el “imperialismo” era la consecuencia natural de una economía internacional basada en la rivalidad de varias economías industriales competidoras, hecho al que se sumaban las presiones económicas de los años 1880. Ello no quiere decir que se esperara que una colonia en concreto se convirtiera en El Dorado, aunque esto en lo que ocurrió en Suráfrica, que pasó a ser el mayor productor de oro del mundo. Las colonias podían constituir simplemente bases adecuadas o puntos avanzados para la penetración económica regional. Así lo expresó claramente un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos en los inicios del nuevo siglo cuando los Estados Unidos, siguiendo la moda internacional, hicieron un breve intento por conseguir su propio imperio colonial.

En este punto resulta difícil separar los motivos económicos para adquirir territorios coloniales de la acción política necesaria para conseguirlo, por cuanto el proteccionismo de cualquier tipo no es otra cosa que la operación de la economía con la ayuda de la política. La motivación estratégica para la colonización era especialmente fuerte en el Reino Unido, con colonias muy antiguas perfectamente situadas para controlar el acceso a diferentes regiones terrestres y marítimas que se consideraban vitales para los intereses comerciales y marítimos británicos en el mundo, o que, con el desarrollo del barco de vapor, podían convertirse en puertos de aprovisionamiento de carbón. (Gibraltar y Malta eran ejemplos del primer caso, mientras que Bermuda y Adén lo son del segundo.) Existía también el significado simbólico o real para los ladrones de conseguir una parte adecuada del botín. Una vez que las potencias rivales comenzaron a dividirse el mapa de Africa u Oceanía, cada una de ellas intentó evitar que una porción excesiva (un fragmento especialmente atractivo) pudiera ir a parar a manos de los demás. Así, una vez que el status de gran potencia se asoció con el hecho de hacer ondear la bandera sobre una playa limitada por palmeras (o, más frecuentemente, sobre extensiones de maleza seca), la adquisición de colonias se convirtió en un símbolo de status, con independencia de su valor real. Hacia 1900, incluso los Estados Unidos, cuya política imperialista nunca se ha asociado, antes o después de ese período, con la posesión de colonias formales, se sintieron obligados a seguir la moda del momento. Por su parte, Alemania se sintió profundamente ofendida por el hecho de que una nación tan poderosa y dinámica poseyera muchas menos posesiones coloniales que los británicos y los franceses, aunque sus colonias eran de escaso interés económico y de un interés estratégico mucho menor aún. Italia insistió en ocupar extensiones muy poco atractivas del desierto y de las montañas africanas para reforzar su posición de gran potencia, y su fracaso en la conquista de Etiopía en 1896 debilitó, sin duda, esa posición.

En efecto, si las grandes potencias eran Estados que tenían colonias, los pequeños países, por así decirlo, “no tenían derecho a ellas”. España perdió la mayor parte de lo que quedaba de su imperio colonial en la guerra contra los Estados Unidos de 1898. Como hemos visto, se discutieron seriamente diversos planes para repartirse los restos del imperio africano de Portugal entre las nuevas potencias coloniales. Sólo los holandeses conservaron discretamente sus ricas y antiguas colonias (situadas principalmente en el sureste asiático) y, como ya dijimos, al monarca belga se le permitió hacerse con su dominio privado en Africa a condición de que permitiera que fuera accesible a todos los demás países, porque ninguna gran potencia estaba dispuesta a dar a otras una parte importante de la gran cuenca del río Congo. Naturalmente, habría que añadir que hubo grandes zonas de Asia y del continente americano donde por razones políticas era imposible que las potencias europeas pudieran repartirse zonas extensas de territorio. Tanto en América del Norte como del Sur, las colonias europeas supervivientes se vieron inmovilizadas como consecuencia de la Doctrina Monroe: sólo Estados Unidos tenía libertad de acción. En la mayor parte de Asia, la lucha se centró en conseguir esferas de influencia en una serie de Estados nominalmente independientes, sobre todo en China, Persia y el Imperio otomano. Excepciones a esa norma fueron Rusia y Japón. La primera consiguió ampliar sus posiciones en el Asia central, pero fracasó en su intento de anexionarse diversos territorios en el norte de China. El segundo consiguió Corea y Formosa (Taiwan) en el curso de una guerra con China en 1894-1895. Así pues, en la práctica, Africa y Oceanía fueron las principales zonas donde se centró la competencia por conseguir nuevos territorios.

En definitiva, algunos historiadores han intentado explicar el imperialismo teniendo en cuenta factores fundamentalmente estratégicos. Han pretendido explicar la expansión británica en África como consecuencia de la necesidad de defender de posibles amenazas las rutas hacia la India y sus glacis marítimos y terrestres. Es importante recordar que, desde un punto de vista global, la India era el núcleo central de la estrategia británica, y que esa estrategia exigía un control no sólo sobre las rutas marítimas cortas hacia el subcontinente (Egipto, Oriente Medio, el Mar Rojo, el Golfo Pérsico, y el sur de Arabia) y las rutas marítimas largas (el cabo de Buena Esperanza y Singapur), sino también sobre todo el Océano Indico, incluyendo sectores de la costa africana y su traspaís. Los gobiernos británicos eran perfectamente conscientes de ello. También es cierto que la desintegración del poder local en algunas zonas esenciales para conseguir esos objetivos, como Egipto (incluyendo Sudán), impulsaron a los británicos a protagonizar una presencia política directa mucho mayor de lo que habían pensado en un principio, llegando incluso hasta el gobierno de hecho. Pero estos argumentos no eximen de un análisis económico del imperialismo. En primer lugar, subestiman el incentivo económico presente en la ocupación de algunos territorios africanos, siendo en este sentido el caso más claro el de Suráfrica. En cualquier caso, los enfrentamientos por el África occidental y el Congo tuvieron causas fundamentalmente económicas. En segundo lugar, ignoran el hecho de que la India era la “joya más radiante de la corona imperial” y la pieza esencial de la estrategia británica global, precisamente por su gran importancia para la economía británica. Esa importancia nunca fue mayor que en este período, cuando el 60 % de las exportaciones británicas de algodón iban a parar a la India y al Lejano Oriente, zona hacia la cual la India era la puerta de acceso -el 40-45 % de las exportaciones las absorbía la India-, y cuando la balanza de pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India. En tercer lugar, la desintegración de gobiernos indígenas locales, que en ocasiones llevó a los europeos a establecer el control directo sobre unas zonas que anteriormente no se había ocupado de administrar, se debió al hecho de que las estructuras locales se habían visto socavadas por la penetración económica. Finalmente, no se sostiene el intento de demostrar que no hay nada en el desarrollo interno del capitalismo occidental en el decenio de 1880 que explique la revisión territorial del mundo, pues el capitalismo mundial era muy diferente en ese período del del decenio de 1860. Estaba constituido ahora por una pluralidad de “economías nacionales” rivales, que se “protegían” unas de otras. En definitiva, es imposible separar la política y la economía en una sociedad capitalista, como lo es separar la religión y la sociedad en una comunidad islámica. La pretensión de explicar “el nuevo imperialismo” desde una óptica no económica es tan poco realista como el intento de explicar la aparición de los partidos obreros sin tener en cuenta para nada los factores económicos. De hecho, la aparición de los movimientos obreros o de forma más general, de la política democrática (véase el capítulo siguiente) tuvo una clara influencia sobre el desarrollo del “nuevo imperialismo”. Desde que el gran imperialista Cecil Rhodes afirmara en 1895 que si se quiere evitar la guerra civil hay que convertirse en imperialista, muchos observadores han tenido en cuenta la existencia del llamado “imperialismo social”, es decir, el intento de utilizar la expansión imperial para amortiguar el descontento interno a través de mejoras económicas o reformas sociales, o de otra forma. Sin duda ninguna, todos los políticos eran perfectamente conscientes de los beneficios potenciales del imperialismo. En algunos casos, ante todo en Alemania, se han apuntado como razón fundamental para el desarrollo del imperialismo “la primacía de la política interior”. Probablemente, la versión del imperialismo social de Cecil Rhodes, en la que el aspecto fundamental eran los beneficios económicos que una política imperialista podía suponer, de forma directa o indirecta, para las masas descontentas, sea la menos relevante. No poseemos pruebas de que la conquista colonial tuviera una gran influencia sobre el empleo o sobre los salarios reales de la mayor parte de los trabajadores en los países metropolitanos, (d) y la idea de que la emigración a las colonias podía ser una válvula de seguridad en los países superpoblados era poco más que una fantasía demagógica. (De hecho, nunca fue más fácil encontrar un lugar para emigrar que en el período 1880-1914, y sólo una pequeño minoría de emigrantes acudía a las colonias, o necesitaba hacerlo.)

Mucho más relevante nos parece la práctica habitual de ofrecer a los votantes gloria en lugar de reformas costosas, ¿qué podía ser más glorioso que las conquistas de territorios exóticos y razas de piel oscura, cuando además esas conquistas se conseguían con tan escaso coste? De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por ese Estado. En una era de política de masas (véase el capítulo siguiente) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad. En 1902 se elogió la ceremonia de coronación británica, cuidadosamente modificada, porque estaba dirigida a expresar “el reconocimiento, por una democracia libre, de una corona hereditaria, como símbolo del dominio universal de su raza” (la cursiva es mía). En resumen, el imperialismo ayudaba a crear un buen cemento ideológico. Es difícil precisar hasta qué punto era efectiva esta variante específica de exaltación patriótica, sobre todo en aquellos países donde el liberalismo y la izquierda más radical habían desarrollado fuertes sentimientos antiimperialistas, antimilitaristas, anticoloniales o, de forma más general, antiaristocráticos. Sin duda, en algunos países el imperialismo alcanzó una gran popularidad entre las nuevas clases medias y de trabajadores administrativos, cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo. (V. cap. 8, infra). Es mucho menos evidente que los trabajadores sintieran ningún tipo de entusiasmo espontáneo por las conquistas coloniales, por las guerras, o cualquier interés en las colonias, ya fueran nuevas o antiguas (excepto las de colonización blanca). Los intentos de institucionalizar un sentimiento de orgullo por el imperialismo, por ejemplo creando un “día del imperio” en el Reino Unido (1902), dependían para conseguir el éxito de la capacidad de movilizar a los estudiantes. (Más adelante analizaremos el recurso al patriotismo en un sentido más general.)

De todas formas, no se puede negar que la idea de superioridad y de dominio sobre un mundo poblado por gentes de piel oscura en remotos lugares tenía arraigo popular y que, por tanto, benefició a la política imperialista. En sus grandes exposiciones internacionales (v. La era del capitalismo, cap. 2) la civilización burguesa había glorificado siempre los tres triunfos de la ciencia, la tecnología y las manufacturas. En la era de los imperios también glorificaba sus colonias. En las postrimerías de la centuria se multiplicaron los “pabellones coloniales” hasta entonces prácticamente inexistentes: ocho de ellos complementaban la Torre Eiffel en 1889, mientras que en 1900 eran catorce de esos pabellones los que atraían a los turistas en París. Sin duda alguna, todo eso era publicidad planificada, pero como toda la propaganda, ya sea comercial o política, que tiene realmente éxito, conseguía ese éxito porque de alguna forma tocaba la fibra de la gente. Las exhibiciones coloniales causaban sensación. En Gran Bretaña, los aniversarios, los funerales y las coronaciones reales resultaban tanto más impresionantes por cuanto, al igual que los antiguos triunfos romanos, exhibían a sumisos Maharajás con ropas adornadas con joyas, no cautivos, sino libres y leales. Los desfiles militares resultaban extraordinariamente animados gracias a la presencia de sijs tocados con turbantes, rajputs adornados con bigotes, sonrientes e implacables gurkas, espahís y altos y negros senegaleses: el mundo considerado bárbaro al servicio de la civilización. Incluso en la Viena de los Habsburgos, donde no existía interés por las colonias de ultramar, una aldea ashanti magnetizó a los espectadores. Rousseau, el Aduanero, no era el único que soñaba con los trópicos.

El sentimiento de superioridad que unía a los hombres blancos occidentales, tanto a los ricos como a los de clase media y a los pobres, no derivaba únicamente del hecho de que todos ellos gozaban de los privilegios del dominador, especialmente cuando se hallaban en las colonias. En Dakar o Mombasa, el empleado más modesto se convertía en señor y era aceptado como un “caballero” por aquellos que no habrían advertido siquiera su existencia en París o en Londres; el trabajador blanco daba órdenes a los negros. Pero incluso en aquellos lugares donde la ideología insistía en una igualdad al menos potencial, ésta se trocaba en dominación. Francia pretendía transformar a sus súbditos en franceses, descendientes teóricos (como se afirmaba en los libros de texto tanto en Timbuctú y Martinica como en Burdeos) de “nos ancêtres les gaulois” (nuestros antepasados los galos), a diferencia de los británicos, convencidos de la idiosincrasia no inglesa, fundamental y permanente, de bengalíes y yoruba. Pero la misma existencia de estos estratos de evolués nativos subrayaba la ausencia de evolución en la gran mayoría de la población. Las diferentes iglesias se embarcaron en un proceso de conversión de los paganos a las diferentes versiones de la auténtica fe cristiana, excepto en los casos en que los gobiernos coloniales les disuadían de ese proyecto (como en la India) o donde esta tarea era totalmente imposible (en los países islámicos).

Esta fue la época clásica de las actividades misioneras a gran escala (e) . El esfuerzo misionero no fue de ningún modo un agente de la política imperialista. En gran número de ocasiones se oponía a las autoridades coloniales y prácticamente siempre situaba en primer plano los intereses de sus conversos. Pero lo cierto es que el éxito del Señor estaba en función del avance imperialista. Puede discutirse si el comercio seguía a la implantación de la bandera, pero no existe duda alguna de que la conquista colonial abría el camino a una acción misionera eficaz, como ocurrió en Uganda, Rodesia (Zambia y Zimbabwe) y Niasalandia (Malaui). Y si el cristianismo insistía en la igualdad de las almas, subrayaba también la desigualdad de los cuerpos, incluso de los cuerpos clericales. Era un proceso que realizaban los blancos para los nativos y que costeaban los blancos. Y aunque multiplicó el número de creyentes nativos, al menos la mitad del clero continuó siendo de raza blanca. Por lo que respecta a los obispos, habría hecho falta un potentísimo microscopio para detectar un obispo de color entre 1870 y

1914. La Iglesia católica no consagró los primeros obispos asiáticos hasta el decenio de 1920, ochenta años después de haber afirmado que eso sería muy deseable.

En cuanto al movimiento dedicado más apasionadamente a conseguir la igualdad entre los hombres, las actitudes en su seno se mostraron divididas. La izquierda secular era antiimperialista por principio y, las más de las veces, en la práctica. La libertad para la India, al igual que la libertad para Egipto y para Irlanda, era el objetivo del movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó nunca en su condena de las guerras y conquistas coloniales, con frecuencia como cuando el Reino Unido se opuso a la guerra de los bóeres con el grave riesgo de sufrir una impopularidad temporal. Los radicales denunciaron los horrores del Congo, de las plantaciones metropolitanas de cacao en las islas africanas, y en Egipto. La campaña que en 1906 permitió al Partido Liberal británico obtener un gran triunfo electoral se basó en gran medida en la denuncia pública de la “esclavitud china” en las minas surafricanas. Pero, con muy raras excepciones (como la Indonesia neerlandesa), los socialistas occidentales hicieron muy poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus dominadores hasta el momento en que surgió la Internacional Comunista. El movimiento socialista y obrero, los que aceptaban el imperialismo como algo deseable, o al menos como una base fundamental en la historia de los pueblos “no preparados para el autogobierno todavía”, eran una minoría de la derecha revisionista y fabiana, aunque muchos líderes sindicales consideraban que las discusiones sobre las colonias eran irrelevantes o veían a las gentes de color ante todo como una mano de obra barata que planteaba una amenaza a los trabajadores blancos. En este sentido, es cierto que las presiones para la expulsión de los inmigrantes de color, que determinaron la política de “California Blanca” y “Australia Blanca” entre 1880 y 1914, fueron ejercidas sobre todo por las clases obreras, y los sindicatos del Lancashire se unieron a los empresarios del algodón de esa misma región en su insistencia en que se mantuviera a la India al margen de la industrialización. En la esfera internacional, el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y de emigrantes blancos o de los descendientes de éstos (v. Cap. 5, infra). El colonialismo era para ellos una cuestión marginal. En efecto su análisis y su definición de la nueva fase “imperialista” del capitalismo, que detectaron a finales de la década de 1890, consideraba correctamente la anexión y la explotación coloniales como un simple síntoma y una característica de esa nueva fase, indeseable como todas sus características, pero no fundamental. Eran pocos los socialistas que, como Lenin, centraban ya su atención en el “material inflamable” de la periferia del capitalismo mundial. El análisis socialista (es decir, básicamente marxista) del imperialismo, que integraba el colonialismo en un concepto mucho más amplio de una “nueva fase” del capitalismo, era correcto en principio, aunque no necesariamente en los detalles de su modelo teórico. Asimismo, era un análisis que en ocasiones tendía a exagerar, como los hacían los capitalistas contemporáneos, la importancia económica de la expansión colonial para los países metropolitanos. Desde luego, el imperialismo de los últimos años del siglo XIX era un fenómeno “nuevo”. Era el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (v.el cap. 2, supra); en resumen, era un período en que “las tarifas proteccionistas y la expansión eran la exigencia que planteaban las clases dirigentes”. Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes. Era un fenómeno que parecía tan “natural” en 1900 como inverosímil habría sido considerado en 1860. A no ser por esa vinculación entre el capitalismo posterior a 1873 y la expansión en el mundo no industrializado, cabe dudar de que incluso el “imperialismo social” hubiera desempeñado el papel que jugó en la política interna de los Estados, que vivían el proceso de adaptación a la política electoral de masas. Todos los intentos de separar la explicación del imperialismo de los acontecimientos específicos del capitalismo en las postrimerías del siglo XIX han de ser considerados como meros ejercicios ideológicos, aunque muchas veces cultos y en ocasiones agudos.

2

Quedan todavía por responder las cuestiones sobre el impacto de la expansión occidental (y japonesa desde los años 1890) en el resto del mundo y sobre el significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países metropolitanos.

Es más fácil contestar a la primera de esas cuestiones que a la segunda. El impacto económico del imperialismo fue importante, pero lo más destacable es que resultó profundamente desigual, por cuanto las relaciones entre las metrópolis y sus colonias eran muy asimétricas. El impacto de las primeras sobre las segundas fue fundamental y decisivo, incluso aunque no se produjera la ocupación real, mientras que el de las colonias sobre las metrópolis tuvo escasa significación y pocas veces fue un asunto de vida o muerte. Que Cuba mantuviera su posición o la perdiera dependía del precio del azúcar y de la disposición de los Estados Unidos a importarlo, pero incluso países “desarrollados” muy pequeños Suecia, por ejemplo no habrían sufrido graves inconvenientes si todo el azúcar del Caribe hubiera desaparecido súbitamente del mercado, porque no dependían exclusivamente de esa región para su consumo de este producto. Prácticamente todas las importaciones y exportaciones de cualquier zona del Africa subsahariana procedían o se dirigían a un número reducido de metrópolis occidentales, pero el comercio metropolitano con Africa, Asia y Oceanía, siguió siendo muy poco importante, aunque se incrementó en una modesta cuantía entre 1870 y 1914. El 80 % del comercio europeo, tanto por lo que respecta a las importaciones como a las exportaciones, se realizó, en el siglo XIX, con otros países desarrollados y lo mismo puede decirse sobre las inversiones europeas en el extranjero. Cuando esas inversiones se dirigían a ultramar, iban a parar a un número reducido de economías en rápido desarrollo con población de origen europeo Canadá, Australia, Suráfrica, Argentina, etc., así como, naturalmente, a los Estados Unidos. En este sentido, la época del imperialismo adquiere una tonalidad muy distinta cuando se contempla desde Nicaragua o Malaya que cuando se considera desde el punto de vista de Alemania o Francia.

Evidentemente, de todos los países metropolitanos donde el imperialismo tuvo más importancia fue en el Reino Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había dependido de su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial, las industrias británicas nunca habían sido muy competitivas en los mercados de las economías en proceso de industrialización, salvo quizá durante las décadas doradas de 1850-1870. En consecuencia, para la economía británica era de todo punto esencial preservar en la mayor medida posible su acceso privilegiado al mundo no europeo. Lo cierto es que en los años finales del siglo XIX alcanzó un gran éxito en el logro de esos objetivos, ampliando la zona del mundo que de una forma oficial o real se hallaba bajo la férula de la monarquía británica, hasta una cuarta parte de la superficie del planeta (que en los atlas británicos se coloreaba orgullosamente de rojo). Si incluimos el imperio informal, constituido por Estados independientes que, en realidad, eran economías satélites del Reino Unido, aproximadamente una tercera parte del globo era británica en un sentido económico y, desde luego, cultural. En efecto, el Reino Unido exportó incluso a Portugal la forma peculiar de sus buzones de correos, y a Buenos Aires una institución tan típicamente británica como los almacenes Harrod. Pero en 1914, otras potencias se habían comenzado a infiltrar ya en esa zona de influencia indirecta, sobre todo en Latinoamérica.

Ahora bien, esa brillante operación defensiva no tenía mucho que ver con la “nueva” expansión imperialista, excepto en el caso de los diamantes y el oro de Suráfrica. Estos dieron lugares a la aparición de una serie de millonarios, casi todos ellos alemanes los Wernher, Veit, Eckstein, etc., la mayor parte de los cuales se incorporaron rápidamente a la alta sociedad británica, muy receptiva al dinero cuando se distribuía en cantidades lo suficientemente importantes. Desembocó también en el más grave de los conflictos coloniales, la guerra surafricana de 1899-1902, que acabó con la resistencia de dos pequeñas repúblicas de colonos campesinos blancos. En gran medida, el éxito del Reino Unido en ultramar fue consecuencia de la explotación más sistemática de las posesiones británicas ya existentes o de la posición especial del país como principal importador e inversor en zonas tales como Suramérica. Con la excepción de la India, Egipto y Suráfrica, la actividad económica británica se centraba en países que eran prácticamente independientes, como los dominions blancos o zonas como los Estados Unidos y Latinoamérica, donde las iniciativas británicas no fueron desarrolladas no podían serlo con eficacia. A pesar de las quejas de la Corporation of Foreign Bond Holders (creada durante la gran depresión) cuando tuvo que hacer frente a la práctica, habitual en los países latinos, de suspensión de la amortización de la deuda o de su amortización en moneda devaluada, el Gobierno no apoyó eficazmente a sus inversores en Latinoamérica porque no podía hacerlo. La gran depresión fue una prueba fundamental en este sentido, porque, al igual que otras depresiones mundiales posteriores (entre las que hay que incluir las de las décadas de 1970 y 1980), desembocó en una gran crisis de deuda externa internacional que hizo correr un gran riesgo a los bancos de la metrópoli. Todo lo que el Gobierno británico pudo hacer fue conseguir salvar de la insolvencia al Banco Baring en la “crisis Baring” de 1890, cuando ese banco se había aventurado como lo seguirán haciendo los bancos en el futuro demasiado alegremente en medio de la vorágine de las morosas finanzas argentinas. Si apoyó a los inversores con la diplomacia de la fuerza, como comenzó a hacerlo cada vez más frecuentemente a partir de 1905, era para apoyarlos frente a los hombres de negocios de otros países respaldados por sus gobiernos, más que frente a los gobiernos del mundo dependiente (f) .

De hecho, si hacemos balance de los años buenos y malos, lo cierto es que los capitalistas británicos salieron bastante bien parados en sus actividades en el imperio informal o “libre”. Prácticamente, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido en 1914 se hallaba en Canadá, Australia y Latinoamérica. Más de la mitad del ahorro británico se invirtió en el extranjero a partir de 1900. Naturalmente, el Reino Unido consiguió su parcela propia en las nuevas regiones colonizadas del mundo y, dada la fuerza y la experiencia británicas, fue probablemente una parcela más extensa y más valiosa que la de ningún otro Estado. Si Francia ocupó la mayor parte del Africa occidental, las cuatro colonias británicas de esa zona controlaban “las poblaciones africanas más densas, las capacidades productivas mayores y tenían la preponderancia del comercio”. Sin embargo, el objetivo británico no era la expansión, sino la defensa frente a otros, atrincherándose en territorios que hasta entonces, como ocurría en la mayor parte del mundo de ultramar, habían sido dominados por el comercio y el capital británicos.

¿Puede decirse que las demás potencias obtuvieron un beneficio similar de su expansión colonial? Es imposible responder a este interrogante porque la colonización formal sólo fue un aspecto de la expansión y la competitividad económica globales y, en el caso de las dos potencias industriales más importantes, Alemania y los Estados Unidos, no fue un aspecto fundamental. Además, como ya hemos visto, sólo para el Reino Unido y, tal vez también, para los Países Bajos, era crucial desde el punto de vista económico mantener una relación especial con el mundo no industrializado. Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos entre los que destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias que ejercían una fuerte presión en pro de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión la Compagnie Français de líAfrique Occidentale pagó dividendos del 26 % en 1913 la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres (g) . En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económico-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.

Pero la era imperialista no fue sólo un fenómeno económico y político, sino también cultural. La conquista del mundo por la minoría “desarrollada” transformó imágenes, ideas y aspiraciones, por la fuerza y por las instituciones, mediante el ejemplo y mediante la transformación social. En los países dependientes, esto apenas afectó a nadie excepto a las elites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el Africa subsahariana, fue el imperialismo, o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas élites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental. La división entre Estados africanos “francófonos” y “anglófonos” que existe en la actualidad, refleja con exactitud la distribución de los imperios coloniales francés e inglés (h) . Excepto en Africa y Oceanía, donde las misiones cristianas aseguraron a veces conversiones masivas a la religión occidental, la gran masa de la población colonial apenas modificó su forma de vida, cuando podía evitarlo. Y con gran disgusto de los más inflexibles misioneros, lo que adoptaron los pueblos indígenas no fue tanto la fe importada de occidente como los elementos de esa fe que tenían sentido para ellos en el contexto de su propio sistema de creencias e instituciones o exigencias. Al igual que ocurrió con los deportes que llevaron a las islas de Pacífico los entusiastas administradores coloniales británicos (elegidos muy frecuentemente entre los representantes más fornidos de la clase media), la religión colonial aparecía ante el observador occidental como algo tan inesperado como un partido de criquet en Samoa. Esto era así incluso en el caso en que los fieles seguían nominalmente la ortodoxia de su fe. Pero también pudieron desarrollar sus propias versiones de la fe, sobre todo en Suráfrica – la región de Africa donde realmente se produjeron conversiones en masa-, donde un “movimiento etíope” se escindió de las misiones ya en 1892 para crear una forma de cristianismo menos identificada con la población blanca.

Así pues, lo que el imperialismo llevó a las élites potenciales del mundo dependiente fue fundamentalmente la “occidentalización”. Por supuesto, ya había comenzado a hacerlo mucho antes. Todos los gobiernos y elites de los países que se enfrentaron con el problema de la dependencia o la conquista vieron claramente que tenían que occidentalizarse si no querían quedarse atrás (v. La era del capitalismo, cap. 7, 8 y 11). Además, las ideologías que inspiraban a esas elites en la época del imperialismo se remontaban a los años transcurridos entre la Revolución Francesa y las décadas centrales del siglo XIX, como cuando adoptaron el positivismo de August Comte (17981857), doctrina modernizadora que inspiró a los gobiernos de Brasil y México y a la temprana revolución turca (v.pp.284, 290, infra). Las elites que se resistían a Occidente siguieron occidentalizándose, aun cuando se oponían a la occidentalización total, por razones de religión, moralidad, ideología o pragmatismo político. El santo Mahatma Gandhi, que vestía con un taparrabos y llevaba un huso en su mano (para desalentar la industrialización), no sólo era apoyado y financiado por las fábricas mecanizadas de algodón de Ahmedabad (i) , sino que él mismo era un abogado que se había educado en Occidente y que estaba influido por una ideología de origen occidental. Será imposible que comprendamos su figura si le vemos únicamente como un tradicionalista hindú. De hecho, Gandhi ilustra perfectamente el impacto específico de la época del imperialismo. Nacido en el seno de una casta relativamente modesta de comerciantes y prestamistas, no muy asociada hasta entonces con la elite occidentalizada que administraba la India bajo la supervisión de los británicos, sin embargo adquirió una formación profesional y política en el Reino Unido. A finales del decenio de 1880 ésta era una opción tan aceptada entre los jóvenes ambiciosos de su país, que el propio Gandhi comenzó a escribir una guía introductoria a la vida británica para los futuros estudiantes de modesta economía como él. Estaba escrita en un perfecto inglés y hacía recomendaciones sobre numerosos aspectos, desde el viaje a Londres en barco de vapor y la forma de encontrar alojamiento hasta el sistema mediante el cual el hindú piadoso podía cumplir las exigencias alimenticias y, asimismo, sobre la manera de acostumbrarse al sorprendente hábito occidental de afeitarse uno mismo en lugar de acudir al barbero. Gandhi no asimilaba todo lo británico, pero tampoco lo rechazaba por principio. Al igual que han hecho desde entonces muchos pioneros de la liberación colonial, durante su estancia temporal en la metrópoli se integró en círculos occidentales afines desde el punto de vista ideológico: en su caso, los vegetarianos británicos, de quienes sin duda se puede pensar que favorecían también otras causas “progresistas”.

Gandhi aprendió su técnica característica de movilización de las masas tradicionales para conseguir objetivos no tradicionales mediante la resistencia pasiva, en un medio creado por el “nuevo imperialismo”. Como no podía ser de otra forma, era una fusión de elementos orientales y occidentales pues Gandhi no ocultaba su deuda intelectual con John Ruskin y Tolstoi. (Antes de los años 1880 habría sido impensable la fertilización de las flores políticas de la India con polen llegado desde Rusia, pero ese fenómeno era ya corriente en la India en la primera década del nuevo siglo, como lo sería luego entre los radicales chinos y japoneses.) En Suráfrica, país donde se produjo un extraordinario desarrollo como consecuencia de los diamantes y el oro, se formó una importante comunidad de modestos inmigrantes indios, y la discriminación racial en este nuevo escenario dio pie a una de las pocas situaciones en que grupos de indios que no pertenecían a la elite se mostraron dispuestos a la movilización política moderna. Gandhi adquirió su experiencia política y destacó como defensor de los derechos de los indios en Suráfrica. Difícilmente podría haber hecho entonces eso mismo en la India, adonde finalmente regresó aunque sólo después de que estallara la guerra de 1914 para convertirse en la figura clave del movimiento nacional indio.

En resumen, la época imperialista creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las condiciones que, como veremos (cap. 12, infra), comenzaron a dar resonancia a sus voces. Pero es una anacronismo y un error afirmar que la característica fundamental de la historia de los pueblos y regiones sometidos a la dominación y a la influencia de las metrópolis occidentales es la resistencia a Occidente. Es un anacronismo porque, con algunas excepciones que señalaremos más adelante, los movimientos antiimperialistas importantes comenzaron en la mayor parte de los sitios con la primera guerra mundial y la revolución rusa, y un error porque interpreta el texto del nacionalismo moderno la independencia, la autodeterminación de los pueblos, la formación de los Estados territoriales, etc. (v. cap. 6, infra) en un registro histórico que no podía contener todavía. De hecho, fueron las elites occidentalizadas las primeras en entrar en contacto con esas ideas durante sus visitas a Occidente y a través de las instituciones educativas formadas por Occidente, pues de allí era de donde procedían. Los jóvenes estudiantes indios que regresaban del reino Unido podían llevar consigo los eslóganes de Mazzini y Garibaldi, pero por el momento eran pocos los habitantes del Punjab, y mucho menos aun los de regiones tales como el Sudán, que tenían la menor idea de lo que podían significar.

En consecuencia, el legado cultural más importante del imperialismo fue una educación de tipo occidental para minorías distintas: para los pocos afortunados que llegaron a ser cultos y, por tanto, descubrieron, con o sin ayuda de la conversión al cristianismo, el ambicioso camino que conducía hasta el sacerdote, el profesor, el burócrata o el empleado. En algunas zonas se incluían también quienes adoptaban una nueva profesión, como soldados y policías al servicio de los nuevos gobernantes, vestidos como ellos y adoptando sus ideas peculiares sobre el tiempo, el lugar y los hábitos domésticos. Naturalmente, se trataba de minorías de animadores y líderes, que es la razón por la que la era del imperialismo, breve incluso en el contexto de la vida humana, ha tenido consecuencias tan duraderas. En efecto, es sorprendente que en casi todos los lugares de Africa la experiencia del colonialismo, desde la ocupación original hasta la formación de Estados independientes, ocupe únicamente el discurrir de una vida humana; por ejemplo, la de Sir Winston Churchill (1847-1965).

¿Qué decir acerca de la influencia que ejerció el mundo dependiente sobre los dominadores? El exotismo había sido una consecuencia de la expansión europea desde el siglo XVI, aunque una serie de observadores filosóficos de la época de la Ilustración habían considerado muchas veces a los países extraños situados más allá de Europa y de los colonizadores europeos como una especie de barómetro moral de la civilización europea. Cuando se les civilizaba podían ilustrar las deficiencias institucionales de Occidente, como en las Cartas persas de Montesquieu; cuando eso no ocurría podían ser tratados como salvajes nobles cuyo comportamiento natural y admirable ilustraba la corrupción de la sociedad civilizada. La novedad del siglo XIX consistió en el hecho de que cada vez más y de forma más general se consideró a lo pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasados, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, los misioneros y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia, en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar. ¿Acaso la sofisticación del Pekín imperial pudo impedir que los bárbaros occidentales quemaran y saquearan en Palacio de Verano más de una vez? ¿Sirvió la elegancia de la cultura de la elite de la decadente capital mongol, tan bellamente descrita en la obra de Satyajit Ray Los ajedrecistas, para impedir el avance de los británicos? Para el europeo medio, esos pueblos pasaron a ser objeto de su desdén. Los únicos no europeos que les interesaban eran los soldados, con preferencia aquellos que podían ser reclutados en sus propios ejércitos coloniales (sijs, gurkas, beréberes de las montañas, afganos, beduinos). El Imperio otomano alcanzó un temible prestigio porque, aunque estaba en decadencia, poseía una infantería que podía resistir a los ejércitos europeos. Japón comenzó a ser tratado en pie de igualdad cuando empezó a salir victorioso en las guerras. Sin embargo, la densidad de la red de comunicaciones globales, la accesibilidad de los otros países, ya fuera directa o indirectamente, intensificó la confrontación y la mezcla de los mundos occidental y exótico. Eran pocos los que conocían ambos mundos y se veían reflejados en ellos, aunque en la era imperialista su número se vio incrementado por aquellos escritores que deliberadamente decidieron convertirse en intermediarios entre ambos mundos: escritores o intelectuales que eran, por vocación y por profesión, marinos (como Pierre Loti y, el más célebre de todos, Joseph Conrad), soldados y administradores (como el orientalista Louis Massignon) o periodistas coloniales (como Rudyard Kipling). Pero lo exótico se integró cada vez más en la educación cotidiana. Eso ocurrió, por ejemplo, en las celebérrimas novelas juveniles de Karl May (18421912), cuyo héroe imaginario, alemán, recorría el salvaje Oeste y el Oriente islámico, con incursiones en el Africa negra y en América Latina; en las novelas de misterio, que incluían entre los villanos a orientales poderosos e inescrutables como el doctor Fu Manchú de Sax Rohmer; en las historias de las revistas escolares para los niños británicos, que incluían ahora a un rico hindú que hablaba el barroco inglés babu según el estereotipo esperado. El exotismo podía llegar a ser incluso una parte ocasional pero esperada de la experiencia cotidiana, como en el espectáculo de Búfalo Bill sobre el salvaje oeste, con sus exóticos cowboys e indios, que conquistó Europa a partir de 1877, o en las cada vez más elaboradas “aldeas coloniales”, o en las exhibiciones de las grandes exposiciones internacionales. Esas muestras de mundos extraños no eran de carácter documental, fuera cual fuere su intención. Eran ideológicas, por lo general reforzando el sentido de superioridad de lo “civilizado” sobre lo “primitivo”. Eran imperialistas tan sólo porque, como muestran las novelas de Joseph Conrad, el vínculo central entre los mundos de lo exótico y de lo cotidiano era la penetración formal o informal del tercer mundo por parte de los occidentales. Cuando la lengua coloquial incorporaba, fundamentalmente a través de los distintos argots y, sobre todo, el de los ejércitos coloniales, palabras de la experiencia imperialista real, éstas reflejaban muy frecuentemente una visión negativa de sus súbditos. Los trabajadores italianos llamaban a los esquiroles crumiri (término que tomaron de una tribu norteafricana) y los políticos italianos llamaban a los regimientos de dóciles votantes del sur, conducidos a las elecciones por los jefes locales como ascari (tropas coloniales nativas), los caciques, jefes indios del Imperio español en América, habían pasado a ser sinónimos de jefe político; los caids (jefes indígenas norteafricanos) proveyeron el término utilizado para designar a los jefes de las bandas de criminales en Francia.

Pero había un aspecto más positivo de ese exotismo. Administradores y soldados con aficiones intelectuales los hombres de negocios se interesaban menos por esas cuestiones meditaban profundamente sobre las diferencias existentes entre sus sociedades y las que gobernaban. Realizaron importantísimos estudios sobre esas sociedades, sobre todo en el Imperio indio, y las reflexiones teóricas que transformaron las ciencias sociales occidentales. Ese trabajo era fruto, en gran medida, del gobierno colonial o intentaba contribuir a él y se basaba en buena medida en un firme sentimiento de superioridad del conocimiento occidental sobre cualquier otro, con excepción tal vez de la religión, terreno en que la superioridad, por ejemplo, del metodismo sobre el budismo, no era obvia para los observadores imparciales. El imperialismo hizo que aumentara notablemente el interés occidental hacia diferentes formas de espiritualidad derivadas de Oriente, o que se decía que derivaban de Oriente, e incluso en algunos casos se adoptó esa espiritualidad en Occidente. A pesar de todas las críticas que se han vertido sobre ellos en el período pos colonial no se puede rechazar ese conjunto de estudios occidentales como un simple desdén arrogante de las culturas no europeas. Cuando menos, los mejores de esos estudios analizaban con seriedad esas culturas, como algo que debía ser respetado y que podía aportar enseñanzas. En el terreno artístico, en especial las artes visuales, las vanguardias occidentales trataban de igual a igual a las culturas no occidentales. De hecho, en muchas ocasiones se inspiraron en ellas durante este período. Esto es cierto no sólo de aquellas creaciones artísticas que se pensaba que representaban a civilizaciones sofisticadas, aunque fueran exóticas (como el arte japonés, cuya influencia en los pintores franceses era notable), sino de las consideradas como “primitivas” y, muy en especial, las de Africa y Oceanía. Sin duda, su “primitivismo” era su principal atracción, pero no puede negarse que las generaciones vanguardistas de los inicios del siglo XX enseñaron a los europeos a ver esas obras como arte con frecuencia como un arte de gran altura por derecho propio, con independencia de sus orígenes. Hay que mencionar brevemente un aspecto final del imperialismo: su impacto sobre las clases dirigentes y medias de los países metropolitanos. En cierto sentido, el imperialismo dramatizó el triunfo de esas clases y de las sociedades creadas a su imagen como ningún otro factor podía haberlo hecho. Un conjunto reducido de países, situados casi todos ellos en el noroeste de Europa, dominaban el globo. Algunos imperialistas, con gran disgusto de los latinos y, más aún, de los eslavos, enfatizaban los peculiares méritos conquistadores de aquellos países de origen teutónico y sobre todo anglosajón que, con independencia de sus rivalidades, se afirmaba que tenían una afinidad entre sí, convicción que se refleja todavía en el respeto que Hitler mostraba hacia el Reino Unido. Un puñado de hombres de las clases media y alta de esos países -funcionarios, administradores, hombres de negocios, ingenierosejercían ese dominio de forma efectiva. Hacia 1890, poco más de seis mil funcionarios británicos gobernaban a casi trescientos millones de indios con la ayuda de algo más de setenta mil soldados europeos, la mayor parte de los cuales eran, al igual que las tropas indígenas, mucho más numerosas, mercenarios que en un número desproporcionadamente alto procedían de la tradicional reserva de soldados nativos coloniales, los irlandeses. Este es un caso extremo, pero de ninguna forma atípico.

¿Podría existir una prueba más contundente de superioridad?

Así pues, el número de personas implicadas directamente en las actividades imperialistas era relativamente reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria. Cuando en 1899 circuló la noticia de que el escritor Rudyar Kipling, bardo del Imperio indio, se moría de neumonía, no sólo expresaron sus condolencias los británicos y los norteamericanos Kipling acababa de dedicar un poema a los Estados Unidos sobre “la responsabilidad del hombre blanco”, respecto a sus responsabilidades en las filipinas, sino que incluso el emperador de Alemania envió un telegrama.

Pero el triunfo imperial planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque se hizo cada vez más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de la metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían con sus pueblos. Como veremos, en las metrópolis se impuso, o estaba destinada a imponerse, la política del electoralismo democrático, como parecía inevitable. En los imperios coloniales prevalecía la autocracia, basada en la combinación de la coacción física y la sumisión pasiva a una superioridad tan grande que parecía imposible de desafiar y, por tanto, legítima. Soldados y “procónsules” autodisciplinados, hombres aislados con poderes absolutos sobre territorios extensos como reinos, gobernaban continentes, mientras que en la metrópoli campaban a sus anchas las masas ignorantes e inferiores.

¿No había acaso una lección que aprender ahí, una lección en el sentido de la voluntad de dominio de Nietzsche? El imperialismo también suscitó incertidumbres. En primer lugar, enfrentó a una pequeño minoría de blancos pues incluso la mayor parte de esa raza pertenecía al grupo de los destinados a la inferioridad, como advertía sin cesar la nueva disciplina de la eugenesia (v. Cap. 10, infra) con las masas de los negros, los oscuros, tal vez y sobre todo los amarillos, ese “peligro amarillo” contra el cual solicitó el emperador Guillermo II la unión y la defensa de Occidente. ¿Podían durar, esos imperios tan fácilmente ganados, con una base tan estrecha, y gobernados de forma tan absurdamente fácil gracias a la devoción de unos pocos y a la pasividad de los más? Kipling, el mayor y tal vez el único poeta del imperialismo, celebró el gran momento del orgullo demagógico imperial, las bodas de diamante de la reina Victoria en 1897, con un recuerdo profético de la impermanencia de los imperios:

Nuestros barcos, llamados desde tierras lejanas, se desvanecieron; El fuego se apaga sobre las dunas y los promontorios:

¡Y toda nuestra pompa de ayer es la misma de Nínive y Tiro!

Juez de las Naciones, perdónanos con todo, Para que no olvidemos, para que no olvidemos.

Pomp planteó la construcción de una nueva e ingente capital imperial para la India en Nueva Delhi. ¿Fue Clemencau el único observador escéptico que podía predecir que sería la última de una larga serie de capitales imperiales? ¿Y era la vulnerabilidad del dominio global mucho mayor que la vulnerabilidad del gobierno doméstico sobre las masas de los blancos?

La incertidumbre era de doble filo. En efecto, si el imperio (y el gobierno de las clases dirigentes) era vulnerable ante sus súbditos, aunque tal vez no todavía, no de forma inmediata, ¿no era más inmediatamente vulnerable a la erosión desde dentro del deseo de gobernar, el deseo de mantener la lucha darwinista por la supervivencia de los más aptos? ¿No ocurriría que la misma riqueza y lujo que el poder y las empresas imperialistas habían producido debilitaran las fibras de esos músculos cuyos constantes esfuerzos eran necesarios para mantenerlo? ¿No conduciría el imperialismo al parasitismo en el centro y al triunfo eventual de los bárbaros?

En ninguna parte suscitaban esos interrogantes un eco tan lúgubre como en el más grande y más vulnerable de todos los imperios, aquel que superaba en tamaño y gloria a todos los imperios del pasado, pero que en otros aspectos se halla al borde de la decadencia. Pero incluso los tenaces y enérgicos alemanes consideraban que el imperialismo iba de la mano de ese “Estado rentista” que no podía sino conducir a la decadencia. Dejemos que J. A. Hobson exprese esos temores en palabra: si se dividía China, la mayor parte de la Europa occidental podría adquirir la apariencia y el carácter que ya tienen algunas zonas del sur de Inglaterra, la Riviera y las zonas turísticas o residenciales de Italia o Suiza, pequeños núcleos de ricos aristócratas obteniendo dividendos y pensiones del Lejano Oriente, con un grupo algo más extenso de seguidores profesionales y comerciantes y un amplio conjunto de sirvientes personales y de trabajadores del transporte y de las etapas finales de producción de los bienes perecederos: todas las principales industrias habrían desaparecido, y los productos alimenticios y las manufacturas afluirían como un tributo de Africa y de Asia. Así, la belle époque de la burguesía lo desarmaría. Los encantadores e inofensivos Eloi de la novela de H. G. Wells, que vivían una vida de gozo en el sol, estarían a merced de los negros morlocks, de quienes dependían y contra los cuales estaban indefensos. “Europa -escribió el economista alemán Schulze-Gaevernitz- […] traspasará la carga del trabajo físico, primero la agricultura y la minería, luego el trabajo más arduo de la industria, a las razas de color y se contentará col el papel de rentista y de esta forma, tal vez, abrirá el camino para la emancipación económica y, posteriormente, política de las razas de color.”

Estas eran las pesadillas que perturbaban el sueño de la belle époque. En ellas los ensueño imperialistas se mezclaban con los temores de la democracia.

NOTAS

(a) El sultán de Marruecos prefiere el título de “rey”. Ninguno de los otros minisultanes supervivientes del mundo islámico podía ser considerado como “rey de reyes”. (b) Esta doctrina, que se expuso por primera vez en 1823 y que posteriormente fue repetida y completada por los diferentes gobiernos estadounidenses, expresaba la hostilidad a cualquier nueva colonización o intervención política de las potencias europeas en el hemisferio occidental. Más tarde se interpretó que esto significaba que los Estados Unidos eran la única potencia con derecho a intervenir en el hemisferio. A medida que los Estados Unidos se convirtieron en un país más poderoso, los Estados europeos tomaron con más seriedad la doctrina Monroe. (c) De hecho, la democracia blanca los excluyó, generalmente, de los beneficios que habían conseguido los hombres de raza blanca, o incluso se negaba a considerarlos como seres plenamente humanos. (d) En algunos casos, el imperialismo podía ser útil. Los mineros córnicos abandonaron masivamente las minas de estaño de su península, ya en decadencia, y se trasladaron a las minas de oro de Suráfrica, donde ganaron mucho dinero y donde morían incluso a una edad más temprana de lo habitual como consecuencia de las enfermedades pulmonares. Los propietarios de minas córnicos compraron nuevas minas de estaño en Malaya con menor riesgo para sus vidas. (e) Entre 1876 y 1902 se realizaron 119 traducciones de la Biblia, frente a las 74 que se hicieron en los treinta años anteriores y 40 en los años 1816-1845. Durante el período 1886-1895 hubo 23 nuevas misiones protestantes en Africa, es decir, tres veces más que en cualquier decenio anterior. (f) Pueden citarse algunos ejemplos de enfrentamientos armados por motivos económicos como en Venezuela, Guatemala, Haití, Honduras y México, pero que no alteran sustancialmente este cuadro. Por supuesto, el Gobierno y los capitalistas británicos, obligados a elegir entre partidos o Estados locales que favorecían los intereses económicos británicos y aquellos que se mostraban hostiles a éstos, apoyaban a quienes favorecían los beneficios británicos: Chile contra Perú en la “guerra del Pacífico” (1879-1882), los enemigos del presidente Balmaceda en Chile en 1891. La materia en disputa eran los nitratos. (g) Francia no consiguió ni siquiera integrar sus nuevas colonias totalmente en un sistema proteccionista, aunque en 1913 el 55 % de las transacciones comerciales del imperio francés se realizaban con la metrópoli. Francia, ante la imposibilidad de romper los vínculos económicos establecidos de estas zonas con otras regiones y metrópolis, se veía obligada a conseguir una gran parte de los productos coloniales que necesitaba caucho, pieles y cuero, madera tropical a través de Hamburgo, Amberes y Liverpool. (h) Que, después de 1918, se repartieron las antiguas colonias alemanas. (i) “¡Ah se afirma que exclamó una de esas patronas, si Bapugi supiera lo que cuesta mantenerles en la pobreza!”