Schafik Handal y la Teoría de la situación revolucionaria (1987)

Schafik Handal y la Teoría de la situación revolucionaria (1987) Roberto Pineda 28 de julio de 2015

En junio de 1987 Schafik Handal comparte con cuadros del FMLN una extensa disertación sobre la teoría de la situación revolucionaria en el marco de la evolución histórica del proceso revolucionario salvadoreño. En el año 2012 esta reflexión es publicada como libro por el Instituto Schafik Handal, dirigido entonces por su esposa, Tania Bichkova. A continuación realizamos una síntesis de este importante documento de 109 páginas.

Teoría de la Situación Revolucionaria, se divide en diez apartados: 1. Breve historia del surgimiento del capitalismo en El Salvador e inicio de la lucha revolucionaria. 2. Configuración de la situación revolucionaria y características de sus condiciones subjetivas. 3. Injerencia de las fuerzas extranjeras en El Salvador. 4. Periodo Contrarrevolucionario y nueva situación revolucionaria en ascenso en los años 40. 5. Condiciones objetivas y subjetivas de la situación revolucionaria de 1944. 6. Crisis estructural del modelo capitalista en El Salvador en la segunda mitad de siglo XX. 7. Condiciones objetivas de la situación revolucionaria en El Salvador en la década de los 60-70 del siglo XX. 8. Condiciones subjetivas de la situación revolucionaria en El Salvador en la década de los 70-80 del siglo XX y la unidad del partido. 9. Sobre las fuerzas motrices de la revolución socialista y 10. La situación revolucionaria y la revolución son un proceso objetivo.

1. Breve historia del surgimiento del capitalismo en El Salvador e inicio de la lucha revolucionaria.

Plantea Schafik de entrada que “el resultado general al que llegó Marx al investigar al historia de la humanidad, comprendió dos largas y sucesivas épocas: una de evolución y otra de revolución, en dependencia de la correspondencia o no entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción.”
Agrega que “la ruptura de la correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción se va expresando en contradicciones equivalentes tanto en lo económico, como en todos los aspectos de la vida y se llama crisis estructural. Esta abarca las estructuras económicas, políticas, ideológicas etc. Sobre la base de la crisis estructural se va adentrando el desarrollo de la época de revolución… ”
A partir de este planteamiento general se orienta hacia la génesis del capitalismo salvadoreño, explicando que “desde antes de la independencia de la monarquía española, comenzaron a aparecer las primeras incipientes relaciones capitalistas, las cuales influyeron en el proceso de lucha por la separación del imperio español.”
Añade que “al promover la independencia los criollos se convirtieron en latifundistas burgueses e impulsaron el estado Cafetalero con miras a exportar el grano y con esto se realizan transformaciones estructurales. El café por su naturaleza de cultivo permanente exigía la propiedad privada de la tierra y en el país todavía había propiedad comunitaria, ejidal y comuna…Era necesario romper eso, y la burguesía agraria emergente lo hizo. En 1880 y 1881 se iniciaron los cambios agrarios en el país.”

Afirma que “el café era una bandera de los liberales; los señores latifundistas más atrasados con mentalidad feudal, resistían. Al principio el Estado tuvo que imponérselo por la fuerza. La caficultura impulsó la modernización; separó el estado de la Iglesia Católica, se estableció el matrimonio y el divorcio civiles, la educación laica, etc.”

Este modelo agro-exportador entra en crisis a principios del siglo XX y se abre “una época de revolución: en los años 20 surgió la crisis estructural y el proceso fue avanzando hacia la situación revolucionaria. Se puede decir que todas las luchas de los años 20, sobre todo a partir del año 1924, configuraron un periodo pre-revolucionario. En 1930 concurrieron hechos que eran como detonadores para la maduración de la situación revolucionaria, que se venía desarrollando.”

2. Configuración de la situación revolucionaria y características de sus condiciones subjetivas.

Plantea Schafik con respecto al papel del PCS en enero de 1932 que este “no tenía una estrategia definida para la toma del poder estatal. Ni siquiera se puede decir que tuviera claridad sobre la teoría de la situación revolucionaria; lo que se conocía del marxismo eran algunas cosas muy elementales y parciales. De hechos empezaron a ocurrir, a configurarse algunos instrumentos propios de una estrategia para la toma del poder, pero eso no obedecía a un plan de acontecimientos, los hechos los fueron sorprendiendo en uno u otro momento.”

Con relación a la construcción del ejército político de masas de la revolución, considera que “hacerlo era la condición principal para que la vanguardia, o sea el PCS, pudiera conducir y organizar a revolución que estaba madurando objetivamente y venía de la entraña de la lucha social, ¿Hubo un Ejercito Político de Masas de la Revolución en aquella situación revolucionaria? Sí hubo, pero no fue creado con ese criterio, porque de parte del Partido no había una teoría. La función del Ejército Político de Masas de la revolución la jugó el Socorro Rojo, independientemente de los objetivos que tenía desde el punto de vista teórico.”

Puntualiza que “el Presidente que en ese momento era el General Maximiliano Hernández Martínez, todavía no se había destacado como dictador, pues apenas tenía pocas semanas de ejercer el cargo y había aparecido coqueteando con el movimiento popular, incluso había autorizado la legalidad del Partido Comunista. Esa fueron las pocas semanas en que fue legal el PCS y logró participar en las elecciones municipales de enero de 1932. El Partido Comunista tuvo un local público frente al Parque Centenario y decidió elegir a sus candidatos para participar en aquellas elecciones.”

Más adelanta Schafik indica que la dirección del PCS “en reunión que duró del cuatro a cinco de enero, se definió una primera fecha para la insurrección, al parecer para el 9 o 10 de enero de 1932. En aquella reunión se nombró un Comité Revolucionario para dirigirla, y Farabundo fue designado responsable de ese Comité. Hay que aclarar que Farabundo Martí no era el secretario general del Partido Comunista, ni estuvo en el momento de la fundación o creación del partido. Pero por su experiencia de lucha y por el ser el más destacado e influyente de todos los miembros del CC en el momento histórico de la insurrección, lo nombraron responsable del levantamiento.”

3. Injerencia de las fuerzas extranjeras en El Salvador.

Schafik apunta que “en los años 20, un avance importante del imperialismo norteamericano en el terreno económico consistió en que compró a los ingleses la deuda externa del estado salvadoreño, que para aquel tiempo era muy grande, como 18 o 20 millones de colones. Los bancos norteamericanos se hicieron cargo e intervinieron las aduanas para cobrar los impuestos y de este modo hacerse directamente el pago estatal.”

Pero “esto no significaba que el imperialismo norteamericano pasara a tener el control de toda la situación, ni de toda la economía, ni del estado. Recordemos a las relaciones con Alemania, cuando el ejército salvadoreño era educado por Alemania, lo cual duró bastante tiempo. Todavía en 1939 el director de la Escuela Militar era un General alemán, prestado por ese gobierno alemán y los yanquis obligaron a echarlo y a aceptar a un coronel norteamericano. Este estuvo brevemente, después lo sacaron y pusieron a un oficial salvadoreño”

Considera que “la burguesía oligárquica la cual ah sido al dueña del estado y lo construyó, ahora ha sido desplazada por la democracia Cristiana, por lo tanto quiere volver al timón; considera que necesita de la intervención yanqui para derrotarnos a nosotros, los comunistas, por eso tiene que entenderse con ellos. Los administradores han sido los oligarcas, los dueños del estado han sido ellos también, por eso les tiene odio a los demócratas cristianos a quienes consideran proclives de afiliarse con nosotros…”

4. Periodo Contrarrevolucionario y nueva situación revolucionaria en ascenso en los años 40.

Schafik establece que “durante la insurrección de 1932 el Partido resultó muy golpeado, especialmente su Dirección; casi todo el Comité Central fue asesinado. Aún así, se fue a la insurrección, a conducirla. Vino la derrota de la insurrección, el Partido sufrió un gran desgaste y destrucción. Esto tuvo un impacto político e ideológico muy duradero en lo que vino después. Se implantó la dictadura militar con el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez, quien inició una matanza en la derrota de la insurrección que duró por mucho tiempo.”

Indica que “posteriormente, nuevas generaciones de comunistas, a diferencia de los primeros, no nacieron del movimiento de masas, sino surgieron en las condiciones del terror represivo y procedían más de los medios universitarios, pero no del movimiento universitario en acción. Algunos elementos individuales que habían ido llegando al marxismo por la vía del conocimiento de las ideas marxistas, después de 1934 empezaron a incorporarse al Partido. Lo que había quedado del PCS era un pequeño núcleo que no tenía estructura orgánica, el Comité Central desapareció y no volvió a resurgir hasta comienzos de los años 4º.”

Agrega que “empezaron a ingresar al Partido nuevos círculos de militantes que llegaban con una doble pretensión: por un lado, aterrorizados y por otro, con la idea de saber mucho y señalar que se habían cometido errores muy graves, acusando de ignorantes a los fundadores del Partido, a los comunistas, diciendo que jamás debían haberse tomado las armas, que ése fue un grave error, etc.”

Continúan diciendo Schafik que estos sectores “elaboraron una posición profundamente defensista, la cual llegó a extremos muy agudos, como los siguientes: “hay que ocultar al existencia del Partido, negar que el Partido existe, porque va a ser destruido, van a terminar de aniquilar lo que queda, por lo tanto no hagamos ninguna propaganda.”

Esto explica porque “los comunistas durante bastante tiempo, los años 30 y los 40, cuando el enemigo hablaba sobre el comunismo, se veían obligados a decir: Aquí no hay comunismo, aquí lo que hay es hambre; aquí no hay Partido Comunista, no hay nada de eso, hambre es lo que hay.” Es decir, negaron la existencia del Partido y de este modo iniciaron toda una concepción profundamente defensista.”
Incluso “después de la derrota de la insurrección y las matanzas que siguieron, desapareció la propaganda revolucionaria, está reapareció a partir de 1951. Se fueron formando dos bloques: un bloque con el resto de compañeros sobrevivientes de la insurrección de 1932 y el otro, con los nuevos militantes. En este último empezó a crecer la idea de que realmente en el Partido Comunista no había existido una expresión verdadera de la teoría y era necesario fundarlo de nuevo.”
Concluye Schafik que “en el fondo no querían cargar con la responsabilidad de lo que ellos consideraban errores muy graves. El enemigo tenía desatada una campaña sobre los acontecimientos de 1932, inventando una historia deformada sobre los acontecimientos, donde los comunistas aparecían asesinando niños, ancianos, violando mujeres, etc. Como el enemigo no tenía la menor respuesta, profundizaron hasta el cansancio una propaganda anticomunista muy fuerte.”
Agrega que “mucha gente adoptó elementos sicológicos de rechazo, aún la gente del pueblo y eso no se contrarrestaba, no se debatía, porque estas personas tenían el criterio de que hacerlo era ponerse al descubierto y exponerse a que fuera liquidado lo que quedaba de Partido y lo nuevo que estaba surgiendo. En esas condiciones se habían formado dos grupos, unos acusando a los otros. Pero otra vez empezaron a surgir elementos de una nueva situación revolucionaria.”
La cual “poco a poco fue derivando hacia una forma más franca de enfrentamiento y y a comienzos de los años 1940,1943 y 1943 empezaron a tomar cuerpo un fuerte movimiento contra Martínez y a surgir un proceso de conspiración que abarcaba también al ejército…El Partido, aunque no con el nombre de Partido Comunista, se destacó mucho en el trabajo de propaganda en el proceso de agitación;: las pintas, las pegas y el reparto de volantes. En ese marco se unificaron los grupos y se reconstruyó el Comité Central.”
Explica que “antes del primer enfrentamiento contra la dictadura de Martínez no había huelgas, ni manifestaciones de masas, ni efervescencia callejera. Había un estado latente de agitación y de enfrentamiento contra la dictadura, pero no se expresaba en la calle. Cuando se produjo el alzamiento del 2 de abril de 1944, un Domingo de Ramos por cierto, alguna parte del ejército se había comprometido a entregar armas a las masas.”
Indica que “las masas fueron a los cuarteles a recibir las armas y combatieron durante tres días, pero la insurrección fracasó y se desató una represión furiosa: fusilamientos de los participantes en el levantamiento, militares y civiles, matanzas en las calles. En medio de esta reacción de terror represivo, el día 28 de abril,. Los estudiantes universitarios levantaron la consigna de la huelga general. Al revés de lo que suele suceder: la huelga antecede a la insurrección, aquí primero se produjo un levantamiento insurreccional.”
Posteriormente se logra la renuncia del tirano Martínez y se abre una inédita situación de apertura democrática. Schafik se pregunta ¿y dónde estaba el Partido? Y responde: “en medio de las masas. Los compañeros comunistas y el Comité de Huelga que había hecho la hazaña de convocar a la huelga general, de organizar a los trabajadores para impulsarla, estaban en medio de la gente, andaban abajo, hasta tratando de subirse a las barandas del Palacio Nacional para oír mejor.”
“Se inició un periodo de gobierno provisional que duró cinco meses. Se dio la más grande libertad y democracia que se conoce en la historia del país. El Partido Comunista lanzó la línea de sacar a cara a vierta al Partido Comunista y formó lo que se llamó la Unión Nacional de Trabajadores, UNT. Ese nombre se prestó a confusiones. Para la mayor parte de las masas no estaba claro que cosa era un Partido Político, tenían más la noción que aquello era una central sindical. Se formó la UNT en todas partes del país. Cinco meses después se produjo el contragolpe de la oligarquía…”
5. Condiciones objetivas y subjetivas de la situación revolucionaria de 1944.
Schafik se pregunta si la crisis estructural como base de la situación revolucionaria de 1932 fue la misma que la de 1944 y responde que “yo creo que fue la misma. El sujeto de la revolución (en 1932) fue la clase obrera y los campesinos. A pesar de que los campesinos fueron la fuerza principal, la clase obrera con toda su debilidad y pequeñez fue el punto de arranque de todo el proceso revolucionario de las masas, de toda la efervescencia y del proceso organizativo.”
“Fueron los obreros los que organizaron a los trabajadores del campo, no a los campesinos en general, sino principalmente a los jornaleros, a los asalariados agrícolas, a los sectores del campesinado pobre y a los indígenas campesinos despojados de tierra que querían volver a conquistarla.”
Reconoce Schafik que “el Partido Comunista no tenía todavía programa, fue cerca de la insurrección de 1932 q2ue empezó a hablar de la revolución democrático burguesa, así como lo hicieron los bolcheviques en 1905 en Rusia. Sin embargo, eso no quedo claro para las masas nacionales; acá el motivo de la lucha era la liberación social sin hacer suya la idea de una integración con el movimiento de la lucha democrática. Por eso el sujeto es más de clase social que de pueblo en general.”
Añade que “en cambio en 1944 ¿quién dirigió la revolución? La dirigió la vanguardia de la clase obrera inspirada en la idea del socialismo? Con conciencia de clase?” Y responde que: “el sujeto social era un bloque de fuerzas más heterogéneas, obedecía más a la idea de un pueblo que de clase. La bandera central fue la democracia.”
Y en 1944 “el centro del enfrentamiento fue contra la dictadura; el Partido Comunista al participar en esa conspiración , redujo todo el programa sólo al derrocamiento de Martínez con el fin de facilitar la integración de un bloque de fuerzas mucho más amplio para lograrlo.”
Amplía el punto al sostener que “esto fue motivo de discusión especial en el comité central del Partido Comunista, y ahí se decidió reducir la discusión a un solo punto: la caída de Martínez. No había que introducir demandas inmediatas en el terreno de la revolución social, porque caído Martínez vendría el proceso de profundización de la lucha por la transformación social.”
Otra pregunta que se hace Schafik está relacionada a si hubo en 1932 y 1944 revolución o solo situación revolucionaria. Y opina que “tengo la convicción de que hubo revolución en los dos casos…en 1932 la clase obrera y los campesinos se lanzaron a una revolución, descartando el otro movimiento del sector de la burguesía que había buscado el poder por la vía electoral, el objetivo fue alcanzado y luego entró en crisis.” Pero aclara que “no fue una revolución triunfante. Es decir no se le llama revolución sólo a la que triunfa. Hay revoluciones que triunfan y otras que no triunfan.”
Y en 1944 “el bloque de fuerzas populares donde la burguesía jugó un papel importante, culminó en el derrocamiento de la dictadura y la instauración de un gobierno provisional plenamente en manos de ese sector de la burguesía. Luego vino la contrarrevolución que triunfó cinco meses después, con la restauración de la dictadura. La burguesía no logró defender aquella revolución que duró cinco meses. Las masas no defendieron esa revolución eficazmente y fueron derrotadas.”
Y de nuevo se pregunta Schafik: “¿Por qué parece tan novedoso, que nosotros hablemos de que ya ha habido esas dos revoluciones? Se debe al enfoque defensivo de la vanguardia durante bastante tiempo. Al referirme a los acontecimientos de 1932, ya dije que el enfoque fue el defensismo por el grado de destrucción que hubo en medio del terror y la matanza.”
E indica que “hoy nos parece un poco novedoso, un poco raro que estemos hablando de revoluciones, eso no entra en la cabeza de algunos compañeros. La nuevas generaciones de revolucionarios incluso creen que todo el movimiento revolucionario comenzó “ahí nomacito” en el momento en que se incorporaron, que no hay mucha historia hacia atrás; y esas son las debilidades de la vanguardia, peor revolución si hubo…”
Plantea Schafik que “la primera situación revolucionaria (la de 1932) estuvo vinculada al inicio de la crisis general del sistema capitalista, con la Primera Revolución Socialista de Octubre que tuvo lugar dentro del marco de la Primera Guerra Mundial. La segunda situación revolucionaria (la de 1944) estuvo vinculad al inicio de una segunda etapa de la crisis general del sistema capitalista mundial, la Segunda Guerra Mundial en el marco de la cual se produjo el desprendimiento de una serie de países…1944 fue un año revolucionario que terminó en derrota de la revolución. Se entronizó otro período contrarrevolucionario.”
Con el golpe de estado diciembre de 1948, considera Schafik que “se inició un nuevo periodo en el desarrollo capitalista del país y en la vida de El Salvador. El Partido, aprovechando las condiciones que se habían creado, sacó a luz pública el movimiento de los trabajadores que se venía realizando clandestinamente bajo el nombre de Comité de Organización Obrera Sindical, con el cual se inició un proceso muy intenso de organización sindical. El Partido Comunista tomó principalmente este último rubro como tarea prioritaria sin entrar a la pelea del rumbo político, porque hasta ese momento el Partido no hacía propaganda bajo su nombre….”
A principios de los años sesenta “el PCS entró en un proceso de revisión de su línea. Había discusiones muy importantes en el marco de la lucha contra José María Lemus y bajo la influencia de la revolución cubana., se había adoptado una orientación de llegar al poder por primera vez después de 1932. Ya en el año 1951 el Partido había iniciado el trabajo de propaganda en periódico, en volantes y otros medios. Todo ese ascenso del movimiento popular había sido impulsado por el Partido. Fue enorme su influencia en la Universidad. Cuando vino el contragolpe de 1961 bajo control de Estados Unidos, el PCS exigió prepararse para la lucha armada.”
“Bajo esa influencia, el Partido Comunista organizó el Frente Unido para la Acción Revolucionaria (FUAR) como instrumento orgánico de respuesta a la necesidad de construir el Ejército Político de Masas de la Revolución. El Partido Comunista estaba consciente de que esa tarea no la podía asumir solo a militancia del Partido, sino que era necesario incorporar a los sectores de masas.”
Añade que “el FUAR desarrolló un fuerte trabajo de agitación, inició un gran esfuerzo de preparación para la lucha armada; sin embargo se reabrió un debate al respecto. Algunos reveses que sufrimos en ese tiempo fueron tomados como nocivos para continuar con la línea hacia la lucha armada. En definitiva, desde 1961 hasta más o menos mayo-junio de 1963 se desarrolló en la dirección del Partido una fuerte disputa alrededor de la línea a seguir, terminó triunfando la posición que estaba en contra de la lucha armada y se adoptó lo que se llamó la “línea de masas. Triunfó porque las condiciones objetivas le dieron base a esa posición….La situación revolucionaria había pasado…”
Posteriormente “en el año 1966 el Partido Comunista participó en la campaña de elecciones presidenciales con el Dr. Fabio Castillo como candidato. Esa campaña fue diseñada para llevar a las masas le pensamiento antiimperialista, anti-oligárquico y lanzar un programa concreto de transformaciones revolucionarias; así como para reconquistar la influencia de la Democracia Cristiana y hacer otro esfuerzo de utilización del marco de la campaña, para penetrar en el campo y atraer nuevos sectores populares. Este periodo de lucha electoral abarcó los años 1966-1967.”
6. Crisis estructural del modelo capitalista en El Salvador en la segunda mitad de siglo XX.
Considera Schafik que “en los años 70 llegamos a otro momento, cuando empezó a configurarse el proceso hacia una nueva situación revolucionaria. Vino el proceso de disgregación de la vanguardia; el surgimiento de las organizaciones armadas. Apareció la lucha y las organizaciones armadas que empezaron a desarrollarse. A partir de 1974 se inició un gran esfuerzo de trabajo de organización de masas: el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU) y el Bloque Popular Revolucionario (BPR). Paralelamente se desarrollaba el movimiento electoral.”
“Por un lado, se desarrolló un nuevo movimiento representado por las organizaciones político-militares que a partir de los años 1974 y 1975 asumieron un gran esfuerzo en la organización de masas. Y por otro lado, continuó desarrollándose el proceso electoral. En 1971 se formó la Unión Nacional Opositora (UNO) participó en la campaña de elecciones presidenciales de 1972 y ganó, pero la dictadura militar hizo un gran fraude. Eso provocó el alzamiento de los militares democráticos de marzo de 1977 y se inició una crisis política del régimen que desembocaría en un nuevo conflicto.”
Aclara Schafik que “a lo largo de la historia me he referido al PCS, pues era la única organización de izquierda en El Salvador. A partir de 1970 esta situación cambió porque surgieron nuevas organizaciones. Toda esa década (1970-1980) o su mayor parte, está cubierta por una gran polémica entre las organizaciones de izquierda, particularmente entre las organizaciones político-militares y el Partido Comunista, todo lo cual desemboca en el proceso de unificación y formación del partido FMLN.”

L’acuité du marxisme

In memoriam Y. C.
Songez qu’ailleurs, tant d’hommes n’ont pas plus de son que les pièces de bronze dont on paie leur misère.
P. Éluard, Le devoir et l’inquiétude

Il est difficile de devenir marxiste. Puis il est difficile de l’être […] Personne ne naît marxiste. Chacun peut le mesurer par sa propre expérience : il n’est pas aisé, dans le monde capitaliste d’apprendre à vivre et à penser contradictoirement à l’ordre établi, quand il repose sur la force d’intérêts si puissants, d’illusions si subtiles et de si vieilles habitudes. La tentation n’en est que plus grande, pour qui s’est dépris de l’ordre ancien, de chercher quelque repos dans les sécurités de l’ordre nouveau, de la théorie qui l’annonce comme de la pratique qu’il l’institue.
M. Verret, Théorie et politique (1967, p. 7)

Le devoir et l’inquiétude

Assurément, chaque trajectoire est toujours singulière. Certaines, toutefois, le sont plus que d’autres. Ainsi la trajectoire d’André Tosel se signale t-elle, tout particulièrement dans le champ du marxisme français, par l’empan de sa réflexion – comme en attestent le nombre et la variété ordonnée de ses publications [1], par sa perspective authentiquement historique et marxiste, i. e. indissociablement théorique et pratique, philosophique et politique, laquelle ne se restreint nullement au seul champ « spécialisé » du marxisme ni ne se forclôt en sa seule dimension philosophique, ce dont le présent recueil témoigne avec éclat.

Elle se signale enfin par sa fidélité maintenue au marxisme et à l’engagement communiste, mais une fidélité (auto-) critique, non féale en somme, à des principes et des choix fondamentaux maintenus parce que discutés (et réciproquement), tout cela en dépit des sévères reflux de l’Histoire qui en ont fait vaciller plus d’un, de l’amende au reniement en passant par l’abandon.
Cette fidélité n’est pas une simple croyance mais plutôt une fidélité réfléchie et assumée. Peut-être tient-elle, et entre autres choses, au fait qu’elle s’est bâtie au croisement et sous l’influence de deux « marxismes créateurs » du XXe siècle : Althusser et Gramsci. Car ces derniers ont entrepris de relire Marx, non par stupide dévotion, mais portés par le devoir et l’inquiétude, dont Éluard nous énonce le motif et dont le travail, ou mieux, l’ouvrage tosélien se ressent également.
Cet ouvrage précisément, nous proposons de le définir, comme une histoire marxiste du marxisme en France et en Italie (et pas uniquement du marxisme français et italien). De manière plus précise, il est structuré par un delta dont les trois points sont autant de figures : Marx, Gramsci et Spinoza.
Celles-ci constituent autant de champs relativement autonomes de réflexion et d’élaboration, des cercles (cf. Tosel, 1984b, p. 115-135), réciproquement – horizontalement, i. e. sur un même plan d’immanence – et activement reliés les uns aux autres par un principe théorique cardinal que, paraphrasant à dessein une invention lexicale de Tosel (1993), nous nommerons « tradu(a)ction ». Figuration commode d’un processus d’élaboration théorique, ce delta a naturellement une histoire et une genèse, une chrono-logie, que nous pouvons pas ici détailler. Un point nous paraît devoir être néanmoins souligné. Les axes essentiels de cette tradu(a)ction sont schématiquement les suivants : de Spinoza dans Marx et Gramsci, de Marx dans Gramsci, de Gramsci (et Labriola) dans Spinoza et enfin de Gramsci dans Marx.
Un marxisme au pluriel
Les études rassemblées dans le présent recueil sont consacrées à l’histoire du, ou plutôt, des marxismes de ce « court XXe siècle », selon l’expression désormais consacrée de l’historien marxiste britannique É. Hobsbawn. On peut y distinguer trois groupes de textes, d’inégale importance matérielle, mais qui donnent à saisir cette pluralité dont les « mille marxismes » qu’il évoque ici même dans le second chapitre, sont l’extrême figuration.
Le premier groupe (ch. 1 & 2) se dispose comme une réflexion-cadre, récapitulative et prospective, sur les figures philosophiques du marxisme du XXe siècle et, de manière plus spécifique, sur le devenir du marxisme en France et en Italie, de 1968 à aujourd’hui.
Le second (ch. 9 à 11) est consacré aux relations du marxisme et de la philosophie « française », avec d’une part la question de son rapport à la philosophie des sciences (du début des années 1930 à la Libération) et avec d’autre part, l’analyse de deux « figures », marxiste (Henri Lefebvre) ou non (Gérard Granel), qui ont discuté Marx de manière singulière, hétérodoxe.
Le troisième enfin, matériellement le plus important (ch. 3 à 8), est tout entier consacré à Gramsci et constitue indéniablement le noyau théorique du recueil. On peut le scinder en deux ensembles :
1/ les deux premières études (ch. 3 & 4), respectivement consacrées à un bilan critique de l’élaboration gramscienne et à une analyse systématique du thème de la philosophie de la praxis par lequel Gramsci désigne en propre sa réélaboration du marxisme – laquelle désignation n’est pas qu’un artifice lexical pour déjouer la censure fasciste ;
2/ les quatre autres études (ch. 5 à 8) sont consacrées à une exposition de la réflexion gramscienne au travail, in fieri (en train de se faire), au point de vue méthodologique comme théorique, focalisé sur les questions essentielles de la culture. Elles montrent la cohérence et l’extraordinaire acuité de son élaboration malgré la sévère réclusion qui lui fut imposée.
Cette importance accordée à Gramsci n’a rien de fortuit. Elle désigne d’abord la centralité de son élaboration théorique-pratique pour le marxisme du XXe siècle. Elle désigne ensuite, et subséquemment, son importance pour l’élaboration de Tosel lui-même, qui lui est pour partie redevable de sa propre singularité. Sans trop anticiper sur notre propos, disons simplement que la pensée de Gramsci apparaît comme le vecteur essentiel de l’appropriation marxiste de la pensée de Marx par Tosel, son opérateur d’effectivité théorique et méthodologique en somme.
Partant, la ré-élaboration gramscienne du marxisme se présente alors, en dépit des vicissitudes de l’histoire concrète, comme un fil conducteur pour développer l’ouvrage initié par Marx et Engels, pour créer l’à-venir du marxisme, du XXIe siècle en particulier. Elle est un « pli », une médiation essentielle pour le marxisme et/dans son histoire, au XXe siècle notamment.
C’est en vertu de cette singularité, pour le marxisme de Tosel comme pour celui du XXe siècle qu’il prend ici pour objet, et outre de nécessaires contraintes d’espace, que nous focaliserons l’essentiel de notre propos sur la lecture et l’analyse toséliennes de Gramsci.
Une lecture de Gramsci
La modalité théorique générale du travail tosélien nous paraît fondamentalement homologue à la manière dont Tosel – du reste instruit par Gramsci – caractérise la « modalité marxienne de “faire théorie” » : elle ne consiste pas « à additionner en une somme l’économie politique anglaise, la philosophie allemande, la théorie politique française » mais à penser « le présent historique comme résultat », à le penser « comme cercles d’instances dont chacune est préparatoire de l’autre, où chacune ne se comprend que dans son affection interne par l’autre et par sa capacité d’affecter l’autre. » (1984b, p. 116) Nous retrouvons alors un schème théorico-pratique cardinal et structurant de la pensée de Gramsci : la traductibilité des langages et des pratiques (cf. Tosel, 2000 et ici même, le ch. 8).
Cette traductibilité est dialectique au sens de Labriola, c’est-à-dire génétique, différenciatrice (1991a, p. 17-27) : elle n’est donc pas simple transcription d’un lexique dans un autre mais bien processus de ré-appropriation, de tradu(a)ction. Elle se spécifie dans la capacité du marxisme à investir les points hauts des cultures et des pensées qui lui sont antagoniques, non pour se les rendre compatibles, mais pour en extraire la part de vérité.
Ce trait de méthode caractérise la substance de la démarche gramscienne à l’égard de Croce et de la discussion-confrontation-appropriation de son œuvre, en même temps qu’elle en indique la difficulté, marchant toujours sur une ligne de crête (Cf. ici même, le ch. 5). Au sens gramscien note Tosel, la critique « est toujours celle de ce qu’il y a de meilleur chez un penseur, elle ne vise pas à rabaisser mais à s’emparer au contraire du “point haut”. » (1991a, p. 124)
Ainsi Gramsci a t-il non seulement su reformuler la révolution théorique du marxisme aperçue par Engels et Lénine, mais y puiser également la substance d’une élaboration théorique dont l’acuité et la novation se cristallisent dans le triptyque : traductibilité des langages et des pratiques / réforme intellectuelle et morale / hégémonie.
À cette première raison de l’électivité de la figure gramscienne pour Tosel, y compris au plan méthodologique, s’ajoute une seconde, étroitement solidaire à vrai dire, laquelle réside dans le fait – Tosel y insiste régulièrement – que Gramsci fut, avec Lénine, le seul théoricien marxiste effectivement dirigeant du XXe siècle, et que, insiste toujours Tosel, cette scission ne s’est par suite jamais vraiment réparée.
Lukács, Althusser ou Lefebvre pour ne citer qu’eux sont demeurés à la marge des cercles effectivement dirigeants de leurs partis communistes respectifs, sur lesquels n’ont jamais réussi à peser de manière significative, les constituant souvent comme objets et objectifs de leurs interventions (Althusser notamment).
La question de la traduction
« Le problème initial de la pensée-action de Gramsci, remarque Tosel, est de traduire en ordre historique l’ordre logique de la théorie marxiste du mode de production capitaliste. » (1983, p. 10) [2] Le marxisme de Gramsci doit être pensé comme une traduction de la science du mode de production capitaliste et de ses possibilités de développement en « science-action » : les forces productives ne sont plus « considérées comme élément objectif d’un champ objectif extérieur, mais comme forces dotées simultanément d’une dimension subjective, d’une capacité potentielle d’intervention active leur permettant de transformer ce champ selon ses possibilités. » (1984b, p. 203)
Les producteurs sont en effet enchaînés par un sens commun qui ne leur permet pas de saisir le caractère crucial de leur position dans le procès de production, ni son inadéquation par rapport à leurs besoins ; une position dont ils ressentent pourtant confusément le caractère d’inutile servitude. Il y a donc une lutte de classes native dont Gramsci se demande comment la transformer en « forme de rationalité » supérieure.
Aussi bien cette question concerne t-elle le marxisme qui doit également s’interroger sur la difficulté de sa propre compréhension par les masses, i. e. vaincre les résistances du sens commun. Non pas en leur apportant « de l’extérieur » une vision alternative du monde, un « système idéologique clos », mais en les mettant en mesure de « former leur propre conception du monde social, de sa structure, de la place qui leur incombe, de la fonction qui leur est assignée. Il s’agit, poursuit Tosel, d’un processus de compréhension modificatrice par lequel le “sujet” qui s’approprie le savoir de son monde et de sa place, se transforme et se rend à même, tout en se modifiant, de modifier le système de rapports où il figure. » (1984b, p. 204 ; nous soul.)
Le marxisme peut alors se comprendre lui-même « à la fois comme “théorie” et comme “pratique”, comme produit supérieur de la haute culture occidentale et comme forme culturelle qui peut et doit être appropriée par les masses » (1984b, p. 205). Subsiste toutefois une complication, une double complication même.
Ce processus d’appropriation a fragmenté la « synthèse marxienne » en un marxisme de masse, certes utile pour former une conscience de classe élémentaire, mais insuffisant et inadéquat pour faire de cette conscience « l’instance civilisatrice régulatrice et dirigeante de toute la vie sociale ». D’autre part, « la haute culture bourgeoise » s’est à son tour révélée capable d’une opération complexe de « “traduction”-désagrégation », filtrant les « éléments compatibles avec sa propre hégémonie. » (1984b, p. 206)
L’événement d’octobre 1917 réside dans la compréhension par Lénine que l’analyse des rapports de production n’est pas « une fin en soi » et n’a de sens que si elle forme, solidairement, « une initiative politique, une initiative de la volonté sur le terrain des rapports politiques et culturels ». Gramsci, léniniste conséquent et compétent, montre et comprend que Lénine a « développé le matérialisme historique en “science de la politique”, en l’arrachant au statut d’une sociologie matérialiste » (Boukharine) et qu’il n’y a « pas d’économie sans politique, pas d’analyse des rapports sociaux de production “sans formation de groupes sociaux actifs” se constituant en capacité de direction étatique », sans construction d’une (stratégie d’) hégémonie (1984b, p. 207).
Lénine a pratiquement déjà commencé une recomposition du marxisme mais il n’a pu la réfléchir correctement. S’accordant à Gramsci, Tosel estime en effet que Lénine demeure tributaire d’un marxisme inadéquat qu’il pense, à la suite de Plekhanov, comme l’union d’une science naturelle et d’une philosophie matérialiste (matérialisme historique + matérialisme dialectique) : « Un homme politique écrit de la philosophie, note Gramsci : il peut se faire que sa “vraie” philosophie soit à rechercher au contraire dans ses écrits de politique. » (Cahiers de la prison, 10, § 65).
Pour une « Réforme intellectuelle et morale »
L’ensemble de ces questions constituent l’arrière-fond théorique de l’élaboration de Gramsci et son point de départ pour réaliser la théorie marxiste comme forme supérieure de la culture, et la rendre capable de penser les processus où elle figure sous la double forme de la pensée hégémonique léninienne (et de ses difficultés) et du nouveau marxisme de masse, devenu sens commun.
Cette nouvelle formation se cherche sous le nom de philosophie de la praxis et s’investit sous la forme de la science de la politique adéquate à la construction de l’hégémonie (à l’Ouest comme à l’Est). Elle trouve sa plus haute expression dans la thématique de la « Réforme intellectuelle et morale ». Cette réforme poursuit deux tâches étroitement imbriquées : 1/ recomposer le marxisme dans la sphère de la haute culture et 2/ transformer ses formes idéologisées au sein des masses et assurer la réduction tendancielle de l’opposition dirigeant/dirigés, intellectuels/simples.
Car ce qui existe est une combinaison de vieux et de nouveau, un équilibre provisoire et la tâche de la philosophie de la praxis est de pratiquement construire les formes et les conditions de l’hégémonie par la catharsis, c’est-à-dire le dépassement-conservation (Aufhebung) de l’économico-corporatif en éthico-politique. Au plan théorique, sa tâche est de réinterpréter la synthèse de Marx dans cette perspective, de penser l’unité structure- superstructure sous la catégorie de « Bloc historique », de médiation du moment éthico-politique et du moment économico-corporatif.
La réforme intellectuelle et morale est le thème (au sens musical) où s’articulent le mouvement réel et la théorie qui le guide. Le procès de constitution du bloc historique et le procès de constitution de la forme théorique adéquate à celui-ci, i. e. la philosophie de la praxis. « Le problème, remarque Tosel, n’est plus celui de la disponibilité du savoir, il devient celui du mode de production d’un savoir qui est formateur de son auteur, qui n’est compréhension modificatrice de son monde d’objets que s’il est auto-compréhension, auto-modification de son sujet… » (1984b, p. 211 ; nous soul.)
La réforme intellectuelle et morale vise le changement de constitution et de conception du savoir de la politique. Il s’agit de transformer le rapport de ceux qui commencent par sentir sans savoir ni comprendre à ceux qui comprennent et savent sans sentir. L’enjeu est tout à la fois anthropologique et politique puisqu’il s’agit d’unifier le genre humain en lui donnant les moyens théoriques et pratiques de construire son émancipation. Cette emendatio doit, d’autre part, s’appliquer au réformateur lui-même : c’est la question du parti – « Prince moderne » selon l’expression de Gramsci, qui doit être l’appareil de traduction de l’hégémonie politique des producteurs en fait culturel et moral (Cf. ici même, les ch. 6 et 7).
L’usage du terme latin emendatio (réforme) est une allusion explicite à Spinoza, afin de marquer ce qui nous apparaît comme le « méta-spinozisme » de Gramsci, activement hérité de Labriola (cf. Tosel, 1991a, p. 17-37 ; 1994, p. 167-184 & 2005). Rappelant la conceptualité aristotélicienne de la catharsis, Tosel observe en effet qu’« il y aurait à s’interroger sur la dimension pédagogique (et esthétique même) de l’hégémonie : elle est discipline, direction rationnelle et raisonnable de la spontanéité passionnelle. Le parti politique et l’État réformateur jouent ce rôle par rapport à l’instinctualité de leur base de masse. Mais sans cette base, ils ne sont rien.
Car il est vrai que, comme Hegel le dira, rien de grand ne se fait sans passion, sans passion éduquée, dirigée, hégémonisée comme Raison. On a là aussi la base d’une morale politique, militante, qui est une curieuse transposition de stoïcisme : se rendre maître de ce qui dépend de nous, discipliner, diriger par le principe de “l’hegemonikon”, la raison directrice. » (1984b, p. 213-214, n. 8 ; voir aussi 1994, p. 17-77) La réforme intellectuelle et morale n’est pas détachée d’une réforme économique, de la révolution socialiste des rapports de production capitalistes : elle est simultanément socialisation de la politique et de l’économique qu’elle ré-unifie par ce biais. La réforme intellectuelle et morale est la pointe fine de la reformulation du marxisme en philosophie de la praxis.
En résumé, Gramsci est un « théoricien révolutionnaire » qui « projette les catégories de la “science” marxienne dans la perspective d’une science-action où la thématique de la formation d’une volonté politique nationale populaire est comme reconquise sur une interprétation déterministe de la critique de l’économie politique, et assurée contre toute dérivation des superstructures politiques et culturelles à partir de la structure économique. » (1995, p. 69 ; nous soul.)
Poursuivre l’élaboration du marxisme
La philosophie de la praxis n’est pas une philosophie à côté des autres, déjà dotée d’un contenu déterminé. Elle se conçoit au contraire comme une transformation du rapport à la philosophie, aux sciences et à la pratique sociale, soit une philosophie qui pense « sa dépendance à la praxis en se donnant la responsabilité de penser les limites de la pensée actuellement disponible, comme limites du monde existant, d’un monde qui n’est pas donné, dans un tableau spéculatif, fût-il matérialiste, mais d’un monde transformable, aux limites déplaçables, d’un monde qui reste à “concevoir” au sens actif, génétique, voire génésique du terme, et à constituer théoriquement et pratiquement » (c’est exactement le sens de la VIe thèse Ad Feuerbach).
Ces formulations, observe Tosel, sont solidaires d’une « perception très aiguë de la pluralité des logiques spécifiques des niveaux matériels. Elles interdisent toute projection récurrente sur un fond cosmique hypostasié des propriétés qui ne valent que pour un niveau du réel. » (1984b, p. 275-276 ; nous soul. Cf. aussi, ici même, les ch. 1 & 10)
Conformément au thème de la réforme intellectuelle et morale, la visée de la philosophie de la praxis est de montrer que « la conquête marxiste d’une vision “scientifique” de l’histoire porte en elle la possibilité d’une innovation dans la structure et le concept du savoir. » Il ne s’agit pas de circonscrire exactement le marxisme mais de « penser et résoudre, selon une indication précieuse de Labriola, le problème de la défense et du développement du contenu de la “scientificité” propre du marxisme, hors de tout mécanisme économiste (qu’ils soit scientifique ou philosophique). » Ainsi le noyau originaire du concept de praxis est celui du travail « compris de manière élargie, intégrant le développement des aptitudes mentales et opératoires, les modes de vie, les institutions » (1984b, p. 276). Cet élargissement n’est pas dissolution du matérialisme et de la dialectique, il est plutôt le vecteur de leur réarticulation dans cette praxis « comme deux pôles s’appelant réciproquement dans un même champ de tension ».
Matérialisme : le travail demeure un « échange organique avec la nature », une transformation des choses naturelles, une « nécessité naturelle et inaliénable avec son instrumentalité propre ». Cette « matière » objective ne sera cependant jamais « un autre soi, un alter ego, mais un Autre, un non-identique, non intégralement réductible à l’identité de l’esprit et de la volonté humaine. »
Matérialisme historico-dialectique : ces matériaux de la nature retournent élaborés aux hommes comme objets socialement produits « selon la forme de rapports variables et contradictoires. Dialectique, car les hommes peuvent identifier et s’approprier les légalités naturelles à travers la forme de leur praxis. » L’échange organique avec la nature « constitue bien à ce niveau une seconde nature, intérieure », dont la régulation rationnelle n’est pas inenvisageable. Ici, « la praxis médiatise les lois causales mécaniques et chimiques, par des finalités finies sans téléologie providentialiste. » (1984b, p. 277-278 ; nous soul. Sur l’ensemble de cette question, cf. Tosel, 1984a et ici même, le ch. 10)
Forme de médiation entre instruments, objets, travailleurs et but, la praxis est un « processus de formation et de transformation des limites de ce monde, dans le sens d’une possibilité immanente de maîtrise de la nécessité propre à la production par une sphère ou niveau communicationnel et institutionnel que l’on peut nommer éthico-politique (praxis au sens antique et restreint du terme). »
Tosel souligne à cet égard que le terme de praxis est recours à un concept majeur de la tradition philosophique signifiant une « action juste, belle et bonne accomplie par les libres citoyens gérant leurs affaires dans la cité des égaux ». (1984b, p. 280) Et il insiste sur ce fait, toujours négligé semble t-il, que « Marx et Gramsci n’invalident pas mais refondent la sphère de l’action en ne l’opposant plus à la gestion de l’échange organique avec la nature (production) mais en la pensant dans son articulation à cet échange, considérant que sa forme sociale capitaliste de cet échange porte avec elle la possibilité de faire cesser la nature servile du travail ». (1984b, p. 282)
L’agir et le problème de la morale
La philosophie de la praxis développe ainsi une conception de l’action aux antipodes de celle, uni-causale et technologico-instrumentale, de la « tradition du matérialisme dialectique », conduisant Tosel à opérer un retour critique sur Lénine (et le léninisme) et sur la question intimement liée de la morale (et de l’autonomie). Un tel retour critique le soustrait d’abord de toute posture strictement exégétique d’une refondation du marxisme et lui permet ensuite de reformuler de manière plus ramassée le sens et la portée de sa critique des réactualisations-reformulations épocales du léninisme, celle de Gramsci notamment.
De manière classique, une grande partie de la tradition marxiste considère que le système des normes et de conduites est lié à un état donné des rapports sociaux de production. Une telle considération est toutefois aussi juste qu’étroite. Elle se paie surtout d’une subtilisation de la morale comme « effet de superstructure », alors confondue sans reste avec le moralisme, procédant ainsi « au rejet total de l’idéologie du “sujet” juridico-moral » et donnant « une “explication” idéologique de la morale [3] ».
Tosel souligne également qu’il existe, selon les termes d’Ágnes Heller (1982), une « hérédité de l’éthique » immanente à la théorie marxienne, renvoyant à Kant et Spinoza : être autonome c’est vivre sans puissance ni autorité extérieure au-dessus de soi. Les normes morales sont donc à critiquer « pour autant qu’elles s’érigent comme les structures incomprises de la nature sociale (marché, procès de production) », etc., et puisque le procès historique de formation de l’espèce « est régi par le passage de la causalité in alio [en un autre] à la causa sui [par soi-même]. » (1984b, p. 297)
Tosel insiste alors sur le paradoxe, non subsidiaire, que, pour Marx, la lutte politique de classes se donne pour fin la construction d’une communauté de libres individus, sans que cette lutte n’exige aucun principe moral. Cette dénégation de l’instance éthique est la doublure du providentialisme historique selon lequel la libération est non seulement assurée, inéluctable mais proche.
La philosophie de la praxis, et plus généralement le marxisme, est alors affrontée à une exigence théorique qui est simultanément une tâche politique : élaborer une théorie de l’obligation morale. Cette exigence et cette tâche, Tosel les formule dès 1984, à une époque doublement marquée, à l’Est, par l’épuisement de plus en plus perceptible du « communisme historique » et à l’Ouest, par le raffinement croissant et la visée foncièrement hégémonique du dispositif théorique de l’agir communicationnel développé par Habermas, d’abord comme une « reconstruction du matérialisme historique » puis comme une rénovation « raisonnable » du marxisme [4].
À l’opposé de ceux qui, sur les décombres du « communisme historique », et tout en se déclarant toujours marxistes, n’envisage(ro)nt la question de la morale pour le marxisme que comme l’inextinguible amende des crimes du premier – un mauvais infini en somme – et concurremment à l’entreprise habermassienne, Tosel ne fétichise pas ce qui demeure une question, mais s’en ressaisit plutôt par sa dimension génétique, celle de l’autonomie, de l’agir (cf. Tosel, 1991b et ici même, le ch. 1).
L’acuité du marxisme
La singularité de l’ouvrage tosélien, pas plus que l’acuité du marxisme ne se résument à la seule élaboration de Gramsci, fût-elle déterminante pour l’un et l’autre. D’autres aspects de l’ouvrage théorique tosélien auxquels nous n’avons pu faire droit, en témoignent fortement. Tosel n’est certes pas le seul intellectuel marxiste français à n’avoir pas renié ses engagements théoriques et politiques. Mais il est, selon nous, l’un des rares qui a maintenu l’exigence d’un marxisme authentique, i. e. (auto-)critique, l’un des rares philosophes marxistes à avoir (main)tenu l’exigence d’une histoire marxiste du marxisme.
Non pour le simple plaisir de l’érudition, quoique ce ne soit pas infâme, mais comme une nécessité théorique cardinale pour penser le présent historique et préparer l’avenir. La trajectoire et le positionnement de Tosel dans le marxisme français ont ceci de singulier qu’ils se situent au croisement de l’althussérisme et d’un courant « italien/gramscien », très minoritaire en France, dont il est le principal représentant – seul l’ouvrage de C. Buci-Glucksmann, Gramsci et l’État (1975) offre un autre exemple de travail significatif sur Gramsci. Son parcours tranche également au regard des bruyants délices du renoncement, auxquels a succombé une grande partie des marxistes français, brûlant avec ferveur ce qu’ils avaient jadis, et avec non moins de fureur, adoré. À cet égard, la prolixité de sa production intellectuelle est en décalage avec l’audience et la discussion qu’elle aurait mérité – et qu’elle mérite du reste toujours –, lesquelles sont demeurées par trop confidentielles. Il nous semble que Tosel a été insuffisamment soucieux de la visibilité de ses travaux, en dépit, ou à cause, de son opiniâtreté à toujours remettre son ouvrage sur le métier. Dans son excessive modestie toutefois, cette opiniâtreté nous paraît être le fait pratique du devoir et de l’inquiétude, et même du devoir de l’inquiétude. C’est à notre sens tout son honneur et la raison de la profonde estime que nous lui devons.
Textes cités d’André Tosel
(1983). « Gramsci ou la philosophie de la praxis comme marxisme de la crise organique du capitalisme ». In A. Gramci, Textes. Paris : Messidor/Éd. Sociales, p. 9-40.
(1984a). « Philosophie de la praxis et dialectique ». La Pensée, n° 237, p. 100-120.
(1984b). Praxis : vers une refondation en philosophie marxiste. Paris : Messidor/Éd. Sociales.
(1991a). Marx en italiques : aux origines de la philosophie italienne contemporaine. Mauvezin : Trans-Europ-Repress.
(1991b). L’esprit de scission : études sur Marx, Gramsci, Lukács. Paris : Les Belles Lettres/ALUB.
(1993). « Quelle pensée de l’action aujourd’hui ? ». Actuel Marx, n° 13, p. 16-39.
(1994). Du matérialisme de Spinoza. Paris : Kimé.
(1995). « Sur quelques distinctions gramsciennes : économie et politique, société civile et État ». La Pensée, n° 301, p. 69-80.
(2000). « Pratique de la traduction et théorie de la traductibilité des langages scientifiques et philosophiques chez A. Gramsci ». In J. Moutaux & O. Bloch (dir.), Traduire les philosophes. Paris : Publications de la Sorbonne, p. 137-142.
(2005). « Antonio Labriola et la proposition de la philosophie de la praxis : la pratique après Marx ». Archives de philosophie, t. 68, n° 4, p. 611-628.
Autres textes
AKRICH M., CALLON M. & LATOUR B. (2006). Sociologie de la traduction : textes fondateurs. Paris : Presses de l’École des Mines.
BADALONI N. (1975). Il marxismo di Gramsci : dal mito alla ricomposizione politica. Torino : Einaudi.
BUCI-GLUCKSMANN C. (1975). Gramsci et l’État : pour une théorie matérialiste de la philosophie. Paris : Fayard.
HELLER Á. (1982). « L’eredità dell’etica marxiana ». In Storia del marxismo : 4. Il marxismo oggi. Torino : Einaudi, p. 483-509.
PARROCHIA D. (1991). Mathématiques & existence : ordres, fragments, empiètements. Seyssel : Champ Vallon.
VACATELLO M. (1983). « Oltre il rifiuto marxiano dell’etica ». Critica marxista, n° 5, p. 141-172.
VERRET M. (1967). Théorie et politique. Paris : Éd. Sociales [rééd. Paris : L’Harmattan, 2007].

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  • Ce texte a paru en préface à André Tosel, Le marxisme du XXe siècle. Paris : Syllepse, 2009. Il est issu d’une étude plus large consacrée à l’œuvre d’André Tosel. Je remercie vivement Stathis Kouvélakis pour ses encouragements et ses précieuses remarques sur une première version de ce texte.

[1]. Nous avons tenté une bibliographie la plus exhaustive possible de ses travaux, disponible sur le site web du séminaire Marx au XXIe siècle : l’esprit & la lettre ().
[2]. Sur cette idée, Tosel renvoie à N. Badaloni (1975). Plus largement, une confrontation serait à mener avec les travaux de « sociologie de la traduction » (Akrich & al., 2006) et ceux sur la question de l’empiètement (Parrochia, 1991).
[3]. Tosel, 1984b, p. 296. Althusser (et par métonymie la fraction « politiste » althussérienne) est explicitement nommé comme la pointe contemporaine de ce rigorisme.
[4]. Dans le débat suscité par les thèses d’Á. Heller en Italie (Vatacello, 1983), dont Tosel restitue les grandes lignes, tout en regrettant qu’il n’ait pas eu lieu en France, la théorie de l’agir communicationnel d’Habermas est alors envisagée, par Vatacello notamment, comme une alternative sérieuse aux thèses de Heller (cf. Tosel, 1984b, p. 304 sqq.).

American Hegemony or American Primacy?

MAR 9, 2015 20
American Hegemony or American Primacy?

CAMBRIDGE – No country in modern history has possessed as much global military power as the United States. Yet some analysts now argue that the US is following in the footsteps of the United Kingdom, the last global hegemon to decline. This historical analogy, though increasingly popular, is misleading.

Britain was never as dominant as the US is today. To be sure, it maintained a navy equal in size to the next two fleets combined, and its empire, on which the sun never set, ruled over a quarter of humankind. But there were major differences in the relative power resources of imperial Britain and contemporary America. By the outbreak of World War I, Britain ranked only fourth among the great powers in terms of military personnel, fourth in terms of GDP, and third in military spending.

The British Empire was ruled in large part through reliance on local troops. Of the 8.6 million British forces in WWI, nearly a third came from the overseas empire. That made it increasingly difficult for the government in London to declare war on behalf of the empire when nationalist sentiments began to intensify.

By World War II, protecting the empire had become more of a burden than an asset. The fact that the UK was situated so close to powers like Germany and Russia made matters even more challenging.

For all the loose talk of an “American empire,” the fact is that the US does not have colonies that it must administer, and thus has more freedom to maneuver than the UK did. And, surrounded by unthreatening countries and two oceans, it finds it far easier to protect itself.

That brings us to another problem with the global hegemon analogy: the confusion over what “hegemony” actually means. Some observers conflate the concept with imperialism; but the US is clear evidence that a hegemon does not have to have a formal empire. Others define hegemony as the ability to set the rules of the international system; but precisely how much influence over this process a hegemon must have, relative to other powers, remains unclear.

Still others consider hegemony to be synonymous with control of the most power resources. But, by this definition, nineteenth-century Britain – which at the height of its power in 1870 ranked third (behind the US and Russia) in GDP and third (behind Russia and France) in military expenditures – could not be considered hegemonic, despite its naval dominance.

Similarly, those who speak of American hegemony after 1945 fail to note that the Soviet Union balanced US military power for more than four decades. Though the US had disproportionate economic clout, its room for political and military maneuver was constrained by Soviet power.

Some analysts describe the post-1945 period as a US-led hierarchical order with liberal characteristics, in which the US provided public goods while operating within a loose system of multilateral rules and institutions that gave weaker states a say. They point out that it may be rational for many countries to preserve this institutional framework, even if American power resources decline. In this sense, the US-led international order could outlive America’s primacy in power resources, though many others argue that the emergence of new powers portends this order’s demise.

But, when it comes to the era of supposed US hegemony, there has always been a lot of fiction mixed in with the facts. It was less a global order than a group of like-minded countries, largely in the Americas and Western Europe, which comprised less than half of the world. And its effects on non-members – including significant powers like China, India, Indonesia, and the Soviet bloc – were not always benign. Given this, the US position in the world could more accurately be called a “half-hegemony.”

Of course, America did maintain economic dominance after 1945: the devastation of WWII in so many countries meant that the US produced nearly half of global GDP. That position lasted until 1970, when the US share of global GDP fell to its pre-war level of one-quarter. But, from a political or military standpoint, the world was bipolar, with the Soviet Union balancing America’s power. Indeed, during this period, the US often could not defend its interests: the Soviet Union acquired nuclear weapons; communist takeovers occurred in China, Cuba, and half of Vietnam; the Korean War ended in a stalemate; and revolts in Hungary and Czechoslovakia were repressed.

Against this background, “primacy” seems like a more accurate description of a country’s disproportionate (and measurable) share of all three kinds of power resources: military, economic, and soft. The question now is whether the era of US primacy is coming to an end.

Given the unpredictability of global developments, it is, of course, impossible to answer this question definitively. The rise of transnational forces and non-state actors, not to mention emerging powers like China, suggests that there are big changes on the horizon. But there is still reason to believe that, at least in the first half of this century, the US will retain its primacy in power resources and continue to play the central role in the global balance of power.

In short, while the era of US primacy is not over, it is set to change in important ways. Whether or not these changes will bolster global security and prosperity remains to be seen.

Read more at http://www.project-syndicate.org/commentary/american-hegemony-military-superiority-by-joseph-s—nye-2015-03#5auWCIqgZHgqIe30.99

Evolution of Soft Power Since Fall of the Berlin Wall (2015)

Evolution of Soft Power Since Fall of the Berlin Wall
January 20, 2015 Joseph S. Nye, Jr. University Distinguished Service Professor at Harvard

When the Berlin Wall came down a quarter century ago, its collapse was not caused by a barrage of artillery, but by hammers and bulldozers wielded by people whose minds had been changed by ideas that penetrated the Iron Curtain. In other words, the end of the Cold War was partly caused by “soft power.”

One of the notable trends of the past half century is the current information revolution. And with it comes an increase in the role of soft power—the ability to obtain preferred outcomes by attraction and persuasion rather than coercion and payment.

The current information revolution dates from Moore’s Law in the 1960s—the capacity to double the number of transistors on a computer chip every 18 months. As a result, computing power doubled every couple of years. In 1993, there were about 50 websites in the world; today, about a third of the world population is online; by 2020 the “Internet of things” is projected to connect some 50 billion devices.

The crucial change is not speed, but the enormous reduction in the cost of transmitting information. When the price of a technology declines so rapidly, it becomes readily accessible and the barriers to entry are reduced. In the middle of the twentieth century, people feared that the computers and communications of the current information revolution would create the central governmental control dramatized in George Orwell’s dystopian novel 1984. Instead, as computing power has decreased in cost and computers have shrunk to the size of smart phones, their decentralizing capabilities have outweighed their centralizing effects.
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Governments will be most powerful global actors, but new actors will compete effectively in the realm of soft power.

Today, more people have access to more information than ever before. As I describe in The Future of Power, this has lead to a diffusion of power away from governments to non-state actors ranging from large corporations to non-profits to informal ad hoc groups. This does not mean the end of the nation-state. Governments will remain the most powerful actors on the global stage, but the stage has become more crowded. Tahrir Square and the so-called “Arab Spring” is a good example. New information technologies contributed to the collapse of the Mubarak regime, but today the deep state is still in control in Egypt.

But the story does not end there. Many of the new actors will compete effectively in the realm of soft power—witness the ability of ISIL to attract thousands of recruits from as far away as Australia, Canada and Europe to its efforts to create a new Caliphate in Syria and Iraq. The politics of the cyber domain with actors ranging from Anonymous to transnational criminal groups using the “dark net” are another good example. As John Arquilla noted, in today’s global information age, victory may sometimes depend not on whose army wins, but on whose story wins.
Twenty five years ago, I coined the term “soft power” as a concept to fill a deficiency in the way analysts thought about power. It was eventually used by European leaders to describe some of their power resources, as well as by other governments, such as Japan and Australia. But I was most surprised when Chinese President Hu Jintao told the 17th party Congress of the Chinese Communist Party in 2007 that China needed to increase its soft power. Xi Jinping repeated that message last year. It is a smart strategy because as China’s hard military and economic power grows, it may frighten its neighbors into balancing coalitions. If it can accompany its rise with an increase in its soft power, China can weaken the incentives for these coalitions.
China has created hundreds of Confucius Institutes around the world to teach its language and culture, and China is spending billions to increase its international radio and television broadcasting. In addition, China has reinforced its attraction by economic aid to poor countries. In the last decade, it became common to refer to these efforts as “China’s Charm Offensive.”
China’s soft power still has a long way to go as measured by recent international polls. China does not yet have global cultural industries on the scale of Hollywood, and its universities are not yet the equal of America’s, but more important, it lacks the many non-governmental organizations that generate much of America’s soft power. As The Economist noted, “[T]he party has not bought into Mr. Nye’s view that soft power springs largely from individuals, the private sector, and civil society. So the government has taken to promoting ancient cultural icons whom it thinks might have global appeal.”
Moreover, as the party has based it legitimacy on a high rate of economic growth and appeals to nationalism, it not only reduces the universal appeal of Xi’s “Chinese Dream,” but it encourages policies in the South China Sea and elsewhere that antagonize its neighbors. For example, when Chinese ships drove Philippine fishing boats from the Scarborough Shoal, China gained control of the remote area, but at the cost of reduced Chinese soft power in Manila.
Vladimir Putin has recently called for an effort to increase Russia’s soft power, but he might consider the Chinese examples the next time he locks up dissidents like Andrei Navalny or intervenes in the state affairs of its neighbors, such as Ukraine. Not only has he suffered the hard power of economic sanctions, but he has undercut his soft power to attract neighbors into his design for a Eurasian Union to compete with the European Union. Last year Russia increased its investment in government propaganda but that is not a smart strategy to increase a country’s soft power. The best propaganda is deeds, not propaganda.
Increasingly, smart strategies will have to pay attention to both hard and soft power, and the ways they can reinforce or contradict each other. The example of the Berlin Wall is a good place to start.

Diversifying American Power

Diversifying American Power
[By Joseph S. Nye, Jr. Part of the series “Global Challenges in 2030” (Goldstein & Pevehouse), January 2010.]

The American National Intelligence Council projects that American dominance will be “much diminished,” by 2025. Many foreign leaders also suggest that American power has passed its mid-day. How would you know if these predictions are correct or not?

First, beware of misleading metaphors of organic decline. Nations are not like humans, with predictable life spans. For example, after Britain lost its American colonies at the end of the 18th century, Horace Walpole lamented Britain’s reduction to “as insignificant a country as Denmark or Sardinia.” He failed to foresee that the Industrial Revolution would give Britain a second century of even greater ascendency. Rome remained dominant for more than three centuries after the apogee of Roman power. Even then, Rome did not succumb to the rise of another state, but died a death of a thousand cuts inflicted by various barbarian tribes.

Indeed for all the fashionable predictions of China, India, or Brazil surpassing the United States in the next decades, the greater threats to all states may come from modern barbarians and non-state actors. The classical transition of power among great states may be less of a problem than the rise of non-state actors. In an information-based world of cyberinsecurity, power diffusion may be a greater threat than power transition.
“On many transnational issues, empowering others can help us to accomplish our own goals.” Here, in 2009, the leaders of Brazil, the United States, and China work together, with others, to coordinate actions for global economic recovery.
At an even more basic level, what resources will produce power in the next two decades? In the 16th century, control of colonies and gold bullion gave Spain
the edge; 17th-century Netherlands profited from trade and finance; 18th-century France gained from its larger population and armies; while 19th-century British power rested on its primacy in the Industrial Revolution and its navy. Conventional wisdom has always held
that the state with the largest military prevails, but in an information age it may be that the state (or nonstate) with the best story will win. Soft or attractive
power becomes as important as hard military or economic power. Secretary of State Hillary Clinton has said, “We must use what has been called ‘smart power,’ the full range of tools at our disposal.” Smart power means the combination of the hard power of command and the soft power of attraction.
In today’s world, power resources are distributed in a pattern that resembles a complex, three-dimensional chess game. On the top chessboard, military power is largely unipolar and the United States is likely to remain the only superpower for some time. But on the middle chessboard, economic power has already been multipolar for more than a decade, with the United States, Europe, Japan, and China as the major players, and others gaining in importance.
The bottom chessboard is the realm of transnational relations that cross borders outside of government control, and it includes non-state actors as diverse as bankers electronically transferring sums larger than most national budgets at one extreme, and terrorists transferring weapons or hackers threatening cyber-security at the other. It also includes new challenges like pandemics and climate change. On this bottom board, power is widely dispersed, and it makes no sense to speak of unipolarity, multipolarity, hegemony. The soft power to attract and organize cooperation will be essential for dealing with transnational issues.
The problem for American power in the 21st century is that there are more and more things outside the control of even the most powerful state. Although the United States does well on military measures, there is increasingly more going on in the world that those measures fail to capture. For example, international financial stability is vital to the prosperity of Americans, but the United States needs the cooperation of others to ensure it. Global climate change too will affect the quality of life, but the United States cannot manage the problem alone. And in a world where borders are becoming more porous than ever to everything from drugs to infectious diseases to terrorism, America must help build international coalitions and build institutions to address shared threats and challenges. In this sense, power becomes a positive sum game. It is not enough to think in terms of power over others. One must also think in terms of power to accomplish goals. On many transnational issues, empowering others can help us to accomplish our own goals. In this world, networks and connectedness become an important source of relevant power. The problem of American power is less one of decline, than realizing that even the largest country cannot achieve its aims without the help of others.
JOSEPH S. NYE, JR. is University Distinguished Service Professor at Harvard and former dean of Harvard’s Kennedy School of Government. He is the author of The Powers to Lead and Soft Power: The Means to Success in World Politics.

La urgencia de pensar la comunicación política

Por Darío Machado Rodríguez*

La comunicación política, prefiero llamarla de contenido político, tiene hoy el mayor de los desafíos: preservar y enriquecer los valores cultivados por la revolución socialista en condiciones de un cuádruple conjunto de factores que conspiran en contra.

Naturalmente, la comunicación política no puede echar sobre sus hombros toda la responsabilidad. Sin el predominio de la propiedad social, sin un Estado, sin voluntad política y leyes que respalden la orientación socialista de la sociedad cubana poco o nada significarán las acciones en el terreno de la comunicación social. Pero de igual manera, sin la acción consciente desde la ideología y la política revolucionarias, estos factores pueden debilitar y hacer desaparecer el rumbo socialista y con ello la independencia, la soberanía nacional y la identidad cultural.

Pero el tema que nos ocupa concretamente es el de la comunicación de contenido político y, por tanto, lo primero es explicar la naturaleza de ese cuádruple desafío y hacerlo pensando en la posible acción que pueden tener en lo inmediato y en el mediano plazo.

El enfocar los desafíos ideológicos de la comunicación política hay que ir a la raíz de la realidad social, tener en cuenta los datos que esta aporta.

El primer desafío es el que presentan las transformaciones económicas en curso hoy y en los años siguientes en la sociedad cubana, impulsadas por el Estado revolucionario y por la voluntad política de la nación expresada en los Lineamientos y que amplían la acción del mercado y de la propiedad privada. Ambos elementos contienen el germen del individualismo y junto con su ampliación recrean y amplían la base económica alrededor de la cual puede y de hecho ya ha comenzado a recomponerse subrepticiamente la ideología liberal derrotada por la revolución socialista.

Todos los cubanos, sin importar el lugar que ocupamos en la estructura socioclasista, recibimos iguales beneficios de las políticas sociales del Estado, pero las relaciones económicas que se van abriendo paso, estimuladas por la acción del mercado y la propiedad privada, van tejiendo también relaciones personales de entendimiento mutuo de quienes se encuentran ligados a una cotidianidad específica, diferente de quienes participan en la parte de la economía vinculada a la propiedad social, relaciones que pueden conducir a una autoidentificación como grupo social, con intereses diferentes a los de la sociedad en su conjunto, aun compartiendo los beneficios de las políticas sociales consideradas por muchos “naturales”. Una cadena de favores mutuos, tiende a apartarlos de la proyección colectiva, de la visión de futuro compartido. La ausencia o debilidad en el examen de las consecuencias para todos de ese alejamiento solo servirá a la rearticulación del liberalismo.

No significa lo anterior que estos cambios traigan automáticamente cambios en la mentalidad de las personas, pero tampoco significa negar que a la larga, la cotidianidad de su espacio económico traerá inevitablemente una influencia en la conciencia de los protagonistas, que puede terminar dándose la mano con la ideología liberal si no hay acciones conscientes para evitarlo.

El repunte de la ideología liberal arriba aludido se observa, por ejemplo, en una relectura exageradamente entusiasta de la vieja república que esconde una negación de las transformaciones materiales y culturales desarrolladas por la revolución socialista, o en las propuestas de fórmulas jurídicas y políticas que miran más al pasado que al presente y al futuro, o en la negación a ultranza de fórmulas de orientación socialista para el desarrollo social y económico del país.

Tenemos además presentes los hechos de corrupción que ya han provocado importantes acciones legales en contra de funcionarios que han privatizado los cargos para operar en ellos en función de intereses personales espurios, a lo que se suma el oportunismo que tanto daño espiritual y material hace a la sociedad.

Corruptos y oportunistas no tendrán escrúpulo alguno en servir a la ideología liberal y a una ampliación ilimitada del papel del mercado y de la propiedad privada, puesto que sus intereses individuales hace rato que ya no están en clave social, si es que en algún momento lo estuvieron. A los corruptos y a los oportunistas les viene bien el capitalismo.

Un tercer factor en contra se presenta con el proceso de normalización de las relaciones con los Estados Unidos, ya que junto con la ampliación de los contactos, las inversiones y el comercio, vendrá la propaganda sociológica implícita en la sociedad norteamericana y en su modo de vida. Una sociedad solo exporta lo que porta. La política y las leyes deberán hacer lo suyo en materia de poner límites claros a estas relaciones, pero el efecto simbólico de su presencia en lo adelante creciente en la sociedad cubana no se podrá conjurar si no hay un correlato ideológico y político pensando sistémicamente y expresado en la comunicación de contenido político.

Y un cuarto elemento ya lo tenemos también presente en nuestra realidad: me refiero a los medios principalmente digitales y de otra índole a través de los cuales fluye producción informativa y cultural, no siempre veraz y no siempre de buen gusto, conformándose un panorama simbólico diferente en el cual se mira hoy cada vez más la sociedad cubana.

Es imprescindible que nuestros medios nacionales, propiedad social y al servicio del pueblo trabajador, presenten un espejo analítico, crítico, comprometido, convincente de nuestra vida, en el que se vea y reflexione la sociedad cubana. Naturalmente no solo la radio y la televisión nacionales, y la prensa nacional, sino los medios digitales que crecen y se desarrollan en una batalla contra el tiempo.

La necesidad de un enfoque integral de la comunicación de contenido político que recupere todo el talento nacional imbuido de la necesidad de proteger el proyecto de nación que solo sobrevivirá si mantiene su esencia socialista, es hoy el principal objetivo político para echar a andar la ofensiva ideológica en toda la línea de la batalla por la preservación, afianzamiento y enriquecimiento de los logros culturales de la revolución socialista.

En este contexto, se observa en ocasiones una distonía entre el abordaje de los asuntos sensibles del país en la producción periodística que comunican los medios nacionales y en la producción habitualmente llamada cultural: novelas, programas humorísticos, etc.

Mientras en la producción informativa y periodística en general los temas que se aprueban por los medios solo pueden ser tratados parcial e insuficientemente para el nivel cultural del público y las realidades de la sociedad cubana, en la producción cultural se observan licencias que pasan en ocasiones de la crítica necesaria, profunda y constructiva a zaherir sensibilidades en la audiencia y, al exceder los límites, hacen reprobables esos mensajes. Hay que encontrar el justo medio, el equilibrio que de rienda suelta a la creatividad y la diversidad y a la vez evite la confusión y el desencanto.

El correlato ideológico de la aplicación de los cambios necesarios en la economía del país, imprescindibles para garantizar la orientación socialista y con ello preservar la independencia nacional y el proyecto de nación, tiene que tener expresión en los medios nacionales que sirven a la sociedad cubana con más confianza en nuestro público, en nuestros periodistas y en los colectivos de los medios de comunicación, quienes deberán enfocar su trabajo con la necesaria autonomía y no solo otorgarles el derecho a equivocarse como cualquier otra actividad humana, sino también reconocerles el derecho a tener la razón.

Solo ventajas en la actual batalla de ideas nos traerá el tratamiento de la comunicación de contenido político desde la autoestima de los periodistas, los medios y el público, para un accionar responsable, comprometido y sin secretismos de la realidad nacional. Un público mejor informado y escuchado confiará más en los medios y en la institucionalidad revolucionaria, estará cada vez mejor preparado para ejercer su derecho a participar en los asuntos del país y para controlar su funcionamiento, en particular previniendo la corrupción y la ilegalidad, a la vez que contribuirá a alcanzar como nos pidió nuestro Presidente, toda la democracia posible.

La ofensiva en la comunicación política, como toda operación compleja, deberá tener una estrategia clara, que abarque integralmente todos los escenarios en los cuales tiene y tendrá lugar la batalla de ideas y deberá también mantener y acrecentar sus reservas, lo cual pone la mirada en los más jóvenes.

Estoy convencido que en esta pelea la población adulta cubana formada por la revolución socialista está más preparada para vérselas con la mentira sobre Cuba que los adultos de los países del norte para aceptar la verdad, pero es de importancia estratégica contribuir a la mejor preparación de los jóvenes.

Cabe preguntarnos por qué, si hoy por hoy, cuando el escenario más dinámico de la batalla de ideas está en la comunicación social, nuestros medios de comunicación no producen programas que expliquen la naturaleza de esta confrontación y en especial por qué en nuestro sistema educacional esta materia no tiene el tratamiento que corresponde al desafío que representa. Circula en todo el país información y programación de ninguna o cuando menos escasa o dudosa calidad en el orden ético y cultural (que tiene su principal símbolo en el famoso “paquete”), sin que haya una acción consciente de cara a este verdadero reto de nuestra época.

Creo que debe pensarse seriamente por parte de quienes integran el sistema nacional de educación en cómo instruir y educar a nuestros niños, adolescentes y jóvenes acerca del funcionamiento de estos medios, en formar una conciencia contrahegemónica en ellos, enseñarles la importancia que tiene para nosotros la veracidad en la producción informativa y también las artimañas de los medios al servicio de los intereses imperialistas para ocultar la verdad. Desarrollar en ellos una conciencia crítica que les permita comprender las intenciones de la producción desinformativa y anticultural de estos medios. No solo pienso en el sistema nacional de educación si lo destaco es porque resulta por su solidez y sistematicidad el más importante, sino en general en todos los espacios formativos del país.

En resumen, junto con el imprescindible crecimiento y desarrollo económico, una organización a tono con los nuevos tiempos, un entramado jurídico normativo eficiente, deben marchar indisolublemente articuladas las políticas sociales que ha defendido el ideal socialista en Cuba, y un correlato ideológico y político que reproduzca y defienda creativa y audazmente los valores de la revolución cubana.

Enviado por su autor para Cubacoraje

*Licenciado en Ciencias Políticas. Diplomado en Teoría del proceso ideológico y Doctor en Ciencias Filosóficas. Preside la Cátedra de Periodismo de Investigación y es vicepresidente de la cátedra de Comunicación y Sociedad del Instituto Internacional de Periodismo José Martí.

Schafik Handal y la conducción estratégica de la guerra circa 1985

Schafik Handal y la conducción estratégica de la guerra circa 1985 Roberto Pineda 14 de julio de 2015

A mediados de 1985 (mayo-junio) se realizó en las montañas de Morazán con el ERP de Joaquín Villalobos como anfitrión una importante reunión de la Comandancia General del FMLN, en la que se definieron las líneas generales de la estrategia insurgente para el periodo, para enfrentar el diseño político-militar implementado por el ejército salvadoreño, bajo la conducción directa del gobierno estadounidense.

En octubre de ese mismo año, Schafik Handal, integrante de ese organismo de dirección superior del FMLN, traslada parte de los principales acuerdos y valoraciones de esta reunión a un colectivo de cuadros dirigentes del FMLN. A continuación hacemos un resumen de este informe.
Una de las conclusiones principales de esta reunión, explica Schafik es la reiteración de la tesis que El Salvador vive una “prolongada situación revolucionaria”, sostenida por la CG-FMLN desde 1983 y que la coyuntura de ese momento de mediados de 1985 era la de “aceleración del proceso de maduración de la situación revolucionaria.”
A la base de esta afirmación se encontraba según Schafik el siguiente marco teórico “hay etapas históricas de evolución y etapas históricas de revolución. Lo que determina que una etapa histórica sea de evolución o de revolución, es la concordancia o no, entre el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, que es el factor dinámico de desarrollo en el modo de producción, y el carácter de las relaciones de producción, que es el factor mucho más lento que se rezaga respecto al desarrollo de las fuerzas productivas.”
Enfatiza Schafik que “el primer momento, dentro de la etapa histórica de revolución es el de entrada a lo que el marxismo caracteriza como crisis en las estructuras. Es decir, aquel desfase trae como consecuencia la crisis en las estructuras económicas, políticas, ideológicas, et., de la formación económico-social. El sistema no puede seguirse desarrollando, se entra en un periodo de empantanamiento y las crisis económicas coyunturales del capitalismo, que le son inherentes aun en el período de evolución, agravan más profundamente la crisis estructural.”
Añade que “al agudizarse la crisis estructural y al entrelazarse con la crisis económica propiamente dicha, se pasa a otro momento más crítico. Surgen las motivaciones concretas que impulsan a las masas a enfrentarse a las clases dominantes y a las distintas clases sociales entre sí.”
“Las motivaciones aparecen o se manifiestan bajo la forma de protesta contra la represión, contra la falta de libertad, etc., ya que al entrar en crisis el sistema, las clases dominantes adoptan una política para defender el sistema, pues el cambio de sistema es su muerte como clase.”
Y frente a esto las clases dominantes hacen uso del “Estado que es su instrumento de fuerza, pero también es su instrumento político, ideológico, jurídico, además ponen en acción al resto de sus instrumentos (a los partidos políticos, medios de prensa, etc.) Así aparece la represión, el ahogamiento de las libertades democráticas; la inestabilidad política y social agrava la crisis económica coyuntural; las clases dominantes pasan a defender sus intereses económicos y trasladan sobre las masas los efectos de la crisis.”
Explica Schafik que “en la medida que el sistema capitalista dependiente de nuestro país no es puramente nacional sino que forma parte del sistema capitalista mundial, la crisis general del capitalismo mundial, acentúa la crisis estructural de nuestro país y contribuye a bloquear la posibilidad de solución por vía evolutiva. Así pues la crisis estructural se manifiesta como crisis de la dependencia, como crisis de la ideología y de la política de esas relaciones de dependencia.”
Sostiene que “la acumulación de todos esos cambios graduales, bajo la forma de mayores enfrentamientos entre las clases, mayor conciencia de las masas populares, etc., abre la entrada a un nuevo momento, que el marxismo-leninismo define como SITUACION REVOLUCIONARIA.”
Caracteriza Schafik la situación revolucionaria como “un momento de agudo tensionamiento de la etapa histórica de la revolución y que tiene a la base la crisis estructural que, como ya se dijo, no es puramente nacional, ni puede ser puramente nacional, es también crisis de la dependencia y de su particulares relaciones con los centros de poder imperialistas y en particular con el imperialismo norteamericano.”
Continúa explicando que “por las características del sistema económico de nuestro país, es decir, por las características de la estructura económica concreta, del modelo, las inversiones del imperialismo no eran cuantiosas y a partir de estas realidad muchos concluían que en el país, hablar del imperialismo era solo propaganda comunista. Sin embargo, al profundizarse la crisis estructural, apareció más claramente la presencia del imperialismo, su actividad fue más evidente y entonces entró en todo el contexto de la lucha de clases, que se hizo mucho más profunda y multifacética.”
Añade que “pero también entró en crisis la ideología, hicieron crisis las estructuras ideológicas, los llamados aparatos ideológicos, la religión, no como religión propiamente, sino como tesis religiosa concreta, que quebrantó; hizo crisis la teoría prevaleciente de los partidos burgueses acerca, de lo que es y debe ser la democracia. En este marco y sobre la base de la crisis estructural, el sistema arriba a su momento de plena madurez, en el que está listo para ser cambiado, para que tenga lugar una revolución.”
Analiza que “para que la revolución pueda ocurrir, no decimos triunfar, este es otro aspecto, para que la revolución pueda ocurrir tiene que ser en el marco de una situación revolucionaria y está solamente puede darse sobre la base de la crisis estructural, y la crisis estructural a la vez es propia de la época de revolución, surgida tras la ruptura de aquella concordancia.”
Continua diciendo que “dentro de la situación revolucionaria a su vez sigue desarrollándose el proceso de cambios graduales, en busca de una salida, hasta que llega un momento en que se configura otro momento pasajero, en el que niveles del enfrentamiento son máximos, es máxima la actividad política de las distintas clases sociales y el enfrentamiento entre ellas; la crisis económica, social, ideológica, etc., alcanza igualmente su máximo nivel de profundidad. Este es el momento en el que están dadas las condiciones para que la revolución estalle y para que pueda triunfar, para que pueda, puesto que el triunfo no e s una cuestión mecánica.”
Plantea Schafik que “cuando la revolución toma la forma de una insurrección, sin previo desarrollo de la lucha armada o de la guerra revolucionaria, entonces el momento maduro de la situación revolucionaria, tiende a confundirse en el análisis, con la situación revolucionaria como tal; es decir que la situación revolucionaria tiende a reducirse a ese momento muy fugaz, a aquellos días, a aquellas semanas o meses de máximo enfrentamiento que culminan con la insurrección.”
Y para ilustrar esta tesis Schafik indica que en El Salvador “en la historia política de los últimos años han ocurrido varios momentos de situación revolucionaria (1932, 1944, 1959-60, 1979-80) que se desarrolla más o menos aceleradamente, hasta que la crisis revolucionaria estalló. En la segunda mitad de 1979 y la primera de 1980 se dio un caso típico de momento maduro de la situación revolucionaria que tuvo sus antecedentes, su desarrollo.”
Indica que “la historia de las revoluciones muestra que estas no solo triunfan por vía de la insurrección; cada vez se dan experiencias de revoluciones triunfantes que han pasado por largos procesos de guerra revolucionaria, que duran años, lo cual le plantea al análisis la pregunta de si en estos caso hubo o no situación revolucionaria, hubo o no crisis estructural?”
Y de esta premisa Schafik se hace al siguiente pregunta: ¡se puede desarrollar la guerra en cualquier situación, en cualquier marco histórico, en cualquier etapa histórica?” Y responde: “No se puede, porque a guerra revolucionaria se alimenta de la incorporación de las masas a la guerra, y ese proceso de incorporación no pude ocurrir sin que existan fundamentos para ello, sin que se den las motivaciones concretas de lucha, sin que haya problemas, etc.” Y plantea que “objetivamente no pude desarrollarse la guerra revolucionaria en ausencia de crisis estructural y en ausencia de situación revolucionaria.”
Y sobre este punto concluye que “la situación revolucionaria es un proceso más o menos prolongado, no se pude reducir sólo al momento fugaz del punto de su maduración. Es un proceso más o menos largo que surge en un momento de agravamiento de la crisis estructural y que se mantiene abierta si se mantiene vigente la crisis estructural. Cuan larga o cuan corta puede ser una situación revolucionaria depende de las condiciones históricas concretas de cada país.”
Argumenta que “si al revolución estalla y no triunfa y la situación revolucionaria se desvanece, pero se mantienen la crisis estructural, entonces poco apoco se va configurando otra situación revolucionaria. Este ah sido el caso de otras revoluciones, como el clásico caso de la revolución bolchevique en Rusia. En 1905 estalló la revolución y fue derrotada. Sin embargo, no fue sino hasta los años 1906-1907 en que se desvanecieron los aspectos más destacados del momento de maduración de 1905 caracterizado por un alto nivel de actividad de las masas y de enfrentamiento de las clases.”
Alrededor de esta situación, rescata Schafik que se planteó un debate en la izquierda rusa que permitió el afianzamiento del leninismo como teoría revolucionaria. Explica que “una parte de la izquierda consideraba que Rusia había entrado a una “etapa de evolución, y por tanto lo que se imponía era la lucha por las reformas. En cambio, el planteamiento leninista sostuvo lo contrario, que aunque el momento que se vivía era de reflujo del movimiento popular, y lo que se había abierto era un periodo contrarrevolucionario, las causas que originaron aquel periodo de situación revolucionaria continuaban vigentes.”
Agrega que para Lenin “lo que se imponía era adaptar la táctica a las condiciones del reflujo del movimiento de masas para contribuir a la configuración de una nueva situación revolucionaria. Así, los bolcheviques que en el anterior período habían estado bloqueando las luchas parlamentarias pasaron a participar en el Parlamento con aquella directriz clara…La vida mostró que el enfoque leninista era correcto: en 1917, se da otro momento de situación revolucionaria madura y se dan dos revoluciones: una en febrero, la revolución democrática-burguesa, y la revolución socialista en octubre.”
Explica Schafik que “la lucha de masas se desarrolla por flujos y reflujos, no puede mantenerse a un nivel máximo de actividad de las masas indefinidamente, eso choca contra las conveniencias y contra los intereses concretos de las mismas masas.”
Por otra parte, Schafik subraya con respecto al papel de la vanguardia política que esta “si bien no tiene que ver en absoluto con la creación de las condiciones objetivas de la situación revolucionaria, si puede y debe influir en su maduración. Si su línea es correcta y su acción es revolucionaria puede acelerar el proceso de maduración de las condiciones objetivas de la situación revolucionaria y en definitiva llevar a las masas a la victoria revolucionaria.”
Y señala como ejemplo de esta tesis a la Bolivia de 1952 en la que en “una situación revolucionaria madura, la revolución estalló y triunfó. En qué sentido triunfa? Como fenómeno histórico-social, se da una revolución que se consuma, el ejército es destruido, se da una revolución clásica de la clase obrera; los mineros se pusieron a la cabeza, aniquilaron al ejército y se instala uh nuevo poder. Pero ¿ a donde fue aparar el nuevo poder? Después de vacilaciones, de conflictos cayó en manos del que tenía “más simpatías” en la opinión pública. Ese fue pues resultado de la inexistencia de una vanguardia revolucionaria…”
Considera Schafik que “el papel de la vanguardia es clave, es decisivo. Su actitud no es la de esperar que maduren condiciones por si solas y escoger el momento para la toma del poder…la línea que adopte puede bloquear o acelerar la maduración de la situación revolucionaria.”
Ante el retraso en las tareas decisivas para la toma del poder, y la necesidad de fortalecer el ejército popular luego de casi cinco años de Guerra Popular Revolucionaria, Schafik reflexiona que “quienes piensan que se entró en un periodo evolutivo y que no puede darse un nuevo momento de maduración de la situación revolucionaria porque se abrió un período de reflujo de la lucha de masas, es porque se desubicaron.”
Estima Schafik con respecto a la vanguardia política que “el problema del número no es decisivo, el número se hace. La vanguardia se convierte en “el capital de todo el pueblo” en los momentos de situación revolucionaria madura, si tiene una línea correcta y tiene capacidad de aplicarla. El partido de Lenin era de los partidos más pequeños de la izquierda rusa, con menos ramificaciones, ¿qué hacía al diferencia? La línea y al capacidad de aplicarla.”
Agrega que “en esto último juega un papel clave la claridad, la conciencia de los militantes. No es necesario que las masas lleguen a tener un nivel de conciencia óptimo para que la revolución triunfe. La vanguardia en cambio si debe ser muy consciente, muy unida ideológicamente, muy disciplinada, con una alta moral, dispuesta al sacrificio absoluto, incondicional…”
Analiza Schafik que en El Salvador “existe una crisis estructural que ha atravesado varias fases. La última de ellas, la actual, la de maduración de esa crisis, la ubicamos a partir del estallido del MERCOMUN y de la guerra de Honduras. Desde entonces las clases dominantes y el imperialismo no han podido poner en marcha un nuevo modelo de desarrollo económico-social que les permita superar la crisis estructural. En estos últimos cinco años la situación revolucionaria se ha mantenido vigente en tanto se ha mantenido la crisis estructural y esta se ha mantenido abierta a causa de que a guerra revolucionaria le ha impedido al imperialismo y a la burguesía poner en marcha un nuevo modelo de capitalismo dependiente, más moderno para darle salida a aquella crisis.”
Agrega que “debemos percatarnos pues, de que el gobierno de Duarte, no es una simple pantalla, sino que se trata de un plan contrainsurgente integral del enemigo. No percatarse de ello puede llevar al error de concluir de que como los partidos derechistas y los señores oligarcas son más burdos, tiene una línea de confrontación con la revolución por la vía de la matanza, están vinculados a los escuadrones de la muerte, entones hay que considerarlos como los enemigos principales a los que hay que derrotar primero. Efectivamente son los más burdos pero no son los más peligrosos.”
Enfatiza que “el peligro mortal para la revolución está dentro de los marcos del capitalismo dependiente. La solución a la crisis, aunque temporal pero sería una solución que postergaría la revolución…Para este periodo nosotros hemos definido que el enemigo principal está constituido por un bloque integrado por el imperialismo yanqui y más específicamente por el actual gobierno de Reagan, el gobierno demócrata cristiano de El Salvador, las Fuerzas Armadas, cada vez más dominadas por los norteamericanos. Este es el núcleo principal del bloque enemigo.”
Pero también concluye que “forman parte del bloque de fuerzas enemigas, la gran burguesía, los terratenientes, la oligarquía, pero el núcleo principal es aquel, con todos sus instrumentos (su prensa, sus partidos, etc.) . La esencia de clase del bloque de fuerzas enemigas pero sobre todo el enemigo principal que al revolución han enfrentado en otros momentos.”

Orígenes de la historiografía marxista

Orígenes de la historiografía marxista
Karl Marx

Karl Marx nació en Tréveris, en 1818, en el seno de una familia burguesa judía convertida al protestantismo y atraída por el espíritu de la Ilustración.

Realizó sus estudios, entre los años 1830 y 1835, en el instituto de Tréveris, y después, entre 1835 y 1840, en las universidades de Bonn (Humanidades) y Berlín (Derecho y Filosofía). Defendió su tesis sobre el pensamiento griego (el estoicismo, el epicureísmo, etc.) en Jena en 1841.

Colaboró en revistas -Gaceta renana, los Anales franco-alemanes- y, tras un largo noviazgo, se desposó con Jenny von Westphalen, en 1843. El “joven Marx” asimiló la filosofía de Hegel y después la puso en duda, dialogó con los “jóvenes hegelianos” –Arnold Ruge, Bruno Bauer, Ludwig von Feuerbach– y redactó sus primeros “cuadernos de trabajo” –Manuscritos económicos y filosóficos (1844), La ideología alemana (1845-1846)-.

Entre 1844 y 1850 vivió en París, Bruselas, Colonia y Londres. Trabó con Friedich Engels una amistad a toda prueba y una entente intelectual fructífera. Entró en contacto con los socialistas franceses, polemizando con Pierre-Joseph Proudhon –Miseria de la filosofía (1847)-. Participó en la Liga de los Comunistas y se entusiasmó con las revoluciones europeas –Manifiesto del partido comunista (1848)-. Estudió especialmente los acontecimientos que se desarrollaron en Francia –La lucha de clases en Francia (1850); El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852)-.

A partir de 1851, Marx y su familia se instalaron con carácter definitivo en Londres, y vivieron de los artículos que Marx escribía para grandes diarios como el New York Tribune o el Neue Rheinische Zeitung, beneficiándose de vez en cuando de la ayuda financiera que le prestaba su amigo Engels.

En 1864, Marx intervino en la fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores, cuyos “estatutos” y “discurso inaugural” redactó. En los años siguientes se enfrentaron, en el seno de la organización, los amigos de Marx con los partidarios de Proudhon y, después, con los de Mijaíl Bakunin. Tras la experiencia de la Comuna –La guerra civil en Francia (1871)-, los marxistas abandonaron la AIT, dominada por los anarquistas.

Durante más de treinta años, Marx consagró lo esencial de su energía a leer muchísimo, a acumular voluminosos cuadernos y a publicar algunos bosquejos –Los principios de economía (1857), La crítica de la economía política (1859)-, hasta llegar a la publicación de su obra más importante: el libro I de El Capital, en 1867. Después, Marx continuó dedicado a su tarea, pero la enfermedad le fue debilitando, y murió en 1883. Engels acabó El Capital, a partir de las notas dejadas por su amigo y de sus propias reflexiones, publicando el libro II en 1885 y el libro III en 1894.

El materialismo histórico

El marxismo apareció durante la segunda mitad del siglo XIX, en un momento en que el historicismo era la tendencia historiográfica dominante tanto en Europa como en Norteamérica.

La nueva corriente de pensamiento, conformada inicialmente a partir de los escritos de Karl Marx y, en menor medida, de Friedrich Engels, tuvo las siguientes raíces intelectuales:

La filosofía clásica alemana.

Marx estudia la filosofía de Hegel. En su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843) demuestra que la sociedad civil es la que determina el Estado y no al revés.
Además, revisa con Engels la filosofía idealista en La Sagrada Familia, Las Tesis sobre Feuerbach y otros cuadernos de La ideología alemana. Afirma “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”.

La economía política inglesa y francesa. Marx estudia a los economistas ingleses (Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill) y franceses (Jean-Baptiste Say, Jean Charles Leonard de Sismondi), descubriendo el mecanismo de la alienación del obrero respecto a su trabajo y el carácter dialéctico de la historia (enfrentamiento entre los hombres).
El socialismo y el comunismo franceses. Conoce a los socialistas y comunistas franceses (Henri de Saint-Simon, François Babeuf), de los que utiliza el concepto de clase. Y estudia las revoluciones de 1848.

El marxismo surgió como consecuencia de un intento de comprensión de la realidad de aquella época, del contexto histórico de la industrialización europea, marcado por las transformaciones económicas, las corrientes migratorias, el desarraigo de las comunidades campesinas, la extensión de la miseria social urbana y la generación de una nueva clase social (el proletariado obrero industrial).

Dicho análisis llevó a Marx a formular una nueva filosofía de la historia, que fue denominada “materialismo histórico”. El pensador alemán expone dicha tesis en obras como La ideología alemana o Contribución a la crítica de la economía política:

Necesidades básicas. El materialismo histórico partía de la idea de que los hombres tienen necesidades vitales básicas, de las que depende su supervivencia (alimento, ropa, vivienda, etc.). Dichos bienes de primera necesidad han de ser producidos.
Fuerzas productivas. Para la fabricación de dichos bienes son empleadas las fuerzas productivas. Estas son materiales y humanas. Comprenden las fuentes de energía (leña, carbón, petróleo, etc.), las materias primas (algodón, caucho, hierro, etc.), la maquinaria (molinos de viento, máquina de vapor, cadena de montaje, etc.), los conocimientos científicos y técnicos, y los propios trabajadores.
Relaciones sociales de producción. La fabricación de dichos bienes genera relaciones sociales de producción que los hombres tejen entre sí con el objeto de producir y repartirse bienes y servicios.

En el Occidente medieval eran el marco del dominio señorial, con el reparto de tierras entre la reserva y los feudos, el sistema de corveas, las detracciones de tasas, las diversas categorías de campesinos (siervos, manumisos, colonos, propietarios de alodios), y la organización de la comunidad campesina (con la rotación de cultivos, pastos comunales, landas y bosques comunales).
En las sociedades industriales occidentales diversos factores influyen sobre las relaciones de producción:
La propiedad del capital (que permite tomar decisiones, elegir las inversiones, repartir beneficios).
El funcionamiento de las empresas (con el personal jerarquizado, la disciplina del taller, la fijación de normas y horarios).
La situación de los obreros (que varía según los salarios, el procedimiento de contratación y de despido y la importancia de los sindicatos).

Modos de producción o infraestructura económica. La combinación de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción origina un modo de producción (o infraestructura económica), que determina la morfología de la sociedad (sus aspectos políticos, jurídicos, ideológicos, culturales, religiosos, intelectuales, etc.).

Marx reconoció la existencia de muchos modos de producción a lo largo de la Historia. No obstante, únicamente analizó cinco; cuatro que habían existido ya y un quinto, el comunista, que había de sobrevenir, en su opinión, tras el capitalista:

Asiático. Relación de producción: régimen marcado por el Estado. Ejemplos: Egipto faraónico, China imperial, Perú incaico.
Antiguo. Relación de producción: esclavitud. Ejemplos: Mundos helenístico y romano.
Feudal. Relación de producción: servidumbre. Ejemplo: Occidente medieval señorial.
Burgués-capitalista. Relación de producción: trabajo asalariado. Ejemplo: Occidente tras la revolución industrial.

Los modos de producción podían coexistir en ciertos momentos históricos. Por ejemplo, en el siglo XVIII, en el que aparece el trabajo asalariado en la Europa Occidental, en la Oriental se implanta la servidumbre y en América se extiende el modo esclavista.

Además, se podían reproducir en formaciones sociales muy distintas entre sí; por ejemplo, el feudal tuvo vigencia en el Sacro Imperio Romano Germánico del siglo XI, en la Francia de los Capetos del siglo XIII o en el Japón de los Tokugawa en el siglo XVIII.

Superestructura jurídica y política. A partir de la infraestructura económica se construye la superestructura jurídica y política, a la que corresponden las formas de conciencia social. Esta superestructura la componen las formas de las relaciones jurídicas, las instituciones políticas y las formas de estado.
Conciencia social. La conciencia social se manifiesta en diferentes “formas ideológicas”: obras literarias, ensayos filosóficos, doctrinas religiosas, creaciones artísticas. En contra del idealismo hegeliano, Marx pensaba que las condiciones materiales de la existencia eran las que determinaban la ideología. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; es la realidad social la que determina la conciencia de los hombres.

Marx reflexionó sobre la evolución de la Historia, que tenía como marco de referencia los distintos modos de producción. Creía que la Historia no era lineal y que podía pasarse de un modo de producción a otro por dos vías: la revolucionaria (corta y brusca) o la reformista (más larga y lenta). Para explicar el cambio de infraestructura partía del método dialéctico de Hegel para afirmar que la lucha de clases es el motor de la Historia. La contradicción entre la clase trabajadora y los propietarios de los medios de producción y de las plusvalías llevaba a la lucha de clases, a la revolución, a la destrucción de la infraestructura y a su sustitución por otra nueva.

Un ejemplo de este proceso de cambio de modo de producción fue, según Marx, el que experimentó Francia tras la Revolución (del feudal al capitalista). En el siglo XVIII, el desarrollo económico, el progreso de las ciencias y de las técnicas, la renovación de los cultivos y el crecimiento de la población chocaron con el orden antiguo, la administración monárquica, el marco señorial y el sistema corporativo gremial. Fruto de la lucha de clases, sobrevino la Revolución y, después, la estabilización del Imperio entre 1789 y 1815. Posteriormente, en el siglo XIX, se introdujo la sociedad capitalista liberal, dirigida por una burguesía de empresarios que explotaba a la masa de los obreros asalariados.

En El Capital Marx describió el modo de producción capitalista. En este, existían dos clases sociales antagónicas, que tenían distintas funciones económicas:

La burguesía (clase dominante, propietaria de los medios de producción y acaparadora de las plusvalías generadas por la comercialización de mercancías en el mercado).
El proletariado (clase dominada, obligada a trabajar con los medios de producción de la burguesía, a cambio de un salario siempre inferior al valor de su trabajo en el mercado).

La explotación social del proletariado por la burguesía era la causa de la lucha de clases propia del capitalismo, que había de llevar, tras la revolución, al modo de producción comunista. Como podemos apreciar, Marx concedía al hombre un papel activo en la Historia; el proletario podía y debía luchar para cambiar la infraestructura.

El análisis marxista no pretendía ser solo una interpretación de la realidad histórica, sino que pretendía promover una revolución proletaria que acabase con el modo de producción capitalista e instaurase un nuevo modo de producción (el comunista) que llevase a la formación de una sociedad sin clases ni explotación humana. De hecho, Marx propuso en varias obras (como El manifiesto comunista o El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) la intervención política inmediata: la movilización del proletariado, la revolución y la ejecución del programa político comunista. El ejemplo más claro de esta faceta activista lo encontramos en la consigna final de El manifiesto comunista: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

La influencia de Marx sobre la historiografía fue mínima durante la segunda mitad del siglo XIX. Aparte de algunos casos aislados (como Jean Jaurés en Francia o Franz Mehring en Alemania), la práctica totalidad de los historiadores permanecieron fieles a la corriente historicista. El marxismo no ganaría protagonismo entre el gremio de los historiadores hasta la Primera Guerra Mundial y el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia.

La deformación dogmática

Tras la muerte de Engels en 1895 tanto los pensadores como los dirigentes políticos de los distintos partidos socialistas hallaron dificultades a la hora de interpretar las obras y las ideas de Marx. A partir de este momento, el marxismo fue simplificado y sufrió dos tipos de deformaciones:

El “cientifismo”. Las ideas de Marx fueron consideradas un corpus doctrinal cerrado y definitivo y no fueron desarrolladas con nuevas reflexiones filosóficas ni nuevas investigaciones sobre la sociedad.
El “economicismo”. Se reafirmó la primacía de los aspectos económicos, descuidándose otros aspectos tratados en las obras de Marx.

Los principales teóricos de este marxismo empobrecido fueron Karl Kautsky en Alemania y Jules Guesde, Paul Lafargue y Gabriel Deville en Francia. Aunque en la Segunda Internacional varias corrientes (austromarxistas, revisionistas e izquierdistas) rechazaron los planteamientos simplificadores, las versiones “kautskystas” y “guesdistas”, destinadas a la difusión del marxismo entre las masas, fueron las que prevalecieron en el tránsito del siglo XIX al XX

Esta tendencia economicista, de orientación más reformista que revolucionaria, se invirtió gracias a Vladímir Ilich Lenin. Lenin reavivó los planteamientos originales de Marx en dos líneas de trabajo:

La utilización del materialismo histórico como método de investigación para la comprensión de situaciones históricas concretas (en obras como La evolución del capitalismo en Rusia o El imperialismo, estadio supremo del capitalismo).
La recuperación de la praxis revolucionaria, del activismo político. En su obra ¿Qué hacer? perfiló el modelo de un partido revolucionario capaz de luchar contra la autocracia zarista; y en El estado y la revolución definió la estrategia de la toma del poder, que implicaba la dictadura del proletariado. No obstante, no se limitó al ámbito teórico. Al contrario, puso en ejecución sus ideas dirigiendo el partido bolchevique en la Revolución de Octubre que consiguió movilizar a las masas y apoderarse del Estado ruso en 1917. Logró eliminar a los partidos rivales, vencer al ejército blanco y rechazar las presiones exteriores entre 1917 y 1921. Y entre 1921 y 1924 trabajó en la reparación de los estragos de la guerra civil y en la formación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Tras la muerte de Lenin se desencadenaron luchas de facciones para apoderarse de la dirección del partido bolchevique, que terminaron con el triunfo de Stalin, que incrementó el terror policíaco, impuso la colectivización agraria y construyó la industria pesada.

Desde entonces, el “marxismo-leninismo” se convirtió en un sistema ideológico instrumentalizado políticamente para justificar la dictadura del partido-estado. Y este propósito de legitimar las acciones gubernamentales llevó a una regresión del marxismo. La era stalinista se caracterizó por una vuelta a la desviación “cientifista”. Los distintos teóricos intentaron presentar el materialismo histórico como una ciencia exacta, capaz de establecer leyes que permitiesen conocer el pasado y prever el futuro, lo que limitó su desarrollo.

El más claro ejemplo de esta deformación cientifista y utilitarista del pensamiento marxista es la obra titulada La historia del partido comunista (bolchevique) de la URSS, redactada por una comisión de la que formó parte el propio Stalin y aprobada por el comité central del PCUS en 1938. En ella se aprecian claramente las dos desviaciones apuntadas:

La estricta utilización de las ideas principales marxistas, como la lucha de clases, para la interpretación de los acontecimientos y los procesos históricos.
La manipulación premeditada (voluntaria o forzada) de la historia, que se adapta a las necesidades políticas del “presente” de los gobernantes. Ejemplos de esta tendencia son la valorización de los dirigentes de la revolución bolchevique o de las actuaciones posteriores de Lenin y Stalin, o la crítica a los líderes de la oposición de este último (como León Trotsky o Nikolái Bujarin, entre otros).

La visión de la historia concebida en la época de Stalin permaneció casi intacta durante los mandatos de Nikita Kruschev y Leonid Brézhnev. De hecho, el propio Kruschev llegó afirmar en 1956: «Los historiadores son peligrosos. Son capaces de poner todas las cosas patas arriba. Hay que vigilarlos».

La enseñanza de la Historia en la URSS también fue controlada por el Partido Comunista y tuvo una orientación doctrinaria y propagandística. Una Instrucción oficial de 1934 dirigida a los historiadores soviéticos ponía claramente de manifiesto la línea pedagógica que los profesores de Historia habían de seguir:

“Una buena enseñanza de la Historia debe crear la convicción del inevitable fracaso del capitalismo […] y que en todo, en el ámbito de las ciencias, de la agricultura, de la industria, de la paz y de la guerra, el pueblo soviético marcha a la cabeza de las demás naciones, que sus importantes acciones no tienen igual en la Historia. […] Es importante insistir sobre las guerras y los problemas militares para sostener el patriotismo soviético1”.

La historiografía marxista británica
Características y orígenes

De forma paralela al relanzamiento de la corriente de los Annales tras la Segunda Guerra Mundial, en el contexto histórico de la Guerra Fría, la historiografía marxista comenzó un período de gran expansión en Gran Bretaña. El hito fundamental de tal proceso de crecimiento fue la fundación en 1952 de la revista Past and Present, promovida por un grupo de historiadores de inspiración marxista, al que pertenecían el arqueólogo Veré Gordon Childe, el medievalista Rodney Hilton, el modernista Christopher Hill, el contemporanista Eric J. Hobsbawm y un economista que había sido maestro de la mayoría e introductor del marxismo en la Universidad de Cambridge: Maurice Dobb. A su lado colaboraron historiadores y profesionales de las ciencias sociales.

Las características principales de la historiografía marxista británica fueron las siguientes:

Reacción contra los vicios cientifistas y utilitaristas de la historiografía marxista soviética.
Superación del determinismo economicista (infraestructura) y valoración de factores típicos de la superestructura (sociales, políticos, jurídicos, culturales, ideológicos, religiosos, etc.).
Desarrollo de estudios sobre un tema común: los orígenes, el desarrollo y la expansión del capitalismo, teniendo en cuenta sus cambios económicos y también sociales.
Realización de estudios empíricos con el apoyo de métodos de otras ciencias humanas.
Preocupación común por el estudio teórico del concepto marxista de la lucha de clases.
Desarrollo de la teoría de la determinación de clases, que defiende la importancia capital de la lucha de clases en la Historia.
Desarrollo de una nueva perspectiva histórica: la “historia desde abajo” o la “historia de abajo a arriba”, centrada en las experiencias, acciones y luchas de las clases bajas (el pueblo llano, los campesinos, la clase trabajadora) en oposición a la historia de las clases dirigentes o las élites.
Participación en la formación en Gran Bretaña de una conciencia política socialista y democrática.

Por otra parte, si bien se reconoce de forma generalizada que el hito fundamental del desarrollo de la corriente historiográfica marxista británica fue la fundación de la revista Past and Present, no existe acuerdo en torno al tema del origen y las influencias intelectuales de la tendencia. Varios historiadores han estudiado este tema, llegando a conclusiones distintas.

Raphael Samuel analizó la historiografía marxista británica desde 1880 hasta 1980, en The British Marxist Historians, y llegó a la conclusión de que la tradición historiográfica marxista fue desarrollándose progresivamente, en contacto con diversas influencias:

La influencia de los historiadores democráticos radicales y liberales, como los Hammond.
El influjo de los historiadores socialistas no marxistas, como G.D.H. Cole o R.H. Tawney.
La influencia del inconformismo protestante (especialmente apreciable en algunos de los principales historiadores marxistas británicos, como Hill o Thompson).
El contacto con otras corrientes intelectuales y políticas, como el anticlericalismo o el progresismo.

Eric Hobsbawm, al contrario que Samuel, afirmó en The Historians’ Group of the Communist Party que la tradición historiográfica marxista comenzó con la formación del grupo de historiadores del Partido Comunista, justo después del fin de la Segunda Guerra Mundial (1946). La iniciativa fue promovida por especialistas, como Maurice Dobb, Christopher Hill, Victor Kiernan, John Saville, Eric Hobsbawm o Rodney Hilton, de distintas generaciones, comprometidos intelectual y políticamente por las consecuencias de la guerra, la oposición al fascismo y la pertenencia activa al Partido Comunista, y unidos por la ideología marxista y la voluntad de estudiar de forma organizada la Historia y de divulgarla a través de estudios individuales y proyectos conjuntos.

Hobsbawm reconocía únicamente la influencia previa de Dona Torr, periodista e historiadora británica, conocedora erudita del marxismo, que participó en la fundación del Partido Comunista en 1920 y promovió la publicación de escritos marxistas (tanto textos de Marx y Engels, como estudios sobre el marxismo y el movimiento obrero). Torr no participó directamente en la fundación del grupo, pero se sumó a él y puso su apasionamiento, trabajo, experiencia y conocimientos a disposición de los demás historiadores.

Un tercer teórico, Richard Johnson, estudió en Culture and the Historians la ensayística histórica británica. Afirmó que la tradición historiográfica marxista surgió como consecuencia del interés que se generalizó tras la Segunda Guerra Mundial entre los historiadores socialistas (marxistas y no marxistas) por estudiar la influencia de los aspectos culturales en la Historia. Diversos historiadores, como Hill, Hilton, Hobsbawm o Thompson, participaron de esta tendencia, alejándose de las explicaciones históricas tradicionales marxistas, de carácter más economicista. El nuevo enfoque historiográfico recibió la denominación de “marxismo cultural” o “culturalismo”.

La revista Past and Present

El hito fundamental del proceso de crecimiento de la corriente historiográfica marxista británica fue la creación en 1952 de la revista Past and Present. La creación fue promovida por el grupo de historiadores del Partido Comunista de Gran Bretaña (CPGB), encabezado por Maurice Dobb, Rodney Hilton, Christopher Hill, Eric Hobsbawm y John Morris (a quien se le reconoce un protagonismo principal en la organización inicial de la revista).

No obstante, no fue una revista limitada a los estudios marxistas históricos. De hecho, publicó trabajos de historiadores no marxistas afines o con intereses investigadores comunes y acogió en su consejo de redacción a historiadores no marxistas (como Lawrence Stone) y a sociólogos y antropólogos.

Sus principales objetivos fueron:

Criticar los estudios históricos no marxistas.
Explicar las transformaciones sociales a lo largo de la Historia.

Con el paso de los años, Past & Present se convirtió en una de las revistas líderes en los estudios históricos, contribuyendo notablemente al desarrollo de la historia social y de la sociología histórica.

Algunos historiadores del grupo inicial siguen en la actualidad ligados con la revista. Hill es presidente de la Past & Present Society. Y Hilton y Hobsbawm son director y vicedirector del comité editorial. Su trabajo colectivo en la revista ha persistido en el tiempo al margen de las diferencias políticas. De hecho, la cohesión del equipo editorial se mantuvo pese a que algunos de sus representantes (entre ellos, Hilton, Hill o Thompson) abandonaron el Partido Comunista como consecuencia de la invasión soviética de Hungría en 1956 y del fracaso de la oposición a esta por parte del Partido, y el grupo de historiadores se resintió.

Los principales temas abordados en la revista han sido la Historia Moderna, la de Gran Bretaña y la de Europa. Aunque en su origen, los números aparecieron con periodicidad bimestral, posteriormente la revista se hizo trimestral. En la actualidad, ya han sido publicados más de 200 números.

Estructuralismo y culturalismo

En el período de entreguerras el italiano Antonio Gramsci y el húngaro Georg Lukács (autor de la obra Historia y conciencia de clase) encabezaron la crítica al marxismo cientifista, poniendo en duda:

El determinismo económico en la explicación histórica marxista (afirmando la importancia de aspectos de la superestructura, como la conciencia de clase, los sistemas de ideas).
La concepción mecánica de la relación entre la infraestructura y la superestructura (que negaba la capacidad humana para intervenir en la Historia).

Las críticas fueron el germen de una nueva visión del marxismo, la “culturalista”, que sería desarrollada por el marxismo británico y que presenta las siguientes características básicas:

Concedía importancia a la superestructura en la explicación de la historia.
En contra del determinismo económico, defendía que la conciencia individual y colectiva puede convertir al hombre en un sujeto activo en la historia, a la hora de enfrentarse a los problemas de su tiempo.

Tras la aparición de esta nueva corriente, el historiografía marxista siguió desarrollándose en líneas diferentes: la estructuralista y la culturalista.
Neomarxismo estructuralista

La línea neomarxista estructuralista presenta los siguientes rasgos generales:

Inspiración en los planteamientos de Louis Althusser.
Interés historiográfico común: analizar y explicar los mecanismos y factores de los cambios de modos de producción.
Importancia de las fuerzas productivas, las relaciones sociales y la lucha de clases en la evolución histórica (en los cambios de los modos de producción).
Rechazo del determinismo económico puro para justificar los cambios históricos.
Devaluación de la influencia del hombre sobre la historia.
Refuerzo del carácter científico del marxismo (restándole valor a los aspectos ideológicos-filosóficos, que no son considerados científicos).
Valoración de la política como elemento regulador de las relaciones sociales.
Idea común: la historia tiende al surgimiento del comunismo y la sociedad sin clases.

Entre los representantes de esta corriente, podemos destacar a Maurice Dobb, Paul Sweezy, Robert Brenner, Guy Bois e Inmanuel Wallerstein.
Neomarxismo culturalista

La línea neomarxista culturalista o humanista presenta las siguientes características generales:

Rechazo de la idea marxista de que la sociedad determina la ideología o conciencia social.
Atención especial por la lucha de clases:
Alejamiento del determinismo económico para explicar la lucha de clases.
Valoración de la importancia de la conciencia social sobre la lucha de clases.
Concepción de la lucha de clases como una lucha de dominación no solo económica, sino también social y cultural.
Importancia del concepto de cultura popular (conjunto de tradiciones y valores populares).
Valoración de la influencia del hombre sobre la evolución histórica.
Suma de aspectos políticos, culturales, sociales e ideológicos a los económicos en la explicación de las relaciones sociales de producción.
Análisis de abajo a arriba (la conciencia individual y colectiva del hombre puede influir en la lucha social, y manifestarse políticamente bajo diversas formas de resistencia más o menos violentas).

Su principales representantes fueron E. P. (Edward Palmer) Thompson, Christopher Hill, George Rudé, Eric Hobsbawm, Eugene Genovese, Carlo Ginzburg, Giovanni Levi o Carlo Poni.

El debate sobre la transición al capitalismo
El origen del debate y Maurice Dobb

El debate sobre el capitalismo.

En 1946 Maurice Dobb publicó la obra Studies in the Development of Capitalism. En ella, estudió y amplió el planteamiento marxista del origen y el desarrollo del modo de producción capitalista. Ello dio inicio a un debate sobre la transición del feudalismo al capitalismo que analizó aspectos económicos, sociológicos, filosóficos e históricos, y promovió el desarrollo de conceptos como relaciones y modo de producción, (infra)estructura y lucha de clases.

De cualquier forma, el estudio este tema no ha sido únicamente abordado por marxistas, ni comenzó tras la publicación de la obra de Dobb. La citada transición fue objeto de análisis de distintos economistas (como el propio Adam Smith, en La riqueza de las naciones) o sociólogos (como Saint-Simon, Durkheim en La división del trabajo social, o Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo). En la actualidad, el nacimiento del capitalismo sigue siendo un tema interesante para los investigadores de las distintas ciencias sociales, marxistas o no, especialmente por sus implicaciones políticas.

Explicaciones previas sobre el origen del capitalismo.

Dobb comienza su estudio del capitalismo recuperando varias explicaciones sobre su origen:

Origen según Werner Sombart y Max Weber:
Sombart creía que el origen estaba en el espíritu empresarial emprendedor burgués.
Weber pensaba que el origen radicaba en la ideología protestante (especialmente, calvinista-puritana), que impulsó la búsqueda de ganancias.
Origen según Henri Pirenne. El historiador belga situaba el origen del capitalismo en el siglo XII europeo, cuando la producción de manufacturas comenzó a dirigirse al mercado y una clase de mercaderes, ávida de acumular riqueza, desarrolló el comercio exterior a gran escala.
Origen según Karl Marx.
El capitalismo como modo de producción surgió cuando los propietarios de los medios de producción contrataron a trabajadores libres para elaborar productos a cambio de un salario, quedándose las plusvalías de la comercialización de las mercancías a modo de beneficio.
Marx y Engels reconocieron la existencia de una relación entre el capitalismo y el espíritu de expansión económica de los siglos XVI y XVII. Y señalaron algunos factores que promovieron el tránsito del feudalismo al capitalismo: la existencia de una tradición comercial previa (fundamentalmente medieval), la influencia de la ideología protestante, la expansión geográfica mundial del mercado comercial (con la correspondiente competitividad empresarial a nivel particular e incluso estatal) y el desarrollo del sistema colonial de explotación económica.

El origen del modo de producción capitalista para Maurice Dobb.

Dobb criticó las definiciones del “espíritu del capitalismo” y del “capitalismo como comercio”, porque, en su opinión, eran demasiado generales y no ilustraban adecuadamente el desarrollo histórico de los últimos siglos. Y se quedó con la marxista porque creía que explicaba mejor el fenómeno analizado y porque, además, consideraba el estudio de aspectos sociales y económicos (al tratar sobre el modo y las relaciones sociales de producción). A partir de esta definición marxista, desarrolló la suya.

El historiador británico creía, no obstante, que no era suficiente relacionar una época histórica concreta (los siglos bajomedievales y modernos) con el modo de producción (capitalista). Pensaba que era más adecuado realizar un estudio “dinámico” del proceso histórico que llevó al origen del capitalismo y a la sustitución del modo de producción feudal por el capitalista; un análisis que tuviese en cuenta tanto los períodos de estabilidad, en los que se producían modificaciones graduales y continuas del modo de producción, como aquellos de revolución social, en los que los cambios se aceleraban, alterando bruscamente el curso de los acontecimientos y marcando la transición a un nuevo modo de producción. Dobb afirmaba que el motor de dichos cambios era la estructura social de clases y, en concreto, la lucha entre las dominantes y las dominadas en el marco del modo de producción.

De acuerdo con estas premisas teóricas, Dobb expuso su propia interpretación sobre el origen del capitalismo y la relación entre el modo feudal y el capitalismo. Situó el inicio de la era capitalista en Inglaterra y lo dató en la segunda mitad del siglo XVI y en los primeros años del XVII, cuando se formó una clase burguesa mercantil capitalista, propietaria de los medios de producción, que comenzó a contratar a trabajadores asalariados para lograr incrementar la producción (putting-out system) y poder beneficiarse del comercio a gran escala.

Dobb señaló dos momentos clave en la historia del capitalismo:

El primero lo situó en las revueltas de la Inglaterra del siglo XVII, un período de transformaciones sociales y políticas en el que la nueva clase social capitalista se convirtió en la clase dominante del nuevo modo de producción, desplazando a los detentadores del poder económico y social del orden anterior.
El segundo fue la revolución industrial a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

En cuanto al modo de producción feudal, Dobb lo definió como un modo de producción basado en la relación socio-económica de servidumbre de la clase dominada (fundamentalmente campesina) hacia los señores feudales. Situó su crisis en el siglo XIV y su final en el siglo XVII, tras las citadas revueltas inglesas. Dobb comentó que las causas de la desintegración progresiva del feudalismo fueron inherentes al propio modo de producción: la necesidad creciente de ingresos de los señores les movió a incrementar la presión y las demandas sobre los campesinos, lo que conllevó la marcha progresiva de los trabajadores a las ciudades con el consecuente abandono de los campos, y el descenso de la productividad. Esta tendencia, iniciada en el siglo XIV, afectó en distinta medida a los señores feudales en función de diversos factores. Entre ellos, señaló la realización o no de concesiones económicas a los trabajadores (como la remuneración en metálico por el trabajo), el grado de presión sobre ellos, la mayor o menor fuerza de la oposición campesina, el poder militar o político de los señores, o la voluntad real de reforzar la autoridad señorial o por debilitarla. Dobb concluyó afirmando que el declive del feudalismo se debió a su ineficacia como modo de producción, y que las causas de la crisis y el final de este orden se hallaban en las relaciones económicas de explotación entre la clase dominante y la dominada.

Por su parte, el capitalismo no se desarrolló hasta que el feudalismo entró en estado avanzado de desintegración. Para Dobb, la revolución capitalista comenzó a principios del siglo XVII cuando algunos productores agrícolas y manufactureros acumularon capital, se dedicaron al comercio y organizaron la producción de forma capitalista, invirtiendo beneficios en el pago de asalariados para incrementar la producción y en la mejora de los medios de producción (acumulación de propiedades agrícolas y avances metodológicos o tecnológicos).

En resumen, Dobb concluyó que las causas de la sustitución del modo de producción feudal por el capitalista fueron:

la aparición de las luchas y revueltas en la Inglaterra del Seiscientos, en las que el modo de producción y el orden social feudal fueron depuestos;
y el desarrollo de las relaciones capitalistas en la agricultura y en la industria manufacturera, que dio origen al modo de producción capitalista.

El debate sobre la transición del modo de producción feudal al capitalista

La interpretación de Dobb en sus Studies in the Development of Capitalism dio origen a un debate historiográfico en el que participaron numerosos historiadores.

El economista marxista norteamericano Paul Sweezy fue el primero en criticar diversos aspectos de la concepción de Dobb:

Afirmó que Dobb había fracasado en su intento de definir el modo de producción feudal, al identificar feudalismo con servidumbre, obviando aspectos económicos del sistema, como la producción orientada a la autosuficiencia o el comercio local.
Criticó que Dobb no reconociese que el crecimiento del comercio fue una de las causas del declive del modo de producción feudal. (Recordemos que Dobb afirmó que la causa principal de su crisis fue la ineficacia del sistema feudal, motivado por las relaciones económicas de explotación entre las clases).
Cuestionó la concepción de Dobb sobre el período de tiempo que iba desde la crisis del siglo XIV hasta la disolución del modo de producción feudal en el XVII. Sweezy afirmó que la servidumbre prácticamente había desaparecido en tal período y que el sistema de producción de esta fase de transición había de llamarse “modo de producción pre-capitalista de bienes”.
Y, por último, en cuanto al origen del capitalismo, criticó la “vía revolucionaria” de la aparición de la clase capitalista entre los mismos productores.

Dobb respondió a las críticas de Sweezy:

Defendió su definición del modo de producción feudal, por estar basada en las relaciones sociales de producción entre las clases, y no en las relaciones económicas (que era en lo que se fundamentaba la del norteamericano).
Sobre la causa del declive del feudalismo, defendió su posición de que este había decaído por causas internas y externas, aunque fundamentalmente internas. Y afirmó la pobreza de la de la posición de Sweezy, que solo admitía una causa externa como causa del fin del modo de producción feudal (el comercio).
Acerca del intervalo de los dos siglos, criticó la existencia del modo de producción intermedio de Sweezy, afirmando que la clase dominante en aquella época seguía siendo la feudal.
Y, por último, defendió la “vía revolucionaria” señalando que uno de los grupos más avanzados, económica y políticamente, fue la clase de pequeños terratenientes, surgidos del mismo campesinado.

Esta polémica inicial marcó el origen de dos líneas diferentes de interpretación marxista: una económica, centrada en las relaciones de intercambio, que desarrolló las ideas de Sweezy; y otra política-económica, centrada en las relaciones sociales de producción y en la lucha de clases, que evolucionó las propuestas de Dobb. De todas formas, lo más valioso de la aportación de este último es que abrió un debate historiográfico que se ha prolongado en el tiempo y que ha implicado a numerosos historiadores.

Tras la respuesta de Dobb a Sweezy, entró en escena el japonés Kohachiro Takahashi, quien se alineó con Dobb al defender las causas internas en el declive del feudalismo. Sus aportaciones más interesantes tuvieron relación con la transición al capitalismo en Prusia y Japón, naciones en las que la revolución se realizó “desde arriba”, es decir, que nuevo modo de producción fue patrocinado y controlado por el Estado absoluto, que no hubo de enfrentarse a subversiones revolucionarias desde abajo” (como ocurrió en Inglaterra o Francia).

Después de conocer la aportación del japonés, Dobb insistió en que la desintegración del modo de producción feudal y la aparición del capitalista fueron procesos independientes. Y Sweezy les respondió a ambos defendiendo de nuevo la importancia del comercio, al resaltar el impacto que tuvo en la economía mediterránea; y también comentó que en el período intermedio hubo varias clases dirigentes compitiendo por el poder y la autoridad.

En los años 50, Rodney Hilton, Christopher Hill y Eric Hobsbawm participaron en el debate, realizando aportaciones destacadas.

Rodney Hilton criticó a Sweezy al afirmar que el motor del modo de producción feudal era la lucha continua de los señores por acumular bienes y por reforzar su posición dominante respecto a la clase dominada (y no la vertiente económica del sistema de producción feudal). Y apoyó la opinión de Takahashi de que las relaciones sociales de producción estructuraron el mercado y no al revés. Posteriormente, Dobb suscribió la importancia que Hilton asignó a la lucha de clases.
Christopher Hill criticó la tesis de Sweezy de que en el “período intermedio” había varias clases dirigentes, afirmando que hasta el siglo XVII la única clase dominante fue la clase feudal de los hacendados (la nobleza) y que su poder se puso de manifiesto en el surgimiento del estado moderno: la monarquía absoluta.
Eric Hobsbawm estudió la crisis del siglo XVII, la última fase de la transición general del modo de producción feudal al capitalista. Describió las distintas manifestaciones de la crisis en la Europa mediterránea, en la del noroeste, en las colonias españolas en América o en la Europa del este, lo que le permitió demostrar la importancia de las relaciones sociales en los modos de producción. Justificó dicha influencia en que el hecho de que las citadas relaciones sociales pusieron las bases de la revolución industrial en Inglaterra y la Europa noroccidental y, en cambio, retrasaron su progreso en la Europa oriental o, incluso, en Italia, donde, pese a que la industria había adquirido cierto desarrollo y a que existía una clase de comerciantes, la estructura social feudal inhibió o prohibió la apertura al capitalismo.

Contribuciones recientes al debate

Tras esta primera fase del debate, con predominio de historiadores británicos, la discusión se extendió por todo el mundo historiográfico y comenzaron a participar especialistas latinoamericanos, estadounidenses y de otros países de Europa y del Tercer Mundo.

Durante el período de postguerra, la interpretación historiográfica predominante fue la “teoría del subdesarrollo” o “dualismo”, que suponía la existencia de una división entre regiones capitalistas desarrolladas (industriales, comerciales, urbanas, modernas) y regiones “feudales” atrasadas (agrarias, montañosas, rurales, tradicionales, preocupadas por la subsistencia).

Oponiéndose a esta teoría, el economista y sociólogo alemán André Gunder Frank presentó su teoría del “desarrollo del subdesarrollo”, que defendía que el modo de producción vigente desde la conquista de América había sido el capitalista y que las regiones subdesarrolladas habían sido explotadas por las metrópolis, primero, y por las potencias dominantes de Norteamérica. Por tanto, no tenía sentido aplicarles la denominación de “regiones feudales”.

Las ideas de Frank fueron criticadas por teóricos argentinos como Rodolfo Puiggrós o Ernesto Laclau. Ambos afirmaron que el modo de producción vigente en la América Latina colonial era el feudal y que era un error identificar la economía mercantil con el modo de producción capitalista.

El debate continuó en los escritos de Immanuel Wallerstein y Eugene Genovese.

Influido por Sweezy, Immanuel Wallerstein trató de explicar el origen del capitalismo desarrollando un modelo teórico diferente del que utilizaban los marxistas (que era el modo de producción) para la comprensión de la historia: el sistema económico capitalista mundial. Wallerstein defendía que este sistema surgió en el siglo XVI y que ponía en relación distintas áreas del mundo:

Áreas centrales: la Europa del noroeste, que se apropiaba de los excedentes de producción de las demás áreas, buscaba la producción para la venta en el mercado con el objetivo de conseguir beneficios y tenía un régimen de división del trabajo basado en el arrendamiento y el trabajo asalariado.
Áreas semiperiféricas: la Europa mediterránea, en la que el régimen de división del trabajo era la aparcería.
Áreas periféricas: la Europa oriental y el Nuevo Mundo, en las que el régimen de división del trabajo se basaba en la esclavitud y el trabajo del campo a cambio del pago de rentas obligatorias.

El carácter capitalista del sistema unía a todas las áreas, independientemente de su desarrollo, de las características más o menos originales de su cultura, de la función que cumplían en él, o de las relaciones sociales de producción que se daban en ellas (aunque fuesen típicas de otros modos de producción).

El planteamiento de Wallerstein se caracterizaba por el determinismo económico. En su opinión, la economía influía en la estructura de clases, las relaciones sociales, las decisiones políticas e, incluso, en el desarrollo de la cultura y de las ideologías en las distintas áreas del sistema.

Eugene Genovese criticó el determinismo económico de Frank y Wallerstein, que argumentaban que el capitalismo europeo había convertido los sistemas sociales de los pueblos explotados en una variedad más de la cultura burguesa. En su interpretación histórica del Sur esclavista, Genovese afirmó la importancia de las relaciones sociales de producción y la estructura de clases derivada de estas como factores del desarrollo del capitalismo.

Otras contribuciones interesantes al debate sobre la transición son las que tienen en consideración los aspectos políticos. Destacamos las de Perry Anderson y Robert Brenner.

Influido por el marxismo estructuralista de Althuser y las ideas de Max Weber, Perry Anderson estudió el desarrollo de los estados absolutistas de la última fase de la época feudal, en relación con el nacimiento del modo de producción capitalista, comparando los estados de la Europa del este y los del oeste.

Reivindicó la importancia de los aspectos políticos e ideológicos, junto a los económicos, en la evolución histórica. Se centró especialmente en el estudio de los factores políticos porque pensaba que las luchas de clases se resolvían a nivel político en la sociedad. Por ello, llegó a afirmar que “la historia desde arriba” (de los Estados) era tan importante como “la historia desde abajo” (de las clases desfavorecidas). Y, en consecuencia, se dedicó al estudio del Estado, especialmente, el absolutista moderno.

En relación con el debate de la transición del modo de producción feudal al capitalista, Anderson señaló que la lucha de clases en el feudalismo llevó a un proceso de reivindicación de la tierra y este al crecimiento económico. Añadió que este modelo de expansión estuvo vigente entre los siglos XI y XIII, y que entró en crisis en el XIV. Y que el nacimiento del estado absolutista entre el XV y el XVI fue un intento de las clases privilegiadas de reforzar su posición dominante sobre las masas campesinas; el nuevo Estado moderno fue “la nueva coraza política de una nobleza amenazada” más que un arma de la naciente clase capitalista en contra de la vieja clase feudal dirigente.

Anderson defendió que el feudalismo, por sí mismo, no dio origen al capitalismo, sino que este fue posible gracias a la concatenación de antigüedad y feudalismo que se produjo durante el Renacimiento. En esta época se dieron tres circunstancias que llevaron al origen del capitalismo:

El redescubrimiento del mundo antiguo propició el renacer de la civilización urbana y la recuperación del Derecho romano, que permitió conocer la ley de la propiedad.
El descubrimiento del Nuevo Mundo facilitó la acumulación de capital en Europa.
El nacimiento del sistema estatal europeo, bajo la forma del absolutismo, permitió la expansión del capitalismo mercantil y manufacturero.

Por último, analizaremos las aportaciones de Robert Brenner al debate. Este historiador norteamericano criticó los modelos demográficos y económicos (fundamentalmente comerciales) de interpretación de la transición al capitalismo porque no podían explicar satisfactoriamente determinados procesos históricos:

No podían justificar la distinta evolución del feudalismo en la Europa del oeste y en la del este a finales del período medieval y principios del moderno (la aparición de una población campesina prácticamente libre en la occidental y degradada hacia la servidumbre en la oriental).
Ni tampoco explicar el hecho de que el capitalismo se desarrollase antes en Inglaterra que en Francia, cuando ambos países experimentaron crecimientos poblacionales similares.

Brenner relacionó el declive del feudalismo con las manifestaciones de la lucha de clases en la época bajomedieval:

La intensificación del señorialismo desde el siglo XIV hasta el XVI, con el fin de reforzar las relaciones sociales de producción basadas en la servidumbre.
La distinta capacidad de los campesinos para oponerse a los señores y lograr asegurarse el control de tierras.

La renovación marxista no anglosajona

Antes de la Primera Guerra Mundial, en el contexto de la Segunda Internacional, los teóricos marxistas reaccionaron contra las deformaciones cientifista y economicista que estaba sufriendo el materialismo histórico.

En Austria surgió una generación de teóricos llamados “austromarxistas”, que desarrolló una teoría política marxista que, además de la revolución, admitía la llegada de la clase dominada al poder por la vía reformista de la socialdemocracia. Entre sus principales representantes cabe destacar a Max Adler (que pretendía incluir los aspectos éticos-políticos en la interpretación histórica marxista), Otto Bauer (que intentó combinar socialismo y nacionalismo) o Rudolf Hilferding.
En Alemania, Eduard Bernstein realizó una revisión completa de El Capital. Criticó aspectos centrales de la concepción marxista, como la teoría de la plusvalía, la importancia de la dialéctica o el determinismo económico en los cambios históricos. Y manifestó que la sociedad avanzaba hacia el socialismo movida por el impuso de los ideales morales. También cabe destacar la labor de Franz Mehring, como formador y divulgador de las ideas marxistas, y también como historiador; en este ámbito, realizó un estudio del rey sueco Gustavo Adolfo y de la Guerra de Treinta Años, justificando esta contienda, no en aspectos religiosos, sino en los intereses sociales y económicos de las clases.
En Francia, Jean Jaurés intentó realizar una síntesis entre la tradición democrática, heredada de la Revolución Francesa, y el socialismo de inspiración marxista. Jaurès opinaba que el motor de la historia no eran las relaciones sociales de producción, sino la contradicción entre las aspiraciones altruistras del hombre y su negación en la vida económica.

Tras la revolución de 1917, los bolcheviques adquirieron un gran prestigio intelectual entre los teóricos marxistas, que se mantuvo prácticamente intacto durante 40 años. No obstante, diversos teóricos lucharon contra la “esclerosis” dogmática stalinista:

En Italia, Antonio Gramsci realizó una nueva reflexión del marxismo, que criticaba la simpleza del recurso al determinismo económico para explicar la política y la ideología, aspectos que consideraba que mantenían cierta autonomía respecto a las luchas de clases y las estructuras económicas. Gramsci inventó conceptos, como “catarsis” para aludir a la toma de conciencia que lleva a la clase dominada a luchar por la libertad en el marco de un nuevo modo de producción, o “bloque histórico” para hacer referencia a la alianza de muchas clases o fracciones de clase. El Partido Comunista Italiano, influido por el stalinismo, se abstuvo durante mucho tiempo de difundir la obra de este innovador teórico.
Junto a Gramsci, también son reseñables las críticas del húngaro Georg Lukács y el alemán Karl Korsch a las deformaciones cientifista y economicista del marxismo.
En Francia, algunos integrantes de la Escuela de los Annales, como el propio Marc Bloch, o cercanos a tal corriente, como Ernest Labrousse, se vieron influidos por determinados aspectos de la concepción marxista de la historia (como la definición de las clases o la influencia de los aspectos económicos sobre las distintas capas sociales).
En Alemania, diversos teóricos marxistas, críticos del cientifismo, se reunieron en torno a la llamada Escuela de Frankfurt, dirigida por Max Horkheimer. Entre sus representantes más destacados podemos citar a Siegfried Kracauer y a Walter Benjamin, autor de las conocidas Tesis sobre la filosofía de la historia.

A finales de la década de 1950 y principios de la de 1960 se empezó a romper la hegemonía intelectual marxista soviética. Los planteamientos críticos de Gramsci o Luckács comenzaron a ser conocidos en los círculos militantes.

En Francia, Louis Althusser formó un equipo de jóvenes intelectuales comunistas y comenzó una productiva labor editorial. Analizó profundamente la obra de Marx. Presentó una nueva concepción de la historia en el que le restaba al hombre capacidad de influencia, “una historia sin protagonista”, movida por la lucha de clases.

En los años 60 y 70 del siglo XX, la influencia del marxismo se extendió de la historia económica a la historia de las mentalidades, como puede apreciarse en la producción historiográfica de autores como el medievalista Georges Duby. Así mismo, historiadores marxistas, como Michel Vovelle o Regine Robin, se aproximaron a ámbitos de estudio típicos de la superestructura, como la propia historia de las mentalidades o de la lingüística. También destacaron las figuras de los marxistas Albert Soboul (especialista en la Revolución Francesa) y Pierre Vilar (hispanista, autor de la conocida obra Cataluña en la España Moderna), quien estudió las convergencias entre la corriente de los Annales y la historiografía marxista.

En esos años se formó en Polonia la Escuela de Poznan, cuyos principales representantes fueron Witold Kula y Jerzy Topolsky.

Por último, cabe destacar la influencia de los historiadores marxistas (especialmente, los británicos) sobre la historiografía norteamericana, especialmente patente desde la fundación en 1969 del Shelby Cullom Davis Center for Historical Studies, de la Universidad de Princeton, bajo la dirección de Lawrence Stone.

1 Citado en Marc Ferro, Cómo se cuenta la Historia a los niños en el mundo entero, p. 239. G. Barraclough, Main Trends in History, pp. 21-28. E. Breisach, Historiography, cap. 25. S. H. Barón y N.W. Heer, «The Soviet Union: Historiography Since Stalin», en G. Iggers y H. Parker, International Handbook of Historical Research, cap. 15. J. Fontana, op cit, pp. 214-226.

Introducción a la historiografía del siglo XX

Introducción a la historiografía del siglo XX
por Antonio Carrasco

1. La explicación en la historia
En general, los hechos del pasado suelen ser transmitidos por medio de la narración. Esta narración puede limitarse a contar lo que sucedió sin emitir juicios o valoraciones personales (descripción) o puede intentar dar respuesta a las causas que motivaron dichas circunstancias (explicación). Los cronistas, antiguos y modernos, solían quedarse en el plano puramente descriptivo, “contaban cosas”. El historiador va más allá y trata de explicar las causas, las circunstancias, la influencia de la personalidad de los protagonistas individuales o colectivos en los fenómenos históricos.

Cuando tratamos de explicar los hechos y las conductas del pasado solemos hacerlo desde dos perspectivas, que derivan en dos tipos de explicaciones: la causal y la intencional.
La explicación causal es la más usual en la historia y posiblemente la más propiamente histórica. Es la que trata de explicar las causas múltiples de los hechos históricos.
La explicación intencional o motivacional es la que trata de establecer los motivos que llevaron a los protagonistas (individuales o colectivos) a actuar de una determinada manera y las consecuencias de sus acciones. Tienen, por tanto, una naturaleza psicológica y requieren empatía, es decir, una identificación mental con los protagonistas; hemos de ponernos en su situación para poder comprender sus acciones y decisiones.
En la historia, es posible combinar ambas explicaciones y llegar a una explicación integrada. Ambas son complementarias, ya que las acciones de los protagonistas no tuvieron siempre los efectos esperados y las causas de los hechos históricos suelen ser múltiples, dada la complejidad de las relaciones sociales.
2. La historiografía en el siglo XX e inicios del XXI
La historiografía ha suscitado gran interés entre los historiadores. Algunos autores han reconocido dos fases en la construcción del saber histórico: una anterior al siglo XIX, que arranca de la tradición clásica de Heródoto y consiste fundamentalmente en narrar “cosas del pasado”; y otra iniciada a comienzos del siglo XIX que recoge el pensamiento de la escuela alemana, que le da estatus de ciencia humana a la Historia.

Como ciencia, la Historia tiene un ámbito de estudio que no es el pasado en sí, ya que este es inexistente e inaprehensible. Su campo de estudio lo constituyen las “reliquias del pasado”, el conjunto de restos y vestigios del pasado que perviven en el presente bajo diversas formas. Al trabajar con estas reliquias, el conocimiento no es el pasado, sino una parte fragmentaria y parcial del pasado.
Veamos los paradigmas historiográficos más comunes en nuestro tiempo y sus antecedentes más significativos.
2.1. El nacimiento de la historiografía: historicismo y positivismo
La ciencia histórica nace en Alemania en el tránsito del siglo XVIII al XIX. El historicismo es la cuna de la historia académica del siglo XIX y de toda una tradición de crítica de las fuentes históricas.
Uno de sus principales representantes, Leopold von Ranke, entendía la Historia como un discurso fuertemente unitario en el que la política desempeñaba un papel fundamental en torno al cual se desarrollaba el discurso histórico. Era una Historia nacida al calor de la lucha por la unidad alemana y justificadora del Estado-Nación propio de la ideología nacionalista y liberal de los años centrales del siglo XIX. En ella, las ideas políticas y los principios morales de los protagonistas individuales (los reyes, los jefes de Estado o los grandes personajes) dejaban de lado la historia de las colectividades, la historia económica o la historia social. Esta historiografía estaba claramente influida por el positivismo. Los historiadores aparecieron como una clase profesional, lo que les llevó a considerar su disciplina como ciencia.
La influencia alemana hizo que se extendiese por Europa una visión de la historia reducida a la mera reconstrucción de acontecimientos, basada en el estudio de los documentos.
Frente a esta forma de hacer historia surgieron a finales del siglo XIX, al margen de los círculos académicos, nuevas alternativas historiográficas: las teorías de Marx y de algunos sectores de la historiografía dominante:
El pensamiento marxista suponía una subversión profunda de la historiografía. Incidía en la historia del movimiento obrero y en ciencias sociales, como la Economía y la Sociología. Así mismo, entre los historiadores académicos surgió el cultivo de la historia económica y social, al centrarse en el estudio de las relaciones entre el Estado eje del análisis historicista, la sociedad y la economía.
Los primeros cambios se produjeron en los Estados Unidos y en Francia:

En EE. UU., surgió la idea de la que la Historia era una ciencia social más y, por lo tanto, tenía que contribuir al descubimiento de las leyes del desarrollo humano. Así nació la historia científica, llamada “New History”, como una rama de las ciencias sociales.
No obstante, fue en Francia donde nació la historia social. Hacia 1900, en torno a Henri Berr, nació una nueva clase de historia apoyada por las nuevas ciencias sociales (“humanas”, según la terminología francesa): geografía, economía y sociología. Esta nueva historia se enfrentó con la historia académica y de la confrontación salieron beneficiados los que han sido considerados padres de la historia social: Lucien Febvre y Marc Bloch, fundadores en 1929 de la revista Annales d’histoire économique et sociale.
La transición de la historiografía positivista o historicista-metódica no se produjo hasta el período de entreguerras. La primera alternativa fue la formada en torno a la s Annales.
2.2. El cambio cualitativo: de Annales a la Nouvelle Histoire
La llamada Escuela de los Annales, formada en la década de los 30 del siglo XX, como reacción a la historia académica, intentó una reconstrucción del pasado sobre bases científicas tomadas de otras ciencias humanas o sociales, para acabar desintegrándose en los años 70 en múltiples direcciones. Su objetivo era hacer una historia global, total, partiendo de la premisa de que los aspectos sociales y económicos formaban parte de la Historia.
Así mismo, la Escuela de los Annales amplió el concepto de documento histórico: además de los documentos escritos (como señalaban Langlois y Seignobos a finales del siglo XIX), también fueron considerados documentos históricos todas las huellas del pasado humano: las obras de arte, los restos arqueológicos, los testimonios orales y las imágenes.
La nueva historia nació con dos objetivos: sacarla de la rutina de la escuela “metódica” y primar lo económico y lo social en detrimento de lo narrativo-factual y de lo exclusivamente político.
La Escuela de los Annales tuvo tres “generaciones” de historiadores:
La primera generación nació en 1929 y tuvo como principales representantes a Marc Bloch y Lucien Febvre. Fue la etapa de formación de la corriente y se caracterizó por el rechazo al historicismo, la búsqueda de nuevos objetivos de estudio, con énfasis especial en lo social.
La segunda generación comenzó tras 1945, en torno a Fernand Braudel, y llegó hasta los años 70. Fue la etapa de mayor influencia de la Escuela. Se caracterizó por la introducción de propuestas tomadas de otras ciencias sociales.
La tercera generación, la de la Nouvelle Histoire o Nueva Historia, tuvo como principales representantes a Jacques Le Goff, George Duby, Pierre Chaunu, François Furet, Jacques Revel, André Burguière y Roger Chartier. Fue la etapa de la fragmentación del objeto de análisis y la búsqueda de nuevos caminos por el análisis de nuevos temas (como la mujer, la vida privada, la infancia o la familia) o por el uso de nuevos métodos (como el estudio de las mentalidades).
La corriente de pensamiento historiográfico de los Annales se extendió a otros países. En España penetró durante los años 50 del siglo pasado. De la mano de Jaume Vicens i Vives fueron incorporados a los estudios históricos los aspectos económicos y sociales, así como el estudio de un nuevo sujeto histórico: las masas.
La Escuela de los Annales ha recibido diversas críticas. Entre ellas, las principales han sido la ausencia de una concepción historiográfica propia y la primacía de los aspectos económicos sobre los sociales.
Desde los años 70 la Escuela se fragmentó, alcanzando un alto grado de especialización, que ha llevado a la aparición de múltiples “historias” (del libro, de las mentalidades, de la familia, de la vida privada, de la alimentación, del sexo, de la infancia, de la vejez, etc.).
2.3. La aportación del marxismo
El marxismo es el otro gran pilar sobre el que se apoya la historiografía contemporánea. La llegada del marxismo a la Historiografía es relativamente tardía. Desde la muerte de Engels, en 1895, hasta la incorporación del método de análisis del materialismo histórico a la construcción de la explicación histórica pasó casi medio siglo. Las primeras aportaciones de la nueva historiografía marxista se produjeron durante el período de entreguerras. En España, la dictadura franquista impidió su desarrollo hasta mediados los años 70.
El materialismo histórico pretendía explicar el pasado sobre la base de una teoría general del movimiento de las sociedades, en la que se incluyen conceptos “básicos” marxistas (clases, lucha de clases, superestructura, infraestructura), entre los que el más importante es el modo de producción. La historiografía marxista tuvo representantes ilustres en Francia y en Gran Bretaña: Entre los franceses, podemos destacar a Pierre Vilar.
La nueva historiografía marxista británica se desarrolló en torno a la revista History Workshop, fundada en 1975. Se centró en la historia social del trabajo y en el compromiso político de sus representantes.
2.4. Estructuralismo e Historia

La historia estructural o de las estructuras fue una tendencia centrada en Francia y muy relacionada con la Escuela de los Annales. Estudia las regularidades, los hechos cotidianos, que se repiten, frente a los sucesos excepcionales, únicos o singulares que caracterizan a la historia narrativa tradicional. Las estructuras son fenómenos geográficos, ecológicos, técnicos, económicos, sociales, políticos, culturales y psicológicos, que permanecen constantes durante un período largo de tiempo y que evolucionan de manera casi imperceptible. Frente a la estructura se halla la coyuntura, las fluctuaciones manifiestas en el contexto de la estructura. El tiempo de las estructuras es muy lento (“tiempo largo”, según Braudel), mientras que el de las coyunturas es un “tiempo corto”.
La historia estructural es una historia de poblaciones totales, es decir, del conjunto de personas que viven en un lugar objeto de estudio, que no excluye el análisis de las individualidades o de las elites, en el sentido de minorías innovadoras y no de grupos de privilegiados. Es, además, una historia biológica, relacionada con la alimentación, la sexualidad, la enfermedad, las actitudes con respecto al cuerpo. Se interesa por los acontecimientos de larga duración, por lo que una revolución tiene un carácter de proceso que conmueve estructuras históricas. Las revoluciones estructurales son silenciosas e imperceptibles, como, por ejemplo, las revoluciones neolítica o demográfica.
2.5. New Economic History y cuantitativismo
Si bien la cuantificación de los sucesos históricos comenzó en los años 30 del siglo XX, la defensa de un paradigma cuantitativista para explicar los hechos del pasado humano apareció en Francia y los Estados Unidos en los años 70, se extendió durante los 80 y ha entrado en crisis desde entonces. En la historiografía cuantitativista se pueden distinguir dos tendencias:
La cliometría, la auténtica historia cuantitativa, que matematiza la explicación del pasado mediente la elaboración de modelos cuantitativos. Un ejemplo de esta línea es la “New Economic History”, desarrollada en los años 60 en los Estados Unidos y con aplicación a la historia económica.
La historia estructural-cuantitativista, que utiliza con frecuencia la estadística o la informatización de datos numéricos como complemento o instrumento auxiliar de una explicación histórica puramente verbal y no matematizada. Esta tendencia está muy presente en la tercera generación de la Escuela de los Annales y abarca temas muy variados, generalmente en el ámbito de lo social.
2.6. La crisis de los grandes paradigmas

La crisis de los grandes paradigmas es el nombre de un período de la Historiografía iniciado a finales de la década de los 70 del siglo XX, que se agranda con el hundimiento del socialismo (1989) y conduce a la incertidumbre de los 90, agravada en los inicios del siglo XXI por los efectos de la globalización, la expansión del terrorismo y las consecuencias de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Frente a los paradigmas de la historia marxista, la historia estructural, el cuantitativismo o la Nouvelle Histoire, ha surgido en los últimos años una reivindicación de la historia narrativa, una vuelta al relato histórico, que no supone una vuelta a los modos de hacer historia del siglo XIX. Este retorno, unido a la inmensa fragmentación que ha experimentado la historiografía en las últimas dos décadas, son síntomas claros de la crisis de la historia analítica como ciencia.
Esta crisis de los grandes modelos historiográficos no supone, en cambio, una pérdida de interés por la Historia. Al contrario, el crecimiento de los problemas políticos a escala global hace mayor la necesidad de información que el conocimiento del pasado proporciona para la comprensión del presente. En esta “era de la incertidumbre” la Historia es necesaria. Este hecho y la creciente demanda de novela histórica revelan la atracción que siente el ser humano por el conocimiento, el estudio y la lectura sobre las raíces históricas de las distintas culturas existentes en el planeta.
La vuelta a la historia narrativa se planteó a finales de los años 70 y comienzos de los 80. Surgió como consecuencia de un debate mantenido en la revista Past and Present entre Lawrence Stone y otros autores, entre los que cabe destacar al marxista Eric Hobsbawm:
Stone comentaba la existencia de un cansancio de la historia sociológico-estructural dominante, en la que se relegaban los factores intelectuales, culturales, religiosos, psicológicos e incluso políticos por un determinismo económico-demográfico en el que la cuantificación tenía un papel relevante. Este cansancio había llevado a un resurgimiento del interés por los factores culturales y políticos o por la historia de las ideas, aunque concebidos de forma muy distinta a los de la historia tradicional del historicismo y el positivismo.
Howsbawm criticó la exposición de Stone, asegurando que los cambios historiográficos producidos no tenían tal importancia y defendiéndose del reduccionismo economicista en que habían caído algunos historiadores marxistas o de la Nouvelle Histoire. Así mismo, afirmó que los marxistas británicos nunca perdieron el interés por los acontecimientos o la cultura y que tampoco aceptaron nunca el determinismo económico que consideraba a la “superestructura” siempre dependiente de la “infraestructura”.

La vuelta a la historia narrativa ha dado paso a la “microhistoria”, en contraposición a los grandes análisis estructurales. De esta manera, han surgido la historia de la vida cotidiana, de la vida privada, o la “nueva historia social de la política”, en la que los dos objetivos básicos son el poder y los hechos que se relacionan con él.
De la crisis de los grandes paradigmas han surgido nuevas formas de hacer historia, que han marcado la historiografía de los últimos 15 años; entre esas nuevas formas historiográficas destacan las siguientes:
La microhistoria. Tiene su origen en Italia, tras la publicación en 1976 por Carlo Ginzburg del libro El queso y los gusanos. El cosmos de un molinero del siglo XVI. Se basa en la reducción de la escala de la observación, en un análisis microscópico y en un estudio intensivo del material documental. Es más una práctica historiográfica que un paradigma teórico. Las relaciones con la antropología y otras ciencias sociales y su proximidad a la historia local la hacen estar próxima a la creación literaria y la narración.
La nueva historia cultural. Influida por la antropología y la lingüística, incide en el mundo de las “representaciones”. Va más allá de la historia de las mentalidades y la tradicional historia cultural o intelectual. Pretende el estudio de las creencias populares colectivas como objeto etnográfico, lo que se ha llamado el “imaginario colectivo”. En este sentido, sería una especie de antropología histórica, pero que más que describir las prácticas socioculturales del pasado, resalta la manera en que esas formas se representan en la mente de los distintos grupos sociales.
La ciencia histórica socioestructural o historia socioestructural. Es la más renovadora de todas estas nuevas formas de hacer historia. Su máximo representante es Christopher Lloyd, que se inserta dentro de la amplia vía de la historia social. Ligada a la sociología histórica, defiende un estatus “científico” que se niega a las otras dos corrientes señaladas, enmarcadas en el narrativismo. La historia socioestructural pretende descubrir la real estructura oculta de la sociedad, el proceso real del cambio social estructural

El concepto de habitus de Pierre Bourdieu y el estudio de las culturas populares en México

El concepto de habitus de Pierre Bourdieu y el estudio de las culturas populares en México
Patricia Safa
En la actualidad, el tema de la globalización es controvertido y el de la diversidad cultural, muy complejo. Ambos se encuentran relacionados y su discusión se vuelve central para el estudio de las culturas populares. Desde ciertas posiciones, la velocidad de los cambios actuales nos exige comenzar de nuevo y dudar de viejos conceptos, repensar perspectivas teóricas y ser inventivos en las estrategias metodológicas. Para otros, en contraste, la globalización es tan vieja como lo es el afán expansionista del mundo occidental, primero bajo el ropaje del colonialismo y el imperialismo, y ahora arropado en el neoliberalismo y la “mundialización” de la cultura (Ortiz 1994 y 1996); es decir, lo que predomina en esta discusión son los desacuerdos y no los consensos. Este trabajo se propone reflexionar sobre la diversidad cultural contemporánea a la luz del concepto de habitus propuesto por Pierre Bourdieu, para introducir en esta discusión la pregunta sobre cómo se construyen las relaciones de poder en el remolino de la complejidad cultural contemporánea.
El estudio de las culturas populares: distintos puntos de partida
El mundo contemporáneo se caracteriza por su complejidad. Se han trastocado las economías mundiales, los flujos culturales se han intensificado y los territorios no son como solíamos pensarlos. Por lo mismo, se afirma que el principal reto es romper con el encapsulamiento de los objetos de estudio y la mirada acostumbrada de “lo popular”, ya que la “otredad” se ha transformado (Augé 1995). Como lo que predomina “es la sensación de que todos estamos en un mismo mundo con sus implicaciones económicas y políticas” (Ulf Hannerz 1998), parece que deberíamos aceptar la pérdida de la integridad de las culturas. En esta discusión se cuestionan dos tradiciones que han abordado el estudio de la cultura: la antropología y las perspectivas gramscianas.
Uno de los aportes más importantes de la antropología fue la apología del relativismo cultural, que sostiene que todas las sociedades y grupos sociales poseen una cultura a partir de la cual se construye el sentido y la cohesión, lo que permitía entender su permanencia en el tiempo (véase Kahn 1975). Fue una tradición que legitimó el reconocimiento de la diversidad cultural entre los pueblos, pero que también pensó al binomio pueblo-cultura como un todo integrado y coherente.
La antropología se definió como disciplina a partir del estudio de la alteridad construida desde parámetros etnocéntricos, muchas veces al servicio del colonialismo, con base en los cuales se definió lo extraño y distinto como “primitivo” o “tradicional”. Si bien celebró el relativismo cultural, también legitimó el establecimiento de relaciones asimétricas de asimilación y subordinación (Pratt 1999). Lo anterior fue duramente criticado sobre todo por los llamados “posmodernos”, que pusieron en tela de juicio la llamada “objetividad” científica de los textos etnográficos que no consideraban la posición y perspectiva del autor en sus descripciones (véase Clifford y Marcus 1986; Geertz, Clifford y otros 1991; y Rosaldo 1991).
Lo popular, en este sentido, ha sido una construcción arbitraria, es decir, histórica, de los mismos antropólogos para explicar la diversidad cultural que permanece en la modernidad. El discurso sirvió para legitimar tanto la vocación intervencionista de los países centrales como los cantos del nacionalismo de los llamados países del tercer mundo que vieron en lo popular sus raíces y especificidad, pero que, en el presente, requerían su incorporación al mestizaje, base del desarrollo (García Canclini 1989).
La tradición gramsciana, en cambio, concebía como un problema político la fragmentación y diversidad de las culturas populares (Gramsci 1970); también celebraba su existencia como una manifestación de resistencia (Satriani 1978). A diferencia de la antropología, que desdibujó las relaciones de poder en la construcción de la alteridad, desde el marxismo lo popular se definió como lo subalterno; es decir, como una relación de poder que se construye en oposición a lo hegemónico (véase Cirese 1979). En este caso, la crítica surge por la unilateralidad del análisis al definir el poder como fatal omnipresencia o, por el contrario, por la exaltación de lo popular en virtud de su capacidad subversiva (véase Willimas 1980).
La dicotomía acostumbrada, subalterno-hegemónico, dejó de funcionar cuando las fronteras territoriales y sociales perdieron claridad gracias al movimiento de personas, culturas y mensajes. Sin embargo, el tema del poder, y el de las desigualdades socioculturales, sigue siendo central, si no queremos caer en la tentación de ver la globalización sólo como un difusionismo radical en el que el estudio del poder se diluye. Como algunos autores señalan, la globalización es un fenómeno parcial porque “no es de todos ni para todos” (Garretón 1999). Por ello, para el estudio de las relaciones de poder que se construyen en la cultura no hay que olvidar la propuesta de Pierre Bourdieu.
El habitus de clase y las prácticas de distinción
Podríamos decirlo de un modo aparentemente paradójico: si bien la obra de Bourdieu es una sociología de la cultura, sus problemas centrales no son culturales. Las preguntas que originan sus investigaciones no son: ¿cómo es el público de museos? o, ¿cómo funcionan las relaciones pedagógicas dentro de la escuela? Cuando estudia estos problemas está tratando de explicar otros, aquellos desde los cuales la cultura se vuelve fundamental para entender las relaciones y las diferencias sociales (García Canclini 1986: 9).
Para explicar la manera en que se construyen las relaciones de poder, Bourdieu investiga cómo se articula lo económico y lo simbólico. Para este autor, las clases se distinguen por su posición en la estructura de la producción y por la forma como se producen y distribuyen los bienes materiales y simbólicos en una sociedad. La circulación y el acceso a estos bienes no se explica sólo por la pertenencia o no a una clase social, sino también por la diferencia que se engendra en lo que se considere como digno de transmitir o poseer. La cultura hegemónica se define como tal por el reconocimiento arbitrario, social e histórico de su valor en el campo de lo simbólico. Por lo mismo, la posesión o carencia de un capital cultural que se adquiere básicamente en la familia permite construir las distinciones cotidianas que expresan las diferencias de clase. Es decir, en la medida en que existe una correlación entre posición de clase y cultura, dos realidades de relativa autonomía, las relaciones de poder se confirman, se reproducen y renuevan.
El habitus es el concepto que permite a Bourdieu relacionar lo objetivo (la posición en la estructura social) y lo subjetivo (la interiorización de ese mundo objetivo). Este autor lo define como:
Estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las prácticas […] es también estructura estructurada: el principio del mundo social es a su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales. […] Sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistémica la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la diferencia constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de condición, que retiene bajo la forma de diferencias entre unas prácticas enclasadas y enclasantes (como productos del habitus), según unos principios de diferenciación que, al ser a su vez producto de estas diferencias, son objetivamente atribuidos a éstas y tienden por consiguiente a percibirlas como naturales (1988b: 170-171).
Es decir, y como Néstor García Canclini me explicó como maestro que dominaba el pensamiento de Bourdieu y comprendía la complejidad de su lenguaje, el habitus es:
a) Un sistema de disposiciones duraderas, eficaces en cuanto esquemas de clasificación que orientan la percepción y las prácticas ¬más allá de la conciencia y el discurso¬, y funcionan por transferencia en los diferentes campo de la práctica.
b) Estructuras estructuradas, en cuanto proceso mediante el cual lo social se interioriza en los individuos, y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas.
c) Estructuras predispuestas a funcionar como estructurantes, es decir, como principio de generación y de estructuración de prácticas y representaciones.
Los diversos usos de los bienes culturales, afirma Bourdieu, no sólo se explican por la manera como se distribuye la oferta y las alternativas culturales, o por la posibilidad económica para adquirirlos, sino también, y sobre todo, por la posesión de un capital cultural y educativo que permite a los sujetos consumir ¬asistir y disfrutar¬ las alternativas factibles. Para este autor, condiciones de vida diferentes producen habitus distintos, ya que las condiciones de existencia de cada clase imponen maneras de clasificar, apreciar, desear y sentir lo necesario.
El habitus se constituye en el origen de las prácticas culturales y su eficacia se percibe “[…] cuando ingresos iguales se encuentran asociados con consumos muy diferentes, que sólo pueden entenderse si se supone la intervención de principios de selección diferentes” (1988b: 383): los gustos de “lujo” o gustos de “libertad” de las clases altas se oponen a los “gustos de necesidad” de las clases populares. La complejidad de este pensamiento, Néstor García Canclini (1986) la esclarece al describir los fundamentos que sostienen la propuesta:
1) […] las prácticas culturales de la burguesía tratan de simular que sus privilegios se justifican por algo más noble que la acumulación material […] Coloca el resorte de la diferenciación fuera de lo cotidiano, en lo simbólico y no en lo económico, en el consumo y no en la producción. Crea la ilusión de que las desigualdades de clase no se deben a lo que se tiene, sino a lo que se es. La cultura, el arte y la capacidad de gozarlos aparecen como “dones” o cualidades naturales, no como resultado de un aprendizaje desigual por la división histórica entre las clases (p. 19).
2) La estética de los sectores medios. Se constituye de dos maneras: por la industria cultural y por ciertas prácticas, como la fotografía, que son características del “gusto medio”. El sistema de la “gran producción” se diferencia del campo artístico de élite por su falta de autonomía, por someterse a demandas externas, principalmente a la competencia por la conquista del mercado (p. 19).
3) … Mientras la estética de la burguesía, basada en el poder económico, se caracteriza por “el poder de poner la necesidad económica a distancia”, las clases populares se rigen por una “estética pragmática y funcionalista”. Rehúsan la gratuidad y futilidad de los ejercicios formales, de todo arte por el arte. Tanto sus preferencias artísticas como las elecciones estéticas de ropa, muebles o maquillaje se someten al principio de “le elección de lo necesario”, en el doble sentido de lo que es técnicamente necesario, “práctico”, y lo que “es impuesto” por una necesidad económica y social que condena a las gentes “simples” y “modestas” a gustos “simples” y “modestos” (pp. 20-21).

Con la introducción del concepto de habitus, Bourdieu busca explicar el proceso por el cual lo social se interioriza en los individuos para dar cuenta de las “concordancias” entre lo subjetivo y las estructuras objetivas Para él, la visión que cada persona tiene de la realidad social se deriva de su posición en este espacio. Las preferencias culturales no operan en un vacío social, dependen de los límites impuestos por las determinaciones objetivas. Por ello, la representación de la realidad y las prácticas de las personas son también, y sobre todo, una empresa colectiva:
[…] las regularidades que se pueden observar, gracias a la estadística, son el producto agregado de acciones individualmente orientadas por las mismas restricciones objetivas (las necesidades inscritas en la estructura del juego o parcialmente objetivadas en las reglas) o incorporadas (el sentido del juego, él mismo desigualmente distribuido, porque hay en todas partes, en todos los grupos, grados de excelencia) (Bourdieu 1988a: 71).
Sin embargo, esta exposición de las mediaciones entre lo económico y lo cultural, que es lo que lleva a analizar las relaciones de poder, tan convincente y acabada, ¿nos permite explicar las discordancias entre condiciones objetivas y aspiraciones personales? Esta pregunta es ineludible para profundizar en la relación entre diversidad cultural y desigualdades sociales.
Las culturas populares y la diversidad cultural
La homogeneización cultural es afín a la globalización por ser un fenómeno que busca ser totalizador e incluyente, aunque parcial (no es de todos o para todos). Esta inclusión, sin embargo, es etnocéntrica porque subsume las diferencias al modelo de modernidad occidental. Como fenómeno parcial, se destaca la acción de actores por excelencia de la globalización, como son los migrantes transnacionales, los organismos de regulación internacional y los empresarios del mundo (Castells 1999).
En este proceso, los medios de comunicación han tenido un papel protagónico para la distribución de mensajes y productos culturales que forman parte de nuestra vida cotidiana, lo que ha permitido, desde la perspectiva de algunos autores, “la construcción de un imaginario mundial” y la “democratización” de la cultura cuando la alteridad y lo popular se fusionan (Ortiz 1996).
Por otra parte, es necesario reconocer que “lo popular” supone la diferencia y la fragmentación; por lo mismo, si bien la “modernidad-mundo” se basa en el consumo individualizado, se requiere estudiar las estrategias diferenciales de apropiación de estos productos culturales y las nuevas formas en las que se construye “la distinción” y el “gusto masificado”. Ulf Hannerz (1998), por ejemplo, propone no pensar a las culturas populares como “indefensas” frente a la globalización; como consumidores pasivos de objetos y productos “chatarra” o de desecho de los países avanzados.
Aunque “existen antenas de televisión en todo el mundo”, señala, lo importante es estudiar cómo se ejerce esta influencia, por qué ciertos productos viajan mejor que otros, y la manera como la gente, las organizaciones y las comunidades también usan estos medios para difundir y dar a conocer sus propios movimientos y opciones culturales. Aquí puede resultar de especial relevancia la propuesta de Bourdieu para explicar cómo se construyen las relaciones de poder desde la cultura. Su propuesta nos obliga a cuestionar los efectos de la publicidad y preguntar sobre la influencia de los medios de comunicación en las audiencias no en relación con los mensajes que buscan transmitir, sino por el modo como las personas consumen ciertos objetivos o manifiestan, por ejemplo, sus preferencias televisivas.
Para Bourdieu, los cambios y transformaciones de los modelos culturales y de valores no son el resultado de sustituciones mecánicas entre lo que se recibe del exterior y lo propio, entre las tradiciones y las costumbres del lugar de origen y el nuevo contexto que se encuentra gracias a la migración (Bourdieu 1999). Considera que no cambian al mismo ritmo las estructuras económicas y las disposiciones culturales. Coexisten, afirma, tanto a nivel individual como colectivo. Para comprender los procesos de adaptación, sugiere estudiar esta coexistencia de las nuevas condiciones y las disposiciones adquiridas con anterioridad.
Explica, por ejemplo, cómo las relaciones de parentesco, de vecindad y de camaradería tienden a reducir el sentimiento de imposición de una arbitrariedad que sienten los migrantes cuando carecen de control sobre sus nuevas condiciones de vida, cuando buscan trabajo, vivienda o educación para sus hijos. En el remolino que engendra el traslado, los migrantes están obligados a innovar e inventar prácticas que les permitan adaptarse. Para Bourdieu, el habitus es el principio generador de éstas, pero de acuerdo con las coyunturas y las circunstancias en contextos específicos (Bourdieu y Wacquant 1995: 90). Es decir, nos alerta a no olvidar los límites que imponen las condiciones objetivas, y las negociaciones que las personas establecen con sus propias tradiciones y costumbres.
William Rowe y Vivian Schelling (1993), por ejemplo, para explicar la diversidad cultural que se construye a partir de las desigualdades sociales, recuerdan que lo popular “se vio condicionado en una forma determinante por su posición en la periferia del sistema capitalista mundial” (p. 63), lo que generó grandes disparidades al interior de las sociedades dependientes. Lo popular, casi siempre identificado con lo rural o lo tradicional, en el campo y en la ciudad, con la migración no desaparece, por el contrario, “condujo al surgimiento de complejas formas mixtas de vida social, caracterizadas por la articulación de elementos precapitalistas y capitalistas” (op. cit.: 64). En el caso de México, el crecimiento urbano de las grandes ciudades permitió la incorporación de antiguos pueblos y barrios a la mancha urbana, lo que no condujo al exterminio de formas de organización comunitaria, instituciones y prácticas como las fiestas del santo patrón que cada año convocan a la población a refrendar la identidad local y, a partir de este eje, negociar sus condiciones de vida (ver Safa 1998).
En esta misma línea, Néstor García Canclini (1989) cuestiona las delimitaciones claras entre lo tradicional y lo moderno, y pone en entredicho la separación arbitraria entre lo culto, lo popular y lo masivo, ya que no se halla “donde nos habituamos a encontrarla” (p. 14). Propone “generar otro modo de concebir la modernización latinoamericana: más que como una fuerza ajena y dominante, que operaría por sustitución de lo tradicional y lo propio, como los intentos de renovación con que diversos sectores se hacen cargo de la heterogeneidad multitemporal de cada nación” (op. cit.: 15). En este contexto de cambios y reacomodos característicos del mundo contemporáneo, la diversidad no sólo permanece, sino, gracias a la cercanía, es más evidente y cotidiana. Por lo mismo, es una época en la que las culturas populares se manifiestan en ropajes muy diversos y, a veces en tensión, se fortalecen los sentimientos nacionales, étnicos e identitarios.
Un pensamiento similar lo desarrolla Ulf Hannerz (1992) cuando propone pensar tanto la autonomía como el desdibujamiento de las fronteras entre las culturas como “un asunto de grado y no como un hecho”, ya que “si la cultura no es un todo integrado tampoco se encuentra desintegrada”. Sería un grave error pensar que “las culturas populares” se encuentran moribundas y en vías de extinción gracias a los intentos de homogeneización que la mundialización de la cultura promueve; por el contrario, se entremezcla con lo moderno no como algo ajeno y extraño, o como reminiscencias del pasado.
Ni la cultura popular ni las identidades ¬individuales o colectivas¬ son estáticas o ahistóricas; por el contrario, se construyen y reconstruyen en el movimiento que provoca la migración, por la exposición cotidiana a los mensajes transmitidos por los medios de comunicación, por la generalización y acceso a la educación, y sobre todo porque están vivas. Si bien es válida la crítica a muchos movimientos locales que se articulan a la identidad comunitaria y a las tradiciones “por su olor a pasado, por su pesadez, por ser la base de nuevos fundamentalismos, por su cuota de exclusión y localismo” (Ortiz 1996), no hay que olvidar que se activan porque persisten, o se profundizan, las desigualdades sociales y culturales.
Las culturas populares: en desventaja pero contemporáneas
En suma: la globalización unifica e interconecta, pero también se estaciona de maneras diferentes en cada cultura. Quienes reducen la globalización al globalismo, a su lógica mercantil, sólo perciben la agenda integradora y comunicadora. Apenas comienzan a hacerse visibles en los estudios sociológicos y antropológicos de la globalización su agenda segregadora y dispersiva, la complejidad multidireccional que se forma en los choques a hibridaciones de quienes permanecen diferentes. Poco reconocidas por la lógica hegemónica, las diferencias derivan en desigualdades que llegan en muchos casos hasta la exclusión (Néstor García Canclini 1999: 4).
En este ejercicio, considero que el concepto de habitus de Bourdieu no sólo continúa vigente, sino que su preocupación por el estudio del poder en la cultura es ineludible. Las ciudades, más que las zonas rurales; los sectores de las clases altas y medias, con mejor nivel educativo y recursos económicos y educativos, más que los sectores populares; los “cosmopolitas” y menos los “espectadores” del mundo, acompañan mejor a la globalización y a la “mundialización” de la cultura. La migración legal e ilegal expone a estos sectores a nuevos panoramas culturales. En ellos se insertan de acuerdo con sus propios patrones y tradiciones culturales, y también, como afirma Bourdieu, en una posición de subordinación y fragilidad por el racismo, el maltrato y la discriminación.
Considero dudosa la “democratización” de la cultura que la globalización fomenta cuando algunas manifestaciones de “lo popular” entran en el circuito cultural mundializado como ejemplo de “lo exótico”. En el mundo contemporáneo, la diversidad cultural no es sinónimo de pluralidad. La “diferencia”, vinculada a condiciones de desigualdad, dibuja el rostro de una multiculturalidad jerarquizada, fragmentada y excluyente. Lo anterior permite pronosticar un futuro poco alentador para los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Esto es así, como señala Bourdieu, porque la cultura importa como un asunto que no es ajeno a la economía y a la política.
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