El día que los intelectuales decretaron la muerte de las clases
Un diagnostico del momento teórico actual1
Graciela Inda y Celia Duek
En este artículo se pone en evidencia el viraje conceptual que ha tenido lugar en las ciencias sociales, los años 60 y 70 a esta parte. Específicamente se señala el abandono del concepto de clases sociales y del análisis de lo social en términos de lucha de clases, y el consiguiente desplazamiento del interés teórico hacia otras nociones que adquieren primacía en los estudios: ciudadanía, movimientos sociales, sociedad civil, espacio público, pobreza, exclusión, condición humana, posmodernidad, sociedad mediática. La “crisis del marxismo” y la revitalización del “humanismo teórico” se dice han sido decisivas en este desplazamiento.
Si algo caracteriza al momento actual de las ciencias sociales, atravesando sus más
diversos campos temáticos, es el destierro del análisis en términos de clases y la
consecuente deslegitimación de los problemas de la conformación de la estructura de
clases de una formación social y de la correlación de fuerza entre las clases, o sea de
las formas específicas de la lucha de clases.
En efecto, pareciera que hablar de clases y de lucha de clases es de viejos nostálgicos
sesentistas. Las clases aparecen en los discursos teóricos hegemónicos como
“vergonzantes restos arqueológicos de eras prehistóricas”, ignorándose de este modo
lo que otrora constituyó la preocupación de la sociología.
¿Cómo se explica este viraje en el plano teórico? ¿Acaso por la disolución “real” de
las clases sociales; o porque se han resuelto “conceptualmente” los problemas
planteados por las teorías de las clases? Ni una cosa ni la otra. Ni las clases han
desaparecido ni los problemas han sido agotados. Sencillamente éstos han ido
perdiendo buena parte de su atractivo académico.
Desde nuestra perspectiva, tal giro se relaciona directamente con el abandono, por
supuesta “obsolescencia”, del marxismo, para el cual la lucha de clases es el eslabón
decisivo no sólo en la práctica política sino también en la teoría. Y este abandono es
inseparable de las grandes transformaciones que han tenido lugar a nivel mundial y
nacional (fracaso de los “socialismos reales” y de los partidos comunistas europeos,
1 Se agradecen los consejos y comentarios de Juan Carlos Portantiero y, naturalmente, se lo exime de las responsabilidades vinculadas con el análisis y los planteos que se efectúan en este artículo.
Revista Confluencia, año 1, número 1, invierno 2003, Mendoza, Argentina,
derrumbe de los grandes movimientos nacional-populares en América Latina,
avance de políticas neoliberales, liquidación de las conquistas históricas del
movimiento obrero, por citar sólo algunas). Transformaciones que
“paradójicamente”, según nuestro criterio, responden en última instancia a los
cambios en las correlaciones de fuerza económica, política e ideológica entre las
clases.
En el momento de mayor influencia de la teoría marxista en los medios académicos
prácticamente toda la sociología se vio “forzada” a ocuparse -aunque desde
diferentes puntos de vista, claro está- de los problemas relacionados con la estructura
social (clases, estratos, estamentos, grupos de poder, grupos de status, etc.). Como es
sabido, la sociología funcionalista, si bien se oponía al concepto marxista de clases
sociales, dedicó un importante esfuerzo a la cuestión de la estratificación social.
De igual manera pero a la inversa, con la llamada “crisis del marxismo” se dejan de
lado los temas que éste había logrado instalar tanto en los que se inscribían en sus
filas como en aquellos que intentaban refutarlo. En efecto, al perder el marxismo su
posición como figura fuerte en el campo de batalla teórico, las concepciones no
marxistas pueden sustraerse al debate en torno a categorías tan “duras” como las de
clase, trabajo manual e intelectual, ideología, aparato y poder de Estado, etc.
Ahora bien, el lugar antes ocupado por esas categorías y problemas no ha quedado
vacío. En las últimas décadas se ha producido un creciente desplazamiento del
interés teórico hacia otras nociones que adquieren primacía en el análisis de lo social:
ciudadanía, movimientos sociales, sociedad civil, espacio público, pobreza, exclusión,
nuevas identidades sociales, condición humana, posmodernidad, sociedad
mediática, etc., etc., etc.
Este desplazamiento, aunque asume distintas formas, remite sin embargo a un punto
de partida generalmente compartido: la idea de que estamos ante un nuevo tipo de
sociedad (diferenciada de aquella que presenció la emergencia del capitalismo) que
ya no puede ser explicada por las antiguas categorías ahora consideradas “duras” o
“esencialistas”: modo de producción, relaciones de producción, fuerzas productivas,
dominación, ideología, clases y lucha de clases. La sociedad capitalista “tradicional”
es concebida –desde esta óptica- según una imagen simple y dualista (erróneamente
atribuida al marxismo), es decir, como dividida sólo en dos grandes clases
antagónicas: burguesía y proletariado. La nueva sociedad, por el contrario,
presentaría “múltiples” contradicciones, mayor “heterogeneidad”, “fragmentación”
de los actores sociales y de los escenarios de conflicto. Sería en definitiva una
sociedad más “compleja” (término que, dicho sea de paso, goza de mucha
popularidad y funciona como uno de esos “explicatodo” que finalmente explican
bien poco).
La depreciación de la lógica de clase se efectúa de maneras más o menos explícitas.
Están quienes postulan abiertamente la necesidad de abandonar el concepto de clases
sociales. El “fin del trabajo” o el fin de la “sociedad salarial”, el paso de la producción
basada en la explotación masiva de fuerza de trabajo a una nueva producción basada
en computadoras y en la “especialización flexible”, la “terciarización” de la sociedad,
y la correlativa “desaparición de la clase obrera” y la emergencia de “identidades
acotadas”, son sus argumentos más comunes. También aluden, ya en atención a la
dimensión política de los procesos sociales, a la disminución de la importancia de la
clase obrera como fuerza social, establecida a partir de la ausencia de actividades
revolucionarias sostenidas, al tiempo que identifican “nuevos focos de interés
político”, “nuevos lugares de antagonismo”, que vienen a reemplazar la antigua
centralidad de las contradicciones de clase. En contraste con las reivindicaciones
obreras, surgen reivindicaciones parciales y acotadas articuladas en los “nuevos
movimientos sociales”, precisamente definidos por el hecho de que sus bases y
consignas trascienden los límites de las clases.
También se encuentran los que no entran de lleno en la discusión acerca de la
pertinencia del concepto de clases sociales pero que, en el desarrollo de sus discursos
teóricos, suplantan de hecho la explicación basada en la problemática de las clases
por otra diferente y hasta opuesta, produciendo así con sus intervenciones efectos
similares. Nos referimos a las interpretaciones acerca de la sociedad y de la política
que giran en torno a supuestos y nociones tan diversos como los de hombre dueño de
sus actos y sujeto de derechos; clasificación de las sociedades en base a la dicotomía
democracia/ totalitarismo; principios de igualdad y libertad como estructurantes de la
sociedad democrática; espacio público como lugar de la libertad política;
indeterminación y ambigüedad de lo social. O también, ciudadanía en tanto participación
de los individuos en la determinación de las condiciones de su propia asociación;
decisión política como producto de la deliberación pública de ciudadanos libres e
iguales; sociedad civil como espacio de participación ajeno a las prácticas estatales;
poder pulverizado en una pluralidad infinita de micropoderes; contrato social entre
iguales como principio generador de lo social; neoindividualismo, multiculturalismo
e hibridación como rasgos de una sociedad posmoderna.
Frente a la proliferación de estos “nuevos” temas y categorías, de los que hoy en día
gusta mucho hablar, nos atrevemos a afirmar que no se ha inventado aún un
concepto para la explicación de la sociedad y la historia capaz de suplantar en su
eficacia al concepto de clases sociales.
Para que deje de ser pertinente el análisis de clase tendría que desaparecer, no sólo el
capitalismo con sus contradicciones de clase específicas, sino la división misma entre
propiedad y no propiedad de los medios de producción, o lo que es lo mismo, el
divorcio entre los trabajadores directos y los medios de producción. No cabe duda
alguna, salvo para ciertas posiciones deliberadas, de que el capitalismo no sólo sigue
existiendo sino que se ha expandido en forma prodigiosa en todo el mundo
sometiendo o disolviendo los otros tipos de relaciones sociales. Y con el capitalismo
siguen existiendo las relaciones de explotación económicas y de dominación-
subordinación político-ideológicas que le son propias. Es decir, siguen existiendo las
clases y las relaciones de clase.
Por supuesto, las clases sociales y sus fracciones y capas (burguesía industrial,
burguesía comercial, burguesía financiera, proletariado, pequeña burguesía
tradicional, nueva pequeña burguesía, etc.) así como las relaciones que mantienen
entre sí han sufrido, no cabe duda, transformaciones importantes en las últimas
décadas. Aunque este tipo de procesos exige un análisis particular para cada
formación social concreta, pueden mencionarse a modo de ejemplo las variaciones en
el número de agentes de la clase obrera, así como en el de los asalariados no
productivos y en el de los diversos “independientes” y “funcionarios de Estado”, la
feminización del trabajo asalariado no productivo, la reducción de las diferencias
salariales entre el trabajo obrero y el de ciertas fracciones de la nueva pequeña
burguesía, la degradación de las condiciones de vida de estas últimas, y la
descalificación y el desempleo en el trabajo intelectual. Pero las transformaciones
actuales sólo pueden significar una “desaparición” de las clases propias del
capitalismo en la mente de aquellos que creen que las clases se definen según
ingresos, estilos de vida, actitudes mentales, motivaciones psicológicas, etc. en un
momento histórico determinado. Al variar esos atributos sacan la conclusión de que
tal o cual clase, en tanto agregado de individuos en una determinada situación, ya no
existe. Confunden así estas variaciones con cambios estructurales en la conformación
de las clases.
Los cambios en las condiciones de vida o en los ingresos de los miembros de las
diferentes clases o los que afectan la importancia numérica de las mismas o los
referentes a sus posiciones en las relaciones de fuerza, son procesos que afectan a las
clases sociales, pero de ninguna manera desmienten su existencia.
Además, si se parte de pensar -como lo hacen los mejores exponentes de la teoría
marxista- que el análisis de las clases (entendidas como lugares objetivos en el
conjunto de las prácticas sociales) consiste en una explicación de sus
fraccionamientos, de sus formas sucesivas y de sus contradicciones, de los procesos
de descomposición, reestructuración y reagrupación, entonces, el cambio resulta
inherente a la existencia misma de las clases.
No es fácil imaginarse cómo en el seno de unas relaciones sociales capitalistas podría
disolverse la clase obrera, esto es, cómo podría desaparecer el trabajo y la producción
basada en la explotación de fuerza de trabajo que, como lo demostrara Marx, constituye la base de la producción de plusvalía (la que, a su vez, define al
capitalismo como tal). Es cierto que la clase obrera puede registrar una disminución
numérica en un país o conjunto de países (por la importancia creciente de la
exportación del capital de ese país, por los cambios en la división mundial del
trabajo, por el aumento de la productividad del trabajo) pero no por ello desaparece
el lugar que ésta ocupa en la estructura social. Una clase puede “disolverse” sólo si
las relaciones de producción que provocan su emergencia desaparecen. Por lo tanto,
sólo si las relaciones capitalistas son radicalmente trastocadas (como las relaciones
feudales lo fueron en su momento) pueden las clases que le son propias dejar de
existir (y aún así esto ocurriría como producto de un larguísimo proceso y de
encarnizadas luchas).
Por otro lado, y en relación a la problemática de los movimientos sociales, es
preciso preguntarse seriamente si los llamados “nuevos movimientos sociales”
vienen a dar por tierra como presumen algunos con las contradicciones de clase. ¿No
será que las “identidades blandas” (de género, de raza, generacionales, religiosas,
etc.) no sustituyen a las “viejas” identidades (de clase, nacionales) sino que coexisten?
Lo que se cuestiona en los enfoques de moda no es la atención prestada a los “nuevos
sujetos” sino el hecho de que los coloquen como eje exclusivo del análisis social y
político, expulsando totalmente la categoría de lucha de clases. Además, respecto de
esta “novedad” habría que preguntarse con Grüner si no se trata más bien de la
emergencia teórico-discursiva y académica de unas identidades que existieron
siempre en la “realidad”.
No es entonces que no existan desigualdades específicas y concentradas en
determinados conjuntos de agentes sociales (mujeres, jóvenes, minorías raciales, etc.)
distintas de las desigualdades de clase. La división en clases no es el terreno
exhaustivo de constitución de todo poder: las relaciones de poder desbordan a las
relaciones de clase. No son su simple consecuencia ni tienen formas idénticas. Pero lo
que es cierto es que tales desigualdades o tales relaciones de poder -las relaciones
hombre/ mujer, por ejemplo-, sin perder su especificidad, están atravesadas por la
división en clases. La posición de subordinación de la mujer en la clase obrera no se
equipara sin más a la de la mujer en la clase burguesa.
Por otra parte, el ajuste de cuentas con las interpretaciones articuladas en torno a la
problemática de los derechos, la ciudadanía y el contrato social requeriría de un
trabajo minucioso. Aquí simplemente diremos que la inflación de las nociones de
sociedad civil, espacio público, ciudadanos, y sus acompañantes habituales, conduce
a pensar la sociedad como un aglomerado de voluntades individuales, malogrando
de este modo uno de los grandes aportes de la sociología desde Marx y Durkheim,
que consiste en pensar a la sociedad como una realidad sui generis que excede a los
individuos. Se podría decir entonces que el éxito de tales perspectivas menoscaba lo
que tradicionalmente ha sido considerado el objeto propio de la sociología.
En fin, el renombre de las tesis sobre la diseminación del poder (que enlazan
perfectamente con la problemática de los movimientos sociales y con la de los
derechos ciudadanos individuales) tiene consecuencias teórico-políticas de
importancia. La primera de ellas consiste en suponer, contra todas las evidencias
teóricas y prácticas, que la clase dominante -su organización, sus estrategias, sus
intereses- habría desaparecido o que su poder se habría disuelto. Pero, ¿qué son, por
ejemplo, las políticas neoliberales sino el fruto de la hegemonía de la burguesía
monopolista ligada a los capitales transnacionales sobre los intereses de las clases
populares? Negar, aunque sea por omisión, la existencia de una clase dominante
conduce directamente al voluntarismo y a las visiones utópicas al momento de
analizar las alternativas políticas de las organizaciones populares.
Hasta aquí hemos planteado la cuestión del desplazamiento del análisis de clase en
términos más bien generales tratando de dar cuenta de sus formas más habituales.
Ahora bien, este desplazamiento asume formas específicas en los diferentes campos
de problemas. Cada uno de ellos podría ser objeto de un análisis particular. En lo que
sigue se estudiarán algunos aspectos de la obra de Arendt y de las investigaciones en
torno a la exclusión social con el fin de ilustrar los modos que puede asumir la
renuncia a la lógica de clase en campos temáticos particulares.
La recuperación actual de Hannah Arendt
La incorporación a nuestro análisis de un pensamiento filosófico como el de Hannah
Arendt no es caprichosa; se justifica por el lugar que se le otorga hoy a su obra en las
ciencias sociales, fundamentalmente en la teoría sociológica, la historia y la teoría
política. La novedosa recurrencia a la obra de Arendt expresa, a nuestro entender,
una revitalización del humanismo teórico. Humanismo que tiene como efecto preciso
velar la división de la sociedad en clases. Esto es lo que se pretende demostrar, para
lo cual es necesario retomar algunas ideas fuertes de su pensamiento.
En La condición humana, su obra más leída, Arendt parte de la tradicional distinción
filosófica entre dos formas de vida, la vida activa y la vida contemplativa,
proponiéndose como objetivo desentrañar “qué hacen los hombres cuando actúan”.
Distingue tres actividades fundamentales y permanentes de la condición humana
que conforman en su conjunto la vida activa: labor, trabajo y acción. La labor designa
la actividad por la cual los hombres producen lo necesario para alimentar los
procesos biológicos del cuerpo. El trabajo fabrica el mundo “artificial” de objetos
duraderos y necesarios para albergar el cuerpo humano. La acción, en su sentido más
general, significa tomar la iniciativa, comenzar algo, hacer lo inesperado. Es la
actividad que pone directamente en relación a los hombres entre sí sin
intermediación de objetos. Es en la acción donde más se percibe la diferencia del
hombre con el resto de la naturaleza. Sólo ella es exclusividad del hombre.
Y es mediante la acción (unidad de acto y discurso) que los hombres se diferencian
entre ellos, se presentan unos a otros como hombres y se insertan en el mundo
humano. Esa inserción no responde a la necesidad, como la labor, ni es provocada
por la utilidad, como el trabajo. Para Arendt la acción, que equivale a libertad, es la
que ocupa la posición más elevada entre las actividades de la vida activa.
Se entiende entonces que la autora discrimine distintos grados de realización de la
condición humana a través de la historia en función de la acción:
– En la antigüedad greco-romana, la acción se valora por encima de la labor y del
trabajo. Sólo el hombre capaz de acción, que participa de los asuntos públicos y cuya
vida, por lo tanto, va más allá de la mera sobrevivencia, es juzgado como plenamente
humano. El hombre político es para los antiguos aquel que en la esfera de la polis
aspira a la excelencia, a distinguirse, a alcanzar la gloria a través de la acción. – La época moderna se caracteriza por la primacía de la definición del hombre como
fabricante de útiles y por el intento de excluir al hombre político (es decir, al hombre
que actúa y habla) de la esfera pública. Ello en clara contraposición a la antigüedad
que se representa al hombre como animal político excluyendo al homo faber. Se trata
así de una sociedad que juzga a los hombres no como personas sino como
productores. – Con la era contemporánea adviene el apogeo del animal laborans. Éste, a diferencia
del homo faber (que está capacitado para tener una esfera pública propia aunque no
sea una esfera política propiamente hablando: el mercado de cambio) se caracteriza
por su incapacidad de establecer una esfera pública. En las sociedades
contemporáneas, donde se ha reemplazado el trabajo por la labor, todas las
actividades humanas se consideran como medios para asegurarse los artículos de
consumo en forma abundante.
A partir de esta caracterización que hace Arendt de las distintas épocas históricas
(antigua, moderna y contemporánea) quedan de manifiesto a nuestro entender dos
aspectos de su teoría cargados de consecuencias fuertes.
Uno, que su criterio de periodización de la historia se basa en valores y es, por lo
tanto, idealista. Las distintas épocas (o sociedades) se diferencian unas de otras
fundamentalmente por su jerarquía valorativa. Así, por ejemplo, la modernidad se
caracteriza por una inversión de la jerarquía valorativa antigua: la contemplación
deviene sin sentido, el espacio para la acción se reduce y en su lugar se glorifica el
trabajo.
El otro, que su discurso tiene un fuerte componente normativo. Hay, por ejemplo, una
exaltación de la época antigua (basada en que los griegos tenían en alta estima a la
acción, a la política y a la esfera pública) y un desprecio por la condición humana
contemporánea (basado en consideraciones inversas: la acción pierde su superior
consideración y es sustituida por la simple conducta, mientras que la política,
despojada de su dignidad, se vuelve función de la sociedad, de la economía). Si bien
esta normatividad no es extraña en el plano de la filosofía política, merece en este
caso una atención especial en la medida en que el discurso de Arendt es apropiado
por intelectuales de disciplinas que se pretenden científicas. Esa apropiación produce
los mismos efectos de obturación del conocimiento científico que provoca toda
filosofía idealista.
Pero idealismo y normativismo no son los únicos aspectos que interesan a un análisis
crítico como el que aquí se pretende. El modo en que Arendt redefine algunos de los
conceptos centrales del pensamiento social y político no es sino una nueva puesta en
escena del viejo repertorio humanista.
En efecto, según Arendt, la historia es producto de las iniciativas humanas, es
resultado de la acción conjunta de los hombres. La acción, prerrogativa exclusiva de
los hombres, se define por su constitutiva libertad e impredecibilidad. El poder no es
coacción sino consenso, capacidad de los hombres de ponerse de acuerdo. La política
no designa una “relación entre dominadores y dominados” sino la posibilidad de un
ámbito plural en el que quienes participan se revelan como individuos únicos y
distintos. El espacio público es el lugar donde las decisiones son producto de la
deliberación y de la argumentación, es el terreno por excelencia de la libertad.
En todas esas afirmaciones la noción de hombre (y su acepción disfrazada, los
hombres) juega un papel teórico fundamental: es el hombre el sujeto de la historia y el
protagonista de la política. Son los hombres quienes actúan en el espacio público y
quienes construyen el poder. Es justamente esta centralidad de la noción de hombre,
a la que es concomitante una visión de la sociedad como sumatoria de individuos, la
que excluye la posibilidad de explicar la sociedad y la historia en términos de clases, y
la que permite a su vez calificar el discurso de Arendt como manifestación del
humanismo teórico (tal como lo definió Althusser). En efecto, las preguntas a las que
responden sus definiciones y desarrollos son propias de una problemática
humanista: ¿qué son los hombres?, ¿cuáles son las condiciones y cuáles son las
actividades propias de la vida humana?, ¿cómo considerar la condición humana
actual?, ¿quién o quiénes hacen la historia?, etc.
De más está decir entonces que la preocupación por las clases está excluida del
horizonte teórico de Arendt. Directamente no habla de “clases” y cuando en una
conferencia la interrogan por su desapego respecto de las cuestiones políticas
concretas y por la utilización de ciertas categorías en desmedro de la de clases, su
respuesta consiste en limitar la “cualidad reveladora” del concepto de clases al siglo
XIX. “Clase” dice es una palabra “abstracta”, que habría que examinar críticamente
para saber “si todavía se sostiene o si debería ser cambiada”.
Volviendo al tema del carácter humanista del pensamiento de Arendt, convengamos
que para quien practique una lectura que descomponga su texto en “elementos”,
dicho carácter no será evidente ni mucho menos. Si se toman pasajes aislados pueden
encontrarse elementos discordantes respecto del humanismo teórico e incluso
proposiciones en las que la autora aparentemente intenta descolocarse en relación a
él. Un buen ejemplo es su afirmación de que los hombres son actores no autores de la
historia, que interpretan personajes que no escribieron. Pero este método analítico de
descomposición del texto en elementos impide plantear la cuestión decisiva del
sentido global del texto. Lo importante es que esos elementos están inscriptos en un
dispositivo cuya dirección determinante y dominante (esto es, cuya problemática) es
humanista.
En efecto, más allá de sus recaudos, de su preocupación por diferenciarse de las
filosofías que tratan de la “naturaleza humana” y por enunciar que no se puede
hablar de una “esencia humana genérica”, su dispositivo conceptual funciona de
hecho sobre la base de una condición humana predicable a cualquier individuo
concreto. Todos los hombres quedan definidos por una esencia común,
independiente del lugar que ocupan en la estructura social, y esa esencia no es otra
que la capacidad de acción. Igualación perversa: el burgués y el obrero son ambos
capaces de acción y sus diferencias quedan anuladas.
La problemática de Arendt se opone (incluso explícitamente) a las filosofías de la
historia en las que “el hombre que actúa es excluido de la historia”, a la vez que se
articula en torno a la idea neurálgica de que en el ámbito de los asuntos humanos hay
un “taumaturgo”, y que ese taumaturgo es el propio hombre, un ser dotado para
hacer milagros, poseedor del don de la acción, en definitiva, de la capacidad
distintiva de ser libre.
La idea de libertad ocupa un lugar central en su pensamiento. Si las concepciones de
Arendt de la acción, la política, el poder, el espacio público en buena medida se
superponen, resultando difícil determinar la especificidad de cada una de ellas, es
porque a todas subyace una idea común: la idea de libertad. La acción es ella misma
ejercicio de la libertad; el sentido de la política es la libertad, o lo que es lo mismo, “la
libertad o el ser-libre está incluido en lo político y sus actividades”. El poder surge de
la comunicación de hombres libres y la esfera pública, sostenida por ese poder, es
asimismo el “reino de la libertad”.
Así como existe para Arendt algo llamado los hombres en general, existe la libertad en
general. La libertad es la libertad del hombre, una libertad conforme a su esencia, una
libertad no determinada socialmente. Esta forma de pensar la libertad en abstracto la
vacía de contenido histórico. Impide pensar las distintas formas de libertad e
igualdad tal como están definidas y determinadas por la situación concreta de la
lucha de clases.
En definitiva, la importancia de plantear el problema del humanismo teórico radica
en que las categorías de hombre y libertad expresan una relación de fuerza en el campo
de la teoría con implicancias políticas. En el caso particular de Arendt, sus supuestos
más abstractos acerca de la libertad humana la conducen, al emprender un análisis
concreto como es el de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, a
plantear la cuestión de las actitudes frente al holocausto en última instancia en
términos de resistencia individual.
Arendt entiende la resistencia como una capacidad individual derivada de la libertad
inherente al hombre, y piensa cediendo a un voluntarismo sorprendente que la
resistencia y la acción no violenta poseen el formidable poder de frenar la ofensiva de
un “contrincante que tiene medios de violencia ampliamente superiores”.
En tal sentido, postula en dicha obra la idea polémica de que la ausencia de
resistencia frente al totalitarismo nazi por parte de cada una de las víctimas y en
general de cada ciudadano (tomados en sí mismos, es decir, en tanto individuos),
facilitó la implementación de la “solución final”. Esta doblegación no era para ella
“necesaria” o “inevitable”, pues siempre es posible el “milagro” de una acción
excepcional. Los hombres pueden resistir precisamente porque son libres. En
definitiva, Arendt confía en la enorme potencialidad de la libertad humana, aún en
las circunstancias más adversas.
De tal modo, la problemática de Arendt produce los efectos políticos de todo
humanismo teórico, que consisten en ocultar, bajo la ilusión de que los individuos
son omnipotentes como hombres, las posibilidades de los hombres concretos
(portadores de relaciones sociales, o sea, de relaciones de clase) de organizarse en
torno a sus intereses materiales de clase. Que se nos entienda: lo que aquí criticamos
no es, naturalmente, el valor de la libertad en tanto consigna política u objetivo de las
luchas sociales, sino la pretensión teórica de explicar la historia y la sociedad
partiendo del sujeto libre, de la acción humana, de la libertad individual.
En síntesis, lo que interesa resaltar es que el actual consumo en ciencias sociales de
categorías filosóficas humanistas como las de Arendt es un índice del abandono de
los conceptos indispensables para explicar científicamente las sociedades: modo de
producción, formación social, relaciones de producción, lucha de clases, clases,
dominación, ideología, aparatos de Estado, etc. Se sustituye de este modo el objeto
específico de la teoría, así como su pretensión científica. Los conceptos precisos y
rigurosos, producidos por la práctica teórica, son reemplazados por las viejas
nociones vagas y abstractas de la filosofía política, nociones que prentenden revelar
el sentido de la historia, de la política y del poder. Así, el discurso de Arendt, al
pretender “modernizar” las categorías filosóficas, paradojalmente incurre en un
anacronismo: vuelve al siglo XVIII.
La problemática de la “exclusión”, la “pobreza” y las “nuevas desigualdades”
El desuso y la deslegitimación de los conceptos fuertes de la ciencia social no sólo
puede descubrirse en las ciencias sociales a través del hecho sintomático de la
recuperación en ellas de ciertos discursos filosóficos. También encuentra
manifestación en el campo de análisis particular de la “estructura social” -o con la
expresión más laxa que se prefiere usar ahora, el de la “cuestión social”-. En este
terreno, los análisis se enmarcan cada vez más en la problemática de la integración y
exclusión sociales. Si hace tres o cuatro décadas la estructura social era definida como
la articulación de las diferentes clases y fracciones de clase en los diferentes niveles
(económico, político, ideológico) de una formación social, siendo el concepto clave el
de “clases sociales”, hoy los estudios se articulan en cambio alrededor de otras
nociones. El uso de determinadas palabras y no de otras no es arbitrario creemos
sino que, por el contrario, es síntoma de una problemática teórica determinada. Ya no
se habla de “proletariado” o de “clase obrera” por citar un ejemplo sino de
“pobres”, “vulnerables” y “excluidos”.
Estamos ante una nueva forma de enfocar la composición social, que se hace evidente
por la irrupción en dicho campo de análisis de una serie de nociones -“exclusión”,
“inclusión”, “vulnerabilidad”, “heterogeneidad”, “fragmentación”, “nuevos pobres”,
“nuevas desigualdades”, etc.- que pretenden ser las categorías explicativas de una
“nueva” realidad. Se subraya la importancia de ciertos cambios radicales ocurridos
en los últimos tiempos en la estructura económico-social que justificarían un
desplazamiento del concepto de clases sociales. La capacidad explicativa de este
concepto respecto de la estructura o bien quedaría reducida o bien desaparecería.
Quienes predican el abandono del concepto de clase como categoría central para el
análisis de lo social generalmente lo hacen porque entienden que de hecho en las
sociedades actuales las clases, ya sea como conjuntos de agentes en una situación
común, ya sea como actores o fuerzas políticas eficaces, pierden relevancia. Es más,
lo que definiría la especificidad de estas sociedades es la aparición de fenómenos que
“no remiten a las categorías antiguas de la explotación” (Rosanvallon). Se habla
entonces de nueva cuestión social, de nueva era de las desigualdades, de nuevas
formas de pobreza, etc.
La contradicción clase dominante/ clases dominadas es reemplazada en los estudios
por la contradicción excluidos/ integrados. ¿Qué se designa con estos términos? La
exclusión e inclusión son referidas básicamente (aunque no exclusivamente) al
mercado de trabajo. Se define como “excluidos” a aquellos que no pertenecen a la
clase obrera porque no son explotados mediante el trabajo y que al mismo tiempo no
forman parte del ejército de reserva porque no pueden reemplazar directamente a los
ocupados, ya que no tienen la calificación requerida por los novedosos sistemas
productivos. Se trataría de una “población excedente” ni siquiera explotable.
Algunos de los que participan de esta problemática consideran que la estratificación
en clases es reemplazada por una estratificación más fragmentaria, por un sistema
estratificado individualmente. Esta es la conocida posición de Rosanvallon, según la
cual el enfoque estadístico clásico es inadecuado para comprender a los “excluidos”,
puesto que éstos no conformarían una categoría o clase sino que resultarían de
procesos biográficos particulares, de trayectorias individuales. La extrema pobreza
está inscripta en una “historia personal” sostiene lo cual dificulta toda posible
explicación estadística y sociológica. Esta “individualización de lo social” exige que
se empiecen a diseñar desde la acción social ayudas diferenciadas. Las políticas
estatales deben adecuarse entonces a sus nuevos sujetos: ya no se trata de grupos o
clases, en tanto poblaciones relativamente homogéneas, sino de individuos en
situaciones particulares.
En un sentido más global, nos encontraríamos en una nueva era de las desigualdades
(Fitoussi y Rosanvallon) producto de la superposición de dos fenómenos: la
ampliación de las desigualdades tradicionales o estructurales y la aparición de
nuevas desigualdades calificadas de dinámicas.
Esas nuevas desigualdades tienen que ver con diferencias “intracategoriales”, es
decir, originadas en posiciones diferentes frente al empleo y al desempleo dentro de
una misma categoría. Se trata de desigualdades de género, intergeneracionales,
geográficas, de acceso al sistema financiero, etc. La multiplicación de dichas
desigualdades implica una pérdida de los fundamentos de clase: individuos
pertenecientes a una misma categoría pueden ocupar lugares muy diferentes en
cuanto al acceso al empleo, a las prestaciones sociales, a los bienes culturales, a la
educación, etc. La igualdad de trayectorias ya no garantiza la misma carrera salarial.
La problemática, hoy hegemónica, de la “cuestión social” merece una serie de
consideraciones. Supone, al mismo tiempo y erróneamente, una extrema
simplicidad de la estructura social de las décadas anteriores y de las teorías que
intentaban dar cuenta de ella (en primer lugar, la marxista). Tal simplicidad
contrastaría claramente con la mayor “complejidad” de los fenómenos actuales,
necesitados de enfoques igualmente complejos.
Pero lo cierto es que nunca una estructura social estuvo formada sólo por dos clases
sociales, y menos aún por clases estáticas e indiferenciadas internamente. Las clases
sociales de una formación social, sea ésta del siglo XVIII, XIX o XX, no sólo sufren
constantes transformaciones (que no son otra cosa que el resultado de la lucha que
mantienen entre sí) sino que además están internamente divididas en fracciones y
capas de acuerdo a importantes diferencias económicas, políticas e ideológicas.
Los enfoques actuales de la exclusión describen una serie de fenómenos reales (un
aumento espectacular de la desocupación, mayor vulnerabilidad en los empleos,
empeoramiento de las condiciones de vida de grandes sectores de la población, etc.)
pero se equivocan al momento de explicarlos. Esa desocupación, esa precariedad y
ese empobrecimiento, en términos muy generales, no son otra cosa que efectos
precisamente de la correlación de fuerza entre las clases que coloca actualmente en
una posición dominante a la fracción monopólica de la burguesía.
En lugar de considerar esos procesos como transformaciones inducidas por la
expansión del capitalismo en las diferentes clases, se los coloca como base de la
emergencia de un nuevo tipo de sociedad, cualitativamente distinta a las “sociedades
de clases” conocidas hasta ahora.
Ahora bien, decir que los procesos actuales son el efecto de las contradicciones de
clase si bien es estrictamente necesario no es suficiente por sí mismo: es preciso
investigar en cada formación social concreta (no es lo mismo, por ejemplo, una
formación central que una periférica) las formas históricas enteramente específicas de
las relaciones entre las clases, fracciones, capas, categorías sociales, aparatos de
Estado, etc. (análisis de coyuntura).
En síntesis, no se trata de impugnar sin más el conjunto de problemas designado por
los análisis inscriptos en la problemática de la exclusión y la integración sociales sino
de denunciar su pretensión de abordarlos como ajenos a la dinámica de las clases
sociales. Lo que aquí sostenemos es que tales problemas sólo pueden ser
verdaderamente explicados a luz de la teoría marxista de las clases, que por otra
parte está muy lejos de constituir un enfoque simplista de lo social.
Bibliografía
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