Semiótica, cultura y comunicación

SEMIÓTICA, CULTURA Y COMUNICACIÓN. LAS BASES TEÓRICAS DE ALGUNAS CONFUSIONES CONCEPTUALES ENTRE LA SEMIÓTICA Y LOS ESTUDIOS DE LA COMUNICACIÓN

Por Carlos Vidales

Presentación

El artículo que aquí se presenta tiene su antecedente inmediato en un trabajo previo (Vidales, 2008d) en el cual se bosquejó un primer acercamiento a la forma en que se ha establecido la relación entre la semiótica y los estudios de la comunicación. En ese momento se argumentó que algunos lugares comunes sobre la semiótica y el estudio de la comunicación quizá podrían tener un origen similar que se remonta a los años setenta y ochenta con los trabajos de Umberto Eco y los de Iuri M. Lotman, los cuales ya habían planteado un lazo de interdependencia entre semiótica, cultura y comunicación.

Sin embargo, lejos de poder establecer un estado actual de la semiótica de la cultura o de las reflexiones sobre la cultura dentro de los estudios de la comunicación, ese primer acercamiento evidenció una doble problemática: primero, la reducción de la semiótica de una lógica general a una herramienta metodológica en los estudios de la comunicación producto de la confusión en el uso de los conceptos y sistemas conceptuales devenidos de la semiótica y; segundo y más importante, evidenció las consecuencias de la incorporación a la semiótica del pensamiento sistémico.

De este segundo reconocimiento nace el argumento central que aquí se desarrolla, dado que la incorporación del pensamiento sistémico ha transformado a la cultura de un concepto de espacio a un concepto de configuración y a la comunicación de un proceso de intercambio a un producto de la complejización progresiva de los sistemas semióticos.

Sin embargo, al mismo tiempo que se reconocen las implicaciones y consecuencias de la incorporación del pensamiento sistémico a la reflexión semiótica, es necesario reconocer una segunda problemática vinculada a la relación de la semiótica con los estudios de la comunicación, relación que ha generado un espacio de confusión y malentendidos conceptuales.

Como ya se ha afirmado, tanto los trabajos de Umberto Eco como los de Iuri M. Lotman se encuentran estrechamente vinculados tanto a la semiótica como a los estudios de la comunicación, pues lo que ambos hicieron fue plantear, desde la base semiótica, una forma de conceptualizar a la comunicación, llegando ambos a plantear «modelos» comunicativos de análisis como un intento formal de entender los fenómenos no sólo de comunicación, sino de la cultura en general.

Lo anterior permite establecer el segundo problema, dado que sugiere que el elemento de enlace entre la semiótica y los estudios de la comunicación, no es el reconocimiento de la epistemología semiótica para el estudio de los procesos culturales, sino la cultura y la comunicación como conceptos compartidos. Por lo tanto, lo que aquí se sostiene es que la semiótica y los estudios de la comunicación comparten a la «cultura» y la «comunicación» como palabras, pero no como conceptos y mucho menos como elementos constructivos.

Por otro lado, pese a que Eco y Lotman comparten a la comunicación y la cultura como conceptos centrales y al marco semiótico como teoría general, en realidad no comparten la misma lógica constructiva. En el primer caso, ambos conceptos se desarrollan en el marco de una teoría estructural, mientras que en el segundo caso, ambos son desarrollados desde el punto de vista sistémico.
Este es un elemento clave para entender no sólo el movimiento posterior de la relación de ambos programas con los estudios de la comunicación, sino, sobre todo, para entender el origen de algunos malentendidos sobre la incorporación de la semiótica a los estudios de la comunicación. Mientras la cultura desde el programa estructural sigue funcionando como concepto de contextualización espacio-temporal, desde la perspectiva sistémica se transforma, pasa de ser un concepto de espacio a ser un concepto de configuración.
Y en eso consiste el trabajo que aquí se presenta, es decir, en reconocer las características de la cultura y la comunicación en el marco de la semiótica de Umberto Eco y en la semiótica de Iuri Lotman con la finalidad de estudiar, sobre la base ya explícita de ambos sistemas conceptuales, la transformación ontológica y epistemológica de la cultura y la comunicación así como algunos malentendidos que se han producido en los estudios de la comunicación cuando éstos han decidido incorporar a sus estudios la perspectiva semiótica. Por lo tanto, estos tres momentos son los que corresponden a las tres secciones en las que se encuentra organizado el trabajo y las cuales se desarrollan a continuación.
Cultura y comunicación: el legado estructural de Umberto Eco
Como ya se ha mencionado en la presentación a este trabajo, en vías al reconocimiento de la primera problemática referida a la transformación ontológica y epistemológica de la cultura y la comunicación, es necesario partir por hacer explícitos los sistemas conceptuales y los principios constructivos desde donde se pretende establecer la relación, es decir, es necesario hacer explícito tanto el sistema conceptual de Umberto Eco como el de Iuri M. Lotman así como sus conceptos fundamentales y sus principios constructivos .
De lo que se trata es, por tanto, de establecer los criterios epistemológicos desde donde se construyen conceptualmente tanto a la comunicación como a la cultura en ambos programas, por lo que se comenzará, por criterios analíticos, por explicitar la propuesta de Umberto Eco, quien formuló en los años sesenta tres hipótesis fundamentales sobre la cultura, la significación y la comunicación en el marco de la explicitación de los límites naturales de la investigación semiótica, los cuales habrían de darle forma a lo que llamaría el «umbral superior» y el «umbral inferior», límites fuera de los cuales determinado fenómeno ya no es considerado semiótico o como responsabilidad de la semiótica .

La propuesta que realizó Umberto Eco en los años sesenta está basada en la idea de que la cultura por entero es un fenómeno de significación y de comunicación, lo que tiene como principal consecuencia que humanidad y sociedad existan sólo cuando se establecen relaciones de significación y procesos de comunicación, es decir, la semiótica cubre todo el ámbito cultural, por lo tanto, el conjunto de la vida social puede verse como un proceso semiótico o como un sistema de sistemas semióticos.
Estas primeras consideraciones le van a permitir plantear las tres hipótesis referidas, a saber, a) “la cultura por entero debe estudiarse como fenómeno semiótico; b) todos los aspectos de la cultura pueden estudiarse como contenidos de una actividad semiótica y c) la cultura es sólo comunicación y la cultura no es otra cosa que un sistema de significaciones estructuradas” (Eco, 2000:44).
Para Eco (1999a), la primera hipótesis convierte a la semiótica en una teoría general de la cultura y, en un momento dado, en un sustituto de la antropología cultural. Sin embargo, el reducir toda la cultura a comunicación no significa reducir la vida material a una serie de acontecimientos mentales puros, es decir, no quiere decir que la cultura sólo sea comunicación sino que ésta puede comprenderse mejor si se estudia e investiga desde el punto de vista de la comunicación.
Por su parte, la segunda hipótesis implica tan sólo una posibilidad, una forma de aproximación al fenómeno de la cultura. Por último, la tercera hipótesis es la más seria, dado que implica a la semiótica no como forma de aproximación sino como forma de estructuración, como elemento de organización y configuración de la cultura. Aunque Eco reconoce esta tercera hipótesis como la más radical, su desarrollo posterior parece transitar en este sentido, es decir, más que en el análisis, en la construcción de un modelo semiótico de la cultura. De esta forma, lo que emerge al final es, implícitamente, una forma especial de comunicación.
Hablar del desarrollo posterior de la semiótica de Eco es hablar de su teoría de los códigos y de la producción de los signos, propuesta que se convierte, junto a la propuesta de Lotman, en un intento por sintetizar y superar dos programas sumamente diferentes, el de Peirce y el de Saussure, lo cual se hace evidente en su consideración de sistemas codiciales y de producción sígnica.
Para Eco, el código asocia un vehículo-del-signo con algo llamado su significado o su sentido, es decir, un signo es cualquier cosa que determina que otra diferente se refiera a un objeto al que ella misma se refiere en el mismo sentido, de forma que el interpretante, se convierte a su vez en un signo y así sucesivamente hasta el infinito. “En este continuo movimiento, la semiosis transforma en signo cualquier cosa con la que se topa. Comunicarse es usar el mundo entero como un aparato semiótico” (Eco, 1973:90). Como se puede observar, desde un comienzo aparece en el horizonte constructivo el elemento comunicativo.
En sus primeros bosquejos, Eco había retomado parte del programa saussureano para la explicación de su punto de vista sobre lo comunicativo y lo cultural, expandiendo así el modelo lingüístico inicial hacia otro tipo de materialidades, lo que trajo evidentemente algunas complicaciones. En la Lingüística, de la unidad sígnica se puede pasar a unidades más pequeñas como los morfemas o los lexemas, lo que acarrea en Eco una primera pregunta: ¿a qué nos referimos al hablar de unidad semántica o unidad cultural? ¿Cuál es su forma de existencia? (Eco, 1973).
Según Eco, la cultura divide todo el campo de la experiencia humana en sistemas de rasgos pertinentes. Así, “las unidades culturales, en su calidad de unidades semánticas, no son sólo objetos, sino también medios de significación y, en ese sentido, están rodeadas por una teoría general de la significación” (Eco, 1973:100).
En consecuencia, una unidad cultural no sólo mantiene una especie de relación de oposición de carácter semántico con otras unidades culturales que pertenecen al mismo campo semántico, sino que, además, está envuelta en una especie de cadena compuesta por referencias continuas a otras unidades que pertenecen a campos semánticos completamente diferentes, por lo que una unidad cultural no es sólo algo que se opone a algo, sino algo que representa algo diferente, es decir, un signo (Eco, 1973).
Esta primera consideración implica que la investigación semiótica se extienda más allá de las materialidades verbales hacia unidades culturales más diversas, cuya particularidad específica es que su posición es producto de sus relaciones. El punto central es comprender que estas unidades culturales no son independientes, sino dependientes de sus relaciones con otras unidades.
Lo anterior lleva a Eco a plantear una primera condición de la cultura, a saber, “la cultura surge sólo cuando: a) un ser racional establece la nueva función de un objeto, b) lo designa como el «objeto» x, que realiza la función y, c) al ver al día siguiente el mismo objeto lo reconoce como el objeto, cuyo nombre es x y que realiza la función y” (Eco, 1973:108).
Éste es precisamente el origen de las primeras hipótesis aquí anotadas, al suponer que dentro de la cultura cualquier entidad se convierte en un fenómeno semiótico, por lo que las leyes de la comunicación se convierten en las leyes de la cultura.
Así, la cultura puede estudiarse por completo desde un punto de vista semiótico y a su vez la semiótica es una disciplina que debe ocuparse de la totalidad de la vida social. Éste es el contexto de la emergencia del modelo comunicativo de Eco, el cual había sido bosquejado en el marco de la propuesta de una teoría semiótica y de la cultura a finales de los años sesenta, específicamente en 1968 con la publicación de La estructura ausente.
Sin bien el mismo Eco reconoce algunos problemas de esta primera obra, la cual será completada más tarde, en 1976, con la publicación del Tratado de semiótica general , el lugar de la comunicación y la fundamentación semiótico-cultural de esta primera propuesta permanece aún en los trabajos posteriores de Eco. De esta forma, siguiendo la idea de la existencia de un campo semiótico, Eco propone su propio modelo semiótico bajo una hipótesis, la cual asumía la necesidad de estudiar la cultura como comunicación; así, la semiótica debía de comenzar con sus indagaciones y razonamientos con un panorama general de la cultura semiótica, es decir, de todos aquellos metalenguajes que intentan explicar y dar cuenta de la gran variedad de lenguajes a través de los cuales se construye la cultura.
La afirmación sobre el estudio de la cultura como sistemas de comunicación es una hipótesis que Eco recuperará para su propuesta posterior (Eco, 2000). El principio de acción era uno que permitiera perfilar el ámbito de la investigación semiótica en el futuro y, sobre todo, el establecimiento de un método unificado para enfrentar fenómenos en apariencia muy distintos y, hasta ese momento, irreductibles.
En palabras de Eco, “si la operación tiene éxito, nuestro modelo semiótico habrá conseguido mantener la complejidad del campo confiriéndole una estructura, y por lo tanto, transformando el campo en sistema. Como es obvio, si los elementos del campo tenían una existencia «objetiva» […], la estructura del campo como sistema se ha de considerar como la hipótesis operativa, la red metodológica que hemos echado sobre la multiplicidad de fenómenos para hablar de ellos” (Eco, 1999a:10). Sin embargo, esta idea de «estructura» corresponde directamente a un contexto sociohistórico fuertemente influenciado por las nociones del estructuralismo.
De hecho el mismo Eco reconoce la importancia del trabajo de Claude Levi-Strauss de quien toma algunas ideas (Eco, 2000 y 1999a). Pero más importante aún es la noción misma de estructura y su relación posterior con la esteticidad de los sistemas, pues en ello puede estar la clave del por qué de la «instrumentalización» de la semiótica en el campo de estudio de la comunicación. Aquí, el punto fundamental a reconocer es que, como afirma el mismo Eco, dicha estructura
[…] se aplica por deducción, sin pretender que sea la «estructura real del campo». Por ello, considerarla como estructura objetiva del campo es un error con el que el razonamiento, en lugar de abrirse, se presenta ya terminado […] Una investigación semiótica solamente tiene sentido si la estructura del campo semiótico es asumida como una entidad imprecisa que el método se propone aclarar […] No tiene sentido si la estructura, establecida por deducción, se considera «verdadera», «objetiva» y «definitiva».
En tal caso la semiótica como investigación, como método, como disciplina adquiere tres caracteres negativos: a) está terminada en el mismo momento en que nace; b) es un razonamiento que excluye todos los razonamientos sucesivos y pretende ser absoluto; c) no es ni un método de aproximación continuo de un campo disciplinario ni una disciplina científica, sino una filosofía, en el sentido denigrante del término […], una semiótica que tenga estos caracteres ni siquiera es una filosofía (en el sentido que daban a estos términos los filósofos griegos): es una ideología, en el sentido que le da la tradición marxista (Eco, 1999a:10-11).
Lo anterior sugiere, por principio, una estructura abierta cuya visualización se encuentra determinada por el método de acercamiento a ella, por lo que la distinción entre la entidad empírica y la dimensión teórica de su estudio es clave para el análisis semiótico. Sin embargo, esto parece haber sido ignorado por una gran cantidad de estudios que suponen un fundamento semiótico, pues lo que hacen es un movimiento inverso, la comprobación de un modelo teórico que suponen “verdadero”, “definitivo” u “objetivo” sobre cualquier fenómeno empírico del mundo social.
La consecuencia es que el modelo permanece siempre igual y la estructura social siempre inmóvil, el modelo es entonces una instrumentalización con rasgos de ideología. Sin embargo, la misma cita sugiere una contradicción, pues si bien la deducción que se hace sobre el mundo empírico no es la estructura real del campo, de cualquier forma, el método semiótico pretende estructurar de alguna manera al campo perceptivo. Ésta es una deuda pendiente del pensamiento positivista y el pensamiento newtoniano.
El punto es que, si bien Eco reconoce la complejidad y diacronicidad del mundo fenoménico (en su caso concreto de la cultura), su modelo aún conserva reminiscencias de la búsqueda de las leyes últimas de la organización semiótica, de la organización de la cultura sobre la base de la comunicación. Sin embargo, la advertencia que hacía Eco en los años sesenta no parece haber sido tomada muy en serio.

Recuperando lo ya dicho, para Eco todos los procesos culturales pueden (y deben) ser estudiados como procesos comunicativos, procesos que a su vez subsisten sólo porque debajo de ellos existen procesos de significación que los hacen posibles. De esta forma, “si todos los procesos de comunicación se apoyan en un sistema de significación, será necesario describir la estructura elemental de la comunicación para ver si eso ocurre también a ese nivel” (Eco, 2000:57).
Lo anterior sugiere la necesidad de establecer una clara distinción entre los procesos de información, los de significación y los de comunicación, para lo cual la clave parece estar en el contexto y en la presencia de un sujeto activo. Según Eco (2000), aunque todas las relaciones de significación representan convenciones culturales, aun así podrían existir procesos de comunicación en que parezca ausente toda convención significante, casos en el que se produzca un mero paso de estímulos o señales como en el paso de la información entre aparatos mecánicos.
Por lo tanto, la ausencia de convención significante sugiere la presencia de un proceso informativo y la presencia de ella un proceso comunicativo. Por su parte, el proceso de significación sólo puede aparecer bajo un contexto cultural, con la presencia de una convención significante y un sujeto o agente que actualice la convención social, es decir, que sea capaz de atribuirle un significado a la información percibida, que sea capaz de interpretar el código del sistema semiótico.
Sin embargo, la cuestión no es tan simple, dado que en un mismo proceso perceptivo es posible identificar tanto un proceso de información como uno de comunicación y de significación, dado que el tercero tiene como condición mínima la existencia de los otros dos y el segundo la existencia del primero. En esta primera aproximación lo importante es el punto de vista del observador, dado que lo que plantea problemas a una teoría de los signos es precisamente lo que ocurre antes de que un ojo humano fije su vista sobre un fenómeno sígnico.
Antes de continuar es importante recordar que la semiótica que Eco concibió era aquella que se ocupara de “cualquier cosa que pueda CONSIDERARSE como signo. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe substituir de hecho en el momento en que el signo la represente” (Eco, 2000:22).
De esta forma, la existencia de un sustituto significante de otra cosa, requiere de un sujeto para el que esa cosa sea significante no por sí misma, sino por la cualidad de representación que posee; por lo tanto, el punto de partida de un proceso de significación es el resultado final de un proceso de comunicación en donde se ha semiotizado alguna parte del mundo fenoménico. El proceso de comunicación sugiere, por tanto, la semiotización de la cultura, su separación en rasgos pertinentes, su separación en signos y textos semióticos.
Es por esto que la cultura, para Eco, divide todo el campo de la experiencia humana en sistemas de rasgos pertinentes. Así, las unidades culturales, en su calidad de unidades semánticas, no son sólo objetos, sino también medios de significación y, en ese sentido, están rodeadas por una teoría general de la significación.
Como se puede observar, la comunicación en Umberto Eco tiene como condición previa a la información pero se encuentra subordinada a los procesos de significación. De esta forma, en el modelo semiótico de la cultura de Eco, la comunicación es condición necesaria de los procesos de significación, mismos que requieren de un punto de vista del sujeto observador cuya competencia semiótica le permita identificar algo como signo (representación) y atribuirle un determinado significado de acuerdo con convenciones sociales establecidas (código).
La función de la comunicación supone un efecto de «mediación» entre un estímulo (información) y su significación, además de implicar un proceso de semiotización del mundo fenoménico, la conversión de los estímulos y señales en signos reconocibles como tal. Lo anterior convierte a la cultura en un elemento de configuración, a la comunicación en un proceso de semiotización del mundo fenoménico y a la significación en la cualidad distintiva de todo proceso semiótico.
Como se puede observar, la cultura y la comunicación en la propuesta de Eco tienen una configuración particular que implica procesos de significación, sistemas codiciales y un sujeto observador, un sujeto para quien el mundo fenoménico se segmenta en rasgos semióticos pertinentes, en signos o textos semióticos. Sin embargo, lo que sigue a continuación es la exploración de una posición diferente, una que va a transformar a la comunicación y la cultura de la que habla Eco a través de una configuración sistémica. Es la propuesta de Iuri M. Lotman, la cual se desarrolla a continuación.
Cultura y comunicación: la incursión sistémica de Iuri M. Lotman
Si bien ya se ha desarrollado muy sintéticamente algunas nociones generales sobre comunicación y cultura en Umberto Eco, es importante ahora contrastarlas con las propuesta de Iuri M. Lotman para comprender como es que, pese a que ambos programas se plantean como una síntesis semiótica de lo propuesto por C. S. Peirce y Ferdinad de Saussure, en realidad siguen caminos diferentes.
En este sentido, una de las bases del sistema conceptual de Lotman es su crítica a la centralidad del signo en Peirce y a la centralidad de la dicotomía lengua/habla en Saussure, al argumentar que la genealogía periceana tomó como base del análisis el signo aislado, por lo que todos los fenómenos semióticos siguientes fueron considerados como secuencias de signos.
Por su parte, en la genealogía saussureana observó una tendencia a considerar el acto comunicacional aislado (intercambio de mensajes entre emisores y receptores) como el elemento primario y el modelo de todo acto semiótico, lo cual tuvo dos consecuencias importantes. Primero, que los intercambios individuales de signos comenzaran a ser considerados como el modelo de la lengua natural y los modelos de las lenguas naturales como modelos semióticos universales.
La segunda consecuencia tiene que ver con una forma de construcción de conocimiento, dado que el enfoque que ponía al centro al signo respondía a una reconocida regla del pensamiento científico: proceder de lo simple a lo complejo. El peligro de tal procedimiento, como el mismo Lotman (1996) lo reconoció, es el hecho de que la conveniencia heurística (la comodidad del análisis) empieza a ser percibida como una propiedad ontológica del objeto, al que se le atribuye una estructura que asciende de los elementos con carácter de átomos, simples y claramente perfilados, a la gradual complicación de los mismos. El objeto se reduce a una suma de objetos simples. Sin embargo, lo que Lotman suponía es que
[…] no existen por sí solos en forma aislada sistemas precisos y funcionalmente unívocos que funcionen realmente. La separación de éstos está condicionada únicamente por una necesidad heurística. Tomado por separado, ninguno de ellos tiene, en realidad, capacidad de trabajar. Sólo funcionan estando sumergidos en un continuum semiótico completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización. A ese continuum, por analogía con el concepto de biosfera introducido por V. I. Vernadski, lo llamamos semiosfera (Lotman, 1996:22).
La introducción del concepto de semiosfera en analogía al concepto de biosfera utilizado por Vernadski implica, por principio, detenerse en la naturaleza del segundo para poder entender al primero. En este sentido, Vernadski definió a la biosfera como un espacio completamente ocupado por la materia viva, es decir, por un conjunto de organismos vivos; sin embargo, esta primera definición sugiere un pensamiento similar al que Lotman criticaba del camino de lo simple a lo complejo, dado que se sugiere la importancia de cada organismo, cuya agrupación formaría la biosfera.
Pero la realidad es diferente, dado que, según Vernadski, la biosfera tiene un carácter primario con respecto al organismo aislado, es decir, la materia viva es considerada como una unidad orgánica pero la diversidad de su organización interna retrocede a un segundo plano ante la unidad de la función cósmica de la biosfera.
De esta manera, “la biosfera tiene una estructura completamente definida, que determina todo lo que ocurre en ella, sin excepción alguna […] El hombre, como se observa en la naturaleza, así como todos los organismos vivos, como todo ser vivo, es una función de la biosfera, en un determinado espacio-tiempo de ésta” (Vernadski en Lotman, 1996:23). Por lo tanto, la primera cualidad de la semiosfera será su carácter abstracto y su consideración como mecanismo único en donde no resulta importante uno u otro elemento, sino todo el gran sistema.
La cualidad contextual de la semiosfera es un primer elemento de su caracterización, pero más importante son sus cualidades estructurantes intrínsecas, dado que la existencia misma de la semiosfera implica un espacio dentro y un espacio fuera de ella y, por lo tanto, un límite de su propia capacidad de organización. En el primer caso estaríamos hablando de un espacio sistémico y uno extrasistémico y en el segundo de una frontera, de lo cual se infiere que la semiosfera tiene un carácter «delimitado».
Pero la delimitación no cierra el sistema, sino que lo hace reconocible, lo ordena y configura simultáneamente el espacio extrasistémico; por lo tanto, la función de la frontera es precisamente vincular lo sistémico y lo extrasistémico, pues una parte de ella se encuentra dentro y una parte fuera de la semiosfera.
En este sentido, una primera definición de la frontera la entiende como “la suma de los traductores-«filtros» bilingües pasando a través de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje (o lenguajes) que se halla fuera de la semosfera dada” (Lotman, 1998:24). Lo anterior supone que la frontera no está en contacto directo con los textos no semióticos o con los no-textos, sino que para que éstos puedan entrar en contacto con ella tienen que pasar por dichos filtros para ser traducidos al lenguaje de la semiosfera o para convertir los textos no-semióticos en textos semióticos. La frontera delimita a la semiosfera al tiempo que le permite incorporar material extrasistémico a la órbita de la sistematicidad, o bien, expulsar algunos elementos del espacio sistémico al extrasistémico.
Esta primera definición de lo dentro y lo fuera de un sistema es uno de los problemas centrales para Lotman, dado que considera que “las cuestiones fundamentales de todo sistema semiótico son, en primer lugar, la relación del sistema con el extrasistema, con el mundo que se extiende más allá de sus límites y, en segundo lugar, la relación entre estática y dinámica. Esta última cuestión podría ser formulada así: de qué manera un sistema puede desarrollarse permaneciendo él mismo (Lotman, 1999:11).
Esta idea es clave para entender cómo es que la semiosfera se configura, pero sobre todo, para entender por qué los elementos que la integran funcionan de la forma que lo hacen, por lo que un elemento fundamental es precisamente la frontera, pues como el mismo Lotman afirma, hay que tener en cuenta “que si desde el punto de vista de un mecanismo inmanente, la frontera une dos esferas de la semiosis, desde la posición de la autoconciencia semiótica (la autodescripción en un metanivel) de la semiosfera dada, las separa. Tomar conciencia de sí mismo en el sentido semiótico-cultural, significa tomar conciencia de la propia especificidad, de la propia contraposición a otras esferas. Esto hace acentuar el carácter absoluto de la línea con que la esfera dada está contorneada” (Lotman, 1996:28).
Por lo tanto, la frontera funciona también como un elemento de organización y estructuración semiótica, dado que no sólo permite organizar el espacio dentro y el espacio fuera de ella, sino que al hacerlo establece los elementos de la semiosis que se relacionan en un contexto determinado. Así, como afirma el mismo Lotman, la valoración de los espacios interior y exterior no es significativa, “significativo es el hecho mismo de la presencia de la frontera”(Lotman, 1996:29).
Lo anterior supone la existencia a priori de una frontera semiótica que define una semiosfera dada, pero ¿qué define a la frontera y el tamaño o cualidad de la semiosfera? Éste es el elemento que convierte un modelo formal en una práctica social (o de investigación) y que determina tanto la dinámica como la estática del sistema semiótico, dado que, “de la posición de un observador depende por dónde pasa la frontera de una cultura dada” (Lotman, 1996:29).
Si bien la posición del observador define el lugar de la frontera de una cultura, es la dinámica misma de la descripción de los elementos de la semiosfera los que vuelven dinámica una estructura. La no homogeneidad estructural del espacio semiótico forma reservas de procesos dinámicos y es uno de los mecanismo de producción de nueva información dentro de la esfera, sin embargo, “la creación de autodescripciones metaestructurales (gramáticas) es un factor que aumenta bruscamente la rigidez de la estructura y hace más lento el desarrollo de ésta” (Lotman, 1996:30).
Lo anterior hace surgir una primera relación de pares correlacionales y de orden estructural, es decir, núcleo y periferia. Así, una autodescripción no sólo vuelve más rígida a la estructura del sistema, sino que mueve algunos elementos al centro del sistema y algunos más a la periferia del mismo. Este movimiento es una ley de la organización interna de la semiosfera y permite identificar aquellos elementos que culturalmente funcionan y organizan el centro del sistema y aquellos que se encuentran en la periferia en un espacio-tiempo determinado, pero permite al mismo tiempo identificar el movimiento de nuevos elementos al centro de la organización y el desplazamiento de algunos otros de centro a periferia en otro tiempo-espacio determinado de una misma cultura. Es la posibilidad de hacer operacionalizable y observable la dinámica del sistema semiótico.
Por otro lado, la semiosfera (no sólo como metáfora extendida) posee las cualidades sistémicas de la biosfera y de los órganos de los organismos vivos, dado que todo recorte de una estructura semiótica o todo texto aislado conserva los mecanismos de reconstrucción de todo el sistema, es decir, “las partes no entran en el todo como detalles mecánicos, sino como órganos en un organismo. Una particularidad esencial de la construcción estructural de los mecanismos nucleares de la semiosfera es que cada parte de ésta representa, ella misma, un todo cerrado en su interdependencia estructural” (Lotman, 1996:31-32).
Por otro lado, es importante hacer notar que, pese a que algunos elementos de los que se ha dado cuenta aquí pertenecen a la propuesta específica de la semiosfera presentada por Lotman en los años ochenta , algunos elementos fundamentales de la estructura de todo sistema semiótico, así como de su dinámica, ya habían sido presentados diez años antes . Si bien estos elementos no aparecían explícitamente bajo la configuración de la semiosfera, en realidad pueden (y deben) ser extendibles a la propuesta sistémica posterior.

En el trabajo previo al que se hace alusión, Lotman había propuesto ya Un modelo dinámico del sistema semiótico (Lotman, 1998), contraviniendo la idea de la equiparación del concepto de sincronía de Saussure al de estática, al considerar que la sincronía es en realidad un procedimiento científico auxiliar y no un modo específico de existencia. Es por esto que cabe suponer que la estaticidad que sigue sintiéndose en toda una serie de descripciones semióticas no es un resultado de la insuficiencia de los esfuerzos de tal o cual científico, sino que deriva de algunas particularidades especiales del método de descripción.
“Sin un análisis meticuloso de por qué el hecho mismo de la descripción convierte un objeto dinámico en un modelo estático, y sin la introducción de los correspondientes correctivos en la metódica del análisis científico, la aspiración a construir modelos dinámicos puede quedarse en el terreno de los buenos deseos” (Lotman, 1998:65). El problema que veía Lotman es que en el proceso de la descripción estructural el objeto no sólo se simplifica, sino que también se organiza adicionalmente, se vuelve más rigurosamente organizado de lo que es en realidad. “La descripción será inevitablemente más ordenada que el objeto” (Lotman, 1998:67).
Con base en lo anterior, Lotman propone la dinámica del sistema semiótico basada en seis pares de conceptos que funcionan como elementos correlacionales, es decir, establecen relaciones que estructuran al sistema semiótico.
Los pares sistémico/extrasistémico, unívoco/ambivalente, núcleo/periferia, descrito/no descrito, necesario/superfluo y modelo dinámico/lenguaje poético establecen, por tanto, el comportamiento y la posible configuración de los elementos que intervengan en un fenómeno semiótico determinado.
Aunque no se realizará una revisión profunda de cada uno , es importante recobrar algunas nociones generales sobre su configuración y sus relaciones, dado que es en su relación que rompen finalmente con la estaticidad de los sistemas semióticos y, por ende, proponen un modelo de análisis para la semiótica que involucra la dinámica misma de los sistemas, al tiempo de poner al centro de la discusión un elemento central, la cultura.
El par sistémico/extrasistémico, del cual ya se ha hecho mención anteriormente, hace explícita una de las principales dificultades de los sistemas semióticos: debido a que “una de las fuentes fundamentales del dinamismo de las estructuras semióticas es el constante arrastre de elementos extrasistémicos a la órbita de la sistematicidad y la simultánea expulsión de lo sistémico al dominio de la extrasistemicidad […] porque cualquier diferencia algo estable y sensible en el material extrasistémico puede hacerse estructural en la siguiente etapa del proceso dinámico” (Lotman, 1998:67), las dimensiones sistémica y extrasistémica se convierten en funciones interdependientes.
El vínculo entre ambas no se da a razón de causa-efecto o de oposición constante, sino que se da en relación mutua de interdependencia e interrelación. Las posibilidades de entender algo como extrasistémico tienden a guiarse de acuerdo con: a) la utilización de metalenguajes, es decir, autodescripciones del propio sistema; b) al concepto de inexistencia o inexistente; y c) a lo alosemiótico o perteneciente a otro sistema semiótico.
En el primer caso, el problema de la utilización de metalenguajes es que la autodescripción de un sistema aumenta simultáneamente su grado de organización, el cual viene acompañado de un estrechamiento del propio sistema, hasta el caso extremo en que el metasistema se vuelve tan rígido que casi deja de intersecarse con los sistemas semióticos reales que él pretende describir. “Sin embargo, también en esos caso él sigue teniendo la autoridad de la «corrección» y de la «existencia real», mientras que los estratos reales de la semiosis social en estas condiciones pasan completamente al dominio de lo «incorrecto» y lo «inexistente»” (Lotman, 1998:68).
De esta manera, la inexistencia o lo inexistente pertenece propiamente al espacio extrasistémico como un indicador negativo de los rasgos estructurales del sistema mismo. Así, al describir los elementos sistémicos se estará implícitamente describiendo los elementos extrasistémicos, por lo tanto el mundo de lo extrasistémico se presenta como el sistema invertido, la transformación simétrica del mismo. Finalmente, lo extrasistémico puede ser alosemiótico, es decir, perteneciente a otro sistema.
Bajo estas tres premisas, se configura sustancialmente un grado de oposiciones que funcionan como reglas implícitas del sistema semiótico y que proporcionan la primera noción de «orden». Algo que esté funcionando como explicación del mismo sistema, lo inexistente o lo alosemiótico, no puede pertenecer a ese espacio semiótico y tiene que ser transferido a lo extrasistémico, esto implica a su vez, que determinados elementos se encuentren en el núcleo o más próximos a la periferia en un determinado sistema semiótico.
Pero, al igual que en los pares sistémico/extrasistémico, los elementos pueden modificar su posición de núcleo a periferia o viceversa. En consecuencia, lo unívoco y lo ambivalente funcionan como pares de orden estructural, es decir, de acuerdo a la lógica del momento temporal del discurso y a su función de “veracidad”. Así pues,
“[…] señalaremos solamente que el aumento de la ambivalencia interna corresponde al momento del paso del sistema a un estado dinámico, en el curso del cual la indefinición se redistribuye estructuralmente y recibe, ya en el marco de una nueva organización, un nuevo sentido unívoco. Así pues, el aumento de la univocidad interna de un sistema semiótico puede ser considerado como una intensificación de las tendencias homeostáticas, y el aumento de la ambivalencia, como un indicador del acercamiento del momento del salto dinámico” (Lotman, 1998:75).
Por su parte el par descrito/no descrito, implica el aumento del grado de organización de un sistema al tiempo que diminuye su dinamismo en el momento de la descripción o la autodescripción. Pero la descripción determina igualmente al par necesario/superfluo, el cual está ligado a la operación de separar lo necesario, lo que funciona –aquello sin lo cual el sistema en su estado sincrónico no podría existir– de los elementos y nexos que desde la estática parecen superfluos (Lotman, 1998).
Finalmente, en el par modelo dinámico y lenguaje poético, se encarna una consideración de suma importancia. Mientras el primero se relaciona con mayor plenitud a las lenguas artificiales del tipo más simple, el segundo recibe una realización máxima en los lenguajes del arte, lo que define a su vez, dos tipos de sistemas semióticos, los orientados a la transmisión de información primaria y los orientados a la transmisión de información secundaria, pero mientras los primeros pueden funcionar de manera estática, para los segundos la presencia de la dinámica es una condición necesaria de su funcionamiento.
Así, “en los primeros no hay una necesidad de un entorno extrasistémico que desempeñe el papel de reserva dinámica, mientras que para los segundos esta es una condición indispensable. De esta forma, al contraponer dos tipos de sistemas semióticos, es preciso evitar la absolutización de esa antítesis. Más bien deberá de hablarse de dos polos ideales que se hallan en complejas relaciones de interacción. En la tensión estructural entre esos dos polos se desarrolla un único y complejo todo semiótico: la cultura” (Lotman, 1998:80).
Es en base a la dinámica misma del sistema y a los elementos que se organizan en su interior que es posible convertir el elemento contextual, la cultura, en un concepto de estructuración. Sin embargo, la dinámica misma del sistema sólo puede ser comprobada en su dimensión de acción práctica, en la producción de nuevos textos en el sistema de la cultura, es decir, en los procesos de comunicación.
En la teoría de Lotman acerca de la cultura, además del sistema modelizante que ya se ha expuesto, es fundamental la noción de memoria, la cual debe interpretarse en el sentido que se le da en la teoría de la información y en cibernética, es decir, la facultad que poseen determinados sistemas de conservar y acumular información.
Es por esto que insiste en que la cultura es “información no genética, memoria común de la humanidad o de colectivos más restringidos nacionales o sociales, memoria no hereditaria de la colectividad. Así, la cultura como memoria no hereditaria supone otras dos características de importancia: la organización sistémica (esta memoria es un sistema: toda cultura necesita además, unas fronteras sistémicas; se define sobre el fondo de la no-cultura), y la dimensión comunicacional (cada cultura construye un sistema de comunicación).
Una cultura es, pues, memoria, sistema, organización sistémica y comunicación”. (Marafioti, 2005:65). Con base en lo anterior se puede inferir que la cultura se ha transformado y ha pasado de ser una categoría espacial, a un concepto de estructuración. En palabras de Lotman, “el trabajo fundamental de la cultura […] consiste en organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre. La cultura es una generadora de estructuralidad; es así como crea alrededor del hombre una socio esfera que, al igual que la biosfera, hace posible la vida, no orgánica obviamente, sino de relación” (Lotman en Marafioti, 2005:65-66).
Este elemento estructurador es para Lotman el lenguaje natural (sistema modelizante primario), es decir, un modelo que va delimitando la realidad y que se encuentra en el centro de la cultura funcionando como elemento de estructuralidad, puesto que define implícitamente las reglas (o códigos) de los signos que se encontraran dentro o fuera del sistema (social). Por lo tanto, los textos semióticos (cualquier elemento cultural) no sólo intervienen en los diferentes procesos comunicativos, sino que los estructura tácitamente.
El modelo de Lotman, al enmarcar los procesos semióticos y comunicativos en un contexto cultural, permite construir un primer elemento clave de la relación entre los elementos sistémicos ya descritos: su mutua implicación. Ya sea una semiótica literaria o textual, una semiótica musical, una semiótica del gusto o visual, de las pasiones, etcétera (lo que implicaría necesariamente la dimensión del sistema cultural humano), la comunicación y la cultura funcionan como elementos de estructuración.
Una semiótica de la comunicación implicaría entonces un estudio semiótico sobre la comunicación y sus procesos, no un punto de vista comunicativo con perspectiva semiótica. La comunicación, siendo un elemento de articulación en la teoría semiótica, permite un análisis de los procesos de producción de sentido en «todos» los niveles de la estructura social y las manifestaciones culturales, es decir, de todo aquello que funcione como signo, como texto o como función semiótica, por lo que se expande al análisis literario, histórico, urbano, de los medios masivos de información, de las nuevas tecnologías, de la música o del arte.
En síntesis, se extiende a todo lo que tenga que ver con la producción de sentido en general. La dimensión cultural no es entonces un concepto periférico, sino un concepto performativo, su importancia va más allá de la dimensión espacial de la comunicación, es un concepto que interviene decisivamente en la construcción teórica en general y en la construcción de lo social en particular. Pero ¿qué fue lo que pasó con estos programas, qué pasó con ellos en el marco de los estudios de la comunicación? Sobre este punto se desarrollan las siguientes líneas.
La semiótica y los estudios de la comunicación: algunos malentendidos conceptuales
Parte de la historia del campo de estudio de la comunicación es su relación con otros campos conceptuales de los que comienza a importar principios constructivos, los cuales van a ser más tarde principios epistemológicos.
Por lo tanto, parte de esa historia es su relación con la Semiótica, la cual se establece en un primer momento como una fuente metodológica en los años sesenta a raíz de los trabajos de Algirdas Julien Greimas sobre la semiótica narrativa y principalmente con los trabajos de Umberto Eco en Italia, específicamente con aquellos trabajos que tenían que ver con la concepción de la cultura de masas, tema que interesó e interesa de forma relevante al campo académico de la comunicación.
Sin embargo, es importante resaltar que los trabajos a los que se hace referencia no son trabajos académicos, sino trabajos periodísticos publicados por Umberto Eco en los años sesenta y setenta en revistas y periódicos (Eco, 2004 y 1999c). Este primer elemento determinó desde entonces la forma en que los estudios de la comunicación han volteado a ver a la semiótica, dado que se ha visto en ella la herramienta perfecta para el estudio de los mensajes mediáticos y es así como se le muestra en algunos de los manuales u obras que plantean las diferentes líneas de estudio que se han generado en el campo académico de la comunicación (Fiske, 1984; McQuail, 1991; Wolf, 1987).
Por otro lado, es importante resaltar que al incorporar los trabajos periodísticos de Eco se perdió gran parte de la fundamentación propiamente semiótica, es decir, la fundamentación de la comunicación y la cultura que se han descrito en los apartados anteriores.
De esta forma, las primeras intersecciones del estudio de la comunicación con el campo semiótico en los años setenta adquieren una primera característica distintiva: la incorporación de modelos estáticos a los que se les atribuye a priori propiedades de legalidad (veracidad). Ésta es una relación que configuró y parece configurar hasta nuestros días la relación Comunicación-Semiótica: la instrumentalización conceptual y la desaparición de la estructura de los modelos semióticos.
Ambos efectos sugieren la virtual desaparición de la matriz semiótica en los estudios de la comunicación, por lo que la pregunta sigue siendo ¿qué es lo que tenemos hoy en día en el campo de estudio de la comunicación? Si bien la pregunta por la presencia de la semiótica plantea problemáticas interesantes, el punto sobre el que aquí se llama la atención no es propiamente por la presencia, sino por las consecuencias de la relación, sobre todo, las consecuencias teóricas que ha tenido la incorporación de algunos programas semióticos para los estudios de la comunicación, dado que lo que aquí se sostiene es que ha prevalecido una confusión a nivel conceptual estrechamente ligada a los objetos de estudio.
Comunicación y cultura son dos conceptos compartidos, tanto por la semiótica como por los estudios de la comunicación, sin embargo, ambos espacios no sólo hablan de cosas diferentes, sino que las construyen de manera diferente.
Para algunos autores, la semiótica comenzó considerándose precisamente como la «ciencia de la comunicación» , lo que la llevó a producir sus propios modelos sobre la comunicación y a construir una compleja tipología de la cultura, pero al plantear como uno de sus ejes centrales a la comunicación, estaba implícitamente construyendo un puente con otras ciencias que de alguna manera también trabajaban con el objeto comunicación, como la Biología, la Física, la Psicología y, por supuesto, con los Estudios de la Comunicación.
El vínculo es entonces la reflexión sobre el objeto comunicación de la que devienen modelos explicativos, tanto de la semiótica como de los estudios de la comunicación, sin embargo, en el proceso de intercambio conceptual, los estudios de la comunicación han tendido a ignorar las particularidades de la semiótica al importar conceptos aislados de sus contextos teóricos de enunciación, lo que ha tenido como consecuencia principal, investigaciones donde se mezclan autores, teorías y conceptos que la semiótica mantiene, por criterios epistemológicos, separados.
Por ejemplo, al incorporar el concepto de «cultura» o la conceptualización de la «comunicación» del dominio semiótico, los estudios de la comunicación han tendido a ignorar las particularidades constructivas de los sistemas conceptuales de donde los extraen. Cultura y comunicación quedan entonces fuera del marco estructural o fuera del marco sistémico y privados de la relación que establecen con otros conceptos para definir su propia carga conceptual como ha sido descrito en los apartados anteriores.
Así, la comunicación aparece ligada a la fórmula del emisor, el mensaje y el receptor y no ligada, por ejemplo, al dominio de la semiosfera y sus elementos intrínsecos como es el caso de Lotman. Por lo tanto, lo que se tiene en el estudio de la comunicación son muchas veces términos y no conceptos, un conjunto de autores y no un principio teórico, lugares comunes y no una fundamentación semiótica.
En este punto, la clave de la diferenciación se encuentra en la base comunicativa de ambos programas, dado que ambos han tomado como fundamento preliminar para la definición de su «objeto comunicación» a la teoría matemática de la información, sin embargo, el desarrollo posterior sugiere que ambos han tomado dos caminos diferentes sobre la base de una misma matriz conceptual, es decir, se ha propuesto una conceptualización del objeto «comunicación» en el campo de estudio que así se autonombra y otra conceptualización del objeto «comunicación» desde la semiótica.
De esta forma, pese a que ambas conceptualizaciones tienen un mismo fundamento teórico, ambas han seguido rumbos distintos. Esta hipótesis complejiza el primer apunte sobre la instrumentalización de la teoría semiótica en el campo de estudio de la comunicación, dado que sugiere un problema de otro orden.
En el primer caso se apunta la estaticidad de la estructura de los modelos semióticos y la desaparición del sistema conceptual semiótico, pero en este segundo caso de lo que se habla es de la confusión entre dos objetos de estudio distintos. En esto radica precisamente la importancia de clarificar la conceptualización que tanto Lotman como Eco han hecho sobre la comunicación y la cultura, dado que implícitamente se tiene que describir la finalidad de dicha conceptualización y su objeto de estudio.
La clave está en reconocer que, pese a que la comunicación y la semiótica tienen como base a la teoría matemática de la información para la construcción de su objeto «comunicación», ambas las han conceptualizado de diferente manera.
Como se ha mostrado, el objeto de estudio de Iuri Lotman como el de Umberto Eco son los procesos de semiosis y significación en un ámbito antroposemiótico específico: la cultura, mientras que el interés por una teoría de la comunicación para los estudios de la comunicación es la necesidad de explicar la transmisión de mensajes. Así, en el primer caso la cultura emerge como un elemento de configuración y estructuración social, mientras que en el segundo como un elemento contextual.
De esta manera, lo que se ha mostrado en los apartados anteriores es cómo la comunicación, desde la semiótica, funciona dinámica y sistémicamente para estructurar y cohesionar a las sociedades a través de dos cualidades fundamentales: su capacidad de producir significados compartidos y por ende, de construir sistemas sociales.
Sin embargo, estas dos cualidades no pueden ser entendidas si no es a través de su relación con la dimensión sistémica de la cultura, un concepto que no sólo funciona como categoría contextual, sino que interviene tan fuertemente en los procesos comunicativos que tiene que ser considerada como parte estructural de los procesos comunicativos en general.
Por otro lado, la cultura desde la perspectiva semiótica descrita, construye escenarios y participa de la producción de significados compartidos y por ende, determina fuertemente la construcción del sistema social. En este punto la cultura no es sólo un concepto constructor sino el signo de un proceso mucho más complejo dado que es, como afirma el mismo Lotman, una generadora de estructuralidad al crear alrededor del hombre una socio esfera que, al igual que la biosfera, hace posible la vida, no orgánica obviamente, sino de relación.
Por lo tanto, lo que aquí se ha mostrado es que los procesos de construcción de lo social, desde el punto de vista semiótico, se mueven en múltiples niveles y en múltiples dimensiones pero tienen como condición mínima indispensable el incluir por lo menos tres de ellas: la dimensión semiótica, la dimensión comunicativa y la dimensión cultural.
La relación que se establece entre semiótica, cultura y comunicación, es una relación sumamente compleja que requiere una análisis mucho mayor, sin embargo, lo aquí mostrado deja en claro que la explicación de una requiere la inclusión del campo conceptual de las otras dos, siendo la cultura el elemento de estructuración, la comunicación el elemento de articulación y la semiótica el elemento lógico y de posibilidad.
Con lo dicho hasta este punto es posible afirmar que los estudios de la comunicación y la semiótica comparten a la «cultura» y a la «comunicación» como palabras, como términos, pero no como conceptos y mucho menos como principios explicativos. Por lo tanto, el reto que enfrentan los estudios de la comunicación, si es que deciden incorporar a su propio desarrollo teórico el punto de vista semiótico, y en específico el punto de vista de la semiótica de la cultura; será el de integrar sistemas conceptuales y no sólo conceptos aislados, lo cual es una tarea que ya se ha venido desarrollando, pero de la que aún queda mucho por decir y de lo que estas líneas apenas representan un apunte sobre las posibilidades y retos a futuro.

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Notas:

1 Las nociones de sistema conceptual y de principio constructivo se encuentran estrechamente ligadas. Por principio, la idea de sistema(s) conceptual(es) que aquí se propone está basada en la propuesta de Mario Bunge (2004) para quien los objetos conceptuales o constructos son una creación mental aunque no un objeto mental psíquico (tal como una percepción, un recuerdo o una invención) de los que se distinguen cuatro tipos: conceptos, proposiciones, contextos y teorías.
Para el mismo autor, los conceptos son los átomos conceptuales, las unidades con las que se construyen las proposiciones, las cuales satisfacen algún cálculo proposicional y que, por añadidura pueden ser evaluados en lo que respecta a su grado de verdad, aun cuando de hecho no se disponga aún de procedimientos para efectuar tal evaluación en algunos casos. Por su parte, el contexto es un conjunto de proposiciones formadas por conceptos con referentes comunes y, por lo tanto, una teoría es un conjunto de proposiciones enlazadas lógicamente entre sí y que poseen referentes en común (Bunge, 2004). Por lo tanto, desde la posición que aquí se plantea, los conceptos pueden ser leídos semióticamente, dado que están en lugar de algo más, no son meras figuras retóricas, sino elementos que sustituyen a ideas, sensaciones, nociones, colores, formas, etcétera, en síntesis, los conceptos son signos y, a final de cuentas su poder estriba en su capacidad de representar las ideas por las cuales los usamos. Así, si el concepto es la unidad de pensamiento y es a la vez un signo, entonces un signo es una unidad de pensamiento. Pensamos en signos. El mismo Peirce ya había contemplado este hecho (Peirce, 1998, 1992 y 1955). Teniendo en cuenta lo anterior, lo que aquí se plantea es que las teorías pueden ser vistas como sistemas sígnicos o sistemas conceptuales, dado que son un conjunto de signos (conceptos) con referentes en común (contextos) para la especificación de un punto de vista sobre un fenómeno u objeto determinado (teoría). De esta forma, lo que sucede en una teoría es que los conceptos se vuelven “autorreferentes”, es decir, necesitan de otros conceptos (signos) para especificar su “significado”, los cuales, a su vez, remiten a otros signos y así sucesivamente. En un punto, un determinado grupos de conceptos (signos) ya no necesita más signos para definirse (definir su significado) y es entonces cuando el sistema conceptual se completa. Ahora bien, una vez completado el sistema, cada elemento que lo conforma se convierte en un elemento constructivo del sistema conceptual y así, las relaciones que se establecen entre los elementos constructivos son a lo que aquí se denomina principios constructivos del sistema conceptual.

2 Umberto Eco plantea tres límites de la teoría semiótica. Al primero lo llama el límite político. Este primer límite no se refiere a los límites de la teoría semiótica en su estudio de un objeto determinado sino a la intromisión de la teoría y campo semiótico a otros campos de reflexión. Los segundos, los límites naturales, se refieren en primer lugar al encuentro entre dos definiciones, la de Saussure y la de Peirce. Sin embargo, más allá del establecimiento de un límite a través de dos espacios conceptuales diferentes, la semiótica debía establecer sus propios límites en función de su propia fundamentación teórica. De esta forma, Eco plantea los umbrales de la semiótica: el umbral inferior y el umbral superior. Al primero lo constituyen una serie de signos naturales como el estímulo, la señal y la información física, es decir, está determinado por a) fenómenos físicos que proceden de una fuente natural y b) comportamientos humanos emitidos inconscientemente por los emisores. Por su parte, el umbral superior sería el nivel más alto constituido por la cultura, entendida por Eco como un fenómeno semiótico. Parte así de tres fenómenos que son comúnmente aceptados en el concepto de cultura a) la producción y el uso de objetos que transforman la relación hombre-naturaleza, b) las relaciones de parentesco como núcleo primario de relaciones sociales interinstitucional izadas y, c) el intercambio de bienes económicos. Finalmente el tercer límite es el epistemológico, un tercer umbral que no depende de la definición de la semiótica, sino de la definición de la disciplina en función de la “pureza” teórica (Eco, 2000).

3 “Umberto Eco […] publica en 1976 el Tratado de Semiótica General (originalmente publicado en inglés bajo el nombre A Theory of Semiotics), en el que, además del estado actual de los estudios semióticos, se presentaban los umbrales de la semiótica y las tareas que ésta tenía todavía pendiente desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El Tratado de Semiótica General es en realidad el resultado de una larga lista de trabajos que Eco ya había publicado con anterioridad sobre semiótica, entre los cuales están La estructura ausente (Eco, 1968), La forma del contenido (Eco, 1971) y El signo (Eco, 1973).
Pero el Tratado representa una sistematización de esos trabajos y un intento por mostrar un panorama actual de los alcances, problemáticas y tareas que la semiótica tendría que resolver. Y aunque el tratado ha sido replanteado en algunas de sus concepciones en trabajos posteriores como Los límites de la interpretación (Eco, 1992) o en Kant y el ornitorrinco (Eco, 1999), representa una obra indispensable en los estudios semióticos” (Vidales, 2008b:366-367).

4 “Ya hemos tratado por extenso en La estructura ausente el problema de si la estructura, así definida, debe considerarse como una realidad objetiva o una hipótesis operativa. Aquí conservamos las conclusiones de aquel examen y por lo tanto, siempre que el término /estructura/ aparezca […], debe entenderse como un modelo construido y ESTABLECIDO con el fin de homogeneizar diferentes fenómenos desde un punto de vista unificado. Es lícito suponer que, si esos modelos funcionan, reproducen de algún modo un orden objetivo de los hechos o un funcionamiento universal de la mente humana. Lo que deseamos evitar es la admisión preliminar de esa suposición enormemente fructífera como si fuera un principio metafísico” (Eco, 2000:69).

5 Es importante recuperar una advertencia que el mismo Lotman hace, pues desde su punto de vista “debemos prevenir contra la confusión del término de noosfera empleado por V. I. Vernadski y el concepto de semiosfera introducido por nosotros. La noosfera es una determinada etapa en el desarrollo de la biosfera, una etapa vinculada a la actividad racional del hombre. La biosfera de Vernadski es un mecanismo cósmico que ocupa un determinado lugar estructural en la unidad planetaria. Dispuesta sobre la superficie de nuestro planeta y abarcadora de todo el conjunto de la materia viva, la biosfera transforma la energía radiante del sol en energía química y física, dirigida a su vez a la transformación de la «conservadora» materia inerte de nuestro planeta. La noosfera se forma cuando en este proceso adquiere un papel dominante la razón del hombre” (Lotman, 1996:22).

6 El texto original apareció en 1984 bajo el título “Acerca de la semiosfera” según el apunte de Manuel Cáceres y Liubov N. Kiseliova sobre la bibliografía de Lotman. (Véase Cáceres y Kiseliova en Lotman, 2000:219-300).

7 El texto al que se hace referencia apareció en 1974 bajo el título “Un modelo dinámico del sistema semiótico” según el apunte de Manuel Cáceres y Liubov N. Kiseliova sobre la bibliografía de Lotman. (Véase Cáceres y Kiseliova en Lotman, 2000:219-300).

8 Para una revisión detallada de ellos véase Lotman, 1998.

9 Véase por ejemplo la introducción que hace Jorge Lozano al libro de Iuri Lotman (Lotman, 1999).

Carlos E. Vidalez González

Maestro en Comunicación por la Universidad de Guadalajara. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Latina de América en México. Es miembro de la Red de Estudios en Teorías de la Comunicación (REDECOM), del Grupo Hacia una Comunicología Posible (GUCOM) y de la Asociación Mexicana de Estudios de Semiótica Visual del Espacio (AMESVE).

Latinoamerica y sus nuevos cartógrafos

LATINOAMERICA Y SUS NUEVOS CARTOGRAFOS: DISCURSO POSCOLONIAL, DIASPORAS INTELECTUALES Y ENUNCIACION FRONTERIZA
POR
ROMAN DE LA CAMPA
SUNY-Stony Brook
Revista Iberoamericana. Vol. LXII, Nums. 176-177, Julio-Diciembre 1996; 697-717
El nómada habita esos lugares; permanece en ellos y los hace crecer, ya que se ha constatado que el nómada crea el desierto en la misma medida en que el desierto lo crea a él. El nómada es un vector de desterritorialización. Gilles Deleuze y Felix Guattari

INTRODUCCION

Este trabajo se propone examinar la producción de discursos críticos en torno a Latinoamérica, con énfasis particular en la confluencia actual de órdenes literarios, históricos y filosóficos. Más concretamente, se trata de una reflexión sobre la llamada época posmoderna y sus diversos proyectos latinoamericanistas: los discursos que los definen, su relación con el objeto de estudio, y sobre todo, la forma en que estos articulan la noción de cultura o literatura latinoamericana en un momento marcado por las fases paralelas de globalización y neoliberalismo.

Se encuentran ya, después de varias décadas de trabajo deconstructor y posmoderno, amplios proyectos de investigación de los cuales se desprende, a mi entender, toda una nueva serie de interrogantes y propuestas cruciales para la crítica latinoamericana contemporánea. Se trata de proyectos posteriores al paradigma de la posmodernidad inicial en su vertiente literaria estrecha-digamos en torno al boom, el post-boom, y el neobarroco, por citar tres instancias muy conocidas- que ahora se dirige a un encuentro cultural más amplio, sin desechar los alcances anteriores.

Entre estos acercamientos se encuentran varias propuestas innovadoras: 1) la reformulación de la periodización colonial, integrando aportes teóricos que cuestionan los cortes espaciales y temporales acostumbrados junto a las exigencias del conocimiento historiográfico (ver, por ejemplo, la obra de Rolena Adorno y el libro Plotting Women de Jean Franco); abordaje de la oralidad Latinoamericana desde su compleja y enriquecedora relación con la producción de literatura alternativa, al igual que sus modos de transmisión cultural y memoria colectiva en el contexto de la tradición escritural de occidente y la nueva oralidad massmediática (ver las investigaciones de Martin Lienhard); 3) reflexión más profunda de los dispositivos epistemológicos de la cultura latinoamericana que giran en torno a la transculturación, la hibridez y la heterogeneidad, reconociendo que toda síntesis explicativa menoscaba la paradójica pluralidad de los discursos que informan esa cultura en un momento dado (ver las propuestas más recientes de Antonio Cornejo-Polar); 4) examen de la semiosis de producción crítica como red de instancias enunciativas que conllevan tanto objetividad como subjetividad, constituyendo así un marco posmodemo más autocritico de posiciones, epistemes, disciplinas y otras formas de estudiar o articular la crítica literaria (ver, por ejemplo, el proyecto poscolonial de Walter Mignolo); 5) examen de la cultura latinoamericana posmoderna en su etapa ya más definida por los conflictos y las posibilidades de la globalización (trabajos recientes de Nestor Garcia Canclini y Beatriz Sarlo).
No pretendo hacer aquí un resumen de cada uno de estos proyectos, sino deslindar ciertos vínculos importantes que espero explorar brevemente en este ensayo. En línea con mis propios proyectos, intereses y dudas más recientes, demarcados por los temas de posmodernidad, poscolonialismo y transculturación, mis observaciones remiten más a los proyectos de Mignolo, Cornejo Polar, Garcia Canclini y Sarlo, pero importa percatarse de que la periodización colonial y la oralidad son igualmente aspectos constitutivos de cualquier acercamiento a los estudios culturales latinoamericanos.
La proliferación de discursos críticos de los últimos treinta años, bien sabido lo es, coincide con el periodo en que la literatura latinoamericana cobra un valor paradigmático para la literatura mundial.
Importa, por ello deslindar un poco más ese desarrollo aparentemente simultáneo que ha llevado a muchos a pensar en la literatura latinoamericana como la quintaesencia de la posmodernidad y la diferencia.
Hay, claro está, aspectos menos celebrados de gran importancia para el intelectual contemporáneo dedicado a la cultura latinoamericana, particularmente los que trabajamos en universidades y centros de investigaciones norteamericanos. Me refiero al régimen de limitaciones que impera en una gran mayoría de los medios intelectuales de América Latina.
Se globaliza el estudio de lo latinoamericano, se integran sus textos principales al canon occidental, pero disminuyen o desaparecen las posibilidades de investigación para muchos intelectuales en Latinoamérica. La mayoría de los cargos académicos actuales apenas permiten subsistir y la investigación remunerada es más bien un lujo de pocos que no llega a muchos jóvenes talentosos y dedicados. La intelectualidad latinoamericana descubre, tarde o temprano, que las condiciones necesarias para la crítica literaria y cultural se obtienen primordialmente mediante becas y puestos en el exterior.
Es una historia conocida y en general desatendida por los presupuestos de integración al capitalismo mundial que anuncia el neoliberalismo y la globalización, una condición que se ha agravado en la última década, la cual corresponde también al surgimiento a veces hegemónico de lecturas posmodernas sobre la historia y la cultura latinoamericana.
Vale pues una distinción más cuidadosa de los parámetros que rigen la producción y recepción de discursos “pos” en torno a Latinoamérica. Textos muy recientes de Beatriz Sarlo (Escenas de la vida posmoderna), Carlos Rincon (La simultaneidad de lo no simultaneo) y Nestor Garcia Canclini (Consumidores y ciudadanos), entre otros, apuntan ya hacia un nuevo rigor mucho más abarcador, tanto en términos de los estudios culturales (literatura y medios masivos) como en su relación con el nuevo horizonte multidisciplinario del marketing globalizante en el cual la estética, la política y la economía se vuelven espacios inseparables.
La posmodernidad se ha prestado mucho más al debate cultural y político en América Latina, mientras que en Estados Unidos lo posmodemo ha permanecido mucho más cercano a las disciplinas critico-literarias y el pensamiento post-estructuralista, ambos parte integral de los espacios de relativa autonomía que el sistema universitario norteamericano hereda de la gran tradición humanista.
Han quedado así desatendidos muchos valiosos aportes a la posmodemidad que aparecen en América Latina desde hace más de una década, entre ellos las tempranas investigaciones auspiciadas por CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), las cuales proveen todavía un horizonte enriquecedor de la problemática posmoderna en muchos campos de estudios latinoamericanos. Cultura política y democratización, por ejemplo, sigue siendo una colección valiosa.
Estos aportes comienzan a diseminarse en ingles a mediados de los noventa, veinte años después del apogeo deconstructor literario inspirado en las obras de Barthes, de Man y Derrida, que solía enmarcar muchas propuestas posmodernas.
La antología The Postmodern Debate in Latin America editada por John Beverley y Jose Oviedo, primero en 1993 y ampliada en 1995 rescata la importancia de estas fuentes para un dialogo hasta ahora ausente.
En esos tomos surgen traducidos al inglés, en algunos casos por primera vez, el pensamiento crítico de Norbert Lechner, Nestor Garcia Canclini, Raquel Olea, Martin Hopenhayn, Nelly Richard, Enrique Dussel y otros interlocutores de la cultura latinoamericana contemporánea. Y aun después de este primer asomo, estas fuentes permanecen fuera del marco referencial de un latinoamericanismo literario cada vez más proliferante y abarcador.
Igualmente debe añadirse que el pensamiento crítico brasileño, el cual cuenta con la presencia de figuras como Roberto Schwarz y Silviano Santiago, tampoco ha sido ampliamente reconocido en este terreno. En conjunto, más que un olvido se trata de un desencuentro fundamental entre diversos modos de hacer y vivir la posmodernidad latinoamericana.
No sería una exageración decir que la crítica literaria y el mercado de diseminación en lengua inglesa del pensamiento literario-posmoderno han sido, y siguen siendo, los códigos predominantes del discurso sobre la posmodernidad en general, y sobre la literatura latinoamericana en particular. “Existen diferentes comunidades narrativas e interpretativas, tradiciones disciplinarias distintas”, advierte Carlos Rincón, “en donde resulta decisivo el peso de las instituciones de producción del saber. Las cuatro quintas partes de las revistas del mundo donde se trata la literatura latinoamericana se publican en los Estados Unidos”.
Habría que abordar entonces esta anomalía: ¿Cómo se produce una crítica literaria tan dispuesta a pronunciarse sobre la epistemología y su impacto en la historia cultural latinoamericana de nuestros días, partiendo solamente de escasas muestras literarias o filosóficas, y sin acoplar las manifestaciones más contemporáneas de la correspondiente zona cultural en particular?
Problematizar este paradigma ha sido una labor de una minoría de críticos literarios ansiosos de ampliar el horizonte de la posmodernidad literaria latinoamericana, conscientes de que la versión que se tiende a generalizar en los centros de investigación norteamericanos merece una relación más dinámica entre cultura y literatura. La posmodernidad literaria, época posterior al new criticism, la estilistica, y el estructuralismo, suele prometer pero no siempre exigir una profunda revisión del terreno privilegiado que solía otorgársele a lo literario. Hay, claro está, otra curiosa contradicción que muestra la dificultad de abrir espacios multidisciplinarios para un estudio amplio y dinámico de la cultura latinoamericana.
El discurso científico social norteamericano ha mantenido, en términos generales, un escepticismo categórico hacia la posmodernidad que tampoco le permite someter a una atenta lectura los aportes latinoamericanos al tema. De hecho, el interesante debate sobre el poscolonialismo auspiciado por la organización de estudios latinoamericanos (LASA) en 1993 podría leerse más bien como una reflexión tardía, y quizá forzada, por la extensión de los presupuestos posmodernos humanísticos hacia el terreno de la periodización colonial.
Importa notar que el debate dio paso, no obstante, a varias intervenciones valiosas sobre la periodización colonial, pero es ilustrativo que haya sido integrado exclusivamente por investigadores e investigadoras radicados en Estados Unidos, de los cuales solo una se especializaba en materias no literarias.
De este abreviado recuento puede deducirse que la cartografía del correlato latinoamericano responde a nuevas demarcaciones territoriales, aunque estas no siempre se comuniquen entre sí. Lo que se entiende por América Latina ahora comprende comunidades de producción constante que no distinguen entre las diferencias de acceso a la enunciación de capital simbólico. Si se toma en cuenta la creciente población latinoamericana y su coeficiente de intelectuales, el desnivel entre la multiplicidad de voces posibles y la escasez de voces posibilitadas tiende a crecer. Bien se entiende ya que cada disciplina configura el objeto de estudios según los confines de sus metadiscursos, los cuales, a su vez, responden cada vez más al mercado de productos académicos universitarios.
En Estados Unidos, esto también corresponde a un momento de gran fluidez migratoria en el hemisferio que le ha otorgado mucho más atención y prestigio a los discursos latinos, hispanos y latinoamericanistas producidos en los centros académicos europeos y norteamericanos.
¿Cómo distinguir pues entre las distintas formas de imaginar a Latinoamerica? (Es válido diferenciar entre los discursos producidos dentro, fuera o en la diáspora, sin caer en esquemas binarios y reductivos entre lo autóctono y lo foráneo? ¿Qué balance existe entre el influyente latinoamericanismo transnacional escrito usualmente en inglés, y el que se articula en español, portugués y otros idiomas con escasos recursos institucionales de investigación? Como demarcar estas diferencias dentro de los contornos del mercado global de imágenes y discursos profesionales?
Creo que en ese repliegue de silencios, desfases y posibilidades se encuentra una de las aporías principales de la celebración posmoderna en el terreno crítico literario. Creo también que a esa aporía remite la contradictoria condición de críticos pos (tanto modernos como coloniales), académicos fronterizos, o en nuestro caso, latinoamericanistas de intermedio, miembros de diásporas, o nómadas, que viajamos por el espacio cultural y geográfico latinoamericano en búsqueda de una cartografía discursiva, vislumbrando infinitas posibilidades de releer un pasado que sentimos nuestro desde la lejanía.
El crítico Henry Louis Gades ha exclamado que definir el poscolonialismo equivale a un acto de “higiene epistemológica”. Con ello alude a las diversas formas de leer la obra de Frantz Fanon hoy día. Creo que esto atañe aún más a la necesidad de distinguir lo que se entiende por posmodernismo a partir de un mercado académico y social de pulsiones globalizantes y neoliberales que afecta la morfología pos tanto o más que el rigor critico o literario.
Por ello quisiera reiterar, antes de abordar más a fondo la problemática actual de los estudios literarios latinoamericanos, que los nuevos discursos críticos han abierto un sin número de posibilidades a los análisis textuales. Me refiero al panorama amplio que devino del formalismo ruso, el estructuralismo, la hermenéutica, el materialismo sui generis de Walter Benjamin, la escuela de Frankfurt y la semiótica de la cultura (Lotman), los cuales vienen afinándose desde finales de los años sesenta en torno a varias vertientes del pensamiento feminista, la semiosis barthesiana y la deconstruccion.
Importa notar, sin embargo, que a partir de los ochenta, estos discursos pasan a una fase más complicada por un orden cultural que altera radicalmente la función del arte y la crítica académica. Empieza a palparse entonces un desencuentro cada vez más radical entre el post-estructuralismo de vanguardia humanística y la posmodernidad propia, es decir, la sociedad radicalizada por el hipercapitalismo y los diseños neoliberales.
La obra de Jameson, por ejemplo, gira hacia esta problemática después de la publicación de su Political Unconscious en 1981. La reflexión filosófica sobre el orden social posmoderno en si se hace sentir también a partir de este momento, particularmente en la obra de Francois Lyotard y Jean Baudrillard.
Esta es una raigambre rica, contradictoria y altamente diversa que sigue nutriendo nuevas promociones de mujeres y hombres dedicados a la crítica, aunque ya no tanto en torno a la literatura sino a la epistemología, o lo que prefiero llamar teoría epistética, es decir, un rejuego incierto entre la epistemología y la estética.
Esto, a mi entender, constituye una profunda transformación de los estudios literarios en torno a lo que hoy se conoce, de forma generalizada e imprecisa, por discursos posmodernos. Se trata de una praxis que debe buscar nuevas formas de legitimización en un mercado de discursos mucho menos dispuesto a subsidiar los estudios humanísticos, aunque a veces los añore. Desde allí la crítica ha tenido que volverse más profesional y aún más técnica en sus lenguajes de especialización, pero también ha sentido la necesidad (o la ansiedad) de abarcar mucho más territorio que antes, más allá de los textos literarios, hacia una discursividad que ciñe a las artes, las humanidades, las ciencias sociales, y a veces las mismas ciencias físicas ya que estas dependen también de la representación verbal o discursiva. Sus temas actuales suelen ser, por lo tanto, profundamente abarcadores, aunque siempre desde presupuestos que encierran a los otros discursos dentro de esa búsqueda epistética.
Impera en ellos una agenda de proyectos definidos por metas y proyectos de gran alcance: redefinir los campos de estudio, reorientar el modo en que se entiende el nacionalismo, o la sexualidad, reconceptualizar el sujeto de la metafísica occidental, explicar el error de la modernidad, teorizar el tercer mundo, es decir, dirigirse hacia el futuro humano como si se partiera de una tabula rasa armado de un metalenguaje inventivo, no obstante que los medios disponibles para ello – los discursos de la de-significación y la diferencia- se definen precisamente por la lejanía que mantienen ante cualquier estimulo de imaginar alternativas concretas.
La creciente distancia entre la epistemología y las ciencias sociales encuentra un resumen esclarecido en la siguiente observación de Norbert Lechner: “Si no lográramos desarrollar un nuevo horizonte de sentidos, la institucionalidad democrática quedaría sin arraigo: una cascara vacía”.
LA POSMODERNIDAD EN VIVO
Es ya un lugar común reiterar que el devenir de los nuevos discursos teóricos en el terreno literario fluye, en su mayor parte, de la obra de Foucault, Derrida y Paul de Man, o que se nutre de relecturas de Nietzsche, Heidegger y Borges. Es también consabido, aunque algo más problemático, reconocer que ninguno de ellos corresponde o se identifica directamente con la determinación posmoderna que Jameson, Lyotard, Baudrillard, Vattimo, de Certeau y otros filósofos observan en modos distintos, y a veces opuestos. Pero me interesa explorar el paradigma académico y el mercado de discursos que se ha generalizado a partir de todos ellos en conjunto, más allá del significado o la proyección individual de cualquiera de estas figuras maestras.
Para las nuevas promociones este paradigma permite una redefinición del intelectual contemporáneo que elimina o supera toda pretensión mesiánica o propensión a las totalizaciones ideológicas. Se alude así a una ontología más errante dentro de la comunidad transnacional de discursos, a una autogestión intelectual definida por el escepticismo profundo hacia el espacio público y la fe incondicional en la performance escritural.
Es una praxis académica que puede parecer conformista a pesar de sus desafiantes propuestas en el orden conceptual: sus radicales interrogantes permanecen atrincheradas en una duda perenne ya institucionalizada; guarda una distancia cuidadosa del terreno de la ética, la política, y hasta la pedagogía, suponiendo que estos discursos han pasado, para siempre, al orden viciado de presupuestos totalizadores; su reencuentro con otras comunidades y nuevos discursos reconstituyentes de la sociedad civil quedan en un estado de suspenso, en espera de cambios gramatológicos que por su propia fuerza escritural irían de adentro hacia afuera o desde abajo hacia arriba.
Esta sería una de las formas de abordar los rasgos generales del posmodernismo literario y filosófico, el cual, debo insistir, se adhiere, quizá ahora más que nunca, a una apreciación todavía estetizante de las implicaciones sociológicas y políticas de la posmodernidad. Estimo, sin embargo, que la proliferación teórica que informa los discursos pos ha conducido a cierto desgaste semántico de los mismos. Por ello me parece mucho más esclarecedor e interesante subrayar sus bases conceptuales de mayor alcance.
Me refiero a la deconstrucción en su amplia acepción epistética, cuyo impacto se ha hecho sentir en casi todas las ramas de la crítica actual: literatura, cultura, filosofía y ciencias sociales.
Las líneas específicas de su proceder son ya reconocibles: relecturas del pensamiento occidental auscultando el binarismo y otras aporías que sostienen los presupuestos estéticos e históricos de la tradición moderna; descalces de identidades sexuales, nacionales y de clase en torno a la crítica del sujeto íntegro y sus proyecciones en el Estado; volteo de las periodizaciones sostenidas por presupuestos de causalidad teleológica y estructural dando paso a la historicidad del epistema, la narratología, la discursividad y los medios visuales; desmonte de la definición desarrollista de la modernidad periférica o del tercer mundo, desentrañando los modos de subversión, resistencia, y complicidad implicitos en la literatura y otros discursos neo o poscoloniales.
Este paradigma (tomando en cuenta algunas variantes) se ha acomodado en las comunidades discursivas más influyentes, entre ellas la norteamericana, la cual cuenta con muchas de las mejores universidades, revistas, fundaciones y casas editoriales. En el terreno de estudios literarios hispánicos y latinoamericanos los nuevos enfoques epistéticos se encuentran, y a veces chocan, con paradigmas previos de alto alcance, entre ellos la estilística, el estructuralismo, varios marxismos, teorías de la dependencia, y algunos acercamientos más tradicionales de corte positivista.
Es importante, e interesante, notar que muchas de estas voces, tan disimiles entre sí, suelen coincidir en su achaque de que las teorías inspiradas por la deconstrucción, el posmodernismo, u otros acercamientos análogos, abandonan los valores históricos y literarios del humanismo.
Es una reacción predecible en tanto que recoge, entre otras cosas, el lamento natural de cambios de guardia generacional, pero no logra diagnosticar claramente el síntoma central: la supervivencia académica de la crítica, tanto la moderna como la posmoderna, ha quedado en jaque ante el desafío impuesto por la posmodernidad en vivo. El terreno anterior de las disciplinas críticas se repliega ahora en el espacio amorfo de una producci6n teórica que ha perdido su objeto de estudio.
La video cultura y la creciente industria de servicios han asumido una función altamente formativa para los sujetos del capitalismo global. Los estudios literarios y la misma universidad han quedado en tela de juicio como agentes principales de escolarización aun en los países más desarrollados.
El ajuste a la posmodernidad en vivo ha motivado múltiples definiciones de disciplinas y grandes debates sobre lo que implican estos cambios. Este es un proceso necesariamente cauteloso y ambiguo, ya que la deconstrucción de la modernidad también depende del mismo sistema universitario que la tradición humanística añora y el neoliberalismo estima anacrónico.
Garcia Canclini pregunta: ¿Que función cumplen las industrias culturales que se ocupan no sólo de homogeneizar sino de trabajar simplificadamente con las diferencias, mientras las comunicaciones electrónicas, las migraciones y la globalización de los mercados complican más que en cualquier otro tiempo la coexistencia entre los pueblos?
Hoy muchos programas de estudios literarios dan paso a programas de estudios culturales, intentando así integrar la videocultura a la formaci6n universitaria y al quehacer de la investigación critica. Lo mismo ocurre con el surgimiento de programas de estudios étnicos, estudios de la mujer, estudios de las sexualidades, y otras manifestaciones dinámicas de la cultura contemporánea. Algunos textos recientes de Harold Bloom y Richard Rorty proveen una queja nostálgica ante estos cambios tan contradictorios para el humanismo occidental.
Sc trata de una disyuntiva ambivalente para la intelectualidad letrada, particularmente la literaria: la centralidad de su objeto de estudio ha cedido aún más, no obstante que al mismo tiempo se le ha otorgado un valor nuevo al orden escritural en tanto archivo de polisemia y virtualidad autoreferencial.
Claro que esta redefinición permanece ceñida a la deconstrucción de órdenes que buscan un encuentro más directo en el terreno epistetico que en el de la literatura, o la cultura propia. En Estados Unidos y Canadá, por ejemplo, la formación actual de posgrados en el campo de literatura comparada requiere tanto o más conocimiento de fuentes filosóficas que literarias, y los críticos literarios más leídos han tenido que negociar o reformular su quehacer disciplinario dentro de este espacio hibrido. La obra de Edward Said, Fredric Jameson, Jean Franco, Julio Ortega y Linda Hutcheson, entre otros, constituye una muestra amplia de los debates y acercamientos correspondientes a esta problemática.
Creo que solo a partir de un reconocimiento de estas tensiones y desencuentros se pueden abordar nuevas propuestas en las ciencias humanas, al igual que su reacción con los estudios latinoamericanos. Antonio Cornejo-Polar, por ejemplo, destaca la presencia de una “turbadora conflictividad” que nos urge “hacer incluso de la contradicción el objeto de nuestra disciplina, puede ser la tarea más urgente del pensamiento crítico latinoamericano”.
Y entre las importantes agendas que propone Walter Mignolo resalta una intrigante y quizá paradójica pregunta: puede ser la crítica un instrumento de colonización y descolonización al mismo tiempo? Hay una búsqueda incierta pero profunda en estas preocupaciones.
Responden a un momento de gran ambigüedad en cuanto a la función del intelectual que a su vez ofrece una amplitud virtual de posibilidades críticas. En su reciente libro Escenas de la vida posmoderna Beatriz Sarlo concluye con otra gran interrogación: “ La crítica cultural seria, por fin, un discurso de intelectuales? Difícilmente haya demasiada competencia para apropiarse del lugar desde donde ese discurso pueda articularse. A diferencia del pasado, donde muchos querían hablar al Pueblo, a la Nación, a la Sociedad, pocos se desviven hoy por ganar esos interlocutores lejanos, ficcionales o desinteresados”.
La expansión radical de la cultura massmediática, la caída del socialismo internacional, el resurgimiento del nacionalismo étnico-religioso, la reducción global de las poblaciones agrícolas, las crecientes olas migratorias y su impacto en las grandes ciudades, la imperante lógica del mercado y su correspondiente cultura electrónica, la creciente hegemonía del narcotráfico, todo ello constituye la faz social de una posmodernidad cada vez más radical y carente de discursos explicativos, pero también más real y palpable para todos los pueblos, inclusive los del llamado primer mundo.
Decir que desde finales de los ochenta Ia historia se ha vuelto más caótica, inconmensurable, o solamente asequible por la estética del simulacro televisivo quizá no sea más que una simplificación académica. La desterritorialización de sujetos propulsada por la guerrilla capitalista ha sido mucho más radical que la imaginada por el posmodernismo de la vanguardia critica.
No se trata de negar el refinamiento de estas lecturas, ni el alcance de sus planteamientos teóricos, sino de ajustarlos y rearticularlos ante Ia radicalidad del capitalismo actual. Durante los primeros meses del año 96, la campaña electoral de Patrick Buchanan, candidato a la presidencia norteamericana por la facción ultraderecha del partido republicano, adquirió un auge inesperado por su oposición a los diseños de la economía global contra la clase trabajadora.
Las milicias armadas contra los diseños globales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se encuentran hoy en Estados Unidos. Estamos, dice Sarlo, ante una ocasión no tan propicia para preguntar sobre el “que hacer” sino sobre el “como armar una perspectiva para ver”.
Digamos que el posmodernismo de inmanencia literaria y epistemológica que he intentado resumir aquí se ha complicado considerablemente con la expansión de la vida posmoderna, la cual se ha hecho concretamente palpable, a su vez, con el advenimiento del neoliberalismo y otras manifestaciones globalizantes. Esta sería la posmodernidad del hipercapitalismo estudiada o más bien debatida en formas distintas desde hace más de una década y en formas distintas por autores ya citados (Jean Franco, Roberto Schwartz, Nelly
Richard, Garcia Canclini, entre otros).
Son acercamientos que permiten abordar el espacio cultural latinoamericano de los noventa, llevándolo a un encuentro crítico con la fase celebratoria de las deconstrucciones de la modernidad que se manifestaron en los setenta.
Sin ese paso la deconstrucci6n se encierra en otro gesto modernista y estetizante a fin de cuentas, tan distante de la posmodernidad en vivo como todas las teorías estéticas anteriores que definen su objeto de estudio a partir de las estructuras humanísticas tradicionales. La celebración de la diferencia pierde rigor si se muestra indiferente ante las totalizaciones posmodernas, la nueva territorialización de las desigualdades, el desdén por los valores colectivos, la desconfianza en la idea de una humanidad compartida, la presión por el acceso al nuevo universalismo del consumo, y el concepto de globalización en sí.
Esta es, de hecho, la gran preocupación actual del propio Derrida en su libro Spectres of Marx, es decir, distinguir el orden social que esperaba la deconstrucción después de casi treinta años –o que quizá todavía espera- del orden posmoderno que ocupa el espacio público vivido.
Lo mismo podría decirse de la importante crítica del binarismo, el esencialismo y las identidades -proyectos valiosos que ahora comienzan a buscar especificidad y cruces más allá del hermetismo escritural. La tecnocultura global ha transgredido las identidades, las fronteras nacionales y otras estructuras del pensar moderno de un modo mucho más radical.
Piénsese en la aplicación de los ya conocidos, y hasta populares, conceptos del simulacro y la inconmensurabilidad. Según Jean Baudrillard, la historia ya solo se puede manifestar como simulacro. No hay otra sensibilidad posible en la época del zapping (o surfing a través de los canales de televisión) para percibir eventos como Ia guerra del Golfo pérsico, por ejemplo. Es, simplemente, otra imagen del espacio lúdico de las comunidades virtuales del video.
Para J. Francois Lyotard, por otra parte, los reclamos de los pueblos ante Ia historia es una meta que se ha vuelto mayormente inconmensurable, por muy digna y justa que sea. La preservación de la memoria comunitaria, particularmente los relatos de los que no tienen suficiente poder para convertir sus mitos en realidades, deben reivindicarse en el espacio de la creación, no en el de la racionalidad, y asumir la inconmensurabilidad de sus quejas en la subliminalidad del arte.
Estos son, sin duda, conceptos penetrantes y reveladores de la sociedad contemporánea, al menos en el orden descriptivo. Pero también son respuestas algo miméticas, es decir, poco inclinadas a problematizar las condiciones existentes, imaginar alternativas. o distinguir entre las formas de producción y recepción culturales que se producen en Europa, Estados Unidos y otras sociedades. Las posibilidades de esas distinciones, aclaraciones y diferencias ante la globalización cultural exigen al menos una pausa o un reajuste de presupuestos críticos actuales que, a mi entender, ya se pueden atisbar.
Hay indicios de esta pausa en la obra más reciente de muchas figuras estelares de la crítica. El texto de Derrida ya mencionado quizá sea el ejemplo más inmediato. Con gran sentido de alarma, Derrida describe los contornos de su mundo actual: el creciente poder de los massmedia sobre la producción y diseminaci6n intelectual, al igual que el desmembramiento de Europa oriental y los amenazantes conflictos étnicos y religiosos que circunscriben a toda Europa.
Resulta sorprendente que el maestro de la deconstrucción, en un gesto de conjura contra la hegemonía techno, intente reajustar sus proyectos acudiendo a los espectros de Shakespeare y Marx. Es un síntoma que merece más atención entre sus lectores. En la obra tardía de Foucault se puede entrever también una duda análoga. Tecnologías del ser, su último libro sobre la filosofia del poder tomando en cuenta la textualidad del cuerpo humano, destaca una búsqueda, tanto nostálgica como normativa, del balance entre el deber y el placer correspondiente a ciertos momentos claves de la modernidad histórica.
Algo más consciente aún se palpa en los últimos textos de Julia Kristeva, particularmente Naciones sin nacionalismo. Partiendo precisamente de la deconstrucción, el feminismo y otros discursos que informan su distinguida obra, Kristeva asume allí una postura menos dispuesta a abandonar, sin sopesar lo que ello implica para su Europa oriental, los metarrelatos modemos y la concepción universal de los derechos humanos.
A esta discusión corresponde también la obra más reciente de Edward Said, Cultura e Imperialismo. El conocido autor de Orientalismo, texto que abrió el camino al desmonte de la tradición humanística en los años setenta, propone ahora reformular la defensa de ciertos aspectos de la tradición occidental moderna, sobre todo el valor del arte literario, al igual que el peso de la institución universitaria definida por su independencia de las presiones políticas y económicas. Insiste que sólo a partir de ahí, y a modo de contrapunto, se podrá escribir una crítica literaria poscolonial capaz de concebir la posibilidad de cuestionar la historia imperial. Es otro síntoma, si acaso más nostálgico, del mismo registro de pausas y ajustes.
En la crítica latinoamericana también se encuentran algunas instancias que integran estas dudas rigurosamente. La estratificación de los márgenes de Nelly Richard, al igual que el texto de Sarlo citado anteriormente (Escenas posmodernas) parten de la especificidad local de una área o nación inmediata, permitiendo luego una reflexión más amplia de los inevitables desencuentros entre las diversas formas de articular la cultura latinoamericana en este momento de globalidad posmoderna. Son acercamientos que se destacan también.
Postular una lectura más critica del posmodernismo y su desencuentro con la globalizaci6n hipercapitalista implica un acercamiento capaz de verter los rigores aprendidos de la deconstrucción sobre sí misma, y en particular, un examen muy cauteloso sobre el modo en que esta teoría se emplea en el campo de investigación de la cultura latinoamericana.
Carlos Rincón observa que las semióticas del posmodemismo “fetichizaron la diferencia, el Otro, la alteridad. Pero en esa asimilación, en el camino hacia la construcción de marcos epistemológicos y discursivos para formular problemáticas teóricas, el postmodernismo excluyó las especificidades culturales, lo propio de las políticas de la representación de las ficciones latinoamericanas, y con ello las teorizaciones -incluida la del ahora realizadas en ellas”.
La urgencia de estas precisiones se constata particularmente ante un término como el poscolonialismo, el cual surge de un mercado de discursos críticos cada vez más variados, ambiguos y contradictorios. Para Walter Mignolo, por otra parte, este nuevo enfoque se presta más bien para una reconfiguraci6ón de los estudios coloniales sin que ello excluya una posible reflexión critica de la época actual desde una “semiosis colonial” quizá posible ahora que la posmodernidad pone en duda sus propios principios y metarrelatos modernos. En su libro The Darker Side of the Renaissance, al igual que en sus ensayos más recientes, particularmente en dos números especiales de la importante revista norteamericana “Poetics Today” dedicados a una relectura poscolonial de los estudios latinoamericanos actuales, Mignolo postula una mirada poscolonial basada en el acercamiento de la semiótica posicional elocutiva (locus de enunciación como elemento relativizador en la producción del pensamiento) a los presupuestos latinoamericanos de la transculturación, ambos en torno a un intento mayormente dedicado a retomar el campo de estudio colonial, y en particular las zonas andinas, que la tradición modernista y posmodernista tiende a olvidar o negar.
Me interesa, sin embargo, precisar un poco más el giro en torno a los estudios poscoloniales como propuesta generalizable a todas las épocas y espacios actuales. Decir poscolonial en vez de tercer mundo, modernidad periférica o aún subdesarrollo, implica muchas cosas, pero creo que la más importante ha de ser su participación conflictiva y complementaria a la vez en la constelación de discursos posmodernos.
Rincón afirma al respecto que “en diálogo con esas teorías [posmodernas] y conectándose con un discurso que se ha ignorado, el discurso poscolonial Un proyecto asimétrico, con estrategias y presupuestos distintos al postmodernismo, las nuevas teorizaciones culturales latinoamericanas pueden contribuir a replantear y, en últimas, a cambiar los términos del debate modernidad-postmodernidad”.
El alcance restaurativo del discurso poscolonial que Rincón parece vislumbrar no es sometido por el a un análisis concreto, pero importa acentuar aquí que aún la mera especulaci6n sobre tal promesa resulta significativa, ya que la no simultaneidad de lo simultáneo se propone calibrar sobria y detenidamente la extraordinaria importancia de los discursos posmodernos y la deconstrucción literaria en un amplio marco transnacional. La promesa que Rincón cree encontrar en el discurso poscolonial surge del reconocimiento que al igual que el proyecto moderno latinoamericano, los enfoques posmodernos también engendran formas de anular, excluir, y reprimir.
Por mi parte, estimo que el discurso poscolonial, hasta ahora desatendido o rechazado prematuramente por la crítica latinoamericana en su mayoría, merita una discusión más detenida dentro del contexto posmoderno.
Primeramente, el discurso poscolonial parece sugerir y hasta prometer precisiones de carácter histórico estructural, pero su radio referencial se mantiene dentro de la discursividad panhistorica posmoderna, la cual tiende a evitar o hasta desechar la diacronía y la periodización: todo lo anterior es un gran espacio de enunciación moderno sometido al análisis deconstructivo a partir de un presentismo radical que asume su plenitud en el desencanto epistemológico de los países más industrializados.
En el terreno latinoamericano, por ejemplo, esto se ha manifestado en replanteos del estudio de Ia literatura colonial a partir del neobarroco, o de teorías del abismo semántico (error originario de Ia diferencia latinoamericana) que releen la colonia junto al diecinueve sin mayores trabas, en un fluir que igualmente puede nutrir la narrativa contemporánea del boom y del postboom en formas que pueden ser sugerentes pero que devienen de una historia cultural indiferenciada.
Desde esta lectura, la referencia a lo poscolonial puede ser, por lo tanto, una mera extension del paradigma teórico posmoderno; es decir, una forma de abarcar Ia idea del tercermundismo en su fase globalizada, sin especificaciones de tiempo o espacio, ya sea America Latina, o cualquier otra región, pero abarcando también las minorías raciales, étnicas y lingüísticas del primer mundo. El discurso poscolonial queda así en posición de abarcar todos los espacios y periodos históricos en forma polisincretica, acudiendo a formas y contenidos del pasado premoderno y moderno en pos de momentos discursivos prometedores para un futuro posmodemo.
Reconoce la insuficiencia de las etapas modernas del llamado tercer mundo desde un presentismo que prescinde de las diversas cronologías nacionalistas. África, Latinoamérica, el Caribe, Asia, o ciertas poblaciones minoritarias de Estados Unidos, Europa, y hasta Japón pasan, a veces sin mayores precisiones, dentro de un mismo campo referencial.
Podría decirse que se trata de una especie de identidad que el posmodemismo le otorga al tercer mundo, como un residuo globalizado de sus memorias locales, no obstante lo contradictorio que ello pueda parecer para un paradigma que rechaza categóricamente todo tipo de ancla ontológica. Pero se trata de una identidad discursiva concedida casi como plazo, entretanto se deconstruyen las identidades fuertes de la modernidad, periférica, subalterna, neocolonial, dependiente, o tercermundista.
Esta lectura del poscolonialismo implicaría entonces rearticular la nocion del tercer mundo según los parámetros posmodernos, verlo menos como objeto subordinado a poderes coloniales e imperiales que como sujeto que se narra y produce a sí mismo, y que por ello está implicado en su propia condición de sociedades predispuestas a ciertos síntomas internos de carácter mayormente negativos: conflictos de identidad, mimetismo, u otras formas colectivas de sentirse a menos.
Lo único recuperable de esta historia radica en las claves discursivas, particularmente las literarias, las cuales cobran mucho más importancia que las estructurales siempre que se lean a contrapelo, es decir, como significantes desprendibles de la serie narrativa tradicional que los encierra.
La posmodernidad se propone entonces como instrumento clave de descolonización (entendiéndose esto como problema epistetico mas que político) para la condición poscolonial porque permite auscultar y desmontar lo que entiende por epistema de la modernidad fallida: formas de pensar y escribir y actuar correspondientes a la mentalidad neocolonial, o hasta colonial, después de los periodos de independencia oficial y formación nacional.
En el terreno latinoamericano estas formas incluirían los discursos del nacionalismo de las elites políticas, culturales y literarias: criollismos, indigenismos, negritudes, mestizajes, paternalismos nacionales, voluntarismos revolucionarios, y formas literarias como los realismos mágico o maravilloso; en fin, toda la historia cultural moderna.
Esta concepción de la poscolonia, por lo visto, esconde una suerte de utopía escritural que quizá permita entrever con más claridad los presupuestos del posmodernismo literario.
Entiende la descolonización como una liberación del yugo de la lógica neocolonial, sobre todo el nacionalismo elitista, desde su propia discursividad interna. En ese sentido el poscolonialismo es casi la antítesis de la teoría de la dependencia, cuya búsqueda primordial se detenía en la causalidad externa de las relaciones neocoloniales.
La búsqueda poscolonial no integra nociones de imperialismo o periferia en su marco de referencias. Se extrae inmanentemente. Descolonizar aquí implica desmontar la historia moderna latinoamericana en su totalidad discursiva, declararla inepta, sin hilos conductores entre ese pasado fallido y el futurismo posmoderno, exceptuando el lenguaje literario y de ahí todo horizonte discursivo que se entienda a partir de parámetros herméticamente escriturales.
Solo allí, en el archivo de significantes dispersos y nómadas de ese pasado se encuentran las posibilidades para reformular la historia y la escritura, no por su valor literario en sí, sino porque desde allí se pueden atisbar modos retóricos de transgredir o subvertir la lógica binaria, las identidades duras y otros sostenes del epistema de la modernidad fallida.
Es consabido que la literatura latinoamericana provee instancias excepcionales de esa otredad que informa a la deconstrucción, cuyo énfasis radica en la relectura y reescritura de la historia a partir de la radicalidad escritural modelada por la polisemia inherente al orden literario. Por ello la literatura o la escritura de cualquier época contiene muestras dignas de atención para una praxis de lectura radical y emprendedora; en el caso de la colonial latinoamericana, el hallazgo se hace aún más dramático, dado su valor paradigmático de punto originario para las hipótesis discursivas sobre la cultura latinoamericana.
Desentrañar la subversión o transgresión escritural en la literatura colonial digamos Sor Juana o el Inca Garcilaso, por ejemplo -es una tarea que merece atención. Más allá de mostrarnos una forma innovadora de leer figuras imprescindibles, esta propuesta nos invita a reformular la historia literaria, y de ahí toda La historia colonial que la tradición moderna ha fraguado en torno a un binarismo que puede ser colonizador en sí, puesto que no suele entrever otras posibilidades de conceptualizar la historia latinoamericana más allá de posiciones predeterminadas por metadiscursos externos a estas obras.
El planteo nos lleva a retomar la historia a partir de las estrategias discursivas de estos autores particulares, desde los cuales se puede complicar la periodización colonial establecida, mostrando diversas enunciaciones y transgresiones que irrumpen el orden discursivo del poder colonizador, particularmente sus tradiciones literarias e historiográficas más hegemónicas.
Tal relectura permitiría observar que no todos los escritores de la colonia responden a una visión monolítica de la escritura y que de hecho los mejores autores acuden a tropos, imágenes y otros significantes que pueden implicar gestos liberadores y una posible retorica que el lector deconstructor de hoy puede entender como descolonizante en sí.
Estas relecturas, en última instancia, nos llevan a preguntarnos si nuestro pasado no ha sido una mera construcción de malas lecturas o lecturas propensas a ciertas estructuras del pensamiento que forman parte de la condición neocolonial, y por ende, lo producen.
Importa contrastar esta lectura con la que ofrece Ángel Rama en La ciudad letrada, por ejemplo, puesto que hay una oposición casi diametral entre ellas. Rama muestra cuidadosamente la estrecha complicidad de la escritura con el poder colonial, independientemente de los momentos transgresivos de algunos autores.
Su análisis lo lleva a ubicar el eje conductor del poder en el orden letrado también, pero en relación con otros discursos y dispositivos culturales y políticos desde los cuales se hace más difícil exceptuar el orden literario o convertirlo en un centro designificador de todas las demás discursividades.
La deconstrucción poscolonial, por el contrario, presupone que se pudo haber escrito y vivido otra historia si estos modelos de escritura, o al menos sus momentos subversivos hubieran sido observados con anterioridad, dando a entender que estos textos, por si solos e independientemente de los demás dispositivos del poder colonial, esconden la gramatologia de otra posible historia. Vertida hacia el presente, y desentendida de las aporías correspondientes a esta lógica escritural, esta proyección asume aun más fuerza: se entiende a sí misma como la única fuerza descolonizadora restante.
El hilo conductor de las posibilidades de cambio -primero escritural, luego epistemológico y finalmente social recae entonces sobre la relectura especializada de textos claves que marcan toda la historia desde la colonia, y sobre la capacidad de seguir leyendo a contrapelo toda la red discursiva que constituye la sociedad poscolonial desde entonces. Ante la realidad social globalizante que lo desplaza de sus cátedras humanísticas, el crítico literario o cultural queda reinventado en esta nueva territorialización de tiempos y espacios discursivos.
Pero más allá de cierto voluntarismo letrado, esto conlleva una concepción del mundo y la cultura solo aprehensibles mediante una de-significación perenne poco dispuesta a asumir el peso de su ambición epistemológica en el ámbito social.
“En algún momento”, afirma Benjamín Arditi, “las pulsiones rebeldes deben conformar saberes estratégicos que animen a nuevas voluntades de poderío para conquistar espacios acotados, para modificar segmentos de ‘sociedad”’. Aun más importante, sin embargo, sería el descarte totalizador de la modernidad que procede de este cul-de-sac: Latinoamérica se vuelve una comunidad discursiva que oscila principalmente entre la colonia y la posmodernidad, o aun entre la premodernidad y Ia posmodernidad.
La modernidad periférica, o las otras modernidades, leidas como error de lógica escritural, pasan a ser un vacío cultural y social abandonable, no una realidad expuesta a transculturaciones, negociaciones, y cambios que le dan un carácter singular de periodo histórico.
La especificidad moderna de Latinoamérica, particularmente su historia cultural de múltiples formas de escribir y experimentar la vida queda reducida a una larga historia de neocolonialismos modernizantes indiferenciados a través de los siglos. Claro está, esta lectura tampoco se percata de que estos vacíos y desarticulaciones no permanecen exclusivamente dentro del orden de especulaciones epistemológicas. “No hay que llegar al extremo del neoliberalismo” señala Norbert Lechner, “pero su ofensiva ya no solamente contra la intervención estatal, sino contra la idea misma de la soberania popular, es un signo de la epoca”.
Sé que hay otras lecturas de los términos y conceptos que organizan la exploracion central de este ensayo. Mi interés ha sido, sin embargo, intentar un deslinde diferenciador y menos celebratorio entre ellos; no verlos en un firmamento de estrellas inconexas que brillan independientemente del mercado de discursos críticos que a fin de cuentas gobierna y legitimiza cualquier locus de enunciación y campo de estudio. Se trata de una compleja red de voces, ruidos y silencios cuya historia importante y controversial incumbe al pensamiento crítico del último cuarto de siglo. Me interesa por ello explorar un poco más el valor de las ambigüedades del poscolonialismo, precisamente porque hacen resonar el peso de los otros mundos terceros, periféricos o diferentes- en lo que se entiende por posmodernidad, globalización y comunidades discursivas transnacionales. Esta otra lectura comprende varios rasgos fundamentales que solo podré esbozar brevemente en los últimos párrafos de este ensayo. Me refiero a la confluencia de desencuentros e inesperados acechos que se desbordan del poscolonialismo, de su posición fronteriza entre la tradición critica anglosajona y el hispanismo latinoamericanista, entre las diásporas intelectuales y Ia diáspora de las masas migratorias, entre la teoría metropolitana de la diferencia discursiva y la creciente diversidad étnica de las áreas metropolitanas, y finalmente, entre la teoria poscolonial y lo que se entiende por valor político de los discursos criticos.
Escrito casi exclusivamente en inglés hasta hace poco, el discurso poscolonial cobra relieve intemacional inicialmente con el trabajo de Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. Su marco referencial ha sido mayormente el mundo académico de Estados Unidos e Inglaterra, aunque la obra de Spivak y Bhabha, críticos de origen hindi, también sostiene un diálogo más amplio, particularmente en las investigaciones historiográficas del Grupo de Estudios Subalternos de Ia India.
La influyente obra de Edward Said, palestinonorteamericano, también escrita exclusivamente en inglés, aborda los problemas de la colonización y Ia diáspora en torno al pueblo palestino. Si se toma en cuenta la historia más o menos reciente de la lucha independentista de las naciones o pueblos implícitos en la biografia de estos autores, podría deducirse que el enfoque poscolonial responde principalmente a una periodización contemporánea de la historia colonial e imperial angloparlante.
Claro que la experiencia colonial del siglo veinte sufrida por muchos países del medio este, Asia, África y el Caribe permitiría extender la vigencia temporal y espacial contemporánea del término poscolonial en un sentido estrictamente histórico. Pero el poscolonialismo, según lo argumentado más arriba, no logra sostenerse como propuesta de periodización, aun cuando permite dramatizar, desde este horizonte histórico más bien incierto, el hecho de que gran parte del tercer mundo fue colonia hasta hace muy poco.
Su interés verdadero gira en torno al residuo neocolonial posterior a la formación de estados y naciones, y por ello se hace extensible ya como estudio comparativo de formas discursivas a instancias postcoloniales y posnacionales anteriores, entre ellas la latinoamericana.
Ese rejuego epistitico de la teoría con la historia solicita ciertas consideraciones. Por un lado, al acercarse más a la experiencia reciente del colonialismo se disturba un poco el tabú posmoderno en torno a la periodización histórica.
La colonización persistió durante toda la modernidad y tiene nombres, apellidos, fechas, y discursos específicos que la posmodernidad no puede ignorar sin cierto ruido cognoscitivo o resistencia conceptual. Por el lado más teórico, el poscolonialismo explora nuevas relaciones entre los diferentes discursos de la época colonial, el neocolonialismo de las elites modernizantes, y el modo en que los discursos nacionalistas del siglo 19 y 20 se inscriben en estas coordenadas.
De hecho, quizá se le deba al poscolonialismo el interesante debate que ha surgido recientemente sobre la periodización colonial en Latinoamérica, el cual ha puesto en juego la definición de los dos primeros siglos de dominio español después de la conquista. Insisto, sin embargo, que la imprecisa acepción histórica del poscolonialismo remite directamente a las imprecisiones del terreno teórico.
Una lectura poscolonial del siglo XIX y XX latinoamericano, por ejemplo, iría más allá de las guerras de independencia, para incluir el modernismo, la vanguardia y las revoluciones de casi todo un siglo sin mayores precisiones.
Se desliza entonces muy fácilmente hacia el desfase posmoderno de la modernidad latinoamericana, es decir a la teoría del epistema fallido discutido previamente.
Importa reiterar, no obstante, que el poscolonialismo se distingue de otros discursos posmodernos al invocar tiempos y espacios cuya hibridez complica aún más la historia occidental moderna. Esto se constata en otro aspecto fundamental: la mirada doble, flotante o diaspórica del crítico poscolonial. Es una dimensi6n que alude a la historia personal del crítico, aunque también de un modo que deviene en discursividad. La obra de Edward Said, por ejemplo, incluye la diáspora palestina contemporánea, pero su proyecto a largo plazo ha sido el orientalismo, es decir toda la historia de formas en que occidente ha fabricado una imagen del oriente a través de los siglos.
Said entiende, desde su cátedra neoyorquina en la universidad de Columbia, que su vida y su obra cobran sentido al abordar la diáspora y la diglosia como estrategias para reformular un concepto del tercer mundo a contrapelo del primero, sobre todo desde Estados Unidos. Por su parte, Gayatri Spivak y Homi Bhabha, ambos discípulos de Jacques Derrida, también abordan la otredad poscolonial a partir de su propia condición de intelectuales que proceden del tercer mundo conscientes de haber emigrado al primero.
No es tanto una posición que privilegia el origen subalterno como esencia o espacio referencial, sino un no situarse ni aquí ni allí después de haber habitado ambos espacios como intelectuales, una condición vuelta estrategia que posibilita la interlocución entre múltiples mundos y disciplinas. Así entienden ellos la deconstrucción poscolonial: una forma de hacer critica que no es neutral ni externa al objeto de estudio, la cual traspone la referencialidad (subalterna, tercermundista, minoritaria) sin llegar a olvidarla, volviéndola residuo significador sin metarrelato, transformándola en la tensión de una escritura sin suelo ni reposo conceptual.
En este contexto, Ia relectura de Franz Fanon, C. L. R. James, y otros escritores de la aún reciente historia colonial cobra un interés especial, específicamente por tratarse de autores cuya obra nos lleva a la red de disyunciones que confluyen en el Caribe durante la segunda mitad del siglo veinte: colonialismos, modernizaciones, revoluciones, y otras pulsaciones asincrónicas que vinculan a las Américas, África, Asia y Europa.
Pero el radio de cruces entre las tradiciones lingüísticas y culturales que atrae al poscolonialismo va mucho más lejos y en múltiples direcciones. La literatura latinoamericana, por ejemplo, particularmente la narrativa, forma parte esencial de un nuevo código de multiculturalismo mundial canonizado por las traducciones a la lingua franca de la comunidad global, es decir, a un inglés cada vez más transnacionalizado que responde menos al concepto de lengua nacional que al de segunda lengua mundial; un ejemplo de ello sería el valor de cambio extraordinario que obtiene el realismo mágico en la literatura poscolonial escrita en inglés, particularmente en La obra de Salman Rushdie, o en el cine más contemporáneo de Hollywood.
Las literaturas chicana, nuyorrican y de otros latinos o latinoamericanos en Estados Unidos también cobran relieve en este contexto de múltiples códigos lingüísticos, culturales e históricos; al igual que la creciente yuxtaposicion de lo latino norteamericano con lo latinoamericano en la programación transnacional televisiva desde Estados Unidos y Latino America.
La redefinici6n de lo que se entiende hoy por cultura participa directamente en este rejuego de bordes y fronteras. Se dice que la cultura se ha vuelto omnipresente, aunque no está claro si ello implica una diseminación o una disolución de las formas artísticas que la nutren. En cualquier caso, esa misma indeterminación asume la condición fronteriza de todo intelectual, ya que hacer crítica hoy día implica permutar, transitar, o viajar entre espacios inciertos y a veces efímeros.
Los estudios culturales surgen de este impulso que tiende a formular nuevos métodos y teorías de estudios comparativos desde un enfoque multidisciplinario mucho más expansivo que lo permitido por la organización disciplinaria tradicional de occidente. Claro está, la intelectualidad poscolonial ocupa un lugar principal en esta praxis de tan amplio radio de interpelaciones posibles. Pero habría que preguntarse si todo este programa crítico no responde mayormente a las necesidades culturales y al mercado académico que emanan de Estados Unidos y Europa. El filósofo africano Kwane Anthony Appiah ha observado que: “La poscolonialidad es una condición correspondiente a un grupo pequeño de pensadores y escritores estilizados a modo occidental que mediatizan el intercambio de mercancia cultural del capitalismo global en las zonas perifdricas”.
Comparto esa sospecha, pero me interesa complicar sus implicaciones. Principalmente, no estoy seguro que la condición del crítico poscolonial sea más transparente que la idea del intelectual nativo, emigrado, o exiliado, que permanece anclado en un solo sitio (mental o físico) o que transita de forma más o menos desapercibida entre el primer y el tercer mundo amparado por la objetividad disciplinaria u otras teorías de presunta neutralidad.
Al conducir la teoría posmoderna hacia el ámbito de la diáspora intelectual, el poscolonialismo exacerba la relación entre la especificidad (nacional, étnica, sexual) del intelectual, la condición huérfana y nómada de las teorías globales en si, y la creciente formación de comunidades discursivas dentro de un espacio académico también globalizado por la tecnología y los mercados. Se trata de una red de relaciones que el feminismo ha internalizado desde hace tiempo, puesto que la mujer siempre ha tenido que negociar el espacio de sus instancias discursivas.
Por otra parte, al aludir a la referencialidad implícita en todas las posiciones críticas, la mirada poscolonial también permite problematizar otras, entre ellas la bandera de la autoctonía nativista, puesto que la pertenencia al suelo nacional tampoco garantiza una relación desinteresada y exenta de mercados y valores, ni lo nacional responde a una definición univoca, ni la literatura a una delimitación estrictamente nacional.
Los horizontes de la mirada fronteriza forman parte de una industria de discursos e imágenes de la cual no hay escape sino más bien instancias y posiciones entre lectores, escritores y consumidores. Dentro de esa producci6n su inquietud principal ha sido la de abordar las colonias internas o el neocolonialismo modernizante con nuevas perspectivas desmitificadoras, y canalizar el montaje de nuevos objetos de estudio de la otredad, entre ellos la subalternidad, al par de una visión más multicultural de la literatura global.
Pero habría que observar también si esta óptica es capaz de problematizar el triunfalismo posmoderno, si a partir de ella se posibilita una mirada más crítica de la cultura neoliberal, si su marco de referencias incluye la cultura de sociedades en vivo, si se percata de la dialéctica entre instancias de enunciación e instancias de legitimización, en fin, si concibe la literatura más allá del encierre epistemológico.
Habria que estudiar estos y otros deslindes más cercanos al espacio vivencial latinoamericano. Como se producen y reproducen las diversas comunidades discursivas hoy en Latinoamérica, o en cada nación, o en cada región? ,Que tipos de diásporas y fronteras se producen entre los márgenes de esas localidades? , Cómo trazan su cartografía de lo latinoamericano? ¿Como entienden su relación con la comunidad transnacional angloparlante de latinoamericanistas?
Creo que estas dudas y preguntas permanecen sobre el tapete.
En un ensayo profundamente aclarador, R Radhakrishnan propone la necesidad de aclarar la relación política del discurso poscolonial problematizando su distancia de Ia cultura en vivo. Observa que la hibridez metropolitana del crítico que surge de las diásporas no suele acentuar el sentido dc frustración y la crisis de legitimización que corresponde a otras clases sociales o discursos no habituados por intelectuales profesionales, cuya experiencia en la diáspora quizá incluya el anhelo de una vuelta, o el sostén de una identificación con lo perdido.
Al crítico diaspórico también le correspondería repensar lo que implica esa otra diáspora menos satisfecha de su condición, no ya en términos físicos, sino discursivos. Ello podría partir de una relación más cercana y abierta a perspectivas que emanan desde Ia otra orilla, de una interpelación que conlleve la politización mutua de comunidades de acá y allá, en fin, de un espacio donde la legitimización solo se de en la reciprocidad de voces y experiencias disimiles. Esto sería al fin más necesario si por razones de mercado académico y cambios disciplinarios, a la crítica se le exige un acercamiento mayor al terreno de la cultura. Un ejemplo importante se encuentra en el estudio de la cultura actual argentina que ha hecho Beatriz Sarlo, la cual abre avenidas desconocidas por toda una industria de lecturas sobre la posmodernidad literaria argentina y latinoamericana.
Habría, pues, que aprender a ver, hablar, leer y quizá hasta escribir un poco más desde las otras fronteras, someterse a otras instancias de recepción, aplazar la extrapolación teorizante, en fin, tomar en serio las diferencias.

¿SON POSIBLES OTRAS MASCULINIDADES?

¿SON POSIBLES OTRAS MASCULINIDADES? SUPUESTOS TEÓRICOS E IMPLICACIONES POLÍTICAS DE LAS PROPUESTAS SOBRE MASCULINIDAD (2004)
Mauricio Menjívar Ochoa* Investigador del Instituto Nacional de las Mujeres. Profesor de la Universidad Estatal a Distancia UNED.
Rev. Reflexiones 83 (1): 97-106, ISSN: 1021-1209 / 2004

Introducción

Sin duda alguna la última ola feminista, esta que comienza hace más de tres décadas, ha significado una crítica sustantiva al patriarcado. Con esta crítica se ha develado la opresión que enfrentan las mujeres por parte de las instituciones sociales: la sexualidad y la maternidad, la familia tradicional y los roles de género, el trabajo, la política, y, fundamentalmente, el carácter del poder que cruza a todas y cada una de estas instancias.

Por otra parte, y contrario a lo que se podría creer, cuando se habla del surgimiento de propuestas o de estudios en torno a la masculinidad no siempre puede decirse que estas son “liberadoras” respecto de la masculinidad tradicional. A diferencia del feminismo, el ánimo de tales propuestas no es siempre crítico con respecto al patriarcado como forma de organización social basada en el dominio masculino.

A pesar de esta situación, no siempre se hace explícito el trasfondo político que subyace a tales propuestas. En el ámbito de los estudios sobre la masculinidad, aun autores motivados por la crítica al patriarcado (por ejemplo Campos y Salas; 2002: 29) combinan indistintamente el uso de ciertas propuestas conservadoras con otras de carácter crítico, a pesar de que su trasfondo teórico y político no las hace homologables.

Bajo estas consideraciones, el presente trabajo tiene como objetivo exponer algunas de las perspectivas que abordan el tema de la masculinidad. La finalidad de esta tarea es explicar algunos de sus supuestos teóricos, así como las implicaciones políticas que de estos se derivan. Tal cuestión es de particular importancia para analizar las posibilidades de transformar nuestras masculinidades tradicionales en otras anti-sexistas, anti-homofóbicas, anti-racistas, anti-adultistas o, dicho en positivo, a otras en las que quepa la diversidad.

Debemos aclarar que la pregunta respecto de si son posibles otras masculinidades en tales perspectivas no irá seguida, por ahora, de una reflexión concerniente a los elementos que podrían contribuir a este cambio. Esta es una tarea que merece un mayor espacio que el que disponemos en esta oportunidad.

El patriarcado como determinación

El autor Kennet Clatterbaugh (Gomáriz;1997: 19) ha identificado varias perspectivas dentro de los estudios sobre masculinidades. A una de ellas la denominó conservadora. Uno de sus exponentes es Steven Goldberg quien con el título de su libro, publicado por primera vez en 1973, quiso sentenciar la Inevitabilidad del patriarcado.
Goldberg (1976:31) definió al patriarcado como “toda organización política, económica, religiosa o social, que relaciona la idea de autoridad y de liderazgo principalmente con el varón, y en la que el varón desempeña la gran mayoría de los puestos de autoridad y dirección.” Si bien su punto de partida podría ser aceptado, su conclusión dista de ser transformadora, pues lejos de ser una definición que abone a la crítica, se constituye en una que apunta a la fatalidad y la predestinación.
Efectivamente, Goldberg sostiene que todas las sociedades aceptan la existencia de sentimientos en cuanto a que la voluntad de la mujer “está algo subordinada” a la del hombre, “y de que la autoridad general en las relaciones duales [hombre-mujer] y familiares, cualesquiera que sean los términos en que una determinada sociedad defina la autoridad, reside, en último término, en el varón” (Goldberg;1976:33).
De esta suerte, todas las sociedades aceptan la existencia de tales sentimientos y se adaptan a ellos “mentalizando a los niños en este sentido, porque no les queda más remedio que hacerlo” (Goldberg; 1976:34; las cursivas son nuestras).
Según Goldberg (1976: 28), no se trata de enjuiciar lo que es bueno o lo que es malo, lo que debería ser y lo que no debería ser. Esto se sale del terreno de la ciencia y “la ciencia no puede validar o invalidar apreciaciones subjetivas”.
Simple y sencillamente, “el dominio masculino es universal; no hay sociedad que jamás haya dejado de adaptar lo que espera del hombre y de la mujer, así como los roles sociales correspondientes…” (Goldberg; 1976:32).
Con esta sentencia, y sin que resulte muy difícil de colegir, masculinidades distintas a la patriarcal, y por supuesto nuevas feminidades, no son posibles. Aquí, el principio del cambio es inexistente en cualquier sociedad. Precisamente el principio de universalidad busca justificar esta inamovilidad. Este mismo factor hace endeble su planteamiento, pues se invalida ante la existencia de sociedades en que los principios patriarcales no operen o no hubiesen operado en algún momento histórico.
En este sentido, la evidencia planteada por Gilmore (1994), como veremos más adelante, invalida la validez del “razonamiento” de Goldberg.
La Novedad de lo Viejo: la masculinidad arquetípica o de la perpetuación de la masculinidad tradicional
Particularmente en los Estados Unidos, parece haber cobrado cierta importancia un movimiento de corte conservador y neo-misógino , uno de cuyos textos traducidos al español se titula “La Nueva Masculinidad” .
Moore y Gillette, autores de este libro, han planteado que la crisis de la identidad masculina de nuestro tiempo tiene que ver con una falta de “conexión adecuada con las energías masculinas profundas e instintivas, con los potenciales de la masculinidad madura”. Según ellos, las conexiones masculinas con esos “potenciales están bloqueadas por el patriarcado mismo y por la crítica feminista a la poca masculinidad a la que pueden aferrarse (…) Este bloqueo se debe a la falta de un proceso de iniciación, significativo y transformador en sus vidas, mediante el cual podrían haber logrado un sentimiento de masculinidad”. Ubican a los rituales tribales de iniciación como la manera de potenciar la masculinidad madura (Moore y Gillette; 1993: 18). En este proceso de iniciación, basado en la homosocialización, se excluye “lo femenino”.
Es de aquí que surgen los arquetipos de la masculinidad, los cuales son, según esta corriente, “estructuras profundas de la psique masculina madura”. Aquí aparece el Rey, todopoderoso y centro del universo. También el Guerrero, a quien, a la manera del marine de guerra norteamericano, le concierne la “habilidad, el poder y la precisión”, “el control de lo psicológico y lo físico, lo interior y lo exterior… la capacidad de soportar el dolor…” (Moore y Gillette; 1993: 99).
La tercera forma de “masculinidad madura” es el Mago, arquetipo del pensamiento y la reflexión, cuya conformación de sí mismo “es inamovible en su estabilidad, centralizada y emocionalmente fría” (Moore y Gillette; 1993: 124). Finalmente el Amante, quien está “cerca del inconsciente [lo que] significa estar cerca de los fuegos de la vida, a nivel biológico…” (Moore y Gillette; 1993: 137).
Es evidente que los arquetipos no entrañan nada distinto al patriarcado, pues reproducen los estereotipos de la masculinidad tradicional, así como su justificación biológica. Resulta curioso en este planteamiento la forma contradictoria en la que se mezclan los argumentos de tipo ahistórico con los de tipo pretendidamente histórico.
En efecto, por una parte ubican algunos fenómenos históricos, como el patriarcado y el feminismo, como presuntos inhibidores de la “masculinidad madura”. Por otra parte, su propuesta política es ahistórica: la de despertar “la masculinidad profunda e instintiva”. Así, el presupuesto de los arquetipos en la propuesta de Moore y Gillette es de tipo esencialista. Este tipo de razonamiento se caracteriza por plantear los hechos sociales de manera deshistorizada, es decir, como si no tuvieran un contexto social y un tiempo concretos, a la manera del mundo de las ideas de Platón. Cambiar la masculinidad, en esta perspectiva, es más bien reforzar la existente, es decir la patriarcal.
Cabe agregar que estos autores no reconocen la degradación que ha significado para muchos hombres los rituales de iniciación practicados de manera particularmente cruel en ciertas culturas. Efectivamente estos rituales han cobrado dimensiones de tortura y vejación, según las evidencias retomadas por David Gilmore (1994).
Además de esta perspectiva conservadora, existe otra que ya ha sido reseñada en otro lugar (Gomáriz; 1997: 21). Se trata igualmente de un movimiento surgido en los Estados Unidos bajo el apelativo de Men’s Rights. Estos compartirían con Moore y Gillette la idea de que el feminismo sería nocivo para la masculinidad y del cual habría que defenderse. Los autores proponen que el sexismo perjudica a los hombres, por lo que habría que proponer normas que los protejan “de las consiguientes injusticias, especialmente en áreas como el divorcio, custodia de hijos y violencia doméstica”.
Llama la atención que en Costa Rica se haya conformado una asociación que parte de supuestos análogos a los de Mens’ Rights, apelando al eslogan de “padres divorciados”. Su motivación ha girado en buena parte en torno a la arremetida contra de los avances del movimiento feminista y de mujeres en materia legal, particularmente en violencia contra las mujeres y paternidad.
Uno de los planteamientos de este movimiento es que estas leyes habrían perjudicado a los hombres y por esto se oponen a nueva legislación que busque mejorar la situación de las mujeres. Esta corriente no logra visualizar que no son tales leyes las que limitan su paternidad, sino una organización social basada, entre otras cosas, en la segmentación sexual del trabajo y por lo tanto, de la crianza de niños y niñas. Sin mayor desarrollo teórico, esta posición se encuentra atrincherada en el sentido común patriarcal, lo cual le permite una convocatoria que con seguridad ninguna otra corriente tiene en este momento.
Hacerse hombre: La función social de la virilidad
Para Goldberg y para Moore y Gillette, la masculinidad es explicable ya sea por una supuesta universalidad inherente a las sociedades o por una universalidad de carácter intrapsíquico.
Estas propuestas ahistóricas, por tanto, parten del supuesto de que ser hombre es una especie de esencia. Para otros hay que explicarla más bien a partir de los contextos culturales en que surgen.
Para el antropólogo David Gilmore, en su estudio “Hacerse hombre: Concepciones culturales de la masculinidad”, diferentes culturas alrededor del mundo piden a los varones que actúen como “hombres de verdad” mediante la adopción de una “doctrina viril del logro”, que es una “virilidad bajo presión” (Gilmore;1994:215).
Se trata de una virilidad que condiciona a los hombres a la lucha en condiciones adversas y precarias para sobrellevar la escasez de recursos, y que es fomentada para contrarrestar el “impulso universal” de huir ante el peligro. Así, a mayor escasez, mayor énfasis en la virilidad (Idem.: 219). Se trata de un código de conducta que promueve la sobrevivencia de la colectividad (Idem.: 217).
Para este autor, más que de “universalidad” habría que hablar de tendencias y paralelismos en la “imaginería masculina”. Esta afirmación podría sustentarse, por una parte, en una constatación empírica, y por otra, en los supuestos teóricos que sirven de punto de partida a Gilmore.
Respecto del primer aspecto este autor encuentra que en la mayoría de las sociedades para ser un hombre “uno debe [cumplir tres aspectos:] preñar a la mujer, proteger a los que dependen de él y mantener a los familiares” (Gilmore; 1994: 217). Para explicar estas semejanzas, sus supuestos teóricos parten de “la manera en que la dinámica intrapsíquica se relaciona con la organización social de la producción” (Gilmore;1994: 16).
En primer lugar, el impulso “intrapsíquico” universal a huir, impediría que los hombres cumplieran con los requerimientos exigidos socialmente. Por esto este impulso se contrarresta con la construcción de la virilidad. La virilidad está llamada a rendir según las necesidades de sobrevivencia de la comunidad (expresada en la tríada anterior), lo que depende de la resolución de los aspectos productivos en el marco de la adversidad y la escasez, y entraña una desigual posición de poder entre hombres y mujeres.
Gilmore busca factores comunes en la virilidad de los hombres en diferentes culturas. Pero, a diferencia de la postura de Moore y Gillette, concluye que es dudoso que exista una estructura profunda de la masculinidad o un arquetipo global de la virilidad, pues existen evidencias que señalan que no todas las sociedades actúan según el canon de virilidad bajo presión.
Este sería el caso de los semai y los tahitianos (Gilmore; 1994: 215). Mientras que los semai habrían encontrado que huir del peligro es una conducta que les permite sobrevivir, los tahitianos no habrían contado con una escasez que impulsara a la sociedad a construir la virilidad. En este caso la noción de género deja de ser relevante, en tanto no existen grandes distinciones entre la identidad de hombres y mujeres, como tampoco en el desempeño de los roles.
Gilmore pondría en evidencia que ser marido, padre, amante, proveedor y guerrero, lejos de depender de una estructura arquetípica sin historia y sin contexto, es más bien una demanda social que puede variar.
Se trata de un artificio de la cultura.
El autor señala que su enfoque es “funcional”, pues argumenta que “los ideales masculinos representan una contribución indispensable tanto a la continuidad de los sistemas sociales como a la integración psicológica de los hombres a su comunidad”. Estos fenómenos son parte del “problema existencial del orden que todas las sociedades deben resolver animando a los individuos a actuar de cierta forma que faciliten tanto el desarrollo individual como la adaptación del grupo. Los papeles de cada sexo constituyen una de esas conductas de resolución del problema” (Gilmore; 1994: 17).
Ahora bien, ¿es posible cambiar esta virilidad orientada por el logro?, o como lo plantearía el mismo Gilmore (1994: 224): “¿Significa (…) que nuestra masculinidad occidental es un fraude innecesario y prescindible, como afirman algunas feministas y ciertos defensores de la emancipación del hombre? ¿Estamos preparados para deshacernos de ella?”.
La fuerte influencia funcionalista de este autor le llevaría a concluir que “mientras haya batallas por ganar, alturas por esclarecer y trabajo duro por hacer, algunos de nosotros tendremos que “actuar como hombres”. De su planteamiento se derivaría que, en la medida en que la virilidad es una construcción altamente funcional es además una construcción necesaria, al menos hasta que las condiciones sociales cambien.
Sin embargo, la trampa de esta conclusión radica en que, para que las condiciones cambien, es necesario que se constituyan sujetos sociales que impulsen transformaciones y que realicen rupturas. Al evadir abordar preguntas “para filósofos” (Gilmore; 1994: 225), Gilmore pareciera llevarnos a un callejón sin salida. Y si bien con sus evidencias se invalida la pretendida universalidad del patriarcado de Goldberg, al igual que este esgrime una supuesta neutralidad de la ciencia, al pretender dejarla fuera del terreno de la propuesta de soluciones.
Género y cultura: debates y perspectivas dentro de las posturas críticas de la masculinidad tradicional
No todos los planteamientos que visualizan la masculinidad como una construcción social conllevan conclusiones conservadoras como la de Gilmore. Por el contrario, del argumento de la construcción social se derivan conclusiones críticas que abren posibilidades de cambio. Nuestro interés en este último apartado es analizar algunos de los planteamientos que, bajo esta premisa, nos permiten “historizar” la masculinidad, es decir, entenderla como producto social en constante transformación y sujeto de cambio en el marco de relaciones sociales conflictivas.
Habría que señalar que el punto de partida sobre la construcción social de la masculinidad es el mismo supuesto que se encuentra en la base de la propuesta feminista de Simone de Beauvoir, quien planteara en 1949 respecto de la feminidad que “no se nace mujer, una se convierte en mujer” (Carabí; 2000: 19).
De manera análoga, el supuesto de fondo de los estudios que a continuación reseñaremos es que el hombre no nace, se hace.
Michael Kimmel (1997: 49), por ejemplo, considera “a la masculinidad como un conjunto de significados siempre cambiantes que construimos a través de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros, y con nuestro mundo”. Es precisamente el carácter relacional de la masculinidad lo que le brinda su carácter de género.
Efectivamente, tanto la masculinidad como la feminidad son construcciones relativas; su construcción social solo tiene sentido con referencia al otro (Badinter; 1993: 25-26). En tanto histórica, “la virilidad no es ni estática ni atemporal” (Kimmel; 1997: 49).
A pesar de que estos son supuestos comunes, algunas propuestas críticas recurren a definiciones esencialistas, mezcladas con definiciones normativas o de “deber ser” de la masculinidad (Connell; 1997: 34-35). Tal es el caso de Michael Kimmel, quien retoma la definición de virilidad de Robert Brannon que señala: “¡Nada con asuntos de mujeres! (…) ¡Sea el timón principal! (…) ¡Sea fuerte como un roble! (…) ¡Mándelos al infierno!” (Menjívar Ochoa;2001: 2).
A diferencia de lo que indicaría este “tipo”, la masculinidad está siempre “asociada a contradicciones internas y rupturas históricas” (Connell; 1997: 37). “Lejos de poder ser considerada como absoluto, la masculinidad (…) es a la vez relativa y reactiva” pues, como ha propuesto Badinter (1993: 26 y subs.), en cuanto cambia la feminidad lo que sucede cuando las mujeres redefinen su identidad frente a nuevas aspiraciones o frente a cambios sociales de tipo económico, militar, etc. se desestabiliza la masculinidad. Esta desestabilización no solo lleva a reacciones conservadoras del tipo Men’s Rights, sino que abre paso al cuestionamiento para construcciones alternativas.
La mayoría de las perspectivas que hemos denominado como críticas también comparten con las propuestas feministas el tema del poder como categoría central de análisis. Esta categoría sirve, por una parte, para el análisis de las relaciones intergenéricas, es decir, las relaciones entre hombres y mujeres. Haciendo énfasis en este sentido, Connell (1997: 37) propone para el caso “europeo/[norte]americano” que “el eje principal del poder en el sistema del género (…) contemporáneo es la subordinación general de las mujeres y la dominación de los hombres”.
Por otra parte, la categoría del poder también ha servido para explicar las relaciones intragenéricas, es decir, las relaciones hombre-hombre.
Aquí entran en juego categorías diferenciadas de hombres, que son medidos respecto de una masculinidad hegemónica. Esta masculinidad hegemónica es entendida por algunos como “la imagen de masculinidad de aquellos hombres que controlan el poder” (Kimmel; 1997: 50-51). Se trataría de una imagen que intragenéricametne estaría en el terreno de la disputa, según se seguiría del planteamiento de Kimmel.
Precisamente en este terreno, un análisis histórico nos demuestra que la emergencia de “nuevos” significados de ser hombre no necesariamente ha estado asociada a formas no-patriarcales.
A este respecto Kimmel (1994: 6-7) nos provee de un análisis para el caso de los Estados Unidos que da muestra de tal situación. Según este autor, alrededor de 1830 emerge una nueva concepción de la masculinidad que ha denominado “la hombría comercial”, y que deriva su identidad de su éxito en el mercado capitalista.
Esta nueva concepción se impone sobre los modelos de masculinidad predominantes en el siglo XVIII y principios del XIX: 1) el “Gentil Patriarca”, propietario de tierras, elegante y refinado, “devoto y cariñoso padre”, que pasa mucho tiempo con su familia, (G. Washington y Thomas Jefferson son su prototipo); y 2) el “Heroico Artesano”, que encarna la fuerza física y “las virtudes republicanas” de los granjeros acomodados, de los artesanos urbanos independientes y comerciantes.
El “Hombre Comercial”, ausente de su casa y para sus hijos, se dedica al trabajo dentro de “un creciente ambiente homosocial –un mundo solo de hombres- en el cual se oponen unos contra los otros”. Este nuevo tipo de hombre habría contribuido a la transformación de las condiciones que vuelven “anacrónico” al ahora “afeminado” Gentil Patriarca, al tiempo que vuelve proletario al antaño Artesano Heroico de Kimmel (1994:7). Este análisis nos llama la atención sobre la importancia de poner atención a los “nuevos” significados emergentes en los distintos períodos históricos. Pero aún más sobre la necesidad de analizar en qué medida estos pueden conservar, al igual que las masculinidades precedentes, características patriarcales recreadas a la luz de contextos sociales cambiantes.
También en el terreno de la disputa, pero a diferencia del hombre comercial evidenciado por Kimmel, existen grupos que se han orientado a cuestionar el significado de ser hombre como tradicionalmente lo entiende el patriarcado. Esta postura ha sido asumida por “grupos étnicoculturales”, así como por grupos homosexuales.
Critican “las ‘discusiones estandarizadas sobre masculinidad que presumen de una masculinidad universal referida al hombre blanco, heterosexual y de clase media’” (Gomáriz; 1997: 22), esa masculinidad que es precisamente el legado del Hombre Comercial. Si bien no contamos con mayor referencias sobre estos movimientos en nuestro contexto, en el caso de los Estados Unidos se habrían ubicado en esta perspectiva el movimiento gay, así como autores afrodescendientes, judíos y chicanos, que abogan por una perspectiva de análisis que considere la especificidad.
Contrapuestos a la perspectiva de la especificidad, así como de la posibilidad de hablar de masculinidades, otros han sostenido que más bien debe hablarse de masculinidad en singular.
En esta dirección, Enrique Gomáriz (1997) señala que ciertos resultados de tipo estadístico “fueron prácticamente universales” sobre el tema, al declarar que las áreas más importantes de la vida de una proporción alta de hombres es su ejercicio profesional, mientras que el de las mujeres es su familia. Con supuestos de fondo cuestionables, con datos cuya interpretación no compartimos y que resultan aún insuficientes dada la complejidad del tema, la discusión queda zanjada demasiado pronto con la afirmación de que “las determinaciones fundamentales de la construcción de la masculinidad se reproducen allí donde puede hablarse de capitalismo patriarcal” (Gomáriz; 1997: 28).
Es decir, el capitalismo patriarcal definiría rasgos universales de “la” masculinidad en regiones con historias tan disímiles como Estados Unidos y América Latina.
Ya antes hemos discutido de las dificultades y riesgo que entrañan los “universales”, y dado que el interés de Gomáriz en este texto no es el de indagar sobre el cambio, cabe preguntarnos sobre la posibilidad de reconfigurar las masculinidades en el marco de este “capitalismo patriarcal” tan avasallador de la diferencia y la especificidad.
Sin pretender agotar el tema, por una parte es posible pensar que ciertas especificidades no nos colocan necesariamente en el terreno de la alteridad, de lo sustantivamente distinto en tanto no-patriarcal. El hecho de poseer una opción sexual diferente, por ejemplo, no se deriva necesariamente en masculinidades plenamente contrapuestas a la dominante.
Es cierto que la homosexualidad cuestiona una de las premisas básicas del patriarcado, es decir, la heterosexualidad. Sin embargo puede continuar llevando el fardo de la compulsión sexual, de la falta del autocuidado y de cuido a los demás (al respecto ver Quirós; 2003), e incluso la violencia, tan característica de las masculinidades dominantes.
Por otra parte, el hecho de que las identidades gay no escapen al influjo patriarcal, tampoco puede llevarnos a afirmar que estas sean homologables, sin más, a las heterosexuales.
Bien ha señalado Quirós que la discriminación y la estigmatización incide en la conformación de algunas identidades gay, lo cual, podría pensarse, no funciona de la misma forma en hombres que se ajustan a la norma heterosexual. También es posible señalar a partir de la vivencia de las contradicciones que entraña el patriarcado, que algunos hombres gay se movilizan en un sentido que algo varía respecto del dominante .
Las perspectivas de la especificidad y de la masculinidad única nos llaman la atención respecto de una discusión de gran complejidad todavía insuficientemente fundamentada en nuestro medio. Se encuentra en el centro de la pregunta concerniente a si son posibles las masculinidades distintas, por lo que exige mayor investigación y reflexión. Aunque de nuestra parte el asunto requiere de mayor asidero conceptual y empírico, es posible señalar que las perspectivas de la especificidad son muestra, en sí mismas, de la búsqueda de la alteridad en el terreno de las relaciones de poder.
Efectivamente, y como hemos visto, hay que tener en cuenta que tradicionalmente las relaciones de poder han implicado en la cotidianidad una disputa del significado de ser hombre frente a otros hombres, ya sea para recrear el patriarcado o para buscar formas alternativas.
Debe tenerse en cuenta que en el marco de tales relaciones de poder, las masculinidades culturalmente dominantes son referentes que apelan a los individuos a calzarse a sí mismos dentro de las expectativas culturales. Michael Kaufman (1997:67) ha sostenido, en un sentido similar, que el poder es visto por los hombres no solo “como una posibilidad de imponer el control sobre otros y [sino también] sobre nuestras indómitas emociones”.
No obstante, este proceso de dominación de doble vía esto es: hacia otros y hacia uno mismo, resultaría altamente contradictorio. Este autor profeminista sostiene que “actualmente las recompensas de la masculinidad hegemónica son insuficientes para compensar el dolor que provoca en la vida de muchos hombres” (Kaufman; 1997:81), dolor expresado en la misma negación masculina de su propia emocionalidad plena, la cual es subordinada frente el imperativo de dominar (Idem: 70).
Así, en la medida que “el patriarcado no es solo un problema para las mujeres” (Idem: 81), este autor pareciera abrir un portillo por medio del cual los hombres podríamos encontrar motivación para implicarnos en el proceso de cambio. Estos “dolores masculinos”, como algunos han anotado, podrían llevar a cuestionar las nociones tradicionales de la masculinidad.
Para avanzar en este cuestionamiento resulta clave tener en cuenta otro de los elementos abordados por los análisis críticos de la masculinidad. Se trata del entendimiento respecto de la forma en que las relaciones sociales conforman la institucionalidad como mecanismo de dominación.
En el fondo de esta materia se encuentra la discusión sobre los mecanismos que permiten que las personas interioricemos y reproduzcamos el patriarcado. Para propiciar este entendimiento, Kaufman ha acuñado el concepto de gender work, con el que busca mostrar el proceso de interiorización de las relaciones de género.
Según Kaufman (1997: 69) “la elaboración individual del género, y nuestros propios comportamientos, contribuyen a fortalecer y a adaptar las instituciones y estructuras sociales de tal manera que, consciente o inconscientemente, ayudamos a preservar los sistemas patriarcales”.
También sobre este tema Pierre Bourdieu (2000), con una gran sofisticación, ha analizado el proceso por el cual se naturalizan las relaciones sociales, aspecto que también ha sido una de las propuesta de algunos de los feminismos.
Bourdieu (2000:21), señala que “la división entre los sexos parece estar en el orden de las cosas, como se dice a veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se presenta a un tiempo, en su estado objetivo…”. La casa por ejemplo “con todas sus partes sexuadas…” cocina=femenino, oficina=masculino.
Este mundo social está incorporado imaginariamente en nuestros cuerpos, en nuestros hábitos, en la forma en que percibimos, en el pensamiento y en la acción. Y como hemos sido socializados en esta división encontramos una clara “concordancia entre las estructuras objetivas y las estructuras cognitivas”, entre cómo están conformadas las cosas y las formas en que las conocemos, entre cómo transcurre el mundo y las expectativas que de este mundo tenemos. Seco/húmedo, duro/blando, público/privado, fuera/dentro encima/debajo, activo/pasivo aparecen con sentido objetivo en la forma en que nos representamos el mundo, en la forma en que consideramos que somos hombres y mujeres (Bourdieu; 2000: 20).
Según Bourdieu, esta forma social de ver el mundo construye la diferencia anatómica. A su vez, esta diferencia construida socialmente se convierte en la prueba, en la garantía de que existe una diferencia natural entre mujeres y hombres. Esta justificación circular conduce a encerrar nuestro pensamiento en que es evidente que las relaciones de dominación están inscritas en el orden de lo natural y no de lo social. Es decir, tiene un referente en lo objetivo y en la subjetividad, en la forma en que conocemos. Es un factor clave en la “asimilación de la dominación” (Bourdieu; 2000: 36 y subs.).
De esta manera se inscriben las relaciones de dominación masculina en la naturaleza biológica, cuando en realidad se trata de la naturalización de la dominación. Es una dominación que responde a una construcción social (naturalizada) de relaciones históricas basadas en la división sexual del mundo (Bourdieu; 2000: 37). Es una realidad construida antes de nacer, que nos recibe al momento del alumbramiento y nos configura desde el inicio de nuestras vidas.
Este es un imaginario que es necesario trastocar si se desea apuntar hacia la alteridad.
Y precisamente porque planteamientos como los de Bourdieu evidencian que la masculinidad es parte de un imaginario construido socialmente, y no una inherencia biológica de los cuerpos de hombres y mujeres ni una esencia, es que tal realidad puede ser trastocada a partir de la acción humana. Ella puede abrir paso a la búsqueda de formas de ser hombre que no propicien la opresión de otras ni de otros.
Conclusión
Particularmente a partir de la última década, en nuestro medio se ha experimentado un incipiente aunque creciente interés en el tema de la masculinidad. Algunas personas han visto en esta tendencia la posibilidad de contar con una interlocución crítica y receptiva que permita redoblar los avances hacia la equidad. Si bien esto ha sido así en algunos casos, la revisión de algunas de las tesis de tales propuestas nos muestra que esta interlocución no siempre está abierta.
Más bien, una parte de estos planteamientos apuntan a perpetuar el estado de cosas. Posiblemente cualitativa y cuantitativamente estas propuestas sean las menos, pero no por esto gozan de menor aceptación. Aún más, son las que más asidero poseen en la cultura patriarcal, y de ahí que tengan más adeptos en ciertos medios. Otras propuestas, hemos visto, evaden las implicaciones políticas que se derivan de sus planteamientos.
En el marco de una organización social fundamentada en la inequidad, el poder contar con argumentos cada vez más sólidos, coherentes y fundamentados constituye un imperativo para avanzar hacia la igualdad de género, una igualdad ajena a los esencialismos.
Poner en evidencia el carácter histórico de la dominación masculina, y entender que a esta lógica responde la manera en que nos explicamos todas las cosas del mundo, nuestra relación cotidiana con las mujeres y con otros hombres, es un paso decisivo en nuestra construcción como hombres sujetos de cambio hacia masculinidades no patriarcales y efectivamente igualitarias. De ahí que una revisión crítica de los estudios y posturas sobre la(s) masculinidad(es) sea una tarea siempre necesaria para nuestra propia reconstrucción.
En este proceso de búsqueda queda claro, de acuerdo con las perspectivas criticas, que el significado de ser hombre es históricamente construido y que, en tanto tal, está en constante querella. Y aunque este conflicto no siempre ha estado asociado a la emergencia de formas no-patriarcales de ser hombre, nos resulta evidente que la búsqueda de la alteridad necesariamente implica entrar en el campo político, es decir, en el terreno de la disputa.
Es en este terreno en que se debe abonar a la creación de nuevos significados, nuevos contenidos y nuevas prácticas asociadas al hecho de “ser hombre”.
Nos alienta la premisa de que no es posible ampararnos en la supuesta neutralidad de la ciencia y que por lo tanto esta puede abonar a la discusión. Así, nos queda pendiente, por ahora, profundizar en la reflexión de los supuestos conceptuales, mecanismos concretos y experiencias ya avanzadas, que puedan contribuir a la búsqueda de formas más satisfactorias y no opresivas de ser hombre.
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La deconstrucción como movimiento de transformación

La deconstrucción como movimiento de transformación (2012)
Ayala Aragón, Oscar Arnulfo

Autor: Profesor Titular, Universidad Autónoma Tomás Frías (Potosí, Bolivia).
Contacto: ayalaoscar@yahoo.es, ayalaoscarr@gmail.com

I. Introducción

La deconstrucción analítica como método implícito fue utilizado inicialmente por Martin Heidegger en su trabajo filosófico presentado principalmente en su libro Ser y Tiempo (De Waelhens, 1986), especialmente dentro de las contextualizaciones analíticas inherentes, y posteriormente se transformó en movimiento que abarcó e influyó en disciplinas tan diversas tales como la filosofía, literatura e incluso la arquitectura. Y dependiendo del tipo de abordaje que se asume, esta influencia se ha podido destacar como corriente misma denominada deconstructivista , como en el caso de las distintas artes, o como metodología analítica en el caso de la filosofía y de otras áreas científicas como la antropología, psicología y la sociología.

Esta corriente ha generado diversos enfoques de abordaje que van, por ejemplo, desde un modo de lectura en particular, hasta el establecimiento de corrientes estratégicas intelectuales y políticas como medio de cuestionamiento del orden político, social y económico establecido. Y aunque estas diversas maneras sean válidas de acuerdo al contexto y al propósito específico en el que se apliquen, su abordaje no deja de lado, tampoco, el carácter riguroso que enmarca el tratamiento y el estudio de cualesquier argumentación filosófica, como lo manifiesta Culler(1992:1): “Puesto que la práctica de la deconstrucción pretende ser tanto un argumento riguroso dentro de la filosofía como un cambio de las categorías filosóficas o de los intentos filosóficos de dominio”.

Aunque las bases para el establecimiento y el desarrollo de esta corriente de pensamiento, en especial en los ámbitos literario y filosófico, fueron impulsadas en gran medida por Jacques Derrida, otros autores también contribuyeron en el mismo sentido. Es el caso, por ejemplo, de la denominada Escuela de Yale, cuyos representantes más destacados son Harold Bloom, Geoffery Hartman y Paul de Man, quienes lograron establecer una perspectiva bastante amplia, más que nada en el área de las ciencias sociales y humanas. También lo hizo Jonathan Culler con su discusión sobre las bases teóricas de la deconstrucción, con una marcada relevancia en su desarrollo teórico.

Es en este sentido que el presente trabajo se propone analizar algunas ideas clave previas dentro de la dinámica de transformación tanto social como cultural, desde el movimiento articulador y generador propuesto por la deconstrucción y a partir de la crítica a la denominada “metafísica logocentrista“y sus categorías estructurales, como la misma concepción del logocentrismo, la causalidad y la temporalidad.

II. La deconstrucción y el logocentrismo

La deconstrucción como corriente ha establecido la base para establecer un movimiento que va más allá de un estructuralismo logocentrista y que asume la incuestionabilidad del significado del logos como base misma de cualquier representación, asumiéndola real en tanto y en cuanto la misma se transforma en realidad central construida a partir de su identificación y definición.
Consecuentemente, su establecimiento ha generado una transgresión de la institucionalidad del logos y, por ende, de todas aquellas formas institucionales derivadas del mismo, estableciendo paralelamente un mecanismo creativo que permite visibilizar lo invisible, percibir lo aparentemente oculto, poner de manifiesto el significado releyendo y retomando valores semánticos y semióticos escondidos de los significantes, para la “aparición” de un nuevo significado.
Que surgirá, en consecuencia, a partir de un cuidadoso análisis de los “márgenes” o de una “lectura entre líneas”, algún noema oculto, invisibilizado hasta ese momento, que emerge precisamente en el proceso como producto del mismo. Lo que, en definitiva, cuestionará la estructura predefinida y el significado absoluto e intencional con que hegemoniza el logos entronizado como la luz que alumbra y da claridad al horizonte, pero que también oculta toda la riqueza que existe en la oscuridad sobre la que se proyecta.
Si bien muchos detractores y críticos de la corriente han cuestionado que una de las consecuencias de una liberalización de las estructuras del contenido en su fondo y forma generaría un relativismo del “todo vale”, atribuyendo consecuentemente a este movimiento en tanto postmodernista fragilidad en su argumentación, la deconstrucción ha enfatizado su carácter analítico enmarcado en una profunda comprensión de su objeto de estudio.
De tal forma, un requisito previo de la deconstrucción (en el caso, por ejemplo, de una discusión teórica) es el conocimiento previo y a profundidad de autores de referencia a partir de un diálogo y debate razonado con los mismos, dentro del marco lógico-racional y la rigurosidad del enfoque y los paradigmas sobre los que fue concebido, pues “toda lectura deconstructiva requiere de una previa dilucidación pragmática del éxito de un sistema ideológico para mantener implícito una determinada concepción a priori”(Huaman, 2006:118).
A partir de ahí se podría lograr desarticular o desarmar la estructura que, en definitiva, está constituida por los sustentos o supuestos argumentos sobre los que se basa en tanto sistema en sí mismo. De esta forma y en este sentido, deconstruir como confrontación (en el caso del discurso textual), en palabras de Culler (1992:2) equivaldría a:

“[…] mostrar como anula la filosofía que expresa, o las oposiciones jerárquicas sobre las que se basa, y esto identificando en el texto las operaciones retóricas que dan lugar a la supuesta base de argumentación, el concepto clave o premisa”.
Es este mecanismo transgresor el que otorga precisamente a la deconstrucción su carácter revolucionario, al desplazar y reinventar las estructuras institucionales y los modelos sociales establecidos (Huaman, 2006) hasta lograr su revolucionaria transformación, luchando en consecuencia contra las hegemonías y las distintas formas de poder establecidas en la esencia de las mismas, pues como el mismo Derrida afirma:
“No se trata [solamente] de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean”(Derrida, 1997:9).
La confrontación como razón y sentido de cuestionar al absoluto desde su fondo y esencia y desmitificar lo trascendental que encierra su culto ritual de un significado unificador, único e irreductible, es una necesidad en sí misma para la deconstrucción como método y como movimiento de revalorización de lo subjetivo y lo lúdico, considerándolos como agentes relevantes y fundamentales en el proceso de la construcción del significante y el consecuente desbaratamiento de las estructuras jerárquicas conceptuales que sustentan la intencionalidad exclusiva e irreductible de lo que se afirma como verdad incuestionable del logos. Consiguientemente, y producto de esta confrontación, la deconstrucción en palabras de Derrida (1981:15):
“[…] opera a través de la genealogía estructurada de sus conceptos dentro del estilo más escrupuloso e inmanente, para al mismo tiempo determinar, desde una cierta perspectiva externa algo que no puede nombrar o describir, lo que esta historia puede haber ocultado o excluido, constituyéndose como historia a través de esta represión en la que encuentra un reto”.
De manera que la huella abierta pueda inseminar y diseminar más allá de la metafísica de la presencia, con las ausencias y los silencios contenidos en el signo y en el tiempo y el espacio que lo determinan.
De esta manera se abren muchos frentes de combate, como por ejemplo, con la ideología del texto que, en definitiva, representa la dominación de una lengua y consiguientemente la dominación cultural y social, lo que, al final, implicaría romper los aparentes vínculos sólidos que creemos que nos ligan con lo real. En este sentido, Derrida busca, precisamente, una confrontación deconstructiva con una de las superestructuras dominantes en la dinámica de creación social: la cultura como institución, que de una manera irreversible y voraz se apropia de todo lo que la excede, llegando a afirmar, consecuentemente, que no existe nada más opuesto a la cultura que la deconstrucción (Derrida, 1997).
Y aunque, obviamente, esto resulte contradictorio, pues precisamente el aporte creativo del trabajo derridiano en su vasta producción ha sido también apropiado e irremediablemente alimentado en, hacia y desde la cultura occidental, convirtiéndose por tanto en el “exceso” denunciado. Este hecho fue observado por él mismo, llegando incluso a asumirlo como parte fundamental en el proceso deconstructivo revolucionario y transformador de las estructuras programáticas, pues: “si no estuviéramos enfrentados a esta doble tarea que compromete gestos contradictorios, no habría responsabilidad ni decisión, sino [simplemente] máquina programática”(Derrida, 1997:8).
Además, esta tarea marca una labor de oposición que busca, a partir de la confrontación, el resquebrajamiento del sistema que deconstruye, en una práctica de inversión jerárquica de la hegemonía de los significantes, de forma que se produzca al final la acción, escritura o expresión de los silencios que en definitiva constituyen también significados.
Acción que reivindica, entre otras cosas, por ejemplo en el caso del discurso, el rol de las fuerzas no discursivas, cuyo resultado final Derrida denomina el “corrimiento general del sistema”(Derrida, 1972:392). Lográndose, consiguientemente, la traslocación del valor dado o la posición de poder que ocupan los elementos dentro de su estructura axiológica, lógica o de cualquier otra índole y, consiguientemente, su inversión. Por lo que la deconstrucción de la oposición llegaría a ser, ante todo, en un momento dado, la inversión de esta jerarquía (Derrida, 1981).
Aunque esta revolución, en términos de transformación, no implica necesariamente la destrucción (que de ninguna manera debe confundirse con el término deconstrucción), el proceso inherente a la deconstrucción revolucionaria implica más bien la aparición de nuevas y novedosas formas, mecanismos, configuraciones y estructuras mismas analizando, revisando y reinterpretando el fondo, a diferencia de una destrucción que implicaría la eliminación o aniquilación tanto de la forma como del fondo.
La deconstrucción, al desplazar y visibilizar, expresa; al negar y contradecir, afirma, de manera dinámica y permanente, llegando a tomar partido en la medida en la que va construyendo en el proceso. De esta forma, la deconstrucción reafirma la construcción en constante cambio y movimiento (Huaman, 2006) en un proceso liberador, que es tal en la medida en que visibiliza, descubre y genera creativamente huellas de significación viva, que en el caso de la escritura y del texto se ha venido a denominar como “escritura viviente”(Derrida, 1998).
Transformar desplazando la presencia a partir de una trasgresión constructiva, bajo la evidencia de que la ausencia del texto marca lo mismo que su presencia, dado que la escritura no sólo incluye presencias sino las ausencias de lo que se excluye.
III. Deconstrucción y causalidad
La deconstrucción mantiene el concepto de causalidad pero invirtiendo la cronología de causa y efecto, todo ello dentro de las leyes lógicas, epistemológicas, axiológicas y otras sobre las que se construye la explicación del fenómeno. Esta inversión también denominada metonimia o metalepsis deconstructiva es, en esencia, la inversión de la cronología de una lógica causal fenomenológica a partir de la reafirmación del mismo concepto que lo sustenta.
Subvirtiendo la jerarquía de poder que tiene la causa sobre el efecto, en tanto aquélla es origen y por tanto condición sine qua non para que se produzca éste. Cuestionando de esta manera, en el mismo sentido asumido por la posición crítica del “mito de lo dado” asumida por Wilfred Sellars, a las jerarquías aceptadas como realidad fenomenológica (Caillincos et al., 1995).
Esta subversión no anula la base de la argumentación sino que la ratifica a partir del análisis deconstructivo, llegando más bien, con los mismos argumentos, a demostrar el valor relativo de la causa en tanto puede llegar, en muchos casos, a ser más bien el efecto de otro considerado como tal, y que llega a ser más bien causa para que se perciba el primero.
Este proceso como bien lo aclara Jonathan Culler se produce en la simultaneidad del movimiento de causalidad, utilizando las premisas como conclusiones y viceversa, en función del orden cronológico de la experiencia (Culler, 1992)3. Es el caso, por ejemplo, de la experiencia del dolor producida por el pinchazo de un alfiler .
La secuencia aceptada tradicionalmente es: causa: alfiler, y efecto: dolor; pero se niega el hecho de que primero se experimenta el dolor y posteriormente se descubre que el que lo produjo fue el alfiler; por tanto, la causa de la experiencia del dolor es la que produce el efecto del descubrimiento del alfiler. De esta forma se desbarata, por tanto, la jerarquía de poder del origen o lo originario, sin dejar de lado el concepto central de causalidad y, más bien, reafirmándolo y justificándolo en el proceso metonímico.
Consecuentemente, el proceso deconstructivo de la causalidad como manifestación fenomenológica a partir de las lecturas anteriores presentaría momentos claves, aunque no necesariamente secuenciales en un orden cronológicamente establecido, sino más bien guardando la característica de simultaneidad presentada en el análisis y la lectura deconstructiva realizada por Culler (1992). Estos momentos claves serían los siguientes: – Metonimia o metalepsis del concepto en sus elementos de causalidad, que consiste en una previa revisión de fondo de los elementos con la correspondiente inversión de los mismos, una vez demostrada su argumentación. – Afirmación y ratificación de la argumentación del concepto que describe o explica el fenómeno, que es una consecuencia directa del momento anterior pues al demostrar la argumentación en la inversión de los elementos reafirma el concepto central del mismo. – Pérdida del privilegio metafísico de origen en tanto queda demostrada la validez de la metonimia o metalepsis del concepto, desbaratada por tanto en el privilegio o jerarquía de alguno de sus elementos, pues al haberse invertido el sentido de la relación causa efecto se invierte también la relación de dominancia de uno de los elementos conceptuales sobre el otro.
Siguiendo esta argumentación, Derrida, en gran parte de su obra, ha trabajado deconstruyendo en nuevas lecturas e interpretaciones algunos de los textos más relevantes de los filósofos y personajes más representativos en la historia. Es el caso, por ejemplo, de su obra La diseminación, en la que deconstruye el pensamiento de Platón; en: De la gramatología, en la que trabaja sobre el pensamiento de Rousseau y Saussure; en: Marges,Glas, donde aborda a Hegel y Heidegger; La carta postal y La escritura y la différence, basada en la obra de Freud; Espolones, donde trabaja con el pensamiento de Nietzsche, y otras obras más que produjo de manera prolífica a lo largo de su vida (Culler, 1992).
IV. Deconstrucción, presencia y temporalidad
La deconstrucción, en sus planteamientos centrales, ha sido y es un cuestionamiento permanente de la “metafísica de la presencia”, que ha monopolizado el discurso filosófico determinando en cada uno de sus planteamientos subsecuentes la presencia como fundamento o requisito de la esencia.
Este cuestionamiento obedece, además (como se planteó anteriormente) al cuestionamiento del origen puro e inequívoco de la presencia “ubicua” que ha consolidado su dominio central, en tanto origen, relegando lo demás a una categoría accidental, complementaria o derivada del logos central que, además, constituye una exigencia fundamental de la metafísica logocentrista. De esta manera, Derrida en su obra Limited Inc., manifiesta que prácticamente toda la filosofía occidental desde Platón a Husserl ha procedido bajo esta exigencia profunda y poderosa denominada metafísica de la presencia (Culler, 1992).
Y esta exigencia es la que determina, precisamente, lo fundamental dado y lo incuestionable del origen centro o base principio establecido en la presencia del logos, asumiendo por tanto la prioridad y superioridad sobre lo demás que resultaría accesorio y, por tanto, prescindible. Esta manifestación de poder establecida por la presencia como metafísica logocéntrica constituye una relación en la cual todo lo que no reafirme o desborde el logos, resultado de su inferioridad, sería subordinado a una ausencia – caída o en definitiva hacia su negación. Culler ejemplifica muy adecuadamente esta relación:
“Cada uno de estos conceptos, todos los cuales implican una noción de presencia, ha figurado entre los intentos filosóficos de describir lo que es fundamental y se ha tratado como centro, fuerza, base o principio. En oposiciones tales como significado / forma, alma / cuerpo, intuición / expresión, literal / metafórico, naturaleza / cultura, inteligible / perceptible, positivo / negativo, trascendente / empírico, serio / no serio, el término superior pertenece al logos y supone una presencia superior; el término inferior señala la caída. El logocentrismo asume así la prioridad del primer término y concibe el segundo en relación a éste, como complicación, negación, manifestación o desbordamiento del primero”(Culler, 1992:8).
Esta relación de poder ha dado como resultado consideraciones que cotidianamente se manejan como implícitas y que van alimentando y retroalimentado constantemente la posición de superioridad del logos y la reafirmación de la estructura construida a partir de su origen generador. Algunas de estas consideraciones son las siguientes (Culler, 1992): – La valorización inmanente de la presencia y por tanto la manifestación de su autoridad. – La sensación como fuente última de inmediatez y, por tanto, de presencia. – La presencia de verdades últimas. – La divinidad detrás pero inherente a la presencia. – La presencia efectiva de un origen o centro en proceso de desarrollo histórico. – La presencia como intuición espontánea. – El dominio de la lógica de la presencia dentro del pensamiento y su manifestación (nociones establecidas en el proceso de pensamiento como hacer claro, captar, demostrar, revelar y otras son evidencias de la posición decisiva que ocupa la misma en la construcción e interpretación de la realidad) – La superioridad de la voz o el habla (parole) sobre el sistema lingüístico de la escritura (langue).
Por tanto, la presencia con su ubicuidad ha llegado a establecer un dominio y poder sobre el pensamiento que no ha dejado margen para otras formas de exploración y manifestación. Y una de estas manifestaciones de poder logocéntrico, como se ha mostrado anteriormente, ha sido precisamente el reconocimiento de la superioridad de la voz, en tanto fonocentrismo, sobre la escritura.
Esta cuestión ha sido ampliamente discutida y expuesta por Derrida en muchos trabajos donde demuestra la grave contradicción de la filosofía, puesta de manifiesto por la mayoría de sus representantes, al desvalorizar a la escritura como medio fidedigno de expresión del pensamiento, que, por su insuficiencia, estaría muchísimo más limitada en su expresión que la comunicación fonocéntrica, no obstante ser la escritura, precisamente, la que permitiría trascender la temporalidad de una época histórica al lograr transmitir las ideas en el tiempo.
Todo ello le ha permitido afirmar que: “se podría demostrar que la filosofía ha sido una metafísica de la presencia, tomando al fonocentrismo como privilegio de la voz”(Derrida, 1998:7), además de la reafirmación del ser como presencia, pues: “el logocentrismo sería, por lo tanto, solidario de la determinación del ser del ente como presencia”(Derrida, 1998:23).
La presencia, al constituirse en omnipresente, determina en su manifestación la necesaria precisión del momento presente, en tanto necesidad de particularizarse temporalmente en un instante y momento concreto y definido; no obstante, en este intento, se difumina debido a que el tiempo presente como presencia no puede definirse estáticamente como algo dado en un momento concreto, como se argumenta ontológicamente, por ejemplo, en corrientes filosóficas eternalistas. El tiempo presente, en su moción, sólo se manifiesta en movimientos que fluyen como un producto en una relación constante entre pasado y futuro (Derrida, 1972). Por tanto, la moción del presente no podría darse en una presencia concreta y específica, por la imposibilidad de su concreción en un tiempo dinámico y en continuo movimiento. En este sentido, existiría más bien un tiempo habitado por el “no presente”(Culler, 1992), o como lo manifiesta Zenón (490 aC-430 aC) en sus paradojas al intentar demostrar la imposibilidad del movimiento, pero que al final resultaron más bien en paralogismos, revelando más bien los problemas y dificultades a la hora de sentar la base de demostración de la presencia como entidad inmutable e invariable.
Derrida, adicionalmente, plantea un elemento que permite caracterizar de mejor manera al momento presente: la diferencia , manifestando que es ésta y complementariamente la compartimentación la que proporciona una base identificable a la presencia, llegando a afirmar que: “Se debe pensar en el presente a partir del tiempo como diferencia, diferenciador y aplazamiento”(Derrida, 1998:237).
Sin embargo, esta presencia tiene sentido solamente si se la considera como ausencia generalizada, como el espacio o la ausencia de la no presencia, pero que hace referencia a la huella o al sistema de huellas, para ser más precisos, que en su ausencia le da el carácter diferente y por tanto definible de presencia en su manifestación o moción expresada.
De manera que la temporalidad de la manifestación se dé, precisamente, por esta complementariedad y compartimentación entre la ausencia y la posterior presencia expresada, siempre en simultáneas y permanentes manifestaciones de diferencias y huellas de huellas (Derrida, 1981).
V. Conclusiones
La deconstrucción constituye un movimiento dinámico de transformación y liberalización de la hegemonía del logos y del dominio de la denominada “metafísica de la presencia”, que en tanto mecanismo de poder, subordina en su imposición a las estructuras del pensamiento logocentrista (que actualmente transversaliza a todas las manifestaciones culturales) hasta moldear y articular, incluso, a todo el sistema cultural que, a su vez, constituye la matriz sobre la que se estructura el tejido social. En este proceso, busca visibilizar lo invisible desplazado o anulado por la presencia, en tanto manifestación del logos.
La visibilización de lo oculto implica la reversión de las jerarquías impuestas por las categorías dominantes del logos, de tal manera que la ausencia no expresada se materializa en nuevos contenidos redescubiertos sobre las huellas de las estructuras establecidas, demostrándose que, al final, toda manifestación no es más que trazos sobre huellas de huellas y reinterpretaciones instituidas sobre la base de lo que Derrida denomina como la “diferencia”, que no sólo se manifiesta en un movimiento temporal y espacial sino que particulariza el significado dándole un contenido específico, en tanto diferente, en cualesquiera de los estados anteriores o posteriores sobre los que fue concebido.
Así, el concepto de la temporalidad del presente adquiere sentido en tanto se acepta la cualidad “diferente” en su expresión. La deconstrucción puede asumirse, además, como un movimiento revolucionario, que cuestiona la presencia de verdades últimas y definitivas determinadas por la superestructura del poder del logos y la superioridad de sus categorías metafísicas.
Para ello, utiliza la rigurosidad dentro del mismo tejido lógico sobre el que está constituida la estructura, para una vez argumentada y justificada demostrar con las mismas herramientas, procedimientos y construcciones lógicas, la imposibilidad del absoluto de su afirmación y, por ende, su incuestionabilidad como referente de la realidad.
En este sentido es que se relativiza su valor, surgiendo además otros referentes basados en las ausencias y en las huellas sobre las que surgieron (la mayor parte de las veces silenciadas intencionalmente por el poder del logos) que, bajo el principio de complementariedad y compartimentación, expresan otros sentidos y formas de ver y conocer la realidad. Desde este punto de vista, la deconstrucción se plantearía como un elemento liberador del ser humano, combatiendo la creencia cultural que afirma que el orden de nuestras representaciones no se puede cuestionar.
Las posibilidades que plantea la deconstrucción como un movimiento de transformación abarcan un escenario que enriquece el abanico potencial de desarrollo del ser humano desde perspectivas mucho más comprometidas con su liberación de estructuras de poder establecidas. Por tanto, el reafirmar su praxis en los distintos ámbitos de actividad humana, en tanto corriente de pensamiento, posibilitará la consolidación en una reinvención continua e innovadora y la consiguiente transformación o desplazamiento (para usar una terminología más derridiana) de las superestructuras institucionalizadas del logos, en sus distintas manifestaciones y formas tradicionales de organización social, cultural o política.
Notas
1 La influencia de la deconstrucción como corriente influyó en el estilo, el diseño y la expresión artística, como se ha evidenciado en distintas exposiciones artísticas y arquitectónicas en las décadas de 1980 y 1990 desarrolladas por Maya Lin y Rachel Whiteread o la famosa exposición desarrollada en 1988 en el Museo de Arte Moderno de New York titulada “Deconstructivist architecture”, donde expusieron los arquitectos: Peter Eisenman, Frank Gehry, Zaha Hadid, Coop Himmelb(l)au, Daniel Libeskind y Bernard Tschumi, entre otros (Navarro, 1988).
2 Frase atribuida al filósofo Alemán Ludwig Klages durante la década de 1920, utilizada para referir como centro del discurso o de cualquier texto al logos, obviamente dentro de la cultura occidental (Ferrater Mora, 1984).
3 Culler hace notar que la diferencia de la causalidad planteada en los términos escépticos de Hume radica, precisamente, en el carácter de simultaneidad que le da la deconstrucción al concepto ,que va más allá de la simple relación de contigüidad y sucesión cronológica asumida dentro de una secuencia de causa y efecto (Culler, 1992).
4 El ejemplo utilizado fue expuesto originalmente en las obras completas de Derrida (Werke en alemán), Vol 3. pág. 804, mencionada por Culler (1992) a propósito de entender la deconstrucción de la causalidad, realizando para ello una deconstrucción nietzscheana de la causalidad. Este análisis a la letra dice: “La causalidad es un principio básico de nuestro universo. No podríamos vivir o pensar tal como lo hacemos sin aceptar de antemano que un hecho es causa de otro, que las causas producen efectos. El principio de causalidad afirma la prioridad lógica o temporal de la causa frente al efecto. Pero, argumenta Nietzsche en los fragmentos de La voluntad de poder, este concepto de estructura causal no es algo dado como tal, sino más bien el producto de una exacta operación tipológica o retórica, una chronologische Undrehung o inversión cronológica. Supongamos que alguien siente dolor. Esto es motivo de búsqueda de una causa y al descubrir, quizá, un alfiler, establecemos una relación e invertimos el orden perceptivo o fenoménico, dolor… alfiler, para crear una secuencia causal, alfiler… dolor. El fragmento del mundo exterior del que nos hacemos conscientes sucede tras el efecto que se nos ha producido y se proyecta a posteriori como su “causa”. En el fenomenalismo del “mundo interior” invertimos la cronología de causa y efecto. El hecho básico de la “experiencia interior” es que la causa se imagina después de que ha ocurrido el efecto”(Culler, 1992: 2-3).
5 Zenón, citado por Herrero (2008), plantea varias paradojas intentando demostrar la imposibilidad del movimiento, como la paradoja de la flecha o del corredor, explicando que éste no podrá recorrer una distancia concreta en toda su vida, ya que ésta se descompone en infinitos intervalos sucesivos de longitud, cada uno de los cuales ha de ser recorrido antes de recorrer el siguiente… y sin que nunca se llegue a recorrer el último, pues no lo hay, ya que la sucesión de intervalos es infinita.
6 Derrida utiliza este término frecuentemente en su obra, llegando a constituir una base fundamental en muchos de sus planteamientos. Este término proviene del verbo “diferir” entendido en sus dos acepciones: Aplazar y ser distinto de… (Derrida, 1989).
Referencias bibliográficas
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2. CULLER, J. (1992). Sobre la deconstrucción. Teoría y crítica después del estructuralismo. Crítica y estudios literarios. Madrid: Cátedra. [ Links ]
3. DE WAELHENS, A. (1986). La filosofía de Martin Heidegger. Puebla, México: Universidad Autónoma de Puebla. [ Links ]
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9. FERRATER MORA. J. (1984). Diccionario de Filosofía (4 tomos). Barcelona: Alianza Diccionarios. [ Links ]
10. HERRERO, J. (2008). La paradoja de Zenón. Universidad de Murcia: Disponible en: [17 junio del 2012] [ Links ]
11. HUAMAN, M. (2006). Claves de la deconstrucción. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Disponible en: [25 de agosto del 2013]. [ Links ]
12. NAVARRO, J. (1988, 11 de junio). Siete arquitectos de tres continentes protagonizan una exposición en el MOMA de Nueva York. El País. Disponible en: [12 septiembre del 2012]. [ Links ]

El esencialismo, fundamento ideológico de la ciencia

El esencialismo, fundamento ideológico de la ciencia
Julio Muñoz (La Jornada)

La ciencia moderna ha construido su edificio conceptual y metodológico con base en la aceptación de la existencia universal de esencias. De acuerdo con esto, todos los objetos del mundo deben contener una propiedad que les es esencial, que los explica suficientemente y es común a todos. Además, estos objetos pueden ser divididos y subdivididos en grupos claramente definidos y separados respecto de los demás, en función de las esencias particulares de cada uno de ellos, es decir, de una característica propia de los entes que forman ese grupo y que no es compartida por los otros. A partir de aquí el universo entero se encontraría dividido y clasificado en conjuntos que formarían clases naturales.

Aunque esta idea se encuentra muy arraigada desde tiempos de la Grecia clásica y sus concepciones atomistas, es el esencialismo y reduccionismo de René Descartes el que ha tenido un impacto mayor desde el siglo XVII hasta nuestros días. Descartes era de la opinión de que cualquier investigación científica debería proceder descomponiendo el objeto o sistema de estudio en sus partículas más simples hasta encontrar aquella que contuviera la más simple de todas las propiedades, la que no tuviera más necesidad que de sí misma para explicarse, prescindiendo de toda relación con su entorno. Siguiendo a Descartes, se encontraría que las propiedades de un sistema serían esas propiedades esenciales de la partícula fundamental, las cuales se transmitirían a través de todos los niveles ontológicos del mencionado sistema.

Con base en este principio se desarrollaron las investigaciones de la física clásica, y de la química, que sostenía la esencia de átomos primero y después de partículas subatómicas para explicar el comportamiento último de la materia. En las ciencias sociales, Thomas Hobbes y Adam Smith, entre otros, pretendieron encontrar en una supuesta esencia egoísta y competitiva del ser humano, la base de toda organización social, siendo la producción de mercancías y la propiedad privada lo que daría contenido, sentido a esa esencia. En las ciencias de la vida, numerosos biólogos se afanaron por encontrar las propiedades esenciales de cada grupo de organismos, por ejemplo, en sus aparatos reproductores. Darwin se apoyó en esencialismos de la economía política, principalmente de Thomas Malthus, para explicar la evolución biológica en función de las habilidades diferenciadas de cada especie para competir por los escasos recursos, causados por un supuesto desequilibrio eterno, “esencial” entre medios de subsistencia y crecimiento poblacional.
Pero conforme la ciencia ha ido descubriendo y definiendo que sus sistemas de estudio se comportan, desenvuelven y modifican en múltiples planos y direcciones, y en los que se llevan a cabo cambios cuantitativos-cualitativos, la búsqueda de esencias en los procesos y entidades bajo estudio, resulta cada vez más vana y obstaculizante para el desarrollo científico.
La ciencia moderna contiene una contradicción entre su concepción esencialista y su búsqueda de interpretaciones dinámicas del mundo. Ambos elementos resultan a la larga incompatibles. El esencialismo supone la existencia de cualidades intrínsecas, inmanentes a todos los entes comprendidos dentro de la clase en los que esas cualidades parecen existir; supone uniformidades son las que hacen a las clases naturales, supone constancia, inalterabilidad, tajantes divisiones entre entidades, lo mismo físicas, biológicas o sociales.
Todo esto, por definición, no puede explicar los cambios, la dinámica, las transformaciones del mundo. El estudio del universo en función de esencias y clases naturales se complica enormemente cuando queda claro que los sistemas naturales y sociales son sistemas cambiantes, transitorios, históricos, con relaciones causa-efecto complejas y multidireccionales, con fronteras flexibles entre su exterior y su interior; operando siempre en intrincados enlaces espacio-tiempo. Sobre todo, a medida en que un sistema, natural o social se encuentre cambiando, cambiarán las relaciones entre sus componentes, conduciendo a constantes modificaciones y negaciones de aquello que en cierto momento fue concebido como esencial. Vale la pena entonces poner en tela de juicio si en realidad se puede hablar de esencias.

El cuestionamiento al esencialismo, ha ido mostrando la base ideológica que en múltiples casos tiene la asignación de esencias a los objetos de la ciencia. Esta ideologización produce fuertes limitaciones, dogmatismos y fetichismos que están sirviendo a los intereses de los grandes consorcios multinacionales, a los Estados que los sostienen y a ideologías opresivas cada vez más salvajes.
La ciencia contemporánea debe pugnar por un cambio claro. En vez de estarse buscando arbitrarias cualidades esenciales, es preciso enfocar la investigación científica a la comprensión de las relaciones en los sistemas de estudio, como el punto de partida. Es a partir de esto como una ciencia refundada podrá contribuir a la resolución de los acuciantes problemas mundiales contemporáneos.

El neoliberalismo como ideología hegemónica en las Filipinas: Nacimiento, apogeo y crisis (2009)

El neoliberalismo como ideología hegemónica en las Filipinas: Nacimiento, apogeo y crisis (2009)
Walden Bello

Este artículo trata de arrojar luz sobre cómo una ideología logra la hegemonía, cómo se mantiene la hegemonía, y qué sucede cuando las pretensiones de una ideología que se contradicen con la realidad.

El neoliberalismo es una perspectiva que defiende el mercado como regulador esencial de la actividad económica y con objeto limitar la intervención del Estado en la vida económica al mínimo. Neoliberalismo en los últimos tiempos se ha identificado con la economía, habida cuenta de su hegemonía como un paradigma dentro de la disciplina, es decir, su exclusión de otras perspectivas como formas legítimas de hacer economía.

Dado que la economía es considerada en muchos círculos como una ciencia dura, tanto como la física del ser, por ejemplo, el neoliberalismo ha tenido una influencia tremenda y generalizada no sólo en los círculos académicos sino en los políticos. Si bien la Universidad de Chicago se convirtió en la fuente de la sabiduría académica, en los círculos tecnocráticos el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial eran vistos como las instituciones clave para trasladar la teoría a la política, a un conjunto de prescripciones prácticas que se aplicasen a todas las economías.
Es sorprendente darse cuenta de cómo el neoliberalismo relativamente reciente se ha convertido en un paradigma hegemónico. Todavía en la segunda mitad del siglo XX la economía keynesiana (años 70), que promueve una buena dosis de intervención estatal como elemento necesario para la estabilidad y el crecimiento sostenido, era la ortodoxia. En lo que solía ser conocido como el Tercer Mundo, el desarrollismo era el enfoque dominante. Hubo una tendencia conservadora del desarrollismo y otra progresista, pero ambas vieron el Estado, más que el mercado, como el mecanismo central del desarrollo.

En Filipinas, el neoliberalismo llegó por primera vez en la forma del programa de ajuste estructural impuesto por el Banco Mundial a principios de 1980, en un intento de este último para reforzar la capacidad de la economía al servicio de su deuda externa abrumadora. El ajuste estructural ayudó a desencadenar la crisis económica de los principios de 1980, su efecto de contracción significó el inicio de la recesión mundial. [1]
La crisis [de Filipinas] fue la peor desde la Segunda Guerra Mundial, pero el papel de la economía neoliberal en ella que se vio empañado por su coincidencia con la profunda crisis política desencadenada por el asesinato de Aquino en agosto de 1983. Para la mayoría de los filipinos, Marcos fue la causa de ambas crisis.
¿Triunfo por defecto?
Durante el período de Aquino la economía neoliberal comenzó su ascenso a la supremacía ideológica.
En primer lugar, se asoció con varios intelectuales y tecnócratas cercanos a la administración Aquino, que había sido fuertemente influenciada por los gobiernos de Reagan y Thatcher sobre sus experimentos de libre mercado en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Entre ellos el economista Bernie Villegas y el secretario de Hacienda de Cory Aquino, Jesús Estanislao. Otro centro clave del neoliberalismo emergente fue la Escuela de Economía de la Universidad de Argentina, que había redactado un Libro Blanco sobre la economía de Filipinas en 1985.
En segundo lugar, los análisis remitidos por estos intelectuales estaban en sintonía con el sentir popular. Situaban los problemas económicos del país en lo que se conoce como “capitalismo de amigos”, o el uso de las agencias estatales para favorecer los intereses privados de algunos allegados del dictador [Ferdinand Marcos]. El asalto directo sobre el estado keynesiano, tachado de ineficaz, fue la característica más destacada del thatcherismo y el reaganismo y un elemento subsidiario en el caso para la libertad de mercado.
En tercer lugar, no había alternativa creíble al neoliberalismo. El desarrollismo keynesiano, que promovió el papel del Estado como factor estratégico en la primera fase de la ascensión al desarrollo, se vio comprometido por su personificación en la dictadura de Marcos. En cuanto a la visión de la izquierda de “industrialización nacionalista” o “nacional democrática” de la economía, no fue más allá de retóricas y apenas había sido popularizado en el período anterior a la sublevación de EDSA, tal vez debido a la prioridad que el Partido Comunista ponía en la lucha anti-fascista, que exigía infravalorar la opinión de que la democracia nacional es la antesala del socialismo, para formar un frente amplio con los elementos anti-dictatoriales de la élite. Luego, tras el levantamiento de EDSA, la articulación de una alternativa fue desbaratada por la preocupación de la izquierda por las consecuencias de su falta de participación en el acto final de la expulsión de Marcos.
En resumen, la perspectiva neoliberal triunfó por defecto, y esta ausencia de alternativas creíbles a nivel nacional fue complementada por cuatro acontecimientos a nivel internacional: el colapso del socialismo centralizado en Europa oriental, que parecía ofrecer el golpe de gracia a la alternativa socialista, la crisis del modelo socialdemócrata sueco, el aparente éxito de las revoluciones de Reagan y Thatcher en la revitalización de las economías estadounidense y británica, y el aumento de la reciente industrialización de Asia Oriental. Los cuatro [acontecimientos] tuvieron un impacto en el pensamiento de la clase media y las élites, que son, por cierto, llamadas “clases llenas de palabrería” debido a su función discursiva central en la legitimación de las perspectivas sociales y políticas.
¿Cómo el “milagro asiático” fue interpretado por los neoliberales?
Vale la pena observar cómo el aumento de las economías vecinas fue interpretado por los neoliberales en las para mistificar el neoliberalismo. En opinión de los neoliberales, la clave para el éxito de nuestros vecinos era la hegemonía del mercado. Como dijo Jesús Estanislao dijo, “el gobierno se debe ocupar de una serie de actividades macroeconómicas, como la construcción de infraestructura, por ejemplo, dejando todo lo demás para el sector privado”. Y eso es exactamente lo que Singapur, Malasia, Indonesia y Tailandia han hecho, y eso es lo que México está haciendo, y estamos empezando a hacerlo. “[2]
La realidad, sin embargo, es que si bien es cierto que en Indonesia, Malasia y Tailandia, el estado puede haber jugado un papel menos agresivo que en Corea y Taiwán, el Estado fue el principal impulsor de la industrialización. Por ejemplo, Tailandia comenzó a registrar tasas de crecimiento del 8 al 10 por ciento deslumbrando al mundo, cuando dio inicio a una fase de “sustitución de importaciones”-el uso de la política comercial para crear el espacio para el surgimiento de un sector de bienes intermedios-durante la segunda mitad de la década de 1980 [3].
En el caso de Malasia, si bien es cierto que algunas privatizaciones y la desregulación a favor de intereses privados se llevaron a cabo en finales de 1980, sería un error subestimar el impacto de estas políticas. La compañía petrolera estatal, Petronas, fue siempre calificada como una de las mejores de Asia del Este y una de las empresas más innovadoras y exitosas en la región de Asia oriental era el conjunto dirigido por el Estado bajo la fórmula del joint venture entre una empresa estatal y una empresa de automóviles extranjeros, Mitsubishi, que produjo el Proton Saga, emblema de Malasia, que llegó la saga a controlar dos tercios del mercado nacional y generó un beneficio para sus productores, un ejemplo de todos los pecados de la política industrial que los economistas neoclásicos, como Estanislao, habían advertido: trato fiscal discriminatorio para los competidores, orientación estratégica industrial para manipular los incentivos de mercado para crear una industria local de automóviles y presión a las fuentes locales [fabricantes] de componentes para fomentar el crecimiento de las industrias proveedoras locales [4].
En Indonesia, el Estado se mantuvo durante los años 1980 y 1990 como actor clave en la economía, con empresas estatales aportando alrededor del 30 por ciento del PIB total y cerca del 40 por ciento del PIB no agrícola. Los gastos de capital como porcentaje del presupuesto del gobierno llegaron al 47 por ciento en Indonesia mientras que en Tailandia se elevó la cifra de 23 a 33 por ciento. En cambio, en Filipinas, los tecnócratas de Aquino empujaron hacia abajo los gastos de capital como porcentaje del presupuesto nacional del 26 a 16 por ciento. Dado que el gobierno es el mayor inversor en una economía, esta reducción radical de los gastos de capital no podía sino tener un impacto en los resultados económicos. Mientras Filipinas crecía con un 1-2 por ciento nuestros vecinos lo hacían en tasas del 6 al 10 por ciento.
En suma, nuestros tecnócratas neoliberales se deslumbraron hasta el punto de envidiar el rendimiento de nuestros vecinos, pero no identificaron correctamente la razón para ello. Alegaron que era el mercado, cuando en realidad era el Estado. Si bien una cierta liberalización que estaba produciendo en las economías de nuestros vecinos, esa la liberalización era selectiva en el contexto de un proteccionismo estratégico impulsado por el Estado, cuyo objetivo era profundizar en la estructura industrial.
El apogeo del neoliberalismo
Estas ideas, por desgracia, tienen consecuencias y tal vez no hay mejor manera de ilustrarlo que el esfuerzo para hacer de Filipinas un NIC ( “país de reciente industrialización”) en el año 2000, como se dijo, a través de la globalización, es decir, la integración acelerada de Filipinas en el mercado mundial y los circuitos de producción a través del comercio y radical liberalización de las inversiones. El neoliberalismo vivió su fase más doctrinaria y más influyente con el gobierno del presidente Fidel Ramos.
Lo que podríamos llamar la “neoclasificación” de la tecnocracia de Filipinas que se hizo en el gobierno Ramos no muestran tanto el carácter de un golpe de estado intelectual como de un traspaso gradual de las alturas estratégicas de la tecnocracia de libre mercado hacia los ámbitos académico, gubernamental y empresarial, muchos de los cuales habían realizado estudios en los años 1970 y 1980 en los Estados Unidos y Gran Bretaña, cuando el estado keynesiano había perdido su brillo y el neoliberalismo se había puesto de moda en los departamentos de economía de las universidades de los EEUU.
Muchos hicieron sus postgrados en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, incluido el Ministro de Finanzas de Ramos, Roberto de Ocampo. El y sus colegas que han desempeñado un papel destacado de giro del país [hacia el neoliberalismo] actuaron así no sólo por la presión externa del Banco Mundial y el FMI, sino también pos sus creencias “impuestas, tal vez, pero también por dirección política [del gobierno]”[5]. Además, surgió un amplio consenso” entre las élites y la clase media en torno a las reformas de libre mercado”[6],
En cualquier caso, la revolución liberal había logrado una masa crítica en el momento en que Ramos llegó al poder y su hegemonía se consolidó durante su administración7.
La pieza central del programa neoliberal durante este período fue la liberalización arancelaria: la Orden Ejecutiva 264 de Filipinas se comprometió a bajar las tarifas en todos los productos, menos algunos sensibles, entre el 1-5 por ciento en 2004. En su afán de ponerse al día con nuestros vecinos, lo que nuestros tecnócratas hicieron fue copiar la impresionante tasa de crecimiento del Chile de Pinochet sin ver la desindustrialización y la enorme crisis social provocada por sus políticas de libre mercado.
Además de la liberalización arancelaria radical, el régimen de inversión extranjera fue liberalizado, se flexibilizaron las normas bancarias para que los bancos extranjeros estableciesen sus operaciones en el país, y la cuenta de capital fue casi totalmente liberalizada para atraer a los inversores especulativos, haciendo el peso [moneda filipina] totalmente convertible, permitiendo la utilización completa e inmediata de los beneficios, y la plena utilización de las cuentas en moneda extranjera. En efecto, en la unidad de la administración para alcanzar a sus vecinos, la atracción de la inversión especulativa mediante la eliminación de las barreras de entrada y salida de capital se convirtió en la vanguardia de su estrategia la globalización.
La administración también garantizó que la liberalización se mantendría con los regímenes sucesivos, siendo difícil el dar marcha atrás en estas medidas. Filipinas se unió a la Zona de Libre Comercio de la ASEAN (AFTA), con arancel preferencial de sus efectivos. Bajo este esquema, el año próximo, 2010, todas las tarifas, excepto las de arroz, se reducirán a 0 y 5 por ciento. Más importante aún, Filipinas se unió a la Organización Mundial del Comercio en 1995, una medida que exige la revisión de una gran cantidad de leyes que rigen el comercio, la inversión, y los derechos de propiedad intelectual para que nuestro ordenamiento jurídico sea “compatible con la OMC”.
La economía creció una media del 4 por ciento durante el período de Ramos, sobre todo porque después de los años de Aquino, no había lugar a donde ir sino hacia arriba.
Consecuencias de la crisis financiera de Asia
Esta ilusión fue rota por la crisis financiera asiática de 1997. Los fondos especulativos, unos 4.600 millones de dólares, salieron del país. La salida masiva de capital resultó en una recesión y el estancamiento de 1998 a 2000.
La crisis financiera asiática dio lugar a una recepción más crítica del neoliberalismo en algunos círculos de elite y clase media. Se comenzó a ver otros países, como Argentina, que debido a su cumplimiento con el Acuerdo de la Organización Mundial del Comercio en la Agricultura, la Argentina se transformó de un país exportador neto de alimentos a un país importador neto de alimentos desde mediados de la década de 1990.
La liberalización de la industria de inicio con el ajuste estructural de los años ochenta dio lugar a la erosión irreversible de la base industrial del país. La lista de cierres de industrias productoras de papel, textiles, cerámica, productos de caucho, muebles y accesorios, productos petroquímicos, bebidas, madera, zapatos, aceites de petróleo , accesorios de vestir, y artículos de cuero es extensa. En los primeros años de esta década, la industria textil del país se había reducido de 200 a menos de 10 empresas [8].
El veredicto más convincente de más de dos décadas de liberalización fue el dado por el entonces secretario de Hacienda, Isidro Camacho, Jr., en 2003: “Hay una aplicación desigual de la liberalización del comercio, que es una desventaja para nosotros” [9] (…) “la reforma arancelaria “ha matado a tantas industrias locales.” [10] En otros países, la pérdida de la base industrial local a menudo ha sido contrarrestada por los neoliberales, citando mejoras en el bienestar de los consumidores. Esto no fue posible en las Filipinas, donde la tasa de pobreza se mantuvo estancada en 32-35 por ciento de la población.

Grupos de la sociedad civil, así como grupos de presión de la industria local, como la Alianza de Libre Comercio (TLC) fueron centrales en el descrédito de la doctrina neoliberal. Sin embargo, el papel desempeñado por ciertos órganos de gobierno no debe ser subestimado. Por ejemplo, el Departamento de Agricultura ha liderado con éxito la oposición a una mayor liberalización del comercio agrícola en la OMC. De hecho, este personal [del Departamento de Agricultura] trabaja en estrecha colaboración con grupos de la sociedad civil.
El enfoque doctrinario neoliberal, que fue dominante bajo la administración Ramos ha dado paso en los últimos años a una perspectiva más pragmática porque los datos disonantes ya no pueden ser eliminados. Si bien la tendencia hacia la reducción de aranceles sigue dominando, ahora hay varios casos de inversión. Por ejemplo, un comité de revisión del gobierno constituido con arreglo a la Orden Ejecutiva 241 plantea tarifas en 627 de 1371 bienes producidos localmente para prestar socorro a las industrias que sufren la competencia de las importaciones.
El reciente colapso de la economía mundial debido, entre otras cosas, a la ausencia de regulación de los mercados financieros ha erosionado aún más la credibilidad del neoliberalismo. Sin embargo, sigue ejerciendo una fuerte influencia en nuestros economistas y gestores económicos. En las recientes audiencias sobre el presupuesto en la Cámara de Representantes, la liberalización del comercio se defiende como conducente a una mayor “competitividad”; no se habla de la posibilidad de renegociar nuestra deuda externa al parecer porque nos dará una mala reputación en los mercados mundiales de capital, la globalización sigue siendo alabada como la ola del futuro, y reducir los gastos de capital para equilibrar el presupuesto, incluso si con esto invitamos a una recesión más profunda [11].
¿Por qué esta invocación continua de los mantras neoliberales, cuando las promesas del neoliberalismo han sido contradichas en cada ocasión por la realidad?
En primer lugar, el discurso de la corrupción sigue siendo generalizado para explicar el subdesarrollo de Filipinas. En este discurso, el Estado es la fuente de corrupción, de manera que tener un mayor papel del Estado en la economía, incluso como regulador, es visto con escepticismo. Para muchos filipinos, y no sólo en el discurso de configuración de la clase media, el estado de corrupción – y no las relaciones de desigualdad generada por el mercado y la erosión de los intereses económicos nacionales provocada por la liberalización del comercio y los mercados de capitales – es considerado como el mayor obstáculo para el desarrollo y el crecimiento económico sostenido. No es éste el lugar para discutir esta creencia en detalle, basta con decir en este punto que esta supuesta correlación entre la corrupción y el subdesarrollo y la pobreza tiene poca base en la realidad. [12]
En segundo lugar, a pesar de la profunda crisis del neoliberalismo, no ha habido ningún paradigma alternativo creíble o discurso que ha surgido, ya sea local o internacional. No hay nada como el reto que plantea la economía keynesiana al fundamentalismo de mercado durante la Gran Depresión. Los retos planteados por economistas estrellas como Paul Krugman, Joseph Stiglitz, Dani Rodrik seguirán haciéndose dentro de los límites de la economía neoclásica, con su ecuación de bienestar social con la reducción del coste unitario de producción. Nos guste o no, no sólo los economistas, los intelectuales en general, buscan orientación en el extranjero, incluidas las de los críticos del establecimiento.
Hay un tercer motivo. La economía neoliberal sigue proyectando una imagen de la ciencia dura, debido a haber sido cuidadosamente matematizada. A raíz de la reciente crisis financiera, la formalización extrema y el matematización de la disciplina ha sido objeto de críticas desde dentro de la profesión económica en sí, con algunos alegando que la metodología más que de fondo se ha convertido en el final de la práctica económica, con la disciplina, como resultado, perdiendo su contacto con las tendencias del mundo real y sus problemas.
Podría valer la pena señalar que John Maynard Keynes, una mente matemática sí misma, se opuso a la matematización de la disciplina, debido precisamente a la falsa sensación de solidez que le dio a la economía. Como señala su biógrafo, Robert Skidelsky, Keynes era “famoso por su escepticismo acerca de la econometría”, los números para él eran “simplemente pistas, los disparadores para la imaginación”, en lugar de las expresiones de certezas o las probabilidades de los acontecimientos pasados y futuros. [13]
Superar el neoliberalismo, en definitiva, implica ir más allá de la adoración de los números que a menudo actúan como un sudario a lo real, más allá del cientificismo con que se enmascara a sí mismo como ciencia.
Notas

[1] Charles Lindsay, “la economía política de la reforma de la política económica en las Filipinas: La continuidad y la Restauración”, en Andrew McIntyre y Kanishka Jayasuriya, eds., La dinámica de la reforma de la política económica en Filipinas (Singapur: Oxford University Press, 1992 ).

[2] Jesús Estanislao, entrevistado por Marco Mezzera, 13 de noviembre de 1996.

[3] Véase Chaopath Sasakul, Lecciones de la experiencia del Banco Mundial de los Préstamos de Ajuste Estructural (PAE): Un estudio de caso de Tailandia (Bangkok: Tailandia Instituto de Investigaciones para el Desarrollo, 1992), p. 19, y Narongchai Akrasanee, David Dapice, y Frank Flatters, la exportación de Tailandia, encabezada por el crecimiento: Retrospectiva y perspectivas (Bangkok: Tailandia Instituto de Investigaciones para el Desarrollo, 1991), p. 17.

[4] Véase, entre otros, Richard Doner, “Las coaliciones nacionales y empresas automovilísticas japonesas en el sudeste de Asia”, tesis doctoral, Universidad de California en Berkeley, 1987, pp. 511-596.

[5] Citado en Jenina Joy Chavez, configuración de la economía política de Filipinas: el papel de los activistas neoclásicos (Manila: Modo, 1996), p. 9.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Alianza de Comercio Justo, Stop desindustrialización: Vuelva a calibrar Filipinas los Aranceles Aduaneros Ahora (Manila: Comercio Justo de la Alianza, 2003), p. 16.

[9] Citado en Eric Boras, “gobierno pierde miles de millones a las reducciones arancelarias,” Business World, 20 de octubre de 2003.

[10] Ibid, p. 26

[11] Observaciones del representante Junio Cua, Presidente del Comité de Asignaciones, durante las deliberaciones sobre el Presupuesto de la República 2010 México, 6 de octubre de 2009.

[12] Véase Herbert Docena, “La corrupción y la pobreza: ladrando al árbol equivocado”, En Walden Bello, Herbert Docena, Marissa de Guzmán, y Marylou Malig, eds., El Desarrollo Anti-Estatal: La economía política de la crisis permanente en Filipinas (London: Zed Press, p. 281.

[13] Robert Skidelsky, John Maynard Keynes: La Economía como salvador (London: Penguin Books, 1992).

Walden Bello es miembro de la Cámara de Representantes de la República de Filipinas. Anteriormente profesor de sociología en la Universidad de Filipinas en Diliman, es autor o co-autor de 15 libros, el último de los cuales es Guerras de Alimentos (Londres: Verso, 2009). También es presidente de la Freedom from Debt Coalition y analista senior de Focus on Global South.

Hegemonía. Concepto clave para pensar la política

HEGEMONÍA. CONCEPTO CLAVE PARA PENSAR LA POLÍTICA (2002)
Giacaglia, Mirta

En medio de una época donde la incertidumbre, la inseguridad y la violencia crecen, la teoría de la hegemonía, elaborada por Gramsci y reformulada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, constituye un punto nodal para pensar la política. Hoy, el derrumbe del “realmente no socialismo” (al decir de Ulrich Beck ) ha profundizado el desarrollo de un pensamiento crítico acerca de los fundamentos teóricos del marxismo y la búsqueda de nuevas vías que puedan conducir a la emergencia de sociedades más justas y solidarias.

La expansión de la lógica implícita en el concepto de hegemonía aporta nuevas herramientas teóricas para pensar las actuales luchas sociales en su especificidad y esbozar un proyecto político que articule socialismo y democracia dentro del campo del posmarxismo. Frente al racionalismo del marxismo clásico y su concepción del desarrollo necesario de la historia de acuerdo a leyes, la categoría de hegemonía plantea el tema de la contingencia dentro de la historia, constituyendo de esta manera un aporte fundamental para reflexionar acerca de nuestra compleja realidad.

A lo largo de la historia del pensamiento político del siglo XX, el concepto de hegemonía surge como respuesta a una crisis que pone en cuestión las categorías tradicionales del marxismo para explicar la contingencia. La reformulación del marxismo en torno a una teoría de la hegemonía requiere por una parte determinar cuáles son las posicionalidades de cuya articulación depende una transformación histórica o la constitución de una nueva hegemonía y, por otra, entender dichas articulaciones como formas históricas concretas y sobredeterminadas, y no como etapas predeterminadas, o relaciones necesarias, resultado del despliegue de leyes de la historia.

El análisis de la sociedad en torno a la idea de hegemonía supone la articulación contingente de los elementos y la producción de subjetividades a partir de dichas relaciones articulatorias, superando así la idea esencialista de sujetos preconstituidos.

La noción de hegemonía viene a ocupar el espacio teórico abierto por la crisis profunda que sufre el pensamiento marxista a partir de la Primera Guerra Mundial, ante la imposibilidad que se le presenta de construir un proyecto político en términos de luchas y alianzas de clase, como consecuencia de la apertura de una etapa histórica en la cual la proliferación de nuevas contradicciones exige otra concepción de sujeto, y la necesidad de entender las luchas sociales como prácticas articulatorias.
En este contexto de crisis, marcado por la experiencia de la fragmentación y la indeterminación de las relaciones entre diferentes luchas y posiciones de sujeto, la noción de hegemonía constituye el intento de proporcionar una respuesta frente al quiebre de la categoría de “necesidad”, planteando el tema de la contingencia dentro de la historia.
Antonio Gramsci (1891-1937), dirigente comunista prisionero en las cárceles del fascismo, reflexiona sobre la derrota de una revolución y los caminos que puedan conducir a la victoria de otra. Su obra, en tanto pensamiento acerca del Estado y la sociedad civil, con vistas a su transformación radical, es, dentro del campo del marxismo, esencialmente política. Con la categoría de “bloque histórico”, Gramsci intentó hallar una explicación teórica que permitiera salir del callejón sin salida en el que se encontraba el marxismo occidental en las primeras décadas del siglo XX.
La teoría gramsciana se sostiene en la participación personal de su autor en los conflictos políticos de la época, y en un estudio minucioso de la historia europea.
Gramsci transforma la categoría de hegemonía en un concepto totalmente nuevo dentro del discurso marxista (en tanto va más allá de la mera alianza de clases) a fin de teorizar sobre las estructuras políticas del poder capitalista que no se habían dado en la Rusia zarista. A partir de los análisis de Maquiavelo sobre el príncipe, la violencia y la traición, Gramsci reformuló el concepto de hegemonía para reflexionar acerca de la complejidad y la especificidad de la dominación de la burguesía en Europa occidental, que hacían inviable la repetición de la Revolución de Octubre en los países capitalistas más desarrollados del resto del continente.
Como plantea Perry Anderson , este sistema hegemónico de poder se definía por el grado de consenso que obtenía de las masas populares a las que dominaba, y la consiguiente reducción en la cantidad de coerción necesaria para reprimirlas. Sus mecanismos de control para asegurarse ese consenso residían en una red ramificada de instituciones culturales (escuelas, iglesia, partidos, asociaciones, etc) que manipulaban a las masas explotadas a través de un conjunto de ideologías transmitidas por los intelectuales, generando una subordinación pasiva.
La dominación burguesa se fortalecía, además, por la adhesión de clases secundarias aliadas, conformando un compacto bloque social bajo la dirección política de la clase dominante: “la flexible y dinámica hegemonía ejercida por el capital sobre el trabajo en occidente, mediante esta estructura consensual estratificada, fue para el movimiento socialista una barrera mucho más difícil de superar que la que encontró en Rusia.
Este orden político podía contener y resistir las crisis económicas del tipo que los marxistas anteriores habían considerado como la palanca fundamental de la revolución bajo el capitalismo. No permitía un ataque frontal del proletariado, según el modelo ruso. Para hacerle frente, sería necesaria una larga y difícil “guerra de posiciones” .
Gramsci define la hegemonía como “dirección política, intelectual y moral”. Cabe distinguir en esta definición dos aspectos: 1) el más propiamente político, que consiste en la capacidad que tiene una clase dominante de articular con sus intereses los de otros grupos, convirtiéndose así en el elemento rector de una voluntad colectiva, y 2) el aspecto de dirección intelectual y moral, que indica las condiciones ideológicas que deben ser cumplidas para que sea posible la constitución de dicha voluntad colectiva. Lo novedoso en la concepción gramsciana de hegemonía es el papel que le otorga a la ideología.
Esta no es para nuestro pensador un sistema de ideas, ni se identifica con la falsa conciencia de los actores sociales, sino que constituye un todo orgánico y relacional encarnado en aparatos e instituciones, un cemento orgánico que unifica en torno a ciertos principios articulatorios básicos un “bloque histórico” y las prácticas productoras de subjetividades en el proceso de transformación social.
Para Gramsci, los hombres toman conciencia de sí y de sus tareas en el contexto de una determinada concepción del mundo, y toda posibilidad de transformar la sociedad pasa necesariamente por la modificación de esta concepción del mundo.
A partir del concepto de bloque histórico y de la ideología como cemento orgánico que lo unifica, introduce una nueva categoría totalizante que supera la distinción base-superestructura. Produce así un desplazamiento (al romper con la concepción reduccionista de la ideología y superar, al mismo tiempo, el reduccionismo de clase que identifica el sujeto revolucionario con la clase obrera) en tanto los sujetos políticos no son “clases”, en el sentido estricto del término, sino “voluntades colectivas” complejas que resultan de la articulación político-ideológica de fuerzas históricas dispersas y fragmentadas.
Queda clara aquí la importancia del aspecto cultural. Todo acto histórico es llevado a cabo por el “hombre colectivo”, lo cual supone el logro de una unidad “cultural-social” a través de la cual una multiplicidad de voluntades dispersas, con objetivos heterogéneos, son unidas en torno a un fin sobre la base de una común concepción del mundo.
La hegemonía, entendida en sentido gramsciano como articulación, amplía el campo de la contingencia histórica en el ámbito de las relaciones sociales, en tanto los distintos “elementos” o “tareas” sociales pierden la conexión esencial que los caracterizaba en la concepción etapista, y su sentido va a depender ahora de articulaciones desprovistas de la garantía que otorgan las leyes de la historia, careciendo así de toda identidad al margen de su relación con la fuerza que los hegemoniza.
Laclau y Mouffe, al retomar y analizar la construcción gramsciana, señalan los límites de la misma, en tanto: “reposa sobre una concepción… que no logra superar plenamente el dualismo del marxismo clásico. Porque, para Gramsci, incluso si los diversos elementos sociales tienen una identidad tan sólo relacional, lograda a través de la acción de prácticas articulatorias, tiene que haber siempre “un“ principio unificante en toda formación hegemónica, y éste debe ser referido a una clase fundamental.
Con lo cual vemos que hay dos principios del orden social (la unicidad del principio unificante y su carácter necesario de clase) que no son el resultado contingente de la lucha hegemónica, sino el marco estructural necesario dentro del cual toda lucha hegemónica tiene lugar.
Es decir, que la hegemonía de la clase no es enteramente práctica y resultante de la lucha, sino que tiene en su última instancia un fundamento ontológico. La infraestructura no asigna a la clase obrera su victoria, sino que ésta depende de su capacidad de liderazgo hegemónico; pero a una falla en la hegemonía obrera sólo puede responder una reconstitución de la hegemonía burguesa.
La lucha política sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases. Este es el último núcleo esencialista que continúa presente en el pensamiento de Gramsci” . Pero, como también señalan los autores citados, a partir de la teoría gramsciana de la hegemonía, la política es concebida como articulación y se acepta la complejidad social como condición de la lucha política, compatible con una pluralidad de sujetos históricos.
Y si bien la lógica de la hegemonía no despliega todos sus efectos deconstructivos en el espacio teórico del marxismo clásico, cae el reduccionismo de clase en la medida en que la unidad y homogeneidad misma de los sujetos de clase se disgrega en un conjunto de posiciones precariamente integradas.
Según ya dijimos, hegemonía se define como el logro de un liderazgo moral, intelectual y político, a través de la expansión de un discurso que fija un significado parcial alrededor de puntos nodales.
Involucra más que un consenso pasivo y acciones legítimas: envuelve la expansión de un particular discurso de normas, valores, puntos de vista y percepciones, a través de redescripciones persuasivas del mundo. La lógica de la hegemonía constituye una lógica de la articulación y de la contingencia.
“Articulación” debe entenderse como una práctica que establece relaciones entre elementos de tal manera que la identidad de los mismos es modificada como resultado de la práctica articulatoria. La articulación de elementos dentro de un discurso hegemónico tiene lugar en el conflictivo terreno del poder y la contingencia, e incluirá siempre momentos de fuerza y represión.
De esto se deriva que la no-fijación es la condición de toda identidad social. En la medida en que no existe un vínculo necesario entre la tarea y la clase que la hegemoniza, la identidad de los agentes sociales tiene un carácter puramente relacional en tanto se construye a partir de su articulación en el interior de una formación hegemónica.
Y como todo sistema de relaciones es inestable y no-fijo, toda identidad se torna precaria, provisoria y parcial. En consecuencia, no hay relación necesaria entre el socialismo y las posiciones de los agentes sociales en las relaciones de producción. Desde esta perspectiva la introducción del concepto de sobredeterminación es clave para entender la lógica específica de las relaciones sociales .
La sociedad no debe ser entendida, entonces, como un espacio suturado . Toda estructura discursiva es el resultado de una práctica articulatoria que organiza y constituye las relaciones sociales. Los antagonismos sociales y la dislocación impiden el cierre de toda estructura.
Las prácticas articulatorias hegemónicas definen su identidad por oposición a prácticas articulatorias antagónicas. El antagonismo descubre los límites de toda objetividad, en tanto nunca está plenamente constituida. La sociedad no se presenta como un orden objetivo y armónico, sino como un conjunto de fuerzas divergentes en conflicto, impidiendo la conformación de identidades plenas. La constitución y mantenimiento de una identidad depende, pues, del resultado de una lucha que no se encuentra garantizado por ninguna ley apriori ni necesaria de la historia.
Desde esta perspectiva, la categoría de hegemonía constituye un valioso y fundamental punto de partida dentro del discurso contemporáneo para pensar lo político, en tanto significa la articulación contingente de elementos en torno a la luchas de los agentes sociales concretos dentro de configuraciones sociales específicas.
El poder no debe ser concebido como una relación externa que tiene lugar entre dos identidades preconstituidas, sino más bien como constituyendo las identidades mismas. En tanto todo orden político es expresión de una hegemonía, de un específico modelo de relación de poder, la práctica política no puede ser vista como simple representación de intereses de identidades fijas, sino como constituyendo estas identidades mismas en un terreno precario y siempre vulnerable. Si aceptamos que las relaciones de poder son constitutivas de lo social, la principal cuestión para una política democrática no es la eliminación del poder sino cómo constituir formas de poder más compatibles con valores democráticos.
Lo importante en la teoría de la hegemonía es ver que una universalidad nunca tiene universal un contenido propio, sino que siempre es un contenido particular que se universaliza y empieza a representar la totalidad de las demandas particulares equivalentes. Se trata de pensar una forma de producción de lo universal a partir de lo particular y no un universal que tenga un contenido a priori. Desde esta concepción todo universal no es más que una particularidad que, a partir de una operación hegemónica, ocupa el lugar de lo universal.
Nuestra preocupación se centra en repensar lo político para avanzar en la institución de una democracia radical y plural. En esta dirección, la problemática gramsciana de la hegemonía conlleva una renovación profunda de la teoría marxista, al privilegiar el momento político en la estrategia emancipadora y permitir así salir del reduccionismo economicista. La concepción de hegemonía implica, por otra parte: “la superación de la concepción estrecha de la política como actividad localizada únicamente en la sociedad política y que siempre puede ser más o menos asimilada a una actividad de dominación… la política no es simplemente lucha por el poder en el interior de instituciones dadas, o lucha por destruir esas instituciones; es también lucha por la transformación de la relación de la sociedad con sus instituciones” .
La crisis de representación que experimentan las sociedades actuales da lugar a la formación de nuevas subjetividades y al surgimiento de nuevos movimientos sociales por parte de aquellos que no se sienten representados por las instituciones existentes, lo cual permite expandir las luchas democráticas en pluralidad de direcciones y establecer una multiplicidad de lógicas equivalenciales que hacen posible la construcción de nuevas esferas, a partir de una política democrática hegemónica.
En este contexto, debemos reconocer también el impacto dislocatorio y liberador de la politización posmoderna de nuevos espacios, y la proliferación de demandas democráticas que amplían el campo de las luchas emancipatorias: feminismo, homosexualidad, ecología, minorías étnicas, religiosas, etc, y el surgimiento de los movimientos anti-globalización, los Sin Tierra, el EZLN, los piqueteros en nuestro país, etc.
Creemos que la categoría de hegemonía constituye una herramienta clave para pensar la política, ya que permite ir más allá de la definición de la política como relación amigo-enemigo e instaurar la distinción amigo-adversario. Esto significa que dentro de la comunidad política es posible significar al oponente no como un enemigo al que es necesario desbaratar sino como un adversario cuya existencia es legítima y con el cual es posible argumentar, ya que si bien se combaten sus ideas no se niega su derecho a defenderlas.
La categoría de enemigo no desaparece, sino que debe ser aplicada a aquellos que no se inscriben dentro del orden democrático . La tarea de instituir un nuevo orden social supone plantear en términos nuevos y más complejos el tema de la democracia y asumir la urgencia de construir nuevas hegemonías.
Bibliografia
Anderson, Perry, Consideraciones sobre el marxismo occidental, Siglo XXI, México,1987.
Bocock, Robert, Hegemony, Tavistock Publications, London, 1986.
Gramsci, Antonio, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Nueva Visión, Bs. As., 1972.
Gramsci, Antonio, Cartas desde la cárcel, Nueva Visión, Bs. As., 1998.
Labastida, Julio (coordinador), Hegemonía y alternativas políticas en América Latina. Seminario de Morelia, Siglo XXI, México, 1985.
Laclau, Ernesto, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Nueva Visión, Bs. As., 1993.
Laclau, Ernesto – Mouffe, Chantal, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Siglo XXI, Madrid, 1987.
Mouffe, Chantal, El retorno de lo político, Paidós, Barcelona, 1999.
Mouffe, Chantal, Gramsci and Marxist Theory, Routledge, London, 1979.
Resumen
En medio de una época donde la incertidumbre, la inseguridad y la desprotección crecen, la teoría de la hegemonía, elaborada por Gramsci y reformulada por E. Laclau y Ch. Mouffe, constituye un punto nodal para pensar la política. Esta categoría surge como respuesta a una crisis que pone en cuestión las concepciones tradicionales para explicar la contingencia de las formas históricas concretas. La sociedad no debe ser entendida como un espacio cerrado sino como una estructura, resultado de prácticas articulatorias que organizan y constituyen las relaciones sociales. La hegemonía, entonces, entendida como articulación contingente de elementos en torno a las luchas de los agentes sociales concretos, configura una valiosa herramienta teórica para reflexionar acerca de nuestra compleja realidad.

Más allá de la «postmodernidad» «postcolonialidad» y «globalización»: hacia una teoría de la hibridez

MÁS ALLÁ DE LA ‘POSTMODERNIDAD’, ‘POSTCOLONIALIDAD’ Y ‘GLOBALIZACIÓN’: HACIA UNA TEORÍA DE LA HIBRIDEZ
INTRODUCCIÓN
Alfonso de Toro
Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar
Universität Leipzig

Latino literature dismantles borders, between fact and fiction, literature and history, the social sciences and the humanities. A study of Latino literature implies a redefining of academic disciplines and discourses. It brings together literature, language, sociology, history, political science, demography, anthropology, music, and the departments and programs they represent. Latino literature recognizes differences and establishes a dialogue among American Studies, African-American Studies, Native American Studies, Latin American Studies, Comparative Literature, English, and Spanish and Portuguese. And fiction will set the pace for a possible new history of convergence that Latinos represent. (William Luis)∗

The question of Who is selfsameness can only be answered with the discovery of who is the Other. (Tulio Maranhão)

El presente volumen es el resultado de las investigaciones realizadas entre 1997 y 2002 dentro del proyecto auspiciado por el Consejo Alemán de Investigación (Deutsche Forschungsgemeinschaft) con el tema “Interculturalidad y comunicación interdisciplinaria: Latinoamérica y la diversidad de los discursos”. La realización del mismo se llevó a cabo bajo aspectos teórico-culturales, epistemológicos, políticos, sociológicos, filosóficos y estéticos, entre otros, teniendo como base común una reflexión transdisciplinaria sobre la constitución y circulación de discursos sobre Latinoamérica y sobre aspectos teóricos de diversa naturaleza relacionadas con el continente, particularmente sobre los de la ‘post-modernidad’, la ‘postcolonialidad’ y la ‘modernidad’.

El volumen, que reúne veinticuatro trabajos de teóricos de la cultura latinoamericana, se centra en temas fundamentales que abarcan desde los años ochenta, y en particular los noventa, hasta el año 2000 tanto desde una perspectiva diacrónica como sincrónica, tales como los fenómenos de ‘globalización’, ‘postmodernidad’, ‘postcolonialidad’, ‘modernidad’, ‘transculturalidad’ y ‘transdisciplinariedad’ (Cornelia Sieber, Eduardo Mendieta, Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero, Patrick Imbert, José Joaquín Brunner, Alfonso de Toro, Fernando de Toro, Eduardo Peñafort, Roberto Follari, William Luis).

Otro grupo se concentra en problemas histórico-epistemológicos (Roberto Follari, Michael Riekenberg), en problemas de género y minorías (Sonia Montecinos) y en la teoría cultural del Brasil y las comunidades afro-brasileñas (Valter Sinder/Paulo Jorge da Silva Ribeiro, Muñiz Sodré y Raquel Pavia). Las publicaciones de Ricardo Blanco y Myrian Sepúlveda dos Santos se concentran en problemas estéticos, mientras que William Luis desarrolla una teoría identitaria del “latino”; F. de Toro de una identidad diaspórica; Imbert, de una “identidad multicultural/heteronómica”; Maranhão de una identidad basada en la Otredad antropológica; Martín Lienhard propone una nueva lectura de las culturas populares.

La investigación del proyecto no ha tenido como finalidad el probar o demostrar que Latinoamérica es postmoderna o postcolonial, ya que estas estrategias no pueden ser pensadas ni formuladas en forma general por la simple razón de que existiendo muy diversos procesos postmodernos y postcoloniales en general, existiendo muy diversas ‘Latinoaméricas’, tenemos así también diversas postmodernidades, postcolonialidades y globalizaciones en el mundo y en Latinoamérica. Debido a esto no se puede hablar, por ejemplo, de la posición latinoamericana sobre la postmodernidad o la modernidad como indican Mendieta y Sieber.

Se trata en un primer lugar de sacar partido y consecuencias de aquello que Imbert formula con tanta claridad:
Il faut voir que les théories postcoloniales proviennent à la fois de chercheurs publiant en anglais et vivant aux États-Unis et de professionnels travaillant dans le contexte économique des Amériques latines. Les premiers bénéficient d’une stabilité et d’un accès au monde par la langue et par la diffusion des revues que les chercheurs des Amériques latines n’ont généralement pas car, comme l’ensemble de ces sociétés, ils vivent souvent des conditions de travail précaires liées à un état dont le rôle de définisseur des conditions de travail est transformé par sa volonté d’attirer des capitaux en transit,
de abrir territorios al pensamiento y discursos latinoamericanos desde Latinoamérica y desde fuera, como en el contexto alemán lo venían ya haciendo desde hace mucho Carlos Rincón, y, en los años noventa, Birgit Scharlau, Monika Walter o Hermann Herlinghaus, a los cuales se han adherido una cantidad de investigadoras e investigadores más recientes como, por ejemplo, Ottmar Ette, Janett Reinstädler, Petra Schumm o Susanne Klengel, entre muchos otros, sin contar aquí los muy valiosos trabajos publicados en EE.UU., entre otros, por Mignolo, Vidal, Mendieta, Yúdice, Beverly o José Oviedo.
Se trata, en segundo lugar, de reflexionar sobre cómo se han dado estos procesos en Latinoamérica, procesos y estrategias de tipo histórico que como la modernidad no se han dado en forma “universal” y “pura”, sino de una forma muy diferente a los países de origen de este fenómeno, como lo demuestran Sieber, Mendieta e Imbert, y como Brunner, entre otros, nos lo ha venido describiendo hace un decenio.
Se trata pues de contribuir con una investigación a la descripción desde estrategias discursivas de la perspectiva actual, estrategias que son tan de Latinoamérica como de Europa o EE.UU. y de esta forma robustecer el discurso latinoamericano y/o sobre Latinoamérica en el “centro” de este debate, contribuir a ponerla en la historia y no dejarla al margen o fuera, como hasta la fecha ocurre en muchos sectores del saber y no solamente de éste.
Los discursos del centro siguen siendo dominantes y altamente hegemónicos; aun después de más de veinte años de teoría de la cultura o de “estudios culturales” sigue faltando el “reconocimiento” del Otro.

Los términos de ‘postcolonialidad’, ‘postmodernidad’ y últimamente el de ‘globalización’ han ofrecido y ofrecen en Latinoamérica problemas histórico-epistemológicos, particularmente de tipo ideológico debido a su proveniencia. Imbert considera que a pesar de que el postcolonialismo, por ejemplo, provenga de EE.UU. (habría que agregar también de la Commonwealth), éste ha contribuido eminentemente a enfrentar y frenar una posición discriminatoria, y A. de Toro, por su parte, apunta que “sólo la productividad de una teoría […], su potencialidad de explicación […] y su recodificación dentro del lugar geopolítico de aplicación” determinan su legitimación y no el lugar de proveniencia.

A pesar del escepticismo, estas estrategias han acuñado en todo nivel la discusión en Latinoamérica desde hace más de veinte años, aun en la terminología empleada, vacilando entre la apropiación de una terminología y de estrategias postestructuralistas y post-modernas recodificadas en el contexto latinoamericano y la persistente resistencia al uso del término ‘postmodernidad’ o ‘postcolonialidad’: de hecho se está describiendo la ‘postmodernidad’ (o la ‘postcolonialidad’) en Latinoamérica, pero se le denomina ‘modernidad’ (vid. A. de Toro 1999: 42).

A la pregunta de García Canclini si acaso es posible ser a la vez globalizado y periférico, postmoderno y postcolonial en Latinoamérica se le han dado ya muchas respuestas, así Brunner (1986) con su concepción de la modernidad periférica o con los términos de ‘heterogeneidad’ o ‘desterritorialización’ (ídem 1988); Martín-Barbero (1989/1994) con sus conceptos de ‘interacciones’, ‘intercambios’, ‘reapropiaciones’ y ‘destotalización’; A. de Toro (1990, 1991, 1995, 1996, 1997, 1999) con la tríada de ‘memoria’, ‘elaboración’ y ‘perlaboración’ o a través de las fórmulas de la ‘periferia como centro’ (ídem 1995, 1996), del ‘renacimiento recodificado’ –que Mendieta formula como “new forms of agency, the rehumanization of social relations”– enlazándolo con el concepto de hibridez (1997) (en la tradición de Homi Bhabha 1994) que también había sido ya teorizado por García Canclini en su famoso libro Culturas híbridas (1982) proponiéndose como una estrategia o concepto para describir adecuadamente fenómenos que en otros lugares del mundo se habían dado en forma separada o al menos con cierta distancia temporal y que, en forma muy especial, Carlos Rincón (1989) hace ya algún tiempo había descrito acertadamente como un fenómeno de discontinuidades con la fórmula de “la no simultaneidad de lo simultáneo” (1995) o Imbert, siguiendo a García Canclini, con su término de ‘hétérogénéité multi-temporelle’, de ‘juxtaposition discontinue’ o de ‘hétérogénéités juxtaposées’ para describir la condición postmoderna y globalizada de Latinoamérica.

Así también R. Blanco muestra cómo en el diseño postmoderno, o en la arquitectura postmoderna, los procesos “no son comunes ni sincrónicos” y que en “algunos territorios se producen hechos, eventos, gestaciones y desapariciones, cuando en otros eso mismo no ha comenzado a germinar”. García Canclini reformula estos fenómenos dividiendo las sociedades latinoamericanas en “sociedades escindidas entre sectores minoritarios globalizados hipermodernos y otros mayoritarios desnacionalizados y desmodernizados”.

Imbert (cfr. también ídem 1995) afirma que las teorías y el debate dentro del postcolonialismo han renovado y dejado profundas huellas en la teoría de la cultura latinoamericana –como igualmente lo han planteado F. de Toro (1995: 132) y A. de Toro (1995, 1996, 1997)– superando un nacionalismo de corte europeo decimonónico acompañado del mito de la identidad local esencialista sin considerar las “hétérogénéités juxtaposées dans les Amériques Autochtones, Créoles, immigrantes ou d’origines africaines” (Imbert).
Según F. de Toro el establecimiento y los efectos de la postmodernidad y postcolonialidad han sido tan evidentes que han “llegado a su término” y han sido reemplazados por la “condición global” y por una tercera cultura (siguiendo aquí a Featherstone).
Sieber parte de lo más básico: manteniéndose coherentemente dentro de los parámetros de los discursos latinoamericanos de Canclini, Martín-Barbero y Brunner realiza una lúcida y productiva lectura deconstruccionista del empleo del término de ‘modernidad’ como lo han venido exponiendo los autores mencionados sobre la base de la pregunta de por qué los teóricos latinoamericanos usan la epistemología postestructural y postmoderna, pero se atienen al uso del término ‘modernidad’ con todas sus variaciones tales como ‘periférica’, ‘heterogénea’, de las ‘orillas’, etc., y reinterpreta el empleo del término ‘modernidad’ en Latinoamérica para la descripción de la actualidad, en el intento de los latinoamericanos de, primero, reescribir (“write back”) o recodificar el término en el contexto latinoamericano y, segundo, a la vez, de superar la dicotomía ‘modernidad’ (progreso, Europa/EE.UU.) y ‘tradición’ (retraso/tercer mundo).
Se trata pues –en el contexto argumentativo de Martín-Barbero– del intento de “[…] situar a Latinoamérica dentro de la modernidad y –al hacerlo– ampliar la concepción de ‘modernidad’ a una dimensión periférica, subalterna […] no-contemporánea y descentral” (Sieber). Como Sieber plantea, esta nueva posición contrasta frente al panorama que se venía dando desde los años cincuenta hasta los setenta, en particular conectado con la figura de Octavio Paz donde
[…] las ciencias sociales latinoamericanas tuvieron inmensas dificultades de situarse en un discurso dominante de oposición entre la modernidad y la tradición. La modernidad se definió desde los centros occidentales, así que la peculiaridad de la situación en Latinoamérica, si se parte de las grandes teorías de la época, sólo se podía traducir en términos de tradición y retraso. (Sieber)
Latinoamérica aparece en el debate siempre en un estado de deficiencia, de retraso, de ‘pseudomodernidad’ (Paz), es decir, no se ajusta a ninguno de los cánones de la modernidad ni de la postmodernidad de las naciones del centro. Aquí vemos cómo las dificultades terminológicas y epistemológicas valen tanto para la modernidad como para la postmodernidad y, si se habla de ‘modernidad periférica’ en el sentido de esa modernidad otra, pues se podría y se debería hablar de una ‘pseudopostmodernidad’ o ‘postmodernidad periférica’ (A. de Toro 1999), marcando así el proceso de alteridad y diferencia.
Que Latinoamérica no haya tenido un siglo XVIII (Paz) y por eso quede prácticamente fuera de la historia equivale a negarle la integración a fenómenos históricos, a negarle al Otro, al colonizado, al Hombre de la hora cero frente a los colonizadores su lugar en la historia, en el sentido de que desde ese momento ya lo ‘propio’ y lo ‘extraño’ pierden su validez tanto para los conquistados, como para los conquistadores: un nuevo espacio debe ser habitado, el pasado aparece solamente representado en el presente (Luis).
La palabra, y la reescritura –como Sieber la concibe con respecto a la posición latinoamericana de la modernidad– es la forma más directa de integrarse a la historia. La pregunta que Sieber articula y responde, exige otra pregunta o alternativa: repensar y reescribir la modernidad y la postmodernidad en Latinoamérica, ya que ambos procesos históricos están altamente entrelazados y no constituyen un antagonismo epistemológico, a pesar de sus diferencias, a no ser que se realicen en un nivel meramente ideológico-partidario.
Mendieta, por su parte, concibe tanto la ‘modernidad’ como la ‘postmodernidad’ y la ‘postcolonialidad’ en un contexto entrelazado y, en su esfuerzo por sistematizar la discusión de los términos de ‘postcolonialidad’, ‘postmodernidad’ y ‘globalización’ partiendo de una concepción de la pluralidad e hibridez –como también lo entienden Imbert, F. y A. de Toro– esto es, de una desterritorialización de estos fenómenos culturales, sostiene que no solamente el fenómeno de la ‘postcolonialidad’ sino también el de la post-modernidad son algo inherente a un proceso cultural de migraciones, mestizaje e hibridez y considera la discusión sobre la postmodernidad en Latinoamérica similar a aquella realizada y sostenida hasta la fecha sobre la modernidad o de la modernización .
Mendieta trata la modernidad como un fenómeno diferente pero altamente ligado al de la postmodernidad en cuanto la modernidad, según él, comienza con el Descubrimiento y con la expulsión de moros y judíos de España, en cuanto la fundación de ‘Occidente’ es a la vez la fundación del ‘Otro’, es el comienzo de la alteridad y de una expansión global que describe incluso en términos de expansión y de ‘internacionalización’ o de ‘transnacionalización’ según Canclini (y otros).
También R. Blanco demuestra cómo en las artes del diseño y en la arquitectura la postmodernidad está ligada a la modernidad, aunque en el campo del diseño sea, en un principio, a través de la imitación de los talleres de Milán; señala al mismo tiempo cómo la postmodernidad se define por un sistema de diferenciación y cómo la globalización en el campo cultural lleva a una renovación.
Para Mendieta la postmodernidad es algo inherente y no suplementaria o externa y contiene en sí la ‘postcolonialidad’ y la ‘globalización’; entiende asimismo la ‘globalización’ como la respuesta a la ‘postcolonialidad’ (cfr. también Beverly/Oviedo 1993, A. de Toro 1995 y F. de Toro como su herencia). Partiendo de Brunner, Mendieta considera que “postmodernity is the name of an accelerated and hypertrophied modernity in Latin America”, es decir, ‘postmodernidad’ es una modernidad radicalizada y, positivamente formulado, recodificada en el contexto latinoamericano. Especialmente por la conexión histórica entre modernidad y postmodernidad que Mendieta establece, es necesaria su diferenciación en la perspectiva histórica.
Así, la modernidad significaría la representación del otro en forma asimétrica –hegemónica o unilateral–, mientras que la postmodernidad sería su descentración y circulación; la modernidad representaría el capitalismo incluyente y excluyente, polarizador de las localidades y, con sus subordinaciones territoriales tales como ‘ciudad vs. campo’, ‘nación vs. imperio’, ‘metrópolis vs. colonia’, ‘nación vs. transnacionalización’, la postmodernidad constituiría su desterritorialización, la producción dentro de los estrictos marcos de ‘centro vs. periferia’, ‘local vs. global’, ‘tradición vs. innovación’, dentro de un ‘eje espacio temporal vs. desterritorialización y destemporalización’, ‘sujetos e identidades individuales vs. colectividad de sujetos e identidades’, ‘otredad y alteridad como conflictos vs. diferencia y alteridad’, ‘racionalidad vs. racionalidad transversal’, ‘pureza vs. nomadismo/hibridez’, ‘linealidad vs. simultaneidad’ o mejor, la ‘no-simultaneidad de lo simultáneo’, ‘nación vs. desnacionaliza-ción’, ‘irrupción del primer mundo en el tercer mundo vs. irrupción del tercer mundo en el primer mundo’, ‘identidad unívoca vs. multiidentidad’. Según F. de Toro, la modernidad desarrolla un discurso de “universalización/asimilación global pero desde la perspectiva del centro, como el único discurso, el del logos con su ethos”.
Patrick Imbert –basándose en A. de Toro y F. de Toro– considera la postcolonialidad (término que toma de A. de Toro traduciéndolo como ‘postcolonialité’) y la postmodernidad como unidades fuertes y dinámicamente relacionadas entre sí . Tanto la post-modernidad como la postcolonialidad conducen a una relectura deconstruccionista y recodificadora que superan binarismos tales como ‘realidad vs. ficción’ entre lo ‘público vs. lo privado’, llevando a una disolución de los géneros y finalmente a una nueva distribución y reorganización de los diversos parámetros culturales, sociales y económicos.
Postcolonialismo lo entiende Imbert –partiendo de A. de Toro– como una permanente negociación y una “reescritura del colonialismo”, además como una superación de los discursos sociológicos y antropológicos tradicionales –como lo han venido indicando García Canclini (1990/1992/21995) y especialmente Martín-Barbero (1989/1994)– y como una desterritorialización que abre brechas para la diferencia e identidad, el nomadismo y la hibridez.
Imbert, por su parte, entiende la globalización en Latinoamérica en el contexto discursivo de Rubens Bayardo, Mónica Lacarrieu, Néstor García Canclini y Carlos Moneta, como una “réorganisation des systèmes de production économiques ou de significations et d’une réarticulation des différences et des rapports d’échanges inégaux dans le divers et le dispersé”.
Sin negar la contribución que han significado las perspectivas y lecturas postmodernas y postcoloniales en Latinoamérica, García Canclini opta por los términos de ‘modernidad’ y ‘globalización’ que, según él, incluyen y sintetizan las otras concepciones y permiten así desarrollar estrategias futuras , a las cuales atribuye dos situaciones históricas diferentes: a la configuración de lo local subordina los procesos de modernización (y agregaría los de ‘postcolonialidad’) y a la configuración de lo global, los procesos de ‘globalización’ (y agregaría también en este caso los de ‘postmodernidad’) organizando estos dos procesos fundamentales en cuatro modalidades.
Primero, el pasaje de lo local a lo global enmarcado por lo colonial e imperial; segundo, lo local “rediseñado por la americanización” (también un fenómeno de globalización); tercero, lo ‘glocal’, esto es, lo local entremezclado con la globalización y dentro de un contexto postmoderno –como también sostiene F. de Toro al contrario de Mendieta que lo ubica en un contexto tanto de la modernidad como de la ‘postmodernidad’–; cuarto, lo local descentrando, desubicado.
García Canclini demuestra, partiendo de un “análisis crítico de lo local”, que la globalización no es una nueva forma de colonialismo, ni de imperialismo y que culturas que no pueden globalizarse pierden a la vez su propiedad local. Con esto, García Canclini traza una fundamental diferencia entre un tipo de expansión o de globalización de la modernidad, como la entiende en parte Mendieta, y una globalización postmoderna.
García Canclini apunta además a otro aspecto fundamental, que es la diferenciación del proceso de descubrimiento, colonización y neocolonización de la globalización actual (algo que muchos investigadores emplean como sinónimos en cuanto la globalización, según García Canclini, produce una interdependencia que “era desconocida durante el colonialismo y el imperialismo”).
Para no caer en semejantes aporías F. de Toro diferencia una globalización y un discurso universalista de la modernidad que fue, en su empresa global y desde la perspectiva del centro, “homogeneizante”, “asimilante” y “territorializante”; la globalización, por otro lado, es un producto de los debates de la postmodernidad y post-colonialidad que se caracteriza por su nomadismo y desterritorialización, por su carácter eminentemente diseminador, por un proceso siempre en “flujo”.
Recurriendo a Beck (1998) y Hannerz (1998), García Canclini propone, por su parte, diferenciar entre la ‘internacionalización’, como una ampliación económica en términos geográficos desde el siglo XVI; la ‘transnacionalización’ (‘mundialización’ en la terminología de Martín-Barbero), en el sentido de una economía de empresas multinacionales como se comenzó a dar desde la mitad del siglo XX, y la ‘globalización’ como la “culminación” de estos dos procesos con rasgos nuevos tales como la “desterritorialización”, “la formación de un imaginario multilocal”, la “intensificación de las dependencias”, la “competencia vs. proteccionismo” y la “derregulación de estructuras económicas y de producción locales” (el desempleo por ejemplo).
Los procesos de ‘desterritorialización’, por una parte, y los de ‘dependencias recíprocas’, por otra, podrían parecer en un primer momento como contradictorios y excluyentes el uno del otro, pero son más bien dos caras de la misma moneda si ponemos como ejemplo la bolsa de comercio, el share value, los movimientos masivos de acciones (desterritorialización) y sus ganancias y/o pérdidas astronómicas (dependencias recíprocas), acumulación de capital en pocas compañías transnacionales (Pavia).
Lo que sucede en la economía de una región afecta automáticamente a las otras. Claro está que en este proceso, si éste es realmente la culminación de los dos anteriores, existe una clara distribución del poder dividido entre EE.UU., Japón y Europa; el resto del mundo parece no tener inserción en estos procesos, lo cual vemos muy bien actualmente con la bancarrota de la economía Argentina, que no ha llevado hasta la fecha a la destrucción de los mercados de sus vecinos Chile o Brasil (con la excepción del Uruguay) no obstante ambas economías estén muy ligadas a la argentina.
Los problemas económicos actuales del Brasil no se basan en el problema actual argentino, sino que son anteriores al mismo y, a pesar de ello, los datos económicos fundamentales de la economía brasileña son satisfactorios, según el Banco Mundial. México y Venezuela parecen indiferentes al crash argentino. En este sentido se puede aseverar que si bien es cierto que la globalización, por ejemplo la cultural, lleva a ricos resultados y la económica bien asentada puede obtener resultados positivos (como en el caso de Chile), la globalización económica y tecnológica conllevan un fuerte imperialismo en la repartición del poder, es decir, en un nivel macroestructural y no microestructural.
Uno de los resultados más apremiantes de este proceso de globalización es el desempleo pero, por otra parte, uno positivo y prometedor es que posibilita una infinidad de alternativas de trabajo. Imbert también tiene muy presente el efecto hegemónico de las compañías multinacionales estadounidenses, japonesas u otras, aun en lo referente a su influencia y presencia en la producción cultural, por ejemplo en la compañía mexicana de televisión Televisiva o en la Rede Globo brasileña que conducen a ignorar las creaciones locales. La globalización es por esto un proceso de altas contradicciones, no es lineal ni homogéneo. Es decir, la posición de García Canclini, según la cual
[…] el imperialismo denomina una época [en la modernidad] en la que el poder se ejercía en forma directa desde una metrópolis hacia cada país subordinado mediante el control de los intercambios económicos, obligando al país dependiente a vender sus materias primas y comprarle a éste la mayoría de las manufacturas […],
debe ser complementada en cuanto los procedimientos ciertamente han cambiado, a pesar de que aún hoy en día, una compañía se fusione con otra siguiendo el principio de que el más fuerte engulla al más débil (un proceso altamente imperialista y hegemónico). Por otra parte, el lugar de acción se ve diversificado a través de una desterritorialización o derregulación que desplaza el capital y lo hace circular en el mundo rizomático de la bolsa de comercio.
‘Desterritorialización’ o ‘derregulación’ no significan solamente la pérdida de los beneficios sociales o de la seguridad del trabajo, sino que además implican la “desindustrialización del capitalismo” (Mendieta), esto es, la circulación digital y virtual del capital que no solamente hace desaparecer el aspecto temporal que era típico para la producción industrial, sino que disuelve también el aspecto espacial, haciendo obsoleta la vigencia de cualquier noción de “territorio nacional” (Mendieta, Martín-Barbero, F. de Toro, Imbert) o de identidad nacional (Martín-Barbero, F. de Toro, Imbert).
Si la modernidad era aquel lugar local, territorializado de producción mecánico-industrial, la ‘postmodernidad’ es la circulación desterritorializada, virtual rizomática del capital, proceso que es válido para toda la cultura.
Mientras la modernidad se alimentaba de productos concretos que se transmitían además a través de representaciones simbólicas, la ‘postmodernidad’ se desenvuelve en la simulación que invade todos los campos, especialmente los de la comunicación y los visuales (Blanco).
De esta forma, Martín-Barbero –como Mendieta y F. de Toro– entiende la globalización dentro de un eje espacio-temporal descentralizado en una “mundialización desde dentro” y una “relocalización política de la diferencia cultural del lugar”. F. de Toro, desde una perspectiva cultural y al parecer sin prestar atención al fenómeno económico, considera el “desmantelamiento” de “la posibilidad misma de la supremacía de una cultura sobre otra” como un “‘nuevo’ desplazamiento, capaz de producir cultura independientemente de un canon dado […], de una identidad cultural dada […], de una tradición cultural dada”.
De central importancia me parece además la sutil distinción que hace Martín-Barbero de los términos ‘globalización’ y ‘mundialización’ en base a Ortiz (1994). Martín-Barbero parece conservar el término de ‘globalización’ para el proceso meramente económico, considerándolo unificador y negativo, como “globalización enferma” –siguiendo a Milton Santos–, como espacio globalizado, pero no como mercado globalizado, sino estandarizado, al cual hay que “contraponer […] una universalidad descentrada, capaz de impulsar el movimiento emancipador sin imponer como requisito su propia civilización”. Con ello describe, naturalmente, tan sólo un aspecto de la globalización, al contrario de García Canclini y Mendieta que diferencian diversos tipos de concretizaciones de la globalización, siendo esto lo más acertado ya que equivale a la realidad de ese fenómeno.
Brunner comparte la posición escéptica de Martín-Barbero frente a la globalización en cuanto “las perspectivas individuales de vida empiezan a ser progresivamente menos fijas y deterministas, salvo en los extremos de la pirámide de oportunidades” que conducen a una arbitraria distribución de la riqueza y a la “marginación social”, a la carencia de “integración”, a un “disciplinamiento social forzado […] de una sociedad regida por racionalidades instrumentales, de personas movidas por los invisibles hilos del dinero”. El efecto negativo lo ve también concretizado en la política, sus actores y sus representaciones, donde las “opiniones se vuelven parte del espectáculo de masas y por esta vía erosionan su propia base de legitimidad”, por una parte y, por otra, “pretendiendo gobernar la complejidad […] corre el riesgo de convertirse en mera gestión de sistemas y sub-sistemas, se torna management generalizado y, por esa vía, erosiona su propia dimensión simbólica”.
La globalización –continúa Brunner– erosiona también el “desafío de integración” a raíz de que “las fuerzas de la modernización [postmodernización] […] arrastran con velocidades desiguales a diversos grupos hacia la modernidad [postmodernidad] y presionan […] las culturas nacional-locales empujándolas hacia un acentuado pluralismo de las formas de vida”. Esta ‘pluralidad’ es concebida como algo caótico, “desordenado”, “fugaz”, “fragmentario” y “transitorio” produciendo un desarraigo en todo nivel y, abarcando
[…] todo lo que es tradicional, rural, apartado, folclórico, pasa a formar parte ahora de la conciencia cultural de la modernidad mediante un proceso de continuas hibridaciones y re-combinaciones. Nadie escapa de ésta ni puede situarse fuera de sus límites, los que se expanden como el universo; todo ocurre, desde ya, dentro de ella o tiende a asimilarse como conciencia “pos”. (Brunner)
‘Hibridación’ y ‘recombinación’ son, según esta cita, procesos erosionantes y no estrategias para confrontar el siglo XXI. En cierto tipo de observaciones de Brunner –como levemente en otras de Martín-Barbero– se nota una cierta resignación y melancolía cuando, por ejemplo, asevera que esta era de la ‘globalización’ o del ‘post’ “[…] son coyunturas históricas particularmente inhóspitas para el idealismo intelectual y los temperamentos románticos” o cuando resiente el orden lineal y teleológico de la modernidad:
No es que exista algo así como una escala continua de modernización a lo largo de la cual irían sucediéndose ordenada y consecuencialmente las fases de incorporación a la modernidad. El proceso es más bien desordenado y circular; opera por saltos y con virajes; arrastra, como una marea, a los distintos componentes de la sociedad hacia su único horizonte que, por ahora, es la modernidad y los “pos” que hay dentro (¿o será detrás?) de ella,
lo cual se podría interpretar como una resistencia a un nuevo orden, a un nuevo tipo de funcionamiento ya que los términos ‘caótico’, ‘desordenado’, ‘fugaz’, ‘fragmentario’ y ‘transitorio’ tienen en Brunner como referencia una modernidad idealizada que tampoco fue “ordenada” frente al funcionamiento de los siglos XVII y XVIII.
Mientras el término ‘globalización’ es empleado por Brunner y Martín-Barbero con una evidente nota negativa en el contexto económico, Martín-Barbero, por el contrario y siguiendo a Ortiz, reserva el término ‘mundialización’ para la circulación cultural en el sentido de diversificación y no de “cultura global”.
Con ello, ‘mundialización’, según la fórmula de Ortiz, sería la recíproca tensión entre lo global y lo local, esto es lo ‘glocal’ o lo híbrido entendido como una “cultura de la modernidad-mundo [‘postmodernidad’], que es una nueva manera de estar en el mundo”. Globalización se presenta pues para Martín-Barbero como un fenómeno ambivalente: por una parte altamente negativo relacionado con monopolización, concentración de poder y desarraigo y todo esto “empuja a la hibridez de las culturas” (hibridez, tiene en este caso, como vemos, una connotación negativa); por otra parte “la globalización produce un profundo proceso de reconstitución de lo local”, esto es, una recodificación y revalorización, un renacimiento de lo local.
La circulación de la globalización implica lo local donde se pueda expandir. Así también lo ve F. de Toro en cuanto la postmodernidad “introduce la posibilidad de globalización pero al mismo tiempo, la posibilidad de lo local” que, según éste, es un fenómeno nunca antes dado de esta forma. Como ejemplo de esta tensión entre lo local y lo global Martín-Barbero nos ofrece la ciudad-metrópoli con un territorio global parcelado por infinitas localidades como se da en Saõ Paulo, México D. F. o Buenos Aires y que se refleja en los medios de masas en forma de ‘dispersión’, de ‘imagen múltiple’, ‘fragmentación’ y ‘flujo’.
Por su parte, estos fenómenos conllevan al menos a dos procesos: a una virtualización a través de la superposición entre espacios privados y públicos concentrados en el ordenador o la televisión y a una ‘multiculturalidad heterogénea’ “que desafía nuestras nociones de cultura, nación y de ciudad”, de “identidades nítidas, de arraigos fuertes y deslindes claros”. De igual forma, la cultura ‘Latino’ desafía a la norteamericana (Luis) como consecuencia de al menos otros dos fenómenos: de las enormes migraciones del campo/pueblo a la ciudad y de las migraciones de latinoamericanos dentro de Latinoamérica: peruanos, ecuatorianos, bolivianos que se desplazan a Brasil y Chile o que se desplazaban a Argentina.
Martín-Barbero constata con gran precisión un sentir y estado actual no sólo en Latinoamérica, sino en el mundo en general: “Estamos ante cambios de fondo en los modos de estar juntos, de experimentar la pertenencia al territorio y de vivir la identidad”, lo que no es otra cosa que la constitución de ese ‘Third Space’ o de lo ‘unhomly’ o del ‘in-between’ como lo llama Bhabha y que lo hemos planteado como la ‘negociación’ de identidades y sistemas culturales dentro de una concepción de la alteridad y diferencia de la Otredad, es decir, de un reconocimiento del Otro en la diferencia, en la diversidad de las orillas y en los ‘puntos-cruces’ (las interfaces) del encuentro de culturas (no a través de oposiciones, sino por medio de operadores tales como “allí”, “aquí”, “en medio”, “simultáneamente”): se vive simultáneamente en diversos mundos, con diversas identidades en un “intermedio”, en ese unheimlich de Freud, en una “nueva morada nomádica” (F. de Toro), en un espacio intra-/extra-territorial, ya que como Martín-Barbero mismo reconoce “hoy las identidades nacionales son cada día más multilingüísticas y transterrioriales” (cfr. también Imbert).
La alteridad o la diferencia se dan no solamente sobre la base de etnias y culturas diferentes, en un macronivel digamos, sino entre los diversos modos de apropiación cultural de diversos estratos socioculturales en una misma ciudad-metrópolis. Esta estrategia es exactamente lo contrario de lo expuesto por Martín-Barbero –refiriéndose a Calderón et alii– como reacción a la hibridez cultural e identidad donde
[…] las identidades culturales tenderán a atrincherarse colocándose en una posición de antimodernidad a ultranza, con el consiguiente reflotamiento de los particularismos, los fundamentalismos étnicos y raciales a razón de que la forma globalizada que hoy asume la modernización choca y exacerba las identidades generando tendencias fundamentalistas frente a las cuales es necesaria una nueva conciencia de identidad cultural no estática ni dogmática, que asuma su continua transformación y su historicidad como parte de la construcción de una modernidad sustantiva.
También Brunner comparte esta opinión en cuanto asevera que “lo global tiende a aislar las identidades compactas (de ahí el peligro de multiplicar los “fundamentalismos”), igual como erosiona las bases simbólicas del Estado-nación”. Seguramente que en ciertas regiones del mundo donde se ha desarrollado un tipo determinado de globalización –sin rostro, monocultural– se podría asumir (lo cual debería ser probado empíricamente) que el fundamentalismo y el nacionalismo son las reacciones a la globalización.
Más bien nos parece que fenómenos como el fundamentalismo y el nacionalismo, que muchas veces desembocan en terrorismo, como en el caso de los talibanes en Afganistán o los miembros de Hamas en Palestina, son en realidad producto, no de la globalización, sino del reconocimiento de la diferencia del otro.
La política exterior de los EE.UU. ya era hegemónica desde la famosa “guerra de Cuba” –a través de la cual inauguran su proceso histórico de nación imperial–, lo fue frente a Irán, con las consecuencias conocidas de alianza con Irak, y permaneció como tal durante la guerra contra Irak; con ello ejemplifican una política exterior y una política económica altamente problemáticas que avasalla toda diferencia y cualquier intento de negociación. La falta de reconocimiento, pues, no es inherente a la globalización, sino que es una de sus caras, como así la modernidad a su vez contenía la democracia, la pluralidad, la dictadura y el holocausto.
En la tradición de Orientalism de Said, diría que el fundamentalismo musulmán es un producto de una internacionalización y expansión de tipo hegemónico occidental, un residuo del colonialismo y neocolonialismo comparable a lo que está ocurriendo en Zimbabwe.
Paralelamente a este proceso de globalización postmoderna, experimentamos hoy una “norteamericanización” y “rehispanoamericanización” en la economía (García Canclini) en cuanto productos que se venden en las megametrópolis como Nueva York o Londres son manufacturadas en Latinoamérica, pasando las periferias así a invadir un mercado del primer mundo.
Concretamente, T-Shirts de tipo polo de Ralph Lauren se encuentran en una boutique de lujo en Madison Avenue Central Park: una roja es “Made in El Salvador”, la amarilla es “Made in Bolivia”… Tomando como punto de partida la “mcdonaldización” (o americanización) del fast-food mencionada por García Canclini, tan conocida por todos y también aplicable al sushi y los tacos mexicanos, a las bebidas de moda como la caipirinha, el mojito, etc., podemos decir que esta expansión no ha sido unilateral y que ha llevado en otras regiones, por ejemplo en Buenos Aires, a establecer negocios del tipo de McDonald’s pero con su propio tipo de carne y de pan.
Tenemos pues recodificaciones de todo tipo y por esto la globalización no ha implicado una homogenización en todos los sectores del mercado y de las culturas, sino también su plurificación (vid. así Yúdice 1999; A. de Toro 2001). Esto no significa que la globalización en todos los casos funcione de esta forma recreativa y seguramente el “antagonismo” entre lo local y la globalización al que alude García Canclini es también un hecho.
Pero lo “glocal” es un fenómeno masivo, esto es, existe una permanente reformulación de lo local frente a lo global –como lo plantea García Canclini siguiendo a Ulf Hannerz– en cuanto la globalización transporta unidades culturales locales a otras regiones donde éstas se establecen como “propias” de ese lugar, un fenómeno que no ha sido exclusivamente propio de la globalización, sino desde el Descubrimiento a través de todo el período de colonización (de ‘internacionalización’ en la terminología de García Canclini).
La famosa “chicha” chilena, una bebida nacional que se toma en la celebración del 18 de septiembre, no es otra cosa que el Federweiss alemán, y así podríamos continuar la lista. En todo caso, García Canclini apunta a algo fundamental: que la recodificación de lo local frente a lo global no puede ser arbitraria ni darse en un sitio contextual cero, sin concepto ni responsables, como si no existiese la historia (vid. más abajo). Esto nos permite indicar que si los términos ‘local’ y ‘global’ pretenden tener un sentido, deben entenderse como estrategias que suponen reciprocidad y dependencia una de otra, en cuanto lo global se desplaza por localidades y las localidades van llenando los espacios de lo global (“la no simultaneidad de lo simultaneo”, según Rincón). García Canclini concluye que los términos tanto moderno como postmoderno y globalización describen ciertas estrategias y otras no.
Enlazado con el problema de la globalización, esta vez desde la perspectiva de la teoría de la comunicación, Martín-Barbero constata que en nuestra era de la “tardomodernidad” [¿postmodernidad?] la globalización –a raíz de que todo tipo de expresiones y estructuras se han convertido en comunicación, superando todo tipo de restricciones normativas, de barreras y códigos– ha afectado a las disciplinas mismas delimitándolas . Por esto, la “comunicación se convierte así en foco de renovación de los modelos del análisis de la acción social y enclave de reformulación de la teoría crítica” y bosqueja el futuro desarrollo de las diversas disciplinas en cuanto
[…] el corrimiento de los linderos del campo se traducirá entonces en un nuevo modo de relación con y desde las disciplinas sociales, no exento de recelos y malentendidos, pero definido, más que por recurrencias temáticas o préstamos metodológicos, por apropiaciones […].
La circulación transnacional de la cultura en Latinoamérica se transforma en un proceso transcultural –como lo formulaba García Canclini– y transdisciplinario entendido como el hacer
[…] evidente la multidimensionalidad de los procesos comunicativos y su gravitación cada día más fuerte sobre los movimientos de desterritorialización e hibridaciones que la modernidad [¿‘postmodernidad’?] latinoamericana produce […].
Completando el uso del término ‘trans-’ por Martín-Barbero podemos sostener que ‘trans’ exige una disciplina pero entrelazada en una red de parámetros. Se trata de un diálogo concentrado en objetos o preguntas comunes que sobrepasa el tipo de preguntas que constituían tradicionalmente las diversas disciplinas sociales o humanísticas y que hoy se incluyen en cualquier tipo de reflexiones. Semejantes preguntas ya no pertenecen a una disciplina, sino que
[…]se constituyen como módulos o núcleos de concentración científica dentro de un sistema transversal de ciencia. Esto es, el establecer una red de aspectos fundamentales para describir y comprender los discursos actuales. El objeto cultural (por ejemplo un texto) se debería entender como una unidad significativa, como un material y punto de partida dentro de una red de comunicación. (A. de Toro)
[…]
Así, en vez de una competencia disciplinaria excluyente y “getoizante” tendríamos una competencia discursiva transdisciplinaria que resulta en que hoy los llamados aspectos formales del objeto (por ejemplo de una novela) han cedido a aspectos subjetivos del crítico relacionándose con preguntas y fenómenos generales que trascienden el objeto mismo.
Se propone que lo esencial de una teoría es en primer lugar –como indicábamos más arriba– su productividad en su totalidad de elementos, entendiendo bajo este término dos procesos entrelazados: el de la potencialidad, es decir, las posibilidades teóricas de una aproximación, y la capacidad de recodificación en una nueva cartografía cultural. De esta forma se construyen disciplinas transversales, entrelazadas, interrelacionales y dependientes unas de las otras (A. de Toro).
Dentro de este concepto de transversalidad científica se propone la hibridez como una estrategia globalizante en dos niveles: en uno científico, como sinónimo de transversalidad y en otro teórico-cultural incluyendo la ‘transmedialidad’, la ‘transdisciplinariedad’, la ‘transculturalidad’, la transtextualidad y cuerpo/sexualidad/deseo.
‘Hibridez’ se entiende como una estrategia resultante de dos operadores: de la diferencia y la alteridad, siendo éstas los motores de dinámicas étnico-etnológicas provenientes de un pensamiento no del todo occidental y acuñado por un tipo ‘otro’ de racionalidad, realidad e historia.
Con esto, la hibridez “apunta a la potencialización de la diferencia y no a su reducción, asimilación, adaptación, en un primer momento. En un segundo momento, la estrategia de la hibridación conduce a un “reconocimiento de la diferencia”, esto es, a la posibilidad de “negociar identidades diferentes en un tercer espacio” (A. de Toro).
La hibridez no es el caos ni el apocalipsis, tampoco un hibris, una madeja torbellino, sino una estrategia de negociaciones, una conciencia ‘awereness’ de que nada es fijo para siempre, sino que todo se encuentra en movimiento y a este movimiento hay que anteponerle estrategias concertadas, plurales. No se trata de algo fugaz y absolutamente transitorio (la pregunta sería cuál es el referente de lo fugaz y transitorio), sino de otra actitud intelectual, otro tipo de experiencia que es normal y afín a la joven generación actual. Se trata también, finalmente, de un problema generacional y de un cambio de sistema.
Es aquí donde la transmedialidad y el cuerpo se contextualizan. Bajo la primera categoría se entiende un proceso, una estrategia híbrida “que no induce a una síntesis de elementos mediales, sino a un proceso disonante y con una alta tensión” (A. de Toro), el ‘cuerpo’, por otro lado, se define como una “categoría cultural, epistemológica, sexual, política y postcolonial” (ídem), la materialidad del cuerpo funciona como una matriz de la memoria, de la experiencia y del deseo; es a la vez objeto y sujeto, contenido y medialidad. Este modelo de hibridez se instala más allá de los debates que discuten si Latinoamérica es o no ‘postcolonial’, ‘postmoderna’ o ‘global’ ya que atiende a lo que está sucediendo en un espacio que debe delinearse e interpretarse constantemente.
Exactamente, este concepto de ‘hibridez’ teórico-epistemológico, pero también aquel de ‘hibridez’ en el nivel del objeto, es lo que Tulio Maranhão desarrolla convincentemente en su trabajo. Elaborando un concepto de Alteridad, Otredad e Identidad se instala ‘en medio’ del conocimiento y de los diversos tipos de pensamiento y de discursos, habita las ‘interfaces’ (Schnittstellen) conectando el problema de la Otredad de grupos indígenas del Brasil, por ejemplo, basándose en el canibalismo (definido como cualquier acto de comer, sea plantas, carne de animales o de seres humanos) con su aspecto ontológico-metafísico partiendo de la filosofía de Heidegger y Levinas, pero también de Lévy-Bruhl, Ernesto de Martino, Husserl, Derrida, Alfred Schutz, Sartre, Merleau-Ponty, Martin Buber y Paul Ricoeur.
Mientras que Imbert concibe el concepto de canibalismo (siguiendo a Neira 1999) como estrategia de hibridación “[…] joue du superposé, cathédrale sur temple, ou du juxtaposé, pré-modernité, modernité, postmodernité, tout en manifestant que certaines cultures se terminent sans postérité directe […]”, como recontextualizaciones de la historia, como mediatización, conectado a la postcolonialidad y recurriendo a Levinas, Nietzsche, Freud y Derrida, Maranhão demuestra cómo el canibalismo y la dieta constituyen un ritual socio-cultural que tiene como aspecto central el problema de la Otredad entre uno que come, pero sabe que también puede ser comido, y otro que es comido.
Se trata de un problema de distancia entre el Yo y el Otro. El mismo canibalismo de carne tiene una posición antropológico-cultural ambivalente y problemática con la cual los indígenas deben lidiar: por una parte necesitan la carne para su fuerza física, por otra, el peso adquirido les resta posibilidades de inmortalidad. Para los indígenas representa la carne una “metaphysical substance par excellence”, ya que es una traza de ser y vida, es el material que hace visible lo invisible de la substancia. A raíz de que en la ontología amazónica los individuos no pueden vivir sin “absorber substancias necesarias para sobrevivir […] el problema del canibalismo es un sinónimo de relaciones entre personas” y por esto un fenómeno de la Alteridad y de la Otredad, de allí que las prácticas rituales cotidianas sean una filosofía práctica.
Maranhão constata naturalmente una diferencia entre la forma del trato de Alteridad y de la Otredad de los indígenas, por una parte, y Heidegger y Levinas, por otra. Sin embargo, una afinidad ontológico-epistemológica en cuanto a la pregunta ¿quién soy yo? solamente se responde a través de otra pregunta ¿quién es el otro?, ¿dónde termina mi identidad y ¿dónde comienza la alteridad del otro?, entendido éste como la negociación de una constante diferencia: los indígenas se encuentran en la fisura de comer y ser comidos, de ganar o perder la inmortalidad que para Maranhão no es otra cosa que la expresión del postulado de Heidegger de que la identidad humana radica en la diferencia ontológica entre Sein y Dasein, y el de Levinas de la filosofía de la Otredad en el sentido de una responsabilidad frente al Otro (así también Imbert), dos posiciones que al fin se presuponen la una a la otra.
Aún más, Maranhão sostiene que “the nucleus of this philosophical controversy between self and other is also found in the Amazon jungle, in the heart of the Amerindians’ beliefs and practices” lo cual ve especialmente en la no reducción de la alteridad a un yo individual, algo que además representa una agresión. Siguiendo a Lévy-Bruhl, ve la relación entre el Yo y el Otro como una “law of participation”, una estrategia del reconocimiento de la diferencia. Un buen ejemplo lo encuentra Maranhão en los indios bororo en Brasil y resume las interrelaciones en la antropofagia y la filosofía de Heidegger:
One can read in these lines an articulation of the Amerindian world of enemity in which one has no choice, but to eat the flesh of the other with the knowledge that he will eventually be eaten. For the Indians, as for Heidegger, the most voracious cannibal is death, the unsparing event defining the life of mortals. Living towards death, for Heidegger, explains the temporality of Dasein as well as all its anxieties, calculations and possibilities. Living towards death can help us understand the meaning of the Amerindians’ beliefs and practices, rituals and mythologies. Their mortal condition is a temporary and mythic event, and they live towards that moment of the transformation of their Dasein, in which no longer riveted to its flesh, it can regain its immortality in a post-mythic cosmos.
This is not alien to Heidegger’s own line of thinking. The thinker of the Black Forest writes that the “I” is one of the modes of existence of Dasein, and that although the corporeal self is present-at-hand (Vorhandensein), ultimately Dasein cannot be reduced to it. I would just add a couple of words to this and say that Dasein has more flesh than what is Vorhandensein –present-at-hand. This is similar to the Amerindians who argue in their beliefs and practices that they have more life than the life inhering in their visible flesh.
Una medialidad híbrida, fragmentaria, disfuncional y esteticista nos revela R. Blanco en el campo del diseño, estrechamente relacionado con la arquitectura y las escuelas de Milán, desde los años sesenta en adelante (como un movimiento antimodernista de las estructuras de los años veinte hasta los cincuenta, la postmodernidad se da a espaldas de la modernidad) donde lo narrativo, la semántica, el significado, las metáforas, la ironía, la ambigüedad, la comunicación, la emocionalidad, nuevas tecnologías y nuevos sistemas de mercado conquistan el diseño. La arquitectura postmoderna y el simulacro han sido fundamentales en el postmodernismo del diseño, que toma formas historizantes como el pastiche estilístico.
Representantes de este movimiento postmoderno son, por ejemplo, Neil Kerestegian en Chile, el Centro de Arte y Comunicación –dirigido por Jorge Glusberg–, Norberto Coppola, Roberto Napoli, Hugo Kogan, Ricardo Sansó, Mario Mariño y Ricardo Blanco; o el Espacio de Arte Giesso y Visiva en los años ochenta en Buenos Aires, en los noventa Diana Cabeza y Eduardo Naso, el grupo Túnez, a fines de los ochenta, los hermanos Campanna en Brasil. En Santiago de Chile se organizó en 1991, en la galería Praxis, la exposición Arte en objeto, que según Blanco, “fue una operación en la cual se relacionó a diseñadores y artistas en base a la constatación de que el arte moderno ha perdido su relación con lo cotidiano”; en ella participó S. Álvarez con un concepto de la belleza emocional en relación con objetos de uso. Otros participantes fueron Balmes y Galdames y Francisca Núñez.
El diseño –como nos muestra Blanco– busca ahora un lenguaje “emparentado con el arte (rivalidad nunca resuelta): los estantes de una biblioteca siempre fueron horizontales, ahora no es necesario; lo que parece duro es blando […] la estructura […] está desarticulada y debe ser sostenida” como se da en las obras de Alberto González Ramos o Mario Galdames con el pintor José Balmes. Estas obras tienen su respaldo epistemológico-conceptual en la filosofía de lo ‘debole’ de Vattimo.
La belleza es en el diseño postmoderno una calidad en sí, se introduce el kitsch en forma irónica, el material a su vez adquiere una dimensión visual propia, la imitación o recodificación humorística deconstruyente como resultado de una intencionalidad semántico-estética ocupa un lugar predominante, así como el aspecto lúdico. Una propuesta de diseños representa e interpreta los juegos el “Truco y el sapo”, en las señas de las cartas se representan los rostros de Perón, Evita, Borges o Gardel donde “lo nacional fue ironizado por el gesto o seña de trampa en el personaje carismático cuando engaña en el truco”, otra trata el mazo de cartas como un diseño tipográfico. Se trata muchas veces de juegos aleatorios donde la simulación o “el engaño es su verdad” como parte de las estrategias del diseño postmoderno.
También el hiperfuncionalismo está representado como una cita del funcionalismo moderno irónicamente deformada. Objetos de uso obtienen una calidad narrativa; así sucede en una banqueta en relación con la exposición homenaje a La metamorfosis de Kafka, o en el sillón sensual de Diana Cabeza Pampa, que refleja a la Pampa, o el silloncito “Ecuador”, que reincorpora y trae a la memoria “la madera como emblema del trópico, del medio del mundo”.
En fin, Blanco nos describe en su panorama cómo se desarrolla la postmodernidad en el diseño dentro de parámetros estético-sociopolíticos produciendo un estilo particular que luego lleva a formas tales como “lo dark, el neobarroco y el minimalismo” que ya no caben en la estética postmoderna y proponen nuevas rutas.
Una posición muy distinta al desarrollo hasta aquí descrito en el diseño presenta la rica e instructiva presentación panorámica de Eduardo Peñafort en la filosofía, que consideramos como fundamentalmente pertinente dentro del contexto del volumen, ya que una concepción postmoderna y postcolonial de la “pluralidad de los discursos” –como ha sido el marco del proyecto– que merezca semejante nombre no opera por exclusión, sino por una paralogía, diseminación y negociación de los diversos puntos argumentativos y evita el sectarismo ideológico tan frecuente en estos debates.
Peñafort se ocupa de la postmodernidad, y al mismo tiempo de la postcolonialidad, dentro de un panorama de la filosofía argentina con respecto al tema, basándose en sus aspectos teóricos disciplinarios, institucionales y de currículo. Sintéticamente muestra cómo el pensamiento argentino ha tenido serios problemas y hasta combatido la postmodernidad y postcolonialidad, calificando el primer término entre otras muchas etiquetas como eurocentrista y el segundo como un nuevo neocolonialismo.
Esta posición presentada por Peñafort representa una excepción, y es en cierto modo algo anacrónica en el panorama de la discusión de los tópicos si tomamos los años ochenta en adelante como referencia (cfr. A. de Toro 1999) –y las publicaciones aquí incorporadas lo dejan muy en claro–, pero caracteriza una parte de la discusión en el continente que hay que tener muy presente.
Fuera de esto, se suman una cantidad de aseveraciones lamentablemente distorsionantes de parte de los filósofos referidos por Peñafort con respecto a la filosofía de Lyotard, Vattimo o Derrida y a los postulados centrales y bien conocidos en el debate internacional. La cantidad de contradicciones presentadas en las posiciones argentinas –como nos las trasmite Peñafort, y quisiera hacer hincapié en esta perspectiva– no son el reflejo del caos postmoderno, sino más bien de lecturas particulares y de cierto tipo de discurso marcado ideológicamente.
En un comienzo, la postmodernidad se presenta en Argentina –según Peñafort– “como una alternativa para juzgar la vigencia de los programas interrumpidos, las actitudes adoptadas frente al pasado reciente […] y la esperanza democrática concretada en los discursos de lucha por el acceso al poder”, incluyendo en este proceso tanto el mercado como la tecnología en un espacio público “y como desconocimiento, simultáneamente, de los discursos argentinos de refutación de la modernidad suspendidos a partir de 1976”.
Por otra parte tiene “entre 1982 y 1989, la proliferación discursiva y la movida cultural sobre la postmodernidad como objeto su descripción y divulgación, espectacularización mediática e incorporación a la cotidianeidad”, una discusión que se realiza a espaldas del controvertido concepto de modernización.
Así, es la postmodernidad –según Marí– “un concepto que postula la diferencia, pero se autorrepresenta con los caracteres de un concepto universal”, con lo cual queda de manifiesto que no se ha elaborado correctamente el concepto de ‘paralogía’ de Lyotard, ni el de ‘diseminación’ de Derrida con sus correspondientes críticas al Logos universal y la permeabilización del discurso-sistema o metadiscurso, abriendo así la posibilidad discursiva del ‘Otro’ excluido. Se desatiente en estas posiciones ese momento fundamental del pensamiento postmoderno y del postcolonial, la conciencia de estar cada vez desarrollando un discurso que se encuentra en debate, en conflicto y competencia con muchos otros (Foucault), que excluye de la argumentación ese “awearaness” en el cual se basa la estrategia postcolonial de Spivak (1989).
Supongamos, por un momento, que estos discursos sean eurocentristas, universalistas y hegemonistas; lo más importante es que sus estrategias sobrepasan la localización de la enunciación y han abierto, en definitiva, las puertas a la teoría del género, de las minorías, así como una estrategia de la postcolonialidad, sea del Commonwealth (Ashcroft) o de los postestructuralistas norteamericanos, como han puesto en claro varios autores al comienzo del volumen.
Teorías tales como las de Said, Bhabha o Spivak habrían sido impensables sin los filósofos postmodernos franceses. Por esto, para conocedores de la materia de ambos lados del océano nos es difícil concebir “la postmodernidad como una estrategia del imperialismo y que, por ello, [impida] el tratamiento de la singularidad de la experiencia histórico-cultural americana” en cuanto la subjetividad, la locación de la cultura, nuevamente, la paralogía son columnas fundamentales de un individualismo que se le ha criticado de narcisista a la postmodernidad.
La fragmentación y la lucha por diversas ideas, dentro de un pluralismo sin reglas a priori, que se van formulando en la marcha del debate, que ha sido también tan criticada y mal entendida como mera arbitrariedad, caos e irracionalidad, no es otra cosa que la democracia más radical que ha experimentado y está experimentando el Occidente: todo se encuentra en flujo y no la eliminación de la individualidad ni del sujeto (vid. más abajo).
La postmodernidad por esto, nunca ha sido un fenómeno global-hegemónico, nadie lo ha pensado, ni nadie lo ha teoretizado de esa forma. Aun en EE.UU., uno de los logos de la postmodernidad (y de la postcolonialidad), existen muy diversos conceptos de la postmodernidad , como existen muchas ‘Latinoaméricas’. Que para Argentina el aparato teórico y de conocimiento no haya sido el medio adecuado para describir la realidad, no significa que, según Reigadas, el “pathos postmoderno” sea “descreimiento político, retirada a la privacidad, impotencia frente a la destrucción y falta de funcionamiento de las instituciones” y que el “cuestionamiento postmoderno de los sujetos históricos […], individuos, clases, pueblos, ideologías e instituciones [sean] técnicas teóricas que descentralizan el poder político y fragmentan la sociedad”.
Estas observaciones sobre los famosos “fin de…” obedecen más bien a una ideología insertada en la modernidad, en un concepto de ciencia del siglo XIX que sigue imperando, en particular en las universidades –institución, por lo demás, en muchos casos conservadora y atrasada, pero de donde al fin también surgen las reformas y las innovaciones–, y que propaga clisés sobre la postmodernidad, y no a una crítica seria a la postmodernidad o al fundamentado concepto de ‘política’ como lo han formulado Foucault, Deleuze o Derrida, quienes finalmente han tenido una repercusión universal .
Sostener que la postmodernidad aniquila el concepto de historia, de sujeto y de racionalidad es fomentar un malentendido . Tenemos en semejantes casos no un debate académico, sino más bien una demonización de la postmodernidad, que se describe como una especie de secta y de escapismo académico (“refugio del academicismo”), que al fin para otros “se presentó como una alternativa de resignificación de la práctica filosófica” y “produjo efectos sobre las nociones universitarias de filosofía, puesto que propusieron la inversión de los modelos más o menos oficiales de institucionalización, sostenidos por la filosofía analítica”.
De gran utilidad hubiese sido el profundizar en qué consistió esta alternativa que, desgraciadamente, queda velada. Si se describe que Jorge Dotti lamenta “la pérdida de sentido en “una postmodernidad incompleta e indigente como la argentina”, “puesto que las discusiones no cuentan con un ámbito subvencionado como en el hemisferio norte” nos quedamos en un incierto. Con esto se transforma el debate internacional de la postmodernidad en una mera cuestión de mercado. La pregunta que cabe aquí es de qué tipo de mercado se está hablando y, si la cultura es mera cuestión de mercado, que también lo es, pero no meramente mercado, habría que decir que siempre lo ha sido.
Las coyunturas del formalismo ruso, del estructuralismo de diversas proveniencias, la semiótica y la hermenéutica misma, han sido pues todas coyunturas de mercado y no algo exclusivo de la postmodernidad y la postcolonialidad. Así, en Argentina y en otros lugares el debate contra la postmodernidad y postcolonialidad también es cuestión de mercado , lo cual no resta validez y legitimidad a las diversas posiciones.
Este rechazo a la postmodernidad por su imposibilidad e ineficacia radica –según Peñafort– en “la diferencia argentina” que se basa en el reconocimiento de un nuevo tipo de saber filosófico radicado en “la diseminación de la significación, la diferencia entre acontecimiento filosófico/clase y el carácter privado de los intereses filosóficos”, se trata de “una crítica distinta de la política de los sesenta y setenta” que planteó “el problema epistemológico de la transdisciplinariedad”, que es exactamente lo que se adviene con la postmodernidad y la postcolonialidad: una nueva lectura de todos los postulados y parámetros que venían dándose desde el Renacimiento, pasando por el racionalismo del XVIII y por el cientismo y empirismo del XIX y parte del XX.
Mientras que Follari, a partir de 1989, incorpora el debate de la postmodernidad “al canon filosófico” y al “saber [en el] espacio público”, Maliandi (1993) –según Peñafort– se ocupa de las “consecuencias éticas de la postmodernidad” y “denuncia la negación de los fines en el tratamiento epistemológico de la ética débil como suspensión del deseo, la crítica y la acción”. Laclau (1993), continua Peñafort, se centra en el análisis de la “racionalidad, el agente social y el sujeto político” –en disenso con la postmodernidad como categoría de interpretación global– y “su trabajo sobre la hegemonía y la diferencia” representa “una de las líneas actuales de la filosofía” argentina como así también de la postcolonialidad.
A pesar de esta crítica al globalismo interpretativo de la postmodernidad, Peñafort recalca que “pensar la sociedad democrática compleja y fragmentada, supone abandonar las totalidades” a favor de “la participación de la pluralidad de sujetos”.
Por esto –y también considerando la gran bibliografía sobre el tema que existe en Latinoamérica en las ciencias sociales y de la comunicación así como en los estudios culturales– no se puede sostener en forma absoluta la presunta “no-compatibilidad de las perspectivas postmodernas y las posiciones latinoamericanistas”, como lo plantea Roig (1995) quien, sosteniendo una radical posición, asegura que “desde las perspectivas postmodernas, la posibilidad de un filosofar latinoamericano queda bloqueada” (apud Peñafort).
Un substancial aporte al debate de la postmodernidad en Argentina desde 1991 –como indica Follari– lo lleva a cabo Michelini (1991) en un esfuerzo de reflexión de los postulados de la postmodernidad en el contexto de la filosofía latinoamericana (¿existe una filosofía latinoamericana?), sin embargo, siempre con una marca negativa. Así, se califica la postmodernidad como “el ácido postmoderno, que sirve para corroer los pilares de la modernidad, termina neutralizando las mismas diferencias que libera” (Fernández 1995).
A pesar de que para Wiñazki (1995) en Latinoamérica existe la “imposibilidad de constituirse como razón totalizadora y totalizante” porque “es imposible dar cuentas de una identidad común a Latinoamérica, atravesada como está por la heterogeneidad y la diferencia” no se conecta con la postmodernidad, porque –como lo expone Peñafort– estos autores equivocadamente conciben la postmodernidad como un pensamiento globalizante, a pesar de que heterogeneidad y diferencia son principios centrales del pensamiento postmoderno y postcolonial y que ha tenido consecuencia en todos los campos del saber y en todas las disciplinas y en el arte en general.
Es precisamente esta heterogeneidad de la postmodernidad lo que ha conducido a una permeabilidad de las disciplinas a más tardar desde los años setenta en adelante y que al parecer presentan otro gran problema en el discurso filosófico argentino, como lo expone Toribio, quien se encuentra a la búsqueda de un “género” filosófico.
Según la exposición de Peñafort, la filosofía argentina se dio al menos el trabajo de debatir el internacionalmente discutido problema de la postmodernidad. Este privilegio no lo tuvo el debate de la postcolonialidad, que peca de ser primero un término “inadecuado” y de “escasa circulación en el campo intelectual argentino” y segundo, de ser “neo-colonial globalizado” –como habíamos expuesto anteriormente.
Así, mientras Mignolo, Vidal y Adorno en EE.UU. deliberaron un debate frente a los teóricos del postcolonialismo norteamericano y de la Commonwealth reclamando que esa teoría ya estaba enraizada y era latinoamericana por excelencia (como se ha dicho de la postmodernidad) y que los trabajos de O’Gorman y de Retamar ya habían hecho todo aquello que Said había luego desarrollado , los filósofos argentinos –según la lectura que realiza Peñafort– no ven ninguna filiación a estos fenómenos epistemológico-culturales, siendo éste el punto donde se puede ver claramente cuán ideologizado está el debate hasta hoy (vid. F. de Toro).
Mencionábamos más arriba que la heterogeneidad y la elaboración de la diferencia es lo que lleva a un cuestionamiento de todo tipo de relatos y a la permeabilización de las disciplinas y, agregamos, a reflexionar cómo se construyen diversos tipos de discursos. Precisamente a este aspecto le dedica su atención Follari en su iluminante trabajo, reflexionando sobre la construcción del discurso historiográfico sobre la base de los trabajos previos de Ginzburg y White.
La base de su trabajo radica en un nuevo tipo de aproximación que va a la pequeña estructura significativa y no al Gran Relato, entendido como método para “romper con la omnipotencia de marcos conceptuales rígidos, a menudo esclerosados, los que dificultan –más que favorecen– la apertura heurística de la pesquisa” y que posibilitan una nueva “lectura de la historia en tiempos postmodernos” a raíz de la caducidad de los Metarrelatos universalizantes y de la construcción de un sujeto transcendental en la filosofía de la historia.
La concentración en el pequeño relato lleva al descubrimiento de nuevos aspectos correctivos de la historia oficialista que “de ninguna manera aparecerían en una lectura del fenómeno en términos tradicionales del Gran derrotero de la Historia. Lo intersticial y lo contingente son incorporados al relato histórico del que fueran desplazados”. Fundamental es para Follari el aspecto de la ‘negociación’ de diversos territorios y cartografías de enunciación, para así
[…] superar los términos de una dicotomía empobrecedora: por una parte, están aquellos que suponen que la hegemonía de lo dominante es tal, que los dominados simplemente acatan y repiten, asumen de manera cuasi mecánica los mandatos y los siguen a pie juntillas. Por la otra, se encuentra la conocida pretensión de situar una cultura popular autónoma e incontaminada, pura, prístina, ajena a la dominación, donde los dominados establecerían “su” propio ámbito, en oposición o diferencia abierta en relación a lo que domina.
Y agrega que
la cuestión es cómo lo dominante inficiona a los dominados, y cómo éstos juegan a la vez el rol de resistentes y sumisos, cómo mezclan las influencias para negociar un lugar desde el cual puedan definir su propio sitial con el menor conflicto posible, dentro de la búsqueda del mayor beneficio que quepa, ya sea en lo individual o como sector social (habitualmente, en una difusa mezcla de ambos planos).
Con esta posición Follari se diferencia substancialmente de los filósofos presentados por Peñafort, que en sus propuestas se mueven dentro de un marco normativo binarista, y se conecta con las líneas de trabajo de Foucault y su concepto de poder, en cuanto para Foucault (1976: 121-123) el poder no está organizado jerárquicamente por gobiernos, instituciones, estados y no resulta de un binarismo reduccionista entre dominador/dominado, sino que se basa en pequeñas unidades sociales y circula a través de todas las instituciones y en todas las direcciones en cuyo transcurso se diseminan y se reestructuran las relaciones de poder (vid. Foucault 1975: 35 ss.).
Par pouvoir, il me semble qu’il faut comprendre d’abord la multiplicité des rapports de force qui sont immanents au domaine où ils s’exercent, et sont constitutifs de leur organisation; le jeu qui par voie de luttes et d’affrontements incessants les transforme, les renforce, les inverse; les appuis que ces rapports de forces trouvent les uns dans les autres, de manière à former chaîne ou système, ou, au contraire, les décalages, les contradictions qui les isolent les uns des autres; les stratégies enfin dans lesquelles ils prennent effet, et dont le dessin général ou la cristallisation institutionnelle prennent corps dans les appareils étatiques, dans la formulation de la loi, dans les hégémonies sociales. […] le pouvoir […] c’est le nom qu’on prête à une situation stratégique complexe dans une société donnée. (Foucault 1976: 121-123)
Poder es por esto un proceso serial, nómada y rizomático, con ello altamente híbrido y ocupado por diversos medios de comunicación, como lo experimentamos en la obra de teatro del argentino Eduardo Pavlovsky.
Por otra parte Follari se encuentra en el contexto argumentativo de Martín-Barbero y García Canclini. El primero critica un tipo de antropología y etnología que pone a las etnias fuera de las historias y dentro de una pureza idealizada y de una historia museal esencialista relegándolas a lo popular como “subproducto” y “versión degradada y funcional de la cultura de élite” conectado a la idea
[…] romántica que asocia lo popular con lo auténtico, de tal forma que lo popular no tendría otro estatuto que el de lo puro o lo degradado, de lo puro en constante peligro de contaminación, de lo genuino que sólo puede conservarse protegiéndolo, separándolo, aislándolo […] como espacio de reflejos culturales, de reacciones, de vulgarización, abortamiento y degradación (Martín-Barbero 1994: 92 ss.),
llevando a cabo así una de las más radicales críticas al substancialismo y al binarismo, en particular a la antropología (vid. A. de Toro 1999). García Canclini (1994: 128-129) agrega que
La literatura antropológica suele mirar las industrias culturales como si sólo homogeneizaran a las sociedades y destruyeran las diferencias. Esta homogeneización se haría mediante la absorción de las culturas tradicionales de los procesos simbólicos. Hay que decir que esta óptica fue la de los primeros estudios sobre comunicación, desde la posguerra hasta los años setenta, y persiste en concepciones sociológicas como la que acabo de exponer. Los trabajos recientes sobre la comunicación masiva y sobre recepción del arte y literatura revelan que la expansión de la llamada cultura de masas, lejos de eliminar las diferencias, multiplica las ofertas, facilita el acceso de públicos más amplios a repertorios de distintas culturas […].
[…]
Las transformaciones de la modernidad no son tan amenazantes si pensamos que lo distintivo del saber antropológico no es ocuparse de pueblos “primitivos” o de etnias y comunidades tradicionales sino estudiar las diferencias, la alteridad y las relaciones interculturales mediante la generación de informaciones directas.
Por esto, tanto Martín-Barbero como García Canclini (1990/1992/21995: 14 ss.) exigen un estudio de la alteridad cultural a través de una “heterogeneidad multitemporal” y de la hibridación o de la “no simultaneidad de lo simultáneo” (Rincón 1995).
Importante es que para Follari todos estos procesos discursivos descritos obedecen a una determinada lógica (otra) que según “la lógica de los inquisidores y la del pensamiento oficial” serían considerados como “‘collage’ en el que caben los más disparatados argumentos”. Esta estructura nómada y rizomática del pensamiento, del discurso y de las estrategias postmodernas contribuye para Follari a “superar dogmatismos, romper esencialismos historicistas, y descreer de los autocomplacientes relatos generales sobre el supuesto sentido universal de la historia”, pero sin renunciar a discursos de tipo interno como “la referencia hipotética a lo social como estructura […] ya que cabe establecer nexos lógicos a diferentes niveles, desde lo ‘micro’ a lo ‘macro’” (así también Riekenberg), bajo la condición de que “no existan en determinados casos, nexos lógicos que reclaman más plausibilidad que otros, es decir, que resultan intersubjetivamente”, y lo cual no implica que “políticamente [se rechace] cualquier política capaz de practicar la crítica radical de lo existente, pues esta última no requiere necesariamente una justificación “dura”, como White parece suponer”.
En este contexto, y en forma similar a Follari, considera A. de Toro que la demanda de subjetividad es obsoleta y sostiene que dentro de un tipo de ciencia transversal no existe la verdad, sino una verosimilitud científica, es decir, la capacidad de convencer a otro sujeto de la plausibilidad de lo propuesto, y si no de inmediato, en un proceso de debate.
Riekenberg enlaza su trabajo en la línea de Follari, de Lützeler, White y Ricoeur, considerando el aspecto ficcional del discurso histórico pero indicando a la vez –como Follari– que la “manera de construir la red conceptual de la narración histórica […] no se sustenta solamente en la relación entre el autor, la estrategia narrativa y la producción del texto”, sino además en una serie de otros factores, tanto de carácter territorial entre centro y periferia como político, pragmático e institucional y en una serie de intereses y discursos circulantes de la época basándose en una relectura de un material histórico de los siglos XIX y XX en el perfil de su “fase formativa” como discurso histórico (de diversos tipos de discursos históricos llamados “culturalismo”, la “militarización de la sociedad rural después de 1813” o el regionalismo) o en torno al imaginario histórico de la Modernización.
Uno de los factores de la ficcionalización de la historia que, según Riekenberg, “no se remonta solamente a las estrategias narrativas, sino también a los propios discursos que operan antes de la narración” es la necesidad de “inventar la tradición” como consecuencia de la independencia de Argentina y de los otros países latinoamericanos, un fenómeno que, por lo demás, se da en la construcción de todos los estados-nación.
Claro está que ambos campos, el contenido y la estructura, los hechos históricos y los tropos, a través de los cuales éstos se narran, son inseparables y, como se sabe desde los formalistas rusos y los estructuralistas franceses, considerando también las estrategias de comunicación, es precisamente la forma lo que al fin determina el mensaje. Riekenberg describe en detalle cómo diversos discursos son motivados por diversas situaciones, también emocionales e ideológicas, por ejemplo la batalla entre una historia orgánica y natural (global) y otra regional culturalista (local) y de un discurso histórico de crónica política del momento.
De esta forma los diversos discursos políticos contribuyen en diversa medida y “activamente en la creación del sistema de poder”. El discurso histórico en el siglo XIX en Argentina oscila entre esa participación en el poder y la pérdida de su “función político-legitimadora” a tal punto que Riekenberg sostiene que en los “años veinte, la esfera pública política en la región rioplatense vivió un proceso [de] pérdida de la historia”.
Frente a este panorama se inicia un esfuerzo en el Río de la Plata por introducir cierto tipo de reglas para la constitución del discurso histórico que exigen la distanciación de la subjetividad individual (biografía personal) y que conducen a una demarcación entre una “historia verídica” y una “ficción historiográfica”: “la separación categórica entre el discurso histórico y la ficción histórica formó parte del proceso político de nation-building”.
Paralelo a este proceso de cientificación del discurso histórico hacia una disciplina se desarrolla un discurso basándose en relatos de los “veteranos” de las diversas guerras y pugnas a principios de siglo y que operan como testigos fidedignos de la formación de lo histórico nacional, lo cual aportó una varga “ficcional” inevitable: “Ante todo hay que mencionar la tendencia de los “actores y testigos” a concebir la historia como un drama que habían vivido como protagonistas”, como asegura Riekenberg.
Mas, a partir de 1880, el discurso histórico pierde importancia en la esfera pública, para pasar a transformarse en una “batalla cultural” en la cual “los grupos perdedores de los procesos de la ‘modernización’ buscaron su refugio”, hasta el “desmoronamiento del discurso histórico en “subculturas” cada vez más diversas y variadas” a causa de la fijación en formas narrativas antiguas de tipo político-militar y bélico frente a un discurso oficialista que toma como referencia obras clásicas del siglo XIX; así, finalmente quedan frente a frente un tipo de discurso histórico “corporatista”, de corte hegemónico y centrista frente a tendencias ficcionalizantes.
Martín Lienhard se ocupa también del límite entre veracidad científica y ficcionalización de diversos tipos de discurso, en parte, “periféricos y marginados”, tales como los “testimonios populares”, las “historias de vida e historia oral”, pero también de aquellos de las “historias de vida y antropología”, de las “historias de vida y pragmática comunicativa” y de las “historias de vida y literatura”, analizándolos con respecto a su veracidad, su confrontación con la historia y la política, al fin con el valor histórico, con la posible verdad de semejantes testimonios que en Latinoamérica tienen una gran tradición y que son una vía de “democracia discursiva”, de dar voz a aquellos que no la tienen y que están fuera de los cánones tópicos de los medios de comunicación, como aquel mundialmente famoso Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (Burgos 1982) que causó una vasta polémica.
Exactamente éste es uno de los aspectos que Lienhard investiga, las implicaciones de la producción y la manipulación del texto por los medios hegemónicos, donde se produce una tergiversación de la intención y del lugar original de producción al ser adaptado a un discurso escrito o electrónico-medial y la ficcionalización que conllevan los testimonios populares.
Lienhard trata pues “de evaluar el alcance de este fenómeno […] a través de la exploración de los dos horizontes que lo enmarcan: el de su producción –selección, “formataje”, etc.– y el de su recepción”, e intenta “renovar el debate, ya tradicional, sobre la producción y la recepción de los testimonios y las (auto)biografías populares (y otros géneros afines)”.
El auge que gozan estos escritos populares nace del intento de introducir a “las mayorías populares en los espacios sociales y políticos”, de un espíritu de democratización y de esa perspectiva interna de un material por lo general no accesible y tan fundamental para antropólogos, historiadores, sociólogos, políticos y críticos de literatura de relevancia social o cultural de los mensajes provenientes de los estratos “subalternos” y deseosos de ofrecerles la mayor audiencia posible; en las últimas décadas con un papel creciente en la historia, la antropología, la literatura y los debates políticos.
La polémica se enciende –como lo describe Lienhard– en que muchos de los datos tanto biográficos como de los hechos no corresponden a la realidad como tal y han sido ficcionalizados en el sentido de añadidura y en el de White, en el del orden que se le dio a la narración misma y en la influencia de los editores. El conflicto radica en “la personalidad política de la informante” y “la manera de difundir la historia de su vida […] o su testimonio”, al contrario de aquellos testimonios tales como Juan Pérez Jolote (Pozas 1948) o la Biografía de un cimarrón (Barnet 1966) donde se insinúa ya en el título que no se trata de un relato que quiere tener carácter histórico.
A pesar de que Rigoberta Menchú acentúa que lo importante es la “presentación de testimonios, y no un relato propiamente autobiográfico” (Lauer 1999), la crítica ha enjuiciado la “veracidad factual de sus declaraciones”, ya que como certeramente Lienhard constata “Me llamo Rigoberta Menchú no es una simple autobiografía ni un relato etnográfico, sino un libro de denuncia política”; el “campo político […] es un campo minado y siendo su relato un testimonio político, el libro de Rigoberta no podía escapar a lecturas igualmente políticas, y en este sentido, la polémica actual se puede considerar, de alguna manera, como relativamente previsible”.
A contraluz del segundo testimonio de Menchú, Rigoberta: la nieta de los mayas (1998), Lienhard desenmascara las estrategias discursivas y editoriales y sus intenciones, donde existe la tergiversación en la edición inglesa en cuanto desaparecen los entrevistadores (Mario René Matute y Eugenia Huerta) y editores del texto (Gianni Minà y Dante Liano), reflejando así una falta de seriedad y respeto frente a la “especificidad de los testimonios populares” fundamental en su textura que –como Me llamo Rigoberta Menchú– “debe leerse, en más de un sentido, como un texto coral”, esto es, un palimpsesto. Ambos textos de Menchú nos revelan estrategias culturales adaptadas a las necesidades del lector y el descuido de los factores determinantes de producción.
También las “historias de vida” y la “historia oral” ofrecen un tipo de discurso democrático que se aparta, desde la Segunda Guerra Mundial, de los cánones hegemónicos de la investigación histórica internacional e inician un período de descolonización en el cual las colectividades étnicas o grupos desfavorecidos aparentemente “sin historia” pasan a formar parte del interés de la investigación sobre la base de “testimonios orales de informantes particularmente idóneos” que hoy en día constituyen la ‘historia oral’ y que provienen de una tradición olvidada desde el siglo XVI, pasando a formar parte también de la antropología y convirtiéndose en una de sus bases de material más fundamentales, ya que a través de ellas se obtiene una perspectiva interna de las comunidades y de sus individuos.
Las “historias de vida [fueron consideradas por la antropología norteamericana] como una forma más “avanzada” de la etnología” que obedece a un tipo mixto de narración de testimonios y de narración novelesca en la que luego desaparece el narrador quedando solamente el informante como sujeto de la historia narrada y constituyendo así el nuevo tipo de discurso histórico o etnológico.
El caso de Lewis es significativo para demostrar esta permeabilidad entre el discurso histórico canónico y la narración llamada meramente ficcional ya que se abastece, por una parte, de la transcripción de cintas grabadas y, por otra, de una selección y montaje “literario” como realiza en Los hijos de Sánchez (1961, 1964).
Este proceder pone en evidencia inmediata la constructividad y subjetividad de lo histórico, un “‘instrumento en un acto de comunicación’ que presupone tanto la presencia de un destinador/emisor y de un destinatario”. Lienhard pone el texto Me llamo Rigoberta Menchú precisamente en este contexto pragmático que Rigoberta emplea conscientemente para hacer llegar un testimonio individual y colectivo y amarrar a la vez el plot de forma que no deje de acertar su mensaje; sin embargo, la editora de esta historia hubiese debido explicar el “paratexto” de Me llamo Rigoberta Menchú.
A este tipo de narraciones se agregan aquellas de “historias de vida y literatura” que comienzan como autobiografías o “relatos etnográficos o etnohistóricos” y que luego se transforman “en textos literarios, en novelas post-burguesas” (Sklodowska). Este tipo de textos –como por ejemplo Hasta no verte más Jesús mío de Elena Poniatowska (1969)– son de carácter altamente híbrido ya que “muchas historias de vida muestran, pues, una movilidad sorprendente entre la antropología, la sociología, la historia y la literatura” y permiten diversas lecturas que además van cambiando con el contexto político-cultural en que se las lee. Por esto Lienhard sostiene que este “género múltiple […] se ha venido construyendo más desde la lectura que desde la producción textual”.
Todos los tipos de discursos/textos discutidos por Lienhard, así también Me llamo Rigoberta Menchú, son textos producidos desde una perspectiva interna indígena comunitaria para un destinatario occidental a través de un mediador y que se diferencian fundamentalmente de un libro antropológico del Cuzco de Carmen Escalante y Ricardo Valderrama (1992) como Ñuqanchik runakuna, donde la lengua quechua del destinador y del destinatario son la misma y comparten el mismo código y gesto narrativo, la misma cultura; por esto, el texto presupone todo un contexto cultural conocido substrayéndose a una adaptación del mensaje a un lector fuera de la comunidad quechua.
Este tipo de textos, como también aquel de Memorial del tiempo o vía de las conversaciones del escritor chiapaneco Jesús Morales Bermúdez (1987), representan una descentración de la actitud lectoral tradicional; el primero exige el reto de sumergirse en otra cultura completamente extraña a la occidental, el segundo produce una renovación de la tradición novelesca a través de la inserción de la oralidad indígena, concibiendo, como Lienhard indica, un “universo ficcional deslumbrante” y construyendo un ‘Otro’ híbrido, producto de la confluencia entre un “babélico de lenguas indígenas y el español de Chiapas” muy al contrario de “las (auto)biografías y los testimonios populares” que “colocan entre paréntesis la “otredad” cultural de la comunidad enfocada” y anticipan en todos sus aspectos […] las expectativas del público de formación occidental” haciendo posible e imprescindible el “aprendizaje” de la ‘Otredad’ en un territorio habitado por diversas identidades.
Muñiz Sodré y Raquel Paiva se ocupan de lo local enfrente a lo global en base al concepto de ‘comunidade’ partiendo de dos aproximaciones: uno desde una crítica a la antropología y otro desde la hermenéutica de Vattimo y Rorty. Sodré critica el intento de definir la condición del esclavo africano traído a Brasil a través de una jerarquización étnica según la cual se parte del “mito da pureza nagó” y de una “elite africana” (y por esto se ha acusado a algunos antropólogos de propagar un “etnocentrismo urbano” sin diferenciar los diversos tipos contextuales de esclavos).
Sodré rechaza un idealismo esencialista del origen de los africanos, más bien acentúa, por una parte, la diversidad étnica y cultural y, por otra, la influencia que tuvo la esclavitud en los diversos grupos étnicos uniéndolos en una identidad de esclavos: “seu caráter de veículo de uma continuidade institucional centrada na dinâmica de construção de uma identidade para o escravo e seus descendentes”. Además, Sodré apunta que los esclavos estaban marcados especial e institucionalmente según el lugar de trabajo, en las minas (São Paulo, Minas Gerais, Goiás) o en el azúcar (Rio de Janeiro) y por sus ritos religiosos. Por esto, Sodré sostiene que
[…] o universo “nagó” é, na verdade, a resultante de um interculturalismo ativo, que promovia tanto a síntese de modulações identitárias (ijexá, ketu, egbá e outros) quanto o sincretismo com traços de outras formações étnicas (fon, mali e outros), aqui conhecidas pelo nome genérico de “jeje”. Quando se fala de cultos “nagó-ketu”, “jeje-nagó” e “congo-angola”, estáse fazendo alusão às combinações sincréticas dessa ordem.
La comunidad nace en la solidaridad de los cautivos durante la travesía del Atlántico, a pesar de rivalidades étnico-culturales conocidas entre africanos negros y pardos, criollos y africanos o entre la línea de Congo-Angola. Los antiguos cultos afro-brasileños testimonian un profundo intercambio entre las comunidades que va más allá de las diversidades étnicas, lo cual hace manifiesto que no había ninguna “pureza estructural”, ningún “paradigma essencialista ou projeto utópico em toda essa movimentação”.
Sobre la base de intereses comerciales, económicos, políticos y religiosos se produce una recodificación y translación de la singularidad civilizatoria africana en representaciones adecuadas al territorio brasileño:
Interpretar e reinterpretar são operações que requerem um sujeito de enunciação, individual ou coletivo. “Nagó” é aqui o nome desse sujeito constituído tanto na forma de comunidade litúrgica quanto de comunidade étnica, portanto o lugar histórico de uma identificação existemcial que comporta a descendência fictícia ou a linhagem putativa. (Sodré)
Más que una construcción europeizante de una elite africana (Rodríguez) o una idealización de la civilización del nagó-jeje (Roger Bastide) se trata, según Sodré, de una reinterpretación de la historia y de una reterritorialización del sujeto, de una “refiguración” –según Ricoeur– en el sentido de una transformación de la experiencia temporal del sujeto por efecto de la representación o de la narrativa reinterpretativa. A raíz de este proceso de translación Sodré considera la reducción de la problemática de los cultos afro-brasileños como “uma miopia teórica” o “uma completa ingenuidade culturalista” como se da en la antropología, ya que paralelo a los fenómenos mítico-religiosos, se trata de organizaciones de grupo, reivindicaciones de reconocimiento identitario y prácticas de poder.
La comunidad litúrgica afro-brasileña o su territorio implica, antes que nada, la idea de un conjunto grupal fuerte para protegerse contra el extranjero hostil. Los lazos entre ellos son de naturaleza ‘intercultural’ y, en relación con los blancos, ‘transcultural’.
Rachel Paiva esclarece lo que hoy en Brasil significa el término ‘comunidad’ en relación con el proceso de globalización, especialmente cuando bajo ‘comunidad’ se entiende “uma diversidade de situações, em especial as que se referem aos grupos com objetivos ou interesses específicos” y como “agrupamentos de todos os tipos” tales como teatrales, médicos, religiosos, etc., tratándose así de un término globalizante y virtualizante proponiendo distinguir entre dos tipos de mediaciones, la mediação comunitária y la mediatização globalista, el último como paradigma mayoritario y vigente de la con-temporaneidad, donde la globalización produce un “desraizamiento del sujeto” frente a sí mismo y a su territorio.
La mediação comunitária la piensa Paiva como una estrategia de lo particular y local que incluye reglas del mundo global (‘glocal’ en la terminología de Mendieta, García Canclini y Martín-Barbero) y de este modo no es antagónica al fenómeno globalizante del cual no pudiéndose evadir hay que enfrentarlo, ya que éste tiene además consecuencias para diversas disciplinas. Paralelo a las concretizaciones negativas de la globalización, como la falta de enraizamiento, surgen nuevas áreas de acción, nuevos tipos de trabajo, nuevas profesiones y nuevas disciplinas.
La relación entre mediação comunitária y la mediatização globalista representa una continua reformulación de procesos altamente híbridos, muchas veces sin precedentes, que lleva a un estado de permanente virtualidad (“Pós-virtualidade”), a una nueva forma de cognición con una infinita ampliación del saber y de la información cuyo fin parece ser el hedonismo, desafiando nuevas reformulaciones éticas y llevando así a una nueva forma de comunidad lúdica frente a un mundo que solamente vive de la instrumentalización, de la efectividad y de resultados.
Sinder/Da Silva nos ofrecen una cartografía del discurso cultural brasileño desde los años setenta en adelante para describir no solamente sus características, sino sus consecuencias en el canon disciplinario y en el proceso sociopolítico en un período, especialmente en los años setenta, pero considerando el debate del modernismo desde 1922 y sus etapas más importantes, incluyendo además la postmodernidad y la postcolonialidad y conceptos como identidad, nación, cultura o la brasilianidad. Los autores constatan una “ruptura” a través de una relectura deconstruccionista y un cambio de paradigma.
El debate del modernismo desde 1922 en adelante, en particular a partir del Manisfesto Pau-Brasil (1924), en el esfuerzo de crear una “conciencia nacional” fundada en raza, nación, región y cultura rescatando la contribución cultural afro-brasileñas –excluida por el eurocentrismo del romanticismo– y que luego es ampliada por Mário de Andrade en 1942 con la fórmula de “estabilização de uma consciência criadora nacional” y “o direito de pesquisa estética e de atualização universal da criação artística” que enlaza con los postulados del Manifesto de desarrollar una “promoção culta da barbárie”, es-to es, de concatenar las culturas locales (“primitivas”) con las vanguardias europeas como ya se encontraba en Anthologie Nègre (1918) de Blaise Cendras y que se reencuentra en parte en la reformulación de Oswald de Andrade en su Manisfesto Antropófago “de descobrir a identidade brasileira a partir de um processo de retomada cultural”.
La propuesta antropofágica fue sometida a diversas discusiones y transformaciones, en particular en su crítica a la recodificación de la cultura europea en Brasil, en el contexto de lo ‘propio/auténtico’ y lo ‘extranjero/la imitación’ como se reflexiona en Nacional por Subtração de Roberto Schwartz, en Silviano Santiago y en Estampas do Imaginario de Eneida Cunha Leal (1993) quienes sostienen diversas y divergentes posiciones. Así, Cunha Leal recalca el substrato marxista de Schwartz y el substrato postestructuralista y postcolonial de Santiago enlazado a la negación del origen y el rechazo a los metadiscursos.
Al final de los años setenta y comienzos de los ochenta se producen tanto en el nivel académico como en el nivel social los cambios más relevantes “as mudanças na pró-pria cara do Brasil”. El término de la dictadura significa a la vez un significante cambio institucional y del pensar en Brasil, diferenciándolos fundamentalmente del anterior a los años sesenta y posterior a los setenta. En la década de los ochenta la postmodernidad viene a ofrecer una posibilidad de crítica cultural que ya se vislumbra al inicio mismo de los setenta cuando comenzó a cuestionarse.
Al mismo tiempo se siente esta deslimitación de los campos y del pensamiento como “uma perda da aura brasileira”, por una parte, pero también como “um redimensionamento da pluralidade de mundos possíveis que es-tavam nas novas arenas culturais que se criavam no Brasil” y, por otra parte, como “múltiplas reavaliações, desconstruções e releituras do Brasil e de seus intérpretes”, que resultan de la pérdida de legitimación de los paradigmas de la modernidad.
Así, las ciencias sociales oscilan entre un modelo autoritario socio-institucional desde el comienzo de la república y otro que marca las discontinuidades del proceso histórico y social. Fundamental es aquí Carnavais, malandros e heróis de Roberto Da Matta (1979) en el cual “se repiensa el Brasil” partiendo de la “diferencia específica cultural” del Brasil dentro de una antropología ligada al estructuralismo y al término del ‘carnaval’ de Bachtin.
Mas luego, en el transcurso de los años ochenta, se comienzan a abandonar estos métodos que reemplazan, o más bien, se complementan por una perspectiva postcolonial como es el caso de Silviano Santiago (1997) quien toma en cuenta la actualidad cultural y artística produciendo un verdadero cultural turn en las ciencias sociales.
La relectura de la cultura del Brasil del siglo XX a la que la someten Sinder y Da Silva y sus contemporáneos como Moriconi llevan a un reexamen y reformulación “do passado literário e cultural” brasileiro, donde a través de una reformulación de la historia se establecen otras modernidades que amplían y deconstruyen el discurso canónico de la modernidad.
El panorama del debate de la modernidad, postmodernidad y postcolonialidad que se dio y da en el debate cultural, antropológico, social-histórico y político lo encontramos reflejado en la institución ‘museo’, el cual como depósito de la historia, de los valores nacionales y del arte se presta en forma privilegiada para representar una ideología de la identidad y de lo nacional.
Claro está que los museos brasileños desde un comienzo estuvieron determinados por lo extranjero y lo universalista, desde la creación del Museu Nacional en 1818 por D. João VI, a causa del transcurso que tuvo la historia brasileña que conoce una serie de monarquías.
Frente a este tipo de museo universalizante que pone al Brasil en el “centro” de la cultura de museos se forman los locales y especializados. Los museos, cualquiera que estos fuesen, tratan de captar lo relevante de una época y de conservar su memoria, se revelan como construcciones arbitrarias y donde, por esto, ofrecen una impresión reducida del proceso histórico. Esto es en esencia lo que nos hace llegar Flávio Kothe.
Importante es que el museo se considera como una cartografía narrativa, un territorio de lecturas en las que se lee todo el proceso de la modernidad y sus subsiguientes, donde se desarrolla una diversidad de tipos que reflejan muy diversas experiencias representando un “espaço da memória a ser alcançado”, y que para “outros ele já se concretiza no espaço a ser desconstruído” ya que no hay “um museu, mas vários, e embora possam ser caracterizados genericamente pelo uso que fazem do ‘outro’ no processo de construção de identidades, eles não obedecem a uma lógica única e em suas ações atendem interesses múltiplos e diversificados”.
La reflexión sobre la construcción de identidades, que especialmente se llevó a cabo dentro del debate de la postcolonialidad, abrió las puertas para la reformulación de una identidad dentro de una sociedad “multicultural” donde a la vez existe la discriminación y el racismo frente a los que se vienen denominando ‘hispanos’ y/o ‘latinos’, como por ejemplo en los EE.UU.
William Luis, en su agudo trabajo, nos recuerda, en la tradición de Said, cómo la representación del ‘Otro’ como fenómeno de exclusión y de afirmación de la propia cultura por parte de los dominadores de la cultura y del mundo imperante esbozaron la ‘Otredad’ como monstruos –como lo hace en la Antigüedad latina Plinio el Viejo en su Historia naturalis o como lo desarrollan Huntington en su Clash of Civilizations (1993) y Fukuyama (1996) en forma de conflictos y guerras entre culturas, donde se separa lo ‘occidental-europeo-norteamericano’ de los ‘Otros’.
Así como Sodré y Pavia destacan las diferencias culturales, sociales, regionales y de trabajo de las diversas comunidades afro-brasileñas en el Brasil, Luis indica cuán diversas son las culturas e identidades que se esconden detrás de los términos ‘hispanos’ y/o ‘latinos’ ya que ‘Latinoamérica’ es una construcción, una cartografía donde se han encontrado las culturas del mundo.
Los ‘latinos’ son los nuevos ‘monstruos’ de la ‘cultura norteamericana’ y de lo que ésta es o debe ser, a pesar de que se trata de una población de 37 millones de habitantes y de un proceso migratorio que comienza en el siglo XIX a los cuales pertenecen, por nombrar tan sólo los grupos étnicos mayoritarios de esta “minoría”, los cubanos, puertorriqueños, dominicanos y mexicanos y, habría que agregar, toda una migración de Centroamérica; ‘monstruos’ ya que cuestionan una identidad y cultura homogénea de EE.UU. estableciendo una cultura híbrida o, como F. de Toro hablando del individuo diaspórico sostiene, que es precisamente “la nomadicidad del ‘recién llegado’, ese vivir en la ‘fractura’, en dos o más moradas es lo que amenaza” a una cultura y provoca “la sospecha y la desconfianza”.
Para precisar quiénes son estos ‘monstruos’ Luis distingue dos grupos, el grupo de los ‘hispanos’ como aquel que “refers to those born, raised, and educated in a Spanish-speaking country who write in their national language” y el de los ‘latinos’, aquellos que “are […] born, raised, and educated in the United States who feel more comfortable writing in English”, términos que por lo general se usan indiscriminadamente como sinónimos.
El término ‘latino’ es el decisivo para Luis ya que es este tipo de inmigrante ya establecido el que ha habitado un nuevo territorio cultural a su manera, lo ha recodificado, ha producido un Third Space en el sentido de Bhabha, es el borderland de Anzaldúa, es el pliegue, la fisura indeterminable, es esa diferancia derridiana o hibridez donde las diferencia no se reduce, sino que se negocia creando un nuevo espacio.
‘Latino’, es por esto, “the descendents of Spanish-speaking […] but with an added Spanish pronunciation”, “Latino is a Spanglish term, an English word with a Spanish pronunciation, that combines the two languages and cultures Latinos portray”. Por esto el latino es a la vez la representación de la negación de la frontera, representa su realzamiento. Mientras que algunos como Luisa Valenzuela o Carlos Guillermo Wilson los considera como ‘hispanos’, califica de ‘latinos’ a Cristina García, Oscar Hijuelos, Junot Díaz, Julia Álvarez, Gloria Anzaldúa, Gory González, etc.
Estos autores mezclan no sólo las culturas y las fronteras, sino a la vez la cronología de la historia, el pasado y el presente, produciendo la “no simultaneidad de lo simultáneo”. Importante es también que esta estrategia de la hibridez que representa el ‘latino’ sea una estrategia antropológica que permite además reformular las categorías de lo ‘masculino’ y ‘femenino’, como lo expone Anzaldúa, y una estrategia para reformular la historia, ya que la literatura de ‘latinos’ se basa en una madeja palimpsesta que incluye muchas otras.
La ficción de estos autores ‘latinos’ representa, además, un suplemento, un palimpsesto deconstruccionista del discurso histórico oficial (“a counter discourse to history”) construyendo otra historia cultural identitaria. Esta literatura y tipo de construcciones postcoloniales redistribuyen la relación centro/periferia ya que la “Latino literature helps to envision that the center and the periphery can be situated in the same geographic space”.
Ésta es la más exacta descripción en práctica del “Third Space” de Bhabha. La estrategia híbrida del ‘latino’ desmantela las tradicionales oposiciones binarias que rigen hasta hoy un mundo occidental hegemónico, desarrollando un concepto rizomático y nómada de la existencia social y literaria que se refleja en la superación de los géneros literarios, en la permeabilidad, por ejemplo, de ‘ficción/historia’, ‘masculino/femenino’, ‘biografía/autobiografía’, ‘inglés/español’…
La historia, el pasado, la tradición pasan a ser materiales de un mismo espacio y tiempo descentrado. Pensar el ‘latino’, es pensar en una estrategia teórico-cultural del futuro que deja atrás los viejos debates dentro y fuera (contra) la postmodernidad y la postcolonialidad, donde tanto teoría, transculturalidad, transtextualidad, transdisciplinariedad y práctica se reúnen en un espacio privilegiado, y allí radica el gran aporte del trabajo de William Luis.
F. de Toro, en un acercamiento similar al de Luis, trata el problema de la identidad partiendo de un concepto general del hombre diaspórico cuyo desplazamiento equivale a un “alterando” en cuanto transforma “el heimlich en un unheimlich” haciendo de éste su “morada nomádica”, subrayando un proceso de “transnacionalidad” y de “translacionalidad” y la “imposibilidad de ascribirnos a un origen”, donde la “única forma real y productiva de ‘recuperación’ […] es una […] en términos de una nueva articulación donde lo que se negocia […] es un nuevo sentido de hábitat, esto es, pertenecer con otros, donde la diferencia es el vínculo común que nos une y no un elemento de división”.
F. de Toro, aceptando el hecho de que cada individuo tiene una identidad, esboza eso sí, una identidad tal que no se basa en las categorías ni de nación, origen o tradición a raíz de los grandes procesos migratorios actuales y –como Luis en la confrontación de la cultura ‘latino’ frente a la cultura ‘estadounidense’– a través de la cual “los diversos centros sienten su identidad amenazada y una tensión creciente”. Lo que Luis denomina la cultura-identidad ‘latino’, en F. de Toro se define como “identidad de la diferencia”.
Si W. Luis y F. de Toro dedican su atención a una nueva forma de identidad y de cultura, la cultura ‘latino’ o el hombre de la diáspora, Sonia Montecinos nos ofrece un panorama sobre actuales teorías de género en y fuera de Latinoamérica relacionadas con la identidad –poco estudiada al parecer en este contexto– en sus diversos campos de argumentación y de acción, así por ejemplo, de los pares tales como identidad y etnicidad, identidad y religión, identidad y política, identidad y clase, identidad y generación, es decir, sitúa el tópico del género en un sistema de relaciones que están determinadas por dos operadores centrales: por el principio o concepto de la “multiplicidad”, entendido como la diversidad de relaciones, territorios y experiencias que configuran tanto al hombre como a la mujer, y por el del “posicionamiento”, entendido “como un proceso dinámico de diferenciación y de identificación”, de “oposición y pertenencia” construyendo así una alteridad que se desenvuelve en espacio de tensión entre lo público y lo privado.
Sobre la base de este modelo, Montecinos se propone superar modelos identitarios tradicionales-esencialistas que “suponen el intento de fijar el sentido de ciertos espacios, de encerrarlos y de adosarles una identidad, de situarlos casi siempre como lugares de nostalgia”, reemplazándolos por la recodificación de “identidades locales […] insertas y constituidas en lo regional y lo regional en lo global”; lo local –como ya lo había expuesto Adriana Valdés–, le permite además realizar una lectura panorámica de las diversas concepciones de género en Latinoamérica y sus diversas construcciones de sujeto, como lo ha tratado María Alonso (1995) en Chihuahua, partiendo de conceptos tales como ‘machismo’, ‘chingadores’, ‘timidez’, ‘virginidad’ y los pares ‘abierto/cerrado’, ‘profano/sagrado’, ‘puro/impuro’, o como lo hace Milagros Palma (1990), partiendo de mito y simbología de la Malinche como base subterránea pero universalmente presente para la construcción antropológica e histórica de la identidad latinoamericana: “la Malinche es el emblema de la chingada, de la mujer violada; además de la traidora”.
La oposición conquistador/conquistado se proyectará en su homología de ‘masculino/femenino’ donde está legitimada “la dominación de los hombres sobre las mujeres” y representa el “‘drama’ del mestizo centroamericano” donde la “figura de la madre emerge como una chingada, una violada. Así, la violencia contra las mujeres está justificada porque ellas evocan y representan en el plano de lo simbólico esa posibilidad de transgredir de la Malinche”.
Esto lo demuestra también Mara Viveros (1998) en Colombia basándose en las relaciones y constelaciones familiares, o María Cuvi y Alexandra Martínez (1994) en Ecuador y Maruja Barrig (1996) en Perú. Esta última expone todo un abanico de diferenciaciones tales como la ‘empleada doméstica’, las ‘beatas de clase media’, ‘madres dolientes’, ‘prostitutas’, la ‘pituca’ y la ‘maroca’.
Montecinos por su parte funda la identidad, o una gran parte de ésta en Chile, en la categoría de mestizo que de cierta forma concuerda con la de la Malinche y con la de los chingados, es decir, con aquellos bastardos o gauchos de padre español y madre india que según Montecinos ha tenido una influencia ancestral, por una parte, en el comportamiento de los padres en la familia, caracterizándose por su ausencia y, por otra, en la demonización de la madre chingada y a la vez en la valorización de la madre con su presencia, un estigma que marcará a los hijos mestizos.
Las categorías de “multiplicidad” y “posicionamiento” las relaciona Montecinos con la categoría de ‘androginia’ introducida por Isbell (1997) como “categoría fundamental para comprender el sistema de género de los Andes” relacionada con los Mitos de Huarochirí donde existe una dualidad entre “‘momia-mallqui’ (como la semilla femenina) y ‘huaca’ (la fuerza inseminante masculina)” y que representan el desdoblamiento semántico que exige su opuesto.
Las contribuciones en este volumen han hecho finalmente dos aportes: primero reflexionar sobre los conceptos y estrategias postmodernas, postcoloniales y de globalización considerando aspectos históricos y la discusión realizada en los últimos veinte años y, segundo, ofrecer una salida a los debates partiendo de la actualidad discursiva, política y social, y describir así a Latinoamérica como a un conjunto de discursos híbridos en un sentido epistemológico y estratégico que no se queda en la mera constatación o descripción del fenómeno, sino que ofrece también estructuras accionales.
Aquellas propuestas de un pensamiento y estrategia calificados de no-simultáneos (Rincón) o de culturas híbridas (García Canclini) o heterogéneas (Brunner 1986, 1988), de ‘interacciones’, ‘intercambios’, ‘reapropiaciones’ y ‘destotalización’ (Martín-Barbero 1989) han superado hoy lo meramente discursivo para pasar a ser un prolegómeno para una estrategia teórica.
Todas las propuestas aquí comentadas están unidas por la creación de estrategias profundamente vinculadas a procesos históricos conscientes y narrativos y a ‘situaciones cero’, esto es, a la creación de cartografías siempre por habitar, por hacer y por hacerse, en un tercer espacio de la apropiación, recodificación y angustia.
La terminología empleada puede ser diversa, pero expresan, en consenso y diversidad, un malestar frente a la globalización y la renovación de ciertos imperialismos, dejando muy en claro que la discusión de la postmodernidad y postcolonialidad ha tenido profundos efectos en el pensar y en el desarrollo de una discursividad propia en el continente, destacando la necesidad de desarrollar estrategias híbridas para el manejo de la globalización étnico-cultural.
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Los Estudios Culturales como teorías débiles

LOS ESTUDIOS CULTURALES COMO TEORÍAS DÉBILES (2003)
Roberto A. Follari
(Univ. Nacional de Cuyo – Mendoza, Argentina)

Ponencia al Congreso de la LASA (Latin American Studies Association), realizado en Dallas (Texas), 27-29 de marzo de 2003.-

1. Expansión de los estudios culturales, y su constitución en objeto de estudio

Los estudios culturales latinoamericanos han registrado un desarrollo que lleva al menos unos quince años, si es que nos ceñimos a conceptualizarlos estrictamente como la versión latinoamericana de los cultural studies de origen sajón. Un tiempo que puede pensarse como no muy prolongado, si se lo compara con el que guardan las ciencias sociales, a menudo criticadas por los mismos Estudios culturales (desde ahora, Etc). La Sociología lleva casi medio siglo en su constitución propiamente científica dentro del subcontinente, y la Antropología sostiene una institucionalización que se dio aproximadamente en el mismo período de la Sociología, pero responde a una tradición previa ya constituida por trabajos de campo y expediciones para lograr datos en un acervo tan rico como es el de la Latinoamérica indígena y mestiza.

De modo que resulta indisputable la “juventud” de los Ec, al menos en términos comparativos. Sin embargo, su ascenso meteórico en el campo de la legitimación académica con sus procesos conexos (presencia de sus figuras máximas en congresos de diversas disciplinas, publicaciones, número de ejemplares de estas, etc.) ha significado un auge sumamente acentuado. Es llamativo que éste no se haya cubierto bajo el nombre o rótulo específico de “estudios culturales”; más bien por el contrario, éstos se han cobijado en la institucionalización previa constituida por la diferenciación disciplinaria que esos mismos Ec deploran explícitamente.
De modo que los estudios literarios y artísticos en general, la misma Antropología –sobre todo urbana-, y con especial énfasis las Ciencias de la Comunicación, son los principales –pero no los únicos- espacios en que se ha desplegado la eficacia de los Ec como presencia que no suele aludir a su específica denominación de “estudios culturales”.
Ello ha permitido a los Ec sentar una fuerte presencia en el campo académico, en notoria tensión con su retórica sobre lo popular-masivo, y sobre su alegado rechazo de la institucionalización universitaria. Tal rechazo sin dudas fue claro y efectivo en los iniciadores de la corriente en los tiempos heroicos de Birmingham: R.Williams y Hoggart trabajaban haciendo educación de adultos en barrios populares (1).

Pero el tiempo invirtió esta tendencia, de modo que la discursividad contra lo académico se fue practicando cada vez más al interior de lo académico, como recurso interno a los fines de la consolidación y la autolegitimación en el espacio académico mismo: por ello, en vez de mantenerse en relación de exterioridad con las disciplinas consagradas, los Ec han producido la paradojal situación de penetrar permanentemente en ellas de manera transversal, promoviendo el efecto de ofrecer pautas de análisis útiles a diferentes objetos disciplinares de estudio, a la vez que a no sujetarse estrictamente a las necesidades de ninguno de ellos (dado que se asume la recusación de la pertinencia de tales objetos en cuanto diferenciados).
Lo cierto es que la presencia de autores como J.Martín-Barbero, de otro modo B.Sarlo (2), y sobre todo N.García Canclini en diversas áreas disciplinares se ha hecho considerable, y es muestra de que los Ec han logrado aparecer pertinentes en muy variados campos de discusión académica. Tal situación, como dijimos, no deja de resultar paradojal: se supone que rechazar las disciplinas no implica sostenerlas en su diferencia para abarcar varias; y que repudiar lo académico en nombre de la cultura de masas, no es un discurso que quepa proponerse desde un ámbito propiamente académico como es la universidad.
Sin embargo, la “contradicción performativa” de los Ec queda escondida por el mecanismo mismo de su constitución: precisamente al quedar entramadas en los discursos de las disciplinas previamente institucionalizadas, se invisibiliza la específica tradición de los Ec en cuanto tales, de modo que muy pocos docentes y alumnos (sólo los muy informados) saben que existe algo así como una entidad específica denominada “Ec”.
A partir de allí, por supuesto también pocos son los que se permiten exigir respuestas a peculiares principios que fueran propios de tal propuesta conceptual. Por el contrario, es de advertir que muchos alumnos de carreras de grado de Comunicación en A.Latina dan en creer que autores como N.García Canclini son propios de su específica disciplina, a pesar –incluso- de la letra explícita del autor para sostener lo contrario.
De tal modo, estamos en presencia de autores ya ampliamente consagrados y de obras muy difundidas, citadas y discutidas, a la vez que de una cierta imposibilidad de advertir que ellos forman parte de esa tradición denominada Ec; menos aún se conocen –por la masa de estudiantes y de profesores no-investigadores- las relaciones de los Ec con sus inicios en el marxismo inglés, y su paso por la inevitable adaptación promovida por la inserción en la academia estadounidense, antecedente más inmediato de la difusión de los Ec en Latinoamérica (3)
Lo cierto es que los Ec están fuertemente consolidados en A.Latina, aunque sin la apelación a su “marca de origen”, de modo que el apelativo mismo “Estudios culturales” aún está lejos de ser asociado a sus autores de referencia. En un trabajo anterior hemos señalado en cuánto esto puede ser útil a la legitimación de los Ec, sobre todo por la suposición implícita de que serían un “producto local” sin influencias previas (4).
La postulada originalidad de la propuesta, tanto como el hecho de que ella fuera nuestra surgida de Latinoamérica son canteras de legitimación que se verían dañadas si se advierte con suficiente claridad la relación de las tesis centrales (transdisciplinariedad, abandono del marxismo, aceptación de la TV vía noción de “receptor activo”, relacionada ésta con la obra de M. de Certeau, etc.) con la versión sajona actual de los Ec.
Lo anterior debe sumarse a la contradictoriedad intrínseca que la postulación de originariedad guarda con el contenido propuesto por los Ec. Una de las mejores contribuciones de estos estudios es la realizada en torno a la cuestión de la identidad colectiva, mostrando sobradamente que ésta no debe pensarse esencialistamente. La identidad se hace, cambia, se construye y deconstruye permanentemente; ésta es una constatación con fuertes efectos en el pensamiento de lo cultural y de lo político, a la cual alude la noción de “invención de la tradición”, retomada por el brasileño R.Ortiz.
Por esto mismo, resulta inconsistente la apelación de los Ec a su pretendida “identidad latinoamericana” por origen, a una búsqueda de afirmación en el supuesto de haber surgido “aquí”, como si ello le confiriera alguna dignidad explicativa especial, o alguna adecuación esencial a las necesidades o modalidades científicas o culturales locales.
No tenemos aún, entonces, una institucionalización de los Ec bajo la denominación de tales (apenas acaba de surgir un posgrado con dicho nombre en la sede Quito de la Universidad Andina, aunque en realidad está ligado a los estudios poscoloniales, a través de autores como Mignolo y Castro-Gómez), pero sí ellos están fuertemente presentes como “componentes privilegiados” de la reflexión en muy diversas áreas de las ciencias sociales del subcontinente.
Se los identifica a través de los autores y no del mote específico de “estudios culturales”, lo cual muestra cierto desconocimiento de aquello que agrupa/diferencia a sus autores dentro de un campo específico, a la vez que dispersa a éstos en la constelación de otras comunidades científicas previamente establecidas.
Dentro de esta singular forma de asentamiento y de consolidación académica, el peso de los Ec es tal en Latinoamérica, que ya se hace indispensable una puesta en objeto de su desarrollo. Es decir: ha ido llegando el momento de la conciencia teórica acerca del fenómeno de los Ec, fruto precisamente de su fuerte despliegue. Ya desde los Ec se piensa no sólo fenómenos culturales –a menudo no analizados previamente-, sino también se estudia “a” los Ec; estos han pasado a ser parte de aquello que vale la pena analizar, objeto de metateoría. Es decir, se hace teoría sobre lo que representan las teorías de los Ec.
Dentro de esa tesitura están nuestros trabajos iniciados hace ya tres años dentro de un prolongado proyecto de investigación, y un conjunto de obras donde aparecen diversos autores, a menudo críticos de tales Ec (Eduardo Grüner, N.Casullo, C.Reynoso) (5). Ello, junto a la amplia saga de autorreflexión dentro de los Ec mismos, con textos que han surgido de la acumulación de acervo de sus autores, tanto como de la necesidad de respuesta a algunas de las críticas recibidas.
En esta saga de lo que llamaríamos la autorreflexión de los Ec, podemos distinguir claramente dos líneas: por una parte aquella mayormente legitimatoria, en la cual se trata de sostener a la propia tradición desde posiciones cercanas a la autocelebración (artículos de García Canclini, o un libro colectivo de homenaje a J.Martín-Barbero) (6). Y otra con un sentido crítico de reflexión que intenta repasar logros y limitaciones de una manera matizada pero severa, como se expresa en algunos de los trabajos presentados en un coloquio dirigido por Mabel Moraña en el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Univ. de Pittsburgh (7).
Trataremos en el presente texto de hacer una aproximación a algunos de estos desarrollos que implican cierta inesperada “madurez” de los Ec; ésa que no está en consonancia con su efectiva joven presencia dentro del espacio cultural latinoamericano, pero sí con su vigoroso desarrollo y su fuerte asentamiento en muy diversos espacios de reflexión y de discusión.
Antes de ello, conviene hacer una breve referencia a la relación de asociación y/o diferenciación de los estudios culturales respecto de los poscoloniales y afines (que apelan a múltiples denominaciones: estudios subalternos, posoccidentales, sobre colonialidad del poder, etc., obviamente con matices diferenciales en cada caso) (8); existe una situación un tanto confusa en cuanto a si estos últimos son también “estudios culturales”, o conviene llamarlos de otra manera. Obviamente, no hay ninguna esencialidad sobre qué sean los Ec; la cuestión es determinar cuál es el uso más conveniente que pueda hacerse de esa categoría.
Por nuestra parte, advertimos que la tradición teórica poscolonial es por completo diferente de la de los Ec; no provienen de la Escuela de Birmingham, apelan a Derrida y a una lectura geopolítica cercana a Wallerstein, a la vez que desdeñan la descripción de fenómenos cotidianos propia de los Ec propiamente dichos.
De tal modo, es notorio que la superposición de denominaciones en nada ayuda a un esclarecimiento en este caso, dado que identifica entre sí posiciones por completo disímiles; por lo cual creemos que la tradición poscolonial puede mejor resguardarse bajo ese nombre u otros aledaños, pero diferenciados del nombre propio “Estudios culturales”.

2. Metateoría sobre los estudios culturales: celebraciones y rechazos

Los Ec han sido una empresa cultural exitosa. Antes temporalmente en Estados Unidos que en Latinoamérica, se ha repetido en ambas geografías la historia de una aproximación a temáticas de interés cotidiano previamente dejadas de lado por las ciencias sociales, y desde enfoques a la vez cercanos a la vivencia, que han implicado una modificación de los tonos y estilos en la escritura académica.
A la vez, se ha practicado una retórica de la criticidad y de la democracia, surgida de la combinación entre los inicios semiolvidados de los Ec en el pensamiento de la izquierda británica, y la aceptación abierta de la cultura de masas, propuesta como una apertura hacia el gusto de las mayorías.
Lo cierto es que lo recién señalado, aunado al espíritu alivianado de los tiempos posmodernos, ha dado por resultado un considerable acopio en cuanto a producción de bibliografía y artículos hemerográficos, logro de citas en trabajos de terceros, presencia protagónica en congresos académicos relativos a disciplinas diversas, y prestigio relativo de sus miembros más reconocidos.
Sin dudas que en otro horizonte histórico-cultural (digamos por ej., el de los años setentas en Latinoamérica) sería difícil que se hubiese aceptado con fruición la consagración de la “epistemología del shopping” (G.Canclini), la entronización del cambio de canal de TV como supuesta resistencia, o la celebración del consumo como nueva forma de la ciudadanía.
Esta serie de postulaciones que van en inversa relación con el agravamiento progresivo de la situación social en el subcontinente durante las últimas décadas, se inscriben en una condición cultural de socavamiento de la capacidad consciente de negación, y de instalación de la superficialidad del campo de la imagen como principal modalidad de relación con el mundo.
Estas nuevas formas de la cultura que no tiene sentido exorcizar, pero de las que hay que dar cuenta estrictamente, son el marco dentro del cual los Ec se han establecido, como específico ser-parte-mismo de esa cultura a la cual describen y buscan estudiar.
Es de advertir que el notable éxito de los Ec se asocia con la invisibilización de los orígenes que ellos tienen como escuela, dado que se reconoce a sus autores pero –como ya señalamos- no se los suele reunir bajo el nombre de “Ec”. De tal manera, es común asignarles un halo de originalidad –cuando no de la siempre mítica y “latinoamericana” originariedad- por el cual estos Ec en nuestro subcontinente constituirían una novedad conceptual propia sólo de nuestra producción, y que nada debería a previos desarrollos en otras latitudes.
Por supuesto, hay que señalar que la aplicación latinoamericana de los Ec no es una copia de alguna versión previa, e implica algo muy diferente a una especie de deducción simple desde ciertas premisas previamente asumidas. Pero a contrario sensu, resulta por completo incomprensible en su génesis tanto como en sus contenidos, sin la explícita remisión a los Ec iniciales en Gran Bretaña, y más aún a la posterior versión estadounidense y canadiense de ellos.
Sin embargo, insistimos en que ni partidarios ni adversarios de los Ec latinoamericanos han enfatizado demasiado el punto de su relación con tradiciones anteriores, de manera que se ha dado a esta versión latinoamericana un aura de peculiaridad que a veces se esgrime como carta de consagración.
Lo cierto es que tras la gran difusión de estos estudios, su posicionamiento los lleva a constituirse en espacios conceptuales dignos de ser analizados ellos mismos. Es decir, surge la posibilidad de hacer metateoría sobre los estudios culturales, tomarlos como objeto de tratamiento. Y si bien es adecuada la conocida frase de Lacan relativa a que “no hay metalenguaje” (y que por ello todo metalenguaje está ceñido a los problemas de interpretación múltiple a que lo está el lenguaje-objeto), de cualquier modo es cierto que se
trata de una reflexión “de segundo orden”, que por ello puede ser distinguida del análisis de temas distintivos (por ej. los medios de comunicación o las identidades juveniles) por parte de los Ec.
Estos textos de tratamiento sobre los Ec, podemos dividirlos –como esbozamos más arriba- entre los que sus autores hacen sobre sí mismos, y los que otros han realizado sobre ellos. Los primeros han sido mayoritaria –pero no exclusivamente- autolaudatorios, los segundos mayoritariamente críticos y, en algunos casos, decididamente adversos. Aquí tomaremos en consideración a algunos de los trabajos críticos (que incluyen ciertos autores de Ec), en orden a problematizar la recepción que los EC reciben hegemónicamente.
Por supuesto que no pretendemos otra cosa que tomar en consideración algunos trabajos que hemos considerado relevantes, sin abarcar toda la producción que pueda encontrarse sobre Ec en el subcontinente.
2.1. El camino de las críticas: la cultura puede decirse de muchas maneras
2.1. a. Derroteros inciertos
El primer intento crítico de peso en Argentina hacia los estudios culturales estuvo dado por un libro compilado por Eduardo Grüner y publicado en 1998 (9). Tal texto tuvo la virtud de operar casi como “presentación” para el público local de dos autores no exactamente inéditos, pero sin duda para entonces poco conocidos en el país: F.Jameson y S.Zizek.
Grüner se encarga de hacer una biografía intelectual de cada uno de ellos y de presentarlos al espacio intelectual local, lo cual fue sin duda un aporte de peso, dado el valor teórico de la obra de cada uno de estos autores. A su vez, el libro resulta un tanto desparejo, por variadas razones. Se compone de una larga introducción del mismo Grüner, y luego de un trabajo de Jameson y otro de Zizek.
Pero de entrada cabe advertir que el texto de este último se refiere al multiculturalismo, y no específicamente a los Ec. Y si bien en algunos casos estos últimos pueden haber tomado a aquel como objeto –e incluso como motivación epistémica, como lo propone a menudo García Canclini- en estricto sentido es evidente que el multiculturalismo nada decisivo debe a los Ec en su desarrollo dentro del espacio sociopolítico, así como los Ec estaban en existencia antes de que el multiculturalismo se impusiera como fenómeno.
En todo caso, despejar la fusión que suele hacerse entre ambos tópicos es de por sí una tarea epistemológica necesaria, y en este libro tal con/fusión aparece nítida y –como se hubiera dicho en otros tiempos- “en estado práctico”: cuando se lee a Zizek a uno le queda claro que no está haciendo referencia alguna a la producción de Ec. Sus ataques al multiculturalismo como asunto ya incluido en la esfera de la oficialización de los gobiernos capitalistas y las agendas de organismos internacionales no dejan de resultar de interés, aun cuando quepa preguntarse si tanta furia contra el liberalismo como legitimador del capitalismo actual, no puede volverse hacia la promoción de actitudes antidemocráticas de derecha, las que por cierto no han faltado durante los últimos años en el continente europeo.
A su vez, el texto inicial de Grüner sí parece dirigido a una crítica de los Ec en cuanto tales. Sin embargo, está lejos de cumplimentar plenamente ese propósito. Grüner es uno de los intelectuales ligados al marxismo más detallados y cuidadosos en el análisis de la cultura contemporánea dentro de Argentina, y ello se advierte incluso en los trabajos de su autoría que aparecen a veces en diarios o suplementos culturales.
Sin embargo, en este caso nos encontramos con una crítica que llamaríamos “externa” a los Ec, dado que no hay referencias específicas a ningún autor de estos, ya sea en la tradición sajona o en la latinoamericana. Las alusiones a una reivindicación teórica del marxismo (que incluyen de una manera inesperada –por ej.- una tardía defensa de la actualidad del pensamiento de Althusser) son quizás adecuadas para enfrentar el ablandamiento teórico en boga, pero lo harían con más eficacia si se estableciera con mayor precisión en qué consiste su actual pertinencia.
En todo caso, ésta no es puesta al servicio de un seguimiento estricto de las obras de Ec, de modo que no es evidente para quien lee a qué autores y textos se está refiriendo la crítica de Grüner, menos aún si se tiene en cuenta que la denominación “Ec” ha tenido tan escasa utilización en nuestro medio.
Sólo el trabajo de Jameson refiere a Ec con más precisión dentro del libro. La indisputable calidad teórica del autor estadounidense está presente en su texto, tanto como lo está su ambigua posición en relación con los Ec. Siendo un marxista atento y sensible a las cuestiones de la cultura y la significación, ha encontrado en estos estudios remisión a tales aspectos, habitualmente poco asumidos en la tradición de la izquierda teórica (y menos aún en la más directamente política). Ello lo lleva a una cierta aceptación de los Ec, pero a la vez no deja de advertir los peligros de carnavalización conceptual, y del festejo populista de la cultura de masas “realmente existente”.
De entrada, Jameson advierte cómo lo “posdisciplinario” de los Ec no impide que un tópico central sea su relación con las disciplinas establecidas, en consonancia con lo que ya hemos observado sobre ese punto. Muestra su relación con la Comunicología (sobre todo en Canadá) y con la Antropología, dejando abierta la cuestión de que no puede cubrirse el espacio previo de cada una de ellas. En todo caso, la originalidad de los Ec residiría en su relación con los movimientos sociales y lo que excede el mundo académico.
Ahora bien, esta versión de Jameson parece simplemente asumir la “historia oficial” de los Ec , sin atender a su mayoritaria desconexión con lo directamente social establecida en la implantación estadounidense de la escuela.
La alusión posterior a “Frente popular o Naciones Unidas” hace a asumir el cruce de las identidades como espacio preferencial de los Ec, con lo que ello implica de necesario abandono de políticas más precisas de “frente popular”; aparece aquí la tensión entre una política de reivindicación de las clases explotadas y la de defensa de la pluralidad multicultural.
Jameson deplora el abandono que en nombre de una nueva ortodoxia, los Ec han hecho de tradiciones como las del marxismo y el psicoanálisis, y dedica todo un acápite a rechazar la pretensión de proponer a los Ec como sustitutos del marxismo (por nuestra parte, aclaramos que los autores latinoamericanos como García Canclini y Martín-Barbero en diversas ocasiones han expresado su actual rechazo del marxismo, supuestamente “superado” por la versión teórica ofrecida desde los Ec).
Jameson dedica una parte del texto al concepto muy usado en los Ec estadounidenses, de “articulación”, mostrando su debilidad intrínseca. Es de destacar que en su libro posterior C.Reynoso también insistirá en la falta de precisión de esta categoría, a menudo presente más como una especie de talismán retórico, que como una instancia de explicación efectiva (cabe aclarar que en el caso latinoamericano no hay una remisión persistente a tal noción de “articulación”).
También el autor dedica un largo pasaje a la cuestión de las identidades grupales, mostrando que no debiera hipostasiarse éstas, pues se las presenta como bloque unívoco contra otras identidades, ocultando que dentro de cada grupo existen diferencias y matices.
Las políticas de la diferencia sostenidas desde los Ec debieran insistir en este fenómeno para evitar convertir a cada identidad grupal en una mónada agresiva contra todas las demás.
Al hablar luego de “intelectuales flotantes”, Jameson da de lleno en uno de los puntos más frágiles de los Ec, su populismo antiintelectual. La crítica es muy lúcida: “El síntoma negativo del populismo es precisamente el odio y el rechazo hacia los intelectuales como tales…Se trata de un proceso simbólico contradictorio, no muy distinto del antisemitismo judío, dado que el populismo constituye, en sí mismo una ideología de los intelectuales (el “pueblo” no es “populista”), que representa un intento desesperado de reprimir su condición y negar la realidad de su vida” (10).
Continúa Jameson atacando al “populismo como una doxa” (p. 122 y ss.): allí Jameson rechaza toda la retórica vacua sobre el “poder” difuso, que acompaña a buena parte de los Ec, y muestra cómo la ideología liberal se ha entronizado en ellos, disfrazada de lucha contra el economicismo marxista.
Finalmente Jameson deja notar la cuestión de la internacionalización de los Ec, a la vez que la forma en que estos estudian la internacionalización cultural y el tema de la Nación. Advierte que la trasnacionalización de la empresa de los Ec no deja de estar fuertemente permeada por el poder de la academia estadounidense; que el tema de la Nación no puede ser simplemente despachado de cuajo como si ya no existiera (ha sido en todo caso reconfigurado, y se requieren nuevos mapas para pensarlo), y que en todo caso los Ec pueden ser una promesa válida de asumir la conceptualización de las nuevas situaciones, si es que ellos no ceden a sus tendencias más populistas y al abandono de toda teoría estructural en nombre de la inmediatez y lo cotidiano.
Como síntesis, se diría que el libro de Grüner es una aproximación primera y todavía tibia a lo planteado desde los Ec, con una referencia no muy específica, y una crítica –en el caso de Jameson- planteada desde un campo muy cercano a los Ec mismos (Jameson escribió ese texto como una Introducción a una vasta antología de Ec del hemisferio Norte). Unos años después, el autor argentino ha escrito un nuevo libro –relativamente reciente, de modo que no hemos podido aún analizarlo- donde quizás apunte con más precisión al mismo fenómeno (11)
2.1. b. La obliteración de lo sublime

Otro de los intentos críticos ha sido sin duda el del argentino Nicolás Casullo, alguien que antes se había interesado por la cuestión de la posmodernidad, pero siempre desde un punto de vista de sostenimiento de la crítica moderna de la cultura, es decir, ligando la noción de lo posmoderno a la de lo que personalmente he denominado “crítica moderna de la modernidad” (12)
Casullo es claro en su propósito desde el inicio: recuperar la posibilidad de la negación y de la crítica en tiempos en que estas se ven amenazadas desde el poder y desde la capacidad que éste tiene de captación de los intelectuales. Nos dice: “Teniendo en cuenta lo que la actualidad señala como desfallecimiento de una crítica con perfiles drásticos, la pretensión de estas páginas es situar precisamente la reflexión sobre algunas facetas de aquel pensamiento cuestionador que contiene atributos de disconformidad categórica con el mundo culturalmente dado” (13).
El camino es definido: oponerse al creciente adaptacionismo de las posturas intelectuales en el campo de los problemas culturales, a los fines de rescatar la posibilidad de una posición no ganada por la integración y la asimilación.
Casullo advierte la enorme pregnancia que las posiciones en pro de lo dado han venido asumiendo en las últimas décadas, a partir de la caída de las alternativas político-prácticas al capitalismo vigente. De tal modo, los discursos han ido deviniendo crecientemente funcionales, al punto de llevarlo a preguntarse: “¿Cómo era el mundo antes de “los simulacros”, las “realidades virtuales”, la “cultura de la imagen”, la “fragmentación de las identidades”?” (14).
Pareciera imposible descubrir, tras el magma de la producción conceptual de este tiempo, alguna densidad ontológica por fuera de las virtualidades, alguna materialidad que rebase el mundo sígnico, algún compromiso que trascienda la asunción del instante y la satisfacción de los propios intereses.
Por ello las apelaciones del autor a Rousseau, a Max Weber e incluso (y con alguna brevedad algo sorprendente) a Lukács: trazas de la modernidad desde las cuales recuperar la densidad de la palabra y la distancia con respecto al presente. Desde este legado asume Casullo el capítulo segundo de su libro, dedicado definidamente a las investigaciones sobre cultura. En ningún momento habla el autor de Ec expresamente; pero no cuesta demasiado advertir que si no el único, al menos ése es sin duda uno de los blancos preferenciales a los que va dirigido su discurso.
Como ejemplo de lo antedicho, sirva esta referencia: “Durante la última década gran parte de las cuestiones comunicológicas se deslizaron de manera casi excluyente hacia un escenario académico de amplia disponibilidad entre sus riberas: la cultura…hasta el punto de transformar tales enfoques, bajo atmósfera posdisciplinaria…(15).
Como se ve, se reúnen aquí dos de los reconocidos tópicos en los Ec, altamente ligados entre sí: la supuesta “superación de las disciplinas”, junto al hecho de que la Comunicología es uno de los sitiales privilegiados en que se produce la instalación –disciplinaria, por cierto- de tales Ec, en atención precisamente a que éstos pueden inscribirse en diversos sitios por no ser propios de ninguno.
Casullo entiende que hay en los Ec una agregación de datos sin la suficiente ordenación conceptual, una especie de descripción que permanece en el campo de las impresiones: “…la monotonía de un subgénero en boga: el de la impertérrita agregación de datos para la descripción de los paisajismos culturales” (16). Y se agrega poco después: “Una cosmética del pensar bello que regresa como género ornamental y a la vez hospitalario de un tiempo dominado por la vulgata de las “verdades narrativas” (bastardillas y comillas en original) (17).
La desaparición de lo sublime kantiano en manos de lo bello es subrayada por Casullo, como en otro contexto lo ha sido por Jameson. Se trata ahora de lo externo, ornamental, visible, por encima de la posibilidad negativa que porta lo sublime, de su radical arepresentacionalidad.
En ese hacer todo visible propio de los tiempos de predominio de la imagen, en esa obscenidad para la cual no queda el resto de lo impensado, se atiene la crítica que Casullo sostiene con fuerza, siendo los Ec al menos parte importante de aquellos que pudieran ser tocados por tal crítica.
Esto vuelve a advertirse cuando el autor señala respecto a sus adversarios, a los cuales resulta evidente que ha preferido –por algún motivo que no resulta precisable- no nombrar de manera expresa: “Y así como la historia como espectáculo reposó sobre la discutida figura del ciudadano, el espectáculo como historia se sustenta sobre otro actor mítico-estético: el receptor” (18), señalamiento que no puede dejar de asociarse al peso que la obra de Martín-Barbero otorgó al receptor mediático, en consonancia con el que le otorga buena parte de la literatura estadounidense de cultural studies.
Si recordamos la categoría de “apocalípticos” que Martín-Barbero aplicara a sus adversarios teóricos en alguna entrevista (18), suena muy contrastante esta afirmación: “Resulta significativo que en el campo de los estudios culturales gravite tanto, todavía, aquel slogan tan escaso como mitificante de “apocalípticos” e “integrados”, cuya resonancia binaria hace treinta años que busca simplificar o camuflar el acelerado desdibujarse de una teorización crítica de la cultura. La exitosa brutalidad de dicho rótulo…”(19).
Casullo habla luego de la amenaza, del recelo, con ecos nietzscheanos. Es que no sólo la figura de Marx resultaría adecuada para salvar las energías críticas de la modernidad, sino también la de aquellos autores que fueron capaces de algún tronar, de resonancias fuertes, aquellos que no se atenían a las tenues banalidades del presente posmodernizado y conciliatorio. En dicha tesitura, el estilo módico de los Ec, su ubicarse como “teorías débiles” que no pretenden el asentamiento en criterios de crítica, resulta obviamente rechazable. Todo el posterior itinerario del libro de Casullo continúa en la misma dirección: si del pasado se trata, sería para encontrar no una nostalgia, sino vestigios desde los cuales desatar un presente que fuera digno de las figuras de ese pasado. Que fuera capaz de redescubrir, entonces, el conflicto, la lucha y la imposibilidad de admisión de la mercantilización como si ella fuera el horizonte irrebasable del presente.
2.1.c.: Campos de confluencia: Latinoamérica revisitada
Una monumental antología de textos de estudios culturales –en este caso relacionados con A.Latina- es la que presenta M.Moraña en un libro editado en el año 2000 (21). Trabajado a partir del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh, el libro recopila los resultados de un Simposio realizado allí en 1998, con otras contribuciones agregadas a posteriori.
Estos trabajos no sólo son “de” Ec, sino “sobre” estos, es decir, en muchos casos toman a los Ec como objeto de tratamiento y de evaluación (crítica o no, según el emisor). Los que escriben son en gran mayoría latinoamericanos, o en su caso autores que han trabajado sobre Latinoamérica, aun cuando lo hagan desde los países del Norte.
La recopilación resulta muy rica en su vastedad, variedad y espacio de acercamiento entre latinoamericanos que escriben desde el subcontinente, y aquellos que pueden mirar “desde fuera” esos análisis y ponerlos en contraste con los propios, realizados desde la academia de los países centrales. El amplio intercambio de estos derroteros diferenciados da lugar a una rica gama de miradas y extrañamientos mutuos, que hacen del libro un espacio de consulta obligada para esta problemática.
Lejos de mi intención hacer una especie de “balance general” de una antología tan variada; nos limitaremos sólo a unos pocos textos, y a algunos de sus postulados más destacables. Sí es preciso dejar constancia expresa de que una consideración más detallada sería sin dudas sumamente útil, para aprovechar al máximo las posibilidades abiertas por una textualidad amplia y divergente.
Ya en la introducción, la compiladora nos señala su preocupación respecto de “el lugar de las ideologías en la definición de agendas culturales que se enfrentan al vaciamiento político en la posmodernidad” (p.9). La necesidad de reintroducción de lo político al análisis resulta central en su discurso; se habla de “riesgosas, pero aún pertinentes polaridades (Norte/Sur, centro/ periferia, hegemonía/subalternidad, escritura/oralidad)”…y luego: “¿Cómo restituir, finalmente, la historificación y la política a análisis que al relocalizarse en torno a la centralidad de la cultura parecen resolverse, con frecuencia, en el solaz del “pensamiento débil”, las aventuras del pastiche ideológico o las trampas de la amnesia colectiva?” (p.10)
Sin dudas que estas preocupaciones coinciden con las que muchos hemos manifestado en nuestros propios trabajos en relación con los Ec. Sigue M.Moraña: “pero la (Inter o trans) disciplinariedad es tan sólo uno de los aspectos del problema. El otro –estrechamente ligado al anterior- es el del probable disciplinamiento de los Ec en la medida en que estos se van integrando al menú académico y a sus sistemas de control institucional.
Si el populismo constitutivo de los cultural studies termina reduciendo los antagonismos a mera diferencia haciendo de ésta la nueva identidad de la posmodernidad, el carácter revulsivo de prácticas sociales y discursos antihegemónicos tiende a quedar absorbido y naturalizado en microanálisis que no remitan a parámetros teóricos o a programas político-ideológicos mayores y que pueden correr el peligro de agotarse en su propia dinámica culturalista” (p.10).
Creemos que la cita es sin dudas elocuente en cuanto a manifestar –en palabras de una académica que por trayectoria e intereses está inmersa en la perspectiva de estudios sobre lo cultural- cuáles son los peligros que acechan a los Ec en cuanto a su pérdida de relación con los marcos estructurales, y a su despolitización creciente. Son problemas que –nos señala la autora- “pueden llegar a causar el quiebre definitivo de la propuesta culturalista”; aunque a su vez “es indudable que los Ec han realizado ya, para el caso de A.Latina, una intervención fundamental, quizá definitiva, en la manera de concebir la cultura y las relaciones entre canonicidad y disciplinariedad…”.
En esta tensión entre aportes de los Ec (en cuanto a temáticas y enfoques) y peligros que acarrean (en cuanto a populismo y despolitización), se encuentran los artículos de la antología a que referimos, donde pueden hallarse los más variados matices de estas opciones.
Por ej. C.Rincón muestra que algunos perciben a los Ec como “una provocación” (22), que puede relacionarse al uso de ciertas metáforas a las que se otorga valor explicativo (caso “hibridación”), o a las dificultades de la sociología académica para dar cuenta de los nuevos fenómenos socioculturales en curso. Rincón refiere a la reconocida antología de Golding y Ferguson (23), para señalar que las críticas externas son parte del proceso de revisión que hoy sufren los Ec, y que muchas de ellas provienen precisamente de esas versiones más tradicionales de las ciencias sociales.
Tras estos señalamientos, un detallado proceso de análisis de la noción de hibridación a partir de Bhabha, finaliza en mostrar que la aplicación de dicha noción por García Canclini al caso latinoamericano no ha sido suficientemente precisa, dando lugar sólo a referir a la heterogenediad de influencias que provienen de lo premoderno, lo moderno y lo posmoderno.
En todo caso, la crítica de la noción de hibridación es una de la que por nuestra parte no hemos practicado en el libro Teorías Débiles, pero sí una de las que más habitualmente se ha realizado al autor argentino, a partir sobre todo de quienes están ligados a las posiciones poscoloniales, dentro de las cuales se busca mantener una fidelidad mayor a iniciadores de tal corriente como es Bhaba (24).
La insistencia de estos últimos en cuestiones como la no unidad interna de cada subjetividad, y la búsqueda –o al menos pretensión- de politizar el discurso en orden a las relaciones de poder en la geopolítica mundial, hacen que entiendan que la noción de hibridación de García Canclini carecería a la vez de precisión y de sentido crítico.
Abril Trigo es un ejemplo al respecto –en su caso ampliando la crítica hacia algunos usos poscoloniales del término- cuando señala la hibridez como “comodín hermenéutico poscolonial”, a la vez que dedica a la crítica de García Canclini gran parte del contenido del acápite que lleva dicho título (25).
Otros de los tópicos de crítica muy conocidos van apareciendo en textos del libro: el señalamiento de la abdicación ideológica supuesta en la apología del consumidor (26); la referencia a que los Ec llegaron a Latinoamérica por vía de su previo paso por Estados Unidos, con el adaptacionismo del caso (27); el peso de la academia estadounidense en la configuración de una agenda sobre Latinoamérica (aunque –en el artículo de De la Campa poniendo el peso al respecto en los poscoloniales, no en los autores que nosotros llamamos estrictamente de Ec latinoamericanos) (28); la crítica a “las vagas referencias a la necesidad de estudios interdisciplinarios sin primero repasar aspectos fundamentales de la institucionalidad académica, que fuerzan a establecer los Ec” (29); el vaciamiento de lo político, y la necesidad de su reinstalación (30); el abandono de las ciencias sociales a las modalidades de los estudios literarios (31); la crítica ideológica a los Ec, que en el caso de Ricardo Kaliman parte de una postura un tanto formalista de adhesión al marxismo y de no asunción de lo posmoderno (32); y –por cierto- nuevas críticas a la noción de hibridez según su uso por García Canclini en la escritura brillante de Alberto Moreiras, quien advierte una apropiación conceptualmente debilitada de la noción (33).
Una disección acabada de los aportes del libro merecerá algún posterior estudio específico.
Por ahora, nos conformamos con advertir cómo muchos de los puntos críticos que se advierten en trabajos de autores sajones como la referida compilación de Ferguson y Golding, están también plenamente presentes en la compilación de Mabel Moraña (y en lo que ella advierte en su Introducción), de modo que no cabe dudas respecto de: 1.La relación de paralelismo entre los “puntos vulnerables” de los cultural studies sajones y de los Ec latinoamericanos, lo que por otra parte lleva a advertir la remisión que los segundos han tenido a los primeros; influencia nunca suficientemente asumida, aun cuando la versión
local lleve menos al extremo algunas tendencias; 2.La problematicidad intrínseca de varios de estos puntos (licuación de ciencias sociales en humanidades, postulación interdisciplinaria sin parámetros epistemológicos, acriticidad ínsita en la noción de audiencias omnipotentes, etc.), y la necesidad de su disección y revisión sistemáticas.
Al pasar, señalemos que el libro de M.Moraña reúne a autores poscoloniales en sus diversas denominaciones (posoccidentales, subalternistas, etc.) con aquellos que nosotros hemos denominado “propiamente” Ec (los que provienen de la tradición que pasa por Williams y luego S.Hall). De acuerdo a lo dicho más arriba, no cuestionamos que también a los primeros pueda denominárselos “estudios culturales”; la decisión de uso del nombre es convencional, y remite a contextos y finalidades determinados en cada caso.
Reunirlos a todos tiene la ventaja de ofrecer espacio a sus mutuas diferencias y tensiones; pero también la desventaja de unir en una sola discusión algunas posiciones disímbolas. En todo caso, la antología de M.Moraña asume el debate en sus muy diversas vertientes y enfoques, y de tal manera se configura en un espacio de consulta irrenunciable para quien se interese por estas temáticas.
3.Breve colofón necesario
Creemos haber cumplimentado con presentar diversas posiciones que confluyen en la crítica de algunos aspectos de los Ec latinoamericanos. La isotopía discursiva que aparece muestra que existe notoria confluencia entre diversos autores, en muchos casos sin conocimiento ni influencia entre sí, lo cual hace pensar que tal confluencia surge de alguna necesidad interna de aquello que se analiza.
No nos mueve ninguna motivación iconoclasta respecto de los Ec; bien sabemos –además que la implantación institucional de una escuela académica es un largo proceso, y las críticas son apenas un “momento” menor dentro de tal proceso histórico, cuya capacidad de promover opinión es limitada y poco determinable.
Sí creemos necesario tomar la cuestión como parte del debate dentro de las Ciencias de la Comunicación, tanto en lo que hace a sostener la peculiaridad (empírica) de su objeto de análisis, como a enfrentar cierto debilitamiento conceptual respecto de una politicidad necesaria para una profesión que engarza directamente en la conformación de opinión pública; lo cual se agrava en un continente abrumado por la marginalidad y la miseria.
En cualquier caso, los Ec son ya parte establecida del acopio conceptual en nuestro subcontinente. Ojalá se pueda reasumir su referencia a las identidades, sin perder la de las clases sociales; su insistencia en la cultura, sin abandonar la economía; su apelación a lo cotidiano, sin que ello implique abdicar de la aspiración a pensar una cierta forma de totalidad social. Recibiendo su legado sin fetichizarlo, y proponiendo sus límites para ponerlos en relación con otros desarrollos, sin duda que los estaremos asumiendo en una perspectiva que supere una recepción automatizada y sin matices.
NOTAS Y REFERENCIAS
(1)Mattelart, A. y Neveu, E.: Introducción a los estudios culturales, Paidós, Barcelona, 2004
(2)El caso de B.Sarlo es claramente singular dentro de los Ec, dado que no comparte su ideología “integrada”, ver Follari, R.: Teorías Débiles (para una crítica de la deconstrucción y de los estudios culturales), Homo Sapiens, Rosario, 2002, p.78-79. Algunos de los textos decisivos para comprender las posiciones de N.García Canclini y J.Martín-Barbero que aquí se discuten: García Canclini, N.: Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo, 1990; García Canclini, N.: Consumidores y ciudadanos: conflictos culturales de la globalización, México, Grijalbo, 1995; García Canclini, N.: “De cómo Clifford Geertz y Pierre Bourdieu llegaron al exilio”, en Rev. Causas y azares núm. 7, Bs.Aires, 1998; Martín-Barbero, J.: “Nosotros habíamos hecho estudios culturales mucho antes de que esta etiqueta apareciera”, entrevista, Rev. Dissens núm. 3, Tübingen, 1997; Martín-Barbero, J.: “Mis encuentros con Walter Benjamín”, en Rev. Constelaciones de la comunicación núm. 1, Bs.Aires, 2000.-
(3)Cf. A.Mattelart et al. op.cit; esto lo hemos trabajado en equipo de investigación en informe a la SCyT de la UNCuyo, Mendoza, a fines del año 1999, documento de N.Bistué
(4)Follari, R.: Teorías Débiles (para una crítica de la deconstrucción y de los estudios culturales), op.cit.
(5)Grüner, Eduardo (comp..): Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, Bs.Aires, 1998; Casullo, N.: Modernidad y cultura crítica, Paidós, Bs.Aires, 1998; Reynoso, C.: Apogeo y decadencia de los estudios culturales (una versión antropológica), Gedisa, Barcelona, 2000.-
(6)García Canclini, N.: “Los estudios culturales: elaboración intelectual del intercambio América Latina-Estados Unidos”, en Rev. Papeles de Montevideo núm. 1, Montevideo, junio 1997; García Canclini, N.: “El malestar en los estudios culturales”, docum. en la Web, www.fractal.com.mx/F6cancli.html; Laverde Toscano, María y Reguillo, R. (eds.): Mapas nocturnos (diálogos con la obra de Jesús Martín-Barbero), Univ. Central-Siglo del Hombre, Bogotá, 1998
(7)Moraña, M (ed.).: Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina: el desafío de los estudios culturales, Cuarto Propio-Instituto Internac. de Literatura Iberoamericana, Santiago de Chile, 2000
(8)El poscolonialismo surgió de autores provenientes de la India y que han vivido al interior de Estados Unidos (E.Said, Spyvak, Bhabha). La versión referida a Latinoamérica mantiene que la mayoría de sus autores trabajan en la academia estadounidense, aún cuando ya ha habido inicios de una presencia propia en el subcontinente. Cabe citar entre ellos a A.Moreiras, E.Coronil, E:Mendieta, W.Mignolo, A.Escobar, S.Castro-Gómez, junto a otros autores cercanos pero diferenciados (A.Quijano, E.Lander). Puede consultarse al respecto: S.Castro-Gómez y E.Mendieta: Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate), ed. Porrúa, México, 1998; E.Lander (comp.): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales (perspectivas latinoamericanas), CLACSO-UNESCO, Buenos Aires, 2000.-
(9)Grüner, E.(comp..): Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, Bs.Aires, 1998
(10)Jameson, F.: “Sobre los estudios culturales”, ibid., p.116
(11)El nuevo libro de Grüner también está en editorial Paidos de Bs.Aires, editado en 2002, y se llama El fin de las pequeñas historias
(12)Un diálogo teórico sobre el tema posmodernidad, hecho de mi parte con Casullo (y también con R.Forster, que ha trabajado cercano a él) en “La posmodernidad en debate. En torno a un libro de Roberto Follari”, Rev. Dissens núm.3, op.cit.
(13)Casullo, N.: Modernidad y cultura crítica, Paidós, Bs.Aires, 1998, p.9
(14)Ibid., p.15
(15)Ibid., p.45
(16)Ibid., p.44
(17)Ibid., p.46
(18)Ibid., p.52
(19)Martín-Barbero, J.: “Nosotros habíamos hecho estudios culturales mucho antes de que esta etiqueta apareciera”, en Rev. Dissens núm.3, Tübingen, 1997
(20)Casullo, N.: Modernidad y cultura crítica, op.cit., p.55
(21)Moraña, M.: Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina…,op.cit.
(22)Rincón, C.: “Metáforas y estudios culturales”, en Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina: el desafío de los estudios culturales, ibid., p.59
(23)Ferguson, M. y Golding, P. (eds.): Economía política y estudios culturales, Bosch, Barcelona, 1998
(24)Cf. Bhaba, H.: Nation and narration, Routledge, Londres, 1990; Bhaba, H.: The location of culture, Routledge, Londres, 1994
(25)Trigo, A.: “Fronteras de la epistemología: epistemologías de la frontera”, en Papeles de Montevideo núm. 1, Montevideo, 1997
(26)Larsen, N.: “Los estudios culturales: aperturas disciplinarias y falacias teóricas”, en M.Moraña (comp.): Nuevas perspectivas…, op.cit., p.75
(27)Ibid.
(28)De la Campa, R.: “De la deconstrucción al nuevo texto social: pasos perdidos o por hacer en los estudios culturales latinoamericanos”, ibid., p.89
(29)Vidal, H.: “Restaurar lo político, imperativo de los estudios literarios y culturales latinoamericanistas”, ibid., p.121
(30)Ibid.
(31)Vidal, H.: ibid., p.123
(32)Kalimán, R.: “Un muerto que habla: a favor de la crítica ideológica”, ibid., p.127 y ss.
(33)Moreiras, A.: “Hegemonía y subalternidad”, ibid., p.135 y ss.

Globalización y clases dominantes en Centroamerica y El Salvador

Globalización y clases dominantes en Centroamerica y El Salvador
Roberto Pineda Santa Ana, 5 de noviembre de 2018

Muchas gracias, les agradezco por esta oportunidad de compartir y es un gusto hacerlo en Santa Ana, con ustedes y con Alfonso aquí presente. Voy a tratar acerca de las que considero como las principales tendencias o rasgos principales de los sectores dominantes centroamericanos, para luego concentrarme en el caso salvadoreño. A la vez inició con algunos antecedentes.

1. Antecedentes

Pretendo responder a tres preguntas en relación con cada país. Cuáles son las principales continuidades y rupturas? Quienes son los principales protagonistas? Cómo influye la globalización neoliberal? Y también esbozar algunos rasgos de actualidad.

Costa Rica: luego de la guerra civil de 1948 se establece un modelo de democracia representativa sui generis en la región: sin ejército y con una fuerte inversión social en salud y educación. Es otro modelo, hay continuidad pero no escapa a la crisis regional ni al modelo neoliberal. En 2006 se rompe el bipartidismo de socialdemócratas y social cristianos, estos últimos son desplazado por el Partido Acción Ciudadana, PAC , que llega a la presidencia en el 2014 y logra ganar un segundo periodo este año con Carlos Alvarado . En la actualidad el rasgo más característico es el enfrentamiento de la resistencia popular y sindical -por más de un mes y medio – a un intento gubernamental de reforma fiscal, que golpearía a los sectores populares. Los sindicalistas ticos nos dan un ejemplo de lucha de resistencia popular. Están en la calle luchando. En Costa Rica, 1948 es año referente.

Nicaragua: En 1979 triunfa una revolución popular que logra a través de la lucha armada, el derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza, y que conducida por el FSLN , realiza profundas transformaciones económicas y políticas, que es el proceso histórico principal del siglo XX en la región y que en 1990 la derecha local e internacional logra derrotar electoralmente. En 2006 el FSLN conducido por Daniel Ortega, mediante elecciones, regresa al gobierno y se mantiene, pero desde el 18 de abril y hasta el momento vive en medio de una profunda crisis, asediado por una oposición en la que sobresalen sectores juveniles y estudiantiles. En Nicaragua, 1979 es año referente.

Honduras: los partidos Nacional (llamados Cachurecos) y Liberal se han enfrentado durante todo el siglo XX junto con diversos momentos de dictadura militar. Este bipartidismo fue roto en junio de 2009 al abrirse una crisis política cuando los militares respaldan un golpe de estado “civil” que desplaza de la presidencia a Juan Manuel Zelaya y se genera un levantamiento popular. Un segundo capítulo inicia con las elecciones presidenciales en noviembre de 2017; con el fraude realizado por el actual presidente Juan Orlando Hernández contra Salvador Nasralla , candidato del partido LIBRE, y que provocó un levantamiento popular, con tranques en las carreteras, finalmente reprimido por las fuerzas armadas. Otro capítulo de esta crisis se abre este octubre con la salida desde Honduras de una caravana de miles de trabajadores con rumbo hacia Estados Unidos. Estas caravanas, estos éxodos antes se hacían individualmente o por familias, eran silenciosos, clandestinos, hoy son públicos, mediáticos y suceden también en El Salvador. En Honduras, 2009 es año referente.

Guatemala: en 1954 el gobierno norteamericano logró con tropas serviles, el derrocamiento del coronel Juan Jacobo Arbenz , poniendo final a un proceso democratizador iniciado en 1944. Desde entonces se establece una feroz dictadura militar, enfrentada desde principios de los años 60 a una insurgencia armada. En diciembre de 1996 luego de una prolongada guerra civil se firma un acuerdo de paz entre el gobierno y las fuerzas rebeldes, organizadas en la URNG . La izquierda se legaliza y construye un instrumento electoral, pero su impacto es mínimo. En abril de 2015 el país entra a una profunda crisis vinculada a la corrupción gubernamental. Los sectores populares logran la destitución del presidente Otto Perez y su vicepresidente Roxana Baldetti. Ambos están enjuiciados y en prisión.se convoca a elecciones presidenciales que son ganadas por Jimmy Morales bajo la consigna de honestidad (ni corrupto ni ladrón). Pero rápidamente entra en conflicto como su antecesor con la CICIG. Y este conflicto sigue hasta la actualidad marcando su gestión. En Guatemala, 1954 es año referente.

El Salvador: durante 50 años, luego de una profunda derrota de los sectores populares e indígenas en enero de 1932 , la clase dominante la cedió a las fuerzas armadas el control sobre el aparato de estado, estableciéndose una dictadura militar que duró sesenta años (1931-1992). En 1980 inicia un nuevo esfuerzo de toma del poder por los sectores populares organizados en el FMLN, que conduce a una guerra de doce años . La guerra concluye mediante un pacto de paz. A partir de Los Acuerdos de Paz de 1992 inicia un proceso democrático que lleva ya más de 25 años sin rupturas, a diferencia de 1944, y 1960. Este último periodo incluye 20 años de gobierno de ARENA y 10 del FMLN. Y existe la posibilidad del quiebre de este modelo bipartidista en el 2019 . En El Salvador, 1992 es año referente.

2. Tendencias regionales
La crisis política o la lucha de clases que recorre las cinco naciones aunque se expresa en formas particulares es una constante, ya que no es una región tranquila, es una región convulsionada. Esta crisis es generalizada, se manifiesta en Costa Rica con un enfrentamiento entre sindicalistas y gobierno; en Nicaragua con un enfrentamiento entre una oposición y gobierno; en Honduras entre oposición y gobierno; en Guatemala entre oposición y gobierno y en El Salvador a las puertas de elecciones presidenciales que pueden romper el bipartidismo dominante por 25 años, desde los Acuerdos de Paz.

Los principales desplazamientos ideológicos y políticos de las clases dominantes centroamericanas: en lo ideológico es el matrimonio con el fracasado credo neoliberal ; la promoción de un modo de vida consumista y competitivo ; en lo político, el Consenso de Washington , el pragmatismo globalizante y un modelo de democracia tutelada por las fuerzas armadas ; en lo económico, la emergencia de un nuevo modelo que pone fin al tradicional modelo agro-exportador y se basa ahora en la precariedad de la maquila y el envío de remesas familiares desde Estados Unidos, así como la aceptación de los viejos y nuevos grupos económicos de un rol subordinado con respecto a las corporaciones transnacionales .
La región centroamericana -ahora mucho más integrada y a la vez más fragmentada-experimenta como tendencias fundamentales en estos últimos veinte años, las siguientes.
1. El predominio del discurso y la práctica neoliberal en la gestión gubernamental en oposición a anterior concepción interventora y benefactora del Estrado-nación .
2. El crecimiento del poderío del capital transnacional desplazando al capital local .
3. La supeditación gubernamental a las Instituciones Financieras Internacionales, IFI (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, OMC, etc.)
4. El nacimiento del club de los milmillonarios globalizados
5. Una nueva lógica cultural globalizada
6. El afianzamiento electoral de sectores democrático-revolucionarios (Nicaragua, El Salvador, Honduras) así como la ruptura de esquemas de bipartidismo (Honduras, Costa Rica, y posiblemente El Salvador)
7. La contraofensiva de sectores de derecha orientada a la recuperación de su rol hegemónico en el estado (Nicaragua, El Salvador).
8. La aparición de la República Popular China disputándole la hegemonía política y comercial tanto a los Estados Unidos (CAFTA) como a la Unión Europea con su Acuerdo de Asociación, AdA (Costa Rica, El Salvador).
2.1 El predominio del discurso neoliberal
El discurso neoliberal tiene tres ideas fuerza principales: el pensamiento único, la receta neoliberal y el sometimiento a Washington . El pensamiento único de la derecha nos predica insistentemente que no existe alternativa; hay que ser realista y reconocer que el capitalista es el único y mejor mundo posible y lo más recomendable es permitir que el mercado mande, y que la sociedad obedezca sus mandatos. Esto un dogma cerrado, incuestionable, porque establece que la libertad de mercado prevalece sobre cualquier otro tipo de libertad.
Se manifiesta como la necesidad de aplicar la fórmula neoliberal mediante la reducción del Estado y la eliminación de todo tipo de programa social; a través de las privatizaciones , la venta de los principales activos del estado a las corporaciones transnacionales, en particular, la energía, las telecomunicaciones, los fondos de pensiones, la salud, la educación, el agua, etc. Mediante los tratados de libre comercio y los asocios público privados en los cuales el estado se encarga de garantizarle a la empresa privada nacional e internacional, las mejores condiciones para la explotación de la mano de obra nacional. El sometimiento a Washington significa impulsar una política económica, cultural, social y diplomática en beneficio de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos. Significa que el estado se convierte en gestor de la inversión extranjera así como en facilitador de los negocios privados .
En el caso hondureño y salvadoreño incluye el mantenimiento de bases militares en Palmerola y Comalapa. En Palmerola opera desde 1983 una fuerza del Comando Sur del ejército de los Estados Unidos mientras que en Comalapa existe desde el 2000 este dispositivo militar supuestamente para combatir el narcotráfico .
Este discurso dominante (modernidad, democracia, participación, transparencia, pragmatismo) se impone desde los medios de comunicación y las redes sociales. Y se encuentra en disputa con los conceptos de justicia, de solidaridad, de comunidad, de resistencia, enarbolados históricamente desde los sectores populares y las fuerzas de izquierda.
2.2 El crecimiento del poderío del capital transnacional desplazando al capital local.
Dentro de cada una de las economías centroamericanas el peso del capital transnacional y en particular del estadounidense es cada vez mayor. Y este capital transnacional se concentra principalmente en actividades estratégicas tales como la banca, energía, telecomunicaciones, minas, fondos de pensiones, agua, insumos agrícolas, y cemento. Una de las vigas maestras que permitieron este desenlace fue la firma del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (CAFTA-DR), proceso culminado en 2006 y que tuvo su mayor resistencia en Costa Rica .
La banca.
En el caso de la banca, los tres principales bancos de El Salvador son de capital colombiano: Banco Agrícola (2006), Davivienda y BAC (2010). En el caso del colombiano Banco de América Central, en Guatemala por activos, es el quinto banco, en Honduras y Costa Rica el cuarto, y en Nicaragua el tercero. (El Economista, 2018). En el caso de os grandes bancos estadounidense (Citi) e inglés (HSBC) llegaron y se fueron pronto, identificaron rápidamente que el mercado era muy pequeño para ellos.
La energía.
En el caso de la energía, la estadounidense AES posee en El Salvador más del 80 por ciento y la colombiana Del Sur el 20 por ciento restante. En 1998 la Compañía Eléctrica de Guatemala vendió el 80 por ciento de sus acciones a la española Iberdrola Energía, en el 2010 estos vendieron a la colombiana EPM en $635 millones, y es hoy la distribuidora más grande a nivel centroamericano; en el caso de Honduras esta no ha sido privatizada; en Nicaragua fue privatizada en 1990 y cedida a la española Unión Fenosa; en Costa Rica se permite la participación privada hasta un 15 por ciento, y hay presencia de la española Unión Fenosa.
Las telecomunicaciones.
La mexicana Claro disputa con la española Movistar (Telefónica) el control en nuestros países de las telecomunicaciones. En el caso salvadoreño la hegemonía la mantiene Claro en competencia con la sueca Tigo, la española Movistar y la estadounidense Digicel. En Guatemala lidera Tigo en competencia con Claro, Movistar y RED (Intelfon), esta última de capital guatemalteco, salvadoreño y panameño . En Nicaragua predomina desde 2005 la “marca líder” española Movistar.
Las minas
En El Salvador los sectores populares lograron el año pasado la prohibición de la industria minera metálica en el país. En Guatemala, Honduras, Costa Rica y Nicaragua se desarrollan actividades de compañías transnacionales mineras. En Nicaragua esta industria ha crecido a un promedio del 9% en los últimos diez años. Los principles inversionistas proceden de Canadá, Estados Unidos, Colombia, Reino Unido, Australia, y México.
Fondos de pensiones.
En el caso salvadoreño los fondos de pensiones están en manos de capital hondureño (AFP Confía) y colombiano (AFP Crecer) . En Guatemala, Nicaragua, Costa Rica y Honduras no han sido privatizados, pero el capital transnacional y local está al acecho. En el caos hondureño los bancos Atlantica y Ficohsa ofrecen planes privados .
El agua.
En El Salvador se despliega una intensa lucha por el control del agua entre empresa privada y sectores populares. La lucha contra la privatización del agua atraviesa cada uno de los países centroamericanos, en los cuales nos encontramos con una falta de inversión pública en el sector del agua y el saneamiento; falta de gobernabilidad en temas ambientales; contaminación y deterioro de los cuerpos de agua, debido a la inexistencia de leyes restrictivas y a la falta de infraestructuras para la depuración de aguas residuales. El problema en Centroamérica no es la escasez de agua sino la mala gestión.
Insumos agrícolas
Las semillas y los productos químicos para la agricultura de la que dependen los campesinos centroamericanos para sus alimentos y producción, deben ser adquiridas de gigante surgido de la compra de la estadounidense Monsanto por parte de la farmacéutica alemana Bayer. En el 2008 la estadounidense Monsanto adquiere la compañía Cristiani Burkard, líder de la industria de semillas en Centroamérica, actualmente conocido como CB.
Cemento
En El Salvador predomina la francesa-suiza Lafargue-Holcim. En los demás países centroamericanos hay una disputa entre productoras locales, como la guatemalteca Progreso, y las trasnacionales lafargue-Holcim, Argos de Colombia y la mexicana Cemex.
2.3. La supeditación a las Instituciones Financieras Internacionales, IFI

En el caso salvadoreño, luego de los Acuerdos de Paz de 1992, tanto el Banco Mundial, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo insistieron en la necesidad de iniciar la privatización de los servicios públicos , en particular la distribución de energía eléctrica , las telecomunicaciones y los fondos de pensiones; para luego pasar a la salud, educación, seguridad pública y la| distribución del agua potable, entre otros. Coincidieron curiosamente estas instituciones con el interés mostrado por diversas compañías transnacionales por adquirirlas, lo cual realizaron en los tres primeros casos en 1997 y 1998 .
Son estas grandes instituciones financieras, FMI, BM, el BID, la OMC, las que determinan y condicionan el rumbo estratégico de las economías centroamericanas e incluso mundiales mediante sus políticas de préstamos y sus “desinteresadas” asesorías.
Y como lo evidencia décadas ya de planes y exigencias de estos organismos internacionales, en la práctica las posibilidades reales de lograr niveles de desarrollo que pongan al centro las necesidades populares son bloqueados por recetas neoliberales que hunden más en la extrema pobreza a nuestras mayorías populares y vuelven aún más dependientes a nuestras economías mediante la “ansiada” inversión extranjera directa . Y para esto se firman los tratos de libre comercio y se crean las hoy de moda zonas económicas especiales y los asocios público-privados .
2.4. El nacimiento del club de los multimillonarios
No obstante la extrema pobreza que caracteriza a esta parte del mundo, algunas instituciones que se dedican a medir los niveles de riqueza como Forbes México o el Índice de Billonarios de Bloomberg, han logrado identificar a personajes que desde sus grupos familiares empresariales, o como Alfonso los llama Grupos Económicos de Poder , logran acumular fortunas que sobrepasan los mil millones de dólares.
Entre esta elite financiera sobresale desde 2015 el “nuevo rico” guatemalteco Mario López Estrada, presidente de Tigo Guatemala y nieto del expresidente Manuel Estrada Cabrera, el del Señor Presidente de Asturias. López Estrada tuvo el monopolio de la telefonía celular desde 1989 y durante seis años hasta que se permitió el ingreso de la mexicana America Movil de Carlos Slim y la española Telefónica.
También está desde el 2015 el milmillonario hondureño Camilo Atala Faraj, presidente del Grupo Financiero FICOHSA, el cual adquirió tanto en Honduras como en Nicaragua las operaciones del banco estadounidense Citi, y la fortuna de este banquero se estima en US$1,400 millones. Atala Faraj fue una figura clave en el golpe de estado contra Manuel Zelaya.
En Nicaragua, no obstante ser el país más pobre de Centro América, se identifican a dos milmillonarios: Carlos Pellas y Ramiro Ortiz. Pellas es de una antigua familia oligárquica, es dinero viejo, old money, que se hereda de generación en generación, originarios de Génova, Italia, llegan al país en 1875. Su propiedad más simbólica es el ingenio azucarero donde se fabrica el Ron Flor de Caña y se le estima una fortuna de 1.5 millones. Ortiz es banquero. Hizo el negocio de su vida cuando vendió el Banco de América Central Credomatic a un banco estadounidense a principios de este siglo. Y en 1991 funda el banco Promérica, con presencia en toda Centroamerica. Su fortuna se estima en 1.3 millones. Es el primer banco en Nicaragua y el sexto en El Salvador.
En El Salvador Bloomberg no logra identificar a ningún multimillonario. No obstante esto, Ricardo Poma y Roberto Kriete aparecen en un listado de Forbes México del 2015. Ricardo Poma preside el Grupo Empresarial Poma, que incluye hoteles, centros comerciales, complejos de oficinas y proyectos residenciales en 9 países latinoamericanos. La fortuna como grupo empresarial se calcula en $1.4 millones. En el caso de Kriete, este posee inversiones en la industria de la aviación, bienes raíces y hotelería. Su principal activo es su participación en la línea aérea colombiana Avianca, por medio de la fusión en 2010 de la línea aérea TACA de su propiedad. También es dueño de Volaris. La fortuna como grupo empresarial se calcula en $6,588 millones. Ambos, Poma y Kriete son los principales financistas del partido ARENA. El grupo Poma, otro grupo financista de ARENA, aunque no aparece como milmillonario construye en el 2002-2003 un importante centro comercial en Costa Rica, así como en Panamá e incluso Colombia .
En Costa Rica tampoco Bloomberg identifica a ningún multimillonario. Pero Forbes México señala a Francis Durman Esquivel, presidente del Grupo Montecristo y de la Corporación Yanber con un capital que asciende “apenas” a $400 millones.

2.5 Una nueva lógica cultural globalizada

Las clases dominantes centroamericanas han logrado construir una nueva plataforma cultural globalizada, que les permite un mayor nivel de control ideológico de los sectores populares, en el que se unen viejos componentes como el autoritarismo , la visión patriarcal y paternalista , con nuevos contenidos derivados de la globalización neoliberal.

Entre los principales componentes de este nuevo entramado sobresalen el control sobre los medios de comunicación , la utilización de las tecnologías de información y comunicación y el uso de las redes sociales como nuevo mecanismo de referencia laboral, social y política.

Asimismo se encuentra el afianzamiento de las extensas redes de los movimientos religiosos neo pentecostales que a partir de una visión teológica “de la prosperidad” promueven ya sea la apoliticidad o el respaldo militante a opciones de ultraderecha, como es el caso del apoyo brindado a Jair Bolsonaro en Brasil . Y esas mismas iglesias las tenemos en El Salvador en los sectores populares, como es el caso de la iglesia brasileña globalizada Pare de sufrir.
También merece mencionarse la amplia difusión de la cultura del espectáculo globalizado, que se desparrama por los deportes y que en el caso salvadoreño hace que “el clásico” futbolístico entre el Real Madrid y el Barca literalmente paralice al país. Es una nueva colonización cultural. Y a esto debemos de agregar las cadenas noticiosas, las novelas, las películas, las series policiacas o de medicina forense, los reality shows, las series de auto-ayuda, las películas de narcos, etc.
Y no podemos dejar de mencionar la visión elitista, individualista y competitiva que orienta los modelos educativos predominantes y que incluso han sido asimilados por los gobiernos de izquierda. En definitiva, nos enfrentamos a una avalancha cultural que muchas veces nos desborda.

2.6 El afianzamiento electoral de sectores democrático-revolucionarios

En el plano político el triunfo electoral en 2006 del FSLN y en el 2009 del FMLN inauguran una nueva época en la región centroamericana. Estos victorias electorales son el resultado de las luchas que los sectores populares desarrollaron contra los estragos causados por la aplicación del consenso de Washington y los ajustes neoliberales.
En Honduras fue mediante un vergonzoso fraude que JOH logra impedir el triunfo de Nasralla a finales del 2017 que era el triunfo de LIBRE; y con lo que se hubiera creado un inédito triángulo histórico de gobiernos de izquierda en la región. En el caso de Guatemala y Costa Rica las fuerzas revolucionarias son minoritarias y marginales, no constituyen alternativas de poder.
En general debe señalarse que estos avances electorales de la izquierda centroamericana, hoy en fuerte disputa, han sido posibles en la medida que existe el compromiso expreso de no modificar el sistema de democracia representativa, ni tampoco la matriz fundamental del modelo neoliberal y mucho menos el patrón de acumulación del capitalismo periférico .
2.7 La contraofensiva de sectores de derecha orientada a la recuperación de su rol hegemónico en el estado (Nicaragua, El Salvador).
No obstante estos avances de los sectores populares, la derecha centroamericana enfrenta tres grandes escenarios donde desarrollar sus planes sea de restauración o de consolidación del orden establecido.
El primer escenario es el de asedio, el de la disputa de la derecha por recuperar el control del estado de fuerzas de izquierda, la cual sigue vigente e incluso ha avanzado como en el caso de la crisis política desencadenada en Nicaragua, luego de un largo periodo de estabilidad política y el castigo en las urnas sufrido por el FMLN en marzo de este año, que le reducen sus posibilidades de alcanzar un tercer periodo de gobierno 2019-2024.
El segundo escenario es el de equilibrio de fuerzas entre sectores populares y fuerzas de derecha en Honduras. En este país si bien es cierto que JOH logró mediante el fraude mantenerse en el gobierno por un nuevo periodo, también es válido considerar que las fuerzas populares aglutinadas en el partido Libre, conducido por Mel Zelaya, no han sufrido una derrota estratégica, y mantienen sus fuerzas listas para futuras batallas. Ojala que los éxodos de población nos disminuyan estas posibilidades y se conviertan en un mecanismo de apoyo al régimen, al liberarlo depresión social.
Y el tercer escenario son los de Guatemala y Costa Rica, donde eventualmente surgen movilizaciones populares como la actual huelga de los sindicatos ticos o demostraciones populares contra Jimmy Morales, pero no existen fuerzas políticas de izquierda que logren capitalizar estos esfuerzos y orientarlos hacia una perspectiva de acumulación de fuerzas o toma del poder.
2.8 La aparición de la República Popular China disputándole la hegemonía política y comercial tanto a los Estados Unidos como a la Unión Europea.
Guatemala, Honduras y Nicaragua mantienen relaciones con Taiwán mientras que Costa Rica desde el 2007 y El Salvador desde este año 2018 las han establecido con la República Popular China. ¿Qué es lo determinante? La chequera de Taiwán. Taiwán es un aliado muy generoso.
En nuestro caso Taiwán fue un pilar de apoyo a la dictadura militar durante la Guerra Popular Revolucionaria. Los cuadros políticos de la derecha de ARENA y de las Fuerzas Armadas iban a estudiar “guerra política” a las escuelas del Kuomintang. Asimismo los cuadros de dirección del FMLN realizaron estudios militares en Vietnam y Cuba.
Es significativo el apoyo de Guatemala, Honduras y Nicaragua. No, es meramente simbólico. Son 3 de 16 países que todavía mantienen relaciones. Lo determinante para Taiwán es su relación con los Estados Unidos y la Unión Europea. Pero para los Estados Unidos si es un gesto muy significativo. Es un gesto de independencia. Y es por esto que llamaron a consultas a sus embajadores en Panamá, República Dominicana y El Salvador. Y en el caso salvadoreño hay una preocupación de índole geopolítica: el golfo de Fonseca. Y la posibilidad que el puerto de Cutuco (La Unión) pase a ser administrado por compañías chinas . Es un desafío es sus propias narices, inédito, inesperado.
Y se da en el marco de un agudizado enfrentamiento comercial global entre la RPCh y Estados Unidos. Los Estados Unidos observan alarmados como los chinos les arrebatan la supremacía comercial; y como los chinos se convierten en los principales socios económicos de diversos países sudamericanos, y de cómo avanza globalmente la nueva Ruta de la Seda. El istmo se encuentra nuevamente en disputa . Vivimos un periodo histórico de transición sistémica global .
Y seguramente Washington observa y evalúa el reciente viaje del presidente salvadoreño Sánchez Ceren a Beijing como un desafío a su hegemonía. Y tampoco a la derecha salvadoreña le ha gustado. Pero pueden hacer muy poco. No les queda más que amenazar porque saben que internacionalmente, diplomáticamente, es muy delgado el hilo que une las ilusiones con las realidades. Y la RPCh es una impresionante realidad. Sin duda alguna la apertura de relaciones con China es el evento más importante de la administración Sánchez Ceren, la que lo marcara históricamente, por lo que será recordado.
3. El caso salvadoreño
Para esta parte tomare como base un artículo que escribí en el 2011 titulado El Salvador del siglo XXI: De las 14 familias a las 14 multinacionales. En este trabajo planteaba y considero que sigue vigente lo siguiente:
“El peso de las corporaciones multinacionales en El Salvador del siglo XXI es hoy determinante y han logrado en el último lustro, desplazar al capital nacional, con lo cual el rostro económico y por lo tanto político de nuestro país, ha sido profundamente modificado. El Salvador actual es mucho más dependiente que en el pasado.

Los nuevos dueños del país

“Los gobiernos de ARENA (1989-2009) actuando como aprendices de brujo en la implementación del modelo neoliberal, por medio de las privatizaciones de recursos estratégicos, forzaron este desconcertante y difícilmente reversible desenlace. El actual gobierno de Mauricio Funes y el FMLN (2009-2011) no han revertido esta tendencia.” Podría agregar aquí al segundo gobierno del FMLN presidido por Salvador Sánchez Ceren.
Es en los últimos años de este siglo XXI que comienza, cuando se han consolidado procesos de venta de los sectores estratégicos del aparato económico, en un proceso quizás ya irreversible de convertirnos en una neocolonia, sujeta a los dictados de las multinacionales, a menos que se produzca un cambio revolucionario.
Hoy son precisamente estas multinacionales las que se aprovechan, como anteriormente lo hicieron los antiguos dueños, la oligarquía financiera, de la existencia de situaciones de monopolio y oligopolio en las principales esferas económicas, para poder así ventajosamente acrecentar sus niveles de rentabilidad y repatriación de utilidades.
Y en definitiva, se ha fortalecido el carácter dependiente de nuestra nación. Esto vuelve urgente la construcción de una estrategia de lucha desde el movimiento popular que asuma la tarea programática de la liberación nacional como eje fundamental.
Es claro que existe una nueva clase dominante representada por los gerentes y representantes de estas multinacionales. Al comprar la banca compraron el país, aunque algunos de sus CEO (chair executive officer) no sepan ni la ubicación geográfica de El Salvador y nunca se han deleitado con las sabrosas pupusas.
Por lo tanto, conocer estos nuevos desarrollos es fundamental para el diseño de una estrategia revolucionaria desde la izquierda social, que rescate el carácter popular antiimperialista de nuestro proceso, como la máxima aspiración nacional para lograr recuperar nuestra independencia y soberanía.
“Estas corporaciones multinacionales disponen de los sectores económicos estratégicos de El Salvador, entre los que se encuentran la generación y distribución de energía, telefonía fija y celular, servicio de cable, los bancos, compañías de seguros y fondos de pensiones, comida rápida, cemento, líneas aéreas, comercio al por menor, bebidas y gaseosas, y hasta los cines. Sus matrices se encuentran principalmente en Estados Unidos, pero también hay capital inglés, canadiense, español, sueco, suizo, taiwanés, italiano, colombiano y mexicano.” Hoy agregaría capital hondureño y guatemalteco, y próximamente chino procedente de la RPCh.
A continuación describiremos brevemente los principales perfiles de los nuevos dueños del país, que por esas ironías del destino, recién celebra este 5 de noviembre, el Bicentenario de su primer grito de independencia. Conmemoración que más que nostálgica debería ser de protesta y denuncia ante los nuevos dueños.

Los nuevos dueños de la banca son el HSBC, Citi, Bancolombia y Scotiabank.
O sea capital transnacional inglés, estadounidense, colombiano y canadiense. Los antiguos dueños eran la familia Siman del Banco Salvadoreño, la familia Cristiani del Citi, la familia Kriete del Banco Agrícola y la familia Belismelis del Banco de Comercio, entre otras.

“El cambio fundamental que marca el tránsito en El Salvador hacia una nueva clase dominante fue la venta en el año 2006, por parte de la oligarquía financiera salvadoreña de los bancos. Ante la creciente amenaza de un cambio revolucionario, prefirieron renunciar a su papel hegemónico y convertirse en socios menores de las corporaciones multinacionales. Y venden los cuatro bancos que habían sido sus empresas insignias.” Ha habido cambios, hoy los tres bancos principales pertenecen a capital colombiano (Banco Agrícola, Davivienda y BAC) y el cuarto (Scotiabank) a capital canadiense.

La cementera Holcim (Suiza)

“Markus Akermann, suizo, es el actual CEO, anteriormente fue Bernard Fontana. (www.holcim.com) Holcim surge en 1912 en Suiza y en el año 2010 compra cemento CESSA, aunque permite que el director ejecutivo continúe siendo Ricardo Chávez Caparroso.” Ha habido cambios,la suiza Holcim se fusiono con la francesa Lafargue en 2015 y hoy s ellaman Lafargue-Holcim.
La línea aérea AviancaTaca (Colombia)
“Avianca surge en 1919 siendo la primera línea aérea de América. En el 2009 Avianca compra la mayoría de acciones de Taca y se forma AviancaTaca.” En la actualidad únicamente queda Avianca, aunque Kriete posee el 20% de las acciones.

AES (USA)
AES es una de las más grandes empresas de energía a nivel mundial, con ganancias de $12.3 millardos para el año 2006. Con operaciones en 28 países en cinco continentes, las plantas de generación y distribución tienen la capacidad de servir a más de 100 millones de personas alrededor del mundo.”
En El Salvador luego de la privatización de este bien en 1998 , la estadounidense AES controla cerca del 80% de la distribución de energía eléctrica y el otro 20% la colombiana Delsur de un mercado de más de un millón de usuarios . Estos son recursos estratégicos que deberían ser parte del estado salvadoreño.
4. Conclusiones
En lo que va de este siglo el grado de dependencia de El Salvador a los dictados de los organismos financieros internacionales se ha incrementado. Esta dependencia determina de manera fundamental el rumbo de los países centroamericanos. Mientras esto no se modifique por más medidas “de compensación social” que se tomen, la crisis seguirá profundizándose. Y seguirán volviéndose más frecuentes las caravanas hacia el Norte, que al final terminan contribuyendo a la estabilidad política, social y laboral de los regímenes existentes. Asimismo es crucial arrebatarle al imperio la bandera de la lucha contra la corrupción. El gobierno estadounidense no tiene la autoridad moral para autoproclamarse como adalid de la lucha contra la corrupción. Esta es una bandera que debemos de recuperar. Y en tercer lugar, fortalecer el movimiento popular y social. La garantía para el avance social e incluso para la seguridad social es la organización popular. Como decía el Che: el presente es de lucha, el futuro es nuestro.