La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso

CARLOS MONSIVÁIS

La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso

La investigación histórica de Barry Carr, La izquierda mexicana en el siglo XX (Ediciones Era, 1997), informada y muy legible, indica una vez más la necesidad de estudios a fondo de un sector político y cultural tan importante y tan relegado por sus errores y sus fracasos (nunca necesariamente lo mismo). Para estudiar a la izquierda mexicana, Carr elige a la corriente comunista, hasta su conversión en Partido Socialista Unificado de México (PSUM), su reagrupamiento en el Partido Mexicano Socialista y su participación relevante en 1988, en la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas. De 1919 a 1988 la izquierda partidaria conoce triunfos, crecimiento, sectarismos atroces, generosidad, espíritu de sacrificios, dogmatismo, reducción numérica, influencia y pérdida de influencia, clandestinidades, persecución, climas de Guerra Fría, devoción irracional por la URSS, heroísmo, mezquindad doctrinaria. Acercarse a este proceso es importante por lo que revela de los aciertos y los extravíos de la mentalidad revolucionaria, por lo que exhibe de la fuerza y los poderes de asimilación del régimen de la Revolución Mexicana, y por el cúmulo de líderes, héroes, “comisarios del pueblo”, marxistas talmúdicos y arrepentidos, que la izquierda genera.
“Señores, a orgullo tengo/ el ser antiimperialista/
Señores, a orgullo tengo/ el ser antiimperialista/
y militar en las filas/ del Partido Comunista
y militar en las filas/ del Partido Comunista.”
(Con la música del Corrido de Cananea)

¿Es posible hablar de una “mentalidad homogénea” en la izquierda partidaria? Por lo menos de 1919 (la fundación del Partido Comunista Mexicano) a nuestros días, sí es evidente una expresión dominante, única en los momentos de crisis se vuelve única. Lo homogéneo viene de la profesión de fe marxista, de la creencia en la versión soviética del socialismo, del culto a la Revolución. En los veinte y en los treinta la meta es la condición del bolchevique, recio como el acero, abnegado, dispuesto a darlo todo por el Partido (así, a secas) que es la vanguardia de la humanidad, el depositario –a través del centralismo democrático– de la sabiduría colectiva. Son numerosos los testimonios de entrega, de interpretación religiosa de la militancia. De modo obvio, el sectarismo es preocupación religiosa por la ortodoxia, por el acatamiento estricto de la doctrina del materialismo histórico.

Los procesos de los partidos comunistas en el mundo no difieren en lo esencial, por la obediencia a la fuente de legitimidad: la URSS. Y en las variantes nacionales cuenta muchí-simo la personalidad de los líderes. En el caso de México las figuras primordiales del periodo 1919-1988 son, sin duda, Hernán Laborde, Valentín Campa, Vicente Lombardo Toledano, Dionisio Encinas, Demetrio Vallejo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas, Heberto Castillo y Arnoldo Martínez Verdugo. Son dirigentes inflexibles, encarnaciones del dogma, heréticos e inquisidores, artistas, intelectuales, luchadores sociales. Viven la marginalidad sin prestigio, y la marginalidad que se reconoce pese a todo. Son internacionales y son despiadadamente localistas. Adoran a Stalin, así algunos se den el lujo de admirar a Trotsky, y su idolatría les hace renunciar a la autocrítica y a su visión moral. Se entusiasman ante los avances del socialismo en el mundo, y se amargan ante la solidez de la burguesía en el país vecino de Estados Unidos, y ante la sordera del proletario. Resisten a Plutarco Elías Calles y a su revolucionarismo anticomunista, se entusiasman con Lázaro Cárdenas y aceptan que un genuino Partido Comunista requiere de la purificación de las expulsiones periódicas.

El Partido Comunista aumenta su membresía en el periodo de Lázaro Cárdenas, y luego, en los sexenios de Manuel Ávila Camacho la disminuye notoriamente. Lo acosan y lo reducen diversos factores: la fuerza del aparato de la Revolución Mexicana (entidad que usa un lenguaje muy parecido al de la izquierda, y con técnicas abundantes de asimilación); la

1935. Primer congreso de la LEAR. Aparecen entre otros, Silvestre Revueltas, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Waldo Frank, Martín Luis Guzmán y Luis Chávez Orozco.

presencia de Lombardo Toledano, que es la izquierda parti-daria del gobierno, la prédica stalinista y el rechazo al título de “comunista”; el entusiasmo generalizado ante el despegue industrial y la importación de comodidades; el optimismo panamericano que durante la Segunda Guerra Mundial borra un buen número de enconos históricos contra Estados Unidos, la impresión causada por el asesinato de Trotsky y last but not least la Guerra Fría, que dura con intensidad de 1947 a 1968, aproximadamente, aunque sus efectos todavía perduran. De todo lo citado, seguramente lo de consecuencias más extremas es la Guerra Fría, que convence a la población de la maldad intrínseca de los comunistas, a partir de una vasta campaña de calumnias… y del horror demostrable del stalinismo.

“Al burgués implacable y cruel/ no le des paz ni cuartel/
no le des paz ni cuartel”

A fines del régimen de Miguel Alemán, el organismo que en los treinta moviliza decenas de miles se vuelve el grupo voluntarismo, sacrificial y sectario, apegado al discurso de bloques verbales. Sin que se advierta, y sin que se pueda evitar, el lenguaje heroico y agitativo se va petrificando, e impide el fluir de las ideas, y el acercamiento de otros contingentes. Víctimas de campañas de linchamiento moral, combatidos por la iglesia católica, aislados políticamente, sin el asidero de la solidaridad interna de los comienzos, convencidos en el fondo de vivir en un país al margen de la historia, sumergidos en la cólera que actúa a modo de sentimiento analítico, los militantes abandonan irremisiblemente los ideales bolcheviques. Ya no caminarán desafiantes por Perspectiva Nievski alguna, ya no harán de la Cámara de Diputados su Palacio de Invierno. Y se instala la militancia seca y gris, descrita por Revueltas en Los días terrenales, donde se confunden clandestinidad y anonimato, y en donde el temperamento heroico (concentrado en la provincia) emerge para ser mejor reprimido por el gobierno y por la burocracia del PCM.

La izquierda de los cincuenta es el campo del resentimiento. Nadie, sinceramente, cree posible la revolución, no hay Condiciones Objetivas para la toma del poder. Todos insisten en la Revolución para que la fe los vuelva a ellos posibles. Y ni la liturgia partidista ni el discurso de la izquierda latinoamericana permiten la revisión de metas y programas. Todo es porque así ha sido, y se habla y se escribe con frases largas como folletos, que portan su “cinturón de castidad”, sin consideraciones para la respiración del lector, inflexibles, monótonos, que de tanto oírse y decirse se vuelven conjuros pétreos. ¡Larga vida a la tradicional amistad de los pueblos rumano y mexicano! ¡Contengamos ahora la política alcista y represora del gobierno mexicano, vasallo incondicional del imperialismo norteamericano en su fase última de concentración monopólica! ¡Alto a la política entreguista de la burguesía, que atenta contra la soberanía nacional y la tradicional amistad entre los pueblos!

Si alguien revisa el periódico del PCM La Voz de México, lo hallará, creo, orgullosamente ilegible. No se hace el periódico para la opinión pública sino para fieles que no necesitan leerlo. Y al carácter devocional de la prensa y del discurso, contribuyen los manuales soviéticos. Hablar es comunicar verdades eternas. Imprecar al enemigo es exorcizarlo. Defender a la URSS es rodear a la zona sagrada de artículos, reuniones y manifestaciones como rezos. Definir la ideología de la Revolución Mexicana es identificar lo “democrático-burgués” con aquello que “por su naturaleza misma es malvado”. (Hay términos de resonancia teológica.)

“Si no tomamos el poder, es por las dificultades de convocar para el lunes al Comité Central”

Insisto en el lenguaje de la izquierda porque éste ha sido una de sus grandes prisiones, un lenguaje no para transmitir sino ratificar convicciones inamovibles, elemento central en la parálisis y la desintegración de la izquierda partidaria. Ciertamente, la rigidez en el habla no es sólo patrimonio de la izquierda en el periodo a que me refiero; también la ejercen, y devastadoramente, la derecha política y social, los sectores gubernamentales y los grupos eclesiásticos, pero en ellos en verdad no hay la pretensión de representar a la razón histórica sino a la verdad revelada (por la Revolución Mexicana, Dios, la Familia y las tradiciones, según sea el caso). En cambio, la izquierda se pretende guiada por principios científicos, y por eso es tanto más pesado el letargo idiomático que quiere hacer las veces de discurso político. A nombre del pensamiento marxista se desemboca en la Verdad Revelada.

Entre 1920 y 1950 la izquierda partidaria y la izquierda social comparten entusiasmos, lecturas, proyectos, rechazos. Pero la izquierda política pierde sus espacios en la vida pública y se confina en el ghetto, y el nacionalismo revolucionario, tan insistente en materia cultural, y tan cercano al PRI, aleja a una parte considerable de la izquierda social. Entonces, pese a que la izquierda en general abarca un sector muy amplio, lo que se reconoce como izquierda es muy pequeño, y se le distingue por características que parecen fatales: vida de ghetto, confinamiento doctrinario que imposibilita el diálogo y la presencia convincente en otros sectores, “turismo revolucionario”, acatamiento de las directrices de Moscú.

Y al Partido Comunista sólo llegan los muy convencidos de la necesidad del proyecto socialista y, también, los persuadidos

1958. Ferrocarrileros son conducidos a Lecumberri

en el fondo de la imposibilidad de triunfos a corto y mediano plazo. La izquierda partidaria, en rigor, trabaja para la Revolución que no cree posible.

El aparato público se derechiza progresivamente, y el muro de contención de las medidas represivas es la izquierda social, que no evita golpizas, torturas y asesinatos de militantes, pero que sí es contrapeso mínimo a los linchamientos morales que anhelan los representantes mexicanos de la Guerra Fría (casi toda la prensa, el gobierno, la iglesia católica, el PRI, la CTM, la derecha organizada, algunos intelectuales). Casi obligadamente, la izquierda social también profesa la psicología marcada por los acomodos entre lo que se cree y lo que se obtiene, entre el socialismo a que se aspira y la adaptación al medio regido por el capitalismo salvaje.

En el periodo de 1940-1968 aproximadamente, una versión diluida de la “ideología de la Revolución Mexicana” (un nacionalismo que vigila de lejos al individualismo competitivo capitalista) se impone en las clases medias al tiempo que la despolitización distribuye la certeza: la política es sólo asunto de los gobernantes y, por lo demás, es corrupta por esencia. Si a la izquierda partidaria la frena la fuerza de un Estado que concede satisfacciones mínimas, asimila a un porcentaje de los disidentes, expropia periódicamente el idioma contestatario, y mantiene un adecuado comportamiento en política exterior, la izquierda social crece con rapidez estimulada por la Revolución Cubana, e interesada un tiempo en el Movimiento de Liberación Nacional (1961-1964), que en principio alienta el general Lázaro Cárdenas.

En 1959 la Revolución Cubana suscita en América Latina la esperanza, y le propone un sentido y una dirección al deseo de cambio de millones de latinoamericanos. En sus primeros años, el régimen de Fidel Castro es innovador, se enfrenta a la desnutrición, el analfabetismo, la falta de atención médica e impone a través de la Casa de las Américas su política cultural que mucho contribuye a la comunicación interna de los creadores latinoamericanos. La izquierda apoya incondicionalmente a la Revolución Cubana, considera ejemplares todos sus actos, endiosa a Fidel Castro y al Che Guevara, y no atiende a las sucesivas muestras de autoritarismo, a la prepotencia caudillista, a la frase no tan ambigua como opresiva de Castro a los intelectuales y artistas cubanos: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.

¿Para qué discrepar en lo mínimo de quien derribó la tiranía batistiana y casi politizó por su cuenta a la izquierda latinoamericana, fomentando entusiasmos, facilitando el renacimiento de metas en que ya nadie soñaba siquiera, radicalizando a grupos nuevos, entre ellos y muy inesperadamente a sectores católicos, auspiciando visiones de la pedagogía, la cultura, los términos mismos del discurso revolucionario? Los izquierdistas mexicanos viajan a Cuba y a su regreso, como el norteamericano Lincoln Steffens al volver de la URSS en los años veinte, afirman regresar del futuro “que funciona”. Lo más destacado: el culto por la Revolución Cubana solidifica la lealtad ya un tanto vacilante en torno al socialismo real: “No hay que darle armas al enemigo”. Y el marxismo-leninismo, hasta entonces manía de pequeños círculos de estudio, se expande y recobra el status religioso de que gozó en los años treinta, en medio de discusiones de corte metafísico sobre las ideologías burguesas o pequeño-burguesas, el diversionismo, el revisionismo, el trotskismo, el maoísmo. Esto podrían decir: “Nuestra doctrina es un dogma y un método de inacción”.

“Ante la crisis mundial del capitalismo, nosotros debemos…”

El Movimiento de Liberación Nacional nace limitado al extremo por sus contradicciones: el afán de responder de alguna manera al ánimo modernísimo de la Revolución Cubana, y el viejo lenguaje del antiimperialismo lombardista, con su incapacidad orgánica para distanciarse en lo ideológico y lo político de los dos árboles totémicos: la Revolución Mexicana y la Revolución Soviética. El MLN atrae antiguos militantes, intelectuales nacionalistas, estudiantes, líderes campesinos, agitadores obreros, figuras retiradas del mundo oficial. Pero no logra ampliar su espacio social y político, se deja ganar por la retórica de la vieja izquierda y pasada la emoción del principio, se va consumiendo lentamente. Mientras, la izquierda desfila apoyando a la Revolución Cubana, dándole la bienvenida al presidente de Cuba Osvaldo Dorticós, repudiando la intervención norteamericana en Santo Domingo. Y el gobierno reprime, rehabilita el discurso anticomunista, usa a la izquierda como argumento escénico en las negociaciones con Estados Unidos, y le da vida artificial a lo que ya nada significa: “el espíritu revolucionario”.

Encerrada en un discurso cada vez menos audible, la izquierda necesita, para aclararse y oscurecerse su proceso, del estallido del movimiento estudiantil de 1968 y de los movimientos revolucionarios en América Latina. El movimiento del 68 es, muy esquemáticamente descrito, el duelo más que desigual entre el afán democratizador de sectores de clases medias y la parte más tradicionalista del aparato político, encarnada en el presidente Díaz Ordaz. Entre las causas del movimiento (las principales: la protesta contra la represión policíaca y la cerrazón presidencial al diálogo) figura la defensa de los derechos humanos y la libertad a los presos políticos de 1959. Arduamente, los estudiantes y el sector de la clase media que los apoya se enteran de la mecánica gubernamental: se protesta por la barbarie policíaca, se les golpea y detiene; se insiste en el carácter legal y constitucional del movimiento; se les masacra en la plaza pública. Y un efecto colateral del 68 es el principio de la disolución de la paranoia anticomunista o antisubversiva como reflejo condicionado de la sociedad.

Nada ejemplifica mejor el desencuentro, por así decirlo, de la época moderna y la izquierda tradicional que las reacciones de Vicente Lombardo Toledano en 1968 (año de su muerte). Lombardo, agente del stalinismo, hombre de confianza del gobierno en horas de prueba, no entiende el movimiento estudiantil, más allá de su horizonte cultural y político. Así, condena al gobierno de Dubak, aplaude la invasión soviética de Checoslovaquia, defiende la política de Díaz Ordaz. En un primer intento de una política autónoma, el Partido Comunista, víctima de la histeria policíaca desde el 26 de julio, apoya a los estudiantes, censura la invasión soviética y quiere poner al día su lenguaje. No lo consigue, ni siquiera la persecución de Díaz Ordaz moviliza el lenguaje calcificado o consigue una apertura cultural.

El 68, entre otras cosas, ahonda el abismo entre sectores cada vez más numerosos de la izquierda social y la izquierda partidaria, reacia a modernizarse. Algo cambia la situación al incorporarse al PSUM grupos de universitarios que vienen en lo político del 68, y en lo cultural de la explosión de los sesenta. El PSUM organiza tocadas de rock y ocasionalmente algún aparatchik tendrá desplantes “alivianados”, pero todo es inútil. Se impone el lenguaje del optimismo, del auge indetenible de las masas, de la unidad a toda costa, de las contradicciones irresolubles en el seno de las masas. Y este lenguaje predetermina a tal punto la mentalidad pública de la izquierda política que al cabo de los proyectos de apertura, la impresión no se modifica: he aquí el anacronismo hablando a nombre del Progreso. Y en buena medida, esto se da a pesar de las buenas intenciones.

“¡No queremos apertura. Queremos revolución!”

El sucesor de Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), toma muy en cuenta las lecciones del 68, y anhela reconciliarse con los sectores universitarios y con la izquierda social. Para eso, aumenta desproporcionadamente los presupuestos de los centros de enseñanza superior, sostiene una política exterior si no muy coherente sí notable en partes (entre otras acciones, apoya al gobierno de Salvador Allende, condena y rompe relaciones con el régimen de Pinochet, y recibe en México a un contingente de exiliados chilenos), atrae a un buen número de intelectuales convencidos de hallarse ante la última oportunidad de contener la oleada fascista, y modifica el discurso oficial añadiendo la variante del Tercer Mundo y la crítica a la oligarquía financiera.

Nada de eso le evita la desconfianza de la izquierda social, y la crítica de la izquierda partidaria. El régimen de Echeverría, afirma el líder del PCM, Arnoldo Martínez Verdugo, se sostiene sobre un reformismo verbalista y no puede desviar la ola del descontento. Y se lanza el lema: “¡Ninguna confianza, ninguna ilusión, ningún apoyo al gobierno de Echeverría!” No que fuera mucho el apoyo encontrable en la izquierda partidaria. En 1973 –informa Enrique Condés Lara en su interesante y polémico libro Los últimos años del Partido Comunista (1969-1981)– el PCM carece de local, no hay campañas económicas, sólo se dispone de veinte profesionales (algunos a medio sueldo) y el gasto mensual no llega a los cuarenta mil pesos. Y a esto se le añade la persecución policíaca, el descrédito social, la atmósfera de ghetto.

Uno de los sectores más alejados de las seducciones de Echeverría es el de los jóvenes radicales, que siguen con devoción los acuerdos de la Tri-Continental, memorizan los discursos posbolivarianos del Che Guevara (“Crear uno, dos, tres,… muchos Vietnam”), sufren la muerte del héroe en las soledades bolivianas y se indignan ante el “entreguismo” de los demócratas, y se apasionan con los ensayos de Régis Debray, el apóstol del foquismo (y luego, uno de los profetas de Mitterrand). En 1971 hace su aparición pública la guerrilla, en gran parte fruto de escisiones de la Juventud Comunista. Surgen el Frente Urbano Zapatista, Comandos Armados del Pueblo, Lacandones, Movimiento de Acción Revolucionaria, Frente Revolucionario Armado Popular, Guajiros, Unión del Pueblo, y de modo estelar, la Liga Comunista 23 de Septiembre. Entre 1972 y 1975, son asesinadas cerca de cinco mil personas (guerrilleros, policías, transeúntes, familiares y amigos de los guerrilleros) en diversas acciones armadas o en asaltos a “casas de seguridad”; se contabilizan más de quinientos desaparecidos, la mayoría de ellos presumiblemente torturados y asesinados; de la guerrilla rural en el estado de Guerrero se desprenden dos leyendas populares (Genaro Vázquez Rojas, muerto en accidente de automóvil, y Lucio Cabañas, muerto en enfrentamiento con el ejército); la mayor parte de los grupos desaparece pronto, a causa de la infiltración policíaca, y la Liga 23 de Septiembre, al principio reducto del idealismo desesperado, se extingue en la descomposición militarista, luego de numerosos asaltos y crímenes (entre ellos, el del industrial Eugenio Garza Sada).

Todas las lecciones extraídas de la guerrilla culminan en la misma moraleja: en las condiciones de México, la violencia revolucionaria desemboca por fuerza en la matanza de unos y otros, en la brutal metamorfosis psíquica de los idealistas, en la militarización mental, en la derrota, la frustración y, lo peor, la impunidad para los responsables de la guerra sucia. Casi nada queda de la vehemencia de quienes pretenden el asalto al poder. Una consecuencia del clima de la militancia armada sí es evidente: la intolerancia de la extrema izquierda, que se esparce en los centros de enseñanza media y superior, origina fenómenos tan lamentables como “la tropa galáctica” en la Universidad Autónoma de Puebla, y “los enfermos” en la Universidad Autónoma de Sinaloa, grupos de activistas, por lo común muy jóvenes, radicalizados a partir de unas cuantas lecturas y de su propia experiencia amarga (“los enfermos”, que producirán el lema: “Torta o muerte”, se enorgullecen de su nombre: “Estamos enfermos de ansiedad revolucionaria”). El 68, filtrado por el trituramiento anímico de la clandestinidad falsa y verdadera, da por resultado la fiebre del asambleísmo y de la denuncia de los reformistas.

En universidades de provincia, en la Facultad de Ciencias, en Ciencias Políticas, en Filosofía y Letras, en Economía, en preparatorias y colegios de Ciencias y Humanidades se intimida y amenaza en nombre del marxismo. Se divulgan nociones dogmáticas, enseñadas con celeridad parroquial, y la irritación malinformada le infunde un punto de vista (el que sea) a nuevos contingentes que masifican las universidades y que provienen en su mayoría de familias de escasos recursos. En la academia, una generación de ensayistas, politólogos y sociólogos marxistas quiere romper con un pensamiento anquilosado, y en las escuelas la impaciencia quiere hacer las veces de ideología del advenimiento del cambio.

Let it be: la revolución como pasión

En la década de los sesenta, ya la izquierda social se ha escindido, y grupos cada vez más numerosos se sienten internacionalistas, en lo político y, ésta es la novedad, en lo cultural. Se rechaza la intervención norteamericana en Vietnam y se defiende la Revolución Cubana, pero también –lo que para la izquierda partidista es sacrilegio– se oye rock, se reverencia a los Beatles y los Rolling Stones, se fuma mariguana, se lee con devoción a escritores “burgueses”. Mientras, la izquierda tradicional se aferra al realismo socialista (y sus variantes, entre ellas la poesía que genera la Revolución Cubana, y la horrísona “canción de protesta”), mantiene su lectura rígida del muralismo, aplaude la tesis siqueiriana de “No hay más ruta que la nuestra”, condena el “arte decadente” y “degenerado”, y se sumerge en el ámbito equidistante de la letra impresa y el analfabetismo: los manifiestos donde el lenguaje usado impide la lectura y congela el pensamiento.

Un dato entre otros: en 1971 un alegato guerrillero de Raúl Ramos Zavala, que abandona la juventud comunista y elige la vía armada, lleva el título de Let it be, la frase internacionalizada por los Beatles, que expresa conformidad ante el destino. Si la Liga 23 de Septiembre se probará inmisericorde y dogmática al extremo, en sus inicios al menos comparte la nueva visión cultural que la izquierda partidaria no logra asir, inmersa en el feroz anacronismo que la lealtad a la URSS provoca. A los comunistas mexicanos y a los integrantes de los demás grupúsculos, el Futuro (el socialismo) compensa por vivir en el pasado (el arrinconamiento que niega los cambios circundantes para no contaminarse de burguesía). Y lo que desde fuera se ve como empecinamiento, ellos se lo explican como “paradoja de la Historia”.

En los años setenta el marxismo se pone de moda, influye no tan disimuladamente en el discurso oficial y en los medios académicos y periodísticos, y se integra al paisaje explicativo de la realidad nacional, contaminando incluso el discurso de la derecha política (los del PAN le toman a la izquierda lemas, fraseología, guiños ideológicos). Pero tal seducción no se traduce en una mínima presencia social, ni en mayor influencia sobre los sectores organizados. En donde el marxismo fructifica especialmente es en la revisión histórica, punta de lanza de la perspectiva de izquierda, interrumpida desde el sexenio de Lázaro Cárdenas, por la Guerra Fría y la sujeción del PCM al aparato de propaganda soviética. Por otra parte, y crecientemente, son muchos los que abandonan las ideas opresivas, el vivir siempre “en transición”, el admitir el presente sólo como un trámite para el futuro liberador, el concebir el país como boceto inacabado, porque el verdadero México se iniciará con el socialismo. Y los historiadores van recuperando la gran tradición soterrada, la de los militantes infatigables que a lo largo del siglo han sido, pese a todo, parte fundamental de la conciencia moral de México, ejemplos de congruencia y generosidad.

La “apertura democrática” del gobierno de Echeverría quebranta el anticomunismo oficial (el PRI se acerca a la Internacional Socialista), y el gobierno de José López Portillo (1976-1982), simpatizante declarado de los sandinistas y de la Revolución Cubana (“Quien toca a Cuba, toca a México”, declara López Portillo en La Habana), al tiempo que lanza al país por la ruta del endeudamiento y la falsa abundancia petrolera, pone en marcha la Reforma Política que en 1979 le permite al PMC, por vez primera desde 1946, participar legalmente en las elecciones. Los resultados son de algún modo sorprendentes: 750 mil votos para la coalición de izquierda y dieciocho diputados en la Cámara.

La unión hace las siglas

El 5 de noviembre de 1981 cinco grupos se unifican y forman el Partido Socialista Unificado de México, el PCM, el Partido del Pueblo Mexicano, el Movimiento de Acción Unificada Socialista, el Partido Revolucionario Socialista y el Movimiento de Acción Popular. A la fusión la domina la convicción implícita y explícita: los escasos beneficios del término comunista se han agotado, hay que darle oportunidad a nuevas concepciones y abandonar las ilusiones a largo plazo. Al principio, el PSUM es recibido con entusiasmo y llena la plaza de la Constitución en la campaña electoral de 1982 (“el Zócalo Rojo”), pero el proyecto no cuaja como se esperaba, la integración de grupos y grupúsculos no se consuma, algunos se separan pronto y el PSUM queda como una alternativa más, la menos débil, de un conjunto de donde participan el Partido Revolucionario de los Trabajadores, de filiación trotskista, y el Partido Mexicano de los Trabajadores, cuyo líder, Heberto Castillo, es el crítico más agudo de la política petrolera de López Portillo.

La fuerza de la izquierda social (movimientos de opinión pública, sectores intelectuales y magisteriales, corrientes sindicales, órganos de prensa, enclaves académicos) no disminuye, pero las posibilidades de la izquierda política se atomizan.

1968. Estudiantes y ejército en el Zócalo.

Fragmentados, sin proyectos consistentes, escindidos en esfuerzos ni irreconciliables ni integrables, los grupos de izquierda no aumentan significativamente su votación en las elecciones de 1985.

Frente a la lentitud y la inercia de la izquierda tradicional, una izquierda distinta, autogestionaria y dispuesta a renunciar al autoritarismo, surge en las colonias populares, en los grupos ecologistas, en los pequeños sindicatos, en las cooperativas de barrio, en las comunidades eclesiales de base, en las agrupaciones campesinas, en las secciones magisteriales. Aún no se advierte su impulso desde una perspectiva nacional y ciertamente las organizaciones partidarias no son ahora sustituibles, pero esta izquierda diferente hace ver la urgencia de nuevos proyectos nacionales, regionales, locales. Así, paradójicamente, no obstante la debilidad de la imagen pública de la izquierda (evaporado el fantasma de la “subversión comunista”), son muy vigorosos los movimientos populares de izquierda, y la izquierda cultural.

El 88 sorprende a todos, precisamente porque se creía anulada o extinguida la izquierda, víctima de su propia avidez de lucha interna, de la eficacia histórica con que prende el anticomunismo, de la rigidez de su dirigencia, de su antiintelectualismo, de la eficacia calumniadora y asimiladora del Estado, y, muy principalmente, de su pérdida de poder de convocatoria y su relegamiento de las causas de la justicia social. Pero dista de ser un espectro, y la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas lo ratifica. El impulso extraviado o sepulto o traspapelado renace en un instante y es muy probable que Cárdenas hubiese ganado las elecciones, aunque también es muy probable que Salinas de Gortari las hubiese perdido. Pero lo cierto es que ya en 1988 la izquierda comunista es un cadáver sin prestigio, y a la causa socialista le quedan pocos meses de vida. Cuauhtémoc Cárdenas dista de ser la izquierda tradicional, es el nacionalismo revolucionario, si se quiere también anacrónico, pero con la fuerza que le infunde la necesidad de participación de millones que simplemente no se acercarían al PCM, al PSUM, al PMS. Luego, tiene lugar el sexenio de Salinas.

Carlos Monsiváis, “La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso”, Fractal n° 5, abril-junio, 1997, año 2, volumen II, pp. 11-28.

A ragged process

A ragged process

by: Sam Webb
October 29 2009

Slightly over a year ago, the American people elected a young African American to the presidency and increased the Democratic majorities in the Congress. President Obama’s victory represented a repudiation of the right-wing ideology, politics and economics. It constituted a serious setback for neoliberalism in both its conservative and liberal skin.

The defeat of right-wing extremism was a long time in coming, but when it finally happened it did so not only because of the brilliance of the candidate, now president, but also due to the broad wings of a people’s coalition. Not in our lifetime have we participated in such a movement.

This swing in the political pendulum in the direction of economic justice, equality and peace ushered in the possibility of a new era. After 30 years of right-wing dominance, the balance of class and social forces is tilting once again in a progressive direction, but not to the degree that a people’s agenda is simply rolled out and easily enacted.

That would be wishful thinking and we shouldn’t engage in such thinking, as tempting as it is. The struggle ahead, much like the struggle over the past three decades, will be fierce. There will be no easy victories. But political advantage has shifted to our side and that’s no small accomplishment.

To turn this advantage into a new New Deal will take many things, but two I consider fundamental: a proper strategy and a sense of process.

Some may wonder why I don’t mention tactics. They are important to be sure, but they are shaped by strategy and process, not the other way around. Tactics are a dependent variable in this equation.

A proper strategy envisions the main class and social groupings and personalities that have to be assembled and united to transform the possibility of this moment into a concrete, lived reality for millions of people.

The strategic thrust of last year – to defeat the ultra right, especially as expressed by the Republican Party, at the polls – doesn’t quite fill the bill any longer. Right wing extremism is still a factor, as demonstrated by the health care battle, but as a result of the election’s outcome, it is on the defensive, no longer able to set the agenda and frame the debate to its desire.

At the same time a pure anti-corporate strategy doesn’t quite fit either, given the configuration of forces coming out of the elections and the political agenda going forward.

The coalition to deepen and consolidate the promise of our time, in my view, stretches (for now) from President Obama to the core forces of the people’s movement: labor, African American, Latino, and other the racially oppressed people, women, and youth. It also includes those who sat out last year’s election, small and medium sized businesses, dissatisfied grassroots supporters of the right wing, sections of the Democratic Party and even corporate capital – depending on the issue at hand.

So the task – and it won’t be easy – is to activate and maximize the unity of this very diverse, multi-class, and fluid coalition in the course of concrete struggles.

There will be competing views. Not everyone will be on board on every issue; the lineup and mix will change as the agenda and struggle changes. Some participants will be dependable and clear headed – the core forces – while others will be unreliable and temporary.

The notion of the capitalist class on the one side and the working class on the other may sound “radical,” but it is neither Marxist, nor found in life and politics. Pure forms exist in high theory, but nowhere else. It would be a profound mistake to distance the core forces of this coalition from others who are temporary and unreliable at this and subsequent stages of struggle.

As for process, it is imperative to have a sense of the ebbs and flows of mass struggle – the contradictions and the dialectics – plus the near constant reconfiguration of this broad, multi-class coalition. Progress (and process) is never a straight line forward nor neatly packaged. It is usually ragged.

The main elements of the New Deal, for instance, were won not in 1933, which was Roosevelt’s first year in office, but in 1935-1937. These elements were the fruit of a many-layered, multi-faceted struggle of a motley group of social actors.

I suspect the future will be much the same.

Reflections on some political and ideological questions today

Reflections on some political and ideological questions today

by: Sam Webb
December 21 2009

The president doesn’t simply register and reflect the balance of power; he influences it as well; no other person has as much power as the president. To identify him as a centrist Democrat akin to Clinton or Carter or Kennedy conceals more than it reveals; it’s too neat. It doesn’t help us understand him as a political actor and his place in the broader struggle for progressive change. And it can quickly lead to narrow tactics and a wrong-headed strategic policy.

Some say, for example, that the strategic role of the left is to criticize the president, to push him from left. But is that a good point of departure strategically? Doesn’t it elevate a tactical question to a strategic one?

Criticizing the president (especially in the internet age) takes little imagination or effort, far less than activating the various forces that elected him last year. To do the latter takes a strategic sense, flexible tactics, creative thinking, and hard work. The president’s report card, it could easily be argued, is better than the coalition that elected him. He doesn’t get an A, but neither do we.

There are no prohibitions against criticism of the president, but it should be done in a unifying and constructive way. The success or failure of the Obama presidency will resonate for years. A deep imprint on class and racial relations will be part of his legacy. It is hard to imagine how a successful struggle for reforms can happen without the president or how anyone other than the extreme right and sections of the ruling class would benefit if his presidency fails.
Attitude towards reform

A very different political and ideological issue that has a bearing on practical politics is the assertion that capitalism has no solutions to the present crisis and can’t be reformed.

If this means that the endemic crises of capitalism (for example, cyclical and structural unemployment, regular crises, overproduction, over accumulation, etc.) will persist as long as the profit motive is the singular determinant of economic activity, we would agree.

But if this means that anything short of a system wide change is of little importance, or that the underlying dynamics and laws of motion can’t be modified, we would disagree.

We should avoid counterposing the bankruptcy of capitalism against the struggle for reforms under capitalism. Such juxtaposition is unnecessary and counterproductive. If we don’t struggle for the latter (reforms), what we say about the former (systemic nature of problems) will carry little weight nor will we get to where we want to go – socialism.

Capitalism is more elastic than some believe. It changes on its own (its internal laws motion – what Marx studied in “Capital”) and is modified by the class struggle. Look at its historical development if you don’t believe so.
Role of the working class

Still another ideological question is the role of the working class in general and the labor movement in particular. The right wing and mass media (not just Fox) either heap abuse on the labor movement or make it invisible. They are well aware of the new developments in organized labor, and recoil at the prospect of a revitalizing labor movement. None of this is a surprise.

What is surprising is that many progressive and left people either have a blind spot when it comes to the labor movement, or see it as just another participant, or refuse to see – even dismiss out of hand – the new developments within it.

Leading up to the AFL-CIO convention, we heard more than once that labor should be “a social movement,” that it should “take on capital,” etc. But, unless you are the hostage of “pure” forms of the class struggle, isn’t that what labor is doing – in the elections last year and on issues like health care, war, racism, immigration, climate change, international solidarity, and so forth?

Granted it’s not across the board, there are still backwaters, the old style of leadership hasn’t completely disappeared, and rank-and-file participation is not where it should be.

But isn’t that an old movie? Is going over in righteous indignation the litany of sins of the labor movement the most productive thing that we can do? Doesn’t it make far more sense to note the new development and directions, the new thinking, and the new composition of labor’s leadership? Do we think that the transition from the legacy of the Cold War and the so-called Golden Age of capitalism can happen in a day, in a month, in a decade? Change is hard, but when sprouts of change come to the light of day we should nurture them.

Our understanding of Marxism reveals that in the process of exploitation, not only surplus value, but also oppositional tendencies arise – albeit uneven and full of contradictions and inconsistencies – but arise nonetheless to challenge corporate prerogatives and class rule.

An under appreciation of the new developments in labor can only weaken the broader movement for change.
Marxism

Finally, Marxism is an open-ended, integrated, and comprehensive set of ideas to conceptualize and change the world – a world outlook. It brings to the light the existing and developing regularities and laws of social development of societies, and especially capitalist society.

Thus, continually deepening our understanding of Marxism’s basic theoretical constructions is of crucial importance to us – not to mention the movement as a whole.

At the same time, Marxism is not simply a science (understood in a general sense) and worldview, but it is also a methodology.

Marxist methodology absorbs and metabolizes new experience; it gives special weight to new phenomena.

It isn’t about timeless abstractions, pure forms, ideal types, categorical imperatives unsullied by inconvenient facts, unexpected turns and anomalies; it doesn’t turn partial demands, reformist forces, inconsistent democrats, liberals, social democratic labor leaders, even blue dog democrats, into a contagious flu to be avoided at all costs.

Marxist methodology insists on a concrete presentation of a question and an exact estimate of the balance of forces at any given moment.

As a method of analysis, Marxism emphasizes fluidity, reexamining old and new questions, process, dialectics, and movement; it’s about allowing space for individuals and organizations to change.

We should deepen our understanding of Marxism as a science and methodology. And we should not give too much attention to those who take issue with us from the left. When we do, it cuts down on our ability to think creatively and respond practically to new opportunities and developments.

In the era of the Internet, everyone’s voice is amplified. If some try to turn Marxism into a sacred canon much like the strict constitutional jurists and biblical literalists do with the Constitution and Bible, so be it; if they want to spend all their time looking for examples of right deviations, to the point where they themselves are simply self-satisfied observers of struggle and too busy to build the people’s movement or, in the case of those who are in our party, build our organization and press, so be it.

We will go our own way, focusing our energy and talents on building the working-class movement and our party and press, and be much the wiser for it.

SOBRE LAS PERSPECTIVAS DEL P.C. DE ALEMANIA Y SOBRE LA BOLCHEVIZACION

SOBRE LAS PERSPECTIVAS DEL P.C. DE ALEMANIA Y SOBRE LA BOLCHEVIZACION (*)

Entrevista con Herzog, miembro del Partido Comunista de Alemania
Joseph Stalin

1a pregunta (Herzog): ¿Considera usted que las relaciones políticas y económicas en la república democrático-capitalista de Alemania son tales que la clase obrera habrá de librar la lucha por el Poder en un futuro más o menos próximo?

Respuesta (Stalin): Sería difícil responder con toda concreción a esta pregunta, si se trata de plazos, y no de tendencias. Huelga demostrar que la presente situación se distingue esencialmente de la situación de 1923, lo mismo por las condiciones internacionales que por las interiores. Eso no excluye, sin embargo, que la situación pueda cambiar radicalmente en un futuro próximo en favor de la revolución, teniendo en cuenta posibles cambios importantes en la situación exterior. La inestabilidad de la situación internacional es garantía de que esa hipótesis puede llegar a ser muy probable.

2a pregunta: En vista de la presente situación económica y de la actual correlación de fuerzas, ¿necesitaremos de un período preparatorio más largo para ganarnos a la mayoría del proletariado (requisito que Lenin planteó a los Partidos Comunistas de todos los países como una tarea muy importante, precedente a la conquista del Poder político)?

Respuesta: Por lo que se refiere a la situación económica, sólo puedo juzgar por los datos generales de que dispongo. Creo que el Plan Dawes (1) ha dado ya ciertos frutos, que han permitido estabilizar relativamente la situación. La penetración del capital norteamericano en la industria alemana, la estabilización de la moneda, la mejoría en varias ramas muy importantes de la industria —lo que no significa, ni mucho menos, el saneamiento a fondo de la economía del país— y, en fin, cierto alivio de la situación material de la clase obrera, no han podido por menos de consolidar hasta cierto punto las posiciones de la burguesía en Alemania. Podríamos decir que éste es el lado «positivo» del plan Dawes.

Pero el plan Dawes tiene también lados «negativos», que en cierto período deben dejarse sentir forzosamente y que harán saltar por los aires sus resultados «positivos». Es indudable que el plan Dawes representa para el proletariado alemán una doble losa: la del capital interior y la del exterior. Las contradicciones entre la ampliación de la industria alemana y la reducción de los mercados exteriores de esa industria, la desproporción entre las demandas hipertrofiadas de la Entente y las posibilidades máximas de satisfacerlas por parte de la economía nacional alemana, son circunstancias que, al empeorar inevitablemente la situación del proletariado, de los pequeños campesinos, de los empleados y de los intelectuales, no pueden por menos de llevar a un estallido, a la lucha directa del proletariado por la toma del Poder.

Pero no hay que considerar esta circunstancia la única condición favorable de la revolución en Alemania, Para la victoria de esta revolución se necesita, además, que el Partido Comunista represente a la mayoría de la clase obrera, que sea la fuerza decisiva en la clase obrera. Es necesario que la socialdemocracia sea desenmascarada y derrotada, que sea reducida a una minoría insignificante en la clase obrera. De otra manera no puede ni pensarse en la dictadura del proletariado. Para que los obreros puedan vencer, les debe alentar una misma voluntad, les debe guiar un solo partido, que goce de confianza indudable entre la mayoría de la clase obrera. Si dentro de la clase obrera hay dos partidos de igual fuerza que rivalizan entre sí, es imposible una victoria duradera, aunque se den condiciones exteriores favorables. Lenin fue el primero que lo subrayó con insistencia, en el período anterior a la Revolución de Octubre, como condición esencialísima para la victoria del proletariado.

La situación más favorable para la revolución podría considerarse aquella en que la crisis interior de Alemania y el aumento decisivo de las fuerzas del Partido Comunista coincidiesen con graves complicaciones en el campo de los enemigos exteriores de Alemania.

Opino que la falta de esta última circunstancia fue uno de los factores que influyeron más negativamente en el período revolucionario de 1923.

3a pregunta: Usted ha dicho que el P.C. de Alemania debe contar con la mayoría de los obreros. Hasta ahora se ha dedicado a ello demasiado poca atención. ¿Qué cree usted que se debería hacer para convertir el P.C. de Alemania en un partido enérgico, con progresiva capacidad de reclutamiento?

Respuesta: Algunos camaradas suponen que fortalecer el Partido y bolchevizarlo significa expulsar de él a todos los disidentes. Eso, claro está, no es cierto. Desenmascarar a la socialdemocracia y dejarla reducida a una minoría insignificante en la clase obrera sólo es posible en el curso de la lucha cotidiana por las necesidades concretas de la clase obrera. No hay que poner en la picota a la socialdemocracia sobre la base de los problemas del cosmos, sino sobre la base de la lucha cotidiana de la clase obrera por mejorar su situación material y política; por cierto, las cuestiones del salario, de la jornada de trabajo, de las condiciones de vivienda, de los seguros, de los impuestos, del paro obrero, de la carestía de la vida, etc. deben desempeñar un papel muy importante, si no decisivo. Golpear a los socialdemócratas cada día sobre la base de estas cuestiones, poniendo al desnudo su traición: tal es la tarea.

Pero esa tarea no se cumplirá por entero si las cuestiones de la actividad práctica diaria no se ligan a los problemas cardinales de la situación internacional e interior de Alemania, y si en todo su trabajo el Partido deja de enfocar las cuestiones de cada día desde el punto de vista de la revolución y de la conquista del Poder por el proletariado.

Pero esa política únicamente podrá aplicarla un partido que tenga a la cabeza cuadros dirigentes lo bastante expertos para saber aprovechar, con el fin de fortalecer el partido, cada falla de los socialdemócratas y lo bastante preparados teóricamente para que los éxitos parciales no les hagan perder las perspectivas del desarrollo revolucionario.

A ello, principalmente, se debe que el problema de los cuadros dirigentes de los Partidos Comunistas en general, comprendido el Partido Comunista de Alemania, sea uno de los más importantes en la labor de bolchevización.

Para la bolchevización se necesita crear, por lo menos, algunas condiciones fundamentales, sin las que la bolchevización de los Partidos Comunistas es de todo punto imposible.

1) Es necesario que el Partido no se considere un apéndice del mecanismo electoral parlamentario, como en realidad se considera la socialdemocracia, ni un suplemento de los sindicatos, como afirman a veces ciertos elementos anarco-sindicalistas, sino la forma superior de unión de clase del proletariado, llamada a dirigir todas las demás formas de organizaciones proletarias, desde los sindicatos hasta la minoría parlamentaria.

2) Es necesario que el Partido, y de manera especial sus cuadros dirigentes, dominen a fondo la teoría revolucionaria del marxismo, ligada con lazos indestructibles a la labor práctica revolucionaria.

3) Es necesario que el Partido no adopte las consignas y las directivas sobre la base de fórmulas aprendidas de memoria y de paralelos históricos, sino como resultado de un análisis minucioso de las condiciones concretas, interiores e internacionales, del movimiento revolucionario, teniendo siempre en cuenta la experiencia de las revoluciones de todos los países.

4) Es necesario que el Partido contraste la justeza de estas consignas y directivas en el fuego de la lucha revolucionaria de las masas.

5) Es necesario que toda la labor del Partido, particularmente si no se ha desembarazado aún de las tradiciones socialdemócratas, se reconstruya sobre una base nueva, revolucionaria, de modo que cada paso del Partido y cada uno de sus actos contribuyan de modo natural a revolucionarizar a las masas, a preparar y educar a las amplias masas de la clase obrera en el espíritu de la revolución.

6) Es necesario que el Partido sepa conjugar en su labor la máxima fidelidad a los principios (¡no confundir eso con el sectarismo!) con la máxima ligazón y el máximo contacto con las masas (¡no confundir eso con el seguidismo!), sin lo cual al Partido le será imposible, no sólo instruir a las masas, sino también aprender de ellas, no sólo guiar a las masas y elevarlas hasta el nivel del Partido, sino también prestar oído a la voz de las masas y adivinar sus necesidades apremiantes.

7) Es necesario que el Partido sepa conjugar en su labor un espíritu revolucionario intransigente (¡no confundir eso con el aventurerismo revolucionario!) con la máxima flexibilidad y la máxima capacidad de maniobra (¡no confundir eso con el espíritu de adaptación!), sin lo cual al Partido le será imposible dominar todas las formas de lucha y de organización, ligar los intereses cotidianos del proletariado con los intereses básicos de la revolución proletaria y conjugar en su trabajo la lucha legal con la lucha clandestina.

8) Es necesario que el Partido no oculte sus errores, que no tema la crítica, que sepa capacitar y educar a sus cuadros analizando sus propios errores.

9) Es necesario que el Partido sepa seleccionar para el grupo dirigente fundamental a los mejores combatientes de vanguardia, a hombres lo bastante fieles para ser intérpretes genuinos de las aspiraciones del proletariado revolucionario y lo bastante expertos para ser los verdaderos jefes de la revolución proletaria, capaces de aplicar la táctica y la estrategia del leninismo.

10) Es necesario que el Partido mejore sistemáticamente la composición social de sus organizaciones y se depure de los disgregantes elementos oportunistas, teniendo como objetivo el hacerse lo más monolítico posible.

11) Es necesario que el Partido forje una disciplina proletaria de hierro, nacida de la cohesión ideológica, de la claridad de objetivos del movimiento, de la unidad de las acciones prácticas y de la actitud consciente hacia las tareas del Partido por parte de las amplias masas del mismo.

12) Es necesario que el Partido compruebe sistemáticamente el cumplimiento de sus propias decisiones y directivas, sin lo cual éstas corren el riesgo de convertirse en promesas vacías, capaces únicamente de quebrantar la confianza de las amplias masas proletarias en el Partido.

Sin estas condiciones y otras semejantes, la bolchevización suena a hueco.

4a pregunta: Ha dicho usted que, junto a los lados negativos del plan Dawes, la segunda condición para que el P.C. de Alemania conquiste el Poder es llegar a una situación en la que el partido socialdemócrata quede completamente desenmascarado ante las masas y deje de ser una fuerza seria entre la clase obrera. Teniendo en cuenta los hechos reales, aun estamos lejos de eso. Aquí se ponen de manifiesto con evidencia los defectos y la debilidad de los métodos actuales de trabajo del Partido. ¿Cómo eliminarlos? ¿Qué opina usted de las elecciones de diciembre de 1924, en las que la socialdemocracia —un partido totalmente corrompido y putrefacto—, lejos de perder nada, ha ganado unos dos millones de votos?

Respuesta: No se trata de defectos en el trabajo del Partido Comunista de Alemania. Lo que ocurre es, ante todo, que los empréstitos norteamericanos y la penetración del capital norteamericano en el país, más una moneda estabilizada, mejorando un tanto la situación, han engendrado la ilusión de que es posible eliminar por completo las contradicciones interiores y exteriores ligadas a la situación de Alemania. Montada en el caballo blanco de esas ilusiones ha entrado la socialdemocracia alemana en el Reichstag actual. Wels se engalla ahora con su victoria en las elecciones. No comprende, por lo visto, que se atribuye una victoria ajena. No ha vencido la socialdemocracia alemana, sino el grupo Morgan. Wels no era y no es sino un dependiente de Morgan.

(*) Publicado el 3 de febrero de 1925 en el núm. 27 de «Pravda»

Notas:
1 Se conoce con el nombre de plan Dawes el informe sobre el pago de las reparaciones por parte de Alemania, redactado por una comisión internacional de expertos que presidía el financiero y general norteamericano Dawes y aprobado el 16 de agosto de 1924 en la Conferencia de Londres de los aliados.

Un Lobo que viste piel de cordero

Un Lobo que viste piel de cordero

Por María Laura Carpineta

Si las urnas no dan una sorpresa mañana, Porfirio Lobo será el próximo presidente de Honduras. Dirigirá un gobierno que la mayoría de los países vecinos no reconocerá, enfrentará la incómoda situación de tener a su antecesor preso dentro del país, en una embajada, y tendrá que reunificar una sociedad dividida entre la democracia y el statu quo. No es un contexto fácil, pero su carisma y su pragmatismo ya le permitieron llegar como favorito a las elecciones de la mano de la dictadura, sin romper con sus viejas amistades dentro de la izquierda. “Los compañeros que aún tienen contacto con él dicen que sigue siendo la persona accesible que conocimos”, contó vía telefónica Ramiro Vázquez, comandante del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y uno de sus antiguos compañeros de estudio en la Escuela Superior de Cuadros Políticos de la desaparecida Unión Soviética.

A Lobo no le gusta hablar de ese pasado. No lo niega, simplemente hace como que nunca sucedió. Hace casi treinta años representa los pilares conservadores de la pobre y violenta Honduras y defiende el neoliberalismo impartido desde Washington para toda la región. En su página web, su biografía destaca su paso por la universidad de Miami, su vasta experiencia como uno de los principales productores hondureños de maíz y soja y su inquebrantable compromiso con la Iglesia Católica. Lobo tiene la hoja de vida de un digno hijo de la oligarquía hondureña, si no se escarba demasiado en la violenta década de los setenta.

En 1970 había recién vuelto de Miami con un diploma de administrador de empresas bajo el brazo. Tenía todo para empezar a escalar dentro de la empresa de su padre, pero la cruenta represión de las juntas militares de ese momento y los aires revolucionarios que recorrían Centroamérica lo envolvieron y lo arrastraron hacia un mundo diferente. No hay muchos relatos de la época, pero miembros del ya extinto Partido Comunista hondureño sostienen que Lobo era su tesoro mejor escondido.

“En aquellos tiempos llegaban a la URSS dirigentes y militantes que vivían bajo la clandestinidad. El amigo Lobo formó parte de la delegación del PC de Honduras”, recordó Vázquez, un comandante del FMLN, la guerrilla salvadoreña que a principio de este año alcanzó el poder a través de las urnas. El curso se dictó en 1974 y duró seis meses. Vázquez lo recuerda como un tiempo de efervescencia política y de idealismo extremo, en el que el compromiso de personas como Lobo hacían creer que la revolución era posible. “Todos discutíamos qué hacía Porfirio Lobo entre los revolucionarios. Era un hombre dedicado a la lucha; había renunciado a su clase por la brutalidad de la dictadura y se había puesto del lado del pueblo desprotegido”, relató el salvadoreño.

Pero además de su compromiso, Lobo se destacaba entre sus camaradas por su imperturbable buen humor y su amabilidad. El joven hondureño nunca se enojaba durante las discusiones políticas, recordó Ramírez, y siempre tenía ganas de conversar y conocer gente nueva. “Tenía pinta de buena persona y la sigue teniendo”, resumió su ex compañero.

Y ése parece ser el secreto de Lobo. Aun después de pasarse de bando, cambiar por completo su discurso y convertirse en el dirigente favorito del establishment golpista y neoliberal de su país, el candidato del Partido Nacional consigue mantener buenas relaciones con la derecha más reaccionaria que impulsó el golpe de Estado hace cinco meses y, al mismo tiempo, conservar un buen diálogo con los funcionarios zelayistas y las organizaciones de derechos humanos.

“Pepe Lobo es ante todo un hombre pragmático y con un hombre pragmático siempre se puede hablar”, le repitió varias veces a este diario un negociador zelayista durante los meses que duró el fallido diálogo entre el presidente derrocado Manuel Zelaya y el dictador Roberto Micheletti. Según la misma fuente, Pepe, como lo conocen los hondureños, les habría garantizado a los negociadores norteamericanos el voto de sus diputados para restituir al presidente legítimo. Pero Micheletti y sus hombres consiguieron retrasar la votación hasta después de las elecciones y el acuerdo fracasó antes de que pudiera cumplir con su parte.

Una y otra vez, Lobo logró reinventarse y relegitimarse ante los ojos de sus aliados y rivales. La primera vez fue cuando dejó abruptamente la clandestinidad y las filas comunistas. La segunda, apenas cuatro años atrás, cuando se presentó por primera vez como candidato a la Presidencia. Asesorado por un ex escritor de discursos de Ronald Reagan y George Bush padre, el sonriente terrateniente recorrió el empobrecido y violento país centroamericano blandiendo una escultura de un puño de hierro. Sin sutilezas. Su mensaje era mano dura y su propuesta, reinstalar la pena de muerte.

La estrategia falló y un desconocido Manuel Zelaya ganó en un recuento muy cuestionado. “La decisión la tomaron los grupos de poder económico porque para ellos Pepe era comunista o, por lo menos, menos confiable que Zelaya”, recordó recientemente al diario La Jornada de México el único candidato presidencial progresista que participará mañana, Carlos Ham. A Lobo le tomó cuatro años y un giro inesperado de Zelaya hacia el socialismo del siglo XXI de Hugo Chávez convencer a sus colegas empresarios de su compromiso incondicional con el mercado. Logró reafirmar su pertenencia de clase, como dirían sus viejos camaradas.

Como líder de la oposición, criticó las medidas redistributivas de Zelaya, pero no fue su más férreo rival. Un mes antes del golpe, Pepe había aceptado a regañadientes la consulta popular para convocar una Asamblea Constituyente. “Hay que escuchar al clamor popular”, había señalado. Más tarde apoyó la dictadura, pero siempre jugando con la ambivalencia. “No voy a tomar partido ni por Zelaya ni por Micheletti”, repetía cada vez que la prensa le preguntaba su postura frente al golpe.

Sus detractores no tienen duda de que Pepe tomó posición por Micheletti y su dictadura, pero aun así lo separan del resto. “No me generó ninguna sorpresa que Pepe apoyara el golpe, después de todo milita en un partido conservador. Es una persona de cierta nobleza, pero ligada al statu quo”, lo definió Andrés Pavón, presidente del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Honduras. Pavón conoce bien a Lobo de su juventud, cuando militaba en esa organización. “Mantenemos un vínculo personal, antes del golpe platicábamos. Lo llamé un día antes del golpe para preguntarle qué estaba pasando, pero no me contestó. No volví a intentar”, contó en diálogo telefónico con este diario.

Si gana mañana, Lobo prometió liderar un gobierno de unidad nacional y reconciliar a los hondureños. Uno de sus viejos compañeros no cree que esta vez su sonrisa y su incuestionable carisma lo logren. “Es muy difícil que pueda reunificar a su país. Para hacerlo debería tomar mucho aire y recordar muchísimo sus años de juventud y de contacto con los más pobres y desprotegidos”, sugirió desde la vecina nación salvadoreña, su ex compañero de aula Ramiro Vázquez.

Obama y nosotros

Obama y nosotros
por Emir Sader*

A partir de ahora ya podemos escribir la expresión que los norteamericanos progresistas mas deseaban escribir “el ex-presidente G.W. Bush”. ¿Pero, qué viene ahora? ¿Será revertida la onda derechista que se apropió de los Estados Unidos hace cuatro décadas?

Desde la victoria de Richard Nixon en 1968, en plena guerra de Vietnam y de las mayores movilizaciones populares por los derechos civiles y contra la guerra que la historia del país había conocido, movilizando lo que él llamó como “mayoría silenciosa”, los EUA vivieron un profundo y prolongado giro a la derecha que dura ya 40 años, una verdadera contrarrevolución conservadora. Sus puntos mas álgidos fueron los 5 mandatos (20 años) de Reagan y Bush, padre e hijo, que no fueron radicalmente cortados por los tres mandatos demócratas de Carter y Clinton sino apenas amainados.

Se produjo en la sociedad norteamericana, con esa contrarrevolución conservadora, una profunda transformación desde los consensos en relación a los valores éticos e ideológico-políticos, pasando por la composición de los Tribunales de Justicia hasta la orientación de los grandes medios y los temas prioritarios de investigación, para llegar al privilegio de las escuelas religiosas. La sociedad en su totalidad giró hacia la derecha. El momento esencial fue la campaña reaganiana de criminalización del aborto.

Del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y decidir libremente sobre su vida, se pasó a considerar el aborto un supuesto crimen; los conservadores asumían la “defensa de la vida” contra aquellos que estarían promoviendo la muerte de inocentes. De allí en adelante, en prácticamente todos los grandes temas contemporáneos, se desplazó el eje hacia la derecha. Un momento importante fue protagonizado por Clinton, que firmó formalmente el fin del Estado de bienestar social.

Los dos mandatos de G.W. Bush representaron el auge de la hegemonía derechista bajo el patrocinio de los llamados neocons y fundado en la doctrina bushiana de guerra permanente. Se reivindicaba, de la forma más sectaria, la idea de la “misión predestinada” de los Estados Unidos de implantar las “democracias” por todo el mundo, pero ahora a punta de bayonetas, y se añadía la promoción de las doctrinas más reaccionarias en los medios, en las escuelas y en las iglesias.

Si Obama pretendiera llevar a cabo una ruptura de esta tendencia, uno o dos mandatos no serían suficientes, dado el enraizamiento que el pensamiento conservador ha conseguido en la sociedad norteamericana. Pensemos que a pesar de la multitud de factores a su favor (apoyo de menos de 10% de los votantes a Bush, recesión económica, problemas graves en las guerras de Irak y Afganistán, apoyo de los mayores periódicos, de formadores de opinión importantes como Oprah, de Hollywood, con un desempeño muy bueno en la campaña) aún así, Obama tuvo 52% contra 48% de McCain.

Detengámonos aquí, en el cambio que puede suponer para Brasil y América Latina el mandato de Obama. Como se puede ver en las propias declaraciones de Obama y de la sra. Clinton, muchos enfoques conservadores han cristalizado en las posiciones del gobierno nortemericano más allá del gobierno de Bush. Si Obama quisiera llevar a cabo el cambio que prometió y que lo hizo resultar electo en la política internacional, tendría que ir mucho mas lejos de las tímidas medidas que promete.

Tener una relación de diálogo con América Latina y el Caribe es, antes que nada, tener una relación de reciprocidad. Para normalizar las relaciones con Cuba no se plantea siquiera la retirada de la base naval de Guantánamo, ni tampoco la libertad de los 5 cubanos que hacían trabajo antiterrorista en los Estados Unidos y están condenados a penas altísimas sin ninguna justificación. Se debe acabar unilateralmente con el bloqueo norte-americano a Cuba, actitud unilateral y que tiene que ser terminada unilateralmente, con los dos países respetando los regímenes políticos escogidos por cada uno de los dos pueblos.

Reciprocidad significa también no inmiscuirse en los asuntos internos de ningún país del continente, sea Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil, Colombia, México, Nicaragua, Paraguay y todos los otros – como cuestión de principios. El continente no tolera más la actitud de los tutores, la que los embajadores de los Estados Unidos han tenido en relación a los países de nuestro continente y no estamos más dispuestos a aceptar eso. La expulsión reciente del embajador de los Estados Unidos de Bolivia fue resultado de la interferencia abierta y reiterada en la política boliviana, reuniéndose e incitando a la oposición golpista a seguir en ese camino. El escandaloso intento de golpe contra Hugo Chávez, presidente legítimamente electo y reconfirmado por el voto del pueblo venezolano, tuvo participación directa del gobierno de los Estados Unidos.

El tono de las declaraciones agresivas contra Venezuela, acusada de fomentar y financiar a las FARC, sin ninguna prueba concreta, no augura una actitud substancialmente diferente. Siglos de relación de arriba hacia abajo, creyendo que encarnan la libertad en el mundo, que siempre tienen razón – llevan a una postura petulante.

En el caso de América Latina, deben intentar construir un bloque ideal de alianzas, que les permita dividir el bloque progresista actual e intentar romper el aislamiento en que se encuentran sus aliados – México, Colombia, Perú. Para eso necesitan desesperadamente tratar de separar a Brasil del bloque de integración latinoamericana y lograr juntarlo a Chile. Una tarea muy difícil, pero de lo cual depende el éxito de los Estados Unidos en la región.

La impresión que se tiene es que Obama no tiene la más mínima idea de lo que es América Latina y mucho menos lo que ella es hoy. Repite los estribillos que los informes de sus asesores le dicen. Un viaje bastará para que se de cuenta de que las cosas no son tan simples como el primer encuentro – con el presidente mexicano, Calderón – le puede hacer creer.

Bush se va sin haber entendido nada, aislado y derrotado. En esto también la herencia de Obama no es nada leve.

Honduras: el imperio contraataca

Honduras: el imperio contraataca

Por Atilio A. Boron

La crisis hondureña finalmente se resolvió “por el lado malo”: la consolidación del régimen golpista y la institucionalización de las ilegítimas elecciones que tendrán lugar el próximo 29 de noviembre. Ya la Casa Blanca ha declarado que sus resultados serán admitidos como válidos lográndose así la normalización de la vida democrática y poniendo fin al “interinato” de Micheletti, eufemismo con el que desde un principio Washington caracterizó al golpe de Estado. Este desenlace tiene un significado que excede con creces la política hondureña: marca el regreso de Estados Unidos a su tradicional política de apoyo a los golpes militares y a los regímenes autoritarios afines con los intereses imperiales.

Ante esta lamentable involución de la política exterior norteamericana muchos observadores sostienen que la victoria de los golpistas pone de manifiesto la declinación de la hegemonía estadounidense. Corolario de esta constatación es la inocentización de Obama porque, supuestamente, pese a sus esfuerzos no pudo resolver la crisis de modo congruente con la institucionalidad democrática. ¿Hasta qué punto es correcta esta interpretación?

Hay dos cuestiones que deben ser examinadas: por un lado, la progresiva pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos en la región. Por el otro, las iniciativas concretas tomadas por la Casa Blanca en el marco de la crisis hondureña. En relación con la primera es preciso reconocer que si bien la superpotencia se enfrenta a una disminución de su capacidad de dominación y control sobre el sistema internacional, así como su gravitación económica global, no es menos cierto que esta tendencia no se traslada mecánicamente a América latina y el Caribe. No sería temeraria sino mucho más próxima a la verdad la hipótesis que dijera que ante un debilitamiento relativo del imperio en la arena mundial, éste se aferra con más fuerza a “su patio trasero” y su estratégico entorno de seguridad territorial. De ahí que su declinación global no necesariamente signifique un deterioro equivalente de su capacidad para controlar su tradicional “zona de influencia”. Es indudable que el predominio que Estados Unidos tenía antes en la región se ha debilitado; pero sería un gravísimo error creer que ha desaparecido.

Aclarado este primer punto, ¿actuó Obama con todas sus fuerzas para resolver en un sentido democrático la crisis hondureña? Definitivamente no. Sus iniciativas fueron titubeantes y con el correr del tiempo los halcones que aún manejan los resortes fundamentales del estado norteamericano impusieron su línea. Es cierto: la Casa Blanca no pudo imponer otra política en Honduras pero quien sí lo hizo fue Estados Unidos como potencia imperial, como expresión de un sistema de dominación interno e internacional. Para comprender esto es preciso distinguir entre el “gobierno permanente” de ese país, ese nefasto entramado de grandes oligopolios, lobbies, fuerzas armadas, políticos profesionales y grandes medios de comunicación que, como dijera Gore Vidal, mantiene secuestrada a la sociedad norteamericana y, por otra parte, el “gobierno aparente”, simbolizado en la figura del presidente. Pero el progresivo vaciamiento de la democracia estadounidense en el último medio siglo recortó los márgenes de autonomía de la presidencia para promover (en el hipotético caso de que quisiera) una política contraria a los intereses de la clase domnante.

La hipótesis de la declinación hegemónica queda inobjetablemente refutada por la reciente firma del tratado de cooperación militar entre Estados Unidos y Colombia que, como lo recordara el Comandante Fidel Castro, despoja al país sudamericano de atributos esenciales de la soberanía nacional. Si algo demuestra esta iniciativa es la formidable capacidad de presión, dominación y control que, pese a su supuesto debilitamiento, aún conserva el imperio. Es esa misma capacidad la que le permitió desplazar rápidamente de la escena negociadora en Tegucigalpa al secretario general de la OEA para sustituirlo con un viejo peón de la política estadounidense, Oscar Arias. O la que lo lleva a sostener contra viento y marea el criminal bloqueo a Cuba, pese a que en la Asamblea General de la ONU esa política fue condenada por 187 de los 192 países que la integran. O la que le permite prestar oídos sordos al reclamo universal de indultar a los cinco luchadores antiterroristas cubanos sometidos a inhumanas condiciones de detención en Estados Unidos gracias a una escandalosa burla al debido proceso. O mantener una infame prisión, violatoria de todos los derechos humanos, en la Base Naval de Guantánamo. Si Obama hubiera demostrado esta misma determinación para exigir la inmediata restitución de Zelaya en la presidencia otra habría sido la historia. Y tenía instrumentos a mano para hacerlo: podría haber decretado el transitorio bloqueo de las remesas de los inmigrantes hondureños residentes en Estados Unidos; o instruido a las empresas norteamericanas radicadas en Honduras que preparasen planes para su eventual evacuación; o congelado los fondos de los políticos del régimen y de la oligarquía depositados en bancos norteamericanos; o embargar sus fastuosas propiedades en la Florida. Son gestos para nada inéditos; casi todos ellos fueron utilizados por George W. Bush para frustrar la segura victoria de Schafik Handal, candidato del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, en las elecciones del 2004 en El Salvador. ¿Por qué no se intentó algo similar en esta ocasión? Respuesta: porque la política del “gobierno permanente” de Estados Unidos, de su establishment, dispuso otra cosa y el inquilino de la Casa Blanca se inclinó ante esa decisión. Conclusión: no es que Estados Unidos no pudo modificar el resultado de la crisis hondureña sino que, más allá de las opiniones de Obama, la clase dominante norteamericana –o sea, el famoso complejo militar-industrial– convalidó sin reservas al golpismo aun a sabiendas de las funestas implicaciones que esta decisión tendría para la paz y la estabilidad política de ese país centroamericano y para el futuro de la región. No se trató de una cuestión de incapacidad sino de una elección estratégica concebida para reordenar manu militari el tumultuoso patio trasero del imperio en Centroamérica y, también, para lanzar una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.

  • Politólogo.

Honduras: el imperio contraataca

Honduras: el imperio contraataca
Por Atilio A. Boron

La crisis hondureña finalmente se resolvió “por el lado malo”: la consolidación del régimen golpista y la institucionalización de las ilegítimas elecciones que tendrán lugar el próximo 29 de noviembre. Ya la Casa Blanca ha declarado que sus resultados serán admitidos como válidos lográndose así la normalización de la vida democrática y poniendo fin al “interinato” de Micheletti, eufemismo con el que desde un principio Washington caracterizó al golpe de Estado. Este desenlace tiene un significado que excede con creces la política hondureña: marca el regreso de Estados Unidos a su tradicional política de apoyo a los golpes militares y a los regímenes autoritarios afines con los intereses imperiales.

Ante esta lamentable involución de la política exterior norteamericana muchos observadores sostienen que la victoria de los golpistas pone de manifiesto la declinación de la hegemonía estadounidense. Corolario de esta constatación es la inocentización de Obama porque, supuestamente, pese a sus esfuerzos no pudo resolver la crisis de modo congruente con la institucionalidad democrática. ¿Hasta qué punto es correcta esta interpretación?

Hay dos cuestiones que deben ser examinadas: por un lado, la progresiva pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos en la región. Por el otro, las iniciativas concretas tomadas por la Casa Blanca en el marco de la crisis hondureña. En relación con la primera es preciso reconocer que si bien la superpotencia se enfrenta a una disminución de su capacidad de dominación y control sobre el sistema internacional, así como su gravitación económica global, no es menos cierto que esta tendencia no se traslada mecánicamente a América latina y el Caribe. No sería temeraria sino mucho más próxima a la verdad la hipótesis que dijera que ante un debilitamiento relativo del imperio en la arena mundial, éste se aferra con más fuerza a “su patio trasero” y su estratégico entorno de seguridad territorial. De ahí que su declinación global no necesariamente signifique un deterioro equivalente de su capacidad para controlar su tradicional “zona de influencia”. Es indudable que el predominio que Estados Unidos tenía antes en la región se ha debilitado; pero sería un gravísimo error creer que ha desaparecido.

Aclarado este primer punto, ¿actuó Obama con todas sus fuerzas para resolver en un sentido democrático la crisis hondureña? Definitivamente no. Sus iniciativas fueron titubeantes y con el correr del tiempo los halcones que aún manejan los resortes fundamentales del estado norteamericano impusieron su línea. Es cierto: la Casa Blanca no pudo imponer otra política en Honduras pero quien sí lo hizo fue Estados Unidos como potencia imperial, como expresión de un sistema de dominación interno e internacional. Para comprender esto es preciso distinguir entre el “gobierno permanente” de ese país, ese nefasto entramado de grandes oligopolios, lobbies, fuerzas armadas, políticos profesionales y grandes medios de comunicación que, como dijera Gore Vidal, mantiene secuestrada a la sociedad norteamericana y, por otra parte, el “gobierno aparente”, simbolizado en la figura del presidente. Pero el progresivo vaciamiento de la democracia estadounidense en el último medio siglo recortó los márgenes de autonomía de la presidencia para promover (en el hipotético caso de que quisiera) una política contraria a los intereses de la clase domnante.

La hipótesis de la declinación hegemónica queda inobjetablemente refutada por la reciente firma del tratado de cooperación militar entre Estados Unidos y Colombia que, como lo recordara el Comandante Fidel Castro, despoja al país sudamericano de atributos esenciales de la soberanía nacional. Si algo demuestra esta iniciativa es la formidable capacidad de presión, dominación y control que, pese a su supuesto debilitamiento, aún conserva el imperio. Es esa misma capacidad la que le permitió desplazar rápidamente de la escena negociadora en Tegucigalpa al secretario general de la OEA para sustituirlo con un viejo peón de la política estadounidense, Oscar Arias. O la que lo lleva a sostener contra viento y marea el criminal bloqueo a Cuba, pese a que en la Asamblea General de la ONU esa política fue condenada por 187 de los 192 países que la integran. O la que le permite prestar oídos sordos al reclamo universal de indultar a los cinco luchadores antiterroristas cubanos sometidos a inhumanas condiciones de detención en Estados Unidos gracias a una escandalosa burla al debido proceso. O mantener una infame prisión, violatoria de todos los derechos humanos, en la Base Naval de Guantánamo. Si Obama hubiera demostrado esta misma determinación para exigir la inmediata restitución de Zelaya en la presidencia otra habría sido la historia. Y tenía instrumentos a mano para hacerlo: podría haber decretado el transitorio bloqueo de las remesas de los inmigrantes hondureños residentes en Estados Unidos; o instruido a las empresas norteamericanas radicadas en Honduras que preparasen planes para su eventual evacuación; o congelado los fondos de los políticos del régimen y de la oligarquía depositados en bancos norteamericanos; o embargar sus fastuosas propiedades en la Florida. Son gestos para nada inéditos; casi todos ellos fueron utilizados por George W. Bush para frustrar la segura victoria de Schafik Handal, candidato del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, en las elecciones del 2004 en El Salvador. ¿Por qué no se intentó algo similar en esta ocasión? Respuesta: porque la política del “gobierno permanente” de Estados Unidos, de su establishment, dispuso otra cosa y el inquilino de la Casa Blanca se inclinó ante esa decisión. Conclusión: no es que Estados Unidos no pudo modificar el resultado de la crisis hondureña sino que, más allá de las opiniones de Obama, la clase dominante norteamericana –o sea, el famoso complejo militar-industrial– convalidó sin reservas al golpismo aun a sabiendas de las funestas implicaciones que esta decisión tendría para la paz y la estabilidad política de ese país centroamericano y para el futuro de la región. No se trató de una cuestión de incapacidad sino de una elección estratégica concebida para reordenar manu militari el tumultuoso patio trasero del imperio en Centroamérica y, también, para lanzar una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.

Obama contra América Latina

Obama contra América Latina
Raúl Zibechi

El panorama político regional comienza a despejarse cuando aún no se ha cumplido el primer año de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca. Las bases militares en Colombia, el golpe de Estado en Honduras y la legitimación de las elecciones por Obama, la amenaza de bajar a Fernando Lugo de la presidencia en Paraguay y el posible triunfo de la derecha en Chile son apenas los reveladores de un profundo viraje en una región que había visto un avance de las fuerzas de izquierda desde el comienzo del nuevo siglo.

Como sostiene Immanuel Wallerstein, es cierto que las derechas regionales están teniendo un mejor desempeño con Obama que durante los gobiernos de George W. Bush, y que se relaciona con los difíciles equilibrios que atraviesa la política interna de Estados Unidos, que debilitan la posición del presidente, situación de la que saca partido la derecha regional. Sin embargo, al menos hay dos hechos adicionales a tener en cuenta. ¿Es tan cierta la premisa de que América Latina no es prioritaria para Estados Unidos? En paralelo, no creo que pueda separarse la actual ofensiva de las derechas del flojo desempeño de los gobiernos progresistas de la región.

Sin duda Estados Unidos tiene sus prioridades fijadas en Asia –Irak y Pakistán–, donde espera poder contener a sus rivales y asegurarse flujos de hidrocarburos para mantener su hegemonía global. Pero no podemos olvidar que América Latina fue el primer escalón que debió trepar para convertirse en superpotencia mundial. Sin ese paso, es muy probable que nunca hubiera llegado al lugar que ocupó. Creo que hay tres razones para considerar que la Casa Blanca y el Pentágono trabajan duro para revertir el deterioro de su hegemonía en la región. La primera, es que sigue siendo un espacio privilegiado para frenar o desacelerar su declive como potencia. En América Latina, puede acceder a los recursos hidrocarburíferos que necesita, a la biodiversidad para catapultarse como principal poseedor de nuevas (bio y nano) tecnologías, y nada menos que el colchón geográfico y político que le otorgue seguridad en un mundo cada vez más inestable.

En segundo lugar, la región es con mucho el lugar del planeta donde han surgido los mayores desafíos tanto al dominio imperial como al del capital, doble desafío que no encuentra en otra parte. Los procesos de cambios en Venezuela y Bolivia, sumados a las coyunturas de reformas abiertas en Paraguay y Ecuador, y a gobiernos que rechazan el Consenso de Washington en Brasil y Argentina, pero también en El Salvador y Nicaragua, dibujan un escenario preocupante para Estados Unidos.

Finalmente, la existencia de Brasil, una de los dos o tres potencias emergentes cuya influencia se expande en su ex patio trasero, supone un problema de gran envergadura, como demuestra la reacción a la visita del presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, a Brasilia. El reciente cruce de cartas entre Obama y Lula revela que el principal conflicto en la región no es entre la Casa Blanca y Chávez, sino con Brasil. Los puntos de fricción son demasiados: conferencia del clima en Copenhague, ronda de Doha, Honduras, Irán, Medio Oriente y Haití. Obama dijo que legitima las elecciones de Micheletti y Lula habló de “decepción”; Obama se permitió hacer sugerencias sobre el programa nuclear iraní, y Lula se enojó y apoyó sin vueltas a Ahmadinejad.

En Manaos, Lula se despachó diciendo que “no venga ningún gringo a pedir que dejemos a los amazónicos morir de hambre” para salvar la selva. Marco Aurelio García, su asesor internacional, dijo que el apoyo de Obama a las elecciones en Honduras “es muy malo para la relación de Estados Unidos con América Latina”. ¿Crisis coyuntural? Sí, pero también un choque de intereses de largo aliento, que no puede sino tensar las relaciones bilaterales y regionales.

Desde el punto de vista regional, Brasil es una amenaza similar, o mayor, que China para la hegemonía estadunidense. Posee las séptimas reservas mundiales de uranio y puede contar con las quintas de petróleo, es de la mayor biodiversidad del planeta, y está llamado a ocupar un lugar determinante pero, sobre todo, a sustituir el papel hegemónico de Estados Unidos en Sudamérica. Una perspectiva llamada a desestabilizar el dominio global de la ex superpotencia.

Si aceptamos, como el GEAB 2020, que estamos ingresando en la fase de la desarticulación geopolítica mundial como parte de la crisis sistémica, nada va a permanecer en su sitio. Un país que se pretende hegemónico pero que ya no puede siquiera controlar Afganistán, cuya deuda pública representa 125 por ciento del PIB, cuyos aliados están muy debilitados y que atraviesa una situación interna de honda fractura social y política, no puede permitirse que se le abran grietas profundas en su patio trasero.

Es cierto que Estados Unidos aún tiene mucho margen de maniobra. Las multinacionales mineras que esquilman la región andina son estadunidenses y canadienses, así como las propietarias de los paquetes tecnológicos para la soya y otros monocultivos, y las que a pasos de gigantes se están apropiando de la biodiversidad. Además, los gobiernos de la región hacen su trabajo, como Lula, al financiar multinacionales brasileñas para que compitan con las del norte, renunciando a crear empresas estatales como sucedió durante el periodo desarrollista. Con ello, facilita el crecimiento de una poderosa burguesía que trabaja activamente para las derechas.

Por último, está el uso de la fuerza. Honduras nos enseña que ese recurso está intacto y que todas las dilaciones aceptadas por la Casa Blanca no han hecho más que legitimar un nuevo tipo de golpismo. Ya no veremos tanques y aviones tomando por asalto palacios presidenciales, sino instituciones estatales que hacen el trabajo sucio. En el futuro habrá que atender menos a los discursos y más a los hechos, y seguirse preparando para ganar las calles, que es donde se sigue jugando la posibilidad de modificar la relación de fuerzas.

Saint-John Perse, la conciencia y el enigma de un poeta

Saint-John Perse, la conciencia y el enigma de un poeta

El poeta francés Saint-John Perse fue premiado en 1960- con el Premio Nobel de Literatura “por el alto vuelo y la evocativa imaginería de sus poemas”. Se cumplió ayer el centenario del nacimiento del solitario -autor de Anabase, Exil, Amers y de un estilo que ha sido comparado al de Rimbaud. Como diplomático de carrera vivió gran parte de su vida en el extranjero y viajó incansablemente por todos los continentes hasta poco antes de morir. Esa larga travesía fue también la de su vida interior y la de su expresión como poeta. Una poesía dificil de la que podría decirse que es una continua apelación al interior de las cosas a través de un lenguaje admirado por su precisión y pureza.

“Y ya es bastante para el poeta ser la mala conciencia de su tiempo”. Con estas palabras concluía Saint-John Perse el discurso de recepción del Premio Nobel, el 10 de diciembre de 1960, al que ya había sido candidato en 1956, cuando le fue otorgado a Juan Ramón Jiménez.Era, en verdad, una conmemoración a un poeta extraño, visionario de la identidad humana, indagador de las esencias del mundo a través del drama de la naturaleza, épico de una cosmogonía metafísica de significaciones ¡limitadas y vencedor en la batalla de un lenguaje surreal. Revelador, en suma, de ese testimonio personal con el que todo poeta conjura la sombra de su vida en otras. Saint-John Perse había nacido el 31 de mayo de 1887 en la isla antillana de Saint-Léger-les Feuilles.

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Dicho discurso fue toda una enunciación poética tanto personal como en su proyección más univers aliz adora. Provenía de un hombre que vivió las dos guerras, quehabía participado en los entresijos más íntimos de la política de este siglo, gracias a su actividad diplomática, que viajó por infinidad de lugares y que ahora se cuestionaba el ser de la poesía en etapas que precisamente no deparaban demasiadas veleidades líricas.

Y en esas palabras Saint-John Perse celebra lo que aún la poesía pueda tener de virtud y alternativa: un método de conocimiento y además un modo de vida. Como soporte de ambas ideas yace elpensamiento desinteresado, esa forma de sabiduría cuya gratuidad va mucho más allá del utilitarismo racionalmente materialista que arrastra la historia de la humanidad contemporánea. Se trata de otra suerte de afán: “La codicia más cercana y la más cercana aprehensión de ese límite extremo de complicidad en que lo real en el poema parece informarse a sí mismo”. Porque, por un lado, la poesía es un sistema de penetración de la realidad con la misma validez que la del discurso del científico, puesto que su misterio es común. Pero a la vez, por otro, es una forma de existencia en su sentido más hondo e íntegro. Y en las huellas de esa escritura poética reside la divinidad y acaso el eco de sus mitologías.

Bajo esta concepción de evidentes perfiles humanistas, Saint-John Perse sostiene que “fiel a su oficio, que es el de profundizar el misterio mismo del hombre, la poesía moderna se interna en una empresa cuya finalidad es perseguir la plena integración del hombre”. Sin vacuo idealismo la poesía es la alianza del arte y de la vida en la que “el amor es su hogar, la insumisión su ley”.

Misterio

El problema, pues, es de índole sentimental y moral, en la medida que el poeta pueda abstraer la caducidad de su vivencia y expresar su ser desde el tiempo con la autenticidad de “evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original”, lo que conduce a proporcionar un discurso sobre la inmortalidad, según lo viera Alain Bosquet. He aquí entonces el enigma tras el que el poeta debe cantar su palabra, asociando “más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual del mundo”. Tal misterio queda reflejado en la sugerencia de los títulos de sus obras: Exilio, Lluvias, Nieves, Vientos, etcétera. Incluso puede decirse que toda su poesía es una continua apelación al interior de las cosas, pero sin llegar a las fijaciones finales de una definición. El relato que ofrece es siempre un cúmulo de propuestas, de posibilidades que van sucediéndose sin cesar ante los sorprendidos ojos del lector. Los libros de Saint-John Perse no son colectáneas de versos, sino textos que se imbrican, se cierran, se multiplican. Son poemarios que anegan por su riqueza y estallan la comprensión inicial, introduciéndose en un laberinto en el que la palabra posee, al decir de Roger Caillois, “una manera de alterar insidiosamente las propiedades de la lengua”. Palabra que se desarrolla en total libertad desde los versículos, bajo su propio origen y destino: el movimiento. De ahí la frecuencia simbólica de términos como mar, vuelo, viento, que expresan en sí la temporalidad del ser y que también significan la grandeza del espacio. Con éstos se construye la historia del hombre en una sola verdad que. lo perpetúa, la civilización, siendo para el poeta el único ejemplo de dignificación humana. Pero civilización no como frío progreso, sino como humilde lección del conocimiento. Por ello, esa especial dedicación del poeta a las culturas antiguas, ya que en ellas ve el estado originario de pureza y perfección que el presente debiera actualizar. Y sobre todo el sentido ritual del trabajo como liturgia creadora de la necesaria transformación del virginal caos de la naturaleza. Siendo así que la actividad laboral es tan espiritual como la poética y, por ende, la poesía pertenece al reino de lo telúrico en donde se ofrenda la unión de la carne y la tierra. Desde tal confluencia nace el tono épico de su poesía, por la que el hombre es nauta o caminante, según el ámbito de soledad que recorra, eterno peregrino en busca de su paraíso. Sin duda, la poesía de Saint-John Perse es una de las más vastas crónicas humanas del siglo XX, caso único en el panorama de la lírica europea, pues, en un período de acendrado e intenso individualismo, se olvidó de sí mismo para hablar de todos nosotros. “Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta, ¿bastará para este fin? Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre”.

Fidel Villar Ribot es poeta y crítico literario.