Breve reseña de la tesitura política y social salvadoreña. Roberto Pineda. 26 de abril de 2022                     

Introducción

Nunca como ahora lo internacional ha sido tan determinante en la definición del rumbo nacional. A partir del 24 de febrero sabemos que el  mundo ha cambiado y de manera radical, y sus consecuencias serán evidentes muy pronto a través de un  nuevo orden del sistema global capitalista, que definirá –de nuevo- quien manda en el mundo y como manda.

El desenlace del conflicto en Ucrania nos dará las claves de este nuevo orden.  Lo cierto es que claramente vivimos un periodo de viraje, de ruptura, de transición global.

Y para comprenderlo necesitamos sacudirnos de los amarres mediáticos impuestos por los discursos imperiales predominantes del capitalismo actual, mediante sus medios de comunicación, del estadounidense (CNN) como hegemónico, pero también del chino, del ruso y del europeo, y lograr desde la fuerza de nuestra capacidad y subjetividad, una autonomía frente a los discursos dominantes.

El presidente ruso Putin pretendió el 24 de febrero dar un  golpe de mano y por medio de su poderío militar, más no económico, tanto disputarle a los Estados Unidos su papel hegemónico en Europa, afectar  una parte clave de la Ruta de la Seda china, y apoderarse de Ucrania  (uno de los graneros del mundo) para así aumentar su peso en la gobernanza mundial del planeta, pero todo parece indicar que la jugada la salió mal.

Parece ser que el presidente Putin -debido quizás a información defectuosa- cometió un grave error de apreciación militar tanto de  orden táctico como estratégico, al lanzar la invasión hacia Ucrania. En lo táctico el alargamiento del conflicto lo conduce a la derrota  militar. En lo estratégico el desafío fallido a la globalización neoliberal le pasara una factura costosa y prolongada, que puede incluso reducirlo a una  delicada situación de dependencia con respecto a China.

La resistencia heroica del pueblo ucraniano

Es importante rescatar en esta situación,  la resistencia heroica del pueblo ucraniano, de sus mujeres y hombres, de sus jóvenes, -la cual es sistemáticamente relegada y trasmitida principalmente en su vertiente de sufrimiento  y dolor- actor protagónico que entrega su vida en la  defensa de su patria, de su derecho a vivir en paz.  

Por su parte, el presidente Biden[1] mediante la OTAN continua atizando el fuego de la guerra, que se libra fuera de sus costas, y de la cual espera obtener valiosas ventajas, como el debilitamiento de Rusia, una mayor influencia en sus aliados europeos, y la recompensas financieras que se derivaran de la  reconstrucción futura de Ucrania. Se destruye para luego construir y así mover la rueda de la acumulación capitalista.

Por otro lado, en el caso lejano de obtener una victoria militar, Rusia habrá propinado un serio golpe a la globalización conducida por Estados Unidos, al llamado Consenso de Washington de 1989, y se establecerá como legitimo contendiente de un mundo tripolar, incluso la veremos participar en los jugosos contratos para la reconstrucción de Ucrania, que vendrán a aumentar  las ganancias de los vencedores. En caso contrario, pagará un alto precio por su derrota.

A este escenario global, en nuestro caso, hay que añadir las repercusiones de los procesos políticos que  se desarrollan en el Sur del continente, calificados como progresismo, que jalonados por la reciente victoria en Chile de Boric, y las posibles victorias de  Petro en Colombia y de Lula en Brasil,  vendrán a reposicionar a una izquierda renovada, y permitirán un viraje en el panorama político latinoamericano, que vendrá fortalecer la integración y la independencia.  

3 años del gobierno Bukele

Es urgente registrar que ha sucedido durante estos casi tres año del gobierno Bukele, cuáles son sus principales procesos, tendencias y escenarios de futuro, para poder así empezar a diseñar – en el marco de esta compleja derrota- las líneas estratégicas que nos permitan marchar hacia la recuperación del movimiento popular y del renacimiento del pensamiento y la práctica de izquierda, así como intuir, descubrir e identificar las principales grietas del proyecto Bukele, que fundamentalmente pretende el control del estado para lograr una mayor tajada para su grupo emergente.

Al evaporarse la crisis de la pandemia del coronavirus, la guerra contra las pandillas es el escenario elegido por el equipo Bukele para enfrentar las múltiples crisis que se le avecinan  así como para fortalecer su proyecto político y garantizar así en el 2024 un segundo mandato presidencial, sea con él como presidente o con alguien que juegue ese papel.

En este complejo y apasionante contexto global y latinoamericano, en el marco de la conmemoración este 1 de mayo de los mártires de Chicago, y bajo un estado de excepción, exploramos a continuación, en qué situación se encuentran los diversos componentes del proyecto político de Bukele, -a tres años de su entronización en la presidencia-,  la situación de la oposición política y social a su mandato y el estado del movimiento popular.  Y lo hacemos desde cuatro vertientes de la lucha de clases: lo geopolítico, lo económico, lo político-social y lo ideológico.

Lo geopolítico

A nivel geopolítico,  la derrota de Trump y la llegada de Biden a la presidencia estadounidense en enero de 2021,  le hacen perder un poderoso aliado estratégico y obliga al presidente Bukele a realizar un giro en su política exterior y acercarse a China como aliado principal, tímidamente a Rusia y alejarse de EEUU y la Unión Europea. Y esto en el marco tanto de la pandemia del Covid como en la actualidad, de la guerra en Ucrania. 

En nuestro país como en el resto del mundo, cuatro grandes potencias mundiales se disputan la incidencia estratégica (Estados Unidos, China, Rusia y Europa) sea mediante la “cooperación”, los préstamos, los tratados de libre comercio, rutas comerciales, tecnología, pero en el fondo es disputa por conquistar zonas de influencia, disputa por el poder, en una región  considerada como el “patio trasero” de los Estados Unidos.

China entiende que comercialmente con El Salvador los logros serán irrisorios, pero estarán ampliamente recompensados por la ganancia geopolítica. Por otra parte, el presidente Bukele confía que su “amigo” Trump recupere la presidencia en 2024 y que por lo tanto solo es  cuestión de pacientemente “pasar la tormenta.”

Lo económico

La apuesta estratégica del presidente Bukele es el impulso del turismo como eje fundamental para el desarrollo del país, y alrededor de este eje se encuentran  diversos elementos como  el bitcoin, el aeropuerto y tren del Pacifico, Surf City, la diáspora, etc.  

Para el éxito de este diseño es fundamental garantizar la seguridad de los territorios que visitaran  los turistas,  en el que realizaran proyectos –hoteles, centros de diversión-  los inversionistas, y donde se integraran  diversos sectores productivos nacionales. Todo esto pasa por la destrucción efectiva de la amenaza representada  por pandillas

Para el logro de este proyecto vinculado al turismo, se requiere asimismo –en una situación afectada por la pandemia del covid, y hoy por las repercusiones de la guerra en Ucrania- mantener niveles aceptables de crecimiento económico, así como manejar adecuadamente la gravísima situación de endeudamiento.

Lo político-social

La declaración del estado de excepción el pasado 27 de marzo ha precipitado una situación sui generis cuyo desenlace va definir el futuro político del proyecto Bukele hacia el 2024 y de las demás fuerzas políticas y sociales del país.  Antes de esto fue la pandemia del covid. Y antes de esto las relaciones con USA, como las vigas maestras del escenario político-social.

La declaración del estado de excepción forma parte en los hechos de la campaña política electoral para el 2024, así como lo es la campaña masiva de vacunación, con una cuarta dosis ya, frente al Covid-19, y como lo es la limpieza del centro de San Salvador. Y como lo será la anunciada reforma de las pensiones. Vivimos ya tiempos electorales. 

Dentro del imaginario popular la victoria sobre la amenaza representada por las pandillas constituye la prioridad principal como país. Y en la medida que el presidente Bukele sintonice con y encabece esta cruzada,  tiene garantizado un amplio respaldo ciudadano, independientemente de los abusos que puedan cometerse.

El presidente Bukele gobierna –ya por casi tres años – a partir de un amplio respaldo popular, y sin una crítica efectiva de los partidos políticos opositores (ARENA, FMLN, NT y Vamos)   y lamentablemente, sin una oposición beligerante –programática y en las calles- desde el movimiento popular y social.

Lo ideológico

Los años setenta fueron años de grandes avances de organización, conciencia y movilización que garantizaron la fuerza y la voluntad de lucha para la Guerra Popular Revolucionaria de los años 80, y para las batallas electorales de los 90 y las primeras décadas del siglo XXI.

El viraje que rompe este exitoso y largo periodo de acumulación de fuerzas de cincuenta años (1969-2019) sucede en 2019 con una grave derrota de la izquierda representada en el FMLN, más ética que política, más política que electoral, y por lo tanto más peligrosa y duradera, más difícil de superar, una derrota mayor que la de enero de 1932, porque involucra lo ideológico de la lucha de clases.

Esta derrota estuvo jalonada por nuestra participación durante diez años en la conducción del país y por la poderosa influencia acomodaticia al sistema de treinta años de  lucha electoral. Los temores de Schafik se volvieron realidad: nos volvimos  como izquierda parte del sistema político y de su defensa y consolidación.  

La superación de esta situación va requerir de un esfuerzo sostenido en el tiempo que permita la reconstrucción de  varias condiciones, entre estas la reconstrucción del movimiento popular y social, ahora debilitado y atomizado; la reanudación de la protesta social  y la formación política desde teorías emancipadoras (incluyendo el marxismo y el feminismo)  a nuevas generaciones de salvadoreños y salvadoreñas que seguramente retomaran –desde diversos escenarios- las nuevas jornadas de lucha popular y ciudadana.

Conclusiones

En la medida que el presidente Bukele continúe respondiendo a los temores y los sueños de los sectores populares salvadoreños tiene asegurado su respaldo, y hacia futuro su reelección,  o de alguien cercano a él en 2024. 

En la medida que los partidos políticos de oposición, abandonen una posición de oposición irracional a todo acto de gobierno y  presenten propuestas atractivas y viables, tendrán una posibilidad de seguir  siendo políticamente relevantes, hoy y en el 2024.

En la medida que el movimiento popular y social diseñe y unifique criterios alrededor de una plataforma de  reivindicaciones sociales y políticas, que le genere respaldo popular, lograra avanzar. Ahí estamos…


[1] Por cierto, hay algunos en la izquierda salvadoreña, que creen que será el presidente Biden, por sus “principios democráticos”  y la fuerza de Estados Unidos, el que logrará derrotar a Bukele; asimismo existen aquellos que piensan que la Federación Rusa es la antigua URSS; y ven a Putin como un Lenin reencarnado que se enfrenta “a la OTAN”, sin tomar en consideración que se trata de un personaje nacionalista, derechista y represivo; otros consideran a China como una potencia socialista, sin tomar en consideración que se trata de una nueva potencia capitalista, y están  los que se inclinan por la “civilización democrática” de la vieja Europa, olvidando su pasado colonial y su presente imperial.

Pensar las ciencias sociales desde América Latina ante el cambio de época. Jaime Antonio Preciado. 2016.

Introducción[1]

El pensamiento social latinoamericano se enfrenta al desafío de responder al mismo tiempo a su especificidad y mejores tradiciones tanto como a su inserción en los debates universales de las ciencias sociales en general. Herederas de propuestas disciplinarias originales, como la teoría de la dependencia —y sus posteriores críticos—, o del pensamiento socioeconómico de la CEPAL, las ciencias sociales latinoamericanas toman distancia de enfoques marcadamente anglo-euro-céntricos, para avanzar en una línea crítica del pensamiento y de las prácticas neocolonialistas. El desafío para el pensamiento es ser cosmopolita y simultáneamente latinoamericano.

En este proceso, el pensamiento social latinoamericano está logrando recuperar su originalidad y vigor, gracias a un rico diálogo Sur-Sur que, sin embargo, no pierde de vista el carácter global de sus reflexiones y de sus referentes universales. Posestructuralismo y (neo) marxismo coinciden en la crítica de la razón instrumental de la modernidad y actualmente del nihilismo posmoderno; ambos enfoques comparten la búsqueda profunda de otras causalidades de la razón e incluso de la no razón (lo que se expresa en la revalorización del sujeto, su temporalidad no lineal, sus intersubjetividades y diversidades identitarias y culturales). Esta teoría critica los condicionantes sociales impuestos por el progreso, concepto camuflado en el desarrollo, y sitúa el tema del cambio social y de la utopía en un plano paradojalmente complementario.

Si la modernidad occidental subordinó la revolución técnico-científica, sus saberes, a los imperativos de la utopía capitalista, la crisis actual de ese paradigma repercute en la búsqueda de las causalidades -de la racionalidad- del cambio social y de los roles del conocimiento técnico-científico, desde una utopía alternativa.

Edgar Morin (2000), cuyas tesis comparten Sotolongo y otros (2006), plantea un triple desafío para la construcción del pensamiento complejo requerido en este cambio de época para la humanidad[2]: 1) el desafío epistemológico entrañado en un pensamiento transdisciplinario que pone en diálogo a toda la ciencia y las humanidades, para preguntarse sobre el sentido del futuro; 2) el desafío socio-antropológico, en el que el trabajo intelectual es el resultado de comunidades del saber que están en tensión permanente con el Estado y la sociedad; 3) el desafío ético-cívico-ambiental, sobre la utilidad y pertinencia del conocimiento, de manera que la relación entre intelectuales, Estado, sociedad y naturaleza (gobierno, instituciones públicas, privadas, organismos sociales) genera ciudadanía integral.

Estos desafíos han sido asumidos por el pensamiento crítico latinoamericano en una triple dirección:                                                           1) en la revalorización de la filosofía de la praxis, como reflexión crítica, de y desde las prácticas sociales, que cuestiona la producción de sentido, vis-à-vis las teorías del desarrollo imperantes y que sitúa centralmente la interpretación de las teorías del cambio social, así como de los paradigmas y referencias universales no antropocéntricas: la sustentabilidad, como relación sociedad-naturaleza historizada, o la (re)creación de derechos económicos, políticos y culturales en la ecología política;                                                 2) en la dirección de la teoría de la acción social colectiva, centrada en el actor, en su multidimensionalidad espacial-temporal-existencial (intersubjetiva), lo cual ha implicado un diálogo entre saberes más allá de ciencia-tecnología-humanidades, al incluir saberes populares y de pueblos originarios; y 3) en la dirección de la construcción de alternativas, que permite pasar -en un ir y venir- del pensamiento a la acción (auto-reflexividad) en diversas intervenciones sociales razonadas, deliberadas.

Dirección y búsqueda de nuevos sentidos de larga data en Latinoamérica, que con la crisis global actual demandan un pensamiento sensible frente a lo que se prefigura como cambio de época. Una epistemología adecuada para interpretar si la humanidad enfrenta una crisis civilizatoria que evoca el poder interpretativo de las ciencias sociales y reivindica la centralidad del actor-sujeto-agente en su complejo contexto histórico y sociocultural (estructural o sistémico), lejos de dogmas y determinismos.

¿Cuál es el grado de autonomía del pensamiento frente a su auto-reflexividad sin abandonar su pertinencia, como urgencia de respuestas operativas frente al cambio social y la construcción de alternativas? ¿Qué aciertos y limitaciones teóricas y metodológicas tiene la intervención sociológica “razonada y deliberada” para una transformación liberadora?

Propongo apuntes de respuesta a las preguntas planteadas. No son tesis ni hipótesis sino una mezcla de intuiciones que provienen de un ejercicio heurístico de imaginación sociológica[3].

1. La teoría crítica ante la crisis del principio científico universal de verdad, razón y certidumbre de la modernidad (pensamiento único)

En un marco de pluralismo metodológico, el pensamiento latinoamericano revaloriza el marxismo como fuente epistemológica de interpretación del cambio de época en y desde la acción social. Sin embargo, el desafío del marxismo es actualizar su vigencia ante las condiciones que impone una nueva transdisciplinariedad, que integra la teoría del caos y de la incertidumbre en un diálogo entre ciencias sociales, humanidades y el conjunto de la ciencia (Massé, 2002); incluye la polémica sobre la dirección de la historia y el sentido de futuro previsible y deseable, expresado o representado en las manifestaciones sociales intersubjetivas, antes desdeñadas por un marxismo de tinte economicista (Zemelman, 1987).

Problemática ya planteada desde los fundadores 7 Ensayos sobre la realidad peruana, de Mariátegui (1928), que mestizaron el marxismo, de acuerdo con las características étnicas y culturales de Latinoamérica. En esta región, la diferencia entre el marxismo clásico y el occidental encuentra otros horizontes más allá de la Escuela de Fráncfort, donde se inscriben investigaciones originales “mestizadas” como El marxismo en América latina (1980) de Michael Löwy, que hace un recuento documental y una amplia reflexión intelectual sobre la apropiación del marxismo en nuestra región; Marx y América latina (1980) de José Aricó, quien aborda la problemática filosófica; Una lectura latinoamericana de “El Capital” de Marx (1988) de Alberto Parisi, con su estudio crítico de la economía política; El último Marx y la liberación latinoamericana (1990) de Enrique Dussel, quien reflexiona sobre Marx desde la perspectiva de su propuesta sobre filosofía y política de la liberación; y De Marx al marxismo en América latina (1999) de Adolfo Sánchez Vázquez, quien se propone elaborar una versión del marxismo crítico, entre otros.

De acuerdo con Kohan (2006), estos autores analizan al Marx maduro, que se ha deslindado de sus primeras concepciones eurocéntricas y contaminadas del pensamiento colonialista. La periferia y la dominación requieren de nuevos enfoques creativos sustentados en la investigación empírica de situaciones concretas, aunque Marx no desmantela las referencias erigidas por la modernidad acrítica: el ideal del progreso, el irremediable ascenso evolutivo de la historia, la compresión de un espacio-tiempo universal.

Ante la imposición del paradigma de la modernidad, del que el marxismo clásico y occidental no estuvo a salvo, desde Latinoamérica se critica el incumplimiento del programa que trajo consigo la modernidad, sus ideales de progreso, equidad y solidaridad, nunca alcanzados siquiera en los países centrales, como lo señala Bruno Latour (1997).

En nuestra región, se impuso la desmodernidad, como lo plantea Sergio Zermeño (2005), o se prefigura la transmodernidad que concibe en su obra Enrique Dussel, contra la promesa de un ascenso evolutivo, ascendente, para alcanzar el horizonte del progreso, idea cooptada por el liberalismo individualista, con sus secuelas fragmentadoras y excluyentes.

Pensar la totalidad en los discursos científicos sociales no estuvo exento de la tentación del metarrelato generalizador, dominado por el método hipotético deductivo; pero el pensamiento crítico latinoamericano apela a la experiencia concreta centrada en el actor social e incorpora su dimensión intersubjetiva, en aras de resolver las tensiones entre el campo inductivo y el deductivo. Tal como lo hizo la teoría crítica de la Dependencia, con Marini, Cueva, Zavaleta y otros, en la cual el pensamiento latinoamericano se aleja del parroquianismo propio del particularismo metodológico sin renunciar al debate científico universal, lo que le da carácter cosmopolita.

Así lo recoge Daniel Camacho (1979) en los debates contenidos en el Congreso de la ALAS de Costa Rica, en el que los más prominentes críticos de la teoría de la dependencia actualizan sus debates sociológicos desde un horizonte de cambio de época[4].

Si el pensamiento latinoamericano ha creado nuevos diálogos de sur a sur, como lo muestran Edgardo Lander (2000), Aníbal Quijano[5] y otros, sobre la colonialidad del conocimiento, ello no significa abandonar los debates anglo-euro-céntricos originados en el norte, pero desde un deslinde crítico de cara también a la interpretación posmoderna del cambio de época.

Incluyendo el relativismo teórico metodológico a ultranza del posmodernismo (Martín Hopenhayn, 1994), que ha desembocado en el nihilismo y el pesimismo desmovilizador, desesperanzado, y la negación de la utopía progresiva. Pero, sin desdeñar los aportes posmodernos en el reconocimiento de la imprevisibilidad fruto del caos capitalista, o el registro de la diferencia en múltiples temporalidades e identidades sociales que coexisten, o la fuerza explicativa de las metáforas ante las tensiones entre lenguaje, discurso y comunicación. Ahí está la recuperación de la narrativa antineocolonial surgida en Latinoamérica, desde la polémica Las Casas-Ginéz de Sepúlveda (1550) o las visiones de Guamán Poma de Ayala, José Martí o Simón Bolívar, hasta las críticas recientes del pensamiento postcolonial que elaboran Aníbal Quijano, Susana Rivera Cusicanqui (1984), Walter Mignolo (2001) o Catherine Walsh (2004, 2002), que polemizan entre ellos y con los trabajos de Edward Said (1979).

Otra narrativa que cuestiona al pensamiento único es el debate de época que muestran los trabajos sobre globalización que realizó Octavio Ianni (2004) y la obra de Néstor García Canclini (1999), entre otros.

Mientras que García Canclini ha construido un discurso crítico de la cultura y ha reivindicado el carácter híbrido en el que se mezclan las resistencias y las recreaciones de los impulsos dominantes que trae consigo la globalización, Ianni hizo un esfuerzo teórico por pensar desde parámetros propios, latinoamericanos, el impacto multidimensional que trae consigo la globalización, apoyándose en los trabajos de Immanuel Wallerstein y su teoría del Sistema-Mundo.

En el terreno interdisciplinario, las investigaciones biológicas que dialogan con las ciencias sociales, de Humberto Maturana (2005), se preguntan sobre las tensiones entre la realidad objetiva y la construida. Maturana y Varela (1971) plantearon el concepto de la autopoiesis, como condición de existencia de los seres vivos en la continua producción de sí mismos pero en un marco que integra las bases materiales de existencia y la auto-representación. El término de autopoiesis más tarde sería adoptado en las ciencias sociales por Niklas Luhmann (1992), en su Teoría de sistemas. Ello generará, también, un debate en torno a la apropiación latinoamericana de las teorías luhmanianas desde una perspectiva crítica (Torres Nafarrate, 1992)[6] y su influencia por la idea de totalidad sistémica en Marx.

Keucheyan (2016) construye un mapa actual de las «teorías críticas», en el que distingue tres tendencias: su «norteamericanización», pues los autores más críticos se relacionan crecientemente con la academia estadounidense; la profesionalización de sus impulsores, principalmente en el campo de la investigación; el giro hacia la abstracción y el fin de la hegemonía marxista.

Para él, crecen las referencias a la religión, la fe y las creencias, como un síntoma de las dificultades y falta de certezas que muestra la actual crisis del capitalismo. Ante ello se demandan compromisos intelectuales más conectados con organizaciones políticas y sociales, basados en diagnósticos más precisos de las fuerzas que disputan el poder. Para este autor, “la definición de lo que se considera como teorías críticas es histórica, no una categoría transhistórica o trascendental”, pues considera que las “Teorías críticas en plural es una categoría mucho más amplia, que incluye no solo a miembros actuales y pasados de la Escuela de Fráncfort, sino también muchas otras escuelas críticas de pensamiento”. Por ello, se propone ampliar los conceptos hacia teorías críticas que no son de origen marxista: el posestructuralismo, o los estudios poscoloniales y culturales, que forjan ahora la teoría crítica hegemónica.

2. Pensamiento de época, crítica de la economía política y teorías generales intermedias y de largo alcance

En reacción contra el economicismo y cualquier interpretación unilateral que explica determinaciones económicas “en última instancia”, el pensamiento latinoamericano fue más lejos que la propia Escuela de Fráncfort y de las críticas postestructuralistas, al resituar el tema de la política en el amplio campo del poder, con todas sus complejidades.

No se menosprecia la economía sino que se aborda en un contexto de actoresinvestidos de poder para transformar las condiciones y relaciones de producción (De la Garza, 1982).

Trabajos como los de Thetonio dos Santos (2009) muestran que por el Estado pasan regulaciones que van desde la adecuación de la división internacional del trabajo hasta el manejo de los conflictos macroeconómicos que se asocian al sistema financiero mundial, a través de mediaciones nacionales y microlocales que reproducen la hegemonía de los empresarios[7].

Concebir el modo de producción en tanto que modo de dominación, como lo propone González Casanova (2008), constituye otra importante adecuación de la economía política para pensar la totalidad social ante un cambio de época. Así, el Estado y la ideología no son simples reflejos de la economía sino sistemas de actores que están sujetos a una estructura de dominación, cuya comprensión sólo es posible mediante teorías intermedias relativas al régimen sociopolítico y sociocultural.

Juan Carlos Portantiero (1987) hizo un trabajo sistemático sobre el aporte gramsciano en este sentido.

Conceptos como hegemonía, autoridad, capacidad de dirección moral e intelectual del sistema social sitúan en nuevos contextos los problemas de legitimidad y legalidad que sustentan los consensos necesarios para la reproducción de la economía política.

Óscar Moreno (2007) destaca la importancia del pensamiento crítico del “Occidente periférico” en el homenaje a Portantiero (fallecido en 2007); sobre «Los usos de Gramsci», sostiene:

“[…] Gramsci fue un teórico del capitalismo occidental periférico, ya que para él Occidente encierra dos realidades diversas: el Occidente maduro y el Occidente periférico (donde se ubicarían tanto Italia como la Argentina). Aquí se funda la actualidad de Gramsci para la Argentina, ¿qué distingue al capitalismo periférico del maduro? La desigual relación entre Estado y sociedad civil.”

El diálogo con las ciencias sociales anglo-europeas ha sido fructífero en la medida que se supera el colonialismo del pensamiento. La influencia vertical que aquellas ejercieron en el pasado ahora es una fuente de enriquecimiento mutuo en un diálogo de sur a norte. Hoy, la crítica de la economía política interpreta nuestra realidad desde visiones interdisciplinarias que rebasaron los enfoques economicistas, y así ofrecen interpretaciones pertinentes, para comprender y actuar ante un cambio de época.

Es el caso de la obra de Alain Touraine, la cual podría dividirse en tres etapas: la primera, que se concentra en el estudio del trabajo y la conciencia de los trabajadores, está basada en los estudios de campo realizados en América Latina. Recordemos que en 1956 funda el Centro de Estudios para la Sociología del Trabajo de la Universidad de Chile. La segunda etapa se ocupó de los movimientos sociales, en particular las revueltas del “mayo del 68 francés” y los golpes de Estado latinoamericanos. La tercera, que trabaja actualmente, se aboca al estudio del papel del sujeto y su género dentro de los movimientos sociales.

En una entrevista que le hace Luis Ángel Fernández, el sociólogo francés deja ver lo que entiende como el motor de cambio de época en la actualidad, los movimientos con reivindicaciones culturales en el sentido amplio; dice Touraine:

“Estamos en un momento en el que los objetivos de los movimientos sociales se han ampliado mucho. Al principio se trataba de conseguir derechos políticos, como los consagrados por la Revolución Francesa. Un siglo después, el problema era reconocer derechos sociales, básicamente a los trabajadores y, específicamente, a los obreros. De ahí las luchas sindicales, las huelgas, las leyes sociales, los convenios colectivos. Actualmente, el tema fundamental es la defensa de los derechos culturales. Es el principal punto de la agenda en un mundo de consumo de masas, de comunicación de masas, donde el poder social no se limita más al poder político sino que se ha extendido al poder económico y ahora al poder cultural con los “mass media”. El asunto de los derechos culturales es central.”[8]

La reformulación de la teoría social que Giddens propone resulta esencial para el debate latinoamericano sobre el cambio de época, pues dentro de su modelo interpretativo considera que la Teoría, “en tanto registroreflexivo de la vida social, tiene un impacto práctico sobre su objeto de estudio; ello significa que la relaciónentre la teoría y su objeto ha de entenderse en términos de una doble hermenéutica: el desarrollo de la teoríaes dependiente de un mundo preinterpretado en el que los significados desarrollados por sujetos activosentran en una construcción o producción real de ese mundo; condición ontológica de la sociedad humana talcomo es producida y reproducida por sus miembros. A la vez, el científico social debe ser capaz de‘comprender’ penetrando en la forma de vida cuyas características quiere explicar”.[9]

Además, su propuesta en torno a la Tercera Vía —salida que se plantea para el cambio de época, polémico planteamiento para nuestra región—, apuesta por un papel del Estado, del que Giddens afirma “debe ser muy activo” -y recalca- “que en su accionar tradicional ha probado ser poco efectivo”.

En América Latina, los Estados hiperburocráticos y corruptos han servido poco a los ciudadanos, por lo que considera necesario hacer una remodelación de los actuales Estados para que vuelvan a ser poderosos pero de forma distinta: “tiene que ser más abierto, más transparente, permitir a las mujeres alcanzar puestos de poder, tratar a los ciudadanos como clientes y no como súbditos”[10]

La crítica a la modernidad, o a la ampliación de los campos contradictorios del capital hacia lo cultural y lo simbólico, con énfasis en el periodismo y la esfera mediática, hacen que Pierre Bourdieu haya influido en referencias generales del pensamiento social frente al cambio de época que estamos viviendo. En una nota biográfica realizada por Eduardo Aquevedo (2002), se destaca:

“El discurso de Bourdieu, que ya se había manifestado con matices críticos antes de mayo del 68, se acentúa en los últimos años de su vida con nuevas argumentaciones contra el neo-liberalismo y en favor de la sociedad civil y del naciente Foro Social Mundial, participando cerca de los sindicatos, de las organizaciones no gubernamentales, de los emigrantes y de las asociaciones cívicas contra las posiciones neoliberales que nutrían el discurso de la sociedad llamada postmoderna.[11]

Sus obras más influyentes en torno de los movimientos sociales globales están en dos volúmenes, Contrafuegos 1 (Bourdieu, 1998), que critica el carácter neoliberal de la globalización, y Contrafuegos 2 (Bourdieu, 2001), que plantea una sociología de la acción para el movimiento social europeo y mundial, pues el cambio de época está directamente articulado con lo que surja desde la relación entre lo local y lo global.

En fin, gracias a los debates con la izquierda anglosajona se permitió superar las visiones estatistas, del tipo capitalismo monopolista de Estado, de la economía política. El grupo de la revista Monthly Review, fundada por Paul Sweezy, influyó en diversos países latinoamericanos cuando se concebía el cambio de época como producto de la lucha contra el Capitalismo Monopolista de Estado. Posición de una izquierda que reorientó sus estrategias de acción social mediante una crítica de sus herencias “estatolátricas”, que ahora regresa el potencial transformador a las organizaciones sociales.

3. Nuevas coordenadas espacio-temporales (escalas) y pensamiento de cambio de época desde el sur global

Si el descubrimiento de las jerarquías establecidas en la historia entre centro y periferia fue fruto de un pensamiento desde el sur, con Samir Amin (1994) o con André Gunder Frank (1967), el nuevo pensamiento latinoamericano está construyendo simultáneamente una geografía política con enfoque social, como lo plantea David Harvey (2005), y nuevos vínculos macro-micro entre actor-agencia / sistema- estructura, desde los que se abordan creativamente las tensiones entre lo público y lo privado, hasta la dimensión de la intimidad. Una tarea que está por hacerse es el recuento de las investigaciones sobre interpretaciones pertinentes alrededor del cambio de época, desde un enfoque interdisciplinario integrador de la dimensión espacio-temporal, realizadas desde el sur global (Arrighi, 2007)[12], que se llevan a cabo en las distintas comunidades intelectuales de Latinoamérica, como CLACSO, FLACSO o ALAS, donde hay grupos de trabajo nucleados en torno del nuevo pensamiento social de la región.

En el marco del deslinde frente al pensamiento eurocéntrico, se polemiza con la teoría de sistemas propuesta de Niklas Luhman, quien vacía de actores con sentido histórico-espacial a los sistemas. Ello produce nuevos conceptos que acuden a la fuerza interpretativa y comunicativa de otros enfoques sistémicos, como la teoría del Sistema-Mundo de Immanuel Wallerstein (2001) cuya red, World System Network, considera la larga duración de la historia, en clave de lectura aportada por el historiador Fernand Braudel, y desde una teoría de la incertidumbre que proviene del pensamiento de la Física y de la Química, de acuerdo con la idea de la “flecha del tiempo”, de Ilya Prigogine.

Otro desafío que enfrentan las ciencias sociales latinoamericanas para interpretar el cambio de época que vivimos proviene del aporte del pensamiento de los pueblos originarios, desde una narrativa que enfrenta exitosamente las tensiones entre continuidad y discontinuidad en la historia, con un enfoque integrado e integrador del sujeto y la realidad. Ello apunta a resolver el falso dilema entre cultura y civilización, mediante la sistematización de su enfoque espacio-temporal que responde a coordenadas no occidentales[13] y a valores antiutilitaristas opuestos al mercado.

En ese sentido, se releen los trabajos de Marcel Mauss, Karl Polanyi y otros sobre la economía del don y las redes de solidaridad social que permanecen en los mundos comunitaristas de los pueblos originarios. Con ese espíritu, se formó el Movimiento Antiutilitarista en Ciencias Sociales (MAUSS, por sus siglas en francés), que cuenta con un amplio grupo de sociólogos, antropólogos y científicos sociales en general, como Paulo Henrique Martins (2009), quien ha elaborado una crítica a las teorías de la globalización dominantes desde este enfoque antiutilitarista.

Con el regreso del enfoque Estado-céntrico que trae consigo la crisis de época actual, el pensamiento crítico desde el Sur debate la resignificación del Estado nacional y sus potenciales estratégicos para anudar las escalas socioespaciales en las que se opera el cambio. Los nuevos gobiernos nacionales y locales con agenda social de izquierda en Latinoamérica muestran que las pretensiones omnipotentes y homogeneizantes de la globalización neoliberal se pueden modificar, al transformar las relaciones entre Estado y sociedad.

Particularmente amplia y profunda ha sido la discusión en torno al significado que tienen los procesos electorales nacionales y locales, en torno a los alcances y limitaciones frente al cambio de época que supone el declive neoliberal. A estas discusiones les preocupan, por un lado, las herencias de un pensamiento que enfatiza el poder del Estado como garante de las transformaciones (estatismo) y, por otro lado, que el cambio de época se vea frenado por cambios que se han reducido a las instituciones del sistema político, y dejan sin hacer transformaciones significativos al régimen social y, peor aún, al régimen económico. Sin embargo, el tema del Estado nacional no se puede obviar; su minimización, como lo propuso el neoliberalismo, es tan artificial como su negación voluntarista.

Asimismo, el problema del poder en el sistema mundial está implicando nuevos enfoques en torno al tema del imperialismo, como la crítica de Atilio Borón a la propuesta de Imperio de Michael Hardt y Toni Negri (2000), o reelaboraciones del concepto de semiperiferia, particularmente en el contexto de la integración supranacional que atraviesa por momentos desafiantes en nuestra región, como se puede apreciar en los trabajos de Gerónimo De Sierra (2001) y Alberto Rocha (1998).

En la comprensión del cambio de época en lo concerniente a las relaciones internacionales de América Latina, se ubica como estratégico el conocimiento sobre el rol de Estados Unidos y la diversificación de las alianzas internacionales de nuestra región, como lo muestran diversos trabajos de Marco Gandázegui (2007) y Luis Suárez Salazar (2005).

4. Enfoques centrados en el actor y su complejidad intersubjetiva, para interpretar y actuar en el cambio de época

Entre las creaciones con mayor originalidad y fuerza que emergen desde nuestra región están las relativas a planteamientos liberadores. Desde la Filosofía, con los planteamientos de Enrique Dussel (2007), hasta la persistente Teología de la liberación desarrollada por prestigiados sacerdotes católicos y teólogos ‘populares’ inmersos en Comunidades Eclesiales de Base[14], se comprende a las personas y su conflictiva relación con su entorno social desde nuevos parámetros.

Igualmente, el aporte de un modelo educativo y pedagógico contra la opresión que realiza Paulo Freire (1970) se viene dinamizando ante el cambio de época. Diversas redes dedicadas a la educación popular testimonian la vigencia de esta propuesta. Cabe preguntarnos si el pensamiento sobre la educación superior está a la altura de los desafíos planteados sobre el cambio de época; si el discurso sobre excelencia y calidad académica, sustentado en la “sociedad de la información” está potenciando procesos liberadores similares a los realizados en la educación popular[15].  Boaventura de Sousa (2015) ubica los desafíos sobre la privatización en las universidades latinoamericanas y su potencial liberador.

Ante una crisis de época que fragmenta identidades colectivas y resquebraja la integridad personal, nuestra región es fiel a la tradición crítica de Freud y su propuesta psicoanalítica, sobre el malestar en la cultura, representada por los Círculos Psicoanáliticos Freudianos y Lacanianos (Fair, 2013), que han desarrollado líneas de investigación psico-social en los países más poblados de Latinoamérica, a la par que se buscan vínculos con Marx y pensadores de la subjetividad, desde la auto-afirmación y la intimidad de Giddens hasta los iconos del amor, la pareja, o la familia. Trabajos, estos últimos, que han sido influidos por la amplia producción del sociólogo italiano Francesco Alberoni.

En nuestra región está surgiendo un enfoque prometedor para la comprensión del actor en su compleja intersubjetividad, en época de crisis múltiples, alrededor de la sociología del cuerpo y de las emociones, nombre del Grupo de Trabajo de ALAS que es coordinado por Adrián Scribano[16].

La juventud de nuestra población, aunada a originales reivindicaciones de género y a la profusa heterogeneidad de identidades étnicas, nacionales y regionales, hacen que nuestra región se sitúe como un laboratorio para comprender el cambio de época. La aceptación del otro, el principio de alteridad en la diferencia, como lo sitúa Eduardo Sandoval Forero (2008) respecto de la religión entre los indígenas, está a prueba en nuestra región, desde donde la antropología social y diversos proyectos de microsociología como el estudio de los jóvenes que hacen Martín Hopenhayn en Chile, Rossana Reguillo en México; Alicia Itatí Palermo en la Argentina; los estudios de género que han significado un vasto proceso de discusión entre centros especializados e intelectuales, así como activistas por los derechos sexuales y reproductivos, que forman toda una comunidad epistémica y de acción, todos ellos aportan enfoques adecuados a nuestras particularidades, sin perder de vista la totalidad social en la que se insertan.

En el plano epistemológico, el pensamiento latinoamericano aporta experiencias fundadoras para el establecimiento de vínculos resolutivos entre objeto y sujeto de la investigación, entre investigador e investigado. La propuesta original de la Investigación Acción Participativa de Orlando Fals Borda (fallecido en agosto de 2008) merece ser valorizada en toda su justa magnitud, pues el conocimiento teórico-práctico compartido entre saberes académicos y saberes de los actores sociales es condición para integrar objetividad científica e intersubjetividad en los procesos de transformación social liberadora.

Bringel y Maldonado (2016), subrayan tres campos del aporte de Fals Borda: praxis, subversión y liberación, fundamentales para comprender la apuesta participativa en la investigación y la democracia en los movimientos sociales. Los procesos de coinvestigación, como los concibe Alberto Bialakowsky (2006), articulan referencias permanentes a los requerimientos científicos que demanda el dar cuenta de la totalidad social, que simultáneamente es transformada por la microsociología detonada por la acción colectiva.

5. Las ciencias sociales críticas redefinen los paradigmas dominantes de Estado, democracia y ciudadanía, desde la participación colectiva transformadora

El desapego ciudadano de las instituciones del sistema político, la crítica de la democracia procedimental y delegativa fueron constataciones del análisis de las transiciones democráticas que caracterizaron la América Latina de los ´80 (según el clásico trabajo de O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986); sin embargo, el enfoque sociológico que primó en esos análisis privilegió el estudio del régimen político, sin ofrecer interpretaciones alrededor de los vínculos entre economía, política y cultura de la dominación, que pretenden asegurar la reproducción capitalista, como lo señala Darío Salinas (2007) para el caso de Chile.

La emergencia de gobiernos populares, nacionales o locales supuso una crítica a los enfoques neoinstitucionalistas, y particularmente a la llamada sociología del Rational Choice, actualizada ahora como Public Choice, que proponían la reforma gerencial del Estado y de políticas públicas fundadas sobre un pragmatismo político que escondía el momento económico de la dominación neoliberal[17].

Jaime Osorio sitúa los límites del Rational Choice:

“Para la economía neoclásica y el rational choice “los colectivos no actúan, no tienen intereses; los colectivos no tienen planes […] Quien verdaderamente actúa, tiene intereses, planes, etc., es el individuo. Esta es, en síntesis la tesis del individualismo metodológico” (Osorio, 2007)

A la par, el deterioro de los términos de convivencia social, la inseguridad y la violencia detonaron un creciente proceso socio-organizativo en demanda de derechos económicos, políticos y culturales que dieran vigencia al principio de ciudadanía. Es creciente la densidad social que toman estas demandas por derechos exigibles en políticas de reconocimiento por derechos interculturales, tanto como nuevos pesos y contrapesos en las exigencias de rendición de cuentas, transparencia y lucha contra la corrupción, como ingredientes infaltables de una calidad democrática a nuestra medida.

Elecciones y gobierno están en el centro de la polémica, lo que exige un deslinde permanente del pensamiento crítico respecto de las ideas anglo-eurocéntricas de sociedad civil y de ciudadanía, como lo argumentan Dagnino, Olivera, Panfichi (2006), quienes descubren tanto a las fuerzas fundadoras del paradigma de la democracia participativa como a las fuerzas perversas que lo obstaculizan, investigaciones en las que también se destaca el sociólogo brasileño Leonardo Avritzer.

Tema en el cual coinciden con Boaventura de Sousa (1996) y su “democratizar la democracia”, que abre una veta de integralidad innovadora de lucha por las nuevas legitimidades y la legalidad constitucional que están recreándose en Latinoamérica, particular, aunque no exclusivamente, en Bolivia, Ecuador y Venezuela.

Surgidos desde la polémica, pues el pensamiento crítico no exige unanimidad sino pruebas de eficacia teórico-práctica, los planteamientos de Raúl Zibechi (2007) sobre la necesidad de descentralizar el poder, o de John Holloway (2002) sobre la estrategia de desempoderar al poder mismo, iluminan las dificultades para construir la democracia y notablemente el Estado; un concepto fundador de Boaventura de Sousa propone entender el Estado como el “novísimo movimiento social”, lo cual abre el horizonte de la integración social sistémica bajo principios participativos pero con hegemonía popular.

Otro ámbito polémico lo abren las reflexiones de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y de Norbert Lechner (1981), que son sugerentes para abordar la crítica al populismo, la revalorización de las categorías pueblo y popular, que aparecen como conceptos paradigmáticos para interpretar el cambio de época.

6. Discusión pública de alternativas al neoliberalismo ante la crisis mundial capitalista

La triple crisis del capitalismo: financiera, ambiental y energética significa un creciente deterioro y depredación ambiental, destrucción masiva de recursos energéticos. Asimismo, las mayores ataduras al trabajo cuya centralidad privilegia al mercado, al imponer la flexibilización laboral unilateralmente, significan también mayores flujos migratorios internacionales, sin que se resuelvan las ciudadanías extraterritoriales demandada por tal movilidad. Ello representa un desafío para la agenda global-local que se investiga desde la teoría crítica.

En Latinoamérica se encuentran cuatro de los once países megadiversos del mundo; su geografía concentra recursos hídricos, petroleros, de gas natural, mineros y una biodiversidad que habitan principalmente los pueblos originarios, cuyos saberes milenarios se ven amenazados por ambiciosos proyectos de explotación capitalista. Desde esos pueblos se despliegan acciones colectivas de resistencia y movilización que convergen con movimientos ambientalistas de nuevo tipo[18].

Esas dinámicas sociales exigen la actualización del pensamiento crítico en torno del paradigma que representa el desarrollo autosustentable (Maldesarrollo, para Svampa y Viale, 2014). Además, los conflictos ambientales relacionados con el cambio climático, como nos previene el sociólogo chileno Jorge Rojas[19], demandan tanto coherencia global como correspondencia entre opciones no capitalistas y la transformación de la naturaleza.

Latinoamérica llega con recursos propios para afrontar la triple crisis del capitalismo, dada la fuerza que toman alternativas de horizonte incluyente para el combate de las desigualdades y la lucha por un Estado del buen vivir (versión andina del Estado del Bienestar).

El protagonismo de los nuevos sujetos en la construcción de un altermundismo preocupado por las alternativas al capitalismo se expresa en la creciente convergencia de “redes de redes” que prefiguran ese novísimo Estado que concibe Boaventura de Sousa, en su creación constitucional.

En las nuevas experiencias gubernamentales, tanto en el plano nacional y local como en el supranacional, que van de la Unión de Naciones de Suramérica (UNASUR) a la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a un proyecto de integración comunicativa como Telesur, o a la Iniciativa para laInfraestructura Regional de Suramérica (IIRSA), se debaten nuevos conceptos sobre el desarrollo: post-desarrollo (Escobar, 2005), Maldesarrollo (Svampa y Viale, 2015), postneoliberalismo (Sader, 2008).

Mundo de alternativas que plantean desafíos teóricos, prácticos, metodológicos, epistemológicos al pensamiento crítico sobre el cambio de época y como guía de acción desde un enfoque centrado en el actor, los movimientos sociales y su potencial instituyente-destituyente. No hay unanimidad sobre si la innovación social y la creación de alternativas proponen un camino antineoliberal, o posneoliberal, o si se construyen efectivamente alternativas anticapitalistas, que nos llevan a la discusión de fondo que plantea François Houtart, sobre los aportes latinoamericanos a la construcción del socialismo del siglo XXI, como salida de época frente a la crisis capitalista.

La teoría crítica es apropiada como proyecto de época por parte de los movimientos y organizaciones sociales, desde los enfoques de la geopolítica crítica (Preciado y Uc, 2010) y la ecología política (Leff, 2006, Delgado, 2013, Svampa, 2014) Se reconoce un campo teórico-práctico que responde a una época de crisis en la que la (re)materialización de la economía, caracterizada por Svampa como el Consenso de las Commodities, obliga a acercamientos holísticos propios del pensamiento complejo entre naturaleza, sociedad, Estado, territorio, que no desembocan en referentes universales únicos sino que erigen “universales-particulares”, que implican políticas y derechos orientados al reconocimiento de las diferencias.

En cuanto a la fundación de la ecología política como campo, Enrique Leff plantea que, a partir del análisis de la “desnaturalización de la naturaleza”, se refuerza el papel de la política cultural como una política de reconocimiento de las diferencias, lo cual modela diversos estados de conciencia: de clase, ecológica, de especie, que son elementos esenciales de la ecología política y “El eje de la epistemología política sirve de fundamento al análisis del tema ética y emancipación, que sirve de reflexión conclusiva”. (Leff, 2006)

Desde la justicia ambiental, se vinculan relaciones de poder con el extractivismo, los sistemas de producción, el análisis del impacto ambiental, el análisis geopolítico y la sociología política (Delgado, 2013, p. 11). Joan Martínez Alier y Beatriz Rodríguez-Labajos impulsan el Environmental Justice Organisations, Liabilities and Trade (EJOLT)[20], cuya actividad recoge la información de grupos afectados por el “neo-extractivismo” en todo el mundo. Esta tarea es acompañada por observatorios sociales sobre minería, represas, explotación petrolera y otros impactos ambientales.

La prefiguración de alternativas, el todavía no, en sujetos portadores de civilización anuncia un campo de creación colectiva alrededor de la teoría crítica que está por investigarse.


[1] Este trabajo es una versión actualizada y ampliada de “Sociología y ciencias sociales en y desde el mundo:

el pensamiento latinoamericano ante el cambio de época”, aparecido en la Revista Controversias y

Concurrencias Latinoamericanas, N° 1, ALAS, 2009.

[2] Morin (2000) plantea en su trabajo La mente bien ordenada: “Entre el pensamiento científico, que separa

los conocimientos y no reflexiona sobre el destino humano, y el pensamiento humanista, el cual ignora las

aportaciones de las ciencias susceptibles de nutrir nuevos interrogantes sobre el mundo y la vida, el divorcio

es total. Y peligroso”.

[3] En el sentido que lo plantea W. Mills (1961): “La primera lección es la idea de que el individuo solo puede

comprender su propia experiencia y evaluar su propio destino localizándose a sí mismo en su época, y sólo

puede conocer sus propias posibilidades en la vida si conoce las de todos los individuos que se hallan en las

mismas circunstancias. La distinción mas fructuosa con que opera la imaginación sociológica es quizás la

que hace entre `las inquietudes personales del medio´ y `los problemas públicos de la estructura social´”.

[4] CLACSO viene reeditando desde 2007 trabajos escogidos de los teóricos de la dependencia. Hay además,

en su Biblioteca Virtual, un sugerente artículo de Fernanda Beigel (2005), que hace un recuento sobre las

teorías de la dependencia y sus críticos.

[5] Quijano, con una amplia y sólida obra, se ha convertido en el crítico de la colonialidad que ha aportado al

mundo intelectual una interpretación sobre el cambio de época desde el pensamiento crítico latinoamericano.

[6] Javier Torres Nafarrate ha realizado una cuidadosa lectura de la obra de Niklas Luhman, a partir de lo cual ha propiciado la traducción de obras importantes del sociólogo alemán, entre otras, las relacionadas con su

Teoría de Sistemas (Luhman y De Georgi, R. 1993) y sobre el tema educativo (Luhman y Schorr, K.E.

1993). En torno de este autor se ha organizado una red de estudios luhmanianos, formada por científicos

sociales de varios países en Latinoamérica.

[7] En su trabajo “La encrucijada para el pensamiento progresista” (2009) muestra que se necesita un

planteamiento para superar la época de declive del neoliberalismo. Tarea que el pensamiento crítico

latinoamericano emprende con vitalidad actualmente.

[8] “La lucha social es hoy por los derechos culturales”: entrevista con Alain Touraine, por Luis Ángel

Fernández Hermana, consultada en http://usuarios.lycos.es/politicasnet/autores/touraine. htm#entrevista

[9] “Hacia dónde va el mundo”: entrevista a Anthony Giddens, por José María Ridao. El País, consultada en:

http://usuarios.lycos.es/politicasnet/autores/giddens.htm#entrevista.

[10] Ibídem.

[11] “Bourdieu fue uno de los fundadores de la editorial Liber-Raisons d’agir, impulsora del movimiento de la

Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana (ATTAC). Según el

diario parisino Le Monde, era el intelectual francés más citado en la prensa mundial”. Consultado en:

http://jaquevedo.blogspot.com/2008/05/pierre-bourdieu-1930- 2002-perfil.html

[12] En esta obra, Arrighi cifra su interpretación del cambio de época en el papel de China, y en la

recomposición de las relaciones sociales internacionales y lo que ello significa para que el sur global se

articule y resulte protagonista de las transformaciones mundiales del siglo XXI.

[13] Aunque hay esfuerzos iniciales destacables, el pensamiento de los pueblos originarios, que se expresan en

movimientos de base étnica, propone articulaciones mayores que alcanzan escalas nacionales, como fueron

los casos de quechuas y aymaras en Bolivia y Ecuador, o articulaciones continentales, como la Coordinadora

de los Pueblos del Abya Yala en el continente americano y articulaciones mundiales, como lo representó el

neozapatismo mexicano, con sus Encuentros Intergalácticos por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo, o

como lo propuso el Foro Social Mundial con sus encuentros entre pueblos indios del mundo.

[14] Hay una larga bibliografía de autores que exponen la Teología de la liberación, que incluye desde las más

añejas tradiciones que reivindican la pertinencia de Bartolomé de las Casas hasta los teólogos del post

Concilio Vaticano II, que han sido recogidos también por Enrique Dussel en diversos trabajos relativos a la

historia de las religiones y sus planteamientos liberadores.

[15] Pablo Gentili fue Coordinador del Observatorio Latinoamericano de Políticas Educativas

(FLACSO/UERJ/UMET) y cuenta con obra crítica sobre la educación en América Latina.

[16] Scribano (2008) aborda la problemática del cuerpo y de las emociones ante la crisis de época que se vive

en la Argentina después del 2000.

[17] Ver Cristiano (2006) para una aguda y documentada crítica de la sociología del Rational Choice. Y a

Hinkelammert (1993) para una crítica del Public Choice.

[18] Son particularmente sugerentes las propuestas de Maristella Svampa (passim.) sobre el “giro eco-

territorial” y el “Consenso de las Commodities” para interpretar el neoextractivismo y la acumulación por

desposesión del modelo de acumulación capitalista actual.

[19] El proyecto Anillo en el área de las ciencias sociales de Conicyt, en Chile: “Impactos sociales y

ambientales del Cambio Climático Global en la Región del Bío Bío: Desafío para la sostenibilidad del siglo

XXI” es dirigido por el doctor Jorge Rojas de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de

12 Page 13 Cuestiones de Sociología nº 14, e003, 2016. ISSN 2346-8904 Concepción, Chile.

[20] Para documentar una experiencia de investigación participativa innovadora en el campo cibernético, se

puede ver http://www.org/maps/, en el que cada grupo procesa la narrativa de su conflicto ambiental.

La invasión de Ucrania desde una mirada poscolonial. Vany Pettina. Nueva Sociedad. Marzo 2022

En estos días, uno de los nudos centrales de la discusión sobre la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha sido la cuestión de cómo la «expansión» de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este haya posiblemente representado el detonante de la operación militar ordenada por Vladímir Putin. Varios comentaristas han señalado que la supuesta amenaza a la seguridad de Rusia representada por este proceso tornado habría casi inevitable la invasión de Ucrania por parte del ejército ruso, determinado con esta acción a prevenir su ingreso en la alianza atlántica.

Se trata de una cuestión crucial, porque de considerarse válido este relato se estaría destacando una legitimidad de la posición rusa y, en el fondo, generando un contexto que justificaría la invasión. Yo mismo consideraba hasta el momento en que se produjo la invasión que esta forma de plantear la cuestión mantenía cierta validez. Es decir, que podían existir cuestiones relacionadas con la seguridad de Rusia que la OTAN, y su «expansión» no habían considerado con la suficiente sensibilidad política. Sin embargo, como suele suceder cuando nos interrogamos sobre los procesos del pasado, es el presente el que nos induce a reformular nuestras hipótesis sobre el mismo. La brutalidad de la acción militar rusa no puede no empujarnos a revisar nuestras precedentes apreciaciones sobre la naturaleza del proceso histórico que ha conducido hacia la presente crisis. Y, en el caso específico de Ucrania, me parece que la forma en que se han desarrollado los eventos plantea la posibilidad de que nos encontremos, más que frente a una crisis de seguridad, ante una crisis producida por el largo y traumático proceso de descolonización del espacio postsoviético.

El primer elemento con que hay que empezar este proceso de reevaluación del contexto histórico en el cual se produce la invasión de Ucrania es que este país no es parte de la OTAN y, aunque en 2008 se decidió considerar su admisión, esta no se ha producido y no existían al momento de la invasión señales de que este proceso pudiera acontecer en un futuro cercano. Además, es importante recordarlo, Ucrania renunció a poseer armas nucleares a cambio de la garantía de respetar sus confines soberanos, acordado en el Memorándum de Budapest firmado, en diciembre de 1994, por Rusia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Ucrania. Habría también que destacar que después de 1991 las relaciones entre la OTAN y Rusia no han sido conflictivas, sino que se han caracterizado por una creciente cooperación, culminada en 1997 con la aprobación del NATO-Russia Founding Act que, a su vez, creó el NATO-Russia Permanent Joint Council (PJC), un foro de consulta y cooperación entre los dos actores. Finalmente, un último punto en orden cronológico, pero de gran importancia para nuestro análisis. Durante la administración republicana de Donald Trump, el atlantismo alcanzó su punto más bajo desde la fundación de la OTAN en 1949 y fue justamente en el escenario ucraniano donde la degradación de la importancia que la alianza atlántica tenía para Washington se hizo más evidente. Como se recordará, Trump hizo de su hostilidad hacia la OTAN, declarada sistemáticamente como una alianza inútil y costosa, una de sus banderas de política exterior. Pero, sobre todo, es aquí todavía más relevante destacar que en 2019 Trump condicionó la concesión de ayuda a Ucrania a que Kiev lanzara una campaña pública en contra de Joe Biden y de su hijo Hunter. El eje de la estrategia que miraba a desacreditar y debilitar electoralmente a Biden antes de las elecciones de 2020, era que Kiev acusara a Hunter Biden de entretener negocios ilegales en el país y a Joe Biden de intentar usar sus conexiones políticas para encubrir su hijo. La maniobra de Trump mostraba claramente que la seguridad de Ucrania no era en absoluto una prioridad en Washington, sino más bien una variable completamente subordinada a cuestiones de política interna. Y aunque con la elección de Biden Washington volviera a recuperar un cauce más tradicionalmente atlantista, el daño causado por Trump a la credibilidad de la alianza como fuerza de disuasión estaba hecho. 

La segunda cuestión crucial, a menudo pasada por alto, es que detrás de la palabra «expansión» de la OTAN se esconde en realidad un proceso mucho más complejo. El relato predominante nos plantea una expansión de la alianza atlántica liderada por Washington, justamente en clave anti-rusa. Se trata de una inercia conceptual, anclada en el paradigma realista de la historia de las relaciones internacionales, difícil de corregir y de acuerdo con la cual se han presentado tradicionalmente los acontecimientos históricos como si éstos fueran exclusivamente productos de la voluntad de las potencias internacionales. Y, sin embargo, si seguimos una perspectiva más cercana a los estudios poscoloniales, provincializando entonces Europa y Estados Unidos, y cambiamos el ángulo desde el cual miramos este proceso, descubriremos que el impulso central para la ampliación de la organización de defensa militar occidental se ha originado en los estados que, en algún momento, pertenecieron al ex-Pacto de Varsovia. Si la alianza militar ha sobrevivido el final de la Guerra Fría es también porque estos países han solicitado de forma casi sistemática y con pocas excepciones, su ingreso, justificando así su sobrevivencia como instrumento geopolítico tras el conflicto bipolar.

Esto fue así en virtud de la inseguridad que generaba vivir bajo la anterior esfera soviética. Esta experiencia, vale recordarlo, fue marcada por dramáticas violaciones de la soberanía de los países que hacían parte del Pacto de Varsovia por parte del Ejército Rojo, siendo las más sonadas la invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968. Es justamente por la naturaleza limitada de la soberanía de los países pertenecientes al Pacto de Varsovia, que un número importante de autores ha destacado la naturaleza imperial de la relación entre la URSS y sus aliados de Europa Oriental durante la Guerra Fría. La pertenencia a la OTAN, para estos países, así como para algunas ex repúblicas socialistas que como Ucrania integraban la URSS, ha representado desde su disolución una garantía a la mano para la defensa de su soberanía nacional. Para entendernos, se trata de un arreglo parecido al negociado entre 1959 y 1961 entre la URSS y Cuba; una alianza que respaldó la isla frente a los intentos estadounidenses de mantenerla a la fuerza en su zona de influencia después del triunfo de la Revolución. Claramente, las solicitudes de ingreso de estos países en la OTAN han encontrado la aprobación de Washington, deseoso de mantener en función un instrumento clave para defender su hegemonía regional. Pero la ampliación de la alianza no sería comprensible sin tomar en cuenta el impulso que a ese proceso han dado los países de Europa del Este, justamente para generar un instrumento de disuasión frente a la posibilidad del resurgimiento de un diseño neo-imperial ruso.

Tercero, en lo específico de la crisis ucraniana que tuvo uno de sus momentos de mayor tensión en 2014, con el Euromaidan, bien sabemos que el casus belli fue, en realidad, no tanto la admisión a la OTAN, bloqueada como señalado desde 2008, sino la negociación de un pacto de asociación económica con la Unión Europea. La posibilidad de firmar ese acuerdo era considerada por una parte importante de la sociedad ucraniana como una forma de consolidar el proceso de despegue del país de la zona de influencia post-soviética, empezado en 2004 con revolución naranja. A pesar de no tener una implicación militar, la negociación fue obstaculizada con determinación por parte de Rusia, otra demostración de que la cuestión de la seguridad y de la OTAN no era el problema principal que alimentaba la estrategia de Putin hacia Ucrania. Cabe recordar que fue en esta coyuntura que se produjo la anexión de Crimea por parte de Rusia, la guerra del Donbas y la primera verdadera crisis entre Moscú y la OTAN desde 1991.

Finalmente, la actual invasión me parece haber mostrado de forma contundente que la OTAN no representa una amenaza particularmente relevante para la seguridad rusa. La organización militar occidental ha declarado que no tiene ninguna intención de intervenir en el conflicto, bien sabiendo que siendo Rusia una potencia nuclear esto incrementaría de forma dramática la posibilidad de un Armagedón global. Incluso frente a la gravedad de los eventos actuales, la OTAN sigue rechazando de forma clara las solicitudes del gobierno ucraniano para entrar en la alianza. De hecho, me parece prudente plantear que ha sido justamente la percepción por parte de Putin de que no existía una amenaza directa y real de la OTAN un factor clave para convencerle de que una invasión de Ucrania no habría implicado un enfrentamiento militar de larga escala con la alianza liderada por Washington.

Si la seguridad no es, entonces, el elemento principal para explicar esta crisis, ¿Cuál es el contexto histórico más apropiado para analizarla? La respuesta a esta pregunta me parece que podría proceder de la posibilidad de leer el proceso actual como parte de la gradual y altamente problemática descolonización del espacio de dominio soviético, comenzada con el colapso de la URSS en diciembre de 1991 y que podría tener en los acontecimientos ucranianos quizás su colofón final. El alejamiento de los países del ex-Pacto de Varsovia y de la ex-URSS de la zona de influencia postsoviética contiene una dimensión traumática, como suele ocurrir en estos casos. Frente a la lenta inexorabilidad de este proceso, la mayor capacidad de atracción económica, política e ideológica del bloque constituido por Europa y Estados Unidos torna la intervención militar rusa en Ucrania el único, último y desesperado instrumento para intentar retener uno de los más preciados fragmentos de ese espacio. Y es este el elemento que diferencia las relaciones entre Rusia y estos países con respecto a la época de la Guerra Fría. En aquel entonces, no era solamente la presencia militar lo que garantizaba la posición predominante por parte de Rusia dentro de la URSS y el Pacto de Varsovia. El socialismo tenía una fuente de legitimidad ideológica tanto o más importante que la presencia militar, porque en esa idea de sociedad y modernidad basada en la igualdad se reconocieron sectores importantes de la polis soviética y, más en general, occidental. En la actualidad, en cambio, Rusia no ofrece ningún horizonte atractivo para competir con el modelo de la Unión Europea o Estados Unidos. Al contrario, su modelo socieconómico representa una degradación oligopólica, autocrática y profundamente extractiva del capitalismo imperante. La de Rusia no es, entonces, una guerra de expansión, es la guerra de un actor hegemónico en franca decadencia para mantener a flote el último vestigio de la que Putin percibe haber sido una potencia imperial. La brutalidad de la invasión recuerda la de otras potencias coloniales que enfrentaron el desmoronamiento de su imperio después de la Segunda Guerra Mundial y de Francia en particular. En particular, las acciones de Rusia recuerdan la forma en que Francia lideró una violenta guerra en Argelia para intentar prevenir, con un uso indiscriminado de la fuerza, que la que había sido la joya de su imperio colonial obtuviera su independencia política.

Esta perspectiva ayuda a entender la dificultad de lectura de los acontecimientos actuales, que muchos encontramos cuando se produjo la invasión. Porque es cierto que la invasión, desde un punto de vista de la seguridad rusa, no solamente no logra apuntalarla, sino que, al contrario, la debilita en forma exponencial. En una semana, Putin ha logrado que Alemania vuelva por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial aumentar su presupuesto militar, que la Unión Europea se plantee la autosuficiencia de las fuentes energéticas rusas y que la OTAN aumente su presencia de forma dramática en Europa Oriental (e incluso que creciera el apoyo a ingresar en ella en los países que no la integran, como Finlandia o Suecia). Finalmente, las sanciones económicas representan quizás la amenaza mayor para la seguridad de Rusia, porque destruirán su economía, desestabilizando al país. Puede ser que Putin haya calculado realmente mal las consecuencias de su invasión o puede ser que, en cambio, el objetivo no fuera incrementar la seguridad, sino resistir a uno de los últimos actos del proceso de descolonización empezado en 1991 y del cual esta crisis es producto final.

Mucho se podría discutir acerca de la torpeza con la cual, no solo la OTAN, sino sobre todo Europa han gestionado el proceso de descolonización del espacio ex-soviético. También, se podría afirmar que ni la OTAN, ni el espacio europeo, como los propios países que han entrado en estos espacios después de 1991 han podido experimentar, representan ninguna panacea para sus problemas y ansiedades de libertad y progreso. Y, sin embargo, la gravedad de la intervención rusa es determinada justamente por el hecho de que lejos de darse en un escenario de legítima defensa de su seguridad, parecería plantearse como una clara manifestación de voluntad de dominación frente a las aspiraciones de autodeterminación de Ucrania y su población. Por esta razón, incluso si la «neutralidad» de Ucrania constituye una base para la retirada rusa, el país mantendrá una fuerte vulnerabilidad frente a su poderoso vecino.

We condemn this war, just as we have rejected all wars. Tommaso Di Francesco. Il Manifesto. 27 of February 2022

With raised voices, we issue a strong and desperate “No!” to the military aggression of Putin’s Russia against Ukraine. On Friday morning, Putin took the criminal decision to send military fighters, awakening Kyiv with air raid sirens.

We condemn this adventure of the Kremlin, an open violation of international law, with the same strength and clarity with which this newspaper has always condemned the West’s wars in Iraq, Somalia, former Yugoslavia, Afghanistan, Libya, Gaza and Palestine, Syria, etc. (And not only Western wars — starting from the Soviet invasion of Afghanistan in 1979.)

However, the images from the Kyiv subway, with terrorized children and women, open up an old wound: with their unspeakable personal pain, they remind us of the nights of the NATO bombing of Belgrade 23 years ago, which we wished would be the last one in the history of Europe.

Let’s hope that this time, the civilian victims won’t be lumped under the demeaning label of “collateral damage.” Our heart is on the side of the smallest and the weak, and our “international” position is at this moment fully behind the Ukrainian civilians. And also behind the Russians who are demonstrating for peace and against war.

We don’t like geopolitics: in the end, it’s an arrangement of flags on maps for the purpose of war games which always do damage to the prospects of the world.

It goes without saying that we are faced with the upheaval of the world’s strategic makeup. We are against war: no political reason justifies it. We are against it no matter who is the driving force behind it. We are against the military-industrial complexes, be they Western, Chinese or Russian: these institutions that preside over national GDPs and power politics are the ones preparing destructive and deadly scenarios like this one.

It is about time for politics to take note of this, instead of relegating issues such as peace, stopping the growth of military spending, disarmament or the divestment of the nuclear weapons that are widespread in Europe, to a neglected and forgotten basement, as if they did not concern the allocation of resources: more than just energy, but the exit from the disaster of the pandemic, the ecological transition. Peace isn’t just a desire, it is something built.

Instead, these topics are now returning to center stage with the flashes of missile explosions on TV screens. And it’s certainly more difficult — if not impossible — to deal with these issues in this dramatic moment. We are seeing a last-minute democratic interventionism from Italy, after eight years of civil war, 14,000 dead and two million refugees in the Ukrainian crisis, about which it had kept a guilty silence.

The American administration and the Atlantic leadership are now saying to Russia: “You wanted less NATO, so now you will have more.” An obvious answer, but one that implicitly recognizes that the strategy of NATO enlargement to the East was, and is, a threat. Now the risk is that the Atlantic Alliance will no longer have a stopping point. And this is also thanks to Putin’s war initiative, which has zero justification. Especially since just 24 hours before the recognition of the independence of Lugansk and Donetsk, it could be said that Putin had “won” by deploying troops to the border alone, gaining ground back from his opponents and dividing them on the NATO membership of Ukraine and the revival of the Minsk agreements. In short, it is not true that Putin had no choice but to invade, as he says.

What is the ideology, or pathology, driving the Russian president? The most obvious is the impulse to escape the humiliation of the end of the Soviet power and revenge against the Western military moves that confirmed it. But we are facing the aftermath of a mad, self-contradictory and suicidal decision. What remained of the USSR in Russia were the economic assets which, once privatized, built the fortunes of the oligarchs, former party officials, and the arms factories which have been fully revived.

Putin is not interested in socialism: not real socialism, let alone the Bolshevik Revolution. It is no coincidence that he felt the need to attack Lenin, who back in 1924 saw as decisive for the first Constitution of the Soviet Union the independence of the four socialist republics that composed it back then.

While it is true that the collapse of the USSR took place along nationalist fault lines, by bombing Kyiv, Putin is now bombing his own history, hurting the Russian-Ukrainian roots, erasing the equal Slavic identity — quite the opposite of a return of Great Mother Russia. And in doing so, he’s destroying the credibility of the new Russia as an “other” power, which he had been claiming as his achievement up until now. After the suicide of the USSR, with Vladimir Putin we are witnessing the suicide of Russia.

The Soviet Union has not returned, but the hot war has: against the background of a nuclear threat, in the heart of Europe, playing with the lives of civilians and the future of the world, fueled by nationalist madness. There should be an immediate ceasefire, and Putin should stop and withdraw. He has already destroyed enough.

When Western Anti-Imperialism Supports Imperialism. Elizabeth Cullen Dunn March 3, 2022

The invasion of Ukraine has been a shock not just to Eastern Europe, but to the post World War II international order.  While the fundamental tenets of postwar geography—that national boundaries would not be moved, that each country had the right to territorial integrity, and that every nation-state could govern its own territory without interference—might have been weakened before, now they have been quite literally blown up.

Making sense of these world-historical changes will take time. A recent article on FocaalBlog by geographer David Harvey argues that the post-Cold War policies of the West played an important role in pushing Russia towards the current war in Ukraine.

Harvey argues that the West’s failure to incorporate Russia into Western security structures and the world economy led to Russia’s political and economic “humiliation,” which Russia now seeks to remedy by annexing Ukraine. By focusing on Western imperialism, however, Harvey ignores the politics of the USSR’s successor states as well as regional economic dynamics. It is Russian neoimperialism, not the West’s actions, that motivates the Russian invasion of Ukraine.

Harvey’s argument rests on the idea that in the aftermath of the dissolution of the USSR in 1991, Western institutions inflicted grave “humiliations” on Russia. He argues that “the Soviet Union was dismembered into independent republics without much popular consultation.” But this begs the question of consultation with whom. Estonia declared national sovereignty in 1988, and both Latvia and Lithuania declared independence from the USSR in 1990–all of them before the dissolution of the USSR in 1991 (Frankowski and Stephan 1995:84). All three of these countries were independent prior to 1940, and, like Ukraine, were forcibly incorporated into the USSR; all three saw declarations of independence after 1988 as a restoration of previous national sovereignty.  Georgia, too, elected a nationalist government in 1990 and formally declared independence in 1991.

Like Ukraine, Georgia claimed a restoration of national sovereignty that was held prior to forcible incorporation in the USSR in 1921.  Like Ukraine, each of these countries held referenda on independence which passed with over 74% percent of citizens voting to leave the USSR permanently.

Ukraine’s own referendum passed with 92.3% of the population voting “yes”  (Nohlen and Stover 2010:1985). There was thus plenty of consultation with the people who mattered–the citizens of countries formerly colonized by Russia who demanded the right to decide their own futures. Why Russia should have been consulted on the independence of nations that had been incorporated into the Russian empire and the USSR by force is unclear; colonizing countries are rarely asked for permission when their colonies declare independence.

Second, Harvey argues that Russia was “humiliated economically.”  He writes,“With the end of the Cold War, Russians were promised a rosy future, as the benefits of capitalist dynamism and a free market economy would supposedly spread by trickle down across the country. Boris Kagarlitsky described the reality this way. With the end of the Cold War, Russians believed they were headed on a jet plane to Paris only to be told in mid-flight ‘welcome to Burkina Faso.’”

Harvey blames the collapse of the Russian economy in the early 1990s on the Western-led practice of so called “shock therapy,” or rapid marketization, saying that it resulted in a decline in GDP, the collapse of the ruble, and disintegration of the social safety net for Russian citizens. But an explanation of economic collapsed based solely on “shock therapy” negates the internal dynamics of state-socialist economies, which were already in free-fall as the supply-constrained planned economy succumbed to its own internal contradictions (Dunn 2004:Chapter 2).

As the Hungarian dissident economist Janoś Kornai aptly showed, soft budget constraints, which allowed state socialist enterprises to pass their costs onto the state, and thus prevented them from ever failing, led to intense cycles of shortage and hoarding.

In turn, endemic shortage led to limited and low-quality production, which in turn led to more shortage and hoarding. All of this disincentivized investments in industrial modernization. Why invest in modern equipment or production methods, when a firm could sell whatever it made, and when there was little incentive to improve profit margins?

It was the Soviet economy that kept Soviet industry technologically behind, not the West. The result of the dynamics of state-led planning meant that when Soviet industries were exposed to the world market by shock therapy mechanisms eagerly adopted by reformers in their own governments, they were not at all competitive. Thus, the deindustrialization of the USSR was a product of state socialist economics

Shock therapy, too, was largely a local production rather than one led by the West, despite Jeffrey Sachs’ relentless advocacy of it. The point of shock therapy was not just to make East European economies look like Western economies as quickly as possible. Rather, local non-communist elites argued that it was a tool to prevent a Communist restoration.

They argued that if the Communist nomenklatura, which controlled both politics and production, was allowed to dismantle state owned enterprises and repurpose state-owned capital for their own private gain, its members would oppose political reform or seek to regain political power (Staniszkis 1991). As Peter Murrell, an ardent critic of shock therapy, writes, shock therapy was thus pushed most heavily by East Europeans:

    “These reforms were condoned, if not endorsed, by the International Monetary Fund; they were strongly encouraged if only weakly aided, by Western governments; and they were promoted, if not designed, by the usual peripatetic Western economists.” (Murrell 1993:111).

The result, as we now know, was the destruction of state-owned enterprises, the rise of mass unemployment, and the creation of oligarchs whose wealth was founded on formerly state-owned assets

But this was not the result of policies pushed by the West, but rather of the devil’s bargain necessitated by internal political dynamics in Soviet successor states, including Russia.  As Don Kalb points out in his response to Harvey, “When all modernist projects had collapsed in the East, as it seemed in the mid 1990s, the supposedly universalist Western project of democratic capitalism was simply the only available project left. The post-socialist East was happily sharing for a while in Western hubris.” This was as true about free-market ideologies as it was about the political support for NATO that Kalb discusses.

Third, Harvey decries the expansion of NATO to Russia’s borders, citing this as a further humiliation as well as a security problem. His formulation of this problem is odd: he seems to assume that NATO expansion is entirely a question of relations between the Western powers and Russia, which can make decisions on behalf of smaller countries without consulting them.

Nowhere in all this are the security imperatives of Georgia, Ukraine and Moldova, the three countries who wanted to join NATO at the Bucharest Meeting of NATO in April, 2008, each of whom had legitimate reason to fear Russian invasion (Dunn 2017).

The right of smaller countries to decide their own foreign policy and to join alliances for their own strategic reasons is entirely absent from Harvey’s account. This absence of the Ukrainian state as an actor in determining the country’s future is an implicit acceptance of Putin’s claim that the former Soviet republics are rightfully in Russia’s sphere of influence.

But imagine this argument applied in a different context: Should Canada’s security interests give it the right to occupy upstate New York? Is Arizona rightfully in Mexico’s sphere of influence, given the dangers that US military adventures might pose?

Both of those propositions are obviously untenable. Yet the same argument, which is most often made by Vladimir Putin, is taken by many on the Western left as a legitimate basis for Russian action in Ukraine (Shapiro 2015, cf. Bilous 2022).

The notion that the Russian invasions of Georgia in 2008, Ukraine in 2014, and Ukraine again now are defensive actions on the part of Russia is deeply wrongheaded. They are pure aggression.

They are first of all aggression towards the peoples and territories forcibly incorporated into the Russian Empire in the 18th, 19th and 20th centuries.

As the experience of Chechnya shows, Russia is willing to utterly destroy places and people that seek to leave the empire (Gall and DeWaal 1999). Russia continues to signal that willingness with the presence of the Russian 58th Army in South Ossetia for the past 14 years, where it has been poised to overrun Georgia at the first sign that it is unwilling to be controlled by Moscow (Dunn 2020). 

Likewise, the current invasion of Ukraine is not defensive. There was no realistic possibility of Ukraine joining NATO in the foreseeable future, and Ukrainian sovereignty posed no credible threat to Russian security. (As German Chancellor Olaf Schultz said, “The question of [Ukrainian] membership in alliances is practically not on the agenda”). The invasion of Ukraine is about Russian control of what it believes is its historical sphere of influence, rather than any particular defensive imperative.

David Harvey clearly believes that his analysis is anti-imperialist. But it is in fact a pro-imperialist argument, one that supports Russian irredentism and the restoration of empire under the guise of a “sphere of influence.” (As Derek Hall points out in his response, nowhere in Harvey’s argument does he condemn Russia’s invasion of Ukraine.)

Russian imperialism has always worked on different principles than Western imperialism, given that it has been largely non-capitalist, but it is imperialism nonetheless, in cultural, political and economic senses of that term.

Blaming the West for “humiliating” Russia occludes Russia’s own expansionist ideologies and desires for restoration of empire, and justifies the violent military domination of people who can and should decide their own destinies. 

Elizabeth Cullen Dunn is Professor of Geography and Director of the Center for Refugee Studies, Indiana University.  Her work has focused on post-Communist Eastern Europe since 1992.  Her first book, Privatizing Poland (Cornell University Press 2004) examined the economic dynamics of post-socialist property transformation.  Her second book, No Path Home (Cornell University Press 2017) looked at the aftermath of the 2008 Russian invasion of the Republic of Georgia and the effects of Western humanitarian aid on IDPs.  Dunn also serves on the board of two refugee resettlement agencies.

References

Bilous, Taras. 2022. “A letter to the Western Left from Kyiv”, Commons, February 25, https://commons.com.ua/en/letter-western-left-kyiv/

Dunn, Elizabeth Cullen. 2020. ” Warfare and Warfarin: Chokepoints, Clotting and Vascular Geopolitics”. Ethnos https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/00141844.2020.1764602

Dunn, Elizabeth Cullen.  2017. No Path Home: Humanitarian Camps and the Grief of Displacement. Ithaca: Cornell University Press.

Dunn, Elizabeth C. 2004.  Privatizing Poland: Baby Food, Big Business and the Remaking of Labor.

Frankowski, Stanisław and Paul B. Stephan (1995). Legal Reform in Post-Communist Europe. Leiden: Martinus Nijhoff Publishers.

Gall, Carlotta and Thomas De Waal. 1999. Chechnya: Calamity in the Caucasus. New York; NYU Press.

Hall, Derek, 2002. “Russia’s Invasion of Ukraine: A Response to Harvey.” https://www.focaalblog.com/2022/02/28/derek-hall-russias-invasion-of-ukraine-a-response-to-david-harvey/

Kornai, Janoś. 1992. The Socialist System. Princeton: Princeton University Press.

Murrell, Peter. 1993. “What is Shock Therapy? What Did It Do in Poland and Russia?” Post-Soviet Affairs 9(2):111-140.

Nohlen, Dieter and Philip Stöver (2010) Elections in Europe: A Data Handbook, Baden-Baden: Nomos

Shapiro, Jeremy. 2015. Defending the Defensible: The Value of Spheres of Influence in US Policy. Brookings Institution Blog, March 11. https://www.brookings.edu/blog/order-from-chaos/2015/03/11/defending-the-defensible-the-value-of-spheres-of-influence-in-u-s-foreign-policy/.

Staniszkis, Jadwiga. 1991. .Dynamics of the Breakthrough in Eastern Europe: the Polish Experience. Berkeley: University of California Press.

Cite as: Dunn, Elizabeth Cullen. 2022. “When Western Anti-Imperialism Supports Imperialism.” FocaalBlog, 3 March. https://www.focaalblog.com/2022/03/03/elizabeth-cullen-dunn-when-western-anti-imperialism-supports-imperialism/

Russia’s Invasion of Ukraine: A Response to David Harvey. Derek Hall. February 28, 2022

David Harvey’s February 25 FocaalBlog post is presented as “An Interim Report” on  “Recent Events in the Ukraine”. Harvey’s essay effectively covers some of the core forces that have led to Russia’s invasion of Ukraine, from the devastating impact of 1990s shock therapy in Russia to Russian reactions to NATO’s bombing of Serbia in 1999 and NATO’s incorporation of new members in central and eastern Europe.

As a response in real time to the full-scale invasion of a nation of 40 million people by a nuclear-armed great power, however, it is analytically inadequate and misleading and politically and ethically flawed.

The first aspect of Harvey’s piece I critique is the way that the specific explanations he gives for why the invasion happened focus overwhelmingly on the actions of the US and the West. While he does state that “None of this [past Western actions] justifies Putin’s actions” (2022), he presents no explanations for what Russia is doing other than the way the West has treated Russia and Russian reaction to that treatment. 

He says nothing, most notably, about the way the characteristics of the Putin regime might have led to this war (for an essential contrast see Matveev and Budraitskis 2022); indeed, his analysis of the Russian political economy seems to be stuck in the 1990s. Putin’s systematic crushing of all possible political opposition in Russia, the Russian state’s stranglehold over information, and Russia’s massive propaganda machine go unmentioned. No contrast is drawn between the way ‘millions of people all around the world took to the streets’ against the Iraq War in 2003 and the fact that all Russian protesters against this war are immediately arrested.

Harvey lists many wars that have taken place around the world since 1945, but omits Russia’s invasions of Georgia in 2008 and of Ukraine in 2014-15 and the Russian proxy war in Ukraine’s Donbas region. Putin’s conservative ultra-nationalism, his denial of the existence of the Ukrainian nation, his ludicrous statements about the threat Ukraine poses to Russia, and his claims that Ukraine, a country with a Jewish President, is run by ‘neo-Nazis’ are all ignored. So is the fact that Russia’s repeated claims over the last year that it had no intention of invading Ukraine were clearly lies.

Perhaps the most startling thing about Harvey’s article is that while it of course opposes the war (and any war), nowhere in it does Harvey directly condemn Russia for invading Ukraine. That the article is called “Recent Events in the Ukraine” is of a piece with this approach; what, I wonder, would Harvey have made of an article published on 20 March 2003 under the title “Recent Events in Iraq” that found all of its explanations for the US invasion in the actions of countries other than the US?

The second major problem with Harvey’s analysis is that while he, like many other Western leftists (Ali, 2022; Marcetic, 2022; The Nation, 2022), displays great solicitude for the security interests of an authoritarian great power that may have the world’s largest nuclear arsenal (FAS 2022), he pays no attention whatsoever to Ukraine itself. Harvey is presumably unaware that his repeated references to ‘the Ukraine’ (the name of a geographical region) rather than ‘Ukraine’ (the name of a state) implicitly deny Ukrainian statehood. But his usage fits in with a broader failure to see any of what’s happening from the perspective of Ukraine or the other countries and nations liberated from Soviet domination in 1989-91.

All leftists justly celebrate the victorious Asian and African national liberation struggles of the 1940s, 1950s and 1960s. For left analyses like Harvey’s, however, the fact that 1989-91 marked the end of an empire and a massive moment of decolonization is invisible.

The possibility that the liberated states might have desperately wanted, and might now want more than ever, to be protected from the re-imposition of a Russian imperialism from which they have suffered grievously in the past is not raised. NATO ‘expansion’ is thus presented entirely as a Western threat against Russia rather than as in part a response to the desire of central and eastern European countries for protection against a Russian threat that has turned out to be entirely real.

The goals, aspirations, initiatives and fears of Ukraine, Poland, Lithuania, Estonia, Latvia, Moldova, and many other countries are ignored in favor of a narrative in which all agency is attributed to ‘the US and the West’.

This is not to say, of course, that admitting central and eastern European countries to NATO was the right way to address those concerns, or that it did not have real and major negative consequences. The alternative that Harvey proposes, however – that “inter power-bloc armaments races need to be dismantled today and supplanted by strong institutions of collaboration and cooperation” – is pure hand-waving and, as a response to an ongoing invasion, spectacularly inadequate.

These first two aspects of Harvey’s piece, then, make it distressingly similar to the kinds of analyses that have been movingly and trenchantly critiqued in a piece written by Taras Bilous (2022) from a Kyiv under Russian siege. Bilous’ piece should be read in full, but I quote just one part of it here: ‘a large part of the Western Left should honestly admit that it completely fucked up in formulating its response to the “Ukrainian crisis”.’ Ilya Budraitskis (2022), too, points out to the left that “It is necessary to say clearly who started this war and not to look for any excuses for it.”

A February 11 article by Terrell Jermaine Starr (2022) develops a progressive response to Russia’s threats to Ukraine by centering exactly the things Harvey misses: the concerns of Ukraine and the history and current reality of Russian imperialism.

I also want to respond to a third element of Harvey’s piece, the arguments he makes about Russia’s ‘humiliation’ by the West after the Cold War and the contrast with the treatment of Germany and Japan after World War II. Harvey is absolutely right to emphasize humiliation as a key object of study in international politics, and right to point out that Germany’s humiliation at Versailles helped cause World War Two.

The principle that adversaries should not be humiliated in defeat is of enormous importance. Harvey’s treatment of humiliation, however, suggests that it is an objective condition, a matter of fact. I argue that it must also be treated as a discourse, as a matter of interpretation.

I develop this argument through a discussion of Japan, given Harvey’s claim that humiliation of West Germany and Japan after World War II was avoided by western political elites “by way of the Marshall Plan.” A first problem with this position is factual: the Marshall Plan was not implemented in Japan. Japan did receive other economic support from the US, but was also subjected to harsh austerity in 1949 under the Dodge line. A major contributor to Japan’s improving economic situation from 1950 was the outbreak of the Korean War, with American war procurement accounting for 60 percent of Japan’s exports from 1951-53 (Gordon 2014: 239-40).

A second problem is that many Japanese would disagree with Harvey’s contention that Japan was not humiliated after World War II. They have a lot of objective material to work with in making that case. After having its cities (including Hiroshima, Nagasaki and Tokyo) reduced to rubble, surrendering unconditionally, and being stripped of its empire, Japan was occupied by the Allies (effectively the US) for close to seven years.

The Americans created a new political system for Japan by writing a new constitution, not one comma of which has been altered since it took effect in 1947. Japan, too, went from being a great power with an empire to being absorbed into the American empire as a junior partner, a ‘semi-sovereign state’ incapable of and indeed constitutionally prohibited (under the famous Article 9) from providing for its own security.

Those are the facts of the case; the question is whether they were humiliations. I side with Japanese on the left who see the 1947 Constitution as the source of cherished democratic and political freedoms that were denied to them under the Meiji state and of Japan’s institutionalized (though rapidly degrading) pacifism. Many Japanese on the right, however, take a different stance, with prominent political figures among them. Tobias Harris (2020: 51, see also 312) writes as follows in his definitive biography of Shinzō Abe, Japan’s longest-serving prime minister:

“Abe has expressed many reasons for wanting to revise the constitution – lamenting the role played by ‘New Dealer’ liberals in drafting the document and the humiliation of Japan’s basic law arising from a period of national humiliation – but his most fundamental reason is that Article 9 is the most enduring symbolic and practical constraint upon the Japanese state’s ability to fulfill its duties to defend the Japanese people.”

What the Japanese case brings to an understanding of Russia’s invasion of Ukraine is, first, that in analyzing humiliation in international politics we should not assume that we know how people in the humiliated country will interpret (what we see to be) the objective facts of the case; and, second, that we must carry out our own ethical evaluation of their interpretations.

Harvey also misses the extent to which Putin’s sense of Russia’s “humiliation” is a response not just to 1990s shock therapy and NATO enlargement but to the break-up of the Soviet Union – that Putin feels humiliated by decolonization. Surely, we on the left should not be validating this side of Putin’s ressentiment or his blood-drenched nostalgia for empire.

My concluding points are much simpler. At this specific moment, the western left must stand in full solidarity with Ukraine as a nation fighting for its independence and self-determination against open imperialism. Ukraine’s independence must be defended; Russia’s invasion must be unequivocally condemned and resisted.

Derek Hall is an Associate Professor in the Department of Political Science and the Balsillie School of International Affairs, Wilfrid Laurier University, Waterloo, Ontario, Canada. He does research on international political economy, critical agrarian studies, and the theory and history of capitalism, with particular focus on Japan and Southeast Asia.

References

Ali, Tariq. 2022. “News from Natoland”, Sidecar, February 16, https://newleftreview.org/sidecar/posts/news-from-natoland

Bilous, Taras. 2022. “A letter to the Western Left from Kyiv”, Commons, February 25, https://commons.com.ua/en/letter-western-left-kyiv/

Budraitskis, Ilya. 2022. “Should we have seen this coming? Ilya Budraitskis on the invasion of Ukraine”, Verso, 25 February, https://www.versobooks.com/blogs/5280-should-we-have-seen-this-coming-ilya-budraitskis-on-the-invasion-of-ukraine

FAS (Federation of American Scientists). 2022. “Status of world nuclear forces.” https://fas.org/issues/nuclear-weapons/status-world-nuclear-forces/ (accessed February 26, 2022).

Gordon, Andrew. 2014. A modern history of Japan: From Tokugawa times to the present. Third Edition. Oxford and NY: Oxford University Press.

Harris, Tobias S. 2020. The iconoclast: Shinzō Abe and the new Japan. London: Hurst & Company.

Harvey, David. 2022. “Remarks on recent events in the Ukraine: An interim statement”, FocaalBlog, February 25, https://www.focaalblog.com/2022/02/25/david-harvey-remarks-on-recent-events-in-the-ukraine-an-interim-statement/

Matveev, Ilya and Ilya Budraitskis. 2022. “Ordinary Russians Don’t Want this War”, Jacobin, February 24, https://www.jacobinmag.com/2022/02/ordinary-russians-war-outbreak-ukraine-vladimir-putin

Starr, Terrell Jermaine. 2022. “Why progressives should help defend Ukraine”, Foreign Policy, February 11, https://foreignpolicy.com/2022/02/11/progressives-defend-ukraine/

Cite as: Hall, Derek. 2022. “Russia’s Invasion of Ukraine: A Response to David Harvey.” FocaalBlog, 28 February. http://www.focaalblog.com/2022/02/28/derek-hall-russias-invasion-of-ukraine-a-response-to-david-harvey/

Carta a la izquierda occidental escrita desde Kiev

El «antiimperialismo de los idiotas» hizo que la gente hiciera la vista gorda ante las acciones de Rusia. Escribo estas líneas desde Kiev, mientras la ciudad está siendo atacada por la artillería.

Hasta el último minuto, esperaba que las tropas rusas no lanzarían una invasión a gran escala. Ahora sólo puedo agradecer a los que pasaron la información a la inteligencia estadounidense.

Ayer me pasé medio día preguntándome si debía unirme a una unidad de defensa territorial. La noche siguiente, el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky firmó una orden de movilización general y las tropas rusas avanzaron y se prepararon para rodear Kiev, lo que hizo decidirme.

Pero antes de ocupar mi puesto, me gustaría comunicar a la izquierda occidental lo que pienso sobre su reacción frente a la agresión de Rusia contra Ucrania.

En primer lugar, agradezco a aquellos de la izquierda que están organizando concentraciones ante las embajadas rusas -incluso a los que tardaron en darse cuenta de que Rusia era el agresor en este conflicto.

Agradezco a los políticos que apoyan la idea de presionar a Rusia para que ponga fin a la invasión y retire sus tropas. Y agradezco a la delegación de diputados, sindicalistas y activistas británicos y galeses que vinieron a apoyarnos y escucharnos en los días previos a la invasión rusa. También agradezco a la Campaña de Solidaridad con Ucrania en el Reino Unido su ayuda durante muchos años.

Este artículo trata de la otra parte de la izquierda occidental. Los que imaginaron la «agresión de la OTAN en Ucrania», y fueron incapaces de ver la agresión rusa – como la sección de Nueva Orleans de los Democratic Socialists of America (DSA). O el Comité Internacional de la DSA, que emitió una vergonzosa declaración sin decir una sola palabra crítica contra Rusia (estoy muy agradecido a Stephen R. Shalom, Dan La Botz y Thomas Harrison por su crítica a esta declaración).

O los que criticaron a Ucrania por no aplicar los acuerdos de Minsk y guardaron silencio sobre la violación de estos acuerdos por parte de Rusia y las llamadas «Repúblicas Populares» [Donetsk y Lugansk]. O los que exageraron la influencia de la extrema derecha en Ucrania, pero no se fijaron en la extrema derecha de las «repúblicas populares» y evitaron criticar las políticas conservadoras, nacionalistas y autoritarias de Putin. Son, en parte, responsables de lo que está sucediendo.

Esto forma parte de un fenómeno más amplio en el movimiento «antiguerra» occidental, generalmente denominado «campismo» por los críticos de la izquierda. La autora y activista británico-siria Leila Al-Shami le ha dado un nombre más fuerte: «antiimperialismo idiota». Leed su maravilloso ensayo de 2018 si aún no lo habéis hecho. Sólo repetiré aquí la tesis principal: la actividad de gran parte de la izquierda «antiguerra» occidental sobre la guerra de Siria no tuvo nada que ver con detener la guerra. Sólo se opuso a la injerencia occidental, ignorando, si no apoyando la participación rusa e iraní, por no hablar de su actitud hacia el régimen de Assad «legítimamente elegido» en Siria.

«Algunas organizaciones antiguerra han justificado su silencio sobre las intervenciones rusas e iraníes argumentando que «el principal enemigo está en casa», escribe Al-Shami. «Esto les absuelve de realizar cualquier análisis serio del poder para determinar quiénes son realmente los principales actores de la guerra».

Por desgracia, hemos visto repetir el mismo cliché ideológico sobre Ucrania. Incluso después de que Rusia reconociera la independencia de las «repúblicas populares» a principios de esta semana, Branko Marcetic, editor de la revista estadounidense de izquierdas Jacobin, escribió un artículo dedicado casi por completo a criticar a Estados Unidos. En cuanto a las acciones de Putin, llegó a señalar que el líder ruso había «dado muestras de ambiciones poco benévolas». ¿En serio?

No soy un fan de la OTAN. Sé que, tras el final de la Guerra Fría, el bloque (la OTAN) perdió su función defensiva y aplicó políticas agresivas. Sé que la expansión de la OTAN hacia el este socavó los esfuerzos para lograr el desarme nuclear y formar un sistema de seguridad común. La OTAN ha intentado marginar el papel de las Naciones Unidas y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), y desacreditarlas como «organizaciones ineficaces». Pero no podemos volver sobre el pasado. Tenemos que centrarnos en las circunstancias actuales cuando buscamos un medio para salir de esta situación.

¿Cuántas veces se ha referido la izquierda occidental a las promesas informales de Estados Unidos al ex presidente ruso Mijaíl Gorbachov sobre la OTAN («ni un centímetro al este»), y cuántas veces ha mencionado el Memorándum de Budapest de 1994 que garantiza la soberanía de Ucrania? ¿Cuántas veces ha apoyado la izquierda occidental las «legítimas preocupaciones de seguridad» de Rusia, un Estado con el segundo mayor arsenal nuclear del mundo?

Y, por otro lado, ¿cuántas veces ha recordado las preocupaciones de seguridad de Ucrania, un Estado que tuvo que cambiar sus armas nucleares, bajo la presión de Estados Unidos y Rusia, por un papel (el Memorándum de Budapest) que Putin pisoteó definitivamente en 2014? ¿Se les ha ocurrido alguna vez a los críticos de izquierdas de la OTAN que Ucrania es la principal víctima de los cambios provocados por la expansión de la OTAN?

Una y otra vez, la izquierda occidental ha respondido a las críticas a Rusia mencionando la agresión de Estados Unidos contra Afganistán, Irak y otros Estados. Por supuesto, estos Estados deben ser incluidos en el debate, pero ¿cómo, exactamente? El argumento de la izquierda debería ser que en 2003 otros gobiernos no presionaron lo suficiente a EE.UU. respecto a Irak. No es que ahora haya que presionar menos a Rusia sobre Ucrania.

Un error evidente

Imaginad por un momento que, en 2003, cuando Estados Unidos se preparaba para invadir Irak, Rusia se hubiera comportado como lo ha hecho Estados Unidos en las últimas semanas: con amenazas de escalada. Ahora imaginad lo que podría haber hecho la izquierda rusa en esta situación, según el dogma «nuestro principal enemigo está en casa». ¿Habría criticado al gobierno ruso por esta «escalada», diciendo que «no debe reducir las contradicciones interimperialistas»? Es obvio para todos que dicho comportamiento, en este caso, habría sido un error. ¿Por qué no es evidente en el caso de la agresión a Ucrania?

    Si EE.UU. y Rusia llegaran a un acuerdo e iniciaran una nueva guerra fría contra China, ¿sería realmente lo que queremos?

En otro artículo de Jacobin de principios de este mes, Marcetic llegó a decir que Tucker Carlson, de Fox News, tenía «toda la razón» sobre la «crisis de Ucrania». Lo que Carlson había hecho era cuestionar «el valor estratégico de Ucrania para Estados Unidos». Incluso Tariq Ali, en la New Left Review, citó con aprobación el cálculo del almirante alemán Kay-Achim Schönbach, quien dijo que expresar «respeto» a Putin sobre Ucrania “cuesta tan poco, realmente nada» dado que Rusia podría ser un aliado útil contra China. ¿Hablas en serio? Si EE.UU. y Rusia pudieran entenderse e iniciar una nueva Guerra Fría contra China, ¿sería realmente lo que queremos?

Reformar la ONU

No soy partidario del internacionalismo liberal. Los socialistas deberían criticarlo. Pero esto no significa que debamos apoyar la división de «esferas de interés» entre los Estados imperialistas. En lugar de buscar un nuevo equilibrio entre los dos imperialismos, la izquierda debe luchar por una democratización del orden de seguridad internacional.

Necesitamos una política global y un sistema global de seguridad internacional. Tenemos esto último: es la ONU. Sí, tiene muchos defectos, y a menudo es objeto de críticas justas. Pero la crítica puede servir tanto para rechazar algo como para mejorarlo. En el caso de la ONU, necesitamos a la ONU. Necesitamos una visión de izquierdas para la reforma y democratización de la ONU.

Por supuesto, esto no significa que la izquierda deba apoyar todas las decisiones de la ONU. Pero un fortalecimiento general del papel de la ONU en la resolución de conflictos armados permitiría a la izquierda minimizar la importancia de las alianzas político-militares y reducir el número de víctimas. (En un artículo anterior, escribí sobre cómo las fuerzas de paz podrían haber ayudado a resolver el conflicto del Donbas. Por desgracia, esto ya no es de actualidad hoy en día). Después de todo, también necesitamos a la ONU para resolver la crisis climática y otros problemas globales. La reticencia de muchas fuerzas internacionales de izquierda a utilizarla es un terrible error.

Tras la invasión de Ucrania por parte de las tropas rusas, David Broder, editor de Jacobin Europe, escribió que la izquierda «no debería disculparse por oponerse a una respuesta militar de Estados Unidos». De todos modos, esta no era la intención de Biden, como ha dicho en repetidas ocasiones. Pero gran parte de la izquierda occidental debería admitir honestamente que ha «metido la pata» en la formulación de su respuesta a la «crisis ucraniana».

Mi punto de vista

Terminaré hablando brevemente de mí y de mi punto de vista. Durante los últimos ocho años, la guerra en el Donbas ha sido el principal problema que ha dividido a la izquierda ucraniana. Cada uno de nosotros ha formado su posición bajo la influencia de la experiencia personal y otros factores. Así, otro activista de la izquierda ucraniana habría escrito este artículo de forma diferente.

Nací en el Donbas, pero en el seno de una familia ucraniana y nacionalista. Mi padre se involucró con la extrema derecha en la década de 1990, al ver el declive económico de Ucrania y el enriquecimiento de los antiguos dirigentes del Partido Comunista, contra los que luchaba desde mediados de la década de 1980. Tiene, por supuesto, opiniones muy antirrusas, pero también antiamericanas. Todavía recuerdo sus palabras el 11 de septiembre de 2001. Mientras veía el derrumbe de las torres gemelas en la televisión, dijo que los responsables eran «héroes» (ya no lo cree, ahora piensa que los estadounidenses las volaron a propósito).

Cuando comenzó la guerra en el Donbas en 2014, mi padre se unió como voluntario al batallón de extrema derecha Aidar, mi madre huyó de Lugansk y mi abuelo y mi abuela se quedaron en su pueblo, que cayó bajo el control de la «República Popular de Lugansk». Mi abuelo condenó la revolución ucraniana de Euromaidán. Apoya a Putin que, según él, ha «restaurado el orden en Rusia». No obstante, todos intentamos seguir hablando (pero no de política) y ayudándonos mutuamente. Intento mantener la relación con ellos. Al fin y al cabo, mi abuelo y mi abuela se pasaron toda la vida trabajando en una granja colectiva. Mi padre era un trabajador de la construcción. La vida no ha sido amable con ellos.

Los acontecimientos de 2014 -la revolución seguida de la guerra- me empujaron en dirección opuesta a la de la mayoría de la gente en Ucrania. La guerra mató el nacionalismo en mí y me empujó a la izquierda. Quiero luchar por un futuro mejor para la humanidad, no para la nación. Mis padres, con su trauma post-soviético, no entienden mis opiniones socialistas. Mi padre desprecia mi «pacifismo», y tuvimos una desagradable conversación después de que me presentara en una manifestación antifascista con un cartel que pedía la disolución del regimiento de extrema derecha Azov.

Cuando Volodymyr Zelensky se convirtió en presidente de Ucrania en la primavera de 2019, esperaba que pudiera evitarse el desastre actual. Al fin y al cabo, es difícil demonizar a un presidente rusófono, que ganó con un programa de paz para el Donbas y cuyas bromas fueron populares entre ucranianos y rusos por igual. Por desgracia, me equivoqué. Aunque la victoria de Volodymyr Zelensky cambió la actitud de muchos rusos hacia Ucrania, no evitó la guerra.

En los últimos años he escrito sobre el proceso de paz y las víctimas civiles de ambos bandos de la guerra en Donbas. He tratado de promover el diálogo. Pero todo eso se ha convertido en humo. No habrá ningún compromiso. Putin puede planear lo que quiera, pero, aunque Rusia tome Kiev y establezca su gobierno de ocupación, resistiremos. La lucha durará hasta que Rusia abandone Ucrania y pague por todas las víctimas y toda la destrucción.

Así que mis últimas palabras son para el pueblo ruso: dense prisa y derroquen al régimen de Putin. En su interés y en el nuestro.

Remarks on Recent Events in the Ukraine: An Interim Statement. David Harvey. February 25, 2022.

(This is a provisional text David Harvey prepared for the 2022 American Association of Geographers Annual Meeting. He allowed us, nevertheless, to publish it here because of the escalating Russia-Ukraine crisis.)

The outbreak of full-fledged war with the Russian invasion of Ukraine marks a deep turning point in the world order.  As such it cannot be ignored by the geographers assembled (alas by zoom) at our annual meeting, I therefore offer some non-expert comments as a basis for discussion.

There is a myth that the world has been at peace since 1945 and that the world order constructed under the hegemony of the United States has largely worked to contain the war-like proclivities of capitalist states in competition with each other.

The inter-state competition in Europe that produced two world wars has largely been contained, and West Germany and Japan were peaceably re-incorporated into the capitalist world system after 1945 (in part to combat the threat of Soviet communism). 

Institutions of collaboration were set up in Europe (the common market, the European Union, NATO, the euro).  Meanwhile, “hot” wars (both civil and inter-state) have been waged in abundance since 1945, beginning with the Korean and Vietnam wars followed by the Yugoslav wars and the NATO bombing of Serbia, two wars against Iraq (one of which was justified by patent lies by the US about Iraq’s possession of weapons of mass destruction), the wars in Yemen, Libya, and Syria.

Up until 1991, the Cold War provided a fairly constant background to the functioning of the world order. It was often manipulated to their economic advantage by those US corporations that constitute what Eisenhower long ago referred to as the military industrial complex.

Cultivating fear (both fake and real) of the Soviets and Communism was instrumental to this politics. The economic consequence has been wave after wave of technological and organizational innovation in military hardware.

Much of these spawned widespread civilian uses, such as aviation, the internet, and nuclear technologies, thus contributing in a major way to the support for endless capital accumulation and the increasing centralization of capitalist power in relation to a captive market.

Furthermore, resort to “military Keynesianism” became a favoured exception in times of difficulty to the neoliberal austerity regimes otherwise periodically administered to the populations of even the advanced capitalist countries after 1970 or so.

Reagan’s resort to military Keynesianism to orchestrate an arms race against the Soviet Union played a contributory role in the end of the Cold War at the same time as it distorted the economies of both countries. Before Reagan, the top tax rate in the US never fell below 70 percent while since Reagan the rate has never exceeded forty percent, thus disproving the right wing’s insistence that high taxes inhibit growth.

The increasing militarization of the US economy after 1945 also went hand in hand with the production of greater economic inequality and the formation of a ruling oligarchy within the USA as well as elsewhere (even in Russia).

The difficulty Western policy elites face in situations of the current sort in the Ukraine is that short-run and immediate problems need to be addressed in ways that do not exacerbate the underlying roots of conflicts. Insecure people often react violently, for example, but we cannot confront someone coming at us with a knife with soothing words to assuage their insecurities. 

They need to be disarmed preferably in ways that do not add to their insecurities.  The aim should be to lay the basis for a more peaceful, collaborative, and de-militarised world order, while at the same time urgently limiting the terror, the destruction, and the needless loss of life that this invasion entails.

What we are witnessing in the Ukraine conflict is in many respects a product of the processes that dissolved the power of actually existing communism and of the Soviet Regime. With the end of the Cold War, Russians were promised a rosy future, as the benefits of capitalist dynamism and a free market economy would supposedly spread by trickle down across the country. Boris Kagarlitsky described the reality this way. With the end of the Cold War, Russians believed they were headed on a jet plane to Paris only to be told in mid-flight “welcome to Burkina Faso.”

There was no attempt to incorporate the Russian people and economy into the global system as happened in 1945 with Japan and West Germany and the advice from the IMF and leading Western economists (like Jeffrey Sachs) was to embrace neoliberal “shock therapy” as the magic potion for the transition.

When that plainly did not work, Western elites deployed the neoliberal game of blaming the victims for not developing their human capital appropriately and not dismantling the many barriers to individual entrepreneurialism (hence tacitly blaming the rise of the oligarchs on the Russians themselves). 

The internal results for Russia were horrendous.  GDP collapsed, the ruble was not viable (money was measured in bottles of vodka), life expectancy declined precipitously, the position of women was debased, there was a total collapse of social welfare and government institutions, the rise of mafia politics around oligarchic power, capped by a debt crisis in 1998 to which there seemed to be no path for an off-ramp other than begging for some crumbs from the rich folks’ table and submitting to the dictatorship of the IMF.

The economic humiliation was total, except for the oligarchs. To top it all, the Soviet Union was dismembered into independent republics without much popular consultation.

In two or three years, Russia underwent a shrinkage of its population and economy along with the destruction of its industrial base proportionally more than that experienced through deindustrialization in the older regions of the United States over the preceding forty years. 

The social, political, and economic consequences of deindustrialization in Pennsylvania, Ohio and throughout the Mid-West have been far-reaching (embracing everything from an Opioid epidemic to the rise of noxious political tendencies supporting white supremacism and Donald Trump).

The impact of “shock therapy” upon Russian political, cultural, and economic life was predictably far worse.  The West failed to do anything other than gloat at the supposed “end of history” on Western terms.

Then there is the issue of NATO.  Originally conceived as both defensive and collaborative, it became a primary war-like military force set up to contain the spread of communism and to prevent inter-state competition in Europe taking a military turn. By and large it helped marginally as a collaborative organizational device mitigating inter-state competition in Europe (though Greece and Turkey have never worked out their differences over Cyprus).

The European Union was in practice much more helpful. But with the collapse of the Soviet Union, NATO’s primary purpose disappeared. The threat to the military industrial complex of the US population realizing a “peace dividend” by sharp cuts in the defense budget was real.  Perhaps as a result, NATO’s aggressive content (always there) was actively asserted in the Clinton years very much in violation of the verbal promises made to Gorbachov in the early days of perestroika. The US led NATO bombing of Belgrade in 1999 is an obvious example (when the Chinese Embassy was hit, though whether by accident or design is not clear).

The US bombing of Serbia and other US interventions violating the sovereignty of smaller nation states is evoked by Putin as precedent for his actions. The expansion of NATO (in the absence of any clear military threat) up to Russia’s border during these years was strongly questioned even in the US, with Donald Trump attacking the logic of NATO’s very existence.

Tom Friedman, a conservative commentator writing recently in the New York Times, evokes US culpability for recent events through its aggressive and provocative approach to Russia by way of NATO’s expansion into Eastern Europe.

In the 1990s it appeared as if NATO was a military alliance in search of an enemy. Putin has now been provoked enough to oblige, obviously angered by the humiliations of Russia’s economic treatment as a basket case and Western dismissive arrogance as to Russia’s place in the global order.

Political elites in the US and the West should have understood that humiliation is a disastrous tool in foreign affairs with often lasting and catastrophic effects. The humiliation of Germany at Versaille played an important role in fomenting World War Two.

Political elites avoided repetition of that with respect to West Germany and Japan after 1945 by way of the Marshall Plan only to repeat the catastrophe of humiliating Russia (both actively and inadvertently) after the end of the Cold War.

Russia needed and deserved a Marshall Plan rather than lectures on the probity of neoliberal solutions in the 1990s. The century and a half of China’s humiliation by Western Imperialism (extending to that of Japanese occupations and the infamous “rape of Nanjing” in the 1930s) is playing a significant role in contemporary geopolitical struggles. The lesson is simple: humiliate at your peril. It will come back to haunt if not bite you.

None of this justifies Putin’s actions, any more than forty years of deindustrialization and neoliberal labour suppression justifies the actions or positions of Donald Trump. But neither do these actions in the Ukraine justify the resurrection of the institutions of global militarism (such as NATO) that have contributed so much to the creation of the problem.

In the same way that the inter-state competition within Europe needed to be demilitarized after 1945, so inter power-bloc armaments races need to be dismantled today and supplanted by strong institutions of collaboration and cooperation.

Submitting to the coercive laws of competition, both between capitalist corporations and between power blocs, is the recipe for future disasters, even as it is still regrettably seen by big capital as the supportive pathway for endless capital accumulation in the future.

The danger at a time like this is that the smallest error of judgment on either side can easily escalate into a major confrontation between nuclear powers, in which Russia can hold its own against hitherto overwhelming US military power. The unipolar world US elites inhabited in the 1990s is already now superseded by a bi-polar world. But much else is in flux.

On January 15th, 2003, millions of people all around the world took to the streets to protest the threat of war in what even the New York Times conceded was a startling expression of global public opinion. Lamentably they failed, leading into two decades of wasteful and destructive wars all around the world.

It is clear that the people of the Ukraine do not want war, the people of Russia do not want war, the European people do not want war, the peoples of North America do not want yet another war. The popular movement for peace needs to be rekindled, to reassert itself. Peoples everywhere need to assert their right to participate in the creation of the new world order, based in peace, cooperation, and collaboration rather than competition, coercion, and bitter conflict.David Harvey is a Distinguished Professor of Anthropology & Geography at the Graduate Center of the City University of New York (CUNY), the Director of Research at the Center for Place, Culture and Politics, and the author of numerous books. He has been teaching Karl Marx’s Capital for nearly fifty years.

El fin de la globalización. La Marea. Jorge Dioni. Marzo de 2022

Si cada proceso tiene una fecha clave, un Rubicón, un asesinato del Archiduque, la globalización terminó el 1 de diciembre de 2018. Durante esos días, se celebraba la reunión del G20 en Buenos Aires, tensa por un incidente en la península de Crimea y por la guerra comercial entre Estados Unidos y China.

En el otro extremo de América, tuvo lugar el suceso clave que resolvía esa tensión y definía los asuntos que se trataban en la cumbre e incluso su propio formato. Ese día, las autoridades de Canadá detuvieron en Vancouver a la directora financiera e hija del fundador de Huawei, Meng Wanzhou, a instancias de Estados Unidos. La acusación era infringir las sanciones sobre Irán.

Todos los conflictos encuentran su explicación en sucesos anteriores. No es una cuestión de que las cosas se resuelvan sistemáticamente mal, sino de entender que el origen siempre está en las mismas cuestiones: materias primas, zonas de influencia, rutas comerciales, tecnologías; es decir, poder.

Si aceptamos que tiene que haber un reparto desigual, siempre se cuestionará y, en último término, aparecerá la fuerza. Las guerras resuelven quién manda y cómo manda, así que no es raro que cada cierto tiempo las correlaciones de fuerza se pongan en cuestión.

En el momento de dar el paso, siempre hay alguien que hace referencia a los problemas de un acuerdo o un tratado que, cuando se firmó, parecía una buena solución. Puede ser Versalles o Brest-Litovsk.

El Consenso de Washington de 1989 puede considerarse el tratado de paz del conflicto más amplio de la historia: la Guerra Fría. Durante cuarenta años, dos bloques se enfrentaron indirectamente en todo el mundo: Grecia, Corea, Vietnam, Indonesia, Malasia, Chile, Nicaragua, Angola, Zaire, El Salvador, Argentina, Bolivia, etc. En algunos casos, Vietnam, mediante guerra abierta.

En otros, como Indonesia, mediante represión civil. También, mediante instrumentos culturales. El auge y caída del estado del bienestar se entiende mejor si se interpreta dentro del conflicto. Finalmente, un bloque cayó y una de las potencias fue vencida.

Sus intentos de tener una derrota honorable no fueron aceptados y Moscú tuvo desfile de la victoria y saqueo. Solo había espacio para una potencia. El gobierno vencido tuvo que firmar el tratado de paz: privatizaciones de empresas a gran escala, reducción de aranceles o desmantelamiento del sistema de asistencia. Es decir, integrarse en la globalización. Las humillaciones siempre provocan resentimiento.

Dos años después, lo hizo China, aunque más como otra muestra de adaptación que como una rendición. De hecho, era un actor que ya había cambiado de bando. Incluso, en los conflictos abiertos, como Camboya. El país, que prácticamente había abolido la propiedad privada en los 60, había puesto en marcha en los 70 una serie de reformas de liberalización económica para dar entrada al capitalismo: del permiso para poner en marcha empresas privadas a la apertura a la inversión extranjera en las zonas especiales, algo que atrajo las deslocalizaciones de producción de Estados Unidos y Europa en los 80. Sobre todo, de tecnología.

En 2001, China entró en la Organización Mundial de Comercio tras adherirse al tratado de paz, el consenso de Washington: privatizaciones de empresas a gran escala, reducción de aranceles o desmantelamiento del sistema de asistencia.

La idea de que esas reformas económicas provocarían un cambio político estaba muy asentada. No fue así. “No podemos seguir esperando a que apelar al estado de derecho y desarrollar relaciones comerciales vaya a transformar al mundo en un lugar pacífico donde todo el mundo evolucionará hacia la democracia representativa”, ha respondido la UE a Fukuyama.

Entre 2001 y 2018, China no sólo atrajo deslocalizaciones industriales y tecnológicas de Occidente, sino que tuvo un desarrollo cuya planificación contrastaba con la movilidad e inmediatez de la economía occidental.

En un modelo, el centro estaba en los resultados que cada empresa ofrecía cada trimestre y su capacidad de generar valor en forma de dividendo o deuda, mientras que, en el otro, se realizaban planes a varios años vista, lo que ofrece una idea de progreso a la sociedad.

Es algo que contrasta con la anomia que recorre Occidente, donde se ha asentado el modelo extractivista tanto a nivel económico como cultural. La nostalgia no deja de ser una forma de rentismo. Volvamos a ser grandes o, por lo menos, estables, es un programa político que va de Moscú a Washington, pasando por Londres o París. Quizá, el cambio político no llegó porque el concepto de futuro se mantenía en China mientras se disolvía en Occidente. La velocidad siempre difumina la línea del horizonte.

En la actualidad, China acoge cinco veces más estaciones base de 5G que Estados Unidos y produce cuatro veces más vehículos eléctricos, además de liderar la producción de energía renovable. Hace dos años, China superó a Estados Unidos en solicitudes de patentes: del made in China al invented in China.

En general, supera a Occidente en las tecnologías fundacionales del siglo XXI: inteligencia artificial, semiconductores, redes 5G, biotecnología o energías limpias. En 2018, Huawei no solo estaba ganando la mayoría de los contratos de redes porque tenía el mejor producto, sino que estaban desarrollando un nuevo protocolo que pudiera sustituir al TCP/IP. Es decir, una nueva internet, algo que presentaron en 2020 en la Conferencia Internacional de la ONU Huawei, China Unicom, China Telecom, y el ministerio de Industria y Tecnología de la Información de China.

Para entonces, Occidente ya había tomado las mismas decisiones que la China de la dinastía Qing en el siglo XVIII: cerrar sus puertos a los barcos extranjeros. Es decir, desglobalizarse.

La Ley de Autorización de Defensa Nacional estadounidense de 2018 restringía la compra de material tecnológico chino. Además de significar el mayor aumento del presupuesto militar desde Reagan, también prohibía la cooperación militar con Rusia.

Política de bloques.

El 16 de mayo de 2019, paso adelante. Un decreto presidencial instaba a las empresas estadounidenses a dejar de utilizar equipamiento extranjero que pudiera comprometer la seguridad. En otras palabras, prohibido usar tecnología china.

Era algo parecido al Sistema de Cantón, el modelo con el que el China trató de controlar el comercio con Occidente hasta la Primera Guerra del Opio. Quiza, dentro de unos años, leeremos reportajes parecidos al Libro de las maravillas de Marco Polo porque China tendrá su propia evolución tecnológica: lo importante no son las redes, sino lo que se hace sobre ellas. Las otras dos grandes empresas de redes tienen su sede en Suecia (Ericsson) y Finlandia (Nokia), dos países fuera de estructuras militares.

Las empresas chinas de redes, especialmente Huawei, han tenido problemas para acceder libremente a los mercados desde entonces y se han encontrado con condiciones, restricciones y prohibiciones. Para solucionarlo, han acudido sin éxito a las herramientas del modelo impuesto: la globalización.

Huawei presentó una demanda en Texas, donde tiene su sede en Estados Unidos con un discurso interesante: «Están utilizando la fuerza de toda una nación para ir contra una empresa privada. Están usando todas las herramientas a su alcance, incluidas las legislativas, administrativas y diplomáticas, para sacarnos del mercado».

Una empresa de un país teóricamente comunista apelando al mercado y defendiendo la empresa privada. La adopción del capitalismo no solo había reforzado el modelo político chino, sino que se había convertido en una amenaza. El fin de la historia no había funcionado. Sí lo hicieron las medidas de fuerza. China había detenido a los Michaels, un empresario y un diplomático, cuya liberación coincidió con el regreso de Meng Wanzhou. El clásico intercambio de prisioneros.

El mundo está comenzando a desconectarse. El fin de la historia fue la apertura de una hamburguesería en la Plaza Roja, la llegada de jugadores rusos a la NBA o de estudiantes chinos a las universidades occidentales. Todo el mundo bajo un modelo económico, una cultura y una lengua. También, bajo una potencia militar cuya fuerza residía más en la ausencia de rival que en la propia capacidad. Esos estudiantes aplicados se han convertido en científicos y tienen publicados más papers que los estadounidenses. Su tecnología no solo es mejor, sino que quiere ser hegemónica.

Ante ese peligro, desconexión. Cada bloque ha tenido su vacuna y ha buscado su zona de influencia. Las sanciones que expulsan a Rusia de las instituciones globales, de Eurovisión a la Bienal o el sistema de pagos, van en ese camino.

Política de bloques: Segunda Guerra Fría.

Estamos de nuevo en un mundo de potencias y es posible que Centroeuropa o el Mediterráneo sean buenos escenarios para los conflictos interpuestos de esta Guerra Fría. Mucha historia, pero importancia relativa. Cuanto más lejos del Pacífico, mejor.

Todos los conflictos encuentran su explicación en sucesos anteriores. De diferentes maneras, los bloques han planteado en los últimos años la derogación del tratado de paz de la Guerra Fría, el consenso de Washington.

De nuevo, las mismas cuestiones: materias primas, zonas de influencia, rutas comerciales, tecnologías; es decir, poder. En los tiempos del metaverso, vuelven los mapas y la realidad, un lugar donde no sirven los deseos ni se puede hacer F5. El fin de la globalización es el regreso de la fuerza como sistema para mantener el equilibrio de las potencias.

Mejor dicho, de los bloques, concepto que suma a la potencia su zona de influencia. Si aceptamos que tiene que haber un reparto desigual, se cuestionará y, en último término, aparecerá la fuerza. También, dentro de los propios países.

Una nueva edad geopolítica. Ignacio Ramonet. 2 de marzo de 2022

El 24 de febrero de 2022, fecha del inicio de la guerra en Ucrania, marca la entrada del mundo en una nueva edad geopolítica. Nos hallamos ante una situación totalmente nueva en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque ha habido en este continente, desde 1945, muchos acontecimientos importantes, como la caída del muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y las guerras en la antigua Yugoslavia, nunca habíamos asistido a un evento histórico de semejante envergadura, que cambia la realidad planetaria y el orden mundial.

La situación era evitable. El presidente ruso Vladímir Putin llevaba varias semanas, si no meses, instando a una negociación con las potencias occidentales. La crisis se venía intensificando en los últimos meses. Hubo intervenciones públicas frecuentes del líder ruso en conferencias de prensa, encuentros con mandatarios extranjeros y discursos televisados, reiterando las demandas de Rusia, que en realidad eran muy sencillas. La seguridad de un Estado solo se garantiza si la seguridad de otros Estados, en particular aquellos que están ubicados en sus fronteras, está igualmente respetada. Por eso Putin reclamó con insistencia, a Washington, Londres, Bruselas y París, que se le garantizara a Moscú que Ucrania no se integraría a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La demanda no era una excentricidad: la petición consistía en que Kiev tuviera un estatus no diferente al que tienen otros países europeos, tales como Irlanda, Suecia, Finlandia, Suiza, Austria, Bosnia y Serbia, que no forman parte de la OTAN. No se trataba por lo tanto de evitar la “occidentalización” de Ucrania sino de prevenir su incorporación a una alianza militar formada, como se sabe, en 1949, con el objetivo de enfrentar a la antigua Unión Soviética y, desde 1991, a la propia Rusia.

Esto implicaba que Estados Unidos y sus aliados militares europeos no instalasen en el territorio de Ucrania, país fronterizo con Rusia, armas nucleares, misiles u otro tipo de armamento agresivo que pudiera poner en peligro la seguridad de Moscú. La OTAN –una alianza militar cuya existencia no se justifica desde la desaparición, en 1989, del Pacto de Varsovia– argumentaba que esto era necesario para garantizar la seguridad de algunos de sus Estados miembros, como Estonia, Letonia, Lituania o Polonia. Pero eso, obviamente, amenazaba la seguridad de Rusia. Recuérdese que Washington, en octubre de 1962, amagó con desencadenar una guerra nuclear si los soviéticos no retiraban de Cuba sus misiles –instalados a 100 millas de las costas de Estados Unidos–, cuya función, en principio, era solo la de garantizar la defensa y seguridad de la isla. Y Moscú finalmente tuvo que inclinarse y retirar sus misiles. Con estos mismos argumentos, Putin reclamó a los jefes de Estado y primeros ministros europeos una mesa de diálogo que contemplara sus reivindicaciones. Simplemente, se trataba de firmar un documento en el que la OTAN se comprometiera a no extenderse a Ucrania y, repito, a no instalar en territorio ucranio sistemas de armas que pudieran amenazar la seguridad de Rusia.

La otra demanda rusa, también muy atendible, era que, como quedó establecido en 2014 y 2015 en los acuerdos de Minsk, las poblaciones rusohablantes de las dos “repúblicas populares” de la región ucrania del Donbás, Donetsk y Lugansk, recibieran protección y no quedasen a la merced de constantes ataques de odio como desde hacía casi ocho años. Esta demanda tampoco fue escuchada. En los acuerdos de Minsk, firmados por Rusia y Ucrania con participación de dos países europeos, Alemania y Francia, y que ahora varios analistas de la prensa occidental reprochan a Putin haber dinamitado, estaba estipulado que, en el marco de una nueva Constitución de Ucrania, se les concedería una amplia autonomía a las dos repúblicas autoproclamadas que recientemente han sido reconocidas por Moscú como ”Estados soberanos”. Esta autonomía nunca les fue concedida, y las poblaciones rusohablantes de estas regiones siguieron soportando el acoso de los militares ucranios y de los grupos paramilitares extremistas, que causaron unos catorce mil muertos…

Muchos observadores consideraban que la negociación era una opción viable: escuchar los argumentos de Moscú, sentarse en torno a una mesa, responder a las inquietudas rusas y firmar un protocolo de acuerdo

Por todas estas razones, existía un ánimo de justificada exasperación en el seno de las autoridades rusas, que los líderes de la OTAN no lograron o no quisieron entender. ¿Por qué la OTAN no tuvo en cuenta estos repetidos reclamos? Misterio… Muchos observadores consideraban que la negociación era una opción viable: escuchar los argumentos de Moscú, sentarse en torno a una mesa, responder a las inquietudes rusas y firmar un protocolo de acuerdo. Incluso se habló, en las 24 horas que precedieron los primeros bombardeos rusos del 24 de febrero, de un posible encuentro de última hora entre Vladímir Putin y el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden. Pero las cosas se precipitaron e ingresamos en este detestable escenario de guerra y de peligrosas tensiones internacionales.

Desde el punto de vista de la armadura legal, el discurso de Putin en la madrugada del día en que las Fuerzas Armadas rusas iniciaron la guerra en Ucrania trató de apoyarse en el derecho internacional para justificar su “operación militar especial”. Cuando anunció la intervención sostuvo que, “basándo[se] en la Carta de Naciones Unidas” y teniendo en cuenta la demanda de ayuda que le formularon los “gobiernos” de las “repúblicas de Donetsk y Lugansk” y el “genocidio” que se estaba produciendo contra la población rusohablante de estos territorios, había ordenado la operación… Pero eso es apenas un atuendo jurídico, un andamiaje legal para disculpar el ataque a Ucrania. Por supuesto, se trata claramente de una intervención militar de gran envergadura, con columnas acorazadas que penetraron en Ucrania por al menos tres puntos: el norte, cerca de Kiev; el este, por el Donbás; y el sur, cerca de Crimea. Se puede hablar de invasión. Aunque Putin sostiene que no habrá una ocupación permanente de Ucrania. Lo más probable es que Moscú, si gana esta guerra, trate de instalar en Kiev un gobierno que no sea hostil a sus intereses y que le garantice que Ucrania no ingresará en la OTAN, además de reconocer la soberanía de las “repúblicas” del Donbás en la totalidad de su extensión territorial, porque cuando empezó el ataque ruso, Kiev controlaba todavía una parte importante de esos territorios.

Si no se produce una escalada internacional, lo más probable es que el vencedor militar de esta guerra sea Rusia. Por supuesto, en este tema hay que ser muy prudente, porque se sabe cómo empiezan las guerras, pero nunca cómo terminan. La diferencia de poderío militar entre Rusia y Ucrania es tal que el probable ganador, por lo menos en un primer tiempo, será sin duda Moscú. Desde el punto de vista económico, en cambio, el panorama es menos claro. La batería de brutales sanciones que Estados Unidos, la Unión Europea y otras potencias le están imponiendo a Moscú son aniquiladoras, inéditas, y pueden dificultar, por decenios, el desarrollo económico de Rusia, cuya situación en este aspecto es ya particularmente delicada. Por otro lado, una victoria militar en esta guerra, si es rápida y contundente, le podría dar a Rusia, a sus Fuerzas Armadas y a sus armamentos un gran prestigio. Moscú podría consolidarse, en varios teatros de conflictos mundiales, en particular en Oriente Próximo y en el África saheliana, como un aliado indispensable para algunos gobiernos autoritarios locales, como principal proveedor de instructores militares y, sobre todo, como principal vendedor de armas.

La Historia se ha vuelto a poner en marcha, y la dinámica geopolítica mundial se está moviendo

Todo esto hace más difícil entender por qué Estados Unidos no hizo más para evitar este conflicto en Ucrania. Ese es un punto central. ¿Qué gana Washington con este conflicto? Para Biden, esta guerra puede aportar una distracción mediática respecto de sus objetivos estratégicos. Su situación no es fácil: lleva un año de gobierno mediocre en política interna, no consigue sacar adelante en el Congreso sus proyectos, no logra una mejora palpable de las condiciones de vida después de la terrible pandemia de la covid-19 ni una corrección de las desigualdades… Y, en política exterior, sigue manteniendo algunas de las peores decisiones de Donald Trump y ha dado una serie de pasos en falso, como la precipitada y calamitosa retirada de Kabul… Puede que esto lo haya llevado a buscar no comprometerse con una estrategia más decidida para evitar una guerra en Ucania que se veía venir… El resultado es que Estados Unidos y las demás potencias de la OTAN podrían perder Ucrania, que se alejaría de su esfera de influencia.

La posición de Washington resulta tanto más sorprendente cuanto que su gran rival estratégico, en este siglo XXI, no es Rusia, sino China. Por eso este conflicto está envuelto, en cierto modo, en un aire pasado de moda, un resabio de la Guerra Fría (1948-1989). Quizá uno de los objetivos de Washington sea alejar a Rusia de China implicando a Moscú en un conflicto en Europa, con la intención de que China no pueda apoyarse en Rusia mientras Estados Unidos y sus aliados de la ASEAN (Asociación de Naciones de Asia Sudoriental) y de la AUKUS (alianza estratégica militar entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos) aprovechan para acosar a Pekín en el mar de China Meridional. Quizá a ello se debe que, en este conflicto de Ucrania, China se haya mostrado prudente: no ha reconocido ni apoyado la soberanía de las dos “repúblicas populares del Donbás”. Pekín no desea ofrecer un pretexto a otras potencias para que ellas reconozcan, a su vez, la independencia de Taiwán. Aunque también podría ocurrir que, a pesar de las enormes diferencias, China se inspirase en la decisión rusa de invadir Ucrania para conquistar Taiwán. O tal vez Estados Unidos aproveche la guerra en Ucrania para argumentar que China se dispone a invadir Taiwán y desencadenar un conflicto preventivo con China. Son hipótesis, porque lo único cierto es que la Historia se ha vuelto a poner en marcha y la dinámica geopolítica mundial se está moviendo.

El rearme de Alemania, primera potencia económica de Europa, trae pésimos recuerdos históricos. Constituye una prueba más, espectacular y aterradora, de que estamos entrando en una nueva edad geopolítica

La posición de la Unión Europea ha sido débil. Emmanuel Macron, que actualmente es el presidente pro tempore de la Unión Europea, no consiguió nada con sus gestiones de último momento. En vísperas de la guerra, la idea sobre la que se movilizaron tanto los líderes políticos como los medios de comunicación occidentales fue decirle a Putin que no hiciera nada, que no diera un paso más, cuando lo razonable hubiera sido, repito, analizar sus demandas y sentarse a negociar para garantizarle a Rusia, de alguna manera, que la OTAN no iba a ubicar armas nucleares en sus fronteras. En un primer tiempo, el gobierno europeo que actuó de manera más inteligente fue el de Alemania, con su nuevo canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, a la cabeza. Desde el comienzo, se mostró favorable a que se estudiasen las demandas de Putin. Pero, en cuanto comenzó la guerra, la postura de Berlín cambió radicalmente. La reciente decisión de Scholz, adoptada por unanimidad en el Bundestag, el Parlamento federal, de rearmar Alemania mediante la asignación al presupuesto militar de una partida excepcional de más de cien mil millones de euros y, a partir de ahora, casi el 3% del PIB del país, constituye una revolución militar. El rearme de Alemania, primera potencia económica de Europa, trae pésimos recuerdos históricos. Constituye una prueba más, espectacular y aterradora, de que estamos entrando en una nueva edad geopolítica.

Por último, seguimos preguntándonos por qué Estados Unidos y las potencias occidentales no aceptaron dialogar con Putin y responder a sus reclamos, sobre todo sabiendo que no podrían intervenir en caso de conflicto militar. Esto es muy importante. Recuérdese que, en su mensaje de anuncio del inicio de la guerra, Vladímir Putin envió una advertencia clara a las grandes potencias de la OTAN, en particular a las tres que cuentan con armamento nuclear –Estados Unidos, Reino Unido y Francia–, recordándoles que Rusia “tiene ciertas ventajas en la línea de las armas de última generación” y que atacarla “tendría consecuencias devastadoras para un potencial agresor”.

¿De qué “ventajas en la línea de las armas de última generación” se trata? Moscú ha logrado, en los últimos años, al igual que China, una ventaja tecnológica decisiva sobre Estados Unidos en materia de misiles hipersónicos. Esto hace que, en caso de un ataque occidental contra Moscú, la respuesta rusa pudiera ser efectivamente devastadora. Los misiles hipersónicos van a una velocidad cinco o seis veces superior a la velocidad del sonido, o sea a Mach 5 o Mach 6, a diferencia de un misil convencional, cuya velocidad es de Mach 1.

Y pueden transportar tanto bombas tradicionales como nucleares… Estados Unidos ha acumulado un importante retraso en este campo, hasta tal punto que recientemente Washington obligó a varias empresas fabricantes de misiles (Loocked Martin, Raytheon, Northrop Grumman) a trabajar de manera conjunta y destinó un colosal presupuesto para recuperar su retraso estratégico con respecto a Rusia, que se calcula de entre dos y tres años. Pero de momento no lo ha conseguido. Los misiles hipersónicos rusos, calculando la trayectoria, pueden interceptar los misiles convencionales y destruirlos antes de que alcancen su objetivo, lo que permite a Rusia crear un escudo invulnerable para protegerse. En cambio, los escudos antimisiles convencionales de la OTAN no tienen esta capacidad contra los hipersónicos… Esto explica por qué Putin decidió ordenar la intervención militar sobre Ucrania con la seguridad de que una escalada por parte de la OTAN era muy improbable.