El requerimiento para reeditar el manifiesto del Consejo General de
la Internacional sobre «La guerra civil en Francia» y para escribir una
introducción para él, me cogió desprevenido.
Por eso sólo puedo tocar brevemente aquí los puntos más importantes.
Hago preceder al extenso trabajo arriba citado los dos manifiestos
más cortos del Consejo General sobre la guerra franco-prusiana [*]
.
En primer lugar, porque en «La guerra civil» se hace referencia al
segundo de estos dos manifiestos, que, a su vez, no puede ser
completamente comprendido si no se conoce el primero.
Pero además, porque estos dos manifiestos, escritos también por Marx,
son, al igual que «La guerra civil», ejemplos elocuentes de las dotes
extraordinarias del autor -manifestadas por vez primera en «El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte» [**]
– para ver claramente el carácter, el alcance y las consecuencias
inevitables de los grandes acontecimientos históricos, cuando éstos se
desarrollan todavía ante nuestros ojos o acaban apenas de producirse.
Y, finalmente, porque en Alemania estamos aún padeciendo las
consecuencias de aquellos acontecimientos, tal como Marx los había
pronosticado.
En el primer manifiesto se declaraba que si la guerra defensiva de
Alemania contra Luis Bonaparte degeneraba en una guerra de conquista
contra el pueblo francés revivirían con redoblada intensidad todas las
desventuras que Alemania había experímentado después de la llamada
guerra de liberación [3].
¿Acaso no ha sucedido así?
¿No hemos padecido otros veinte años de dominación bismarquiana, con su Ley de Excepción [4] y su batida antisocialista en lugar de las persecuciones de demagogos [5] con las mismas arbitrariedades policíacas y la misma, literalmente la misma, interpretación indignante de las leyes?
¿Y acaso no se ha cumplido al pie de la letra el pronóstico de que
la anexión de Alsacia y Lorena «echaría a Francia en brazos de Rusia» y
de que Alemania con esta anexión se convertiría abiertamente en un
vasallo de Rusia o tendría, que prepararse, después de una breve tregua,
para una nueva guerra, para «una guerra de razas, una guerra contra las
razas eslava y latina coligadas»?
[***]
¿Acaso la anexión de las provincias francesas no ha echado a Francia
en brazos de Rusia?
¿Acaso Bismarck no ha implorado en vano durante veinte años los favores
del zar, y con servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña
Prusia, cuando todavía no era la «primera potencia de Europa», solía
postrarse a los pies de la santa Rusia?
¿Y acaso no pende constantemente sobre nuestras cabezas la espada de
Damocles de otra guerra, que, al empezar, convertirá en humo de pajas
todas las alianzas de los soberanos selladas por los protocolos, una
guerra en la que lo única cierto es la absoluta incertidumbre de sus
consecuencias; una guerra de razas que entregará a toda Europa a la obra
devastadora de quince o veinte millones de hombres armados, y que si no
ha comenzado ya a hacer estragos es simplemente porque hasta la más
fuerte entre las grandes potencias militares tiembla ante la completa
imposibilidad de prever su resultado final?
De aquí que estemos aún más obligados a poner al alcance de los
obreros alemanes esta brillante prueba, hoy medio olvidada, de la
profunda visión de la política internacional de la clase obrera en 1870.
Y lo que decimos de estos dos manifiestos también es aplicable a
«La guerra civil en Francia».
El 28 de mayo, los últimos luchadores de la Comuna sucumbían ante la
superioridad de fuerzas del enemigo en las faldas de Belleville.
Dos días después, el 30, Marx leía ya al Consejo General el texto del
trabajo en que se esboza la significación histórica de la Comuna de
París, en trazos breves y enérgicos, pero tan precisos y sobre todo tan
exactos que no han sido nunca igualados en toda la enorme masa de
escritos publicados sobre este tema.
Gracias al desarrollo económico y político de Francia desde 1789,
la situación en París desde hace cincuenta años ha sido tal que no podía
estallar en esta ciudad ninguna revolución que no asumiese en seguida
un carácter proletario, es decir, sin que el proletariado, que había
comprado la victoria con su sangre, presentase sus propias
reivindicaciones después del triunfo conseguido.
Estas reivindicaciones eran más o menos oscuras y hasta confusas, a tono
en cada período con el grado de desarrollo de los obreros de París,
pero se reducían siempre a la exigencia de abolir los antagonismos de
clase entre capitalistas y obreros.
A decir verdad, nadie sabía cómo se podía conseguir esto.
Pero la reivindicación misma, por vaga que fuese la manera de
formularla, encerraba ya una amenaza contra el orden social existente;
los obreros que la mantenían estaban aún armados; por eso, el desarme de
los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban
al frente del Estado.
De aquí que después de cada revolución ganada por los obreros se llevara
a cabo una nueva lucha que acababa con la derrota de éstos.
Así sucedió por primera vez en 1848.
Los burgueses liberales de la oposición parlamentaria celebraban
banquetes abogando por una reforma electoral que había de garantizar la
dominación de su partido.
Viéndose cada vez más obligados a apelar al pueblo en la lucha que
sostenían contra el Gobierno, no tenían más remedio que tolerar que los
sectores radicales y republicanos de la burguesía y de la pequeña
burguesía tomasen poco a poco la delantera.
Pero detrás de estos sectores estaban los obreros revolucionarios, que
desde 1830 [6]
habían adquirido mucha más independencia política de lo que los
burgueses e incluso los republicanos se imaginaban.
Al producirse la crisis entre el Gobierno y la oposición, los obreros
comenzaron la lucha en las calles.
Luis Felipe desapareció, y con él la reforma electoral, viniendo a
ocupar su puesto la república, y una república que los mismos obreros
victoriosos calificaban de república «social».
Nadie sabía a ciencia cierta, ni los mismos obreros, qué había que
entender por república social.
Pero los obreros tenían ahora armas y eran una fuerza dentro del Estado.
Por eso, tan pronto como los republicanos burgueses, que empuñaban el
timón del Gobierno, sintieron que pisaban terreno un poco más firme, su
primera aspiración fue desarmar a los obreros.
Para lograrlo se les empujó a la insurrección de Junio de 1848 [7],
por medio de una violación manifiesta de la palabra dada, lanzándoles
un desafío descarado e intentando desterrar a los parados a una
provincia lejana.
El Gobierno había cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de
fuerzas.
Después de cinco días de lucha heroica, los obreros sucumbieron.
Y se produjo un baño en sangre con prisioneros indefensos como jamás se
había visto en los días de las guerras civiles con que se inició la
caída de la República Romana [8].
Era la primera vez que la burguesía ponía de manifiesto a qué insensatas
crueldades de venganza es capaz de acudir tan pronto como el
proletariado se atreve a enfrentarse con ella, como clase aparte con
intereses propios y propias reivindicaciones.
Y, sin embargo, lo de 1848 no fue más que un juego de chicos, comparado
con la furia de la burguesía en 1871.
El castigo no se hizo esperar.
Si el proletariado no estaba todavía en condiciones de gobernar a
Francia, la burguesía ya no podía seguir gobernándola.
Por lo menos en aquel momento, en que su mayoría era todavía de
tendencia monárquica y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos [9]
y el cuarto republicano.
Sus discordias intestinas permitieron al aventurero Luis Bonaparte
apoderarse de todos los puestos de mando -ejército, policía, aparato
administrativo- y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851 [10],
el último baluarte de la burguesía:
la Asamblea Nacional.
Así comenzó el Segundo Imperio, la explotación de Francia por una
cuadrilla de aventureros políticos y financieros, pero también, al mismo
tiempo, un desarrollo industrial como jamás hubiera podido concebirse
bajo el sistema mezquino y asustadizo de Luis Felipe, en que la
dominación exclusiva se hallaba en manos de un pequeño sector de la gran
burguesía.
Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el poder político con el
pretexto de defenderles, de defender a los burgueses contra los obreros,
y, por otra parte, a éstos contra la burguesía; pero, a cambio de ello,
su régimen estimuló la especulación y las actividades industriales; en
una palabra, el auge y el enriquecimiento de toda la burguesía en
proporciones hasta entonces desconocidas.
Cierto es que fueron todavía mayores las proporciones en que se
desarrollaron la corrupción y el robo en masa, que pululaban en torno a
la Corte imperial y se llevaban buenos dividendos de este
enriquecimiento.
Pero el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la
reivindicación de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814, o
al menos las de la Primera República [11].
Era imposible que subsistiese a la larga un Imperio francés dentro de
las fronteras de la antigua monarquía, más aún, dentro de las fronteras
todavía más amputadas de 1815.
Esto implicaba la necesidad de guerras accidentales y de ensanchar las
fronteras.
Pero no había zona de expansión que tanto deslumbrase la fantasía de los
chovinistas franceses como las tierras alemanas de la orilla izquierda
del Rin.
Para ellos, una milla cuadrada en el Rin valía más que diez en los Alpes
o en cualquier otro sitio.
Proclamado el Segundo Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda
del Rin fuese de una vez o por partes, era simplemente una cuestión de
tiempo.
Y el tiempo llegó con la guerra austro-prusiana de 1866.
Defraudado en sus esperanzas de «compensaciones territoriales» por el
engaño de Bismarck y por su propia política demasiado astuta y
vacilante, a Napoleón no le quedaba ahora más salida que la guerra, que
estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a Wilhelmshöhe [12].
La consecuencia inevitable fue la revolución de París del 4 de
septiembre de 1870.
El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y nuevamente fue
proclamada la república.
Pero el enemigo estaba a las puertas.
Los ejércitos del Imperio estaban sitiados en Metz sin esperanza de
salvación o prisioneros en Alemania.
En esta situación angustiosa, el pueblo permitió a los diputados
parisinos del antiguo Cuerpo Legislativo constituirse en un «Gobierno de
la Defensa Nacional».
Estuvo tanto más dispuesto a acceder a esto, cuanto que, para los fines
de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se
habían enrolado en la Guardia Nacional y estaban armados, con lo cual
los obreros representaban dentro de ella una gran mayoría.
Pero el antagonismo entre el Gobierno, formado casi exclusivamente por
burgueses, y el proletariado en armas no tardó en estallar.
El 31 de octubre los batallones obreros tomaron por asalto el Hôtel de
Ville y capturaron a algunos miembros del Gobierno.
Mediante una traición, la violación descarada por el Gobierno de su
palabra y la intervención de algunos batallones pequeñoburgueses, se
consiguió ponerlos nuevamente en libertad y, para no provocar el
estallido de la guerra civil dentro de una ciudad sitiada por un
ejército extranjero, se permitió seguir en funciones al Gobierno
constituido.
Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por el
hambre, capituló.
Pero con honores sin precedente en la historia de las guerras.
Los fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las armas de las
tropas de línea y de la Guardia Móvil entregadas, y sus hombres fueron
considerados prisioneros de guerra.
Pero la Guardia Nacional conservó sus armas y sus cañones y se limitó a
sellar un armisticio con los vencedores.
Y éstos no se atrevieron a entrar en París en son de triunfo.
Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, una parte en que no
había, en realidad, más que parques públicos, y, por anadidura, ¡sólo lo
tuvieron ocupado unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que
habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron
cercados por los obreros armados de la capital, que montaban la guardia
celosamente para evitar que ningún «prusiano» traspasase los estrechos
límites del rincón cedido a los conquistadores extranjeros.
Tal era el respeto que los obreros de París infundían a un ejército ante
el cual habían rendido sus armas todas las tropas del Imperio.
Y los junkers prusianos, que habían venido a tomarse la venganza en el
hogar de la revolución, ¡no tuvieron más remedio que pararse
respetuosamente a saludar a esta misma revolución armada!
Durante la guerra, los obreros de París habíanse limitado a exigir la enérgica continuación de la lucha.
Pero ahora, sellada ya la paz [13]
después de la capitulación de París, Thiers, nuevo jefe del Gobierno,
tenía que darse cuenta de que la dominación de las clases poseedoras
-grandes terratenientes y capitalistas- estaba en constante peligro
mientras los obreros de París tuviesen en sus manos las armas.
Lo primero que hizo fue intentar desarmarlos.
El 18 de marzo envió tropas de línea con orden de robar a la Guardia
Nacional la artillería que era de su pertenencia, pues había sido
construida durante el asedio de París y pagada por suscripción pública.
El intento no prosperó; París se movilizó como un solo hombre para la
resistencia y se declaró la guerra entre París y el Gobierno francés,
instalado en Versalles.
El 26 de marzo fue elegida, y el 28 proclamada la Comuna de París.
El Comité Central de la Guardia Nacional, que hasta entonces había
desempeñado las funciones de gobierno, dimitió en favor de la Comuna,
después de haber decretado la abolición de la escandalosa «policía de
moralidad» de París.
El 30, la Comuna abolió la conscripción y el ejército permanente y
declaró única fuerza armada a la Guardia Nacional, en la que debían
enrolarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas.
Condonó los pagos de alquiler de viviendas desde octubre de 1870 hasta
abril de 1871, incluyendo en cuenta para futuros pagos de alquileres las
cantidades ya abonadas, y suspendió la venta de objetos empeñados en el
monte de piedad de la ciudad.
El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros
elegidos para la Comuna, pues «la bandera de la Comuna es la bandera de
la República mundial».
El 1 de abril se acordó que el sueldo máximo que podría percibir un
funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta, no
podría exceder de 6.000 francos (4.800 marcos).
Al día siguiente, la Comuna decretó la separación de la Iglesia del
Estado y la supresión de todas las partidas consignadas en el
presupuesto del Estado para fines religiosos, declarando propiedad
nacional todos los bienes de la Iglesia; como consecuencia de esto, el 8
de abril se ordenó que se eliminase de las escuelas todos los símbolos
religiosos, imágenes, dogmas, oraciones, en una palabra, «todo lo que
cae dentro de la órbita de la conciencia individual», orden que fue
aplicándose gradualmente.
El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban diariamente a
los combatientes de la Comuna capturados por ellas, se dictó un decreto
ordenando la detención de rehenes, pero esta disposición nunca se llevó
a la práctica.
El día 6, el 137 Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle la
guillotina y la quemó públicamente, entre el entusiasmo popular.
El 12, la Comuna acordó que la Columna Triunfal de la plaza Vendôme,
fundida con el bronce de los cañones tomados por Napoleón después de la
guerra de 1809, se demoliese, como símbolo de chovinismo e incitación a
los odios entre naciones.
Esta disposición fue cumplida el 16 de mayo.
El 16 de abril, la Comuna ordenó que se abriese un registro estadístico
de todas las fábricas clausuradas por los patronos y se preparasen los
planes para reanudar su explotación con los obreros que antes trabajaban
en ellas, organizándoles en sociedades cooperativas, y que se planease
también la agrupación de todas estas cooperativas en una gran Unión.
El 20, la Comuna declaró abolido el trabajo nocturno de los panaderos y
suprimió también las oficinas de colocación, que durante el Segundo
Imperio eran un monopolio de ciertos sujetos designados por la policía,
explotadores de primera fila de los obreros.
Las oficinas fueron transferidas a las alcaldías de los veinte distritos
de París.
El 30 de abril, la Comuna ordenó la clausura de las casas de empeño,
basándose en que eran una forma de explotación privada de los obreros,
en pugna con el derecho de éstos a disponer de sus instrumentos de
trabajo y de crédito.
El 5 de mayo, dispuso la demolición de la Capilla Expiatoria, que se
había erigido para expiar la ejecución de Luis XVI.
Como se ve, el carácter de clase del movimiento de París, que antes
se había relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores
extranjeros, resalta con trazos netos y enérgicos desde el 18 de marzo
en adelante.
Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o
representantes reconocidos de los obreros, sus acuerdos se distinguían
por un carácter marcadamente proletario.
Una parte de sus decretos eran reformas que la burguesía republicana no
se había atrevido a implantar sólo por vil cobardía y que echaban los
cimientos indispensables para la libre acción de la clase obrera, como,
por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado,
la religión es un asunto de incumbencia puramente privada; otros iban
encaminados a salvaguardar directamente los intereses de la clase
obrera, y, en parte, abrían profundas brechas en el viejo orden social.
Sin embargo, en una ciudad sitiada lo más que se podía alcanzar era un
comienzo de desarrollo de todas estas medidas.
Desde los primeros días de mayo, la lucha contra los ejércitos
levantados por el Gobierno de Versalles, cada vez más nutridos, absorbió
todas las energías.
El 7 de abril, los versalleses tomaron el puente sobre el Sena en
Neuilly, en el frente occidental de París; en cambio, el 11 fueron
rechazados con grandes pérdidas por el general Eudes, en el frente sur.
París estaba sometido a constante bombardeo, dirigido además por los
mismos que habían estigmatizado como un sacrilegio el bombardeo de la
capital por los prusianos.
Ahora, estos mismos individuos imploraban al Gobierno prusiano que
acelerase la devolución de los soldados franceses hechos prisioneros en
Sedán y en Metz, para que les reconquistasen París.
Desde comienzos de mayo, la llegada gradual de estas tropas dio una
superioridad decisiva a las fuerzas de Versalles.
Esto se puso ya de manifiesto cuando, el 23 de abril, Thiers rompió las
negociaciones, abiertas a propuesta de la Comuna, para canjear al
arzobispo de París [****]
y a toda una serie de clérigos, presos en la capital como rehenes, por
un solo hombre, Blanqui, elegido por dos veces a la Comuna, pero preso
en Clairvaux.
Y se hizo más patente todavía en el nuevo lenguaje de Thiers, que, de
reservado y ambiguo, se convirtió de pronto en insolente, amenazador,
brutal.
En el frente sur, los versalleses tomaron el 3 de mayo el reducto de
Moulin Saquet; el día 9 se apoderaron del fuerte de Issy, reducido por
completo a escombros por el cañoneo; el 14 tomaron el fuerte de Vanves.
En el frente occidental avanzaban paulatinamente, apoderándose de
numerosos edificios y aldeas que se extendían hasta el cinturón
fortificado de la ciudad y llegando, por último, hasta la muralla misma;
el 21, gracias a una traición y por culpa del descuido de los guardias
nacionales destacados en este sector, consiguieron abrirse paso hacia el
interior de la ciudad.
Los prusianos, que seguían ocupando los fuertes del Norte y del Este,
permitieron a los versalleses cruzar por la parte norte de la ciudad,
que era terreno vedado para ellos según los términos del armisticio, y,
de este modo, avanzar atacando sobre un largo frente, que los parisinos
no podían por menos que creer amparado por dicho convenio y que, por
esta razón, tenían guarnecido con escasas fuerzas.
Resultado de esto fue que en la mitad occidental de París, en los
barrios ricos, sólo se opuso una débil resistencia, que se hacía más
fuerte y más tenaz a medida que las fuerzas atacantes se acercaban al
sector del Este, a los barrios propiamente obreros.
Hasta después de ocho días de lucha no cayeron en las alturas de
Belleville y Ménilmontant los últimos defensores de la Comuna; y
entonces llegó a su apogeo aquella matanza de hombres desarmados,
mujeres y niños, que había hecho estragos durante toda la semana con
furia creciente.
Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de prisa, y entraron en
juego las ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos.
El Muro de los Federados del cementerio de Père Luchaise, donde
se consumó el último asesinato en masa, queda todavía en pie, testimonio
mudo pero elocuente del frenesí a que es capaz de llegar la clase
dominante cuando el proletariado se atreve a reclamar sus derechos.
Luego, cuando se vio que era imposible matarlos a todos, vinieron las
detenciones en masa, comenzaron los fusilamientos de víctimas
caprichosamente seleccionadas entre las cuerdas de presos y el traslado
de los demás a grandes campos de concentración, donde esperaban la vista
de los Consejos de Guerra.
Las tropas prusianas que tenían cercado el sector nordeste de París
recibieron la orden de no dejar pasar a ningún fugitivo, pero los
oficiales con frecuencia cerraban los ojos cuando los soldados prestaban
más obediencia a los dictados de humanidad que a las órdenes de
superioridad; mención especial merece, por su humano comportamiento, el
cuerpo de ejército de Sajonia, que dejó paso libre a muchas personas,
cuya calidad de luchadores de la Comuna saltaba a la vista.* * *
Si hoy, al cabo de veinte años, volvemos los ojos a las actividades
y a la significación histórica de la Comuna de París de 1871,
advertimos la necesidad de completar un poco la exposición que se hace
en «La guerra civil en Francia».
Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría
integrada por los blanquistas, que habían predominado también en el
Comité Central de la Guardia Nacional, y una minoría compuesta por
afiliados a la Asociación Internacional de los Trabajadores, entre los
que prevalecían los adeptos de la escuela socialista de Proudhon.
En aquel tiempo, la gran mayoría de los blanquistas sólo eran
socialistas por instinto revolucionario y proletario; sólo unos pocos
habían alcanzado una mayor claridad de principios; gracias a Vaillant,
que conocía el socialismo científico alemán.
Así se explica que la Comuna dejase de hacer, en el terreno económico,
muchas cosas que, desde nuestro punto de vista actúal, debió realizar.
Lo más difícil de comprender es indudablemente el santo temor con que
aquellos hombres se detuvieron respetuosamente en los umbrales del Banco
de Francia.
Fue éste además un error político muy grave.
El Banco de Francia en manos de la Comuna hubiera valido más que diez
mil rehenes.
Hubiera significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el
Gobierno de Versalles para que negociase la paz con la Comuna.
Pero aún es más asombroso el acierto de muchas de las cosas que se
hicieron, a pesar de estar compuesta la Comuna de proudhonianos y
blanquistas.
Por supuesto, cabe a los proudhonianos la principal responsabilidad por
los decretos económicos de la Comuna, lo mismo en lo que atañe a sus
méritos como a sus defectos; a los blanquistas les incumbe la
responsabilidad principal por los actos y las omisiones políticos.
Y, en ambos casos, la ironía de la historia quiso -como acontece
generalmente cuando el poder cae en manos de doctrinarios- que tanto
unos como otros hiciesen lo contrario de lo que la doctrina de su
escuela respectiva prescribía.
Proudhon, el socialista de los pequeños campesinos y maestros
artesanos, odiaba positivamente la asociación.
Decía de ella que tenía más de malo que de bueno; que era por naturaleza
estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la libertad del
obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrario por
igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus
inconvenientes crecían más de prisa que sus ventajas; que, por el
contrario, la libre concurrencia, la división del trabajo y la propiedad
privada eran otras tantas fuerzas económicas.
Sólo en los casos excepcionales -así calificaba Proudhon la gran
industria y las grandes empresas como, por ejemplo, los ferrocarriles-
estaba indicada la asociación de los obreros.
(Véase «Idée générale de la révolution», 3er estudio.)
Pero hacia 1871, incluso en París, centro del artesanado artístico,
la gran industria había dejado ya hasta tal punto de ser un caso
excepcional, que el decreto más importante de cuantos dictó la Comuna
dispuso una organización para la gran industria e incluso para la
manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de obreros dentro de
cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas
asociaciones en una gran Unión; en resumen, en una organización que,
como Marx dice muy bien en «La guerra civil», forzosamente habría
conducido en última instancia al comunismo, o sea, a lo más antitético
de la doctrina proudhoniana.
Por eso, la Comuna fue la tumba de la escuela proudhoniana del
socialismo.
Esta escuela ha desaparecido hoy de los medios obreros franceses; en
ellos, actualmente, la teoría de Marx predomina sin discusión, y no
menos entre los «posibilistas» [14] que entre los «marxistas».
Sólo quedan proudhonianos en el campo de la burguesía «radical».
No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas.
Educados en la escuela de la conspiración y mantenidos en cohesión por
la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de
la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y
bien organizados estaría en condiciones, no sólo de adueñarse en un
momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción
enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar
a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al
puñado de caudillos.
Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y dictatorial
centralización de todos los poderes en manos del nuevo Gobierno
revolucionario.
¿Y qué hizo la Comuna, compuesta en su mayoría precisamente por
blanquistas?
En todas las proclamas dirigidas a los franceses de las provincias, la
Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las Comunas de
Francia con París, una organización nacional que, por vez primera, iba a
ser creada realmente por la misma nación.
Precisamente el poder opresor del antiguo Gobierno centralizado -el
ejército, la policía política y la burocracia-, creado por Napoleón en
1798 y que desde entonces hahía sido heredado por todos los nuevos
gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos,
precisamente éste debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido
derrumbado ya en París.
La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase
obrera, al llegar al poder, no podía seguir gobernando con la vieja
máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién
conquistada, la clase obrera tenía, de una parte, que barrer toda la
vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra
parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios,
declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento.
¿Cuáles eran las características del Estado hasta entonces?
En un principio, por medio de la simple división del trabajo, la
sociedad se creó los órganos especiales destinados a velar por sus
intereses comunes.
Pero, a la larga, estos órganos, a la cabeza de los cuales figuraba el
poder estatal, persiguiendo sus propios intereses específicos, se
convirtieron de servidores de la sociedad en señores de ella.
Esto puede verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías hereditarias,
sino también en las repúblicas democráticas.
No hay ningún país en que los «políticos» formen un sector más poderoso y
más separado de la nación que en Norteamérica.
Allí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el Gobierno
está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio,
que especulan con las actas de diputado de las asambleas legistativas de
la Unión y de los distintos Estados federados, o que viven de la
agitación en favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando
éste triunfa.
Es sabido que los norteamericanos llevan treinta años esforzándose por
sacudir este yugo, que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de
todo, se hunden cada vez más en este pantano de corrupción.
Y es precisamente en Norteamérica donde podemos ver mejor cómo progresa
esta independización del Estado frente a la sociedad, de la que
originariamente debía ser un simple instrumento.
Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente -fuera del
puñado de hombres que montan la guardia contra los indios-, ni
burocracia con cargos permanentes o derechos pasivos.
Y, sin embargo, en Norteamérica nos encontramos con dos grandes
cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan
del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más
corrompidos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes cártels
de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la
dominan y la saquean.
Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado
de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación
inevitable en todos los Estados anteriores, empleó la Comuna dos
remedios infalibles.
En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y
de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a
los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos.
En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban
retribuidos como los demás trabajadores.
El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6.000 francos.
Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y la caza de
cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por
añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos
representativos.
En el capítulo tercero de «La guerra civil» se describe con todo
detalle esta labor encaminada a hacer saltar el viejo poder estatal y
sustituirlo por otro nuevo y realmente democrático.
Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos
de los rasgos de esta sustitución por ser precisamente en Alemania donde
la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo
filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de
muchos obreros.
Según la concepción filosófica, el Estado es la «realización de la
idea», o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la
tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna
verdad y la eterna justicia.
De aquí nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que
con él se relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las
conciencias con tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra
ya desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda
la sociedad no pueden gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que
como se ha venido haciendo hasta aquí, es decir, por medio del Estado y
de sus funcionarios bien retribuidos.
Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en
la monarquía hereditaria y entusiasmarse por la república democrática.
En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una
clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la
monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite
hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la
dominación de clase.
El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por
menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto
que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y
libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.
Ultimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata.
Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura?
Mirad a la Comuna de París:
¡he ahí la dictadura del proletariado!
Londres, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París, 18 de marzo de 1891
F. Engels
Publicado en la revista «Die «Neue Zeit», Bd. 2, Nº 28, 1890-1891
y en el libro: Karl Marx. «Der Bürgerkrieg in Frankreich», Berlin, 1891.
Se publica de acuerdo con el texto del libro
traducido del alemán.
NOTAS
[*] págs.
200-205, 206-213.
[**] Véase el Obras escogidas en 3 tomos, t.
1, págs.
408-498.
[***] Véase el Obras escogidas en 3 tomos, t. 1, pág.
210.
(N.
de la Edit.)
[****] Darboy (N.
de la Edit.)
[1]
La guerra civil en Francia es una de las más importantes obras
del marxismo, en la que, sobre la base de la experiencia de la Comuna de
París, se desarrollan las principales tesis de la doctrina marxista
sobre el Estado y la revolución.
Fue escrita como Manifiesto del Consejo General de la Internacional a
todos los miembros de la Asociación Internacional de los Trabajadores en
Europa y los Estados Unidos.
En este trabajo se confirma y se desarrolla la tesis expuesta por Marx
en «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» acerca de la necesidad de
que el proletariado destruya la máquina estatal burguesa.
Marx saca la conclusión de que «la clase obrera no puede limitarse
simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y
servirse de ella para sus propios fines»
El proletariado debe destruirla y sustituirla con un Estado del tipo de
la Comuna de París.
Esta conclusión de Marx acerca del Estado de nuevo tipo -del tipo de la
Comuna de París- como forma estatal de la dictadura del proletariado
constituye el contenido principal de su nueva aportación a la teoría
revolucionaria.
La obra de Marx «La guerra civil en Francia» tuvo gran propagación.
En los años de 1871-1872 fue traducida a varias lenguas y publicada en diversos países de Europa y en los EE.UU.
[2]
Engels escribió esta introducción para la tercera edición alemana del
trabajo de Marx «La guerra civil en Francia» publicada en 1891 en
conmemoración del 20 aniversario de la Comuna de París.
En dicha edición, Engels incluye el primer y el segundo manifiesto del
Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores, escritos
por Marx, acerca de la guerra franco-prusiana, manifiestos que en las
ediciones posteriores en diferentes lenguas se publican también junto
con «La guerra civil en Francia».
[3]
Se alude a la guerra de liberación nacional del pueblo alemán contra la dominación napoleónica en 1813-1814.
[4]
La Ley de Excepción contra los socialistas fue promulgada en
Alemania el 21 de octubre de 1878.
En virtud de la misma quedaron prohibidas todas las organizaciones del
Partido Socialdemócrata, las organizaciones obreras de masas y la prensa
obrera.
Fueron confiscadas las publicaciones socialistas y se sometió a
represiones a los socialdemócratas.
Bajo la presión del movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el
1º de octubre de 1890.
[5]
Se denominaban demogagos en Alemania en los años 20 del siglo
XIX a los participantes en el movimiento oposicionista de los
intelectuales alemanes que se pronunciaban contra el régimen
reaccionario en los Estados alemanes y reivindicaban la unificación de
Alemania.
Los «demagogos» eran víctimas de crueles persecuciones por parte de las
autoridades alemanas.
[6]
Trátase de la revolución burguesa de julio de 1830 en Francia.
[7]
La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de
París el 23-26 de junio de 1848, reprimida con inaudita crueldad por la
burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil entre el
proletariado y la burguesía.
[8]
Se alude a las guerras civiles de los años 44 a 27 a.
de n.
e., que desembocaron en la instauración del Imperio Romano.
[9]
Trátase de los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas.
Legitimistas, partidarios de la dinastía de los Borbones,
derrocada en Francia en 1792; representaban los intereses de la gran
aristocracia propietaria de tierras y del alto clero; constituyeron
partido en 1830, después del segundo derrocamiento de la dinastía.
En 1871, los legitimistas se incorporaron a la cruzada común de las
fuerzas contrarrevolucionarias para combatir a la Comuna de París.
Orleanistas, partidarios de los duques de Orleáns, rama menor
de la dinastía de los Borbones, que se mantuvo en el poder desde la
revolución de julio de 1830 hasta la de 1848; representaban los
intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía.
[10]
Alusión al golpe de Estado de Luis Bonaparte efectuado el 2 de
diciembre de 1851, con el que comienza el régimen bonapartista del
Segundo Imperio.
[11]
La Primera República fue proclamada en 1792, durante la Gran Revolución burguesa de Francia.
Le siguieron en 1799 el Consulado y, luego, el Primer Imperio de Napoleón I Bonaparte (1804-1814).
En ese período, Francia sostuvo numerosas guerras, ampliando considerablemente los límites del Estado.
[12]
El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán,
quedando prisioneras las tropas, con el mismo emperador.
Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de 1871, Napoleón III y el
mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los
reyes de Prusia.
La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y
desembocó el 4 de setiembre de 1870 en la proclamación de la república
en Francia.
Se formó un Gobierno nuevo, el llamado «Gobierno de la Defensa
Nacional».
[13]
Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado
en Versalles el 26 de febrero de 1871 por Thiers y J.
Favre, de una parte, y Bismarck, de otra.
Según las condiciones del tratado, Francia cedía a Alemania el
territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le pagaba una
contribución de guerra de 5 mil millones de francos.
El tratado definitivo de paz fue firmado en Francfort del Meno el 10 de
mayo de 1871.
[14]
Los posibilistas formaban una corriente oportunista en el movimiento socialista de Francia.
Sus dirigentes, entre otros, Brousse y Malon, provocaron en 1882 la escisión del Partido Obrero Francés.
Los líderes de esta corriente proclamaron el principio reformista de procurar nada más que lo «posible».