El concepto del Estado capitalista en Poulantzas

El concepto del Estado capitalista en Poulantzas (2016)
Alberto Bonnet

I. Introducción al problema

Este trabajo analiza críticamente el concepto de Estado capitalista de Nicos Poulantzas/1.

La importancia de los aportes de Poulantzas a la crítica marxista del Estado alcanza para justificar nuestra empresa. La teoría del Estado formulada por Poulantzas entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta sobre las bases del marxismo estructuralista francés de cuño althusseriano, junto con la formulada casi simultáneamente por los intelectuales reunidos en el denominado debate de la derivación del Estado dentro de la tradición más dialéctica del marxismo alemán, es en los hechos uno de los dos abordajes más sistemáticos de la problemática del Estado capitalista en el marxismo del siglo pasado/2.

Pero a esta justificación se agrega el hecho de que el pensamiento de Poulantzas suscita en nuestros días un renovado interés. La estrategia política de la “vía democrática al socialismo” propuesta por Poulantzas a fines de los setenta, en particular, ha sido rescatada por varios de los intelectuales vinculados con las nuevas fuerzas de izquierda emergentes de la crisis europea como Syriza y, en menor medida, Podemos.

Stathis Kouvelakis, miembro del Comité Central de Syriza y firmante de la Plataforma de Izquierda, por ejemplo, decía en una entrevista reciente: “por una parte, vemos una confirmación de la aptitud de la opción gramsciana-poulantziana de tomar el poder a través de elecciones, pero combinando esto con movilizaciones sociales, y rompiendo con el concepto del poder dual como un ataque insurreccional al Estado desde afuera –puesto que el Estado debe ser tomado desde adentro y desde afuera, desde arriba y desde abajo”/3.

El rescate de Poulantzas parece más acotado en la izquierda latinoamericana. Pero tampoco Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, se privó en una reciente conferencia de recordar –aunque de una manera mucho más sui generis, por cierto- esa estrategia del último Poulantzas: “el socialismo, entendido como la transformación estructural de las relaciones de fuerzas entre las clases sociales, necesariamente tiene que atravesar al propio Estado, que por otra parte no es más que la institucionalización material e ideal, económica y cultural, de esa correlación de fuerzas sociales”/4.

L´etat, le pouvoir, le socialisme, en cuya conclusión Poulantzas ofreciera la versión más acabada de esta estrategia política, acaba de ser reeditado en francés por primera vez desde su edición original de 1978. En el prefacio a esta nueva edición, Ramzig Kecheyan explica dicha estrategia en los siguientes términos: “La ‘vía democrática al socialismo’ preconizada por Poulanzas combina radicalización de la democracia representativa con experiencias de autogestión en la sociedad civil, especialmente –aunque no únicamente- en el lugar de trabajo, y en el sector industrial tanto como en los servicios y la función pública.

Ella busca incidir en las contradicciones del Estado capitalista desde el interior y desde el exterior, es decir interviniendo en las instituciones vigentes cuando pueden obtenerse avances en ellas y a la vez presionando sobre los aparatos de Estado a partir de espacios que escapan a ellos, que se mantienen a distancia del poder del Estado” (Keucheyan 2013: 31). La academia, por su parte, acompañó en alguna medida este interés político y, tanto en Europa como en América Latina, se organizaron encuentros exclusivamente dedicados al pensamiento de Poulantzas/5.
Sin embargo, aun aceptando la importancia del pensamiento de Poulantzas así como el renovado interés que suscita en nuestros días, podríamos preguntarnos por qué razón este pensamiento y, más específicamente, su concepto de Estado capitalista, requiere un análisis crítico. La razón radica en que, dentro del pensamiento de Poulantzas, este concepto es clave y es también problemático.

En efecto, acaso su principal aporte a la historia del marxismo resida precisamente en su intento de construir una teoría marxista sistemática del Estado capitalista. El concepto de Estado está en el centro de toda su obra. Y, a pesar de que la trayectoria intelectual completa de Poulantzas se desarrolló en la escasa década y media que se extendió entre sus primeros escritos jurídicos de mediados de los sesenta y la publicación de su último libro, unos meses antes de su suicidio a fines de la década siguiente, esa trayectoria fue muy vertiginosa y, en consecuencia, ese concepto de Estado sufrió importantes cambios.
En las siguientes páginas nos valdremos prácticamente de todos los escritos publicados por Poulantzas. Pero no seguiremos la evolución del concepto de Estado a lo largo de ellos de una manera cronológica, sino que partiremos de la definición que propone Poulantzas en sus últimos escritos, que es la más influyente en nuestros días y la que más interesa discutir en estas páginas y, a partir de ella, reconstruiremos su evolución previa.
Esto equivale a partir de la definición del Estado propuesta en su último libro, el citado L´etat, le pouvoir, le socialisme (EPS) de 1978, en el que se distancia en mayor medida de su anterior marco estructuralista althusseriano.
Y vamos a comparar esta definición del Estado precisamente con la correspondiente a ese marco estructuralista previo, expuesta por excelencia en Pouvoir politique et classes sociales de l`état capitaliste de 1968 (PPCS), ambicioso escrito que contiene el resultado más acabado de su intento de construir una teoría marxista sistemática del Estado capitalista/6.
Estos dos son los escritos que ordenarán nuestra exposición porque polarizan la evolución de su concepto de Estado ‒y, en alguna medida, su pensamiento en general‒. Pero también deben considerarse otros escritos. En este sentido, en primer lugar, son complementarios de su concepción estructuralista del Estado algunos artículos escritos a mediados de los sesenta, tras su ruptura con su temprano marxismo fenomenológico-existencialista de cuño sartreano que había adoptado en su tesis de doctorado en derecho (Nature des choses et droit, publicada en 1964) y en una serie de artículos académicos acerca de diversas cuestiones de filosofía del derecho (publicados en la principal revista francesa de filosofía del derecho, los Archives de philosophie du droit, y en Les Temps Modernes de Sartre)/7.
En efecto, en la misma medida en que durante a mediados de los sesenta Poulantzas comenzó a interesarse por una problemática política más amplia, centrada en el Estado, empieza a advertirse su creciente interés por el pensamiento de Althusser/8. Los escritos en los que comienza a expresarse este interés por la teoría del Estado, notablemente su extenso ensayo sobre la hegemonía (Poulantzas 1965b) y su discusión del marxismo británico (Poulantzas 1967a), son ya escritos de transición hacia la concepción estructuralista de Estado que propondría poco después en PPCS.
Tenemos, en segundo lugar, los artículos mediante los cuales mantuvo el célebre debate con Ralph Miliband sobre las relaciones entre las clases dominantes y el Estado y otros problemas de teoría del Estado, en las páginas de la New Left Review, entre fines de 1969 y comienzos de 1976. Las intervenciones de Poulantzas en este debate –quizás como consecuencia de las duras críticas que Miliband le planteara- están crudamente polarizadas entre las concepciones del Estado del primer Poulantzas (véase Poulantzas 1969) y del segundo (véase Poulantzas 1976c). Más adelante volveremos sobre este debate con mayor detalle.
En tercer lugar, durante esos años en que debatía con Miliband y en estrecha relación con dicho debate, Poulantzas realizó una serie de análisis de procesos políticos concretos en cuyo centro estaba el Estado capitalista y, más específicamente, diversas transformaciones en las formas de Estado y en los correspondientes regímenes políticos. También estos análisis son decisivos, naturalmente, dentro de la evolución del concepto de Estado en Poulantzas.
Nos referimos a Fascisme et dictature de 1970 (FD), una extensa investigación acerca del ascenso del fascismo y del nazismo en la Italia y la Alemania de los años 1920-30, las relaciones que guardaron con las distintas clases sociales, las transformaciones en la forma de Estado y el régimen político que acarrearon y los errores de caracterización del fenómeno cometidos por la Comintern.
Ya en Fascisme et dictature, concluido apenas dos años y medio después de PPCS, como veremos, puede advertirse el comienzo de una evolución que alejaría su concepto de Estado del marco estructuralista. Y nos referimos también a La crise des dictatures, ya de 1975 (CD), un ensayo más breve en el que Poulantzas analizó las caídas de las dictaduras contemporáneas de Grecia (tomas del Politécnico de Atenas de 1973), Portugal (revolución de los claveles de 1974) y España (muerte de Franco en 1975). Aquí, como también veremos, esa evolución queda confirmada.
En cuarto y último lugar, existen también otros escritos en los cuales Poulantzas se interesó por un proceso político diferente. Los mencionados fascismos y dictaduras son, para Poulantzas, regímenes y formas de Estado de excepción. Pero Poulantzas también se interesó en el análisis de las transformaciones que estaba sufriendo la forma de Estado y el régimen normales, es decir, los vigentes en los Estados de los países capitalistas europeos más avanzados, que conceptualizó como una transición hacia un “estatismo autoritario”.
Este interés ya está presente en los primeros ensayos de Les clases sociales, de 1973, pero motivará más tarde algunos escritos específicos, como su intervención en el debate colectivo sobre la crise de l´état (Poulantzas 1976a) y la cuarta parte de EPS. En estos últimos análisis, el concepto de Estado que está en juego es ya, naturalmente, el del último Poulantzas/9.
La estructura de este trabajo es la siguiente. Después de este primer apartado, introductorio, en el segundo presentaremos y discutiremos el concepto de Estado del Poulantzas de EPS. En el tercer apartado, por su parte, presentaremos el concepto de Estado del Poulatzas de PPCS y relevaremos los usos del concepto de Estado en los trabajos escritos en el ínterin, para analizar críticamente la trayectoria que atravesó dicho concepto. En el cuarto y último apartado volvemos sobre el concepto de Estado capitalista del último Poulantzas, pero esta vez para discutir sus implicancias políticas.
II. El concepto de Estado del último Poulantzas
El último Poulantzas define al Estado capitalista como la condensación de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase que se materializa en su aparato. Así sucede, con unas pocas variantes, a través de las páginas de EPS. Adoptemos la versión más acabada de esta definición: el Estado capitalista es “la condensación material de una relación de fuerza entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de manera específica, en el seno del Estado” (1978: 154 y 159)/10. Y analicemos esta definición.
Poulantzas no afirma, como suele atribuírsele en las lecturas más vulgares, que el Estado es una mera plasmación de unas relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase. Definir al Estado capitalista de esta manera sería recaer en la vieja concepción reformista del Estado como una arena neutra de la lucha de clases. Poulantzas afirma, en cambio, que esas relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases se condensan materialmente en el aparato de Estado.
Aclaremos la diferencia antes de continuar. El Estado capitalista siempre está atravesado por relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clase, desde luego, pero no puede definirse simplemente como algo atravesado por esas relaciones de fuerza. La razón es sencilla. El Estado está atravesado por relaciones de fuerzas entre clases (y fracciones de clase) porque es uno de los modos de existencia de las relaciones sociales capitalistas y estas relaciones sociales son antagónicas (y competitivas). Pero el Estado no es el único modo de existencia de esas relaciones sociales.
El Estado es el modo de existencia de esas relaciones sociales capitalistas en tanto relaciones de dominación, más específicamente, junto con el propio capital en sentido estricto, como modo de existencia de esas relaciones sociales en tanto relaciones de explotación. Tanto el Estado como el capital, en pocas palabras, como modos de existencia diferenciados de unas mismas relaciones sociales antagónicas, están atravesados por relaciones de fuerzas entre clases.
Pongamos un ejemplo: en el establecimiento por ley de un salario mínimo se plasma (políticamente) una relación de fuerzas entre clases de la misma manera en que se plasma (económicamente) en el establecimiento de determinado nivel de salario en el mercado de trabajo como resultado de las negociaciones entre patronales y sindicatos. El atributo de plasmar relaciones de fuerza, en consecuencia, no es un atributo suficientemente específico como para definir el concepto de Estado. Definir al Estado exclusivamente como una plasmación de unas relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase, en pocas palabras, es como definir al perro como un ente movedizo.

Poulantzas nunca incurre en semejante trivialidad/11. Insiste, en cambio, en el hecho de que esa relación de fuerzas entre clases y fracciones de clases se condensa materialmente en el aparato de Estado. En este sentido, a continuación de la definición del Estado que acabamos de citar, insiste en que “el Estado no es pura y simplemente una relación, o la condensación de una relación; es la condensación material y específica de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase” (1978: 155).
Y un poco más adelante: “[e]l Estado no es una simple relación, sino la condensación material de una relación de fuerzas” (idem: 184). E insistir en este punto es importante para Poulantzas porque quiere descartar desde el comienzo tanto una concepción instrumentalista del Estado, que reduce el aparato de Estado al poder del Estado, como una concepción tecnocrática del Estado, que imagina una doble naturaleza del Estado que redundaría en la existencia de un sector neutro dentro de su aparato.
Poulantzas sintetiza así: “el Estado presenta, desde luego, un armazón material propia, que no puede reducirse, en absoluto, a la sola dominación política. El aparato de Estado es algo especial, y por tanto temible, que no se agota en el poder del Estado. Pero la dominación política está, a su vez, inscripta en la materialidad institucional del Estado. Si el Estado no es producido de arriba abajo por las clases dominantes, tampoco es simplemente acaparado por ellas: el poder del Estado (el de la burguesía en el caso del Estado capitalista) está trazado en esa materialidad” (1978: 8-9).
O bien “el aparato de Estado no es una cosa ni una estructura neutra en sí y la configuración del poder de clase no interviene allí solamente como poder de Estado. Las relaciones que caracterizan al poder del Estado impregnan la estructura misma de su aparato, siendo el Estado la condensación de una relación de fuerzas. Precisamente esa naturaleza del Estado –del Estado como relación-, atravesada de lado a lado por contradicciones de clase, es la que les atribuye y permite a esos aparatos y a los agentes que los componen un papel propio y un peso específico” (1975: 104).

Sin embargo, antes de pasar a examinar esta condensación material en el aparato de Estado de aquellas relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase, es preciso advertir que, en cualquier caso, Poulantzas pone a estas relaciones de fuerza como contenido del Estado.
El concepto de relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase opera así, en su definición del Estado capitalista, como un sucedáneo del concepto de relación social, en el más estricto sentido del término. Un sucedáneo, como sucede, por ejemplo, con el indicio como sucedáneo de la prueba en el derecho, no es un sustituto arbitrario, sino un sustituto emparentado de alguna manera con lo sustituido, e incluso capaz de sustituirlo legítimamente en ciertas condiciones. Y aquí las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase operan como un sucedáneo de la relación social.
El Estado capitalista no puede definirse a partir de las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase que condensa en su aparato, sino a partir de la propia naturaleza de las relaciones sociales capitalistas, aun cuando es cierto que la naturaleza antagónica de estas relaciones sociales haga que el aparato de Estado siempre condense relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase. Volvamos a nuestro anterior ejemplo para aclarar este punto.
El salario no puede definirse a partir de las relaciones de fuerza entre clases que se condensa en cierto nivel de los salarios, sino de la relación de explotación involucrada en el trabajo asalariado, aun cuando es verdad que la naturaleza antagónica de esta relación de explotación haga que el nivel de los salarios siempre exprese las relaciones de fuerza entre capitalistas y asalariados. Esta sustitución de la relación social por las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase es una manifestación específica, dentro de su definición del Estado, del sociologicismo que en términos más generales ya había encontrado Clarke (1991) en el pensamiento de Poulantzas.
Pasemos, ahora sí, a examinar esta condensación material en el aparato de Estado de las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase, condensación en la que Poulantzas radica la especificidad del Estado capitalista. El concepto de condensación parece implicar ya por sí mismo cierta especificidad. Esto porque Poulantzas emplea este concepto en un sentido análogo al que Verdichtung reviste en psicoanálisis, a saber, la representación de varias cadenas asociativas por una única representación, o punto nodal, que se encuentra en la intersección entre ellas.
Pero en EPS Poulantzas sitúa esa especificidad más bien en la materialidad del aparato de Estado en el que tiene lugar dicha condensación/12. Es precisamente esta materialización de las relaciones de fuerzas en el aparato de Estado la dimensión de su definición del Estado capitalista gracias a la cual el objeto definido no permanecería indeterminado como una mera arena neutra de la lucha de clases, sino que sería determinado como un Estado capitalista propiamente dicho. El problema, como enseguida veremos, radica en que esta referencia a la materialización de las relaciones de fuerza en el aparato de Estado tampoco es suficiente para proveer un concepto adecuado del Estado capitalista.
Pero, antes de avanzar con esta crítica, sigamos analizando su definición del Estado capitalista. El concepto de aparato de Estado involucrado en esta definición parece haber permanecido sin grandes cambios desde sus escritos más estructuralistas/13.
El aparato de Estado era en dichos escritos un conjunto de instituciones de la superestructura, entre las cuales Poulantzas, en sintonía con Althusser, ubicaba tanto instituciones públicas (como las jurídico-políticas) como privadas (como la escuela, la iglesia, etc.) porque priorizaba la función que desempeñaban (la organización de la clase dominante y la desorganización de la clase dominada) por encima de la distinción jurídica entre lo público y lo privado.
Una institución era a su vez “un sistema de normas o de reglas socialmente sancionado”, estructurado a partir de una “matriz organizadora” (1968: 140, nota). Un poco más tarde volvería sobre esta definición para aclarar que había trazado esa distinción entre instituciones (o aparato) y matriz (o estructura) “para denunciar explícitamente la problemática ‘institucionalista’” (1970: 355, nota)/14.
Y que las “normas o reglas” remitían a la dimensión ideológica, mientras que la expresión “socialmente sancionadas” a la dimensión represiva de esos aparatos. Esa matriz organizadora hacía a los aparatos de Estado irreductibles a meros instrumentos de la clase que detentaba el poder de Estado -y, por consiguiente, era la depositaria de su materialidad.
El segundo Poulantzas sigue entendiendo al aparato de Estado como un conjunto de instituciones públicas y privadas ubicadas en la superestructura y que desempeñan esa función de organización de la clase dominante y desorganización de la clase dominada. (1978: 169)/15. Pero no enfatiza tanto en esa posición y función del aparato de Estado como en su condensación de relaciones de fuerza o, en sus propias palabras, en “la inscripción de la dominación política en la armazón material del Estado como condensación de una relación de fuerzas” (1978: 192).
“Las clases y fracciones dominantes –escribe en este sentido‒ existen en el Estado por intermedio de aparatos o ramas que cristalizan un poder propio de dichas clases y fracciones, aunque sea, desde luego, bajo la unidad del poder estatal de la fracción hegemónica. Por su parte, las clases dominadas no existen en el Estado por intermedio de aparatos que concentren un poder propio de dichas clases sino, esencialmente, bajo la forma de focos de oposición al poder de las clases dominantes” (1978: 172).
Pasemos, finalmente, al concepto de materialidad. Poulantzas, a pesar de insistir una y otra vez en esta característica del aparato de Estado, nunca define el concepto. Explica la manera en que se organizaría esta materialidad –monopolio del conocimiento por la burocracia, mecanismos de individualización y homogeneización, sistema legal, matriz espacio-temporal de la nación‒, pero en ningún momento parece considerar necesario definir el propio concepto de materialidad.
Sin embargo, puesto que Althusser ya había insistido en esta materialidad del aparato de Estado, especialmente a propósito de la correlación entre la materialidad de la ideología y de las prácticas ideológicas, por un lado, y la materialidad de los aparatos de Estado en los que se reproduce, por el otro (véase Althusser 1970: 126 y ss), quizás podamos recurrir a sus escritos para establecer su significado.

En sentido estricto, tampoco Althusser definía el concepto, pero proveía algunas pistas más: “[l]a existencia material de la ideología en un aparato y en sus prácticas no posee, por cierto, la misma modalidad de la existencia material de una acera o de un fusil. Pero, a riesgo de que se nos trate de ‘neoaristotélicos’ […] afirmamos que ‘la materia se dice de muchas maneras’ o, más bien, que existe bajo distintas modalidades y todas enraizadas en último término en la materia ‘física’” (idem: 127)/16.
En este ensayo suyo sobre los aparatos ideológicos de Estado, Althusser no abundaba en estas distintas maneras de existencia de la materia, pero la referencia a la ideología de los científicos que hacía en ese contexto nos conduce a otras pistas que se encuentran en otros escritos suyos. En efecto, en varios de sus escritos de la época asimilaba en los hechos el materialismo del marxismo (al que, valiéndose de la terminología ortodoxa, continuaba designando como materialismo dialéctico) con el materialismo de las ciencias naturales (el que emergía como filosofía espontánea de la práctica científica en dichas ciencias; véase Althusser 1966: 33 y ss.; 1969: 9 y ss.; 1974: 67 y ss. y 99 y ss.).
En las cabezas de los científicos naturales, argumentaba, esta filosofía materialista espontánea convivía con filosofías idealistas provenientes de la ideología dominante en la sociedad. El desafío del materialismo dialéctico consistiría entonces, según Althusser, en combatir estas filosofías idealistas para erigirse como el aliado filosófico más adecuado de esa práctica de los científicos naturales.
Y el ejemplo por excelencia del combate que Althusser tenía en mente había sido la crítica de Lenin a los empiriocriticistas de comienzos de siglo (Lenin 1908). Todo esto parece indicar, en síntesis, que Althusser compartía sin más la concepción vulgar del materialismo expuesta por Lenin en esa crítica. El marxista y el biólogo compartirían, simplemente, “la creencia en la existencia real, exterior y material del objeto del conocimiento científico” (Althusser 1974: 101)/17.

Ahora bien, si la materialidad del aparato de Estado en cuestión se reduce a la materialidad de un puñado de instituciones en este sentido vulgar de la palabra, la insistencia de Poulantzas en que las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases se condensan materialmente en el aparato de Estado no aporta nada a la determinación del concepto de Estado. Recurrir a la materialidad del aparato de Estado en este sentido para definir el concepto de Estado equivale a recurrir a la materialidad de la mercancía como cosa física para definir el concepto de mercancía. La mera invocación de la materialidad en este sentido es un mero gesto que no convierte a ninguna definición en materialista en el sentido marxista del término.
Pero aclaremos también esto antes de seguir avanzando. Las características del aparato de Estado siempre están determinadas, tal como afirma Poulantzas, por la plasmación más o menos duradera de relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clases en su seno. Y esto implica, tal como también afirma Poulantzas, que un cambio en esas relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase nunca se expresa de manera automática en el aparato de Estado preexistente ‒y que, en caso de que la clase trabajadora tomara el poder de Estado, no podría emplear ese aparato de Estado como un simple instrumento para la transición al socialismo‒.
El ascenso de un gobierno de izquierda “no significa, ni forzosa ni automáticamente, que la izquierda controle los aparatos de Estado, y ni siquiera algunos de ellos” (Poulantzas 1978: 166). La izquierda debe abandonar, en consecuencia, la creencia de que ese Estado “podría ser utilizado de otra manera por la clase obrera, mediante un cambio del poder de Estado, para una transición al socialismo” (idem: 155).
“Las modificaciones en la relación de fuerzas no se traducen, en el aparato económico del Estado menos que en ningún otro, de manera automática: este aparato posee una materialidad marcada, en el más alto grado, por la continuidad del Estado” (idem: 239). Todas estas afirmaciones de Poulantzas son correctas e importantes y, sin embargo, la referencia a esa materialidad del aparato de Estado tampoco alcanza para completar una definición adecuada del Estado capitalista.

En efecto, sucede que también el concepto de aparato de Estado opera como un sucedáneo en la definición poulantziana del Estado capitalista, esta vez respecto del concepto de forma. Pues, el Estado no puede definirse como el aparato en el que se institucionaliza, sino como forma, aun cuando la existencia del Estado como forma guarda una relación con su existencia como aparato.
En este sentido, hay que distinguir entre el Estado como forma, es decir, como modo de existencia de las relaciones sociales capitalistas en tanto relaciones de dominación, diferenciado del modo de existencia de esas mismas relaciones sociales capitalistas en tanto relaciones de explotación, y el Estado como aparato, esto es, como institucionalización de esa existencia particularizada de las relaciones de dominación. Y la diferencia tiene implicancias.
El carácter capitalista del Estado no depende de esas relaciones de fuerza particulares entre clases y fracciones de clases que cristalizan en su aparato, sino de su existencia misma como relación de dominación separada de la relación de explotación. El Estado capitalista, en consecuencia, no puede definirse a partir de su aparato, sino de su forma.
Y la insistencia de Poulantzas en la materialidad del aparato de Estado, cualquiera sea el ambiguo significado que revista esta expresión, no modifica un ápice este asunto. La materialidad de la mercancía incide en su valor de uso, por ejemplo, pero no es esta materialidad, sino su forma el punto de partida para su definición. La materialidad del capital también incide en la competitividad, por ejemplo, pero no es esta materialidad sino su forma el punto de partida para su definición. La crítica marxiana de la economía política no apunta a rendir cuenta de la materialidad de las cosas, sino del modo de existencia de las relaciones sociales en el capitalismo.
En la definición poulantziana del Estado capitalista, esta sustitución de la forma Estado por el aparato de Estado no es sino la contrapartida de la antes mencionada sustitución del capital como relación social por las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase. Y esto es inevitable, porque contenido y forma son inseparables. El institucionalismo es la contrapartida del sociologicismo. Y el resultado es que, así como el Estado capitalista no podía definirse a partir de la relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase, tampoco puede definirse como la condensación material de esa relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase en un conjunto de aparatos.
Agreguemos ahora que los participantes del debate alemán sobre la derivación del Estado (el Staatsableitungsdebatte) de los años setenta fueron los primeros en encarar sistemáticamente una crítica del Estado capitalista como forma de las relaciones sociales. Y, en algunos momentos de su argumentación, tanto el primer como el segundo Poulantzas se acercan sorprendentemente a los argumentos de algunos derivacionistas.
Contra la idea marxiana-hegeliana de una sociedad civil integrada por individuos como punto de partida para pensar el Estado, por ejemplo, el primer Poulantzas se refería a la separación entre lo económico y lo político en los siguientes términos: “[e]sa autonomía específica de lo político y de lo económico del M.P.C. –descriptivamente opuesta por Marx a una pretendida ‘mezcla’ de las instancias del modo de producción feudal‒ se refiere finalmente a la separación del productor directo de sus medios de producción […] Esta separación del productor directo y de los medios de producción es la combinación que regula y distribuye los lugares específicos de lo económico y de lo político, y que señala los límites de la intervención de una de las estructuras regionales en la otra, no tiene estrictamente nada que ver con la aparición real, en las relaciones de producción, de los agentes en cuanto ‘individuos’” (1968: 155)/18. Este argumento parece cercano al que poco después encontraríamos entre algunos derivacionistas, como Joachim Hirsch, para la derivación de la forma Estado/19.
Sin embargo, significativamente, para el segundo Poulantzas esa separación entre productor y medios de producción ya no aparece como el punto de partida para fundamentar la propia separación entre lo económico y lo político, sino más bien para fundamentar la existencia y las características del aparato de Estado. “En lo concerniente al Estado capitalista, su separación relativa de las relaciones de producción, instaurada por éstas, es el fundamento de su armazón organizativa y configura ya su relación con las clases y la lucha de clases bajo el capitalismo” (1978: 24).
La materialidad del aparato de Estado “se debe a la separación relativa entre el Estado y las relaciones de producción bajo el capitalismo. El fundamento de esta separación, principio organizador de las instituciones propias del Estado capitalista y de sus aparatos (justicia, ejército, administración, policía, etcétera), de su centralismo, de su burocracia, de sus instituciones representativas (sufragio universal, parlamento, etcétera), de su sistema jurídico, consiste en la especificidad de las relaciones de producción capitalistas y la división social del trabajo inducidas por aquellas: separación radical entre el trabajador directo y sus medios y objeto de trabajo en la relación de posesión, en el proceso mismo de trabajo” (idem: 54).
Las relaciones de producción “constituyen el basamento primero de la materialidad institucional del Estado y de su separación relativa de la economía, que caracteriza a su armazón como aparato: son la única base de partida posible de un análisis de las relaciones del Estado con las clases y la lucha de clases” (idem: 58).
Y aquí vuelve a evidenciarse que el concepto de aparato de Estado opera en su argumentación como un sucedáneo del concepto de forma Estado. En efecto, esa separación entre el productor y los medios de producción es el fundamento de la separación entre lo económico y lo político. Pero el hecho de que lo político, que asume así la forma Estado, cristalice en un aparato de Estado con determinadas características no se sigue inmediatamente de esa misma forma/20.
Es cierto que la separación entre lo económico y lo político es, en última instancia, una condición de posibilidad necesaria para la existencia de un aparato de Estado como el descripto por Poulantzas –y por esta razón, insistimos, el concepto de aparato de Estado es en sus argumentos un sucedáneo y no un sustituto arbitrario del concepto de forma Estado. Pero, si saltamos directamente de aquella separación entre lo económico y lo político constitutiva de las relaciones sociales capitalistas a este aparato de Estado existente en los Estados nacionales de los países capitalistas más o menos avanzados, perdemos en el camino la propia definición del Estado capitalista.
El Estado capitalista no puede definirse a partir de su aparato, en síntesis, sino del modo en que existen las relaciones de dominación como relaciones particularizadas, es decir, de su forma.
El problema subyacente, naturalmente, radica en que este concepto de forma y el concepto de derivación, empleados por los derivacionistas alemanes en su crítica del Estado capitalista y provenientes de la crítica de la economía política marxiana, son completamente ajenos al marco estructuralista de pensamiento de Poulantzas.
Y esto se pone de manifiesto, de manera privilegiada, en su cabal incomprensión de esa empresa derivacionista/21. Poulantzas afirma por ejemplo, en tres líneas: “[s]e trata de hacer ‘derivar’ –digamos, deducir- las instituciones propias del Estado capitalista de las ‘categorías económicas’ de la acumulación del capital” (1978: 56). Y comete así a razón de un error por cada línea. Las categorías de la crítica de la economía política marxiana, punto de partida de la derivación, no son meras “catégories économiques” sino formas, modos de existencia de las relaciones sociales capitalistas, elevadas a concepto.
La derivación no consiste en una “déduction” sino en una exposición de esos conceptos que avanza de los más simples a los más complejos a través de las contradicciones que los encadenan. Y, por encima de todas las cosas, lo derivado no son las “institutions propres de l’État” sino la forma Estado (1978bis: 92)/22.
III. La trayectoria del concepto de Estado en Poulantzas
Comparemos brevemente la concepción del Estado capitalista de este último Poulantzas con la del primero. A nuestro entender, entre ambas no media una ruptura completa, sino un desplazamiento de énfasis. Hay momentos en la argumentación del último Poulantzas que recuerdan al primero. Por ejemplo, cuando intenta anclar la existencia misma del aparato de Estado en las relaciones de producción y, más exactamente, en la división del trabajo entre trabajo manual y trabajo intelectual.
“El Estado encarna en el conjunto de sus aparatos –es decir, no sólo en sus aparatos ideológicos sino también en sus aparatos represivos o económicos-, el trabajo intelectual en tanto separado del trabajo manual […] Esto se traduce en la materialidad misma del Estado. Ante todo, en la especialización-separación de los aparatos del Estado respecto del proceso de producción: tal separación se realiza principalmente mediante una cristalización del trabajo intelectual” (1978: 61). O bien, cuando vincula las características de ese aparato de Estado con las funciones que desempeña: “[l]as funciones del Estado se encarnan en la materialidad institucional de sus aparatos: la especificidad de las funciones implica la especialización de los aparatos que las realizan y da lugar a formas particulares de división social del trabajo en el seno mismo del Estado” (1978: 205). Y más adelante: “el contenido político de dichas funciones [del Estado] está inscrito en la materialidad institucional y la armazón organizativa del aparato del Estado” (ídem: 231).
Sin embargo, en este último Poulantzas, a la hora de definir el Estado capitalista, tanto la posición como la función del aparato de Estado ceden su puesto a la mencionada característica suya de condensar materialmente relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase.
Pero no sucedía así en el primer Poulantzas. Este Poulantzas más althusseriano definía al Estado capitalista a partir de su función (de cohesión) y de su posición dentro de la estructura (el modo de producción): “en el interior de la estructura de varios niveles separados por un desarrollo desigual, el Estado posee la función particular de constituir el factor de cohesión de los niveles de una formación social. Esto es precisamente lo que el marxismo expresó al concebir el Estado como factor de ‘orden’, como ‘principio de organización’, de una formación, no ya en el sentido corriente de orden político, sino en el sentido de la cohesión del conjunto de los niveles de una unidad compleja, y como factor de regulación de su equilibrio global, en cuanto sistema” (1968: 43-44).
El Estado desempeñaba esta función de cohesión entre niveles de distintas maneras según el modo de producción (y la formación social) del que se tratara. En el modo de producción capitalista, el Estado la ejercía a través de su separación o, en términos poulantzianos, de su autonomía relativa. “Esa función [de cohesión] del Estado se convierte en una función específica, y que lo especifica como tal, en las formaciones dominadas por el M.P.C., caracterizado por la autonomía específica de las instancias y por el lugar particular que allí corresponde a la región del Estado” (ídem: 46).
Puesto que el Estado lidiaba con las distintas instancias de la estructura, desempeñaba funciones técnico-económicas al nivel de lo económico, funciones políticas al nivel de lo político y funciones ideológica al nivel de lo ideológico (1968: 52). Sin embargo, todas las intervenciones del Estado eran políticas porque la función específicamente política del Estado sobredeterminaba a las restantes: “el papel global del Estado es un papel político” (ibídem).
Y esta función política era, precisamente, la de mantener la cohesión de una sociedad dividida en clases: “ese papel [del Estado] reviste un carácter político en el sentido de que mantiene la unidad de una formación en cuyo interior las contradicciones de los diferentes niveles se condensan en una dominación política de clase” (1968: 56). Así, la función de cohesión y la posición dentro del modo de producción alcanzaban, para el primer Poulantzas, para definir al Estado capitalista.
Ciertamente, en su calidad de factor de cohesión entre niveles, el Estado también condensaba las contradicciones propias de esos niveles. El Estado, decía Poulantzas, en tanto “factor de cohesión de la unidad de una formación, es también la estructura en la que se condensan las contradicciones de los diversos niveles de una formación” (ídem: 44). Pero esta condensación de contradicciones revestía características distintas de la posterior condensación de relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clase: era una simple consecuencia de su función de cohesión.
“El Estado está en relación con las contradicciones propias de los diversos niveles de una formación, pero en cuanto representa el lugar en que se refleja la articulación de esos niveles, y el lugar de condensación de sus contradicciones” (ídem: 49). Agreguemos que esta condensación de contradicciones en el Estado se reproducía por su parte en una suerte de condensación de la lucha de clases en su conjunto –es decir, precisamente, de las prácticas de clase desarrolladas en esos distintos niveles de la estructura: lucha económica, política e ideológica‒ en la lucha de clases específicamente política, es decir, en la lucha que tenía por objetivo la conquista del poder de Estado (véase 1968: 87-88 y 108-109)/23.
Poulantzas afirmaba así, a propósito de esta relación del Estado con la lucha política de clases, que “se deberá, pues, tener presente constantemente que esta última relación refleja en realidad la relación con las instancias, porque es efecto de estas, y que la relación del Estado con la lucha política de clases concentra en sí la relación con los niveles de las estructuras y con el campo de las prácticas de clase” (1968: 334).
Sin embargo, en la medida en que el último Poulantzas tiende a sustraer esta idea de condensación de contradicciones de su anterior marco estructuralista de referencia y, además, a situarla en el centro de su definición del Estado capitalista, su concepto de Estado capitalista tiende a quedar indeterminado.
Esta trayectoria del concepto de Estado capitalista poulantziano no puede menos que resultar paradójica para quienes (como nosotros) somos muy críticos respecto de ese marxismo estructuralista que el primer Poulantzas había adoptado de Althusser. Aquí no vamos a desarrollar una crítica de ese marxismo estructuralista. Nos limitamos a plantear esta paradoja: mientras que el concepto de Estado capitalista aparece perfectamente determinado dentro del marco de referencia estructuralista del primer Poulantzas (que consideramos muy cuestionable) la tendencia del último Poulantzas a abandonar dicho marco de referencia estructuralista (tendencia que a priori deberíamos aplaudir) tiende sin embargo a arrojar a su concepto de Estado en la indeterminación/24.
Y esta trayectoria resulta especialmente paradójica para quienes (de nuevo: como nosotros mismos) creemos que una de las mayores deficiencias de ese marxismo estructuralista es, precisamente, su relegamiento de la lucha de clases. El precio que Poulantzas parece pagar a cambio de que la lucha de clases ingrese dentro de su concepto de Estado es, paradójicamente, la indeterminación de dicho concepto.
Agreguemos ahora, sin embargo, que durante los años en que se registraba esta trayectoria de su concepto de Estado, Poulantzas emprendía además una serie de análisis de procesos políticos concretos en los que ponía en juego su concepto de Estado. Se destacan entre ellos sus análisis de dos casos diferentes de lo que consideraba como regímenes y formas de Estado de excepción: el ascenso de los regímenes nazi y fascista en la Alemania y la Italia de los años 1920-30 (Poulantzas, 1970) y la crisis de las dictaduras militares de Portugal, Grecia y España de mediados de los 1970 (Poulantzas, 1975).
Y, aunque acaso menos sistemáticamente, en algunos otros escritos suyos también abordaba las mutaciones que consideraba que estaba atravesando el régimen y la forma de Estado democrático-parlamentario normal vigente en los países europeos centrales y que conceptualizaba en términos de la transición hacia un estatismo autoritario (especialmente en Poulantzas, 1974: 84 y ss.; 1976a y 1978: 247 y ss.). Aquí vamos a concentrarnos en los dos primeros y, especialmente, en el papel que atribuye Poulantzas a la lucha de clases en sus explicaciones de los procesos de ascenso del fascismo y de crisis de las dictaduras, para ampliar nuestro análisis de las consecuencias de ese ingreso de la lucha de clases en su teoría del Estado.
El primer análisis relevante es el referido al ascenso del nazismo y el fascismo en la Alemania y la Italia de los años 1920-30. En principio, FD sigue aún la orientación estructuralista de PPCS, libro que Poulantzas había acabado apenas dos años y medio antes y al que remite en reiteradas ocasiones. El Estado capitalista, en particular, sigue siendo definido como “la instancia central cuyo papel es el mantenimiento de la unidad y de la cohesión de una formación social, el mantenimiento de las condiciones de la producción y, así, la reproducción de las condiciones sociales de la producción; es, en un sistema de lucha de clases, el fiador de la dominación política de clase” (1970: 357).
Empero, significativamente, Poulantzas comienza la parte de su análisis dedicado al Estado fascista con una serie de críticas al citado ensayo sobre los aparatos ideológicos de Estado que Althusser (1970) había publicado en el ínterin. El eje de estas críticas está justamente en que, para Poulantzas, la concepción de Althusser se desentiende de la lucha de clases/25.
Dice Poulantzas: “creo que este texto de Althusser peca, en cierta medida, por su abstracción y su formalismo; en él, la lucha de clases no ocupa el lugar a que tiene derecho” (1970: 355). Y un poco más adelante agrega que, en consecuencia, Althusser considera a los aparatos ideológicos de Estado como monolíticos y carentes de autonomía relativa: “la ‘unidad’ de los aparatos ideológicos está abstractamente reducida, y sólo por el rodeo de la ‘ideología’, a la del poder de Estado. Ahora bien, este análisis es abstracto y formal ya que no toma (concretamente) en consideración la lucha de clases”, es decir, no tiene en cuenta ni la existencia de “varias ideologías de clase contradictorias y antagónicas” ni “los desajustes presentes en el poder de Estado” (ídem: 362-3, nota).
Pero más importante que este distanciamiento explícito respecto de Althusser es la distancia respecto del estructuralismo que, en los hechos, comienzan a guardar sus análisis concretos. En el caso de este análisis del fascismo, el punto de partida de Poulantzas son las características del estadio imperialista del desarrollo del modo de producción capitalista y de las funciones desempeñadas por el Estado intervencionista en su seno.
El fascismo se instauró en los eslabones siguientes (Alemania e Italia) al eslabón más débil (Rusia) de la cadena imperialista durante la transición hacia el predominio del capital monopolista. Una vez planteadas estas coordenadas generales del fenómeno, sin embargo, Poulantzas advierte que el fascismo no emergió como un mero resultado necesario de la evolución del Estado democrático-parlamentario, como sostuvo en algunos momentos la Comintern, sino que emergió de una “crisis política, situación de condensación de contradicciones, que rompe con un ritmo ‘gradual’ de desarrollo y que desemboca en el fascismo” (1970: 59).
Una crisis que no puede analizarse sino como efecto de la lucha de clases: “esta ‘crisis de las instituciones’, sin dejar de ejercer sus propios efectos sobre la lucha de clases, no es ella misma sino el efecto. No son las instituciones las que determinan los antagonismos sociales, es la lucha de clases la que impone las modificaciones de los aparatos de Estado” (ídem: 64). “Si se puede hablar de proceso de fascistización es en la medida misma en que no se trata de un simple autodesarrollo de los ‘gérmenes’ contenidos en la democracia parlamentaria, sino de una diferencia importante con ésta, correspondiente a una crisis política. El proceso de fascistización no puede, pues, ser comprendido sino rompiendo enteramente con la tesis del ‘proceso orgánico y continuo’, de factura evolutivo-lineal, entre democracia parlamentaria y fascismo” (ídem: 66).
El desafío que enfrenta Poulantzas en este sentido es el de explicar, siempre a partir de la lucha de clases, el surgimiento del fascismo en una coyuntura en la cual la modificación fundamental de la relación de fuerzas entre clases ya había tenido lugar, aunque subsistían agudas contradicciones dentro del bloque en el poder que impedían la consolidación de una hegemonía del capital monopolista.
“El proceso de fascistización y el advenimiento del fascismo corresponden a una situación de profundización y de exacerbación aguda de las contradicciones internas entre las clases y fracciones de clase dominantes” (1970: 71). El fascismo, argumenta así Poulantzas, es una ofensiva de la burguesía, posterior a una derrota de la clase obrera en el ascenso de la lucha de clases de la salida de la Primera Guerra y a un período de estabilización de la relación de fuerzas ya favorable a la burguesía.
Durante los procesos revolucionarios de 1919-20 en Italia y 1918-23 en Alemania, aunque derrotada en sus metas revolucionarias, la clase obrera había obtenido importantes conquistas. “Puede decirse así que esas conquistas persistían aun cuando la relación de las fuerzas sobre la cual estaban fundadas se hallaba ya modificada a favor de la burguesía. Esto es paradójico sólo en apariencia, salvo si se considera, lo cual es eminentemente falso, que todo cambio en la relación de fuerzas va acompañado automáticamente en cierto modo por una reorganización y redistribución mecánica de las posiciones ocupadas por los adversarios. En lo que concierne, en particular bajo este aspecto, a la estrategia de la burguesía respecto de la clase obrera se podría incluso aventurar la proposición siguiente: cuando semejantes conquistas se arrancan por medio de crisis graves, la burguesía se dedica en primer lugar a modificar la relación real de las fuerzas sobre la cual se han fundado esas conquistas, y sólo después pasa al ataque directo de las conquistas mismas” (ídem: 158).
Todo su análisis del proceso de fascistización y, más tarde, de las vicisitudes del fascismo una vez que accede al poder de Estado, descansa sobre la evolución de esta compleja correlación de fuerzas entre clases y fracciones de clase/26. Evolución que signa, naturalmente, la forma de Estado y el régimen y que acarrea en consecuencia una radical reorganización del aparato de Estado –emergencia y consolidación de un partido fascista de masas como partido único, supresión del sufragio, predominio de la policía política como rama del aparato represivo dentro del aparato de Estado en su conjunto, conflictos palaciegos entre camarillas, ascenso del aparato de propaganda y de la familia, y así sucesivamente.
El segundo análisis relevante de procesos políticos concretos es el de la crisis de las dictaduras militares de Portugal, Grecia y Españas de mediados de los 1970/27. En CD, Poulantzas parte del modo de inserción de las economías en cuestión en el mercado mundial (en términos de una industrialización dependiente del capital monopolista extranjero, donde compiten los EEUU con el entonces Mercado Común Europeo) y la estructura de clases resultante (en particular, la distinción entre la burguesía compradora tradicional, predominantemente comercial y financiera, completamente subordinada a ese capital extranjero y principal soporte de las dictaduras, y la burguesía interior vinculada a ese proceso de industrialización que no alcanza a ser una burguesía nacional autónoma, capaz de dirigir una proceso de liberación nacional, pero alberga mayores contradicciones con el curso adoptado por las dictaduras)/28.
Y, a continuación, Poulantzas pasa a la explicación de la propia crisis de las dictaduras. La clave de esta explicación radica en la desestabilización de los bloques en el poder involucrados, producto de la incapacidad de los regímenes dictatoriales de regular los conflictos entre esas distintas fracciones de la burguesía mediante su representación orgánica en el aparato de Estado (Poulantzas 1975: 33 y ss.).
El aparato de Estado de las dictaduras, aunque no monolítico, resultaba demasiado rígido como para canalizar esos conflictos. Dice Poulantzas: “la situación en su conjunto producía una profundización de las contradicciones en el seno mismo del bloque en el poder. De ahí la necesidad de una forma de Estado que hubiera podido permitir una solución negociada y permanente mediante el recurso de una representación orgánica de las diversas clases y fracciones de clase del bloque en el poder, es decir, por medio de sus organizaciones políticas propias” (ídem: 53).
Pero esta conflictividad interburguesa está sobredeterminada por la lucha de clases, aun cuando no hubiera un ascenso de las luchas sociales de características insurreccionales. “No hubo entonces un movimiento de masas frontal contra el régimen: lo subrayo tanto más, y categóricamente, porque si las luchas populares no fueron el factor directo o principal, ellas fueron (o serán), sin ningún género de duda, el factor determinante. Quiero decir con eso que los factores que gravitaron directamente en esos derrocamientos (las contradicciones internas de los regímenes) fueron ellos mismos determinados por las luchas populares” (ídem: 87-88)/29.
Este es el punto en que el análisis del Estado se vuelve central. El interesante desafío que enfrenta Poulantzas aquí es el de explicar la manera en que los conflictos interburgueses y la lucha de clases que los sobredetermina atraviesan el aparato de Estado de unos regímenes que ‒a diferencia del nazismo y el fascismo clásicos antes mencionados‒ no gozaban de bases de apoyo de masas y, por consiguiente, aparecían como un aparato aislado de la sociedad.
Su punto de partida para abordar este desafío es ya explícitamente su segunda definición del Estado: “en ningún caso, el Estado es un Sujeto o una Cosa, sino que, por su naturaleza y en igual medida que el ‘capital’, el Estado es una relación: más precisamente, la condensación de la relación de fuerzas entre las clases tal como se expresa, de manera específica, en el seno del Estado. Así como el ‘capital’ contiene ya en sí la contradicción capital / trabajo asalariado, las contradicciones de clase atraviesan siempre, de lado a lado, el Estado porque este, por su naturaleza de Estado de clase, reproduce en su seno mismo esas contradicciones” (ídem: 91-92).
Y esto vale también, afirma Poulantzas, a propósito del aparato de Estado en manos de las dictaduras. “Como para todo Estado burgués, su relación con las clases populares se ha manifestado por las contradicciones internas que se refieren a diversas medidas políticas y económicas que hay que tomar respecto de aquellas, es decir, de modalidades concretas de acumulación de capital. En efecto, las contradicciones mismas entre las diversas fracciones de la burguesía siempre expresan, en última instancia, las tácticas y modalidades diferenciales que conciernen a la explotación y dominación de las masas populares: lo que no es otra cosa que formular, en términos de clase, el hecho de que las contradicciones de la acumulación capitalista se deben, finalmente, a la lucha de clases y el hecho de que el ciclo mismo de reproducción de capital ya contiene, en sí, la contradicción entre el capital y las clases explotadas. Sismos internos muy graves en el seno de los diversos aparatos y del personal político dirigente de las dictaduras militares de los que se podrían dar múltiples ejemplos y que no pueden ser apreciados en su justa medida si no se percibe, detrás de tal o cual medida o política a favor de tal o cual fracción del capital, el espectro de la lucha de las masas populares” (ídem: 92-93)/30.
Poulantzas retoma así su punto de partida: “la lucha de las masas populares, aun cuando no tome la forma de un levantamiento general y frontal contra los regímenes, ha tenido siempre, en último término, un papel determinante en su derrocamiento, porque interviene, inicialmente, en las contradicciones internas mismas de esos regímenes, que son las que motivan que se desencadene el proceso de su derrumbe” (ídem: 96). Y dedica el último capítulo de su libro en su conjunto a un análisis pormenorizado de las características de esos aparatos de Estado en manos de las dictaduras, con todas sus contradicciones internas, y de las modificaciones que estaba introduciendo en ellos el movimiento democratizador.
La distancia respecto del estructuralismo que, entendemos, guardan estos análisis del ascenso de los regímenes fascistas y de la crisis de las dictaduras queda ratificada explícitamente en algunos momentos del debate que, mientras tanto, Poulantzas venía desarrollando con Miliband. Ya en su primera intervención en dicho debate (su reseña de The state in capitalist society de Miliband) insistía legítimamente en la necesidad de contar con una adecuada teoría del Estado para analizar las relaciones entre las clases dominantes y el Estado/31.
Pero también advertía acerca de la importancia de encarar análisis concretos del Estado como el realizado por Miliband (“soy tanto más consciente de la necesidad de análisis concretos, cuanto que he descuidado relativamente este aspecto de la cuestión en mi propia obra”; 1969: 75) y aludía en varias ocasiones al caso del fascismo. Esta concesión de Poulantzas no impediría que Miliband, en su respuesta, después de reconocer que su investigación “puede que sea insuficientemente ‘teórica’”, objetara que la investigación de Poulantzas “peca por la tendencia opuesta” (Miliband 1970: 95).
La teoría detrás de este “teoricismo” de Poulantzas era el estructuralismo de Althusser. Y, en este sentido, agregaba Miliband, su concepción “conduce directamente a una especie de determinismo estructural o más bien a un superdeterminismo, que hace imposible una consideración verdaderamente realista de la relación dialéctica entre el Estado y ‘el sistema’” (ídem: 99). La imposibilidad de distinguir entre distintas formas de Estado concretas era, según Miliband, una de las consecuencias de esa concepción superdeterminista de las relaciones entre las clases dominantes y el Estado. En palabras de Miliband: “se sigue que no existe en realidad ninguna diferencia entre un Estado dirigido, pongamos por caso, por burgueses constitucionalistas, ya sean conservadores o socialdemócratas, y uno dirigido, por ejemplo, por fascistas” (ídem: 100).
Ejemplo paradójico, porque apenas unos meses más tarde Poulantzas publicaba FD, donde identificaba minuciosamente las características distintivas del Estado fascista como forma de Estado de excepción. Pero Miliband haría caso omiso de esto y, en su reseña de la edición en inglés de PPCS, insistiría en sus cargos de teoricismo y de determinismo o, en sus nuevas palabras, de “abstraccionismo estructuralista”: “el mundo de las ‘estructuras’ y de los ‘niveles’ que él [Poulantzas] habita tiene tan pocos puntos de contacto con la realidad histórica o contemporánea que le aparta de toda posibilidad de llegar a hacer lo que él describe como ‘análisis político de una coyuntura concreta’. […] ‘La lucha de clases’ hace su aparición, como es debido, pero en forma de un ballet de sombras evanescentes, excesivamente formalizado” (Miliband 1973: 110).
Pero esta mera insistencia en su crítica inicial al determinismo estructuralista de PPCS –por entonces ampliamente justificada- ya no rendía cuenta del hecho –que, en realidad, la reforzaría‒ de que en sus posteriores análisis del ascenso del fascismo y de otros procesos políticos concretos Poulantzas ya había relajado ese determinismo estructuralista y otorgado mayor centralidad a la lucha de clases –y, por consiguiente, había podido proponer análisis mucho más finos de esos procesos‒/32.
La última intervención de Poulantzas en el debate es muy reveladora en este sentido. Comenzaba señalando que, para que la discusión no se estancara, era necesario incorporar en ella los libros que había publicado después de PPCS, pues ya en FD y más tarde en CD había rectificado sus posiciones iniciales (Poulantzas 1976c: 155-56). Reconocía, en este sentido, un teoricismo inicial, derivado precisamente de la rígida concepción epistemológica althusseriana, que lo había conducido a presentar los análisis concretos como meros ejemplos de la teoría, a descuidar esos análisis empíricos y a emplear una jerga innecesaria.
Pero el punto que nos interesa remarcar es que, después de reconocer que no había otorgado suficiente centralidad a la lucha de clases, redefinía al Estado en los términos ya examinados de sus últimos escritos. “Me inclino a pensar, en efecto, que no subrayé suficientemente la primacía de la lucha de clases frente al aparato de Estado. […] Aun tomando la separación de lo político y lo económico bajo el capitalismo, incluso en su fase presente, como punto de partida, el Estado debería ser contemplado (del mismo modo que lo debería ser el capital, de acuerdo con Marx) como una relación, o, más precisamente, como la condensación de una relación de poder entre las clases en conflicto” (1976c: 170).
Y así volvemos a nuestro punto de partida. Pero, ahora, podemos apreciar la contrapartida de la paradoja que señalamos antes a propósito de la trayectoria de este concepto de Estado capitalista en Poulantzas. El paulatino abandono de su marco estructuralista althusseriano, aquí ya muy avanzado, que arroja su concepto de Estado capitalista en la indeterminación, parece emancipar al mismo tiempo a los conceptos de menor grado de abstracción de su teoría del Estado, multiplicando sus potencialidades para el análisis de formas y metamorfosis concretas de ese Estado desde la perspectiva de la lucha de clases/33.
IV. Las implicancias políticas del concepto de Estado

La trayectoria del concepto de Estado capitalista en Poulantzas, como señalara en su momento Jessop (1982: 177), se halla estrechamente vinculada con la trayectoria de las estrategias políticas que impulsara.
En efecto, el concepto de Estado capitalista determinado por su posición dentro del modo de producción y su función de cohesión del primer Poulantzas estaba acompañado por una estrategia política de conquista del poder de Estado deudora aún de la tradición leninista. Poulantzas se preguntaba en este sentido: “¿puede el Estado tener una autonomía tal respecto de las clases dominantes que pueda realizar el paso al socialismo sin que el aparato de Estado se rompa por la conquista de un poder de clase por la clase obrera?” (1968: 353).
Y su respuesta era negativa: la unidad del Estado, articulada con su autonomía relativa, cerraba esa posibilidad. El Estado, decía Poulantzas, “reviste una autonomía relativa respecto de esas clases [dominantes] en la medida precisamente en que constituye un poder político unívoco y exclusivo de éstas. Dicho de otra manera, esa autonomía respecto de las clases políticamente dominantes, inscrita en el juego institucional del Estado capitalista, no por eso autoriza de ningún modo una participación efectiva de las clases dominadas en el poder político, o una cesión a esas clases de ‘parcelas’ de poder institucionalizado” (ídem: 377).
Desde luego, en la misma medida en que su althusserianismo tendía a relegar a la lucha de clases, es decir, en la misma medida en que las prácticas aparecían como meras reproductoras de las estructuras y los agentes como meros soportes de esas estructuras, suprimiendo cualquier capacidad de intervención autónoma de la lucha de la clase trabajadora, esa conquista del poder de Estado aparecía como un acontecimiento inexplicable. Sólo la intervención del partido de vanguardia como una suerte de deus ex machina podía aspirar, aunque con dudoso éxito, a llenar el vacío dejado por la lucha de clase/34.

Quizás en el carácter aporético de esta propuesta estratégica de Poulantzas había dejado su impronta la relativa estabilidad del capitalismo europeo de posguerra previo al nuevo ascenso de la lucha de clases que se desencadenaría a fines de los sesenta. Quizás la conversión entera del marxismo, de crítica negativa y revolucionaria de la sociedad capitalista en ciencia positiva de la reproducción de esa sociedad capitalista, operada por el estructuralismo althusseriano había encontrado en esa estabilidad su sentido histórico/35.
Pero, en cualquier caso, no son tanto las implicancias del concepto de Estado de este primer Poulantzas las que nos interesan en estas páginas, sino las implicancias políticas del concepto de Estado del segundo. Y en este sentido hay que tener presentes más bien ciertos acontecimientos políticos que tuvieron lugar durante los setenta, pusieron en entredicho esa estabilidad relativa del capitalismo europeo de posguerra e influyeron sobre su posterior propuesta estratégica.
Se trata, fundamentalmente, de dos procesos: el de las mencionadas caídas de las dictaduras vigentes en algunos países europeos periféricos (la dictadura de los coroneles de Grecia, el Estado novo en Portugal y el franquismo en España) y el de las crisis políticas en los Estados de algunos países europeos más centrales (particularmente, en Italia y en Francia).
Podrían añadirse también algunos acontecimientos que tuvieron lugar en el ex Bloque del Este (como la Primavera de Praga) o en el llamado Tercer Mundo (como el gobierno de Allende en Chile), pero Poulantzas siempre parece haber centrado su atención en esos procesos europeos occidentales.
Y, si tuviéramos que escoger uno, deberíamos centrarnos en el viraje del Partido Comunista Francés dirigido por Marchais hacia el eurocomunismo y su firma del Programa Común con el Partido Socialista de Mitterrand, deriva que a comienzos de la década siguiente culminaría en el ascenso al poder de este último/36.
Pero, en cualquier caso, todos esos procesos compartían una característica: habían inaugurado, cada uno a su manera, escenarios en los que fuerzas políticas de izquierda podían acceder, o habían accedido en los hechos, electoralmente al poder de Estado.

La estrategia que Poulantzas defendería ante estos nuevos escenarios sería la de la llamada vía democrática al socialismo. Poulantzas presentó esta estrategia en sus últimos escritos y, especialmente, en la conclusión política del citado EPS/37, como una estrategia distinta tanto de la socialdemócrata como de la leninista, pero argumenta en su favor contrastándola específicamente con la estrategia de doble poder.
En este sentido, según Poulantzas, la más adecuada ya no era una estrategia que apuntara a la destrucción del Estado a través de la dualización del poder de Estado, sino una estrategia que combinara la transformación desde adentro del aparato de Estado mediante “la ampliación y la profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades” con “el despliegue de las formas de democracia directa de base y el enjambre de focos autogestionarios” por fuera de ese aparato de Estado (1978: 313-14). Pero conviene revisar su argumento en la conclusión política EPS paso a paso.
El primer paso de Poulantzas consiste en reducir ese fenómeno del doble poder a la estrategia política puesta en práctica por los bolcheviques, bajo la conducción de Lenin, durante la Revolución Rusa de 1917. “Los análisis y la práctica de Lenin tienen una línea principal: el Estado debe ser destruido en bloque mediante una lucha frontal en una situación de doble poder y ser reemplazado-sustituido por el segundo poder, los soviets, poder que no sería ya un Estado en sentido propio, pues sería ya un Estado en vías de extinción” (1978: 308).
Pero esta reducción es ilegítima. Los propios soviets rusos habían surgido durante la revolución de 1905, con independencia de cualquier estrategia bolchevique. Y experiencias parecidas de autoorganización de masas surgirían a continuación en los procesos revolucionarios que se desencadenarían a la salida de la guerra en Alemania, Hungría, Italia, sin intervención alguna de los bolcheviques.
Más aún: la emergencia de formas de autoorganización de masas y la tendencia de estas organizaciones a dualizar el poder del Estado capitalista signó a todos los procesos revolucionarios registrados desde entonces hasta nuestros días, desde la Rusia de 1917 y la Alemania de 1918 a la China de 1925-27, la España de 1936, la Bolivia de 1952, la Cuba de 1958, así como el Chile de 1973 y el Portugal de 1975, y así como la Chiapas de 1995. La dualidad de poderes, en síntesis, no es una invención de los bolcheviques sino una situación resultante del desarrollo de los propios procesos revolucionarios.
El segundo paso de Poulantzas consiste en asociar ese fenómeno del doble poder soviético con la posterior dictadura del partido de Estado. “Se quiera o no, la línea principal de Lenin fue originariamente, frente a la corriente socialdemócrata, a su parlamentarismo y a su pánico al consejismo, la de una sustitución radical de la llamada democracia formal por la llamada democracia real, de la democracia representativa por la democracia directa llamada consejista (en la época no se empleaba todavía el término autogestión). Lo que me lleva a plantear la verdadera cuestión: ¿no fue más bien esta misma situación, esta misma línea (sustitución radical de la democracia representativa por la democracia directa de base) la que constituyó el factor principal de lo que sucedió en la Unión Soviética, ya en vida de Lenin, y la que dio lugar al Lenin centralizador y estatista cuya posterioridad conocemos?” (1978: 309).
Una asociación completamente arbitraria, en la medida en que Poulantzas no explica en ningún momento mediante qué mecanismos la democratización del poder político a través de la organización soviética habría conducido a su contrario, es decir, a la monopolización de dicho poder político por parte del partido de Estado. Así como arbitraria en la medida en que, en los hechos, la instauración de esa dictadura del partido de Estado en la ex URSS no requirió sólo la supresión de la democracia burguesa, sino también la supresión de la propia democracia soviética, por parte de los bolcheviques.
Y en su tercer paso, como respuesta a esa pregunta, Poulantzas intenta apoyar su estrategia de una vía democrática al socialismo en la crítica que Rosa Luxemburgo había planteado a la revolución rusa: “lo que Luxemburgo reprocha a Lenin no es su negligencia o su desprecio por la democracia directa de base, es exactamente lo contrario: a saber, que se apoye exclusivamente en esta última (exclusivamente, pues según Rosa la democracia consejista sigue siendo esencial), eliminando pura y simplemente la democracia representativa, especialmente en el momento de la disolución de la Asamblea Constituyente elegida bajo el gobierno bolchevique, en beneficio exclusivo de los soviets” (1978: 309-10). Ahora bien, en su crítica a la Revolución Rusa, Luxemburgo (1918) no propuso, propiamente hablando, una estrategia de vía democrática al socialismo, es decir, una estrategia que combinara parlamento y consejos obreros, como sí proponían algunos austromarxistas de entonces/38.
Luxemburgo criticó, en cambio, la decisión de los bolcheviques, que se encontraban en minoría, de disolver la Asamblea Constituyente, porque interpretó esta decisión como una peligrosa sustitución autoritaria de las masas por el partido. Una interpretación coherente con las objeciones a la concepción leninista del partido que ya había planteado quince años antes (Luxemburgo 1904) y que la historia posterior convalidaría.
Ahora bien, estas objeciones nuestras al argumento de Poulantzas en favor de una estrategia de vía democrática al socialismo están enlazadas entre sí e incumben al concepto de Estado. Para advertir esto, dejemos de lado la crítica de Luxemburgo a la Revolución Rusa, que en definitiva no viene a cuento, y volvamos sobre las citadas experiencias de convivencia entre parlamento y consejos auspiciadas por otros socialdemócratas europeos a la salida de la guerra. Esta convivencia adoptó entonces la forma de una legalización de los consejos obreros a través de las nuevas constituciones republicanas y de leyes específicas (las Betriebsrätegesetzen) sancionadas en Alemania y Austria en 1919-20.
El resultado fue, como se sabe, la degradación de los consejos obreros a meros órganos consultivos encerrados dentro de las empresas, mientras afuera de las empresas los parlamentos seguían sancionando sus leyes. “La legalidad decía el joven Lukács (1919) mata a los consejos obreros”. Pero la clave aquí es advertir que lo se dirimió entonces bajo esta forma específica de una incorporación de los consejos obreros dentro de la legalidad burguesa fue una problema mucho más general: la inestabilidad de la dualidad de poderes.

Y así volvemos al comienzo. La emergencia de formas de autoorganización de masas y la tendencia de estas organizaciones a dualizar el poder del Estado resultan del desarrollo de los propios procesos revolucionarios. Esta dualidad de poderes es una situación inestable que tiende a resolverse en un sentido o en otro, es decir, en el sentido de la restauración del poder de Estado o de la destrucción del ese poder de Estado. Y tanto los casos alemán y austríaco (la restauración del poder del Estado capitalista bajo la forma de una república) como el propio caso ruso (la instauración de un nuevo poder de Estado por los bolcheviques) muestran que la restauración del poder de Estado es incompatible, y a muy corto plazo, con el desarrollo de esas formas de autoorganización de masas.
El propio Poulantzas reconoce que la combinación entre ambos aspectos de su estrategia es problemática y que puede conducir a “una oposición abierta entre los dos, con riesgo de eliminación de uno a favor del otro” (1978: 325) -como en el caso de Portugal. Pero, en la medida en que siga tratándose de una estrategia de transición hacia el socialismo, su viabilidad descansa sobre el supuesto de que dicha “oposición abierta” es una posibilidad y no una necesidad/39. El problema está en que la incompatibilidad entre la restauración del poder de Estado y el desarrollo de formas de autoorganización de masas está inscripta en la propia naturaleza del Estado capitalista.
También puede suceder, naturalmente, que las “formas de democracia directa de base” y los “focos autogestionarios” en cuestión no estén en condiciones de desafiar el poder del Estado y, en consecuencia, esa “oposición abierta” no exista -como en el caso de Francia. Esta parece una situación más acorde con la preocupación de Poulantzas por “los problemas a los cuales una estrategia de la Unión de la Izquierda se encuentra actualmente confrontada y que conciernen directamente a las transformaciones radicales de los aparatos del Estado que socialistas y comunistas deberán poner en marcha en el caso de su llegada al poder” (1976a: 76).
Sin embargo, en este caso, la vía democrática al socialismo parece quedar devaluada a un curso en el cual unos cuantos movimientos sociales presionan para que el gobierno, en manos de la Unión de la Izquierda, cumpla efectivamente con las reformas contempladas en su Programa Común (véase Jessop 1985: 300 y ss.). Y en este caso, como hubiera dicho la propia Luxemburgo, ya no estaríamos ante “una vía más tranquila, calma y lenta hacia el mismo objetivo”, sino ante “un objetivo diferente” (Luxemburgo 1899: 97).
Pero el punto importante aquí radica en que, en cualquier caso, la definición del Estado a partir del aparato de Estado, como una la relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase materializada en ese aparato, opera como soporte de esta vía democrática al socialismo. Y el carácter capitalista del Estado, en esta estrategia, depende en definitiva de qué relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase se materializan en su aparato/40.
Pero las cosas resultan muy diferentes si el Estado es definido como forma de una relación social, como corresponde, y no a partir de las relaciones de fuerzas que se materializan en su aparato. En efecto, si es constitutiva del Estado capitalista en tanto forma, es decir, modo de existencia de las relaciones sociales capitalistas, la separación entre lo político y lo económico derivada de la separación entre los productores y los medios de producción, la existencia misma del Estado es incompatible con el desarrollo de formas de autoorganización de masas que tienden a impugnar, precisamente, esa separación entre lo económico y lo político.
No es casual en este sentido que, así como el carácter capitalista del Estado acaba dependiendo de las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase que se materializan en su aparato, la propia particularización de lo político en el Estado pierde su carácter específicamente capitalista/41. La dualidad de poderes rechazada por Poulantzas no es, en definitiva, sino la impugnación de esta particularización de lo político en el Estado capitalista.

Alberto Bonnet es miembro del Consejo de Redacción de la revista Cuadernos del Sur. Integrante de la Escuela de Economía Política de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, profesor en la Universidad de Quilmes. Marzo 2016

http://www.herramienta.com.ar/herramienta-web-18/el-concepto-de-estado-capitalista-en-el-pensamiento-de-poulantzas
Notas:
1/Agradezco a los participantes de la minuciosa discusión del borrador de este artículo que realizamos en el marco del Programa de Investigación: Acumulación, dominación y lucha de clases en la Argentina contemporánea, 1989-2011 de la Universidad Nacional de Quilmes.
2/ Nuestra propia crítica del concepto de Estado del Poulantzas, aunque aspira a ser una crítica interna, es deudora precisamente, como quedará en evidencia más adelante, de la perpectiva derivacionista (sobre esta perspectiva, menos conocida en nuestro medio que la estructuralista, puede consultarse: Bonnet, 2007).
3/ S. Kouvelakis: “Greece: phase one”, entrevista de S. Budgen publicada en Jacobin(www.jacobinmag.com/2015/01/phase-one/). Véase en este sentido Varela y Gutiérrez (2015).
4/ A. García Linera: “Estado, democracia y socialismo”, conferencia pronunciada en La Sorbona el 16/1/15 y publicada en Rebelión (www.rebelion.org/noticia.php?id=195607).
5/ Ténganse en cuenta el Coloquio Internacional realizado en La Sorbona (16-17/1/13) y las Jornadas Internacionales realizadas en la Universidad de Chile (2-4/10/13) y la Universidad de Buenos Aires (22-23/9/14).
6/ La distinción entre distintos períodos en la evolución del concepto de Estado de Poulantzas es controvertible. Adriano Codato (2008), por ejemplo, distingue tres períodos, considerando que los trabajos publicados entre esos dos libros justifican hablar de un período intermedio. Nosotros, en cambio, los consideraremos simplemente como trabajos de transición entre los conceptos de Estado expuestos en esos dos libros.
7/ Sus ensayos sobre el problema del derecho en la transición al socialismo (1964) y sobre los aportes de la Critique de la raison dialectique de Sartre a la filosofía del derecho (1965a) son representativos de esa adhesión al marxismo fenomenológico-existencialista. Acerca de la evolución del pensamiento de Poulantzas en su conjunto véase especialmente el estudio de Jessop (1985); aquí seguimos la síntesis que propusimos en Bonnet (2014).
8/ Véase en este sentido, especialmente, su extensa reseña del Pour Marx de Althusser publicada en Les Temps Modernes (Poulantzas 1966).
9/ Les clases sociales es menos relevante para nuestro análisis de la evolución del concepto de Estado de Poulantzas –pero no así para la evolución de su pensamiento político en términos más amplios porque, en realidad, Poulantzas nunca se interesó por las clases y fracciones de clase por sí mismas (de una manera, digamos, sociológica a secas), sino por las clases en su dimensión política (a la manera de una sociología política).
10/ Escribe Poulantzas: “la condensation matérielle d´un rapport de forces entre classes et fractions de classe, tel qu´il s´exprime, de façon spécifique toujours, au sein de l´État” (1978bis: 191). (Aquí emplearemos las versiones en español de sus escritos, pero las confrontaremos con las versiones originales en algunos casos.) Definiciones semejantes (aunque a veces con pérdida de alguna de sus dimensiones) se encuentran en otros pasajes. Entre otras: “condensación material y específica de una relación de fuerza, que es una relación de clase” (1978: 83); “condensación –desde el punto de vista de su naturaleza de clase- de una relación de fuerzas que es una relación de clase” (idem; 142); “condensación material de una relación de fuerzas” (idem: 163); “condensación de una relación de fuerzas, precisamente la de las luchas” (idem: 183); “condensación material de una relación de fuerzas entre las clases” (idem: 235); “condensación de una relación de fuerzas entre las diversas clases sociales” (idem: 316).
11/ Poulantzas mismo esboza este paralelismo entre el Estado y el capital en L´Etat… (1978: 154) y en otros textos. En su contribución al volumen colectivo sobre la crisis del Estado, por ejemplo, afirmaba que “el Estado capitalista no debe ser considerado como una entidad intrínseca sino, como por otra parte es el caso del `capital´, como una relación, más exactamente una condensación material (el Estado-aparato) de una relación de fuerzas entre las clases y las fracciones de clases tal como se expresan, siempre de manera específica (separación relativa del Estado y de la economía que da lugar a las instituciones propias del Estado capitalista), en el seno mismo del Estado” (1976: 54).
12/ Poulantzas se limita aquí a recordar su anterior empleo del concepto en PPCS, donde refería al “punto nodal en que se condensan las contradicciones de los diversos niveles de una formación social” (Poulantzas 1968: 39; véase sobre esto Bretthauer 2011). Quizás este último Poulantzas no quisiera seguir cargando con el marco estructuralista en el que se inscribía este concepto –recuérdese que en la interpretación lacaniana del psicoanálisis que había heredado de Althusser la condensación, como metáfora, remitía a una sustitución entre significantes dentro de una cadena y presuponía un inconsciente estructurado como lenguaje (véase Lacan 1966: 486). Y, en efecto, en el primer Poulantzas, debido a su posición dentro de la estructura, el Estado condensaba las contradicciones inherentes a las otras instancias de la estructura y esto le permitía desempeñar su función de cohesión del conjunto –ser, como decía Marx en su conocida carta a Annenkov de 1846, el “resumen oficial de la sociedad civil”.
13/ Esto sigue siendo cierto aunque Poulantzas se distancie de Althusser en algunos aspectos como, por ejemplo, la distinción entre aparatos ideológicos y represivos (1978: 28 y ss. y 205 y ss.).
14/ Poulantzas no aclara –y, como veremos más adelante, no es para nada clara‒ la diferencia entre su propia perspectiva y la perspectiva del institucionalismo que denuncia –y mientras tanto, su definición de institución como “système de normes ou règles socialement sancionné” (1968bis: 123 y 1970bis: 332) coincide en los hechos con la de Parsons (debo esta observación a Adrián Piva).
15/ Poulantzas advierte en este sentido que, aunque las relaciones de poder sólo pueden existir materializadas en aparatos, no todas las relaciones de poder son de clase (p. ej., las de género) y no todas las relaciones de poder de clase son estatales (p. ej., el despotismo patronal) (1978: 47).
16/ “L’existence matérielle de l’idéologie dans un appareil et ses pratiques ne possède pas la même modalité que l’existence matérielle d’un pavé ou d’un fusil. Mais, quitte à nous faire traiter de néo-aristotélicien (signalons que Marx portait une très haute estime à Aristote), nous dirons que « la matière se dit en plusieurs sens » ou plutôt qu’elle existe sous différentes modalités, toutes enracinées en dernière instance dans la matière « physique »” (Althusser 1976: 118-19) .
17/ Agreguemos, sin embargo, que, como en otros aspectos de su pensamiento, Althusser volvió autocríticamente sobre el concepto de materialismo en sus últimos escritos (véase en particular Althusser 1982).
18/ Antes de PPCS Poulantzas ya había abordado esta problemática de la separación entre lo económico y lo político, pero en textos transicionales como el citado ensayo sobre hegemonía, en los cuales todavía la presentaba valiéndose del par hegeliano y gramsciano de Estado – sociedad civil (véase Poulantzas 1965b).
19/ Esto dejando de lado dos aristas problemáticas de este razonamiento: en primer lugar, cabría preguntarse si la propiedad sobre la propia fuerza de trabajo que permite su venta, cualquiera sea el carácter colectivo que adquiera su consumo en los procesos de producción, no constituye ya un mecanismo individualizador que ya es inherente a esa separación entre productor y medios de producción referida por Poulantzas; en segundo lugar, si se radicaliza la correcta distancia que parece adoptar Poulantzas respecto de la idea marxiana de una “mixité” entre lo económico y lo político en el feudalismo, puede conducir a cuestionar asimismo la concepción althusseriana de los modos de producción como diferentes articulaciones de instancias transhistóricas. Pero estas dos cuestiones son externas a nuestro argumento.
20/ Estrictamente hablando, ni siquiera el propio hecho de que lo político, así particularizado, asuma la forma de Estado se sigue necesariamente de la separación entre lo económico y lo político. La forma Estado no se deriva inmediatamente de la separación entre lo económico y lo político, en términos lógicos, ni lo político coincide ni coincidió nunca sin más con el Estado, en términos históricos (véase Bonnet 2015).
21/ Incomprensión que se extiende también al pensamiento de quien, ya en los años treinta, había planteado de manera correcta la pregunta por la forma Estado, es decir, a Evgeny Pashukanis (véase Poulantzas 1964: 14 y ss.; 1967b: 109 y ss,.; 1978: 54 y ss. ).
22/ Esta misma respuesta y no casualmente vale para la crítica del debate de la derivación del Estado de Laclau (1981), como correctamente señalaron Alvater y Hoffmann (1990) en su retrospectiva sobre dicho debate.
23/ Es por esta razón que cohesión entre niveles de la estructura y cohesión entre clases entre “cohésion des niveaux d´une formation sociale” (1968bis: 43) y “cohésion d´une formation divisée en classes” (1968bis: 54) aparecían en realidad, dentro de dicho marco estructuralista, como dos caras de una misma moneda.
24/ Sería interesante, aunque también escapa a los límites de este trabajo, indagar hasta qué punto esta trayectoria del concepto de Estado de Poulantzas no es sino un caso más de la trayectoria de tantos otros conceptos de tantos otros intelectuales que transitaron este pasaje desde el determinismo estructuralista a la indeterminación postestructuralista que parecía estar transitando Poulantzas en sus últimos escritos.
25/ También objeta a Althusser que ignore la función económica del Estado y reduzca el Estado a sus funciones represiva e ideológica (1970: 358, nota) y que no tenga en cuenta el aparato económico (idem: 359, nota). Estas críticas son menos relevantes para nuestra argumentación, pero las mencionamos porque en todos los casos Poulantzas parece criticar su propio enfoque previo a través de la crítica a Althusser. Este, por su parte, en el postfacio de su ensayo sobre los aparatos ideológicos de Estado, ya reconoce el carácter “abstracto” de su concepción en la medida en que la reproducción se realiza a través de la lucha de clases y, por consiguiente de ideologías antagónicas (Althusser 1970: 139-41).
26/ Véase también, complementariamente, el análisis de las relaciones entre el fascismo y las distintas clases y fracciones de clases de Poulantzas (1976d).
27/ Aquí vamos a concentrarnos en CD, pero es importante advertir que el interés de Poulantzas por estas dictaduras y, en particular, por la griega, ya se había expresado en escritos anteriores. De hecho Poulantzas ingresó en el llamado Partido Comunista del Interior (el KKE-I), de orientación eurocomunista, cuando se escindió en 1968, es decir, un año después del golpe de Papadopoulos, y desde entonces se mantuvo vinculado con las disyuntivas políticas planteadas por la resistencia a la dictadura (véase 1979b). Y ya en un artículo muy temprano publicado en una revista griega (Poulantzas 1967c) había indicado las especificidades de la dictadura militar griega dentro de los regímenes de excepción en los mismos términos en que lo haría en sus análisis posteriores.
28/ En el primer ensayo reunido en Les classes sociales (1974; 36 y ss.) Poulantzas ya había analizado con mucho más detenimiento las consecuencias de la internacionalización del capital para la composición de las burguesías europeas.
29/ En su reseña de La crise des dictatures Bensaid observaba críticamente que la lucha de clases intervenía demasiado marginalmente en el análisis poulantziano. “D’abord, la lutte de classes y fait une entrée fort tardive, à la page 57 (sur les 137 que compte l’ouvrage). Au point que les luttes ouvrières apparaissent comme un effet second des contradictions interbourgeoises, comme la tentative de saisir une opportunité offerte. Et non comme le premier résultat du développement économique, développement profondément inégal, qui bouleverse les rapports sociaux, au point que les différenciations au sein de la bourgeoisie sont souvent plus des différenciations politiques face au mouvement ouvrier que des affrontements d’intérêts économiques (intérieurs contre compradores)”. Esto puede tomarse como un caso puntual de una objeción más general de fraccionalismo contra Poulantzas. Sin embargo, Poulantzas evita en alguna medida este fraccionalismo (que, dentro de su marco teórico, no es sino un corolario del citado sociologicismo) mediante esta interesante idea de determinación de los conflictos interburgueses por la lucha de clases en la crisis de las dictaduras (véase sobre este punto Bonnet 2012).
30/ El caso del franquismo plantea algunos problemas dentro del análisis de Poulantzas (quien ya lo había reconocido: “[e]l caso español, por ejemplo, difiere en la medida en que se presenta como una forma concreta combinada de fascismo y de dictadura militar, con predominio de esta última”; 1970: 424). Tanto en el mencionado caso del fascismo como en este de las dictaduras Poulantzas consideraba que el ascenso y la caída de los regímenes de excepción son mediados por grandes crisis institucionales. Esto lo condujo a un pronóstico acertado para los casos de las dictaduras portuguesa y griega, aunque erróneo para la española. Este error en sí mismo reviste una importancia menor, pero quizás sea indicador de algo más importante. En el postfacio a la segunda edición francesa de La crise des dictatures (Poulantzas 1976) reconocía que había subestimado el apoyo social al franquismo –aunque insiste en su pronóstico de una transición crítica‒. Y quizás haya un vínculo entre ambos factores, a saber, entre este apoyo social y la posibilidad de una transición democrática sin crisis institucional. La experiencia de la caída del pinochetismo parece semejante. Además el franquismo, más cercano a los regímenes fascistas, se diferencia de ellos en que no había ascendido al poder una vez que la clase trabajadora ya había sido derrotada como señala Poulantzas (1970), con razón, que sucedió en Alemania e Italia sino como emergente inmediato de esa derrota. También en este sentido la experiencia del pinochetismo es semejante. Y también en este sentido quizás haya un vínculo entre aquel persistente apoyo social y el proceso revolucionario en el que se alcanzó: el franquismo fue una expresión más inmediata del bando triunfador.
31/ La definición del Estado dentro de la teoría en cuestión seguía siendo, naturalmente, la del primer Poulantzas: “el factor de cohesión de una formación social y el factor de reproducción de las condiciones de producción de un sistema que, por su parte, determina la dominación de una clase sobre las demás” (1969: 82); “la instancia que mantiene la cohesión de una formación social y que reproduce las condiciones de producción de un sistema social mediante el mantenimiento de la dominación de clase” (ídem: 88).
32/ Por lo demás, este no es sino uno más de los puntos ciegos del célebre debate entre Miliband y Poulantzas (véase en este sentido Thwaites Rey 2007a).
33/ Esta emancipación de sus conceptos de menor grado de abstracción respecto de su original marco de referencia estructuralista quizás sea la condición de posibilidad para que su teoría del Estado “se reconcilie con un análisis de la forma Estado basado en la crítica de la economía política de Marx” (Hirsch y Kannankulam 2011: 57). Pero este es un problema muy complejo, que no podemos abordar en estas páginas.
34/ Esto es particularmente notorio en la privilegiada exterioridad de la que goza el partido de vanguardia respecto de los aparatos de Estado: “no pueden finalmente `escapar´ al sistema de los aparatos ideológicos de Estado más que las organizaciones revolucionarias y de lucha de clases. Este problema depende de la teoría marxista-leninista de la organización…” (1970: 365).
35/ Recordemos que todos escritos estrictamente estructuralistas de Poulantzas, incluído PPCS, son anteriores al mayo del 68 y que el propio Poulantzas posterior advertirá esto a menudo como una manera de tomar distancia respecto de ellos. Por ejemplo: “el desarrollo de los conflictos de clases en Europa desde 1968 no ha dejado de tener influencia en mis cambios de posición” (1976c: 161).
36/ En este sentido, naturalmente, la deriva política de Poulantzas acompañó el viraje de los partidos comunistas europeos hacía el eurocomunismo que, en el caso del PCF, inauguró el abandono de la dictadura del proletariado en su XXII Congreso de febrero de 1976. Recuérdese, en particular el debate sobre la denominada crisis del marxismo que mantuvo Poulantzas con los propios Althusser y Balibar, entre otros, en la segunda mitad de los setenta (véase Poulantzas 1979a y, para una reseña del debate, Motta 2014).
37/ Esta conclusión ya había sido publicada por separado por la New Left Review (“Towards a democratic socialism”, en NLR 109, mayo-junio de 1978) y alrededor de ella Poulantzas había organizado una discusión política en el seno de la revista, según informa Michel Löwy (2014), quien había sido asistente de Poulantzas durante años en París 8 – Vincennes.
38/ Véase, por ejemplo, Adler (1972). En este sentido, existe alguna semejanza entre la estrategia propuesta por Poulantzas y la propuesta por algunos dirigentes del ala izquierda del Partido Socialdemócrata Obrero (el SDAP) austríaco a la salida de la Primera Guerra; sin embargo, inexorablemente, esta última revestía en aquel escenario de revolución democrática que enfrentaban los socialistas austríacos y alemanes (y con más razón los rusos) de comienzos de siglo un carácter muy diferente del que podía revestir en la democracia burguesa francesa o italiana de los años setenta.
39/ Sobre este punto, véase la conocida entrevista de Henri Weber a Poulantzas (1977) y la reseña de EPS de Daniel Bensaid (1979).
40/ Poulantzas nunca afirma esto con semejante crudeza pero (como señala correctamente Javier Waiman 2015), Bob Jessop, su discípulo, extrae esta consecuencia de su definición tardía del Estado: “el carácter de clase del Estado depende de sus implicancias para las estrategias: no está inscripto como tal en la forma Estado” (1991: 269; advirtamos que Jessop asimila forma y aparato). “El poder estatal es la condensación material de un equilibrio variable de fuerzas políticas y sociales o de fuerzas ligadas al campo político. En otras palabras, es una relación social que se reproduce en y a través de la interacción entre la forma institucional del Estado (que le da su materialidad específica) y las fuerzas cambiantes que dan forma al ejercicio del poder estatal, tanto en el interior como desde el exterior del aparato de Estado. El Estado presenta necesariamente un carácter de clase porque sus instituciones, sus capacidades y sus recursos son más accesibles a ciertas fuerzas políticas y más fáciles de orientar hacia ciertos fines que hacia otros” (Jessop 2013: 374).
41/ Poulantzas sólo deja planteado este problema: “es claro que, en la medida en que hablamos de democracia representativa, la separación relativa entre las esferas pública y privada aún siga existiendo. Esto nos conduce al problema más complejo de que la separación relativa del Estado no sea simplemente una cuestión sólo vinculada con las relaciones de producción capitalistas” (1979b: 400). Pero aquí también sus discípulos tienen la última palabra: “la tesis marxista de la ‘extinción del Estado’ reposa sobre la idea de que el Estado es un instrumento de dominación y que la superación del capitalismo conducirá a término a la obsolescencia de este instrumento. Si en cambio, como piensa Poulantzas, el Estado capitalista ha sido en parte formado por luchas populares, la necesidad de su extinción en la transición hacia el socialismo de vuelve mucho menos evidente” (Keucheyan 2013: 19).
Referencias
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Adiós a la política. Las transformaciones del Estado (2000)

Adiós a la política. Las transformaciones del Estado (2000)
Joachim Hirsch
Traducido por: Stephen A. Asma (del alemán)

La idea de la política siempre ha tenido algo que ver con la configuración de condiciones y de relaciones sociales: con luchas e intereses, metas sociales y concepciones del orden. Una política se reconocía además como democrática cuando las personas afectadas podían, en cierta medida, participar de ella, aunque bajo condiciones burgués-capitalistas se tratase de una participación muy restringida.

Hoy, ambas características se han vuelto muy cuestionables: tanto la capacidad configuradora como el carácter democrático de la política, incluso en su sentido liberal-burgués. Lo que hoy día se llama política se reduce cada vez más claramente a la administración más o menos eficiente del orden existente, a la adaptación ante la fuerza irreprimible de las cosas, sean éstas las fuerzas de una tecnología desatada o las de un mercado mundial incontrolable.

El debate político ya no trata de metas sociales alternativas, ni siquiera propiamente de conflictos de intereses, sino de la administración del statu quo. Esto conduce a que cada día menos personas esperen algo del quehacer político y que el escenario político sea percibido más bien como una rama del show business de los medios de comunicación masiva, cuya función principal consiste en entretener.

Como consecuencia de ello, aumenta la propensión a que el personal político no sea juzgado por los resultados de sus acciones, sino más bien por la ropa que lleva, por sus índices de popularidad o por la credibilidad de su actuación.
Que la política se haya transformado, por decirlo de algún modo, en una especie de administración de lo local dirigida a ofrecer las condiciones más beneficiosas al capital a costa del bienestar social, tiene que ver con las transformaciones sociales que se registran desde la década de los setenta.
En especial los dos fenómenos clave que tienen lugar tras la crisis del capitalismo fordista de posguerra son los siguientes: 1) La reestructuración neoliberal del capitalismo, llamada «globalización» y 2) el ocaso del «socialismo real» con el correspondiente final de la confrontación entre sistemas.
La formulación adelantada por Fukuyama del «fin de la historia» describía este momento e implicaba también en un sentido más preciso el «fin de la política». Si ya no quedan alternativas históricas, entonces ya no queda nada para ser configurado y basta, por tanto, con garantizar la permanencia del orden existente asegurando el funcionamiento del negocio corriente ante todas las eventuales disrupciones.
Que este objetivo produzca a largo plazo consecuencias sociales cada vez más catastróficas no es más que un hecho tan lamentable como inevitable. Ante estas consecuencias parece que solamente queda la esperanza de que la emergencia político-social, económica o ecológica, se haga esperar un poco.
Tales percepciones tienen un fondo verdadero que se apoya en la experiencia. Nos referimos, especialmente, al fracaso final y definitivo de los grandes proyectos sociales transformadores del siglo xx, tanto a los experimentos reformistas socialdemócratas, como a los autoritarios estatal-socialistas que, con ayuda del Estado, buscaban reconfigurar la sociedad.
Se da una aparente paradoja: por un lado, en el siglo xx los Estados se han convertido materialmente a sí mismos en «Estados nacionales» integradores, tanto económica como socialmente, debido a una cierta habilidad de regulación intervencionista de tipo keynesiano-benefactor, y esto tras la imposición del fordismo.
Por otro lado, los mismos Estados restringen después, a consecuencia de la llamada globalización, sus propios márgenes de maniobra políticos y configurativos. Este repliegue de los Estados en el sentido de un lean management, de una «administración escasa» de la sociedad, constituye un prerrequisito decisivo para la reorganización de las condiciones de valorización del capital, así como de las relaciones de fuerza de clase después de la crisis del fordismo. Pero con ello, al mismo tiempo, se reducen considerablemente las posibilidades para poder configurar y mantener cohesionadas a las sociedades por medio de la política estatal.
El elemento constitutivo de este proceso de transformación es una internacionalización del Estado que se manifiesta en el desplazamiento creciente de decisiones políticas importantes hacia un sistema complejo de organizaciones e instituciones políticas. Junto a este proceso, partes relevantes del aparato de Estado están en una relación de sujeción directa respecto a los intereses de los mercados internacionales del capital financiero, incluyendo sus formas institucionalizadas, como la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el G-8, etc.
Hoy en día la política es realizada, fundamentalmente, por los ministerios de finanzas y por los bancos centrales. También esto es un motivo por el cual campos decisivos de la política prácticamente ya no pueden ser influidos por las vías y procedimientos habituales, es decir, por medio de elecciones democráticas y a través de la legislación parlamentaria. Como consecuencia de los procesos integrales de privatización y por el creciente poder del capital multinacional, se desplazan simultáneamente las decisiones políticas cada vez con mayor fuerza hacia sistemas de negociación estatal-privados poco transparentes, en gran parte desacoplados de los procesos democráticos formalizados.
Todo ello se vincula finalmente con la emergencia de un sistema mundial unipolar, dirigido por Estados Unidos, caracterizado por el predominio de un pequeño grupo de metrópolis sobre los Estados «más débiles» de la periferia. El resultado es la restricción de los márgenes de maniobra políticos de los Estados individuales.
Paralelamente, emergen nuevas formas de conflictos: guerras civiles, matanzas «étnicas» e intervenciones militares «humanitarias» cuya función es, por un lado, asegurar los intereses de los Estados fuertes contra los Estados débiles y, por otro lado, hacer frente al «fundamentalismo» y al «terrorismo».
Si alguna vez el concepto tradicional de la política estuvo relacionado esencialmente con el Estado moderno, concebido en principio como soberano, de todo lo dicho anteriormente se deriva que aquel concepto también ha perdido hoy su fundamento. Asimismo, si hasta ahora la anarquía del mundo de los Estados era el principio de organización político determinante del capitalismo mundial, hoy su lugar lo ocupa la anarquía de un imperio casi omniabarcante, atravesado de un extremo a otro por conflictos complejos y por contradicciones: un imperio controlado por un entramado, jerárquicamente estructurado, de Estados, organizaciones internacionales, consorcios multinacionales y –no en último término– organizaciones criminales de tipo mafioso.
Todo lo anterior, tomado en su conjunto, conduce a un vaciamiento tendencial de las mismas instituciones liberal-democráticas que, frente a los decrecientes márgenes de maniobra políticos y a una aparente ausencia de alternativas en la política, profundizan cada vez más su propio vacío. De hecho, todo parece indicar que con el siglo xx termina también la era de la democracia burguesa liberal.
Crisis de representación y «mediatización» de la política
La menor capacidad configuradora de la política estatal, unida a las crecientes desigualdades y fragmentaciones sociales, desemboca en una situación que se puede caracterizar como una crisis de representación profunda y de largo alcance. Ya a finales de la década de los años sesenta, Johannes Agnoli había hablado acerca de los «partidos populares» [Volksparteien] fordistas, y especialmente acerca del surgimiento de un «partido virtual de la unidad» dentro del cual las disputas y los conflictos sobre el orden y el desarrollo de la sociedad desaparecerían en favor de un mero conflicto de dominación entre cuadros de funcionarios políticos en competencia recíproca.
Este partido virtual de la unidad se ha vuelto, poco a poco, completamente real. Se presenta como una «clase política» que encarna los intereses del Estado, en gran medida uniforme en aspecto y conciencia, orientada principalmente a conseguir prebendas materiales y a «hacer carrera». Esta vía para la persecución de intereses privados ya no tiene nada que ver con la ideología y se sitúa más allá de los partidos políticos concretos. Para esa clase política, la política ya no es una «profesión» en el sentido de Max Weber, sino un «chollo» y, en el peor de los casos, simplemente una posibilidad de enriquecimiento privado.
Si Joseph Schumpeter había definido aún la democracia liberal –caracterizando su contenido– como una lucha entre élites en competencia por la obtención de la aprobación plebiscitaria, ahora parece más bien que esta competencia entre élites se ha disuelto en un monopolio de hecho. Por eso ha emergido un sistema de corrupción estructural dentro del cual, efectivamente, ya no tienen sentido conceptos como «izquierda» y «derecha». Los puntos de orientación política de la clase gobernante ya no son metas sociopolíticas, ni tampoco los intereses de grupos específicos de electores, sino sólo el mero aseguramiento de la propia posición.
Las elecciones y los intereses del electorado se convierten así, por lo general, en meros factores de interferencia respecto al funcionamiento político normal y son tácticamente marginados, manipulados o, en el marco de maniobras discursivas, neutralizados en lo posible. No se trata tanto de reparar situaciones de emergencia, discriminaciones y fragmentaciones crecientes, como de intervenir y presentar ante la población afectada o agraviada esas mismas situaciones como el resultado de la fuerza irreprimible de las cosas.
La idea, compartida hasta hace muy poco tiempo, de que la democracia liberal también incluye entre sus condiciones de existencia una cierta medida de igualdad social y de seguridad ha sido dejada a un lado y sustituida por una fórmula rectora según la cual la desigualdad genera rendimiento y éste, a su vez, crecimiento. Sin considerar, evidentemente, el hecho de que el crecimiento explosivo de las ganancias y la acumulación del capital ya no van acompañados de bienestar creciente para la masa de la población. Ocurre justamente lo contrario.
Ocupada con la administración de la fuerza de las cosas, la clase política extrae su legitimación, cada vez más únicamente, de la fabricación de un mundo virtual del discurso que, ante las imperantes condiciones económicas y políticas, está poblado de momentos racistas, nacionalistas y populista-patrióticos en defensa de los servicios públicos contra extranjeros, el llamado «chauvinismo del bienestar». La carencia de una integración material y la falta de una toma en consideración de los intereses colectivos son compensadas mediante la producción, a través de los medios de comunicación de masas, de imágenes del enemigo (extranjeros, parásitos sociales, criminales organizados…) junto con una llamada a que «quienes más tienen y ganan», a escala global, se solidaricen.
Evidentemente, esta llamada moralista a la solidaridad no tiene respuesta. Con ello, la democracia liberal pierde aún más sus propios contenidos universalistas y emancipatorios. La democracia liberal deja de ser un proceso social y el terreno para las disputas en torno a la libertad e igualdad, para convertirse sencillamente en un corsé político-institucional del statu quo social.
Por esta razón, las democracias metropolitanas, especialmente, se transforman cada vez más en regímenes de apartheid, que se agotan en la expulsión activa de quienes pudieran amenazar los privilegios que aún restan. No querer apelar a las necesidades e intereses reales de la población, lo que podría conducir a la movilización de los contrapoderes democráticos, hace que la clase política sea aún más dependiente de quienes disponen del poder real.
La política, una vez desvinculada del Estado que rige los intereses de una sociedad cada vez más fragmentada y orientada tanto por la fuerza irreprimible de las cosas como por las necesidades privadas de una «clase política» que se autonomiza, se convierte en una escenificación mediática.
La política se diluye en puro discurso y se somete cada vez más profundamente a los mecanismos de funcionamiento de una industria cultural comercializada y de comunicación de masas. Los antiguos partidos populares ya no intermedian, como sucedía durante el fordismo, mediante una integración de las masas materialmente sustentada, sino que se han convertido en algo así como aparatos mediáticos del Estado.
En lugar de valores políticos de uso, trafican en el mercado electoral principalmente con mercancías políticas fetiche. Así, los discursos políticos son al contenido de la política lo que la promesa de libertad y aventura (eslógan de Marlboro en Alemania) al contenido real de un paquete de cigarrillos.
Lo que cuenta es la presentación, lo decisivo es el envase.

Si los discursos políticos no sirven, existe un «problema de mediación». Este concepto que se ha convertido poco a poco en un tópico, caracteriza de manera notablemente clara cómo concibe esta democracia lo que es la política. La competencia entre los partidos no es más que la búsqueda de una diferenciación respecto a la venta de un mismo producto.
Eso se lleva a cabo mediante las conocidas técnicas de propaganda comercial, de organización y de competencia entre índices de audiencia, cuya forma de presentación y de realización no consigue ocultar el acuerdo básico existente entre los diferentes contrincantes. Las promesas de las campañas electorales difícilmente pueden ser incumplidas, ya que, por un lado, no son propuestas realmente en serio y, por otro lado, están sujetas a las condiciones marcadas por la administración.
Que los ganadores electorales retiren rápidamente sus promesas anticipadas en campaña se considera algo absolutamente normal. Lo que un primer ministro come, viste y fuma es más importante que lo que hace, a no ser que cometa errores de presentación. En este caso, son requeridos los departamentos de propaganda y los estilistas políticos. Los administradores de la fuerza de las cosas hablan permanentemente de responsabilidades que ellos, según su propio entendimiento, no pueden tener de ninguna manera.
Precisamente por esa razón, piden disculpas cuando algo sale mal para, a continuación, seguir haciendo lo mismo que antes. Así, la sociedad de la responsabilidad desemboca, de modo imperceptible, en la sociedad de la disculpa. Las «víctimas sociales» son tan lamentables como los demás «daños colaterales» y las guerras instigadas son lloradas con lágrimas de cocodrilo.
En la República Federal de Alemania la coalición gobernante roja-verde se ha propuesto realizar, en su máxima perfección, esta transformación del concepto de política. Esta coalición ha logrado hacer de la política un evento mediático, en el sentido de un desacoplamiento sistemático entre discurso político y práctica política, lo que implica llevar este desacoplamiento hasta su máxima expresión.
Un ejemplo evidente ha sido la guerra de Kosovo. En este caso, mediante un discurso democrático basado en los derechos humanos, presentado con gran consternación, se ocultaron con éxito las causas reales por las cuales caían las bombas: a saber, para el mantenimiento del imperante orden mundial de la OCDE y para asegurar el control de zonas geoestratégicas de influencia disputadas entre bloques hegemónicos.
Por eso los gobernantes actuales, en su calidad de especialistas del discurso, están muy interesados en las discusiones críticas e incluso las fomentan. El Ministerio de Exteriores, por ejemplo, mantiene un foro, de nombre «Cuestiones Globales», en el cual políticos, expertos, científicos y, naturalmente las ONG indicadas, cultivan un discurso abierto y crítico sobre los problemas causados por lo menos parcialmente por ellos mismos, a los que el mundo debe hacer frente; problemas de los que el resto del aparato ministerial se puede perfectamente desentender.
El gobierno tiene incluso un comisionado propio de derechos humanos, lo que no le impide suministrar, por interés geoestratégico, tanques al régimen torturador turco, ni le impide implementar una política migratoria y de asilo con aspectos muy salvajes.
Así, la formación política roja-verde ha logrado lo que no pudo su predecesora, la liberal-conservadora: la imposición de una nueva hegemonía, cuya lógica consiste en vincular la política de la reestructuración neoliberal y la del Estado, es decir, presentar la competencia de un Estado nacional frente a otros Estados, mediante un discurso moralizante y democrático, centrado en los derechos humanos y que soslaya completamente las condiciones reales de poder, violencia y opresión.
De esta manera, la coalición gobernante ha atado y atraído a círculos y fuerzas que antes estaban en la oposición, consiguiendo así neutralizarlas. Este ejercicio de la política es lo que se denomina creación de hegemonía a través de la revolución pasiva y la cooptación. El socio verde de la coalición, volcado hacia la Realpolitik y con su clientela intelectual, juega un papel central en este viraje estratégico del discurso. El prerrequisito para ello ha sido redefinir la «democracia» y los «derechos humanos» como conceptos que sintetizan, en un sentido «chauvinista del bienestar», las formas de vida y de producción de los países occidentales, incluyendo sus fundamentos, tanto económicos como políticos, de poder.
En el discurso público dominante, estos conceptos caracterizan la práctica del bloque del «mundo de la OCDE»; y constituyen el fundamento que legitima precisamente su autoproclamación como dirigentes de una policía mundial más allá de cualquier derecho internacional público codificado.
¿La crisis como oportunidad?
Contra lo que proclaman sus propagandistas científicos y políticos, la estrategia de reestructuración capitalista de la globalización no ha hecho emerger ninguna nueva «época dorada» similar al fordismo de mediados del siglo xx. Ésta fue, de todos modos, una excepción histórica conectada –y no en última instancia– con la competencia intersistémica surgida de la Revolución de Octubre rusa.
La ola de racionalizaciones destinadas a «ahorrar» trabajo y el desplazamiento de las relaciones en la distribución de ingresos a escala mundial, con el consecuente empobrecimiento de la expansión, han conducido a una crisis estructural de sobreproducción. Esta crisis se manifiesta en las actuales tendencias deflacionistas y en una autonomización cada vez más nítida del capital financiero especulativo.
Estas tendencias refuerzan, a su vez, la presión hacia la racionalización industrial. La expansión capitalista se realiza, de manera cada vez más significativa, a través de las megafusiones, cuya meta principal es la racionalización y el control de mercados. Contrariamente a la cháchara incesante sobre la competitividad y el rendimiento, el capitalismo monopolista jamás había estado tan perfectamente definido como ahora.
El desacoplamiento estructural entre crecimiento y empleo ha conducido a una situación en la cual las inmensas ganancias de los consorcios difícilmente pueden ser justificadas como condición para el bienestar general. De este modo, los fundamentos materiales del contexto de legitimación que habían cofundado la «victoria» del capitalismo en la carrera de competencia entre los dos sistemas son socavados.

La erosión de las economías nacionales, debido a la internacionalización postfordista del capital, ha hecho cuestionable no solamente el concepto de política nacional sino también el de «sociedad», caracterizada ahora por ser una formación altamente fragmentada y heterogénea tanto en lo político como en lo social. Esto se manifiesta en la creciente incertidumbre acerca de qué debe entenderse propiamente como «pueblo», en el sentido de un «demos» democrático apto para decisiones colectivas frente a la creciente fragmentación social.
Que las orientaciones políticas nacionalistas cobren relevancia precisamente ahora, cuanto más pierde la idea de nación sus fundamentos sociales y económicos, es una paradoja sólo en apariencia. Este fenómeno no es consecuencia solamente de dificultades de orientación y de problemas identitarios, sino que como tal adquiere cada vez más importancia, puesto que se convierte en un instrumento de dominación frente a las posibilidades cada vez menores de integración social y material.
En cualquier caso, la tan evocada «nave común» del Estado nacional hace mucho que está averiada y haciendo agua. Ya no sirve, en absoluto, para emprender una larga travesía y en el mar tormentoso de la economía globalizada se nos aparece como un bote salvavidas tenazmente defendido contra todo tipo de náufragos; un bote que, en el mejor de los casos, si no garantiza alguno privilegios relativos, cuando menos los promete.
Que la fuerza de trabajo haya sido abandonada a su suerte en todo el mundo, así como la creciente desigualdad social y empobrecimiento, conducen a condiciones de trabajo cada vez más duras y tienen como consecuencia una informalización y una precarización generalizadas. Las condiciones tercermundistas se convierten en algo normal también en las metrópolis capitalistas.
Esta transformación no significa evidentemente que el trabajo se acabe, ya que su explotación por el capital es efectivamente la base fundamental de la sociedad existente; pero el trabajo mismo sí que experimenta una profunda transformación. Las relaciones de explotación capitalista se sustentan cada vez menos en un trabajo asalariado formalizado y cada vez más en el (aparente) trabajo por cuenta propia, en múltiples formas de relaciones ocupacionales carentes de seguridad en los sectores informales (trabajo negro) cada vez más extendidos.
Estos sectores informales sirven como mercados de consumo masivo, como reserva útil flexible de fuerza de trabajo barata y bien dispuesta, como yacimiento provisional de población desempleada, y como auténticos vertederos de desechos ecológicos y sociales. No hay duda de que bajo el régimen postfordista, cada vez más seres humanos se vuelven superfluos para el proceso de valorización capitalista, puesto que ya ni siquiera pueden tener la posibilidad de una relación de explotación pasablemente regulada.
Contra la visión romántica de la economía de subsistencia y del sector informal, vale la pena recordar que estos ámbitos no están en absoluto desacoplados del contexto de reproducción capitalista sino que, por el contrario, representan su fundamento específico. Si el trabajo doméstico nunca ha sido remunerado y el trabajo asalariado que asegura la reproducción, particularmente el femenino, ha sido parte decisiva de las relaciones de capital, ahora el trabajo adopta cada vez más el modelo de la «ama-de-casa» con todo lo que eso implica.
La lógica del contexto postfordista de acumulación y regulación consiste, en último término, en profundizar así como en mantener fluidas y permeables las fronteras entre el trabajo asalariado formal en los sectores privilegiados y los distintos sectores informales.
Que un número creciente de seres humanos sean marginados y excluidos del contexto formal de la valorización comporta un nuevo contexto de crisis político-social: cuanto menos se garantizan la relación capital/trabajo y el sustento, tanto más superfluo se hace el capital como inmanente al sistema. Por esta razón, las consecuencias sociales devastadoras de la globalización conducen a una crisis de hegemonía del neoliberalismo cada vez más evidente.
Lo que todavía sigue estabilizando y legitimando ideológicamente al neoliberalismo no son las promesas de una mejor y más pacífica sociedad mundial, desmentidas en la práctica desde hace tiempo, sino la dificultad para esbozar alternativas sociopolíticas concretas bajo las nuevas condiciones del capitalismo globalizado y frente al fracaso de conceptos estatal-socialistas y socialdemócratas tradicionales.
A ello hay que añadir que las formas neoliberales de pensar y de comportarse han arraigado en casi todos los medios sociales desde el final de la era socialdemócrata. No hay que olvidar tampoco el aumento de las desigualdades y las divisiones sociales, así como la extensión progresiva de una lucha de todos contra todos, lo que evidentemente dificulta la formulación de una oposición.
Se puede afirmar, sin embargo, que las formas de conducta y de conciencia neoliberales, impuestas con éxito en amplias capas y medios sociales, son autocontradictorias. El repliegue estratégico del Estado como instancia materialmente integradora de la sociedad socava también la ilusión del Estado.
Además, la disolución de contextos sociales materiales debilita las identificaciones nacionales como fundamento de la dominación burgués-capitalista. El olvido y el menosprecio de los seres humanos reducidos a simples objetos del mercado, abandonados a ser «responsables ante sí mismos», pueden también intensificar sus ansias de libertad y de autonomía.
Asimismo, la obligación a adaptarse a una movilidad extrema, así como a una permanente evaluación de conocimientos y habilidades incrementa no solo la utilidad de la fuerza de trabajo sino también las habilidades político-sociales de autodeterminación. Porque, finalmente, quienes no tienen ya nada más que esperar del capital se verán forzados a desarrollar sus propias formas de vida y de reproducción. Los procesos de individualización y de división puestos en marcha por el proyecto neoliberal no se mantendrán necesariamente dentro de cauces funcionales, sino que podrían desarrollar una dinámica social y política propia.
La necesidad de un nuevo concepto de política
Los debates «reformistas» han girado hasta ahora en torno a conceptos que apuntan a una restauración de las economías nacionales y al buen funcionamiento de los Estados nacionales. Estos conceptos se unen en ocasiones a consideraciones acerca de un «arte de gobernar global» democratizado (global governance).
En todo esto subyace la idea de que las estructuras fordistas de regulación estatal pueden ser restauradas de una forma u otra, tanto a nivel nacional como internacional. En esta visión quedan en gran medida soslayadas las causas de la crisis del capitalismo fordista y, con ello, las causas del fracaso de las políticas estatal-reformistas.
Por otro lado, tampoco se admite el hecho de que la reestructuración neoliberal no es en absoluto un accidente histórico propio del funcionamiento del capitalismo, sino que representa el regreso a la normalidad capitalista tras el fin de los movimientos de masa revolucionarios y reformistas del siglo xx.
Lo que en verdad se olvida es que las crisis profundas son un rasgo característico estructural del capitalismo y que esta formación social muestra una dinámica que incluye una permanente necesidad de revolucionar sus propias relaciones económicas, sociales y políticas. Si se toma todo esto seriamente, surge entonces el interrogante acerca de si el pensamiento político crítico tiene hoy que trascender las categorías tradicionales, es decir, las categorías estatales –la identificación entre «política» y «Estado», entre poder social y poder del Estado– y si una política emancipatoria que se quiere tal, debe tener como meta algo así como una mejora del Estado.
Difícilmente. Frente a las consecuencias de los proyectos de reestructuración neoliberales, lo que queda pendiente es una revisión minuciosa y a fondo del concepto mismo de la política: de la identificación aún predominante de la política con el Estado, así como un cuestionamiento del pensamiento articulado a partir de las categorías fundamentales burguesas de Estado y nación, lo privado y lo público, lo político y lo apolítico, la representación y la delegación.
El fracaso de los proyectos de Estado reformistas y revolucionarios del siglo xx nos plantea directamente la pregunta de si las sociedades pueden ser transformadas en un sentido emancipador mediante una actuación planificada y organizada desde un centro, cuando todo plan central tiene, por principio, un carácter autoritario.
Cuando tras la actual evolución económica y política se vuelve cuestionable la forma específicamente burgués-capitalista de lo político, lo que conlleva una especie de reprivatización de lo político, nos vemos obligados a revisar las orientaciones críticas tradicionales. El Estado nacional se convierte en parte integral del tejido de un aparato político transnacionalizado, comprometido en lo esencial con la ejecución de la fuerza irreprimible de las cosas y con los grupos financieros que abarcan el mundo entero.
El resultado final es que el Estado se vuelve inservible por completo para una política democrática, en tanto que punto de referencia institucional. Si tenemos en cuenta los límites que una sociedad concebida como capitalista y nacionalista fija estructuralmente a una autodeterminación democrática verdadera, no hay que lamentar esta evolución.
La crisis del Estado y de la representación política puede, por el contrario, encerrar también una oportunidad. Lo que hoy se impone es pensar en la idea de un «reformismo radical» que apunta hacia transformaciones sociales emancipatorias, no mediante el poder del Estado, sino a través de la iniciativa social, a través de hacer valer la práctica de nuevas formas de vida y de producción, a través de la creación de contextos de organización política independientes y en contra de estructuras institucionales dominantes.
La contraposición entre política institucional y política autónoma para-institucional, como repetidamente se presentan las discusiones de la izquierda es, en un mal sentido, demasiado abstracta. Por supuesto que hay que tomarse en serio la política estatal, tanto a nivel internacional como en el marco de los Estados individuales, ya que crea condiciones, establece coacciones y dispone de un potencial decisivo de violencia.
Esto, sin embargo, no puede significar autolimitarse a una actuación dirigida esencialmente a las instituciones con estructuras de tipo estatal, ni aceptar por tanto sus reglas del juego. Esta actuación sólo reproduce las estructuras existentes de dominación y de explotación. El objetivo fundamental tiene que ser desarrollar posiciones de contrapoder y estructuras independientes vinculadas internacionalmente, que desarrollen contextos de práctica social, esferas públicas y formas de organización.
Solamente esto puede realmente cambiar las relaciones sociales de poder y crear conflictos dentro del aparato dominante. La política institucional, dentro y contra los aparatos de Estado, requiere de una base político-social propia. Meras campañas y movilizaciones puntuales son insuficientes.
Cuando, desde un punto de vista global, se constata que grupos cada vez mayores de seres humanos ya no son útiles para el capital, ni siquiera como objetos de explotación, y vemos cómo son dejados a su suerte por los Estados y, en el mejor de los casos, tratados solamente como objetos que deben ser vigilados, controlados y combatidos con estrategias contrainsurgentes de corte policíaco-intervencionista, parece más ilusorio que nunca apelar al Estado o querer renovarlo democráticamente a partir de las estructuras existentes.
Sin duda, la alternativa no es nada fácil. Se requiere, ciertamente, una transformación profunda de las formas de vida y de producción de los patrones de consumo, de las concepciones dominantes de lo que sería la «buena vida», de los conceptos de progreso y de desarrollo. En vez de lamentar el fin del trabajo, de lo que se trataría es de tomar conciencia de que el desempleo creciente es el producto de una estrategia de racionalización capitalista.
Esta racionalización capitalista, que se basa en la destrucción de los fundamentos de la naturaleza esenciales para la vida humana, tiene además como consecuencia la disminución de la calidad de vida debido precisamente a las mercancías capitalistas producidas a partir de estos procesos de alta racionalización. No es el trabajo el que se acaba sino que éste se realiza de manera equivocada porque funciona bajo el dictado del proceso de valorización del capital; un dictado que impide que trabajos urgentemente necesarios sean realizados, mientras que al mismo tiempo, se produce chatarra con un coste humano cada vez mayor. De lo que se trata es de romper el círculo consumista que estabiliza estas condiciones.
En resumen: de lo que se trata es de retomar un objetivo que la envejecida «nueva izquierda» –que entretanto ha alcanzado la edad madura y se ha convertido en una neoburguesía posmoderna– ha olvidado deliberadamente: la necesidad de una revolución cultural profunda.
Una revolución cultural que no sólo es una cuestión de conciencia sino sobre todo de prácticas materiales y de actuación sobre las propias relaciones sociales que las fundamentan. En la izquierda que se dice a sí misma radical existe la tendencia a reducir la política a luchas discursivas y, con ello, a reproducir una vez más la separación imperante entre discurso político y práctica política. No es suficiente –modificando la conocida cita de Marx– criticar críticamente, sino de lo que se trata es de transformar prácticamente el mundo.
No es fácil desplegar nuevas prácticas políticas y sociales, ante lo que están suponiendo los procesos de desintegración social, de marginación e informalización. Para que esto pueda ocurrir es necesaria la creación de esferas públicas y de contextos de organización propios que ayuden a hacer frente a las tendencias hacia la fragmentación, la individualización y la lucha organizada de todos contra todos a escala mundial.
Asimismo es necesario incorporar críticamente las experiencias históricas, confrontar prácticas y, concretamente, intereses opuestos y concepciones del orden social divergentes. La separación entre movimientos políticos y sociales (como en el caso de la contraposición entre los antiguos movimientos nacionales de liberación en la periferia y los «nuevos movimientos sociales» en la metrópolis) tiene que ser superada de tal manera que el desarrollo de contextos de organización autónomos y de estructuras políticas se vinculen con un proyecto de revolución de la vida cotidiana.
Los movimientos político-sociales como los zapatistas de Chiapas o los Sin Tierra brasileños, entre muchos otros, apuntan hacia algo interesante. Son movimientos que tienen que desarrollarse primero a nivel local y regional de manera descentralizada, dentro de un contexto concreto de experiencias y bajo las respectivas condiciones específicas.
Porque solamente se vuelven efectivos de manera políticamente duradera cuando logran vincularse entre sí, creando nuevos contextos de cooperación político-sociales autoorganizados que permitan luego desarrollar formas de actuación solidarias a escala global. En lugar de mejorar el Estado y querer dar forma a la globalización capitalista, se trata de dejar que empiece a operar otro concepto de política, inmediato y práctico.
En resumen: se necesita una vinculación entre la liberación social y la política, que proceda de las experiencias y de las condiciones de vida concretas y que simultáneamente supere los límites nacionales y particulares.
Anexo aclaratorio
K M.  ¿Cuál es su opinión sobre el concepto de «reformismo radical»?
J H.  Esto es un asunto medio complicado. Brevemente se puede decir que la emancipación en el sentido de revolución social no puede ser pensada como toma del poder estatal, como un simple cambio de posiciones de poder. Más bien requiere de un cambio profundo de las relaciones sociales, no sólo de las relaciones de propiedad sino también de las relaciones sociales en los ámbitos más privados.
Es decir, en las formas de convivir, en las relaciones de género, en las normas de la división del trabajo, de la reproducción y del consumo, en las relaciones entre sociedad y naturaleza, etcétera. Dichos cambios no pueden ser forzados con violencia u ordenados por el Estado, sino que son resultado de largos enfrentamientos y procesos de aprendizaje resultantes de aquéllos.
Escogí la expresión «reformismo» para marcar la diferencia con los conceptos izquierdistas, los cuales entienden la revolución como golpe del Estado. «Radical» se refiere a la necesidad de lanzarse hacia las raíces de las relaciones sociales de explotación y opresión, y no sólo a sus apariencias superficiales, como por ejemplo el Estado o la propiedad privada. De modo que mi concepto es algo muy diferente del reformismo estatal de la socialdemocracia o del socialismo estatal, dos conceptos históricos fracasados.
Aclaración sacada de la entrevista realizada por K. Moreno en la revista Herramienta. http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-16/entrevista-joachim-hirsch

  • Joachim Hirsch es profesor emérito en ciencias políticas de la universidad J.W. Goethe de Frankfurt (Alemania). Este texto fue publicado por J. Hirsch en enero de 2000 con el título «Abschied von der Politik». Aunque hace referencias a la política alemana que aparentemente no son actuales, tiene el gran mérito de establecer un marco general en el que inscribir muy bien la crisis de la política. Nos hemos puesto en contacto con él por si deseaba introducir modificaciones. No hemos tenido contestación, por lo que hemos optado por añadir al final una respuesta suya a una entrevista más reciente que aclara un poco mejor su concepto de «reformismo radical».
    • Traducción del alemán: Stephen A.Asma. Hemos introducido cambios para aligerar la lectura. Se puede consultar la versión que hay disponible en internet en: http://algeciras. iepala.es/exterior11/documentos/textos/3.pdf Se puede escuchar el original de la conferencia en alemán de la que está sacada este texto en: http://all-shares.com/download/g8034695-abschied-von-der-politik-hirsch-grigat.mp3.html

Neoliberales en América Latina

Neoliberales en América Latina: Ortodoxos y convencionales (2014)
Claudio Katz

RESUMEN

En América Latina el neoliberalismo comenzó antes y ha enfrentado mayores resistencias. Es una práctica reaccionaria, un pensamiento conservador y un modelo de acumulación basado en agresiones a los trabajadores, en un marco de mayor internacionalización del capital.

Hubo una etapa inicial del ajuste y otra fase posterior de privatizaciones durante las dictaduras y las transiciones posteriores. La aplicación del esquema neoclásico acentuó los desequilibrios financieros, cambiarios y productivos tradicionales y repitió los socorros estatales a los capitalistas a costa del erario público.

A diferencia de otras regiones, el neoliberalismo latinoamericano quedó afectado por el impacto de las sublevaciones populares. Mantiene el programa derechista, pero redujo su triunfalismo, atenuó sus ambiciones y acepta cierta intervención estatal. Puede ser visto como etapa del capitalismo, estrategia de libre-comercio, política económica o gobierno derechista. Para definir si se encuentra a la ofensiva o en repliegue hay que distinguir esas cuatro acepciones.

El librecambismo postula una imaginaria inserción natural en el mercado mundial y reproduce el subdesarrollo que genera la exportación primaria. Las brechas internacionales de productividad desmienten las fantasías de convergencia entre economías avanzadas y periféricas.

El neoliberalismo hereda viejas teorías de inferioridad de los nativos, atraso cultural hispanoamericano y supremacía de Occidente. Retoma los mitos positivistas de la modernización basados en la copia del capitalismo avanzado. Despotrica contra la injerencia estatal, ocultando los beneficios que obtienen los capitalistas y no explica la continuidad de esa intervención al cabo de tantos gobiernos pro-mercado. Es absurda su presentación de la informalidad laboral como una resurrección de la competencia empresaria.

Como creencia, programa o cosmovisión el neoliberalismo es la principal ideología actual de las clases dominantes. No ha sido internalizada por los oprimidos.
¿Cuáles son las peculiaridades del neoliberalismo en América Latina? ¿Alcanzó mayor penetración que en los países centrales? ¿Registra un declive superior al resto del mundo?

Es sabido que esta modalidad reaccionaria fue introducida en la región con cierta antelación. Las dictaduras del Cono Sur anticiparon en los años 70 la oleada derechista, que posteriormente se afianzó en el grueso del planeta. Pero Latinoamérica ha sido también el epicentro de grandes resistencias populares, que propinaron significativas derrotas a ese aluvión conservador. Una revisión de la trayectoria e ideología del neoliberalismo permite explicar muchas especificidades de la región.
CARACTERIZACIONES GENERALES
Las primeras discusiones internacionales sobre el neoliberalismo destacaron las raíces teóricas de esta corriente en el pensamiento económico neoclásico. También explicaron su aparición por el agotamiento del crecimiento keynesiano de pos-guerra y resaltaron sus objetivos políticos regresivos. El neoliberalismo fue definido en los años 80, como una ofensiva del capital sobre el trabajo para recomponer la tasa de ganancia. [1]
En la década siguiente se constató la hegemonía ideológica mundial alcanzada por esta vertiente. A pesar de los magros resultados económicos logrados durante ese decenio, la derecha se reforzó aprovechando el debilitamiento de los sindicatos y el desasosiego creado por la fractura social. El neoliberalismo expandió su influencia e implementó una drástica reconversión de la economía.
La expectativa en un rápido declive de esta corriente fue disipada por la implosión de la URSS y la crisis del horizonte socialista. Las tendencias conservadoras obtuvieron un impulso adicional con la anexión de Alemania Oriental, el amoldamiento de la Unión Europea a la globalización y la demolición del Estado de bienestar. [2]
La crisis económica iniciada en el 2008 abrió grandes interrogantes sobre la continuidad del modelo privatista. Esta convulsión superó las conmociones financieras precedentes e ilustró la magnitud de los desequilibrios creados por el neoliberalismo. Pero la preeminencia de este ciclo se mantuvo. [3]
Su persistencia se ha verificado en todos los acontecimientos de la coyuntura 2008-2014. La etapa que comenzó con el thatcherismo transformó el funcionamiento del capitalismo mediante privatizaciones, aperturas comerciales y flexibilizaciones laborales. Este esquema intensificó la competencia global por aumentos de la productividad desgajados del salario, que amplifican todas las tensiones de la producción, el consumo y las finanzas.
En los últimos años este modelo profundizó los atropellos contra los trabajadores en contextos recesivos que potencian el temor a la miseria. La desigualdad social alcanzó niveles sin precedentes, la pobreza se expandió en las economías centrales y la precarización laboral se masificó en todo el planeta.
El neoliberalismo converge con la internacionalización de la economía. La fragmentación mundial de los procesos de fabricación, el desplazamiento de la industria hacia al Oriente consolidan la primacía de las empresas transnacionales. Las grandes firmas utilizan las normas del libre-comercio y los bajos aranceles para desenvolver intercambios entre sus filiales. Estos movimientos apuntalan, además, la globalización financiera y el vertiginoso flujo de capitales entre los distintos países.
Las transformaciones neoliberales han generado un modelo que opera con parámetros muy distintos al keynesiano de posguerra. Ese esquema desencadena crisis muy específicas, que ya no irrumpen como arrastres de viejos desequilibrios de los años 70. Al cabo de tres décadas de reorganización capitalista se han creado nuevas contradicciones en múltiples esferas.
El neoliberalismo contrajo los ingresos populares, afectó la capacidad de consumo, incrementó la sobreproducción de mercancías y agravó varias modalidades de sobre-acumulación de capital. Acentuó, además, un deterioro del medio ambiente que amenaza desatar inéditos desastres ecológicos.
En el plano geopolítico este curso ha precipitado un rediseño de fronteras que contrasta con el congelado mapa de la guerra fría. Ya transitó por fases diferenciadas de bipolaridad, unipolaridad y multipolaridad en las relaciones que mantienen las grandes potencias. Pero todos los conflictos entre las clases dominantes se procesan en un nuevo marco de negocios globalizados.
El neoliberalismo perdura por el retroceso que impuso a los trabajadores. Se sostiene en el cansancio político que genera la alternancia de conservadores y socialdemócratas en la administración del mismo modelo. Todo indica que la reversión de esta etapa exigirá grandes victorias populares impuestas desde abajo. [4]
JUSTIFICACIONES Y PERÍODOS
A mitad de los años 70 el neoliberalismo latinoamericano anticipó todas las tendencias de los países desarrollados. Ese paradigma se forjó en Chile bajo Pinochet, con el asesoramiento económico ortodoxo de Hayek y Milton Friedman. Allí se experimentó la doctrina que posteriormente aplicaron otras dictaduras de la región.
Estos ensayos no se extinguieron con el fin de los gobiernos militares. El neoliberalismo fue convalidado por los regímenes constitucionales que sucedieron a las tiranías del Cono Sur. Esta continuidad afianzó las transformaciones estructurales introducidas por el modelo derechista.
La prioridad del neoliberalismo en la región fue desterrar la influencia alcanzada por la izquierda y el nacionalismo radical al calor de la revolución cubana. También arremetió contra la heterodoxia keynesiana de varios pensadores de la CEPAL.
Su cruzada contra las reformas sociales, la redistribución del ingreso y la defensa del patrimonio nacional signó todo el período de transición post-dictatorial. Con algunos cambios de formato fueron convalidadas las principales mutaciones regresivas impuestas por los militares.
En el plano económico el neoliberalismo latinoamericano atravesó por dos etapas diferenciadas. En los 80 prevalecieron las “reformas de primera generación” con prioridades de ajuste anti-inflacionario. En el decenio siguiente predominó el “Consenso de Washington” con transformaciones complementarias de apertura comercial, privatizaciones y flexibilización laboral.
En el primer período se introdujeron políticas de shock para recortar el gasto público social y elevar las tasas de interés. Estas medidas fueron justificadas con criterios neoclásicos de equilibrio, que realzaban la primacía del mercado en la asignación de los recursos. [5]
Estos postulados walrasianos fueron esgrimidos para exaltar el reinado de la oferta y la demanda y cuestionar la injerencia estatal. Todos los debates fueron encapsulados en conceptos neoliberales. Abundaron los estudios para mensurar el aporte de cada “factor” (tecnología, recursos naturales, capital humano) al crecimiento. Las evaluaciones de los procesos productivos fueron despojadas de sus fundamentos sociales y la enseñanza de economía quedó reducida a una indagación de relaciones funcionales entre variables inexplicadas. [6]
La ideología neoliberal incentivó esa fascinación con la formalización y el tratamiento de la economía como un sistema mecánico, sujeto a los ajustes aconsejados por los técnicos neoclásicos. Toda la tradición latinoamericana de estudios históricos-sociales quedó sepultada por el aluvión de especialistas llegados desde Washington y Chicago. El análisis de las contradicciones, desequilibrios o límites de la economía latinoamericana fue reemplazado por espejismos tecnocráticos.
En este clima se gestó la segunda fase neoliberal. Se afirmó que el saneamiento del escenario macroeconómico regional ya permitía abrir las compuertas de la eficiencia, desmantelando empresas estatales y eliminando protecciones arancelarias.
A partir de ese momento cobró más relevancia la vertiente austríaca de la teoría neoclásica. Las supersticiones en la mano invisible fueron complementadas con propuestas de darwinismo social competitivo. Se incentivó el remate de las propiedades del Estado y la apertura masiva a las importaciones. Con el pretexto de restaurar patrones de riesgo, esfuerzo y productividad se propició la reducción de los ingresos populares y el aumento de la desigualdad.
El establishment transformó estos principios en un libreto de toda la sociedad. El mismo relato fue expuesto por los gobernantes, transmitido en las escuelas, enaltecido en las universidad y popularizado por los medios de comunicación. La organización ultra-liberal Mont Pelerin Society y sus Centros de Estudios de la Libertad (CDEL) introdujeron muchas ideas para esta contrarreforma.
CRISIS Y FRACASOS
Al comienzo del nuevo siglo irrumpió la crisis del neoliberalismo latinoamericano. Los desequilibrios generados por ese modelo salieron a flote en toda la región, junto a la creciente primacía del sector exportador en desmedro del desenvolvimiento interno. Aumentó la heterogeneidad estructural de la economía y se concentraron las actividades más rentables en un puñado de empresas. La capacidad del Estado para priorizar las decisiones de inversión quedó muy debilitada. [7]
Las dos etapas neoliberales de ajuste y apertura no sólo deterioraron los ingresos populares. También provocaron la desintegración de la vieja industria local gestada durante la sustitución de importaciones. Se acentuó la vulnerabilidad de todas las economías ante la descontrolada afluencia o salida de capitales externos. También se intensificó la dependencia del vaivén internacional de los precios de las materias primas.
Las economías latinoamericanas volvieron a soportar la carencia estructural de divisas. No pudieron respaldar las reservas, ni mantener bajo control el tipo de cambio, la tasa de interés o el nivel de inflación. Cuando estos desequilibrios emergieron, los ministros pro-mercado abandonaron sus doctrinas y recurrieron al mismo endeudamiento que caracterizó a sus antecesores.
Todas las prédicas de ortodoxia fiscal, cuidado monetario y prudencia en la expansión de la deuda pública fueron archivadas. Se optó por el costoso crédito externo para lidiar con las asfixias generadas por el propio modelo. En muy poco tiempo los mitos del rigor neoliberal en el gerenciamiento del Estado quedaron desmentidos. Esta política desembocó en la misma asfixia de pagos que ha jaqueado repetidamente a la región. [8]
Varios años de privatizaciones y flexibilidad laboral recrearon las crisis financieras, los quebrantos fiscales, las fugas de capital y los colapsos cambiario-monetarios del pasado. El desplome de la Argentina en 2001 fue la expresión más dramática de esta repetición de viejas convulsiones.
El neoliberalismo mantuvo un bajo nivel de actividad económica. La ilusión en un repentino despegue por el simple efecto de políticas conservadoras quedó desmentida. El recorte de los salarios y del gasto social no incentivó la inversión. Tampoco las privatizaciones encendieron la mecha del crecimiento.
En todo el período estuvo ausente el esperado derrame de bienestar desde los acaudalados hacia el resto de la población. Sólo resurgieron los breves ciclos de mayor consumo de la clase media. Fue muy visible el acaparamiento de ingresos de los poderosos a costa de los trabajadores.
El balance del neoliberalismo es contundente en los propios términos de ese esquema. Pretendía revertir el bajo crecimiento y mantuvo un reducido nivel de expansión de la economía. Esperaba eliminar las crisis financiero-cambiarias y agravó esos desmoronamientos. Prometía erigir una plataforma duradera de inversión y acentuó la distancia de la región con los países que incrementaron su desarrollo.
Los intentos de remontar estos fallidos con alguna dosis de la misma medicina terminaron precipitando las crisis mayúsculas de principio de siglo XXI. Estas convulsiones confirmaron que las clases dominantes atropellaron las conquistas populares, sin convertir esos éxitos capitalistas en procesos sostenidos de acumulación. [9]
Los propios impulsores del liberalismo extremo quedaron defraudados por un retroceso económico que deterioró la incidencia de América Latina en el mercado mundial. La cohesión política inicial del proyecto derechista se diluyó y el modelo afrontó su desafío más directo a partir de las sublevaciones populares de 1999-2005.
REBELIONES Y VIRAJES
El neoliberalismo latinoamericano fue socavado por levantamientos sociales parcialmente exitosos. Este resultado determinó la principal singularidad de este proyecto en la región. Las protestas pusieron un límite a la ofensiva del capital, especialmente luego de cuatro alzamientos victoriosos (Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela) que tumbaron a los artífices del ajuste.
Las rebeliones no alcanzaron la envergadura de las revoluciones del siglo XX, pero modificaron las relaciones de fuerza y forzaron concesiones sociales que contradicen el programa de Thatcher-Hayek. Estas conquistas erosionaron el plan de la reacción y generaron un escenario que diferencia a Sudamérica de otras zonas con predominio neoliberal continuado. [10]
En este nuevo marco la derecha ajustó su estrategia e introdujo una variante más moderada del mismo modelo. Este curso incluye discursos éticos, cierta intervención del Estado y alguna sintonía con la síntesis neoclásico-keynesiana de posguerra. [11]
La retórica que adoptó el Banco Mundial es muy representativa de este cambio. Los promotores del ajuste han edulcorado sus recetas y esgrimen una hipócrita preocupación por la pobreza. Reconocen las “fallas de mercado” y promueven alguna regulación del Estado parar corregir los excesos de la concurrencia. [12]
Los informes de los organismos internacionales ya no presentan la radicalidad neoclásica de los años 80 o 90. Reconocen las imperfecciones mercantiles y destacan la primacía de la acción estatal en ciertas áreas (medio ambiente, capital humano, infraestructura). Estos mensajes combinan el acervo ortodoxo con la intervención pública y proponen nuevos remedios para las rigideces de los precios y las trabas en la circulación de la información.
Este neoliberalismo más atenuado también remarca la importancia del asistencialismo. Acepta el gasto público para contener la explosión de pobreza, como un precio a pagar durante la transición en curso. Supone que esa erogación será pasajera y se extinguirá cuando el modelo genere más empleo. En los hechos registra el enorme impacto de grandes sublevaciones que atemorizaron a los capitalistas.
El neoliberalismo del siglo XXI ha morigerado su entusiasmo inicial con la globalización. Ya no transmite el espíritu triunfalista de “fin de la historia” que anunciaba Fukuyama, ni se vanagloria por las “victorias de Occidente”. Acepta la existencia de una mayor variedad de caminos al bienestar que la simple imitación de Estados Unidos o Europa.
También destaca la incidencia de los valores imperantes en Oriente que facilitaron los despegues de China y el Sudeste Asiático. Resalta la centralidad cultural de la comunicación global y subraya su novedosa influencia para incentivar el desenvolvimiento de la periferia.
El neoliberalismo actual ha incorporado además varias teorías de crecimiento endógeno, que realzan la necesidad de inversiones públicas para financiar los procesos de innovación. La tecnología ya no es vista como un bien público, neutral y exógeno, que puede ser absorbida por cualquier concurrente atento a la señales del mercado.
Pero ninguno de estos agregados, sutilezas o complementos ha modificado las conclusiones regresivas del neoliberalismo. Estos corolarios se mantienen tan invariables como las convocatorias a garantizar los negocios de los poderosos. La prioridad de políticas “amigables” hacia el capital mediante aperturas comerciales, privatizaciones y flexibilidad laboral no ha cambiado. El mismo recetario persiste con un nuevo envase de presentación.
VARIEDAD DE SENTIDOS
Al comienzo del siglo XXI el neoliberalismo perdió la homogeneidad que caracterizó a su debut. El término adoptó múltiples connotaciones y la definición previa de ofensiva del capital sobre el trabajo quedó referida a cuatro problemas específicos.
En primer lugar existe una interpretación de este fenómeno como nueva etapa del capitalismo. Esta acepción alude al período transcurrido desde los años los 80 hasta la actualidad a escala global. La peculiaridad de América Latina en esta fase ha sido su inserción internacional como proveedora de materias primas.
El neoliberalismo aporta la justificación de este modelo exportador con primacía agro-minera, pilares extractivistas, fabricación maquiladora y servicios transnacionalizados. Todos los gobiernos de la región comparten este patrón de reproducción primario-exportador.
Un segundo sentido del neoliberalismo reúne a los países que han optado por estrategias de libre-comercio. México lidera este pelotón desde la suscripción del NAFTA/TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) con Estados Unidos y Canadá hace 20 años. Su economía ha quedado moldeada por las consecuencias de un tratado que reforzó la integración del país a la potencia del Norte, como proveedor de petróleo y mano de obra barata.
Pero el ambicioso proyecto estadounidense de forjar un mercado hemisférico para las grandes empresas (Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA) se frustró. Las resistencias populares, la disconformidad de ciertos sectores empresarios y el rechazo de los gobiernos más autónomos alineados con el MERCOSUR neutralizaron ese intentó en el 2005 (Cumbre de Mar del Plata).
Desde ese momento la promoción imperial de un gran tratado de libre comercio (TLC) ha quedado sustituida por convenios bilaterales suscriptos con los gobiernos más afines. Varios TLC se consolidaron, otros se demoraron y algunos quedaron bloqueados. Pero un enjambre de acuerdos ya enlaza a Estados Unidos con el grueso de la región centroamericana y con varios países del Sur (Chile, Colombia o Perú).
En los últimos años Obama retomó la ofensiva para introducir un convenio general de libre-comercio (Tratado del Pacífico), tendiente a gestar cierta triangulación mundial con Europa y Asia. También las firmas europeas impulsaron sus propias negociaciones e intentan erosionar el MERCOSUR forjando acuerdos unilaterales con Brasil. [13]
Las mismas tratativas de Europa con Ecuador apuntan a extender el sometimiento comercial que ya impera en Perú o Colombia. En el caso de Uruguay las negociaciones incluyen un drástico compromiso de apertura comercial y equiparación de los proveedores nacionales del Estado con sus competidores externos. [14]
Esta oleada de presiones no sólo recrea las rivalidades entre europeos, estadounidenses y chinos por el control de los recursos naturales de la región. El libre comercio es un mecanismo de la mundialización que promueven todas las potencias. Cuanto más elevado sea el número de convenios suscriptos por la región, mayor será su subordinación a un modelo que bloquea el desarrollo latinoamericano.
La tercera acepción del neoliberalismo alude a una política económica de ortodoxia monetaria, fiscal y cambiaria con variantes monetaristas y ofertistas. Pero la crisis global del 2008 ha generado importantes cambios en esta práctica. Muchos neoliberales olvidaron los principios de riesgo y competitividad y justifican los auxilios estatales a los bancos.
Esta adaptación pragmática al temblor financiero no presenta hasta el momento la magnitud observada en las economías centrales. La región no padeció desmoronamientos bancarios, ni explosiones de endeudamiento. Persiste el ascenso de los precios de las commodities (en forma atenuada) y también la afluencia de inversiones extranjeras.
Por esta razón se implementan políticas contra-cíclicas de gasto público e impulso al consumo. Los ministros neoliberales han recurrido a estas recetas con el mismo fervor que sus adversarios heterodoxos, especialmente en Chile, Colombia, México o Perú.
Ciertamente existe un tipo de política económica singular del neoliberalismo que se contrapone al patrón keynesiano. El signo determinante de esta orientación no es la gravitación del Estado, sino la jerarquía asignada a las privatizaciones, la apertura comercial y la flexibilización laboral. También se prioriza el gerenciamiento privado y las inversiones extranjeras como sustitutos del ahorro interno.
¿Cuáles son los intereses sociales favorecidos por esa política? Es evidente que beneficia a los capitalistas en desmedro de los trabajadores, pero no es tan nítido su apuntalamiento de sectores burgueses específicos. Algunos autores subrayan las ventajas obtenidas por los rentistas financieros y otros resaltan el sostén general de los grupos concentrados. [15]
Es evidente que el neoliberalismo mejoró inicialmente el perfil de los sectores financieros y afianzó posteriormente los negocios agro-mineros volcados a la exportación. Ha obstruido, en cambio, los procesos de acumulación de las fracciones industriales más dependientes del mercado interno.
EVALUACIONES COMBINADAS
El cuarto sentido del neoliberalismo es su dimensión política. En este plano se identifica con los gobiernos derechistas subordinados a Estados Unidos, que recurren a la represión para apalear la protesta popular. Es la estrategia elegida por el PAN y el PRI que ensangrentaron a México en una guerra social bajo la cobertura de “erradicar el narcotráfico”. También aquí se ubican los mandatarios de Colombia que acumulan un récord de persecuciones y asesinatos de luchadores sociales.
En ese mismo campo deben ser situados los presidentes de Perú que privilegian la respuesta represiva frente a las resistencias al extractivismo. Es la misma política que han seguido en Chile los líderes de la Concertación, manteniendo los pilares de la Constitución pinochetista. El uso de la fuerza es también un rasgo compartido por los presidentes privatistas de Centroamérica.
Todos estos gobiernos desarrollan agendas reaccionarias apuntaladas por los medios de comunicación. Priorizan especialmente la difusión de valores conservadores, para oponer a las clases medias con los sectores más empobrecidos.
Pero este neoliberalismo político ha perdido el empuje triunfalista que exhibía en los años 90. Sólo mantiene una gran capacidad para lanzar contraofensivas. En los últimos años recurrió al golpismo con disfraz institucional, para derrocar a un presidente tibiamente reformista en Paraguay y para tumbar un mandatario aliado del chavismo en Honduras.
La derecha igualmente fracasó en las acciones destituyentes para desplazar a los presidentes de Venezuela y Bolivia. Esta incapacidad para imponerse en los principales países en disputa ilustra los límites de la reacción. Habrá que ver cómo impacta el reciente afianzamiento electoral de la derecha en Colombia, el giro conservador de varios gobiernos de centroizquierda y el resultado de importantes elecciones en curso.
El rumbo estadounidense es el principal condicionante de cualquier acción significativa del neoliberalismo regional. La primera potencia mantiene su influencia en la zona desplegando fuerzas militares en Colombia. El margen de intervención directa de los marines ha quedado recortado, pero la función geopolítica de América Latina para el imperio no ha cambiado. En la nueva realidad de UNASUR y CELAC el imperio ensaya distintos caminos para restablecer su injerencia.
El neoliberalismo regional debe ser analizado evaluando esta variedad de procesos. Presenta cuatro dimensiones diferenciadas como etapa, estrategia de libre-comercio, política económica y gobiernos derechistas. Es muy importante distinguir esos niveles a la hora de establecer un balance.
A diferencia de otras regiones no hay respuesta simple para definir si el modelo derechista se encuentra a la ofensiva o en repliegue. Existen varios gobiernos en conflicto con este curso y se han obtenido triunfos populares que limitaron su predominio. Pero todas las administraciones actuales comparten el mismo patrón primario exportador de inserción en la mundialización neoliberal.
Un gobierno derechista se amolda por completo al rumbo neoliberal, otro de centroizquierda no se aviene fácilmente a ese sendero y los procesos radicales chocan con sus fundamentos. En un caso prevalece la sintonía, en otro la convivencia y en un tercero la contraposición.
Esta desincronización deriva en última instancia del impacto generado por rebeliones populares victoriosas, que limitaron el alcance regresivo del neoliberalismo sin sepultarlo. Introdujeron grandes transformaciones políticas que incidieron en forma muy limitada sobre la esfera económica. Por esta razón es erróneo suponer que América Latina ha ingresado en una fase “pos-liberal”. Ese giro supondría que toda la etapa de las últimas tres décadas ha quedado atrás y hasta ahora ese viraje no se consumó.
LIBRE-COMERCIO Y GLOBALIZACIÓN
Los neoliberales contemporáneos retoman la vieja caracterización del libre-comercio como llave maestra del desarrollo. Afirman que es la manera más directa de reducir la pobreza y la inequidad.
Pero olvidan que la implementación de este principio en América Latina desembocó en la primacía de exportaciones agro-mineras e importaciones industriales. Esa asimetría condujo al subdesarrollo y a la inserción dependiente en el mercado mundial.
Los defensores del libre-comercio ignoran esta trayectoria histórica. Olvidan que Inglaterra optó por esa estrategia cuando ya era dominante a escala mundial. Tampoco recuerdan que el comercio irrestricto fue evitado por Estados Unidos, Japón o Alemania en el debut de su desenvolvimiento industrial. Sólo aceptaron parcialmente esa orientación cuando lograron alta productividad en los sectores sujetos a la competencia global. [16]
Todas las economías desarrolladas impusieron normas de libre-comercio a la periferia para asegurar la colocación de sus exportaciones industriales. Lejos de constituir un instrumento de prosperidad para las naciones atrasadas, esa apertura introdujo obstáculos a la diversificación económica y al crecimiento de la periferia. América Latina padeció el fortalecimiento de las oligarquías rentistas y el bloqueo a la acumulación sostenida de capital.
Los neoliberales contemporáneos retoman las viejas críticas al proteccionismo, señalando que impide aprovechar las ventajas comparativas de cada país. Sitúan esas conveniencias en la agricultura o en la minería, como si América Latina cargara con un mandato divino de provisión de materias primas a los países desarrollados.
No registran el evidente beneficio que aportó ese status internacional a las economías ya industrializadas y la adversidad que impuso a las naciones periféricas. Mientras que el primer tipo de países pudo desenvolver intensos procesos de expansión fabril, el segundo grupo quedó relegado a un estadio básico de exportador primario.
Es absurdo suponer que cualquier economía puede mejorar su perfil, reforzando su colocación “natural” en la división internacional del trabajo. El desarrollo exige lo contrario: lidiar con la adversidad de los condicionamientos externos.
Ningún país latinoamericano puede convertirse espontáneamente en una economía avanzada, sin modificar la matriz histórica que obstruyó su desenvolvimiento productivo. Esa estructura genera transferencias de recursos hacia los países desarrollados y reproduce distintas modalidades del atraso. [17]
Las ingenuidades librecambistas perdieron influencia durante la segunda mitad del siglo pasado con la industrialización de México, Brasil y Argentina. Pero las limitaciones y fracasos de los modelos de sustitución de importaciones reavivaron las creencias previas en los beneficios de la apertura comercial.
Esas ilusiones han encontrado un nuevo techo. Los efectos devastadores de la desprotección padecida por América Latina en las últimas dos décadas afectaron seriamente la credibilidad de los mitos libre-cambistas. Salta a la vista cómo la disminución de las tarifas aduaneras desmorona a las industrias locales, frente al aluvión de importaciones fabricadas en el exterior.
Los neoliberales igualmente realzan los beneficios de la globalización. Afirman que la apertura de las fronteras para la circulación del capital favorecerá a las economías relegadas, al inducir una traslación de fondos desde los países con altas dotaciones de capital hacia las economías subdesarrolladas.
Pero si esa tendencia fuera tan dominante ya habría irrumpido en el pasado. La existencia de un mercado mundial no es una novedad del siglo XX. Arrastra varias centurias de experiencias que nunca derivaron en equilibrios de la acumulación.
TEORÍAS DE LA CONVERGENCIA
El desenvolvimiento capitalista no está regulado por sencillos movimientos de capitales excedentes hacia los países empobrecidos. Es pura ensoñación suponer que las empresas transfieren espontáneamente fondos de Suiza hacia el Congo o de Alemania hacia Ceylán, en escenarios de capitales sobrantes en un polo y faltantes en el otro.
El sistema se reproduce siguiendo otros patrones de rentabilidad determinados por múltiples factores. La localización del capital es definida por los costos, los mercados y las expectativas en el comportamiento de las monedas, las tarifas o los salarios.
La fantasía globalista supone que esa compleja estructura histórica del capitalismo ha quedado abruptamente disuelta por el afianzamiento de idearios neoclásicos. Transforman esos imaginarios en realidades normativas que nadie logra corroborar. [18]
Es cierto que la liquidez global fluye con más rapidez e intensidad que en el pasado, pero de la mano de empresas transnacionales que relocalizan su producción en ciertas regiones ya enlazadas con el capital global. Sólo en esas condiciones usufructúan de la baratura, el adiestramiento o el sometimiento de la fuerza de trabajo.
Pero tampoco esos movimientos equiparan los acervos nacionales de capital. Generan fracturas y polarizaciones que segmentan al capitalismo en un nuevo orden de perdedores y ganadores, con centros, semiperiferias y periferias.
El esquema de las ventajas comparativas desconoce la existencia de obstáculos elementales al logro de equilibrios mundiales. Ignora la nueva secuencia de polaridades que caracteriza a cualquier reorganización del mercado global. Un hipotético curso de aproximación de África Sub-sahariana con Europa del Norte o de Centroamérica con Estados Unidos generaría fracturas de mayor alcance que las brechas a reducir. Estos desniveles serían propios de la acumulación y obstruirían los empalmes que imagina la teoría neoclásica.
El librecambismo neoliberal promueve políticas reaccionarias con supuestos banales. Reivindica la desigualdad social, celebra la mercantilización de la acción humana, glorifica el consumismo e incentiva un ejercicio despiadado de la competencia individualista.
También afirma que la revolución de las comunicaciones achicó el planeta, facilitando la concreción del ideal neoclásico de un mercado perfecto. Supone que una vez reducidas las barreras interpuestas por los estados nacionales, nada impedirá la plena circulación del capital, la transparencia total y la asignación óptima de los recursos a escala mundial.
En estas condiciones el libre-comercio aseguraría el desarrollo, al erradicar las trabas que en el pasado obstruyeron la movilidad del capital y del trabajo. Los economistas más ortodoxos (Barro, Sala i Martin, Williamson) y sus instituciones (FMI, Banco Mundial) recurren a esa teoría de la convergencia global, para justificar su promoción de políticas de apertura.
Pero esas afirmaciones no aportan ninguna novedad al conocido libreto de los rendimientos decrecientes en el centro, que deberían incentivar el despegue de la periferia. En esta hipótesis de convergencias entre economías atrasadas y adelantadas se inspiraron todas las teorías metropolitanas del desarrollo. [19]
Durante décadas los neoclásicos ensayaron una “econometría de la convergencia”, para intentar corroborar el achicamiento de las brechas estructurales entre el centro y la periferia. Pero con gran frecuencia esos estudios confundieron movimientos financieros coyunturales con tendencias de largo plazo.
Además, construyeron modelos muy arbitrarios, atribuyendo el secreto del empalme global al comportamiento virtuoso de cierto factor (educación, tecnología, gestión). Aislaban ese elemento de la dinámica general de la acumulación buscando demostrar la preeminencia de tendencias hacia la equivalencia global. Pero estos procesos sólo se verificaban en la nebulosa de un razonamiento abstracto.
Frente a las inconsistencias de ese procedimiento algunos teóricos neoclásicos optaron por introducir una tesis sustituta de “convergencia condicional”. Postularon únicamente el empalme entre países con parámetros tecnológicos, institucionales o legales similares.
Pero con esta enmienda diluyeron los interrogantes a dilucidar. Ya no se supo quién converge y cuál sería la explicación de ese proceso. Al introducir una restricción más acotada abandonaron de hecho el presupuesto previo. Recurrieron a una hipótesis de “segundo mejor”, para exponer tautologías de convergencias entre economías que ya empalmaban previamente. [20]
RAÍCES IDEOLÓGICAS REGIONALES
El pensamiento neoliberal contemporáneo combina fundamentos económicos neoclásicos con actualizaciones de la historiografía liberal. Esta concepción nutrió la ideología de las clases dominantes latinoamericanas desde la Independencia hasta la crisis de 1930. Recreó los mitos del colonialismo y retomó todos los supuestos de superioridad del colonizador europeo sobre los indígenas y los esclavos.
Las versiones más básicas de esa teoría repitieron los prejuicios iniciales propagados por los conquistadores de América. Esos enfoques concebían al nuevo continente como una región estructuralmente atrasada por la gravitación de imperativos climáticos adversos. Suponían que esos condicionamientos impedían a los nativos desenvolver la agricultura y el comercio. Por eso postulaban superar la barbarie regional con un padrinazgo externo.
Durante tres siglos esta concepción difundió creencias de supremacía occidental. Divulgó la imagen de un nuevo continente dotado de excepcionales riquezas y pobladores incapacitados para aprovecharlas. Europa quedó identificada con la introducción de la civilización en un continente previamente divorciado de la historia humana.
Con estas ideas colonialistas se justificó la explotación impuesta a los pueblos originarios. El indio era sinónimo de salvajismo y su evangelización era presentada como un correctivo de ese primitivismo. Esa redención incluía el trabajo servil en las minas y en todas las haciendas creadas a partir de la usurpación de las tierras comunales.
Estos mismos preceptos fueron utilizados para introducir esclavos africanos en las regiones con poblaciones originarias diezmadas. La brutalidad de estas prácticas era maquillada con mensajes de padrinazgo tutelar sobre las razas inferiores. [21]
El pensamiento radical del siglo XIX confrontó con estas teorías de glorificación colonial. Pero el liberalismo conservador de las oligarquías criollas retomó todos los diagnósticos de incapacidad de los nativos. Estos principios fueron utilizados por los terratenientes y comerciantes locales para afianzar su dominación. Con esos pilares gestaron naciones formalmente soberanas y económicamente dependientes del capitalismo británico.
La derrota de las corrientes democrático-radicales al concluir las guerras de la Independencia facilitó la consolidación de los prejuicios euro-centristas Aparecieron nuevas explicaciones que atribuían el subdesarrollo no sólo a la gravitación previa de culturas indígenas. También fue impugnado el débil liberalismo de la tradición española.
En ese contexto el desprecio por al retraso indígena fue combinado con cuestionamientos al proteccionismo hispánico. La fascinación por la cultura inglesa (y francesa) condujo al repudio de lo identitario y al rechazo de la propia singularidad mestiza de la región. [22]
La idealización del Viejo Continente se reforzó en todos los planos. Europa fue identificada con la racionalidad y el desarrollo de la ciencia. Con este bagaje de creencias se promovió la incorporación de los países latinoamericanos a un desenvolvimiento guiado por la locomotora europea. Estos mismos principios alimentaron la ideología positivista de la modernización.
El liberalismo se amoldó a las necesidades de las oligarquías agro-mineras. Justificó el incremento de sus fortunas y la instrumentación de un esquema de exportación de materias primas, a cambio de manufacturas provistas por la industria británica.
Las teorías librecambistas convalidaron el ahogo de la estructura productiva local y facilitaron la apropiación oligárquica de las rentas de la región. Fueron ideas muy persistentes hasta las primeras décadas del siglo XX. Presentaban los intereses de las minorías privilegiadas como conveniencias comunes de toda la sociedad latinoamericana.
Estas miradas perdieron influencia a partir de la Gran Depresión, pero resurgieron en los años 50-60 a través de nuevas teorías del desarrollo. La fascinación con el ejemplo europeo fue sucedida por el deslumbramiento con el modelo norteamericano. Mediante grandilocuentes llamados a la modernización se convocó a sustituir los patrones rutinarios de conducta por nuevos valores de riesgo, inversión y competencia. Se afirmó que ese cambio de costumbres encarrilaría a Latinoamérica por la senda del desarrollo. [23]
El salto de la pobreza hacia el bienestar, el consumo en gran escala y el trabajo especializado solamente requería insertar a la región en el despegue modernizador. El teórico estadounidense Rostow aportó los fundamentos de este guión. Utilizó también ese mensaje para contener la amenaza revolucionaria. El nuevo programa era motorizado por asesores del Departamento de Estado que intervenían activamente en la guerra fría y difundían sus concepciones como antídotos del comunismo. [24]
CONTRADICCIONES DE TODO TIPO
Desde los años 70-80 el neoliberalismo latinoamericano amalgamó viejas tradiciones de elitismo regional con un proyecto de ofensiva thatcherista. La hostilidad al estatismo (pre-colombino, colonial, pos-independentista o nacionalista) reapareció con nuevos discursos de demonización del Estado.
La crítica al intervencionismo hispánico y a la idiosincrasia pasiva de los pueblos originarios se transformó en objeciones a la ausencia de competencia, en sociedades subordinadas al despotismo de los funcionarios. Resurgieron los cuestionamientos al agobio que impone la burocracia a la vida de los ciudadanos.
Estos mensajes resumen el libreto neoliberal contemporáneo. Despotrican contra el Estado omnipresente, que impide desenvolver los negocios creados por los individuos. Convocan a eliminar esa opresión estimulando a las personas a valerse por sí mismas, con el mismo ingenio e individualismo que florecen en los países exitosos.
Pero esta visión omite que el Estado no es tan adverso a los capitalistas. Solventa activamente el enriquecimiento de los poderosos y convalida el desamparo de los desprotegidos. Nunca abandona a los dominadores a su propia suerte, ni asegura la subsistencia de los desamparados.
Los neoliberales atribuyen el atraso latinoamericano a ciertas estructuras culturales internas. Explican siglos de estancamiento regional y resignación frente al paternalismo estatal por la ausencia de un talante competitivo anglosajón.
Pero olvidan mencionar que el liberalismo fue la ideología constitutiva de las naciones latinoamericanas y que sus parámetros definieron el modelo agro-exportador prevaleciente desde mediados del siglo XIX. Al atribuir la falta de progreso a la inferioridad cultural de la zona, no explican cómo persistió esa tara en sociedades regidas por principios liberales. Suponen que las elites encarnaron ese espíritu mercantil frente a mayorías populares afectadas por el atontamiento estatista.
La versión actual de esa mirada aristocrática se concentra en la crítica al virus del populismo. La influencia de esta enfermedad es explicada por la conducta facilista que adoptan los funcionarios, para asegurarse el sostén de sus clientelas electorales. Imponen una dependencia de los votantes hacia el estado que frustra la preeminencia del mercado y recrea el estancamiento.
Pero también aquí omiten recordar a los grupos capitalistas beneficiados por este tipo de administración. En ese ocultamiento se fundamenta el hipócrita palabrerío que despliegan contra el gigantismo estatal. Proponen erradicar esa atrofia mediante la instalación de un “Estado mínimo”, que se desenvolvería mejorando la eficiencia del gasto y la eficacia de los funcionarios. [25]
Este mensaje suele olvidar que el neoliberalismo ya arrastra varias décadas de administración estatal y que en ningún lado ha logrado alcanzar esa meta de eficacia. A veces justifican este fracaso afirmando que la mayoría de las experiencias gubernamentales “no han sido genuinamente liberales”. Contrastan lo vivido con un ideal de pureza mercantil-competitiva que no existe en ninguna parte del mundo.
Pero lo más curioso de ese argumento es su complementaria impugnación del socialismo. Afirman que este proyecto es una “utopía irrealizable” cuando su propio modelo navega en la fantasía.
El neoliberalismo actual retoma también la teoría de la modernización como explicación de las dificultades afrontadas por el empresariado latinoamericano para desplegar sus potencialidades. Atribuye esa frustración a la preeminencia de patrones culturales tradicionales, que obstruyen el surgimiento de los valores característicos del emprendedor contemporáneo. Estiman que esas capacidades empresariales están presentes, pero no logran emerger en el agobiante clima de estatismo latinoamericano. [26]
Una idealización extrema de este individualismo empresario fue introducida en las últimas décadas por talibanes del neoliberalismo como Carlos Alberto Montaner, Martín Krause y especialmente Hernando de Soto. Presentan a los empobrecidos cuentapropistas como ejemplos de resurrección de la iniciativa privada. Afirman que los comerciantes precarizados del circuito informal han comenzado a liberar a la economía del estatismo, con acciones de racionalidad mercantil en universos de genuina competencia.
Pero esta exaltación de los desamparados como exponentes del ideal capitalista constituye una verdadera confesión de los resultados del neoliberalismo. Este esquema expropia a los trabajadores, expulsa a los campesinos de sus tierras y empobrece a las clases medias hasta desembocar en la miseria que padece América Latina.
Lo más insólito de la argumentación neoliberal es su enaltecimiento de estos efectos. Aunque atribuye la precarización al intervencionismo estatal, es evidente que la informalidad es consecuencia directa de un modelo que destruye empleos, mediante privatizaciones y aperturas comerciales. Sus artífices idealizan las desgracias causadas por la flexibilización laboral.
Las caricaturas de los empobrecidos como agentes transmisores de la mano invisible tuvieron cierto eco en el debut del neoliberalismo. Pero han perdido influencia en la última década, a medida que el empobrecimiento potenció la fractura social, masificó la delincuencia y acrecentó las tensiones de la marginalidad.
Este terrible escenario induce a la mayoría de los neoliberales a sustituir los elogios de la informalidad por la promoción de programas masivos de asistencialismo. Con teorías de auxilios transitorios (“hasta que el mercado genere empleo privado”) han incluido este tipo de gastos sociales en sus políticas de gobierno. Las administraciones derechistas destinan importantes erogaciones presupuestarias a contener la rebeldía que genera su modelo.
UNA IDEOLOGÍA DE LA DOMINACIÓN
La idealización del empresario es un pilar de la vertiente austríaca de la economía neoclásica, que se gestó con Menger y Bohm Bawerk y se afianzó con Von Mises y Hayek. Sus voceros propician la ampliación de las desigualdades sociales, la subordinación de la democracia a la propiedad y el reforzamiento de la supremacía irrestricta del mercado. Reivindican modalidades extremas de competencia, argumentando que aleccionan al consumidor y alientan la innovación del empresario.
A diferencia de la corriente walrasiana reconocen el carácter incierto de la inversión, la imperfección de la racionalidad individual y la fragilidad de las preferencias de los consumidores. Pero no deducen de estas dificultades ninguna propuesta de regulación de los mercados. Al contrario, proponen liberar el juego de la oferta y la demanda de cualquier interferencia, subrayando el carácter benéfico del orden mercantil y el efecto positivo del darwinismo social.
Con este tipo de concepciones, el neoliberalismo ha desenvuelto una influyente ideología en todos los sentidos del término. Aporta ideas que naturalizan la opresión para orientar la acción de los dominadores. Como creencia, cosmovisión o legitimación del grupo dominante, el neoliberalismo constituye un credo de gran peso para el funcionamiento actual del capitalismo. [27]
Es una ideología con fundamentos racionales que a su vez propaga sistemáticos engaños. Promueve ilusiones en el reinado del mercado y en la existencia de oportunidades para todos los individuos. Oculta la apabullante preeminencia de las grandes empresas y el estructural afianzamiento de la explotación. Difunde el mito de la obstrucción estatista del desarrollo latinoamericano, omitiendo la dependencia y la inserción primarizada de la región en el mercado mundial.
El neoliberalismo expande estas ideas al servicio de las clases dominantes. Sintetiza las conveniencias de los grupos privilegiados de América Latina. En el pasado expresaba los programas de los terratenientes exportadores y en la actualidad canaliza las demandas de los grandes bancos y las corporaciones agro-industriales con negocios internacionalizados.
Las ideas liberales son creencias colectivas propagadas por las clases capitalistas. Forman parte del pensamiento latinoamericano desde que esa cosmovisión emergió para cohesionar a las minorías opresoras. En las últimas décadas provee todos los argumentos que utiliza al establishment para justificar su primacía. Los pilares de esas creencias (modernización, progreso, imitación de Occidente) inciden en la subjetividad de los individuos educados en las reglas de la mitología liberal.
El grado de penetración de esas ideas entre los oprimidos es un tema de gran controversia. Aunque el liberalismo tuvo momentos de gran influencia social, siempre fue una concepción explícitamente hostil a los intereses, tradiciones y deseos de los explotados. Por esta razón nunca fue plenamente interiorizada por este sector. Logró cierta incidencia entre fines del siglo XIX y 1930, pero quedó estructuralmente relegada con la industrialización de posguerra y la expansión del nacionalismo.
Ha retornado en las últimas décadas de oleada neoliberal pero sin echar raíces en la mayoría de la población. Las resistencias y victorias parciales logradas contra la ofensiva derechista han limitado la gravitación de sus conceptos, abonando las teorías que remarcan la acotada penetración de las ideologías dominantes entre los sectores populares. [28]
Pero el liberalismo tradicional no es el único formato de esa concepción. También existen otras modalidades más sofisticadas que requieren evaluaciones específicas. Estas vertientes conforman el social-liberalismo que analizamos a continuación (ver segunda y tercera parte de este artículo).
11/09/2014
Claudio Katz es economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
Notas :
[1] Ver: Hirsch, Joachim. “Globalización del capital y la transformación de los sistemas de Estado”. Cuadernos del Sur, n 28, mayo 1999.
[2] Ver balance en: Anderson, Perry. «Balance del neoliberalismo: lecciones para la izquierda». El Rodaballo n 3, verano 1995-1996, Buenos Aires. Anderson Perry, “Neoliberalismo: un balance provisorio”, en La trama del neoliberalismo. Mercado, crisis y exclusión social, CLACSO, Buenos Aires, Argentina. 2003. Anderson, Perry. The New Old World, Verso, Londres, 2009, (pag 47-79).
[3] Ver: Harvey, David. “El neoliberalismo como proyecto de clase” en www.vientosur.info/ (08/04/2013). Harvey, David, A brief history of Neoliberalism, Oxford University Press, Nueva York, 2005 (pag 1-39, 152-183).
[4] Nuestra visión de la etapa en: Katz Claudio, “Transformaciones de la era neoliberal”, Realidad Económica, n 284, mayo-junio 2014, Buenos Aires.
[5] Ver: Nahon, Cecilia; Rodríguez Enríquez, Corina; Schorr, Martín. “El pensamiento latinoamericano en el campo del desarrollo del subdesarrollo: trayectorias, rupturas y continuidades”, 2006, www.idaes.edu.ar/papelesdetrabajo/paginas
[6] Ver: Olivera, Margarita. “Las teorías del desarrollo desde la posguerra al nuevo milenio”, en Globalización, dependencia y crisis económica, FIM, Málaga, 2010, (pp 26-27).
[7] Ver: Vidal, Gregorio; Guillen, Arturo. “La necesidad de construir el desarrollo en América Latina”, en Repensar la teoría del desarrollo en un contexto de globalización. CLACSO, 2007, Buenos Aires.
[8] Ver: Guillén, Arturo. “La teoría latinoamericana del desarrollo”, en Repensar la teoría del desarrollo en un contexto de globalización, CLACSO, 2007, Buenos Aires
[9] Nuestro balance en: Katz, Claudio. El rediseño de América Latina, Alca, Mercosur y Alba. Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2008 (págs. 9-35).
[10] Nuestra visión en: Katz, Claudio. Las disyuntivas de la izquierda en América Latina, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2008 (pag-9-27).
[11] Ver: Herrera, Remy. “El renacimiento neoliberal de la economía del desarrollo”, Globalización, dependencia y crisis económica, FIM, Málaga, 2010, (pp 23-24)
[12] Ver: Burkett, P; Hart-Landsberg, M, “A critique of catch-up theories of development”, en Journal of Contemporary Asia, 33(3), 2003.
[13] Ver: Hagman, Itai. “Un nuevo Alca se negocia en silencio”, disponible en: ww.rcci.net/globalizacion/ 13/6/2014.
[14] Ver: León, Magdalena. “Ecuador: Acuerdo con la Unión Europea: ¿Una capitulación inevitable?” alainet.org/active, 11/7/2014. Elías, Antonio. “Por qué Uruguay solicitó integrarse al TISA”, alainet.org/active, 11/7/2014
[15] Ver: Salama, Pierre. “Las nuevas causas de la pobreza en América Latina”, en Ciclos n 16, 2do. semestre, 1998, Buenos Aires.
Martins, Carlos Alberto. “Neoliberalismo e desenvolvimento na America Latina”, en La economía mundial y América Latina, CLACSO, 2005, Buenos Aires.
[16] Ver: Bairoch, Paul. Mythes et paradoxes de l´histoire économique. La découverte, París, 1999, (pp 7, 227-228, 234).
[17] Ver: Osorio, Jaime. Explotación redoblada y actualidad de la revolución. ITACA-UAM, México, 2009, (pag 37-40).

[18] Ver: Lipietz, Alain. “Pour un protectionnisme universaliste”, febrero 2013, en lipietz.net
[19] Ver: Weeks, John. “The expansión of capital and uneven Development on world Scale”, en Capital and Class, nº 74, 2001. También: Arrighi, Giovanni; Korzeniewicz, Roberto; Consiglio, David; Moran, Timothy. “Modeling zones of the world economy”, en Annual Meeting of the American Sociological Association, 1996
[20] Ver: Moncayo Jiménez, Edgard. “El debate sobre la convergencia económica internacional e interregional: enfoques teóricos y evidencia empírica”, en Economía y Desarrollo, V. 3 Nº. 2, septiembre, 2004.
[21] Ver: Chavolla, Arturo. La imagen de América en el marxismo, Buenos Aires, 2005, Prometeo (págs 42-53, 55-66, 72-74).
[22] Ver: Devés Valdés, Eduardo. El pensamiento latinoamericano en el siglo XX: entre la modernización y la identidad, Tomo III, Biblios. Buenos Aires, 2005, (pag 47-53).
[23] Ver: Marini, Ruy Mauro. “La sociología latinoamericana: origen y perspectivas”, en Proceso y tendencias de la globalización capitalista, CLACSO-Prometeo, Buenos Aires, 2007.
[24] Ver Bustelo, Pablo. Teorías contemporáneas del desarrollo económico, Síntesis, Madrid, 1998. (pp 139-143)
[25] Un ejemplo en: Mols, Manfred. “Sobre el Estado en América Latina”, en El Estado en América Latina, Ciedla, Buenos Aires, 1995.
[26] Ver descripción en: Reyes Giovanni, E, “Principales teorías sobre desarrollo económico y social”, www.ucm.es/info/nomadas, 2001
[27] Ver: Eagleton, Terry. Ideología, Paidós, Barcelona, 1997, (págs. 19-57, 275-279
[28] Ver: Abercrombie, Nicholas; Hill, Stephen; Turner Bryan, S. La tesis de la ideología dominante, siglo XXI, Madrid, 1987 (cap. 6). También: Therborn, Goran. La ideología del poder y el poder de la ideología. Siglo XXI, Madrid, 1987, (cap. 4, 5).
Neoliberales en América Latina (II) Pensamiento socio-liberal
El neoliberalismo de los años 80-90 sumó a varios mandatarios de la denominada Tercera Vía como Tony Blair o Felipe González. Provenían del keynesianismo de posguerra y del reformismo socialdemócrata, pero asumieron el discurso conformista que proclamó el ocaso de la ideología, la extinción de la era industrial y la obsolescencia de la lucha de clases. Postularon una mirada socio-liberal y repitieron los mensajes privatistas, silenciando los monumentales desequilibrios creados por la desregulación de la economía.
Los teóricos de este giro asumieron una reivindicación pragmática del capitalismo. Presentaron la globalización como un rumbo inexorable que exigía mayor apertura, eficiencia y competitividad. Pero ocultaron el atropello a las conquistas sociales que introducía este curso1.
EL ESCENARIO DE LA INVOLUCIÓN
En gran parte de América Latina este período correspondió a la transición de las dictaduras a los regímenes constitucionales. Este pasaje fue negociado por las cúpulas militares y los partidos políticos tradicionales. Los autores que se aproximaron al social-liberalismo justificaron esos pactos, realzando su conveniencia para gestar procesos de soberanía y democratización. Eludieron analizar cómo esos compromisos generaban sistemas políticos maniatados y subordinados a los acreedores externos2.
Esos condicionamientos afloraron en los años 80-90 cuando la crisis de la deuda masificó la miseria y pulverizó la estabilidad del constitucionalismo. Allí se verificó el carácter opresivo de las “democracias excluyentes” forjadas en los años previos. Esos regímenes convalidaron el empobrecimiento popular y consumaron una gran transferencia de ingresos a favor de los banqueros.

Estos regresivos efectos fueron minimizados por los autores que promovieron los acuerdos de transición pos-dictatorial. Suponían que el constitucionalismo abriría las compuertas del bienestar, desconociendo las consecuencias de perpetuar estructuras económico-sociales inequitativas y adversas al desarrollo. Concentraron sus estudios en la temática institucionalista evitando cualquier referencia a la desigualdad, a los intereses de clase o a la explotación capitalista. Sólo difundieron miradas conservadoras para apuntalar el orden vigente3.
Inspirados en el modelo de la transición española, los dirigentes del Partido Socialista de Chile implementaron el esquema más acabado de esa estrategia. Pactaron el sostenimiento de la Constitución pinochetista y compartieron el gobierno de la Concertación. Ese curso se convirtió en el arquetipo de una administración socio-liberal. Promovieron el libre-comercio, la flexibilización laboral y la privatización de la educación.
El social-liberalismo fue también auspiciado por algunas versiones de origen euro-comunista. Recurrieron a la autoridad de Gramsci para destacar la conveniencia de forjar sociedades civiles cimentadas en la influencia cultural de los trabajadores. Sostuvieron que este proceso permitiría suavizar las normas coercitivas del estado y contrarrestar la preeminencia del mercado, a través de un consenso de largo plazo entre el proletariado y la burguesía.
Pero la experiencia posterior demostró que las clases dominantes no comparten el poder. Sólo cooptan a ciertas capas de origen popular utilizando las prebendas del estado. Se demostró que los espacios gestionados por los asalariados distan mucho de reproducir la paulatina conquista del poder que consumó la burguesía bajo el feudalismo. Los trabajadores no acumulan riquezas, no controlan empresas, ni administran bancos. Por estas razones tienen obstruida la reiteración del camino que históricamente transitaron los capitalistas. Antes de asumir el control del estado esa clase se convirtió en acreedora de los gobernantes y dueña del poder económico [4].

El socio-liberalismo hizo suyos todos los conceptos de la Tercera Vía, la transición pactada y el gramscismo social-demócrata. Con ese arsenal teórico escaló posiciones en los estados, la academia y los círculos de poder de América Latina. Varios autores provenientes del marxismo se transformaron en voceros de un enfoque complementario del neoliberalismo tradicional.
La defensa del modelo derechista ya no quedó restringida sólo a Mario Vargas Llosa, Carlos Rangel o Alberto Montaner. Tres figuras de la izquierda intelectual como Fernando Henrique Cardoso, Jorge Castañeda y Juan José Sebreli sumaron su voz a este campo.
Estos tres autores se embarcaron en el giro derechista fascinados por la globalización. Elogiaron las ventajas del mercado y exaltaron las virtudes del capitalismo. Cuestionaron frontalmente la Teoría de la Dependencia y rechazaron todos los resabios culturales del “setentismo”. Esta involución sintonizó con una concepción afín a las tradiciones librecambistas de las elites latinoamericanas.
EL ITINERARIO DE CARDOSO
Fernando Henrique Cardoso ha sido el principal exponente de las mutaciones socio-liberales en América Latina. Se consagró como inspirador de la Teoría de la Dependencia y terminó como instrumentador de las grandes reformas reaccionarias de las últimas décadas.
Comenzó su gestión presidencial (1995-2002) anunciando que “olvidaba todo lo escrito en el pasado”. Posteriormente argumentó que un “político no puede actuar como intelectual”. Con este viraje el afamado crítico a la dependencia puso en marcha el mayor proceso de desnacionalización económica de Brasil [5].
Cardoso fue un importante artífice de la transición pos-dictatorial. Durante ese período anticipó el pragmatismo que signaría su gestión neoliberal. La concertación con los gobiernos militares preparó su resignación frente al capitalismo globalizado. Difundió la creencia que ese tipo de amoldamientos conducía al bienestar social.
Este intelectual trabajó en un conocido centro de estudios (CEPBRAP) y en el partido político que negoció los pactos con la dictadura (MDB). En esa época postuló que el desarrollo de Brasil requería una estrecha asociación con grandes empresas extranjeras. Propiciaba “internacionalizar el mercado interno” mediante la apertura comercial al mundo. Fue muy hostil al proteccionismo y al modelo de CEPAL de industrialización basada en el intervencionismo estatal. Encabezó una escuela sociológica en Sao Paulo con raíces cosmopolitas muy próximas al liberalismo [6].
Posteriormente Cardoso coronó su regresión adoptando posiciones explícitamente derechistas. Encubrió esta conducta con argumentos de defensa de las administraciones “republicanas” frente a los gobiernos “populistas”. Ubicó en el primer campo a los mandatarios conservadores y en el segundo a los presidentes en conflicto con el establishment.
Esta actitud actualmente incluye un giro pro-norteamericano y una furibunda oposición a cualquier manifestación de lucha popular. Cardoso participa en todas las campañas regionales “contra el autoritarismo”. Advierte especialmente esta desgracia en Venezuela, Bolivia o Cuba y enaltece el rumbo opuesto de Colombia o México.
Este contraste ilustra hasta qué punto asimila el denostado populismo con las reformas sociales, la participación popular o la resistencia antiimperialista. También confirma que su ideal republicano presupone la represión de la protesta.
Su mensaje es propagado por los medios de comunicación dominantes que propician acciones golpistas contra Venezuela, embargos contra Cuba o provocaciones contra Bolivia. Cardoso es un promotor activo de esas medidas desde el lobby belicista que comparte con otros 55 ex jefes de estado (“Club de Madrid”). Un intelectual que inició su carrera analizando la dependencia cierra su ciclo vital en un reducto de la reacción [7].
UNA DEPENDENCIA INVERTIDA
Cardoso abjuró de todas la visiones críticas que expuso en un difundido libro sobre la dependencia. En su viraje neoliberal reinterpretó ese texto como una polémica con las teorías del subdesarrollo, que sobre-dimensionan los efectos de la inserción periférica de América Latina. Señaló que esa restricción no impedía el crecimiento y pulió su viejo texto de cualquier connotación antiimperialista8.
En los años 80 divulgó una versión más conservadora de esa teoría en frontal oposición a las vertientes marxistas de la dependencia (Marini, Frank, Dos Santos). Esta mirada se amoldó al liderazgo que asumió en los procesos de transición pactada con las dictaduras [9].
Mediante la revisión de su propia teoría Cardoso edificó el puente con el neoliberalismo. Estimó que su versión inicial de la dependencia sólo implicaba caracterizaciones del desarrollo, como sucesivos procesos de asociación de los capitalistas locales con las empresas foráneas. Contrapuso ese enfoque con las visiones más corrientes, que resaltaban los obstáculos al desenvolvimiento latinoamericano generados por esos acuerdos.
En esta reelaboración Cardoso transformó su descripción inicial de un modelo burgués asociativo en una reivindicación de ese curso. Ya no se limitó a trazar un retrato histórico del desarrollo regional impulsado por el capital extranjero, sino que tomó partido por ese camino. Una interpretación confusamente afín al ideario liberal se transformó en un proyecto favorable a ese rumbo.
En el clima contestatario de los años 60 Cardoso había quedado erróneamente identificado como un crítico de la dependencia, cuando en realidad ya exponía una tesis opuesta a esa visión. No sólo rechazaba la interpretación del atraso regional como resultado de la dominación colonial-imperialista, sino que sugería exactamente lo contrario.
Cardoso destacaba la existencia de un desarrollo resultante de esa dependencia, como consecuencia del ingreso de empresas foráneas a los mercados latinoamericanos. En la década del 80 dejó atrás el tono confuso de sus postulados y explicitó la conveniencia de profundizar la extranjerización de la economía mediante políticas neoliberales.
La ambigüedad inicial de Cardoso sintonizaba con su resistencia a explicitar alguna teoría de la dependencia. Prefería encarar un análisis acotado a “situaciones concretas de dependencia”. También objetaba los diagnósticos de CEPAL que proponían emerger del subdesarrollo mediante modelos de sustitución de importaciones.
Cardoso realzaba la existencia de una vía opuesta hacia el crecimiento, basada en entrelazamientos con inversores externos y en la gestación de una clase media con creciente poder de compra. Presentaba el despunte el Sudeste Asiático como un ejemplo de ese sendero [10].
Estas ideas fueron ponderadas por muchos analistas como correctivos del enfoque estructuralista sin advertir su estrecha conexión con el credo neoliberal. Ese vínculo estaba opacado por el léxico crítico que utilizaba Cardoso, para presentar una teoría de la no dependencia bajo el rótulo de la dependencia.
Sus planteos iniciales tampoco quedaron esclarecidos en la polémica que encaró contra las vertientes marxistas. Se enredó en una maraña de acusaciones contra un “estancacionismo” económico que jamás exhibieron sus adversarios. En este flanco la real discrepancia giraba en torno a la definición de la dependencia, como una condición estructural de la jerarquía imperialista mundial o como una situación meramente pasajera, en el fluido escenario del capitalismo global. Cardoso postulaba este segundo enfoque anticipando su posterior deslumbramiento por la globalización [11].
La trayectoria de este personaje es un ejemplo extremo de las paradojas que han rodeado a muchos intelectuales latinoamericanos. Un adversario acérrimo de la soberanía nacional y de las luchas sociales mantuvo durante décadas una aureola de pensador crítico y sorprendió a muchos con su opción por el neoliberalismo.
Pero esta involución no expresó sólo una adaptación a las vientos regresivos de la era thatcherista. Las teorías de Cardoso siempre estuvieron imbuidas de razonamientos próximos al liberalismo. Esta familiaridad quedó explicitada cuando el contexto externo permitió transparentar esos vínculos.
LA MUTACIÓN DE CASTAÑEDA
El mexicano Castañeda ingresó en la vida política como militante comunista, postulando una estricta defensa de los puntos de vista de clase en las discusiones teóricas sobre la dependencia. Esa trayectoria quedó abruptamente modificada por un viraje conservador que lo condujo al gobierno derechista de Fox. Como secretario de Relaciones Exteriores asumió una fanática defensa del libre-comercio y reivindicó las virtudes de una alianza con Estados Unidos12.
Esta involución se consumó con furibundos cuestionamientos a toda la izquierda. Abjuró de la revolución y propuso abandonar el proyecto socialista. Auguró el éxito del capitalismo, previó el declive de la rebelión popular, pronosticó un “futuro sin marxistas” y consideró agotada la trayectoria de la revolución cubana13.
Este réquiem a la rebeldía social fue curiosamente expuesto al comienzo de la crisis del neoliberalismo, en pleno retroceso de los gobiernos conservadores y en el debut de grandes levantamientos. Sus elogios al libre-comercio contrastaron con el fracaso del ALCA y su fascinación por Estados Unidos chocó con la pérdida de iniciativa del Departamento de Estado.
Castañeda anunció el fin de la protesta popular en coincidencia con el “caracazo” y poco antes de la sublevación zapatista. Detectó gran pasividad entre los oprimidos cuando se preparaban las grandes rebeliones de Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. También su celebración de las ideas conservadoras chocó con la reactivación del pensamiento de izquierda.
El intelectual mexicano no sólo postuló el carácter inmutable del modelo neoliberal en contraposición a los horizontes anticapitalistas. Rechazó toda posibilidad de cambio del orden vigente y concentró sus expectativas de desarrollo latinoamericano en los Tratados de Libre Comercio. Por eso propuso perfeccionar esos convenios mediante una diplomacia de presión, en el universo de lobbies que rodean al Congreso estadounidense14.
Castañeda se desempeñó como ministro del gobierno más pro-imperialista de la historia mexicana reciente. Al igual que Cardoso arremetió contra la influencia del “populismo nacionalista” (Venezuela) y ponderó la benéfica acción de la “izquierda moderada, globalizada y pragmática” (Chile)[15].

Este contrapunto ha sido un repetido argumento de la prensa conservadora. Castañeda retomó la misma prédica subrayando el carácter intrascendente de la ideología contemporánea. Estimó que un voto de izquierda carece de significado distintivo frente a su equivalente de derecha. Señaló que ambas posturas han perdido relevancia ante las conductas prácticas que asumen los individuos16.
Pero esta visión es incompatible con su continuada actividad como escritor y propagandista de los valores del status quo. Si esos mensajes ya no cuentan; ¿Por qué tanto empeño en su difusión? Declarando el fin de las ideologías, Castañeda postuló la muerte del pensamiento crítico y la vigencia de las teorías que convalidan el orden vigente. Supuso que su propia involución política era un rasgo compartido por toda la sociedad.
Por eso imaginó un futuro contemplativo de clases medias ascendentes y satisfechas con el escenario latinoamericano. Esta mirada refleja su distanciamiento de los padecimientos populares que periódicamente desatan rebeliones sociales. Esos levantamientos sorprenden y desmienten al ex marxista.
UNIFORMIDAD GLOBAL CONTINUADA
Al igual que Cardoso, Castañeda afianzó su concepción neoliberal a través de una dura polémica con la Teoría de la Dependencia. Primero expuso su rechazo con severos argumentos marxistas de preeminencia del razonamiento de clase. Posteriormente mantuvo la misma objeción con fundamentos neoliberales. En ambos períodos recurrió a planteos muy simplificados.
Castañeda cuestionó inicialmente la familiaridad de la Teoría de la Dependencia con la ideología burguesa y la problemática desarrollista. Criticó su alejamiento de la temática de la explotación y consideró que el dependentismo divorciaba el análisis de las sociedades latinoamericanas de la extracción de plusvalía, mediante estudios altamente concentrados en las deformaciones del capitalismo periférico. Destacó que los mecanismos de expropiación del trabajo debían ser realzados como los únicos patrones explicativos de la dinámica socio-económica. Señaló que al enfatizar la sujeción externa de la región, el dependentismo perdía de vista la primacía analítica de la explotación17.
Pero estos planteos ya indicaron una mirada reductiva, que en cierta medida explica la atracción posterior que ejerció el reduccionismo neoliberal sobre su pensamiento. El capitalismo no se limita a operar como un sistema de extracción de plusvalía. Esa confiscación es el eje de numerosas contradicciones, que enlazan la explotación económica con mecanismos de dominación política, racial o nacional. Para comprender este complejo funcionamiento del sistema es necesario jerarquizar el análisis de esta variedad de desequilibrios sin oponerlos entre sí.
Castañeda no sólo optó por esa contraposición. Objetó cualquier indagación complementaria de la apropiación general de plusvalía y criticó a los teóricos como Marini, que estudiaban las formas específicas de superexplotación en la periferia. Los acusó de omitir la centralidad de la confrontación clasista [18].
Pero desconoció que las investigaciones impugnadas apuntaban a clarificar la complejidad que asumen las formas de explotación en las regiones subdesarrolladas. Los teóricos marxistas de la dependencia percibían la existencia de modalidades de sujeción diferenciadas entre economías centrales y periféricas, en oposición al principio de uniformidad postulado por su crítico. Posteriormente Castañeda transformó esta idea de equivalencia entre los distintos países en una justificación de la globalización.
En su etapa inicial de ultra-marxismo el intelectual mexicano también cuestionó el “economicismo” de la Teoría de la Dependencia. Consideró que ese defecto conducía a desvalorizar las caracterizaciones políticas y la intervención en la lucha de clases.
Con el paso del tiempo Castañeda eliminó esta significación de las batallas clasistas, pero mantuvo la primacía asignada a la esfera política, como excluyente instrumento para mejorar el funcionamiento de la sociedad. Consideró que esa órbita de acción es auto-suficiente y permite prescindir de complementos radicales en el plano económico-social. Dedujo que el mantenimiento del sistema capitalista no obstruye los cambios progresistas, si se acierta en el camino político para lograr esos avances.
Al igual que Cardoso, Castañeda objetó un inexistente “estancacionismo” económico entre sus adversarios (Marini, Dos Santos) y a partir de esa crítica resaltó las grandes potencialidades del capitalismo. Aunque inicialmente pretendía destacar las múltiples contradicciones de este sistema, en los hechos desatendió esos desequilibrios para ponderar la pujanza de este modo de producción. Siguiendo esa pista se deslizó hacia el elogio de la mundialización neoliberal [19].
Castañeda desechó todas las obstrucciones al desarrollo latinoamericano que la Teoría de la Dependencia observaba en la sujeción financiera, tecnológica o comercial. Remarcó la irrelevancia de esos lazos de subordinación.
También relativizó las diferencias entre potencias y países periféricos e incluso postuló que el imperialismo es un rasgo compartido por múltiples países. Supuso que opera por igual en economías centrales (Estados Unidos, Francia, Inglaterra) y en formaciones intermedias (como México, Brasil, Irán o Corea del Sur)[20].
Partiendo de esta equivalencia objetó cualquier demanda antiimperialista, planteo de soberanía o crítica a la expoliación de los recursos latinoamericanos por parte de las empresas transnacionales. Esta descalificación expuesta en nombre de un socialismo planetario se transformó luego en globalismo neoliberal.
LA RECONVERSIÓN DE SEBRELI
A diferencia de Cardoso y Castañeda, el argentino Sebreli adoptó el neoliberalismo como proyecto exclusivamente intelectual. Absorbió paulatinamente este planteo junto a otros ex marxistas, que redescubrieron las virtudes de la democracia burguesa durante la transición pos-dictatorial que lideró Alfonsín. Su visión se distingue por la descarnada exposición de las tesis socio-liberales. No ensaya ningún atenuante para justificar su adscripción a estas propuestas.
Sebreli nunca alcanzó la influencia lograda por el ex presidente brasileño o el ex ministro mexicano. Pero expuso la concepción socio-liberal con mayor amplitud que sus colegas. Incursionó en todas las esferas de ese pensamiento e intentó una ambiciosa exposición de sus fundamentos. Por esta razón conviene evaluar con atención todas las aristas de su enfoque.
Al igual que Castañeda, el escritor argentino sustituyó la defensa inicial de formas incontaminadas de socialismo por un crudo extremismo liberal. Reemplazó sus críticas a las desviaciones populistas de la izquierda por una reivindicación del mercado y un apasionado elogio de Occidente [21].
El rechazo de Sebreli a la insuficiente radicalidad del tercermundismo se convirtió en explícita defensa de la mundialización neoliberal. Este giro cuenta con numerosos antecedentes en la historia latinoamericana. Ha sido una regresión repetida por distintos intelectuales desde la revolución mexicana hasta la actualidad22.
Ese tránsito fue particularmente intenso entre los dirigentes socialistas afines a la tradición librecambista que inauguró el argentino Juan B. Justo. Se distanciaron de la protesta popular y sólo conservaron las referencias al socialismo en el campo de la cultura. Esta evolución estuvo signada por la adopción de una extraña variedad del marxismo, tan reacia a la beligerancia popular como hostil a cualquier convergencia con el nacionalismo revolucionario.
El devenir de Sebreli se inscribe en este legado y actualmente incluye intensas cruzadas a favor de los gobiernos derechistas. Ha transformado su disgusto con el caudillismo en una diatriba contra el populismo. Identifica ese tipo de acción política con el fascismo de masas. Mediante ese paralelo reaviva la vieja idealización de la democracia (equivalente a Estados Unidos) y de la república (equiparada con gobiernos conservadores)[23].
Pero esa mirada invierte la realidad de América Latina al detectar fascismo en Chávez o en Evo y no en Uribe o en los golpistas de Honduras y Paraguay. Los militantes que resisten las provocaciones mafiosas son acusados de promover la violencia y los causantes de repetidas sangrías son exculpados de sus crímenes.
Sebreli ya no logra distinguir lo más básico del posicionamiento político. Confunde al agresor con el agredido y al fascista con el antiimperialista. Padece una fuerte alergia a cualquier indicio de intervención popular. Se irrita especialmente con las “multitudes”, olvidando que las masas son protagonistas centrales de cualquier transformación social.
El pensador argentino ha dejado atrás el socialismo de salón para expresar su enemistad con el populacho, desde los diarios tradicionales de la oligarquía. Al igual que Cardoso y Castañeda recuperó su matriz liberal, sepultó su incursión por el marxismo y retomó los valores de la intelectualidad conformista.
DEPENDENCIAS DILUIDAS
El recorrido seguido por Sebreli desde el purismo marxista hasta el social-liberalismo extremo incluyó una crítica virulenta a la Teoría de la Dependencia. Consideró que esa concepción carecía de sustento político por su estrecha ligazón con planteos emotivos. Estimó que todas las demandas de liberación nacional habían perdido sentido en un escenario de países con independencia política ya consumada [24].
Pero ese cambio de status derivado de victorias anticoloniales nunca fue desconocido por el marxismo antiimperialista. Esta visión simplemente evitó la fantasía de colocar en un mismo plano a todos los países que comparten el atributo de la soberanía formal.
Esta igualdad es cotidianamente violada por las potencias imperialistas que dominan el tablero mundial. Basta observar como la independencia de Grecia es mancillada por los acreedores alemanes o de qué forma la soberanía de Honduras ha sido desconocida por los golpistas de la embajada estadounidense. La misma violación instrumentan las tropas francesas que se despliegan por Costa de Marfil. Este desconocimiento de soberanías se verifica justamente en países que ya dejaron atrás su condición colonial.
Ignorando estas realidades Sebreli estimó que el propio concepto de subdesarrollo había perdido sentido en un mundo diversificado y signado por distintas situaciones de crecimiento en la periferia o estancamiento en el centro25.

Con esta mirada tendió a uniformar al planeta por la simple complejidad de contextos, sugiriendo que en la intrincada red de conexiones actuales “todos dependen de todos”. Como no aportó ningún criterio para definir jerarquías, tampoco introdujo conceptos para explicar por qué razón Estados Unidos goza de un status tan diferente a Honduras. Simplemente retomó la mitología de la equivalencia que difunde el neoliberalismo contemporáneo.
Sebreli invalidó también la dependencia con argumentos históricos, afirmando que el desarrollo desigual nunca obedeció a la explotación de las colonias. Destacó que hubo imperios que decayeron (España, Portugal, Turquía) y países que se desarrollaron luego de haber sido colonias (Estados Unidos, Australia, Canadá). Señaló que otras naciones no tuvieron posesiones externas (Suiza) y muchas se desarrollaron con sujeción política (Noruega, Nueva Zelandia) [26].
Con esta presentación de especificidades históricas sugirió que el crecimiento de las distintas economías, siempre estuvo divorciado de su relación con otros países y dependió por completo de méritos o desaciertos internos.
Pero esa interpretación confunde trayectorias iniciales específicas de cada país con el devenir del sistema mundial. Lo ocurrido en las etapas de menor desarrollo del capitalismo resulta insuficiente para entender el entrelazamiento internacional posterior de todas las economías. La variedad de cursos seguidos por los distintos países no desmiente la consolidación contemporánea de una estructura imperial polarizada.
LAS FUERZAS PRODUCTIVAS COMO JUSTIFICACIÓN
La hostilidad de Sebreli hacia la Teoría de la Dependencia se basa en una concepción del desarrollo histórico muy afín al positivismo de la vieja socialdemocracia. Los teóricos de la II Internacional identificaban el progreso de la sociedad con la maduración de las fuerzas productivas. Suponían que ese desarrollo conduciría a cierto bienestar bajo el impulso de la competencia capitalista. Observaban esa pujanza como una condición insoslayable para el futuro socialista [27].

Sebreli compartió plenamente ese enfoque, remarcando que los países subdesarrollados debían alcanzar un desenvolvimiento equiparable a los avanzados, antes de embarcarse en proyectos de igualdad social. Estimó que las economías centrales precedían a las periféricas, definiendo el curso a seguir durante un largo período previo al intento socialista [28].
Esa mirada utilizaba la terminología del materialismo histórico para exponer una teoría del progreso muy semejante a la visión liberal. Afirmaba que ciertos motores económico-sociales empujan a la sociedad hacia estadios más provechosos, siguiendo una direccionalidad preestablecida.
Ese enfoque sólo actualizaba el generador del impulso progresista. En lugar del espíritu hegeliano, la clarividencia de la razón o la mano invisible de Adam Smith subrayaba el impulso de las fuerzas productivas. Esta categoría era observada como un instrumento de gran potencialidad autónoma para modernizar los modos de producción.
Frecuentemente esta visión objetivista era presentada con una norma auto-evidente, que no que requería mayores evaluaciones. Se soslayaba la inconsistencia de un planteo que reduce todo el movimiento histórico al comportamiento de cierta variable. Omitía la enorme complejidad de la evolución social y su estrecha dependencia de acciones humanas. Desconocía que los antagonismos sociales y las luchas políticas han jalonado el curso efectivo de la historia.
La fascinación con las fuerzas productivas retrató el deslumbramiento del marxismo liberal con el desarrollo capitalista. Elogiaba el crecimiento y evaluaba los sufrimientos de los oprimidos como un precio a pagar por las mejoras del futuro. La explotación era vista como una desventura que el propio sistema tendía a morigerar, a través de reformas sociales.
Este razonamiento fatalista conducía a propiciar modelos de crecimiento acelerado, para permitir la aproximación de América Latina a los países avanzadas. Convergía con la teoría metropolitana del desarrollo y con sus recetas para afianzar la maduración del capitalismo regional.

El principal corolario de este esquema era la desvalorización o el explícito rechazo de la lucha social. Sebreli oscilaba entre cuestionar la irrelevancia y la nocividad de esa acción. Consideraba inútiles las luchas zapatistas durante la revolución mexicana, señalando la inviabilidad de sus metas agrario-comunales. Con el mismo razonamiento descalificaba a todos los movimientos guerrilleros posteriores de la región, objetando su afinidad con utopías ruralistas29.
Esta mirada era el calco de las posturas conservadoras que siempre despreciaron la intervención de las masas, identificándolas con la ignorancia o la obstrucción del progreso. En las visiones más benévolas, esas resistencias sociales eran observadas como actos motivados por creencias primitivas.
Pero este enfoque implícitamente supone que la historia se desenvuelve mediante un proceso dual de avance de las fuerzas productivas y sometimiento de los pueblos. No registra que este patrón de opresión contradice cualquier esperanza de emancipación. Si se progresa con desgracias para las mayorías y beneficios para las minorías: ¿Cuál es el saldo positivo del pasaje hacia estadios sociales más avanzados?
La respuesta del marxismo liberal era muy semejante a un comodín repetido por todos los opresores: los sufrimientos de hoy permitirán gozar de los beneficios del mañana. Pero en la mirada del positivismo socialdemócrata ese porvenir tampoco era imaginable, puesto que el mandato de las fuerzas productivas exigía siglos de capitalismo antes de cualquier desemboque igualitarista. Estos irresolubles enredos condujeron a un abandono de todas las referencias al socialismo y a una explícita reivindicación del capitalismo liberal.
El enfoque de Sebreli desconoce que la progresividad de los acontecimientos históricos no debe evaluarse con parámetros de crecimiento, inversión o innovación tecnológica. Este avance radica en la experiencia de lucha acumulada por los oprimidos. Ese legado sedimenta la memoria de sucesivas generaciones que heredan tradiciones de resistencia, afianzando los niveles de conciencia requeridos para los proyectos de emancipación30.

Sólo este proceso permite generar idearios pos-capitalistas. El motor de la historia es una búsqueda de caminos para erradicar los sufrimientos de los explotados y se ubica en las batallas encaradas por todos los artífices de la acción popular: plebeyos, campesinos, desamparados, obreros.
Es cierto que la efectividad inmediata de esta resistencia es superior cuando es asumida por sectores con mayor gravitación económico-social (como la clase obrera). Pero las esperanzas de emancipación son comunes y la gestación de ideas para alcanzar ese objetivo es un proceso nutrido por todas las experiencias de lucha.
Por estas razones los socialistas consecuentes siempre se han ubicado junto a los desposeídos. Optaron por ese lugar antes de elucubrar cualquier razonamiento sobre el rol de las fuerzas productivas. Sólo esta actitud es congruente con un proyecto anticapitalista. Al desechar este terreno Sebreli sembró las semillas de su propia evolución hacia el derechismo neoliberal.
TRADICIONES DE RESISTENCIA
Con sus tesis fatalistas de las fuerzas productivas Sebreli definió cuales eran las sociedades que merecían sobrevivir y desaparecer en el curso de la historia. Sitúo a las sociedades pre-colombinas en el destino de extinción y estimó que las rebeliones indígenas del siglo XVI estaban condenadas al fracaso [31].
Con esta caracterización repitió las leyendas difundidas por todos los vencedores, para presentar sus victorias como desemboques inexorables. Ese argumento fue utilizado para justificar las masacres perpetradas de los pueblos originarios. Siempre se resaltó la inviabilidad de los sistemas caídos y la progresividad de sus reemplazantes. Pero este planteo contradice igualmente las centurias de estancamiento que sufrió la región. La destrucción de sociedades pre-colombinas nunca fue sinónimo de despegue económico.
Como el social-liberalismo se ubica en un campo adverso a los oprimidos, no puede registrar el legado que dejaron las batallas de los pueblos originarios por su supervivencia. Esa resistencia perduró, forjó una tradición y terminó pavimentado, por ejemplo, las conquistas democráticas actualmente logradas en Bolivia.
La valoración de la historia con el patrón objetivista de las fuerzas productivas, simplemente supone que el ganador estaba predestinado a vencer. Con ese criterio de finales predefinidos, Sebreli presenta a las civilizaciones precolombinas como un terreno baldío y administrado por teocracias sanguinarias. Afirma que su declive era inevitable frente a la superioridad de los conquistadores. Considera que en el conflicto entre dos sistemas sociales siempre triunfa el más avanzado [32].
Pero esta mirada no aporta interpretaciones sino simples convalidaciones de lo ocurrido. Cortes era mejor que Moctezuma, los piratas británicos dejaron atrás a los virreyes españoles, los terratenientes criollos superaban a los gauchos y los financistas estadounidenses eran más virtuosos que los campesinos centroamericanos.
En función de resultados conocidos a posteriori se supone que los triunfadores eran los portadores del progreso. Este esquema olvida los incontables ejemplos históricos de causas avanzadas que fueron derrotadas por regímenes más regresivos de esclavistas, oligarcas o colonialistas. Un ejemplo clásico de ese resultado fue la destrucción del Paraguay durante la guerra de la Triple Alianza.
El social-liberalismo desconoce estas evidencias porque reproduce los mitos del capitalismo europeo. Ensalza la modernidad y supone que el avance de Occidente permitió el triunfo del cambio sobre la tradición, del trabajo sobre el reposo, de la razón sobre la emoción y de la ciencia sobre la magia33.
Este mismo contraste difundió el liberalismo para contraponer la inferioridad de las culturas autóctonas con la superioridad del legado europeo. Sebreli retoma esa mitología para burlarse de todas las herencias culturales inspiradas en realismos mágicos, serpientes emplumadas y divinidades telúricas34.
Postula una burda contraposición que desconoce el enriquecimiento generado por el contacto entre tradiciones disimiles. La tradición latinoamericanista contribuyó a la cultura universal con conocimientos y prácticas originales que sus descalificadores elitistas nunca comprendieron.

LOS MITOS DEL EURO-CENTRISMO
Sebreli enaltece el patrón unívoco de Europa exaltando la modernidad y el racionalismo frente al relativismo cultural y la primacía de lo particular. Supone que el occidentalismo enriquece a todos los individuos con la difusión de reglas universales, en una batalla contra los particularismos étnicos, regionales y nacionales [35].
Con estos términos retoma el clásico antagonismo entre civilización y barbarie, que postularon las elites librecambistas para descalificar las tradiciones autóctonas de América Latina. Mediante una distinción entre iluministas y retrógrados presuponían la total primacía cultural de una civilización frente a otra.
El escritor argentino recrea esas polaridades sin notar que sólo pueden contrastarse con cierta lógica en el terreno político y social, en función de posicionamientos favorables u opuestos al colonialismo, el imperialismo o el capitalismo. Y en este plano el liberalismo conservador siempre se ubicó en el campo adverso a la emancipación. El abanderado de la modernidad sustituye este análisis político por consideraciones filosóficas.
Su mirada reproduce todos los defectos de los enfoques euro-centristas de las ciencias sociales. Esa tradición recurrió inicialmente a criterios de la antropología convencional, para observar el comportamiento de los pueblos primitivos y evaluar su grado de lejanía con la sociedad occidental. El mismo parámetro era aplicado para descifrar los textos de las civilizaciones orientales y para indagar su nivel de distanciamiento de la modernidad.
Este abordaje forjó un esquema de interpretación de la historia que colocaba a Europa en un status prominente de modelo a seguir y pensamiento a copiar. El Viejo Continente era presentado como el rostro general de la sociedad futura. En este razonamiento se basó la idea de progreso, asociada a un devenir inevitable o una cualidad de la civilización occidental [36].

En su estadio marxista Sebreli asumió esos presupuestos contradiciendo los principios básicos del materialismo histórico. Olvidó que Marx forjó su concepción en una crítica a la exaltación del capitalismo europeo. El pensador alemán destacó la incompatibilidad de este sistema con la realización del individuo y subrayó la transitoriedad histórica de un modo de producción basado en la explotación.
En su madurez intelectual, Marx polemizó también con el mito smithiano de Europa como transmisora de un modelo comercial de desarrollo. Remarcó que el epicentro de este sistema no se ubica en el intercambio, sino en las relaciones sociales de propiedad. Explicó cómo el propio surgimiento del capitalismo se consumó mediante la expropiación de los campesinos y la creación del trabajo asalariado [37].
Las mitologías euro-centristas sustituyeron estas caracterizaciones por alabanzas al origen del capitalismo en el viejo continente. Atribuyeron ese nacimiento a ciertas virtudes de la civilización occidental como la liberad del comercio, los incentivos a la propiedad, la austeridad de los inversores o el rigor en el trabajo. Postularon que esos méritos permitieron la expansión de las ciudades y el avance de la ciencia.
Pero esas idealizaciones no registran que Europa fue agraciada por una dinámica de desarrollo desigual, que premió más su retraso que su anticipada modernidad. Las flaquezas de una estructura feudal frente a los sistemas tributarios más avanzados de otras regiones, aportaron la flexibilidad requerida para el despegue de los procesos de acumulación originaria. En otras zonas estados centralizados y más poderosos se apropiaban de todo el excedente bloqueando esa gestación inicial del capital [38].
La comprensión de estos procesos exige indagar la historia sin los presupuestos de superioridad previa que inspiran al euro-centrismo.
CONVERGENCIAS CON LOS NEOCLÁSICOS
Al incorporarse al universo teórico del liberalismo, Cardoso, Castañeda y Sebreli terminaron repitiendo las banalidades de la ortodoxia económica. Estos lugares comunes incluyeron la vigencia de un mundo inter-dependiente, el aporte del capital extranjero al desarrollo y la responsabilidad de las economías atrasadas en su propio estancamiento.
Con descalificaciones al pensamiento crítico latinoamericano, el social-liberalismo retomó todos los cuestionamientos neoclásicos a la Teoría de la Dependencia. Recogió especialmente las visiones económicas ortodoxas de los años 70, que presentaban la dependencia como un rasgo compartido por el centro y la periferia. Esas miradas descartaban cualquier influencia de esa subordinación en el subdesarrollo latinoamericano. Afirmaban que ningún país es pobre por ser dependiente y rechazaban la existencia de jerarquías imperiales. Además, exaltaban al capitalismo como un sistema global flexible que siempre mejora la situación de sus integrantes [39].
Los social-liberales reflotaron estos enfoques. También recogieron los cuestionamientos que planteó el economista ortodoxo Lall al concepto de dependencia. Esta noción fue objetada por su incapacidad para aportar criterios de distinción entre las distintas economías del planeta. Lall afirmó que todos los países mantienen entre sí relaciones de dependencia, en un contexto de inserciones centrales, subordinadas o hegemónicas en el mercado mundial40.
Con este diagnóstico objetó y al mismo tiempo aceptó la existencia de relaciones internacionales diferenciadas. Su postura ilustró la actitud del pensamiento económico convencional frente a las desigualdades internacionales. Este enfoque siempre ha oscilado entre la negación abstracta y el reconocimiento pragmático de esos desniveles. Por un lado desconoce esas brechas, recurriendo a un imaginario de mercado global perfecto. Por otra parte constata esas asimetrías, a la hora de abordar el problema con alguna pizca de realismo.
En oposición a esas inconsistencias la Teoría de la Dependencia resaltó la existencia de una gran fractura mundial y ensayó ciertas explicaciones de esa brecha. Cualquiera sean las insuficiencias de su respuesta, buscó interpretaciones para un problema clave del capitalismo contemporáneo. Los neoclásicos nunca pudieron siquiera ubicarse en la discusión de este tema.

Lall impugnó la vigencia de relaciones de dependencia, señalando que los capitales extranjeros no generan mecanismos de subordinación. También cuestionó la inconveniencia de exportar sólo materias primas y rechazó la existencia de tendencias al deterioro de los términos de intercambio.
Pero si ninguno de estos procesos induce a la polarización económica global: ¿A qué obedece la estabilización de enormes desigualdades entre el centro y la periferia en la historia del capitalismo? Si todos compiten en condiciones semejantes: ¿Por qué razón Francia o Inglaterra siempre mantuvieron un lugar estable como países desarrollados? ¿Cómo se explica el afianzamiento del retraso estructural de Nicaragua o Somalia?
Lall simplemente sugirió que la respuesta debía ser investigada en terrenos opuestos a la Teoría de la Dependencia, pero no aportó ninguna pista para esa indagación. Como atribuyó un carácter pasajero a las desigualdades mundiales se limitó a postular que la expansión del capitalismo resolvería en algún momento esas asimetrías. En esta cancelación del enigma fue acompañado por todos los teóricos del social-liberalismo.
Con la misma actitud negadora Lall evaluó los bloqueos a la acumulación en la periferia o los cuellos de botella a la industrialización. Estimó que esas obstrucciones desaparecerían una vez superados los obstáculos naturales que enfrenta cualquier despegue económico.
También aquí fue seguido por los social-liberales. Actualizaron la vieja caracterización del desarrollo como un recorrido transitado por todos los países. Postularon la existencia de una secuencia biológica de maduración anticipada por las economías adelantadas.
Pero esta trayectoria no se ha verificado en ningún lado. El capitalismo global reproduce las polaridades entre economías prósperas y relegadas, sin universalizar las ventajas del crecimiento. Abre ciertos campos de acumulación obstruyendo otros y multiplica los sufrimientos de las víctimas en que se apoya el avance de los ganadores.

Es cierto que estas fracturas presentan una diversidad y complejidad muy superior a la simple dualización centro-periferia, que concibieron los primeros teóricos de la dependencia. Pero estas insuficiencias fueron corregidas por otros estudios que incorporaron conceptos suplementarios al enfoque inicial. Esta nueva secuencia de nociones (semiperiferia, sub-imperialismo, variedad de centros, situaciones de suma cero) contribuyó a esclarecer la dinámica de las desigualdades nacionales y regionales.
El social-liberalismo quedó al margen de esta clarificación porque profundizó su afinidad con la visión neoclásica, hasta converger plenamente con sus ilusiones de prosperidad capitalista global. Estas fantasías también incluyen insólitos supuestos de cosmopolitismo que abordamos en el próximo texto.

11-9-2014

RESUMEN

El social-liberalismo adoptó los postulados de la Tercera Vía y motorizó las transiciones pactadas con las dictaduras, siguiendo el modelo de la Concertación chilena. FH Cardoso fue un artífice de estos procesos. Comenzó en el progresismo y concluyó como abanderado del ajuste. Transparentó su visión del desarrollo como un proceso de asociación con el capital extranjero y eliminó todos los resabios de la Teoría de Dependencia.
Castañeda abandonó la izquierda para sumarse a un gobierno derechista, convalidando el orden capitalista y cuestionando la rebeldía popular. Sustituyó caracterizaciones dogmáticas de la plusvalía por elogios a la uniformidad globalista. Transformó su crítica al economicismo en una idealización de la política y convirtió su tesis de múltiples imperialismos en aprobaciones del status quo.

También Sebreli reemplazó su defensa inicial de un socialismo puro por adscripciones al neoliberalismo. Sus viejos cuestionamientos a la subsistencia de brechas entre el centro y la periferia devinieron en una aceptación de la globalización. Enalteció el desarrollo de las fuerzas productivas estableciendo una falsa identificación del progreso con el capitalismo. Desconoció que el motor la historia es la búsqueda de la emancipación social, a partir de legados de resistencia aportados por todos los sectores oprimidos.
El social-liberalismo repite los mitos del eurocentrismo. Avala la destrucción de las civilizaciones pre-capitalistas, desvaloriza las culturas autóctonas y justifica la expansión colonial. Ha incorporado las simplificaciones de la teoría neoclásica, relativiza las desigualdades internacionales e imagina que los países atrasados reproducirán el desarrollo de los avanzados.

Claudio Katz
Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz

[1]Una justificación de ese enfoque en: Giddens, Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000, (pag 39-80, 85-107, 119-140).

[2]Varios ejemplos en: O’Donnell, Guillermo y Schmitter, Philippe 1988 Transiciones desde un gobierno autoritario: conclusiones tentativas, tomo 4, Buenos Aires, Paidós.
[3]Una crítica en: Osorio, Jaime. Explotación redoblada y actualidad de la revolución. ITACA- UAM, México, 2009, (pag 145-168, 237-239, 197-209).

[4]Nuestro enfoque en: Katz Claudio, “Las disyuntivas de la izquierda en América Latina”, Edición cubana: Editorial Ciencias Sociales La Habana, 2010, (pag 135-136).

[5] Ver: Kay, Cristóbal. “Teorías estructuralistas e teoría da dependencia na era da globalizacao neoliberal”, A América Latina e os desafíos da globalizacao, Boitempo, Rio, 2009. López Hernández, Roberto. “La dependencia a debate”, Latinoamérica 40, enero 2005, México.

[6]Ver: Martins Carlos Eduardo, Globalizacao, Dependencia e Neoliberalismo na América Latina, Boitempo, Sao Paulo, 2011, (pag 249-250, 253). Bresser Pereira, Luiz Carlos.“From the National-Bourgeoisie to the Dependency Interpretation of Latin America”, Latin American Perspectives,May 2011vol. 38 n 3.

[7]Cardoso Fernando, Henrique. A Suma e o resto, Editorial Civilización Brasileira, 2012, Rio de Janeiro, (pag 120-133, 154-156).

[8]Cardoso Fernando, Henrique; Faletto, Enzo. Desarrollo y dependencia en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica, Siglo XXI, Buenos Aires, 1969. Cardoso Fernando, Henrique. A Suma e o resto, Editorial Civilización Brasileira, 2012, Rio de Janeiro, (pag 31).

[9]Ver: Correa Prado, Fernando. “História de um não-debate: a trajetória da teoria marxista da dependência no Brasil”, Comunicao Politica, vol 29, n 2, maio-agosto 2011.

[10]Ver: Vernengo, Matías. “Technology, Finance and Dependency: Latin American Radical Political Economy in Retrospect”, Review of Radical Political Economics, vol 38, n 4, fall 2006. Palma, Gabriel. “Dependencia y desarrollo: una visión crítica”, en Dudley Seers, La teoría de la dependencia: una evaluación crítica, FCE, México, 1987.

[11]Ver: Sotelo Valencia, Adrián. “Dependencia y sistema mundial: ¿convergencia o divergencia?”, Rebelión,www.rebelion.org/noticia,4-9-2005.

[12]Castañeda, Jorge; Morales Marco. Lo que queda de la izquierda, Taurus, 2010, México, (pag 33).

[13] Castañeda, Jorge G. La utopía desarmada, Ariel, Buenos Aires, 1993, (pag 7-29, 145-195). Nuestra crítica en Katz, Claudio. Las disyuntivas de la izquierda en América Latina, Edición cubana, Editorial Ciencias Sociales La Habana, 2010, (pag 195-196).

[14]Castañeda, Jorge; Morales Marco. Lo que queda de la izquierda, Taurus, 2010, México, (pag 294-298). Castañeda, Jorge G, La utopía desarmada, Buenos Aires, Ariel,1993, (pag 331-361).
[15]Castañeda, Jorge; Morales, Marco. Lo que queda de la izquierda, Taurus, 2010, México, (pag 287-292).
[16]Op. Cit. (pag 30-31).
[17] Castañeda, Jorge; Hett, Enrique. El economicismo dependentista, Siglo XXI, 1991, (pag 10-11, 28-44, 85, 95, 187, 191).

[18] Op. Cit. (pag 14-27, 51-66, 105, 131).

[19] Op. Cit. (pag 75, 79, 135).

[20] Op. Cit. (pag 14-27, 28-44, 44-50, 67, 188-191).
[21]Sebreli, Juan José. Tercer Mundo mito burgués, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1975, (pag 11-19, 33-34, 197). Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag 321).
[22]Ver: Fernández Retamar, Roberto. Pensamiento de Nuestra América, CLACSO, Buenos Aires, 2006.
[23] Sebreli, Juan José. “El populismo rechaza la democracia”, La Nación, 4-11-2012.
[24] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag 318-320).
[25] Op. Cit. (pag 320-321).
[26] Op. Cit. (pag 321-323).
[27]Ver: Day, Richard B; Gaido, Daniel. Discovering Imperialism: Social Democracy to World War I, Brill, 2011.

[28] Sebreli, Juan José. Tercer Mundo mito burgués, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1975, (pag 215-242).

[29] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag 130-139).

[30]Hemos expuesto varios lineamientos de este enfoque en Katz Claudio, “Necesitamos pensar la unidad de América Latina desde abajo y desde la lucha social”, 3/12/2013, www.rebelion.org/noticia

[31] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag 263-266, 276-278, 287).
[32] Op. Cit. (pag 263-266, 276-278, 287).
[33] Op. Cit. (pag 205-239).
[34]Op. Cit. (pag 291-312).
[35] Op. Cit. (pag13-18, 25-40).
[36] Una crítica en: Wallerstein. Immanuel Capitalismo histórico y movimientos anti-sistémicos: un análisis de sistemas- mundo, 2004, Akal, Madrid, (pag 11-20, 326-345).

[37]Ver: Wood, Ellen Meiskins, “Eurocentric anti-eurocentrism”, Against the current, 92, may-june 2001.

[38]Ver: Amin, Samir. Modernité, religion et démocratie, Critique de l´eurocentrisme, Parangon, Lyon, 2008, (pag 198-213, 216-217, 218-222).

[39] Una descripción en: Blomstrom, Magnus; Hettne Bjorn. La teoría del desarrollo económico en transición, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, (pag 105-108).

[40]Lall, Sanya. Is dependence a useful concept in analysing underdevelopment?, World Development, 1975, Vol. 3, n 11-12, Pergamon Press.

Fundamentos teóricos del neoliberalismo

Fundamentos teóricos del neoliberalismo: su vinculación con las temáticas sociales y sus efectos en América Latina (2006)
Mariana Calvento
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: marianacalvento@yahoo.com.ar
Introducción

En la década de los noventa el pensamiento neoliberal se constituyó en la corriente de mayor consenso entre los sectores e instituciones financieras internacionales influyentes. El mayor consenso provino tras la caída del comunismo en Europa Oriental y en la Unión Soviética. Al perecer la única opción de oposición a la economía de mercado, el capitalismo neoliberal se instaló como la única alternativa viable. De ahí que se le bautizara con el nombre de “pensamiento único”.

No por singular, sino porque frente a él todas las interpretaciones alternativas (desde el mismo marxismo, que también tuvo sus ímpetus hegemonizadores, hasta las distintas variantes del keynesianismo y del Estado de Bienestar) parecen haberse fundido como la nieve (Rapoport, 2002: 357).

La década de los noventa también experimentó el auge de una problemática social: la pobreza. A mediados de dicha década se registraron 200 millones de pobres en América Latina, alrededor de 70 millones por encima del promedio anterior al periodo de la década de los ochenta.

Ambas temáticas, el neoliberalismo y la pobreza, se relacionan íntima y teóricamente; por lo tanto el objetivo del siguiente trabajo es analizar y demostrar dicha vinculación. Para ello se desarrollará en primer término la evolución histórica del neoliberalismo y se demostrará la relevancia que en esa corriente de pensamiento poseen los asuntos sociales.
En segundo término se analizarán las consecuencias de la aplicación de esta corriente teórica en América Latina. Se partirá de reconocer las diferencias que existen entre una teoría y su aplicación, ya que ésta varía tanto en las medidas y el grado en que son aplicadas, como así también la influencia de las características propias de los países donde son puestas en práctica.
Ante ello la situación de pobreza no puede ser atribuida exclusivamente a la corriente teórica que guía al Estado. Es decir, dicha situación de pobreza puede ser explicada por las características de aplicación de cada país en particular.
Apartado 1: La teoría neoliberal
Surgimiento del neoliberalismo
A mediados del siglo XX, en el mundo capitalista prevalecían diferentes formas del Estado social, entre ellos el Estado keynesiano. Esto no fue impedimento para que el austríaco Von Hayek publique su libro Camino de servidumbre. En esta obra planteaba una dura impugnación al Estado keynesiano de bienestar y con él nacía el neoliberalismo, como una reacción teórica y política vehemente contra el Estado intervencionista y de bienestar, en palabras de Perry Anderson (Anderson, 1999: 15).
En 1947, Hayek convocó a quienes compartían su orientación ideológica a una reunión en Mont Pélerin, en Suiza. Asistieron no sólo adversarios firmes del Estado de bienestar europeo, sino también enemigos férreos del New Deal norteamericano. Estuvieron presentes en ella, entre otros, Milton Friedman, Kart Popper, Lionel Robbins, Ludwing Von Mises, Walter Eukpen, Walter Lippman, Michael Polanyi y Salvador de Madariaga.
Allí se fundó la Sociedad de Mont Pélerin, que — según Perry Anderson— se tradujo en “una suerte de franco-masonería neoliberal, altamente dedicada y organizada con reuniones internacionales cada dos años. Su propósito era combatir el keynesianismo y el solidarismo reinantes, y preparar las bases de otro tipo de capitalismo, duro y libre de reglas, para el futuro” (Anderson, 1999: 15-16).
Para los concurrentes, la situación presente, que se resumía en el avance del totalitarismo, planteaba una seria amenaza a los valores fundamentales de la civilización: propiedad privada y el mercado competitivo. Para esta sociedad esos valores representaban las instituciones que mejor garantizaban la preservación de la libertad.
Friedrich Von Hayek
Von Hayek realizó, en esta etapa de surgimiento y constitución de la corriente neoliberal, una importante labor como formador de los lineamientos de dicha corriente. Su inspiración era fruto del rechazo que le provocaba toda clase de intervención estatal, pero particularmente la promovida por la teoría keynesiana.
Como señala Mario Rapoport (Rapoport, 2002: 359), Von Hayek tenía en mente no sólo al nazismo alemán, al socialismo “stalinista” o al laborismo inglés, sino, sobre todo, a la “aberración” teórica del keynesianismo; el cual, sin embargo, con sus políticas intervencionistas había ayudado a salir al capitalismo de la gran depresión de los años treinta.
Concisamente, para Von Hayek el socialismo y la libertad eran incompatibles y el papel del Estado en un sistema capitalista debía permanecer limitado. Hayek no dudó en comparar el Estado de bienestar con la dictadura, ya que para él la planificación que dicho Estado representaba llevaba implícita la supresión de la libertad. Como partidario del neoliberalismo, abogaba por la libre competencia de las fuerzas de la sociedad, como medio para coordinar los esfuerzos humanos.
No obstante, reconoció en su trabajo un papel activo por parte del Estado en ciertos aspectos, como por ejemplo que garantizara un marco legal para asegurar la iniciativa privada.
Para mantener una sociedad libre, sólo la parte del derecho que consiste en reglas de “justa conducta” (es decir, esencialmente, el derecho privado y penal) debería ser obligatoria para los ciudadanos e impuesta a todos. Es la tesis ultraliberal, basada en la descentralización y la desregulación total de la actividad económica, que entiende incluso que la libertad individual no depende de la democracia política y que ser libre es, por el contrario, no estar sujeto, salvo en el caso de los derechos señalados, a la injerencia del Estado (Rapoport, 2002: 359).

Al abordar particularmente el tema de la justicia y la equidad social, Von Hayek se animó a confesar la importancia que las mismas revestían, pero dejó en claro que para llegar a ese punto debía existir un apoyo para planificar una mejor distribución de la riqueza. Es aquí donde el autor dejó abierto el debate, a saber: si se estaba dispuesto a pagar el costo que dicha distribución implicaba.
Continuando con su análisis a favor de la competencia y contra la planificación, explicó que una mínima seguridad económica podía ser garantizada en un sistema de competencia y que la misma no encerraba una amenaza a la libertad individual. Es decir, trata en su trabajo la relevancia de la seguridad social mínima, que parecería incompatible con los lineamientos del neoliberalismo. No obstante, es explícito al remarcar en qué circunstancias debe ser aplicada.
No existe razón alguna para que el Estado no asista a los individuos cuando tratan de precaverse de aquellos azares comunes de la vida contra los cuales, por su incertidumbre, pocas personas están en condiciones de hacerlo por sí mismas […] como en el caso de la enfermedad y el accidente […] o víctimas de calamidades como los terremotos y las inundaciones. Siempre que una acción común pueda mitigar desastres contra los cuales el individuo ni puede intentar protegerse a sí mismo ni prepararse para sus consecuencias, esta acción común debe, sin duda emprenderse (Von Hayek, 1995: 157).
Remarquemos que deja asentado cómo el Estado, dentro de un sistema económico neoliberal, debe procurar asistencia a las personas que sean objeto de acciones que están fuera de su alcance para evitarlas. Esto le interesa ponerlo en claro, ya que así deja exceptuada la asistencia estatal a los casos donde se proteja a individuos:
Contra unas disminuciones de sus ingresos que, aunque de ninguna manera las merezcan, ocurren diariamente en una sociedad en régimen de competencia, contra unas pérdidas que imponen severos sufrimientos sin justificación moral, pero que son inseparables del sistema de competencia. Esta demanda de seguridad es, pues, otra forma de la demanda de una remuneración justa, de una remuneración adecuada a los méritos subjetivos y no a los resultados objetivos de los esfuerzos del hombre (Von Hayek, 1995: 158-159).
Von Hayek, por lo tanto, no rechaza de plano la intervención estatal. Apoya cierta participación del mismo en algunos aspectos. Empero, da primacía al resguardo de la libre competencia y la propiedad privada.
Auge del neoliberalismo
Tanto Perry Anderson como Julio Pinto (Pinto, 1996: 26) señalan que el surgimiento de esta corriente no se da en un momento histórico oportuno, ya que el mismo coincide con el auge del modelo de Estado keynesiano. Ambos autores indican que es recién en la década de los setenta, con la llegada de la gran crisis del modelo económico de posguerra, que la corriente neoliberal comienza a adquirir cuantiosos adeptos.
Al analizar dicha crisis, Von Hayek y sus seguidores consideraban que la misma era fruto del “poder excesivo y nefasto de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero, que había socavado las bases de la acumulación privada con sus presiones reivindicativas sobre los salarios y con su presión parasitaria para que el Estado aumentase cada vez más los gastos sociales” (Anderson, 1999: 16).
La solución que proponían era un Estado con dos funciones opuestas: fuerte para debilitar o quebrar el poder de los sindicatos; y limitado en relación con los gastos sociales y a las intervenciones económicas. El fin primero de esta corriente era lograr la estabilidad monetaria, para lo cual era indispensable una disciplina presupuestaria. Ello implicaba, por ende, la reducción del gasto social y la restauración de la tasa de desempleo para quebrar el poder de los sindicatos.
Es decir, no dejaban de reconocer las desigualdades sociales que intrínsecamente generaba el tipo de sistema que sugerían y argumentaban, asimismo, que la desigualdad era un valor positivo, imprescindible en sí mismo.
Milton Friedman

En este contexto de la crisis de los años setenta adquiere mayor relevancia la obra de Milton Friedman: Capitalismo y libertad. El destacado economista estadounidense y orientador de la influyente Escuela de Economía de Chicago se adhirió en la Universidad de Chicago a las ideas de Hayek.
Para Friedman el poder gubernamental era necesario pero peligroso; por lo que dicho poder debía ser limitado y descentralizado. El autor remarcaba la importancia y la necesidad de la existencia de un gobierno. Veía en él al determinador y árbitro de “las reglas del juego”. No obstante, su ámbito de participación debía ser limitado, ya que “lo que el mercado hace es reducir mucho el espectro de problemas que hay que decidir políticamente y, por consiguiente, minimiza la medida en la que el gobierno tiene que participar directamente en el juego” (Friedman, 1966).
En cuanto a la forma de gobierno que debía instaurarse, se inclinaba por la democracia y señalaba que el libre desarrollo del mercado se complementaba con esa forma de gobierno.
La amenaza fundamental a la libertad es el poder de coaccionar, ya esté en manos de un monarca, de un dictador, de un oligarca o de una momentánea mayoría. La preservación de la libertad requiere la eliminación de esa concentración de poder en la mayor medida posible y la dispersión y distribución de cualquier poder que no pueda eliminarse —un sistema de checks and balances. Al sustraer la organización de la actividad económica del control de la autoridad política, el mercado elimina esta fuente de poder coercitivo. Le permite al poder económico ser un balance contra el poder político en vez de un refuerzo (Friedman, 1966).
La visión de Friedman, en términos de pobreza, era considerar a la desigualdad como inherente al sistema económico.
El mercado le garantiza al individuo la libertad de aprovechar al máximo los recursos que están a su disposición, siempre que no interfiera con la libertad de los demás de hacer lo mismo. Pero no garantiza que tendrá los mismos recursos que otro […] Y no hay nada que pueda evitar que conduzcan a una gran disparidad en riquezas e ingresos.
Esto era así, en tanto y en cuanto “fuera de la caridad individual, no hay forma de eliminar esas desigualdades de riqueza que permanecerían inclusive en un mercado libre ideal, excepto mediante la interferencia con la libertad de los más afortunados” (Friedman, 1966).
No obstante, planteaba que históricamente un mercado libre ha producido menos desigualdad, una distribución de la riqueza más amplia, y menos pobreza que cualquier otra forma de organización económica. Entendía que había menos desigualdad en los países capitalistas avanzados, como Estados Unidos, que en países subdesarrollados como la India.
En el marco neoliberal alegaba que se debía garantizar un ingreso mínimo pero no más, pues toda medida contra la pobreza debilitaba el impulso de autoayuda de los pobres.
En síntesis, esta corriente de pensamiento neoliberal se ha orientado a darles una importancia secundaria a las cuestiones sociales como la pobreza y desigualdad. Privilegiaron ante todo la preeminencia del principio de propiedad privada y la libertad individual. Por lo tanto, llegaron a considerar que pese a que las desigualdades podían producirse por el sistema económico que defendían, estaba en manos de cada individuo procurar su seguridad y mantenimiento. Promueven un Estado limitado, y dicha característica la refuerzan mayormente en los temas sociales
Esta corriente fue la que guió a las políticas que se aplicaron en Latinoamérica, sobre todo en la década de los noventa. La siguiente sección se encargará de demostrar esta afirmación.
Aplicación del neoliberalismo en Latinoamérica
Consenso de Washington
En 1989, en la ciudad de Washington, se realizó un encuentro promocionado por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Mundial. En él participaron funcionarios del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, ministros de finanzas de los países industrializados, presidentes de prestigiados bancos internacionales y reconocidos economistas. El resultado y producto de dicho encuentro fue el Consenso de Washington, cuya paternidad se otorgó al economista John Williamson.
El Consenso se caracterizaba por ser un conjunto de “recomendaciones” que se daban a los países endeudados, mayormente latinoamericanos, al momento de solicitar renegociaciones de deudas como nuevos préstamos. Así la corriente de pensamiento neoliberal penetró en los países latinoamericanos, ya que como señala Frances Stewart:
Los cambios en el pensamiento en y acerca de los países desarrollados han tendido a ser seguidos, un poco después, por cambios similares en el pensamiento de los países en desarrollo. Este es un resultado natural de la fuerte influencia de los países desarrollados en los actores importantes, especialmente como resultado de la dominación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial por los países desarrollados (Stewart, 1998: 28).
A esto hace referencia Mario Rapoport, como también Eduardo Bustelo (Bustelo, 1998), quienes manifiestan que por medio de dichas instituciones es esparcida esta corriente filosófica por toda América con el nombre de “Consenso de Washington”. La implementación de dicho Consenso se materializa en el cambio del patrón productivo, que pasa de ser un modelo sustitutivo de importaciones a ser uno de apertura de la economía.
Las estrategias elaboradas en el Consenso pueden sintetizarse de la siguiente manera:
1. Disciplina fiscal que implica la reducción drástica del déficit presupuestario: su fin era solucionar los grandes déficit acumulados que condujeron a la crisis en la balanza de pagos y las inflaciones elevadas.
2. Disminución del gasto público, especialmente en la parte destinada al gasto social. Williamson en realidad proponía redistribuir el gasto en beneficio del crecimiento y los pobres, por ejemplo, desde subsidios no justificados hacia la atención sanitaria básica, la educación y la infraestructura.

3. Mejorar la recaudación impositiva sobre la base de la extensión de los impuestos indirectos, especialmente el IVA. La finalidad era que el sistema tributario combinara una base tributaria amplia con tasas marginales moderadas.
4. Liberalización del sistema financiero y de la tasa de interés.
5. Mantenimiento de un tipo de cambio competitivo.
6. Liberalización comercial externa, mediante la reducción de las tarifas arancelarias y abolición de trabas existentes a la importación.
7. Otorgar amplias facilidades a las inversiones externas.
8. Realizar una enérgica política de privatizaciones de empresas públicas.
9. Cumplimiento estricto de la deuda externa.
10. Derecho a la propiedad: debía ser asegurado y ampliado por el sistema legal.
Análisis del Consenso de Washington
Ninguno de los diez puntos expresados a través del Consenso, que iban a guiar las políticas económicas de la economía global, tenían que ver directamente con abordar las grandes inequidades o pobreza imperantes. Por cierto, “la reforma tributaria, la privatización, la abolición de los subsidios y la reducción del gasto público requeridas para eliminar los déficit presupuestales tenderían, indirectamente, a aumentar la inequidad” (Stewart, 1998: 37).
Por lo tanto, la importancia de lo social en dichas propuestas ha sido claramente secundaria. En la política económica propuesta dominaba una clara hegemonía de los mecanismos del mercado y una concepción de “lo social” restringida en el interés individual.
No había preocupación por la distribución del ingreso y la riqueza. Las desigualdades eran naturales y fruto del triunfo de los más aptos. Por ende, las políticas del Estado debían ser marginales y distributivamente neutras. Las denominadas políticas sociales debían concentrarse (focalizarse) sobre la pobreza y los grupos socialmente más vulnerables, y no sobre la distribución del ingreso. En los programas de ajuste que promovía el Consenso de Washington la política social se percibía, asimismo, como la herramienta esencial para establecer las bases de gobernabilidad que garantizaran la legitimación de las reformas exigidas por el mercado.
Las distintas formas de transferencia de ingreso a los pobres que implicaba la política social se basaban sobre una ética de compasión que fundamentaba el subsidio. A su vez, el subsidio era considerado como un desincentivo (vemos la influencia de Friedman), y su uso debía ser marginal y transitorio.
Al analizar las principales variables de la corriente neoliberal se puede vislumbrar que la concepción individualista imprime su característica central, junto con la primacía dada al mercado. Estos valores se corresponden con el predominio del sentimiento de responsabilidad individual.
Sin embargo, aunque dentro de esta corriente teórica corresponde al individuo procurar su bienestar, al Estado se le reconoce un cierto margen de acción. Así, refiriéndose a temas sociales como la problemática de la pobreza, el neoliberalismo prevé cierta participación del Estado. Como vimos con Von Hayek o Friedman, en las políticas sociales que se proponen actualmente hay un mínimo resguardo por el bienestar de la población.
Con base en el desarrollo precedente se puede afirmar que los fundamentos teóricos del neoliberalismo ya imprimían una tendencia a darle una importancia marginal a la pobreza o a considerarlos inherentes al sistema económico, como es el caso de Friedman.
A continuación se analizarán las consecuencias de la aplicación de esta corriente teórica tomando como punto de partida la posición de reconocer las diferencias que existen entre una teoría y su aplicación.
Apartado 2: Pobreza en América Latina
El modelo desarrollista
La pobreza es una característica constante de la historia de América Latina. No obstante, recién a mediados del siglo XX llegó a representar un problema de magnitudes notables. Según la CEPAL para fines de los años cincuenta, 51% de las personas se encontraba bajo la línea de pobreza.
La instauración del modelo económico desarrollista permitió enfrentar los problemas sociales que ocurrían en dicha época. Sobre la base de esta estrategia, el producto per cápita de América Latina creció en promedio a 2.7% anual entre 1950 y 1980.
El modelo desarrollista se guió por la teoría económica de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Esta teoría articuló a este modelo en torno a una concepción que atribuía a los Estados una capacidad de producir un desarrollo económico y social prometedor por medio de una modernización industrial acelerada. Por ende, este modelo tuvo como objetivo lograr “una industrialización que condujera a la autosustentación económica” (López, 1991: 470).
La estrategia latinoamericana del desarrollismo o “desenvolvimentismo” (en el caso de Brasil) implicó orientarse, económicamente, al desarrollo hacia adentro, buscando reducir la vulnerabilidad frente a los acontecimientos económicos internacionales. Significó una política de industrialización que tomó como núcleo y foco dinamizador al mercado interno. Esta estrategia atribuyó capital relevancia a la ayuda masiva del Estado para el establecimiento y perfeccionamiento de la infraestructura material y para el crédito subsidiado que va al sector privado.
En el caso del funcionamiento del modelo desarrollista fue necesaria la adquisición de capitales, que se obtuvieron a través de fuentes internas y externas. En lo relativo a los capitales externos se trazaron cambios institucionales para facilitar su ingreso, adquiriendo éstos mucho mayor peso en la industria latinoamericana, demarcando así una nueva dependencia. La CEPAL, que buscaba generar independencia respecto de las exportaciones primarias, no veía contradicción en utilizar capitales extranjeros, ya que se carecía de fuentes internas.
Paralelamente, el modelo desarrollista avalaba el impulso de las políticas sociales, ya que éstas implicaron el fomento de la inversión pública en infraestructura social (educación, salud, etc.), como así también programas de construcción de vivienda por empresas privadas con financiamiento privado y público, y similares; ampliaron el consumo colectivo de los trabajadores y elevaron su nivel, y el consumo individual a través de las políticas de empleo, salarios y precios.
Según Carlos Vilas, “la política social fue encarada como una dimensión de la inversión y no del gasto […]. Las políticas sociales contribuyeron al desarrollo capitalista, le imprimieron un sesgo reformista y alimentaron la movilización social, y en esa medida dotaron de una amplia base de legitimidad al Estado” (Vilas, 1997: 933).
Por lo tanto, la política social se consideraba un vértice importante en el crecimiento de los países orientados al modelo desarrollista. Estas políticas no fueron fruto de un sentimiento de solidaridad, sino de objetivos económicos, como fue el generar un consumo colectivo.
El modelo desarrollista, en su conjunto, consiguió entre 1960 y 1980 que la población en condiciones de pobreza se redujera de 51% a 33% de la población total de América Latina [véase cuadro 1].
No obstante, las debilidades del modelo desarrollista pronto se hicieron evidentes. Las debilidades manifestadas provinieron, en parte, de la utilización del proteccionismo y la dependencia del sector exportador. La primera debilidad, el proteccionismo, considerado primordial para el desarrollo industrial, logró crear industrias “de alto costo e ineficientes en todo sentido”, como señala Bulmer-Thomas. Esto fue provocado por “las distorsiones del factor precio, la falta de competencia en el mercado interno y la tendencia a una estructura oligopólica, con elevadas barreras de ingreso” (Bulmer-Thomas, 1998: 329).
Estos factores impidieron establecer una producción industrial capaz de instalarse en los mercados internacionales, lo que puso de manifiesto su dependencia del sector agroexportador, la segunda debilidad. Esta dependencia del sector exportador se explica porque los bienes de capital necesarios para el desarrollo industrial debieron ser financiados por el sector agroexportador, ante la incapacidad efectiva de exportación de productos industriales. El sector agroexportador, debido mayormente a los embates de las variaciones en los precios internacionales, fue incapaz de cubrir los costos para la industrialización. Esta situación llevó al desequilibrio de las balanzas de pagos.
La recesión internacional y la crisis de la deuda de la década de los ochenta, más las debilidades explicadas del proteccionismo y la dependencia del sector exportador, marcaron el fin del modelo desarrollista.
La crisis de la deuda
La crisis de la deuda caracterizó toda la década de los ochenta. En números concretos la deuda total de la región representó a 399% de las exportaciones totales de 1987, es decir, cerca de los U$S 430 mil millones. El pago de intereses alcanzó para el mismo año 30% de las exportaciones [véase cuadro 2].
En Argentina, como en Chile y Uruguay, la problemática de la deuda externa, sumada a la imposibilidad de encontrar mercados para sus exportaciones, llevó a establecer medidas de austeridad que incluían “menores salarios reales, recortes en el gasto gubernamental, incentivos a la inversión privada, devaluación y menor proteccionismo” (Cardoso-Helwege, 1993: 106).
En este periodo la pobreza y la desigualdad del ingreso empeoraron. El incremento de la pobreza fue un proceso que abarcó a la mayoría de los países latinoamericanos [véase cuadro 3], pero principalmente alcanzó números alarmantes en Argentina y Brasil. Este aumento de los índices de pobreza llevó a revertir la tendencia decreciente del número de pobres que se había logrado con la estrategia desarrollista.
La desigualdad, por su parte, se profundizó: en Argentina, Venezuela, Brasil, Costa Rica y en Chile la desigualdad aumentó. Hubo, no obstante, algunas excepciones como fue el caso de Colombia y Uruguay.
Altimir afirma que “casi todos los países latinoamericanos experimentaron una aguda redistribución del ingreso en esa década de crisis, ajuste y reformas, en la mayoría de los casos con un saldo neto regresivo al final de la década” (Altimir, 1999: 30).
El gasto social también se vio afectado: si antes de la crisis era insuficiente, las políticas de ajuste utilizadas para subsanar la situación económica lo redujeron aún más [véase cuadro 4]. Es decir, la crisis de la deuda trajo consigo una serie de medidas que implicaron la reducción del gasto destinado a programas sociales. Esta reducción implicó, consecuentemente, el empeoramiento de la situación social.
Las políticas sociales también afrontaron variaciones en este periodo (variaciones que se consolidarían en los noventa). Con la crisis del modelo desarrollista, las políticas sociales envueltas en el concepto de desarrollo social (inversión) perecieron. En su lugar fue instaurado un nuevo tipo de política social, donde predominaba el enfoque de verla como compensación social (gasto). Las políticas sociales eran consideradas de carácter asistencial, así como también temporarias.
La incorporación de políticas neoliberales
Si bien hubo algunos intentos de revivir la estrategia desarrollista, paralelamente comenzaba a extenderse la idea de un nuevo tipo de modelo económico. Este nuevo modelo, distinto al desarrollista, se inclinaba por la no intervención estatal, la privatización y la liberalización. Para la década de los noventa gran parte de los países latinoamericanos se encontraron aplicando políticas de corte neoliberal. Algunas de esas políticas aplicadas fueron: la redistribución regresiva del ingreso, el ajuste del mercado de trabajo, la reasignación de recursos entre actores y sectores económicos, la apertura asimétrica al exterior, la liberalización de los mercados (mayormente el financiero) y el debilitamiento de la industria.
A principios de los noventa se registró un crecimiento económico moderado de la región. Sin embargo, el crecimiento alcanzado no logró revertir los índices de pobreza. La pobreza y la desigualdad continuaban con números elevados: para 1990 se registraron 200 millones de pobres, alrededor de 70 millones por encima del promedio anterior al periodo de crisis de la deuda.

No obstante hubo algunos casos donde la pobreza manifestó un leve descenso como en Chile, República Dominicana, Panamá, Uruguay y Brasil. Por el contrario, en Perú, México, Nicaragua, Venezuela y El Salvador la pobreza aumentó.
En cuanto a las políticas sociales de este nuevo modelo, el neoliberal Vilas señaló tres características básicas de las mismas (Vilas, 1997: 936-941):
Descentralización: implica la transferencia de decisiones de política social a municipios, gobiernos provinciales y Organizaciones No Gubernamentales. La crítica a esta característica es la escasez que en esos niveles gubernamentales se tiene en cuanto a recursos administrativos, materiales, humanos, etcétera.
Privatización: su objetivo era aliviar la crisis fiscal de los Estados y mejorar la calidad de los servicios. Pero, señala el autor, el arancelamiento de los servicios públicos provocó la limitación en el acceso a dichos servicios, ya que sólo las personas con recursos pueden hacerse cargo de sus costos.
Focalización: como oposición al universalismo característico del modelo económico anterior, respondía a la necesidad de confrontar la masificación de los problemas sociales con fondos recortados.
Para el autor dentro del “esquema neoliberal la política social se relaciona con la política económica por una vía eminentemente pasiva: liberar recursos financieros para la acumulación y prevenir tensiones sociales en situaciones límites” (Vilas, 1997: 945).
Frente a este contexto de un nuevo modelo económico y de políticas sociales de corte neoliberal, la pobreza presentó una tendencia creciente. Esta tendencia se vio potenciada por las crisis de los últimos años de la década de los noventa. A fines de 1994 y comienzos de 1995, la crisis mexicana afectó la región, y en 1998 se produjo el contagio de la crisis asiática a Brasil. El continente logró recuperarse de sus crisis, pero las economías quedaron extremadamente expuestas a shocks externos por sus propias vulnerabilidades.

En este desarrollo de la evolución de la pobreza en América Latina pudimos señalar las características principales que la situación tomó en los diferentes periodos que atravesó la economía latinoamericana desde mediados del siglo XX a la actualidad.
Durante la aplicación de principios desarrollistas la pobreza logró ser disminuida. En parte, ello fue fruto de que el mismo modelo económico generaba la incorporación de importantes cantidades de población al mercado laboral. Sin embargo, también las políticas sociales encaradas por este modelo, más allá de sus fines económicos, alentaron a mejorar la situación social de la población.
Las limitaciones del modelo desarrollista, más la crisis de la deuda en los ochenta, dio inicio a un proceso de continuo crecimiento de la pobreza. En esta época la pobreza alcanzó índices sin precedentes lo que fueron no fueron revertidos en la próxima década. La situación de crisis llevó a niveles de pobreza impensados en la región, y al volver a una época de cierta estabilidad este indicador se mantuvo e incluso aumentó [véase cuadro 5].
La incorporación de medidas neoliberales en las economías latinoamericanas tuvo limitados efectos positivos: logró incrementar el crecimiento económico de la región a principios de los noventa. No obstante, ello no se tradujo en disminución de la pobreza, ya que la misma, desde 1990 hasta 1999, presentó una tendencia ascendente. A ello favoreció, en parte, las características que las políticas sociales adquirieron en el modelo implementado.
Consideraciones finales
Las principales variables de la corriente neoliberal centraban, y centran, su atención sobre una concepción individualista del ser humano y sobre un papel privilegiado del mercado sobre la sociedad. En cuanto a los temas sociales, como la problemática de la pobreza, el neoliberalismo preveía cierta participación del Estado. Sin embargo, el predominio del sentimiento de responsabilidad individual en los valores del neoliberalismo imprimió una tendencia a darle a la pobreza importancia marginal o a considerarla inherente al sistema económico.

La poca relevancia dada al tema se potenció en el Consenso de Washington, en el que ninguno de los diez puntos tenía que ver directamente con abordar las grandes inequidades o pobreza imperantes.
Paralelamente, la crisis de la deuda y la del modelo desarrollista dieron inicio a un proceso de continuo crecimiento de la pobreza en América Latina. En esta época la pobreza alcanzó índices sin precedentes que fueron relativamente revertidos a comienzos de la década de los noventa. Relativamente, porque pese a reducirse, los índices se mantuvieron dentro de parámetros elevados.
La incorporación de medidas neoliberales en las economías latinoamericanas no mejoró la situación. Su incorporación tuvo limitados efectos positivos que se circunscribieron al incremento del crecimiento económico de la región a principios de los noventa. Esta situación por sí sola no consiguió combatir efectivamente la pobreza.
En síntesis, el presente trabajo buscó relacionar la pobreza y el neoliberalismo tanto en sus aspectos teóricos como en sus aplicaciones prácticas en América Latina. La combinación de ambas temáticas y sus efectos en los ámbitos sociales, económicos, etc. han establecido una nueva realidad en los escenarios latinoamericanos, que debe ser debatida, entendida y abordada de manera eficaz para procurar lograr el acceso a una vida digna, la cual es derecho de todos.
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Información sobre la autora
Mariana Calvento. Maestrando en Desarrollo Local, por la Universidad Autónoma de Madrid-Universidad Nacional de General San Martín. Sus líneas de investigación son: Estado, desarrollo y políticas públicas. Desafíos para la inserción global y estrategias de desarrollo local en contextos desiguales, y estrategia marca país-Argentina. Sus publicaciones más recientes son: “Acuerdos comerciales en América Latina”, en Los mapas del comercio. Una mirada sobre las geografías cambiantes de América Latina (2005); “Pobreza en América Latina: la experiencia argentina en la década de 1990”, en Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales (2006) [disponible en .

Semiótica, cultura y comunicación

SEMIÓTICA, CULTURA Y COMUNICACIÓN. LAS BASES TEÓRICAS DE ALGUNAS CONFUSIONES CONCEPTUALES ENTRE LA SEMIÓTICA Y LOS ESTUDIOS DE LA COMUNICACIÓN

Por Carlos Vidales

Presentación

El artículo que aquí se presenta tiene su antecedente inmediato en un trabajo previo (Vidales, 2008d) en el cual se bosquejó un primer acercamiento a la forma en que se ha establecido la relación entre la semiótica y los estudios de la comunicación. En ese momento se argumentó que algunos lugares comunes sobre la semiótica y el estudio de la comunicación quizá podrían tener un origen similar que se remonta a los años setenta y ochenta con los trabajos de Umberto Eco y los de Iuri M. Lotman, los cuales ya habían planteado un lazo de interdependencia entre semiótica, cultura y comunicación.

Sin embargo, lejos de poder establecer un estado actual de la semiótica de la cultura o de las reflexiones sobre la cultura dentro de los estudios de la comunicación, ese primer acercamiento evidenció una doble problemática: primero, la reducción de la semiótica de una lógica general a una herramienta metodológica en los estudios de la comunicación producto de la confusión en el uso de los conceptos y sistemas conceptuales devenidos de la semiótica y; segundo y más importante, evidenció las consecuencias de la incorporación a la semiótica del pensamiento sistémico.

De este segundo reconocimiento nace el argumento central que aquí se desarrolla, dado que la incorporación del pensamiento sistémico ha transformado a la cultura de un concepto de espacio a un concepto de configuración y a la comunicación de un proceso de intercambio a un producto de la complejización progresiva de los sistemas semióticos.

Sin embargo, al mismo tiempo que se reconocen las implicaciones y consecuencias de la incorporación del pensamiento sistémico a la reflexión semiótica, es necesario reconocer una segunda problemática vinculada a la relación de la semiótica con los estudios de la comunicación, relación que ha generado un espacio de confusión y malentendidos conceptuales.

Como ya se ha afirmado, tanto los trabajos de Umberto Eco como los de Iuri M. Lotman se encuentran estrechamente vinculados tanto a la semiótica como a los estudios de la comunicación, pues lo que ambos hicieron fue plantear, desde la base semiótica, una forma de conceptualizar a la comunicación, llegando ambos a plantear «modelos» comunicativos de análisis como un intento formal de entender los fenómenos no sólo de comunicación, sino de la cultura en general.

Lo anterior permite establecer el segundo problema, dado que sugiere que el elemento de enlace entre la semiótica y los estudios de la comunicación, no es el reconocimiento de la epistemología semiótica para el estudio de los procesos culturales, sino la cultura y la comunicación como conceptos compartidos. Por lo tanto, lo que aquí se sostiene es que la semiótica y los estudios de la comunicación comparten a la «cultura» y la «comunicación» como palabras, pero no como conceptos y mucho menos como elementos constructivos.

Por otro lado, pese a que Eco y Lotman comparten a la comunicación y la cultura como conceptos centrales y al marco semiótico como teoría general, en realidad no comparten la misma lógica constructiva. En el primer caso, ambos conceptos se desarrollan en el marco de una teoría estructural, mientras que en el segundo caso, ambos son desarrollados desde el punto de vista sistémico.
Este es un elemento clave para entender no sólo el movimiento posterior de la relación de ambos programas con los estudios de la comunicación, sino, sobre todo, para entender el origen de algunos malentendidos sobre la incorporación de la semiótica a los estudios de la comunicación. Mientras la cultura desde el programa estructural sigue funcionando como concepto de contextualización espacio-temporal, desde la perspectiva sistémica se transforma, pasa de ser un concepto de espacio a ser un concepto de configuración.
Y en eso consiste el trabajo que aquí se presenta, es decir, en reconocer las características de la cultura y la comunicación en el marco de la semiótica de Umberto Eco y en la semiótica de Iuri Lotman con la finalidad de estudiar, sobre la base ya explícita de ambos sistemas conceptuales, la transformación ontológica y epistemológica de la cultura y la comunicación así como algunos malentendidos que se han producido en los estudios de la comunicación cuando éstos han decidido incorporar a sus estudios la perspectiva semiótica. Por lo tanto, estos tres momentos son los que corresponden a las tres secciones en las que se encuentra organizado el trabajo y las cuales se desarrollan a continuación.
Cultura y comunicación: el legado estructural de Umberto Eco
Como ya se ha mencionado en la presentación a este trabajo, en vías al reconocimiento de la primera problemática referida a la transformación ontológica y epistemológica de la cultura y la comunicación, es necesario partir por hacer explícitos los sistemas conceptuales y los principios constructivos desde donde se pretende establecer la relación, es decir, es necesario hacer explícito tanto el sistema conceptual de Umberto Eco como el de Iuri M. Lotman así como sus conceptos fundamentales y sus principios constructivos .
De lo que se trata es, por tanto, de establecer los criterios epistemológicos desde donde se construyen conceptualmente tanto a la comunicación como a la cultura en ambos programas, por lo que se comenzará, por criterios analíticos, por explicitar la propuesta de Umberto Eco, quien formuló en los años sesenta tres hipótesis fundamentales sobre la cultura, la significación y la comunicación en el marco de la explicitación de los límites naturales de la investigación semiótica, los cuales habrían de darle forma a lo que llamaría el «umbral superior» y el «umbral inferior», límites fuera de los cuales determinado fenómeno ya no es considerado semiótico o como responsabilidad de la semiótica .

La propuesta que realizó Umberto Eco en los años sesenta está basada en la idea de que la cultura por entero es un fenómeno de significación y de comunicación, lo que tiene como principal consecuencia que humanidad y sociedad existan sólo cuando se establecen relaciones de significación y procesos de comunicación, es decir, la semiótica cubre todo el ámbito cultural, por lo tanto, el conjunto de la vida social puede verse como un proceso semiótico o como un sistema de sistemas semióticos.
Estas primeras consideraciones le van a permitir plantear las tres hipótesis referidas, a saber, a) “la cultura por entero debe estudiarse como fenómeno semiótico; b) todos los aspectos de la cultura pueden estudiarse como contenidos de una actividad semiótica y c) la cultura es sólo comunicación y la cultura no es otra cosa que un sistema de significaciones estructuradas” (Eco, 2000:44).
Para Eco (1999a), la primera hipótesis convierte a la semiótica en una teoría general de la cultura y, en un momento dado, en un sustituto de la antropología cultural. Sin embargo, el reducir toda la cultura a comunicación no significa reducir la vida material a una serie de acontecimientos mentales puros, es decir, no quiere decir que la cultura sólo sea comunicación sino que ésta puede comprenderse mejor si se estudia e investiga desde el punto de vista de la comunicación.
Por su parte, la segunda hipótesis implica tan sólo una posibilidad, una forma de aproximación al fenómeno de la cultura. Por último, la tercera hipótesis es la más seria, dado que implica a la semiótica no como forma de aproximación sino como forma de estructuración, como elemento de organización y configuración de la cultura. Aunque Eco reconoce esta tercera hipótesis como la más radical, su desarrollo posterior parece transitar en este sentido, es decir, más que en el análisis, en la construcción de un modelo semiótico de la cultura. De esta forma, lo que emerge al final es, implícitamente, una forma especial de comunicación.
Hablar del desarrollo posterior de la semiótica de Eco es hablar de su teoría de los códigos y de la producción de los signos, propuesta que se convierte, junto a la propuesta de Lotman, en un intento por sintetizar y superar dos programas sumamente diferentes, el de Peirce y el de Saussure, lo cual se hace evidente en su consideración de sistemas codiciales y de producción sígnica.
Para Eco, el código asocia un vehículo-del-signo con algo llamado su significado o su sentido, es decir, un signo es cualquier cosa que determina que otra diferente se refiera a un objeto al que ella misma se refiere en el mismo sentido, de forma que el interpretante, se convierte a su vez en un signo y así sucesivamente hasta el infinito. “En este continuo movimiento, la semiosis transforma en signo cualquier cosa con la que se topa. Comunicarse es usar el mundo entero como un aparato semiótico” (Eco, 1973:90). Como se puede observar, desde un comienzo aparece en el horizonte constructivo el elemento comunicativo.
En sus primeros bosquejos, Eco había retomado parte del programa saussureano para la explicación de su punto de vista sobre lo comunicativo y lo cultural, expandiendo así el modelo lingüístico inicial hacia otro tipo de materialidades, lo que trajo evidentemente algunas complicaciones. En la Lingüística, de la unidad sígnica se puede pasar a unidades más pequeñas como los morfemas o los lexemas, lo que acarrea en Eco una primera pregunta: ¿a qué nos referimos al hablar de unidad semántica o unidad cultural? ¿Cuál es su forma de existencia? (Eco, 1973).
Según Eco, la cultura divide todo el campo de la experiencia humana en sistemas de rasgos pertinentes. Así, “las unidades culturales, en su calidad de unidades semánticas, no son sólo objetos, sino también medios de significación y, en ese sentido, están rodeadas por una teoría general de la significación” (Eco, 1973:100).
En consecuencia, una unidad cultural no sólo mantiene una especie de relación de oposición de carácter semántico con otras unidades culturales que pertenecen al mismo campo semántico, sino que, además, está envuelta en una especie de cadena compuesta por referencias continuas a otras unidades que pertenecen a campos semánticos completamente diferentes, por lo que una unidad cultural no es sólo algo que se opone a algo, sino algo que representa algo diferente, es decir, un signo (Eco, 1973).
Esta primera consideración implica que la investigación semiótica se extienda más allá de las materialidades verbales hacia unidades culturales más diversas, cuya particularidad específica es que su posición es producto de sus relaciones. El punto central es comprender que estas unidades culturales no son independientes, sino dependientes de sus relaciones con otras unidades.
Lo anterior lleva a Eco a plantear una primera condición de la cultura, a saber, “la cultura surge sólo cuando: a) un ser racional establece la nueva función de un objeto, b) lo designa como el «objeto» x, que realiza la función y, c) al ver al día siguiente el mismo objeto lo reconoce como el objeto, cuyo nombre es x y que realiza la función y” (Eco, 1973:108).
Éste es precisamente el origen de las primeras hipótesis aquí anotadas, al suponer que dentro de la cultura cualquier entidad se convierte en un fenómeno semiótico, por lo que las leyes de la comunicación se convierten en las leyes de la cultura.
Así, la cultura puede estudiarse por completo desde un punto de vista semiótico y a su vez la semiótica es una disciplina que debe ocuparse de la totalidad de la vida social. Éste es el contexto de la emergencia del modelo comunicativo de Eco, el cual había sido bosquejado en el marco de la propuesta de una teoría semiótica y de la cultura a finales de los años sesenta, específicamente en 1968 con la publicación de La estructura ausente.
Sin bien el mismo Eco reconoce algunos problemas de esta primera obra, la cual será completada más tarde, en 1976, con la publicación del Tratado de semiótica general , el lugar de la comunicación y la fundamentación semiótico-cultural de esta primera propuesta permanece aún en los trabajos posteriores de Eco. De esta forma, siguiendo la idea de la existencia de un campo semiótico, Eco propone su propio modelo semiótico bajo una hipótesis, la cual asumía la necesidad de estudiar la cultura como comunicación; así, la semiótica debía de comenzar con sus indagaciones y razonamientos con un panorama general de la cultura semiótica, es decir, de todos aquellos metalenguajes que intentan explicar y dar cuenta de la gran variedad de lenguajes a través de los cuales se construye la cultura.
La afirmación sobre el estudio de la cultura como sistemas de comunicación es una hipótesis que Eco recuperará para su propuesta posterior (Eco, 2000). El principio de acción era uno que permitiera perfilar el ámbito de la investigación semiótica en el futuro y, sobre todo, el establecimiento de un método unificado para enfrentar fenómenos en apariencia muy distintos y, hasta ese momento, irreductibles.
En palabras de Eco, “si la operación tiene éxito, nuestro modelo semiótico habrá conseguido mantener la complejidad del campo confiriéndole una estructura, y por lo tanto, transformando el campo en sistema. Como es obvio, si los elementos del campo tenían una existencia «objetiva» […], la estructura del campo como sistema se ha de considerar como la hipótesis operativa, la red metodológica que hemos echado sobre la multiplicidad de fenómenos para hablar de ellos” (Eco, 1999a:10). Sin embargo, esta idea de «estructura» corresponde directamente a un contexto sociohistórico fuertemente influenciado por las nociones del estructuralismo.
De hecho el mismo Eco reconoce la importancia del trabajo de Claude Levi-Strauss de quien toma algunas ideas (Eco, 2000 y 1999a). Pero más importante aún es la noción misma de estructura y su relación posterior con la esteticidad de los sistemas, pues en ello puede estar la clave del por qué de la «instrumentalización» de la semiótica en el campo de estudio de la comunicación. Aquí, el punto fundamental a reconocer es que, como afirma el mismo Eco, dicha estructura
[…] se aplica por deducción, sin pretender que sea la «estructura real del campo». Por ello, considerarla como estructura objetiva del campo es un error con el que el razonamiento, en lugar de abrirse, se presenta ya terminado […] Una investigación semiótica solamente tiene sentido si la estructura del campo semiótico es asumida como una entidad imprecisa que el método se propone aclarar […] No tiene sentido si la estructura, establecida por deducción, se considera «verdadera», «objetiva» y «definitiva».
En tal caso la semiótica como investigación, como método, como disciplina adquiere tres caracteres negativos: a) está terminada en el mismo momento en que nace; b) es un razonamiento que excluye todos los razonamientos sucesivos y pretende ser absoluto; c) no es ni un método de aproximación continuo de un campo disciplinario ni una disciplina científica, sino una filosofía, en el sentido denigrante del término […], una semiótica que tenga estos caracteres ni siquiera es una filosofía (en el sentido que daban a estos términos los filósofos griegos): es una ideología, en el sentido que le da la tradición marxista (Eco, 1999a:10-11).
Lo anterior sugiere, por principio, una estructura abierta cuya visualización se encuentra determinada por el método de acercamiento a ella, por lo que la distinción entre la entidad empírica y la dimensión teórica de su estudio es clave para el análisis semiótico. Sin embargo, esto parece haber sido ignorado por una gran cantidad de estudios que suponen un fundamento semiótico, pues lo que hacen es un movimiento inverso, la comprobación de un modelo teórico que suponen “verdadero”, “definitivo” u “objetivo” sobre cualquier fenómeno empírico del mundo social.
La consecuencia es que el modelo permanece siempre igual y la estructura social siempre inmóvil, el modelo es entonces una instrumentalización con rasgos de ideología. Sin embargo, la misma cita sugiere una contradicción, pues si bien la deducción que se hace sobre el mundo empírico no es la estructura real del campo, de cualquier forma, el método semiótico pretende estructurar de alguna manera al campo perceptivo. Ésta es una deuda pendiente del pensamiento positivista y el pensamiento newtoniano.
El punto es que, si bien Eco reconoce la complejidad y diacronicidad del mundo fenoménico (en su caso concreto de la cultura), su modelo aún conserva reminiscencias de la búsqueda de las leyes últimas de la organización semiótica, de la organización de la cultura sobre la base de la comunicación. Sin embargo, la advertencia que hacía Eco en los años sesenta no parece haber sido tomada muy en serio.

Recuperando lo ya dicho, para Eco todos los procesos culturales pueden (y deben) ser estudiados como procesos comunicativos, procesos que a su vez subsisten sólo porque debajo de ellos existen procesos de significación que los hacen posibles. De esta forma, “si todos los procesos de comunicación se apoyan en un sistema de significación, será necesario describir la estructura elemental de la comunicación para ver si eso ocurre también a ese nivel” (Eco, 2000:57).
Lo anterior sugiere la necesidad de establecer una clara distinción entre los procesos de información, los de significación y los de comunicación, para lo cual la clave parece estar en el contexto y en la presencia de un sujeto activo. Según Eco (2000), aunque todas las relaciones de significación representan convenciones culturales, aun así podrían existir procesos de comunicación en que parezca ausente toda convención significante, casos en el que se produzca un mero paso de estímulos o señales como en el paso de la información entre aparatos mecánicos.
Por lo tanto, la ausencia de convención significante sugiere la presencia de un proceso informativo y la presencia de ella un proceso comunicativo. Por su parte, el proceso de significación sólo puede aparecer bajo un contexto cultural, con la presencia de una convención significante y un sujeto o agente que actualice la convención social, es decir, que sea capaz de atribuirle un significado a la información percibida, que sea capaz de interpretar el código del sistema semiótico.
Sin embargo, la cuestión no es tan simple, dado que en un mismo proceso perceptivo es posible identificar tanto un proceso de información como uno de comunicación y de significación, dado que el tercero tiene como condición mínima la existencia de los otros dos y el segundo la existencia del primero. En esta primera aproximación lo importante es el punto de vista del observador, dado que lo que plantea problemas a una teoría de los signos es precisamente lo que ocurre antes de que un ojo humano fije su vista sobre un fenómeno sígnico.
Antes de continuar es importante recordar que la semiótica que Eco concibió era aquella que se ocupara de “cualquier cosa que pueda CONSIDERARSE como signo. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe substituir de hecho en el momento en que el signo la represente” (Eco, 2000:22).
De esta forma, la existencia de un sustituto significante de otra cosa, requiere de un sujeto para el que esa cosa sea significante no por sí misma, sino por la cualidad de representación que posee; por lo tanto, el punto de partida de un proceso de significación es el resultado final de un proceso de comunicación en donde se ha semiotizado alguna parte del mundo fenoménico. El proceso de comunicación sugiere, por tanto, la semiotización de la cultura, su separación en rasgos pertinentes, su separación en signos y textos semióticos.
Es por esto que la cultura, para Eco, divide todo el campo de la experiencia humana en sistemas de rasgos pertinentes. Así, las unidades culturales, en su calidad de unidades semánticas, no son sólo objetos, sino también medios de significación y, en ese sentido, están rodeadas por una teoría general de la significación.
Como se puede observar, la comunicación en Umberto Eco tiene como condición previa a la información pero se encuentra subordinada a los procesos de significación. De esta forma, en el modelo semiótico de la cultura de Eco, la comunicación es condición necesaria de los procesos de significación, mismos que requieren de un punto de vista del sujeto observador cuya competencia semiótica le permita identificar algo como signo (representación) y atribuirle un determinado significado de acuerdo con convenciones sociales establecidas (código).
La función de la comunicación supone un efecto de «mediación» entre un estímulo (información) y su significación, además de implicar un proceso de semiotización del mundo fenoménico, la conversión de los estímulos y señales en signos reconocibles como tal. Lo anterior convierte a la cultura en un elemento de configuración, a la comunicación en un proceso de semiotización del mundo fenoménico y a la significación en la cualidad distintiva de todo proceso semiótico.
Como se puede observar, la cultura y la comunicación en la propuesta de Eco tienen una configuración particular que implica procesos de significación, sistemas codiciales y un sujeto observador, un sujeto para quien el mundo fenoménico se segmenta en rasgos semióticos pertinentes, en signos o textos semióticos. Sin embargo, lo que sigue a continuación es la exploración de una posición diferente, una que va a transformar a la comunicación y la cultura de la que habla Eco a través de una configuración sistémica. Es la propuesta de Iuri M. Lotman, la cual se desarrolla a continuación.
Cultura y comunicación: la incursión sistémica de Iuri M. Lotman
Si bien ya se ha desarrollado muy sintéticamente algunas nociones generales sobre comunicación y cultura en Umberto Eco, es importante ahora contrastarlas con las propuesta de Iuri M. Lotman para comprender como es que, pese a que ambos programas se plantean como una síntesis semiótica de lo propuesto por C. S. Peirce y Ferdinad de Saussure, en realidad siguen caminos diferentes.
En este sentido, una de las bases del sistema conceptual de Lotman es su crítica a la centralidad del signo en Peirce y a la centralidad de la dicotomía lengua/habla en Saussure, al argumentar que la genealogía periceana tomó como base del análisis el signo aislado, por lo que todos los fenómenos semióticos siguientes fueron considerados como secuencias de signos.
Por su parte, en la genealogía saussureana observó una tendencia a considerar el acto comunicacional aislado (intercambio de mensajes entre emisores y receptores) como el elemento primario y el modelo de todo acto semiótico, lo cual tuvo dos consecuencias importantes. Primero, que los intercambios individuales de signos comenzaran a ser considerados como el modelo de la lengua natural y los modelos de las lenguas naturales como modelos semióticos universales.
La segunda consecuencia tiene que ver con una forma de construcción de conocimiento, dado que el enfoque que ponía al centro al signo respondía a una reconocida regla del pensamiento científico: proceder de lo simple a lo complejo. El peligro de tal procedimiento, como el mismo Lotman (1996) lo reconoció, es el hecho de que la conveniencia heurística (la comodidad del análisis) empieza a ser percibida como una propiedad ontológica del objeto, al que se le atribuye una estructura que asciende de los elementos con carácter de átomos, simples y claramente perfilados, a la gradual complicación de los mismos. El objeto se reduce a una suma de objetos simples. Sin embargo, lo que Lotman suponía es que
[…] no existen por sí solos en forma aislada sistemas precisos y funcionalmente unívocos que funcionen realmente. La separación de éstos está condicionada únicamente por una necesidad heurística. Tomado por separado, ninguno de ellos tiene, en realidad, capacidad de trabajar. Sólo funcionan estando sumergidos en un continuum semiótico completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización. A ese continuum, por analogía con el concepto de biosfera introducido por V. I. Vernadski, lo llamamos semiosfera (Lotman, 1996:22).
La introducción del concepto de semiosfera en analogía al concepto de biosfera utilizado por Vernadski implica, por principio, detenerse en la naturaleza del segundo para poder entender al primero. En este sentido, Vernadski definió a la biosfera como un espacio completamente ocupado por la materia viva, es decir, por un conjunto de organismos vivos; sin embargo, esta primera definición sugiere un pensamiento similar al que Lotman criticaba del camino de lo simple a lo complejo, dado que se sugiere la importancia de cada organismo, cuya agrupación formaría la biosfera.
Pero la realidad es diferente, dado que, según Vernadski, la biosfera tiene un carácter primario con respecto al organismo aislado, es decir, la materia viva es considerada como una unidad orgánica pero la diversidad de su organización interna retrocede a un segundo plano ante la unidad de la función cósmica de la biosfera.
De esta manera, “la biosfera tiene una estructura completamente definida, que determina todo lo que ocurre en ella, sin excepción alguna […] El hombre, como se observa en la naturaleza, así como todos los organismos vivos, como todo ser vivo, es una función de la biosfera, en un determinado espacio-tiempo de ésta” (Vernadski en Lotman, 1996:23). Por lo tanto, la primera cualidad de la semiosfera será su carácter abstracto y su consideración como mecanismo único en donde no resulta importante uno u otro elemento, sino todo el gran sistema.
La cualidad contextual de la semiosfera es un primer elemento de su caracterización, pero más importante son sus cualidades estructurantes intrínsecas, dado que la existencia misma de la semiosfera implica un espacio dentro y un espacio fuera de ella y, por lo tanto, un límite de su propia capacidad de organización. En el primer caso estaríamos hablando de un espacio sistémico y uno extrasistémico y en el segundo de una frontera, de lo cual se infiere que la semiosfera tiene un carácter «delimitado».
Pero la delimitación no cierra el sistema, sino que lo hace reconocible, lo ordena y configura simultáneamente el espacio extrasistémico; por lo tanto, la función de la frontera es precisamente vincular lo sistémico y lo extrasistémico, pues una parte de ella se encuentra dentro y una parte fuera de la semiosfera.
En este sentido, una primera definición de la frontera la entiende como “la suma de los traductores-«filtros» bilingües pasando a través de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje (o lenguajes) que se halla fuera de la semosfera dada” (Lotman, 1998:24). Lo anterior supone que la frontera no está en contacto directo con los textos no semióticos o con los no-textos, sino que para que éstos puedan entrar en contacto con ella tienen que pasar por dichos filtros para ser traducidos al lenguaje de la semiosfera o para convertir los textos no-semióticos en textos semióticos. La frontera delimita a la semiosfera al tiempo que le permite incorporar material extrasistémico a la órbita de la sistematicidad, o bien, expulsar algunos elementos del espacio sistémico al extrasistémico.
Esta primera definición de lo dentro y lo fuera de un sistema es uno de los problemas centrales para Lotman, dado que considera que “las cuestiones fundamentales de todo sistema semiótico son, en primer lugar, la relación del sistema con el extrasistema, con el mundo que se extiende más allá de sus límites y, en segundo lugar, la relación entre estática y dinámica. Esta última cuestión podría ser formulada así: de qué manera un sistema puede desarrollarse permaneciendo él mismo (Lotman, 1999:11).
Esta idea es clave para entender cómo es que la semiosfera se configura, pero sobre todo, para entender por qué los elementos que la integran funcionan de la forma que lo hacen, por lo que un elemento fundamental es precisamente la frontera, pues como el mismo Lotman afirma, hay que tener en cuenta “que si desde el punto de vista de un mecanismo inmanente, la frontera une dos esferas de la semiosis, desde la posición de la autoconciencia semiótica (la autodescripción en un metanivel) de la semiosfera dada, las separa. Tomar conciencia de sí mismo en el sentido semiótico-cultural, significa tomar conciencia de la propia especificidad, de la propia contraposición a otras esferas. Esto hace acentuar el carácter absoluto de la línea con que la esfera dada está contorneada” (Lotman, 1996:28).
Por lo tanto, la frontera funciona también como un elemento de organización y estructuración semiótica, dado que no sólo permite organizar el espacio dentro y el espacio fuera de ella, sino que al hacerlo establece los elementos de la semiosis que se relacionan en un contexto determinado. Así, como afirma el mismo Lotman, la valoración de los espacios interior y exterior no es significativa, “significativo es el hecho mismo de la presencia de la frontera”(Lotman, 1996:29).
Lo anterior supone la existencia a priori de una frontera semiótica que define una semiosfera dada, pero ¿qué define a la frontera y el tamaño o cualidad de la semiosfera? Éste es el elemento que convierte un modelo formal en una práctica social (o de investigación) y que determina tanto la dinámica como la estática del sistema semiótico, dado que, “de la posición de un observador depende por dónde pasa la frontera de una cultura dada” (Lotman, 1996:29).
Si bien la posición del observador define el lugar de la frontera de una cultura, es la dinámica misma de la descripción de los elementos de la semiosfera los que vuelven dinámica una estructura. La no homogeneidad estructural del espacio semiótico forma reservas de procesos dinámicos y es uno de los mecanismo de producción de nueva información dentro de la esfera, sin embargo, “la creación de autodescripciones metaestructurales (gramáticas) es un factor que aumenta bruscamente la rigidez de la estructura y hace más lento el desarrollo de ésta” (Lotman, 1996:30).
Lo anterior hace surgir una primera relación de pares correlacionales y de orden estructural, es decir, núcleo y periferia. Así, una autodescripción no sólo vuelve más rígida a la estructura del sistema, sino que mueve algunos elementos al centro del sistema y algunos más a la periferia del mismo. Este movimiento es una ley de la organización interna de la semiosfera y permite identificar aquellos elementos que culturalmente funcionan y organizan el centro del sistema y aquellos que se encuentran en la periferia en un espacio-tiempo determinado, pero permite al mismo tiempo identificar el movimiento de nuevos elementos al centro de la organización y el desplazamiento de algunos otros de centro a periferia en otro tiempo-espacio determinado de una misma cultura. Es la posibilidad de hacer operacionalizable y observable la dinámica del sistema semiótico.
Por otro lado, la semiosfera (no sólo como metáfora extendida) posee las cualidades sistémicas de la biosfera y de los órganos de los organismos vivos, dado que todo recorte de una estructura semiótica o todo texto aislado conserva los mecanismos de reconstrucción de todo el sistema, es decir, “las partes no entran en el todo como detalles mecánicos, sino como órganos en un organismo. Una particularidad esencial de la construcción estructural de los mecanismos nucleares de la semiosfera es que cada parte de ésta representa, ella misma, un todo cerrado en su interdependencia estructural” (Lotman, 1996:31-32).
Por otro lado, es importante hacer notar que, pese a que algunos elementos de los que se ha dado cuenta aquí pertenecen a la propuesta específica de la semiosfera presentada por Lotman en los años ochenta , algunos elementos fundamentales de la estructura de todo sistema semiótico, así como de su dinámica, ya habían sido presentados diez años antes . Si bien estos elementos no aparecían explícitamente bajo la configuración de la semiosfera, en realidad pueden (y deben) ser extendibles a la propuesta sistémica posterior.

En el trabajo previo al que se hace alusión, Lotman había propuesto ya Un modelo dinámico del sistema semiótico (Lotman, 1998), contraviniendo la idea de la equiparación del concepto de sincronía de Saussure al de estática, al considerar que la sincronía es en realidad un procedimiento científico auxiliar y no un modo específico de existencia. Es por esto que cabe suponer que la estaticidad que sigue sintiéndose en toda una serie de descripciones semióticas no es un resultado de la insuficiencia de los esfuerzos de tal o cual científico, sino que deriva de algunas particularidades especiales del método de descripción.
“Sin un análisis meticuloso de por qué el hecho mismo de la descripción convierte un objeto dinámico en un modelo estático, y sin la introducción de los correspondientes correctivos en la metódica del análisis científico, la aspiración a construir modelos dinámicos puede quedarse en el terreno de los buenos deseos” (Lotman, 1998:65). El problema que veía Lotman es que en el proceso de la descripción estructural el objeto no sólo se simplifica, sino que también se organiza adicionalmente, se vuelve más rigurosamente organizado de lo que es en realidad. “La descripción será inevitablemente más ordenada que el objeto” (Lotman, 1998:67).
Con base en lo anterior, Lotman propone la dinámica del sistema semiótico basada en seis pares de conceptos que funcionan como elementos correlacionales, es decir, establecen relaciones que estructuran al sistema semiótico.
Los pares sistémico/extrasistémico, unívoco/ambivalente, núcleo/periferia, descrito/no descrito, necesario/superfluo y modelo dinámico/lenguaje poético establecen, por tanto, el comportamiento y la posible configuración de los elementos que intervengan en un fenómeno semiótico determinado.
Aunque no se realizará una revisión profunda de cada uno , es importante recobrar algunas nociones generales sobre su configuración y sus relaciones, dado que es en su relación que rompen finalmente con la estaticidad de los sistemas semióticos y, por ende, proponen un modelo de análisis para la semiótica que involucra la dinámica misma de los sistemas, al tiempo de poner al centro de la discusión un elemento central, la cultura.
El par sistémico/extrasistémico, del cual ya se ha hecho mención anteriormente, hace explícita una de las principales dificultades de los sistemas semióticos: debido a que “una de las fuentes fundamentales del dinamismo de las estructuras semióticas es el constante arrastre de elementos extrasistémicos a la órbita de la sistematicidad y la simultánea expulsión de lo sistémico al dominio de la extrasistemicidad […] porque cualquier diferencia algo estable y sensible en el material extrasistémico puede hacerse estructural en la siguiente etapa del proceso dinámico” (Lotman, 1998:67), las dimensiones sistémica y extrasistémica se convierten en funciones interdependientes.
El vínculo entre ambas no se da a razón de causa-efecto o de oposición constante, sino que se da en relación mutua de interdependencia e interrelación. Las posibilidades de entender algo como extrasistémico tienden a guiarse de acuerdo con: a) la utilización de metalenguajes, es decir, autodescripciones del propio sistema; b) al concepto de inexistencia o inexistente; y c) a lo alosemiótico o perteneciente a otro sistema semiótico.
En el primer caso, el problema de la utilización de metalenguajes es que la autodescripción de un sistema aumenta simultáneamente su grado de organización, el cual viene acompañado de un estrechamiento del propio sistema, hasta el caso extremo en que el metasistema se vuelve tan rígido que casi deja de intersecarse con los sistemas semióticos reales que él pretende describir. “Sin embargo, también en esos caso él sigue teniendo la autoridad de la «corrección» y de la «existencia real», mientras que los estratos reales de la semiosis social en estas condiciones pasan completamente al dominio de lo «incorrecto» y lo «inexistente»” (Lotman, 1998:68).
De esta manera, la inexistencia o lo inexistente pertenece propiamente al espacio extrasistémico como un indicador negativo de los rasgos estructurales del sistema mismo. Así, al describir los elementos sistémicos se estará implícitamente describiendo los elementos extrasistémicos, por lo tanto el mundo de lo extrasistémico se presenta como el sistema invertido, la transformación simétrica del mismo. Finalmente, lo extrasistémico puede ser alosemiótico, es decir, perteneciente a otro sistema.
Bajo estas tres premisas, se configura sustancialmente un grado de oposiciones que funcionan como reglas implícitas del sistema semiótico y que proporcionan la primera noción de «orden». Algo que esté funcionando como explicación del mismo sistema, lo inexistente o lo alosemiótico, no puede pertenecer a ese espacio semiótico y tiene que ser transferido a lo extrasistémico, esto implica a su vez, que determinados elementos se encuentren en el núcleo o más próximos a la periferia en un determinado sistema semiótico.
Pero, al igual que en los pares sistémico/extrasistémico, los elementos pueden modificar su posición de núcleo a periferia o viceversa. En consecuencia, lo unívoco y lo ambivalente funcionan como pares de orden estructural, es decir, de acuerdo a la lógica del momento temporal del discurso y a su función de “veracidad”. Así pues,
“[…] señalaremos solamente que el aumento de la ambivalencia interna corresponde al momento del paso del sistema a un estado dinámico, en el curso del cual la indefinición se redistribuye estructuralmente y recibe, ya en el marco de una nueva organización, un nuevo sentido unívoco. Así pues, el aumento de la univocidad interna de un sistema semiótico puede ser considerado como una intensificación de las tendencias homeostáticas, y el aumento de la ambivalencia, como un indicador del acercamiento del momento del salto dinámico” (Lotman, 1998:75).
Por su parte el par descrito/no descrito, implica el aumento del grado de organización de un sistema al tiempo que diminuye su dinamismo en el momento de la descripción o la autodescripción. Pero la descripción determina igualmente al par necesario/superfluo, el cual está ligado a la operación de separar lo necesario, lo que funciona –aquello sin lo cual el sistema en su estado sincrónico no podría existir– de los elementos y nexos que desde la estática parecen superfluos (Lotman, 1998).
Finalmente, en el par modelo dinámico y lenguaje poético, se encarna una consideración de suma importancia. Mientras el primero se relaciona con mayor plenitud a las lenguas artificiales del tipo más simple, el segundo recibe una realización máxima en los lenguajes del arte, lo que define a su vez, dos tipos de sistemas semióticos, los orientados a la transmisión de información primaria y los orientados a la transmisión de información secundaria, pero mientras los primeros pueden funcionar de manera estática, para los segundos la presencia de la dinámica es una condición necesaria de su funcionamiento.
Así, “en los primeros no hay una necesidad de un entorno extrasistémico que desempeñe el papel de reserva dinámica, mientras que para los segundos esta es una condición indispensable. De esta forma, al contraponer dos tipos de sistemas semióticos, es preciso evitar la absolutización de esa antítesis. Más bien deberá de hablarse de dos polos ideales que se hallan en complejas relaciones de interacción. En la tensión estructural entre esos dos polos se desarrolla un único y complejo todo semiótico: la cultura” (Lotman, 1998:80).
Es en base a la dinámica misma del sistema y a los elementos que se organizan en su interior que es posible convertir el elemento contextual, la cultura, en un concepto de estructuración. Sin embargo, la dinámica misma del sistema sólo puede ser comprobada en su dimensión de acción práctica, en la producción de nuevos textos en el sistema de la cultura, es decir, en los procesos de comunicación.
En la teoría de Lotman acerca de la cultura, además del sistema modelizante que ya se ha expuesto, es fundamental la noción de memoria, la cual debe interpretarse en el sentido que se le da en la teoría de la información y en cibernética, es decir, la facultad que poseen determinados sistemas de conservar y acumular información.
Es por esto que insiste en que la cultura es “información no genética, memoria común de la humanidad o de colectivos más restringidos nacionales o sociales, memoria no hereditaria de la colectividad. Así, la cultura como memoria no hereditaria supone otras dos características de importancia: la organización sistémica (esta memoria es un sistema: toda cultura necesita además, unas fronteras sistémicas; se define sobre el fondo de la no-cultura), y la dimensión comunicacional (cada cultura construye un sistema de comunicación).
Una cultura es, pues, memoria, sistema, organización sistémica y comunicación”. (Marafioti, 2005:65). Con base en lo anterior se puede inferir que la cultura se ha transformado y ha pasado de ser una categoría espacial, a un concepto de estructuración. En palabras de Lotman, “el trabajo fundamental de la cultura […] consiste en organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre. La cultura es una generadora de estructuralidad; es así como crea alrededor del hombre una socio esfera que, al igual que la biosfera, hace posible la vida, no orgánica obviamente, sino de relación” (Lotman en Marafioti, 2005:65-66).
Este elemento estructurador es para Lotman el lenguaje natural (sistema modelizante primario), es decir, un modelo que va delimitando la realidad y que se encuentra en el centro de la cultura funcionando como elemento de estructuralidad, puesto que define implícitamente las reglas (o códigos) de los signos que se encontraran dentro o fuera del sistema (social). Por lo tanto, los textos semióticos (cualquier elemento cultural) no sólo intervienen en los diferentes procesos comunicativos, sino que los estructura tácitamente.
El modelo de Lotman, al enmarcar los procesos semióticos y comunicativos en un contexto cultural, permite construir un primer elemento clave de la relación entre los elementos sistémicos ya descritos: su mutua implicación. Ya sea una semiótica literaria o textual, una semiótica musical, una semiótica del gusto o visual, de las pasiones, etcétera (lo que implicaría necesariamente la dimensión del sistema cultural humano), la comunicación y la cultura funcionan como elementos de estructuración.
Una semiótica de la comunicación implicaría entonces un estudio semiótico sobre la comunicación y sus procesos, no un punto de vista comunicativo con perspectiva semiótica. La comunicación, siendo un elemento de articulación en la teoría semiótica, permite un análisis de los procesos de producción de sentido en «todos» los niveles de la estructura social y las manifestaciones culturales, es decir, de todo aquello que funcione como signo, como texto o como función semiótica, por lo que se expande al análisis literario, histórico, urbano, de los medios masivos de información, de las nuevas tecnologías, de la música o del arte.
En síntesis, se extiende a todo lo que tenga que ver con la producción de sentido en general. La dimensión cultural no es entonces un concepto periférico, sino un concepto performativo, su importancia va más allá de la dimensión espacial de la comunicación, es un concepto que interviene decisivamente en la construcción teórica en general y en la construcción de lo social en particular. Pero ¿qué fue lo que pasó con estos programas, qué pasó con ellos en el marco de los estudios de la comunicación? Sobre este punto se desarrollan las siguientes líneas.
La semiótica y los estudios de la comunicación: algunos malentendidos conceptuales
Parte de la historia del campo de estudio de la comunicación es su relación con otros campos conceptuales de los que comienza a importar principios constructivos, los cuales van a ser más tarde principios epistemológicos.
Por lo tanto, parte de esa historia es su relación con la Semiótica, la cual se establece en un primer momento como una fuente metodológica en los años sesenta a raíz de los trabajos de Algirdas Julien Greimas sobre la semiótica narrativa y principalmente con los trabajos de Umberto Eco en Italia, específicamente con aquellos trabajos que tenían que ver con la concepción de la cultura de masas, tema que interesó e interesa de forma relevante al campo académico de la comunicación.
Sin embargo, es importante resaltar que los trabajos a los que se hace referencia no son trabajos académicos, sino trabajos periodísticos publicados por Umberto Eco en los años sesenta y setenta en revistas y periódicos (Eco, 2004 y 1999c). Este primer elemento determinó desde entonces la forma en que los estudios de la comunicación han volteado a ver a la semiótica, dado que se ha visto en ella la herramienta perfecta para el estudio de los mensajes mediáticos y es así como se le muestra en algunos de los manuales u obras que plantean las diferentes líneas de estudio que se han generado en el campo académico de la comunicación (Fiske, 1984; McQuail, 1991; Wolf, 1987).
Por otro lado, es importante resaltar que al incorporar los trabajos periodísticos de Eco se perdió gran parte de la fundamentación propiamente semiótica, es decir, la fundamentación de la comunicación y la cultura que se han descrito en los apartados anteriores.
De esta forma, las primeras intersecciones del estudio de la comunicación con el campo semiótico en los años setenta adquieren una primera característica distintiva: la incorporación de modelos estáticos a los que se les atribuye a priori propiedades de legalidad (veracidad). Ésta es una relación que configuró y parece configurar hasta nuestros días la relación Comunicación-Semiótica: la instrumentalización conceptual y la desaparición de la estructura de los modelos semióticos.
Ambos efectos sugieren la virtual desaparición de la matriz semiótica en los estudios de la comunicación, por lo que la pregunta sigue siendo ¿qué es lo que tenemos hoy en día en el campo de estudio de la comunicación? Si bien la pregunta por la presencia de la semiótica plantea problemáticas interesantes, el punto sobre el que aquí se llama la atención no es propiamente por la presencia, sino por las consecuencias de la relación, sobre todo, las consecuencias teóricas que ha tenido la incorporación de algunos programas semióticos para los estudios de la comunicación, dado que lo que aquí se sostiene es que ha prevalecido una confusión a nivel conceptual estrechamente ligada a los objetos de estudio.
Comunicación y cultura son dos conceptos compartidos, tanto por la semiótica como por los estudios de la comunicación, sin embargo, ambos espacios no sólo hablan de cosas diferentes, sino que las construyen de manera diferente.
Para algunos autores, la semiótica comenzó considerándose precisamente como la «ciencia de la comunicación» , lo que la llevó a producir sus propios modelos sobre la comunicación y a construir una compleja tipología de la cultura, pero al plantear como uno de sus ejes centrales a la comunicación, estaba implícitamente construyendo un puente con otras ciencias que de alguna manera también trabajaban con el objeto comunicación, como la Biología, la Física, la Psicología y, por supuesto, con los Estudios de la Comunicación.
El vínculo es entonces la reflexión sobre el objeto comunicación de la que devienen modelos explicativos, tanto de la semiótica como de los estudios de la comunicación, sin embargo, en el proceso de intercambio conceptual, los estudios de la comunicación han tendido a ignorar las particularidades de la semiótica al importar conceptos aislados de sus contextos teóricos de enunciación, lo que ha tenido como consecuencia principal, investigaciones donde se mezclan autores, teorías y conceptos que la semiótica mantiene, por criterios epistemológicos, separados.
Por ejemplo, al incorporar el concepto de «cultura» o la conceptualización de la «comunicación» del dominio semiótico, los estudios de la comunicación han tendido a ignorar las particularidades constructivas de los sistemas conceptuales de donde los extraen. Cultura y comunicación quedan entonces fuera del marco estructural o fuera del marco sistémico y privados de la relación que establecen con otros conceptos para definir su propia carga conceptual como ha sido descrito en los apartados anteriores.
Así, la comunicación aparece ligada a la fórmula del emisor, el mensaje y el receptor y no ligada, por ejemplo, al dominio de la semiosfera y sus elementos intrínsecos como es el caso de Lotman. Por lo tanto, lo que se tiene en el estudio de la comunicación son muchas veces términos y no conceptos, un conjunto de autores y no un principio teórico, lugares comunes y no una fundamentación semiótica.
En este punto, la clave de la diferenciación se encuentra en la base comunicativa de ambos programas, dado que ambos han tomado como fundamento preliminar para la definición de su «objeto comunicación» a la teoría matemática de la información, sin embargo, el desarrollo posterior sugiere que ambos han tomado dos caminos diferentes sobre la base de una misma matriz conceptual, es decir, se ha propuesto una conceptualización del objeto «comunicación» en el campo de estudio que así se autonombra y otra conceptualización del objeto «comunicación» desde la semiótica.
De esta forma, pese a que ambas conceptualizaciones tienen un mismo fundamento teórico, ambas han seguido rumbos distintos. Esta hipótesis complejiza el primer apunte sobre la instrumentalización de la teoría semiótica en el campo de estudio de la comunicación, dado que sugiere un problema de otro orden.
En el primer caso se apunta la estaticidad de la estructura de los modelos semióticos y la desaparición del sistema conceptual semiótico, pero en este segundo caso de lo que se habla es de la confusión entre dos objetos de estudio distintos. En esto radica precisamente la importancia de clarificar la conceptualización que tanto Lotman como Eco han hecho sobre la comunicación y la cultura, dado que implícitamente se tiene que describir la finalidad de dicha conceptualización y su objeto de estudio.
La clave está en reconocer que, pese a que la comunicación y la semiótica tienen como base a la teoría matemática de la información para la construcción de su objeto «comunicación», ambas las han conceptualizado de diferente manera.
Como se ha mostrado, el objeto de estudio de Iuri Lotman como el de Umberto Eco son los procesos de semiosis y significación en un ámbito antroposemiótico específico: la cultura, mientras que el interés por una teoría de la comunicación para los estudios de la comunicación es la necesidad de explicar la transmisión de mensajes. Así, en el primer caso la cultura emerge como un elemento de configuración y estructuración social, mientras que en el segundo como un elemento contextual.
De esta manera, lo que se ha mostrado en los apartados anteriores es cómo la comunicación, desde la semiótica, funciona dinámica y sistémicamente para estructurar y cohesionar a las sociedades a través de dos cualidades fundamentales: su capacidad de producir significados compartidos y por ende, de construir sistemas sociales.
Sin embargo, estas dos cualidades no pueden ser entendidas si no es a través de su relación con la dimensión sistémica de la cultura, un concepto que no sólo funciona como categoría contextual, sino que interviene tan fuertemente en los procesos comunicativos que tiene que ser considerada como parte estructural de los procesos comunicativos en general.
Por otro lado, la cultura desde la perspectiva semiótica descrita, construye escenarios y participa de la producción de significados compartidos y por ende, determina fuertemente la construcción del sistema social. En este punto la cultura no es sólo un concepto constructor sino el signo de un proceso mucho más complejo dado que es, como afirma el mismo Lotman, una generadora de estructuralidad al crear alrededor del hombre una socio esfera que, al igual que la biosfera, hace posible la vida, no orgánica obviamente, sino de relación.
Por lo tanto, lo que aquí se ha mostrado es que los procesos de construcción de lo social, desde el punto de vista semiótico, se mueven en múltiples niveles y en múltiples dimensiones pero tienen como condición mínima indispensable el incluir por lo menos tres de ellas: la dimensión semiótica, la dimensión comunicativa y la dimensión cultural.
La relación que se establece entre semiótica, cultura y comunicación, es una relación sumamente compleja que requiere una análisis mucho mayor, sin embargo, lo aquí mostrado deja en claro que la explicación de una requiere la inclusión del campo conceptual de las otras dos, siendo la cultura el elemento de estructuración, la comunicación el elemento de articulación y la semiótica el elemento lógico y de posibilidad.
Con lo dicho hasta este punto es posible afirmar que los estudios de la comunicación y la semiótica comparten a la «cultura» y a la «comunicación» como palabras, como términos, pero no como conceptos y mucho menos como principios explicativos. Por lo tanto, el reto que enfrentan los estudios de la comunicación, si es que deciden incorporar a su propio desarrollo teórico el punto de vista semiótico, y en específico el punto de vista de la semiótica de la cultura; será el de integrar sistemas conceptuales y no sólo conceptos aislados, lo cual es una tarea que ya se ha venido desarrollando, pero de la que aún queda mucho por decir y de lo que estas líneas apenas representan un apunte sobre las posibilidades y retos a futuro.

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Notas:

1 Las nociones de sistema conceptual y de principio constructivo se encuentran estrechamente ligadas. Por principio, la idea de sistema(s) conceptual(es) que aquí se propone está basada en la propuesta de Mario Bunge (2004) para quien los objetos conceptuales o constructos son una creación mental aunque no un objeto mental psíquico (tal como una percepción, un recuerdo o una invención) de los que se distinguen cuatro tipos: conceptos, proposiciones, contextos y teorías.
Para el mismo autor, los conceptos son los átomos conceptuales, las unidades con las que se construyen las proposiciones, las cuales satisfacen algún cálculo proposicional y que, por añadidura pueden ser evaluados en lo que respecta a su grado de verdad, aun cuando de hecho no se disponga aún de procedimientos para efectuar tal evaluación en algunos casos. Por su parte, el contexto es un conjunto de proposiciones formadas por conceptos con referentes comunes y, por lo tanto, una teoría es un conjunto de proposiciones enlazadas lógicamente entre sí y que poseen referentes en común (Bunge, 2004). Por lo tanto, desde la posición que aquí se plantea, los conceptos pueden ser leídos semióticamente, dado que están en lugar de algo más, no son meras figuras retóricas, sino elementos que sustituyen a ideas, sensaciones, nociones, colores, formas, etcétera, en síntesis, los conceptos son signos y, a final de cuentas su poder estriba en su capacidad de representar las ideas por las cuales los usamos. Así, si el concepto es la unidad de pensamiento y es a la vez un signo, entonces un signo es una unidad de pensamiento. Pensamos en signos. El mismo Peirce ya había contemplado este hecho (Peirce, 1998, 1992 y 1955). Teniendo en cuenta lo anterior, lo que aquí se plantea es que las teorías pueden ser vistas como sistemas sígnicos o sistemas conceptuales, dado que son un conjunto de signos (conceptos) con referentes en común (contextos) para la especificación de un punto de vista sobre un fenómeno u objeto determinado (teoría). De esta forma, lo que sucede en una teoría es que los conceptos se vuelven “autorreferentes”, es decir, necesitan de otros conceptos (signos) para especificar su “significado”, los cuales, a su vez, remiten a otros signos y así sucesivamente. En un punto, un determinado grupos de conceptos (signos) ya no necesita más signos para definirse (definir su significado) y es entonces cuando el sistema conceptual se completa. Ahora bien, una vez completado el sistema, cada elemento que lo conforma se convierte en un elemento constructivo del sistema conceptual y así, las relaciones que se establecen entre los elementos constructivos son a lo que aquí se denomina principios constructivos del sistema conceptual.

2 Umberto Eco plantea tres límites de la teoría semiótica. Al primero lo llama el límite político. Este primer límite no se refiere a los límites de la teoría semiótica en su estudio de un objeto determinado sino a la intromisión de la teoría y campo semiótico a otros campos de reflexión. Los segundos, los límites naturales, se refieren en primer lugar al encuentro entre dos definiciones, la de Saussure y la de Peirce. Sin embargo, más allá del establecimiento de un límite a través de dos espacios conceptuales diferentes, la semiótica debía establecer sus propios límites en función de su propia fundamentación teórica. De esta forma, Eco plantea los umbrales de la semiótica: el umbral inferior y el umbral superior. Al primero lo constituyen una serie de signos naturales como el estímulo, la señal y la información física, es decir, está determinado por a) fenómenos físicos que proceden de una fuente natural y b) comportamientos humanos emitidos inconscientemente por los emisores. Por su parte, el umbral superior sería el nivel más alto constituido por la cultura, entendida por Eco como un fenómeno semiótico. Parte así de tres fenómenos que son comúnmente aceptados en el concepto de cultura a) la producción y el uso de objetos que transforman la relación hombre-naturaleza, b) las relaciones de parentesco como núcleo primario de relaciones sociales interinstitucional izadas y, c) el intercambio de bienes económicos. Finalmente el tercer límite es el epistemológico, un tercer umbral que no depende de la definición de la semiótica, sino de la definición de la disciplina en función de la “pureza” teórica (Eco, 2000).

3 “Umberto Eco […] publica en 1976 el Tratado de Semiótica General (originalmente publicado en inglés bajo el nombre A Theory of Semiotics), en el que, además del estado actual de los estudios semióticos, se presentaban los umbrales de la semiótica y las tareas que ésta tenía todavía pendiente desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El Tratado de Semiótica General es en realidad el resultado de una larga lista de trabajos que Eco ya había publicado con anterioridad sobre semiótica, entre los cuales están La estructura ausente (Eco, 1968), La forma del contenido (Eco, 1971) y El signo (Eco, 1973).
Pero el Tratado representa una sistematización de esos trabajos y un intento por mostrar un panorama actual de los alcances, problemáticas y tareas que la semiótica tendría que resolver. Y aunque el tratado ha sido replanteado en algunas de sus concepciones en trabajos posteriores como Los límites de la interpretación (Eco, 1992) o en Kant y el ornitorrinco (Eco, 1999), representa una obra indispensable en los estudios semióticos” (Vidales, 2008b:366-367).

4 “Ya hemos tratado por extenso en La estructura ausente el problema de si la estructura, así definida, debe considerarse como una realidad objetiva o una hipótesis operativa. Aquí conservamos las conclusiones de aquel examen y por lo tanto, siempre que el término /estructura/ aparezca […], debe entenderse como un modelo construido y ESTABLECIDO con el fin de homogeneizar diferentes fenómenos desde un punto de vista unificado. Es lícito suponer que, si esos modelos funcionan, reproducen de algún modo un orden objetivo de los hechos o un funcionamiento universal de la mente humana. Lo que deseamos evitar es la admisión preliminar de esa suposición enormemente fructífera como si fuera un principio metafísico” (Eco, 2000:69).

5 Es importante recuperar una advertencia que el mismo Lotman hace, pues desde su punto de vista “debemos prevenir contra la confusión del término de noosfera empleado por V. I. Vernadski y el concepto de semiosfera introducido por nosotros. La noosfera es una determinada etapa en el desarrollo de la biosfera, una etapa vinculada a la actividad racional del hombre. La biosfera de Vernadski es un mecanismo cósmico que ocupa un determinado lugar estructural en la unidad planetaria. Dispuesta sobre la superficie de nuestro planeta y abarcadora de todo el conjunto de la materia viva, la biosfera transforma la energía radiante del sol en energía química y física, dirigida a su vez a la transformación de la «conservadora» materia inerte de nuestro planeta. La noosfera se forma cuando en este proceso adquiere un papel dominante la razón del hombre” (Lotman, 1996:22).

6 El texto original apareció en 1984 bajo el título “Acerca de la semiosfera” según el apunte de Manuel Cáceres y Liubov N. Kiseliova sobre la bibliografía de Lotman. (Véase Cáceres y Kiseliova en Lotman, 2000:219-300).

7 El texto al que se hace referencia apareció en 1974 bajo el título “Un modelo dinámico del sistema semiótico” según el apunte de Manuel Cáceres y Liubov N. Kiseliova sobre la bibliografía de Lotman. (Véase Cáceres y Kiseliova en Lotman, 2000:219-300).

8 Para una revisión detallada de ellos véase Lotman, 1998.

9 Véase por ejemplo la introducción que hace Jorge Lozano al libro de Iuri Lotman (Lotman, 1999).

Carlos E. Vidalez González

Maestro en Comunicación por la Universidad de Guadalajara. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Latina de América en México. Es miembro de la Red de Estudios en Teorías de la Comunicación (REDECOM), del Grupo Hacia una Comunicología Posible (GUCOM) y de la Asociación Mexicana de Estudios de Semiótica Visual del Espacio (AMESVE).

Latinoamerica y sus nuevos cartógrafos

LATINOAMERICA Y SUS NUEVOS CARTOGRAFOS: DISCURSO POSCOLONIAL, DIASPORAS INTELECTUALES Y ENUNCIACION FRONTERIZA
POR
ROMAN DE LA CAMPA
SUNY-Stony Brook
Revista Iberoamericana. Vol. LXII, Nums. 176-177, Julio-Diciembre 1996; 697-717
El nómada habita esos lugares; permanece en ellos y los hace crecer, ya que se ha constatado que el nómada crea el desierto en la misma medida en que el desierto lo crea a él. El nómada es un vector de desterritorialización. Gilles Deleuze y Felix Guattari

INTRODUCCION

Este trabajo se propone examinar la producción de discursos críticos en torno a Latinoamérica, con énfasis particular en la confluencia actual de órdenes literarios, históricos y filosóficos. Más concretamente, se trata de una reflexión sobre la llamada época posmoderna y sus diversos proyectos latinoamericanistas: los discursos que los definen, su relación con el objeto de estudio, y sobre todo, la forma en que estos articulan la noción de cultura o literatura latinoamericana en un momento marcado por las fases paralelas de globalización y neoliberalismo.

Se encuentran ya, después de varias décadas de trabajo deconstructor y posmoderno, amplios proyectos de investigación de los cuales se desprende, a mi entender, toda una nueva serie de interrogantes y propuestas cruciales para la crítica latinoamericana contemporánea. Se trata de proyectos posteriores al paradigma de la posmodernidad inicial en su vertiente literaria estrecha-digamos en torno al boom, el post-boom, y el neobarroco, por citar tres instancias muy conocidas- que ahora se dirige a un encuentro cultural más amplio, sin desechar los alcances anteriores.

Entre estos acercamientos se encuentran varias propuestas innovadoras: 1) la reformulación de la periodización colonial, integrando aportes teóricos que cuestionan los cortes espaciales y temporales acostumbrados junto a las exigencias del conocimiento historiográfico (ver, por ejemplo, la obra de Rolena Adorno y el libro Plotting Women de Jean Franco); abordaje de la oralidad Latinoamericana desde su compleja y enriquecedora relación con la producción de literatura alternativa, al igual que sus modos de transmisión cultural y memoria colectiva en el contexto de la tradición escritural de occidente y la nueva oralidad massmediática (ver las investigaciones de Martin Lienhard); 3) reflexión más profunda de los dispositivos epistemológicos de la cultura latinoamericana que giran en torno a la transculturación, la hibridez y la heterogeneidad, reconociendo que toda síntesis explicativa menoscaba la paradójica pluralidad de los discursos que informan esa cultura en un momento dado (ver las propuestas más recientes de Antonio Cornejo-Polar); 4) examen de la semiosis de producción crítica como red de instancias enunciativas que conllevan tanto objetividad como subjetividad, constituyendo así un marco posmodemo más autocritico de posiciones, epistemes, disciplinas y otras formas de estudiar o articular la crítica literaria (ver, por ejemplo, el proyecto poscolonial de Walter Mignolo); 5) examen de la cultura latinoamericana posmoderna en su etapa ya más definida por los conflictos y las posibilidades de la globalización (trabajos recientes de Nestor Garcia Canclini y Beatriz Sarlo).
No pretendo hacer aquí un resumen de cada uno de estos proyectos, sino deslindar ciertos vínculos importantes que espero explorar brevemente en este ensayo. En línea con mis propios proyectos, intereses y dudas más recientes, demarcados por los temas de posmodernidad, poscolonialismo y transculturación, mis observaciones remiten más a los proyectos de Mignolo, Cornejo Polar, Garcia Canclini y Sarlo, pero importa percatarse de que la periodización colonial y la oralidad son igualmente aspectos constitutivos de cualquier acercamiento a los estudios culturales latinoamericanos.
La proliferación de discursos críticos de los últimos treinta años, bien sabido lo es, coincide con el periodo en que la literatura latinoamericana cobra un valor paradigmático para la literatura mundial.
Importa, por ello deslindar un poco más ese desarrollo aparentemente simultáneo que ha llevado a muchos a pensar en la literatura latinoamericana como la quintaesencia de la posmodernidad y la diferencia.
Hay, claro está, aspectos menos celebrados de gran importancia para el intelectual contemporáneo dedicado a la cultura latinoamericana, particularmente los que trabajamos en universidades y centros de investigaciones norteamericanos. Me refiero al régimen de limitaciones que impera en una gran mayoría de los medios intelectuales de América Latina.
Se globaliza el estudio de lo latinoamericano, se integran sus textos principales al canon occidental, pero disminuyen o desaparecen las posibilidades de investigación para muchos intelectuales en Latinoamérica. La mayoría de los cargos académicos actuales apenas permiten subsistir y la investigación remunerada es más bien un lujo de pocos que no llega a muchos jóvenes talentosos y dedicados. La intelectualidad latinoamericana descubre, tarde o temprano, que las condiciones necesarias para la crítica literaria y cultural se obtienen primordialmente mediante becas y puestos en el exterior.
Es una historia conocida y en general desatendida por los presupuestos de integración al capitalismo mundial que anuncia el neoliberalismo y la globalización, una condición que se ha agravado en la última década, la cual corresponde también al surgimiento a veces hegemónico de lecturas posmodernas sobre la historia y la cultura latinoamericana.
Vale pues una distinción más cuidadosa de los parámetros que rigen la producción y recepción de discursos “pos” en torno a Latinoamérica. Textos muy recientes de Beatriz Sarlo (Escenas de la vida posmoderna), Carlos Rincon (La simultaneidad de lo no simultaneo) y Nestor Garcia Canclini (Consumidores y ciudadanos), entre otros, apuntan ya hacia un nuevo rigor mucho más abarcador, tanto en términos de los estudios culturales (literatura y medios masivos) como en su relación con el nuevo horizonte multidisciplinario del marketing globalizante en el cual la estética, la política y la economía se vuelven espacios inseparables.
La posmodernidad se ha prestado mucho más al debate cultural y político en América Latina, mientras que en Estados Unidos lo posmodemo ha permanecido mucho más cercano a las disciplinas critico-literarias y el pensamiento post-estructuralista, ambos parte integral de los espacios de relativa autonomía que el sistema universitario norteamericano hereda de la gran tradición humanista.
Han quedado así desatendidos muchos valiosos aportes a la posmodemidad que aparecen en América Latina desde hace más de una década, entre ellos las tempranas investigaciones auspiciadas por CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), las cuales proveen todavía un horizonte enriquecedor de la problemática posmoderna en muchos campos de estudios latinoamericanos. Cultura política y democratización, por ejemplo, sigue siendo una colección valiosa.
Estos aportes comienzan a diseminarse en ingles a mediados de los noventa, veinte años después del apogeo deconstructor literario inspirado en las obras de Barthes, de Man y Derrida, que solía enmarcar muchas propuestas posmodernas.
La antología The Postmodern Debate in Latin America editada por John Beverley y Jose Oviedo, primero en 1993 y ampliada en 1995 rescata la importancia de estas fuentes para un dialogo hasta ahora ausente.
En esos tomos surgen traducidos al inglés, en algunos casos por primera vez, el pensamiento crítico de Norbert Lechner, Nestor Garcia Canclini, Raquel Olea, Martin Hopenhayn, Nelly Richard, Enrique Dussel y otros interlocutores de la cultura latinoamericana contemporánea. Y aun después de este primer asomo, estas fuentes permanecen fuera del marco referencial de un latinoamericanismo literario cada vez más proliferante y abarcador.
Igualmente debe añadirse que el pensamiento crítico brasileño, el cual cuenta con la presencia de figuras como Roberto Schwarz y Silviano Santiago, tampoco ha sido ampliamente reconocido en este terreno. En conjunto, más que un olvido se trata de un desencuentro fundamental entre diversos modos de hacer y vivir la posmodernidad latinoamericana.
No sería una exageración decir que la crítica literaria y el mercado de diseminación en lengua inglesa del pensamiento literario-posmoderno han sido, y siguen siendo, los códigos predominantes del discurso sobre la posmodernidad en general, y sobre la literatura latinoamericana en particular. “Existen diferentes comunidades narrativas e interpretativas, tradiciones disciplinarias distintas”, advierte Carlos Rincón, “en donde resulta decisivo el peso de las instituciones de producción del saber. Las cuatro quintas partes de las revistas del mundo donde se trata la literatura latinoamericana se publican en los Estados Unidos”.
Habría que abordar entonces esta anomalía: ¿Cómo se produce una crítica literaria tan dispuesta a pronunciarse sobre la epistemología y su impacto en la historia cultural latinoamericana de nuestros días, partiendo solamente de escasas muestras literarias o filosóficas, y sin acoplar las manifestaciones más contemporáneas de la correspondiente zona cultural en particular?
Problematizar este paradigma ha sido una labor de una minoría de críticos literarios ansiosos de ampliar el horizonte de la posmodernidad literaria latinoamericana, conscientes de que la versión que se tiende a generalizar en los centros de investigación norteamericanos merece una relación más dinámica entre cultura y literatura. La posmodernidad literaria, época posterior al new criticism, la estilistica, y el estructuralismo, suele prometer pero no siempre exigir una profunda revisión del terreno privilegiado que solía otorgársele a lo literario. Hay, claro está, otra curiosa contradicción que muestra la dificultad de abrir espacios multidisciplinarios para un estudio amplio y dinámico de la cultura latinoamericana.
El discurso científico social norteamericano ha mantenido, en términos generales, un escepticismo categórico hacia la posmodernidad que tampoco le permite someter a una atenta lectura los aportes latinoamericanos al tema. De hecho, el interesante debate sobre el poscolonialismo auspiciado por la organización de estudios latinoamericanos (LASA) en 1993 podría leerse más bien como una reflexión tardía, y quizá forzada, por la extensión de los presupuestos posmodernos humanísticos hacia el terreno de la periodización colonial.
Importa notar que el debate dio paso, no obstante, a varias intervenciones valiosas sobre la periodización colonial, pero es ilustrativo que haya sido integrado exclusivamente por investigadores e investigadoras radicados en Estados Unidos, de los cuales solo una se especializaba en materias no literarias.
De este abreviado recuento puede deducirse que la cartografía del correlato latinoamericano responde a nuevas demarcaciones territoriales, aunque estas no siempre se comuniquen entre sí. Lo que se entiende por América Latina ahora comprende comunidades de producción constante que no distinguen entre las diferencias de acceso a la enunciación de capital simbólico. Si se toma en cuenta la creciente población latinoamericana y su coeficiente de intelectuales, el desnivel entre la multiplicidad de voces posibles y la escasez de voces posibilitadas tiende a crecer. Bien se entiende ya que cada disciplina configura el objeto de estudios según los confines de sus metadiscursos, los cuales, a su vez, responden cada vez más al mercado de productos académicos universitarios.
En Estados Unidos, esto también corresponde a un momento de gran fluidez migratoria en el hemisferio que le ha otorgado mucho más atención y prestigio a los discursos latinos, hispanos y latinoamericanistas producidos en los centros académicos europeos y norteamericanos.
¿Cómo distinguir pues entre las distintas formas de imaginar a Latinoamerica? (Es válido diferenciar entre los discursos producidos dentro, fuera o en la diáspora, sin caer en esquemas binarios y reductivos entre lo autóctono y lo foráneo? ¿Qué balance existe entre el influyente latinoamericanismo transnacional escrito usualmente en inglés, y el que se articula en español, portugués y otros idiomas con escasos recursos institucionales de investigación? Como demarcar estas diferencias dentro de los contornos del mercado global de imágenes y discursos profesionales?
Creo que en ese repliegue de silencios, desfases y posibilidades se encuentra una de las aporías principales de la celebración posmoderna en el terreno crítico literario. Creo también que a esa aporía remite la contradictoria condición de críticos pos (tanto modernos como coloniales), académicos fronterizos, o en nuestro caso, latinoamericanistas de intermedio, miembros de diásporas, o nómadas, que viajamos por el espacio cultural y geográfico latinoamericano en búsqueda de una cartografía discursiva, vislumbrando infinitas posibilidades de releer un pasado que sentimos nuestro desde la lejanía.
El crítico Henry Louis Gades ha exclamado que definir el poscolonialismo equivale a un acto de “higiene epistemológica”. Con ello alude a las diversas formas de leer la obra de Frantz Fanon hoy día. Creo que esto atañe aún más a la necesidad de distinguir lo que se entiende por posmodernismo a partir de un mercado académico y social de pulsiones globalizantes y neoliberales que afecta la morfología pos tanto o más que el rigor critico o literario.
Por ello quisiera reiterar, antes de abordar más a fondo la problemática actual de los estudios literarios latinoamericanos, que los nuevos discursos críticos han abierto un sin número de posibilidades a los análisis textuales. Me refiero al panorama amplio que devino del formalismo ruso, el estructuralismo, la hermenéutica, el materialismo sui generis de Walter Benjamin, la escuela de Frankfurt y la semiótica de la cultura (Lotman), los cuales vienen afinándose desde finales de los años sesenta en torno a varias vertientes del pensamiento feminista, la semiosis barthesiana y la deconstruccion.
Importa notar, sin embargo, que a partir de los ochenta, estos discursos pasan a una fase más complicada por un orden cultural que altera radicalmente la función del arte y la crítica académica. Empieza a palparse entonces un desencuentro cada vez más radical entre el post-estructuralismo de vanguardia humanística y la posmodernidad propia, es decir, la sociedad radicalizada por el hipercapitalismo y los diseños neoliberales.
La obra de Jameson, por ejemplo, gira hacia esta problemática después de la publicación de su Political Unconscious en 1981. La reflexión filosófica sobre el orden social posmoderno en si se hace sentir también a partir de este momento, particularmente en la obra de Francois Lyotard y Jean Baudrillard.
Esta es una raigambre rica, contradictoria y altamente diversa que sigue nutriendo nuevas promociones de mujeres y hombres dedicados a la crítica, aunque ya no tanto en torno a la literatura sino a la epistemología, o lo que prefiero llamar teoría epistética, es decir, un rejuego incierto entre la epistemología y la estética.
Esto, a mi entender, constituye una profunda transformación de los estudios literarios en torno a lo que hoy se conoce, de forma generalizada e imprecisa, por discursos posmodernos. Se trata de una praxis que debe buscar nuevas formas de legitimización en un mercado de discursos mucho menos dispuesto a subsidiar los estudios humanísticos, aunque a veces los añore. Desde allí la crítica ha tenido que volverse más profesional y aún más técnica en sus lenguajes de especialización, pero también ha sentido la necesidad (o la ansiedad) de abarcar mucho más territorio que antes, más allá de los textos literarios, hacia una discursividad que ciñe a las artes, las humanidades, las ciencias sociales, y a veces las mismas ciencias físicas ya que estas dependen también de la representación verbal o discursiva. Sus temas actuales suelen ser, por lo tanto, profundamente abarcadores, aunque siempre desde presupuestos que encierran a los otros discursos dentro de esa búsqueda epistética.
Impera en ellos una agenda de proyectos definidos por metas y proyectos de gran alcance: redefinir los campos de estudio, reorientar el modo en que se entiende el nacionalismo, o la sexualidad, reconceptualizar el sujeto de la metafísica occidental, explicar el error de la modernidad, teorizar el tercer mundo, es decir, dirigirse hacia el futuro humano como si se partiera de una tabula rasa armado de un metalenguaje inventivo, no obstante que los medios disponibles para ello – los discursos de la de-significación y la diferencia- se definen precisamente por la lejanía que mantienen ante cualquier estimulo de imaginar alternativas concretas.
La creciente distancia entre la epistemología y las ciencias sociales encuentra un resumen esclarecido en la siguiente observación de Norbert Lechner: “Si no lográramos desarrollar un nuevo horizonte de sentidos, la institucionalidad democrática quedaría sin arraigo: una cascara vacía”.
LA POSMODERNIDAD EN VIVO
Es ya un lugar común reiterar que el devenir de los nuevos discursos teóricos en el terreno literario fluye, en su mayor parte, de la obra de Foucault, Derrida y Paul de Man, o que se nutre de relecturas de Nietzsche, Heidegger y Borges. Es también consabido, aunque algo más problemático, reconocer que ninguno de ellos corresponde o se identifica directamente con la determinación posmoderna que Jameson, Lyotard, Baudrillard, Vattimo, de Certeau y otros filósofos observan en modos distintos, y a veces opuestos. Pero me interesa explorar el paradigma académico y el mercado de discursos que se ha generalizado a partir de todos ellos en conjunto, más allá del significado o la proyección individual de cualquiera de estas figuras maestras.
Para las nuevas promociones este paradigma permite una redefinición del intelectual contemporáneo que elimina o supera toda pretensión mesiánica o propensión a las totalizaciones ideológicas. Se alude así a una ontología más errante dentro de la comunidad transnacional de discursos, a una autogestión intelectual definida por el escepticismo profundo hacia el espacio público y la fe incondicional en la performance escritural.
Es una praxis académica que puede parecer conformista a pesar de sus desafiantes propuestas en el orden conceptual: sus radicales interrogantes permanecen atrincheradas en una duda perenne ya institucionalizada; guarda una distancia cuidadosa del terreno de la ética, la política, y hasta la pedagogía, suponiendo que estos discursos han pasado, para siempre, al orden viciado de presupuestos totalizadores; su reencuentro con otras comunidades y nuevos discursos reconstituyentes de la sociedad civil quedan en un estado de suspenso, en espera de cambios gramatológicos que por su propia fuerza escritural irían de adentro hacia afuera o desde abajo hacia arriba.
Esta sería una de las formas de abordar los rasgos generales del posmodernismo literario y filosófico, el cual, debo insistir, se adhiere, quizá ahora más que nunca, a una apreciación todavía estetizante de las implicaciones sociológicas y políticas de la posmodernidad. Estimo, sin embargo, que la proliferación teórica que informa los discursos pos ha conducido a cierto desgaste semántico de los mismos. Por ello me parece mucho más esclarecedor e interesante subrayar sus bases conceptuales de mayor alcance.
Me refiero a la deconstrucción en su amplia acepción epistética, cuyo impacto se ha hecho sentir en casi todas las ramas de la crítica actual: literatura, cultura, filosofía y ciencias sociales.
Las líneas específicas de su proceder son ya reconocibles: relecturas del pensamiento occidental auscultando el binarismo y otras aporías que sostienen los presupuestos estéticos e históricos de la tradición moderna; descalces de identidades sexuales, nacionales y de clase en torno a la crítica del sujeto íntegro y sus proyecciones en el Estado; volteo de las periodizaciones sostenidas por presupuestos de causalidad teleológica y estructural dando paso a la historicidad del epistema, la narratología, la discursividad y los medios visuales; desmonte de la definición desarrollista de la modernidad periférica o del tercer mundo, desentrañando los modos de subversión, resistencia, y complicidad implicitos en la literatura y otros discursos neo o poscoloniales.
Este paradigma (tomando en cuenta algunas variantes) se ha acomodado en las comunidades discursivas más influyentes, entre ellas la norteamericana, la cual cuenta con muchas de las mejores universidades, revistas, fundaciones y casas editoriales. En el terreno de estudios literarios hispánicos y latinoamericanos los nuevos enfoques epistéticos se encuentran, y a veces chocan, con paradigmas previos de alto alcance, entre ellos la estilística, el estructuralismo, varios marxismos, teorías de la dependencia, y algunos acercamientos más tradicionales de corte positivista.
Es importante, e interesante, notar que muchas de estas voces, tan disimiles entre sí, suelen coincidir en su achaque de que las teorías inspiradas por la deconstrucción, el posmodernismo, u otros acercamientos análogos, abandonan los valores históricos y literarios del humanismo.
Es una reacción predecible en tanto que recoge, entre otras cosas, el lamento natural de cambios de guardia generacional, pero no logra diagnosticar claramente el síntoma central: la supervivencia académica de la crítica, tanto la moderna como la posmoderna, ha quedado en jaque ante el desafío impuesto por la posmodernidad en vivo. El terreno anterior de las disciplinas críticas se repliega ahora en el espacio amorfo de una producci6n teórica que ha perdido su objeto de estudio.
La video cultura y la creciente industria de servicios han asumido una función altamente formativa para los sujetos del capitalismo global. Los estudios literarios y la misma universidad han quedado en tela de juicio como agentes principales de escolarización aun en los países más desarrollados.
El ajuste a la posmodernidad en vivo ha motivado múltiples definiciones de disciplinas y grandes debates sobre lo que implican estos cambios. Este es un proceso necesariamente cauteloso y ambiguo, ya que la deconstrucción de la modernidad también depende del mismo sistema universitario que la tradición humanística añora y el neoliberalismo estima anacrónico.
Garcia Canclini pregunta: ¿Que función cumplen las industrias culturales que se ocupan no sólo de homogeneizar sino de trabajar simplificadamente con las diferencias, mientras las comunicaciones electrónicas, las migraciones y la globalización de los mercados complican más que en cualquier otro tiempo la coexistencia entre los pueblos?
Hoy muchos programas de estudios literarios dan paso a programas de estudios culturales, intentando así integrar la videocultura a la formaci6n universitaria y al quehacer de la investigación critica. Lo mismo ocurre con el surgimiento de programas de estudios étnicos, estudios de la mujer, estudios de las sexualidades, y otras manifestaciones dinámicas de la cultura contemporánea. Algunos textos recientes de Harold Bloom y Richard Rorty proveen una queja nostálgica ante estos cambios tan contradictorios para el humanismo occidental.
Sc trata de una disyuntiva ambivalente para la intelectualidad letrada, particularmente la literaria: la centralidad de su objeto de estudio ha cedido aún más, no obstante que al mismo tiempo se le ha otorgado un valor nuevo al orden escritural en tanto archivo de polisemia y virtualidad autoreferencial.
Claro que esta redefinición permanece ceñida a la deconstrucción de órdenes que buscan un encuentro más directo en el terreno epistetico que en el de la literatura, o la cultura propia. En Estados Unidos y Canadá, por ejemplo, la formación actual de posgrados en el campo de literatura comparada requiere tanto o más conocimiento de fuentes filosóficas que literarias, y los críticos literarios más leídos han tenido que negociar o reformular su quehacer disciplinario dentro de este espacio hibrido. La obra de Edward Said, Fredric Jameson, Jean Franco, Julio Ortega y Linda Hutcheson, entre otros, constituye una muestra amplia de los debates y acercamientos correspondientes a esta problemática.
Creo que solo a partir de un reconocimiento de estas tensiones y desencuentros se pueden abordar nuevas propuestas en las ciencias humanas, al igual que su reacción con los estudios latinoamericanos. Antonio Cornejo-Polar, por ejemplo, destaca la presencia de una “turbadora conflictividad” que nos urge “hacer incluso de la contradicción el objeto de nuestra disciplina, puede ser la tarea más urgente del pensamiento crítico latinoamericano”.
Y entre las importantes agendas que propone Walter Mignolo resalta una intrigante y quizá paradójica pregunta: puede ser la crítica un instrumento de colonización y descolonización al mismo tiempo? Hay una búsqueda incierta pero profunda en estas preocupaciones.
Responden a un momento de gran ambigüedad en cuanto a la función del intelectual que a su vez ofrece una amplitud virtual de posibilidades críticas. En su reciente libro Escenas de la vida posmoderna Beatriz Sarlo concluye con otra gran interrogación: “ La crítica cultural seria, por fin, un discurso de intelectuales? Difícilmente haya demasiada competencia para apropiarse del lugar desde donde ese discurso pueda articularse. A diferencia del pasado, donde muchos querían hablar al Pueblo, a la Nación, a la Sociedad, pocos se desviven hoy por ganar esos interlocutores lejanos, ficcionales o desinteresados”.
La expansión radical de la cultura massmediática, la caída del socialismo internacional, el resurgimiento del nacionalismo étnico-religioso, la reducción global de las poblaciones agrícolas, las crecientes olas migratorias y su impacto en las grandes ciudades, la imperante lógica del mercado y su correspondiente cultura electrónica, la creciente hegemonía del narcotráfico, todo ello constituye la faz social de una posmodernidad cada vez más radical y carente de discursos explicativos, pero también más real y palpable para todos los pueblos, inclusive los del llamado primer mundo.
Decir que desde finales de los ochenta Ia historia se ha vuelto más caótica, inconmensurable, o solamente asequible por la estética del simulacro televisivo quizá no sea más que una simplificación académica. La desterritorialización de sujetos propulsada por la guerrilla capitalista ha sido mucho más radical que la imaginada por el posmodernismo de la vanguardia critica.
No se trata de negar el refinamiento de estas lecturas, ni el alcance de sus planteamientos teóricos, sino de ajustarlos y rearticularlos ante Ia radicalidad del capitalismo actual. Durante los primeros meses del año 96, la campaña electoral de Patrick Buchanan, candidato a la presidencia norteamericana por la facción ultraderecha del partido republicano, adquirió un auge inesperado por su oposición a los diseños de la economía global contra la clase trabajadora.
Las milicias armadas contra los diseños globales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se encuentran hoy en Estados Unidos. Estamos, dice Sarlo, ante una ocasión no tan propicia para preguntar sobre el “que hacer” sino sobre el “como armar una perspectiva para ver”.
Digamos que el posmodernismo de inmanencia literaria y epistemológica que he intentado resumir aquí se ha complicado considerablemente con la expansión de la vida posmoderna, la cual se ha hecho concretamente palpable, a su vez, con el advenimiento del neoliberalismo y otras manifestaciones globalizantes. Esta sería la posmodernidad del hipercapitalismo estudiada o más bien debatida en formas distintas desde hace más de una década y en formas distintas por autores ya citados (Jean Franco, Roberto Schwartz, Nelly
Richard, Garcia Canclini, entre otros).
Son acercamientos que permiten abordar el espacio cultural latinoamericano de los noventa, llevándolo a un encuentro crítico con la fase celebratoria de las deconstrucciones de la modernidad que se manifestaron en los setenta.
Sin ese paso la deconstrucci6n se encierra en otro gesto modernista y estetizante a fin de cuentas, tan distante de la posmodernidad en vivo como todas las teorías estéticas anteriores que definen su objeto de estudio a partir de las estructuras humanísticas tradicionales. La celebración de la diferencia pierde rigor si se muestra indiferente ante las totalizaciones posmodernas, la nueva territorialización de las desigualdades, el desdén por los valores colectivos, la desconfianza en la idea de una humanidad compartida, la presión por el acceso al nuevo universalismo del consumo, y el concepto de globalización en sí.
Esta es, de hecho, la gran preocupación actual del propio Derrida en su libro Spectres of Marx, es decir, distinguir el orden social que esperaba la deconstrucción después de casi treinta años –o que quizá todavía espera- del orden posmoderno que ocupa el espacio público vivido.
Lo mismo podría decirse de la importante crítica del binarismo, el esencialismo y las identidades -proyectos valiosos que ahora comienzan a buscar especificidad y cruces más allá del hermetismo escritural. La tecnocultura global ha transgredido las identidades, las fronteras nacionales y otras estructuras del pensar moderno de un modo mucho más radical.
Piénsese en la aplicación de los ya conocidos, y hasta populares, conceptos del simulacro y la inconmensurabilidad. Según Jean Baudrillard, la historia ya solo se puede manifestar como simulacro. No hay otra sensibilidad posible en la época del zapping (o surfing a través de los canales de televisión) para percibir eventos como Ia guerra del Golfo pérsico, por ejemplo. Es, simplemente, otra imagen del espacio lúdico de las comunidades virtuales del video.
Para J. Francois Lyotard, por otra parte, los reclamos de los pueblos ante Ia historia es una meta que se ha vuelto mayormente inconmensurable, por muy digna y justa que sea. La preservación de la memoria comunitaria, particularmente los relatos de los que no tienen suficiente poder para convertir sus mitos en realidades, deben reivindicarse en el espacio de la creación, no en el de la racionalidad, y asumir la inconmensurabilidad de sus quejas en la subliminalidad del arte.
Estos son, sin duda, conceptos penetrantes y reveladores de la sociedad contemporánea, al menos en el orden descriptivo. Pero también son respuestas algo miméticas, es decir, poco inclinadas a problematizar las condiciones existentes, imaginar alternativas. o distinguir entre las formas de producción y recepción culturales que se producen en Europa, Estados Unidos y otras sociedades. Las posibilidades de esas distinciones, aclaraciones y diferencias ante la globalización cultural exigen al menos una pausa o un reajuste de presupuestos críticos actuales que, a mi entender, ya se pueden atisbar.
Hay indicios de esta pausa en la obra más reciente de muchas figuras estelares de la crítica. El texto de Derrida ya mencionado quizá sea el ejemplo más inmediato. Con gran sentido de alarma, Derrida describe los contornos de su mundo actual: el creciente poder de los massmedia sobre la producción y diseminaci6n intelectual, al igual que el desmembramiento de Europa oriental y los amenazantes conflictos étnicos y religiosos que circunscriben a toda Europa.
Resulta sorprendente que el maestro de la deconstrucción, en un gesto de conjura contra la hegemonía techno, intente reajustar sus proyectos acudiendo a los espectros de Shakespeare y Marx. Es un síntoma que merece más atención entre sus lectores. En la obra tardía de Foucault se puede entrever también una duda análoga. Tecnologías del ser, su último libro sobre la filosofia del poder tomando en cuenta la textualidad del cuerpo humano, destaca una búsqueda, tanto nostálgica como normativa, del balance entre el deber y el placer correspondiente a ciertos momentos claves de la modernidad histórica.
Algo más consciente aún se palpa en los últimos textos de Julia Kristeva, particularmente Naciones sin nacionalismo. Partiendo precisamente de la deconstrucción, el feminismo y otros discursos que informan su distinguida obra, Kristeva asume allí una postura menos dispuesta a abandonar, sin sopesar lo que ello implica para su Europa oriental, los metarrelatos modemos y la concepción universal de los derechos humanos.
A esta discusión corresponde también la obra más reciente de Edward Said, Cultura e Imperialismo. El conocido autor de Orientalismo, texto que abrió el camino al desmonte de la tradición humanística en los años setenta, propone ahora reformular la defensa de ciertos aspectos de la tradición occidental moderna, sobre todo el valor del arte literario, al igual que el peso de la institución universitaria definida por su independencia de las presiones políticas y económicas. Insiste que sólo a partir de ahí, y a modo de contrapunto, se podrá escribir una crítica literaria poscolonial capaz de concebir la posibilidad de cuestionar la historia imperial. Es otro síntoma, si acaso más nostálgico, del mismo registro de pausas y ajustes.
En la crítica latinoamericana también se encuentran algunas instancias que integran estas dudas rigurosamente. La estratificación de los márgenes de Nelly Richard, al igual que el texto de Sarlo citado anteriormente (Escenas posmodernas) parten de la especificidad local de una área o nación inmediata, permitiendo luego una reflexión más amplia de los inevitables desencuentros entre las diversas formas de articular la cultura latinoamericana en este momento de globalidad posmoderna. Son acercamientos que se destacan también.
Postular una lectura más critica del posmodernismo y su desencuentro con la globalizaci6n hipercapitalista implica un acercamiento capaz de verter los rigores aprendidos de la deconstrucción sobre sí misma, y en particular, un examen muy cauteloso sobre el modo en que esta teoría se emplea en el campo de investigación de la cultura latinoamericana.
Carlos Rincón observa que las semióticas del posmodemismo “fetichizaron la diferencia, el Otro, la alteridad. Pero en esa asimilación, en el camino hacia la construcción de marcos epistemológicos y discursivos para formular problemáticas teóricas, el postmodernismo excluyó las especificidades culturales, lo propio de las políticas de la representación de las ficciones latinoamericanas, y con ello las teorizaciones -incluida la del ahora realizadas en ellas”.
La urgencia de estas precisiones se constata particularmente ante un término como el poscolonialismo, el cual surge de un mercado de discursos críticos cada vez más variados, ambiguos y contradictorios. Para Walter Mignolo, por otra parte, este nuevo enfoque se presta más bien para una reconfiguraci6ón de los estudios coloniales sin que ello excluya una posible reflexión critica de la época actual desde una “semiosis colonial” quizá posible ahora que la posmodernidad pone en duda sus propios principios y metarrelatos modernos. En su libro The Darker Side of the Renaissance, al igual que en sus ensayos más recientes, particularmente en dos números especiales de la importante revista norteamericana “Poetics Today” dedicados a una relectura poscolonial de los estudios latinoamericanos actuales, Mignolo postula una mirada poscolonial basada en el acercamiento de la semiótica posicional elocutiva (locus de enunciación como elemento relativizador en la producción del pensamiento) a los presupuestos latinoamericanos de la transculturación, ambos en torno a un intento mayormente dedicado a retomar el campo de estudio colonial, y en particular las zonas andinas, que la tradición modernista y posmodernista tiende a olvidar o negar.
Me interesa, sin embargo, precisar un poco más el giro en torno a los estudios poscoloniales como propuesta generalizable a todas las épocas y espacios actuales. Decir poscolonial en vez de tercer mundo, modernidad periférica o aún subdesarrollo, implica muchas cosas, pero creo que la más importante ha de ser su participación conflictiva y complementaria a la vez en la constelación de discursos posmodernos.
Rincón afirma al respecto que “en diálogo con esas teorías [posmodernas] y conectándose con un discurso que se ha ignorado, el discurso poscolonial Un proyecto asimétrico, con estrategias y presupuestos distintos al postmodernismo, las nuevas teorizaciones culturales latinoamericanas pueden contribuir a replantear y, en últimas, a cambiar los términos del debate modernidad-postmodernidad”.
El alcance restaurativo del discurso poscolonial que Rincón parece vislumbrar no es sometido por el a un análisis concreto, pero importa acentuar aquí que aún la mera especulaci6n sobre tal promesa resulta significativa, ya que la no simultaneidad de lo simultáneo se propone calibrar sobria y detenidamente la extraordinaria importancia de los discursos posmodernos y la deconstrucción literaria en un amplio marco transnacional. La promesa que Rincón cree encontrar en el discurso poscolonial surge del reconocimiento que al igual que el proyecto moderno latinoamericano, los enfoques posmodernos también engendran formas de anular, excluir, y reprimir.
Por mi parte, estimo que el discurso poscolonial, hasta ahora desatendido o rechazado prematuramente por la crítica latinoamericana en su mayoría, merita una discusión más detenida dentro del contexto posmoderno.
Primeramente, el discurso poscolonial parece sugerir y hasta prometer precisiones de carácter histórico estructural, pero su radio referencial se mantiene dentro de la discursividad panhistorica posmoderna, la cual tiende a evitar o hasta desechar la diacronía y la periodización: todo lo anterior es un gran espacio de enunciación moderno sometido al análisis deconstructivo a partir de un presentismo radical que asume su plenitud en el desencanto epistemológico de los países más industrializados.
En el terreno latinoamericano, por ejemplo, esto se ha manifestado en replanteos del estudio de Ia literatura colonial a partir del neobarroco, o de teorías del abismo semántico (error originario de Ia diferencia latinoamericana) que releen la colonia junto al diecinueve sin mayores trabas, en un fluir que igualmente puede nutrir la narrativa contemporánea del boom y del postboom en formas que pueden ser sugerentes pero que devienen de una historia cultural indiferenciada.
Desde esta lectura, la referencia a lo poscolonial puede ser, por lo tanto, una mera extension del paradigma teórico posmoderno; es decir, una forma de abarcar Ia idea del tercermundismo en su fase globalizada, sin especificaciones de tiempo o espacio, ya sea America Latina, o cualquier otra región, pero abarcando también las minorías raciales, étnicas y lingüísticas del primer mundo. El discurso poscolonial queda así en posición de abarcar todos los espacios y periodos históricos en forma polisincretica, acudiendo a formas y contenidos del pasado premoderno y moderno en pos de momentos discursivos prometedores para un futuro posmodemo.
Reconoce la insuficiencia de las etapas modernas del llamado tercer mundo desde un presentismo que prescinde de las diversas cronologías nacionalistas. África, Latinoamérica, el Caribe, Asia, o ciertas poblaciones minoritarias de Estados Unidos, Europa, y hasta Japón pasan, a veces sin mayores precisiones, dentro de un mismo campo referencial.
Podría decirse que se trata de una especie de identidad que el posmodemismo le otorga al tercer mundo, como un residuo globalizado de sus memorias locales, no obstante lo contradictorio que ello pueda parecer para un paradigma que rechaza categóricamente todo tipo de ancla ontológica. Pero se trata de una identidad discursiva concedida casi como plazo, entretanto se deconstruyen las identidades fuertes de la modernidad, periférica, subalterna, neocolonial, dependiente, o tercermundista.
Esta lectura del poscolonialismo implicaría entonces rearticular la nocion del tercer mundo según los parámetros posmodernos, verlo menos como objeto subordinado a poderes coloniales e imperiales que como sujeto que se narra y produce a sí mismo, y que por ello está implicado en su propia condición de sociedades predispuestas a ciertos síntomas internos de carácter mayormente negativos: conflictos de identidad, mimetismo, u otras formas colectivas de sentirse a menos.
Lo único recuperable de esta historia radica en las claves discursivas, particularmente las literarias, las cuales cobran mucho más importancia que las estructurales siempre que se lean a contrapelo, es decir, como significantes desprendibles de la serie narrativa tradicional que los encierra.
La posmodernidad se propone entonces como instrumento clave de descolonización (entendiéndose esto como problema epistetico mas que político) para la condición poscolonial porque permite auscultar y desmontar lo que entiende por epistema de la modernidad fallida: formas de pensar y escribir y actuar correspondientes a la mentalidad neocolonial, o hasta colonial, después de los periodos de independencia oficial y formación nacional.
En el terreno latinoamericano estas formas incluirían los discursos del nacionalismo de las elites políticas, culturales y literarias: criollismos, indigenismos, negritudes, mestizajes, paternalismos nacionales, voluntarismos revolucionarios, y formas literarias como los realismos mágico o maravilloso; en fin, toda la historia cultural moderna.
Esta concepción de la poscolonia, por lo visto, esconde una suerte de utopía escritural que quizá permita entrever con más claridad los presupuestos del posmodernismo literario.
Entiende la descolonización como una liberación del yugo de la lógica neocolonial, sobre todo el nacionalismo elitista, desde su propia discursividad interna. En ese sentido el poscolonialismo es casi la antítesis de la teoría de la dependencia, cuya búsqueda primordial se detenía en la causalidad externa de las relaciones neocoloniales.
La búsqueda poscolonial no integra nociones de imperialismo o periferia en su marco de referencias. Se extrae inmanentemente. Descolonizar aquí implica desmontar la historia moderna latinoamericana en su totalidad discursiva, declararla inepta, sin hilos conductores entre ese pasado fallido y el futurismo posmoderno, exceptuando el lenguaje literario y de ahí todo horizonte discursivo que se entienda a partir de parámetros herméticamente escriturales.
Solo allí, en el archivo de significantes dispersos y nómadas de ese pasado se encuentran las posibilidades para reformular la historia y la escritura, no por su valor literario en sí, sino porque desde allí se pueden atisbar modos retóricos de transgredir o subvertir la lógica binaria, las identidades duras y otros sostenes del epistema de la modernidad fallida.
Es consabido que la literatura latinoamericana provee instancias excepcionales de esa otredad que informa a la deconstrucción, cuyo énfasis radica en la relectura y reescritura de la historia a partir de la radicalidad escritural modelada por la polisemia inherente al orden literario. Por ello la literatura o la escritura de cualquier época contiene muestras dignas de atención para una praxis de lectura radical y emprendedora; en el caso de la colonial latinoamericana, el hallazgo se hace aún más dramático, dado su valor paradigmático de punto originario para las hipótesis discursivas sobre la cultura latinoamericana.
Desentrañar la subversión o transgresión escritural en la literatura colonial digamos Sor Juana o el Inca Garcilaso, por ejemplo -es una tarea que merece atención. Más allá de mostrarnos una forma innovadora de leer figuras imprescindibles, esta propuesta nos invita a reformular la historia literaria, y de ahí toda La historia colonial que la tradición moderna ha fraguado en torno a un binarismo que puede ser colonizador en sí, puesto que no suele entrever otras posibilidades de conceptualizar la historia latinoamericana más allá de posiciones predeterminadas por metadiscursos externos a estas obras.
El planteo nos lleva a retomar la historia a partir de las estrategias discursivas de estos autores particulares, desde los cuales se puede complicar la periodización colonial establecida, mostrando diversas enunciaciones y transgresiones que irrumpen el orden discursivo del poder colonizador, particularmente sus tradiciones literarias e historiográficas más hegemónicas.
Tal relectura permitiría observar que no todos los escritores de la colonia responden a una visión monolítica de la escritura y que de hecho los mejores autores acuden a tropos, imágenes y otros significantes que pueden implicar gestos liberadores y una posible retorica que el lector deconstructor de hoy puede entender como descolonizante en sí.
Estas relecturas, en última instancia, nos llevan a preguntarnos si nuestro pasado no ha sido una mera construcción de malas lecturas o lecturas propensas a ciertas estructuras del pensamiento que forman parte de la condición neocolonial, y por ende, lo producen.
Importa contrastar esta lectura con la que ofrece Ángel Rama en La ciudad letrada, por ejemplo, puesto que hay una oposición casi diametral entre ellas. Rama muestra cuidadosamente la estrecha complicidad de la escritura con el poder colonial, independientemente de los momentos transgresivos de algunos autores.
Su análisis lo lleva a ubicar el eje conductor del poder en el orden letrado también, pero en relación con otros discursos y dispositivos culturales y políticos desde los cuales se hace más difícil exceptuar el orden literario o convertirlo en un centro designificador de todas las demás discursividades.
La deconstrucción poscolonial, por el contrario, presupone que se pudo haber escrito y vivido otra historia si estos modelos de escritura, o al menos sus momentos subversivos hubieran sido observados con anterioridad, dando a entender que estos textos, por si solos e independientemente de los demás dispositivos del poder colonial, esconden la gramatologia de otra posible historia. Vertida hacia el presente, y desentendida de las aporías correspondientes a esta lógica escritural, esta proyección asume aun más fuerza: se entiende a sí misma como la única fuerza descolonizadora restante.
El hilo conductor de las posibilidades de cambio -primero escritural, luego epistemológico y finalmente social recae entonces sobre la relectura especializada de textos claves que marcan toda la historia desde la colonia, y sobre la capacidad de seguir leyendo a contrapelo toda la red discursiva que constituye la sociedad poscolonial desde entonces. Ante la realidad social globalizante que lo desplaza de sus cátedras humanísticas, el crítico literario o cultural queda reinventado en esta nueva territorialización de tiempos y espacios discursivos.
Pero más allá de cierto voluntarismo letrado, esto conlleva una concepción del mundo y la cultura solo aprehensibles mediante una de-significación perenne poco dispuesta a asumir el peso de su ambición epistemológica en el ámbito social.
“En algún momento”, afirma Benjamín Arditi, “las pulsiones rebeldes deben conformar saberes estratégicos que animen a nuevas voluntades de poderío para conquistar espacios acotados, para modificar segmentos de ‘sociedad”’. Aun más importante, sin embargo, sería el descarte totalizador de la modernidad que procede de este cul-de-sac: Latinoamérica se vuelve una comunidad discursiva que oscila principalmente entre la colonia y la posmodernidad, o aun entre la premodernidad y Ia posmodernidad.
La modernidad periférica, o las otras modernidades, leidas como error de lógica escritural, pasan a ser un vacío cultural y social abandonable, no una realidad expuesta a transculturaciones, negociaciones, y cambios que le dan un carácter singular de periodo histórico.
La especificidad moderna de Latinoamérica, particularmente su historia cultural de múltiples formas de escribir y experimentar la vida queda reducida a una larga historia de neocolonialismos modernizantes indiferenciados a través de los siglos. Claro está, esta lectura tampoco se percata de que estos vacíos y desarticulaciones no permanecen exclusivamente dentro del orden de especulaciones epistemológicas. “No hay que llegar al extremo del neoliberalismo” señala Norbert Lechner, “pero su ofensiva ya no solamente contra la intervención estatal, sino contra la idea misma de la soberania popular, es un signo de la epoca”.
Sé que hay otras lecturas de los términos y conceptos que organizan la exploracion central de este ensayo. Mi interés ha sido, sin embargo, intentar un deslinde diferenciador y menos celebratorio entre ellos; no verlos en un firmamento de estrellas inconexas que brillan independientemente del mercado de discursos críticos que a fin de cuentas gobierna y legitimiza cualquier locus de enunciación y campo de estudio. Se trata de una compleja red de voces, ruidos y silencios cuya historia importante y controversial incumbe al pensamiento crítico del último cuarto de siglo. Me interesa por ello explorar un poco más el valor de las ambigüedades del poscolonialismo, precisamente porque hacen resonar el peso de los otros mundos terceros, periféricos o diferentes- en lo que se entiende por posmodernidad, globalización y comunidades discursivas transnacionales. Esta otra lectura comprende varios rasgos fundamentales que solo podré esbozar brevemente en los últimos párrafos de este ensayo. Me refiero a la confluencia de desencuentros e inesperados acechos que se desbordan del poscolonialismo, de su posición fronteriza entre la tradición critica anglosajona y el hispanismo latinoamericanista, entre las diásporas intelectuales y Ia diáspora de las masas migratorias, entre la teoría metropolitana de la diferencia discursiva y la creciente diversidad étnica de las áreas metropolitanas, y finalmente, entre la teoria poscolonial y lo que se entiende por valor político de los discursos criticos.
Escrito casi exclusivamente en inglés hasta hace poco, el discurso poscolonial cobra relieve intemacional inicialmente con el trabajo de Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. Su marco referencial ha sido mayormente el mundo académico de Estados Unidos e Inglaterra, aunque la obra de Spivak y Bhabha, críticos de origen hindi, también sostiene un diálogo más amplio, particularmente en las investigaciones historiográficas del Grupo de Estudios Subalternos de Ia India.
La influyente obra de Edward Said, palestinonorteamericano, también escrita exclusivamente en inglés, aborda los problemas de la colonización y Ia diáspora en torno al pueblo palestino. Si se toma en cuenta la historia más o menos reciente de la lucha independentista de las naciones o pueblos implícitos en la biografia de estos autores, podría deducirse que el enfoque poscolonial responde principalmente a una periodización contemporánea de la historia colonial e imperial angloparlante.
Claro que la experiencia colonial del siglo veinte sufrida por muchos países del medio este, Asia, África y el Caribe permitiría extender la vigencia temporal y espacial contemporánea del término poscolonial en un sentido estrictamente histórico. Pero el poscolonialismo, según lo argumentado más arriba, no logra sostenerse como propuesta de periodización, aun cuando permite dramatizar, desde este horizonte histórico más bien incierto, el hecho de que gran parte del tercer mundo fue colonia hasta hace muy poco.
Su interés verdadero gira en torno al residuo neocolonial posterior a la formación de estados y naciones, y por ello se hace extensible ya como estudio comparativo de formas discursivas a instancias postcoloniales y posnacionales anteriores, entre ellas la latinoamericana.
Ese rejuego epistitico de la teoría con la historia solicita ciertas consideraciones. Por un lado, al acercarse más a la experiencia reciente del colonialismo se disturba un poco el tabú posmoderno en torno a la periodización histórica.
La colonización persistió durante toda la modernidad y tiene nombres, apellidos, fechas, y discursos específicos que la posmodernidad no puede ignorar sin cierto ruido cognoscitivo o resistencia conceptual. Por el lado más teórico, el poscolonialismo explora nuevas relaciones entre los diferentes discursos de la época colonial, el neocolonialismo de las elites modernizantes, y el modo en que los discursos nacionalistas del siglo 19 y 20 se inscriben en estas coordenadas.
De hecho, quizá se le deba al poscolonialismo el interesante debate que ha surgido recientemente sobre la periodización colonial en Latinoamérica, el cual ha puesto en juego la definición de los dos primeros siglos de dominio español después de la conquista. Insisto, sin embargo, que la imprecisa acepción histórica del poscolonialismo remite directamente a las imprecisiones del terreno teórico.
Una lectura poscolonial del siglo XIX y XX latinoamericano, por ejemplo, iría más allá de las guerras de independencia, para incluir el modernismo, la vanguardia y las revoluciones de casi todo un siglo sin mayores precisiones.
Se desliza entonces muy fácilmente hacia el desfase posmoderno de la modernidad latinoamericana, es decir a la teoría del epistema fallido discutido previamente.
Importa reiterar, no obstante, que el poscolonialismo se distingue de otros discursos posmodernos al invocar tiempos y espacios cuya hibridez complica aún más la historia occidental moderna. Esto se constata en otro aspecto fundamental: la mirada doble, flotante o diaspórica del crítico poscolonial. Es una dimensi6n que alude a la historia personal del crítico, aunque también de un modo que deviene en discursividad. La obra de Edward Said, por ejemplo, incluye la diáspora palestina contemporánea, pero su proyecto a largo plazo ha sido el orientalismo, es decir toda la historia de formas en que occidente ha fabricado una imagen del oriente a través de los siglos.
Said entiende, desde su cátedra neoyorquina en la universidad de Columbia, que su vida y su obra cobran sentido al abordar la diáspora y la diglosia como estrategias para reformular un concepto del tercer mundo a contrapelo del primero, sobre todo desde Estados Unidos. Por su parte, Gayatri Spivak y Homi Bhabha, ambos discípulos de Jacques Derrida, también abordan la otredad poscolonial a partir de su propia condición de intelectuales que proceden del tercer mundo conscientes de haber emigrado al primero.
No es tanto una posición que privilegia el origen subalterno como esencia o espacio referencial, sino un no situarse ni aquí ni allí después de haber habitado ambos espacios como intelectuales, una condición vuelta estrategia que posibilita la interlocución entre múltiples mundos y disciplinas. Así entienden ellos la deconstrucción poscolonial: una forma de hacer critica que no es neutral ni externa al objeto de estudio, la cual traspone la referencialidad (subalterna, tercermundista, minoritaria) sin llegar a olvidarla, volviéndola residuo significador sin metarrelato, transformándola en la tensión de una escritura sin suelo ni reposo conceptual.
En este contexto, Ia relectura de Franz Fanon, C. L. R. James, y otros escritores de la aún reciente historia colonial cobra un interés especial, específicamente por tratarse de autores cuya obra nos lleva a la red de disyunciones que confluyen en el Caribe durante la segunda mitad del siglo veinte: colonialismos, modernizaciones, revoluciones, y otras pulsaciones asincrónicas que vinculan a las Américas, África, Asia y Europa.
Pero el radio de cruces entre las tradiciones lingüísticas y culturales que atrae al poscolonialismo va mucho más lejos y en múltiples direcciones. La literatura latinoamericana, por ejemplo, particularmente la narrativa, forma parte esencial de un nuevo código de multiculturalismo mundial canonizado por las traducciones a la lingua franca de la comunidad global, es decir, a un inglés cada vez más transnacionalizado que responde menos al concepto de lengua nacional que al de segunda lengua mundial; un ejemplo de ello sería el valor de cambio extraordinario que obtiene el realismo mágico en la literatura poscolonial escrita en inglés, particularmente en La obra de Salman Rushdie, o en el cine más contemporáneo de Hollywood.
Las literaturas chicana, nuyorrican y de otros latinos o latinoamericanos en Estados Unidos también cobran relieve en este contexto de múltiples códigos lingüísticos, culturales e históricos; al igual que la creciente yuxtaposicion de lo latino norteamericano con lo latinoamericano en la programación transnacional televisiva desde Estados Unidos y Latino America.
La redefinici6n de lo que se entiende hoy por cultura participa directamente en este rejuego de bordes y fronteras. Se dice que la cultura se ha vuelto omnipresente, aunque no está claro si ello implica una diseminación o una disolución de las formas artísticas que la nutren. En cualquier caso, esa misma indeterminación asume la condición fronteriza de todo intelectual, ya que hacer crítica hoy día implica permutar, transitar, o viajar entre espacios inciertos y a veces efímeros.
Los estudios culturales surgen de este impulso que tiende a formular nuevos métodos y teorías de estudios comparativos desde un enfoque multidisciplinario mucho más expansivo que lo permitido por la organización disciplinaria tradicional de occidente. Claro está, la intelectualidad poscolonial ocupa un lugar principal en esta praxis de tan amplio radio de interpelaciones posibles. Pero habría que preguntarse si todo este programa crítico no responde mayormente a las necesidades culturales y al mercado académico que emanan de Estados Unidos y Europa. El filósofo africano Kwane Anthony Appiah ha observado que: “La poscolonialidad es una condición correspondiente a un grupo pequeño de pensadores y escritores estilizados a modo occidental que mediatizan el intercambio de mercancia cultural del capitalismo global en las zonas perifdricas”.
Comparto esa sospecha, pero me interesa complicar sus implicaciones. Principalmente, no estoy seguro que la condición del crítico poscolonial sea más transparente que la idea del intelectual nativo, emigrado, o exiliado, que permanece anclado en un solo sitio (mental o físico) o que transita de forma más o menos desapercibida entre el primer y el tercer mundo amparado por la objetividad disciplinaria u otras teorías de presunta neutralidad.
Al conducir la teoría posmoderna hacia el ámbito de la diáspora intelectual, el poscolonialismo exacerba la relación entre la especificidad (nacional, étnica, sexual) del intelectual, la condición huérfana y nómada de las teorías globales en si, y la creciente formación de comunidades discursivas dentro de un espacio académico también globalizado por la tecnología y los mercados. Se trata de una red de relaciones que el feminismo ha internalizado desde hace tiempo, puesto que la mujer siempre ha tenido que negociar el espacio de sus instancias discursivas.
Por otra parte, al aludir a la referencialidad implícita en todas las posiciones críticas, la mirada poscolonial también permite problematizar otras, entre ellas la bandera de la autoctonía nativista, puesto que la pertenencia al suelo nacional tampoco garantiza una relación desinteresada y exenta de mercados y valores, ni lo nacional responde a una definición univoca, ni la literatura a una delimitación estrictamente nacional.
Los horizontes de la mirada fronteriza forman parte de una industria de discursos e imágenes de la cual no hay escape sino más bien instancias y posiciones entre lectores, escritores y consumidores. Dentro de esa producci6n su inquietud principal ha sido la de abordar las colonias internas o el neocolonialismo modernizante con nuevas perspectivas desmitificadoras, y canalizar el montaje de nuevos objetos de estudio de la otredad, entre ellos la subalternidad, al par de una visión más multicultural de la literatura global.
Pero habría que observar también si esta óptica es capaz de problematizar el triunfalismo posmoderno, si a partir de ella se posibilita una mirada más crítica de la cultura neoliberal, si su marco de referencias incluye la cultura de sociedades en vivo, si se percata de la dialéctica entre instancias de enunciación e instancias de legitimización, en fin, si concibe la literatura más allá del encierre epistemológico.
Habria que estudiar estos y otros deslindes más cercanos al espacio vivencial latinoamericano. Como se producen y reproducen las diversas comunidades discursivas hoy en Latinoamérica, o en cada nación, o en cada región? ,Que tipos de diásporas y fronteras se producen entre los márgenes de esas localidades? , Cómo trazan su cartografía de lo latinoamericano? ¿Como entienden su relación con la comunidad transnacional angloparlante de latinoamericanistas?
Creo que estas dudas y preguntas permanecen sobre el tapete.
En un ensayo profundamente aclarador, R Radhakrishnan propone la necesidad de aclarar la relación política del discurso poscolonial problematizando su distancia de Ia cultura en vivo. Observa que la hibridez metropolitana del crítico que surge de las diásporas no suele acentuar el sentido dc frustración y la crisis de legitimización que corresponde a otras clases sociales o discursos no habituados por intelectuales profesionales, cuya experiencia en la diáspora quizá incluya el anhelo de una vuelta, o el sostén de una identificación con lo perdido.
Al crítico diaspórico también le correspondería repensar lo que implica esa otra diáspora menos satisfecha de su condición, no ya en términos físicos, sino discursivos. Ello podría partir de una relación más cercana y abierta a perspectivas que emanan desde Ia otra orilla, de una interpelación que conlleve la politización mutua de comunidades de acá y allá, en fin, de un espacio donde la legitimización solo se de en la reciprocidad de voces y experiencias disimiles. Esto sería al fin más necesario si por razones de mercado académico y cambios disciplinarios, a la crítica se le exige un acercamiento mayor al terreno de la cultura. Un ejemplo importante se encuentra en el estudio de la cultura actual argentina que ha hecho Beatriz Sarlo, la cual abre avenidas desconocidas por toda una industria de lecturas sobre la posmodernidad literaria argentina y latinoamericana.
Habría, pues, que aprender a ver, hablar, leer y quizá hasta escribir un poco más desde las otras fronteras, someterse a otras instancias de recepción, aplazar la extrapolación teorizante, en fin, tomar en serio las diferencias.

Una convocatoria de género a los hombres

Una convocatoria de género a los hombres

Mirar a los hombres desde la perspectiva de género en pos de la construcción de los derechos humanos conduce a considerar injusto e inequitativo lo que las tradiciones, las costumbres, las normas y las formas de vida patriarcales consideran legítimo.

Esta mirada a los hombres significa no aceptar más discursos de igualdad con prácticas de desigualdad y plantear el derecho humano de los hombres a ser humanizados desde una ética de equivalencia humana con las mujeres.
Significa también, que la equidad debe ser un valor de la condición masculina en sus relaciones con las mujeres y con los otros y que los hombres deben aprender a convivir con sus semejantes humanas (colegas, conciudadanas, compañeras, coterráneas) y a respetarnos en nuestra especificidad.

La reeducación de género de los hombres es fundamental en la redefinición de su propia condición humana masculina. Como los hombres, el hombre y lo masculino han sido convertidos en contenidos del paradigma humano por el pensamiento y la política patriarcales, la mayoría de los hombres no distingue entre su condición de género masculina y patriarcal y los valores y atributos simbólicos de lo humano.

Hacer conciencia de la diferencia entre masculino y humano es un proceso que permite aclarar la perspectiva de una humanidad resignificada genéricamente.
Por lo tanto, es un derecho humano de los hombres tener claridad de que la condición masculina conservadora es un obstáculo nocivo que les impide ser en correspondencia con los valores que asumen democráticamente para la sociedad, e impide solucionar los importantes problemas contemporáneos.
Dicha condición de género y sus correlato en las subjetividades, las identidades y la cultura machistas no expresan los nuevos valores, las actitudes y las disposiciones que son básicas para avanzar en la construcción social de la alternativa feminista de un mundo plural, solidario, pacífico y progresivo.
Es un derecho humano de las mujeres y un fundamento de la democracia genérica que los hombres elaboren alternativas de género para su propia condición en sus distintas esferas éticas, emocionales, afectivas, intelectuales, sexuales, normativas y políticas.
Es un derecho humano de los hombres imaginar y tener recursos para despojarse de los atributos de la dominación y desarrollar personalidades, experiencias y modos de vida democratizadores. De no hacerlo, no podrán desarrollar desde ellos mismos los procesos de equidad. Y no podrán colocarse en el mismo piso vital que las mujeres. Quedarán descolocados de los procesos renovadores del mundo que alientan un gran viraje en todos los niveles, desde el personal y microsocial, hasta el familiar, comunitario y estatal.
Las experiencias macrosociales (mundialización, globalización) sólo pueden ser enfrentadas con éxito para abatir la devastación y el oprobio del mundo, si desde abajo y en todos los espacios, en su propia vida los hombres protagonizan una radical transformación de su ser y de sus maneras de enfrentar la problemática personal y social, así como sus mecanismos de exclusión y de colonización de los otros.
Lograr, por ejemplo, la reforma del Estado o el establecimiento de un camino hacia el desarrollo humano sustentable exige una metamorfosis de los hombres y de su cultura de género patriarcal convertida en cultura política colectiva.
Como parte de procesos educativos para construir una cultura de los derechos humanos en el campo de la ciudadanía y la política, es preciso decir a los hombres (ciudadanos, gobernantes, militantes, educadores, científicos, líderes, comunicadores, intelectuales, estudiantes, trabajadores, mestizos, indígenas, jóvenes adultos y viejos), solidaria pero firmemente, que se han tardado mucho para expresar su extrañamiento público frente al machismo y al orden patriarcal; que los movimientos sociales y culturales con perspectiva de género aún no cuentan con la participación colectiva, pública, visible y comprometida de los hombres para erradicar la enajenación y la opresión de género y construir la igualdad y la equidad entre mujeres y hombres.
Algunos hombres sienten que es suficiente con apoyar a las mujeres en algunas cosas. Deben saber que suscribir esta causa no consiste sólo en aceptar y colaborar con el empoderamiento de las mujeres y el logro de algunos derechos humanos de la mitad de la humanidad. Es urgente impulsar cambios en los hombres que constituyen la otra mitad de la humanidad que monopoliza la mayoría de los poderes, los bienes los recursos y las oportunidades, en pos una organización política que asegure los derechos humanos en igualdad y diversidad.
Y esto es imprescindible porque la configuración de los hombres, su posicionamiento sexual, social, simbólico y político, su manera de relacionarse con las mujeres y con otros hombres, la impronta de su patriarcalismo en las instituciones y en la cultura, son un obstáculo al avance de las mujeres. Pero, la ceguera ideológica y subjetiva de los hombres, les impide ver que obstaculizan de manera contundente la ampliación y la profundización de la democracia, el desarrollo social, la convivencia pacífica, la creatividad y el bienestar.
Las ideologías supremacistas, invisibilizan a los hombres como obstáculo para el avance de una modernidad democrática y potenciadora del bienestar. Sus maneras de hacer política, de divertirse, de socializar atentan contra formas de convergencia y cooperación. Los hombres más tradicionales que rechazan la modernidad y aquellos que la reivindican son, en cuanto al género, conservadores y reaccionarios.
Aunque se confronten en otras esferas, comparten una posición y una visión supremacistas de género frente a las mujeres y en el mundo.
Las mujeres deseamos, necesitamos y exigimos de los hombres cambios profundos.
Cada vez más mujeres rechazamos las maneras de ser de los hombres, sus actitudes, sus formas de relacionarse y de actuar. Al impulsar nuestro avance y la transformación del mundo, requerimos que los hombres sean consecuentes con los postulados y los principios que proclaman y que quienes no los proclaman cambien también.
Los hombres deben enfrentar la crítica y la exigencia a sus personas y a su marca en el mundo, como crítica política de género, escucharla y atenderla.
No es una crítica hostil, no pretende dañarlos, sino lograr que también la condición masculina y la vida de los hombres estén basadas en el paradigma de la modernidad democrática de género. Los derechos humanos que derivan de la cultura feminista requieren una nueva configuración política democrática concordante con esos principios.
Los múltiples cambios que queremos en la sociedad exigen de los hombres transformaciones profundas. Una es esencial: que los hombres hagan propuestas y den muestras visibles y prácticas de su renuncia al dominio patriarcal.
Que digan a qué herencia y a qué derechos y poderes injustos renuncian, que le pongan nombre y den señales de intención política al desmontar cada privilegio, cada poder autoritario, abusivo, arbitrario, prepotente o dañino, tanto en su vida personal como en su participación social y política.
Desmontar el dominio de los hombres en la sociedad y en ellos mismos significa hacer cambios institucionales, relacionales y culturales cuyo contenido es desjerarquizar, ampliar espacios de participación equitativa para mujeres y hombres, y contribuir al reparto equitativo de deberes, obligaciones, derechos y recursos.
El desmontaje de ese dominio patriarcal pasa por dejar de tratar a las mujeres como su propiedad y como menores, como objetos, esclavas, servidoras, admiradoras, menores de edad, incondicionales bases de apoyo a su persona o al orden social. La subjetividad masculina requiere cambios importantes para que los hombres dejen de experimentar como hechos negativos no ser privilegiados, no ser atendidos como patrones, no ser los primeros en todo, no ocupar siempre la palestra, el espacio simbólico central y la supremacía, no tener los mejores recursos, no competir y ganar excluyendo, no derrotar.
Desactivar y eliminar los poderes de dominio significa para los hombres renunciar a la superioridad, la infalibilidad y la violencia de género; les conduce, en la práctica, a dejar de ser violentos y a mostrar su rechazo ético y político a la violencia masculina. Pero también, a despojarse del derecho a la última palabra, a la verdad, a la razón.
La subjetividad masculina necesita ser remodelada con afectos y valores ligados al placer de estar en espacios paritarios, al gusto por compartir con equidad, a la satisfacción por la solidaridad de género y al orgullo por colaborar en acciones positivas a favor de las mujeres y por actuar de manera visible por ser humanos solidarios. El orgullo de equidad es la alternativa a los afectos y valores de la autoestima masculina fundada en el supremacismo.
Es evidente, y así lo demuestran las experiencias de hombres que transitan por este camino, que desmontar el dominio masculino conduce a la emergencia multifocal de otros sujetos, a la convivencia en la diversidad y por ende al florecimiento de la heterogeneidad subjetiva, identitaria y cultural, a la pluralidad, la búsqueda del consenso y la eliminación del pensamiento único, a la descentralización y la participación ampliada, y al reparto equitativo que propicia y sustenta el desarrollo paritario.
Desmontar el dominio en los hombres y el patriarcalismo en las relaciones y las prácticas sociales y las instituciones conduce, por la enorme influencia de los hombres y su hegemonía, a la eliminación del autoritarismo, del trato indigno y la violencia y el miedo que han impuesto. Emergen, en su lugar, formas de trato digno y de respeto a las personas y al patrimonio personal y colectivo. Son evidencias de la democracia como forma de vida y sus consecuencias materiales y subjetivas: seguridad, confianza y tranquilidad.
El camino a cualquier democracia pasa en este umbral milenario por la democracia genérica.
Mirar a los hombres en pos de la construcción de los derechos fundamentales implica proponerles y exigirles que modifiquen todos los ejes y las marcas de su identidad masculina provenientes del patriarcalismo, y consideren que ser equivalentes y paritarios con las mujeres es su derecho humano.

¿SON POSIBLES OTRAS MASCULINIDADES?

¿SON POSIBLES OTRAS MASCULINIDADES? SUPUESTOS TEÓRICOS E IMPLICACIONES POLÍTICAS DE LAS PROPUESTAS SOBRE MASCULINIDAD (2004)
Mauricio Menjívar Ochoa* Investigador del Instituto Nacional de las Mujeres. Profesor de la Universidad Estatal a Distancia UNED.
Rev. Reflexiones 83 (1): 97-106, ISSN: 1021-1209 / 2004

Introducción

Sin duda alguna la última ola feminista, esta que comienza hace más de tres décadas, ha significado una crítica sustantiva al patriarcado. Con esta crítica se ha develado la opresión que enfrentan las mujeres por parte de las instituciones sociales: la sexualidad y la maternidad, la familia tradicional y los roles de género, el trabajo, la política, y, fundamentalmente, el carácter del poder que cruza a todas y cada una de estas instancias.

Por otra parte, y contrario a lo que se podría creer, cuando se habla del surgimiento de propuestas o de estudios en torno a la masculinidad no siempre puede decirse que estas son “liberadoras” respecto de la masculinidad tradicional. A diferencia del feminismo, el ánimo de tales propuestas no es siempre crítico con respecto al patriarcado como forma de organización social basada en el dominio masculino.

A pesar de esta situación, no siempre se hace explícito el trasfondo político que subyace a tales propuestas. En el ámbito de los estudios sobre la masculinidad, aun autores motivados por la crítica al patriarcado (por ejemplo Campos y Salas; 2002: 29) combinan indistintamente el uso de ciertas propuestas conservadoras con otras de carácter crítico, a pesar de que su trasfondo teórico y político no las hace homologables.

Bajo estas consideraciones, el presente trabajo tiene como objetivo exponer algunas de las perspectivas que abordan el tema de la masculinidad. La finalidad de esta tarea es explicar algunos de sus supuestos teóricos, así como las implicaciones políticas que de estos se derivan. Tal cuestión es de particular importancia para analizar las posibilidades de transformar nuestras masculinidades tradicionales en otras anti-sexistas, anti-homofóbicas, anti-racistas, anti-adultistas o, dicho en positivo, a otras en las que quepa la diversidad.

Debemos aclarar que la pregunta respecto de si son posibles otras masculinidades en tales perspectivas no irá seguida, por ahora, de una reflexión concerniente a los elementos que podrían contribuir a este cambio. Esta es una tarea que merece un mayor espacio que el que disponemos en esta oportunidad.

El patriarcado como determinación

El autor Kennet Clatterbaugh (Gomáriz;1997: 19) ha identificado varias perspectivas dentro de los estudios sobre masculinidades. A una de ellas la denominó conservadora. Uno de sus exponentes es Steven Goldberg quien con el título de su libro, publicado por primera vez en 1973, quiso sentenciar la Inevitabilidad del patriarcado.
Goldberg (1976:31) definió al patriarcado como “toda organización política, económica, religiosa o social, que relaciona la idea de autoridad y de liderazgo principalmente con el varón, y en la que el varón desempeña la gran mayoría de los puestos de autoridad y dirección.” Si bien su punto de partida podría ser aceptado, su conclusión dista de ser transformadora, pues lejos de ser una definición que abone a la crítica, se constituye en una que apunta a la fatalidad y la predestinación.
Efectivamente, Goldberg sostiene que todas las sociedades aceptan la existencia de sentimientos en cuanto a que la voluntad de la mujer “está algo subordinada” a la del hombre, “y de que la autoridad general en las relaciones duales [hombre-mujer] y familiares, cualesquiera que sean los términos en que una determinada sociedad defina la autoridad, reside, en último término, en el varón” (Goldberg;1976:33).
De esta suerte, todas las sociedades aceptan la existencia de tales sentimientos y se adaptan a ellos “mentalizando a los niños en este sentido, porque no les queda más remedio que hacerlo” (Goldberg; 1976:34; las cursivas son nuestras).
Según Goldberg (1976: 28), no se trata de enjuiciar lo que es bueno o lo que es malo, lo que debería ser y lo que no debería ser. Esto se sale del terreno de la ciencia y “la ciencia no puede validar o invalidar apreciaciones subjetivas”.
Simple y sencillamente, “el dominio masculino es universal; no hay sociedad que jamás haya dejado de adaptar lo que espera del hombre y de la mujer, así como los roles sociales correspondientes…” (Goldberg; 1976:32).
Con esta sentencia, y sin que resulte muy difícil de colegir, masculinidades distintas a la patriarcal, y por supuesto nuevas feminidades, no son posibles. Aquí, el principio del cambio es inexistente en cualquier sociedad. Precisamente el principio de universalidad busca justificar esta inamovilidad. Este mismo factor hace endeble su planteamiento, pues se invalida ante la existencia de sociedades en que los principios patriarcales no operen o no hubiesen operado en algún momento histórico.
En este sentido, la evidencia planteada por Gilmore (1994), como veremos más adelante, invalida la validez del “razonamiento” de Goldberg.
La Novedad de lo Viejo: la masculinidad arquetípica o de la perpetuación de la masculinidad tradicional
Particularmente en los Estados Unidos, parece haber cobrado cierta importancia un movimiento de corte conservador y neo-misógino , uno de cuyos textos traducidos al español se titula “La Nueva Masculinidad” .
Moore y Gillette, autores de este libro, han planteado que la crisis de la identidad masculina de nuestro tiempo tiene que ver con una falta de “conexión adecuada con las energías masculinas profundas e instintivas, con los potenciales de la masculinidad madura”. Según ellos, las conexiones masculinas con esos “potenciales están bloqueadas por el patriarcado mismo y por la crítica feminista a la poca masculinidad a la que pueden aferrarse (…) Este bloqueo se debe a la falta de un proceso de iniciación, significativo y transformador en sus vidas, mediante el cual podrían haber logrado un sentimiento de masculinidad”. Ubican a los rituales tribales de iniciación como la manera de potenciar la masculinidad madura (Moore y Gillette; 1993: 18). En este proceso de iniciación, basado en la homosocialización, se excluye “lo femenino”.
Es de aquí que surgen los arquetipos de la masculinidad, los cuales son, según esta corriente, “estructuras profundas de la psique masculina madura”. Aquí aparece el Rey, todopoderoso y centro del universo. También el Guerrero, a quien, a la manera del marine de guerra norteamericano, le concierne la “habilidad, el poder y la precisión”, “el control de lo psicológico y lo físico, lo interior y lo exterior… la capacidad de soportar el dolor…” (Moore y Gillette; 1993: 99).
La tercera forma de “masculinidad madura” es el Mago, arquetipo del pensamiento y la reflexión, cuya conformación de sí mismo “es inamovible en su estabilidad, centralizada y emocionalmente fría” (Moore y Gillette; 1993: 124). Finalmente el Amante, quien está “cerca del inconsciente [lo que] significa estar cerca de los fuegos de la vida, a nivel biológico…” (Moore y Gillette; 1993: 137).
Es evidente que los arquetipos no entrañan nada distinto al patriarcado, pues reproducen los estereotipos de la masculinidad tradicional, así como su justificación biológica. Resulta curioso en este planteamiento la forma contradictoria en la que se mezclan los argumentos de tipo ahistórico con los de tipo pretendidamente histórico.
En efecto, por una parte ubican algunos fenómenos históricos, como el patriarcado y el feminismo, como presuntos inhibidores de la “masculinidad madura”. Por otra parte, su propuesta política es ahistórica: la de despertar “la masculinidad profunda e instintiva”. Así, el presupuesto de los arquetipos en la propuesta de Moore y Gillette es de tipo esencialista. Este tipo de razonamiento se caracteriza por plantear los hechos sociales de manera deshistorizada, es decir, como si no tuvieran un contexto social y un tiempo concretos, a la manera del mundo de las ideas de Platón. Cambiar la masculinidad, en esta perspectiva, es más bien reforzar la existente, es decir la patriarcal.
Cabe agregar que estos autores no reconocen la degradación que ha significado para muchos hombres los rituales de iniciación practicados de manera particularmente cruel en ciertas culturas. Efectivamente estos rituales han cobrado dimensiones de tortura y vejación, según las evidencias retomadas por David Gilmore (1994).
Además de esta perspectiva conservadora, existe otra que ya ha sido reseñada en otro lugar (Gomáriz; 1997: 21). Se trata igualmente de un movimiento surgido en los Estados Unidos bajo el apelativo de Men’s Rights. Estos compartirían con Moore y Gillette la idea de que el feminismo sería nocivo para la masculinidad y del cual habría que defenderse. Los autores proponen que el sexismo perjudica a los hombres, por lo que habría que proponer normas que los protejan “de las consiguientes injusticias, especialmente en áreas como el divorcio, custodia de hijos y violencia doméstica”.
Llama la atención que en Costa Rica se haya conformado una asociación que parte de supuestos análogos a los de Mens’ Rights, apelando al eslogan de “padres divorciados”. Su motivación ha girado en buena parte en torno a la arremetida contra de los avances del movimiento feminista y de mujeres en materia legal, particularmente en violencia contra las mujeres y paternidad.
Uno de los planteamientos de este movimiento es que estas leyes habrían perjudicado a los hombres y por esto se oponen a nueva legislación que busque mejorar la situación de las mujeres. Esta corriente no logra visualizar que no son tales leyes las que limitan su paternidad, sino una organización social basada, entre otras cosas, en la segmentación sexual del trabajo y por lo tanto, de la crianza de niños y niñas. Sin mayor desarrollo teórico, esta posición se encuentra atrincherada en el sentido común patriarcal, lo cual le permite una convocatoria que con seguridad ninguna otra corriente tiene en este momento.
Hacerse hombre: La función social de la virilidad
Para Goldberg y para Moore y Gillette, la masculinidad es explicable ya sea por una supuesta universalidad inherente a las sociedades o por una universalidad de carácter intrapsíquico.
Estas propuestas ahistóricas, por tanto, parten del supuesto de que ser hombre es una especie de esencia. Para otros hay que explicarla más bien a partir de los contextos culturales en que surgen.
Para el antropólogo David Gilmore, en su estudio “Hacerse hombre: Concepciones culturales de la masculinidad”, diferentes culturas alrededor del mundo piden a los varones que actúen como “hombres de verdad” mediante la adopción de una “doctrina viril del logro”, que es una “virilidad bajo presión” (Gilmore;1994:215).
Se trata de una virilidad que condiciona a los hombres a la lucha en condiciones adversas y precarias para sobrellevar la escasez de recursos, y que es fomentada para contrarrestar el “impulso universal” de huir ante el peligro. Así, a mayor escasez, mayor énfasis en la virilidad (Idem.: 219). Se trata de un código de conducta que promueve la sobrevivencia de la colectividad (Idem.: 217).
Para este autor, más que de “universalidad” habría que hablar de tendencias y paralelismos en la “imaginería masculina”. Esta afirmación podría sustentarse, por una parte, en una constatación empírica, y por otra, en los supuestos teóricos que sirven de punto de partida a Gilmore.
Respecto del primer aspecto este autor encuentra que en la mayoría de las sociedades para ser un hombre “uno debe [cumplir tres aspectos:] preñar a la mujer, proteger a los que dependen de él y mantener a los familiares” (Gilmore; 1994: 217). Para explicar estas semejanzas, sus supuestos teóricos parten de “la manera en que la dinámica intrapsíquica se relaciona con la organización social de la producción” (Gilmore;1994: 16).
En primer lugar, el impulso “intrapsíquico” universal a huir, impediría que los hombres cumplieran con los requerimientos exigidos socialmente. Por esto este impulso se contrarresta con la construcción de la virilidad. La virilidad está llamada a rendir según las necesidades de sobrevivencia de la comunidad (expresada en la tríada anterior), lo que depende de la resolución de los aspectos productivos en el marco de la adversidad y la escasez, y entraña una desigual posición de poder entre hombres y mujeres.
Gilmore busca factores comunes en la virilidad de los hombres en diferentes culturas. Pero, a diferencia de la postura de Moore y Gillette, concluye que es dudoso que exista una estructura profunda de la masculinidad o un arquetipo global de la virilidad, pues existen evidencias que señalan que no todas las sociedades actúan según el canon de virilidad bajo presión.
Este sería el caso de los semai y los tahitianos (Gilmore; 1994: 215). Mientras que los semai habrían encontrado que huir del peligro es una conducta que les permite sobrevivir, los tahitianos no habrían contado con una escasez que impulsara a la sociedad a construir la virilidad. En este caso la noción de género deja de ser relevante, en tanto no existen grandes distinciones entre la identidad de hombres y mujeres, como tampoco en el desempeño de los roles.
Gilmore pondría en evidencia que ser marido, padre, amante, proveedor y guerrero, lejos de depender de una estructura arquetípica sin historia y sin contexto, es más bien una demanda social que puede variar.
Se trata de un artificio de la cultura.
El autor señala que su enfoque es “funcional”, pues argumenta que “los ideales masculinos representan una contribución indispensable tanto a la continuidad de los sistemas sociales como a la integración psicológica de los hombres a su comunidad”. Estos fenómenos son parte del “problema existencial del orden que todas las sociedades deben resolver animando a los individuos a actuar de cierta forma que faciliten tanto el desarrollo individual como la adaptación del grupo. Los papeles de cada sexo constituyen una de esas conductas de resolución del problema” (Gilmore; 1994: 17).
Ahora bien, ¿es posible cambiar esta virilidad orientada por el logro?, o como lo plantearía el mismo Gilmore (1994: 224): “¿Significa (…) que nuestra masculinidad occidental es un fraude innecesario y prescindible, como afirman algunas feministas y ciertos defensores de la emancipación del hombre? ¿Estamos preparados para deshacernos de ella?”.
La fuerte influencia funcionalista de este autor le llevaría a concluir que “mientras haya batallas por ganar, alturas por esclarecer y trabajo duro por hacer, algunos de nosotros tendremos que “actuar como hombres”. De su planteamiento se derivaría que, en la medida en que la virilidad es una construcción altamente funcional es además una construcción necesaria, al menos hasta que las condiciones sociales cambien.
Sin embargo, la trampa de esta conclusión radica en que, para que las condiciones cambien, es necesario que se constituyan sujetos sociales que impulsen transformaciones y que realicen rupturas. Al evadir abordar preguntas “para filósofos” (Gilmore; 1994: 225), Gilmore pareciera llevarnos a un callejón sin salida. Y si bien con sus evidencias se invalida la pretendida universalidad del patriarcado de Goldberg, al igual que este esgrime una supuesta neutralidad de la ciencia, al pretender dejarla fuera del terreno de la propuesta de soluciones.
Género y cultura: debates y perspectivas dentro de las posturas críticas de la masculinidad tradicional
No todos los planteamientos que visualizan la masculinidad como una construcción social conllevan conclusiones conservadoras como la de Gilmore. Por el contrario, del argumento de la construcción social se derivan conclusiones críticas que abren posibilidades de cambio. Nuestro interés en este último apartado es analizar algunos de los planteamientos que, bajo esta premisa, nos permiten “historizar” la masculinidad, es decir, entenderla como producto social en constante transformación y sujeto de cambio en el marco de relaciones sociales conflictivas.
Habría que señalar que el punto de partida sobre la construcción social de la masculinidad es el mismo supuesto que se encuentra en la base de la propuesta feminista de Simone de Beauvoir, quien planteara en 1949 respecto de la feminidad que “no se nace mujer, una se convierte en mujer” (Carabí; 2000: 19).
De manera análoga, el supuesto de fondo de los estudios que a continuación reseñaremos es que el hombre no nace, se hace.
Michael Kimmel (1997: 49), por ejemplo, considera “a la masculinidad como un conjunto de significados siempre cambiantes que construimos a través de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros, y con nuestro mundo”. Es precisamente el carácter relacional de la masculinidad lo que le brinda su carácter de género.
Efectivamente, tanto la masculinidad como la feminidad son construcciones relativas; su construcción social solo tiene sentido con referencia al otro (Badinter; 1993: 25-26). En tanto histórica, “la virilidad no es ni estática ni atemporal” (Kimmel; 1997: 49).
A pesar de que estos son supuestos comunes, algunas propuestas críticas recurren a definiciones esencialistas, mezcladas con definiciones normativas o de “deber ser” de la masculinidad (Connell; 1997: 34-35). Tal es el caso de Michael Kimmel, quien retoma la definición de virilidad de Robert Brannon que señala: “¡Nada con asuntos de mujeres! (…) ¡Sea el timón principal! (…) ¡Sea fuerte como un roble! (…) ¡Mándelos al infierno!” (Menjívar Ochoa;2001: 2).
A diferencia de lo que indicaría este “tipo”, la masculinidad está siempre “asociada a contradicciones internas y rupturas históricas” (Connell; 1997: 37). “Lejos de poder ser considerada como absoluto, la masculinidad (…) es a la vez relativa y reactiva” pues, como ha propuesto Badinter (1993: 26 y subs.), en cuanto cambia la feminidad lo que sucede cuando las mujeres redefinen su identidad frente a nuevas aspiraciones o frente a cambios sociales de tipo económico, militar, etc. se desestabiliza la masculinidad. Esta desestabilización no solo lleva a reacciones conservadoras del tipo Men’s Rights, sino que abre paso al cuestionamiento para construcciones alternativas.
La mayoría de las perspectivas que hemos denominado como críticas también comparten con las propuestas feministas el tema del poder como categoría central de análisis. Esta categoría sirve, por una parte, para el análisis de las relaciones intergenéricas, es decir, las relaciones entre hombres y mujeres. Haciendo énfasis en este sentido, Connell (1997: 37) propone para el caso “europeo/[norte]americano” que “el eje principal del poder en el sistema del género (…) contemporáneo es la subordinación general de las mujeres y la dominación de los hombres”.
Por otra parte, la categoría del poder también ha servido para explicar las relaciones intragenéricas, es decir, las relaciones hombre-hombre.
Aquí entran en juego categorías diferenciadas de hombres, que son medidos respecto de una masculinidad hegemónica. Esta masculinidad hegemónica es entendida por algunos como “la imagen de masculinidad de aquellos hombres que controlan el poder” (Kimmel; 1997: 50-51). Se trataría de una imagen que intragenéricametne estaría en el terreno de la disputa, según se seguiría del planteamiento de Kimmel.
Precisamente en este terreno, un análisis histórico nos demuestra que la emergencia de “nuevos” significados de ser hombre no necesariamente ha estado asociada a formas no-patriarcales.
A este respecto Kimmel (1994: 6-7) nos provee de un análisis para el caso de los Estados Unidos que da muestra de tal situación. Según este autor, alrededor de 1830 emerge una nueva concepción de la masculinidad que ha denominado “la hombría comercial”, y que deriva su identidad de su éxito en el mercado capitalista.
Esta nueva concepción se impone sobre los modelos de masculinidad predominantes en el siglo XVIII y principios del XIX: 1) el “Gentil Patriarca”, propietario de tierras, elegante y refinado, “devoto y cariñoso padre”, que pasa mucho tiempo con su familia, (G. Washington y Thomas Jefferson son su prototipo); y 2) el “Heroico Artesano”, que encarna la fuerza física y “las virtudes republicanas” de los granjeros acomodados, de los artesanos urbanos independientes y comerciantes.
El “Hombre Comercial”, ausente de su casa y para sus hijos, se dedica al trabajo dentro de “un creciente ambiente homosocial –un mundo solo de hombres- en el cual se oponen unos contra los otros”. Este nuevo tipo de hombre habría contribuido a la transformación de las condiciones que vuelven “anacrónico” al ahora “afeminado” Gentil Patriarca, al tiempo que vuelve proletario al antaño Artesano Heroico de Kimmel (1994:7). Este análisis nos llama la atención sobre la importancia de poner atención a los “nuevos” significados emergentes en los distintos períodos históricos. Pero aún más sobre la necesidad de analizar en qué medida estos pueden conservar, al igual que las masculinidades precedentes, características patriarcales recreadas a la luz de contextos sociales cambiantes.
También en el terreno de la disputa, pero a diferencia del hombre comercial evidenciado por Kimmel, existen grupos que se han orientado a cuestionar el significado de ser hombre como tradicionalmente lo entiende el patriarcado. Esta postura ha sido asumida por “grupos étnicoculturales”, así como por grupos homosexuales.
Critican “las ‘discusiones estandarizadas sobre masculinidad que presumen de una masculinidad universal referida al hombre blanco, heterosexual y de clase media’” (Gomáriz; 1997: 22), esa masculinidad que es precisamente el legado del Hombre Comercial. Si bien no contamos con mayor referencias sobre estos movimientos en nuestro contexto, en el caso de los Estados Unidos se habrían ubicado en esta perspectiva el movimiento gay, así como autores afrodescendientes, judíos y chicanos, que abogan por una perspectiva de análisis que considere la especificidad.
Contrapuestos a la perspectiva de la especificidad, así como de la posibilidad de hablar de masculinidades, otros han sostenido que más bien debe hablarse de masculinidad en singular.
En esta dirección, Enrique Gomáriz (1997) señala que ciertos resultados de tipo estadístico “fueron prácticamente universales” sobre el tema, al declarar que las áreas más importantes de la vida de una proporción alta de hombres es su ejercicio profesional, mientras que el de las mujeres es su familia. Con supuestos de fondo cuestionables, con datos cuya interpretación no compartimos y que resultan aún insuficientes dada la complejidad del tema, la discusión queda zanjada demasiado pronto con la afirmación de que “las determinaciones fundamentales de la construcción de la masculinidad se reproducen allí donde puede hablarse de capitalismo patriarcal” (Gomáriz; 1997: 28).
Es decir, el capitalismo patriarcal definiría rasgos universales de “la” masculinidad en regiones con historias tan disímiles como Estados Unidos y América Latina.
Ya antes hemos discutido de las dificultades y riesgo que entrañan los “universales”, y dado que el interés de Gomáriz en este texto no es el de indagar sobre el cambio, cabe preguntarnos sobre la posibilidad de reconfigurar las masculinidades en el marco de este “capitalismo patriarcal” tan avasallador de la diferencia y la especificidad.
Sin pretender agotar el tema, por una parte es posible pensar que ciertas especificidades no nos colocan necesariamente en el terreno de la alteridad, de lo sustantivamente distinto en tanto no-patriarcal. El hecho de poseer una opción sexual diferente, por ejemplo, no se deriva necesariamente en masculinidades plenamente contrapuestas a la dominante.
Es cierto que la homosexualidad cuestiona una de las premisas básicas del patriarcado, es decir, la heterosexualidad. Sin embargo puede continuar llevando el fardo de la compulsión sexual, de la falta del autocuidado y de cuido a los demás (al respecto ver Quirós; 2003), e incluso la violencia, tan característica de las masculinidades dominantes.
Por otra parte, el hecho de que las identidades gay no escapen al influjo patriarcal, tampoco puede llevarnos a afirmar que estas sean homologables, sin más, a las heterosexuales.
Bien ha señalado Quirós que la discriminación y la estigmatización incide en la conformación de algunas identidades gay, lo cual, podría pensarse, no funciona de la misma forma en hombres que se ajustan a la norma heterosexual. También es posible señalar a partir de la vivencia de las contradicciones que entraña el patriarcado, que algunos hombres gay se movilizan en un sentido que algo varía respecto del dominante .
Las perspectivas de la especificidad y de la masculinidad única nos llaman la atención respecto de una discusión de gran complejidad todavía insuficientemente fundamentada en nuestro medio. Se encuentra en el centro de la pregunta concerniente a si son posibles las masculinidades distintas, por lo que exige mayor investigación y reflexión. Aunque de nuestra parte el asunto requiere de mayor asidero conceptual y empírico, es posible señalar que las perspectivas de la especificidad son muestra, en sí mismas, de la búsqueda de la alteridad en el terreno de las relaciones de poder.
Efectivamente, y como hemos visto, hay que tener en cuenta que tradicionalmente las relaciones de poder han implicado en la cotidianidad una disputa del significado de ser hombre frente a otros hombres, ya sea para recrear el patriarcado o para buscar formas alternativas.
Debe tenerse en cuenta que en el marco de tales relaciones de poder, las masculinidades culturalmente dominantes son referentes que apelan a los individuos a calzarse a sí mismos dentro de las expectativas culturales. Michael Kaufman (1997:67) ha sostenido, en un sentido similar, que el poder es visto por los hombres no solo “como una posibilidad de imponer el control sobre otros y [sino también] sobre nuestras indómitas emociones”.
No obstante, este proceso de dominación de doble vía esto es: hacia otros y hacia uno mismo, resultaría altamente contradictorio. Este autor profeminista sostiene que “actualmente las recompensas de la masculinidad hegemónica son insuficientes para compensar el dolor que provoca en la vida de muchos hombres” (Kaufman; 1997:81), dolor expresado en la misma negación masculina de su propia emocionalidad plena, la cual es subordinada frente el imperativo de dominar (Idem: 70).
Así, en la medida que “el patriarcado no es solo un problema para las mujeres” (Idem: 81), este autor pareciera abrir un portillo por medio del cual los hombres podríamos encontrar motivación para implicarnos en el proceso de cambio. Estos “dolores masculinos”, como algunos han anotado, podrían llevar a cuestionar las nociones tradicionales de la masculinidad.
Para avanzar en este cuestionamiento resulta clave tener en cuenta otro de los elementos abordados por los análisis críticos de la masculinidad. Se trata del entendimiento respecto de la forma en que las relaciones sociales conforman la institucionalidad como mecanismo de dominación.
En el fondo de esta materia se encuentra la discusión sobre los mecanismos que permiten que las personas interioricemos y reproduzcamos el patriarcado. Para propiciar este entendimiento, Kaufman ha acuñado el concepto de gender work, con el que busca mostrar el proceso de interiorización de las relaciones de género.
Según Kaufman (1997: 69) “la elaboración individual del género, y nuestros propios comportamientos, contribuyen a fortalecer y a adaptar las instituciones y estructuras sociales de tal manera que, consciente o inconscientemente, ayudamos a preservar los sistemas patriarcales”.
También sobre este tema Pierre Bourdieu (2000), con una gran sofisticación, ha analizado el proceso por el cual se naturalizan las relaciones sociales, aspecto que también ha sido una de las propuesta de algunos de los feminismos.
Bourdieu (2000:21), señala que “la división entre los sexos parece estar en el orden de las cosas, como se dice a veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se presenta a un tiempo, en su estado objetivo…”. La casa por ejemplo “con todas sus partes sexuadas…” cocina=femenino, oficina=masculino.
Este mundo social está incorporado imaginariamente en nuestros cuerpos, en nuestros hábitos, en la forma en que percibimos, en el pensamiento y en la acción. Y como hemos sido socializados en esta división encontramos una clara “concordancia entre las estructuras objetivas y las estructuras cognitivas”, entre cómo están conformadas las cosas y las formas en que las conocemos, entre cómo transcurre el mundo y las expectativas que de este mundo tenemos. Seco/húmedo, duro/blando, público/privado, fuera/dentro encima/debajo, activo/pasivo aparecen con sentido objetivo en la forma en que nos representamos el mundo, en la forma en que consideramos que somos hombres y mujeres (Bourdieu; 2000: 20).
Según Bourdieu, esta forma social de ver el mundo construye la diferencia anatómica. A su vez, esta diferencia construida socialmente se convierte en la prueba, en la garantía de que existe una diferencia natural entre mujeres y hombres. Esta justificación circular conduce a encerrar nuestro pensamiento en que es evidente que las relaciones de dominación están inscritas en el orden de lo natural y no de lo social. Es decir, tiene un referente en lo objetivo y en la subjetividad, en la forma en que conocemos. Es un factor clave en la “asimilación de la dominación” (Bourdieu; 2000: 36 y subs.).
De esta manera se inscriben las relaciones de dominación masculina en la naturaleza biológica, cuando en realidad se trata de la naturalización de la dominación. Es una dominación que responde a una construcción social (naturalizada) de relaciones históricas basadas en la división sexual del mundo (Bourdieu; 2000: 37). Es una realidad construida antes de nacer, que nos recibe al momento del alumbramiento y nos configura desde el inicio de nuestras vidas.
Este es un imaginario que es necesario trastocar si se desea apuntar hacia la alteridad.
Y precisamente porque planteamientos como los de Bourdieu evidencian que la masculinidad es parte de un imaginario construido socialmente, y no una inherencia biológica de los cuerpos de hombres y mujeres ni una esencia, es que tal realidad puede ser trastocada a partir de la acción humana. Ella puede abrir paso a la búsqueda de formas de ser hombre que no propicien la opresión de otras ni de otros.
Conclusión
Particularmente a partir de la última década, en nuestro medio se ha experimentado un incipiente aunque creciente interés en el tema de la masculinidad. Algunas personas han visto en esta tendencia la posibilidad de contar con una interlocución crítica y receptiva que permita redoblar los avances hacia la equidad. Si bien esto ha sido así en algunos casos, la revisión de algunas de las tesis de tales propuestas nos muestra que esta interlocución no siempre está abierta.
Más bien, una parte de estos planteamientos apuntan a perpetuar el estado de cosas. Posiblemente cualitativa y cuantitativamente estas propuestas sean las menos, pero no por esto gozan de menor aceptación. Aún más, son las que más asidero poseen en la cultura patriarcal, y de ahí que tengan más adeptos en ciertos medios. Otras propuestas, hemos visto, evaden las implicaciones políticas que se derivan de sus planteamientos.
En el marco de una organización social fundamentada en la inequidad, el poder contar con argumentos cada vez más sólidos, coherentes y fundamentados constituye un imperativo para avanzar hacia la igualdad de género, una igualdad ajena a los esencialismos.
Poner en evidencia el carácter histórico de la dominación masculina, y entender que a esta lógica responde la manera en que nos explicamos todas las cosas del mundo, nuestra relación cotidiana con las mujeres y con otros hombres, es un paso decisivo en nuestra construcción como hombres sujetos de cambio hacia masculinidades no patriarcales y efectivamente igualitarias. De ahí que una revisión crítica de los estudios y posturas sobre la(s) masculinidad(es) sea una tarea siempre necesaria para nuestra propia reconstrucción.
En este proceso de búsqueda queda claro, de acuerdo con las perspectivas criticas, que el significado de ser hombre es históricamente construido y que, en tanto tal, está en constante querella. Y aunque este conflicto no siempre ha estado asociado a la emergencia de formas no-patriarcales de ser hombre, nos resulta evidente que la búsqueda de la alteridad necesariamente implica entrar en el campo político, es decir, en el terreno de la disputa.
Es en este terreno en que se debe abonar a la creación de nuevos significados, nuevos contenidos y nuevas prácticas asociadas al hecho de “ser hombre”.
Nos alienta la premisa de que no es posible ampararnos en la supuesta neutralidad de la ciencia y que por lo tanto esta puede abonar a la discusión. Así, nos queda pendiente, por ahora, profundizar en la reflexión de los supuestos conceptuales, mecanismos concretos y experiencias ya avanzadas, que puedan contribuir a la búsqueda de formas más satisfactorias y no opresivas de ser hombre.
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La deconstrucción como movimiento de transformación

La deconstrucción como movimiento de transformación (2012)
Ayala Aragón, Oscar Arnulfo

Autor: Profesor Titular, Universidad Autónoma Tomás Frías (Potosí, Bolivia).
Contacto: ayalaoscar@yahoo.es, ayalaoscarr@gmail.com

I. Introducción

La deconstrucción analítica como método implícito fue utilizado inicialmente por Martin Heidegger en su trabajo filosófico presentado principalmente en su libro Ser y Tiempo (De Waelhens, 1986), especialmente dentro de las contextualizaciones analíticas inherentes, y posteriormente se transformó en movimiento que abarcó e influyó en disciplinas tan diversas tales como la filosofía, literatura e incluso la arquitectura. Y dependiendo del tipo de abordaje que se asume, esta influencia se ha podido destacar como corriente misma denominada deconstructivista , como en el caso de las distintas artes, o como metodología analítica en el caso de la filosofía y de otras áreas científicas como la antropología, psicología y la sociología.

Esta corriente ha generado diversos enfoques de abordaje que van, por ejemplo, desde un modo de lectura en particular, hasta el establecimiento de corrientes estratégicas intelectuales y políticas como medio de cuestionamiento del orden político, social y económico establecido. Y aunque estas diversas maneras sean válidas de acuerdo al contexto y al propósito específico en el que se apliquen, su abordaje no deja de lado, tampoco, el carácter riguroso que enmarca el tratamiento y el estudio de cualesquier argumentación filosófica, como lo manifiesta Culler(1992:1): “Puesto que la práctica de la deconstrucción pretende ser tanto un argumento riguroso dentro de la filosofía como un cambio de las categorías filosóficas o de los intentos filosóficos de dominio”.

Aunque las bases para el establecimiento y el desarrollo de esta corriente de pensamiento, en especial en los ámbitos literario y filosófico, fueron impulsadas en gran medida por Jacques Derrida, otros autores también contribuyeron en el mismo sentido. Es el caso, por ejemplo, de la denominada Escuela de Yale, cuyos representantes más destacados son Harold Bloom, Geoffery Hartman y Paul de Man, quienes lograron establecer una perspectiva bastante amplia, más que nada en el área de las ciencias sociales y humanas. También lo hizo Jonathan Culler con su discusión sobre las bases teóricas de la deconstrucción, con una marcada relevancia en su desarrollo teórico.

Es en este sentido que el presente trabajo se propone analizar algunas ideas clave previas dentro de la dinámica de transformación tanto social como cultural, desde el movimiento articulador y generador propuesto por la deconstrucción y a partir de la crítica a la denominada “metafísica logocentrista“y sus categorías estructurales, como la misma concepción del logocentrismo, la causalidad y la temporalidad.

II. La deconstrucción y el logocentrismo

La deconstrucción como corriente ha establecido la base para establecer un movimiento que va más allá de un estructuralismo logocentrista y que asume la incuestionabilidad del significado del logos como base misma de cualquier representación, asumiéndola real en tanto y en cuanto la misma se transforma en realidad central construida a partir de su identificación y definición.
Consecuentemente, su establecimiento ha generado una transgresión de la institucionalidad del logos y, por ende, de todas aquellas formas institucionales derivadas del mismo, estableciendo paralelamente un mecanismo creativo que permite visibilizar lo invisible, percibir lo aparentemente oculto, poner de manifiesto el significado releyendo y retomando valores semánticos y semióticos escondidos de los significantes, para la “aparición” de un nuevo significado.
Que surgirá, en consecuencia, a partir de un cuidadoso análisis de los “márgenes” o de una “lectura entre líneas”, algún noema oculto, invisibilizado hasta ese momento, que emerge precisamente en el proceso como producto del mismo. Lo que, en definitiva, cuestionará la estructura predefinida y el significado absoluto e intencional con que hegemoniza el logos entronizado como la luz que alumbra y da claridad al horizonte, pero que también oculta toda la riqueza que existe en la oscuridad sobre la que se proyecta.
Si bien muchos detractores y críticos de la corriente han cuestionado que una de las consecuencias de una liberalización de las estructuras del contenido en su fondo y forma generaría un relativismo del “todo vale”, atribuyendo consecuentemente a este movimiento en tanto postmodernista fragilidad en su argumentación, la deconstrucción ha enfatizado su carácter analítico enmarcado en una profunda comprensión de su objeto de estudio.
De tal forma, un requisito previo de la deconstrucción (en el caso, por ejemplo, de una discusión teórica) es el conocimiento previo y a profundidad de autores de referencia a partir de un diálogo y debate razonado con los mismos, dentro del marco lógico-racional y la rigurosidad del enfoque y los paradigmas sobre los que fue concebido, pues “toda lectura deconstructiva requiere de una previa dilucidación pragmática del éxito de un sistema ideológico para mantener implícito una determinada concepción a priori”(Huaman, 2006:118).
A partir de ahí se podría lograr desarticular o desarmar la estructura que, en definitiva, está constituida por los sustentos o supuestos argumentos sobre los que se basa en tanto sistema en sí mismo. De esta forma y en este sentido, deconstruir como confrontación (en el caso del discurso textual), en palabras de Culler (1992:2) equivaldría a:

“[…] mostrar como anula la filosofía que expresa, o las oposiciones jerárquicas sobre las que se basa, y esto identificando en el texto las operaciones retóricas que dan lugar a la supuesta base de argumentación, el concepto clave o premisa”.
Es este mecanismo transgresor el que otorga precisamente a la deconstrucción su carácter revolucionario, al desplazar y reinventar las estructuras institucionales y los modelos sociales establecidos (Huaman, 2006) hasta lograr su revolucionaria transformación, luchando en consecuencia contra las hegemonías y las distintas formas de poder establecidas en la esencia de las mismas, pues como el mismo Derrida afirma:
“No se trata [solamente] de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean”(Derrida, 1997:9).
La confrontación como razón y sentido de cuestionar al absoluto desde su fondo y esencia y desmitificar lo trascendental que encierra su culto ritual de un significado unificador, único e irreductible, es una necesidad en sí misma para la deconstrucción como método y como movimiento de revalorización de lo subjetivo y lo lúdico, considerándolos como agentes relevantes y fundamentales en el proceso de la construcción del significante y el consecuente desbaratamiento de las estructuras jerárquicas conceptuales que sustentan la intencionalidad exclusiva e irreductible de lo que se afirma como verdad incuestionable del logos. Consiguientemente, y producto de esta confrontación, la deconstrucción en palabras de Derrida (1981:15):
“[…] opera a través de la genealogía estructurada de sus conceptos dentro del estilo más escrupuloso e inmanente, para al mismo tiempo determinar, desde una cierta perspectiva externa algo que no puede nombrar o describir, lo que esta historia puede haber ocultado o excluido, constituyéndose como historia a través de esta represión en la que encuentra un reto”.
De manera que la huella abierta pueda inseminar y diseminar más allá de la metafísica de la presencia, con las ausencias y los silencios contenidos en el signo y en el tiempo y el espacio que lo determinan.
De esta manera se abren muchos frentes de combate, como por ejemplo, con la ideología del texto que, en definitiva, representa la dominación de una lengua y consiguientemente la dominación cultural y social, lo que, al final, implicaría romper los aparentes vínculos sólidos que creemos que nos ligan con lo real. En este sentido, Derrida busca, precisamente, una confrontación deconstructiva con una de las superestructuras dominantes en la dinámica de creación social: la cultura como institución, que de una manera irreversible y voraz se apropia de todo lo que la excede, llegando a afirmar, consecuentemente, que no existe nada más opuesto a la cultura que la deconstrucción (Derrida, 1997).
Y aunque, obviamente, esto resulte contradictorio, pues precisamente el aporte creativo del trabajo derridiano en su vasta producción ha sido también apropiado e irremediablemente alimentado en, hacia y desde la cultura occidental, convirtiéndose por tanto en el “exceso” denunciado. Este hecho fue observado por él mismo, llegando incluso a asumirlo como parte fundamental en el proceso deconstructivo revolucionario y transformador de las estructuras programáticas, pues: “si no estuviéramos enfrentados a esta doble tarea que compromete gestos contradictorios, no habría responsabilidad ni decisión, sino [simplemente] máquina programática”(Derrida, 1997:8).
Además, esta tarea marca una labor de oposición que busca, a partir de la confrontación, el resquebrajamiento del sistema que deconstruye, en una práctica de inversión jerárquica de la hegemonía de los significantes, de forma que se produzca al final la acción, escritura o expresión de los silencios que en definitiva constituyen también significados.
Acción que reivindica, entre otras cosas, por ejemplo en el caso del discurso, el rol de las fuerzas no discursivas, cuyo resultado final Derrida denomina el “corrimiento general del sistema”(Derrida, 1972:392). Lográndose, consiguientemente, la traslocación del valor dado o la posición de poder que ocupan los elementos dentro de su estructura axiológica, lógica o de cualquier otra índole y, consiguientemente, su inversión. Por lo que la deconstrucción de la oposición llegaría a ser, ante todo, en un momento dado, la inversión de esta jerarquía (Derrida, 1981).
Aunque esta revolución, en términos de transformación, no implica necesariamente la destrucción (que de ninguna manera debe confundirse con el término deconstrucción), el proceso inherente a la deconstrucción revolucionaria implica más bien la aparición de nuevas y novedosas formas, mecanismos, configuraciones y estructuras mismas analizando, revisando y reinterpretando el fondo, a diferencia de una destrucción que implicaría la eliminación o aniquilación tanto de la forma como del fondo.
La deconstrucción, al desplazar y visibilizar, expresa; al negar y contradecir, afirma, de manera dinámica y permanente, llegando a tomar partido en la medida en la que va construyendo en el proceso. De esta forma, la deconstrucción reafirma la construcción en constante cambio y movimiento (Huaman, 2006) en un proceso liberador, que es tal en la medida en que visibiliza, descubre y genera creativamente huellas de significación viva, que en el caso de la escritura y del texto se ha venido a denominar como “escritura viviente”(Derrida, 1998).
Transformar desplazando la presencia a partir de una trasgresión constructiva, bajo la evidencia de que la ausencia del texto marca lo mismo que su presencia, dado que la escritura no sólo incluye presencias sino las ausencias de lo que se excluye.
III. Deconstrucción y causalidad
La deconstrucción mantiene el concepto de causalidad pero invirtiendo la cronología de causa y efecto, todo ello dentro de las leyes lógicas, epistemológicas, axiológicas y otras sobre las que se construye la explicación del fenómeno. Esta inversión también denominada metonimia o metalepsis deconstructiva es, en esencia, la inversión de la cronología de una lógica causal fenomenológica a partir de la reafirmación del mismo concepto que lo sustenta.
Subvirtiendo la jerarquía de poder que tiene la causa sobre el efecto, en tanto aquélla es origen y por tanto condición sine qua non para que se produzca éste. Cuestionando de esta manera, en el mismo sentido asumido por la posición crítica del “mito de lo dado” asumida por Wilfred Sellars, a las jerarquías aceptadas como realidad fenomenológica (Caillincos et al., 1995).
Esta subversión no anula la base de la argumentación sino que la ratifica a partir del análisis deconstructivo, llegando más bien, con los mismos argumentos, a demostrar el valor relativo de la causa en tanto puede llegar, en muchos casos, a ser más bien el efecto de otro considerado como tal, y que llega a ser más bien causa para que se perciba el primero.
Este proceso como bien lo aclara Jonathan Culler se produce en la simultaneidad del movimiento de causalidad, utilizando las premisas como conclusiones y viceversa, en función del orden cronológico de la experiencia (Culler, 1992)3. Es el caso, por ejemplo, de la experiencia del dolor producida por el pinchazo de un alfiler .
La secuencia aceptada tradicionalmente es: causa: alfiler, y efecto: dolor; pero se niega el hecho de que primero se experimenta el dolor y posteriormente se descubre que el que lo produjo fue el alfiler; por tanto, la causa de la experiencia del dolor es la que produce el efecto del descubrimiento del alfiler. De esta forma se desbarata, por tanto, la jerarquía de poder del origen o lo originario, sin dejar de lado el concepto central de causalidad y, más bien, reafirmándolo y justificándolo en el proceso metonímico.
Consecuentemente, el proceso deconstructivo de la causalidad como manifestación fenomenológica a partir de las lecturas anteriores presentaría momentos claves, aunque no necesariamente secuenciales en un orden cronológicamente establecido, sino más bien guardando la característica de simultaneidad presentada en el análisis y la lectura deconstructiva realizada por Culler (1992). Estos momentos claves serían los siguientes: – Metonimia o metalepsis del concepto en sus elementos de causalidad, que consiste en una previa revisión de fondo de los elementos con la correspondiente inversión de los mismos, una vez demostrada su argumentación. – Afirmación y ratificación de la argumentación del concepto que describe o explica el fenómeno, que es una consecuencia directa del momento anterior pues al demostrar la argumentación en la inversión de los elementos reafirma el concepto central del mismo. – Pérdida del privilegio metafísico de origen en tanto queda demostrada la validez de la metonimia o metalepsis del concepto, desbaratada por tanto en el privilegio o jerarquía de alguno de sus elementos, pues al haberse invertido el sentido de la relación causa efecto se invierte también la relación de dominancia de uno de los elementos conceptuales sobre el otro.
Siguiendo esta argumentación, Derrida, en gran parte de su obra, ha trabajado deconstruyendo en nuevas lecturas e interpretaciones algunos de los textos más relevantes de los filósofos y personajes más representativos en la historia. Es el caso, por ejemplo, de su obra La diseminación, en la que deconstruye el pensamiento de Platón; en: De la gramatología, en la que trabaja sobre el pensamiento de Rousseau y Saussure; en: Marges,Glas, donde aborda a Hegel y Heidegger; La carta postal y La escritura y la différence, basada en la obra de Freud; Espolones, donde trabaja con el pensamiento de Nietzsche, y otras obras más que produjo de manera prolífica a lo largo de su vida (Culler, 1992).
IV. Deconstrucción, presencia y temporalidad
La deconstrucción, en sus planteamientos centrales, ha sido y es un cuestionamiento permanente de la “metafísica de la presencia”, que ha monopolizado el discurso filosófico determinando en cada uno de sus planteamientos subsecuentes la presencia como fundamento o requisito de la esencia.
Este cuestionamiento obedece, además (como se planteó anteriormente) al cuestionamiento del origen puro e inequívoco de la presencia “ubicua” que ha consolidado su dominio central, en tanto origen, relegando lo demás a una categoría accidental, complementaria o derivada del logos central que, además, constituye una exigencia fundamental de la metafísica logocentrista. De esta manera, Derrida en su obra Limited Inc., manifiesta que prácticamente toda la filosofía occidental desde Platón a Husserl ha procedido bajo esta exigencia profunda y poderosa denominada metafísica de la presencia (Culler, 1992).
Y esta exigencia es la que determina, precisamente, lo fundamental dado y lo incuestionable del origen centro o base principio establecido en la presencia del logos, asumiendo por tanto la prioridad y superioridad sobre lo demás que resultaría accesorio y, por tanto, prescindible. Esta manifestación de poder establecida por la presencia como metafísica logocéntrica constituye una relación en la cual todo lo que no reafirme o desborde el logos, resultado de su inferioridad, sería subordinado a una ausencia – caída o en definitiva hacia su negación. Culler ejemplifica muy adecuadamente esta relación:
“Cada uno de estos conceptos, todos los cuales implican una noción de presencia, ha figurado entre los intentos filosóficos de describir lo que es fundamental y se ha tratado como centro, fuerza, base o principio. En oposiciones tales como significado / forma, alma / cuerpo, intuición / expresión, literal / metafórico, naturaleza / cultura, inteligible / perceptible, positivo / negativo, trascendente / empírico, serio / no serio, el término superior pertenece al logos y supone una presencia superior; el término inferior señala la caída. El logocentrismo asume así la prioridad del primer término y concibe el segundo en relación a éste, como complicación, negación, manifestación o desbordamiento del primero”(Culler, 1992:8).
Esta relación de poder ha dado como resultado consideraciones que cotidianamente se manejan como implícitas y que van alimentando y retroalimentado constantemente la posición de superioridad del logos y la reafirmación de la estructura construida a partir de su origen generador. Algunas de estas consideraciones son las siguientes (Culler, 1992): – La valorización inmanente de la presencia y por tanto la manifestación de su autoridad. – La sensación como fuente última de inmediatez y, por tanto, de presencia. – La presencia de verdades últimas. – La divinidad detrás pero inherente a la presencia. – La presencia efectiva de un origen o centro en proceso de desarrollo histórico. – La presencia como intuición espontánea. – El dominio de la lógica de la presencia dentro del pensamiento y su manifestación (nociones establecidas en el proceso de pensamiento como hacer claro, captar, demostrar, revelar y otras son evidencias de la posición decisiva que ocupa la misma en la construcción e interpretación de la realidad) – La superioridad de la voz o el habla (parole) sobre el sistema lingüístico de la escritura (langue).
Por tanto, la presencia con su ubicuidad ha llegado a establecer un dominio y poder sobre el pensamiento que no ha dejado margen para otras formas de exploración y manifestación. Y una de estas manifestaciones de poder logocéntrico, como se ha mostrado anteriormente, ha sido precisamente el reconocimiento de la superioridad de la voz, en tanto fonocentrismo, sobre la escritura.
Esta cuestión ha sido ampliamente discutida y expuesta por Derrida en muchos trabajos donde demuestra la grave contradicción de la filosofía, puesta de manifiesto por la mayoría de sus representantes, al desvalorizar a la escritura como medio fidedigno de expresión del pensamiento, que, por su insuficiencia, estaría muchísimo más limitada en su expresión que la comunicación fonocéntrica, no obstante ser la escritura, precisamente, la que permitiría trascender la temporalidad de una época histórica al lograr transmitir las ideas en el tiempo.
Todo ello le ha permitido afirmar que: “se podría demostrar que la filosofía ha sido una metafísica de la presencia, tomando al fonocentrismo como privilegio de la voz”(Derrida, 1998:7), además de la reafirmación del ser como presencia, pues: “el logocentrismo sería, por lo tanto, solidario de la determinación del ser del ente como presencia”(Derrida, 1998:23).
La presencia, al constituirse en omnipresente, determina en su manifestación la necesaria precisión del momento presente, en tanto necesidad de particularizarse temporalmente en un instante y momento concreto y definido; no obstante, en este intento, se difumina debido a que el tiempo presente como presencia no puede definirse estáticamente como algo dado en un momento concreto, como se argumenta ontológicamente, por ejemplo, en corrientes filosóficas eternalistas. El tiempo presente, en su moción, sólo se manifiesta en movimientos que fluyen como un producto en una relación constante entre pasado y futuro (Derrida, 1972). Por tanto, la moción del presente no podría darse en una presencia concreta y específica, por la imposibilidad de su concreción en un tiempo dinámico y en continuo movimiento. En este sentido, existiría más bien un tiempo habitado por el “no presente”(Culler, 1992), o como lo manifiesta Zenón (490 aC-430 aC) en sus paradojas al intentar demostrar la imposibilidad del movimiento, pero que al final resultaron más bien en paralogismos, revelando más bien los problemas y dificultades a la hora de sentar la base de demostración de la presencia como entidad inmutable e invariable.
Derrida, adicionalmente, plantea un elemento que permite caracterizar de mejor manera al momento presente: la diferencia , manifestando que es ésta y complementariamente la compartimentación la que proporciona una base identificable a la presencia, llegando a afirmar que: “Se debe pensar en el presente a partir del tiempo como diferencia, diferenciador y aplazamiento”(Derrida, 1998:237).
Sin embargo, esta presencia tiene sentido solamente si se la considera como ausencia generalizada, como el espacio o la ausencia de la no presencia, pero que hace referencia a la huella o al sistema de huellas, para ser más precisos, que en su ausencia le da el carácter diferente y por tanto definible de presencia en su manifestación o moción expresada.
De manera que la temporalidad de la manifestación se dé, precisamente, por esta complementariedad y compartimentación entre la ausencia y la posterior presencia expresada, siempre en simultáneas y permanentes manifestaciones de diferencias y huellas de huellas (Derrida, 1981).
V. Conclusiones
La deconstrucción constituye un movimiento dinámico de transformación y liberalización de la hegemonía del logos y del dominio de la denominada “metafísica de la presencia”, que en tanto mecanismo de poder, subordina en su imposición a las estructuras del pensamiento logocentrista (que actualmente transversaliza a todas las manifestaciones culturales) hasta moldear y articular, incluso, a todo el sistema cultural que, a su vez, constituye la matriz sobre la que se estructura el tejido social. En este proceso, busca visibilizar lo invisible desplazado o anulado por la presencia, en tanto manifestación del logos.
La visibilización de lo oculto implica la reversión de las jerarquías impuestas por las categorías dominantes del logos, de tal manera que la ausencia no expresada se materializa en nuevos contenidos redescubiertos sobre las huellas de las estructuras establecidas, demostrándose que, al final, toda manifestación no es más que trazos sobre huellas de huellas y reinterpretaciones instituidas sobre la base de lo que Derrida denomina como la “diferencia”, que no sólo se manifiesta en un movimiento temporal y espacial sino que particulariza el significado dándole un contenido específico, en tanto diferente, en cualesquiera de los estados anteriores o posteriores sobre los que fue concebido.
Así, el concepto de la temporalidad del presente adquiere sentido en tanto se acepta la cualidad “diferente” en su expresión. La deconstrucción puede asumirse, además, como un movimiento revolucionario, que cuestiona la presencia de verdades últimas y definitivas determinadas por la superestructura del poder del logos y la superioridad de sus categorías metafísicas.
Para ello, utiliza la rigurosidad dentro del mismo tejido lógico sobre el que está constituida la estructura, para una vez argumentada y justificada demostrar con las mismas herramientas, procedimientos y construcciones lógicas, la imposibilidad del absoluto de su afirmación y, por ende, su incuestionabilidad como referente de la realidad.
En este sentido es que se relativiza su valor, surgiendo además otros referentes basados en las ausencias y en las huellas sobre las que surgieron (la mayor parte de las veces silenciadas intencionalmente por el poder del logos) que, bajo el principio de complementariedad y compartimentación, expresan otros sentidos y formas de ver y conocer la realidad. Desde este punto de vista, la deconstrucción se plantearía como un elemento liberador del ser humano, combatiendo la creencia cultural que afirma que el orden de nuestras representaciones no se puede cuestionar.
Las posibilidades que plantea la deconstrucción como un movimiento de transformación abarcan un escenario que enriquece el abanico potencial de desarrollo del ser humano desde perspectivas mucho más comprometidas con su liberación de estructuras de poder establecidas. Por tanto, el reafirmar su praxis en los distintos ámbitos de actividad humana, en tanto corriente de pensamiento, posibilitará la consolidación en una reinvención continua e innovadora y la consiguiente transformación o desplazamiento (para usar una terminología más derridiana) de las superestructuras institucionalizadas del logos, en sus distintas manifestaciones y formas tradicionales de organización social, cultural o política.
Notas
1 La influencia de la deconstrucción como corriente influyó en el estilo, el diseño y la expresión artística, como se ha evidenciado en distintas exposiciones artísticas y arquitectónicas en las décadas de 1980 y 1990 desarrolladas por Maya Lin y Rachel Whiteread o la famosa exposición desarrollada en 1988 en el Museo de Arte Moderno de New York titulada “Deconstructivist architecture”, donde expusieron los arquitectos: Peter Eisenman, Frank Gehry, Zaha Hadid, Coop Himmelb(l)au, Daniel Libeskind y Bernard Tschumi, entre otros (Navarro, 1988).
2 Frase atribuida al filósofo Alemán Ludwig Klages durante la década de 1920, utilizada para referir como centro del discurso o de cualquier texto al logos, obviamente dentro de la cultura occidental (Ferrater Mora, 1984).
3 Culler hace notar que la diferencia de la causalidad planteada en los términos escépticos de Hume radica, precisamente, en el carácter de simultaneidad que le da la deconstrucción al concepto ,que va más allá de la simple relación de contigüidad y sucesión cronológica asumida dentro de una secuencia de causa y efecto (Culler, 1992).
4 El ejemplo utilizado fue expuesto originalmente en las obras completas de Derrida (Werke en alemán), Vol 3. pág. 804, mencionada por Culler (1992) a propósito de entender la deconstrucción de la causalidad, realizando para ello una deconstrucción nietzscheana de la causalidad. Este análisis a la letra dice: “La causalidad es un principio básico de nuestro universo. No podríamos vivir o pensar tal como lo hacemos sin aceptar de antemano que un hecho es causa de otro, que las causas producen efectos. El principio de causalidad afirma la prioridad lógica o temporal de la causa frente al efecto. Pero, argumenta Nietzsche en los fragmentos de La voluntad de poder, este concepto de estructura causal no es algo dado como tal, sino más bien el producto de una exacta operación tipológica o retórica, una chronologische Undrehung o inversión cronológica. Supongamos que alguien siente dolor. Esto es motivo de búsqueda de una causa y al descubrir, quizá, un alfiler, establecemos una relación e invertimos el orden perceptivo o fenoménico, dolor… alfiler, para crear una secuencia causal, alfiler… dolor. El fragmento del mundo exterior del que nos hacemos conscientes sucede tras el efecto que se nos ha producido y se proyecta a posteriori como su “causa”. En el fenomenalismo del “mundo interior” invertimos la cronología de causa y efecto. El hecho básico de la “experiencia interior” es que la causa se imagina después de que ha ocurrido el efecto”(Culler, 1992: 2-3).
5 Zenón, citado por Herrero (2008), plantea varias paradojas intentando demostrar la imposibilidad del movimiento, como la paradoja de la flecha o del corredor, explicando que éste no podrá recorrer una distancia concreta en toda su vida, ya que ésta se descompone en infinitos intervalos sucesivos de longitud, cada uno de los cuales ha de ser recorrido antes de recorrer el siguiente… y sin que nunca se llegue a recorrer el último, pues no lo hay, ya que la sucesión de intervalos es infinita.
6 Derrida utiliza este término frecuentemente en su obra, llegando a constituir una base fundamental en muchos de sus planteamientos. Este término proviene del verbo “diferir” entendido en sus dos acepciones: Aplazar y ser distinto de… (Derrida, 1989).
Referencias bibliográficas
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¿Hay una nueva derecha latinoamericana?

¿Hay una nueva derecha latinoamericana?

Emir Sader

ALAI AMLATINA, 14/11/2018.- La derecha latinoamericana se renovó y ensanchó sus fuerzas cuando adhirió al modelo neoliberal. Pasó a reivindicar el futuro, buscando relegar la izquierda al pasado. Incorporó fuerzas socialdemócratas e incluso de origen nacionalista, ampliando su bloque político.

La izquierda tardó un poco en reaccionar, un tanto atónita frente a tantos golpes – fin de la URSS, enfrentarse a una ofensiva global del neoliberalismo, perder los aliados socialdemócratas, debilitamiento de los sindicatos, de los Estados, de los mismos partidos. La afirmación tan reiterada de que, cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas, parecía muy real.

Hasta que a izquierda se dio cuenta que el capitalismo había vestido una ropa neoliberal y que la izquierda tiene que ser una izquierda antes que todo antineoliberal. Fue dura la pelea de resistencia a los flamantes gobiernos neoliberales, porque no se daba solo en contra de la derecha tradicional, sino también en contra de gobiernos como los de Menem, Cardoso, Carlos Andrés Pérez, de la Concertación chilena, entre otros.

Pero finalmente la izquierda logró ganar elecciones y mostrar a lo que venía, con los gobiernos antineoliberales. La derecha quedó acusada, perdió iniciativa, actuaba como respuesta al éxito de las políticas sociales de los gobiernos de la izquierda, pasó a afirmar que las iba a incorporar, pero en el marco del modelo neoliberal.

Después de sucesivas derrotas, la derecha vuelve al gobierno en Argentina y en Brasil. La victoria de Macri provocó reacciones apresuradas de que el macrismo se había vuelto el partido de la derecha argentina y que venía para quedarse. En Brasil ahora se dice lo mismo con Bolsonaro. Hay que preguntarse si hay de hecho una nueva derecha en América Latina.

Lo que es cierto es que la que fue la derecha hasta entonces se ha degastado con su modelo neoliberal y dejó espacio abierto para nuevas fuerzas, más radicales a la derecha. Pasó ello con el Partido Radical en Argentina, sin que liderazgos de centro dentro del peronismo hayan logrado ocupar ese lugar, finalmente ocupado por el macrismo. Pasó lo mismo con el desgaste del PSDB en Brasil, dejando campo para el avance del bolsonarismo.

¿Pero cuánto tienen de nuevas esas fuerzas y que aliento tienen para quedarse por largo plazo? Es cierto que se han vuelto los representantes políticos de las derechas de esos países. Es cierto que llegan con fuerza y con planteamientos de ultra derecha, especialmente en el caso de Brasil. Pero el debilitamiento rápido de Macri, por los pies de barro que tiene siempre la derecha con su modelo neoliberal, indica que fueron un poco apresuradas las previsiones de su aliento largo. Al igual que Bolsonaro que, como Macri, está condenado al vaciamiento de apoyo, conforme todos se den cuenta que la recesión y el desempleo se mantendrán, por la continuidad del modelo neoliberal, más allá de sus discursos, de los cuales ya ha reculado en varias promesas – como el fin del ministerio del trabajo, entre otros.

Pero es una nueva derecha más radical, bastante más radical, en el caso de Bolsonaro. Que se vale de debilidades de las fuerzas de izquierda, pero que, no por ello, vino para quedarse en los gobiernos. Tienen en común las acusaciones de corrupción en contra de la izquierda, intentando aparecer como los no corruptos, que la van a combatir. No importa el grado de realidad de esas acusaciones. Importa que ellas han logrado imponer a la opinión pública la imagen de que los gobiernos, los dirigentes y los partidos de izquierda se han envuelto en corrupción. Y hacer como si los de derecha, no. Así como el diagnóstico de que los problemas económicos actuales son todavía efectos de los gobiernos de izquierda. En lo primero tienen éxito generalizado, en lo segundo tienen bastante más en Argentina que Brasil.

¿Es una nueva derecha? Si. ¿Llega con fuerza al gobierno? Si. ¿Vino para quedarse? Como nueva representante de la derecha, probablemente. ¿Gobernará por un tiempo largo? Difícilmente. Esto depende de la capacidad de la izquierda de unirse y de readecuarse a los temas del debate planteados por esa nueva derecha, volver a presentarse como la renovación de la política, la defensora de la trasparencia en la política, así como retomar los temas pendientes en la superación del neoliberalismo con más fuerzas, como la democratización de los medios, al cual se une ahora la democratización del Poder Judicial. Ahondando siempre en la vía democrática, ensanchando los espacios que existan, creando otros, para que la fuerza de la resistencia de masas al neoliberalismo vuelva a traducirse en fuerza política.

– Emir Sader, sociólogo y científico político brasileño, es coordinador del Laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro (UERJ).