Vicisitudes del progresismo político

VICISITUDES DEL PROGRESO POLITICO

El siglo XX fue escenario de intensos debates teóricos y luchas políticas acerca de la posibilidad del tránsito del capitalismo al socialismo. En realidad, ocurrió lo contrario. Rusia, los veinte estados surgidos de la disolución de la Unión Soviética y otra decena de países ex socialistas de Europa Oriental hicieron el recorrido inverso. De ese modo se deshizo el dogma de que el sistema político instaurado en la URSS constituía una nueva formación económica y social, y era por tanto irreversible.

En el orden teórico, la primera reacción de la izquierda marxista de entonces fue considerar que se trataba de una “regresión histórica”, lo cual entraba en contradicción con el precepto de que el devenir y el progreso histórico transcurre del pasado al futuro. ¿Cuál es la verdad?

Los alcances de aquel ajuste geopolítico que, aunque de diferente naturaleza ha sido comparado con el que tuvo lugar con la incorporación de Iberoamérica al sistema mundo y que dio lugar al advenimiento de la era moderna y al surgimiento de una treintena de nuevos estados entre los cuales descollaron los Estados Unidos.

En su esencia más profunda y probablemente menos investigada, el colapso de la Unión Soviética es parte del proceso abierto por la Primera Guerra Mundial que no solo dio lugar a un nuevo reparto del mundo sino a una transformación planetaria.

El socialismo vino al mundo en una coyuntura que incluyó la Primera Guerra Mundial, la cual involucró a 32 países y en la que Estados Unidos resultó único ganador, desaparecieron los últimos viejos imperios, surgieron nuevos estados y las potencias europeas recibieron luz verde para repartirse el Medio Oriente.

También por razones geopolíticas, los bolcheviques conservaron la estructura del imperio ruso, concediendo la independencia a Polonia, Finlandia y los países bálticos. Ese proceso pareció completarse cuando, al finalizar la II Guerra Mundial la Unión Soviética promovió la incorporación al socialismo de nueve países europeos, a lo cual se sumaron cuatro asiáticos.

Se consumó así la creación del campo socialista bajo influencia soviética que, mediante la identificación entre los partidos comunistas gobernantes, la creación del Pacto de Varsovia y del Consejo de Ayuda Mutua Económica, se intentó una integración política, ideológica y estatal internacional que occidente no había logrado.

El esquema que hasta los años ochenta mostró escasas fisuras se colapsó repentinamente debido sobre todo a la capacidad de sus direcciones políticas para abrir el juego, aplicar reformas, corregir deficiencias estructurales, actualizar los modelos económicos y democratizar las sociedades. El colapso soviético puso fin al mayor proyecto emprendido por la izquierda y que pudo ser exitoso.

Graves errores estratégicos, la falta de un pensamiento estratégico atinado, la incapacidad para introducir a tiempo reformas integrales, la creencia en dogmas y el aferramiento al poder, dieron al traste con el mayor y más prometedor de los proyectos concebidos por la izquierda que, en medio de enormes dificultades, especialmente en América Latina, trata de remontar la cuesta. El devenir continúa. Allá nos vemos.

La Habana, 03 de febrero de 2018

Poder permanente y poder temporal en A. Latina: un debate pendiente

Poder permanente y poder temporal en A. Latina: un debate pendiente
Roberto Regalado
30/01/2018
Introducción
En medio de la vorágine de dos convulsos procesos universales de gran envergadura y signo negativo, entre las décadas de 1980 y 1990 la izquierda latinoamericana tuvo que refundarse para sobrevivir en un mundo en cambio. Uno de estos cambios fue el agravamiento de la crisis sistémica del capitalismo provocado por el agotamiento de la capacidad de reproducción expansiva del capital, que intensificó la concentración de la riqueza y la exclusión social, legitimada y guiada por la doctrina neoliberal. El otro fue la crisis terminal del llamado socialismo real que desembocó en la implosión del bloque europeo oriental de posguerra, incluido su núcleo fundamental, la Unión Soviética, entre cuyas consecuencias resaltan el cambio en la correlación mundial de fuerzas a favor del imperialismo, en especial, del imperialismo norteamericano, y el descrédito en que en un primer momento quedaron sumidas las ideas de la revolución y el socialismo.

Mientras los países socialistas de Europa se desmoronaban, la Revolución Cubana resistía el recrudecimiento del bloqueo y el aislamiento imperialista, y las organizaciones revolucionarias político‑militares latinoamericanas de los años sesenta, setenta y principios de los ochenta desaparecían o negociaban acuerdos de paz y se transformaban en partidos políticos legales, se abría una nueva etapa de luchas en la que los movimientos sociales populares en contra del neoliberalismo y de toda forma de opresión y discriminación alcanzaban un auge y una efectividad sin precedentes, y surgían nuevos partidos, organizaciones, frentes y coaliciones políticas «multitendencias», en los que convergían líderes, lideresas, activistas, militantes y simpatizantes de organizaciones sindicales, campesinas, femeninas y de otros sectores populares, partidos progresistas y democráticos, organizaciones marxistas de corrientes políticas e ideológicas divergentes que hasta ese momento se habían excluido entre sí, movimientos político‑militares también diversos, y mujeres y hombres del pueblo en general.
De manera aparentemente paradójica, en momentos en que se enseñoreaba la tesis del fin de la historia, las nuevas fuerzas progresistas y de izquierda de América Latina ocuparon espacios hasta entonces vedados o en extremo restringidos en gobiernos locales y legislaturas nacionales, y desde finales de esa última década, sus candidatos y candidatas fueron electos, y en la mayoría de los casos varias veces reelectos, a la presidencia en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Honduras y Paraguay. Esta paradoja aparente es el resultado de al menos cuatro factores: el acumulado histórico de las luchas populares, en especial, durante la etapa histórica abierta por el triunfo de la Revolución Cubana; el rechazo a los métodos represivos de dominación tradicionalmente utilizados en la región, en particular, por los Estados de seguridad nacional de las décadas de 1960 a 1980; el auge de las luchas populares contra el neoliberalismo, que tributa a la organización y la lucha política electoral; y el voto de castigo de amplios sectores sociales contra los gobiernos y las fuerzas políticas neoliberales.
Debido al devastador impacto político e ideológico de la caída del «socialismo real» y a la política del imperialismo y las oligarquías latinoamericanas destinada a evitar que fuerzas revolucionarias ocuparan espacios en los poderes e instituciones del Estado y a cooptar a quienes abandonaban la lucha por la emancipación, los órganos de dirección y la capacidad decisoria de las fuerzas progresistas y de izquierda multitendencias nacidas en ese momento, fueron copados por lo hoy conocemos como «progresismo», por lo general, proveniente de sectores democráticos de los partidos tradicionales, y por lo que podríamos llamar la «nueva socialdemocracia latinoamericana».
Lo esencial de la nueva socialdemocracia latinoamericana no es que esté integrada por partidos miembros de la Internacional Socialista, aunque algunos pertenezcan a ella; tampoco que sean fuerzas políticas que se consideren a sí mismas como socialdemócratas, aunque algunas lo hagan. Ese nuevo vector, agrupamiento o tendencia está compuesto por una amalgama de corrientes políticas e ideológicas que sería imposible caracterizar aquí. Al margen de cualquier elemento organizativo o doctrinario de la socialdemocracia tradicional que pueda estar presente en él, lo esencial es que piensa y actúa de manera muy similar a la socialdemocracia europea de finales del siglo XIX y las primeras seis décadas del XX.
Un elemento básico de su pensamiento es asumir la maniquea concepción de la democracia burguesa como sistema político supuestamente imparcial e incluyente, que en América Latina solo funcionó con relativa estabilidad en Uruguay y Chile, y solo lo hizo mientras el imperialismo y las oligarquías de esos dos países no identificaron a la izquierda como una amenaza al sistema, pero tan pronto como las percibieron como tales, en ambos implantaron férreas dictaduras. Otro elemento que lo caracteriza es el juego de roles «socialdemócrata» realizado por la dirección de esas fuerzas, que usan a su «ala izquierda» para atraer el voto de los sectores populares en tiempo de campañas electorales, y le entrega al «ala derecha» la «joya de la Corona» cuando ocupa el gobierno, es decir, el control del gabinete económico, que sigue funcionando con esquemas neoliberales «moderados».
En el momento en que se produjo la refundación de la izquierda latinoamericana, se llegó a hablar de una supuesta ruptura epistemológica con la historia anterior de la humanidad, un «borrón y cuenta nueva» con la historia de la dominación y las luchas emancipadoras que le impidiera a las viejas generaciones mantener vivos sus ideales, sus principios y sus objetivos políticos, económicos y sociales, y a las nuevas generaciones conocer y comprender de dónde vienen y decidir con fundamento hacia dónde quieren ir. Se daba por sentado que ya no había clases sociales, ni contradicciones antagónicas, ni ideologías, ni necesidad de organización política popular, más allá de los partidos como pragmáticos aparatos electorales. Se acuñó el término «democracia sin apellidos», sistema político y electoral pretendidamente imparcial e impoluto, que no estaría sometido a la presión y la injerencia de los centros de poder imperialista, ni a la acción de los defensores de los intereses de las oligarquías criollas incrustados en los poderes del Estado y organizados en poderes fácticos. Los opresores de antaño reconocerían civilizadamente sus derrotas electorales y, con igual civilismo, le permitirían gobernar a las fuerzas progresistas y de izquierda, frente a las cuales se limitarían a realizar la comedida función opositora característica de la alternancia entre partidos del sistema. El triunfo electoral sería, supuestamente, el «acceso al poder», es decir, una híper simplificación y equiparación absurda de los conceptos gobierno y poder. De ahí parte la sorpresa e incomprensión que incluso hoy, después de haber sido expulsadas del gobierno o estar en riesgo de serlo –sin haberlo visto venir, ni saber, a ciencia cierta, cómo evitarlo y revertirlo–, y de haber sido criminalizadas y judicializadas, o de estar a punto se serlo, siguen manifestando el progresismo y la nueva socialdemocracia latinoamericana, y también de ahí que la mayor parte de los análisis y reflexiones publicados al respecto, se limiten a denunciar las manipulaciones, transgresiones y violaciones que la derecha hace contra los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda, y poco o nada se mencionen las deficiencias y errores de estas últimas que contribuyeron torcer la correlación regional de fuerzas en su contra.
No es que los elementos reales de la situación política de la región fueran ignorados por todas y todos los dirigentes, cuadros y militantes de estas organizaciones, sino que sus liderazgos desconocieron, negaron o subestimaron la crecientemente deteriorada correlación de fuerzas sociales y políticas, la cual debieron haber reconocido, enfrentado y revertido cuando tenían mayores y mejores posibilidades de hacerlo, en lugar de acorralarse haciendo más concesiones al capital, que nunca cesó de intentar expulsarlos de los espacios por ellos democráticamente conquistados, y de divorciarse más de sus base sociales y de los electores que en comicios anteriores les dieron su voto, no porque compartiesen sus ideas, sino como castigo a la derecha neoliberal. De esa manera perdieron el voto fluctuante no comprometido de amplios sectores sociales, y fomentaron la abstención de castigo de sus propias bases sociales.
Nada más lejos de la intención de estas líneas que dibujar una grosera caricatura monolítica de los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda de América Latina. En cada país, la lucha de esas fuerzas se desarrolla en condiciones singulares. Pero, en sentido general, pueden hacerse cuatro agrupamientos sobre la base de similitudes y diferencias:

  • En Venezuela y Bolivia, la izquierda estableció su control sobre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y en Ecuador, sobre los poderes ejecutivo y legislativo, en virtud de la ruptura o debilitamiento extremo de la institucionalidad neoliberal, factor que les permitió hacer cambios políticos inmediatos y radicales dentro del sistema social capitalista y del sistema político de democracia burguesa, a través de la adopción de nuevas Constituciones. Los procesos políticos de estos países tienen en común que el liderazgo personal de Chávez, Evo y Correa fue el elemento dominante en torno al que se construyeron y actuaron sus respectivas fuerzas políticas, y que entre sus prioridades resaltan la recuperación de los recursos naturales, y sus políticas democratizadoras, de redistribución de riqueza y desarrollo social.
  • En Nicaragua y El Salvador el elemento común consiste en que las fuerzas de izquierda gobernantes eran movimientos revolucionarios político‑militares devenidos partidos políticos legales. En Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional conquistó el poder político mediante una guerra revolucionaria, y años después fue desplazado de él por la agresión indirecta del imperialismo norteamericano, pero logró conservar el control de una parte de las instituciones del Estado y una correlación social y política de fuerzas gracias a lo cual dieciséis años después ha logrado ganar tres elecciones presidenciales consecutivas, y recuperado el control de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

En El Salvador, tras doce años de guerra revolucionaria, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional obligó al imperialismo norteamericano y la oligarquía salvadoreña a firmar unos acuerdos de Paz, en virtud de los cuales por primera vez en la historia nacional se abrieron espacios democráticos, en los que esa organización político‑militar se transformó en partido político legal y devino la segunda fuerza política del país, hasta que en 2009 y 2014 logró ocupar el poder ejecutivo.

  • En Brasil, el Partido de los Trabajadores se convirtió en el núcleo de la coalición que ejerció el gobierno, y en Uruguay el Frente Amplio estableció su control sobre los poderes ejecutivo y legislativo del Estado, en ambos casos, debido al auge de las luchas sociales y populares, combinado con el voto de castigo de amplios sectores sociales contra los gobiernos neoliberales que les antecedieron. A diferencia de Venezuela, Bolivia y Ecuador (donde existían crisis políticas), en Brasil y Uruguay el debilitamiento institucional no era suficiente para permitir la realización de cambios políticos radicales, y tampoco ha habido el consenso dentro de sus respectivas fuerzas progresistas y de izquierda multitendencias para emprenderlos. Si bien los liderazgos personales, en especial el de Luiz Inácio Lula da Silva y en menor medida el de Tabaré Vásquez, jugaron importantes papeles en sus triunfos electorales, en ambos casos hubo una mayor correspondencia entre el liderazgo personal, y la fortaleza y madurez de esas fuerzas políticas.
  • En Argentina, Honduras y Paraguay, debido a la debilidad y atomización de las fuerzas políticas progresistas y de izquierda, las coaliciones que ocuparon el poder ejecutivo en Argentina y Honduras fueron lideraras por figuras democráticas provenientes de partidos tradicionales, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la primera y Manuel Zelaya en la segunda, y una figura proveniente de la Iglesia Católica, Fernando Lugo, en Paraguay.

El rol dominante que ejercen el progresismo y la nueva socialdemocracia latinoamericana se aprecia con mayor nitidez en los partidos, organizaciones, frentes y coaliciones políticas «multitendencias» que ejercieron o aún ejercen el gobierno en Argentina, Brasil, Uruguay. Pero eso no significa que sea un fenómeno circunscrito a esos tres países de América del Sur. Por el contario, es un fenómeno manifiesto en toda América Latina:

  • por una parte, está presente, en mayor o menor medida, en toda fuerza progresistas y de izquierda que ejerce o ha ejercido el gobierno, aunque su liderazgo principal y su rumbo estratégico se orienten a la transformación social revolucionaria, pues son fuerzas plurales que incluyen a dirigentes, cuadros, militantes y corrientes internas partidarias del progresismo y/o de la nueva socialdemocracia por la otra, monopoliza la dirección de numerosos partidos, organizaciones, frentes y coaliciones que no son objeto de análisis en este ensayo porque no ocupan, ni han ocupado el gobierno

En cuanto a Honduras y Paraguay, en la primera predominó el elemento del candidato presidencial de un partido tradicional que «se dio vuelta», y en el segundo, se trató de una figura de la Iglesia cuyas posibilidades electorales lo convirtieron el punto de convergencia de fuerzas burguesas y fuerzas populares que buscaban quebrar el monopolio del poder ejercido por el Partido Colorado, sin que en uno u otro caso hubiese fuerzas progresistas y de izquierda fuertes, bien organizadas y maduras.
En el complejo escenario reseñado en las páginas anteriores, con intenso fulgor brilló la labor política, ideológica y pedagógica del principal líder histórico del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Schafik Jorge Hándal, quien como he dicho en muchas ocasiones y seguiré diciendo, en mi opinión, fue el intelectual y dirigente político revolucionario que mejor comprendió y explicó el impacto que en la izquierda latinoamericana tenía el efecto combinado de la globalización neoliberal y el derrumbe de la URSS, y formuló valiosas consideraciones y recomendaciones organizativas, políticas e ideológicas para la refundación revolucionaria del FMLN y la izquierda latinoamericana en general. En su natal El Salvador, junto a otras compañeras y compañeros, Schafik lideró la batalla política e ideológica, y encabezó el trabajo educativo, para que el FMLN no se convirtiera en una más de las fuerzas políticas de la nueva socialdemocracia latinoamericana, ni en un partido dogmático que repitiera los errores del Partido Comunista de la Unión Soviética y otros que copiaron su modelo.
Quienes estudiamos, compartimos y continuamos aplicando y desarrollando las ideas de Schafik, no nos sorprendemos del cambio en la correlación social y política de fuerzas ocurrido en los últimos años en detrimento de los gobiernos y partidos progresistas y de izquierda de América Latina. Las líneas que a continuación siguen están dedicadas a exponer, en forma sintética, algunos elementos de caracterización del poder en la sociedad capitalista y sus correspondientes consideraciones sobre la lucha por la conquista o la construcción de un poder socialista, temas a los que Schafik dedicó gran atención, entre ellos la interrelación entre poder permanente y poder temporal, con la esperanza de que esto facilite una mejor comprensión del porqué de los cambios ocurridos en la correlación de fuerzas en detrimento del progresismo y la izquierda latinoamericanos, y contribuya a darle en necesario vuelco a esa situación.

El problema del poder
Desde la irrupción del marxismo en el entonces incipiente pensamiento socialista, ocurrido con la publicación, en 1848, del Manifiesto del Partido Comunista, quedó planteada la necesidad de luchar por el poder, en aquel momento solo potencialmente accesible por medio de una revolución que rompiera de manera tajante con el sistema de dominación del capital. Con el salto del desarrollo económico y social dado por las principales potencias capitalistas en virtud de la Segunda Revolución Industrial, a partir de la década de 1860 comienza a entretejerse en ellas la democracia burguesa, impulsada por la interacción de dos factores:

  • uno es la posibilidad y necesidad que tiene la burguesía de sustituir la dominación violenta, históricamente ejercida por el capitalismo, por la hegemonía burguesa, proceso cultural mediante el cual las clases dominadas asumen como propios los valores y la ideología de la clase dominante. Marx dijo que «el capital nace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies», y esa violencia ya no se correspondía con los avances del sistema de producción capitalista en sus puntos de máximo desarrollo, aunque sí se continuara empleando en el resto del mundo, en particular, en el mundo colonial, cuya despiadada explotación sustenta la «democratización» de Europa Occidental y Norteamérica
  • el otro es la lucha de los movimientos obrero, socialista y femenino, los cuales le arrancan a la burguesía concesiones políticas y sociales que esa clase dominante no estaba dispuesta hacer por su propia iniciativa. Hitos en este proceso fueron la ampliación del derecho al voto –primero a todos los hombres y después a las mujeres– y la legalización de partidos socialistas que se inicia en Alemania en la década de 1880

La democracia burguesa introduce cambios fundamentales en la naturaleza, la ubicación y el ejercicio del poder, que en el feudalismo era detentado por la Corona sobre la base de la correlación de fuerzas entre el rey o la reina y los señores feudales con los que intercambiaba privilegios por servicios, y que en etapas previas del capitalismo era ejercido por la Corona sobre la base de negociaciones con la naciente burguesía con la cual intercambiaba concesiones por préstamos.
En el nuevo estadio del desarrollo económico y político del sistema capitalista, el poder se desdobla en «poder permanente» y «poder temporal»:

  • El poder permanente no lo ejerce una persona; es la síntesis de una compleja, contradictoria y dinámica interacción y lucha entre grupos de la clase dominante que pugnan por imponer su hegemonía, al tiempo que comparten el interés vital de garantizar la reproducción permanente del capitalismo. Como resultado de la siempre creciente concentración del capital, el poder permanente deja de ser nacional y deviene transnacional, cambio cualitativo identificable en la década de 1970, a partir de la cual el sujeto rector del poder permanente es la oligarquía financiera transnacional, compuesta por las oligarquías de los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, en ese orden, a la que se subordinan las clases dominantes de cada país
  • El poder temporal es el ejercido por la fuerza política que, en cada nación, ocupa el Poder Ejecutivo del Estado, es decir, el gobierno, durante un período determinado, sujeto a alternancia o continuidad mediante elecciones periódicas, según lo establecido en la Constitución y las leyes

La democracia burguesa se caracteriza por la división y búsqueda de un equilibro entre los poderes del Estado, a saber, el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial, entramado institucional concebido para forzar y canalizar la solución de contradicciones y promover la creación de consensos, en primer término, entre los grupos de poder políticos y económicos de la clase dominante y, en segundo lugar, entre las clases y sectores sociales dominantes y dominados.
Cada nación es un escenario de la interacción entre poder permanente y el poder temporal. Función esencial de la democracia burguesa y su división de poderes, es hacer que el poder temporal se ejerza en correspondencia con los dictados del poder permanente. En esta misma dirección operan poderes fácticos de primera importancia, como el militar, el económico y el mediático. De ello se deriva que la fuerza política que ocupe el gobierno ejerce el poder temporal con mayor discrecionalidad en la medida en que cuente con una mejor correlación de fuerzas en la legislatura y los tribunales, y reciba un mayor apoyo de los poderes fácticos.
La democracia burguesa es una de las formas de dominación y subordinación ejercidas de clase por la burguesía. Es el tipo de democracia que se corresponde con la sociedad capitalista, pero no en todas las naciones capitalistas hay democracia burguesa: en muchas imperan otras formas de dominación y subordinación, entre ellas, la dictadura, el autoritarismo e incluso la monarquía absoluta.
El sistema político democrático burgués es democracia para los grupos económicos y políticos más poderosos de la clase dominante –los únicos que compiten entre sí en condiciones de «igualdad»–, y es dominación y subordinación para el resto de la sociedad. Su basamento es el sistema de partidos políticos cuyos candidatos y candidatas asumen (en realidad se apropian de) la representación ciudadana en los poderes del Estado mediante elecciones. Sin menoscabo de esa definición, en los países donde los postulados de la democracia burguesa se llevan realmente a la práctica –en función de garantizar la reproducción de la hegemonía de la clase dominante–, dicho sistema político incluye la participación y representación de las clases dominadas, por lo que constituye un espacio de lucha social y política en que los sectores populares pueden arrancarle concesiones a la burguesía y hasta ocupar espacios en el Estado.
La modalidad de democracia burguesa imperante en la actual etapa de descomposición del sistema capitalista universal, que lo compulsa a blindar al Estado para eliminar la redistribución de riqueza y la asimilación de demandas sociales, es la «democracia neoliberal», que mantiene los elementos formales de la democracia burguesa tradicional pero busca restringir la alternancia en el gobierno solo entre partidos y candidatos neoliberales. Por supuesto que este concepto encierra un contrasentido porque la democracia y el neoliberalismo son antitéticos. Pero si partimos de la premisa marxista de que la democracia es una forma de dominación y subordinación social, el concepto queda claro, pues el neoliberalismo es la doctrina que en la actualidad legitima y guía esa dominación y subordinación. En última instancia, no solo el neoliberalismo es antitético con la verdadera democracia: también lo es el liberalismo y cualquier otra escuela de pensamiento que defienda los intereses del capital.

Los cambios, la ubicación y el ejercicio del poder, y sus consecuencias
Los cambios en la naturaleza, la ubicación y el ejercicio del poder complejizan el terreno de las luchas populares. Si en la década de 1840 el tema del poder no admitía discusión, pues quien se lo propusiera solo podía hacerlo por medio de una revolución con ruptura tajante con el sistema capitalista, la apertura de espacios de lucha política ocurridos a partir de la década de 1860 abre un abanico de posibilidades en virtud del cual en el movimiento obrero y socialista proliferan los debates y choques por discrepancias sobre programa, objetivos, estrategias y tácticas de lucha.
En la propia década de 1860 ocurre una primera bifurcación en el movimiento obrero y socialista, entre las corrientes anarquistas, que rechazan al Estado y toda forma de organización y lucha política, y las corrientes socialistas, que incursionan en el nuevo campo de batalla.

En la década de 1980, el desarrollo alcanzado por la democracia burguesa y la legalización del Partido Socialdemócrata Alemán, que ocupaba el liderazgo del movimiento socialista mundial desde la derrota de la Comuna de París, en 1871, se desata una segunda polarización, en este caso dentro del movimiento socialista, entre las fuerzas que deciden aprovechar los espacios de lucha social y política para arrancarle concesiones inmediatas a la burguesía (los fabianos y los laboristas ingleses, los posibilistas franceses y los revisionistas alemanes), tendencia que prolifera más en los países europeos occidentales donde funciona la democracia burguesa –y, por tanto, existen espacios de lucha social y política legal, y que es más rechazada en los países europeos orientales, en especial, en Rusia, sometidos a poderes dictatoriales que proscribían y reprimían toda forma de lucha popular, en los cuales predomina la concepción marxista de no buscar reformas de corto plazo dentro del capitalismo, sino apostarlo todo a la revolución social. Esa contradicción provoca el choque entre los partidarios de la reforma y los partidarios de la revolución en la II Internacional en la década de 1890, que desemboca en la ruptura total entre socialdemocracia y comunismo, ocurrida a raíz del estallido de la I Guerra Mundial, en 1914, que se agudiza al extremo con el triunfo de la Revolución Bolchevique, en 1917, primera experiencia universal de conquista del poder político y el inicio de una (luego frustrada) transición socialista hacia el comunismo. Es importante hacer tres observaciones sobre esta ruptura:

  • Dentro de la socialdemocracia no solo quedaron las corrientes ideológicas cuyo objetivo siempre fue la reforma del capitalismo, sino también las de origen marxista, cuya meta inicial había sido la revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, es decir, partidarias de un enfoque gradual de la lucha por el poder que, al igual que los reformistas declarados, devinieron enemigos irreconciliables de la revolución mediante la ruptura tajante con el capitalismo realizada por el Partido Bolchevique en Rusia. En la medida en que ocuparon espacios institucionales dentro de la democracia burguesa, las corrientes socialdemócratas de origen marxista fueron asimiladas por el capitalismo
  • Factores decisivos en la ampliación de la democracia burguesa y el desarrollo del llamado Estado de Bienestar, aprovechado por la socialdemocracia para impulsar una reforma progresista, fueron el triunfo de la Revolución Bolchevique, en 1917, y la formación del campo socialista, a partir de 1945, que obligan al capitalismo a dotarse de un supuesto rostro humano como componente de la Guerra Fría. Más no era un rostro, sino una careta humana, de la cual comenzó a despojarse a raíz de la agudización de la crisis sistémica iniciada en la década de 1970, y terminó de hacerlo tan pronto como el derrumbe de la URSS y el bloque europeo oriental de posguerra hicieron innecesaria la mascarada democrática y redistributiva. A partir de ese momento, la socialdemocracia, que había nacido en diametral oposición al liberalismo burgués, asume como propia la modalidad más antidemocrática y excluyente de liberalismo hasta hoy conocida: el neoliberalismo.
  • De lo anterior se deriva que la revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, en la que en los últimos años se ha venido avanzando en Venezuela y Bolivia, y que es el objetivo estratégico de las fuerzas revolucionarias latinoamericanas en la actualidad, cuenta con un antecedente histórico que debe ser estudiado para extraer de él enseñanzas positivas y negativas, al igual que se han estudiado y se seguirán estudiando las enseñanzas positivas y negativas de la desaparecida Unión Soviética
  • Las enseñanzas de la Unión Soviética son importantes porque se trata de la primera y más importante revolución por ruptura tajante con el sistema capitalista, que tras poco más de siete décadas de existencia desembocó en una restauración de ese sistema social.
  • Las enseñanzas de las corrientes socialdemócratas de origen marxista son importantes porque originalmente se propusieron hacer una revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, tipo de revolución que hasta el momento existe solo como hipótesis, pues nunca ha sido demostrada en la práctica. Esta hipótesis se está tratando de demostrar en Venezuela y Bolivia, a cuyos procesos de transformación social deseamos los mayores y mejores éxitos, y otras fuerzas revolucionarias de la región se proponen transitar esa senda, pero aún no hay resultados concluyentes que la avalen.

En el caso del llamado socialismo real, caricatura grotesca en la que degeneró el proyecto original de la Revolución de Octubre, no voy a profundizar. No porque carezca de importancia, ni para evadir el tema, sino debido a que esta ponencia se presenta en el IV Seminario internacional sobre el pensamiento de Schafik en la América Latina del siglo XXI, y sus análisis y reflexiones sobre la burocratización antidemocrática del sistema soviético y los factores que impidieron el desarrollo pleno de las fuerzas productivas en la URSS, son conocidos y yo los comparto.
Poder permanente y poder temporal en América Latina
En América Latina no hubo condiciones para el desarrollo de una corriente reformista similar a la socialdemocracia europea, y la lucha armada que desembocó en el triunfo de la Revolución Cubana no tuvo el mismo desenlace en el resto de la región. Hubo reforma progresista en los países donde se aplicaron proyectos nacional desarrollistas, entre los cuales resaltan México, Argentina y Brasil, y en las naciones donde, con carácter excepcional, funcionó la democracia burguesa, que son Chile y Uruguay, pero ninguno de esos dos tipos de reforma derivó en un proceso de rupturas parciales sucesivas con el capitalismo. No era ese el rumbo de las burguesías nacional desarrollistas en México, Argentina o Brasil, y en Uruguay y Chile se produjeron golpes de Estado cuando el imperialismo y las oligarquías nacionales sintieron amenazado su monopolio del poder político.
La revolución por ruptura tajante con el sistema político imperante triunfó en Cuba en 1959, y en Granada y Nicaragua en 1979. Solo en Cuba fue también una ruptura con el sistema social capitalista, y solo en ella el poder revolucionario se mantiene intacto. En Granada, el Movimiento de la Nueva Joya lo perdió en 1983 por pugnas internas que sirvieron de pretexto a una invasión militar estadounidense, y en Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional fue desplazado de él en 1990 por una guerra imperialista canalizada a través de fuerzas contrarrevolucionarias, pero logró mantener el control de parte de las instituciones del Estado, lo cual le facilitó, dieciséis años después, triunfar en tres elecciones presidenciales consecutivas. En otras naciones hubo, en unos casos derrotas, y en otros soluciones negociadas que abrieron espacios a las fuerzas populares para participar en la lucha política legal.
Ya se mencionaron en la introducción de esta ponencia los factores por los cuales, a criterio de este autor, entre finales de la década de 1980 e inicios de la de 1990, en América Latina se inicia una secuencia creciente de triunfos electorales de las fuerzas políticas progresistas y de izquierda, incluida la ocupación del poder ejecutivo del Estado en varios países. En el tiempo transcurrido desde la primera de esas victorias, la cosechada por Hugo Chávez el 6 de diciembre de 1998, constatamos que los tres primeros factores mencionados, a saber, el acumulado de las luchas populares, el rechazo a los métodos represivos de dominación, el auge de las luchas populares contra el neoliberalismo, se debilitan y desvanecen a menos que ello se evite o se contrarreste con un sistemático y adecuado trabajo político e ideológico, y que el cuarto factor, el voto de castigo contra los neoliberales de amplios sectores sociales, se vuelve contra las fuerzas progresistas y de izquierda, entre otros motivos, por la camisa de fuerza que el poder permanente les impone, y por sus deficiencias y errores propios.

Es bien conocida la idea de Schafik de que el objetivo de una fuerza revolucionaria que entra al gobierno es cambiar al sistema, y no que el sistema la cambie a ella. Pero, para cumplir ese objetivo lo primero es comprender las dificultades que enfrentamos, entre ellas:

  • La democracia burguesa no está hecha para que la izquierda ocupe y ejerza el gobierno, mucho menos para que cambie el gobierno desde el sistema, y menos aún para que rompa con el sistema y construya otro que lo supere históricamente. Con otras palabras, está hecha para hacer imposible lo que Schafik nos orientó, por lo que la izquierda debe estar consciencia de que es una batalla que es preciso librar a contracorriente.
  • La erosión ideológica y/o la cooptación de dirigentes, funcionarios y militantes de izquierda, ya sea por la frustración y la resignación que anida en ellos debido a la resistencia del sistema a los cambios que creyeron poder hacer sin tantos obstáculos, o por la asimilación de los valores del sistema y acomodamiento a sueldos y beneficios, o por la combinación de ambos factores.
  • La insuficiente correlación de fuerzas propias para realizar las reformas progresistas o las transformaciones revolucionarias planteadas, que obliga a hacer alianzas con fuerzas de centro-izquierda, centro e, incluso, de la derecha «moderada»
  • El carácter heterogéneo de la fuerza progresista y de izquierda que ejerce el gobierno, y la asignación de puestos en los poderes del Estado y sus dependencias a aliados e incluso a cuadros propios que no apoyan el programa de reforma progresista o transformación revolucionaria

Consideraciones finales

  • Los dos formidables retos que enfrenta la izquierda latinoamericana son: evitar ser expulsada del sistema y evitar ser asimilada por el sistema, lo cual nos lleva a preguntarnos:

¿Podrá la izquierda latinoamericana enfrentar con éxito estos dos retos?
¿Podrá evitar ser asimilada por el sistema como lo fue la socialdemocracia a lo largo del siglo XX?
¿Podrá concluir con éxito el proceso de rupturas parciales sucesivas con el capitalismo que la socialdemocracia de origen marxistas abandonó?

  • El hecho de que se distancie, critique e incluso condene las aberraciones cometidas en la URSS y otros países en nombre del marxismo y el socialismo, no debe conducir a la izquierda latinoamericana a rechazar el análisis crítico del capitalismo, ni a renunciar al socialismo como utopía realizable. En igual sentido, el hecho de que las luchas populares se desarrollen dentro del sistema de democracia burguesa, y que en el futuro previsible no haya condiciones para una ruptura tajante con ese sistema, no debe llevar a la izquierda a asumir como cierto el discurso legitimador de «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», ni de apego a la Constitución y las leyes, porque son falsos. Hay pruebas históricas de sobra, y también muy cercanas y recientes, para demostrarlo. Comprender esta realidad es requisito indispensable para evitar la adopción de objetivos, programas, estrategias y tácticas que debiliten y hagan vulnerable a la izquierda.
  • La continuidad y éxito del proceso de reforma progresista o transformación revolucionaria no la garantizan por sí mismos, ni los cambios políticos de envergadura dentro de la democracia burguesa, ni «llenar un expediente de buena conducta» para ganar la «tolerancia» del imperialismo y la oligarquía nacional. La izquierda solo puede abrirse paso en la democracia burguesa en la medida en que logre construir a su favor, mantener e incrementar en forma constante una sólida correlación social y política de fuerzas.
  • El cambio en la correlación de fuerzas desfavorable a los gobiernos y las organizaciones políticas progresistas y de izquierda ocurrido durante los últimos años, reafirma una verdad conocida, pero por lo general olvidada, subestimada o repetida solo de palabra: los espacios de poder estatal conquistados por la izquierda son frágiles y efímeros si no se sustentan en la construcción de hegemonía y poder popular. Una cosa es creer que estamos construyendo hegemonía y poder popular desde el gobierno, y otra construirlos de verdad. La hegemonía y el poder popular no se construyen «de arriba para abajo», sino en interacción fluida «de abajo para arriba» y «de arriba para abajo».
  • Al contrario de lo que muchos creímos, la práctica demuestra que no era más sólido el blindaje contra los embates sistémicos de los procesos de revolución política (Venezuela, Bolivia y Ecuador), que el de los procesos de reforma no rupturista (el resto de los existentes). La resiliencia del poder permanente funciona contra ambos: unos y otros son sujetos potenciales de expulsión de los espacios institucionales que lograron ocupar.
  • En los casos de Venezuela y Bolivia, la continuación de sus respectivos procesos de transformación social revolucionaria no dependerá solo del imprescindible atrincheramiento en los poderes del Estado que sus respectivas dirigencias están realizando. Aún más imprescindible es resolver de manera real, eficaz y duradera, los errores, deficiencias y vacíos existentes en la construcción de hegemonía y poder popular que dieron a lugar los desfavorables cambios en la correlación de fuerzas ocurridos en esos países.
  • Hay que denunciar y combatir la desestabilización de espectro completo que el imperialismo y las oligarquías nacionales realizan contra los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda, pero ello no basta. Urge una evaluación autocrítica de las fortalezas y debilidades de nuestros proyectos, procesos, gobiernos y fuerzas políticas, no para autoflagelarnos o darle armas al enemigo, sino para potenciar esas fortalezas y erradicar esas debilidades.
  • La desestabilización de espectro completo nos debilita y destruye más cuando saca partido de nuestras deficiencias y errores. Tenemos mejores condiciones para derrotarla cuando somos rigurosos y eficientes en nuestra labor organizativa, política e ideológica, y nuestra relación con el pueblo es fluida, constructiva e interactiva.
  • La evaluación autocrítica crucial de toda fuerza de izquierda es: cuánto ha acumulado desde que empezó a ocupar espacios institucionales, cuánto ha dejado de acumular y cuánto ha desacumulado.
  • La situación es grave. Podemos vencer o ser vencidos. Para vencer, lo primero que necesitamos es tomar conciencia de la gravedad de la situación. Las posturas justificativas y complacientes nos llevan a la derrota. La izquierda solo se autocrítica cuando está en una situación límite, y solo lo hace para salir de esa situación; no con una perspectiva profunda. La interrogante es si seremos capaces de erradicar eso.

Ponencia presentada en el IV Seminario internacional sobre la vigencia del pensamiento de Schafik en la América Latina del siglo XXI, San Salvador, 26 y 27 de enero de 2018.

Roberto Regalado Álvarez

Licenciado en Periodismo y Doctor en Ciencias Filosóficas, miembro de la Sección de Literatura Histórico‑social, de la Asociación de Escritores de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y consultor del Instituto Schafik Hándal de El Salvador.

https://www.alainet.org/es/articulo/190709

Contribución a la historia del cristianismo primitivo

F. ENGELS
Contribución a la historia del cristianismo primitivo

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Escrito: En 1894.
Primera edición: En la revista Die Neue Zeit, vol. I (1894/1895), pags. 4-13 y 36-43.
Fuente de la traducción: F. Engels, “Contribución a la historia del cristianismo primitivo”, http://antorcha.webcindario.com/fondo/contribucion.htm.
Esta edición: Marxists Internet Archive, diciembre de 2016.
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I
La historia del cristianismo primitivo ofrece curiosos puntos de contacto con el movimiento obrero moderno. Como éste, el cristianismo era en su origen el movimiento de los oprimidos: apareció primero como la religión de los esclavos y los libertos, de los pobres y los hombres privados de derechos, de los pueblos sometidos o dispersados por Roma. Ambos, el cristianismo y el socialismo obrero predican una próxima liberación de la servidumbre y la miseria; el cristianismo traslada esta liberación al más allá, a una vida después de la muerte, en el cielo; el socialismo la sitúa en este mundo, en una transformación de la sociedad.
Ambos son perseguidos y acosados, sus seguidores son proscritos y sometidos a leyes de excepción, unos como enemigos del género humano, los otros como enemigos del gobierno, la religión, la familia, el orden social. Y a pesar de todas las persecuciones e incluso directamente favorecidos por ellas, uno y otro se abren camino victoriosa, irresistiblemente. Tres siglos después de su aparición, el cristianismo es reconocido como la religión de Estado del Imperio romano: en menos de sesenta años, el socialismo ha conquistado una posición tal que su triunfo definitivo está absolutamente asegurado.
En consecuencia, si el señor profesor A. Menger, en su Derecho al producto íntegro del trabajo se asombra de que, dada la colosal centralización de los bienes raíces bajo los emperadores romanos y los infinitos sufrimientos de la clase trabajadora compuesta en su mayor parte por esclavos, no se haya implantado el socialismo tras la caída del imperio romano occidental, lo que él no ve es que precisamente ese socialismo, en la medida en que era posible por aquel entonces, existía en efecto y había llegado al poder…, con el cristianismo. Sólo que el cristianismo, como fatalmente tenía que ocurrir dadas las condiciones históricas, no quería realizar la transformación social en este mundo, sino en el más allá, en el cielo, en la vida eterna tras la muerte, en el inminente milenio.
Ya en la Edad Media se impone el paralelismo de los dos fenómenos en el curso de los primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y especialmente de los plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, así como todos los movimientos de las masas en la Edad Media, estaban enmascarados necesariamente por lo religioso; aparecían como restauraciones del cristianismo primitivo tras una creciente degeneración (1), pero detrás de la exaltación religiosa se ocultaban por lo regular intereses muy concretos de este mundo.
Esto se mostraba de una forma grandiosa en la organización de los taboritas de Bohemia bajo Jean Zizka, de gloriosa memoria. Pero este rasgo persiste a través de toda la Edad media hasta que desaparece poco a poco, tras la guerra de los campesinos en Alemania, para reaparecer entre los obreros comunistas después de 1830. Los comunistas revolucionarios franceses, al igual que Weitling y sus correligionarios, se mostraron partidarios del cristianismo primitivo mucho antes de que Renan dijese:
Si queréis haceros una idea de las primeras comunidades cristianas, mirad una sección local de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
El escritor francés que, gracias a una explotación de la crítica bíblica alemana, sin parangón incluso en el periodismo moderno, compuso su novela de historia de la Iglesia Los orígenes del cristianismo, no sabía todo lo que había de cierto en sus palabras. Me gustaría que el viejo internacionalista fuese capaz de leer, por ejemplo, la segunda Epístola a los Corintios, atribuida a Pablo, sin que, en un punto al menos, no se abriesen antiguas heridas en él. Toda la Epístola, a partir del capítulo VIII, resuena a la eterna triste canción, por desgracia demasiado conocida: no hay entrada de cotizaciones. Cuántos de los más comprometidos propagandistas, alrededor de 1865, hubiesen estrechado la mano del autor de esta carta, quien quiera que fuese, murmurándole al oído con una cómplice inteligencia: ¡También a ti te ha pasado, hermano, también a ti! Igualmente, nosotros podríamos hablar mucho sobre esto –también en nuestra organización pululaban los corintios-, esas cotizaciones que no se pagaban, que, inasequibles, daban vueltas ante nuestros ojos de Tántalo, y ahí estaban precisamente los famosos millones de la Internacional.
Una de nuestras mejores fuentes sobre los primeros cristianos es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica, que mantenía una actitud igualmente escéptica respecto de toda especie de superstición religiosa y que, en consecuencia, no tenía motivos –ni por creencias paganas ni por política- para tratar a los cristianos de forma distinta que a cualquier otra asociación religiosa. Por el contrario, se burla de todas por su superstición, tanto de los adoradores de Júpiter como de los adoradores de Cristo: desde su punto de vista, llanamente racionalista, un tipo de superstición es tan inútil como otro. Este testigo, en todo caso imparcial, cuenta entre otras cosas, la biografía de un aventurero, Peregrinus, que se llamaba Proteo, de Parium en el Helesponto. El tal Peregrinus comienza su carrera durante su juventud en Armenia. Debido a un adulterio fue pillado en flagrante delito y linchado según la costumbre del país. Logrando felizmente escapar, estranguló en Parium a su anciano padre y tuvo que huir.
Fue en esa época cuando se instruyó en la admirable religión de los cristianos, uniéndose a algunos de sus sacerdotes y escribas en Palestina. ¿Qué os puedo decir? Este hombre pronto les hizo ver que no eran más que unos niños; sucesivamente profeta, tiasarca (2), jefe de asamblea, lo hizo todo, interpretando sus libros, explicándolos, elaborando a partir de su propia cosecha. Además, numerosas personas le veían como un dios, un legislador, un pontífice, igual a aquél que es honrado en Palestina, donde fue crucificado por haber introducido este nuevo culto entre los hombres. Habiendo sido apresado por este motivo, Proteo fue encarcelado…
Desde el momento en que estuvo tras las rejas, los cristianos, considerándose golpeados ellos mismos, hicieron todo lo posible para sacarle de allí, pero no pudiendo lograrlo, le proporcionaron al menos toda clase de servicios con un celo y una diligencia infatigables. Desde la mañana, se veía situados alrededor de la prisión a una multitud de ancianas, viudas y huérfanos. Los principales jefes de la secta pasaban la noche a su lado, tras haber corrompido a los carceleros; se hacían traer comida, leían sus libros santos; y el virtuoso Peregrinus, como se seguía llamando, era conocido entre ellos como el nuevo Sócrates. Y esto no es todo, varias ciudades de Asia le enviaron delegados en nombre de los cristianos para servirle de apoyo, como abogados y consoladores. Sería difícil de creer su apresuramiento en tales circunstancias, para decirlo todo en una palabra, nada les costó. En realidad, con el pretexto de su encarcelamiento, Peregrinus recibió fuertes sumas de dinero y amasó una buena renta.
Estos infelices creen que son inmortales y que vivirán eternamente, en consecuencia desprecian los suplicios y se entregan voluntariamente a la muerte. Su primer legislador también les ha convencido de que son todos hermanos. Desde el momento en que cambian de religión, renuncian a los dioses de los griegos y adoran al sofista crucificado, cuyas leyes obedecen. Igualmente, desprecian todos los bienes y los ponen en común, tan completamente creen en sus propias palabras. De manera que si entre ellos se presenta un impostor, un bribón hábil, no tiene ningún problema para enriquecerse muy pronto, riéndose con disimulo de su simpleza. No obstante, Peregrinus pronto fue liberado de su encarcelamiento por el gobernador de Siria.
Tras una serie de otras aventuras, dice:
Peregrinus vuelve pues a su vida errante, acompañado en sus correrías vagabundas por una tropa de cristianos que le sirven de satélites y satisfacen abundantemente sus necesidades. De este modo se mantuvo durante algún tiempo. Pero después, habiendo violado algunos de sus preceptos (se le había visto, creo, comer algo prohibido), fue abandonado por su cortejo y reducido a la pobreza (traducción Talbot).
Cuántos recuerdos de juventud se despiertan en mí, tras la lectura de este pasaje de Luciano. Ahí está, en primer lugar, el profeta Albretch que, a partir de 1840 más o menos, y durante unos años volvió literalmente inestables las comunidades comunistas de Weitling en Suiza. Era un hombre grande y fuerte, llevaba una larga barba, y recorría Suiza a pie, en busca de un auditorio para su nuevo evangelio de liberación del mundo. A fin de cuentas, parece haber sido un busca-líos bastante inofensivo, y se murió joven. Su sucesor, menos inofensivo, fue el Dr. George Kuhlmann de Holstein, que aprovechó el tiempo en que Weitling estuvo en prisión para convertir a los comunistas de la Suiza francesa a su evangelio y que, durante un tiempo, lo consiguió hasta tal punto que se ganó al más espiritual y más bohemio de ellos, Augusto Becker. El difunto Kuhlmann dictaba conferencias que en 1845 fueron publicadas en Ginebra bajo el título: El nuevo mundo o el reino del espíritu en la tierra. Anunciación. En la introducción, redactada con toda probabilidad por Becker, se lee:
Faltaba un hombre en la boca del cual todos nuestros sufrimientos, todas nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones, en una palabra, todo aquello que remueve más hondamente nuestro tiempo, encontrase una voz… Ese hombre que esperaba nuestra época, ha aparecido. Es el Dr. George Kuhlmann de Holstein. Apareció con la doctrina del nuevo mundo o del reino del espíritu en la tierra.
Hay que decir que esta doctrina del nuevo mundo era sólo el más banal de los sentimentalismos, traducido a una fraseología semibíblica a la Lamennais y declamado con una arrogancia de profeta. Lo que no impedía a los buenos discípulos de Weitling tratar con mucha delicadeza a este charlatán, como los cristianos de Asia habían hecho con Peregrinus. Ellos, que normalmente eran archidemocráticos e igualitarios, hasta el punto de alimentar sospechas inextinguibles respecto de todo maestro de escuela, periodista, de todos aquellos que no eran obreros manuales, como si fuesen otros tantos listillos que buscaban explotarles, se dejaron convencer por este Kuhlmann con sus atavíos melodramáticos, de que en el nuevo mundo el más cuerdo, id est Kuhlmann, reglamentaría el reparto de goces y que, en consecuencia, ya en el viejo mundo, los discípulos tenían que proporcionar los goces por celemines al más listo, y contentarse ellos con las migajas. Y Peregrinus-Kuhlmann vivió en la alegría y la abundancia…, mientras duró. A decir verdad, apenas duró; el creciente descontento de los escépticos y los incrédulos, las amenazas de persecución del gobierno valdense (*) pusieron fin al reino del espíritu en Lausana; Kulhmann desapareció.
Ejemplos semejantes vendrán por docenas a la memoria de cualquiera que haya conocido por propia experiencia los comienzos del movimiento obrero en Europa. En el momento actual, casos tan extremos son imposibles, al menos en los grandes centros; pero en localidades perdidas, donde el movimiento conquista un terreno virgen, un pequeño Peregrinus de este tipo bien podría contar todavía con un éxito momentáneo y relativo. Y del mismo modo que en todos los países afluyen hacia el partido obrero todos los elementos que no tienen nada que esperar del mundo oficial, o que están quemados en él –tal como los adversarios de la vacunación, los vegetarianos, los antiviviseccionistas, los partidarios de la medicina natural, los predicadores de las congregaciones disidentes cuyos fieles se han largado, los autores de nuevas teorías sobre el origen del mundo, los inventores fracasados o infelices, las víctimas de reales o imaginarios atropellos a quienes la burocracia llama los que recriminan por nada, los imbéciles honestos y los deshonestos impostores-, igual ocurría entre los cristianos. Todos los elementos que el proceso de disolución del antiguo mundo había liberado, es decir, había echado por la borda, eran atraídos, uno tras otro al círculo de atracción del cristianismo, el único elemento que resistía a esa disolución –justo porque era necesariamente su producto más especial- y que, en consecuencia, subsistía y crecía mientras que los otros elementos no eran más que moscas efímeras. No hay exaltación, extravagancia, locura o estafa que no haya crecido entre las jóvenes comunidades cristianas y que, temporalmente y en ciertas localidades, no haya encontrado orejas atentas y dóciles creyentes. Y como los comunistas de nuestras primeras comunidades, los primeros cristianos eran de una credulidad inaudita en relación con todo lo que parecía convenirles, de tal manera que no sabemos, de una forma positiva, si del gran número de escritos que Peregrinus compuso para la cristiandad no se deslizaron fragmentos, por aquí y por allá, en nuestro Nuevo Testamento.

II
La crítica bíblica alemana, hasta ahora la única base científica de nuestro conocimiento sobre la historia del cristianismo primitivo, ha seguido una doble tendencia.
Una de estas tendencias está representada por la escuela de Tubinga, a la cual pertenece también en un amplio sentido D.F. Strauss. Esta tendencia llega tan lejos en el examen crítico como una escuela teológica puede llegar. Admite que los cuatro evangelios no son informes de testigos oculares, sino modificaciones posteriores de escritos perdidos, y que sólo cuatro, como mucho, de las Epístolas atribuidas a Pablo son auténticas, etc. Borra de la narración histórica, como inadmisibles, todos los milagros y todas las contradicciones; de lo que queda, procura salvar todo lo que puede ser salvado. Y en esto deja ver a las claras su carácter de escuela teológica. Es gracias a esta escuela como Renan, quien en gran parte se basa en ella, ha podido, aplicando el mismo método, llevar a cabo todavía otros salvamentos más. Además de numerosos relatos más que dudosos del Nuevo Testamento, aún quiere imponernos cantidad de leyendas de mártires como autentificadas históricamente. En todo caso, todo lo que esta escuela de Tubinga rechaza del Nuevo Testamento como apócrifo, o como no histórico, puede ser considerado como definitivamente descartado por la ciencia.
La otra tendencia está representada por un solo hombre: Bruno Bauer. Su gran mérito es haber criticado sin piedad los Evangelios y las Epístolas apostólicas, haber sido el primero en tomar en serio el examen de los elementos no sólo judíos y greco-alejandrinos, sino también griegos y greco-romanos que permitieron al cristianismo llegar a ser una religión universal. La leyenda del cristianismo nacido completamente del judaísmo, partiendo de Palestina para conquistar el mundo con una dogmática y una ética establecidas en sus grandes líneas, se hizo imposible desde Bruno Bauer; en lo sucesivo, como mucho podrá continuar vegetando en las facultades de teología y en la mente de las gentes que quieren conservar la religión para el pueblo, aunque sea en detrimento de la ciencia. En la formación del cristianismo, tal como fue elevado al rango de religión de Estado por Constantino, la Escuela de Filón de Alejandría y la filosofía vulgar greco-romana –platónica y especialmente estoica- han influido en gran medida. Esta medida está lejos de ser establecida en sus detalles, pero el hecho está demostrado, y ha sido obra sobre todo de Bruno Bauer; él estableció las bases de la prueba de que el cristianismo no fue importado de fuera, de Judea, e impuesto al mundo greco-romano, sino que fue, al menos en la forma que revistió como religión universal, el producto más auténtico de este mundo. Naturalmente, en este trabajo, Bauer sobrepasó con mucho el objetivo, como ocurre con todos los que combaten los prejuicios empedernidos. Con el ánimo de determinar, incluso desde el punto de vista literario, la influencia de Filón, y sobre todo de Séneca, sobre el naciente cristianismo, y de representar formalmente a los autores del Nuevo Testamento como plagiarios de estos filósofos, está obligado a retrasar la aparición de la nueva religión medio siglo, rechazar los relatos de los historiadores romanos que se oponen a ella y, en general, tomarse grandes libertades con la historia recibida. Según él, el cristianismo como tal aparece bajo los emperadores Flavianos, la literatura del Nuevo Testamento bajo Adriano, Antonino y Marco Aurelio. En consecuencia, con Bauer desaparece toda base histórica para los relatos del Nuevo Testamento relativos a Jesús y a sus discípulos; se resuelven en leyendas donde las fases de desarrollo interno y los conflictos de sentimientos de las primeras comunidades son atribuidos a personas más o menos ficticias. Según Bauer, no son la Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma los lugares de nacimiento de la nueva religión.
En consecuencia, si en el residuo que no pone en duda sobre la historia y la literatura del Nuevo Testamento, la escuela de Tubinga nos ha ofrecido lo máximo que puede la ciencia, incluso actualmente, dejar pasar como objeto de controversia, Bruno Bauer nos aporta lo máximo de lo que en ambas ella puede poner en duda. La verdad se encuentra entre estos dos límites. Que ésta, con nuestros actuales medios, sea susceptible de ser determinada, parece muy problemático. Nuevos hallazgos, especialmente en Roma, Oriente y ante todo en Egipto, contribuirán a ello bastante más que cualquier crítica.
Ahora bien, existe en el Nuevo Testamento un solo libro del que se puede fijar, algunos meses arriba o abajo, la fecha de redacción; debió ser escrito entre junio del 67 y enero o abril del 68; es un libro que, en consecuencia, pertenece a los primeros años cristianos, que refleja las ideas de esta época con la más ingenua sinceridad y en el lenguaje idiomático que le corresponde; que por lo tanto es, a mi entender, mucho más importante para determinar lo que fue realmente el cristianismo primitivo que todos los demás del Nuevo Testamento, muy posteriores en fecha en su redacción actual. Es el llamado Apocalipsis de Juan; y como además este libro, en apariencia el más oscuro de toda la Biblia, se ha convertido actualmente, gracias a la crítica alemana, en el más comprensible y transparente de todos, me propongo hablarle de él al lector.
Basta echar un vistazo a este libro para convencerse del estado de exaltación no sólo del autor, sino también del medio en el cual éste vivía. Nuestro Apocalipsis no es el único de su especie y de su época. Desde el año 164 antes de nuestra era, fecha del primero que se conserva –el libro de Daniel- hasta alrededor del 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen de Comodo, Renan no cuenta menos de 15 Apocalipsis clásicos llegados hasta nosotros, sin hablar de las imitaciones ulteriores. (Cito a Renan porque su libro es el más accesible y conocido fuera de los círculos de los especialistas.)
Fue una época en la que, en Roma y en Grecia, pero incluso más en Asia menor, en Siria y en Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las más groseras supersticiones de los pueblos más diversos era aceptada sin examen y completada con piadosos fraudes y un charlatanismo directo, en la que los milagros, los éxtasis, las visiones, la adivinación, la alquimia, la cábala y otras hechicerías ocultas actuaban como el protagonista principal. En esta atmósfera nació el cristianismo primitivo, y esto en una clase de personas que, más que cualquier otras, estaban abiertas a estos fantasmas. Además, los gnósticos cristianos de Egipto, como lo prueban entre otras cosas los papiros de Leyde, en el 2º siglo de nuestra era se consagraron fuertemente a la alquimia e incorporaron nociones de ésta a sus doctrinas. Y los mathematici caldeos y judíos que, según Tácito, fueron expulsados de Roma por magia bajo Claudio y también bajo Vitelio, no se entregaban a otros tonos de geómetra distintos de los que encontraremos en el mismo corazón del Apocalipsis de Juan.
A esto se añade que todos los Apocalipsis se arrogan el derecho de engañar a sus lectores. No sólo son por norma general escritos por personas muy distintas –en su mayor parte más modernas- de sus pretendidos autores (por ejemplo, el libro de Daniel, el de Enoch, los Apocalipsis de Esdras, de Baruch, de Judas, etc.; los libros sibilinos), sino que además en el fondo sólo profetizan cosas ocurridas hace tiempo y perfectamente conocidas por el verdadero autor.
Así, en el año 164, poco antes de la muerte de Antioco Epifanio, el autor del libro de Daniel le hace predecir a éste, del cual se considera que vivió en la época de Nabucodonosor, el ascenso y la caída de la hegemonía de Persia y de Macedonia, y el comienzo del imperio mundial de Roma, con el fin de preparar a sus lectores, mediante esta prueba de sus dones proféticos, para que acepten su profecía final: que el pueblo de Israel superará todos sus sufrimientos y logrará al fin la victoria. Por lo tanto, si el Apocalipsis de Juan fuese realmente obra del supuesto autor, constituiría la única excepción en la literatura apocalíptica.
En todo caso, el Juan que se considera su autor era un hombre muy considerado entre los cristianos de Asia Menor. Lo demuestra el tono de las cartas a las siete Iglesias. Por lo tanto, puede que éste fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica, si bien no está absolutamente atestiguada, al menos es muy verosímil. Y si este apóstol fue efectivamente el autor, esto reforzará nuestra tesis. Será la mejor prueba de que el cristianismo de este libro es el verdadero, al auténtico cristianismo primitivo. Está probado, dicho sea de paso, que el Apocalipsis no es del mismo autor que el Evangelio o las tres Epístolas atribuidas a Juan.
El Apocalipsis está compuesto por una serie de visiones. En la primera, Cristo aparece, vestido de sumo sacerdote, marchando entre siete candelabros de oro que representan a las siete Iglesias de Asia, y dicta a Juan las cartas a los siete ángeles de estas Iglesias de Asia. Desde el principio, se manifiesta de un modo contundente la diferencia entre este cristianismo y la religión universal de Constantino formulada por el concilio de Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida, sino algo imposible aquí.
En el lugar del Espíritu Santo único posterior, tenemos los siete espíritus de Dios extraídos por los rabinos de Isaías, XI, 2; Jesucristo es el Hijo de Dios, el primero y el último, el alfa y el omega, pero de ningún modo Dios él mismo, o igual que Dios; por el contrario, él es el comienzo de la creación de Dios, por consiguiente, una emanación de Dios que existe desde toda la eternidad, pero alternado, análoga a los siete espíritus mencionados más arriba. En el capítulo XV, 3, los mártires en el cielo cantan el cántico de Moisés, el servidor de Dios, y el cántico del cordero por la glorificación de Dios. Jesucristo aparece aquí, por lo tanto, no sólo subordinado a Dios, sino en cierto modo situado en el mismo plano que Moisés. Jesucristo es crucificado en Jerusalén (XI, 8), pero resucita (I, 5, 8), es el cordero que fue sacrificado por los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todos los pueblos y lenguas son redimidos por Dios.
Encontramos aquí la concepción fundamental que permite al cristianismo desarrollarse como religión universal. La noción de que los dioses, ofendidos por las acciones de los hombres podían ser aplacados mediante sacrificios era común a todas las religiones de los semitas y los europeos; la primera idea revolucionaria fundamental del cristianismo (tomada de la escuela de Filón) era que, mediante el único gran sacrificio voluntario de un mediador, los pecados de todos los hombres de todos los tiempos eran expiados de una vez por todas…, para los fieles.
De este modo, desaparecía la necesidad de todo sacrificio ulterior, y por consiguiente, la base de numerosas ceremonias religiosas. Ahora bien, desembarazarse de ceremonias que dificultaban o prohibían el comercio con hombres de creencias diferentes, era la primera condición de una religión universal. Y sin embargo la costumbre de los sacrificios estaba tan anclada en los hábitos populares que el catolicismo –que retoma tanto de las costumbres paganas- consideró útil acogerlos favorablemente introduciendo al menos el simbólico sacrificio de la misa. Por el contrario, ningún rastro en nuestro libro del dogma del pecado original.
Lo que por encima de todo caracteriza estas cartas, al igual que todo el libro, es que nunca ni en parte alguna se le ocurre al autor nombrarse, ni a sí mismo ni a sus correligionarios, de otro modo que como… judíos. A los sectarios de Esmirna y de Filadelfia, contra los cuales se alza, les reprocha: No se hacen llamar judíos y no lo son, sino que son una sinagoga de Satán; de los de Pérgamo, dice:
Están vinculados a la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balak a poner obstáculos ante los hijos de Israel para que comiesen carne de animales sacrificados a los ídolos y se entregasen a la impudicia.
Por lo tanto, no estamos hablando aquí de cristianos conscientes, sino de personas que se tienen por judíos; su judaísmo es sin duda una nueva fase de desarrollo del antiguo; precisamente por eso es el único verdadero. Por eso en el momento de la comparecencia de los santos ante el trono de Dios, aparecen en primer lugar 144.000 judíos, 12.000 de cada tribu, y sólo después la innumerable multitud de paganos convertidos a este judaísmo renovado. Hasta tal punto estaba nuestro autor, en el año 69 de nuestra era, lejos de dudar de que representara una fase totalmente nueva de la evolución religiosa, llamada a transformarse en uno de los elementos más revolucionarios en la historia del espíritu humano.
Como se puede ver, ese cristianismo de entonces, que todavÍa no tenía consciencia de sí, estaba a mil leguas de la religión universal, dogmáticamente asentada por el concilio de Nicea; imposible reconocer a ésta en aquél. Ni la dogmática ni la ética del cristianismo posterior se encuentran en él; en cambio, existe el sentimiento de que se está en lucha contra todo un mundo, y que de esta lucha se saldrá vencedor. Un ardor guerrero y una certeza de vencer que han desaparecido completamente entre los cristianos de nuestros días y no se encuentran ya más que en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.
En realidad, la lucha contra un mundo que, al principio, lleva la ventaja, y la lucha simultánea de los innovadores entre ellos mismos, son comunes a los dos, a los cristianos primitivos y a los socialistas. Estos dos grandes movimientos no están hechos por jefes y profetas –pese a que los profetas no faltan ni en uno ni en el otro-, son movimientos de masas. Y todo movimiento de masas es necesariamente confuso al principio; confuso porque se mueve, en primer lugar, entre contradicciones, porque carece de claridad y de coherencia; y también confuso precisamente a causa del papel que al comienzo juegan en él los profetas. Esta confusión se manifiesta en la formación de numerosas sectas que se combaten entre sí con tanta saña al menos como combaten contra el enemigo común ajeno a ellas. Esto ocurría en el cristianismo primitivo, y lo mismo ocurrió en los comienzos del movimiento socialista, por muy doloroso que fuese para las honradas personas bien intencionadas que predicaban la unión, cuando la unión no era posible.
¿Acaso, por ejemplo, la cohesión de la Internacional era debida a un dogma común? De ningún modo. Había en ella comunistas según la tradición francesa de antes de 1848 que, a su vez, representaban diferentes matices, comunistas de la escuela de Weitling, otros que pertenecían a la renovada liga de los comunistas, proudhonianos que representaban el elemento predominante en Francia y Bélgica, blanquistas, el Partido Obrero alemán, en fin, anarquistas bakuninistas que durante un tiempo predominaron en España e Italia. Y éstos eran sólo los grupos principales. A partir de la fundación de la Internacional, ha sido necesario un buen cuarto de siglo para que se lleve a cabo definitivamente y en todas partes la separación con los anarquistas, y que se establezca un acuerdo al menos sobre los puntos de vista económicos más generales. Y eso con nuestros medios de comunicación, los ferrocarriles, telégrafos, la ciudades monstruo industrializadas, la prensa y las reuniones populares organizadas.
La misma división en innumerables sectas se daba entre los primeros cristianos, división que era justamente el medio de suscitar la discusión y lograr la unidad ulterior. Constatamos ya esta división en este libro, indudablemente el más antiguo documento cristiano, y nuestro autor fulmina contra ella con el mismo implacable arrebato que contra todo el mundo pecador de afuera. En primer lugar, contra los nicolaítas, en Efeso y Pérgamo; los que dicen ser judíos pero son la sinagoga de Satán, en Esmirna y Filadelfia; los seguidores de la doctrina del falso profeta llamado Balaam, en Pérgamo; los que dicen ser profetas y no lo son, en Efeso; en fin, los partidarios de la falsa profetisa llamada Jezabel, en Tiatira. No sabemos nada más preciso sobre estas sectas, sólo de los sucesores de Balaam y de Jezabel se dice que comen carnes sacrificadas a los ídolos y se entregan a la impudicia.
Se ha tratado de representar a estas cinco sectas como si fuesen cristianos paulinos, y todas estas cartas como si fuesen dirigidas contra Pablo el falso apóstol, el supuesto Balaam y Nicolás. Los argumentos poco sostenibles que se relacionan con esto se encuentran reunidos en Renan, Saint Paul (Paris, 1869, páginas 303, 305, 367, 370). Todos conducen a una explicación de nuestras cartas mediante los Actos de los Apóstoles y las supuestas Epístolas de Pablo, escritos que, al menos en su redacción actual, son posteriores en sesenta años al Apocalipsis y cuyos datos relativos a éstas son, pues, más que dudosos y que, además, se contradicen absolutamente entre sí.
Pero lo que zanja la cuestión es que a nuestro autor no se le pudo ocurrir darle a una sola y única secta cinco denominaciones diferentes: dos para la única Efeso (falsos apóstoles y nicolaítas) e igualmente dos para Pérgamo (los balamitas y los nicolaítas) y esto designándolos expresamente en cada caso como dos sectas diferentes. Sin embargo, no tenemos intención de negar que entre estas sectas hayan podido encontrarse elementos a los que hoy se consideraría como de sectas paulinas.
En los dos pasajes en que se entra en detalles, la acusación se limita al consumo de carnes sacrificadas a los ídolos, y a la impudicia, los dos puntos sobre los que los judíos –tanto los antiguos como los judíos cristianos- estaban en eterna disputa con los paganos conversos. Carne proveniente de sacrificios paganos era no sólo servida en los festines, en los cuales rechazar los manjares presentes podía parecer inconveniente, incluso ser peligroso, sino que además era vendida en los mercados públicos en los que apenas era posible discernir si era koscher (**) o no. Por impudicia, estos mismos judíos entendían no sólo el comercio sexual fuera del matrimonio, sino también el matrimonio entre parientes en grados prohibidos por la Ley judía, o aún más entre judíos y paganos, y es éste el sentido que, por lo común, se da a la palabra en los Hechos de los apóstoles (XV, 20 y 29). Pero nuestro Juan tiene una forma propia de verlo, incluso en lo relativo al comercio sexual permitido a los judíos ortodoxos.
Dice (XIC, 4) de los 144.000 judíos celestes: Son los que no se han manchado con mujeres, los que son vírgenes. Y, de hecho, en el cielo de nuestro Juan no hay ni una sola mujer. Pertenece pues a esa tendencia que se manifiesta igualmente en otros escritos del cristianismo primitivo y que considera pecado el comercio sexual en general. Si, además, se tiene en cuenta el hecho de que califica a Roma como la gran prostituta con la cual los reyes de la tierra se han entregado a la impudicia y han sido embriagados por el vino de su impudicia –y sus comerciantes se han enriquecido por la pujanza de su lujo-, se nos hace imposible comprender la palabra de las cartas en el sentido estrecho que la apologética teológica querría atribuirle, con el único fin de extraer de ahí una confirmación para otros pasajes del Nuevo Testamento.
Muy al contrario. Estos pasajes de las cartas indican claramente el fenómeno común a todas las épocas profundamente convulsas, a saber: que al mismo tiempo que se rompen todas las barreras, se busca relajar los vínculos tradicionales de las relaciones sexuales. Del mismo modo, en los primeros siglos cristianos, paralelamente al ascetismo que mortifica la carne, se manifiesta bastante a menudo la tendencia a extender la libertad cristiana a las relaciones, más o menos libres de trabas entre hombres y mujeres. Lo mismo ocurrió en el socialismo moderno.
¡Qué santa indignación provocó después de 1830, en la Alemania de entonces –esa piadosa guardería, como la llamaba Heine- la réhabilitation de la chair (3) saintsimoniana! Los más profundamente indignados fueron las órdenes aristocráticas que dominaban por entonces (en aquellos años aún no había clases entre nosotros) y que, tanto en Berlín como en sus propiedades del campo, no sabían vivir sin una rehabilitación reiterada de su carne. ¡Qué hubiesen dicho estas buenas gentes si hubiesen conocido a Fourier, que ofrece para la carne la perspectiva de otras muchas cabriolas!
Una vez superado el utopismo, estas extravagancias dejaron el puesto a nociones más racionales y, en realidad, mucho más radicales, y después de que la Alemania de la piadosa guardería de Heine que era, llegase a ser el centro del movimiento socialista, todos se burlan de la hipócrita indignación del piadoso mundo aristocrático.
Ese es todo el contenido dogmático de las cartas. En cuanto a lo demás, llaman a los compañeros a la propaganda enérgica, a la orgullosa y valiente confesión de su fe frente a sus adversarios, a la lucha sin descanso contra el enemigo de fuera y de dentro; y por lo que respecta a esto, podrían estar escritas por un entusiasta de la Internacional un pelín profeta.
III
Las cartas son sólo la introducción al verdadero tema de la comunicación de nuestro Juan a las siete Iglesias de Asia menor y, por medio de éstas, a toda la judería reformada del año 69, de la que salió la cristiandad más adelante. Y aquí entramos en el santuario más íntimo del cristianismo primitivo.
¿Entre qué personas se reclutaron los primeros cristianos? Principalmente, entre los laboriosos y agobiados que pertenecían a las capas más bajas del pueblo, tal como conviene al elemento revolucionario. ¿Y de quiénes estaban compuestas estas capas? En las ciudades, hombres libres venidos a menos, personas de todo tipo, semejantes a los mean whites (4) de los Estados esclavistas del Sur, a los aventureros y vagabundos europeos de las ciudades marítimas coloniales y chinas, también de libertos y sobre todo de esclavos; en los latifundios de Italia, Sicilia y África, de esclavos; en los distritos rurales de las provincias, de pequeños campesinos cada vez más oprimidos por las deudas.
No había de ninguna manera una vía de emancipación común para tan diversos elementos. Para todos ellos, el paraíso perdido estaba en el pasado; para el hombre libre venido a menos era la polis, ciudad y Estado a la vez cuyos ancestros habían sido en otros tiempos los ciudadanos libres; para los esclavos prisioneros de guerra, la era de la libertad antes de la servidumbre y la cautividad; para el pequeño campesino, la sociedad gentilicia y la comunidad del suelo aniquiladas. La mano de hierro igualadora del romano conquistador había echado abajo todo esto. La colectividad social más importante que la antigüedad había creado era la tribu y la confederación de tribus emparentadas, agrupamiento basado entre los bárbaros en las líneas de consanguíneos, entre los griegos y los italos, fundadores de ciudades, en la polis que comprendía una o varias tribus emparentadas.
Filipo y Alejandro dieron a la península helénica la unidad política, pero el resultado no fue la formación de una nación griega. Las naciones sólo se hicieron posibles tras la caída del imperio romano. Éste puso fin de una vez por todas a los pequeños agrupamientos; la fuerza militar, la jurisdicción romana, el aparato de cobro de los impuestos dislocaron completamente la organización interna tradicional. A la pérdida de la independencia y de la organización original vino a añadirse el pillaje por las autoridades militares y civiles, que comenzaban por despojar a los vasallos de sus tesoros, para luego prestarles de nuevo a tasas de usura, a fin de que pudiesen pagar nuevas exacciones. El peso de los impuestos y la necesidad de dinero que resultaba de ello en regiones en las que la economía natural reinaba exclusivamente o de forma preponderante, ponían cada vez más a los campesinos a merced de los usureros, introducían una gran desproporción en las fortunas, enriquecían a los ricos y arruinaban por completo a los pobres. Y cualquier resistencia de las pequeñas tribus aisladas o de las ciudades al gigantesco poder de Roma carecía de toda esperanza. ¿Cuál era el remedio a esto, cuál el refugio para los avasallados, los oprimidos, los arruinados, qué salida común para estos distintos grupos humanos, con intereses divergentes e incluso opuestos? No obstante, se hacía muy necesario encontrar una, era preciso que un solo y gran movimiento revolucionario los abarcase a todos.
Esta salida se encontró, pero no en este mundo. Y, tal como estaban las cosas entonces, sólo la religión podía ofrecerla. Un nuevo mundo se abrió. La existencia del alma tras la muerte de los cuerpos se había hecho, poco a poco, un artículo de fe reconocido en todo el mundo romano. Además, una forma de castigo y de recompensa para el alma del muerto, según las acciones realizadas cuando estaba vivo, era cada vez más admitida por todos. Para las recompensas, la verdad es que esto sonaba un poco a hueco, la antigüedad era demasiado espontáneamente materialista para no atribuir un precio infinitamente mayor a la vida real que a la vida en el reino de las sombras; entre los griegos, la inmortalidad pasaba más bien por un infortunio. Llegó el cristianismo, que se tomó en serio las penas y las recompensas en el otro mundo y creó el cielo y el infierno; así se había encontrado la vía por la que conducir a los trabajadores y los oprimidos de este valle de lágrimas al paraíso eterno. De hecho, era necesaria la esperanza de una recompensa en el más allá para llegar a elevar la renuncia al mundo y el ascetismo de la escuela estoica de Filón al rango de principio ético fundamental de una nueva religión universal capaz de atraer a las masas oprimidas.
No obstante, la muerte no abre de buenas a primeras este paraíso celeste a los fieles. Veremos que el reino de Dios, cuya nueva Jerusalén es la capital, no se conquista ni se abre más que tras ardorosas luchas con las potencias infernales. Ahora bien, los primeros cristianos se representaban estas luchas como inminentes. Tras el inicio, nuestro Juan define su libro como la revelación de las cosas que deben ocurrir pronto; poco después, en el versículo 3, dice: Feliz el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía, pues el tiempo está cercano; a la comunidad de Filadelfia, Jesucristo le dicta; Vendré pronto. Y en el último capítulo, el ángel dice que reveló a Juan las cosas que deben ocurrir pronto y le ordena: No pongas un sello a las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está próximo, y el mismo Jesucristo dice, en dos ocasiones, versículos 12 y 30: Vendré pronto. A continuación veremos hasta qué punto esta venida era esperada para pronto.
Las visiones apocalípticas que el autor hace pasar ahora ante nuestros ojos, son todas, y la mayor parte de las veces palabra por palabra, tomadas de modelos anteriores. En parte, de los profetas clásicos del Antiguo Testamento, sobre todo de Ezequiel, en parte de los Apocalipsis judíos posteriores, compuestos según el prototipo del libro de Daniel y sobre todo del libro de Enoc ya redactado, al menos en parte, en aquella época. Los críticos han demostrado hasta en los menores detalles, de dónde ha sacado nuestro Juan cada imagen, cada siniestro pronóstico, cada plaga infligida a la incrédula humanidad, en pocas palabras, el conjunto de los materiales de su libro; de manera que no sólo demuestra una falta de imaginación poco común, sino que también él mismo proporciona la prueba de que no vivió sus pretendidas visiones y éxtasis, ni siquiera en su imaginación, tal como las ha descrito.
He aquí, en pocas palabras, el desarrollo de esas apariciones. En primer lugar, Juan ve a Dios sentado en su trono, con un libro sellado por siete sellos en la mano; ante él está el cordero (Jesús) degollado, pero de nuevo vivo, que es hallado digno de abrir los sellos. La apertura de cada sello es acompañada de toda clase de signos y prodigios amenazantes. Al quinto sello, Juan percibe, bajo el altar de Dios, las almas de los mártires de Cristo que han sido muertos a causa de la palabra de Dios:
Ellos clamaron con fuerte voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, maestro santo y venerable, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?
Después de esto, se le da a cada uno una ropa blanca y se les invita a tener un poco más de paciencia hasta que esté completo el número de los mártires que han de morir. Aquí todavía no se plantea de ninguna manera la religión del amor, del amad a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, etc…, aquí se predica abiertamente la venganza, la sana, la honesta venganza contra los perseguidores de los cristianos. Y es así a todo lo largo del libro.
Cuanto más se acerca la crisis, más arrecia la lluvia de plagas y juicios del cielo, y más alegría manifiesta nuestro Juan al anunciar que, mientras tanto, la mayor parte de los hombres no se arrepienten y rechazan hacer penitencia por sus pecados; que nuevos azotes de Dios han de caer sobre ellos; que Cristo tiene que gobernarlos con una vara de hierro y pisar el vino en el lagar de la cólera de Dios todopoderoso; pero que, no obstante, los impíos se mantienen duros de corazón. Es el sentimiento natural, alejado de toda hipocresía, de que se está en la lucha, y que à la guerre comme à la guerre (5). Al abrirse el séptimo sello, aparecen siete ángeles con trompetas: cada vez que un ángel toca la trompeta, se producen nuevos signos de espanto. Tras el séptimo toque de trompeta, siete nuevos ángeles entran en escena portando las siete copas de la cólera de Dios que son arrojadas en la tierra y, de nuevo, llueven azotes y juicios, en lo esencial una fatigosa repetición de lo que ya ocurrió en numerosas ocasiones. Después, viene la mujer, Babilonia, la gran prostituta, vestida de púrpura y escarlata, sentada sobre las aguas, ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús, es la gran ciudad sobre las siete colinas que reina sobre los reyes de la tierra.
Está sentada sobre una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos. Las siete cabezas son siete montañas, y son también siete reyes. De estos reyes, cinco ya han pasado; uno existe, el séptimo está por venir, y tras él, uno de los cinco primeros, que había sido herido de muerte pero fue curado, volverá. Éste reinará sobre la tierra durante cuarenta y dos meses, o tres años y medio (la mitad de una semana de siete años), perseguirá a los fieles a muerte y hará triunfar la impiedad. Después, se libra la gran batalla decisiva, los santos y los mártires son vengados con la destrucción de la gran prostituta Babilonia y de todos sus partidarios, es decir, de la gran mayoría de los hombres; el demonio es arrojado al abismo y encadenado allí por mil años, durante los cuales reina el Cristo con los mártires resucitados. Cuando se cumplen los mil años, el diablo es liberado: sigue una última batalla de los espíritus en la cual es definitivamente vencido. Tiene lugar una segunda resurrección, el resto de los muertos resucita y comparece ante el trono de Dios (no de Cristo, atención a esto) y los fieles entran en un nuevo cielo, una nueva tierra y una nueva Jerusalén para la vida eterna.
Del mismo modo que todo este tinglado es levantado con materiales exclusivamente judíos y precristianos, muestra concepciones casi pura y exclusivamente judías. Desde que las cosas comenzaron a ir mal para el pueblo de Israel, desde el momento en que se hizo tributario de Asiria y de Babilonia, desde la destrucción de los dos reinos de Israel y de Judá hasta su servidumbre a los seléucidas, es decir, desde Isaías hasta Daniel, siempre hubo, en las horas de adversidad, la profecía de un salvador providencial.
En el capítulo XII, 1, 3 de Daniel se encuentra la profecía de la llegada de Miguel, el ángel guardián de los judíos, que les liberará de su gran desamparo: Muchos muertos resucitarán, habrá una especie de juicio final y los que hayan enseñado la justicia a la multitud brillarán como estrellas, para siempre y a perpetuidad. De cristiano sólo hay aquí el acento puesto con insistencia en la inminencia del reino de Jesucristo y en la felicidad de los fieles resucitados, particularmente los mártires.
Debemos a la crítica alemana, y sobre todo a Ewald, Lücke y Ferdinand Benary la interpretación de esta profecía, a pesar de que esté relacionada con los acontecimientos de la época. Gracias a Renan, penetró en otros medios distintos de los teológicos. La gran prostituta, Babilonia, significa, como ya hemos visto. La ciudad de las siete colinas, Roma. De la bestia sobre la cual ella está sentada, se dice en XVIII, 9, 11:
Las siete cabezas son siete montañas sobre las cuales está sentada la mujer. Son también siete reyes: cinco están derribados, uno existe, el otro aún no ha venido y cuando venga permanecerá por poco tiempo. Y la bestia que estaba, y que ya no está, es ella misma un octavo rey, y es del número de los siete, y va a la perdición.
La bestia es, pues, la dominación mundial de Roma, representada sucesivamente por siete emperadores, de los cuales uno ha sido herido de muerte y ya no reina, pero ha sido curado y va a volver con el fin de llevar a cabo como octavo rey el reino de la blasfemia y la rebelión contra Dios:
Y le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue dada autoridad sobre toda tribu, todo pueblo, toda lengua y toda nación; y todos los habitantes de la tierra le adorarán, aquellos cuyo nombre no ha sido escrito desde la fundación del mundo en el libro de vida del cordero que ha sido inmolado. Y ella hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en su mano derecha o en su frente y que nadie pudiese comprar o vender sin tener la marca, el nombre de la bestia o el número de su nombre. Aquí está la sabiduría. Que aquél que tenga inteligencia calcule el número de la bestia. Pues es un número de hombre y su número es 666 (XIII, 7-18).
Constatemos solamente que el boicot es mencionado aquí como una medida empleada por la potencia romana contra los cristianos –que es, pues, manifiestamente una invención del diablo- y pasemos a la cuestión de saber quién es este emperador romano que ya ha reinado, fue herido mortalmente y vuelve como el octavo de la serie para actuar como Anticristo.
Después de Augusto, el primero, tenemos: 2, Tiberio; 3, Calígula; 4, Claudio; 5, Nerón; 6, Galba. Cinco han caído, uno existe. Por lo tanto, Nerón ya ha caído. Galba existe. Galba reinó del 9 de junio del 68 al 15 de enero del 69. Pero inmediatamente después de subir al trono, las legiones del Rhin se sublevaron bajo el mando de Vitelius, al tiempo que en otras provincias otros generales preparaban levantamientos militares. En la misma Roma, los pretorianos se sublevaron, mataron a Galba y proclamaron emperador a Otón.
De ello resulta que nuestro Apocalipsis fue escrito bajo Galba, probablemente hacia el final de su reinado, o más tarde, durante los tres meses (hasta el 15 de abril del 69) del reinado de Otón, el séptimo. Pero ¿quién es el octavo, que estuvo y ya no está? El número 666 nos lo mostrará.
Entre los semitas –los caldeos y los judíos- de esta época, estaba en boga un arte mágica basada en el doble significado de las letras. Desde alrededor de trescientos años antes de nuestra era, las letras hebraicas eran igualmente empleadas como cifras: a = 1, b = 2, g = 3, d = 4, y así todas las demás. Ahora bien, los adivinos cabalistas sumaban los valores numéricos de las letras de un nombre y, con la ayuda de la adición de las cifras obtenida, por ejemplo formando palabras o combinaciones de palabras de igual valor numérico que permitiesen extraer conclusiones sobre el futuro del que llevaba ese nombre, procuraban hacer profecías. Del mismo modo, se expresaban palabras secretas en esta lengua cifrada. Se llamaba a este arte con una palabra griega, ghematriah, geometría; los caldeos que la ejercían como un oficio y que Tácito llama los mathematici, fueron perseguidos en Roma bajo Claudio y una vez más bajo Vitelius, al parecer por delito grave.
Es justamente en el ambiente de esta matemática como se produce el número 666. Tras él, se esconde el nombre de uno de los cinco primeros emperadores romanos. Ahora bien, Ireneo, a finales del siglo II, además del número 666, conocía la variante 616 que también databa de un tiempo en que el enigma de las cifras era todavía conocido. Si la solución da cuenta igualmente de los dos números, será la prueba de que es correcta.
Ferdinand Benary encontró esa solución. El nombre es Nerón. El número está basado en Nerón Kesar, la trascripción hebraica –tal como atestiguan el Talmud y las inscripciones de Palmira- del griego Neron Kaisar, Nerón emperador, que llevaba como leyenda la moneda del emperador acuñada en las provincias orientales del Imperio. Así: n (nun) = 50; r (resch) = 200; v (vav) para 0 = 6; n (nun) = 50; k (kaph) = 100; s (samech) = 60; y r (resch) = 200; total = 666. Ahora, tomando como base la forma latina, Nero Caesar el segundo n (nun) = 50 es suprimido, y obtenemos 666 – 50 = 616, la variante de Ireneo.
En efecto, todo el Imperio romano en tiempos de Galba estaba en pleno desbarajuste. El mismo Galba, a la cabeza de las legiones de España y de la Galia había marchado sobre Roma para derrocar a Nerón; este huyó y se hizo matar por un liberto. Pero contra Galba, no sólo los pretorianos en Roma, sino también los comandantes en las provincias conspiraban; por todas partes surgían pretendientes al trono, preparándose para lanzarse sobre la capital con sus legiones. El imperio parecía entregado a la guerra intestina; su caída parecía inminente.
Para colmo, se extendió el rumor, sobre todo en Oriente, de que Nerón no estaba muerto, sino solamente herido, que se había refugiado entre los partos, que pasaría el Éufrates y vendría con un ejército para inaugurar un nuevo reinado de terror aún más sangriento. La Acadia y Asia en particular estaban sobresaltadas a causa de tales informes. Y justo en el momento en que el Apocalipsis debió ser compuesto, apareció un falso Nerón que se estableció con un partido bastante numeroso en la isla de Cythnos (la Termia moderna) en el mar Egeo, cerca de Patmos y del Asia menor, hasta que fue muerto, bajo Otón.
Nada asombroso, pues, que entre los cristianos, contra los cuales Nerón había lanzado las primeras grandes persecuciones, se hubiese propagado la opinión de que volvería como el Anticristo, de que su vuelta, así como una nueva y más seria tentativa de exterminio sangriento de la joven secta sería el presagio y el preludio del Cristo, de la gran batalla victoriosa contra las potencias del infierno, del reino de mil años que se iba a establecer pronto y cuya llegada segura hizo que los mártires fuesen alegremente a la muerte.
La literatura cristiana y de inspiración cristiana de los dos primeros siglos señala con suficientes indicios que el secreto de la cifra 666 era entonces conocido por muchos. Ireneo, ciertamente, ya no lo conocía, pero por el contrario sabía, como muchos otros hasta finales del siglo II, que la bestia del Apocalipsis era Nerón que volvía. Después, esta última huella se pierde y nuestro Apocalipsis es entregado a la interpretación fantástica de adivinos ortodoxos; yo mismo he conocido aún a viejos que, según los cálculos del anciano Johann Albrecht Bengel, esperaban el fin del mundo y el juicio final para el año 1836. La profecía se realizó en la fecha anunciada. Sólo que el juicio no alcanzó al mundo de los pecadores, sino a los mismos piadosos intérpretes del Apocalipsis. Pues, en ese mismo año de 1836, F. Benary proporcionó la clave del número 666 y puso así punto final a todo ese cálculo adivinatorio, a esa nueva ghematriah.
Del reino de los cielos reservado a los fieles, nuestro Juan no nos ofrece más que una descripción muy superficial. Para la época, la nueva Jerusalén está ciertamente construida en un plano bastante grandioso: un cuadrado de 12.000 estadios de lado = 2.227 kilómetros, una superficie por lo tanto de alrededor de cinco millones de kilómetros cuadrados, más que la mitad de los Estados Unidos de América, construida únicamente en oro y piedras preciosas. Allí, Dios habita en medio de los suyos y los ilumina en lugar del sol; ya no hay ni muerte, ni pesar, ni sufrimiento; un río de agua viva discurre a través de la ciudad, sobre sus riberas crece el árbol de la vida produciendo doce veces sus frutos, dando su fruta cada mes, y las hojas del árbol sirven para la curación de los gentiles (a la manera de un té medicinal, según Renán: El Anticristo, p. 452). Allí viven los santos por los siglos de los siglos.
Así era el cristianismo en el Asia Menor, su principal hogar, hacia el año 68, hasta el punto en que es conocido por nosotros. Ni el más mínimo indicio de una Trinidad; por el contrario, el viejo Jehová uno e indivisible del judaísmo decadente desde el que, de Dios nacional judío se elevó, único, al rango de Dios supremo del cielo y de la tierra donde pretende reinar sobre todos los pueblos prometiendo la gracia a los conversos y exterminando a los rebeldes de forma inmisericorde, fiel en esto al antiguo parcere subjectis ac delellare superbos (6).
De igual manera, es este mismo Dios el que preside el juicio final, y no Jesucristo, como en los relatos ulteriores de los Evangelios y las Epístolas. En consonancia con la doctrina persa de la emanación, familiar en el judaísmo decadente, Cristo es el cordero, emanado de Dios para toda la eternidad; y lo mismo, a pesar de que ocupen un rango inferior, los siete espíritus de Dios, que deben su existencia a un pasaje poético mal entendido (Isaías, XI, 2). Ninguno de ellos es Dios ni igual a Dios, sino que todos están sometidos a él. El cordero se ofrece de buen grado como sacrificio expiatorio por los pecados del mundo, y debido a este elevado acto es expresamente promovido en la jerarquía celeste; en todo el libro este sacrificio voluntario le es tenido en cuenta como un acto extraordinario y no como una acción que surgiese necesariamente de lo más profundo de su ser.
Ni qué decir tiene que toda la corte celestial de los ancianos, querubines, ángeles y santos está presente. A partir del Zendavesta, el monoteísmo siempre tuvo que hacerle concesiones al politeísmo para constituirse como religión. Entre los judíos, la recaída en los dioses paganos y sensuales persiste en estado crónico hasta que, tras el exilio la corte celeste al estilo persa acomoda un poco mejor la religión a la imaginación popular. También el cristianismo, incluso después de que hubiese reemplazado al Dios de los judíos eternamente inmutable por el misterioso Dios trinitario, diferenciado en sí mismo, sólo pudo suplantar el culto a los antiguos dioses entre las masas por el culto a los santos. Así, el culto a Júpiter, según Fallmerayer, sólo hacia el siglo IX llegó a extinguirse en el Peloponeso, en la Maina, en Arcadia, (Historia de la península de Morea, I, p. 227). Son la era burguesa moderna y su protestantismo los que en su momento descartan a los santos y se toman al fin en serio el monoteísmo diferenciado.
Nuestro Apocalipsis tampoco conoce el dogma del pecado original ni la justificación por la fe. La fe de estas primeras comunidades belicosas difiere en todo de aquella de la iglesia triunfante posterior; al lado del sacrificio expiatorio del cordero, el próximo retorno de Cristo y la inminencia del reino milenario constituyen su contenido esencial y el único por el que se manifiesta. Es el momento de la propaganda activa, la lucha sin descanso contra el enemigo de dentro y de fuera, la orgullosa confesión de estas convicciones revolucionarias ante los jueces paganos, el martirio soportado con coraje en la certeza de la victoria.
Como hemos visto, el autor aún no sospecha que es algo diferente de un judío. En consecuencia, ninguna alusión, en todo el libro, al bautismo; además, existen numerosos indicios de que el bautismo es una institución del segundo periodo cristiano. Los 144.000 judíos creyentes son sellados, no bautizados. De los santos del cielo, se dice: Son aquellos que han lavado y blanqueado sus largas vestiduras en la sangre del cordero; ni una palabra del agua del bautismo. Los dos profetas que preceden la aparición del Anticristo (capítulo XI) tampoco bautizan y en el capítulo XIX, 10, el testimonio de Jesús no es el bautismo, sino el espíritu de profecía. Habría sido natural en todas estas ocasiones hablar de bautismo, por poco que estuviese ya instituido. Estamos, pues, autorizados a concluir con una casi total certeza que nuestro autor no lo conocía y que sólo se introdujo cuando los cristianos se separaron definitivamente de los judíos.
Nuestro autor también ignora el segundo sacramento posterior, la eucaristía. Si en el texto de Lutero Cristo promete a todo habitante de Tiatira que haya perseverado en la fe que entrará en su casa y comulgará con él, con esto se induce a engaño. En griego se lee deipnêso, yo cenaré (con él), y la palabra está correctamente traducida en las biblias inglesas y francesas. De la cena como festín conmemorativo, no se habla aquí en absoluto.
Nuestro libro, con su fecha (68 ó 69) atestiguada de forma tan particular, es sin duda el más antiguo de la toda la literatura cristiana. Ningún otro fue escrito en una lengua tan bárbara, en la que pululan hasta tal punto los hebraísmos, las construcciones imposibles, las faltas gramaticales. Sólo los teólogos de profesión, o historiógrafos interesados niegan aún que los Evangelios o los Hechos de los apóstoles sean remodelaciones tardías de escritos actualmente perdidos y cuyo más mínimo núcleo histórico ya no puede ser descubierto bajo la exuberancia legendaria; incluso las tres o cuatro Epístolas apostólicas presuntamente auténticas de Bruno Bauer no representan más que escritos de una época posterior o, en el mejor de los casos, composiciones más antiguas de autores desconocidos, retocadas y embellecidas con numerosas adiciones e interpolaciones.
Es tanto más importante para nosotros poseer con nuestra obra, cuyo periodo de redacción se puede establecer con un mes de variación, un libro que nos presenta el cristianismo bajo su forma más rudimentaria, bajo la forma en la que se parece a la religión de Estado del siglo IV, acabado en su dogmática y su mitología, poco más o menos lo que la mitología aún vacilante de los germanos de Tácito se parece a la mitología del Edda, plenamente elaborada bajo la influencia de elementos cristianos y antiguos.
El germen de la religión universal está ahí, pero todavía encierra en estado indiferenciado las mil posibilidades de desarrollo que se realizan en las innumerables sectas posteriores. Si el fragmento más antiguo del devenir del cristianismo tiene para nosotros un valor tan particular es porque nos da a conocer en su integridad lo que el judaísmo –fuertemente influenciado por Alejandría- aportó al cristianismo. Todo lo posterior es añadido occidental, grecorromano.
Fue necesaria la mediación de la religión judía monoteísta para revestir al monoteísmo erudito de la filosofía griega vulgar con la única forma religiosa bajo la cual podía influir en las masas. Una vez encontrada esta mediación, sólo podía transformarse en una religión universal en el mundo grecorromano, continuando su desarrollo para fundirse finalmente en el fondo de ideas que este mundo había conquistado.

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Notas:
(1) Los levantamientos del mundo mahometano, especialmente en África, contrastan de forma singular. Con todo, el Islam es una religión hecha a la medida de los orientales, más especialmente de los árabes, es decir, por una parte, ciudadanos que practican el comercio y la industria, por otra, beduinos nómadas. Pero permanece el germen de un choque periódico. Una vez que se han vuelto opulentos y fastuosos, los ciudadanos se relajan en la observancia de la Ley. Los beduinos pobres y, a causa de su pobreza, de costumbres severas, observan con envidia y codicia esas riquezas y goces. Se unen bajo la dirección de un profeta, un Mahdi, para castigar a los infieles, restablecer la ley ceremonial y la verdadera fe, y para apropiarse, como recompensa, los tesoros de los infieles. Naturalmente, al cabo de cien años, se encuentran exactamente en el mismo punto que aquéllos: es necesaria una nueva purificación, aparece un nuevo Mahdi, el juego recomienza. Esto ocurrió así desde las guerras de conquista de los almorávides y los almohades africanos en España hasta el último Mahdi de Jartum que tan victoriosamente desafió a los ingleses. Así ocurrió, poco más o menos, con los levantamientos en Persia y otras regiones musulmanas. Son movimientos originados por causas económicas, aunque porten un disfraz religioso. Pero, aunque triunfen, dejan intactas las condiciones económicas. Así pues, nada ha cambiado, el choque se hace periódico. Por el contrario, en las insurrecciones populares del Occidente cristiano, el disfraz religioso sólo sirve como bandera y máscara para atacar a un orden económico que se ha hecho caduco: finalmente, este orden es derribado, un nuevo orden se levanta, hay progreso, el mundo avanza.
(2) Tiasarca, jefe del thiasos, asociación religiosa, especie de cofradía.
(3) En francés en el original: rehabilitación de la carne.
(4) Miserables blancos.
(5) En francés en el original: En la guerra, como en la guerra.
(6) En latín en el original: Perdonar a los vencidos y castigar a los soberbios.
(*) Originario de Vaud, en Lausana (Suiza) NdT.
(**) Comida al estilo judío, NdT.

Can This Language be Saved?

Can This Language be Saved?
June 2001
Author
Quinn
Eileen Moore

Words are fascinating things. With meanings that expand and contract, they can be popularized, bought and sold in a linguistic marketplace, or, if denied access, they can be forced off the conversational road, never to be heard from again. Atapaka, for instance, was on someone’s lips one hundred years ago, as were Wyandot, Galice, Nootsack, Salinan, Twana, and Lumbee. At the time, linguists documenting Native American languages noted that people spoke Chumash and Tonkawa with the same healthy conviction that we use Spanish, French, or English. Today, however, like Tilamook and Chitimacha, these languages have fallen by the wayside. Others, like Comanche and Apache, are stalled into near extinction or death. Hundreds of others, their speakers reduced to elderly members unable to transmit linguistic heritage to offspring, face similar obstacles. Of the 3,200 Utes in Utah and Colorado, fewer than 500 are fluent in their native tongue. A similar number of monolingual inhabitants of Brazilian Amazonia speak a language which is crucial to their survival yet instrumentally worthless to all but a few traders and administrators. If their language, Waimiri-Atroari, dies, they will have been forced to acculturate linguistically to survive.

These situations are replicated in many places around the globe. The European languages Polabian, Dalmatian, and Mozarabic have been relegated to the linguistic junkyard, as have Norn and Gothic. Canada’s 53 native tongues are rapidly disappearing. The former Soviet Union, with its policy of “Russification,” all but wiped out many of its indigenous languages.

Natalia Sangama, a Peruvian elder who lives in Pampa Hermosa, northeast of Lima, Peru, reveals: “I dream in Chamicuro, but I cannot tell my dreams to anyone. Some things cannot be said in Spanish. It’s lonely being the last one.” (Koop, 1999) Although family, friends, and neighbors know a few words, Sangama is the sole fluent speaker of Chamicuro; when she dies, the language will be gone. Sangama recalls, “In the missionary school, they used to make us kneel on corn if we spoke Chamicuro.”

Natalia Sangama’s narrative provides a firsthand, experiential lens by which to understand some of the factors that contribute to language spread on the one hand and language loss on the other. Sentiments like hers were echoed by Lola Kipja, the last survivor of the Selk’nam Indians of Tierra del Fuego, Argentina, and by traditional healer Pela Lilo of Western Samoa, who died last october after revealing to researchers a healing tree bark which was discovered to double the life of T-cells. Native American Marie Smith expressed her painful recognition that she was the “last” Eyak of Cordova, Alaska (see article by Daniel Nettle and Suzanne Romaine, this issue). In California, the third most linguistically diverse area in the world, where 25 percent of North America’s roughly 250 Native American languages are spoken, Professor Leanne Hinton detailed how she witnessed the extinction of Northern Pomo when the last of its speakers died in 1995.

“A language is a dialect with an army and a navy,” so the expression goes, and in the history of nation/language-building, military expansion and long-term imperial or colonial rule have figured predominantly. When an imperial language is introduced into an existing multilingual environment, a proclivity on the part of the dominant group for monolingualism prevails. Even though political and socioeconomic benefits may accrue to those who use international languages (Brosnahan, 1963), their spread usually precedes the death of indigenous tongues. Other factors responsible for linguistic attenuation include government policies, educational systems, urbanization, economic development, religious composition, and political affiliation. Student exchange programs contribute to language shift (of 1.6 million college students who traveled abroad to study in 1996, 47 percent went to core English-speaking nations). So, too, do international tourists; traveling with new technologies, bringing in popular culture, consuming products and entertainment services, and expecting their hosts to learn their language, they collect a heavy linguistic toll.

Perhaps it is no surprise that the single largest linguistic market in the world speaks English; in 1997 alone, the world spent $378 billion dollars on tourism — 27 percent came from core English-speaking countries. English is roughly four times as geographically dispersed as Arabic or Spanish, and at least nine times as dispersed as any of the other major world languages (those with more than 100 million native and non-native speakers). In short, most theorists agree that a power differential between regions sets the stage for language attenuation.

To make matters worse, an “ideology of contempt” (Grillo, 1989) for minority languages often accompanies religious conversion, military expansion, and extended colonial rule. The far-flung British Empire, with its long-lived imperial power, valued geopolitical and monolingual standardization; Australia, France, Russia, and the United States followed suit. Similar ideological forces operate in the present, as evidenced by challenges to linguistic diversity posed by television, radio, the Internet, and modern appliances. Indeed, linguists have traced the ebbing of some American Indian languages to the air-conditioner. Its introduction brought about the disappearance of the tradition of gathering under trees to tell stories in the old tongue during hot weather months.

Information and communication technologies (ICTs) have also wreaked havoc. Media giant Ruport Murdoch asserted that the learning of Hindi as a lingua franca will terminate disunity and disorder in India. He went on to suggest that with the spread of Mandarin in China via broadcasting, “it will not only be prosperity that we catch in our networks, but also order…and peace.” (Murdoch, 1994)

Under the rubric of social transformation and ideological unity (Dorian, 1998), similar simplistic and unenlightened policies compel Tibetans to learn Mandarin; North American immigrants, English; and Central and South American indigenous populations, Spanish. Contrary to received wisdom that multiple linguistic codes are threatening, the truth is that most people around the globe speak more than one language. “It’s odd to be monolingual,” notes Stephen Wurm of Australian National University.

The process of language extinction begins when intergenerational transmission stops, and when mother tongues are undermined to such an extent that parents and grandparents feel ashamed to speak. “It’s ultimately the children who save a language,” comments Cefin Campbell of Trinity College, Carmarthen. (Raymond, 1998) Yet, of the world’s estimated 6,000 languages, between 20-30 percent are no longer spoken by children. Linguists predict that at least 50 percent of the world’s languages — some estimates run as high as 95 percent — will disappear within the next century, pushed into oblivion by the spread of the “big languages.” Comparing linguistic “crash” to loss of biological differentiation and ecological diversity, some scholars argue that, just as animal and plant species are threatened, so too is the cultural and intellectual “logosphere” (Stover, 1997) that influences perceptions. (Wilson, 1992; Hale, 1992) Viewing languages as more than merely instrumental, they argue that each contains a Weltanschauung, or worldview, uniquely capturing ideas and potentially shaping experience. When such cognitive variation is lost, these theorists suggest, so are the thoughts that nourish it.

Andrew Woodfield, director of the Center for Theories of Language and Learning, takes this global depreciation argument a step further:

A language is not just a medium, a symbol-system or a code. It is also the repository of a cultural tradition, a way of living and of expressing which helps to convey a sense of identity upon its native-speakers.

Woodfield points out the difference between saving a language personally, for those whose survival systems depend on it, and impersonally, for cognition experts, descriptive linguists, and grammarians. Ken Hale suggests that “we would miss an enormous amount” if English were “the only language available as a basis for the study of general human grammatical competence.” Woodfield, on the other hand, sees this preservation-by-documentation argument as both political and economic:

Massive affirmative action — the establishment of government ministries, radio and TV stations, newspapers and books, cultural events, employment, bribes — might encourage a small tribe in America, Australia or Africa to carry on using its native language. This raises difficult ethical questions not only about the interests of the native people, but about the allocation of resources available for carrying out such actions.

Another argument addresses the question of language death from the “suicide or genocide” perspective. Crawford takes the middle ground, arguing that if “there must be complicity on the part of [the] speech community itself” to precipitate language shift, one cannot deny that “[d]estruction of lands and livelihoods, the spread of consumerism, individualism and other Western values, pressures for assimilation…and conscious policies of repression directed at indigenous groups” are salient factors with which to reckon.

Notwithstanding the fact that painful preservation decisions determining which languages are more potentially “interesting” (and therefore “worthy” of financial and economic support) lie ahead, the rush is on to get the linguistic traffic flowing. The United Nations’ Article 14 of its Draft Declaration on the Rights of Indigenous People states:

Indigenous people have the right to revitalize, use, develop and transmit to future generations their histories, languages, oral traditions, philosophies, writing systems and literatures and to designate and retain their own names for communities, places and persons.

The Article adds an important mandate for states’ responsibility in this matter:

States shall take effective measures, whenever any right of indigenous people may be threatened, to ensure this right is protected and also to ensure that they can understand and be understood in political, legal and administrative proceedings, where necessary and through the provision of interpretation or by other appropriate means.

Crawford sees this as the third, “human justice” approach to language preservation. Acknowledging broader questions of cultural survival, he notes that language death “does not happen in privileged communities. It happens to the dispossessed and disempowered who deserve preservation of not only their language, but of their self worth.” In other words, language survival dovetails with a people’s rights to its land, its intellectual property, and its maintenance of political sovereignty.

Although there is still no full-fledged theory of language maintenance and shift, in this issue of the Cultural Survival Quarterly, contributors develop conceptual frameworks and provide fine-tuned ethnographic analysis based on fieldwork. They explore a variety of perspectives surrounding the nature of linguistic endangerment, and indicate ways by which revitalization efforts become compromised in the throes of “development” jargon. Their subjects range from debates surrounding language engineering and questions of comparison and modeling to the diverse nature of linguistic revival. Predictions on global language loss are invigorated by specific case studies that offer state-of-the-art information essential to further enquiry and research. Covering language planning and policy, certain authors call for more suppliers of translation, more documentation in the public and private sector, more indigenous accessibility to representation so that minority language rights will be state-protected. Boundaries of language and culture, problems of identity and separateness, policies regarding bilingual education, and the intersection of language and politics are all addressed.

One aspect deserving more theoretical attention has to do with consumer motivation. In light of the fact that the director of the Native Language Center at the University of Alaska predicted at least 20 language deaths per year during the next century, perhaps it is time to think radically, if not drastically. At a recent conference on language loss at the Centre for Language and Learning at the University of Bristol, Allan Wynne-Jones, recognizing the need for linguistic interaction, offered a management solution for saving Welsh. His four-step model contains idealism and protest, legitimacy and institutionalization, parallelism and equity, and finally, normalization, or shared aspiration to full bilingualism. Task initiatives like these, he suggested, could provide the necessary marketable “public face” for Welsh; in turn, they could secure linguistic respectability.

Although they may not translate to all threatened languages and groups, aspects of this platform deserve closer scrutiny. The first, activism (or idealism and protest), manifests in well-documented and frequently-considered cases, and it is not surprising that CTL seminar members reached a consensus that motivation, be it religious, idealistic, or ideological, is necessary at the outset of any language revitalization movement. (Woodfield, 1995)

A few examples prove enlightening. Irish-Gaelic, one of the six Celtic languages in the Indo-European family, was the majority language until the early 17(th) century. (…’Siad-hail, 1983) It has been argued that a common linguistic tradition spread from the southern-most tip of Ireland to the highlands of Scotland; bards transmitted linguistic heritage through narrative and music. With the arrival of the colonizing English, such transmission was disrupted; dialect distinctions arose, and English became the language of prestige — of government, politics, schooling, and material advancement. Irish retreated, eventually becoming “the almost exclusive property of the rural poor” (O’Siadhail, 1983), who, because of the Great Famine (1845-1850), either died or emigrated in numbers as high as three million. Despite repression at home and abroad, however, the language was able to survive one of the world’s great linguistic diasporas. In Australian and American dictionaries and on the tongues of hyphenated descendants, anglicized Irish words such as galore (go leor, plenty), smithereens (smideríní, bits), colleen (cailín, girl), whiskey (uisce beatha, lit. water of life), so long (slán, farewell, health), and smashing (is maith sin, that’s good) appeared.

At the end of the nineteenth century, a movement to restore Irish was popularized by Douglas Hyde, founder of The Gaelic League (Conradh na Gaeilge). His hope “to keep alive our once great national tongue” (Hyde, 1892 [1986]) eventually played a significant role in the struggle for Irish independence. After the founding of the Republic, official government policy attempted to make Irish the vernacular of the majority and to preserve Gaeltachtaí (Irish-speaking areas) on the fringes of the island. Some scholars have suggested that Hyde’s movement was an example of too much, too little, or too late. In 1925, 257,000 Irish speakers were estimated to reside in the Gaeltacht, 12,000 of whom were monoglots. Today, fewer than 30,000 speak Irish, and none is monoglot. In the Galltacht (areas outside Gaeltachtaí), Irish declined due to the fact that the educational system was entrusted with responsibility for revival. Teachers had neither the proper training nor the motivation, and to this day, many Irish confess that they hated having to study Irish in school. Of primary importance, of course, was the issue of negative prestige; few positive linguistic ideologies were utilized to serve as models or to offset persistent colonialist devaluation.

On the other hand, Hyde’s charismatic influence reverberates still. In the last ten years, social and political transformations have occurred, suggesting a reversal of earlier dire predictions, Mary Robinson, former President of Ireland and recent United Nations Commissioner on Human Rights, introduced Irish into her public persona, refusing to reserve it for stately occasions and governmental rituals. Ireland’s socio-economic situation has altered to such an extent that it is now called “the Celtic Tiger,” having gone from the status of“beggar of Europe” to become the European country with the fastest growing economy and the youngest population. At Oideas Gael, a language learning program for adults in Southwest Donegal, Hyde’s legacy is renewed in a holistic learning experience which attempts to reproduce the natural linguistic learning environment through dance, folklore, poetry, song, and instrument-playing.

In addition, efforts continue to make Irish stand on an equal par with the languages of Europe, and Irish women and men traveling abroad find themselves speaking their native tongue with pride instead of shame. Moreover, the movement has grown to international proportions; ever greater numbers meet via an Irish “virtual community” on the Internet.

In the North of Ireland, an activist by the name of Bobby Sands was jailed for political protest in the early 1980s. He began to speak Irish in his cell as a means of calling attention to his political status. Fellow prisoners followed suit; soon the language movement leaped the prison walls, finding kin spirits in homes and neighborhoods. Eventually, demands for parity of esteem brought bilingual signs to Belfast streets and Irish language learning to Queens University. Before the ink was dry on the Northern Ireland Peace Accords, a plethora of Irish language classes had sprung up all across the six Northern counties; ironically, linguistic contagion then spread southward. Now, with “80 [percent of the population] express[ing] a positive attitude towards Irish” (O’Connor, 2000), upwardly-mobile parents in the Republic, who once eschewed their own Irish education, are sending their children to highly-prestigious Gaelscoileanna (all-Irish schools), where all subjects are taught through the medium of Irish. When siblings return home speaking a “mother tongue” not spoken — or in some cases not even understood — by parents, the latter seek night schooling, as one parent confessed, to “keep up with our children.” Currently, there are over 150 officially-recognized primary and secondary Gaelscoileanna, and double that number of all-Irish preschools. In these and other quarters, Irish can boast esteem and privilege, respectable qualities it lacked in the past.

The revival of Hebrew as a key to membership in Jewish nationhood is another case in point. Shortly after activist Ben Yehuda inspired Jerusalem families and Zionist youth to use only Hebrew, the language began to be heard, not only in classrooms, but in streets, on roadways, and in homes. Inspired by Yehuda’s belief in the ideology of cultural nationalism, which purported an intrinsic link between language and nation, parents, children, and educators brought about what seemed to be a spontaneous “leap” to Hebrew. (Nahir, 1988)

Charismatic efforts like those of Douglas Hyde, Ben Yehuda, and Bobby Sands cannot in and of themselves preserve and maintain a language. As many scholars in this collection of essays affirm, multi-pronged efforts must be undertaken: language activists must be willing to share effective methodologies; they must be willing to fail and to try again. They must be willing to acknowledge that their activism, their protests, and their idealism may not contain enough overall sustenance to keep incipient language movements alive.

On the other hand, they must also be sensitive to the fact that individual charismatic efforts have been instrumental in reviving Hebrew in Israel. In the Irish case, Douglas Hyde was effective in keeping language death at bay, giving Irish enough of an impetus at the turn of the last century to preserve it for current revitalization in this one. In addition to the methodologies described so eloquently in these pages, it is important to keep in mind that more case studies might enable us to proffer a motivational theory of language revitalization. Specifically, further scholarship might inquire into how initial endeavors of charismatic motivation are sustained and routinized in institutional forms, how they have produced reversals of what once seemed to be inevitable outcomes, and how they have provided a glimmer of hope for others hoping to undo “doom” rhetoric. After all, Irish and Hebrew were supposed to die. Both are beyond first gear, sustained by those who believe, like Irish-language enthusiasts around the world, that “Is fiú agus is féidir”: It’s worthwhile and it’s possible.

Acknowledgements:

I wish to acknowledge the contributors to this issue, all of whom worked most diligently over the past few months to bring it to fruition. Appreciation is extended to Kenneth Hale; Judith T. Irvine; Jean Jackson; Richard Parmentier, and Séamus Pender. Special thanks to Liam O’Cuinneagáin, Director of Oideas Gael, Gleann Cholmcille, County Donegal, Ireland. A great debt of gratitude is owed to Deidre d’Entremont, general Editor of the Cultural Survival Quarterly, for her sustained patience and support.

References and further reading

Brosnahan, L. (1963). Some Historical Cases of Language Imposition. In Language in Africa. Spencer, J., Ed. Cambridge: Cambridge University Press. Pp 20.

Crawford, J. (1994). Endangered Native American Languages: What Is to Be Done, and Why? http://www.google.com/url?sa=t&source=web&cd=1&ved=0CBgQFjAA&url=http%3A%2F%2Fwww.ncela.gwu.edu%2Ffiles%2Frcd%2FBE021828%2FEndangered_Native_American.pdf&rct=j&q=endangered%20native%20american%20languages%20what%20is%20to%20be%20done%20and%20why%3F&ei=udUyToHmDIHZ0QHW88GHDA&usg=AFQjCNH76VGpfWrE4mHR1bbQeTjyihAvYg&sig2=gAa2Q79fLHLjiXY-L1_X9A&cad=rja Dorian, N.C. (1998). Western Language

Ideologies and Small Language Prospects. In Endangered Languages: Current Issues and Future Prospects. Grenoble, L. & Whaley, L.J., Eds. Cambridge: Cambridge University Press. Pp 3-21.

Grillo, R.D. (1989). Dominant Languages: Language and Hierarchy in Britain and France. Cambridge: Cambridge University Press.

Hale, K. (1992). Language Endangerment and the Human Value of Linguistic Diversity. Language 68, pp 4-10.

Hyde, D. (1892 [1986]). The Necessity for de-Anglicizing Ireland. In Douglas Hyde: Language, Lore and Lyrics. … Conaire, B., Ed. Dublin: Irish Academic Press. Pp 153-170.

Koop, D. (1999). Languages Dying Out as Planet Globalizes. News From Indian Country 13:10.

Murdoch, R. (1994, October 21). Lecture 11(th) Annual John Boynton Lecture delivered in Melbourne, Australia. Cited in The Australian. Pp 11.

Nahir, M. (1988). Language Planning and Language Acquisition: The Great Leap in the Hebrew Revival. In International Handbook of Bilingualism and Bilingual Education. Paulson, C.B., Ed. New York: Greenwood Press. Pp 275-295.

O’Connor, B. (2000). The Fall and Rise of the Irish Language. World of Hibernia 6:2, pp 92.

…’Siadhail, M. (1983). Learning Irish. Dublin: Institute for Advanced Studies.

Raymond, J. (1998, September 14). Say What? Preserving Endangered Languages. Newsweek.

Stover, D. (1997). Endangered Speech. Popular Science 25:1.

Woodfield, A. (1995, May 2). Center for Theories of Language and Learning (CTL) Seminar Report: The Conservation of Endangered Languages. BristolU.K. http://www.bristol.ac.uk/philosophy/

Wurm, S. (1991). Language Death and Disappearance: Causes and Circumstances. In Endangered Languages. Robins, R.H. & Uhlenbeck, E., Eds. Oxford: Berg. Pp 1-18.

Article copyright Cultural Survival, Inc.

La Stratégie militaire de Donald Trump

La Stratégie militaire de Donald Trump
par Thierry Meyssan

En rupture avec celles de ses prédécesseurs, la Stratégie de Sécurité nationale du président Donald Trump abandonne la gestion du monde et trace la voie du redressement économique et social des États-Unis. Ce projet, parfaitement cohérent, représente un changement brutal que son cabinet devra imposer à l’ensemble de son administration.
Réseau Voltaire | Damas (Syrie) | 26 décembre 2017
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Durant les mandats de George Bush Jr. et de Barack Obama, les documents décrivant la Stratégie de Sécurité nationale partaient du principe que les États-Unis étaient l’unique super-puissance au monde. Ils pouvaient mener « la guerre sans fin » de l’amiral Arthur Cebrowski, c’est-à-dire détruire systématiquement toute organisation politique dans les zones déjà instables de la planète, à commencer par le « Moyen-Orient élargi ». Les présidents indiquaient leurs projets pour chaque région du monde. Les Commandements combattants unifiés n’avaient qu’à appliquer ces instructions.

La Stratégie de Sécurité nationale de Donald Trump rompt presque complètement avec cette littérature. Elle conserve certains éléments mythologiques des mandats précédents, mais tente avant tout de repositionner les États-Unis comme la République qu’ils étaient en 1791 (c’est-à-dire au moment du compromis de la Bill of Rights) et non plus comme l’Empire qu’ils sont devenus le 11 septembre 2001.

Le rôle de la Maison-Blanche, de sa diplomatie et de ses forces armées n’est plus d’ordonner le monde, mais de protéger « les intérêts du peuple états-unien ».

Dès son introduction, Donald Trump marque sa différence avec ses prédécesseurs en dénonçant les politiques de « changement de régime » et de « révolution démocratique mondiale » adoptées par Ronald Reagan et conduites au sein des administrations successives par de hauts-fonctionnaires trotskistes. Il réaffirme la realpolitik classique, celle d’Henry Kissinger par exemple, fondée sur des « nations souveraines ».

Le lecteur gardera cependant à l’esprit que certaines agences intergouvernementales des « Cinq yeux » (Australie, Canada, États-Unis, Nouvelle-Zélande, Royaume-Uni), comme la National Endowment for Democracy, restent dirigées par des trotskistes.

Donald Trump distingue trois types de difficultés auxquelles son pays doit faire face : – D’abord la rivalité de la Russie et la Chine ; – Puis, l’opposition des « États-voyous » (Corée du Nord et Iran) dans leurs régions respectives ; – Enfin, la mise en cause du droit international à laquelle se livrent à la fois les mouvements jihadistes et les organisations criminelles transnationales.

Bien qu’il considère lui aussi les États-Unis comme l’incarnation du Bien, contrairement à ses prédécesseurs, il ne diabolise pas ses rivaux, adversaires et ennemis, mais tente de les comprendre.

Il reprend alors son slogan « America First ! » pour en faire sa base philosophique. Historiquement, cette formule reste associée au soutien au nazisme, mais ce n’était pas son sens originel. Il s’agissait initialement de rompre avec la politique atlantiste de Roosevelt : l’alliance avec l’Empire britannique pour gouverner ensemble le monde.

Le lecteur se souvient que le premier cabinet de l’administration Obama accordait une place démesurée aux membres de la Société des pèlerins (aucun rapport avec la Société du Mont-Pèlerin), c’est-à-dire à un club très privé, présidé par la reine Elizabeth II. C’est ce groupe qui a piloté l’après-crise financière de 2008.

Pour mener cette politique de retour aux principes républicains de 1791 et d’indépendance face aux intérêts financiers britanniques, Donald Trump pose quatre piliers : – La protection du peuple états-unien, de sa patrie et de son mode de vie ; – La prospérité des États-Unis ; – La puissance de ses armées ; – Le développement de son influence.

Il n’imagine donc pas sa stratégie contre ses rivaux, ses adversaires et ses ennemis, mais en fonction de son idéal républicain et indépendantiste.

Pour éviter les méprises, il précise que s’il estime que les États-Unis sont un exemple pour le monde, il n’est ni possible, ni souhaitable d’imposer leur mode de vie aux autres ; d’autant que celui-ci ne saurait être considéré comme « l’aboutissement inévitable du progrès ». Il ne conçoit pas les relations internationales comme le règne des États-Unis sur le monde, mais comme la recherche d’une « coopération réciproque » avec ses partenaires .
Les quatre piliers de la doctrine America First de Sécurité nationale

– La protection du peuple états-unien suppose avant tout le rétablissement des frontières (terrestre, aériennes, maritimes, spatiales et cyber-spatiales) progressivement détruites par les globalistes.

Les frontières sont censées permettre aussi bien de lutter contre les armes de destruction massive des groupes terroristes et criminels, que de contenir les pandémies et l’entrée de drogues ou de lutter contre l’immigration illégale. À propos des frontières cyber-spatiales, Donald Trump note la nécessité de sécuriser l’Internet en priorisant successivement la Sécurité nationale, l’Énergie, les Banques, la Santé, les Communications et les Transports. Mais tout cela reste assez théorique.

Alors que depuis Richard Nixon, la lutte contre les drogues était sélective, visant non pas à tarir les flux, mais à les orienter vers certaines minorités ethniques, Donald Trump répond à un besoin nouveau. Conscient de l’effondrement de l’espérance de vie des seuls hommes blancs sous Barack Obama, du désespoir qui s’en est suivi et de l’épidémie d’opioïdes qu’il a provoquée, il considère la lutte contre les cartels comme une question de survie nationale.

Abordant la lutte contre le terrorisme, il n’est pas clair si, après la destruction du Califat, il évoque soit des « loups solitaires » qui poursuivent le combat après la défaite finale, comme ce fut le cas avec des groupes Waffen SS après la chute du Reich, soit le maintien du dispositif britannique du jihadisme. Si cette seconde hypothèse est la bonne, il s’agirait d’un net recul par rapport à ses déclarations d’intention durant sa campagne électorale et les premiers mois de son mandat. Il conviendrait alors d’éclaircir comment ont évolué les relations entre Washington et Londres, ainsi que les conséquences de ce changement sur la gestion de l’Otan.

Quoiqu’il en soit, on relèvera un étrange passage du texte selon lequel : « Les États-Unis travailleront avec leurs alliés et partenaires pour dissuader et perturber d’autres groupes qui menacent la patrie — incluant des groupes sponsorisés par l’Iran comme le Hezbollah libanais ».

Pour toutes les actions anti-terroristes, Donald Trump envisage des alliances ponctuelles avec d’autres puissances, y compris la Russie et la Chine.

Enfin concernant la résilience des États-Unis, il valide le programme de « Continuité du gouvernement », alors même que celui-ci fut le bénéficiaire du coup d’État du 11-Septembre. Cependant, il pose que des citoyens engagés et informés sont le fondement de ce système, ce qui semble écarter la réédition d’un tel événement.

– Concernant la prospérité des États-Unis, condition du développement de ses capacités de Défense, Donald Trump est un champion du « rêve américain », de l’« État minimum », de la théorie du « ruissellement de la richesse » du haut vers le bas. Il conçoit donc une économie basée sur le libre-échange et non sur la financiarisation. Renversant l’idée communément admise que le libre-échange fut un instrument de l’impérialisme anglo-saxon, il affirme qu’il n’est équitable à terme pour les premiers acteurs que si les nouveaux en acceptent les règles. Il pose que plusieurs États —dont la Chine— bénéficient de ce système sans jamais avoir eu l’intention d’adopter ses valeurs.

C’est sur cette base —et non sur l’analyse de l’apparition d’une classe transnationale de super-riches— qu’il s’appuie pour dénoncer les accords commerciaux multilatéraux.

Il poursuit en annonçant la dérégulation de tous les secteurs où l’intervention de l’État n’est pas nécessaire. Parallèlement, il planifie la lutte contre toutes les interventions des États étrangers et de leurs entreprises nationalisées susceptibles de fausser les échanges équitables avec les États-Unis.

Il entend développer la recherche théorique et ses applications techniques, soutenir les inventions et les innovations. Il prévoit pour cela des conditions d’immigration particulières et avantageuses afin d’organiser « la fuite des cerveaux » aux États-Unis. Considérant le savoir-faire acquis, non comme un moyen de percevoir un péage sur l’économie mondiale au travers de brevets, mais comme le moteur de l’économie US, il entend créer un fichier de Sécurité nationale de ces techniques et les protéger pour maintenir son avance.

Enfin, traitant de l’accès aux sources d’énergie, il observe que pour la première fois les États-Unis sont auto-suffisants. Il met en garde contre les politiques initiées au nom de la lutte contre le réchauffement climatique qui impliquent de limiter l’usage d’énergie. Donald Trump ne traite pas ici de la financiarisation de l’écologie, mais pose clairement un caillou dans le jardin de la France, promoteur de la « verdisation de la finance ». Replaçant cette question dans un cadre plus général, il affirme que les États-Unis soutiendront les États victimes de chantages à l’énergie.

– Affirmant que les États-Unis s’ils ne sont plus la seule super-puissance sont toujours la puissance dominante, il pose comme objectif central de sécurité le maintien de cette prééminence militaire, selon l’adage romain Si vis pacem, para bellum [1].

Il observe d’abord que « La Chine cherche à exclure les États-Unis de la région indo-pacifique, à étendre la portée de son modèle économique dirigé par l’État, et à réorganiser la région à son avantage ». Selon lui, Pékin est en train de se doter des secondes capacités militaires au monde (sous l’autorité du général Xi Jinping) en s’appuyant sur le savoir-faire des États-Unis.

De son côté, « La Russie cherche à rétablir son statut de grande puissance et à établir des sphères d’influence à ses frontières ». Pour cela, elle « tente d’affaiblir l’influence des États-Unis dans le monde et de les séparer de leurs alliés et partenaires. Elle perçoit l’Otan et l’Union européenne comme des menaces ».

Il s’agit de la première analyse des buts et des moyens des rivaux des États-Unis. À la différence de la « doctrine Wolfowitz », la Maison-Blanche ne considère plus l’Union européenne comme un compétiteur, mais comme le volet civil de l’Otan. Rompant avec la stratégie de sabotage économique de l’Union européenne de George Bush Sr. et de Bill Clinton, Donald Trump pose la possibilité de coopérer avec les rivaux (que sont désormais la Russie et la Chine), mais uniquement « en position de force ».

La période actuelle voit le retour de la compétition militaire, à trois cette fois. Connaissant la tendance des militaires à préparer la guerre précédente et non pas à imaginer la prochaine, il convient de repenser l’organisation et la dotation des armées en conservant à l’esprit que les rivaux se positionneront dans des domaines qu’ils choisiront. On observera que ce n’est pas dans ce chapitre que Donald Trump évoque le talon d’Achille du Pentagone, mais beaucoup plus haut dans le texte. C’est dans son introduction, à un moment où le lecteur est absorbé par des considérations philosophiques, qu’il a fait mention des nouvelles armes russes et notamment de leur capacité à inhiber les commandes et contrôles de l’Otan.

Le Pentagone doit renouveler son arsenal, à la fois en quantité et en qualité. Il doit abandonner l’illusion selon laquelle sa supériorité technologique (en réalité, dépassée face à la Russie) pourrait pallier son infériorité en nombre d’hommes. Suit alors une longue étude des domaines d’armement, y compris nucléaire, à moderniser.

Donald Trump entend inverser le fonctionnement actuel de l’industrie de Défense. Alors qu’elle tente de vendre ses produits à l’État fédéral, il souhaite que l’État fédéral lance des offres et que les industriels répondent à ses nouveaux besoins. On sait qu’aujourd’hui, l’industrie de Défense n’a plus les ingénieurs nécessaires pour réaliser de nouveaux projets. L’échec du F-35 en est l’exemple le plus frappant. Le changement que le président appelle de ses vœux suppose donc l’organisation préalable de la « fuite des cerveaux » vers les États-Unis qu’il a déjà évoquée.

En matière de Renseignement, il reprend les théories de son ancien conseiller de Sécurité nationale, le général Michaël Flynn. Il veut repositionner non seulement la Defense Intelligence Agency, mais toute la « communauté du Renseignement ». L’objectif n’est plus de savoir localiser à tout moment tel ou tel chef terroriste, mais d’être capable d’anticiper les évolutions stratégiques de ses rivaux, adversaires et ennemis. Il s’agit d’abandonner l’obsession du GPS et des gadgets high tech pour revenir à l’analyse.

Enfin, il considère le département d’État comme un outil permettant de créer un environnement positif pour son pays, y compris avec ses rivaux. Ce n’est plus ni le moyen d’étendre les intérêts des multinationales qu’il avait été sous George Bush Sr. et Bill Clinton, ni l’ordonnateur de l’Empire qu’il fut sous Bush Jr. et Barack Obama. Il convient que les diplomates US retrouvent une certaine habileté politique.

– Le chapitre consacré à l’influence des États-Unis explicite la fin de la « globalisation » du « mode de vie américain ». Les États-Unis ne chercheront pas à imposer leurs valeurs aux autres. Ils traiteront tous les peuples à égalité et valoriseront ceux qui respectent l’état de droit.

De manière à encourager les pays qui souhaitent devenir partenaires, mais qui ont des investissements dirigés par l’État, il prévoit de leur offrir des alternatives facilitant la réforme de leur économie.

Concernant les organisations inter-gouvernementales, il annonce qu’il refusera de céder la moindre souveraineté si elle doit être partagée avec des pays mettant en cause les principes constitutionnels US ; une allusion directe à la Cour pénale internationale par exemple. Il ne dit rien par contre de l’extraterritorialité de la Justice états-unienne qui viole les principes constitutionnels d’autres pays.

Enfin, reprenant la longue tradition issue du compromis de 1791, il affirme que les États-Unis continueront à secourir ceux qui luttent pour la dignité humaine ou pour la liberté religieuse (à ne pas confondre avec la liberté de conscience).
Une application qui reste à définir

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La Stratégie de Sécurité nationale de Donald Trump pose des principes totalement nouveaux pour redresser l’économie et défendre le pays.
National Security Strategy of the United States of America, White House, December 18, 2017 (2Mo, 68 p.).

Ce n’est qu’après ce long exposé que Donald Trump aborde l’application régionale de sa doctrine. Aucune nouveauté n’est annoncée ici, sinon une alliance avec l’Australie, l’Inde et le Japon pour contenir la Chine et lutter contre la Corée du Nord.

Tout au plus apprend-on deux nouvelles approches du Moyen-Orient. L’expérience de Daesh a montré que le principal problème n’est pas la question israélienne, mais celui de l’idéologie jihadiste. Et ce que Washington reproche à l’Iran, c’est de perpétuer le cycle de la violence par son refus de la négociation.

Par défaut, le lecteur comprend que le Pentagone doit abandonner le projet de l’amiral Arthur Cebrowski que Donald Rumsfeld imposa le 11-Septembre. La « guerre sans fin » est terminée. La tension devrait non seulement ne pas s’étendre dans le monde, mais redescendre au Moyen-Orient élargi.

La doctrine de Sécurité nationale de Donald Trump est extrêmement construite, au plan historique (on voit l’influence du général Jim Mattis) et au plan philosophique (suivant l’ancien conseiller spécial Steve Bannon). Elle se fonde sur une analyse rigoureuse des défis à la puissance états-unienne (conforme aux travaux du général H. R. McMaster). Elle valide les coupes budgétaires du département d’Etat (opérées par Rex Tillerson). Contrairement à la doxa des journalistes US, l’administration Trump a réussi là une synthèse cohérente se démarquant nettement des visions précédentes.

Cependant, l’absence de stratégie régionale explicite atteste de l’ampleur de la révolution en cours. Rien ne prouve que les chefs militaires appliqueront dans leurs domaines respectifs cette nouvelle philosophie. D’autant que l’on observait, il y a quelques jours encore, la collusion entre les Forces US et les jihadistes en Syrie.
Thierry Meyssan
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[1] “Si tu veux la paix, prépare la guerre”.
Thierry Meyssan

Thierry Meyssan Consultant politique, président-fondateur du Réseau Voltaire. Dernier ouvrage en français : Sous nos yeux – Du 11-Septembre à Donald Trump (2017).

¿De dónde viene el náhuat de El Salvador?

¿De dónde viene el náhuat de El Salvador? ¿De los aztecas?
Colectivo Tzunhejekat·lunes, 1 de enero de 2018
¿De dónde viene el náhuat de El Salvador? ¿De los aztecas?
Cuando pensamos el origen de la lengua y pueblo náhuat probablemente se nos vienen muchas ideas: náhuatl de México, azteca, mayas, ¿lengua muerta?, “ni idea”. Podemos enlistar muchas ideas y quizá todas estén relacionadas, pero es necesario saber de dónde realmente viene el pueblo que ahora habla náhuat en el occidente de El Salvador (más específicamente Sonsonate y Ahuachapán), y que se habló en La Libertad, San Salvador y La Paz (según se tienen documentadas) y descartar ideas que son realmente erróneas en base a pruebas lingüísticas y arqueológicas.
Empecemos por lo básico: el náhuat de El Salvador (llamado náhuat pipil también) es una lengua totalmente diferente al español, que pertenece a la familia Uto-Nahua (o Uto-Azteca). Esta familia no está emparentada lingüísticamente con las lenguas mayas. La familia Uto-Azteca está tan lejos genéticamente de las lenguas mayas así como las lenguas indoeuropeas están lejos de las lenguas semíticas (lenguas como el hebreo, árabe, arameo), es decir, a pesar de que están en una zona común donde cohabitan, su hablar es tan distinto que no hay manera de comprenderse.
Ahora, dentro de la familia Uto-Nahua, ¿dónde está el náhuat de El Salvador? Bueno, citamos a Magnus Pharao Hansen, un lingüista amigo que ha investigado algunas variantes náhua de México, y su clasificación preliminar de los subgrupos de la familia Nahua:

Mapa de distribución de las variantes occidentales (azul) y orientales (rojo). Guerrero central parece haberse separado tempranamente, y el pochuteco está extinto.

Clasificación según Hansen.
El náhuat de El Salvador se considera como Istmeño y éste está agrupado con las variantes del Sur de México, y a su vez están dentro del náhua oriental.
Es importante mencionar la diferencia entre náhua oriental y náhua occidental. Esta diferencia se ha hecho por razones gramaticales (y no por capricho), tales como la formación del pretérito, la negación (en occidente usualmente es ahmo y en oriente son más palabras como aya’, nite, até, inté, te), razones fonológicas (en las variantes de occidente dicen usualmente sentli y en oriente sintli, yelotl vs. elotl, yetl vs. etl), y el hecho que en las variantes del istmo no se usa el fonema tl sino solamente t. Otra razón importante de esta división es una razón histórica. Las variantes orientales, de acuerdo con pruebas arqueológicas, emigraron del norte al sur mucho antes que sus familiares occidentales. Los náhua orientales han estado en contacto con lenguas mixe-zoque y mayas cientos de años antes que los occidentales. Es por esta razón que las variantes orientales se encuentran muy al sur, y se cree que por el 800 d.C ya estaban emigrando a Centro América, donde posiblemente el náhuat de El Salvador se originó.
Otra aclaración muy importante es decir que todas las “variantes” del esquema anterior realmente son lenguas diferentes y emparentadas, donde existe (y a veces no siempre) líneas de transición dialectal entre una lengua y otra, y por lo tanto existe un nivel de inteligibilidad, así como existe inteligibilidad entre el portugués-gallego-leonés-castellano-catalán, aunque son considerados lenguas diferentes y, al mismo tiempo, lenguas hermanas. Lo mismo es cierto para las lenguas náhua también.
Ahora entremos en un tema muy discutido y a veces, mal entendido. Muchas personas piensan que estas lenguas provienen de una lengua madre que es el “azteca” pero esto no es cierto. E Los aztecas hablaron una lengua parecida a la de los náhuat del sur pero con rasgos diferentes de pronunciación, vocabulario, sintaxis, e influencia de otras lenguas del norte, como quizá, las totonacas. Al asentar el imperio azteca, pueblos náhuas diferentes a los aztecas, incluidos pueblos orientales y occidentales estuvieron bajo la influencia política, e inevitablemente, lingüística de los aztecas. En Tenochtitlán y sus alrededores vivían pueblos diversos con lenguas parecidas, y totalmente no emparentadas, como otopames, popolocas, totonacos, huastecos, y otros. Para comunicarse, se usaba la lengua de los aztecas, un híbrido llamado náhuatl clásico. Se le llama híbrido porque a pesar de que la base era la lengua de los del imperio, era una lingua franca formada por las variantes de Texcoco, Tlacopan, y México-Tenochtitlán junto con las lenguas sometidas como variantes orientales (que ya estaban en ese lugar desde mucho antes que los aztecas). Por lo tanto, el náhuatl clásico que documentaron los frailes españoles en la Colonia era una lengua koiné con superestrato náhua occidental y substrato oriental (es decir, la gramática y sintaxis era dominada por la lengua del imperio, pero con influencia de vocabulario y giros idiomáticos de las lenguas náhuas orientales).
Con todo esto, se puede refutar fácilmente que el náhuatl clásico no es la lengua madre de todas las variantes náhua que existen ahora (más de una veintena como mínimo). Sin embargo, el náhuatl clásico tuvo un gran auge e influencia en los cien años de su esplendor, que muchas de las variantes actuales ya sea variantes occidentales u orientales presentan rasgos del náhuatl clásico y fueron influenciados (en ambas direcciones) a diferentes niveles como en pronunciación, vocabulario, sintaxis, etc. A parte de la lengua, también los aztecas difundieron sus pensamientos religiosos, rituales y creencias como lo hace cualquier imperio que ha existido.
El náhuat de El Salvador, al ser la variante más alejada al oriente, y rodeado por mayas al occidente y otras lenguas menores como xinca, lenca, otomangues, misumalpas, entre otros, conservó muchos aspectos “arcaicos” que otras variantes orientales perdieron o cambiaron. Nuestro náhuat es más cercano con los náhua del Istmo como las variantes encontradas en pueblos mexicanos como Comalcalco, Tabasco; Zaragoza, Oteapan, Cosoleacaque, Pajapan, Mecayapan, y Tatahuicapan en Veracruz. Todas estas variantes comparten rasgos comunes como la pronunciación de la /g/ y de la /u/ a diferencia de los náhuas occidentales que tienen /k/ y /o/, vocabulario, negación similar (até, té, inté, a diferencia de ahmo en los náhuatl occidentales). Entre estas variantes, de acuerdo con estudios glotocronológicos, hay solamente una divergencia va de 3 a 7 siglos, siendo el náhuat salvadoreño el más distante con 6 siglos como mínimo (la divergencia entre el náhuat de El Salvador con el náhuatl clásico de los aztecas es de unos 10 siglos (1000 años de diferencia que hipotéticamente los sitúa en el quiebre de la proto lengua náhua, es decir, que el ancestro del náhuat salvadoreño se separó tempranamente de la lengua que se convirtió más tarde en la de los toltecas, y después de los aztecas, es decir hace unos 1000 años atrás). Como paralelo, podemos decir que la lengua náhuat es tan distante del náhuatl clásico como el español lo es de sus lenguas hermanas como el italiano, francés: se parecen, tienen un tronco común, pero no son lo mismo, y la pronunciación y gramática es tan diferente que las hacen poco inteligibles entre ellas.
En conclusión ¿qué podemos decir de nuestro náhuat salvadoreño?:
1. Es una lengua que viene del norte de Mesoamérica alrededor de los 800 d.C y cuyos hermanos más cercanos vivientes están ahora en el Istmo de México en los estados de Veracruz y Tabasco. Entre ellos comparten la pronunciación de /u/ y /g/ (aunque mantienen la /k/ también dependiendo de algunas palabras y dialectos).
2. Ya que nuestro náhuat está emparentado con todos los náhuat(l) de México, existe un grado de inteligibilidad PERO no hay una comprensión de un 100%, por lo tanto, dos hablantes de dos variantes no se comunicarán efectivamente. Es como que un español hable con un italiano, se entenderán palabras e ideas pero el mensaje no se comprenderá en un 100% y por lo tanto se consideran lenguas diferentes (agregando que tienen costumbres, hábitos distintos entre ellos).
3. Es una lengua no emparentada a los mayas sino que pertenece a una familia grande llamada Uto-Náhua o Uto-Azteca.
4. La cultura de los náhua de El Salvador fue influenciada probablemente por medio del imperio azteca a finales del siglo 15 antes de la Conquista, pero posee cosmovisión heredada por sus hermanos en México, mayas y otras lenguas que ahora están extintas.
5. La cultura azteca (en el siglo 16) no es la misma que la náhua salvadoreña, ni tampoco a la de los náhuas del Istmo, y ni siquiera a la de los náhuas actuales en el centro de México. Si se quiere aprender y comprender su cultura, es necesario comprender cómo viven, cómo hablan y cómo hacen las cosas en cada pueblo náhua.
6. Todos los pueblos náhuas son distintos pero unidos por una cultura Mesoamericana y apreciamos tanto la diversidad cultural que hay entre ellos y también nuestras similitudes.
Así que, cuando queramos aprender sobre nuestro náhuat y la cultura actual, no empecemos por lo azteca, ni busquemos en Guatemala, sino por los abuelos que aún la hablan en El Salvador.
SHIKPIAKAN SE YEK YANKWIK SHIWIT 2018!
FELIZ AÑO 2018 DE PARTE DEL COLECTIVO!

Las generaciones de Liliam Jiménez

Las generaciones de Liliam Jiménez

Liliam perteneció al Grupo Saker-ti y a la Generación Comprometida. Poeta, periodista y ensayista. Su producción literaria es poco conocida en El Salvador.
Luis Canizalez

I- Con los Saker-tí

No eran diez, ni treinta, ni cincuenta. Era un centenar de personas refugiadas en la embajada de Ecuador, instalada en una pequeña residencia de la Ciudad de Guatemala, a finales de junio de 1954. El país vivía un caos político. El presidente Jacobo Arbenz había sido derrocado por un grupo de militares guatemaltecos liderados por el coronel Carlos Castillo Armas, quien había invadido la nación con el apoyo de agentes de la CIA. Muchas personas fueron apresadas. Otras salieron exiliadas. Destacados políticos e intelectuales se asilaron en las sedes diplomáticas de algunos países. La embajada de Ecuador se hacinó en pocos días. Ahí, entre esa muchedumbre, se encontraba la escritora salvadoreña Liliam Jiménez.

Liliam se fue de El Salvador en 1945. Un año antes había participado en las luchas contra la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. Pero las cosas no cambiaron como ella lo esperaba: una dictadura militar fue sustituida por otro gobierno militar con tintes autoritarios. Liliam decidió irse. Sus planes eran radicarse en México. Pero, mientras cruzaba territorio guatemalteco, se topó con un estallido cultural que la deslumbró. Era lo que buscaba: una atmósfera para cultivarse intelectualmente. El presidente Juan José Arévalo, quien recién había llegado al poder, le apostó al desarrollo de las artes. Creó instituciones y apoyó a los artistas. Eso entusiasmó a los intelectuales centroamericanos. Muchos escritores llegaron a Guatemala y participaron en certámenes literarios. Algunos se quedaron residiendo en ese país. Liliam fue una de ellas.

Nueve años después, en 1954, cuando el presidente Jacobo Arbenz fue derrocado, Liliam se exilió en la embajada de Ecuador. Fueron días duros. Dormían en el suelo, apretados, en un espacio limitado. El frío de invierno penetraba sus huesos. La comida era escasa. Casi siempre servían frijoles. La rutina era la misma: hacían fila, con plato en mano, para recibir su porción de comida.

En esa misma embajada se había refugiado el poeta cubano Nicolás Guillén, quien días antes había llegado a Guatemala para dar conferencias y recitales de poesía. No los alcanzó a pronunciar. Tuvo que escudarse en el consulado de Ecuador. El embajador lo trató con respeto. Incluso, le ofreció de su comida: leche, huevos y mantequilla. Al inicio aceptó. Pero, días después, se levantó de la mesa e hizo fila al igual que todos sus compañeros de asilo. En cierta ocasión se le acercó a Liliam para decirle: “Tengo tanta hambre que tengo ganas de comerme una nalga”. Ella lo tomó con humor. En 1976, 22 años después, se encontró con Nicolás en La Habana, Cuba, durante una premiación literaria en Casa de las Américas. Otra vez se le acercó y le dijo: “Esa nalga no me la comí”.

En Guatemala conoció al poeta Raúl Leiva, uno de los pilares del reconocido grupo Saker-tí, que a finales de los años cuarenta e inicios de los cincuenta realizó una importante labor cultural en ese país. Raúl era un intelectual que había ganado varios premios de poesía. Su nombre pesaba en el ambiente cultural guatemalteco. Era un prominente literato.

Raúl se enamoró de Liliam, le propuso matrimonio y se casaron. Tuvieron tres hijos. Pero esa relación comenzó a derrumbarse después del golpe de Estado contra Arbenz. Raúl se asiló en la embajada de México y meses después se radicó en ese país. Liliam llegó meses después. Pero ya nada fue igual. La relación se rompió.

A mediados de los años cincuenta, Liliam hizo maletas y se fue con sus hijos para El Salvador. Nada era igual. Muchas cosas habían cambiado. Los militares continuaban en el poder. Eso sí: las condiciones sociales habían mejorado.

“Salí de mi país, por primera vez, en 1945, muy joven, herida por la fría realidad del medio ambiente, sin ninguna experiencia, ávida de conocimientos, alentada por sueños y poblada de anhelos profundos. Once años lejos de mi patria me enseñaron a ver, con claridad, que la persona que se dice humanista debe vivir, debe luchar, debe soñar en función de su propio pueblo. Y solamente así es capaz de sobrevivir y de vencer a la muerte”, escribió años después en un artículo publicado en la revista salvadoreña La Universidad.
Liliam Jiménez con el Grupo Saker-tí.

Liliam Jiménez con el Grupo Saker-tí.

II- Con los comprometidos

Liliam regresó a El Salvador en 1956. Ese año se realizaron unas polémicas elecciones: el Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD) impuso a su candidato, el coronel José María Lemus. Algunos sectores de la sociedad se desilusionaron. Se sintieron engañados. Las elecciones libres que habían prometido los prudistas fueron un fiasco. Eso generó un descontento generalizado.

Con ese escenario se encontró Liliam Jiménez. Pero no le costó adaptarse. Traía una formación más amplia y, además, tenía muchos amigos que le tendieron la mano. Por ese tiempo comenzó a trabajar en el recién creado Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS). También tuvo contacto con miembros del Partido Comunista Salvadoreño (PCS) y participó en algunas actividades clandestinas. Ahí se relacionó con varios de los poetas de la Generación Comprometida.

En 1958 viajó a Moscú para participar en el IV Congreso de la Federación Democrática Internacional de Mujeres. Visitó el Kremlin y conoció al presidente Nikita Kruschev. Liliam fue elegida para que leyera el discurso en representación de las mujeres latinoamericanas. Aceptó. Subió a una tarima y dijo: “Procedemos de un mundo en el que la mujer es discriminada, en el que la mujer no puede hablar abiertamente. Nuestros derechos están quebrantados en el sentido económico, jurídico y social”.

El discurso lo finalizó con las siguientes palabras: “Gran parte de las mujeres de los países latinoamericanos hoy aquí presentes saben que a su regreso a la patria posiblemente van a ser objeto de represiones por parte de sus gobiernos. Pero esto no nos asusta. Tenemos conciencia de lo que hacemos, sabemos que forjamos el futuro de nuestros hijos”.

No se equivocó. Cuando regresó a El Salvador fue despedida del ISSS. Entonces se fue a trabajar a la Editorial Universitaria que dirigía Ítalo López Vallecillos, poeta y periodista, teórico de la Generación Comprometida. Ahí también trabajaban la mayoría de los poetas de esa generación: Roberto Armijo, Manlio Argueta, José Roberto Cea, Tirso Canales y otros.

Liliam no era neófita en las letras. Su vocación surgió cuando era una niña. En la casa de su padre, el Mayor Javier Consuegra, había una enorme biblioteca donde descubrió otros mundos. Cuando se unió a los comprometidos, Liliam ya tenía publicados algunos poemas y ensayos. En México y Guatemala había trabajado en periódicos y editoriales.

Muchos de sus colegas la admiraban por su capacidad intelectual. Armijo, por ejemplo, estuvo enamorado de ella. Le escribió un extenso poema donde le manifestaba su amor. Pero Liliam seguía amando a su esposo y no pudo aceptar de Armijo más que su amistad.

En el círculo de los escritores comprometidos, Liliam no solo era una destacada poeta, sino que también, al igual que Ítalo López Vallecillos, trató de darle una dirección a ese movimiento literario. En un extenso ensayo, titulado El arte, la poesía y su función social, Liliam expuso su visión sobre el universo literario.

“Yo nunca he sido sectaria, tampoco quiero serlo; pero las actitudes del artista alejado de los movimientos renovadores que andan en búsqueda de lo humano, son inhumanas. El artista que del pueblo emerge, sabe humanizar los objetos inertes, se convierte en un mago que contagia todas las cosas de humanidad”.

También creía que el arte no debía oficializarse, pero sí veía legítimo que ante el nacimiento de un talento o un genio el Estado le diera todo tipo de apoyo.

“Ahora se encuentra de moda hablar de un arte comprometido y de un arte no comprometido. Yo creo que no existe el arte no comprometido, porque todo arte conlleva un compromiso, pues no puede escaparse del artista que lo crea ni huir del ambiente en que se produce. Si el arte es producto del hombre tiene que llevar una corriente ideológica, una experiencia, una vivencia”.

Influenciada por Nazin Hikmet, pensaba lo siguiente: “Hacer poesía social como algunos sectarios la entienden no consiste en estar declinando a cada momento la palabra pueblo. Llegan a exigirle al poeta que se desdoble de tal manera, que pierda hasta su acento, que lo haga impersonal, cuando todo poeta busca, en el incansable ejercicio de su poesía, la propia voz que lo exprese”.

Con el poeta de la Generación Comprometida que Liliam no tuvo una relación tan cercana fue Roque Dalton. Tuvieron algunos roces intelectuales. Liliam era una mujer seria, culta, más dedicada al estudio que a la bohemia. En ese sentido chocaba con la personalidad de Roque Dalton.

Liliam regresó a México en los años sesenta. Allá continuó con su trabajo literario y periodístico. Nunca le perdió la pista a los acontecimientos políticos y sociales de El Salvador. La guerra de los años ochenta la sufrió intensamente: uno de sus hijos, Raúl Leiva, se sumó a la guerrilla y combatió en las montañas del país. Liliam falleció en la playa del Carmen, en Quintana Ro, en 2007. Tenía más de ochenta años y estaba lejos de su patria.

L’universalisme, une arme pour la gauche

L’universalisme, une arme pour la gauche

En propulsant nombre de pays sur la voie du développement industriel, la décolonisation a engendré un prolétariat immense. Mais à cet essor correspond paradoxalement un émiettement des luttes. Certains intellectuels radicaux estiment que les notions de classe ou de capitalisme, sorties des forges occidentales, sont inadaptées à d’autres contextes. Et que les peuples du Sud doivent d’abord se réapproprier leur histoire et leur culture. Dans un ouvrage qui suscite une importante controverse aux Etats-Unis, le sociologue Vivek Chibber leur réplique.
par Vivek Chibber

Après un hiver que l’on croyait sans fin, on assiste au retour d’une résistance mondiale contre le capitalisme, ou du moins contre sa variante néolibérale. Cela faisait plus de quarante ans qu’un mouvement de ce type n’avait pas surgi à l’échelle de la planète. Au cours des dernières décennies, le monde a certes connu des secousses sporadiques, de brefs épisodes de contestation qui ont perturbé ici ou là l’inexorable propagation de la loi du marché ; rien de comparable, toutefois, avec ce dont nous avons été les témoins en Europe, au Proche-Orient et sur le continent américain à partir de 2010.

Cette réémergence a également mis au jour les ravages produits par le reflux des trente dernières années : les ressources dont disposent les travailleurs n’ont jamais été si faibles ; les organisations de gauche — syndicats, partis — ont été vidées de leur substance, quand elles ne se sont pas rendues complices du règne de l’austérité. La faiblesse de la gauche n’est pas uniquement d’ordre politique ou organisationnel : elle s’affirme tout autant sur le plan théorique.

Les défaites en rase campagne accumulées se sont en effet accompagnées d’un spectaculaire pilonnage intellectuel. Non que les idées de transformation sociale aient déserté le paysage : les intellectuels progressistes ou radicaux continuent d’enseigner dans nombre d’universités, du moins aux Etats-Unis. Mais c’est le sens même de la radicalité politique qui a changé. Sous l’influence des théories poststructuralistes, les concepts de base de la tradition socialiste sont devenus suspects, voire dangereux.

Pour ne prendre que quelques exemples, affirmer que le capitalisme possède une structure coercitive réelle qui pèse sur chaque individu, que la notion de classe sociale s’enracine dans des rapports d’exploitation parfaitement tangibles, ou encore que le monde du travail a tout intérêt à emprunter des formes d’organisation collectives — autant d’analyses considérées comme évidentes à gauche durant deux siècles —, passe aujourd’hui pour terriblement suranné.

Amorcée par l’école poststructuraliste, la répudiation du matérialisme et de l’économie politique a fini par prendre force de loi au sein de la plus récente des chapelles de ce courant, mieux connue aujourd’hui dans le monde universitaire sous le nom d’études postcoloniales.

Au cours des vingt dernières années, l’offensive contre l’héritage conceptuel de la gauche a changé de bannière : la tradition philosophique française a cédé la place à une vaste constellation de théoriciens non occidentaux, venus d’Asie du Sud (1) et du « Sud » en général. Parmi les plus influents (ou les plus visibles), on retiendra Gayatri Chakravorty Spivak, Homi Bhabha, Ranajit Guha et le groupe indien des études subalternes (subaltern studies), mais aussi l’anthropologue colombien Arturo Escobar, le sociologue péruvien Aníbal Quijano et le sémiologue argentin Walter Mignolo. Leur point commun : un rejet de la tradition des Lumières dans son ensemble, suspecte en raison de son universalisme et de sa tendance à proclamer la validité de certaines catégories indépendamment des cultures et des spécificités locales. Leur principale cible ? Les marxistes, soupçonnés de souffrir d’une forme avancée de cet aveuglement intellectuel.

Pour ces derniers, les notions de classe, de capitalisme et d’exploitation sont valides en tout lieu et dans toutes les cultures : elles s’avèrent aussi pertinentes pour appréhender les rapports sociaux dans l’Europe chrétienne que dans l’Inde hindouiste ou dans l’Egypte musulmane. Pour les tenants de la théorie postcoloniale, en revanche, ces catégories conduisent à une impasse à la fois théorique et pratique. Erronées en tant que grille d’analyse, elles s’avéreraient également contre-productives. Niant la créativité et l’autonomie des sujets politiques, elles les priveraient des ressources intellectuelles nécessaires à l’action. En somme, le marxisme ne ferait qu’enfermer les particularités locales dans un carcan rigide façonné sur le sol européen. La théorie postcoloniale n’entend pas seulement critiquer la tradition des Lumières : elle vise rien de moins qu’à se substituer à elle.

« Le postulat de l’universalisme constitue l’un des piliers du pouvoir colonial, car les caractéristiques “universelles” associées à l’humanité appartiennent dans les faits aux dominants », nous apprend par exemple l’un des plus célèbres ouvrages d’études postcoloniales. L’universalisme consoliderait la domination en prétendant rendre valables pour l’humanité entière des traits spécifiques à l’Europe. Les cultures non conformes à ces prescriptions se verraient condamnées à un statut d’infériorité qui les placerait sous un tutorat implicite et leur interdirait de se gouverner par elles-mêmes. Comme l’expliquent les auteurs, « le mythe de l’universalité relève d’une stratégie impérialiste (…) sur la base du postulat qu’“européen” signifie “universel” (2) ».
Aspiration commune au bien-être

Cet argument combine deux points de vue qui sont au cœur de la pensée postcoloniale. Le premier, d’ordre formel, suggère que l’universalisme ignore l’hétérogénéité du monde social et marginalise les pratiques ou les conventions jugées « non conformes ». Or marginaliser, c’est exercer une domination. Le second, qui porte davantage sur le fond, voit l’universalisme comme l’un des fondements de l’hégémonie européenne : le monde des idées s’organisant largement autour de théories façonnées en Occident, celles-ci bornent la réflexion intellectuelle et les théories qui nourrissent l’action politique. Ce faisant, elles les ancrent dans une forme d’eurocentrisme. La théorie postcoloniale se fixe pour but d’expurger cette tare congénitale en mettant en évidence sa persistance et ses effets.

D’où l’hostilité aux « grands récits » associés au marxisme et à la pensée de gauche. Place désormais au fragmentaire, aux marges, aux pratiques et conventions ancrées dans une spécificité géographique ou culturelle, qui se dérobent aux analyses globalisantes. C’est dans ce que Dipesh Chakrabarty appelle les « hétérogénéités et incommensurabilités » du local qu’il convient à présent de chercher les moyens de l’action politique (3).

La tradition politique née de Karl Marx et de Friedrich Engels repose sur deux prémisses. La première postule que, à mesure que le capitalisme s’étend à la surface du globe, il impose ses contraintes à quiconque est pris dans ses filets. Asie, Amérique latine, Afrique : son enracinement conduit les processus de production à suivre un éventail de règles qui sont les mêmes partout. Si les modalités du développement économique et le rythme de la croissance varient, ils n’en dépendent pas moins des mêmes contingences, inscrites dans les structures profondes du capitalisme.

La seconde prémisse tient pour acquis que le capitalisme, à mesure qu’il assoit sa logique et sa domination, provoque tôt ou tard une riposte des travailleurs. Les innombrables exemples de résistance à sa prédation aux quatre coins du monde, indépendamment des identités religieuses ou culturelles, semblent donner raison aux deux théoriciens allemands. Aussi hétérogènes et considérables que soient les « incommensurabilités » locales, le capitalisme s’attaque à des besoins fondamentaux que connaissent tous les êtres humains. Les réactions qu’il déclenche varient donc aussi peu que les lois de sa reproduction. Les modalités de cette résistance ont beau changer d’un lieu à l’autre, le ressort qui l’anime s’avère aussi universel que l’aspiration au bien-être de chaque individu.

Les deux postulats de Marx et d’Engels ont servi de socle à plus d’un siècle d’analyses et de pratiques révolutionnaires. Leur condamnation en bloc par la théorie postcoloniale — qui ne saurait tolérer leur contenu effrontément universaliste — a de lourdes implications. Que reste-t-il en effet de la critique radicale si on la prive de la notion de capitalisme ? Comment interpréter la crise qui balaie le monde depuis 2007, comment comprendre le sens des politiques d’austérité si l’on ne tient pas compte de l’implacable course aux profits qui détermine la marche de l’économie ? Que penser de la résistance planétaire qui a fait résonner les mêmes slogans au Caire, à Buenos Aires, New York ou Madrid si l’on se refuse à y voir l’expression d’intérêts universels ? Comment produire une quelconque analyse du capitalisme en répudiant toute catégorie universalisante ?

Compte tenu de la gravité des enjeux, on pourrait attendre des adeptes des études postcoloniales qu’ils épargnent — au moins — les concepts de capitalisme et de classes sociales. Qu’ils les jugent suffisamment opérants pour les exonérer du soupçon d’eurocentrisme. Or non seulement ces notions ne trouvent aucune grâce à leurs yeux, mais elles leur paraissent de surcroît exemplaires de l’inanité foncière de la théorie marxiste. Pour Gyan Prakash, par exemple, « faire du capitalisme le fondement [de l’analyse historique] revient à homogénéiser des histoires qui demeurent hétérogènes ».

Les marxistes seraient incapables d’appréhender les pratiques extérieures aux dynamiques du capitalisme, sinon sous forme de reliquats voués à disparaître peu à peu. L’idée selon laquelle les structures sociales pourraient s’analyser sur la base des dynamiques économiques qu’elles reflètent — leur mode de production — serait non seulement erronée, mais entachée d’eurocentrisme. Bref, de complicité avec une forme de domination impérialiste. « Comme tant d’autres idées européennes, le récit eurocentré de l’histoire comme une succession de modes de production constitue le pendant de l’impérialisme territorial du XIXe siècle », affirme Prakash (4).

Chakrabarty développe le même argument dans son influent ouvrage Provincialiser l’Europe (5). Selon lui, la thèse d’une universalisation du monde à travers l’expansion du capitalisme réduit les dynamiques locales à de simples variations sur un même thème : chaque pays ne se définit que par son degré de conformité à une abstraction conceptuelle, de sorte que sa propre histoire n’existe jamais autrement que comme une note de bas de page dans le grand récit de l’expérience européenne. Les marxistes commettraient en outre la tragique erreur d’évacuer toute contingence de leur analyse de l’évolution du monde. Leur foi dans la dynamique universelle du capital les rendrait aveugles aux possibilités « de discontinuités, de ruptures et de changements dans le processus historique ». Affranchie des incertitudes inhérentes au libre-arbitre qui caractérise l’humanité, l’histoire telle que la conçoivent les marxistes s’apparenterait à une ligne droite conduisant inéluctablement à une fin déterminée. En conséquence de quoi la notion de capitalisme serait non seulement irrecevable, mais politiquement dangereuse : elle priverait les sociétés non occidentales de la capacité de bâtir leur propre avenir.

Personne, cependant, ne récuse le fait que, au cours du siècle dernier, le capitalisme s’est propagé à la planète entière, s’imbriquant à presque toutes les sphères du monde anciennement colonisé. S’il a pris racine dans de nouvelles régions, à commencer par l’Asie et l’Amérique latine, il en a nécessairement affecté la configuration sociale et institutionnelle. La logique d’accumulation du capital n’a laissé indemnes ni les économies locales ni les secteurs non économiques contraints de s’accommoder de cette pression envahissante.

Mais si Chakrabarty admet lui-même que le joug du capital s’est étendu à toute la planète, il se refuse à y lire une forme d’universalisation du monde. Selon lui, le capitalisme serait véritablement vecteur d’universalisation si, et seulement si, toutes les pratiques sociales se subordonnaient à sa loi. « Aucune forme historique de capital, fût-elle de portée mondiale, ne pourra jamais être universelle, plaide-t-il. Qu’il soit mondial ou local, aucun type de capital ne saurait représenter la logique universelle du capital, dans la mesure où toute forme historiquement déterminée résulte d’un compromis temporaire » entre son aspiration hégémonique et l’inflexibilité des coutumes et des conventions locales. En somme, pour lui, on ne pourrait parler d’universalisation que si le capital avait conquis l’ensemble des rapports sociaux, les privant de toute forme d’autonomie. A croire que les managers capitalistes parcourent le globe un compteur Geiger politique à la main afin de mesurer la compatibilité de chaque pratique sociale avec leurs propres intérêts.

Un autre tableau paraît plus vraisemblable : les capitalistes cherchent à étendre leur emprise et à s’assurer le meilleur retour possible sur leurs investissements ; tant que rien ne s’y oppose, ils se soucient comme d’une guigne des conventions et des mœurs locales. Ce n’est que lorsque l’environnement constitue un obstacle à leurs visées — en stimulant l’indiscipline des travailleurs, en rabougrissant leurs marchés, etc. — que la nécessité se fait jour d’imposer des réajustements et, le cas échéant, de bouleverser les usages sociaux. En dehors de ce cas de figure, les « différentes manières d’être au monde » sous telle ou telle latitude laissent les capitalistes royalement indifférents.

Par quel artifice la mondialisation n’impliquerait-elle pas une forme d’universalisation du monde ? Dès lors que les pratiques qui se répandent partout peuvent légitimement être décrites comme capitalistes, c’est bel et bien qu’elles sont devenues universelles. Le capital avance et asservit une part de plus en plus importante de la population. Ce faisant, il façonne un récit qui vaut pour tous, une histoire universelle : celle du capital.

Les théoriciens du postcolonialisme admettent du bout des lèvres le règne du capitalisme global, même s’ils lui dénient sa substance. Mais ce qui les met encore davantage dans l’embarras, c’est la seconde composante de l’analyse matérialiste, celle qui a trait aux phénomènes de résistance. Certes, ils conviennent volontiers que le capitalisme sème la révolte à mesure qu’il se propage : la célébration des luttes ouvrières, paysannes ou indigènes constitue même une figure imposée de la littérature postcoloniale, qui paraît sur ce point en accord avec l’analyse marxiste. Mais, alors que cette dernière conçoit la résistance des dominés comme l’expression de leurs intérêts de classe, la théorie postcoloniale fait délibérément l’impasse sur ces rapports de forces objectifs et universels. Pour elle, chaque fait de résistance résulte d’un phénomène local, spécifique à une culture, à une histoire, à un territoire donnés — jamais à un besoin qui caractériserait l’ensemble de l’humanité.
Dans les filets de l’exploitation

Aux yeux de Chakrabarty, relier les luttes sociales à des intérêts matérialistes revient à « assigner [aux travailleurs] une rationalité bourgeoise, puisque c’est seulement dans le cadre d’un tel système de rationalité que l’“utilité économique” d’une action (ou d’un objet, d’une relation, d’une institution, etc.) s’impose comme raisonnable (6) ». Escobar écrit lui aussi : « La théorie poststructuraliste nous invite à renoncer à l’idée du sujet en tant qu’individu cloisonné, autonome et rationnel. Le sujet est le produit de discours et de pratiques historiquement déterminés dans un grand nombre de domaines (7). » Lorsque le capitalisme soulève des oppositions, celles-ci doivent être comprises comme l’expression de besoins circonscrits à un contexte particulier. Des besoins forgés non seulement par l’histoire et par la géographie, mais aussi par une cosmologie qui se dérobe à toute tentative d’inclusion dans les récits universalisants des Lumières.

Il ne fait aucun doute que les intérêts et les désirs de chaque individu sont culturellement déterminés : sur ce plan, pas de pomme de discorde entre théoriciens postcoloniaux et progressistes plus traditionnels. Mais, pour ne prendre qu’un exemple, aucune culture ne conditionne ses sujets à se désintéresser de leur bien-être physique. La satisfaction de certains besoins fondamentaux — nourriture, logement, sécurité, etc. — s’impose sous tous les cieux et à toutes les époques, car elle est nécessaire à la reproduction de toute culture.

On peut donc affirmer que certains aspects de l’action humaine échappent aux forges des cultures, si par cela on entend qu’ils ne sont pas spécifiques à telle ou telle communauté. Ils reflètent une psychologie humaine non spécifique à une période ou à un lieu, une composante de la nature humaine.

Cela ne signifie pas que notre alimentation, nos goûts vestimentaires ou nos préférences en matière de logement ne dépendent pas d’un ensemble de traits culturels et de contingences historiques. Les adeptes du culturalisme ne manquent pas, d’ailleurs, de faire valoir la diversité de nos formes de consommation comme une preuve de ce que nos besoins sont culturellement construits. Mais pareils truismes ne disent rien de la commune aspiration des hommes à ne pas mourir de faim, de froid ou de désespoir.

Or c’est précisément de ce souci humain du bien-être que le capitalisme se nourrit partout où il s’installe. Comme l’observait Marx, la « sourde pression des rapports économiques (8) » suffit à jeter les travailleurs dans les filets de l’exploitation. C’est vrai indépendamment des cultures et des idéologies : dès lors qu’ils possèdent une force de travail (et rien d’autre), ils la vendront, car c’est la seule option dont ils disposent pour accéder à un niveau minimal de bien-être. Si leur environnement culturel les dissuade d’enrichir leur patron, ils sont libres de refuser, bien sûr ; mais cela signifie, comme l’a montré Engels, qu’ils sont libres de mourir de faim (9).

S’il sert de fondement à l’exploitation, cet aspect de la nature humaine alimente également la résistance. C’est la même impérieuse nécessité matérielle qui précipite la main-d’œuvre dans les bras des capitalistes et qui la pousse à se révolter contre les termes de son assujettissement. Car l’âpreté au gain incite les employeurs à constamment rogner sur les coûts de production, et donc à réduire la masse salariale. Dans les secteurs syndiqués ou à forte plus-value, la maximisation des profits n’excédera pas certaines limites, autorisant les travailleurs à se préoccuper de leur niveau de vie plutôt qu’à se battre pour leur survie quotidienne. Mais dans ce qu’il est convenu d’appeler le « Sud », ainsi que dans un nombre croissant de secteurs au sein du monde industrialisé, il en va tout autrement.

L’indigence des salaires se combine souvent à d’autres formes d’optimisation des profits : machines hors d’âge qu’il s’agit de rentabiliser jusqu’à leur dernier souffle, alourdissement de la charge de travail, extension des horaires, non-paiement des jours de maladie, non-prise en compte des accidents, absence de retraites et de droits au chômage, etc. Sur l’immense majorité des plates-formes où prospère le capital, la loi de l’accumulation ruine systématiquement la vocation au bien-être des travailleurs. Quand des mouvements de protestation éclatent, c’est bien souvent pour réclamer le strict minimum vital, et pas davantage, comme si des conditions de vie décentes étaient devenues un luxe inconcevable.
Imagerie exotique

La première phase du processus, soit la soumission au contrat de travail, permet au capitalisme de s’enraciner et de s’épanouir n’importe où dans le monde. La seconde étape, la résistance à l’exploitation, engendre une lutte des classes dans toutes les zones sur lesquelles le capitalisme a jeté son dévolu — ou, plus exactement, elle engendre la motivation à lutter : que celle-ci aboutisse ou non à des formes d’action collective dépend d’un vaste éventail de facteurs contingents. Quoi qu’il en soit, l’universalisation du capital a pour corollaire la lutte universelle des travailleurs en vue d’assurer leur subsistance.

Dériver ces deux formes d’universalisme d’une même composante de la nature humaine ne signifie nullement que l’affaire s’arrête là. Aux yeux de la plupart des progressistes, d’autres composantes, d’autres besoins entrent en jeu, qui dépassent allègrement les barrières culturelles : l’aspiration à la liberté, par exemple, ou à la création, ou encore à la dignité. L’humanité n’est certes pas réductible à un besoin biologique ; mais encore faut-il admettre l’existence de ce besoin-là, même s’il semble moins noble que d’autres, et lui rendre la place qu’il mérite dans les projets de transformation sociale. Que l’on puisse passer par pertes et profits une pareille évidence n’est pas un signe rassurant quant à l’état de santé de la culture intellectuelle de gauche.

A plus d’un titre, les études postcoloniales ont joué un rôle fécond. Elles ont contribué à l’essor de la production littéraire dans les pays du Sud. Dans la régression intellectuelle qui a marqué les années 1980 et 1990, elles ont ravivé la flamme de l’anticolonialisme et redonné du crédit à la critique de l’impérialisme. Leurs attaques contre une certaine arrogance eurocentrée n’ont pas eu que des effets malvenus, loin s’en faut.

Mais la contrepartie est lourde : au moment même où le capitalisme ragaillardi répand de plus belle sa force destructrice, la théorie en vogue dans les universités américaines consiste à démanteler certains des appareillages conceptuels qui permettent de comprendre la crise et d’ébaucher des perspectives stratégiques.

Les ténors du postcolonialisme ont gaspillé des hectolitres d’encre à combattre des moulins à vent qu’ils ont eux-mêmes édifiés. Et, chemin faisant, ils ont puissamment alimenté la résurgence du nativisme et de l’orientalisme. Car leur propos ne se borne pas à privilégier le local sur l’universel : leur valorisation obsessionnelle des particularités culturelles, présentées comme le seul moteur de l’action politique, a paradoxalement remis au goût du jour l’imagerie exotique et méprisante que les puissances coloniales plaquaient sur leurs conquêtes.

Tout au long du XXe siècle, les mouvements anticolonialistes s’accordaient à dénoncer l’oppression partout où elle sévissait, au motif qu’elle portait atteinte à des aspirations communes à tous les êtres humains. Aujourd’hui, au nom de l’anti-eurocentrisme, les études postcoloniales régurgitent un essentialisme culturel que la gauche considérait à raison comme un socle idéologique de la domination impériale. Quel meilleur cadeau offrir aux dictateurs qui piétinent les droits de leurs peuples que d’invoquer les cultures locales pour discréditer l’idée même de droits universels ? Le renouveau d’une gauche internationaliste et démocratique restera un vœu pieux aussi longtemps qu’on n’aura pas déblayé ces représentations et réaffirmé les deux universalismes qui s’opposent : notre humanité commune et la menace capitaliste.

Vivek Chibber
Professeur associé au département de sociologie de l’université de New York. Auteur de Postcolonial Theory and the Specter of Capital, Verso, Londres, 2013. Une version de ce texte est parue dans l’édition 2014 de la revue Socialist Register, The Merlin Press, Londres, 2013.

(1) Lire Partha Chatterjee, « Controverses en Inde autour de l’histoire coloniale », Le Monde diplomatique, février 2006.

(2) Bill Ashcroft, Gareth Griffiths et Helen Triffin (sous la dir. de), The Postcolonial Studies Reader, Routledge, Londres, 1995.

(3) Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’Europe. La pensée postcoloniale et la différence historique, Editions Amsterdam, Paris, 2009.

(4) Gyan Prakash, « Postcolonial criticism and Indian historiography » (PDF), Social Text, no 31-32, Durham (Caroline du Nord), 1992.

(5) Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’Europe, op. cit.

(6) Dipesh Chakrabarty, Rethinking Working-Class History : Bengal 1890 to 1940, Princeton University Press, 1989. C’est l’auteur qui souligne.

(7) Arturo Escobar, « After nature : Steps to an anti-essentialist political ecology », Current Anthropology, vol. 40, no 1, Chicago, février 1999.

(8) Karl Marx, Le Capital, livre premier, chapitre 28, Editions sociales, Paris, 1950 (1re éd. : 1867).

(9) Friedrich Engels, La Situation de la classe ouvrière en Angleterre, Editions sociales, 1960 (1re éd. : 1844).

Lire aussi les courriers des lecteurs dans nos éditions de juin et de juillet 2014.

Banca hondureña continúa penetrando a El Salvador

Banca hondureña continúa penetrando a El Salvador
Roberto Pineda 3 de diciembre de 2017 (SIEP)

El centenario banco hondureño Atlántida, propiedad de la familia Bueso Anduray adquirió por $30 millones el banco Procredit, que funciona ya desde noviembre como Banco Atlántida El Salvador. En mayo de 2015 este mismo núcleo financiero había adquirido del banco estadounidense Citi, la administradora de fondo de pensiones Confía, por $50 millones.

El banco ProCredit inicia operaciones en El Salvador como Financiera Calpiá hasta que en 2004 se transforma en banco. Ocupaba el decimo lugar en el ranking salvadoreño, y poseía activos valorados en $326.3 millones y un patrimonio de $28.5 millones. Estaba vinculado al Grupo ProCredit con sede en Alemania.
El Banco Atlántida ocupa la segunda posición en el ranking bancario hondureño, y es el más antiguo de ese país, ya que surge en 1913. En El Salvador, sus inversiones incluyen además del banco ProCredit y la AFP Confía, la casa corredora de bolsa Atlántida Securities, antes Roble Acciones y Valores; y la gestora de fondos de inversión Atlántida Capital. La Corporación de Inversiones Atlántida es conducida desde el 2010 por Guillermo Bueso Anduray.

Por su parte, el año pasado el grupo financiero hondureño Terra vinculado a la familia de origen árabe Nasser adquirió el banco Citi y lo renombró Banco Cuscatlán. Asimismo se hizo de la compañía de seguros SISA Vida, Seguros de Personas y Seguros e Inversiones.

Es muy interesante como los bancos hondureños se han ido posicionando a nivel centroamericano, contando en la actualidad con 3 bancos pertenecientes al ranking de los 25 mayores bancos por acciones, estos son FICOHSA (18 lugar), Banco Atlántida (20 lugar) y Banco de Occidente (24 lugar). El Salvador únicamente ocupa la posición 15 (Banco Agrícola) en este ranking bancario elaborado por la revista El Economista , y con el agregado que es un banco propiedad de Bancolombia.
La puja internacional

Colombia, Canadá y México también mantienen su presencia en la plaza salvadoreña. Colombia ocupa las tres primeras plazas del ranking bancario salvadoreño. El primer lugar es Banco Agrícola, lugar 15 a nivel regional, del Grupo Bancolombia, y con presencia también en Panamá.
El segundo es Davivienda, con presencia también en Costa Rica, Honduras y Panamá. El tercero, Banco de América Central, del poderoso Grupo Aval, con sucursales en Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala. Al cierre de 2015, el colombiano Banco de América Central contaba con $19,836.6 millones en activos; el Bancolombia con $19,081.0 ; y Davivienda con $7,198.2.
El cuarto lugar lo ocupa el canadiense Scotiabank, con presencia además en Costa Rica, Panamá y República Dominicana. Y el quinto lugar el hondureño Banco Cuscatlán.
Además tiene presencia en Panamá Guatemala, Honduras y El Salvador, el mexicano Banco Azteca.
Y en algún momento tuvimos presencia del inglés HSBC y el estadounidense CIti que luego por razones de peso, decidieron dejar de comer pupusas.
La puja centroamericana

Es de observar como bancos guatemaltecos, hondureños y nicaragüenses se han posicionado en la plaza salvadoreña. El primero en llegar desde Guatemala fue el G&T (noveno lugar a nivel regional), y luego llega el Banco Industrial (tercer lugar a nivel regional) . Falta ver si Banrural también se atreva a llegar, tomando en cuenta que ya se encuentra en Honduras.

Asimismo el capital bancario hondureño le apuesta al Pulgarcito Rojo. El primero en aterrizar fue el Grupo Terra (propiedad del árabe palestino Freddy Antonio Nasser Selman) con el rebautizado Banco Cuscatlán (quinto lugar del ranking nacional) y recién llega el Banco Atlántida (del clan Bueso Anduray, lugar 20 a nivel regional). Falta ver si FICOHSA (lugar 18 a nivel regional y del grupo financiero del árabe palestino Camilo Alejandro Atala faraj) , con presencia en Guatemala, Nicaragua y Panamá, se anima.

En el caso de Nicaragua, el Banpro Grupo Promerica, creado en 1991 por Ramiro Ortiz Mayorga, y que a diciembre de 2016 poseía activos en el orden de $12,600.0, llega a El Salvador en 1996 , pero además se encuentra presente en Panamá, Costa Rica, Honduras, Guatemala, República Dominicana, Ecuador e Islas Caimán.

El ranking salvadoreño (diciembre 2016-junio 20017)
En el ranking bancario “salvadoreño”, el Banco Agrícola encabeza la lista con $, 4,357.8/ $4,330.7 millones en activos (1ro. localmente y 15vo. regional, avanza un espacio con respecto a 2016); le sigue el banco Davivienda Salvadoreño, con $2,298.8/$2,488.3. El tercer lugar es el Banco de América Central, con $1,995.3/$2,245.9. El cuarto lugar Scotiabank $2,046.4/$2,018.6. Y el quinto lugar el banco Cuscatlán, con $1,386.9/ $ 1,441.1. Los tres primeros colombianos, luego un canadiense y un hondureño.
El sexto lugar lo ocupa el nicaragüense Promerica que a junio de este año acumulaba en activos $1,106.4. El séptimo lugar el salvadoreño estatal banco Hipotecario, con $959.3; el octavo lugar el guatemalteco G&T Continental con $635.6; el noveno lugar el salvadoreño estatal Banco de Fomento Hipotecario con $363.3; el decimo lugar todavía el alemán ProCredit con $336.2.
El lugar 11 el guatemalteco banco Industrial con $311.7; el lugar 12 el único privado salvadoreño, el Banco Azul con $288.6; el lugar 13 el estadounidense Citibank N. A., con $186.4 y finalmente en el lugar 14 el mexicano banco Azteca con $78.6 millones. La suma total de activos para el mes de septiembre de este año alcanza la suma de $16,790.7, de los cuales un 25.8 % corresponden al colombiano Banco Agrícola.-

“Lenin en 2017, ¿en serio?”

“Lenin en 2017, ¿en serio?”: Jorge Lago, Jorge Moruno
29/11/2017 Deja un comentario Go to comments

¿Qué puede decirnos hoy la revolución de 1917? La izquierda y los liberales coinciden en su comprensión de la revolución rusa pues le dan el mismo sentido aunque desde perspectivas distintas, confundiéndose la reivindicación melancólica de los primeros con la caricatura que hacen los segundos: Lenin embalsamado.

Si hoy seguimos hablando de la democracia griega es por el sentido político que nos ha legado y no tanto por su sola dimensión histórica o, dicho de otra forma, lo que interesa es el campo y horizonte que abre y no tanto el modo concreto de su aplicación, donde mujeres y esclavos quedaban, por ejemplo, al margen. Con la revolución rusa ocurre algo similar: si bien resulta imposible explicar y comprender el siglo XX sin su existencia, su legado político nada tiene que ver con los retos concretos y las soluciones que aplicaron sus actores, sino más bien con las motivaciones, las dudas, las contradicciones y el espíritu o el gesto revolucionario que consiguieron desplegar.

¿Las contradicciones que tuvieron que afrontar sus protagonistas permiten sacar alguna conclusión o lección sobre los desafíos del presente? Sí, pero no porque la revolución rusa sirva como ejemplo de conflictos afrontados y resueltos, sino precisamente por lo contrario, porque sigue mostrando escollos con los que podemos toparnos una y otra vez, y que ilustran los callejones sin salida a los que puede conducir todo proceso de cambio político. Nuestra intención aquí no pasa por juzgar, hacer revisionismo histórico o justicia con la historia, sino reconocer esos lugares de fricción o contradicción, y tomarlos como lecciones presentes para afrontar el cambio político por venir. Si es que viene. Veamos algunas cuestiones: 1. Frente a la extendida noción del leninismo como rigidez, disciplina y dogmatismo, Lenin parece demostrar muy a menudo lo contrario, a saber, que no hay manuales ni recetas para hacer política, por más que se fije un objetivo claro: “el marxismo es totalmente hostil a fórmulas abstractas, a recetas doctrinarias. (…) no hay luchas inventadas por sistematizadores de gabinetes.” La ortodoxia (marxista, liberal, demoscópica, constitucional, institucional o setentayochista, la que sea) es siempre una reacción al cambio. La paradoja de Lenin es la del arte maquiavélico de la coyuntura, esa que tiene que hacer siempre equilibrios (“hacer política es siempre caminar entre precipicios”) entre un desarrollo teórico compacto, excesivamente compacto, apoyado en nociones clave (que rozan el fetiche), al tiempo que lo ejecuta con la ductilidad necesaria del presente político, buscando una adaptación a cada situación concreta.

Entre las dos revoluciones, la de febrero y la de octubre, Lenin cambia de táctica varias veces, en ocasiones corrigiéndose a sí mismo, buscando amoldar la apuesta revolucionaria a cada reto concreto; bailando siempre en un terreno que se mueve bajo sus pies y que, además, cambia con motivo de la propia acción política desplegada con anterioridad. Lenin hace primero bascular el partido hacia a la izquierda, en abril, mientras que lo gira a la derecha en junio, o en agosto ante la amenaza de Kornílov, cuando vuelve a proponer alianzas con actores que tiempo antes había sentenciado. Una tensión permanente entre doctrina, estrategia y acción, una toma de conciencia de la complejidad y autonomía (relativa) de la política, en la que uno debe tener siempre presente una diferencia inevitable entre lo que se quiere, la coyuntura y las posibilidades acotadas de la intervención política.

Este concepción de la política se percibe bien en la importancia que da Lenin a la “consigna correcta en cada momento concreto”, es decir, a la capacidad no de interpretar la realidad, sino también y sobre todo de intervenir en ella, de forzar sus límites. El cambio es siempre innovación y ruptura de marcos instalados, y esa ruptura pasa por enfrentar al primero y más fundamental de los frenos: el del partido, su ortodoxia y rigidez. El único manual que existe es la inexistencia de manuales. Solo cuando la política se vuelve –o se siente y se piensa– impotente para seguir interviniendo en la realidad, se convierten los manuales en ladrillos arrojadizos de una ortodoxia estéril para la transformación social.

2. La revolución rusa abre el siglo XX. Su impacto transforma el mundo y contagia la identidad del enemigo o, dicho de otro modo, sin revolución rusa no hay New Deal (tampoco sin el inmenso ciclo de huelgas de los años 30 en EEUU), ni tampoco Estado de bienestar en la Europa postbélica. Así como lo abre, también la revolución rusa, o más bien su resultado descompuesto, cierra el siglo XX, ¿y qué pasa cuando ese otro cae? El fin de la Unión soviética provoca también la quiebra de una tensión fundamental que definió los límites y posibilidades de la acción política en el siglo XX. El triunfo neoliberal, ese que “transforma el alma a través de la economía”, como bien reconocía Thatcher, no puede entenderse sino como resultado de anular, pero por la vía de su paradójica incorporación, la búsqueda o el anhelo de la emancipación.

En efecto, el pensamiento y la acción emancipadores precisaban de un motor pasional, de un otro que operase como horizonte de sentido: el comunismo como proyección en otro tiempo –un horizonte que nunca llegaba– o en otro espacio –la URSS pero, también, China, Cuba, etc–. Esta otredad espacio-temporal tornaba real ya, bajo la forma del deseo y la aspiración, la posibilidad y necesidad de la emancipación, al tiempo que permeaba y atravesaba cualquier otro relato y acción políticas (esa era su dimensión hegemónica): se volvía imprescindible tomarlo en cuenta, aunque fuese para tratar de anularlo mediante la dialéctica de la negación/incorporación. La lucha entre los dos bloques culturales, ideológicos y económicos –occidental versus comunista– no impedía, antes al contrario, una suerte de contagio por contención del enemigo, de incorporación de demandas contrarias para anular su efectividad. Un antagonismo poroso que transformaba sus dos polos –o actores– constitutivos. Pero esa lógica de contagio entre relatos y visiones del mundo contrapuestas estuvo lejos de tener los mismos efectos a ambos lados de la batalla. La victoria occidental bajo la hegemonía neoliberal no sólo se explica en términos de desaparición del enemigo, de imposición de un relato único por la quiebra del contrario. La desaparición del otro externo se resuelve bajo la forma de una otredad interna: el relato neoliberal incorpora una (perversa) dimensión emancipadora (desde el hacerse a sí mismo hasta la lógica líquida de la libertad de movimientos, pasando por el coaching y la autoayuda como proyectos de emancipación puramente individuales). Su victoria es fundamentalmente hegemónica.

Lo relevante no es quizá constatar que toda derrota es, también y ante todo, una victoria del relato contrario, sino preguntarse por las razones del fracaso de los movimientos emancipatorios a la hora de incorporar, contagiarse o asumir demandas y aspiraciones del relato hegemónico del otro. Dicho con menos palabras, se vuelve urgente entender la derrota de la izquierda desde su incapacidad para incorporar en su relato el deseo, ese que había abandonado desde hacía demasiado tiempo el horizonte comunista. Un deseo que supo capturar y hegemonizar el discurso y la narrativa neoliberal, dando un horizonte de sentido, todo lo cortocircuitado que se quiera, a los significantes en disputa de libertad, democracia, autorealización, búsqueda de sí, experimentación, etc.

3. La dimensión europea siempre fue un objetivo central de los bolcheviques, y especialmente de Lenin, que veía en la revolución rusa el detonante de una expansión continental: “El prólogo de la revolución europea venidera”, afirmaba en su exilio suizo poco antes de la revolución de febrero. Conocedores de los límites de una revolución en un país semifeudal como era Rusia, fascinados por la modernidad, sobre todo por la capacidad militar-tecnológica de Alemania, entendían que la dimensión europea resultaba fundamental para el propio desenlace ruso. Existían buenas razones para pensarlo, pues tras la revolución el panorama bélico europeo comenzaba a sufrir importantes deserciones del campo de batalla, así como la proliferación y extensión de huelgas y una creciente conflictividad obrera, con especial fuerza en Alemania. El miedo al contagio bolchevique se expresa muy bien en la puntualización de la delegación alemana durante la discusión en el vagón de Compiègne, cuando Erzberger, ministro de Estado, advierte que el número de ametralladoras que debían entregar, unas treinta mil, era excesivo y podía ocasionar una dificultad añadida en caso de afrontar una revolución interna. Y es que “no quedarían suficientes para disparar contra el pueblo alemán”. Se les concedieron cinco mil ametralladoras más a los alemanes para afrontar esa posibilidad.

Abortada esta expansión revolucionaria europea, y tras siete años de guerra –sumando la civil–, Rusia queda frente a una tensión irresoluble: hacer avanzar la revolución incluso desde reformas burguesas y democráticas, o lo que acabó imponiéndose: repliegue del estalinismo y la postergación sine die de la dictadura del proletariado. Avanzar retrocediendo o cavar trincheras.

Ya en el final de su vida, Lenin lamentaba el proceso de “distorsión burocrática” de la revolución, y desde tiempo antes venía advirtiendo lo que más tarde Gramsci sistematizaría: “Toda la dificultad de la revolución rusa estriba en que a la clase obrera revolucionaria de Rusia le ha sido mucho más fácil comenzar que a las otras clases de Europa Occidental, pero le es mucho más difícil continuar.” Y al revés, en los países de Europa Occidental les resulta más difícil comenzar, porque “está el pensamiento superior que procede de la cultura, y la clase obrera se encuentra en un estado de esclavitud cultural.”

Por otra parte, la resolución de ese abismo europeo quedó siempre pendiente,así como la idea leninista de unos “Estados Unidos de Europa.” La última vez que este abismo hizo aparición con toda su crudeza fue en la Grecia de Tsipras, en ese fracaso de la “revolución democrática” que no encuentra eco alguno en Europa, más bien todo lo contrario. Pero lejos de caer en lecturas morales y denuncias bienintencionadas, debemos (o podemos) entender la humillación griega más allá de lecturas binarias que frente al monstruo solo saben oponer ora el refugio y la glorificación de la soberanía del Estado-nación, ora el olvido de la territorialidad y el simple fetichismo de la movilización (miles de activistas en Frankfurt, por ejemplo). Para evitar caer en la imposibilidad de Tsipras (y eso que España tiene otro peso en Europa), y para esquivar la pulsión del retorno identitario, debemos aceptar la indisociable sinergia que opera entre la dimensión nacional y la europea: parafraseando a Marx, el cambio no puede surgir de Europa, pero es igualmente imposible que no surja de Europa. Tiene que brotar al mismo tiempo en ella y no en ella: su metamorfosis en mariposa debe efectuarse en la esfera europea y no debe efectuarse en ella. Tales son las condiciones del problema. Hic Rhodus, hic salta. La guerra de posiciones paneuropea.

4. Hoy, cien años después de la revolución rusa, es más fácil pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo. Sí, ya no hay otro. Hemos pasado del socialismo al anticapitalismo. El socialismo real es cosa del pasado pero la cuestión del capitalismo permanece. En ausencia de imaginación y horizonte se intenta recalentar el pasado o, peor, limitarse a la denuncia de los excesos del capitalismo sin proyecto alternativo alguno. Como reacción a este diluir de la dimensión política se acaba generando un cierre moral asfixiante que no busca sino el virtuosismo de una equivalencia imposible: aquella que imagina una coincidencia perfecta entre la actitud individual cotidiana y el orden social al que se aspira. Dicho con menos palabras: una identidad entre las filosofías del yo y las filosofías políticas. Esto no solo es imposible, sino pueril: si se pudiera vivir y convivir al margen de la sociedad mercantil, no habría necesidad alguna de emanciparse de ella. El capitalismo es una maraña relacional que desconoce los límites, no se sale de él cruzando la calle, con buena actitud cívica o refugiándose en Narnia. Aunque “tú quieras” no puedes. Cuando se le da la vuelta a Maquiavelo y la política revolucionaria se subsume en el relato neoliberal –por la vía del narcisismo emancipatorio y la búsqueda de la “coherencia real”–, acaba primando que “todos vean lo que eres” al margen de cualquier dimensión o utilidad colectiva, política. Un vacío de certezas que se torna incapaz de acoger un eco que resuena en la sociedad, y que ha sido capturado, integrado y articulado, no para anularlo sino, y esto es lo fundamental, para que el impulso revolucionario trabaje y se convierta en el motor de las pasiones neoliberales. La pregunta pasa por cómo hacerse cargo, en el siglo XXI, de ese deseo por dejar de ser aquello que se es con el objetivo de poder ser otra cosa.

Esta pregunta no se responde hoy, claro está, desde el desarrollo moderno del proletariado que se autorealiza, al modo del repliegue estalinista de la revolución del 17, sino con miras precisamente a su abolición. Es decir, impulsando el deseo (tan neoliberal como anticapitalista) por dejar de ser aquello que se es para poder ser otra cosa (ese no ser proletario). Aceptar el marco del deseo neoliberal en lugar de negarlo para retroceder a un pasado de certezas (seguridad y regulación del trabajo, orden salarial con horizontes de sentido compartido, etc.): la pugna es por el deseo, y este pasa por responder a la pregunta qué ser en el tiempo, y cómo estar en el mundo, cuando las costuras del régimen capitalista del empleo se rompen. La crítica al programa de Gotha de Marx vuelve a cobrar interés: la clase emancipada del trabajo. Toca pensar la sociedad del pleno tiempo garantizado más que la sociedad del pleno empleo, en tanto y cuanto el presente libera un tiempo que hace cada vez más ‘miserable’ la medida de la riqueza a través del tiempo social de trabajo empleado. Una sociedad más libre porque su reproducción queda menos sujeta a la ‘libre’ obligación de tener que someterse a un tercero para conseguir el acceso a los medios de vida.

Toca quizá recobrar la “la locura” del gesto de Lenin, ese caminar entre precipicios que no es sino asumir las contradicciones del presente antes que resolverlas sin afrontarlas. Así, frente al cierre de la ortodoxia que dicta la verdad de lo real, cabe siempre oponer, no sin tensiones, una comprensión de la política como innovación, intervención e incluso invención de lo real. O frente a la pulsión estalinista de la revolución rusa tras el fracaso de la expansión europea (vale decir, frente a toda parálisis del cambio político), parece crucial saber intuir, como lo hizo Lenin, el riesgo de un cierre burocrático o identitario al que podía conducirse la revolución. También entender hoy que frente a la tentación del refugio (laboral, nacional, ideológico) ante a la crisis (del régimen, del empleo, del cambio político), quizá la mejor lección de las contradicciones que atravesó, y no supo resolver, la revolución rusa, sea precisamente el de apostar siempre por un avance paradójico y preñado, sí, de componendas con el presente, del inevitable contagio con una realidad hostil que solo se puede transformar aceptándola, porque “no tenemos otros ladrillos, no tenemos otra cosa con qué construir” (Lenin).