Civilización universal y culturas nacionales (Capítulo III). Paul Ricoeur. (1961) Ética y Cultura.

El problema aquí evocado es común tanto a las naciones altamente industrializadas y regidas por un Estado nacional antiguo como a las naciones que salen del subdesarrollo y están dotadas de una independencia reciente. El problema es el siguiente:

La humanidad, tomada como un único cuerpo, entra en una única civilización planetaria, que representa a la vez un progreso gigantesco para todos y una tarea aplastante de supervivencia y de adaptación de la herencia cultural a este nuevo marco.

Experimentamos todos, en grados diferentes y en modos variables, la tensión entre la necesidad de este acceso y de este progreso, por una parte y, por la otra, la exigencia de salvaguardar nuestros patrimonios heredados. Quiero decir en seguida que mi reflexión no proviene de ningún menosprecio hacia la civilización moderna universal; el problema existe, precisamente porque soportamos la presión de dos necesidades divergentes pero igualmente imperiosas.

¿Cómo caracterizar esta civilización universal mundial? Se ha dicho con demasiada rapidez que es una civilización de carácter técnico. No obstante, la técnica no es el hecho decisivo y fundamental; el foco de difusión de la técnica es el espíritu científico mismo; es éste, en primer término, el que unifica la humanidad en un nivel muy abstracto, puramente racional, y sobre esa base confiere a la civilización humana su carácter universal.

Hay que tener presente que si bien la ciencia es de origen griego, luego europeo a través de Galileo, Descartes, Newton, etc., no es en calidad de griega y europea, sino de humana, como desarrolla ese poder de convocatoria de la especie humana; manifiesta una especie de unidad de derecho que domina todos los demás caracteres de esa civilización.

Cuando Pascal escribe: «Se puede considerar la humanidad entera como un solo hombre que aprende y recuerda sin cesar», su proposición significa simplemente que todo hombre, puesto en presencia de una prueba de carácter geométrico o experimental, es capaz de llegar a la misma conclusión, si ha efectuado el aprendizaje requerido. Se trata, en consecuencia, de una unidad puramente abstracta, racional, de la especie humana, que trae aparejadas todas las demás manifestaciones de la civilización moderna.

En segundo lugar colocaremos, por supuesto, el desarrollo de las técnicas. Se entiende este desarrollo como una nueva utilización de las herramientas tradicionales partiendo de las consecuencias y aplicaciones de esta única ciencia. Esas herramientas, que pertenecen al fondo cultural primitivo de la humanidad, poseen por sí mismas una inercia muy grande; abandonadas a sí mismas, tienden a sedimentarse en una tradición invencible, no es por un movimiento interno que el instrumental termina por cambiar, sino como contragolpe del conocimiento científico acerca de esas herramientas; éstas son revolucionadas y se convierte en máquinas a través del pensamiento.

Alcanzamos aquí una segunda fuente de universalidad: la humanidad se desarrolla en la naturaleza como un ser artificial, es decir, como un ser que crea todas sus relaciones con la naturaleza mediante un instrumental revolucionado sin cesar por el conocimiento científico; el hombre es una especie de artífice universal; en ese sentido se puede decir que las técnicas, en la medida en que son una reutilización de las herramientas tradicionales partiendo de una ciencia aplicada, ya no tienen patria.

Aun cuando es posible atribuir a tal o cual nación, a tal o cual cultura, la invención de la escritura alfabética, de la imprenta, de la máquina de vapor, etc., una invención pertenece de derecho a la humanidad. Tarde o temprano, crea una situación irreversible para todos se puede retardar su difusión, pero no impedirla en forma absoluta.

Estamos así frente a una universalidad de hecho de la humanidad: no bien ha aparecido una invención en algún punto del mundo, está destinada a la difusión universal. Las revoluciones técnicas se suman, y por el hecho de sumarse eluden el tabicamiento cultural. Podemos decir que, con retrasos en tal o cual punto del globo, hay una única técnica mundial.

Por esto, las revoluciones nacionales o nacionalistas, cuando hacen entrar a un pueblo en la modernización, le dan acceso al mismo tiempo a la mundialización; aun si el impulso es nacional o nacionalista -en seguida reflexionaremos al respecto- representa un factor de comunicación en la medida en que es un factor de industrialización, que hace participar en la civilización técnica única.

Gracias a este fenómeno de difusión podemos tener hoy una conciencia planetaria y, me atrevo a decirlo, un vivo sentimiento de la redondez de la tierra.

Ética y cultura

En el tercer estadio de esta civilización universal, yo ubicaría lo que llamo prudentemente la existencia de una política racional; no subestimo, por supuesto, la importancia de los regímenes políticos; pero se puede decir que, a través de la diversidad de los regímenes políticos que se conocen, se desarrolla una experiencia única de la humanidad e inclusive una técnica política única.

El Estado moderno, en calidad de Estado, posee una estructura universal discernible. El primer filósofo que reflexionó sobre esta forma de universalidad fue Hegel en los Principios de la Filosofía del Derecho. Hegel es el primero en mostrar que uno de los aspectos de la racionalidad del hombre y, al mismo tiempo, uno de los aspectos de su universalidad es el desarrollo de un Estado que ponga en juego un Derecho y un desarrollo de los medios de ejecución bajo la forma de una administración.

Aun si criticamos enérgicamente la burocracia, la tecnocracia, sólo tocamos de este modo la forma patológica propia del fenómeno racional que ponemos de manifiesto. Probablemente, deberemos ir aun más lejos: no sólo existe la experiencia política única de la humanidad, sino que todos los regímenes presentan un cierto curso común; los vemos evolucionar a todos ineluctablemente, no bien se han atravesado ciertas etapas de bienestar, instrucción y cultura, de una forma autocrática a una forma democrática; los vemos a todos en busca de un equilibrio entre la necesidad de concentrar, incluso de personalizar el poder, para hacer posible la decisión y, por otra parte, la necesidad de organizar la discusión con el fin de hacer participar la mayor masa posible de hombres en esta decisión.

Pero quiero volver a esta especie de racionalización del poder que representa la administración, pues se trata de un fenómeno sobre el cual la filosofía política no acostumbra reflexionar. Sin embargo, es un factor de racionalización de la historia cuya importancia no se debería subestimar; podemos hasta decir que estamos en presencia de un Estado a secas, de un Estado moderno, cuando-vemos que el poder es capaz de poner en su lugar una función pública, un cuerpo de funcionarios que preparan las decisiones y las ejecutan sin ser ellos mismos responsables de la decisión política.

Es un aspecto razonable de la política que ahora concierne absolutamente a todos los pueblos del mundo, hasta el punto de constituir uno de los criterios más decisivos del ingreso de un Estado al escenario mundial.

Podemos arriesgarnos a hablar en cuarto término de la existencia de una economía racional universal. Sin duda, hay que hablar del tema con prudencia aun mayor que si se tratara del fenómeno precedente, a causa de la importancia decisiva de los regímenes económicos como tales.

No obstante, lo que pasa detrás de ese proscenio es considerable. Más allá de las grandes oposiciones globales conocidas, se desarrollan técnicas económicas de carácter verdaderamente universal; los cálculos de coyuntura, las técnicas de regulación de los mercados, los planes de previsión y de decisión conservan ciertos elementos comparables a través de la oposición del capitalismo y el socialismo autoritario.

Se puede hablar de una ciencia y una técnica económicas de carácter internacional, integradas en finalidades económicas diferentes y que, al mismo tiempo, crean de grado o por fuerza fenómenos de convergencia cuyos efectos parecen ineluctables. Esta convergencia proviene del hecho de que la economía, tanto como la política, es trabajada por las ciencias humanas, que fundamentalmente no tienen patria. La universalidad de origen y de carácter científico confiere finalmente racionalidad a todas las técnicas humanas.

Por último, se puede decir que a través del mundo se desarrolla un género de vida igualmente universal; este género de vida se manifiesta por la uniformización ineluctable de la vivienda, la ropa (el mismo saco recorre el mundo), este fenómeno proviene del hecho de que los mismos géneros de vida son racionalizados por las técnicas.

Estas no son sólo técnicas de producción, sino también de transporte, de relaciones, bienestar, diversión, información; se podría hablar de técnicas de cultura elemental y, más exactamente, de cultura de consumo; hay así una cultura de consumo de carácter mundial, que desarrolla un género de vida de carácter universal.

II

Ahora bien, ¿qué significa esta civilización mundial? Su significado es muy ambiguo, y este doble sentido crea el problema que elucidamos aquí. Por una parte, se puede decir que constituye un verdadero progreso; aunque es preciso definir bien este término. Hay progreso cuando se cumplen dos condiciones: por una parte, es un fenómeno de acumulación y, por la otra, un fenómeno de mejoramiento. El primero resulta el más fácil de discernir, aunque sus límites sean inciertos.

Diría de buena gana que hay progreso técnico donde quiera se pueda distinguir el fenómeno de sedimentación del instrumental del cual hablábamos antes. Pero entonces es menester tomar la expresión de instrumental en un sentido sumamente vasto, abarcando a la vez el dominio propiamente técnico de los instrumentos y las máquinas; todo el conjunto de las mediaciones organizadas al servicio de la ciencia, de la política, de la economía y aun los puestas géneros de vida y los medios de diversión corresponden, en este sentido, a la categoría del instrumental.

Esta transformación de los medios en nuevos medios constituye el fenómeno de acumulación, lo cual hace, por otra parte, que haya una historia humana; ciertamente, hay muchas otras razones por las cuales existe una historia humana; pero el carácter irreversible de esta historia proviene en buena medida del hecho de que trabajamos como si estuviéramos en un extremo del instrumental: aquí nada se pierde y todo se suma; ése es el fenómeno fundamental. Se puede reconocer este fenómeno en dominios aparentemente muy alejados de la técnica pura.

Así, ciertas experiencias desafortunadas, ciertos fracasos políticos constituyen una experiencia que, para el conjunto de los hombres, se vuelve asimilable a un instrumental. Por ejemplo, es posible que ciertas técnicas de planificación violenta en materia de campesinado eximan al mismo tiempo a otros planificadores de volver a cometer los mismos errores, por lo menos si siguen la vía de la racionalidad. Se produce de este modo un fenómeno de rectificación, una economía en los medios, que constituye uno de los aspectos más notables del progreso.

Pero no se podría calificar como un progreso una acumulación cualquiera. Es necesario que ese desarrollo represente algo mejor en diversos sentidos. Ahora bien, me parece que esa universalización es, por sí misma, un bien; la toma de conciencia de una única humanidad, por sí misma, representa algo positivo; a través de todos estos fenómenos se produce, podríamos decir, una especie de reconocimiento del hombre por el hombre, la multiplicidad de las relaciones humanas convierte a la humanidad en una red cada vez más densa, cada vez más interdependiente y transforma todas las naciones, todos los grupos sociales, en una única humanidad que desarrolla su experiencia. Se puede decir inclusive que el peligro nuclear  nos hace tomar un poco más aún conciencia de esta unidad de la especie humana, pues por primera vez podemos sentirnos amenazados en nuestro propio cuerpo y globalmente.

Por otra parte, la civilización universal es un bien, porque representa el acceso de las masas de la humanidad a bienes elementales; ninguna especie de crítica de la técnica podrá contrabalancear el beneficio absolutamente positivo de la liberación de la necesidad y del acceso en masa al bienestar; hasta ahora la humanidad ha vivido de alguna manera por poder, sea a través de algunas civilizaciones privilegiadas, sea a través de algunos grupos de élites; es la primera vez que entrevemos, desde hace unos dos siglos en Europa y desde la segunda mitad del siglo XX, para las inmensas masas humanas de Asia, África y América del Sur, la posibilidad de un acceso a un bienestar elemental.

Además, esta civilización mundial representa un bien a causa de una especie de mutación en la actitud de la humanidad, tomada en su conjunto, con respecto a su propia historia; la humanidad en su conjunto ha soportado su suerte como un destino espantoso; probablemente esto es todavía cierto para más de la mitad de esa humanidad.

Ahora bien, el acceso en masa de los hombres a ciertos valores de dignidad y de autonomía es un fenómeno absolutamente irreversible, lo cual constituye un bien en sí mismo. Vemos ingresar en la escena mundial a grandes masas humanas que hasta ahora estaban mudas y aplastadas; se puede decir que un número creciente de hombres tiene conciencia de hacer su historia, de hacer la historia; para esos hombres se puede hablar de un verdadero acceso a la mayoría de edad.

Por último, no menospreciaré de ninguna manera lo que acabo de llamar la cultura del consumo, de la cual nos beneficiamos todos en alguna medida. Es verdad que un número creciente de hombres accede hoy a esta cultura elemental, cuyo aspecto más notable es la lucha contra el analfabetismo y el desarrollo de los medios de consumo y de cultura básica.

Mientras hasta estos últimos decenios sólo una pequeña fracción de la humanidad sabía simplemente leer, hoy podemos prever que en algunos otros decenios habrá cruzado ella en masa el umbral de una primera cultura elemental. Digo que eso es un bien.

Pero, por otra parte, no hay más remedio que reconocer que ese mismo desarrollo presenta un carácter contrario. Al mismo tiempo que constituye una promoción de la humanidad, el fenómeno de la universalización representa una especie de sutil destrucción, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual no sería, tal vez, un mal irreparable, sino de lo que llamaré provisionalmente, antes de explicarlo en forma más extensa, el núcleo creador de las grandes civilizaciones, de las grandes culturas, el núcleo desde el cual interpretamos la vida y lo que llamo en forma anticipada el núcleo ético y mítico de la humanidad.

De allí nace el conflicto; percibimos que esta civilización mundial única ejerce al mismo tiempo una especie de acción de usura o de erosión a costa del fondo cultural que ha constituido las grandes civilizaciones del pasado. Esta amenaza se traduce, entre otros efectos inquietantes, por la difusión bajo nuestros propios ojos de una civilización de pacotilla, que es la contrapartida irrisoria de lo que acabo de llamar la cultura elemental. En todas partes, a través del mundo, se trata de la misma mala película cinematográfica, las mismas máquinas tragamonedas, los mismos horrores en material plástico o en aluminio, la misma distorsión del lenguaje por la propaganda, etc… Pareciera que la humanidad, al acceder en masa a una primera cultura del consumo, se hubiese detenido en masa en un nivel de subcultura.

Llegamos así al problema crucial para los pueblos que salen del subdesarrollo. Para entrar en el camino de la modernización ¿hay que arrojar por la borda el viejo pasado cultural que ha sido la razón de ser de un pueblo?

A menudo el problema se plantea bajo la forma de un dilema e incluso de un círculo vicioso; en efecto, la lucha contra las potencias coloniales y las luchas de liberación sólo han podido ser realizadas reivindicando una personalidad propia; pues esta lucha no era motivada únicamente por la explotación económica sino, de una manera más profunda, por la sustitución de personalidad que había provocado la era colonial.

Era necesario,  pues, volver a encontrar esa personalidad profunda, volver a enraizarla en un pasado con el fin de nutrir con savia la reivindicación nacional. De ahí la paradoja: por una parte, hay que volver a arraigarse en el propio pasado, rehacerse un alma nacional y levantar esta reivindicación espiritual y cultural frente a la personalidad del colonizador.

Pero al mismo tiempo, para entrar en la civilización moderna, es necesario entrar en la racionalidad… científica, técnica, política, que exige con mucha frecuencia el abandono liso y llano de todo un pasado cultural. Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización mundial. He ahí la paradoja: ¿cómo modernizarse y volver a las fuentes? ¿Cómo despertar una vieja cultura dormida y entrar en la civilización universal?

Pero, tal como lo anuncié al comenzar, esta misma paradoja es enfrentada por las naciones industrializadas que han realizado desde hace mucho tiempo su independencia política en torno a un poder político antiguo. En efecto, el encuentro de las otras tradiciones culturales es una prueba grave y, en cierto sentido, absolutamente nueva para la cultura europea.

El hecho de que la civilización universal haya provenido durante mucho tiempo del hogar europeo ha sostenido la ilusión de que la cultura europea era, de hecho y de derecho, una cultura universal.

El adelanto alcanzado sobre las demás civilizaciones parecía proveer la verificación experimental de ese postulado; más aún, el encuentro de las otras tradiciones culturales era el fruto de este adelanto y, en términos más generales, el fruto de la propia ciencia occidental. ¿Acaso no es Europa la que ha inventado, en su forma. científica expresa, la historia, la geografía, la etnografía, la sociología?

Pero este encuentro con las otras tradiciones culturales ha sido para nuestra cultura una prueba de igual modo considerable, de la cual no hemos extraído todavía todas las consecuencias.

No es fácil continuar siendo uno mismo y practicar la tolerancia respecto de las otras civilizaciones; sea a través de una especie de neutralidad científica, sea en la curiosidad y el entusiasmo por las civilizaciones más lejanas, sea incluso en la nostalgia del pasado abolido o a través de un sueño de inocencia y de juventud, sea que nos entreguemos al exotismo cultural, el descubrimiento de la pluralidad de las culturas no es nunca un ejercicio inofensivo.

El desapego desengañado de nuestro propio pasado, incluso el resentimiento contra nosotros mismos, que puede alimentar este exotismo, revelan bastante bien la naturaleza del peligro sutil que nos amenaza. En el momento en que descubrimos que hay culturas y no una cultura, por consiguiente en el momento en que confesamos el fin de una especie de monopolio cultural, ilusorio o real, nos vemos amenazados de destrucción por nuestro propio descubrimiento; de pronto se hace posible que sólo haya otros, que nosotros mismos seamos otros entre los otros; al haber desaparecido toda significación y toda finalidad, se hace posible pasearse a través de las civilizaciones como a través de vestigios o de ruinas; la humanidad entera se convierte en una especie de museo imaginario: ¿adónde iremos en este fin de semana? ¿a visitar las ruinas de Angkor o a dar una vuelta por el Tívoli de Copenhague?

Podemos perfectamente representarnos una época cercana en que cualquier ser humano de mediana fortuna podrá desterrarse indefinidamente y degustar su propia muerte bajo las formas de un interminable viaje sin meta. En ese punto extremo, el triunfo de la cultura del consumo, universalmente idéntica e integralmente anónima, representaría el grado cero de la cultura de creación: sería el escepticismo en escala planetaria, el nihilismo absoluto en el triunfo del bienestar. Hay que confesar que este peligro es por lo menos igual, al de la destrucción atómica, y tal vez más probable.

III

Esta reflexión contrastada me lleva a plantear las siguientes preguntas: 1) ¿Qué constituye el núcleo creador de una civilización?

2) ¿En qué condiciones puede proseguirse esta creación? 3) ¿De qué manera es posible un encuentro de culturas distintas?

La primera pregunta me dará la ocasión de analizar lo que he llamado, en aras de la rapidez, el núcleo ético mítico de una cultura. No es fácil entender bien lo que se quiere decir cuando se define la cultura como un complejo de valores o, si se prefiere, de evaluaciones; somos propensos, con excesiva celeridad, a buscar su sentido en un nivel demasiado racional o demasiado meditado: por ejemplo, sobre la base de una literatura escrita de un pensamiento elaborado, o en la tradición europea, en la filosofía.

Estos valores propios de un pueblo, que la constituyen como pueblo, deben ser buscados mucho más abajo. Cuando un filósofo elabora una moral, se entrega a un trabajo de carácter muy reflexivo; ese filósofo no constituye, para hablar con propiedad, la moral, sino que refleja aquella que tiene una existencia espontánea en el pueblo. Los valores de los cuales hablamos.

Aquí residen en las actitudes concretas frente a la vida, en la medida en que forman sistemas y no son cuestionadas de una manera radical por los hombres influyentes y responsables.

Entre estas actitudes, las que más nos interesan en este caso se refieren a la propia tradición al cambio, al comportamiento respecto de los conciudadanos y los extranjeros y, aun más particularmente, al uso del instrumental disponible. En efecto, una herramienta es ya lo hemos dicho- el conjunto de todos los medios; en consecuencia, podemos oponerla sin más al valor en la medida en que el valor representa el conjunto de todos los objetivos.

En efecto, son las actitudes valorizantes las que deciden el sentido de los propios instrumentos; en Tristes trópicos, Lévi- Strauss analiza el comportamiento de un grupo étnico que, colocado brutalmente frente a una herramienta civilizada, resulta incapaz de asimilarla, no por falta de habilidad en el sentido propio del término, sino porque la concepción fundamental del tiempo, del espacio, de las relaciones entre los hombres no les permite dar ninguna clase de valor al rendimiento, al bienestar, a la capitalización de los medios; con toda la fuerza de su preferencia fundamental resisten la introducción de esos medios en su género de vida.

Se puede pensar que civilizaciones enteras han esterilizado de este modo la invención técnica a partir de una concepción del todo estática del tiempo y de la historia. Schuhl mostraba hace poco que la técnica griega ha sido frenada por la misma concepción del tiempo y de la historia, que no implicaba una evaluación positiva del progreso mismo. La propia abundancia del mercado de esclavos no constituye por sí misma una explicación puramente técnica, pues el hecho bruto de disponer de esclavos debe ser, además, valorizado de una manera u otra. Si no se preocupaban por reemplazar la fuerza humana por máquinas, es porque no habían concebido el valor «disminución del esfuerzo de los hombres»; este valor no pertenecía al conjunto de las preferencias que constituía la cultura griega.

En consecuencia, sí un instrumental sólo opera a través de un proceso. de valorización, se plantea la pregunta: ¿dónde reside este fondo de valores? Pienso que hay que buscarlo en varios niveles de profundidad; si acabo de referirme al núcleo creador, es por alusión a ese fenómeno, por alusión a esa multiplicidad de envolturas sucesivas que se debe horadar para alcanzarlo.

En un nivel del todo superficial, los valores de un pueblo se expresan en sus costumbres practicadas, en su moralidad de hecho; pero aún no es el fenómeno creador. Al igual que las herramientas primitivas, las costumbres representan un fenómeno de inercia; un pueblo sigue con sus tradiciones por el impulso adquirido.

En un nivel menos superficial, esos valores se manifiestan por medio de instituciones tradicionales: pero esas mismas instituciones son tan sólo un reflejo del estado del pensamiento, de la voluntad, de los sentimientos de un grupo humano en cierto momento de la historia. Las instituciones son siempre un signo abstracto que requiere ser descifrado. Me parece que, se quiere alcanzar el núcleo cultural, hay que cavar hasta esa capa de imágenes y símbolos que constituyen las representaciones básicas de un pueblo.

Aquí tomo esas nociones de imagen y de símbolo en el sentido del psicoanálisis; en efecto, no es una descripción inmediata la que los descubre; en este sentido, las intuiciones de la simpatía y del corazón son engañosas; hace falta un verdadero desciframiento, una interpretación metódica. Todos los fenómenos directamente accesibles a la descripción inmediata son como los síntomas o el sueño para el análisis.

Del mismo modo,. habría que aportar incluso las imágenes estables, los sueños permanentes que constituyen el fondo cultural de un pueblo y que alimentan sus apreciaciones espontáneas y sus reacciones menos elaboradas con respecto a las situaciones atravesadas. Las imágenes y los símbolos constituyen lo que se podría llamar el sueño despierto de un grupo histórico. Es en este sentido que hablo del núcleo ético-mítico que constituye el fondo cultural de un pueblo.

Se puede pensar que es en la estructura de ese subconsciente o de ese inconsciente donde reside el enigma de la diversidad humana. En efecto, el hecho extraño es que haya culturas y no una única humanidad. El simple hecho de que haya lenguajes diferentes, es ya muy inquietante y parece indicar hasta donde la historia permite remontarse, se encuentran ya figuras históricas coherentes y cerradas, conjuntos culturales constituidos.

Desde el comienzo, según parece, el hombre es algo más que el hombre; la condición quebrada de las lenguas es el signo más visible de esta falta primitiva de cohesión. He aquí lo asombroso: la humanidad no se ha constituido en un único estilo cultural, sino que ha «echado raíces» en figuras históricas coherentes, cerradas: las culturas. La condición humana es tal, que el exilio es posible.

Pero esta napa de imágeries y de símbolos no constituye todavía el fenómeno más radical de la creatividad: constituye sólo su última envoltura.

A diferencia de un instrumental que se conserva, se sedimenta, se capitaliza, una tradición cultural sólo permanece viva si se vuelve a crear sin cesar.  

Abordamos aquí el enigma más impenetrable, del cual únicamente se puede reconocer el estilo de temporalidad opuesto al de la sedimentación de las herramientas. En ese terreno, hay para la humanidad dos maneras de atravesar el tiempo: la civilización desarrolla cierto sentido del tiempo que se basa en la acumulación y el progreso, mientras que la forma en que un pueblo desarrolla su cultura se apoya en una ley de fidelidad y de creación; una cultura muere tan pronto no es más renovada, recreada; es necesario que surja un escritor, un pensador, un sabio, un hombre espiritual, dar nuevo impulso a la cultura y arriesgarla de nuevo en una aventura y un riesgo total.

La creación escapa a toda previsión, a toda planificación, a toda decisión de un partido o de un Estado. El artista para tomarlo como testigo de la creación cultural- sólo expresa a su pueblo si no se lo propone, y si nadie se lo impone, Pues si se lo pudiera prescribir, eso significaría que lo que va a producir ya ha sido dicho en la lengua de la prosa cotidiana, técnica, política: su creación sería una falsa creación.

El hecho de que el artista se haya comunicado verdaderamente con la napa de imágenes fundamentales han hecho la cultura de su pueblo es cosa que sólo la sabemos después; cuando haya nacido una nueva creación, sabremos también en qué sentido iba la cultura de ese pueblo.

Tanto menos podemos preverlo en cuanto las grandes creaciones artísticas comienzan siempre por algún escándalo: es necesario que se quiebren antes las imágenes falsas que un pueblo, un régimen, se hacen de sí mismos. La ley del escándalo responde a la ley de la «conciencia falsa»; es necesario que haya escándalos. Un pueblo querrá darse siempre una imagen ventajosa de sí mismo, una imagen -si cabe decirlo- bien pensante.

Contra la tendencia a ser un bienpensante de su propio grupo, el artista sólo se reincorpora a su pueblo una vez quebrada esta costra de las apariencias; hay posibilidades de en la soledad, el cuestionamiento, la incomprensión, hará él surgir algo que al comienzo chocará, que al comienzo desorientará y que, mucho tiempo después, será seleccionado como la expresión verídica del pueblo. Tal es la ley trágica de la creación de una cultura, ley diametralmente opuesta a la tranquila acumulación de las herramientas que constituye la civilización.

Entonces se plantea la segunda pregunta: ¿bajo qué condición puede continuar la creación cultural de un pueblo? Pregunta temible, planteada por el desarrollo de la civilización universal, científica, técnica, jurídica, económica. Pues si bien es verdad que todas las culturas tradicionales experimentan la presión y la acción erosiva de esa civilización, no tienen todas la misma capacidad de resistencia y, sobre todo, el mismo poder de absorción.

Es de temer que no toda cultura sea compatible con la civilización mundial, nacida de las ciencias y las técnicas. Me parece que se pueden discernir algunas condiciones sine qua non. Podrá sobrevivir y renacer únicamente una cultura capaz de integrar la racionalidad científica; sólo una fe que apele a la comprensión de la inteligencia puede «casarse con» su época.

Diría inclusive que únicamente una fe que integre una desacralización de la naturaleza y vuelva a transferir lo sagrado al hombre puede asumir la explotación técnica de la naturaleza; sólo una fe que valorice el tiempo, el cambio, que coloque al hombre en posición de amo frente al mundo, a la historia y a su vida, parece estar en condiciones de sobrevivir y  durar. En caso contrario, su fidelidad no será más que un simple decorado folklórico. El problema consiste en no repetir simplemente el pasado sino en echar raíces en él para inventar sin cesar.

Queda entonces la tercera pregunta: ¿cómo es posible un encuentro de culturas distintas; entendámonos: un encuentro que no sea mortal para todos? En efecto, de las reflexiones precedentes parece desprenderse que las culturas son incomunicables; y sin embargo, la extrañeza del hombre para el hombre no es nunca absoluta. Es cierto, el hombre es un extraño para el hombre, pero también es siempre un semejante. Cuando desembarcamos en un país del todo extranjero, como me ocurrió hace algunos años en China, sentimos que, a pesar del mayor de los destierros, no salimos nunca de la especie humana. Pero ese sentimiento permanece ciego, y hay que elevarlo al rango de una apuesta y de una afirmación voluntaria de la identidad del hombre.

Es la apuesta razonable que hizo antaño cierto egiptólogo cuando, al descubrir signos incomprensibles, planteó como principio que, si esos signos eran del hombre, podían y debían ser traducidos. Es verdad que en una traducción no pasa todo, pero siempre algo pasa. No hay razón, no hay probabilidad de que un sistema lingüístico sea intraducible.

Creer posible la traducción hasta cierto punto es afirmar que el extraño es un hombre; en suma, es creer que la comunicación es posible. Lo que acabamos de decir del lenguaje -de los signos- vale también para los valores, las imágenes básicas, los símbolos que constituyen el fondo cultural de un pueblo.

Sí, creo que es posible comprender por simpatía y por imaginación al otro que no soy yo, como comprendo a un personaje de novela, de teatro o a un amigo real pero diferente de mí; aun más, puedo comprender sin repetir. representarme sin revivir, hacerme otro permaneciendo yo mismo. Ser hombre es ser capaz de esa transferencia a otro centro de perspectiva.

Se plantea entonces la cuestión de confianza: ¿qué le ocurre a mis valores cuando comprendo los de los otros pueblos? La comprensión es una aventura temible en que todas las herencias culturales corren el riesgo de naufragar en un vago sincretismo.

No obstante, me parece que hemos brindado hace poco los elementos de una respuesta frágil y provisional: sólo una cultura viva, a la vez fiel a sus orígenes y en estado de creatividad en el plano del arte, la literatura, la filosofía, la espiritualidad, es capaz de soportar el encuentro con las otras culturas, no sólo de soportarlo sino de dar un sentido a ese encuentro.

Cuando el encuentro es una confrontación de impulsos creadores, una confrontación de arrebatos, es creador en sí mismo. Creo que, de una creación a otra creación, existe una especie de consonancia, en ausencia de todo acuerdo. De este modo comprendo el muy bello teorema de Spinoza: «Más conocemos cosas singulares, más conocemos a Dios». Cuando se ha ido hasta el fondo de la singularidad se siente que está en consonancia con cualquier otra, en cierta forma que no se puede decir, en una forma que no se puede inscribir en un discurso.

Estoy convencido de que un mundo islámico que volviera a entrar en movimiento, un mundo hindú cuyas viejas meditaciones engendraran una joven historia, tendrían con nuestra civilización, nuestra cultura europea, esa proximidad específica que guardan entre sí todos los creadores. Creo que es allí donde termina el escepticismo.

Para el europeo, en particular, el problema no consiste en participar en una especie de creencia vaga; Heidegger es quien define su tarea: «Debemos desterrarnos en nuestros propios orígenes», vale decir, debemos volver a nuestro origen griego, a nuestro origen hebreo, a nuestro origen cristiano para ser un interlocutor válido en el gran debate de las culturas; para tener en frente de sí mismo a otro distinto de sí mismo, hay que tener un sí mismo.  

Por consiguiente, nada está más alejado de la solución de nuestro problema que algún sincretismo vago e inconsistente. En el fondo, los sincretismos son siempre fenómenos de recaída; no implican nada que sea creador; son simples precipitados históricos. Hay que oponer a los sincretismos la comunicación, es decir, una relación dramática en que -una vez tras otra- me afirmo en mi origen y me entrego a la imaginación del prójimo, según su distinta civilización.

La verdad humana sólo se encuentra en ese proceso en que las civilizaciones van a enfrentarse cada vez más desde de aquello que en ellas es lo más vivo, lo más creador. La historia de los hombres será cada vez más una vasta explicación, en que cada civilización desarrollará su percepción del mundo en el enfrentamiento con todas las demás.

Ahora bien, ese proceso apenas comienza. Probablemente es la gran tarea de las generaciones venideras. Nadie puede decir lo que ocurrirá con nuestra civilización cuando haya encontrado verdaderamente otras civilizaciones de un modo que no sea el del choque de la conquista y la dominación.

Pero es necesario reconocer que este encuentro no se ha producido todavía al nivel de un verdadero diálogo. Por tal motivo, estamos en una especie de intercambio, de interregno, en el cual ya no podemos practicar el dogmatismo de la verdad única y en que no somos aún capaces de vencer el escepticismo en que hemos entrado. Estamos en el túnel, en el crepúsculo del dogmatismo, en el umbral de los verdaderos diálogos.

Todas las filosofías de la historia están en el interior de uno de los ciclos de civilización; por eso no tenemos con qué pensar la coexistencia de esos estilos múltiples, y carecemos de filosofía de la historia para resolver los. problemas de coexistencia. En consecuencia, si bien vemos el problema, no estamos en condiciones de anticipar la totalidad humana, que será el fruto de la propia historia de los hombres que emprenderán este temible debate.

On joining the Communist Party. Sam Webb. October 2024

Highways I once traveled down/Don’t look the same/Everything has changed/ Everything has changed (Everything Has Changed, Lucinda Williams)

Introduction

From time to time I will post sketches of my experiences over a life approaching its 80th year. I hope some people might find them of interest — and who knows — maybe even bring a smile to their face. But I have no conceit that lots of people are anxiously awaiting my written words, sketching out different moments in my life. After all, the field in this genre of writing is crowded and competitive, filled with many writers with a far higher profile and far better writing skills than I possess.

If a few people find something that resonates with them, that’s a start. If more than a few, even better.

In any case, I enjoy writing these sketches for my own edification.  Socrates famously quipped, “The unexamined life is not worth living.”

Sketch 1: On joining the Communist Party

Mine was a long journey in the Communist Party. And, lord knows, it didn’t quite turn out as I had expected. Far from it!

But isn’t that the case for many of us whose lives take unexpected turns, landing us in mental spaces and geographical places that we never thought we would inhabit. Meanwhile familiar faces, landmarks, ideas, and hopes that we had embraced, sometimes tightly, for much of our lives fade into the background.

If my arc of political engagement in the Party began unremarkably in Portland, Maine, “the beautiful city by the sea,” it ended uneventfully nearly a half century later in Kingston, New York when I resigned in a brief phone call to John Bachtell, then chair of the Party. Never in my wildest dreams did I think this was something I would do anymore than I thought a half century earlier I would join the Communist Party. But I did, and in both cases there was nothing hasty about either decision. Each was considered and contained a logic rooted in experience and consequent shifts in my thinking and values.

A long journey

I grew up in Hallowell (pop. 2000), a small town in central Maine. It wasn’t, as you would guess, a backwater of radicalism nor a dynamic center of post World War II capitalism. Anything but! There I lived with my family of five. We were not poor; we were not rich either. Frills were few. Second hand gifts found their way underneath the Christmas tree. Going out to dinner was rare. Television was a late arrival to our living room. Wage labor was our bread and butter. And church — Catholic — was weekly, “dreaded” confession was mandatory, and guilt was deeply embedded in the package.

As for politics, it was a no show in our home. Who my parents supported in presidential elections at the time is still a mystery to me. Silence, not political conversation, was our default position at the dinner table.

Unlike my two older brothers who did well academically and were elected class presidents in each of their four years, my high school resume and report card were — how to put it — thin. Not one a parent would proffer in conversation with a neighbor.

On my good days, I was an average student who found school a perfect site for daydreaming, misbehaving, glancing at girls in the corridor, and watching the clock in its slooooow march to dismissal time. Occasionally, I was invited to meet with the guidance counselor to discuss my “attitude.”

I don’t know if, like Springsteen, I learned more from a 3 minute record than I ever learned in school, but I do recall that in my senior yearbook in 1963 my favorite saying was “I find every book too long.” That sounds more like a clever editor putting words into my mouth, but even so, it did succinctly capture my attitude toward book learning at the time.

As for music, it was hard not to like Elvis, Chuck Berry, Martha and the Vandellas, Bill Haley, Little Eva, and Little Richard. Each of them seemed to be singing to me and my cohort of friends. The early rock and rollers gave us permission to break free from the social and moral strictures of the 1950s and shake rattle and roll, especially when fueled by a bottle or two of Narragansett’s Giant Imperial Quart (GIQ).

If I read anything at that age, it was the sports page of the local newspaper. Every morning at the breakfast table, I poured over the box scores of the Red Sox or Celtics or Giants or Packers, depending on the season.

Of course, my Bible was Sports Illustrated. It arrived in the mail, like clockwork, on Friday. As soon as I got home I devoured it with the same enthusiasm that I devoured the jelly donuts from a local bakery that my parents picked up on their way home from work. What better way, I thought, to start the weekend!

If I knew any Marx, it was, not Karl, but Groucho. His weekly TV show, “You Bet Your Life” was a hoot! If it was a choice between 30 minutes with Groucho or doing an assigned reading such as Dickens or Shakespeare or George Eliot, the choice was an easy one for me. Groucho by a mile!

As for my parents, my father dropped out of high school at 15 in order to help his family financially. He landed in a shoe factory that paid notoriously low wages. But with the help of a boyhood friend who had climbed up the corporate ladder in the utility industry, he was hired several years later by Central Maine Power Company.

There he worked as a lineman until he retired in 1968, as the Vietnam War was escalating abroad, rebellion was breaking out at home and worldwide, the sun was setting on “the Golden Age”of U.S. capitalism. And his youngest son’s politics — to my father’s regret — were trending left, his hair was growing too long, and his friends were a raggedy bunch, clearly going nowhere.

At CMP, he climbed electrical transmission poles that wove their way through the woods of Maine. Not an easy or safe gig any time, but especially in the winter when snow and bitterly cold weather blew in, sometimes with such fury that it brought nearly everything to a standstill. Except for “essential workers,” like my father. He as well as coworkers had no choice but to go to work.

Easing this gig a bit was his union, the International Brotherhood of Electrical Workers, that provided him and his workmates with liveable wages and pensions, paid holidays and vacations, job and safety protections, and health care for him and his family. If only most workers in Maine then and now enjoyed the same package of wages, benefits and protections that my father did, the state could confidently claim that living there is “the way life should be.” 

At home, my father was kind, quiet, and modest to a fault when he was sober. When he wasn’t on many weekends, it took only one drink, that’s it, for him to transition from a gentle father and husband into the dark world of a mean drunk. My mother and later my step mother were the immediate targets of his drunken anger and unhappiness, but no one escaped his wrath; everyone in our home was fair game. One Christmas in 1968, for example, he turned his anger on me at the dinner table. It was the last straw for me. I left the table, packed my bag, and, before leaving angrily announced to everybody that I would never come back home for another holiday celebration. And I never did. That night I stayed at a friend’s house and the next morning I jumped on a bus to Portland, Me., only an hour away. I got a room in the YMCA and the next morning grabbed a ride from a close friend back to Connecticut where I was living and working at the time.

Like most mothers in that era, my mother did the lion’s share of household labor as well as provided expressive love and emotional ballast to our family. Contrary to the mythology of the stay at home housewife in the 1950s, my mom, like many working class moms, didn’t fit into that category; it wasn’t a choice on her part. Going to work was a necessity. If she had any relief from the pressures of work and everyday life, it was playing the organ in the church, the piano in our living room, and bridge with her friends.

A high school graduate, she was anxious, like other parents of her generation, that her children go to college and “make something of themselves.” Nearly every night she read to us in our early years as well as enrolled us in a book club, even though money was tight. But then out of the blue, she up and died while working in her beloved flower garden on a sunny day in late July, 1954. She was 48. I was barely 9 and my brothers were 3 and 4 years older.

We were devastated. My world and the small world of my family imploded. Its connective tissues were shattered.

My father, as much as he tried, was unable to step up to the role of primary caregiver. Filled with guilt, overwhelmed by his single parent status, and worried about making ends meet, he took a nosedive, while my mother’s name and memory went unmentioned in our home.

My father’s evenings with the “bottle” became more frequent. On more than one occasion, he came home so drunk and so out of control that my frail and sickly grandmother, who was in her eighties and had moved in when my mother died, called my uncles. They hurried over, reined him in, sometimes wrestling him to the ground, and put him to bed. Not a pleasant sight at a young age.

Two years after her death, my father, lonely, depressed, and overwhelmed by the responsibilities of a single parent, remarried an old friend from his teenage years. Her name was Molly Malaney and she worked at the state capital in a low level supervisory job.

Molly had no children from two earlier marriages — her two husbands died — so her decision to marry my father with his three young sons must have been a bit of an existential leap for her into the unknown. But she never gave me or my three brothers that impression.

Like my mother, she did the lion’s share of the domestic work and steadied the ship of our home. Unlike my mother, she didn’t provide much emotional support to me or my brothers, but as the years passed and from my own experience, I have come to believe that filling that space is probably too big an ask, too steep a climb for most step parents.

Bringing some laughter and relief into my life at that time were my close boyhood friends, Joe, my cousin, and Clarence, a neighbor and classmate. Through no doing of their own, they grew up on the other side of privilege. Like me, both had difficult childhoods. Joe’s mother divorced his alcoholic father and left town, when Joe was an infant, never to be seen again. Clarence, faring no better, lived in deep poverty with his parents who paid more attention to the “drink” than to him.

Both, I believe in hindsight, experienced trauma at a young age. Joe didn’t have the emotional wherewithal to rebound from that trauma. Indeed, his life was nothing but turmoil and he died in a violent drug encounter in a bar in New Hampshire many years later. Clarence experienced hard times too.

All of which brings to mind the words of a poem, written by 18th century English poet, William Blake, “Some are born to sweet delight, some are born to endless nights.” Joe and Clarence knew the latter all too well.

Obviously, at that age I wasn’t “woke.” But somewhere in my young and mixed up head, I sensed that life had unfairly dealt the three of us a poor hand and that each of us played it as best we could.

Of course, there is no straight line that connects our childhoods to our adult life, but growing up as I did, I believe predisposed me to running against the wind.

That disposition was reinforced when, upon graduating from college (entering college I figured my study habits or lack thereof had to change and they did), I took a job in Connecticut at a residential treatment center administered by the Catholic Church. The residents were ages 10-18 boys. Most came from one or another city in Connecticut. Some had run into legal scrapes while others experienced problems in their home or school. Nearly all grew up in poverty and many encountered racism in their day to day lives. Roughly a third were Black or Puerto Rican. It was a multi-racial setting of the poor and neglected.

There were quarrels and fights among the residents, for sure, but seldom were they driven by racial tensions. If the latter arose, and they did, they mainly manifested themselves in interactions between the residents of color with the largely white, untrained supervisory staff.

In the course of my two years there, I came to believe that the cards of success were stacked against these young boys and teenagers. Even if they had bootstraps to pull themselves up, it seemed to me that surmounting the many structural obstacles in their way would prove to be a too steep a climb for them. Indeed, their lives marinated in poverty, racism, inadequate schools, and a war that sucked money from domestic priorities. No one captured this contradiction between the country’s declared aims and actual practices better than Martin Luther King in his speech at Riverside Church in Harlem.

I didn’t come to this understanding the first day that I began work there. In fact, I was a know-nothing in many ways. But the combination of actual experience on the job, my turn to reading radical literature at every opportunity, and some prodding from Kelly Sweeny, an unkempt, long haired socialist-hippie from Toronto, shifted my inchoate politics to the left.

More to the point, I became radical. Though much time has passed and much has happened since then, I remain radical today though, I hope, with a dollop more political experience and depth than I had then.

The League: Gateway to the Party

My habit of running against the wind, however, only took organized political form when I joined the Young Workers Liberation League (or League/YWLL) in the fall of 1971.

At the time, I was hunkered down in a “back to the land” commune in Portland Maine. Yes, back to the land! And, yes, living in a commune! Inspired by Helen and Scott Nearing’s book, “Living the Good Life,” our mission was to buy land in rural Maine, farm organically, forgo meat and fish, make our own beer, smoke pot and live simply and harmoniously with other living things and Mother Earth. Still not a bad idea!

But, by the time we had enough money in our communal bank account two years later to buy that patch of earth in western Maine, my passion for communal living in a rural setting had waned. In my head, I had migrated from subsistence farming in a rural setting to socialist revolution in an urban one.

It wasn’t as if communal living no longer appealed to me. It still did, and I loved my fellow communards, but I figured changing the world in that setting where the deer were nearly as plentiful as people would be a difficult gig. It might have worked for Mao, but I wasn’t Mao — who is? — and rural Maine wasn’t rural China. So when it came time for us to move from Portland to West Peru, Maine, a small town in the western part of the state, I took a pass and stayed behind in Portland.

Luckily I found a cheap apartment — such existed then — on Munjoy Hill, an old working class neighborhood — Irish, Italian, and African American — sitting on a rise above Portland’s downtown and Back Bay on one side and overlooking beautiful Casco Bay and its ring of islands on the other. I suppose there were better places to live, but few came to mind then or even now, although like other urban landscapes and neighborhoods the Hill has been gentrified in recent years, making it unaffordable for anyone with a thin back account.

Not long after settling into my apartment, “extravagantly” furnished with an old mattress and chair, plus a pot or two and a little silverware, I was hired by B&M baked bean company. Maybe the name sounds familiar? Its beans, after all, are found on shelves in food marts across the country. Family owned at the time, the early 20th century built factory sat on the edge of Casco Bay too, only a short bus ride or walk from my apartment.

This brick edifice was rectangular in shape, four stories high, and eye catching in its own way. It employed roughly 120-150 workers depending on the season. To my good fortune, it was unionized by the Bakers and Confectionery Workers out of New York. The benefits were relatively good, but the wages were still low enough that after a weekend of drinking at the Beer Barrel, a local Irish neighborhood bar in Portland’s West End, equipped with what is rare these days — a good jukebox — my pockets were near empty, my head was pounding, and I was scrambling financially to get by until the next pay day.

Had I not been a member of the YWLL, I surely would not have ended up at B&M “walloping” — cleaning — huge bean pots, the size of a bath tub, but circular in shape. But I was and we were urged to work in industry, which I was happy to do. I had no compelling career aspirations.

Nearly sixty years later I still have no regrets in that regard. My career horizons, after all, never included a prestigious and well job paying job.

What I gained from the experience at B&M were new friends as well as a deeper appreciation of the challenges facing working people in securing a good life, a concrete sense of the imbalance of power between workers and corporations, and the necessity of a larger progressive grouping in my local union (and elsewhere) if one hopes to be a change agent.

Or to put it differently, I learned that one or two radicals can make some noise, but they can’t change the music in a plant or union, not to mention on a broader scale. Such changes take a crowd. Don Quixote is a heroic figure for sure, but he isn’t a reliable change agent in any age.

Admittedly, the bean plant was a far cry from the assembly lines of Detroit’s auto industry or the steel mills in Gary, Indiana where workers are concentrated in large numbers and possess considerable economic and political power if they choose to use it. Nevertheless, it was still industrial work and a good place to hang my hat, gain some sorely needed experience, effect change on a smaller scale, and, not least, meet a good hearted and hilarious cast of characters, but that’s another story.

Joining the Party

In the early going I wondered if the YWLL was a good landing place for me. It seemed a little too structured and stiff, but as I got to know its members, acquainted myself with its politics, and participated in its activities, it grew on me. It also became my gateway to joining the Communist Party about a year later in the summer of 1972.

When asked over the years why I joined the Communist Party, given the anti-communist atmosphere in the U.S. at the time, the short answer, usually to the surprise of the questioner, is that it was no brainer. I didn’t have to do a lot of mental gymnastics or career calculations before signing up and paying very modest dues. I had no desire, after all, to live a conventional life nor make a lot of money. As for the FBI it wasn’t on my radar screen.

Or if it was, I couldn’t care less.

At the time, the world, to me and many others of my age, was turning upside down and spinning out of control, familiar landmarks were disappearing, long held truths were dissolving, and a new world filled with new possibilities seemed within reach. At more than one national meeting of the Communist Party during those years my new comrades and I would chant, with complete conviction and without a trace of irony, “CPUSA, socialism in our day.”

While that may seem to you fantastical at best and pure delusion at worst, it didn’t feel like that to us back then.  As we looked out at the world — a simpler world in many ways than today’s — in the early seventies, antiwar actions were surging. Other social struggles, articulating new needs, values, and rights were grabbing the imagination of young people.

Meanwhile, across the globe, it seemed like all hell was breaking loose and trending in a socialist and anti-imperialist direction. The Vietnamese were winning their struggle for national statehood and self determination, notwithstanding the efforts of Johnson followed by Nixon and his Secretary of State, the “renowned” statesman, Henry Kissinger, to flatten and incinerate Vietnam and neighboring countries in order to “save them.”

The Portuguese people overthrew their fascist regime that had ruled that country for five decades. The Chilean people led by Popular Unity — a political party — and the great socialist leader Salvador Allende won by popular vote the presidency and seats in the Congress, a feat that rattled (or should I say, scared the shit out of) Kissinger especially.

In Europe, the Italian and French Communist Parties were large in size and powerful in influence. Both had a presence in parliament. The Communist Party in Italy, in fact, was also within reach of becoming the ruling party via the electoral path. This scared the shit out of Kissinger too, probably by an order of magnitude.

Moreover, in the Global South, anti-colonial movements, usually with the propaganda of arms, were successfully challenging their colonial “masters.” South African apartheid wasn’t overthrown at that time, but it was facing some stiff challenges that would come to fruition two decades later when the African National Congress led by Nelson Mandella forced a peaceful transition to a free and democratic South Africa.

In short, “the times were a-changin,” sang Dylan, who uniquely captured the zeitgeist, turmoil, and contradictions of that period for many young people, although his voice was never singular. He was joined by many others — Marvin Gaye, Aretha Franklin, Neil Young, Chambers Brothers, Joan Baez, Hugh Masekela, Pete Seeger, Mercedes Sosa, Amiri Baraka, Allen Ginsberg, James Baldwin, Nina Simone, Paul Goodman, C. Wright Mills, and more. The world, it seemed in those years, was like putty in our hands.

Little did we realize that the curtain on this surge was coming down and political initiative was passing in large measure to right wing extremism, neoliberalism, and financialization at home and counterrevolution and corporate globalization internationally. But before that became apparent to me, I signed a membership card and began paying dues to the Communist Party.

Looking back, I have concluded that had the Sixties been no more than a continuation of the Fifties I would never have landed in the Party or a baked bean plant or a back to the land commune. Far more likely, I would have chosen a more conventional career and life, much like my two older brothers did. Maybe a high school teacher or basketball coach or a professional economist or who knows! But a communist? No way!

Which goes to prove that the path we travel isn’t one that we have complete control over. As Marx wrote, “Men make their own history, but they do not make it as they please; they do not make it under self-selected circumstances, but under circumstances existing already, given and transmitted from the past.” (18th Brumaire of Louis Bonaparte)

More than one ship

The Communist Party wasn’t the only ship in the harbor at the time that I joined. The harbor, in fact, was full of ships that were leaving with socialism as their destination, but none of them seemed to have, to me anyway, a leg up over the Party.

While differences — arcane to most people — existed among organizations on the left, what most shared was a sectarian political disposition and practice. The Party too wasn’t exempt from its own magical thinking and inflated sense of its own size and influence. But it felt more grounded, informed by a measure of political realism, and its membership and leadership more reflective of the working class and people of this country than its competitors on the left.

The younger members of the Party like myself were not prisoners of the silly notion to “trust no one over 30.” Indeed, the Depression era generation that led the party nationally and at the state level at the time were inspirational to new members like myself.

Other young radicals, as you might expect, didn’t share my view. In their eyes, the Party was old, tired, and passe, not even yesterday’s news. It didn’t spell revolution with a capital R. And its political DNA and history were tarnished and compromised.

Worse still, it was uncritical of the Soviet Union, while at the same time, too ready to give the Democratic Party a free pass.

None of this really registered in my mind. In fact, if I felt anything about the Party in the early going, it was feeling of being a bit out of my league, intimidated by people who seemed wiser in matters of theory and practical politics than I was, not to mention far more rhetorically nimble. Nevertheless, it felt like the right fit for me, notwithstanding the fact that I barely uttered a word in my first months in the Party, fearing that I would be tagged as a political imposter and light weight. Why speak and run the risk of revealing my shallowness, I thought. It was only later that I comfortably engaged in discussions.

I wasn’t alone in making the Communist Party my home. Truth be told, lots of young people — Black, Brown, and white, women as well as men, young workers as well as students, gay as well as straight (although gay members, with a few exceptions, hid their sexual identity because of the homophobic posture of the Party at that time) were making the same choice as I was. Many were inspired by the person and example of Angela Davis, who at the time was a member and remained so up until the split in the Party in 1991.

So I signed up, began paying my dues and attending club meetings every two weeks. The club I joined was small, but included people with uncommon energy and commitment as well as connections to the larger community. It seemed like every night something was going on and, at least, one day of the weekend. An old friend of mine reminds me, nearly every time I see him, of the day he shouted up from the streets to my 3rd floor apartment on a summer day, saying that the day was too beautiful to spend inside writing a political report. The beach, he said, was beckoning us to set everything aside and enjoy the day. I took a pass. At the time it seemed that everything we were doing carried such an urgency that a day in the sun on a beautiful beach paled in significance. Ugh!

To be fair, life in the Party then wasn’t one compulsory drill after another. We had moments of laughter and fun. While most of my comrades were not as eager a beer drinker as I was at the time, they weren’t stuffy, didn’t love to hear themselves talk, nor boast about who they knew. Politics for them wasn’t performative and self aggrandizing, but practical and concrete.

With many of them I remain friends 50 years later. One is Larry Moscowitz who was the League and Party leader in Maine at the time. Like me he is no longer a Party member, but back then he was the “most serious communist” in the room. Larry once sat me and another comrade down and diplomatically suggested that we were spending a tad too much time in the Beer Barrel. We listened attentively to Larry’s pep talk and in the moment took his advice to heart. But it didn’t last.

By day’s end we were back in the Beer Barrel, sitting on our favorite stools, drinking beer, and dumping coins into the aforementioned jukebox.

On another occasion at the Beer Barrel I and another club member were assigned by the club meeting to meet with two young working class women. Our mission was to persuade them to give up smoking pot and join the Party. As agreed, we met up with them a few days later, but we miserably failed in our mission. Long before last call, the four of us were surreptitiously huddled outside and did exactly what we were supposed to convince them not to do: pot smoking. And damned if we didn’t enjoy it. At the following club meeting we sheepishly admitted that we had failed in our mission.

More seriously, I gained a wealth of practical experience and grew intellectually, thanks to my party club. Of the many things that I learned, one was the imperative of coalition politics, of uniting the left with progressive, liberal, and centrist political constituencies.

In contrast to the Party in some other states at the time, we spent little energy attempting to build what were called left forms and organizations. We figured, correctly, that expending our energy initiating and sustaining them rather than participating in mainstream organizations, such as local unions and labor councils, NAACP, welfare rights, neighborhood, and peace organizations, was a poor use of our time. We also had close relationships with a number of progressive Democratic legislators at the city and state level. Two of them were political titans and moral exemplars in the community and in the state legislature — the late Larry Connolly and Gerry Talbot.

What’s more, our rule of thumb was that the point of unity of a coalition of organizations and movements wasn’t the  demands of the left, but the best demands of the broader coalition. This seems simple enough, but not everyone subscribes to this way of thinking on the left either then or now. It served us well though, giving us a reach and a wealth of experience that went way beyond our small numbers.

Much more could and will be said about my years in Portland. I remained there until the fall of 1977 and reluctantly left and moved to Detroit. But that is another story for another time END

Coyuntura conocida, un reto para la sociedad. LPG. 7 de octubre de 2024

Si El Salvador gozó una transición democrática desde la última de las dictaduras militares hasta la firma de los acuerdos de paz y la incorporación de la guerrilla en la vida política a través del partido Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lo hizo merced a que ninguna de las fuerzas en choque, entiéndase la élite económica y su expresión militar por un lado y la insurgencia subversiva por el otro no consiguieron coronar sus planes.

La oligarquía y el Estado perseguían la continuidad del poder, sus modos y métodos a través de la imposición, mientras que el proyecto de izquierda entendía que las condiciones de masa y fuerza eran idóneas para la insurrección popular y la revolución.

A la postre, el empate militar y las condiciones internacionales orillaron a unos y otros hacia un pacto y unas reformas, no las mejores posibles pero casi las únicas posibles a partir del análisis más pragmático que el contexto permitió.

Un observador desapasionado, abstraído de la narrativa salvadoreña del último lustro reconocería las obvias conexiones entre el presente y ese pasado, incluso descubriría unos vasos comunicantes del actual gobierno tanto con aquel proyecto oligárquico de control social como con la pugna revisionista dentro de aquel FMLN pero ¿concluiría que la nación salvadoreña ha progresado en esa transición, o más bien que ha retrocedido?

A las puertas de una efervescencia social de alcance insospechado, derivada de las medidas de ajuste fiscal y de la supresión de más de diez mil puestos de trabajo en el gobierno, es una reflexión oportuna. Si la sociedad cuenta con inspiración y manierismos democráticos, si goza de suficientes y adecuados vehículos para catalizar sus ansiedades y protestas en una coyuntura así de delicada, entonces la institucionalidad se verá fortalecida, legitimada porque sembrará una diferencia entre quienes califican el momento como autoritario, rayano a lo dictatorial, y unos hechos que dirán lo contrario. O viceversa.

En retrospectiva, es un momento trascendental porque de las respuestas que el régimen brinde en la coyuntura que comienza se deducirá qué tan cíclico fue el giro político, es decir, que tan autoritario es el poder hegemónico que terminó beneficiado de las alianzas que pusieron fin al conflicto e inauguraron la postguerra.

Un posible epílogo de este episodio de la crónica nacional -uno de cincuenta años- es que no sólo no hubo revolución sino que la ola reformista concluyó en superficialidades porque sectores con la misma aspiración elitista y reaccionaria garantizaron que la esencia del Estado no cambiara a través del control de sus dos aparatos por antonomasia, el gobierno y el ejército.

Sería un error depositar todo el peso histórico de la coyuntura en los administradores del Estado, hay más fuerzas entretejidas, actores económicos, sociedad civil organizada pero el rediseño de las relaciones socio políticas del último decenio erosionó la diversidad ideológica, atomizó a la oposición y ha dejado en el centro, ocupando un espacio cada vez más grande y traumático, al nuevo oficialismo. El tiempo subrayará o no el contorno de lo que parece una radicalización desde el poder.

Israel: el peligro de querer cambiar el orden. Andrés Ortega. PE. Octubre de 2024

Ante un ataque terrorista de envergadura, algunos países con la capacidad militar necesaria pueden llevar a cabo respuestas desmedidas y errar en sus cálculos de coste-beneficio. No solo los gobiernos, sino también los ciudadanos, pueden embarcarse en aspiraciones equivocadas. Le pasó a Estados Unidos tras el 11-S de 2001. Y ahora le está pasando a Israel tras la matanza de Hamás del 7 de octubre de 2023, que, comprensiblemente, provocaron un trauma nacional.

No es solo que pierdan la cabeza, sino que algunos grupos en posiciones de poder aprovechan para hacer avanzar agendas concretas y cambiar una realidad que acaba siendo tozuda. Netanyahu y los que le apoyan quieren cambiar el orden de Oriente Próximo. Lo está consiguiendo a corto. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cinco, diez años? Cambiar el statu quo puede resultar peligroso, sobre todo si se hace desde bases injustas. La realidad puede volver, cargada de más odio y violencia.

Tras el 11-S, EEUU se lanzó, con el aval legitimador del Consejo de Seguridad de la ONU en la mal planteada invasión de Afganistán. País que abandonó junto con sus aliados de forma vergonzante en 2021, dejando a sus mujeres y hombres a merced del régimen talibán que cumplió este año tres años en el poder. También, promovida por los neoconservadores que pretendían redibujar toda la zona en base a la exportación de la democracia occidental, se metió en la invasión de Irak en 2003, que nada tenía que ver con el 11-S.

Su forma insensata de pensar y actuar llevó a la ilegal, basada en mentiras sobre las supuestas armas de destrucción masiva, entrada en Irak y el desmantelamiento de su Estado, que generó el nuevo terrorismo del Daesh, soliviantando la región y dando más alas a Irán. Biden votó a favor, por cierto. No solo eso, sino que en parte Estados Unidos dejó de ser una democracia, al menos un estado de Derecho, con leyes como la tristemente famosa Patriot Act y otras que acabaron con muchas garantías jurídicas, afortunadamente revisadas después en algunas de sus partes más extremas.

A falta de información, por los hechos se ha de juzgar lo que está haciendo el Gobierno de Netanyahu, con un amplio apoyo de los israelíes. Está queriendo cambiar la realidad de la seguridad del país y de su futuro personal, y el de la región. Un nuevo orden que vaya más allá de la destrucción de los que atentan contra su propio territorio. Y lo quiere hacer antes de que haya un nuevo presidente o presidenta en la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Estamos presenciando una lucha de futuro contra pasado, de geografía contra historia, de demografía contra fuerza armada, de razón de Estado contra humanidad.

Israel ha demostrado su fuerza contra Hezbolá. Tenía penetrado hasta la médula este movimiento, como han puesto de relieve los ataques con buscas y walkie talkies, y haber alcanzado a dirigentes importantes, siendo el más consecuencial la muerte del líder, Hassan Nasrallah. Poco importan, en estos éxitos de inteligencia y armas, la masiva muerte de civiles en Gaza, en el Sur de Líbano, en Beirut, en Cisjordania. Y aunque Israel ha arrasado Gaza, no supo ver venir el ataque del 7 de octubre y un centenar de rehenes siguen en la Franja en manos de Hamás.

Israel se defiende, pero en algunas formas de hacerlo pierde una legitimidad que aumentó el 7 de octubre y que necesitará en el presente y en el futuro, además de humanidad y democracia. Está alimentando un odio que, con el tiempo, se volverá contra él.

Pensemos en los niños que con siete o diez años han vivido las matanzas en Gaza –que intentó vaciar, pero Egipto lo paró–, las incursiones en Cisjordania o los bombardeos en Líbano, los tullidos que quedan, más aún que las decenas de miles de muertos, y la destrucción. ¿Cómo lo verán los supervivientes dentro de diez años, cuando hayan crecido y se encuentren sin perspectivas vitales, si es que no los echan? Israel puede diezmar a Hamás o a Hezbolá ahora, pero bajo esa u otra forma, esos movimientos volverán.

Y no es fácil resolverla. La cuestión, para Netanyahu y los que le apoyan, es cambiar la realidad para el actual Israel. Sí, acabar con los que le atacan. Y hacer imposible una solución en dos Estados, que ya es casi imposible de por sí, y más con una Autoridad Palestina que se ha quedado sin auctoritas alguna. Se trata de debilitar a sus enemigos externos ¿y avanzar hacia el Gran Israel? ¿Quién lo reconocería?

Pero nadie desde fuera parece poder influir sobre Israel en estos momentos, salvo, de momento, que ataque directamente a Irán. Estados Unidos, su valedor prácticamente incondicional, le sigue enviando masivamente armas. Europa está dividida e impotente, y la ONU, como se ha visto estos días en Nueva York, inoperante, y frontalmente desafiada por Netanyahu.

Los países árabes cercanos, los que han reconocido a Israel, prefieren mantenerse callados de momento. Aunque miran a lo que de verdad les importa, que no son los palestinos, sino Irán. Teherán se ha visto debilitado por la sucesión de su Líder Supremo, el ayatolá Jamenei. Humillado por algunos atentados israelíes, a Irán no le interesa que la situación escale hacia una guerra regional. Además, nunca responde en frío. Aún tiene peones que mover, pero están diezmados: los restos de Hezbolá, los huzíes –el último objetivo de Israel en Yemen–, y algunos otros. Netanyahu quiere acabar con la capacidad iraní de fabricar armas nucleares cuando Teherán ha vuelto a dar muestras de querer volver a la senda de un acuerdo para el control de su material nuclear con EEUU.

Los gobiernos árabes que estaban en este juego tendrán ahora más difícil o imposible retomar los llamados Acuerdos de Abraham con Israel. Claro que ese fue un objetivo de Hamás con su ataque del 7 de octubre, días antes de que Arabia Saudí, la pieza mayor, se fuera a sumar a ellos.

“Si es necesario estar diez años en esta situación, estaremos diez años en esta situación”, señaló uno de los portavoces castrenses israelí. “Estamos dispuestos para lo que sea necesario y el tiempo que sea necesario”, recalcó. Puede que en lo inmediato Netanyahu gane en términos personales. Ha recuperado su popularidad, no tiene rival, el “partido de la paz” está ausente.

Los juicios contra él por corrupción y abuso de poder se demorarán, pero ha empezado a sentir el aliento de la Corte Penal Internacional de la que Israel no es parte, pero por la que se ve cada vez más afectado. Gana seguridad inmediata, pero puede generar una dinámica regional perversa que escape a todo control. Líbano puede caer en un caos indomable, y convertirse en la chispa de un conflicto regional. Ganar militarmente no equivale necesariamente a ganar políticamente, como Israel lo comprobó en la guerra de 1973, la del Yom Kippur.

El presente ya ha cambiado, desde luego. Pensar en intentar influir en el futuro es humano, a sabiendas de que ese futuro nunca acaba siendo como se planea. Como escribiera Antonio Machado, “ni está el mañana –ni el ayer– escrito”. Se necesita otro futuro, quizás otra visión del pasado, para Israel, Palestina y la región muy diferente al que intenta provocar Netanyahu. Hay que acordase de las insensateces occidentales de esta primera parte del siglo, desde Afganistán, a Irak, a Siria, o Libia. “El sueño de la razón produce monstruos”, apuntó Goya en su famoso aguafuerte.

Se echan de menos, hoy, respuestas medidas y sensatas. Cabe señalar, por ejemplo, que España no perdió la cabeza con los atentados del 11–M de 2004.

Publican segunda novela de Roberto Pineda: El viaje a San Salvador

SAN SALVADOR, 7 de octubre de  2024 (SIEP) “Me siento muy feliz por esta publicación, en Ediciones Prometeo Liberado, que le da continuidad a mi lucha desde la cultura por la liberación de este país” afirmó el escritor salvadoreño Roberto Pineda, de 65 años.

Añadió que “esta novela  retoma la trama iniciada  por mi primera novela  sobre 1932, El viaje a Moscú, publicada en el 2020, y esta vez el personaje principal es el hijo de Víctor, Ernesto, un joven soviético que a principios de los años sesentas, decide ir en búsqueda de sus raíces latinoamericanas.”

“Y en ese periplo, -continuó- sale de Tbilisi, en Georgia, lugar donde residía y atraviesa Turquía, sigue por Grecia, pasa por Italia, desde donde viaja a la ciudades de Nueva York, La Habana y México, hasta finalmente aterrizar en un caluroso San Salvador.”

“En San Salvador, frente a un enigmático volcán que vigila el horizonte, se ve absorto en una realidad política y social que nunca imaginó, y al integrarse en esta historia, a la vez se incorpora en Santa Ana a las luchas de los sectores populares salvadoreños desde el PCS y el FUAR, en contra de la dictadura militar…”

“Es además un humilde homenaje a la Generación Comprometida, en particular a Manlio, que en 1956 realizaron una profunda ruptura político-cultural desde la literatura, ah, y el libro puede adquirirse en la librería de la UCA…”concluyó Pineda.

Se está iniciando la transición en Venezuela. Ricardo Israel. Infobae. Julio de 2024

No tengo duda alguna del triunfo de Edmundo González, y cuando el Consejo Electoral chavista le atribuyó la victoria a Nicolás Maduro, con el 51,2 % de los votos, me fue reconfirmada la victoria opositora, ya que todos saben qué ocurrió, la derrota del régimen chavista.

Yo le creo a María Corina Machado cuando dice que la victoria opositora fue abrumadora y se cuenta con copia de todas las actas para probarlo.

Más aún, creo que es el inicio de un proceso de transición a la democracia, ya que esta vez el fraude no será aceptado, ni dentro ni fuera del país, por mucho que se esté intentando una maniobra desesperada por sectores que todavía están en la negación, Venezuela cambió, por lo que a diferencia del pasado las amenazas suenan vacías, por la sencilla razón que se ha perdido el miedo.

Creo que esta maniobra desesperada del régimen fracasará, como también una salida de fuerza, si fuera ensayada. Estoy convencido de que al haberse perdido el miedo se ha iniciado en la práctica un proceso de transición, la transición a la democracia, a la venezolana.

¿Qué sabemos de las transiciones, sobre todo, de las exitosas? Que no son todas iguales, pero que tarde o temprano habrá alguna negociación, a lo que no hay que tenerle miedo, en la medida que se tenga claro de lo que es tanto el objetivo principal como el premio mayor, la derrota de la dictadura.

Costó tanto, fue tan difícil lograrla, que lo principal es mantener la unidad que permitió el triunfo que ahora malamente se quiere modificar por manos corruptas. Lo que hay que evitar a toda costa es una división de los demócratas, que se ha dado después de otras elecciones en el pasado. Los objetivos no han cambiado, por lo que no hay que desviarse, toda vez que las transiciones no son procesos solo en blanco y negro, sino que admiten múltiples colores.

La ciencia política reconoce al menos tres tipos de transiciones. La rupturista, la negociada y la institucionalizada. Como difícilmente va a ser Venezuela una de carácter rupturista, donde el régimen dictatorial simplemente se derrumba, lo más probable es que sea una mezcla de transición negociada como lo fueron España y Uruguay, con una institucionalizada. Es decir, se inicia la transición con el esquema constitucional existente, como ocurrió en Brasil y Chile. En Venezuela no ha cambiado el objetivo de lograr una democracia real, sin apellido.

En el pasado, el régimen ha hecho trampa, también desconociendo el resultado. Tan malo como ello fue que sectores democráticos lo aceptaran, pero hoy, simplemente es impensable que ello ocurra, por lo que simplemente ese escenario no debiera darse, no solo porque se ha perdido el miedo, sino que también existió movilización en las calles, que no debiera perderse, y donde resalta María Corina Machado.

Los chavistas saben que fueron derrotados, lo saben en el Palacio Miraflores y también en el extranjero. Aunque en menor escala, se aprecia en la elite gobernante, en la nomenklatura chavista, el mismo proceso de perdida de legitimidad que apareció en la ex URSS y en Europa del Este en la octava década del siglo pasado. En Venezuela solo le queda la fuerza y la corrupción de la delincuencia organizada que los respalda, cuyo poder se manifiesta en forma transnacional.

No hay que perder el foco en lo importante, ya que comienzan a acumularse las preguntas. Si hay negociación, ¿con quiénes se negociará? ¿Habrá nombres vetados, aunque sean pocos? ¿Todo será abierto o habrá secretos? ¿Tendrá Maduro algún rol? Si es así, ¿cuál?

Si se logran acuerdos que ayuden a la democratización, ¿Se solicitará que la fuerza armada sea garante de los acuerdos? Si no se le quiere dar un rol que le es impropio en democracia, ¿bastará con el respeto de todos a la Constitución? Ya que, aunque sea creación chavista es la norma superior, por mucho que se la quiera reformar, apenas se pueda.

Lo que viene requiere claridad en la dirigencia sobre decisiones que exigen total convergencia opositora. A modo de ejemplo, ¿habrá temas y personas que no serán reconocidas como interlocutores válidos? ¿Se separa aguas con toda oposición funcional, que de oposición solo tiene el nombre, ya que su objetivo es servir al régimen y dividir a las fuerzas democráticas? En lo internacional, ¿Habrá un rol especial para Estados Unidos? ¿Otros países? ¿Cuáles?

Existen muchas preguntas, algunas sin respuesta, simplemente porque estamos siendo testigos del inicio de la transición a la democracia. Podrá desconocerlo Maduro y el chavismo, pero no cambia el hecho que el régimen fue y se siente derrotado, habiendo perdido el fuego vital de una legitimidad que ya no se le reconoce. Como toda transición, el régimen puede intentar una aventura negacionista o al menos un sector, pero ello no se puede sostener ni prolongar más allá de un lapso cada vez más corto, dado el cambio que el país ha tenido, al parecer, irreversible.

El primer objetivo que era derrotar a Maduro ya fue cumplido. El segundo se está construyendo que es derrotar el fraude del régimen. El primero se consiguió con lo que había estado ausente en el pasado y sin el cual es virtualmente imposible derrotar a una dictadura, que es la unidad, cuya mantención y fortalecimiento es precondición para lograr la segunda victoria, la derrota del régimen, el fin de la dictadura.

Las transiciones traen consigo rosas y, por lo tanto, espinas que obligan a decisiones difíciles, nunca solo de blanco y negro, sino también con grises y amarillos. En la elección, no solo en las urnas, en las calles también se derrotó a Maduro, ahora hay que responder a la confianza de esa amplia mayoría que votó en condiciones de represión, como también a tantos exiliados que se reunieron con entusiasmo a través del mundo, expresando su deseo de regresar.

No hay que olvidar a tanta familia que solo desea volver a reunirse con los ausentes, y que fue un elemento clave, tanto en la movilización popular como en la pérdida del miedo, ciudadanos, todos que dieron la victoria que ahora se pretende desconocer, hecho a la vez desagradable y violento.

Para este segundo objetivo de desaparición del esquema dictatorial, se necesita seguir insistiendo en la verdad que se ganó la elección para evitar que una falsa narrativa desplace a la verdadera. Este objetivo también necesita escuchar a quienes no son parte de la elite gobernante, de la nomenklatura, pero si integran la administración pública como también son parte de la Justicia o de las fuerzas armadas o policiales, sectores que en ningún caso deben ser entregados en su totalidad a esta dictadura que desea perpetuarse.

¿Cuál será la actitud hacia aquella clase empresarial que se enriqueció con el chavismo, con fuertes elementos de corrupción? La verdad es que no hay respuestas fáciles.

De los procesos de transición se ha aprendido que por sus propias características obligan a abordar todos los temores y no solo los de quienes han sufrido represión, ya que los hay de distinto tipo y características. En su diversidad, la mayoría de ellos deben ser tenidos en cuenta para que el proceso tenga éxito, a lo que hay que agregar los temores de los muchos que en el pasado apoyaron alguna vez a la dictadura, votando por Chávez en aquellas elecciones que sí ganó.

Las dificultades mencionadas son reales, pero superables, siempre que exista una perspectiva de avance, lento o rápido, pero continuo, visible para todos, o al menos, para la mayoría, requiriéndose paciencia y serenidad, ya que no todo se va a poder acometer al mismo tiempo.

Para estos efectos, un desafío es como mantener la movilización lograda. Ello es así por la característica especial de toda transición, aunque esté en sus inicios, ya que predomina el reino de la política a través de la búsqueda de acuerdos y consensos que permitan la construcción de una mayoría.

De las transiciones exitosas, sabemos de la importancia de actuar con seriedad, sin crear falsas ilusiones, como también que cuando se negocie se debe evitar caer en la transacción, en el “quid pro quo”, en el algo por algo, que tanto mal le hace a la imagen de la democracia. Ya que toda negociación debe tener como guía a la ética y a los principios, como distinción básica entre demócratas y quienes no lo son.

La conclusión es lo que repetían María Corina Machado y Edmundo González en gira electoral, que a la dictadura le llegó su hora, lo que refleja años de lucha para la restauración democrática y una historia de superación de dificultades, y, por lo tanto, de aprendizajes, y por lo mismo, de madurez.

Su antiimperialismo y el nuestro. Por Gilbert Achcar* Momento crítico. Septiembre 2022

Nota editorial de momento crítico: La invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022 polarizó las posturas entre los grupos de izquierdas en torno al conflicto bélico ruso-ucraniano. Ya en momento crítico hemos publicado dos columnas del compañero Rafael Bernabe que abordan esta cuestión y defienden una postura antiimperialista y anticampista frente a la guerra**.  El campismo puede definirse como aquella posición que reduce la complejidad de un conflicto a dos campos ideológicos únicamente: el progresista o el reaccionario. La guerra en Ucrania ha evidenciado que este tipo de simplificación es inadecuada y peligrosa. El rechazo a la política de la OTAN no debe traducirse en apoyo o indiferencia ante la intervención rusa en Ucrania.

De hecho, tal reduccionismo evita reconocer las consecuencias adversas de la invasión rusa, como son las violaciones a derechos fundamentales como el de la autodeterminación de los pueblos, eje central de cualquier lucha antiimperialista. Por otro lado, rechazar la invasión rusa no debe interpretarse como un respaldo a las políticas de la OTAN ni a los intereses imperialistas estadounidenses en la región ni a la idealización del gobierno de Zelensky.

Para profundizar en este tema, compartimos la columna de Gilbert Achcar, autor y profesor libanés de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS por siglas en inglés) de la Universidad de Londres, donde ofrece una evaluación panorámica de las posturas antiimperialistas que han prevalecido en los conflictos recientes. En su escrito presenta un análisis lúcido y esclarecedor que parte del origen del “campismo” en el contexto de la Guerra Fría, para destacar posturas críticas de izquierdas distintas y algunas reformulaciones del viejo campismo en tiempos recientes.

Achcar concluye tres principios rectores que pueden servir como orientación al momento de considerar la complejidad de los conflictos políticos desde posturas antiimperialistas: primero, priorizar el principio de autodeterminación democrática de los pueblos; segundo, el antiimperialismo se trata de oponerse a todos los estados y políticas imperialistas, no asumir la defensa de unos contra otros; y, tercero, plantea que incluso en aquellos casos en que la intervención de una potencia imperialista beneficie algún movimiento de emancipación popular, el juicio sobre la intervención debe estar dominado por la “desconfianza total hacia la potencia imperialista” y velar por la restricción de sus acciones.

***

Las tres últimas décadas estuvieron marcadas por una creciente confusión política sobre el significado del antiimperialismo, una noción que, en sí misma, había sido poco debatida anteriormente. Hay dos razones principales para esta confusión: el final victorioso de la mayoría de las luchas anticoloniales posteriores a la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe de la URSS.

Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y las potencias coloniales occidentales aliadas libraron varias guerras directamente contra movimientos o regímenes de liberación nacional, así como intervenciones militares más limitadas y guerras indirectas. En la mayoría de estos casos, las potencias occidentales se enfrentaban a un adversario local apoyado por una amplia base popular. Así pues, oponerse a la intervención imperialista y apoyar a los destinatarios de las mismas resultaba obvio para los progresistas; la única cuestión era si este apoyo debía ser crítico o sin reservas.

Durante la Guerra Fría, la principal división entre los antiimperialistas era la actitud hacia la URSS, que los partidos comunistas y sus aliados cercanos consideraban la «patria del socialismo». Estos determinaron en gran medida sus propias posiciones políticas alineándose con Moscú y el «campo socialista», lo que entonces se llamaba «campismo». Esta actitud fue alimentada por el apoyo de Moscú a la mayoría de las luchas contra el imperialismo occidental en el marco de su rivalidad global con Washington.

En cuanto a la intervención de Moscú contra las revueltas obreras y populares en su propia esfera de dominación europea, los campistas actuaron como simples defensores del Kremlin, denigrando estas revueltas con el pretexto de que eran fomentadas por Washington.

Aquellos que pensaban que la defensa de los derechos democráticos es el principio fundamental de la izquierda apoyaron tanto las luchas contra el imperialismo occidental como las revueltas populares en los países bajo dominación soviética contra las dictaduras locales y la hegemonía de Moscú.

Una tercera categoría la formaron durante un tiempo los maoístas los que, a partir de los años sesenta, calificaron a la URSS de «social-fascista», describiéndola como peor que el imperialismo estadounidense e incluso poniéndose del lado de Washington en ciertos casos, como la posición de Pekín en el sur de África [1].

Pero la situación caracterizada por las guerras llevadas a cabo exclusivamente por las potencias imperialistas occidentales contra los movimientos populares del Sur del planeta empezó a cambiar con la primera guerra de este tipo librada por la URSS desde 1945: la guerra de Afganistán (1979-89).

Y aunque no fueron organizadas por los Estados que entonces se llamaban «imperialistas», tanto la invasión de Vietnam a Camboya en 1978 como la agresión de China a Vietnam en 1979 causaron una gran desorientación en las filas de la izquierda antiimperialista mundial.

Otra complicación de gran envergadura fue la guerra dirigida por Estados Unidos contra el Irak de Saddam Hussein, en 1991. No se trataba de un régimen «popular», aunque sí dictatorial, sino de uno de los más brutales y asesinos de Medio Oriente, una dictadura que incluso había masacrado a miles de kurdos en su propio país con armas químicas y con la complicidad de Occidente, ya que esto había ocurrido durante la guerra de Irak contra Irán.

Algunas personalidades, que hasta entonces habían pertenecido a la izquierda antiimperialista, cambiaron de bando en esta ocasión apoyando la guerra dirigida por Estados Unidos. Pero la gran mayoría de los antiimperialistas se opusieron a la misma, aunque fue llevada a cabo bajo el mandato de la ONU y aprobado por Moscú.

Se mostraron reacios a defender una posesión del Emir de Kuwait, que Gran Bretaña le había regalado y que estaba poblada por una mayoría de emigrantes sin derechos. A la mayoría tampoco le agradaba Saddam Hussein: lo denunciaban como un dictador brutal, al tiempo que se oponían a la guerra imperialista dirigida por Estados Unidos contra su país.

Pronto surgió una nueva complicación: tras el cese de las operaciones bélicas de Estados Unidos en febrero de 1991, la administración de George H.W. Bush -que había escatimado deliberadamente a las tropas de élite de Saddam Hussein por temor a un colapso del régimen, lo que habría sido beneficioso para Irán- le permitió al dictador desplegar esas mismas tropas para aplastar un levantamiento popular en el sur de Irak y también a la insurgencia kurda en el norte montañoso. Incluso, en este último caso, le permitió utilizar sus helicópteros. Eso provocó una oleada masiva de refugiados kurdos que cruzaron la frontera con Turquía.

Para impedirlo y para que los refugiados volvieran a sus hogares, Washington impuso una zona de exclusión aérea sobre el norte de Irak (no-fly zone, NFZ). No hubo casi ninguna campaña antiimperialista contra la NFZ, ya que la única alternativa habría sido la continuación de la implacable represión de los kurdos.

En la década de 1990, las guerras de la OTAN en los Balcanes crearon un dilema similar. Las fuerzas serbias leales al régimen de Slobodan Milosevic llevaron a cabo acciones criminales contra los musulmanes bosnios y kosovares. Pero Washington había desestimado deliberadamente otros medios para evitar las masacres e imponer una solución negociada en la antigua Yugoslavia, porque estaba presionado para que la OTAN dejara de ser una alianza defensiva y se convirtiera en una «organización de seguridad» involucrada en guerras intervencionistas.

El siguiente paso en esta transformación consistió en involucrar a la OTAN en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, eliminando así la limitación original de la alianza a la zona del Atlántico. Luego vino la invasión de Irak en 2003, la última intervención dirigida por los Estados Unidos que fuera unánimemente condenada por los antiimperialistas.

Mientras tanto, el «campismo» de la Guerra Fría había resurgido bajo una nueva forma: ya no se alineaba detrás de la URSS, sino que apoyaba directa o indirectamente a cualquier régimen o fuerza que fuera objeto de la hostilidad de Washington. En otras palabras, se pasó de una lógica de «el enemigo de mi amigo (la URSS) es mi enemigo» a una lógica de «el enemigo de mi enemigo (Estados Unidos) es mi amigo» (o alguien a quien, en todo caso, no había que criticar).

Si la primera lógica dio lugar a algunas asociaciones extrañas, la segunda es la receta del cinismo desenfrenado. Al centrarse exclusivamente en el odio al gobierno de Estados Unidos, conduce a la oposición sistemática a todo lo que Washington emprende en el escenario mundial y lleva al apoyo acrítico a regímenes totalmente reaccionarios y antidemocráticos, como el siniestro gobierno capitalista e imperialista de Rusia (imperialista cualquiera que sea la definición del término) o el régimen teocrático de Irán, o los émulos de Milosevic y Saddam Hussein.

Para ilustrar la complejidad de los problemas a los que se enfrenta hoy el antiimperialismo progresista -una complejidad insondable para la lógica simplista del neocampismo- consideremos dos guerras nacidas a partir de la Primavera Árabe de 2011. Cuando las movilizaciones populares lograron deshacerse de los presidentes de Túnez y de Egipto a principios de 2011, todo el espectro de autoproclamados antiimperialistas aplaudió al unísono, ya que ambos países tenían regímenes aliados con Occidente.

Pero cuando la onda expansiva revolucionaria llegó a Libia, como era inevitable en un país limítrofe con Egipto y Túnez, los neocampistas se mostraron mucho menos entusiastas. Recordaron de pronto que el régimen altamente autocrático de Muammar al-Gaddafi había sido declarado ilegal por los Estados occidentales durante décadas, pero no sabían aparentemente que desde 2003 había colaborado con Estados Unidos y con varios Estados europeos [2].

Fiel a su propio estilo, Gadafi reprimió las protestas en un baño de sangre. Cuando los insurgentes tomaron el control de la segunda ciudad de Libia, Bengasi, Gadafi -después de describirlos como «ratas» y «drogadictos» y de prometer memorablemente que iba a «purificar Libia palmo a palmo, casa a casa, hogar a hogar, calle a calle, persona a persona, hasta que el país quede libre de mugre e impurezas»- preparó un ataque contra la ciudad, desplegando todo el arsenal de sus fuerzas armadas. La probabilidad de una masacre a gran escala era muy elevada. Diez días después del inicio de la revuelta, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó por unanimidad una resolución que enviaba a Libia a la Corte Penal Internacional [3].

Los habitantes de Bengasi pidieron protección al mundo entero, pero insistieron en que no querían tropas extranjeras en su territorio. La Liga de Estados Árabes apoyó el pedido. Como resultado, el Consejo de Seguridad adoptó una resolución que autorizaba la imposición de una zona de exclusión en el espacio aéreo libio, así como «todas las medidas necesarias… para proteger a las poblaciones y zonas civiles… excluyendo al mismo tiempo el despliegue de cualquier fuerza de ocupación extranjera, bajo cualquier forma y en cualquier parte del territorio libio» [4].

Ni Moscú ni Pekín vetaron la resolución: ambos se abstuvieron, ya que no querían asumir la responsabilidad de una masacre anunciada.

La mayoría de los antiimperialistas occidentales condenaron la resolución del Consejo de Seguridad y recordaron las que habían autorizado el ataque a Irak en 1991. Al hacerlo, pasaron por alto el hecho de que el caso libio tenía más puntos en común con la NFZ impuesta en el norte de Irak que con la guerra contra Irak con el pretexto de liberar Kuwait.

Sin embargo, la resolución del Consejo de Seguridad era claramente viciosa: podía interpretarse como una injerencia prolongada de las potencias de la OTAN en la guerra civil libia. Pero a falta de otros medios para evitar la masacre inminente, quedaba poco margen para oponerse a la NFZ en su fase inicial -por las mismas razones que llevaron a Moscú y Pekín a abstenerse [5].

En pocos días, la OTAN privó a Gadafi de gran parte de su fuerza aérea y de sus tanques. Los insurgentes podrían haber continuado su lucha sin una intervención extranjera directa, siempre y cuando tuvieran las armas necesarias para contrarrestar el arsenal restante de Gadafi. Pero la OTAN decidió mantener la dependencia de su participación directa con la esperanza de controlarlos [6].

Al final, los insurgentes lograron frustrar los planes de la OTAN desmantelando por completo el Estado de Gadafi, lo que dio lugar a la situación caótica que reina ahora en Libia.

El segundo caso, aún más complejo que el anterior, es el de Siria. En este país, la administración Obama nunca tuvo la intención de imponer una NFZ. Debido a los inevitables vetos de Rusia y China en el Consejo de Seguridad, eso habría exigido una violación de la legalidad internacional similar a la cometida por el gobierno de George W. Bush con la invasión de Irak (una invasión a la que Obama, entonces senador, se opuso). Washington mantuvo un perfil bajo en la guerra siria, intensificando su intervención sólo después de que el llamado Estado Islámico (EI) lanzara su gran ofensiva y cruzara la frontera iraquí, después de la cual las intervenciones directas de Washington se limitaron exclusivamente al combate contra el EI.

Pero la influencia más decisiva de Washington en la guerra siria no fue su intervención directa -que sólo tiene importancia para los neocampistas focalizados exclusivamente en el imperialismo occidental- sino la prohibición a sus aliados regionales de entregar armas antiaéreas a los insurgentes sirios, principalmente a raíz de la oposición israelí[7] .

El resultado fue que el régimen de Bashar al-Assad tuvo el monopolio aéreo durante el conflicto e incluso pudo recurrir al uso extensivo de barriles bombas transportados por helicóptero. Esta situación también alentó a Moscú a involucrar directamente a su fuerza aérea en el conflicto sirio a partir de 2015.

A propósito de Siria, la división entre los antiimperialistas fue muy grande. Los neocampistas -como, en Estados Unidos, la United National Antiwar Coalition y el US Peace Council– se centraron exclusivamente en las potencias occidentales en nombre de un «antiimperialismo» muy particular y unilateral, mientras apoyaban o ignoraban la intervención -incomparablemente mayor- del imperialismo ruso (o la mencionaban tímidamente, mientras se negaban a hacer campaña contra la misma, como en el caso de la Stop the War Coalition en el Reino Unido) y no hablemos de la intervención de las fuerzas fundamentalistas islámicas patrocinadas por Irán.

Los antiimperialistas progresistas y democráticos -incluido el autor de este artículo- condenaron siempre al régimen asesino de Assad y a sus partidarios imperialistas y reaccionarios extranjeros y reprobaron la indiferencia de las potencias imperialistas occidentales ante la difícil situación del pueblo sirio, se opusieron a su intervención directa en el conflicto y denunciaron el papel nefasto de las monarquías del Golfo y de Turquía, las que apoyaron a las fuerzas reaccionarias dentro de la oposición siria.

La situación se complicó aún más cuando el EI, en plena expansión, amenazó al movimiento kurdo nacionalista de izquierda sirio, la única fuerza armada progresista que operaba entonces en territorio sirio. Washington combatió al Estado Islámico con una combinación de bombardeos y un apoyo incondicional a las fuerzas locales, incluidas las milicias alineadas con Irán en el territorio de Irak y las fuerzas kurdas de izquierda en Siria. Cuando el EI amenazó con tomar la ciudad kurda de Kobane, las fuerzas kurdas se salvaron gracias a los bombardeos y a las entregas de armas por parte de Estados Unidos [8].

Ninguna fracción de antiimperialistas se levantó para condenar esta descarada intervención de Washington, por la razón obvia de que la alternativa habría sido el aplastamiento de una fuerza vinculada a un movimiento nacionalista de izquierdas en Turquía apoyado tradicionalmente por el conjunto de la izquierda.

Posteriormente, Washington desplegó tropas terrestres en el noreste de Siria para apoyar, armar y entrenar a las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) dirigidas por las fuerzas kurdas [9]. La única oposición vehemente a este papel de Estados Unidos vino de Turquía, miembro de la OTAN y opresor nacional de la mayoría del pueblo kurdo. La mayoría de los antiimperialistas permanecieron en silencio (un silencio equivalente a la abstención), en contraste con su propia posición de 2011 sobre Libia, como si el apoyo de Washington a las insurgencias populares sólo pudiera tolerarse cuando están dirigidas por fuerzas de izquierda.

Y cuando Donald Trump, presionado por el presidente turco, anunció su decisión de retirar las tropas estadounidenses de Siria, varias figuras destacadas de la izquierda estadounidense -entre ellas Judith Butler, Noam Chomsky, el fallecido David Graeber y David Harvey- emitieron una declaración[10] en la que exigían que Estados Unidos «continúe con su apoyo militar a las FDS» (sin especificar que eso debería excluir la intervención directa por tierra). Incluso entre los neocampistas, muy pocos fueron los que denunciaron públicamente esa declaración.

A partir de este breve repaso a las complicaciones recientes del antiimperialismo, surgen tres principios rectores. En primer lugar, y lo más importante: las posiciones verdaderamente progresistas -a diferencia de las apologías de los dictadores pintadas de rojo- deben determinarse en función de los intereses del derecho de los pueblos a la autodeterminación democrática y no por la oposición sistemática a todo lo que hace una potencia imperialista, sean cuales sean las circunstancias; los antiimperialistas deben «aprender a pensar» [11].

En segundo lugar: el antiimperialismo progresista exige oponerse a todos los Estados imperialistas, no ponerse del lado de unos contra otros. Por último: incluso en aquellos casos excepcionales en los que la intervención de una potencia imperialista beneficia a un movimiento popular emancipador -e incluso cuando es la única opción disponible para salvar a dicho movimiento de una represión sangrienta- los antiimperialistas progresistas deben abogar por una desconfianza total hacia la potencia imperialista y exigir que su intervención se restrinja a formas que limiten su capacidad de imponer su dominación sobre aquellos a los que pretende salvar.

Las discusiones entre los antiimperialistas progresistas que están de acuerdo con los principios analizados anteriormente son esencialmente tácticas. Con los neocampistas, en cambio, hay muy poco espacio para la discusión: la invectiva y la calumnia son su modus operandi habitual, siguiendo la tradición de sus predecesores del siglo pasado.

[*] Este artículo fue publicado originalmente en inglés How to Avoid the Anti-Imperialism of Fools (6 abril 2021) The Nation. En francés Leur anti-impérialisme et le nôtre (8 abril 2021) en A l’encontre. También Their anti-imperialism and ours (18 abril 2021) New Politics. Reproducimos aquí la versión en español Su antiimperialismo y el nuestro (4 octubre 2021, traducción del francés por Rubén Navarro) publicada Correspondencia de Prensa y en Rebelión.

[**] Véanse las columnas de Rafael Bernabe La izquierda y la invasión de Ucrania: ¿campismo o internacionalismo? (29 abril 2022) y La guerra en Ucrania: cuatro reducciones que debemos evitar (7 julio 2022) en momento crítico.


[1] https://www.jstor.org/stable/655421?seq=1

[2] https://abcnews.go.com/International/story?id=1965753

[3] https://undocs.org/fr/S/RES/1970(2011 

[4] https://undocs.org/fr/S/RES/1973(2011)

[5] http://www.inprecor.fr/article-Les-évènements-en-Libye?id=1120

[6] http://www.inprecor.fr/article-L’insurrection-libyenne-entre-le-marteau-de-Kadhafi,-l’enclume-de-l’Otan-et-les-confusions-de-la-gauche?id=1170

[7] https://ecfr.eu/article/commentary_syria_the_view_from_israel141/

[8] https://www.rferl.org/a/kobane-is-kurdish-syria/26644993.html

[9] https://foreignpolicy.com/2019/10/10/kurds-syrian-democratic-forces-us-donald-trump/

[10] https://www.nybooks.com/daily/2018/04/23/a-call-to-defend-rojava/

[11] https://www.marxists.org/francais/trotsky/oeuvres/1938/05/lt19380520.htm

What if Russia Wins? Carl Bildt. FA. July 2024

If Ukraine and its Western supporters lose resolve, Europe may face a scenario where Russia subjugates the rest of Ukraine, installs a puppet regime, and gradually integrates most or all of the country into a new Russian empire.

In the long term, it would be a Pyrrhic victory for Moscow. The repressive empire would struggle to digest its occupied lands, subdue a restive population, and bear the burden of very high military expenditures in a new era of confrontation.

Moscow would trade its medieval Mongol yoke for a 21st-century Chinese one—and be seriously left behind as the rest of the world enters a new green and digital age. Sooner or later, Russia would face its third state collapse in little more than a century.

A Russian victory and collapse of the Ukrainian state would have extremely grave consequences for Europe as well.

For starters, we can expect tens of millions of new refugees. In the Ukrainian territories Russia has occupied—first in 2014 and then since 2022—the population is now a fraction of what it was before. If a similar ratio applies to further Russian conquests, it would be realistic to count on 10 million to 15 million refugees, in addition to the slightly more than 4 million Europe is hosting already, flowing into nearby European states.

A Russian victory would transform European politics in several respects. Thoughts of an accommodation with this new Russia—something entertained until recently in Paris, Berlin, and some other European capitals—would be entirely unrealistic. A Ukrainian government-in-exile would operate from Warsaw or somewhere else in Central Europe. Defense expenditures—set to reach 4 percent of GDP in Poland this year and at least 2 percent across much of NATO—will need to double yet again in order to credibly deter threats from an increasingly desperate Russian regime.

New conflicts could be on the horizon. To which old borders would Russian President Vladimir Putin like to restore the Kremlin’s empire? Finland, Poland, and the Baltic states were all once ruled from Moscow, and anyone with access to Kremlin-approved television can find Russian imperialist dreamers talking in these terms.

Restoring the empire beyond Ukraine may be an unrealistic prospect for an overburdened, struggling regime, but who dares to take that for granted in Helsinki, Riga, or Warsaw? A new age of European confrontation is certain.

Putin is waging his war both to subjugate Ukraine and to rebalance the global order away from the West and what he considers U.S. domination. For his first aim, he has lukewarm Chinese support, but for the second, he has a strong ally in Beijing, which equally sees any Western weakening as buttressing its own position.

Japanese Prime Minister Fumio Kishida said before the U.S. Congress in April that Ukraine today could be East Asia tomorrow. Like the fall of Saigon and the fall of Kabul, a Russian victory in Ukraine would be seen across the world as an even more significant sign of the United States’ waning power. The appetite for adventurism from numerous actors is bound to increase.

The consequences of letting Russia win in Ukraine would be catastrophic for the Ukrainians, extremely serious for the security of Europe, and profoundly destabilizing for the rest of the world. In the end, it would probably lead to a collapse of Russia itself—which would present Europa with a whole other set of consequences to prepare for.

La izquierda pro Maduro abandona a su suerte los trabajadores y el pueblo venezolano. Luis Bonilla Molina. 21 de agosto de 2024

A diferencia de lo que viene ocurriendo desde hace 25 años con las elecciones en Venezuela – y ya van decenas desde la victoria de Hugo Chávez en 1998 – esta vez, tras la votación del 28 de julio, la amplia izquierda latinoamericana, incluida toda la base del “progresismo”, se ha dividido de arriba abajo.

Un sector cada vez más pequeño, pero todavía numeroso y lleno de intelectuales, se hace eco del argumento del Foro de São Paulo[1], según el cual, para salvar a Venezuela y a la región del imperialismo estadounidense, es necesario apoyar al gobierno de Nicolás Maduro a cualquier coste. Este coste, por supuesto, incluye la posibilidad de que, a diferencia de épocas anteriores, Maduro no haya ganado las elecciones porque, después de todo, hasta ahora se ha negado a comprobar su victoria.

Según esta lógica, basada más en la geopolítica clásica que en el marxismo, no sólo todo vale, sino que es necesario para no “entregar” el poder (y el petróleo) venezolano a la “derecha”. Según esta lógica geopolítica, el hecho de que Nicolás Maduro gane o pierda las elecciones es secundario frente al imperativo nacionalista “progresista” de impedir que el imperialismo estadounidense, encarnado por el candidato opositor Edmundo González, se instale en el Palacio de Miraflores y ponga así en peligro la propiedad estatal de PDVSA (Petróleos de Venezuela SA), dueña de una de las mayores reservas de petróleo y gas del planeta.

Un sector de estos neomaduristas, es cierto, se concentra menos en el petróleo y más en la tragedia de reconocer la derrota de Maduro, visto como un izquierdista, en un contexto de avance de la extrema derecha en el mundo y en la región.

Para todos ellos, sin embargo, no habría otra salida que apegarse a Maduro. Ni siquiera una negociación entre las dos partes de la disputa venezolana, como proponen Lula y Gustavo Petro, probablemente para buscar una división de poderes entre los dos lados, con alguna garantía para las libertades democráticas y alguna protección a la integridad de PDVSA.

La historia, los hechos no importan

A modo de recordatorio, ¿cuál es la línea que marca la diferencia entre derecha e izquierda: el discurso o la acción? Ciertamente, Maduro mantiene una gramática discursiva con verborrea de izquierda. Dice que su gobierno es una “alianza militar-policial-popular” antiimperialista y por el socialismo.

Necesita legitimarse interna y externamente como sucesor de Chávez, cuando lo único que ha hecho es hacer retroceder los logros y el legado de los años de avance del proceso bolivariano.

Más allá de las apariencias, lo cierto es que su política desde 2013 ha sido alentar el enriquecimiento de un nuevo sector empresarial en el país y, como Bonaparte, negociar entre las distintas fracciones de la burguesía venezolana, nuevas y viejas (con excepción de la más vinculada a la ultraderecha yanqui, que es María Corina Machado y Edmundo González) para mantenerse en el gobierno.

En una trayectoria abiertamente autoritaria, Maduro siempre ha favorecido a los sectores empresariales, en particular a los servicios de la industria petrolera, ampliamente distribuidos en la cúpula de sus fuerzas armadas y policiales. (e ahí la “alianza…”)

De hecho, nunca ha dejado de favorecer a diversos sectores empresariales, viejos y nuevos, en particular a aquel de los servicios a la industria petrolera, cuyos dividendos alimentan a la nueva burguesía y una porción es distribuida a las cúpulas de sus fuerzas armadas y policiales.

Más de 800 carros de alto lujo fueron decomisados solo al centenar de involucrados en la mega corrupción PDVSA-cripto descubierta en 2023, que es solo un reflejo de la situación de deterioro moral de la dirigencia gubernamental.[2]

Incluso bajo el intenso fuego de las sanciones estadunideneses contra Venezuela – que vienen de la administración Obama, pasaron por Trump y se flexibilizaron con Biden – Maduro nunca ha dado ningún paso para enfrentar al sistema financiero globalizado y sus apoyos internos. Ha venido destinando una parte sustancial del menguado presupuesto nacional a la banca privada para garantizar la venta de divisas a empresas privadas y rentistas, lo que se convierte en una política de subsidio y favorecimiento a los ricos.[3]

Al mismo tiempo (desde el decreto 2792 de 2018), prohíbe las huelgas, la presentación de reivindicaciones, el derecho de la clase trabajadora a movilizarse, la organización y legalización de nuevos sindicatos, mientras persigue y envía a prisión a los dirigentes sindicales que cuestionan las prácticas internas de las empresas, o simplemente piden un aumento salarial y un seguro de salud. Este fue el caso de la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), la mayor concentración del proletariado en Venezuela: tras movilizarse por salarios y beneficios entre junio y julio de 2023, fueron víctimas de una intensa represión. Leonardo Azócar y Daniel Romero, delegados sindicales, están encarcelados desde entonces[4].

El “antiimperialismo” de Maduro y su entorno no le impide ahora entregar el petróleo que necesita EE UU a través de Chevron y otras grandes empresas extranjeras (como Repsol), en un contexto en el que el Tesoro de EEUU les autoriza a extraer el oro negro venezolano, prohibiendo a sus empresas pagar impuestos y regalías a Venezuela[5]. La aceptación de estas condiciones neocoloniales muestra los límites del antiimperialismo madurista.

Las sanciones contra Venezuela se han flexibilizado con Biden (presionado por la guerra en Ucrania), pero Maduro sigue manteniendo el discurso de que todo es culpa de las sanciones, como pretexto para avanzar en un ajuste estructural que afecta fundamentalmente a quienes viven de su trabajo. En términos políticos, dentro de Venezuela, el discurso de las sanciones norteamericanas (reales, concretas y detestables) ha perdido su eficacia política frente al ostentoso y lujoso estilo de vida de quienes hoy gobiernan el país.

La clase obrera como elemento accesorio

El análisis de la situación de la clase obrera venezolana como base del análisis de izquierdas ha sido sustituido por la moda de la “geopolítica del petróleo”. Esta geopolítica binaria sólo ve la contradicción entre el imperialismo y el Estado venezolano (sin duda una contradicción importante en la realidad). No tiene suficiente dialéctica para tomar en cuenta, en un escenario de múltiples contradicciones, la situación material y política de la clase trabajadora, sus aspiraciones y opciones. Es como si se tratara de una cuestión accesoria, o de una contradicción secundaria.

El “mantra” de los pro Maduro para omitir el análisis de clase es evitar que la derecha llegue al poder, ignorando que Venezuela tiene un gobierno que aplica las recetas económicas estructurales de la derecha, sólo que con retórica de izquierda.  Bastaría hablar con los trabajadores (no con la burocracia patronal de la CBST) de Sidor, PDVSA, maestros y profesores universitarios para ver la terrible situación material en que viven (salario mínimo de 4 dólares mensuales, salario promedio de 130 dólares mensuales, compuesto de 80% de bonus), en medio de la peor pérdida de libertades democráticas en décadas para su organización, movilización y lucha.

Los nuevos geopolíticos del progresismo están poniendo el tema de las elecciones del 28J en la agenda de los grandes medios de comunicación internacionales (CNN, CBS y otros), sólo que en la acera de enfrente. No defienden los intereses de María Corina Machado y Edmundo González, sino los de Maduro y la nueva burguesía, con el falso axioma de que Maduro es igual a la clase obrera, sin analizar cuáles han sido las políticas antiobreras y antipopulares de Maduro.

Caen en la trampa del “fetichismo legal” al limitar su análisis de la situación a los resultados de las elecciones, sin cualquier criterio de clase. No se trata sólo de que Maduro y el CNE no hayan demostrado qué cuentas hicieron para darle la victoria al presidente en las elecciones del 28 de julio, sino de cómo esta situación afecta a la estructura de las libertades democráticas concretas en las que operan y sobreviven los e las trabajadoras.

Si no hay transparencia y legitimidad en las elecciones nacionales, en las que los candidatos inscritos representaban diferentes matices de los programas burgueses, es difícil pensar en restaurar las libertades democráticas mínimas que la clase obrera necesita para defenderse de la ofensiva del capital sobre su trabajo (derecho a salarios dignos, derecho a huelga, libertad de asociación, libertad de movilización, de expresión de opiniones y de organización en partidos políticos). A la clase obrera le interesa fundamentalmente cómo la situación tras el 28J permite o restringe, a corto plazo, las libertades que necesita para expresarse como clase explotada. Pero esta contradicción no entra en la lógica y el discurso de la nueva geopolítica progresista.

Omisiones y silencios comprometedores

Poco importa a estos “progresistas” que haya habido represión a la organización sindical y política de los trabajadores y el pueblo[6], ni que Maduro haya impedido que cualquier sector a la izquierda del PSUV participara en las últimas elecciones del país -¡incluso a costa de infiltrar, judicializar y atacar a la dirigencia del Movimiento Electoral Popular (MEP), el Partido Patria Para Todos (PPT), los Tupamaros y el propio Partido Comunista de Venezuela (PCV) para intervenir en él![7]

Los partidarios de Maduro no mencionan que después del 28 de julio, el gobierno intensificó la represión, ya no contra la clase media, sino principalmente contra la clase obrera, enviando a prisión a cerca de 2.500 jóvenes con una retórica de reeducación, lo que significa someterlos a vejatorios rituales públicos de lavado de cerebro.

Guardan silencio sobre la construcción de dos prisiones de máxima seguridad para quienes sean sorprendidos protestando o incitando a protestar en las redes sociales. Ignoran el encarcelamiento de varios políticos de la oposición y las amenazas directas proferidas en televisión a otros, como hizo el “ministro del martillo”, Diosdado Cabello, al ex alcalde de Caracas Juan Barreto[8], o a Vladimir Villegas, hermano de la ministra de Cultura y presidente de una comisión parlamentaria.

Si la amenaza a las personalidades públicas es así, es peor en los territorios de las personas corrientes que no son figuras mediáticas. Recientemente, hemos visto el despliegue de fuerzas de seguridad vestidas de civil para amenazar a activistas, como ocurrió el sábado 10 de agosto contra Koddy Campos y Leandro Villoria, líderes de la comunidad LGBTQI en Caracas. Como vimos en los días siguientes en el tradicional bastión chavista del 23 de febrero en Caracas, donde las casas de los activistas fueron marcadas con una X de Herodes por funcionarios del gobierno para asustarlos ante la posibilidad de manifestaciones.

La izquierda geopolítica guarda silencio sobre el número de muertos tras el 28J (cerca de 25, según estimaciones de organizaciones de derechos humanos y movimientos sociales), extendiendo la narrativa de que sólo fueron derechistas. Esto no sólo es falso, sino que constituye un retroceso en las conquistas de derechos humanos logradas en los períodos post-dictadura en la región.

El progresismo geopolítico replica el espejismo de un gobierno popular que ya no existe, que ha sido borrado por el transformismo y las políticas antiobreras de Maduro. Parecen pedirle a la clase trabajadora venezolana que luche por sus derechos sólo en el marco que Maduro permite, para poder alimentar, desde afuera, la utopía que no pueden construir en sus propios países. Este progresismo no ve que el crecimiento de la candidatura de derechas es el resultado de proscribir y negar la posibilidad de una alternativa por la izquierda. El éxito electoral del binomio Machado-González es en buena medida el resultado de los errores políticos del madurismo.

¿Y el petróleo?

Todos los graves hechos mencionados son considerados por los partidarios de la “victoria” de Maduro como “detalles formal-democráticos” secundarios ante el peligro de tener de nuevo a la “derecha escuálida” en el gobierno venezolano.  El razonamiento está tan desprovisto de criterios de clase como de un seguimiento básico de la realidad del país.

Desde noviembre de 2022, en el marco de la guerra en Ucrania, el Secretario del Tesoro de EE UU autorizó a Chevron a explorar y exportar petróleo venezolano, con la condición de no pagar impuestos ni regalías al gobierno venezolano, lo que constituyen condiciones neocoloniales que ni siquiera se conocían en los gobiernos anteriores a Chávez y que han sido aceptadas por Maduro. Desde entonces, Venezuela ha vuelto a ser un proveedor estable de petróleo para Norteamérica. Esto explica la delicadeza de las posiciones de Biden y la larga espera de los esfuerzos de la tríada progresista Lula, Petro, AMLO (de la que AMLO se retiró la semana pasada).

Hay que tener cuidado al hablar del embargo de EE UU a Venezuela. Hay embargos y embargos. El que afectó a alimentos, medicinas y repuestos para autobuses y coches que movían al pueblo, contribuyó decisivamente al éxodo de cuatro a cinco millones de trabajadores. Pero Venezuela de los de arriba ha conseguido convertirse en el sexto proveedor de petróleo de Estados Unidos, superando a países como Reino Unido y Nigeria[9], sin que los nuevos ingresos de esa “apertura petrolera” hayan mejorado para nada las condiciones materiales de vida del pueblo.

Lo que está en juego en Venezuela es qué sector de las clases dominantes – ya sea la vieja y escuálida burguesía oligárquica o los nuevos sectores empresariales vinculados a los “militares bolivarianos”, enriquecidos bajo Maduro – controla el negocio del petróleo. Así que es una disputa por ver quién se queda con la parte del león de la renta petrolera.

Cualquiera de ellos garantizará el suministro geoestratégico de petróleo a las potencias capitalistas occidentales y restringirá cada vez más la distribución de la renta petrolera al pueblo – porque eso es de la naturaleza económico social de los sectores capitalistas, en un contexto en que la naturaleza del Estado monoextractivista exportador de fósiles no ha sido tocada por el proceso bolivariano.

Es ingenuo y mal informado imaginar a un Maduro con programa y coraje suficiente para enfrentar los planes imperialistas de volver a colocar en el mercado mundial el petróleo que Venezuela puede producir – va a permitir y ganar con eso. Es un enorme error, en nombre de una supuesta soberanía, que seria garantizada por Maduro, hacer la vista gorda ante la creciente tendencia autoritaria del régimen contra los trabajadores y el pueblo descontentos.

Trágico es también, dicho sea de paso, que los geopolíticos maduristas sigan creyendo que la salvación de Venezuela viene de lo que es, en realidad, su maldición histórica: su riqueza petrolera. Algo que incluso el gran desarrollista brasileño Celso Furtado, sin ser socialista ni ecologista, ya señalaba como un gran problema para el país en el que vivió en los años 50.

¿Hay salida?

Está claro que la fuerza adquirida por la oposición de derecha, que ya fue derrotada en las urnas varias veces por Chávez y una vez por Maduro, y que ahora tiene a la cabeza a su ala más extremista, la oligarca Maria Corina Machado, es una tragedia. Una tragedia aún mayor es el hecho de que esta extrema derecha haya podido ganar o estar muy cerca de ganar las elecciones, no hay otra razón para la insistencia de Maduro en negar los resultados y reprimir tan duramente al pueblo. Precisamente por eso, porque una solución pacífica es difícil y simplemente entregar el gobierno a este sector es difícil de digerir, el camino para evitar el “baño de sangre” con el que ambos bandos amenazan a Venezuela puede ser el indicado por los gobiernos de Brasil y Colombia: presentación de los resultados, negociaciones entre ambos lados, en primer lugar con el propio Maduro (el grupo de gobiernos se niega a dialogar y a revisar los resultados de la oposición). Si bien es posible esperar que se garanticen libertades democráticas mínimas, liberación de presos políticos, cese de la represión, amplia libertad sindical y partidaria, también es posible negociar cláusulas de protección a PDVSA.

En este momento, apoyar la salida negociada propuesta por Colombia y Brasil – que cuenta con el apoyo de Chile y el repudio, por supuesto, del dictador Daniel Ortega – es la política correcta, porque es mucho más prudente, más oportuna y mucho más favorable a los trabajadores y al pueblo del país. Esta política, en contradicción con un régimen cada vez más autoritario, que reprime a los jóvenes, a los sindicalistas y a los opositores de izquierda, es menos ingenua y burocrática que limitarse a avalar las irregularidades y arbitrariedades del gobierno. Por un lado, permite argumentar que la extrema derecha no debe trocear PDVSA y los pocos logros sociales que quedan. Por otro lado, no parte de la premisa equivocada de que Maduro y su séquito militar-policiaco burocrático-burgués garantizarán la “soberanía” venezolana sobre cualquier cosa.

Soberanía nacional y soberanía popular

El progresismo latinoamericano, al igual que el tercermundismo y la izquierda estalinista, utiliza el término soberanía amalgamando dos acepciones diferentes: soberanía nacional y soberanía popular. Por supuesto, la soberanía nacional suele ser una condición para el pleno ejercicio de la soberanía popular. El problema es que los más diversos regímenes (y movimientos de opinión), tanto progresistas como regresivos, se apropian de la defensa de la soberanía nacional frente a la presión del mercado mundial y del imperialismo.

La soberanía nacional estuvo en el centro de los movimientos anticoloniales y de independencia nacional, así como de los populismos de desarrollo nacional del siglo XX. Pero está en el centro de la defensa de dictaduras militares (como las del Cono Sur latinoamericano en la década de 1960), dictaduras teocráticas (como la de Irán), burocracias estatales y, como vemos con Modi y Trump, gobiernos de extrema derecha. Sí, la defensa de la soberanía nacional e incluso los enfrentamientos con el imperialismo pueden llevarse a cabo bajo regímenes muy regresivos. Así, la defensa de la soberanía nacional solo tiene sentido en conjunción con la defensa de la soberanía popular, la autoorganización democrática de las masas, la conquista de libertades y derechos que fortalezcan el bloque histórico de las clases trabajadoras, que pueden construir alternativas al capitalismo global y a los imperialismos que lo estructuran.

Del mismo modo, tras las experiencias estalinistas del siglo XX, no podemos identificar mecánicamente a los pueblos con sus dirigentes políticos, que pueden o no representarlos, en una relación siempre dinámica. Cuando esta relación se rompe -como se ha roto o se está rompiendo en Venezuela- las libertades democráticas se convierten en un punto de apoyo fundamental para cualquier lucha por la soberanía, tanto popular como, por cierto, nacional.  Por lo tanto, no habrá fuerzas que garanticen la soberanía de Venezuela sobre su territorio y sus riquezas sin la recuperación de la soberanía popular.

¿No es importante la democracia?

Los regímenes democrático-burgueses no son el régimen al que aspiramos estratégicamente los socialistas: soñamos y luchamos por construir organizaciones democráticas de base, democracia directa, poder popular -como embriones de una nueva y más vital forma de democracia, ejercida por los trabajadores y sectores populares- en los procesos de la ofensiva revolucionaria. Pero, ¿es tan despreciable la democracia formal que nos importan un bledo las elecciones, que nos eduquen, con resultados amañados?

En un mundo cada vez más amenazado por una constelación de fuerzas de extrema derecha, la lucha es y será por mucho tiempo por la defensa de las libertades y los derechos democráticos, incluso de las instituciones de los regímenes democrático-burgueses frente a los embates de la extrema derecha – como ya lo hemos vivido con Trump, Bolsonaro, Erdogan, Orbán, etcétera. ¿Cómo queda una izquierda que desprecia la democracia hasta el punto de avalar la manipulación de las elecciones, frente a los pueblos y trabajadores del mundo y en países (cada vez más) donde la lucha contra la extrema derecha es vital? ¿Cómo van a resolver esta contradicción? O ¿esta igualmente es una contradición más que no importa?

Sectores que se autodenominan de izquierdas y avalan regímenes represivos también lo están haciendo muy mal, desde el punto de vista estratégico, en el necesario proceso de construcción política, teórica y práctica de una nueva utopía anticapitalista, capaz de volver a encantar a amplias capas de la juventud, de las mujeres, de los que viven del trabajo y de los pueblos oprimidos. Una nueva izquierda anticapitalista de masas debe ser democrática, independiente y enfrentarse a modelos autoritarios, o no será.

Pero queda una pregunta que debería ser más importante que todas para cualquier militante y organización socialista en América Latina y el mundo: ¿cómo nos vemos ante los ojos y expectativas de los trabajadores, el pueblo y lo que queda de la izquierda no burocrática en Venezuela? ¿Serán abandonados a su suerte aquellos sectores a la izquierda del PSUV, o críticos ocultos dentro del propio PSUV, hoy fragmentados, perseguidos, algunos presos, muchos en plena actividad contra la represión del gobierno[10]?

Por nuestra parte, apoyar sus luchas, alentar su unidad para resistir, ayudarlos a sobrevivir y respirar es la tarea internacionalista prioritaria. Todo lo demás que no les tenga en cuenta puede ser geopolítica, pero internacionalismo no lo es. Al fin y al cabo, la única garantía estratégica de una Venezuela soberana, de mejores condiciones de vida y trabajo, de reorganización y poder popular a medio plazo, está en manos de aquellos sujetos sociales y políticos que protagonizaron los años dorados del proceso bolivariano y no en manos de los sepultureros del proceso.


[1] Amplia unión de partidos de izquierda, creada por el PT en 1990 y hoy formada por más de 100 organizaciones, entre ellas el Partido Comunista de Cuba, el partido de Ortega en Nicaragua, Evo Moralez y su partido MAS en Bolivia. El Frente Amplio uruguayo lleva más de un año distanciándose de Maduro. Ahora, Lula, Petro y López Obrador han “dividido» definitivamente el bloque.

[2] Una malversación de fondos de PDVSA estimada en 15.000 millones de dólares derribó al presidente de la empresa estatal y ex ministro de Petróleo, Tareck El Aissami, el pasado mes de abril. Véase https://g1.globo.com/mundo/noticia/2024/04/09/ex-vice-presidente-de-nicolas-maduro-na-venezuela-e-preso.ghtml

[3] Sobre la política económica de Maduro y su relación con los sectores empresariales del país, ver: https://nuso.org/articulo/venezuela-elites-Maduro-fedecamaras/

[4] https://www.aporrea.org/trabajadores/n393080.html

[5] Estas son las condiciones establecidas por la llamada Licencia 44, con la que la administración Biden, en octubre de 2023, volvió a permitir la venta legal de petróleo venezolano a empresas privadas estadounidenses y extranjeras.

[6] Ver el artículo de Bonilla sobre el tema en: https://luisbonillamolina. com/2024/07/25/las-elecciones-presienciales-en-venezuela-del-28j-2024-una-situacion-inedita/ “El decreto 2792 de 2018 que elimina las contrataciones colectivas y el derecho a huelga, el instructivo ONAPRE que desconoce los derechos adquiridos de una parte importante de los empleados públicos, trabajadores de la educación, la salud y otros sectores, forma parte de una medida natural de contención y de una difusión de coincidencias entre la nueva y la vieja burguesía, para avanzar en acuerdos con amplios sectores del capital nacional y sus representaciones políticas.”

[7] El Partido Comunista de Venezuela fue intervenido e impedido de lanzar candidatos en agosto de 2023.

[8] Diosdado Cabello presenta un programa de televisión en el que condena a los desleales como traidores y los aplasta con un enorme martillo. No, no se trata de un cuento de realismo fantástico latinoamericano.

[9] https://www.brasildefato.com.br/2024/06/03/eua-compram-cada-vez-mais-petroleo-de-caracas-enquanto-enquanto-dificultam-vendas-venezuelanas-para-outros-paises

[10] Aqui, três dos setores que conformam essa esquerda fora do PSUV: https://www.aporrea.org/actualidad/n395391.html#google_vignette

Un olvido imperdonable para la izquierda ¿cómo está la clase trabajadora en Venezuela? Luis  Bonilla-Molina. Agosto de 2024

Cuando a un marxista revolucionario se le consulta sobre la situación de un país, tiene tres marcos referenciales y categoriales para responder. El primer marco, básico y elemental, previo y determinante respecto a las restantes, está referido a las condiciones de la clase trabajadora, especialmente a su situación material de vida y trabajo (salarios, inflación, poder adquisitivo, acceso a servicios básicos y seguridad social) y el régimen de libertades políticas en la cual se produce su proceso de toma de conciencia como clase (libertad de organización sindical, libertad de formular contratos colectivos, introducir pliegos conflictivos, derecho a huelga, derecho a movilización, posibilidades de organizarse en partidos políticos revolucionarios, libertad de opinión y de producción intelectual, entre otros).

El segundo marco, las condiciones en las cuales la burguesía y las clases (y castas) dominantes se apropian de la riqueza, el modelo de acumulación capitalista imperante, las características del modelo de representación política que expresa la dominación burguesa y el régimen de libertades políticas que tienen los ricos para hacerse cada vez más ricos.

El tercer marco, la relación de las burguesías nacionales con las naciones imperialistas y los centros del capitalismo mundial, lo cual implica un debate actualizado sobre los tipos de antiimperialismo, dentro de los cuales está los reacomodos de las burguesías nacionales y sus sistemas de relaciones que pueden causar fisuras temporales con los lazos históricos con el centro imperialista y, que son presentados como antiimperialismo. No toda contradicción temporal o circunstancial es antiimperialismo. Hoy, el antiimperialismo consistente y de larga duración es anticapitalista.  

Es imposible avanzar en la comprensión integral del segundo y tercer marco de análisis categorial, sin una correcta definición del primero.

A partir de la madrugada del 29J-2024, cuando el presidente del Consejo Electoral Nacional (CNE) de Venezuela, Elvis Amoroso, anunciara los resultados electorales de los comicios realizados el día anterior, se ha desatado una polémica sobre la transparencia y confiabilidad de los datos que soportaban el anuncio.

Esta situación ha generado un debate y fisura en la izquierda internacional en tres grandes polos: el primero, de la geopolítica, el segundo de la negociación para salir de la crisis de legitimidad y, el tercero de la perspectiva del mundo del trabajo.

El bloque mayoritario, de la geopolítica, plantea todo en términos de “izquierda en el gobierno” versus derecha y ultraderecha en la oposición. Las categorías de derecha e izquierda son significantes vacíos si no parten de la conformación y confrontaciones entre clases sociales, los procesos de acumulación de capital y las relaciones de opresión o liberación con las clases subalternas, especialmente la clase trabajadora.

Los partidarios de la geopolítica no mencionan los procesos de conformación de una nueva burguesía en el proceso bolivariano evidenciada en eventos como la crisis bancaria de 2009 (cierre de bancos creados con capitales generados a partir de las relaciones con el gobierno) o la develación de la mega corrupción del caso PDVSA-Cripto que involucró a un centenar de dirigentes del PSUV, entre ellos uno de los integrantes del buró político (se habló de 3.000 millones de dólares, luego de 15.000 y últimamente de 23.000 millones de dólares).

No basta con sostener una narrativa de izquierda para ser de izquierda, si esto encubre la incubación de un sector burgués y el sostenimiento del modelo rentista de acumulación burguesa. Los programas y ejecutorias de gobierno deben ser valorados más allá de las formalidades discursivas, para ello es importante confrontarlos o relacionarlos con la lógica de acumulación y distribución de la riqueza nacional.

El bloque de la geopolítica omite esto. No consultan a la izquierda histórica venezolana PCV-auténtico, PPT real, Tupamaros históricos, entre otros para conocer si hay coherencia y consistencia entre la definición gubernamental de izquierda y su práctica.

El peor de los “argumentos de la “izquierda geopolítica” es que si “cae” el gobierno venezolano eso tendrá un efecto desastroso en la conformación y avance de la izquierda en su país, desconociendo el creciente desprestigio social continental y mundial del madurismo en sus países, que es lo que realmente les afecta.

Pero, además, en el mejor de los casos esta definición “geopolítica” implica una solicitud de sacrificio de la clase trabajadora venezolana, de aceptación sumisa de sus condiciones de explotación y opresión en el propio país, para que esas otras izquierdas a nivel internacional puedan, como un corcho, mantenerse a flote.  Terrible pensar solo en pedir este sacrificio a la clase trabajadora venezolana.

El segundo bloque es el de la negociación, del acuerdo para salir de la crisis. En este esfuerzo ubicamos a los gobiernos de Brasil (Lula), Colombia (Petro), hasta hace poco México (AMLO) y de manera intermitente Chile (Boric). Este sector pareciera inspirado en evitar un deterioro social mayor y que se pueda generar un ambiente de conmoción y guerra civil en el país.  A pesar de sus loables y buenas intenciones, sus gestiones tienen el problema que omiten dos cosas fundamentales: 1) la situación material y de libertades de la clase trabajadora venezolana y 2) que la auténtica izquierda venezolana (PCV, PPT, Tupamaros, y otras agrupaciones a las que no se les ha permitido legalizar sus partidos) esta proscrita, no tiene posibilidad de conseguir personalidad jurídica ni participación autónoma en el marco electoral. Esta omisión no es un tema menor.

Recientemente este sector ha propuesto (Lula y Petro) la celebración de nuevas elecciones nacionales, como salida al impase generado por la negativa gubernamental a mostrar las actas que respaldan la declaración de triunfo de Maduro, mientras la oposición ha publicado en un sitio web propio más del 81% de copias de actas que el gobierno acusa de no ser auténticas. Esta propuesta de nuevas elecciones tenemos que entenderla como un camino de continuidad a las políticas de acuerdo inter burgués (vieja y nueva burguesía) impulsadas por el gobierno de Maduro entre 2018-2024, que no lograron cerrarse por la resistencia de un sector de la vieja burguesía de la cual forma parte y representa María Corina Machado (MCM).

Unas nuevas elecciones evidentemente no podrían ser el corto plazo porque resultarían en un nuevo impase, sino que tendrían que ser en el mediano plazo (dos años o más), precedidas por la conformación de un gobierno de cohabitación, consenso o integración que construya viabilidad a una eventual transición (leyes que protejan al madurismo evitando que vayan a la cárcel, garantías para la nueva burguesía de respeto a sus riquezas y posibilidades de seguir acumulando).

MCM rápidamente salió a oponerse a esta propuesta porque ella representa a un sector liquidacionista de la nueva burguesía, que va por un formateo de todo lo ocurrido -y acumulado por la nueva burguesía- en los últimos veinticinco años.

Es decir, la cuestión central hoy -para salir del impase coyuntural desde la lógica del capital- es un acuerdo inter burgués, sin embargo, alcanzarlo no significa la resolución de la crisis del modelo de acumulación burgués y de representación política iniciado en 1983, pero abre caminos en este sentido.

Las políticas de arrase a la burguesía madurista o el sector burgués que representa Machado, comienzan a inquietar a la burguesía latinoamericana, porque ello puede crear una situación que se salga de control; la mediación de los presidentes progresistas de la región procura contribuir a conjurar este riesgo, construyendo un camino de encuentro para los sectores burgueses en disputa.   

El tercer bloque, está conformado por los distintos tonos de la izquierda que parten de los análisis de clase. Este sector, minoritario en sus relaciones partidarias a nivel internacional, encuentra dificultad para posesionar sus argumentos, ante la vorágine mediática que instala la idea de polarización en dos bloques antagónicos (derecha versus izquierda, obviando la pugna inter burguesa y la existencia de organizaciones a la izquierda del madurismo).

La izquierda venezolana no madurista, es la que mejor entiende lo que ocurre estructuralmente, pero suele tener dificultades para plantear los análisis en un lenguaje que resulte comprensible para la mayoría de la población, que logre superar la mirada panfletaria, el sectarismo o el ultraizquierdismo e incluso la “política del hígado”.  Este sector necesita refrescar sus narrativas para poder tener mayor impacto en el debate y contribuir a clarificar la situación en las organizaciones sociales y políticas de la clase trabajadora internacional.

La supremacía de las narrativas que plantean lo que existe en Venezuela como una contradicción entre derechas o izquierdas, o que incluso ante los errores del madurismo hay que privilegiar su “independencia” respecto al imperialismo norteamericano, conforma un amplio espectro que se denomina como el campismo.

Lo que resulta un olvido imperdonable de la izquierda campista (que plantea todo en términos de blanco y negro) es que su lugar de enunciación, comunicación y toma de posición, no sea la situación material de la clase trabajadora venezolana y las múltiples causas de la misma, que incluya el efecto del bloqueo norteamericano, pero también las políticas neoliberales y anti obreras del gobierno de Maduro.