Régis Debray: La guerrilla de las galaxias

Octubre 1978. EL FANTASMA DELTODO Una generación entera de revolucionarios latinoamericanos provenientes de la pequeña burguesía radicalizada, tomó en los años sesenta el camino de la guerrilla, como en los años ochenta del siglo anterior toda una generación de revolucionarios rusos había tomado el del terrorismo. Al igual que entre éstos, entre aquéllos estaban algunos de los mejores, de los mas tenaces y dotados. Algunos han muerto, demasiados; otros están hoy entre sus treinta y sus cuarenta años, en plena fase de su madurez vital. Se han replegado, no se han retirado. Discuten, o intentan nuevos caminos. Buscan, junto con las vías actuales de la revolución en América Latina, una explicación de los errores y de las fallas reales que llevaron al fracaso de una empresa guerrillera en la cual participaron no empujados por un mero espíritu de aventura sino por un sentimiento de doble sublevación: contra la explotación capitalista y su opresión política y social, y contra las direcciones reformistas que luchan por mitigarla, pero no por abolirla.

Ellos rechazan, con indignada razón, las críticas de los reformistas a las guerrillas (no digamos ya las del enemigo de clase); las de aquellos que nunca se ensuciaron las manos o se quemaron los dedos en la acción y, desde lo alto de las poltronas parlamentarias o las oficinas burocráticas reales o imaginarias, poco importa que en espíritu jamás abandonaron, vuelven hoy a la mitad del foro y dicen: “Ya ven, teníamos razón: no había que hacerlo.”

No es el caso de Régis Debray, que por un periodo al menos intentó llevar a los hechos lo que sostenía con las palabras. En ese sentido los dos tomos de La crítica de las armas (La crítica de las armas, I, y Las pruebas del fuego, II, Siglo XXI Editores México, 1975) se presentan con ciertos títulos como un intento de respuesta global a esa búsqueda, en el amplio debate que la experiencia de las guerrillas ha suscitado en la izquierda latinoamericana. La neige brule, del mismo autor, premiada no hace mucho con el Premio Femina, puede decirse que completa aquel intento y lo ilumina con la luz particular del autoanálisis psicológico, pues constituye, ni más ni menos la versión novelada del balance de las guerrillas que Debray extrae en aquella obra.

Se dirá que no tiene mucha importancia, a esta altura, ocuparse de la obra “latinoamericana” de Régis Debray. La trayectoria misma del autor se ha encargado de liquidar su pasajera autoridad ante una parte de la vanguardia revolucionaria de América Latina. Pero detrás de la fama latinoamericana de Debray no están los fuegos de artificio de su estilo literario, sino el apoyo de la dirección cubana, en su momento, a la política y los métodos que Debray defendía. Se puede ahora dejar caer a Debray así como antes se estimuló la difusión de las incontables ediciones de sus escritos. Lo que no se puede o, mejor, lo que no se debe, es echar sobre un hombre la responsabilidad de una política que él se limitó a codificar en sus ensayos políticos.

Si me ocupo ahora, pues, del libro de Debray, es porque mientras aquella vanguardia que vivió en primera persona la experiencia guerrillera discute una explicación real que le permita recuperar lo válido y superar lo erróneo de esos años intensos de su vida, este libro me parece precisamente un ejemplo cumplido del método que no se debe seguir para hacer el balance de las guerrillas. Quiero hacer algunas reflexiones sobre este método, porque su aplicación tiene raíces sociales, no individuales, e indefectiblemente reaparece una y otra vez en éste u otros escritores políticos de la misma escuela.

AUTOCRÍTICA DEL ERROR, AUTODEFENSA DELTODO

La crítica de las armas, en sus dos tomos, se presenta como un balance crítico de las guerrillas y, en cierto modo, como una autocrítica (parcial) de las tesis defendidas por Debray en Revolución en la revolución. Su publicación sigue (no precede al viraje político de la dirección cubana -perceptible desde 1966-1967, notorio después de 1970- con relación a la guerra de guerrillas en América Latina. No pretendo hacer aquí un análisis de las razones y de la corrección de este cambio político. Me basta registrar que una vez más, como en Revolución en la revolución, Debray no precede y anuncia una política, se limita a ilustrarla, explicarla y justificarla. No es un reproche. Es una constatación, para marcar la distancia entre lo que es un teórico (equivocado o no, pero que toma el riesgo intelectual de sus propias ideas) y un propagandista (también equivocado o no, pero que no pasa de dar formulación “teórica” a las ideas que otros, pragmáticamente, ya están aplicando en la realidad).

En aquel mismo artículo de Marx del año 1883 de donde sale el título del libro, está ya enunciada la condición primera de lo que sería el método marxista: la crítica radical. Esta significa ir a la raíz. Y la raíz de un error no está en sus resultados, en sus consecuencias ni en sus antecedentes inmediatos: está en el método que a él condujo. El libro de Debray expone diversos errores de las guerrillas. No llega jamás a su raíz, al método de pensamiento que está en su origen.

En ese sentido La crítica de las armas no sólo adopta el mismo método de análisis que llevó a las enormidades teóricas, las superficialidades políticas y las falsedades de hecho que caracterizan a Revolución en la revolución, sino que constituye, en el fondo, una larga perífrasis para defender y salvar ese método frente al fracaso evidente que sufrió en su versión anterior. Las conclusiones, pues, son lo que estaba mal, no la línea de análisis y de pensamiento que condujo a ellas: esta es la esencia de la autocrítica que se convierte así, en un segundo nivel más profundo, en autodefensa.

La esencia del método de Régis Debray, tanto en Revolución en la revolución como en La crítica de las armas es la sustitución de las masas por sus comandantes, la sustitución de la realidad social por los organigramas y los esquemas operativos, la ignorancia del papel de la clase obrera y, por lo tanto, del programa socialista en la revolución; la exaltación del aparato (militar, político, estatal), de sus hombres y de sus métodos operativos como el Deus ex machina de la revolución. Es lo que Debray aprendió en la escuela de pensamiento stalinista independientemente de cuál pueda ser su honestidad personal, vio confirmado en sus estudios universitarios y resumió en sus obras y en su actividad política, siempre portavoz “independiente” de las necesidades ideológicas, no de una revolución, sino de un aparato, estatal u otro.

LUCHA DE CLASES Y REVOLUCIÓN

Lo primero que salta a la vista del lector marxista en la obra de Debray, es la ausencia de la lucha de clases, la ausencia directamente de las clases. Un libro que pretende ocuparse de episodios y épocas cruciales de la revolución en Venezuela, Uruguay, Guatemala, cuenta hechos aparentemente documentados; cuenta discusiones, es decir enfrentamiento de posiciones sobre hechos y toma partido en ellas. Pero jamás confronta los hechos de los revolucionarios, que relata, y sus posiciones políticas, que describe, con la vida social de los países en los que esos hechos y esas posiciones acontecen. En su inmensa mayoría, los hechos no se refieren a luchas sociales, a movimientos de las masas obreras, campesinas o estudiantiles, sino a acciones de los pequeños núcleos guerrilleros. Consecuentemente, tampoco las discusiones y las posiciones se articulan sobre los problemas de la vida social del país donde tienen lugar, sino sobre las acciones prácticas de los revolucionarios: ir al norte o al sur, subir a la montaña y bajar a la ciudad, hacer una ofensiva o replegarse.

Esas acciones y esas discusiones no ocurren, sin embargo, en el vacío, porque el libro tiene su lógica. Pero su punto de referencia no son las masas, sus necesidades, su estado de ánimo, su comprensión, su nivel de organización concreto. El término de referencia para las decisiones es el enemigo: el aparato estatal, militar y policial, la represión.

Entonces la impresión que el lector recibe, tanto de la parte metodológica como de la parte concreta de la obra, es que la guerra de guerrillas ocurre en una especie de vacío social, entre dos aparatos que se enfrentan en un duelo a muerte, sin otras determinaciones que su respectiva potencia de fuego. Es lo que Carlos Marighela llevó trágica y absurdamente hasta el extremo en su manual guerrillero y en su muerte en combate solitario y desigual.

Desaparece lo concreto como “síntesis de múltiples determinaciones” y lo que queda ante la imaginación del lector es una especie de “guerra de las galaxias” que puede ocurrir en todas las partes y en ninguna. Como cualquier otro país, Venezuela, Uruguay, Guatemala, presentan en los años que abarca el trabajo de Debray una constante riqueza y variedad de movimientos, de organizaciones sindicales y campesinas, de discusiones y movilizaciones estudiantiles, de derrotas grandes y pequeñas, de triunfos y retrocesos parciales, de cuyo complejo tejido está hecha la realidad social que las masas viven y en la cual se forma su conciencia y se organizan sus decisiones colectivas. Nada de eso aparece en este libro.

Daré un solo ejemplo, que puede multiplicarse a gusto del lector. Uruguay es uno de los países de América Latina más ricos en tradiciones de lucha proletaria, desde los anarquistas de principios de siglo cuya tradición figura, sin duda, entre las fuentes ocultas del socialismo revolucionario de Raúl Sendic y de su capacidad para organizar a los cañeros. En ese país, cuyo proletariado llenó de hazañas la lucha de clases en los años que aborda el libro, Debray sólo encuentra espacio para describir las operaciones, las medidas organizativas, las discusiones pragmáticas de los Tupamaros y llega a atribuir reveses que deciden la suerte de la organización, no a la incorrección de su programa y su política de los cuales no se ocupa sino a la falta de oportunidad y tempestividad con que se llevó a cabo una acción armada o con que se alteraron los esquemas organizativos.

Este pensamiento de aparato, completamente alejado de la vida real del pueblo uruguayo, tiene su culminación en una pequeña frase donde, entre el análisis de una larga serie de cuestiones organizativas, Debray encuentra el momento para informar al lector que, a mediados de 1973, el proletariado uruguayo realizó su novena huelga general en tres meses. Para cualquier marxista, para cualquier obrero, socialista o anarquista o sencillamente sindicalista, la hazaña de nueve huelgas generales en tres meses sería el centro de todo el análisis revolucionario, el metro sobre el cual medir la actividad de cualquier organización, la cuestión fundamental a explicar para comprender el por qué del triunfo o del retroceso de la lucha revolucionaria. Para Debray es una frase de una o dos líneas, perdida entre los extensos análisis de las discusiones tácticas frente a la represión del enemigo o las minuciosas descripciones de las “tatuceras”, los refugios de seguridad donde se ocultaban los militantes tupamaros para escapar a la persecución.

No se puede escribir sobre la lucha de los revolucionarios uruguayos para explicar a estos las razones de sus reveses e ignorar completamente la lucha de clases en Uruguay o más simple aún, la vida real, cotidiana, elemental de las masas uruguayas.

OPERATIVO, GUERRILLA Y PARTIDO

Desde el Manifiesto Comunista de Marx y Engels y La Lucha de clases en Francia de Marx, ambos de 1848, hasta El desarrollo del capitalismo en Rusia y el Qué hacer de Lenin, de fines y principios de siglo respectivamente, todo proyecto marxista de organización de la lucha revolucionaria ha comenzado por discutir la realidad social, el estado de la lucha de clases y, en consecuencia, el programa de la clase obrera.

No fue un capricho de Marx en la Primera Internacional, ni de Lenin en la Tercera, empezar por este extremo cuando aún ninguna organización existía. No formular el programa, sustituirlo por dos o tres consignas generales e imprecisas, por algunos llamados generales y por el nombre de los jefes, es la manera de impedir que la clase obrera intervenga y se pronuncie; es sustituir su pensamiento colectivo por el de los jefes o el del aparato.

Entre los objetivos principales de Revolución en la revolución, estaba impedir que una parte de la vanguardia guerrillera orientara su ruptura política con las viejas direcciones reformistas hacia el programa de la revolución socialista y hacia la comprensión central de la organización del proletariado, con sus sindicatos y su partido, en la revolución latinoamericana. Esta ruptura con el programa democrático burgués de los partidos comunistas (que Debray quería reducir a una simple disputa táctica sobre la lucha armada) había comenzado ya con la guerrilla guatemalteca del Movimiento Revolucionario 13 de septiembre, que a partir de 1963-64 proclamaba el carácter socialista de la Revolución, y se discutía ya en otros países(1). Aquel folleto de Debray fue uno de los instrumentos para desviar y ahogar esa discusión política.

Debray se oponía al programa de la transformación de la revolución nacionalista, agraria y antimperialista en revolución socialista a través de la organización independiente de la clase obrera y su alianza con el campesinado (y sus demandas de tierra) y con los estudiantes (y sus demandas democráticas). Pero no discutía ese programa, ni proponía otro. Sustituía la discusión por las calumnias contra el trotskismo y el programa socialista por las recetas militares. Pero la ausencia de un programa es también un programa. En realidad, Debray proponía un programa democrático burgués de revolución por etapas para “no asustar a los aliados burgueses”. Es la misma idea que, más matizadamente, sostiene en La crítica de las armas con su teoría de la “máxima unidad de fuerzas”. No se diferenciaba entonces, como lo hace ahora, de la vieja concepción democrática burguesa de los reformistas. Tampoco sus últimos libros discuten cuestiones de programa. No se pronuncia sobre la cuestión fundamental de toda discusión estratégica y táctica entre marxistas: ¿cuál es el carácter de la revolución? ¿cuál es su dinámica? ¿cómo se organiza el paso de una fase a otra? ¿cuáles son las formas organizativas y las consignas para hacer avanzar la conciencia de las masas y organizar su transición hacia el programa socialista? Al parecer, no le interesa. En realidad, sigue defendiendo la vieja perspectiva de la alianza con la supuesta “burguesía democrática” y de subordinación de la clase obrera a la política de ésta, mientras deja la cuestión de las tareas socialistas para un futuro lejano e indefinido. Debray es coherente: eso es lo mismo que hace en Francia el Partido Socialista de Francois Mitterand, al cual ha dado su apoyo en los últimos tiempos. Por eso no habla jamás de programa.

Los ejércitos, indudablemente, no discuten un programa. Pero lo tienen. Consiste en defender los intereses del Estado al cual representan, cualquiera sea la política de éste. Esto no significa que la guerra no tenga programa. Significa que la organización estatal burguesa no puede poner a discusión su programa y los intereses que defiende por los soldados que van a morir en su nombre. Debe mistificarlos. De ahí nace la disciplina militar burguesa.

Régis Debray, supongo, está de acuerdo con esto. Pero el hecho es que a lo largo de su libro, que sin embargo aspira a ser un balance político de las guerrillas, tampoco discute programas. Sigue exactamente el método de Revolución en la revolución, esa colección de consejos operativos dirigidos expresamente a minimizar la necesidad de programa según la norma de que “la acción une, las palabras dividen”. Debray critica ahora esta consigna, pero no va más lejos: en sus análisis, critica o aprueba las acciones, no las ideas que llevaron a esas acciones. Sin embargo, las guerrillas latinoamericanas no han sido simplemente una sucesión de acciones y de planes operativos, exitosos o fracasados. Han sido sobre todo, aún bajo su forma elemental de lucha armada, una larga discusión programática de toda una vanguardia revolucionaria contra el viejo reformismo de las direcciones comunistas, socialistas y sindicales. Junto a una enorme dosis de improvisación y de impaciencia, han significado un derroche de tenacidad, de espíritu de sacrificio, de dedicación a los intereses de las masas por encima de las incomprensiones y errores inevitables en toda lucha revolucionaria. Han sido un intento fallido de sustituir la ausencia de partido revolucionario, y aún la necesidad misma de partido obrero, por la acción resuelta de una pequeña vanguardia armada. Los guerrilleros, al pretender sustituir al partido, querían sustituir a los burócratas reformistas. En realidad, llegaron a descubrir, los mejores de ellos, que lo que estaban sustituyendo era a las masas, única garantía real (si las hay) contra los burócratas, y abriendo paso a una nueva especie de burócratas, supuestamente más “puros” que los otros, pero no mejores. A esta especie dogmática y despiadada pertenecen los que asesinaron a Roque Dalton luego de una acusación infame y una farsa de juicio.

Esos “veteranos” de la lucha guerrillera han comprobado en la crisis de su práctica lo que la teoría preveía: una pequeña vanguardia, por aguerrida que sea, no derriba el poder del Estado. Habían ignorado como en el fondo sigue haciéndolo el libro de Debray el carácter profundamente político del Partido Comunista Chino, o del vietnamita, o del Movimiento 26 de Julio, dejándose encandilar sólo por el brillo de sus acciones armadas.

OBJETIVIDAD Y PROGRAMA

La ignorancia de estas verdades elementales lleva a Debray a moverse constantemente en la superficialidad de las anécdotas guerrilleras.

El libro pasa de la anécdota a la anécdota y los revolucionarios se mueven en el vacío de sus aforismos, supuestamente dialécticos, tan terriblemente formales que llegan a parecer ejercicios escolares. Debray relaciona los hechos en la superficie, como un periodista, no en su trabazón interna, como un teórico. Esta superficialidad es particularmente notoria en la parte inicial, donde en sustitución de un mínimo análisis de la economía de estos países da unas cuantas cifras en el estilo de un corresponsal extranjero, en sustitución de la historia hace algunas afirmaciones, y en sustitución del proletariado real y del Estado real, igualmente ausentes, no da nada. Como en un tablero de luces, su razonamiento oscila entre lo abstracto- general y lo anecdótico-particular, y en la cuidadosa construcción de sus frases, confunde permanentemente la dialéctica con la paradoja. También aquí, el estilo es el hombre.

Esta superficialidad alcanza puntos extremos cuando debe abordar problemas históricos: por ejemplo, cuando en pocos juicios sumarios resuelve el problema del papel de la Tercera Internacional en América Latina y las polémicas internas del movimiento comunista en ese entonces. Con la misma falta de responsabilidad porque aquí, la ignorancia no es excusa discute más adelante el problema crucial de la relación entre guerrilla y partido, o asigna luego un papel histórico absoluto más allá de todo análisis crítico a la figura de Fidel Castro.

Desaparece así toda objetividad, consecuencia inevitable de la desaparición de programa, y tiene campo libre la fantasía. Pero esa fantasía es utilitaria o, para decir mejor, es pragmática. El momento culminante de este “pragmatismo fantástico” es tal vez la afirmación de que la coherencia interna de la línea expuesta en Revolución en la revolución se basaba en el proyecto de un hombre, el Che, en su vida y en su acción. Más aún: todo el proyecto de la Tricontinental habría sido la cobertura a los planes de ese hombre (pero no se podía decir, por motivos conspirativos…), desaparecido el cual tanto el proyecto político como el libro teórico habrían quedado sin sustento: mala suerte. El solo hecho de que le venga a la cabeza semejante explicación basta para ilustrar a fondo el método de Debray. En cuanto a la Tricontinental, lo que afirma Debray o es mentira, y en consecuencia es una farsa a posteriori para justificar una derrota sin analizar sus causas, o es verdad, y entonces invalida el proyecto mismo de la conferencia y de la organización.

La falta de objetividad hacia el presente va siempre unida a la falta de responsabilidad hacia el pasado. En la obra de Debray está ausente la historia nacional de estos países, sus determinaciones, su trabazón interna, todo aquello que ha forjado el carácter de sus pueblos, que son los verdaderos protagonistas no las vanguardias autoproclamadas de las revoluciones verdaderas.

Pero sin comprender esa historia es imposible comprender por qué las masas se mueven todavía, en sus luchas, dentro de los límites de la ideología nacionalista que las mantiene unidas a las direcciones burguesas, por qué el reformismo se nutre de esos límites y no de la maldad de los dirigentes reformistas, que son un producto y no una causa de esa situación, aunque luego contribuyan a prolongarla y por qué el antimperialismo tiene un contenido revolucionario a condición de que sea un momento necesario de pasaje en la conciencia hacia el proyecto socialista que lo engloba, y no un punto de llegada para mantener la ilusión en la posibilidad de un desarrollo capitalista autónomo de estos países.

Al desinteresarse de esas especificidades y esas determinaciones, Régis Debray no puede comprender las vías concretas del proceso revolucionario. “El carácter específico de un país condiciona su evolución con la fuerza de un destino ineluctable, y esto es tanto más evidente cuanto más atrasadas son las condiciones de vida allí existentes. No es la voluntad de la vanguardia revolucionaria la que puede decidir cuánto debe eliminarse y cuánto en cambio debe conservarse o llevarse a un estadio superior de desarrollo”, dice el comunista alemán Rudolf Bahro en su libro La alternativa, retomando una antigua idea del marxismo.

La crítica de las armas ignora también estas verdades y se condena así no sólo a no entender estos países, sino a no entender siquiera las polémicas guerrilleras que relata, quedando preso de su forma pragmática y operativa y sin alcanzar a comprender su fondo político. Es cierto que ese fondo era también, en buena parte, invisible para sus protagonistas. Pero el investigador, el historiador, el estudioso, no puede permitirse jamás tomar por buenas las apariencias con que los procesos se presentan, sino que debe tratar de comprender su esencia y explicar entonces su relación con esa apariencia. Hacer lo contrario equivale al viejo método de explicar, digamos, la ruptura entre Carranza y Villa por el carácter irascible de ambos ívaya si era real! o por sus ambiciones personales de poder, y no por las cambiantes relaciones de fuerzas en los enfrentamientos de intereses entre las clases y fracciones de clases en que cada uno se apoyaba. Se puede, ciertamente, rechazar este método y adoptar aquél. Pero entonces no es posible considerarse marxista, del mismo modo como no es posible decirse darwiniano y sostener que Eva nació de la costilla de Adán.

LA NIEVE ARDE (¿O QUEMA?)(2)

Muchos han señalado parentesco de Debray con André Malraux. Es cierto, sobre todo en la terrible superficialidad con que ambos tratan a los países coloniales o semicoloniales adonde los llevan la aventura y el arraigadísimo nacionalismo francés más aún, el francocentrismo del que aquella superficialidad se alimenta. Esta extraordinaria limitación del horizonte mental se expresa también en una actitud moral moral, porque afecta a la conducta que subyace, invisible, en el estilo distante y brillante, falsamente apasionado -falsedad no subjetiva sino objetiva: Debray cree apasionarse pero en verdad es escéptico y aristocrático. Esa actitud es, tal vez malgré lui, una actitud de espectador, encubierta por una forma de participación en la cual siempre tiene una puerta de escape a retaguardia, hacia su país, hacia su clase, hacia sus libros, hacia París, quoi. Debray no es de la raza de los que queman las naves o destruyen los puentes a sus espaldas. No es una novedad esto que digo: se lo han dicho a él y a muchos otros, como lo registran los diálogos estos sí bastante veraces de su novela La neige brule. Tiene la honestidad de registrarlo, sin buscar, esta vez, demasiadas excusas.

Lo que no registra, en cambio, es que los personajes de sus novelas se mueven como pequeños grupos de alucinados, sin ningún trasfondo social, sin que aparezca jamás el país real, Bolivia, donde la acción se centra (salvo en casuales nombres geográficos), alucinados que desahogan sus querellas tácticas y operativas sin hacer jamás alusión al fondo social real contra el cual o sobre el cual ellas tienen lugar. Todas las discusiones, incluída la discusión con un personaje real, el presidente Allende, son discusiones en las cumbres, entre aparatos y con razones de aparato. Nunca la gente pobre, nunca los mineros, las cholas, los fabriles, siquiera los estudiantes de Bolivia. La neige brule ilustra, mejor que cualquier comentario, el método de Revolución en la revolución y de su falsa antítesis y real continuación: La crítica de las armas.

En el marxismo clásico, las masas, los seres humanos reales y oprimidos, son los protagonistas de la historia. En su versión burocrática (socialdemócrata o stalinista) los protagonistas son los aparatos, los “cuadros”, así como en la versión académica ese lugar es ocupado por la cátedra, es decir, por los intelectuales. Estas dos versiones son, por lo demás, perfectamente compatibles, siendo los cuadros una variedad específica de los intelectuales. Esta es la explicación de la sorprendente similitud del mecanismo interior que mueve a los personajes de obras tan distantes como La noche quedó atrás, de Jan Valtin, Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, y La neige brule, de Régis Debray.

Valtin, cuadro del aparato de la Internacional Comunista de la época de Stalin, presenta en su novela autobiográfica una gigantesca lucha entre dos aparatos, el del nazismo y el del stalinismo, en el cual ambos terminan por asemejarse y los papeles parecen perfectamente intercambiables: casi es lo mismo un “cuadro” de uno que un “cuadro” del otro. El proletariado alemán, salvo en alguna página fugaz, está ausente de la escena. No es la imagen del mundo de un comunista, sino la de un hombre de aparato. Semprún, mezcla de intelectual y de cuadro del aparato del Partido Comunista español, presenta en su autobiografía novelada una versión más matizada, pero en el fondo notablemente similar a la de Valtin: es el aparato comunista en lucha contra el aparato franquista, los pasaportes falsos, la organización, el gusto de la aventura que el mismo Semprún confiesa como uno de los móviles de su relativamente larga militancia. Pero Semprún, menos austero que Valtin (los años 30 quedaron atrás, también para los comunistas), tan “señorito” como Debray, se permite atravesar la militancia conservando sus refinamientos de clase y dejando siempre, allá en el fondo, entreabierta la puerta de retorno al ambiente burgués del cual salió. Por eso su mordaz ironía sobre la tosquedad de los burócratas comunistas de origen obrero, que pavonean su origen mientras imitan las maneras de mesa de la burguesía, da en el blanco pero deja el sabor de las burlas de los aristócratas franceses a los revolucionarios burgueses que habían comenzado a imitar sus gustos y costumbres. Debray no es un hombre de aparato: es un intelectual que admira al aparato y a su “eficiencia”. No tiene nada de Valtin y está más cerca de Semprún, por origen de clase, por educación, por gustos, por formación política; pero no comparte con éste los años de militancia de partido, el sentido de la necesaria disciplina, el pasado de hombre de organización. En su novela, entonces, nada de eso aparece. Queda sólo el intelectual, escéptico sobre los demás y sobre sí mismo, en cuya obra los guerrilleros (los cuadros) son los héroes y las masas ni aún el coro de la tragedia.

En La neige brule, Imilla, el personaje central, muchacha de origen austríaco incorporada a la guerrilla boliviana por los largos caminos de La Habana y Santiago de Chile, Carlos, el dirigente de la guerrilla y compañero de Imilla, y Boris, el intelectual francés amigo de ambos que finalmente, presa de la duda, se echa atrás en la aventura y regresa a su país, se mueven en un espacio vacío, donde aparecen otros personajes menos probables todavía. Todos ellos protagonizan un intento de guerrilla urbana en Bolivia que termina en el desastre. Pero las razones del desastre no son jamás políticas, porque la novela no se ocupa de política (en realidad, no ocurre en Bolivia, sino en un imaginario país “tropical” al cual el autor llama Bolivia). Son puramente organizativas: enredos amorosos, citas mal hechas, accidentes fortuitos o no previstos. Ciertamente, todos esos incidentes ocurren en la vida real y pesan más cuanto más débiles son el programa y la política de la organización y su radicación en las masas. Pero jamás pueden tomarse como la explicación del fracaso de una empresa sino que ellos, a su vez, deben ser explicados a través de la política. La novela es ajena a esto, revelando así, con la transparencia de un experimento de laboratorio, cuál es el método de La crítica de las armas.

Pero algo más dice la novela sobre este libro: dice con qué ojos ha visto el autor a América Latina, pese a sus largas estadías incluso en años de cárcel en estos países. Los únicos personajes con cierto espesor psicológico son los dos europeos, Imilla y Boris: aparecen sus discusiones, sus motivaciones, sus sentimientos, como en un diálogo entre dos almas del mismo autor. No aparece jamás íDios nos proteja! el programa que se proponen llevar a la práctica. Carlos, el compañero de Imilla, jefe de la guerrilla, no tiene psicología: es un muñeco que atraviesa la escena como punto de apoyo de los dos protagonistas. Los guerrilleros bolivianos son presentados como lejanos bocetos sin rostro y sin contornos. personajes completamente enigmáticos para el autor que se ocupa de ellos tanto como el expedicionario blanco de los cargadores que llevan sus bultos en el safari. íY este escritor, en cuya novela aparecen, con todo el espesor de la realidad que su buen oficio literario es capaz de darles, las comidas y los lugares de París, mientras de Bolivia hay sólo la mención de una sajta de pollo, es quien ha escrito en dos gruesos volúmenes el balance “definitivo” de la guerrilla latinoamericana!

La acción ocurre, dice el libro, en La Paz. Pero la ciudad y sus habitantes no aparecen: la avenida Buenos Aires con su mercado, la calle Comercio con sus tiendas supuestamente “ricas” de país pobrísimo, Miraflores, Sopocachi, el barrio obrero y popular de Villa Victoria, protagonista de rebeliones, resistencias y masacres, nada, ni siquiera el Paseo del Prado, la calle del correo o la Plaza Murillo. La acción de la guerrilla, que no se ve, ocurre en Ninguna Parte. Los guerrilleros, que según dice el autor han montado una organización casi perfecta, se entrenan en karate, en conspiración, en tiro, en toda la variedad de artes marciales, menos en política: no discuten qué pasa en el país, qué ocurre en las minas, qué dicen los textiles de la Said y la Soligno, los ferroviarios de la Estación Central, ni aun los estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés. Nada: la indigencia, el vacío, el desprecio hacia el país y su gente, esa gente tan pobre y tan lejana de sus libertadores Imilla, Carlos, Boris cuya lucha y cuyo heroísmo cotidiano (porque nomás para vivir, el pueblo pobre de Bolivia tiene que ser héroe todos los días) es lo que sostuvo e impulsó al gobierno de Torres para que pusiera en libertad al joven intelectual revolucionario Régis Debray, metido en la ratonera de Camiri. Los bolivianos de La neige brule son tan lejanos, improbables y ausentes como los chinos de La condición humana, sin que el estilo de Debray pueda por eso, ciertamente, sostener la comparación con el de Malraux. Esa, precisamente esa, es la raíz de los desastres, intelectuales o materiales, que prepara el método de Debray para quien lo tome en serio.

Mucho tenemos que aprender en América Latina del proletariado de Europa, de su pensamiento, su organización y sus luchas, y también de sus intelectuales revolucionarios, que han unido su suerte a la de ese proletariado y han jugado su destino y sus vidas, más de una vez, en el apoyo a las revoluciones de los pueblos colonizados: Argelia, Indochina, también América Latina. Sus escritos y sus acciones han contribuido a elaborar nuestros programas y a fortalecer nuestras organizaciones y nuestras luchas. En esa escuela de teoría y de conducta debió estudiar Régis Debray antes de impartir sus lecciones: también en la lucha de clases hay que saber ser alumno, sin pretender ser maestro. No hay otro camino para comprender a las masas. Sólo si asimila esta lección metodológica, podrá la capacidad intelectual de nuestro autor ser útil a la revolución latinoamericana.

Notas:

1. He analizado este proceso en el artículo “Guerrilla, programa y partido en Guatemala (Crítica retrospectiva de una derrota)” Revista Coyoacán, núm. 3. México D. F, 1978.

2. El título La neige brule puede traducirse en español con dos sentidos diferentes de la palabra brule: arde o quema. No sé cuál respuesta dará el autor: ¿arde? ¿quema? ¿o las dos cosas a la vez?

Los años del gran desorden

Los años del gran desorden

“La eternidad está enamorada de las obras del tiempo”. William Blake- Proverbios del infierno

Las décadas, como todos sabemos,son divisiones producto de una convención el sistema decimal y no de un ciclo de la naturaleza en cuyas mutaciones reconocemos las huellas visibles de lo que llamamos tiempo. La historia, obra del tiempo, no respeta convenciones ni décadas. Si queremos hacerla coincidir con éstas, tendremos que decir que los años 20 comenzaron en 1917/1918 (revolución rusa, fin de la primera guerra mundial); los años 30, en 1929 (la gran crisis); los años 40, en 1939 (inicio de la segunda guerra mundial); los años 50, entre 1948 y 1950 (comienzo de la “guerra fría”, guerra de Corea); y los años 60 en 1959 (triunfo de la revolución cubana). Todos esos acontecimientos marcaron profundamente los años sucesivos y, en cierta medida los tiñeron con su color.

Si esto es verdad, la década de los 70 se inició en 1968, ese año de viraje para el mundo y para México, en el cual se acumularon, entre otros acontecimientos fuera de lo común, la ofensiva del Tet en Vietnam, el mayo francés y la “primavera de Praga”.

También por aquel entonces, a finales de los años 60, se inicia un giro en la economía mundial, marcado por el fin de la fase de expansión inaugurada en torno a la segunda guerra mundial, y el comienzo de una fase prolongada de tonalidad recesiva. En 1971 el dólar se separa de su paridad oficial con el oro e inicia su larga deriva, agregando otro factor de desorden a la economía mundial. En 1973 comienzan las manifestaciones de la llamada “crisis del petróleo”. En 1974- 75 se produce la recesión generalizada en las economías capitalistas, y desde fines de 1978 se anuncia, para 1980, la posibilidad de una nueva recesión.

Todo esto no obsta más bien, a su manera, contribuye a que la década sea testigo de un continuado crecimiento de las fuerzas productivas a través de la extensión de las conquistas y las aplicaciones de la tercera revolución tecnológica (electrónica, informática, energía nuclear), tanto en los países avanzados como en los países en proceso de industrialización o relativamente industrializados. La clase obrera industrial y, más en general, la clase de los asalariados, crece en números absolutos y relativos a lo largo y a lo ancho de toda la economía mundial, mientras crecen en el otro polo los procesos de internacionalización, concentración y centralización del capital.

El dinamismo de la década, visto retrospectivamente, es asombroso. En ella se combinan y se entrecruzan mundialmente procesos económicos, políticos y sociales que podemos resumir, a grandes rasgos, en los siguientes puntos:

1) Declinación de la hegemonía del imperialismo estadunidense, sin que sea sustituido por ningún otro imperialismo en su función de eje del sistema capitalista mundial y sin que se debilite su capacidad de respuesta militar global frente a la Unión Soviética.

2) Aumento del peso específico de los imperialismos europeos y japonés, sin lograr reemplazar a Estados Unidos en su papel de centro económico, político y militar: ninguna moneda sustituye al declinante dólar ni propone su candidatura para semejante abrumadora responsabilidad.

3) Aumento del peso numérico global y del peso social del proletariado mundial y de sus aliados más cercanos, el conjunto de los asalariados del campo y de la ciudad. Este crecimiento va acompañado por un crecimiento de su conciencia como clase, que puede medirse empíricamente no sólo en sus acciones sino también, indirectamente, en el crecimiento global de sus organizaciones de todo tipo.

4) Crisis paulatina, progresiva y prolongada de la dominación burocrática en los países no capitalistas y en las grandes organizaciones de masas, sin que esta crisis llegue a traducirse en ninguna parte en una superación de esa dominación y una eliminación de las burocracias, sus privilegios, sus métodos y sus sistemas de control y dirección y en su reemplazo por formas estables de democracia obrera o democracia socialista. Hay evidentemente una relación entre esta persistencia y la persistencia de la dominación de clase del imperialismo y la burguesía en el resto del mundo, así como hay también una relación entre las crisis de ambos sistemas de dominación.

5) Multiplicación de las crisis políticas interburguesas en cada país y reaparición de las crisis interimperialistas en proporciones desconocidas en las dos décadas precedentes.

6) Crisis generalizada del sistema de dominación imperialista, que desde Vietnam hasta Irán y Nicaragua ha sufrido en estos diez años derrotas sin precedentes, por su profundidad y significación, desde el tiempo de la victoria de la revolución china en 1949. Esta década dinámica y revolucionaria ha sido también una década terrible. Si la mitad de los años 60 estuvo marcada, para las masas del mundo, por la espantosa catástrofe de Indonesia, en los años 70 los días luminosos de las victorias han estado atravesados por los relámpagos oscuros de las derrotas, desde Chile, Argentina y Uruguay hasta los monstruos gemelos de la invasión soviética de Checoslovaquia y de la dictadura enloquecida de Pol Pot en Camboya.

Pero derrotas, reveses, interrupciones y contramarchas no han alterado, creemos, el sentido general de la marcha de la década: la irrupción creciente, multitudinaria y contradictoria, de los dominados en el primer plano de la historia; y la crisis creciente, con recomposiciones y nuevos estallidos, de los dominadores que de ese primer plano, todavía sin prisa pero ya sin pausa, van siendo desplazados.

I. LA DECADA OBRERA

EL LIMO DE MAYO

En las luchas obreras, la década se abrió violenta e inconfundiblemente en 1968. Cuando desde todos los horizontes de la ideología dominante incluidas diversas versiones del marxismo afiliadas a ella se daba por concluido el papel revolucionario de la clase obrera en la crisis del capitalismo y se exaltaba, sea su supuesto “aburguesamiento” y su adaptación al “consumismo” en los países avanzados, sea su sustitución por los marginales del llamado “tercer mundo” o por los campesinos como protagonistas de la revolución (“El campo rodea a las ciudades” y otras parecidas generalizaciones improvisadas), el proletariado francés irrumpió en tumulto, ocupó en el mes de mayo le joli mois de mai de 1968 todas las fábricas y empresas, enarboló en ellas la bandera roja y realizó lo que tal vez sea todavía la mayor huelga general de la historia: diez a doce millones de asalariados, en un solo país.

Instantáneamente, la cuestión del poder quedó planteada. Lo comprendió De Gaulle, que en esos días no acudió a sus apoyos políticos sino que se replegó sobre el ejército, dispuesto a enfrentar la amenaza con la ultima ratio de las armas. Pero el proletariado francés no tenía dirección revolucionaria para resolver la misma cuestión que en los hechos su movilización había planteado (pocas dudas caben hoy sobre la parálisis, la sorpresa y la resistencia demostrada ante la crisis revolucionaria de mayo por el Partido Comunista Francés) y el poder establecido pudo hacer volver las aguas a su cauce.

Esas aguas en crecida, sin embargo, arrasaron muchos prejuicios, mitos, ideas recibidas del pasado y diversos personajes y organizaciones de la política de izquierda y de derecha que pasaron entonces a convertirse de fantoches en fantasmas; el reflujo de esa creciente dejó uno de los limos más fértiles del siglo, tanto como el que depositaron la revolución rusa o la revolución china. De ese limo brotaron (brotan aún) nuevas ideas, teorías, organizaciones, una riqueza de la imaginación revolucionaria que parecía haber desaparecido con el repliegue y la burocratización de la revolución rusa.

El mayo francés, más que ningún otro movimiento, marcó la década siguiente. Volvió a poner los problemas de la vida cotidiana en el centro de las preocupaciones de la revolución. Golpeó y se ensañó con alegría feroz sobre los dogmáticos, los burócratas, los puritanos y los hipócritas que vivían- viven todavía- de la codificación y la osificación del marxismo como una doctrina del poder y no como una teoría de la explotación, la alienación y la liberación. Mayo de 1968 fue un vasto movimiento de subversión de todos los valores establecidos y aceptados por los poderosos, que abrió las compuertas a cuantas rebeliones recorrieron la década, y particularmente a una de las más profundas y más perdurables en el tiempo venidero: la rebelión feminista, la sublevación contra las diversas, cambiantes e inmutables formas de la dominación patriarcal.

Mayo pasó, muchos de sus participantes y protagonistas se desvanecieron, se aplacaron o se desilusionaron. Pero desde entonces, nuestro mundo es diferente y nunca más volverá a ser el de antes: bien lo sabe México, que entre julio y octubre de ese año vivió, así sea en escala reducida pese a su magnitud inolvidable, su propio 1968 y fue sacudido por una corriente de cambios irreversibles.

EL OTOÑO CALIENTE DE ITALIA

El mayo francés fue seguido por un movimiento tal vez menos universal en sus repercusiones, pero no menos importante en su contenido: el “otoño caliente” de 1969 en Italia. En una ola de movilizaciones, huelgas, huelgas generales y ocupaciones de fábrica, la clase obrera italiana puso en cuestión el poder despótico del capital en la producción, la dominación del patrón en la fábrica, el autoritarismo de los burócratas en el sindicato, la división del movimiento sindical por intereses corporativos de burocracias obreras políticas o sindicales, y dio origen a una nueva forma de organización unitaria heredada de sus más valiosas tradiciones de lucha: los consejos de fábrica. A través del movimiento de los consejos, el proletariado italiano revolucionó la relación interior entre base y dirección en los sindicatos, obtuvo conquistas sin precedentes (escala móvil de salarios, extensión de la seguridad social, sindicalización masiva, reconocimiento de los derechos del sindicato en la fábrica, democracia sindical, etc.), y sobre todo puso en cuestión la organización capitalista de la producción, afirmando el derecho de los trabajadores a controlar, mediante sus delegados y sus consejos, todos los aspectos del proceso de trabajo.

Lo que vivió entonces el movimiento obrero italiano fue una real revolución, tal vez menos espectacular pero, en ciertos aspectos, más profunda y duradera que el mayo francés; particularmente en lo que se refiere a las relaciones y las libertades en el interior de las empresas, es decir, en el corazón mismo de la dictadura patronal. Toda la década ha estado atravesada tanto por las repercusiones de estas conquistas como por las reiteradas tentativas del capital de desnaturalizarlas y arrebatarlas.

LATINOAMÉRICA: SOL Y SOMBRA

También la clase obrera latinoamericana cubrió con sus iniciativas los primeros años de la década. Los trabajadores argentinos la inauguraron con el “cordobazo”, la huelga general de 1969 cuyo epicentro estuvo en la gran industria de la ciudad de Córdoba. A punta de movilizaciones arrastraron y obtuvieron el apoyo de la pequeñoburguesía urbana e impusieron la victoria electoral de Cámpora en marzo de 1973 y el retorno de Perón ese mismo año, luego de 18 años de exilio. (El momento de esa victoria fue el principio del retroceso y de la posterior derrota, con la sustitución de Cámpora por Perón, la de Perón por Isabel Perón y López Rega, y la de este dúo siniestro dejado por Perón en el gobierno, por la dictadura militar abierta).

El proletariado y las masas chilenas llevaron al poder, en 1970, a Salvador Allende y a su gobierno de socialistas y comunistas. Los obreros y campesinos bolivianos creyeron ver en el gobierno de Torres, en ese mismo año, la posibilidad de volver a impulsar el proceso interrumpido de su revolución; crearon la Asamblea Popular, reorganizaron la Central Obrera Boliviana y la dotaron, en un Congreso Nacional, de uno de los más avanzados programas socialistas adoptados por los sindicatos latinoamericanos. Los trabajadores uruguayos fortalecieron sus sindicatos y su central sindical en un proceso de luchas que culminó en las grandes huelgas generales de 1973. Los electricistas mexicanos iniciaron, también a comienzos de la década, lo que fue la más importante movilización nacional por la democracia sindical desde entonces hasta el presente en México.

La década de los 70 vio otras irrupciones de masas cuyo motor más o menos visible fue la clase obrera. Entre ellas, las más importantes tal vez sean las que acabaron, por vías diferentes, con las tres dictaduras del sur de Europa que al iniciarse esos años todavía estaban en el poder. La “revolución de los claveles” que en abril de 1974 tumbó en Portugal a la más antigua dictadura de Europa tuvo como protagonista de primera fila a los militares. Pero las fuerzas sociales que la nutrieron fueron, por un lado, la revolución de las colonias portuguesas y, por el otro, la movilización de la clase obrera que en pocos meses, con sus sindicatos, sus consejos y sus partidos, ocupó el centro de la escena. La desaparición de Franco estuvo precedida y seguida por un proceso de organización de los trabajadores españoles, primero a través de las Comisiones Obreras todavía bajo el franquismo, luego a través de la reorganización de sindicatos, centrales obreras y partidos y las movilizaciones que impidieron una continuación disfrazada o mitigada del régimen franquista con otros personajes. La dictadura de los coroneles griegos, cuya crisis final se abrió con el movimiento de los estudiantes del Politécnico de Atenas, fue también rematada por las movilizaciones del proletariado.

LA CONTRAOFENSIVA DEL CAPITAL

Pero la década marcada por grandes luchas de la clase obrera en distintos países, ha visto también la reorganización del capital y la recuperación de su iniciativa en diversos terrenos y países. La crisis, la necesidad de reestructurar el proceso de acumulación en las condiciones de esa crisis y de las nuevas conquistas obreras, la necesidad entonces de recuperar esas conquistas y el terreno perdido, disminuyendo los salarios reales y los gastos sociales del Estado, dieron forma a la contraofensiva del capital que se ha entrecruzado con las luchas proletarias en todos los años de esta década.

Desde muy temprano, con el derribamiento de Juan José Torres y el establecimiento de la dictadura de Banzer en agosto de 1971, comienza en América Latina esa contraofensiva. En septiembre de 1973 se produce la contrarrevolución chilena y el derrocamiento del gobierno de Allende. Ese mismo año, luego de una onda de grandes huelgas generales infructuosas porque el proletariado no podía darles una salida política propia, los militares uruguayos inician una de las más sanguinarias dictaduras de estos años. En marzo de 1976 se instaura la dictadura antiobrera en Argentina, preparada por el desastre de los gobiernos de Perón e Isabel Perón y la descomposición de la dirección burguesa peronista que llevó al proletariado argentino a la peor derrota de su historia. La gravedad de estas derrotas se mide por el hecho de que la década se cierra con las tres dictaduras militares Chile, Uruguay, Argentina todavía en el poder, cuando ya es obvio -Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, íNicaragua! -que el sentido de la corriente ha cambiado.

En torno a 1975 y 1976 toma formas más orgánicas la contraofensiva del capital en los países industrializados. El gobierno de Valery Giscard d’Estaing da un aspecto moderno y dinámico en Francia al proceso de reestructuración industrial cierres de fábricas, despidos (sobre todo de trabajadores inmigrantes), contención o disminución de salarios reales y de concentración del capital, mientras el fracaso de la Unión de la Izquierda establecida en 1972 entre comunistas y socialistas deja el paso a una aguda y para muchos estéril polémica entre los estados mayores de ambos partidos. En 1976 el Partido Comunista Italiano y los partidos de izquierda en general obtienen la mayor votación de la historia del país, pero esa victoria electoral, subordinada luego a la estrategia del “compromiso histórico” con la democracia cristiana, no se refleja en los avances esperados en conquistas y posiciones de las masas italianas. La decepción de éstas abre paso a un comienzo de reflujo, en el cual el proletariado italiano mantiene sus conquistas y sus posiciones a costa de duras luchas defensivas, pero se ve progresivamente aislado del sostén de otros sectores sociales, desilusionados por la política de los grandes partidos obreros. La ofensiva del capital contra las conquistas obreras en Italia, acentuada a partir de 1976, se combina con la misma ofensiva en Gran Bretaña, Alemania occidental, España, Portugal, Bélgica, el conjunto de Europa capitalista. Debe decirse que ella, en pleno desenvolvimiento en este fin de década, no ha logrado en ninguna parte una victoria decisiva sobre la clase obrera, y que en las batallas defensivas que ésta libra en toda Europa maduran también nuevas demandas- como las 35 horas semanales de trabajo en respuesta a los despidos y la desocupación- que pueden contener en germen los elementos de futuros progresos y conquistas.

La crisis, que marca con su signo el ritmo de la lucha de clases en todo el mundo capitalista, no iguala sin embargo todas las situaciones ni les da un sentido único: también aquí el desarrollo es una combinación de procesos desiguales. El año 1979 ha visto la afirmación de las luchas y la organización del proletariado brasileño, que había sufrido derrotas graves antes que otros en 1964 y en 1968 y que desde entonces se ha multiplicado en número y en peso social y político, según la lógica dictada por la impetuosa industrialización del país más grande de América Latina. Tanto el surgimiento de las oposiciones sindicales y de los comités de empresa, como la aparición de nuevos dirigentes, la reconquista de los derechos democráticos, la obtención de importantes reivindicaciones salariales y laborales a través de movimientos masivos de huelga y el comienzo de organización de un partido obrero surgido del movimiento sindical, indican el resurgimiento y la maduración del movimiento obrero brasileño y, de hecho, más que cerrar la década de los 70 están ya abriendo y, tal vez, dando la tonalidad inicial de la década obrera de los 80 en América Latina.

En uno de los países claves del mundo contemporáneo, donde se combinan todos los niveles y grados del desarrollo económico y social, esta entrada del proletariado brasileño al primer plano de la escena resume, a su modo, el proceso más general de proletarización o de asimilación al proletariado por la generalización del trabajo asalariado y su predominio absoluto sobre cualquier otra forma de trabajo dependiente como el rasgo dominante de la década que termina en el plano de las relaciones sociales y de la lucha de clases. Ese rasgo dominará también, según toda probabilidad, la década que comienza, pero es posible que entonces lo haga marcando mucho más con su sello las relaciones de fuerzas políticas.

II. LA DECADA ANTIMPERIALISTA

VIETNAM

Un acontecimiento precedió al mayo francés, y aun cuando sería aventurado establecer relaciones casuales entre uno y otro, revelaría también estrechez de juicio negar cualquier tipo de influencia: se trata de la ofensiva del Tet, a inicios de 1968, cuando las fuerzas vietnamitas se apoderaron de Hue, conquistaron una parte de Saigón, tomaron la embajada estadunidense y durante varias semanas colocaron a la defensiva al ejército de Estados Unidos y sus títeres del sur, empezando a desmontar el mito de su invencibilidad, que se derrumbaría entre 1973 y 1975.

Es también en Vietnam donde la cuna de la década alcanza su meridiano y su cenit, cuando en abril de 1975 una ofensiva final de 55 días derrota y destruye al ejército de Vietnam del Sur y obliga a retirarse a las tropas imperialistas en la precipitación del desastre militar. El mundo entero ve por televisión, como seis años antes había visto la llegada del primer astronauta a la Luna, al embajador norteamericano arriando su bandera y emprendiendo la fuga en helicóptero.

Todos podemos recordar cuál sentimiento de triunfo, cuál alegría, cuál gusto de desquite (que no de venganza) por tantas humillaciones y derrotas recorrió a los pobres del mundo cuando supieron el fin victorioso de la larga epopeya vietnamita. Junto con Vietnam, toda la península indochina había sido liberada de la presencia imperialista y, como era abril, había de verdad aire de primavera en los setentas.

Vista desde el otro lado, la derrota estadunidense en Vietnam, que se llevó entre las patas a la estabilidad del dólar, a Nixon y a varias otras cosas, abrió definitivamente una crisis interior en la confianza del país en sus fuerzas y en la legitimidad de su política mundial y provocó un desgarramiento de su conciencia que, pese a todos los esfuerzos de la ideología dominante organizada, todavía no ha podido cerrarse. Sería erróneo subestimar la importancia de este desgarramiento como un factor potencial o real de desequilibrio y exasperación en momentos en que el imperialismo deba enfrentar las nuevas pruebas a que su función mundial lo someta.

LA MARCHA AFRICANA

Si algo ha progresado en estos últimos diez años, entre los avances y retrocesos naturales de todo proceso empírico, es precisamente la revolución antimperialista: de la derrota de Indonesia en 1965 a la victoria de Vietnam en 1975, parece haber transcurrido una época y sólo han pasado diez años. En 1974, la liberación de Mozambique, Angola y Guinea-Bissau luego de años de guerra colonial combinó la revolución en las colonias con la revolución en la metrópoli, Portugal, y aceleró el retroceso de las posiciones imperialistas en el continente africano. Sería injusto no mencionar aquí la audacia con que Cuba acudió en ayuda de la revolución angolesa y lanzó su peso militar en la balanza para desertar la invasión sudafricana y salvar la independencia del país.

Evidentemente, el atraso conservado en muchos de esos países por los “civilizadores” europeos durante tantos años, se paga después con la aparición de dictaduras de las capas privilegiadas locales encabezadas por figuras que no son sino la exageración caricaturesca de los rasgos esenciales de sus modelos imperiales: el espejo deformante de Idi Amin Dada, Bokassa y Macías no hace más que devolver las figuras irreprochablemente aristocráticas de Elizabeth, Philip, Charles, Juan Carlos, Sofía o su primo de rango, Valery. Pero en Etiopía, unos militares jacobinos terminan con la dinastía más antigua y con su régimen sanguinario y feudal, mientras a la izquierda de ellos los guerrilleros eritreos radicalizan su propia lucha por la independencia nacional. Y en Rhodesia, las guerrillas de los movimientos de liberación nacional obligan a retroceder y a negociar tanto a los colonos blancos como a la metrópoli británica. (Lejos, en la frontera oeste de la misma Europa, los revolucionaris irlandeses hostigaron durante toda la década al mismo antiguo y terco imperialismo).

LA REVOLUCIÓN ÁRABE

En Medio Oriente y el norte de Africa la revolución árabe atraviesa los setentas en medio de una crisis generalizada, producto sobre todo de la impotencia o de la traición abierta, como en el caso de Sadat, de sus direcciones burguesas. Esa crisis no significa, en cambio, un retorno o una recuperación de posiciones en la región por parte de las potencias imperialistas. En realidad, es la declinación final de la dominación de éstas junto con el fracaso de las direcciones burguesas y la incapacidad de las fuerzas obreras, campesinas y plebeyas para dar una dirección alternativa y una salida revolucionaria, lo que da a esta crisis su aspecto circular, repetitivo y convulso, en el cual se mezclan tanto los intereses de las grandes naciones imperiales como la desastrosa política de gran potencia de la burocracia soviética en la región, guiada ante todo por sus intereses geopolíticos y diplomáticos y no por las necesidades de los obreros, los campesinos y las nacionalidades oprimidas de Medio Oriente.

Los ejemplos más notorios de esta crisis son, entre otros, las masacres del “septiembre negro” en 1970 contra la resistencia palestina en Jordania; el combate incansable y heroico, que cubre toda la década,del pueblo palestino; la guerra del kippur en 1973 entre Israel por un lado y Egipto y Siria, con el apoyo de los países árabes, por el otro; la guerra civil intermitente del Líbano, combinada con las permanentes agresiones de Israel; la radicalización de Yemen del Sur; el ascenso y la derrota de las guerrillas del Dhofar debido a la intervención combinada de fuerzas del Cha y de Arabia Saudita; las reiteradas convulsiones políticas en Irak y en su partido gobernante, el Baas. Todo esto marcado por la llamada “guerra del petróleo” a partir de 1973, el aumento constante de los precios petroleros que da nuevos recursos a las clases dominantes locales y las entrelaza con los centros financieros mundiales, pero introduce un elemento de agudización de la crisis económica en Occidente y determina el desarrollo paulatino de un nuevo proletariado, en torno a la explotación petrolera, en varios de estos países.

Todas estas contradicciones terminan por hacer explosión, al filo del cierre de la década, en el país cuyo Estado es el gendarme de la región, el pilar militar y político de la dominación imperialista, el modelo y la vitrina de la “modernización” que el capitalismo occidental quiere imponer a los pueblos atrasados: Irán, el imperio del Cha Rehza Pahlevi, esa feroz dictadura establecida sobre 33 millones de habitantes y varias nacionalidades oprimidas.

En febrero de 1979, cae el tirano iraní bajo los golpes irresistibles de una de las grandes revoluciones de este siglo, sin duda, la más trascendente de la década junto con la vietnamita. Es la revolución que encabeza un viejo de 80 años, con mentalidad y terquedad precapitalistas, el ayatollah Jomeini, llevado al poder sin disponer de armas ni de ejércitos, literalmente “a furor di popolo”. El dispositivo político y militar del imperialismo en la región ha recibido un golpe del cual difícilmente se repondrá. La onda de choque de la revolución iraní amenaza hacer estallar otros conflictos latentes en Medio Oriente y aún más allá.

NICARAGUA

El último año de la década, finalmente, también trajo consigo una derrota más del sistema de dominación imperialista, esta vez en América Latina. El 19 de julio, bajo el efecto combinado de la ofensiva guerrillera, la huelga general y la insurrección popular, cae en Nicaragua la dictadura de Somoza y se establece un gobierno revolucionario que abre un ciclo de profundas transformaciones económicas y sociales en el país. Un nuevo ascenso de las movilizaciones populares en El Salvador y en Panamá señala el efecto más directo de la revolución nicaragüense: otros, sin duda, seguirán.

Quien quiera nombrar con una sola expresión del lenguaje de la lucha de clases a la década de Vietnam, Irán y Nicaragua, deberá llamarla “los años de la revolución antimperialista”. Pero quien quiera indagar más detenidamente en los elementos determinantes de las victorias de esa revolución, no podrá ignorar que en el centro de ellos está también la lucha, la organización y la resistencia infatigables de la clase obrera de los países imperialistas, que ha debilitado, maniatado incluso, la capacidad de respuesta social, política y militar de los Estados opresores contra las rebeliones y las guerras de liberación de los países oprimidos.

III. LA DECADA ANTIBUROCRATICA

LA PRIMAVERA DE PRAGA

En los países que unos denominan, eufemísticamente, del “socialismo real”; otros llamamos Estados obreros burocráticamente deformados, y muchos podemos coincidir en llamar, sin mayores precisiones, Estados de transición o sociedades postcapitalistas, la década de los setenta tuvo comienzo, también, en el año augural de 1968. Pocos negarán el papel iniciador de los acontecimientos de entonces en Checoslovaquia, lo que se ha dado en calificar como “la primavera de Praga”.

El movimiento antiburocrático checoslovaco representaba, en ese año, la maduración de muchos impulsos provenientes del interior y del exterior. Comenzó como una serie de cambios desde arriba, en el interior del aparato gobernante, destinados a reformar los aspectos más repudiados de la dictadura burocrática. No tardó en extenderse como una movilización cada vez más amplia desde abajo, primero de las capas intelectuales, luego de sectores obreros, finalmente de la clase obrera y las masas checoslovacas, por la democracia socialista, contra los privilegios del poder, contra la dictadura de los funcionarios del Estado y del partido.

El movimiento fue iniciado por comunistas y desde el principio hasta el fin estuvo dirigido por comunistas. En ningún momento se propuso, al menos en sus sectores ampliamente mayoritarios tanto en la dirección como en la base, retornar al capitalismo y a la propiedad privada de los medios de producción, un pasado que en Checoslovaquia y en todas las sociedades postcapitalistas está muerto y enterrado por una nueva conciencia social colectiva. Tampoco fue un movimiento revolucionario sino un movimiento reformista, en el mejor sentido de la palabra: quería introducir reformas socialistas y establecer normas de democracia obrera en los terrenos de la planificación, la distribución, la discusión de los problemas del país y la organización del Estado y de la sociedad.

Precisamente por eso, su desenvolvimiento entrañaba una amenaza mortal no sólo para la capa burocrática checoslovaca, sino para todas las burocracias privilegiadas que dirigen el Estado, el plan, la economía, la vida política y social y las fuerzas de represión en las sociedades postcapitalistas (pese a las notables y aun profundas diferencias entre unas y otras). Pocos meses bastaron a la burocracia soviética, la más antigua, sólida y experimentada, para comprender el peligro y convencer a las fuerzas del Pacto de Varsovia sobre el interés común de todas ellas en intervenir militarmente para cortar de raíz el proceso checoslovaco. Con esas fuerzas se alineó una parte de los dirigentes checoslovacos, mientras la tendencia que encabezaba las reformas quedó paralizada por su formación política anterior, que la hacía incapaz de resistir a la Unión Soviética y de llamar a los comunistas, a la clase obrera y al pueblo checoslovaco a convertir las reformas en una revolución antiburocrática y a oponerse al compromiso y al cedimiento.

Breznev creyó, sin embargo, y así lo dijo, que con sus tanques el orden no tardaría en reinar en Praga y en el movimiento comunista y que la invasión de agosto de 1968 sería olvidada de allí a poco. Más de diez años después, nadie puede dejar de ver que la contrarrevolución burocrática, impuesta desde afuera a los comunistas y al pueblo checoslovacos, inauguró una crisis interior del movimiento de los Partidos Comunistas que, lejos de cerrarse, continúa acumulando elementos de oposición y de resistencia a esos métodos de imposición y de comando.

En este sentido, la laceración abierta fue tan profunda como la que causó la contrarrevolución burocrática cuando aplastó, con los tanques soviéticos, la Comuna húngara de Budapest en octubre-noviembre de 1956. Pero al contrario de lo ocurrido entonces, esta vez no ha provocado sobre todo desprendimiento de tendencias, sino que es una crisis volcada antes que nada al interior de los partidos comunistas, el inicio de un cuestionamiento permanente y paulatinamente más coherente de los métodos, los motivos y el programa de la dominación y la dictadura de la burocracia en los partidos y en los Estados obreros.

El segundo gran movimiento antiburocrático fue la huelga de los obreros de Stettin y Danzig, a fines de 1970, que determinó la caída del gobierno de Gomulka en Polonia y arrancó, pese a la represión que sufrieron después sus dirigentes y cuadros, diversas concesiones al poder burocrático, imponiéndole además la conciencia de límites que no puede pasar en el país sin tener que enfrentarse con una reacción de masas.

CHINA-VIETNAM-KAMPUCHEA

Pero, en general, las formas políticas de la dominación burocrática conocieron durante la década un período de relativo asentamiento, en el cual pesaron tanto la derrota de los reformistas checoslovacos por la invasión soviética como la declinación final y el cierre de la revolución cultural en China a fines de los sesenta, seguida por la muerte de Mao y la lucha entre sus sucesores que terminó con la eliminación de la llamada “banda de los cuatro”. El maoísmo original, es decir, el maoísmo de Mao, fue prácticamente desmantelado, y los setenta se concluyen con el auge del viraje a la derecha encabezado por Deng Xiaoping bajo el nombre genérico de “las cuatro modernizaciones”.

En esta década llegaron también a un punto de ruptura algunas de las contradicciones más agudas de los regímenes burocráticos. El imperialismo estadunidense, e incluso los imperialismos europeos, pudieron sacar amplio provecho del conflicto chino-soviético, obtener concesiones de ambas partes y enviar incluso al presidente Nixon a Pekín mientras las bombas norteamericanas llovían sobre Vietnam.

Pero los dos momentos más terribles para el movimiento revolucionario mundial y para los comunistas de todas las tendencias fueron, sin duda, el ascenso de Pol Pot (ese hijo directo de Stalin), y de su camarilla de burócratas criminales: durante cuatro años en el poder quintearon (la expresión es suave) al pueblo de Kampuchea y asesinaron o provocaron la muerte de millones; y el estallido de la guerra entre China y Vietnam en febrero de 1979, donde la clase obrera mundial contempló atónita y desconcertada, en las imágenes de la televisión, cómo los obreros y campesinos comunistas de un país eran enviados a matar a los obreros y campesinos comunistas de otro país por dirigentes que decían obrar en nombre de los ideales del marxismo y del internacionalismo proletario.

Este crimen inaudito no sólo contra el pueblo vietnamita (y el chino) sino también contra la conciencia comunista, desciende directamente de los crímenes de Stalin, de los asesinatos en masa en la Unión Soviética de los años 30, de los procesos de Moscú, del aplastamiento de la revolución húngara en 1956 por los tanques soviéticos de Jruschov, del aplastamiento del movimiento reformista checoslovaco de 1968 por los tanques soviéticos de Breznev, de todas las manifestaciones del poder y la prepotencia burocráticas en que las discusiones y diferencias entre tendencias comunistas son resueltas por el empleo de la violencia estatal contra un hombre, una tendencia o un pueblo entero. Quienes dicen que ya no vale la pena perder el tiempo discutiendo a Stalin y analizando las razones de sus crímenes, se parecen a quienes sostienen que ya no tiene importancia leer El capital porque el capitalismo ha cambiado de fundamentos y de métodos: esos ingenuos reales o fingidos harían bien en mirarse en el espejo sangriento de Pol Pot y en la tragedia del pueblo camboyano.

DISIDENCIA Y EUROCOMUNISMO

Corrientes subterráneas de aposición o de protesta, sin embargo, atraviesan la estructura social de los Estados obreros donde mayores son la tradición y el peso específico del proletariado. De ellas se alimenta la vivacidad de la oposición checoslovaca, algunos de cuyos representantes – Vaclav Havel, Peter Uhl y otros- acaban de ser nuevamente condenados a años de prisión por pensar en forma diferente del gobierno. De ellas viene también el pensamiento que se expresa en la obra de Rudolf Bahro, quien reconoce que su extraordinario libro La alternativa la crítica más lúcida del sistema burocrático desde La revolución traicionada de Trotsky, publicado cuarenta años antes, aparecido en 1978, tuvo su origen en la conmoción que provocó en su conciencia y en la de muchos de sus compañeros comunistas la noticia de la invasión soviética a Checoslovaquia. Es lícito suponer que esta obra teórica que eclosiona sobre el fin de los setentas influirá notablemente sobre la elaboración y el pensamiento marxistas en la década de los ochenta.

Los setentas vieron, finalmente, el nacimiento del “eurocomunismo”, ese no muy bien definido movimiento de ideas que combina una revitalización del reformismo clásico y una adaptación de los partidos comunistas a sus Estados nacionales (no muy diferentes, en esto, del stalinismo de los Frentes Populares en los últimos años 30), con una resistencia a la imposición de las normas y las orientaciones de la burocracia del Kremlin sobre los partidos comunistas de otros países. Es sobre todo a través de este segundo aspecto (pero no sólo de él), es decir, del distanciamiento con respecto a la burocracia soviética y el aumento del espíritu crítico hacia sus métodos y su política interior, como el “eurocomunismo” ha obtenido apoyo en sectores de la clase obrera comunista de Europa occidental, a quienes es ya imposible ofrecer el llamado “modelo soviético” como una imagen verídica de los ideales del comunismo.

Si tuviéramos que hacer el balance de la década en el terreno de las relaciones entre las burocracias dirigentes y las masas en los Estados postcapitalistas, deberíamos decir que al asentamiento relativo del poder material de las cumbres burocráticas correspondió en cambio una declinación segura de su hegemonía sobre la conciencia de las masas y de su consenso en las filas de los militantes comunistas. En unas y otros, los setentas han sido años de crecimiento intenso del espíritu crítico y de caída y quiebra de los dogmas del poder. Algunos denominan a este fenómeno “crisis del marxismo”, cuando sería mucho más preciso llamarlo declinación del “dogma del marxismo” y resurgimiento del “marxismo de la crisis”, de aquella escuela del pensamiento, la de Marx y Engels, cuya tarea fue siempre preparar el porvenir en la crítica revolucionaria de todo lo existente.

IV. EL DESORDEN Y LA LOGICA

En ese eje en torno al cual gira el movimiento de la historia: la lucha de clases, entramos a los ochenta bajo un signo determinante: el aumento global del peso numérico de la clase obrera en el mundo; del número y peso social de sus aliados; los trabajadores asalariados de todas las categorías; y de la conciencia de esa clase con respecto a sí misma y a sus intereses históricos, sea en relación con el capitalismo, sea respecto de sus propias burocracias dirigentes.

Crecimiento de la conciencia no significa, sin embargo, conciencia nítida, sino sólo menos enajenada que en el pasado. Si el dogma stalinista ha declinado, no podría asegurarse lo mismo de las ilusiones reformistas en amplios sectores de trabajadores, sobre todo en los países avanzados. Pero poca duda cabe, en cambio, de que frente a las convulsiones y transformaciones de la última década no pueden persistir intactas muchas creencias, antes sólidamente arraigadas, en la estabilidad y la inmutabilidad de los poderes y la solidez de la dominación de clase o de casta. Esto revoluciona el espíritu de los seres humanos y los predispone a aceptar y a incorporarse a la revolución de sus relaciones sociales. Esta ha sido, por encima de todo, la década de la victoria de Vietnam.

En medio de la crisis, la burguesía de los países centrales del capitalismo mundial ha tratado de cerrar filas frente al proletariado y los Estados de transición al socialismo. Los ochenta se inician en plena ofensiva burguesa en Europa, Estados Unidos y Japón contra las conquistas obreras de la década anterior. La clase obrera resiste sin haber cedido ninguna de sus posiciones esenciales, sindicales, políticas o sociales. Todo indica, sin embargo, que será en el curso de los ochenta cuando esa prueba de fuerza llegará a su fase culminante. De su resultado dependerá en gran medida el curso sucesivo de la historia.

No es sólo el equilibrio de armamento nuclear y convencional y el riesgo cierto de perecer en la empresa junto con su enemigo lo que disuade al imperialismo de lanzarse en una aventura bélica mundial para resolver su contradicción histórica con los Estados obreros. Es también que dicha aventura es socialmente impensable mientras no haya logrado doblegar y quebrar a la clase obrera occidental, en tanto no haya podido infligirle una derrota decisiva como fueron el fascismo y el nazismo.

Y si el proletariado occidental ha sido un escudo que protegió durante los años setenta el curso de la revolución antimperialista en Vietnam, en Africa, en Irán o en Nicaragua, es cierto también que los golpes que este proceso da al imperialismo contribuyen a su vez a resguardar y defender las posiciones conquistadas por la clase obrera en los países capitalistas avanzados.

Por otro lado, el enfrentamiento político-militar entre Estados Unidos y la Unión Soviética impide a Estados Unidos tener las manos libres para intervenir militarmente en otros países como podía hacerlo en el pasado. Pero ese enfrentamiento ejerce al mismo tiempo una función relativamente conservadora sobre los obreros y las masas soviéticas en su oposición a la dominación burocrática, ya que los incita a obrar con cautela en sus protestas y permite a sus dirigentes estimular la ideología nacionalista que mancomuna a dominadores y dominados frente a la amenaza real o ilusoria de un poder extranjero, mucho más si ese poder es nada menos que el del imperialismo de Estados Unidos.

Por debajo de los equilibrios y los desequilibrios con que se cierra la década y de la inmensa acumulación de armamentos y de poder en que parece polarizarse el porvenir del mundo, creemos distinguir un aumento seguro y constante del peso de lo social en la determinación del curso y la salida de los conflictos; dentro de lo social, del peso de los asalariados que crecen sin cesar en todas partes; y dentro de ellos, de la función de la clase obrera industrial, ubicada en el núcleo central de las fuerzas económicas que mueven el planeta, en el laboratorio de la producción, en las grandes y modernas fábricas de la época de la electrónica y la energía nuclear. Esa función se ejerce empírica y objetivamente, sin contar con una representación política adecuada, pero se ejerce también en un mundo cruzado por la crisis de todas las clases dominantes y atravesado por movimientos multitudinarios, incontrolables e imprevisibles, de rebelión contra todos los viejos poderes. Ella no puede aspirar a poner orden en esa rebelión, porque la rebelión es el desorden. Pero puede aspirar a darle su propia lógica, a unificar la lucha contra la dominación imperial en una lucha contra el capital, a convertir a ésta en una lucha por el socialismo y a concebir y organizar la transición al socialismo como el autogobierno democrático e igualitario de los trabajadores de la ciudad y del campo a través de sus órganos de poder libremente elegidos en la confrontación irrestricta de todas las tendencias y de todas las ideas.

Sería completamente ilusorio esperar que nadie, clase social o Estado contemporáneo, pueda imponer su lógica histórica en los próximos diez años sobre el nudo de conflictos entrecruzados con que entran en el pasado los setentas. Es posible, no obstante, vislumbrar cuál razón objetiva se abre paso en medio del desorden universal en que se está destruyendo, por la lucha de clases, la lógica del capital. Ella es, si Vietnam es realmente el signo de la década, la lógica secular del socialismo.

“Reina un gran desorden en los cielos y en la tierra: la situación es excelente”, decía Mao en uno de sus momentos inspirados. Tal vez dentro de diez años alguien diga que el desorden revolucionario con que Irán y Nicaragua pusieron su sello de fuego sobre el año que concluye, no fue el cierre de una década sino la apertura de otra. Y que los ochenta comenzaron, en realidad, en los acontecimientos augurales de Managua, San Pablo y Teherán en el curso de este año de 1979.

Algunos recuerdos sobre el compañero Roque Dalton

Resulta una labor bastante compleja elaborar recuerdos sobre nuestro inolvidable compañero Roque Dalton García, dado lo multifacético de sus actividades y de sus cualidades y la forma propia, rica, expansiva, en que el compañero Roque Dalton sabía exponer al mundo las ideas progresistas y revolucionarias que había en su cerebro, y que fueron el motor de su práctica revolucionaria.

Corrían los primeros años posteriores al triunfo de la Revolución Cubana. Las juventudes progresistas se habían radicalizado bajo el influjo de aquella tormenta revolucionaria que recorría toda Latinoamérica, inspirada en la gloriosa gesta del pueblo cubano; al mismo tiempo, en El Salvador, dentro de las condiciones creadas por una tiranía militar que ya llevaba más de 30 años, bullía la juventud en deseos de participar, con nuevas formas de lucha, en la liberación, junto con los demás sectores del pueblo. En ese hervor revolucionario, conocí a Roque.

En esos días, Roque Dalton y otros jóvenes entregados a la causa de su pueblo, estaban organizando una organización que se llamó “Juventud 5 de Noviembre”, que era podríamos decir la pionera de las organizaciones juveniles que posteriormente fueron desarrollándose en los siguientes años. Eran los primeros meses de la administración del gobierno cívico-militar encabezado por Julio Adalberto Rivera, que había derrocado mediante un golpe de estado a la Junta Democrática que tuvo presencia en el país nada más durante unos tres meses: de octubre de 1960 a enero de 1961.

Roque trabaja asiduamente desde posiciones clandestinas, tratando de organizar a los jóvenes en la lucha contra la tiranía. Su juventud, su vivacidad, su alegría, contagiaban. Naturalmente que en esos tiempos todavía no existía una práctica colectiva muy depurada; así y todo la organización tuvo expresiones bastante influyentes entre la juventud estudiantil, principalmente en acciones de calle, con publicaciones, con agitación, pero dentro de aquella característica juvenil, un poco liberal, con ideas de convertirse en una organización abierta de masas y a veces, con pocas medidas de precaución, dado el ambiente en que se movía, lo que daba bastante flanco para que el enemigo pudiera golpear.

Sin embargo, ese espíritu de cierto liberalismo juvenil, propio de aquella tanda juvenil, en la que había varios poetas, escritores, que le daban cierto sabor al trabajo organizativo, no impedía que ese esfuerzo significara, por un lado, un riesgo consciente, un compromiso consciente, de Roque y de otros compañeros, hacia los intereses fundamentales de su pueblo; un riesgo de sus vidas y de su seguridad en la lucha por organizar a la juventud. Significaba al mismo tiempo internarse cada vez más en la problemática política, en la lucha política cada vez más a fondo contra la tiranía militar, y por la liberación definitiva del pueblo salvadoreño.

La organización no duró mucho tiempo y fue sustituida después por otras organizaciones juveniles; pero el sello de audacia, de entrega, de apasionamiento en la lucha por la libertades públicas, por los presos políticos, por los derechos de la juventud salvadoreña, quedaron impresos en esos primeros años; y significaron la continuación hacia los escalones superiores de la incorporación de las grandes masas de la juventud avanzada a la posterior integralidad de la lucha político-militar.

El recuerdo que dejaba Roque en cada persona que lo conocía, en sus mismos compañeros de trabajo revolucionario, era realmente inolvidable, porque su personalidad pegaba –por decirlo de alguna manera-, influía, impactaba en su ambiente. Alrededor de él había mucha risa, mucho chiste, mucho entusiasmo juvenil, dentro de un intenso trabajo, de un dinámico trabajo democrático y revolucionario. Es decir, que Roque se venía a convertir en centro y dinamo del medio que le correspondía motivar y no lo hacía con los métodos del que viene de otro medio, sino con la propia naturalidad del medio juvenil, estudiantil; que a su vez generaba mayor y mejor ambiente para el trabajo en las condiciones tan difíciles, cuando a cada paso que daba era celosamente vigilado por la policía y cuando cada cuadra que caminaba estaba erizada de peligros de ser capturado, de ser torturado y de ser asesinado por el régimen opresivo.

En esas condiciones, hacer el trabajo con aquella alegría resultaba un ejemplo, resultaba prodigioso, ya que los revolucionarios, sobre todo entre la clase obrera, hacíamos ese trabajo riesgoso también, luchando por el ascenso combativo de los trabajadores, pero con un sello distinto, propiamente con mucha circunspección, con optimismo y entusiasmo también, con alegría, dentro de nuestros colectivos, pero con mucha gravedad –incluso en el rostro- cuando nos manejábamos frente a los peligros.

Roque era distinto. Saltaba de un peligro a otro como se salta una charca, de una piedra a otra pero con naturalidad, como si no sintiera que había peligro, y ahí era precisamente donde nosotros sentíamos cierta opresión en el trabajo. Yo personalmente recuerdo haberlo aconsejado varias veces, que era necesario seguir las normas de clandestinidad más seriamente, mostrar incluso mayor reflexión en la planificación del trabajo para poder burlar mejor al enemigo. El compañero Roque, autocríticamente, reconocía que algunas normas de clandestinidad no las seguía todo lo estrictamente que se debía; sin embargó, el fluir natural de su trabajo lo conducía siempre a saltear y sortear esos peligrosos con su propia modalidad.

Durante varios años Roque fue en la Universidad, digamos, el alma de la lucha combativa de los estudiantes, pero con un sello especial: era reconocido por la elaboración de las publicaciones picantes en contra del régimen, buscaba las formas de ridiculizar a fondo, de desenmascararlo, desacreditarlo, denunciar sus crímenes y sus intenciones políticas, su entrega desvergonzada al imperialismo norteamericano. Y lo hacía en escritos serios y profundos, pero al mismo tiempo, para él era una cosa natural criticarlo con la sátira, con la frase mordaz, con la frase hiriente, con la burla. Jamás a Roque el régimen títere le perdonó el ridículo en que lo ponía ante el pueblo.

Todo el pueblo esperaba el periódico “La Jodarria”, del que Roque, durante varios años fue el natural director. En “La Jodarria” se exhibía toda la podredumbre y la maldad del régimen, en un lenguaje saturado –podríamos- del desahogo popular, pero del desahogo más ‘mal educado’, con las palabras más picantes, más duras que tiene el vocabulario salvadoreño, el vocabulario guanaco.

Con esa sátira hiriente que hacía desternillarse de risa a los millones de gente humilde de mi pueblo, cuando ella ridiculizaba a los endiosados y poderosos, a los sanguinarios gobernantes como Osorio, como Lemus, como Adalberto Rivera y los siguientes, “La Jodarria” y el Desfile Bufo eran, precisamente, donde se mostraba toda la agudeza poética pero mordaz, de Roque.

Después de Roque, este estilo original, lacerante para los explotadores, hiriente pero con gracia, como un fino estilete que no caía en lo chocarrero, no volvió a aparecer “La Jodarria” con esa genialidad. Pero esto era coyuntural. El trabajo de Roque era más serio. En 1964 fue capturado, después se fugó de una cárcel de Cojutepeque, un calabozo inmundo en donde a mí me tocó estar algunos años antes. Roque logró fugarse de ese antro y después tuvo que salir fuera del país por medidas de precaución.

Durante esos años de permanencia del compañero en el país, ya había yo conocido a su compañera y a los niños. Recuerdo que éstos jugueteaban casi siempre cuando teníamos alguna reunión y no nos dejaban quietos durante un rato, mientras los tolerábamos dentro del local de reuniones. Todos decíamos que se parecían tanto a Roque que eran como retratos chiquitos de él; muchachos traviesos, juguetones y ya entonces los veíamos nosotros como otros Roques con su carácter vivaz, despidiendo alegría por todos los poros.

Roque hacía trabajos muy célebres en el terreno político y sabía hacer ese trabajo con la sonrisa en los labios, con el entusiasmo y el fuego, dentro de la juventud. Tenía fama de que cuando se le criticaba en las reuniones del partido, por su poco apego a las normas de clandestinidad, era muy profundo en la autocrítica, muy fácil para autocriticarse, pero muy difícil de cambiar en cuanto a esas cosas. Fue esta –repito- una de sus características durante ese tiempo dentro de la clandestinidad; porque su espíritu, su estilo, era tan expansivo que se sentía aprisionado en normas y reglas que encogían y limitaban su personalidad.

Hay que tomar en cuenta su desbordante producción literaria en todos esos años. A saber cómo tendría tiempo para elaborar, también con la misma forma natural y fluida, tánta producción. Como poeta, en esos años, se destacaba por la cualidad de que hacía versos como quien respira el aire, con la forma natural de su propia vitalidad: hacía versos como quien platica, y fluía a torrentes en la mente, la vena literaria. En ese sentido, Roque no era un poeta forzado ni mucho menos Roque era la poesía. No es que sintiera la poesía en su pecho, sino que él mismo era poesía. Tomaba el lápiz y el poema le salía como quien se toma un vaso de agua. Se sentaba un rato y ya estaba otro poema y así, su vida era entre poemas, sin que por eso su trabajo fuera menos dinámico, sin que por eso disminuyera su entusiasmo revolucionario. Por eso es tan natural la poesía de Roque, aunque en los primeros años en que yo lo conocí, su poesía era un poco difícil de entender para los obreros. Sin embargo, su estilo fluido, su sátira, su mordacidad, su belleza de expresión, su espontaneidad, prendían y cada vez prendieron más en las masas del pueblo.

Después dejé de ver a Roque varios años, hasta encontrarlo en Checoslovaquia, cuando estaba como representante del Partido Comunista en la revista Internacional. En Praga tuvimos largas conversaciones; fue en el año 1965 y se notaba que su pensamiento se iba ampliando, sus inquietudes iban creciendo en torno a una nueva problemática, se iban concentrando en lo que a él le parecía una limitación, y era que ya sentía las trabas en las líneas del partido comunista, ya que a esas alturas, comenzaba a confrontar experiencias, porque estaba en un medio en el cual le era muy fácil percibir los aires de todas las revoluciones de liberación nacional que se estaban dando en el orbe, de todos los fenómenos, de las debilidades de los movimientos, de la pasividad de muchos movimientos latinoamericanos, de las profundas debilidades en algunos países socialistas en cuanto a las deformaciones de los métodos de dirección, que daban como resultado deformaciones también en la construcción del socialismo y que daban como resultado fenómenos no deseables como los de la misma Checoslovaquia, o como los de Hungría. Podía percibir también la polémica internacional promovida por el extremismo izquierdista –el grupo de Mao Tse Tung-, las tempestades en Europa. Al ver a América Latina, se sentía insatisfecho de determinado tipo de línea no integral que impulsaban algunos partidos comunistas de Sudamérica y Centroamérica, porque daba la sensación de “vejez” de la línea, de cierto dogmatismo, de cierto entrabamiento, que ya comenzaba él a sentir que era necesario superar, romper, para poder dar a las masas causes que hicieran posible generar su propia actitud creadora hacia su liberación, dirigidos por una vanguardia marxista-leninista que tuviera una orientación integral en cuanto a la combinación de los medios de lucha.

Al hablar con él, yo sentía su sufrimiento interno en ese sentido, aún cuando todavía no encontraba fórmulas exactas de expresarlo; pero él franco conmigo –hay que tomar en cuenta que yo ya tenía algunos años de ser secretario general del PCS- y entonces él, con toda franqueza me expresaba esa misma inquietud, que a mí también, desde hacía varios años, me hacía tener una lucha ideológica interna, por hacer que nuestra línea saliera de los moldes dogmáticos y se convirtiera en una línea creadora. Sin embargo, como guardando el respeto hacia las responsabilidades que me incumbían, me mostraba sus trabajos, sus esbozos políticos, pero con mucho respeto, pensando él que tal vez podría no ser de mi agrado su audacia, su visión en ese sentido.

Roque ya en esos años de 1965-1967 tenía casi la certeza de que era posible y necesario implementar medios de lucha armada, junto a los otros medios de lucha que tiene la clase obrera y el pueblo. Sin embargo, ciñéndose a cierta disciplina, continuaba ocultando, hasta cierto punto, la ebullición de sus ideas sobre la línea político-militar, hacia una concepción integral.

Eso fue evidente cuando en el año 69 conversamos en La Habana. Ya él prácticamente se había divorciado de la línea del partido, para romper con un esquema que él consideraba unilateral de lucha, y se estaba preparando mental y físicamente para jornadas de lucha revolucionaria más integrales en nuestro país. Ya entonces sí había dado un salto en su práctica y en su pensamiento. Bullían sus ideas por los caminos –a veces- de la fantasía revolucionaria de Debray, pero al mismo tiempo trataba de ser crítico de algunas ideas que le parecían demasiado exageradas, desviadas –podríamos decir- de Debray, sobre el foco guerrillero.

Esa escuela de experiencias revolucionarias, no bien digeridas pero expuestas con brillantez por Debray y por muchos otros, sentí que le atraía enormemente. Encontré un Roque no ya tan pensativo, tan angustiado en la búsqueda de caminos, como lo había visto en Checoslovaquia, donde su eterna sonrisa casi se había opacado frente a esos problemas. Se podía decir –si eso fuera posible- que lo veía rejuvenecido. Nuevamente había encontrado el camino, ahora sí él creía que la lucha armada era la forma que, combinada con las demás formas de lucha, iba a impulsar la revolución en nuestro país.

En esa época cuando él conversaba conmigo sobre esto, estaba conversando también con otra persona: yo ya estaba convencido, y en el trajín de la lucha armada había ido encontrando mayor afinación teórica que antes, en cuanto a la combinación de los medios de lucha. Había pasado ya meses de intensos fuegos de la lucha de masas, de las huelgas obreras, de la huelga de hambre de 1967, de las huelgas de ANDES, de la autodefensa de las masas por defender sus huelgas y sus manifestaciones. Entonces yo estaba claro también para muchos salvadoreños que no había más salida para nuestro pueblo que la combinación justa de los medios de lucha, tomando la lucha armada como la fundamental para hacer avanzar el proceso revolucionario de la guerra popular prolongada hasta las etapas superiores de la guerra popular.

Roque a esas alturas era también un convencido de eso, y hablábamos en un lenguaje parecido, aunque no el mismo, ya que también a esas alturas en mi caso, estaba claro que las tesis de Debray, que habían comenzado a sufrir reveses serios en distintas partes de Latinoamérica, eran una no correcta exposición de las experiencias de la revolución en Latinoamérica.

Después de esas últimas entrevistas con el compañero, comprendía que Roque estaba ya plenamente hermanado con la necesidad de la lucha armada revolucionaria de nuestro país, e incluso estaba dispuesto a iniciarla –en caso de que no se llevara a cabo en el país- dando su esfuerzo y su sangre para la revolución en Guatemala.

Después de eso, quedaba claro para mí la imagen de un Roque nuevo: un Roque superado en cuanto a sus puntos de vista, en el sentido en que, a través de varios años de búsqueda, había logrado encontrar, por fin, las proporciones y el camino justo de la liberación de nuestros pueblos.

Tuve, en los primeros años de la formación de las FPL, aproximadamente en el año 1972, la noticia de que él deseaba regresar a El Salvador clandestinamente para ingresar al movimiento revolucionario político-militar. Sin embargo, no fue por el lado de nuestra organización por donde se canalizaron más ágilmente esas inquietudes.

A principios de 1975 tuve el conocimiento y la oportunidad de volver a darle un fraternal abrazo, en una reunión bilateral que tuvimos los dirigentes de las FPL con los dirigentes del ERP. Nos presentaron a Roque para que expusiera la parte política del informe que el ERP nos exponía en ese intercambio. Roque era, podríamos decir, como un cuadro de apoyo de la dirección del ERP para los aspectos políticos.

Recuerdo que, con muy poca prudencia de su parte, cuando me vio, en su gran sorpresa, cuando se lanzó a mis brazos en un abrazo fraternal, me dijo frente a los compañeros de su dirección: “¡Qué lástima, compañero, que no pude encontrar los canales ágiles para estar con usted, porque yo quería estar a la par suya, en las FPL!” Así era Roque. Yo consideraba aquello como poco reflexivo, porque, desde luego, lo estaban presentando como miembro de otra organización. Sin embargo, él era tan franco, tan expansivo, que no pudo dejar de exhalar esa frase.

Pocos meses después, cuando se precipitaron los acontecimientos dentro de esa organización, el compañero Roque murió en condiciones que todo el mundo ha sentido profundamente.

Para mí, el recuerdo del compañero Roque ha quedado como el de un revolucionario que nació a la vida revolucionaria en sus tiernos años, dentro de sus inquietudes de un intelectual que se iba forjando junto a su pueblo, de un hijo de su pueblo, cristalino, natural, que dio mucho a su pueblo y a las letras y que estaba en el camino de la lucha, sinceramente entregado a hacer avanzar la lucha revolucionaria político militar donde él consideraba que era conveniente.

Lo recuerdo, digo, como ese revolucionario que se va forjando hasta convertirse en un revolucionario maduro. Su recuerdo, su trabajo, su optimismo, sus gestos, su espíritu fraternal, son algo que no se pueden borrar en toda la vida.

¿Qué nuevo marxismo?

El universalmente vilipendiado Francis Fukuyama es autor, pese a todo, de uno de los mejores chistes de esta época al sostener que, pese al triunfo universal del liberalismo, no cabría descartar que el marxismo sobreviviera en lugares improbables como Albania o Cambridge (Massachusetts), es decir, en sociedades aisladas y semirrurales o en subculturas académicas, igualmente aisladas del mundo pero elaboradamente intelectuales, como la Universidad de Harvard.

A decir verdad, es probable que el marxismo no sobreviva ya por mucho tiempo en Albania y lugares similares, pero es verosímil, en cambio, que siga habiendo marxismo por mucho tiempo en las universidades más avanzadas intelectualmente. Pero ya no será el marxismo clásico, ni mucho menos la vulgata stalinista del marxismo, ni siquiera el marxismo occidental actualizado de los años 60 y 70. Ahora es otra cosa, a la que se puede llamar con buenas razones marxismo analítico, marxismo de la elección racional o, con cierta megalomanía analógica, marxismo neoclásico. Una cosa distinta e identificable, pero difícil de definir.

Hay razones para tomarse esta cosa en serio: la New Left Review (el equivalente al Osservatore Romano del pensamiento marxista) ha dedicado al fenómeno dos artículos expositivos y bien intencionados de Alan Carling, preparando el terreno a la previsible condena a cargo del cardenal Ratzinger del modernismo marxista, la historiadora Ellen Meiksins Wood. Ya Gerald Cohen, primero de los nuevos herejes, había recibido una severa admonición de Wood que presagiaba lo que parece la actitud de la ortodoxia culta ante el nuevo marxismo: respeto y dura crítica.

Comencemos por los hechos. El marxismo, lo que identificamos en cuanto tal, es una filosofía de la historia tomada de Hegel, y en la que las categorías idealistas (el espíritu los pueblos y sus formas de civilización) son sustituidas categorías rudamente materialistas, las clases sociales y modos de producción que en éstas son dominantes. En Marx el esquema funciona especialmente para tres clases: la nobleza feudal, la burguesía industrial y el proletariado.

Ronald Meek, uno de los pocos autores marxistas que compatibilizaba tal fe con la erudición y un muy apreciable sentido del humor, subrayó que Marx había dado forma clásica a la síntesis de dos ideas (la de progreso histórico y la de que la economía explica la política y la cultura) que ya estaban anudadas en la ilustración escocesa. Meek sostenía que, como en las películas cómicas, una breve estancia de Adam Smith en Francia podría ser la razón de ese mestizaje de filosofías: que Marx fuera heredero de la bastardía de Smith sería la suprema paradoja.

La vinculación entre la idea de progreso y la de determinación económica de la existencia es sin duda central para hablar de marxismo o, mejor, de materialismo histórico. Pero ese nudo es más fácil de anudar (de reconstruir su origen en historia de las ideas, como lo hace Meek) que de exponer racionalmente. Esa fue la aportación del canadier – trasplantado a Oxford- Gerald Cohen, en su libro La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa (1978).

Era una obra singular en más de un sentido, y llamó mediatamente la atención del público informado. Cohen alejaba de la jerga hegeliana y aplicaba las herramientas de la filosofía analítica para reducir el núcleo del materialismo histórico a tesis lógicamente independientes, y pasaba después a justificarlas en base a una interpretación impecable de la explicación funcional (la aparición recurrente de un hecho se explica por sus consecuencias), un tipo de explicación poco acreditada fuera de la biología darwiniana. Así, Cohen sostiene que es racional afirmar que en una cierta etapa de desarrollo económico la forma del poder político tenderá a ser la que más convenga a la estabilidad y desarrollo de la economía, la que tenga consecuencias más funcionales para ella, y que a su vez la organización social de la economía será la más funcional para el grado de desarrollo de la tecnología.

Hasta aquí, la novedad no residía en ninguna revisión del contenido del materialismo histórico, sino en un cambio de lenguaje: los razonamientos de Cohen eran rigurosos, paso a paso, y de absoluta claridad. Ni el más exquisito filósofo de Oxford sería capaz de buscar incoherencias en esta obra. Pero lo que se ha dado en llamar marxismo analítico es, en realidad, el resultado de la coincidencia en el tiempo del nuevo rigor introducido por Cohen con una profunda revisión del contenido y la metodología del marxismo desde un ángulo distinto: la teoría de la elección racional.

Para comprender la radical novedad del matrimonio de la teoría de la elección racional con el marxismo hay que subrayar que de antemano sería difícil imaginar enfoques teóricos más distintos en sus premisas y en sus ambiciones: el marxismo parte de unos agentes sociales (las clases), cuyos intereses determinan su acción independientemente de los individuos que componen una clase social; la elección racional es un planteamiento radicalmente individualista, y no hay más explicación social que la que parte de los intereses y percepciones de los individuos en cuanto tales. Si un obrero no se comporta según lo previsto por el análisis marxista de sus intereses de clase, es una anomalía carente de significación, explicable por su falsa conciencia sobre sus intereses en cuanto miembro de esa clase: en otras palabras, es un asno y un esquirol. Para la elección racional, por el contrario, no hay intereses de clase si no hay una coincidencia de intereses individuales: la clase es el agregado de individuos o un simple espejismo teórico.

En la jerga de la polémica actual, el marxismo es metodológicamente colectivista, mientras que la elección racional es individualista. Pero además las dos teorías se separan en sus ambiciones: el marxismo quiere explicar la historia, y nada menos, mientras que la elección racional se conforma con explicar la acción social, y sus representantes más sensatos se conforman con explicar la acción en microgrupos, el tipo de conflictos de interés que se pueden formalizar con teoría de juegos y a los que se puedan aplicar presupuestos de la economía neoclásica. Y para agregados sociales (clases o grupos de interés) resulta ya difícil fijar costos y ganancias de estrategias concretas, y no digamos suponer que cada jugador (el proletariado y la burguesía, por ejemplo) posee información perfecta sobre la respuesta del adversario a cada una de sus hipotéticas jugadas. Pero casi es inimaginable aplicar estas condiciones a un proceso temporal dilatado, con agentes sociales cambiantes y modificación de las reglas de juego.

Para un observador modesto cabría conjeturar que las exigencias del individualismo metodológico son excesivas: hay regularidades sociales que no pueden reducirse a la acción de individuos, y que sin embargo pueden estudiarse. Y paradójicamente sus ambiciones son demasiado modestas, pues explicar la acción social en microgrupos (y en condiciones hipotéticas muy estrictas) no parece bastante en un mundo como el nuestro, en el que la acción colectiva puede condicionar desde la sobrevivencia de la especie al más prosaico acto de poderse ir de vacaciones o llegar al trabajo a la hora prevista.

Pese al uso común de un lenguaje riguroso, de una misma familiaridad con la lógica y de compartir como punto de partida la tradición marxista, las posiciones de Cohen y del marxismo de la elección racional no eran inicialmente nada próximas. El noruego Jon Elster, en particular, es autor de la crítica de mayor interés dirigida a la obra de Cohen: éste sostiene que la tesis tradicional de la determinación (funcional) de las relaciones sociales de producción por la tecnología puede formularse como un enunciado legaliforme perfectamente legítimo. Elster lo admite, pero niega capacidad explicativa al enunciado si no se puede especificar el mecanismo causal que lleva de la tecnología a las relaciones sociales.

En suma, esa adaptación funcional (de la política y el derecho a las relaciones económicas, de las relaciones económicas al desarrollo tecnológico) puede afirmarse, pero no tendrá fuerza explicativa si no se nos dice cómo se produce la adaptación funcional. ¿La produce un agente consciente, por ejemplo el Estado? ¿Se produce espontáneamente a través de un mecanismo de selección natural, como en la biología darwiniana? Elster negaba que éstas fueran explicaciones válidas en teoría social. No obstante, en estas mismas fechas un libro de menor impacto que el de Cohen, obra de un joven profesor holandés (P. van Parijs), ofrecía un muestrario de mecanismos evolutivos (desde la selección natural al refuerzo) que podrían satisfacer las objeciones del Elster.

Estas son, en cualquier caso, características de la teoría de la elección racional, al negar validez teórica a tesis que no puedan sustentarse en acciones de agentes orientados racionalmente hacia la consecución de sus intereses, aunque dichas tesis parezcan verosímiles. Sin embargo, John Roemer se propuso aplicar esas desmesuradas exigencias del individualismo metodológico al marxismo tradicional, al proponer la búsqueda de los microfundamentos en términos de intereses y acción individuales de la teoría económica de Marx.

La culminación de este proyecto es su Teoría general de la explotación y de las clases (1982). Partiendo de una situación inicial de distribución desigual de capacidades y recursos materiales, los individuos entran en un juego competitivo tratando de maximizar sus beneficios particulares. La asimetría previa de recursos determina diferentes estrategias, que se plasman en relaciones de clase y de explotación. Quienes estén familiarizados con la teoría de la justicia de Rawls observarán una cierta similitud metodológica: en ambos casos se parte de individuos y de recursos asimétricos. Pero Rawls trata de construir una idea de justicia sobre la que todos los individuos se pondrían de acuerdo si a priori, bajo el famoso velo de la ignorancia, no supieran en qué posición se van a encontrar en la existencia social (con qué capacidades y recursos van a contar). Roemer toma a los individuos reales, ya desigualmente dotados, y muestra cómo las reglas del juego les van a llevar a establecer estrategias y relaciones de clase.

Un punto interesante es que Roemer abandona la noción de explotación de Marx, basada en el intercambio desigual de valor que producen las relaciones capitalistas de producción. Para un defensor de la teoría clásica éste es un abandono irreparable, y sin embargo es prácticamente inevitable tras el ascenso en los años 70 de la escuela neorricardiana (heredera de Piero Sraffa) que no contenta con señalar la dificultad de relacionar valores y precios negó toda utilidad a los primeros a la hora de explicar la economía real. Pero si el valor (y el plusvalor de Marx) no tienen consistencia ni uso teóricos, hablar de explotación para justificar éticamente el socialismo requiere otros conceptos.

La formulación de Roemer es que cabe hablar de explotación, en juego, cuando un colectivo de jugadores (o un jugador colectivo, una clase social) puede obtener mejores resultados abandonando el juego y yéndose a otro con sus correspondientes recursos. O sea, que la clase obrera está explotada porque le iría mejor si dejara el capitalismo y jugara al socialismo. Hay varios problemas con esta definición, pues implica que la explotación sólo existe si hay alternativas sociales superiores: no es algo absoluto sino relativo.

Desde otro punto de vista, eso deja la explotación reducida a una imperfección del mercado de trabajo: a un trabajador se le explota en una empresa porque en otra, en otro país, le pagarían más. A menos que se pueda hablar de una alternativa sistémica y colectiva (el socialismo), la explotación sería sólo una consecuencia de la insuficiente universalización y profundización de los mecanismos de mercado. Parece evidente que Marx no quería decir eso, y, lo que es más fuerte, que con esa definición no se puede hablar de la superación histórica del capitalismo como exigencia moral mientras no se tenga un ejemplo de sociedad superior, de socialismo.

Aquí es donde se han centrado las críticas políticas de la ortodoxia marxista contra el marxismo de la elección racional: si hay diferencias metodológicas de partida y las conclusiones nos llevan al más vergonzoso reformismo, el viaje no vale la pena. Y aunque no se comparta el razonamiento, hay que reconocer que tiene una sólida base: el marxismo de la elección racional, o marxismo analítico, quiebra radicalmente el núcleo político del marxismo clásico (la hipótesis revolucionaria) sin aparentemente ser consciente del hecho, como si la teoría no tuviera consecuencias prácticas.

Comenzando por Roemer, su discusión de la explotación se mueve en un contexto tan abstracto que los hechos históricos parecen no afectarla. Como ha señalado la crítica conservadora tras la aparición de su último libro Free to lose (1988), se diría que Roemer no es consciente de que, tras el espectacular derrumbamiento del llamado socialismo real, y la descomposición del bloque soviético, nadie sabe cuál es esa organización social de la producción (el socialismo) a la que hay que remitirse para admitir que los trabajadores están explotados en el capitalismo. No hay ya (o, si se quiere, todavía) un modelo con el que comparar el capitalismo en términos de justicia.

La crítica puede ser (y es) más dura cuando se refiere a otros autores como el polaco Adam Przeworski, actualmente profesor en Chicago. En su Capitalismo y socialdemocracia 1986), Przeworski recurre sistemáticamente a la experiencia y el razonamiento históricos, y aplica la teoría de la elección racional para argumentar que la clase obrera de los países desarrollados ha actuado racionalmente al adoptar una estrategia socialdemócrata y renunciar a la acción revolucionaria. Pero al mismo tiempo se lamenta de que así hayan sido las cosas, dando a entender que la vía más racional es incompatible con el socialismo.

Esto deja dos posibilidades. La primera es pensar que se puede ser socialista sin creer en la posibilidad de una realización práctica del socialismo. La segunda es pensar en un socialismo compatible con la elección racional de los agentes sociales, en un socialismo que no suponga imaginar un curso diferente de la historia real, sino plantear una estrategia hacia el socialismo que sea coherente con las hipótesis de la elección racional.

La primera posibilidad (que se desprende del libro de Przeworski), implica, en palabras de Ellen Wood, ambigüedad y quizás un cierto cinismo. Pero la segunda no ha sido abiertamente abrazada por ninguno de los principales portavoces del marxismo analítico, lo que parece apoyar la idea de que, hoy por hoy, nos las vemos con un marxismo académico, o de cátedra, más que con una teoría vinculada con la política cotidiana.

Un mal síntoma, en este sentido, es que sus más conocidos autores han empleado últimamente sus esfuerzos en trabajar sobre la teoría de lo justo, sobre filosofía social, incluso autores que como Cohen habían irrumpido en la escena del pensamiento social para defender la racionalidad de la tesis de la determinación económica de la existencia social. Esta es una tesis filosófica que tiene que ver con el pensamiento social duro, con las premisas teóricas necesarias para juzgar la viabilidad de las diferentes estrategias de los agentes sociales. Las teorías de la justicia son otra cosa, muy válida, pero lejana de la ambición tradicional del marxismo de poder juzgar qué líneas de acción política son realistas (científicas, en el lenguaje clásico) y cuáles utópicas, es decir, irrealizables.

Sería injusto decir que el discurso del marxismo analítico sobre filosofía social no tiene repercusiones prácticas. A firmar que el marxismo es incompatible con la idea de autopropiedad (como lo viene haciendo Cohen) es cosa importante: significa que la vida en sociedad no puede basarse en la libre realización personal, sino que exige la aceptación de normas de convivencia que limitarán forzosamente los deseos y acciones individuales. Eso significa negar uno de los aspectos (el libertario) de la utopía comunista imaginada por Marx, lo que daña gravemente a las ideas más o menos anarquistas que, como la obra de Marcuse, pretenden tener sus raíces en Marx.

Pero, volviendo a la metodología, lo que separa al marxismo de la elección racional del marxismo clásico es la idea de que la acción social debe explicarse por la suma de acciones individuales guiadas por el interés personal. Y el problema que presenta esta hipótesis es saber por qué a menudo las personas se comprometen en empresas colectivas de las que pueden obtener escasas ventajas particulares y que en cambio les pueden exigir riesgos altos (como la acción revolucionaria) o costes excesivos para los resultados esperables (la movilización política, e incluso el voto, en condiciones democráticas).

A sí ha surgido la teoría de la acción colectiva. El autor más conocido en este campo, Mancur Olson, no es lo que se diría precisamente un marxista, pero de sus ideas han arrancado algunas de las aportaciones más interesantes del marxismo de la elección racional, especialmente las de Przeworski y Elster. Este último, sin duda el autor más prolífico dentro del marxismo analítico, realizó toda una tesis doctoral sobre Marx desde la perspectiva de la elección racional: Making sense of Marx (1985). Su propósito es ver qué afirmaciones del marxismo clásico tienen sentido (y cuál) si se abandona el colectivismo metodológico y se adopta una estrategia individualista. Esta obra, más bien extensa para el lector de a pie, ha sido convertida en otra breve (Una introducción a Marx) que en buena lógica debería ser lectura obligatoria para quienes en los años noventa aún se sientan interesados en conocer desde un ángulo actual a un autor indudablemente clásico.

Para Mancur Olson, la paradoja de la acción colectiva es que no siempre la conciencia del propio interés se traduce en una acción destinada a realizarlo. Cuando un grupo posee intereses comunes es probable que sólo una minoría dentro de él esté dispuesta a movilizarse en defensa de dichos intereses, mientras la mayoría espera obtener los beneficios de la acción de la minoría sin pagar un precio (en riesgo o esfuerzo) a cambio. Esta es la paradoja del free-rider, del gorrón o polizón que viaja gratis: el problema es saber qué razones o mecanismos pueden llevar a un individuo calculador racional a comprometerse en un proyecto colectivo cuando en buena lógica todos tenderíamos a comportarnos como gorrones sociales.

Esta paradoja es central para la hipótesis revolucionaria de Marx, quien da por descontado que los intereses de la clase obrera exigen la realización de una evolución socialista, y de ello deduce que, una vez dadas las condiciones necesarias, esta revolución tendrá lugar. La crítica del marxismo analítico a la tesis de Marx es que los intereses de la clase obrera como tal no implican la movilización de sus miembros. Se podría aceptar que la revolución proletaria fuera lo mejor para los trabajadores y, sin embargo, no sería evidente que éstos fueran a correr el riesgo de ponerla en marcha.

Przeworski argumenta la improbabilidad de la revolución proletaria con lo que llama el valle de la transición. A través de la revolución la clase trabajadora podría pasar de su estado actual a un estado económico y social muy superior, pero pagando el precio de una etapa intermedia de alto riesgo y fuertes privaciones. En consecuencia, la mayor parte de los trabajadores preferirán apostar por mejoras graduales antes que emprender el recorrido del arduo y peligroso valle de la transición en busca de las luminosas cumbres del socialismo. El problema es de nuevo el mismo: nadie ha visto nunca tales cumbres, por lo que la travesía del valle de la transición exigiría de los trabajadores la misma fe que llevó al pueblo de Israel a la travesía del desierto. En términos de elección racional lo extraño sería lo contrario. Pero sin embargo hay y ha habido revoluciones: ¿cómo se explican en este marco teórico? Y si las revoluciones pueden tener lugar, ¿por qué serían especialmente improbables las revoluciones proletarias?

La explicación más clara es la que ha ofrecido Michael Taylor (Rationality and revolution, 1988) al señalar que en una comunidad tradicional (una pequeña población rural, un gremio de artesanos, un núcleo minero aislado) existe una fuerte capacidad de sanción social que hace improbable la aparición defree-riders. Si la comunidad se siente agredida en sus intereses por el terrateniente, un comerciante de la capital o la política de reconversión de la señora Thatcher, todos sus miembros se movilizarán de forma casi unánime, pues lo contrario sería condenarse al aislamiento y al rechazo sociales.

Pero una clase trabajadora cuyos lugares de residencia y relaciones personales fuera del lugar de trabajo varían mucho carece de mecanismos similares de sanción social. Si en un conflicto colectivo uno de los trabajadores acepta una fuerte indemnización y deja la empresa, puede obtener ventajas personales sin pagar el precio de ninguna sanción social. Si un campesino o un minero llega a una solución individual traicionando los intereses del colectivo, se ve obligado a abandonar la comunidad con su familia o su vida se convierte en un infierno.

Eso explica por qué sólo ha habido revoluciones en situaciones sociales premodernas, en las que existían comunidades locales o profesionales con una fuerte capacidad de sanción sobre sus miembros, y en las que el interés colectivo se imponía a las posibles estrategias individuales de maximización de intereses. Lo más parecido que ha desarrollado la moderna clase trabajadora (los sindicatos) tiene fuerza en el mejor de los casos para evitar el esquirolaje, pero no la defección o la pasividad. El grado de control social en una organización de intereses moderna es muy inferior al que la comunidad tradicional podía ejercer sobre sus miembros.

Pero eso a su vez remite a muchos problemas. La comunidad tradicional tiene casi siempre una base local, y conseguir una movilización simultánea de comunidades campesinas exige la aparición casual de una coyuntura unificadora (el derrumbamiento del poder político frente a una guerra exterior, como fue el caso de la revolución rusa de 1917), o la existencia de empresarios políticos capaces de acumular recursos políticos y locales y permitir su convergencia en una empresa nacional (los comunistas y las religiones Hoa Hao y Cao Dai en Vietnam del Sur). No es tan fácil que se dé una combinación de comunidades tradicionales, capaces de asegurar la acción colectiva a nivel local, y de empresarios políticos o circunstancias globales que permitan la movilización simultánea para el derrocamiento de un Estado.

Al aparecer estos problemas aparece también un horizonte donde el marxismo analítico puede salir de su confinamiento académico en un doble sentido. Por una parte puede trascender la frontera de la especialización tradicional. Ver a las mejores cabezas de la primera generación de esta escuela discutiendo cosas tales como la posibilidad de un socialismo sin explotación es un poco decepcionante, aunque si se desciende al detalle de lo que se diría una polémica bizantina se encuentran problemas importantes de teoría de la justicia y de filosofía social. Pero si se va a la frontera que separa la teoría de la acción colectiva de lo que se ha dado en llamar sociología histórica, se descubre un campo de problemas distinto.

Es un campo que, pese a las diferencias de lenguaje y de resultados, está mucho más próximo al de lo que en la tradición marxista se conoce como materialismo histórico: el análisis de las condiciones estructurales y los intereses de los agentes sociales que pueden explicar (y hacer posible) el cambio social. Es bastante curioso ver que en este terreno convergen planteamientos metodológicos estructurales (como los de la heredera de la tradición de Barrington Moore, Theda Skocpol), y planteamientos subjetivistas, centrados en la acción humana, individual o colectiva, como los de la elección racional.

Puede que para la filosofía política sean más interesantes los actuales desarrollos sobre justicia y explotación de Cohen, Van Parijs o Roemer, pero para los sociólogos es probable que desde esta perspectiva interdisciplinar lo más destacable del marxismo analítico sea la nueva perspectiva que ofrece sobre el cambio social, en este cruce de fronteras entre economía y sociología del que fuera un adelantado Albert O. Hirschman (al que probablemente causaría cierta sorpresa verse considerado como un predecesor de cualquier variedad de marxismo, incluso el de la elección racional).

A hora bien, si hay razones para tomarse en serio teóricamente a este hijo ilegítimo de Marx que ha resultado ser el marxismo analítico, convendría subrayar no sólo los retos académicos sino también los retos políticos a los que se enfrenta. Como ya se ha apuntado, el mayor de sus límites teóricos es probablemente la tendencia a volverse de espaldas a la historia, un límite que sólo Przeworski y Taylor superan con soltura. (Entre paréntesis, a Taylor se le ha definido, con bastante propiedad, como un anarquista de la elección racional antes que como a un marxista, por su muy coherente defensa de una tendencia de la evolución social hacia la cooperación espontánea, en la línea de Robert Axelrod).

Pero de este límite teórico, como también se ha apuntado, surge un límite político: los marxistas de la elección racional (o analíticos) siguen hablando del socialismo como una idea platónica, acabada y preexistente, precisamente en tiempos en que, por fortuna para todos, el socialismo real ya ha dejado en claro que ni era socialista ni era tan real. Si desde la vieja izquierda se les reprocha estar apoyando inconsciente e incoherentemente al socialismo reformista, quizá desde la socialdemocracia (entendida como movimiento histórico) se les pueda culpar de lo mismo. De dar argumentos para el reformismo como estrategia pero hacerlo sin plena conciencia o sin explicitar tan obvia consecuencia.

Una vez más Przeworski es el mejor ejemplo, con su ambivalencia sobre la racionalidad de la historia del socialismo y su personal insatisfacción ante los resultados de ésta. Pero en Roemer, que reconoce un avance hacia la emancipación social en la superación de las formas más crudas de explotación, también cabe hablar de una nostalgia del socialismo como idea pura y de un rechazo ante la historia real de cómo se han ido produciendo los cambios sociales.

Y, por poner un ejemplo significativo que hasta ahora no ha sido mencionado, tenemos el caso de Erik Olin Wright, sin duda el principal teórico (marxista) de las clases sociales en el capitalismo avanzado, que ha pasado de un riguroso estructuralismo económico a posiciones en las que, bajo la influencia de Roemer, reconoce cada vez más el papel del poder como clave de las relaciones de clase (de explotación), pero sin acabar nunca de recorrer su propio calvario teórico (cuya última muestra es la polémica desencadenada por su libro Las clases). La cuestión es que si una sociedad sin clases económicas no parece verosímil, habrá ya que poner el acento en el cambio en las relaciones de poder político entre estas clases para poder pensar el socialismo.

Lo curioso es que el marxismo analítico abre claramente el camino para ir por ahí, pensando una modificación de las formas de juego (del capitalismo) que sin romper las reglas (el mercado) permita soluciones cooperativas y beneficios equitativos. Y sin embargo, los principales representantes de este marxismo neoclásico no quieren enterarse, o fingen no enterarse, de las consecuencias de su trabajo. Se tienen bien merecida, por tímidos, la condenatoria encíclica de Ellen Meiksins Wood. Si fueran más atrevidos no se molestaría en atacarles, dejándoles ya por imposibles residuos reformistas condenados a las alcantarillas de la versión ortodoxa (y cada vez más improbable) de la historia marxista.

La izquierda y la antiglobalización (Noviembre, 2001)

A la hora de formarnos una opinión sobre un fenómeno nuevo tendemos a interpretarlo en función de otro anterior que nos dejó un vivo recuerdo. Por ello es muy grande la tentación de pensar que el movimiento antiglobalización va a producir en la cultura de izquierda una ruptura similar a la que supuso la generación de 1968. El primer motivo para suponerlo es que ahora existe una distancia tan grande como la de entonces entre el discurso dominante y la realidad social que perciben los jóvenes. Alguien que tenga entre 18 y 22 años tiene grandes posibilidades de llevar oyendo toda su vida que el mercado y la globalización van a traer la modernización y la prosperidad a todas las sociedades, o cuando más, en la versión de la izquierda, que si bien la globalización abre tremendos retos y problemas, también ofrece grandes oportunidades. Pero desde 1995 estas oportunidades se han ido revelando cada vez más como inciertas o efímeras, y tras la crisis de la economía norteamericana y sus graves consecuencias globales ese discurso puede sonar muy falso.

La izquierda, incluso para cambiar el curso actual de la globalización, necesita ser creíble como alternativa o como realidad de gobierno, y eso es incompatible con una oposición frontal a las actuales reglas de juego de la economía mundial. Además, dentro de quienes se oponen al sistema se encuentran a su aire grupos violentos que se han enfrentado con la izquierda —y en España han asesinado a algunos de sus militantes y dirigentes—. y corrientes de pensamiento reaccionarias, aunque en algunos casos con un discurso radical, que para la izquierda representan el pasado y no un futuro de progreso.

El desencuentro, según este razonamiento, es inevitable. Sin embargo, si la evolución de la economía mundial no ofrece señales de mejora, cabe sospechar que la fuerza del movimiento antiglobalización sea cada vez mayor, y que se convierta en punto de referencia para todos los descontentos sobre el actual estado de cosas. La violencia de los choques en Gotemburgo y la muerte del manifestante de Génova significan que los medios van a dar seguimiento sin falta a futuras movilizaciones, y por tanto el peso simbólico del movimiento va a ser cada vez mayor.

De los actuales gobiernos de izquierda sólo el francés ha intentado de momento asumir parte de la racionalidad de la protesta, con la propuesta de Jospin de introducir el impuesto Tobin sobre los movimientos de capital. La lamentable respuesta inicial de Blair a los hechos de Génova —en la línea de la tolerancia cero—, en cambio, no sólo revela que hablaba sin estar informado sobre la escandalosa brutalidad policial, sino un reflejo de ley y orden que puede afectar a otros gobernantes socialdemócratas, incapaces de aceptar no sólo la violencia sino lo que ven como una descalificación irracional de sus muy sensatas propuestas para reformar la situación actual.

Esta incomunicación se apoya en una diferente percepción de la realidad. Los manifestantes contra la globalización parten de que las actuales reglas de juego son intolerables, mientras que la izquierda, aceptando que no le son favorables, considera que es imposible cambiarlas de forma radical e inmediata. La izquierda actual tiene mucha más información y es mucho más realista que los jóvenes manifestantes, por no mencionar a algunos de sus compañeros de viaje más añosos. Pero, paradójicamente, eso no significa que la izquierda tenga toda la razón. Si la situación económica se sigue deteriorando, y el malestar social sigue creciendo, podría suceder que la propia fuerza de las protestas abriera posibilidades de reforma que hoy no se vislumbran.

Dentro del movimiento hay quienes, en un exceso de ambición, quieren acabar con el orden existente, y quienes, más modestamente, querrían otra globalización. Los primeros cuentan con mayor energía e impacto en los medios, pero eso no significa necesariamente que vayan a imponer sus improbables objetivos. En cambio, es posible que su capacidad para impactar en la opinión pública favorezca a las propuestas reformistas. Por ello no sería raro que dentro de un par de décadas el movimiento fuera recordado por haber introducido una fuerte ruptura en la cultura de la izquierda, y también por ser el punto de arranque de una nueva generación de socialdemócratas.

Se habla mucho ahora de la confusión e incoherencia de! movimiento contra la globalización, y casi nadie recuerda la ausencia de objetivos globales y el enorme componente de revuelta espontánea contra un orden ajeno que caracterizaron a los movimientos de los años sesenta, de Berkeley a México, DF, pasando por París. Aquella generación que buscaba la playa debajo del pavimento descubrió después que bajo las calles están los drenajes, los conductos del gas y el agua, los cables de la electricidad y el teléfono. Y aprendió a gestionarlos y a mejorarlos, al menos en algunos lugares.

5. CONCLUSIONES GENERALES: LA ACUMULACIÓN DE CAPITAL LA LUCHA DE CLASES Y LA REPRODUCCIÓN DE CAPITAL EN LA ACTUALIDAD.

Noviembre 21, 2010 El Modo de Producción capitalistas se ha reajustado y el modelo económico agroexportador, ha sido liquidado. Las nuevas formas de acumulación y reproducción de capital están basadas en una combinación de valorización de capital vía del comercio, los servicios, la industria manufacturera textil, y principalmente del control financiero del dinero, del ahorro, del crédito y de actividades económicas claves para apropiarse del excedente económico interno y de las remesas.

Existen nuevos niveles de desarrollo de las fuerzas productivas, hay una nueva composición de la fuerza de trabajo social según las categorías y grupos ocupacionales por área geográfica y sexo. Hay una redistribución y ajuste de la población urbana y rural afectada por la migración. Las vías de transporte y comunicación hay crecido y mejorado sin llegar a satisfacer las necesidades surgidas.

La dinámica demográfica, las actividades de trabajo de la población, la producción y el ingresos distribuido, la calidad de vida de las clases y capas sociales y el vinculo del comercio exterior muestran los rasgos del ajuste del modo de producción capitalista sufrido en el periodo 1979-2003.

Pero ante la liquidación del modelo económico anterior todavía no hay “motores de acumulación” que le den identidad a este nuevo modelo económico neoliberal.

El nuevo Estado Neoliberal estimula un modelo económico inestable, donde pueden verse algunas características.
Existe una preponderancia del capital dinero y no de la tierra, de la manufactura textil y no la producción industrial, mayor empleo en la ciudad y no el campo, un mayor proletariado urbano junto a una creciente ejército de reserva y disminución del campesinado; mayor peso del proletariado mujer y no el hombre, y en el caso de las capas sociales se ha debilitado la capa militar.

Dentro de las actividades económicas predomina la expansión del comercio de bienes importados y no la producción interior; la expansión de los servicios, en donde los financieros tienen el poder económico, seguida de la producción industrial textil y la disminución en la producción del resto de industrias. Se intensifica la producción diversificada de mercancías agrícolas y no del café, el crecimiento de la caña de azúcar y el crecimiento de los granos básicos. El sector ganadero y la silvicultura son muy dinámicos aunque su peso sea menor.

La facción capitalista financiera hegemoniza y controla el capital dinero, liderando a la clase capitalista dentro del Bloque Hegemónico Empresarial. El campesinado ha sido reducido y empobrecido sometido a un continuo proceso de depauperación o en su defecto, siendo expulsados al exterior.

El proletariado ha crecido en número, pero poco en conciencia, debido a que el grueso, es decir, las mujeres sufren mayor explotación y dominación que los hombres. Las capas surgidas del ajuste del modo de producción son volubles proclives hacia la inercia social. La lucha de clases se libra escondida de la conciencia pública, bajo la lucha entre partidos políticos. Herencia de la situación revolucionaria donde las alianzas entre clases y capas organizadas actúan contra las instituciones controladas por las fuerzas políticas de los capitalistas.

En síntesis el nuevo modelo económico neoliberal es inestable y no esta definido económicamente cuales son las formas particulares de acumulación de capital.

Algunos rasgos de las formas de acumulación son: la valorización mediante el comercio y la venta de servicios así como de la explotación de los trabajadores de estas actividades junto a la maquila.

El nuevo modelo económico esta fundamentado en una fuente y/o uso del excedente basado en la apropiación y control de ahorro, consumo, crédito, inversión y FBK a partir de la captación de las TEN, es decir las remesas familiares.

Su proceso de acumulación indica una producción de mercancías no agrícolas como la predominante y muestra una forma de inserción internacional como proveedores de fuerza de trabajo obrera y campesina al mercado agrícola y urbano, así como vendedores de productos de consumo “nostálgicos” para la masa proletariado salvadoreños en EE.UU., junto a la exportación de mercancías no agrícola al mercado centroamericano.

En términos generales hay un nuevo balance del poder entre las clases y las capas sociales. Los 5 grupos de poder económicos o NFE agrupados en el BHE, son el nuevo rostro de la clase capitalista salvadoreña.

Las masas de proletarios y capas populares no están articuladas en frente organizados, sino descentralizados en pequeños agrupamientos con reivindicaciones sectoriales y diversas.

Las capas de ingresos medios en proceso de depauperación son vacilantes y por lo inestable del modelo económico son vacilantes para aceptar su condición proletaria, viéndose arrastrados por el aparato ideológico de la clase capitalista.

1.1. MODOS DE PRODUCCIÓN PRECAPITALISTAS (1525 – 1660)

1.1. MODOS DE PRODUCCIÓN PRECAPITALISTAS (1525 – 1660) Noviembre 11, 2010 Reconoceremos 3 fases de la conquista: La lucha armada, un medio para llegar al sometimiento económico, siendo la evangelización y la creación del gobierno un tercer momento de consolidación.

La conquista económica es equivalente al despojo de las fuentes de riqueza de los indios: apropiación de las tierras y sometimiento o esclavitud.[1] Esta creó inicialmente un estado de esclavización y tributación de los pueblos conquistados mediante dos instituciones, coloniales: La Encomienda y el Repartimiento , como lo señala Flores Macal2 y Cardenal, en un periodo inicial que no sobrepasa 20 años (entre 1536 y 1542) la distribución de tierras y población era una practica virtualmente esclavista3.

Luego se configuraron “las nuevas leyes”(1542) y los llamados “defensores de indios”, se crearon para defender los intereses de la corona “sacarlos (a los indios) de la mano de conquistadores y convertirlos en tributarios del rey”. Llevó la lucha entre conquistadores, colonos y sus descendientes con la corona española, a colocar al indígena en un plano intermedio de la servidumbre, se libraron de quedar como esclavos pero no pasaron a ser trabajadores libres4.

Se crearon dos nuevas instituciones: La Nueva Encomienda, que era “una concesión, librada por el rey a favor de un español con merito de conquista y colonización, consistente en percibir los tributos de un conglomerado indígena…”. Y El Nuevo Repartimiento de indios, que era un “sistema que obligaba a los nativos a trabajar por temporadas en las haciendas, retornando con estricta regularidad a sus pueblos para trabajar en su propio sustento y en la producción de tributos”[5].

Para los planes de las nuevas leyes era imprescindible controlar a los indios: “los indígenas no podía pasar efectivamente a vasallos tributarios del rey, ni esté podía ceder parte de los tributos (Nueva Encomienda), ni sería posible suministrar a las haciendas periódicamente mano de obra indígena (Nuevo Repartimiento), mientras no hubiere centros de población perfectamente establecidos y controlados por autoridad”. A toda ésta labor se le llamó, “Reducción de Indios”[6] o pueblos de indios.
“El pueblo de indios: era una concentración de fuerza de trabajo, controlada por los grupos dominantes disponible en tres formas diferentes: 1) gratuita forzosa; 2) semi-gratuita forzosa; y 3) asalariada muy barata. La ultima sin posibilidad de desplazar las otras dos formas.”

El resultado de las nuevas leyes en el caso “salvadoreño” fue el vasallaje tributario de los indios y la reducción (cotos poblacionales indígenas) que surgieron como formas de explotación-dominación7.

La apropiación de los medios de producción, fundamentalmente la tierra y la fuerza de trabajo social indígena fue el problema concreto de la sociedad colonial.
El problema de la tierra tiene sus raíces en la organización económica de la colonia, siguiendo a Martínez Peláez, señala cinco principios que normarán la política agraria de aquel periodo histórico:
1) El señorío, de la corona española con derecho de conquista sobre todas las tierras de las provincias conquistadas en su nombre.
2) La tierra como aliciente, factor condicionante del latifundio en las colonias. Consistía en que el rey ofrecía y cedía una riqueza que no había poseído antes de momento de cederla el ceder tierra e indios fue el principal aliciente empleado.
3) La tierra como fuente de ingresos para las cajas reales, bajo el procedimiento de la “composición de tierra”, un procedimiento normalizado para apropiarse de la tierra.
4) La preservación de las tierras de los indios, donde pudieran ser controlados, trabajar para sustentarse, para tributar, y para estar en condiciones de ir a trabajar para otros. Un principio básico de la política agraria colonial.[8]
5) El bloqueo agrario de los mestizos: la política de negación de tierras a los mestizos pobres, en constante aumento demográfico fue un factor que estimulo el crecimiento del latifundio.

El latifundio y las tierras comunales9, eran las que realmente formaba el cuadro del agro colonial. A pesar que existió la propiedad rústica mediana y pequeña de indios ricos y ladinos, estas son fenómenos poco generalizados.

La tierra sin indios no valía nada, el gran valor de los indios como creadores de valor, aconsejaba la adquisición de grandes extensiones de tierra.[10] La ideología de los criollos, “el criollismo” reproducían prejuicios acerca de estos, la realidad histórica era otra11: el indio estaba obligado a acudir al trabajo de las haciendas y labores coloniales bajo la presión del sistema de repartimientos; el indio tenía que trabajar también para producir tributo al rey; y después de trabajar para los hacendados y para el rey- o los encomenderos-, el indio tenía que trabajar para sostenerse asimismo y a su familia. El indio es el trabajador de la tierra.

El problema de las epidemias, de las pestes de la viruela y de sarampión causó estragos en los pueblos de indios12. La implantación colonial provocó una verdadera catástrofe demográfica: se estima que la población de “El Salvador” desciende de 130,000 a 60,000 habitantes en éste brevísimo periodo, y no pocos núcleos desaparecen.

El nivel de desarrollo de las fuerzas productivas se reflejaba en las técnicas que se pusieron en manos de los indios, que giraban entorno a la azada, el machete y el hacha y en menor proporción el uso del arado, con esa capacidad productiva, la explotación asalariada hubiera arrojado ganancias insignificantes, que no estimulaban ni consolidaban la colonización; el salario hubiera coexistido artificialmente junto a una capacidad productiva que correspondía a etapas de desarrollo económico anteriores al capitalismo más incipiente.

Los mestizos no formaron clases, sino capas13— en cuyo seno maduraba eventualmente una clase social14-. En el campo se formaron núcleos rurales de gente mestiza y/o ladina15, con gran importancia numérica que revelaba una capa media de mestizos pobres, trabajadores, segunda fuerza productora explotada después de los indios.[16]

El mestizaje configuro tres capas medias urbanas: la plebe, los artesanos y la capa media alta urbana. La plebe, hacía referencia exclusivamente su nivel de pobreza y a cierta conducta general que aparecía como propia de la gente, masa pobre de la ciudad. Los artesanos, a pesar de ser un sector de trabajadores definidos – e importantes- por rasgos comunes a todos los oficios17 mostraban una falta de cohesión y unida. La gran mayoría de los trabajadores artesanales pertenecen a la plebe, es decir a la gente pobre o paupérrima de la ciudad. Un grupo reducido de artesanos acomodados integraba, junto a un grupo de proveedores no artesanales una capa media urbana de abastecedores acomodados. Las capas medias urbanas, caracterizada como pequeños propietarios explotadores de obreros y empleados de comercio, se incorporaron a la clase media alta, embrión débil de la pequeña burguesía.[18].

Gradualmente en la reproducción del esquema colonial, se van borrando los matices étnicos dentro del gran conjunto, pero comienza a ser evidentes las diferencias de orden económico y social, tanto en el campo como en la ciudad.

El modo de producción colonial se afinco en la apropiación de la tierra y el sometimiento de la fuerza de trabajo social indígena y ladina, que se reprodujo, mediante un modelo de monocultivo de exportación dependiente19. El modelo integrado por el Cacao y el Bálsamo que desde el siglo XIII hasta el XVI (± 300 años) fueron los monocultivos iniciales.
El Cacao fue el primer producto agrícola de exportación, origen también de la primera gran crisis.

En “El Salvador”, las plantaciones de los Izalcos, entre 1540 y 1550 fueron reconocidas como las más ricas de la audiencia de Guatemala, y cobro mayor importancia con el proceso de conquista y cierre de las plantaciones principales20. Se cultivaba Cacao periféricamente en otras partes como Santa Ana, San Miguel, y el Valle del Jiboa.

La explotación del cacao de los Izalcos se llevó a cabo bajo el régimen de la Nueva Encomienda. Fue tan intensa la explotación que en 1556, la mayoría de los habitantes nativos habían muerto. Se necesitaba más fuerza de trabajo, y debieron traer indígenas de otras regiones. Otro rasgo fue que los encomenderos y sus descendientes se enriquecieron extorsionando a los indígenas con el pretexto del tributo. Se impone la lógica que en la época de decadencia, esta afectaba en primacía a la población indígena. En el caso de El Bálsamo, la demanda se difundió después de la conquista, pues se uso como ungüento, medicamento y cosmético, era común en Nueva España y Europa, lo mismo que el Cacao, los mercaderes españoles obtenían el Bálsamo de los indígenas mediante la Nueva Encomienda.

[1] La falsa superioridad española, nace de la inferioridad tecnológica y cultural en general de los pueblos indios, en los primeros contactos en la lucha armada; el posterior sometimiento económico y conversión del indio—esclavitud y servidumbre— en fuente de riqueza para el nuevo grupo dominante; y de allí la inferioridad general permanente, derivada de las condiciones a que quedaron reducidos los nativos.
[2] Flores Macal, Mario “Origen, desarrollo y crisis de las formas de dominación en El Salvador”. Ed. San José Costa Rica SECASA 1983 Pág. 11 y siguientes.
[3] Eran “exportados desde las regiones mas densas como Sonsonate, Escuintla, Choluteca, estrecho de Rivas y Nicoya con destino a Panamá, Antillas y Nueva España.
[4] En el caso “salvadoreño”, diremos que el 3 de noviembre de 1548 llego a San Salvador una delegación que convoco una audiencia donde debería asistir cuanto tuvieren esclavos, en tal audiencia se dio la libertad a estos a pesar de la protesta de sus dueños y de sus justificaciones. Léase: Flores Macal, Mario Op Cit Pág. 11.
[5] Martínez Peláez, Severo “La Patria del Criollo” Ensayo de interpretación de la Realidad Colonial Guatemalteca. Editorial EDUCA octava edición 1981 Centroamérica. Pagina 93-103
[6] Se aplico la reducción en la diversidad de indios (pipiles y lencas generalmente), se busco erradicar “los pajuiles y xacales”- Eran grupos de indios afuera del control colonial, clandestinos y prófugos de los poblados, que vivían en la montaña o terrenos aislados.-
[7] Flores Macal, Mario Op Cit. Pág. 7 y siguientes.
[8] Permite comprender por qué la sociedad colonial exigía la existencia de tierras en que los indígenas podían trabajar para sustentarse, para tributar, y para estar en condiciones de ir a trabajar en forma casi gratuita a las haciendas y labores y a otras empresas de los grupos dominantes. También incluía el interés económico de la monarquía; para que los indios permanecieran en sus pueblos, y fuera posible controlados para la tributación era indispensable que tuvieran ahí unas tierras suficientes para no ir a buscar a otra parte.
[9] Sobre las tierras de los pueblos de indios es necesario explicarlo un poco más, se puede distinguirse tres tipos de tierras de indios existentes: En primer lugar, aquellas llamadas “ejidos” , “ejidos o pastos” o “montes y pastajes”: era la tierra indispensable y de uso común en los alrededor del pueblo para recolectar madera y otro material de construcción, madera y hojas secas para leña, espacio para exponer al aire y el sol hilos y telas y para soltar animales de propiedad particular. El segundo plano- y de mayor importancia- las tierras comunales, llamadas de muchas maneras: comunes, de comunidad, comunes de sementera, comunes de labranza y sementera. El punto de partida de estas tierras fueron las que la corona les concedió a todos los pueblos en la época en que fueron creados la época de las reducciones. Fue corriente llamar ejidos al conjunto de aquéllas tierras comunales, englobando las de sementera y las que eran los propiamente ejidos.
[10] El valor de una hacienda incluía su derecho a un número determinado indios de repartimiento.; también se compraban labores y haciendas con el objetivo de no cultivarlas para disponer de sus indios de repartimiento en los trabajos de otra empresa agrícola. Martínez Peláez, Severo Op Cit. Paginas 235 –247
[11] 1) los indios son haraganes, no trabajan si no se les obliga; 2) los indios son inclinados al vicio y que aumentan entre ellos las borracheras-escándalo si no se les tiene ocupados con el trabajo obligatorio; 3) los indios no padecen pobreza, viven conformes y tranquilos.
[12] En conjeturas sobre las razones de la desaparición casi completa del cultivo del cacao y en la recolección de bálsamo en El Salvador, plantea que las epidemias de viruela, de sarampión, seguidas de una endemia de malaria y posiblemente de fiebre amarilla en las zonas bajas de la región, fue la causa principal de la disminución vertiginosa de la población. Browing, David. “El Salvador: la tierra y el hombre” Ed. DG. PP MINED. El Salvador 1973. Pág. 119.
[13] Una capa social— diferenciándola de la clase social— es un grupo numeroso de personas que, en una sociedad, presentan un nivel de riqueza o de pobreza semejante, pero que, debido que no desempeñan una función económica común y bien definida en el régimen de producción y de propiedad, tampoco reconoce intereses económicos comunes ni reaccionan con solidaridad que es propia de las clases. Con la salvedad que en situaciones históricas determinadas, son arrastradas estas capas por las clases y puede actuar en una dirección bastante precisa. Martínez Peláez, Severo Op Cit. Páginas 264-347.
[14] las clases sociales, si realmente lo son, se definen por su unidad de función económica y de intereses, que les son esenciales, y no por su ubicación relativa a otros grupos La ubicación relativa puede emplearse como un elemento de definición de las capas como carentes de unidad funcional, y aún allí es insuficiente y requiere el señalamiento de otras características.
[15] Conjunto de personas que no eran indias ni españolas o criollos que incluye mestizos y negros.
[16] Los ladinos rurales aparecen en las haciendas, como “familias de asiento”; eran trabajadores agrícolas libres, desprovisto de tierra de cualquier otro medio de producción, y, en consecuencia, económicamente apresados y explotados, que trabajaban a cambio de usufructo de la tierra ajena que habitaban sin llegar a ser trabajadores asalariados estrictamente .
[17] Talleres pequeños, jerarquías de maestros, oficiales y aprendices, empleo de instrumentos relativamente simples y no otra fuerza que la humana.
[18] La capa media alta no era exclusivamente una capa urbana, se prolongaba y completada en la capa media alta rural, de los pueblos, y estaban presente en donde hubiera propietarios de rango medio no colonial.
[19] La agricultura colonial, estaba compuesta por dos áreas: primero, la agricultura de subsistencia, esta producción material de medios de consumo era la base del trabajo indígena que soportaba la “Economía de exportación” o producción para el comercio, sin colocar los metales preciosos, esta producción era agrícola, por ello la concentración en productos primarios o sea minerales y vegetales básicos. En esta operaba un ciclo basado en un producto principal y otro secundario sujeto a la demanda de la metrópoli o del mercado europeo y luego a las provincias.
[20] Había plantaciones en las dos costas de la audiencia sin embargo la fuente principal de Cacao estuvo en la franja de los suelos volcánicos muy fértiles, a lo largo de la costa del pacifico, desde Tehuantepec hasta las llanuras noroccidentales y de las costas de Nicaragua hasta Nicoya.

El Salvador: el 1ro. de mayo y la unidad de la izquierda

9 de mayo de 2013 1ro. de Mayo 2013: un movimiento popular masivo y diverso Las decenas de miles de hombres y mujeres, trabajadores y trabajadoras, del campo y de la ciudad, jóvenes y adultos, que recorrieron las calles y avenidas de nuestra capital simbolizan la voluntad mayoritaria y unitaria de respaldar el actual proceso de cambios así como de exigir su profundización y continuidad.

Este fue el mensaje principal: respaldo pero a la vez exigencia. Respaldo al gobierno del FMLN surgido en 2009 con la derrota de ARENA. Exigencia para el gobierno del presidente Funes de romper con el modelo neoliberal. La lección es que existe un poderoso potencial de fuerzas sociales para avanzar en el proceso de democratización y de cambios. Estamos a la ofensiva. Podemos y debemos avanzar, definir el rumbo desde la calle. Obtener más victorias. Es tiempo de cambio.

Tiempo de impulsar una estrategia audaz y combativa desde el movimiento popular. La gente respondió masivamente al llamado a la marcha y nos dijo que esta dispuesta a luchar y que confía en nosotros. Nos corresponde diseñar la estrategia y la táctica para que esta lucha se realice y sea exitosa. Y que no sea ahogada en el mar de la pasividad prevaleciente. Esta marcha puede ser la señal inicial de un nuevo momento de participación popular.

Pero también podemos reducir los límites del enfrentamiento social a la comodidad del claustro parlamentario y de la feria electoral. Son las alternativas existentes. Y podrían fácilmente hacernos perder esta magnifica oportunidad. Pero también pueden hasta ser complementarias en la medida que nos permitan acumular fuerzas y construir poder popular.

Esta vez el punto de llegada de la marcha fue la plaza del Salvador del Mundo. La cabeza de la marcha estaba en la 25 Ave. Norte y la cola en el Reloj de Flores. Era una poderosa demostración de fuerza y de unidad. Las dos principales reivindicaciones eran el aumento al salario mínimo y el rechazo a la Ley de Asocios Público-Privado. Y el listado de convocantes se había ampliado hasta incluir a la CSTS, Conphas, Cirac, FSNP, MPR-12, FSS, Festraspes, Cofevi, etc. El MPR-12 encabezaba la marcha.

Pero debe registrarse también que de nuevo y ya por ya varios años hubo otra marcha de algunos sindicatos como AGEPYM, CTS, CSS y de algunas agrupaciones estudiantiles universitarias. Al privilegiar su visión “anticapitalista” y de rechazo al FMLN, se automarginaron del contacto directo con los miles de trabajadores organizados que desfilaron hasta el Salvador del Mundo.

Lo interesante es que las principales banderas de lucha de ambas marchas eran las mismas: rechazo a la ley de la Función Publica; rechazo a la ley de asocio público privado; incremento al salario mínimo y respaldo a la ley de medicamentos.

La mera convocatoria a dos marchas revela la existencia de dos concepciones y visiones sobre el desarrollo del actual proceso político iniciado en el 2009 con la llegada del FMLN y sus aliados democráticos al gobierno central.

Hay un sector de la izquierda, tanto organizada como no organizada, tanto al interior del país como fuera, que considera que el gobierno de Funes y del FMLN es un gobierno de derecha, y que nada ha cambiado. Y que la dirección principal de la lucha es por derrocar este gobierno pro imperialista.

Dentro de este sector hay que distinguir a los que inicialmente apoyaron a Funes como candidato presidencial del FMLN, de los que rechazan categóricamente cualquier participación electoral. Este sector es actualmente una fuerza social marginal, pero puede crecer.

Hay otro sector vinculado al FMLN, que considera que el gobierno de Funes es un avance significativo en el camino a construir una correlación de fuerzas que aísle a la oligarquía y permita revertir el modelo neoliberal. Y que es un gobierno en disputa en el que las fuerzas de izquierda necesitan fortalecer su presencia.

Y lo clave es garantizar la continuidad del proyecto político iniciado en 2009. El grueso del movimiento popular respalda esta visión de cambio. Es la tendencia mayoritaria. El 1 de mayo lo confirmó fehacientemente.

¿Como establecer un puente de diálogo y de unidad de acción entre estos dos sectores? Este es uno de los desafíos principales que enfrenta la izquierda para cumplir su rol dirigente de este complejo proceso. Y este es un problema que rebasa lo electoral y esta vinculado a la construcción del sujeto de la revolución.

Y pasa por el desarrollo de espacios de debate político e ideológico. Y pasa también y principalmente por el despliegue de la lucha popular. Es en las grandes batallas sociales donde podemos encontrarnos y reconocernos. Ya lo hemos vivido en el pasado. Recordemos las Marchas Blancas contra la privatización de la salud.

A finales de 1979 la crisis política obligó a los diversos contingentes de la izquierda a buscar la unidad para proyectarse como alternativa real de poder. Y a dejar en el baúl de los recuerdos las acaloradas polémicas y las abigarradas expresiones orgánicas para fundirse en un solo puño político-militar de cuatro letras.

Y las diferencias no desaparecieron, se trasladaron a una inesperada larga guerra con cinco ejércitos coordinados e incluso todavía se mantienen hoy como partido político, y con muy buena salud, pero bajo una misma tienda y en una misma casa. Y el que se sale de la casa pierde. Y es por eso que hay hoy muchas voces fuera de la casa.

Pero es claro que necesitamos para avanzar como movimiento popular una casa con muchas ventanas y muchas voces. Solo así se podrá construir el coro que encabece de nuevo el asalto al cielo…desde lo que Eduardo llama las nuevas vanguardias.

En aquella época, principios de los años ochenta, la realidad se encargo de lanzar por la borda incluso dos tesis que se consideraban en la izquierda artículos de fe. El primero, la brevedad del enfrentamiento final o la toma del poder. La insurrección soñada era cuestión de un fin de semana o lo más una semana. Y era una lucha urbana, a lo bolchevique, que iba a librarse fundamentalmente en el Bulevar del Ejército, donde estaba concentrado el proletariado industrial.

Al final fueron doce largos años y peleados desde campamentos guerrilleros en el campo, rurales. Mao desplazó a Lenin en la práctica. Y para rematar a los dogmas, en 1992 no hubo entrada triunfal guerrillera a San Salvador, no hubo victoria militar, sino un pacto político negociado y firmado en México, que modificó el sistema político sin modificar el sistema económico. Abrió un periodo ya prolongado y ojala sin retroceso, de democratización, de libertades públicas.

Funes espadeando con la ANEP, con los Candidatos Presidenciales, con Obama y en la Cumbre de Managua

El presidente Funes es un espadachín nato. Mantiene incluso desde antes de su llegada a la presidencia la espada desenvainada y bien afilada. Y no vacila en usarla contra los que osan criticar a su gobierno o los que desafían la mítica y hasta bíblica bondad de sus políticas sociales.

Recientemente presenciamos como logró evadir la emboscada tendida por la oligarquía en el XIII Enade y de ribete les enrostró su falta de patriotismo, les invitó a sumarse a los esfuerzos que se realizan desde el debilitado CES e incluso les reitero su papel de capitán del barco y ansioso de atacar a los roedores, los cuales últimamente manejan la tesis de la “responsabilidad social empresarial” como arma ideológica para ocultar su nefasto papel histórico.

Asimismo obligó a los cuatro presidenciables a visitarlo en Casa Presidencial y escuchar pacientemente acerca de los diversos proyectos que ejecuta su gobierno. Y ese mismo día viajó a reunirse con el presidente Obama y pudo observar que la presidenta de Costa Rica le esta disputando su papel de aliado estratégico. Y finalmente en Managua logra con Lobo y Ortega garantizar que el Golfo de Fonseca sea un espacio de paz. Lo que no pudo evitar fue que la Selecta bajara al puesto 85 de la FIFA.

¿Es la clase obrera salvadoreña la clase dirigente?

La clase obrera salvadoreña del siglo XXI es el resultado de los complejos procesos internacionales de globalización financiera así como de las modificaciones al interior de nuestra formación económico-social de sus fuerzas productivas y de sus relaciones de producción.

En la actualidad, en el marco del modelo económico neoliberal impuesto a partir de la llegada de ARENA al gobierno en 1989, registramos la disminución del sector industrial y del sector artesanal, el fortalecimiento de la manufactura textil maquilera vinculada a empresas extranjeras y con esto del peso de las mujeres en nuestro proletariado y de su perfil urbano. Además es un modelo basado en la captación por medio del comercio de las remesas familiares.

Así como la desnacionalización de la economía con la venta de las principales empresas y bancos –TACA, ILC, Banco Agrícola, Cuscatlán, Salvadoreño, CESSA, La Despensa de Don Juan entre otras- al capital internacional; la casi desaparición del sector agro-industrial, la disminución del campesinado como clase social; y la emigración masiva hacia Estados Unidos de amplios contingentes de trabajadores rurales y urbanos.

También la proletarización acelerada de sectores de capas medias y entre estas el debilitamiento de la capa militar, y la emergencia de un mayoritario sector de trabajadores del sector informal como resultado del crecimiento de los desocupados, del ejército de reserva.

Este es nuestro proletariado. Y es un proletariado que se ha incorporado a la clase obrera multirracial y multinacional de Estados Unidos, de Australia, de Italia y a sus luchas. Un proletariado salvadoreño con mayores niveles numéricos que en el pasado, pero debilitado en su nivel de organización, conciencia de clase y espíritu de lucha, Y esta es la fuerza que puede conducirnos objetivamente al socialismo.

En los últimos veinte años en general el sector servicios acapara un 60 por ciento del PIB, la industria un 25% y la agricultura un 10 %. Es una economía tercerizada en la que la mitad de nuestras exportaciones son manufacturas de baja tecnonología, o sea la industria textil maquilera.

Se observa el crecimiento de centros comerciales donde coexisten y disputan los principales grupos oligárquicos, ejemplo de esto en Antiguo Cuscatlán Multiplaza, Las Cascadas y la Gran Vía, privilegiando la importación de bienes sobre su producción nacional así como la agresiva expansión de los servicios bancarios en su mayoría de propiedad colombiana. Unido esto a una producción cafetalera amenazada por la roya y en franca desventaja frente a la caña de azúcar y los granos básicos.

El proletariado salvadoreño nace a mediados del siglo XIX en los obrajes añileros y en las entonces recién creadas fincas cafetaleras de Santa Tecla y Santa Ana. Surge en el campo como proletariado agrícola, derivado de la vía “junker” de desarrollo de nuestra agricultura.

A principios del siglo XX adquiere rasgos artesanales –sastres, zapateros, panaderos-en las principales ciudades y a mediados de este mismo siglo surge una clase obrera industrial vinculada a los procesos de integración regional. La guerra de 1980-1992 modificó de nuevo el escenario social.

Según datos del periodo 2011-2012 de la DIGESTYC el comercio concentra a 256,627 trabajadores; los servicios a 215,002; la industria a 133,399, el transporte a 15,830, la construcción a 7,427 y otros (que incluye la agroindustria, electricidad, minas y canteras) a 6,229 lo que hace un total de 634,514 trabajadores. Por otra parte, según FUSADES , el 72 por ciento de la población económica activa no tiene un empleo formal, o sea 1.9 millones.

El sector informal emplea a un 49.26 de la PEA. Más de 770,000 salvadoreños se ganan la vida con empleos en el sector informal. Según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM) 2011, el 49.26% de la Población Económicamente Activa ocupada en la zona urbana (PEA, que se estima en 1,564, 204) vive de lo que gana en este sector, es decir, 770,608 trabajadores.

Esta es nuestra realidad como proletariado salvadoreño. Y esto explica que las luchas sociales de clase de los últimos años estén encabezadas por sectores de capas medias, como empleados estatales, incluso médicos con su propio sindicato, como en la gran lucha en el 2002 contra la privatización de la salud; las luchas de las comunidades por el derecho al agua, por una vivienda digna, por el derecho a vender en las calles, las luchas de los maestros por un salario digno; la lucha de los jóvenes por ingresar a la UES, la lucha contra la flexibilización laboral, etc.

La clase obrera se ha modificado en su composición y esta disminución de su peso social influye fuertemente en lo sindical e incluso en lo político. Determina el predominio de sectores de la pequeña burguesía en la conducción del proceso revolucionario. Influye en nuestra visión de mundo. Y en nuestro caso, casi siempre ha sido así.

Incluso las figuras principales de nuestra izquierda, proceden desde Farabundo Martí y Arturo Romero con la excepción de Daniel Castaneda, Salvador Cayetano Carpio y José Luís Merino hasta Fabio Castillo y Schafik Handal, de las capas medias. No obstante esto, es claro que la alternativa al capitalismo, la transición, la ruptura del sistema esta vinculada al fortalecimiento del proletariado salvadoreño.

El proletariado salvadoreño es el sujeto histórico del cambio por su papel en el proceso de producción. Es la contraparte obligada de los sectores oligárquicos y de las corporaciones transnacionales. Pero por otra parte, es un papel que debe ganar, que debe disputar. Y que puede ser arrebatado.

Hay fuerzas sociales emergentes que le imprimen su propio estilo a la conducción del proceso político. Por ejemplo que favorecen la horizontalidad y el trabajo en redes por encima del centralismo leninista, que se origina en la visión de fábrica. O que priorizan la lucha contra el androcentrismo sobre la lucha de clases, etc. O la lucha cultural sobre la lucha política.Y hay lucha por la hegemonía en el movimiento popular y social. En particular de la pequeña burguesía originada en la UES o en la UCA.

La clase obrera salvadoreña es fuerza motriz o sujeto histórico en la medida que actúa y asume en la práctica y no en la teoría ese papel, no por simple decreto. En la medida que adquiera conciencia de clase y se ponga al frente de la lucha popular. Y esto esta vinculado al papel que desempeña la fuerza dirigente del proceso, que es el siguiente tema que comentaremos.

¿Es el FMLN el partido que necesitamos?

Existe en un sector de la izquierda la tesis e incluso hasta la convicción que el FMLN ha dejado de ser un partido de izquierda, o al menos su dirección. Argumentan que es un partido aliado o subordinado a otros partidos de derecha; que ha abandonado sus ideales de cambio social; que se dedica a administrar el sistema y que representa una nueva clase empresarial en ascenso.

Consideramos que el FMLN es el fruto histórico de un largo proceso de lucha que arranca desde las primeras huelgas de artesanos a finales de la primera década del siglo pasado. Y que pasa por la creación del Partido Comunista en marzo de 1930 como partido revolucionario de la clase obrera; por su experiencia electoral e insurreccional de 1932; por la amarga derrota de ese mismo año; por las jornadas revolucionarias de 1944; 1960; por el surgimiento de las organizaciones político-militares a principios y mediados de los años setenta; por la construcción de inmensas organizaciones de masas que ya unidas confluyeron en un ejercito popular revolucionario en los años ochenta; y luego por la construcción de un poderoso partido de masas. El cariño y el respeto de nuestro pueblo a estas cuatro letras entroncan con esta historia.

Durante buena parte de este trayecto reseñado, durante sesenta años, la existencia de una dictadura militar de derecha obligó a los revolucionarios a construir organizaciones clandestinas, cerradas, altamente selectivas. La derrota de la dictadura y la conquista de la democracia, permitió a partir de 1992 el despliegue y construcción de un ejército político diferente: un gran partido de masas, con una composición clasista diversa en lo político y en lo ideológico. De Lenin pasamos a Gramsci en la práctica.

En la actualidad el FMLN es un partido con un alto nivel de acumulación política nacional e internacional que se expresa en la presencia política territorial en los 262 municipios del país. Con una significativa presencia legislativa y de consejos municipales. Con la dirección de varios ministerios de gobierno central. Con presencia en la PNC.

Con una fuerte maquinaria electoral. Con influencia en la Corte Suprema de Justicia. Con fuerte presencia en el movimiento popular y social. Con un proyecto económico basado en Alba Petróleo. Con participación destacada en el Foro de Sao Paulo.

Pero a la vez es un partido de izquierda que en su estrategia política desde 1994 prioriza el enfrentamiento parlamentario sobre el enfrentamiento social; que no define con claridad su posición ante el gobierno norteamericano como expresión suprema del sistema capitalita imperial; y que no establece de manera diáfana cual es su rumbo estratégico.

A la raíz de estos posicionamientos del FMLN, se encuentra el hecho que luego de los Acuerdos de Paz de 1992, y en el marco del derrumbe de lo que se conoció como socialismo real, las cinco fuerzas que lo integraban abandonan gradualmente tres pilares que habían caracterizado e identificado a la izquierda salvadoreña por décadas: la teoría leninista de la organización de vanguardia, el carácter de clase del partido y la ideología marxista.

No obstante esto, el FMLN continúa siendo la fuerza política que expresa los intereses de los sectores populares, se enfrenta periódicamente a las fuerzas de derecha en los torneos electorales y conduce de manera diaria el enfrentamiento de clase. No se percibe en el horizonte cercano una modificación de este papel. Las ilusiones no son realidades.

Pero la profundización del reformismo, la colaboración de clases y una orientación pragmática hacia la socialdemocracia, pueden conducir en el horizonte lejano a la búsqueda de nuevas vanguardias. Esto ya ha sucedido en el pasado.

Pero a condición que las fuerzas emergentes de izquierda abandonen a la vez su sectarismo y dogmatismo, que las mantienen prisioneras en la marginalidad política. Al final, es la gente la que reconoce la voz de sus dirigentes y los sigue. Y en la actualidad continua reconociendo a la dirección del FMLN. Es un hecho.-

Tesis de discusión sobre el Partido de la Revolución

Tesis de discusión sobre el Partido de la Revolución

DE TRIBUNA POPULAR 8 MAYO, 2013

bandera_pcvCaracas, 8 may. 2013, Tribuna Popular TP.- A continuación reeditamos el documento emanado por el XIII Congreso del Partido Comunista de Venezuela en torno a la discusión realizada sobre el Partido de la Revolución a proposito del llamado realizado por el Presidente Chávez a conformar el Partido Unico. El congreso fue realizado el 3 y 4 de marzo del 2007.

TESIS DE DISCUSIÓN SOBRE EL PARTIDO DE LA REVOLUCIÓN

I.- Una caracterización necesaria de la Revolución

El Partido Comunista de Venezuela (PCV), en su reciente 12 Congreso consideró que transitamos un proceso revolucionario de liberación nacional que debe culminar con éxito las tareas de recuperación plena de la soberanía e independencia nacional, avanzar en la conquista de la justicia e igualdad social; profundización de la democracia popular revolucionaria, de contenido participativo y protagónico, de transformación y liquidación del viejo Estado oligárquico burgués y que, para lograr cumplir las tareas históricas que maduran en la sociedad, tiene que avanzar necesariamente hacia la superación del injusto modo de producción capitalista, de explotación del hombre por el hombre, principal causa de todas las desigualdades y amenazas que afectan a la humanidad.

Esta definición nos permite identificar como el enemigo principal del proceso revolucionario, y por ende, de nuestro país, al imperialismo, particularmente al Estadounidense y en consecuencia, considerar las fuerzas motrices de la revolución, en su fase actual de transición, representadas por amplios sectores de la clase obrera, de los trabajadores y trabajadoras en general, del campesinado como fundamental aliado de estos, la pequeña burguesía, capas medias e intelectualidad progresista. Y la naturaleza de esta alianza que debemos construir y mantener como pueblo, movimiento popular y Estado revolucionarios, con el liderazgo indiscutible del Comandante Presidente Hugo Chávez Frías, para avanzar victoriosamente rumbo al socialismo.

Hemos señalado reiteradamente que la resolución definitiva de la contradicción principal de la Revolución Bolivariana y el imperialismo Estadounidense, demanda la más amplia unidad nacional, continental y mundial, de fuerzas populares y gobiernos progresistas, así como alianzas estratégicas y tácticas de alcance continental y mundial, que favorezcan la consolidación de una nueva correlación de fuerzas a favor de la lucha de los pueblos y del progreso social, consolidando la tendencia multipolar en desarrollo.

II.- La composición, carácter y contenido de la alianza antiimperialista

Esta fase del proceso revolucionario, demanda la más amplia unidad nacional antiimperialista, que objetivamente viene dada por la construcción de una multifacética alianza de clases y capas sociales, que va desde la burguesía no monopólica (la que no mantiene vínculos de subordinación al gran capital transnacional imperialista), la pequeña burguesía, las capas medias, la clase obrera y demás sectores de trabajadores/ trabajadoras, el campesinado y otras capas sociales explotadas.

Se trata de una alianza de clases y capas sociales, en torno a un programa mínimo de transformaciones democráticas y populares, comprometidas con el desarrollo socioeconómico (desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción) y la liquidación del dominio oligárquico e imperialista. Este bloque de fuerzas nacional-patriótico-revolucionario, coincide en el objetivo antiimperialista, pero a la vez, defiende intereses diferenciados y entre los factores de la alianza se desarrolla la lucha de clases por la dirección del proceso, con el fin de establecer contenidos, límites, ritmos y profundidad del mismo, según los particulares intereses de cada factor social allí representado. Es esta una alianza de clases que presenta a lo interno, contradicciones no antagónicas, que permiten su unidad táctica, y antagónicas que se definirán en el futuro.

En nuestras definiciones políticas, hemos afirmado que este bloque o alianza, por su propia naturaleza policlasista, demanda para el cumplimiento de las tareas de liberación nacional, una instancia de integración con independencia orgánica, en donde las contradicciones no impidan el cumplimiento de políticas coincidentes en lo estratégico. Esta estructura la definimos como un FRENTE AMPLIO NACIONAL PATRIOTICO, en torno a un programa, con normas estatutarias y de funcionamiento de obligatorio cumplimiento para el conjunto de sus componentes, una estructura orgánica y la dirección colectiva, liderada por el Presidente Hugo Chávez Frías.

El liderazgo del proceso es ejercido no solo por el Presidente Chávez que es consecuente antiimperialista, antioligárquico, impulsor de la democracia popular y revolucionaria, con visión y perspectiva socialista, sino por sectores de la pequeña burguesía y capas medias, militares y civiles, que mantienen una solapada y en veces abierta conducta anticomunista y oportunista, que impide y retraza el avance de las transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales, que han madurado en el transcurso del proceso.

Necesario es indicar que el proceso revolucionario bolivariano cuenta entre sus conquistas con una experiencia acumulada en décadas de luchas de diverso signo, que se han potenciado en estos años de gobierno del presidente Chávez, lo cual ha producido un importante salto cualitativo en la conciencia social, en el plano político y organizativo de considerables sectores populares.

III.- Acumular fuerzas populares revolucionarias por el Socialismo

En nuestro propósito de acumular fuerzas para avanzar hacia el socialismo, desarrollamos simultáneamente a la más amplia unidad nacional antiimperialista señalada; una política de articulación y unidad estratégica, entre el conjunto de los factores que integran el movimiento popular revolucionario, no solo a nivel nacional sino internacional.

Las fuerzas de clara postura marxista y marxista-leninista, estamos convencidas –tal como lo enseña la experiencia histórica de lucha de otros pueblos y la propia nuestra– que el proceso de tránsito al socialismo exacerba las contradicciones de clase, produciendo nuevas definiciones, deslindes, reagrupamientos y recomposición de alianzas, cuyo desenlace estará en correspondencia con la correlación de fuerzas que logremos construir.

De allí entonces, que ese curso y desenvolvimiento previsible de los acontecimientos de la lucha de clases, nos demande superar las inmensas debilidades presentes en uno de los sujetos fundamentales de la Revolución Socialista: la Clase Obrera y demás sectores de trabajadores/trabajadoras.

Ganar la conciencia de los diversos sectores de la clase obrera para el socialismo, elevar su nivel de organización, superar la división orgánica del movimiento obrero y sindical, y contribuir en la transformación de la clase en vanguardia de la revolución social, es la tarea más importante y urgente del Partido Comunista de Venezuela.

Solo por ese camino se podrá superar a favor de las fuerzas consecuentemente revolucionarias y en interés del pueblo trabajador, la contradicción fundamental existente en la sociedad capitalista, la que se expresa en la producción colectiva de los bienes materiales versus apropiación individual de la plusvalía, resultante de dicho proceso productivo e intelectual, creando así las condiciones materiales y espirituales, objetivas y subjetivas, para la construcción del socialismo.

Estamos, en consecuencia proponiendo la creación de los Consejos de Trabajadores, como expresión política unitaria de éstos, por encima de su condición gremial o sindical, a fin de que sus intereses se encuentren legítimamente representados y puedan actuar de manera revolucionaria en el control de los centros de trabajo, el diseño, ejecución y seguimiento de sus políticas y procesos laborales, de producción y distribución social de sus ganancias, y como expresión del poder popular que incluso trascienda el ámbito de los lugares de trabajo para que influya en los de vivienda y en los territorios de los consejos comunales para imprimirles a éstos el sello de la conducción proletaria y los cambios de conciencia necesarios para la construcción del socialismo.

IV.- Las amenazas de restauración

En esta fase de revolución bolivariana, la lucha por el poder político se ha inclinado a favor de las fuerzas patrióticas y revolucionarias. Esto quedó claramente demostrado en el referendo presidencial de agosto de 2004, con la victoria del ¡NO! y en las elecciones del 3 de diciembre pasado, que tuvieron como precedentes la lucha violenta por el control estatal, entre finales del 2001 (leyes habilitantes) y mediados del 2003, pasando por el golpe fascista de abril del 2002 y el sabotaje petrolero.

Las Misiones, la creciente inversión en educación, salud, vivienda, ciencia y tecnología, las grandes obras de infraestructura, la preocupación por el ser humano que la gente siente muy de cerca, la denuncia y superación de las deformaciones que amenazan el proceso (corrupción, burocratismo, ineficiencia e ineficacia en las instituciones del Estado, individualismo, nuevo riquismo y conformación de grupos económicos emergentes seudo revolucionarios, la mentira reiterada en cuanto al desarrollo de proyectos, el formalismo, el reformismo, la disputa interna por controlar los cargos públicos, etcétera), la apelación al pueblo para enfrentarlos, el impulso de la democracia participativa y protagónica en lo político y económico (Consejos Comunales, EPS, Cooperativas, mesas técnicas, núcleos de desarrollo endógenos, sistema micro financieros), por señalar algunas de las más relevantes realizaciones que forman parte de los diez objetivos estratégicos y, más recientemente, los cinco ejes esbozados para la campaña electoral: Ética Socialista, Modelo Productivo Socialista, Democracia Protagónica y Revolucionaria, Geopolítica Nacional y Potencia Energética Mundial, y los cinco motores constituyentes son objetivos de una inmensa trascendencia histórica y transformadora que demandan un nuevo nivel ideopolítico y organizativo en los movimientos sociales, en el Estado y en los Partidos políticos.

El liderazgo de Chávez tiene en la actualidad una proyección continental y mundial, que le impone también inmensas responsabilidades internacionales. El ser referente de pueblos y gobernantes, sirve a los intereses de la revolución bolivariana y a la consolidación de las tendencias progresistas a nivel mundial.

Superada la situación de dualidad de poderes, que subsistió hasta agosto del 2004; relanzada la economía, con tasas de crecimiento sostenido en los últimos tres años; una relativa mejoría en la calidad de vida de millones de compatriotas; con un prestigio continental y mundial y la legitimidad conferida por el pueblo al liderazgo de Chávez, afloran y se manifiestan, como es lógico, en sus más diversas formas la descomposición que se viene incubando y desarrollando en la institucionalidad contenida en el viejo Estado burgués y en el seno de una parte importante de las fuerzas políticas y sociales identificadas con el proceso revolucionario.

Es preciso destacar que en los actuales momentos se produce otro tipo de dualidad de poderes, en la estructura estatal, que responde a intereses y comandos grupales que se encuentran a espaldas de los intereses populares y se constituye en obstáculo para el despliegue de las potencialidades transformadoras de la revolución.

Esta estructura se expresa en forma de masivas y sistemáticas prácticas de burocratización y corruptelas, que en buena medida están asociadas a la existencia de un aparato estatal heredado de un sistema que se necesita sepultar y la presencia de sectores de partidos políticos y cuadros tecnócratas que ejercen el poder sin ningún tipo de compromiso revolucionario. De hecho, las debilidades institucionales que exhiben las transformaciones representan uno de los mayores problemas que debemos afrontar en la nueva fase del proceso político venezolano.

La contundencia de la victoria patriótica en las recientes elecciones (un poco más del 63% de los votos sufragados se emitieron a favor del Comandante Chávez) y las inmensas movilizaciones populares previamente organizadas, sirvieron de acciones disuasivas para impedir la activación del plan desestabilizador de la oposición oligárquico imperialista, a lo cual se suma su decisión táctico-estratégica de acumular fuerza social y política para futuros desenlaces en la confrontación de clases.

La oposición surge con un importante nivel de recomposición de sus fuerzas, que en la actualidad pasa por la definición de sus liderazgos internos, pero que no nos quepa duda vendrá a utilizar todos los resquicios constitucionales y legales para promover la presión social, incluso aprovechando los reclamos de lo que ellos denominan “chavismo popular”, para promover la desestabilización social, política y militar en procura de restaurar el régimen oligárquico burgués. Este objetivo estratégico de la contrarrevolución encuentra un marco de limitaciones objetivas y subjetivas en la misma medida que no logra superar un conjunto de debilidades políticas y orgánicas que le impiden, en la actualidad, poner en serio riesgo el proceso de cambios, entre las que se cuentan: la división, dispersión y confrontación interna, la falta de cohesión programática, el desgastado liderazgo que no logra alcanzar niveles de legitimidad social.

Forma parte de esta estrategia oposicionista la línea de acercamiento que propicia el imperialismo Estadounidense, no solo en forma directa sino a través de otros presidentes latinoamericanos (hasta ahora visualizamos principalmente a Uribe y Alan García) y europeos, con el objeto de lograr flexibilizaciones en la línea política central que orienta el proceso y facilitar la cooptación de cuadros de su propio seno.

V.- El Partido de la Revolución

Básicamente, se trata de que desde un Estado burgués como el que aun pervive en Venezuela, no se puede dirigir la revolución. Históricamente este Estado no es capaz de negarse a sí mismo, y además de su carácter y esencia, se encuentra en una situación de creciente descomposición. Éste, por tanto, es un Estado que aun no es revolucionario, por cuanto mantiene su naturaleza y valores burgueses.

Lo anterior demanda la existencia y acción de una vanguardia revolucionaria, que dirija organizada, colectiva y cohesionadamente el esfuerzo creador de las masas. Que propugne valores, principios y conductas dirigidas a superar la hegemonía cultural burguesa dominante. Que coadyuve en conjunción con el colectivo popular organizado en el ejercicio del control social y político del proceso entendido como totalidad.

Es en este contexto, en que además se ejercita predominantemente, en forma casi exclusiva, una dirección individual del proceso revolucionario desde instancias gubernamentales, en que el presidente Chávez presenta la propuesta del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).

Ciertamente, la revolución, en tanto hecho esencialmente político, demanda un órgano de dirección revolucionaria capaz no sólo de arrebatarle ese liderazgo al Estado burgués, sino de destruirlo y construir un Estado de4mocrático popular revolucionario.

Ese órgano político es necesariamente un Partido, integrado por cuadros revolucionarios y revolucionarias, que visualice, conceptualice y establezca determinaciones integrales, totalizadoras y de conjunto con respecto a la sociedad y no sectoriales como acontece con las visiones que, en general, aprecian desde una posición de grupo (un ministerio o instituto) las tareas que deben acometerse, a la vez que, lógicamente, justifican acríticamente su propia actuación.

El Partido que pueda asumir este rol debe ser capaz, como vanguardia política de la revolución, de generar un enfoque global del proceso sociopolítico, que le permita articular a las masas y facilitarles no solo el control del Estado sino el ejercicio del poder directo sobre y desde las esferas estatales.

VI.- La decisión del Comandante Chávez

Con fecha 15 de diciembre de 2006, en el acto de homenaje a las escuadras, pelotones y batallones del Comando Miranda, que se efectuó en el Teatro Teresa Carreño, el presidente Chávez lanzó el decreto constitutivo del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En general, de dicha exposición se desprenden los siguientes planteamientos políticos:

Decreta, en su condición de Presidente del MVR, la disolución del Movimiento Quinta República, previa explicación de que cada momento histórico demanda un nuevo instrumento político.
El PSUV se constituye a partir de las escuadras, pelotones y batallones, por tanto no debe permitirse la disolución de ninguna de estas instancias. Se orienta a los y las comandantes de éstas a levantar el censo de militantes, simpatizantes y amigos y amigas, para conocer y organizar la base organizativa del Partido.
El PSUV será una organización política democrática. Sus dirigentes serán electos en forma directa por la militancia.
Su programa es el socialismo etno-indígena, cristiano y autóctono, al cual incorpora referencias marxistas.
Invitó a los demás Partidos a discutir su decisión y a participarle lo que decidan, afirmando que en base a su experiencia pasada una discusión sobre el tema es una pérdida de tiempo y él no tiene tiempo para perder en esas discusiones.
Afirmó que el Partido que no decida disolverse e incorporarse al PSUV queda en libertad de seguir su camino, pero que saldrá del gobierno. Quiero gobernar con un solo Partido, enfatizó.
Prometió que la nueva dirección del PSUV no estará conformada a dedo ni por los mismos viejos dirigentes de los Partidos y no aspira verse en una mesa sentado con las mismas caras, porque sería una burla.
Invitó a todos los sectores a incorporarse al PSUV: pueblos indígenas, trabajadores y trabajadoras, profesionales y técnicos, jóvenes, mujeres, empresarios nacionalistas, campesinos y campesinas.
Informó que hay un equipo que viene trabajando con él en esta tarea y se encargará de coordinar el proceso en forma directa con las escuadras, pelotones y batallones.

En intervenciones posteriores efectuadas durante la primera quincena del mes de enero de 2007, el presidente Chávez, a la vez que ha ratificado su decisión de conformar dicho Partido Socialista Unido de Venezuela o de la Revolución, ha entregado nuevas opiniones en cuanto a la necesidad de discutir democráticamente su planteamiento en el seno de todas las organizaciones del proceso, precisando que dicho objetivo requiere ser conversado, discutido y acordado.

En una primera aproximación al carácter y contenido de clase del PSUV, con la lectura que realizamos de las intervenciones del presidente Chávez, podríamos indicar que el mismo cuenta entre sus características con las siguientes:

Un gran Partido de masas, que intenta integrar orgánicamente a todos los movimientos sociales y agrupaciones políticas, a todos los ciudadanos y ciudadanas sin distingo de ideología que se identifican con Chávez, iniciando por aquellos que estuvieron articulados en la estructura del Comando Miranda a nivel de escuadras, pelotones y batallones.
Un Partido policlasista, que incorpora en su seno a ciudadanos y ciudadanas provenientes de las distintas clases y capas sociales que deseen integrarse, que con ellos y ellas se integran también las ideologías, postulados y cultura política en las que fundamentan su práctica concreta, reproduciendo en su seno los antagonismos de las diversas clases.
Un Partido cuyo carácter ideológico se expresará mayoritariamente en la identidad con el líder, en las ideas que conforman el árbol de las tres raíces, pero que también contará con una franja de militantes con conciencia antiimperialista y hasta marxista.

VII.- Lo que hemos venido planteando desde el PCV

Como es del conocimiento general, numerosos Partidos y movimientos que apoyan al Comandante Chávez han informado su inmediata adhesión a dicha decisión y, consecuencialmente, la disolución de los mismos, posición que saludamos toda vez que contribuye a facilitar los procesos de integración de fuerzas sociales y políticas ideológicamente afines.

El Partido Comunista de Venezuela (PCV), en cumplimiento de sus principios y normas de vida interna, heredero de una cultura comunista que privilegia el debate y las decisiones colectivas, decidió en sus organismos de dirección nacional, desde un primer momento, adelantar la más profunda discusión interna en el marco de un proceso congresual que defina la postura oficial de la organización.

En lo que respecta a la construcción del instrumento ideológico, político y orgánico de la revolución, nos hemos pronunciado en diversas oportunidades en el Partido Comunista de Venezuela (PCV), afirmando que es oportuno, pertinente y necesario avanzar en la construcción de la vanguardia colectiva y unificada de la revolución.

Demanda en tal sentido presentamos ya para el año 1998-99, cuando planteamos que el “Polo Patriótico” se transformase en un frente político y social, con normas precisas de funcionamiento y una instancia colectiva de dirección, que permitiese transitar desde la unidad de acción el camino de la unidad orgánica. Igual planteamiento levantamos con los llamados Comando Ayacucho y Comando de la Revolución. En todas las oportunidades no recibimos respuesta del liderazgo del proceso, ni mucho menos acciones concretas en la dirección planteada.

Partimos de la convicción de que un proceso revolucionario sin la existencia de un Estado Mayor, de una dirección colectiva y unificada, pese a las inmensas cualidades del líder, no está en condiciones de cohesionar las fuerzas, alinearlas en la dirección principal de la acción, dirigir y controlar el plan concreto de acción política y, en consecuencia, adelantar las tareas que demanda dicho proceso.

Por tanto, respaldamos por principio y necesidad política objetiva de la revolución el planteamiento formulado por el Comandante Chávez, en el entendido que a partir de éste se abría un fructífero debate ideopolítico y orgánico que debía llevarnos a un Congreso Ideológico en el cual se perfilasen las bases ideológicas, programáticas y orgánicas de la nueva organización, que debía ser el producto de la más amplia discusión democrática en el seno de las organizaciones y del conjunto del pueblo.

Ese debate, a su vez, nos permitiría abordar en profundidad el tema del Socialismo, que es uno de los objetivos fundamentales, estratégico, de nuestra existencia en tanto Partido Comunista, así como un imperativo histórico de la revolución de liberación nacional.

Manifestamos que la construcción de este Partido implica un proceso, expresado en una gran movilización ideológica que requiere fuerza, madurez y voluntad política, que al definir el perfil conceptual de la organización prefigure la condición de militante, entendiendo que un Partido revolucionario debe estar formado por revolucionarias y revolucionarios.

Este proceso implica maduración y culminación de fases que deben desarrollarse: 1) Definición del carácter ideológico del Partido; 2) Determinación de su programa; 3) Definición de su línea política (táctica); 4) Forma y principios organizativos; 5) Carácter de cuadros y de masas del Partido; 6) Su disciplina, deberes y derechos; 7) Carácter revolucionario y de clase de la organización. Estos son aspectos fundamentales que debían darse en el debate que en su momento planteó el Presidente Chávez.

De la misma manera se considera que la propia composición del Partido exige un nivel de depuración, pues no es posible aceptar en calidad de militantes personas de conductas corruptas, burocráticas o ajenas al proyecto estratégico de país, que es el socialismo.

Afirmamos que para el Partido Comunista de Venezuela, la iniciativa presidencial, dada nuestra concepción marxista-leninista, fundamentada en el centralismo democrático, exige el mayor debate interno dentro de la organización, de los colectivos de la Juventud Comunista y fuerzas amigas del movimiento popular y revolucionario para tomar una decisión final en un Congreso nacional partidista.

Consideramos que el proceso avanzaría en base a una metodología sustentada en la conformación de una instancia unitaria que, liderada por el Comandante Chávez, impulsaría la creación de los espacios para el debate y la construcción colectiva, cuya primera fase culminaría con la realización este año del Congreso ideológico propuesto por el Presidente, para definir el rumbo de la nueva organización, su carácter y forma organizativa y para su estrategia y su táctica.

Ello implicaba la conformación de espacios de articulación en todos los niveles y esferas de la sociedad, tanto en lo territorial como sectorial, en cuyo seno y de cara a las masas populares se desarrollaría un proceso de intenso y fructífero debate de las tesis de los diversos movimientos. Constituir una organización con cuadros y activistas de diversas agrupaciones exige un nivel de encuentro en lo concreto, reconocimiento e incluso construcción de afectos mutuos.

VIII.- El Partido que necesitamos para avanzar hacia el Socialismo

El PCV es consciente que en una sociedad dividida en clases (y Venezuela lo es), los Partidos políticos representan los intereses de esas clases y que tales Partidos son las herramientas más importantes para la lucha por acceder al poder o por mantenerse en él. La importancia de esto ha quedado demostrada en más de ocho elecciones que han sido ganadas a la oposición, elecciones en las cuales el papel fundamental de organización, movilización y legitimación ha Estado a cargo de dichos Partidos.

La existencia de Partidos políticos está vinculada a la división de la sociedad en clases y a la heterogeneidad de éstas, a las diferencias de intereses de las clases y los grupos que las forman. El Partido político es uno de los instrumentos más importantes de los que una clase (o uno de sus sectores) utiliza para combatir por sus intereses.

La Primera Conferencia Nacional del PCV, llevada a cabo en 1937, estuvo signada por el dilema de ser un Partido con claro perfil clasista, asumiendo el Marxismo-leninismo, como nuestra base ideológica y orgánica y como teoría para la praxis revolucionaria y la transformación de la sociedad capitalista en sociedad socialista o nos manteníamos militando al interior de los Partidos policlasistas.

En aquel histórico debate optamos por “Dar la cara”, asumiendo el reto de transitar y asumir consecuentemente las diversas formas de lucha que nos demandó la historia en procura de los objetivos que nos planteamos: ser parte de la vanguardia colectiva de la revolución venezolana, aportando nuestro esfuerzo y voluntad consciente en la lucha por liberar a la patria de la dominación oligárquico-imperialista y romper las cadenas de la explotación capitalista, contribuyendo a la definitiva liberación de la clase obrera y con ella de toda la sociedad, y avanzar en la construcción del Socialismo.

Cuando afirmamos nuestra voluntad consciente de transitar un camino de unidad orgánica de las fuerzas revolucionarias y populares, sin hacer dejación de nuestros principios fundamentales y nuestros objetivos estratégicos, nos estamos pronunciando por un instrumento revolucionario que tenga en cuenta que para construir la nueva sociedad requerimos de un Partido con las siguientes características:

En lo ideológico:

En virtud de la amplia gama de postulados teóricos o la ausencia de estos en las fuerzas “chavistas”, se prevé una larga discusión teórica. A pesar de ello, su definición es de vital importancia. Para nosotros, los comunistas, es evidente que, partiendo del carácter antiimperialista y el rumbo socialista de esta revolución, el partido socialista unido debe fundamentarse en el marxismo -en el entendido de que ser marxista en los actuales momentos significa, a su vez, ser leninista. Asimismo, el fundamento ideológico debe recoger lo más avanzado del pensamiento revolucionario de nuestro pueblo, empezando por el bolivarianismo. Pero la esencia ideológica debe ser el marxismo.

Este planteamiento es producto de una realidad ampliamente comprobable a lo largo de la historia que indica, que solo el marxismo da respuestas científicas a la búsqueda de estrategias para derrotar al capitalismo y construir una sociedad socialista.

La constitución del partido debe representar el rompimiento definitivo con toda manifestación de reformismo y colaboracionismo de clase, con proyectos socialdemócratas de maquillaje de un sistema de injusticias, que proponen cambios subalternos que dejen intacta su esencia explotadora. Este programa debe también constituir la superación de concepciones nacionalistas que ofrecen respuestas parciales a los problemas del desarrollo social en la actualidad.

Bajo cualquier circunstancia, se debe tratar de un partido ideológicamente unido

En lo programático:

La definición del fundamento ideológico debe ir de la mano con la formulación de un programa revolucionario que tenga como objetivos estratégicos la lucha antiimperialista con una definida orientación socialista.

En relación a las vías para alcanzar esas metas, en la identificación de las contradicciones del proceso, en la forma de abordar la lucha en el momento concreto, en el contenido que se le da a estos objetivos, en su caracterización conceptual, debe existir una orientación consecuentemente revolucionaria para la acción transformadora. Se deben garantizar claridad y objetividad en la formulación de políticas y vías para alcanzar los objetivos estratégicos. Debe existir una absoluta coherencia entre la doctrina, la línea política y las propuestas programáticas.

En tal sentido, la discusión en torno a la definición del socialismo del siglo XXI es de crucial importancia porque sintetiza el complejo de objetivos que perseguimos. Al respecto, presentamos más adelante en este documento los rasgos fundamentales de ese socialismo desde la óptica de los y las comunistas venezolanos/as.

En lo organizativo:

A este debate, los comunistas traemos la propuesta leninista de organización. Pensamos que sin unidad interna, sin centralismo democrático, sin disciplina revolucionaria, sin identificación plena con una línea política, sin crítica y autocrítica, sin dirección colectiva, sin presencia orgánica en el seno de las masas, no será posible construir la vanguardia de la revolución bolivariana y avanzar en su perspectiva socialista.

El partido de la revolución no puede constituir un híbrido de organizaciones partidistas, una amalgama de estructuras, aunque es preciso advertir que, al menos al inicio, será difícil evitar la actuación de grupos, corrientes y fracciones internas. Este no es el mejor de los escenarios, pero es una posibilidad real.

En tal sentido, la tarea de quienes coincidimos en un partido orgánicamente unido, sin fisuras ni fracciones, consistirá en explicar que la unidad tiene algún sentido sólo si es consecuente con los objetivos estratégicos.

Por supuesto, la unidad no excluye la posibilidad y necesidad de discutir y debatir siempre sobre la base de los principios democráticamente a todos los niveles y a profundidad los asuntos que aquejan al partido y a la sociedad en su totalidad. Pero una vez tomada la decisión se deberá garantizar la unidad de acción.

¿Partido de “masas” o de “cuadros”?

Este partido deberá estar conformado por los mejores cuadros de la revolución, por sus mejores exponentes, los/as más claros/as ideológicamente, los/as más honestos/as y los/as más abnegados/as, los/as que cumplan con las mayores exigencias en cuanto a la conciencia revolucionaria, la disciplina, la actuación práctica y, por supuesto, la ética. El fundamento ético del partido será de fundamental importancia para cumplir con su misión de dirigir al pueblo venezolano en la construcción del socialismo.

No tiene que ser necesariamente un partido muy numeroso para que pueda cumplir con su misión. Debe predominar la calidad. Esto significa que no todos podrán ingresar. Deberán existir criterios y parámetros para la incorporación, lo cual permitiría la depuración de las fuerzas revolucionarias de arribistas, burócratas, corruptos.

De tal manera que lo que estamos proponiendo es un partido revolucionario de cuadros y de masas, en el sentido que sus miembros serán cuadros probados de la revolución que, en un contexto de desarrollo de la conciencia revolucionaria del pueblo como el actual, permitirá la conformación de un destacamento numeroso de militantes. La masificación de los cuadros se irá incrementando al calor de las luchas de clases, lo cual permitirá el engrosamiento de sus filas.

La actuación revolucionaria.

El partido socialista unido tendrá como principal tarea conquistar la vanguardia de las luchas populares y, de esa forma, nutrirse de lo mejor de sus representantes, lo que a la postre significaría un enorme salto cualitativo en términos del fortalecimiento de la revolución venezolana.

El partido debe ser una manifestación consecuente de la unidad entre teoría y práctica revolucionaria. No puede ser un proyecto político basado en la formulación de estrategias acertadas, de propuestas inobjetables desde el punto de vista de los retos que enfrenta la revolución, pero que en su accionar se encuentra divorciado de aquellos.

Debe garantizar la ejecución de una gestión ajustada a los principios programáticos, evitando cualquier fricción y contradicción entre las medidas adoptadas y los intereses fundamentales del pueblo. No podrá seguir los pasos de partidos que se autodenominaron (y autodenominan) populares que instrumentan gestiones gubernamentales que lesionan los intereses del pueblo, vergonzosos muros de contención de la protesta popular.

Un elemento muy significativo en este contexto lo representa el rol del partido de la revolución en la construcción del Estado democrático popular revolucionario.

El partido debe exhibir un accionar en el actual período de transición al socialismo, que permita inclinar la balanza en la lucha por el control del poder político a favor de las fuerzas más consecuentes de la revolución bolivariana. Este partido debe ser un destacamento fundamental en la construcción del Estado socialista.

El apoyo popular capaz de desplegar el partido de la revolución no sólo depende de la buena gestión administrativa al frente del gobierno a todos los niveles, luchando contra la corrupción, la ineficiencia, el burocratismo.

Más aún, este debe convertirse en un modelo de eficiencia revolucionaria en todos los frentes de las luchas populares. Se tienen que establecer las más estrechas relaciones con las masas populares. En estos momentos no hay organización política capaz de hacerlo, por lo que se torna inaplazable la tarea de crear la estructura de dirección de las masas.

El partido no será una alcabala de las instancias del poder ni intermediario en su ejercicio, sino el principal promotor de la participación democrática de las masas mediante la educación y organización del pueblo, todo ello en función de desarrollar el poder popular, convertir al pueblo en protagonista conciente de la construcción de la nueva sociedad. En una revolución pacífica y democrática como la nuestra, este elemento adquiere un valor especial, pues no es la violencia revolucionaria la que establece el nuevo orden mediante la imposición abrupta de nuevas realidades, sino el constante accionar revolucionario del pueblo trabajador organizado, lo que permitirá el desplazamiento progresivo de las viejas estructuras.

El carácter de clase.

Al referimos a la vinculación con las masas, tenemos que hacer un énfasis especial en el vínculo con la clase obrera. Si nos planteamos erradicar el capitalismo, debemos convertirnos en la organización política, en el interprete genuino de los intereses de la clase social que, por su posición en la estructura socioeconómica no sólo resulta directamente afectada por la explotación capitalista y, por lo tanto, objetivamente interesada en la supresión de la esclavitud asalariada, sino que con la consecución de este último objetivo libera al resto de la sociedad del régimen de explotación, pues al estar desprovista de medios de producción, objetivamente no aspira a conquistarlos para la explotación de otras clases sociales.

Esta clase social no es otra que la clase obrera, por lo que el partido de la revolución deberá ser por su contenido, por su política, por su composición, por su ideología, por los intereses que encarna el partido de la clase obrera y de todo el pueblo trabajador. Por supuesto, a este partido también entrarán miembros de otras clases y capas de la sociedad, pero los intereses que éste encarnará deberán ser los de la clase obrera, si queremos ser consistentes con el objetivo programático de naturaleza estratégica que perseguimos: el socialismo.

Este contenido clasista bien definido del partido socialista unido es una necesidad histórica y no está reñido con el carácter antiimperialista de la revolución bolivariana en la actualidad. Esta fase de nuestra revolución exige, efectivamente, una amplia alianza de clases y factores en torno a los objetivos de la liberación nacional. Aprovechar todas las contradicciones y divergencias que puedan existir entre sectores de la burguesía grande y pequeña, por un lado, y el imperialismo, por el otro, es una de las tareas primordiales, pero esta alianza no debe producirse en el seno del partido de la revolución, especialmente cuando reconocemos que el rumbo de esta revolución apunta al socialismo.

Esto implica que entre las tareas de mayor trascendencia del partido socialista unido, se encuentra el diseño de una política capaz de conquistar el movimiento sindical para adecentarlo, para erradicar los enormes vicios incubados como consecuencia de las tremendas perversiones del reformismo, de las prácticas desarrolladas por los sindicatos patronales y de los efectos del clientelismo, para romper definitivamente con su atomización, para convertirlo en una fuerza de primera línea en la construcción de una nueva sociedad.

El partido no puede convertirse en un partido policlasista. Las limitaciones de este tipo de partido son ampliamente conocidas en nuestra historia: se diluye el carácter revolucionario del partido, se subordinan los intereses anticapitalistas del pueblo trabajador a los intereses del capital sobre la base de reacomodos, concesiones y dádivas, se suplanta la lucha de clases como mecanismo de transformación por la conciliación de clases con la finalidad de estabilizar el sistema, se sustituye la revolución por la reforma, se desdibuja el horizonte histórico socialista, con el cual solo la clase obrera está orgánicamente vinculada.

Las amplias alianzas clasistas tendrán otros escenarios distintos al partido, como por ejemplo, los frentes.

Uno de los muchos aspectos que involucra el contenido clasista del partido es su carácter internacionalista. La clase obrera es una clase social con poderosas ramificaciones a lo largo del planeta y, de la misma manera, con una plataforma internacional de lucha contra la dominación planetaria del capitalismo. En el contexto actual de la expansión global de las corporaciones trasnacionales con devastadoras repercusiones en los pueblos del mundo, esto juega un rol de primer orden. De tal forma que deberán existir no sólo relaciones de amistad con los destacamentos de trabajadores en todo el mundo, sino una amplia coordinación de acciones conjuntas en contra de la dominación imperialista.

El debate.

Estos son elementos que consideramos de fundamental importancia para el diseño del partido que requiere la revolución venezolana, los cuales sometemos a la más amplia discusión del pueblo bolivariano y, especialmente, de nuestros aliados, confiados en que la racionalidad revolucionaria, y no la fortaleza electoral, se impondrá en la búsqueda de consenso.

En todo caso, la construcción del nuevo partido no será un acto único, sino un proceso muy dinámico.

En síntesis:

Un Partido selectivo, integrado no por quienes lo deseen solamente, sino por las mujeres y los hombres que cumplan con un determinado perfil para convertirse en cuadro revolucionario, lo cual implica valores ético-morales, principios y conductas en correspondencia con la nueva sociedad socialista que luchamos por construir.
Un Partido construido al calor de la lucha de las masas, en consulta abierta con ellas, en cuyo proceso se exprese la más amplia crítica y autocrítica.
Un Partido al cual se pertenezca no por simple voluntariedad, sino por meritos, al cual sea difícil entrar por sus elevadas exigencias de cualidades morales hacia sus integrantes y que por esa razón sea aun más difícil mantenerse en sus filas.
Un Partido que exija a sus miembros como único privilegio ponerse a la vanguardia en las diversas luchas de clases.
Un Partido que sepa aplicar con suficiente rigor y flexibilidad, según las circunstancias, el principio del centralismo democrático y que jamás lo convierta en centralismo burocrático.
Un Partido con elevada capacidad crítica y autocrítica, individual y colectiva.
Un Partido cuya autoridad esté sustentada en el carácter ejemplar individual y colectivo de sus integrantes.
Un Partido que asuma a las organizaciones sociales como sujetos activos de participación, protagonismo y transformación revolucionaria de la sociedad y no como simples instrumentos de aplicación de las definiciones que establezcan sus órganos dirigentes y militancia.
Un Partido que tenga como fundamental misión la promoción de la educación, formación, organización y participación del pueblo para su autogobierno Socialista. Que combine la teoría con la práctica revolucionaria.
Un Partido que vele en primer lugar por los intereses generales del pueblo venezolano y se proponga eliminar todas las formas de explotación del ser humano engendradas por la sociedad dividida en clases, particularmente las generadas por el capitalismo.
Un Partido con capacidad práctica y teórica para proponer y convencer de la justeza del proyecto Socialista para el pueblo venezolano. Que se haya forjado en las luchas del pueblo, compartido sus sacrificios, sus triunfos y sus derrotas.
Un Partido con sólida unidad ideológica, política y orgánica.
Un Partido con clara definición de carácter estratégico, cuyo programa se haya confrontado y se confronte en la dura lucha de clases.
Un Partido internacionalista que de y reciba la solidaridad de las fuerzas progresistas y democráticas del mundo.
Un Partido con dirección colectiva, definida ideología Marxista-leninista, fuente de inspiración incluso de la teología de la liberación y método del conocimiento que ha probado históricamente ser la más consecuente para aproximarse al conocimiento de la realidad y transformarla.
Un Partido con clara definición de clase y con capacidad de liderar los procesos de liberación del pueblo, sus aliados y a la patria.
Un Partido con independencia frente al Estado y a la burguesía.

IX Tesis Programáticas del XII Congreso Nacional del PCV

El socialismo es una formación socioeconómica que tiene una serie de rasgos generales pero que, en su concreción práctica, tiene que considerar las condiciones históricas, la totalidad de condiciones objetivas y subjetivas concretas, imperantes en cada uno de los países.

En cuanto a sus rasgos generales tenemos:

a) la socialización de la propiedad sobre los principales medios de producción, sin que se excluya la posibilidad de convivencia de otras formas de propiedad, social o privada;

b) el régimen político debe estar caracterizado por la democracia socialista, esto es, un sistema de amplias libertades políticas y civiles, que le permitan al pueblo una intensa y amplia participación en la toma de decisiones y en la concreción de las mismas a todos los niveles gubernamentales;

c) el Estado debe adquirir un nítido carácter socialista. Esto significa que el desarrollo del poder popular conduzca a su fusión con el ejercicio del poder desde las estructuras del Estado. En pocas palabras, el Estado socialista como forma de realización del poder popular;

d) el desarrollo de una verdadera revolución cultural, que tenga como centro el marxismo y otras corrientes del pensamiento revolucionario y progresista, nacional e internacional;

e) la presencia de una verdadera vanguardia revolucionaria que sirva de guía al pueblo en la construcción de ese sistema social;

f) el despliegue de los mecanismos de defensa militar y político-militar de las conquistas revolucionarias.

En tal sentido, la transición al socialismo en Venezuela, proceso que se concretará a partir del impulso de las luchas de la clase obrera y demás sectores populares, requiere de las siguientes condiciones:

a) desarrollo de la vanguardia política de la clase obrera;

b) conquista del poder político a través del Estado por parte del pueblo trabajador;

c) desarrollo de las fuerzas productivas, especialmente en la industria, con la finalidad de desplegar la base material de la sociedad y desarrollar a la clase obrera como clase social fundamental en el tránsito al socialismo;

d) fortalecimiento de la propiedad estatal como expresión futura de la propiedad socialista;

e) debilitamiento y posterior supresión de los mecanismos de explotación y dominación imperialista;

f) instauración de mecanismos de planificación de la economía nacional, que estén en capacidad de controlar las fuerzas del mercado;

g) erradicación de las relaciones de producción latifundistas en el campo;

h) desarrollo de la educación del pueblo trabajador para colocarlo en capacidad de dirigir política y económicamente a la sociedad;

i) estímulo a formas de propiedad social, que en una primera fase adoptará formas colectivas como las cooperativas, la cogestión, la autogestión, etcétera.;

j) integración económica sobre la base de la cooperación con economías de la región latinoamericana y del Caribe;

k) fortalecimiento de la capacidad de defensa del gobierno revolucionario.

Uno de los aspectos más relevantes de la transición tiene que ver con el contenido, ritmo, forma y tiempo de duración. Es decir, la esencia e intensidad de los cambios en ese período, los mecanismos concretos para transitarlo y los espacios de tiempo requeridos. Estos aspectos expresan claramente la dialéctica existente entre las leyes generales de la transición, por una parte, y las condiciones históricas de su materialización, por la otra. En tal sentido, podríamos destacar un grupo de factores que inciden en buena medida en estas variables:

a) el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas;

b) el grado de desarrollo de la clase obrera y de su vanguardia revolucionaria;

c) el grado de descomposición de la clase dominante y sus instrumentos de dominio;

d) los niveles de resistencia a los cambios hacia el socialismo por parte de la reacción;

e) los niveles de dependencia y formas de intervención del imperialismo;

f) los niveles culturales y educativos alcanzados por el pueblo;

g) la situación económica, tanto en lo estructural, como en lo coyuntural;

h) el desarrollo alcanzado por la propiedad estatal y colectiva.

IV y V Plenos del Comité Central

del Partido Comunista de Venezuela (PCV)

Caracas, 21 de diciembre de 2006 y 18 de enero de 2007

Segundo congreso de la UST: un paso más en la construcción del partido revolucionario

17 de Abril de 2013 El pasado 16 y 17 de marzo la Unidad Socialista de los Trabajadores, sección salvadoreña de la LIT-CI, realizó su segundo congreso como parte fundamental del proceso de construcción de una nueva alternativa clasista, revolucionaria y socialista, para la clase trabajadora de nuestro país.

Lo consideramos como un nuevo paso hacia adelante en la construcción de nuestra organización; la presencia de militantes de diferentes departamentos del país, puso de manifiesto el entusiasmo y convicción con la cual encaramos esta gran tarea.

Como parte de nuestra tradición internacionalista, contamos con la participación de delegados de los partidos hermanos de la región; el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) de Honduras, el Partido de los Trabajadores (PT) de Costa Rica y delegados de la LITCI, quienes fueron parte de las discusiones que se dieron en el marco de los documentos políticos y programáticos del congreso.

Las principales discusiones

Una de las discusiones centrales del congreso fue la caracterización y el balance del gobierno Funes-cúpula FMLN durante estos 4 años de gobierno. Pese a las ilusiones que ha despertado en las mases, y de proclamarse como profundamente opuesto a los mandatos del partido ARENA, su mandato ha comprobado que es claramente un gobierno burgués.

Luego del desgaste del proyecto tradicional burgués arenero, este gobierno ha servido para que la burguesía implementara políticas que en un gobierno burgués normal no podía, como la militarización de las cárceles y del país en general, incrementar los impuestos, atacar las mínimas conquistas y derechos de los trabajadores con reglamentos como el de recursos humanos para el Ministerio de Salud y el actual paquetazo de leyes, entre las que destaca el Anteproyecto de Ley de la Función pública.

Otro tema importante el cual se plasmó en el debate y en el documento nacional fue las repercusiones de la crisis económica mundial en El Salvador. La dolarización, las consecuencias de la implementación del TLC con EE. UU., así como la grave crisis financiera del Estado, han profundizado la dependencia y el carácter colonial de la economía salvadoreña, el alza generalizada en el costo de la vida para los trabajadores, pero a su vez se han aumentado las ganancias de los empresarios y las transnacionales.

En relación con la dinámica del movimiento de masas, concluimos que después de más de cuatro años de gobierno de Funes- FMLN, este ha hecho retroceder las luchas de todos los sectores populares, ocasionando que no se vivan en el país grandes movilizaciones por la defensa de los derechos de la clase trabajadora; este retroceso se debe a que en primer lugar el gobierno se aprovechó de las ilusiones para anestesiar al movimiento de masas que venía en ascenso y en segundo lugar creó las mesasde negociación con sindicatos y organizaciones populares, donde ha diluido las movilizaciones, desgastado dirigencias y generado cansancio y frustración de las bases.

Otra discusión de mucha importancia tiene que ver con la reorganización del movimiento de masas, la cual tiene su reflejo en la formación de una pequeña vanguardia de sindicatos, la cual se ha mantenido en la lucha y que, como decíamos, se expresa en la creación de organizaciones como la Coordinadora Sindical Salvadoreña.

Algunos elementos de balance en nuestra construcción

Es importante destacar que, pese a los altibajos que hemos tenido, nos hemos mantenido firmes en la batalla contra el oportunismo y el sectarismo, lo cual se refleja en el mantenimiento de una política principista frente al gobierno de frente popular. Esto no es cosa menor: ante la presión de un gobierno que se reivindica de izquierda, nuestra organización mantuvo una política independiente y de denuncia del carácter antipopular y antiobrero, cuando buena parte de esa izquierda capitulaba a su proyecto político de conciliación de clases.

Esto, por supuesto no se ha hecho en abstracto: sabemos que cualquier partido trotskista serio y consecuente debe volcarse hacia el movimiento de masas a desarrollar y construir su programa con los sectores explotados. Por eso nuestra organización, con todas sus debilidades, ha sido partícipe en este periodo del incipiente proceso de reorganización a nivel sindical, expresado en la Coordinadora Sindical Salvadoreña (CSS). En este espacio es vital en un marco de agravamiento de los ataques por parte del gobierno y de traición de las cúpulas sindicales; por eso continuaremos apoyando y fortaleciendo la CSS como alternativa clasista e independiente a la patronal y a la burocracia.

Tareas y resoluciones del II congreso.

Uno de los mayores éxitos del congreso lo constituyen sin lugar a dudas, el poder discutir fraternalmente y votar de manera democrática las tareas organizativas y políticas desprendidas del análisis que hacíamos de la situación de la realidad nacional, es decir, el qué hacer ante esta realidad. Por eso, hubo acuerdo en que la principal tarea del partido para el próximo periodo es la lucha por la independencia de clase, política y sindical, tanto a nivel propagandístico como en las luchas concretas, en la organización sindical, en el ejercicio de la democracia obrera, en las elecciones burguesas, es decir en la lucha política y demás terrenos específicos.

Otra tarea importante se relaciona con la respuesta de la clase trabajadora a los distintos aspectos de la crisis que se está descargando sobre sus hombros; en este sentido, la necesidad de construir y discutir un plan obrero y popular ante la crisis capitalista se hace urgente. Dicho plan debe incluir los siguientes elementos: aumento general de salarios, moratoria al pago de la deuda externa, estatización de empresas privatizadas, defensa del derecho de huelga y organización sindical, entre otras medidas.

Por otro lado, las principales resoluciones se enfocaron en lo siguiente:

● Luchar junto con los sindicatos para promover y fortalecer espacios unitarios del movimiento de masas, dotándolos de un programa clasista, independiente y de lucha, para que se conviertan en un polo alternativo para organizar al sindicalismo clasista y aquellas organizaciones que enfrenten al gobierno y rompan con su política.

● Promover la defensa de los derechos de los estudiantes y la creación de asociaciones estudiantiles de manera democrática y con participación de las bases estudiantiles, teniendo como base la construcción de un tercer polo estudiantil independiente del gobierno y la derecha. Este polo se abocará, entre otras cosas, a defender la educación pública, gratuita y de calidad, así como la alianza obrero estudiantil.

● Se impulsará la conformación de secretarías de mujeres en los colectivos y asociaciones estudiantiles y sindicatos con el objetivo de incorporar las demandas de las mujeres en nuestro programa y acción cotidiana hacia el movimiento de masas, de modo que permita combatir el machismo y la opresión al interno de las organizaciones de la clase trabajadora y en el conjunto de la sociedad.

● De cara a los procesos electorales presidenciales del 2014 y legislativos del 2015, se acordó iniciar la discusión a lo interno del partido, que lleva a la caracterización concreta de dichos escenarios y defina las tácticas más apropiadas para la intervención.

El congreso sin duda fue un paso hacia adelante con miras a fortalecer nuestra organización, la cual, tiene como referente obligado a la LIT-CI. Por eso, al concluir el siempre emotivo canto a la internacional, nos vamos con la claridad de que, de la mano con las tareas de construcción de la UST, está la construcción del partido mundial que luche por la revolución socialista.