El FMLN visto desde los acuerdos de paz de 1992 hasta su victoria electoral

El FMLN visto desde los acuerdos de paz de 1992 hasta su victoria electoral

Martes 1ro de septiembre de 2009 por CEPRID

Mauricio R. Alfaro

Argenpress/CEPRID

En un texto muy optimista titulado La Nueva Suramérica, publicado en Rebelión, periódico electrónico español, el Sr. Ignacio Ramonet nos presenta una América Latina en pleno movimiento liberador y ello, gracias a una serie de medidas y de acuerdos que preparan las condiciones para sacar a los países del área de la dependencia y del subdesarrollo.

El mensaje relevante y novedoso de esta nueva situación, explica el Sr. Ramonet, es que América Latina nunca más será el patio trasero de los Estados Unidos y, en cuanto más rápido estos últimos lo entiendan, mejor. Para el autor, la confirmación de estos nuevos tiempos y de su carácter ascendente sería el triunfo electoral del Frente Farabundo Martί para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador.

En general, con respecto a la región, nosotros compartimos el optimismo del Sr. Ramonet. Excepto que nuestro optimismo se vuelve escepticismo, cuando evaluamos el papel del FMLN a la luz de los tratados de paz de 1992 hasta su victoria electoral en marzo del 2009. El caso es que nosotros argumentamos que en El Salvador la dinámica democrática que se implantó con el pacto político de 1992 (firmados entre la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), las Fuerzas Armadas de El Salvador (FAS) y el FMLN) consolidó un proceso en donde los beneficiados más notables de esos acuerdos de paz fueron la oligarquía salvadoreña y la de sus aliados que, en los hechos, aumentan su riqueza y poder. Lo que significa, en una relación de causa-efecto, que en El Salvador los tratados de paz de 1992 lejos de haber creado las condiciones para hacer de el un país más digno, solidario y humano lo que realmente inauguran es una nueva etapa de decadencia profunda. ¿Cómo tales hechos pueden ser explicados?

“En El Salvador escribe el Sr. Ignacio Ramonet la reciente victoria de Mauricio Funes, candidato del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), tiene un triple significado. Por primera vez, la izquierda consigue arrebatarle el mando a la derecha dura que había dominado siempre este país desigual (el 0,3% de los salvadoreños acapara el 44% de la riqueza), con más de un tercio de los habitantes bajo el umbral de pobreza y otro tercio obligado a emigrar a Estados Unidos”. Este éxito electoral demuestra, además, que el FMLN tuvo razón al abandonar, en 1992 y en el contexto del fin de la guerra fría, la opción guerrillera (después de un conflicto de doce años que causó 75.000 muertos), y al adoptar la vía del combate político y de las urnas. A estas alturas, en esta región, un movimiento guerrillero armado está fuera de lugar. Ese es el mensaje subliminal que transmite, en particular a las FARC de Colombia, esta victoria del FMLN”.

Del análisis del Sr. Ignacio Ramonet habría que destacarse el énfasis que él pone en el triple significado de la victoria del FMLN. Y dentro de ellos, nosotros subrayamos el comentario en el cual él plantea que en El Salvador ha habido: una “derecha dura que había dominado siempre este país desigual”. Y a continuación él da estadísticas que indican, sin lugar a dudas, el impacto negativo de esa dominación en El Salvador: un “0,3 de los Salvadoreños acapara el 44% de la riqueza nacional”. Es de notar que esta concentración de la riqueza tiene su consecuencia inmediata: la desigualdad económica y social profunda con sus efectos impactantes para la mayoría de los Salvadoreños.

Para completar el panorama social de El Salvador de hoy, a las estadísticas del Sr. Ramonet agregamos, entre otras, que de ese país salen diariamente hacia los Estados Unidos entre 500 a 700 personas y que, por sus altos niveles de violencia y muerte, según estimaciones de la prensa nacional, un promedio de 12 muertes diarias por causa criminal, El Salvador se sitúa entre los países más violentos del mundo. Para ser más exactos, sería el segundo después de Irak. Para tener una idea más precisa de la actual deriva social salvadoreña notemos que le Courrier International (el Correo Internacional) en una investigación de terreno realizada en el 2003 explica que la policía estima que en San Salvador capital de El Salvador país de 6 millones de habitantes las pandillas cuentan con 25 000 miembros, tal vez el doble, y que en ese país, en un medio donde no hay empleos, circulan sin control alguno ½ millón de armas de fuego. Es de anotar que del 2003 hasta nuestros días, la violencia en El Salvador se ha generalizado hasta alcanzar niveles de complejidad que amenazan con hacerlo caer en el dominó de los países bajo control del crimen organizado.

Son esos indicadores estadísticos altamente negativos para El Salvador los que nos cuestionan sobre las verdaderas intenciones de aquellos que firmaron los acuerdos de paz de 1992; puesto que ellos (los datos estadísticos) serían la prueba que los firmantes de ese pacto político no conducían a esa nación centro-americana hacia la democracia es decir, hacia un sistema político de tolerancia, paz y justicia social sino hacia algo que engendró un modelo de dominación que, en los hechos, repite los errores del pasado. Y esto, en cuanto a la situación concreta de pobreza y exclusión social de la mayoría de los salvadoreños. Es algo así, como si El Salvador a ese nivel se estancó hasta desbordarse en el actual caos social salvadoreño. ¿Cómo explicar entonces que los acuerdos de paz de 1992, que tantas ilusiones habían creado en los Salvadoreños, hayan dado resultados tan adversos para la masa popular salvadoreña?

Según nuestro análisis, la alta concentración de la riqueza en manos de una poderosa minoría y los altos niveles de violencia, pobreza y exclusión social en El Salvador encuentran su origen en el momento mismo de la firma de los acuerdos de paz de 1992. Puesto que fue ahí que el FMLN, en nombre de la viabilidad democrática, cede en dos aspectos esenciales: 1) el FMLN no cuestiona en manera alguna la forma de producción y redistribución de la riqueza (R. Alfaro, 2007) y 2) renuncia, por el hecho mismo, a reivindicar las demandas socio-económicas de los sectores populares (Ramos, Carlos Guillermo, 1998).

De lo antes explicado es necesario destacar que, mientras los responsables del FMLN se adaptaban a la nueva situación negociando programa político y medidas a implementar en el contexto del proceso democrático salvadoreño en la dirección antes señalada, simultáneamente “muchos [comenzarán a preguntarse], como lo observa Marta Harnecker (2001, p. 77), si los resultados obtenidos con los acuerdos de paz, que pusieron fin a muchos años de guerra revolucionaria, están a la altura de los sacrificios realizados.” Observamos que, 17 años después de los acuerdos de paz, esta pregunta sigue obsesionando no sólo a buen número de Salvadoreños sino que también a aquellos que acompañaron a ese pueblo en su lucha por una sociedad más justa. Es el caso del español Luis de Sebastián (2009), ex-vice rector de la Universidad Centro-americana de El Salvador (UCA) que recientemente se cuestionaba en el diario El País de España, en los términos siguientes: ¿Han merecido la pena los 100 000 muertos por la represión y la guerra para lograr lo que se ha logrado?

¿Y qué es lo que se ha logrado? Luis de Sebastián, que nos parece se sitúa en el ámbito de la preguerra, la guerra y la post-guerra, nos lo explica de la siguiente forma: Ahora en El Salvador hay “una democracia formal (lo cual no es un logro despreciable), pero la distribución del poder en El Salvador en 2009 es más injusta de lo que era en 1972. Con una oligarquía más rica y más respaldada por una clase de eficientes servidores, un Ejército mayor bien entrenado y curtido en la guerra, una clase media endeudada hasta el cuello, dos millones y pico de emigrados, y una masa popular acosada por la delincuencia, pobre como siempre y sin más salida que la emigración”.

Notemos que la evaluación del proceso democrático salvadoreño encuentra en el análisis de Luis de Sebastián su gran línea divisoria. La primera, la de las élites (de derecha e izquierda es decir ARENA, las FAS y el FMLN) y la segunda, la de los sectores populares críticos o próximos a ellos. Los primeros van a poner el énfasis en la celebración de la democracia formal dominante. Y los segundos, no niegan la importancia de ese logro (“lo cual no es un logro despreciable” como lo anota Luis de Sebastián) salvo que el es analizado a la luz de la situación concreta de los sectores populares, y luego que ese logro es comparado con esto último se constata que, en los hechos, todo parece indicar que ese tipo de democracia formal lo que realmente consolidó es la dominación oligárquica y la de sus aliados; puesto que hoy, en el 2009, en El Salvador, como lo observa el autor antes mencionado, ellos son más ricos y poderosos que antes de la guerra.

De lo expuesto un hecho se destaca: las causas que provocaron la sangrienta y larga guerra civil en El Salvador siguen vigentes y son ahora más agudas que antes. Es de notar que este último tema es aquel que, hábilmente, se excluye de las evaluaciones y discusiones acerca de los resultados concretos de los tratados de paz de 1992 hasta nuestros días. Es algo así, como si la democracia sería un valor que se basta a sí misma independiente (e insensible) de las condiciones socio-económicas de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Lo que explicaría por un lado, la victoria casi total de la democracia formal en ese país y por el otro lado, la entrada de ese mismo país en un proceso cada más agudo de descomposición social. En donde su estado permanente de violencia criminal incontrolable y los altos niveles de pobreza y exclusión social con sus efectos negativos serían la prueba de esto último. Las estadísticas presentadas aquí arriba son ilustrativas al respecto.

El Salvador conoce así, desde hace17 años, todo tipo de libertades es decir: libertad de elegir libremente a sus representantes políticos, libertad de organización y de expresión, etc. En donde, el único límite a esas libertades es que la forma de producción y redistribución de la riqueza esta fuera de toda discusión. La pregunta lógica que surge de esta dinámica es la siguiente: ¿Cómo se puede explicar que la oligarquía salvadoreña y sus aliados hayan logrado imponer en El Salvador ese modelo de democracia formal que, para situarla contextualmente, podríamos llamarla de contenido elitista y excluyente ?

Y la respuesta más idónea parece ser que: ARENA y las FAS aceptan terminar la guerra y negociar la paz una vez que logran blindar estratégicamente sus intereses a través de las “nuevas reglas” del juego democrático. Es lo que nos hace decir que El Salvador bajo el control de esas fuerzas extremistas (la derecha dura como la llama el Sr. Ramonet) no podía dirigirse hacia una democracia al servicio de la mayoría de los Salvadoreños sino hacia un modelo de dominación elitista y excluyente que, esta vez, no se impondría a través de la violencia militar sino a través de elecciones periódicamente organizadas.

Dos hechos justifican esta respuesta: 1) ARENA -partido de extrema derecha organizado por el ex-mayor Roberto D’Aubuisson señalado en El Salvador de ser el fundador de los escuadrones de la muerte y responsable intelectual directo del asesinato de Monseñor Romero- gracias al control durante los últimos 20 años del Poder Ejecutivo y de la Asamblea Legislativa logra imponer al país de manera total su proyecto oligárquico de capitalismo salvaje llamado neoliberalismo y 2) los militares muchos de ellos acusados de crímenes contra la humanidad se otorgan la amnistía a través de una ley de “olvido y perdón”.

Y es así como en El Salvador, de hecho dominado por fuerzas extremistas de derecha que imponían su voluntad completa al conjunto de la sociedad, las reivindicaciones populares de justicia socio-económica y de juicio a los criminales de guerra son eliminadas de la agenda política nacional. El hecho histórico crucial a retener es el siguiente: ese modelo de democracia formal de esencia elitista e excluyente logra consolidarse, como ya lo anotábamos anteriormente, luego que el FMLN acepta, en nombre de la viabilidad democrática, no cuestionar ni la forma de producción ni la redistribución de la riqueza. Y como correlativo a lo anterior, abandona a su suerte las reivindicaciones populares de justicia socio-económica de los Salvadoreños.

El caso es que pensamos y es aquí que nuestro análisis difiere del que hace el Sr. Ignacio Ramonet que en El Salvador la derecha dura –es decir la antigua alianza oligárquico-militar- sigue, aún después de la victoria electoral del FMLN con un escaso margen de votos, intacta y tan poderosa como antes. Ya que ella conserva el poder real del país, es decir, las finanzas, el comercio, la Asamblea Legislativa, los puestos claves en la estructura militar, el control de los medios de comunicación, etc. Frente a un Estado que, según los cánones del neo-liberalismo, fue reducido a lo mínimo. Y esto al ritmo de las privatizaciones radicales de sus pertenencias, de la descentralización de su poder de decisión, etc. El margen de maniobra del Sr. Mauricio Funes para tratar los ancestrales problemas de pobreza y exclusión social de las grandes mayorías de los salvadoreños, nos parece entonces extremadamente limitado.

Además, hay que decirlo, la paciencia de la oligarquía salvadoreña y la de sus aliados tiene sus limites y soportan de muy mal humor los actuales cambios. Los cuales se aceptan siempre y cuando ellos se mantengan a niveles discursivos y sin impacto real. Tal como ha sido el caso desde los tratados de paz de 1992 hasta nuestros días. Caso contrario, el futuro inmediato de El Salvador podría reflejarse en la situación actual de Honduras. Probablemente en El Salvador no se trataría de un golpe de Estado, porque las condiciones internacionales no son tan favorables, pero sí, desde el poder real, se podría desatar toda una desestabilización permanente hasta volver al gobierno del Sr. Mauricio Funes inviable. Es por ello (por esa amenaza latente) que notamos que el actual presidente de El Salvador (tal como la prensa nacional e internacional lo refleja) actúa con mucha cautela y al menor movimiento o gesto primero ve hacia el poder real para saber si lo que hace está en la línea de lo “políticamente correcto”.

Nuestra actitud de escepticismo en cuanto a la victoria electoral del FMLN en El Salvador encuentra en lo anteriormente anotado su fuente. Pero esta actitud de escepticismo no nos hace perder de vista que una cosa es el FMLN en la oposición en donde de diversas maneras podía justificar una y otra vez, frente a los sectores populares, porque los ansiados cambios socio-económicos no se producían al momento actual que es un partido en el poder. En donde necesariamente tiene, de una forma u de otra, que demostrar que no es: “más de lo mismo”. Es en este punto que creemos que en El Salvador se abre una nueva coyuntura en donde lo político, como siempre ha sido el caso, es y será una zona en disputa. Es de esperarse entonces, que el FMLN sufrirá fuertes presiones tanto del poder oligárquico y la de sus aliados que se alinearán por la conservación del status quo y la de los sectores populares que demandarán cambios a su favor.

Este conflicto de grandes dimensiones definirá necesariamente las líneas estratégicas del FMLN y si acaso la balanza del poder no se incline al menos mínimamente a favor de los sectores populares, el momento habría llegado entonces para que estos comiencen un nuevo camino para la construcción de una nueva y verdadera alternativa política. Es decir, de algo que vaya más lejos que una simple alternancia en el poder.

Bibliografía:

– Baloyra, Enrique A. 1984. El Salvador en transición. El Salvador : UCA Editores.

– Baloyra, Enrique A. 1985. « Dilemmas of political transition in El Salvador ». J. of International Affairs, vol. 38, no 2, p. 221-242.

– Comisión de la Verdad 1992-1993. 1993. De la locura a la esperanza: La guerra de 12 años en El Salvador. San Salvador : Editorial ARCOIRIS.

– Courrier International. 2003. « Les gagnes de rue au Salvador ». Mars p. 48

– Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (F.M.L.N.). 1992. Acuerdos hacia una nueva nación. San Salvador : Edición du F.M.L.N., p. 150-192.

– Harnecker, Marta. 2001. La gauche à l’aube du XXIe siècle. Rendre possible l’impossible. Québec : Lanctôt.

– Martinez, Oscar. 1996. El Salvador Democracia y Autoritarismo. San Salvador : Editorial Nuevo Enfoque.

– Petras, James. (1998). « Continuismo in Latin America : Detour in the Democratic Transition » Binghamton University, summer, pp. 1-4.

– Petras, James. (2000). « Democracia y capitalismo. Transición democrática o neoautoritarismo », Rebelion, la pagina de Petras, pp. 1-9.

– R. Alfaro, Mauricio. 2007. Crise démocratique en Amérique Latine: le cas du Salvador. Montréal: Les Éditions du CIDHICA.

– Ramos, Carlos Guillermo. 1998. « El Salvador : transición y procesos electorales a fines de los 90 ». Nueva Sociedad, no 151, p. 28-39. de Sebastián, Luis. 2009. « La lucha armada en America Latina ». El País (España), Mayo.

– Torres-Rivas, Edelberto. 1996. « El caos democrático ». Nueva Sociedad, no 147, p. 152-168.

Petrovska 38 (Tercera parte)

Acabo aquí con este largo preámbulo. Ahora vuelvo al relato. La Conferencia Internacional de Partidos Comunistas tuvo lugar en Moscú desde el 5 al 17 de junio de 1969. Tengo un leve recuerdo que la persona que pronunció el discurso de cierre fue Rodney Arismendi. Por supuesto el discurso de apertura lo pronunció Leonid Ilich Brezhnev. Para esta época ya habían desaparecido Maurice Thorèz y Palmiro Togliatti, a los comunistas franceses los representó Waldeck Rochet y a los italianos, Enrico Berlinguer. Tal vez estos nombres ya no les suenen a muchos, pero durante toda la década que iba a seguir fueron los principales protagonistas del “eurocomunismo”. También pronunció un discurso el español Santiago Carrillo. Nuestro compatriota Salvador Cayetano Carpio pronunció el suyo antes de la segunda intervención del anfitrión Leonid Brezhnev. No voy a seguir nombrando a los que intervinieron pues ahora ya no le traen recuerdos a muchos de mis lectores.

Pero después de la Conferencia, Carpio se fue y su ala o sombra protectora dejó de acobijarme. No obstante antes de convocarme de nuevo a los interrogatorios los agentes de la KGB se tomaron cierto tiempo. Pudieron perfectamente haber impedido que entrara a trabajar al semanal “Novedades de Moscú” (versión en español), pero no lo hicieron. Tampoco impidieron que hiciera algunos trabajos de traducción para la agencia TASS y para la agencia Novosti. Ese fue mi primer trabajo. Empecé como traductor, pero rápidamente me fueron encomendando otras tareas, como la de entrevistar a Miguel Angel Asturias, a Pablo Neruda. Me publicaron una entrevista improvisada en el vestíbulo del hotel “Rusia” con el cineasta italiano Federico Fellini. Tal vez porque en esa entrevista Fellini elogiaba la película que iba a ganar el principal premio del primer Festival de Cine de Moscú, el tríptico “Lucía” de Humberto Solás. Pueden leer algo sobre Solás en este enlace. También realicé una larga entrevista con uno de los sobrevivientes del ataque al Moncada que se publicó para celebrar el 26 de julio cubano.

Entré a trabajar al semanal para remplazar a un amigo ecuatoriano (mi más cercano amigo en mis años de estudio, desde entonces no he vuelto a saber nada de él, me hace falta). Siempre había habido un latinoamericano en ese puesto. Nuestra principal tarea era ponerle el toque latino a los escritos, cuando el texto contaba con demasiadas palabras más usuales en la Península, tratábamos de encontrar algo que fuese más neutral, no connotado. Las traducciones las hacíamos cinco personas, tres españolas llegadas a la URSS después de la derrota de los republicanos y un español, que pronto volvería a España. También traducía y redactaba una señora soviética, cuyo nombre, van a perdonar el colmo, pero lo he olvidado, a pesar de que en el episodio que les voy a contar ella jugó un papel prominente, en realidad era Natalia no sé cuanto.

Los días de la impresión del semanal siempre había un redactor que se quedaba hasta el último momento y daba el visto bueno para la impresión. Con frecuencia me tocaba a mí, por conveniencia, horas extras y descanso adicional. Las camaradas españolas huían de esas noches en blanco, pues a veces los suplementos traían materiales bastante extensos que se traducían generalmente a última hora.

Eran los jueves. Ese jueves, desde la mañana me di cuenta que me iba a tocar a mí, pues dos de las traductoras que también eran redactoras estaban ausentes, la otra traductora, no sé por qué, no era redactora. Creo que era asunto de título universitario. Traté de adelantar cierto trabajo y pedí las pruebas que estaban ya listas. Las fui a dejar personalmente a la imprenta de Izvestia, que era allí donde se editaba Novedades de Moscú. Aproveché y me quedé a almorzar en el comedor del diario. Siempre que podía iba a comer allí, pues se comía muy bien y era barato.

Después de almorzar, atravesé la plaza y en la puerta de nuestro semanal me topé con la traductora y con una documentalista. La traductora me detiene y me dice:

—Arriba lo está esperando un amigo suyo, con facha de policía.

—¿Un amigo con facha de policía? No se me ocurre quién puede ser.

—Si, tiene facha de policía.

La traductora me estaba advirtiendo. Lo hizo de esa manera, en realidad no le entendí, tal vez ella pensó que podía ponerme en fuga. La documentalista me miraba casi con lágrimas en los ojos. Ella era una morena muy simpática y sobre todo muy eficaz, muy trabajadora. También a ella le tocaba con frecuencia quedarse de turno, pues nunca nadie sabía que problema de última hora podía ocurrir. Nos tocaba esas noches estar en contacto por teléfono.

—Bueno, voy a subir a ver quién es.

Ellas se sorprendieron y no se apartaban de la puerta. Pero casi resignadas se fueron a comer. Subí por las escaleras. En el corredor me encontré con un señor que me preguntó:

—¿Usted es Carlos Abrego?

—Sí.

En ese momento sacó su tarjeta roja de agente de la KGB y agregó:

—Me tiene que acompañar.

Fue en este instante que se jugó mi suerte, fue en este instante preciso que tal vez salve mi vida. Lo digo de esta manera, un poco trágica, pero quién se iba a preocupar por un guanaco que había desaparecido. Además ya no tenía contacto con mis compatriotas y tampoco tenía contacto con mi familia, por las condiciones de entonces. Dos veces me habían traído cartas de mi mamá. Eso era todo.

No sé como fue que se me ocurrió responderle con una tranquilidad de santaneco presumido:

—No, no puedo acompañarlo, tengo que sacar el diario hoy, voy a hablar con mi jefe.

El hombre perdió toda su compostura. En su experiencia de trabajo tal vez nunca le había hecho semejante respuesta. Por regla general, los soviéticos ante la tarjetita roja de agente del KGB sentían que el suelo se les abría. El hombre no supo qué responderme. En ese momento me estaba guiando mi instinto. Supe que el agente había recibido un gancho moral del que no lograba recuperarse. Sentí que era necesario asestarle otro. Y sin reparo alguno le pido que me ceda el paso para entrar en el despacho de mi jefa. Era la señora de que no recuerdo su apellido. Ella había heredado la dirección del semanal y este número era el primero que salía bajo su responsabilidad. En parte ese puesto me lo debía a mí, fue involuntariamente, en otro momento les contaré las circunstancias. Ella me tenía confianza y me llamaba con frecuencia a consulta. Me vio entrar, no se sorprendió que no tocara antes de entrar. Le largue a boca de jarro y sin tapujos:

—Este tovarich ha venido a arrestarme, pero si lo acompaño el diario no sale hoy.

Se puso de pie. Extrañamente lo que la descompuso fue la perspectiva de que el diario no saliera. Era cierto, las otras dos personas estaban afuera de Moscú y encontrarlas podía tomar horas y mucho más tiempo el viaje de retorno.

—No, no puede ser.

Este “no puede ser” lo expresó con un adverbio ruso, “nilzia”. Es una manera muy enfática de prohibir algo. Creo que esta palabra fue el tercer golpe que recibió el agente, porque esta vez no se trataba de un extranjero, sino que una persona soviética que con aplomo le estaba negando el derecho de arrestarme.

Es posible que mi jefa se diera cuenta de repente de lo inconveniente que resultaba lo que acababa de proferir. No obstante insistió y le dijo al agente:

—Carlos es el único redactor hoy en el diario, sin él tendríamos que anular la salida, se imagina lo que eso significa. ¿No puede venir por él mañana, arrestarlo mañana?

No sé si ella se dio cuenta de lo estrafalario de sus palabras, pero al mismo tiempo con ellas le salía al paso y dejaba atrás aquel categórico “nilzia”. Pero con mi conducta habíamos entrado a un mundo casi surrealista o al inframundo sin acatar los ritos.

Luego vino algo inesperado, tal vez fue el pánico que se había apoderado de mi jefa o qué sé yo lo que pasó. En ese momento, me había puesto a buscar en el bolsillo interior de mi saco el papelito con el teléfono que me diera Carpio, el del Comité Central del PCUS. Mi jefa se le dirigió sonriendo muy candorosa y le dijo al agente:

—¿Por qué no le llama por teléfono a sus superiores y les pregunta si no puede pospenerlo para mañana?

El tovarich keguebesco había perdido todos los reflejos de sabueso. Contorneó el escritorio de mi jefa y marcó un número. En esos instantes mi jefa y yo quedamos pendientes del teléfono como si de ahí iba a salir el humo blanco que vendría a aliviarnos nuestros mutuos y no muy coincidentes desasosiegos. Pero al mismo tiempo aproveché para susurrarle a mi jefa que tenía un teléfono del CC (Comité Central) del Partido que me había dado el Secretario General del PCS en caso de problemas. Ella pareció como aliviada cuando me oyó y suspiró hondamente.

—Soy… (habrá dicho su nombre o su seudónimo). Aquí me dicen que el camarada Abrego es imprescindible para sacar hoy el periódico y me han pedido que vuelva mañana para capturarlo….(Siguió un corto silencio). Sí… sí… sí… sí.

Cuando colgó nos lanzó una mirada muy rencorosa. La reprimenda habrá sido muy severa. Pero cuando nos dijo el veredicto yo ya tenía preparado otro golpe.

—No, tengo que llevarlo de inmediato, lo tengo que llevar ahora mismo.

—No, antes tengo que hablar con el CC. Son las órdenes que tengo y además el único que puede darme permiso de salir de aquí es el camarada Redactor en jefe.

El policía no se esperaba mi reacción. Mis palabras cundieron el efecto que esperaba, el hecho de que yo también tuviera que someterme a una orden lo desquició. La firmeza de voz hizo el resto. Mi jefa aprobó de inmediato mi proposición de ir a la oficina del Redactor en jefe. Sin esperar que el policía tuviera tiempo de reaccionar propuso que bajáramos a su oficina. El Redactor en jefe era miembro del CC.

Nunca lo había visto antes, tampoco había entrado en su oficina. Sabía que había recibido informes sobre mi trabajo, mi disponibilidad. Estos informes me eran muy favorables. Los había pedido a raíz del incidente que llevó a su puesto a mi jefa y que motivó el cambio de puesto de nuestro antiguo jefe. Esto lo repito no fue voluntario. Voy a contarlo en otra oportunidad.

El Redactor en jefe se sorprendió cuando nos vio entrar. Mi jefa le explicó la razón de nuestra presencia en su oficina. Ella insistió en que el diario no podía salir sin mi presencia, que no podía salir de dos puntos de vista, técnicamente y legalmente. Esto último no era cierto. Pues cuando yo firmaba las pruebas finales lo hacia por procuración. En realidad lo hacía en su nombre y en el nombre del Redactor en jefe. Le dijo que yo tenía un teléfono del CC y le dio el papelito.

El Redactor en jefe tomó el teléfono y vio que el número correspondía al CC y se puso a marcar el número. Daba ocupado. Dejó pasar un instante y volvió a marcar y de nuevo dio ocupado. Repitió la operación varias veces. El policía que había dejado pasar el tiempo y que observaba con respeto al Redactor en jefe, comenzó a impacientarse. No obstante no se atrevía a interrumpirlo. El Redactor dijo que iba a tratar otro número, lo hizo y también dio ocupado. Le extrañó mucho y lo dijo. Aprovechando la oportunidad me alejé hacia el interior de la gran sala. Descolgué otro teléfono y llamé a un amigo dominicano, uno de los pocos amigos cercanos de la Universidad con quien había guardado contacto.

—Jorge, me van a llevar preso, si dentro de tres días no salgo, hacés lo que te dije.

Le hablé en ruso y colgué de inmediato. El policía se lanzó con intenciones de arrebatarme el teléfono pero ya era tarde.

—No se puede así, así no se puede trabajar.

Actué de esa manera porque me di cuenta que los teléfonos estaban interferidos, que las llamadas no iban a llegar. El policía estaba furioso. Se le dirigió al miembro del Comité Central de manera muy terminante:

—Pruebe una vez más y si no resulta me lo llevo.

Mi jefa y el Redactor en jefe me miraron muy desconsolados, también sabían que la próxima llamada tampoco iba a funcional. Y fue así.

—Venga por favor conmigo, sin resistir.

Sabía que no valía la pena resistir, ni prolongar esta escena, que tarde o temprano iba a tener que ceder. Pero desde ese instante supe exactamente como tenía que actuar. Salimos del local, a ambos lados de la puerta había un agente y enfrente un coche oscuro que nos esperaba. Subí y me llevaron a la calle Petrovska 38

Citas truncadas y alienación (segunda parte)

25 julio 2009
Citas truncadas y alienación (segunda parte)

«Entré a trabajar en la revista Novedades de Moscú, traducía, redactaba y corregía. A veces me tocaba supervisar las planchas en la tipografía. Siempre que me tocaba de nocturna Elena venía a esperarme. Aquel día, nos habíamos dado cita, me esperaría en el mismo banco a la salida de mi trabajo. Pero por la tarde agentes de la KGB vinieron a buscarme y, luego de largas tramitaciones, me llevaron preso. Nunca más la volví a ver, ni a saber de ella. No sé si Elena supo algo de mí, si se atrevió a ir a mi trabajo para preguntar. No sé. También eso pasó en un frío otoño».

Esto lo conté en noviembre del año pasado. Otra parte del mismo episodio lo he contado en octubre de ese mismo año; he puesto los enlaces hacia estos relatos, hay otros, pero éstos completan de alguna manera lo que he contado en la primera parte.

Aquella Conferencia Internacional de Partidos Comunistas fue la última. Ya no hubo más, los “eurocomunistas” anunciaron que no acudirían más a ese tipo de reuniones. Denunciaban su inutilidad y sobre todo que de ellas no resultaba nada concreto que pudiera coordinar la acción de los comunistas en el mundo. Cada situación nacional era distinta y esos documentos eran tan generales y tan abstractos que servían sobre todo a contar a los que estaban de acuerdo con el centro. Fue entonces que se puso por primera vez en duda la legitimidad del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) de ser el centro de todo el Movimiento Comunista Internacional. Se trataba pues en esas reuniones de reafirmar la hegemonía de Moscú en el pensamiento comunista y sobre todo el sometimiento del resto de partidos a las posiciones soviéticas en las relaciones internacionales. Les recuerdo que uno de los temas de discusión entre los partidos comunistas en los años sesenta era la posibilidad de una transición hacia el socialismo por la vía pacifica o electoral. Pero esta discusión no era simplemente teórica, tenía implicaciones concretas. Recuerden el llamado del Che de crear decenas, cientos de Vietnan para cavar la tumba del imperialismo. Se trataba de abrir o no nuevos frentes. Por otro lado existían países, partidos comunistas que juzgaban que en sus condiciones concretas era imposible una revolución violenta y recuerde que ya en Chile empezaba a perfilarse el triunfo de la Unidad Popular que llevaría a Salvador Allende a la presidencia. El caso del PCS era particular, decía prepararse para la lucha armada y profesaba la imposibilidad de la lucha armada. Esta posición perduró hasta finales de los setenta. Pero no me voy a extender sobre esto, ya en otros artículos he hablado de ello.

En esto había un gato encerrado. Era necesario encontrar un argumento teórico que justificara las posiciones de entonces del gobierno soviético. La URSS buscaba un respiro en la carrera armamentista, por eso proponían llevar adelante la coexistencia pacífica, trataban de dejar en el pasado las relaciones internacionales que se impusieron en la “guerra fría” y aceptaban un statu quo internacional. Algún respiro tuvieron durante algunos años, pero todos sabemos que la “guerra fría” volvió a dominar las relaciones entre los dos bloques. Fue en esos años que el Movimiento por la Paz cobró gran impulso, las campañas para obtener el desarmamento internacional, sobre todo el nuclear, se volvieron prioridad de casi todos los partidos comunistas. Algunos volvieron este objetivo como el primero que había que alcanzarse, dejando de lado los problemas sociales al interior de sus países. Es por eso, que muchos años después cayó como una guacalada de agua fría la afirmación de Gorbachov que Moscú ya no seguiría siendo el centro del Movimiento Comunista Internacional y que cada partido tenía que pensar con su propia cabeza. Esto para muchos les fue imposible y desaparecieron. Otros sobreviven apenas.

Esto que cuento aquí también es parte de nuestra historia, tuvo repercusiones internas. Pero como he dicho arriba no voy a entrar en detalles, tal vez sea conveniente volver en su momento, pues esto también pesó en la conducción de la guerra y de las negociaciones. Muchas divergencias internas en el FMLN, sus divisiones, sus disidencias, sus rupturas tienen largas raíces que llegan a las discusiones de aquellos, ahora tan remotos años.

En la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patricio Lumumba” se discutió mucho sobre todos estos temas, hubo muchas reuniones, lecturas públicas de los documentos, de las cartas abiertas de los secretarios generales de los partidos “hermanos”, etc. Ya señalé que me encontraba en un no man’s land ideológico. Pero sobre esto me voy a explicar un poco aquí. No voy a hacer alardes de preclara lucidez, no tenía en realidad los instrumentos necesarios para construirme una posición propia con sólidos fundamentos teóricos. Esas discusiones eran apasionadas, se pronunciaban rápida mente anatemas, se ponían etiquetas, se pronunciaban acusaciones de traición, de duplicidad, etc. Las discusiones eran apasionadas; lo he dicho, es natural que siendo una persona que se deja llevar con bastante facilidad por sus pasiones, participara a mi vez con apasionamiento, tal vez desmedido. Como todos también asestaba mis golpes con citas de los clásicos, picaba en textos lo que apoyaba mis sentimientos, pero sobre todo mis intuiciones.

Mis sentimientos eran que no era necesario plegarse a las posiciones soviéticas, tenía enfrente su realidad, pero sobre todo conocía perfectamente el uso y abuso que hacían de las citas los teóricos del PCUS. Se refugiaban en la autoridad indiscutida e indiscutible de V. I. Lenin. Un amigo, cuya memoria me sirvió de auxilio, se trata del Carlos Fallas, el hijo del escritor tico, del autor de Mamita Yunai. Fallitas, como le llamábamos, estaba dotado de una memoria visual y retentiva sin par. Una vez que leíamos entre nosotros un texto del Comité Central del PCUS, Fallitas se exclamó:

—El punto no va ahí. La frase sigue, sigue, no es así.

Es evidente que nos sorprendió, de primeras no entendimos que quería decirnos. Nunca pensamos que en una discusión de ese tipo, entre partidos políticos que pertenecían al mismo campo, que en teoría compartían los objetivos de liberación de la humanidad, se podía hacer semejantes chanchullos: truncar los textos a su antojo. Fuimos pues a buscar el tomo a la biblioteca y corroboramos que Fallitas tenía razón. Pero no sólo eso. La continuación del texto de Lenin era mucho más matizado de lo que la cita dejaba entrever, sus opciones eran muy abiertas. Me entró una desconfianza absoluta. Era algo muy indignante, hasta ese momento seguía la discusión tratando de acercarme a la verdad, de poder llegar a una posición justa. Es cierto que tenía mis prevenciones contra las posturas hegemónicas de los soviéticos y de todos modos ya había tenido oportunidad anteriormente, durante los cursos de economía política, de darme cuenta de que la teoría podía servir de alfombrilla ideológica para justificar la política a secas. Esta experiencia me instruyó mucho. Tanto que a pesar de que tuve con Salvador Cayetano Carpio muchos puntos en común sobre como se debía llevar a cabo la guerra, sobre muchos puntos de análisis de la situación nacional e internacional, nunca pude aceptar su ridículos términos con el sufijo ‘oide’: fascistoide, capitalistoide, etc. Les faltaba consistencia teórica, ya para entonces sí puedo afirmar que había adquirido ciertos intrumentos propios de pensamiento autónomo. Me irritaba por los mismos motivos el uso exagerado de la expresión “salto cualitativo”. Hablo ya, aquí; de finales de los setenta, principios de los ochenta. También muchas de sus posturas me parecieron que se regían en acendrados complejos provenientes del culto a su personalidad que le prodigaba su próximo entorno y en su organización de modo general. Le tuve a Carpio mucho respeto, pero él mismo me enseñó que nadie puede erigirse sobre los otros, bajo ningún pretexto. Al mismo tiempo sostengo que no se puede tolerar el ocultamiento de su persona en la historia de nuestro país. El papel que jugó en nuestra historia ha sido demasiado importante para conformarnos con simples diatribas estalinistas.

En todo caso, cada vez me iba dando cuenta de que la sociedad en la que vivía adolecía de muchas deficiencias, que eran demasiado profundas las hendiduras entre el discurso y la práctica, las separaciones sociales cobraban la misma forma que en la sociedad capitalista, abundaban los privilegios, las clases trabajadoras seguían siendo oprimidas, cargando con el peso para mantener el parasitismo de los dirigentes.

Hago aquí un paréntesis. No recuerdo muy bien en qué año ocurrió esto, probablemente en el 66. Una vecina y amiga de infancia de mi mujer, Olga Naravchatova, poeta e hija del poeta Noravchatov, que heredó el puesto de Secretario de la Unión de Escritores Rusos (o Moscovitas, no recuerdo), nos invitó a pasar el otoño en la datcha recién adquirida por su padre. Ese puesto Naravchatov lo obtuvo, según se dijo en cuchicheos, porque durante los años de Jruchov no se metió en nada, anduvo siempre con sus tragos. Luego dejó el trago y se encontró encaramado en el trono de Secretario de la Unión de Escritores. Según esa función le tocaba una datcha, él no la exigía y le dieron una recién desocupada, que se atrevió a pedir por insistencia de su hija, alentada por nosotros, un grupo de amigos del centro de Moscú. La datcha tenía alrededor un terreno vacío, pero crecían allí suficientes hongos para amenizar un poco las cenas en la terraza. Crecía también una decena de abedules, unos matorrales separaban la datcha del camino. Justamente desde la terraza se podía ver el contraste entre la datcha de Noravchatov y la que quedaba enfrente. El dueño era el redactor en jefe de la revista literaria “Octubre” o “Moskva”, tampoco recuerdo. Este señor había recibido varios títulos honoríficos, entre ellos había uno muy pomposamente nombrado “Escritor del pueblo de la Unión Soviética”. Su nombre se me ha escondido no sé en qué profunda neurona muerta. No importa. El caso es que la datcha era de dos pisos, se veía en el segundo una amplia sala de billar, al fondo del extenso terreno se adivinaba una piscina. La datcha estaba muy bien pintada y estaba cercada por altos muros de madera. Se entraba por un alto portal. Una vez que hojeaba un libro, tomando el té de la tarde, vi llegar una Chaika, era el Cadillac sovietico. Se detiene ante el portal, veo salir el chofer en un uniforme azul oscuro, con un kepis y botones dorados. Tocó el timbre y muy rápidamente la puerta se abrió. Una sirviente los esperaba. Ella también estaba vestida en uniforme. El chofer volvió a subir y condujo el carro hasta enfrente de la datcha. Bajó y contorneó la Chaika y abrió la puerta trasera y vi bajar un señor regordete, llamé a Olga Naravchatova y le pregunté que quién era el señor, me declinó todos los títulos. El lugar donde quedaba la datcha era muy conocido entonces, muy afamado, se llama Piridielkino. En ese lugar vivió Boris Pasternak, fue allí que la KGB arrestó al escritor Isaac Babel, para asesinarlo casi de inmediato, sin proceso, ni sentencia.

No creo que deba explicarles el abismo que separaba a mis vecinos con el escritor del pueblo. Es posible que a algunos esto no les parezca escandaloso y que tal vez me citen aquella famosa frase de “a cada quien según sus capacidades” y con eso piensen que lo han explicado todo. Hay magos de la explicación. En nuestros apartamentos comunales no había intimidad, la cocina era común para varias familias, teníamos también un solo retrete, no teníamos ducha, etc. Es cierto que los cuartos no costaban mucho, es decir casi nada, que se pagaba muy poco por la electricidad, el gas, el agua, el teléfono. Todo eso no llegaba al 5% de un salario de un obrero. La grieta entre los dirigentes y el pueblo se fue abriendo a ojos vistas.

Esto se reflejaba en el hablar de la gente, cuando hablaban de los dirigentes los moscovitas decían “ellos”, cuando hablaban del partido, decían “ellos”, cuando hablaban del gobierno, decían “ellos”. Y el borracho de Leonid Ilich Brezhnev se atrevió a lanzar la idea del “gobierno de todo el pueblo”. Hubo muchos artículos que pretendían teorizar sobre este concepto… Se trataba de una de las múltiples etapas del socialismo, tal vez una etapa superior, alta, altísima que se vino abajo y se derrumbó.

Lo vuelvo a repetir me hubiera gustado tener la capacidad de analizar la realidad que tenía enfrente, pero me faltaban los instrumentos teóricos para hacerlo. No me faltaron datos, ni experiencia vivida. Los datos los recolectaba minuciosamente en los diarios y revistas. La vida que llevaba era en medio de soviéticos, viviendo con ellos y como ellos. Tal vez no tanto como ellos, pues de alguna manera tuve ciertos privilegios como extranjero, muy pocos, pero los tuve. Pero si frente a la miseria moral no tenía los medios para explicarla, me repugnaba, me repugnaba la ostentosa hipocrecía del poder, me indignaba la miseria material de muchos, que tenían que asumir trabajos extras, en casas de vecinos, como servidores domésticos para tareas de limpieza y de lavado.

Hay un hombre aquí en Francia, que vivió en Moscú en la misma época, que fue corresponsal del cotidiano comunista, que tuvo acceso a mayor información, que tenía mejor preparación, que era mayor que yo. He discutido varias veces con él. Me hablaba de otro mundo y me explicaba, no me justificaba el descalabro, me justificaba con sofismas el mundo que se vino abajo. Este hombre en discusiones públicas, en las que participaba, siempre trató de privarme de la palabra. Cosa rara él tenía la reputación de ser un especialista de la URSS y de ser muy crítico. Es posible que lo haya sido, pero sus críticas no concernían la vida diaria, la vida de la gente. Porque en el fondo los soviéticos nunca se sintieron dueños del Estado soviético, nunca se sintieron dueños de las riquezas de su país. El más grande fracaso de la sociedad soviética fue precisamente ese, la enorme alienación que el poder le infligió a la población. De eso nunca lo oí hablar a este especialista de asuntos soviéticos.

Quería entender, por eso compraba los diarios y revistas, por eso las analizaba, por eso me pasaba archivando, recortando. Estudiar la sociedad soviética tan de cerca, leer la prensa que el partido publicaba, que los sindicatos publicaban, que el ejército publicaba, etc. se convirtió en fuente de sospecha para el KGB. Pero la mediación de Carpio fue efectiva. Como lo dije en la primera parte, dejaron de seguirme. De esto sirva de prueba que no me arrestaron en la Plaza Roja cuando acudí a manifestar contra la intervención de los ejércitos del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia. En realidad no hubo manifestación, fueron muy pocas las personas que pudieron llegar hasta la plaza, el resto fue arrestado antes. Esta intervención tal vez ha sido el primer gran acontecimiento político que tuve la intuición de anticipar, de prever.

Los tomos del Presidente Mao

Los tomos del Presidente Mao

Voy a continuar relatando algunos episodios de mi vida en Moscú. Voy a volver sobre un episodio bastante cómico y revelador de la atmósfera dogmática que reinaba en el movimiento comunista internacional en los años sesenta. A inicios de los años sesenta se discutía sobre la posibilidad del pasaje al socialismo por la vía pacífica. Estas discusiones dieron como resultado el sismo entre los comunistas. La mayoría de estudiantes latinoamericanos de la Universidad Lumumba se enfrascaron de lleno en esta controversia.

Las posiciones eran polares, unos acusaban a los otros de no querer admitir que la burguesía nunca iba a entregar el poder por las buenas, que la única manera de subvertir el orden burgués era la revolución y la instauración inmediata de la dictadura del proletariado. Los otros argüían que las transformaciones sociales no imponía de por sí la violencia, que en determinadas circunstancias la correlación de fuerzas permitía llegar al poder por la vía electoral, parlamentaria. Estoy resumiendo y el resumen resulta aquí bastante caricatural, no lo niego. Pues esta discusión conllevaba otras controversias de carácter teóricos, que no puedo resumir convenientemente, por ejemplo, se hablaba del Estado, del Estado burgués y del futuro Estado socialista… Y sobre todo se hablaba de la desaparición del Estado, como lo planteaban los fundadores del materialismo histórico. En todo caso, se discutía mucho y nos reuníamos en grupos afines para leer los distintos materiales. Estas reuniones no eran provocadas por la dirección de la Universidad, ni por el PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). Fue por esa época que realmente comencé a estudiar a los clásicos del marxismo y nuestras lecturas y discusiones eran realmente aplicadas y acuciosas.

Pero estos estudios, discusiones y controversias se redujeron muy rápidamente en meros alineamientos, en ciegas adhesiones por un bando o el otro. Así fue que uno debía ser pro-soviético o anti-soviético o pro-chino o anti-chino. Mi posición era realmente muy ambigua, quiero decir que realmente me parecía que la historia de El Salvador no permitía soñar ni siquiera con elecciones libres y democráticas. La única salida que se nos presentaba entonces era realmente la vía armada y abogábamos por el derecho a la insurrección. Pero al mismo tiempo era hasta cierto modo sensible por la posibilidad que en determinadas circunstancias fuera posible acceder al poder por la vía electoral. Admitía eso en países como Francia o Italia. Pero no creía que eso fuera posible en Chile. El Partido Comunista Chileno era el más ardiente partidario de la vía pacífica. Muchos le llamaban así a la vía electoral. Personalmente no estaba convencido de que en América el imperialismo permitiría pacíficamente pasar al socialismo. Para abrir la posibilidad del paso al socialismo en América Latina era necesario la destrucción de los principales pilares del Estado Burgués.

En todo caso no me definía como un pro-soviético, ni como un pro-chino. Aunque para ser franco tendía hacia las posiciones que defendían los cubanos, aunque nunca acepté la famosa teoría foquista, ni me pareció digno prestarle oídos al librito de Debray.

Dos republicanos españoles, que desempeñaban en la Universidad la función de “profesores-concierges” o “profesores-vigilantes”. Bueno sus funciones eran sin fronteras definidas. Estos dos españoles tomaron la iniciativa de “confiscar” todas las obras del presidente Mao Tse Tung. Para decir la verdad, no sé si fue por propia iniciativa o si lo hicieron por órdenes superiores.

Lo cierto es que un día nos reunieron a todos los estudiantes de Kabelnaya (facultades de derecho, economía, historia y filología) y nos anunciaron que pasarían por nuestros cuartos a recoger todos los libros maoistas. Este anuncio nos sumió en la estupefacción. Hasta ese momento no habíamos tenido ningún problema con las autoridades para expresar nuestras ideas, nuestros pensamientos. Ningún profesor o autoridad soviética había ejercido sobre nosotros ninguna presión o emitido alguna prohibición.

Algunos latinoamericanos nos reunimos después de ese anuncio y analizamos la situación. Unos cuantos centro-americanos decidimos que nosotros no íbamos a entregar ningún libro, que teníamos total derecho y obligación de enterarnos de todas las posiciones en lid. Pero a la hora de las horas, cuando llegó el momento de oponerse, lo hicimos solamente cinco personas: los ticos Soley, Burol y Fallas, el nica Turcios y un salvadoreño: yo. Y entramos en abierto conflicto con los españoles. Las autoridades académicas parecían ignorar todo de este episodio, por lo menos no se manifestaban. Pero los españoles nos convocaron ante el “profesor-vigilante-superior”, un tal Ivan Ivanovich. El trató de apaciguar los ánimos y dijo que la iniciativa de los dos camaradas españoles había ido demasiado lejos.

Tengo que decir que no creo que estos dos camaradas republicanos españoles hubiesen actuado por iniciativa propia. Ellos eran muy disciplinados y acataban en todo lo que el partido soviético les ordenara. No eran personas que tomaran iniciativas.

Fallas y yo exigíamos que los dos profesores devolvieran los libros a los otros estudiantes. Ivan Ivanovich nos dijo que eso no podía ser, que nosotros podíamos conservar los libros de Mao, pero que era imposible que se devolvieran los libros confiscados.

Pues ahora les paso a contar la parte jocosa de todo esto. Fallitas y yo no nos conformamos con la respuesta y decidimos llamar a la Embajada de la República Popular de China y pedirles ayuda para restituir los tomos a los estudiantes que lo quisieran. En realidad, la Embajada de China nos enviaba religiosamente todos los materiales que quisiéramos, libros y revistas. Pero desde algún tiempo el acceso a la Embajada se había vuelto casi imposible. Los chinos en Pekín habían aislado la Embajada de la Unión Soviética y las autoridades soviéticas sin llegar a los mismos excesos, habían limitado el acceso a la Embajada china.

Llamamos a la Embajada y les contamos lo ocurrido con los tomos de Mao. Le dijimos al empleado que nos atendió que íbamos a entrar a la Embajada y que nos preparara cuatro cajas con las Obras Escogidas de Mao en castellano. Le dimos nosotros mismos la fecha y la hora de nuestra llegada. Pero una cosa era ponernos de acuerdo con los chinos y otra cosa era concertar una cita con Fallitas. El caso es que el día dicho y a la hora dicha no aparecimos por la Embajada china.

Fallitas volvió a aparecer por la facultad y al verlo pues le dije que fuéramos a la Embajada inmediatamente. Pero resulta que Fallas había ido a la Embajada el día convenido y vio todo el dispositivo de vigilancia instalado por los soviéticos. Teníamos pues que tomar nuestras precauciones. Nos pusimos pues a complotar. Hablamos de disfrazarnos, planificamos sobre todo nuestro regreso a la residencia estudiantil.

A la hora de las horas, pues no nos difrazamos y no nos costó ningún esfuerzo entrar a la Embajada, ningún agente de la Milicia, ni del KGB se nos interpuso. Adentro de la Embajada nadie nos esperaba, ni nos había esperado. Tuvimos que explicar de nuevo toda la historia. Nos preguntaron por el nombre del primer funcionario que nos atendió por teléfono. Pues en realidad nunca lo supimos, ni siquiera qué cargo desempeñaba.

Vimos cómo una señorita se ajetreaba preparando las cajas con los tomos de las Obras Escogidas del Presidente Mao. Una vez que terminó, se acercó y en un español casi sin acento nos dijo que nos haría salir por una puerta trasera. Nos dio dinero para el taxi.

Al salir en efecto nos esperaba un taxi que había llamado la Embajada. El taxista nos preguntó hacia dónde íbamos. Muy conspirativamente le indiqué una estación del metro que conocía muy bien. Supuse dos cosas, la primera que el taxista pudiera ser un oreja o fácilmente localizable por las autoridades. Lo mejor era despistar. También pensé que nos podían seguir en algún auto. Le expliqué a Fallitas mis temores. Se puso nervioso y comenzó a ver carros que nos perseguían por todos lados. Cuando bajamos del taxi, en efecto, se paró un coche y uno de los ocupantes bajó y nos observaba. Entramos al metro por la puerta principal, pero no entramos a los andenes del metro, conocía un túnel que conducía a otra salida y que desembocaba en una parada de tranvías.

Resulta que los que nos perseguían salieron del metro ya cuando íbamos en el tranvía. No sé si se dieron cuenta de donde estábamos, los perdimos de vista. En todo caso, cuando nos subimos al tranvía no vimos qué número era y nos llevó a un barrio que no conocíamos. Nos perdimos. Fue ahí que nos dimos cuenta que ya nadie nos seguía.

De regreso a la residencia, le contamos lo ocurrido a Turcios que nos dio una regañada en serio. Nos dijo de todo. Nos explicó que no era en Moscú donde debíamos arriesgarnos. El volvió a Nicaragua a fundar el FSLN. Sí, se trata de Oscar Turcios, el “Ronco”.

Al día siguiente fuimos de cuarto en cuarto a repartir los tomos a los que estaban dispuestos a pensar por sus propias cabezas. Para mí se trataba de eso. Todo el mundo tiene derecho de hacerse de su propia opinión.

Erenburg, una huelga y la BBC

Erenburg, una huelga y la BBC

Cuando me he puesto a contar algunas cosas que me ocurrieron en Moscú, me he dejado guiar exclusivamente por el recuerdo que guardo sin cotejar con notas (que no tengo), ni con calendarios, ni diarios de la época. Porque la cosas que he contado me pertenecen totalmente y se trata realmente de mis recuerdos. Pero ahora caminando por París en largo paseo a pie quién sabe por qué razones una imagen me volvía recurrente. Quizás se deba a que hoy un viento bastante fresco barría las callejuelas del Barrio Latino. La imagen tiene que ver con un personaje muy peculiar, muy aparte de la vida moscovita de la época soviética, hablo de Ilia Erenburg.

Durante el verano de 1967 estuve veraneando en un koljoz de la República Soviética de Moldavia. En las mañanas íbamos en grupos de estudiantes a ayudar a cosechar en las huertas de cerezas, una cereza muy gustosa que era usada casi exclusivamente para la fabricación de un licor y el resto para la exportación. En las tardes nos dedicábamos a otras cosas, a muy pocas cosas, bañarnos en el río Dniester que baja acorrentado de los Carpatos, leer un poco, jugar al ping-pong y al futbol. En las noches íbamos a las animaciones que se organizaban para nosotros, exclusivamente bailes.

Si hacen un somero cálculo (1917-1967) se darán cuenta que se trata de un aniversario redondo, muy redondo de la Revolución de Octubre. Todo el año se celebraron los cincuenta años del poder soviético. Les avanzo esto para que lo tengan en cuenta en la continuación de este mi relato.

Nosotros los estudiantes de la Universidad Lumumba vivíamos en dos grandes edificios y a algunos nos tocaba dormir en unas champas aparte, pero con mayor autonomía. Eramos los casados. En realidad, yo no estaba aún casado de manera oficial. Sobre esto les contaré en otra ocasión. Vivía rejuntado con la madre de mis dos primeras hijas. Lo que quiero señalar con este detalle es que nosotros habitábamos lejos de las casas de los koljozianos. Los veíamos apenas unos cuantos minutos antes de empezar a cortar las cerezas. Nosotros íbamos a terminar de cortar lo que había quedado de la primera pasada. Nos supervisaban dos o tres “jefes de brigada”. Esto de vivir separados de los koljozianos y también lejos de la ciudad, les cayó como anillo al dedo a las autoridades locales como universitarias. Ahora les explico por qué.

Recuerden que ese año tuvo lugar la guerra de los Seis Días, la famosa guerra preventiva y de agresión de Israel contra Siria, Jordania y Egipto. Guerra de sorpresa y con uso desproporcionado de la aviación y de la artillería. Pero esto es nada más para que entiendan lo ocurrido que les voy a relatar.

Como les he dicho “trabajábamos” solamente por las mañanas, empezábamos más o menos temprano, nos llevaban a los huertos en autobuses de modelo bastante viejo y algunos preferíamos viajar en la cama de un camión. Le dábamos mucho aire al galillo cantando rancheras mexicanas o cuecas chilenas. A los dos días nos dimos cuenta que ningún árabe venía a trabajar con nosotros. Detalle: en la organización de la residencia había un “soviet” con representantes de las distintas comunidades, los latinoamericanos, los asiáticos, los africanos y los árabes. El representante de los africanos vino a buscarme. Mis compañeros latinos me había elegido para que los representara, cargo que acepté de muy mala gana. Sobre todo porque las cualidades que más se señalaron para nombrarme ninguna aludía a un rasgo intrínseco de mi personalidad, sino que a mi capacidad a hacer relajos y organizar fiestas y borracheras… Bueno, como les decía el representante de los africanos vino a buscarme y me preguntó cuál era mi opinión sobre la ausencia de los árabes en las huertas. En realidad, a todos nos había extrañado, pues los responsables teníamos que responder sobre la ausencia de los estudiantes durante el trabajo. Le respondí que ignoraba las razones. El africano me afirmó que se había entrevistado con el representante de los árabes. Este le había dicho que los árabes no iban a trabajar pues estaban de duelo por la guerra sionista contra la nación árabe. Cuando oí semejante tontería, pensé primero que se trataba de un invento del africano. No obstante él me insistió y me dijo que si no le creía que le preguntara al hindú que representaba a los asiáticos. Este lo había acompañado. Fuimos pues a verlo. El hindú me confirmó los decires del africano. Los asiáticos era muy pocos, máximo siete. El grueso del contingente estudiantil éramos los latinos y los africanos. Pero los árabes sumaban un buen número. Les propuse a los dos otros representantes que fuéramos a hablar de nuevo con el representante árabe. Durante estos ires y venires de uno al otro representante le preguntábamos a los estudiantes que encontrábamos su opinión sobre la ausencia de los estudiantes árabes en las huertas, varios nos afirmaron que los estudiantes árabes se burlaban de todos nosotros, que éramos majes y que ellos estaban de duelo y gozaban de las vacaciones sin trabajar. El representante árabe me mantuvo las mismas razones. Me pareció increíble. Así que de inmediato propuse que fuéramos a ver al responsable de todo el campamento estudiantil, un profesor de la Universidad.

Le expusimos que no comprendíamos la ausencia de los estudiantes árabes en las faenas matinales, que además de su ausencia, provocaban con burlas al resto de los estudiantes y que lo mejor sería que él interviniera para que al día siguiente no faltara ningún estudiante, tal cual era fijado por el reglamento. El profesor no ignoraba la ausencia de los estudiantes árabes en las tareas de todo el campamento. Pues a medida que hablábamos con el resto de estudiantes nos fuimos dando cuenta que los estudiantes árabes no participaban en las tareas comunes de mantenimiento del campamento. Nos respondió que hablaría con ellos pero que no nos prometía nada.

Al día siguiente volvimos a constatar la ausencia de los árabes. De regreso y ya luego de almorzar, me reuní con el representante africano. Y le propuse que volviéramos a hablar con el profesor. Durante toda la mañana los latinos me dijeron su disgusto. El profesor nos afirmó que había hablado con los árabes que le expusieron que ellos no iban al trabajo, porque durante las mañanas escuchaban la radio para informarse de la situación en sus países en guerra. Esto me pareció una toma de pelo. Pues para informarse no era necesario oír la radio por las mañanas, lo podían hacer por la tarde o por la noche. Sobre todo la noche que era cuando se sincronizaba mejor las ondas cortas. Le dije al profesor que no aceptábamos esas razones y que si al día siguiente no había arreglado el problema pues que se esperara de nuestra parte a una respuesta colectiva.

Al salir le propuse a los otros delegados que reunieran a su comunidad respectiva. Le dije al africano que nosotros los latinos nos iríamos de huelga si los estudiantes árabes no venían a trabajar al día siguiente. Esto era adelantarme demasiado. No había pulsado la opinión de mis amigos latinos e ignoraba hasta dónde iban a seguirme si les proponía algo que iba a sonar a extravagancia, una huelga de estudiantes lumumberos en un koljos soviético, en el año del cincuentenario de la Revolución de Octubre. Esta idea se me cruzó en el instante mismo que le dije eso al africano.

Reuní pues a los latinos, todos vinieron. Les informé de mis conversaciones con los otros representantes y con el profesor que dirigía el campamento. Les conté las razones expuestas por los estudiante árabes. Todos se indignaron. Y les relaté: “Le he dicho al profesor Danilof, que si los árabes no aparecen mañana, pues que le daríamos una respuesta colectiva. Les propongo que discutamos la modalidad, pero quiero advertirles que los africanos, ellos han dicho que se irán de huelga. Pienso que nosotros no podemos quedarnos atrás”. La respuesta fue unánime, ¡pues nosotros también nos vamos de huelga!

Fue así como sin quererlo me vi organizando una huelga estudiantil, por una razón insignificante, pues que vinieran o no los estudiantes árabes no cambiaba en nada nuestras tareas. Aunque sí cambiaba mucho en la cuestión de la igualdad y al respeto común del reglamento. Además siempre pensé que el profesor iba a hacer la cacha por convencer a los árabes de ir a los trabajos matinales.

Pues resultó que los estudiantes árabes no quisieron ceder. Nunca esperé eso. Frente a todos los estudiantes que estaban reunidos delante de los vehículos esperando a que los representantes tomáramos la palabra, no sabía qué decisión era la mejor. Estuve a punto de proponer que fuéramos ese día a trabajar, que le diéramos a Danilof un día más para convencer a los estudiantes árabes. En el momento en que iba a proponerle esa solución a los otros representantes, llegó el profesor Danilof, se subió a la plataforma de un camión y dijo que no iba a tolerar de nuestra parte ninguna protesta y que lo mejor era que subiéramos inmediatamente a los buses y camiones. No sé de dónde me vino el coraje, ni tampoco la idea, no obstante de un brinco y en un santiamén estaba al lado del profesor y me puse a arengar en ruso a todos. No recuerdo exactamente que dije, supongo que hablé que era insoportable que el profesor nos viniera a amenazar a nosotros y que no hiciera nada por restablecer la equidad entre todos los estudiantes y de seguro declaré empezada la huelga hasta que los estudiantes árabes vinieran todos a trabajar parejo con el resto de estudiantes. Nadie subió a los vehículos. Fue ese el primer día de huelga. El profesor convocó a una reunión de delegados. Asistimos a esa reunión, pero no podíamos cambiar nuestra posición sin consultar a todos. Pero el profesor simplemente nos reunió para amenazarnos. Le dijimos que no íbamos a trabajar sin la presencia de los estudiantes árabes. La reunión no duró mucho.

El resto de la mañana de ese día me la pasé jugando al ajedrez con un amigo chileno. Y la tarde estuve jugando al ping-pong. Más tarde fui a la cancha de fut para entrenarnos para un partido amistoso con un equipo de Kishiniov, un equipo de segunda división de la Unión Soviética. Si les cuento estos detalles de mi presencia en el campamento y delante de muchísimos testigos, es pues que me inocentaban de algo que iba a darle una importancia fuera de lo común a esa huelga declarada casi por chiste… Resulta que en el noticiero internacional nocturno de la BBC de Londres, informaron que estudiantes de la Universidad de la Amistad de los Pueblos se habían declarado en huelga en un koljoz de Moldavia por razones relacionadas con la guerra en el Cercano Oriente. ¿Cómo lo supieron los ingleses? ¿Quién fue el soplón? Nunca se supo. Pero la única manera de poder contactar con un corresponsal de la BBC era salir del campamento. Pues los únicos teléfonos estaban en las oficinas, la cabina más cercana estaba a las afueras del koljoz o en la ciudad (digo simplemente ciudad, pues no recuerdo el nombre ni del koljoz, ni del pueblo aledaño.

Temprano en la mañana, el profesor vino a sacarnos de la cama a los cuatro representantes. Quería un arreglo inmediato, pero sobre todo quería que nosotros delatáramos a la persona que había informado de nuestra protesta —nos explicó que lo nuestro era una protesta y que de ninguna manera se trataba de una huelga, la palabra huelga, al parecer, le sonaba demasiado fuerte— a la prensa burguesa. El profesor ya había hecho sus propias averiguaciones. De los cuatro representantes el único que no había salido del campamento era yo. Todos me había visto con el chileno jugando al ajedrez y luego al ping-pong y al futbol. Eso me inocentaba.

Pero la huelga siguió también ese día. Pues el profesor se enfrascó en un falso compromiso, que primero retomáramos las faenas y luego él se comprometía a convencer a los estudiantes árabes que acudieran al trabajo la semana siguiente. Nosotros nos mantuvimos firmes, retomamos el trabajo todos juntos, todos los estudiantes.

No puedo imaginarme cómo las autoridades moldavas reaccionaron a la información que de seguro les llegó de Londres pasando por alguna oficina moscovita. Ignoro también que importancia le dieron el primer día a la información de la BBC. Pero esa noche la radio inglesa anunció que la huelga estudiantil en un koljoz moldavo iba ya en su segundo día. El profesor Danilof había desaparecido. Supimos que había ido a Kishiniov. Los estudiantes soviéticos de la Universidad habían recibido la consigna de convencernos de volver a las huertas. Pero ningún estudiante latino o africano aceptó ceder a las presiones. Eso iba durando. Y la radio de Londres iba contando los días. En realidad nunca oí ni un solo de esos noticieros, así que me he enterado por lo que los otros estudiantes me contaron entonces. Lo único que puedo decirles es que al cabo de unos días tuvimos que amenazar para que el conflicto terminara que tampoco íbamos a jugar con el equipo de Kishiniov. El partido estaba anunciado en carteles muy vistosos: “Encuentro Internacional”.

En Moscú las autoridades universitarias le habían dado importancia a nuestro movimiento y en tres o cuatro días buscaron a un vice-rector, hicieron que dejara su familia o que volviera de no sé dónde, en cualquier caso justo a la semana llegó a nuestro campamento. Durante esa semana el profesor Danilof había tratado de vencer la resistencia de algunos de nosotros y los había convocado individualmente a su oficina. No le dio resultado. Nosotros nos reuníamos en asambleas y las revindicaciones fueron apareciendo: instalaciones sucias, baños y duchas defectuosas, ausencia en algunas de agua caliente (los calentadores estaban arruinados), algunos vidrios rotos en las ventanas, etc. O sea que cuando el vice-rector nos reunió para que le informáramos de todo el asunto, teníamos una lista bastante larga de problemas que había que arreglar. En todo caso cuando le contamos nuestras primeras reuniones con Danilof y las negativas de los estudiantes árabes de acudir a las tareas de todos, entró en una santa cólera, se puso colorado como un tomate, le lanzó con su mirada a Danilof un poderoso dardo que lo dejó mudo y hasta algo paralizado. Luego se calmó y muy sonriente nos preguntó que cuáles eran todas nuestros pedidos. Le enumeramos todo. El anotó y al cabo nos dijo que se iba a reunir luego con nosotros para establecer las urgencias. Luego se le dirigió al representante de los estudiantes árabes y le dijo que convocara a los estudiantes árabes. Pero fue delante de nosotros todos que el vice-rector le aclaró al delegado árabe, que sin falta todos tenían que volver al trabajo al día siguiente. El que quisiera seguir oyendo la radio por las mañanas que se volviera a Moscú, pero que no toleraría más en el koljoz a ningún bribón. El vice-rector se quedó hasta el fin de las vacaciones, vino luego su familia que se encontraba hasta entonces pasando las vacaciones en Italia… Con lo difícil que se había puesto conseguir el permiso de salir del país para los soviéticos, incluso para los cuadros del rango del vice-rector. ¿Pero qué tiene que ver esto con Ilia Erhenbourg? En realidad nada. Sólo que al volver de vacaciones, pues regresamos el 30 de agosto, al día siguiente falleció este escritor y periodista soviético de renombre. Era un hombre muy querido por los moscovitas, era un “frontovik”, era como se les llamaba a los que había estado en el frente durante la Gran Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial), estuvo como corresponsal de guerra. Otros escribían desde Moscú; como Grossman, Erenburg fue testigo directo.

Todos recordaban y los moscovitas solían contar la anécdota de la primera exposición de pintura surrealista, dedicada a la obra del gran pintor español Pablo Picasso. El pintor y el escritor se conocieron en París antes de la guerra. Y colaboraron durante la Guerra Civil española. La anécdota es la siguiente: no se sabe por qué motivos la exposición tardaba en abrir sus puertas, miles de moscovitas se había agolpado y esperaban desde temprano la apertura del museo Pushkin. La gente se impacientaba. Algunos empezaban a protestar y a chiflar. Fue entonces que Ilia Erenburg subió a una estrada improvisada y se dirigió a los presentes: “Camaradas, ¿cuántos años hemos esperado que se realice esta exposición? Cuarenta, treinta años, pues podemos prolongar la espera unos cuantos minutos más”. Según cuentan hubo nutridos aplausos.

Pues la imagen a la que me refirí arriba y que de manera recurrente me volvía hoy, es la siguiente. La noticia de la muerte de Ereburg recorrió y estremeció Moscú como un rayo. La noticia no llegó desde el extranjero, ni por la BCC, ni por la Voz de las Américas, ni por ninguna otra radio, ni por Radio Moscú. Fue de boca en boca, por llamadas telefónicas. El entierro iba a ser al día siguiente en el cementerio Novodievichi. Nadie dio hora exacta. Cuando llegué a uno de los puntos en donde se suponía que iba a pasar el féretro, me topé con una multitud. El pueblo moscovita se había volcado a las calles a despedir a su gran hombre, a su escritor comprometido. Había mucho fervor, vi lágrimas en muchos rostros. La emoción fue intensa.

Aclaro que Danilof es un nombre prestado…

“Su señora madre…”

“Su señora madre…”

Por Carlos Abrego

Cuando los dirigentes del Partido llegaban a Moscú, no siempre nos enterábamos todos los “lumumberos” (así nos llamábamos los estudiantes de la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patricio Lumumba). Este secretismo era una de las características del partido de entonces. En algunas organizaciones prevalece aún. Esa actitud les servía tanto a los dirigentes como a sus allegados. Es uno de los mecanismos de dominación interna, pues la información no compartida le confiere al que la maneja un distintivo, un “saber” superior al militante de base. En algunas ocasiones este “saber” es francamente ínfimo e insignificante. Se manifiesta a veces en miradas sobreentendidas que se cruzan dos personas delante del militante que con humildad debe someterse a esa “ignorancia”. Esas miradas son muy locuaces y a veces dan lugar a malentendidos y quid pro quo muy cómicos.

De cualquier modo, en Moscú, algunos de mis compañeros eran francamente adictos al secretismo. Y una de las víctimas de ese egoísmo fui yo. Lo digo así porque algunas veces vino un viejo camarada santaneco con el que me encantaba hablar y vino varias veces y me enteraba siempre ya muy tarde. Una vez Virgilio Guerra —se trata de él— se enfadó con el camarada que servía de enlace, entre los dirigentes visitantes y nosotros, pues tenía algo muy importante que contarme. Tuvo que dirigirse directamente al empleado del Comité Central del PCUS que los atendía para localizarme. Fue así que supe que Salvador Cayetano Carpio se daba a enterder muy bien en ruso. Pues Virgilio no hablaba más que en santaneco. Yo no estaba en casa y dejaron un recado y el número de teléfono al que tenía que llamar para poder verlos. Podía llamar a cualquier hora, incluso bien de noche, que allí estarían esperándome. Ignoro si fue por precaución o por descuido, pero sólo habían dejado el número, sin decir quién había llamado. Quién sabe por qué tuve la intuición que se trataba de camaradas dirigentes del partido.

El número daba directamente a la pieza del hotel que ocupaba Cayetano Carpio y sin preguntarme quién era, ni darme muchas explicaciones, me dijo:

—¿En cuánto tiempo puede estar en el 32 de *anskaya ulitsa?

Vivía en el centro de Moscú, en Luchnikov piriulok, a unos dos pasos del Comité Central del PCUS y a medio paso del famoso Comité de la Seguridad del Estado (KGB). Para llegar al metro Djerdjinski necesitaba unos cuantos minutos, calculé que tardaría apenas unos veinte minutos, pues tenía que hacer un transbordo. Me acabo de enterar que le han cambiado el nombre a esa estación. Ahora esa estación de metro se llama Liublianka. De todas maneras era como le habían llamado siempre al enorme edificio central del KGB. Era el nombre de la callecita de atrás por donde entraban por una angosta puerta los “convocados” para interrogatorios en todas la épocas, desde Stalín hasta Brezhnev. Luego ya no sé por donde entraban…

Cuando llegué reconocí a Virgilio. Nos abrazamos con mucho regocijo. Me esperaban afuera del hotel, a unos cuantos metros de la entrada. Le tendí la mano a Carpio, con él no tenía la misma confianza. Pero el apretón fue bastante efusivo. Hubo un instante de hesitación. Virgilio se dirigió hacia el hotel y Carpio hacia la esquina de la calle. Me quedé mirándolos alejarse cada uno por su lado. Luego casi como si estuvieran sincronizados se voltearon se dieron cuenta de lo cómico de la situación y también casi al mismo tiempo ambos pronunciaron:

—¡Achís, vos! ¿Para adónde vas?

Ambos se acercaron de nuevo a mí y Carpio me preguntó si había a esa hora algún lugar adonde se podía ir a beber alguna gaseosa. A esa hora ya no había, eran como las diez de la noche. Por mi lado tenía mis entradas a dos o tres restaurantes cerca de mi barrio, en donde me dejaban entrar con invitados hasta eso de la medianoche, pero quedaban en mi vecindad y era mostrarles a mis dos camaradas dirigentes que de alguna manera no respetaba la ley del Estado Soviético y que hacía “pecar” a camaradas moscovitas. Se trataba simplemente de meras coincidencias de visitas repetidas y amistades surgidas por mutua simpatía. Aunque les cuento que una de esas amistades surgió en una oportunidad muy especial. Resulta que en los comedores y restaurantes existía un “cuaderno de reclamaciones y recomendaciones” en el que los clientes podían escribir sus apreciaciones sobre la calidad del restaurante. Raras veces pasaban comisiones a revisar esos cuadernos.

Solía ir a un restaurante de la plaza Noguina (ahora he visto que se llama Kitai-grad) y el director supo que una de esas comisiones iba a visitarlo durante la tarde de ese día. Nunca había abierto el famoso cuaderno, pero ese día lo hizo… Se dio cuenta que sólo había reclamos y recomendaciones de mejoramiento y ni un solo elogio o agradecimiento por el servicio. Veo venir al director con el cuaderno. Me ve la cara de sorpresa. Resulta que cuando uno exigía el cuaderno, los mozos trataban de disuadirte de plasmar tu reclamación y que el director viniese con el cuaderno me sorprendió, era como ver un suicida que te pide que lo empujés al despeñadero. Resulta que con este director de restaurante me conocía ya de vista, nos habíamos cruzado en el vecindario y ambos íbamos al local del club “Biriesnik” de ajedrez, al mismo que pertenecía el entonces campeón del mundo, Boris Spasski. Era el único y primer extranjero que me había atrevido a entrar y asociarme. En cierta medida era una atracción. Cuando entré apenas si sabía mover las piezas sobre el tablero. Así que cuando me habló no me sorprendió que conociera mi nombre:

—¡Carlos! Me podés hacer un cachete— estoy traduciendo al salvadoreño lo que el me dijo en moscovita.

—¿De qué se trata?

Me explicó que necesitaba que pusiera un agradecimiento, un elogio, algo positivo en el cuaderno. Sólo hay reclamos y no sé que puede pasar si la comisión es severa, no sé. “Vos sabés cuál es mi situación”, me dijo. Yo no sabía nada. Mi cara interrogativa lo obligó a explicar: “tengo una familia que sostener, una mujer y dos hijos y uno no sabe que puede pasar”. Había una escala casi infinita de sanciones. La que el director se había imaginado era que lo dejaran sin trabajo y que lo obligaran a cambiar de profesión, lo que significaba una posibilidad de rodar cuesta abajo en su situación social. Sucedía este tipo de situación, para poder entrar a trabajar a un lugar era necesario postular al “servicio de contratación”. El “servicio” daba su opinión favorable o desfavorable, pero de todas maneras había una “anketa” (galicismo que significa investigación), que iba a la ahora plaza Lubianka que he mencionado arriba. Es decir para todo trabajo era necesario el visto bueno del KGB. Por lo general era automático, pero si por una casualidad, si por una de esas circunstancias insondables del aparato policial, no daban el visto bueno, comenzaba realmente un calvario para el ciudadano soviético. ¿Cómo lo sé? Mi primer esposa fue víctima de ese sistema. De nada le sirvió tener el diploma de profesora de francés, nunca pudo obtener un trabajo que correspondiera a su calificación. Su falta era antigua, un gran pecado. Databa de su infancia, de la escuela primaria. Una vez en un acto escolar le habían pedido que recitara un poema. Tuvo la mala suerte que la Comisión sueca del premio Nobel le adjudicara a un poeta y escritor ruso su famoso “Nobel de literatura”, se trata de Boris Pasternak. Todos saben el escándalo que se armó con esta distinción. Las autoridades soviéticas obligaron a Pasternak a rechazar el premio. Y fue en ese período, en el que aún los poemas de este gran poeta ruso se estudiaban en las escuelas, que todavía figuraban en los manuales escolares, que mi ex-esposa tuvo la perversa idea —¡a los diez años!— de recitar ante sus compañeritos de escuela un poema del abominable “traidor”. Por proposición de la maestra la expulsaron de la asociación infantil “Los pioneros”. A esta asociación pertenecían todos, repito, todos los niños soviéticos, excluirla significaba casi sacarla de su niñez. Fue lo que sucedió.

Bueno, tomé el famoso cuaderno sin dudar un instante, me puse a escribir un elogio del servicio del comedor que tal vez fue tomado en cuenta por la comisión. El caso es que en ese comedor podía venir cuando se me antojara y con quien se me antojara. Les confieso que no abusé.

Algunos tal vez se estén preguntando ¿qué tiene que ver esto con Carpio y con Virgilio? Pues mi viejo amigo (mi padrino de entrada al partido), una vez que ya habíamos subido al apartamento que ocupaba en ese hotel, me pidió que le diera mi apreciación de la sociedad soviética. Si subimos, pues no quise proponerles ir a ningún comedor o café de los que conocía y me conocían.

Mi respuesta fue franca, desembuché todo lo que tenía adentro. Lo que había observado en la fábrica de automóviles “Moskovich”, fallos en las cadenas de producción, la actitud de indolencia, desgano y desapego que tenían los obreros. Ni uno solo hablaba como si esa fábrica tuviera algo que ver con la propiedad colectiva de los medios de producción. Ellos venían a gastar sus fuerzas de trabajo y recibían su retribución por el tiempo trabajado. Estuve en esa fábrica dos veces. Hablé largo rato con los obreros y discutí con ellos sobre lo que había notado. Eran cuestiones de simple sentido común. Una cadena de montaje que inexplicablemente se alzaba por sobre una pared de casi cuatro metros de altura. Lo que alargaba desmesuradamente el tiempo de producción. Su respuesta no fue esquiva. Los que tenían que preocuparse de eso eran “ellos”. Este pronombre era pronunciado con particular entonación, cuando el moscovita se refería a la dirección de la fábrica, del gobierno o del partido. Con ese “ellos” marcaban una diferencia de intereses y de posiciones sociales. “Ellos” allá arriba y nosotros aquí abajo.

Les fui contando todo mis observaciones, claro les conté el caso de mi esposa, mis sospechas de que me perseguían, lo del libro de reclamaciones, bueno, les fui contando lo que había visto. Les conté de la joya industrial de la industria textil de Leningrado. Estuve allí durante un viaje que nos organizó La Casa de las Amistad de los Pueblos. Fui un activo participante del “Seminario Permanente sobre América Latina”, que tenía su sede en esa hermosa casa. Algunos miembros de este Seminario fuimos a un Encuentro Internacional de Juventudes. Detalle: mis camaradas salvadoreños no participaban a este Seminario y cuando algunos supieron que era miembro de la delegación, trataron de impedir mi viaje. ¿Cómo me enteré? Simplemente Nikolai Diko, presidente del Seminario era uno de mis mejores amigos moscovitas y nuestro trato era de confianza, de mucha confianza.

Pues en esa joya de la industria textil nos mostraron las instalaciones realmente muy modernas, de una increíble capacidad productiva, con colores muy atractivos, talleres espaciosos, máquinas que comenzaban a tener los primeros avances de la ergonomía. Realmente era una joya. Se producía allí no sé cuantos millones metros de tela para vestidos femeninos, nos dieron los detalles, todos los detalles, los pedidos que llegaban de todos lados de la Unión soviética e incluso de las hermanas repúblicas populares del campo socialista. No obstante me llamó la atención algo muy curioso. Habíamos entrado a varios talleres y había visto que el motivo de la tela era el mismo en todos. No me quedé con la pregunta y lo hice de manera un poco provocativa:

—¿Desde hace cuánto tiempo producen este motivo? ¿Producen otros en la fábrica, en los otros talleres?

La respuesta me dejó atónito. Por la seriedad y la convicción de nuestro guía:

—Desde hace tres años producimos el mismo motivo y tiene mucho éxito. Sí, todos los talleres producen el mismo, se trata de una decisión para racionalizar la producción.

—Pero de seguro a las mujeres les gustaría poder elegir entre varios modelos.

—En la Unión Soviética existen otras fábricas textiles.

No se me iba ir por la tangente. Mi reputación de “pequeño burgués” no lo obtuve por gusto. Así que le respondí también con harta convicción y muchísima seriedad:

—Pero en las tiendas de prendas femeninas no abundan los modelos, todo es muy monótono.

—Es cierto que debemos mejorar nuestra distribución en el mercado socialista.

No le iba a citar a Marx. Lo que determina y lo fundamental es la producción. Y este postulado no se refiere solo al capitalismo. Bueno, no se lo cité y seguimos nuestra visita.

Llegamos a una inmensa nave, con grandes ventanales y un grupo de veinte personas que se ajetreaban frente a sus planchas de diseño. En ese estudio producían los “futuros” diseños para la producción de telas. Allí también nos llovieron las cifras. Pero cuando les pregunté que ¿cuántos diseños de ese taller habían sido aplicados en la producción de la fábrica? Simplemente les clavé un puñal en el corazón. Debían de reconocer que su taller tenía la misma utilidad que la famosa isla de Laputa de la que nos habla Swift.

El jefe del taller esbozó una explicación que llamaré confusa, algo que tenía que ver comisiones y criterios estéticos: antes de aplicar un diseño a la producción, debía pasar por no sé cuantas Comisiones de Estética. La del barrio en la que estaba ubicada la fábrica, luego la de la ciudad y luego la de la región. Casi siempre habían recibido buenas apreciaciones de todas esas comisiones. Incluso casi todos sus diseños llegaban a la comisión nacional. Lo que pasaba era que había mucha competición, mucha emulación socialista, que varios de sus modelos eran retenidos, incluso algunos habían sido recomendados, pero que hasta ahora ninguno había recibido aplicación fuera de la fábrica y que el modelo que producía la ”joya de la industria textil soviética” tenía tal éxito que no era conveniente cambiarlo, pues les gustaba a las mujeres…

Hablé con Virgilio y Cayetano de todo esto durante varias horas. En realidad siempre le llamé a Carpio, “camarada Cayetano”. A Virgilio, siempre así, Virgilio, sin el camarada. Al contrario él siempre me decía “camarada Carlitos”. Para él nunca dejé de ser el mismo cipote que conoció en Santa Ana, el hijo de la “niña” Matildita. Pues la gran noticia que me traía era la siguiente:

—Camarada Carlitos, le tengo una excelente noticia, su señora madre ya es camarada.

Me hubiera gustado conocer nuestra historia hasta el final (1)

Me hubiera gustado conocer nuestra historia hasta el final

Primera parte

Eramos tres o cuatro, no recuerdo ahora. Conversábamos sorprendidos de que poseíamos mucho en común, acabábamos de conocernos y veníamos de países distintos del continente, de nuestra América. Estábamos en uno de los largos corredores de Kabelnaya. Era así como le llamábamos al edificio que abrigaba las facultades de humanidades de la Universidad Patricio Lumumba. Quedaba en la calle Kabelnaya, la misma en la que se erigía una de las fábricas más grandes de cables de la Unión Soviética. Eramos tres o cuatro y conversábamos animadamente, con entusiasmo. Desde el fondo del largo corredor vimos venir una muchacha japonesa cargada de dos enormes maletas. ¿Quién sabe si fue por simple galantería santaneca o tal vez pensé que no aceptaría mi propuesta? En todo caso, de los tres o cuatro fui el único que se avanzó hacia la japonesita y con gestos le ofrecí mi ayuda. La muchacha con una sonrisa de agradecimiento me entregó la maleta más grande. Felizmente estaba vacía. Aunque fingí ante mis contertulios que pesaba sus veinte kilos… Ellos sonrieron burlonamente. La muchacha llevaba sus maletas a un depósito que quedaba en los subsuelos del gran edificio.

Quiero aclarar que ni en el instante de mi ofrecimiento de ayuda, ni durante la larga travesía por los corredores tuve la más mínima intención de cortejarla. Mi única lengua era el castellano. Además no nos dirigimos ni una sola palabra. Su sonrisa y mi sonrisa fueron los únicos mensajes que nos transmitimos. Ya en el depósito se subió en una escalera y yo le trasmití las maletas. Vi también sus pantorrillas y me forcé por no ver más retirando púdicamente mi mirada. Cuando bajó, me disponía a irme sin más. Ella me llamó en inglés. Creo que fue en inglés, oí su voz y volví sobre mis pasos. Y le dí a entender que no hablaba inglés, ni ruso, ni nada. Solamente castellano. Usó los gestos de Jane en las películas de Tarzán y me dijo su nombre, yo le dije el mío. Luego buscó en su bolsillo un trozo de papel y con un bolígrafo marcó: “tomorow 4:30 p.m. room 406, drink tea”. Mi memoria es exacta, nunca he olvidado ese mensaje. Ignoro hasta el día de hoy si contiene o no errores. Pero entendí perfectamente que significaba. Junto al papelito me regaló un abanico japonés, que guardé durante muchos años como una reliquia. Nos separamos y volví al tercer piso en busca de mis contertulios que habían desaparecido.
Aclaro que hasta ese día no la había visto antes o tal vez no había reparado en ella. Lo más probable es que simplemente no la había visto, pues nuestros horarios y aulas no correspondían, a pesar de que ambos teníamos tres o cuatro días de estudiar el ruso en la facultad preparatoria.
Al día siguiente fui a clases, almorcé a eso de la una y luego volví a la última clase de dos a tres de la tarde. Una vez terminadas las clases solíamos reunirnos los centroamericanos a platicar entre nosotros, dándonos cuenta —poco a poco— de que nos parecíamos mucho, pero que no éramos del todo iguales, aunque con muchas ganas de tener un solo país para todos nosotros. El papelito de la japonesita estaba en mi bolsillo y no necesitaba sacarlo para recordarme su contenido. A eso de las cuatro salí al parque de la facultad. Me alejé del grupo para no tener que darles explicaciones de que esta vez no me iría con ellos a la residencia de Starozhevaya ulitsa. Estaba además un poco aturdido, pues no sabía como debía conducirme con una muchacha que me había dado cita en su habitación para beber té. En realidad era la primera vez que una muchacha me daba cita. Durante todo el día la busqué con la mirada en los corredores durante los recreos (las clases se interrumpían a cada hora o dos, según el día y las materias). También la busqué en el comedor, pero no la vi por ningún lado. Recuerdo mi ansiedad al temer no poder reconocerla. Nuestro encuentro fue tan fugaz y cuando para recordar su rostro cerraba los ojos, aparecía en mi mente la chinita Sánchez. La chinita Sánchez ha sido mi amor platónico más tenaz y el más durable. Pero ella se había quedado en Santa Ana, ya lejos y para siempre imposible.
Han pasado cuarenta y cuatro años desde entonces y es la primera vez que refiero públicamente este episodio de mi vida, en privado ya lo he narrado y las personas que han escuchado esta historia, se darán cuenta que no estoy cambiando nada, tal vez dando más detalles. Pienso y dudo si dar el nombre verdadero de la muchacha japonesa, el tiempo se ha encargado de alejar el pudor y lo que yo cuento me pertenece únicamente a mí. Quiero decir que ella tal vez tenga otra versión, tal vez sus sentimientos ahora no le parezcan valer la pena ser recordados, tal vez nunca tuvieron alguna significación duradera, tal vez yo no haya vuelto a aparecer en sus recuerdos. Daré su nombre, porque de lo contrario me parecerá impersonal y que en algo traiciono mi propia historia. Nadie va identificarla y quienes la conocieron, saben de nosotros.
Cuando empecé a subir las gradas para llegar hasta el cuarto piso, mi corazón se aceleraba y a veces me parecía que se ausentaba. En realidad no tenía ningún motivo para ponerme en ese estado, cualquier otro muchacho de mi edad —acababa de cumplir diecinueve años— tal vez no hubiera sido tan puntual y hubiese sabido exactamente a qué atenerse, pero mi inexperiencia era abismal. Toqué a su puerta, pero los nudillos de mis dedos me parecieron de algodón y apenas se oyó ruido alguno. La puerta se abrió y la muchacha me recibió vestida en un elegantísimo kimono blanco y con paisajes orientales, estaba peinada con bucles y adornos y un gorro triangular sujetaba sus cabellos en la parte trasera de su cabeza. He dicho triangular, era más bien un rombo, en los mismos tonos que su kimono. En el centro del cuarto había una mesa redonda, con un servicio de té ya puesto. Me invitó a sentarme y servicial me acomodó la silla. Ella acompañaba sus gestos con una sonrisa amable y distinguida, no sé con que mueca le devolvía su gentileza. Al mismo tiempo comprendí que lo que oscuramente pude esperar como una cita amorosa no tenía cabida con todo ese ceremonial. Mi única preocupación fue entonces no manchar con mis rústicas maneras tanta elegancia y tan refinados tratos.
No obstante al verla así ataviada, sus rasgos finamente puestos en valor por un maquillaje eficaz y discreto, todas las doncellas de mis sueños juveniles se reunieron en ella y sucumbí al sortilegio. Aparentemente existen fuertes pasiones de segunda mirada. Era la primera vez que veía a una muchacha vestida con tanta elegancia y en trajes orientales. La miraba embobado. Cada gesto suyo era el centro de mi atención y me arrobaba.
Preparó el té y me lo sirvió en una taza que me pareció anacarada. Nunca antes había bebido té. Adivinó tal vez y se sentó enfrente de mí y me mostró como conducirme. Traté de imitarla. En realidad tuve que forzarme a beber el brebaje, su sabor me resultó desagradable, pero lo bebí sin pispilear. Pero no íbamos a pasar toda la tarde mirándonos, sin decirnos aunque fuera una palabra en algún idioma. Felizmente ella sabía tomar iniciativas y me preguntó en su modesto español de qué país venía. Nunca había oído mentarlo. Me lo dijo llanamente y me sentí muy exótico. Pero su español era muy modesto y rápidamente se terminaron las municiones. No me daba cuenta pero le hablaba con mis ojos. Ella me sonreía. No sé cuanto tiempo estuvimos frente a frente sin hablarnos.
Se levantó de la mesa y me invitó a levantarme. Puso en mis mejillas sus manos y me dio un beso, suave, sus labios apenas rozaron los míos y luego me tomó de la mano y nos sentamos al borde de la cama. La habitación era muy escueta, la ocupaban dos muchachas. Cada una tenía arreglado su rincón. La otra muchacha con quien compartía la habitación también era del Japón. Estuvimos sentados uno al lado del otro y de vez en cuando nuestras manos se rozaban. Al cabo de unos minutos me dijo que su compañera de cuarto pronto regresaría y que tenía que irme. Me entregó un papelito en el que había escrito en esmeradas letras latinas, la hora y la dirección de nuestra cita para el día siguiente. Me levanté y de nuevo repitió su caricia en mi cara y me besó.
Al salir iba como en un limbo, sin buscar un instante solo comprender qué me había sucedido, ni tampoco si mi conducta había sido la más adecuada a las circunstancias, si me había comportado a la altura. Iba alegre repitiendo en mi mente su nombre que me sonaba angelical: Jarumi.
No les contaré el día a día mis relaciones con Jarumi. No se trata de eso. Pronto entenderán la razón de este relato. Tengo que señalar que si bien he dicho que acababa de cumplir diecinueve años, mi apariencia era la de un muchacho de catorce o quince. Algunas personas al enterarse de que estudiaba en la universidad suponían que yo era un fenómeno, uno de esos genios prematuros. Este mi aspecto de adolescente marcó duramente mi vida. Es posible —me lo sugirieron luego otras mujeres— que la actitud de Jarumi, me refiero a sus iniciativas, fuera guiada por mi aspecto. También me dijeron que ella nunca creyó que le hubiera dicho mi verdadera edad. En todo caso ella tenía veintiún año. La aparente diferencia de edades llamó la atención y pasadas algunas semanas, en el cerrado mundo del casi internado estudiantil de la Lumumba, se fue convirtiendo en un escándalo y nuestra relación se volvió en el tema de todos.
Pero esto lo supe mucho después, entretanto viví meses felices. Las primeras semanas nos vimos fuera de la universidad, salíamos a pasear y fuimos conociendo Moscú y ayudándonos mutuamente a aprender el ruso. Ella ya había estudiado el ruso antes de venir a Moscú, pero su práctica oral era todavía deficiente. Pero cuando el frío empezó a arreciar salimos menos y a las tres de la tarde, cuando las clases se terminaban, Jarumi venía a buscarme para que comiéramos juntos o para que preparáramos las tareas. Nos encerrábamos en las aulas y nos sentábamos a hacer los deberes y hacíamos pausas en las que tratábamos de conocernos, de saber quienes éramos. Los otros alumnos que buscaban donde estudiar, al abrir la puerta la cerraban para no ser aguafiestas de nuestro idilio. Muchos nos sorprendieron entrelazados y en largos besos.
Los reglamentos de la residencia estudiantil nos imponía llegar todas las noches antes de las diez. Nos era imposible dormir juntos. Esto fue causa de burlas y palabras hirientes de algunos compañeros que insinuaban que durante el día Jarumi se paseaba conmigo y durante las noches se iba con otros. Nunca entendí por qué deseaban sembrar la ponzoña en mi corazón, dudas en mi ánimo. Pero en el fondo nunca creí que fuera cierto, nunca la duda manchó mi pasión. Jarumi empezó a buscarme durante los recreos, siempre que podíamos estar juntos lo hacíamos. Jarumi sabía mis preferencias culinarias y se iba a hacer la cola temprano en la cafetería para llevarme la bandeja a la mesa en que acostumbraba sentarme, durante los almuerzos también en el comedor se adelantaba para evitarme perder el tiempo en esperas. A veces no nos veíamos los domingos a causa de las reuniones de nuestras respectivas comunidades. Jarumi también asistía a las reuniones de la sección de su partido, su padre era dirigente del partido socialista de Japón.
Una vez Jarumi me pidió que la acompañara al edificio central de la universidad en donde tenía una reunión. Cuando descendimos del tranvía me di cuenta que lo habíamos hecho una estación antes del destino inicial. Ahí nos esperaba un muchacho japonés. Jarumi le habló en japones y apenas reconocí mi nombre, el muchacho me dijo en ruso que era el hermano de Jarumi. Me extrañó esa imprevista presentación, pero sobre todo la sonrisa casi irónica del hermano. Este episodio tiene su explicación. La daré en su momento.
También yo tenía reuniones con mis compatriotas. En una de ellas, uno de los puntos a tratar era mi caso. Se trataba justamente que la misión que nos había confiado el Partido no era venir a conquistar japonesas y a ofrecernos en espectáculo de amoríos en los corredores y aulas de la universidad, sino que a estudiar, aprender, nuestra misión nos prohibía tener relaciones con extranjeras, porque debíamos regresar a la patria. Así que el Partido me recomendaba fraternalmente que rompiera con la japonesa. El Partido éramos los siete muchachos y una muchacha que conformábamos la delegación salvadoreña. Ignoro realmente que fue lo que los movió a exigirme semejante absurdidad. Sabían perfectamente que me iba a negar, que no les iba a hacer caso. Les expliqué con mis palabras de entonces que la vida privada no tenía nada que ver con el Partido, que mis sentimientos amorosos no le pertenecían a ninguna causa. Y que si nosotros estábamos obligados a tener relaciones solo con salvadoreñas, pues que Genoveva, una salvadoreña que encontramos ya en Moscú y que estudiaba en la Universidad, pues que ella ya andaba con su maliano y que Victoria que estaba presente en la reunión, pues que ella no podía meterse con todos nosotros, había pues claramente un problema de logística. Mis camaradas volvieron a la carga en otras reuniones, mi respuesta no varió ni una jota.
Lo extraño es que, además de la campaña de insinuaciones de las repetidas traiciones de Jarumi que se intensificó, algunas muchachas de la facultad me aseguraban que Jarumi no me convenía, que era mucho mayor que yo, que se aprovechaba de mi ingenuidad, de mi corta edad. Algunas me preguntaban con descaro que si ya habíamos hecho el amor, que dónde e incluso cuántas veces. A todas esas preguntas respondía con mi nueva sonrisa japonesa…
Aclaro, es necesario, que muchos casi con cierto regocijo aprobaban nuestras relaciones, las festejaban y algunos llegaron incluso a aconsejarme como debía conducirme. Yo era un muchacho alegre, bromista y francamente muy ingenuo. Y para todos Jarumi era una muchacha misteriosa, pues les pareció que ella estaba enteramente entregada a mi educación sentimental. En realidad éramos la primera pareja que se formaba entre los alumnos de ese año de preparatoria. Lo que más intrigaba era que —nadie lo ignoraba— en las primeras semanas no podíamos hablar mucho, nos hablábamos por señas, por medio de dos diccionarios. Poco a poco fuimos creando nuestro propio lenguaje, en el que mezclábamos español, ruso y japonés. También una casi nada de inglés. Luego dominó el ruso en nuestro trato. Mis poemas los escribía en castellano, fueron mis primeros poemas. Algunos fueron a parar en el periódico mural de la facultad, los traducían un amigo ruso Sacha Tsaitsef y una muchacha de largas trenzas, originaria de una de las repúblicas autónomas del Asia Central, no recuerdo su nombre, ella hablaba un español muy correcto. Un amigo venezolano me corregía mis horrores ortográficos, felizmente.

Segunda parte

Algunos amigos centroamericanos estaban celosos de Jarumi, pues abandoné por completo nuestras tertulias y nuestras salidas por el barrio, incluso falté a dos o tres entrenamientos de fut. Creo que Jarumi entendió rápidamente este problema y me sugirió que nos viéramos solamente después de cena. Por esa época llegaron del Instituto de Lenguas Extranjeras unas estudiantes que voluntariamente venían a ayudarnos a aprender el ruso, para facilitarnos la práctica oral. Originalmente se trataba de un intercambio, ellas nos ayudarían en ruso y nosotros en castellano. Otros, los africanos por ejemplo, les ayudaban en inglés o en francés. De estas prácticas salieron algunas parejas. También participé a estas prácticas, pero en mi caso las alumnas del Instituto se iban alternando. Este intercambio me ayudó mucho en el aprendizaje del ruso. Al contacto con estas muchachas fui conociendo una gama sutil de conductas femeninas. El caso era que todas sabían de mis amores con Jarumi. ¿Cómo se enteraron? Nunca lo supe, pues ellas eran externas a la facultad. Algunas abiertamente buscaron hacerme caer en la traición, todas me interrogaban insistentemente sobre mi verdadera edad y sobre mi virginidad. Tal vez mi indiferencia provocaba su curiosidad y en algunas cierta osadía. Lo que pude constatar desde esos primeros meses fue que había muchachas muy atrevidas y otras sumamente púdicas. Este extremo siempre me llamó la atención y podía manifestarse en la misma persona, en períodos diferentes del año, durante los meses de verano, en los campamentos de vacaciones estivales, reinaba la total libertad de costumbres.
Mi historia amorosa con Jarumi avanzaba al ritmo que le imponía nuestra circunstancia. Era grande el contento e inmensa la alegría que provocaba en mí el simple hecho de estar a su lado. Ella no parecía desear otra cosa que mi compañía. Por mi parte me comportaba con Jarumi sin sugerirle, aun menos exigirle, que consumáramos nuestros pugnantes deseos. Era evidente que nuestros cuerpos no se conformaban con las caricias que nos prodigábamos. Pero Moscú, en esa época, no nos ofrecía realmente un lugar donde amarnos como lo deseábamos. En su habitación, su amiga se mostró totalmente incompresible. Mi residencia era exclusivamente masculina y no admitían alumnas de la universidad. Las visitas eran recibidas en un salón de recepción. Ir a un hotel era imposible, pues el sistema hotelero no admitía a extranjeros que no hubieran llegado con Inturist, la agencia soviética de turismo. Estuvimos a punto de conformarnos con los inconfortables escritorios de las aulas, pero eso era correr el riesgo de que nuestra amorosa intimidad fuera descubierta y mancillada por la indiscreción mal intencionada que sabíamos nos perseguía. Pero nuestros cuerpos bullían y urgíamos cumplir con nuestro amor.
Una vez Jarumi me sugirió que nos arriesgáramos en mi residencia, durante alguna tarde, cuando la mayoría de estudiantes todavía permanecía en Kabelnaya. Podíamos perfectamente burlar la vigilancia del portero. Lo he repetido, mi ingenuidad —o tal vez esto tenga otro nombre— era insondable, Jarumi una vez que ya nos habíamos decidido por el fabuloso día, me susurró al oído:
—Yo no quiero baby.
Entendí que se estaba retractando, es decir, al principio no entendí nada. Mis ojos simplemente se desorbitaron extrañados. Concretamente nunca había ligado el acto de amor con ningún baby, de manera confusa había llegado a suponer que para procrear se necesitaba la voluntad, que engendrar necesitaba del mutuo deseo durante el acto amoroso. Pero Jarumi simplemente me estaba insinuando que debería procurarme en alguna farmacia los necesarios preservativos. Es evidente que no entendí. Al ver mi expresión Jarumi tal vez pensó que yo urgía imperativa y muy prematuramente tener descendencia.
—No, yo no quiero baby, tal vez después, pero ahora no.
Sus palabras me consolaron y la besé con un beso que hasta entonces nunca le había dado. Pero me quedé sin entender la conveniencia de los preservativos. Cuando fijamos la fecha en que íbamos a intentar burlar la vigilancia del portero de la residencia, le exigí a Valodia y a Jorge, el ruso y el dominicano que compartían conmigo el apartamento en la residencia universitaria, que no volvieran hasta entrada la noche. Valodia me tranquilizó y me dijo que iba a volver a eso de las diez de la noche y Jorge me preguntó que si necesitaba preservativos… Me dijo que siempre tenía en la gabeta de su mesa de noche y que dispusiera si me daba la gana. Entonces entendí lo que me quiso decir Jarumi.
En realidad no nos costó mucho engañar al portero, pues desde que nos vio venir, se hundió ostensiblemente en las páginas de la Vichorka, el vespertino moscovita, así que no tuvimos ni siquiera que fingir, ni arriesgar nada. Cuando salíamos de la residencia el portero nos llamó y nos dijo que para la próxima vez era mejor que le avisáramos de antemano, así podía meterse directamente en la cocina y nadie sospecharía que era nuestro cómplice.
No se pueden imaginar nuestra dicha por ese generoso ofrecimiento. De repente el mundo se nos volvía hermoso y sin inútiles estorbos. Tal vez a los más jóvenes que lean mi historia les parecerá muy extrañas nuestras maneras, nuestras precauciones, nuestros reparos. Por un lado nosotros andábamos juntos todo el tiempo y para mí su cercanía, su compañía eran suficientes para colmar festivamente mi existencia. Jarumi nunca me exigió nada y se portaba tan servicial, tan amable, tan presta a mis deseos que parecía que también se sentía colmada por mi dócil predisposición. Por aquella época sonaba por la radio salvadoreña un bolero que repetía un verso: “cuando estás cerca de mí y estás contenta, no quisiera que de nadie te acordaras, siento celos hasta del pensamiento que pueda recordarte una ilusión amada”. Juntos yo no sentía celos de nadie y cuando nos separábamos me sentía lleno de ella. Por otro lado habíamos interiorizado un temor de trasgresión, de comportarnos al margen, de mantener relaciones ilícitas. La campaña de mis compatriotas estaba cundiendo. Ellos además de insistir, durante las reuniones, en sus conversaciones conmigo, en que no me convenía andar con esa muchacha, que lo mejor era obedecerle al partido, etc. Esa insistencia me indispuso por completo y un día en un arranque de cólera les dije lo que nunca debí decirles:
—¡Ustedes envidia me tienen!
En todo caso creo que desde entonces empezaron a contactar a los japoneses, a los del partido comunista japonés y a pedirles que intervinieran para que Jarumi me “dejara tranquilo”. Fue por eso que Jarumi me presentó a su hermano, para demostrarle que no era ningún depravado que ponía en peligro su honra. Y al ver al muchacho de apariencia de adolescente, pues no le quedó de otra que sonreír. Creo que el hermano de Jarumi pensó tal vez que ella simplemente se andaba divirtiendo y que era mero capricho, que no existían asideros para sentimientos profundos. En los inicios de los años sesenta en El Salvador los noviazgos duraban años y la meta de todo noviazgo era fundar un hogar. Esa era la ideología —que sin que me la inculcaran de manera preceptiva— que me servía de referencia. La desaprobación de nuestras relaciones, bueno, por algunos japoneses, me indica que también entre ellos Jarumi al meterse conmigo, al pasearse conmigo, no se conducía de manera conveniente. Por cierto ninguna otra japonesa tuvo aquel año de preparatoria relaciones con un extranjero. Muchachos japoneses sí tenían relaciones con extranjeras, el mismo hermano de Jarumi tenía una novia mexicana, con quien se casaría luego.
Aquel día cuando entramos en mi apartamento, no recuerdo que sentimiento me dominaba. Había aprehensión, no cabe duda, expectativa, cierto nerviosismo. Pues no voy a contarme cuentos, ni tampoco les voy a mentir, presentándome como si fuera un perito en amores. Además después de todo lo que les vengo contando. Mi experiencia se resumía a noviazgos vertiginosos y a amores platónicos.
Fue Jarumi quien cerró con llave la puerta y para distender la atmósfera se fue para la cocina y preparó un café y descubrió que en un armario había un paquete de galletas. Lo más probable es que fuera de Valodia, Jorge y yo, al principio, no comprábamos nada en los almacenes, aún no sabíamos como hacer las compras en ruso, además nos bastaba con lo que comíamos en el comedor.
Es evidente que no voy a contar detalles. Solamente les diré que por espantosa iniciativa de Jarumi hicimos el amor sin preservativos. Ella me dijo que prefería que la primera vez, aunque no quería baby, no recurriéramos a los preservativos.
Volvimos a mi apartamento a veces tres veces por semana. El portero nos dejaba pasar sin irse a la cocina. No cambiamos de costumbres, ella venía siempre a buscarme, almorzábamos y cenábamos juntos, hacíamos los deberes juntos. Hasta un día lunes en que Jarumi no vino a buscarme, no almorzamos juntos. Después del almuerzo fui a buscarla a su habitación. Me estaba esperando. La vi muy seria, no me sonrió, ni mostró alegría al verme.
—No nos veremos más. No quiero que me busques más, ya no nos veremos más.
Me estupefacción fue total. No entendía nada de lo que me estaba diciendo, nunca oí nada que me haya parecido tan insólito. Pero era claro, sus palabras manifestaban una rotunda determinación y su rostro tenía una espantosa serenidad.
—¿Por qué? Jarumi, ¿por qué?
—Tú sabes por qué.
—No, Jarumi, yo no sé nada.
—Sí, tú sabes perfectamente por qué. Vete, no me busques más.
Di la vuelta y me fui. Nunca más volvimos a hablar, nunca más volvimos a mirarnos. Nunca la busqué y nunca me buscó.
Takashi Kimura, un compañero japonés, me aclaró un día todo lo que había pasado. Mis compañeros salvadoreños, no sé exactamente quienes fueron, para ese entonces ya había roto por completo con ellos, se reunieron varias veces con camaradas japoneses para que intervinieran ante Jarumi, porque yo tenía que volver obligatoriamente a El Salvador. Nuestras relaciones estaban entrando en una situación muy peligrosa. Y que el Partido se había comprometido con mi familia a que yo retornara soltero. Takashi Kimura me contó esto una noche de largas confidencias. El estaba muy curioso de saber si era cierto mi compromiso de volver soltero a El Salvador. En realidad los japoneses del Partido Comunista de Japón no hablaron con Jarumi, ni se dirigieron de nuevo al hermano de Jarumi. Takashi no sabía por qué medios lo hicieron, pero contactaron al padre de Jarumi y este le ordenó a su hijo de velar por el honor de Jarumi. Me contó que nuestros amores fueron muy comentados entre los japoneses y que fuimos un tema que los dividió por completo. Takashi me habló del horrible sufrimiento de Jarumi y que al romper conmigo ella se mutiló de una parte de ella misma. Pero que era imposible que una muchacha de su clase rompiera con su familia. De seguro de no haber intervenido su padre, ella hubiera llevado hasta el final nuestra historia.
Supongo que los camaradas salvadoreños no recuerdan siquiera este episodio, tal vez lo hayan olvidado por completo. Pues es para ellos apenas un acoso más. Su siguiente ataque fue tratar de que me expulsaran de la Universidad. Les seguiré contando mis historias rusas.

Siniavski, Solomon y Ginsberg

Una vez me crucé en uno de los largos corredores de Kabelnaya —así se llamaba la calle en donde quedaba la facultad de filología de la Universidad Lumumba— con un señor a quien ya por ese tiempo los servicios de seguridad de la URSS, el famoso KGB, andaban rastreando, Daniel Siniavski. Estoy hablando de los años sesenta. Venía por uno de sus alumnos, un brasileño. Siniavski era profesor de otra universidad y era el director de tesis del brasileño. Señalo que el profesor venía a visitar a su alumno. Ese trato no tenía nada de excepcional. Aunque apenas supe quien era ese señor solamente algunos meses después, cuando se abrió el proceso por “calumnias contra la Unión Soviética y contra el pueblo soviético”. La campaña de prensa fue intensa, desde su captura hasta su condenación no pasó un solo día sin que apareciera un artículo denunciando sus escritos, se publicaban resoluciones de Comités del Partido de tal o cual fábrica, de algún koljoz, de algún Comité de barrio, de particulares que también lo condenaban. Ninguno de ellos había leído sus obras… Estas habían sido publicadas sobre todo en Francia y en traducción francesa, bajo el seudónimo Abram Tertz.

La lógica judicial

El texto que voy a comentar es el de una conferencia de Andrei Siniavski, que fue publicado en una revista francesa “Sintaxis” N̊ 15, 1985. He leído una versión con algunos cortes insignificantes (cortes aprobados por el autor), pero en su versión original, rusa, que publicó el mensual “Iunost”, N̊ 5, 1989. El título de la conferencia es “La disidencia como experiencia personal”.

Siniavski fue juzgado con otro escritor, Julius Daniel. Estos dos escritores fueron los primeros condenados por un tribunal soviético que no reconocieron su culpa. Desde los famosos juicios estalineanos hasta los brezhneveanos, la lógica judicial soviética se aparentaba a los tribunales inquisitoriales, el acusado debía reconocer su falta, reconocerse culpable formaba parte de la expiación.

Este texto tiene el valor de su sinceridad. Y para mí contiene la confirmación de una intuición juvenil. Estos dos señores han tenido tal incidencia en mi vida que parece extraño que a sabiendas que Siniavski residía en París, nunca busqué encontrarlo. Pero esta incidencia se da muy ajenamente a ellos. Pues mi primera desilusión se dio muy temprano, la provocaron las mentiras que creí tan ciertas, pero que un paseo, la simple caminata que nos llevaba de la residencia estudiantil a la Donskaya, donde quedaba el edificio central de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, se podía constatar que el alcoholismo no había sido erradicado como lo proclamaban los folletos de la propaganda soviética. Esos folletos que leíamos religiosamente en la clandestinidad, sabiendo que si la policía salvadoreña nos encontraba con ellos, pues sencillamente podíamos ser encarcelados, torturados y desterrados. Pero el caso Siniavski-Daniel tuvo incidencia mayor en mi vida, porque tocaba públicamente la libertad de pensar, de escribir y que la actitud general que se propagó en la sociedad soviética estaba tan lejos de coincidir con la profunda aspiración de libertad y de pleno esparcimiento de la personalidad humana. El miedo y la hipocresía emergieron a la superficie de toda la sociedad, fueron muy pocos los que tímidamente se opusieron a que dos escritores fueran condenados por sus escritos. Esos meses los viví profundamente indignado, no era esa la sociedad humana por la que decidí un día sacrificar mi vida, darla si fuere necesario. Fue en esos meses que me di cuenta que esa no era una sociedad socialista y que ese tipo de sociedad no era buena para mi país. Los aspectos económicos me preocupaban, los problemas de la producción y de la distribución eran tratados abiertamente y fueron planteados en los tiempos de Nikita Serguievich Jruchof. Entonces esos problemas me parecían simplemente técnicos.

El tiro de gracia

Por esa época llegó a Moscú nuestro camarada Schafik Handal, entonces ya era uno de los más importantes jefes del Partido Comunista. Vino a visitarnos a los salvadoreños que estudiábamos en las universidades Lumumba y Lomonosof. Por mi parte ya por ese entonces había dejado de pertenecer al partido y no asistía más a las reuniones de la “comunidad salvadoreña”. Pero en esa ocasión me invitaron. Schafik había insistido de que yo también estuviera presente, no estaba de acuerdo de que se me aislara. Aunque en realidad fue decisión mía la de alejarme, pues la conducta dogmática de mis camaradas y amigos salvadoreños, sus fallidas intrigas ante las autoridades universitarias para que me expulsaran, su mediocridad ideológica, etc., todo eso se me había vuelto insoportable. Ya tendré ocasión para contar algunas anécdotas moscovitas.

Schafik nos confió su análisis sobre la situación en América Latina y en particular en nuestro país y nos informó de lo que se habló en la Havana y de la fundación de las OLAS. El hizo parte de la delegación salvadoreña a aquella famosa conferencia de enero de 1966 y de la que todos habíamos estado pendientes. Es sumamente probable que la prensa cubana haya ignorado el proceso “Daniel-Siniavski”, tal vez una ínfima nota perdida entre los discursos de los participantes a la conferencia internacional. Como sea, cuando al terminar su conferencia Schafik nos interrogó si teníamos alguna pregunta, esperé que respondiera a todos los cuestionamientos que surgieron sobre las OLAS, la lucha armada en América Latina, etc y solamente cuanto ya había respondido ampliamente a todos, me atreví a hacer mi pregunta. Su sorpresa fue enorme, me cuestionó irritado de qué se trataba. Resumí el caso. Todos los salvadoreños presentes consideraron mi actitud como una nueva provocación y me cubrieron de miradas reprobatorias. Schafik se mordió los labios. Su respuesta fue para mí como un tiro de gracia.

—Camarada, si los camaradas soviéticos dicen que son culpables, quiere decir que son culpables.

Se levantó y dio por terminada la reunión. Por mi lado me fui sin despedirme de nadie y dispuesto a buscarle una explicación a todo el asunto. Me costó mucho dar con respuestas coherentes, quiero decir coherentes con mi entusiasmo, con mi marxismo de entonces, con mi inocencia, con mi candor. Me he violentado mucho internamente durante largos años. No tenía con quien compartir todo esto. Mis amigos ticos y nicas se encontraban ya muy lejos, me quedaban dos o tres, pero me reunía con ellos ya muy poco. Mi gran amigo ecuatoriano, prefería disimular que no se daba cuenta de nada, ni de mi sufrimiento “ideológico”, ni de lo que ambos veíamos en la calle, en la universidad, entre nuestros compañeros de cursos, entre nuestros profesores. Tuve conversaciones con algunos ciudadanos soviéticos, pero es muy difícil razonar movido por el miedo y el odio. Y mis amigos soviéticos temían y odiaban, no al régimen, sino la cobardía general y la mansa, fatalista aceptación del plomo que iba cubriendo las relaciones humanas. Pero estos amigos eran excepciones.

Un engendro soviético

Pasó cierto tiempo, volví a mis rutinas y el sosiego me ayudó a cuestionarme directamente sobre el coraje necesario para ser disidente, pero sobre todo me interrogué sobre su origen, sobre su contextura. No me considero un perito, ni le doy a mis respuestas más valor que el de una intuición. Es de esta intuición que hablaba hace un momento y que confirma en su texto Andrei Siniavski.

Los disidentes no constituyeron nunca un movimiento político, ni tuvieron nunca pretensiones de tomar el poder. Cada uno tenía sus propias razones. Con esto quiero indicar que tampoco tenían una ideología homogénea, un pensamiento que estructurara una corriente, cada uno era de alguna manera independiente. Los reunía el régimen y los que al exterior los consideraban como aliados en su lucha contra la Unión Soviética.

Andrei Siniavski nos cuenta que se crió en una familia soviética normal, que su infancia y adolescencia transcurrieron en los años treinta en una sana atmósfera soviética, en el seno de una familia soviética común y corriente. Afirma que no lamenta haber heredado desde la infancia los preceptos paternales de que no hay que vivir dominado por los estrechos, egoístas intereses “burgueses”, que hay que tener en la vida una suprema idea, un ideal. Nos dice que fue el arte lo que se convirtió en su “suprema idea”. “Pero a los 15 años, a la víspera de la guerra, era un genuino comunista-marxista, para quien no hay nada más maravilloso que la revolución mundial y la futura fraternidad universal”.

“Quiero de pasada señalar que este es el caso bastante típico en la biografía del disidente soviético en general (y pues hablamos de la disidencia en tanto que un fenómeno histórico concreto). Los disidentes en su pasado — han sido por lo general gente soviética muy idealista, es decir gente de profundas convicciones, con principios e ideales revolucionarios. Ellos son en su totalidad un engendro de la misma sociedad soviética de la época posestalineana y no elementos heterogéneos a la sociedad soviética y tampoco son restos de una oposición derrotada”. Esto es lo que nos dice Siniavski en 1985, fue esta mi conclusión en los años sesenta. Pero entonces era imposible para un comunista de convicción —como lo he sido siempre— compartir este tipo de ideas. No estoy dragoneando aquí de profeta, ni de experto. Pero durante muchos años guardé silencio, pues me fatigué de ser tratado por este tipo de ideas como un enemigo (de clase). Algunos llegaron a acusarme de agente del enemigo. Muchos de ellos andan ahora en la acera de enfrente y han abandonado sus férreas convicciones… Ahora espero que estas mis pasadas intuiciones puedan leerse con la tranquilidad necesaria y como parte de un testimonio.

Comparto con Siniavski otra idea. El afirma que ni Pasternak, ni Mandelstam, ni Ajmatova son disidentes. Pues se trata de gente que está enraizada en la sociedad presoviética, prerevolucionaria, está ligada a la sociedad y a la cultura de antes. La disidencia es un fenómeno fundamentalmente nuevo y ha surgido inmediatamente en el terreno de la realidad soviética.

Quiero agregar aquí mismo y para que quede patente, que no he referido esta historia para denigrar a Schafik, su actitud no fue en nada sobresaliente, así se comportó la mayoría de dirigentes comunistas de la época. Tal vez como estábamos en familia se expresó sin remilgos. Para todos nosotros ha sido un problema mayor el hecho de que la representación de nuestras aspiraciones comunistas fuera usurpada por la Unión Soviética. El hecho de que siempre se nos echara en cara la realidad soviética para atacarnos, nos obligó a defender y a justificar, lo que no tenía defensa y lo que no se podía justificar.

Insulto a la clase obrera soviética

10 noviembre 2006
Insulto a la clase obrera soviética

Hace unos días, cuando comentaba la conferencia de Siniavski, les hice la vaga promesa de contar algunas anécdotas moscovitas con mis camaradas salvadoreños. Les entrego una, la primera. Teníamos unos diez días en Moscú. Eramos ocho salvadoreños, formábamos el primer contingente enviado por el Partido a formarnos en la Unión Soviética. Llegamos algunos días antes del inicio de los cursos. Era un otoño particular, lo que los rusos llaman babie leto, en Francia le llamaban antes, l’été de la Saint-Martin, ahora dicen l’été indien. Se trata de un período de calorcito en pleno otoño. Nosotros nos movíamos en grupo, muy borregamente. Aquel día fuimos a almorzar todos al restaurante universitario de Donskaya. Nos pusimos en la fila, delante de nosotros había un grupo de obreros que habían estado reparando las losas del jardincito de la Universidad, que quedaba justamente frente al restaurante. Los obreros se habían quitado las camisas y estaban en camisetas. De repente uno de ellos levantó su brazo, tal vez para secarse el sudor de la frente, quizá para arreglarse la rubia mecha de sus cabellos desordenados. En fin, el zopilotazo que se desprendió de su sobaco fue brutal.

—¡Qué apesta este hijueputa! exclamé con enfática espontaneidad.

Santaneco soy, pues. No se me quita, no se me ha quitado. Y seguí campante en la cola vigiando los movimientos del tipo. Ya en el restaurante la cola se dividía en dos, había dos amplias salas con mostradores de autoservicio. Resulta que los obreros se fueron por un lado y nosotros por el otro. Ahí me topé con un uruguayo que ya nos había servido de guía y traductor en el aeropuerto. Y me puse a comprobar con él mis pequeños avances en mi aprendizaje del ruso (tal vez les cuente alguna vez como fue que aprendí mis primeras palabras rusas). Al buscar con mi azafate lleno de viandas, a mis compatriotas para sentarme a almorzar con ellos, vi que se habían ostensiblemente alejado de mí. Me fui con el uruguayo. Era de origen ruso.

Al salir del restaurante, mis camaradas me esperaban para convocarme a una reunión esa misma tarde. Me sorprendí pues el día anterior habíamos tenido ya una en la que no encontramos tema que abordar. Hablamos de nuestra obligación de ser irreprochables en nuestra misión de representar a nuestro país y a nuestro partido. Cada uno dijo su babosada y nos quedamos muy contentos. La próxima reunión debíamos tenerla dentro de una semana, tal cual habíamos quedado desde El Salvador.

Cuando entré al cuarto ya estaban todos ahí y vi las miradas de chucho sediento que me echaron encima. Nuestro jefe provisorio (aún no teníamos secretario de célula) abrió la reunión y de entrada anunció el único punto que se tocaría: “la autocrítica del camarada Carlos”. Me quedé pasmado. Todos guardaban silencio esperando que iniciara mi autocrítica. Pasaron algunos instantes y como no dejaban de mirarme les pregunté de qué se trataba la vaina.

—¡Pues, dendioy no insultaste a la clase obrera soviética!

— (….)

—Sí pues, en la cola.

—¿En la cola?

—Sí, en la cola del comedor.

—¡Ah! Ya caigo. No lo insulté.

—Sí y tenés que hacerte la autocrítica.

—No jodan, muchá. Si el fulano apestaba.

—¿Así que no te hacés la autocrítica?

—Pero que quieren que me critique, si el que apestaba era él. No, mano, ustedes la están cantiando, la autocrítica es un asunto serio, no un jueguito.

Me levanté y me fui a dar una vuelta, hasta el Parque Gorki. Este acto de rebeldía les quedó grabado en su memoria y se lo guardaron hasta la llegada del que muchos años después había de ser el comandante Marcial.

En Recuerdo de Tío Ho

En Recuerdo de Tío Ho

Vietnam, es el Eco del Cañón
Autor: José Juan Requena

Estoy en Vietnam, en un camino
en medio de un campo
me encuentro tan solo
que apenas puedo
recordar sus rostros,

Es la campesina, y el campesino
de nuestras montañas
de nuestros valles, de nuestros ríos
viven de la tierra, llenos de miseria.
Sus manos ya toscas
Del duro trabajo
Alzan sus ojos y
mirando mi rostro
me llama hermano,

Hermano, me dice,
mira lo que ha hecho,
de mi la miseria
tan solo soy sombra,
la sombra de un hombre
pero sigo erguido,
lucho por mi tierra
por mi dignidad
¡soy un vietnamita!

Dame la esperanza, dame la alegría
dame la justicia
que nunca me han dado
dame todo para ser feliz.

Toma este fusil, le dije
lucha con tu hermano
por la libertad
yo soy el Tío Ho
te invito a luchar
por tu libertad
que importan franceses
que me importan yanquis
que importan imperios
Vietnam, Vietnam, Vietnam
es el eco del cañón
y será siempre Tío Ho