Una temporada en el infierno. I. Artur Rimbaud. 1873

Antaño, si lo recuerdo bien, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié.

Me armé contra la justicia.

Hu. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh colera, a vosotras os he confiado mi tesoro!

Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.

Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.

Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Ahora bien, hallándome hace muy poco a punto de lanzar el último ¡cuac! soñé recuperar la llave del antiguo festín, en donde tal vez recobraría el apetito.

Esta llave es la claridad. —Tal inspiración prueba que he soñado!

“Seguirás hiena, etc…..”, exclama el demonio que me coronó con tan amables adormideras. “Gana la muerte con todos

tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales”.

¡Ah! Estoy harto de eso: —Pero, querido Satán, os conjuro, ¡una mirada menos iracunda! y a la espera de algunas pequeñas vilezas repagadas, para quienes aprecian en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, desprendo estas pequeñas aborrecibles hojas de mi carnet de condenado.

Mala Sangre

Heredo de mis antepasados galos los ojos azul–blancos, el juicio estrecho, y la torpeza en la lucha. Considero mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero no engraso mis cabellos.

Los galos fueron los desolladores de bestias, los incendiarios de hierbas más ineptos de su tiempo.

De ellos, heredo: la idolatría y el amor al sacrilegio; —¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria—, magnífica, la lujuria; —y sobre todo mentira y pereza.

Me horrorizan todos los oficios. Patronos y obreros, todos plebe, innobles. La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. —¡Qué siglo de manos!— Yo nunca tendré mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos.

Me exaspera la honradez; de la mendicidad. Los criminales repugnan como los castrados: en cuanto a mí, estoy intacto, y me da lo mismo.

¡Pero! ¿quién hizo mi lengua tan perfida como para que guiara y protegiera hasta ahora mi pereza? Sin servirme de mi cuerpo ni siquiera para vivir, y más ocioso que el sapo, estuve en todas partes. No existe una familia de Europa que no conozca. —Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la declaración de los Derechos del Hombre. —¡He conocido cada hijo de familia!

¡Si poseyera antecedentes en algún sitio de la historia de Francia!

Pero no, nada.

Es indudable que siempre fui raza inferior. No comprendo la rebeldía. Mi raza sólo se sublevó para saquear: como los lobos al animal que no mataron.

Recuerdo la historia de Francia hija mayor de la Iglesia. Villano, habría hecho el viaje a Tierra Santa; rememoro caminos de las llanuras suabas, panoramas de Bisando, murallas de Solima; el culto a María, el enternecimiento por el crucificado se despiertan en mí entre mil fantasías profanas.

—Estoy sentado, leproso, sobre tiestos y ortigas, al pie de un muro roído por el sol—. Más tarde, mercenario, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.

¡Ah! más aún: con viejas y niños danzo el Sabat en el rojizo claro de un bosque.

Mi recuerdo no va más allá de esta tierra y del cristianismo. Jamás terminaré de reverme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia; ¿qué lenguaje hablaría? Nunca me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, —representantes de Cristo.

Quienquiera que yo fuese en el siglo pasado, sólo vuelvo a encontrarme hoy. Nada de vagabundos, nada de guerras vagas.

La raza inferior lo cubrió todo —el pueblo, como se dice, la razón; la nación y la ciencia.

¡Oh! ¡la ciencia! Todo se ha retomado.

Para el cuerpo y el alma, —el viático—, contamos con la medicina y la filosofía, —los remedios de buenas mujeres y las canciones populares arregladas. ¡Y los entretenimientos de los príncipes y los jueces que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química!…

La ciencia, ¡la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no habría de girar?

Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Lo que digo es muy cierto, es oráculo. Comprendo, e incapaz de explicarme sin palabras paganas, quisiera enmudecer.

¡La sangre pagana retorna! El Espíritu está próximo, ¿por qué no me ayuda Cristo confiriéndole a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡el Evangelio ha muerto! ¡el Evangelio! ¡el Evangelio!

Espero a Dios con verdadera gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.

Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se iluminen en la noche. He cumplido mi jornada; abandono a Europa.

El aire marino quemará mis pulmones; me curtirán los climas perdidos. Nadar, pisotear hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviente, —a semejanza de aquellos queridos antepasados alrededor del fuego.

Regresaré, con miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa: por mi máscara, se supondrá que pertenezco a una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados reflujo de las tierras cálidas. íntervendré en política. Salvado.

Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor, sería dormir, completamente ebrio, sobre la playa.

No se parte. —Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que echó sus raíces de sufrimiento en mi flanco, desde la edad de la razón— que sube al cielo, me azota, me derriba, me arrastra.

La última inocencia y la última timidez;.

Lo dicho. No llevar al mundo mis repugnancias y mis traiciones.

¡Vamos! La marcha, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.

¿A quién venderme? ¿A qué bestia adorar? ¿A qué imagen santa atacar? ¿Qué corazones destrozaré? ¿Qué mentira debo

sostener? —¿Sobre qué sangre caminar?

Cuidarse, más bien, de la justicia. —La vida dura, el simple embrutecimiento—, levantar, con el puño reseco, la tapa del féretro, sentarse, sofocarse. Así, nada de peligros, ni de senectud: el terror no es francés.

—¡Ah! me encuentro tan abandonado que ofrezco a cualquier divina imagen mis impulsos hacia la perfección.

¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡aquí en la tierra, sin embargo!

De profundis Domine, ¡si seré estúpido!

Cuando aún era muy niño, admiraba al presidiario intratable tras el cual se cierran siempre las puertas de la cárcel; visitaba los albergues y las posadas que él había santificado con su presencia; veía con su idea el cielo azul y el florido trabajo del campo; husmeaba su fatalidad en las ciudades. El era más fuerte que un santo, más sensato que un viajero —y él, ¡sólo él! como único testigo de su gloria y de su razón.

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz oprimía mi corazón helado: “Debilidad o fuerza. No sabes a dónde vas ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. Como si fueras un cadáver ya no te podrán matar.” A la mañana tenía una mirada tan extraviada y un aspecto tan muerto que aquellos que encontré quizá no me hayan visto.

En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la habitación contigua, ¡cual un tesoro en el bosque! Buena suerte, exclamaba, y veía un mar de llamas y humo en el cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas flameando como un millar de relámpagos.

Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada, ante el pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que ellos no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! —¡Como Juana de Arco!— “Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás pertenecí a este pueblo; nunca he sido cristiano; pertenezco a la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; carezco de sentido moral, soy una bestia: estáis equivocados…”

Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz.

Soy una bestia, un negro. Pero puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros: maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: has bebido un licor sin impuesto, de la fábrica de Satanás. —Este pueblo se inspira en la fiebre y el cáncer. Inválidos y ancianos son tan respetables que piden que los hiervan—.

Lo sagaz es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Yo entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.

¿Conozco tan siquiera la naturaleza? ¿me conozco? —

Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera vislumbro la hora en que, al desembarcar los blancos, me precipitaré en la nada.

¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!

Los blancos desembarcan. ¡El cañón!

Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.

He recibido el golpe de la gracia en pleno corazón. ¡Ah! ¡no lo había previsto!

Yo no hice el mal. Los días me serán leves, se me ahorrará el arrepentimiento.

No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, por la que asciende la luz severa como los cirios funerarios.

El destino del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda el libertinaje es estúpido, el vicio es estúpido; hay que dejar a un lado la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a dar más que la hora del puro dolor! ¡Me raptarán como a un niño para jugar al Paraíso en el olvido de toda desdicha!

¡Pronto! ¿hay otras vidas? —El sueño en la riqueza es imposible. La riqueza fue siempre un bien público. Únicamente el amor divino otorga las llaves de la ciencia.

Veo que la naturaleza es sólo un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.

El razonable canto de los ángeles se eleva del navío salvador: es el amor divino.

—¡Dos amores! puedo morir de amor terrestre, morir de abnegación. ¡Dejo almas cuya pena se acrecentará con mi partida!

Me has elegido entre los náufragos; los que quedan ¿no son acaso mis amigos?

¡Sálvalos!

Me ha nacido la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas ya no son promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios hace mi fuerza, y yo alabo a Dios.

El hastío ya no es mi amor. Las iras, el libertinaje, la locura, de la que conozco todos los impulsos y los desastres, —todo mi fardo está depositado. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia.

En adelante seré incapaz, de reclamar el consuelo de una paliza. No me creo embarcado para unas bodas donde Jesucristo es el suegro.

No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Los gustos frívolos me han abandonado. Ya no necesito ni abnegación ni amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles.

Cada uno tiene su razón, su desprecio, su caridad: yo conservo mi sitio en la cumbre de esta angelical escala de buen sentido.

En cuanto a la felicidad establecida, sea o no doméstica… no, no puedo. Soy demasiado débil, demasiado disipado. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mi vida no es lo bastante pesada, y vuela y flota lejos muy por encima de la acción, ese dorado punto del mundo.

¡Hasta dónde me he convertido en una vieja solterona que me falta coraje para amar a la muerte!

Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria —como a los santos de antaño—. ¡Los santos, fuertes! ¡los anacoretas, artistas como yo no hacen falta!

¡Perpetua farsa! Mi inocencia podría hacerme llorar. La vida es la farsa en que participamos todos.

¡Basta! He aquí el castigo.

¡En marcha!

¡Ah! ¡los pulmones arden, bullen las sienes! la noche rueda en mis ojos, ¡con este sol! el corazón… los miembros…

¿A dónde vamos? ¿al combate? ¡Yo soy débil! los otros avanzan. ¡Las herramientas, las armas… el tiempo!…

¡Fuego! ¡fuego sobre mí! ¡Allí! o me rindo. —¡Cobardes! —¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos!

¡Ah!…,

—Me habituaré.

Eso sería la vida francesa, ¡el sendero del honor!

He ingerido un enorme trago de veneno.

—¡Sea tres veces bendito el consejo que llegó hasta mí!— Se me abrasan las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me deforma, me derriba.

Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar.

Es el infierno, ¡la pena eterna! ¡Mirad cómo asciende el fuego! Ardo como es debido. ¡Vaya, demonio!

Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¿Podría describir esa visión, el aire del infierno no tolera himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué se yo?

¡Las nobles ambiciones!

¡Y aún es la vida! —¡Si la condenación es eterna! Un hombre que desea mutilarse está bien condenado ¿no es así? Yo me creo en el infierno, por lo tanto estoy en él. Es el cumplimiento del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres míos, habéis hecho mi desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! —El infierno no puede atacar a los paganos. —¡Aún es la vida! Las delicias de la condenación resultarán después profundas. Un crimen, y pronto, que yo caiga en la nada, en virtud de la ley humana.

¡Calla, pero calla!… Es la vergüenza, el reproche, aquí: Satán proclamando que el fuego es innoble y que mi cólera es horriblemente estúpida. —¡Basta!… Errores que me soplan al oído, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. —Y pensar que poseo la verdad, que percibo la justicia: tengo un criterio sano y definido, estoy preparado para la perfección… Orgullo.

—La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad!

Señor, tengo miedo. ¡Tengo sed, tanta sed! ¡Ah! la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario daba las doce…

Allí se encuentra el diablo a esa hora. ¡María! ¡Virgen santa!… —Me horroriza mi estupidez.

¿No están allí esas almas honradas, que desean mi bien?… ¡Que acudan!… Tengo una almohada sobre la boca, no me oyen, son fantasmas. Por lo demás, nadie piensa en los otros. No se me acerquen.

Huelo a quemado, es evidente.

Las alucinaciones son innumerables. Es lo que siempre tuve: falta de fe en la historia, olvido de los principios. Me callaré: poetas y visionarios sentirían celos de mí.

Soy mil veces el más rico, seamos avaros como el mar.

¡Ah! el reloj de la vida se ha detenido hace un instante. Ya no estoy en el mundo.

—La teología es seria, el infierno con seguridad está abajo— y el cielo en lo alto.

—Éxtasis, pesadilla, un sueño en un nido de llamas.

Cuántas malicias en la atenta contemplación del campo… Satán, Fernando, corre con los granos salvajes… Jesús camina sobre las zarcas purpurinas, sin doblegarlas… Jesús caminaba sobre las aguas irascibles. La linterna nos lo mostró de pie, blanco y de negras trenzas, sobre una ola de esmeralda…

Voy a revelar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, la nada. Soy maestro en fantasmagorías.

¡Escuchad!…

¡Poseo todos los talentos! —Aquí no hay nadie y sin embargo hay alguien: no quisiera esparcir mi tesoro. —¿Queréis cantos negros, danzas de huríes? ¿Queréis que desaparezca, que me sumerja en busca del anillo .? ¿Qué queréis? Haré oro, remedios.

Confiad en mí, la fe alivia, guía, cura.

Venid todos, —hasta las criaturas—, para que os consuele, para que uno esparza entre vosotros su corazón, —¡el corazón maravilloso!— ¡Pobres hombres, trabajadores! Yo no pido plegarias; con vuestra confianza solamente, seré feliz.

—Y pensemos en mí. Esto apenas me hace extrañar el mundo. Tengo suerte de no sufrir más. Mi vida sólo fue dulces locuras, es lamentable.

¡Bah! hagamos todas las muecas imaginables.

Decididamente, estamos fuera del mundo. Ni un solo sonido. Mi tacto desapareció. ¡Ah! mí castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Los atardeceres, las mañanas, las noches, los días… ¡Estoy tan cansado!

Debería tener mi infierno para la cólera, mi infierno para el orgullo, —y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.

Muero de lasitud. Esto es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de horrores! Satán, farsante, quieres disolverme, con tus hechizos. Yo reclamo. ¡Yo reclamo! un horquillado, una gota de fuego.

¡Ah! ¡ascender otra vez; a la vida! Otear nuestras deformidades. ¡Y ese veneno, ese beso mil veces maldito! Mi debilidad, ¡la crueldad del mundo! ¡Piedad, Dios mío, ocúltame, me siento demasiado mal! —Estoy escondido y no lo estoy.

Es el fuego que se levanta con su condenado.

III Todos santos, Día de Muertos. El laberinto de la soledad. Octavio Paz

EL SOLITARIO mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse.

Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.

Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del General Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año.

Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona con lo más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian.

Pero no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la República. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con devoción y regularidad. Los barrios y los gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y sus ferias.

Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o indiferentes— poseemos nuestro Santo, al que cada año honramos. Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos en festejar. Recuerdo que hace años pregunté al Presidente municipal de un poblado vecino a Mida:

«¿A cuánto ascienden los ingresos del Municipio por contribuciones?» «A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos». «¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?» «Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones

Esa respuesta no es asombrosa. Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos tienen pocas: no hay tiempo, ni humor. Y no son necesarias; las gentes tienen otras cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos pequeños. Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia del pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente.

Pero un pobre mexicano ¿cómo podría vivir sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, al «week end» y al «cocktail party» de los sajones, a las recepciones de la burguesía y al café de los mediterráneos.

En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas.

Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas.

También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa Fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad.

Algunos sociólogos franceses consideran a la Fiesta como un gasto ritual. Gracias al derroche, la colectividad se pone al abrigo de la envidia celeste y humana. Los sacrificios y las ofrendas calman o compran a dioses y santos patrones; las dádivas y festejos, al pueblo. El exceso en el gastar y el desperdicio de energías afirman la opulencia de la colectividad. Ese lujo es un una prueba de salud, una exhibición de abundancia y poder. O una trampa mágica. Porque con el derroche se espera atraer, por contagio, a la verdadera abundancia.

Dinero llama a dinero. La vida que se riega, da más vida; la orgía, gasto sexual, es también una ceremonia de regeneración genésica; y el desperdicio, fortalece. Las ceremonias de fin de año, en todas las culturas, significan algo más que la conmemoración de una fecha. Ese día es una pausa; efectivamente el tiempo se acaba, se extingue.

Los ritos que celebran su extinción están destinados a provocar su renacimiento: la fiesta del fin de año es también la del año nuevo, la del tiempo que empieza. Todo atrae a su contrario. En suma, la función de la Fiesta es más utilitaria de lo que se piensa; el desperdicio atrae o suscita la abundancia y es una inversión como cualquiera otra. Sólo que aquí la ganancia no se mide, ni cuenta. Se trata de adquirir potencia, vida, salud. En este sentido la Fiesta es una de las formas económicas más antiguas, con el don y la ofrenda.

Esta interpretación me ha parecido siempre incompleta. Inscrita en la órbita de lo sagrado, la Fiesta es ante todo el advenimiento de lo insólito. La rigen reglas especiales, privativas, que la aíslan y hacen un día de excepción. Y con ellas se introduce una lógica, una moral, y hasta una economía que frecuentemente contradicen las de todos los días.

Todo ocurre en un mundo encantado: el tiempo es otro tiempo (situado en un pasado mítico o en una actualidad pura); el espacio en que se verifica cambia de aspecto, se desliga del resto de la tierra, se engalana y convierte en un «sitio de fiesta» (en general se escogen lugares especiales o poco frecuentados); los personajes que intervienen abandonan su rango humano o social y se transforman en vivas, aunque efímeras, representaciones. Y todo pasa como si no fuera cierto, como en los sueños.

Ocurra lo que ocurra, nuestras acciones poseen mayor ligereza, una gravedad distinta: asumen significaciones diversas y contraemos con ellas responsabilidades singulares. Nos aligeramos de nuestra carga de tiempo y razón.

En ciertas fiestas desaparece la noción misma de Orden. El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores de esclavos, los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños o los locos. Se cometen profanaciones rituales, sacrilegios obligatorios.

El amor se vuelve promiscuo. A veces la Fiesta se convierte en Misa Negra. Se violan reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo respetable arroja su máscara de carne y la ropa oscura que lo aísla y, vestido de colorines, se esconde en una careta, que lo libera de sí mismo.

Así pues, la Fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante todo el año; también es una revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través de la Fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma.

La Fiesta es una Revuelta, en el sentido literal de la palabra. En la confusión que engendra, la sociedad se disuelve, se ahoga, en tanto que organismo regido conforme a ciertas reglas y principios. Pero se ahoga en sí misma, en su caos o libertad original. Todo se comunica; se mezcla el bien con el mal, el día con la noche, lo santo con lo maldito. Todo cohabita, pierde forma, singularidad y vuelve al amasijo primordial.

La Fiesta es una operación cósmica: la experiencia del Desorden, la reunión de los elementos y principios contrarios para provocar el renacimiento de la vida. La muerte ritual suscita el renacer; el vómito, el apetito; la orgía, estéril en sí misma, la fecundidad de las madres o de la tierra. La Fiesta es un regreso a un estado remoto e indiferenciado, prenatal o presocial, por decirlo así. Regreso que es también un comienzo, según quiere la dialéctica inherente a los hechos sociales.

El grupo sale purificado y fortalecido de ese baño de caos. Se ha sumergido en sí, en la entraña misma de donde salió. Dicho de otro modo, la Fiesta niega a la sociedad en tanto que conjunto orgánico de formas y principios diferenciados, pero la afirma en cuanto fuente de energía y creación. Es una verdadera recreación, al contrario de lo que ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia alguna, individuales o estériles como el mundo que las ha inventado.

La sociedad comulga consigo misma en la Fiesta. Todos sus miembros vuelven a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y se crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías caprichosas. En el desorden general, cada quien se abandona y atraviesa por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados.

Las fronteras entre espectadores y actores, entre oficiantes y asistentes, se borran. Todos forman parte de la Fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la Fiesta es participación.

Este rasgo la distingue finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgía o saturnal, la Fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes.

Gracias a las Fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos.

Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la Fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la Fiesta es una explosión, un estallido.

Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo.

Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la Fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad. La violencia de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro hermetismo nos cierra las vías de comunicación con el mundo. Conocemos el delirio, la canción, el aullido y el monólogo, pero no el diálogo. Nuestras Fiestas, como nuestras confidencias, nuestros amores y nuestras tentativas por reordenar nuestra sociedad, son rupturas violentas con lo antiguo o con lo establecido.

Cada vez que intentamos expresarnos, necesitamos romper con nosotros mismos. Y la Fiesta sólo es un ejemplo, acaso el más típico, de ruptura violenta. No sería difícil enumerar otros, igualmente reveladores: el juego, que es siempre un ir a los extremos, mortal con frecuencia; nuestra prodigalidad en el gastar, reverso de la timidez de nuestras inversiones y empresas económicas; nuestras confesiones. El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta complacencia y deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su

intimidad. No somos francos, pero nuestra sinceridad puede llegar a extremos que horrorizarían a un europeo. La manera explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que algo nos asfixia y cohíbe. Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio.

LA MUERTE es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentra en la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida.

Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: «se la buscó». Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive.

La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres.

Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la

vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador (pagando a los dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la social, que se nutría de la primera.

Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y las mujeres muertas en el parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecían al cabo de algún tiempo, ya para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la sustancia animadora del universo.

Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía, como jamás pensaron que su vida fuese realmente «su vida», en el sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar, desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco responsable de sus actos como de su muerte.

Espacio y tiempo estaban ligados y formaban una unidad inseparable. A cada espacio, a cada uno de los puntos cardinales, y al centro en que se inmovilizaban, correspondía un «tiempo» particular.

Y este complejo de espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y determinaban profundamente la vida humana.

Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio, a un tiempo, a un color y a un destino.

Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había tantos «espacios-tiempos» como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana.

Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la gracia de los teólogos— es elección y lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara voluntad de los dioses. De ahí la importancia de las prácticas adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses.

Ellos podían escoger —y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar—. La religión azteca está llena de grandes dioses pecadoresQuetzalcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo.

El advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta. El mundo —la historia, la sociedad— está condenado de antemano. La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie. La redención es obra personal.

Ambas actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota común: la vida, colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una muerte que es, a su modo, una nueva vida. La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida.

Para los cristianos la muerte es un tránsito, un salto mortal entre dos vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera más honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas creadoras, siempre en peligro de extinguirse si no se les provee de sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte carecen de autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles.

La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se pregunta Scheler) pretende escamotearnos su presencia.

En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos.

El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del «murder story». Nadie piensa en la muerte, en su propia muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida.

También para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.

Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: «si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.

La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida.

Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae.

Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo.

Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida?

El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se abre ante la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre, pero no se entrega.

Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lo trasciende.

En un mundo intrascendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de aztecas y cristianos.

Nada más opuesto a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes, costumbres, moral pública y privada, tienden a preservar la vida humana. Esta protección no impide que aparezcan cada vez con más frecuencia ingeniosos y refinados asesinos, eficaces productores del crimen perfecto y en serie.

La reiterada irrupción de criminales profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos con una precisión inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan sus experiencias, sus goces y sus procedimientos; la fascinación con que el público y los periódicos recogen sus confesiones; y, finalmente, la reconocida ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende evitar nuevos crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta o hipócrita.

El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. La perfección de los criminales modernos no es nada más una consecuencia del progreso de la técnica moderna, sino del desprecio a la vida inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. Y podría

agregarse que la perfección de la técnica moderna y la popularidad de la «murder story» no son sino frutos (como los campos de concentración y el empleo de sistemas de exterminación colectiva) de una concepción optimista y unilateral de la existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o fingiendo que la ignoran.

Cuando el mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una persona, a un semejante. Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen. Experimentan con seres que han perdido ya su calidad humana. En los campos de concentración primero se degrada al hombre; una vez convertido en un objeto, se le extermina en masa.

El criminal típico de la gran ciudad — más allá de los móviles concretos que lo impulsan— realiza en pequeña escala lo que el caudillo moderno hace en grande. También a su modo experimenta: envenena, disgrega cadáveres con ácidos, incinera despojos, convierte en objeto a su víctima. La antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo único que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y objetos, instrumentos de placer v destrucción.

Y la inexistencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido posee el mismo significado liberador que la Fiesta o la confesión—. De ahí su dramatismo, su poesía y —¿por qué no decirlo?— su grandeza. Gracias al crimen, accedemos a una efímera trascendencia.

EN LOS PRIMEROS versos de la Octava Elegía de Duino, Rilke dice que la criatura —el ser en su inocencia animal— contempla lo Abierto, al contrario que nosotros, que jamás vemos hacia adelante, hacia lo absoluto. El miedo nos hace volver el rostro, darle la espalda a la muerte. Y al negarnos a contemplarla, nos cerramos fatalmente a la vida, que es una totalidad que la lleva en sí.

Lo Abierto es el mundo en donde los contrarios se reconcilian y la luz y la sombra se funden. Esta concepción tiende a devolver a la muerte su sentido original, que nuestra época le ha arrebatado: muerte y vida son contrarios que se complementan. Ambas son mitades de una esfera que nosotros, sujetos a tiempo y espacio, no podemos sino entrever.

En el mundo prenatal, muerte y vida se confunden; en el nuestro, se oponen; en el más allá, vuelven a reunirse, pero ya no en la ceguera animal, anterior al pecado y a la conciencia, sino como inocencia reconquistada.

El hombre puede trascender la oposición temporal que las escinde —y que no reside en ellas, sino en su conciencia— y percibirlas como una unidad superior. Este conocimiento no se opera sino a través de un desprendimiento: la criatura debe renunciar a su vida temporal y a la nostalgia del limbo, del mundo animal. Debe abrirse a la muerte si quiere abrirse a la vida; entonces «será como los ángeles».

Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo. se aproxima a la primera de estas dos concepciones. En cambio, dos poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, encarnan la segunda de estas dos direcciones.

Si para Gorostiza la vida es «una muerte sin fin», un continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia la vida no es más que «nostalgia de la muerte».

La afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, es algo más que un acierto verbal. Con él, su autor quiere señalarnos la significación última de su poesía. La muerte como nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida, sino de la muerte. Lo antiguo y original, la entraña materna, es la huesa y no la matriz. Esta aseveración corre el riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar común: todos somos polvo y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro origen) una revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida. Al morir la aguja del instantero recorrerá su cuadrante, todo cabrá en un instante y será posible acaso vivir, después de haber muerto.

Regresar a la muerte original será volver a la vida de antes de la vida, a la vida de antes de la muerte: al limbo, a la entraña materna.

Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza, es quizá el más alto testimonio que poseemos los hispanoamericanos de una conciencia verdaderamente moderna, inclinada sobre sí misma, presa de sí, de su propia claridad cegadora. El poeta, al mismo tiempo lúcido y exasperado, desea arrancar su máscara a la existencia, para contemplarla en su desnudez. El diálogo entre el mundo y el hombre, viejo como la poesía y el amor, se transforma en el del agua y el vaso que la ciñe, el del pensamiento y la forma en que se vierte y a la que acaba por corroer. Preso en las apariencias —árboles y pensamientos, piedras y emociones, días y noches, crepúsculos, no son sino metáforas, cintas de colores— el poeta advierte que el soplo que hincha la sustancia, la modela y la erige Forma, es el mismo que la carcome y arruga y destrona.

En este drama sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un suicida que dialoga consigo mismo en un lenguaje de espejos y ecos, tampoco la inteligencia es otra cosa que reflejo, forma, y la más pura, de la muerte, de una muerte enamorada de sí misma. Todo se despeña en su propia claridad, todo se anega en su fulgor, todo se dirige hacia esa muerte transparente: la vida no es sino una metáfora, una invención con que la muerte —¡también ella!— quiere engañarse. El poema es el tenso desarrollo del viejo tema de Narciso —al que, por otra parte, no se alude una sola vez en el texto—.

Y no solamente la conciencia se contempla a sí misma en sus aguas transparentes y vacías, espejo y ojo al mismo tiempo, como en el poema de Valéry: la nada, que se miente forma y vida, respiración y pecho, que se finge corrupción y muerte, termina por desnudarse y, ya vacía, se inclina sobre sí misma: se enamora de sí, cae en sí, incansable muerte sin fin.

EN SUMA, si en la Fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos. Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa. La Fiesta y el crimen pasional o gratuito, revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad.

Todas estas actitudes indican que el mexicano siente, en sí mismo y en la carne del país, la presencia de una mancha, no por difusa menos viva, original e imborrable. Todos nuestros gestos tienden a ocultar esa llaga, siempre fresca, siempre lista a encenderse y arder bajo el sol de la mirada ajena.

Ahora bien, todo desprendimiento provoca una herida. A reserva de indagar cómo y en qué momento se produjo ese desprendimiento, debo apuntar que cualquier ruptura (con nosotros mismos o con lo que nos rodea, con el pasado o con el presente), engendra un sentimiento de soledad. En los casos extremos —separación de los padres, de la Matriz o de la tierra natal, muerte de los dioses o conciencia aguda de sí— la soledad se identifica con la orfandad. Y ambos se manifiestan generalmente como conciencia del pecado.

Las penalidades y vergüenza que inflige el estado de separación pueden ser consideradas, gracias a la introducción de las nociones de expiación y redención, como sacrificios necesarios, prendas o promesas de una futura comunión que pondrá fin al exilio. La culpa puede desaparecer, la herida cicatrizar, el exilio resolverse en comunión. La soledad adquiere así un carácter purgativo, purificador. El solitario o aislado trasciende su soledad, la vive como una prueba y como una promesa de comunión.

El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros.

Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregamos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte

Prefacio a Puerto Rico: Identidad nacional y clases sociales. 1979. Arcadio Díaz Quiñonez

El concepto de identidad nacional es un territorio de arenas movedizas, una zona polémica llena de verdades, de exageraciones y de trampas. Raras veces puede tratarse con serena «objetividad». No es materia que se preste fácilmente a la apacible exposición teórica de una tesis. El exasperado debate en torno a su significado ha impregnado —como en otras experiencias históricas análogas— la vida política y cultural puertorriqueña.

El concepto, desde luego, dista de ser unívoco; es fluctuante y ambiguo, muchas veces no sabemos en qué consiste ni donde se encuentra su realidad. Sus múltiples significados van produciéndose en el discurso político, en el discurso poético y en el discurso histórico. En la búsqueda de una definición de la identidad nacional se han ido gestandotextos literarios, programas políticos, apasionadas ortodoxias y heterodoxias, mitologías poderosas, y un repertorio de lugares comunes psicológicos y sociales que han seducido a algunos y suscitado firmes rechazos en otros.

El debate en torno al problema ha proporcionado ideas y creencias arraigadas, indispensables como apoyo para proyectos culturales y políticos. también ha despertado pasiones y recelos, falseamientos de hechos, tentativas de restauración y voluntad de violentas rupturas. Muchas concepciones de identidad que antes se pretendían absolutas hoy han perdido toda vigencia, otras ocupan todavía una posición eminente.

Para estudiar la validez y utilidad del concepto en su dimensión literaria, histórica e ideológica, se celebró en la Universidad de Princeton, patrocinado y organizado por el Departamento de Lenguas Romances y su Programa de Estudios Latinoamericanos, un Coloquio que tuvo lugar del 10 al 12 de abril de 1978. Las reuniones del Coloquio de Princeton giraron en torno a dos casos antillanos, Haití y PuertoRico. Bajo el titulo Identidad Caribeña: Puerto Rico y Haití se leyeron trabajos especialmente preparados para el Coloquio, en el cual participaron distinguidos investigadores e intelectuales: los señores Jean-Jacques Flonorat y Maximilien Laroche, haitianos, se ocuparon de la realidad de su país, junto al profesor León-François Hoffmann, especialista en literatura haitiana; Ángel Quintero Rivera, Juan Flores, Ricardo Campos y José Luis González prepararon trabajos sobre Puerto Rico.

Los temas tratados fueron los siguientes: conflictos de clase y política nacional; la emigración a los Estados Unidos y la identidad nacional; literatura e identidad nacional. Después de la exposición del autor, cada trabajo fue largamente discutido y analizado en las sesiones del Coloquio. En la discusión participaron todos los autores, profesores y alumnos interesados, y el público haitiano y puertorriqueño que asistió al Coloquio.

El volumen que el lector tiene en sus manos reune solo los trabajos puertorriqueños. Debido a limitaciones de espacio no fue posible la publicación de los correspondientes trabajos sobre Haití. Las ponencias puertorriqueñas han sido revisadas por sus autores para este volumen, con referencias bibliográficas más completas y retoques quo han juzgado necesarios, sin alterar en lo fundamental lo leído en el Coloquio.

Los trabajos ofrecen una riquísima gama de vías para un nuevo examen del problema. Ángel Quintero Rivera, sociólogo y uno de los fundadores del Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP), desarrolla su tema en una serie de «notas» quo resumen sus tesis: Clases sociales e identidad nacional: notas sobre el desarrollo nacional puertorriqueño.

Se circunscribió en su reflexión a las primeras tres décadas del siglo XX en Puerto Rico, precisamente con el propósito de explicar la aguda «crisis de identidad» patente a todos los niveles en la década del treinta. Quintero establece claramente que Puerto Rico es una nación latinoamericana que no se ha constituido aún en un Estado nacional, recalcando que la integración nacional —y sus conflictos— están indisolublemente ligados al imperialismo norteamericano, por un lado, y a los antagonismos de clase, por otro. Por eso estudia, simultanea y sucesivamente, el marco de la dependencia colonial y los conflictos do clase, la lucha «defensiva» de los hacendados frente a la nueva metrópoli  y el concepto de patria que desarrolló el proletariado puertorriqueño.

Las profundas transformaciones generadas por el capitalismo en  las primeras décadas do dominación norteamericana transformaron radicalmente las clases-eje do la sociedad puertorriqueña según Quintero, y la «crisis do identidad nacional» característica de los treintas es la manifestación ideológica de ese descalabro.

El trabajo de Ricardo Campos y Juan Flores (ambos son investigadores del Centro de Estudios Puertorriqueños de Nueva York) Migración y cultura nacional puertorriqueña: perspectivas proletarias, subraya la incompatibilidad de las aspiraciones de la burguesía y los anhelos de las masas trabajadoras.

La cultura —para Campos y Flores— se forja a través de la contienda clasista.  Las expresiones artísticas son respuestas teóricas y practicas a las fuerzas sociales en pugna.  Dedican buena parte do su trabajo al examen de las concepciones opuestas representadas por José de Diego y Ramon Romero Rosa, con el propósito de establecer las bases que hagan comprensible las perspectivas proletarias. Una amplia discusión de las Memorias de Bernardo Vega-libro do capital importancia- les permitió entrar de lleno en diversos aspectos de la emigración y sus consecuencias.  

Para el escritor José Luis González , la identidad nacional como problema surge como consecuencia del colonialismo norteamericano y la crisis que ello desencadena en la burguesía criolla. La literatura puertorriqueña fundada en el siglo XIX por el sector más progresista de la clase dirigente, no ofrece un verdadero concepto de identidad nacional. Los intelectuales de la burguesía criolla, que constituyen el sector más ilustrado de la sociedad puertorriqueña, representaban una clase en ascenso histórico. La nación para ellos era, según explica González en su ensayo Literatura e identidad nacional, un proyecto. Elproblemase manifiesta después del 98; los intelectuales se hacen conservadores (hispanofilia, jibarismo, nostalgia, anti cosmopolitismo) PalesMatos es la excepción;  es el verdadero descubridor de la auténtica identidad nacional.

Debo aclarar que esta brevísima síntesis simplifica y reduce la riqueza y complejidad de los trabajos. Es indiscutible,e inevitable. Confío en que la lectura atenta de los ensayos subsane la deformación quo es siempre un resumen. La lectura revelara convergencia y divergencias de diversa índoleentre unos y otros trabajos.

A juzgar por las interrogantes y las críticas que caracterizaron el dialogo en las sesiones dePrinceton, este volumen despertara el más vivo interés, inconformidad, replicas; dará pie a nuevos planteamientos y a rectificaciones importantes. Es un volumen polémico, vivo, quo abre nuevos accesos hacia la comprensión de la realidadpuertorriqueña. Independientemente de las divergencias y de las discrepancias, y a pesar de las insuficiencias o limitaciones de estos trabajos, emerge con toda claridad de ellos unadisposición yunasconviccionesunificadoras.

En primer lugar, los autores comparten el deseo de rumbos nuevos en lacomprensión do la realidad histórica y social puertorriqueña.  Ese deseo los lleva a evitar definicionesabstractasde la identidad  nacional.  Han querido iluminar la peculiaridad de lasituación puertorriqueña, sin escamotear su extraordinaria complejidad.

En segundo lugar los autores comparten una misma convicción: para ellos es indispensable admitir la pluralidad do la sociedad puertorriqueña, como paso previo a la comprensión de una difícil cohesión nacional, cuyas formulaciones son inseparables de la configuración de las clases y sus conflictos, tanto como del marco de dependencia colonial. La propia imagen histórica y social -la «identidad nacional»— no es, ni puede ser, estática: se ha ido modificando a través de los cambios provocados por el tejido de conflictos internos y externos.  Dejar de expresar las contradicciones y los conflictos históricos de nuestra sociedad seria traicionar la inteligencia, e impediría cualquier proyecto de nuevas y posibles integraciones. La historia sería entonces una verdadera pesadilla como para el Stephen de James Joyce de la cual solo se desea escapar.

La hora no puede ser más propicia para un libro como este. Puerto Rico ha sufrido grandes transformaciones en el siglo XX, transformaciones ambiguas, contradictorias, modernizadoras, que se han ido produciendo en el marco da la dependencia colonial. Así se ha ido configurando un país nuevo, escindido en muchos aspectos, pero al mismo tiempo con una firme voluntad nacional.

Ese país nuevo vive en estos años una crisis social y moral que podría —aunque parezca paradójico- fortalecer el deseo de construir una nación moderna.  Para enfrentarse a ese futuro se requerirá, desde luego, imaginación y determinación políticas, y un conocimiento pormenorizado do las realidades qué condicionan cualquier cambio. También será necesario reconciliarnos con nuestra historia, descubrirla, con nuevos instrumentos de análisis y reflexión.

En la más reciento producción literaria y artística puertorriqueña hay signos muy visibles do esa libertad critica ante la propia realidad. La tentación de elaborar el mito de la edad de oro perdida en el pasado, o de proponer el paraíso futuro, va siendo cada vez menos frecuente.  En cambio, la libertad crítica es una necesidad imperiosa.Este volumen es un buen ejemplo.

El Coloquio fue posible gracias a la hospitalidad de la Universidad de Princeton.  Quiero dejar constancia del reconocimiento que merecen los autores, asi como los alumnos, Marta Velásquez, Roberto Miranda y Rafael Bernabe, quienes comentaron los trabajos. El profesor León-François Hoffman coordinó los aspectos organizativos y administrativos, su pasión antillana, no exenta de crítica, animó a todos los colaboradores.  Reconocimiento muy especial debemos todos al Profesor Karl. D. Uitti, entonces chairman del Departamento de Lenguas Romances; él puso en marcha el proyecto, e hizo posibles aquellos días de reflexión, encuentros, participación  y esencial amistad.

Arcadio Díaz Quiñonez

Luchando contra quinientos años de colonización en la literatura puertorriqueña. Antonia Domínguez. 2001

El título de esta comunicación puede parecer sin lugar a dudas demasiado ambicioso para tan reducido espacio de tiempo y de hecho mi intención no es profundizar en la historia de la literatura puertorriqueña que aunque joven ya cuenta con casi dos siglos de evolución. Mi propósito es por el contrario presentar una breve panorámica de cómo la producción literaria puertorriqueña ha respondido a las consecuencias políticas, sociales y culturales de la colonización de la isla durante quinientos años por España y Estados Unidos.

Lo que me interesa enfatizar aquí es sobre todo el componente socio-histórico y político que predomina en la literatura puertorriqueña a través del cual podemos apreciar la evolución de la identidad puertorriqueña.

Me permito hacer un breve repaso de la historia de Puerto Rico para aquellos que no estén demasiado familiarizados con la evolución de la isla. El 19 de Noviembre de 1493, descubrió Cristóbal Colón la isla que sus habitantes indígenas llamaban Borinquén e instauró el gobierno de la isla como enclave comercial y militar estratégico en América.

Durante el siglo XVII la colonia sufre un gran atraso debido a la escasez de oro, la falta de comunicación con la metrópolis y la inmigración de sus colonos a otras colonias más prósperas. En el siglo XVIII España facilita el desarrollo de la isla convirtiéndola en segunda plaza fuerte de América, facilitando el comercio con otras naciones e incitando la inmigración de colonos y la explotación de monocultivos.

Durante el siglo XIX Puerto Rico contempla cómo sus colonias hermanas en el continente consiguen la independencia mientras la isla sufre junto a Cuba la decadencia del imperio español. Tan sólo un año después de conseguir la carta autonómica que facilitaba el acceso al poder de la clase criolla, la guerra hispano-americana frustra las esperanzas de independencia para la isla.

Como es de esperar las primeras manifestaciones literarias proceden de los cronistas de indias[1] y hasta 1680 no encontramos al primer poeta criollo, Francisco de Ayerra y Santa María que aún no refleja un claro “sentir puertorriqueño”. Hasta el siglo XIX no encontramos el verdadero nacimiento de la literatura puertorriqueña con consciencia de identidad cultural y nacional propia. Ya en 1817 aparecen en los primeros periódicos puertorriqueños unas décimas anónimas de tema patriótico donde sus autores son conscientes de la división entre iberos y criollos.

Pero no será hasta la publicación en Barcelona del Aguinaldo Puertorriqueño (1843) y del Album Puertorriqueño (1844) cuando veamos florecer a un grupo de estudiantes de la burguesía criolla con inquietudes literarias e intelectuales empeñados en desarrollar una literatura propia desafiando la censura española en la isla. Este fue el caso de Manuel Alonso que casi provocó la prohibición definitiva del libro debido a uno de sus poemas de corte claramente anti-española:

“Que venga aquí el europeo/codicioso,/ y si acercarse lo veo/ morirá al punto en mis manos;/ para sufrir tiranos/ en mi patria no nací… Que es mi dicha vivir libre,/ sin cadenas que me opriman…”[2].

Este grupo de jóvenes escritores impulsan un criollismo patriótico basado en gran medida en el costumbrismo romántico. Saben que algún día serán ellos la clase privilegiada que habrá de liberar a la sociedad pero observamos una reacción aparentemente contradictoria: por un lado, intentan sustituir lo nativo por lo español, enfatizando aquello que es autóctono de Puerto Rico como su folklore, su modo de ser pero por otro lado y como miembros de una clase burguesa criolla en auge, rechazan lo popular y chabacano del jíbaro, el campesino puertorriqueño, cuya pasividad supone un freno a los proyectos de esta clase. El Jíbaro (1849) de Manuel Alonso, es representante de esa ideología. Sirva como ejemplo el soneto “El puertorriqueño”, que presenta el retrato de un miembro de esta incipiente burguesía criolla[3]:

Color moreno, frente despejada

mirar lánguido, altivo y penetrante,

la barba negra, pálido el semblante,

rostro enjuto, nariz proporcionada.

Mediana talla, marcha acompasada;

el alma de ilusiones anhelante,

agudo ingenio, libre y arrogante,

pensar inquieto, mente acalorada;

humano, afable, justo, dadivoso,

En empresas de amor siempre variable,

tras la gloria y placer siempre afanoso,

y en amor a su patria insuperable.

Este es, a no dudarlo, fiel diseño

para copiar un buen puertorriqueño[4].

Este poema contrasta con cuadros costumbristas dentro del mismo libro como “Un casamiento jíbaro” donde se ensalza la cultura y el folklore popular aunque al mismo tiempo se critica la pasividad y conformismo del campesino. Otros poetas de este grupo son aquellos que escriben dentro del romanticismo tardío como es el caso de José Gautier Benítez, primera figura poética pero cuyo nacionalismo sentimental se pierde en bellas descripciones de la patria y en los sentimientos que ésta inspira.

Junto a Gautier Benítez también destaca Lola Rodríguez de Tió (1843-1924) como una de las primeras conciencias patrióticas que dedica su vida a la actividad independentista con fervor y pasión como podemos apreciar en su poema “La Borinqueña” inspirado por los ideales de la insurrección fallida del Grito de Lares en 1868 y que después se convertiría en himno nacional. Así comienza este poema:

¡Despierta, borinqueño,

que han dado la señal!

¡Despierta de ese sueño,

que es hora de luchar!

A ese llamar patriótico,

¿no arde tu corazón?[5]

Francisco Gonzalo Marín (1863-1896) vivió al igual que Julia de Burgos exiliado gran parte de su vida pero siempre estuvo dentro de la vorágine de la causa libertaria nacionalista colaborando con independentistas en Cuba y otros países. Su poesía apasionada y rebelde que culmina en Romances (1892) le declaran ya como nacionalista revolucionario al que habrían de ver como mito generaciones posteriores de independentistas.

Con el fracaso del Grito de Lares, las esperanzas de conseguir la independencia provocan la frustración y el desánimo y aprovechando la inestabilidad en España se producen revueltas que obligan a España a conceder un estatuto de autonomía que daba más poder a la clase criolla dominante pero que no dejaba espacio para más libertades.

Entre los miembros de esta clase destaca Manuel Zenón Gandía (1855-1930) que profundamente influenciado por el naturalismo de Emile Zola presenta un panorama de decepción con su propio pueblo en su serie de novelas que tituló Crónicas de un mundo enfermo. Nos recuerda Zenón Gandía a aquellos jóvenes del Aguinaldo Puertorriqueño. Según Zenón Gandía y su gran novela La Charca (1894) nada ha cambiado. La enfermedad del jíbaro se ha contagiado a todos los estratos de la sociedad que ven pasivamente como se escapa la posibilidad de liberarse del yugo español.

La fecha de 1898 marca el hito histórico divisorio dentro de la literatura puertorriqueña. A la llegada al poder del coloso norteamericano le sucede un periodo de opresión que supone un paso atrás en la evolución de Puerto Rico y un pesimismo y frustración que hace volver la vista atrás a las raíces hispánicas. La producción literaria se resiente de todo esto mientras en Hispanoamérica triunfa el modernismo como expresión de la revolución ideológica americana. Zenón Gandía ataca de lleno ahora al imperialismo y la explotación norteamericana en El negocio (1922) y Los Redentores (1925).

Esta generación intenta asimilar las consecuencias funestas de 1898: la economía sufre un cambio estructural que beneficia los monopolios norteamericanos del azúcar y la reestructuración de la propiedad acaba con el control local de la propiedad. En la política Estados Unidos ejerce control total y provoca diferentes reacciones en la sociedad: la clase burguesa mercantil del mercado que se abre ante ellos aunque desconfían de las intenciones de Estados Unidos que no solo quiere ampliar su mercado sino controlar la producción de la isla; la clase burguesa de hacendados, heredera de la burguesía criolla, ve como se transforma la economía en perjuicio de las haciendas y su explotación tradicional; los campesinos ven en Estados Unidos una liberación de la explotación que sufrían con los hacendados.

En las primeras décadas Estados Unidos emprende un plan brutal de asimilación cultural y de imposición del inglés. La respuesta intelectual a esta situación es la vuelta a un pasado edénico hispánico. Entre los poetas de esta época destacan José de Diego (1866-1959) y Luis Lloréns Torres (1878-1944) que representan un discurso anticolonial de preocupaciones exclusivamente culturales[6] basado en un pan-hispanismo opuesto a lo anglosajón lingüística, religiosa y culturalmente.

Es necesario mencionar que muchos de estos intelectuales ejercían un patriotismo simbólico, como en el caso de José de Diego ya que por un lado ensalzaban el pasado hispánico, el cristianismo y la herencia española y por otro lado se beneficiaban de la influencia americana económicamente. Este es un pequeño ejemplo de la poesía que abunda en esta época:

Colgadme al pecho, después que muera,

mi verde escudo en un relicario;

cubridme todo con el sudario,

con el sudario de tres colores de mi bandera…[7]

Lloréns, perteneciente a la élite criolla tradicional, es esa vuelta al pasado idílico a través de la poesía pastoral donde el jíbaro ya no es sólo un instrumento de afirmación de lo autóctono sino un símbolo nacional. Lloréns Torres cae en el error de sus predecesores y el que se habrá de repetir en décadas posteriores de dibujar una identidad nacional y cultural puertorriqueña que no se correspondía con el conjunto de la sociedad sino sólo con la clase burguesa.

Para él la identidad nacional se define por medio de unos parámetros de religión, lengua, raza que favorecen el español, el cristianismo pero también al blanco criollo ignorando el importante componente africano de la población.

A llenar ese hueco viene Luis Palés Matos (1898-1959) con savia nueva no sólo para la poesía vanguardista y modernista puertorriqueña sino en el plano ideológico para reclamar la presencia de lo africano como elemento unificador de la nueva raza antillana y fuente de energía vital de la raza que habrá de conquistar su libertad.

Palés Matos se encuadra así con obras como Tun tún de pasa y grifería (1937) dentro de la corriente general de pan-africanismo que recorre América desde Marcus Garvey hasta Nicolás Guillén. Observemos su ritmo innovador en “Danza Negra”: “Calabó y bambú./ Bambú y Calabó./ El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú./ La Gran Cocoroca dice: to-co-tó./ Es el sol de hierro que arde en Tombuctú./ Es la danza negra de Fernando Poó.”[8]

Julia de Burgos se añade a esa lista de escritores/as modernistas que analizan la reacción puertorriqueña al colonialismo desde otro punto de vista añadido a los ya existentes: el de la mujer puertorriqueña. Como apunta Iris Zavala[9], Julia De Burgos interioriza la alienación y rupturas del ser puertorriqueño, la falta de comunicación entre los estamentos sociales, la falsedad de los roles de género como creación cultural y los prejuicios raciales inherentes a la sociedad puertorriqueña que aún no ha aprendido a asimilar su diversidad. Julia de Burgos rescata la imagen de la mujer como un sujeto doblemente colonizado por la patriarquía y la ideología imperialista norteamericana.

A partir de los años 30 surge un nuevo sentimiento nacionalista más radical acentuado por la crisis económica e impulsado por la creación del Partido Nacionalista (1928) con Albizu Campos al frente. La represión colonial culmina con la masacre de Ponce (1937), el debilitamiento de los independentistas y el comienzo de la emigración a Estados Unidos.

Los años 40 están llenos de enfrentamientos políticos dentro de la isla. Se forma el nuevo Partido Independentista cuya causa va perdiendo respaldo debido a su inclinación marxista y al auge del Partido Popular Democrático liderado por Luis Muñoz Marín que promete progreso económico antes de conseguir la independencia, aunque mantiene una situación de ambigüedad política que continua hasta el presente.

Los intelectuales permanecen frustrados al ver el rumbo que toma la nación perpetuando un sistema neocolonialista que culmina con el Estado Libre Asociado en 1952. Destaca en esta época el pesimismo literario de René Marques, heredero de aquel nacionalismo cultural basado en el paternalismo de la burguesía hacendada cuya expresión fueron Zenón Gandía, Antonio Pedreira, Lloréns Torres. La víspera del hombre (1959) afronta la crisis definitiva de aquella clase y convierte a René Marques en “último representante ‘puro’ de la literatura paternalista”.[10]

Muchos aún hoy se preguntan por la pasividad de los puertorriqueños[11] y la respuesta se encuentra fuera de Puerto Rico. Después de la caída del poder soviético ha sido casi imposible para muchos de los países latinoamericanos luchar contra la hegemonía norteamericana[12].

Excepto una minoría elitista, la mayoría de la población puertorriqueña duda de la capacidad de la isla para seguir adelante sin Estados Unidos y si después de la independencia han de volverse satélites de Norteamérica como ya lo son la mayoría de los otros países resulta casi más provechoso seguir como hasta ahora.

A partir de 1952 Estados Unidos modifica su estrategia sobre Puerto Rico para evitar sentimientos anti-imperialistas y ocultar la absorción económica de la isla mientras se transmitía una ilusión de autonomía cultural. Hoy en día, Puerto Rico parece haber perdido interés para Estados Unidos después de la caída la URSS y su expansión económica por toda América Latina.

La nueva generación es consciente de estos cambios que se han producido en Puerto Rico a nivel político y social ya que añaden una nueva perspectiva a la literatura que hasta ahora había sido casi monopolio exclusivo de la clase burguesa heredada del siglo pasado.

De este modo aparecen nombres como el de José Luis González, Emilio Díaz Valcárcel y Pedro Juan Soto que provienen de las clases

trabajadoras o de una pequeña burguesía con reciente acceso a la educación. En Balada de otro tiempo (1981), González pone en duda el nacionalismo criollo que ha persistido desde finales del siglo pasado. De hecho esto nos lleva a pensar en el doble colonialismo al que sigue estando sometida la clase obrera por parte de Estados Unidos y de la clase burguesa privilegiada[13].

Por lo tanto podemos pensar en la exclusión dentro de este nacionalismo tradicional de otros grupos como la clase trabajadora, los negros, las mujeres que ahora comienzan a tomar la palabra.

Así surge un grupo de narradoras que por primera vez atacan las relaciones de género heredadas de la cultura puertorriqueña y supuestos elementos de la identidad nacional. Estas autoras que en cierto modo se beneficiaron de la influencia feminista norteamericana, tienen la dura labor de revisar elementos culturales y sociales que hasta ahora no se habían tratado.

Un ejemplo claro es el de Rosario Ferré y sus Papeles de Pandora (1976) donde reescribe los cuentos de hadas a través de los cuales se han transmitido roles de género impuestos por la sociedad y la cultura puertorriqueña.

El tema de la emigración a Estados Unidos también aparece en la literatura isleña a partir de los años 50 donde se trata el tema de la supervivencia cultural y económica en la sociedad racista norteamericana. Ejemplos de esta literatura son Pedro Juan Soto en Spiks (1970), Emilio Díaz Valcárcel en Harlem todos los días (1978) y José Luis González con En Nueva York y otras desgracias (1981).

En la poesía destaca Iris Zavala y su colección Escritura desatada, poesía comprometida en lucha contra el imperialismo y la opresión de los pueblos más débiles.

En los años 40 y 50 comienza también la gran emigración de la clase trabajadora puertorriqueña a Estados Unidos. La emigración es alentada por la operación “manos a la obra” que intentaba paliar el desempleo de la isla provocado por el hundimiento de la industria azucarera. Esto traería consigo aún más problemas para la consolidación de la identidad nacional que ahora se veía amenazada por la dislocación espacial y la experiencia del racismo como ciudadanos americanos de segunda clase.

Este es el caso de Piri Thomas, puertorriqueño nacido en Nueva York que Down These Mean Streets (1967) refleja la problemática del puertorriqueño en busca de una identidad que se diluye entre diferencias de clase, raza y lengua. Piri Thomas se plantea lo que significa ser Puertorriqueño para alguien como él que no ha nacido ni vivido nunca en Puerto Rico pero a quien la gente considera afro-americano por el color de su piel.

Desde los años 60 se va creando un círculo de escritores/as en Estados Unidos que comienzan a reclamar una identidad puertorriqueña en oposición a la americana pero que al mismo tiempo se siente diferente a la de la isla por sus circunstancias vitales que les convierten en seres divididos por su biculturalidad y bilingüismo.

Este es el caso del grupo Nuyorican con nombres tan representativos como Tato Laviera, Pedro Pietri, Sandra María Estévez. En los últimos años han surgidonuevas figuras literarias desde diferentes puntos de Estados Unidos como Jack Agüeros, Louis Reyes Rivera y Ed Vega entre otros. Quiero hacer especial mención de las narradoras puertorriqueñas en Estados Unidos que están logrando altas cotas de calidad literaria como en el caso de Judith Ortiz Cofer (The Line of the Sun, 1989), Aurora y Rosario Morales (Getting Home Alive (1986), Nicholasa Mohr (Rituals of Survival, 1985) y Esmeralda Santiago (When I Was Puerto Rican, 1993). Todas ellas plantean una redefinición de lo que es ser Puertorriqueño después de la emigración que les ha convertido en seres biculturales, con identidades en constante transición.

La literatura puertorriqueña en Estados Unidos es hoy en día quizás la más comprometida con el tema de la identidad. En Puerto Rico sólo se cuestionan su identidad política, nadie se cuestiona su identidad cultural aunque de hecho, la isla está siendo absorbida culturalmente por Estados Unidos, a pesar del purismo lingüístico y de los intentos por mantener una cultura autóctona.

En los últimos años se han multiplicado los estudios sobre la identidad puertorriqueña y a menudo se apunta la posibilidad de que se esté forjando una identidad puertorriqueña basada en gran medida en nociones de raza y cultura más que en nociones de soberanía nacional.

Nicholasa Mohr comenta sobre su relación con la isla:

I love the island but it´s not my place of birth. When I´m in New York I feel my Puerto Rican roots but I´m not an island person. There´s no conflict. I was brought up as a Puerto Rican; I didn´t invent it, it´s my culture… Puerto Rican identity in the States is almost a century old. It´s not circumscribed by the island.[14]

Podemos apreciar como las nociones de cultura y nacionalidad se separan en la obra de muchos de estos escritores cuya cultura e identidad es puertorriqueña pero que no se sienten unidos al espacio territorial de la isla. De esta forma en la actualidad se esta llevando a cabo –especialmente en Estados Unidos- una re-evaluación del concepto de nación no como estado y soberanía territorial sino nación como cultura o lo que se ha dado en llamar recientemente “etno-nación”[15].

Sin duda, en Puerto Rico el colonialismo moderno esta tomando nuevas direcciones y sólo queda preguntarse qué derroteros va a seguir esta colonia postmoderna al fin y al cabo por la inestabilidad de su definición, por su ambigüedad y su desafío a modelos tradicionales de colonialismo.


[1] Gonzalo Fernández de Oviedo. Historia general y natural de las Indias (1526); Juan de Castellanos. Elegías de varones ilustres de Indias y las memorias de evangelización de Fray Bartolomé de las Casa y Fray Tomás de la Torre

[2] Citado en José Luis González, Literatura y sociedad en Puerto Rico: de los cronistas de indias a la generación del 98. Mexico: Fondo de Cultura Económica, 1976.

[3] Nótese la descripción racial que ignora por completo la herencia africana e indígena tan presente en la población puertorriqueña: ‘color moreno’ (bronceado, no negro) > ‘nariz proporcionada’, ‘pálido el semblante.’

[4] Manuel Alonso. El jíbaro. Rio Piedras: Editorial Cultural, 1968, p. 71.

[5] Lola Rodríguez de Tió. Obras Completas. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1969-71, p.

[6] Recordemos que Jose de Diego todavía pertenece a la clase criolla burguesa que a corto plazo se ha beneficiado de la mejora de las relaciones comerciales con Estados Unidos que España intentaba impedir.

[7] Véase desde el principio del poema cómo se introducen los temas esenciales: ‘escudo’, símbolo de la clase privilegiada; ‘relicario’, ‘sudario’ y ‘bandera’, patrotismo de raigambre religiosa católica. Citado en Francisco Manrique Cabrera. Historia de la Literatura Puertorriqueña. Río Piedras: Ed. Cultural, 1969, p. 223.

[8] Ibid. 256.

[9] Iris Zavala. “Other Modernist Open-ended Beginnings.” Colonialism and Culture. Hispanic Modernisms and the Social Imaginary. Bloomington and Indianapolis: Indiana University Press, 1992, 177-193..

[10] Juan G. Gelpí. Literatura y paternalismo en Puerto Rico. San Juan, PR: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993, p. 121.

[11] El mito de la pasividad recorre la literatura paternalista desde el siglo XIX hasta el XX: René Marques. El puertorriqueño dócil. Barcelona: Editorial Antillana, 1967.

[12] Recordemos las experiencias revolucionarias que han fracasado por la intromisión directa o indirecta de Estados Unidos: Nicaragua, El Salvador y Cuba.

[13] Véase el libro de Angel G. Quintero Rivera, José Luis González, Ricardo Campos y Juan Flores. Puerto Rico: Identidad nacional y clases sociales. Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1981

[14] Carmen Dolores Hernández. Puerto Rican Voices in English. Interviews with Writers. Wesport and London: Praeger, 1997, p. 90

[15] El término “ethno-nation” es empleado por los editores del volumen Puerto Rican Jam. Rethinking Colonialism and Nationalism. Frances Negrón-Muntaner y Ramón Grosfoguel eds. Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 1997, p. 17

Una revisión histórico-política de la producción literaria puertorriqueña. Entrevista con Fernando Feliú Matilla. 2017

RESUMEN: A lo largo de la siguiente entrevista, el profesor, historiador, crítico e investigador de la Universidad de Puerto Rico, el catedrático en literatura puertorriqueña don Fernando Feliú Matilla, nos permite establecer una visión histórica de la génesis artística llevada a cabo en la Isla a través de los diferentes contextos socio-políticos que han tenido lugar en la misma desde la aparición de una literatura puertorriqueña propia y distintiva hasta la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos de América como Estado Libre Asociado en 1952 y su impronta en la génesis isleña. Si bien la entrevista tiene como objeto principal la literatura boricua, también se debaten en la misma el falocentrismo cultural presente en la cultura puertorriqueña, las relaciones políticas entre San Juan y Washington D.C., la influencia de los textos diaspóricos en la producción isleña o la situación del panorama artístico actual en Puerto Rico.

PALABRAS CLAVE: Literatura hispanoamericana; Literatura puertorriqueña; Estados Unidos; emigración; política.

Endika Basáñez. Entrevista a Fernando Feliú

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Cómo influye el colonialismo español en dicha producción literaria temprana?

FERNANDO FELIÚ. Influye directamente porque la autoridad colonial española imponía unas restricciones de prensa bastante severas con lo cual la expresión de una nacionalidad puertorriqueña, de una identidad puertorriqueña, se veía marcadamente limitada. Entonces los autores, en muchos casos anónimos, como las coplas del jíbaro, que luego un tal Miguel Cabrera reclamó su autoría -del que no se sabe casi nada-, esos autores anónimos tenían que vadearse entre formas de ironía, de sarcasmo, para evadir la censura. Sin proclamar una diferencia porque lo que se buscaba era proclamar la igualdad. Es decir, lo que no se toleraba era expresiones de una identidad divergente a la española. Viene siendo una exaltación de la independencia de Puerto Rico, exaltación de lo autóctono, eso se veía con peligro… Entonces una literatura que quería exaltar la diferencia, pero tenía que enmascararla de forma tal que no pasara como diferencia, sino que se viera como una literatura puertorriqueña inscrita en el contexto de literatura general española o, no literatura española sino de la afiliación política, económica y cultural con España. En ese sentido, sí directamente la censura y por supuesto la influencia del colonialismo, se nota en los libros que circulaban, los que se dejaban circular.

Aquellos que podían circular que fueron las influencias en muchos de estos escritores. Aun así, ellos se manejaban por textos que compraban en el extranjero o por periódicos que ya poco a poco a finales de los 70, principios de los 80, ya filtraban e incorporaban traducciones de Émile Zola, de Flaubert, … poco a poco se fue difundiendo el romanticismo, el realismo, el naturalismo de una forma mucho más periódica y más fácilmente constatable.

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Existe constancia de influencias de los movimientos culturales propios de la época en la génesis textual puertorriqueña iniciadora que se lleva a cabo? ¿Se halla esta así influida por los movimientos culturales propios de la época a pesar de su condición de isla caribeña?

FERNANDO FELIÚ. El romanticismo llego aquí, incluso Las coplas del Jíbaro se pueden ver ya desde mil ochocientos “veintialgo” como una manifestación de un criollismo literario, y el criollismo es una vertiente del romanticismo que destaca lo autóctono, porque en lo autóctono esta “el alma del pueblo”. O sea que el romanticismo en Puerto Rico, como en el resto de Hispanoamérica, llega más o menos a la par, a partir de la década de 1820 cuando se pregona la independencia de Hispanoamérica. En ese sentido estuvimos muy a la par temporalmente. Pero sí, hubo una marcada influencia incluso en muchos breves ensayos publicados en periódicos hay autores que reflexionan sobre el romanticismo y lo parodian, se burlan un poco de él. La antología crítica de Ramón Luis Acevedo tiene un estricto de un comentario sobre los románticos que indica que el autor, anónimo también, conocía la literatura romántica. La entendía bastante bien y se burlaba un poco del exceso de cursilería, lo tenía bastante claro. O sea que sí, aquí no fuimos ajenos a pesar de la condición, más que insular -a pesar del atraso con respecto al desarrollo histórico de otros países-, Cuba y Puerto Rico se mantuvieron siendo colonia hasta finales del XIX mientras que en 1830 prácticamente todo Hispanoamérica era independiente. Pero literariamente hablando, si piensas en las fechas -El Jíbaro se publica en el 49, Facundo, civilización y barbarie se publica en el 45- o sea que la diferencia es de 7 u 8 años, que no es una cosa que sea enorme. Temporalmente no estamos tan, a pesar de lo que mucha gente cree, no estamos tan fuera de contexto del ritmo histórico.

LA CUESTIÓN GENERACIONAL Y LA IMPRONTA DE LOS TREINTISTAS

ENDIKA BASÁÑEZ. El siglo XX y, fundamentalmente su segunda mitad, se convierte en el periodo sincrónico en que la literatura puertorriqueña se universaliza a través de su difusión editorial al resto de los estados latinoamericanos y a España, y a través de las traducciones a otras lenguas, a las naciones europeas y a los Estados Unidos. No obstante, durante su primera mitad encontramos a la generación denominada del 30 o treintistas por la comunidad latinoamericanista en la que se producen textos de gran relevancia e influencia en la dirección política del país y en las particularidades de la identidad puertorriqueña. En primer lugar ¿qué opina de la división de la historia de la literatura puertorriqueña por décadas como la nombrada generación del 30 o las posteriores del 40 ó 70? ¿Cree que existen motivos, con independencia de los docentes, para agrupar a una serie de autores dentro de generaciones debido a la sincronía de la escritura y/o impresión de sus textos tal y como ocurre en la actualidad con la difusión de la literatura puertorriqueña?

FERNANDO FELIÚ. Ese es un esquema muy típico de las historias de las literaturas, que tienden a periodizar a partir de fechas particulares entendiendo por generación la mayoría de ellas -incluyendo la de Puerto Rico-, no como la fecha de nacimiento de un grupo de personas sino más bien como una fecha de nacimiento en común en la cual influyen unos acontecimientos históricos que marcan el desarrollo de ese grupo colectivo. Es muy complejo, es muy limitante limitar la literatura a generaciones porque en el caso de, por ejemplo, Enrique Laguerre -al que se le vincula a la generación del 30, uno de los más conocidos con la novela La llamarada de 1935: quizá una de las novelas más famosas de la década del 30-, muere a los 100 años, o sea que él mismo supera el concepto generación. Pedreira, que murió por un virus, una cosa un poco rara, muere a los 40 años.

Si hubiera vivido más, muy posiblemente, hubiera reflexionado sobre su propia obra y seguir otro derrotero totalmente distinto, vete tú a saber… En ese sentido el concepto generación es más limitante: es muy limitante. ¿Qué alternativa hay? Buscar modelos alternos, es decir, buscar líneas de fuga temáticas que corran paralelas, que corran simultáneamente entre varios textos. Como, por ejemplo, puede ser el problema de la caña de azúcar, el problema de la música, de la comida… Hay varias formas de verlo y la tecnología seria uno de ellos. La tecnología, la relación entre lo real y lo escrito, el campo y la ciudad. Son paradigmas que se pueden ver diacrónica y sincrónicamente y que romperían un poco ese esquema tan rígido de las generaciones que es muy difícil de romper porque, no es que aquí lo hagamos mal, es que prácticamente… piensa en la generación del 98, piensa en la generación del 27 y luego está la del 14, la de Gómez de la Serna también… o sea que somos muy dados a la periodización por generaciones.

Por otro lado, tiene sus ventajas también porque te da un centro centrípeto al rededor del cual aglutinar una serie de escritores y obras, ayuda a organizar centrípetamente, a partir de un núcleo, y se van generando, a partir de ese núcleo, como una metáfora de la sideral, como una planetaria. Gira sobre un centro, que en el caso de la generación del 30 fue Pedreira, y así, ¿no? En cuanto a la importancia de la generación del 30, fue enorme porque fue, de hecho, la primera generación que vivió y se crio bajo la dominación estadounidense, eso número uno; número dos, es la generación que ve el desencanto de la presencia estadounidense. Son lo que vieron que los estadounidenses vinieron a quedarse, no vinieron a liberar. Ellos viven la desilusión de la pérdida de una entidad que ellos ven que se está socavando por razones históricas. Había campañas de americanización claras que te obligaban a cantar en inglés el himno estadounidense mientras que los símbolos patrios, el himno de Puerto Rico y la bandera, se veían con mucha suspicacia. Hubo una represión muy marcada a los grupos independentistas o sea que ellos reaccionaron, lógicamente, en parte a todo esto. Ahora, más allá de eso, ellos fueron la primera generación que se encargó de problematizar y sistematizar el archivo histórico. El archivo histórico no como un lugar donde se archive sino como el legado histórico, el acervo. Ellos fueron los primeros en sistematizar el estudio a partir de un concepto clave que es la identidad: qué somos, cómo somos y por qué somos como somos.

Pedreira sería el buque insignia, precisamente por eso: porque lo periodizaron y organizaron en ese proceso y canonizaron unas obras por encima de otras. Todo canon incluye y excluye simultáneamente y así El Jíbaro queda consolidado, mientras que otros textos como Tapia, La cuarterona, Las coplas del jíbaro también quedaron relegados a la prehistoria de la literatura puertorriqueña […] O sea que en ese proceso de canonización ellos casi se apropiaron de un corpus y lo manejaron un poco a su antojo para imponerle un valor ideológico y así eso explica que muchos textos pre-Llamarada, muchas novelas, hayan pasado inadvertidas. Porque una de las primeras historias de la literatura puertorriqueña, la de Manrique Cabrera del 53, es de la generación del 30 y él empieza con ese criterio generacional.

ENDIKA BASÁÑEZ. En relación al legado intelectual de los treintistas ¿Cómo cree que afectó el Insularismo así como el resto de la producción del 30 en la posterior vida artística de Puerto Rico?

FERNANDO FELIÚ. Lo marco profundamente porque si lo que se busca en un ensayo, pienso en Pedreira particularmente porque la generación del 30 es un todo muy heterogéneo y, sobre todo que había dos mujeres, Mar Guarzo y Concha Menéndez, que tampoco estaban completamente de acuerdo con algunos de los postulados de él, o sea que tampoco se puede tomar la generación del 30 como un todo homogéneo porque no fue así. La forma en la que hemos visto la generación del 30 es un poco peligrosa. Se ha etiquetado todo de la misma forma y hay que matizar algunas cosas que son importantes, las diferencias, por ejemplo. De cualquier manera, en el caso de Pedreira, como el Insularismo, causó un revuelo enorme -y lo sigue causando-. Pedreira logró lo que quería, si como dice Montaigne el ensayo problematiza y genera debate, pues entonces Pedreira lo logró… con creces porque seguimos todavía volviendo al Insularismo. Él se adelantó. Aparte, era un gran ensayista, escribía muy bien, muy modernista, un poco afectado en su discurso, pero era un gran ensayista. O sea que se marcaron profundamente el resto y, además, todos estuvieron vinculados al Departamento de Estudios Hispánicos, al recién creado Departamento de Estudios Hispánicos. En la Universidad de Puerto Rico el Departamento de Estudios Hispánicos se convirtió, no en un foco de enseñanza, sino de investigación y desarrollo y casi de resistencia cultural porque se destacaba una hispanidad, en el contexto de la americanización.

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Influyó, bajo su punto de vista, la situación particular del dominio geo-político estadounidense vivido en la Isla desde la pérdida de las últimas colonias de ultramar españolas para la aparición de dicha generación?

FERNANDO FELIÚ. Sí, claro, influyó poderosísimamente porque ellos, los treintistas, buscan rescatar una identidad de un punto de vista nostálgico que es la hispanidad y que se está perdiendo. Hay una nostalgia ahí, en ese mundo pre-98 que ya ha perdido su esencia, por eso, en gran medida, se exalta el cultivo del café, ¿no?, porque se ha impuesto la caña… El símbolo del café, de la hacienda… de la hacienda se pasa a la central, de la altura de la montaña se pasa a la bajura del llano. El jíbaro sigue siendo tema pero ya es el jíbaro en forma de peon, no es el jíbaro cafetalero como el de La charca. Hay una añoranza, en parte, porque mucho de ellos vienen de familias hacendadas, burguesas. Y también es una forma de escape ante una realidad con la que no comulgan. Hay un poco de romanticismo, también, de actitud ante la vida: buscamos el pasado de una forma un poco nostálgica cuando lo curioso es que también se están desarrollando los movimientos obreros. O sea que era una literatura un poco anacrónica y reaccionaria en ese sentido porque, en vez de apoyar el desarrollo social mediante el socialismo, mediante los sindicatos obreros, las propuestas de Albizu, […] esta literatura en vez de unirse a esa tendencia lo que hace es buscar otra forma de fuga, otra línea de fuga que es opuesta al socialismo, no opuesta porque se incorpora el tema del socialismo en La llamarada con Marte -digo con el personaje Marte-, pero la propuesta es regresar al campo, regresar a la montaña, regresar al cultivo del café -que era una propuesta un poco anacrónica en ese momentotan anacrónica como la que propone René Marqués en La Carreta que propone dejar Nueva York y regresar-. Cuando lo cierto es que la gente, muchos regresaron y muchos se quedaron. Era unanegación de esa presencia puertorriqueña en Nueva York, un rechazo a ella. Entonces son posturasun poco anacrónicas en ese sentido. No hay que olvidar el exilio español que coincidentemporalmente Guillén, Salinas, mi abuelo,… coinciden temporalmente en la década del 30 y del 40con el desarrollo de una cultura universitaria muy fuerte con profesores de primerísima calidad querecibieron muchas veces con los brazos abiertos a los exiliados españoles, muchos de ellos muyprominentes: Guillen, Salinas… Lorca no, porque lo mataron sino probablemente hubiera acabadopor aquí o un año, dos años aquí y luego en Nueva York, como ocurrió en muchos casos como el casode Galíndez que acabó en Columbia. O sea que el exilio, esos republicanos liberales que llegaron, como mi abuelo, encajaban con el perfil de la generación del 30 porque ellos también defendían una hispanidad, defendían una democracia, que se había perdido con Franco, defendían unos valoresliberales, etcétera, que encajaban muy bien con esa generación del 30. Fueron un matrimonio casi deconveniencia y esos intelectuales también se dedicaron, aunque no todos, pero algunos como TomásNavarro Tomás o Federico de Onís, a investigar la literatura puertorriqueña. O sea que tambiéndieron otra mirada, critica, a un cuerpo literario o cultural que estaba llamando la atención desde lospuertorriqueños. Desde luego, se potenció mucho el estudio de la literatura, de la cultura, de lalengua, de la música puertorriqueña en esas décadas.

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Sería posible establecer una división entre la lectura de las obras de los treintistas y la política estadounidense que gobernó y gobierna la vida política en Puerto Rico tras los diversos acuerdos llevados a cabo entre sendas regiones?

FERNANDO FELIÚ. Sí y no. Sí en el sentido en el que ellos funcionaban autónomamente desde la Universidad de Puerto Rico. Eran burgueses, eran asalariados, pero, por otro lado, era una relación curiosa porque en algunas ocasiones se tenían que enfrentar a los Estados Unidos, a la política de los Estados Unidos, porque se criticaba a los Estados Unidos. Muchos de ellos habría que verlos con detenimiento, pero a muchos el FBI los seguía o los tenían bajo mira. Igual que con el exilio: gente como mi abuelo no, porque no era comunista, pero Granel, Eugenio Fernández Granel, era comunista y el FBI lo tenía mirado, a veces me sorprende que haya podido entrar a este país. O sea que en ese sentido sí, los vínculos con la política eran no muy… Corrijo: los vínculos con el contexto de dominación estadounidense eran muy fuertes, pero también fueron muy fuertes con los planteamientos de otro de los treintistas, de Luis Muñoz Marín, poeta y luego político, que en la década del 40 consolida el poder del Partido Popular Democrático. El ideario de Pedreira, en gran medida, coincide con muchos de los postulados del Estado Libre Asociado, de lo que luego fue el ELA, de lo que en los 50 fue el ELA. Autonomía lingüística, desarrollo de la hispanidad, una apertura a las corrientes europeístas… Pero Pedreira murió, no se le puede echar en cara que votara por Muñoz Marín. El Partido Popular Democrático toma mucho de ellos, por lo menos Muñoz Marín, que era amigo directo de muchos de ellos.

LA GRAN MIGRACIÓN PUERTORIQUEÑA HACIA LOS ESTADOS UNIDOS Y LA FIRMA DEL ELA

ENDIKA BASÁÑEZ. El fracaso de la operación Manos a la Obra impulsada por el gobierno de los Estados Unidos en la Isla, fundamentalmente agrícola, conllevo el éxodo masivo a principios de la segunda mitad del siglo XX con la gran migración puertorriqueña entre la que se desplazaron a Nueva York y a otras ciudades estadounidenses un gran número de intelectuales boricuas, dando así lugar a una producción literaria de migrantes en la que estos se encargaron de reflejar sus experiencias al otro lado del estrecho de la Florida como José Luis González o Pedro Juan Soto, englobados bajo la generación del 40. A pesar de la firma del ELA en 1952 y aunque dichos autores se hallaran en Nueva York y por lo tanto en su propio país, reflejan la discriminación y la marginalidad sufrida por pertenecer a la etnia hispana y tener acento español en su dicción inglesa. ¿Supuso por tanto el ELA una utopía política en lugar de un nexo de unión entre los isleños y el pueblo anglo-estadounidense?

FERNANDO FELIÚ. Fue una estrategia política. El ELA fue una estrategia política de Muñoz Marín para sentar las bases de una relación pseudo-colonial con un grado de autonomía limitado, como por ejemplo el inglés, que no es idioma oficial, y si lo es nunca ha sido oficial real; se habla español, pero la aduana, la moneda, el control de fronteras lo tiene EE.UU. O sea que el ELA fue una especie de concreción de una especie de alianza mutua entre Puerto Rico y EE.UU. que Muñoz Marín se inventó y que nos llevó a un callejón sin salida. Porque es un Estado Libre Asociado, ELA, que es totalmente contradictorio. Si es libre no es estado, si es estado no es libre, si es libre no es asociado, si es asociado no es estado. Como quiera que lo mires es una total contradicción. Lo que sí provocó fue la migración masiva durante la década del 40 que llevo a muchos campesinos a migrar a la ciudad, sobre todo de migrar a barrios, arrabales, caseríos, como La Perla en el Viejo San Juan, donde ocurrió La carreta, y de ahí a Nueva York. Sí: fue un éxodo tremendo, fueron miles. Entonces los autores llamados del 40, 45 o 50 -otra vez el problema generacional-, vivieron esa circunstancia directamente, es decir, porque ellos son el grupo que, a diferencia de los del 30, fueron militares, sirvieron en el ejército. Pedro Juan en la II Guerra Mundial, Emilio Díaz Valcárcel en Corea. Pedro Juan estudio literatura en Nueva York. O sea que es una generación, un grupo de escritores con un perfil un poco distinto al de la del 30. Son escritores más bien urbanos, ellos ampliaron el mapa literario puertorriqueño hasta Nueva York, o sea con ellos entra el tema de la inmigración, entre el tema del puertorriqueño en EE.UU. y se le da un nuevo giro a la relación colonial con Puerto Rico.

Bueno, un nuevo giro literario porque aparece entonces el personaje desubicado, desarraigado, que no necesariamente tiene nostalgia del pasado puertorriqueño sino que tiene una incertidumbre de “cómo coño voy a vivir en Nueva York”. O sea que es una generación bastante distinta, predomina además el cuento. Es una generación que consolida el cuento como arte. Había cuentistas en el 30, estaba Frau y Gustavo Graid también, pero realmente la generación del 40 es la generación que consolida las bases del cuento: Spiks, En una ciudad llamada San Juan, Nueva York y otras desgracias… Díaz Valcárcel, José Luis González, René Marqués, Pedro Juan Soto, los cuatro fueron cuentistas. Es una generación de prosa realmente y es una generación que, resiente más que la del 30 el ELA, porque resiente ese colonialismo descarado que la del 30, cuando se publican los textos a los del 30, no se había llegado a ese momento. Ya en el 50, cuando publican los del 40 o 45, ya se ven las consecuencias de la relación política con EE.UU., ya se ve la inmigración masiva, se ve la ruina económica, se ve la presión, el racismo, se ve la persecución hacia los independentistas, la manipulación de la información, esas campañas de descrédito hacia muchos de ellos. O sea que sí, fue una generación muy distinta.

ENDIKA BASÁÑEZ. Si puerto Rico mantiene el estatus de ELA y la ciudadanía norteamericana ¿por qué cree usted que en los Estados Unidos continentales los autores desplazados sufrieron marginalidad si se trata teóricamente de individuos norteamericanos pertenecientes a una misma nación? Y, precisamente, ¿cómo cree que afectó la firma del ELA en la producción literaria en la

generación del 40?

FERNANDO FELIÚ. Porque fue la concreción de esa relación colonial. Para ellos fue la concreción de, una vez ya se firmara el ELA, no había vuelta atrás: ya estábamos metidos en este barco hasta que nos hundamos. Para ellos fue una fecha clave en su biografía porque la mayoría pertenecen a una ideología bastante liberal, de izquierdas, incluso Pedro Juan soto y José Luis González… este, por cierto, marxista declarado se fue que vivir a México y murió en Puerto Rico -vino a Puerto Rico algunas veces, pero se consideraba mexicano prácticamente-. O sea que el exilio y lo político lo vivieron de una forma mucho más intensa que los del 30, a pesar de que los treintistas había independentistas, como Luis Pales Matos, pero el tema político en ellos fue mucho más patente porque era una realidad inmediata que lo los llevaba a ello, y por supuesto Nueva York, Nueva York de nuevo. El mapa literario puertorriqueño ya se amplía a Nueva York, ya la ruta queda completa. La carreta marca muy bien eso independientemente que el final sea… En fin, La carreta lo marca excepcionalmente bien. Pero es una generación en la que el inglés aparece como aspecto literario, el idioma inglés, las palabras en inglés, expresiones en inglés, nombres de calles en inglés… el inglés aparece ya como parte de la cultura puertorriqueña y la mezcla, el mal llamado spanglish, ese viraje de uno a otro, de un idioma a otro. En ese sentido, creo que la generación del 40 fue radicalmente distinta a la del 30, incluso aventuraron con temas como la homosexualidad, como el cuento al asedio de Emilio Díaz Valcárcel, temas como el loco de la guerra, el veterano de la guerra de Corea, los efectos de la guerra psicológicos y físicos, los tres tocan en ese tema: José Luis González y Pedro Juan y también Emilio Díaz Valcárcel. “Napalm” es un cuento basado precisamente en los estragos psicológicos que causaba esa guerra química. Y el puertorriqueño como carne de cañón, por supuesto.

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Cree usted que en la obra de la generación del 40 existe una ideología a favor de la independencia de Puerto Rico implícita en sus relatos y el conjunto de su obra por extensión?

FERNANDO FELIÚ. Sí, sí, sí, ¡Totalmente! Es un alegato muy anti-estadounidense. Acuérdate también que ese grupo de escritores ve la bomba de Hiroshima. Ya no solamente EE.UU. como el poder colonial que domina Puerto Rico sino ya, en un contexto mucho más amplio, EE.UU. como el gran dictador del siglo XX. Es decir, la bomba de Hiroshima, colocar a Trujillo, colocar a Batista, luego en el 70 colocar a Pinochet, etcétera… Esos son los casos más conocidos, pero hay decenas de otros casos. Ya en el 40 y en el 50 es obvio que EE.UU. ya tiene complejo de policía del mundo en el mal sentido de la palabra. Acuérdate de las campañas de McArthy contra el comité de actividades anti-americana, esta gente reacciona a EE.UU. no solamente como poder colonial que oprime Puerto Rico sino, en un sentido mucho más amplio, como un poder invasor en Cuba, en Puerto Rico, en Guatemala, en Nicaragua… Dios santo, los Chamorro, los Somoza, los pusieron EE.UU. Es una generación ya que tiene un sentido más universalista, ya el jibaro deja de ser tema, ya entonces hay otro tipo de dinámica, es en la ciudad. Hay una marcada influencia de Hemingway, de John Dospassos incluso también del existencialismo de Sartre y de Camus, la frialdad del anonimato en una ciudad en la cual todos somos anónimos. La escritura rescata el anonimato, le da voz al marginado… Este es el caso, sin duda, de Pedro Juan Soto en Spiks.

ENDIKA BASÁÑEZ. La generación del 40 es aún recordada por los hispanistas como un grupo de autores que renovó la cuentística puertorriqueña. ¿Cuáles cree que fueron las mayores influencias que dichos autores recibieron para dar lugar a dicha renovación? ¿Cree que su desplazamiento a los EE.UU. y a Europa fue clave para el proceso de renovación literaria en la su génesis?

FERNANDO FELIÚ. Sí, bueno, son varias preguntas en una. Vamos por partes. Autores que influyeron, que marcaron esta generación, como ya dije -John Dospasos, Hemingway y Faulkner, los tres estadounidenses ¿no? ¿Por qué? Porque los tres, sobre todo Dospasos, tienen Nueva York como tema privilegiado, pero inevitablemente estos son escritores cultos, muy cultos. Son gente que conoce la literatura española, que han leído literatura inglesa, que conocen el caso de René Marqués, de Terency Williams, de Eugene O’Neill. En el caso de los cuentistas, que son todos de los que te comenté antes, pero también por ahí los españoles clásicos. no se puede saltar El Quijote así como que… las influencias son los de siempre, los novelistas de siempre, del XIX y parte del XX, más los existencialistas franceses y también, por qué no, los propios puertorriqueños que ya hay una tradición precedente. O sea, Laguerre, Pedreira, que reaccionan en contra o favor es otra cosa, pero la influencia está ahí. No sé hasta qué punto, Cela, sería interesante ver, Pascual Duarte, … Sí hay conexiones entre la novela Figuraciones en el mes de marzo de Emilio Diaz Valcárcel y Tiempo de silencio, una de las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX.

FALOCENTRISMO EN EL CANON LITERARIO PUERTORRIQUEÑO Y LA PROTESTA DE LAS MINORÍAS

ENDIKA BASÁÑEZ. Anecdóticamente ni en la generación del 30 ni en la del 40 aparece ninguna figura femenina; no obstante, si analizamos la historia de la literatura puertorriqueña encontramos figuras como Julia de Burgos, quien fuera pionera en su obra artística en la introducción de temas feministas avant la lettre para la sociedad puertorriqueña sincrónica y que ha vivido obviada por gran parte de la crítica literaria excluyéndola de toda generación. ¿Por qué cree que las generaciones de escritores puertorriqueños han sido establecidas de forma falocéntrica?

FERNANDO FELIÚ. Buena pregunta y difícil de contestar. Yo creo que la misma respuesta es la misma pregunta. Se han escrito falocéntricamente, ahora ¿por qué? Porque son así y también por otras razones. Muchas de las obras de Julia y Clara Lair, etcétera, y, sobre todo, Marina Arzola -que es una de mis favoritas-, han sido publicadas, pero tampoco han llamado la atención de la crítica, no mucho al menos. […] Es una literatura muy machista, muy paternalista que ha relegado a las escritoras a un segundo plano desde el siglo XIX.

O sea que en ese sentido sí, la incorporación de ellas al canon suele ser problemática y mínima, ¿por qué mínima? Porque se conoce de Julia de Burgos lo de siempre, “Rio grande de Loiza”, “Julia y yo”… poemas así. Sin embargo, para mí lo mejor de Julia es su último libro, El mar y yo, que es el más profundo, es el que menos se conoce. No es que no se conozca, es el que menos se le vincula a ella, se le vincula con lo erótico, con el tema del río, lo erótico, la sexualidad… en la década del 30 y también el perfil de Julia de Burgos no encajaba con el perfil del intelectual. Esta es una mujer pobre, nace en Carolina, prácticamente iba descalza a la Universidad, consiguió estudiar en la Iupi, en la Facultad de educación. pero no fue profesora del Departamento de Estudios Hispánicos. Estuvo un poco ajena a los centros de poder cultural. Fue una figura marginal también por eso. Si hubiera dado clase de Estudios Hispánicos otro hubiera sido el cuento…

ENDIKA BASÁÑEZ. No obstante, su figura actualmente se la recuerda un poco como el inicio y el ocaso de la cultura puertorriqueña porque prácticamente nace cuando aún no se había firmado la ley Foraker y ella muere un año después de que se firma el ELA con lo cual actúa como cierto tótem de la cultura puertorriqueña su figura y su biografía, ¿no cree?

FERNANDO FELIÚ. Ella lo simboliza en gran parte, vive ese afincamiento al colonialismo mediante leyes ¿no? La ley Foraker, particularmente, sí. Luego en la década del 20, la americanización, la década del 30, ya en Nueva York -que ella tiene poemas en Nueva York-. Recuerdo que su biografía es tan triste que incluso, después de muerta, hubo que cortar el cadáver para que cupiera en el ataúd porque ella era una mujer alta, media casi uno ochentayalgo. No cabía en el ataúd, hubo que cortarle las piernas y meterlo todo junto. Y así llegó aquí, mutilada.

ENDIKA BASÁÑEZ. Las protestas a favor de los derechos de las minorías étnicas y sexuales generadas en EE.UU. durante la década de 1960 dieron paso a la reivindicación de la diversidad étnica, racial y cultural de la sociedad estadounidense, ciertamente heterogénea. Según el profesor de la universidad de Nashville William Luis en su Hispanic Caribbean Literature written in the United States dichas protestas resultaron ser un factor clave para la consolidación de la literatura hispanocaribeña escrita en los EE.UU. ¿Cómo cree usted que afectaron dichas protestas para la génesis literaria boricua diaspórica?

FERNANDO FELIÚ. Las protestas en la década de los 60 fueron mundiales, en Puerto Rico también hubo, en el 71 hubo una huelga estudiantil enorme, incluso hubo un muerto. Pero sobre todo los puertorriqueños mientras estudian en el extranjero viven esas protestas. Por ejemplo, las hermanas López-Baralt, Mercedes y Luce, vivieron el Madrid del último franquismo, vieron las cargas de la policía, eso me lo ha dicho Mercedes [López-Baralt], Luis Rafael Sanchez también. Por otro lado, los que estuvieron en Nueva York pues también fueron parte de ese 68, o sea que sí, fueron parte de él, inevitablemente influyeron. En qué medida influyeron ahora mismo no lo puedo precisar, pero sí influyeron porque ellos fueron gran parte de ese movimiento en gran medida, aunque tal vez el 68 les pillo ya con 40 años, no con 20, pero lo vieron desde una posición más racional, más académica, eso no quita que simpatizaran con ella.

ENDIKA BASÁÑEZ. La gran generación de autores de ascendencia puertorriqueña nacidos en Nueva York, así como en otros estados -fundamentalmente de la costa este- dio paso en la segunda mitad del siglo XX a la aparición del grupo étnico-intelectual conocido como nuyorican o neorican. ¿Considera que su producción pertenece a la historia de la literatura puertorriqueña o la ve más próxima por el uso hegemónico del inglés en sus textos y sus materiales narrativos a la historia de la literatura anglo-estadounidense?

FERNANDO FELIÚ. Yo la veo más próxima a la literatura puertorriqueña, es literatura puertorriqueña con los nuyoricans, con esa poesía, esa literatura escrita en Nueva York ocurre un poco con la literatura escrita por los republicanos en el exilio… ¿dónde la colocas? Es una vertiente de, es parte de, es simultánea a… ¿cómo la colocas? Son literaturas que rompen un poco, precisamente por la complejidad de su producción, desde dónde se escribe, hacia quién se dirige…

Plantean un problema de límites territoriales porque no se pueden circunscribir totalmente a la generación del 30 porque tienen rasgos que no encajan con el 30 para nada, pero tampoco encajan con John Dospasos aunque sí se podría incorporar, […] Son muchos de ellos escritores bisagra, que pueden incorporarse en más de una tradición: en la literatura puertorriqueña, en la estadounidense o, más particularmente, en la estadounidense femenina. Santa María Esteve, Nicolás Amor, pero también está por así Sandra Cisneros, que es chicana, pero coincide temporalmente el mismo desarrollo en la década del 70. O sea que sí, yo creo que son textos de muy difícil clasificación, pero, de igual modo, creo que es literatura puertorriqueña. Si es respuesta sí o no: sí. Yo creo que es literatura puertorriqueña. Que se pueda incorporar como literatura estadounidense es otra cosa. De la misma manera los textos del exilio. El contemplado de Pedro Salinas, por ejemplo, es un texto que se escribe mirando al mar en el 42 o 43 ¿está escrita en Puerto Rico? Sí. ¿El objeto es puertorriqueño? Sí. ¿Es literatura puertorriqueña? Hasta cierto punto, sí, aunque esté escrita por un español; en el caso de La Muñeca, de Dulate Sanjurjo, es puertorriqueña sin embargo la novela no dice absolutamente nada, la palabra Puerto Rico ni aparece en la novela, ¿es literatura puertorriqueña? Sí por la autora, pero no por el contenido. O sea que es sumamente difícil de categorizar.

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Cree que la producción neorricana afectó de alguna manera a los autores isleños? ¿Se interesaron estos por la génesis diaspórica estableciendo así una retroalimentación entre la isla y los EE.UU. continentales?

FERNANDO FELIÚ. Sí porque ya hoy, en 2016, desde hace años hay una tradición literaria puertorriqueña en Nueva York. Mi tío fue parte de esa tradición, Alfredo Matilla. La primera antología de poesía nuyorican la compiló, en parte, él mismo, o sea que sí. Y esa gente, esos autores, como Víctor Hernández Cruz marcaron e influyeron directamente sobre todo a un tipo de poesía joven como, por ejemplo, Guillermo Rebollo Gil, que incorporan la oralidad callejera, el tono desfachatado y ese apego por el ritmo musical. O sea que sí, esa generación, ese grupo de los 70, de los 80… Sí. Piri Thomas también marcó un hito, aunque no solo en EE.UU., aquí también. En efecto, la poesía puertorriqueña en Nueva York ha influido directamente en muchos poetas jóvenes, cuando digo jóvenes me refiero a treinta y pico, cuarenta años máximo. Dicho, además, por uno de ellos, Guillermo Rebollo Gil: yo le entrevisté y él lo reconoció. Reconoció que Alfredo Matilla, mi tío, ha marcado su obra profundamente porque él estudió, Guillermo Rebollo Gil, con mi primo, con el hijo de Alfredo Matilla, y a través de mi primo él conoció la obra de estos puertorriqueños en Nueva York y se adentró en ese mundo y él lo rescata y lo incorpora.

EL BOOM DE LA LITERATURA HISPANOAMERICANA EN PUERTO RICO Y LA SITUACIÓN CULTURAL ACTUAL

ENDIKA BASÁÑEZ. ¿Cómo afecto el boom de la literatura latinoamericana de la década de 1960 a la literatura puertorriqueña y, de manera más precisa, a la producción puertorriqueña de la diáspora?

FERNANDO FELIÚ. La hizo más compleja, la complejizó porque la década del 60, García Márquez, Vargas Llosa, Donoso, Cabrera Infante y Fuentes, los más conocidos, fueron muy experimentales. Jugaban con planos temporales y espaciales, desdoblamiento de narradores, se usaba más de un narrador, incluso se usaba un narrador en segunda persona, el tú, lo que es una pequeña obra de arte. O sea que se hizo más compleja la literatura, se complejizo notablemente. Y prueba de ello es La guaracha del macho Camacho: una novela muy intelectual en un sentido, es una novela muy compleja que tiene una estructura muy sofisticada y muy compleja […]. Entonces ahí entró, al menos fue muy importante, el papel de las librerías que difundieron esta literatura, como por ejemplo La tertulia. […] Aquí en Puerto Rico librerías como La tertulia difundieron ese boom de los 60, esos textos, y no solo textos ya tan nominales, la narrativa, sino ya textos de critica cultural, como por ejemplo Para leer el pato Donald. Textos que ya incorporaban el análisis de la cultura popular. Esos textos de esa complejidad, esa crítica cultural ya se ventilaba, ya corría por aquí. Y, por supuesto, lo obvio: han leído a García Márquez… la influencia directa de la lectura no solamente de los intelectuales sino la difusión porque ya eran textos que circulaban, no era nada difícil leer Cien años de soledad en Puerto Rico en aquella época, ni era difícil leer a Carlos Fuentes, la censura no llegaba a tanto. Eran escritores que muchos se conocían, habían compartido congresos, no es que fueran amigos, pero se conocían… entonces el mundo era ancho y ajeno, pero no tanto.

ENDIKA BASÁÑEZ. Mientras en la producción exódica existe un claro predominio del inglés, en la Isla la lengua hegemónica de los textos artísticos es y ha sido el español. ¿Cree que el uso de la lengua española implica un compromiso político de los autores boricuas isleños que se resisten a la trasculturalizacion anglo-estadounidense?

FERNANDO FELIÚ. En gran medida sí, pero más importante que eso es la óptica desde la que se utiliza el español porque también Laguerre usaba el español y no encaja en ese proceso de transculturalización. Sin embargo, Luis Rafael Sánchez usa el español, pero en La guagua aérea incorpora el inglés. Se usa el español como defensa del idioma nuestro, puertorriqueño, el castellano, pero no se utiliza necesariamente para reivindicar una hispanidad pretoriana, como en la generación del 30. Se usa como afirmación de resistencia, pero sin llegar al extremo de caer en el purismo. Ya se dan por sentada expresiones tomadas del inglés: parking, ketchup… hace mucho tiempo se dan por sentadas y son parte del idioma, y no digo del puertorriqueño, son parte del español, en general. En ese sentido, los puertorriqueños somos un poco avant la lettre, la contaminación o incorporación de préstamos lingüísticos del inglés -que yo veo mucho en otros lugares como en Madrid, de hecho cada vez lo veo más en Madrid cuando voy-, aquí eso ya existía desde hace más de un siglo. Como te digo no es que se use el español, es la perspectiva desde la cual se usa, para mí es lo más importante.

Porque todos sabemos hablar español, pero la óptica es muy distinta: la de Laguerre es muy distinta de la de José Luis González y la de José Luis González es distinta a la de Luis Rafael Sánchez, por

ejemplo.

ENDIKA BASÁÑEZ. Pero en el caso de Spiks tenemos una oralidad típicamente puertorriqueña, quizá en ese caso es más explícito la reivindicación identitaria del habla del jíbaro, el campesino que abandona su tierra para dirigirse a San Juan y de allí a Nueva York…

FERNANDO FELIÚ. Sí, claro. Sin olvidarse que Spiks también incorpora frases en inglés porque los personajes están en EE,UU., o sea que tienen que… sería anacrónico, impensable que Pedro Juan escribiera Spiks sin incorporar algún termino en inglés, alguna frase, alguna oración. Muy astuto Pedro Juan incorpora esa modalidad del inglés porque ya es parte de los personajes, es parte de la vida en Nueva York, ese cambio del español al inglés (y viceversa).

ENDIKA BASÁÑEZ. La identidad puertorriqueña resulta un aspecto ciertamente complicado de análisis ya que Puerto Rico es un país latinoamericano bajo una situación geopolítica particular con los EE.UU. desde la guerra hispanoamericana de 1898. ¿Cree que existe una identidad propia y distintiva típicamente puertorriqueña a pesar de que la Isla se halle bajo el estatus del ELA, ergo bajo la influencia cultural de los EE.UU.? ¿Y en este sentido, cuáles serían en su parecer las características distintivas de la identidad boricua?

FERNANDO FELIÚ. Yo creo que sí, yo creo que existe una identidad puertorriqueña. Lo que pasa es que es una identidad bastante diluida por otros factores. Es decir, no es una identidad que se pueda considerar desde el punto de vista literario -la tradición literaria puertorriqueña-, como la argentina o cualquier otra, no es de siglos, es de 150 años y para de contar. Pero si lo vemos así ninguna literatura en ninguna zona hispanoamericana tiene una identidad claramente asentada…

Ahora, si no lo vemos de ese punto de vista y lo vemos por particularidades importantes, entonces, sí. Hay un acento puertorriqueño que no es el acento cubano, hay una idiosincrasia puertorriqueña que no es la idiosincrasia argentina, bonaerense ¿no? La comida, la bebida, incluso la manera de establecer relaciones sociales. Por ejemplo, en Puerto Rico, desgraciadamente, dependemos demasiado del auto mientras que en Buenos Aires, en México, la transportación pública es bastante buena y eso da una apertura, un ritmo de vida muy distinto al que seguimos aquí porque esto se organizó pensando en el auto, prácticamente. La prueba la tienes que en el Viejo San Juan no entra, casi no se puede circular porque las calles nunca se hicieron pensando en automóviles grandes como los de ahora y menos uno grande como el que adquirí para llevar a mis tres hijos. O sea que sí, yo creo que hay una cultura puertorriqueña, decir que no la hay sería una mentira. Uno piensa desde España o desde Europa… uno piensa en Caribe y piensa en Cuba porque Cuba opaca al resto. México y Argentina y Perú opacan también al resto de Hispanoamérica. Pero sí, si trascendemos eso, estoy de acuerdo.

ENDIKA BASÁÑEZ. Textos como En Nueva York y otras desgracias de José Luis González o Spiks de Pedro Juan Soto resultan parlantes per se en cuanto al tratamiento recibido por el puertorriqueño desplazado a Nueva York. ¿Cuál es la difusión de estos textos entre la población isleña? ¿Cree que los sistemas educativos dedican el espacio oportuno para los escritores puertorriqueños de la diáspora?

FERNANDO FELIÚ. Lo dedican, sí, pero muchas veces depende quién, si es la escuela privada o es la escuela pública. Lo dedican, pero muchas veces son textos que, dependiendo del colegio no se pueden incorporar porque hablan mal de EE.UU. o porque dicen coño o porque hay un personaje lésbico o un personaje que es gay. Hay una marginación todavía y el problema de esos textos de la

diáspora es el mismo problema de muchos otros textos, y es que hay una desidia para leer. Quizá en un sentido se lee más que antes porque se lee en la computadora, se lee en el iPhone… pero no se lee necesariamente lo que se debe leer. O sea que yo creo que es el problema de todo que es que la gente no lee, los que leen son una minoría. Una minoría que no sé si cada vez es más o menos, más grande o más pequeña, pero se lee poco. A diferencia de otros países como en España: en Madrid yo veo a la gente leyendo en el metro, aquí no ves tanta gente leyendo en el pequeño metro que tenemos, en el tren urbano. Se lee menos aquí, se lee poco.

ENDIKA BASÁÑEZ. Llegada la década de 1970 autoras puertorriqueñas como Lidia Vega o Carmen Lugo Filippi dan lugar a un corpus textual centrado en materiales narrativos vinculados a la mujer boricua hasta ahora ignorados por gran parte de los autores previos a dicha generación en pro de cuestiones políticas y la búsqueda de una identidad propia bajo el dominio estadounidense. ¿Considera que dicha generación resultó ser primordialmente feminista o el contenido de sus obras resulta tan heterogéneo e implícitamente político como la de sus antecesores?

FERNANDO FELIÚ. Si nos atenemos a las escritoras, Ana Lidia Vega, Carmen Lugo Filippi, la más conocida Rosario Ferré con su Papeles de Pandora, si nos atenemos a ellas: sí, es una generación, es un grupo de escritoras que se distingue por recalcar aspectos de la condición femenina: el aislamiento, la marginación, la sexualidad… por poner unos ejemplos. Ahora, no son únicamente feministas, ese feminismo que proponen muchas veces está vinculado a la política, a una denuncia social que muchas veces rebasa lo puertorriqueño. Ya se critica a los EE.UU., no por haber tirado la ley Foraker sino por la bomba de Hiroshima o por la invasión o por la represión […] Para ellas aislar en feminismo del contexto general amplio sería impensable y yo creo que lo hicieron muy bien, porque yo creo que, aunque toquen lo puertorriqueño, eso es parte también de una forma

global. De hecho, textos como Papeles de Pandora son textos sofisticados porque hay una marcada influencia del boom, son textos que se nota una madurez, se nota un desarrollo, se nota una conciencia de escritor y de escritora… En el 76 aparece La guaracha del macho camacho y aparece Papeles de Pandora y aparece la novela Bingo de Manuel Ramos Otero en Nueva York, un escritor muy bueno y no tan conocido, precisamente, no por su homosexualidad, sino porque estaba fuera del circuito más directo de la Isla.

ENDIKA BASÁÑEZ. Por último, ¿hacia dónde se dirige la literatura puertorriqueña en la actualidad? ¿Cree que ha perdido el matiz político y reivindicativo, en sus diversas causas, hacia un enfoque más comercial?

FERNANDO FELIÚ. En un sentido sí, hay un enfoque más comercial del cual la propia Rosario Ferré cayó en él; La casa en la laguna la publicó en inglés, por ejemplo. También hay una literatura que no es abiertamente política pero sí incluye el tema político de la cotidianidad, pienso en La belleza bruta de Francisco Font Acevedo, pienso en Mundo cruel de Negrón. El tema político está presente ahí pero ya son temas más centrados, el tema político está presente implícitamente no explícitamente, como anteriormente. No por censura ni por nada sino porque muchos se cansaron del tema político abiertamente como Pedro Cabilla lo ha dicho abiertamente que se hartó de la identidad que quería hacer literatura que no tuviera nada que ver con eso, entonces recurre a unos artilugios bastante sofisticados como retomar la fábula o las historias tremendas o historias desalmadas. Por ejemplo, Mayra Santos es una buena escritora, pero quizá publica a veces apresuradamente, comete errores en algunos textos históricos, graves errores. Hay una veta comercial y hay un vedetismo intelectual del que le gusta figurar en televisión, en la radio, hay un cierto vedetismo ahí que a mí me

repatea un poco. “Una revisión histórico-política de la producción literaria puertorriqueña. Entrevista con Fernando Feliú Matilla”. Kamchatka. Revista de análisis cultural 9 (Julio 2017): 207-222.

Rosario Ferré y la Generación del 70: Evolución estética y literaria. Sandra Palmer-López. 2002

La producción literaria de Rosario Ferré, junto a la de otros escritores y escritoras de su época, se cataloga, en la actualidad, bajo el título de la Generación del 70, que siguió la ideología política de los miembros de la Generación del 50.

En “La figura en la alfombra: Nota sobre dos generaciones de narradores puertorriqueños”, Efraín Barradas indica que las figuras principales de la Generación del 50 fueron José Luis González (1926), René Marqués (1919-1979), Pedro Juan Soto (1928) y Emilio Díaz Valcárcel (1930)[1].

Barradas señala que los escritores de la Generación del 50 intentaron destruir en su obra la romantificación que de la isla y su cultura había llevado a cabo la generación literaria anterior[2]. Sobre la literatura puertorriqueña de la primera mitad del siglo XX, Luis O. Zayas señala que ésta mitifica la época decimonona, la isla y al jíbaro puertorriqueño en busca de reafirmación nacional, por lo cual Zayas la categoriza como una literatura de “tradición nativista y mitificante” [3].

Así vemos que, en oposición a este aspecto temático de la literatura de principios de siglo, González, Marqués, Soto y Valcárcel cuestionan y exponen en su obra el trauma social y político que sufre el pueblo puertorriqueño durante las décadas que van de 1940 a 1960, época en que el país sufre una transformación política y sociocultural que, según la ideología de los escritores de la Generación del 50, contribuyó a “la angustia del puertorriqueño[4], quien se encontraba bajo la política colonial que aún rige al país.

En “En torno a la nueva cuentística puertorriqueña”, Edna Acosta-Belén ofrece una descripción del contexto sociopolítico que les tocó vivir a los escritores de la Generación del 50:

“A los escritores de la Generación del 50 les tocó enfrentarse a una época histórica de rápidas transformaciones sociales y políticas en el Puerto Rico de mediados de nuestro siglo –cambios provocados por el reformismo político y social del Partido Popular, la creación del Estado Libre Asociado, y la creciente anexión económica y agresión cultural norteamericanas[5].

Por esta razón, los textos literarios de la Generación del 50 encierran, según lo establecido por Acosta-Belén, una preocupación básica: “la vida del proletariado puertorriqueño en el ambiente urbano[6].

Junto a esta preocupación básica Acosta-Belén menciona otros temas: “La ruralía desplazada y agonizante, el mundo enajenante que surge con la industrialización y urbanización de la isla, la emigración masiva de los puertorriqueños a los Estados Unidos y el creciente poder asimilista de los Estados Unidos en Puerto Rico”[7].

Es decir, que básicamente la producción literaria de los miembros de la Generación del 50 es literatura comprometida social y políticamente. Aún así, la calidad artística de la obra de los escritores de la Generación del 50, especialmente la de René Marqués y José Emilio González, es indiscutible.

Estos escritores no tan sólo llevaron a cabo una renovación temática, sino que también introdujeron “importantes innovaciones técnicas en la narrativa puertorriqueña, tales como el uso de la retrospección o ‘flashback’, el fluir de la conciencia y el monólogo interior, y las corrientes filosóficas del existencialismo y del absurdo”[8].

Por otra parte, durante los años del 60 tuvieron lugar una serie de eventos históricos a nivel mundial que, junto a la realidad sociopolítica e histórica de Puerto Rico, contribuyeron a moldear la conciencia literaria de los jóvenes literatos de la Generación del 70, tales como la Revolución Cubana y su ideología socialista, las protestas en contra del reclutamiento militar obligatorio, la guerra de Vietnam, la denuncia de los hippies en contra de la injusticia social y de ideas arcaicas que dividen al género humano en jerarquías sociales, el resurgimiento del movimiento feminista y, en la literatura, la nueva revolución literaria hispanoamericana bautizada como el “Boom”.

Todos estos factores históricos, sociales y culturales contribuyeron, como ya hemos mencionado, en moldear la conciencia intelectual y literaria de los escritores de la nueva literatura puertorriqueña.

Zayas afirma que los integrantes de la Generación del 70 crecieron en los años de asimilación extranjerizante en Puerto Rico[9]. Según Zayas, desde la década de 1950 en adelante Puerto Rico comienza “la industrialización de la cultura”, creándose así un “extrañamiento del hombre puertorriqueño respecto de su mundo”[10].

Esta movilización industrial y asimilista se profundiza en el momento en que el Partido Popular –que defiende el estatus político del Estado Libre Asociado– pierde, por primera vez, las elecciones en 1967 y el gobernador que estuvo en el poder por veinticinco años, Luis Muñoz Marín, cede su posición política a Luis A. Ferré.

Zayas señala que “en 1971 Luis A. Ferré, gobernador, dice que Puerto Rico es la patria y Estados Unidos es la nación y que por ello hay que sentir como puertorriqueños y pensar como norteamericanos”[11].

Esta dualidad, “sentir como puertorriqueños” y “pensar como norteamericanos”, es decir, la fragmentación de la identidad del pueblo puertorriqueño, es una de las preocupaciones de los nuevos escritores de la Generación del 70.

En sus textos literarios, los integrantes de la nueva literatura puertorriqueña intentan afianzar la identidad nacional, glorificando los sectores y habla populares. Esto los lleva, al igual que a los escritores de la Generación del 50, a la desmitificación del idilio de los escritores de la primera mitad del siglo XX, quienes buscaban la reafirmación de la identidad nacional en el pasado decimonono, el pasado mítico de la época de las haciendas de café y de caña de azúcar, de la economía agrícola de Puerto Rico anterior al cambio de soberanía en 1898[12].

Haciendo eco a las ideas de Zayes podemos asegurar que la Generación del 70 es la generación de la destrucción de mitos arcaicos tanto literarios como sociales[13].

En “Narradores puertorriqueños”, José Alcántara Almanzar categoriza a esta nueva generación literaria como “expresión de desafío abierto al apabullante colonialismo y defensa de los más auténticos valores de la cultura boricua”, añadiendo que “el escritor puertorriqueño es ante todo un lúcido testigo de su tiempo, un hacedor de mundos particulares que no da la espalda a la sociedad sino que va hacia ella para tomar del conjunto lo que más le interesa o le impone su sensibilidad”[14].

En cuanto al rasgo principal de la nueva literatura puertorriqueña, Alcántara Almanzar afirma que es la “autenticidad”, puesto que en esta literatura “se mezclan el testimonio, la crítica y la denuncia sociales con formulaciones subjetivas y oníricas” [15].

En “Nota” Barradas señala que los aires precursores de la nueva generación literaria comenzaron a sentirse en el año de 1966 con la publicación de la colección de cuentos En cuerpo de camisa de Luis Rafael Sánchez, colección que es seguida en 1971 por otras producciones literarias: Concierto de metal para un recuerdo de Manuel Ramos Otero (1950); Cordial magia enemiga de Tomás López Ramírez (1946), y Veinte siglos después del homicidio de Carmelo Rodríguez Torres (1941)[16] .

Aun en este momento precursor, Barradas toma conciencia de que uno de los rasgos más distintivos de la joven generación literaria que la distingue de la Generación del 50 es el “barroquismo lingüístico y su arraigo en lo camp de nuestra cultura popular” y añade que “la nueva generación busca soluciones más imaginativas y fantásticas”, aunque ambas generaciones literarias –la del 50 y del 70– se aúnan por intentar “esclarecer la problemática del hombre puertorriqueño”[17]: su identidad cultural.

Barradas reunió finalmente a los escritores de la Generación del 70 en la antología titulada Apalabramiento: Cuentos puertorriqueños de hoy[18] , generación de la cual sobresalen Rosario Ferré y Luis Rafael Sánchez, precursor y máximo exponente[19].

En la introducción a Apalabramiento Efraín Barradas señala que la cuentística de la nueva generación de escritores puertorriqueños se caracteriza por varios aspectos: por la experimentación con el lenguaje popular, rechazando las normas estéticas y lingüísticas; por un acercamiento general a los sectores marginados de la sociedad nacional, atacando a la clase media; por una identificación con el mundo latinoamericano y caribeño, y por una destacada perspectiva feminista en un esfuerzo constante por erradicar el machismo en nuestra sociedad[20].

Barradas hace la observación de que “[n]o todos los cuentistas de este grupo comparten [los mismos] rasgos aunque, en mayor o menor medida, varios de éstos aparecen en sus obras”, estableciendo, sin embargo, que el rasgo común que los une es “su apalabramiento” [21].

Sobre el apalabramiento de la Generación del 70 como rasgo unificador de los textos literarios de la Generación del 70, Barradas señala en “Estado de cuentas” que es “el interés y la lucha de sus autores por crear un lenguaje literario nuevo y propio”, además de que “todos están conscientes de la necesidad de ir creando una nueva lengua literaria que responda a la realidad social que vivimos” a fin de que “sirva para remediar [todos] los males sociales que afligen a nuestro pueblo”[22].

En “En torno a la nueva cuentística puertorriqueña”, Acosta-Belén se aúna con Barradas para destacar que el uso novedoso del lenguaje es uno de los rasgos más sobresalientes de la nueva literatura puertorriqueña [23].

Zayas afirma también que la “profanación más grande y auténtica” llevada a cabo por Luis Rafael Sánchez y por todos los integrantes de la Generación del 70‚ “es la del lenguaje”[24]. Según Zayas, éste es un lenguaje literario que “[r]ompe con todo el pasado lingüístico hasta hacer añicos cuantos dogmas y normas establecidos”[25].

Aun cuando el lenguaje novedoso apalabramiento– distingue el contexto literario de esta generación, hay otro aspecto que la cataloga como única hasta ese momento en el desarrollo de la literatura puertorriqueña: el aporte de un grupo de escritoras destacadas como nunca antes en el género narrativo.

Barradas y Acosta-Belén señalan que éste es el rasgo más distintivo de la Generación del 70 que la distingue ampliamente de la Generación del 50. Barradas señala que “es imposible descartar y, menos aún, ignorar, la corriente femenina-feminista en nuestro cuento[26].

Esta “corriente femenina-feminista” la componen, entre otras, Rosario Ferré, Magali García Ramis, Carmen Lugo Filipi, Mayra Montero y Ana Lydia Vega, quienes, según Barradas, se interesan por primera vez en la cuentística puertorriqueña en “utilizar incidentes de la vida de la mujer boricua de distintas clases sociales para denunciar a través de sus cuentos la opresión machista que sufre la mujer en nuestra cultura[27].

Acosta-Belén re-afirma, desde una perspectiva feminista, que la presencia femenina en nuestras letras “no es solamente un grito de nuestros tiempos, es prueba fehaciente de que la mujer escritora, que por muchos años se había dedicado al ejercicio poético, al fin ha logrado lanzarse al mundo de la ficción logrando méritos que no pueden ser ignorados por ningún estudioso”[28].

Sin embargo, a pesar de la diferencia temática y lingüística, los escritores de las generaciones del 50 y del 70 se entrelazan ideológicamente: todos están conscientes de la realidad social, política y cultural del Puerto Rico que les ha tocado vivir. Al igual que la producción literaria de los escritores de la Generación del 50, los escritores de la Generación del 70 se preocupan por definir la identidad cultural de Puerto Rico y, además, por denunciar el deterioro asimilista de la clase burguesa.

Así vemos que la literatura puertorriqueña, al igual que la literatura latinoamericana, ha mostrado siempre un carácter político. El escritor puertorriqueño, al igual que el latinoamericano, vive consciente del acontecer político-social del país y presenta esa preocupación en su texto literario. La literatura de la Generación del 70 continúa estas pautas, pero añade otros temas, también de índole política: el conflicto de clases y la situación sojuzgada de la mujer en una sociedad patriarcal.

Todos estos elementos van cogidos de la mano en la obra de Rosario Ferré[29] , especialmente en su primer libro, Papeles de Pandora (1976), en el cual, según Alcántara Almanzar, “explora todo un universo social deformado por el colonialismo, incursionando en la vida de la clase dominante, poniendo al desnudo sus perversiones y progresiva extranjerización”[30].

Alcántara Almanzar señala, además, que Rosario Ferré es una “figura importante de la nueva literatura puertorriqueña”[31]. Aunque la obra de Ferré no refleja la misma temática sociopolítica de los escritores de la Generación del 50, sí refleja una denuncia sociopolítica en contra de la decadente burguesía puertorriqueña[32] colonizada política y psicológicamente.

En 1972 Ferré fundó y dirigió una de las revistas crítico-literarias más importantes de Puerto Rico y de América Latina, Zona de Carga y Descarga (1972-1975), “especializada en la difusión de la nueva literatura puertorriquena” [33].

En “Las revistas literarias: Poesía, política, cultura”, Rubén González señala que “[d]e las revistas literarias publicadas en los años 60 y principios de la década del 70, Zona de Carga y Descarga se mostró como la más abundante en perspectivas, la que desplazaba un mayor dominio sobre el terreno literario puertorriqueño”[34].

En su artículo González menciona que uno de los objetivos principales de los editores de Zona… fue la preocupación por crear un diálogo entre estudiantes, profesores, escritores y críticos literarios a fin de llevar “a la toma de conciencia tanto de nuestra realidad social como de nuestra realidad literaria”[35].

Los jóvenes editores[36] de Zona… insistían en la necesidad de una crítica literaria puertorriqueña que contribuyera en la continuidad de la producción literaria: “[e]s imposible que haya continuidad si no existe el diálogo entre el creador profesional y el crítico”, a fin de que a través de éste se pueda “modular la visión compleja de nuestra realidad”[37].

Señala González que estas críticas a la crítica literaria puertorriqueña suponían y exigían una “revisión de la literatura, un intento de comprensión de la evolución literaria” puertorriqueña[38]. Otro objetivo de Zona… fue el de “determinar la función de la literatura, de la producción cultural como significante en la reorganización de la sociedad”[39].

Es decir, la literatura debía cumplir una función sociopolítica de denuncia y contribuir en la promoción del sentido de identidad nacional y cultural, pero cuidándose de no caer en la “panfletería de fácil compromiso que descuida la forma”[40].

Zona de Carga y Descarga contribuyó también en la discusión y difusión de temas feministas “a favor de la liberación femenina”[41], que en la década de 1970 comenzaba a cristalizarse nuevamente, siendo sobre todo vehículo de expresión en contra de los “tabúes sexuales y religiosos”[42]. Este doble enfoque político se refleja en la obra literaria de Rosario Ferré: la preocupación por la identidad nacional y la situación sociopolítica de la mujer.

Rosario Ferré es una escritora que goza de una amplia educación literaria e intelectual y esto se proyecta en el uso de la intertextualidad en su obra. Elsa R. Arroyo asegura que “[l]os textos de Ferré exigen un lector culto, informado y entrenado en la lectura de textos literarios” y añade que Ferré “se vale de recursos ampliamente desarrollados y experimentados por la tradición literaria occidental”, tales como “técnicas surrealistas” y el “uso de alusiones cultas clásicas y de un cargado lenguaje barroco”[43].

Desde pequeña, Ferré leía con avidez libros de literatura y los cuentos de hadas[44] de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, de William A. Hoffman y de Hans Christian Andersen, género literario que influye profundamente en su obra literaria. Comenzó a escribir poemas a temprana edad y en su juventud publicó varios artículos en el periódico El Día de Puerto Rico[45].

Cursó estudios de bachillerato en literatura inglesa y francesa en Manhattanville College en los Estados Unidos. Obtuvo el título de maestría con especialización en literatura latinoamericana de la Universidad de Puerto Rico en 1982 y el título de doctorado de la Universidad de Maryland en 1987 con una disertación sobre los cuentos de Julio Cortázar[46], publicada en 1999 bajo el título Cortázar: El romántico en su observatorio[47].

Durante los años de maestría tuvo como profesores a varios escritores y críticos literarios de renombre, tales como el escritor Mario Vargas Llosa, el crítico literario Angel Rama y la profesora y crítica literaria puertorriqueña Margot de Arce, personalidades que influyeron en su vocación literaria. Por otro lado, el crítico e historiador de literatura puertorriqueña Francisco Manrique Cabrera fue figura influyente en el desarrollo de su compromiso sociopolítico[48].

En 1976 los cuentos[49]de Rosario Ferré fueron premiados por el Ateneo Puertorriqueño[50] y desde la década de 1980 su obra literaria ha sido publicada en diferentes revistas literarias y antologías de Puerto Rico, de Latinoamérica y de los Estados Unidos[51]. Su obra literaria de carácter ecléctico[52], la cual comunica desde una perspectiva feminista e “histórica una visión crítica de la sociedad puertorriqueña”[53], comprende hasta la fecha una colección de seis poemas narrativos y catorce cuentos, Papeles de Pandora (1976); una colección de cuentos infantiles de varios temas, tales como cuentos de hadas desarrollados desde una perspectiva feminista[54] , El medio pollito (1978), folklóricos y picarescos, Los cuentos de Juan Bobo (1980) y La mona que le pisaron la cola (1981), recopilados en la colección de cuentos Sonatinas (1989); una colección de ensayos biográficos sobre mujeres que destruyeron el mito del eterno femenino a través de su vida y obra, Sitio a Eros (1980); una colección de poemas y narrativa sobre figuras femeninas mitológicas, literarias e históricas, Fábulas de la garza desangrada (1982); una novela corta, “Maldito amor”, publicada con tres cuentos en la colección titulada Maldito amor (1985); una colección de ensayos, El árbol y sus sombras (1989); un libro de crítica literaria, El coloquio de las perras (1990); una colección de poemas y cuentos, Las dos Venecias (1992); una novela, La batalla de las vírgenes (1993); una serie de ensayos de crítica literaria sobre diversos temas y autores, los cuales han aparecido en diferentes revistas literarias y periódicos[55] ; una colección de poemas en gestación que llevará el título El eco de las sombras[56] y una novela publicada en inglés The House on the Lagoon (1995) y en español, La casa en la laguna. Aunque la producción literaria de Rosario Ferré se ramifica a través de diversos géneros literarios, su interés primario radica en el género narrativo del cuento[57].

Debido al rápido reconocimiento en los Estados Unidos de la obra literaria de Rosario Ferré, varios de sus textos han sido traducidos al inglés: algunos de los cuentos de la colección de Papeles de Pandora: “When Women Love Men” (“Cuando las mujeres quieren a los hombres”), “The Youngest Doll” (“La muñeca menor”), “Sleeping Beauty” (“La bella durmiente”) y la colección completa bajo el título The Youngest Doll; la colección de la novela Sweet Diamond Dust (Maldito amor); el cuento infantil “Pico Rico, Mandorico”, y el ensayo “The Write’s Kitchen” (“La cocina de la escritura”)[58]. El cuento “La muñeca menor”, que introduce la colección de Papeles De Pandora, ha sido publicado en la antología Voces de Hispanoamérica y la novela corta «La bella durmiente» de Papeles… ha sido publicada en la antología Ritos de iniciación[59].

Hasta ahora la crítica se ha desvelado en el análisis feminista de su primer libro, Papeles de Pandora (1976). Los comentarios crítico-literarios sobre esta colección de cuentos y poemas han aparecido en tres disertaciones[60] y en varios artículos publicados en diversas revistas literarias[61]. Asimismo, se han publicado comentarios críticos sobre Sitio a Eros (1980), Fábulas de la garza desangrada (1982) y de los cuentos «infantiles»[62].

La obra de Rosario Ferré representa, por lo tanto, un nuevo giro en el devenir histórico de la literatura puertorriqueña, no tan sólo por romper con la tradición del género femenino por excelencia, la poesía[63], sino por la doble posición política que adopta en cuanto a la defensa de la mujer en la sociedad patriarcal y la problemática de identidad nacional.

Podemos afirmar, entonces, que el enfoque temático de la obra de Rosario Ferré se polariza, básicamente, a través de dos vertientes políticas: exponer la situación sociopolítica de la mujer en la sociedad patriarcal y ofrecer la mujer puertorriqueña como alegoría de la situación política de la isla de Puerto Rico.

Tampoco podemos olvidar que el lenguaje de la obra literaria de Rosario Ferré sirve dos funciones políticas desde una perspectiva feminista: cuestionar el canon literario sobre el lenguaje adecuado de la escritora y cuestionar el mito patriarcal del eterno femenino que codifica el habla femenina en general.

La obra de Ferré es comprometida, puesto que cuestiona la superficialidad de la clase burguesa puertorriqueña que contribuye tanto en la asimilación norteamericana como en la prolongación de ideas arcaicas que promueven la sojuzgación social de la mujer[64].

En la producción literaria de Ferré se refleja la teoría feminista de la revisión crítico-literaria, según los postulados de la poeta norteamericana Adrienne Rich. Por ejemplo, en las colecciones de ensayos crítico-literarios, Sitio a Eros (1980) y El coloquio de las perras (1990), Ferré cuestiona varios mitos patriarcales sobre la esencia femenina: el mito de la incapacidad intelectual y literaria de la mujer y el mito del amor como su única temática y finalidad en la vida.

Otro aspecto que Ferré cuestiona, especialmente en el ensayo «El coloquio de las perras», es la imagen equívoca de la mujer en la literatura masculina y el enfoque sexista del canon literario. Estas obras ferrerianas son una alternativa a la literatura tradicional masculina y en ellas encontramos, sintetizada, la ideología feminista y literaria de Rosario Ferré.

Como hemos podido observar, la obra literaria de Rosario Ferré se polariza, hasta la fecha, a través de varios géneros literarios: la novela, la novela corta, el cuento, los poemas narrativos y el ensayo de crítica literaria. Su posición dentro del ámbito literario se bifurca a través de dos ramas opuestas: crítica literaria y escritora de ficción.

Sobre la contribución y posición histórico-literaria de la producción literaria de Rosario Ferré, Julia Gallardo Colón señala: «Her noteworthy literary creation, her experimentation with language and with universal literary trends to re-create in her fiction the Puerto Rican historical environment, while projecting a strong Antillean voice, assures Rosario Ferré a place at the vanguard of Hispanic American Literature[65].


[1] Efraín Barradas, “La figura en la alfombra: Nota sobre dos generaciones de narradores puertorriqueños”, Insula 356-57 (1976):5.

[2] Barradas 5.

[3] Luis O. Zayas, Mito y política en la literatura puertorriqueña (Madrid: Partenon, 1981).

[4] Barradas 5.

[5] Edna Acosta-Belén, “En torno a la nueva cuentística puertorriqueña”, Latin American Research Review 21.2 (1986):220.

[6] Acosta-Belén 221.

[7] Acosta-Belén 221.

[8] Acosta-Belén 221.

[9] Zayas 188.

[10] Zayas 188.

[11] Zayas 189.

[12] Rosario Ferré parodia las novelas de la tierra y el mito de la época de las haciendas de fines del siglo XIX en su novela corta Maldito amor.

[13] Zayas 188-89. “Los escritores de los sesenta que nos acompañan presentan un mundo de profanación de lo sagrado, arte de lo común, de lo homogéneo… Es la muerte del mito…. Para el político todo está bien. Para los hombres de conciencia es un infierno. Por ello vemos que Luis Rafael Sánchez, Carmelo Rodríguez Torres y Rosario Ferré, hija del gobernador, trasuntan mundos infernales, pero vistos como paraísos”.

[14] José Alcántara Almanzar, “Narradores puertorriqueños”, ¡Ahora! 895 (1981):41.

[15] Alcántara Almanzar 41.

[16] Barradas 5.

[17] Barradas 5.

[18] Efraín Barradas, ed., Apalabramiento: Cuentos puertorriqueños de hoy (New Hampshire: Norte, 1983). Barradas tomó el título de su antología de Cuentos puertorriqueños de hoy (Puerto Rico: Cultural, 1975) editada por René Marqués. La antología de Marqués contiene selecciones narrativas de los miembros principales de la Generación del 50: Abelardo Díaz Alfaro, José Luis González, René Marqués, Pedro Juan Soto, Edwin Figueroa, José Luis Vivas, Emilio Díaz Valcárcel, Salvador M. de Jesús

[19] Angel Rama, “Luis Rafael Sánchez y Rosario Ferré: Dos narradores puertorriqueños”, El Universal [Caracas], 19 febrero 1978: 1-2. Angel Rama señala que tanto Sánchez como Ferré han logrado trascender las barreras geográficas del país para integrarse al resto de la literatura latinoamericana.

[20] Barradas, Apalabramiento xvii-xxvii. Al final de su ensayo, Barradas ofrece un resumen de los rasgos distintivos de la obra narrativa de los miembros de la Generación del 70: “Se destacan estas narraciones por la fusión de su voz narrativa y voz de los personajes; por su fascinación por lo histórico entendido en términos estéticos; por la nueva identidad que en ellos se establece con el proletariado puertorriqueño, con el mundo antillano y con el resto de América Latina; por el empleo del lenguaje de las clases económicamente bajas como base para la creación de una lengua literaria propia; por la presentación indirecta de la decadencia de la clase media de raíces decimonónicas; por su aporte de un punto de vista femenino y feminista; por su conciencia de la literatura del texto mismo”.

[21] Barradas, Apalabramiento xxvii. “No todos los cuentistas de este grupo compar- ten [los mismos] rasgos aunque, en mayor o menor medida, varios de éstos aparecen en sus obras. Pero, ¿hay algo que los una a todos?… Creo posible postular correcta- mente la existencia de tal rasgo común: su apalabramiento”.

[22] Efraín Barradas, “Estado de cuentas”, Claridad Suplemento En Rojo [Puerto Rico], 21 junio 1979:8.

[23] Acosta-Belén 220-21señala: «La narrativa puertorriqueña de hoy nos habla en otra lengua, un lenguaje que a pesar de estar enraizado en las modalidades dialectales y en la cultura popular puertorriqueñas trasciende el tradicional calco lingüístico de la ‘manera de hablar’ de los personajes y se convierte en instrumento versátil, metafórico y paródico del narrador».

[24] Zayas 162.

[25] Zayas 162.

[26] Barradas, Apalabramiento xix.

[27] Barradas, Apalabramiento xix.

[28] Acosta-Belén 226.

[29] Rosario Ferré nació en 1942 en Ponce, ciudad de gran prosperidad económica y cultural al sur de Puerto Rico, en el seno de una de las familias más influyentes económica y políticamente del país. Sus primeros años se desarrollaron según “la vida típica de una joven de su clase hasta finales de los años 60, cuando cursa estudios post-graduados en la Universidad de Puerto Rico”. Su padre, Luis A. Ferré, fue uno de los gobernadores de la isla durante el cuatrienio de 1968-1972 por el Partido Nuevo Progresista, de ideología anexionista. Durante esta época, Rosario Ferré militó en las filas del Partido Independentista Puertorriqueño, haciendo pública su posición en cuanto al estatus político de Puerto Rico, posición política que confligía abiertamente con la posición anexionista de don Luis. Durante estos años, Rosario Ferré atrajo bastante crítica social por su posición en cuanto al estatus político de Puerto Rico, por su posición feminista y por su censura literaria en contra de la clase social a la cual pertenecía: la clase burguesa puertorriqueña.

[30] Alcántar Almanzar 41.

[31] Alcántara Almazar 41

[32] Barradas, Apalabramiento xxi.

[33] Lisa E. Davis, “La puertorriqueña dócil y rebelde en los cuentos de Rosario Ferré”, Sin Nombre 9 (1980):83

[34] Rubén González, “Las revistas literarias: Poesía, política, cultura”, Revista de Estudios Hispánicos 13 (1986):103.

[35] Editorial Zona de Carga y Descarga 3 (1973). Citado por R. González 103.

[36] Rubén González menciona a Rosario Ferré en la directiva y a Olga Nolla, Luis César Rivera, Waldo C. Lloreda, Eduardo Forasteri en el comité de redacción. Zona de Carga y Descarga tuvo la colaboración de varias figuras literarias hispanoamericanas de renombre, tales como José Luis González, Severo Sarduy, Mario Vargas Llosa, Luis Rafael Sánchez, José Donoso y Lezama Lima, entre otros.

[37] Editorial, Zona de Carga y Descarga 1 (1972). Citado por R. González 103.

[38] R. González 104.

[39] R. González 105.

[40] R. González 106.

[41] R. González 106.

[42] R. González 106.

[43] Elsa R. Arroyo, “La contracultura, la parodia y lo grotesco: Carnavalización de la literatura en los cuentos de Rosario Ferré y Ana Lydia Vega”, diss., S U New Jersey, 1989, 39.

[44] Rosario Ferré, “El cuento de hadas”, Sin Nombre 2 (1980): 36.

[45] Julia Gallardo Colón, Rosario Ferré, Biographical Dictionary of Hispanic Literature in the USA. Nicholas Kanellos ed. (Greenwood: Greenwood P., 1989): 100.

[46] Marie-Lise Gazarian Gautier, “Entrevista a Rosario Ferré”, Interviews with Latin American Writers (Illinois: Palkey Archive, 1989): 81.

[47] Rosario Ferré, Cortázar: El romántico en su observatorio (Hato Rey, P. R.: Cultural, 1990).

[48] Gallardo Colón 100. “[Manrique Cabrera] unfolded in front of her a cyclical vision of Puerto Rican history and identity”.

[49] Los cuentos de Rosario Ferré aparecieron en las revistas Zona de Carga y Descarga y en Sin Nombre. Ferré recopiló sus cuentos y poemas narrativos en la colección de Papeles de Pandora (México: Mortiz, 1976).

[50] El Ateneo Puertorriqueño es una institución cultural que fue establecida en 1864.

[51] Julia Gallardo Colón señala que selecciones de la producción literaria de Rosario Ferré han aparecido en varias revistas literarias, tales como Zona de Carga y Descarga, Sin Nombre, Vórtice, Novedades, Repertorio Latinoamericano, Escritura, Revista de la Universidad de México y Kenyon Review y en varias antologías, tales como, Novísimos narradores en marcha 1964-1980, ed. de Angel Rama, y Apalabramiento, ed. de Efraín Barradas.

[52] Miguel Angel Zapata, Entrevista, “Rosario Ferré: La poesía de narrar”, Inti: Revista de Literatura Hispánica, 26-27 (1987-88):133. En esta entrevista Rosario Ferré define su producción literaria como “extensamente variada, para no decir ecléctica…”.

[53] Raquel Chang-Rodríguez y Malva E. Filer, eds., Introducción biográfica de Rosario Ferré, Voces de Hispanoamérica: Antología literaria (Boston: Heinle, 1987): 519-20.

[54] Luz María Umpierre-Herrera, “Los cuentos ¿infantiles? de Rosario Ferré: estrategias subversivas”, Nuevas aproximaciones críticas a la literatura puertorriqueña contemporánea (Puerto Rico: Cultural, 1983): 92.

[55] A continuación ofrecemos referencia bibliográfica de algunos de los ensayos críticos de Rosario Ferré: “Oppiano Licario, o la resurrección por la imagen”, Escritura 2 (1976): 319-26; “El cuento de hadas”, Conferencia dictada en el Colegio Universitario del Turabo, Caguas, Puerto Rico, 25 abril 1980; “El cuento de hadas”, Sin Nombre 11:2 (1980): 3-40; “La cocina de la escritura”, Literatures in Transition: The Many Voices of the Caribbean Area: A Symposium, ed. Rose S. Minc (Gaithersburg: Hispamérica, 1982): 37-51; “S/Z, una pregunta que responde y una respuesta que pregunta”, Texto Crítico 30 (1984): 7-12; “Entre Clara y Julia: Dos poetas puertorriqueñas”, Revista Iberoamericana 52:137 (1986): 999-1.006; “Desnuda está, brilla la estrella», Third Woman 3:1-2 (1986): 81-85; «Vargas Llosa o el escribidor», Sin Nombre 9:ii (1986): 86-90; «Felisberto Hernández: La vanguardia de un hombre solo», La Gaceta del Fondo de Cultura Económica 185 (1986): 17-19.

[56] Zapata 136.

[57] Zapata 133-34. En la entrevista con Miguel Angel Zapata, Rosario Ferré señala que se considera «fundamentalmente cuentista». Y añade: «Me gusta, ante todo, contar, y de mi vida se puede decir con razón que he vivivido el ‘cuento’. En Puerto Rico ‘vivir el cuento’ significa no trabajar, ser un parásito de la sociedad, y esto es cierto, ya que el artista es necesariamente un parásito social, pero también por ello es víctima de la sociedad. Los artistas vivimos de representar aquello por lo cual somos luego sacrificados, ya que la sociedad no perdona a quienes les muestran sus defectos, a pesar de necesitarnos para sobrevivir. En realidad todas mis obras son cuentos: mis poemas son cuentos en verso, mi novela Maldito amor son cuatro novelas cortas o cuentos largos unidos por varios temas, mis ensayos tienen siempre un hilo narrativo que resulta más interesante que el análisis técnico, etc. Me gusta llamarme a mí misma ‘cuentista’ en lugar de escritora precisamente porque el término es andrógino. Da igual ser la ‘cuentista’que el ‘cuentista’ pero no la ‘escritora’ o el ‘escritor’… Entre ‘cuentista’ y cuentista’… no hay diferencias ni incompatibilidades porque ambos viven, se nutren, del gozo de contar».

[58] Rosario Ferré, The Youngest Doll, trad. Rosario Ferré (Río Piedras, P. R.: Huracán, 1979; «The Youngest Doll,» trad. Gregory Rabassa, Kenyon Review 2:1 (1980):163-67; Reclaiming Medusa: Short Stories by Contemporary Puerto Rican Women, ed. Diana Vélez, trad. Diana Vélez y Rosario Ferré (San Francisco: Spinster/Aunt Lute, 1988) 27-22; Longman Anthology of World Literature by Women: 1887-1975, eds. Marian Arkin y Barbara Shollar (New York: Longman, 1989): 1.055-1.058; «When Women Love Men», trad. Cynthia Ventura, Contemporary Women Authors of Latin America: Introductory Essays in Translation, eds. Doris Meyer y Margarite Fernández Olmos (Brooklyn: Brooklyn CP, 1983). «The Writer’s Kitchen», trad. Diana L. Vélez, Feminist Studies 12:2 (1986): 227-42. «El abrigo de zorro azul/The Fox Skin Coat», trad. Rosario Ferré, Mester 15.2 (1986): 699-71. «Pico Rico, Mandorico», Reclaiming Medusa: Short Stories by Contemporary Puerto Rican Women, ed. y trad. Diana Vélez (San Francisco: Spinster/Aunt Lute, 1988): 64-72. «Sleepig Beauty,» Reclaiming Medusa, ed. Diana Vélez, trad. Diana Vélez y Rosario Ferré (San Francisco: Spinster/Aunt Lute, 1988): 34-63. Sweet Diamond Dust, trad. Rosario Ferré (New York: Ballantine P., 1988).

[59] Chang-Rodríguez y Filler 520-27. Grínor Rojo y Cynthia Steele, eds., Ritos de iniciación (Boston: Houghton, 1986): 147-213.

[60] Elsa R. Arroyo, «La contracultura, la parodia y lo grotesco: Carnavalización de la literatura en los cuentos de Rosario Ferré y Ana Lydia Vega», diss. S U of New Jersey, 1989. Antonia García-Rodríguez, «Female Feelings of fragmentation in Rosario Ferré’s Papeles de Pandora and Elena Poniatowska’s Hasta no verte Jesús mío», diss. S U of New York, 1988. Ivette López Jiménez, «Escritoras puertorriqueñas del 70: Nuevos caminos», diss. Yale U, 1978.

[61] A continuación ofrecemos, por orden de publicación, varios artículos de análisis crítico sobre Papeles de Pandora: Luz María Umpierre, «Un manifiesto literario: Papeles de Pandora de Rosario Ferré», The Bilingual Review: La Revista Bilingüe 9 (1982): 120-26. Yvette López Jiménez, «‘La muñeca menor’: Ceremonias y transformaciones en un cuento de Rosario Ferré», Explicación de Textos Literarios 11.1 (1982-83): 49-58. María José Chávez, «La alegoría como método en los cuentos y ensayos de Rosario Ferré», Third Woman 2.2 (1984): 64-76. Margarita Fernández-Olmos, «Desde una perspectiva femenina: La cuentística de Rosario Ferré y Ana Lydia Vega», Homines 8.2 (1984-85): 303-11. Lucía Guerra-Cunningham, «Tensiones paradójicas de la femineidad en la narrativa de Rosario Ferré», Chasqui 13.2-3 (1984): 13-25. María Inés Lagos-Pope, «Sumisión y rebeldía: El doble o la representación de la alienación femenina en narraciones de Marta Brunet y Rosario Ferré», Revista Iberoamericana 51 (1985): 731-49.

[62] Margarite Fernández-Olmos, «Constructing Heroines: Rosario Ferré’s ‘Cuentos infantiles’ and Feminine Instruments of Change», The Lion and the Unicorn 10 (1986): 83-94; «Los cuentos infantiles de Rosario Ferré o la fantasía emancipadora», Revista Crítica Literaria Latinoamericana 14.7 (1988):151-63. Juan Gelpi-Pérez, «Especulación, especularidad y remotivación en Fábulas de la garza desangrada de Rosario Ferré», La Chispa: Selected Proceedings, ed. Gilbert Paolini (New Orleans: Tulane U, 1985): 125-32.

[63] María José Chaves, «La alegoría como método en los cuentos y ensayos de Rosario Ferré», Third Woman 2.2 (1984): 64.

[64] Alcántara Almanzar 41-42.

[65] Gallardo Colón 99.

La noche que volvimos a ser gente. José Luis González. 2002

¿Qué si me acuerdo? Se acuerda el Barrio entero si quieres que
te diga la verdad, porque eso no se le va a olvidar ni a Trompoloco,
que ya no es capaz de decir ni dónde enterraron a su mamá hace quince
días. Lo que pasa es que yo te lo puedo contar mejor que nadie por esa
casualidad que tú todavía no sabes. Pero antes vamos a pedir unas
cervezas bien frías porque con esta calor del diablo quién quita que
hasta me falle la memoria.
Ahora sí, salud y pesetas. Y fuerza donde tú sabes. Bueno, pues
de eso ya van cuatro años y si quieres te digo hasta los meses y los días
porque para acordarme no tengo más que mirarle la cara al barrigón,
ése que tú viste ahí en la casa cuando fuiste a procurarme esta mañana.
Sí, el mayorcito, que se llama igual que yo pero que si hubiera nacido
mujercita hubiéramos tenido que ponerle Estrella o Luz María o algo
así. O hasta Milagros, mira, porque aquello fue… Pero si sigo así voy
a contarte el cuento al revés, o sea desde el final y no por el principio,
así que mejor sigo por donde iba.
Bueno, pues la fecha no te la digo porque ya tú la sabes y lo que
te interesa es otra cosa. Entonces resulta que ese día le había dicho yo
al foreman, que era un judío buena persona y ya sabía su poquito de
español, que me diera un overtime porque me iban a hacer falta los
chavos para el parto de mi mujer, que ya estaba en el último mes y no
paraba de sacar cuentas. Que si lo del canastillo, que si lo de la
comadrona… Ah, porque ella estaba empeñada en dar a luz en la casa
y no en la clínica donde los doctores y las norsas no hablan español y
además sale más caro.
Entonces a las cuatro acabé mi primer turno y bajé al come-y-
vete ése del italiano que está ahí enfrente de la factoría. Cuestión de
echarme algo a la barriga hasta que llegara a casa y la mujer me3
recalentara la comida, ¿ves? Bueno, pues me metí un par de hot dogs
con una cerveza mientras le tiraba un vistazo al periódico hispano que
había comprado por la mañana, y en eso, cuando estaba leyendo lo de
un latino que había hecho tasajo a su corteja porque se la estaba pegando
con un chino, en eso, mira, yo no sé si tú crees en esas cosas, pero
como que me entró un presentimiento. O sea que sentí que esa noche
iba a pasar algo grande, algo que no podía decir lo que iba a ser. Yo
digo que uno tiene que creer porque tú me dirás qué tenía que ver lo
del latino y el chino y la corteja con eso que yo empecé a sentir. A
sentir, tú sabes, porque no fue que lo pensara, que eso es distinto.
Bueno, pues acabé de mirar el periódico y volví rápido a la factoría para
empezar el overtime.
Entonces el otro foreman, porque el primero ya se había ido, me
dice: ¿Qué, te piensas hacer millonario para poner un casino en Puerto
Rico? Así, relajando, tú sabes, y vengo yo y le digo, también vacilando:
No, si el casino ya lo tengo. Ahora lo que quiero poner es una fábrica.
Y me dice: ¿Una fábrica de qué? Y le digo: Una fábrica de humo. Y
entonces me pregunta: ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer con el humo? Y yo
bien serio, con una cara de palo que había que ver: ¿Adiós?… ¿y qué
voy a hacer? Enlatarlo para vendérselo a los americanos, que compran
cualquier cosa con tal de que venga en lata. Un vacilón, tú sabes,
porque ese foreman era todavía más buena persona que el otro. Pero
porque le conviene, desde luego: así nos pone de buen humor y nos
saca el jugo en el trabajo. Él se cree que yo no lo sé, pero cualquier día
se lo digo para que vea que uno no es tan ignorante como parece.
Porque esta gente aquí a veces se imagina que uno viene de la última
sínsora y confunde el papel de lija con el papel de inodoro, sobre todo
cuando uno es trigueñito y con la morusa tirando a caracolillo.
Pero, bueno, eso es noticia vieja y lo que tengo que contarte es
otra cosa. Ahora, que la condenada calor sigue y la cerveza ya se nos
acabó. La misma marca, ¿no? Okay. Pues como te iba diciendo, después
que el foreman me quiso vacilar y yo le dejé con las ganas, pegamos a
trabajar en serio. Porque eso sí, aquí la guachafita y el trabajo no son
compadres. Time is money, ya tú sabes. Pegaron a llegarme radios por
el assembly line y yo a meterles los tubos: chan, chan. Sí, yo lo que hacía
entonces era poner los tubos. Dos a cada radio, uno en cada mano.4
Chan, chan. Al principio, cuando no estaba impuesto, a veces se me
pasaba un radio y entonces, ¡muchacho!, tenía que correrle detrás y al
mismo tiempo echarle el ojo al que venía seguido, y creía que me iba a
volver loco. Cuando salía del trabajo sentía como que llevaba un baile
de San Vito en todo el cuerpo. A mí me está que por eso en este país
hay tanto borracho y tanto vicioso. Sí, chico, porque cuando tú quedas
así lo que te pide el cuerpo es un juanetazo de lo que sea, que por lo
general es ron o algo así, y ahí se va acostumbrando uno. Yo digo que
por eso las mujeres se defienden mejor en el trabajo de factoría, porque
ellas se entretienen con el chismorreo y la habladuría y el comentario,
¿ves?, y no se imponen a la bebida.
Bueno, pues ya tenía yo un rato metiendo tubos y pensando
boberías cuando en eso viene el foreman y me dice: Oye, ahí te buscan.
Yo le digo: ¿A quién, a mí? Pues claro, me dice, aquí no hay dos con el
mismo nombre. Entonces pusieron a otro en mi lugar para no parar el
trabajo y ahí voy yo a ver quién era el que me buscaba. Y era
Trompoloco, que no me dice ni qué hubo sino que me espeta: Oye,
que te vayas para tu casa que tu mujer se está pariendo. Sí, hombre, así
de sopetón. Y es que el pobre Trompoloco se cayó del coy allá en
Puerto Rico cuando era chiquito y según decía su mamá, que en paz
descanse, cayó de cabeza y parece que del golpe se le ablandaron los
sesos. Tuvo un tiempo, cuando yo lo conocí aquí en el Barrio, que de
repente se ponía a dar vueltas como loco y no se paraba hasta que se
mareaba y se caía al suelo. De ahí le vino el apodo. Eso sí, nadie abusa
de él porque su mamá era muy buena persona, médium espiritista ella,
tú sabes, y ayudaba a mucha gente y no cobraba. Uno le dejaba lo que
podía, ¿ves?, y si no podía no le dejaba nada. Entonces hay mucha gente
que se ocupa de que Trompoloco no pase necesidades. Porque él
siempre fue huérfano de padre y no tuvo hermanos, así que como quien
dice está solo en el mundo.
Bueno, pues llega Trompoloco y me dice eso y yo digo: Ay, mi
madre, ¿y ahora qué hago? El foreman, que estaba pendiente de lo que
pasaba porque esa gente nunca le pierde ojo a uno en el trabajo, viene
y me pregunta: ¿Cuál es el trouble? Y yo le digo: Que viene a buscarme
porque mi mujer se está pariendo. Y entonces el foreman me dice:
Bueno, ¿y que tú estás esperando? Porque déjame decirte que ese5
foreman también era judío y para los judíos la familia siempre es
primero. En eso no son como los demás americanos, que entre hijos y
padres y entre hermanos se insultan y hasta se dan por cualquier cosa.
Y no sé si será por la clase de vida que la gente lleva en este país.
Siempre corriendo detrás del dólar, como los perros esos del
canódromo que ponen a correr detrás de un conejo de trapo. ¿Tú los
has visto? Acaban echando el bofe y nunca alcanzan al conejo. Eso sí,
les dan comida y los cuidan para que vuelvan a correr al otro día, que
es lo mismo que hacen con la gente, si miras bien la cosa. Así que en
este país todo venimos a ser como perros de carrera.
Bueno, pues cuando el foreman me dijo de qué yo estaba
esperando, le digo: Nada, ponerme el coat y agarrar el subway antes que
mi hijo vaya a llegar y no me encuentre en casa. Contento que estaba
yo ya, ¿sabes?, porque iba ser mi primer hijo y tú sabes cómo es eso. Y
me dice el foreman: No se te vaya a olvidar ponchar la tarjeta para que
cobres la media hora que llevas trabajando, que de ahora palante es
cuando te van a hacer falta los chavos. Y le digo: Cómo no, y agarro el
coat y poncho la tarjeta y le digo a Trompoloco, que estaba parado allí
mirando las máquinas como eslembao: ¡Avanza, Trompo, que vamos a
llegar tarde! Y bajamos las escaleras corriendo para no esperar el
ascensor y llegamos a la acera, que estaba bien crowded porque a esa
hora todavía había gente saliendo del trabajo. Y digo yo: ¡Maldita sea,
y que tocarme la hora del rush! Y Trompoloco que no quería correr:
Espérate, hombre, espérate, que yo quiero comprar un dulce. Bueno,
es que Trompoloco es así, ¿ves?, como un nene. Él sirve para hacer un
mandado, si es algo sencillo, o para lavar unas escaleras en un building
o cualquier cosa que no haya que pensar. Pero si es cuestión de usar la
calculadora, entonces búscate a otro. Así que vengo y le digo: No.
Trompo, qué dulce ni qué carajo. Eso lo compras allá en el Barrio
cuando lleguemos. Y él: No, no, en el Barrio no hay de los que yo
quiero. Esos nada más se consiguen en Brooklyn. Y le digo: Ay, tú estás
loco, y en seguida me arrepiento porque eso es lo único que no se le
puede decir a Trompoloco. Y se para ahí en la acera, más serio que un
chavo de queso, y me dice: No, no, loco no. Y le digo: No, hombre,
si yo no dije loco, yo dije bobo. Lo que pasa es que tú oíste mal.
¡Avanza, que el dulce te lo llevo yo mañana! Y me dice: ¿Seguro que
tú no me dijiste loco? Y yo: ¡Seguro, hombre! Y él: ¿Y mañana me6
llevas dos dulces? Mira, loco y todo lo que tú quieras, pero bien que
sabe aprovecharse. Y a mí casi me entra la risa y le digo: Claro chico,
te llevo hasta tres si quieres. Y entonces vuelve a poner buena cara y
me dice: Está bien, vámonos, pero tres dulces, acuérdate, ¿ah? Y yo,
caminando para la entrada del subway con Trompoloco detrás: Sí,
hombre, tres. Después me dices de cuáles son.
Y bajamos casi corriendo las escaleras y entramos en la estación
con aquel mar de gente que tú sabes cómo es eso. Yo pendiente de que
Trompoloco no se fuera a quedar atrás porque con el apeñuscamiento
y los arrempujones a lo mejor le entraba miedo y quién iba a responder
por él. Cuando viene el tren expreso lo agarro por un brazo y le digo:
Prepárate y echa palante tú también, que si no nos quedamos afuera. Y
él me dice: No te ocupes, y cuando se abre la puerta y salen los que
iban a bajar, nos metemos de frente y quedamos prensados entre aquel
montón de gente que no podíamos ni mover los brazos. Bueno, mejor,
porque así no había que agarrarse de los tubos. Trompoloco iba un
poco azorado porque yo creo que era la primera vez que viajaba en
subway a esa hora, pero como me tenía a mí al lado no había problemas,
y así seguimos hasta Columbus Circle y allí cambiamos de línea porque
teníamos que bajarnos en la 110 y Quinta para llegar a casa, ¿ves?, y ahí
volvimos a quedar como sardinas en lata.
Entonces yo iba contando los minutos, pensando si ya mijo
habría nacido y cómo estaría mi mujer. Y de repente se me ocurre:
Bueno, y yo tan seguro de que va a ser macho y a lo mejor me sale una
chancleta. Tú sabes que uno siempre quiere que el primero sea
hombre. Y la verdad es que eso es un egoísmo de nosotros, porque a
la mamá le conviene más que la mayor sea mujer para que después le
ayude con el trabajo de la casa y la crianza de los hermanitos. Bueno,
pues en eso iba yo pensando y sintiéndome ya muy padre de familia, te
das cuenta, cuando… ¡fuácata, ahí fue! Que se va la luz y el tren
empieza a perder impulso hasta que se queda parado en la mismita
mitad del túnel entre dos estaciones. Bueno, la verdad es que de un
momento no se asustó nadie. Tú sabes que eso de que las luces se
apaguen en el subway no es nada del otro mundo: en seguida vuelven a
prenderse y la gente ni pestañea. Y eso de que el tren se pare un ratito
antes de llegar a una estación tampoco es raro. Así que de momento no7
se asustó nadie. Prendieron las luces de emergencia y todo el mundo
lo más tranquilo. Pero empezó a pasar el tiempo y el tren no se movía.
Y yo pensando: Coño, qué mala suerte, ahora que tenía que llegar
pronto. Pero todavía creyendo que sería cuestión de un ratito, ¿ves? Y
así pasaron como tres minutos más y entonces una señora empezó a
toser. Una señora americana ella, medio viejita, que estaba cerca de
mí. Yo la miré y vi que estaba tosiendo como sin ganas, y pensé: Eso
no es catarro, eso es miedo. Y pasó otro minuto y el tren seguía parado
y entonces la señora le dijo a un muchacho que tenía al lado, un
muchacho alto y rubio él, tofete, con cara como de irlandés, le dijo la
señora: Oiga, joven, ¿a usted esto no le está raro? Y él dijo: No, no se
preocupe, eso no es nada. Pero la señora como que no quedó conforme
y siguió con su tosecita y entonces otros pasajeros empezaron a tratar
de mirar por las ventanillas, pero como no podían moverse bien y con
la oscuridad que había allá afuera, pues no veían nada. Te lo digo
porque yo también traté de mirar y lo único que saqué fue un dolor de
cuello que me duró un buen rato.
Bueno, pues siguió pasando el tiempo y a mí empezó a darme
calambre en una pierna y ahí fue donde me entró el nerviosismo. No,
no por el calambre, sino porque pensé que ya no iba a llegar a tiempo
a casa. Y decía yo para entre mí: No, aquí tiene que haber pasado algo,
ya es demasiado de mucho tiempo que tenemos aquí parados. Y como
no tenía nada que hacer, puse a funcionar el coco y entonces fue que se
me ocurrió lo del suicidio. Bueno, era lo más lógico, ¿por qué no? Tú
sabes que aquí hay muchísima gente que ya no se quieren para nada y
entonces van y se trepan al Empire State y pegan el salto desde allá
arriba y creo que cuando llegan a la calle ya están muertos por el tiempo
que tardan en caer. Bueno, yo no sé, eso es lo que me han dicho. Y hay
otros que le tiran por delante al subway y quedan que hay que recogerlos
con pala. Ah, no, eso sí, a los que brincan desde el Empire State me
imagino que habrá que recogerlos con secante. No, pero en serio,
porque con esas cosas no se debe relajar, a mí se me ocurrió que lo que
había pasado era que alguien se le había tirado debajo al tren que iba
delante de nosotros, y hasta pensé: Bueno, pues que en paz descanse
pero ya me chavó a mí, porque sí que voy a llegar tarde. Ya mi mujer
debe estar pensando que Trompoloco se perdió en el camino o que yo
ando borracho por ahí y no me importa lo que está pasando en casa.8
Porque no es que yo sea muy bebelón, pero de vez en cuando, tú me
entiendes… Bueno, y ya que estamos hablando de eso, y quieres
cambiamos de marca, pero que estén bien frías a ver si se nos acaba de
quitar la calor.
¡Aja! Entonces… ¿por dónde iba yo? Ah sí, estaba pensando en
eso del suicidio y qué sé yo, cuando de repente -¡ran!- vienen y se abren
las puertas del tren. Sí, hombre sí, allí mismo en el túnel. Y como eso,
a la verdad, era una cosa que yo nunca había visto, entonces pensé:
Ahora sí que a la puerca se le entorchó el rabo. Y enseguida veo que
allá abajo frente a la puerta estaban unos como inspectores o algo así
porque tenían uniforme y traían unas linternas de ésas como faroles. Y
nos dice uno de ellos: Take it easy que no hay peligro. Bajen despacio y
sin empujar. Y ahí mismo la gente empezó a bajar y a preguntarle al
mister aquél: ¿Qué es lo que pasa, qué es lo que pasa? Y él: Cuando
estén todos acá abajo les voy a decir. Yo agarré a Trompoloco por el
brazo y le dije: ¿Ya tú oíste? No hay peligro, pero no te vayas a apartar
de mí. Y él me decía que sí con la cabeza, porque yo creo que del susto
se le había ido hasta la voz. No decía nada, pero parecía que los ojos se
le iban a salir de la cara: los tenía como platillos y casi le brillaban en la
oscuridad, como a los gatos.
Bueno, pues fuimos saliendo del tren hasta que no quedó nadie
adentro. Entonces, cuando estuvimos todos alineados allá abajo, los
inspectores empezaron a recorrer la fila que nosotros habíamos
formado y nos fueron explicando, así por grupos, ¿ves?, que lo que
pasaba era que había habido un blackout o sea que se había ido la luz en
toda la ciudad y no se sabía cuándo iba a volver. Entonces la señora de
la tosecita, que había quedado cerca de mí, le preguntó al inspector:
Oiga, ¿y cuándo vamos a salir de aquí? Y él le dijo: Tenemos que
esperar un poco porque hay otros trenes delante de nosotros y no
podemos salir todos a la misma vez. Y ahí pegamos a esperar. Y yo
pensando: Maldita sea mi suerte, mira que tener que pasar esto el día
de hoy, cuando en eso siento que Trompoloco me jala la manga del coat
y me dice bajito, como en secreto: Oye, oye, panita, me estoy meando.
¡Imagínate tú! Lo único que faltaba. Y le digo: Ay, Trompo, bendito,
aguántate, ¿tú no ves que aquí eso es imposible? Y me dice: Pero es que
hace rato que tengo ganas y ya no aguanto más. Entonces me pongo a9
pensar rápido porque aquello era una emergencia, ¿no?, y lo único que
se me ocurre es ir a preguntarle al inspector qué se podía hacer. Le
digo a Trompoloco: Bueno, espérame un momentito, pero no te vayas
a mover de aquí. Y me salgo de la línea y voy y le digo al inspector:
Listen, mister, my friend wanna take a leak, o sea que mi amigo quería
cambiarte el agua al canario. Y me dice, el inspector: Goddamit to helI,
can’t he hold it in a while? Y le digo que eso mismo le había dicho yo,
que se aguantara, pero que ya no podía. Entonces me dice: Bueno, que
lo haga donde pueda, pero que no se aleje mucho. Así que vuelvo
donde Trompoloco y le digo: vente conmigo por ahí atrás, a ver si
encontramos un lugarcito, y pegamos a caminar, pero aquella hilera de
gente no se acaba nunca. Y habíamos caminado un trecho cuando
vuelve a jalarme la manga y dice: Ahora si ya no aguanto, brother.
Entonces le digo: Pues mira, ponte detrás de mí pegadito a la pared,
pero ten cuenta que no me vayas a mojar los zapatos. Y hazlo despacito,
para que no se oiga. Y ni había acabado de hablar cuando oigo aquello
que, bueno, ¿tú sabes cómo hacen eso los caballos? Pues con decirte
que parecía que eran dos caballos en vez de uno. Si yo no sé cómo no
se le había reventado la vejiga. No, una cosa terrible. Yo pensé: Ave
María, éste me va a salpicar hasta el coat. Y mira que era de esos
cortitos, que no llegan ni a la rodilla, porque a mí siempre me ha
gustado estar a la moda, ¿verdad? Y entonces, claro, la gente que estaba
por allí tuvo que darse cuenta y yo oí que empezaron a murmurar. Y
pensé: Menos mal que está oscuro y no nos pueden ver la cara, porque
si se dan cuenta que somos puertorriqueños… Ya tú sabes cómo es el
asunto aquí. Yo pensando todo eso y Trampoloco que no acababa.
¡Cristiano, las cosas que le pasan a uno en este país! Después las cuentas
y la gente no te las cree. Bueno, pues al fin Trompoloco acabó, o por
lo menos eso creí yo porque ya no se oía aquel estrépito que estaba
haciendo, pero pasaba el tiempo y no se movía. Y le digo: Oye, ¿ya tú
acabaste? Y me dice: Sí. Y yo: Pues ya vámonos. Y entonces me sale
con que: Espérate, que me estoy sacudiendo. Mira, ahí fue donde yo
me encocoré. Le digo: Pero, muchacho, ¿eso es una manguera o qué?
¡Camina por ahí si no quieres que esta gente nos sacuda hasta los huesos
después de esta inundación que tú has hecho aquí! Entonces como que
comprendió la situación y me dijo: está bien, está bien, vámonos.10
Pues volvimos adonde estábamos antes y ahí nos quedamos
esperando como media hora más. Yo oía a la gente alrededor de mí
hablando inglés, quejándose y diciendo que qué abuso, que parecía
mentira, que si el alcalde, que si qué sé yo. Y de repente oigo por allá
que alguien dice en español: bueno, para estirar la pata lo mismo da
aquí adentro que allá afuera, y mejor que sea aquí porque así el entierro
tiene que pagarlo el gobierno. Sí, algún boricua que quería hacerse el
gracioso. Yo miré así a ver si lo veía, para decirle que el entierro de él
lo iba a pagar la sociedad protectora de animales, pero en aquella
oscuridad no pude ver quién era. Y lo malo es que el chistecito aquél
me hizo su efecto, no te creas. Porque parado allí sin hacer nada y con
la preocupación que traía yo y todo ese problema, ¿tú sabes lo que me
ocurrió a mí entonces? Imagínate, yo pensé que el inspector nos había
dicho un embuste y que lo que pasaba era que ya había empezado la
tercera guerra mundial. No, no te rías, yo te apuesto que yo no era el
único que estaba pensando eso. Sí, hombre, con todo lo que se pasan
diciendo los periódicos aquí, de que si los rusos y los chinos y hasta los
marcianos en los platillos voladores…, pues claro, ¿y por qué tú te
crees que en este país hay tanto loco? Si ahí en Bellevue ya ni caben y
creo que van a tener que construir otro manicomio.
Bueno, pues en esa barbaridad estaba yo pensando cuando
vienen los inspectores y nos dicen que ya nos tocaba el turno de salir a
nosotros, pero caminando en fila y con calma. Entonces pegamos a
caminar y al fin llegamos a la estación, que era la de la 96. Así que tú
ves, no estábamos tan lejos de casa, pero tampoco tan cerca porque
eran unas cuantas calles las que nos faltaban. Imagínate que eso nos
hubiera pasado en la 28 o algo así. La cagazón, ¿no? Pero, bueno, la
cosa es que llegamos a la estación y le digo a Trompoloco: Avanza y
vamos a salir de aquí. Y subimos las escaleras con todo aquel montón
de gente que parecía un hormiguero cuando tú le echas agua caliente,
y al salir a la calle, ¡ay, Bendito! No, no, tiniebla no, porque estaban
las luces de los carros y eso, ¿verdad? Pero oscuridad si porque ni en la
calle ni en los edificios había una sola luz prendida. Y en eso pasó un
tipo con un radio de esos portátiles, y como iba caminando en la misma
dirección que yo, me le emparejé y me puse a oír lo que estaba diciendo
el radio. Y era lo mismo que nos había dicho el inspector allá abajo en
el túnel, así que ahí se me quitó la preocupación esa de la guerra. Pero

entonces me volvió la otra, la del parto de mi mujer y eso, ¿ves?, y le
digo a Trompoloco: Bueno, paisa, ahora la cosa es en el carro de don
Fernando, un ratito a pie y otro andando, así que a ver quién llega
primero. Y me dice él: Te voy, te voy riéndose, ¿sabes?, como que ya
se había pasado el susto.
Y pegamos a caminar bien ligero porque además estaba haciendo
frío. Y cuando íbamos por la 103 o algo así, pienso yo: Bueno, y si no
hay luz en casa, ¿cómo harán hecho para el parto? A lo mejor tuvieron
que llamar la ambulancia para llevarse a mi mujer a alguna clínica y
ahora yo no voy a saber ni dónde está. Porque, oye, lo que es el día que
uno se levanta de malas… Entonces con esa idea en la cabeza entré yo
en la recta final que parecía un campeón: yo creo que no tardamos ni
cinco minutos de la 103 a casa. Y ahí mismo entro y agarro por aquellas
escaleras oscuras que no veía ni los escalones y… Ah, pero ahora va
empezar lo bueno, lo que tú quieres que yo te cuente porque tú no
estabas en Nueva York ese día, ¿verdad? Okay. Pues entonces vamos a
pedir otras cervecitas porque tengo el gaznate más seco que aquellos
arenales de Salinas donde yo me crié.
Pues como te iba diciendo. Esa noche rompí el récord mundial
de tres pisos de escaleras en la oscuridad. Ya ni sabía si Trompoloco
me venía siguiendo. Cuando llegué frente a la puerta del apartamento
traía la llave en la mano y la metí en la cerradura al primer golpe, como
si la estuviera viendo. Y entonces, cuando abrí la puerta, lo primero
que vi fue que había cuatro velas prendidas en la sala y unas cuantas
vecinas allí sentadas, lo más tranquilas y dándole a la sin hueso que
aquello parecía la olimpiada del bembeteo. Ave María, y es que ése es
el deporte favorito de las mujeres. Yo creo que el día que les prohíban
eso se forma una revolución más grande que la del Fidel Castro. Pero
eso sí, cuando me vieron entrar así de sopetón, les pegué un susto que
se quedaron mudas de repente. Cuantimás que yo ni siquiera dije
buenas noches sino que ahí mismo empecé a preguntar: Oigan ¿y qué
ha pasado con mi mujer? ¿Dónde está? ¿Se la llevaron? Y entonces una
de las señoras viene y me dice: No, hombre, no, ella está ahí adentro
lo más bien. Aquí estábamos comentando que para ser el primer
parto… Y en ese mismo momento oigo aquellos berridos que empezó
a pegar mi hijo allá en el cuarto. Bueno, yo todavía no sabía si era hijo
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o hija, pero lo que si te digo es que gritaba más que Daniel Santos en
sus buenos tiempos. Y entonces le digo a la señora: Con permiso, doña,
y me tiro para el cuarto y abro la puerta y lo primero que veo es aquel
montón de velas prendidas que eso parecía un altar de iglesia. Y la
comadrona allí trajinando con las palanganas y los trompos y esas cosas,
y mi mujer en la cama quietecita, pero con los ojos bien abiertos. Y
cuando me ve dice, así con la voz bien finita: Ay, mi hijo, qué bueno
que llegaste. Yo ya estaba preocupada por ti. Fíjate, bendito, y que
preocupada por mí, ella que era la que acababa de salir de ese brete del
parto. Sí, hombre, las mujeres a veces tienen esas cosas. Yo creo que
por eso es que les aguantamos sus boberías y las queremos tanto,
¿verdad? Entonces yo le iba a explicar el problema del subway y eso,
cuando me dice la comadrona: Oiga, ese muchacho es la misma cara
de usted. Venga a verlo, mire. Y era que estaba ahí en la cama al lado
de mi mujer, pero como eran tan chiquito casi ni se veía. Entonces me
acerco y le miro la carita, que era lo único que se le podía ver porque
ya lo tenían más envuelto que pastel de hoja. Y cuando yo estoy ahí
mirándolo me dice mi mujer: ¿Verdad que salió a ti? Y le digo: Sí, se
parece bastante. Pero yo pensando: No, hombre, ése no se parece a mí
ni a nadie, si lo que parece es un ratón recién nacido. Pero es que así
somos todos cuando llegamos al mundo, ¿no? Y me dice mi mujer:
Pues salió machito, como tú lo querías. Y yo, por decir algo: Bueno, a
ver si la próxima vez formamos la parejita. Yo tratando de que no se
me notara ese orgullo y esa felicidad que yo estaba sintiendo, ¿ves? Y
entonces dice la comadrona: Bueno, ¿y qué nombre le van a poner? Y
dice mi mujer: Pues el mismo del papá, para que no se le vaya a olvidar
que es suyo. Bromeando, tú sabes, pero con su pullita. Y yo le digo:
Bueno, nena, si ése es tu gusto… Y en eso ya mi hijo se había callado y
yo empiezo a oír como una música que venía de la parte de arriba del
building, pero una música que no era de radio ni de disco, ¿ves? Sino
como de un conjunto que estuviera allí mismo, porque a la misma vez
que la música se oía una risería y una conversación de mucha gente. Y
le digo a mi mujer: Adiós, ¿y por ahí hay bachata? Y me dice: Bueno,
yo no sé, pero parece que sí porque hace rato que estamos oyendo eso.
A lo mejor es un party de cumpleaños. Y digo yo: ¿Pero así, sin luz? Y
entonces dice la comadrona: Bueno, a lo mejor hicieron igual que
nosotros, que salimos a comprar velas. Y en eso oigo yo que
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Trompoloco me llama desde la sala: Oye, oye, ven acá. Sí, hombre,
Trompoloco que había llegado después que yo y se había puesto a
averiguar. Entonces salgo y le digo: ¿Qué pasa? Y me dice: Muchacho,
que allá arriba en el rufo está chévere la cosa. Sí, en el rufo, o sea en la
azotea. Y digo yo: Bueno, pues vamos a ver qué es lo que pasa. Yo
todavía sin imaginarme nada, ¿ves?
Entonces agarramos las escaleras y subimos y cuando salgo para
afuera veo que allí estaba casi todo el building: doña Lula la viuda del
primer piso, Cheo el de Aguadilla que había cerrado el cafetín cuando
se fue la luz y se había metido en su casa, las muchachas del segundo
que ni trabajan, ni están en el welfare según las malas lenguas, don Leo
el ministro pentecostal que tiene cuatro hijos aquí y siete en Puerto
Rico, Pipo y los muchachos de doña Lula y uno de los de don Leo, que
ésos eran los que habían formado el conjunto con una guitarra, un
güiro, unas maracas y hasta unos timbales que no sé de dónde los
sacaron porque nunca los había visto por allí. Sí, un cuarteto. Oye, ¡y
sonaba! Cuando yo llegué estaban tocando “Preciosa” y el que cantaba
era Pipo, que tú sabes que es independentista y cuando llegaba a aquella
parte que dice: Preciosa, preciosa te llaman los hijos de la libertad, subía la
voz que yo creo que lo oía hasta en Morovis. Y yo allí parado mirando
a toda aquella gente y oyendo la canción, cuando viene y se me acerca
una de las muchachas del segundo piso, una medio gordita ella que creo
que se llama Mirta, y me dice: Oiga, qué bueno que subió. Vengase
para acá para que se dé un palito. Ah, porque tenían sus botellas y unos
vasitos de cartón allí encima de una silla, y yo no sé si eran de Bacardí
o Don Q, porque desde donde yo estaba no se veía tanto, pero le digo
enseguida a la muchacha: Bueno, si usted me lo ofrece yo acepto con
mucho gusto. Y vamos y me sirve el ron y entonces le pregunto:
Bueno, ¿y por qué es la fiesta, si se puede saber? Y en eso viene doña
Lula, la viuda, y me dice: Adiós, ¿pero usted no se ha fijado? Y yo miro
así como buscando por los lados, pero doña Lula me dice: No, hombre,
cristiano, por ahí no. Mire para arriba. Y cuando yo levanto la cabeza
y miro, me dice: ¿Qué está viendo? Y yo: Pues la luna. Y ella ¿Y qué
más? Y yo: Pues las estrellas. ¡Ave María, muchacho, y ahí fue donde
yo caí en cuenta! Yo creo que doña Lula me lo vio en la cara porque ya
no me dijo nada más. Me puso las dos manos en los hombros y se quedó
mirado ella también, quietecita, como si yo estuviera dormido y ella
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no quisiera despertarme. Porque yo no sé si tú me lo vas a creer, pero
aquello era como un sueño. Había salido una luna de este tamaño, mira,
y amarilla amarilla como si estuviera hecha de oro, y el cielo estaba
todito lleno de estrellas como si todos los cocuyos del mundo se
hubieran subido hasta allá arriba y después se hubieran quedado a
descansar en aquella inmensidad. Igual que en Puerto Rico cualquier
noche del año, pero era que después de tanto tiempo sin poder ver el
cielo, por ese resplandor de las millones de luces eléctricas que se
prenden aquí todas las noches, ya se nos había olvidado que las estrellas
existían. Y entonces, cuando llevábamos yo no sé cuánto tiempo
contemplando aquel milagro, oigo a doña Lula que me dice: Bueno, y
parece que no somos los únicos que estamos celebrando. Y era verdad.
Yo no podía decirte en cuántas azoteas del Barrio se hizo fiesta aquella
noche, pero seguro que fue en unas cuantas, porque cuando el conjunto
de nosotros dejaba de tocar, oíamos clarita la música que llegaba de
otros sitios. Entonces yo pensé muchas cosas. Pensé en mi hijo que
acababa de nacer y en lo que iba a ser su vida aquí, pensé en Puerto
Rico y en los viejos y en todo lo que dejamos allá nada más que por
necesidad, pensé tantas cosas que algunas ya se me han olvidado,
porque tú sabes que la mente es como una pizarra y el tiempo como un
borrador que le pasa por encima cada vez que se nos llena. Pero de lo
que sí me voy a acordar siempre es de lo que le dije yo entonces a doña
Lula, que es lo que te voy a decir ahora para acabar de contarte lo que
tú querías saber. Y es que, según mi pobre manera de entender las
cosas, aquélla fue la noche que volvimos a ser gente.
Tomado de:
El placer de leer y escribir: Antología de lecturas
Editorial Plaza Mayor, 2002

Nace en Santo Domingo, el 8 de marzo 1926. Su padre era
puertorriqueño y su madre, dominicana. Culturalmente, se forma en
Puerto Rico. Estudia un bachillerato en la Universidad de Puerto Rico.
Recibe la Maestría y Doctorado en Filosofía y Letras, en la Universidad
Nacional Autónoma de México.
Fue novelista y cuentista. Según sus críticos sus influencias
principales provienen de Ernest Hemingway, Sartre, Kafka y William
Faulkner. Su prosa es de profundo contenido, pero su discurso es
sencillo, en el lenguaje que todos entienden. No abusa del adjetivo y a
través de la reticencia sigue comunicando después de la palabra escrita.
Algunos de sus trabajos narrativos son: En la sombra (cuentos,
1943); Cinco cuentos de sangre (1945), premiado ese año por el Instituto
de Literatura Puertorriqueña; El hombre en la Calle (cuentos, 1948); En
este lado (1955); Paisa (novela corta de fondo socio-político, 1950);
Mambrú se fue a la guerra (1972); El país de los cuatro pisos y otros ensayos
(1980); Las caricias del tigre (1985); Nueva visita al cuarto piso (1986); La
luna no es de queso (1988).
Vivió en México desde 1953 y le otorgaron la ciudadanía de ese
país en 1955. Fue corresponsal de prensa en Praga, Berlín, París y
Varsovia. Trabajó como profesor en las universidades de Tolouse,
Francia; Guanajuato, México; Universidad de Puerto Rico, Recinto de
Río Piedras, Colegio de Cayey; y en la Universidad Autónoma de
México. Murió en México en 1997.

Estudie teatro en el bachillerato en Artes en 1975. Entrevista con Dimas Castellón

AYUTUXTEPEQUE, 19 de noviembre de 2023 (SIEP) Acompañados por un humeante café, repasamos con Dimas Castellón esta tarde, algunos capítulos iniciales de su larga trayectoria como artista comprometido con las luchas del pueblo salvadoreño por la paz, la democracia y la justicia.

Fíjate que el tercer ciclo lo estudie allá en El Transito, en San Miguel, y cuando estaba por concluir el noveno grado, a finales de 1974, llegaron al pueblo un grupo de estudiantes del Bachillerato en Artes, de San Salvador,  incluido Carlos Humberto Hernández, Noño, que iba ya a 2do. de Bachillerato.

El era hijo de uno de los riquitos del pueblo, que tenía un cine. Y sabes verdad? que Carlos, que era de la JCS,  fue uno de los estudiantes desaparecidos por la represión a la marcha del 30 de julio del 75. Nunca supimos más de él.

Ellos presentaron una obra titulada Esperando al Zurdo, en las que Carlos actuaba. A mi me gustó mucho la obra  que narraba la historia de un revolucionario. Yo desde niño he tenido inclinaciones artísticas, cantar, recitar poemas, actuar, siempre participaba  en la escuela en los actos. Así que cuando terminó la obra aborde a Carlos y le manifesté mi interés en estudiar teatro. El contento, me animó a examinarme.

Y resulta que ellos habían llegado a presentar la obra y al terminar explicaron que era el Bachillerato en Artes  e hicieron un  llamado a los interesados a someterse al examen de admisión. La presentación era un anzuelo para reclutar estudiantes para el CENAR. A mi me entusiasmo mucho al oír esta propuesta. 

Mi papá trabajaba en la industria del café, en un beneficio, era “puntero de café”, o sea un especialista en todos los procesos de esa industria, y no vivía en la casa, cuando tenía seis años se separó de mi mamá, pero nos ayudaba, siempre estaba pendiente de la casa. La familia era mi mamá, un hermano menor Reynaldo y yo. Cuando manifesté en mi casa este interés se me armó un desvergue.

Mi papá se opuso tajantemente, él no quería, lo que él deseaba era que estudiara el bachillerato agrícola para después  poder colocarme en algún beneficio y así asegurarme la vida. 

-Bachillerato en teatro? de eso no se vive! me indicó molesto. Agregó:

-Si para payaso no se estudia!

Pero en la discusión m mamá me apoyo, se puso de mi lado y le dijo:

-Hay déjalo que estudie eso, sí así va ser feliz hay déjalo! 

Ante esto mi papá tuvo que aceptar mi decisión y solo me dijo:

-Ok, te voy ayudar el primer año, para que te convenzas que eso no sirve para nada y el próximo año te metes al bachillerato agrícola.  

Bueno, le acepte el reto. Y fui a San Miguel a examinarme y pase el examen. Entonces mi mamá se comunicó con una hermana mía por parte de mamá, que estaba casada y vivía en San Salvador para que me recibiera, pero a quién le pagaba por casa y comida, era a la suegra de ella.  Ella vivía en Ciudad Delgado, en un lugar que le llaman La calle que va para el río.

En el CENAR de San Salvador

Era la primera vez que visitaba San Salvador y me quede sorprendido, con las luces y la cantidad de vehículos.  En febrero de 1975 se iniciaron las clases, el CENAR quedaba en San Jacinto y el horario escolar iba de siete de la mañana a siete de la noche, jornada completa.

Otra sorpresa fue la vestimenta de mis compañeros de estudio, ponete  a pensar yo llegaba de un pueblo con mis pantalones punta de yuca y me voy encontrando con jóvenes de mi misma edad que tenían largas melenas, vestían con camisas de manta, pantalones acampanados  y de colores psicodélicos, caites de suela de hule de llantas, andaban con grandes carterones de cuero, en fin, todo un choque cultural, me chivié ante estos peludos y caitudos, estos hippies…Y esto que es?

Los primeros días me costó adaptarme y me recluí, tenía pocas amistades, era callado solo me relacionaba con Carlos, pero él ya iba a tercer año.  Uno de mis primeros amigos fue Mariano Espinoza, que venía de Salcoatitán, por cierto Fidel del Sol del Río, aunque es menor en edad es sobrino de Mariano, y fue el quién lo animó a entrar al CENAR.

Debo decirte que cuando vos llegabas ahí al CENAR se te abría la mente el mundo del arte, te volvías un lector de la historia de la humanidad, tu vida te cambiaba y se te abría también el horizonte de la lucha política…En mi caso , hubo un profesor de literatura en tercer ciclo, que era de ANDES 21 de junio y que ya antes me había dejado la semillita de la lucha popular…

Entre los compañeros de mi tanda se encontraba  Rafael Mendoza, Chapel, Jorge Barahona, Cañenguez (sobrina de Dinora Cañenguez), Fernando Segura ( del grupo Tecolote), Julio, Miguel Ángel, José Alberto Cuellar ( de la RN y que fue ajusticiado),  Milton Guzmán ( mimo que falleció en Europa), Ana Cecilia, Cecilia, Carlos ( que esta en Francia), Y un amigo entrañable también Donald Paz.

Entre mis maestros del CENAR estuvieron el Dr. ( de teatro) Oscar Amílcar Flor  (del PCS), profesor de interpretación y dirección teatral; Susan Leight, que fue una alumna aventajada del polaco Jerzi Grotowski, el creador del método del teatro pobre, un teatro basado en el actor, en su trabajo físico y psicológico, ella nos daba expresión oral, dicción, y canto; Leonel Menéndez, que era un teórico de las FPL nos daba Historia del teatro latinoamericano, Carlos Cañas, historia del arte.

Pedro Portillo, nos daba expresión corporal, investigación práctica precolombina, y juegos expresivos; Carlos Velis y Francisco Cabrera nos daban acrobacia; y Manuel Sorto, expresión corporal como puente a investigación teatral.  Es en este materia que surge la propuesta de la obra Los Criollos. Roberto Salomón, era el jefe de teatro, Roberto Galicia de plástica, y la directora del CENAR era Magdalena Aguilar.

Sobre la vestimenta, recordá que yo venía de una familia conservadora de cantón, y luego de pueblo, pero pasadas algunas semanas ya andaba con mis caites y mis pantalones acampanados y el pelo y la barba empezaban a crecer…Al final cambié mi vestimenta.

Con la Juventud Comunista…

Entre mis compañeros se encontraban Alba y Luis Umaña, migueleños, hermanos de Fernando el del Sol del Río… y nos hicimos amigos, y la Alba ni lenta ni perezosa, empezó a reclutarme para la Jotace, para la Juventud Comunista. La Alba, una flaquita chelita, y su hermano eran la que me terapeaban para reclutarme…

Y me pasaban documentos y libros para que los estudiara…primero fue el Materialismo Histórico de la Marta Harnecker, después me dieron el Manifiesto Comunista, y así se fueron yendo, hasta el día de mi juramentación, que la hizo Benito “Mafalda” Lara, estudiante del Celestino Castro, y todo esto fue antes del 30 de julio…Ellos -Alba y Luis-fueron de mis primeros amigos.

Ya en la marcha del 30 de julio participe ya organizado, ya militando…salimos todo el bachillerato en Artes, y fuimos de todas las fuerzas, del PC, de las Efe, del ERP…en la marcha me incorpore al contingente de la UES, cerca de donde iban los de AGEUS, ya tenía una relación con la UES, ya la había visitado junto con Carlos Humberto, había estado en varias actividades…en la marcha habían varios bloques, yo iba en la punta pero al ver a los militares, me replegué hacia el medio, a la altura del Externado..

Y cuando empezó el desvergue que oí la balacera, me regrese preocupado y tome la Gabriela  Mistral hacia el oriente, y luego regrese al puente frente al Seguro donde había sido la represión, y ya estaban lavando  para ocultar la sangre, me metí sobre la calle que hoy es la Juan Pablo, y me encontré con un camión lleno de soldados que traía gente adentro, cadáveres, que venía en sentido contrario, y por otro lado, todavía se veían jóvenes corriendo en los alrededores, para ese momento ya tenía el pelo largo, y decidí seguir el rumbo y enfrentarme al camión, que nos cruzáramos…

Y lo hice, pero se me ocurrió cortar una rosa que estaba en un arriate  y caminar como culero, así como lo oís, estaba haciendo uso de recursos teatrales aprendidos en mis clases, y así lo hice , los soldados reaccionaron haciéndome bromas y tirándome piropos, y uno de ellos me grito: por culero te van a matar! Pero yo estaba haciendo teatro. Luego de este susto me fui para mi casa en Ciudad Delgado.

En octubre ya de vacaciones fui a visitar a mi papá en Chalchuapa, a informarle que había pasado el año  y ver que ondas,  si me iba seguir ayudando. Se sorprendió mucho al ver mi indumentaria. Y me dijo:

-Pareces vago y marihuanero! Pero veo que ya terminaste esa babosada, así que ahora metete al bachillerato agrícola!

Le respondí: papá. Voy a continuar en  mi profesión.

Me respondió: entonces mirá que haces el próximo año.

Lo que significaba que ya no me iba a ayudar. Entonces regrese a San Salvador y me puse a pensar que era lo que iba a hacer y decidí inicialmente buscarme un trabajo. En noviembre fui al CENAR a despedirme de mis profesores y explicarles que ya no iba a seguir estudiando, porque tenía que trabajar.

Me encontré a Roberto Salomón y a Flor. Les conté  mi situación y que el próximo año iba a trabajar para ahorrar y poder continuar mis estudios de teatro un año después.  Y que tenía un primo en Chalchuapa y que para empezar a ahorrar dinero iba a irme a las cortas de café…

Ellos se pusieron a pensar ideas y me indicaron que no me desesperara, que yo era uno de los mejores alumnos del Bachillerato, que la situación se podía resolver, estaba el Círculo estudiantil y que yo por venir del interior del país, calificaba para obtener una beca de residencia, Roberto me ofreció pagarme el almuerzo y cena, y además me consiguieron un trabajo en la escuela de danza, hasta enero de 1976 de ayudar al conserje, me darían 200 colones mensuales. 

Después de eso conseguir un trabajo en una maquila donde trabajaba un primo que me logro meter, porque era allegado al gerente, era en la fabrica Duraflex. Trabajaba de 8 a 12 de la noche, porque estudiaba durante el día, y me pagaban el mínimo.  Fíjate que en esta fábrica a los trabajadores, que la mayoría o toda era de Chalchuapa, se les daba vivienda y comedor, por un precio módico. De este forma pensaban evadir el peligro del sindicalismo, ya que los trabajadores estarían felices de la vida. Pero se equivocaron…

Fíjate que les organice el sindicato. Como yo me quedaba con ellos por la noche empecé a terapiarlos, hacíamos asambleas con todos ellos, les daba charlas para que comprendieran que no obstante la vivienda y comedor, estaban siendo explotados. Y armamos el sindicato, lo vinculamos con el movimiento obrero dirigido por el PC. Pero el dueño se enteró y me echaron, y mi tío también me echó pero puteadas…por desagradecido. Al salir de la fábrica todavía militaba en la JCS.

Entonces empezó otra etapa, me fui a vivir a Los Planes de Renderos, Km. 4 y medio, alquilamos una casa con Donald Paz, y un pintor y musico de nombre Miguel Ángel. La casa quedaba en una bajada…Y ahí vivimos poco tiempo porque los ladrones se nos metieron varias veces  a robar, y se llevaban todo…

En el Bachillerato en Artes  continuaba con  mi segundo año…entre los nuevos maestros se encontraba Dinora Cañenguez, del PC y que recién regresaba de España, nos daba aeróbicos dramáticos; Carlos Vides, que también venía de España y era del PC, nos daba dramaturgia, guion y personaje; la Moisa impartía Historia del teatro, Carmen Castaneda daba retórica, José Ángel Cortes, títeres, mascaras y luminotecnia; Simón Magaña, daba diseño y escenografía.

Luego de dejar la casa en Los Planes me mude donde Manuel Sorto, que vivía en el pasaje Brasilia de la Col. Atlacatl, enfrente de donde vivía el pintor Camilo Minero, que era del PC. La esposa de Manuel era Lyn, inglesa, era su asistente de clase…Y fíjate que fue precisamente Manuel el que me presentó a Tamba, a Carlos Aragón. Manuel era poeta y escritor, y Roberto Salomón fue el que lo llevó al CENAR.  

Fue ahí que lo conocí a Tamba porque era amigo de Manuel, y empezamos a hablar y a  hablar, llevó su guitarra y tocó algunas canciones y fue él el que me influyó para componer ese año mi canción Los Criollos…Y fue él el que me llevó a comunidades para que hiciera teatro  ya que en ese entonces todavía no cantaba…y también Mariano fue con nosotros…Tamba nos explicó acerca de la necesidad de la lucha armada como única vía para derrotar a la dictadura militar…

Fíjate que la idea de montar una obra sobre Los Criollos surge precisamente en la clase de Manuel, el incidió profundamente en nosotros, y es ahí que surge el grupo de teatro Maíz, integrado por Donald, Mariano y mi persona. Milton Guzmán y José Alberto Cuellar no entran al grupo, pero se integra Raúl Cuellar, éramos cuatro. Y Tamba comenzó a atendernos políticamente por separado, para reclutarnos para las Efe, las FPL.   

Grupo de teatro Maíz del BPR

Y Donald se encargo de buscar los contactos con el BPR y en poco tiempo fuimos como Maíz reconocidos como su grupo de teatro oficial, esto fue en la segunda mitad de 1976. Durante todo ese período también hicimos un trabajo serio de investigación  histórica, para el montaje de la obra Los Criollos. Los ensayos los hacíamos en la Feria Internacional. 

Manuel Sorto invitó a su vecino Camilo Minero a ver los ensayos y este que era directivo de UGASAL  propuso que me declararan como “joven promesa del teatro”  porque ellos daban reconocimientos a finales del año a artistas destacados. En pintura propuso a Ney, un joven pintor primitivista.

Y así llegamos al año 1977, mi tercer año de bachillerato en teatro. Como grupo Maíz participábamos con nuestras obras y cantos en marchas, asambleas, concentraciones de los distintos componentes del BPR: obreros, campesinos, maestros, estudiantes universitarios y de secundaria, pobladores de tugurios, etc. Después de cada presentación realizábamos un conversatorio sobre las obras o las canciones.

A finales de 1977, en noviembre, para graduarnos, realizamos la presentación de la obra Los Criollos. Lo hicimos en un Teatro Nacional restaurado, y lo hicimos a petición de su director, Álvaro Menen Desleal, -quien nos explicó que porque se trataba de una obra histórica- y fuimos los que estrenamos la Pequeña sala, para 100 personas. Llegaron muchos invitados  a la presentación y algunos pensaban que íbamos a presentar un panfleto, así que quedaron sorprendidos  por la calidad teatral de la obra y nos felicitaron.

(Seguimos con la creación del MCP…)

El país de cuatro pisos ( Notas para una definición de la cultura puertorriqueña) José Luis González. 1980

Un grupo de jóvenes estudiosos puertorriqueños de las ciencias sociales, egresados en su mayor parte de diversas Facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México y agrupados en Puerto Rico en el Seminario de Estudios Latinoamericanos, me dirigieron hace poco (escribo en septiembre de 1979) la siguiente pregunta: “¿Cómo crees que ha sido afectada la cultura puertorriqueña por la intervención colonialista norteamericana y cómo ves su desarrollo actual?”.

…la historia era propaganda política, tendía a crear

la unidad nacional, es decir, la nación, desde fuera

y contra la tradición, basándose en la literatura,

era un querer ser, no un deber ser porque existieran

ya las condiciones de hecho.

Por esta misma posición suya, los intelectuales

debían distinguirse del pueblo, situarse fuera, crear

o reforzar entre ellos mismos el espíritu de casta, y

en el fondo desconfiar del pueblo, sentirlo extraño,

tenerle miedo, porque en realidad era algo desco-

nocido, una misteriosa hidra de innumerables

cabezas […] Por el contrario… muchos movimien-

tos intelectuales iban dirigidos a modernizar y des-

retorizar la cultura y aproximarla al pueblo, o sea

nacionalizarla. (Nación-pueblo y nación retórica,

podría decirse que son las dos tendencias).

Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (III, 82)

(González, José Luis 1980 “El país de cuatro pisos” en El país de cuatro pisos y otros ensayos (Río Piedras, Puerto Rico: Ediciones Huracán).

Un grupo de jóvenes estudiosos puertorriqueños de las ciencias sociales, egresados en su mayor parte de diversas Facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México y agrupados en Puerto Rico en el Seminario de Estudios Latinoamericanos, me dirigieron hace poco (escribo en septiembre de 1979) la siguiente pregunta: “¿Cómo crees que ha sido afectada la cultura puertorriqueña por la intervención colonialista norteamericana y cómo ves su desarrollo actual?”.

Las líneas que siguen constituyen un intento de respuesta a esa pregunta.

Las he subtitulado “Notas…” porque solo aspiran a enunciar el núcleo de un ensayo de interpretación de la realidad histórico-cultural puertorriqueña que indudablemente requeriría un análisis mucho más detenido y unas conclusiones mucho más razonadas.

Con todo, espero que sean de alguna utilidad para los miembros del seminario y para los demás lectores que las honren con su atención crítica.

* * *

La pregunta, como nos consta a todos, plantea una cuestión importantísima que ha preocupado y sigue preocupando a muchos puertorriqueños comprometidos, desde diversas posiciones ideológicas, con la realidad nacional puertorriqueña y naturalmente interesados en sus proyecciones futuras. Al empezar a contestarla, me he preguntado a la vez qué entienden ustedes —pues sin duda se han enfrentado al problema antes de proponérmelo a mí— por “cultura puertorriqueña”.

Me he dicho que tal vez no sea exactamente lo mismo que entiendo yo, y no me ha parecido arbitrario anticipar esa posibilidad porque tengo plena conciencia de que todo lo que diré a continuación presenta el esbozo de una tesis que contradice muchas de las ideas que la mayoría de los intelectuales puertorriqueños han postulado durante varias décadas como verdades establecidas, y en no pocos casos como auténticos artículos de fe patriótica.

Trataré, pues, de ser lo más explícito posible dentro del breve es-

pacio que me concede la naturaleza de esta respuesta (que, por otra parte, no pretende ser definitiva sino servir tan solo como punto de partida para un diálogo cuya cordialidad, espero, sepa resistir la prueba de cualquier discrepancia legítima y provechosa).

Empezaré, entonces, afirmando mi acuerdo con la idea, sostenida por numerosos sociólogos, de que en el seno de toda sociedad dividida en clases coexisten dos culturas: la cultura de los opresores y la cultura de los oprimidos.

Claro está que esas dos culturas, precisamente porque coexisten, no son compartimientos estancos sino vasos intercomunicantes cuya existencia se caracteriza por una constante influencia mutua. La naturaleza dialéctica de esa relación genera habitualmente la impresión de una homogeneidad esencial que en realidad no existe. Tal homogeneidad solo podría darse, en rigor, en una sociedad sin clases (y aun así, solo después de un largo proceso de consolidación).

En toda sociedad dividida en clases, la relación real entre las dos culturas es una relación de dominación: la cultura de los opresores es la cultura dominante y la cultura de los oprimidos es la cultura dominada. Y la que se presenta como “cultura general”, vale decir como “cultura nacional”, es, naturalmente, la cultura dominante.

Para empezar a dar respuesta a la pregunta que ustedes me hacen resulta necesario, pues, precisar qué era en Puerto Rico la “cultura nacional” a la llegada de los norteamericanos. Pero, para proceder con el mínimo rigor que exige el caso, lo que hay que precisar primero es otra cosa, a saber, ¿qué clase de nación era Puerto Rico en ese momento?

Muchos puertorriqueños, sobra decirlo, se han hecho esa pregunta antes que yo. Y las respuestas que se han dado han sido diversas

y en ocasiones contradictorias. Hablo, claro, de los puertorriqueños que han concebido a Puerto Rico como nación; los que han negado la existencia de la nación tanto en el siglo pasado como en el presente, plantean otro problema que también merece análisis, pero que por ahora debo dejar de lado.

Consideremos, pues, dos ejemplos mayores entre los que nos interesan ahora: Eugenio María de Hostos y Pedro Albizu Campos.

Para Hostos, a la altura misma de 1898, lo que el régimen colonial español había dejado en Puerto Rico era una sociedad “donde se vivía bajo la providencia de la barbarie”; apenas tres décadas más tarde, Albizu definía la realidad social de ese mismo régimen como “la vieja felicidad colectiva”.

¿A qué atribuir esa contradicción extrema entre dos hombres inteligentes y honrados que defendían una misma causa política: la independencia nacional de Puerto Rico? Si reconocemos, como evidentemente estamos obligados a reconocer, que Hostos era el que se apegaba a la verdad histórica y Albizu el que la tergiversaba, y si no queremos incurrir en interpretaciones subjetivas que además de posiblemente erróneas serían injustas, es preciso que busquemos la razón de la contradicción en los procesos históricos que la determinaron y no en la personalidad de quienes la expresaron.

No se trata, pues, de Hostos versus Albizu, sino de una visión histórica versus otra visión histórica.

Empecemos, entonces, por preguntarnos cuál fue la situación que movió a Hostos a apegarse a la verdad histórica en su juicio sobre la realidad puertorriqueña en el momento de la invasión norteamericana. En otras palabras, ¿qué le permitió a Hostos reconocer, sin traicionar por ello su convicción independentista, que a la altura de 1898 “la debilidad individual y social que está a la vista parece que hace incapaz de ayuda a sí mismo a nuestro pueblo”? Lo que le permitió a Hostos esa franqueza crítica fue sin duda su visión del desarrollo histórico de Puerto Rico hasta aquel momento. Esa visión era la de una sociedad en un grado todavía primario de formación nacional y aquejada de enormes males colectivos (los mismos que denunciaba Manuel Zeno Gandía al novelar un “mundo enfermo” y analizaba Salvador Brau en sus “disquisiciones sociológicas”).

Si los separatistas puertorriqueños del siglo pasado, con Ramón Emeterio Betances a la cabeza, creían en la independencia nacional y lucharon por ella, fue porque comprendían que esa independencia era necesaria para llevar adelante y hacer culminar el proceso de formación de la nacionalidad, no porque creyeran que ese proceso hubiera culminado ya.

No confundían la sociología con la política, y sabían que, en el caso de Puerto Rico, como en el de toda Hispanoamérica, la creación de un Estado nacional estaba llamada a ser, no la expresión de una nación definitivamente formada sino el más poderoso y eficaz instrumento para impulsar y completar el proceso de formación nacional.

Ningún país hispanoamericano había llegado a la independencia nacional en el siglo XIX como resultado de la culminación de un proceso de formación nacional, sino por la necesidad de dotarse de un instrumento político y jurídico que asegurara e impulsara el desarrollo de ese proceso.

Ahora bien: el hecho es que los separatistas puertorriqueños no lograron la independencia nacional en el siglo pasado y que todavía hoy muchos independentistas puertorriqueños se preguntan por qué no la lograron. Todavía hay quienes piensan que ello se debió a que una delación hizo abortar la insurrección de Lares, o a que los 500 fusiles que Betances tenía en un barco surto en San Thomas no llegaron a Puerto Rico a tiempo, o a que veinte años después los separatistas puertorriqueños estaban combatiendo en Cuba y no en su propio país, o a quién sabe qué otras “razones” igualmente ajenas a una concepción verdaderamente científica de la historia.

Porque la única razón real de que los separatistas puertorriqueños no lograran la independencia nacional en el siglo XIX fue la que dio, en más de una ocasión, el propio Ramón Emeterio Betances, un revolucionario que después de su primer fracaso adquirió la sana costumbre de no engañarse a sí mismo, y esa razón era, para citar textualmente al padre del separatismo, que “los puertorriqueños no querían la independencia”.

Pero, ¿qué querían decir exactamente esas palabras en boca y en pluma de un hombre como aquel, que nunca aceptó otro destino razonable y justo para su país que la independencia nacional como requisito previo para su ulterior integración en una gran confederación antillana? ¿Quiénes eran “los puertorriqueños” a que aludía Betances y qué significaba eso de “no querer la independencia”?

Él mismo lo explicó en una carta escrita desde Port-au-Prince poco después de la intentona de Lares, en la que atribuía esa derrota al hecho de que “los puertorriqueños ricos nos han abandonado”. A Betances no le hacía falta ser marxista para saber que en su tiempo una revolución anticolonial que no contara con el apoyo de la clase dirigente nativa estaba condenada al fracaso. Y en Puerto Rico esa clase, efectivamente, “no quería la independencia”.

Y no la quería porque no podía quererla, porque su debilidad como clase, determinada fundamentalmente —lo cual no quiere decir exclusivamente— por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad puertorriqueña, no le permitía ir más allá de la aspiración reformista que siempre la caracterizó.

El relativo desarrollo de esas fuerzas productivas, y por consiguiente de la ideología de la clase hacendada y profesional criolla (lo que más se asemejaba entonces a una incipiente burguesía nacional) entre 1868 y 1887 fue lo que determinó el tránsito del asimilismo al autonomismo en la actitud política de esa clase. A lo que nunca pudo llegar esta, ni siquiera en 1898, fue a la convicción de que Puerto Rico era ya una nación capaz de regir sus propios destinos a través de un Estado independiente.

En el caso de Hostos, pues, la aspiración a la independencia no estaba reñida con una apreciación realista de la situación histórica que vivía. Y fue esa apreciación la que lo llevo a dictaminar en 1898, cuando se enfrentó directamente a la realidad del país después de un exilio de varias décadas, que el pueblo puertorriqueño estaba incapacitado para darse un gobierno propio, y a proponer, para superar esa incapacidad, un proyecto de regeneración física y moral cuyas metas podían alcanzarse, si se aprovechaba bien el tiempo, en plazo de veinte años”.

La situación histórica que le tocó vivir a Albizu no se caracterizó tan solo por el escaso desarrollo de la clase dirigente criolla que él quiso movilizar en una lucha independentista, sino por algo todavía peor: por la expropiación, la marginación y el descalabro de esa clase a causa de la irrupción del capitalismo imperialista norteamericano en Puerto Rico.

Ese proceso lo ha explicado muy bien Ángel Quintero Rivera en sus aspectos económico y político, dejando muy en claro que la impotencia de esa clase para enfrentarse con un proyecto histórico progresista al imperialismo norteamericano en razón de su cada vez mayor debilidad económica, la llevó a abandonar su liberalismo decimonónico para asumir el conservadorismo que ha caracterizado su ideología en lo que va de este siglo.

La idealización —vale decir la tergiversación— del pasado histórico ha sido uno de los rasgos típicos de esa ideología. Pedro Albizu Campos fue, sin duda alguna, el portavoz más coherente y consecuente de esa ideología conservadora.

Conservadora en su contenido, pero, en el caso de Albizu, radical en su forma, porque Albizu dio voz especialmente al sector más desesperado (el adjetivo, muy preciso, se lo debo a Juan Antonio Corretjer) de esa clase. Esa desesperación histórica, explicable hasta el punto de que no tendría por qué sorprender a nadie, fue la que obligó a Albizu a tergiversar la verdad refiriéndose al régimen español en Puerto Rico como “la vieja felicidad colectiva”.

Ahora establezcamos la relación que guarda todo esto con el problema de la “cultura nacional” puertorriqueña en nuestros días. Si la sociedad puertorriqueña siempre ha sido una sociedad dividida en clases, y si, como afirmamos al principio, en toda sociedad dividida en clases coexisten dos culturas, la de los opresores y la de los oprimidos, y si lo que se conoce como “cultura nacional” es generalmente la cultura de los opresores, entonces es forzoso reconocer que lo que en Puerto Rico siempre hemos entendido por “cultura nacional” es la cultura producida por la clase de los hacendados y los profesionales a que vengo aludiendo hace rato.

Conviene aclarar, sin embargo, la aplicación de esta terminología de “opresores” y “oprimidos” al caso puertorriqueño, porque es muy cierto que los opresores criollos han sido al mismo tiempo oprimidos por sus dominadores extranjeros.

Eso precisamente es lo que explica que su producción cultural en el siglo pasado, en la medida en que expresaba su lucha contra la dominación española, fuese una producción cultural fundamentalmente progresista, dado el carácter retrogrado, en todos los órdenes, de esa dominación.

Pero esa clase oprimida por la metrópoli era a su vez opresora de la otra clase social puertorriqueña, la clase formada por los esclavos (hasta 1873), los peones y los artesanos (obreros, en rigor, hubo muy pocos en el siglo XIX debido a la inexistencia de industrias modernas propiamente dichas en el país).

La “cultura de los oprimidos”, en Puerto Rico, ha sido y es la cultura producida por esa clase. (Esa cultura, por cierto, solo ha sido estudiada por los intelectuales de la clase dominante como folklore, ese invento de la burguesía europea que tan bien ha servido para escamotear la verdadera significación de la cultura popular). Y de ahora en adelante, para que podamos entendernos sin equívocos, hablemos de “cultura de élite” y de “cultura popular”.

Lo que importa examinar (aunque sea en forma esquemática, por razones de espacio), para responder a la pregunta de ustedes, es en primer término el nacimiento y el desarrollo de cada una de esas culturas. Lo más indicado es empezar por la cultura popular, por la sencilla razón de que fue la que nació primero. Ya es un lugar común decir que esa cultura tiene tres raíces históricas: la taína, la africana y la española.

Lo que no es lugar común, sino todo lo contrario, es afirmar que, de esas tres raíces, la más importante, por razones económicas y sociales, y en consecuencia culturales, es la africana. Es cosa bien sabida que la población indígena de la Isla fue exterminada en unas cuantas décadas por la brutalidad genocida de la conquista (bien sabida como dato, pero indudablemente mal asimilada moral e intelectualmente, a juzgar por el hecho de que la principal avenida de nuestra ciudad capital todavía ostenta el nombre de aquel aventurero codicioso y esclavizador de indios que fue Juan Ponce de León).

El exterminio, desde luego, no impidió la participación de elementos aborígenes en nuestra formación de pueblo; pero me parece claro que esta participación se dio sobre todo a través de los intercambios culturales entre los indígenas y los otros dos grupos étnicos, especialmente el grupo africano y ello por una razón obvia: indios y negros, confinados en el estrato más oprimido de la pirámide social, estuvieron necesariamente más relacionados entre sí, durante el período inicial de la colonización, que con el grupo español dominante.

También es cosa muy sabida, por documentada, que el grupo español, a lo largo de los dos primeros siglos de vida colonial, fue sumamente inestable: recuérdese que en 1534 el gobernador de la colonia daba cuenta de sus afanes por impedir la salida en masa de los pobladores españoles atraídos por las riquezas de Tierra Firme, al punto de que la Isla se veía “tan despoblada, que apenas se ve gente española, sino negros”.

El ingrediente español en la formación de la cultura popular puertorriqueña lo deben haber constituido, fundamentalmente, los labradores (sobre todo canarios), importados cuando los descendientes de los primeros esclavos eran ya puertorriqueños negros. De ahí mi convicción, expresada en varias ocasiones para desconcierto o irritación de algunos, de que los primeros puertorriqueños fueron en realidad los puertorriqueños negros.

No estoy diciendo, por supuesto, que esos primeros puertorriqueños tuvieran un concepto de “patria nacional” (que nadie, por lo demás, tenía ni podía tener en el Puerto Rico de entonces), sino que ellos, por ser los más atados al territorio que habitaban en virtud de su condición de esclavos, difícilmente podían pensar en la posibilidad del hacerse de otro país.

Alguien podía tratar de impugnar este razonamiento aduciendo que varias de las conspiraciones de esclavos que se produjeron en Puerto Rico en el siglo XIX tenían por objeto —según, en todo caso, lo que

afirman los documentos oficiales— huir a Santo Domingo, donde ya se había abolido la esclavitud. Pero no hay que olvidar que muchos de esos movimientos fueron encabezados por esclavos nacidos en África—los llamados bozales— o traídos de otras islas del Caribe, y no por negros criollos, como se les llamaba a los nacidos en la Isla antes de que se les empezara a reconocer como puertorriqueños.

Por lo que toca al campesinado blanco de esos primeros tiempos, o sea los primeros “jíbaros”, lo cierto es que era un campesinado pobre que se vio obligado a adoptar muchos de los hábitos de la vida de los otros pobres que vivían desde antes en el país, vale decir los esclavos. En relación con esto, no está de más señalar que cuando en el Puerto Rico de hoy se habla, por ejemplo, de “comida jíbara”, se está hablando, en realidad de “comida de negros”: plátanos, arroz, bacalao, funche, etc.

Si la “cocina nacional” de todas las islas y las regiones litorales de la cuenca del Caribe es prácticamente la misma por lo que atañe a sus ingredientes esenciales y solo conoce ligeras (aunque en muchos casos imaginativas) variantes combinatorias, pese al hecho de que esos países fueron colonizados por naciones europeas de tan diferentes tradiciones culinarias como la española, la francesa, la inglesa y la holandesa, ello solo puede explicarse, me parece, en virtud de que todos los caribeños —insulares o continentales— comemos y bebemos más bien como negros que como europeos.

Lo mismo o cosa muy análoga cabría decir del “traje regional” puertorriqueño cuyas características todavía no acaban de precisar, que yo sepa, nuestros folkloristas: el hecho es que los campesinos blancos, por imperativo estrictamente económico, tuvieron que cubrirse con los mismos vestidos sencillos, holgados y baratos que usaban los negros.

Los criollos de clase alta, tan pronto como los hubo, tendieron a vestirse a la europea; y la popular guayabera de nuestros días, como podría atestiguar cualquier puertorriqueño memorioso de mi generación, nos llegó hace apenas tres décadas de Cuba, donde fue creada como prenda de uso cotidiano en el medio de los estancieros.

La cultura popular puertorriqueña, de carácter esencialmente afroantillano, nos hizo, durante los tres primeros siglos de nuestra historia pos-colombina, un pueblo caribeño más. El mayoritario sector social que produjo esa cultura produjo también al primer gran personaje histórico puertorriqueño: Miguel Henríquez, un zapatero mestizo que llegó a convertirse, mediante su extraordinaria actividad como contrabandista y corsario, en el hombre más rico de la colonia durante la segunda mitad del siglo XVIII… hasta que las autoridades españolas, alarmadas por su poder, decidieron sacarlo de la Isla y de este mundo.

En el seno de ese mismo sector popular nació nuestro primer artista de importancia: José Campeche, mulato hijo de esclavo “coartado” (es decir, de esclavo que iba comprando su libertad a plazos). Si la sociedad puertorriqueña hubiera evolucionado de entonces en delante de la misma manera que las de otras islas del Caribe, nuestra actual “cultura nacional” sería esa cultura popular y mestiza, primordialmente afroantillana.

Pero la sociedad puertorriqueña no evolucionó de esa manera en los siglos XIX y XX. A principios del XIX, cuando nadie en Puerto Rico pensaba en una “cultura nacional” puertorriqueña, a esa sociedad, por decirlo así, se le echo un segundo piso, social, económico y cultural (y en consecuencia de todo ello, a la larga, político). La construcción y el amueblado de ese segundo piso corrió a cargo, en una primera etapa, de la oleada inmigratoria que volcó sobre la Isla un nutrido contingente de refugiados de las colonias hispanoamericanas en lucha por su independencia, e inmediatamente, al amparo de la Real Cédula de Gracias de 1815, a numerosos extranjeros -ingleses, franceses, holandeses, irlandeses, etc.—; y, en una segunda etapa, a mediados de siglo, de una nueva oleada compuesta fundamentalmente por corsos, mallorquines y catalanes.

Esta última oleada fue la que llevó a cabo, prácticamente, una segunda colonización en la región montañosa del país, apoyada en la institución de la libreta que la dotó de una mano de obra estable y, desde luego, servil.

El mundo de las haciendas cafetaleras, que en el siglo XX vendría a ser mitificado como epítome de la “puertorriqueñidad”, fue en realidad un mundo dominado por extranjeros cuya riqueza se fundó en la expropiación de los antiguos estancieros criollos y en la explotación despiadada de un campesinado nativo que hasta entonces había vivido en una economía de subsistencia.

Un magnífico retrato de ese mundo es el que nos ofrece Fernando Picó (1979). Esos hacendados peninsulares, corsos y mallorquines, fueron, muy naturalmente, uno de los puntales del régimen colonial español. Y la cultura que produjeron fue, por razones igualmente naturales, una cultura señorial y extranjerizante.

Todavía a fines de siglo los hacendados cafetaleros mallorquines hablaban mallorquín entre sí y solo usaban el español para hacerse entender por sus peones puertorriqueños. Y los corsos, como atestiguan no pocos documentos históricos y literarios, fueron vistos como extranjeros, frecuentemente como “franceses”, por el pueblo puertorriqueño hasta bien entrado el siglo XX. Por lo que toca específicamente a los mallorquines, vale la pena llamar la atención sobre un hecho histórico que merecería cierto estudio desde un punto de vista sociocultural: muchos de esos emigrantes eran lo que en Mallorca se conoce como chuetas, o sea descendientes de judíos conversos.

Lo que tengo en mente es lo siguiente: ¿qué actitud social puede generar el hecho de que una minoría discriminada en su lugar de origen se convierta en brevísimo plazo, como consecuencia de una emigración en minoría privilegiada en el lugar adonde emigra?

Lo mismo podría preguntarse, claro, en relación con los inmigrantes corsos, que en su isla natal eran mayormente campesinos analfabetos o semianalfabetos y en Puerto Rico se convirtieron en señores de hacienda en unos cuantos años. La pobreza de la producción cultural de la clase propietaria cafetalera en toda la segunda mitad del siglo XIX (en comparación con la producción cultural de la élite social de la costa) nos habla de un tipo humano y social fundamentalmente inculto, conservador y arrogante, que despreciaba y oprimía al nativo pobre y era a su vez odiado por este. Ese odio es lo que explica, entre otras cosas, las “partidas sediciosas” que en 1898 se lanzaron al asalto de las haciendas de la “altura”.

He dicho 1898, y eso nos sitúa, después de esta necesaria excursión histórica, en el meollo de la pregunta que ustedes me hacen. Comencé diciendo que para precisar qué era en Puerto Rico la “cultura nacional” a la llegada de los norteamericanos, primero había que dilucidar qué clase de nación era Puerto Rico en ese momento.

Pues bien, a la luz de todo lo que llevo dicho no me parece exagerado en modo alguno decir que esa nación estaba tan escindida racial, social, económica y culturalmente que más bien deberíamos hablar de dos naciones. O más exactamente, tal vez de dos formaciones nacionales que no habían tenido tiempo de fundirse en una verdadera síntesis nacional.

No se sobresalte nadie: el fenómeno no es exclusivamente puertorriqueño sino típicamente latinoamericano. En México y en Perú, por ejemplo, todavía se está bregando con el problema de los “varios países”: el país indígena, el país criollo y el país mestizo; en la Argentina es muy conocido el añejo conflicto entre los “criollos viejos” y los inmigrantes y sus descendientes; en Haití es proverbial la pugna entre negros y mulatos, etc.

Todo lo que sucede es que en Puerto Rico se nos ha “vendido” durante más de medio siglo el mito de una homogeneidad social, racial y cultural que ya es tiempo de empezar a desmontar… no para “dividir” al país, como piensan con temor algunos, sino para entenderlo correctamente en su objetiva y real diversidad.

Pensemos en dos tipos puertorriqueños como serían, por ejemplo, un poeta (blanco) de Lares y un estibador (negro o mulato) de Puerta de Tierra, y reconozcamos que la diferencia que existe entre ellos (y que no implica, digámoslo con toda claridad para evitar malos entendidos, que el uno sea “más” puertorriqueño que el otro) es una diferencia de tradición cultural, históricamente determinada, que de ninguna manera debemos subestimar.

A esa diferencia responden dos visiones del mundo —dos Weltanschauungen— contrapuestas en muchos e importantes sentidos. A todos los puertorriqueños pensantes, y especialmente a los independentistas nos preocupa, y con razón, la persistente falta de consenso que exhibe nuestro pueblo por lo que toca a la futura y definitiva organización política del país, o sea al llamado “problema del status”.

En ese sentido, se reconoce mayor reparo la realidad de un “pueblo dividido”. Lo que no hemos logrado hasta ahora es reconocer las causas profundas —vale decir históricas— de esa división.

El independentismo tradicional ha sostenido que tal división no

existía antes de la invasión norteamericana, que bajo el régimen colonial español lo que caracterizaba a la sociedad puertorriqueña era, como decía Albizu, “una homogeneidad entre todos los componentes y un gran sentido social interesado en la recíproca ayuda para la perpetuidad y conservación de la nación, esto es, un sentimiento raigal y unánime de patria”.

Solo la fuerza obnubilante de una ideología radicalmente conservadora podía inducir a semejante visión enajenada de la realidad histórica. Lo que Puerto Rico era en 1898 solo puede definirse, mitologías aparte, como una nación en formación. Así la vio Hostos, y la vio bien. Y si a lo largo del siglo XIX, como llevo dicho, ese proceso de formación nacional sufrió profundos trastornos a causa de dos grandes oleadas inmigratorias que, para insistir en mi metáfora, le echaron un segundo piso a la sociedad puertorriqueña, lo que pasó  en 1898 fue que la invasión norteamericana empezó a echar un tercer piso, sobre el segundo todavía mal amueblado.

Ahora bien: en esa nación en formación, que además, como sabemos o deberíamos saber, estaba dividida no solo en clases sino también en etnias que eran verdaderas castas, coexistían las dos culturas de que vengo hablando desde el principio. Pero, precisamente porque se trataba de una nación en formación, esas dos culturas no eran tampoco bloques homogéneos en sí mismas.

La élite social tenía dos sectores claramente distinguibles: el sector de los hacendados y el sector de los profesionales. Quintero Rivera ha explicado con mucha claridad cómo se diferenciaban ideológicamente esos dos sectores de la élite: más conservador el primero, más liberal el segundo. Por lo que a la producción cultural se refiere, hay que precisar lo siguiente.

La cultura que produjeron los hacendados fue, sobre todo, un modo de vida, señorial y conservador. Los propios hacendados no fueron capaces de expresar y ensalzar literariamente ese modo de vida: de eso tendrían que encargarse, bien entrado ya el siglo XX, sus descendientes venidos a menos como clase (como clase, entiéndase bien, porque individualmente los nietos de los hacendados “arruinados”, convertidos por lo general en profesionales, empresarios o burócratas, disfrutan de un nivel de vida como el que nunca conocieron sus abuelos). Solo a la luz de este enfoque puede entenderse bien, por ejemplo, el contenido ideológico de un texto literario como Los soles truncos, de René Marqués.

La cultura que produjeron los profesionales en el siglo XIX, en cambio, se materializó en obras e instituciones: casi toda nuestra literatura de ese período, el Ateneo, etc. Y en esas obras e instituciones lo que predominó fue la ideología liberal de sus creadores. A

sí pues —y es muy importante aclarar esto para no incurrir en las simplificaciones y confusiones propias de cierto “marxismo” subdesarrollado—, “cultura de clase dirigente” en la sociedad colonial puertorriqueña del siglo XIX no quiere decir precisa ni necesariamente “cultura reaccionaria”. Reaccionarios hubo, sí, entre los puertorriqueños cultos de esa época, pero no fueron los más ni fueron los más característicos.

Los más y los más característicos fueron liberales y progresistas: Alonso, Tapia, Hostos, Brau, Zeno. También los hubo revolucionarios, claro, pero fueron los menos y, además, en muchos casos, característica y reveladoramente, mestizos: piénsese en Betances, en Pachín Marín y en un artesano como Sotero Figueroa que culturalmente alternaba con la élite.

Mestizos fueron también —¿alguien se atreverá a decir que por “casualidad”?— los autonomistas más radicales: piénsese en

Baldorioty y en Barbosa, tan incomprendidos y despreciados por los independentistas conservadores del siglo XX, el uno por “reformista” y el otro por “yankófilo”. ¡Como si la mitad, cuando menos, de los separatistas del XIX no hubieran querido separarse de España solo para poder anexarse después a los Estados Unidos, espejo de democracia republicana para la mayor parte del mundo ilustrado de la época!

Ahí está, para quien quiera estudiarla sin hacerle ascos a la verdad, la historia de la Sección Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en Nueva York, donde los separatistas-independentistas como Sotero Figueroa co-militaron hasta el 98 con los separatistas-anexionistas (será contrasentido gramatical, pero no político) como Todd y Henna (y estos dos apellidos, por cierto, ¿no nos están hablando del “segundo piso” que los inmigrantes le echaron a la sociedad puertorriqueña a principios y mediados del siglo?).

Todo esto parecerá digresión, pero no lo es: la “cultura nacional” puertorriqueña a la altura del 98 estaba hecha de todo eso. Vale decir: expresaba en sus virtudes, en sus debilidades y en sus contradicciones a la clase social que le daba vida. Si esa clase se caracterizaba, como hemos visto, por su debilidad y su inmadurez históricas, ¿podía ser fuerte y madura la cultura producida por ella?

Lo que le daba una fortaleza y una madurez relativa era, sobre todo, dos cosas: 1) el hecho de que tenía sus raíces en una vieja y rica cultura europea (la española), y 2) el hecho de que ya había empezado a imprimir a sus expresiones un sello propio, criollo en un sentido hispanoantillano.

Esto último es innegable, y por eso se equivocan quienes sostienen (o sostenían, cuando menos, hace dos o tres décadas) que no existe una “cultura nacional” puertorriqueña. Pero también se equivocaban

y siguen equivocándose quienes, pasando por alto el carácter clasista de esa cultura, la postulan como la única cultura de todos los puertorriqueños e identifican su deterioro bajo el régimen norteamericano con un supuesto deterioro de la identidad nacional.

Tal manera de ver las cosas no solo confunde la parte con el todo, porque esa cultura ha sido efectivamente parte de lo que en un sentido totalizante puede llamarse “cultura nacional puertorriqueña”, pero no ha sido toda la cultura producida por la sociedad insular; sino que, además, deja de reconocer la existencia de la otra cultura puertorriqueña, la cultura popular que, bajo el régimen colonial norteamericano, no ha sufrido nada que pueda definirse como un deterioro, sino más bien como un desarrollo: un desarrollo accidentado y lleno de vicisitudes, sin duda, pero desarrollo al fin.

Y decir esto no significa hacer una apología del colonialismo norteamericano desde la izquierda, como se obstinan en creer algunos patriotas conservadores, sino simplemente reconocer un hecho histórico: que el desmantelamiento progresivo de la cultura de la élite puertorriqueña bajo el impacto de las transformaciones operadas en la sociedad nacional por el régimen colonial norteamericano ha tenido como consecuencia, más que la “norteamericanización” de esa sociedad, un trastocamiento interno de valores culturales.

El vacío creado por el desmantelamiento de la cultura de los puertorriqueños “de arriba” no ha sido llenado, ni mucho menos, por la intrusión de la cultura norteamericana, sino por el ascenso cada vez más palpable de la cultura de los puertorriqueños “de abajo”.

Ahora bien: ¿por qué y cómo ha sucedido eso? Yo no veo manera

de dar una respuesta válida a esta pregunta como no sea insertando la cuestión en el contexto de la lucha de clases en el seno de la sociedad puertorriqueña. Tiempo sobrado es ya de que empecemos a entender a la luz de una concepción científica de la historia lo que realmente significó para Puerto Rico el cambio de régimen colonial en 1898. Y cuando digo “lo que realmente significó”, quiero decir lo que significó para las diferentes clases sociales de la sociedad puertorriqueña.

Es perfectamente demostrable, porque está perfectamente documentado, que la clase propietaria puertorriqueña acogió la invasión norteamericana, en el momento en que se produjo, con los brazos abiertos.

Todos los portavoces políticos de esa clase saludaron la invasión como la llegada a Puerto Rico de la libertad, la democracia y el progreso, porque todos vieron en ella el preludio de la anexión de Puerto Rico a la nación más rica y poderosa —y más “democrática” no hay que olvidarlo— del planeta. El desencanto solo sobrevino cuando la nueva metrópoli hizo claro que la invasión no implicaba la anexión, no implicaba la participación de la clase propietaria puertorriqueña en el opíparo banquete de la expansiva economía capitalista norteamericana, sino su subordinación colonial a esa economía.

Fue entonces, y solo entonces, cuando nació el “nacionalismo” de esa clase, o, para decirlo con más exactitud, del sector de esa clase cuya debilidad económica le impidió insertarse en la nueva situación. La famosa oposición de José de Diego —es decir, de la clase social que él representaba como presidente de la Cámara de Delegados— a la extensión de la ciudadanía norteamericana a los puertorriqueños se fundaba (como él mismo lo explicó en un discurso que todos los independentistas puertorriqueños deberían leer o releer) en la categórica declaración del presidente Taft de que la ciudadanía no aparejaba la anexión ni una promesa de anexión. Y cuando, además de eso, se hizo evidente que el nuevo régimen económico —o sea la suplantación de la economía de haciendas por una economía de plantaciones— significaba la ruina de la clase hacendada insular y el comienzo de la participación independiente de la clase trabajadora en la vida política del país, la retórica “patriótica” de los hacendados alcanzó tal nivel de demagogia que incluso el sector liberal de los profesionales no vaciló en ridiculizarla y condenarla. Solo así se explican los virulentos ataques de Rosendo Matienzo Cintrón, Nemesio Canales y Luis Llorens Torres a los desplantes “antiimperialistas” de José de Diego, el próspero abogado de la Guánica Central erigido en tonante “Caballero de la Raza”.

Y en directa relación con esto último, permítanme ustedes un paréntesis cuya pertinencia me obliga a no dejarlo en el tintero. La crítica —y “criticar no es censurar, sino ejercitar el criterio”, como decía José Martí— a la ejecutoria política de un personaje histórico de la importancia de José de Diego debe entenderse como un esfuerzo por entender y precisar, con apego a la realidad histórica, las razones que determinaron la conducta de todo un sector de clase de la sociedad puertorriqueña en un momento dado.

Esa conducta ha sido mitificada durante medio siglo por los herederos sociales e ideológicos de ese sector. Quienes respondemos o intentamos responder a los intereses históricos de la otra clase social puertorriqueña, o sea de los trabajadores, no debemos combatir esa mitificación con otra mitificación. Y en ese error, me parece, han incurrido dos estimables investigadores de la historia social puertorriqueña como son Juan Flores y Ricardo Campos (1979), quienes en su trabajo oponen a la mitificada figura del prócer reaccionario José de Diego la figura también mitificada del destacado luchador e ideólogo proletario Ramón Romero Rosa.

Si Flores y Campos hubieran recordado que los santos tienen su lugar en la estera de la religión, pero no en la de la política, no habrían callado el hecho de que Romero Rosa, después de prestarle eminentes servicios a la clase obrera puertorriqueña, acabó por ingresar en el Partido Unionista, que era, como todos sabemos, el partido de la clase adversaria.

Flores y Campos seguramente no carecen de los conocimientos necesarios para explicar este hecho, y por ello precisa- mente es de lamentar que su trabajo, muy atendible por lo demás, se resienta de cierto maniqueísmo que no favorece la justeza esencial de sus planteamientos.

La clase trabajadora puertorriqueña, por su parte, también acogió favorablemente la invasión norteamericana, pero por razones muy distintas de las que animaron en su momento a los hacendados. En la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico los trabajadores vieron la oportunidad de un ajuste de cuentas con la clase propietaria en todos los terrenos.

Y en el terreno cultural, que es el que nos ocupa ahora, ese ajuste de cuentas ha sido el motor principal de los cambios culturales operados en la sociedad puertorriqueña de 1898 hasta nuestros días. La tantas veces denunciada penetración cultural norteamericana en Puerto Rico no deja de ser un hecho, y yo sería el último en negarlo.

Pero, por una parte, me niego a aceptar que esa penetración equivalga a una “transculturación”, es decir a una “norteamericanización” entendida como “despuertorriqueñización” de nuestra sociedad en su conjunto; y, por otra parte, estoy convencido de que las causas y las consecuencias de esa penetración solo pueden entenderse cabalmente en el contexto de la lucha entre las “dos culturas” puertorriqueñas, que no es sino un aspecto de la lucha de clases en el seno de la sociedad nacional.

La llamada “norteamericanización” cultural de Puerto Rico ha tenido dos aspectos dialécticamente vinculados entre sí. Por un lado, ha obedecido desde afuera a una política imperialista encaminada a integrar a la sociedad puertorriqueña —claro está que en condiciones de dependencia— al sistema capitalista norteamericano; pero, por otro lado, ha respondido desde adentro a la lucha de las masas puertorriqueñas contra la hegemonía de la clase propietaria.

La producción cultural de esta clase bajo el régimen colonial español fue, por las razones que ya hemos explicado, una producción cultural de signo liberal-burgués; pero la nueva relación de fuerzas sociales bajo el régimen norteamericano obligó a la clase propietaria, marginada y expropiada en su mayor parte por el capitalismo norteamericano, a abandonar el liberalismo sostenido por su sector profesional y a luchar por la conservación de los valores culturales de su sector hacendado.

El telurismo característico de la literatura producida por la élite puertorriqueña en el siglo XX no responde, como todavía se enseña generalmente en los cursos de literatura puertorriqueña en la Universidad, a una desinteresada y lírica sensibilidad conmovida por las bellezas de nuestro paisaje tropical, sino a una añoranza muy concreta y muy histórica de la tierra perdida, y no de la tierra entendida como símbolo ni como metáfora, sino como medio de producción material cuya propiedad paso a manos extrañas.

En otras palabras: quienes ya no pudieron seguir “volteando la finca” a lomos del tradicional caballo, se dedicaron a hacerlo a lomos de una décima, un cuento o una novela. Y estirando un poco (pero no demasiado) la metáfora, sustituyeron, con el mismo espíritu patriarcal de los “buenos tiempos”, a sus antiguos peones y agregados con sus nuevos lectores.

Lo que complica las cosas, sin embargo, es el hecho de que un

sector importantísimo de los terratenientes en Puerto Rico a la llegada de los norteamericanos no estaba constituido por puertorriqueños sino por españoles, corsos, mallorquines, catalanes, etc. Esos terratenientes eran vistos por las masas puertorriqueñas como lo que eran en realidad: como extranjeros y como explotadores. Su mundo social y cultural era el que añoraban, idealizándolo hasta la mitificación, las tres protagonistas de Los soles truncos.

Y presentar ese mundo como el mundo de la “puertorriqueñidad” enfrentado a la “adulteración” norteamericana, constituye no solo una tergiversación flagrante de la realidad histórica, sino además, y ello es lo verdaderamente grave, una agresión a la puertorriqueñidad de la masa popular cuyos antepasados (en muchos casos cercanos) vivieron en ese mundo como esclavos, como arrimados o como peones.

Entonces, así como sus valores culturales le sirvieron a la clase propietaria para resistir la “norteamericanización”, esa misma “norteamericanización” le ha servido a la masa popular para impugnar y desplazar los valores culturales de la clase propietaria. Pero no solo a la masa popular -y creo que esto es digno de especial señalamiento—, sino incluso a ciertos sectores muy importantes de la misma clase propietaria que han vivido oprimidos en el interior de su propia clase.

Pienso, sobre todo, en las mujeres. ¿A alguien se le ocurrirá negar que el actual movimiento de liberación femenina en Puerto Rico — esencialmente progresista y justo a despecho de todas sus posibles limitaciones— no es en grandísima medida un resultado de la “norteamericanización” de la sociedad puertorriqueña?

El desconocimiento o el menosprecio de estas realidades ha tenido, entre otras, una consecuencia nefasta: la idea, sostenida y difundida por el independentismo tradicional, de que la independencia es necesaria para proteger y apuntalar una identidad cultural nacional que las masas puertorriqueñas nunca han sentido como su verdadera identidad. ¿Por qué esos independentistas han sido acusados, una y otra vez, de querer “volver a los tiempos de España”? ¿Por qué los puertorriqueños pobres y los puertorriqueños negros han escaseado notoriamente en las filas del independentismo tradicional y han abundado, en cambio, en las del anexionismo populista?

El independentismo tradicional suele responder a esta última pregunta diciendo que los puertorriqueños negros partidarios de la anexión están “enajenados” por el régimen colonial.

El razonamiento es el siguiente: si los puertorriqueños negros aspiran a anexarse a una sociedad racista como la norteamericana, esa “aberración” solo puede explicarse en términos de una enajenación.

Pero quienes así razonan ignoran u olvidan una realidad histórica elemental: que la experiencia racial de los puertorriqueños negros no se ha dado dentro de la sociedad norteamericana sino dentro de la sociedad puertorriqueña, es decir, que quienes los han discriminado racialmente en Puerto Rico no han sido los norteamericanos sino los puertorriqueños blancos, muchos de los cuales, además, se enorgullecen de su ascendencia extranjera: española, corsa, mallorquina, etc.

Lo que un puertorriqueño negro, y un puertorriqueño pobre aunque sea blanco —y nadie ignora que la proporción de pobres entre los negros siempre ha sido muy superior a la proporción entre blancos, entienden por “volver a los tiempos de España”, es volver a una sociedad en la que el sector blanco y propietario de la población siempre oprimió y despreció al sector no-blanco y no-propietario. Pues, en efecto,

¿cuántos puertorriqueños negros o pobres podían participar, aunque solo fuera como simples electores, en la vida política puertorriqueña en tiempos de España? Para ser elector, en aquellos tiempos, había que ser propietario o contribuyente, además de saber leer y escribir, ¿y cuántos puertorriqueños negros o pobres podían satisfacer esos requisitos?

Y no digamos lo que le costaba a un negro llegar a ser dirigente político. Barbosa, claro. ¿Y quién más? Pero, además, no era Barbosa a secas, sino el doctor Barbosa. ¿Y dónde se hizo médico Barbosa?

No en Puerto Rico (donde España nunca permitió la fundación de una universidad), ni en la propia España (donde los puertorriqueños que estudiaban eran los hijos de los hacendados y los profesionales blancos), sino en los Estados Unidos, en Michigan por más señas, un estado norteño y de vieja tradición abolicionista, lo cual explica fácilmente muchas cosas que los independentistas tradicionales nunca han podido entender en relación con Barbosa y su anexionismo.

Pues bien: si el independentismo tradicional puertorriqueño en el siglo XX ha sido —en lo político, en lo social y en lo cultural— una ideología conservadora empeñada en la defensa de los valores de la vieja clase propietaria, ¿a santo de qué atribuir a una “enajenación” la falta de adhesión de las masas al independentismo? ¿Quiénes han sido y son, en realidad, los enajenados en un verdadero sentido histórico?

Por lo que a la cultura popular atañe, hay que reconocer que esta tampoco ha sido homogénea en su evolución histórica. Durante el primer siglo de vida colonial y seguramente buena parte del segundo, la masa trabajadora, tanto en el campo como en los pueblos, estuvo concentrada en la región del litoral y fue mayoritariamente negra y mulata, con preponderancia numérica de los esclavos sobre los libertos. Más adelante esa proporción se invirtió y los negros y mulatos libres fueron más numerosos que los esclavos, hasta que la abolición, en 1873, liquidó formalmente el status social de estos últimos. La cultura popular puertorriqueña primeriza fue, pues, fundamentalmente afroantillana. El campesinado blanco que se constituyó más tarde, sobre todo el de la región montañosa, produjo una variante de la cultura popular que se desarrolló de manera relativamente autónoma hasta que el auge de la industria azucarera de la costa y la decadencia de la economía cafetalera de la montaña determinaron el desplazamiento de un considerable sector de la población de la “altura” a la “bajura”.

Lo que se dio de entonces en adelante fue la interacción de las dos vertientes de la cultura popular, pero con claro predominio de la vertiente afroantillana por razones demográficas, económicas y sociales. Empero, la actitud conservadora asumida por la clase terrateniente marginada desnaturalizó esta realidad a través de su propia producción cultural, proclamando la cultura popular del campesinado blanco como la cultura popular por excelencia.

El “jibarismo” literario de la élite no ha sido otra cosa, en el fondo, que la expresión de su propio prejuicio social y racial. Y así, en el Puerto Rico de nuestros días, donde el jíbaro prácticamente ha dejado de existir como factor demográfico, económico y cultural de importancia, en tanto que el puertorriqueño mestizo y proletario es cada vez más el verdadero representante de la identidad popular, el mito de la “jibaridad” esencial del puertorriqueño sobrevive tercamente en la anacrónica producción cultural de la vieja élite conservadora y abierta o disimuladamente racista.

Así, pues, cada vez que los portavoces ideológicos de esa élite le han imputado “enajenación”, “inconsciencia” y “pérdida de identidad”

a la masa popular puertorriqueña, lo que han hecho en realidad es exhibir su falta de confianza y su propia enajenación respecto de quienes son, disgústele a quien le disguste, la inmensa mayoría de los puertorriqueños. Y han hecho otra cosa, igualmente negativa y contraproducente: han convencido a muchos extranjeros de buena voluntad y partidarios de nuestra independencia de que el pueblo puertorriqueño está siendo objeto de un “genocidio cultural”.

Víctima especialmente lamentable de esa propaganda “antimperialista”, que en rigurosa verdad no es sino el canto de cisne de una clase social moribunda, ha sido el notable poeta revolucionario cubano Nicolás Guillén, quien en su tan bien intencionada cuan mal informada “Canción puertorriqueña” ha difundido por el mundo la imagen de un pueblo culturalmente híbrido y esterilizado, incapaz de expresarse como no sea tartajeando una ridícula mezcla de inglés y español.

Todos los puertorriqueños, independentistas o no, saben que esa visión de la situación cultural del país no corresponde ni de lejos a la realidad. Y hay tantas buenas razones de todo tipo para defender la independencia nacional de Puerto Rico, que resulta imperdonable fundar esa defensa en una falsa razón.

La buena razón cultural para luchar por la independencia consiste, a mi juicio, en que esta es absolutamente necesaria para proteger, orientar y asegurar el pleno desarrollo de la verdadera identidad nacional puertorriqueña: la identidad que tiene sus raíces en esa cultura popular que el independentismo —si en verdad aspira a representar la auténtica voluntad nacional de este país— está obligado a comprender y a hacer suya sin reservas ni reticencias nacidas de la desconfianza y el prejuicio.

Lo que está ocurriendo en el Puerto de nuestros días es el resquebrajamiento espectacular e irreparable del cuarto piso que el capitalismo tardío norteamericano y el populismo oportunista puertorriqueño le añadieron a la sociedad insular a partir de década de los cuarenta.

Vistas las cosas en lo que a mí me parece una justa perspectiva histórica, el evidente fracaso del llamado Estado Libre Asociado revela con perfecta claridad que el colonialismo norteamericano —después de haber propiciado, fundamentalmente para satisfacer necesidades del desarrollo expansionista de la metrópoli, una serie de transformaciones que determinaron una muy real modernización en la dependencia de la sociedad puertorriqueña— ya solo es capaz de empujar a esa sociedad a un callejón sin salida y a un desquiciamiento general cuyos síntomas justamente alarmantes todos tenemos a la vista: desempleo y marginación masivos, dependencia desmoralizante de una falsa beneficencia extranjera, incremento incontrolable de una delincuencia y una criminalidad en gran medida importadas, despolitización e irresponsabilidad cívica inducidas por la demagogia institucionalizada y toda una cauda de males que ustedes conocen mejor que yo porque están viviéndolos cotidianamente.

Hablar de la bancarrota actual del régimen colonial no quiere decir, de ninguna manera, que este régimen haya sido “bueno” hasta hace poco y que solo ahora empiece a ser “malo”. Lo que estoy tratando de decir —y me interesa mucho que se entienda bien— es que los ochenta años de dominación norteamericana en Puerto Rico representan la historia de un proyecto económico y político cuya viabilidad inmediata en cada una de sus etapas pasadas fue real, pero que siempre estuvo condenado, como todo proyecto histórico fundado en la dependencia colonial, a desembocar a la larga en la inviabilidad que estamos viviendo ahora.

Esa inviabilidad del régimen colonial en todos los órdenes es precisamente lo que hace viable, por primera vez en nuestra historia, la independencia nacional. Viable y, como acabo de decir, absolutamente necesaria.

Quienes estamos comprometidos desde dentro y desde fuera del país con un futuro socialista para Puerto Rico —y hablo, como ya deben de saberlo ustedes, de un socialismo democrático, pluralista e independiente, que es el único socialismo digno de llamarse tal, a diferencia del “socialismo” burocrático, monolítico y autoritario instituido en nombre de la clase obrera por una nueva clase dominante que solo puedo definir como burguesía de Estado porque es la auténtica propietaria de los medios de producción a través de un aparato estatal inamovible y todopoderoso—, tenemos por delante una tarea que consiste, ni más ni menos, en la reconstrucción de la sociedad puertorriqueña.

Mi conocida discrepancia con el independentismo tradicional a este respecto es la discrepancia entre dos concepciones del objetivo histórico de esa reconstrucción. Yo no creo en reconstruir hacia atrás, hacia el pasado que nos legaron el colonialismo español y la vieja élite irrevocablemente condenada por la historia.

Creo en reconstruir hacia adelante, hacia un futuro como el que definían los mejores socialistas proletarios puertorriqueños de principios de siglo cuando postulaban una independencia nacional capaz de organizar al país en “una democracia industrial gobernada por los trabajadores”; hacia un futuro que, apoyándose en la tradición cultural de las masas populares, redescubra y rescate la caribeñidad esencial de nuestra identidad colectiva y comprenda de una vez por todas que el destino natural de Puerto Rico es el mismo de todos los demás pueblos, insulares y continentales, del Caribe.

En ese sentido, concibo las respectivas independencias nacionales de todos esos pueblos solo como un prerrequisito, pero un prerrequisito indispensable, para el logro de una gran confederación que nos integre definitivamente en una justa y efectiva organización económica, política y cultural. Solo así podremos llegar a ocupar el lugar que por derecho nos corresponde dentro de la gran comunidad latinoamericana y mundial. En lo económico, esto, lejos de constituir una aspiración utópica, se revela ya como una necesidad objetiva.

En lo político, responde a una tendencia histórica manifiesta: la liquidación de nuestro común pasado colonial mediante la instauración de regímenes populares y no-capitalistas. Y en lo cultural, que es lo que nos ocupa ahora específicamente, es preciso que reconozcamos y asumamos una realidad que aun los más conscientes de nosotros hemos pasado por alto hasta ahora.

El hecho de que en el Caribe se hablen varios idiomas de origen europeo en lugar de uno solo, se ha considerado hasta ahora como un factor de desunión. Y como factor de desunión han utilizado ese hecho, efectivamente, los imperialismos que han hablado a nuestro nombre. Pero, ¿acaso debemos nosotros, los sojuzgados, ver ese hecho con la misma óptica que nuestros sojuzgadores? Por el contrario, debemos verlo como un hecho que nos acerca y nos une porque es un resultado de nuestra historia común.

La gran comunidad caribeña es una comunidad plurilingüe. Eso es real e irreversible. Pero eso, en lugar de fragmentarnos y derrotarnos, debe enriquecernos y estimularnos. Y consideradas así las cosas, sucede que, gracias a una de esas “astucias de la historia” de que hablan algunos filósofos, el imperialismo norteamericano, al imponernos a los puertorriqueños el dominio del inglés (¡sin hacernos perder el español, estimado Nicolás Guillén!), nos ha facilitado, claro está que sin proponérselo, el acercamiento a los pueblos hermanos angloparlantes del Caribe. No hemos de saber inglés los puertorriqueños para suicidarnos culturalmente disolviéndonos en el seno turbulento de la Unión norteamericana —“el Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, que decía Martí—, sino para integrarnos con mayor facilidad y ganancia en el rico mundo caribeño al que por imperativo histórico pertenecemos. Cuando al fin seamos independientes dentro de la independencia caribeña mestiza, popular y democrática, no solo podremos y deberemos apreciar y cuidar como es debido nuestro idioma nacional, que es el buen español de Puerto Rico, sino que podremos y deberemos instituir en nuestro sistema educativo la enseñanza del inglés y del francés, con especial énfasis en sus variantes criollas, no como idiomas imperiales sino como lenguas al servicio de nuestra descolonización definitiva.

BIBLIOGRAFÍA

Flores, J.; Campos, R. 1979 “Migración y cultura nacional puertorriqueña: perspectivas proletarias” en Quintero Rivera,, A.G; González, J.L; Campos R.; Flores, J. Puerto Rico: identidad nacional y clases sociales (Río Piedras: Huracán).

Picó, F. 1979 Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo XIX (Río Piedras: Huracán)

Viaje a la semilla de Vieques: el proceso de una identidad nacional hostosiana en Puerto Rico. Marcos Reyes Dávila

Colegas, compañeros, amigos todos… Si me escuchan hablar de amor y de brujos de seguro anticiparán que esto es un «paquete», como le decimos en Puerto Rico a un fraude burdo. Pero León Felipe me enseñó hace mucho que los poetas tienen licencia para ser inoportunos. Una vez, invitado a ofrecer una charla a una comunidad de judíos, terminó exigiéndoles que aceptaran a Jesús como su Dios. Por eso hoy no temo decir que creo que el amor hace más profunda la mirada. Creo que el amor es una herramienta útil en el esfuerzo del conocer, aunque no sea, naturalmente, el único instrumento. Creo que la poesía debe ser verdadera y auténtica, y que para ser eso tiene que huirle a la fama y a los premios porque de otro modo sería solo mercancía que se vende. Creo que el amor tiene sus raíces, su primera residencia, en la tierra-ternura de la cuna. Y así, pues, como puertorriqueño, dos de las querencias más inquebrantables de mi vida han sido la poesía que me toma por sorpresa lo mismo en los ojos de mis hijos o de mi compañera que en un mar de banderas de protesta, y la figura histórica de Eugenio María de Hostos, tan andina como Bolívar, tan oceánica como Martí, tan rebelde como Lautaro, y tan constelación como nuestras utopías. Ambos, poesía y Hostos, amores míos, me han dado lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia que llevo marcadas como carimbo en las líneas de mis manos, pues con estos elementos construí las coordenadas de mi universo. Y creo que todo esto se dice con humildad y con silencio. Si en este momento no lo hago así es porque alguna mano generosa me ha puesto en este lugar.

Cuando se me invita a ofrecerles esta conferencia inaugural sólo puedo pensar que aquí, en Chile, gravitan también, sobre todos ustedes, estas mismas lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia y de amor, y que la invitación que se me hiciera ponía en evidencia su interés por la libertad de Puerto Rico, su compromiso solidario con los pescadores que en Vieques enfrentan el poder de la Marina de Guerra norteamericana, su amor por aquellas pequeñas porciones de la tierra latinoamericana que aún no caen dentro de la justicia del abrazo de ustedes. No tengo manera de agradecerles este gesto de redención como no sea confesando que se agiganta aún más mi amor por esta tierra de las furias y las penas, del viento en los álamos y las uvas, tierra maestra de tanta ardiente paciencia. Muchísimas gracias…

Como si entre la nueva intelligentsia se permitiera el influjo de los brujos que profetizan periódicamente el fin de los tiempos, acaso no haya mejor momento para las tesis posmodernas sobre el fin de la historia que esos imaginarios fluidos que llamamos fin de siglo. Y como también lo finito que termina va atado a lo finito que comienza, los inicios de los siglos también mueven a colocar etiquetas, accionar resortes y tantear pronósticos. Tenemos la propensión a demarcar los ríos de continuidad histórica, a manera de decir, por ejemplo, en esta fecha, con tal acontecimiento, se inicia el siglo tal y con tal otro acontecimiento se cierra.

Voy a incurrir en este error de etiqueta y categorización porque creo que es inútil sacarle el cuerpo a su seducción, y porque creo que en el fondo es un ejercicio de comunicación útil por su claridad de esquemas. Los esquemas, bien lo sabemos, son sólo, a fin de cuentas, proposiciones, tanteos en el claroscuro -o en el umbral de nuestras certidumbres- que no pretenden fijar verdades sino sólo interpretaciones más o menos informadas en un proceso de diálogo y de acercamiento a la realidad que nunca termina. Pero, además, me mueve el hecho de sentir que no me represento a mí mismo en estas jornadas, sino a los escritores de mi país, Puerto Rico, así como me mueve la certeza de tener que enfrentar equívocos sobre nuestra historia y certidumbres defectibles sobre nuestra realidad cultural y política.

Se piensa, por ejemplo, que consentimos la colonia; se piensa que somos norteamericanos; se piensa que hablamos inglés o que somos bilingües; se piensa que el embajador yanqui en Chile representa a los puertorriqueños. Si este es un encuentro de escritores latinoamericanos, tengo que agradecer, otra vez, a los que han sabido que una representación de Puerto Rico era imperativa, pues no se puede reflexionar sobre las identidades latinoamericanas ni vislumbrar una utopía posible para Nuestra América sin contar con nuestro punto fronterizo.

Frontera imperial desde Colón -y lo digo como homenaje póstumo a Juan Bosch-, el Caribe fue campo de lucha de las potencias europeas durante siglos hasta que los Estados Unidos logró imponer con la guerra del 1898 su hegemonía. Sobre este escenario comenzaron todas las invasiones de América, así como también, todas las rebeliones: todas las venas abiertas de esta América Nuestra. Pero, cierto es también, por el Caribe comenzaron las restauraciones y las reinvasiones. Luego, tras la guerra contra España que le permitió ocupar a Puerto Rico, Cuba y Filipinas, Estados Unidos desarrollaría una ininterrumpida actividad de intervención que le permitiría construir y establecerse en el Canal de Panamá, así como intervenir continuamente en Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Haití, Venezuela, Colombia, Honduras, etc. El Caribe parece haber sido para ser enclave de todos los poderes que aspiran a la hegemonía en Occidente, o, sencillamente, plataforma imprescindible del poder. Acaso por eso mismo, nunca hemos visto un más abigarrado carnaval de identidades que sobre estas tierras quemadas, ni encrucijada donde se enseñoree con mayor tesón una utopía.

500 años después de Colón continúa la reoccidentalización del mundo dentro del marco de una globalización que hasta hoy sólo podemos considerar como un capitalismo imperialista que continúa apoyando, mientras puede, como garantía del poder, a esa economía neoliberal que parece inevitablemente fundida con la corrupción y con cierta versión ya hoy desacreditada de la democracia. Y cuando no puede, apoya la economía neoliberal y el golpe de estado, o la economía neoliberal y la invasión, el bombardeo y la guerra abierta o encubierta.

Quiero recordar aquí, como punto de partida, dos reflexiones que me parecen instrumentales: La primera nos recuerda que la historia de las Antillas es un contrapunteo entre la realidad y el deseo, un imaginario construido no sólo por la esperanza y la utopía sino con la mediación de una imaginación colonizada, pues el caso colonial de las Antillas se prolongó hasta mucho después de lograr su independencia el continente de Bolívar y San Martín. Si Martí afirmaba al borde del fin del siglo XIX que «no hay letras que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar con ella. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica», daba al clavo con este problema de la identidad cultural, no sólo antillana -que vislumbraron tempranamente Andrés Bello y el mismo Bolívar-, pues Martí se expresaba sobre el continente todo al referirse al problema de los imaginarios colonizados. Así, pues, tengo que partir de un hecho común a muchos de nosotros, pero especialmente determinante para nosotros en El Caribe: nuestro siglo XX es un siglo de intervención colonial norteamericana.

Problema cardinal, eje ontológico que no se gasta, la invasión norteamericana puso sobre el tapete, según una famosa frase de Pedro Albizu Campos, «la suprema definición: yanquis o puertorriqueños». Sabemos que somos seres históricos y que esta definición albizuista parece ignorar la complejidad y conflictividad del problema. Pero no somos nuevos en este debate del ser o no ser. José Luis González, en un célebre ensayo que tituló El país de cuatro pisos, delineó los planos de un proceso de construcción nacional que en nuestro caso, según expone González, y transcribo aquí a grosso modo, cuajó en Puerto Rico, ya en el siglo XVIII, una primera versión de identidad nacional afrocaribeña -un país de jíbaros negros, como en todo el Caribe-; una segunda versión de reconstrucción de esa identidad impuesta por una inmigración blanca fomentada con toda intención tras la revolución haitiana que se extendía por el Caribe, inmigración que creó en el siglo XIX, en Puerto Rico, un país escindido en clases y etnias; y una tercera versión, ya en siglo XX, inducida por las revolturas del régimen colonial norteamericano, en parte desmanteladoras y en parte modernizadoras. La cuarta propuesta, o «cuarto piso», según González, fue el proceso acelerado de industrialización que liquidó nuestro telurismo e instaló la ilusión del régimen autonómico que se llama aún oficialmente Estado Libre Asociado, nombre esquizofrénico según algunos, que en los años sesenta comenzó a entrar en crisis tras la elección del primer gobernador anexionista.

A lo largo del siglo XIX, mientras España se debatía entre el régimen monárquico y los balbuceos republicanos, las Antillas agudizaron una crisis de identidad que comenzó a enardecer en los palenques de esclavos y entre los cimarrones, y también entre los criollos que adoptando con ironía la voz del jíbaro dejaban traslucir en medio de la censura imperante su creciente impaciencia contra el despotismo. Entre rebeliones de esclavos, fue cuajándose una conciencia antiesclavista que es una de las páginas más heroicas de nuestro siglo XIX. Entre esas páginas figura la presencia enaltecedora de Ramón Emeterio Betances, mestizo que se yergue como líder del antillanismo en el Caribe, como líder de la lucha contra la esclavitud y cómo líder de la lucha por la independencia de las Antillas Mayores. Es el rostro mulato de nuestro primer grito de independencia.

En el 1868 estalló en Lares ese grito planificado por Betances, grito que resultó en un aborto precipitado por una delación, y que parecía estar coordinado con la Revolución republicana triunfante en España y con el Grito de Yara y su secuela, la Guerra de los Diez Años, en Cuba. Se trató de un estado de desazones e inquietudes que no encontró solución hasta que culminó la guerra reiniciada por Martí en el 1895. Manuel Zeno Gandía, médico y novelista, había retratado en La charca la sociedad colonial como aguas estancadas y putrefactas, y al jíbaro enviciado. Hostos había analizado la obra del poeta cubano Plácido, para poner en evidencia a la sociedad colonial como «el cadáver de una sociedad que no ha nacido».

Pero Hostos, Eugenio María de Hostos, defensor de la soberanía antillana desde 1863, conspirador de la Revolución Septembrina española por creer que la nueva República Española reconocería los derechos políticos de sus islas, conspirador en Nueva York y en el Caribe, junto a Betances y Luperón, propagandista por toda la América del Sur de la necesidad para esa América de completar en las Antillas el sueño de Bolívar, artífice de una revolución cultural latinoamericana, primero desde una trinchera dominicana, y luego, en Chile, desde el Liceo de Chillán, y más tarde desde el Liceo Miguel Luis Amunátegui de Santiago, regresa tras un prolongado exilio en el 1898, tras la invasión norteamericana, para encontrar su pueblo en un estado de miseria y absoluta languidez anémica, en el espíritu y en el cuerpo. Muerto Betances, se yergue como protagonista de un caos en el que todo se precipita, y propone a los puertorriqueños la necesidad de unirse en el reclamo de sus derechos naturales como pueblo, y en el reclamo de las prerrogativas a que tenían derecho bajo la constitución federal del país invasor. Por dos años intentó instrumentar una liga de patriotas, e intentó instruir y mover a la opinión inerte. No tuvo éxito. Sin embargo, su demanda de un derecho de plebiscito y del derecho de Puerto Rico a la autodeterminación sigue vigente porque nunca, en los más de cien años transcurridos, el gobierno federal ha instrumentado una votación a esos efectos. Asimismo, sigue vigente su admonición en el sentido de que sólo con unidad de pueblo, y bajo una acción de consenso, puede moverse a actuar el poder imperial.

La existencia de una generación puertorriqueña del 98 es algo que se discute y se cuestiona. Francisco Manrique Cabrera, historiador primero de nuestra literatura, la llamó «generación del tránsito y del trauma». Sin embargo, aunque difícilmente le cuadre el concepto de generación, opinamos que no puede cuestionarse la existencia de una época de ahogos simultáneos en los planos político, económico y social, por los sobresaltos y las expectativas de una identidad cultural sin apoyo real, por los deslizamientos de una ruina repentina, por el eclipse de una caída. Los claroscuros de ese entonces son en nuestro medio mucho más salvajes y dramáticos que los de Ariel, y seguramente van más a tono con el Calibán de Roberto Fernández Retamar. Aunque el modernismo había estrenado en Puerto Rico sus galas en fechas tan tempranas como 1886, lo cierto es que los hechos del 98 le imprimen a nuestro modernismo un matiz muy poco exótico y desarraigado. Antes bien, todo lo contrario. Hablo del modernismo de José de Diego en sus Cantos de rebeldía y sus Cantos de pitirre, y hablo del modernismo de Luis Lloréns Torres en su «Canción de las Antillas». Hay una vuelta a la tierra y una idealización del pasado que harán enaltecer la vida del jíbaro y evocar con nostalgia sin desmanes ni acritud a la madrastra española. Procuramos rescatar los símbolos patrios de la época española, la lengua española, la historia borrada de la insurrección de Lares. Se llegará a evocar, incluso, la vieja felicidad colectiva, que Virgilio Dávila retrató en su Pueblito de antes.

Pero por estos años no dejarán de redefinirse las luchas políticas y sociales, así como los contendientes, pues veremos, entre otras, el brote de un reto obrero, una emigración masiva, la imposición del inglés como lengua oficial y lengua de enseñanza, y la imposición de la bandera imperial que llamamos la pecosa. En actitud de reto crecerá la voz de una vanguardia que busca definir la nación en el verbo expansivo de Evaristo Ribera Chevremont y de Clemente Soto Vélez. La llamada generación del 30, que otros críticos han llamado con mayor precisión «literatura de la crisis social y cultural de la identidad nacional puertorriqueña» (José J. Beauchamp), se autodefine por su propósito de buscar respuesta a la pregunta sobre el ser puertorriqueño, qué somos, cómo somos.

Insularismo, de Antonio S. Pedreira, es seguramente clave en este esfuerzo de búsqueda de una identidad que se define como nacional, aunque está compenetrada de lastres ideológicos de prejuicios de clase, de hispanofilia, y de ese telurismo hijo de los determinismos genético y geográfico que convirtió al jíbaro blanco de la altura en encarnación del ser nacional.

Obras como La llamarada de Enrique Laguerre, Tiempo muerto de Manuel Méndez Ballester o La carreta, años después, de René Marqués, exploran aspectos de una ruralía desvirtuada, de una clase de hacendados destituida de sus atributos, de un mundo sencillamente moribundo. El criollismo que giró en torno al jíbaro de la altura, le atribuyó esa estrecha vinculación con lo telúrico que tuvo el indio latinoamericano, según Mariátegui. Pero el pesimismo no deja escapar la oportunidad de denunciar la presencia perturbadora de los bárbaros que se apoderan de la tierra y del sistema capitalista que los proletiza. No existe en nuestra literatura un drama que exprese mejor ni con mayor altura estética la expulsión del paraíso, la enajenación de la tierra prometida, que Los soles truncos de René Marqués, escrita años más tarde. Así también, tardíamente, Abelardo Díaz Alfaro constituirá en su cuento «El josco», a un toro padrote de nación, pero sustituido por un toro norteamericano y sometido a yugo, como símbolo irredimible de una existencia atribulada, desesperada, y sin redención.

Curiosamente, esa visión grave que otras veces se concretiza en la expresión que alude al puertorriqueño aplatanado, y dócil, se opuso a la arenga insurgente y heroica que el Partido Nacionalista predicaba a partir de la década del treinta en la voz de Pedro Albizu Campos. A pesar de sus rémoras y limitaciones, el nacionalismo albizuista logró poner en jaque al régimen norteamericano. Los documentos entonces secretos, ponen en evidencia que Albizu fue una especie de archienemigo de Edgar Hoover, el siniestro jefe por décadas del FBI. La estrategia para neutralizarlo fue la legalización de la represión política a través de una ley que se conoció como Ley de la mordaza, cuya invocación se utilizó para encarcelar repetidamente a Albizu Campos y a todo el liderato de ese Partido por más de 20 años. Mientras, se inició la práctica del carpeteo que articuló una unidad llamada de inteligencia levantándole un expediente secreto a todo independentista o amigo o simpatizante de independentista, y acosándolos de manera abierta en su lugar de trabajo y en su vecindario, fabricando casos y recurriendo, incluso, al asesinato.

Una de las repercusiones más extraordinarias que tuvo esta represión sistemática ocurrió con el caso inaudito de Francisco Matos Paoli.

Poeta desde la década del treinta, la represión hace presa de sus pocos años cuando se le acusa de cinco delitos: cinco distintos discursos de un poeta de la patria. En la cárcel su razón delira y se pierde en brumas. Sin embargo, escribe en las paredes y en pequeñas hojas de papel que sus familiares logran sacar de la cárcel de manera inadvertida, cantos a la Luz de los héroes, un Canto nacional a Borinquen, y más que nada, su incalificable Canto de la locura, libro en el que la mordaza represora se hace luz de epifanía y en el que el amor a Dios y a la patria corren parejos, mutuamente ungidos, en una apoteósica redención. Pedro Albizu Campos es el segundo rostro mulato de la independencia de Puerto Rico.

Juan Antonio Corretjer fue Secretario del Partido Nacionalista. Es otro de los poetas extraordinarios que se desprenden de este frutecido nacionalismo albizuista, aunque luego evolucionó hacia el socialismo, e incluso fundó una liga política. Nadie como Corretjer expresó de manera más transparente lo que es el amor a la patria y lo que es una vida dedicada, con sólo una pausa para el amor, a la lucha por la liberación y a la lucha social de los trabajadores. Su libro Alabanza en la torre de Ciales contiene uno de sus poemas más conocidos, musicalizado como muchos otros suyos, titulado «Oubao moin», expresión ésta que en lengua de los indios caribes nombra a Puerto Rico como «tierra de sangre». El poema explica cómo la nación fue creada, sin proponérselo, por las manos que trabajaron la tierra, los caminos, el café y el tabaco, y cómo luego, lo que es la parte más importante, la patria liberada misma será una creación irrenunciable del trabajo.

Julia de Burgos, o Julia del Agua, como la llamó amorosamente don Pedro Mir, también pertenece a esta generación hija del nacionalismo albizuista. Siguió, en el aspecto doctrinal, una evolución parecida a la de Corretjer, pero la cifra de su vida es diferente, pues la traspasa la leyenda de un amor trágico. Conocidísimo es su canto al Río Grande de Loíza, su amante río-hombre, que termina con aquella referencia a su llanto para su «esclavo pueblo», pero cargando con las notas de un neorromanticismo más íntimo que desesperado.

La búsqueda de nuestra identidad nacional tomó también otros derroteros de interés cuando Luis Palés Matos apunta en un libro célebre, llamado Tun tun de pasa y grifería, a la negritud. En efecto, el carácter afrocaribeño de nuestra cultura nacional señalado por Palés apuntaba no sólo al rescate del afantasmado rostro negro de nuestra cultura, sino también a la necesaria ubicación de nuestra identidad nacional lejos de los enormes rótulos que apuntaban hacia Occidente y dentro del contexto geográfico de los pueblos del Caribe. Atizado por la maestría del verso inigualable de Palés, en Puerto Rico no olvidaríamos su lección aún cuando se intentase domarla como simple máscara de folclor y carnaval.


«Por la encendida calle antillana va Tembandumba de la Quimbamba -rumba, macumba, candombe, bámbula- entre dos filas de negras caras».
(Majestad negra)               

Pero la mordaza impuesta al nacionalismo tiene también otra historia: la creación y fundación del Estado Libre Asociado. Además de coincidir con el empuje del nacionalismo, coincidió con la historia de la Segunda Guerra Mundial. Si la Primera Guerra Mundial nos trajo entre otras consecuencias la imposición de la ciudadanía de Estados Unidos en 1917, la segunda nos traerá una constitución editada y rectificada por el Congreso estadounidense. Con ella vino la elección del puesto de gobernador, aunque permaneció la autoridad congresional sobre todos los aspectos fundamentales, y la supremacía inapelable del tribunal federal de San Juan. Pero la guerra tuvo también la consecuencia de secuestrar gran parte de nuestras tierras, que pueden ser incautadas para propósitos militares, como en efecto ocurrió con las islas de Culebra y Vieques, ambas municipios nuestros. El ELA, proclamado en 1952, tuvo también como propósito eliminar a Puerto Rico de la lista de territorios a descolonizar por las Naciones Unidas. Su creación está vinculada a un proceso de industrialización y de empobrecimiento de la ruralía que se concretó en un tránsito poblacional descomunal del campo a los arrabales de la capital, y de la capital al ya nutrido exilio neoyorkino. Con este tránsito modernizador, recorrido e impugnado en el drama de René Márques La carreta, se transforma de manera imponderable el país. Es el cuarto piso en el desarrollo de la nación que mencionaba José Luis González.

Precisamente González es uno de los iniciadores de una nueva narrativa que se ubica en la ciudad, con sus personajes y sus miserias. El hilo del asunto llevará a estos escritores a tratar desde la isla el tema del exilio en la urbe neoyorkina. Pedro Juan Soto, recopila varias historias del barrio neoyorkino en el que los puertorriqueños son tratados como spiks, expresión coloquial despectiva que es también el título de uno de estos libros de relatos (1957). Soto será también uno de los que primero novelará la historia del secuestro de Vieques en una novela de 1959 que se titula Usmaíl, nombre trágico-cómico del protagonista, hijo de una negra viequense y de un empleado yanqui del servicio postal USMAIL. Un realismo muchas veces desesperanzador y existencialista anega muchas de estas páginas que se detienen en el examen minucioso de las lacras de la depauperización social, la abulia del lumpen, la anonimia del arrabal, el alcoholismo, la drogadicción, el abuso contra la mujer y los niños, el analfabetismo, y la guerra.

Otro de los aspectos más complejos y dramáticos de esa identidad puertorriqueña que buscamos la constituyen las caras del exilio. Puerto Rico, como país colonial, tiene una proporción enorme de su población que vive desterritorializada. Como Estados Unidos es uno de esos países que rastrea el DNA de la sangre y que exige ser americano viejo, es decir, de nacimiento, de padres y abuelos y bisabuelos norteamericanos, los puertorriqueños que pueden reclamar ciudadanía desde 1917 no se sienten nunca parte de la sociedad norteamericana, y como hablan un español defectuoso y muestran hábitos diferentes a los isleños, tampoco son plenamente aceptados en nuestro país. La parte neoyorkina será rama segregada de la isleña por cuanto parte de otras experiencias, recorre la ruta del desconcierto de una identidad perdida, de la nostalgia, del choque de culturas, del discrimen social, del encuentro de lazos afines extranacionales, como la identificación entre latinos, o la identificación tercermundista con emigrados de otros países colonizados por potencias europeas, o la identificación de clase proletaria. Además, está la ambivalencia ante el idioma y la elección en muchos casos del inglés que entienden muy pocos en la isla y que abre una brecha, acaso irreconciliable, que bifurca la nación. Esa condición híbrida, mezcla de ser y no ser, genera una agonía de muy difícil solución. Algunas historias de la literatura los ignoran o sólo mencionan algunas figuras más destacadas que ya habían ganado su espacio en el país. Otros los incluyen como un sector o grupo aparte, de autores neoyorricans, expresión que no esconde un matiz peyorativo y segregador. No obstante, siempre habrá que reconocerles la necesidad de aprender, como Calibán, la lengua del amo si se aspira a maldecirlo y reclamarle en su lengua un día: «¡Libertad, tirano!».

Pero los años sesenta serán años de cambios radicales en todo el mundo. Abren con el triunfo de movimientos de liberación nacional, la guerra de Viet Nam, el triunfo de la Revolución Cubana y la imagen mítica del cadáver del Che Guevara que sigue triunfando como el Cid. En Puerto Rico, sacude la muerte de Pedro Albizu Campos y el primer triunfo electoral de un gobernador anexionista. La poesía de la generación del sesenta se centrará en el compromiso con la lucha por la libertad de Puerto Rico desde una perspectiva nacionalista-socialista. Este último ingrediente, en cuanto encuadra según el concepto de la lucha de clases muchos elementos culturales de manera diferente, dará espacio para intensas polémicas entre estos poetas con sus mayores. Varios grupos darán respuestas a las inquietudes generacionales, pero de ellas sobresale el grupo de Guajana, nombre de su revista. El telurismo de su nombre, que se refiere, como sabemos, a la flor de la caña de azúcar, disfraza el hecho de que su vocación nacionalista inicial, a la vez continuidad y ruptura, se dirigirá por el cauce, según algunos, de un realismo socialista mesiánico, aunque lo cierto es que este ingrediente es sólo uno, aunque tal vez protagonista, de un registro amplio y diverso de voces y de temas que incluyó la ternura armada, evocadora del tiempo, del amor, del dolor y de la muerte. Entre ellos, Vicente Rodríguez Nietzsche, Andrés Castro Ríos, José Manuel Torres Santiago, Wenceslao Serra y muchos otros.

Por otra parte, la novela se ocupa de denunciar la transculturación y enajenación que amenaza al país (Emilio Díaz Varcárcel), la naturaleza colonial del ELA (César Andreu Iglesias), y la destrucción apocalíptica de Vieques a manos de los nefilim -figuración bíblica de ese mundo hebreo poblado de seres míticos incomprensibles y horribles- que en Vieques representan los marinos del Navy norteamericano (en la novela de Carmelo Rodríguez Torres titulada Veinte siglos después del homicidio).

Pero las lanzas coloradas de la generación del sesenta nutrieron las vertientes de muchas polémicas que se desarrollarían de manera diversa y que desmantelarán poco a poco la ideología sesentista. Algunos llevarán la revolución al plano estético; otros se desplazarán del plano sociopolítico para realizar reinternaciones por una intimidad que se siente marginada y desarraigada de valores y propósitos; otros, recurrirán a refugiarse en una intimidad soledosa y encastillada, vacía en su desencanto; otros, transitarán a través de una realidad anárquica, alucinada y esquiza; algunos despertarán a la luz pública sus pasiones prohibidas homosexuales, y luego la penalidad terrible del sida; otro grupo corresponderá al rescate de las peculiaridades del sexo femenino reprimido y darán cuerpo de mujer a su palabra renacida para retar incluso la obscenidad; otros darán protagonismo, entre la ironía y la parodia, a la voz popular de la calle, y con ella, la del salsero, la del desempleado, la del drogadicto, la del exilio. Son las rutas múltiples de lo que llaman transgresión del canon, que recorren voces maestras como Ana Lydia Vega, Iván Silén y Roberto Ramos Perea, entre tantos otros. José Luis González explica el fenómeno en términos de lo que llama plebeyización de nuestra literatura que resulta en una reafirmación cultural de una identidad nacional que hace causa común con los innumerables rostros de lo popular y que ejemplifica magistralmente Juan Antonio Ramos. Luis Rafael Sánchez se refiere a lo que llama, poética de lo soez. Contrario a Edgardo Rodríguez Juliá que ha hecho la crónica, todo oído, de ese mundo que borbotea sin máscaras su carnaval diario, Luis Rafael Sánchez concreta en La guaracha del Macho Camacho la parodia grotesca, mezcla de realismo y caricatura, de ese mundo colonial enfermo que Manuel Zeno Gandía metaforizó a fines del siglo XIX, respecto a la colonia española de Puerto Rico, como una charca. La charca, aquella novela realista-naturalista, es, como dijimos antes, el festival putrefacto de las aguas estancadas en el que agoniza eternamente un jíbaro irredimible. Entonces se habló de Puerto Rico como el cadáver de una sociedad que no ha nacido. Sánchez le otorga a esa noria donde todo gira como animal amarrado y no va a ninguna parte, una visión que es paradigma de nuestra posmodernidad colonial: un tapón, un embotellamiento del tránsito, un corcho de vino puesto a un culo así enmudecido entre los gritos ensordecedores de la radio, con la violencia de una violación y de un asesinato.

Cierto es que en los noventa, y a tono con eso que se ha dado con llamar posmodernidad, predomina una literatura que reniega de mesianismos y descree de utopías; una literatura virtualmente inerte o sorda a los reclamos de la nación y de lo nacional, y dedicada a individualizar la experiencia, por lo general de tonos pasteles. Algunos de ellos se identifican con lo que han llamado generación soterrada, otros emergente, pero siempre automarginada, que busca autodefinirse sin referencia a sus raíces, pues las han desvirtuado como mero imaginario, metarrelato, virtualidad. José Ángel Rosado se refiere en una antología reciente titulada El rostro y la máscara, a una «suspensión de la continuidad». Otra antología de narrativa antillana recircula ese concepto del brasileño Oswald de Andrade que llama él canibalismo y que se refiere a la propensión a tomar libremente elementos que se aplican a contornos diferentes del original, descontextuándolos y desreferenciándolos de manera que no significan nada.

Algunos de los defensores de la perspectiva posmoderna en Puerto Rico han convertido la historia en metáfora y han convertido la lucha por constituir la nación puertorriqueña en un gato que maúlla a los ángeles caídos. Para nuestra sorpresa, un grupo divulgó un manifiesto en el cual proponían lo que llamaron «estadidad radical» bajo el alegato de que la anexión de Puerto Rico era un hecho irreversible en un mundo globalizado, y de que la tarea posible entonces era radicalizar esa anexión adelantando causas sociales como la feminista, la sindical, la racial.

La tesis posmoderna se produjo en un contexto desalentador. Desde los años sesenta, de las últimas nueve elecciones, cinco de ellas las ganó un partido político que favorece y plantea como causa primera la búsqueda de la estadidad. Contra esa oleada anexionista, uno de los baluartes de la resistencia política de los puertorriqueños fue el que ofreció el mundo de las letras y de la alta cultura. Atrincherados en la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro, las artes plásticas, la música sinfónica y la popular, la producción cultural puertorriqueña siempre enarboló la bandera nacional, aún cuando estuvo prohibida, y rescató de la historia las páginas de orgullo sepultadas, las figuras históricas como Hostos, Betances y Albizu. Atrincheradas, o en la brecha, como dijo uno de nuestros poetas del 98, nuestras artes identificaron nuestros valores y símbolos nacionales, exploraron las causas de nuestros desconsuelos, expusieron las lacras del coloniaje, mantuvieron y recuperaron el ejercicio de un vernáculo que se ha fortalecido en vez de debilitarse. Por eso la tesis de la «estadidad radical» amenazaba con tener un efecto demoledor, pues algunos de sus propulsores eran intelectuales de reputación establecida que habían medrado en ese lindero de las izquierdas. Algunas de las nuevas voces más conocidas y mejor establecidas, como Rosario Ferré, incurrieron en la práctica también «escandalosa» de escribir sus obras en inglés, práctica que hasta entonces sólo habíamos visto en el sector de los nacidos en exilio, pues no cumple en Puerto Rico una necesidad de la comunicación. Hay dos lenguas oficiales, pero más del 80% de la población no domina la conversación en inglés, el 98% reconoce al español como su vernáculo, y no hay una sola comunidad que reclame el inglés, a menos que, como algunos posmodernos sostienen, la población nómada, en el exilio, se considere como una de ellas.

Un cuento de Luis López Nieves publicado en 1983 me viene muy a propósito de la tesis que estoy por enunciar. Se titula Seva: historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898. El largo título busca la confusión con un texto de historia. Se publicó por primera vez en la revista cultural (En Rojo) de un periódico de izquierda (Claridad) sin advertir que se trataba de una ficción. El texto es un collage compuesto por un historiador que dice estar oculto porque teme por su seguridad. La razón: el haber descubierto que hubo una invasión norteamericana anterior a la de Guánica, en un pueblo llamado Seva, donde los puertorriqueños rechazaron y derrotaron a los norteamericanos. Tras la invasión llevada a cabo meses después por Guánica, los norteamericanos destruyeron Seva así como borraron toda referencia documental de su existencia. Muchos lectores no se percataron inicialmente de que se trataba de una ficción, y como ocurrió con la célebre trasmisión de Orson Wells sobre la invasión de los marcianos, el texto causó en muchos una impresión de impacto por significar la certificación anhelada de un heroísmo retroactivo, una épica fantasmal.

Los asombrosos hechos de Vieques no sólo han desmentido la tesis posmoderna de la virtual anexión de Puerto Rico y la pintura despectiva que hizo del nacionalismo puertorriqueño: resultan ser también, de cierta manera, una realización de la heroica hazaña que ficcionalizó López Nieves en Seva .

Digamos de entrada que a todo el mundo sorprendió el intenso y virtualmente unánime consenso que en Puerto Rico generó la muerte de David Sanes. Se trataba de un desconocido guardia de seguridad viequense muerto por una bomba errática lanzada por un avión durante una sesión de práctica de la Marina de Guerra Norteamericana. La Marina de Guerra utiliza a Vieques para sus prácticas de bombardeo desde el aire y desde el mar, así como prácticas de desembarco, desde la Segunda Guerra Mundial. Por más de sesenta años han echado sobre Vieques toda clases de materiales bélicos, detonantes, incendiarios, radiactivos incluso, sobre tierra y en la atmósfera, con absoluta impunidad. Las agresiones a la población civil, la estrangulación de la economía severamente limitada, la contaminación que auspicia alarmantes índices de mortalidad infantil, cáncer, hipertensión, envenenamiento con plomo, mercurio y otros metales, habían caído en los oídos sordos de la población de la isla grande y del gobierno estatal. De vez en vez pequeños davises enfrentaban a Goliat: pescadores en lanchas de muy pocos metros interrumpían las prácticas de portaviones y acorazados. Sin embargo ahora, como antes nunca en la historia política de Puerto Rico, todas las organizaciones políticas, religiosas, sociales habían coincidido en la determinación de parar las prácticas militares. Nunca en la historia política de Puerto Rico se habían hecho manifestaciones más masivas y contundentes, ni nunca se han producido resultados electorales tan definitivos. El fenómeno que se ha producido desborda el organigrama partidista, pues la verdadera fuerza gestora la ejercen los poderes civiles. Acaso por eso, esa fuerza gestora no ha podido ser neutralizada por la Marina de Guerra, que tiene sus mecanismos ocultos para controlar los partidos políticos principales. Por primera vez en nuestra historia, esa nación dividida que es Puerto Rico -casi cuatro millones de almas en la isla y cerca de otros dos en el exilio- ha unido las fuerzas de la banda de allá, la del exilio, con la de acá. La nación puertorriqueña se aglutina como quiso Hostos hace más de cien años y, como lo anticipó Hostos, sólo unido tiene finalmente el país la fuerza de imponerse sobre su destino.

Aunque más tarde que temprano un sector del anexionismo encontró oportunidad de abandonar el barco, lo cierto es que la unión absoluta del pueblo de Puerto Rico logró detener las prácticas y paralizó por más de un año al gobierno federal. Cuando se reactivaron las prácticas detrás de unas directrices promulgadas por el presidente Clinton que permitían las prácticas por tiempo limitado y sólo con municiones inertes, directrices que además llamaban a realizar una consulta al pueblo de Vieques sobre la continuación de las prácticas a cambio de unos cuantos millones de dólares, la desobediencia civil masiva, la incursión en la zona prohibida de centenares de desobedientes civiles, obligó al gobierno a utilizar sin disfraz toda su fuerza bruta. Esta situación que se ha mantenido desde entonces, ha forzado al presidente Bush a cancelar la consulta, pero anunciando el retiro definitivo de la Marina de Guerra en mayo del 2003.

Una última reflexión.

La globalización no es un hecho exclusivamente posmoderno: podemos verlo como un antiguo proceso de expansión incluido en la historia humana desde que partió hace miles de años desde el África ecuatorial hacia el norte. El proceso aprendió a cruzar desiertos, a extenderse por los cuatro puntos cardinales, y bordeó África, e hizo del mundo mundo cuando encontró las Indias Occidentales, y descubrió la unidad básica del género humano y de los derechos civiles; y se situó en el contexto de la evolución de las especies; y se expandió por el espacio; así como descubrió cómo unir el universo cibernético con el universo de las necesidades concretas de cada cual en cada lugar. Estos fenómenos han transformado, varias veces, nuestra manera de pensar y sentir. Son fenómenos verdaderamente poderosos. Pero al hablar de globalización, ¿hablamos verdaderamente de todo esto, o nos limitamos a pensar cómo la red cibernética propulsa la integración -¡jerarquizada!, ¿eh?- de las economías del mundo y con ella el desarrollo de más grandes monopolios, y cómo se distribuye por el mundo la información manipulada y controlada de grandes centros distribuidores massmediáticos, entre los cuales juegan también su papel con dólares y centavos las casas y medios editoriales?

Cierto es que el sujeto se constituye en su lengua y que no hay un sujeto anterior a ésta, pero ello no quiere decir que el sujeto sea sólo una máscara porque una lengua no se quita y se pone como una camisa. Si el problema de la identidad es siempre un problema de sujetos, y si hemos aprendido que los sujetos no pueden ser concebidos aisladamente, sino dentro de una red de relaciones sociales, histórico-culturales y materiales, entonces el planteamiento del problema nos mueve a indagar con quiénes compartimos el espacio, los esfuerzos, la cooperación y los dolores. Es un asunto de afinidades y empatía, de punto de anclaje y de orientación en la rosa de los vientos del porvenir. Démosle los escritores sentido pleno a la expresión que alude a la mujer y el hombre de palabra. La identidad que buscamos no puede ser la de la élite cultural latinoamericana, sino la de nuestros pueblos. Esa fue la gran lección de Pablo Neruda que no quiero ni puedo olvidar. Pero hablar de la identidad de nuestros pueblos es volver al conflictivo y complejo entramado de nuestras naciones que pugnan y pujan, con ardiente paciencia, por un porvenir menos estrecho y más promisorio. Hablar de porvenir con los ojos conmovidos ante la visión de una utopía desesperadamente urgente, que se llama a cacerolazos, con paros, fuego, pancartas y pedradas en Buenos Aires, lo mismo que en Quito, Santiago, Chiapas y San Juan, es colocarnos en trincheras de lucha, asumir bando, reflejar el rostro elegido. Es, en fin, lección de la solidaridad porque siempre, siempre, participamos de la otredad.

En el Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Asunción, en 1994, vi irrumpir, literalmente, en el salón de actividades solemnes, a un personaje que encarnaba la voz de la pobreza y la marginación, y protestaba contra la discriminación y la persecución. En Corrientes, Argentina, vi cómo las actividades de las Segundas Jornadas Sobre Educación, Literatura y Comunicación, se desarrollaron en medio de las plazas ocupadas ya por los desempleados y los empobrecidos. En Granada, España, el Congreso de Comunicación Social de la Ciencia parecía desentenderse de los gitanos afuera. En San Felipe y La Ligua, Chile, 1997, una muchedumbre de adultos y adolescentes estudiantes buscaban desesperadamente su propia voz. En mi San Juan de Puerto Rico, centenares de deambulantes, violentados por un sistema excluyente que le huye a la solidaridad, han regresado por una limosna de misericordia, y un grupo de enajenados pide que la Marina de Guerra bombardee ad infinitum las tierras viequenses y nos engañe y defraude mil veces más.

¿Cómo podemos atar, de manera tan imbricada que cobre pleno sentido, todo esto con esa isla de Vieques que el poeta llamó con insondable ternura nuestra Isla Nena? Corretjer, el Secretario del Partido Nacionalista cuando lo presidió Pedro Albizu Campos, escribió hace décadas este hermoso poema que tituló «Día antes»:


«Jugábamos a recrear este mundo. Hacíamos pichinchas, illimanis, aconcaguas, paranás, moctezumas, incas, caupolicanes. Juguetes para niños: cibucos y loarinas, guilartes, asomantes, maravillas. Piedras preciosas: luquillos lapislázulis, hechizadas pargueras nocturnales, amonas de esmeraldas y oro. Un Vieques nada más, color de grito. Un mar: éste lo hice a solas para ti, con una barca que fuese una magnolia. Y muchos peces de colores. Última hora puse en él unas rocas negras para que se hiciese la espuma. En el fondo, con hilos de mis venas, cosí el coral. Alzaste los ojos. Y en el espacio superior, vacío, fulgió el azul. Pero volvió a ocurrir. Se robaron el mundo, las formas, el color. Sembraron la moneda. Rebanaron la tierra. Partieron el mar. Hirieron los montes y raptaron las islas. Paraíso ¡te falta tu habitante verdadero! Para que nazca el que te merece construiremos ¡oh espanto! la guerra, haremos ¡oh gloria! el combate. ¡Hijo del fuego y el amor, lucha! -Tu herencia es el paraíso-».

Perdonen si la ternura por la tala me sonrojó la conferencia. Cosas del amor que les decía. (Por eso les advierto otra vez que lo que acaban de oír es sólo la interpretación antojadiza de un esquema que excluye mucho más de lo que incluye, y que desaprobarán los críticos posmodernos que parecen dominar hoy en San Juan de Puerto Rico). Yo, por lo pronto, de espaldas a cierto mercado de identidades que se compran y se asumen temporeramente, me coloco el rostro de un pescador de Vieques llamado Taso Zenón. Un pescador que conoce las causas de su hambre y de sus miserias y que, es lo importante, hoy milita heroicamente, nuevamente encarcelado, para vencerlas. Por eso repito aquí, ya para terminar, lo que decimos día a día en Puerto Rico, preñado de ese sol hostosiano del mundo moral: ¡Vieques, sí; Marina, no! Muchas gracias.