El problema del sujeto en las luchas por la hegemonía: ¿clase o proyecto? Javier Balsa. La Tizza. Octubre, 2022.

El texto ha sido originalmente escrito para el libro compilado por Laura Huertas y Fabián Villarraga, Ante la astucia del zorro. Estudios sobre hegemonía, cultura política y procesos de subjetivación en la teoría y en los casos. Extramuros Ediciones, La Plata, 2022.

Este capítulo se ha beneficiado de los comentarios y las críticas que le formularan Fabio Frosini, Candela de la Vega, Juan Dal Maso, y de las discusiones grupales realizadas, por un lado, por los integrantes del presente libro y, por otro lado, del programa de investigación «Hegemonía: cuestiones teóricas y metodológicas» de la Universidad Nacional de Quilmes. Claramente, solo he podido responder a parte de estas críticas e incorporar algunas de las sugerencias, por lo cual el texto es exclusiva responsabilidad mía.

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La fe en los conceptos sólidos, por un lado, y en la certeza de las cosas reales, por el otro, están en el origen de las posiciones antidialécticas más empedernidas. Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica

Hay un interrogante en torno a los análisis políticos que hace tiempo me preocupa: ¿por qué, en las últimas décadas, existe un abandono de los enfoques clasistas, incluso por parte de los y las analistas «de izquierda»?

Pocos parecieran recordar la formulación de Karl Marx acerca de que, si «a primera vista» las disputas políticas, en la Francia de mediados del siglo XIX, parecían una lucha entre monárquicos y republicanos, entre la reacción y los «eternos derechos humanos», «examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases…».[1]

Hay dos causas relativamente reconocidas de este «olvido»: la progresiva reducción de la incidencia directa de la pertenencia de clase sobre las conductas políticas, y la propia crisis del proyecto socialista, que hizo perder la fe en que la clase obrera fuera la clase dirigente de un proceso anticapitalista.[2] Sin embargo, considero que existe una tercera causa menos advertida:

la propia complejidad de la lucha por la hegemonía es la que dificulta leer la disputa política en términos de lucha de clases; dificultad que se ha agravado debido a un abandono de una perspectiva dialéctica.

En esta complicación para vincular hegemonía y clases inciden dos factores. Por un lado, la disputa por la hegemonía contiene un componente universalista y una discursividad retórica que, de manera intencional, tienden a no explicitar sus bases clasistas. Y, por otro lado, el escaso desarrollo de una sistemática teoría de la hegemonía genera un déficit conceptual para abordar la relación entre clase y disputas por la hegemonía.

En este trabajo defiendo la tesis de que la tensión entre hegemonía y clases no puede ser resuelta, sino que tiene que ser transitada en una serie de relaciones recursivas que se abordan en el último apartado de este texto y que siempre tienen que ser analizadas en su condición de históricamente situadas.

Dominación hegemónica y universalización

Toda dominación procura recubrirse de una ideología que la legitime e, incluso, la invisibilice como tal. De todos modos, en las sociedades clasistas anteriores al capitalismo tendía a existir una separación tan marcada entre las clases o estamentos — sin que hubiera igualdad legal entre estos últimos — que la coerción era el elemento central de la dominación.

Por el contrario, en el capitalismo, la igualdad legal teórica y las luchas populares fueron imponiendo formas de gobierno basadas en el sufragio universal. Esto significó un desafío a la dominación clasista, pues, como Marx señaló, se instala una contradicción entre la forma de gobierno republicano y la dominación burguesa: el sufragio universal «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses».

En cambio, «a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder», poniendo «en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa».[3]

Hoy este peligro parece temporalmente conjurado, pues la burguesía supo desarrollar con éxito una forma de dominación basada en la hegemonía, donde la coerción pasó a un segundo plano frente a una lógica del consenso concretada en la elección periódica de los principales cargos políticos sobre la base del sufragio universal.[4]

Lo cual no implica que el recurso a la coerción esté ausente, sino que opera, en la esfera pública, solo ante la amenaza de cambio social y, en el plano de lo cotidiano, a través de una serie de micro-instancias que modelan lo correcto y lo deseable a partir de violencias legitimadas en los espacios laborales, domésticos o en cuanto al uso del espacio público (y, en general, también legalizadas o toleradas por las instancias judiciales).

En este marco republicano-representativo, la disputa por las posiciones gubernamentales y por la dirección ideológica de la sociedad no se da, como en el pasado, en los términos de una guerra entre estamentos, sino en los de una lucha entre partidos y fuerzas políticas que, por la propia dinámica de la lucha por la hegemonía, tenderá ineludiblemente a ocultar — o, al menos a moderar — su vínculo con las clases.

Gramsci deja en claro que, en la lucha por la hegemonía, resultan esenciales dos elementos: la operación de universalización y los partidos.[5]

Los intereses particulares de la clase dominante — o de la clase que procura serlo — tienen que ser presentados como los intereses generales del conjunto de la sociedad — o de la mayoría de ella — , es decir, como intereses de pretensión universal. Es de este modo que se eleva la lucha política del plano de lo corporativo — eminentemente defensivo — , al plano de la disputa por la hegemonía, por la dirección de la sociedad.

Dice Gramsci que, en este momento, «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados», para lo cual deben situarse en ese plano «universal», «creando así la hegemonía». Más específicamente, escribió:

    «Esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de ellas o al menos una combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»[6]

La cuestión de la universalización

En esta reescritura realizada en el Cuaderno 13, Gramsci agrega un vínculo más fuerte entre universalización y hegemonía que el que estaba en la versión del Cuaderno 4, cuando la relación era presentada a través de una mera yuxtaposición sintáctica.[7]

Además, las comillas que colocó en «universal» — que no estaban en la redacción del Cuaderno 4 — , pueden interpretarse en términos de que Gramsci quiso resaltar que no habla de «universal» en un sentido absoluto, sino en tanto construcción discursivo-ideológica.

Una construcción que será efectiva solo si logra ser considerada como verdadera por el conjunto de la sociedad, es decir, si se vuelve hegemónica.

Considero que es necesario analizar con más detalle esta cuestión de la «universalización» en los Cuadernos de la cárcel. Giuseppe Cacciatore, en la entrada «Universale» del Dizionario Gramsciano, distingue, en primer lugar, un significado filosófico que ubica en la vinculación entre: por un lado, la unidad económica y política y, por otro lado, la unidad intelectual y moral; cuestión desarrollada en los ya citados fragmentos de los Cuadernos 4 y 13.[8]

En segundo lugar, distingue otro plano de carácter ético y político presente en las asociaciones, pues todas ellas requieren de principios éticos de carácter universal, según analizó Gramsci en el Cuaderno 6, apartado 79. En tercer lugar, el concepto de «universal» aparece cuando aborda el método científico, planteando que solo estaría en la lógica formal y la matemática, que tendrían «la metodología más genérica y universal». [9]

En cuarto lugar, la universalidad se encuentra vinculada con la «libertad»: para Gramsci «solamente es libertad la que es ‘responsable’ o sea ‘universal’, en cuanto que se plantea como aspecto individual de una ‘libertad’ colectiva o de grupo, como expresión individual de una ley», o mejor dicho de una necesidad.[10] Y, un último uso del concepto lo encuentra Cacciatore cuando Gramsci define lo objetivo como lo «universal subjetivo», tal como lo desarrolla en los Cuadernos 8 y 11.

Considero que debemos incorporar otro significado no desarrollado por Cacciatore. En el Cuaderno 16, Gramsci se aboca nuevamente a la cuestión de lo necesario, a partir de una crítica al concepto de «naturaleza humana». Afirma que «un determinado tipo de civilización económica […] exige un determinado modo de vivir, determinadas reglas de conducta, un cierto hábito» y agrega que, por lo tanto,

    «…en esta objetividad y necesidad histórica (que por lo demás no es obvia, sino que tiene necesidad de que se la reconozca críticamente y se la haga sustentable en forma completa y casi ‘capilar’) se puede basar la ‘universalidad’ del principio moral, más aún, nunca ha existido otra universalidad que no sea esta objetiva necesidad de la técnica civil, si bien interpretada con ideologías trascendentes o trascendentales y presentada en cada ocasión en la forma más eficaz históricamente para alcanzar el objetivo deseado.»[11]

Vemos así que se agrega cierta idea de «objetividad y necesidad» — en términos de requerimientos propios de un modo de producción — a la interpelación «universalista» de que debería aceptarse cierto «conformismo» para el desarrollo económico de una sociedad en un determinado momento.

Aquí emergen, al menos, tres tensiones en las que se articulan buena parte de las significaciones de «universalidad» presentes en Gramsci. En primer lugar, habría ciertos requerimientos que surgirían de los modos de producción, o de sus formas más específicas, como lo desarrolla en el Cuaderno 22, dedicado a Americanismo y Fordismo.

En este sentido, serían exigencias objetivas en un sentido estructural del término. Y esto se vincula con cierta objetividad del contenido universalista del proyecto que procura ser hegemónico: contiene un núcleo de verdad en su apelación a hacer progresar la sociedad; su «promesa» tiene que ser factible, viable.

Gramsci, no obstante, relativiza este objetivismo estructural. Por un lado, en el Cuaderno 11 ha planteado que «objetivo» es «universalmente compartido»,[12] y en el párrafo antes citado, vimos que la «objetividad y necesidad histórica» «no es obvia», sino construida (discursivamente).

Esta construcción de la necesidad histórica es producto de los «esfuerzos incesantes y perseverantes» de «las fuerzas políticas operantes». Así, la existencia de las «condiciones necesarias y suficientes» dependerá de las relaciones de fuerza, y no de cuestiones meramente económicas.

Son estas fuerzas antagónicas las que «tienden a demostrar […] que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente…».[13] Como puede observarse en el conjunto del fragmento, esta demostración y «su verdad» se obtienen con el triunfo político que posibilita la construcción de una nueva realidad:

    «Estos esfuerzos incesantes y perseverantes [de las fuerzas políticas que buscan la defensa de la estructura] (porque ninguna forma social querrá nunca confesar haber sido superada) forman el terreno de lo ‘ocasional’ sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que en último análisis solo se consigue y es ‘verdadera’ si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que inmediatamente se desarrolla en una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etcétera, cuya concreción es evaluable por la medida en que resultan convincentes y transforman el alineamiento preexistente de las fuerzas sociales) que existen y a las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente (deban, porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden necesario y prepara catástrofes más graves).».[14]

En segundo lugar, en cada coyuntura, el proyecto que se postula como hegemónico procurará presentarse como la encarnación de las necesidades generales o «universales» de la sociedad y, por lo tanto, como capaz de garantizar su desarrollo. En la medida en que la interpelación sea exitosa, y la gran mayoría de la sociedad la comparta, los postulados del proyecto devendrán «objetivos», en el sentido de «universalmente subjetivos» — más allá de que, en los márgenes de la opinión pública, haya grupos que los critiquen — .

Esta interpelación tendrá su costado más estructural, en el sentido de que determinados proyectos difícilmente puedan lograr el crecimiento económico y/o la inclusión de las mayorías, al menos, en algún tipo de participación de los beneficios de este crecimiento.

La hegemonía lograda, en esos casos, tendrá corta duración y es muy probable que sobrevenga algún tipo de crisis de hegemonía que, en tanto crisis orgánicas, de seguro dificultarán la consolidación del proyecto y la demostración de su «necesidad». Si bien encontramos varias referencias que indican que Gramsci está planteando la mayor parte de estas cuestiones en términos de la transición del capitalismo al socialismo, el papel de la universalización en relación con la necesidad histórica podría generalizarse a cambios de menor envergadura. Esto es posible de observar en su análisis de la relación entre americanismo y fordismo, y también en sus invocaciones de la capacidad de reconstitución de la hegemonía burguesa.

El siguiente fragmento, en el que Gramsci distingue la existencia de una mayor «crisis orgánica» en Inglaterra, en comparación con Alemania, puede interpretarse en este último sentido, vinculando este tipo de crisis con la incapacidad para volver a dar empleo a los desocupados:

    «Puede decirse que la desocupación inglesa, aun siendo inferior numéricamente a la alemana, indica que el coeficiente ‘crisis orgánica’ es mayor en Inglaterra que en Alemania, donde por el contrario el coeficiente ‘crisis cíclica’ es más importante. O sea que, en la hipótesis de una recuperación ‘cíclica’, la absorción de la desocupación sería más fácil en Alemania que en Inglaterra.»[15]

Y, en tercer lugar, corresponde señalar la existencia de una recursividad entre consenso y viabilidad de un determinado proyecto y, por lo tanto, en su postulada «universalidad», pero también en su «verdadero» carácter de favorable para el conjunto de la sociedad.

Grados de consenso altos pueden generar adecuaciones en las subjetividades y el rechazo a los proyectos alternativos por parte de las mayorías; incluso, pueden reducirse bastante las resistencias corporativas, en un clima de resignación frente a la instalación del proyecto que, así, se tornaría fuertemente hegemónico.

De este modo, se reducirá la conflictividad social y, por lo tanto, aumentará la viabilidad del proyecto dominante y su capacidad para generar un crecimiento económico del conjunto de la sociedad. Esto es así pues la confianza en la viabilidad es recursiva.

En el caso de los proyectos capitalistas, porque la burguesía, si sintiera una clara certeza en la continuidad del mismo, efectuará las inversiones que garantizarán el crecimiento y se «demostrará» su necesidad histórica; por el contrario, en un clima de incertidumbre, no realizará las inversiones y quebrará la viabilidad del mismo.

    En el caso de proyectos de transición al socialismo, solo la creencia en un futuro mejor y en su concreta capacidad de derrotar los intentos de restauración capitalista pueden conseguir concitar los esfuerzos, sacrificios y privaciones propias de estos períodos de transición.

Es necesario formular una aclaración: el desarrollo económico también puede consolidarse por la vía de períodos en los que predomine una fuerte coerción; etapas que han operado como momentos de afianzamiento de nuevos tipos de órdenes económicos — por dar solo dos ejemplos: la larga dictadura chilena y su imposición del modelo neoliberal, y el estalinismo como forma de consolidación del «socialismo real» — .

En algunos casos, la construcción de la hegemonía tiene lugar luego de esta consolidación coercitiva del modelo económico como su base de sustentación material.

En contraste con una relación armoniosa entre hegemonía y desarrollo, las situaciones de fuerte disputa entre proyectos tienden a debilitar estos efectos recursivos positivos: al proyecto dominante le cuesta «demostrar» su necesidad histórica, no hay «objetividad» en tanto creencias universalmente compartidas, tiende a crecer la conflictividad social y, por lo tanto, es difícil que se logre consolidar un proyecto hegemónico en una situación de «empate hegemónico», tal como conceptualizara Juan Carlos Portantiero la realidad argentina de los años sesenta,[16] pero que podría servir para describir también las disputas durante la última década.[17]

En síntesis, es posible vincular estos tres sentidos de la universalidad: como verdad epistemológica-cognoscitiva — «objetivo» como «universalmente subjetivo» — , como necesidad de un determinado proyecto para el desarrollo económico de una sociedad — y el despliegue de cierta capacidad de integración social — y como presentación político-discursiva de los intereses particulares como universales.

Sin embargo, más allá de ciertos límites estructurales a la universalidad como necesidad de un proyecto — y a las dificultades inherentes a estas cuestiones — ,[18] es posible observar que el centro de la argumentación gramsciana se ubica en la capacidad discursiva de universalizar los intereses particulares, e imponer cierta «objetividad» a través de la lucha político-ideológica.

Por lo tanto, en el resto del trabajo vamos a centrarnos en este plano de la «universalidad», sin por ello dejar de lado las anteriores reflexiones.

Por último, antes de abandonar este recorrido por la cuestión de la «universalidad», podemos explorar la posibilidad de conectar las cuestiones más generales que acabamos de considerar con el plano de lo universal presente en las asociaciones. Gramsci, en el apartado 12 del Cuaderno 16, luego de reflexionar sobre la cuestión de lo «artificial» y lo «convencional» en los fenómenos de masas, señala la centralidad del «problema de quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas».

Y responde negando que se pueda «crear un ‘papa’ especial o una oficina competente» para que tomen estas decisiones y que, por el contrario, «las fuerzas dirigentes nacerán por el hecho mismo de que el modo de pensar estará dirigido en este sentido realista y nacerán del mismo choque de los pareceres discordantes, sin ‘convencionalidad’ y ‘artificio’ sino ‘naturalmente’».[19]

Se observa aquí una defensa del debate democrático como base para la resolución de las diferencias al interior de las organizaciones populares.[20]

Una reflexión que puede vincularse con una crítica a las construcciones políticas autoritarias, donde predomine la «autoridad» versus la «universalidad», relacionadas, respectivamente, con la «dictadura (momento de la autoridad y del individuo)» y con la «hegemonía (momento de lo universal y de la libertad)», aunque no como «oposición de principio entre principado y república».[21]

Entonces, establece una relación entre hegemonía y universalidad en el plano de la construcción de las fuerzas políticas. En este sentido, podemos recuperar el significado de «universal» vinculado a las asociaciones que había detallado Cacciatore, pues Gramsci afirma que «no puede existir una asociación permanente y con capacidad de desarrollo que no se sostenga en determinados principios éticos» y que hay una tendencia «universal a la ética de grupo que debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad».

Desde allí, critica la idea de una «élite-aristocracia-vanguardia como […] una colectividad indistinta y caótica; en la que, por gracia de un misterioso espíritu santo o de otra misteriosa y metafísica deidad ignota, desciende la gracia de la inteligencia», aunque reconoce que «este modo de pensar es común», y «de ahí la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional y por ello, en esta pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la democracia».

En fin, vemos así cómo se vincula en Gramsci la democracia interna de las asociaciones políticas con la «filosofía de la praxis», con la idea de hegemonía y «universalidad». Lo cual nos conecta con la cuestión del partido, y el lugar que en el Cuaderno 13 le reserva en la lucha por la hegemonía.[22]

El papel de los partidos políticos y los proyectos

En el proceso de universalización, el papel de los partidos es imprescindible. Así, en el Cuaderno 3 Gramsci había escrito que «los partidos no son solamente una expresión mecánica y pasiva de las clases mismas, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, consolidarlas, universalizarlas».[23]

Y, regresando al apartado 17 del Cuaderno 13, vemos que el segundo elemento ineludible que aparece en esta reescritura es el papel del partido en este pasaje al plano de la lucha por la hegemonía — que tampoco estaba en la versión del Cuaderno 4 — . Gramsci escribe ahora que «las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha».[24]

En similar sentido, en el apartado 1 de este mismo Cuaderno 13 especifica que el partido moderno debe desarrollar esta lógica universalizante: «el partido político, [es] la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales».[25]

En esta misma línea, que subraya la centralidad de los proyectos en la disputa por la hegemonía, Raúl Burgos ha planteado que el sujeto de la guerra de posiciones es un «sujeto-proyecto» que lucha por la hegemonía. Así, los sujetos que se constituyen en la lucha por la hegemonía, lo hacen «en torno de un proyecto y en curso de un proceso-proyecto.

En este sentido podríamos, parafraseando a Althusser, decir que los proyectos ‘interpelan a los grupos sociales y a los individuos constituyéndolos en sujetos’ (en el sentido de ‘atrayéndolos para el centro gravitatorio’) de un cierto proyecto». Y reafirma Burgos su idea sosteniendo que es por eso que para Gramsci «las grandes transformaciones sociales son obra de voluntades colectivas, preanuncio y al mismo tiempo realización de un bloque social intelectual y moral alma mater del nuevo bloque histórico (una nueva formación económico-social)».[26]

Surge así una primera dificultad para comprender, en términos de intereses de clase, las disputas por la hegemonía, pues estas se presentan como luchas entre partidos, proyectos y voluntades colectivas que, a su vez, se postulan como defensores de intereses universales (o cuasi-universales), y no como soporte de intereses corporativos de las clases.[27]

De modo que, en estas luchas por la hegemonía, las clases parecen perder protagonismo. Como lo sintetiza James Martin, en Gramsci «las clases son descentradas como agentes políticos concretos pero, sin embargo, son privilegiadas como actores históricos».[28]

Este fenómeno afecta a las clases en su propia capacidad de reconocimiento de las situaciones de dominación. En primer lugar, a las clases dominadas, que tienden a no percibir las situaciones de dominación como tales. Göran Therborn ha analizado de qué manera las interpelaciones ideológicas dominantes procuran, como objetivo primario, que no se tematice la propia existencia de relaciones de dominación; solo como segunda opción, si la dominación es percibida, procuran que sea valorada en forma positiva.[29]

Y, en segundo lugar, también a las clases dominantes — o que buscan serlo — se les complejiza la identificación de sus intereses al enredarse en las disputas por la hegemonía, pues exigen que moderen el contenido clasista de los proyectos políticos que promueven. Gramsci afirma que, para que esta operación hegemónica sea exitosa, los intereses de la clase dominante deben saber sofrenarse: «los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico-corporativo».[30]

Como analizaremos más adelante, la evaluación de cuáles son sus intereses en el juego de relaciones de fuerzas de cada coyuntura es algo que tiene que ser interpretado, y aquí el papel de los intelectuales resultará clave, pero, al mismo tiempo, se desplegará en una relación compleja con las clases. Es decir, que los intereses actualizados de la clase, en cada coyuntura, implican ceder «hasta cierto punto» sus intereses más «burdos»; pero cuánto hay que ceder para lograr ser hegemónicos y en qué medida no se está cediendo de más, será siempre una cuestión de cómo se interpreta la relación de fuerzas, tanto en términos tácticos como estratégicos.

Podemos agregar que este «cierto punto» dependerá no solo de la fuerza propia, sino también de la capacidad de las clases antagónicas para disputar la hegemonía. Si esta facultad fuera elevada es probable que las clases dominantes — o las que procuran serlo — deban ceder muchos de sus intereses más inmediatos en pos de defender su propia situación de clase dominante — o la viabilidad de convertirse en tales — .

Esto es, tal vez, más fácil de observar en las «revoluciones pasivas» que, como había planteado Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría marxista, siempre conllevan un riesgo para la clase dominante que ensaya esta estrategia pues «cuando una clase dominante ha ido demasiado lejos en su absorción de contenidos del discurso ideológico de las clases dominadas, corre el riesgo de que una crisis disminuya su propia capacidad neutralizadora y de que las clases dominadas impongan su propio discurso articulador en el seno de los aparatos del Estado».[31]

En casos extremos puede resultar difícil identificar la centralidad de la defensa de los intereses de la clase dominante, pues podría parecer que se están concretando e, incluso, legitimando desde el poder estatal muchas de las demandas de las clases subalternas — aunque, en efecto, el objetivo de una «revolución pasiva» es que estos cambios sean realizados «desde arriba», y no «desde abajo» — .

Tal vez el ejemplo más notorio de esas situaciones que pueden ser percibidas como extravíos de los intereses de clases fueron los Estados de Bienestar de Europa occidental en la segunda posguerra. Para defender la sociedad capitalista ante una posible deriva de las masas hacia el comunismo, se realizaron muchas concesiones hacia la clase obrera, no solo en términos materiales, sino también en cuanto a que fueron sedimentando esas concesiones como derechos considerados legítimos.

La burguesía lo hizo hasta que le resultó intolerable y/o percibió que este peligro comunista se había disipado y pudo lanzar su ofensiva neoliberal, desmontando la mayor parte de estas concesiones y el propio consenso sobre su legitimidad.

Ahora bien, el mismo fenómeno histórico de estos Estados de Bienestar puede ser interpretado como un desvío por parte de la clase obrera, representada por los partidos socialistas o socialdemócratas que, para obtener, por vía democrática, la dirección política de la sociedad, tuvieron que hacer demasiadas concesiones hacia los intereses de las clases potencialmente aliadas o, incluso, de fracciones de la clase dominante para procurar dividir su unidad.[[32]]

De modo que, en las disputas por la hegemonía se extraviaron los originales objetivos anticapitalistas — que, al menos en teoría, postulaban los proyectos reformistas — cuando la posibilidad de conseguirlos era, tal vez, posible. A diferencia de la burguesía que sí pudo retomar la ofensiva con objetivos claros, vemos hoy que la mayoría de los partidos vinculados con la clase obrera europea ya no proponen, ni siquiera en el mediano plazo, iniciar procesos de transición hacia el socialismo.

En síntesis, puede que el proyecto que presenta los intereses de una clase como los intereses de toda la sociedad (o de su mayoría) acabe extraviando o relegando por demás el núcleo de los intereses de esa clase. Cabe, incluso, la posibilidad de que la operación de universalización de las propuestas termine desdibujando por completo los objetivos originales de partidos y proyectos que buscaban defender los intereses de una determinada clase.[[33]]

Pero estas serán siempre apreciaciones relativas, basadas en el análisis de las correlaciones de fuerzas entre las clases que realice cada analista. No son datos «objetivos» incuestionables. Una clase que no sepa ceder sus intereses más «burdos», puede acabar socavando su propia hegemonía al empujar a casi todo el resto de la sociedad en su contra o, a la inversa, una clase que trata de disputar la hegemonía sin construir articulaciones con las clases potencialmente aliadas y sin dividir a la clase dominante, con seguridad se marginará de esta disputa.

Por lo tanto, el análisis de cuáles son estas correlaciones y de las distintas capacidades para modificarlas en cada coyuntura será clave para plantear cuál proyecto es el que mejor defiende los intereses de una clase. En este sentido, debe evitarse una lectura posibilista de las relaciones de fuerza que tiende a conceptualizarlas como estáticas.

Por el contrario, son relaciones que siempre son transformables a través de la lucha política e ideológica. Incluso aquellas relaciones que Gramsci ubica en el terreno de la «estructura» y que, en la coyuntura, resulta «una realidad rebelde» que «nadie puede modificar»,[[34]] pueden ser alteradas en el mediano plazo a través de políticas específicas.

El lugar y el problema de la retórica en la lucha por la hegemonía

Consideremos ahora el segundo elemento que agrega complejidad a la percepción del núcleo clasista de la hegemonía: la retórica. Laclau ha explicado de qué manera el uso de metáforas, metonimias y catacresis tiene un papel central en la construcción de hegemonía.[[35]] A ello podemos agregar también el empleo de los razonamientos retóricos.[[36]]

La retórica es el arte de la persuasión y se basa en la ambigüedad. Siempre hay un rétor que persuade y un auditorio que es persuadido pues no tiene claridad de cómo funcionan estas operaciones retóricas. Un elemento clave en estas operaciones es el uso de significantes ambiguos — «tendencialmente vacíos» diría Laclau — que poseen una gran capacidad interpelativa para así sumar una enorme diversidad de sectores sociales a un determinado proyecto político. Tal vez el más notable ha sido el significante «pueblo», eje de las construcciones populistas y con el cual el propio marxismo ha mantenido una compleja relación.[[37]]

Tanto los significantes tendencialmente vacíos, como también los razonamientos retóricos, por su inherente ambigüedad dificultan la correcta comprensión de lo que «describen» o «explican» en el plano retórico: no permiten ver con claridad las relaciones de dominación.[[38]] Si bien este es el objetivo por el cual se los emplea, estas dificultades afectan no solo a las clases que se quiere dominar, también aquejan a las propias clases sociales que tratan de ser dominantes — además de dificultar la interpretación — .

El problema, tanto para las clases dominantes, como para las que desafían esta dominación es el hacer uso de estas operaciones retóricas y de universalización — pues son inherentes a la lucha por la hegemonía — , sin caer en su propia trampa. Desarrollar su propia «poesía» (Marx) pero, al mismo tiempo, procurar un lenguaje que devele la dominación y permita trazar cursos de acción que se aproximen mejor a los intereses de la clase; es decir, controlar el repertorio semiótico en función de procurar un análisis científico de la realidad social.[[39]]

En este sentido, no podemos dejar de mencionar una tensión que surge a todo proyecto emancipatorio que intenta el camino de la disputa por la hegemonía: como en la presentación del proyecto resulta imprescindible el empleo de la universalización y de la retórica, siempre habrá una pérdida de claridad para los propios integrantes de la comunidad emancipatoria. De allí tiende a derivarse la centralidad del líder o la lideresa en la dinámica política populista, pues ellos sí pueden ocupar el papel del rétor único que persuade, con cierto grado de conciencia de las operaciones retóricas que realiza al configurar un «pueblo». Pero esta centralidad del líder se contradice con la propuesta de desarrollar la autoconsciencia y la emancipación de las clases subalternas.

La crítica de Laclau a la clase y al interés de clase, y la disolución del concepto de «dominación»

Hasta aquí hemos desarrollado dos componentes inherentes a las operaciones hegemónicas que tienden a restar claridad a los intereses de las clases, tanto para los dominados como para los dominadores. Sin embargo, no hemos abordado aún el propio concepto de «interés de clase». Sin él no es posible vincular las clases con la hegemonía. Ernesto Laclau, en su dura crítica al concepto de «interés de clase», arroja luces sobre dos cuestiones: el carácter imprescindible de su empleo, si se quiere mantener un vínculo entre clases sociales y hegemonía, y el componente teleológico o utópico intrínseco.

    Laclau partió de una crítica al clasismo — entendido como corporativismo — como estrategia política, por considerarlo poco efectivo en la lucha por la hegemonía, para deslizarse luego hacia una impugnación total a presuponer la centralidad de la clase en la lucha política; al tiempo que, al formular esta crítica teórica, terminó en una posición en la que se desdibujó su anticapitalismo y, en última instancia, la propia idea de «dominación».

En 1977 afirmaba que las clases «en cuanto tales, no tienen ninguna forma de existencia necesaria a los niveles ideológico y político». Por lo tanto, «si la contradicción de clase es la contradicción dominante al nivel abstracto del modo de producción, la contradicción pueblo/bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social».[[40]]

En su presentación en Morelia de 1980 sostuvo que no hay «identificación primaria de las clases al nivel de la base del que se derivan ‘intereses de clase’ claramente definidos».[[41]] Sin embargo, nunca desarrolló la posibilidad de que estos intereses pudieran ser precisados y así mantener la articulación entre clase e intereses de clase en la lucha por la hegemonía. Por el contrario, se volvió por completo contrario a la idea de «intereses de clase».

En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe explicaron que solo la idea de «interés objetivo», pensado como «intereses históricos» — en su ejemplo, de la clase obrera en la instauración del socialismo — , podía permitir vincular el concepto de clases, en tanto posiciones sociales, con la idea de la clase como actor político.

Pues posibilitaría establecer un vínculo que no dependiera de la contingencia de la capacidad de los discursos para tener éxito en articular posición de clase y proyecto político. Pero Laclau y Mouffe descartaron por completo esta opción al afirmar que la noción de «interés objetivo» carece de todo basamento teórico, e incluso, de evidencia histórica.

Esta última, para ellos, se sostenía en la expectativa de un proceso de unificación, que no aconteció, de todos los sectores subalternos en torno a la clase obrera — por una pauperización y una proletarización generalizadas — . Por lo tanto, suponer que las clases tienen «intereses objetivos» e, indirectamente, pensar en las clases como sujetos políticos, poseería una inherente carga teleológica. En cambio, como las identidades sociales no están fijadas, no habría que colocar límites de clase en el análisis a la lógica de la constitución simbólica de lo social.[[42]]

En siguientes textos, Laclau aclaró que el sujeto de la hegemonía es un sujeto que no preexiste a las disputas discursivas, sino que es establecido dentro de los discursos y, por lo tanto, dependerá de estos. Entonces, la constitución de los sujetos en tanto que clases es solo una posibilidad histórica y no debería pensarse como un destino inexorable.[[43]] Se abre aquí toda la problemática que tiene la concepción del sujeto en Laclau y que ha sido abordada con agudeza por Martín Retamozo,[[44]] al diferenciar entre el proceso de construcción de un sujeto político — como agente — y la construcción de una subjetividad política — como colectivo de identificación — en el marco de una lucha hegemónica.

Quisiera plantear mi acuerdo con dos puntualizaciones de Laclau: (1) sin el concepto de «interés de clase» no es posible relacionar las posiciones de clase con la elaboración de propuestas políticas vinculadas con la lucha de clases, ni analizar la dinámica política en términos clasistas y (2) más allá de la connotación negativa de la palabra «teleológica», toda imputación de intereses, por fuera de lo que los integrantes de una clase social manifiestan positivamente, requiere siempre de un juicio basado en algún tipo de estimación acerca de los futuros posibles, sean de corto o largo plazo.

Pero como Laclau rechazó ambos componentes — el interés de clase y el componente prospectivo — terminó haciendo depender la existencia de las clases, en la arena política, de que sus integrantes realizasen un autoreconocimiento de su pertenencia a la «clase» y de que actuasen en el terreno político guiados por esta identidad.

    Un problema derivado de esta argumentación es que no solo podría no haber clases incidiendo en el plano político, sino también que podría desaparecer la «dominación». Si un discurso se tornase fuertemente hegemónico, podría ocurrir que los sujetos dominados no se representasen a sí mismos como clase o, ni siquiera, como dominados y, por lo tanto, no fuera posible hablar ni de sectores dominados ni de dominación. Es cierto que nunca Laclau llegó a escribir esto en forma textual, pero resulta notorio el abandono del uso del concepto de «dominación» en sus escritos.

Considero que la base de los problemas de este planteo de Laclau no está en la excesiva centralidad que le otorga a lo discursivo — como la mayoría de los marxistas le criticaron — , sino en su renuncia a ubicarse en un plano crítico-especulativo. Su temor a caer en el teleologismo lo condujo a una posición positivista al reducir lo real a lo dado, en su caso, a lo enunciado.

La adhesión al programa foucaultiano de La arqueología del saber — más allá de algunas críticas — , lo lleva a pensar una hegemonía de formaciones discursivas sin sujetos o con sujetos que solo emergen dentro de estas mismas formaciones. No por casualidad Michel Foucault reconoce el perfil positivista de esta propuesta de análisis.[[45]]

Para salir de las aporías a las que nos conduce el planteo de Laclau, debemos profundizar en el reconocimiento de una postura epistemológica clara. Una postura que no implique regresar a un positivismo marxista que sostenga una identificación apriorística entre clase e ideología — que ya Lenin criticó en el ¿Qué hacer? — , pero que tampoco reduzca lo real a lo dado, en este caso, a lo discursivamente dado. Es decir, que realice una clara ruptura epistemológica con el positivismo, en cualquiera de sus versiones.

Ruptura epistemológica y propuesta crítico-especulativa

Un análisis crítico no puede limitarse a describir la realidad en los propios términos de los enunciados emitidos. Es decir, a considerar a la realidad social como equivalente a lo dicho. En este caso, la razón no cumpliría ningún papel en el proceso cognitivo y el efecto conservador de los estudios sociales quedaría epistemológicamente sancionado.

Retomando a Fredric Jameson,[[46]] creemos que la «esencia» de una realidad es una postulación del pensamiento especulativo y, en este sentido, nunca puede ser probada. El pensamiento especulativo es siempre un salto, una apuesta, en términos metafísicos o ideológicos.[[47]] En este sentido es que, en los siguientes apartados, formularemos una serie de postulados sobre las clases, sus luchas y sus intereses, que no pretenderán ser verificables.

Más en general, para escapar del positivismo se debe postular que en la propia realidad se encuentra en potencia una nueva realidad diferente en lo cualitativo, y es este el punto de apoyo de toda la crítica social — tal como hicieron los pensadores iluministas y los marxistas — .

Como lo sintetizó Irving Zeitlin, al establecer una clara oposición con el positivismo sociológico de mediados del siglo XIX, para Marx, en sintonía con la tradición del Iluminismo y de Hegel, «el dominio del ‘es’ siempre debe ser criticado y puesto en tela de juicio para revelar sus posibilidades intrínsecas. El orden fáctico existente es una negatividad transitoria que debe ser trascendida».[[48]]

Recupera así la operación básica del Iluminismo: someter a las instituciones «a una crítica implacable desde el punto de vista de la razón» y reclamar «un cambio en aquellas que la contrariaban» y que «impedían a los hombres realizar sus potencialidades».[[49]]

Por ello, cuando Laclau saluda el fin de la «dictadura racionalista del Iluminismo» pierde este espíritu crítico,[[50]] y le queda solo la toma de partido personal. Y es que, sin la creencia en algún tipo de imagen sobre una posible sociedad radicalmente alternativa, no es posible impulsar un proceso de cambio social y, ni siquiera, formular una crítica sustancial a la realidad presente.[[51]]

De modo que, «la capacidad de potenciar en una direccionalidad consiste en poder captar la dinámica constitutiva de una realidad, lo que significa el reconocimiento de opciones».[[52]] En la misma línea, Adrián Piva afirma que «identificar clase y lucha es también una apuesta política. Es empujar en el sentido de una posibilidad práctica, una intervención en la lucha por la definición del campo de confrontación social».[[53]]

Cabe aclarar que este conocimiento crítico no tiene que pensarse en términos de un reflejo de la realidad, sino como una construcción discursiva que procura dar cuenta del mejor modo posible de esa realidad. Un conocimiento perfectible y que es elaborado a partir de una metodología también criticable y mejorable y, en este sentido, se entronca con una perspectiva científica.

Al mismo tiempo, el conocimiento que surge de esta actitud crítica, en tanto impulso para la acción, tiene que ser considerado como «verdadero» por la militancia, pero también debe someterse a la corroboración de la praxis, que sirve de guía para el despliegue de lo potencial desde lo dado.[[54]] Esta cuestión posee aun más complejidad, pues, como lo analizó Gramsci, la propia lucha ideológica puede modificar lo que es considerado como «dado», como «verdadero» por las mayorías, tal como ya lo hemos analizado.

    En contraste con esta reivindicación de lo especulativo y su articulación con la praxis, nos preocupa que la mayoría del marxismo académico actual procura ceñirse «a los datos». Una de las fórmulas encontradas ha sido reducir al marxismo a una sociología económica o a una sociología del trabajo; mientras que otra fórmula ha sido convertir a los estudios marxistas en estudios sobre la historia del marxismo como corriente de pensamiento. En consecuencia, brillan por su ausencia los debates en torno a la estrategia política.

El problema de la circularidad entre clase y formación de la clase, y la necesidad de adoptar un punto de partida que la evite

Las relaciones entre las clases están modeladas por la propia lucha de clases. Así, las modificaciones en la legislación o la disputa político-sindical cotidiana especifican la relación entre las clases — incluso, pueden abrir caminos de ascenso social que alteren las posiciones de clase en el plano intergeneracional — y, de modos más drásticos, también lo hacen las revoluciones sociales.

Pero no solo los planos legal y político alternan las relaciones de las clases, sino que, como lo analizara Louis Althusser,[[55]] las operaciones ideológicas deben conseguir la eficacia interpelativa al construir subjetividades que acepten las posiciones de clase dominadas, al menos en la cantidad suficiente para ocupar las posiciones imprescindibles para que el sistema siga funcionando y las clases dominantes puedan continuar usufructuando de él.

Pero el riesgo de comenzar el análisis en la confrontación político-ideológica entre las clases es el de caer en una problemática circularidad que requiere de la formación de la clase e, incluso, de su conciencia, para poder hablar de ella.[[56]] Si la clase se forma en procesos históricos de lucha, entonces, esta formación resulta contingente, como lo es toda lucha. De este modo, es posible que la clase no se constituya como tal y lleguemos a un lugar igual, o casi igual, al que arribó Ernesto Laclau.

El punto de nacimiento de esta circularidad ha sido, tal vez, una lectura particular del empleo que realiza Marx del concepto de clase en sus análisis políticos sobre la coyuntura francesa de mediados del siglo XIX. Así, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que los campesinos «forman una clase», «en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil».[[57]] Pero, a la vez, plantea que como «existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase».[[58]]

Sin embargo, una simple lectura del conjunto de esta obra muestra que el hecho de que el campesinado no se había conformado como clase ni como comunidad de sentido, ni como organización política, no le impidió a Marx hacer un profuso análisis sobre el papel de esta clase en la dinámica política de esa coyuntura. Y lo mismo puede decirse sobre otras clases, ya que, a pesar del énfasis que muchos analistas colocaron sobre las dificultades del campesinado, observaciones similares pueden encontrarse sobre casi todas las demás clases en cuanto a las dificultades de construir su representación política.[[59]]

Es decir que, la no conformación de la clase en el plano político — lo cual, por otro lado, es siempre una cuestión de grados, más allá de la dicotomía que Marx había escrito en La miseria de la filosofía, donde distinguía una situación de clase «con respecto al capital», de la «constitución» en «clase para sí» — [[60]] no implica que la clase se encuentre ajena a relaciones de lucha con las otras clases. Por el contrario, es justo en estos procesos de lucha (política) que la clase se va constituyendo en clase para sí. Como lo plantea Erik Olin Wright, las clases y «la lucha de clases existen incluso cuando las clases están desorganizadas».[[61]]

Vamos, entonces, a proponer un primer postulado que permita romper con la circularidad y evite sus riesgos:

    (1) es posible comenzar el análisis a partir de reconocer la presencia de clases sociales, en tanto posiciones en la división social del trabajo — que, de todos modos, son relaciones de clase; evitamos el término «relaciones» solo para darle más claridad a este punto de partida que excluye el plano más «político-subjetivo» que podría considerase presente en la idea de «relación» — .

Interpretamos que es en este sentido, de punto de arranque para el análisis, que Gramsci distingue un primer momento de las relaciones de fuerza: una «relación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres», «los agrupamientos sociales», «una realidad rebelde», pues «nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su correspondiente población urbana, etcétera».[[62]]

Estas afirmaciones tienen que ser comprendidas en términos de una propuesta para el análisis de coyuntura: Gramsci no negaría que es posible, en el mediano o largo plazo, desarrollar, por ejemplo, industrias y procesos de urbanización que modifiquen esta «realidad rebelde».

Esta elección de un punto de arranque del análisis en una determinada coyuntura es lo que permite romper con una circularidad que conduciría, de manera inexorable, a la posibilidad de que haya que abandonar el análisis clasista en los casos en los que las clases no estén «formadas» en el plano político-ideológico o, incluso, en el más básico, de la sociabilidad común.

Entonces, si bien es cierto lo que plantea Marcelo Gómez de que «son las clases con sus acciones las que establecen el ‘poder de mercado’ de algunos tipos de propiedad en vez de otros, sus distribuciones y límites»,[[63]] esto no convierte en «engañoso» el hecho de «deducir las clases de la propiedad», como él plantea. Pues, desde la perspectiva que proponemos — y que de forma indirecta y por momentos, Gómez emplea, por ejemplo, al escribir «son las clases» — , el punto de arranque del análisis se sitúa en la identificación de clases existentes en una determinada coyuntura.

Cabe aclarar que no existe un momento ex-ante de las luchas y las interpelaciones. La clase no preexiste a las mismas. Solo a modo de postulado es que escogemos un enfoque que parte de la existencia de las clases, en tanto posiciones de clase. Pero, estas clases se definen, incluso en tanto posiciones sociales, no en términos de una estratificación, sino a partir de su relación con otras clases sociales. Y estas relaciones están signadas por el poder. Entonces, podemos agregar un segundo postulado que propone que

(2) las clases se encuentran en distintos grados de tensión o lucha con las otras clases en pos de mantener, acrecentar o conquistar una posición de dominación.

Esta dominación, en el caso de las clases, es la condición de posibilidad que permite la explotación[[64]] o, en todo caso, transitar un proceso que procure su erradicación.[[65]] De este modo, con este postulado, obtenemos un fundamento que se ubica en un plano analítico previo a la lucha entre partidos o grupos ideológicos, y que permite terminar de eludir la circularidad a la que hacíamos referencia.

Es posible generalizar estos dos postulados e independizarlos del concepto de «clases sociales».

    Todo análisis puede comenzar desde algún punto de partida que defina a los individuos que son sus unidades de análisis con cierta independencia de la constitución discursiva de los sujetos y de su grado de organización para la disputa por la hegemonía, y postular, desde allí, la existencia de situaciones de dominación — que pueden no tener como objetivo la explotación — .

Así sería posible realizar postulados similares para otras situaciones de dominación, como la de los hombres, los blancos, los europeos u occidentales, los «normales» y un largo etcétera. Esto no implica negar que es en las luchas discursivas donde se terminan de constituir, en formas mucho más específicas, esos sujetos hegemónicos.

Pero este tipo de postulados permiten mantener la idea básica de que la operación hegemónica es una operación de dominación. Solo desde esta perspectiva consideramos fructífero retomar de Laclau y Mouffe la propuesta de la centralidad de la «articulación» de distintas posiciones dominadas, con sus consiguientes demandas, para desarrollar las estrategias socialistas de disputa por la hegemonía,[[66]] así como analizar las «constelaciones hegemónicas» que consolidan las posiciones de los dominadores.[[67]]

Los intereses de clase y la lucha por la hegemonía

A estos dos primeros postulados, deberemos agregar la cuestión de los intereses de clase para poder conceptualizar la relación entre las clases y la hegemonía. Para ello formularemos un tercer postulado, vinculado al segundo a través de la cuestión del poder:

    (3) las clases poseen «intereses de clase» en mantener o cambiar un determinado orden social.

    Son esos «intereses de clase» los que permiten comprender por qué la clase dominante opera para perpetuar el orden social capitalista y realizar las modificaciones necesarias para adecuar o, incluso, profundizar su posición de dominio. Al mismo tiempo, la existencia de estos intereses posibilita postular que a las clases dominadas les conviene modificar esta realidad que las ubica como tales, es decir, acabar con el capitalismo.

Es por ello que las clases sociales constituyen el factor explicativo básico de la estabilidad de un modo de producción y las fracciones de clase en el interés por consolidar un determinado modelo de acumulación. Y es la lucha entre las clases sociales la que resuelve el predominio de un modo de producción y el tipo de sociedad que el mismo define; tal como Gramsci enfatiza al destacar la importancia del fragmento del «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» donde Marx escribió que es en «las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto [contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción existentes] y lo dirimen».[[68]]

Estos «intereses de clase» son imputaciones realizadas por el o la analista. Como ha planteado Erik Olin Wright, los intereses de clase son hipótesis sobre los objetivos de las luchas que tendrían lugar «si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de sus situaciones».[[69]] En cierto sentido, se recupera así la idea de Georg Lukács de que la conciencia de clase sería «las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva».[[70]]

Y agrega unos renglones después, «la consciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción».[[71]]

Dejando de lado las claras reminiscencias weberianas de estas reflexiones, reparemos en algunas cuestiones que considero claves para nuestra argumentación. En primer lugar, Lukács no plantea que esa conciencia de clase exista, sino que es algo atribuido a la clase por el o la analista marxista. En segundo lugar, esta atribución es construida en términos tan ideales (de nuevo Weber) que solo podría funcionar como un horizonte inalcanzable.

Esto no lo dice Lukács tal cual, pero la complejidad de la lucha por la hegemonía, por sus componentes universalistas y retóricos, más la compleja relación entre intelectuales y clase (que abordaremos en el último apartado), hace que captar completamente una situación histórica, con sus múltiples determinaciones, de modo de tener clara conciencia de la situación «y de los intereses resultantes de ella», resulte imposible al menos de un modo inequívoco.

Por último, el significante «conciencia» da lugar a una serie de problemas vinculados con su casi ineludible sentido subjetivo que, por momentos, utiliza el propio Lukács a pesar de que para este plano proponía el concepto de «psicología de clase».[[72]]

Frente a estos problemas semánticos e, incluso, mecanicistas, vamos a dejar de lado el concepto de «conciencia de clase» y mantener solo el de «intereses de clase». De todos modos, como comentábamos, estos intereses son también imputados, contienen un elemento contrafáctico o utópico y, a la vez, son históricamente situados. Al respecto, José Aricó planteaba que para Lenin la conciencia de clase no estaba vinculada a la necesidad abstracta del socialismo (como en Kautsky), sino al conocimiento (científico) de la totalidad económico-social, en el sentido de la realidad concreta de una formación económico-social.[[73]]

Por otro lado,  resulta clave diferenciar los intereses imputados a la clase de los intereses individuales que, como han señalado Przeworski[[74]] y Gómez, son altamente competitivos: «la sumatoria de intereses competitivos no da interés colectivo sino casi siempre todo lo contrario: los intereses colectivos suelen estar asociados a la suspensión o superación de los intereses competitivos y los intereses competitivos en general son poco compatibles con los intereses colectivos».[[75]]

Consideramos que, si bien los intereses de clase son imputaciones discursivas, de alguna manera son pasibles de verificación a posteriori, pero dentro de la complejidad de la lucha política entre las clases. De allí la importancia de los contra-fácticos para evitar permanecer solo en el plano de «lo dado», pero también para mensurar las reales posibilidades presentes en cada coyuntura.

El complejo entramado de relaciones de fuerza entre partidos y proyectos que disputan la hegemonía solo permite evaluar ex-post cuál de ellos era el que mejor defendía los intereses de una determinada clase. Es decir, solo luego del desarrollo de una determinada lucha política — y generando un corte temporal arbitrario — será posible observar qué proyecto beneficiaba más a cada clase, según la capacidad objetiva que poseía de triunfar. Y, en este sentido, se podría analizar qué analista tenía razón en las imputaciones de intereses que había realizado.

Estos «intereses de clase» operan en tres planos distinguibles desde lo analítico: el estructural, el coyuntural y el organizativo, que procura lograr la unidad de la clase; aunque, en la realidad, los tres se encuentran muy imbricados.

    Las posibilidades de mantener, profundizar o cambiar radicalmente los modos de producción centrales en una sociedad se vincula con la situación política, ideológica, social y económica más coyuntural y también, con el plano de lo organizativo; es decir, depende de las capacidades de las clases para unificarse — y dividir a las otras clases — y para imponer en cada coyuntura sus intereses más inmediatos.

De todos modos, la relación entre estos tres tipos de intereses no es lineal. Si bien la unidad y la obtención de beneficios en el corto plazo pueden colaborar en afianzar la capacidad de la clase para luchar por el tipo de sociedad que más le conviene, también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo, puede hacerla olvidar este objetivo estratégico. Esto obliga a pensar la articulación entre estos tres planos de los intereses de clase y, de ningún modo, dejar de lado unos en función de otros.

En fin, la imputación de intereses dependerá del análisis que se haga de las relaciones de fuerzas y de las posibilidades que tiene cada clase de avanzar en la concreción de estos intereses. Entonces, los intereses de las clases tienen que ser pensados y sopesados en términos relacionales y coyunturalmente situados. Pero no solo eso, sino que también tienen que ser formulados y compartidos por los integrantes de las clases. Cuestión que se complica por la propia dinámica de la disputa por la hegemonía, en la cual los dirigentes y los intelectuales de las clases tienden a no manifestar con transparencia sus intereses, incluso hacia el conjunto de su propia clase.

La complejidad de la construcción-reconocimiento de los intereses de clase en las disputas por la hegemonía

Tenemos ya un enfoque epistemológico y una serie de postulados básicos que nos permitirán adentrarnos en la complejidad de la relación entre clases y hegemonía. Al respecto, Gramsci procuró pensar la relación entre las clases y sus intereses sobre la base de un conjunto de conceptos: «buen sentido», «sentido de separación», «sentido común», «autoconsciencia», «hegemonía» e «intelectuales orgánicos», al tiempo que realizó una clara ampliación del concepto de «intelectual», al incluir dentro de ellos y ellas a todos quienes cumplen una «función intelectual», «personas ‘especializadas’ en la elaboración conceptual y filosófica», pero también en tanto «organizadores y dirigentes».[[76]]

Abrió, con esta batería conceptual, un camino para evitar el salto cuasi-metafísico entre la clase y la consciencia de sus intereses. Vamos a tratar de esbozar un sendero que las vincule con mayor sistematicidad a partir del desarrollo de cuestiones no siempre analizadas por Gramsci.

El malestar de los intelectuales

Para evaluar cuál proyecto político apoyar las clases cuentan, en primer lugar, con ciertas capacidades «instintivas» o de «buen sentido» que les permiten identificar si sus más básicos intereses están siendo contemplados, ignorados, o perjudicados por estas propuestas.[[77]]

Este instinto les genera un «sentido de separación» con los proyectos que claramente las perjudican. Sin embargo, estas apreciaciones «instintivas» resultan en suma rudimentarias y, para Gramsci, no llegan a constituir una «conciencia de clase». Gramsci plantea que el «buen sentido» genera un «sentimiento de ‘distinción’, de ‘desapego’, de independencia apenas instintivo».[[78]] Así, el «odio ‘genérico’ es aún de tipo ‘semifeudal’, no moderno, y no puede ser aportado como documento de conciencia de clase: es apenas su primera vislumbre, es sólo, precisamente, la posición negativa y polémica elemental». Es que «el ‘pueblo’ siente que tiene enemigos y los identifica sólo empíricamente en los llamados señores».[[79]]

Además, las clases también tienen elementos de «ideología de clases», que serían núcleos de discursos propios de cada posición de clase.[[80]] Y, aunque no son iguales a los «intereses de clase», ni tampoco son «doctrinas», constituyen elementos desde los cuales los miembros de las clases perciben la conveniencia, o no, de apoyar determinadas alternativas políticas.

Pero ni estas «ideologías de clase», ni el «sentido de separación» aseguran una correcta defensa de los intereses de clase en medio de las luchas por la hegemonía. Como las propuestas hegemónicas evitan defender los intereses más «burdos» de las clases, y realizan un profuso uso de las operaciones retóricas, la complejidad de la lucha por la hegemonía podría conducir a las clases a muchos equívocos si se guiaran solo por estas apreciaciones simples y de corto plazo.

Para realizar apreciaciones más certeras acerca de cuál proyecto político las clases deben apoyar e incluso para elaborar estos proyectos propios que luchen por la hegemonía, las clases cuentan con los «intelectuales orgánicos».

Así como, según hemos visto, el o la analista imputa intereses a las clases y puede juzgar la conciencia y la capacidad política de la clase para defenderlos o imponerlos en una determinada coyuntura, los intelectuales orgánicos a la clase realizan una operación similar pero más estrechamente vinculada con la praxis de la clase.[[81]] De este modo, los intelectuales orgánicos a una clase construyen en el discurso cuáles serían los intereses de la clase para la que trabajan.

Estos intelectuales les proponen a la clase estos intereses para que los adopten y guíen sobre esa base sus conductas en el terreno de la lucha de clases.[[82]]

Gramsci describió esta relación recursiva al comienzo del Cuaderno 12, por la cual la clase crea a sus propios intelectuales que, a su vez, son quienes logran elaborar la unidad de la clase y darle conciencia de sus intereses, por ellos construidos, incluso en el plano de lo político:

    «Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político…».[[83]]

Este deslizamiento hacia el terreno de lo político se debe a que la clase tiene que analizar y escoger qué partidos y proyectos serán destinatarios de sus apoyos e, incluso, si debe impulsar la creación de nuevas alternativas políticas e ideológicas. Es decir, debe sumirse en toda la complejidad de la lucha por la hegemonía, al menos si no quiere ser un actor pasivo en estas disputas.

También la clase puede automarginarse de la lucha por la dirección político-ideológica, Marx lo comentó en varios pasajes de El dieciocho brumario, como cuando escribió que el proletariado, luego de la derrota de junio de 1848, «en parte, se entrega a experimentos doctrinarios», desplegando cierta actitud de autoexclusión de la lucha política, refugiándose en entidades mutualistas como «bancos de cambio y asociaciones obreras».

Esto, para Marx, implica «un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo» y, en cambio, se «intenta, por el contrario, conseguir la redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa».[[84]]

Entonces, para disputar la hegemonía o, al menos, para poder participar de la lucha política, la clase requiere de sus propios intelectuales. Considero que corresponde diferenciar, al menos en lo analítico, dos planos al interior de estos «intelectuales orgánicos»: uno más cercano a la clase y otro ubicado en el plano de la lucha política.

Entre los más cercanos a la clase,[[85]] encontramos a los y las dirigentes de las organizaciones corporativas de las clases — incluyendo a quienes están más cerca de sus bases, como un delegado gremial — y también a los y las integrantes de la clase que, sin ser dirigentes formales de sus organizaciones, constituyen sus figuras más locuaces, tanto en la esfera pública, como en los espacios de sociabilidad de la clase — desde los lugares de encuentros exclusivos de la alta burguesía, hasta los espacios de encuentros en las barriadas populares — .[[86]]

Además, entre estas y estos intelectuales cercanos a la clase se destaca la incidencia de quienes forman parte de las fundaciones o centros de investigación vinculados con la clase. Esto es algo que la burguesía desarrolla con mayor potencia, pero que también lo hacen las centrales sindicales y, de forma más indirecta, las fracciones pequeño burguesas.[[87]]

Estos y estas intelectuales tienen la función específica de evaluar las distintas opciones políticas e ideológicas desde la perspectiva de los intereses de la clase que los financia. Como norma, sus textos y charlas son los insumos claves para que los miembros de la clase y también otras y otros intelectuales cercanos a la clase efectúen sus propias evaluaciones.

Todos estos y estas intelectuales, en su sentido amplio, realizan permanentes juicios (positivos o negativos) acerca de la conveniencia de que la clase apoye o se oponga a determinados proyectos o partidos que se disputan la hegemonía.

Ahora bien, los proyectos políticos son, a su vez, elaborados por las y los políticos, es decir, por otros intelectuales que se distancian de las clases, al menos en forma relativa, para poder presentar sus proyectos en un plano de mayor universalidad. Como norma, estos políticos y políticas están imbuidos de una actitud ideológica intrínseca a su función de «políticos» que los impulsa a obtener y conservar el mayor grado posible de poder estatal. Esta actitud puede incluso llevarlos a pensar que son independientes de las clases y emparentarse, en su dinámica, con los que Gramsci denomina «intelectuales tradicionales».

Estas posibilidades de triunfar en la lucha por el control del poder estatal pueden ser pensadas en términos más personales o en términos de sus convicciones ideológicas — las distinciones suelen ser difíciles de realizar, salvo en los casos más evidentes — . De todas formas, más allá de los objetivos personales, el accionar de todo político o política beneficia siempre, en esencia, más a algunas clases que a otras. Por ello, continúan siendo intelectuales orgánicos de alguna clase, incluso cuando no tengan una conciencia clara de ello — de allí que esta catalogación es siempre una imputación que realiza el o la analista — .

No existe ninguna diferencia cualitativa en esta cuestión de la relación clase-intelectuales entre las distintas clases sociales. La asociación implícita en Gramsci — y buena parte de la izquierda de su generación — entre intelectuales de la clase obrera y Partido Comunista ha sido fuente de graves problemas a la hora de realizar un análisis y una propuesta gramsciana para la izquierda — la incorporación de la idea del «partido-mito», de ningún modo soluciona el problema, sino que puede tender a agravarlo — .

En la realidad histórica, la clase obrera siempre se encuentra con distintas opciones, encarnadas en distintas fuerzas políticas, y los intelectuales orgánicos más cercanos a la clase deben realizar constantes evaluaciones de cuál estrategia y cuál táctica son las que mejor representan o construyen sus intereses en cada coyuntura.

    Si no hay diferencia cualitativa, sí la hay en términos cuantitativos. Las clases subalternas poseen muchas más dificultades para organizarse.

Gramsci lo describe en términos un tanto pesimistas en su Cuaderno 25, al plantear que «la tendencia a la unificación (…) de los grupos sociales subalternos (…) es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes».[[88]]

Sin embargo, en realidad, todos los Cuadernos se centran en proponer formas de revertir esta situación, por lo cual esta idea pesimista no debe hipostasiarse. Es claro que no le resulta sencillo contar con el apoyo de intelectuales orgánicos, ya sea de los más cercanos a la clase, ya sea de aquellos que luchan por la hegemonía política. Reconocer el problema podría ser un primer paso para evitar caminos que considero errados y, muchas veces, extendidos en fuerzas marxistas, como el de confundir el interés que se imputa a la clase obrera con el interés que la mayoría de los y las integrantes de esa clase tienen en mente. Muchas veces, esto ha conducido a considerar a la fuerza política o al agrupamiento sindical que se cree más cercano a estos intereses imputados como si fuese «la clase». Y tampoco habría que considerar a la organización sindical o a la fuerza política que votan la mayoría de los integrantes de una clase como automática defensora de los intereses de la clase. Por todo esto, debemos ser muy cuidadosos en hablar de la acción de «la clase» en el terreno político.

La lucha por la hegemonía implica, entonces, un juego de luchas entre partidos y proyectos diferentes que, a la vez que luchan contra partidos y proyectos sostenidos por otras clases sociales, tienen que demostrar a las clases que los sustentan que son quienes mejor defienden sus intereses, con la mediación de los/as intelectuales más cercanos/as a la clase. En este proceso de «demostración» los partidos operan sobre los integrantes de las clases procurando socializarlos dentro de una determinada perspectiva en relación con el orden social y, más en específico, en determinadas lecturas sobre la realidad coyuntural.

La referencia a «partidos» tiene que ser ampliada en la actualidad, pues en las últimas décadas asistimos a una progresiva dilución de este papel socializador de ideologías (los partidos han tendido a reducirse a aparatos electorales, cuando no a solo articulaciones en torno de una figura personal).

    La función «partido» ha sido ocupada por medios de comunicación concentrados y organizaciones político-ideológicas «en las sombras». De todos modos, el papel de las fuerzas políticas continúa siendo ineludible en la disputa por el acceso electoral a los cargos públicos y, por ende, en la lucha por la hegemonía política.

Si bien el corte entre intelectuales más estrechamente vinculados con la clase e intelectuales más vinculados a la política es muy útil para comprender mejor la dinámica entre clases y hegemonía, nunca resulta nítido. Resulta mucho más ajustado a la realidad conceptualizar un gradiente que va desde integrantes de la clase que cumplen cierto papel intelectual al pronunciarse sobre los intereses de la clase, hasta las y los políticos que forman parte de partidos con vínculos muy laxos con las clases. Además de ser pensado como un gradiente y no como una división dicotómica, existen fuertes vínculos a lo largo de este continuo.

Por un lado, los y las intelectuales más cercanos/as a la clase están muy influidos por los proyectos y discursos ideológicos que emiten los y las intelectuales más estrechamente vinculados/as a los proyectos político-hegemónicos. No son solo «orgánicos/as» a la clase, sino que tienden a concebirse con cierta independencia de la misma y a procurar tener una perspectiva ideológica que escape a lo meramente socioeconómico.

Incluso, por su propia función intelectual deben conocer y vincularse con el plano de lo político o, al menos, del análisis político. Lo cual tiende a conducir a permanentes desfasajes entre la clase y sus propios/as intelectuales. Y, por otro lado, las y los políticos tienden a estar atentos/as a las observaciones y juicios que emiten las y los intelectuales más cercanos a las clases cuyos apoyos procuran conseguir.

A esta dinámica coyuntural, debemos agregar dos elementos. En primer lugar, como ya dijimos, el escenario de la correlación de fuerzas «objetivas» puede ser modificado, en el mediano plazo, en el plano del peso económico y demográfico-electoral de las clases. En este sentido, la «extraña no-muerte del neoliberalismo»[[89]] se explica, en buena medida, por las propias transformaciones en los procesos de trabajo, en las subjetividades y en las estructuras de los medios de comunicación que han reforzado el poder «objetivo» de la burguesía más concentrada y debilitado las capacidades de unificación y lucha de las clases subalternas e, incluso, de aliarse con fracciones de las burguesías mediana y pequeña.

En segundo lugar, existe la posibilidad de que la clase ayude a construir nuevos proyectos político-ideológicos alternativos, incluso al tiempo que despliegue apoyos diferentes en el plano coyuntural. Tal vez el ejemplo más claro fue el despliegue por la burguesía de la propuesta neoliberal más pura en los años sesenta — promoviendo una serie de centros intelectuales — , mientras apoyaba políticas concesivas hacia la clase obrera por parte de partidos más «centristas».

Es decir, la clase puede alterar la correlación de fuerzas en un plano ideológico más radical. Algo similar aconteció con la clase obrera y su apoyo al marxismo, a fines del siglo XIX, al tiempo que el proletariado también sostenía posturas más moderadas, desde el sindicalismo y la búsqueda de la universalización del sufragio en alianzas con diversas fuerzas políticas. Pero estos dos planos han tendido a disociarse en el caso de la clase obrera, mientras que la burguesía ha sido más hábil en desplegar, en simultáneo, tácticas de acuerdo y estrategias de combate ideológico más radical.

Para finalizar, solo agregaré que la relación entre hegemonía y clases incluye también otros elementos que le suman complejidad pero que no podremos abordar aquí, como la cuestión del lenguaje — que nunca es transparente — , la de la representación política — en la que se yuxtaponen diversos planos — y la de los varios niveles en los que las luchas por la hegemonía inciden sobre las actitudes de los y las integrantes de las clases, de modos que trascienden lo específicamente político e ideológico, y se despliegan por diversos aspectos de la vida cotidiana en los cuales los individuos deben aceptar o «negociar» situaciones más allá de sus preferencias, pero que, en el mediano plazo, terminan siendo introyectadas en procesos de «hibridación».

    Este texto pretendía ofrecer una alternativa analítica para mantener la centralidad del concepto de «clase» en lo que respecta a las disputas por la hegemonía.

Para ello resulta imprescindible formular una serie de postulados y, en cada coyuntura, este análisis clasista requiere que estos postulados más abstractos sean contextualizados en relación con los discursos, tradiciones e identidades que existen en cada escenario y que interpelan, con distinta capacidad, a los y las integrantes de cada clase. En este sentido, el análisis clasista de las luchas por la hegemonía requiere sopesar, ex-ante, las alternativas político-ideológicas concretas y sus posibilidades de éxito, al tiempo que evaluar, ex-post, la justeza de estos juicios.

De igual forma, es necesario saber combinar una perspectiva que mantenga la tensión existente entre las clases y la hegemonía, en el sentido de no procurar disolver las primeras en la lucha por la hegemonía, ni reducir esta a un epifenómeno de un simple choque entre clases.

Notas

[36] Una síntesis de este papel en Laclau puede consultarse en Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones». Simbiótica, Vitória, v.6, n.2 (jul.-dez./2019), pp. 51–73; y una perspectiva más global en Balsa, Javier. «Hegemonía, dialogismo y retórica». Revista Diferencias, 9, 2019, pp. 33–44.

[37] Balsa, Javier. «Il popolo in Marx (del giovane Marx al 18 Brumaio de Luigi Bonaparte)», Consecutio Rerum, vol. 5 núm. 8, 2020, pp. 41–71.

[38] No es que adhiramos a los planteos de Teun Van Dijk, que contienen cierto idealismo habermasiano, sobre la posibilidad de un discurso no manipulativo. Sin embargo, tampoco acordamos con la idea de que todo discurso es igualmente retórico (Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones», Simbiótica, Vitória, v.6, n.2, jul.-dez./2019, pp. 51–73).

[39] Ver más detalles sobre esta cuestión, en un análisis del lugar del lenguaje en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en Balsa, Javier. «Lenguaje y política en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Marx e o Marxismo, v.7, n.13, jul/dez 2019, pp. 319–343.

[40] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978. p. 122.

[41] Laclau, Ernesto. «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política», en: Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI, 1985. pp. 19–38.

[42] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI, 1987. pp. 102–103.

Adrián Piva sintetiza esta crítica de Laclau al enfoque marxista haciendo hincapié en una cuestión conexa: para que la relación de subordinación se convierta en una relación de antagonismo se requiere de un discurso exterior que provoque esta conceptualización en términos de antagonismo. Por lo cual, para Laclau, ya no existiría un fundamento objetivo de la relación de antagonismo (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, p.174).

[43] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 54.

[44] Retamozo, Martín. «Hegemonía, subjetividad y sujeto: notas para un debate a partir del posmarxismo de Ernesto Laclau». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021. pp. 24–48.

[45] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI, 1995. pp. 212–213.

Lo cual no implica negar el enorme aporte que significó en términos metodológicos, que he recuperado en un trabajo previo (Balsa, Javier. «Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía. Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943». Papeles de trabajo, UNSAM, 11 (19), 2017, pp. 231–260).

[46] Jameson, Fredric. Valencias de la dialéctica. Buenos Aires, Eterna Cadencia editora, 2013.

[47] Ibídem, p. 93. Como el «Entendimiento» (en tanto sentido común, que se limita a dar cuenta de la «mera apariencia» y, por lo tanto, confunde lo visible con todo lo real) no puede ser eliminado, como no podemos partir de un lenguaje nuevo y neutro, y como la capacidad de alcanzar las esencias a partir del pensamiento especulativo tiene un componente, justamente, especulativo (es decir no demostrable y utópico), lo que nos queda es simplemente la capacidad de enunciar estas tensiones. Estas tensiones se ubican entre la pretensión de alcanzar un conocimiento verdadero, que capte las esencias de lo real, y un punto de partida que siempre parte de las meras apariencias. Por lo cual, tal vez, solo nos quede «domesticar el error» (Jameson y también Bachelard).

[48] Zeitlin, Irving. Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires, Amorrortu, 2001. p. 104.

Como lo resume Herbert Marcuse, «el sentido común y el pensamiento científico tradicional toman el mundo como una totalidad de cosas que existen per se y buscan la verdad en objetos considerados como independientes del sujeto cognoscente». Todo lo cual resulta en «una renuncia a las potencialidades reales de la humanidad en favor de un mundo ajeno y falso» (Marcuse, Herbert. Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Alianza, 1999, pp. 112–113). Y, Marx retoma esta perspectiva general, procurando dejar de lado su costado metafísico: «cada hecho es más que un mero hecho; es una negación y una restricción de posibilidades reales» (Ibídem, p. 277).

[49] Zeitlin, Irving. Ob. Cit., p. 13.

[50] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 20.

[51] Zemelman, Hugo. «Recuperar una visión utópica», Jornal da Educação, 22 (75), 2001.

Para ello son imprescindibles los «mitos» o las «utopías» (sus diferencias esconden otra tensión presente en Los Cuadernos que abordaremos en un futuro trabajo).

[52] Zemelman, Hugo. Los horizontes de la razón. Barcelona, Anthopos-El Colegio de México, 1992. Tomo II, p. 112.

[53] Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 170–220.

[54] Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36.

[55] Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.

[56] Tal vez el ejemplo más claro de esta posición sea el de Thompson, E. P. La Formación de la clase obrera en Inglaterra. Barcelona, Crítica, 1989.

[57] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 133.

[58] Ibídem, pp. 133–134.

[59] Balsa, Javier. «La cuestión de la representación en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Materialismo Storico. Urbino, vol. VI, n. 1, 2019, pp. 76–107.


[1] Marx, Karl (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 48.

[2] También, muy probablemente, esta negación de los enfoques clasistas ocurra como reacción frente a análisis simplistas o sustitucionistas de algunas izquierdas que se autoerigen en «representantes de la clase obrera» (con total independencia de si ella las reconoce como tales) y se ubican en los márgenes de la disputa política (autoexcluyéndose de la real lucha por la dirección de la sociedad).

[3] Marx, Karl (1850). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Anteo, 1973. p. 82.  Más detalles de la tensión entre la dominación burguesa y el sistema republicano, que Marx llega a describir como «la forma revolucionaria de la destrucción de la sociedad burguesa», pueden encontrarse en Balsa, Javier. «La metáfora de la política como escenario y la valoración de la república parlamentaria en La lucha de clases en Francia y en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Utopía y praxis latinoamericana, 85, pp. 220–238.

[4] En los últimos siglos, y en particular durante el siglo XX, la burguesía logró desplegar toda una serie de dispositivos que operan para consolidar esta dominación en el terreno político, como la burocracia, la política parlamentaria, la política plebiscitaria y la tecnocracia (Therborn, Göran. ¿Cómo domina la clase dominante? Madrid, Siglo XXI, 1998).  Se destaca la constitución de enormes partidos de masas que defienden los intereses burgueses. Tal como ha señalado Therborn (Ibídem, p. 231), esta fue una situación que ni Marx ni Engels llegaron a prever, más allá de ya reconocer la posibilidad de que el sufragio plebiscitario consolidase la dominación burguesa. En las últimas décadas, se agregó el control de casi todos los medios de comunicación de masas, potenciándose la consolidación de esta dominación hegemónica.

[5] Queremos aclarar que más que de «hegemonía», preferimos hablar de «disputas por la hegemonía», de modo de dejar en claro que la hegemonía nunca es completa (aunque en situaciones puede llegar a parecerlo), sino que siempre existen luchas por la hegemonía. Un detalle de estas cuestiones y de su vinculación con una crítica a una base estructuralista de la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Una base lingüística de la teoría de la hegemonía. Algunos aportes». Tram(p)as de la comunicación y la cultura, núm. 85, 2020, pp. 1–30.

[6] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[7] «…determinando, además de la unidad económica y política, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal, de hegemonía de un agrupamiento social fundamental sobre los agrupamientos subordinados» (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 4§38. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 170).

[8] Cacciatore, Giuseppe. «Universale», en G. Liguori y P. Voza (ed.), Dizionario Gramsciano, 1926–1937, Roma, Carocci, 2009. p. 874.

[9] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§180. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 124–125.

[10] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§11. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, p. 19.

[11] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 276.

[12] En el Cuaderno 11 Gramsci sistematiza claramente la forma en que piensa, de modo inmanente, las relaciones entre verdad, objetividad, subjetividad y hegemonía (Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36).

[13] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 33.

[14] Ibid.

[15] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 9§61. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 43.

[16] Portantiero, Juan Carlos. «Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual», Pasado y Presente, 1 (nueva serie), 1973; Portantiero, Juan Carlos. «Economía y política en la crisis argentina», Revista Mexicana de Sociología, 2, 1977.

[17] Un ejemplo reciente lo tenemos en el fracaso de la experiencia macrista (Piva, Adrián (en prensa). «Economía y política en la larga crisis argentina (2012–2021)». Argumentos, Estudios críticos de la sociedad, UAM).

[18] Como es posible notar en las dificultades que tiene el neoliberalismo actualmente para continuar siendo hegemónico, por su incapacidad de ofrecer, no solo empleo formal a las nuevas generaciones, sino también un lugar a la mayor parte de la burguesía que asiste a imparables procesos de concentración (Balsa, Javier. «Crisis? What Crisis? Los tipos de crisis en Gramsci y la interpretación de la crisis de hegemonía actual». Materialismo Storico, Vol. 9 (2), 2020, pp. 326–372).

[19] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 16§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 278.

[20] En la medida que estos debates deban basarse en análisis «científicos», en tanto aproximaciones fundadas a la verdad, podría incluirse aquí el último de los significados de «universal» descriptos por Cacciatore: su vínculo con la lógica, como base de una metodología más universal.

[21] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 20.

[22] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§79. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 65–66.

[23] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§119. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 102.

[24] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[25] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 15.

[26] Burgos, Raúl. «Para una teoría integral de la hegemonía. Una contribución a partir de la experiencia latinoamericana». Realidad Económica, núm. 271, 2012, pp. 133–170.

[27] Aunque, en ocasiones, algunos de ellos pueden ser más explícitamente defendidos dentro de este marco universalizante.

[28] Martin, James. Gramsci’s Political Analysis. A Critical Introduction. Londres, MacMillan, 1998.

[29] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991

[30] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 37.

[31] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978

[32] Ver un análisis detallado en Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990.

[33] Otros detalles sobre esta operación de universalización y su lugar en las disputas sobre la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Estado, universalização e as formas de hegemonia: o problema de manter a ‘revolução (ou a reforma) em permanência’ a partir do próprio aparelho estatal». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021, pp. 49–78.

[34] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[35] Laclau, Ernesto. Misticismo, retórica y política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

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[60] «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política» (Marx, Karl [1847]. La miseria de la filosofía. México, Siglo XXI, 1987.p. 120).

[61] Wright, Erik Olin. Clase, Crisis y Estado. Madrid, Siglo XXI editores, 1983. p. 24.

[62] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36

[63] Gómez, Marcelo. El regreso de las clases. Buenos Aires, Biblos, 2014. p. 52.

[64] Miliband, Ralph. «Análisis de clases», en A. Giddens, J. Turner y otros, La teoría social, hoy, México, Alianza, 1990. p. 422.

[65] Si un proceso de transición al socialismo procura la eliminación de la explotación y de las relaciones de clase, implica un momento inicial en el cual las clases subalternas se vuelvan dominantes.

[66] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Ob. Cit.

[67] En un artículo de ya hace varios años explorábamos la posibilidad de pensar en «constelaciones hegemónicas» para dar cuenta de estas articulaciones entre hegemonías en diversos planos (Balsa, Javier. «Hegemonías, sujetos y revolución pasiva». Tareas (CELA, Panamá), núm. 125, enero-abril 2007, pp. 29–51)

[68] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§18. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 45; Marx, Karl [1859]. «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Introducción general a la crítica de la economía política/1857, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984. p. 67.

[69] Wright, Erik Olin. Ob. Cit., pp. 82–83.

[70] Lukács, Georg. «Consciencia de clase», en G. Lukács, Historia y consciencia de clase, tomo I, Madrid, Sarpe, 1920. p. 131.

[71] Ídem.

[72] Ver una sistematización al respecto en Dos Santos, Theotonio. Concepto de clases sociales. Buenos Aires, Galerna, 1973.

[73] Aricó, José [1979]. Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo. Buenos Aires, FCE-El Colegio de México, 2012. pp. 164–165.

[74] Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990. p. 32.

[75] Gómez, Marcelo. Ob. Cit., p. 236.

En este sentido, los procesos de ascenso social tienden a generar fenómenos de desclasamiento. Una cuestión que la sociología había identificado hace tiempo, pero que no fue considerada como un problema por parte de las fuerzas políticas progresistas que, al estimularlos desde sus gobiernos, socavaron buena parte de su base de sustentación, tanto con la constitución de Estados de Bienestar como con la generación de lo que se llamó «una nueva clase media» en los recientes procesos nacional-populares latinoamericanos.

[76] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[77] Gramsci desarrolla estas reflexiones para las clases subalternas, pero considero que las mismas son también aplicables a las clases dominantes, más allá de que, por lo general, cuentan con equipos de intelectuales orgánicos que pueden hacer menos necesarias estas capacidades «instintivas».

[78] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[79] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§46. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 48.

Este sentimiento, que también llama «sentimiento de escisión», Gramsci reconoce haberlo tomado de Sorel (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 182). Es posible identificar, vinculado a este «sentido de separación», la existencia de un elemento contradictorio en la relación capital-trabajo que, debido al carácter formalmente libre del obrero, según Piva, entonces establece además de una relación de subordinación, una perspectiva normativa desde la que es posible mirarla como una relación de opresión, sin necesidad de un discurso exterior (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 177–178). Y es en este «mínimo de subjetivación, como personificaciones de las relaciones de producción cosificadas o representantes de cosas (recursos), es que son clases» (Ibídem, p. 210). Lo cierto es que esto, si bien explica el renacer del conflicto de clase, más allá de la capacidad ideológica de la burguesía por acallarlo (algo del terreno de «lo real» que emerge), no establece cuáles son los intereses específicos de las clases en una coyuntura específica.

[80] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991.

[81] Obviamente, esta distinción es solo analítica; no existe una divisoria tajante entre el plano del análisis y el de la confrontación real, porque estos y estas analistas también se involucran (más directa o más indirectamente) con las funciones intelectuales en la lucha por la hegemonía. Ni siquiera puede plantearse una distinción absoluta en términos de análisis de coyuntura y análisis historiográficos, porque toda valoración de las acciones pasadas (en particular si son de un pasado reciente, pero no solo ellas) forma parte de los balances y perspectivas que inciden en las evaluaciones y los diseños de las acciones futuras.

[82] Dos Santos planteó que «es solamente una actividad intelectual sistemática la que permite extraer las consecuencias de la praxis y sistematizarla de tal forma que la conciencia se transforme en efectiva conciencia de los individuos de la clase», a través de la ideología (Dos Santos, Theotonio. Ob. Cit., p. 49). Pero, esto dentro de la dinámica de la lucha de clases: «solo podemos comprender estos intereses [de clase] desde un punto de vista dinámico en que el conflicto y las contradicciones entre ellos provocan una dinámica de la sociedad, una lucha de clases» (Ibídem, p. 61).

[83] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 12§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 353.

[84] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 25.

[85] Existen también los intelectuales orgánicos cercanos a la clase en el orden de la organización de la producción, pero que también modelan las subjetividades y, en este sentido, construyen hegemonía, como analizó Gramsci en la relación entre americanismo y fordismo. Sin embargo, aquí nos interesa abordar el papel de los intelectuales en la disputa hegemónica entre proyectos, especialmente en el plano de la llamada «opinión pública».

[86] Acerca de cómo se imbrican estos espacios de sociabilidad, con los encuentros más ideológicos y políticos, véase Casimiro, F.H.C. A nova direita. Aparelhos de ação política e ideológica no Brasil contemporâneo. São Paulo: Expressão Popular, 2018; en especial de las páginas 205 a la 232.

[87] Por ejemplo, colegios profesionales lo canalizan a través de charlas o conferencias con especialistas invitados, pero que tienden a ser menos «orgánicos/as» que aquellos/as que viven de un sueldo pagado por la clase.

[88] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§2. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 178.

[89] Crouch, Colin. La extraña no-muerte del neoliberalismo. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.

Estado, clase y legitimidad ( a propósito de el XVIII Brumario de Luis Bonaparte). Diego Pelegrin.

“… puesto que nada ocurre en la escena del mismo modo que en la realidad…” Denis Diderot

I

A toda concepción marxista del Estado siempre es posible formularle –al menos– dos preguntas: ¿cómo es que este Estado-popular fundado en el sufragio universal, garante de ciertos intereses económicos de la(s) clase(s) dominada(s), relativamente autónomo respecto de la(s) clase(s) dominante(s), dotado de una materialidad institucional propia no reducible a una pertenencia de clase y por el cual la burguesía está lejos de felicitarse deviene siempre y necesariamente –en última instancia– un instrumento de dominación de clase? ¿cómo es que su carácter clasista queda ocultado bajo el manto del interés general?

Para responder a estas preguntas no es suficiente con recurrir a las figuras de la esencia-apariencia y aplicarlas al análisis del Estado. Se dirá: el estado es un objeto (instrumento) de dominación de clase, una máquina «que permite a las clases dominantes asegurar su dominación sobre la clase obrera para someterla al proceso de extorsión de la plusvalía» (Cf. Althusser, 1988: 19): tal es la esencia y el secreto del Estado; pero ese objeto está investido o recubierto de una fina capa ideológica, externa a la esencia del Estado, que impide ver su naturaleza de clase, su secreto: «el Estado capitalista no se presenta jamás como un Estado de clase» (Cf. Poulantzas, 1980: 73).

Tenemos una esencia encubierta por una apariencia que se presenta como última realidad; una realidad verdadera y secreta oculta o enmascarada por una apariencia falsa producto de la eficacia de una ilusión ideológica. La ideología, entonces, no sólo oculta la verdadera esencia del Estado, sino que se oculta a sí

misma en tanto que ideología: no sólo enmascara la realidad estatal sino que se enmascara a sí misma en tanto que máscara.

Estas posiciones presentan ciertas dificultades e incompletitudes. En primer lugar, ¿cuál sería la eficacia específica de la ideología? ¿Cómo consigue ocultar aquello que de otra manera se nos presentaría frente a nuestros ojos? ¿A través de qué mecanismos produce semejantes resultados?

Bien podríamos preguntarnos, ¿no se le otorga un poder excesivo a la ideología? Por otra parte, ¿es completamente cierto que el secreto del Estado sea completamente secreto? ¿Acaso nuestra experiencia cotidiana como ciudadanos no nos demuestra día a día que el Estado, lejos de representar el interés general, representa los intereses de la(s) clase(s) dominante(s) o, al menos, intereses particulares? ¿Cómo explicar que después de más de 150 años de descubierto el secreto del Estado, este secreto continúe siendo un secreto?

No se trata, sin embargo, de abandonar los principios fundamentales formulados por los clásicos del marxismo. Ya lo dijo Althusser: éstos abarcan lo esencial “y ni por un momento se pretende dudar de que allí está lo esencial” (1988: 19). De lo que se trata, por el contrario, es de replantear cuestiones clave relativas a la relación entre las clases y el Estado, tomando como eje los análisis de Marx sobre la forma mercancía.

Y aquí es necesario recordar que el análisis de Marx no se reduce a descubrir el secreto oculto detrás de la mercancía, éste ya había sido intuido por la economía política clásica, sino a develar el proceso a través del cual el secreto “se ha disfrazado de esa forma”: “no el misterio tras la forma, sino el misterio de esta forma” (Zizek, 1992: 40).

Con respecto al Estado, el análisis no puede conformarse con descubrir a las clases operando por detrás de la apariencia del Estado, aún cuando esto sólo constituya una verdadera revolución copernicana en el campo del saber político (derrumbe del contractualismo; derrumbe de las nociones de poder y Estado centradas en los sujetos), debe explicar el proceso a través del cual las clases en lucha se han disfrazado de esa forma.

Específicamente: si el Estado representa los intereses de la(s) clase(s) dominante(s) bajo la máscara del interés general, ¿cómo se produce el proceso de representación-ocultación-enmascaramiento del cual depende, sin duda, su legitimidad?

II

Los análisis de Poulantzas (1980) y de Althusser (2003) se orientan claramente en esta dirección.

El Estado, sostiene Poulantzas, “no debe ser considerado como una entidad intrínseca, sino -al igual que sucede, por lo demás, con el ‘capital’- como una relación, más exactamente como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica, en el seno del Estado” (Poulantzas, 1980: 154).

Esto significa que el Estado no es la expresión materializada en instituciones políticas del poder o de la voluntad de la clase dominante, ni tampoco una cosa (objeto) que posee por sí misma poder, sino la expresión (condensada) de la relación de fuerzas entre clases, de la lucha de clases. Pero que el Estado no posea poder por sí mismo no significa que no posea poder o, para evitar sustancializaciones, que no sea el centro de ejercicio del poder.

Sucede lo mismo que con la mercancía: ésta no posee valor de cambio por sí misma, pero esto no significa que no posea valor de cambio. Por lo tanto, el Estado es «un lugar y un centro de ejercicio del poder, pero sin poseer poder propio» (1980: 178): constituye un centro de concentración del poder pero no una fuente del poder.

Es necesario destacar una importante distinción. El Estado no es simplemente una «relación de fuerzas entre clases; el Estado no es la lucha de clases ni tampoco el lugar donde ésta se lleva a cabo: es la «condensación material» de esa lucha. ¿Cuál es, pues, el sentido preciso que se le da a condensación?

No es mucho lo que dice Poulantzas con relación al uso que hace del término «condensación». Cuando trata la cuestión de la condensación de las relaciones de fuerza entre fracciones de la clase dominante, el sentido del término es relativamente claro. Pero cuando se refiere a la lucha entre clases, el problema fundamental, la cuestión se torna opaca.

Según dice, la inscripción de la lucha de clases «no se materializa en el seno del Estado de la misma manera que la de las clases y fracciones dominantes, sino de modo específico» (Poulantzas, 1980: 172). Y cuando explica lo que implica ese «modo específico», sólo lo hace a través de vagas generalidades: para dar un ejemplo, las luchas de clase se materializan en el Estado a modo «de una serie de pantallas que se revelan como pantallas de repercusión de las luchas populares en el Estado»(1980: 184).

Por su parte, Althusser nos recuerda en repetidas ocasiones (Cfr. Althusser, 2003: 101, 102,125) que cuando Marx y Lenin se detienen en el Estado insisten en referirse a él con el término «máquina». Sin embargo, ninguno de los dos deja en claro el sentido preciso en que el Estado sería una máquina. ¿Se trata de una simple metáfora?

La insistencia «verdaderamente salvaje» en usar el término máquina «como [si fuera] la última palabra posible sobre el Estado» (2003: 101) es el índice de que ese uso va más allá de la alusión metafórica:

“Diré, por lo tanto, que el Estado es una máquina en el sentido fuerte y preciso del término, tal como se impuso al siglo XIX, […] después del descubrimiento de la máquina de vapor, de la máquina electromagnética, etc., es decir, en el sentido de un dispositivo artificial, que tiene un motor movido por una energía I, y un sistema de transmisión, estando el conjunto destinado a transformar una energía definida (A) en otra energía definida (B)” (2003: 125).

Como se deduce de esta definición, la máquina Estado está constituida por tres elementos fundamentales: 1) un cuerpo artificial (cuerpo del Estado) «que consta del motor, del sistema de transmisión y de los órganos de ejecución o de aplicación de la energía transformada por la máquina» (2003: 126); 2) Una energía de entrada (energía A); 3) Una energía de salida (energía B), resultado de la transformación de la energía de entrada.

El cuerpo del Estado está conformado por el conjunto de los Aparatos de Estado: aparato de represión (ejército, policía, etc.), aparato político (cuerpo gubernamental, cuerpos administrativos en general), aparatos ideológicos del Estado (religioso, escolar, familiar, jurídico, político (sistema de partidos), sindical, de información (prensa, TV, etc.), cultural). ¿Cuáles son las energías A y B?

En otro lugar (Pelegrin, 2006: 83-85) nos hemos referido extensamente a la energía A, aquí basta con señalar que no es otra que la Fuerza de la clase dominante, la resultante del exceso de fuerza de la clase dominante sobre la clase dominada. La energía A es, pues, una energía-Fuerza. Es esa Fuerza la que «funciona» en el motor de la máquina Estado y lo hace marchar para asegurar su transformación en energía B: de aquí que se pueda decir que el Estado «es una máquina de fuerza… de la misma forma que se habla de la máquina de vapor o del motor de gasolina» (Althusser, 2003: 127).

Pasemos a la energía B. Según dice Althusser, «El Estado…es una máquina de producir poder legal», «es decir, leyes, decretos y órdenes» (2003: 127); ésta es, agrega, su actividad principal, «consistiendo el resto de su actividad en controlar su aplicación… sobre los ciudadanos sometidos a las leyes» (2003: 127). La energía B es, pues, una energía-Poder legal.

En conclusión, el Estado es una máquina que transforma en Poder legal (derecho, leyes y normas) la Fuerza de la clase dominante, es decir, su exceso de fuerza sobre la clase dominada.

Si bien estos análisis son fundamentales en tanto no se detienen en la afirmación del carácter clasista del Estado, permitiendo vincular las clases y el Estado de un modo no instrumental y abriendo la posibilidad de un análisis procesual, no dejan de ser excesivamente abstractos o lejanos.

Tienden más a dar cuenta de los polos de un proceso que del proceso en sí mismo; más a explicitar la presencia de las clases en el Estado[1] que el proceso específico por medio del cual se efectúa esta presencia. Ya hemos mencionado las dificultades que presenta en el desarrollo de Poulantzas la categoría de “condensación”.

Por otra parte, los análisis de Althusser dejan en pie importantes interrogantes: ¿Cuáles son los mecanismos a través de los cuales ingresa la “energía A” a la “máquina Estado”? ¿Cuáles los que aseguran su transformación?

En definitiva, no es suficiente con afirmar la presencia de la lucha de clases en el Estado ocultada bajo la máscara de la legalidad, es necesario develar el doble proceso a través del cual las clases y sus luchas se hacen presentes enmascarándose en el Estado. Dicho en otros términos, es necesario analizar el funcionamiento interno de la máquina Estado y no detenerse en sus puntos terminales.

El gran problema de estos análisis es que no vinculan la problemática de las clases y el Estado al espacio oficial de expresión o manifestación de las prácticas políticas (la escena política).

Según sostenemos, es en ese espacio en el que se efectúa y se hace posible el proceso de representación-enmascaramiento de las clases en el Estado. Por lo tanto, es de su análisis del que debemos partir.

En lo que sigue analizaremos los aspectos fundamentales del concepto de escena política tal como lo utiliza Marx en El XVIII Brumario de Luis Bonaparte. A nuestro entender este concepto puede operar a modo de mediador conceptual entre los conceptos de clase y Estado.

III

Por escena política Marx concibe el campo institucionalizado (partidos políticos, parlamento, etc.) de la acción política, el terreno de la lucha o competencia entre partidos por acceder y mantener posiciones en la dirección del Estado. En otras palabras, el espacio o campo social caracterizado por la acción de los partidos políticos en el espacio institucionalizado del Estado[2]:

1. Si Marx utiliza escena y no simplemente esfera, campo o espacio, es porque quiere remarcar que ese espacio es el espacio de una representación. Lejos de agotarse en sí mismo, lejos de constituir un espacio separado y completamente autónomo de lo social, constituye la representación dramatizada o teatralizada de otra realidad: de la lucha de clases.

“Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables algunas observaciones, para evitar los errores comunes acerca del carácter total de la época que tenemos delante. Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de la Asamblea Nacional legislativa el problema es el mismo que el del período de la Constituyente: la simple lucha entre republicanos y monárquicos (…) Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases y la peculiar fisonomía de este período” (Marx, 1999: 42).

La cuestión se torna más clara si observamos “de cerca” al Partido del orden. El conflicto entre las dos grandes fracciones que conforman el partido, legitimistas y orleanistas, se presenta bajo la forma de lucha entre diferentes matices de monarquismo: cada fracción lucha por restaurar su propia monarquía. Sin embargo, esa forma no es otra cosa que la expresión (encubierta) del conflicto entre intereses materiales antagónicos:

“Lo que… separaba a estas fracciones no era aquello que llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad (…) Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción se esfuerce por convencerse a sí misma y por convencer a lo otra de que lo que las separa es la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen (…) Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía –la propiedad del suelo y el capital– aspiraba a restaurar su propia supremacía y la subordinación del otro” (Marx, 1999: 43-44).

Entonces, puede afirmarse que la escena política es el espacio que “contiene exactamente la lucha de las fuerzas sociales [fundamentalmente clases sociales] organizadas en partidos políticos” (Poulantzas, 1998: 319).

En otras palabras, la lucha entre partidos y al interior de los partidos en la escena política es la representación de la lucha de clases. Sin embargo, esa lucha no se expresa como aquello que es, como un conflicto entre intereses materiales o entre intereses objetivos de clase, sino que es expresada como un conflicto entre valores propiamente políticos, mediante un simbolismo propiamente político encarnado por los partidos políticos.

La lucha por la imposición de intereses materiales de clase se presenta como una lucha por la imposición de valores políticos. La lucha de clases, y por tanto el proceso histórico social, es representada en la escena política por medio de un lenguaje, de unos símbolos, en fin, de unas figuraciones que están desajustadas respecto de ella.

2. Si los partidos políticos representan las clases sociales en lucha, ¿cuál es la correspondencia que existe entre el campo de la lucha de clases y el espacio de los partidos? ¿cuáles son las coordenadas de representación de las clases por los partidos?

No debe pensarse que en la perspectiva de Marx la relación entre la lucha de clases y la escena política, entre las clases y los partidos es mecánica o simple. En primer lugar, no existe un isomorfismo –una clase = un partido– entre el espacio de la lucha de clases y el espacio de los partidos: un partido puede representar a más de una clase, tal como sucede con “el llamado partido socialdemócrata”.

En segundo lugar, no existe una relación de necesariedad entre una clase y el partido que la representa, las clases y los partidos en que se representan no están fatalmente unidos. Bien puede suceder que la clase abandone al partido, tal como sucede con la socialdemocracia, por un lado, y con el partido del orden, por el otro. Por otra parte, el partido representante de una clase puede representar en realidad los intereses de una clase antagónica. Este es precisamente el caso de la relación entre Bonaparte y los campesinos parcelarios.

En síntesis, más que relaciones unívocas, entre clases y partidos existe toda una serie de (posibles) desajustes; y la escena política es la forma de organización institucional de la política que permite el juego de los desajustes.

3. El último de los desajustes mencionados, aquel que queda perfectamente ilustrado en la relación entre Bonaparte y el campesinado parcelario, conduce a la necesidad de reflexionar más profundamente sobre el concepto de representación. Tal como lo usa Marx, el concepto es de carácter dual.

En primer lugar, como ya ha sido sostenido, Marx piensa la relación de representación fundamentalmente en clave ideológica. Es una suerte de correspondencia de “visiones del

mundo” entre los representantes políticos y literarios de una clase y los agentes portadores de determinadas relaciones e intereses de clase lo que transforma a aquellos en representantes de estos.

Se trata, por decirlo así, del polo subjetivo de la representación. Aquí prima lo discursivo y lo simbólico, la adhesión al partido y a sus líderes es fundamentalmente producto de mecanismos ideológicos subjetivos.

Al polo subjetivo se le opone, por supuesto, el polo objetivo: ¿cuáles son los intereses objetivos de clase que representa el partido? En este polo no hay ni un sólo átomo de subjetividad: no se trata de lo que el partido dice o cree representar, no se trata tampoco de las intenciones de los representantes políticos: se trata de los intereses que objetivamente representan: de los efectos que producen sus acciones, independientemente de las voluntades:

“así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son” (Marx, 1999: 44).

Lo que resulta fundamental de la dualidad del concepto de representación no es la dualidad en sí misma, sino la existencia de un desajuste entre los polos que conforman el concepto. Tomemos el caso del Bonapartismo. “Marx nos muestra claramente cómo Luis Bonaparte, representante ‘oficial’ de la pequeña burguesía y del campesinado parcelario, no toma ninguna medida política a favor de estas clases” (Poulantzas, 1998: 374).

Las idées napoléoniennes constituyen, en las condiciones socio-económicas de la Francia de mediados del siglo XIX, la ruina de la pequeña parcela:

“El orden burgués, que a comienzos del siglo puso al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la médula y la arroja a la caldera de alquimista del capital. El Code Napoleón no es ya más que el código de los embargos, de las subastas y de las adjudicaciones forzosas” (Marx, 1999: 134-135).

Subjetivamente, Bonaparte es el representante del campesinado parcelario; objetivamente, representa los intereses materiales de la gran burguesía. En el caso del bonapartismo el desajuste alcanza su máxima expresión: existe una relación de antagonismo entre los polos de la representación.

4. Ahora bien, ¿es necesario que exista este desajuste? O, en todo caso, ¿cuáles son las condiciones que lo hacen posible? Es fundamental distinguir entre la presencia o posición que ocupa un partido en la escena política y su capacidad de imponer los intereses de la clase que representa.

Aquélla está determinada por el sufragio universal; ésta, por la situación en que se encuentra la clase representada en el campo de las relaciones de fuerza entre clases: cuál es la situación de clase en una coyuntura concreta.

Por lo tanto, la capacidad de una clase de imponer sus intereses objetivos no está determinada por el caudal de votos o de la posición que el partido que la representa ocupa en la escena política, sino por su situación en el campo de las relaciones de poder entre clases.

Volvamos a los campesinos parcelarios. Se trata, cuantitativamente, de la clase más numerosa de la sociedad francesa. Sin embargo, vista desde la perspectiva de la lucha de clases, su situación está lejos de ser privilegiada. Debido a las condiciones sociales y culturales en que se encuentra el campesinado, debido a las tendencias económicas operantes (reconversión capitalista de la agricultura), “son incapaces de hacer valer su interés de clase… ya sea por medio de un parlamento o por medio de una convención” (Marx, 1999: 130), esto es, su posición en el campo de relaciones de fuerzas entre clases se encuentra, por decirlo de alguna manera, en las antípodas de la hegemonía o en la subalternidad más absoluta.

Pero no por ello deja de ser la clase más numerosa. Si por su situación no puede imponer intereses objetivos de clase, si puede precipitar a su partido al papel protagónico de la escena política.

Encontramos aquí el índice de un nuevo desajuste, que es sin duda condición de posibilidad del desajuste entre los polos objetivo y subjetivo de la relación de representación.

Desajuste entre la posición del partido representante de una clase en la escena política y la capacidad de aquella clase de imponer a través del partido que la representa sus intereses objetivos de clase: desajuste entre posición y “poder” del partido.

5. Un aspecto interesante que hace notar Marx es aquello que podría denominarse el carácter configurativo de la escena política. La escena no es únicamente el espacio de una representación, es también el espacio de una configuración. Específicamente, es el espacio en el cual las diversas fracciones del capital (financiera, industrial, etc.) se constituyen en la clase capitalista sin más, en el cual las especies burguesas desaparecen en el burgués a secas, en el género burgués (Cfr. Marx, 1999: 100).

Si no hubiera más que la competencia desnuda entre las diversas fracciones del capital, el panorama sería el del choque entre los intereses materiales y no el de unidad de clase. Según dice Marx, es sólo bajo la forma de la república parlamentaria que pueden “unirse los dos grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la orden del día la dominación de su clase en vez del régimen de un sector privilegiado de ella” (1999: 45), sólo bajo esa forma las fracciones de la burguesía pueden ejercer el dominio como clase burguesa frente a otras clases.

De aquí que Marx afirme que:

“La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que su interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad” (1999: 99).

Si extraemos la idea teórica que subyace a las afirmaciones de Marx, resulta evidente que la condición de la constitución de la dominación de la clase burguesa es la autonomía (relativa) de la institucionalidad estatal respecto de las fracciones de la burguesía.

Por tanto, si la república parlamentaria “era la única forma de gobierno…” no es por el republicanismo en sí mismo, sino porque permite ese margen de autonomía que constituye el rasgo fundamental del Estado capitalista. Si Marx afirma que con la caída de la república y el ascenso del bonapartismo aquella “república no perdió nada, sólo su apariencia de respetabilidad” y que la Francia bonapartista “se contenía ya íntegra en la república parlamentaria (1999: 127), es porque “bajo el segundo Bonaparte… el Estado parece haber adquirido una completa autonomía” (1999: 128).

Allí el Estado parece haberse autonomizado no sólo de las fracciones de la burguesía sino también de la burguesía misma.

En conclusión, es en el marco –y sólo en el marco– de la autonomía relativa de la institucionalidad estatal que la clase burguesa se constituye como clase por encima de las diversas fracciones que la componen. Nos encontramos frente a una aparente paradoja: sólo en la medida en la cual la institucionalidad estatal, la escena política, presenta una autonomía (relativa) con respecto a las fracciones de la burguesía, la burguesía como “especie” –la burguesía sin más– constituye su dominación sobre las demás clases y, por lo tanto, se constituye a sí misma como clase en oposición a las demás clases sociales.

IV

Al comienzo de este trabajo nos preguntábamos cómo era que el Estado moderno fundado en el sufragio universal, dotado de autonomía (relativa) respecto de la(s) clase(s) dominante(s) y por el cual la burguesía estaba lejos de felicitarse devenía siempre y necesariamente –en última instancia– un instrumento de dominación de clase; cómo su carácter clasista se ocultaba bajo el manto del interés general.

Asimismo, mostramos las limitaciones del marxismo para responder estos interrogantes. Nuestro análisis del concepto de escena política permite extraer algunas conclusiones de importancia. Expongámoslas de modo esquemático:

1. La escena política es el espacio de la representación figurada de la lucha de clases con un lenguaje, unos símbolos, unas imágenes y unos valores propiamente políticos, ajenos a –desajustados respecto de– la oposición (antagonismo) de intereses materiales u objetivos de clase.

2. La relación entre las clases y los partidos está signada por una serie de desajustes: es en el juego de esos desajustes que las clases se inscriben en el espacio político institucional al tiempo que se tornan irreconocibles.

3. Dos de esos desajustes son fundamentales para comprender el funcionamiento y la función de la escena política: desajuste entre los polos objetivo y subjetivo de la representación; desajuste entre la posición de un partido en la escena política y su capacidad de imponer los intereses objetivos de la clase o fracción de clase que representa. El segundo desajuste es condición de posibilidad del primero. El segundo desajuste es posible en virtud del sufragio universal.

4. La escena política es el espacio de configuración de la clase socialmente dominante. Esto sólo es posible en virtud de la autonomía relativa que la institucionalidad política (que conforma la escena política) presenta respecto de la clase dominante. Dicha autonomía sólo es posible en virtud del juego de los desajustes que atraviesan la escena política.

Nuestro análisis muestra –o al menos intenta mostrar– los mecanismos a través de los cuales las clases son representadas-enmascaradas en la escena política. Es a través del juego de una serie de desajustes que se encadenan unos con otros que las clases se inscriben y se borran en la institucionalidad estatal. Asimismo, muestra cómo la autonomía relativa de esta institucionalidad, no pocas veces esgrimida contra la teoría marxista del Estado, es la condición necesaria para la constitución de la clase burguesa y por tanto para la constitución de la dominación de clase.

En definitiva, muestra cómo en la escena política se configuran las clases y la dominación de clases al mismo tiempo que las clases son desfiguradas. Llegamos así a una suerte de paradoja: la escena política es el espacio de configuración de las clases sólo en la medida en que en ella se desfigura la lucha de clases. Huelga decir que el sufragio universal es el elemento fundamental de todo este proceso: es el mecanismo que asegura y permite el juego de los desajustes. Podemos afirmar, para terminar, que no es pese al sufragio universal que las clases (subalternas) son sistemáticamente defraudadas por los partidos que las representan, sino que el sufragio universal es el mecanismo específico por medio del cual se consuma el fraude.

BIBLIOGRAFÍA

Althusser, L. 1988: Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Freud y Lacan, Nueva Visión, Buenos Aires. 2003: Marx dentro de sus límites, Akal, Madrid.

Marx, K. 1999: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, CS Ediciones, Buenos Aires.

Poulantzas, N. 1980: Estado, poder y socialismo, Siglo XXI, Madrid.

1998: Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, Siglo XXI, Madrid.

Zizek, S. 1992: El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires.


[1] Es precisamente en este aspecto en lo que los estudios de Poulantzas y Althusser superan a las posiciones teóricas instrumentalistas o puramente relacionistas.

[2] Respecto al concepto de escena política es necesario tomar ciertos recaudos a fin de evitar simplificaciones erróneas. No debe reducirse la metáfora de la escena a una relación simple de oposición entre lo visible y lo invisible, entre lo público y lo oculto, entre lo falso y lo verdadero. No es detrás de la escena donde se realiza la verdadera política, no son las acciones realizadas entre bastidores la verdad última escondida detrás de la falsa representación escenificada. En un pasaje de El XVIII Brumario… referido al partido del orden Marx deja bien en claro que no es este el sentido de la metáfora. Es cierto que detrás de la escena existe toda una trama secreta –no pública–, pero no es en esa trama en donde radica el contenido dramatizado en la escena política:

“Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus acciones y representaciones dramáticas, como gran partido parlamentario, despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y aplazaban la restauración de la monarquía ad infinitud. Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es decir, bajo un título social y no bajo un título político, como representantes del régimen social burgués y no como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa frente a otras clases y no como monárquicos frente a republicanos” (Marx, 1999: 45).

Si las acciones desarrolladas “entre bastidores” no constituyen el núcleo oculto –la verdad– de la escena política, tampoco lo reflejan con mayor transparencia que la escena política: el partido del orden cumple “con su verdadero oficio en la escena pública y no entre bastidores. No hay que confundir, pues, las acciones que suceden detrás de la escena con el desenmascaramiento de la escena política: si detrás de la escena los actores se quitan sus máscaras, debajo de esas máscaras no hay más que otras máscaras.

En este caso en particular, existe mayor grado de mistificación detrás de la escena que en la escena misma. No pretendemos afirmar que esto sea necesariamente así siempre, sino que no es entre bastidores en donde hay que buscar la desmitificación de la política.

La enseñanza de Buda. Bukkyo Dendo Kyokai

CAPÍTULO PRIMERO

SAKYAMUNI BUDA

I

LA VIDA DE BUDA

1. En las faldas sureñas del Himalaya, a orillas del río Rohini, se encontraba la ciudad fortificada de Kapila, capital del reino de los Sakyas. El Rey Suddhodana Gautama que heredara la sangre pura de sus nobles antepasados, gobernaba sabiamente, siendo aclamado con júbilo por el pueblo.

Su esposa, la Reina Maya, era hija del soberano del castillo Devadaha de la familia Corya, perteneciente al clan de los Sakyas. El Rey y la Reina eran primos.

Habían pasado 20 años desde su matrimonio pero todavía no habían sido bendecidos con un hijo. Una noche, la reina mientras dormía soñó que un elefante blanco penetraba en su vientre por el flanco derecho y quedó embarazada. La familia real y el pueblo esperaban con ansias el nacimiento del infante. La Reina Maya, en el décimo mes lunar, según la costumbre de su país, se dirigió a casade sus padres para dar a luz. A mitad del camino hicieron alto en el parque Lumbini para descansar.

El sol de primavera inundaba todos los rincones, y los árboles de asoka lucían bellas flores de un perfume encantador. La reina alargó su mano derecha para coger una rama, y en ese instante dió a luz. El cielo y la tierra elevaron voces de júbilo para felicitar a la madre y al recién nacido. Era el día 8 de abril.

La alegría del Rey Suddhodana era indescriptible y le puso como nombre al niño, Siddharta, que significa “el cumplimiento de todos los deseos”.

2. Sin embargo, a la par de esta alegría había también tristezas. Al poco tiempo la Reina Maya dejó de existir.

Desde entonces, Prajapati, la hermana menor de la Reina Maya, se encargó de cuidar al príncipe.

Por aquellos tiempos, un ermitaño llamado Asita que hacía sus meditaciones en la montaña, percátose de la extraña radiación que emanaba el castillo y se dirigió a él.

Viendo al príncipe, pronosticó: “Si el niño permanece en el castillo hasta su edad madura, llegará a ser un gran rey que dominará los cuatro mares, y si entra en la vida religiosa, será el Buda que salvará al mundo.”

Al principio, el rey se alegró enormemente al escuchar este pronóstico, pero luego se entristeció pensando en la posibilidad de perder al hijo de entrar éste en la vida religiosa.

A los siete años, el príncipe comenzó a estudiar el arte de las letras y de la guerra. Un día de primavera, en ocasión de una fiesta de la siembra salió al campo acompañando a su padre.

Contemplando cómo el agricultor labraba la tierra, vió que un pequeño pájaro se llevaba en su pico el pequeño insecto que había quedado prendido del arado al ser removida la tierra. “¡Pobres!, las criaturas vivas se comen unas a las otras”. Diciendo esto se sentó solo bajo un árbol a meditar.

La pérdida de su madre al poco tiempo de nacer y ahora este espectáculo de las criaturas que se comen entre sí, fueron grabando en el corazón del príncipe, desde temprana edad, los sufrimientos de la vida. Y como una herida hecha en un tierno árbol, que crece día a día, sumía cada vez más al príncipe en un profundo pensar.

El rey preocupado por el estado del príncipe y del pronóstico del ermitaño, trató de animar el espíritu del hijo por todos los medios. A la edad de 19 años decidió casarlo y eligió como esposa a la princesa Yashodhara, hija de Suprabuddha, señor del castillo de Devadaha que era también hermano de la fallecida Reina Maya.

3. Durante los siguientes 10 años, aunque llevaba una vida de alegría, rodeado de danzas y música en los diferentes pabellones de primavera, de otoño y de la época de lluvia, el príncipe no dejaba de sumergirse en profunda meditación para comprender el verdadero significado de la vida.

“El lujo de la corte, este cuerpo sano, esta juventud que todos admiran, a fin de cuentas, ¿qué sentido tienen para mí?. El hombre enferma y con el tiempo envejece. La muerte es ineludible. La juventud, la salud, y la existencia ¿qué significado pueden tener?”

Vivir es estar en busca de algo. Sin embargo, en la misma búsqueda hay quienes buscan algo erróneo, mientras que otros lo verdadero. El que va en pos de lo erróneo es aquel que desea no envejecer, no enfermar y no morir, siendo estos hechos ineludibles.”

“La verdadera búsqueda es reconocer el error y buscar lo que está libre de los sufrimientos humanos, más allá de la idea de la vejez, la enfermedad, y la muerte. Ahora no soy más que aquél que busca lo erróneo.”

4. Siguieron así los días de meditación, pasaron los meses y los años, y a la edad de veintinueve años, cuando nació su único hijo Rahula, tomó la firme decisión de entrar en la vida religiosa. El príncipe salió del palacio en donde tantos años había vivido, en su caballo blanco, Kanthaka, acompañado sólo por el sirviente Chandaka.

Y así se transformó en un religioso, sin hogar en ninguna parte del mundo.

Enseguida se le acercó el demonio de la tentación.

Vuelve al palacio y espera la ocasión. Entonces este mundo será tuyo”. El príncipe respondió con fuerza. “Demonio, aléjate de mí, nada de lo que existe en este mundo me interesa”. El príncipe ahuyentó al demonio, se rapó la cabeza y se dirigió hacia el Sur mendigando alimento con su tazón en la mano.

El príncipe visitó primeramente al ermitaño Bhagava y observó sus prácticas, luego fue donde vivían Arala Kalama y Uddaka Ranaputta para aprender sus disciplinas.

Pero convencido de que ése no era el camino que le conduciría a la Iluminación, se marchó a la tierra de Magadha y comenzó a hacer su propia práctica en el bosque de Uruvilva a orillas del río que corre cerca del castillo de Gaya.

5. Fue una vida ascética intensísima, tanto que él mismo lo calificó de máxima austeridad, nunca practicada por nadie ni en el pasado ni en el futuro.

Sin embargo, ni este ascetismo le dió al príncipe lo que buscaba. Dejó esta larga práctica de seis años sin ningún pesar. Se baño en el río Neranjara para limpiar la suciedad del cuerpo, aceptó una taza de leche de manos de una mujer llamada Sujata, y recobró las fuerzas.

Los cinco religiosos que acompañaron al príncipe durante los seis años de vida en el bosque se asombraron al ver al príncipe recibir la leche de la mano de una mujer, pensaron que había sido vencido, lo abandonaron y se fueron a otras tierras.

Así, el príncipe quedó solo en el lugar. Se sentó bajo un árbol y en silencio entró en su última meditación aun con riesgo de perder la vida. “Que se seque la sangre, que se pudra la carne y se rompan los huesos, porque hasta encontrar el camino de la Iluminación no me levantaré de este lugar”. Esta era la resolución del príncipe.

Aquel día el alma del príncipe experimentó una lucha intensa e incomparable. Desesperación del alma, pensamientos confusos, sombras negras del corazón, figuras horribles de la mente. Todo esto sólo podía ser calificado como la terrible invasión de los demonios. El príncipe los persiguió hasta el más recóndito rincón del alma y los fue echando uno por uno. Fue realmente una lucha en la que la sangre se hizo más débil, la carne más floja y se desmenuzaron los huesos.

Terminó la dolorosa lucha y al amanecer, al ver la estrella de la mañana, el alma del príncipe brilló con luz divina, y alcanzó la Iluminación. Se hizo Buda. Esto fue en la mañana del 8 de diciembre, cuando el príncipe contaba 35 años de edad.

6. Desde entonces se le conoce al príncipe con diferentes nombres como Buda, El perfecto Iluminado, El Honrado del Mundo, Sakyamuni, El Gran Sabio de los Sakyas, y otros.

Primeramente fue a Mrigadava en Varanasi, en donde vivían los cinco religiosos que le sirvieron en los seis años de ascetismo, para explicarles el camino. Luego entró en el castillo de Rajagriha y predicó el camino al rey Bimbisara, e hizo de este lugar la base para propagar su Enseñanza.

Los hombres se reunieron alrededor de él como el sediento busca el agua y como el hambriento el alimento.

Más de 2 mil discípulos, entre ellos los grandes maestros Sariputa y Maggalana, creyeron en Él y se convirtieron.

El rey Sudhodana, el padre de Buda que sintiera gran pena por la pérdida de su hijo al alejarse éste, la madrastra Maha Prajapata, la esposa Yasodhara y príncipes y princesas de la familia Sakya, todos creyeron en Él y le siguieron como discípulos.

7. Así siguió durante 45 años los viajes de predicación y llegó a cumplir los 80 años. En el camino de Rajagaha a Savatti, en la ciudad de Vasali, cayó enfermo y predijo que a los 3 meses entraría en el Nirvana. Continuó el viaje y al llegar a Pava recibió de Cunda, el herrero, una ofrenda de alimento que le hizo mal, y empeoró. Soportando el dolor entró en Kusinara.

No obstante la debilidad se dirigió al bosque de salas que se encontraba en las afueras del castillo y se recostó entre dos grandes árboles de sala. Enseñó con amor a sus discípulos, predicó hasta el último momento, y concluyendo su misión como Buda, el Gran Maestro del Mundo, entró, en completa tranquilidad, en el Nirvana.

8. Siguiendo las indicaciones de Ananda, el discípulo preferido de Buda, los hombres de Kusinagara incineraron los restos entre lágrimas de tristeza.

Siete Reyes de las comarcas cercanas y el Rey Ajatasarthu, exigieron la repartición de los huesos de Buda. Los hombres de Kusinagara rehusaron esta petición debido a lo cual se armó una pelea entre ellos. Pero por advertencia del Sabio Drona, fueron los huesos repartidos en ocho partes. Otro jefe recibió el vaso de barro que había contenido los restos y otro las cenizas de la pira utilizada para la cremación. Diez grandes torres fueron edificadas en memoria de Buda para custodiar sus restos.

1. Malintzin, la lengua (La modernidad de lo barroco) Bolívar Echeverría. 1981.

… unsere ubertragungen gehen von einem falschem

grundsatz aus sie wollen das indische griechische

englischen verdeutschen anstatt das deutsche zu verin-

dischen vergriechischen verenglischen…[1]

Rudolf Pannwitz

La historia cuenta de ciertas acciones singulares -aventuras individuales- que en ocasiones se convierten en causas precipitantes de transformaciones colectivas de gran alcance; se complace en narrar los puntos de coincidencia en los que ciertos acontecimientos coyunturales, casuales, contingentes como una vita, se insertan de manera decisiva en otros de amplia duración, inevitables, necesarios como la circunvalación de los planetas. Y parecería que en mucho el suspense de su discurso depende de la desproporción que es capaz de presentarnos entre los unos y los otros.

En efecto, entre la acción singular y la transformación colectiva puede haber una relación hasta cierto punto proporcionada, como la que creemos encontrar ahora entre el pacto de los reyes o caciques aqueos y la destrucción de la gran ciudad de Troya. Pero esa relación puede ser también completamente desmedida: una acción de escasa magnitud puede desatar una transformación gigantesca.

Tal vez para nosotros, los modernos, ninguna de las desproporciones históricas de los últimos siglos haya sido más decisiva que la que es posible reconocer entre la aventura de los conquistadores de América – hecha de una serie de acciones de horizonte individual y muchas veces desesperadas o aleatorias-, por un lado, y una de las más grandes transformaciones del conjunto de la historia humana, por otro: la universalización definitiva de la medida en que ella es un acontecer compartido, gracias al triunfo de la modernidad capitalista como esquema civilizatorio universal.

De los múltiples aspectos que presenta la coincidencia desmesurada entre los hechos de los conquistadores y la historia universal, interesa destacar aquí uno que tiene que ver con algo que se ha dado en llamar «el encuentro de los dos mundos » y que, a mi parecer, consiste más bien en el reencuentro de las dos opciones básicas de historicidad del ser humano: la de los varios «orientes» o historicidad circular y la de los varios «occidentes» o historicidad abierta.

Aspecto que en el primer siglo de la modernidad decididamente capitalista pudo parecer poco importante – cuando lo inagotable del territorio planetario permitía todavía a las distintas versiones de lo humano proteger su cerrazón arcaica, coexistir en apartheid, «juntarse sin revolverse», recluidas en naciones o en castas diferentes-, pero que hoy en día, en las postrimerías del que parece ser (de una manera o de otra) el último siglo de la misma, se revela como la más grave de las «asignaturas» que ha dejado «pendientes».[2]

En el escenario mexicano de 1520, la aventura singular que interviene en la historia universal consiste en verdad en la interacción de dos destinos individuales: el de Motecuhzoma, el taciturno emperador azteca, que lo hunde en las contradicciones de su mal gobierno, y el de Cortés, que lo lleva vertiginosamente a encontrar el perfil y la consistencia de su ambición.

Intersección que tuvo una corporeidad, que fue ella misma una voluntad, una persona: «una india de buen parecer, entrometida y desenvuelta» (dice Bernal Díaz del Castillo, el conquistador-cronista), la Malintzin.

Quisiera concentrarme en esta ocasión en el momento crucial de esa interacción, que no será el más decisivo, pero sí el más ejemplar: los quince meses que van del bautizo cristiano de la «esclava» Malin o Malinali, con el nombre de Marina, y del primer contacto de Cortés con los embajadores de Motecuhzoma, en 1519, al asesinato de la élite de los guerreros aztecas y la posterior muerte del emperador mexicano, en 1520.

En el breve periodo en que la Malintzin se aventura, por debajo de los discursos de Motecuhzoma y Cortés, en la función fugaz e irrepetible de «lengua» o intérprete entre dos interlocutores colosales, dos mundos o dos historias.

«La lengua que yo tengo», dice Cortés, en sus Cartas, sin sospechar en qué medida es la «lengua» la que lo tiene a él.

Y no sólo a él, sino también a Motecuhzoma y a los desconcertados dignatarios aztecas.

Ser – como lo fue la Malintzin durante esos meses- la única intérprete posible en una relación de interlocución entre dos partes; ser así aquella que concentraba de manera excluyente la función equiparadora de dos códigos heterogéneos, traía consigo al menos dos cosas.

En primer lugar, asumir un poder: el de administrar no sólo el intercambio de unas informaciones que ambas partes consideraban valiosas, sino la posibilidad del hecho mismo de la comunicación entre ellas. Pero implicaba también, en segundo lugar, tener un acceso privilegiado – abierto por la importancia y la excepcionalidad del diálogo entablado- al centro del hecho comunicativo, a la estructura del código lingüístico, al núcleo en el que se definen las posibilidades y los límites de la comunicación humana como instancia posibilitante del sentido del mundo de la vida.

En efecto, ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor, bifacético, de ida y venida entre dos lenguas, desentendido de la reacción metalingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas.

La mediación del intérprete parte necesariamente de un reconocimiento escéptico, el de la inevitabilidad del malentendido. Pero consiste sin embargo en una obstinación infatigable que se extiende a lo largo de un proceso siempre renovado de corrección de la propia traducción y de respuesta a los efectos provocados por ella. Un proceso que puede volverse desesperante y llevar incluso, como llevó a la Malintzin, a que el intérprete intente convertirse en sustituto de los interlocutores a los que traduce.

Esta dificultad del trabajo del intérprete puede ser de diferente grado de radicalidad o profundidad; ello depende de la cercanía o la lejanía, de las afinidades o antipatías que guardan entre sí los códigos lingüísticos de las hablas en juego. Mientras más lejanos entre sí los códigos, mientras menos coincidencias hay entre ellos o mientras menos alcancen a cubrirse o coincidir sus respectivas delimitaciones de sentido para el mundo de la vida, más inútil parece el esfuerzo del intérprete. Más aventurada e interminable su tarea.

Ante esta futilidad de su esfuerzo de mediación, ante esta incapacidad de alcanzar el entendimiento, la práctica de la interpretación tiende a generar algo que podría llamarse «la utopía del intérprete».

Utopía que plantea la posibilidad de crear una lengua tercera, una lengua-puente, que, sin ser ninguna de las dos en juego, siendo en realidad mentirosa para ambas, sea capaz de dar cuenta y de conectar entre sí a las dos simbolizaciones elementales de sus respectivos códigos; una lengua tejida de coincidencias improvisadas a partir de la condena al malentendido.

La Malintzin tenía ante sí el caso más difícil que cabe en la imaginación para la tarea de un intérprete: debía mediar o alcanzar el entendimiento entre dos universos discursivos construidos en dos historias cuyo parentesco parece ser nulo. Parentesco que se hunde en los comienzos de la historia y que, por lo tanto, no puede mostrarse en un plano simbólico evidente, apropiado para equiparaciones y equivalencias lingüísticas inmediatas.

Ninguna sustancia semiótica, ni la de los significantes ni la de los significados, podía ser actualizada de manera más o menos directa, es decir, sin la intervención de la violencia como método persuasivo.

Se trata de dos historias, dos temporalidades, dos simbolizaciones básicas de lo Otro con lo humano, dos alegorizaciones elementales del contexto o referente, dos «elecciones civilizatorias» no sólo opuestas sino contrapuestas.

De un lado, la historia madre u ortodoxa, que se había extendido durante milenios hasta llegar a América. Historia de los varios mundos orientales, decantados en una migración lentísima, casi imperceptible, que iba agotando territorios a medida que avanzaba hacia el reino de la abundancia, el lugar de donde sale el sol.

Historia de sociedades cuya estrategia de supervivencia está fincada, se basa y gira en torno de la única condición de su valía técnica: la reproducción de una figura extremamente singularizada del cuerpo comunitario. Cuya vida prefiere siempre la renovación a la innovación y está por tanto mediada por el predominio del habla o la palabra «ritualizada» (como la denomina Tzvetan Todorov) sobre la palabra viva; del habla que en toda experiencia nueva ve una oportunidad de enriquecer su código lingüístico (y la consolidación mítica de su singularización), y no de cuestionarlo o transformarlo.

Del otro lado, el más poderoso de los muchos desprendimientos heterodoxos de la historia oriental, de los muchos occidentes o esbozos civilizatorios que tuvieron que preferir el fuego al sol y mirar hacia el poniente, hacia la noche: la historia de las sociedades europeas, cuya unificación económica había madurado hasta alcanzar pretensiones planetarias.

Historia que había resultado de una estrategia de supervivencia según la cual, a la inversa de la oriental, la valía técnica de la sociedad gira en torno del medio de producción y de la mitificación de su reproducción ampliada. Historia de sociedades que vivían para entonces el auge de los impulsos innovadores y cuya «práctica comunicativa» se había ensoberbecido hasta tal punto con el buen éxito económico y técnico del uso «improvisativo» del lenguaje, que echaba al olvido justamente aquello que era en cambio una obsesión agobiante en la América antigua: que en la constitución de la lengua no sólo está inscrito un pacto entre los seres humanos, sino también un pacto entre ellos y lo Otro.

Los indígenas no podían percibir en el Otro una otredad o alteridad independiente. Una «soledad histórica», la falta de una «experiencia del Otro», según la explicación materialista de Octavio Paz, había mantenido incuestionada en las culturas americanas aquella profunda resistencia oriental a imaginar la posibilidad de un mundo de la vida que no fuera el suyo.

La otredad que ellos veían en los españoles les parecía una variante de la mismidad o identidad de su propio Yo colectivo, y por tanto un fenómeno perfectamente reductible a ella (en la amplitud de cuya definición los rasgos de la terrenalidad, la semi-divinidad y la divinidad pertenecen a un continuum).

Tal vez la principal desventaja que ellos tuvieron, en términos bélicos, frente a los europeos consistió justamente en una incapacidad que venía del rechazo a ver al Otro como tal: la incapacidad de llegar al odio como voluntad de nulificación o negación absoluta del Otro en tanto que es alguien con quien no se tiene nada que ver.

Los europeos, en cambio, aunque percibían la otredad del Otro como tal, lo hacían sólo bajo uno de sus dos modos contrapuestos: el del peligro o la amenaza para la propia integridad. El segundo modo, el del reto o la promesa de plenitud, lo tenían traumáticamente reprimido. La otredad sólo era tal para ellos en tanto que negación absoluta de su identidad.

La «Europa profunda» de los conquistadores y los colonizadores, la que emergía a pesar del humanismo de los proyectos evangelizadores y de las buenas intenciones de la Corona, respetaba el universalismo abstracto de la iglesia católica, pero sólo como condición del buen funcionamiento de la circulación mercantil de los bienes; más allá de este límite, lo usaba como simple pretexto para la destrucción del Otro.

No sólo lejanos sino incompatibles entre sí eran los dos universos lingüísticos entre los que la Malintzin debía establecer un entendimiento. Por ello su intervención es admirable. Una mezcla de sabiduría y audacia la llevó a asumir el poder del intérprete y a ejercerlo encauzándolo en el sentido de la utopía que es propia de este oficio.

Reconoció que el entendimiento entre europeos e indígenas era imposible en las condiciones dadas; que, para alcanzarlo, unos y otros, los vencedores e integradores no menos que los vencidos e integrados, temían que ir más allá de sí mismos, volverse diferente de lo que eran.

Y se atrevió a introducir esa alteración comunicante; mintió a unos y a otros, «a diestra y siniestra», y les propuso a ambos el reto de convertir en verdad la gran mentira del entendimiento:’[3] justamente esa mentira bifacética que les permitió convivir sin hacerse la guerra durante todo un año.

Cada vez que traducía de ida y de vuelta entre los dos mundos, desde las dos historias, la Malintzin inventaba una verdad hecha de mentiras; una verdad que sólo podría ser tal para un tercero que estaba aun por venir.

Tzvetan Todorov ve en la Malintzin (junto con el caso inverso del dominico Diego Duran) «el primer ejemplo y por eso mismo el símbolo del mestizaje [cultural]», comprendido este como afirmación de lo propio en la asimilación de lo ajeno.[4]

Puede pensarse, sin embargo, que la Malintzin de 1519-1520, la más interesante de todas las que ella fue en su larga vida, prefigura una realidad de mestizaje cultural un tanto diferente, que consistiría en un comportamiento-activo – como el de los hablantes del latín vulgar; colonizador, y los de las lenguas nativas, colonizadas, en la formación y el desarrollo de las lenguas romances – destinado a trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural ajena, para que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una forma tercera, diferente de las dos.

La prefigura, porque, si bien fracasa como solución inventada para el conflicto entre Motehcuzoma y Cortés, de todas maneras contiene en sí el esquema del mestizaje cultural «salvaje», no planeado sino forzado por las circunstancias, que se impondrá colectivamente «después del diluvio», más como el resultado de una estrategia espontánea de supervivencia que como el cumplimiento de un programa utópico, a partir del siglo XVII

En efecto, lo que desde entonces tiene lugar en la América Latina es sin duda uno más de aquellos grandes procesos inacabados e inacabables de mestizaje cultural – como el de lo mediterráneo y lo nórdico, que, como lo afirmaba Fernand Braudel, constituye incluso hoy el núcleo vitalizador de la cultura europea original– en los que el código del conquistador tiene que rehacerse, reestructurarse y reconstituirse para poder integrar efectivamente determinados elementos insustituibles del código sometido y destruido.

Se trata de procesos que se han cumplido siempre a espaldas del lado luminoso de la historia.[5] Que sólo han tenido lugar en situaciones límites, en circunstancias extremas, en condiciones de crisis de supervivencia, en las que el Otro ha tenido que ser aceptado como tal, en su otredad – es decir, de manera ambivalente, en tanto que deseable y aborrecible-, por un Yo que al mismo tiempo se modificaba radicalmente para hacerlo. Procesos en los que el Yo que se autotrasciende elige el modo del potlach para exigir sin violencia la reciprocidad del Otro.

Como figura histórica y como figura mítica, la actualidad de la Malintzin en este fin de siglo es indudable.

En tanto que figura histórica, la Malintzin finca su actualidad en la crisis de la cultura política moderna y en los dilemas en los que ésta se encierra a causa de su universalismo abstracto. Este, que supone bajo las múltiples y distintas humanidades concretas un común denominador llamado «hombre en general», sin atributos, se muestra ahora como lo que siempre fue, aunque disimuladamente: un dispositivo para esquivar y posponer indefinidamente una superación real, impracticable aunque fuese indispensable, del pseudo-universalismo arcaico – de ese localismo amplificado que mira en la otredad de todos los otros una simple variación o metamorfosis de la identidad desde la que se plantea.

El desarrollo de una economía mundial realmente existente, es decir, basada en la unificación tecnológica del proceso de trabajo a escala planetaria, vuelve impostergable la hora de una universalización concreta de lo humano. Cada vez se vuelve más evidente que la humanidad del «hombre en general” sólo puede construirse con los cadáveres de las humanidades singulares. Y la cultura política de la modernidad establecida se empantana en preguntas como las siguientes: ¿las singularidades de los innumerables sistemas de valores de uso – de producción y disfrute de los mismos que conoce el género humano son en verdad magnitudes négligeables que deben sacrificarse a la tendencia globalizadora o «universalizadora» del mercado mundial capitalista?

Si no es así, ¿es preciso más bien marcarle un límite a esta «voluntad» uniformizadora, desobedecer la «sabiduría del mercado» y defender las singularidades culturales? Pero, si es así, ¿hay que hacerlo con todas? ¿O sólo con las «mejores»?

El fundamentalismo de aquellas sociedades del «tercer mundo» que regresan, decepcionadas por las promesas incumplidas de la modernidad occidental, a la defensa más aberrante de las virtudes de su localismo, tiene en el racismo renaciente de las sociedades europeas una correspondencia poderosa y experimentada. Ambas son reacias a concebir la posibilidad de un universalismo diferente.

La figura derrotada de la Malintzin histórica pone de relieve la miseria de los vencedores; el enclaustramiento en lo propio, originario, auténtico e inalienable fue para España y Portugal el mejor camino al desastre, a la destrucción del otro y a la autodestrucción. Y recuerda a contrario que el «abrirse» es la mejor manera del afirmarse, que la mezcla es el verdadero modo de la historia de, la cultura y el método espontáneo, que es necesario dejar en libertad, de esa inaplazable universalización concreta de lo humano.  

Como figura mítica, que en realidad se encuentra apenas en formación, figura que intenta superar la imagen nacionalista de «Malinche, la traidora» – la que desprecia a los suyos, por su inferioridad, y se humilla ante la superioridad del conquistador (según R. Salazar Mallén ) – , la Malintzin hunde sus raíces en un conflicto común a todas las culturas: el que se da entre la tendencia xenofóbica a la endogamia y la tendencia xenofílica a la exogamia, es decir, en el terreno en el que toda comunidad, como todo ser singularizado, percibe la necesidad ambivalente del Otro, su carácter de contradictorio y complementario, de amenaza y de promesa.

Frente a los tratamientos de este conflicto en los mitos arcaicos, que, al narrar el vaivén de la agresión y la venganza, enfatizan el momento del rapto de lo mejor de uno mismo por el Otro, el que parece prevalecer en la mitificación de la Malintzin – la dominada que domina – pone el acento más bien en el momento de la entrega de uno mismo como reto para el Otro.

Moderno, pero no capitalista, el mito de la Malintzin sería un mito actual porque apunta más allá de lo que Sartre llamaba «la historia de la escasez», una historia cuya superación es el punto de partida de la modernidad que se ha agotado durante el siglo XX y cuyo restablecimiento artificial ha sido el fundamento de la forma capitalista de esa modernidad.

APENDICE:

El mestizaje y las formas

El atractivo, la fascinación incluso, que tienen para muchos de nosotros las «obras de arte» provenientes de las culturas prehispánicas de América suele explicarse con razón por el hecho de que ellas no son exactamente obras de arte. Que lo que en ellas está en juego es algo menos y a la vez algo más que el «arte»: su carácter de obras de culto, de objetos cuya objetividad plena se encuentra en la dimensión de la práctica festiva y ceremonial, de la repetición imaginaria del sacrificio fundante de la comunidad y su singularidad.

Se trata sin duda de una explicación acertada; pero es incompleta. Olvida hacer mención de lo más evidente: el hecho de la extrañeza de tales obras para nosotros. Extrañeza que no consiste solamente en su antigüedad; que está sobre todo en la ajenidad del tipo de vida o de mundo al que pertenecen,  y desde el cual y para el cual están hechas.

Tal vez esta ajenidad pueda percibirse de mejor manera cuando prestamos atención a la idea que parece regir en ellas de lo que es en sí misma la acción de dar forma a un objeto o de conformar un material, acción que está en el origen de toda obra y muy en especial de toda obra de arte.

Cuando Miguel Ángel, el prototipo de creador moderno -ex nihilo-, decía con humildad autocrítica que su trabajo de escultor consistía en liberar del bloque de mármol la figura que ya estaba en él, quitando sólo lo sobrante, exponía sin querer no su programa de acción sino, curiosamente, el de un tipo de «creadores» completamente diferentes de él: los escultores de la América antigua.

Descubrir, enfatizar; ayudarle al propio «material» a dibujar una silueta y definir una textura, a resaltar un relieve, a redondear un cuerpo y precisar unos rasgos que estaban ya esbozados o sugeridos, realizados a medias en el mismo: ésta parece haber sido toda la intervención que el escultor prehispánico se creía llamado a tener en la «creación de una obra».

Seguramente «el milagro espantoso» de la Coatlicue se había manifestado y había sido sentido ya por muchos en la piedra original cuando el «artista» inició su obra; éste sólo debió ayudarle a vencer ciertas indecisiones formales que le impedían destacarse con la debida fuerza. La idea de lo que es «dar forma» que prevalece aquí no es sólo diferente de la idea europea, o contraria a ella; es sobre todo ajena a ella.

Lo es porque implica una elección de sentido completamente divergente de la suya, que subraya la continuidad entre lo humano y lo Otro. Para la idea prehispánica, la elección de sentido europea es tan «absurda» que es capaz de plantear al sujeto como completamente separado del objeto, es decir, a la naturaleza como  material pasivo e inerte, dócil y vacío, al que la actividad y la inventiva humanas, moldeándolo a su voluntad, dotan de realidad y llenan de significación.

Un abismo parece separar la inteligibilidad del mundo a la que pertenece la noción de «dar forma» que rige en la composición de una obra de la antigüedad americana de la inteligibilidad del mundo propia de la modernidad europea.

El abismo que hay sin duda entre dos mundos vitales construidos por sociedades o por «humanidades» que se hicieron a sí mismas a partir de dos opciones históricas fundamentales no sólo diferentes sino incluso contrapuestas entre sí: la opción «oriental» o de mimetización con la naturaleza y la opción «occidental» o de contraposición a la misma.

Se trata justamente del abismo que los cinco siglos de la historia latinoamericana vienen tratando de salvar o superar en el proceso del mestizaje cultural.

La insistencia en la ajenidad – en la dificultad y el conflicto que habla desde el encanto que tienen para nosotros los restos intactos, las «obras de arte», de la antigüedad prehispánica permite enfatizar con sentido crítico un aspecto del fenómeno histórico del mestizaje cultural que no suele destacarse o que incluso se oculta en el modo corriente de concebirlo, fomentado por la ideología del nacionalismo oficial latinoamericano.

Empeñada en contribuir a la construcción de una identidad artificial única o al menos uniforme para la nación estatal, esta ideología pone en uso una representación conciliadora y tranquilizadora del mestizaje, protegida contra toda reminiscencia de conflicto o desgarramiento y negadora por tanto de la realidad del mestizaje cultural en el que está inmersa la parte más vital de la sociedad en América Latina.

¿Es real la fusión, la simbiosis, la interpenetración de dos configuraciones culturales de «lo humano en general» profundamente contradictorias entre sí? Si lo es, ¿de qué manera tiene lugar?

La ideología nacionalista oficial expone su respuesta obligadamente afirmativa a esta cuestión con una metáfora naturalista que es a su vez el vehículo de una visión sustancialista de la cultura y de la historia de la cultura. Una visión cuyo defecto está en que, al construir el objeto que pretende mirar, lo que hace es anularlo. En efecto, la idea del mestizaje cultural como una fusión de identidades culturales, como una interpenetración de sustancias históricas ya constituidas, no puede hacer otra cosa que dejar fuera de su consideración justamente el núcleo de la cuestión, es decir, la problematización del hecho mismo de la constitución o conformación de esas sustancias o identidades, y del proceso de mestizaje como el lugar o el momento de tal constitución.

La metáfora naturalista del mestizaje cultural no puede describirlo de otra manera que: a] como la «mezcla» o emulsión de moléculas o rasgos de identidad heterogéneos, que, sin alterarlos, les daría una apariencia diferente; b] como el «injerto” de un elemento o una parte de una identidad en el todo de otra, que alteraría de manera transitoria y restringida los rasgos del primero, o c] como el «cruce genético» de una identidad cultural con otra, que traería consigo una combinación general e irreversible de las cualidades de ambas.

No puede describirlo en su interioridad, como un acontecer histórico en el que la consistencia misma de lo descrito se encuentra en juego, sino que tiene que hacerlo desde afuera, como un proceso que afecta al objeto descrito pero en el que éste no interviene.

Ha llegado tal vez la hora de que la reflexión sobre todo el conjunto de hechos esenciales de la historia de la cultura que se conectan con el mestizaje cultural abandone de una vez por todas la perspectiva naturalista y haga suyos los conceptos que el siglo XX ha desarrollado para el estudio específico de las formas simbólicas, especialmente los que provienen de la ontología fenomenológica, del psicoanálisis y de la semiótica.

Baste aquí, para finalizar, un apunte en relación con esta última para indicar la posibilidad y la conveniencia de tal cambio de perspectiva en la reflexión. Si la identidad cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista más bien como un «estado de código» – como una peculiar configuración transitoria de la subcodificación que vuelve usable, «hablable», dicho código-, entonces, esa «identidad» puede mostrarse también como una realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o «hablan», está siendo hecha, transformada, modificada por ellos.


[1] «… nuestras traducciones parten de un falso principio: quieren germanizar lo hindú griego inglés en lugar de induizar grequizar anglizar lo alemán…»

[2] Octavio Paz, Ignacio Bernal y Tzvetan Todorov, «La conquista de México. Comunicación y encuentro de civilizaciones». Vuelta, n. 191, México, octubre de 1992.

[3] R. Salazar Mallcn sería un buen ejemplo) ele la cerrazón chauvinista ante este tipo de comportamientos . Véase «El complejo de la Malinche», Sábado, suplemento de Uno Más Uno, n. 722. México, agosto de 1991.

[4] La conquete de Amerique. La cuestion de l’outre. Seuil, París, 1982.

[5] Carlos Monsiváis, entrevista con Adolfo Sánchez Rebolledo, «México 1992: “¿idénticos o diversos?». Nexos, n. 178, México, octubre de 1992.

Discusiones en la izquierda latinoamericana. Claudio Katz. 10 de febrero de 2023

El futuro de la región no depende sólo de la lucha social, la confrontación con la derecha y los desengaños con el progresismo de baja intensidad. También será determinado por la

consolidación de alternativas políticas de izquierda, que demuestren inteligencia y capacidad para lidiar con las complejas disyuntivas que se avecinan.

Sólo esas vertientes podrían abrir un curso superador de la nueva oleada de gobiernos de centroizquierda, mediante dinámicas de radicalización política. Ese curso permitiría desenvolver la perspectiva anticapitalista que requiere un proyecto emancipador.

JUSTIFICACIONES DEL PROGRESISMO

Para forjar un rumbo de victorias populares hay que exponer los cuestionamientos al progresismo sin vergüenza, timidez o culpa. Ninguna de esas críticas favorece a la derecha, si es expuesta desde un campo de confrontación con las fuerzas reaccionarias y en un frente de batalla contra ese enemigo principal. No se puede construir un proyecto popular en silencio o con maniobras que eludan el debate. Los caminos alternativos no brotarán en forma espontánea, sin clarificar divergencias, ni asumir el costo de incomodar a los propios aliados.

La forma más corriente de soslayar este desafío es la presentación de los gobiernos progresistas como acontecimientos auspiciosos, en comparación a las opciones reaccionarias. Esa obviedad debería ser simplemente señalada como punto de partida, para evaluar las enormes falencias de esas administraciones. Pero esta segunda parte del problema es frecuentemente omitida, a la espera que el propio curso de la vida política corrija las carencias de esos gobiernos. Esa expectativa carece de asidero, puesto que el simple paso de tiempo suele agravar esas insuficiencias.

Sólo encarando una acción decidida contra las capitulaciones de los mandatarios de centroizquierda, se puede evitar la canalización derechista del descontento popular. Esa captura por parte de las fuerzas conservadoras es muy probable, si no existen alternativas de izquierda construidas con propuestas oportunas y factibles. Este último curso se forja en la polémica con los desaciertos del progresismo.

Es evidente, por ejemplo, que el triunfo de la derecha en el plebiscito de Chile demostró la capacidad de los lideres conservadores, para difundir mentiras y ocultar sus propias trayectorias. Pero esos engañosprosperaron por el vacío imperante en el otro bando, como consecuencia de incontables capitulaciones. 

Esas agachadas son la tónica predominante en el progresismo light, que no inicia las rupturas pendientes con el neoliberalismo. El esperado avance hacia un estadio posliberal no se consumó en el ciclo anterior, ni irrumpirá en la oleada actual, si persisten las políticas de sometimiento a las clases dominantes. Estas adversas orientaciones deben señalarse para conquistar las metas del movimiento popular.

Una forma habitual de soslayar este problema es el elogio al progresismo cuando obtiene triunfos y el silencio ante los escenarios inversos. En el primer caso se comparte acertadamente el gran fervor que suscitan las buenas noticias. Pero lo más importante son los pronunciamientos en la adversidad. Aquí no basta con reproducir la descripción de lo sucedido. Hay que exponer abiertamente las causas del retroceso que generan las políticas de perpetuación del status quo (Aznárez, 2021).

MIRADAS COMPLACIENTES

Lo ocurrido en Argentina ilustra las negativas consecuencias de convalidar la sumisión del progresismo a los poderosos. Toda la gestión de Alberto Fernández estuvo signada por ese sometimiento, desde su renuncia a expropiar una estratégica y quebrada empresa de alimentos (Vicentin). Posteriormente suscribió un acuerdo con el FMI que afianzó el modelo actual de deterioro salarial, desigualdad y precarización. Favoreció a los grandes exportadores en desmedro del desarrollo interno y aceptó las presiones de la derecha para preservar el poder de una casta judicial, sostenida por los grandes medios de comunicación.

Los críticos de ese rumbo dentro de la coalición oficialista expusieron muchas quejas, pero no ofrecieron otro camino. Nunca exhibieron decisión para revertir la impotencia gubernamental. Al contrario, paulatinamente transformaron sus objeciones en meras justificaciones. El argumento más frecuente de esa convalidación fue la ¨adversidad de las relaciones de fuerza¨ para confrontar con la derecha y cumplir con el electorado. Afirmaron que Alberto debió aceptar los chantajes del poder dominante por la ausencia de un contrapeso equivalente en el campo popular (Aleman, 2022).

Pero esa mirada describe las relaciones de fuerzas como un dato dominante e invariable del escenario político, como si hubiera sido depositado en ese contexto por alguna mano divina. Se omite señalar que los presidentes, ministros y legisladores de un gobierno, no son ajenos a esa puja entre contendientes. Los protagonistas de la vida política forjan o socavan con su acción cotidiana, el balance de fuerzas con los antagonistas. El inmovilismo y la mansedumbre de Fernández influyó directamente en la generación de un marco favorable a los derechistas. Si se divorcia esa actitud de sus consecuencias, lo sucedido en Argentina se torna inexplicable.

Los justificadores de la rendición del gobierno avalaron también el acuerdo con el FMI, repitiendo la extorsión difundida por la derecha para forzar ese compromiso (¨nos quedamos fuera del mundo¨). En lugar de subrayar las nefastas consecuencias de ese convenio, propagaron fantasías sobre su viabilidad (¨podemos pagar, crecer y distribuir¨). Además, el deterioro del nivel de vida que generó ese pacto fue equivocadamente atribuido a otras causas, como la pandemia o la guerra (Katz, 2021).

Esa postura de resignación ante los financistas determinó la acotada resistencia en las calles contra los acreedores. El broche final de esa inacción fue la aprobación legislativa (en forma explícita o disimulada) de un fraude que hipoteca el futuro de varias generaciones.

Muchos progresistas reconocen las terribles consecuencias de esa política oficial, pero relativizan sus efectos en comparación al virulento ajuste que propicia la derecha. Pero en esa caracterización escinden ambos cursos, como si conformaran dos universos desconectados. Lo cierto es que la capitulación del gobierno facilita los atropellos de los neoliberales. La derecha ha recuperado pujanza electoral por el desengaño que generó el oficialismo.

Los desaciertos del progresismo son también justificados con apreciaciones sociológicas. En Argentina es muy frecuente culpar a toda la ¨sociedad¨ en forma indistinta por las agachadas que consuma el oficialismo, como si los gobernados tuvieran la misma responsabilidad que los gobernantes en las decisiones de una gestión. Con ese razonamiento se intenta explicar las consecuencias políticas negativas del rumbo gubernamental.

Un planteo semejante fue expuesto en Brasil durante la década pasada para evaluar la desilusión con el PT. Se afirmó que esa decepción fue consecuencia de la irrupción de una nueva clase media con valores individualistas. El consumismo de ese segmento habría afectado al gobierno que facilitó la propia mejora de ese sector. Esa paradójica sanción a los padrinos de un ascenso social fue enunciada como la principal determinante del retroceso sufrido por el lulismo (Natanson, 2022).

Pero ese abordaje situó un problema político en el diferenciado universo de las conductas sociales. De esa forma se eludió indagar la responsabilidad de los gobernantes en la pérdida de influencia sobre sus viejos adherentes (Katz, 2015:173-176). Este balance tiene enorme actualidad en el comienzo del tercer mandato de Lula. Si en esta nueva oportunidad se repiten las políticas favorables al gran capital, volverán a emerger las frustrantes consecuencias de esas orientaciones.

PROBLEMAS DEL “POSPROGRESISMO”

El generalizado resurgimiento de gobiernos de centroizquierda refuta el influyente diagnóstico de extinción de esa vertiente que expusieron muchos analistas. Resaltaron un ocaso definitivo de la centroizquierda que ha quedado totalmente desmentido,

De esa evaluación también surgieron convocatorias a forjar proyectos “posprogresistas”, con acertadas críticas a las limitaciones de esas experiencias (Modonesi, 2019). Pero esas objeciones incluyeron caracterizaciones muy discutibles de esos gobiernos.

Particularmente polémica fue la tesis de una “revolución pasiva” consumada por esas administraciones, para apuntalar nuevos modelos de las clases dominantes, disciplinando o desmovilizando a las clases subalternas. Esa mirada objetó el postulado opuesto de un “empoderamiento popular” incentivado por esos gobiernos.

En los hechos no prevaleció ninguna de esas dos situaciones contrapuestas. Los pueblos no asumieron el control del sistema político, pero tampoco fueron inmovilizados o anulados como sujetos activos. En realidad, se verificó una variedad de escenarios en los distintos países de la región.

El protagonismo popular conquistado en Bolivia nunca se diluyó, la presencia callejera de los sindicatos y los movimientos sociales argentinos tampoco se extinguió y el indigenismo ecuatoriano retomó la iniciativa una y otra vez. Por el contrario, en Brasil se registró un efectivo reflujo de la acción popular, pero sin derivar en la estabilización de la derecha.

Es cierto que la restauración conservadora advino por las frustraciones que generaron los gobiernos progresistas. Pero ese negativo impacto no sepultó el largo ciclo de luchas populares, que desembocó en las rebeliones de los últimos años y en la presencia de un renovado contexto de centroizquierda gobernante. El desalentador diagnóstico del “posprogresismo” no condice con esta realidad.

Si la experiencia de la década pasada hubiera desembocado en la regimentación o en la desmoralización de los pueblos, América Latina afrontaría un cuadro de inactividad por abajo y no de revueltas. Tampoco se habría verificado un retorno tan generalizado del progresismo al gobierno. En la dinámica de la “revolución pasiva”, esa modalidad habría desaparecido o empalmado con alguna vertiente de la restauración conservadora.

La ultraderecha justamente irrumpe con furia en la actualidad contra el progresismo, porque esa fuerza persiste como un oponente de los grupos reaccionarios. América Latina no ingresó en un período “posprogresista”, sino en un nuevo round de la experiencia anterior.

Estas evaluaciones son importantes para recordar que la opción de la izquierda se forja subrayando que la derecha es el enemigo principal y que el progresismo falla por impotencia, complicidad o cobardía frente a su adversario. De ninguna manera se asemeja a las corrientes reaccionarias. Esta distinción es clave y su omisión obstruye la gestación de una alternativa.

El desconocimiento de este principio fue el principal problema que afrontó en la década pasada la tesis del Consenso de Commodities. Ese enfoque ponía un signo de igual en todos los gobiernos de la región por su compartido aliento a la exportación de materias primas.

Con esa mirada se equiparaba a las administraciones enfrentadas y sometidas a Estados Unidos. Se asemejaba también a los gobiernos en conflicto con los amoldados a las clases dominantes y finalmente se igualaba a los mandatorios sensibles a las demandas de los empobrecidos, con los presidentes manejados por los enriquecidos. Todos quedaban identificados en el mismo casillero por la mera prioridad que asignaban a la explotación de los recursos naturales. Con esa miopía, Evo Morales, Macri, Chávez, Uribe, Lula, Piñera, Correa, Bolsonaro o Kirchner eran colocados una misma bolsa de gobiernos extractivistas (Katz, 2015: 63-75).

Los errores de esa evaluación deben ser asimilados en el nuevo período. La experiencia de la década pasada fue muy aleccionadora y ahora corresponde distinguir con criterios políticos, a los gobiernos de centroizquierda de sus enemigos derechistas. Esa diferenciación es decisiva para desenvolver estrategias que permitan el avance de la izquierda.

MÉXICO Y ECUADOR

            La tesis de una etapa ya ulterior al progresismo es expuesta a veces a partir de la experiencia mexicana, en una polémica con el rol jugado por el nuevo gobierno de AMLO en la conjura de las luchas de Ayotzinapa y los movimientos del 2014 (Oprinari, 2022).

            Las críticas a los desaciertos de esa administración abarcan un amplio número de tópicos económicos, sociales y geopolíticos (Aguilar Mora, 2023). Pero a diferencia de los precedentes sudamericanos, el progresismo en ese país es un acontecimiento muy reciente que incluye mejoras, expectativa popular y capacidad de movilización contra la derecha.

            Las caracterizaciones que acertadamente subrayan las significativas diferencias de AMLO con sus enemigos de la reacción, estiman que ese mandatario presenta un perfil de bonapartismo progresivo (Hernández Ayala, 2023).

Su consolidación en la centroizquierda se ha consumado, frente al techo que alcanzó al cabo de 28 años la experiencia alternativa del zapatismo. En el pico de su popularidad (2001), esa vertiente reunió multitudes en la principal plaza del país. El declive posterior estuvo signado por el aislamiento en campañas auto centradas. Ese curso permitió su consolidación en varias comunidades indígenas, pero diluyó su peso como referencia nacional. La presentación de AMLO como un enemigo equivalente a las tradicionales fuerzas conservadoras contribuyó a ese debilitamiento (Hernández Ayala, 2019).

            Estas dificultades presentan un estrecho parentesco con los problemas del enfoque autonomista, que en la década pasada contrapuso la dinámica contestaria de los movimientos sociales, con el amoldamiento de los gobiernos de centroizquierda al status quo. Ese contrapunto inspiró la teoría de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, que no pasó la prueba de alguna experiencia exitosa en la región. En ningún país se demostró la factibilidad de concretar conquistas sociales o avances democráticos, soslayando la disputa por el poder luego de acceder al gobierno.

            En esa mirada se inspiró también la errónea identificación de las administraciones progresista con sus enemigos de la derecha. Esa equivalencia tuvo consecuencias electorales negativas, cuando implicó convocatorias al voto en blanco, en las disputas entre ambas fuerzas.

El caso más reciente de este desacierto se registró en el balotaje ecuatoriano entre

el progresista Arauz y el derechista Lasso. El llamado al voto nulo permitió la conversión del candidato de las fuerzas reaccionarias en presidente del país. Por ese resultado, Ecuador quedó marginado del mapa centroizquierdista que impera en Sudamérica.

            Ese caso confirmó cuán equivocada es la equiparación de las dos fuerzas diferentes, como variantes análogas de una misma dominación de los poderosos. Un gobierno que frustra las expectativas populares no se asemeja a otro que reprime manifestaciones, encarcela dirigentes y asesina a los militantes. Salta a la vista la mayor adversidad de este segundo escenario para cualquier proyecto popular.

            Es cierto que la hostilidad de Correa hacia los movimientos sociales y su estrategia de transformaciones por arriba (“revolución ciudadana”) crearon un fuerte resentimiento en grandes sectores populares. Pero esas tensiones no justifican la neutralidad electoral frente al enemigo derechista. Se ha corroborado que la izquierda no puede apuntalar su propio proyecto, facilitando el triunfo de personajes tan reaccionarios como Lasso.

            La fulminante derrota del presidente ecuatoriano en los comicios de medio término confirma ese diagnóstico. Lasso fue aplastado por el correísmo -con un alto número de votantes- en las principales ciudades y provincias. Los electores sepultaron además el referéndum sobre la seguridad, que el mandatario introdujo con improvisada demagogia para conquistar adhesiones. El resultado de estas elecciones sintoniza con las tendencias políticas imperantes en toda la región y corrobora el desacierto previo de la postura abstencionista.

DEFINICIONES TÁCTICAS EN BRASIL

La postura de la izquierda frente a la segunda vuelta electoral se ha transformado en un problema muy corriente por la frecuencia de esos balotajes. En muchos casos, esas definiciones de la presidencia incluyen un gran protagonismo de la ultraderecha. Esa gravitación, tuvieron tres nefastos personajes en los recientes comicios de Colombia (Hernández), Chile (Kast) y Brasil (Bolsonaro). Esta última elección suscitó, además, importantes debates en la izquierda.

Las controversias en el PSOL -la formación política que se alejó del PT en el 2004 cuestionando el amoldamiento de Lula al neoliberalismo- han sido particularmente aleccionadoras. Ese partido se desarrolló con candidaturas propias y cuando apareció Bolsonaro, mantuvo sus figuras en la primera vuelta, para apoyar al representante del PT (Haddad) en la ronda final.

Pero en la reciente compulsa optó por otro curso. Decidió sostener a Lula en las dos instancias electorales, renunciando a la presentación de sus propios postulantes. Esa decisión fue tomada al cabo de una intensa discusión interna, que terminó priorizando el peligro creado por la eventual reelección de un personaje con proyectos represivos y discursos neofascistas.

La mayoría del PSOL entendió que Bolsonaro podía conseguir un nuevo mandato, a partir de la fuerza social construida por el ex capitán. Comprendió que la batalla contra esa amenaza requería conformar un bloque en torno a Lula, para apuntalar la respuesta callejera a la ultraderecha.

Ese diagnóstico también registró el drástico cambio de escenario que introdujo la liberación del líder del PT y la consiguiente recuperación de ese partido (Arcary, 2022a). Con estos fundamentos, el PSOL decidió relegar su propia construcción para asegurar la derrota del enemigo principal. Percibió, además, el peligro de confinarse a la marginalidad si optaba por sostener su candidatura, chocando con la voluntad colectiva de llevar nuevamente a Lula a la presidencia.

            Esa postura prevaleció frente a un enfoque minoritario, que propuso mantener la presentación de papeletas propias en la primera vuelta, para marcar distancias con la designación de Alckmin como vicepresidente (Sampaio Júnior, 2022). La crítica a esta regresiva alianza fue unánime dentro del PSOL, pero la mayoría rechazó dividir el voto antibolsonarista, frente al peligro de un triunfo ultraderechista.

            El resultado de las dos vueltas confirmó el acierto de este enfoque. El inmenso caudal de sufragios conseguidos por el ex capitán corroboró que estuvo muy cerca de la reelección. Esa pesadilla fue evitada por la pujante movilización que suscitó el liderazgo de Lula. Además, el acuerdo concertado con el PT le permitió al PSOL obtener 12 diputados y el principal dirigente de esa formación (Boulos) consiguió una excelente votación en Sao Paulo.

            Actualmente se desenvuelve otro debate en el PSOL que opone a los partidarios y críticos de ocupar cargos en la nueva gestión. El primer enfoque sostiene, que en un gobierno en disputa corresponde apuntalar desde adentro esa pugna con posturas radicales El segundo planteo considera que la defensa de la nueva administración frente a las agresiones de la derecha, no implica asumir puestos oficiales. Entiende que ese ingreso neutralizaría la acción de la izquierda, impidiéndole exigir el cumplimiento de lo prometido en la campaña (Arcary, 2022b).

Pero ambas vertientes coinciden en destacar que la derrota del Bolsonaro en las urnas, inaugura una batalla que prosigue en las calles, con una nítida agenda de demandas sociales y democráticas (Boulos, 2022). Esa meta puede ser planteada porque se consiguió la victoria electoral. Es evidente que esas iniciativas serían tímidas, defensivas o inexistentes, si Bolsonaro hubiera persistido como presidente de Brasil.

ANTICIPOS EN LA IZQUIERDA ARGENTINA

            El debate en Brasil fue seguido con gran atención por la principal coalición de la izquierda argentina (FIT-U), que procesó una gran variedad de posturas (convergentes y divergentes) con la desenvuelta por el PSOL.

Un sector objetó la decisión adoptada por esa corriente en Brasil, señalando que correspondía votar en blanco en el balotaje, a pesar de la potencial continuidad de un mandatario ultraderechista (Heller, 2022). Basta observar el escaso margen de diferencia en el conteo final, para notar las dramáticas consecuencias de ese planteo, si hubiera tenido incidencia en el desenlace de la elección.

Ese enfoque reconoció las diferencias entre Bolsonaro y Lula, pero destacó que el militar no había logrado forjar un régimen fascistizante. Omitió destacar que ese fracaso no garantizaba el mismo resultado en una segunda gestión. Desconoció cuán suicida resultaba consentir esa posibilidad con el voto en blanco.

El segundo argumento para postular la indiferencia entre ambos candidatos al momento de emitir el voto, fue señalar que la clase capitalista de Brasil (y del imperio) sostenían a Lula y a su conservadora versión de un tercer mandato. Pero si esa actitud de los poderosos fuera determinante de la postura electoral de la izquierda, correspondería sufragar por Bolsanaro, que de acuerdo a esa interpretación carecería de sostén entre los acaudalados.

En los hechos prevaleció una división entre los dominadores locales, acorde a la fractura entre Biden (pro Lula) y Trump (pro Bolsonaro). Pero esa fractura o unanimidad del bloque dominante no aporta ninguna guía para la izquierda. El principal barómetro de ese espacio es la potencial vigencia o anulación de las conquistas democráticas. Con esa brújula, el voto en blanco y el consiguiente peligro de continuidad de Bolsonaro equivalía a un harakiri.

Esta definición es importante en Argentina frente a la eventualidad de disyuntivas del mismo tipo. Hasta ahora esa encrucijada no se avizora, pero es una posibilidad siempre presente en el incierto escenario del 2023.

Lo ocurrido en Brasil tiene gran impacto en Argentina. Bolsonaro perdió, pero la derecha argentina tomó nota del enorme basamento forjado por el ex capitán y repite el mismo discurso ultraliberal y represivo. Milei es un clon del militar que logró gran predicamento y se perfila como una figura de peso en la próxima elección.

El peronismo estaba muy entusiasmado con la victoria de Lula, hasta la reciente (y siempre eventual) renuncia de Cristina a participar en los comicios. Hay muchas analogías entre las dos figuras. Ambos han sido perseguidos por el poder mediático y judicial y gozan de una arrolladora centralidad, tanto entre sus seguidores como en la vida nacional.

Pero existe una obvia diferencia que obstruye la repetición de mismo proceso. Mientras que Lula ganó como opositor denunciando las penurias ocasionadas por Bolsonaro, Cristina es vicepresidenta y no logra despegarse de la fracasada gestión actual.

En la tremenda crisis económico social de Argentina, nadie puede pronosticar lo que sucederá en los próximos meses. La comparación con Brasil interesa en la izquierda, para analizar la política del FIT-U en relación a la experiencia transitada por el PSOL. Esta última formación debatió en el momento acertado el voto a Lula, mientras que en el primer frente suele postular la abstención en esas disyuntivas.

CONFIRMACIONES EN CHILE

            La postura de la izquierda frente a los balotajes -que oponen a los vacilantes candidatos progresistas con los agresivos exponentes de la ultraderecha- cobró dramatismo en el desenlace chileno entre Boric y Kast. El primer candidato arrastraba duros cuestionamiento en su propio espacio, pero el segundo exaltaba sin ningún disimulo la trayectoria de Pinochet.

            Tal como ocurrió en el primer contrapunto regional de este tipo -Bolsonaro contra Haddad en 2019- la gran mayoría de la izquierda votó por Boric, exponiendo numerosas prevenciones (Boron, 2021).

Posteriormente, algunos sectores que habían sumado su voto contra la ultraderecha, modificaron esa actitud en el plebiscito sobre la Constituyente. Evaluaron que el Apruebo y el Rechazo constituían dos vías para restaurar la misma hegemonía de la clase dominante y optaron por el voto en blanco (Tótoro 2022). Esa postura ilustró la ambivalencia y las contramarchas que suscitan las definiciones electorales en el escenario latinoamericano.

La experiencia acumulada frente a esos desenlaces en los últimos años, no debería dejar ninguna duda sobre conveniencia de votar contra la derecha, en las frecuentes polarizaciones de los comicios finales.

            Esa actitud es cuestionada por las corrientes que suelen denunciar las afinidades entre dos sectores pertenecientes al mismo segmento burgués. Objetan la resignación y destacan el daño que genera a la construcción de un proyecto revolucionario cualquier apoyo al reformismo.

            En el caso chileno, ese cuestionamiento se asienta en forma valedera en la total adaptación de Boric al establishment y en la objetable permanencia de fuerzas de izquierda en su gabinete. En la dura batalla cultural que se desenvuelve en ese país, contra los arraigados prejuicios neoliberales que instaló el Pinochetismo (y preservó la Concertación), resulta indispensable exponer sin rodeos las críticas al gobierno actual.

Pero esas objeciones nunca deben equiparar a las corrientes reaccionarias con las vertientes progresistas. En esa igualación se confunde a los enemigos con los adversarios, como si fueran dos partes de una misma totalidad.

A veces se justifica esa equivalencia afirmando que no existe un “mal menor”. Pero se olvida que esa misma calificación podría aplicarse a las ponderadas victorias sindicales, sociales o políticas, que se consiguen sin consumar el ideal socialista. Ninguna de esas metas es despreciable por permanecer distanciada del objetivo histórico de la izquierda.

El voto al progresismo contra la derecha -en los plebiscitos o balotajes- simplemente contribuye a frenar la restauración conservadora. Permite limitar los atropellos económicos y contener la violencia contra los oprimidos. De esa forma, se generan escenarios más favorables para el avance de la izquierda y se forjan relaciones de fuerzas más afines a ese objetivo. Esta estrategia resulta además comprensible a la mayoría de la población, que nunca capta los enmarañados razonamientos expuestos para justificar la abstención.                                           El categórico señalamiento de la derecha como enemigo principal, no se limita a las encrucijadas electorales. Es un principio igualmente decisivo frente a las maniobras golpistas de los reaccionarios en el Parlamento. Lo ocurrido recientemente en Perú, donde un sector de la izquierda convalidó con su voto el operativo del fujimorismo y los conservadores para derrocar a Castillo, es ilustrativo del mareo que irrumpe en los momentos decisivos (Aznárez, 2022).

En esas circunstancias emerge a la superficie la ausencia de una brújula estratégica, Esa orientación debe ser retomada revisando los avances y las dificultades que afrontan los proyectos radicales en la región, que analizaremos en el próximo texto.

                                                                                                                      10-2-2023

RESUMEN

Una alternativa de izquierda es indispensable para superar la tibieza del progresismo actual. Esa opción sólo emergerá exponiendo críticas a la inconsecuencia de ese espacio. Para modificar las relaciones de fuerza hay que compartir alegrías y objetar capitulaciones.

La derecha es el enemigo principal que el progresismo no enfrenta con contundencia. La omisión de esa diferencia ha sido problemática en México o Ecuador. La acertada decisión de sostener a Lula en las dos vueltas, contribuyó a crear un escenario más favorable para las demandas populares. En Argentina se afrontan dinámicas semejantes. En Chile y Perú ha quedado corroborada la necesidad de distinguir a los enemigos de los adversarios.

REFERENCIAS

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Aguilar Mora, Manuel (2023) Los diez días de 2023 que AMLO nunca olvidará 

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Boulos, Guilherme (2022) líder del PSOL y aliado de Lula https://www.pagina12.com.ar/tags/25236-guilherme-boulos

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Boron, Atilio (2021). Antonio Gramsci y el balotaje en Chile https://atilioboron.com.ar/antonio-gramsci-y-el-balotaje-en-chile/        

Tótoro Dauno (2022) nos ofrece una mirada https://www.laizquierdadiario.com/Convencion-Constituyente-en-Chile

Aznárez, Carlos (2022). Los errores de Castillo no pueden justificar el reconocimiento de un gobierno golpista de derecha https://www.resumenlatinoamericano.org/2022/12/09/peru-los-errores-de-castillo-no-pueden-justificar-el-reconocimiento-de-un-gobierno-golpista-de-derecha/

Post festum, pestum…Maxi Olariaga. 2005

ASÍ SENTENCIÓ el romano hace más de dos mil años. «Post festum, pestum et post coitum, tedium». Es la visión pesimista, realista de la vida. Traducido: «Después del festín, la fetidez; y después del coito, el tedio».

Tras los banquetes, la náusea, el vómito. Tras el coito, el aburrimiento, la dejadez, el abandono, la soledad quizá. Podría haber un lugar para la esperanza pero el romano ya sabía entonces que todo se había consumado. Seguramente en el futuro habría multitud de ocasiones para rectificar, pero Roma, su Roma, estaba perdida para siempre.

Tal y como transcurren las cosas, los avatares vitales que nos envuelven en una atmósfera de seda tóxica y letal, nosotros, como el romano, sabemos que irremediablemente el bauprés de la nave singla rumbo al caos, a las tinieblas, pero no tenemos el valor de decirlo en voz alta, de dejarlo escrito.

Esa verdad la guardamos bajo llave en un cofrecillo oculto en el más oscuro rincón de la cómoda del alma y alguna noche, en su silencio negro, en su soledad tremenda, le echamos un vistazo húmedo para cerciorarnos de que es real como nuestra respiración alterada por la ansiedad de la certeza. Al alba, tras la ducha, nos reconfortamos y salimos a las calles como si nada hubiera ocurrido.

Nos relacionamos, hablamos, amamos, jugamos a sabiendas de que todo está perdido, de que no hay vuelta atrás. La indigesta aldea global nos ha abocado a ser como dioses pero sólo en su poder de ubicuidad, de manera que, a la vez, estamos en nuestro pueblo y en todos los pueblos.

Cualquier barbanzán ha pasado estas Navidades rodeado de turrones y cadáveres, de confeti e injusticias notorias, de besos y metralla. Sin embargo con el ding dong de un reloj que el satélite nos trae desde Madrid, alzamos nuestras copas y, al igual que hace un año, brindamos por un futuro que no existe, por una paz prostituida, por un día que sólo tiene de bueno el ser mejor que el siguiente.

«Post festum, pestum…», dijo el romano y sobre su cabeza se abatieron las columnas del Capitolio pulverizadas por el hambre de los hombres del este que huían del frío y la miseria.

Hoy huyen de la injusticia los hombres del sur y del norte, del este y del oeste, y los césares aseguran sus fronteras. No han aprendido nada del romano. No saben aún hoy, con todos sus ordenadores y misiles, que el ser humano, su clamor, es invisible e inmortal, y está condenado a sobrevivir a todas las manifestaciones de poder por omnímodas que estas sean. Una civilización que asiste impávida a la tortura, al escarnio, al asesinato, al robo, al abuso de la fuerza, no tiene futuro. Es una civilización muerta.

Por eso no es necesario salir de Noia, de Boiro o de Ribeira para saber del devenir del mundo., Todo está en tu casa y en la casa de al lado. También al otro lado de la calle y en los barrios periféricos. Todo está ahí, y en las plazas se sigue azotando a culpables e inocentes por igual.

Han cambiado los instrumentos de tortura pero el alma y el cuerpo son llagados con más saña. Desde el poder se ríen de los que piden justicia. Desde los altos tronos se mofan de los que reivindican su derecho. Y todo sucede en un ambiente insolidario, distante y frío como el iceberg que acuchilló el Titanic .

Por eso no salgo de Noia ni de mi infancia. Retorno frecuentemente a ella no porque la nostalgia me invada hasta el sentimentalismo, sino porque fue mi único día feliz. Entonces era inocente y sólo los inocentes son felices. Los fatuos se esfuerzan hasta el patetismo por parecerlo, pero la advirtió el romano: «Post festum, pestum et post coitum, tedium».

¿Son democráticas las mayorías? Roberto Heycher Cardiel . El Faro. Agosto de 2022

No es lo mismo acceder al ejercicio del gobierno por la vía de elecciones libres y auténticas que gobernar democráticamente.

La democracia no es el gobierno de las mayorías. Con frecuencia algunas personas afirman lo contrario. Sostienen que las mayorías tienen el derecho a decidir arbitrariamente sobre los asuntos públicos. Bajo esa concepción, quienes triunfan en las urnas ostentan el monopolio en la determinación de la dirección social. Por ende, bajo esa visión, las minorías carecen del legítimo derecho de participar en el destino de la comunidad de la que forman parte.

La tiranía de la mayoría, como las describió el profesor Michelangelo Bovero, es en realidad una grave desviación del modelo democrático para gobernar. No es lo mismo acceder al ejercicio del gobierno por la vía de elecciones libres y auténticas que gobernar democráticamente.

El hecho de que una coalición obtenga el poder político vía elecciones democráticas, no significa que en automático su método de gobierno sea democrático también. Una cosa es cumplir con las reglas de acceso al poder y otra, muy distinta, ejercer ese poder en clave democrática. Esto significa que, de un proceso electivo auténticamente democrático, pueden emerger tiranías.

Si se asume que una coalición con la mayoría de los sufragios adquiere el legítimo derecho subjetivo de gobernar, entonces valdría preguntarnos: ¿quién o quiénes son los sujetos obligados por ese derecho subjetivo? ¿Quién o quiénes deben colmar esa pretensión o expectativa futura y justificada en una norma jurídica? ¿Corresponde al conjunto de actores políticos, principalmente de oposición a esa coalición mayoritaria?

Se podría pensar que quien obtiene el triunfo electoral tiene el derecho de determinar la dirección social y a reclamar de la oposición la conformidad con las decisiones que se tomen por quienes obtuvieron la mayoría obtenida en las urnas. Bajo esta lógica, quien o quienes perdieron la elección deben ceder el terreno a la visión del triunfador.

Por lo tanto, en este modelo el rol de las mayorías es gobernar, no bajo el paradigma de los derechos fundamentales ni del estado de derecho, sino con la voluntad de las mayorías políticas.

En una sociedad plural que ha elegido a la democracia como el régimen bajo el cual el poder político se distribuye y se ejerce, no son coherentes las visiones únicas y excluyentes de las minorías de cualquier tipo (étnicas, religiosas, por color de piel, lengua, identidad sexogenérica o, desde luego, por preferencias políticas).

Las minorías y la oposición política no pueden ser invisibilizadas ni exterminadas: deben ser protegidas. ¿Quién debe protegerlas?  Deben protegerse a sí mismas, pero también deben ser garantizados sus derechos por quienes ejercen el poder político: las mayorías. Propongo, a continuación, tres ideas clave sobre el papel que las mayorías deben cumplir en régimen democrático.

1. Las mayorías políticas deben articular el interés público. Los gobiernos emanados de la mayoría tienen doble responsabilidad. Por un lado, gobernar atendiendo a la visión de la ciudadanía que procuró su triunfo en las urnas; al mismo tiempo, deben velar por el interés público, el cual incluye el interés y los derechos de las minorías, no sólo por mandato de derecho internacional en materia de derechos humanos, sino también porque la democracia asume que toda minoría tiene capacidad de ser mayoría en elecciones futuras.

En su calidad de autoridades o representantes políticos, los cuerpos mayoritarios son expresión de la fuerza del Estado y, como tal, garantes y promotores del conjunto de derechos indisponibles para las mayorías, para el Estado o para el mercado; hablamos de los derechos fundamentales.

En Derechos débiles, democracias frágiles, el profesor Bovero explicó que nuestra era, la moderna, está marcada por los derechos fundamentales. La Declaración Universal de 1948 puede considerarse un hito que posibilitó la expansión de las democracias en el mundo.

No fue casualidad que al iniciar el nuevo milenio, la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Declaración del Milenio, estableciera que la democracia es el entorno más propicio, en los ámbitos social y político, para la salvaguarda, protección y ejercicio y protección de los derechos humanos.

Por ello es importante enfatizar que en el canon democrático el triunfo en las urnas no es un endoso para que las mayorías determinen el rumbo social en ausencia de las minorías. La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece una cláusula categórica: toda persona está obligada a respetar la ley y el orden público en una sociedad democrática, pues en democracia las personas, siendo todas libres e iguales, sólo pueden someterse a la autoridad de otras si participan en la elaboración de las normas constitucionales.

Así, los derechos fundamentales no están a disposición del mercado, pero tampoco del Estado. Su extinción se encuentra más allá del alcance de los poderes políticos, sea cual  fuere el origen de éstos (elecciones o golpe de Estado), sea cual fuere el régimen (democracias o dictadura), o sea cual fuere la forma de gobierno (presidencial o parlamentaria).

Las coaliciones mayoritarias deben promover la cohesión narrativa sobre la unidad nacional basada en la pluralidad. Cuando una mayoría se asume como la única identidad o ideología legítima para dirigir el rumbo de la comunidad, desconoce y atenta contra el principio de unidad nacional.

Este principio reconoce en la multiculturalidad y la diversidad una fortaleza para delinear la identidad de una comunidad política. Por lo tanto, la narrativa que se apropia de la legitimidad basada en la diferencia de raza, religión, origen partidario, creencias o ideologías políticas, se aparta de la aspiración democrática. De esta forma, en realidad, desconoce los derechos fundamentales, específicamente en materia política de las minorías, al crear y difundir un discurso supremacista.

Las mayorías, vistas bajo la lente democrática, deben evitar basar sus decisiones en ideologías políticas excluyentes.  Para decirlo en términos de Sir Bernard Crick, el pensamiento ideológico es contrario al pensamiento político.

* Roberto Heycher Cardiel Soto es Director Ejecutivo de Capacitación Electoral y Educación Cívica (DECEyEC) del Instituto Nacional Electoral; Secretario Técnico de la Comisión de Capacitación Electoral y Educación Cívica, así como del Comité Editorial del Instituto; y forma parte del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Puedes seguirlo en @robertheychermx y en @ReformasLATAM

Lo personal y lo político: propuesta para una concertación de la oposición en Nicaragua. Zoilamérica Ortega Murillo. 31 de octubre de 2022

He tenido un largo camino de relación con «la política» y con «lo político». Nació conmigo. Estaba en la historia familiar, en el parentesco de mi abuela con Sandino y en el antisomocismo que respiré desde mi infancia. Con el tiempo, aprendí la única diferencia entre «la política» y «lo político»: la política se ha percibido por muchos como un escenario ajeno a lo cotidiano; algo en lo que para participar se deben acumular medallas, trofeos, premios.

En resumen, méritos para hacerte de una imagen pública que justifique alcanzar un estatus diferente. Sin embargo, en mi experiencia particular, «la política» era algo así como una burbuja a la que se puede, o no, pertenecer. En ello hay varias dicotomías: ¿se estudia para ser político o hay que participar en alguna «lucha», batalla o guerra real o simbólica para ser político? Si fuera esto último, la conclusión nos llevaría a pensar que hay que ser casi un héroe para ser político.

Para complicar la reflexión anterior, basándome también en mi propia experiencia, asumí tres variables: las jerarquías políticas, la ideología política y la «línea política». Este trinomio garantizaría siempre el poder político. En mis momentos de adolescente haciendo política, me enfocaba en esas tres cosas.

Primero, proteger un liderazgo político, intentar que nada me apartara de la doctrina política que había aprendido, y una ceguera que me condicionó a nunca discutir órdenes sino a aceptarlas con la sumisión de una verdadera hija de la política. Hoy, algunas de las experiencias citadas son las causas, entre muchas otras, de que tengamos una dictadura autoritaria y una cultura política que nos atropella

En el contexto actual, la liberación de nuestra Nicaragua ha tropezado con obstáculos que parecen ser tan fuertes como el mismo apego patológico de la dictadura con el poder. Uno de ellos ha sido las dificultades para tener una gran concertación, la unidad organizacional que permita coordinar los métodos de resistencia y lucha cívica y, por supuesto, que pueda gestar la visión programática para el país del futuro.

Se resume en una alianza de grupos que nos permita a todos y todas saber que vamos a salir de la dictadura juntos y que, el día después del fin de la dictadura, estaremos preparados para empezar la reconstrucción de nuestra Nicaragua.

Cuando se piensa en el listado de razones por la que los distintos grupos de oposición no caminamos organizados de manera conjunta, y algunos hasta huyen de la llamada «unidad», existen argumentos de toda índole. Algunos son factores que combinan lo histórico, lo ideológico y lo emocional.

Hay quienes se niegan a unirse porque se juraron no comprometerse con los que, en el pasado, actuaron de una u otra manera. Otros no favorecen la unidad por la desconfianza que les alerta de la posibilidad de ser traicionados por los mismos de siempre. Nadie quiere correr el riesgo, menos aún, pagar las consecuencias. También están los que se plantean incapaces de encontrar puntos medios en temas ideológicos, tales como el libre mercado, género o espiritualidad, entre otros.

A estos argumentos se suman incluso las interrogantes nunca resueltas sobre la narrativa y sobre la metodología para gestar estas alianzas políticas. ¿Se debe llamar diálogo? «No, porque antes de dialogar necesito saber exactamente lo que vamos a dialogar», dicen algunos. ¿Y si lo llamamos «negociación»? «No, porque no tenemos nada que negociar. Nos unimos solo para derrocar a la dictadura y no necesitamos más». ¿Entonces lo llamamos «acuerdo» ? «No, porque eso suena a pacto y los pactos no son bien vistos». 

No está demás decir que a estas se suman preguntas sobre los protagonistas de los mencionados procesos: ¿Con quién hay que concertarse? ¿Con quién hay que unirse? Y entonces, vienen respuestas devenidas de la experiencia: «No… Esos no tienen gente»; «No… Esos anduvieron en tal o cual grupo».

También los más exigentes condicionan su participación dependiendo de quiénes representarán a los otros grupos. Ahí nos complicamos más porque todo mundo, como se dice, «tiene cola». Se suma a esto la creencia de que, detrás de cada grupo, hay un gobierno extranjero financiando la llamada concertación de actores de la oposición. Y luego viene la sospecha principal: la muy temida posibilidad de que un diálogo entre la oposición vaya a desembocar en un diálogo con la dictadura. Esto último ya nos lleva a concluir que es mejor cerrar toda opción a articularnos.

En conclusión, queremos unirnos solo con quienes nunca han cometido errores políticos, con quienes nos garanticen probidad histórica y con quienes tenemos coincidencias de principios y programas.

Todas estas posiciones desconocen que cada uno de nosotros hemos estado inmersos en un contexto de violencia política brutal. Nuestras organizaciones y nosotros, como personas, somos sobrevivientes o víctimas, o partícipes de esta contienda. Todos tenemos historia, y además de eso, todos hemos sufrido traiciones, decepciones o hemos tenido que mutar de un grupo a otro porque alguien nos purgó, desconfió o nos vio como amenaza.

Olvidamos que la dictadura hizo un esmerado y exitoso trabajo de vincularnos a ellos en algún momento de su historia. La dictadura ha manchado nuestras banderas bien intencionadas o, lo que es peor, nos generó divisiones oportunistas para su propia conveniencia y caímos en la tentación de separarnos de algún grupo y entrar en otro. Todos venimos de algún pedazo de Nicaragua. Todos venimos de alguna organización que se desarticuló por conflictos internos o que la desarticuló el régimen.

Haciendo la descripción anterior, todo parece remitirnos a la dimensión de «la política» o de «lo político»: se nos olvida que quienes representamos a los grupos y organizaciones en todos estos procesos somos personas. Dentro de cada uno de nosotros hay emociones, sentimientos, subjetividad, historia…

Dicho de otra manera, la desconfianza, el miedo, la duda, las alertas y el enojo reprimido, o la antipatía a una persona (aunque sea en el ámbito político) son factores que forman parte del área de la personalidad.

En oposición a todo esto, se requieren actitudes y valores, es decir, competencias socioemocionales y políticas para ser capaz de aceptar al otro. Se trata de no imponer siempre mi criterio como el más importante, de aprender a relacionarme con alguien sin darle toda mi confianza. Se podría añadir que se necesita autoestima para tener liderazgo sin estar siempre en primera fila.

La humildad es una virtud que acompaña la capacidad de cederle el lugar visible a otro de forma alterna y rotativa. Se necesita madurez para reconocer que ya es hora de dar un paso atrás y ceder a otra generación la representatividad; aceptar que no soy el mejor puente para transitar hacia el futuro. Todo esto nos demanda un acto de grandeza humana y profunda coherencia personal.

Entonces, ¿la coherencia personal es algo diferente de la coherencia política? La pregunta quizá no se entiende hasta que se vive. En mi propia historia de violencia he aprendido que lo personal es político. Tener un tipo de conducta personal distinta a la política implica contradicción y doble moral. Y por eso es necesario que, ateniéndonos a la verdad y a la ética, empecemos a reconocer que no hemos logrado la unidad política contra la dictadura porque no hemos logrado tampoco aceptarnos y unirnos como seres humanos diferentes. Y las coincidencias políticas pueden ser difíciles, pero las coincidencias humanas están en nuestra esencia.

Proponernos una concertación de ideas, propósitos y visión del cambio y libertad de Nicaragua requiere, primero, ser capaces de tener voluntad personal. Yo no creo que personas que no se aceptan entre sí, que no se pueden dar la mano, mirarse a los ojos o escucharse puedan siquiera encontrar mínimas coincidencias políticas.

La falta de aceptación nos lleva a las intolerancias, a los estigmas, a los prejuicios y a una serie de barreras que, a fin de cuentas, justifican nuestra incompetencia para descubrir en «los otros», se llamen de izquierda, de derecha o de cualquier otra corriente, puntos mínimos para la liberación y reconstrucción de Nicaragua. 

Y si lo personal es político, yo en este momento de mi vida estoy aprendiendo de la coherencia de aceptar, con amor, el abrazo, la risa, la complementariedad y hasta de dejarme intrigar por lo diferente. Me he atrevido a buscar lo diferente para entenderlo, para aprender de ello e incluso, recibirlo en mi corazón para el resto de mi vida. En lo diferente hay sorpresas.

Es imperativo reconocer que no basta la voluntad política para concertar, también hay que tener voluntad personal. Este acto complementario de voluntad personal y voluntad política es una demanda ética de la sociedad nicaragüense para quienes decimos querer un país diferente. Nuestra incoherencia ante el desafío de la concertación ha representado desesperanza para los y las nicaragüenses. También estamos ante la oportunidad de crear precedentes de nuevas formas de relacionarnos dentro del escenario político. Humanizar las dinámicas de los vínculos y comunicación entre políticos, que siempre serán personas, ojalá, al servicio de su comunidad y sociedad.

¡Domingo Santacruz, hasta la victoria siempre!

SAN SALVADOR, 8 de febrero de 2023 “Con un inmenso dolor recibimos la noticia esta mañana de la muerte de nuestro querido camarada Domingo Santacruz…mis condolencias para su esposa Zoila y sus hijos…” expreso Roberto Pineda, director del Servicio Informativo Ecuménico y Popular (SIEP).

Agregó que “Domingo, originario de Ahuachapán, de seudónimo Eduardo, dedicó más de 60 años de su vida como fundador del Movimiento Revolucionario 2 de Abril, luego del FUAR, y como militante comunista en las filas del Partido Comunista y luego del FMLN a la lucha por un El Salvador socialista, por la liberación del pueblo salvadoreño.”

Subrayó que “ya hoy Domingo esta acompañando en la eternidad a sus dos hijos, Danilo y Jorge,  que cayeron en combate durante la Guerra Popular revolucionaria de los años ochenta, así como a su querido amigo y compañero de mil batallas, Jorge Schafik Handal.”

Relató que “conocí a Domingo a mediados de los años ochenta en México, cuando era el responsable de Finanzas del PCS,  y  me sorprendió unos meses después volver a encontrármelo en un restaurante de San Salvador, lo más tranquilo, planificando diverso proyectos, con muchas ideas para gestionar fondos… “

“Luego de la guerra, siguió con múltiples actividades revolucionarias, incluyendo promover la educación política y la organización de los sectores profesionales mediante el  MPTIES, Movimiento de Profesionales y Técnicos de El Salvador, y luego en 2009 es nombrado como nuestro primer Embajador en Cuba y luego en Venezuela.”

Finalizó diciendo que “el ejemplo de militancia revolucionaria Domingo Santacruz sirvió y servirá para que las nuevas generaciones de revolucionarios se eduquen en la entrega a los más altos intereses de nuestro sufrido pueblo. Querido Domingo, ¡hasta la victoria siempre!”

El marxismo latinoamericano ante dos desafíos: feminismo y crisis ecológica. Luis Vitale. 1983

Los marxistas latinoamericanos no han tomado aún plena conciencia de los desafíos fundamentales de la última década. Cuando parecía haberse superado el dogmatismo, se ha producido una parcial involución, cayendo en una posición a la defensiva frente a problemas como la insurgencia femenina, la crisis ambiental, la relación etnia-clase, el papel revolucionario de otras capas explotadas -y no solo del proletariado- puesto de manifiesto en la revolución nicaragüense y salvadoreña, el proceso de regionalización de la revolución latinoamericana y el socialismo que queremos.

Está de moda hablar de la crisis del marxismo. A nuestro modo de entender, lo que está en crisis es el marxismo convertido en escolástica, el dogmatismo sedicentemente marxista, el estalinismo, el neo- y el mao-stalinismo. En ese nuevo catecismo todo parece reducirse a las «siete leyes inmanentes» de la dialéctica, al binomio fuerzas productivas-relaciones de producción o a la fórmula cuasi mágica de estructura-superestructura para explicar de un modo reduccionista los complejos y multifacéticos problemas de las formaciones sociales

Así se fue forjando una nueva ortodoxia que transformó al marxismo en filosofía, tirando por la borda la herencia de sus fundadores que lucharon precisamente por la supresión de la filosofía como ideología. Y se pretendió no solo convertir al marxismo en filosofía sino también en una nueva ciencia, en una ciencia de las ciencias. En nombre de la sedicente ciencia marxista Althusser llegó a negar la teoría de la alienación, calificándola de mera ideología, cuando constituye la esencia del pensamiento de Marx.

El marxismo no necesita el certificado de ciencia para legitimarse en las aulas universitarias. El marxismo es más que una ciencia. Es una teoría y una praxis para construir una nueva sociedad, para derrocar a la clase dominante y reemplazarla por un gobierno de obreros, campesinos y demás capas oprimidas de la sociedad, que permitirá construir un socialismo autogestionario y basado en la auténtica democracia de los trabajadores, con el fin de extinguir progresivamente el Estado hasta llegar a la sociedad sin clases. Esto es y no es ciencia. Es también política.

Construir una nueva sociedad -distinta de los actuales «socialismos burocráticos reales»- es más que una ciencia. Por eso, el planteamiento estratégico de Marx no fue la mera formulación economicista relacionada con los medios de producción, sino la lucha permanente por liquidar la alienación humana.

Esta teoría no está en crisis. Lo que está en crisis es la ideología pervertida del denominado «campo socialista» que con sus deformaciones burocráticas y abiertamente represivas y autoritarias -al estilo Jaruzelski- ha distorsionado la imagen del socialismo proyectada por los fundadores del marxismo. Está en quiebra, también, la forma de generar el poder en la sociedad global y dentro del partido.

De más está decir que ante todo está en crisis el pensamiento burgués. Ni el liberalismo, el neopositivismo, el neotomismo y el estructural funcionalismo, ni los postulados de un Spengler, un Mannheim, un Popper o un Toynbee han podido superar la falta de un proyecto histórico de sociedad que viene arrastrando hace más de un siglo el sistema capitalista mundial. Las únicas banderas que dicen representar, la libertad y los derechos humanos, se disuelven como pompas de jabón ante realidades tan evidentes como las masacres de Vietnam, El Líbano y Centroamérica.

Periodización tentativa del pensamiento marxista latinoamericano

Podrían señalarse las siguientes fases: la de gestación (1870-1910), caracterizada por la divulgación de los libros de Marx y Engels, la organización de las seccionales de la Internacional y la elaboración de los primeros programas socialistas por Enrique Roig y Carlos Baliño en Cuba, Rhodakanaty y Zalacota en México, Vázquez y Vasseur en Uruguay y el alemán H. Ave Lallemant, que hizo uno de los primeros análisis marxistas de Argentina, publicados en El Obrero y en Die Neue Zeit, además de ser fundador del movimiento obrero argentino, junto a otros inmigrantes que se quedaron definitivamente en ese país. Paralelamente, surgió el pensamiento socialdemócrata, bernsteiniano, liderado por J. B. Justo.

En la segunda fase (1910-1930), se destacaron precursores de la talla de Recabarren, Salvador de la Plaza, Mariátegui, Mella y Ponce. Entonces se planteó creadoramente la cuestión de la tierra ligada al problema indígena, la unidad de los pueblos latinoamericanos retomando el pensamiento bolivariano en un nuevo contexto de clase, la lucha nacional-antimperialista y el carácter socialista de la revolución.

La tercera fase, que transcurrió desde 1930 hasta 1960, estuvo caracterizada por un proceso de esclerosamiento ideológico que condujo a un dogmatismo incapaz de ver más allá de lo que dictaban los manuales de la Unión Soviética. Fueron los tiempos en que había que fabricar tesis, como la de América Latina feudal, al servicio de la estrategia de turno: el Frente Popular, expresión de la teoría de la revolución por etapas.

Tuvo que advenir una gran revolución, como la cubana, para que pudiera romperse el corsé estalinista, inaugurando la cuarta fase, una de las más ricas del pensamiento marxista en nuestro continente. Se inició así el cuestionamiento de los manuales, del llamado materialismo dialéctico y de la interpretación escolástica de nuestra historia. Esta ruptura con el dogmatismo ha tenido subperiodos de alza, de la Revolución Cubana al triunfo popular de Allende; de estancamientos, como los sufridos a raíz de los golpes militares en el Cono Sur, que «choquearon» a los intelectuales marxistas; y de resurgimientos estimulados por el triunfo de la revolución nicaragüense.

En general, han sido 20 años de continuo enriquecer del pensamiento marxista latinoamericano, que se expresa en la reinterpretación de las historias de cada país, de los nuevos papeles del Estado, de los nuevos sectores de clase, de la llamada «marginalidad», de los movimientos sociales, etc.

Hemos tenido un rico debate sobre los modos de producción y las formaciones sociales, que puso al desnudo la ideologización hecha por el estalinismo en relación con una supuesta existencia de feudalismo para justificar su política de colaboración de clases con la burguesía industrial «progresista».

Hemos logrado romper los esquemas y modelos europeos que se aplicaban acríticamente a nuestras sociedades atrasadas semicoloniales, aunque todavía quedan algunos con «mente colonizada», como diría Franz Fanon.

A pesar de la derrota sufrida por los partidarios de la concepción unilineal de la historia, que rebuscaron obstinadamente en América Latina la secuencia esclavismo-feudalismo-capitalismo, ha vuelto a resurgir un dogmatismo tardío, bajo un nuevo ropaje. Su portavoz más publicitado es Marta Harnecker, repetidora fiel de los modelos del estructuralismo althusseriano. Ha llegado el momento de hacer un anti-Dühring para América Latina, salvando en lo puntual, por supuesto, las distancias entre el señor Dühring y la señorita en cuestión.

La discusión sobre el carácter de la dependencia abrió un nuevo campo de investigación a los pensadores marxistas, que comenzaron a cuestionar la teoría desarrollista de la Cepal, poniendo de manifiesto que era otra ideologización al servicio de una nueva reasociación del capital privado y estatal con el capital monopólico internacional. Sin embargo, algunos pretendieron erigir la «dependencia» como una nueva teoría, cuando en realidad se trata de una categoría de análisis que puede utilizarse en las fases de la historia latinoamericana, despojándola de la ideología de los «dependentólogos», de su metodología estructuralista, del dualismo centro-periferia y, sobre todo, del enfoque aséptico que ha menospreciado el papel de la lucha de clases.

Una nueva generación de marxistas ha comenzado a criticar la llamada «teoría de la dependencia» –cuyo estancamiento es obvio– por haber unilateralizado el análisis, al poner el acento en el carácter exógeno de nuestra economía, en detrimento del estudio de las relaciones de producción y del conflicto de clases.

Los llamados factores «externos e internos» forman parte de un mismo proceso global insertado en el sistema capitalista mundial. Las relaciones de dependencia se expresan tanto a través de la opresión semicolonial y étnica, como de la explotación de clase, las repercusiones de la crisis ecológica y las formas especiales de opresión de la mujer en América Latina.

Etnia-clase-sexo-colonialismo constituyen en América Latina partes interrelacionadas de una totalidad dependiente que no puede escindirse, a riesgo de parcelar el conocimiento de la realidad y la praxis social, como si por ejemplo las luchas de la mujer por su emancipación estuvieran desligadas del movimiento ecologista, indígena, clasista y antimperialista, y viceversa.

Solo a la luz de este análisis totalizante de la formación social podemos enfocar problemas como los del feminismo y la crisis ecológica.

Feminismo y marxismo

Los «marxistas» fosilizados y lamentablemente la mayoría de los partidos de la izquierda latinoamericana no se han atrevido a dar una respuesta integral a las luchas de la mujer por su emancipación, aunque existen algunos promisorios avances en Cuba y Nicaragua. Basta mirar los programas y la praxis diaria de la mayoría de esos partidos para comprobar que su «comprensión» del problema no va más allá de permitir tímidas reformas que, a fin de cuentas, mediatizan la lucha feminista.

Ni qué decir si uno se adentra en la vida interior de esos partidos, donde en las células o núcleos se reproduce la misma forma de dominación machista, autoritaria y represiva, que en la sociedad global: los hombres dirigen y teorizan, las mujeres hacen de secretarias, servidoras de café y organizadoras de fiestas para recolectar fondos destinados al partido. Los dirigentes de los comités centrales, temerosos de perder votos, no quieren que se les mencione la posibilidad de hacer una campaña por el derecho al aborto, a pesar de estar informados que en cada uno de nuestros países entre medio y un millón de mujeres practican anualmente el aborto ilegal, con todos sus riesgos fatales.

Los partidos autodenominados «marxistas-leninistas» tratan de minimizar las luchas de la mujer manifestando que el movimiento es diversionista y ¡cuando no! pequeño burgués, ya que sus reivindicaciones específicas tenderían a desviar el proceso de la lucha de clases, como si el combate de la mujer estuviera desligado de esa lucha de clases que tanto propugnan y tan poco practican.

Prometen a las mujeres que su liberación comenzará con el socialismo. Dicen luchar contra el sistema, pero parecen ignorar que el sistema de dominación se afirma también en la ideología de la opresión femenina. Se niegan a reconocer que los pioneros del marxismo no alcanzaron a formular una teoría sistemática de la explotación y opresión de la mujer. La mayoría de los marxistas creyó que la incorporación masiva de la mujer al trabajo sentaría las bases esenciales para la liberación femenina. La realidad ha demostrado que eso no basta. Más aún, la revolución socialista es la condición sine qua non para iniciar el proceso de emancipación de la mujer, pero no lo garantiza. El curso deformado de las revoluciones socialistas ha demostrado que aún subsisten ciertas formas de explotación de la mujer y que los hombres se resisten a perder sus privilegios, superviviendo rasgos heredados de la familia patriarcal burguesa.

Los varones marxistas latinoamericanos por su parte, tampoco se han atrevido, salvo excepciones, a dar una respuesta al desafío planteado por más de la mitad de la población. Manuel Agustín Aguirre, el que suscribe y otros, hemos intentado hacer algunas contribuciones sobre el tema, tratando de señalar la especificidad de las luchas de la mujer latinoamericana: su etnia indígena y negra, sus prejuicios condicionados por la ideología de la clase dominante, sus creencias religiosas, su sobrecarga de trabajo hogareño y el especial machismo que soportan.

Pero los aportes fundamentales han sido realizados por las propias mujeres latinoamericanas, lo cual constituye una clara expresión de la renovación del pensamiento marxista. Una Giovanna Machado en Venezuela, Mirta Henault, Elena Gil e Isabel Larguía en Argentina, Lourdes Arispe en México, Margaret Randall, Viezzer Domitila en Bolivia, la Revista FAM de Ecuador, y otras de Perú, Colombia, México y Brasil, son muestras elocuentes de una teoría propia, latinoamericana, que se está abriendo paso con sus propias fuerzas.

La teoría marxista acerca de la mujer debe considerar que no es solamente oprimida, postergada y objeto sexual, sino desentrañar su proceso de explotación económica y la magnitud de su contribución a la acumulación originaria de capital desde la colonia y a la ulterior consolidación del modo de producción capitalista. La base de la opresión es la explotación. Las diferentes variantes de alienación sexual, psíquica y cultural tienen como basamento la alienación en el trabajo, dentro y fuera del hogar.

La mujer: reproductora de la fuerza de trabajo

La función básica que realiza la mujer es la de reproducir la fuerza de trabajo. El capitalismo no invierte un centavo en esa reproducción. La mujer se encarga de la reproducción sin que el capitalismo retribuya su trabajo. Parece increíble, pero hay que repetirlo: la crianza de los hijos es un trabajo, un trabajo no remunerado.

Detrás de la ideología, que pretende idealizar el papel de la madre, están los intereses del capitalismo para asegurar, sin inversión, la reproducción de la fuerza de trabajo. El trabajo «doméstico» de la mujer, considerado como función natural, complementa el salario o «trabajo necesario» del obrero o empleado.

Un ideólogo burgués podría argumentar que la alimentación de los hijos es subvencionada por el pago del salario. La verdad es que el «trabajo necesario» pagado al trabajador solo alcanza para que se mantenga y vuelva con nuevas energías a la producción. Sin el trabajo de la mujer en el hogar, dicho salario no bastaría para la familia. La mujer realiza un trabajo no remunerado en la preparación de los alimentos para el hombre que tiene que seguir entregando plusvalía en la empresa. La mujer no solo cría hijos y elabora gratis la comida sino que también produce valores de uso, como vestidos, tejidos, etc. Los marxistas latinoamericanos tenemos que analizar las especificidades de esta explotación económica en América Latina, como parte del enriquecimiento a la Economía Política en relación con el proceso de acumulación capitalista.

La teoría del valor-trabajo sirve para explicar el fenómeno de la plusvalía y del excedente económico, pero no ha evaluado el significado del trabajo de la mujer como factor decisivo en la reproducción de la fuerza de trabajo. No se trata de aplicar la teoría de la plusvalía al trabajo doméstico de la mujer, ya que en esta labor no se dan las reglas del juego capitalista: trabajo necesario y trabajo excedente. No hay extracción de la plusvalía por parte del hombre en relación con el trabajo de la mujer en el hogar, pero hay una transferencia de valor al conjunto del sistema capitalista.

La mujer realiza un trabajo, y todo trabajo produce valor. Si la mujer que trabaja en el hogar produce un valor, cabe analizar cómo se manifiesta ese valor. Es evidente que los alimentos y vestidos producidos en el hogar son valores de uso. Pero el problema se hace más complejo cuando se trata de la reproducción de la fuerza de trabajo destinada al mercado laboral.

Marx demostró que la fuerza de trabajo es una mercancía en el capitalismo. El obrero-mercancía vende «libremente» su fuerza de trabajo una vez que ha sido criado por su madre. Sería osado deducir de esta afirmación -como lo han hecho ya algunas autoras- que la madre produce mercancías. Lo que hace la mujer es reproducir gratis la fuerza de trabajo que luego se convertirá en mercancía en el momento en que el obrero se ofrece por un salario.

La explotación de la mujer en el capitalismo

Otro de los trabajos no remunerados de la mujer se realiza en las pequeñas explotaciones indígenas y campesinas de tipo familiar. El trabajo no remunerado de esposa e hijas en las labores de campo permite al campesino vender sus productos a bajos precios. El capitalismo se beneficia de estos precios de los productos de consumo popular porque los trabajadores pueden adquirirlos para renovarse como fuerza de trabajo. De modo que la explotación de tipo familiar -que obviamente no es capitalista- sirve para reforzar el proceso de acumulación. Es fundamental investigar en qué medida han tomado conciencia de esta explotación las mujeres indígenas y campesinas y si estarían dispuestas a luchar para que su trabajo sea remunerado.

Las mujeres obreras y empleadas entregan tanta o más plusvalía que los hombres porque son contratadas con bajos salarios, en los llamados trabajos «no calificados». La verdad es que en algunas industrias la productividad de la mujer es superior a la de los hombres y, por tanto, la plusvalía producida es mayor. Este es otro tema de investigación para el marxismo latinoamericano; es fundamental porque permitiría explicar el proceso de acumulación de capital en la primera fase de la industrialización por sustitución de algunas importaciones que se dio en América Latina entre 1930-1960, con mayor incidencia del capital variable. Hay que estudiar -como se ha hecho en Japón- en qué trabajos «no calificados» la mujer es capaz de alcanzar una velocidad de ejecución y una minuciosidad que el hombre no puede lograr.

Si el marxismo latinoamericano pudiera demostrar este tipo de explotación ayudaría a que las obreras y empleadas tomen conciencia de la necesidad de luchar para que a igual trabajo, calificado o no, se pague igual salario, terminando así con la discriminación por sexo en el trabajo. Quizá ese convencimiento las lleve a exigir una Secretaría de la Mujer en los sindicatos, como se hace en España, y desde esa trinchera organizada de clase, defender el derecho al aborto, luchar para no ser despedida en caso de embarazo y reafirmar el derecho de la mujer a hacer libre uso de su cuerpo.

El numeroso contingente de mujeres que trabajan por cuenta propia en América Latina produce valores de cambio, como vestidos y alimentos. Otras son explotadas por las empresas que les dan trabajo a domicilio. El marxismo tiene que analizar cómo ha bajado el salario real a través de la integración de la mujer al masivo ejército industrial de reserva. La mujer no solamente reproduce la fuerza de trabajo que engrosa esa masa de cesantes, sino que también es parte potencial y real del propio ejército de reserva de mano de obra.

Las mujeres latinoamericanas se han organizado, todavía minoritariamente, en movimientos autónomos, democráticos y antiautoritarios, muchos de ellos convocados al Segundo Congreso Latinoamericano de Mujeres a realizarse este año en Perú. Están en contra del verticalismo partidario que las frustró por ser en el fondo una expresión de la sociedad patriarcal represiva. Los hombres de izquierda deben entender que la mayoría de las mujeres no solo luchan por sus reivindicaciones específicas, sino también por una forma alternativa de comunidad igualitaria, proyecto histórico del cual tienen mucho que aprender los marxistas. Quizá las mujeres jueguen un papel clave en la estructuración de una nueva concepción de partido y de generación del poder. De ahí, las numerosas coincidencias estratégicas entre el movimiento feminista y el de los Verdes ecologistas.

Ecología y marxismo

El marxismo tiene otro gran desafío: dar respuesta teórica y política a la crisis ambiental, porque en torno de esta cuestión clave se está jugando la supervivencia de la humanidad. El dilema «socialismo o barbarie», planteado por Rosa Luxemburg, está más vigente que nunca.

Los marxistas han descuidado el estudio del ambiente, reaccionando muchos de ellos a la defensiva, negando la trascendencia de la crisis ecológica o denunciando los grupos ecologistas como movimientos diversionistas que distraen la atención de las tareas de la lucha de clases. Uno se pregunta si esta falta de respuesta de la izquierda, y especialmente de los partidos comunistas, se debe a que en la URSS, los países de Europa oriental y China existen similares impactos ambientales, ya que aún no han inventado una tecnología distinta a la del capitalismo industrial, que no altere los ecosistemas.

La indiferencia de la izquierda latinoamericana ante la crisis ecológica ha facilitado el camino para que un «ecologismo demagógico», de ideología burguesa, arrebate ciertas banderas al auténtico movimiento ambientalista reduciendo la crisis a la contaminación y el conservacionismo.

También se ha desarrollado un «dogmatismo energético», que plantea el problema de la energía por encima de las clases, como si los flujos energéticos no estuvieran mediados por las relaciones de poder. Se ha llegado a plantear que la ecología ha superado al marxismo y su teoría de la lucha de clases, no advirtiendo que la crisis ambiental solo será superada a través de la lucha de clases, del enfrentamiento con los explotadores, responsables del deterioro ambiental.

También los «desarrollistas» se han puesto a la moda incorporando la «variable ecológica» y el estudio del «medio ambiente», según los informes de los últimos años de la Cepal. Antes que nada, es necesario aclarar que el ambiente no es «medio», sino la totalidad constituida por la naturaleza y la sociedad humana. Por eso es un error hablar de medio ambiente; la palabra medio debe utilizarse en relación al medio natural, medio geográfico, etc. Es también incorrecto emplear el término «variable ambiental» porque el ambiente no es ninguna variable sino el todo.

Cuando los teóricos de la Cepal se refieren a la necesidad de incorporar la «dimensión» ambiental, quieren expresar que toda planificación económica debe contemplar la «variable» ambiental. En rigor, debería partirse de la planificación ambiental y dentro de ella considerar la variable económica. Pero la Cepal no plantea el problema de esta manera porque le interesa el «crecimiento sin deterioro» o «el desarrollo con el mínimo daño permisible», modelo de por sí falso, ya que es el actual tipo de desarrollo capitalista el que precisamente ha conducido a la crisis ambiental más grave de la historia. La Cepal trata de conciliar lo inconciliable: desarrollo capitalista y mínimo deterioro ambiental.

Ahora están preocupados de determinar la «oferta ecológica» potencial. Cabe preguntarse: ¿quién cuantifica la oferta ecológica? y ¿quién se la apropia? Paralelamente, sugieren incorporar a las «cuentas nacionales» los recursos naturales para registrar el monto del deterioro. ¿Acaso las cuentas nacionales no son controladas por la misma clase social que provoca el deterioro?

Las sugerencias de la Cepal para un «crecimiento sin deterioro» se hacen en un momento en que las transnacionales están trasladando a Latinoamérica industrias altamente contaminantes, reactores nucleares y empresas de alto consumo energético. El nuevo modelo de acumulación, basado en el crecimiento de las industrias de exportación no tradicionales, va también en contra de toda ilusión de un crecimiento sin deterioro. El aumento de la inversión extranjera, de 18.000 a 38.000 millones de dólares entre 1967 y 1975 en América Latina, se ha dado precisamente en las industrias de mayor impacto ambiental. ¿Cómo hará la Cepal para pedirle a esas transnacionales un crecimiento con el «mínimo daño permisible»?

Naturaleza y sociedad

Los marxistas deben partir del reconocimiento que han estudiado solamente la sociedad humana. Para comprender la totalidad naturaleza-sociedad, que es el ambiente, es necesario retornar a la concepción de la historia formulada por Marx, a la indisoluble relación entre naturaleza e historia. Así, podrá entenderse el proceso de la naturaleza socialmente mediada por la producción de bienes materiales. El fenómeno de la producción es el aspecto más relevante de la interacción naturaleza-sociedad. Para estudiar esta interrelación hay que crear una nueva disciplina, o Ciencia del Ambiente.

Las actuales ciencias y subciencias parcelan la realidad.

Los marxistas tenemos que reexaminar la forma en que los ecosistemas condicionaron nuestros modos de producción desde la sociedad precolombina y cómo la ecobase determina la productividad de los recursos naturales, afectando las condiciones de producción, es decir, estudiar la incidencia de los ecosistemas en la formación del valor, especialmente en la renta de la tierra de nuestros latifundios y haciendas.

Comprendiendo la interrelación entre naturaleza y sociedad global humana, tomará una nueva dimensión la Economía Política, al analizar los costos ecológicos de la explotación petrolera, del cobre, estaño, madera y demás materias primas. De este modo, podrá plantearse una clara política de protección a los ecosistemas, denunciando los desastres ambientales provocados por el capitalismo y los regímenes burocráticos, al mismo tiempo que adquirirá un perfil más claro el tipo de socialismo que queremos.

Mientras el marxismo europeo discute acerca de las nuevas alternativas de vida, en América Latina seguimos repitiendo viejos esquemas de la transición, ignorando el papel que pueden jugar en la lucha social los movimientos feministas y ecológicos en el diseño de una nueva sociedad y de una nueva calidad de vida.

Hasta ahora la izquierda latinoamericana ha criticado solamente el régimen de producción del sistema capitalista, pero no el estilo de consumo ni lo que se produce. Hay que cuestionar tanto las pautas de consumo como el tipo de producción, criticando los monocultivos que han proliferado en América Latina en función de las empresas agroindustriales y postulando una diversificación que incorpore las experiencias de la agricultura campesina.

En tal sentido, los marxistas tienen mucho que aprender de los indígenas y campesinos que conocen mejor que muchos técnicos de escritorio el funcionamiento de los ecosistemas naturales y los riesgos que corren sus tierras con los pesticidas y la contaminación de las fábricas. El marxismo tiene que retomar el problema de la tierra en la tradición de Mariátegui, pero integrando la problemática ambiental. Si no se comprende la relación etnia-clase-ambiente se puede caer en un mal tratamiento del problema indígena, como le ha sucedido a los compañeros sandinistas con los misquitos, cuya única reivindicación es que se respete el derecho a la autodeterminación de su pueblo.

Nuestra izquierda sigue denunciando al imperialismo en los mismos términos de hace medio siglo, no advirtiendo que las transnacionales están trasladando reactores nucleares e industrias altamente contaminantes, que no sólo saquean nuestras materias primas y se apoderan de las industrias sino que ahora también nos envenenan el ambiente.

Algunos alientan ilusiones acerca de la posibilidad de lograr una planificación ambiental. La burguesía puede programar ciertas campañas contra la contaminación, pero jamás planificará en beneficio del ambiente de la calidad de vida del pueblo, porque la lógica de la acumulación del capital va precisamente en contra de los ecosistemas. Existe una contradicción insalvable entre la acumulación capitalista y los ciclos ecológicos.

La estrategia global de ecodesarrollo se logrará solamente en una sociedad socialista, autogestionaria y practicante de la democracia de los que trabajan, capaz de generar una tecnología propia, de bajo costo ecológico y de uso racional de la energía.

Sin ruptura del nexo semicolonial en América Latina no habrá planificación ambiental ni posibilidades de implementar un auténtico ecodesarrollo. Como dice Philippe Saint Marc: «la única manera de proteger la naturaleza es socializarla».