Los mil y un marxismos. Miguel Mazzeo. La Tizza.2018

Desde la muerte de Carlos Marx, hemos asistido al despliegue interminable de una extensa serie de marxismos. Nos referimos a un universo que va más allá de las taxonomías convencionales y que excede con creces a las diversas «escuelas del pensamiento marxista» (la Escuela de Budapest, la Escuela de Frankfurt, la Escuela anglosajona/analítica, por ejemplo).

Se habló y se habla de un marxismo engelsiano, leninista, trotskista, estalinista, maoísta, guevarista; de uno hegeliano, antihegeliano, spinozista, leibniziano, althusseriano, postalthusseriano; de uno soviético, chino, eurocéntrico, occidental, latinoamericano. También de un marxismo escolástico, cientificista, mecanicista, legal, funcionalista, estructuralista, humanista, historicista, analítico o de «elección racional».

A lo largo de la historia se identificaron marxismos economicistas o voluntaristas, racionalistas o teológicos, teoricistas o practicistas, productivistas o culturalistas, deterministas o subjetivistas, deshistorizados o historizados, colonizados o descolonizados, colonizadores y descolonizadores, dogmáticos o heréticos, oficiales o disidentes, reformistas o revolucionarios, liberales y antiliberales, parlamentaristas o consejistas, burocráticos o autónomos, politicistas o societarios, ortodoxos o revisionistas, doctrinarios y antidoctrinarios, chauvinistas o cosmopolitas, ortodoxos o heterodoxos, autoritarios y libertarios, imitativos o creativos, hiperformalizados e informales, cerrados o abiertos, sectarios o pluralistas, rígidos o flexibles, solemnes o descontracturados, gélidos o cálidos, superficiales o profundos, vulgares o elaborados y refinados, retóricos o medulares, «sagrados» o «profanos», oficiales o alternativos, opacos o relumbrosos.

Algunos marxismos se emparentaron con las ciencias naturales o físicas, otros prefirieron la cercanía de la poesía. Marx fue ubicado, ora en el laboratorio de un médico (o peor: de un entomólogo), ora en una taberna proletaria (o en un boliche de suburbio o de campo). Algunos marxismos pusieron el énfasis en los conceptos y otros en la realidad. Algunos marxismos se ocuparon de problemas epistemológicos, económicos, culturales y estéticos, otros se centraron en las cuestiones vinculadas a la estrategia revolucionaria. Algunos marxismos se afincaron en las academias, otros prefirieron las calles de las barriadas populares, las fábricas y los montes, montañas y selvas.

A fines del siglo XIX surgió un «neomarxismo», que planteaba que la concentración del capital, el desarrollo de los monopolios y la expansión imperialista reforzaban la estabilidad del sistema en su conjunto. Rudolf Hilferding puede ser considerado un representante de esta corriente.

Las críticas a estas posturas fueron delineando una ortodoxia. En el transcurso del siglo XX hubo otros «neomarxismos», estructurados sobre tópicos disímiles. Y también hubo «otras ortodoxias». Esto significa que, en el marxismo, el lugar de la ortodoxia no fue un lugar estático.

Como se puede apreciar, se trata de marxismos que, además de diversos, también han sido y son antagónicos. Pertenecen a redes conceptuales distintas, a gramáticas incompatibles, a linajes divergentes. Pero entre las condiciones convergentes, las amalgamas han sido habituales.

Existen marxismos producidos en contextos donde las perspectivas para las fuerzas transformadoras fueron radiantes; contextos de alza de las luchas populares, la organización y la conciencia política de los pueblos; y también existen marxismos elaborados en situaciones donde las perspectivas se revelaron como sombrías para estas fuerzas, situaciones de derrota histórica.

El marxismo supo ser definido, en el plano filosófico, como materialismo dialéctico: el DIAMAT, sobre el que volveremos más adelante; y como materialismo histórico: el HISTMAT o HISTOMAT, que usualmente se asocia al plano de las «aplicaciones» del DIAMAT. Este último se convertirá en la base de la monocultura soviética, pero la excederá con creces. No será la filosofía exclusiva del estalinismo. Se esparcirá ampliamente en la cultura de la izquierda marxista.

DIAMAT e HISTOMAT son unos términos que, vale recodar, Marx jamás utilizó. Marx se autodefinió como materialista, la primera vez junto con Engels en La Sagrada Familia y luego en otros trabajos. Para él, el materialismo era inseparable del socialismo y el comunismo. También en El Capital habló de un «método dialéctico» de base materialista. Suele considerarse que la mejor síntesis de la visión «materialista de la historia» de Marx está presente en el Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política de 1859.

Quien sí recurrió a estos términos fue Engels. Empleó el término «materialismo histórico» en su folleto Socialismo utópico y socialismo científico, (los artículos que lo componen fueron publicados entre 1876 y 1878). Otros trabajos suyos dieron lugar a la fórmula del «materialismo dialéctico»: El Anti-Dühring. O «La revolución de la ciencia» de Eugenio Dühring. Introducción al estudio del socialismo de 1878; Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana de 1888. También su Dialéctica de la naturaleza, elaborada en la década de 1870 y nunca concluida.

 Estas obras han funcionado como un verdadero reservorio de insumos para las lecturas más groseras del marxismo y para todos los incidentes positivistas, aunque todavía se siga viendo en ellas buenos intentos de articular ciencia y dialéctica.

Sin dejar de reconocer los aportes de Engels en otros campos, y dando cuenta de la existencia de una versión caricaturizada de sus planteos, nos cuesta mucho encontrar en estas obras pasajes enriquecedores de la dialéctica o propuestas teóricas refinadas.

Distinta es la situación cuando tomamos –como muestra de otra perspectiva– la carta de Engels a P. Ernst del 5 de junio de 1890, la carta a Joseph Bloch del 21 de septiembre de 1890 o la carta a Conrad Schmidt del 27 de octubre del mismo año. Por ejemplo, en la primera de las cartas mencionadas, Engels decía:

    «En cuanto a vuestra tentativa de explicar la cosa de una manera materialista, tengo que deciros, ante todo, que el método materialista se transforma en su contrario si, en vez de servir de hilo conductor en los estudios históricos, es aplicado como un modelo preparado sobre el cual se tallan los hechos históricos».

Gueorgui Plejanov, padre del marxismo ruso devenido antibolchevique en tiempos de la Gran Revolución de Octubre de 1917, decía que en las obras de Engels citadas, concretamente en las dos primeras, «están expuestas las concepciones que constituyen la base filosófica del marxismo». Más adelante volveremos sobre Plejanov y el «materialismo dialéctico».

También sirvieron como insumo para el DIAMAT los trabajos en los que Lenin intentó –creemos que de manera infructuosa– una «filosofía en acto», específicamente: Materialismo y empiriocriticismo de 1908. En este libro el líder bolchevique propone una crítica a los marxistas seducidos por corrientes idealistas y subjetivistas como el empiriocriticismo (Alexander Bogdanov, entre otros). El problema de fondo presente en estas obras de Engels y Lenin, y que aquí sólo enunciaremos, consiste en una comprensión de la dialéctica que es de carácter más ontológico que metodológico y relacional. En ellas la praxis, con la razón desontologizadora que le es inherente, se diluye. Como veremos, en menos de una década y al calor de acontecimientos significativos y lecturas edificantes, Lenin modificará radicalmente sus posiciones y su misma vida política se convertirá en una expresión aguda de la dialéctica.

Corresponde aclarar que no toda referencia al método del «materialismo dialéctico» o a la «dialéctica materialista» tiene las connotaciones negativas del DIAMAT. Muchas veces esas referencias remiten a la simple contraposición entre la dialéctica idealista y la dialéctica materialista, entre Georg W. F. Hegel y Marx.

Del mismo modo, no toda referencia al materialismo histórico debería asociarse al HISTOMAT. Por ejemplo, Plejanov consideraba que el materialismo histórico (el marxismo) era la versión moderna del materialismo de Baruch Spinoza, que tenía en Ludwig Feuerbach una estación inmediatamente anterior. Esta visión, por cierto tan atractiva como discutible, introduce dimensiones que no son compatibles con las tipificaciones elementales del HISTOMAT.

El DIAMAT es la antítesis de la dialéctica. Porque la dialéctica enfatiza la dinámica, la interacción recíproca entre personas y entre personas y cosas. Sus conceptos remiten a relaciones, no a sustancias.

La dialéctica incluye siempre en los conceptos un «factor de reflexión subjetiva» (en términos de Adorno). Favorece la autorreflexividad del pensamiento. La dialéctica es polifacética, está implícita en la crítica real, en la «crítica de clase», y repudia los sistemas omnicomprensivos.

Marx nos propone una reinvención de la dialéctica. Un ajuste de la misma a la dinámica propia del capitalismo; a un sistema inarmónico y desordenado en el que «todo lo sólido se desvanece en el aire»; un mundo en proceso cuyo signo distintivo es la contradicción, la oposición, la irresolución, la interiorización, la reproducción, la expansión, el exceso, la trasgresión de algún límite, el cambio y el reinicio del proceso en un punto nuevo que se bifurca en un espacio prácticamente ilimitado. Un mundo repleto de posibilidades, latencias y tendencias.

Con los años, el DIAMAT se erigió en un «sistema filosófico», en la «única filosofía revolucionaria» capaz de explicar absolutamente todo lo que acontece en el universo y sus arrabales, desde los procesos sociales a los geofísicos.

Un hito en la consolidación del DIAMAT fue la edición del libro de Nicolai I. Bujarin La teoría del materialismo histórico. Ensayo popular de sociología marxista, publicado en Moscú en 1921. Bujarin toma los costados menos disruptivos de la dialéctica hegeliana, propone un materialismo mecanicista y presenta a la dialéctica en los términos de la física.

A partir del DIAMAT se confeccionará la interminable lista de los supuestos «enemigos» del marxismo; entre otros, el psicoanálisis, el existencialismo o la cibernética. El DIAMAT, base de la Vulgata marxista, hizo del marxismo un clericalismo lóbrego y oficial e impulsó la escisión entre teoría y práctica. En este último aspecto nodal, el rudo estalinismo coincide con el más sofisticado marxismo occidental.

Hubo y hay otros marxismos que hicieron de la posición antidialéctica una profesión de fe. Fueron abiertamente antidialécticos a diferencia del DIAMAT, que asumía la dialéctica para tergiversarla y limitarla. Nos referimos al marxismo empirista y evolucionista, de base spenceriana, que llegó a proponer un reemplazo de la dialéctica por la evolución biológica o por la mirada fenomenológica.

Para Eduard Bernstein, uno de los representantes más conspicuos de esta posición, la dialéctica era una «jerga» y una «trampa», un «elemento pérfido de la doctrina marxista», una especie de deleznable prejuicio hegeliano. Kautsky también desarrolló una lectura antidialéctica del marxismo.

Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista Argentino (PSA) y traductor (en sentido estrictamente literal) de El Capital al castellano, solía decir que Marx y Engels habían sido grandes «a pesar de la dialéctica». Este tipo de marxismo constituyó un extravío, puesto que propuso una claudicación del pensamiento y asumió como punto de partida la renuncia a penetrar la realidad.

Según la clásica definición de Lenin en su Marx, el marxismo es continuación y consumación «de las tres grandes corrientes espirituales del siglo XIX, que tuvieron por cuna a los tres países más avanzados de la humanidad: la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés unido a las ideas revolucionarias francesas en general». Es por demás valiosa la ubicación del marxismo como producto histórico situado y la identificación de sus aptitudes para sintetizar las tradiciones de pensamiento más avanzadas de su tiempo y para deducir de esa síntesis (cuya proyección promueve) consecuencias emancipatorias.

    Por supuesto, nosotros y nosotras debemos relativizar la caracterización de Alemania, Inglaterra y Francia como países avanzados.

Plejanov, enfatizando una perspectiva metodológica, decía que el marxismo aportaba una solución «algebraica» y no «aritmética»: «no la explicación de las causas de los diferentes fenómenos, sino la del modo como hay que proceder para descubrirlas». Un método justo.

Labriola estimaba conveniente definir al marxismo como «comunismo crítico» y no como socialismo científico. Benedetto Croce prefería delimitarlo como un canon de interpretación histórica «extraordinariamente sugestivo». Charles Wrigth Mills consideraba que era imposible alcanzar la talla de un «científico social» sin adentrarse en el marxismo y, convencido de que el marxismo tenía la última palabra, también habló de un marxismo «creativo». Ernst Bloch identificó una corriente cálida del Marxismo.

    Mariátegui propuso una traducción fecunda del marxismo a la realidad de nuestra América: un «marxismo mestizo». El Amauta hizo del marxismo latinoamericano una «denominación de origen», un producto singular que reivindica una particular herencia cultural. Años más tarde, la Revolución cubana, Fidel Castro y el Che, se encargaron de ratificar las garantías de ese producto. En las últimas décadas la Revolución Bolivariana, con sus claroscuros, se ha erigido en baluarte de esta tradición, y el chavismo plebeyo y comunero ha realizado aportes sustanciales.

Ha generado un proceso de fermentación donde el marxismo y la trilogía compuesta por Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora se intercalan en la función de enzimas.

En una línea emparentada con Mariátegui, pero a la vez diferenciada de él, otros y otras prefirieron hablar de un «marxismo indianizado» (Fausto Reinaga, por ejemplo).

Cabe agregar que hubo muchos aportes –dispares, por cierto– a esta denominación de origen que es el marxismo de nuestra América. Inclusive se le pueden rastrear precursores al Amauta: Luis Emilio Recabarren, por ejemplo, o desarrollos paralelos, como en el caso de Julio Antonio Mella. Luego llegaron, entre otros y otras: Vania Bambirra, John William Cooke, Agustín Cueva, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Bolívar Echeverría, Florestán Fernándes, Alberto Flores Galindo, Silvio Frondizi, Michel Löwy, Ruy Mauro Marini, Fernando Martínez Heredia, Caio Prado Junior, Aníbal Quijano, Adolfo Sánchez Vázquez, Ludovico Silva, Renán Vega Cantor, Luis Vitale, Rene Zavaleta Mercado. Mencionamos arbitrariamente a unas pocas figuras que, como efecto central o colateral de su praxis, dejaron algunas huellas literarias.

En un sinfín de rincones de nuestra América, a lo largo del último siglo, una mirada atenta y desprejuiciada está en condiciones de identificar diversas expresiones de un «marxismo cafre».

Maximilien Rubel decía que el materialismo marxista era una «concepción sensualista y pragmática del mundo», una «sociología pragmática». Pier Paolo Pasolini habló de un «marxismo visceral», que era un componente básico de su empirismo herético y mágico. Jean Paul Sartre definió al marxismo como «una filosofía hecha mundo» y como el «horizonte insuperable de nuestro tiempo» e, indefectiblemente, se le impuso la expresión: «marxismo viviente».

Joseph Schumpeter consideraba a Marx como una rara especie de genio y profeta. La anomalía respondía al hecho de que a estos «dones», Marx agregaba erudición y originalidad. Schumpeter era un auténtico Think Tank del capital. Situado en las antípodas del marxismo, tendía a celebrar en Marx todo lo que había de David Ricardo. Pero nada de eso constituyó una limitación para que reconociese la riqueza conceptual del marxismo; lo que él denominaba: el «carácter caleidoscópico de su contribución», en particular el análisis del capitalismo tendiente a develar su lógica y su carácter sistémico, su lectura de las crisis capitalistas como «incidentes cíclicos», etcétera.

En su «Marx economista», Schumpeter consideraba que Marx «fue el primer economista de gran clase que reconoció y enseñó sistemáticamente cómo la teoría económica puede convertirse en análisis histórico y cómo el planteamiento histórico puede convertirse en historia razonada». Es notorio el contraste entre la visión de Schumpeter y la indigencia teórica de los economistas prosistémicos actuales, sobre todo con los neoclásicos.

Jacques Lacan sostuvo que Marx tuvo el mérito de reconocer el valor del síntoma en la estructura social: todo aquello que oculta el fetichismo de la mercancía.

Partiendo del antropólogo argentino Rodolfo Kusch (que no era marxista) podemos identificar un «marxismo hediondo» para designar a un marxismo inmerso en la realidad que debe interpretar/transformar, un marxismo que supera el temor de impregnarse del olor de esa realidad, el temor de ser nosotros mismos y nosotras mismas. Un marxismo abierto a las diversas formas del conocimiento.

La figura del hedor remite a unos modos no occidentales, no europeos y no burgueses de conocer. Unos modos que toman en cuenta el lado vivencial y afectivo de las cosas. De ahí el sentido que se puede derivar de la situación, referida por Kusch, en la que el Inca Atahualpa huele la Biblia que le presenta el fraile Valverde.

El mismo sentido que, posiblemente, podamos identificar en el horizonte político-gnoseológico asumido por Pier Paolo Pasolini (como vimos más arriba, un «marxista visceral») al colocarle un título como El olor de la india a su crónica de viaje por ese país.

Para conocer a través del olfato, se impone la cercanía, el contacto físico. Para lograr una profunda comprensión de los procesos de descomposición históricos o para reconocer lo que constituye un abono, es inevitable atravesar la experiencia de la repugnancia, de la náusea. Para conocer el mundo no-occidental, el mundo no-pulcro, es necesario hacer caer algunas representaciones y algunas represiones, superar algunas convenciones occidentales y atildadas: la barrera del asco, por ejemplo. Y el asco se disipa con el encuentro de los cuerpos, con el amor y, también, con el proyecto.

    Hablamos de un marxismo contrapuesto al «marxismo pulcro» y que, por lo tanto, se alcanza en la lucha de clases más que en la Universidad; por eso no es, recurriendo a los términos que el propio Kusch utilizaba para caracterizar a la pulcritud, «política pura y teórica» o «economía impecable».

Se trata de un marxismo que, como decía Sartre en su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, exige llevar la dialéctica «hasta sus últimas consecuencias». Para Sartre, esta operación también implicaba un strip tease del humanismo occidental, del humanismo burgués o del pseudohumanismo, que no era más que una «ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje».

El marxismo hediondo sería un marxismo que articula un «conocimiento objetivo» con «un saber hacer», lo causal con lo seminal. Un marxismo que considera a la conciencia tanto en sus aspectos teóricos-predicativos (racionales) como en sus aspectos antepredicativos (intuitivos), superando el positivismo y el cientificismo al que conduce la sobrevaloración del primer aspecto y el irracionalismo al que conduce la sobrevaloración del segundo.

Un marxismo que aporta al autoconocimiento de las clases subalternas y oprimidas. Un marxismo que no le tiene asco a lo que hiede. Un marxismo que es capaz de poner en duda la completitud de su universo cultural en función de lograr la plenitud del diálogo. Un marxismo que enseña a no despreciar. Un marxismo que no se deleita con el olor de epopeyas ajenas.

Kusch rechazaba básicamente el componente cartesiano del marxismo, la actitud meramente intelectual frente al mundo, la herencia de los peores postulados de la modernidad y del iluminismo, y todo aquello que el marxismo compartía con el «humanismo burgués»: una concepción teleológica y determinista, ascendente y unidireccional del desarrollo histórico, principalmente la idea del progreso ininterrumpido o la idea –absurda desde todo punto de vista– de que «lo último» siempre es mejor a «lo anterior»; algunas tendencias a la cosificación del sujeto (presentes en las versiones más dogmáticas del marxismo) y una cultura anticontemplativa y, por ende, seriamente limitada para captar la belleza y la humanidad y altamente destructiva de la naturaleza.

Vale aclarar que esta concepción del progreso teleológica, determinista, ascendente y unidireccional no dejaba de ser, en última instancia, una concepción emparentada con ideales y proyectos a largo plazo. Pero sucede que, en buena parte de nuestra América y a lo largo de su historia «moderna», las clases dominantes asumieron, en los hechos, el inmediatismo más grosero que fue el correlato de las diversas formas de saqueo, desde las más directas hasta las más sutiles.

Tanta adjetivación, indirectamente, promovió la afirmación sustantiva y así también tenemos un marxismo «a secas». Pero tal vez este sea uno de los menos fiables: se adjudica la autoridad interpretativa y una función rectora; reivindica un marxismo estable y constante y en estado puro, sin infiltraciones; niega contextos, mediaciones y subjetividades; no reconoce intercambios y procesos miméticos; rechaza las progresivas estratificaciones de aportaciones; tiende a negar la esfera axiológica.

Le asigna al marxismo el estatuto de un saber acabado. Tampoco da cuenta de aquellos elementos incorporados colectivamente bajo la forma de representaciones e imaginarios con los que (o mejor: en los que) tiene que interactuar de manera indefectible. Peor aún: ve en ellos una amenaza y una fuente de decadencia teórica. Se considera autoengendrado y, por ende, no escapa al vicio de la autoreferencialidad.

Algunos y algunas marxistas «a secas» se pueden parangonar con los inquisidores de Galileo Galilei: se aferran a las verdades preconcebidas e impugnan la experiencia concreta, la realidad.

También se asemejan a Juan Ginés de Sepúlveda, quien negaba la humanidad de los pueblos originarios de nuestra América porque no eran mencionados en la Biblia y porque eran diferentes a todo lo conocido hasta entonces desde Europa. Por cierto, abundan los modos de leer El Capital (y la obra de Marx en general) asimilables al método de Sepúlveda.

El marxismo «a secas» no deja de exhibir altas dosis de jactancia mientras blande un fósil, un abalorio teórico. Siguiendo a Adorno, debemos tener presente que la teoría concebida como definitiva y universal se objetiva frente al hombre y a la mujer que piensa. Desde este emplazamiento, la teoría indirectamente promueve una actitud acrítica frente a la pseudorealidad de las objetivaciones del capitalismo.

El marxismo «a secas» se perfila como la «mano invisible» del marxismo. Sus cultores le asignan a su militancia el carácter de una fuerza correctiva (autocorrectiva).

    En dos extremos contrapuestos, el marxismo-leninismo en su formato tradicional y el marxismo analítico pueden ser considerados como dos versiones del marxismo «a secas».

El primero se asume como dialéctico y no reniega en absoluto de la lucha de clases ni la considera una abstracción teórica. Todo lo contrario. Asimismo, conserva las inquietudes por la estrategia política. Pero reitera los tradicionales incidentes dogmáticos y vulgares: una dialéctica acotada a los límites del DIAMAT, una visión ultrasimplificada de la lucha de clases (tanto de la «lucha» como de las «clases») que no contribuye a labrar las continuidades de las experiencias plebeyas y que no da cuenta de diversas situaciones de subyugación.

Es decir, la dominación social queda reducida a la dominación «material» de clase y sigue considerando a la fábrica como el ámbito por excelencia de la lucha de clases. Como hace 50 años, el ojo está puesto en los espacios productivos de mercancías y poco y nada en los espacios reproductivos de la vida. Luego, tiende a asumir los conceptos categoriales del marxismo como transhistóricos, e insiste en la neutralidad y la autonomía de las diversas tecnologías, ya sean industriales, políticas, culturales, etcétera.

Por estos motivos, entre otros, el marxismo-leninismo no ha realizado aportes sustanciales en las últimas décadas, ni en materia crítica, ni en materia estratégica. Continúa aferrado al manual y al partido. Su idea de la revolución social extrae la poesía del pasado (por ejemplo, de la Revolución Rusa) y no del futuro. Desde este emplazamiento, experiencias tan relevantes para el desarrollo del marxismo, como pueden ser el neozapatismo o el chavismo plebeyo, entre muchas otras más, han sido tildadas como «posmarxistas».

El segundo presenta a un conjunto de autores que se reconocen a sí mismos como no bullshit marxists («marxistas sin pamplinas»). Sin contradecir los buenos aportes de autores como Cohen, Brenner, Olin Wrigth, lo cierto es que predomina en ellos una visión que tiende a soslayar la dialéctica. Por cierto: la dialéctica aparece conformando el núcleo mismo de «las pamplinas». En aras de un supuesto rigor, asignan una jerarquía conceptual que subestima algunas categorías marxistas. Así, terminan priorizando análisis causales y asumiendo posturas cuasi positivistas o, directamente, reducen el marxismo a una formalización.

John Roemer, por ejemplo, basa su visión de la explotación y las clases sociales en modelos neoclásicos. Otros autores apelan a la teoría de los juegos o a la teoría de la elección racional. La gran mayoría muestra su predilección por el individualismo metodológico. La elipsis de la dialéctica va de la mano de la elipsis de la lucha de clases y la estrategia política.

    Desde hace algunas décadas también existe un «posmarxismo». Como casi todo lo que se designa como «pos», tiende a firmar certificados de defunción a diestra y siniestra y suele cargar con el lastre de la moda y con el consiguiente riesgo de lo efímero y pasajero.

En líneas generales, el posmarxismo puede ser considerado un hijo legítimo del «giro lingüístico». El posmarxismo vino a proponer un nuevo determinismo: el determinismo de los símbolos, junto a un nuevo reduccionismo que consiste en sobredimensionar los elementos puramente discursivos de la lucha de clases que queda acotada a la lucha de significantes.

El corolario: un marxismo sin ardores, demasiado enredado en los juegos del lenguaje, la deconstrucción, la opción por lo fragmentario y el pensamiento débil. Al asignarle primacía ontológica a lo simbólico y a lo discursivo, el posmarxismo ha tendido a desjerarquizar la explotación y la lucha de clases, disociando las formas dispares de opresión que pesan sobre los diversos colectivos humanos de la opresión específica de clase y de la división del trabajo.

En consonancia con estos planteos, el posmarxismo ha reivindicado una autonomía absoluta (no relativa) para lo político, en abierta contraposición a los planteos de Marx vinculados a la alienación, la enajenación política, o la superstición política, que a su vez están relacionados con las categorías de mistificación y de fetichismo.

De este modo, frente a las dificultades del marxismo para producir una nueva política emancipatoria, el posmarxismo propone una política que consiste en rellenar estratégicamente los significantes. No es para nada casual que, en las últimas décadas, el posmarxismo haya sido la referencia teórica de un conjunto de alternativas que abjuraron del anticapitalismo y asumieron dicciones administrativas y «pospolíticas»; alternativas que suelen denominarse, con sentidos que pueden ser o bien críticos o bien laudatorios, como de «izquierda liberal» o como «neopopulistas».

El culto por la ortodoxia cae en el fundamentalismo en un sentido literal, remite a un supuesto retorno a los «principios originarios» y se manifiesta como arrogancia teórica y opresión intelectual, dado que impone la primacía del código con la consiguiente ablación del pensamiento.

Más recientemente se planteó una diferenciación entre los marxismos del siglo XIX, el XX y el XXI. Se identificó un marxismo de preguerra, de entreguerras y de posguerra. Hasta se ha perpetrado el anacronismo que sugiere un «marxismo dieciochesco», modernizador y cientificista.

Löwy reivindicó un «marxismo romántico» llamado a corregir los desaciertos de la ilustración y, retomando a Mariátegui (entre otros pensadores marxistas), le adosó a los fundamentos racionales del marxismo los derechos de la tradición, el sentimiento y, principalmente, de la praxis. De este modo, con un gesto herético y en las adyacencias del desacato, Löwy resignifica positivamente uno de los componentes menos reconocidos del marxismo y de los más difamados por la «cultura marxista».

Para Jameson el marxismo es un mastercode, un código maestro, un metarelato o un metacomentario histórico.

Mészáros revalorizó aspectos opacados del marxismo, que resultan indispensables para la comprensión de nuestro tiempo. Destacó el aporte del marxismo en la comprensión de las mediaciones que el capital instituye en la relación entre la humanidad (el trabajo), la producción y la naturaleza. Mediaciones que producen una humanidad (trabajo), una producción y una naturaleza alienadas.

Asimismo, el pensador húngaro propuso una periodización del marxismo. Un primer marxismo: el que su maestro Luckács despliega en Historia y conciencia de clase. Un segundo marxismo: el marxismo-leninismo en todas sus versiones. Y un tercer marxismo, en el cual él mismo está inscripto y que busca comprender el proceso de totalización de las relaciones sociales por parte del capitalismo actual.

Franz Hinkelammert considera a Marx uno de los principales críticos de la «ley» (y lo ubica en una línea de continuidad con Pablo de Tarso), mientras que ve en el marxismo una de las pocas corrientes de pensamiento capaz de dar cuenta de la irracionalidad de lo racionalizado.

Podríamos agregar más definiciones y prolongar la lista de marxismos –e intentar calificativos ingeniosos– hasta lo indecible. Por ejemplo, podríamos haber partido de los «humores» del médico griego Claudio Galeno e identificar un marxismo colérico, uno melancólico, otro sanguíneo y, finalmente, uno flemático. O, inspirados en la literatura de Julio Cortázar, instituir un marxismo fama y otro cronopio. Es decir, un marxismo que consiste «en dejarse ir» y otro marxismo que sabe ser «contra cada cosa que los demás aceptan».

Algunos de los marxismos listados partieron a Marx en dos o reivindicaron fragmentos de su obra. Por ejemplo Althusser, quien pretendiendo exorcizar al marxismo de todo demonio romántico, propuso la fórmula de un Marx «premarxista» y otro Marx «marxista».

Por un lado, un joven Marx idealista puro, en un primer momento humanista nacionalista-liberal y poco más tarde humanista comunitario; por el otro, un viejo Marx «científico», que se deslastra de los recursos propios del idealismo hegeliano, que rompe con toda antropología y todo humanismo filosófico, que abandona categorías tales como sujeto, ideal, entre otras, y que va delineando un antihumanismo teórico. De este modo se construyeron territorios marxistas aislados, sin vínculos entre sí. O se usaron partes de la obra de Marx a modo de desechos para confeccionar embutidos.

    Nosotros consideramos que existe una coherencia de fondo en la obra y el pensamiento de Marx, más allá de sus incongruencias, sus asimetrías y sus evidentes contradicciones (algunas superficiales, otras no tanto). Las continuidades, las visiones y preocupaciones persistentes son demasiado potentes como para ensayar particiones significativas.

Entre las juveniles cavilaciones sobre la alienación humana y los sesudos desarrollos sobre el fetichismo de la mercancía y la teoría del valor no media precisamente un abismo. Sólo se trata de afinar un poco la mirada para percibir aquello que hilvana esos tópicos.

Estamos de acuerdo con quienes plantean que en los textos producidos por Marx en la década de 1840 está presente el trazo grueso de su obra posterior: la trama de la que sería su crítica de la economía política, su concepción sobre la praxis, etcétera. En lo fundamental, no hay diferencias entre el joven y el viejo Marx. Desde el plan de 1843 (inconcluso) de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, a sus últimos trabajos.

En otros aspectos sí corresponde hacer la distinción entre el joven y el viejo Marx. Por ejemplo, en relación al tema colonial y al tema nacional, como veremos más adelante. Estos cambios en su visión responden a las circunstancias que suelen explicar cualquier trayecto intelectual, que van desde la incorporación de saberes y experiencias a los cambios en el contexto histórico.

Entonces, hubo un marxismo que asumió la unidad constitutiva de la obra de Marx y a partir de esa certeza se desarrolló. Una unidad de fondo, en absoluto afectada por las superficies divergentes o por las notorias ambigüedades. Una unidad que remite a una continuidad que está condicionada por la asunción de un punto de partida: la opción por la emancipación humana; la opción por el socialismo junto con la idea, tomada de Flora Tristán, que establece que la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras es autoemancipación (la fórmula: «la emancipación de los obreros por los obreros mismos»).

Asimismo, hubo marxismos que propusieron desarrollos teóricos a partir de los «baches» presentes en la obra de Marx o que rectificaron los errores de la letra original. También hubo marxismos que tomaron esos errores como fundamentos.

Por ejemplo, los marxismos de manual, con sus versiones soviéticas y antisoviéticas: Georges Politzer o George Novack. Sin olvidar una versión precursora del «manualismo» dogmático, evolucionista, reduccionista y mecanicista condensada en el Ensayo popular de Bujarin. Lenin sostuvo que este era un libro marxista, pero «con muchas reservas». Gramsci puso en evidencia todas sus falencias y la incompatibilidad del subgénero de los manuales con el marxismo.

Porque si los manuales asumen una filosofía convencional simplificada como punto de partida para una pedagogía revolucionaria, el marxismo debe comenzar su tarea crítica y transformadora desde el núcleo mismo de las experiencias y vivencias populares, debe partir de la «filosofía espontánea» del pueblo. Porque si los manuales obturan los debates, el marxismo debe abrirlos permanentemente a riesgo de perder su principal fuente de enriquecimiento y desarrollo.

Quienes estaban convencidos y convencidas de la autonomía epistemológica del marxismo cultivaron el purismo para preservarlo incontaminado de otras filosofías pero, en general, este emplazamiento aséptico oculta filosofías segundas de la peor catadura: racionalistas, positivistas, liberales. También consideraron que el lenguaje marxista ya estaba completo y cerrado.

En el marco de este hábito de seccionar al marxismo, muchas veces se escindieron sus categorías en categorías de/para la lucha y categorías de/para el análisis.

    Como si las categorías analíticas no remitieran a la praxis de los hombres y las mujeres, como si las categorías no estuviesen mediadas por los sujetos, como si los procesos y las estructuras marcharan por caminos distintos y no constituyeran una unidad. Vale decir que esta escisión es falsa y no está presente en Marx.

Otros y otras propiciaron las mixturas, los ensamblajes. O, simplemente, los aceptaron como consecuencias lógicas de los procesos históricos de la periferia, en particular en aquellas sociedades (o formaciones económico-sociales) con tiempos fracturados y discontinuos, como las de nuestra América; en fin, como efecto de las inevitables y maravillosas intromisiones del mundo y de la vida. Claro está, consideraron al lenguaje marxista como praxis y no como objeto. Es decir, como un lenguaje susceptible de ser enriquecido. Más que un marxismo actualizado, han preferido un marxismo reconstruido. Que es como decir: permanentemente construido. Una construcción que articula viejas y nuevas categorías; historia, experiencia y transmisión con descubrimiento. En fin, el mejor camino para reeditar la radicalidad originaria.

Vale decir, también, que se puede ser marxólogos y no ser marxistas (o serlo de un modo superficial).

La tarea de los marxólogos ha sido y es inestimable. Ha aportado y aporta al conocimiento estricto y detallado de la obra de Marx y del conjunto de los autores marxistas, a su análisis sistemático. Pero la rigurosidad en el manejo de las fuentes marxistas, los cotejos eruditos, de ningún modo garantizan el ejercicio de un oficio crítico radical y el compromiso con las praxis orientadas a la transformación del mundo.

No todos los marxólogos han seguido y siguen las orientaciones de una figura señera como la de David Riazanov. Luego, existe un modo insoportable de ser marxistas de algunos marxólogos que consiste en ser ganados por la tentación de convertirse en administradores del verbo y custodios de la interpretación. Lo mismo cabe para las marxólogas, claro está.

Va de suyo que para ser marxista no necesariamente hay que ser marxólogo o marxóloga. Porque el marxismo, en contra de lo que promueve cierto dandismo académico, no debería ser una etiqueta ni un signo de distinción intelectual. Por supuesto, un marxista debe asumir con esfuerzo y dedicación, a lo largo de toda su vida, la tarea de alcanzar, peldaño tras peldaño, todo el Marx que se pueda. Por supuesto, se puede hacer mucho con poco y poco con mucho. Muchos y muchas marxistas no conocieron los textos de Marx publicados tardíamente como La ideología alemana o los Grundrisse (producidos en 1857 y 1858), entre otros, y eso no inhibió su capacidad de enriquecer la praxis marxista. A la inversa, otros y otras, que dispusieron de bibliotecas enteras y del ocio procurado por diferentes instituciones, no hicieron aportes significativos.

Por supuesto, nunca conviene encarar la faena de la formación marxista en soledad. Creemos que las cimas del marxismo sólo se alcanzan en el marco de procesos colectivos. Más allá de los necesarios momentos de introspección individual, jamás la soledad y el aislamiento pueden ser las condiciones óptimas para el pensamiento, menos aún para el pensamiento crítico y emancipador.

El mismo Marx, frente a las tempranas interpretaciones empalagosas de su obra y su pensamiento, frente a los recortes que sugerían caricaturas, llegó a afirmar que no era marxista. Esto se lo dijo alguna vez a su yerno Paul Lafargue. Es decir: sostuvo que él no se reconocía en muchas formulaciones y planteos que invocaban su pensamiento en vano, porque lo tergiversaban o lo acotaban, porque querían hacer cuadrada o rectangular una obra que es poliédrica. Como dice Aldo Casas en su libro Karl Marx, nuestro compañero: «Marx fue el primer crítico del marxismo».

Sin dudas, Gramsci fue uno de los discípulos del maestro de Treveris más certeros cuando, inspirado en Labriola, definió al marxismo como la filosofía de la praxis (y no precisamente una «filosofía de la materia» o una «filosofía del logos»). Una filosofía que exige una teoría crítica: de la economía política, de la ideología, la cultura, etcétera.

Una praxis que articula ciencia y ética, racionalidad y fraternidad, crítica y acción social concreta. Gramsci era perfectamente consciente de los alcances de esa definición, que no debería considerarse una expresión derivada de una estrategia de disimulo con el fin de eludir la vigilancia carcelaria. Podría haber utilizado otras alternativas de encubrimiento.

La definición gramsciana pone en evidencia una dimensión fundamental de esa peculiar filosofía: el marxismo no sólo se limita a dar cuenta de la praxis o a reflexionar sobre su objeto, también la desea fervientemente y busca impulsarla. A su modo, el jesuita francés Jean Yves Calvez retomó la definición gramsciana cuando sostuvo que el marxismo era una «teoría del actuar».

La contribución a la praxis es inherente al marxismo, está inscripta en su ADN, lo mismo que su constitución en un componente más –uno categórico– de la praxis. Como se verá más adelante, nosotros y nosotras preferimos definir esa filosofía de la praxis, con su inalterable afán por lo concreto, directamente, como una antifilosofía.

(Tomado de Marx Populi. Collage para repensar el marxismo. Editorial El Colectivo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2018. pp. 51–66.)

Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política. Carlos Marx. 1859

Mis estudios profesionales eran los de jurisprudencia, de la que, sin embargo, sólo me preocupé como disciplina secundaria, junto a la filosofía y la historia. En 1842‑1843, siendo redactor de “Gaceta Renana”[[1]] me vi por primera vez en el trance difícil de tener que opinar sobre los llamados intereses materiales. Los debates de la Dieta renana sobre la tala furtiva y la parcelación de la propiedad de la tierra, la polémica oficial mantenida entre el señor von Schaper, por entonces gobernador de la provincia renana, y Gaceta Renana acerca de la situación de los campesinos de Mosela y, finalmente, los debates sobre el librecambio y el proteccionismo, fue lo que me movió a ocuparme por primera vez de cuestiones económicas.

Por otra parte, en aquellos tiempos en que el buen deseo de “ir adelante” superaba en mucho el conocimiento de la materia, “Gaceta Renana” dejaba traslucir un eco del socialismo y del comunismo francés, tañido de un tenue matiz filosófico.

Yo me declaré en contra de ese trabajo de aficionados, pero confesando al mismo tiempo sinceramente, en una controversia con la “Gaceta General” de Ausburgo[[2]] que mis estudios hasta ese entonces no me permitían aventurar ningún juicio acerca del contenido propiamente dicho de las tendencias francesas.

Con tanto mayor deseo aproveché la ilusión de los gerentes de “Gaceta Renana”, quienes creían que suavizando la posición del periódico iban a conseguir que se revocase la sentencia de muerte ya decretada contra él, para retirarme de la escena pública a mi cuarto de estudio.

Mi primer trabajo emprendido para resolver las dudas que me azotaban, fue una revisión crítica de la filosofía hegeliana del derecho[[3]], trabajo cuya introducción apareció en 1844 en los “Anales francoalemanes”[[4]], que se publicaban en París.

Mi investigación me llevó a la conclusión de que, tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu humano, sino que, por el contrario, radican en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil”, y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.

En Bruselas a donde me trasladé a consecuencia de una orden de destierro dictada por el señor Guizot proseguí mis estudios de economía política comenzados en París. El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de transformación por su conciencia, sino que , por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana.

Federico Engels, con el que yo mantenía un constante intercambio escrito de ideas desde la publicación de su genial bosquejo sobre la crítica de las categorías económicas (en los Deutsch‑Französische Jahrbücher)[[5]], había llegado por distinto camino (véase su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra) al mismo resultado que yo. Y cuando, en la primavera de 1845, se estableció también en Bruselas, acordamos elaborar en común la contraposición de nuestro punto de vista con el punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, liquidar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía poshegeliana[[6]].

El manuscrito ‑dos gruesos volúmenes en octavo‑ ya hacía mucho tiempo que había llegado a su sitio de publicación en Westfalia, cuando no enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación. En vista de eso, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, ya había sido logrado. Entre los trabajos dispersos en que por aquel entonces expusimos al público nuestras ideas, bajo unos u otros aspectos, sólo citaré el Manifiesto del Partido Comunista escrito conjuntamente por Engels y por mí, y un Discurso sobre el librecambio, publicado por mí. Los puntos decisivos de nuestra concepción fueron expuestos por primera vez científicamente, aunque sólo en forma polémica, en la obra Miseria de la filosofía, etc., publicada por mí en 1847 y dirigida contra Proudhon. La publicación de un estudio escrito en alemán sobre el Trabajo asalariado[[7]], en el que recogía las conferencias que había dado acerca de este tema en la Asociación Obrera Alemana de Bruselas[[8]], que interrumpida por la revolución de febrero, que trajo como consecuencia mi alejamiento forzoso de Bélgica.

La publicación de la “Nueva Gaceta Renana” (1848‑1849) y los acontecimientos posteriores interrumpieron mis estudio económicos, que no pude reanudar hasta 1850, en Londres. El enorme material sobre la historia de la economía política acumulado en el British Museum, la posición tan favorable que brinda Londres para la observación de la sociedad burguesa y, finalmente, la nueva etapa de desarrollo en que parecía entrar ésta con el descubrimiento del oro en California y en Australia, me impulsaron a volver a empezar desde el principio, abriéndome paso, de un modo crítico, a través de los nuevos materiales. Estos estudios a veces me llevaban por sí mismos a campos aparentemente alejados y en los que tenía que detenerme durante más o menos tiempo. Pero lo que sobre todo reducía el tiempo de que disponía era la necesidad imperiosa de trabajar para vivir. Mi colaboración desde hace ya ocho años en el primer periódico anglo‑americano, el New York Daily Tribune, me obligaba a desperdigar extraordinariamente mis estudios, ya que sólo en casos excepcionales me dedico a escribir para la prensa correspondencias propiamente dichas. Sin embargo, los artículos sobre los acontecimientos económicos más salientes de Inglaterra y del continente formaba una parte tan importante de mi colaboración, que esto me obligaba a familiarizarme con una serie de detalles de carácter práctico situados fuera de la órbita de la verdadera ciencia de la economía política.

Este esbozo sobre la trayectoria de mis estudios en el campo de la economía política tiende simplemente a demostrar que mis ideas, cualquiera que sea el juicio que merezcan, y por mucho que choquen con los prejuicios interesados de las clases dominantes, son el fruto de largos años de concienzuda investigación. Pero en la puerta de la ciencia, como en la del infierno, debiera estamparse esta consigna:

Qui si convien lasciare ogni sospetto;

Ogni viltá convien che qui sia morta[[9]]

Londres, enero de 1859.

Publicado en el libro; Zur Kritik der plitischen Oekonomie von Karl Marx, Erstes Heft, Berlín 1859.


[1] Gaceta renana (“Rheinische Zeitung”): diario radical que se publicó en Colonia en 1842 y 1843. Marx fue su jefe de redacción desde el 15 de octubre de 1842 hasta el 18 de marzo de 1843.

[2] Gaceta general (“Allegemeine Zeitung”): diario alemán reaccionario fundado en 1798; desde 1810 hasta 1882 se editó en Ausburgo. En 1842 publicó una falsificación de las ideas del comunismo y el socialismo utópicos y Marx lo desenmascaró en su artículo “El comunismo y el Allegemeine Zeitung de Ausburgo”, que fue publicado en Rheinische Zeitung en octubre de 1842.

[3] C. Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

[4] Deutsch‑französische Jahrbücher (“Anales franco‑alemanes”): órgano de la propaganda revolucionaria y comunista, editado por Marx en parís, en el año 1844.

[5] “Anales franco‑alemanes”

[6] Marx y Engels, La ideología alemana.

[7] Marx, Trabajo asalariado y capital.

[8] La Asociación Obrera Alemana de Bruselas fue fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847, con el fin de educar políticamente a los obreros  alemanes residentes en Bélgica y propagar entre ellos las ideas del comunismo científico. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la sociedad se convirtió en un centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica y mantenía contacto directo con los clubes obreros flamencos y valones. Los mejores elementos de la asociación entraron luego en la organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación Alemana en Bruselas se suspendieron poco después de la revolución burguesa de febrero de 1848 en Francia, debido al arresto y expulsión de sus miembros por la policía belga.

[9] Déjese aquí cuanto sea recelo;/ Mátese aquí cuanto sea vileza. (Dante, La divina comedia).

Una aproximación epistemológica a los derechos humanos desde la dimensión vivencial pragmática. Enrique Uribe

I. Consideraciones previas

Es inconcuso que los derechos humanos son indivisibles. Aunque la doctrina se ha ocupado de estudiar múltiples aspectos de gran relevancia, tal vez sea este el de mayor peso, pues se configura como la primera y la más importante de las afirmaciones que podemos hacer sobre los derechos de los seres humanos. La unidad y la unicidad[1] de los derechos humanos son la más evidente prueba de su naturaleza indisoluble e inmanente.

A pesar de ello, hay una cuestión que no deja de llamar la atención desde el momento en que nos aproximamos a la comprensión del objeto en estudio, pues resulta evidente que no todos los derechos humanos se materializan en la misma medida.

Es decir, que aunque todos los derechos humanos pertenecen a la misma categoría es innegable que entre ellos existen diversos segmentos (o tal vez distintos momentos o proyecciones), según sea el grado de evolución que cada cual tenga.

Por citar un ejemplo, los derechos humanos de proyección civil, como el derecho a la libre manifestación de las ideas o el derecho a la libre asociación, son derechos que han alcanzado un nivel de aceptación y por consiguiente de consolidación que nadie pone en duda.

Hoy en día, en casi cualquier parte del mundo,[2] los habitantes podemos organizamos y manifestar nuestra forma de pensar.

Sin embargo, existen otros derechos que no tienen ese «nivel» de desarrollo y aceptación. En este rubro podemos incluir a casi todos los derechos de reciente manufactura y estructuración, como el derecho al desarrollo o el derecho a un medio ambiente sano, por citar algunos. En muchos países, la contaminación del aire, del agua y de la tierra alcanzan niveles alarmantes y el tema de la garantía de los citados derechos es poco menos que ilusoria.[3]

La reciente catástrofe ambiental provocada por la empresa British Petroleum[4] es, sin duda, la más elocuente muestra de esta falta de garantías para tan noveles y poco desarrollados derechos humanos.

Esto significa que los derechos humanos «de papel»[5] que existen en todos los instrumentos internacionales y en las Constituciones deben ser replanteados en su dimensión vivencial y en los mecanismos para su aseguramiento, en ánimo de permitir la generación de escenarios que hagan viable su presencia cotidiana en todos los espacios de la vida humana.

A partir de esta percepción asimétrica entre los diversos derechos que pertenecen a los seres humanos, hemos considerado la necesidad de generar una clasificación que permita distinguir, entre los derechos humanos, cuáles son los que deben ser potenciados para servir como detonador de todos los demás.

En este sentido, una primera cuestión exige saber si en términos epistemológicos es posible establecer diferentes jerarquías o niveles entre los derechos humanos. Concretamente podemos preguntarnos, ¿existen diferentes jerarquías entre los derechos humanos?[6]

Ante una pregunta de tal envergadura, no podemos menos que madurar la respuesta con mesura y cuidado; incluso hasta podríamos expresar nuestro desacuerdo por la manera en que la referida pregunta ha sido formulada, pues la respuesta que de inmediato podemos lanzar es que todos los derechos humanos pertenecen a la misma familia, a la misma categoría.

Con este ejercicio un tanto provocativo, damos inicio a este discurso con el que pretendemos hacer una aproximación a la manera en que hasta hoy se ha categorizado a los derechos humanos y cómo de esa categorización se derivan otras cuestiones esenciales como los alcances de la protección de los derechos humanos.

Como se verá, la cuestión no es asunto menor, justamente porque de su adecuada concepción podemos derivar una serie de consecuencias que a fortiori van anudadas a la visión que se puede construir en torno a los derechos humanos y su garantía.

En este sentido, bien podemos traer a colación las clásicas perspectivas del iusnaturalismo y el positivismo que a lo largo del tiempo han ocupado la escena en esta discusión ya vieja sobre la esencia y el origen de los derechos humanos.

Por un lado, está la afirmación de la inmanencia de estos derechos en la naturaleza de los seres humanos; por el otro, la idea de que es el Estado quien los otorga o los reconoce.[7] Una y otra mirada nos han conducido de manera inexorable a un callejón sin salida, pues desde su raíz ambas tendencias teóricas se han asentado en puntos de partida distintos, en cierto sentido irreconciliables, pero además incompletos.

En la primera expresión, los derechos humanos de cuño iusnaturalista necesitan ir acompañados de su necesaria protección; en la segunda, la fuente de validación que es el poder del Estado, puede incurrir en lamentables fallas si acota o anula ciertos derechos que ya no quiera «otorgar» ni «reconocer».[8]

Pues bien, los derechos humanos necesitan una visión más fresca, holística, integral. Lejos de las discusiones meramente conceptuales, nos parece que la perspectiva epistemológica tiene que ser conducida desde la manera en que los derechos inmanentes a los seres humanos son vividos cotidianamente, y los distintos modos o mecanismos con que son asegurados.

Prima facie, en este proceso vivencial es claro que no todos los derechos humanos se proyectan con la misma fuerza. Algunos derechos se pueden potenciar incluso hasta el nivel de autoprotección, cuando su «apropiación y ejercicio» son simultáneos. Permítasenos hacer una afirmación con la cual intentamos robustecer nuestro planteamiento: No todos los derechos humanos pueden ser al mismo tiempo una garantía.

Más bien, casi todos los derechos son sólo derechos. Lo cual significa que aún sin pronunciarnos sobre la existencia de distintos grados o jerarquías entre los derechos humanos, sí podemos introducir dos «categorías» que nos permitirán ir definiendo cuál es la impronta y relevancia de cada uno de estos derechos. Por supuesto que no vamos a estudiar en forma individual cada derecho, pues resultaría un tanto riesgoso hacer un estudio particular y concreto, cuando la ciencia se construye con categorías y conceptos.

En este sentido, vamos a utilizar un argumento que conecta los derechos humanos con la democracia y el Estado constitucional. Esta triada que conforma lo que hemos denominado el ciclo constitucional garantista,[9] es una construcción teórica que permite mirar con mayor claridad cuál es el papel que los derechos humanos tienen en la praxis de la democracia y en la construcción del Estado constitucional.

II. La cuestión epistemológica

Es típica la clasificación que establece al menos tres generaciones de derechos humanos. La primera que corresponde al desarrollo de los derechos civiles y políticos, la segunda que se vincula a los atisbos de los derechos sociales, y la tercera que tiene que ver con el despunte de los derechos de solidaridad. Esta clasificación basada meramente en el criterio cronológico, es ahora insuficiente para contener a los nuevos derechos humanos que paulatinamente han ido apareciendo en los diversos contextos.

Hoy, por ejemplo, se menciona ya una cuarta generación de derechos humanos que algunos autores identifican con la «sociedad tecnológica» y las formas en que los avances tecnológicos impactan en la vida humana; también hay voces que inscriben en esta misma generación a los derechos de las minorías y a los nuevos actores y movimientos sociales. En el mismo orden de ideas, hasta se menciona ya una quinta generación de derechos humanos que, según la perspectiva que se atienda, puede incluir alguna de las manifestaciones antes señaladas.

Como podemos advertir, los derechos de las minorías o los derechos informáticos (que también se identifican como cyber-rights) resultan poco precisos para delinear y delimitar los contenidos de cada generación. De seguir en esta ruta, pronto estaremos avistando una sexta o hasta una séptima generación de derechos humanos de trazos poco precisos.

Lo cierto es que en tal caso, lo más relevante no se sitúa en el número de generaciones que podamos armar desde el punto de vista temporal. En nuestra opinión, es necesario apostar a nuevos criterios de clasificación que nos permitan traspasar la sola dimensión cronológica, estática y poco creativa, a una perspectiva que hemos denominado vivencial-pragmática, que entre otras cosas pretende incluir en tales ensayos de clasificación, los mejores procedimientos para hacer que los derechos humanos sean algo más que el solo eco de lo que el poder público es capaz de manifestar. Antes de entrar de lleno al estudio de esta construcción, es preciso aclarar cuál es el alcance de lo que aquí hemos dicho.

De acuerdo con lo que podemos advertir en los textos sobre la materia, los derechos humanos tienen una relación inmediata con el poder público. Nos parece que aún desde la mirada del iusnaturalismo y siendo inmanentes a la naturaleza de los seres humanos, los referidos derechos tienen que ser respetados por los agentes externos que pueden incidir en su vulneración.

Esto significa que aún para los partidarios de la visión iusnaturalista, los derechos humanos se relacionan, quiérase o no, con la potestad del Estado, pues cualquier manifestación o ejercicio de sus atribuciones tiene que respetar invariablemente los derechos que se identifican como inherent rights.

En este supuesto, la actuación del Estado es pasiva, pues se limita a respetar la esfera jurídica de los habitantes. Podemos decir que en este caso, sin hacer nada, el Estado hace todo; el Estado y sus órganos cumplen con el respeto a los derechos humanos en la medida que son capaces de reprimir y limitar los alcances de su potestad. Como fácilmente se desprende de esta afirmación, una manera de ver las cosas en esta proyección se queda a la mitad del camino, pues no muestra la otra parte del respeto y garantía de los derechos humanos; aquella donde la actitud pasivo-permisiva del Estado es insuficiente para dar paso a la configuración de los derechos y a la actualización de sus medios de protección.

Podemos decir que de manera similar al laissez faire, laissez passer del liberalismo burgués, el Estado se sitúa en el papel de frío observador que no interviene sino hasta que los habitantes le requieren que lleve a cabo una investigación sobre posibles violaciones a derechos humanos o que emita algún pronunciamiento, jurisdiccional o no, sobre el particular. Estos son los derechos humanos de configuración más simple.

Por supuesto, la referida configuración poco tiene que ver con el momento temporal de la aparición de los derechos humanos en cuestión. De modo tal que en este escenario lo mismo podemos encontrar un derecho de primera generación (o al menos aspectos de algún derecho de primera generación) que cualquier otro derecho de segunda o tercera generación.

Para poder identificar de mejor manera lo que aquí hemos expresado, vamos a decir que el derecho a votar (primera generación) es un derecho que se configura desde el momento mismo en que la Constitución prescribe su existencia y disfrute. En este sentido, cualquier ciudadano se sabe titular del citado derecho, y para «apropiarse» de él no necesita más que cumplir con los requisitos que la Constitución marca y ejercerlo. En la misma dinámica podemos encontrar derechos de segunda o tercera generación que se tienen desde el momento mismo en que son incluidos en la carta magna.

Por ejemplo, en México, todos los niños son titulares de los derechos a la alimentación, a tener una familia, un nombre, etcétera. En los dos casos citados, los derechos humanos se dan frente al Estado y ante las demás personas, de manera concomitante a su regulación constitucional. Ni el ciudadano que va a votar, ni el niño que es registrado para tener un nombre, necesitan accionar a los órganos del Estado para que los derechos en comento se configuren y actualicen.

Con esto, podemos decir además que todas las cuestiones concernientes a la legitimación para el ejercicio de los citados derechos, ni siquiera es un asunto relevante, pues los sujetos titulares de los mismos asumen un papel pasivo; hacia ellos se referencia la potestad del Estado, pero solamente como recipiendarios de los derechos humanos que el Estado mismo les otorga o les reconoce, y ante los cuales el poder público limita o atenúa su potestad.

Se trata en esencia de ciertos aspectos de los derechos humanos que, por lo general, no sufren disminución ni afrenta por parte del Estado. Por lo tanto, su configuración y disfrute caminan de la mano con la existencia misma de los citados derechos. En tal caso, podemos citar, a guisa de ejemplo, los derechos inmanentes a la mayoría de edad, como el derecho a votar que se obtiene con el solo hecho de cumplir 18 años. Es evidente que toda persona que reúna las condiciones plasmadas en la carta magna tiene (sin mayor trámite) el derecho a votar, y por ende, el derecho a que se le incluya en el padrón electoral y a que se le expida una credencial, etcétera. Vamos a llamar a estos derechos humanos derechos de disfrute inmanente.

Estos derechos, que también podemos llamar derechos de tipo reflejo o derechos-espejo, coexisten de manera inmediata con el sujeto titular de los mismos. El sujeto titular de los derechos humanos se mira al espejo y los derechos regresan de inmediato a él; es más, ni siquiera regresan, permanecen en sí mismo, pues a él le pertenecen; esto es, forman parte de su ser; sin ellos, simplemente no puede vivir. La inmanencia de estos derechos permite que las personas los lleven consigo a dondequiera que se encaminen.

Por supuesto, muchos de los derechos que podemos inscribir en este nicho, no pueden ser valorados desde la visión temporal, toda vez que la aparición cronológica de los derechos humanos es la sola manifestación del reconocimiento de ciertos derechos que en algún momento histórico determinado resulta imposible reducir o ignorar.

Por ejemplo, la revolución francesa vio nacer los derechos civiles y políticos, porque la expoliación del pueblo francés en ese momento histórico había llegado a su culmen y era imposible continuar con el status quo entonces imperante.

Cuestión distinta se plantea cuando un derecho humano necesita de una acción adicional que permita perfeccionar su configuración. En tal caso, podemos señalar que el derecho por sí mismo no se inscribe en el circulo de atribuciones de la persona humana que es su titular, sino hasta el momento en que el sujeto en cuestión realiza alguna acción que convierte ese derecho que se encuentra «en estado de latencia», en un derecho de ejercicio pleno que se potencia y proyecta a la vida de los seres humanos.

Citamos, a manera de ejemplo, el derecho a la información, que no obstante estar reconocido constitucionalmente, no se tiene a plenitud, sino hasta el momento en que se acude ante los órganos del Estado a solicitar información.

Se podrá decir, en contra de lo que aquí hemos descrito, que nuestra referencia atiende dos arcos temporales distintos de los derechos humanos; por un lado, su reconocimiento como tales; por el otro, el momento de su ejercicio; sin embargo, vale decir que aún en el caso de que todos los derechos estén constitucionalmente reconocidos, no todos se tienen como vivencia inmediata. Por eso, podemos formular la siguiente expresión: todos los derechos humanos son inherentes a la naturaleza del ser humano, pero no todos se disfrutan ipso facto. Esta segunda categoría da lugar a lo que hemos llamado los derechos de disfrute condicionado. Como podremos ver, unos y otros derechos dan lugar a distintos escenarios y posibilidades.

III. La dimensión vivencial pragmática de los derechos humanos

De acuerdo con lo que hasta aquí hemos apuntado, los derechos humanos necesitan ser vistos con el auxilio de nuevas herramientas metodológicas que permitan la construcción de una dimensión epistemológica más acorde con las exigencias actuales en este campo.

Dijimos ya que no basta con la simple configuración temporal y los ejercicios descriptivos sobre el significado y contenido de los derechos humanos. A nadie le sirve saber que tiene tal o cual derecho si cuando pretende vivirlo y disfrutarlo, pocas o nulas son las posibilidades que tiene al alcance de su mano para pasar de lo descriptivo (e incluso prescriptivo) sobre el referido derecho, a la fase vivencial pragmática.

Ahora bien, en esta construcción epistemológica, es claro que hay dos grandes momentos intrínsecamente relacionados: por un lado, todo lo concerniente a la concepción de los derechos humanos; por otra parte, lo referente a la manera en que los citados derechos pueden ser (y deben ser) garantizados por el poder del Estado (en principio esta responsabilidad es del Estado; empero, la proyección internacional[10] de esta cuestión es un asunto cada vez más consistente y aceptado). En seguimiento de esta idea, es evidente que la orientación teórica de la concepción sobre los derechos humanos indica de inmediato e incide decisivamente en la orientación de la forma en que los citados derechos pueden ser garantizados.

En cuanto a lo primero, las ya citadas concepciones clásicas sobre los derechos humanos muestran a cabalidad los dos grandes escenarios para la comprensión del significado y alcances de estos. En el iusnaturalismo, los derechos pertenecen a todos los seres humanos; en el positivismo, su existencia depende de la capacidad y de la voluntad del Estado.

Esta manera de aproximarse al tema que nos ocupa plantea de inmediato algunas otras consecuencias derivadas de la concepción antes apuntada. Por ejemplo, en la primera orientación, los derechos son vistos de manera unidimensional (todos los derechos son de todos); en la segunda, el factor temporal es decisivo (los derechos evolucionan en la medida que el Estado avanza).

En la primera aproximación teórica, los derechos pueden o no ser protegidos; lo más relevante es comprender su existencia en todo ser humano; en la segunda perspectiva, el mayor triunfo de los derechos humanos reside en su constitucionalización.

A partir de estos trazos conceptuales, la concepción de los derechos humanos se apunta como un momento de relevancia indiscutible. De manera tal que podemos armar el siguiente axioma: la concepción de los derechos humanos influye y determina los alcances de su protección.

Pues bien, de acuerdo con esto, ni el iusnaturalismo ni el positivismo pueden construir los escenarios idóneos para el respeto indeclinable de los derechos humanos. En este orden de ideas, tampoco las orientaciones de reciente cuño sirven para la tarea que hemos anotado; el argumento a favor de la constitucionalización de los derechos humanos se queda a la mitad del camino, pues no basta con que la carta magna los reconozca para que los habitantes los disfruten de inmediato; una visión garantista de los derechos humanos se queda igualmente corta, pues en muchos casos la mejor garantía ni siquiera es asunto de los tribunales del Estado.

Como podemos colegir de todo esto, la concepción de los derechos humanos tiene que ser completa, integral. Debemos ver desde un principio, no solamente los bordes del horizonte hermenéutico, sino también la estructura y contenido del continente llamado derechos humanos. De este modo, será posible avistar desde la concepción misma, el desarrollo, el disfrute y la evolución de los derechos consustanciales a los seres humanos.

Por eso, nos ha parecido insuficiente la visión histórica que encarga la existencia de los derechos humanos a su aparición en determinado momento y acontecimiento histórico, por eso también, los procesos de reconocimiento y constitucionalización de los referidos derechos se advierten fríos e irrelevantes y, aún más, la afirmación de que estos derechos pueden ser plenamente garantizados por el Estado —sin que este haga algo más que mirar el desarrollo de la sociedad—, nos parecen franca evidencia de que la concepción de los derechos humanos debe ser revisada y replanteada.

Luego entonces, pretender que la concepción es algo distinto y hasta ajeno a la protección de los derechos humanos, es una manera parcial e insuficiente de entender el verdadero quid de estos derechos irreductibles e irrenunciables que deben tener en el Estado su garantía plena. Desde luego, la tendencia (al menos en Europa) apunta hacia la proyección internacional (comunitaria) de los derechos humanos, en el propósito de que estos sean plenamente garantizados, sin importar a qué país pertenezca la persona que deba ser objeto de dicha protección.[11]

Es necesario entonces que la nueva construcción epistemológica sobre el particular anude estos dos momentos centrales y los comprenda inseparables: en primer término, la concepción de los derechos humanos desde una visión holística, ajena a condiciones temporales o sucesos históricos; en segundo lugar, la verdadera garantía (más allá del garantismo) constitucionalmente prevista e internacionalmente procedente.[12]

Como hemos podido anotarlo en este trabajo, la concepción aquí delineada entraña un ejercicio epistemológico que debe moldear y modelar a los derechos humanos —más allá de conceptos y definiciones— como atributos consustanciales, atemporales, irreductibles de los seres humanos con independencia de la ubicación geográfica y condiciones de vida de sus titulares.

Esto significa que los derechos humanos pueden y deben acompañar a sus titulares en todo momento, en cualquier lugar, más allá de los artificios que en el derecho internacional pueden distinguir a los nacionales de los extranjeros, a los comunitarios de los no comunitarios, a los inmigrantes de los no inmigrantes, a los residentes de los «sin papeles»,[13] y otras frioleras de similar catadura.

Estos son los derechos humanos: los atributos inexpugnables de los seres humanos: no sólo los derechos tangibles como el derecho a cambiar de residencia (por cierto, no garantizado por el orden jurídico internacional), sino también aquellos derechos intangibles como la dignidad y el valor personal que de manera invariable deben ser equidistantes, entre su concepción y su ejercicio. En seguimiento de todo esto, no hay fórmula secreta para poder comprender y argumentar adecuadamente sobre los derechos humanos. Comprender y describir es la primera tarea que debemos realizar en este campo; luego, es necesario diseñar y aglutinar en un modelo todos los elementos interactuantes del sistema; finalmente, es indispensable establecer las vías de ejercicio de los derechos humanos.

Como hemos dicho, estos derechos son la parte nuclear de todo ser humano; más allá de su descripción simple e irrelevante, debemos procurar los escenarios y los mejores instrumentos para su praxis cotidiana; para su dimensión vivencial aquí y ahora. Entonces, la más adecuada concepción de los derechos humanos debe estar conectada de manera directa, inmediata, con su disfrute y luego con las garantías para dicho disfrute. No al revés, porque entonces, parecería como si las garantías (asunto de índole procesal) fueran el estadio previo del disfrute de los derechos humanos.

De acuerdo con este hilo argumentativo, podemos establecer la conexión lógica entre los elementos que aquí hemos citado. La concepción de los derechos humanos y el disfrute de los mismos se puede plasmar en este esquema que nos muestra en diferentes fases cada momento de esta construcción. Así, de la concepción que se ubica en la primera fase podremos llegar hasta el tema de las garantías como consecuencia final, natural e irreductible de la cosmovisión sobre los derechos humanos.

Como podemos desprender de todo esto, la afirmación derechos humanos sin garantías es una aporía:

    Fase 1. Derechos humanos = concepción y praxis.

    Fase 2. Concepción derechos humanos = quid y disfrute.

    Fase 3. Disfrute derechos humanos = dimensión vivencial.

    Fase 4. Dimensión vivencial = praxis e instrumentos «constitucionales» (garantías).

El asunto fino está entonces en cómo llevar a cabo la dimensión vivencial. Este es el punto central de la construcción epistemológica que nos ocupa, y que se advierte esencial en el intento por hacer que el disfrute de los derechos humanos sea la regla y no la excepción.

IV. Los escenarios y los procesos

Hemos señalado que la apuesta por la dimensión vivencial de los derechos humanos acusa pertinencia y posibilidad en el intento por acercar los dos elementos ya referidos. La praxis de los derechos humanos puede permitir la materialización del nexo entre la cosmovisión, entre el quid y los mecanismos para la protección cotidiana, común y corriente de los mismos.

Como podemos ver en el esquema que antecede, el arribo a la «fase 4 del modelo» implicados condiciones o elementos (según se quiera ver) que son la praxis y los instrumentos constitucionales necesarios para hacer asequible en la realidad y en la vida de todos los días, el disfrute de los derechos de los seres humanos. Para el logro de estas dos condiciones, es necesaria la aproximación taxonómica que trazamos al principio. Id est que no todos los derechos humanos pertenecen a la misma categoría. Hay derechos de disfrute inmanente y derechos de disfrute condicionado. Unos y otros dan lugar a escenarios distintos y, por supuesto, dan cabida también a una distinta manera de intervención por parte del Estado.

Los derechos humanos de tipo inmanente, por lo general, no requieren mayor intervención del poder estatal. Como son parte inexpugnable de las personas, estos derechos se tienen y se vivencian desde el momento mismo de su existencia.

El problema mayúsculo se vive en el campo de los derechos de disfrute condicionado, pues aquí los individuos precisan el auxilio de otros elementos que no siempre acompañan a los derechos-sustancia que se pretende vivenciar. En este caso, es necesario entonces armar a los habitantes con los escenarios, mecanismos y procedimientos que sean útiles y accesibles para el propósito antes apuntado.

De este modo, tienen lugar dos escenarios que se pueden identificar en dos planos diferenciados. En primer término, el del Estado en actitud pasivo-permisiva. En segundo lugar, el del Estado proactivo; el del Estado ocupado en generar las condiciones óptimas para que sus habitantes puedan vivir sus derechos humanos sin ambages ni pretextos. Como ya lo anotamos en este trabajo, el Estado que se sitúa en una actitud pasivo-permisiva, poco o nada hace en relación con la generación de escenarios y procesos a favor de la evolución de los derechos humanos. Lo más relevante se identifica con la dimensión garantista, en virtud de la cual, el Estado se limita a establecer los procedimientos y los tribunales para que los habitantes acudan a ellos en caso de alguna violación a sus derechos esenciales. Vale decir que lamentablemente, ni siquiera este escenario ha sido desarrollado con atención y prestancia.

El segundo escenario que se identifica con la actitud del Estado, proclive al impulso y desarrollo de los derechos humanos, representa el escenario ad hoc, el contexto idóneo en el tema que nos ocupa. Empero, un escenario de tal naturaleza demanda muchas otras condiciones que no pueden faltar en eso que hemos llamado el ciclo constitucional garantista. Por lo pronto, los dos tipos de intervención estatal que hemos apuntado, provocan la generación de dos tipos de procesos que también son divergentes en su sentido y proyección.

El proceso natural para el primer tipo de escenario, es el proceso reactivo. El Estado solamente interviene cuando los gobernados se lo piden; el Estado actúa en su papel de garante del statu quo plasmado en la Constitución. Los derechos humanos de disfrute condicionado —por su propia naturaleza— necesitan que el Estado tenga una actitud más abierta, proactiva y de franca colaboración y coadyuvancia. En caso contrario, el mismo Estado se convierte en el principal agente de su aletargamiento y olvido. Ahora bien, la actitud de potenciación que se estima necesaria de parte del Estado, da lugar a una intervención estatal mediante lo que hemos llamado el proceso proactivo. Aquí el Estado se identifica a sí mismo como el principal promotor y defensor de los derechos humanos.

Una clasificación planteada en estos términos da lugar a dos escenarios totalmente diferentes en cuanto a la protección de los derechos fundamentales. En este caso, la parte esencial no se sitúa ya en la forma como las leyes del Estado recogen y reconocen los derechos humanos, sino que se ubica en el momento vivencial-pragmático donde lo más relevante, sin duda, se mira en la forma en que los derechos son puestos en práctica cotidiana.

El primero de los procesos se identifica con el garantismo de tipo procesal; id est se trata de un escenario en el que los habitantes necesitan de manera ineluctable los procedimientos, escenarios y mecanismos de un adecuado sistema de justicia constitucional capaz de dotar a sus ciudadanos y habitantes, en general, con las herramientas de tipo jurisdiccional constitucional, viables y eficaces para la defensa y protección de sus derechos.[14]

Empero, este primer proceso no es, con mucho, el que mejor abona a favor de la «garantía» de los derechos fundamentales, habida cuenta de que siendo el Estado el principal garante de estos, antes que los tribunales y los procesos judiciales, tiene que ponerse la mira en las acciones de gobierno útiles y pertinentes para que los gobernados pocas veces se vean compelidos a exigirle al poder público que respete sus derechos. Esto es parte indeclinable de un genuino Estado constitucional.

Como se ve, la consecución de un escenario como el planteado en segunda instancia no es un asunto fácil; con toda seguridad podemos aseverar que tampoco el primer supuesto es un asunto sencillo. Sin embargo, para ningún Estado que en la actualidad se precie de estar evolucionando hacia las reformas que lo identifiquen como un Estado constitucional, resulta difícil el establecimiento de los procedimientos (incluso constitucionales) para que los habitantes puedan alegar el respeto a sus derechos humanos.

Lo que en realidad tiene un alto grado de dificultad por todos los factores que inciden en ello, es el establecimiento de los diseños adecuados para que los habitantes puedan tener en el Estado al principal promotor y defensor de sus derechos; lo anterior demanda políticas públicas de alto contenido humanista y de fuerte vocación social. Lamentablemente, en la mayoría de los países, el poder del Estado es ejercido de manera vertical descendente, las más de las veces a partir de una visión autoritaria del poder.[15]

Casi por lo general, el contenido de la justicia constitucional se sitúa en los procesos constitucionales viables para dicha protección y para el mantenimiento de los ámbitos competenciales de los órganos del Estado. Sin embargo, como podemos derivar de todo lo que hasta aquí hemos dicho, la justicia constitucional debe ser armada con otros elementos que no son necesariamente procesos ni tribunales.

Por lo anterior, creemos que un gran primer paso podríamos materializarlo en el diseño de un sistema de justicia constitucional que hiciera posible la configuración del ciclo constitucional garantista ya anunciado y que se explica más adelante.

Pero como la cuestión de fondo se halla en la manera que el Estado puede llevar a cabo esta relevante función de cumplir ad libitum con el respeto de los derechos de los habitantes, por eso insistimos en el ejercicio de lege ferenda que nos lleva al planteamiento sobre la necesidad y condición inaplazable de que el diseño constitucional del Estado contenga necesariamente estos escenarios (procesos) para el disfrute cotidiano, sin cortapisas, de los derechos inherentes a la condición humana.

V. Configuraciones y consecuencias

Como podemos ver, la concepción de los derechos humanos es el punto de inflexión en los modos de articular la mejor defensa posible de estos. La misma concepción va enderezada a configurar una manera de actuar del Estado —proactiva o pasiva, según sea el caso— que abonará a favor de los derechos humanos o simplemente permanecerá expectante testimoniando su desarrollo o hasta su involución.

Por estar conectado con todas estas derivaciones de la misma cuestión central, debemos destacar el caso de la participación internacional del Estado en estas tareas, pues no podemos dejar de señalar la responsabilidad internacional que cada Estado asume con el tema que nos ocupa.[16]

De este modo, la concepción o las diversas concepciones dan paso a otras tantas configuraciones que implican al Estado (poder público) y a otras fuentes de poder (incluso particular). También, la concepción da paso a otras configuraciones de tipo espacial donde los derechos humanos se pueden proyectar con fuerza hacia el exterior o simplemente permanecer estancados, ajenos a la evolución, en el interior del Estado. De todo esto podemos extraer algunas reflexiones que lógicamente se desprenden de lo que hemos afirmado.

Configuración A. La concepción configura y predetermina los alcances de los derechos humanos. Aquí se inscriben las corrientes de pensamiento como el positivismo y el iusnaturalismo que atienden a dos diferentes maneras de comprender los derechos humanos, y en consecuencia, a las distintas vías para procurar su disfrute y protección.

Configuración B. La concepción configura y predetermina el tipo de intervención del Estado. En este caso, la concepción puede dar paso a una actitud pasivo-permisiva o proactiva, según sea el sentido e intensidad del interés del Estado en este tema.

Configuración C. La concepción configura y predetermina un tipo especial de relación de las personas con las fuentes de poder (público y privado). A partir de esto, el Estado puede identificarse bien sea en su profunda vocación social o en el ejercicio autoritario del poder. En este nicho podemos situar a las personas como el centro de la preocupación del Estado, con políticas públicas encaminadas a mejorar sus condiciones de vida o, por otro lado, al Estado vuelto hacia sí mismo y ajeno a las preocupaciones y penurias cotidianas de los habitantes.

Configuración D. La concepción sirve para explicar la aparición de los derechos humanos, su génesis y su prospectiva. La visión cronológica-histórico-temporal explicará la formación de los derechos humanos a partir de sus nexos irreductibles con cierto momento de la historia; la expresión vivencial-pragmática proyectará a los derechos humanos hacia su disfrute pleno más allá de lo que el Estado, los poderes públicos y/o privados deban hacer al respecto e incluso, más allá de lo que las Constituciones domésticas puedan incidir en su protección y desarrollo.

De cada una de estas concepciones es posible extraer algunas consideraciones. En cuanto a la primera, las consecuencias de las visiones dogmáticas ya fueron anotadas líneas atrás, ni positivismo ni iusnaturalismo, ninguna de estas dos miradas alcanzan a explicar el quid de los derechos humanos; ni siquiera los intentos de la corriente sociológica, intentada como una alternativa de las otras dos, puede dar respuestas satisfactorias a la cuestión central de los derechos humanos.

En lo tocante a la segunda concepción, es palpable la ineficacia del Estado cuando simplemente se espera de él que funja como árbitro o que dote a los habitantes de herramientas para su defensa. Como ya lo señalamos, el Estado tiene que ser el principal promotor de los derechos humanos.

Por cuanto hace a la tercera perspectiva, el ejercicio del poder guarda una relación estrecha con los derechos humanos; tal vez sea esta la mejor vía para entender a qué se refiere dicha temática, pues de la manera en que se ejerce la potestad del Estado, podemos saber en qué tipo de Estado vivimos; el axioma no puede ser más contundente: dime qué tanto le interesa a tu Estado el tema de los derechos humanos y te diré en qué tipo de Estado vives.

Por último, si la concepción va a seguir lastrada por el influjo del tiempo y de los acontecimientos históricos concretos, tendremos que atenernos a la aparición de otros sucesos que no sabemos en qué sentido se vayan a direccionar, para saber qué otros derechos humanos no natos podrán hacer su aparición en el futuro.

Con lo que hasta hoy nos ha reportado la historia, no podemos llegar muy lejos. Si, en cambio, más allá de las distintas generaciones de derechos humanos, ponemos nuestro empeño en la construcción de los escenarios y el diseño de los mecanismos y procedimientos para su disfrute pleno, nos parece que entonces estaremos en el camino adecuado. Los derechos humanos y su evolución, sin duda, dependen más de su praxis (que los puede proyectar hacia otras dimensiones hasta ahora ni siquiera esbozadas) que de las construcciones científicas a posteriori.

VI. Derechos y democracia para el Estado constitucional

Lo hasta aquí expresado adquiere su ratio esendi cuando nos acercamos a la consecuencia natural de que los derechos humanos son el campo idóneo para abonar en favor de la democracia y la justicia.

En este punto, de nada valen las construcciones intelectuales más pulidas sobre los derechos humanos si, como hemos dicho, los citados derechos se estrellan con insalvables límites provenientes de las más variadas fuentes; entre otras, el poder autoritario, centralizado, carente de límites y controles; los frágiles mecanismos de protección y defensa de los citados derechos; los escenarios para su protección, cercenados e incompletos; la cortedad de miras de quienes todavía creen que el Estado y sus tribunales domésticos son el límite en la protección de los derechos humanos; por último, la tibieza en el ejercicio de los derechos humanos por parte de sus titulares indiscutibles: los habitantes y, más aún, los ciudadanos.

Veamos en el diagrama de la página siguiente cómo podemos enlazar el diseño epistemológico propuesto. En la dimensión vivencial-pragmática, los derechos humanos necesitan ser vivenciados para hacerlos respirar a toda hora. El ciclo constitucional garantista busca ser una respuesta a esta ingente necesidad. Así, los derechos humanos, la democracia, la justicia constitucional y el Estado constitucional, conforman un ciclo donde cualquiera de sus fases es irremplazable y esencial: la democracia, que es mucho más que procesos electorales, no puede estar completa si carece de un sistema de protección y defensa de los derechos humanos; la justicia constitucional no puede ser plena si su sistema de garantías está a medio diseño; el Estado constitucional tampoco puede alimentarse si le faltan estos pilares.

En este ciclo, la dimensión vivencial-pragmática de los derechos humanos es irremplazable, pues si no son ejercidos, estos derechos fácilmente enmohecen y mueren, y abren paso franco a todo tipo de abusos y ejercicio incontrolado del poder.[17] Ergo, es urgente y nos llama con apremio una concepción de los derechos humanos que pueda poner énfasis en esta necesidad ciudadana de vivir y practicar cada día y a cada instante nuestros derechos.

VII. Conclusiones

Primera. Todas las reflexiones que hemos ido hilvanando a lo largo de este trabajo nos han permitido llevar a cabo el ejercicio epistemológico consistente en buscar otras posibilidades y otros caminos en la necesidad de construir la plataforma para lanzar a los derechos humanos hacia su plena realización. Es claro que el diseño plasmado a lo largo de este trabajo resulta aplicable a cualquier país y a todo ser humano. Hemos destacado en alguna parte el caso de México, por ser el más cercano a nuestra experiencia; esto no significa que el estudio se deba limitar a nuestro país, pues el intento científico aquí contenido pretende sentar las bases de una nueva forma de comprender, explicar y aplicar los derechos humanos.

Segunda. Ahora bien, no desconocemos que los derechos humanos conceptualmente difieren de los derechos fundamentales; para los efectos de nuestro estudio, las diferencias entre ambos conceptos poco interesan, pues la proyección epistemológica que nos ha ocupado fácilmente comprende ambas categorías conceptuales. En todo caso, ya es hora de replantear no sólo la denominación, sino desde luego, las posibilidades reales de saltar de la potentia al acto para que los derechos humanos y los derechos fundamentales formen parte de la agenda colectiva y personal de los seres humanos.

Tercera. En este elevado propósito, es necesario un Estado proactivo que sitúe en el centro de sus afanes a los seres humanos, que sea capaz de llevar a cabo una reforma sustancial que catapulte la evolución de los derechos humanos a su plano más inmediato, es decir, a su vivencia, a su disfrute. En este propósito que identifica y distingue a cualquier Estado constitucional, la reforma del Estado debe incluir una visión prospectiva donde la democracia, la justicia constitucional y un sólido Estado constitucional, sean tenidos por los habitantes como el más preciado de sus logros como generación.

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FUENTES ELECTRÓNICAS

http://www.adnmundo.com/contenidos/politica/rusia_manifestantes_detienen_reprimen_medvedev_pi_310110.html el 8 de marzo de 2010 13:15.

http://www.jornada.unam.mx/2010/06/30/index.php?section=mundo&article=034n2mu.


[1] El significado de estas dos palabras corrobora lo aquí dicho. La unicidad significa (Del lat. unicitas, -âtis). 1. f. Cualidad de único. La unidad significa (Del lat. unitas, -âtis). 1. f. Propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere. 2. f. Singularidad en número o calidad. 3. f. Unión o conformidad. De esta segunda palabra, hemos tomado solamente las primeras acepciones, ya que la fuente indica muchos otros significados que en la raíz hacen referencia al carácter indivisible de las cosas. Diccionario de la lengua española, Madrid, Real Academia Española, 2001, versión electrónica.

[2] Lamentablemente, aún con todo y su reconocimiento de rango constitucional, todavía hay gobiernos que se resisten a garantizar los citados derechos. Veamos, a manera de ejemplo, lo siguiente: «La policía rusa, en clara violación a su Constitución, reprimió ayer varias protestas contra el Gobierno que se realizaron en la plaza Triumfálnaya de Moscú y en San Petersburgo y detuvo a algunos grupos de manifestantes, entre los que se encontraban conocidos líderes de la oposición. Varios cientos de manifestantes se reunieron en una plaza del centro de Moscú para desafiar una prohibición impuesta por las autoridades. Los manifestantes gritaban ‘¡Vergüenza!’ cuando los agentes antidisturbios los empujaban al interior de autobuses. La protesta fue prohibida en una clara violación de la Constitución rusa, que garantiza el derecho de la gente a reunirse». http://www.adnmundo.com/contenidos/politica/rusia_manifestantes_detienen_reprimen_medvedev_pi_310110.html, 8 de marzo de 2010.

[3] En el caso de México, una de las más claras manifestaciones de esto son los reiterados intentos por recuperar el río Lerma y que no han tenido los resultados que todos esperamos. Para los habitantes que viven a orillas del citado afluente, la garantía del derecho humano a la salud y a un medio ambiente sano es inexistente; sus derechos son conculcados de manera cotidiana y, a causa de ello, no es extraño encontrar personas (sobre todo niños) que padecen enfermedades cutáneas y gastrointestinales.

[4] http://www.jornada.unam.mx/2010/06/30/index.php?section=mundo&article=034n2mun.

[5] Utilizo esta expresión lejos de cualquier asomo peyorativo, en el sentido de que se trata de derechos formalmente incluidos en los textos legales, pero que en la vida de todos los días, lamentablemente están lejos de ser disfrutados a plenitud.

[6] Introducimos con toda mesura esta afirmación, y así esperamos que la advierta el lector, pues la simple mención del término «categoría» puede conducirnos a equivocaciones, ya que ningún «derecho humano» puede ser categorizado; es decir, que entre los derechos de los seres humanos no puede haber categorías ni rangos ni jerarquías ni cualquier otra expresión en sí misma conceptualmente diferenciadora.

[7] La literatura sobre el particular es abundante; baste con citar algunas obras que pueden ilustrar cualquiera de estas dos tendencias: Bidart Campos, German J., Teoría general de los derechos humanos, Buenos Aires, Astrea, 1991; Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías, la ley del más débil, Madrid, Trotta, 2002; Jiménez Campo, Javier, Derechos fundamentales, concepto y garantías, Madrid, Trotta, 1999; Truyol y Serra, Antonio, Los derechos humanos, Madrid, Tecnos, 2000; Bartolomé Cenzano, José Carlos de, Derechos fundamentales y libertades públicas, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003.

[8] Podemos citar, a manera de ejemplo, el caso del artículo 22 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que desde el 5 de febrero de 1917 (fecha en que fue promulgada) y hasta el 1 de diciembre de 2005 (fecha en que el citado artículo fue reformado), conservó en su texto la pena de muerte, con lo cual dejó de «reconocer» uno de los derechos esenciales del ser humano: el derecho a la vida.

[9] Esta expresión está contenida en el trabajo de nuestra autoría, intitulado «La naturaleza constitucional dual del derecho a la información y su papel en la construcción del Estado constitucional en México», que se hizo acreedor al primer lugar en categoría de Investigación del Premio Estatal de Transparencia, edición 2009, convocado por el Instituto de Acceso a la Información del Estado de México.

[10] Cfr. Reidy,David A.,»An Internationalist Conception of HumanRights», The Philosophical Forum, vol. XXXVI, núm. 4, invierno de 2005.

[11] Cfr. Dellavalle, Sergio, Constitutionalism Beyond the Constitution. The Treaty of Lisbon in the Light of Post-National Public Law, New York University School of Law, Jean Monnet Working Paper 03/09, 2009. Este autor expone la importancia y al mismo tiempo la dificultad que entraña introducir en el orden jurídico europeo el tema de los derechos humanos a fin de garantizar su protección. El citado autor da cuenta del desarrollo que entre 1950 y 1990 tuvo esta cuestión al seno de la European Court of Justice (ECJ). «The third phase, finally, expanded the judicial review of the ECJ to comprehend also member states insofar as these apply Community law or, following the more far-reaching interpretation of the Court, issue legal acts within the scope of the Treaties».

[12] El tema de la protección de los derechos humanos no puede seguir siendo vista como un asunto de la incumbencia (inicialmente particular) de los Estados; esto implica incluso que las construcciones teóricas como el garantismo, deben proyectarse hacia el plano internacional. Ahora, las garantías son mucho más que tribunales domésticos y procedimientos constitucionales. En este plano epistemológico, salta a la vista lo pueril de nuestros procedimientos de protección constitucional de los derechos humanos (fundamentales) entre los que campea el juicio de amparo, pues su diseño nació de una visión bastante limitada. Véase, al respecto, Giegerich, Thomas, «The Is and the Ought of International Constitutionalism: How Far Have We Come on Habermas’s Road to a Well-Considered Constitutionalization of International Law?», German Law Journal, vol. 10, núm. 1, http://www.germanlawjournal.com/index.php?pageID=2&vol=10&no=1.

[13] La persecución policial de que son objeto los «ilegales» o «sin papeles» en muchos países como Estados Unidos, España o Francia, es una malsana consecuencia de esta construcción parcial sobre los derechos humanos. Quiérase o no, la idea de que en el Estado los extranjeros deben tener una «residencia legal» es un paroxismo que facilita la discriminación y los abusos. Este asunto ni siquiera necesita mayor motivación, como puede constatarse con la famosa Ley SB1070 del Estado de Arizona que ha exacerbado la xenofobia en contra de los ilegales, y ha justificado la inhumanidad de gente como el desde ahora tristemente célebre sheriff Arpaio.

[14] Por nuestra parte, consideramos que la defensa de lo más preciado de los seres humanos no tiene mejor vía que la jurisdiccional; en este sentido, lo más aconsejable es la vía jurisdiccional constitucional. Véase Uribe Arzate, Enrique y González Chávez, María de Lourdes, «La protección jurídica de las personas vulnerables», Revista de Derecho, Barranquilla, División de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Norte, núm. 27, 2007.

[15] Véase, a manera de ejemplo, el siguiente caso: «A pesar de ser punta de lanza en el impulso de reformas en materia de violencia, salud y participación política para que los gobiernos en turno adopten políticas públicas con perspectiva de género, las y los diputados de la LXI legislatura no asignaron presupuesto a la Comisión de Equidad y Género (CEG) para su ejercicio de este año… Entre los principales pendientes de la CEG en materia de derechos humanos, se encuentra la defensa del derecho a la maternidad libre y voluntaria, que a decir de las especialistas se verá amenazada durante la actual legislatura por grupos conservadores que buscarán restringirlo». Milenio Estado de México, 18 de abril de 2010, p. 10.

[16] Véase Koskenniemi, Martti, «The Politics of International Law, 20 Years Later», The European Journal of International Law, vol. 20, núm. 1, EJIL, 2009, p. 10,http://www.ejil.org/pdfs/20/1/1785.pdf.

[17] Cada vez es más fuerte la corriente de opinión y, sobre todo, los estudios científicos a favor del control del poder; cfr. Ackerman, Susan Rose, «Rendición de cuentas y el Estado de derecho en la consolidación de las democracias», Perfiles Latinoamericanos, México, Flacso, núm. 26, julio-diciembre de 2005; Warren, Mark E., «La democracia contra la corrupción», Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, México, UNAM, vol. XLVII, enero-marzo de 2005; Zúñiga Urbina, Francisco, «Responsabilidad constitucional del gobierno», lus et Praxis, Talca, Universidad de Talca, vol. 12, núm. 2, 2006.

Interacción cultural en El Salvador antes de los pipiles: Una mirada desde el centro de México. Blas Castellón.2017.

Desde hace muchos años, son bien conocidas las notorias semejanzas culturales entre la arqueología del centro de México y El Salvador. Estas analogías hacen énfasis en los aspectos lingüísticos y estilísticos de las dos regiones, cuyo origen se sitúa en distintos periodos y distintos modelos de interacción propuestos desde el Preclásico Medio hasta la época de la conquista.

Aunque existe la posibilidad de distintos flujos migratorios a larga distancia con personas que establecieron nuevos enclaves de población, normalmente se considera que la causa más probable de las semejanzas se debe al movimiento frecuente de productos, conceptos, artefactos, íconos, e incluso elementos tecnológicos a lo largo de los siglos.

Como los procesos de difusión involucran muchas formas distintas y posible transmisión de ideas y elementos materiales, no existen respuestas fáciles para proponer con precisión rutas, duración o simplemente, la elección de unos elementos más notorios en lugar de otros.

Hasta hace 20 años, el tema de las migraciones nahua pipiles y el establecimiento de grupos con esta filiación cultural en el centro y occidente de El Salvador, se explicaba de manera más bien general por referencia a la información de tipo lingüístico, etnohistórico y algunos datos arqueológicos, cuyo contexto no siempre estaba bien documentado.

No obstante, esta situación ha cambiado rápidamente en las últimas dos décadas y ahora se están haciendo reevaluaciones y nuevas exploraciones arqueológicas, cuyos resultados seguramente conoceremos con mayor precisión la naturaleza de estos procesos y el porqué de las similitudes culturales entre ambas regiones (Fowler, 2011; Escamilla, 2011 y Mc Cafferty, 2011).

En el presente trabajo me enfocaré hacia los periodos más tempranos y a lo que parece ser una tradición de mayor profundidad histórica en las interacciones y contactos entre el centro y norte, con el sureste de Mesoamérica, la cual se remonta desde el Preclásico y a través del periodo Clásico.

Aquí daré mayor énfasis a algunos datos arqueológicos del centro de México que pudieran estar relacionados con posibles procesos de interacción cultural, o al menos con el movimiento norte-sur-norte de elementos de cultura material que cada vez son mejor conocidos, cuya presencia está documentada en El Salvador.

Esta presentación, además, es parte de mi propia experiencia como arqueólogo que trabaja en el centro de México desde hace dos décadas y también tiene como antecedente dos experiencias de trabajo en El Salvador, por lo cual mencionaré datos de tipo arqueológico y su posible potencial de transferencia hacia regiones más lejanas, haciendo eco de los esfuerzos más recientes en esta materia, en la arqueología salvadoreña.

Mi propuesta general es que las manifestaciones culturales de semejanza entre México y El Salvador, tales como los nahua pipiles durante el Posclásico, son parte de una tradición mucho más antigua en el traspaso y proyección de elementos de cultura material y creencias, que puede ser rastreada en todo lo largo de la secuencia de desarrollo mesoamericano.

Mi hipótesis es que la difusión y transmisión de ideas, estilos e idiomas entre el centro de México y El Salvador define lo que llamaré una zona de «alto impacto» de los desarrollos mesoamericanos desde al menos el Preclásico Medio, en diferentes regiones circundantes al norte y este de Guatemala, Honduras y Nicaragua.

El Salvador es una región que fue amplia receptora de elementos transmitidos a todo lo largo de Mesoamérica desde al menos el Preclásico Medio, a través de la reelaboración y adaptación de estas tendencias y que, a diferencia de otras regiones adyacentes de menor impacto y desarrollos más locales, siempre se mantuvo abierta al flujo de estilos e ideas que marcaron los cambios más importantes, interactuando con todas las demás áreas lejanas y cercanas.

Como esto es demasiado amplio y ambicioso para los límites de este artículo, necesariamente debo seleccionar sólo algunos ejemplos, subrayando más el periodo que va desde finales del periodo Preclásico en el centro de México hasta finales del periodo Clásico durante las últimas manifestaciones de la influencia teotihuacana, sin abordar los periodos más tardíos en donde se han ubicado recientemente la mayoría de analogías entre las dos regiones dentro de lo que se ha dado a nombrar la «diáspora tolteca» (Fowler, 2011).

Los olmecas llegaron ya

Si iniciamos la búsqueda desde el establecimiento de las comunidades agrícolas y las primeras unidades políticas importantes en Mesoamérica, la difusión y el empleo de rasgos comunes, sin duda coincide con la expansión del primer gran estilo horizonte que es conocido como olmeca, con una gran extensión territorial entre los siglos X y IV antes de nuestra era.

Sin pretender entrar en detalle, es preciso recordar que en Guatemala y El Salvador existen muchos indicios de la presencia de este estilo, los cuales indican las primeras evidencias de transmisión y adopción de rasgos culturales de norte a sur del área mesoamericana (Sharer, 1989, pp. 227).

Pongamos un ejemplo bien conocido: los monumentos 1 y 12 de Chalchuapa (Figura 1 a y b), se trata de dos personajes con claros rasgos olmecas que sujetan una especie de insignia o bastón que Taube (1996, Figuras 1 a y c) identifica con la insignia del maíz.

El culto al maíz es, a partir del Preclásico Medio, el punto de partida para rastrear lo que este autor considera «una extensa red de intercambio con las tierras altas de México y la región maya», a través de objetos portables que son la expresión de lo precioso, tales como las cuentas de jade y las plumas de quetzal, ambas identificadas iconográficamente con el maíz.

Las élites olmecas procuraban el acceso a objetos exóticos y raros como indicadores de rango social y riqueza manejable. Las representaciones iconográficas se encuentran en lo que se considera áreas estratégicas asociadas con rutas de comercio y para la obtención de materiales considerados preciosos.

Este es justamente el caso de Chalchuapa que debemos identificar como un importante centro político portador del estilo olmeca, con presencia de relieves tallados en monumentos de piedra asociados a rituales públicos.

Este sitio, ubicado alrededor de 900 a. C. sería parte de un sistema de comercio muy extendido, que permitió el acceso a las fuentes de jade al norte, las plumas de quetzal al oriente y su distribución e intercambio a nivel local y hacia regiones muy distantes entre las que se encuentran sitios tan lejanos como Teopantecuanitlán, en Guerrero, y Chalcatzingo, en Morelos, ambos a más de 1100 km de distancia.

Pensar estos contactos sólo en términos de desplazamiento de personas es posible, pero por los costos de las distancias, la geografía y las posibilidades logísticas de la época es más factible que el amplio sistema de comunicación en torno a creencias, ya bien establecidas como los cultos agrícolas, fuera operativo mediante la transmisión de ideas y objetos portables entre regiones adyacentes, que a su vez expandían su información en un efecto de ondas de agua, con distintos núcleos o zonas emisoras, de las cuales el occidente de El Salvador fue sin duda una muy importante desde el Preclásico.

Los detalles de estos contactos son aún poco claros, aunque se han propuesto básicamente dos modelos: uno jerárquico y otro en forma de red con frecuentes intersecciones de rutas (Demarest,

1989).

También se ha observado que las cerámicas y figurillas en El Salvador tienen más cercanía con objetos similares de la costa del Pacífico de Guatemala, lo que hace pensar que la distribución de parafernalia olmeca es selectiva e indirecta, e incluso se ha planteado que no existe un estilo olmeca, sino la manifestación de distintas identidades locales, de las cuales los sitios como Chalchuapa y Ahuachapán serían manifestaciones regionales (Love y Guernsey, 2008).

Esta posición se ve reforzada por los estudios más recientes en sitios del occidente de El Salvador, donde los complejos cerámicos también son similares a los de la costa de Guatemala y sitios de Chiapas, pero difícilmente van más allá de la costa del Golfo o centro de México, aunque se conoce la arquitectura de tierra, muy común en todo Mesoamérica, y formas cerámicas frecuentes como los tecomates o cántaros de cuello largo (Valdivieso, 2011).

Fue sólo después del 800 a 900 a. C., que lo «olmeca», ya formado, llegó hasta la parte sureste de Mesoamérica. En el grupo de Las Victorias, en Chalchuapa, los relieves posiblemente corresponden al periodo Preclásico Medio, pero la culminación del estilo va hasta el Preclásico Tardío, lo cual pondría este caso en correspondencia con los relieves del mismo estilo que se encuentran en Chalcatzingo, en el estado de Morelos, centro de México (Grove, 1987 y Gay, 1972).

La posible conexión de rasgos de este estilo desde la costa del Golfo de México hasta Centroamérica debe, además, considerar otras posibilidades, ya que el estilo olmeca se encuentra también con gran fuerza en la zona montañosa del estado de Guerrero y la dispersión de estos rasgos ya no parece exclusiva de una sola región.

A la vez, es necesario comparar las figurillas y otros objetos portables como piedras labradas, hachas, orejeras y máscaras que se encuentran dispersas por todo el sur de Mesoamérica, lo cual implica un trabajo permanente de identificación de fuentes de material e iconografía.

Las propuestas actuales aún dudan entre considerar la difusión de lo olmeca como un fenómeno externo o poner de relieve los desarrollos locales. Ambos casos son importantes, por tanto es necesario multiplicar los estudios comparativos. Sin embargo, creo que la amplia difusión de rasgos reconocidos como olmecas durante el Preclásico Medio son una expresión de varios hechos comunes a todo Mesoamérica.

Uno de ellos es la amplia adopción del cultivo del maíz y otras plantas asociadas como actividad agrícola principal, con sus consecuencias en términos religiosos. La segunda es la consolidación de una gran cantidad de unidades políticas autónomas que definieron identidades locales e inmediatamente establecieron rutas de intercambio con sus vecinos cercanos y lejanos, esto para fines de legitimación.

Evidentemente, el tercer factor tiene que ver con el surgimiento de un amplio sistema de comunicación que debe estar relacionado con este estilo «internacional». Este último aspecto implica el posible surgimiento de sistemas de escritura e iconografía religiosa, que parece ser una necesidad en todas las regiones, incluido El Salvador y territorios más al sur.

De esta manera, se puede decir que no necesariamente hubo una intervención o presencia directa de «gentes olmecas» desde la costa del Golfo, al mismo tiempo se puede comprender por qué en muchos sitios de Centroamérica, los rasgos de tipo olmeca están presentes.

Cabe destacar que se trata siempre de objetos relacionados con aspectos religiosos, o de prestigio, y no necesariamente con cuestiones administrativas o de subsistencia, de las que no hay mucha evidencia, aunque la adopción del maíz como cultivo importante desde estas épocas en El Salvador tuvo que ser un factor decisivo para la difusión de lo olmeca, cuya iconografía está muy relacionada con esta planta (Taube, 1996).

Los personajes con máscaras que parecen representar a dignatarios y sacerdotes con símbolos de poder son muy semejantes en cuanto a detalles iconográficos.

Tomemos de nuevo el ejemplo de Chalchuapa, los personajes están tallados en relieves que se exhiben públicamente como parte de un contexto ritual. Sus rostros se muestran de perfil con su inconfundible estilo olmeca (ojos semicerrados, labiosabultados) y ataviados con especies decascos y medallones indican a primera vista que se trata de gobernantes o sacerdotes de un culto importante.

La jerarquía que los monumentos sugieren es parte de elementos ampliamente difundidos para esta época por todo Mesoamérica.

Los bastones o insignias se pueden rastrear hasta la costa del Golfo y centro de México, Chiapas y costa de Guatemala (Taube, 1996, p. 72, Fig. 24), y resultan junto con la especie de capa que llevan atrás, casi idénticos a los atavíos de monumento 2 de Chalcatzingo, Morelos (Figura 1c) y (Gay, 1972, p. 47, Fig. 17a).

El Salvador participó de este sistema de creencias y comunicación que está relacionado con aspectos religiosos y ceremoniales, principalmente.

Los linajes jerárquicos en Chalchuapa, Ahuachapán y Coatepeque, por ejemplo (Wassen, 1966; Boggs, 1950, 1971 y Casasola, 1974), aunque autóctonos, estaban bien al tanto de lo que ocurría mucho más al norte.

La legitimación del poder y la comunicación efectiva entre unidades políticas vecinas o distantes implicaba la circulación de íconos de poder y autentificación de los gobernantes, lo que puede dar lugar a diversas combinaciones de rasgos locales y foráneos.

El conocimiento de la existencia de centros de poder lejanos y el contacto esporádico por cuestiones de intercambio puede ser suficiente para la presencia de estos rasgos externos, que pudieron ser absorbidos y adaptados si las condiciones sociales lo permitían, lo cual era evidentemente el caso en el occidente de El Salvador con una amplia población desde el Preclásico temprano en costas y valles fértiles, con recursos variados y excelentes tierras para el cultivo del maíz y otras plantas.

(Figura 1: Mapa de influencias olmecas y ejemplos: a) Monumento 1 del grupo Las Victorias en Chalchuapa, b) Monumento 12 de Chalchuapa y c) Monumento 2 de Chalcatzingo Morelos. Mapa y dibujos del autor.)

Si esta dinámica de rasgos compartidos a través del ejercicio del poder y la consolidación de las élites fue una constante en el desarrollo de Mesoamérica y, evidentemente, la región de El Salvador participó siempre de estos cambios, las preguntas deben enfocarse hacia los procesos locales mediante los cuales se establecieron en distintas épocas nuevas formas de expresión plástica a través de escultura, arquitectura, objetos portables, costumbres funerarias y ubicación de asentamientos para fines habitacionales, rituales, defensivos y de actividades varias.

Las migraciones, entendidas como desplazamientos de personas portadoras de rasgos culturales de una región a otra, incluidas sus creencias, cultura material e idioma, debieron ser sólo una de las razones de la dispersión de esos rasgos, pero de ninguna manera la única ni la más importante.

De hecho, los movimientos poblacionales documentados para periodos más tardíos se presentan siempre como un caso extremo de rompimiento político, que implica una perturbación de lo cotidiano y, a la vez, forma parte del imaginario colectivo que pasa a ser asimilado a los mitos fundacionales en unidades políticas emergentes.

Esos movimientos de gente debieron ocurrir como algo inevitable en épocas de crisis y carencia de otras opciones de supervivencia ante desastres naturales, guerras o falta oportunidades, tal y como ocurre en la actualidad. Aún en este caso, resulta complicado distinguir entre rasgos foráneos producto de desplazamientos voluntarios o forzados de población, enclaves étnicos (Rattray,1987 y Spence, 1996), contactos comerciales, peregrinaciones religiosas, avanzadas militares, embajadas políticas, intercambios matrimoniales o una combinación de todos estos (Rattray y otros, 1981).

La arqueología en Mesoamérica aún debe resolver estos y muchos otros problemas que han sido revisados con más detalle en relación a los grandes centros de poder del periodo Clásico al Posclásico, pero el occidente y centro de El Salvador fueron desde el Preclásico una zona abierta a los sistemas de comunicación más dinámicos de todo Mesoamérica.

Teotihuacanos al abordaje

Teotihuacán, el gran centro urbano del periodo Clásico en el centro de México, floreció entre 100 y 600 d. C. mediante una fuerza coercitiva que organizó a las poblaciones dispersas en un solo lugar (Sanders, 1988 y Millon, 1988).

Asimismo, fue un centro administrativo que llegó a tener alrededor de 150 mil habitantes en su momento de mayor desarrollo entre 300 y 500 d. C., reorganizando la jerarquía de asentamientos en la cuenca de México y probablemente en otros lugares más lejanos, donde pudo establecer «centros provinciales» para fines de comercio.

La ciudad, con más de 20 km² de extensión, presenta una traza ortogonal hasta entonces desconocida en centros de población, dentro de la cual, la mayoría de las personas organizadas en grupos familiares residían al interior de complejos habitacionales cerrados, hechos de mampostería y adobes, muy semejantes a las ciudades modernas.

El estilo de representación gráfica teotihuacana es fácil de reconocer, se trata de la expresión más bien esquemática de elementos religiosos y emblemas de poder de forma abstracta y angulosa, contrastando claramente con el anterior estilo olmeca, que tenía rasgos más ondulantes y sinuosos en la integración de figuras humanas y símbolos naturales o abstractos.

Este nuevo estilo teotihuacano se difundió rápidamente por toda Mesoamérica y es parte del debate actual para determinar si tal difusión es el resultado de migraciones o contactos que implicaron algún tipo de colonización con fines militares, o para proteger las rutas de intercambio.

En términos generales, la mayoría de los especialistas coincide en indicar que la presencia de rasgos, evidentemente teotihuacanos, está relacionado, igual que el anterior estilo olmeca, con prácticas de prestigio que fueron absorbidas por las élites locales (Braswell, 2003).

Esto es especialmente cierto en el caso de los grandes centros mayas del periodo Clásico tardío como Kaminaljuyú, Tikal, Altun Ha, o Copán, pero la presencia teotihuacana es mucho más frecuente y común de lo que originalmente se había creído.

Actualmente, uno de los temas más estudiados es la cronología precisa y el impacto local que tuvo lo que ahora se conoce como la «entrada teotihuacana» en estos centros de poder ubicados muy lejos de Teotihuacán como Kaminaljuyú (1,000 km) en las tierras altas, Tikal (1,000 km) en el Petén y Copán (1,160 km) en la cuenca del Motagua.

Se ha planteado que en Teotihuacán se habló principalmente una variante de las lenguas otomangueanas, posiblemente el otomí (Knab, 1983), aunque se menciona la presencia de «olmecas xicallancas», que en realidad son grupos multiétnicos, posiblemente portadores de idiomas diversos, también de la familia otomangue, tales como el popoloca y el mixteco más antiguo.

No obstante, de acuerdo a algunos lingüistas, es posible que los primeros grupos de hablantes de la variante más antigua del náhuatl, conocida como el náhuatl oriental, estuvieran presentes durante los primeros siglos del desarrollo teotihuacano, aunque los flujos migratorios del proto-nahuat que llegaron hasta El Salvador ocurrieron mucho después, posiblemente hasta 1250 d. C. (Wright, 2015).

Es bien conocido el carácter cosmopolita de Teotihuacán, en donde existieron auténticos barrios o parcialidades de personas que procedían de lugares muy distantes como Oaxaca, la costa del Golfo, e incluso del área maya (Rattray, 1993; Gómez, 2002; Taube, 2003 y Sugiyama y otros, 2016).

Aún es importante trabajar sobre cronologías confiables de la presencia de lo teotihuacano en regiones más alejadas, así como un contexto bien definido de lo que se considera «teotihuacano», a fin de poder definir la naturaleza y función de otros sitios alejados de la gran ciudad pero que presentan claras coincidencias con el centro principal.

Tradicionalmente, estos elementos se identifican por la arquitectura de talud-tablero, algunos tipos cerámicos como vasos trípodes con soportes calados y tapa, incensarios muy elaborados con aplicaciones e incensarios portátiles, imágenes pintadas como dioses de la lluvia («Tlaloc»), símbolos del año, figurillas, obsidiana verde y figuras humanas con perfil y tocados al estilo del centro de México, entre muchos otros emblemas relacionados principalmente con el sacrificio y la guerra.

Este grupo de rasgos presentes en sitios del sur y sureste de Mesoamérica creó, igualmente, la impresión de que existieron migraciones de personas desde el gran asentamiento urbano del centro de México, que se establecieron y dominaron poblaciones mucho más al sur.

No obstante, desde mediados de la década de los 80 quedó claro que los procesos de desarrollo en el área maya, especialmente, se remontan hasta el Preclásico Temprano; de este modo, existe arquitectura monumental desde el Preclásico Medio.

Una vez establecido que lo teotihuacano no fue en modo alguno resultado de una influencia o intervención directa sino la adaptación de algunos rasgos seleccionados, las explicaciones se orientaron a explorar la posibilidad de que estas coincidencias pudieran deberse a cuestiones de intercambio y prestigio político e ideológico.

Un ejemplo bien conocido es la región de Tiquisate-Escuintla en la costa pacífica de Guatemala. Desde la década de los 70 en el siglo pasado, comenzaron a aparecer una gran cantidad de incensarios con claro estilo e indicadores de tipo teotihuacano, en colecciones particulares (Hellmuth, 1975).

Estos objetos de cerámica con aplicaciones modeladas alrededor representan rostros, tocados, aves, y muchos otros objetos hechos en molde, que eran evidentemente de manufactura local, pero la innegable coincidencia en su composición y representación con los que existen en Teotihuacán dejaban poca duda respecto a la relación con aquella lejana ciudad.

En su estudio de estas piezas, Janet Berlo indica que probablemente se trató de un lugar donde realmente se establecieron guerreros de ascendencia teotihuacana, quienes decidieron mantener vivos sus cultos religiosos.

Incluso, planteó la posibilidad de que esta zona de la costa de Guatemala sirviera de plataforma para otras incursiones locales dentro del área maya más al norte (Berlo, 1984, pp. 199-217). No obstante, se subraya el carácter «provincial» y ecléctico de estas producciones como adaptaciones autóctonas que contribuyeron a la formación de un nuevo estilo (Bove y Medrano, 2003).

Esto contrasta con la constante presencia de cánones teotihuacanos en la iconografía de otros centros de mayor importancia como Kaminaljuyú en las tierras altas y Tikal en las selvas del Petén. En estos casos, la presencia foránea es mucho menos visible, pero siempre se encuentra en contextos especiales de entierros de élite o sitios de importancia ritual, por lo cual, los mayistas, como Linda Schele, pusieron el énfasis en el carácter sagrado, de poder y prestigio que puede tener la aparición de rostros de Tláloc, por ejemplo, dentro de las élites mayas que de este modo se apropiaron ideológicamente de la reputación de la gran ciudad (Schele y Miller, 1986; Schele y Friedel, 1990).

Actualmente, está muy claro que los centros mayas del periodo Clásico fueron ciudades y que su origen y evolución poco o nada tienen que ver con Teotihuacán, de modo que, salvo el caso de la costa de Guatemala, la presencia de rasgos del México central es observado con más cuidado en su posible función política.

Es así como los trabajos de epigrafía actuales han definido lo que se conoce como la «entrada teotihuacana» alrededor del año 378 d. C. (Stuart, 2,000). Esta presencia se observa con mucha más fuerza en Tikal, por tanto se ha propuesto que este lugar vivió una «élite bicultural» maya y teotihuacana, que a su vez influyó en la difusión de rasgos teotihuacanos hacia otros lugares como Holmul (Belice) y Copán (Honduras) (Estrada Belli y otros, 2009).

El asunto no es fácil de resolver porque el constante hallazgo de pinturas y artefactos con imágenes de estilo claramente teotihuacano ha llevado a proponer, aún en años recientes, la presencia de personas o grupos militares reales posiblemente llegados desde Teotihuacán (Sharer 2003; Martin y Grube, 2000, pp, 29-35), hasta posiciones más moderadas que favorecen modelos de interacción indirecta a través de eventos importantes o alianzas matrimoniales en distintos momentos (Marcus, 2003).

Por lo general, los arqueólogos intentan colocar los hallazgos de pintura mural y objetos de estilo teotihuacano recientes en un contexto más preciso para evitar la suposición de contactos a larga distancia, pero las evidencias epigráficas en tumbas reales, como la de Copán (Nielsen, 2006a), sugieren que tales contactos sí fueron posibles (Nielsen, 2006b).

En todo caso, los objetos y conceptos teotihuacanos posiblemente se comenzaron a difundir hacia el sur en alguna época cercana al 300 d. C., si no es que antes, y esto debió ocurrir principalmente por zonas geográficas consideradas desde hace mucho como «corredores» culturales, que posiblemente fueron utilizados por emisarios y comerciantes desde Teotihuacán y que existían desde siglos anteriores.

Mucho trabajo arqueológico hace falta para definir correctamente las rutas, pues, curiosamente, se han estudiado mucho las relaciones entre lo maya y Teotihuacán, a larga distancia, pero muy poco en sitios del periodo Clásico que están a 200 o 300 km de Teotihuacán, de los cuales no sabemos casi nada (Cowgill, 2003, p. 324).

Tenemos entonces que existe una larga e ininterrumpida cadena de asentamientos con influencia teotihuacana, pero sin explorar, que a grandes rasgos pasa por diversos valles de la región Puebla-Tlaxcala al sureste de Teotihuacán. Luego se interna hacia el sureste por el Valle de Tehuacán, hacia la región montañosa de la Mixteca, para llegar más al sur a los valles centrales de Oaxaca, y desde aquí desciende por el istmo hacia la costa del Pacífico en Chiapas, para posteriormente dirigirse hasta la costa de Guatemala.

Esta parece ser la ruta más notoria en sitios con arquitectura, monumentos y artefactos teotihuacanos, así se cree que desde la costa de Guatemala se difundió este nuevo gran estilo al resto del mundo maya en el norte y este (Figura 2).

Aunque no está claro si los sitios «teotihuacanos» eran efectivamente estaciones de paso para los mercaderes teotihuacanos, lugares colonizados directamente o asentamientos regionales donde las élites locales de otras etnias establecieron lazos de colaboración con Teotihuacán, lo cierto es que la influencia de esta ciudad fue muy grande en el centro y sur de toda Mesoamérica.

Sobre la ruta de los caminantes

Mencionaré a manera de comparación dos sitios con fuerte influencia teotihuacana a lo largo de la ruta mencionada, los cuales han sido explorados en años recientes, pues creo que los datos que ofrecen pueden ayudar a comprender mejor el flujo de información e ideas que ocurrieron desde inicios del periodo Clásico entre el centro de México y el área maya, pero sobre todo con las regiones del sureste de Mesoamérica y en especial con El Salvador.

El primero de ellos es el recién descubierto sitio de Teteles de Santo Nombre, ubicado 180 km al sureste de la ciudad de México y al norte del valle de Tehuacán, Puebla. Se trata de un centro ceremonial del periodo Clásico Temprano, con arquitectura monumental, que floreció a la par de Teotihuacán.

Aunque los rasgos teotihuacanos ya eran bien conocidos en la región sur de Puebla hace mucho tiempo, no se conocía un lugar como este con semejanzas tan notables al gran centro urbano, sobre todo en arquitectura y en la parafernalia de ofrendas dedicadas a los templos.

El sitio tuvo un desarrollo continuo desde el periodo Preclásico Tardío alrededor de 400 a. C., aumentó sus monumentos y zonas habitacionales en los siglos siguientes hasta alcanzar una extensión aproximada de 6 km², y alrededor del año 650 d. C. fue abandonado, igual que Teotihuacán, mediante un ritual de terminación.

En esta clausura, se desmontó buena parte de la mampostería de los edificios mayores, se quemaron y destruyeron ofrendas frente a los mismos y se sellaron los contextos con capas de piedra, arena y barro, una práctica que era común desde tiempos preclásicos en sitios mayores del área maya como Cerros y Colhá, por ejemplo (Walker, 1998 y Mock, 1998).

Entre 2009 y 2011, realizamos exploraciones en varias partes de este asentamiento, principalmente en el conjunto conocido como Plaza Gran Altar, que resultó ser un complejo arquitectónico con plaza hundida rodeada por tres templos y una plataforma baja de acceso, semejante a los que existen en la calle de los muertos en Teotihuacán, pero en este caso de dimensiones más grandes.

Entre las ofrendas hasta ahora recuperadas, pues las exploraciones continúan, tenemos más de 300 cuentas de piedra, ollas miniatura, restos de alrededor de diez braseros efigie, sahumadores, platos, caracoles marinos, figurillas, mazorcas, frijoles, y pequeñas esculturas, entre otras. Todos los objetos están referidos al carácter agrícola de los templos (Castellón, 2014).

Casos casi idénticos se pueden mencionar en Teotihuacán, donde ocurrieron clausuras de edificios semejantes en la misma época, por lo cual podría incluso tratarse de casos directamente relacionados.

No obstante, hemos observado que la mayoría de la cerámica y seguramente gran parte de las ofrendas mismas deben ser de manufactura local, hechas con arcillas de la región, y con una solución final distinta de los objetos similares en Teotihuacán. Estos objetos portables están en un contexto arquitectónico muy parecido a Teotihuacán, pero también hay diferencias.

Los tableros y taludes de los edificios piramidales tienen una solución distinta, más semejante a los tableros de molduras abiertas de Monte Albán y otras regiones del sur, indicando una especie de combinación de rasgos que confirmaría el carácter híbrido de este lugar. Otros elementos como la piedra altar central, el tipo de figurillas y esculturas y la ubicación del lugar en el pie de monte de una serranía baja parecen indicar las soluciones preferidas por las élites políticas locales desde tiempos más antiguos, que posiblemente se adaptaron a las modas teotihuacanas y a necesidades de tipo social y político de cada momento.

Pondré un ejemplo de estilo teotihuacano más específico. Se trata de un brasero efigie encontrado entre las ofrendas al edificio sur de la Plaza Gran Altar, cuyo contexto está fechado en el momento del cierre hacia 650 d. C., muestra a un personaje a manera de guerrero con un escudo cuadrado, una especie de cuchillo y atavíos que incluyen un gran tocado de plumas (Figura 3c, e).

El simbolismo de la guerra parece ser un elemento religioso y de prestigio importante en los conceptos compartidos a todo lo largo y ancho de Mesoamérica en épocas antiguas. Los guerreros de frente y perfil son abundantes en figurillas y, por supuesto, en relieves que se encuentran desde la región del estado de Guerrero al sur, hasta el área maya, luciendo por lo general los tocados, narigueras y objetos de guerra en las manos como escudos, lanzas, lanza-dardos y cuchillos, entre otros. Estos se asemejan mucho a los incensarios tipo «teatro» cuya relación con los guerreros muertos ha sido señalada repetidamente (Sugiyama, 2002 y García Des Lauriers, 2008).

Si miramos hacia las colecciones de la región de Escuintla en Guatemala, con su abundante presencia de objetos de arcilla con evidentes rasgos de origen teotihuacano y en donde el culto a los guerreros muertos debió ser muy importante, veremos cómo se estrechan las relaciones entre los cultos e imágenes del sur-centro de México y la costa pacífica de Centroamérica.

Existe en el Museo Nacional de Antropología de El Salvador un objeto de tipo teotihuacano, pero con evidentes semejanzas a los braseros e incensarios de Guatemala. Se trata de una pieza procedente de Tazumal, que presenta el rostro de un personaje enmarcado por una estrella de cinco puntas, rasgo diagnóstico de la iconografía teotihuacana comúnmente relacionado con el agua, el cielo y el culto al dios de la lluvia (Yanagisawa, 2005, pp. 44-46; Ruiz, 2013) (figura 3a).

Curiosamente, las características de esta pieza en particular se pueden hallar en el lejano sitio de Santo Nombre en Puebla.

El rostro central, por ejemplo, tiene la boca abierta y muestra los dientes, sus ojos están bien delineados y representan la pupila, tal como ocurre con la mayoría de personajes en los murales teotihuacanos. Tiene dos pequeñas cuentas en las fosas nasales, que normalmente simbolizan cuentas de jade o la noción de «aliento vital» (Taube, 2007). Las orejeras tienen un objeto que brota de ellas a manera de hacha, pero que puede indicar una cabeza de serpiente, muy común en el arte maya y presente en México central (Taube, 2005, pp. 44,Fig. 19).

En todo caso, esto relaciona a las orejeras con flores de donde emana el «aroma» que se relaciona con la vida. Las orejeras del personaje en el brasero de Santo Nombre son, efectivamente, flores y hay al menos un rostro de otro brasero con una cuenta en la nariz (Figura 2).

En cuanto a la estrella de cinco puntas que puede ser una estrella de mar, frecuente en la iconografía mural teotihuacana se ha encontrado en cerámica sellada de Santo Nombre (Figura 3e). Las serpientes emplumadas presentes en la parte posterior del personaje de Tazumal son muy comunes en Teotihuacán, pero en su forma bicéfala se relacionan casi siempre con chorros de sangre y sacrificio (Winning, 1987I, p. 125), pero también con la misma noción de aliento, reforzado esto por la presencia de volutas de humo arriba de la estrella (Taube, 2005, p. 33, Fig. 9), además de que los monstruos bicéfalos son muy comunes en la iconografía maya.

Estamos, entonces, ante complejos iconográficos formalmente equivalentes que fueron replicados a lo largo de cientos de kilómetros en sitios con importancia política regional, posiblemente formando un amplio complejo religioso compartido, cuyo impacto está presente en El Salvador, lo cual no necesariamente implica desplazamientos grandes de población, pero sí de conceptos que entre el 300 al 600 d. C. eran bien conocidos en todas partes.

Si vemos lo que ocurría más al sur sobre la ruta propuesta, veremos que los motivos teotihuacanos abundan en Oaxaca, aunque aquí se desarrolló, igual que en el área maya, un estilo regional vigoroso que tuvo en Monte Albán su expresión más notable. Entonces, no es raro encontrar expresiones plásticas mixtas en arquitectura, cerámica y escultura, entre el centro de Oaxaca y Santo Nombre en Puebla. Por eso es interesante moverse aún más al sur en la costa de Chiapas, para encontrar otro sitio «teotihuacano» muy notable por su escultura y complejos arquitectónicos que recuerda patrones bien conocidos en el centro de México.

Los sitios cercanos a Tonalá, Chiapas, llamaron la atención desde hace décadas por su notable cercanía con la iconografía teotihuacana. En particular el sitio de Cerro Bernal, a 500 km de distancia de Tazumal, donde existen representaciones de Tláloc y posibles signos calendáricos de estilo teotihuacano en estelas talladas, aunque no hay mayores datos sobre su arquitectura (Navarrete, 1976).

Varios sitios alrededor de este cerro presentan relieves que combinan numerales y signos en «cartuchos» y desde sus primeros reportes se vislumbró la posibilidad de que se tratara de un centro de control de una ruta hipotética debida a su ubicación en una elevación frente al mar sobre la amplia y transitable costa del Pacífico y cerca del istmo de Tehuantepec.

En años recientes, un proyecto más específico se lleva a cabo en esta zona en el sitio de Los Horcones, que ya era conocido sobre todo por su Estela 3, una piedra alargada de casi 5 m de altura que representa una elaborada imagen en relieve del dios de la lluvia parado de fren-te y sujetando en su mano derecha un elemento curvo que parece ser el rayo a la manera de los murales teotihuacanos de Techinantitla.

Los estudios de años recientes han registrado varios conjuntos arquitectónicos desde las partes más bajas hacia las más altas, unidas por un camino, pertenecientes al Clásico Temprano (250-650 d. C.). Destaca la presencia de seis juegos de pelota que estaban asociados a las estelas con excelentes relieves (García Des Lauriers, 2012ª y 2012b).

Igual que como ocurre en sitios de influencia teotihuacana, existen artefactos y arquitectura que evocan las de aquel gran centro, pero a la vez hay indicadores de la presencia maya, además de que se considera que la población local era mixe-zoque con fuertes interacciones con los mayas y con el centro de Veracruz y centro de México.

Es muy importante subrayar que a partir de los trabajos recientes se ha puesto de relieve la importancia del juego de identidades que debió tener lugar en sitios como éste, sobre todo por la confluencia de diversos grupos étnicos y el uso de símbolos similares conocidos en regiones muy distantes.

En general, se considera que este sitio funcionó como punto de control en la ruta hacia el Soconusco, por su posición intermedia entre el centro de México y el área maya, posiblemente hacia los centros urbanos de Kaminaljuyú, Copán y Tikal.

En particular, me parece muy revelador el empleo de un espacio arquitectónico que puede estar presente en Mesoamérica desde épocas anteriores, pero que durante el periodo Clásico parece marcar los espacios que tendrán importancia religiosa, política y de intercambio. El grupo F del sitio de Los Horcones, situado en la parte más alta del sitio y orientado al suroeste, consiste en una amplia plaza cerrada por plataformas (Figura 4a).

En su parte posterior cierra con una plataforma de 200 m de largo sobre la cual se encuentra el edificio piramidal principal y edificios menores a los lados. El acceso a este conjunto es por una larga y estrecha calle, lo cual hace pensar que los rituales aquí efectuados eran la culminación de una procesión que debía seguir un orden específico.

En la plaza pudieron entrar más de 2,300 personas si se consideran hasta tres individuos por metro cuadrado (García Des Lauriers, 2012a, p. 68, tabla 6.1). Este patrón de plazas cerradas con posible ruta de acceso, que generalmente reproducen un conjunto triádico, tienen antecedentes desde el Preclásico Medio en la parte noreste del Petén principalmente (Szymanzki, 2014), pero se encuentran también representados en el centro de México en el Preclásico Tardío en arquitectura doméstica (Plunket y Uruñuela, 1998) y constituyen lo que se conoce en Teotihuacán como «conjuntos de tres templos» (Manzanillas, 1993, p. 41).

En el caso de Santo Nombre, la Plaza Gran Altar es un complejo de este tipo, existe una serie de montículos antepuestos que conducen hasta este lugar, con un posible juego de pelota frente a su entrada que es una plaza hundida, cerrada y rodeada de tres pirámides mayores (Figura 4b).

De este modo, las procesiones siguen un eje que culmina siempre en un conjunto de estas características, lo cual parece ser un elemento importante durante este periodo en los sitios que pudieron estar conectados por rutas de intercambio.

Siguiendo la ruta de la costa, los siguientes sitios de importancia serían aquellos de la región de Tiquisiate y Escuintla, con sus abundantes ejemplos de incensarios de estilo teotihuacano y, continuando hacia el este, el sitio de Tazumal en El Salvador.

Aquí es difícil establecer indicadores directos de su relación con las tradiciones que vienen desde Teotihuacán, ya que se ha cuestionado la existencia de arquitectura con «cornisa y talud», sobre todo en la estructura B1-2, tal como fue reconstruido este edificio en 1950, pues exploraciones recientes indican que los edificios anteriores tenían un aspecto distinto (Valdivieso, 2005).

Además, los edificios de esta plaza parecen haber sido reutilizados durante el Posclásico Temprano mediante la construcción de pórticos con columnas. No obstante, el conjunto arquitectónico tiene al menos cuatro fases y su estructura mayor, la B1-1, alcanzó los 23 m de altura con múltiples agrandamientos.

Hay que considerar que Tazumal, en Chalchuapa, ha tenido ocupación continua durante 3,500 años, cuenta con alrededor de 5 km² de extensión y existen más de seis conjuntos de monumentos arqueológicos, siendo Tazumal el más grande.

Entonces, cabe la posibilidad de que hacia finales del Clásico Tardío, esta plaza funcionara a la manera de los conjuntos de tres templos ya mencionados, como punto de llegada de procesiones hasta este lugar. Entre los artefactos hallados aquí se encuentran incensarios de influencia teotihuacana, muy al estilo de los hallados en la costa de Guatemala (Ruiz, 2013), y estelas labradas.

El periodo Clásico en el sureste de Mesoamérica se extiende con una fuerte mezcla de estilos locales, combinados con lo maya y lo teotihuacano. Los complejos cerámicos normalmente son diagnósticos de los gustos de las élites locales y los objetos foráneos aparecen más aislados en contextos rituales (Alfaro, 2011).

No obstante, todo el occidente de El Salvador participaba activamente de las tendencias y cambios conocidos y producía sus propias versiones regionales de cerámicas polícromas, escultura y arquitectura, y sus poblaciones interpretaban las formas externas aportando las propias, aun teniendo tan cerca la influencia de los grandes sitios mayas del Clásico como Copán.

De ninguna manera era una región marginal o aislada, sino una zona muy receptiva y dinámica donde se pueden reconocer desde el periodo Clásico, y aún antes, la llegada de expresiones simbólicas que son incorporadas por las élites locales a sus propias necesidades, pero esta receptividad y respuesta cultural parece ser la constante en toda la secuencia de su desarrollo prehispánico.

El final del Clásico llega a su término cuando las poblaciones de El Salvador ampliamente distribuidas al occidente del Lempa en múltiples centros políticos ocupan toda la extensión de las mejores tierras de cultivo de manera muy intensa.

Los sitios de la ruta ancestral colapsan y los nuevos ajustes estilísticos, resultados de movimientos de población y fuertes cambios políticos en el área maya y centro de México dan lugar, una vez más, a adaptaciones y trasformaciones.

Y permanecieron los antiguos señores

El centro de México, Teotihuacán y su enorme prestigio quedaron como un lejano recuerdo, junto con las evidencias de su interacción de siglos con el área maya.

Cacaxtla y Xochicalco fueron sitios cuya arquitectura, iconografía y artefactos menores combinaron símbolos teotihuacanos y mayas, pero en proporciones muy distintas y con resultados que no pueden ser simplemente asignados a ninguna región foránea en particular (Quirarte, 1983 y López y López, 1996, pp. 173-193), como expresión de ajustes en las ideologías y en la percepción de los antiguos centros del poder del Clásico, ahora desaparecidos, así como la necesidad de un nuevo orden en una Mesoamérica acostumbrada a la permanente conexión e intercambio de ideas.

El fin del periodo Clásico apunta a la reorganización de grupos de población y de unidades políticas emergentes, posiblemente por la falta de una entidad o estado lo suficientemente fuerte para integrar a varias regiones.

El periodo Epiclásico entre 800 y 1,000 d. C. es entonces una época cuya principal característica es de un eclecticismo iconográfico, aunque algunos autores (Hirth, 1984 y Nagao, 1989) opinan que se trata en realidad del resultado de la interacción entre tierras bajas y tierras altas, donde a veces es difícil establecer la fuente original de ciertos elementos.

Se trata más bien de programas políticos en donde se usan símbolos ya conocidos que presentan una nueva realidad deseable, pero no necesariamente con referencia a una exactitud histórica (Ringle y otros, 1998) y donde los ejecutantes de las obras pueden ser especialistas que han viajado y pueden crear un nuevo conjunto iconográfico al gusto de las élites locales.

Estos elementos escultóricos, relieves y de pintura mural, asociados a arquitectura, deben ser comparados con los objetos portables para indicar en cada caso cuáles son las soluciones locales.

Así, se dice que Cacaxtla, fue gobernada por «olmecas xicallancas», pero en realidad, la mayoría de los íconos son de influencia maya de las tierras bajas, a pesar de su cercanía con la antigua Teotihuacán (67 km) e inclusive puede tratarse del rechazo de ese estilo, pues durante esta época, Teotihuacán se había apagado y posiblemente ya habían pasado más de 200 años de su decadencia.

En el caso de Xochicalco, a 100 km de distancia al sur de Teotihuacán, la combinación derasgos en relieves, distribución deestructuras en partes altas y objetosportables parecen estar más inspiradas en modelos provenientes deOaxaca y de la región mixteca. Unaobservación interesante es que loforáneo ocurrió en Teotihuacán demanera acotada y, cuando lo hizo,fue en barrios o parcialidades adonde se cree que se establecieronpersonas de otras áreas.

En cambio,el estilo teotihuacano es muy fuertey rígido en otras regiones periféricas, excluyendo a menudo los estiloslocales y foráneos. Tal vez por eso ala desaparición de Teotihuacán le siguió un periodo de evaluación crítica de su simbolismo, lo cual produjodistintos estilos locales yuxtapuestos como aquellos que aparecieronen la escultura y artes menores de lacosta del Pacífico en Guatemala y El Salvador, regiones donde tradicionalmente las grandes modas culturales fueron sometidas a un riguroso examen e interpretación local.

Los anteriores hechos conocidos por la arqueología podrían entonces estar relacionados a lo que quizás fue la primera migración importante, posiblemente consecuencia de la desintegración del estado teotihuacano en el centro de México: la de los pipil nicarao, es decir, los hablantes del náhuatl oriental más antiguo, que debió ocurrir entre los siglos VII y IX (600 a 1,000 d. C.).

Estos primeros hablantes de náhuatl serían, hipotéticamente, los creadores del estilo escultórico de Cotzumalguapa en la costa del Pacífico, que se manifiesta más al sur, y que posiblemente se extendió hasta El Salvador y Nicaragua.

En el caso de El Salvador, el sitio más conocido de esta época es Cara Sucia, de donde se cree que proviene el famoso disco de jaguar que es un ícono importante de este país (Figura 5a).

Esta escultura en relieve fue objeto de discusión acerca de su cronología y posible pertenencia al estilo Cotzumalguapa, pero en años recientes ha quedado claro que su cercanía estilística está con los monumentos de Pasaco, en Jutiapa, el monumento 14 de El Baúl y el monumento 86 de Bilbao, todos ellos pertenecientes a aquel estilo y al Clásico Tardío (Perrot-Minnot y Paredes S. F).

Sin embargo, vale la pena mencionar que la presencia de esculturas tipo «jaguar» estilizadas, bastante frecuentes en sitios de El Salvador tienen sus antecedentes en el Preclásico Medio a Tardío (Figura 5 c, d) y algunos rasgos como la presencia de espigas horizontales en esculturas y estilizaciones en cejas y boca parecen haberse prolongado hasta el Clásico Tardío, por lo cual los materiales de estilo Cotzumalguapa, en especial la representación del jaguar, podrían formar parte de una larga tradición de esta parte del Pacífico (Figura b).

El estilo posteotihuacano de la costa pacífica es una especie de renacimiento de la gran escultura y de reelaboración de temas relacionados con el poder y con la mitología antigua que, efectivamente, pertenecen a una larga tradición desde el Preclásico en sitios como Izapa.

En Cotzumalguapa, con impresionantes relieves y escultura de bulto, abundan escenas de personajes en espacios floridos y solares, jaguares, retratos elaborados, seres descarnados, escenas de ascensión al poder, sacrificio y desmembramiento, entre muchas otras, con un estilo firme y magistralmente tallado en piedras volcánicas que formaban parte de un paisaje urbano entre conjuntos arquitectónicos como El Castillo, Bilbao y El Baúl, cerca de la población actual de Santa Lucía Cotzumalguapa, aunque no todos son estrictamente contemporáneos (Chinchilla, 2011).

Destaca, por ejemplo, la representación de escenas que integran los conceptos mayas de la montaña florida con detalles que eran conocidos en el centro de México y el área maya. El monumento 21 de Bilbao, por ejemplo, es una evidente reconfiguración regional de estos temas que puede ser reconocida en sus detalles (Chinchilla, 2008).

Esta efervescencia por reinterpretar los antiguos temas religiosos de poder, curiosamente, parece tener una continuidad en lo geográfico a través de los mismos trayectos establecidos desde muchos siglos antes. Como muchos sitios aún no son conocidos ni explorados, casi siempre las referencias de esta época son sobre los bien conocidos centros de Xochicalco y Cacaxtla en el México central, donde las combinaciones y nuevos estilos en escultura y pintura mural se manifiestan igualmente de manera vigorosa.

No obstante, quiero hacer énfasis en la región de Puebla, mejor conocida por mí, donde el impacto de la caída de Teotihuacán también produjo una situación similar a lo que ocurría en las provincias del sur de Mesoamérica en el periodo entre 700 y 1,000 d. C.

Si, como hemos visto, al término del periodo Clásico, y ya sin la influencia de Teotihuacán, las poblaciones locales habían participado por siglos en el intercambio de bienes a través de las rutas que conducían hacia Oaxaca y hacia el Pacífico y, si ya desde esta época en el sur de Puebla estaba presente la variante más antigua del náhuatl oriental, conviviendo con los idiomas otomangueanos locales, cabe la posibilidad de que el flujo de ideas y estilos de esta región participara en la creación de las nuevas manifestaciones plásticas que se desarrollaron durante el Epiclásico y el Posclásico temprano. Veamos con más detenimiento esta situación.

En el sur de Puebla, región muy poco estudiada aún desde el punto de vista arqueológico, existen, tal vez desde finales del periodo Clásico, indicadores arqueológicos de semejanza con El Salvador y nombres de población inconfundibles y sugerentes como Tehuacán, Coxcatlán, Zacabasco o Xaltepec, por nombrar solo algunos, por lo cual vale la pena revisar estas semejanzas con más detenimiento, aun cuando los datos arqueológicos son todavía escasos o no están debidamente asignados a un periodo cronológico o a una filiación cultural bien determinada.

La población de San Gabriel Chilac, en el valle de Tehuacán, es hasta hoy hablante de náhuatl, del cual poseen la variante más antigua (Canger, 1983 y 1988), pero no es la única población de la región, ya que también se encuentran otras como Altepexi, Zinacatepec, Ajalpan, Coapan y Mihuatlán, entre las más conocidas.

Los títulos de fundación de Chilac, ciertamente, indican que sus habitantes son de ascendencia tolteca (Gil y Neely, 1972). Muchas poblaciones del sur de Puebla fueron fundadas en estos territorios hacia el siglo XII con la llegada de los toltecas-chichimecas desde Tula (Kirchhoff y otros, 1976 y Cruz, 2006).

Vale la pena señalar que algunos lingüistas consideran que el náhuatl más antiguo, el que se conoce como nahuat, era el lenguaje de los toltecas, y este es mucho más antiguo que la variante que hablaron los aztecas, con terminación tl, es decir, el náhuatl.

El nahua-pipil deriva de aquel idioma más antiguo, al extremo que las formas más arcaicas se encontraban en lenguas como el pipil de Izalco:

«Ya que el dialecto de Izalco en El Salvador, de acuerdo a mis notas, ha preservado formas gramaticales más completas que el azteca mexicano, se deduce que el primero debe ser más antiguo que el segundo. Sí, aún más antiguo que los antiguos himnos aztecas de Sahagún, más antiguo que el pipil de Guatemala» (Lehmann citado en Canger, 1988, pp. 29-30).[1]

(Figura 5: Ejemplos comparativos de escultura y pintura del centro y sureste de Mesoamerica: a) Disco de Cara Sucia, Ahuachapán, adaptado de Perrot-Minnot y Paredes (S. F.), fig. 5, b) Jaguar en relieve de El Baúl, Cotzumalguapa, Escuintla, c) Altar con jaguar de El Trapiche, Chalchuapa, y Altar 1 de Quelepa, San Miguel (El Salvador), d) Mural de la Tumba 1 de Ixcaquixtla, Puebla, adaptado a partir de foto de Cervantes y otros, 2005, p.67 y e, f y g) Altar con jaguar de San Martín, Zapotitlán Salinas, Puebla. Los dibujos pertenecen al autor.)

Antes de que esto ocurriera, hay motivos arqueológicos en la zona de Puebla para suponer que los hablantes de náhuatl antiguo, nombrados Nonoalcas, junto con hablantes de idiomas locales como el popoloca, nombrados confusamente «olmeca-xicallanca», fueron portadores, desde finales del periodo Clásico, de un estilo visual que retomaba las antiguas representaciones teotihuacanas, combinados con el estilo zapoteco de Monte Albán y elementos curvilíneos de la costa del Golfo, que Paddock (1966) nombró «estilo Ñuine», pero que en mi opinión son manifestaciones regionales más generalizadas que se extendieron en todo lo largo de las antiguas rutas utilizadas por Teotihuacán en los siglos anteriores y que continuaron haciéndolo durante los siglos VIII a X, entre 700 y 1,000 d. C.

Estos grupos «olmeca-xicallanca» que habitaron el sur de Puebla, adaptaron elementos locales y foráneos como ya hemos visto en el caso de Xochicalco, y sobre todo de Cacaxtla, y establecieron poco a poco una simbología que derivó en el estilo horizonte dominante durante el periodo Posclásico, conocido como Mixteca-Puebla.

Este estilo, que es el de los códices de la región, junto con escultura, arquitectura y cerámica, entre otros, tiene su origen en el sur de Puebla como una transformación del estilo teotihuacano y los estilos regionales desde el Clásico tardío y debe ser también resultado de las interacciones culturales durante el periodo Epiclásico entre el centro y sur de Mesoamérica (Nicholson, 1982 y Yanagisawa, 2005).

Un buen ejemplo es la tumba de Ixcaquixtla con pinturas murales que anuncian el nuevo estilo, pero aún con una fuerte influencia teotihuacana y de la región centro de Oaxaca (Figura 5e).

En ellas se observa una deidad de frente que porta rayos a la manera del dios del agua y otros personajes sentados con atavíos sencillos, pero con su posible nombre indicado por un amplio símbolo (Cervantes y otros, 2005), esta escena recuerda también los temas solares de los monumentos 3 y 6 de Bilbao, durante el Clásico Tardío (Chinchilla, 2013, pp. 210-11, Figs.7 y 8).

Otro ejemplo es un sitio del Clásico Tardío en la zona de Zapotitlán, donde se halló recientemente un par de esculturas que recuerdan claramente el estilo de las esculturas del estilo Cotzumalguapa. En particular, se trata de un pequeño altar con volutas y otro con cabeza de jaguar tallado al frente (Figuras 5f, g) que guardan semejanzas no sólo con los de Oaxaca, sino con los altares hallados en distintas partes de El Salvador, que, si bien pueden ser mucho más tempranos, también parecen ser parte de una tradición que se prolonga hasta finales del periodo Clásico (Figura 5).

Otros indicadores de la época entre Puebla y Oaxaca son incensarios con rostros de ancianos y felinos, aparición de cerámica con fondo sellado con motivos geométricos que se difundió por varias regiones del centro de México, Veracruz y Oaxaca (Castellón, 1996 y Castellón y Dumaine, 2000), vasijas asimétricas o «patojos», presencia de cámaras funerarias subterráneas o al interior de edificios piramidales como en el caso del Cerro de la Máscara o Cuthá (Castellón 2006), y posiblemente la aparición de figurillas y esculturas con el rostro del dios desollado o Xipe, muy características del inicio de etapa Posclásica en El Salvador.

La presencia de comunidades multiétnicas y lingüísticas en la Mixteca (al menos nueve idiomas se distinguieron entre 600 y 900 d. C.) estableció la necesidad de crear un lenguaje visual en el cual se pudieran expresar la mayor parte de las comunidades y centros políticos dispersos por toda la geografía montañosa. Es muy posible que estos elementos viajaran hasta Centroamérica en escalas y grados distintos.

Aunque hace casi 50 años se había señalado que el estilo Cotzumalguapa podía tener una etapa inicial de contactos culturales y otras de dispersión de influencias entre el Clásico y el Clásico Tardío (Parsons, 1969), un problema que aún subsiste es la datación precisa de muchos de estos contextos o esculturas, que son muchas veces resultado del hallazgo fortuito o del saqueo.

En todo caso, si esta tradición es coincidente con los rasgos ya mencionados, es también probable que su transmisión haya estado unida a movimientos de población en la época entre el 600 y el 900 d. C. incluyendo a hablantes de náhuat y otras lenguas locales, siempre a lo largo de las antiguas rutas que unían Centroamérica con Teotihuacán.

Es preciso hacer énfasis en el carácter multiétnico y plurilingüístico de las poblaciones de estos siglos anteriores al inicio del periodo Posclásico. El idioma no es sinónimo de etnia y muchos idiomas de distintas familias debieron estar unidos a los rasgos iconográficos que se distribuían de un extremo a otro de Mesoamérica.

En el caso de los sitios entre el centro de México y Centroamérica, muchos idiomas en formación participaron de los intercambios y aunque algunos de éstos hayan sido hablantes de náhuatl y sus variantes, otros portadores de los mismos rasgos debieron hablar idiomas distintos. La extensión del nahua pipil durante los siglos posteriores a Teotihuacán pudo haber sido un factor importante de comunicación, pero es necesario aún establecer las condiciones políticas, simbólicas y culturales de esta expansión, pues los idiomas de la familia otomangueana como el mixteco, zapoteco, y aún el mangue, podrían también haber estado representados en migraciones del Clásico Tardío, hasta lugares tan lejanos como Honduras y Nicaragua donde fueron conocidos en tiempos tardíos como chorotega (Kaufman, 2001), aunque la arqueología de esas regiones aún está intentando definir estas relaciones (McCafferty, 2011).

Comentarios finales

He intentado aquí proponer un panorama de las relaciones entre centro y sur de Mesoamérica anterior al establecimiento de los nahua-pipiles, para hacer énfasis en la profundidad histórica de los contactos culturales y estilísticos mucho más comunes de lo que a menudo se logra percibir. En esta dinámica constante de intercambio de formas, ideas y objetos, la zona sureste de Mesoamérica y en particular el occidente de El Salvador fue una región muy receptiva a todas las influencias y cambios que ocurrieron desde el centro de México y área maya principalmente, en una escala inclusive mayor que en otras regiones adyacentes. No obstante, el conocimiento de las expresiones culturales de otras regiones no fue adaptado directamente sino, como sucede a menudo, fue sujeto de negociación y reinterpretación en distintos niveles sociales.

En el caso de El Salvador, las unidades políticas debieron ser lo suficiente complejas para recibir o transformar a sus propias necesidades los estilos en boga durante muchos siglos, como seguramente ocurrió en sociedades de escala mayor como Teotihuacán, con grupos sociales sobrepuestos en la misma ciudad (Murakami, 2016).

Aunque menores en extensión, las sociedades del Preclásico Tardío hasta inicios del Posclásico como Izapa, Cotzumalguapa o Chalchuapa, por ejemplo, debieron ser de un grado de complejidad permanente a lo largo de los siglos, como lo atestiguan sus conjuntos iconográficos.

Aunque falta aún mucho para determinar los caminos y sitios precisos que unieron en distintos periodos al centro y sur de Mesoamérica, una ruta muy evidente salta a la vista, como franja de transmisión constante de elementos visuales, lingüísticos y materiales. Este corredor cultural es el que baja por la zona de Puebla-Tlaxcala, el valle de Tehuacán, donde he realizado investigaciones en los últimos 20 años, llega al centro de Oaxaca y desciende por el istmo de Tehuantepec hacia la planicie costera, para de ahí continuar hasta el occidente de El Salvador.

En las partes intermedias debe haber aún muchos lugares por explorar, aquí sólo he destacado la presencia de algunos de ellos de acuerdo a las exploraciones más recientes. Los pueblos asentados aquí hablaron distintos idiomas y tuvieron producciones materiales diferentes, pero siempre estuvieron al tanto de las principales ideas religiosas y políticas que se difundieron con rapidez en todas partes.

Sin duda, hay algunas estaciones que por su monumentalidad debieron ser críticas y estratégicas para el paso de caravanas de mercaderes que eran quienes normalmente difundían las novedades de uno y otro extremo, e informaban primero de eventos como la caída de Teotihuacán o la inminente llegada de embajadas importantes o personas en busca de nuevo asiento.

Actualmente, solo podemos hacer un esbozo general y esperar a que nuevos proyectos arqueológicos se efectúen en las extensas zonas de esta franja hasta ahora casi desconocidas.

Por lo pronto, me parece importante señalar que en la zona sur de Puebla con una profundidad histórica que se remonta al origen de las plantas cultivadas, especialmente el maíz, junto con la adyacente zona montañosa de la Mixteca, existen muchos rasgos que se pueden comparar con lo que ocurría en el sur de Mesoamérica, región esta última que ya no puede ser considerada una «zona de frontera» como a principios del siglo XX, sino más bien como parte de un amplio sistema de comunicación complejo y multicultural que abarcó cientos de kilómetros y zonas geográficas muy diversas.

Resulta cada vez más claro que los modelos de influencia unidireccionales son obsoletos y los modelos de interacción se aceptan como los más adecuados, especialmente cuando se consideran los casos más típicos de influencias mutuas como Teotihuacán-área maya, o bien, Tula-Chichén Itzá (Joyce, 1986 y Jordan, 2016).

Por supuesto, cabe destacar que las perspectivas de una mejor definición de los contactos a larga distancia requieren de mejores fechas y datos arqueológicos más precisos, lo cual afortunadamente, en el caso de El Salvador, ha venido ocurriendo de manera continua desde hace 25 años (Erquicia, 2011; Alabarracín-Jordán y Valdivieso, 2013; Paredes y Erquicia 2013 y Escamilla, 2015).

Notas al final

1 En el original: “As the dialect from Izalco in El Salvador according to my notes has preserved fuller grammatical forms than the Mexican Aztec, it follows that the former must be older than the latter, yes even older tan Sahagun’s Old Aztec hymns, older than Pipil from Guatemala”.

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[1]

Chalchuapa. Capital regional en el occidente de El Salvador. Nobuyuki Ito.

En Mesoamérica se encuentran diversos componentes culturales que simbolizan el poder de la sociedad, por ejemplo, en la cultura olmeca, los monolitos del tipo mesa-altar se consideran el trono del gobernante; en lzapa, Kaminaljuyú y otros sitios existieron mesas-altar tetrápodos, las cuales además pueden ser consideradas como tronos. También podrían significar poderío, como son las estelas esculpidas con glifos y el uso del sistema calendárico, como la cuenta larga, componentes todos que se encuentran en la Costa Sur de Mesoamérica.

La zona arqueológica de Chalchuapa, en El Salvador, consta de diez áreas: El Trapiche, Pampe, Peñate, Casa Blanca, Las Victorias, Tazumal, Nuevo Tazumal, Laguna Cuscachapa, Laguna Seca y El Gavilán. En Chalchuapa el Preclásico se subdivide en cinco fases a partir de los datos de excavación, lo que muestra la secuencia de la historia de Chalchuapa (Sharer, 1978).

La fase Tok es la más temprana y se desarrolla entre 1200 y 900 a.C. Esta fase se caracteriza fundamentalmente por las actividades domésticas.

Durante la fase Colos (900-650 a.C.) se incrementaron las actividades domésticas y se iniciaron las actividades ceremoniales. En el área de El Trapiche se construyó una estructura monumental conocida como E3-1-2a, hecha de barro con revestimiento de piedra basáltica y 22 m de altura. También se esculpió una pequeña escultura obesa, llamada Monumento 7.

Durante las fases Kal (650-400 a.C.) y Chul (400- 200 a.C.) se extendieron las actividades domésticas y ceremoniales hacia otras áreas de Chalchuapa. Durante la fase Caynac (200 a.C.-200 d.C.), en El Trapiche, sobre la estructura E3- 1-2a se construyó la estructura E3-1- 1a; además, se intensificó la construcción en otras estructuras, como la E3-3, y E3-6, de la misma área, entre otras, y varias estructuras monumentales, como la C1-1 y C3-6, en otra área chalchuapaneca.

En El Trapiche se localizaron varias esculturas de piedra que simbolizan el poder: cabezas de jaguar estilizado, tronos tetrápodos, estelas esculpidas con glifos, entre otras.

Estelas con glifos y la fecha más temprana

En la Costa Sur de Mesoamérica se localizaron 300 estelas esculpidas, aproximadamente; sin embargo, en la mayoría de los casos no se pudo conocer el contexto arqueológico por medio del registro científico (Ito, 2004). Sólo una docena de estelas se encontraron dentro de un contexto arqueológico (in situ) del Preclásico. Correspondiente a ese mismo periodo, en Chiapas, México, se localizaron cinco sitios arqueológicos: Tzutzuculi, Izapa, Mirador, Chiapa de Corzo y Padre Piedra. En Guatemala se registraron estelas esculpidas en cinco sitios arqueológicos: Tak’alik Ab’aj, Nueve Cerros, Los Mangales, El Portón y Kaminaljuyú, y en El Salvador, sólo dos sitios: Ataco y Chalchuapa.

En estos sitios son menos las estelas con glifos. En este sentido se puede inferir que los sitios que presentan un sistema de escritura son lugares que tenían un nivel cultural avanzado y alta tecnología. No obstante, en la Costa Sur de Mesoamérica se localizaron cuatro sitios que tienen estelas con las fechas más tempranas de 7 baktún –Chiapa de Corzo, Tak’alik Ab’aj, El Baúl y El Trapiche–, mientras que fuera de esta región sólo hay un sitio: Tres Zapotes.

Los pobladores de estos sitios conocían la cuenta larga y contaban con alta tecnología, por lo que es posible considerarlos centros regionales principales. De hecho, en El Trapiche se encontraron varios fragmentos de estelas al frente del Montículo E3-1, entre ellos dos fragmentos de estela vinculados a las cabezas de jaguar estilizado que tienen la misma orientación del eje arquitectónico del montículo, y que se colocaron como ofrenda al frente del acceso a la estructura. El Monumento 1 se colocó sobre el eje de la Estructura E3-1. En el fragmento están esculpidas ocho columnas con glifos y un personaje asociado. Otro fragmento de estela fue colocado con el lado esculpido hacia el suelo al construir el piso. Se trata de un fragmento de estela de estilo Izapa-Kaminaljuyú. Se puede observar una banda terrestre, en la cual se encuentra un símbolo en forma de U. Sobre esta misma banda se colocó una base de petate. Un señor está sentado sobre esa base o trono; sin embargo, sólo se puede observar una parte de su rodilla. Esta escena podría ser de un gobernante chalchuapaneco.

Más hacia el sur de la Estructura E3-1, y al frente a la Estructura E3-2, se encontró otro fragmento de estela con la fecha de cuenta larga relacionada al 7 baktún. Por el contexto arqueológico puede deducirse la secuencia de colocación del fragmento correspondiente: 1) se excavó un hoyo en el piso original; 2) se rellenó el hoyo con un poco de piedras; 3) se colocó el fragmento de estela con el lado esculpido hacia arriba; 4) se tapó el hoyo con piedras; 5) se hizo otro piso con arena. El lado esculpido muestra que se hizo una columna un poco más alta que las otras para colocar el glifo introductorio de la serie inicial y el número 7 para baktún.

Nobuyuki Ito. Maestro en arqueología por la Universidad de Kanazawa y doctor en arqueología por la Universidad de Nagoya. Profesor asistente de la Universidad de Nagoya, Japón. Director del Proyecto Arqueológico de El Trapiche, Chalchuapa, El Salvador.

David Stuart. Profesor Schele de arte y escritura mesoamericanos. Colabora en el Departamento de Arte e Historia del Arte de la Universidad de Texas, en Austin. Miembro del Consejo de Asesores de esta revista.

Is this the end of globalisation? Niklas Albin Svensson. January 2023 (IMT).

In May 2022, the CEO of BlackRock declared that “the Russian invasion of Ukraine has put an end to the globalisation we have experienced over the last three decades”. He undoubtedly has a point. The war in Ukraine has brought to a head the conflicts that have been brewing between the major powers for some time.

This development needs an explanation. The bourgeois commentators bemoan our impending doom and the shortsightedness of politicians. But there is little point in this kind of hand-wringing. One cannot understand the world in terms of ‘policy choices’ and similarly useless terminology.

Rather, we must try to understand the contexts in which free trade (which is the real content of globalisation) and protectionism develop. Globalisation has to be understood as a process, which was brought about by certain conditions; conditions that are no longer there.

How world trade has transformed the world

Back in the early 2000s, globalisation and free trade were in fashion. Liberals and conservatives alike worshipped at the altar of Adam Smith. The Wealth of Nations was considered the most profound thing ever written.

Their admiration for free trade had a certain justification. World trade has transformed the world, and for the better. The productive forces have burst the limits of the nation state. The world has become interconnected in a way that it has never been before. Supply chains have connected nations, industries and workers across the world.

With the growth of world trade, productivity also rose. The industries in the advanced economies produced increasingly advanced goods, and even former colonial countries began developing significant bases of industry, in particular in China, of course, a country we will return to later on.

World trade cheapened raw materials by shifting production or extraction to those places where they were most accessible, as Adam Smith had foreseen. Why not extract iron ore in the Australian outback where it costs $30 per tonne, rather than in China where it costs $90 per tonne?

Likewise, only the combination of all the resources of the world could create modern technology. Take cobalt, for example. Half of the world’s reserves and production are to be found in the Democratic Republic of Congo. One third of the world’s nickel is produced in Indonesia, and half of the world’s lithium is produced in Australia. These materials are all essential components of lithium batteries.

Furthermore, by concentrating production in huge factories that serve the world market, tremendous economies of scale can be achieved. The Foxconn iPhone assembly line in Shenzhen, for instance, is capable of outputting 100,000 iPhones per day. This is a far cry from capitalism’s early years, when production was carried out by handloom workers, weaving, powered by nothing more than the individual workers’ own muscles and skill.

In just the last 30 years, the Chinese economy has been completely transformed. The number of workers involved in the primary sector (mining, agriculture, etc.) fell from 60 to 34 percent, whilst the share of industrial workers increased from 20 to 34 percent, which means that China now has one of the highest shares of industrial workers in the world. The value added per industrial worker in Chinese industry increased tenfold in US dollar terms between 1991 and 2019, although it remains only one fifth of that produced by US workers.

The worldwide division of labour massively increased the productivity of labour and made possible the production of cheap commodities, including the provision of mobile phones all over the world. Even in a poor country like India, today there are 84 mobile phone subscriptions per 100 people (up from one in 2001). This massive improvement in the productivity in industry has also allowed an increasing share of the population to dedicate their working hours to the service sector, healthcare and education, as well as tourism and hospitality.

The whole period following the Second World War witnessed a massive expansion of world trade, starting in the 1950s and 1960s, which continued to soar thereafter. In 1970, the ratio of world trade to world GDP was 13 percent – in other words, approximately an eighth of all goods and services were produced for export. By 1980, this figure had reached 21 percent. In the 1990s, there was another spurt of growth up to 24 percent, and by 2008 it reached 31 percent.

Political developments followed alongside economic development. The General Agreement on Tariffs and Trade (GATT) was concluded in 1947 by 20 countries. This was followed by multiple further agreements among the signatories throughout the 1950s and 1960s, as well as an increase in the number of signatories, from 20 in 1949 to 37 in 1959, to 75 by 1968. By the time the World Trade Organisation (WTO) was created in 1994, GATT had 128 signatories.

The WTO itself included a far more comprehensive trade agreement including services; a dispute settlement mechanism; agreements on the protection of intellectual property, etc. On average, trade tariffs fell from 22 percent in 1947, to 5 percent at the time of the creation of the WTO.

This was made possible by the massive expansion of the world economy that took place after the Second World War, meaning that even if you had to cede some ground to your competitor or close down some of your industry, the overall increase in the world markets would leave you significantly better off.

In this period, the dynamic of free trade really worked in the way Adam Smith and David Ricardo (who developed Smith’s ideas) suggested it would. The looming dominance of the US over the capitalist world pushed a free trade agenda onto reluctant participants, smoothing over the whole process.

In the 1990s, the International Marxist Tendency (IMT) produced a document that explained this process:

“The fact that we have entered an entirely new situation on a world scale is shown by the changed role of world trade. The massive development of world trade in the period 1948-73 was one of the main reasons for the post-war upswing in world capitalism. This enabled capitalism—partially and for a temporary period—to overcome the main barriers to the development of the productive forces: the nation state and private property.” (A New Stage in the World Revolution)

This is what was known as globalisation, i.e. a massive expansion of the world market to overcome the limitations of the national markets. In other words: the limits of the nation state.

The nation state

At this point, it is necessary to consider how the nation state relates to the development of capitalism. When capitalism emerged onto the scene of world history it overcame regional, feudal limitations, to create a national market. The peculiarities of isolated markets around market-towns and regional capital were overcome, and prices were established through competition on a national scale between farmers and companies. This national market was the key to the development of capitalism in the first centuries of its existence.

But as capitalism developed the productive forces, competition gave way to monopoly. The handloom gave way to the power loom, and ‘barriers to entry’, as the economists call them, became greater. To start a weaving mill, you now needed not just a workshop and some handlooms, but a factory, a steam engine and power looms. The development of the productive forces, i.e. the development of new technology and its application to production, almost always leads to greater monopolisation, i.e. the concentration of more capital in the hands of fewer capitalists.

Once the monopolies have dominated and exhausted the domestic market, they are forced to seek out other outlets for their products. This leads to a massive expansion of the world market and world trade. Yet this too ceases to be sufficient at a certain point. The monopolies also need to find new outlets for their accumulated profits. Capital seeks new profitable investments, no longer available on the domestic markets. This is the beginning of the export of capital.

Capital is exported by means of finance capital (banks, insurance companies etc.), which comes to dominate the domestic and the world market. This is the world that Lenin described in his work, Imperialism: the Highest Stage of Capitalism. This is also the world that we live in today, although on an even higher level.

Lenin explained that the narrow, limited borders of the nation hem in the productive forces, which each capitalist nation is forced to attempt to overcome. Therefore, as the productive forces developed during the 20th century, world trade developed far quicker.

The consequences were tremendous:

    “The intensification of the international division of labour, the lowering of tariff barriers, and the growth of trade, particularly between the advanced capitalist countries acted as an enormous stimulus for the economies of the national states. This was in complete contrast to the dismemberment of the world economy in the period between the Wars, when protectionism and competitive devaluations helped to turn the slump into a world depression.” (A New Stage in the World Revolution)

Furthermore, the upswing of the post-war period was both the cause, and the effect of the development of world trade:

    “This enabled capitalism—partially and for a temporary period—to overcome the main barriers to the development of the productive forces: the nation state and private property.”  (A New Stage in the World Revolution)

Protectionism

Protectionism, the polar opposite of free trade has, of course, also existed throughout the history of capitalism, and for very good reasons.

By the mid-19th century, British industries reigned supreme on the world market. Using cheap commodities, they conquered the world. This was the era of British free trade. It was reflected in the domination of the Whigs in the British Parliament, and the repeal of the tariffs on grain, known as the Corn Laws. Thus, food for the working class was cheapened, enabling the bosses to keep wages down.

However, the domination of British industry posed a problem for other nations whose industries were far less developed. They needed some means of shielding their industries from British competition. As Engels put it, these nations “did not see the beauty of a system by which the momentary industrial advantages possessed by England should be turned into means to secure to her the monopoly of manufactures all the world over and forever.” (Engels, “The French Commercial Treaty”, 1881)

In Sweden for example, they introduced a system of export restrictions. The British industries were drawing in ever increasing amounts of raw materials. But supplying Britain with unprocessed logs, iron ore and other minerals would do little to develop Swedish industries. Therefore restrictions were put in place on exports of pig iron, iron ore and logs, in order to ensure that the processing took place in Sweden. When the Swedish metal and wood industry caught up, the restrictions were lifted, and Sweden entered a free trade agreement with Britain and France.

Similarly, the cotton-producing Confederates during the US Civil War were free-trade advocates. They wanted lower barriers to export raw cotton to England. The industrial north, however, favoured protective tariffs to protect its industries from their English counterparts. Slavery was therefore intimately connected with economic backwardness and free trade. Again, once the US had developed its industries, its bourgeoisie became massive proponents of free trade.

However, this development towards free trade does not flow in only one direction. By the end of the 19th century, British industries were facing increasingly stiff competition abroad, particularly from Germany and the US. This began causing a shift in the UK. The Tory Party returned to power, and started pushing an increasingly protectionist agenda. What was known as ‘imperial preference’ became one means of applying protectionism. This entailed Britain’s colonial possessions enacting preferential treatment for trade inside the British Empire. This policy was particularly targeted against the US and Germany.

This policy coincided with a turn towards land-grabbing of colonies. Lenin explained this process in Imperialism. The competition between monopolies turned into competition between nations. By 1900, the imperialist nations had carved up the world between themselves, and so any further expansion could only come at the expense of the other imperialist nations. The increasing contradictions between the capitalist powers – their battle over markets for goods and investments – were leading to increasing tensions in international relations.

As Germany had the smaller share of the colonies, its industries strained against the limitations imposed on it by its lack of colonies and access to the colonies of other nations. The German bourgeoisie needed and demanded a re-division of the world, in proportion to Germany’s newfound economic development. When the boom of the late 19th and early 20th century ended, the contradictions spilled over into world war.

There is therefore a close connection between economic crisis, protectionism, crises in international relations and war. We should remember, as Clausewitz pointed out, that war is politics by other means. And, as Lenin put it, politics itself is only concentrated economics.

The First World War solved none of the contradictions in the world economy. It only intensified them, and after the war, protectionism really took off. Britain introduced ‘Imperial Preference’ in 1932-33, bringing the policy of the colonies into line with the mainland. In 1933, President Hoover introduced the Buy American Act, which forced government contractors to use US-made products. Similar policies were enacted all around the world, contributing to a dramatic collapse in world trade by some 30 percent in the three years following the 1929 crash.

Adam Smith said that protectionist nations were “beggaring all their neighbours”, i.e. turning their neighbours into paupers, from which the phrase ‘beggar-thy-neighbour’ comes. Smith was describing attempts to cure recession and unemployment by exporting it, by shifting consumption to domestically produced goods. Of course, in a recession and especially a depression, these contradictions are exacerbated, as shrinking markets create more idle factories.

Protectionism on the rise

The crisis of 2007-8 really put an end to the further extension of free trade. The Doha Round of WTO-led negotiations was already in trouble, but the crisis finished it off. The negotiations were meant to tackle the issue of agricultural subsidies in Europe and the United States. After the collapse of negotiations, only half-hearted attempts were made to renew them. Instead, the process of rolling back world trade started.

Often, Trump is credited with bringing back protectionism, but he was only the logical next step. Obama launched the slogan, “Buy American!” in 2009. The Buy American Act had remained in force ever since 1933, but had been watered down significantly by various agreements like GATT, NAFTA and the Agreement on Government Procurement. Obama beefed it up in his 2009 Recovery Act and would have gone further in his 2011 Jobs Act, if it hadn’t been for the Republicans blocking it. Both acts were heavily criticised by the EU and Canada for undermining free trade.

Trump, of course, introduced a raft of protectionist measures, particularly around steel, but he remained constrained by WTO provisions. Biden rolled back some of these measures, particularly against Europe, Japan and Canada. However, far from abandoning protectionism, he has promised to try to ‘modernise’ the WTO rules, by which he means watering them down to give the US more scope for protectionist measures. The EU, for obvious reasons, is less than enthusiastic about this proposal.

Biden’s Inflation Reduction Act (IRA) follows the precedent set by Obama. In order to qualify for a subsidy to your electric car purchase, you have to buy a car ‘Made in America’. Similarly, investments in Green Energy need to comply with the conditions of the Buy American Act, i.e. they need to source their raw materials from the US. This has really inflamed tensions between the US and the EU, who feel that the US is discriminating against its ‘allies’. Macron called for a ‘Buy European Act’ and although the Germans have taken a less confrontational approach, they have nonetheless been pressuring the US for concessions.

German Chancellor Scholtz in his typically reserved diplomatic style, wrote in Foreign Affairs:

    “I believe that what we are witnessing is the end of an exceptional phase of globalisation, a historic shift accelerated by, but not entirely the result of, external shocks such as the COVID-19 pandemic and Russia’s war in Ukraine.”

In other words, globalisation as we know it is finished, and it won’t be coming back, precisely because it is not just the result of the war in Ukraine or the pandemic.

Alongside the economic forces pushing towards protectionism, there are also political factors connected to the impact of the crisis on workers across the advanced economies. Pressures of unemployment, attacks on wages and conditions etc. have created a huge discontent among workers.

The traditional bourgeois parties find themselves without anything to offer except more attacks and austerity. The only way to try to find a base in this situation is to move to the right, and to nationalism, including economic nationalism. Flag waving, anti-immigration sentiment and protectionism go hand-in-hand and are the only way in which the bourgeois can somehow cobble together an electoral base.

Trump was the most obvious example of this. He talked about restoring the position of “the American working class” by restricting immigration and foreign trade – a combination of ‘beggar-thy-neighbour’ policies; of keeping industry at home; and of keeping out the masses abroad, impoverished by imperialist wars and economic plunder. At least this was what he attempted to achieve.

The rise of China

Another pressure is the rise of China. The economic development of China was a massive boon to the world economy. The opening up of the economies to the world market – in Eastern Europe, but especially in China – was one of the key factors in prolonging the boom into the 1990s and early 2000s.

What industrial development we’ve seen on a world scale over the past 30 years has taken place largely in China, which has emerged as a new world power. Since the mid-1990s, China’s labour productivity has grown by 7 to 10 percent annually.

After initially hailing the Chinese economic success, and leaning on China to recover from the 2008 crash, the US and the EU started to become concerned about Chinese growth. They started noticing how Chinese companies took a serious interest in patents and intellectual property. This ranged from agriculture to electronics. Chinese companies like Lenovo, Geely and Huawei were also acquiring companies and market shares in the West. And so the western powers started to worry.

Already by Obama’s presidency, there was talk of a ‘Pivot to Asia’, but after the announcement of the ‘Made in China 2025’ plan in 2015, quantity turned into quality. China became a serious worry and during Trump’s presidency, the US began a serious attempt to hold back China’s development.

‘Made in China 2025’ was an announcement to the world that China was no longer content with producing merely furniture and clothes, and assembling electronics. It wanted to compete in the most advanced technological sectors and reduce its dependence on foreign suppliers.

China has a massive population, and the value of the total output of its economy is now approaching that of the US. The modernisation of Chinese industries has made China into one of the biggest industrial nations. However, China still lags far behind. The IMF estimates that its average labour productivity in industry is 35 percent of that of global best practices.

Only in the most advanced areas, like the cities around the Pearl River Estuary, Shanghai or Beijing, do you get a GDP per capita which is comparable to Spain or Portugal. China is not on par with advanced imperialist countries like Germany, Japan or the US, but it has laid out its ambition to become so.

The US is now leveraging its economic and diplomatic power to stop countries exporting key components to China and buying technologies like 5G from Huawei. It also has set itself the task of ‘liberating’ its supply chains and those of its allies from China.

Many of its allies remain unconvinced by their approach. Indeed, Scholtz, contrary to the wishes of the US, decided to make a visit to Xi Jinping. He was determined to resolve Germany’s disputes with China independently of the US. Macron has a very similar approach, and the communique of ‘agreements’ after his recent meeting with Biden, notably did not mention China.

The smaller EU powers are unhappy with the way the conflict with Russia has been handled by the US: twisting their arms to take measures that have a limited impact on the US economy, but are very heavily damaging European industry, in particular that of Germany. One anonymous senior EU official called it a “historic juncture” in the EU-US relationship (Europe accuses US of profiting from war – POLITICO). The European powers fail to see the allure of another trade war in which they must abide by US dictates.

Yet the US is quite capable of taking unilateral action, and it has continued to do so. It is imposing new legislation, not just on US companies but on any company in the world. The recent ban on the export of machinery to produce semiconductors to China is one such example. Similarly, in its blockade against Cuba, the US has unilaterally demanded compliance from companies in Europe, Taiwan, etc., or risk being sanctioned in turn.

The world’s biggest producer of semiconductors is a Taiwanese company called TSMC. It now has to apply for permission from the US government to import machinery to its plants in China. The largest producer of such machinery is ASML, a Dutch company. The Dutch government is now in discussions with the US about what additional barriers to impose on exports to China. The US is essentially forcing its methods of ‘competition’ with China onto its allies.

The US remains the super power, and just as the British fleet back in 1914 had a policy of maintaining a naval capacity larger than its two biggest competitors combined, so the US is spending as much as the ten following nations combined on its military, or 2.7 times that of China, which comes in second. In the past, this power was used to keep free trade flowing. But increasingly, it is now being used for the opposite purpose.

This turn in the US has major implications. Unlike in the past, its power is no longer used to defend the general interests of the capitalist class against the Soviet Union or world revolution, but its own narrow interests against the other major powers. It has thus taken up the role of a declining power, attempting to shield itself from competition, somewhat like Britain at the end of the 19th century.

Yet it would be quite wrong to see protectionism merely from a US perspective. The European Union also has an interest in countering Chinese competition. They have their own “Chips Act”, their own attempts to secure battery plants for lithium batteries, and so on. The Chinese government has limited new protectionist initiatives, but there are plenty of complaints about unofficial measures taken to make life difficult for Western companies operating in China.

All these conflicts are intensifying under the pressure of events. This will have major consequences. Refashioning supply chains to avoid Russia and China will be tremendously expensive. The attempt to move microchip production apparently means investment in lithography systems to the tune of $300 billion from TSMC, Intel and Samsung.

According to ASML, TSMC has already announced investment plans of $100 billion. Once established, these new factories will have to be protected against foreign competition by tariffs and other measures. The fact that they are all likely to overshoot the demand of the world market for semiconductors, with consequences for prices, makes this particularly true. Thus, protectionism feeds protectionism.

This will have long-term consequences for levels of investment. The IMF estimated that every point reduction in tariffs resulted in a 0.4 point increase in investment, because of the cheapening of machinery. Now, increased protectionism will lead to more expensive machinery and thus less investment.

In this scramble, world trade will not cease. How can it? But it will become more expensive, which will mean more expensive goods, i.e. more inflation. This will have to be countered then by the raising of the interest rates to try to cool down the economy, which will in turn provoke recession.

Why are they doing it, one might ask? Certainly the liberal press asks this time and time again. Yet it is not hard to find the reason. Firstly, it is the policies of free trade that have led us precisely to this point. Free trade both postponed and also massively exacerbated the crisis. Neither free trade nor protectionism can resolve the contradictions of capitalism.

Secondly, in increasingly harsh economic conditions, governments are trying to find some kind of way of stabilising the political system and ensuring that the main monopolies retain or gain an edge over the competition. They attempt to buy themselves a bit of time, so that if revolutionary convulsions will collapse a regime, they can ensure it won’t be their regime. Yet, because they’re all acting in the same way, they destroy the fabric of the world economy, and by extension, of the capitalist system as a whole.

Where do Marxists stand?

The market, or the ‘invisible hand’, played a historically progressive role, but is clearly unable to do so any more. For us it’s not a question of supporting free trade against protectionism. It’s not our role to try to turn the clock back to 2006 or even to 1967. The whole crisis shows the inability of capitalism to take humanity forward, and in its senile decline, capitalism is destroying many of the gains it had made in the past.

It is destroying its supply chains, it’s destroying its system of international relations, it’s returning us to wars, militarism and all the associated waste in economic resources and human life. Our role is to explain why this is taking place, and how neither side will solve anything by their measures.

We must understand that protectionism is a dead end. The whole development of the past 80 years shows the complete reactionary utopia that was ‘socialism in one country’. We are one interconnected globe and there are huge advantages for us in sharing experiences, technology and resources. Socialism would be built on a foundation of trade and internationalism, not by forcing the productive forces into the straight jacket of the nation state.

Free trade and liberalisation can no longer take us one step forward, whilst the turn to protectionism just makes things worse. We are socialists, Marxists and revolutionaries. We see in this collapse of globalisation only another stage in the crisis of the system as a whole. We see the great benefits of world trade, but this path is now finished. Only on the basis of the working class taking power can we re-establish world trade and world relations on a healthy basis. We will prepare the way for a massive leap forward.

El gran dilema de quienes controlan el FMLN. Wilfredo Zepeda. CRS del FMLN. Diciembre de 2022

El FMLN lleva más de tres años cargando una contradicción entre el sentimiento antigobierno de su militancia y el comportamiento progobierno del grupo que controla el partido.

Es normal que la militancia del Frente rechace a un Gobierno como este, que persigue a dirigentes y ex funcionarios del partido, ataca al movimiento popular, viola los derechos humanos y el marco legal, miente sobre las causas de la guerra (que atribuye a un pacto entre la guerrilla y la oligarquía para matar al pueblo), denigra los Acuerdos de Paz, roba y tiene la economía estancada, entre otras cosas.

Toda persona de izquierda y progresista de verdad, no de pose, siente aversión por este régimen, uno de los peores de la historia del país. Pero resulta que el grupo que comanda el FMLN ve las cosas de otro modo, hasta el punto de que su jefe, el señor Ramiro, elogió recientemente el Estado de Excepción, el cual ha generado decenas de muertes, miles de detenciones arbitrarias e infinidad de atropellos, mientras el Gobierno protege a los cabecillas de las pandillas, les da empleo a muchos de ellos y les otorga otras prebendas a cambio de que reduzcan los asesinatos.

Hay que recordar que el grupo que manda en el FMLN dijo, en el documento “Análisis del momento actual y líneas estratégicas para el período 2019-2024”, que “el “presidente Bukele está estrechamente vinculado y coincide con el enemigo estratégico en el propósito de destruir al FMLN como opción revolucionaria” y que “el FMLN desarrollará una estrategia para evitar que se consolide esa alianza”. ¿Cuál alianza? La de Bukele con los enemigos estratégicos, el imperialismo y la oligarquía. O sea, que hay que atraer a Bukele.

La mayoría de militantes no conoce ese documento, pero percibe la pasividad de quienes dirigen el partido, que no opinan sobre los problemas nacionales, no enfrentan al gobierno, siguen lamentando la expulsión de Bukele del FMLN y le dedican buena parte de su tiempo a atacar al grupo que lo expulsó. Hay una especie de angustia en la militancia del FMLN, que no ve a su dirección a la altura de las circunstancias, sino coqueteando con el régimen.

Para calmar las inquietudes de la militancia, y sobre todo para cohesionar a la base que le apoya, el grupo dirigente hace tres cosas: dice que el enemigo principal solo está integrado por la oligarquía y el imperialismo, o sea, excluye al gobierno de ese bloque; difama a la corriente revolucionaria del partido; y calumnia al movimiento popular, al que acusa de recibir dinero de la embajada de Estados Unidos, exactamente lo mismo que dice Bukele.

La calificación del enemigo principal, donde el clan Bukele no aparece, es muy curiosa. Cuando en la izquierda (y en la derecha) se habla del enemigo principal o inmediato, se hace referencia al bloque de fuerzas que hay que vencer para avanzar hacia el poder o para tomarlo.

Durante la guerra, cuando el PDC gobernaba, el FMLN tenía claro que el enemigo principal era el bando integrado por la Fuerza Armada (FAES), el gobierno de Duarte y el imperialismo como sostén de los otros dos. Si el FMLN hubiera ganado la guerra en esos años, su victoria hubiera sido, al mismo tiempo, contra la FAES, el gobierno de Duarte y el imperialismo. Y una vez en el poder, se enfrentaría de nuevo al imperialismo y también a la oligarquía, pues ambos conforman el enemigo estratégico, es decir, el obstáculo a vencer para aplicar el programa de transformación.

Pero una vez ARENA llegó al Ejecutivo, sacó al PDC del lugar que ocupaba como enemigo principal y le dio entrada a la oligarquía, que a su vez era (y siempre es) parte del enemigo estratégico. Si el FMLN tomaba el poder durante la ofensiva de 1989, hubiese derrotado, al mismo tiempo, a la FAES, al gobierno de Cristiani y al imperialismo. Y luego se enfrentaría de nuevo al imperialismo y a la oligarquía para defender al gobierno revolucionario y aplicar su programa.

¿Y cómo está la cosa hoy? ¿El clan Bukele es o no es parte del  enemigo principal? Por supuesto que lo es, pues controla el Estado y golpea al FMLN, al movimiento popular y a las fuerzas progresistas. Pero lo hace con el apoyo de un sector de la oligarquía y el respaldo del imperialismo.

El gobierno de Bukele tiene el apoyo público de Roberto Kriete, de los Meza, los Regalado, los Dueñas, los Calleja y otros oligarcas que respaldan sus acciones (incluyendo las ilegales), al tiempo que se lucran de las compras públicas, la privatización del agua y los permisos ambientales para sus proyectos. La oligarquía mantiene en silencio a sus gremios (ANEP, ASI, CAMAGRO y otros) y está complacida con el daño ocasionado por el clan Bukele al FMLN, el enemigo al que ella y el imperialismo no pudieron derrotar en la guerra y la postguerra.

El clan gobernante también tiene el apoyo del gobierno de Estados Unidos, que le pide guardar las apariencias democráticas mientras le agradece sus ataques al FMLN, a las fuerzas progresistas y al movimiento popular, así como la ruptura de relaciones diplomáticas con Venezuela y la República Saharaui Democrática. El gobierno de Estados Unidos le ayuda con los préstamos del BID y a hurtadillas le dona aeronaves militares, entre otras cosas. 

Es claro que el imperialismo solo adversa a las fuerzas de izquierda y progresistas. Y Bukele no dirige un proyecto de esa naturaleza, sino de derecha. Nadie lo ha visto en foros de grupos de izquierda, ni celebrando los triunfos electorales de la izquierda ni coincidiendo con los gobiernos revolucionarios y progresistas de América Latina. 

De manera que, para la izquierda verdadera, el enemigo a vencer es el agrupamiento integrado por el clan Bukele, el sector de la oligarquía que lo apoya y el imperialismo norteamericano. A ese agrupamiento hay que enfrentarlo en las luchas de calle y en las elecciones de 2024 y más allá. El sector oligarca no bukelista, que sigue en ARENA o anda en otros pasos, no será parte del Frente Amplio opositor que enfrentará al régimen. Es enemigo secundario, pero enemigo, no amigo.

¿Podrán los que controlan el FMLN convencer a la militancia de que el clan gobernante no es parte del enemigo principal? Tal vez la gente más fanatizada acepte esa versión. Y es justamente a esas personas que el jefe del grupo les dice que la oligarquía y el imperialismo masacraron en el pasado y atacaron a Alba Petróleo, como si la militancia no lo supiera. Pero ese esfuerzo por “sensibilizar” únicamente contra esos enemigos es cuesta arriba, pues la militancia también sabe que el régimen de los Bukele reprime al pueblo, roba y difama con el respaldo de los principales oligarcas y del imperialismo. Por lo tanto, en la fórmula de Ramiro sobre el enemigo principal hay un cabo suelto que genera angustia en la militancia del partido.

Sobre la difamación a la corriente revolucionaria del FMLN, la que expulsó a Bukele del partido y a la que acusan de querer una alianza con ARENA, la vida aclarará esa calumnia. Además, la militancia sabe que dicha corriente es la que enfrenta al régimen. Por lo tanto, esa maniobra morirá por falta de oxígeno.

Sobre los ataques al movimiento popular que lucha contra el gobierno, la maniobra del jefe del FMLN y sus operadores políticos es muy precaria, pues la militancia ve a ese movimiento luchando contra el régimen y vinculado a la izquierda continental.

Para justificar su aislamiento, el grupo que dirige al FMLN dice que el partido tiene 500,000 votos. Pero esa cifra es falsa, pues es la suma de los votos de las elecciones presidenciales y los votos de las legislativas y municipales, como si quienes votaron en ambas elecciones fueran diferentes.

Ese grupo también anda diciendo que no hará alianza con ningún partido de derecha, incluidos los que no están en el bando del enemigo principal. Olvidan las alianzas del Partido Comunista de El Salvador con los demócratacristianos y los socialdemócratas en los años setenta, entre muchas experiencias históricas de alianzas estratégicas y tácticas en el país y en el mundo.

Decir que un grupo de izquierda solo debe aliarse con otro similar es negar toda la experiencia del FMLN y de la izquierda mundial. Y es hipocresía celebrar las victorias pasadas del FMLN y las victorias de la izquierda latinoamericana (pasadas y presentes), que se sustentan en alianzas con sectores que no son de izquierda pero que coinciden en la lucha contra el enemigo principal.

Sobre el tema de las alianzas, Lenin afirmó que «…uno de los errores más graves de los comunistas, es la idea de que una revolución puede ser hecha por los revolucionarios solos…Sin alianza con los no comunistas en las más diversas esferas de la actividad, no puede hablarse siquiera de una exitosa construcción comunista…” («La significación del materialismo militante.») También dijo que no se puede “ignorar que toda la historia del bolchevismo, tanto antes como después de la revolución de octubre, está llena de casos de táctica de maniobras, de conciliación y de compromisos con otros partidos, incluidos los partidos burgueses. “El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo.”). ¿Se estudia a Lenin en la escuela del FMLN?

Las poses de “pureza” que asume el grupo que controla el FMLN solo demuestran su decisión de no enfrentar al régimen. Pero el autoengaño y el aislamiento son peligrosos en política. ¿Será que ese grupo tiene baja autoestima y cree que si habla con un derechista se hace de derecha? ¿Será que desea que el partido termine consumido? ¿O será que quiere contribuir a la victoria de Bukele? 

Vociferar contra la oligarquía y el imperialismo, al margen de enfrentar al gobierno de Bukele, es propio de falsos izquierdistas, que dejan de lado el problema más candente: la reelección ilegal de Bukele y el posible afianzamiento de su gobierno dictatorial. Enfrentar ese peligro mediante una amplia alianza opositora es la tarea revolucionaria del momento. Lo demás es fraseología contra la oligarquía y el imperialismo, pero sin enfrentarse a su instrumento principal, el régimen de turno.

¿Qué pasará, entonces, en el FMLN? La convención de diciembre será crucial, pues si se aprueba que el FMLN solo hará alianza con un grupito social que responde a la dirección, irá solo a las elecciones de 2024 y el resultado ya se sabe cuál será. El 2.6% que le da la UCA equivale a menos de 100,000 votos, que, dispersos en el país, tal vez ni alcancen para tener presencia en la Asamblea Nacional.

Tres años complejos, complicados, difíciles. Diario El Mundo. 2 de junio de 2022

El presidente Nayib Bukele arribó ayer a su tercer año de Gobierno con elevados niveles de aprobación y en medio de una ofensiva frontal contra las pandillas.

Han sido tres años difíciles, complejos, complicados. La pandemia, la crisis económica que vino con ella, la inseguridad que llegó de manera trágica a su peor explosión en marzo con aquellos días tenebrosos de homicidios, todo eso han sido variables que le ha tocado enfrentar al gobierno.

Evidentemente ha habido dificultades, hay cuestionamientos y críticas a nivel nacional e internacional desde que se destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al Fiscal General de la República, ha habido también preocupación sobre la institucionalidad democrática.

Luego con el régimen de excepción hay denuncias de violaciones de Derechos Humanos y otros señalamientos. La confrontación con Estados Unidos también ha sido tema de preocupación.

Pero además de esas críticas, hay una realidad incuestionable y es que todas las encuestas muestran un nivel elevado de aprobación para el mandatario y la mayoría de sus medidas, con excepción de la economía y la apuesta por el bitcoin.

Eso se puede explicar porque el mandatario ha tomado medidas osadas que la inmensa mayoría de la población respalda como el combate frontal a las pandillas. La población estaba harta de los crímenes de esas bandas y urge una solución permanente contra la violencia, las extorsiones, el acoso de estas.

Como todo gobierno, hay avances y hay deudas. Es vital conservar un sistema democrático, con libertades y Estado de Derecho, que sepa escuchar a la población y sus necesidades.

Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la «invención del otro». Santiago Castro-Gómez

Durante las últimas dos décadas del siglo XX, la filosofía posmoderna y los estudios culturales se constituyeron en importantes corrientes teóricas que, adentro y afuera de los recintos académicos, impulsaron una fuerte crítica a las patologías de la occidentalización. A pesar de todas sus diferencias, las dos corrientes coinciden en señalar que tales patologías se deben al carácter dualista y excluyente que asumen las relaciones modernas de poder.

La modernidad es una máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas. La crisis actual de la modernidad es vista por la filosofía posmoderna y los estudios culturales como la gran oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias largamente reprimidas.

A continuación mostraré que el anunciado «fin» de la modernidad implica ciertamente la crisis de un dispositivo de poder que construía al «otro» mediante una lógica binaria que reprimía las diferencias. Con todo, quisiera defender la tesis de que esta crisis no conlleva el debilitamiento de la estructura mundial al interior de la cual operaba tal dispositivo.

Lo que aquí denominaré el «fin de la modernidad» es tan solo la crisis de una configuración histórica del poder en el marco del sistema-mundo capitalista, que sin embargo ha tomado otras formas en tiempos de globalización, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema-mundo.

Argumentaré que la actual reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre la producción de las diferencias y que, por tanto, la afirmación celebratoria de éstas, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo.

Defenderé la tesis de que el desafío actual para una teoría crítica de la sociedad es, precisamente, mostrar en qué consiste la crisis del

proyecto moderno y cuáles son las nuevas configuraciones del poder global en lo que Lyotard ha denominado la «condición posmoderna».

Mi estrategia consistirá primero en interrogar el significado de lo que Habermas ha llamado el «proyecto de la modernidad», buscando mostrar la génesis de dos fenómenos sociales estrechamente relacionados: la formación de los estados nacionales y la consolidación del colonialismo. Aquí pondré el acento en el papel jugado por el conocimiento científico-técnico, y en particular por el conocimiento brindado por las ciencias sociales, en la consolidación de estos fenómenos.

Posteriormente mostraré que el «fin de la modernidad» no puede ser entendido como el resultado de la explosión de los marcos normativos en donde este proyecto jugaba taxonómicamente, sino como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder, esta vez ya no basada en la represión sino en la producción de las diferencias.

Finalizaré con una breve reflexión sobre el papel de una teoría crítica de la sociedad en tiempos de globalización.

1. El proyecto de la gubernamentabilidad

¿Qué queremos decir cuando hablamos del «proyecto de la modernidad»? En primer lugar, y de manera general, nos referimos al intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento. El filósofo alemán Hans Blumemberg ha mostrado que este proyecto demandaba, a nivel conceptual, elevar al hombre al rango de principio ordenador de todas las cosas[1].

Ya no es la voluntad inescrutable de Dios quien decide sobre los acontecimientos de la vida individual y social, sino que es el hombre mismo quien, sirviéndose de la razón, es capaz de descifrar las leyes inherentes a la naturaleza para colocarlas a su servicio. Esta rehabilitación del hombre viene de la mano con la idea del dominio sobre la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, cuyo verdadero profeta fue Bacon.

De hecho, la naturaleza es presentada por Bacon como el gran «adversario» del hombre, como el enemigo al que hay que vencer para domesticar las contingencias de la vida y establecer el Regnum hominis sobre la tierra[2].

Y la mejor táctica para ganar esta guerra es conocer el interior del enemigo, oscultar sus secretos más íntimos, para luego, con sus propias armas, someterlo a la voluntad humana. El papel de la razón científico-técnica es precisamente acceder a los secretos más ocultos y remotos de la naturaleza con el fin de obligarla a obedecer nuestros imperativos de control. La inseguridad ontológica sólo podrá ser eliminada en la medida en que se aumenten los mecanismos de control sobre las fuerzas mágicas o misteriosas de la naturaleza y sobre todo aquello que no podemos reducir a la calculabilidad.

Max Weber habló en este sentido de la racionalización de occidente como un proceso de «desencantamiento» del mundo.

Quisiera mostrar que cuando hablamos de la modernidad como «proyecto» nos estamos refiriendo también, y principalmente, a la existencia de una instancia central a partir de la cual son dispensados y coordinados los mecanismos de control sobre el mundo natural y social.

Esa instancia central es el Estado, garante de la organización racional de la vida humana. «Organización racional» significa, en este contexto, que los procesos de desencantamiento y desmagicalización del mundo a los que se refieren Weber y Blumemberg empiezan a quedar reglamentados por la acción directriz del Estado.

El Estado es entendido como la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar una «síntesis», esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos. Para ello se requiere la aplicación estricta de «criterios racionales» que permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo.

Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa de ella para «dirigir» racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios establecidos científicamente de antemano.

El filósofo social norteamericano Immanuel Wallerstein ha mostrado cómo las ciencias sociales se convirtieron en una pieza fundamental para este proyecto de organización y control de la vida humana[3].

El nacimiento de las ciencias sociales no es un fenómeno aditivo a los marcos de organización política definidos por el Estado-nación, sino constitutivo de los mismos. Era necesario generar una plataforma de observación científica sobre el mundo social que se quería gobernar[4]. Sin el concurso de las ciencias sociales, el Estado moderno no se hallaría en la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, definir metas colectivas a largo y a corto plazo, ni de construir y asignar a los ciudadanos una «identidad» cultural[5].

No solo la reestructuración de la economía de acuerdo a las nuevas exigencias del capitalismo internacional, sino también la redefinición de la legitimidad política, e incluso la identificación del carácter y los valores peculiares de cada nación, demandaban una representación científicamente avalada sobre el modo en que «funcionaba» la realidad social. Solamente sobre la base de esta información era posible realizar y ejecutar programas gubernamentales.

Las taxonomías elaboradas por las ciencias sociales no se limitaban, entonces, a la elaboración de un sistema abstracto de reglas llamado «ciencia» – como ideológicamente pensaban los padres fundadores de la sociología -, sino que tenían consecuencias prácticas en la medida en que eran capaces de legitimar las políticas regulativas del Estado.

La matriz práctica que dará origen al surgimiento de las ciencias sociales es la necesidad de «ajustar» la vida de los hombres al aparato de producción. Todas las políticas y las instituciones estatales (la escuela, las constituciones, el derecho, los hospitales, las cárceles, etc.) vendrán definidas por el imperativo jurídico de la «modernización», es decir, por la necesidad de disciplinar las pasiones y orientarlas hacia el beneficio de la colectividad a través del trabajo.

De lo que se trataba era de ligar a todos los ciudadanos al proceso de producción mediante el sometimiento de su tiempo y de su cuerpo a una serie de normas que venían definidas y legitimadas por el conocimiento. Las ciencias sociales enseñan cuáles son las «leyes» que gobiernan la economía, la sociedad, la política y la historia. El Estado, por su parte, define sus políticas gubernamentales a partir de esta normatividad científicamente legitimada.

Ahora bien, este intento de crear perfiles de subjetividad estatalmente coordinados conlleva el fenómeno que aquí denominamos «la invención del otro». Al hablar de «invención» no nos referimos solamente al modo en que un cierto grupo de personas se representa mentalmente a otras, sino que apuntamos, más bien, hacia los dispositivos de saber/poder a partir de los cuales esas representaciones son construidas.

Antes que como el «ocultamiento» de una identidad cultural preexistente, el problema del «otro» debe ser teóricamente abordado desde la perspectiva del proceso de producción material y simbólica en el que se vieron involucradas las sociedades occidentales a partir del siglo XVI[6].

Quisiera ilustrar este punto acudiendo a los análisis de la pensadora venezolana Beatriz González Stephan, quien ha estudiado los dispositivos disciplinarios de poder en el contexto latinoamericano del siglo XIX y el modo en que, a partir de estos dispositivos, se hizo posible la «invención del otro».

González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura.

Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad

de ordenar e instaurar la lógica de la «civilización» y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones.

Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria[7].

La formación del ciudadano como «sujeto de derecho» sólo es posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución. La función jurídico-política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad.

La constitución venezolana de 1839 declara, por ejemplo, que sólo pueden ser ciudadanos los varones casados, mayores de 25 años, que sepan leer y escribir, que sean dueños de propiedad raíz y que practiquen una profesión que genere rentas anuales no inferiores a 400 pesos[8]. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual.

Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la «ciudad letrada», recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye.

Pero si la constitución define formalmente un tipo deseable de subjetividad moderna, la pedagogía es el gran artífice de su materialización. La escuela se convierte en un espacio de internamiento donde se forma ese tipo de sujeto que los «ideales regulativos» de la constitución estaban reclamando.

Lo que se busca es introyectar una disciplina sobre la mente y el cuerpo que capacite a la persona para ser «útil a la patria». El comportamiento del niño deberá ser reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le permitan asumir un rol «productivo» en la sociedad.

Los manuales de urbanidad

Pero no es hacia la escuela como «institución de secuestro» que Beatriz González dirige sus reflexiones, sino hacia la función disciplinaria de ciertas tecnologías pedagógicas como los manuales de urbanidad, y en particular del muy famoso de Carreño publicado en 1854.

El manual funciona dentro del campo de autoridad desplegado por el libro, con su intento de reglamentar la sujeción de los instintos, el control sobre los movimientos del cuerpo, la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada como «bárbara»[9].

No se escribieron manuales para ser buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser «buen ciudadano»; para formar parte de la civitas, del espacio legal en donde habitan los sujetos epistemológicos, morales y estéticos que necesita la modernidad.

Por eso, el manual de Carreño advierte que «sin la observancia de estas reglas, más o menos perfectas, según el grado de civilización de cada país […] no habrá medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y el progreso de los pueblos y la existencia de toda sociedad bien ordenada»[10].

Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las más diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas dependerá su mayor o menor éxito en la civitas terrena, en el reino material de la civilización.

La «entrada» en el banquete de la modernidad demandaba el cumplimiento de un recetario normativo que servía para distinguir a los miembros de la nueva clase urbana que empezaba a emerger en toda Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX.

Ese «nosotros» al que hace referencia el manual es, entonces, el ciudadano burgués, el mismo al que se dirigen las constituciones republicanas; el que sabe cómo hablar, comer, utilizar los cubiertos, sonarse las narices, tratar a los sirvientes, conducirse en sociedad. Es el sujeto que conoce perfectamente «el teatro de la etiqueta, la rigidez de la apariencia, la máscara de la contención»[11].

En este sentido, las observaciones de González Stephan coinciden con las de Max Weber y Norbert Elias, para quienes la constitución del sujeto moderno viene de la mano con la exigencia del autocontrol y la represión de los instintos, con el fin de hacer más visible la diferencia social.

El «proceso de la civilización» arrastra consigo un crecimiento del umbral de la vergüenza, porque se hacía necesario distinguirse claramente de todos aquellos estamentos sociales que no pertenecían al ámbito de la civitas que intelectuales latinoamericanos como Sarmiento venían identificando como paradigma de la modernidad.

La «urbanidad» y la «educación cívica» jugaron, entonces, como taxonomías pedagógicas que separaban el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie.

Las gramáticas de la lengua

En este proceso taxonómico jugaron también un papel fundamental las gramáticas de la lengua. González Stephan menciona en particular la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, publicada por Andrés Bello en 1847. El proyecto de construcción de la nación requería de la estabilización lingüística para una adecuada implementación de las leyes y para facilitar, además, las transacciones comerciales.

Existe, pues, una relación directa entre lengua y ciudadanía, entre las gramáticas y los manuales de urbanidad: en todos estos casos, de lo que se trata es de crear al homo economicus, al sujeto patriarcal encargado de impulsar y llevar a cabo la modernización de la república.

Desde la normatividad de la letra, las gramáticas buscan generar una cultura del «buen decir» con el fin de evitar «las prácticas viciosas del habla popular» y los barbarismos groseros de la plebe[12].

Estamos, pues, frente a una práctica disciplinaria en donde se reflejan las contradicciones que terminarían por desgarrar al proyecto de la modernidad: establecer las condiciones para la «libertad» y el «orden» implicaba el sometimiento de los instintos, la supresión de la espontaneidad, el control sobre las diferencias.

Para ser civilizados, para entrar a formar parte de la modernidad, para ser ciudadanos colombianos, brasileños o venezolanos, los individuos no sólo debían comportarse correctamente y saber leer y escribir, sino también adecuar su lenguaje a una serie de normas. El sometimiento al orden y a la norma conduce al individuo a sustituir el flujo heterogéneo y espontáneo de lo vital por la adopción de un continuum arbitrariamente constituido desde la letra.

Resulta claro, entonces, que los dos procesos señalados por González Stephan, la invención de la ciudadanía y la invención del otro, se hallan genéticamente relacionados. Crear la identidad del ciudadano moderno en América Latina implicaba generar un contraluz a partir del cual esa identidad pudiera medirse y afirmarse como tal. La construcción del imaginario de la «civilización» exigía necesariamente la producción de su contraparte: el imaginario de la «barbarie».

Se trata en ambos casos de algo más que representaciones mentales. Son imaginarios que poseen una materialidad concreta, en el sentido de que se hallan anclados en sistemas abstractos de carácter disciplinario como la escuela, la ley, el Estado, las cárceles, los hospitales y las ciencias sociales. Es precisamente este vínculo entre conocimiento y disciplina el que nos permite hablar, siguiendo a Gayatri Spivak, del proyecto de la modernidad como el ejercicio de una «violencia epistémica».

Ahora bien, aunque Beatriz González ha indicado que todos estos mecanismos disciplinarios buscaban crear el perfil del homo economicus en América Latina, su análisis genealógico, inspirado en la microfísica del poder de Michel Foucault, no permite entender el modo en que estos procesos quedan vinculados a la dinámica de la constitución del capitalismo como sistema-mundo.

Para conceptualizar este problema se hace necesario realizar un giro metodológico: la genealogía del saber-poder, tal como es realizada por Foucault, debe ser ampliada hacia el ámbito de macroestructuras de larga duración (Braudel / Wallerstein), de tal manera que permita visualizar el problema de la «invención del otro» desde una perspectiva geopolítica. Para este propósito resultará muy útil examinar el modo en que las teorías poscoloniales han abordado este problema.

2. La colonialidad del poder o la «otra cara» del proyecto de la modernidad

Una de las contribuciones más importantes de las teorías poscoloniales a la actual reestructuración de las ciencias sociales es haber señalado que el surgimiento de los Estados nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX no es un proceso autónomo, sino que posee una contraparte estructural: la consolidación del colonialismo europeo en ultramar.

La persistente negación de este vínculo entre modernidad y colonialismo por parte de las ciencias sociales ha sido, en realidad, uno de los signos más claros de su limitación conceptual. Impregnadas desde sus orígenes por un imaginario eurocéntrico, las ciencias sociales proyectaron la idea de una Europa ascéptica y autogenerada, formada históricamente sin contacto alguno con otras culturas[13].

La racionalización – en sentido weberiano – habría sido el resultado de un despliegue de cualidades inherentes a las sociedades occidentales (el «tránsito» de la tradición a la modernidad), y no de la interacción colonial de Europa con América, Asia y Africa a partir de 1492[14].

Desde este punto de vista, la experiencia del colonialismo resultaría completamente irrelevante para entender el fenómeno de la modernidad y el surgimiento de las ciencias sociales. Lo cual significa que para los africanos, asiáticos y latinoamericanos el colonialismo no significó primariamente destrucción y expoliación sino, ante todo, el comienzo del tortuoso pero inevitable camino hacia el desarrollo y la modernización.

Este es el imaginario colonial que ha sido reproducido tradicionalmente por las ciencias sociales y la filosofía en ambos lados del Atlántico.

Las teorías poscoloniales han mostrado, sin embargo, que cualquier recuento de la modernidad que no tenga en cuenta el impacto de la experiencia colonial en la formación de las relaciones propiamente modernas de poder resulta no sólo incompleto sino también ideológico.

Pues fue precisamente a partir del colonialismo que se generó ese tipo de poder disciplinario que, según Foucault, caracteriza a las sociedades y a las instituciones modernas. Si como hemos visto en el apartado anterior, el Estado-nación opera como una maquinaria generadora de otredades que deben ser disciplinadas, esto se debe a que el surgimiento de los estados modernos se da en el marco de lo que Walter Mignolo ha llamado el «sistema-mundo moderno/colonial»[15].

De acuerdo a teóricos como Mignolo, Dussel y Wallerstein, el Estado moderno no debe ser mirado como una unidad abstracta, separada del sistema de relaciones mundiales que se configuran a partir de 1492, sino como una función al interior de ese sistema internacional de poder.

Surge entonces la pregunta: ¿cuál es el dispositivo de poder que genera el sistema-mundo moderno/colonial y que es reproducido estructuralmente hacia adentro por cada uno de los estados nacionales? Una posible respuesta la encontramos en el concepto de la «colonialidad del poder» sugerido por el sociólogo peruano Aníbal Quijano[16].

En opinión de Quijano, la expoliación colonial es legitimada por un imaginario que establece diferencias inconmensurables entre el colonizador y el colonizado. Las nociones de «raza» y de «cultura» operan aquí como un dispositivo taxonómico que genera identidades opuestas. El colonizado aparece así como lo «otro de la razón», lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por parte del colonizador. La maldad, la barbarie y la incontinencia son marcas «identitarias» del colonizado, mientras que la bondad, la civilización y la racionalidad son propias del colonizador.

Ambas identidades se encuentran en relación de exterioridad y se excluyen mutuamente. La comunicación entre ellas no puede darse en el ámbito de la cultura – pues sus códigos son inconmensurables – sino en el ámbito de la Realpolitik dictada por el poder colonial. Una política «justa» será aquella que, mediante la implementación de mecanismos jurídicos y disciplinarios, intente civilizar al colonizado a través de su completa occidentalización.

El concepto de la «colonialidad del poder» amplía y corrige el concepto foucaultiano de «poder disciplinario», al mostrar que los dispositivos panópticos erigidos por el Estado moderno se inscriben en una estructura más amplia, de carácter mundial, configurada por la relación colonial entre centros y periferias a raíz de la expansión europea.

Desde este punto de vista podemos decir lo siguiente: la modernidad es un «proyecto» en la medida en que sus dispositivos disciplinarios quedan anclados en una doble gubernamentabilidad jurídica. De un lado, la ejercida hacia adentro por los estados nacionales, en su intento por crear identidades homogéneas mediante políticas de subjetivación; de otro lado, la gubernamentabilidad ejercida hacia afuera por las potencias hegemónicas del sistema-mundo moderno/colonial, en su intento de asegurar el flujo de materias primas desde la periferia hacia el centro. Ambos procesos forman parte de una sola dinámica estructural.

Nuestra tesis es que las ciencias sociales se constituyen en este espacio de poder moderno/colonial y en los saberes ideológicos generados por él. Desde este punto de vista, las ciencias sociales no efectuaron jamás una «ruptura epistemológica» – en el sentido althusseriano – frente a la ideología, sino que el imaginario colonial impregnó desde sus orígenes a todo su sistema conceptual[17].

Así, la mayoría de los teóricos sociales de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Bossuet, Turgot, Condorcet) coincidían en que la «especie humana» sale poco a poco de la ignorancia y va atravesando diferentes «estadios» de perfeccionamiento hasta, finalmente, obtener la «mayoría de edad» a la que han llegado las sociedades modernas europeas[18].

El referente empírico utilizado por este modelo heurístico para definir cuál es el primer «estadio», el más bajo en la escala del desarrollo humano, es el de las sociedades indígenas americanas tal como éstas eran descritas por viajeros, cronistas y navegantes europeos.

La característica de este primer estadio es el salvajismo, la barbarie, la ausencia completa de arte, ciencia y escritura. «Al comienzo todo era América», es decir, todo era superstición, primitivismo, lucha de todos contra todos, «estado de naturaleza». El último estadio del progreso humano, el alcanzado ya por las sociedades europeas, es construido, en cambio, como «lo otro» absoluto del primero y desde su contraluz.

Allí reina la civilidad, el Estado de derecho, el cultivo de la ciencia y de las artes. El hombre ha llegado allí a un estado de «ilustración» en el que, al decir de Kant, puede autolegislarse y hacer uso autónomo de su razón. Europa ha marcado el camino civilizatorio por el que deberán transitar todas las naciones del planeta.

No resulta difícil ver cómo el aparato conceptual con el que nacen las ciencias sociales en los siglos XVII y XVIII se halla sostenido por un imaginario colonial de carácter ideológico.

Conceptos binarios tales como barbarie y civilización, tradición y modernidad, comunidad y sociedad, mito y ciencia, infancia y madurez, solidaridad orgánica y solidaridad mecánica, pobreza y desarrollo, entre otros muchos, han permeado por completo los modelos analíticos de las ciencias sociales.

El imaginario del progreso según el cual todas las sociedades evolucionan en el tiempo según leyes universales inherentes a la naturaleza o al espíritu humano, aparece así como un producto ideológico construido desde el dispositivo de poder moderno/colonial.

Las ciencias sociales funcionan estructuralmente como un «aparato ideológico» que, de puertas para adentro, legitimaba la exclusión y el disciplinamiento de aquellas personas que no se ajustaban a los perfiles de subjetividad que necesitaba el Estado para implementar sus políticas de modernización; de puertas para afuera, en cambio, las ciencias sociales legitimaban la división internacional del trabajo y la desigualdad de los términos de intercambio y comercio entre el centro y la periferia, es decir, los grandes beneficios sociales y económicos que las potencias europeas estaban obteniendo del dominio sobre sus colonias.

La producción de la alteridad hacia adentro y la producción de la alteridad hacia afuera formaban parte de un mismo dispositivo de poder. La colonialidad del poder y la colonialidad del saber se encuentraban emplazadas en una misma matriz genética.

3. Del poder disciplinar al poder libidinal

Quisiera finalizar este ensayo preguntándome por las transformaciones sufridas por el capitalismo una vez consolidado el final del proyecto de la modernidad, y por las consecuencias que tales transformaciones pueden tener para las ciencias sociales y para la teoría crítica de la sociedad.

Hemos conceptualizado la modernidad como una serie de prácticas orientadas hacia el control racional de la vida humana, entre las cuales figuran la institucionalización de las ciencias sociales, la organización capitalista de la economía, la expansión colonial de Europa y, por encima de todo, la configuración jurídico-territorial de los estados nacionales.

También vimos que la modernidad es un «proyecto» porque ese control racional sobre la vida humana es ejercido hacia adentro y hacia afuera desde una instancia central, que es el Estado-nación. En este orden de ideas viene entonces la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando hablamos del final del proyecto de la modernidad?

Podríamos empezar a responder de la siguiente forma: la modernidad deja de ser operativa como «proyecto» en la medida en que lo social empieza a ser configurado por instancias que escapan al control del Estado nacional. O dicho de otra forma: el proyecto de la modernidad llega a su «fin» cuando el Estado nacional pierde la capacidad de organizar la vida social y material de las personas. Es, entonces, cuando podemos hablar propiamente de la globalización.

En efecto, aunque el proyecto de la modernidad tuvo siempre una tendencia hacia la mundialización de la acción humana, creemos que lo que hoy se llama «globalización» es un fenómeno sui generis, pues conlleva un cambio cualitativo de los dispositivos mundiales de poder. Quisiera ilustrar esta diferencia entre modernidad y globalización utilizando las categorías de «anclaje» y «desanclaje» desarrolladas por Anthony Giddens: mientras que la modernidad desancla las relaciones sociales de sus contextos tradicionales y las reancla en ámbitos postradicionales de acción coordinados por el Estado, la globalización desancla las relaciones sociales de sus contextos nacionales y los reancla en ámbitos posmodernos de acción que ya no son coordinados por ninguna instancia en particular.

Desde este punto de vista, sostengo la tesis de que la globalización no es un «proyecto», porque la gubernamentabilidad no necesita ya de un «punto arquimédico», es decir, de una instancia central que regule los mecanismos de control social[19].

Podríamos hablar incluso de una gubernamentabilidad sin gobierno para indicar el carácter espectral y nebuloso, a veces imperceptible, pero por ello mismo eficaz, que toma el poder en tiempos de globalización. La sujeción al sistema-mundo ya no se asegura mediante el control sobre el tiempo y sobre el cuerpo ejercido por instituciones como la fábrica o el colegio, sino por la producción de bienes simbólicos y por la seducción irresistible que éstos ejercen sobre el imaginario del consumidor.

El poder libidinal de la posmodernidad pretende modelar la totalidad de la psicología de los individuos, de tal manera que cada cual pueda construir reflexivamente su propia subjetividad sin necesidad de oponerse al sistema. Por el contrario, son los recursos ofrecidos por el sistema mismo los que permiten la construcción diferencial del «Selbst». Para cualquier estilo de vida que uno elija, para cualquier proyecto de autoinvención, para cualquier ejercicio de escribir la propia biografía, siempre hay una oferta en el mercado y un «sistema experto» que garantiza su confiabilidad[20].

Antes que reprimir las diferencias, como hacía el poder disciplinar de la modernidad, el poder libidinal de la posmodernidad las estimula y las produce.

Habíamos dicho también que en el marco del proyecto moderno, las ciencias sociales jugaron básicamente como mecanismos productores de alteridades. Esto debido a que la acumulación de capital tenía como requisito la generación de un perfil de «sujeto» que se adaptara fácilmente a las exigencias de la producción: blanco, varón, casado, heterosexual, disciplinado, trabajador, dueño de sí mismo.

Tal como lo ha mostrado Foucault, las ciencias humanas contribuyeron a crear este perfil en la medida en que formaron su objeto de conocimiento a partir de prácticas institucionales de reclusión y secuestro. Cárceles, hospitales, manicomios, escuelas, fábricas y sociedades coloniales fueron los laboratorios donde las ciencias sociales obtuvieron a contraluz aquella imagen de «hombre» que debía impulsar y sostener los procesos de acumulación de capital.

Esta imagen del «hombre racional», decíamos, se obtuvo contrafácticamente mediante el estudio del «otro de la razón»: el loco, el indio, el negro, el desadaptado, el preso, el homosexual, el indigente. La construcción del perfil de subjetividad que requería el proyecto moderno exigía entonces la supresión de todas estas diferencias.

Sin embargo, y en caso de ser plausible lo que he venido argumentando hasta ahora, en el momento en que la acumulación de capital ya no demanda la supresión sino la producción de diferencias, también debe cambiar el vínculo estructural entre las ciencias sociales y los nuevos dispositivos de poder. Las ciencias sociales y las humanidades se ven obligadas a realizar un «cambio de paradigma» que les permita ajustarse a las exigencias sistémicas del capital global.

El caso de Lyotard me parece sintomático. Afirma con lucidez que el metarelato de la humanización de la Humanidad ha entrado en crisis, pero declara, al mismo tiempo, el nacimiento de un nuevo relato legitimador: la coexistencia de diferentes «juegos de lenguaje».

Cada juego de lenguaje define sus propias reglas, que ya no necesitan ser legitimadas por un tribunal superior de la razón. Ni el héroe epistemológico de Descartes ni el héroe moral de Kant funcionan ya como instancias transcendentales desde donde se definen las reglas universales que deberán jugar todos los jugadores, independientemente de la diversidad de juegos en los cuales participen. Para Lyotard, en la «condición posmoderna» son los jugadores mismos quienes construyen las reglas del juego que desean jugar. No existen reglas definidas de antemano[21].

El problema con Lyotard no es que haya declarado el final de un proyecto que, en opinión de Habermas, todavía se encuentra «inconcluso«[22]. El problema radica, más bien, en el nuevo relato que propone. Pues afirmar que ya no existen reglas definidas de antemano equivale a invisibilizar – es decir, enmascarar – al sistema-mundo que produce las diferencias en base a reglas definidas para todos los jugadores del planeta.

Entendámonos: la muerte de los metarelatos de legitimación del sistema-mundo no equivale a la muerte del sistema-mundo.  Equivale, más bien, a un cambio de las relaciones de poder al interior del sistema-mundo, lo cual genera nuevos relatos de legitimación como el propuesto por Lyotard. Sólo que la estrategia de legitimación es diferente: ya no se trata de metarelatos que muestran al sistema, proyectándolo ideológicamente en un macrosujeto epistemológico, histórico y moral, sino de microrelatos que lo dejan por fuera de la representación, es decir, que lo invisibilizan.

Algo similar ocurre con los llamados estudios culturales, uno de los paradigmas más innovadores de las humanidades y las ciencias sociales hacia finales del siglo XX[23].

Ciertamente, los estudios culturales han contruibuido a flexibilizar las rígidas fronteras disciplinarias que hicieron de nuestros departamentos de sociales y humanidades un puñado de «feudos epistemológicos» inconmensurables. La vocación transdisciplinaria de los estudios culturales ha sido altamente saludable para unas instituciones académicas que, por lo menos en Latinoamérica, se habían acostumbrado a «vigilar y administrar» el canon de cada una de las disciplinas[24].

Es en este sentido que el informe de la comisión Gulbenkian señala cómo los estudios culturales han empezado a tender puentes entre los tres grandes islotes en que la modernidad había repartido el conocimiento científico[25].

Sin embargo, el problema no está tanto en la inscripción de los estudios culturales en el ámbito universitario, y ni siquiera en el tipo de preguntas teóricas que abren o en las metodologías que utilizan, como en el uso que hacen de estas metodologías y en las respuestas que dan a esas preguntas. Es evidente, por ejemplo, que la planetarización de la industria cultural ha puesto en entredicho la separación entre cultura alta y cultura popular, a la que todavía se aferraban pensadores de tradición «crítica» como Horkheimer y Adorno, para no hablar de nuestros grandes «letrados» latinoamericanos con su tradición conservadora y elitista.

Pero en este intercambio massmediático entre lo culto y lo popular, en esa negociación planetaria de bienes simbólicos, los estudios culturales parecieran ver nada más que una explosión liberadora de las diferencias. La cultura urbana de masas y las nuevas formas de percepción social generadas por las tecnologías de la información son vistas como espacios de emancipación democrática, e incluso como un locus de hibridación y resistencia frente a los imperativos del mercado.

Ante este diagnóstico, surge la sospecha de si los estudios culturales no habrán hipotecado su potencial crítico a la mercantilización fetichizante de los bienes simbólicos.

Al igual que en el caso de Lyotard, el sistema-mundo permanece como ese gran objeto ausente de la representación que nos ofrecen los estudios culturales. Pareciera como si nombrar la «totalidad» se hubiese convertido en un tabú para las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas, del mismo modo que para la religión judía constituía un pecado nombrar o representar a Dios.

Los temas «permitidos» – y que ahora gozan de prestigio académico – son la fragmentación del sujeto, la hibridación de las formas de vida, la articulación de las diferencias, el desencanto frente a los metarelatos. Si alguien utiliza categorías como «clase», «periferia» o «sistema-mundo», que pretenden abarcar heurísticamente una multiplicidad de situaciones particulares de género, etnia, raza, procedencia u orientación sexual, es calificado de «esencialista», de actuar de forma «políticamente incorrecta», o por lo menos de haber caído en la tentación de los metarelatos. Tales reproches no dejan de ser justificados en muchos casos, pero quizás exista una alternativa.

Considero que el gran desafío para las ciencias sociales consiste en aprender a nombrar la totalidad sin caer en el esencialismo y el universalismo de los metarelatos. Esto conlleva la difícil tarea de repensar la tradición de la teoría crítica (aquella de Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Sartre y Althusser) a la luz de la teorización posmoderna, pero, al mismo tiempo, de repensar ésta a la luz de aquella. No se trata, pues, de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos; se trata, más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener al nuevo vino. Este «trabajo teórico», como lo denominó Althusser, ha sido comenzado ya en ambos lados del Atlántico desde diferentes perspectivas.

Me refiero a los trabajos de Antonio Negri, Michael Hardt, Fredric Jameson, Slavoj Zizek, Walter Mignolo, Enrique Dussel, Edward Said, Gayatri Spivak, Ulrich Beck, Boaventura de Souza Santos y Arturo Escobar, entre otros muchos.

La tarea de una teoría crítica de la sociedad es, entonces, hacer visibles los nuevos mecanismos de producción de las diferencias en tiempos de globalización. Para el caso latinoamericano, el desafío mayor radica en una «descolonización» las ciencias sociales y la filosofía.

Y aunque éste no es un programa nuevo entre nosotros, de lo que se trata ahora es de desmarcarse de toda una serie de categorías binarias con las que trabajaron en el pasado las teorías de la dependencia y las filosofías de la liberación (colonizador versus colonizado, centro versus periferia, Europa versus América Latina, desarrollo versus subdesarrollo, opresor versus orpimido, etc.), entendiendo que ya no es posible conceptualizar las nuevas configuraciones del poder con ayuda de ese instrumental teórico[26].

Desde este punto de vista, las nuevas agendas de los estudios poscoloniales podrían contribuir a revitalizar la tradición de la teoría crítica en nuestro medio[27].

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[1] Cf. H. Blumemberg, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt 197, parte II.

[2] Cf. F. Bacon, Novum Organum # 1-33; 129.

[3] Cf. I. Wallerstein, Unthinking Social Science. The Limits of Nineteenth-Century Paradigms. Polity Press, Londres, 1991.

[4] Las ciencias sociales son, como bien lo muestra Giddens, «sistemas reflexivos», pues su función es observar el mundo social desde el que ellas mismas son producidas. Cf. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 23 ss.

[5] Sobre este problema de la identidad cultural como un constructo estatal me he ocupado en el artículo «Fin de la modernidad nacional y transformaciones de la cultura en tiempos de globalización», en: J. Martín-Barbero, F. López de la Roche, Jaime E. Jaramillo (eds.), Cultura y Globalización. CES – Universidad Nacional de Colombia, 1999, pp. 78-102.

[6] Por eso preferimos usar la categoría «invención» en lugar de «encubrimiento», como hace el filósofo argentino Enrique Dussel. Cf. E. Dussel, 1492: El encubrimiento del otro. El orígen del mito de la modernidad. Ediciones Antropos, Santafé de Bogotá, 1992.

[7] B. González Stephan, «Economías fundacionales. Diseño del cuerpo ciudadano», en: B. González Stephan (comp.), Cultura y Tercer Mundo. Nuevas identidades y ciudadanías. Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1996.

[8] Ibid., p. 31.

[9] Id., «Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado«, en: B. González Stephan / J. Lasarte / G. Montaldo / M.J. Daroqui (comp.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina. Monte Avila Editores, Caracas, 1995.

[10] Ibid., p. 436.

[11] Ibid., p. 439.

[12] B. González Stephan, «Economías fundacionales», p. 29.

[13] Cf. J.M. Blaut, The Colonizer`s Model of the World. Geographical Diffusionism and Eurocentric History. The Guilford Press, New York, 1993.

[14] Recordar la pregunta que se hace Max Weber al comienzo de La ética protestante y que guiará toda su teoría de la racionalización: «¿Qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que, al menos como solemos representárnoslos, parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?» Cf. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Madrid, 1984, p. 23.

[15] Cf. W. Mignolo, Local Histories / Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges and Border Thinking. Princenton University Press, Princenton, 2000, p. 3 ss.

[16] Cf. A. Quijano, «Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina», en: S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999, p. 99-109.

[17] Una genealogía de las ciencias sociales debería mostrar que el imaginario ideológico que luego impregnaría a las ciencias sociales tuvo su origen en la primera fase de consolidación de sistema-mundo moderno/colonial, es decir, en la época de la hegemonía española.

[18] Cf. R. Meek, Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981.

[19] La materialidad de la globalización ya no está constituída por las instituciones disciplinarias del Estado nacional, sino por corporaciones que no conocen territorios ni fronteras. Esto implica la configuración de un nuevo marco de legalidad, es decir, de una nueva forma de ejercicio del poder y la autoridad, así como de la producción de nuevos mecanismos punitivos – una policía global – que garanticen la acumulación de capital y la resolución de los conflictos. Las guerras del Golfo y de Kosovo son un buen ejemplo del «nuevo orden mundial» que emerge después de la guerra fría y como consecuencia del «fin» del proyecto de la modernidad. Cf. S. Castro-Gómez / E. Mendieta, «La translocalización discursiva de Latinoamérica en tiempos de la globalización», en: Id., Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, Poscolonialidad y Globalización en debate. Editorial Porrúa, México, 1998, p. 5-30

[20] El concepto de la confianza (trust) depositada en sistemas expertos lo tomo directamente de Giddens. Cf. op.cit., p. 84 ss.

[21] Cf. J.-F. Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Rei, México, 1990.

[22] Cf. J. Habermas, Die Moderne – Ein Unvollendetes Projekt. Reclam, Leipzig, 1990, p. 32-54.

[23] Para una introducción a los estudios culturales anglosajones, véase: B. Agger, Cultural Studies as Critical Theory. The Falmer Press, London / New York, 1992. Para el caso de los estudios culturales en América Latina, la mejor introducción sigue siendo el libro de W. Rowe / V. Schelling, Memoria y Modernidad. Cultura Popular en América Latina. Grijalbo, México, 1993.

[24] Es preciso establecer aquí una diferencia en el significado político que han tenido los estudios culturales en la universidad norteamericana y latinoamericana respectivamente. Mientras que en los Estados Unidos los estudios culturales se han convertido en un vehículo idóneo para el rápido «carrerismo» académico en un ámbito estructuralmente flexible, en América Latina han servido para combatir la desesperante osificación y el parroquialismo de las estructuras universitarias.

[25] Cf. I. Wallerstein, et.al, Open the Social Sciences. Report of the Gulbenkian Commission on the Restructuring of the Social Sciences. Stanford University Press, Stanford, 1996, p. 64-66

[26] Para una crítica de las categorías binarias con las que trabajó el pensamiento latinoamericano del siglo XX, véase mi libro Crítica de la razón latinoamericana, Puvill Libros, Barcelona, 1996.

[27] S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides, «Introducción», en: Id. (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999.

El problema del sujeto en las luchas por la hegemonía: ¿clase o proyecto?  Por Javier Balsa. La Tizza. Octubre 13, 2022.

La fe en los conceptos sólidos, por un lado, y en la certeza de las cosas reales, por el otro, están en el origen de las posiciones antidialécticas más empedernidas. Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica

Hay un interrogante en torno a los análisis políticos que hace tiempo me preocupa: ¿por qué, en las últimas décadas, existe un abandono de los enfoques clasistas, incluso por parte de los y las analistas «de izquierda»?

Pocos parecieran recordar la formulación de Karl Marx acerca de que, si «a primera vista» las disputas políticas, en la Francia de mediados del siglo XIX, parecían una lucha entre monárquicos y republicanos, entre la reacción y los «eternos derechos humanos», «examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases…».[1]

Hay dos causas relativamente reconocidas de este «olvido»: la progresiva reducción de la incidencia directa de la pertenencia de clase sobre las conductas políticas, y la propia crisis del proyecto socialista, que hizo perder la fe en que la clase obrera fuera la clase dirigente de un proceso anticapitalista.[2] Sin embargo, considero que existe una tercera causa menos advertida:

la propia complejidad de la lucha por la hegemonía es la que dificulta leer la disputa política en términos de lucha de clases; dificultad que se ha agravado debido a un abandono de una perspectiva dialéctica.

En esta complicación para vincular hegemonía y clases inciden dos factores. Por un lado, la disputa por la hegemonía contiene un componente universalista y una discursividad retórica que, de manera intencional, tienden a no explicitar sus bases clasistas. Y, por otro lado, el escaso desarrollo de una sistemática teoría de la hegemonía genera un déficit conceptual para abordar la relación entre clase y disputas por la hegemonía. En este trabajo defiendo la tesis de que la tensión entre hegemonía y clases no puede ser resuelta, sino que tiene que ser transitada en una serie de relaciones recursivas que se abordan en el último apartado de este texto y que siempre tienen que ser analizadas en su condición de históricamente situadas.

Dominación hegemónica y universalización

Toda dominación procura recubrirse de una ideología que la legitime e, incluso, la invisibilice como tal. De todos modos, en las sociedades clasistas anteriores al capitalismo tendía a existir una separación tan marcada entre las clases o estamentos — sin que hubiera igualdad legal entre estos últimos — que la coerción era el elemento central de la dominación.

Por el contrario, en el capitalismo, la igualdad legal teórica y las luchas populares fueron imponiendo formas de gobierno basadas en el sufragio universal. Esto significó un desafío a la dominación clasista, pues, como Marx señaló, se instala una contradicción entre la forma de gobierno republicano y la dominación burguesa: el sufragio universal «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses».

En cambio, «a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder», poniendo «en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa».[3]

Hoy este peligro parece temporalmente conjurado, pues la burguesía supo desarrollar con éxito una forma de dominación basada en la hegemonía, donde la coerción pasó a un segundo plano frente a una lógica del consenso concretada en la elección periódica de los principales cargos políticos sobre la base del sufragio universal.[4]

Lo cual no implica que el recurso a la coerción esté ausente, sino que opera, en la esfera pública, solo ante la amenaza de cambio social y, en el plano de lo cotidiano, a través de una serie de micro-instancias que modelan lo correcto y lo deseable a partir de violencias legitimadas en los espacios laborales, domésticos o en cuanto al uso del espacio público (y, en general, también legalizadas o toleradas por las instancias judiciales).

En este marco republicano-representativo, la disputa por las posiciones gubernamentales y por la dirección ideológica de la sociedad no se da, como en el pasado, en los términos de una guerra entre estamentos, sino en los de una lucha entre partidos y fuerzas políticas que, por la propia dinámica de la lucha por la hegemonía, tenderá ineludiblemente a ocultar — o, al menos a moderar — su vínculo con las clases.

Gramsci deja en claro que, en la lucha por la hegemonía, resultan esenciales dos elementos: la operación de universalización y los partidos.[5]

Los intereses particulares de la clase dominante — o de la clase que procura serlo — tienen que ser presentados como los intereses generales del conjunto de la sociedad — o de la mayoría de ella — , es decir, como intereses de pretensión universal. Es de este modo que se eleva la lucha política del plano de lo corporativo — eminentemente defensivo — , al plano de la disputa por la hegemonía, por la dirección de la sociedad.

Dice Gramsci que, en este momento, «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados», para lo cual deben situarse en ese plano «universal», «creando así la hegemonía». Más específicamente, escribió:

    «Esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de ellas o al menos una combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»[6]

La cuestión de la universalización

En esta reescritura realizada en el Cuaderno 13, Gramsci agrega un vínculo más fuerte entre universalización y hegemonía que el que estaba en la versión del Cuaderno 4, cuando la relación era presentada a través de una mera yuxtaposición sintáctica.[7]

Además, las comillas que colocó en «universal» — que no estaban en la redacción del Cuaderno 4 — , pueden interpretarse en términos de que Gramsci quiso resaltar que no habla de «universal» en un sentido absoluto, sino en tanto construcción discursivo-ideológica.

Una construcción que será efectiva solo si logra ser considerada como verdadera por el conjunto de la sociedad, es decir, si se vuelve hegemónica.

Considero que es necesario analizar con más detalle esta cuestión de la «universalización» en los Cuadernos de la cárcel. Giuseppe Cacciatore, en la entrada «Universale» del Dizionario Gramsciano, distingue, en primer lugar, un significado filosófico que ubica en la vinculación entre: por un lado, la unidad económica y política y, por otro lado, la unidad intelectual y moral; cuestión desarrollada en los ya citados fragmentos de los Cuadernos 4 y 13.[8]

En segundo lugar, distingue otro plano de carácter ético y político presente en las asociaciones, pues todas ellas requieren de principios éticos de carácter universal, según analizó Gramsci en el Cuaderno 6, apartado 79. En tercer lugar, el concepto de «universal» aparece cuando aborda el método científico, planteando que solo estaría en la lógica formal y la matemática, que tendrían «la metodología más genérica y universal». [9]

En cuarto lugar, la universalidad se encuentra vinculada con la «libertad»: para Gramsci «solamente es libertad la que es ‘responsable’ o sea ‘universal’, en cuanto que se plantea como aspecto individual de una ‘libertad’ colectiva o de grupo, como expresión individual de una ley», o mejor dicho de una necesidad.[10] Y, un último uso del concepto lo encuentra Cacciatore cuando Gramsci define lo objetivo como lo «universal subjetivo», tal como lo desarrolla en los Cuadernos 8 y 11.

Considero que debemos incorporar otro significado no desarrollado por Cacciatore. En el Cuaderno 16, Gramsci se aboca nuevamente a la cuestión de lo necesario, a partir de una crítica al concepto de «naturaleza humana». Afirma que «un determinado tipo de civilización económica […] exige un determinado modo de vivir, determinadas reglas de conducta, un cierto hábito» y agrega que, por lo tanto,

    «…en esta objetividad y necesidad histórica (que por lo demás no es obvia, sino que tiene necesidad de que se la reconozca críticamente y se la haga sustentable en forma completa y casi ‘capilar’) se puede basar la ‘universalidad’ del principio moral, más aún, nunca ha existido otra universalidad que no sea esta objetiva necesidad de la técnica civil, si bien interpretada con ideologías trascendentes o trascendentales y presentada en cada ocasión en la forma más eficaz históricamente para alcanzar el objetivo deseado.»[11]

Vemos así que se agrega cierta idea de «objetividad y necesidad» — en términos de requerimientos propios de un modo de producción — a la interpelación «universalista» de que debería aceptarse cierto «conformismo» para el desarrollo económico de una sociedad en un determinado momento.

Aquí emergen, al menos, tres tensiones en las que se articulan buena parte de las significaciones de «universalidad» presentes en Gramsci. En primer lugar, habría ciertos requerimientos que surgirían de los modos de producción, o de sus formas más específicas, como lo desarrolla en el Cuaderno 22, dedicado a Americanismo y Fordismo.

En este sentido, serían exigencias objetivas en un sentido estructural del término. Y esto se vincula con cierta objetividad del contenido universalista del proyecto que procura ser hegemónico: contiene un núcleo de verdad en su apelación a hacer progresar la sociedad; su «promesa» tiene que ser factible, viable.

Gramsci, no obstante, relativiza este objetivismo estructural. Por un lado, en el Cuaderno 11 ha planteado que «objetivo» es «universalmente compartido»,[12] y en el párrafo antes citado, vimos que la «objetividad y necesidad histórica» «no es obvia», sino construida (discursivamente).

Esta construcción de la necesidad histórica es producto de los «esfuerzos incesantes y perseverantes» de «las fuerzas políticas operantes». Así, la existencia de las «condiciones necesarias y suficientes» dependerá de las relaciones de fuerza, y no de cuestiones meramente económicas.

Son estas fuerzas antagónicas las que «tienden a demostrar […] que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente…».[13] Como puede observarse en el conjunto del fragmento, esta demostración y «su verdad» se obtienen con el triunfo político que posibilita la construcción de una nueva realidad:

    «Estos esfuerzos incesantes y perseverantes [de las fuerzas políticas que buscan la defensa de la estructura] (porque ninguna forma social querrá nunca confesar haber sido superada) forman el terreno de lo ‘ocasional’ sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que en último análisis solo se consigue y es ‘verdadera’ si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que inmediatamente se desarrolla en una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etcétera, cuya concreción es evaluable por la medida en que resultan convincentes y transforman el alineamiento preexistente de las fuerzas sociales) que existen y a las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente (deban, porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden necesario y prepara catástrofes más graves).».[14]

En segundo lugar, en cada coyuntura, el proyecto que se postula como hegemónico procurará presentarse como la encarnación de las necesidades generales o «universales» de la sociedad y, por lo tanto, como capaz de garantizar su desarrollo. En la medida en que la interpelación sea exitosa, y la gran mayoría de la sociedad la comparta, los postulados del proyecto devendrán «objetivos», en el sentido de «universalmente subjetivos» — más allá de que, en los márgenes de la opinión pública, haya grupos que los critiquen — .

Esta interpelación tendrá su costado más estructural, en el sentido de que determinados proyectos difícilmente puedan lograr el crecimiento económico y/o la inclusión de las mayorías, al menos, en algún tipo de participación de los beneficios de este crecimiento.

La hegemonía lograda, en esos casos, tendrá corta duración y es muy probable que sobrevenga algún tipo de crisis de hegemonía que, en tanto crisis orgánicas, de seguro dificultarán la consolidación del proyecto y la demostración de su «necesidad». Si bien encontramos varias referencias que indican que Gramsci está planteando la mayor parte de estas cuestiones en términos de la transición del capitalismo al socialismo, el papel de la universalización en relación con la necesidad histórica podría generalizarse a cambios de menor envergadura. Esto es posible de observar en su análisis de la relación entre americanismo y fordismo, y también en sus invocaciones de la capacidad de reconstitución de la hegemonía burguesa.

El siguiente fragmento, en el que Gramsci distingue la existencia de una mayor «crisis orgánica» en Inglaterra, en comparación con Alemania, puede interpretarse en este último sentido, vinculando este tipo de crisis con la incapacidad para volver a dar empleo a los desocupados:

    «Puede decirse que la desocupación inglesa, aun siendo inferior numéricamente a la alemana, indica que el coeficiente ‘crisis orgánica’ es mayor en Inglaterra que en Alemania, donde por el contrario el coeficiente ‘crisis cíclica’ es más importante. O sea que, en la hipótesis de una recuperación ‘cíclica’, la absorción de la desocupación sería más fácil en Alemania que en Inglaterra.»[15]

Y, en tercer lugar, corresponde señalar la existencia de una recursividad entre consenso y viabilidad de un determinado proyecto y, por lo tanto, en su postulada «universalidad», pero también en su «verdadero» carácter de favorable para el conjunto de la sociedad.

Grados de consenso altos pueden generar adecuaciones en las subjetividades y el rechazo a los proyectos alternativos por parte de las mayorías; incluso, pueden reducirse bastante las resistencias corporativas, en un clima de resignación frente a la instalación del proyecto que, así, se tornaría fuertemente hegemónico.

De este modo, se reducirá la conflictividad social y, por lo tanto, aumentará la viabilidad del proyecto dominante y su capacidad para generar un crecimiento económico del conjunto de la sociedad. Esto es así pues la confianza en la viabilidad es recursiva.

En el caso de los proyectos capitalistas, porque la burguesía, si sintiera una clara certeza en la continuidad del mismo, efectuará las inversiones que garantizarán el crecimiento y se «demostrará» su necesidad histórica; por el contrario, en un clima de incertidumbre, no realizará las inversiones y quebrará la viabilidad del mismo.

    En el caso de proyectos de transición al socialismo, solo la creencia en un futuro mejor y en su concreta capacidad de derrotar los intentos de restauración capitalista pueden conseguir concitar los esfuerzos, sacrificios y privaciones propias de estos períodos de transición. Es necesario formular una aclaración: el desarrollo económico también puede consolidarse por la vía de períodos en los que predomine una fuerte coerción; etapas que han operado como momentos de afianzamiento de nuevos tipos de órdenes económicos — por dar solo dos ejemplos: la larga dictadura chilena y su imposición del modelo neoliberal, y el estalinismo como forma de consolidación del «socialismo real» — .

En algunos casos, la construcción de la hegemonía tiene lugar luego de esta consolidación coercitiva del modelo económico como su base de sustentación material.

En contraste con una relación armoniosa entre hegemonía y desarrollo, las situaciones de fuerte disputa entre proyectos tienden a debilitar estos efectos recursivos positivos: al proyecto dominante le cuesta «demostrar» su necesidad histórica, no hay «objetividad» en tanto creencias universalmente compartidas, tiende a crecer la conflictividad social y, por lo tanto, es difícil que se logre consolidar un proyecto hegemónico en una situación de «empate hegemónico», tal como conceptualizara Juan Carlos Portantiero la realidad argentina de los años sesenta,[16] pero que podría servir para describir también las disputas durante la última década.[17]

En síntesis, es posible vincular estos tres sentidos de la universalidad: como verdad epistemológica-cognoscitiva — «objetivo» como «universalmente subjetivo» — , como necesidad de un determinado proyecto para el desarrollo económico de una sociedad — y el despliegue de cierta capacidad de integración social — y como presentación político-discursiva de los intereses particulares como universales.

Sin embargo, más allá de ciertos límites estructurales a la universalidad como necesidad de un proyecto — y a las dificultades inherentes a estas cuestiones — ,[18] es posible observar que el centro de la argumentación gramsciana se ubica en la capacidad discursiva de universalizar los intereses particulares, e imponer cierta «objetividad» a través de la lucha político-ideológica.

Por lo tanto, en el resto del trabajo vamos a centrarnos en este plano de la «universalidad», sin por ello dejar de lado las anteriores reflexiones.

Por último, antes de abandonar este recorrido por la cuestión de la «universalidad», podemos explorar la posibilidad de conectar las cuestiones más generales que acabamos de considerar con el plano de lo universal presente en las asociaciones. Gramsci, en el apartado 12 del Cuaderno 16, luego de reflexionar sobre la cuestión de lo «artificial» y lo «convencional» en los fenómenos de masas, señala la centralidad del «problema de quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas».

Y responde negando que se pueda «crear un ‘papa’ especial o una oficina competente» para que tomen estas decisiones y que, por el contrario, «las fuerzas dirigentes nacerán por el hecho mismo de que el modo de pensar estará dirigido en este sentido realista y nacerán del mismo choque de los pareceres discordantes, sin ‘convencionalidad’ y ‘artificio’ sino ‘naturalmente’».[19]

Se observa aquí una defensa del debate democrático como base para la resolución de las diferencias al interior de las organizaciones populares.[20]

Una reflexión que puede vincularse con una crítica a las construcciones políticas autoritarias, donde predomine la «autoridad» versus la «universalidad», relacionadas, respectivamente, con la «dictadura (momento de la autoridad y del individuo)» y con la «hegemonía (momento de lo universal y de la libertad)», aunque no como «oposición de principio entre principado y república».[21]

Entonces, establece una relación entre hegemonía y universalidad en el plano de la construcción de las fuerzas políticas. En este sentido, podemos recuperar el significado de «universal» vinculado a las asociaciones que había detallado Cacciatore, pues Gramsci afirma que «no puede existir una asociación permanente y con capacidad de desarrollo que no se sostenga en determinados principios éticos» y que hay una tendencia «universal a la ética de grupo que debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad».

Desde allí, critica la idea de una «élite-aristocracia-vanguardia como […] una colectividad indistinta y caótica; en la que, por gracia de un misterioso espíritu santo o de otra misteriosa y metafísica deidad ignota, desciende la gracia de la inteligencia», aunque reconoce que «este modo de pensar es común», y «de ahí la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional y por ello, en esta pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la democracia».

En fin, vemos así cómo se vincula en Gramsci la democracia interna de las asociaciones políticas con la «filosofía de la praxis», con la idea de hegemonía y «universalidad». Lo cual nos conecta con la cuestión del partido, y el lugar que en el Cuaderno 13 le reserva en la lucha por la hegemonía.[22]

El papel de los partidos políticos y los proyectos

En el proceso de universalización, el papel de los partidos es imprescindible. Así, en el Cuaderno 3 Gramsci había escrito que «los partidos no son solamente una expresión mecánica y pasiva de las clases mismas, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, consolidarlas, universalizarlas».[23]

Y, regresando al apartado 17 del Cuaderno 13, vemos que el segundo elemento ineludible que aparece en esta reescritura es el papel del partido en este pasaje al plano de la lucha por la hegemonía — que tampoco estaba en la versión del Cuaderno 4 — . Gramsci escribe ahora que «las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha».[24]

En similar sentido, en el apartado 1 de este mismo Cuaderno 13 especifica que el partido moderno debe desarrollar esta lógica universalizante: «el partido político, [es] la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales».[25]

En esta misma línea, que subraya la centralidad de los proyectos en la disputa por la hegemonía, Raúl Burgos ha planteado que el sujeto de la guerra de posiciones es un «sujeto-proyecto» que lucha por la hegemonía. Así, los sujetos que se constituyen en la lucha por la hegemonía, lo hacen «en torno de un proyecto y en curso de un proceso-proyecto.

En este sentido podríamos, parafraseando a Althusser, decir que los proyectos ‘interpelan a los grupos sociales y a los individuos constituyéndolos en sujetos’ (en el sentido de ‘atrayéndolos para el centro gravitatorio’) de un cierto proyecto». Y reafirma Burgos su idea sosteniendo que es por eso que para Gramsci «las grandes transformaciones sociales son obra de voluntades colectivas, preanuncio y al mismo tiempo realización de un bloque social intelectual y moral alma mater del nuevo bloque histórico (una nueva formación económico-social)».[26]

Surge así una primera dificultad para comprender, en términos de intereses de clase, las disputas por la hegemonía, pues estas se presentan como luchas entre partidos, proyectos y voluntades colectivas que, a su vez, se postulan como defensores de intereses universales (o cuasi-universales), y no como soporte de intereses corporativos de las clases.[27] De modo que, en estas luchas por la hegemonía, las clases parecen perder protagonismo. Como lo sintetiza James Martin, en Gramsci «las clases son descentradas como agentes políticos concretos pero, sin embargo, son privilegiadas como actores históricos».[28]

Este fenómeno afecta a las clases en su propia capacidad de reconocimiento de las situaciones de dominación. En primer lugar, a las clases dominadas, que tienden a no percibir las situaciones de dominación como tales. Göran Therborn ha analizado de qué manera las interpelaciones ideológicas dominantes procuran, como objetivo primario, que no se tematice la propia existencia de relaciones de dominación; solo como segunda opción, si la dominación es percibida, procuran que sea valorada en forma positiva.[29]

Y, en segundo lugar, también a las clases dominantes — o que buscan serlo — se les complejiza la identificación de sus intereses al enredarse en las disputas por la hegemonía, pues exigen que moderen el contenido clasista de los proyectos políticos que promueven. Gramsci afirma que, para que esta operación hegemónica sea exitosa, los intereses de la clase dominante deben saber sofrenarse: «los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico-corporativo».[30]

Como analizaremos más adelante, la evaluación de cuáles son sus intereses en el juego de relaciones de fuerzas de cada coyuntura es algo que tiene que ser interpretado, y aquí el papel de los intelectuales resultará clave, pero, al mismo tiempo, se desplegará en una relación compleja con las clases. Es decir, que los intereses actualizados de la clase, en cada coyuntura, implican ceder «hasta cierto punto» sus intereses más «burdos»; pero cuánto hay que ceder para lograr ser hegemónicos y en qué medida no se está cediendo de más, será siempre una cuestión de cómo se interpreta la relación de fuerzas, tanto en términos tácticos como estratégicos.

Podemos agregar que este «cierto punto» dependerá no solo de la fuerza propia, sino también de la capacidad de las clases antagónicas para disputar la hegemonía. Si esta facultad fuera elevada es probable que las clases dominantes — o las que procuran serlo — deban ceder muchos de sus intereses más inmediatos en pos de defender su propia situación de clase dominante — o la viabilidad de convertirse en tales — .

Esto es, tal vez, más fácil de observar en las «revoluciones pasivas» que, como había planteado Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría marxista, siempre conllevan un riesgo para la clase dominante que ensaya esta estrategia pues «cuando una clase dominante ha ido demasiado lejos en su absorción de contenidos del discurso ideológico de las clases dominadas, corre el riesgo de que una crisis disminuya su propia capacidad neutralizadora y de que las clases dominadas impongan su propio discurso articulador en el seno de los aparatos del Estado».[31]

En casos extremos puede resultar difícil identificar la centralidad de la defensa de los intereses de la clase dominante, pues podría parecer que se están concretando e, incluso, legitimando desde el poder estatal muchas de las demandas de las clases subalternas — aunque, en efecto, el objetivo de una «revolución pasiva» es que estos cambios sean realizados «desde arriba», y no «desde abajo» — .

Tal vez el ejemplo más notorio de esas situaciones que pueden ser percibidas como extravíos de los intereses de clases fueron los Estados de Bienestar de Europa occidental en la segunda posguerra. Para defender la sociedad capitalista ante una posible deriva de las masas hacia el comunismo, se realizaron muchas concesiones hacia la clase obrera, no solo en términos materiales, sino también en cuanto a que fueron sedimentando esas concesiones como derechos considerados legítimos.

La burguesía lo hizo hasta que le resultó intolerable y/o percibió que este peligro comunista se había disipado y pudo lanzar su ofensiva neoliberal, desmontando la mayor parte de estas concesiones y el propio consenso sobre su legitimidad.

Ahora bien, el mismo fenómeno histórico de estos Estados de Bienestar puede ser interpretado como un desvío por parte de la clase obrera, representada por los partidos socialistas o socialdemócratas que, para obtener, por vía democrática, la dirección política de la sociedad, tuvieron que hacer demasiadas concesiones hacia los intereses de las clases potencialmente aliadas o, incluso, de fracciones de la clase dominante para procurar dividir su unidad.[[32]]

De modo que, en las disputas por la hegemonía se extraviaron los originales objetivos anticapitalistas — que, al menos en teoría, postulaban los proyectos reformistas — cuando la posibilidad de conseguirlos era, tal vez, posible. A diferencia de la burguesía que sí pudo retomar la ofensiva con objetivos claros, vemos hoy que la mayoría de los partidos vinculados con la clase obrera europea ya no proponen, ni siquiera en el mediano plazo, iniciar procesos de transición hacia el socialismo.

En síntesis, puede que el proyecto que presenta los intereses de una clase como los intereses de toda la sociedad (o de su mayoría) acabe extraviando o relegando por demás el núcleo de los intereses de esa clase. Cabe, incluso, la posibilidad de que la operación de universalización de las propuestas termine desdibujando por completo los objetivos originales de partidos y proyectos que buscaban defender los intereses de una determinada clase.[[33]]

Pero estas serán siempre apreciaciones relativas, basadas en el análisis de las correlaciones de fuerzas entre las clases que realice cada analista. No son datos «objetivos» incuestionables. Una clase que no sepa ceder sus intereses más «burdos», puede acabar socavando su propia hegemonía al empujar a casi todo el resto de la sociedad en su contra o, a la inversa, una clase que trata de disputar la hegemonía sin construir articulaciones con las clases potencialmente aliadas y sin dividir a la clase dominante, con seguridad se marginará de esta disputa.

Por lo tanto, el análisis de cuáles son estas correlaciones y de las distintas capacidades para modificarlas en cada coyuntura será clave para plantear cuál proyecto es el que mejor defiende los intereses de una clase. En este sentido, debe evitarse una lectura posibilista de las relaciones de fuerza que tiende a conceptualizarlas como estáticas.

Por el contrario, son relaciones que siempre son transformables a través de la lucha política e ideológica. Incluso aquellas relaciones que Gramsci ubica en el terreno de la «estructura» y que, en la coyuntura, resulta «una realidad rebelde» que «nadie puede modificar»,[[34]] pueden ser alteradas en el mediano plazo a través de políticas específicas.

El lugar y el problema de la retórica en la lucha por la hegemonía

Consideremos ahora el segundo elemento que agrega complejidad a la percepción del núcleo clasista de la hegemonía: la retórica. Laclau ha explicado de qué manera el uso de metáforas, metonimias y catacresis tiene un papel central en la construcción de hegemonía.[[35]] A ello podemos agregar también el empleo de los razonamientos retóricos.[[36]]

La retórica es el arte de la persuasión y se basa en la ambigüedad. Siempre hay un rétor que persuade y un auditorio que es persuadido pues no tiene claridad de cómo funcionan estas operaciones retóricas. Un elemento clave en estas operaciones es el uso de significantes ambiguos — «tendencialmente vacíos» diría Laclau — que poseen una gran capacidad interpelativa para así sumar una enorme diversidad de sectores sociales a un determinado proyecto político. Tal vez el más notable ha sido el significante «pueblo», eje de las construcciones populistas y con el cual el propio marxismo ha mantenido una compleja relación.[[37]]

Tanto los significantes tendencialmente vacíos, como también los razonamientos retóricos, por su inherente ambigüedad dificultan la correcta comprensión de lo que «describen» o «explican» en el plano retórico: no permiten ver con claridad las relaciones de dominación.[[38]] Si bien este es el objetivo por el cual se los emplea, estas dificultades afectan no solo a las clases que se quiere dominar, también aquejan a las propias clases sociales que tratan de ser dominantes — además de dificultar la interpretación — .

El problema, tanto para las clases dominantes, como para las que desafían esta dominación es el hacer uso de estas operaciones retóricas y de universalización — pues son inherentes a la lucha por la hegemonía — , sin caer en su propia trampa. Desarrollar su propia «poesía» (Marx) pero, al mismo tiempo, procurar un lenguaje que devele la dominación y permita trazar cursos de acción que se aproximen mejor a los intereses de la clase; es decir, controlar el repertorio semiótico en función de procurar un análisis científico de la realidad social.[[39]]

En este sentido, no podemos dejar de mencionar una tensión que surge a todo proyecto emancipatorio que intenta el camino de la disputa por la hegemonía: como en la presentación del proyecto resulta imprescindible el empleo de la universalización y de la retórica, siempre habrá una pérdida de claridad para los propios integrantes de la comunidad emancipatoria. De allí tiende a derivarse la centralidad del líder o la lideresa en la dinámica política populista, pues ellos sí pueden ocupar el papel del rétor único que persuade, con cierto grado de conciencia de las operaciones retóricas que realiza al configurar un «pueblo». Pero esta centralidad del líder se contradice con la propuesta de desarrollar la autoconsciencia y la emancipación de las clases subalternas.

La crítica de Laclau a la clase y al interés de clase, y la disolución del concepto de «dominación»

Hasta aquí hemos desarrollado dos componentes inherentes a las operaciones hegemónicas que tienden a restar claridad a los intereses de las clases, tanto para los dominados como para los dominadores. Sin embargo, no hemos abordado aún el propio concepto de «interés de clase». Sin él no es posible vincular las clases con la hegemonía. Ernesto Laclau, en su dura crítica al concepto de «interés de clase», arroja luces sobre dos cuestiones: el carácter imprescindible de su empleo, si se quiere mantener un vínculo entre clases sociales y hegemonía, y el componente teleológico o utópico intrínseco.

    Laclau partió de una crítica al clasismo — entendido como corporativismo — como estrategia política, por considerarlo poco efectivo en la lucha por la hegemonía, para deslizarse luego hacia una impugnación total a presuponer la centralidad de la clase en la lucha política; al tiempo que, al formular esta crítica teórica, terminó en una posición en la que se desdibujó su anticapitalismo y, en última instancia, la propia idea de «dominación».

En 1977 afirmaba que las clases «en cuanto tales, no tienen ninguna forma de existencia necesaria a los niveles ideológico y político». Por lo tanto, «si la contradicción de clase es la contradicción dominante al nivel abstracto del modo de producción, la contradicción pueblo/bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social».[[40]]

En su presentación en Morelia de 1980 sostuvo que no hay «identificación primaria de las clases al nivel de la base del que se derivan ‘intereses de clase’ claramente definidos».[[41]] Sin embargo, nunca desarrolló la posibilidad de que estos intereses pudieran ser precisados y así mantener la articulación entre clase e intereses de clase en la lucha por la hegemonía. Por el contrario, se volvió por completo contrario a la idea de «intereses de clase».

En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe explicaron que solo la idea de «interés objetivo», pensado como «intereses históricos» — en su ejemplo, de la clase obrera en la instauración del socialismo — , podía permitir vincular el concepto de clases, en tanto posiciones sociales, con la idea de la clase como actor político.

Pues posibilitaría establecer un vínculo que no dependiera de la contingencia de la capacidad de los discursos para tener éxito en articular posición de clase y proyecto político. Pero Laclau y Mouffe descartaron por completo esta opción al afirmar que la noción de «interés objetivo» carece de todo basamento teórico, e incluso, de evidencia histórica.

Esta última, para ellos, se sostenía en la expectativa de un proceso de unificación, que no aconteció, de todos los sectores subalternos en torno a la clase obrera — por una pauperización y una proletarización generalizadas — . Por lo tanto, suponer que las clases tienen «intereses objetivos» e, indirectamente, pensar en las clases como sujetos políticos, poseería una inherente carga teleológica. En cambio, como las identidades sociales no están fijadas, no habría que colocar límites de clase en el análisis a la lógica de la constitución simbólica de lo social.[[42]]

En siguientes textos, Laclau aclaró que el sujeto de la hegemonía es un sujeto que no preexiste a las disputas discursivas, sino que es establecido dentro de los discursos y, por lo tanto, dependerá de estos. Entonces, la constitución de los sujetos en tanto que clases es solo una posibilidad histórica y no debería pensarse como un destino inexorable.[[43]] Se abre aquí toda la problemática que tiene la concepción del sujeto en Laclau y que ha sido abordada con agudeza por Martín Retamozo,[[44]] al diferenciar entre el proceso de construcción de un sujeto político — como agente — y la construcción de una subjetividad política — como colectivo de identificación — en el marco de una lucha hegemónica.

Quisiera plantear mi acuerdo con dos puntualizaciones de Laclau: (1) sin el concepto de «interés de clase» no es posible relacionar las posiciones de clase con la elaboración de propuestas políticas vinculadas con la lucha de clases, ni analizar la dinámica política en términos clasistas y (2) más allá de la connotación negativa de la palabra «teleológica», toda imputación de intereses, por fuera de lo que los integrantes de una clase social manifiestan positivamente, requiere siempre de un juicio basado en algún tipo de estimación acerca de los futuros posibles, sean de corto o largo plazo.

Pero como Laclau rechazó ambos componentes — el interés de clase y el componente prospectivo — terminó haciendo depender la existencia de las clases, en la arena política, de que sus integrantes realizasen un autoreconocimiento de su pertenencia a la «clase» y de que actuasen en el terreno político guiados por esta identidad.

    Un problema derivado de esta argumentación es que no solo podría no haber clases incidiendo en el plano político, sino también que podría desaparecer la «dominación». Si un discurso se tornase fuertemente hegemónico, podría ocurrir que los sujetos dominados no se representasen a sí mismos como clase o, ni siquiera, como dominados y, por lo tanto, no fuera posible hablar ni de sectores dominados ni de dominación. Es cierto que nunca Laclau llegó a escribir esto en forma textual, pero resulta notorio el abandono del uso del concepto de «dominación» en sus escritos.

Considero que la base de los problemas de este planteo de Laclau no está en la excesiva centralidad que le otorga a lo discursivo — como la mayoría de los marxistas le criticaron — , sino en su renuncia a ubicarse en un plano crítico-especulativo. Su temor a caer en el teleologismo lo condujo a una posición positivista al reducir lo real a lo dado, en su caso, a lo enunciado. La adhesión al programa foucaultiano de La arqueología del saber — más allá de algunas críticas — , lo lleva a pensar una hegemonía de formaciones discursivas sin sujetos o con sujetos que solo emergen dentro de estas mismas formaciones. No por casualidad Michel Foucault reconoce el perfil positivista de esta propuesta de análisis.[[45]]

Para salir de las aporías a las que nos conduce el planteo de Laclau, debemos profundizar en el reconocimiento de una postura epistemológica clara. Una postura que no implique regresar a un positivismo marxista que sostenga una identificación apriorística entre clase e ideología — que ya Lenin criticó en el ¿Qué hacer? — , pero que tampoco reduzca lo real a lo dado, en este caso, a lo discursivamente dado. Es decir, que realice una clara ruptura epistemológica con el positivismo, en cualquiera de sus versiones.

Ruptura epistemológica y propuesta crítico-especulativa

Un análisis crítico no puede limitarse a describir la realidad en los propios términos de los enunciados emitidos. Es decir, a considerar a la realidad social como equivalente a lo dicho. En este caso, la razón no cumpliría ningún papel en el proceso cognitivo y el efecto conservador de los estudios sociales quedaría epistemológicamente sancionado.

Retomando a Fredric Jameson,[[46]] creemos que la «esencia» de una realidad es una postulación del pensamiento especulativo y, en este sentido, nunca puede ser probada. El pensamiento especulativo es siempre un salto, una apuesta, en términos metafísicos o ideológicos.[[47]] En este sentido es que, en los siguientes apartados, formularemos una serie de postulados sobre las clases, sus luchas y sus intereses, que no pretenderán ser verificables.

Más en general, para escapar del positivismo se debe postular que en la propia realidad se encuentra en potencia una nueva realidad diferente en lo cualitativo, y es este el punto de apoyo de toda la crítica social — tal como hicieron los pensadores iluministas y los marxistas — .

Como lo sintetizó Irving Zeitlin, al establecer una clara oposición con el positivismo sociológico de mediados del siglo XIX, para Marx, en sintonía con la tradición del Iluminismo y de Hegel, «el dominio del ‘es’ siempre debe ser criticado y puesto en tela de juicio para revelar sus posibilidades intrínsecas. El orden fáctico existente es una negatividad transitoria que debe ser trascendida».[[48]]

Recupera así la operación básica del Iluminismo: someter a las instituciones «a una crítica implacable desde el punto de vista de la razón» y reclamar «un cambio en aquellas que la contrariaban» y que «impedían a los hombres realizar sus potencialidades».[[49]]

Por ello, cuando Laclau saluda el fin de la «dictadura racionalista del Iluminismo» pierde este espíritu crítico,[[50]] y le queda solo la toma de partido personal. Y es que, sin la creencia en algún tipo de imagen sobre una posible sociedad radicalmente alternativa, no es posible impulsar un proceso de cambio social y, ni siquiera, formular una crítica sustancial a la realidad presente.[[51]]

De modo que, «la capacidad de potenciar en una direccionalidad consiste en poder captar la dinámica constitutiva de una realidad, lo que significa el reconocimiento de opciones».[[52]] En la misma línea, Adrián Piva afirma que «identificar clase y lucha es también una apuesta política. Es empujar en el sentido de una posibilidad práctica, una intervención en la lucha por la definición del campo de confrontación social».[[53]]

Cabe aclarar que este conocimiento crítico no tiene que pensarse en términos de un reflejo de la realidad, sino como una construcción discursiva que procura dar cuenta del mejor modo posible de esa realidad. Un conocimiento perfectible y que es elaborado a partir de una metodología también criticable y mejorable y, en este sentido, se entronca con una perspectiva científica.

Al mismo tiempo, el conocimiento que surge de esta actitud crítica, en tanto impulso para la acción, tiene que ser considerado como «verdadero» por la militancia, pero también debe someterse a la corroboración de la praxis, que sirve de guía para el despliegue de lo potencial desde lo dado.[[54]] Esta cuestión posee aun más complejidad, pues, como lo analizó Gramsci, la propia lucha ideológica puede modificar lo que es considerado como «dado», como «verdadero» por las mayorías, tal como ya lo hemos analizado.

    En contraste con esta reivindicación de lo especulativo y su articulación con la praxis, nos preocupa que la mayoría del marxismo académico actual procura ceñirse «a los datos». Una de las fórmulas encontradas ha sido reducir al marxismo a una sociología económica o a una sociología del trabajo; mientras que otra fórmula ha sido convertir a los estudios marxistas en estudios sobre la historia del marxismo como corriente de pensamiento. En consecuencia, brillan por su ausencia los debates en torno a la estrategia política.

El problema de la circularidad entre clase y formación de la clase, y la necesidad de adoptar un punto de partida que la evite

Las relaciones entre las clases están modeladas por la propia lucha de clases. Así, las modificaciones en la legislación o la disputa político-sindical cotidiana especifican la relación entre las clases — incluso, pueden abrir caminos de ascenso social que alteren las posiciones de clase en el plano intergeneracional — y, de modos más drásticos, también lo hacen las revoluciones sociales.

Pero no solo los planos legal y político alternan las relaciones de las clases, sino que, como lo analizara Louis Althusser,[[55]] las operaciones ideológicas deben conseguir la eficacia interpelativa al construir subjetividades que acepten las posiciones de clase dominadas, al menos en la cantidad suficiente para ocupar las posiciones imprescindibles para que el sistema siga funcionando y las clases dominantes puedan continuar usufructuando de él.

Pero el riesgo de comenzar el análisis en la confrontación político-ideológica entre las clases es el de caer en una problemática circularidad que requiere de la formación de la clase e, incluso, de su conciencia, para poder hablar de ella.[[56]] Si la clase se forma en procesos históricos de lucha, entonces, esta formación resulta contingente, como lo es toda lucha. De este modo, es posible que la clase no se constituya como tal y lleguemos a un lugar igual, o casi igual, al que arribó Ernesto Laclau.

El punto de nacimiento de esta circularidad ha sido, tal vez, una lectura particular del empleo que realiza Marx del concepto de clase en sus análisis políticos sobre la coyuntura francesa de mediados del siglo XIX. Así, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que los campesinos «forman una clase», «en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil».[[57]] Pero, a la vez, plantea que como «existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase».[[58]]

Sin embargo, una simple lectura del conjunto de esta obra muestra que el hecho de que el campesinado no se había conformado como clase ni como comunidad de sentido, ni como organización política, no le impidió a Marx hacer un profuso análisis sobre el papel de esta clase en la dinámica política de esa coyuntura. Y lo mismo puede decirse sobre otras clases, ya que, a pesar del énfasis que muchos analistas colocaron sobre las dificultades del campesinado, observaciones similares pueden encontrarse sobre casi todas las demás clases en cuanto a las dificultades de construir su representación política.[[59]]

Es decir que, la no conformación de la clase en el plano político — lo cual, por otro lado, es siempre una cuestión de grados, más allá de la dicotomía que Marx había escrito en La miseria de la filosofía, donde distinguía una situación de clase «con respecto al capital», de la «constitución» en «clase para sí» — [[60]] no implica que la clase se encuentre ajena a relaciones de lucha con las otras clases. Por el contrario, es justo en estos procesos de lucha (política) que la clase se va constituyendo en clase para sí. Como lo plantea Erik Olin Wright, las clases y «la lucha de clases existen incluso cuando las clases están desorganizadas».[[61]]

Vamos, entonces, a proponer un primer postulado que permita romper con la circularidad y evite sus riesgos:

    (1) es posible comenzar el análisis a partir de reconocer la presencia de clases sociales, en tanto posiciones en la división social del trabajo — que, de todos modos, son relaciones de clase; evitamos el término «relaciones» solo para darle más claridad a este punto de partida que excluye el plano más «político-subjetivo» que podría considerase presente en la idea de «relación» — .

Interpretamos que es en este sentido, de punto de arranque para el análisis, que Gramsci distingue un primer momento de las relaciones de fuerza: una «relación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres», «los agrupamientos sociales», «una realidad rebelde», pues «nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su correspondiente población urbana, etcétera».[[62]]

Estas afirmaciones tienen que ser comprendidas en términos de una propuesta para el análisis de coyuntura: Gramsci no negaría que es posible, en el mediano o largo plazo, desarrollar, por ejemplo, industrias y procesos de urbanización que modifiquen esta «realidad rebelde».

Esta elección de un punto de arranque del análisis en una determinada coyuntura es lo que permite romper con una circularidad que conduciría, de manera inexorable, a la posibilidad de que haya que abandonar el análisis clasista en los casos en los que las clases no estén «formadas» en el plano político-ideológico o, incluso, en el más básico, de la sociabilidad común.

Entonces, si bien es cierto lo que plantea Marcelo Gómez de que «son las clases con sus acciones las que establecen el ‘poder de mercado’ de algunos tipos de propiedad en vez de otros, sus distribuciones y límites»,[[63]] esto no convierte en «engañoso» el hecho de «deducir las clases de la propiedad», como él plantea. Pues, desde la perspectiva que proponemos — y que de forma indirecta y por momentos, Gómez emplea, por ejemplo, al escribir «son las clases» — , el punto de arranque del análisis se sitúa en la identificación de clases existentes en una determinada coyuntura.

Cabe aclarar que no existe un momento ex-ante de las luchas y las interpelaciones. La clase no preexiste a las mismas. Solo a modo de postulado es que escogemos un enfoque que parte de la existencia de las clases, en tanto posiciones de clase. Pero, estas clases se definen, incluso en tanto posiciones sociales, no en términos de una estratificación, sino a partir de su relación con otras clases sociales. Y estas relaciones están signadas por el poder. Entonces, podemos agregar un segundo postulado que propone que

(2) las clases se encuentran en distintos grados de tensión o lucha con las otras clases en pos de mantener, acrecentar o conquistar una posición de dominación.

Esta dominación, en el caso de las clases, es la condición de posibilidad que permite la explotación[[64]] o, en todo caso, transitar un proceso que procure su erradicación.[[65]] De este modo, con este postulado, obtenemos un fundamento que se ubica en un plano analítico previo a la lucha entre partidos o grupos ideológicos, y que permite terminar de eludir la circularidad a la que hacíamos referencia.

Es posible generalizar estos dos postulados e independizarlos del concepto de «clases sociales».

    Todo análisis puede comenzar desde algún punto de partida que defina a los individuos que son sus unidades de análisis con cierta independencia de la constitución discursiva de los sujetos y de su grado de organización para la disputa por la hegemonía, y postular, desde allí, la existencia de situaciones de dominación — que pueden no tener como objetivo la explotación — .

Así sería posible realizar postulados similares para otras situaciones de dominación, como la de los hombres, los blancos, los europeos u occidentales, los «normales» y un largo etcétera. Esto no implica negar que es en las luchas discursivas donde se terminan de constituir, en formas mucho más específicas, esos sujetos hegemónicos. Pero este tipo de postulados permiten mantener la idea básica de que la operación hegemónica es una operación de dominación. Solo desde esta perspectiva consideramos fructífero retomar de Laclau y Mouffe la propuesta de la centralidad de la «articulación» de distintas posiciones dominadas, con sus consiguientes demandas, para desarrollar las estrategias socialistas de disputa por la hegemonía,[[66]] así como analizar las «constelaciones hegemónicas» que consolidan las posiciones de los dominadores.[[67]]

Los intereses de clase y la lucha por la hegemonía

A estos dos primeros postulados, deberemos agregar la cuestión de los intereses de clase para poder conceptualizar la relación entre las clases y la hegemonía. Para ello formularemos un tercer postulado, vinculado al segundo a través de la cuestión del poder:

    (3) las clases poseen «intereses de clase» en mantener o cambiar un determinado orden social.

    Son esos «intereses de clase» los que permiten comprender por qué la clase dominante opera para perpetuar el orden social capitalista y realizar las modificaciones necesarias para adecuar o, incluso, profundizar su posición de dominio. Al mismo tiempo, la existencia de estos intereses posibilita postular que a las clases dominadas les conviene modificar esta realidad que las ubica como tales, es decir, acabar con el capitalismo.

Es por ello que las clases sociales constituyen el factor explicativo básico de la estabilidad de un modo de producción y las fracciones de clase en el interés por consolidar un determinado modelo de acumulación. Y es la lucha entre las clases sociales la que resuelve el predominio de un modo de producción y el tipo de sociedad que el mismo define; tal como Gramsci enfatiza al destacar la importancia del fragmento del «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» donde Marx escribió que es en «las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto [contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción existentes] y lo dirimen».[[68]]

Estos «intereses de clase» son imputaciones realizadas por el o la analista. Como ha planteado Erik Olin Wright, los intereses de clase son hipótesis sobre los objetivos de las luchas que tendrían lugar «si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de sus situaciones».[[69]] En cierto sentido, se recupera así la idea de Georg Lukács de que la conciencia de clase sería «las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva».[[70]]

Y agrega unos renglones después, «la consciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción».[[71]]

Dejando de lado las claras reminiscencias weberianas de estas reflexiones, reparemos en algunas cuestiones que considero claves para nuestra argumentación. En primer lugar, Lukács no plantea que esa conciencia de clase exista, sino que es algo atribuido a la clase por el o la analista marxista. En segundo lugar, esta atribución es construida en términos tan ideales (de nuevo Weber) que solo podría funcionar como un horizonte inalcanzable.

Esto no lo dice Lukács tal cual, pero la complejidad de la lucha por la hegemonía, por sus componentes universalistas y retóricos, más la compleja relación entre intelectuales y clase (que abordaremos en el último apartado), hace que captar completamente una situación histórica, con sus múltiples determinaciones, de modo de tener clara conciencia de la situación «y de los intereses resultantes de ella», resulte imposible al menos de un modo inequívoco. Por último, el significante «conciencia» da lugar a una serie de problemas vinculados con su casi ineludible sentido subjetivo que, por momentos, utiliza el propio Lukács a pesar de que para este plano proponía el concepto de «psicología de clase».[[72]]

Frente a estos problemas semánticos e, incluso, mecanicistas, vamos a dejar de lado el concepto de «conciencia de clase» y mantener solo el de «intereses de clase». De todos modos, como comentábamos, estos intereses son también imputados, contienen un elemento contrafáctico o utópico y, a la vez, son históricamente situados. Al respecto, José Aricó planteaba que para Lenin la conciencia de clase no estaba vinculada a la necesidad abstracta del socialismo (como en Kautsky), sino al conocimiento (científico) de la totalidad económico-social, en el sentido de la realidad concreta de una formación económico-social.[[73]]

Por otro lado,  resulta clave diferenciar los intereses imputados a la clase de los intereses individuales que, como han señalado Przeworski[[74]] y Gómez, son altamente competitivos: «la sumatoria de intereses competitivos no da interés colectivo sino casi siempre todo lo contrario: los intereses colectivos suelen estar asociados a la suspensión o superación de los intereses competitivos y los intereses competitivos en general son poco compatibles con los intereses colectivos».[[75]]

Consideramos que, si bien los intereses de clase son imputaciones discursivas, de alguna manera son pasibles de verificación a posteriori, pero dentro de la complejidad de la lucha política entre las clases. De allí la importancia de los contra-fácticos para evitar permanecer solo en el plano de «lo dado», pero también para mensurar las reales posibilidades presentes en cada coyuntura.

El complejo entramado de relaciones de fuerza entre partidos y proyectos que disputan la hegemonía solo permite evaluar ex-post cuál de ellos era el que mejor defendía los intereses de una determinada clase. Es decir, solo luego del desarrollo de una determinada lucha política — y generando un corte temporal arbitrario — será posible observar qué proyecto beneficiaba más a cada clase, según la capacidad objetiva que poseía de triunfar. Y, en este sentido, se podría analizar qué analista tenía razón en las imputaciones de intereses que había realizado.

Estos «intereses de clase» operan en tres planos distinguibles desde lo analítico: el estructural, el coyuntural y el organizativo, que procura lograr la unidad de la clase; aunque, en la realidad, los tres se encuentran muy imbricados.

    Las posibilidades de mantener, profundizar o cambiar radicalmente los modos de producción centrales en una sociedad se vincula con la situación política, ideológica, social y económica más coyuntural y también, con el plano de lo organizativo; es decir, depende de las capacidades de las clases para unificarse — y dividir a las otras clases — y para imponer en cada coyuntura sus intereses más inmediatos.

De todos modos, la relación entre estos tres tipos de intereses no es lineal. Si bien la unidad y la obtención de beneficios en el corto plazo pueden colaborar en afianzar la capacidad de la clase para luchar por el tipo de sociedad que más le conviene, también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo, puede hacerla olvidar este objetivo estratégico. Esto obliga a pensar la articulación entre estos tres planos de los intereses de clase y, de ningún modo, dejar de lado unos en función de otros.

En fin, la imputación de intereses dependerá del análisis que se haga de las relaciones de fuerzas y de las posibilidades que tiene cada clase de avanzar en la concreción de estos intereses. Entonces, los intereses de las clases tienen que ser pensados y sopesados en términos relacionales y coyunturalmente situados. Pero no solo eso, sino que también tienen que ser formulados y compartidos por los integrantes de las clases. Cuestión que se complica por la propia dinámica de la disputa por la hegemonía, en la cual los dirigentes y los intelectuales de las clases tienden a no manifestar con transparencia sus intereses, incluso hacia el conjunto de su propia clase.

La complejidad de la construcción-reconocimiento de los intereses de clase en las disputas por la hegemonía

Tenemos ya un enfoque epistemológico y una serie de postulados básicos que nos permitirán adentrarnos en la complejidad de la relación entre clases y hegemonía. Al respecto, Gramsci procuró pensar la relación entre las clases y sus intereses sobre la base de un conjunto de conceptos: «buen sentido», «sentido de separación», «sentido común», «autoconsciencia», «hegemonía» e «intelectuales orgánicos», al tiempo que realizó una clara ampliación del concepto de «intelectual», al incluir dentro de ellos y ellas a todos quienes cumplen una «función intelectual», «personas ‘especializadas’ en la elaboración conceptual y filosófica», pero también en tanto «organizadores y dirigentes».[[76]]

Abrió, con esta batería conceptual, un camino para evitar el salto cuasi-metafísico entre la clase y la consciencia de sus intereses. Vamos a tratar de esbozar un sendero que las vincule con mayor sistematicidad a partir del desarrollo de cuestiones no siempre analizadas por Gramsci.

El malestar de los intelectuales

Por Jorge Luis Acanda

Para evaluar cuál proyecto político apoyar las clases cuentan, en primer lugar, con ciertas capacidades «instintivas» o de «buen sentido» que les permiten identificar si sus más básicos intereses están siendo contemplados, ignorados, o perjudicados por estas propuestas.[[77]]

Este instinto les genera un «sentido de separación» con los proyectos que claramente las perjudican. Sin embargo, estas apreciaciones «instintivas» resultan en suma rudimentarias y, para Gramsci, no llegan a constituir una «conciencia de clase». Gramsci plantea que el «buen sentido» genera un «sentimiento de ‘distinción’, de ‘desapego’, de independencia apenas instintivo».[[78]] Así, el «odio ‘genérico’ es aún de tipo ‘semifeudal’, no moderno, y no puede ser aportado como documento de conciencia de clase: es apenas su primera vislumbre, es sólo, precisamente, la posición negativa y polémica elemental». Es que «el ‘pueblo’ siente que tiene enemigos y los identifica sólo empíricamente en los llamados señores».[[79]]

Además, las clases también tienen elementos de «ideología de clases», que serían núcleos de discursos propios de cada posición de clase.[[80]] Y, aunque no son iguales a los «intereses de clase», ni tampoco son «doctrinas», constituyen elementos desde los cuales los miembros de las clases perciben la conveniencia, o no, de apoyar determinadas alternativas políticas.

Pero ni estas «ideologías de clase», ni el «sentido de separación» aseguran una correcta defensa de los intereses de clase en medio de las luchas por la hegemonía. Como las propuestas hegemónicas evitan defender los intereses más «burdos» de las clases, y realizan un profuso uso de las operaciones retóricas, la complejidad de la lucha por la hegemonía podría conducir a las clases a muchos equívocos si se guiaran solo por estas apreciaciones simples y de corto plazo.

Para realizar apreciaciones más certeras acerca de cuál proyecto político las clases deben apoyar e incluso para elaborar estos proyectos propios que luchen por la hegemonía, las clases cuentan con los «intelectuales orgánicos». Así como, según hemos visto, el o la analista imputa intereses a las clases y puede juzgar la conciencia y la capacidad política de la clase para defenderlos o imponerlos en una determinada coyuntura, los intelectuales orgánicos a la clase realizan una operación similar pero más estrechamente vinculada con la praxis de la clase.[[81]] De este modo, los intelectuales orgánicos a una clase construyen en el discurso cuáles serían los intereses de la clase para la que trabajan.

Estos intelectuales les proponen a la clase estos intereses para que los adopten y guíen sobre esa base sus conductas en el terreno de la lucha de clases.[[82]]

Gramsci describió esta relación recursiva al comienzo del Cuaderno 12, por la cual la clase crea a sus propios intelectuales que, a su vez, son quienes logran elaborar la unidad de la clase y darle conciencia de sus intereses, por ellos construidos, incluso en el plano de lo político:

    «Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político…».[[83]]

Este deslizamiento hacia el terreno de lo político se debe a que la clase tiene que analizar y escoger qué partidos y proyectos serán destinatarios de sus apoyos e, incluso, si debe impulsar la creación de nuevas alternativas políticas e ideológicas. Es decir, debe sumirse en toda la complejidad de la lucha por la hegemonía, al menos si no quiere ser un actor pasivo en estas disputas.

También la clase puede automarginarse de la lucha por la dirección político-ideológica, Marx lo comentó en varios pasajes de El dieciocho brumario, como cuando escribió que el proletariado, luego de la derrota de junio de 1848, «en parte, se entrega a experimentos doctrinarios», desplegando cierta actitud de autoexclusión de la lucha política, refugiándose en entidades mutualistas como «bancos de cambio y asociaciones obreras».

Esto, para Marx, implica «un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo» y, en cambio, se «intenta, por el contrario, conseguir la redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa».[[84]]

Entonces, para disputar la hegemonía o, al menos, para poder participar de la lucha política, la clase requiere de sus propios intelectuales. Considero que corresponde diferenciar, al menos en lo analítico, dos planos al interior de estos «intelectuales orgánicos»: uno más cercano a la clase y otro ubicado en el plano de la lucha política.

Entre los más cercanos a la clase,[[85]] encontramos a los y las dirigentes de las organizaciones corporativas de las clases — incluyendo a quienes están más cerca de sus bases, como un delegado gremial — y también a los y las integrantes de la clase que, sin ser dirigentes formales de sus organizaciones, constituyen sus figuras más locuaces, tanto en la esfera pública, como en los espacios de sociabilidad de la clase — desde los lugares de encuentros exclusivos de la alta burguesía, hasta los espacios de encuentros en las barriadas populares — .[[86]]

Además, entre estas y estos intelectuales cercanos a la clase se destaca la incidencia de quienes forman parte de las fundaciones o centros de investigación vinculados con la clase. Esto es algo que la burguesía desarrolla con mayor potencia, pero que también lo hacen las centrales sindicales y, de forma más indirecta, las fracciones pequeño burguesas.[[87]]

Estos y estas intelectuales tienen la función específica de evaluar las distintas opciones políticas e ideológicas desde la perspectiva de los intereses de la clase que los financia. Como norma, sus textos y charlas son los insumos claves para que los miembros de la clase y también otras y otros intelectuales cercanos a la clase efectúen sus propias evaluaciones.

Todos estos y estas intelectuales, en su sentido amplio, realizan permanentes juicios (positivos o negativos) acerca de la conveniencia de que la clase apoye o se oponga a determinados proyectos o partidos que se disputan la hegemonía.

Ahora bien, los proyectos políticos son, a su vez, elaborados por las y los políticos, es decir, por otros intelectuales que se distancian de las clases, al menos en forma relativa, para poder presentar sus proyectos en un plano de mayor universalidad. Como norma, estos políticos y políticas están imbuidos de una actitud ideológica intrínseca a su función de «políticos» que los impulsa a obtener y conservar el mayor grado posible de poder estatal. Esta actitud puede incluso llevarlos a pensar que son independientes de las clases y emparentarse, en su dinámica, con los que Gramsci denomina «intelectuales tradicionales».

Estas posibilidades de triunfar en la lucha por el control del poder estatal pueden ser pensadas en términos más personales o en términos de sus convicciones ideológicas — las distinciones suelen ser difíciles de realizar, salvo en los casos más evidentes — . De todas formas, más allá de los objetivos personales, el accionar de todo político o política beneficia siempre, en esencia, más a algunas clases que a otras. Por ello, continúan siendo intelectuales orgánicos de alguna clase, incluso cuando no tengan una conciencia clara de ello — de allí que esta catalogación es siempre una imputación que realiza el o la analista — .

No existe ninguna diferencia cualitativa en esta cuestión de la relación clase-intelectuales entre las distintas clases sociales. La asociación implícita en Gramsci — y buena parte de la izquierda de su generación — entre intelectuales de la clase obrera y Partido Comunista ha sido fuente de graves problemas a la hora de realizar un análisis y una propuesta gramsciana para la izquierda — la incorporación de la idea del «partido-mito», de ningún modo soluciona el problema, sino que puede tender a agravarlo — .

En la realidad histórica, la clase obrera siempre se encuentra con distintas opciones, encarnadas en distintas fuerzas políticas, y los intelectuales orgánicos más cercanos a la clase deben realizar constantes evaluaciones de cuál estrategia y cuál táctica son las que mejor representan o construyen sus intereses en cada coyuntura.

    Si no hay diferencia cualitativa, sí la hay en términos cuantitativos. Las clases subalternas poseen muchas más dificultades para organizarse.

Gramsci lo describe en términos un tanto pesimistas en su Cuaderno 25, al plantear que «la tendencia a la unificación (…) de los grupos sociales subalternos (…) es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes».[[88]]

Sin embargo, en realidad, todos los Cuadernos se centran en proponer formas de revertir esta situación, por lo cual esta idea pesimista no debe hipostasiarse. Es claro que no le resulta sencillo contar con el apoyo de intelectuales orgánicos, ya sea de los más cercanos a la clase, ya sea de aquellos que luchan por la hegemonía política. Reconocer el problema podría ser un primer paso para evitar caminos que considero errados y, muchas veces, extendidos en fuerzas marxistas, como el de confundir el interés que se imputa a la clase obrera con el interés que la mayoría de los y las integrantes de esa clase tienen en mente. Muchas veces, esto ha conducido a considerar a la fuerza política o al agrupamiento sindical que se cree más cercano a estos intereses imputados como si fuese «la clase». Y tampoco habría que considerar a la organización sindical o a la fuerza política que votan la mayoría de los integrantes de una clase como automática defensora de los intereses de la clase. Por todo esto, debemos ser muy cuidadosos en hablar de la acción de «la clase» en el terreno político.

La lucha por la hegemonía implica, entonces, un juego de luchas entre partidos y proyectos diferentes que, a la vez que luchan contra partidos y proyectos sostenidos por otras clases sociales, tienen que demostrar a las clases que los sustentan que son quienes mejor defienden sus intereses, con la mediación de los/as intelectuales más cercanos/as a la clase. En este proceso de «demostración» los partidos operan sobre los integrantes de las clases procurando socializarlos dentro de una determinada perspectiva en relación con el orden social y, más en específico, en determinadas lecturas sobre la realidad coyuntural.

La referencia a «partidos» tiene que ser ampliada en la actualidad, pues en las últimas décadas asistimos a una progresiva dilución de este papel socializador de ideologías (los partidos han tendido a reducirse a aparatos electorales, cuando no a solo articulaciones en torno de una figura personal).

    La función «partido» ha sido ocupada por medios de comunicación concentrados y organizaciones político-ideológicas «en las sombras». De todos modos, el papel de las fuerzas políticas continúa siendo ineludible en la disputa por el acceso electoral a los cargos públicos y, por ende, en la lucha por la hegemonía política.

Si bien el corte entre intelectuales más estrechamente vinculados con la clase e intelectuales más vinculados a la política es muy útil para comprender mejor la dinámica entre clases y hegemonía, nunca resulta nítido. Resulta mucho más ajustado a la realidad conceptualizar un gradiente que va desde integrantes de la clase que cumplen cierto papel intelectual al pronunciarse sobre los intereses de la clase, hasta las y los políticos que forman parte de partidos con vínculos muy laxos con las clases. Además de ser pensado como un gradiente y no como una división dicotómica, existen fuertes vínculos a lo largo de este continuo.

Por un lado, los y las intelectuales más cercanos/as a la clase están muy influidos por los proyectos y discursos ideológicos que emiten los y las intelectuales más estrechamente vinculados/as a los proyectos político-hegemónicos. No son solo «orgánicos/as» a la clase, sino que tienden a concebirse con cierta independencia de la misma y a procurar tener una perspectiva ideológica que escape a lo meramente socioeconómico. Incluso, por su propia función intelectual deben conocer y vincularse con el plano de lo político o, al menos, del análisis político. Lo cual tiende a conducir a permanentes desfasajes entre la clase y sus propios/as intelectuales. Y, por otro lado, las y los políticos tienden a estar atentos/as a las observaciones y juicios que emiten las y los intelectuales más cercanos a las clases cuyos apoyos procuran conseguir.

A esta dinámica coyuntural, debemos agregar dos elementos. En primer lugar, como ya dijimos, el escenario de la correlación de fuerzas «objetivas» puede ser modificado, en el mediano plazo, en el plano del peso económico y demográfico-electoral de las clases. En este sentido, la «extraña no-muerte del neoliberalismo»[[89]] se explica, en buena medida, por las propias transformaciones en los procesos de trabajo, en las subjetividades y en las estructuras de los medios de comunicación que han reforzado el poder «objetivo» de la burguesía más concentrada y debilitado las capacidades de unificación y lucha de las clases subalternas e, incluso, de aliarse con fracciones de las burguesías mediana y pequeña.

En segundo lugar, existe la posibilidad de que la clase ayude a construir nuevos proyectos político-ideológicos alternativos, incluso al tiempo que despliegue apoyos diferentes en el plano coyuntural. Tal vez el ejemplo más claro fue el despliegue por la burguesía de la propuesta neoliberal más pura en los años sesenta — promoviendo una serie de centros intelectuales — , mientras apoyaba políticas concesivas hacia la clase obrera por parte de partidos más «centristas». Es decir, la clase puede alterar la correlación de fuerzas en un plano ideológico más radical. Algo similar aconteció con la clase obrera y su apoyo al marxismo, a fines del siglo XIX, al tiempo que el proletariado también sostenía posturas más moderadas, desde el sindicalismo y la búsqueda de la universalización del sufragio en alianzas con diversas fuerzas políticas. Pero estos dos planos han tendido a disociarse en el caso de la clase obrera, mientras que la burguesía ha sido más hábil en desplegar, en simultáneo, tácticas de acuerdo y estrategias de combate ideológico más radical.

Para finalizar, solo agregaré que la relación entre hegemonía y clases incluye también otros elementos que le suman complejidad pero que no podremos abordar aquí, como la cuestión del lenguaje — que nunca es transparente — , la de la representación política — en la que se yuxtaponen diversos planos — y la de los varios niveles en los que las luchas por la hegemonía inciden sobre las actitudes de los y las integrantes de las clases, de modos que trascienden lo específicamente político e ideológico, y se despliegan por diversos aspectos de la vida cotidiana en los cuales los individuos deben aceptar o «negociar» situaciones más allá de sus preferencias, pero que, en el mediano plazo, terminan siendo introyectadas en procesos de «hibridación».

    Este texto pretendía ofrecer una alternativa analítica para mantener la centralidad del concepto de «clase» en lo que respecta a las disputas por la hegemonía.

Para ello resulta imprescindible formular una serie de postulados y, en cada coyuntura, este análisis clasista requiere que estos postulados más abstractos sean contextualizados en relación con los discursos, tradiciones e identidades que existen en cada escenario y que interpelan, con distinta capacidad, a los y las integrantes de cada clase. En este sentido, el análisis clasista de las luchas por la hegemonía requiere sopesar, ex-ante, las alternativas político-ideológicas concretas y sus posibilidades de éxito, al tiempo que evaluar, ex-post, la justeza de estos juicios.

De igual forma, es necesario saber combinar una perspectiva que mantenga la tensión existente entre las clases y la hegemonía, en el sentido de no procurar disolver las primeras en la lucha por la hegemonía, ni reducir esta a un epifenómeno de un simple choque entre clases.

Notas

[33] Otros detalles sobre esta operación de universalización y su lugar en las disputas sobre la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Estado, universalização e as formas de hegemonia: o problema de manter a ‘revolução (ou a reforma) em permanência’ a partir do próprio aparelho estatal». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021, pp. 49–78.

[34] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[35] Laclau, Ernesto. Misticismo, retórica y política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

[36] Una síntesis de este papel en Laclau puede consultarse en Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones». Simbiótica, Vitória, v.6, n.2 (jul.-dez./2019), pp. 51–73; y una perspectiva más global en Balsa, Javier. «Hegemonía, dialogismo y retórica». Revista Diferencias, 9, 2019, pp. 33–44.

[37] Balsa, Javier. «Il popolo in Marx (del giovane Marx al 18 Brumaio de Luigi Bonaparte)», Consecutio Rerum, vol. 5 núm. 8, 2020, pp. 41–71.

[38] No es que adhiramos a los planteos de Teun Van Dijk, que contienen cierto idealismo habermasiano, sobre la posibilidad de un discurso no manipulativo. Sin embargo, tampoco acordamos con la idea de que todo discurso es igualmente retórico (Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones», Simbiótica, Vitória, v.6, n.2, jul.-dez./2019, pp. 51–73).

[39] Ver más detalles sobre esta cuestión, en un análisis del lugar del lenguaje en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en Balsa, Javier. «Lenguaje y política en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Marx e o Marxismo, v.7, n.13, jul/dez 2019, pp. 319–343.

[40] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978. p. 122.

[41] Laclau, Ernesto. «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política», en: Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI, 1985. pp. 19–38.

[42] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI, 1987. pp. 102–103.

Adrián Piva sintetiza esta crítica de Laclau al enfoque marxista haciendo hincapié en una cuestión conexa: para que la relación de subordinación se convierta en una relación de antagonismo se requiere de un discurso exterior que provoque esta conceptualización en términos de antagonismo. Por lo cual, para Laclau, ya no existiría un fundamento objetivo de la relación de antagonismo (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, p.174).

[43] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 54.

[44] Retamozo, Martín. «Hegemonía, subjetividad y sujeto: notas para un debate a partir del posmarxismo de Ernesto Laclau». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021. pp. 24–48.

[45] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI, 1995. pp. 212–213.

Lo cual no implica negar el enorme aporte que significó en términos metodológicos, que he recuperado en un trabajo previo (Balsa, Javier. «Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía. Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943». Papeles de trabajo, UNSAM, 11 (19), 2017, pp. 231–260).

[46] Jameson, Fredric. Valencias de la dialéctica. Buenos Aires, Eterna Cadencia editora, 2013.

[47] Ibídem, p. 93. Como el «Entendimiento» (en tanto sentido común, que se limita a dar cuenta de la «mera apariencia» y, por lo tanto, confunde lo visible con todo lo real) no puede ser eliminado, como no podemos partir de un lenguaje nuevo y neutro, y como la capacidad de alcanzar las esencias a partir del pensamiento especulativo tiene un componente, justamente, especulativo (es decir no demostrable y utópico), lo que nos queda es simplemente la capacidad de enunciar estas tensiones. Estas tensiones se ubican entre la pretensión de alcanzar un conocimiento verdadero, que capte las esencias de lo real, y un punto de partida que siempre parte de las meras apariencias. Por lo cual, tal vez, solo nos quede «domesticar el error» (Jameson y también Bachelard).

[48] Zeitlin, Irving. Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires, Amorrortu, 2001. p. 104.

Como lo resume Herbert Marcuse, «el sentido común y el pensamiento científico tradicional toman el mundo como una totalidad de cosas que existen per se y buscan la verdad en objetos considerados como independientes del sujeto cognoscente». Todo lo cual resulta en «una renuncia a las potencialidades reales de la humanidad en favor de un mundo ajeno y falso» (Marcuse, Herbert. Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Alianza, 1999, pp. 112–113). Y, Marx retoma esta perspectiva general, procurando dejar de lado su costado metafísico: «cada hecho es más que un mero hecho; es una negación y una restricción de posibilidades reales» (Ibídem, p. 277).

[49] Zeitlin, Irving. Ob. Cit., p. 13.

[50] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 20.

[51] Zemelman, Hugo. «Recuperar una visión utópica», Jornal da Educação, 22 (75), 2001.

Para ello son imprescindibles los «mitos» o las «utopías» (sus diferencias esconden otra tensión presente en Los Cuadernos que abordaremos en un futuro trabajo).

[52] Zemelman, Hugo. Los horizontes de la razón. Barcelona, Anthopos-El Colegio de México, 1992. Tomo II, p. 112.

[53] Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 170–220.

[54] Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36.

[55] Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.

[56] Tal vez el ejemplo más claro de esta posición sea el de Thompson, E. P. La Formación de la clase obrera en Inglaterra. Barcelona, Crítica, 1989.

[57] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 133.

[58] Ibídem, pp. 133–134.

[59] Balsa, Javier. «La cuestión de la representación en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Materialismo Storico. Urbino, vol. VI, n. 1, 2019, pp. 76–107.

[60] «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política» (Marx, Karl [1847]. La miseria de la filosofía. México, Siglo XXI, 1987.p. 120).

[61] Wright, Erik Olin. Clase, Crisis y Estado. Madrid, Siglo XXI editores, 1983. p. 24.

[62] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.

[63] Gómez, Marcelo. El regreso de las clases. Buenos Aires, Biblos, 2014. p. 52.

[64] Miliband, Ralph. «Análisis de clases», en A. Giddens, J. Turner y otros, La teoría social, hoy, México, Alianza, 1990. p. 422.

[65] Si un proceso de transición al socialismo procura la eliminación de la explotación y de las relaciones de clase, implica un momento inicial en el cual las clases subalternas se vuelvan dominantes.

[66] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Ob. Cit.

[67] En un artículo de ya hace varios años explorábamos la posibilidad de pensar en «constelaciones hegemónicas» para dar cuenta de estas articulaciones entre hegemonías en diversos planos (Balsa, Javier. «Hegemonías, sujetos y revolución pasiva». Tareas (CELA, Panamá), núm. 125, enero-abril 2007, pp. 29–51).

[68] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§18. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 45; Marx, Karl [1859]. «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Introducción general a la crítica de la economía política/1857, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984. p. 67.

[69] Wright, Erik Olin. Ob. Cit., pp. 82–83.


[1] Marx, Karl (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 48.

[2] También, muy probablemente, esta negación de los enfoques clasistas ocurra como reacción frente a análisis simplistas o sustitucionistas de algunas izquierdas que se autoerigen en «representantes de la clase obrera» (con total independencia de si ella las reconoce como tales) y se ubican en los márgenes de la disputa política (autoexcluyéndose de la real lucha por la dirección de la sociedad).

[3] Marx, Karl (1850). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Anteo, 1973. p. 82.  Más detalles de la tensión entre la dominación burguesa y el sistema republicano, que Marx llega a describir como «la forma revolucionaria de la destrucción de la sociedad burguesa», pueden encontrarse en Balsa, Javier. «La metáfora de la política como escenario y la valoración de la república parlamentaria en La lucha de clases en Francia y en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Utopía y praxis latinoamericana, 85, pp. 220–238.

[4] En los últimos siglos, y en particular durante el siglo XX, la burguesía logró desplegar toda una serie de dispositivos que operan para consolidar esta dominación en el terreno político, como la burocracia, la política parlamentaria, la política plebiscitaria y la tecnocracia (Therborn, Göran. ¿Cómo domina la clase dominante? Madrid, Siglo XXI, 1998).  Se destaca la constitución de enormes partidos de masas que defienden los intereses burgueses. Tal como ha señalado Therborn (Ibídem, p. 231), esta fue una situación que ni Marx ni Engels llegaron a prever, más allá de ya reconocer la posibilidad de que el sufragio plebiscitario consolidase la dominación burguesa. En las últimas décadas, se agregó el control de casi todos los medios de comunicación de masas, potenciándose la consolidación de esta dominación hegemónica.

[5] Queremos aclarar que más que de «hegemonía», preferimos hablar de «disputas por la hegemonía», de modo de dejar en claro que la hegemonía nunca es completa (aunque en situaciones puede llegar a parecerlo), sino que siempre existen luchas por la hegemonía. Un detalle de estas cuestiones y de su vinculación con una crítica a una base estructuralista de la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Una base lingüística de la teoría de la hegemonía. Algunos aportes». Tram(p)as de la comunicación y la cultura, núm. 85, 2020, pp. 1–30.

[6] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[7] «…determinando, además de la unidad económica y política, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal, de hegemonía de un agrupamiento social fundamental sobre los agrupamientos subordinados» (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 4§38. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 170).

[8] Cacciatore, Giuseppe. «Universale», en G. Liguori y P. Voza (ed.), Dizionario Gramsciano, 1926–1937, Roma, Carocci, 2009. p. 874.

[9] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§180. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 124–125.

[10] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§11. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, p. 19.

[11] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 276.

[12] En el Cuaderno 11 Gramsci sistematiza claramente la forma en que piensa, de modo inmanente, las relaciones entre verdad, objetividad, subjetividad y hegemonía (Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36).

[13] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 33.

[14] Ibid.

[15] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 9§61. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 43.

[16] Portantiero, Juan Carlos. «Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual», Pasado y Presente, 1 (nueva serie), 1973; Portantiero, Juan Carlos. «Economía y política en la crisis argentina», Revista Mexicana de Sociología, 2, 1977.

[17] Un ejemplo reciente lo tenemos en el fracaso de la experiencia macrista (Piva, Adrián (en prensa). «Economía y política en la larga crisis argentina (2012–2021)». Argumentos, Estudios críticos de la sociedad, UAM).

[18] Como es posible notar en las dificultades que tiene el neoliberalismo actualmente para continuar siendo hegemónico, por su incapacidad de ofrecer, no solo empleo formal a las nuevas generaciones, sino también un lugar a la mayor parte de la burguesía que asiste a imparables procesos de concentración (Balsa, Javier. «Crisis? What Crisis? Los tipos de crisis en Gramsci y la interpretación de la crisis de hegemonía actual». Materialismo Storico, Vol. 9 (2), 2020, pp. 326–372).

[19] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 16§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 278.

[20] En la medida que estos debates deban basarse en análisis «científicos», en tanto aproximaciones fundadas a la verdad, podría incluirse aquí el último de los significados de «universal» descriptos por Cacciatore: su vínculo con la lógica, como base de una metodología más universal.

[21] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 20.

[22] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§79. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 65–66.

[23] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§119. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 102.

[24] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.

[25] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 15.

[26] Burgos, Raúl. «Para una teoría integral de la hegemonía. Una contribución a partir de la experiencia latinoamericana». Realidad Económica, núm. 271, 2012, pp. 133–170.

[27] Aunque, en ocasiones, algunos de ellos pueden ser más explícitamente defendidos dentro de este marco universalizante.

[28] Martin, James. Gramsci’s Political Analysis. A Critical Introduction. Londres, MacMillan, 1998.

[29] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991

[30] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 37.

[31] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978

[32] Ver un análisis detallado en Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990.

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[70] Lukács, Georg. «Consciencia de clase», en G. Lukács, Historia y consciencia de clase, tomo I, Madrid, Sarpe, 1920. p. 131.

[71] Ídem.

[72] Ver una sistematización al respecto en Dos Santos, Theotonio. Concepto de clases sociales. Buenos Aires, Galerna, 1973.

[73] Aricó, José [1979]. Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo. Buenos Aires, FCE-El Colegio de México, 2012. pp. 164–165.

[74] Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990. p. 32.

[75] Gómez, Marcelo. Ob. Cit., p. 236.

En este sentido, los procesos de ascenso social tienden a generar fenómenos de desclasamiento. Una cuestión que la sociología había identificado hace tiempo, pero que no fue considerada como un problema por parte de las fuerzas políticas progresistas que, al estimularlos desde sus gobiernos, socavaron buena parte de su base de sustentación, tanto con la constitución de Estados de Bienestar como con la generación de lo que se llamó «una nueva clase media» en los recientes procesos nacional-populares latinoamericanos.

[76] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[77] Gramsci desarrolla estas reflexiones para las clases subalternas, pero considero que las mismas son también aplicables a las clases dominantes, más allá de que, por lo general, cuentan con equipos de intelectuales orgánicos que pueden hacer menos necesarias estas capacidades «instintivas».

[78] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.

[79] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§46. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 48.

Este sentimiento, que también llama «sentimiento de escisión», Gramsci reconoce haberlo tomado de Sorel (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 182). Es posible identificar, vinculado a este «sentido de separación», la existencia de un elemento contradictorio en la relación capital-trabajo que, debido al carácter formalmente libre del obrero, según Piva, entonces establece además de una relación de subordinación, una perspectiva normativa desde la que es posible mirarla como una relación de opresión, sin necesidad de un discurso exterior (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 177–178). Y es en este «mínimo de subjetivación, como personificaciones de las relaciones de producción cosificadas o representantes de cosas (recursos), es que son clases» (Ibídem, p. 210). Lo cierto es que esto, si bien explica el renacer del conflicto de clase, más allá de la capacidad ideológica de la burguesía por acallarlo (algo del terreno de «lo real» que emerge), no establece cuáles son los intereses específicos de las clases en una coyuntura específica.

[80] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991.

[81] Obviamente, esta distinción es solo analítica; no existe una divisoria tajante entre el plano del análisis y el de la confrontación real, porque estos y estas analistas también se involucran (más directa o más indirectamente) con las funciones intelectuales en la lucha por la hegemonía. Ni siquiera puede plantearse una distinción absoluta en términos de análisis de coyuntura y análisis historiográficos, porque toda valoración de las acciones pasadas (en particular si son de un pasado reciente, pero no solo ellas) forma parte de los balances y perspectivas que inciden en las evaluaciones y los diseños de las acciones futuras.

[82] Dos Santos planteó que «es solamente una actividad intelectual sistemática la que permite extraer las consecuencias de la praxis y sistematizarla de tal forma que la conciencia se transforme en efectiva conciencia de los individuos de la clase», a través de la ideología (Dos Santos, Theotonio. Ob. Cit., p. 49). Pero, esto dentro de la dinámica de la lucha de clases: «solo podemos comprender estos intereses [de clase] desde un punto de vista dinámico en que el conflicto y las contradicciones entre ellos provocan una dinámica de la sociedad, una lucha de clases» (Ibídem, p. 61).

[83] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 12§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 353.

[84] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 25.

[85] Existen también los intelectuales orgánicos cercanos a la clase en el orden de la organización de la producción, pero que también modelan las subjetividades y, en este sentido, construyen hegemonía, como analizó Gramsci en la relación entre americanismo y fordismo. Sin embargo, aquí nos interesa abordar el papel de los intelectuales en la disputa hegemónica entre proyectos, especialmente en el plano de la llamada «opinión pública».

[86] Acerca de cómo se imbrican estos espacios de sociabilidad, con los encuentros más ideológicos y políticos, véase Casimiro, F.H.C. A nova direita. Aparelhos de ação política e ideológica no Brasil contemporâneo. São Paulo: Expressão Popular, 2018; en especial de las páginas 205 a la 232.

[87] Por ejemplo, colegios profesionales lo canalizan a través de charlas o conferencias con especialistas invitados, pero que tienden a ser menos «orgánicos/as» que aquellos/as que viven de un sueldo pagado por la clase.

[88] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§2. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 178.

[89] Crouch, Colin. La extraña no-muerte del neoliberalismo. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.