En los años setenta del pasado siglo, Herbert Marcuse puso en circulación la idea de que, por vía de la elevación del bienestar y la absorción cultural, el capitalismo altamente desarrollado integraba la clase obrera al sistema, limando la esencia revolucionaria que Karl Marx percibió a mediados del siglo XIX. Lo mismo ocurría con otros sectores contestatarios.
Antes, en su obra ¿Qué hacer?, Lenin había expuesto la idea de que la clase obrera, aunque espontáneamente genera conciencia y herramientas para la lucha económica, no produce conciencia política. Según el líder bolchevique la ideología política se importa a la clase obrera desde los círculos intelectuales, forjando de ese modo los vínculos con los partidos.
Byung-Chul Han, un pensador marxista alemán nacido surcoreano, se suma a estas corrientes al sostener que esas circunstancias hacen que la revolución anticapitalista ya no sea posible. Según él, las tradicionales acciones de masas que pudieran formar una red global para confrontar al capitalismo y provocar el fin del imperio, no son viables debido a la eficiencia alcanzada por el sistema dominación, frente al cual la resistencia abierta es poca y efímera.
Según sus juicios en la antigua sociedad industrial, los mecanismos de preservación del sistema eran coercitivos, incluida la represión económica y social. Entonces, la explotación de los trabajadores era visible, lo cual conllevaba a actos de protesta, resistencia y oposición por medio de los cuales se gestaban los movimientos revolucionarios.
El actual sistema de dominación neoliberal ―afirma―, no funciona a través de la represión, sino de la seducción. Ya no es visible, como lo fue en el pasado. Ahora el capitalismo de segunda generación, además de proveer bienestar y solvencia económica, no suprime la libertad, por tanto, no hay nada que defender. Cada trabajador y cada ejecutivo lucha por ser mejor, lo cual es premiado con salarios, prestaciones y ascensos en la escala social, contribuyendo a la cohesión social.
Hoy, quienes no tienen éxito se culpan ellos mismos y se avergüenzan.
En lugar de operar mediante prohibiciones, el sistema lo hace por medio de la satisfacción y en vez de forzar la adhesión de las personas al estatus quo, las hace parte del mismo. La política y las ideologías, apenas desempeñan algún papel.
La artista conceptual Jenny Holzer formuló la siguiente paradoja: “Protégeme de aquello que deseo”. Otro enarboló la consigna de “¡Viva nuestra perdición!” Antes Marcuse, había afirmado que el capitalismo desarrollado promueve una explotación placentera.
Actualmente los mecanismos de cohesión del sistema, asumen una apariencia “inteligente» y amigable” y, al hacerlo, se vuelven invisibles e inexpugnables. El sujeto explotado no reconoce que lo es, por el contrario, cree que es libre y al defender su libertad, defiende al sistema. El capitalismo contemporáneo es autoinmune porque utiliza la libertad en lugar de reprimirla. Suprimir la libertad provoca resistencia, reivindicarla, no.
Según Byung-Chul Han, el neoliberalismo no puede explicarse en términos marxistas porque la “alienación” del trabajo se volvió invisible. El trabajador moderno se sumerge en el trabajo hasta el agotamiento y pide cada vez más trabajo. El agotamiento y la revolución son mutuamente excluyentes. Ninguna masa revolucionaria puede surgir de individuos agotados y aislados.
Las conclusiones obtenidas desde la perspectiva del capitalismo super desarrollado tienden a obviar, tanto las potencialidades de las amplias zonas de pobreza existentes en los países desarrollados como las del Tercer Mundo donde la pobreza y la inconformidad son la regla.
Si bien tal estatus no conduce a la ruptura social en forma de revoluciones, suele impulsar reformas que significan importantes avances.
El hecho de que no haya revoluciones en el sentido clásico de la expresión, no significa que sea imposible el cambio social, lo que puede suceder es que llegue de otra manera. Tal vez China, Vietnam o Cuba, avanzando sobre lo que han alcanzado puedan probar que tal curso es posible.
Los nuevos tiempos apenas dejan margen: O la izquierda marxista se reinventa e identifica nuevos modos de avanzar mediante reformas decisivas que auspicien la evolución política y social, o desaparece.
La idea de que, en algún momento de la historia la sociedad en algún lugar, cambia de una vez y para siempre y alcanza un estado de perfección, es errónea y niega la dialéctica histórica. La afirmación es válida incluso para las revoluciones. Quienes crean que las revoluciones no pueden ser trascendidas, creen en el fin de la historia.
Hay quienes sostienen que la innovación no radica en reformar algo sino en crearlo, lo cual no resulta practicable ante fenómenos de naturaleza social que por su magnitud, por la cantidad de asuntos e intereses que involucran y por los millones de personas que intervienen en ellos, solo pueden perfeccionarse mediante acciones sucesivas, que suelen llamarse reformas.
La idea de crear una “sociedad nueva”, incluso la de “sustituir el capitalismo por el socialismo”, como si fuera posible quitar y poner, resultó inviable por la escala de los cambios y por la imposibilidad de realizarlos por la misma generación que los concibió y, también porque en algunos casos la propuesta sustitutiva no era mejor que la existente.
Entre los bolcheviques que en 1917 iniciaron la construcción del socialismo y los militantes que 70 años después pusieron fin a aquella experiencia vivieron varias generaciones que asumieron sus propias visiones e intereses. La idea de que su tarea histórica era construir el entorno en el cual vivirán las generaciones venideras, las cuales se conformarían con disfrutar del legado, resultó ajena a la condición humana.
Si bien la esencia de la concepción bolchevique basada en el uso de las palancas del poder para la edificación de una estructura estatal capaz de asegurar el bien común por medio de la instalación de la propiedad estatal, alcanzar mayor equidad en la distribución de la riqueza social y una democracia más universal y genuina, fueron justas y correctas, el modo como se intentó realizarlas rozaron el absurdo.
Entre otras cosas se entronizó la idea de que era preciso dar un tajo en el proceso histórico separando el pasado del futuro, recusar todo lo existente y volver construirlo, creando una nueva sociedad que sería habitada por personas que actuarían con arreglo al “código moral del constructor comunismo”, lo cual resultó desatinado.
La eliminación por decreto de la propiedad privada llevó a la destrucción del tejido económico creado por la humanidad a lo largo de milenios, el nihilismo en la crítica al estado, el derecho y la cultura artística dio origen a vacíos que la improvisación de nuevas concepciones y reglas no pudieron llenar y el deslinde con la fe y la espiritualidad generado por un materialismo a todo trance, auspiciaron una especie de “religión de estado” que creyó estar en posesión de todas las verdades y tener todas las respuestas.
Los revolucionarios rusos y quienes asumieron su lectura del marxismo, adoptaron su credo y compartieron sus dogmas, yo incluido, perdieron el sentido del tiempo, ignoraron la dialéctica del proceso histórico y desoyeron a Marx cuando comentó:
“…Las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente…, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos…, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás… Allá nos vemos.
Las señales son claras. Si a pesar de ello usted decide esperar, suya y solo suya será la culpa. Preparémonos para lo que viene. La separación de poderes tiene muy poco sentido. La corrupción está impregnada en los niveles más altos del gobierno. Al electorado cegado por la narrativa no le intereso ninguna oferta política; todo puro producto emocional, un discurso venenoso y el gran apetito de poder de Bukele. Estamos por perder cualquier apariencia de Poder Judicial independiente y creíble. La persecución política ya comenzó. Estamos ante una bacteria carnívora que destruye todo a su paso con su característica agresivísima. No hay populismo democrático, siempre tiende a personas deshonestas, al AUTORITARISMO. Hay que darles una buena lectura a los hechos. He escrito sobre los fenómenos antropológicos, sociales y políticos del 28F. Hoy le toca su turno al análisis del comportamiento del gran empresariado salvadoreño, que pondrá en discusión algunas interrogantes. ¿Cómo pasaran a la historia? ¿Cuál es el pecado? La experiencia es sabiduría, más sabiduría la experiencia en otros. La desgracia mayor de los nicaragüenses fue el pacto Alemán-Ortega. Quince años después nos evidencia los terribles efectos políticos, económicos y sociales. Esa es la desgracia que hoy vive Nicaragua, acaecida a mediados del 2006, cuando se destruyó el sistema de partidos, en los pleitos internos de la coalición y el pacto de Alemán-Ortega el 2007 con el arribo de este último al poder por segunda vez. Tuve el privilegio de acompañar por un promedio de año y medio la resistencia a que esto no se diera, pero no fue posible; estaban llenos de euforia y optimismo que eran invencibles. Los grandes empresarios aceptaron darle a Ortega todo el poder político sin restricción. Los empresarios recibirían los beneficios y harían dinero, con medidas económicas para su provecho. La limitación que aceptaron a cambio fue, no participar en política partidaria alguna, ni apoyar financieramente a ningún partido político: se estaba consumando un auto- gol, pero tenían muchas ilusiones, euforia y entusiasmo por el acuerdo y no escucharon. Al pitazo final, el partido está perdido. Le compraron la soga a su verdugo, con la cual los ahorca ahora. Hoy vuelan con entre neblina y sin instrumentos. Todo fue emocional, el acomodamiento, por los grandes negocios, oportunidades, donde hasta Ortega participa, su pandilla de amigos, familia y allegados. Con el correr del tiempo el crecimiento económico vino de manera ascendente; cuando nos reuníamos, se pavoneaban y me decían te das cuenta de que no tenías razón, es necesario un diálogo sin conflicto, que ellos sí tenían visión estratégica. Yo replicaba: estos no es sostenible en el tiempo. A finales del 2018 y principio de 2019, ya tomadas las instituciones por Ortega, vino la convulsión social y reclamos contra el autoritarismo, la arbitrariedad, la amenaza, el insulto, con una brutal respuesta de represión y muerte. El poder estaba amenazado y todo comenzó a venirse a pique para el empresariado y para todo el pueblo nicaragüense, que hoy están atrapados y lo peor que hay algunos que no se han dado cuenta todavía. No acepto de nadie preferir negocios a garantizar las libertades y bienestar. No se puede comprometer la institucionalidad por logros individuales sobre los colectivos Cualquier semejanza con El Salvador es pura imaginación del que lo está leyendo. ¿El 28F JUGAMOS AL AUTO-GOL?, pregunto. Las huellas y los signos dejan interrogantes. Hagan ustedes sus propios cálculos. En columna posterior les platico otra lección aprendida. La de Venezuela, donde de 1990 a fines 1997, también tuve el privilegio de reunirme con Caldera y Carlos Andrés Pérez, en el mismo calvario. El sistema de partidos políticos estaba en destrucción. Enfrente estaba Chávez con su autoritarismo, indultado por Caldera, con una masa, que veía con esperanza terminar con la corrupción. Les decía: les espera una dictadura de Chávez o con Chávez, era un regreso al pasado más reciente: Pérez Jiménez. En las encuestas no salía nada más que Chávez. La gente no votaría por un presidente alguien que ofrece un futuro, vota por un vengador, sin importar las consecuencias. AD y COPEI, MAS y otros fallaron en el esfuerzo hoy, la dictadura perfecta. La democracia no tiene precio. No se vale incendiar la democracia perdiendo el futuro. Es perder el destino, sin dar la batalla. No es el futuro enterrando el pasado, es el pasado enterando el futuro y si lo quieren más claro, es asesinar el mañana. Parodio a Vicente Fernández, “vale más la democracia, que mil quintales oro, por eso sos mi tesoro”.
There are two possible outcomes of U.S.-China competition—but Washington should prepare for the more turbulent one.
Competition between the United States and China has begun, but how will it end? There is a bipartisan consensus that Sino-American relations will be defined primarily by rivalry across multiple regions and dimensions of statecraft for years to come. Yet there is little clarity on what U.S. leaders hope will happen after that.
Washington has accepted the reality of competition without identifying a theory of victory. There is no lack of suggestions, but U.S. leaders have yet to articulate how this competition will lead to something other than unending tension and danger.
At several points, the Trump administration argued that rivalry with China was caused by the nature of the Communist Party, implying that the rivalry would last as long as the regime did. Yet the administration also insisted, confusingly, that its approach was not based “on an attempt to change the PRC’s domestic governance model.” Similarly, the Biden administration has accepted strategic competition with China—“extreme competition,” as the president phrased it—without publicly clarifying how that competition might ultimately be resolved.
There are many possible outcomes to the Sino-American competition, from the United States ceding a sphere of influence to China, to mutual accommodation, to Chinese collapse, to a devastating global conflict.
Yet if the goal of competition is to secure a better peace by means short of war, then the pivotal question becomes whether the United States can achieve this outcome by changing the minds of Chinese leaders—convincing them that expansion and aggrandizement is futile—or whether it will require the decline of Chinese power or the downfall of the Chinese Communist Party.
In short, can Sino-American tensions lead to competitive coexistence? Or must this rivalry culminate in regime failure via the weakening or political evolution of the United States’ challenger? U.S. officials should certainly hope for the first outcome, but they should probably prepare for the second.
Advocates of competitive coexistence believe the United States can eventually change the minds of Chinese leaders, convincing them not to seek regional preeminence and upset the U.S.-led international order in Asia and beyond. The hope is that if the United States demonstrates, over a period of years, that it can maintain a favorable balance of power in the Western Pacific, preserve its key economic and technological advantages, and rally overlapping state coalitions to uphold key rules and norms, then Beijing might adopt less bellicose (and self-defeating) policies.
In either case, U.S.-China relations would not necessarily become harmonious; there would still be elements of military, geopolitical, economic, technological, and diplomatic competition. But Beijing would reduce the sharpness of its challenge, particularly on issues—such as Taiwan and the U.S. alliance structure in East Asia—where U.S. vital interests are at stake. The goal, whether codified by a diplomatic settlement or simply arrived at implicitly, would be a more stable relationship where the danger of conflict is reduced, the United States’ key strategic interests are preserved, and areas of potential cooperation gradually expand.
This competitive coexistence theory updates, but does not discard, the logic of U.S. policy toward China in the post-Cold War era. It holds that Washington can still successfully shape Beijing’s behavior through the right mix of incentives, although it will have to rely more on collective pressure and less on positive inducements. It maintains the hope that the Chinese Communist Party may mellow over time: Even if Chinese President Xi Jinping has chosen confrontation, perhaps his successors will be more moderate. This approach thus relies on effective Sino-American diplomacy, not just to avoid war and identify possibilities for near-term cooperation but also to explore the possibility of a longer-term way of life.
This approach is attractive because it offers the possibility of strategic success without the downfall of one of the protagonists. Yet it invites a series of questions. Does the fact that Beijing has become so avowedly assertive, not just regionally but globally, indicate that any softening of China’s policies may be many years in the future? Indeed, if Xi holds onto power as long as Chairman Mao Zedong did—until the age of 82—then a post-Xi leadership would not emerge until 2035 at the earliest. In addition, how would the United States know if the Chinese Communist Party made a strategic decision to lower its geopolitical sights as opposed to a tactical decision to temporarily reduce tensions in hopes of splitting its opponents? After all, this is often what Soviet leaders had in mind when they spoke of “peaceful coexistence” and sought to reduce tensions in the 1950s and after. The Chinese Communist Party may no longer be Marxist, but it hails from the same Leninist tradition that views strategic deception, obfuscation of intentions, and other artifices as essential tools of geopolitical rivalry.
Then there is the biggest problem with this approach: It may not reflect the reality of the struggle in which the United States is engaged. Competitive coexistence holds that the rivalry between the United States and China is severe but not immutable. In other words, a powerful Communist Party-led China can eventually be reconciled to a world order where the United States, its allies and partners, and its democratic values remain predominant. Yet what if that belief is illusory because the rivalry is actually more fundamental? What if the Chinese Communist Party desires a more thoroughgoing revision of the international system, in part because it perceives a system led by a democratic superpower and premised on the superiority of democratic values as an existential threat to its own survival?
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Chinese personnel stand in formation next to a portrait of President Xi Jinping in Beijing on Oct. 22, 2020.
China’s Military Is Outmatched
As the Quad alliance prepares to meet, leaders should take an honest look at the challenges China’s military presents.
China Brief | James Palmer
Although Sino-American tensions have peaked under Xi, Rush Doshi, director of the Brookings China Strategy Initiative, has shown that those tensions reflect something deeper than the outsized ambitions of a single statesman. Leading Chinese officials have publicly affirmed the party’s view that the United States has always been committed to undermining the Communist regime. Nadège Rolland, a senior fellow at the National Bureau of Asian Research, suggests the party will have tremendous difficulty ever reconciling itself to an international order whose liberal principles conflict directly with the government’s illiberal domestic rule. Even in the early 1990s, at the dawn of post-Cold War engagement policy, Chinese military officials argued that the contrast between U.S. and Chinese systems of government made it “impossible to fundamentally improve Sino-U.S. relations.” Throughout the 1990s and 2000s, Beijing pursued a strategy of subtly “blunting” U.S. power, setting the conditions for China’s move “closer to the center of the world stage,” as Xi has put it.
Soothing win-win rhetoric aside, the Chinese Communist Party is governed by a fundamentally zero-sum mindset. This bodes ill for the prospect of a long-term strategic accommodation. Moreover, the party’s increasingly coercive behavior over the last few years, its horrifying crimes against its Uyghur population, and its utterly irresponsible conduct at the outset of the COVID-19 pandemic demonstrate how fundamentally the regime’s concept of self-interest diverges from anything acceptable to the United States and other liberal democracies. In short, the United States needs to reckon with the possibility that acute Sino-American antagonism will persist so long as a powerful China is governed by the Chinese Communist Party.
If this is the case, then it may be naive to think that even a long period of vigorous competition by the United States would bring about a mellowing of the Chinese Communist Party. Instead, rivalry could persist in a fairly intense form until the party loses its ability to prosecute it. This could come about due to either a decline in Chinese power or a fundamental change in the nature of the ruling regime. In this scenario, the United States’ theory of victory begins to look similar to that offered by containment during the Cold War, when historian George Kennan argued that the Soviets “looked forward to a duel of infinite duration” and the United States must prepare accordingly. In this case, competition would not be a relatively short bridge to a more stable, less hostile relationship but rather a longer bridge to the collapse of China’s power or transformation of its government.
According to this regime-failure theory, what will ultimately end the Sino-American competition is the accumulated effect of the profound internal stresses China faces combined with consistent external resistance. If the United States and its allies and partners are successful in checking China’s aggrandizement, then the combination of slowing economic growth, a growing debt bubble, a slow-motion demographic catastrophe, and other internal domestic stresses could lead to a marked decline in China’s ability to challenge the international order. In such a world, Beijing’s hostility toward Washington could become less strategically problematic, even if hostility persists.
Alternatively, the same pressures could ultimately lead to an evolution in Chinese governance, either toward democracy or simply a less aggressive form of autocracy. In either case, the United States’ primary task would be to hold the line geopolitically for as long as it takes these internal processes to unfold. The United States might also seek to marginally accelerate the party’s downfall by showcasing its drawbacks or limiting access to certain key technologies, which would impede economic growth and complicate the consolidation of a high-tech Chinese security state.
These are grim prescriptions, precisely because the regime-failure scenario echoes an experience—the Cold War—that almost no one wants to relive. The regime-failure theory also raises some serious questions. A Chinese Communist Party that fears its power or control is slipping could become more aggressive in the near term. The concerted use of offensive measures to increase the strains on that regime could also increase tensions and dangers in the bilateral relationship. And critically, it is unclear whether the combination of external resistance and pressure would hasten the decay of the Chinese Communist Party rather than inadvertently helping it maintain control by stoking Chinese nationalism.
That said, this approach is not as radical as it might sound. It need not involve actively promoting regime change any more than the United States’ Cold War strategy actively sought to overthrow the Communist Party of the Soviet Union. It simply involves accepting that the nature of the Chinese Communist Party imposes severe limitations on how much the relationship can improve so long as the party retains power. This approach also does not require forswearing diplomacy any more than the Cold War precluded cooperation on arms control, smallpox eradication, or the tacit acceptance of stabilizing mechanisms. But this view holds that diplomacy cannot fundamentally resolve the competition, absent deeper changes within China.
Why should the United States spend any time thinking about a long-term theory of victory in a competition that is just getting underway? Given how poorly that competition is going in certain key areas, it may be tempting to focus on figuring out how to handle China in the here and now while deferring intellectual debates on the distant future. Perhaps the United States should just go about the business of managing the problem rather than trying to determine how to solve it.
But not identifying a desired equilibrium for U.S.-China competition would be a mistake. Strategy involves determining how actions taken today will contribute to the realization of more distant objectives. Different theories of victory might produce different conceptions of the role that bilateral diplomacy and offensive pressure should play in U.S. statecraft. Moreover, if we don’t know the outcome we desire, how can we measure the effectiveness of our policy approaches? And if rivalry with China is indeed the fundamental challenge for U.S. strategy today, then how long will U.S. citizens tolerate costly actions without knowing their ultimate objective?
It is difficult to say with certainty which theory of victory is analytically superior, but the balance of evidence supports the more pessimistic theory discussed here—that competition should be seen as a bridge to long-term changes in Chinese power or in the way China is governed. That’s a relatively dark view of where Sino-American competition may be heading. Yet if the rivalry is as fundamental as Chinese Communist Party leaders seem to think and if Chinese ambitions are as extensive as a growing number of Sinologists have documented, then that view may also be the most realistic.
This conclusion leads, however, to a final problem: At the moment, the theory of victory that holds together analytically may not be the theory of victory that best holds the counter-China coalition together diplomatically. A multilateral collective pressure strategy is necessary to demonstrate patience and firmness to Beijing. This requires assembling distinct but overlapping coalitions to balance Beijing’s power militarily, economically, technologically, and ideologically.
So far, the task of rallying these coalitions has been complicated by the fact that many U.S. allies and partners in Asia, Europe, and elsewhere are still seeking to avoid a zero-sum choice between Washington and Beijing. Few of these countries would welcome a U.S. strategy explicitly predicated on regime failure; in fact, just talking about this approach in public could make it harder to rally the coalitions needed to meet China’s challenge. It is not surprising, then, that there has remained so much ambiguity in U.S. assessments of where the rivalry is headed because the requirements of analytical clarity seem at odds—for now, at least—with the requirements of diplomatic efficacy.
There is no easy solution to this conundrum. Eventually, the U.S. government must be candid about its China strategy: There is no way to rally the domestic commitment and resources necessary to succeed if U.S. officials soft-pedal the underlying problem. Democracies cannot, and should not, maintain one strategic agenda in private and a second one for public and international consumption. In the near term, there may be good reasons to highlight the practical aspects of building the coalitions needed to counter China while downplaying the more sensitive question of how this might all end. But in the longer term, it is hard to see how the United States can win the defining rivalry of this century without being clear about what it is trying to achieve.
Zack Cooper is a research fellow at the American Enterprise Institute. He is also co-director of the Alliance for Securing Democracy and co-host of War on the Rocks’ Net Assessment podcast.
Hal Brands is the Henry A. Kissinger distinguished professor of global affairs at Johns Hopkins University’s School of Advanced International Studies.
On March 12, U.S. President Joe Biden will lead the first Quadrilateral Security Dialogue talks with the leaders of Australia, India, and Japan. Making the Quad work could be Biden’s most important task in Asia but doing so requires a specific agenda that builds on shared goals. And it’s not just about China—it’s about getting Asia right.
Biden faces a resurgent China, more confident than it was before the COVID-19 pandemic. That will make it harder to deal with a host of challenges in Asia, from maritime security to North Korea. In the face of such risks, the Biden administration is right to continue former U.S. President Donald Trump’s move to reinvigorate the group.
The Quad can play an important role in countering Beijing’s “might makes right” foreign policy, but it has a bigger role than that. Never envisioned as a formal alliance, the group is more an aspiration that is grounded in common interests among the most important democracies in Asia. And it offers the best opportunity to lead a robust values-based partnership in the Indo-Pacific for those democracies and other like-minded nations.
The four Quad countries first acted collectively in response to the devastating 2004 tsunami in the Indian Ocean, providing disaster response aid in Indonesia in particular. The Japanese prime minister proposed a more formal Quad plan during his first term as premier in 2006. Yet the shortness of Shinzo Abe’s first stint in office as well as concern by Canberra and New Delhi over alienating China led to little action beyond a 2007 meeting on the sidelines of the Association of South-East Asian Nations Regional Forum (ASEAN) and a naval exercise in September that year.
What a difference a decade makes. In October 2017, with Abe back in power in Tokyo, then-secretary of state Rex Tillerson and then-Japanese foreign minister Taro Kono proposed resuming the dialogue.
A second formal Quad meeting took place in November that year, again at an annual ASEAN summit. Since then, the foreign ministers of the Quad countries have met three times, in 2019, 2020, and just last month with US Secretary of State Antony Blinken in attendance. US National Security adviser Jake Sullivan has also said the Quad is “fundamental” to the United States’ position in the Indo-Pacific.
All this is welcome news, yet the real test of the Quad will be how it actually helps uphold the rule of law and stabilise Asia.There are four areas in particular where Australia, India, Japan, and the US can work co-operatively in ways that advance their common interests and strengthen peace and prosperity in the Indo-Pacific.
The first is maritime security. China’s growing maritime claims have been stoking instability in the South and East China Seas for years. From building and militarising island garrisons in the South China Sea in flagrant violation of international law to repeated incursions into waters around the Japanese-administered Senkaku Islands, China has been raising tensions in the region. A new law allowing the Chinese Coast Guard to use weapons to enforce Chinese maritime claims only raises the risk of an armed encounter.
Given the naval strength of the Quad nations, they should take the lead in enhancing regional maritime security co-operation; capacity building of smaller navies; increased information sharing; and regular, joint maritime patrols that maintain freedom of navigation in international waters and deny Beijing the ability to intimidate and coerce smaller nations.
A second area of Quad co-operation should be on supply-chain security. The Quad nations are among the world’s largest economies and most important traders.
China’s delays in shipping personal protective equipment made by US companies in Chinese factories, and its threats to deny the US access to its pharmaceuticals as the coronavirus pandemic spread, was a stark reminder of the vulnerabilities of the world’s global supply chain. It underscored the urgent imperative to reduce dependency on China for a range of materials and goods like rare earth elements that are critical to US national security.
Trusted allies and partners broadly in the region need to coordinate efforts to develop secure supply chains among them and deny China the leverage and coercive tools it currently enjoys.
Technology co-operation should be a third area of focus for the Quad. Ensuring that nations with a shared commitment to the rules-based international order maintain a technological edge in emerging technologies, as well as in new domains of conflict and competition like information technology and space, is crucial. Doing so will ensure economic and military competitiveness in the coming generation.
Although all nations have fallen behind China in the race for 5G, the Quad countries should concentrate on developing shared next-generation telecommunications technologies and expanding viable options beyond China, given the demonstrated downside risks of its technologies.
Finally, the Quad can draw on the diversity of its members to enhance diplomacy between leading democracies and other nations in Asia in ways not possible for Washington alone.
Japan, for example, traditionally has maintained ties with authoritarian regimes and can engage with countries like Cambodia, Myanmar, and others, while both India and Australia have deep ties to many nations in Asia and Oceania where the US is less present.
The Quad should complement the United States’ current hub-and-spoke alliance system, as well as multilateral organisations like the East Asia Summit, ASEAN, and the Asia-Pacific Economic Cooperation. The grouping will gain the most support if presented as an alignment based on shared interests and values.
Linking the largest democracies in the region to promote co-operative action among all nations sharing a similar vision for a free, open, and prosperous Indo-Pacific may offer the best chance to channel China’s increasing power and more positively influence Asia, as well as strengthen democracy and liberalism in the world’s most dynamic region.
James Mattis, the Former US secretary of defence with Michael Auslin, a fellow at Stanford University’s Hoover Institution, and Joseph Felter, a former deputy assistant secretary of defence
Si el Che Guevara observara el planeta Tierra desde su merecido descanso en el Valhalla socialista, se habría sentido satisfecho de cómo se desarrollaban las cosas en sus amadas Américas a mediados de los ochenta.
Fidel se mantenía firme, los insurrectos sandinistas estaban en el poder, Ronald Reagan desempeñaba con gran convicción el papel del ogro yanqui imperialista.
No obstante, el Che se habría reservado sus mejores sentimientos para las guerrillas marxistas de El Salvador, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), cuyos miembros luchaban por la libertad en las montañas, recibían todo lo que los norteamericanos se atrevían a arrojarles y, durante años, devolvieron todo lo que podían, a menudo de forma espectacular. Y, en caso de que hubiera existido un «hombre nuevo» al que tuviera un lugar reservado en su corazón, su discípulo más amado, ése habría sido Joaquín Villalobos, primus inter pares de los oficiales del FMLN, probablemente el estratega más brillante producido jamás por la guerrilla latinoamericana.
Villalobos, rodeado de su familia, en el jardín de su casa en Oxford (G. Griffiths).
Hoy, si el Che no ha abandonado toda esperanza respecto a la humanidad y se ha dedicado a organizar revoluciones en el cielo, debe de estar derramando lágrimas de amargura. Su hijo preferido ha dejado los sueños utópicos de su juventud, ha firmado la paz con sus antiguos enemigos y con el libre mercado y, si queda algo de romanticismo en su vida, lo tiene bien guardado en casa; una casa preciosa, por cierto, con una esposa bellísima, tres saludables hijos pequeños y un amplio jardín con manzanos rebosantes, todo ello situado en un pueblecito de tiendas y tabernas pintorescas a las afueras de la antigua ciudad universitaria de Oxford, en Inglaterra.
El herético alejamiento de Villalobos respecto a la ortodoxia izquierdista tradicional parece aún mayor cuando expone sus ideas. Es un héroe que ya no cree en los héroes («a lo que más aspiro es a que mis hijos no tengan la más mínima posibilidad de ser héroes»). Es un luchador por la libertad que se muestra aliviado por no haber ganado la guerra a principios de los años ochenta («pobrecito mi país si hubiéramos ganado»). Es un antiguo marxista que confiesa que siempre se ha sentido más cerca de la cultura norteamericana que de los soviéticos («éramos la generación del rock; ¿qué teníamos que ver nosotros con ese aburrido mundo soviético?»).
No obstante, pese a lo que puedan imaginar algunos de sus antiguos admiradores y aliados, Villalobos no se ha vuelto un cínico. Aunque ya no cree que la humanidad pueda alcanzar la perfección, se aferra a la esperanza de que sí puede mejorarse.
Después de pasar tres años en Oxford, en los que ha aprendido la lengua del imperio —con la ayuda del Gobierno británico—, ha estudiado en las bibliotecas de la universidad y, en los últimos tiempos, ha completado sus estudios de posgrado en ciencias políticas, con las mejores notas. Está listo para emprender una nueva aventura. Una aventura que, en cierto sentido, busca lo contrario de lo que promulgaba el Che: poner fin a los conflictos armados mediante compromisos negociados.
Pretende trabajar en un ámbito que constituye uno de los fenómenos más notables de los años noventa. Unos lo llaman «pacificación», otros, «resolución de conflictos». En cualquier caso, Villalobos pretende trabajar como asesor para representar a aquellas partes involucradas en conflictos armados que desean dejar las armas, pero no rendirse. Su cuartel general seguirá siendo Oxford. Su teatro de operaciones, que en otro tiempo era la nación más pequeña del continente latinoamericano, ahora será el mundo entero.
Su rostro es ya muy conocido en el circuito internacional de las conferencias de paz, y ha entablado contactos con las partes en conflicto en la antigua Yugoslavia, Filipinas, Afganistán, México, Colombia e Irlanda del Norte, a quienes ha hecho recomendaciones diversas o ante quienes ha pronunciado conferencias.
Lo que encuentran extraordinario los interlocutores de Villalobos, en el terreno de la pacificación, es que, a diferencia de los intelectuales, los personajes religiosos o los burócratas de gobiernos —a diferencia, por ejemplo, de Jimmy Carter, Richard Holbrooke o Felipe González—, él es capaz de apelar a los hombres endurecidos por la guerra con la credibilidad de alguien que ha librado sus propios combates, seguramente, con más talento que ellos, que con el conjunto de sus fuerzas fue responsable, por lo menos, de la muerte de unos 10.000 soldados enemigos y varias docenas de asesinatos políticos.
Todos esos hechos parecen estar a mil años luz de distancia de la escena que encuentra quien visita el hogar de la familia Villalobos. El cuarto de estar es buen botón de muestra. Los muebles son escasos (no es un presidente mexicano en el exilio), pero lo que domina la habitación es un televisor gigantesco con su correspondiente aparato de vídeo, alrededor del cual hay esparcidas, dentro y fuera de sus cajas, montañas de cintas, todas ellas con películas infantiles en inglés. Sobre todo, de Disney. El hijo pequeño, Guillermo, que nació hace dos años en suelo británico, es un fanático del vídeo.
Villalobos hace acopio de todos sus poderes de persuasión y disciplina, adquiridos durante 25 años de clandestinidad y 12 de guerra abierta, para impedir que Guillermo y sus dos hermanos mayores enciendan la televisión durante las tres horas y media que dura la entrevista.
«Yo fui jefe de una guerrilla de más de tres mil hombres —explica, simulando desesperación—. La disciplina para hacer que una columna de 500 guerrilleros se movilizara en los tiempos exactos era probablemente menos complicada que vestir, hacer desayunar y tener a tiempo a mis tres hijos para ir a la escuela».
Después de proteger el territorio frente a intrusiones del enemigo, Villalobos se aventura a ir a la cocina y regresa con una bandeja en la que hay café y pasteles. Es un anfitrión muy solícito. Sus movimientos son rápidos y precisos, el único indicio visible de que este estudiante universitario de 47 años fue, en otra época, quien dice. Su mente es fría y analítica, pero la sonrisa siempre está dispuesta y sugiere que es un hombre a gusto en su nuevo mundo.
Han pasado seis años y medio desde que firmó una paz con la que, por fin, terminó un conflicto que había dejado 60.000 muertos y había obligado a la quinta parte de la población de El Salvador a abandonar sus hogares. Como jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la más perfeccionada de las cinco formaciones militares del FMLN, desempeñó un papel fundamental en la elaboración de un acuerdo patrocinado por Naciones Unidas y negociado, durante tres largos años, con ayuda de varios países, entre ellos Cuba y Estados Unidos.
La historia de su ruptura con los viejos aliados, que desencadenó una serie de acontecimientos que le hicieron abandonar la política salvadoreña y marcharse a Oxford, es larga y compleja, una combinación de antagonismos históricos, choque de personalidades y, quizás lo más importante, una mezcla de ingenuidad y valor, por parte de Villalobos, cuando confesó ante la Comisión de la Verdad que había cometido violaciones de los derechos humanos, mientras que el resto de los miembros del FMLN permanecieron callados.
Otra cosa que le apartó ideológicamente de sus viejos camaradas fue que pasó a defender, demasiado deprisa en opinión de ellos, los dogmas de mercado de los enemigos contra los que habían luchado.
Sin embargo, en opinión de Villalobos, El Salvador no es una mera muesca más en el triunfo del Occidente capitalista en la guerra fría.
«Después de las negociaciones, una persona del otro lado me dijo: ‘Pero bueno, tú eres marxista, ustedes tienen que aceptar que perdieron’. ‘Pues mire —le dije—, yo pienso que lo de nosotros fue un sueño, y lo que perdimos fue una ilusión, una idea. Pero la dictadura de ustedes era una realidad y ésa la sacamos del juego. Mandamos al ejército a los cuarteles, disolvimos la policía, les obligamos a que las elecciones fueran libres’.
«Desgraciadamente hay muchos en la izquierda que se sienten derrotados porque perdieron el sueño cuando ganaron en la realidad. Nosotros no teníamos nada cuando empezamos. Ahora tú ves en El Salvador que la izquierda es la segunda fuerza política del país. Cuando yo ubico la decisión del alzamiento en la relación con las causas, ganamos. Cuando la ubico en las ideas o los sueños, perdimos. Entonces, la izquierda fue derrotada ideológicamente, pero la derecha fue derrotada en la práctica».
¿Qué influencia tuvieron las ideas marxistas durante sus años revolucionarios? En su dimensión leninista, afirma Villalobos, fue un modelo muy valioso de organización clandestina. En otro plano, cree que existe una confluencia entre los valores de Fidel Castro y el Che Guevara y los valores nacionalistas, a su juicio fundamentalmente cristianos, que inspiraron los levantamientos en El Salvador y otros lugares de Latinoamérica. «El marxismo proveía una escala de valores. Eso lo dio el maoísmo, el pensamiento de Fidel, del Che. Yo siempre he pensado, del pensamiento del Che, que muchos se enredan estudiándolo, que la parte que más peso histórico tuvo fue todo aquello que el Che hizo para estimular la idea de la conversión a héroes o mártires de miles de jóvenes. Eso de sentir una injusticia en cualquier parte del mundo en carne propia… Se trata de valores puros que obviamente, en aquel contexto, tienen una fuerza fundamental».
No obstante, si bien esos valores puros del Che fueron la inspiración para que Villalobos empuñase las armas a los 19 años, él entendió, con el tiempo, que un corazón generoso no bastaba para asumir las responsabilidades de gobernar un país. Lo que siente hoy en día —y es una muestra de los motivos de la tirantez existente entre él y sus antiguos camaradas— es alivio por el hecho de que el FMLN nunca tuviera ocasión de poner sus ideas de gobierno en práctica.
«Ahora, cuando yo pienso lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tomado el poder en los ochenta, digo, ‘¡pobrecito mi país! ¡menos mal! ¿Quién sabe qué barbaridades, qué errores, hubiéramos cometido?’ Estábamos preparados para hacer la guerra, para enfrentar un sistema. Pero a fuerza de voluntad no se puede gobernar, no se puede dar respuesta a la economía, a las complejidades del mercado».
Vilipendiado por la izquierda salvadoreña, demonizado por la derecha, Villalobos quiso encontrar su espacio político en el centro. Creó el Partido Demócrata, bajo la bandera de la socialdemocracia, de gran reputación internacional tras el final de la guerra fría. Pero el espacio no era suficiente. Los intentos de forjar alianzas con los partidos de la derecha fracasaron y varios amigos, entre ellos algunos diplomáticos extranjeros, le convencieron de que lo mejor que podía hacer, la salida más segura, era retirarse de la refriega política y, por primera vez en su vida, irse de su país natal.
El hecho de vivir, de repente, en un clima de seguridad total, en un país donde nadie le conoce (ni, mucho menos, tiene interés en matarle), donde la policía ni siquiera lleva armas, fue un impacto curioso para el tenso sistema nervioso de un hombre que estaba acostumbrado a una existencia en la que siempre había sido el cazador o la presa. Se vio enfrentado bruscamente a uno de los desafíos más exigentes de su vida. Tuvo que sumergirse en un nuevo tipo de clandestinidad y reconstruir su vida desde el principio, como si volviera a ser niño.
«Yo, al primer año, lo llamé el año de la alfabetización —cuenta—. Tenías que aprender inglés y a usar la computadora. Sin la computadora no podía saber lo que pasaba en El Salvador. Sin el inglés no podía ir donde el doctor, no podía comprar nada, ni comunicarme al nivel más elemental con los ingleses. Yo alfabeticé a campesinos por los años setenta. Así hacían conmigo en la academia de inglés».
«Fue un reto muy grande. En la guerra tú funcionas para tomar decisiones, tienes un papel importante, eres conocido, y de repente era cuestión de asumir una familia, asumir una vida universitaria, con otro idioma, otra comida, otra cultura, ser tú mismo tu propia secretaria, todo, todo. Pero fue precisamente ese reto el que me acabó enamorando de este proyecto. Quería probar de qué era capaz yo solo, para no tener que deberle nada al pasado. Y ésa ha sido una de las cosas más extraordinarias para mí en términos de satisfacción personal, eso de ver quién eres realmente, qué puedes hacer, si no eres aquel guerrillero. Por ejemplo, después de escribir mi tesis en inglés, y tener que redactar un examen de tres horas en inglés, cuando mi tutor aquí en Oxford me dijo que me había salido un master de «primera clase», estuve francamente por las nubes».
Durante la mayor parte de su primer año en Oxford se sintió por los suelos, echaba de menos El Salvador y pensaba constantemente en volver a su país. Las frustraciones de aprender inglés no facilitaban las cosas, porque le sometían a experiencias que habría creído inimaginables en su vida cuando, en los montes de la provincia de Morazán, con su rifle M-16 en la mano, soportaba bombardeos constantes, saboreaba la destrucción de la principal base aérea del enemigo a manos de sus hombres, atacaba guarniciones militares y lanzaba grandes ofensivas en el campo y en la ciudad.
Un día, como en un sueño, se dio cuenta de que no era más que un alumno cualquiera en una clase en la que había príncipes árabes, hombres de negocios japoneses, rusos, suizos: «Gente de mucha plata que no sabía nada de quién era yo, que me juzgaban simplemente como era, como persona, que se burlaban de mi pronunciación pero, eso sí, reconocían que mi gramática no era tan mala». En una ocasión, recuerda, su profesora le indicó que hiciera el papel de un vendedor de aspiradoras. «Te ponían, tú llegabas con la aspiradora, uno tocaba la puerta, otro te recibía, ‘good morning’. ¡Imagínate a lo que llegué! Y la profesora lo estaba filmando todo con una videograbadora. Pero, menos mal, no supo manejar bien el aparato y nunca salió, no quedó registro para la historia de que me tocó vender aspiradoras en inglés».
En otra ocasión su clase asistió a una sesión de bailes folklóricos. El plan era que los bailarines dieran las instrucciones en inglés y los alumnos las siguieran. «¡Ahora salten, ahora a la izquierda, a la derecha, ahora den la vuelta!’ Y yo dije: ‘¡No jodan! ¡Yo no bailo! ¡Hasta ahí, no! Hasta ahí no llego».
Entre todas las humillaciones hubo muchos elementos aprovechables. No sólo adquirió una humildad que sus antiguos camaradas siempre le habían acusado de no tener, sino que ha aprendido a mirar el mundo desde otra perspectiva.
«Nunca me olvidaré de una frase que me dijo un amigo. ‘Los pueblos felices no tienen héroes’. Ya la he usado un par de veces en conferencias. En una ocasión me acordé de la frase durante una clase de inglés, cuando nos pidieron que habláramos de los héroes nacionales de nuestros países. Entonces todo el mundo empezó a hablar de generales. De militares y batallas. El suizo empezó a hablar de un ingeniero e inmediatamente me acordé de la frase. Un ingeniero que construyó los túneles que le dieron a Suiza la capacidad de ser país. Evidentemente Suiza es un país que suena gris, y ¿suena gris por qué? Porque no tiene guerra, pero tiene toda la plata del mundo metida en sus bancos. Ese tipo de experiencias fueron extraordinarias, y lo que hicieron pasar el tiempo, y el reflexionar más sobre las cosas fue abrirme al mundo».
Sus reflexiones le han llevado a la conclusión, entre otras cosas, de que la lógica indisputable que tenía el hecho de empuñar las armas cuando él emprendió la guerra ya no existe, que los fundamentos políticos de los conflictos están desapareciendo en todas partes.
«Por ejemplo, las razones nacionales. Tú no entiendes, por ejemplo, el caso del conflicto en Irlanda. Es casi un absurdo. ¡En Europa, donde están empezando una moneda común! En este marco el nacionalismo es una cosa que está tan atrás…»
Villalobos mantiene que, para que se imponga la lógica de la paz en los lugares donde hay conflictos, el primer obstáculo que hay que derribar es, siempre, la desconfianza. «Yo sostengo que casi se puede establecer como ley que la primera etapa de un principio de pacificación y negociación es prácticamente la condición psicológica de las partes, si se pueden ver y hablar. Aquí, los factores de intermediación son decisivos. Sin ellos no funciona. Por eso creo que el final de la guerra fría ha creado las condiciones para este fenómeno que vemos hoy de pacificación en todas partes del mundo. Mientras había guerra fría no había intermediarios, o si existían, eran débiles. Pero ahora que el aspecto geopolítico ya no tiene esa dimensión aplastadora de antes, los intermediarios sí pueden jugar su papel de ir ayudando a cambiar la visión que tienes del otro, porque hay cantidad de confusiones en relación con lo que tú crees que el otro piensa. Ése es un elemento muy importante. Yo descubrí a mucha gente que pensaba como yo en la otra parte, pero no hasta que se había acabado la guerra».
La dificultad reside siempre en que cada bando tiene sus víctimas, cada bando tiene que sufrir atrocidades y pérdidas. El punto de partida para que se pueda llegar a ese cambio necesario de actitud es el reconocimiento de que cada lado tiene su parte de culpa y que la guerra es sucia para todos.
«Uno de los errores de la izquierda es que quiere ver la guerra como una visión romántica, como de Robin Hood. No. Cuando las guerras se desarrollan, se violan derechos humanos, y el que me diga a mí que se mete a la guerra, pasa en ella veinte años y sale del otro lado como una blanca paloma, es un mentiroso. La guerra es la guerra. La guerra tiene reglas y hay que tomar decisiones, y esas decisiones te llevan a que salgan afectados terceros. Por eso llega a pesar tanto el problema del tratamiento de las consecuencias que deja una confrontación, pesa tanto en el proceso de la resolución del conflicto».
«Una de las formas de resolver este problema es entender la violencia, intentar buscar cuál es la explicación racional detrás de cada acto, por más brutal que éste sea. Por ejemplo, en el caso de El Salvador, ¿por qué el ejército hizo tantas matanzas? Porque intentaba destrozar la base social de la guerrilla. Pero eso trasladaba la violencia a las poblaciones, y la guerrilla se vio obligada a matar civiles también, redes de información del enemigo. Eso va creando en las raíces del conflicto condiciones que hacen más difícil poderlo resolver, porque comienza a haber una deuda de sangre histórica más larga. Entonces, lo que hay que hacer es tratar de entender basándose en la racionalidad, y sólo entonces uno puede dejar el pasado atrás, por más doloroso que sea, y empezar a pensar en el futuro. Un futuro sin guerra. Porque con las guerras, lo mejor es evitarlas. La guerra es mala. Por eso, a lo más que aspiro es a que mis hijos no tengan la más mínima posibilidad de ser héroes. Para mí, la guerra fue una responsabilidad, la responsabilidad de una generación. Yo fui una consecuencia de las condiciones que condujeron a la guerra. Esas condiciones ya no existen y ojalá no existan más».
De ahí que, aunque podía haber escogido ganarse la vida como profesor, enseñando las técnicas de la guerra de guerrillas (seguro que la academia militar de Sandhurst o el Royal War College de Londres le habrían remunerado bien), ha preferido aprovechar la experiencia personal que considera más satisfactoria, la construcción de la paz.
«No sólo es una opción de vida, sino que es una ayuda. Sabes que les estás ayudando a otros a ahorrar sacrificios, sangre; a encontrar salidas para que no vivan lo que viviste tú. Por ejemplo, en el caso de México. México no necesita una guerra para transformarse. Se pueden tomar otras vías. Tenemos una América Latina en la que el verde olivo ya no gobierna más. La opción militar no sirve. Ya es otra cosa. Seguimos teniendo pobreza, seguimos teniendo un montón de problemas. Pero tenemos ahora otras reglas del juego. Se tarda más en la democracia. Es más lenta. Pero es más segura».
En estos momentos, lento pero seguro, se encuentra en el proceso de terminar un libro que parte de sus experiencias en El Salvador e intenta formular una serie de teorías sobre la pacificación. Va a continuar con sus investigaciones en la universidad, pero con libertad para colaborar con Naciones Unidas y diversas fundaciones internacionales dedicadas a la paz, y para utilizar sus competencias en los procesos de transición a escala internacional, con especial énfasis en Latinoamérica.
«Voy a continuar una iniciativa desde aquí. Creo que la gente se sigue interesando en mi participación, fundamentalmente por una cosa: por el hecho de que no es muy común que un actor se desprenda para ver las cosas de fuera, sin tomar partido».
Según funcionarios de Naciones Unidas que le han visto en acción en conferencias internacionales, Villalobos causó honda impresión en varios miembros del movimiento republicano de Irlanda del Norte y, sobre todo, en una reunión de lo que un observador denominó un grupo de «24 curtidos asesinos», todos ellos veteranos del conflicto bosnio.
Villalobos se acuerda muy bien de aquella reunión. «Yo tenía un esquema de lecciones generales que había formulado para los procesos de transición, pero a los organizadores lo que más les interesaba era que yo hablara con las partes y les contara, durante una cena que tuvimos, historias de la guerra. La idea era convencer a esta gente de cómo se podía vincular el fenómeno de la guerra con un proceso de negociación. Pasé varias horas hablando, contando con detalle operaciones que hicimos en Morazán, la ofensiva en la capital en noviembre del 89. Durante esa operación tuvimos encerrados en el hotel Salvador Sheraton a nueve asesores militares americanos. Era una locura. No queríamos pelear con los americanos. Todo el plan detrás de la ofensiva en la capital estaba hecho para que se produjera una negociación que ellos respaldaran. Por lo tanto, lo que hicimos fue asegurar que no les pasara nada, para, más bien, protegerlos. Porque un lío, un fuego cruzado…, les pasaba algo, y se iba todo al diablo. Entonces se abrió una negociación con el Departamento de Estado a través de representantes nuestros en Washington, para acordar cómo salían. Salieron y no les pasó nada. Y ése fue un acto, en un marco de una acción de guerra muy fuerte, que abonó la credibilidad. Lo que ocurre, creo, es que estas cosas, estas anécdotas, pueden tener un poco más valor de lección que explicar el fenómeno nada más».
Armado para fabricar la paz, igual que antes lo estaba para hacer la guerra, la prioridad absoluta de su vida, en la actualidad, no es trabajar por una causa específica, ni una idea, ni siquiera por su país. «Consolidarme profesionalmente en función de mi familia, ése es mi objetivo fundamental. Esto está por delante de todo. Creo que mi país tiene montones de problemas, pero lo que pueda hacer por mi país lo hago también aquí. Yo sé que en El Salvador van a especular mucho acerca de eso, van a poner miles de razones. Pero una de las más importantes para mí, aunque no les parezca importante a otros, es que mis hijos sean bilingües».
Se ríe, pero habla completamente en serio. Es un hombre corriente con prioridades corrientes.
«Ése es un reflejo de cómo ha cambiado el país. Y además son las cosas banales las que mueven el mundo. O sea, ¿para qué peleamos? Para darles oportunidades a todos los salvadoreños. Hay gente de izquierda que hace una apología de la pobreza, y hasta pareciera que la quisieran para siempre. También eso se puede entender de forma racional. Para quienes han hecho de la guerra su vida, la paz es traumática. Ésa es mi explicación al fondo del problema psicológico que hay que superar antes de entrar en un proceso de paz. Tomar ese salto a la realidad es muy difícil. El problema de la paz es que te puede convertir en un cero. Ésa fue mi sensación final cuando firmamos la paz en El Salvador. ¿Yo qué soy? ¿Yo qué pinto? Entonces, firmar tiene una dosis de humildad, porque vas a regresar a un punto cero, y en ese punto cero vas a valer por ti mismo. Sólo ponte a pensar lo que les pasa a todos los héroes, en Vietnam, en El Salvador, en todas las guerras. Qué terrible es».
Pero no siempre. El rostro de Joaquín Villalobos no aparece en ningún cartel; su nombre no inspira poemas. Pero es un hombre que no se siente oprimido por la historia ni inhibido por la nostalgia, que ha sobrevivido al terror que sintió, ese vacío inmenso del día en el que firmó los papeles de su jubilación como revolucionario. Ha encontrado una nueva misión. Su triunfo personal es que tiene toda la vida por delante.
Terminó la campaña electoral 2021 y estamos apenas terminando de recibir los resultados de la votación. Lo usual es que sean estos números los que acaparan la atención de políticos, medios de comunicación y, en general, de la población. Sin embargo, si tratamos de entender el porqué de esos resultados es ineludible partir de un análisis de la campaña electoral y de las condiciones sociopolíticas en que el proceso se desarrolló y vincularlo a su historia. En otras palabras, contestar dos preguntas: ¿por qué ganó Nuevas Ideas? ¿Este ejercicio ciudadano hizo avanzar la democracia, la deja estancada o la ha hecho retroceder? Las respuestas van orientadas tanto a lograr un entendimiento de los resultados electorales como a abrir rutas para estrategias políticas al futuro de nuestra democracia.
Para leer los resultados no podemos obviar la confluencia de tres crisis fundamentales: la social, representada por la histórica y grave exclusión de la mayor parte de nuestros compatriotas de una sociedad decentemente humana; la económica, que se expresa en el estancamiento de nuestra economía de los últimos 30 años (el promedio de crecimiento anual no pasa del 3 %); y la de legitimidad política, que ha hecho eclosión en las últimas 3 elecciones. Estas crisis se han ido expresando y acumulando a lo largo del tiempo, y las dos últimas corresponden al período de la posguerra.
Es necesario señalar cuatro rasgos de la crisis política que son novedosos en esta coyuntura electoral, que tienen una directa influencia en el resultado electoral y que dieron a la campaña electoral una configuración diferente a los eventos electorales de la posguerra. El primero es la pandemia que nos ha azotado por un año y ha distorsionado seriamente no solo la política, sino el conjunto de la sociedad. El segundo, la introducción, a partir de las elecciones presidenciales, de las redes sociales como un nuevo instrumento de trabajo político, para comunicar y captar preferencias electorales. Tercero, la llegada de un nuevo Ejecutivo que, aduciendo una forma diferente de gobernanza ha mostrado poco respeto a las normas que rigen la democracia, generando un permanente conflicto entre los órganos fundamentales del Estado. Cuarto –y en respuesta a lo anterior–, un fuerte y vocal renacer del activismo político de las organizaciones de sociedad civil y de la comunidad internacional denunciando el peligro de una destrucción de la democracia en El Salvador.
Teniendo en cuenta los anteriores señalamientos, pasemos al análisis de la coyuntura de la campaña electoral. Se trata del más importante enfrentamiento entre el Gobierno y sus partidos aliados contra una oposición que no solo abarcó a partidos, sino también a organizaciones e instituciones de la sociedad civil que consideraban que la coyuntura giraba en torno a sostener la democracia salvadoreña o ponerla en grave peligro. Mi análisis se centrará en los actores políticos del evento.
Los partidos políticos
En los últimos 30 años la alineación partidaria ha estado gobernada por la dicotomía derecha – izquierda y es en torno a esta división que las fuerzas políticas se agruparon o se distanciaron, bajo la hegemonía de los dos partidos más fuertes: Arena y FMLN.
En la elección recién pasada, el escenario político se modificó: por un lado, la oposición, conformada por los partidos Arena, FMLN, PDC, Vamos y Nuestro Tiempo asumieron, junto con sus diferentes propuestas legislativas, un discurso cuyo centro de lucha era un ataque al Gobierno, calificándolo de corrupto, violador de la Constitución y destructor de la institucionalidad democrática. Por su parte, el Gobierno, por medio de Nuevas Ideas, GANA y CD, estructuró su campaña alrededor de la figura del presidente Bukele, pidiendo el voto para formar una Asamblea Legislativa que trabaje al servicio del presidente y condenando todo lo logrado en la posguerra, empezando por calificar el conflicto armado y los Acuerdos de Paz como una estafa al pueblo. Por su parte, el PCN, como suele hacerlo, mantuvo una ambigua espera de los resultados del domingo. Lo importante es señalar que la tradicional fractura entre partidos conservadores y revolucionarios ha pasado a un segundo plano frente a la mutua necesidad de defender la democracia y su institucionalidad de parte de unos y de captar el voto con la figura del presidente en los otros.
La campaña del grupo progobierno fue la más novedosa en nuestra historia política porque, en una contienda legislativa y municipal, centró su propaganda en pedir el voto no por sus candidatos y sus programas, sino por el único salvadoreño que no puede ser candidato en esta elección: el presidente de la República. Nuevas Ideas y GANA utilizaron el cargo, figura y nombre del presidente llegando al extremo de solicitar el voto marcando “la N de Nayib” y por diputados que trabajen para lo que el presidente Bukele quiera.
Este comportamiento por parte de ambos constituye una flagrante violación a la Constitución, que prohíbe explícitamente a los funcionarios del Gobierno prestar su puesto, figura y nombre para favorecer a una facción política (art.218) y demuestran el poco respeto que sienten por la ciudadanía y el órgano Legislativo, pidiendo el voto por alguien que no es candidato. Han personificado una campaña para diputados en campaña presidencial (sin candidato a la vicepresidencia). Ni los militares de antes se atrevieron a hacer algo similar, es por ello que para mí el partido Nuevas Ideas pasa de ser “partido de gobierno” a partido oficial.
El Gobierno
Durante el régimen militarista la utilización de los recursos y personal del Estado para favorecer al partido oficial fue proactiva, masiva y común en cada elección. En los 30 años de la posguerra se había logrado reducir esta lacra abusiva y antidemocrática, pero en la campaña que analizamos reapareció con contundencia: el uso casi masivo de vehículos de transporte y carga para llevar y traer ciudadanos, la conducción de operaciones de campaña en horas de trabajo se generalizó e, incluso, el día de la votación se recurrió a estos instrumentos y funcionarios para tratar de hacer votar a cientos de personas fuera de las horas legales, con el apoyo de la Policía Nacional Civil y bajo orden directa de su director.
Previo a eso, el Gobierno creó su propio periódico con fondos públicos y utilizó el canal del Estado para darse propaganda; y, de remate, la ministra de Educación repartió computadoras en las escuelas y el ministro de Obras Públicas y el presidente publicitan el bypass de la libertad, ambas acciones dentro de los últimos 100 días de campaña violando la ley explícitamente. Todo esto es multiplicado por el aparato de comunicación gubernamental y, lo que es peor, el ministro de Hacienda, en una de las más descaradas maniobras electoreras, desde hace más de medio año se ha negado a entregar los fondos que por ley les corresponden a los municipios para su desarrollo, y a los partidos políticos les negó la entrega de la llamada deuda política, que la Constitución establece que deben recibir al inicio de cada elección.
En medio de la campaña, además, tres empleados de la seguridad del Ministerio de Salud, atacaron a un grupo de efemelenistas que venían de un mitin, en donde murieron asesinadas dos personas. La PNC asumió la tesis presidencial de que se trataba de un altercado entre los dos grupo, iniciado por los militantes del FMLN, y para intentar probarlo detuvieron a dos de los pasajeros y publicaron un video que supuestamente probaba que los del FMLN eran los agresores y que los otros tres actuaron en defensa propia. Este y otros casos en los que la PNC tomó parte a favor del partido oficial, lo cual viene a confirmar que este cuerpo policial ha perdido su carácter constitucional de ser “ajeno a toda actividad partidista” (art. 159.2).
El dinero
El partido Nuevas Ideas montó la más costosa campaña que se conoce en nuestra historia. Los datos de la pauta de radio, TV y de los medios escritos pagada por este partido durante las tres primeras semanas de campaña sumaron un total de 6.5 millones de dólares, mientras que el gasto del partido de oposición que le sigue, Arena, no llegó a un millón. Para el final de la campaña, el cálculo era que había gastado más dinero que todos los demás partidos sumados.
La gran pregunta que nos hacemos ante estas denuncias, es: ¿de dónde provienen los fondos? Semejante derroche está por encima de las capacidades de la familia Bukele.
Una de las debilidades de la democracia contemporánea es, precisamente, el papel que el dinero juega en los procesos electorales. En El Salvador no hay limitación legal para el gasto de partidos y candidatos ni para las donaciones privadas. En el pasado, buena parte de las campañas era financiada con donaciones de los grandes empresarios. Obviamente, su monto estaba vinculado a las preferencias políticas de los donantes, lo que generaba condiciones desiguales entre los partidos de llegar a los votantes. Esto, hay que aclarar, beneficiaba, sobre todo, a Arena. Si bien generaba diferencias en el supuesto “campo igualitario para los partidos contendientes”, nunca se llegó a la actual situación de desequilibrio de más de 6 a 1 a la que aludí previamente. Estas diferencias tan pronunciadas no solo atentan al carácter de igualdad entre los contendientes, sino que contribuyen a que el electorado pierda confianza en el proceso electoral, pues se llega a la conclusión de que el verdadero elector ya no es la ciudadanía, sino los plutócratas que financian a los partidos.
El aparato electoral estatal
El Tribunal Supremo Electoral (TSE) en esta elección tuvo un comportamiento contradictorio. Hay que reconocer que en las tres elecciones anteriores de diputados y alcaldes el TSE demostró su falta de capacidad para manejar los cambios que se produjeron en sus tareas (candidatos no partidarios, votos de preferencia por candidatos y votos cruzados), así como graves violaciones a la Constitución al declarar electo a un candidato no partidario acumulándole los votos de los demás candidatos no partidarios. En estas elecciones, sin embargo, aunque ha demostrado que es posible ofrecer resultados confiables con la debida celeridad y reduciendo las dificultades que estos cambios presentan a los procesos de conteo de votos, ha mostrado una grave debilidad en asumir su función constitucional de “tribunal supremo”, permitiendo que Nuevas Ideas, en su propaganda y en sus prácticas, cometa violaciones flagrantes a las normas constitucionales sin recibir sanción alguna. La reacción tardía del Tribunal lo convierte en cómplice de estas violaciones por su incapacidad de ejercer su autoridad.
La sociedad civil
Las organizaciones e instituciones de la sociedad civil siempre han jugado un papel político, especialmente ante las crisis; su carácter heterogéneo en esas coyunturas tiende a moverse hacia intereses de carácter político. Este fue el caso del Foro Popular en 1879 frente a la crisis del militarismo, a partir de la cual se integraron personas civiles del Foro en el Gobierno que se creó a raíz del golpe de Estado de octubre de ese año. Una segunda coyuntura política en la que la Sociedad Civil jugó un papel importante fue el conflicto entre la Asamblea Legislativa y la Sala de lo Constitucional, y entre el Ejecutivo y la Sala a mediados de junio de 2011 y de 2012. Ambos casos incluyeron movilizaciones de calle por un mismo problema de fondo: es el respeto a la Constitución y al Estado de derecho.
En los últimos meses hemos visto cómo se está repitiendo esta historia. Gradualmente observamos a la sociedad civil expresarse en un creciente movimiento de que busca defender la legalidad democrática consagrada en la Constitución y en las leyes del país. Esta vez, sin embargo, ha superado las diferentes pertenencias partidarias y las diversas posiciones económicas de los civiles que asumen una posición política defendiendo la democracia. Durante la campaña, el ritmo de participación política creció y asumió diversas tareas.
Una de las muchas iniciativas fue la invitación a los candidatos de todos los partidos a suscribir un acuerdo con un grupo de más de 40 organizaciones, con el objeto de apoyarse mutuamente en la promoción de una plataforma de temas legislativos que contribuyan a desarrollar la institucionalidad democrática en defensa de la probidad y la anticorrupción, la transparencia y el acceso a la información pública, la libertad de expresión y la libertad de prensa. A esta propuesta se adherieron más de 100 candidatos de los diversos partidos, con las únicas excepciones de Nuevas Ideas y GANA, que a partir de mayo sumarán la mayoría absoluta en la Asamblea.
En conclusión, desde la perspectiva del desarrollo de la democracia en nuestra sociedad, el proceso electoral que hemos vivido, debe calificarse como un retroceso de la democracia en relación con las anteriores elecciones de la posguerra. Las novedades que el partido ganador ha presentado en este proceso, más que innovaciones resultan ser similares a los eventos electorales que caracterizaron la época anterior a la guerra civil. El desempeño del partido ganador, cada vez se perfila más como un partido oficial, al contrario de los partidos tradicionales que ni en sus estrategias ni en su discurso presentan modificaciones positivas novedosas, lo cual es una indicación de su falta de visión política.
Dado el comportamiento del Ejecutivo en su año y medio de ejercicio, y de su partido en estas elecciones, lo más probable es que su actitud se recrudezca en una antiinstitucionalidad democrática, un mayor grado de centralización y personalización de la gobernanza. El ejercicio de la nueva legislatura tendrá un grado alto de sumisión a los mandatos del Ejecutivo, lo cual puede incrementar la corrupción y la creciente anulación de la independencia de los órganos fundamentales del Gobierno que el art. 86 de la Constitución ordena.
El electorado confirmó por tercera vez su abandono a los partidos políticos tradicionales. Para desarrollar una vida política democrática es indispensable una pluralidad de opciones políticas a la ciudadanía; la hegemonía total de un solo partido es una característica de los regímenes dictatoriales; y esto solo podrá lograrse si los partidos políticos que han perdido asumen la tarea de una reforma a fondo en sus estructuras y prácticas de mando, métodos de comportamiento y comunicación con la ciudadanía, y planteamientos de nuevas políticas que le permitan al país una salida de las tres crisis fundamentales que lo afectan. En esta tarea tendrán que colaborar las organizaciones de la sociedad civil que han demostrado su fidelidad a la democracia.
Hay una vieja canción del desaparecido astro mexicano de la canción, José José, que decía así: “Porque nada es para siempre que hasta la belleza cansa, el amor acaba…”. Era una profunda reflexión sobre cómo el amor o la pasión más intensa se pueden volver rutina y terminar rompiéndose la relación.
Pensaba en esa canción tras los resultados del 28 de febrero pasado. La política suele ser así… nada es para siempre. Y esa lección es para ganadores y perdedores de los últimos comicios. El votante es exigente, demandante y aunque muchas veces no parece tener memoria, tarde o temprano pasa factura.
Cuando uno ve la ilusión y la esperanza que en este pueblo generaron las hoy fuerzas políticas minoritarias en su momento y lo compara con el desencanto (y el castigo) del 28 de febrero, es como una pareja enamorada que después de un tiempo acaba rompiendo ante la desilusión y la conducta del otro (o de ambos en este caso). ARENA y el FMLN han pasado del cielo al suelo en menos de una generación y hay múltiples causas para eso, pero quiero subrayar una especialmente: nunca aceptaron sus errores.
Cada vez que desde los medios de comunicación se les señaló, se les criticó, se justificaron, se protegieron, nos atacaron y hasta nos persiguieron. ¿Quizás por eso hoy se sigue atacando al mensajero con esa vehemencia tan particular? Pero el tiempo tiene grietas, como dice la misma canción, porque grietas tiene el alma…Si Nuevas Ideas quiere gobernar sin cometer los errores de “los mismos de siempre”, debe aprender de esos errores para no repetirlos y eso incluye escuchar críticas, sin soberbia, sin proteger a los malos elementos, actuar con responsabilidad y corregir los fallos que seguramente tendrán. ¿Podrán? La gente se harta muy rápido y exige. El amor acaba.
oe Biden has only been in office for three weeks, but the rave reviews are already in. He’s returned the United States to “normal,” gotten the customary comparisons to Franklin D. Roosevelt he’s been reaching for, and even former Biden critics are dazzled by his performance.
Especially when compared to his predecessor, Biden has indeed done genuinely good things, many of which warrant the praise. Yet this is also a political climate in which, long before Biden was even inaugurated, let alone started putting pen to paper, a political press basking in a sense of relief has sometimes acted more like a cheerleader than a watchdog.
For the average news consumer, it can be hard to figure out: Is Biden really crafting the most progressive agenda in US history? Or is this just spin from a media determined to wash the Trump years from collective memory?
The Good
Several parts of Biden’s signing blitz live up to the hype. Perhaps chief among them are the bulk of his executive orders on climate change, namely those that: create government bodies for treating climate as an all-of-government concern; end fossil fuel subsidies; pause new oil and gas leases on federal land; direct the federal purse to stimulate clean energy; create a New Deal–style Civilian Climate Corps; look to conserve 30 percent of US lands and waters; and drive up renewable energy production on public lands and offshore waters.Even for the most cynical leftist, there’s a lot to like in the Biden agenda so far. But of course, that’s not the whole story.
Biden’s moves on this front have been surprisingly aggressive, given that his initial climate plan in the Democratic primary got a D- from Greenpeace, which only eventually bumped it up to a B+. Not for nothing, climateactivists have given Biden cautious praise for this start.
Also significant are Biden’s actions on the immigration front, another area he was criticized for during the campaign. Early on, Biden directed the attorney general to “preserve and fortify” Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), the program keeping Dreamers — the undocumented immigrants brought to, and raised in, the United States by their parents — from being deported; established (eventually) a task force to reunite migrant families separated by Trump; and imposed a hundred-day moratorium on any deportations, a measure that’s since been struck down in court. The administration also sent an expansive bill to Congress creating a pathway to citizenship for undocumented Americans.
Other notable actions include directing the Justice Department to end private prison contracts and banning discrimination on the basis of sexual orientation and gender identity. Among the measures sure to have the broadest benefit are those allowing workers to continue receiving unemployment insurance if they turned down work that would have jeopardized their health, expanding existing food aid to a starving populace, and speeding up the delivery of already passed direct payments. These are joined by a flurry of more technocratic orders aimed at improving the country’s pandemic response by boosting testing, data collection, government coordination, production of critical supplies, and setting up a limited mask mandate.
A host of the most high-profile Biden measures are simply reversals of egregious actions Trump had taken, resetting things to the Obama-era status quo. Quite sensibly, that means the United States is back in the Paris climate agreement and the World Health Organization, while the policy casualties include the Muslim ban, the Keystone XL pipeline, the military transgender ban, and further border wall construction. It also means federal workers have the civil service protections and collective bargaining rights that Trump ripped away from them.
A particularly important one is Biden’s ending of US support for the Saudi war in Yemen, reversing not just Trump’s policy but Barack Obama’s as well. The monstrous war has already killed more than two hundred thousand people, created the largest cholera outbreak in recorded history, and repeatedly brought the country to the brink of full-scale famine.
Some reversals are simply part of standard presidential partisan to-ing and fro-ing. This includes Biden’s ending of the Mexico City policy, a measure he originally backed that bars federal funds from foreign NGOs performing abortions, and which has been regularly ended and reinstated by Democratic and Republican presidents, respectively, over the last forty years.
A few other positive measures are actually extensions of some of the rare good things Trump did. These include extensions of Trump’s federal student loan payment deferral and his moratoriums on (some) foreclosures and evictions, the latter a policy Trump was quicker to support than Biden during the campaign.
Even for the most cynical leftist, there’s a lot to like in the Biden agenda so far. But of course, that’s not the whole story.
The Bad
“The devil’s in the details” is a cliché for a reason, and it’s as true when it comes to executive orders as any other legal document. Take a closer look at the fine print, and there’s plenty the new administration falls short on.Biden’s most recent orders preserve — temporarily, the administration says — some of Trump’s most controversial immigration measures by ordering them to be ‘reviewed.’
Take climate. As some commentators have pointed out, Biden’s pause on new oil and gas leases is carefully worded to give plenty of wiggle room: it’s a pause, and even then only “to the extent possible,” leading to what the Financial Timescalled a “collective sigh of relief” among a fossil fuel industry that had feared a ban on new drilling or permits.
As one industry told the paper, it was a “best-case scenario for the oil industry” because “leases are already plentiful — it’s the permitting that matters.” Case in point: while being roundly praised for the pause, Biden quietly approved more than thirty new permits for drilling on federal land and coastal waters after his first week.
On foreign policy, Biden has both embraced and rejected parts of Trump’s agenda, mainly in a worse direction. He has halted Trump’s troop drawdown in Germany and is looking to reverse his withdrawal from Afghanistan. He has accepted Trump’s inflammatory decision to move the US embassy in Israel to Jerusalem, is continuing to support the coup-mongering Juan Guaidó in Venezuela, and has adopted Trump’s stance on Iran, refusing to ease murderous US sanctions until the country re-complies with the Obama-era deal that the Trump administration unilaterally reneged on. Even his Yemen war announcement was carefully worded to provide just enough wiggle room for continued US support.
But the disconnect between reality and publicity is perhaps biggest in the area of immigration. Headlines have portrayed Biden as “dismantling” or “reversing” Trump’s immigration agenda, following the lead of the president himself, who said he was “eliminating bad policy” as he signed the orders. In truth, unlike the hacksaw Biden’s taken to other parts of Trump’s legacy so far, Biden’s most recent orderspreserve — temporarily, the administration says — some of Trump’s most controversial immigration measures by ordering them to be “reviewed,” breaking repeated campaign promises to immediately end them.
One is the public charge rule, essentially a wealth test for permanent residency. A particularly cruel one is the Migrant Protection Protocols (MPP), or “Remain in Mexico” program, which has already sent (and is still sending) more than one thousand asylum seekers to be tortured, raped, abducted, or killed in Mexico while they wait to be processed, and which Biden had pledged to eliminate on “day one.” It has been misleadinglyreported that Biden is beginning to end the program, when he has merely stopped new enrollments into it.
Left out entirely from Biden’s orders is Trump’s Title 42 public health order, denounced as the height of white supremacy under the former president, allowing border agents to summarily expel migrants who turn up at the border without any due process or possibility of asylum. Just last week, 140 Haitians were dropped in Mexico under the policy. Taken together, keeping this and MPP in place, while also blocking any more enrollments in the latter, in practice seals the Southern border off to migrants and asylum seekers more completely than even Trump had done, even if it is temporary.
Meanwhile, Biden’s private prison order conspicuously left out the Department of Homeland Security, meaning that the 81 percent of ICE detainees in private detention will stay there, and that another campaign promise goes unfulfilled for the time being. Biden is now reopening what was meant to be an improved emergency shelter for migrant kids that had been shut down under Trump, prompting criticism from some immigrant advocates. In 2019, Amnesty International called for the facility’s closure, saying that “emergency shelters are never a home for children,” and that taking kids into custody was “unnecessarily cruel and shameful.”
This pattern carries over to the bread-and-butter policies that, we were told, were the core of a bold, new, progressive direction by the administration. As expected, Biden’s central campaign promise of a public option for health insurance has vanished, with the president instead pushing a health insurer giveaway cribbed from lobbyists. He has been resisting calls to follow through on his already limited plan for forgiving federal student loans. His extension of Trump’s eviction moratorium left in place all the flaws and loopholes put in by the former president. And he now appears to be walking back the effort to pass a $15 minimum wage — one of the few policy overlaps between himself and Bernie Sanders, and a policy that got more votes than either presidential candidate in Florida last year — as part of his stimulus bill.
More potentially significant, however, has been Biden’s backtracking on the $2,000 stimulus checks, which inarguably had been the deciding factor in the Democrats’ shock takeover of the Senate. Biden has now gone back on three core promises he made to voters on the eve of the Georgia elections about the checks, declining to try to get the money out “immediately,” lowering the sum to $1,400, and opening the door to sending money to fewer people than Trump did — though it appears he has now been overruled on that last one. The walk-back has angered both organizers and ordinary voters.
The Wait-and-See
Some of the Biden administration’s measures so far don’t fit neatly in either of these boxes and can’t really be evaluated until we see what they look like in practice. We can roughly group those into good and bad, too.
On the more positive side of the spectrum are Biden’s planned strengthening of DACA and his order requesting recommendations for increasing federal workers’ pay to at least $15 an hour. The devil will be in the details with these, too, but we don’t yet have the details. Biden is reportedly also planning to make good on a campaign promise to force federal contractors to pay their employees a $15 minimum wage. Lastly, it remains to be seen what the Keystone permit cancellation means: Just another reversal of a Trump reversal of Obama policy, or a sign the administration will take climate activists’ side in the many other pipeline fights to come?
On the potentially negative side of things, there’s Biden’s order to treat climate change as a national security issue. This could mean either a “war on terror”–style total reorientation of US domestic and foreign policy around the singular goal of preventing climate catastrophe, or a “war on terror”–style beefing up of the military and national security state to violently deal with the displaced people, scarcity, and instability the crisis produces.
There’s also Biden’s pledge to “safely” reopen schools in his first hundred days, which has the potential to both end up a public health disaster and a bruising battle with organized labor. Particularly worth keeping an eye on will be his counterterrorism measures at the domestic level, which, if not derailed by left-wing opposition, could well end up striking a fatal blow to people’s movements while lurching the country toward future authoritarian rule.
Then there’s the things the Biden administration could do, but aren’t even part of the conversation. As David Dayen and the American Prospect have painstakingly outlined, there is a raft of executive actions that have been available to Biden from the start of his presidency that could make real, measurable improvements to people’s lives, from seizing (or threatening to seize) patents to lower drug prices, to effectively making college tuition-free, to using the unprecedented public health emergency plaguing the country to expand Medicare to everyone while the pandemic rages. There is no indication any of these are even in the running right now.
This goes double for measures that could be pursued through the legislative side, where the sky is very nearly the limit, such as large-scale debt cancellation, monthly direct payments, or legalizing marijuana. Given the stakes, Biden’s refusal to go there should be as much a part of any evaluation as what he has already done.
More BHO than FDR
It’s far too early to deliver a verdict on the Biden administration. Which means it’s far too early either for progressives to be swooning or right-wingers to be hyperventilating, as both groups are already doing — similar to early reactions to Biden’s former boss, based on the mistaken perception the current president is governing like a left-wing radical.
But a clear-eyed look at Biden’s first few weeks reveals a pretty standard modern Democratic administration: some important progressive steps forward tempered by an instinctual conservatism and a reluctance to wield power as boldly as conditions demand, coupled with a quiet acceptance of key parts of his hard-right predecessor’s agenda. As with every Democratic president of the post-Reagan era, a flurry of activity and a good use of fine print has papered over the new administration’s conservatism and its more regressive actions.
Biden’s rejection of deficit concerns and proposal of a nearly $2 trillion stimulus — outdoing Obama in the process — is certainly a sign of the times, a vivid demonstration of how historical conditions can force even the most cautious conservatives to do what they would once have regarded as unthinkable. Whether this lasts, and whether simply outdoing the last guy instead of pegging your solutions to the moment will actually be enough for this crisis, are open questions.
Perhaps Biden really can govern as a Roosevelt-style progressive. But two things are for sure: his first weeks of the job are closer to a third Obama term than a path-breaking economic populism; and pretending otherwise isn’t going to make him get there.
No se equivoquen: Nayib Bukele no es un dictador. Ni siquiera un aspirante a autócrata, aunque en El Salvador esas figuras siempre han estado en las viejas ideas y en los viejos hábitos.
Bukele no es, mucho menos, un demente, drogadicto, golpista o nada de lo que quisieron atribuirle en un país donde, en la política, se juega más rudo que en otras naciones.
Tan dura es la política en El Salvador que por años observé decirle prostituta a una Primera Dama u homosexual a un aspirante a gobernante sin la mayor contemplación posible.
Ese es el juego de descalificar que usan algunos para tratar de darle más peso a la crítica, aunque se ahogan en las aguas de los trucos sucios.
Por eso es que los políticos más decentes terminan ahí aturdidos por el silencio, o acaban entendiendo que la mentira sólo triunfa cuando la verdad le tiene miedo a sus propias fuerzas.
Y eso es lo que creo que aplicó Bukele para dar paso a una de las rebeliones electorales más grandes que se han dado en El Salvador.
Si algo es parte de la estrategia política clásica en ese país es la extravagancia para llamar las cosas cuando te endosan el carácter de enemigo.
Bukele es un joven listísimo, buen generador de ideas, estratega político de primera línea que sabe muy bien el papel que acuerpa en una ruta, como si fuese un piloto experimentado.
Bukele es también un joven milenium cuyo fallecido padre, un formidable intelectual quien también era el imán de los árabes salvadoreños, lo metió a leer cientos de libros, a pesar que sus opositores hasta pusieron a siquiátras ( ahora desaparecidos) a certificar que estaba demente y que el Congreso debía declararlo incapaz por desquicio.
A ese nivel llegó la hostilidad y las críticas contra Bukele en medio de todos los disgustos y afrentas.
En El Salvador sólo los opositores de Bukele se fueron humillados para sus casas, el día de las elecciones.
Una grosera mayoría electoral le quitó el rótulo de dictador que sus opositores intentaron colgarle a Bukele los más fatalistas como si fuese un personaje frenético.
El gobernante les silenció la boca a todos. El funeral fue lo único que les quedó a sus enemigos.
Confieso que conozco a Bukele desde hace rato. No soy su defensor de oficio. No me paga un dólar. Le reconozco algunos abusos pero sé también detectar las maquinarias electorales que le echaron encima.
El resto fue un cataclismo electoral que mandó a dos partidos tradicionales a encerrarse para averiguar cómo fue posible que se extraviaron tanto en tan poco tiempo electoral.
Lo que menos entendieron quienes se oponían a Bukele es que la inmensa mayoría de salvadoreños decidieron no fiarse más de los políticos de siempre.
Tal vez por todo eso es que no es difícil concluir, en principio, que la mayor equivocación que hicieron los partidos tradicionales fue hacer la política como la hicieron siempre.
Bukele simplemente esperó a sus opositores, en sus largas trincheras, con una convicción: la victoria lleva todas las llamas y todos los renacimientos juntos. La política debe hacerse diferente para ofrecerle a la gente horas más espléndidas.
Bukele fue siempre el cambio. Sus oponentes de izquierda y derecha calcaron la historia. Usaron los viejos planos de hace cuarenta años.
Cambios en retroceso
Las únicas variaciones que produjeron los opositores ocurrieron cuando proclamaron insólitos acuerdos entre quienes encabezan la prensa tradicional y la no tradicional financiada con recursos ajenos.
Hubo hasta un centro de pensamiento ideológico que trasladó algunos de sus hombres, y escritorios, a la redacción principal de un periódico.
Al final no se sabía si aquello era una lógia ideológica o un periódico. Nadie era consecuente ahí. Nunca lo fueron. Los periodistas sólo servían como pasa papeles.
Lo peor de todo es que muchos creyeron que así podrían a crecer el periódico y ha debilitar a Bukele.
No entendieron que los lectores descubrieron la trampa y ni uno ni otros socios ganaron. Todos perdieron.
Desde hace mucho rato la gente estaba harta de los políticos tradicionales. Las encuestas de opinión pública, que muchos escondieron, mostraban el camino del cataclismo.
El problema para la oposición es que sólo pocos entendieron que la mayoría les racionó todo, menos hacerles pasar una vergüenza como finalmente ocurrió.
Es fácil seleccionar quienes perdieron en El Salvador. Junto a los políticos de los últimos treinta años, perdió una cantinela de asesores salvadoreños y extranjeros de todas las nacionalidades que se llevaron abultadas sumas de dólares.
También fracasaron los centros de pensamiento conservadores, un grupo de tozudos empresarios y una buena parte del periodismo salvadoreño.
Algunos están tan desconcertados que tardarán mucho en saber de lo que es capaz el poder.
Cada vez más errores
La tragedia para los enemigos de Nayib Bukele no sólo es no reconocer que una enorme mayoría los aplastó.
La dificultades para ellos nacieron desde el mismo día que no entendieron que la historia se renueva cada vez que ella quiere y junta condiciones para hacerlo.
Ni siquiera la izquierda aprendió eso y tal vez por eso fue la agrupación que más votos perdió en las elecciones de medio período.
El extravismo con que analizan, los partidos tradicionales, lo que pasó, ya ni siquiera les permite justificar sus errores.
Pongo el caso de un académico, representante del INCAE en El Salvador, la escuela de negocios de Harvard, quien, como consejero del dueño de un diario escribió su interpretación de la debacle electoral.
Todo lo atribuyó a la falta de dinero. ARENA, o la derecha salvadoreña, perdió porque los ricos no le dieron dinero suficiente, esta vez.
El FMLN, el partido de izquierda, perdió dos tercios de sus votos porque José Luis Merino, uno de sus líderes, no pudo sacar dinero de Alba Petróleo porque sus cuentas están embargadas. Supuestamente él maneja fondos que llegaron desde Venezuela.
La interpretación es tan burda y ceñida exclusivamente al dinero que el analista circunscribe la democracia de su país, exclusivamente al dinero.
Para él, perdieron y los dejaron pasmados porque nadie tenía dinero. Así lo único que vale en una democracia son los dólares. Eso nos da una dimensión de la pozo grandeza que le dan a la victoria electoral de Bukele.
Ahí pasó de todo
Quienes pretendieron crear una verdadera fuerza de demolición contra Nayib Bukele, usaron todos los recursos electorales que estaban a su alcance. Sobre todo la mentira.
Pero lo poco que hicieron para estructurar un frente común entre la izquierda y la derecha para pelear contra Bukele fue convertir al diputado social cristiano en el mariscal de la confusión.
La jugada sonaba, en principio, correcta. Parker, se convirtió en una suerte de líder de los aliados, y la oposición, quizá para no meter en el juego político frontal a dirigentes de ARENA y el FMLN.
El problema es que no tomaron en cuenta que, algunas veces, los más crueles resultan los más cobardes.
El verdadero problema es que, desde mucho tiempo antes, el pueblo salvadoreño ya había construido sus propias barricadas contra los políticos tradicionales.
La gente había decidido no esperar que le llevaran su esperanza. Simplemente la tomaron. Y lo hicieron al lado de Bukele.
Los errores políticos de los adversarios a Bukele fueron tantos que ni siquiera Parker se dio cuenta que El Salvador sería lo que la gente quería ser.
Parker cayó en una gigantesca trampa personal. Es probable que, al principio, creyó que encabezar las luchas de al menos tres partidos políticos, le daría ganancias personales.
El problema es que Parker no comprendió que los salvadoreños acabaron racionándole todo menos la vergüenza que los votos lo harían pasar: cuanto más atacaba Parker a Bukele, los electores menos estaban dispuestos a votar por él.
Al final, después de muchos años de reelecciones legislativas consecutivas, Parker acabó perdiendo su elección personal. Su derrota tuvo la misma hondura de la rebeldía de los salvadoreños contra los partidos tradicionales.
Y en todo esto, la rosca de todo siempre estuvo armada: Parker siempre fue, históricamente, el representante del diario donde acabaron los estrategas de centro de pensamiento de la derecha.
Incluso, ahí hizo negocios personales con los dueños del medio de comunicación.
Eso sí: la guerra total que encabezó Parker como la principal figura de los anti Bukele, crearon también, en su contra, una resistencia total. Parker acabó sin vida política en la horca electoral.