La primera etapa del partido comunista hondureño (1927-35) Josué Sevilla

Introducción: Este trabajo tiene como tentativa analizar la formación de la primera etapa del partido comunista de Honduras entre 1927-35. Algunas de las problemáticas a debatir en este ensayo tienen como proposición: 1. analizar la literatura nacional donde está implícita las actividades comunistas, 2. Examinar la dinámica del conflicto entre actores políticos y movimientos sociales. 3. Debatir sobre la fundación del primer partido comunista 4. Observar el desarrollo  de la decadencia a la que fueron mermados producto de la represión política en los inicios del Cariato.

¿Qué trabajos desde las ciencias sociales han abordado la historia del partido comunista de Honduras en su etapa fundacional? ¿Cómo llegan las ideas marxistas a nuestro país? ¿Qué tipos de actores sociales se anudan a sus actividades políticas en Honduras? ¿Qué coyuntura histórica predomino en Centroamérica a principios del siglo XX?

El cambio operado por las reformas liberales a partir de 1870 en Centroamérica, dio vida a una dinámica capitalista de despegue en la región y por ende, a nuevos sectores urbanos (subalternos). Al respecto nos dice un autor “Así, entre 1870 y 1930 Centroamérica fue testigo de la formación y transformación de las clases subalternas como entidades sociales subordinadas, ciertamente, pero activas de muy diversas maneras en el devenir del proyecto de los liberales (Acuña, 1994, pág. 255).

Es una etapa ascenso de la industria capitalista agroexportadora, de construcción de ferrocarriles, de migraciones internas, de cambios en la estructura social de las repúblicas Centroamérica. Sin embargo, el auge capitalista trajo simétricamente ideas opuestas a su ideario y construcción social. Dichas ideas recibieron el empuje mediático del triunfo de la revolución rusa en 1917.  

Durante el siglo XIX las ideas liberales determinaron las formas de pensar la sociedad como nos dice Graciela García refiriéndose a un antepasado suyo quien estuvo comprometido toda su vida con este imaginario social (Garcia, 1981). Empero, a principios del siglo XX, dicho predominio tendrá pequeños círculos competidores. Agitadores sociales, literatura, intelectuales, modernización capitalista, fueron algunos de los vehículos de las ideas marxistas en América Latina, Centroamérica y Honduras.  

Los trabajos de las ciencias sociales en Honduras y su relación con la historia del primer partido comunista (1927-35)

El trabajo biográfico de Rina Villars sobre la vida de Juan Pablo Wainwright es en la actualidad, una obra que nos presenta una lectura muy amena de este carismático personaje comunista, pero también del partido comunista de Honduras. Dicho personaje alimento (en forma de mito adulterado) a diversas generaciones de la izquierda decimonónica de nuestro país el siglo pasado.

Un mito que quedó plasmado en los escritos que nos legaron exquisitos intelectuales como Rafael Heliodoro Valle[1], Medardo Mejía, Ramón Oqueli[2], etc. Sin embargo, los oblicuos chispazos narrativos de dichos intelectuales se encargaron solo de alimentar una tradición de izquierdas sobre el actuar de ciertos personajes: Manuel Calix Herrera o Juan Pablo Wainwright a modo de ejemplo.  

Desde mi perspectiva, son los trabajos  realizados desde las ciencias sociales los que han trazado los fragmentos de la historia del partido comunista. Invito al lector a echar un vistazo. Graciela García –quien aparte de ser una agitadora social mantuvo una actividad intelectual continua– publico en el año de 1971 un trabajo muy importante para la historiografía hondureña y centroamericana conocido comoPáginas de lucha revolucionaria en Centroamérica.

Las razones que levantaron la animosidad de Graciela García fueron el desconocimiento que tenían sus camaradas mexicanos quienes “ignoran las heroicas luchas sostenidas por los trabajadores” de su patria Centroamérica (García, 1981). El destacado sociólogo Mario Posas por ejemplo (Posas, 1978) establece una línea investigativa sobre el origen de las sociedades artesanales y el movimiento obrero.

El lector que revise este trabajo de Posas sabrá que busca “corregir las imprecisiones” que detectó leyendo a Graciela García refiriéndose a las sociedades artesanales en Honduras. Mario Posas al explanarse en el análisis sobre la federación obrera hondureña (FOH) o la federación sindical hondureña (FSH) término demarcando líneas sobre la actividad de los comunistas hondureños.

Al respecto dicho autor nos dice “hacia finales de la década del 20 se produce una intensa actividad de los comunistas hondureños: publicando hojas mimeografiadas, distribuyéndolas, intentando organizar a los obreros de las instalaciones de las compañías bananeras. Además el profesor Posas nos comentara sobre la persecución a las que fueron sometidas los movimientos sociales urbanos, entre estos las minúsculas células de grupos marxistas en el año de 1930, posterior con el ascenso del Cariato (1933-49).

Las personas que han atendido el estudio de la izquierda como tal han formulado preguntas ¿Cómo llegaron las ideas marxistas a Honduras? El cientista social Víctor Meza nos ofrece en su trabajo Historia del movimiento obrero hondureñoun primer panorama posible al desarrollo de las ideologías exóticas venidas desde Europa.

Meza, rescata el ambiente ideológico que sostuvieron algunos intelectuales en la década del diez en Honduras discutiendo sobre al comunismo, al socialismo científico, y el anarquismo: Julián López Pineda, Salatiel Rosales, Enrique Nuila y el destacado periodista empírico Paulino Valladares (Meza, 1980, págs. 11-14).

A propósito nos dice este estudio “en una interesante polémica con el rector del seminario religioso de Tegucigalpa, José Nieborowsky, el maestro de Olanchito, Enrique Nuila, desarrollo ampliamente sus ideas en torno al anarquismo y llego a confesar haber escrito un pequeño libro (inédito) sobre el tema, bajo el titulo el cristianismo y anarquismo.”

En varias secciones del libro Meza –quien en realidad fijo sus intereses en la historia del movimiento obrero– podemos encontrar referencias sobre las labores que hizo el primer partido comunista, evidentemente hasta donde se extiende la temporalidad de esta narrativa.

Concerniente al primer partido comunista nos dice “las publicaciones de la época muestran evidencias claras que los militantes del recién fundado partido comunista (1927-28) desplegaban intensa actividad en la costa norte.”

Dos cosas antes de abandonar mi argumentación. Tanto Meza, como Mario Posas, tuvieron que incluir en sus estudios efímeros análisis sobre las actividades del primer partido comunista hondureño aunque ellos apuntaban en otras direcciones.

Segundo, sobre el desarrollo de las ideas marxistas en Honduras un destacado historiador[3] aconsejaba, partir de 1910 en adelante siendo el inicio de las discusiones sobre las ideas marxistas en Honduras. Desde mi perspectiva, redes intelectuales anti imperialistas, noticias internacionales de la época, redes comunistas como el Buro del Caribe con residencia en New York, circulación de literatura en librerías, agitadores sociales fueron los vehículos de ideas en Latinoamérica, Centroamérica y Honduras.

El segundo partido comunista de Honduras (1954-91) fue realmente incompetente para generarse una historia no solo sobre si mismos sino del primer partido comunista. Ramón Amaya Amador en suDestacamento rojo fue uno de los pocos interesados en escribir una historia del partido aun cuando esta fuera en forma novelada y particularmente del segundo Partido comunista hondureño.

Si seguimos los años de las publicaciones de los estudios antes citados tenemos lo siguiente: Graciela García (1971), Mario Posas (1978) y Víctor Meza (1980). Sin embargo, en agosto de 1991 Rina Villars pública Porque quiero seguir viviendo. Aquí la autora logra construir una interesantísima historia oral sobre las  experiencias de María Graciela Amaya Barrientos fundadora del primer partido comunista.

En sus relatos Graciela García no solo narra su historia personal, sino que rescata personajes icónicos del PCH, como su hermano Felipe Armando Amaya, María Luisa Medina, Maximiliano B. Ucles, Hermenegildo Briceño, con quienes mantuvo una relación política y de propaganda en el partido comunista hondureño.

La obra de Rina Villars es sumamente cautivadora puesto que al leer los episodios narrados por Graciela García te hace pensar en otra forma de ver la historia política hondureña. Graciela García mantuvo una relación con varios personajes de la historia política hondureña como Francisco Bertrand, Miguel Paz Barahona, Vicente Mejía Colindres, y Tiburcio Carias Andino quien la amenazo de acabar con las actividades políticas que ella representaba de llegar al poder.

Otro trabajo que también contribuyo a matizar en breves retazos la historia del primer PCH es el de Mario Argueta en su Historia de los sin historias publicado en Marzo de 1992. Argueta le interesa el sector laboral y las implicaciones que produjo el desarrollo de la industria capitalista de la primera mitad del siglo XX. No obstante, cuando Argueta centra la atención en los aspectos ideológicos y organizativos de las clases trabajadoras hondureñas tuvo que examinar la influencia de las ideas comunistas en Honduras.

A propósito nos dice “investigadores de la historia laboral han identificado dos tendencias ideológicas al interior de las organizaciones obreras hondureñas del periodo: aquella reflejada en las mutualistas y, por otra parte, las de un contenido clasista más marcado, que activan para la organización del obrerismo en sindicatos y, eventualmente, bajo la inspiración de la revolución rusa de 1917, la toma del poder por la clase obrera, conducida por el partido comunista.” En el trabajo de Mario Argueta se abordan las preocupaciones de la embajada de EUA sobre las actividades comunistas los cuales el interesado puede darse cuenta leyendo este pequeño pero excelentísimo trabajo.

Uno de los estudios desde las ciencias sociales en Honduras que más ha contribuido a tener un panorama más integral y más definido sobre la historia del primer partido comunista es el de Rina Villars. Es decir, la biografía de Juan Pablo Wainwright mencionado al comienzo de este apartado (que a mi juicio hubiera compartido el titulo con Manuel Calix Herrera pues la autora dedica todo un capitulo a este líder comunista).

Lealtad y Rebeldía publicado en 2010 tiene un contenido enriquecedor por el peso  de las metodologías empleadas y las fuentes a las que la autora tuvo acceso como ser: entrevistas a familiares directos de Juan Pablo Wainwright, documentos desclasificados de EUA de la década del veinte y treinta en Honduras, y la documentación compartida sobre los archivos rusos relacionados con la Comintern, los partidos comunistas de Centroamérica y por ende, informes sobre el PCH.  

Por ultimo me gustaría agregar en este análisis el trabajo de la historiadora Yesenia Martínez (Martinez, 2015) quien evaluando la evolución del sistema de seguridad social hondureño nos ofrece la incidencia que tuvieron los actores sociales en la configuración de las políticas públicas de seguridad social en Centroamérica con sus agendas sociales.

En su trabajo  La seguridad en Honduras publicado en 2015  nos brinda una lectura de contexto muy enriquecedora al incluir en su interpretación actores sociales, redes intelectuales, sectores obreros, protestas sociales y desde luego las organizaciones políticas comunistas en Centroamérica.

En el caso de Honduras nos dice “a finales de la década de 1920, varias demandas de los obreros hondureños estaban vinculadas a la agenda del partido comunista hondureño. Este vínculo se hizo sentir en la región” (Martínez, 2015,  71).”Algo que me resulta interesante de este trabajo es que, al evaluar el accionar y los vínculos existente entre los movimientos obreros y los partidos comunistas en Centroamérica, afirma que fue partido comunista de Costa Rica, el que más pujanza tuvo al hacer efectivas sus demandas sociales. En Honduras las consecuencias para esta efímera y débil organización comunista fueron perturbadoras.

La fundación del primer partido comunista: polémica o caso resuelto.

De lo que sigue aquí adelante es extraído del libro Lealtad y rebeldía de Rina Villars particularmente del capítulo II (Villars, 2010).

Todos los autores citados anteriormente se enfrascaron en la polémica ¿Cuando se fundó el primer partido comunista de Honduras? Graciela García afirmo en su momento que había sido en 1922. Longino Becerra en un artículo del periódico Patria (órgano de divulgación del segundo PCH) manifestó que fue 1924. Mario Posas nos dice que fue 1927 siguiendo un estudio de su época.

Un trabajo reciente del historiador José Manuel Cardona (Amaya, 2017) nos da como referencia el mismo año 1927. Víctor Meza con más sospecha y basado en una entrevista reproducida a un obrero de la época pone como punto de partida el año de 1928 (argumento también reproducido por Mario Argueta en su historia de los sin historia). El dilema no es nada fácil cuando la narrativa de algunos intelectuales nos legaron el mito revolucionario del gran dúo inseparable: Manuel Calix Herrera y Juan Pablo Wainwright[4].  

A partir del análisis de fuentes de primera mano, la lingüista Rina Villars (y por qué no historiadora) parece solucionar la polémica sobre la fundación del primer PCH. Para empezar el año de 1927 es desestimado por esta autora al evaluar las conexiones que hicieron los militantes comunistas hondureños con el pujante movimiento internacional comunista entre 1927-30.

La autora arguye que el año de 1927 fue más bien un proceso pre formativo que tuvo dos momentos cruciales. Primero,  es en 1927 que Manuel Calix Herrera fundo con otros colaboradores el partido socialista hondureño. Segundo, el 1 de Mayo de 1928, cuando sale a la luz una hoja con marcados tintes comunistas, que causo gran revuelo a los líderes de la federación obrera hondureña adjudicada a Manuel Calix Herrera.

El  grupo de izquierda proletaria comandada por el cacique de los bolcheviques fueron los artífices del manifiesto. Haciendo una lectura del manifiesto que hicieron el 24 de Octubre de 1927 del recién fundado partido socialista hondureño la autora nos dice lo siguiente “una lectura cuidadosa del manifiesto firmado por Cálix Herrera  y Montes de Oca, así como el seguimiento de la trayectoria de Cálix Herrera en efecto sugieren que la vida del partido socialista  no se extendió más allá de su manifiesto de fundación. En tal sentido, no podría afirmarse, como lo hacen algunos historiadores, que el partido comunista de Honduras fue fundado en 1927 con el nombre de partido socialista. Resulta más apropiado decir que el partido socialista Hondureño es un antecedente del partido comunista fundado posteriormente del cual Calix Herrera y Zoroastro Montes de Oca son figuras sobresalientes.”

De hecho, la visita de un representante de la III internacional, que visito Honduras en Mayo de 1930, después de evaluar el movimiento comunista hondureño rechazo la idea de que existiera un partido como tal en Honduras.

¿Cuándo fue fundado el partido comunista fidedignamente? Dejemos que uno de los informes cotejados por Rina Villar enviado a la Comintern por Ruiz Valdez (seudónimo Felipe Armando Amaya) en el año de 1930 nos devele el gran misterio: “el partido se fundó en el año de 1928 (Villars, 2010, págs. 123). Cuenta en la actualidad con 100 miembros. Tiene seis locales [seis locales] en: Tegucigalpa, San Pedro Sula, Progreso, Tela, La ceiba, Puerto Castilla.”

Lo cierto es que el libro de Rina Villars demuestra que el año de 1930 fue crucial para el partido comunista hondureño puesto que las relaciones  con las diferentes redes internacionales comunistas mantuvieron una dinámica de continuidad hasta la extinción del mismo en el año de 1935.

Dar consideraciones evaluando trabajos elaborados por años resulta sumamente injusto. Sin embargo, me gustaría dar mi opinión. El segundo partido comunista hondureño fue refundado el 10 de abril de 1954. Pero el mismo pasó por una etapa previa de configuración aglutinados en el partido democrático revolucionario hondureño (PDRH) hasta separarse de este en dicho año. El mismo estableció relaciones oficiales con la URSS hasta en 1957 (Cóello., 2005, pág. 33).

Consideraría injusto que las validaciones de fundación o refundación de los partidos comunistas hondureños estuvieran supeditados a la concreción de relaciones oficiales con la extinta URSS, o en su defecto, con las organizaciones subalternas del comunismo internacional como ser el buro del caribe, socorro rojo internacional (ISR), etc.

En conclusión, 1928 es el año de fundación local del primer partido comunista, y 1954 del segundo partido comunista de Honduras. No obstante, quienes aborden a posteriori estudios sobre estas organizaciones políticas debe de considerar que ambos transitaron por etapas formativas, lo cual es válido.

Actores políticos, movimientos sociales, y el partido comunista de Honduras (1927-35)

Hemos discutido como las ciencias sociales han contribuido a matizar la historia del primer PCH estudiando diferentes problemáticas sociales. Los trabajos más importantes son los de Rina Villars quien dedico especial atención a líderes comunistas como ser; Graciela García, Juan Pablo Wainwright y Manuel Cálix Herrera.

Igualmente hemos discutido sobre la fundación del primer partido comunista de Honduras. Quisiera hacer una breve lectura de las tensiones políticas en la que se verán involucrados actores políticos, movimientos sociales y el partido comunista en su afán de promover la lucha de clases en Honduras.

Analizar la dinámica de una perspectiva del conflicto, resulta enriquecedor pues se develan las formas empleados por los actores involucrados. Por un lado, unos en su afán de mantener las relaciones de poder, y los otros, por sostener una política de beligerancia. Aunque en la actualidad la sociología histórica (perspectivas como la elección racional, movilización de recursos) mantiene una reputación, su servidor mantiene una posición crítica.

Las ideas comunistas en nuestro país no fueron concebidas en las cátedras universitarias, ni por intelectuales destacados como José Ingenieros en Argentina o Mariátegui en Perú. Llegaron ligadas a la circulación de propaganda, libros, redes comunistas, y la pujanza de la primera ola revolucionaria entre 1917-19. Felipe Armando Amaya llega a Tegucigalpa a principios del veinte captado por la ideología marxista en su estadía en EUA (Villars, 1991, págs. 29-30).

Desde que los comunistas hondureños asumieron una posición organizativa y política comenzaron –como dicen los sociólogos racionalistas estadounidenses– a emplear una movilización de recursos para la contienda política se esforzaron por constituir algunas líneas de acción: prensa revolucionaria, introducción de organizativa clasista en el movimiento obrero, captación del movimiento obrero, agendas sociales, asistencia cultural, participación política orgánica, fundación del partido comunista hondureña.

La forma de llevar a cabo estos movimientos no se dieron de manera ordenada. Los comunistas antes de organizar su partido empezaron por mantener un grado de influencia en la primera forma organizativa obrera de nuestro país, es decir, la federación obrera hondureña (FOH).

Por ejemplo, cuando la COCA busco organizar un congreso constitutivo con miras a redactar la constitución obrera de la FOH en el año de 1926, dentro de los redactores encontramos a Montes de Oca fundador del partido socialista hondureño junto con Calix Herrera. La fundación del partido socialista estuvo acompañado de un órgano de difusión: El forjador.

Desde que los líderes comunistas manifestaron un plan acción contrario a la jerga tradicional liberal de la época, algunos actores iniciaron una campaña de hostigamiento. Entre estos tenemos: el estado, la iglesia, los representantes consulares de EUA,  las compañías bananeras, una parte del sector obrero organizado aglutinado en la federación obrera hondureña (FOH). 

El cuestionamiento de estos sectores –unos en pleno desarrollo de relaciones de hegemonía (influencia de EUA y sus compañías bananeras, elites políticas), otros de dependencia (subalternos) – hacia las ideas comunistas va generar uno de los fenómenos particulares de la sociedad hondureña en forma de antecedentes: la cultura política  anticomunista.

Las ideas liberales contribuyeron a la formación de al mito de la sociedad imaginada durante todo un siglo: el XIX. La elite política local, la iglesia vieron como un peligro el desarrollo de estas ideas en las clases subalternas. ¿Qué acciones llevaron los actores sociales contra los comunistas hondureños? La movilización de recursos del lado del poder consistió en: espionaje (tanto del estado, compañías bananeras, y la embajada de EUA), represión, seguimientos, estigmatización, sabotaje, etc.

Pasare a describir algunos ejemplos que me ayuden asentar lo dicho en líneas anteriores. El 1 de Mayo de 1928 Manuel Calix junto con otros comparsas lanzaron un manifiesto que resulto escandaloso para los directivos de la FOH. El mismo se adjudicó a un tal grupo denominado izquierda revolucionaria. Los directivos de la FOH, hicieron las correspondientes averiguaciones en el cual, Manuel Cálix Herrera aparece como el autor de dicho manifiesto.

En una memoria publicada por la FOH nos dice “el consejo no podía permanecer indiferente, pues era el primer brote comunista que se presentaba para la desorganización del obrerismo hondureño.” La FOH hizo mella de sus influencias y termino expulsando a Manuel Cálix Herrera. Considero que el trabajo de Mario Posas es el que mejor evaluó los altercados entre la FOH y los comunistas quienes en 1929 logran establecer la segunda organización obrera del país: federación sindical hondureña (FSH).

La iglesia también hizo su parte. En el año 1931, el controvertido  arzobispo Agustín Hombach lanzo acusaciones (Villars, 1991, págs. 62-64) contra la escuela nocturna “María Guadalupe Reyes de Carias” dirigida por la sociedad cultura femenina aludiendo que esta escuela era un “centro de propaganda comunista y antro de las ideas bolcheviques.” Graciela García también fue objeto de ataques a quien el arzobispo llamo “agente del soviet” y “comunista hasta la medula.” Estos acontecimientos surgieron en plena semana santa del año de 1931.

La prensa hondureña también contribuyo a estigmatizar a los comunistas. El diario sol –dirigido por Julián López Pineda– mantuvo en sus editoriales una línea dura contra los comunistas. No me es posible ilustrar en este ensayo. Sin embargo, me gustaría presentar en un cuadro los diarios que circulaban en la época, junto con los de los comunistas.

Diarios nacionales (1927-35)Diarios de los comunistas
Diario el Sol El cronista Orientación obrera El cuarto poder de SPS El constitucional El nacional de SPS La época Orientación obrera (órgano oficial de la FOH)El martillo 1929El trabajador hondureño 1929-30El forjador 1927Justicia 1932 Actividades de propaganda: Tela, Ceiba, SPS, Puerto Cortes, Tegucigalpa

Cuadro 1.1

La desventaja mediática es obvia, puesto que mientras la prensa nacional es legal y de compadrazgo con los gobiernos de turno, en algunos momentos la prensa comunistas fue clausurada, sus imprentas confiscadas, etc. Por ejemplo, cuando Manuel Cálix Herrera fundo el partido socialista hondureño en 1927 trabajo por comprar una imprenta y publicar el diario El Forjador.

Años más tarde el autor denunciara en El martillo que dicho semanario fue “matado de orden del presidente Barahona (Villars, 2010, págs. 64-66). En un informe enviado por Wainwright al buro del caribe (Villars, 2010, págs. 92) narra las dificultades que tuvieron para publicar El trabajador hondureño en 1930.

“De las siete (imprentas) que habían en SPS solamente una, que era propiedad del cónsul del Salvador que quiso imprimirlo. Se llevó el material de la imprenta para que se sacara mil copias del periódico, pero cuando las primeras páginas se habían impreso y las otras dos estaban a punto de imprimirse, la policía por órdenes del gobernador del departamento [Cortes] entro a la imprenta y se llevó el material que no había sido editado.”

Le he dado importancia a las actividades de propaganda mediática de la izquierda, no porque fue determinante en el adiestramiento de las masas sino por la persecución y el miedo imaginado que despertó a las autoridades consulares de EUA, las bananeras, y la prensa local que los veía con desdén al mantener un discurso diferencial al de ellos.

Sobre la movilización de recursos del estado, la embajada de EUA, y las bananeras, podría decir que trabajaron en conjunto en desmantelar el fantasma del comunismo en Honduras. Los presidentes que lidiaron con los comunistas fueron Miguel Paz Barahona (1925-29), Vicente Mejía Colindres (1929-32) y Tiburcio Carias Andino (1933-49).

Vicente Mejía tuvo dos episodios amargos para los comunistas pues entre Junio y Julio de 1930 desato lo que Wainwright denomino la cacería roja y su reacción frente a la huelga de 1932  donde radicalizo las medidas contra los comunistas, apresándolos, expulsando a los extranjeros, y esparciendo a los locales a diferentes partes del país. Invito al lector a observar en el siguiente en el cuadro 1.2 las veces en que estuvo preso Manuel Cálix Herrera siendo una de las caras más visibles.

Arrestos a Manuel Cálix Herrera entre 1927-32Sobrenombres o Alias
En 1927 en noviembre castigo ingresar como soldadoArrestado en puerto Cortes Agosto de 1928En 1929 Junio y Julio expulsado  de Tela y llevado a pie a Tegucigalpa 1930 llevado a Tegucigalpa de sps cacería roja1932 enviado a Roatán debido a la huelga de 1932.El muy bien conocido comunista  Cacique de los bolcheviques hondureños Fanático comunista

Cuadro 1.2

Las arbitrariedades a las que fueron sometidos los comunistas hondureños fue por predicar una ideología comunista (extraña y peligrosa para la decimonónica y liberal clase política hondureña), el miedo infundado que le causo el triunfo de la revolución de Octubre al mundo occidental y por mantener una agenda social que podríamos resumir en la propuesta de ley del trabajo presentada en 1930 a través de la federación sindical hondureña la cual nunca tuvo eco en el congreso nacional para ser discutida.

                         El ocaso de una generación (1932-35)        

Entre 1928-1935, el partido comunista causo tanto revuelo en nuestro país, cuando fríamente no represento nunca una amenaza para las los grupos de poder. Conto apenas con 100 miembros oficiales del partido, controlaba apenas 1000 personas de los obreros pertenecientes a FSH, y en las elecciones de 1932 no superó los 700 votos según el informe más pesimista y 1000 en el informe más positivo.

La guerra civil de 1932 y las consecuencias subsiguientes llevaron al poder a Tiburcio Carias Andino quien sometió a una represión a todo aquello que tuviera la etiqueta de organización. Al empezar el estudio de esta temática (el comunismo en Honduras) me impresiono como queda en la memoria de Graciela una amenaza que Carias Andino le hizo diciéndole lo siguiente “Yo no permitiré que en el país se propaguen ideas traídas de otros países, por ociosos castigare a los agitadores o los enviare a la cárcel o fuera de Honduras como me lo dijo en Zambrano.”

Carias Andino cumplió la amenaza hecha a Graciela García a quien hostigo junto con su esposo José García Lardizábal hasta su expulsión en 1944. La misma suerte corrieron otros comunistas. Felipe Fernando Amaya murió enfermo después de haber estado preso en la costa norte en el año de 1935. Manuel Calix reportaba al buro del Caribe en Febrero de 1934 lo siguiente:

“Yo compañeros, muy poco puedo hacer por mi enfermedad, y en estos días me iré a un lugar de clima frio, donde pueda vivir un poco. En Marzo del mismo año reportaba (Villars, 2010, págs. 158) que la enfermedad desarrollada era hepatización pulmonar, es decir tuberculosis y reportaba lo siguiente “quería decirles francamente, que aquí marchamos muy mal por falta de un dirigente. Yo lo único que hago es enviar alguna correspondencia a los núcleos en nombre del CC. Este CC no existe más que nominalmente; sino viene un compañero dirigente tendremos que estar algún tiempo en este estado de paralización. Si esto no cambia es seguro que lo único que puedo hacer es regar la literatura que el buró nos proporciona.”

Manuel Calix muere en Juticalpa a las siete de la mañana en una rancha regalada por su primo Felipe Cálix Turcios a quien Rina Villars entrevisto oportunamente. Al morir Felipe Amaya, Manuel Cálix la beligerancia del partido decayó totalmente. El ascenso que tuvo la izquierda entre 1928-32 en materia de organización a los obreros del enclave, de crecimiento numérico, de agitación social fue fundamental. Antropológicamente hablando los buenos agitadores sociales se caracterizan por mantener sus ideales abnegadamente.

En conclusión, he querido demostrar como los estudios desde las ciencias sociales en un primer momento (entre 1971-91) en Honduras trazaron algunos fragmentos de la historia del primer partido comunista de Honduras, estudiando ciertas problemáticas sociales como ser: sociedades artesanales, movimiento obrero, biografías, autografías, seguridad social, entre otros.

También he querido resaltar a Graciela García por introducir problemáticas en sus últimos años a la historiografía del istmo y de nuestro país. Su publicación de 1971 Páginas de lucha revolucionaria en Centroamérica (y otras) generaron un debate.

He querido destacar el valor metodológico y de fuentes que ha trabajado por años por Rina Villars: porque quiero seguir viviendo y lealtad y rebeldía. A pesar de ser ella una lingüista, sus trabajos no tienen nada que envidiarle a los de nuestros historiadores profesionales nacionales. Sin duda, algo en que debemos meditar las nuevas generaciones de historiadores.

También he tratado de hacer una lectura sobre los actores sociales que mantuvieron una posición crítica de los comunistas, utilizando el término de movilización de recursos con cierto sentido de sospecha. ¿En qué sentido? Porque, no comparto parte del anglo centrismo racionalista de esta perspectiva sociológica, muy en boga en los círculos académicos, que en muchas ocasiones parecen estar más preocupados por evidenciar el modus operandi de los movimientos sociales relativizando el otro lado del conflicto: el del poder. Espero mejorar este ensayo, pues mi novatez será notoria a los profesionales que lo lean. No obstante, como muchos espero estar atento de las críticas para poder superarme a mí mismo.

Referencias

Acuña, V. H. (1994). Historia general de Centroamerica: las republicas agroexportadoras. San Jose, Costa Rica: Flacso.

Amaya, J. M. (2017). Rojo: memoria de la lucha comunista en Honduras a partir de las ilustraciones del semanario Patria. Tegucigalpa, Honduras: Impresiones Padilla.

Argueta, M. R. (1992). Historia de los sin historia. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Cóello., E. A. (2005). La izquierda hondureña en la década de los ochenta. Tegucigalpa, Honduras: Guardabarranco.

Garcia, G. (1981). En las trincheras por las luchas del socialismo. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

García, G. (1981). Páginas de lucha revolucionaria en Centroamerica . Honduras: Guaymuras.

Martinez, Y. (2015). La seguridad social en Honduras: actores sociopolíticos, institucionalidad y raíces historicas de su crisi. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Meza, V. (1980). Historia del movimiento obrero hondureño. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Posas, M. (1978). Las sociedades artesanales y los origenes del movimiento obrero. Tegucigalpa: ESP Honduras.

Posas, M. (1994). Historia general de Centroamerica: las republicas exportadoras. San Jose: Flacso.

Villars, R. (1991). Porque quiero seguir viviendo: habla Graciela García. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Villars, R. (2010). Lealtad y rebeldía: la vida de Juan Pablo Wainwright. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.


[1] Valle, Rafael Heliodoro, Heliodoro traza la silueta del líder comunista de Juan Pablo Wainwright. Revista Tegucigalpa. N. 300, serie 75, 9 de Octubre de 1932, p. 8.

[2] Oquelí, Ramón. Un señor Juan Pablo Wainwright. Revista Ariel, Tegucigalpa. Mayo- Junio 1974.

[3]  El Dr. Marvin Barahona quien ha escrito problemáticas relacionados con el partido comunista como ser: Memorias de un comunista, y El silencio quedo atrás para citar algunos trabajos.

[4]  Mejía, Medardo, Poema publicado en revista Ariel, Tegucigalpa, n° 255, Abril 1973, pp. 23-25.

El laberinto de la soledad. II. Mascaras mexicanas. Octavio Paz. 1950

Corazón apasionado/disimula tu tristeza. Canción popular

VIEJO O ADOLESCENTE , criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación.

Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras.

Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: «al buen entendedor pocas palabras».

En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la «hombría» consiste en no «rajarse» nunca. Los que se «abren» son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición.

El mexicano puede doblarse, humillarse, «agacharse», pero no «rajarse», esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El «rajado» es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su «rajada», herida que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa.

Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una dimisión de nuestra hombría.

Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se «abre», abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos.

Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; «me he vendido con Fulano», decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece.

Esto es, nos hemos «rajado», alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.

Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El «macho» es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía.

La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez yCuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.

La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como amor a la Forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden.

El mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas políticas prueba hasta qué punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en formulista.

Y es explicable. El orden —-jurídico, social, religioso o artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la Forma.

Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima, por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro Romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por las fórmulas —sociales, morales y burocráticas—, son otras tantas expresiones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama.

A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1910. En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga.

Pocas veces la Forma ha sido una creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.

La preferencia por la Forma, inclusive vacía de contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad.

Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de un gran Sí a la historia y a las pasiones.

Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, un estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos.

Más tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto, y el mal y el bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema. En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira: ¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí.

Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en el El gesticulador.

En el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe y perdona. Al sustituir los valores vitales y románticos de Lope por los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma nuestra singularidad frente a la de los españoles. Los valores que postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo burgués.

No expresan nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son Formas que no hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí mexicano y no una afirmación intelectual, vacía de nuestras particularidades. La Revolución mexicana, al descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de los mexicanos, creó la nueva poesía.

Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros.

Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo, característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud —a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro ser.

Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar, ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las cercas de órganos y cactos que separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.

Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor — que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que «depositaria» de ciertos valores.

Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.

En otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo. En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en otros, se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo exterior.

Ante el escarceo erótico, debe ser «decente»; ante la adversidad, «sufrida». En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del «macho», tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que va desde el pudor y la «decencia» hasta el estoicismo, la resignación y la impasibilidad.

La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: «la mujer en casa y con la pata rota» y «entre santa y santo, pared de cal y canto».

La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el «freno de la religión». De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras —y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser oscuro, secreto y pasivo.

No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal, y en este hecho radica su imposibilidad de tener una vida personal. Ser ella misma, dueña de su deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español —como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al mundo natural.

Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En este sentido, no tiene deseos propios.

Las norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos, pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo —y, con más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al negarse, reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene voluntad.

Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta. Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su espíritu o del movimiento de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén.

El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su imaginación. Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es dueña de fuerzas magnéticas, cuya eficacia y poder crecen a medida que el foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil sol secreto.

Esta concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta— no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y la dulzura.

Todos cuidamos que nadie «falte al respeto a las señoras», noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las asperezas de nuestras relaciones de «hombre a hombre». Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese «respeto» es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen.

Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos «respeto» (que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que oculte nuestra intimidad?

Ni la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía «abierta» como por su situación social —depositaria de la honra, a la española— está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser «rajado», abierto.

Mas, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la «sufrida mujer mexicana». El ídolo —siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se transforma en víctima, pero en víctima endurecida e insensible al sufrimiento, encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona «sufrida» es menos sensible al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles y estoicas.

Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos, recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos atributos del hombre.

Es curioso advertir que la imagen de la «mala mujer» casi siempre se presenta acompañada de la idea de actividad. A la inversa de la «abnegada madre», de la «novia que espera» y del ídolo hermético, seres estáticos, la «mala» va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por un mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en ella y acaban por petrificar su alma. La «mala» es dura, impía, independiente, como el «macho». Por caminos distintos, ella también trasciende su fisiología y se cierra al mundo.

Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degradado y abyecto.

El juego de los «albures» —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las palabras de su enemigo.

Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente agresivas; el perdidoso es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de los espectadores.

Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es «no abrirse» y, simultáneamente, rajar, herir al contrario.

M E PARECE que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter «cerrado» de nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad, sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta habituales.

Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultamos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.

El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por artística, de la realidad.  Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser.

Simulando, nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se funde con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio, un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo y se transforma en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución.

Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas refinadas de la mentira. Cuando nos enamoramos nos «abrimos», mostramos nuestra intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a la contemplación de la mujer —y de sí mismo—. Al mostrarse, invita a que lo contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La mirada ajena ya no lo desnuda; lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo y pretender que se le mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su verdadero ser, lo sustituye por una imagen. Substrae su intimidad, que se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más contemplación y piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que la contempla.

En todos los tiempos y en todos los climas las relaciones humanas —y especialmente las amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas. Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos.

Asimismo, es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante.

Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí que la imagen del amante afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se confunda con la del hombre que se vale de sus sentimientos —reales o inventados— para obtener a la mujer.

La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen.

Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último de su personalidad.

SIMULAR ES inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacer invisible, pasar desapercibido —sin renunciar a su ser—. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo.

Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se abre el pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar:

Y es tanta la tiranía

de esta disimulación

que aunque de raros anhelos

se me hincha el corazón,

tengo miradas de reto

y voz de resignación.

Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de Reyes, que cantar quedo, pues «entre dientes mal se oyen palabras de rebelión». El mundo colonial ha desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del campo suele decir «Disimule usted, señor». Y disimulamos. Nos disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.

En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por aboliría; y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el todo, a la manera panteísta, ni que un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto determinado.

Roger Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de protección contra las amenazas virtuales que pululan en el mundo externo. A veces los insectos se «hacen los muertos» o imitan las formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la inercia del espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo, de la vida— es común a todos los seres y el hecho de que se exprese como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.

Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la de la muerte o la del espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos.

Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: «¿Quién anda por ahí?» Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: «No es nadie, señor, soy yo».

No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.

Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre. Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.

Sería un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento.

Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador, y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la Historia.

José Luis González

(Santo Domingo, 1926 – México, 1997) Escritor puertorriqueño. Marxista militante y partidario activo de la independencia de Puerto Rico, su producción narrativa refleja los problemas de las clases menos favorecidas de su país.

La primera infancia de José Luis González transcurrió en la República Dominicana, hasta que la llegada al poder del dictador Rafael Leónidas Trujillo (1930) obligó a toda la familia a trasladarse a Puerto Rico, donde recibió su formación primaria y secundaria y se licenció por la Universidad de Puerto Rico (más tarde obtendría en México el doctorado en Filosofía y Letras).

Al tiempo que realizaba sus estudios, se inició en la literatura con el volumen de narraciones breves En la sombra (1943), obra a la que pronto se sumaron otras dos recopilaciones de relatos: Cinco cuentos de sangre (1945), libro premiado por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, y El hombre de la calle (1948). A finales de los cuarenta se trasladó a los Estados Unidos; fijó su residencia en Nueva York y amplió sus estudios. Por esa época recibió el influjo de narradores norteamericanos y europeos (Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Franz Kafka o Jean Paul Sartre), que marcaron su producción.

El precoz reconocimiento que recayó sobre la figura de José Luis González pronto se vio perjudicado por su postura política. Desde 1943 se había convertido en uno de los primeros intelectuales puertorriqueños que hacía profesión pública de su adhesión al marxismo. Ello le condujo a un período de exilio en el que se acentuó su obsesión por los espacios y tiempos fragmentarios, rotos por continuos desplazamientos. La experiencia de la salida forzosa de la isla se convirtió también en su obra en una constante preocupación temática.

El exilio se inició en 1950, cuando José Luis González, entonces militante del Partido Comunista, se desplazó hasta Checoslovaquia para participar en un congreso marxista como delegado estudiantil. Durante su ausencia se desató una ola de represión política que obligó a González a permanecer durante tres años en Europa. Su situación política empeoró a partir 1953: con la creación del Estado Libre Asociado, la «caza de brujas» impulsada por el senador McCarthy emprendió en el país sus persecuciones anticomunistas.

José Luis González hubo de marchar a México, donde compondría y publicaría la mayor parte de su obra. Las autoridades de Inmigración, dependientes de la administración estadounidense, le negaron el regreso durante más de veinte años. Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1955, y se ganó la vida como editor y traductor de obras relacionadas con la política (como las biografías de Stalin y Trotski), la historia de la filosofía y la crítica literaria. Posteriormente se doctoró con una tesis titulada Literatura y sociedad en Puerto Rico. De los cronistas de Indias a la generación del 98 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que fue catedrático.

En la década de los años setenta José Luis González pudo, finalmente, regresar a Puerto Rico, donde se le reconoció como destacado creador en narrativa breve, sobre todo gracias a sus obras El hombre de la calle (1948) y En este lado (1954), en las que era bien patente el modelo de prosa que había desarrollado José Luis González: historias sucintas, con atención primordial a los núcleos básicos de la narración y escasos alardes descriptivos.

El desamparo de las clases humildes y el desarraigo de los emigrantes antillanos sobresalen entre sus constantes temáticas. En 1950 publicó una de sus novelas cortas más destacadas, Paisa, una narración realista de fondo socio-político. Su prestigio le valió ser incluido por René Marqués en su muestra antológica titulada Cuentos puertorriqueños de hoy (1959).

Mambrú se fue a la guerra (1972) es una recopilación de novelas cortas que supuso su regreso a la ficción novelesca después de un largo silencio. Un año después, José Luis González publicó dos antologías de sus relatos, tituladas En Nueva York y otras desgracias (1973) y Cuento de cuentos y once más (1973). En 1978 publicó la novela Balada de otro tiempo (1978), una obra ambiciosa que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.

Le siguieron la obra favorita del autor, La llegada (1980), una «crónica con ficción» (según reza su subtítulo), y un nuevo volumen de cuentos, Las caricias del tigre (1984). Con posterioridad publicó el ensayo Nueva visita al cuarto piso (1986), la biografía La luna no era de queso: memorias de infancia (1988), una Antología personal (1990) y la recopilación definitiva de todas sus narraciones breves en Todos los cuentos (1992).

César Andreu Iglesias: la esperanza en la derrota

Los derrotados, de César Andreu Iglesias (1915-1976), se publicó por primera vez en 1956. Es una novela sobre la esperanza en medio de la derrota política. Fue escrita por un intelectual comunista puertorriqueño en los años en que estaba siendo procesado por las represivas leyes del macartismo. Junto a su familia, Andreu se había refugiado en Las Indieras de Maricao, en una especie de exilio interno. Tenía razón de sobra para buscar refugio, tanto por la persecución política que imperaba en la isla como por su propia relación conflictiva al interior del Partido Comunista[1].

Andreu se sabía vigilado por la policía puertorriqueña y por las agencias de espionaje del gobierno federal de los Estados Unidos. No es difícil percibir resonancias personales en el título de la novela. En las montañas remotas de la vieja región cafetalera, el escritor marxista parecía haber logrado el sosiego necesario para la reflexión y la escritura.

Andreu encontró en aquel refugio la distancia crítica que puede ofrecernos la literatura, y completó su primera novela, Los derrotados. Había descubierto dentro de sí la fuerza que le impelía hacia adelante. La voluntad permanente de recomenzar la lucha nos recuerda la imagen de Sísifo en la que insistió Albert Camus. En ese sentido, pienso que es necesario detenerse en las estrofas que Andreu escogió como epígrafe para Los derrotados.

Son versos de Arthur Hugh Clough –poeta de la Inglaterra victoriana (1819-1861)– que se centran en la renovación y en la esperanza. A título de epígrafe, aquellos versos anticipaban la tesis propuesta por Andreu: “No digáis que la lucha no adelanta, / que el afán y los golpes son en vano, / que el enemigo no cede ni se rinde, / que nada cambia, que todo permanece” (Say not the struggle naught availeth, / The labor and the wounds are vain, / The enemy faints not, nor faileth, / And as things have been, they remain)[2]].

Los derrotados fue un intento de mostrar, a través de la ficción, los fundamentos culturales y los dilemas éticos de la vida política. Fue también un esfuerzo por encontrar la clave para descifrar el enigma de una relación colonial particularmente compleja, así como las tensiones y las discrepancias entre nacionalistas y comunistas puertorriqueños.

En la novela Andreu no ofrece una crítica directa del Partido Comunista, del que había sido presidente. Lo que emerge con fuerza es la sensación de fracaso que pesaba sobre los opositores radicales de la colonia, a la vez que la terca fe de Andreu en la posibilidad de nuevos comienzos. Prácticamente todos los personajes, tanto mujeres como hombres, parecen prisioneros de códigos y valores rígidamente definidos.

La prisión que aparece al final no es la única imagen carcelaria de la novela. Sin embargo, a medida que los protagonistas se enfrentan a nuevos desafíos, el autor parece decir que las experiencias vividas les permiten cobrar conciencia y resistir a la condición colonial. Esos saberes pueden ayudar en las luchas anticoloniales futuras. Entender esas luchas conlleva, no obstante, la necesidad de reconocer su potencial destructivo. Un sentido de derrota, sí, pero también es, tomando prestada la bellísima frase de Albert O. Hirschman, a bias for hope, un “prejuicio a favor de la esperanza”.

Esas palabras resumen la relación dialéctica que le imprime una cierta ambigüedad a Los derrotados.

Andreu no quería borrar las líneas entre ficción y crónica histórica. Sin embargo, sí siguió algunas convenciones de lo que solemos llamar realismo. Los personajes se mueven en un espacio y un tiempo específicos[[3]].

Los personajes históricos casi nunca aparecen con nombre y apellido. Pero hay algunas excepciones: el líder radical nacionalista Pedro Albizu Campos (1891-1965), cuyos discursos y oratoria sumamente impactantes son recordados por los protagonistas; Luis Muñoz Marín (1898-1980), líder carismático que en los tiempos evocados por la trama de la novela ya era gobernador del Estado Libre Asociado; y algunas figuras históricas como Ramón Emeterio Betances, José de Diego y Luis Llorens Torres.

Por contraste, abundan las referencias a lugares concretos con nombre propio, situados en geografías reconocibles, desde las calles del viejo San Juan hasta las urbanizaciones modernas, el barrio obrero de Villa Palmeras, la carretera de Caguas, Maricao, o incluso la ciudad de Nueva York. También abundan las alusiones a los anuncios comerciales de la radio local, a la comida, a la cultura del litoral, a marinos estadounidenses que poblaban los bares y prostíbulos, o a la desolada realidad de la cárcel La Princesa en San Juan.

Marcos Vega, el protagonista, era un viajante de profesión que recorre la isla hasta llegar a la hacienda cafetalera de Maricao. Los personajes quedan enmarcados en su ambiente, en el terreno público y en el privado.

Andreu va construyendo de forma gradual un retrato de Puerto Rico en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el país de los triunfos políticos consecutivos de Muñoz Marín y del establecimiento del Estado Libre Asociado (1952). Un Puerto Rico que sufría la represión que siguió a la insurrección de 1950 y al atentado de 1954 en contra del Congreso de los Estados Unidos, ambos llevados a cabo por militantes del Partido Nacionalista de Albizu Campos. Uno de los aspectos de la novela que merece nuestra atención es la insistencia de Andreu en la necesidad del debate, su esfuerzo por abrir la posibilidad de una reflexión crítica, no solo en torno al carácter específico del imperialismo estadounidense, sino también sobre las debilidades y los fracasos de las izquierdas puertorriqueñas.

Releyendo Los derrotados en la excelente traducción al inglés de Sidney W. Mintz, queda claro una vez más que no es posible narrar la historia de Puerto Rico en el siglo XX –ni de su política y su cultura– sin incluir a nacionalistas, independentistas y comunistas. Contar esa historia requiere repensar el significado que dichas palabras e identidades tenían para los puertorriqueños y las puertorriqueñas que se involucraron en la lucha, incluidas sus contradicciones.

La década de 1950, cuando se publicó originalmente la novela, fue un tiempo de conversiones, complicidades y maquinaciones políticas que hicieron posible nuevas alianzas pero también ponían a prueba las lealtades.

Fue un tiempo en el que los disidentes fueron criminalizados, cooptados, y, con frecuencia, silenciados. Pero también fue un período en que el Partido Independentista Puertorriqueño, bajo el liderazgo de Gilberto Concepción de Gracia (1909-1968), se convirtió en una vibrante fuerza política que participó en el sistema electoral y en la legislatura.

Por otro lado, y durante esos mismos años de la Guerra Fría, oleadas de migrantes puertorriqueños estaban creando para sí mismos nuevas identidades culturales, sociales y políticas, tanto en Nueva York como a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos.

Lo que demuestra la novela convincentemente es que el clima político –tanto en las ciudades como en las zonas rurales de la isla– había cambiado, y que se necesitaban nuevas alianzas y nuevas formas de pensar el presente. Para Andreu, la idea de liberación implicaba necesariamente ir más allá del imaginario tradicional del Estado-nación. No obstante, el novelista estaba en contra de la idea, sostenida por Muñoz Marín y sus seguidores, de que el Estado-nación era un “anacronismo” que debería ser superado en nombre del progreso.

Andreu nunca abandonó su creencia en el socialismo y en la independencia, a pesar de los riesgos que corría. Al mismo tiempo, tuvo la valentía de seguir provocando debates internos con otros independentistas. Al igual que ellos, él, como intelectual de izquierda, se identificaba con una tradición revolucionaria que tenía su origen el siglo XIX, y en la figura de Ramón Emeterio Betances. Paralelamente, se inscribía en una tradición literaria que había ido adquiriendo forma a lo largo del siglo XX.

Andreu había pasado la mayor parte de su vida en Puerto Rico. Vivió una serie de transformaciones políticas que habían representado puntos de inflexión en la larga historia de la isla, y con los que se seguiría identificando durante el resto de su vida. De ello solo puedo dar aquí una visión muy esquemática. Tenía apenas dos años cuando, en 1917, el Congreso de los Estados Unidos impuso la ciudadanía a los puertorriqueños; una ciudadanía que ha sido continuamente disputada, a pesar de seguir siendo para muchos un símbolo de unidad[[4]].

De joven, Andreu fue testigo del empobrecimiento de Puerto Rico como colonia azucarera dominada por los Estados Unidos, así como de la proliferación del descontento social. En los años 30, se materializaron importantes momentos y movimientos de oposición, en los cuales se destacaron los militantes nacionalistas y socialistas como fuerzas políticas plenamente organizadas. Tres acontecimientos que parecían poner en jaque al poder imperial fueron centrales en el aprendizaje intelectual y político de Andreu.

El primero corresponde al surgimiento de Pedro Albizu Campos como dirigente del partido Nacionalista. El segundo fue la fundación del Partido Comunista de Puerto Rico en 1934. El tercero fue la Masacre de Ponce en 1937.

En el transcurso de la década que se inicia en 1930, el Imperio estadounidense marcó de forma indeleble a la cultura y la sociedad puertorriqueñas, dividiendo a sus ciudadanos.

Simultáneamente, se fue creando un contexto en el cual el surgimiento de un movimiento de autodeterminación nacional parecía posible. Había indicios de que se abrían grietas en el poder político y militar que había dominado desde 1898. Lo más notable era la manera en la que los nuevos movimientos nacionalistas y socialistas colaboraban entre sí, marcando el imaginario político de la juventud. Como miembro de esa nueva generación, el joven Andreu se sintió atraído por las luchas obreras y los movimientos sindicalistas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte del ejército de los Estados Unidos.

Durante esos años vio el ascenso de Muñoz Marín y la estabilización del Partido Popular Democrático, el cual se mantuvo en el poder hasta 1968. Finalmente, experimentó de primera mano la represión ejercida contra nacionalistas, independentistas y comunistas en

los años del macartismo, y en particular, después de la insurrección de 1950 y el ataque al Congreso en el año 54. Todo ese entramado jugó un papel importantísimo en su formación y en su sensibilidad intelectual, tal como demuestra su obra ensayística y periodística.

La década de los 50 no fue la edad de la inocencia. Andreu estaba más que consciente de la vulnerabilidad de sus correligionarios anticolonialistas. El aparato de vigilancia del Imperio estadounidense los tenía a todos en la mira. Por otra parte, la retórica pro-yanqui era ensordecedora. Los derrotados nos obliga a imaginar la singularidad de aquel momento.

El paisaje que dibuja es como un retrato colectivo de un sector de la sociedad puertorriqueña. El retrato va surgiendo de la trama, de sus personajes, y de múltiples momentos de silencio y de espera. La novela nos dice mucho sobre lo que aconteció a vencedores y vencidos en la batalla por el futuro de la nación que se desató a finales de los años 40 y a principios de los 50.

También se ponen en primer plano las dudas de Andreu sobre el uso y la legitimación de la violencia para conseguir los objetivos políticos. Es un gran logro haber producido una ficción que plantea más interrogantes que respuestas. Las preguntas que se quedan sin responder aparecen sobre todo en los sueños o en las historias de personajes profundamente solitarios que nos revelan un territorio de sombras y conflictos con los que no podían bregar.

En ese sentido, es particularmente significativo cómo la trama mezcla preocupaciones íntimas y domésticas con cuestiones públicas. Se tematizan así tanto la ruptura entre lo público y lo privado como la necesidad de vincular el mundo de los afectos con el mundo de la política. La estructura de los capítulos parece seguir un esquema de enfrentamiento y colisión, tanto político como emocional, que sirve para centrar la mirada del lector.

Andreu utiliza las problemáticas sociales implícitas en el melodrama. Era un gesto innovador que iba en contra de quienes solo ven escapismos y vaguedades anti-históricas en dicho género.

La novela también cuenta una historia con sabor existencialista, acaso producto de la influencia de Jean-Paul Sartre. Todos los personajes se encuentran confinados por su condición social, su educación, o su género: todas y todos dejan ver su vulnerabilidad, su malestar y su frustración. El amor es casi imposible. Por todas partes reina el descontento y el resentimiento. El matrimonio de Marcos es visto como una forma de encarcelamiento que apunta a fracasos de otro tipo.

Los derrotados, como la filosofía de Richard Rorty, es un “espejo de la naturaleza”, es decir, de la naturaleza humana: espejo de las aspiraciones e ilusiones humanas, así como de sus tensiones y fracasos. Por otro lado, uno siente que Andreu está siempre presente en su escritura. La novela no es abiertamente autobiográfica, pero en sus retratos de la vida cotidiana sentimos constantemente la presencia del autor.

Los derrotados fue concebida como una ficción política que le permitía al autor posicionarse en el presente y fomentar el debate. Hoy, casi setenta años después, no puede leerse como una novela “histórica”. Sigue siendo importante por su propio valor y por las preguntas que hoy le formulemos, incluso sacándola fuera de contexto.

Hoy contamos, es cierto, con buena cantidad de archivos, relatos y estudios que pueden ayudar a entender mejor dicho período. Pero a pesar de la acumulación de conocimientos y de la riqueza de las reflexiones teóricas que se han elaborado, Los derrotados sigue siendo una fuente

5/9 valiosísima para acercarse a verdades que no podían ser dichas o que permanecían ocultas.

Andreu logró mantenerse, a la vez, dentro y fuera de su relato, una postura compleja que le permitió contemplarlo como novelista, con distancia crítica. En las descripciones minuciosas los personajes se encuentran en un paisaje urbano en intenso proceso de transformación, y en condiciones sociales creadas por cambios acelerados en el sistema de transporte y en los medios de comunicación.

Sobre todo, se encuentran cara a cara con cuestiones cruciales: el precio de la modernización, el significado de la libertad y de la muerte, la subordinación de la mujer ante el hombre, la represión sexual, y el culto a los héroes.

Los derrotados presenta también un contrapunto interesante a discusiones de aquellos años sobre la masculinidad y sobre la ansiedad en cuestiones de género y roles sociales.

Son cuestiones recurrentes en obras profundamente melancólicas de escritores como René Marqués (1919-1979), quien exploró el nacionalismo puertorriqueño, por ejemplo, en los relatos de Otro día nuestro (1955). Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Andreu es cómo logra cruzar la frontera entre géneros narrativos típicamente considerados “femeninos” –el melodrama o la novela rosa– y géneros estereotípicamente “masculinos”, como la novela y la película de acción.

Aunque la novela trata principalmente de los dilemas de Marcos, algunas de las escenas más impactantes son las que tienen lugar entre él y otros personajes masculinos y femeninos en el interior cerrado de una habitación. Hay una conexión directa entre género y lugar, como demuestran los desplazamientos de Delia.

La política se presenta como un mundo dominado por los hombres, con reconocimiento en el espacio público. Pero todas y cada una de las voces femeninas tienen una relevancia central: Sandra, la mujer de Marcos, Delia, su amante, Antonia, prostituta, María Encarnación, nacionalista resignada que idolatra al hombre que la rechaza, y Monse, nacionalista a quien se le prohíbe participar en el atentado por el hecho de ser mujer. Por otra parte, en Los derrotados se cuestiona continuamente si la pasión erótica personal puede o debe tener lugar en una vida marcada y regida por ilusiones heroicas.

Por otra parte, la novela narra cómo los hombres negocian entre sí sus ambiciones y preocupaciones políticas. Pero entre ellos hay muy poco espacio para el afecto, la intimidad, o incluso la confianza. En los personajes coexiste la necesidad de actuar con el deseo de escuchar sus propias voces, que incluyen recuerdos del proceso revolucionario, pero también sus pasiones, desvaríos y fantasmas. Queda así al descubierto una red de contradicciones que genera una cierta confusión.

La última parte de la novela, centrada en el fracaso de la conspiración nacionalista, está dominada cada vez más por la incertidumbre y la desconfianza que desde el comienzo amenaza la operación, algo que la sacralización patriótica no puede ocultar. Todo ello le añade complejidad a lo narrado.

Al fin y al cabo, los nacionalistas fueron derrotados. El reconocimiento de la derrota constituye el centro de esta conmovedora novela. No obstante, Andreu nos recuerda que sería una grave simplificación tachar de “patológicos” o “aberrantes” a los nacionalistas.

Desde su perspectiva, es central la noción de que la lucha no se agota con el colapso del Partido Nacionalista. En la novela, la creencia de los nacionalistas en la lucha heroica y en el sacrificio es, a la vez, verdadera y problemática. El relato concluye con un paralelismo.

Un joven nacionalista, Camuñas, muere en el atentado. Marcos sobrevive, pero en la cárcel es socialmente marginado. El viejo Bienvenido pierde todo sentido de lugar y de tiempo. A Andreu le preocupaban ante todo la ambivalencia y la fragilidad humanas frente a la lucha armada. Sin embargo, en el capítulo 20 –particularmente importante– encontramos una de las claves de su pensamiento. Se trata de la conocida parábola del sembrador: “La labor de sembrar no es menos labor por el hecho de que la semilla no germine”.

Contrario a muchas personas que leyeron Los derrotados como un ataque contra los nacionalistas, pienso que hoy podría leerse como una novela que intentaba reconciliar la conciencia escindida de los puertorriqueños. Era un acto de fe que suponía también un compromiso muy complejo: abandonar la visión redentorista del sacrificio para reemplazarla por una comprensión secular de lo político y por la creencia en que la justicia puede, en efecto, ser alcanzada.

Andreu entendía bien la amargura de la derrota. Pero queda claro lo que rechazaba, que en la novela se manifiesta a través de las metáforas de muerte-en-vida. El narrador lo enuncia con claridad: “A veces el vivir requiere más valor que el morir”. En las últimas escenas en la prisión, la visión de Marcos llega a ser más amplia, liberándolo de su anterior encierro en la intransigencia política.

Apoyado en un marxismo crítico, Andreu rechaza por ingenua toda fe en la mitología del progreso concebido como proceso lineal. Entendía, además, que la política no debe sustituir a la religión. Al mismo tiempo, juzgaba necesario reconocer que las experiencias cotidianas de los puertorriqueños en la posguerra exigían nuevas formas de concebir el presente. La novela cierra con una imagen esperanzadora: “[Marcos] levantó la vista al cielo. Estaba lleno de estrellas”.

Quizás aún no sepamos lo suficiente sobre la génesis de Los derrotados o sobre cómo el proceso mismo de narrar la historia haya transformado la mirada de su autor. Sí podemos especular que el trabajo de escritura de la novela tuvo que haber sido una experiencia liberadora para Andreu. Algo parecido ocurrió veinte años después con su edición de los manuscritos del tabaquero Bernardo Vega (1885-1965), que ahora forma parte de su obra y de su rico legado. Como su admirado Vega, cuyas Memorias logró editar poco antes de morir, Andreu estaba a la vanguardia de los movimientos socialistas e independentistas[[5]].

Al igual que Vega, era un militante infatigable, un editor original y un historiador del movimiento obrero puertorriqueño. Su meta siempre fue alentar a quienes dudaban de la importancia de su propia historia. Desde muy temprano Andreu se había volcado apasionadamente a luchas sociales que a su vez marcaron su pensamiento y sus escritos.

La política es algo omnipresente en su obra. La intensidad con que narra los debates entre nacionalistas y socialistas en Los derrotados es central en sus artículos periodísticos y en sus ensayos. Andreu era, simultáneamente, un creyente y un escéptico, un intelectual rebelde y desafiante, capaz de criticar –desde dentro– la cultura y las prácticas de las izquierdas.

Andreu valoraba enormemente la “misión” de la literatura, convicción compartida por otros escritores y artistas puertorriqueños contemporáneos –como Nilita Vientós Gastón, René Marqués, Margot Arce de Vázquez, Tomás Blanco, Luis Palés Matos, José Luis González, Pedro Juan Soto, Lorenzo Homar, y Rafael Tufiño. Durante aquella época emergían nuevas formas culturales en la colonia modernizada. Desde la literatura y el arte se estaba construyendo un innovador archivo de memorias que habían sido silenciadas. De hecho, Los derrotados fue publicada en México por primera vez en Los Presentes (1956), una pequeña editorial de izquierdas. El escritor José Luis González (1926-1996), amigo y camarada más joven, entonces exiliado en la capital mexicana, cumplió un rol decisivo en que se lograra esa publicación. Andreu y González tenían mucho en común.

González siempre se sintió endeudado intelectualmente con respecto a su amigo, y construyó buena parte de su propia obra sobre los fundamentos que de él había heredado. Ambos fueron críticos del uso indiscriminado de la violencia, y cuestionaron el culto a la muerte en las luchas políticas. Por otra parte, Andreu y González sufrieron las consecuencias de la vigilancia y la represión macartistas, pero a pesar de ello siempre manifestaron su apoyo incondicional a la independencia de Puerto Rico. Lucharon también por liberarse de la terrible herencia del racismo.

González sin duda tuvo muchos deseos de ver publicada la primera novela de su camarada. Andreu, a su vez, encontró en la ficción un modo de volver a empezar. Los derrotados tuvo una acogida crítica muy favorable por parte de la distinguidísima intelectual Nilita Vientós Gastón, y fue comentada por el propio González.

En 1957, la novela recibió el premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. En 1958 se publicó en serie en el periódico El Imparcial. Al menos dos ediciones más salieron a la luz (en 1964 y 1973). Pero desde entonces –con muy pocas excepciones– ha sido en buena medida ignorada.

Queda aún mucho por decir sobre Andreu, sobre su novela y sobre el período en que se escribió. Gracias a la fiel y bella traducción de Sidney W. Mintz al inglés, y a sus agudos comentarios, Andreu ha encontrado, en efecto, otros nuevos comienzos. La traducción de Mintz surge de décadas de inmersión en la vida puertorriqueña y caribeña, y de largas investigaciones como, por ejemplo, su clásico libro Worker in the Cane (1960). Mintz conocía íntimamente no solo a Puerto Rico y su lenguaje. Sabía también, como sugirió el crítico literario Mijail Bajtín, que las palabras en sí mismas “recuerdan” mundos anteriores y conservan modos de hablar.

No podría pensar en mejor traductor. Con su generosidad característica, Mintz escribió en su nota introductoria: “Los derrotados de esta novela están dominados por un deseo que no logran alcanzar. Pero creo que lo que los mueve a actuar es algo que todos debemos sopesar con genuina humildad”. Estamos en deuda con Mintz por estos nuevos comienzos.

Este volumen es un gran motivo para celebrar.

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NOTAS:

* Este ensayo se publicó por primera vez en inglés en el 2002 como “afterword” a la traducción de Sidney W. Mintz de Los derrotados (The Vanquished, The University of North Carolina Press, pp. 205-214). El ensayo ha sido traducido ahora por Diego Baena, en colaboración con Arcadio Díaz-Quiñones.

 

 

 

 

 


[1] Me ha sido indispensable la excelente y documentadísima biografía de Andreu escrita por Georg H. Fromm, César Andreu Iglesias: aproximación a su vida y obra (Rio Piedras: Ediciones Huracán, 1977).

[2] Andreu Iglesias tradujo estos versos para la segunda edición de la novela, en 1964. En la primera edición de 1956, el epígrafe aparecía solo en el original inglés.

[3] En la nota a la segunda edición, de 1964, Andreu escribe: “la trama de esta obra se desarrolla en Puerto Rico, en la época actual, con un trasfondo de acontecimientos históricos. Sin embargo, el argumento es puramente novelesco y sus personajes son hijos de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas es mera coincidencia”.

[4] Dos publicaciones recientes son imprescindibles: Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Juridical and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (Washington D.C.: American Psychological Association, 2000), y Christina Duffy Burnett y Burke Marshall, eds., Foreign in a Domestic Sense (Durham, N.C., Duke University Press, 2001).

[5] Véase la bellísima traducción al inglés de Juan Flores, Memoirs of Bernardo Vega (New York: Monthly Review Press, 1984). El prefacio de Flores a esa edición es particularmente iluminador.

Fragmentos globales: latinoamericanismo de segundo orden. Alberto Moreiras

1. El imaginario inmigrante

El ataque lanzado por James Petras y Morris Morley en 1990 contra los intelectuales institucionales latinoamericanos resulta injusto sólo en la medida en que se limita a los intelectuales institucionales latinoamericanos.

Al definirlos como aquellos que «trabajan y escriben dentro de los confines dados por otros intelectuales institucionales, sus patrones en el exterior, y sus conferencias internacionales, en cuanto ideólogos encargados de establecer las fronteras de la clase política liberal» (Petras/Morley 1990:152), Petras y Morley mientan en realidad las condiciones generales del pensamiento académico global en el mundo contemporáneo, con respecto a las cuales toda práctica ajena es práctica de negación y resistencia y por lo tanto todavía resulta marcada por ellas.

Las fronteras del neoliberalismo, como versión política del capitalismo global, son por otra parte difíciles de trazar, y decir que uno quiere salirse de ellas no equivale a hacerlo. Existe la necesidad de desarrollar un marco teórico coherente desde el cual la reflexión sobre constreñimientos pueda dar lugar a la reflexión sobre posibilidades.

En mi opinión, algunas de esas posibilidades pueden encontrarse en el espacio abierto por la aparente contradicción entre globalización tendencial y teorías regionales.

Dentro de los Estados Unidos el escenario institucional más obvio para ese conflicto es el aparato académico de los llamados “estudios de área».

Los estudios de área nunca fueron concebidos como teoría antiglobal. Por el contrario, en palabras de Vicente Rafael, «desde el fin de la segunda guerra mundial, los estudios de área han estado integrados en marcos institucionales más amplios, que van desde las universidades a las fundaciones, y que han hecho posible la reproducción de un estilo de conocimiento norteamericano orientado simultáneamente hacia la proliferación y el control de orientalismos y críticas a orientalismos» (Rafael 1994: 91).

Tal proyecto siguió una lógica integracionista en la que la “función conservadora» de los estudios de área, esto es, segregar diferencias, se hizo coincidir con su”función progresista», esto es, sistematizar la relación entre diferencias dentro de un conjunto flexible de prácticas disciplinarias bajo la supervisión de expertos vinculados entre sí por su búsqueda común de conocimiento total» (Ibid., 96).

De esa forma un proyecto secretamente imperial vino a unirse al proyecto epistémico de superficie: «el estudio disciplinado de los otros funciona en última instancia para mantener un orden nacional pensado como correlato del orden global» (Ibid., 97).

Para Rafael, sin embargo, la práctica tradicional de estudios de área está hoy amenazada por la entrada en escena de lo que llama el «imaginario inmigrante,» una de cuyas consecuencias es problematizar las relaciones espaciales entre centro y periferia, entre dentro y fuera, entre la localidad de producción de conocimiento y su lugar de intervención:

«Desde la descolonización, y frente al capitalismo global, las migraciones de masas, los regímenes laborales flexibles, y las invasoras tecnologías de telecomunicación, ha dejado de ser posible que los estudios de área sean meramente una empresa colonial que presume el control metropolitano sobre sus entidades administrativas discretas» (Ibid., 98, 103).

Aunque quizás todavía no en grado suficiente, el Latinoamericanismo norteamericano está ciertamente condicionado por los drásticos cambios demográficos y la inmigración latinoamericana masiva a Estados Unidos en décadas recientes, y no puede ya pretender ser una ocupación meramente epistémica con los “otros» situados más allá de las fronteras geográficas. Las fronteras se han desplazado hacia el norte y hacia adentro.

El imaginario inmigrante debe por lo tanto afectar y modificar las prácticas de conocimiento antes basadas en la necesidad nacional-imperial de conocer al otro, dado que tal otro es ahora en buena medida nosotros mismos o una parte considerable de nosotros mismos.

En palabras de Rafael, «la categoría del inmigrante  —en tránsito, atrapado entre estados-nación, desarraigado y potencialmente desarraigante— le da pausa al pensamiento, forzándonos a considerar la posibilidad de una erudición ni colonial ni liberal ni indígena, pero al mismo tiempo constantemente implicada en todos esos estados de ser» (Ibid., 107).

Tal erudición híbrida está siendo hoy en parte teorizada bajo el nombre de estudios poscoloniales siguiendo una nomenclatura derivada de una historia que sólo hasta cierto punto coincide con la historia de América Latina. El término ha dado lugar a cierta confusión. Hablar de Latinoamericanismo poscolonial no implica ni vindicar una igualdad de historias entre diversas partes del mundo, ni tampoco limitarse al siglo diecinueve, que sería la época «propiamente» poscolonial para la mayor parte de la región.

«Poscolonial» en cuanto adjetivo califica a la práctica de estudio más que a su objeto. «Latinoamericanismo poscolonial» es por lo tanto un término comparativamente útil, si no literalmente exacto, que refiere a un latinoamericanismo informado por la situación global, por el imaginario inmigrante, y por lo latinoamericano al interior de la máquina académica metropolitana. No reivindica que la historia de Latinoamérica en el siglo presente sea homologable a la historia de Africa, por ejemplo, sino que las condiciones de pensamiento en el presente son tales que una práctica académica responsable debe buscar la necesaria articulación entre región de estudio y región de enunciación en el contexto marcado por condiciones globales.

Tal práctica académica procede de una contrapolítica de posición, puesto que la posición estuvo siempre plenamente inscrita en prácticas anteriores, y se centra en localidades diferenciales de enunciación en su diferencia con respecto del espacio liso de la enunciación hegemónica metropolitana.

En esa medida, el Latinoamericanismo poscolonial se autoconcibe como práctica epistémica antiglobal orientada hacia la articulación y/o produposibilidad de contraimágenes latinoamericanistas respecto del Latinoamericanismo históricamente constituido. En ellas el Latinoamericanismo intenta constituirse como instancia teórica antiglobal, en oposición a las formaciones imperiales de conocimiento que han acompañado el movimiento del capital hacia la saturación universal en la globalización.

Dentro de ello, lo que debe decidirse es si es posible para el movimiento antiglobal ser lo suficientemente fuerte como para contrariar con eficacia la fuerza de control del latinoamericanismo históricamente constituido. Es claro que este último no va a limitarse a quedar relegado a la ruina de su historicidad, puesto que en cierto sentido su historicidad es hoy más fuerte que nunca. Tratará de reconstituirse a través del inmigrante imaginario mismo, domándolo y reduciéndolo a una posición contingente entre otras, o a un conjunto de posiciones móviles dentro de los nuevos paradigmas sociales.

En otras palabras, no hay garantías de que la diferencia simbolizada en el imaginario inmigrante no vaya a ser asimilada en última o en primera instancia, o de que no haya sido ya de hecho asimilada al aparato global y a su constante recurso a la homogeneización de la diferencia. Se abre en consecuencia una pregunta: quizás los desarrollos disciplinarios recientes y el nuevo papel de la universidad global en la reproducción y el mantenimiento del sistema global no se den realmente en oposición a la teorización académica de movimientos e impulsos singularizantes o heterogeneizantes.

Quizás los últimos sean sólo el lado presentable de los primeros, o en cierto sentido una necesidad de los primeros, forzada por la expansión continuada de la homogeneización global, y así un tipo de alimento autogenerado. De todos modos, incluso si la homogeneización y la heterogeneización no son realmente antinómicas sino que permanecen envueltas en alguna forma de relación dialéctica, la relación entre ellas, tal como se da, constituye una región esencial para la práctica política. Es quizás la región más propia para la reflexión sobre nuevos tipos de trabajo en estudios de área. Aunque las siguientes observaciones se refieren a los estudios de área en general,  me permito presentarlas como pertinentes a la posibilidad de un Latinoamericanismo otro, o Latinoamericanismo segundo.

2. Dos clases de Latinoamericanismo

Durante el debate de 1995 en los medios norteamericanos a propósito de la implicación de la CIA en el aparato centroamericano de contrainsurgencia, el New York Times publicó un artículo, firmado por Catherine S. Manegold, que podría tomarse como ejemplo arquetípico de la forma en la que el imaginario occidental regula y controla su relación con la alteridad en tiempos de posguerra fría.

El artículo entrega una narrativa poderosa pero fundamentalmente reactiva, cuyo subtexto coloca al trabajo latinoamericanista de solidaridad contra el telón de fondo del oscuro deseo de jungla o fascinación de corazón de tinieblas: Jennifer Harbury tenía treinta y nueve años cuando vio por primera vez a Efraín Bamaca Velázquez. Era una abogada que trabajaba en un libro sobre las mujeres en el ejército rebelde guatemalteco, siguiendo un camino idiosincrásico hacia el cada vez más profundo interior de una bien escondida sociedad de guerrilleros endurecida por la guerra.

Su investigación la había llevado desde Texas, pasando por Ciudad de México, hasta las selvas occidentales de Guatemala. Estaba allí para contar la historia que le interesaba. No pretendía objetividad. No veía lo gris y no quería verlo. (Manegold 1995:A1)  Así el romance de guerrilla entre Harbury y el más joven y hermoso comandante maya, descrito como «un cervatillo» («a fawn») en probable alusión subliminar al Bamby de Walt Disney, se convierte en el artículo de Manegold en explicación plausible y tendencialmente exhaustiva para un compromiso con luchas sociales y políticas que, de otra manera, parecerían fuera de tono para la graduada de la Harvard Law School: «La perspectiva de la muerte ordenaba los días del comandante. El temor de la banalidad los de ella» (Ibid., A1).

La muerte aparece como figura o cifra de exótica autenticidad, y así también como fuente o destino de un perverso anhelo —el de una negación camuflada como afirmación. En el artículo de Manegold, a través de la historia paradigmática de Harbury, la relación de una ciudadana norteamericana con los movimientos revolucionarios centroamericanos viene a ser interpretada como engañado orientalismo del corazón: «Harbury lo cuenta todo como una historia de amor, la primera para ella, aunque había estado antes casada con un abogado texano con quien vivió por corto tiempo» (Ibid., A5).

Orientalismo del corazón es sin duda la contrapartida semi-mítica del tipo de política global que la CIA, junto con el FBI, la DEA y otras agencias policiales norteamericanas se inclinan a promover por altas razones de seguridad planetaria y terrorismo transnacional.

Dentro de tal discurso, el orientalismo del corazón se torna quizás la única explicación posible para la energía anímica que puede llevar a alguien a abrirse a la alteridad en tiempos globales. A través de Harbury, toda la colectividad de trabajadores en movimientos de solidaridad con Centro América y de intelectuales progresistas, así como todos los ciudadanos demasiado asiduos a ciertas formas de melodrama, vienen a ser condenados al nivel de su estructura afectiva: su deseo, podrá siempre decirse, es sólo oscuro amor, y por lo tanto no viable ni política ni epistemológicamente: «No tenía pretensión de objetividad. No veía lo gris y no quería verlo.»

La globalización está esencialmente relacionada con el impulso soberano del capital y con la soberanía no sólo como fundación sino como apoteosis del imperio. Lo que Kenneth Frampton ha llamado «el empuje optimista hacia la civilización universal» ya no es quizá dependiente en nuestros tiempos de las proyecciones imperiales de esta o aquella formación nacional, o de un conjunto dado de formaciones imperiales. Tal dependencia ha dejado de ser necesaria.

En su lugar, las teorías sobre la posmodernidad nos dicen que sigue el flujo del capital hacia una saturación tendencial del campo planetario. La totalización globalista afecta el autoentendimiento metropolitano, igual que afecta las localidades intermedias o periféricas, al reducir constantemente sus reivindicaciones de posicionalidad diferencial en relación con la estandarización. La diferencia global puede así estar en un proceso acelerado de conversión en identidad global, a ser conseguido mediante alguna monstruosa síntesis final tras la cual no habrá ya posibilidad alguna de negación.

Y sin embargo la negación ocurre, aunque sea sólo como instancia residual condenada a autoentenderse a través de la confrontación con la muerte: «La perspectiva de la muerte ordenaba sus días», dice Manegold del comandante maya, como si sólo la muerte pudiera dar compensación, o al menos presentarle un límite, a la banalidad desesperada del standard global.

El Latinoamericanismo es el conjunto o suma total de las «representaciones comprometidas» que proporcionan un conocimiento viable del objeto de enunciación latinoamericano (Greenblatt 1991: 12-13). El deseo latinoamericanista puede pretender tener una fuerte asociación con la muerte por lo menos de dos maneras: por un lado, el Latinoamericanismo, como aparato epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana, busca su propia muerte mediante la integración de su conocimiento particular en lo que Robert B. Hall, en uno de los documentos fundadores de estudios de área tal como los conocemos, llamó «la totalidad fundamental» y la «unidad esencial» de todo conocimiento (Hall 1947:2, 4).

En este primer sentido, el conocimiento latinoamericanista aspira a una forma particular de poder disciplinario que hereda del aparato de estado imperial. Funciona como instanciación de la agencia global, en la medida en que busca entregar sus hallazgos al tesoro universal de conocimiento del mundo en sus diferencias e identidades. Nacido de una ideología de diferencialismo cultural, su orientación básica persigue la captura de la diferencia latinoamericana para liberarla en el corral epistémico global.

Funciona pues como máquina de homogeneización, incluso cuando se autoentiende en términos de preservar y promover diferencias. A través de la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global.

Así es como el conocimiento latinoamericanista, entendido en este primer sentido, quiere su propia muerte, al trabajar para transfigurarse en su propia negación, o para disolverse en el panóptico. Por otro lado, el Latinoamericanismo puede concebiblemente producirse como aparato antirrepresentacional, anticonceptual, cuya principal función sería la de entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia su total clausura.

En tal sentido, el Latinoamericanismo no sería primariamente una máquina de homogeneización epistémica sino lo contrario: una fuerza de disrupción en el aparato, una instancia antidisciplinaria o “bestia salvaje» hegeliana cuyo deseo no pasa por la articulación identitario-diferencial, sino más bien por su constante desarticulación, mediante la apelación radical a un afuera residual, a una exterioridad que todavía rehuse dejarse doblar hacia el interior imperial.

En tal sentido, el Latinoamericanismo busca la complicidad con localidades alternativas de enunciación o producción de conocimiento para formar una alianza contra la representación latinoamericanista históricamente constituida y contra sus efectos sociopolíticos. En el primer sentido, el Latinoamericanismo apunta hacia su paradójica disolución en el momento de su consumación apoteósica, que será el día en que la representación latinoamericanista pueda por fin autoentregarse a la integración apocalíptica del conocimiento universal.

En el segundo caso, el Latinoamericanismo lidia con la muerte al operar una crítica total de sus propias estrategias representacionales en relación con su objeto epistémico. Pero esta práctica crítica antirrepresentacional depende de la formación previa, y así debe tomarse como su negación. Sólo adquiere posibilidad en el momento en que el primer Latinoamericanismo empieza a ofrecer signos de su éxito final, que son también los signos de su disolución como tal.

Sin embargo, tal éxito puede no ser enteramente mérito exclusivo del primer Latinoamericanismo: algo más ha sucedido, un cambio social que ha alterado profundamente el juego de la producción de conocimiento. En comentario a la idea de Gilles Deleuze de que «hemos experimentado recientemente un pasaje desde la sociedad disciplinaria a la sociedad de control,» Michael Hardt hace la siguiente observación: El panóptico, y la diagramática disciplinaria en general, funcionaba primariamente en términos de posiciones, puntos fijos e identidades. Foucault vio la producción de identidades (incluso identidades «desviadas» u «oposicionales,» como las del obrero o el homosexual) como fundamental para la función de la regla en sociedades disciplinarias. El diagrama de control, sin embargo, no está orientado hacia posición e identidad, sino más bien hacia movilidad y anonimidad. Funciona sobre la base del «lo cualquiera,» la performance flexible y móvil de identidades contingentes, y por lo tanto sus construcciones e instituciones son elaborados primariamente mediante la repetición y la producción de simulacros. (Hardt 1995:34, 36).

Si el primer Latinoamericanismo era uno de los avatares institucionales de la manera en que la sociedad disciplinaria entendía su relación con la alteridad, algo así como una ventana en el panóptico, podría concebirse el segundo Latinoamericanismo como la forma de producción de contingencias epistémicas que aparecen como consecuencia del cambio hacia una sociedad de control. Ya no atrapado en la busca y captura de «posiciones, puntos fijos, identidades,» el segundo Latinoamericanismo encuentra en esta inesperada liberación la posibilidad de una nueva fuerza crítica.

Tal fuerza depende, entre otras cosas, de la medida en que el segundo Latinoamericanismo pueda constituirse como tal en la fisura de la disyunción histórica que media el cambio de disciplina a control. Si las sociedades de control presumen el colapso final de la sociedad civil en sociedad política, y así la entrada en existencia del Estado global de la sumisión real del trabajo al capital, ¿cuál es entonces el modo de existencia de las sociedades no-metropolitanas en tiempos globales?

Tendrían que caracterizarse por una presencia cuantitativamente más amplia en su medio de elementos de configuraciones sociales previas, a su vez en procesos de desaparición, pero a un paso comparativamente más lento. En otras palabras, «lo cualquiera» está activo en sociedades periféricas todavía sólo como horizonte dominante, no como factum social. En las sociedades metropolitanas, en palabras de Hardt, en lugar del disciplinamiento del ciudadano como identidad social fija, el nuevo régimen social busca controlar al ciudadano como identidad «cualquiera,» o como un molde para identidades infinitamente flexible.

Tiende a establecer un plano autónomo de regla, un simulacro de lo social separado del terreno de las fuerzas sociales conflictivas. Movilidad, velocidad y flexibilidad son las cualidades que caracterizan a este plano de regla separado. La máquina infinitamente programable, el ideal de la cibernética, nos da al menos una aproximación al diagrama del nuevo paradigma de regla. (Ibid., 40-41).

Pero tal paradigma no está todavía lo suficientemente naturalizado en sociedades periféricas. Mientras tanto, en la brecha temporal que separa disciplina periférica y control metropolitano, el segundo Latinoamericanismo se anuncia como máquina crítica cuya función para el presente es doble: por un lado, desde su posición disjunta y cambiante desde el diagrama de disciplina al diagrama de control, disolver la representación latinoamericanista en tanto que respondiente a epistemologías disciplinarias obsoletas; por otro lado, desde su conexión disjunta y residual con las formaciones sociales disciplinarias latinoamericanas, criticar la representación latinoamericanista en su evolución hacia el nuevo paradigma de regla epistémica.

La segunda forma de Latinoamericanismo, que surge de disyunciones epistémicas, puede entonces usar su problemático estatuto alternativa o simultáneamente contra paradigmas disciplinarios y paradigmas de control. Así anunciada, permanece sólo como posibilidad lógica y política cuyas condiciones y determinaciones necesitan ser sistemáticamente examinadas y en todo caso ganadas en cada momento de análisis, puesto que la complacencia crítica es la forma más obvia de perderlas.

El primer Latinoamericanismo opera bajo la presunción de que lo alternativo, o lo “otro», puede siempre y de hecho siempre debe ser reducido teóricamente; pero el segundo Latinoamericanismo se entiende en solidaridad epistémica con las voces o los silencios residuales de la otredad latinoamericana. Afirmar tal otredad no se hace sin riesgo.

En la medida en que deba conservarse algún tipo de vinculación entre prácticas de solidaridad, epistémicas o no, y localidades de enunciación tercermundistas o coloniales, la globalización amenaza con volver tales prácticas aspectos de una poética orientalista de lo singular residual, de lo que se desvanece, de lo bellamente arcaico: aquello representado en la frase de Mangold “parecía un cervatillo». La globalización, una vez lograda, olvida localidades de enunciación alternativas y reduce lo político a la administración de lo mismo.

Dentro de la globalización cumplida sólo hay lugar para la repetición y la producción de simulacros: hasta la llamada diferencia sería no más que la diferencia homogeneizada, una diferencia bajo control siempre de antemano predefinida y planeada en «léxicos y representaciones,[en] sistemas de conflictos y respuestas».

Sin embargo, en la medida en que la globalización no está todavía consumada, en la medida en que la brecha de temporalidad, o la diferencia entre sociedades de disciplina y sociedades de control, no se ha cerrado sobre sí misma, la posibilidad de fuentes alternativas de enunciación permanecerá dependiente de una articulación con lo singular, con lo necesariamente tenue o desvaneciente, con lo arcaico.

Lo que quiera que es susceptible de hablar en lenguas singularmente arcaicas sólo puede ser una voz mesiánica. Es una voz singularmente formal, puesto que dice única e incesantemente «escúchame.» Es una voz en prosopopeya, en el sentido de que es una voz de lo muerto o de lo muriente; una voz en duelo, como toda voz mesiánica.

El Latinoamericanismo puede abrirse a las intimaciones mesiánicas de su objeto mediante una afirmación activa de solidaridad. La solidaridad tiene fuerza epistémica en la medida en que se entienda a sí misma en resistencia crítica a paradigmas nuevos y viejos de regla social. Una política del conocimiento latinoamericanista en solidaridad es por lo tanto una extensión a la práctica académica metropolitana de prácticas de contracontrol y contradisciplina surgientes en principio del campo social latinoamericano.

La política de solidaridad, así entendida, debe concebirse como una respuesta contrahegemónica a la globalización y como una apertura a la traza de lo mesiánico en el mundo global. La política de solidaridad localizada en lo metropolitano, en la medida en que representa una articulación específica de la acción política con reivindicaciones redentoristas originadas en un otro subalterno, no es la negación de la globalización: es más bien el reconocimiento, dentro de la globalización, dentro del marco de la globalización o de la globalización como marco, de una memoria siempre desvaneciente y sin embargo persistente, una inmemorialidad preservadora del afecto singular, incluso si tal singularidad debe entenderse en referencia a una comunidad dada o a una posibilidad dada de afiliación comunitaria.

Hay por lo tanto otra lectura para la historia que cuenta Manegold. Harbury no encuentra su goce en el orientalismo, sino que, a través de su solidaridad con lo muerto y lo muriente, se abre a la posibilidad de preservación de lo que es inmemorial, y por lo tanto a un nuevo pensamiento más allá de la memoria: un pensamiento post-memorial, aglobal, que viene de la singularidad que resta. Si el pensamiento es siempre pensamiento de lo singular, del secreto singular, pensamiento pues de singularidades afectivas, no hay pensamiento globalizado; y sin embargo, la globalización revela lo que la revelación misma destruye, y al hacerlo lo entrega como asunto del pensamiento: pensamiento de la singularidad en duelo, y del duelo de la singularidad, de lo que se revela en la destrucción.

Tal pensamiento no está ni puede estar nunca dado. Como posibilidad, sin embargo, cifrada para mí en la posibilidad de un segundo Latinoamericanismo, prefigura una ruptura epistemológica, con todo tipo de implicaciones para una revisión de la política geocultural, incluyendo una revisión de los estudios de área y de su articulación con las políticas de identidad.

3. El sueño singular

La globalización en la esfera ideológico-cultural es consecuencia del sometimiento de los ciudadanos a impulsos de homogeneización promovidos por lo que Leslie Sklair llamase «la cultura-ideología del consumismo» (Sklair 1991:41). La apropiación del producto de consumo es siempre en última instancia individual, local y localizada. Como dice George Yúdice, si la ciudadanía debe definirse fundamentalmente en términos de participación, pero si la participación no puede hoy definirse fuera del marco de la ideología consumista, entonces ciudadanía y consumo de bienes, ya materiales o fantasmáticos, están vinculadas.

Esos parámetros presuponen que la sociedad civil no puede entenderse hoy fuera de las condiciones globales, económicas y tecnológicas, que contribuyen a la producción de nuestra experiencia o que la coproducen. Para Yúdice, esas condiciones globales serían de hecho productoras fundamentales de experiencia.

En sus palabras, las teorías acerca de la sociedad civil basadas en experiencias de lucha de movimientos sociales contra el estado o a pesar del estado, que capturaron la imaginación de los teóricos político-sociales en los años ochenta, han tenido que repensar el concepto de sociedad civil como espacio aparte. Cada vez más hay hoy una orientación hacia el entendimiento de las luchas políticas y culturales como procesos que tienen lugar en los canales abiertos por el estado y el capital. (Yúdice: 8) 

Arjun Appadurai establece una argumentación similar respecto a la sociedad civil al describir las condiciones bajo las que ocurren los flujos globales en el presente como producidas por «ciertas disyunciones fundamentales entre la economía, la cultura y la política» Para Appadurai, «[los procesos] culturales globales de hoy son productos del conflicto mutuo e infinitamente variado entre la mismidad [homogeneización] y la diferencia [heterogeneización] en un escenario caracterizado por disyunciones radicales entre diferentes tipos de flujos globales y los paisajes inciertos creados en y por tales disyunciones» (Appadurai 1993: 287).

Las «disyunciones radicales» de  Appadurai desarticulan y rearticulan actores sociales en maneras impredecibles y por lo tanto incontrolables (de formas «radicalmente dependientes del contexto,» como añade Appadurai con cierto eufemismo [292]). Así son, hoy, proveedores de experiencia y no sus objetos. Si, como dice Yúdice, la cultura-ideología del consumismo es responsable en última instancia, en el sistema global, por la forma de articulación misma de reivindicaciones sociales y políticas de oposición, en otras palabras, si la globalidad consumista no sólo circunscribe absolutamente, sino que hasta produce la resistencia a sí misma como una posibilidad más de consumo, o si «las disyunciones fundamentales entre economía, cultura y política» son responsables por una administración global de la experiencia que ninguna agencia social puede controlar y ninguna esfera pública contener, entonces parecería que los intelectuales, junto con los demás trabajadores en la esfera ideológico-cultural, están forzados a ser poco más que los facilitadores de una integración más o menos suave del sistema global a sus propias condiciones de aparición.

No hay praxis ideológico-cultural que no esté siempre de antemano determinada por los movimientos del capital transnacional, es decir, todos somos factores del sistema global, incluso si y cuando nuestras acciones se autoentienden como acciones desistematizadoras.

La ideología, por lo tanto, en cierto sentido fuerte, siguiendo el movimiento del capital, ya no está producida por una clase social dada como forma de establecer su hegemonía; ni siquiera debe ser entendida como el instrumento de formaciones hegemónicas transclasistas, sino que ha venido a funcionar, inesperadamente, a través de las brechas, fisuras y disyunciones del sistema global, como el suelo sobre el cual la reproducción social distribuye y redistribuye una miríada de posiciones de sujeto constantemente sobredeterminadas y constantemente cambiantes.

Bajo esas condiciones, hasta la noción gramsciana del intelectual orgánico progresista como alguien con «un vínculo directo con luchas anti-imperialistas y anticapitalistas» parecería ser un producto ideológicamente envasado para el consumo subalterno. La «nueva generación» de potenciales intelectuales orgánicos a la que se refieren Petras y Morley tendrá un duro trabajo por delante (Petras/Morley 1990:156). Si no hay tendencialmente exterior alguno concebible o afuera del sistema global, entonces todas nuestras acciones parecerían condenadas a hacerlo más fuerte. El discurso llamado de oposición corre el riesgo más desafortunado de todos: el de permanecer ciego a sus propias condiciones de producción como una clase más de discurso sistémico o intrasistémico.

Por otro lado, ¿qué conseguiría la visión lúcida? En otras palabras, ¿de qué sirve la metacrítica de la actividad intelectual si esa misma metacrítica está destinada a ser absorbida por el aparato cuyo funcionamiento debería entorpecer?; ¿si incluso la buscada singularidad metacrítica de nuestros discursos, ya sea pensada en términos conceptuales o en términos de estilo, de voz o de afecto, va a ser incesantemente reabsorbida por el marco que le da lugar, produciendo el lugar de su expresión?

Tal sospecha puede sólo ser nueva en términos de su articulación concreta. Muchos teóricos contemporáneos han hecho observaciones similares, todos ellos desde una genealogía hegeliana: Louis Althusser al hablar del aparato ideológico del estado, y Fredric Jameson al hacerlo del capital en su tercer estadio, y su discurso no es tan drásticamente diferente en este aspecto de los parámetros cuasitotalizantes de Jacques Lacan en referencia al inconsciente, de Martin Heidegger y Jacques Derrida sobre la ontoteología occidental o la era de la tecnología planetaria, o de Michel Foucault a propósito de la fuerza radicalmente constituyente de los entramados de poder/conocimiento.

Todos estos pensadores llegan al lado lejano de su pensamiento abriendo en él, por lo general de forma bien ambigua, la posibilidad de un pensamiento del afuera que, en cuanto tal, se convierte en región redentora o salvífica. Tal posibilidad parece ser de hecho un imperativo del pensamiento occidental, o incluso el sitio esencial de su constitución: una disyunción inefable en su origen, o la traza de lo mesiánico en él, que Derrida pensó recientemente en su libro sobre Marx, como un nombre otro de la deconstrucción (Derrida 1994: 28).

Tal traza mesiánica, que aparece en el pensamiento contemporáneo como necesidad compulsiva de encontrar la posibilidad de un afuera del sistema global, un punto de articulación que permita el sueño de un discurso extrasistémico, ha venido expresándose, desde la dialéctica hegeliana, como el poder mismo de la instancia metacrítica o autorreflexiva del aparato de pensamiento.

Si es verdad, por un lado, que la metacrítica siempre será reabsorbida por el sistema que la genera o que abre su posibilidad, parecería ser también verdad entonces que, en algún lugar, en alguna región de inefabilidad o ambigüedad máxima, la metacrítica pudiera estropear la máquina de reabsorción, inutilizándola o paralizándola por más que temporalmente. Tal es, quizás, el sueño utópico del pensamiento occidental en la era de la reproducción mecánica.

Pero la era de la reproducción mecánica, la era del sistema global y de la tecnologización planetaria de la experiencia, es también la era en la que la pregunta sobre si hay o no algo otro que un pensamiento que debe ser llamado “occidental» encuentra nueva legitimidad. La pregunta en sí viene del pensamiento occidental mismo, pues sólo él está suficientemente naturalizado en el sistema global como para poder soñar legítimamente, por así decirlo, con una singularización alternativa del pensar.

Pero es una pregunta especial, puesto que en ella el pensamiento occidental quiere encontrar el fin de sí mismo como forma de respuesta a sí mismo. Tal fin no tendría necesariamente que hallarse en espacios geopolíticos no-occidentales. Bastaría de hecho encontrarlo internamente, tal vez como un pliegue en la pregunta misma por el fin.

El “fin del pensamiento» fue anunciado paradójicamente por Theodor Adorno como consecuencia de la victoria históricamente irreprimible de la razón instrumental. La negación radical de la negatividad misma, entendiéndose la última como fuerza de alienación, era para Adorno el motor de un pensamiento que, una vez puesto en marcha, no podría pararse antes de llegar a negar la posibilidad misma del pensamiento crítico como negación de negatividad siempre insuficiente, siempre bajo el riesgo de una reificación positiva de su impulso de negación.

Pero el melancólico abandono de la esperanza en Adorno ante lo que entendía como el error fundamental pero también fundamentalmente inevitable de la totalidad, que es también la total alienación, podría todavía encontrar redención en un contramovimiento utópico siempre recesivo con respecto del error de totalidad en la medida en que tal contramovimiento pueda ser imaginado, aunque quizás nunca articulado.

Martín Hopenhayn ha mostrado hasta qué punto el pesimismo adorniano estaba determinado por su localización metropolitana, y por su internalización más o menos inconsciente de una perspectiva histórica naturalizada como universal.

Hopenhayn sostiene que es perfectamente posible hoy, y hasta necesario, desde la perspectiva de los nuevos movimientos sociales latinoamericanos y de otras prácticas de oposición emergentes, entender y usar la fuerza plena de un pensamiento de la negatividad inspirado en la teoría crítica y orientado contra el sistema global como totalidad errada; y al mismo tiempo usar tal conocimiento adquirido a favor de la afirmación concreta «de aquello que niega el todo (intersticial, periférico)» (Hopenhayn 1994: 155).

Este sería un pensamiento de la disyunción histórica, para la que concebir una relación estrictamente dialéctica entre la negación y la afirmación puede no ser apropiado. Supuesto que los “chispazos de intersticios» (Ibid., 155) no venzan o incendien la globalidad, pueden todavía pensarse espacios de coexistencia, pliegues en el sistema global en los que una cierta no-interioridad con respecto de lo total emerja como región de una libertad concreta y posible, aunque sometida a restricciones: la negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios en que ese orden es resistido.

No hay, desde esta perspectiva, cooptación absoluta por parte de la razón dominante, pero tampoco hay un proceso de rebasamiento de dicha razón por parte de las lógicas contra-hegemónicas, siempre confinadas a micro-espacios. De manera que esta función crítica del saber social se sitúa a mitad de camino. […] ni expansión de lo contra-hegemónico […] ni clausura total del mundo por el orden dominante (Ibid., 155)

Los espacios intersticiales o periféricos de Hopenhayn son espacios disyuntivos, de los cuales se afirma que guardan la posibilidad de una singularización del pensar más allá de la negatividad.

Comparten con el pensamiento negativo la noción de que no hay clausura histórica en la medida en que la historicidad de cualquier sistema pueda todavía ser entendida como historicidad, esto es, en la medida en que pueda imaginarse una historicidad diferente.

Pero estos espacios intersticiales no quedan diferidos, como lo habrían sido para Adorno, al improbable y siempre más tenuemente percibible futuro de la redención utópica, sino que han de encontrarse en presentes alternativos, en la temporalidad diferencial de otras localizaciones espacio-culturales. Hopenhayn cita una frase de Adorno que podría definir el aspecto de negatividad del nuevo pensar de lo singular: «sólo es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no está totalmente arrastrado por ese movimiento» (Ibid., 133).

Beatriz Sarlo abre sus Escenas de la vida posmoderna con una frase similar: «lo dado es la condición de una acción futura, no su límite» (Sarlo 1994:10). Pero la negatividad del pensar de lo singular, en la medida en que remite formalmente a lo singular como límite condicionante de una práctica crítica, no precisa avanzar en cuanto tal hacia sustancializaciones positivas o reificables.

La negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios donde ese orden es resistido. Si el Latinoamericanismo pudiera encontrar en la negatividad una posibilidad de constatación de conocimientos o enunciaciones alternativas, no sería todavía un pensamiento de lo singular, pero se habría abierto al acontecimiento que lo anuncia y, de este modo, a la posibilidad de una no-interioridad respecto de lo global.

En el Latinoamericanismo, por lo tanto, entraría en operación un fin del pensamiento que es también su meta postulada: la preservación y efectuamiento de una singularidad latinoamericana capaz de entorpecer la clausura total del mundo por el orden dominante.

4. El Neo-Latinoamericanismo y su otro

No estamos todavía fuera de la región definida por lo que Jameson llamara la «paradoja temporal» de la posmodernidad, que, al pensarse a escala global, adopta también carácter espacial. En su primera formulación, la paradoja es “la equivalencia entre un ritmo de cambio sin paralelo a todos los niveles de la vida social y una estandarización sin paralelo de todo —de los sentimientos junto con los bienes de consumo, del lenguaje además del espacio construido— que parecería incompatible con tal mutabilidad». (Jameson 1994:15).

Si el Latinoamericanismo pudo en algún momento pensarse a sí mismo como la serie o suma total de representaciones comprometidas preservadoras, aunque de manera tensa o contradictoria, de una idea de Latinoamérica como repositorio de una diferencia cultural sustancial y susceptible de resistir la asimilación por la modernidad eurocéntrica, para Jameson tal empresa estaría hoy privada o vacía de verdad social.

El avance del capitalismo global y del modo de producción contemporáneo ha reducido de forma drástica la presencia en Latinoamérica de una contramodernidad que se habría, al menos tendencialmente, «desvanecido de la realidad del previo Tercer mundo o de las sociedades colonizadas» (Ibid., 20).

El énfasis latinoamericanista en diferencia cultural debería hoy entenderse de otra forma: ya no como preservativo, sino como identificatorio. En esa medida constituiría una práctica neotradicional, asociada a las políticas de identidad, y se presentaría, también en palabras de Jameson, como «una opción política colectiva y deliberada, en una situación en la que poco permanece de un pasado que debe ser completamente reinventado» (Ibid.).

Esta variante particular del constructivismo epistémico moderno, que desde luego provee a los estudios de área históricamente constituidos de una posibilidad poderosa de resistencia o revivificación, se da en relación paradójica con la función que la modernidad entiende como propia del intelectual, que es crítica y desmitificatoria.

En opinión de Jameson, el intelectual moderno “es una figura que ha parecido presuponer la omnipresencia del Error, definido en varias maneras como superstición, mistificación, ignorancia, ideología de clase, e idealismo filosófico (o metafísica), de tal manera que remover tal error mediante operaciones de desmitificación deja un espacio en el que la ansiedad terapéutica va mano a mano con una autoconciencia y reflexividad intensificadas, si no de hecho con la Verdad misma» (Ibid., 12-13).

El latinoamericanista tradicional, a través de su apelación constitutiva a la función integrativa de su conocimiento particular en el conocimiento universalista y emancipatorio, preservaba la diferencia como diferencia histórica y tomaba al mismo tiempo distancia con respecto de tal diferencia en la función crítica de la razón.

El riesgo del neolatinoamericanista es invertirse meramente en una producción neotradicional de diferencia que ya no podrá ser interpretada como poseedora de carácter desmitificatorio. Lo contramoderno residual latinoamericano, en la medida en que todavía existe y es invocado como existente en la producción simbólica del periodismo, el cine, o el discurso académico, por ejemplo, es hoy frecuentemente no más que un pretexto voluntaria y voluntariosamente construido mediante el cual la postmodernidad global se narra a sí misma mediante el desvío de una supuesta heterogeneidad regional, que no es sino la contrapartida dialéctica de la estandarización universal, la instancia necesaria para que lo último pueda constituirse en toda su radicalidad.

Si el recuento por Catherine Manegold de la historia de Jennifer Harbury tiene poder revelatorio, es porque muestra la estructura profunda de tal construccionismo epistémico. Si tal poder es fundamentalmente reactivo, es porque refuerza el construccionismo más de lo que intenta modificarlo o contrariarlo.

El segundo Latinoamericanismo debe pues ser cuidadosamente distinguido de tal neoconstruccionismo positivista. La principal función de un Latinoamericanismo segundo, negativo, antirrepresentacional y crítico, es entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia la articulación total.

El segundo Latinoamericanismo debe concebirse como performatividad epistémica contingente, surgida de la brecha temporal entre sociedad disciplinaria y sociedad de control. El segundo latinoamericanismo se entiende a sí mismo como práctica epistémica en solidaridad crítica con lo que quiera que en las sociedades latinoamericanas pueda aún permanecer en una posición de exterioridad vestigial o residual, es decir, con lo que quiera que rehusa activamente interiorizar su subalternización respecto del sistema global.

De hecho, este segundo Latinoamericanismo emerge como oportunidad a través de la toma metacrítica de conciencia de que el Latinoamericanismo histórico ha llegado a su productividad final con el fin del paradigma de regla disciplinaria que entendía el progreso del conocimiento como búsqueda panóptica y captura de «posiciones, puntos fijos, identidades.»

Pero no podría mantenerse en su fuerza crítica si acepta como su nueva misión histórica ocuparse en la sustitución de la vieja diferencia histórico-identitaria por una diferencia basada en el simulacro o repetición de la anterior. La solidaridad con lo singular pide, no su reconstrucción en diferencia positiva, sino cabalmente una apertura sin cierre a procesos de negación epistémica respecto de los saberes identitarios que son productos de la configuración disciplinaria o de su reconstitución como control.

El Latinoamericanismo históricamente constituido busca su reformulación al servicio del nuevo paradigma de dominación, la acumulación flexible, el capitalismo global, a través de un constructivismo («no hay identidades, sólo identificaciones») que homogeneiza la diferencia en el mismo proceso de interpelarla como tal. Esta construcción de neo-diferencia es nada más que un rodeo pos-sociedad civil hacia la meta de subsunción universal de las prácticas de vida en el estándar global.

Tal nuevo avatar del Latinoamericanismo, el Neolatinoamericanismo, cuya genealogía directa es el Latinoamericanismo histórico, aparece hoy como el verdadero enemigo del pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de acción contrahegemónica desde la institución académica.

Contra el Neolatinoamericanismo, entonces, como su negación y su posibilidad secreta, otro Latinoamericanismo, cuya posibilidad mora en la brecha abierta entre la ruptura de la epistémica disciplinaria (y su constante recurso a «posiciones, puntos fijos, identidades») y su reformulación como epistémica de control (y su recurso a «lo cualquiera» como el molde infinitamente contingente para una identidad que no puede ir nunca más allá de tal molde, y debe por lo tanto producirse continuamente como simulacro y repetición).

Entre disciplina y control, pues, la performatividad siempre contingente de un pensar negativo de lo singular latinoamericano, contra cualquier tipo de disciplina y control. Tal Latinoamericanismo sólo puede anunciarse ahora, en vista del carácter programático de este ensayo.

Su límite, que es también por lo tanto la condición de su acción futura, en la frase de Sarlo, puede estar dado en la noción de entorpecimiento de la clausura total del mundo por el orden dominante. Pero su peligro es el neoconstructivismo epistémico localizado en la noción de producción neolatinoamericanista de diferencias identificatorias, que responden al nuevo régimen de control.

No parece posible encontrar la manera en que el Latinoamericanismo pueda ofrecer nada sino una heterogeneidad construida al intentar formular lo singular latinoamericano: en otras palabras, lo singular latinoamericano, al ser sometido a interpelación latinoamericanista, no puede sino convertirse en singular latinoamericanista.

Por esa misma razón, sin embargo, la apertura radical a la heterogeneidad extradisciplinaria a través del trabajo o del destrabajo de la negación se ofrece como la marca de este Latinoamericanismo crítico y antirrepresentacional, que la autorreflexividad sólo prepara.

5. Coda

El relato de Catherine Manegold tiene un subtexto neorracista. La precisa definición del neorracismo que da Etienne Balibar permite entenderlo como la contrapartida reactiva al imaginario inmigrante de Vicente Rafael. Balibar menciona explícitamente la inmigración, «como sustituto de la noción de raza y disolvente de la ‘conciencia de clase,’ como la primera pista para el entendimiento del neorracismo transnacional contemporáneo» (Balibar 1991:20).

El neorracismo es la contrapartida siniestra de la política cultural de la diferencia que los grupos subalternos generalmente utilizan hoy como bandera emancipatoria. El neorracismo es así, de hecho, la imagen especular de la política de la identidad, una especie de política de identidad de lo dominante, cuyo resultado específico es un racismo diferencialista, en la medida en que pide simplemente preservar su propia diferencia con respecto de la de los grupos subalternos.

Según Balibar el racismo diferencialista “es un racismo cuyo tema dominante no es la herencia biológica sino la irreducibilidad de las diferencias culturales, un racismo que, a primera vista, no postula la superioridad de ciertos grupos en relación a otros, sino ‘sólo’ lo dañino de abolir fronteras, la incompatibilidad de estilos de vida y tradiciones» (Ibid., 21).

La ridiculización a la que Manegold somete la historia de Harbury al colocarla bajo el signo del orientalismo del corazón o del tercermundismo romántico promueve la necesidad de separación cultural basada en diferencias. El segundo Latinoamericanismo se orienta contra el fundamento culturalista del neorracismo. Si, como dice Balibar, «el racismo diferencialista es un metarracismo, o un racismo de segunda posición,» entonces el segundo Latinoamericanismo es también un Metalatinoamericanismo que ha entendido los peligros culturalistas del Neolatinoamericanismo y su cooptación de la diferencia.

No es, por lo tanto, la imagen especular del neorracismo, sino que rehusa enfrentarse políticamente a él como su mera negación en contrapartida dialógica o agonística. Su relación es de antagonismo: contra el suelo culturalista del neorracismo y contra su agónica derivación bienpensante en el Neolatinoamericanismo, puede entenderse dentro de la mirada de una comunidad global alternativa.

BIBLIOGRAFÍA

 Appadurai, Arjun. «Disjunction and Difference in the Global Cultural Economy», en: Robbins, Bruce (ed.), The Phantom Public Sphere. Minneapolis: University of Minnesota Press 1993. 269-95.

Balibar, Etienne. «Is There a ‘Neo-Racism’?», en: Balibar, Etienne / Wallerstein, Immanuel (eds.), Race, Nation, Class. Ambiguous Identities. Nueva York: Verso 1991. 17-28.

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Hardt, Michael. «The Withering of Civil Society», en: Social Text 45 (Invierno 1995), 27-44.

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Petras, James & Morley, Morris. US Hegemony Under Siege: Class, Politics and Development in Latin America. Nueva York: Verso 1990.

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La potencialidad de los límites: la crisis del marxismo y sus derivas contemporáneas

Nombre del Profesor: Dr. Martín Cortés / Dra. Mariana de Gainza

Área temática sugerida: Teoría política / teoría social

1. Fundamentación (específica de la propuesta y relevancia en relación con el programa de doctorado)

El fracaso de una dialéctica de la historia que afirmaba, en sus versiones más programáticas, la necesidad ineluctable del movimiento de emancipación de la humanidad, se asoció con las derrotas de los movimientos revolucionarios del siglo de XX y, más específicamente, con la frustración de las esperanzas depositadas en los llamados a “socialismos reales”.

Desde aquella especie de “refutación fáctica” de los postulados que suponían la inevitabilidad del fin de la injusticia y de la desigualdad, los esfuerzos de una parte considerable de la filosofía política contemporánea (identificada con las aspiraciones de emancipación social y política que el marxismo supo expresar), se esforzaron en la renovación del pensamiento político desde un repertorio ampliado de referencias teóricas.

En ese sentido, la llamada “crisis del marxismo” supuso, en los años setenta, una potente revisión de numerosos tópicos de la tradición socialista, al menos en cuatro sentidos.

En primer lugar, de cara a un capitalismo que giraba hacia su forma neoliberal y un “socialismo” cada vez más cuestionado, se producía el quebranto de la confianza histórica en la realización del socialismo: la crítica benjaminiana a la certeza de los socialistas de “nadar a favor de la corriente” tomaba una consistencia inapelable.

En segundo lugar, las décadas de Estado de Bienestar y la evidente omnipresencia del Estado en la Unión Soviética interrogaban directamente a la teoría política: ¿podía seguir planteándose la idea de la “desaparición del Estado y de lapolítica” en la sociedad comunista? ¿Podía una teoría de la transición al socialismoseguir basándose en los escritos de Marx acerca del episodio de la Comuna de París?¿Qué consideración acerca de la democracia –aún en su faceta más formal- debíaincorporar la construcción de la sociedad comunista?

En tercer lugar, surgía unapregunta por el sujeto de la transformación social a partir del descentramiento de los Partidos Comunistas como ejes de articulación de la política de los sectores subalternos.Éste se explicaba en parte por el surgimiento de múltiples expresiones de protesta y organización irreductibles a los conflictos de clase: movimientos ecologistas, feministas, étnicos, etc.

Finalmente, las derivas trágicas de la experiencia soviética recolocaban en el centro de la escena las preguntas éticas sobre la violencia política y las libertades en contextos de transformación social, no sólo procurando comprender elproceso histórico efectivamente acaecido, sino también interrogando la validez mismade la idea de revolución.

Esta serie de problemas empujaron a una renovación del pensamiento político, histórico y filosófico, que suscitó creativas revisiones de la obra de Marx y del conjunto de la tradición marxista. Vista desde el presente, la “crisis del marxismo” se revela como ocasión de una intensa revitalización de la crítica, que nos permite entonces reconocer que cuando la teoría y la práctica se muestran capaces de enfrentar sus límites, se abren necesariamente nuevas posibilidades de experimentación.

Posibilidades que aún permanecen vigentes, y que encuentran un contexto particularmente favorable para su exploración en la América Latina de hoy, donde sujetos sociales complejos y novedosos encabezan procesos políticos y cambios institucionales que reinstalan los dilemas de la transformación social.

2. Objetivos

1. Realizar una lectura en profundidad de los textos que protagonizaron la denominada “crisis del marxismo” de los años 70, interpretándolos como un material imprescindible para abordar los desafíos contemporáneos del pensamiento social y político.

2. Contextualizar históricamente y analizar las reflexiones contenidas en una serie precisa de discusiones filosófico-políticas que giraron en torno a la potencialidad crítica del pensamiento de Marx. Las reflexiones en las que enfocaremos el seminario incluyen el trabajo de autores muy diversos, pero que consideramos también como decisivos para las derivas del pensamiento contemporáneo: L. Althusser, P. Macherey, E. Balibar, G. Deleuze, A. Negri, J. Aricó, O. del Barco, Alvaro García Linera y E. Laclau.

3. Trabajar el sentido específico de la investigación teórica, pensado según una relación reflexiva y creativa con la historia a partir de los problemas del mundo contemporáneo que este curso indagará: la historicidad de lo social, la instancia del sujeto, la relación entre Estado y política y, finalmente, los dilemas éticos que implica la idea de revolución.

4. Estimular la articulación de problemas de las áreas de filosofía, epistemología, teoría social y teoría política que trabajan en el campo de las ciencias sociales.

3. Contenidos (divididos en unidades temáticas)

Unidad 1. Adorno y Althusser. Lecturas de Marx frente a la crisis

Tensiones del marxismo en los sesenta y setenta. ¿Qué dialéctica para la crisis de la modernidad? Coyuntura, sobredeterminación y materialismo: leer a Marx más allá de la filosofía de la historia.

Unidad 2 Debates del marxismo italiano

Bobbio y la teoría política del socialismo. La Scuola di Bari, el retorno a Gramsci y el debate sobre la relación entre socialismo y democracia. La autonomía de lo político en el marxismo. Toni Negri y la autonomía obrera.

Unidad 3 El debate latinoamericano

El exilio en México y los debates sobre estrategia y teoría política del marxismo. Crítica de la filosofía de la historia y problema nacional. Razón, Estado, democracia, socialismo. Marx, Gramsci y Althusser leídos desde la derrota.

Unidad 4 Derivas contemporáneas

Materialismo, contingencia, temporalidades múltiples: la reconsideración del proceso histórico, entre la dialéctica y la inmanencia. Encuentros y desencuentros: crítica del eurocentrismo y perspectiva latinoamericana. Tensiones creativas. Discurso, política e ideología. Populismo, agonismo, y redefiniciones de la idea de democracia, entre Laclau, Balibar y García Linera.

4. Metodología de trabajo

Las exposiciones introductorias estarán a cargo de los titulares del seminario, que permitirán, en la segunda parte de cada encuentro, desarrollar una discusión entre los asistentes. El cronograma de los textos y los ejes de discusión de cada clase serán ofrecidos al comienzo del curso.

5. Evaluación

Para la aprobación del seminario se solicitará la redacción de un ensayo monográfico final, que podrá consistir tanto en el desarrollo de algún núcleo problemático específico o en la interpretación y el análisis de alguno/s de los autor/es trabajado/s en el curso. La idea general de estos trabajos es que puedan servir para el desarrollo de los temas de tesis de los proyectos de doctorado de cada uno de los participantes.

6. Bibliografía (obligatoria para los estudiantes y de referencia)

Bibliografía del seminario

Adorno, Theodor [1966] (1995) Dialéctica Negativa. Madrid, Taurus.

Althusser, Louis [1978] (2003) Marx dentro de sus límites. Madrid, Akal.

Althusser, Louis [1972-1986] (2004) Maquiavelo y nosotros. Madrid, Akal.

Althusser, Louis [1963-1978] (2008) La soledad de Maquiavelo. Madrid, Akal.

Aricó, José [1977] (2012) Nueve Lecciones de Economía y Política en el Marxismo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Aricó, José [1980] (2010) Marx y América Latina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Blasi, Felice (2007) Introduzione alla École barisienne. Bari, Laterza

Del Barco, Oscar (1980) Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas. Puebla, Universidad Autónoma de Puebla.

Del Barco, Oscar [1982] (2008) El Otro Marx. Buenos Aires, Milena Caserola.

Del Barco, Oscar (2011) Escrituras. Filosofía. Buenos Aires, Ediciones Biblioteca Nacional.

Deleuze, Gilles (2002). Diferencia y repetición. Buenos Aires, Amorrortu.

Fistetti, Francesco (2006) La crisi del marxismo in Italia. Genova, Il melangolo

García Linera, Álvaro (2013) Democracia, Estado, Nación. La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional

García Linera, Álvaro (2011) Las tensiones creativas de la revolución. La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional

González, Horacio [1983] (2006) Los Asaltantes del cielo. Política y emancipación. Buenos Aires, Gorla.

Habermas, Jürgen [1976] (1981) La reconstrucción del materialismo histórico. Madrid, Taurus.

Laclau, Ernesto (1978) Política e ideología en la teoría marxista. México, Siglo XXI.

Macherey, Pierre (2013) Hegel o Spinoza. Buenos Aires, Tinta Limón.

Negri, Antonio [1978] (2001) Marx más allá de Marx. Madrid, Akal.

Negri, Antonio [1977] (2004) Los libros de la autonomía obrera. Madrid, Akal.

Poulantzas, Nikos [1978] (1991) Estado, Poder y Socialismo. México, Siglo XXI.

VVAA (1982) Discutir el Estado: posiciones frente a una tesis de Louis Althusser. México, Folios.

VVAA Il marxismo e lo Stato. Il dibattito aperto nella sinistra italiana sulle tesi di Norberto Bobbio. Roma, Quaderni di Mondoperaio.

Bibliografía complementaria

Althusser, Louis (1978) Lo que no puede durar en el Partido Comunista, Madrid, Siglo XXI.

Althusser, Louis (2002) Para un materialismo aleatorio. Madrid, Arena Libros.

Anderson, Perry (2004) Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI.

Balibar, Etienne y Labica, Georges (1980) “La crisis del marxismo”, entrevista de Oscar del Barco y Gabriel Vargas Lozano, en Revista Dialéctica, Nº 8, Puebla.

Balibar, Etienne; Bois, Guy; Labica, Georges; Lefebvre, Jean Pierre (1979) Ouvrons la fenêtre, camarades ! Paris, Maspero.

Cavazzini, Andrea (2009) Crise du marxisme et critique de l’Etat. Le dernier combat d’Althusser. Paris, Le Clou dans le Fer.

Cerroni, Umberto (1975) “Discutendo con Norberto Bobbio. Esiste uma scienza política marxista?” en Revista Rinascita, Nº46

Claudín, Fernando (1977) Eurocomunismo y socialismo, Madrid, Siglo XXI.

Claudín, Fernando (1980) “Vigencia y/o crisis del marxismo”, en Revista Dialéctica, Nº 8, Puebla.

Derrida, Jacques (1998) Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Madrid, Trotta.

Dussel, Enrique (1990) El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana. México, Siglo XXI

Fetscher, I. y Schmidt, A. (comp.) (2002) Emanzipation als Versöhnung. Zur Adornos Kritik der Warentausch-Gesellschaft und Perspektiven der Transformation, ed. Neue Kritik, Frankfurt am Main.

Habermas, J. (1987) De Lukács a Adorno, la racionalización como cosificación, en “Teoría de la acción comunicativa I”, ed. Taurus, Madrid.

Habermas, J. (2000) “Theodor Adorno”, en Perfiles filosófico-políticos, ed. Taurus, Madrid.

Honneth, A. (1991). The critic of power: Reflective stages in a critical social theory, Massachusetts, MIT Press.

Ingrao, Pietro (1980) Crisis y Tercera Vía. Entrevista de Romano Ledda, Barcelona, Laia B, 1980

Jameson, F. (2007). Late Marxism: Adorno: or, The persistence of the dialectic. Londres, Verso.

Magri, Lucio (2011) El sastre de Ulm. El comunismo del siglo XX. Hechos y reflexiones. Buenos Aires, CLACSO.

Norberto Bobbio, (1986) ¿Qué socialismo?, Madrid, Plaza y Janés.

Paramio, Ludolfo (1988) Tras el diluvio: la izquierda ante el fin de siglo, Madrid, Siglo XXI.

Sazbón, José (1983) “Derecho de réplica. Una invitación al posmarxismo”, en Revista Punto de Vista Nº19, Buenos Aires, diciembre.

Sazbón, José (2002) “Una lectura sinóptica de las ‘crisis’”, en Historia y representación, Quilmes, Universidad Nacional de Quilmes, 2002.

Terán, Oscar (1983) “¿Adiós a la última instancia?”, en Revista Punto de Vista Nº 17. Buenos Aires, abril-julio.

Os BRICS, o imperialismo e a luta dos trabalhadores. Andrea Rossi. Setembro de 2023

– Lenin – O imperialismo, fase superior do capitalismo

Na recente cimeira dos BRICS, o anúncio do seu alargamento a 6 novos países gerou uma onda de declarações otimistas, quase piedosas, de destacados dirigentes do PCP sobre as virtudes desta organização que reúne um grupo (agora maior) de países do chamado “Sul global”.

António Filipe, antigo deputado e membro do Comité Central do PCP, escreveu no Expresso que a “multipolaridade emergente dos BRICS é a possibilidade de cada país obter apoios ao desenvolvimento sem estar sujeito à tutela imperial […] É uma boa notícia para o mundo e não deixará de ter um impacto significativo no desenvolvimento das lutas sociais.”

Já nas páginas do Avante! podemos ler o elogio público que Luís Carapinha (também membro do CC) faz do papel do PC da China como “impulsionador de   grandes projetos de cooperação internacional e investimento […] Iniciativas que, em conjunto, lançam as bases para a transição para uma nova era de desenvolvimento global mais equitativo, embrião de uma nova ordem económica internacional.

O panegírico termina, no entanto, com um aviso importante: “Há um caminho de luta a seguir para transformar as preocupações e interesses económicos convergentes do Sul Global – e dos povos – em alternativas eficazes de cooperação. Sem nunca perder de vista o inimigo principal, em cada momento concreto.” Nós comunistas, de facto, nunca perdemos de vista aquele que é o inimigo principal: a burguesia, em todo e cada «momento concreto».

BRICS

Não se pode negar que, nas últimas décadas, houve um importante desenvolvimento das forças produtivas nos países conhecidos como BRICS. Do ponto de vista marxista, isso não é mau – muito pelo contrário! Ao desenvolver a indústria, a burguesia fortalece a classe trabalhadora e, em última análise, cria as condições para o seu próprio derrubamento. A expansão da indústria, o desenvolvimento económico, facilitam a tarefa da revolução socialista nesses países.

Cabe esclarecer que os BRICS não são uma organização de beneficência, mas um conjunto de países – as chamadas “economias emergentes” – que se associaram para poder projetar seu crescente poder económico no plano geopolítico, potencializando-o. As classes dominantes dos países membros do BRICS não querem um “desenvolvimento mais equitativo”, mas, como todas as classes dominantes das demais nações capitalistas, querem uma parcela maior do “desenvolvimento”, isto é, do comércio mundial.

Além disso, a organização BRICS não apaga as diferenças de classe que existem dentro de cada um dos países que a compõem, nem superara as contradições do capitalismo ou tem um remédio para sua crise atual. Então… que tipo de “impacto significativo” os BRICS podem ter nas lutas sociais ou nas condições de vida da classe trabalhadora?

Para nós, comunistas, o “desenvolvimento global mais equitativo” é obtido pela luta de classes e pela tomada do poder pelo proletariado, não pela associação entre os imãs do Irão, os generais egípcios, os capitalistas brasileiros, os príncipes sauditas, os oligarcas russos e os burocratas chineses.

Imperialismo(s)

É um erro apresentar o panorama mundial como se fosse composto apenas por dois tipos de nações: por um lado, um punhado de potências imperialistas (EUA, Europa e Japão) e, por outro, todos os demais países percepcionados como pobres, subdesenvolvidos e totalmente dependentes do chamado “Ocidente”.

De acordo com este ponto de vista, estes últimos países não podem desempenhar um papel independente na política mundial ou na economia mundial; as suas ações estão inteiramente subordinadas e dependentes das grandes potências imperialistas (principalmente os EUA); nunca podendo ser considerados imperialistas.

Esta forma de encarar as coisas ignora a realidade. Podemos, por exemplo, colocar a Etiópia, a Bolívia ou o Bangladesh ao mesmo nível do Brasil, da Rússia e da China? É evidente que estes países se encontram em níveis muito diferentes de desenvolvimento económico. E com o desenvolvimento económico vêm outras questões: o desejo de ganhar uma maior quota dos mercados mundiais, mais acesso ao petróleo e a outras matérias-primas; prestígio e poder militar.

E é precisamente o desenvolvimento do capitalismo que conduz necessariamente ao imperialismo, a sua fase superior. Há mais de 100 anos, Lenin explicava que a correlação de forças entre as potências imperialistas não era imutável:

Há meio século, a Alemanha era uma absoluta insignificância comparando a sua força capitalista com a da Inglaterra da época; o mesmo se pode dizer do Japão, se o compararmos com a Rússia. É “concebível” que dentro de dez ou vinte anos a correlação de forças entre as potências imperialistas permaneça invariável? E absolutamente inconcebível.

Em Imperialismo, fase superior do capitalismo, Lenin definiu os 5 traços fundamentais do imperialismo: 1) concentração monopolista 2) fusão do capital bancário e industrial e criação de uma “oligarquia financeira” 3) exportação de capital 4) associação transnacional de capitalistas 5) partilha do mundo – na época através da colonização direta e hoje, durante o neocolonialismo, através das “esferas de influência”.

Alguém pode negar a concentração monopolista, a predominância financeira, a exportação de capitais, as associações transnacionais ou a gula por novos mercados do capitalismo brasileiro, russo ou chinês?

Veja-se, o exemplo histórico de Portugal. Durante a ditadura, o PCP não afirmou (corretamente) que Portugal era simultaneamente um país colonizador e colonizado? E se era possível caracterizar, nessa altura, o país mais pobre e atrasado da Europa Ocidental como um país simultaneamente dependente e imperialista, por que não poderíamos caracterizar hoje a Rússia ou a China (países muito mais poderosos que o Portugal do Estado Novo) como países com ambições e políticas imperialistas, apesar de os Estados Unidos continuarem a ser a mais importante potência imperialista do mundo?

E aqui temos de ser claros e cristalinos: O governo dos Estados Unidos conta com a nossa total e irreconciliável oposição porque é a força mais reacionária e agressiva no planeta! Só nos últimos 30 anos bombardeou ou invadiu e ocupou a Somália, o Sudão, a Jugoslávia, o Afeganistão, o Iraque, a Líbia e a Síria. São inúmeros os exemplos de ingerências, chantagens, sanções, golpes de Estado ou “revoluções coloridas” com o patrocínio do governo americano nas últimas décadas.

Mas tudo isso resulta não duma específica e particular maldade ou voracidade do capitalismo americano, mas do seu papel no mundo como a maior potência capitalista e, portanto, como o maior poder imperialista. Os Estados Unidos (antigas colónias que tiveram de lutar pela sua independência e liberdade do jugo britânico) desempenham hoje o papel que desempenhou a Inglaterra no séc. XIX; papel esse que amanhã poderá ser desempenhado por outro país, caso os Estados Unidos sejam suplantados como o país capitalista mais avançado e poderoso. Isto porque, “no fim do dia”, o que conta não são os discursos ou as intenções declaradas, mas as leis históricas do desenvolvimento do capitalismo.

Portanto, a questão que se coloca é: foi a natureza do imperialismo que mudou desde o tempo de Lenin, desde os tempos em que Portugal era simultaneamente um país colonizador e colonizado? Ou terá simplesmente mudado a posição do PCP sobre o imperialismo?

O papel da China

O facto de a China ser governada por um partido que formalmente se diz comunista não torna, necessariamente, a sua economia socialista. Pelo contrário, a camarilha burocrática que domina a China liderou a restauração capitalista no país nas últimas décadas. Isto aconteceu quer através de uma política maciça de privatizações, quer através da liberalização do mercado interno e do comércio externo, quer através da recepção de investimento estrangeiro a uma escala sem precedentes –  é hoje o país do mundo que é capaz de atrair mais investimento externo.

A base do recente desenvolvimento económico da China foram as décadas de economia nacionalizada e de planeamento económico. Mas esse tempo já passou. Atualmente, o setor privado contribui para 60% do PIB da China, responde por cerca de 60% do investimento realizado, gera mais de 80% dos empregos nas cidades e constitui cerca de 80% do tecido empresarial total do país. São estas as características de uma economia socialista?

Em Portugal, após a revolução do 25 de abril, todo o sector bancário e financeiro, bem como as principais indústrias, tinham sido já nacionalizados e os latifúndios desmantelados. No entanto, apesar do peso do sector público (e até autogestionário e cooperativo), Portugal nunca deixou de ser uma economia capitalista, em que as empresas nacionalizadas operavam segundo os critérios e normas da “economia de mercado”, por oposição a um planeamento económico decidido e implementado democraticamente pelos trabalhadores.

Ora, o que temos hoje na China, é um país com uma economia capitalista onde o Estado (altamente centralizado) mantém um sector público (ainda) importante e alguns elementos de controlo económico e dirigismo (herdados da revolução de 1949) sobre uma economia capitalista. Quem não se lembra ainda do famoso slogan  “Enriqueçam!“(recuperado de Bukharine…) e agitado nos anos 90 por Deng Xiao Ping? Pouco depois, em 2001, foi a vez de Jiang Zemin  apelar abertamente aos capitalistas para se juntarem ao Partido, numa altura em que mais de 100.000 empresários já eram seus militantes…

Quem quiser argumentar que também Lenin, depois da guerra civil, defendeu a aplicação da NEP que viria a permitir uma certa liberalização da economia soviética, não pode perder de vista que a Nova Política Económica continuou a deixar nas mãos do Estado as principais alavancas económicas e foi aplicada em circunstâncias muito especiais: o país fora devastado, estava totalmente cercado pelas potências imperialistas e a NEP foi vista como uma política temporária para ganhar algum tempo e fôlego até ao triunfo da revolução comunista na Europa Ocidental. As políticas pró-capitalistas na China são tudo menos temporárias: duram há décadas, setores-chave da economia foram privatizados e os líderes do PC da China não apelam à revolução mundial, mas ao enriquecimento pessoal e à adesão dos capitalistas chineses ao partido. E de resto, alguém consegue imaginar Lenin defendendo a adesão da burguesia russa ao Partido Bolchevique? E aqui reside outra grande diferença: malgrado a ameaça de burocratização que já ameaçava Outubro, não é comparável o sistema de democracia operária e o livre debate político que subsistia na Rússia no princípio dos anos 20 com o monolitismo do atual regime chinês.

Finalmente, a política externa de um país representa a manifestação externa dos interesses da sua classe dominante. A chamada “Nova Rota da Seda” tem atraído muitas atenções e debates e é frequentemente apresentada como um exemplo das diferentes naturezas e intenções no tipo de relações que a China e os Estados Unidos estabelecem com outros países.  

Que a China queira construir portos, estradas, caminhos-de-ferros, aeroportos, todo tipo de infraestrutura e fazer investimentos produtivos noutros países nada tem de “inovador”: chama-se “exportação de capital”! A China fornece empréstimos que serão usados em obras, projetos, investimentos a cargo (na maioria das vezes) de empresas chinesas, tal como os britânicos também construíram caminhos-de-ferro na Índia às custas dos indianos, não para unir os povos e regiões do subcontinente, mas para saquear os seus recursos e vender-lhes os produtos fabricados pela Grã-Bretanha.

E o facto da China poder apresentar neste momento condições mais vantajosas aos seus parceiros não decorre da bondade idiossincrática dos líderes chineses, mas da necessidade de poder competir e conquistar novos mercados arrebatados ao Estados Unidos (e aos seus aliados do G7).   Não se chamará a isto “estratégia comercial”?

Uma ordem mundial mais justa?

Varrendo para debaixo do tapete a natureza concreta dos países BRICS, os seus defensores concentram-se no “desenvolvimento mais equitativo” que esta associação poderia proporcionar.

Porém, temos de ser frontais: o capitalismo está em crise.  Esta crise é resultado das contradições e limites do sistema. Nas últimas décadas o crescimento económico resultou, por um lado, do crédito barato e da expansão fiduciária; por outro, o desenvolvimento do comércio mundial.

Agora, as alavancas do passado tornaram-se os travões do presente.  A economia mundial está a polarizar-se em dois blocos rivais como resultado da crescente rivalidade económica entre os Estados Unidos e a China, que está a evoluir rapidamente para uma guerra comercial aberta (tarifas, sanções, restrições à partilha e ao acesso a tecnologias de ponta, etc.). O comércio mundial está, por conseguinte, ameaçado por uma onda crescente de protecionismo, em que cada país tentará exportar a crise para os países vizinhos.  E a conta do protecionismo, do aumento do custo das cadeias de abastecimento, dos fatores de produção, será necessariamente paga pelos consumidores, ou seja: pela classe trabalhadora!

Neste contexto, como poderemos falar de uma “ordem mundial mais justa”? E para quem seria mais “justo”? Para os emires do Dubai? Ou para os trabalhadores imigrantes do Sudeste Asiático que por lá são explorados no limiar da escravidão?

Entre 2009 e 2022, o PIB dos Estados Unidos subiu de 14,47 trilhões para 25,46 trilhões de dólares. O salário-mínimo permaneceu em 7,25 dólares por hora.  Que benefícios colheu a classe trabalhadora americana de toda a riqueza produzida no seu país, de todos os recursos que os “seus” capitalistas saquearam por todo o mundo?

Mesmo que os países BRICS conseguissem conquistar uma parcela maior do comércio mundial, mesmo que se beneficiassem da chamada “desdolarização” e da decolagem das instituições financeiras dominadas pelo Ocidente, no quadro da divisão da sociedade em classes, a criação de mais riqueza não significa automaticamente (por magia?) uma redistribuição mais justa dos rendimentos em cada país. E no contexto da crise capitalista essa expectativa não passa de uma quimera!

A Teoria da Revolução Permanente

A reboque da tática da “Frente Popular” (reciclada do menchevismo por Estaline), após a Segunda Guerra Mundial, os partidos comunistas defenderam alianças com os setores ditos “progressistas” das burguesias dos países colonizados na luta contra as potências colonizadoras. Supostamente, nos países colonizados, haveria um setor da burguesia “anti-imperialista”, com quem as massas camponesas e proletárias teriam que se aliar para conquistar a independência e a libertação do colonialismo e do subdesenvolvimento.  Mas por toda a parte, em todos os momentos, os sectores ditos “democráticos”, “progressistas” ou “anti-imperialistas” da burguesia nunca perderam de vista que o proletariado e as massas oprimidas são o seu inimigo principal

As sucessivas derrotas dos movimentos revolucionários, o esmagamento dos movimentos populares, a dependência neocolonial em que permanecem desde há décadas os países libertados do jugo colonial direto, são demonstrações evidentes de quão utópicas, erradas e até reacionárias são quaisquer expetativas que (ainda hoje!) se possam ter num suposto papel “progressista” por parte dos capitalistas do chamado “Sul Global”.

Antes de 1917, apesar de imperialista, a Rússia também era um país relativamente atrasado e dependente e, não obstante, a existência de gigantescas concentrações industriais, a maior parte do país pouco evoluíra dos tempos da servidão, continuando subjugado à nobreza agrária. Ao desenvolver a teoria da revolução permanente, Trostky explicou como, num país atrasado na época do imperialismo, a “burguesia nacional” estava inseparavelmente ligada aos resquícios do feudalismo, por um lado; e ao capital imperialista, por outro, sendo, portanto, completamente incapaz de realizar qualquer das suas tarefas históricas.

E, como Trotsky previu, a corrompida burguesia russa foi incapaz de resolver as tarefas mais prementes colocadas pela História, especialmente a questão agrária. Foi por essa razão que os bolcheviques puderam tomar o poder com base em slogans de conteúdo essencialmente democrático-burguês (Paz, Pão, Terra, Assembleia Constituinte, Direito à Autodeterminação das nacionalidades oprimidas). Mas, tendo tomado o poder em suas mãos, através dos uma luta independente, os trabalhadores russos não pararam, mas procederam à expropriação dos capitalistas e começaram a tarefa da transformação socialista da sociedade.

De igual modo, devido à debilidade endémica das burguesias nacionais do chamado “Sul Global” e aos laços e interesses irmanados que têm com o(s) imperialismo(s), estas burguesias jamais serão capazes de cumprir as suas tarefas históricas e serão sempre os agentes servis dos grandes poderes – estejam eles sediados em Washington ou Pequim.

No Manifesto, Marx e Engels escreveram: “a emancipação dos trabalhadores será obra dos trabalhadores“. Foi sob essa perspectiva que em 1917 os bolcheviques organizaram a classe trabalhadora russa e a dirigiram na luta contra a reacionária nobreza czarista, contra a mal chamada burguesia “liberal” russa e contra os poderes imperialistas tanto da “Entente Cordiale”, como das “Potências Centrais”.

Ontem como hoje, nós comunistas não temos outra perspectiva, se não que “a emancipação dos trabalhadores será obra dos trabalhadores“. E de mais ninguém!

Andrea Rossi

Cuatro arquetipos sexuales en la obra de Mario Vargas Llosa. Iván Thays

La Linda

Mi primer contacto con un arquetipo sexual en la obra de Vargas Llosa ocurrió bajo la lluvia. Estaba lloviendo el día en que empecé a leer la novela La ciudad y los perros. En la novela también llovía mientras Alberto, El Poeta, invitaba a salir a Teresita. No le parecía guapa, pero tenía bonita sonrisa. Era linda. Pero era la muchacha que le gustaba a su mejor amigo, apodado El Esclavo, y además era de condición humilde mientras él era un miraflorino. Todo mal. Pero llovía. Hay que decir que, en realidad, en Lima nunca llueve. Aquello que en otras partes del mundo llaman «lluvia»en Lima es, apenas, una garúa ligera, una precipitación de alfileres de agua, aunque aveces, por terca, puede terminar mojando las calles y las ventanas como una auténtica llovizna. La garúa, dice un escritor de la generación de Mario Vargas Llosa, llamado Luis Loayza (a quien Vargas Llosa conoció y frecuentó mucho en su juventud, y a quien le dedica Conversación en La Catedral, junto a otro amigo común, el crítico Abelardo Oquendo) es una metáfora del amor limeño. Un amor mortecino, desesperado.Un amor que no se decide a convertirse en auténticas gotas de agua y que, al final,termina confundiéndose con la humedad limeña, nuestra pecera común. El amor que yo leía en las páginas de Vargas Llosa era un amor mortecino. No había posibilidad de que triunfase -y no sucede-, aunque en ese momento yo no lo sabía y en el fondo esperaba que Alberto y Teresa vencieran las barreras sociales, y las circunstancias poco propiciasen que se conocieron, y se enamorasen de verdad. Digo que lo esperaba pero no sé sieso es cierto. Por aquel entonces, yo era un adolescente y sabía poco o nada -más bien nada- sobre el amor. Pero no necesitaba haber amado a nadie (ni leído la frase de Luis Loayza) para saber que la garúa nos volvía sentimentales.Por aquellos años, en medio de una terapia a la que me vi obligado a asistir por exigencia de mis profesores, me preguntaron cómo quería yo que fuese mi pareja.Nunca había tenido relación con una chica -y pasarían varios años antes de tener una- yeso, aunque no era un problema para mí, al parecer sí para mis padres y tutores. Le contesté a la psicóloga (una mujer de lápices muy afilados, que olían mucho a madera,que de vez en cuando me hacía dibujar o llenas cuestionarios con ellos) que me2imaginaba enamorado de una chica igual a mí: que le gustase leer, ver películas,quedarse callada, no asistir a fiestas ni esperar que yo tuviese un auto (ya desde entonces sabía que jamás aprendería a conducir, y así ha sido). «¿Entonces qué van a hacer? ¿Van a quedarse sentados mirándose el uno al otro?».La pregunta, que podría sonar cruel -de hecho, me asombró un poco-, pero que ella hizo con una sonrisa, es válida. ¿Realmente quería amar a alguien como yo? Ahoras é que no es necesario, que incluso es preferible amar lo distinto, pero en esos años de fobia social a punto de ser diagnosticada me pareció que no estaba mal enamorarse de alguien como uno mismo. «¿Por qué no?».Yo quería que Alberto se enamorase de Teresa porque creía en el amor y además garuaba y las chispas mojaban mis ventanas. Pero la verdad es que sabía que eso no ibaa funcionar. Cuando uno es adolescente, como lo era yo o como lo es Alberto en la novela, solo puede enamorarse de su igual. Y ese fue el destino de Alberto y también de Teresa, que terminó casándose con un antiguo compañero de escuela, de su misma condición social y quien además la amaba sin aquellos «pero» de Alberto. Que aquel niño ingenuo, futuro empleado bancario, del que se nos muestran algunas escenas retrospectivas en la novela sea el violento Jaguar es una coincidencia que debemos aceptar como válida. Tres muchachos, venidos de diversos lugares, con carácter muy distintos, terminan enamorándose de la misma chica en La ciudad y los perros. Parece difícil de aceptar -en términos de verosimilitud, no de realidad, que siempre es inverosímil y sobre todo irónica- pero en la novela es necesario que suceda así para que se convierta en un arquetipo. Teresa es la linda. El arquetipo sexual de una chica que no le hará daño a ningún hombre, que se recogerá en tu pecho o dejará caer su cabeza en tu hombro. Aquella que te escribirá una frase linda, algún día, y decorará tu cuarto conalgún peluche para que no la olvides. Luego, se casará contigo, te pondrá un apodocariñoso que esconde alguna burla como «gordo» o «loco» y será la estupenda madre de tus hijos. Teresa es la mujer que todos quieren tener en algún momento en su vida, pero que nunca es suficiente.

La puta

Mientras Teresita se queda encerrada en su sueño doméstico, sin capacidad de hacerle daño a nadie y sin expectativa de que no se lo hagan, tarde o temprano, a ella,surge un nuevo arquetipo sexual: la puta.3Recuerdo un amigo escritor que solía ir mucho de putas. Me contaba esas incursiones como si fueran safaris, como búsquedas de tesoro, como una travesura de hombre grande. Nunca me habían llamado la atención las putas, o mejor dicho los prostíbulos. Esos locales los imaginaba siempre como aquel bar miserable, lleno de viejos parroquianos dispuestos a burlarse -si no a asaltar y matar de un cuchillazo- delcuento de Alfredo Bryce Echenique «Yo soy el rey». Al fin, mi amigo me convenciópara ir a un prostíbulo que había descubierto por la avenida Brasil. Un lugar discreto,dijo, una casa como cualquier otra, en un tercer piso sin ascensor, donde las prostitutas estaban sentadas esperando a que las escogiesen. Era temprano, antes del mediodía, un horario poco adecuado para un prostíbulo y, por lo tanto, era poco probable que me encontrase con uno de los habituales, borrachos y enfurecidos contra los nuevos clientes. «¿De qué me estás hablado?», dijo mi amigo: «Ahí no hay ningún bar, nadie toma, solo están las putas y tres cuartos con baño». Me sentí mejor. Cuando subimos por la escalera de cemento sin pulir, lo que le dio un toque miserable que yo esta babuscando, entramos, en efecto, a un departamento como cualquier otro, lleno de chucherías y con sillones que parecían recogidos de un basurero, uno de aquellos que yo conocía muy bien porque aunque no frecuentaba prostíbulo sí lugares de lectura de Tarot, cada cual más miserable y pobre. Mi amigo de inmediato capturó a una mujer grande, con cara caballuna, y se internó con ella dejándome solo, a merced de esas chicas que, conversando entre ellas como si fueran alumnas de un instituto esperando la evaluación oral o muchachas esperando que la agencia de empleos la envíe a limpiar una casa o cuidar un anciano. A excepción de la que se llevó mi amigo, ninguna usaba ropa sexy ni se destacaba del resto. Fueron varios minutos de duda, de vacío total,mientras decidía si entraba o no a uno de esos cuartos con baño que, me imaginaba,debían ser sofocantes como la misma sala. Minutos delante de esas mujeres que jugaban con el pelo y me echaban miradas también, de vez en cuando, pero nada insinuantes,más bien miradas lánguidas y aburridas, desinteresadas.En ese momento de tensión, se me pasó por la cabeza que debía haber llevado una navaja. Una navaja pequeña, invisible, o un revólver y una cartuchera, como un detective privado, que solo yo sabría que existía. Algo que me pusiera en una situación de ventaja frente a esas mujeres que apenas si se habían percatado de mi existencia. Esa sensación de horizontalidad -pese a que yo llevaba dinero, el dinero que ellas necesitaban- me había vuelto invisible. Necesitaba la verticalidad, quería el poder.4Las novelas de Mario Vargas Llosa son retratos muy precisos y detallados sobre el poder. El poder en todas sus formas, en sus obviedades y en sus vericuetos. Resulta tan omnipresente el poder en las novelas de Vargas Llosa, tan versátil en sus formas de aparecer, que cualquier otra obra que trate el tema puede entenderse, analizarse ycriticarse en comparación con las novelas de Vargas Llosa. Aunque, como he dicho antes, el poder aparece en todas sus máscaras y ficciones, quizá el más obvio es el poder masculino. Las novelas de Vargas Llosa están enmarcadas dentro de una sociedadmachista, contra la cual no vale la pena rebelarse, solo asumirla. Por eso, no es deextrañar que las novelas de Vargas Llosa estén llenas de prostitutas. No son las prostitutas-cadáveres de las novelas de Juan Carlos Onetti, espectros de mujeres, ni tampoco las voluptuosas y jocosas prostitutas de las novelas de Cabrera Infante. Las prostitutas de las novelas de Vargas Llosa son objetos de intercambio, mercancía,moneda de uso o costumbre en la sociedad de machos y sus cachorros. Quizá la mejor prostituta que ha creado la literatura latinoamericana sea La Chunga, una mujer hecha así misma, dañina y víctima al mismo tiempo, despectiva como las muchachas de ese prostíbulo de la avenida Brasil, quien aprendió en el puterío de la Casa Verde, en las arenas piuranas, que la única forma de dominar en un mundo de machos es convertirse en un objeto de deseo permanente. Los hombres se ufanan a sí mismos de ser«inconquistables» y, sin embargo, terminan compareciendo todas las noches en el mismo lugar, abandonados, extraviados en sus contradicciones. El poder de las prostitutas, quienes aceptan someterse al mundo de hombres para recuperar autoridad,está representado en la célebre Visitadora, la brasileña, la mujer que termina conquistando al cuadriculado militarismo de Pantaleón y su cuadro donde contabilizalas «prestaciones» de sus visitadoras. Si, como queda claro en Los cachorros, el instrumento simbólico de poder es el pene, la única forma de conseguir el poder para quien carece de este -las mujeres, se entienden, no Cuéllar- es apropiarse de ese símbolo con el canto de sirena del sexo. El arquetipo de la mujer sexual, opuesto al de la mujer pura que representa Teresa, está presente en la obra de Vargas Llosa siempre como elobjeto del conflicto (salvo en el caso del Periodista Miope y su amor sexual, casi sálmico, por Jurema en La guerra del fin del mundo). Matar a la brasileña en la novela Pantaleón y las visitadoras es una forma de castigar ese poder excesivo arrebatado a los hombres. Es un castigo divino. Y mencionar a la divinidad, en esta ocasión, es preciso.Mientras que la idealización del arquetipo linda conduce a una vida terrenal, la idealización de la prostituta conduce a la divinidad. El sexo es un acto incomprensible5en todas las novelas de Vargas Llosa, algo que difícilmente encuentra equilibrio ysiempre crea desastres. El sexo es la tragedia griega, la fatalidad. El sexo deja desprotegidos a los hombres, humanos al fin, y le entrega la divinidad a las mujeres,poseedoras de un secreto imposible de alcanzar. Los adolescentes se estrenan con prostitutas, los hombres rondan prostíbulos. Las mujeres-bien, las lindas, en cambio,dosifican el sexo y lo mantienen bajo una discreción (incluso en la juguetona Lucrecia de don Rigoberto, insospechado objeto sexual de capacidad explosiva) como vemos en el retrato idílico de la Tía Julia, una mujer adulta y divorciada que, pese a ello, se abstiene de tener sexo con el joven Varguitas hasta que no se casen. Quizá la prueba más subrayable de cómo el sexo termina divinizando a las mujeres de Vargas Llosa,cuando lo ejercen de manera profesional digamos, es en el personaje de La ciudad y los perros que habita un cubil del jirón Huatica y con la que sueñan, y guardan sus propinas, todos los adolescentes durante semanas. Ella atiende largas colas de leonciopradinos que la han elevado a un altar imposible, inimaginable incluso para las novelas pornográficas con que equilibra sus deficiencias machistas el poeta Alberto, y ella es la verdadera reina del pabellón. Una mujer fea, morena, que atiende con una puerta abierta y los pies desnudos, lo único que pueden ver los jóvenes que atisban antes de ingresar al cubil y que han idealizado hasta llamarla, con un epíteto digno de una divinidad homérica, la Pies Dorados.El castrado/aCuando hablamos de castración el nombre que se nos viene de inmediato a la cabeza es el de Cuéllar. La novela breve Los cachorros es, quizá, una de las más conocidas de Mario Vargas Llosa. Su técnica, donde dos narradores (uno omnisciente yel otro testigo, aunque ese puesto parece ocupado por varios amigos aleatoriamente) se entrelazan si mayores marcas textuales, se ha convertido en un manual de escritura para jóvenes escritores. Sin embargo, además de la novedad narrativa, la historia es absolutamente impecable. Un niño bien, de Miraflores, ingresa a un colegio de curas. Es el cachorro de fiera, el pequeño que se educa para ser un triunfador y detentar el poder como lo hace su padre. Y al principio del relato queda clarísimo que el papel no le quedará corto. Cuando ingresa a estudiar es un pésimo jugador de fútbol, luego de usar sus vacaciones para entrenar duro consigue convertirse en una estrella. Esa perseverancia, unida al dinero e incluso a la belleza física, lo convierten en el proyecto6de un triunfador de la burguesía peruana. Pero ocurre algo, una traición ocasionada por un perro (la importancia de los perros en la obra de Vargas Llosa, he ahí un buen tema para discutir) llamado precisamente Judas, quien aparece en el vestidor luego de un partido y muerde a Cuéllar. Emascular es el nombre que se usa en los textos de colegio,para que los niños no entiendan nada. Castración es lo que sucede, una dolorosa castración.Uno de sus compañeros de clase lo dice de manera oblicua, pero contundente:«pobre, si un pelotazo ahí duele cómo habrá dolido una mordida».El dinero y la gracia de los padres, sintiéndose culpables, logran hacer que Cuéllar, pese a llevar un horrendo sobrenombre («Pichula») que le recuerda lo que carece, siga siendo popular en la escuela. Tiene automóvil, corre olas, es audaz, le encanta el vértigo, no parece tenerle miedo a la muerte. Esa adrenalina es solo la tapada temporal ante el temor de Cuéllar, que es crecer. Porque mientras uno se hace más grande, más obvio se convierte la necesidad de tener un falo para aspirar a ser algo más que un cachorro. Para obtener el poder. Cuéllar, al estar castrado, no puede detentar ese poder y eso se hace más patente mientras sus amigos, menos dotados para el éxito queél, empiezan a hacer una vida de adultos, plena, con enamoradas, profesiones e inclusouna barriguita, mientras Cuéllar, el castrado, vive una eterna adolescencia. Y aquelloque marca la línea final, la frontera, es la presencia de una mujer. Quizá en algún momento todos creyeron que Cuéllar podría lograr algo, pero la presencia de una chica(Teresita Arrarte, una linda) hermosa mueve el piso de Cuéllar y el no poder alcanzarla-no se atreve a declarársele, previendo que en algún momento tendría que confesar lo inconfesable: que no tiene lo que necesita un hombre para satisfacer a una mujer según las reglas de la sociedad machista en que vive- y al perderla frente a otro hombre, se dacuenta de que la castración fisiológica no es tan grave como la castración mental que lesucede.De esa nadie se recupera.Y un ejemplo de ello es una castrada, un personaje tan maravilloso y complejo como Cuéllar, que es Urania en La fiesta del chivo. Ella también es una castrada. Hija de un político, el cerebro detrás del poder del dictador dominicano Trujillo, termina entregada por su propio padre al dictador (quien es un obseso sexual, un animal erótico,un hombre que tiene fama de erección permanente y macho procreador, relacionando ese poderío sexual a su poder político, otro arquetipo sexual vargasllosiano) para que este la desvirgue. Urania tiene quince años. Su padre teme haber perdido la gracia del7dictador y ante el pedido de este de que le entregue a su pequeña hija virgen, ve la posibilidad de congraciarse con él y no duda. Urania es llevada con engaños al palacio del Chivo, quien aparece como una caricatura de sí mismo, un viejo galante, un militar glorioso, un seductor viril antes que del jet set como su hijo. Obviamente, ninguna de esas armas atraen a la púber Urania, sino que la repelen. Entonces, el dictador pasa alacto y deja de bailar e intentar seducirla y la arroja contra una cama e intenta violarla.La escena es desgarradora, descrita con una maestría notable. Lo cierto es que el dictador Trujillo no solo desea a Urania por ser una joven virgen y bella, sino para probarse a sí mismo que aún es un macho cabrío. Pero falla en el intento, pues no logra mantener la erección. Además, sufre de la próstata y teme no poder retener la orina yquedar aún más expuesto. Ante la imposibilidad de tener una erección, pero decidido a humillar a la mujer que le demuestra que su poder está en decadencia, opta por desvirgarla con los dedos. La novela ocurre muchos años después, cuando Urania regresa a República Dominicana para ver a su padre enfermo. Ahora vive en Estados Unidos y es catedrática. El éxito profesional no tiene resonancia con el sentimental. Los hombres le dan asco, nunca ha tenido relaciones sexuales, jamás podrá establecer una relación con nadie. Al igual que Pichula Cuéllar, Urania es una castrada por la violencia del poder, simbolizado por un falo que no existe o que no puede mantenerse erecto.Homosexualidad. El tema de la homosexualidad, dentro del Boom, ha sido tratado siempre de un modo caricaturesco o ridículo, salvo en contados casos, como el de la obra de Manuel Puig. Dictadores y prostitutas tienen poder, pero los homosexuales son los marginales sociales, aquellos que no tienen ninguna oportunidad de sobrevivir en el mundo machista y en la exhibición violenta del poder.En la literatura de Mario Vargas Llosa, el tema de la homosexualidad casi siempre ha sido presentado de modo tangencial, una alusión o, mejor dicho, una especulación. ¿Era homosexual el Esclavo, con sus maneras afeminadas y engreídas,como lo acusaban sus compañeros? ¿Era homosexual Cuéllar, como creen sus amigos cuando lo ven pasear, siendo adulto, con adolescentes en su poderoso Ford? Por otra parte, llamar «maricón» a alguien es un insulto que, aunque no tenga relación directa con la homosexualidad, sí comprueba que en una sociedad machista la cobardía, las8malas artes, el engaño, la deslealtad o el engreimiento son calificativos negativos que se relacionan siempre con la homosexualidad o la «mariconada». Sin embargo, existen dos personajes homosexuales interesantes en la obra deMario Vargas Llosa. Curiosamente, ambos tienen algunos puntos de relación aunquetambién son diametralmente opuestos. Se trata de Mayta, de Historia de Mayta, y Roger Casement, en El sueño del celta. Ambos son revolucionarios, ambos están metidos en políticas, ambos tienen ambiciones de cambiar la sociedad, ambos son soñadores,ambos fracasan en sus sueños. Pero Mayta es un personaje sin heroicidad, mientras que Casement es un héroe épico. Mayta es un iluso, Casement un utópico. Mayta es un hombre degradado, confuso, el producto de una ideología mal asimilada, un revolucionario sin mayores méritos. Roger Casement es un patriota que no duda en traicionar por quienes luchó al inicio, si detrás de eso hay una verdad superior.Casement es un personaje histórico, Mayta es un pobre diablo perdido en la larga e irregular lista de revolucionarios latinoamericanos. Uno es trotskista, el otro un nacionalista. Ambos, finalmente, han planteado una lucha que resume el conflicto por excelencia de Vargas Llosa: el uso de la violencia para vencer la violencia. La dialéctica de una violencia que se justifica, y una que solo explota su naturaleza para mantener el poder.Las ilusiones políticas de Mayta, el revolucionario de izquierda, se desvanecen al tiempo que se desinflan las ideologías. Al final, tiene que aceptar que es un iluso y encajar la decepción. La ilusión política de Casement no desfallece nunca e, incluso,contagia a su carcelero. Muere convencido de la justicia de su causa. Uno, Casement es decapitado. El otro, Mayta, termina de heladero en carretilla.¿Es curioso o una coincidencia que ambos personajes sean homosexuales? No,no lo es. Lo que sí es bastante significativo es que la homosexualidad de ambos es narrada como si fuera un capítulo aparte de su vida, una interpretación, un discurso distanciado del discurso ideológico que defienden. Es decir, en ningún momento -como sí lo hace Puig- Vargas Llosa hace una relación entre la lucha política y la lucha sexual.Ninguno de ellos es un defensor de sus ideales sexuales sino que, al contrario, se avergüenzan de ellos. La historia de Mayta es contada por otros, lo que siempre da pie a que cada uno de los testigos cuente su propia historia, con la distorsión natural de todo relato. Mayta intenta esconder su homosexualidad a través de un matrimonio falso, y nunca la asume completamente. Al final, parece también desencantado de su opción sexual. En realidad, la homosexualidad de Mayta no es militante, solo subraya un9aspecto más de su marginalidad. Es significativo que muchos críticos consideren que la novela de Mayta es una caricatura del guerrillero, originada por la decepción del propio Vargas Llosa de la izquierda política, y que la homosexualidad de su personaje es solo un motivo de burla más contra este, como ponerle una nariz larga o un defecto al caminar. Esa versión descalifica la posibilidad de que un homosexual sea también un revolucionario y demuestra la hipótesis de Vargas Llosa: para la revolución trotskista,para obtener el poder, ser un «macho» es un principio inobjetable. Un guerrillero no puede ser gay, porque atentaría contra la visión machista del revolucionario latinoamericano.En la novela El sueño del celta, Vargas Llosa describe la homosexualidad de Roger Casement casi con fastidio, como un pie de página ante la lucha de este héroe épico casi creado por Victor Hugo. Un capítulo donde se habla de su gusto por los adolescentes peruanos y la mala conciencia de pagar por sexo y prostituir a esos jóvenes, a quienes busca defender contra los abusos de sus explotadores. Casement se siente afectado por esa contradicción pero su lascivia puede más y se entrega a ella con vergüenza.¿Podría Vargas Llosa o alguien del Boom central -Cortázar, Fuentes, GarcíaMárquez, Vargas Llosa- retratar un héroe gay cuya homosexualidad sea un rasgo revolucionario y liberador? No, tal parece que no es posible. La homosexualidad es un rasgo de marginalidad incluso en los revolucionarios más entregados a su causa. Un asunto vergonzante. Una página que no encaja bien en las biografías ni en las decisiones de la sociedad machista, falocéntrica y violenta, que retrata Vargas Llosa con tanta precisión.

Carta a los partidos de oposición: Escojan bien la cancha en la cual quieren jugar. Paolo Luers, 11 de septiembre de 2023

Hay que definir las prioridades y hacer las apuestas donde tienen sentido. No hay que abandonar todo, vale la pena meter en cada una de las nuevas alcaldías uno o dos concejales opositores. Pero esto no puede ser la prioridad. No puede distraer esfuerzos y recursos de la campaña presidencial.

Amigos:

A veces en política -así como en la vida- hay que tomar decisiones que duelen. Al definir prioridades, a veces es indispensable sacrificar otras cosas importantes.

Hace poco un amigo, que es uno de los dirigentes de un  partido opositor, se enojó conmigo cuando le planteé, en esta mi manera tajante y a veces chocante, que se olviden de las alcaldías y las diputaciones y que apuesten los limitados recursos financieros, organizativos y humanos a la carrera presidencial. Le dije: “Tienen que escoger la cancha en la cual quieren jugar y pelear. Si tratan de jugar al mismo tiempo en las tres canchas -la municipal, la legislativa y la presidencial- no van a lograr nada».

Al fin, discutiéndolo bien, nos pusimos de acuerdo. Ahora le toca llevar esta discusión a sus compañeros – y será difícil e incómodo.

Antes de que Bukele mandara a cambiar las reglas del juego con sus reformas electorales a última hora -la reducción de curules a 60; la reducción de los municipios a 44; la decisión de agregar todos los votos digitales de la diáspora a al departamento de San Salvador; y la adopción del sistema d’Hondt, que castiga a los partidos pequeños- la estrategia de la oposición era clara y coherente: La meta principal era cambiar la correlación en la Asamblea y quitar a Nuevas Ideas y sus partidos compinches la mayoría calificada, que les facilitó tomar control de todo el aparato estatal. Se iba a participar en la carrera por la presidencia, pero en función de apoyar las candidaturas legislativas.

Esta estrategia fue tan lógica que también el oficialismo la entendió. Por eso hicieron las reformas, al margen de la ley. Con ellas será imposible para la oposición competir exitosamente en las elecciones de diputados – y de paso también en las elecciones municipales. Le pusieron candado a su mayoría calificada.

Había una remota posibilidad de competir con algún éxito por algunas diputaciones. Para esto los cuatro partidos de oposición (Arena, Frente, Nuestro Tiempo y Vamos) tendrían que haberse coaligados en una solo lista de candidatos a diputados. El sistema d’Hondt de asignación de diputaciones privilegia el partido con más votos, deja vivo al segundo y mata a los demás. Juntos, los 4 partidos de oposición hubieran sido la segunda fuerza y colocado algunos diputados. Pero esto fue pedir demasiado a las dirigencias partidarias. Ni siquiera lo discutieron en serio. Con esto, quedarán condenados, con suerte, a la irrelevancia, con un máximo de 2 diputaciones – o incluso a la muerte, igual que el PCN, PDC, CD y GANA.

Siendo las cosas así, sería irracional aferrarse a la estrategia original, y seguir apostando todo a la tarea de elegir diputados. Este plan ya no tiene validez. Las prioridades tienen que cambiar – y las apuestas también.

Si la cancha legislativa está totalmente desnivelada, igual que la municipal, solo queda la tercera cancha: la presidencial, en la cual van a jugar tres fórmulas opositoras. Uno podría decir: Pero en esta cancha tampoco se puede ganar, ¡vean las encuestas, vean la popularidad del presidente, vean todos los recursos, que el Estado va a invertir en la reelección de Bukele!

Por supuesto que no se puede ganar, mucho menos con recursos tan limitados, con el clima de miedo que apacigua a los movimientos ciudadanos, y con 3 fórmulas en vez de una sola unitaria. Pero no se trata solo de ganar – se trata de pelear, de levantar la cabeza, de mostrar opciones más racionales y éticas, de poner la oposición en el mapa, de consolidarla. Para todos estos fines políticos la cancha adecuada es la nacional, la presidencial, la que genera debate, controversia, posturas.

En esta cancha, también desnivelada, en estas condiciones, no se puede ganar la presidencia – pero sí se puede ganar el debate. Si de todos modos no se va a ganar la presidencia, ya no es tan grave que no se haya logrado una sola candidatura unitaria. Si las tres fórmulas logran que un 25, 30, 35 ó 40 por ciento vote por ellos, o sea por la oposición y contra la reelección de Bukele, sería una victoria política y moral importante que marcará los siguientes años.

Hay que definir las prioridades y hacer las apuestas donde tienen sentido. No hay que abandonar todo, vale la pena meter en cada una de las nuevas alcaldías uno o dos concejales opositores. Pero esto no puede ser la prioridad. No puede distraer esfuerzos y recursos de la campaña presidencial.

Si todas las campañas presidenciales opositoras salen raquíticas, el costo lo van a pagar todos los partidos. Por una vez en la vida, definan bien sus prioridades y pónganse las pilas.

Saludos,

Paolo Luers

Putin’s Real Security Crisis. The Most Important Lesson of the Wagner Rebellion Is the FSB’s Failure. Andrei Soldatov. FA. July  2023

Among the many lingering questions about the Wagner leader Yevgeny Prigozhin’s rebellion is why Russia’s vast security apparatus was so poorly prepared for it.

The FSB, the Kremlin’s main internal security service, has long placed a heavy emphasis on “prevention” and taking aggressive steps to preempt any threats to the state before they occur.

The security agency even had informants within the Wagner organization. Yet it seems to have taken no action to stop the mutiny before it started or to warn the Kremlin about Prigozhin’s plans.

Then, as Wagner forces made their move, both the FSB and Russia’s National Guard, the main body assigned to maintain internal security and suppress unrest in Russia, failed as rapid response forces.

The National Guard made every effort to avoid a direct confrontation with Wagner; for its part, the FSB—which also has several elite special forces groups—did not appear to take any action at all. Instead, the most powerful security agency in the country issued a press release calling on Wagner’s rank and file to stay out of the uprising and to go arrest Prigozhin—on their own.

Equally startling was the reaction of Russia’s military intelligence, GRU, to the Wagner escapade. Consider that moment when Wagner forces marched into Rostov-on-Don, Russia’s main command center for the war in Ukraine.

As Prigozhin sat together with Yunus-Bek Yevkurov, deputy minister of defense, and Vladimir Alekseyev, first deputy head of the GRU, Alekseyev seemed to agree with Prigozhin that there was a problem with Russia’s military leadership.

When Prigozhin said he wanted to get Defense Minister Sergei Shoigu and General Valery Gerasimov, the head of Russian forces in Ukraine, apparently to make them answer for their mistakes, Alekseyev laughed and replied, “You can have them!” Shortly after these comments were aired, a member of Russian special forces told us, “Alekseyev is right.”

In the wake of the Prigozhin crisis, Russian President Vladimir Putin faces a dilemma. It has become clear that the larger threat to his regime may not have been Prigozhin’s mutiny itself but the reaction of the military and the security services to that mutiny.

Now, he needs to find a way to deal with that intelligence and security failure without creating new uncertainty about his grip on power. And unlike in previous crises, he may no longer be able to rely on the security agencies he has long used to ensure political stability.

WHERE SYMPATHIES LIE

The threat posed by Prigozhin’s rebellion had little to do with the relative strength of Wagner forces. When Wagner forces declared victory in Bakhmut in May, Prigozhin touted it as a major triumph in a battle that had lasted for months, and it inflated his ambitions to a dangerous degree.

In reality, however, Bakhmut was little more than a local success, and its value was questionable. In the weeks since the Ukrainian counteroffensive began, that victory has become a distant memory.

Wagner has not had a significant role in deterring the counteroffensive, and Prigozhin’s mercenaries—despite their much-hyped capabilities—seem far less relevant to the war than they were in the spring.

In fact, the rebellion came precisely at a moment when Wagner’s influence was weakening and Russia’s military command was gaining renewed confidence. With the Ukrainian counteroffensive off to a slow start, there was a growing perception that Ukraine’s tanks and other advanced weapons supplied by the West were more vulnerable than anticipated, and Russian officers reported that army morale was growing. No longer were Wagner fighters seen as the only capable forces on the Russian side.

These shifting perceptions should not come as a surprise. Ever since Russia launched its full-scale invasion of Ukraine in February 2022, the Russian army has existed in a state of continual and sudden mood swings. Enthusiasm at the start of the war, for example, was almost immediately followed by deep embarrassment from the abject failure of the initial campaign.

Then, in the summer of 2022, the army gained more confidence again in the east, only to be met with the shock of the first major Ukrainian counteroffensive and the loss of Kherson. Still later, there was renewed confidence as the army regrouped amid expectations of a big Russian offensive in the winter—only to meet with more disillusionment at no progress. This was followed by the drawn-out victory at Bakhmut, and then again, deep anxiety as Russia awaited the big Ukrainian counteroffensive. 

    The rebellion opened the door to criticism from within.

Even before Prigozhin’s mutiny, Russia’s seesawing fortunes in Ukraine had led to a growing mysticism among the army rank and file. Battalions have been named after saints; soldiers have increasingly shared icons and prayers on Telegram; and pro-war priests have gained growing popular followings. But the instability had also eroded trust in the military leadership.

In fact, this has been an age-old problem for the Russian army, which faced terrible morale toward the end of the Crimean War in 1856, in the Russo-Japanese War in 1904–5, in World War I, following Hitler’s invasion of the Soviet Union in 1941, and more recently, in the Afghan and Chechen wars.

The significance of Prigozhin’s rebellion, then, was in opening the door to criticism of Russia’s military leadership. And as Prigozhin did it as head of Wagner, Alekseyev, as deputy head of military intelligence, showed that this criticism could come from within.

In fact, Alekseyev’s comments carry more than a little weight—and they show how complicated the Wagner situation is. Alekseyev is one of the most powerful generals in military intelligence. But he was also one of the founders of Wagner, and he has long experience supervising Russian special forces and is well respected by those units, as our own reporting makes clear.

Alekseyev’s comments were a signal to those in the military who share Prigozhin’s views that there could be room for a serious conversation about the military leadership. Although they were not ready to support Wagner in action, this faction within the military saw an opening to start talking about what was going wrong in the war. In short, Alekseyev had broken the official silence around Russia’s military leadership and made the impossible possible.

It was in this context that Putin addressed the public when the mutiny ended. He appeared to be concerned not so much with Prigozhin but with the military itself. His strongly worded speech was aimed at sending a clear message to the armed forces: in effect, Putin said, I will call Prigozhin a traitor so that you, as the army, have no choice but to distance yourselves from him and his message.

In doing so, Putin didn’t miscalculate—he wanted to cut off Wagner from the military and security services, and for the time being, it seems that he did.

But in the long term, Putin has allowed for a new challenge to his cherished political stability to emerge. He successfully ended the mutiny, but such criticism of the generals at the top will remain and is likely to grow.

The fact that 13 Russian military pilots were shot down by Wagner forces, and that Shoigu and Gerasimov were entirely absent during the crisis, has only given more fuel to dissatisfaction within the infantry. And what will happen when Russia suffers new setbacks in the war and the mood in the military swings back in a negative direction?

INSECURITY STATE

Military morale is only one of the things Putin needs to worry about. His handling of the security services following the crisis could put his hold on power at even greater risk. For the moment, he has simply stood by. Although there has been widespread chatter in Moscow about post-rebellion repressions, these rumors only concern the military; Putin has left the FSB and the National Guard untouched.

Instead of attacking the leaders of the FSB and the National Guard for failing him in the crisis, he seems to have decided either to do nothing or to give these agencies expanded authority. In fact, the national guard hopes to strengthen its position by getting permission to have tanks in its service.

This lack of repercussions for the security services is particularly startling in view of the FSB’s performance in the crisis. When Prigozhin captured the headquarters of the Southern Military District—where he spoke to Yevkurov and Alekseyev—it looked almost like a hostage taking of several of Russia’s top military commanders.

Yet according to sources in the FSB, in response to the arrival of Wagner forces, the FSB agents in Rostov-on-Don simply barricaded themselves in their local headquarters. Also absent during the crisis were several of Putin’s top security officials, including the head of the Security Council, Nikolai Patrushev, and FSB chief Alexander Bortnikov.

While a column of Wagner mercenaries marched toward Moscow, taking down helicopters and shooting into the houses of civilians on the way, these brave generals failed to show up—not at the scene or in front of the public at all.

    The security services were paralyzed at a moment of national crisis.

It appears shocking, but this was not the first time that Russia’s security services have been paralyzed at a moment of national crisis. Take the 1991 coup attempt, in which a group of communist top officials headed by a KGB leader put President Mikhail Gorbachev under house arrest at his summer villa in Crimea.

Although their plan to seize power failed and tens of thousands of people went to the streets to defend their freedom, KGB officers chose not to participate in the events and stayed at home. The officers who were at KGB headquarters on Lubyanka that night barricaded themselves in the building and watched the events from their windows.

In 2004, when terrorists took hostage more than 1,000 children and teachers at a school in Beslan, North Ossetia, Russia’s top generals seemed to respond with fear and helplessness. At the time, Patrushev, who was then FSB director, accompanied then Interior Minister Rashid Nurgaliyev to the city airport, conferred in secret, and then hurried back to Moscow.

The officials got so scared that they left the situation to be sorted out by the local FSB branch, which by all standards was not in a position to tackle a terrorist crisis of this scale. In the end, more than 300 people were killed, including many children. Putin never punished these officials, and all these years later, Patrushev and Nurgaliyev are on Russia’s Security Council.

GETTING AWAY WITH IT?

For the first time during more than 20 years in power, Putin’s KGB background might not serve him well. As an officer of the KGB who also did nothing to protect the political regime he had sworn to protect, he seems willing to let slide the excuses made by today’s FSB generals. Of course, there could still be purges in the time to come, but in past crises, when Putin decided to make a change, it has usually happened swiftly: in 2004, for example, when Chechen militants briefly seized control of Ingushetia, heads rolled at the FSB almost overnight.

For now, it is not just Prigozhin who seems to have gone unpunished but also the security services who supposedly were protecting Putin from precisely such a threat.

For any autocrat, this is a strange way to reassert control. In the short term, Putin may see it as the best way to downplay the crisis and move on. But his security services will be unable to save him from the new reality that has taken shape in which the military itself is open to criticism and even challenges to its rule. If such challenges continue, they may not be limited to the military. They could extend to Putin’s own hold on power.